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EDUARDO SANTA ARRIEROS Y FUN DADO RES EDUARDO SA N TA ARRIEROS Y FUNDADORES Aspectos de la Colonización Antioqueña

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EDUARDO SANTA

ARRIEROS Y FUN DADO RES

EDUARDO SA N TA

ARRIEROS Y

FUNDADORES Aspectos de la Colonización Antioqueña

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B O G O T Á ,

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D. E.

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OTRAS OBRAS DEL AUTOR La

Provincia Perdida. (R elatos). P rim era edición: Ediciones Espiral, Bogotá, 1951. Segunda edición: Em presa Nacional de Publicaciones, 1957.

Sin T ierra P a ra Morir. (N ovela). P rim era edición: Editorial Iqueim a, Bogotá, S e ­ gunda Edición: E dito rial Narodna K jig a , Belgrado, Y u goesiavia, 1959. (T radu c­ ción al servicio-croata y al esloveno de Su lejm an R edzepagic). Sociología P olítica de Colom bia. Prim era edición: E ditorial Iqueim a, Bogotá, 1955. El

G irasol. (N ovela). P rim era edición: Editorial Iqueim a, Bogotá, 1956. S eg u n ­ da Edición: Editorial Iqueim a, Bogotá. 1957.

L a Propiedad Intelectual en Colombia. (E s­ tudio ju ríd ico ). Prim era Edición: Im ­ prenta N acional, Bogotá, 1960. B ases p ara una interpretación de los p a r­ tidos políticos. (Estudio sociológico). Sep arata de la R evista Ju ríd ica, Im ­ prenta N acional, Bogotá, 1960.

Digitalizado: H. Sapiens Historicus

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En este libro, elaborado pacien­ temente, con la infinita emoción que nos producen las cosas de la tierra nativa, construido con un franco y sincero amor por el fol­ klore colombiano, hecho con nues­ tro barro como una categórica afir­ mación nacionalista, en este libro dedicado a los arrieros que cons­ truyeron la república, me he pro­ puesto dibujar la ya casi olvidada gesta de unos hombres que trans­ formaron una selva en ciudad.

LAS M IGRACIONES ANTIOQUEÑAS

C u an d o se escrib a la verdadera historia da C o lo m ­ bia, aq u e lla que tenga p rofu n d as raíces en el alm a colectiva, en las instituciones seculares y en el m ovi­ miento de la conciencia nacional, aq u e lla (¡ue no se d eten g a en lo anecdótico o en el llam ativo atu en do ele ciertos personajes de relum brón, seguram ente aparece rá q u e las m igraciones colonizadoras que tuvieron su génesis y su aliento en la vieja A n tio qu ia, constituyen la m ás gran de aventura re alizad a en nuestro suelo d u ­ rante el i siglo X /X . E so s grupos anlioqueños, con sti­ tuidos todos por gentes resu ellas, em prendedoras y valientes b a sta el propio heroísmo, continuaron la em ­ p resa de los conquistadores españoles, q u izá s con m a­ yor fortuna que éstos, y a ese tenaz esfuerzo por cons truír la p atria se debe la existencia de m ás de cien poblaciones gran des y p equ eñ as que, en conjunto, constituyen un fuerte núcleo estrecham ente unido por un com ún d enom in ador antropogeográfico. S o c io ló g i­ cam ente esas poblaciones, n uevas todas, h ijas d el s i­ glo X /X y del h ach a an lioq ueñ a, form an un con glo­ m erado so cial étnicam ente hom ogéneo y triplemente unido por la sangre, por la tradición y las costum bres.

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T a le s grupos m igratorios q u e tienen u n a serie de c a u sa s tan variad as como com plejas, entre las q u e se cuentan el espíritu aventurero propio de los antioqueños, estim ulado por la p obreza d el suelo nativo, por el crecim iento desm edido de las fam ilias, por el afán de hacer riqueza y, particularm ente, por la b ú sq u e d a de tesoros in dígenas o “ g u a q u e ría s” , y tam bién por el fenóm eno d e l “ contagio so c ia l’’ q u e m oviliza gran des m asas en alg u n as em presas históricas, com o sucedió en las C ru za d a s, en la C o n q u ista de A m érica y en la colonización de T e x a s y C alifo rn ia, constituyen, sin lu gar a d u d a, la ú n ica gran revolución efectiv a en el cam po so c ial y económ ico de la R ep ú b lica. F u e un m ovimiento gigantesco por la nu m erosidad de las gen ­ tes q u e en él intervinieron, por las p en alid ad es y a c ­ tos de heroísmo que tuvieron lu g ar du ran te su d esarro ­ llo y, sobre todo, por su s proyecciones en el cam po de la econom ía. F u e la epopeya d el hacha. Y de e sa ep o­ p ey a nace un p aís nuevo y u n a n ueva econom ía a g rí­ cola. F u e alg o superior, en nuestro concepto, a las m i­ graciones d e los bandeiran tes en el B ra sil y creemos que aú n no se h a hecho un enfoque com pleto sobre este fenóm eno que pone en alto el espíritu de lu ch a de las generaciones colom bian as a quienes cabe la hon ra d e haberlo realizado. D e un momento a otro se desp ierta en ellas la fiebre colon izad ora; tropillas de hom bres id ealistas y tenaces se internan en la selva, trepan a las cordilleras, vad ean ríos torrentosos, in un­ d an los cam inos y las brechas y van d ejan d o sobre ellos la h u ella de su s pies desnudos, con el a fá n de fu n d ar pueblos, de levan tar torres, aserríos, gran jas, construir cam inos, tarab itas y puentes, es decir, hacer un p aís nuevo, diferente a l q u e nos habían d e jad o los españ oles de lanza, de escudo y de gorguera. Y a sí lo hicieron. A golpes de h ac h a fueron salien do, b u rila­

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d as por el esfuerzo, las poblaciones m ás prósperas de la república, tod as e llas con u n a v italid ad asom brosa y cu y a e d a d oscila, hoy por hoy, entre los cincuenta y los ciento cincuenta añ os de existencia. S an só n , C o n ­ cordia, T urbo, S a n t a R o sa de C a b a l, V ictoria, M urindó, A bejorral, A g u a d a s, P áco ra, S a la m in a , N eira, M an izales, fu n d ad as entre 1.797 y 1.850; V illam aría, C h in ch in á, P alestin a, S e g o v ia, N u e v o S alen to , Pereira, F ila n d ia , A rm en ia, C irca sia, M ontenegro, _V a l­ paraíso, T ám esis, A n d es, B olívar, Jericó, Jard ín , A p ía, S an tu ario , R íosucio, Q u in ch ía, M o c atán , P u eb lo R i­ co, M an zan ares, M a ru la n d a, P en silv an ia, L íb an o , V illaherm osa, H erveo, S a n t a Isab el, C a s a b ia n c a y F re s­ no, fu n d ad as entre 1.850 y 1.900; C aja m a rc a , Roncesvalles, C alarc á, S e v illa, B a lb o a , V ersalles, T rujillo, D arién , R eslrepo, E l C airo, L a M aría, B etan ia, E l A gu ila, E l Porvenir, L a T e b a id a , etc., en lo q u e va corrido de este siglo. Y com o e sas p o d ría citar m ultitud de ciu d ad es, ald e as y villorrios d e jad o s so ­ bre la com plicada g e o g rafía an d in a como im borrable h u ella de la p u ja n z a de u n a estirpe sin par. L a gran em presa de las m igraciones an lioq u e ñ as parece tener principio con la fu ndación d e S o n só n ( l ) h acia 1.797; se va extendiendo p au latin am en te h a sta tom ar p o se­ sión de lo q u e hoy es el D ep artam en to de C a ld a s ; p a ­ rece q u e cobra sin g u lar im pulso por las con qu istas de las tierras d e l Q u in d ío, tan ubérrim as y feraces, en donde hay otros estím ulos fu n dam en tales, com o el oro de los sepulcros in d íge n as codiciosam ente v io la­ dos con un afá n desm edido, la a b u n d a n c ia d el c a u ­ cho f/iic entusiasm ó transitoriam ente a los hom bres de em presa, y la fa c ilid a d p a ra increm entar la cría de

(1) Ja m e s J . Pearson: La Colonización Antioqueña en

vt Occidente de Colombia.

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cardos por los extensos cultivos de m aíz, a m ás de lo ap ta que resultó la top ografía on d u lad a, m ontañ o­ s a y enigm ática, p ara evadir el reclutam iento durante las continuas guerras civiles d el siglo p asad o. Secreto es­ condite, p aís olvidado, apto p ara sustraerse a la cru el­ d a d y a la violencia d a nuestras am arg as experien­ cias bélicas o p ara huir de la persecución p olítica a p li­ c a d a a l vencido desp ués de term inada la contienda. U n considerable número de colonos trasp a sa la C o r­ dillera C en tral penetrando a l D epartam ento d e l Tolirna y m ás tarde, sigu ien d o la m ism a cordi lie ra, p a sa ron a l \ ralle y luego a l C a u c a , d ejan d o la fresca s i­ miente de nuevas ald e as, n uevas fon das y villorrios que con el tiempo irán creciendo b a sta hacerse mayores L a san gre con q u istado ra no se ha detenido. P a s a de u n a generación a otra, a m anera de antorcha olím pi­ ca en un pueblo de atletas, tzl a fá n de segu ir lu ch an ­ do contra la selva virgen se transm ite irrevocablem en­ te de padres a hijos, a m anera de culto fam iliar. Y e sa gola, de san gre trash um ante y b ravia sigu e ab rien ­ do la brecha y hoy m ism o continúa haciendo claros en las selvas d el C hocó, del D arién , del C a q u e tá y de otros territorios nacionales. N a d a im portó la topografía arisca, el viento helado de los páram os, la cordillera q u e b rad a en caprichosos ab an ico s, los cañones profundos, las serran ías y los can jilon es y, antes bien, el brazo m u scu lado d el con (¡a isla d o r antioqueño se deleitó fu ndando nuevos cen ­ tros urbanos y establecim ientos agríco las en lo m ás escarp ad o de las cordilleras. M an izales es un ejem plo fehaciente de este agresivo im pulso por dem ostrarle a l p aís que e sa n ueva estirpe colonizadora era c ap az de construir una ciu d ad en el filo de la cim a, sobre la p rop ia cresta an d in a, a m ás de dos m il m etros s o ­ bre el nivel del mar. C o n tra lo q u e era de esperarse,

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esa ciu d ad creció y au n q u e la ad v e rsid ad trató de b o rrarla en varias ocasiones reduciéndola, a cenizas o derribando su s c a sa s en m ovim ientos sísm icos, el te­ naz pueblo antioqueño volvió a construirla en ese mismo sitio como un d esafío a las propias fuerzas de la n aturaleza. C o n e l correr d e l tiempo, y a m edida (fue la ald e a se ib a convirtiendo en ciu d ad , hubo que tum bar gran des barran cas, llen ar hoyos profundos, d ese­ car p an tan os, en fin, fu gar con el terreno como ju egan los niños con la c iu d a d que construyen en la arena. U n a de e sas ciu d ad es fu n d ad as por antioqueños d u ­ rante el siglo p asad o es L íb a n o , próxim a a cum ­ plir su prim ar centenario de vida. Segu ram en te la evolución de esta ald ea, que rápidam ente llegó a co­ locarse a la v a n g u ard ia de las ciu d ad es tolimenses, guarde un cercano paralelism o con las dem ás p o b la ­ ciones h ijas de la corriente m igratoria a la cu al nos liemos venido refiriendo. E n este libro, elabo rad o p a ­ cientemente, con la infinita em oción que nos producen las cosas de la tierra nativa, construido con un franco y sincero am or por el folklore colom biano, hecho con nuestro barro como una categórica afirm ación n acio ­ nalista, en este libro d edicad o a los arrieros que co n s­ truyeron la república, me he propuesto d ib u ja r la ya casi o lv id ad a g e sta de unos hom bres que tran sform a­ ron la se lv a en ciu d ad . U n a de las cosas m ás im por­ tantes y de m ayor sign ificación p ara el estudioso de los fenómemos sociales es la observación de esa silenciosa m etam orfosis que v a sufriendo el m inúsculo conglom e­ rado de bohíos, e sas cuatro o cinco casu ch as d a bahareque q u e fueron el punto de p artid a inicial, h asta lle­ gar a la a ld e a con cabild o, párroco, alcalde, regido­ res y alg u acile s y, de aq u í en adelante, la otra m eta­ morfosis d a la ald e a a la ciu d ad m oderna con todos los servicios públicos, p arqu es, av en id as, teatros, f á ­

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bricas, colegios, bibliotecas y con un sistem a de vida sem ejante a l de las urbes p op u lo sas. D e m anera, pues, q u e este trab ajo pretende e stu d iar u n a m igración sin el pedan te tecnicism o de quienes con la cien cia y a nom bre de la ciencia con gelan o m atan la verd ad ; pretende d a r u n a id e a ap ro x im ad a sobre el sentido de la colonización an tio q u eñ a sin la friald a d de las cifras e stad ísticas y es •—a p e n a s — un irrevocable y manifiesto d eseo de reconstruir el am biente en e l cu al se m ovieron los in spiradores d e e sa extraordinaria aventura, de poner a vivir los hom bres de la ép o ca y de crear las circunstancias, las costum bres, las for­ m as d e v id a d e e sa can d oro sa y p u jan te so cie d ad que le dio v id a a la aldea. P o r eso mismo, a l lado de los cap itan es de la fun d ación e stará tam bién el pueblo como p e rso n aje ; el pueblo vivo, actuante, dinám ico, edificando su futuro, d e sc u ajan d o la selva, o rgan izán ­ d ose com o com u n id ad con su s herrerías, tiendas, z a ­ p aterías, barberías, y dem ás establecim ientos artesan a le s; construyendo su iglesia, fab rican d o su s trovas y su s mitos, su s fan tasm as y leyendas: Y con sigu ien ­ tem ente ap arecerán en estas p ág in as los nom bres y las activid ad es de ciertos personajes típicos que, si bien es cierto no hacen parte d el patrim onio de la h is­ toria, pertenecen a los fab u lo sos tesoros d e l recuerdo region al y se confunden con las raíces m ism as de la estirpe. L o s colonizadores an tioqu eñ os tenían u n a form a p ecu liar de fu n d ar su s ciu d ad es. Iban con ese o b je ­ tivo entre c e ja y ceja, como si u n a fiebre, locu ra o d e ­ lirio los im p u lsara a ello, a m anera de nuevos Q u i­ jotes h ach a en ristre y carriel a la deriva. E l d istin g u i­ do p en sad or colom biano L u is L óp ez de M e sa, en una d eliciosa p ágin a, nos dice sobre el particu lar lo s i­ gu ien te: “ F u e un éxodo afortunado, que v a siendo

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núcleo de fu tu ras leyendas. D ice n q u e en a lg u n a ocasión un viajero vio en m edio de a q u e lla entonces m ontañ a inextricable grupo de labriegos q u e ib an re­ corriendo a l són aco m p asad o de u n a esq u ila el con ­ torno d e un “ d esm on te” , “ i Q u é hacen ustedes a s í? " inquirió, curioso. “ E stam o s fu n d an d o un p u e b lo ” , le respondieron ingenuam ente, con sencillez q u e e l tran ­ seúnte h alló irónica. A ñ o s m ás tarde, cuenta e l na rrador, a l regresar por a q u e lla cordillera vio ser ver­ d ad el p o b lad o prom etido, h aberse trocado en p la z a am ena el bosqu e derribado, en cam p an a m ás sonora y gran de la e sq u ila de la in iciación ” . Y con tin ú a a renglón segu id o el d istin gu id o sociólogo: “ C u á n ta s de e sas q u e hoy nos parecen en h iestas ciu d ad es ayer no m ás las bautizó a golpes de h ach a alg ú n labriego da L a C e ja , de R íonegro, o de E l Retiro, de M a rin illa o de S on só n , h allan d o p ara m uchas, nom bres de g rata eufonía. D e la m ás en cu m brad a hoy tenem os tod avía testimonio p erson al de su s com ienzos, tan eglógicos que recuerdan a V irgilio, menos el em pinado estilo y la fa n ta sía artificiosa. A ú n se cu en ta que en noches de lu n a los zapado res de a q u e l monte se se n tab an s o ­ bre troncos d e arb oles recién cortados en lo q u e ya tenía nom bre de p la z a dentro de su am b icio sa im ag i­ nación, a form ar “ c a b ild o ” y a d arle norm as civiles a la fu tu ra ciu d ad . Y como q u iera que a veces se a c a lo ra ­ sen en su s “ s a b ia s ” deliberaciones, ello fue q u e de com ún providencia acordaron presentarse a las sesio­ nes sin h ach as ni cuchillos de m onte” , ( l ) Y a s í fue. P orqu e la fundación tenía su litu rgia y la d em o cracia su s ritos deliberantes. N u estros a b u e ­ los en m edio de e sa b íb lica sencillez h ab itu al, tenían (1) L u is López de M esa: Introducción al estudio de la

cultura en Colombia.

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en su espíritu u n a p rofu n d a raíz m ística y p ara ellos la colonización era un sacerdocio en aras de la repú ­ blica. Por eso los pu eblos q u e nos legaron tuvieron un proceso de form ación especialísim o. un sistem a de v i­ d a y una evolución perfectam ente diferenciados. L a colonización esp añ o la y la an tioqu eñ a difieren un p o ­ co en su form a y en su sentido. L os conquistadores españ oles buscaron la altiplan icie com o asiento p ara sus fu n d acio n es; estab an m ovidos por la cod icia del oro in dígena y por el afán do hacer sú bditos p ara c a ­ tequizar y ex p lo tar; en su s construcciones utilizaron por lo general la piedra y el adobe. L l antioqueño, en cam bio, se adu eñó de las vertientes, bu scan d o siem ­ pre la m ontañ a virgen que p o d ía brindarle en a b u n ­ d an cia m aderas de buena c a lid a d y p ro d ig a lid a d de a g u a s ; su s construcciones frecuentes fueron esen cial­ mente de m adera y da g u a d u a ; poco le interesó so ju z­ g ar a nadie, ni im poner tributos, y si buscó el oro lo hizo arrán cando lo de la m ontaña, como los propios in dígen as, o escudriñando los cem enterios de tribus d esap arecid as. A d em ás, el colonizador antioqueño te­ nía un m ejor sentido de la estética urbana y u n a rara intuición p a ra sentar su p lan ta en los centros claves del m ovim iento com ercial del m undo (pie él mismo e stab a fabricando. ¿ C u á l era la razón p ara q u e el con q u istado r e s­ p añ o l b u scara la altiplan icie y el antioqueño la vertien­ te ? D on fo sé M aría S a m p e r en su m agistral E n s a ­ yo sobre las revoluciones políticas y la condición so ­ cial de las repúblicas colom bian as nos dice muy acer­ tadam ente que dos conqu istadores se apoderaron con su m a fa c ilid a d de los im perios de los aztecas, de los ch ibch as, y los qu ich u as, d onde reinaba. ya la civilización y no tuvieron q u e lu ch ar con gran de energía sm o en los valles ardientes, donde las tribus bárba-

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ras, no teniendo m ás h ábitos que los de la guerra, se defendieron con d esesp eració n .” ‘‘E n las costas y en los valles profundos, lu ch a terrible y m ortal con tri bus belicosas, indom ables, d esn u d as, sin v id a civil ni form as determ inadas de organización, viviendo a la aven tu ra y eternam ente n ó m ad e s; tribus sin belleza, sin nobleza, profundam ente m iserables en la plen itud de su libertad salv aje. Pero a l trepar resueltam ente a las altiplan icies de M éjico, de los A n d e s V en ezo la­ nos, de Sog am o so , B o gotá, y P o p a y án en los A n d es G ran ad in o s, de Q u ito, el C u zco, etc. la situación c am ­ b ia enteram ente” . Y luego a g re g a en form a certera: A llí la d u lzu ra d e l clim a favorece a los c o n q u ista­ dores tanto como la riqu eza y el cu ltivo ; donde q u ie ­ ra encuentran v astas ciu d ad es y pu eblos y caseríos innum erables q u e les sirven de asilo contra la intem ­ perie; ejércitos de 40, 80 o 100.000 in dígen as su cu m ­ ben, c asi sin com batir, ante algu n os centenares de con ­ qu istadores tem erarios; las poblaciones, en vez de la astu cia, la m alicia rebelde y la inflexible resistencia de las tribus nóm ades, se distin gu en por la sencillez candorosa, la cie g a confianza, el sentido hospitalario, el am or a la p az, los h ábitos de la vid a sedentaria, la d u l zu ra y la resignación. E os conquistadores no com ­ baten allí en realidad. T o d a victoria es u n a carnice­ ría d e corderos, porque el indio de las altiplan icies no se defiende, sino q u e se rinde, d o b la la rodilla, su p li­ ca, llora y se resign a a la e sclav itu d ” . ( I) E s a es la razón fu n d am en tal p a ra que el co n q u is­ tad or esp añ o l g u stara de la altiplan icie p a ra su s fu n ­ daciones. D e l altiplan o b ajó a l valle a aprovech ar el río anchuroso com o m edio d e locom oción y durante (1) Jo sé M aría Sam per: Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las Repúblicas Colombia­

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la colonia se operó la colonización d e las hoyas d el M a g d a le n a, d el C a n e a y de otros ríos im portantes. L a vertiente no tenía sign ificación económ ica h asta m ediados d el siglo X IX , y m enos cu an d o eran e l ta ­ baco, el a ñ il y la q u in a la b ase de las exportaciones y de la econom ía nacional. L o s bald íos, por lo gene­ ral, eran vertientes, selvas in hóspitas en donde los A n des hacen nudos de curiosa geom etría, p la g a d o s J e alim añ as y d a fieras salv ajes. P o r C ap itu lacio n es R e a ­ les y posteriorm ente por L eyes de la naciente R e p ú b li­ ca se h ab ían ad ju d ic ad o las co d iciad as tierras d e l a l ­ tiplano y los valles de los ríos. P o r eso los colon iza­ dores antioqueños du rante el siglo p asad o se lanzan en un m ovimiento que reviste las características for­ m ales d e u n a n ueva cru zad a a la con q u ista y colon i­ zación de la vertiente se lv ática p a ra h acerla su y a e incorporarla a la econom ía nacional. S iem b ran en ella a m ás d e l p látan o, la cañ a, e l m aíz, y la yuca, la s e ­ m illa del café que será la b ase de u n a n ueva econo­ m ía. M u y pronto los cafetales se m ultiplicarán y d e s­ p lazarán en im portancia el cultivo d el tabaco, la q u i­ n a y el añil. N a c e u n a n ueva república. L a república del café. E l antioqueño obtiene la ad ju d icació n de lo q u e y a ha hecho suyo por los títulos d el esfuerzo y d el trab ajo y va p lasm an d o con su p rop ia san gre esa n u eva nación que se extiende com o un cordón por la C ord illera C e n tral d esd a U ra b á h asta C alcedo n ia. S a lv o en muy contados casos el colonizador tiene que pleitear con poseedores de títulos o C é d u la s R eales, como sucedió a los fu n dadores de M an izale s con la firm a de G o n zález, S o la z a r y C ía., que representaba los intereses de la C ap itu lació n R e a l de los A ran zazu , o com o aconteció a don H eraclio U ribe y d em ás fu n ­ d ad ores de S e v illa en relación con la em presa de B urila.

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L a fu n d ació n d el L íb an o, en el departam ento del T olim a, nos servirá de m odelo p a ra observar las for­ m as c lá sic as de la colonización antioqueña. N o pre­ tendo, naturalm ente, hacer un estudio histórico por­ q u e a la historia le es d ifícil reconstruir un am biente y hacerlo vivir, valién d ose de alg u n as fuentes q u e se consideran sospech osas. L a historia, por lo general, es la an atom ía de la so c ie d a d ; no a c tú a sino sobre el cad áv er de los hechos y d e los hom bres. Y lo que el autor de este trab ajo se propone es poner a vivir do nuevo, au n q u e se a en el recuerdo, aq u e llas sociedades prim itivas, valién d ose naturalm ente de un m aterial que la historia desech a, de alg u n o s hom bres y acontecí m íenlos, costum bres y leyendas de alto valor folcló­ rico y sociológico. E s necesario recoger la tradición que corre de boca en b o ca d esd e nuestros lejanos bisabu elos h asta m iesiros d ías, antes de que e sa tradición se obscurezca m ás, porque ella, como las viejas fotografías, v a per­ diendo su nitidez y su brillo, su fid e lid ad y su s d e­ talles, h a sta que se borra definitivam ente. N u estros bisabu elos han muerto y los ab u e los tam bién han em ­ pezado a caer ab atid os, como los robles con q u e hi­ cieron su c a s a y su fundo. S e ría doloroso que el re­ cuerdo m uriera con ellos y que los p ap eles que p u die­ ran servir d e b ase p a ra escribir la evolución de la ah lea, tam bién m urieran en el fondo de los baúles, an iq u ilad os por el tiempo q u e todo lo orea, por la p o ­ lilla y por el desdén, olorosos a n aftalin a y a olvido.

E L H ALLA ZG O FELIZ /^ O N T A B A N los abuelos que en una luminov '4sa mañana de 1864 salió de la pequeña al­ dea de Manizales una tropilla de hombres y muje­ res, unos a pie, otros a caballo, rumbo al nevado del Ruiz y que luego, vertiente abajo, se interna­ ron en territorios del antiguo Estado Soberano del Tolima. Iban ellos en pos de tierras y de minas sin dueño, buscando baldíos a fin de hacerlos su­ yos por los títulos del esfuerzo colectivo y del tra­ bajo sin desfallecimientos. Tenían sed de aventu­ ra, deseo de riqueza, fiebre de luchar contra obs­ táculos superiores a ellos mismos y buscaban la tierra, la tierra buena y sin dueño, donde arrojar la semilla y ver crecer la esperanza. Las mejores tierras de Manizales y de las comarcas vecinas ya habían sido ocupadas por migraciones anteriores. I’ero allá, tras el nevado, en. la otra vertiente de la cordillera central, había un país selvático y mis­ terioso del cual muy poco se sabía en los nue­ vos poblados que la incontenible corriente migra­ toria venía edificando y del cual apenas sí habla­ ban vagamente aventureros codiciosos, arrieros tro-

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tamundos y buscadores de oro y de ganado cima­ rrón. Nicolás Echeverri, uno de los fundadores de Manizales, junto con otros compañeros, ya se había atrevido a cruzar el espinazo andino penetrando en estos territorios del antiguo Estado Soberano del Tolima y había fundado hacia 1.846 el primer es­ tablecimiento agrícola en el sitio denominado “ Ca­ sas Viejas”, cercano al Nevado del Ruiz, a varias leguas de la que hoy es población de Murillo. Otros habían buscado un camino que conectara a Manizales con el río Magdalena por la vía de Lé­ rida (en aquel entonces Peladeros) y unos pocos habían corrido la aventura de buscar por esta ver­ tiente cierto ganado salvaje que pastaba libremen­ te y que procedía de un criadero que en tierras de Mariquita había poseído alguna comunidad re­ ligiosa. La nueva caravana colonizadora se dispuso a marchar por las serranías verdes donde la natura­ leza del trópico revienta en mil colores, por entre los enmarañados laberintos vegetales donde la es­ pina urticante y el bejuco opresor castigan y fla­ gelan sin piedad, por sobre los páramos desérticos en los que multitud de pozos azufrados son como engañosos espejos de mil colores y donde el viento ^impertinente y seco se arrastra y silba soplando la indefensa soledad del cactus. En esa caravana in­ trépida va un joven aprendiz de militar que ape­ nas hace un año dejó sus arreos, se deshizo de polainas estorbosas y colgó de algún clavo de la casa familiar su sable niquelado de gran empu­ ñadura. No hace un año todavía que este joven silencioso caminaba por senderos abruptos, como

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este de ahora, con anteojo de larga vista, nervioso, atento al movimiento de las tropas enemigas que desfilaban a varios quilómetros con lentitud de hambre y de cansancio. Eran sus épocas de apren­ dizaje bélico al lado del Gran General don To­ más Cipriano de Mosquera. Ahora, en cambio, va montado en su caballo alazán con los arrestos de su mocedad, puestas sus botas de conquistador so­ bre los estribos de cobre que suenan como un par de campanas sobre los ijares de la bestia, cada vez que hay que salvar un obstáculo en la brecha. Ese joven y gallardo jinete se llama Isidro de la Pa­ rra o, mejor, Isidro Parra, a secas, porque entre las gentes de su estirpe los apellidos ampulosos suenan como el cobre de los estribos, con antipá­ tica estridencia y, a pesar de ser descendientes de nobles hijosdalgos venidos de Andalucía o de al­ guna provincia vascongada, tienen una gran pro­ pensión hacia la sencillez y hacia la síntesis. Isidro Parra tenía por aquel entonces veinticin­ co años, era de regular estatura, sus ojos de azul intenso, blanca la tez y los cabellos negros, la voz fuerte y sonora como para domesticar ejércitos y ser escuchada en plena selva, y en su frente am­ plia empezaban a dibujarse dos pequeñas arrugas verticales que eran síntoma somático de una recia voluntad y de un gran don de mando. Terciada sobre su ancha espalda llevaba una escopeta de ca­ cería y al lado derecho de su silla de arnés colga­ ba un cacho de buey, abierto por el pitón, a ma­ nera de rústica corneta. Con él venían entre otros Vicente Rivera, Ezequiel Pernal, Miguel Arango, Alberto Giraldo, Teodomiro Botero, Jesús Arias, Rafael y Joaquín Parra, con sus respectivas fami­

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lias, y otros a cuyo esfuerzo les debe la repúbli­ ca una de sus poblaciones más prósperas y ricas. Con ellos venían algunas mujeres, esposas, her­ manas e hijas, que codo a codo con los hombres se disputaban el peligro, con ese gran sentido es­ toico propio de la estirpe a la cual pertenecían. Entre estas abnegadas mujeres es justo recordar a Hercilia Echeverri y a Amelia Parra, ejemplos verdaderamente extraordinarios de abnegación, de espíritu de sacrificio, de pujanza y de valor. Sobre el lomo de los bueyes que aunque lentos son mejores para el camino por su resistencia y seguridad, traían los expedicionarios las petacas o cajas de cuero con víveres y el cacharro indispen­ sable para el yantar, como aquellas célebres olletas y pailas de cobre, algo gitanas y algo señoriales, que recordamos en algún rincón de nuestra infan­ cia. Por entre 'los claros del bosque brillaban, de cuando en cuando, los machetes rampantes y las hachas bíblicas que, manejadas con destreza y ener­ gía, hacían crujir los árboles y silbar el viento a la vez que jugaban con la luz que caía sobre ellas persiguiendo la atractiva y limpia desnudez del ace­ ro. A trechos también, detrás de las hachas destruc­ toras, por entre los claros que éstas iban dejando, iban apareciendo intermitentemente los bueyes de paso tardo, las muías resabiadas y maliciosas que se movían al estímulo de las más rudas interjecciones y alguno que otro carguero que resignadamente te­ nía que compartir la carga de alguna acémila des­ peñada o abandonada en el camino a la suerte de sus mataduras incurables. Sobre esos bueyes, mulas y cargueros, iban también aquellas sierras po­ tentes con las cuales los árboles quedarían defi­

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nitivamente convertidos en casas, entre un surti­ dor de aserrines aromáticos, y que Nicolás y Ge­ rónimo Santa manejarían con tanta destreza, años más tarde, en la plaza de la aldea que fue el pri­ mer aserrío, algo así como la placenta genética del nuevo fundo. Después de muchas leguas de recorrido la tropi­ lla se detuvo. La panela, el arroz, los fríjoles y, sobre todo el aguardiente, se habían agotado. Los expedicionarios escogieron un pequeño valle pro­ visto de aguas y allí se dispusieron a fundar la nue­ va empresa agrícola. Improvisaron las primeras casuchas, tendieron las cercas simétricas, midieron las parcelas y, antes de todo esto, enviaron mensaje­ ros por la esbozada senda, mensajeros que fueran a la aldea de Manizales a comunicar el hallazgo de tierras tan feraces y a traer víveres para la sub­ sistencia. El valle donde inicialmcnte acamparon y en el que primero cultivaron, fue bautizado con el sencillo nombre de “Las Granjas”. Para llegar allí habían tenido que desafiar todas las dificul­ tades. Varios días de jornadas por sendas tortuo­ sas, por desfiladeros, selvas, serranías y canjilones, haciéndole el quite, y también la caza, a los ti­ gres, osos, dantas y tapires que abundaban por es­ tas soledades. Los cronistas recuerdan todavía la fabulosa lucha de Rafael Rivera con un tigre has­ ta darle muerte. Alberto Giraldo también tuvo un encuentro con uno de estos temibles animales. Un peón fue muerto por picadura de serpiente. Otro murió de “soroche” y hubo que abandonar su ca­ dáver sobre las pizarrosas arenas que circundan el Ruiz. Varios bueyes y acémilas sucumbieron en la mitad del camino, escaldados y macilentos, o en

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las horas de marcha nocturna trastabillaron y ro­ daron por los despeñaderos o quedaron ateridos en las faldas del Ruiz ante el azote bárbaro de la ventisca. Aquella fue una odisea terrible. Pero es­ tos hombres como Isidro Parra, Alberto Giraldo, o como los demás compañeros de aventura, eran muy dignos descendientes de conquistadores de piel curtida y corazón templado y además tenían la levadura y la coraza del ideal y la fiebre de con­ vertir la selva en sucesión de poblados. Cuando un buey quedaba atascado entre los baches o ciénagas no faltaba alguien que con resignación y estoicis­ mo, entre sorbo y sorbo de aguardiente y mordisco de panela, adobado de una que otra blasfemia, to­ mara la impedimenta o el avío y lo colocara sobre sus hombros para continuar de tumbo en tumbo la marcha nocturna, sin más luz que la de su fé, la luna y los tabacos. La expedición, como antes se dijo, acampó pri­ mero en el sitio que denominaron “ Las Granjas” . Allí se levantaron las primeras casas, reventó la semilla del fríjol, se elevaron las lanzas verdes de los cañaverales, los maizales abrieron sus mazorcas y se vistieron de penachos prusianos, el trigo ama­ neció un día sobre la esbeltez de la espiga, la al­ verja infló la cápsula como si fuera mujer fecunda­ da y luego tendió su hermosa red de zarcillos capri­ chosos. Hubo entonces pan fresco, se fabricaron pilones de troncos para triturar el maíz, de las co­ cinas salieron las arepas calientes y en los fogones borboteó el fríjol ,a la vez que la caña se convertía en panela y en las ollas fermentaba el guarapo y en los sacatines el cristalino aguardiente que fue el licor animador de estas migraciones heroicas.

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Pasaron varios meses. El maíz dio varias cose­ chas. Se construyeron otras casas. Nuevas gentes fueron llegando al nuevo fundo. Pero fue a fines de 1864 cuando Isidro Parra y varios compañeros tropezaron, bajando hacia el noreste, con aquel idílico valle sembrado de corpulentos cedros, lla­ mado a ser en el futuro asiento de una de las más hermosas y pintorescas ciudades del país. Isidro Parra y sus compañeros quedaron sorprendidos con la belleza del paraje. Era un valle extenso, rodeado de altas colinas, a manera de un cinturón más o menos uniforme. Aún había mucho cedro y roble corpulentos, de más de treinta metros de altura y cuyos diámetros difícilmente podían ser abarcados por tres o cuatro hombres. El clima era suave, el cielo limpio, de un azul brillante, y la brisa tan leve que a la hora del crepúsculo pare­ cía que la naturaleza dormía por completo. La topografía era pues tan hermosa y el clima tan benévolo que Parra y demás compañeros com­ prendieron desde el primer instante que ese sitio estaba destinado a ser cuna de una ciudad privile­ giada. Además, el valle estaba ceñido por dos co­ rrientes de agua. El cinturón uniforme de colinas, fortaleza natural que protege amorosa y espléndi­ damente a la ciudad dándole un sentido estético y la impalpable atmósfera de las cosas eternas, te­ nía una única salida al oriente, una depresión que hace pensar que este paraje fue el lecho de alguna laguna, en épocas remotas, que por algún fenó­ meno geológico buscó salida hacia aquel punto cardinal. Para sorpresa de los atrevidos excursio­ nistas, tan pronto se acercaron a él vieron clarear entre el valle unos pocos bohíos. Bajaron a la pía-

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nicie y encontraron allí unos cuantos pobladores que desde hacía diez o quince años se habían dado a la tarea de vencer el bosque centena­ rio. Entre estos primeros colonos había un ex­ traño y enigmático personaje. Se trataba del francés Desiré Angee, natural de la provincia de Normandía, quien había llegado a Colombia en 1847 contratado para trabajar en la construc­ ción del Capitolio Nacional. Allí tenía el francés su escondido refugio, como un eremita de los nue­ vos tiempos. Bajo el gobierno de José Hilario Ló­ pez la construcción del Capitolio había sido para­ lizada transitoriamente y Angee resolvió buscar mejor suerte penetrando a la selva, estimulado por el decreto de 23 de abril de 1849 del cual hablaremos más adelante. Angee parece que regresó a Bogotá hacia 1863 y a su vuelta al valle de los cedros tra­ jo consigo a la exmonja Mercedes González, quien seguramente perteneció a una de las comunidades religiosas disueltas por el Gran General Tomás Cipriano de Mosquera. Con ella, con Mercedes Gon­ zález, formó un hogar en el apartado y selvático retiro.

DESPERTAR DE LA ALD EA

JS ID R O Parra estaba llamado a fundar la al­ dea, a darle conformación urbana a aque­ llo que en 1864 apenas era un pequeño> conjunto de casitas diseminadas en el valle, levantadas ca­ prichosamente, sin ninguna simetría ni orienta­ ción, distantes entre sí, conectadas por senderillos sinuosos hermosamente tapizados por los pastos silvestres y decorados por alguno que otro arbusto que de repente se erguía en plena vía para ofrecer sombra, fruto y flor a los viajeros. Las casitas que en conjunto podían rememorar algún pesebre na­ videño, unas sobre el barranco, otras al pie de la cañada con puentecillo sobre el camino real, otras que apenas dejaban asomar sus techos de madera pintada por entre las copas de las higuerillas, ha­ bían sido construidas de bahareque y, lejos de es­ tar alineadas a la vera de los senderos que ni los pobladores se atrevían a llamar calles, por lo gene­ ral estaban sembradas hacia el centro de cada fun­ do. Eran ocho o diez casitas, de cuya existencia te­ nemos datos desde 1851. Efectivamente, en ese

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año, un ilustre viajero, don Manuel Pombo, rea­ lizó un larguísimo y heroico viaje a lomo de buey desde Medellín hasta Bogotá, pasando por el ca­ serío de Manizales, en cuyas calles todavía se veían las raíces de los árboles talados. Después de tras­ montar las nieves del Ruiz, en penosísima jorna­ da, pernoctando cerca a la cueva de Nieto, sacán­ dole el cuerpo a los toros salvajes que frecuente­ mente atacaban en manada a los viajeros, llegaron al caserío del Líbano. Don Manuel Pombo nos dibuja magistralmente ese insignificante caserío en hermosísima página que muchos años más tar­ de el propio Antonio José Restrepo comparó con el pincel de Velásquez en el cuadro “Las Tejedoras” . Dice así el señor Pombo: “Pero, en fin, llegamos al caserío del Líbano, agasajados por un hermoso sol de la tarde, respirando aire más benigno y recogiendo los ruidos confusos de la vida social: las voces que altercan, el hacha que corta, el perro que ladra, el toro que muge. Algunas familias antioqueñas, vigorosas y diligentes, forman este núcleo de lo que con el tiempo será gran pobla­ do, y están allí como avanzada de sus compatrio­ tas talando monte, limpiando el terreno virgen y estableciendo sementeras y labranzas. Todas estas faldas de la cordillera, sanas y feraces, serán co­ lonia antioqueña, y esa hermosa raza vendrá así a mejorar la desmedrada de esta parte de Mariqui­ ta. Nos alojamos en una limpia y espaciosa casa, en donde se trabajaba por todos, en todas partes, y de todos modos: en mesas y bancas para despre­ sar marranos; en la piedra y el pilón para moler cacao y maíz; en la hornilla y el horno para co­ cer arepas y pan, y en una tienda bien abastecida de artículos alimenticios, para atender al consumo

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de sus locuaces y numerosos parroquianos. La ca­ sa de gentes hacendosas es un espectáculo agrada­ ble, una colmena en la que cada cual se agita lle­ nando su oficio, risueño, decidor, alegre, con la satisfacción en el rostro y la esperanza en el alma. Animación, vida, progreso hay en ella, disfrutan de bienestar sus habitantes, y el trabajo les despeja los problemas del porvenir.” Así vio el ilustre vi­ sitante el minúsculo caserío en 1851. Es la primer noticia que tenemos de su existencia y quiso el destino que fuera la pluma de un grande escritor quien nos hiciera su dibujo. Afortunado el Líba­ no que tuvo el privilegio de ser descrito en su in­ fancia por viajero tan ilustre. Suponemos que esas pocas casucas que encontró allí don Manuel Pombo, y a las que el escritor les vio maravilloso por­ venir, fueron construidas durante el lapso com­ prendido entre el decreto del 23 de abril de 1849 de que hablaremos más adelante, al 27 de febrero de 1851, que fue la fecha en la que Pombo visitó el embrión de aldea. De todas maneras la página anteriormente transcrita tiene, además de su in­ negable valor literario, el que corresponde a un extraordinario documento histórico. Cuenta igual­ mente don Manuel que a la salida del caserío atra­ vesaron un bosque donde abundaban las tórtolas, pavas, guacharacas y que en las copas de los árbo­ les gruñían, como cerdos, multitud de monos de piel azafranada y blancas barbas, que hacían se­ ñales a los viajeros y saltaban de árbol en árbol graciosamente. El viajero iba acompañado de va­ rios habitantes de la región, los cuales al ver los monos, entonaron estas coplas:

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A llá van los monos jugando baraja, que ninguno sabe para quién trabaja. A llá van los monos tocando guitarra, porque ya no afloja nadie lo que agarra. A llá van los monos tocando bandola, como ellos hay otros que no tienen cola. A llá van los monos hechos una pena, después da comerse una roza ajena.

Pero si bien es verdad que en 1851 ya había un pe­ queño conglomerado de casitas, veamos cómo pu­ do tener origen ese embrión de aldea que nos describió en forma tan sencilla don Manuel. (1). (1) Tanto la descripción del caserío como la s coplas fu e ­ ron tom adas textualm ente de la s Obras Inéditas de M anuel Pombo, ed itad as en 1914 bajo la dirección de Antonio J o ­ sé Restrepo. (P ágs. 181, 182, 184 y 185 de la obra cita d a ). Don M anuel Pom bo era herm ano del gran poeta R afael Pom bo e hijo del em inente estadista y patricio don Lino de Pom bo, m inistro y consejero del G en eral F ran cisco de P a u la Santan der. S u obra De Medellín a Bogotá, a la cual pertenece la descripción del caserío del Líbano, es obra m aestra de n uestra literatu ra costum brista.

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Corría el año de 1849 y don José Hilario López, el gran libertador de esclavos, gobernaba la Nue­ va Granada. El país estaba en vías de una gran transformación y por todos los ámbitos corría un viento renovador. El país empezaba a desperezar­ se, a insurgir contra los herrumbres coloniales y toda idea nueva comenzaba a tener acogida. H a­ bía un deseo incontenible de avanzar, de hacer cosas, de estimular empresas y toda una genera­ ción tenía el deseo fervoroso de entrar a la historia de la nueva república, de dejar sus huellas inicia­ les en los portales de una nueva vida política. Se ha biaba de la liberación de los esclavos, de proteger las industrias nacionales, de fundar empresas nue­ vas y sobre la conciencia de las clases dirigentes había florecido el prurito de estimular lo novedo­ so y a veces lo utópico. Así fue como el Congreso de la República expidió el decreto de 23 de abril de 1849, el cual fue sancionado por el Presidente López, cuya finalidad era la de estimular la erec­ ción de un nuevo distrito parroquial en la pro­ vincia de Mariquita. No era raro en esta época fundar pueblos y aldeas y distritos por decreto. A los oídos de nuestros legisladores ya había llegado el eco sobre la feracidad de esas tierras extensas y a la vez deshabitadas, pertenecientes entonces a la provincia de Mariquita, que se extendían desde la propia mole nevada del Ruíz hasta la quebra­ da de las Animas. Y fue la intención del Congre­ so de aquel año fundar un nuevo pueblo en esos parajes ubérrimos y desolados. No dijo el decreto exactamente dónde. Eso lo determinarían los co_ tonos.

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La nueva norma legal señaló un marco territo­ rial amplísimo y se tomó la facultad de hacer es­ peciales concesiones a todos aquellos que se aven­ turaran a desafiar la soledad y la espesura del bosque. El decreto del 23 de abril de 1849, punto de partida de nuestra historia local, expresó que “con el fin de que se establezca un nuevo distrito parroquial en el espacio comprendido entre el río San Juan y Vallecito, en la provincia de Mariquita se hacen las concesiones siguientes: “A cada pobla­ dor se le darán hasta cincuenta fanegadas de tie­ rras baldías, quedando obligado a poner en ellas casa y labranza, dentro de cuatro años de hecha la concesión; se exime del pago de diezmos y pri­ micias; se le exime del contingente para el ser­ vicio militar en el ejército en tiempo de paz, por ocho años”. Además, y esto es muy importante para determinar la intención que tuvo el legisla­ dor de estimular la fundación de un pueblo den­ tro de los límites anteriormente señalados, se ex­ presó en los artículos 4p y 59 del decreto que el Poder Ejecutivo podía disponer “hasta de 8.000 reales, para construcción de la iglesia, cementerio y casa cural, luego que estén establecidas allí por lo menos 10 familias” . Y de 3.000 reales al año pa­ ra el término de 5 años, “ para congrua del cura, siendo de su cargo los gastos de oblata” . Minucio­ sa y relamida norma legal con la que se quiso estimular la fundación de la aldea. Bastaba, pues, que diez familias se establecieran dentro del mar­ co geográfico extensísimo que la norma legal señalaba para que se hicieran acreedores a tanta cosa.

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Nadie sabe a ciencia cierta quién designó con el nombre hermoso de Líbano estas comarcas, en rememoración de un legendario país asiático don­ de crecieron los cedros y los robles gigantes con los que se construyeron los más suntuosos templos a divinidades paganas, el tálamo nupcial de los emperadores más refinados y los tabernáculos sa­ grados. Pero de todos modos fue un acierto por cuanto en estos parajes desolados, en estas 'estriba­ ciones andinas, los cedros y los robles también abundaron, y las montañas eran macizas cúpulas de las maderas más finas y codiciadas. Por prime­ ra vez vemos escrito el nombre bíblico, aplicado a estas nuevas tierras, en documentos oficiales de 1850. Se trata nada menos que de las primeras ac­ tos por cuales el Regidor de la aldea de Coloya, jurisdicción de Peladeros, da la posesión de tierras baldías a los colonos o pobladores en cum­ plimiento del decreto del 23 de abril de 1849. Efecti­ vamente el gobernador de la provincia de Mari­ quita, por orden oficial del 10 de julio de 1850, dispuso que por la alcaldía del distrito de Pelade­ ros o por una comisión permanente nombrada por ella, entregara a cada poblador las cincuenta fanegadas de tierra de que hablaba el decreto an­ teriormente citado. Y el alcalde de Peladeros en cumplimiento de la orden, designó a Bruno J. Ayala, regidor de la aldea de Coloya, a la cual estaban adscritas estas tierras baldías, para la entrega de los terrenos a los respectivos pobladores. Las pri­ meras de esas actas están fechadas en Peladeros en junio de 1850. Y son estos los primeros docu­ mentos que conocemos en los cuales se habla del nuevo distrito del Líbano. Naturalmente el nombre

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fue dado a toda la región. Esos primeros papeles son las actas de mensura y posesión de las doscien­ tas fanegadas que corresponden a Felipe, Bernardino y Matías Terreros y a Ascensión Galindo, co­ rrespondiéndole a cada uno de ellos 50 fanega­ das. Se les pone, pues, en posesión de casi todo el valle donde más tarde nacería la aldea. Inmedia­ tamente después el mismo Regidor adjudica otros terrenos, en igual cantidad, a los pobladores Va­ lentín Diago, María y Manuel Mejía, Julián Dávila, Domingo Varón y otros. A Valentín Diago, Manuel y María Mejía, se les adjudicó otras par­ tes del valle conocido desde entonces con el nom­ bre de “Tejos”, sitio que hoy corresponde al te­ rreno donde está edificado el nuevo Instituto Isi­ dro Parra y Concentraciones Escolares. No es ver­ dad, pues, que la aldea hubiera sido fundada en la hacienda de “Tejos” como se ha afirmado en algunas ocasiones. A Julián Dávila y a Domingo Varón se les adjudicó sus fanegadas en las lade­ ras del monte más hermoso que domina el valle y que desde 1850 se le conoce con el nombre de Monte Tauro. Lo más lógico es suponer que quien bautizó ese monte situado hacia el norte de la ciu­ dad. haya bautizado también todo el distrito. Lí­ bano y Tauro son nombres provenientes del Asia Menor. Algunos suponen que fue Liborio Dávila, uno de los primeros pobladores, el afortunado au­ tor de tales denominaciones. Isidro Parra sería el continuador de esa tradición al bautizar, años más tarde, con los nombres de “Mesopotamia” y “ La Moka” dos fundos que le fueron adjudicados, co­ mo veremos más adelante.

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Hacia 1853 hace su entrada al valle el ciudada­ no francés Desiré Angee, de quien hemos habla­ do ya en el capítulo primero. Angee encuentra en el valle y en las regiones aledañas a él muchos pobladores, a los cuales el regidor de Coloya ha puesto en posesión de sus tierras respectivas, en cumplimiento del decreto de 23 de abril de 1849. No sabemos por qué circunstancia este extraño personaje resuelve dejar los encantos de una ciu­ dad como Bogotá, para venir a estos parajes que apenas empezaban a tener contacto con la vida civilizada. La verdad es que Angee era, por natu­ raleza, un gallardo aventurero. Un aventurero de verdad, en el sentido noble e idealista del vocablo. Haber venido de Francia, contratado por el Cón­ sul de Colombia en París, para trabajar en el Ca­ pitolio de un país que hacía pocos lustros había nacido a la vida independiente y del cual tenían en Europa una falsa visión de nación bárbara, era ya una aventura. Haber llevado a esos parajes so­ litarios del Líbano a la exmonja Mercedes Gonzá­ lez, en la más romántica y novelesca égida, era otra aventura. Parece que los trabajos del Capito­ lio habían sido suspendidos transitoriamente y que Angee tuvo noticias en la propia capital de la Re­ pública de estas tierras fabulosas que los cronistas de la época pudieron pintar como un mágico país de encantos, donde la tierra era de nadie y tan fe­ raz que podía alimentar cedros superiores o igua­ les a los de la leyenda asiática. Angee resuelve entonces venir a hacerse rico. Pero al llegar en­ cuentra pobladores en posesión legal de las me­ jores tierras. Compra entonces dieciocho derechos a los pobladores y se hace a la más hermosa ha­ cienda, es decir, a gran parte del valle. Al presbí­

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tero Agustín Reyes compró la “Unión” y “Santa Ro­ sa”, es decir, treinta cuadras donde vivieron José Zapata, el manco Méndez y Eduardo Milou; a Fernando Escobar compró un derecho en San Juan por donde se construiría el camino viejo al valle del Magdalena, desmontado por Raimundo Vega desde antes de 1849; a Felipe, Bernardino y Matías Terreros y Ascención Galindo, compró des­ montes de más de 10 cuadras en el lugar donde se fundaría la aldea; a Fernando Escobar compró también un derecho en “Tejos” desmontado des­ de antes de 1849; a Valentín Diago compró tam­ bién otro derecho en “Tejos” ; a José Salazar y a María Mejía compró derechos en “Sebastopol” y el “Mosquero” ; a Julián Dávila, Espíritu y Clemente Vanegas, compró derechos en el sitio “Laguna Co­ lorada”. He ahí, pues, los 18 derechos que com­ pró Angee a los primeros pobladores del Valle. Para que la historia lo registre y los hijos del Lí­ bano lo graben en la memoria, quiero consignar esta lista que algún día será placa: Agustín Reyes Fernando Escobar Felipe Terreros Bernardino Terreros Matías Terreros Ascención Galindo Valentín Diago José Salazar María Mejía Liborio Dávila Julián Dávila Espíritu Vanegas Clemente Vanegas.

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A estos primeros pobladores a quien Angee com­ pró derechos, hay que agregar otros: José Zapata El Manco Méndez Eduardo Milou Raimundo Vega. Estos fueron los primeros titanes que entraron al valle, cortaron los primeros cedros, hicieron desmontes y son por antonomasia los precursores. Y a ellos hay que sumar, finalmente, a Desiré Angee y a su compañera Mercedes González. Hacia 1864 llegan al valle Isidro Parra, Alberto Giraldo, Nicolás Echeverri y demás compañeros. Venían de “Las Granjas’ y constituían una nueva avanzada de la migración antioqueña. En el valle encuentran a Desiré Angee y a su compa­ ñera Mercedes González, quienes habían compra­ do sus derechos a los primeros pobladores. Eran en total ocho o diez casitas a manera de pequeñas granjas sin ninguna configuración urbana. No sabemos si Parra y sus compañeros hicie­ ron alguna transacción comercial con Angee, si le compraron derechos o si, por el contrario, proce­ dieron a hacer “abiertos” por cuenta propia. (1) (1) Por mucho tiempo estuvo A ngee reclam ando de la adm inistración pública el reconocimiento de los diez y ocho derechos que había com prado a los prim eros poblado­ res y pidiendo los títulos correspondientes. Como vimos, estos diez y ocho derechos equivalen tes a 900 fanegadas, fueron com prados por A ngee en 1853 y 1854, m ediante ocho escrituras públicas. Posteriorm ente, por L e y 2^ de 1866 se im puso la obligación a los pobladores de no “ en a­ je n ar la porción de terreno que se les adju d icab a, a personas que posean, dentro de los lím ites señalados en este decreto, m ás d e setenta y cuatro hectáreas de terre­ nos". S e dijo en la m ism a norm a legal que serían n ulas todas la s ventas de terreno que los pobladores hicieran

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Y esto último es muy probable por cuanto el Con­ greso de la Nueva Granada había expedido el de­ creto de 17 de febrero de 1857 sancionado por el Presidente Manuel María Mallarino y por el cual fue prorrogado a los pobladores del Nuevo Distri­ to el término para cumplir la obligación de esta­ blecer casa y labranza, que no bajara de cuatro hectáreas, en la porción respectiva de tierras bal­ días que se les había adjudicado. Expresamente la nueva norma legal fijó la fecha de 31 de diciem­ bre de 1860 para que cumplieran esta obligación. Y se dijo en el artículo 29 del decreto mencionado que concluido el año de 1860 el Poder Ejecutivo procedería a hacer un reconocimiento en las tie­ rras asignadas a los pobladores y que se expedirían los títulos correspondientes de propiedad a los que contra esa disposición y expresó, adem ás, que reform aba en esos térm inos la Ley del 23 de abrii de 1849. A ngee se dirigió el 18 de agosto de 18G4 al Presidente de los E stados U nidos de Colom bia m anifestándole haber llenado lo-s requisitos exigidos a los pobladores p ara ob­ tener la adjudicación de 50 fan e gad as que le correspon­ dían como poblador, de conform idad con el decreto 23 de abril de 1849, y solicitándole el reconocim iento de los diez y ocho derechos com prados a otros pobladores. A este m em orial se le contestó que debía hacer la solicitud ante el P residente del Estado Soberano del Tolim a. Angee se dirigió a éste el 14 de mayo de 1876 y, entre otras cosas, le dice: ‘‘Como veréis, los diez y ocho derechos de p ob la­ dores a que he optado y opto propiedad consta por ocho escrituras p úblicas que los he com prado conform e a las leyes vigentes del país, antes de que se exp idiera el últim o decreto legislativo del 3 de m arzo del corriente año que es el que ahora prohíbe, b ajo ciertas condiciones, la venta de estos terrenos. Por tanto y no pudiendo las leyes hoy exp ed idas com prender bajo su s preceptos los hechos y contratos que se han consum ado rigiendo otras, yo so­ licito ante VoS que se reconozca la propiedad legítim a que tengo a dichas novecientas fanegadas de terreno baldío en la aldea del Líbano y se expida el título co­ rrespondiente de ellos; y a l m ism o tiem po protesto so­ lem nem ente desde ahora con las obligaciones y restriccio­ nes especiales que en mi calidad de poseedor legislativo hace m ás de once años con arreglo a las leyes protectoras se me qu isiera im poner hoy según la nueva ley o decreto

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hubieran llenado las condiciones impuestas. Los lotes de terreno baldío en que no se cumpliera con tales obligaciones, volverían al dominio de la Re­ pública. Sólo que los títulos de propiedad no se expidieron en 1860, como lo prometía la norma, pues esta obligación del Estado sólo vino a ser cum­ plida 14 años más tarde, es decir, en 1874 como lo veremos adelante. De tal manera que a la lle­ gada de Parra ninguno de los pobladores tenía un título de propiedad, pues apenas se les había pues­ to en posesión de sus labranzas por el regidor de Coloya mediante un acta en la cual también se legislativo citado. Cuando yo com pré esos derechos, C iu ­ dadano Presidente, ninguna ley lo había prohibido ni m e prohibía a mí venderlos ninguna disposición vigente m e m an daba fija r m i residencia indefinida, etc., etc. Y no sé hoy en qué principios pudieran fundarse estas obli­ gaciones p ara aplicárm elas a m í que he tenido que confiar en la lealtad y buena fe de toda legislación que reconoce como principio in variable que la s leyes no tienen efecto retroactivo, o lo que es lo mismo, que no se legisla p ara lo p asado sino p ara el porvenir”. M ás tarde, el 10 de ago s­ to de 1874, se dirige a ios m iem bros de la Ju n ta A dm in is­ trativ a en el ram o de baldíos p ara los prim eros poblado­ res. M anifiesta que adem ás de haber cum plido con las obligaciones im pu estas a los pobladores le ha prestado im ­ portantes servicios a la nación y que cum plió cabalm ente el contrato suscrito en P arís el 27 de ju m o de 1846 con el Cónsul colom biano en aqu ella ciudad, señor M anuel M a­ ría M osquera, p a ra ta ra b a ja r en la iniciación del C apito­ lio N acional. C ita como testigos de que cum plió su contra­ to a los señores A rrublas, Ancízar, y al propio general Tom ás Cipriano de M osquera. De m anera, pues, que A ngee discutió con gran ten acidad sus derechos sobre las n ove­ cien tas fan egad as de que hem os hablado, y a p esar de que el Gobierno del Estado Soberano del Tolim a aceptó la s razones de Angee, por auto del 8 de junio de 1869, y exp resó que A ngee “ se h alla en el caso de que se le exp ida el correspondiente título, p ara lo cual se elevan, tanto el expediente como el plano a la Secretaría de H a­ cienda y Fom ento d el Gobierno de la U nión” , no hem os tenido noticia de que se le hubiera hecho efectiva la a d ­ judicación. De lo que hem os tenido noticia es de que en 1874, como vim os antes, Angee tdovía estaba solicitando a la Ju n ta A dm in istradora la adjudicación y los títulos correspondientes a las 900 fan egad as de terrenos baldíos en la aldea del Líbano.

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determinaban los linderos de cada fundo. De otra parte, es de suponer que en virtud del nuevo de­ creto de 1857, desde el 31 de diciembre de 1860 algunos baldíos habían vuelto a ser del dominio de la nación por no haberse dado cumplimiento a la obligación de establecer casa y labranza en la forma preceptuada por los decretos de 23 de abril de 1849 y 17 de febrero de 1857. Nada de raro tiene que Parra y sus compañeros hubieran apro­ vechado esta especie de “reversión” de baldíos y que con su esfuerzo hubieran hecho aquello que otros por negligencia habían omitido. Tanto derecho tenían Parra y sus compañeros para adqui­ rir baldíos como los otros pobladores. (1). Pero sea como fuere, la verdad es que Isidro Parra estableció su labranza y su casa en el sitio preciso de lo que hoy es esquina de la calle cuar­ ta con carrera décima, pleno marco de la plaza, donde por muchos años ha funcionado el Estan­ co. Los Echeverri hicieron la suya una cuadra más arriba, esquina de la carrera 11 con la calle 4a, también sobre el marco de la plaza. Quedaban relativamente distantes de la casa de Angee, si(1) A fines de 1866, precisam ente, el E stado Soberano del Tolim a expidió una Resolución p or la cual se dispuso que en consideración a que el decreto del 23 de ab ril de 1849 y el decreto del 17 de febrero de 1857 obligaron a los colonos que recibieron tierra a establecerse en ella du ran ­ te cuatro años, quienes no lo hubieren hecho perdieron sus derechos a ella y no pueden reputarse como pobladores. De otra parte —dice la Resolución— como la s condiciones p ara adjudicación de terrenos baldíos fueron m odificadas por el decreto de 3 de m arzo de 1866 y por el decreto del 11 de ab ril del m ism o año (que establece la ejecución del prim ero), “ se excluirá de la adjudicación a todo individuo que, aunque se llam e poblador, no tenga las condiciones ex ig id a s por éstos”. “ G aceta del T olim a” del 2 de enero de 1867, número 147, pág. 578. A rchivo de la B ib lioteca Nacional, S a la de P ren sa).

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tuada en despoblado, en el sitio “Mata de Gua­ dua”, punto preciso donde hoy se bifurca la ca­ rretera de Murillo dando origen al carreteable a Villahermosa. Isidro Parra, Alberto Giraldo, ios Echeverri y demás compañeros, inmediatamente empezaron a obrar en función de construir la al­ dea, de transformar aquel conjunto de labranzas o granjas en un pequeño poblado. Se dice que Isidro Parra elaboró el primer trazado de la na­ ciente aldea, a puro cordel tendido, señalando la incidiana y alinderando a ella su casa, que luego tomarían como punto de partida los agrimensores que hicieron el trazado definitivo en 1874, seño­ res David Cebados y Ramón María Arana. Al poco tiempo de establecido Parra llegaron de “Las Granjas” otros individuos y meses más tarde, lle­ vada la noticia a Neira y Manizales, fueron lle­ gando más pobladores. Ricardo Morales, Amelia Jaramillo de Restrepo, Alvaro Ramírez, Patricia Jaramillo, Atanasio Villegas, Juan, Martín, María y Nepomuceno Villegas, Gerónimo, Nicolás y Rafael Santa, Evaristo Guzmán, Santiago Alarcón, Ulpiano Alarcón, Severo Arango, Tomás Londoño, Martín Díaz, Rafael Gálvez, Cristóbal Marulanda, Miguel Campo, Nepomuceno Montoya, José María Peña, Santiago Alarcón, Isidro Blanco, Gabriel Nieto Lu­ na, Juan de la Cruz Reyes, Juan Moledou, Antías, Ruices, Gavirias, Restrepos, Vélez, Buriticás y Cifuentes se cuentan entre los primeros pobladores de origen antioqueño. Isidro Parra convoca a los habi­ tantes del poblado y eligen una Junta Administrati­ va, cuyo presidente será Nepomuceno Camargo. Pa­ rra, por derecho propio, es designado primer al­ calde de la aldea. Escogen un sitio donde debe hacerse la plaza y en ella se monta un aserrío del

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cual saldrán en profusión tablas y tablones, cer­ chas y guardaluces para las nuevas casas. Día a día llegan nuevos inmigrantes. Isidro Parra organiza el primer establecimiento comercial de importancia donde se venden puntillas, candados, telas, jabones, lámparas de aceite y de petróleo, espejos y muchas otras cosas útiles en el diario discurrir de la aldea. Los pobladores hacen construir sendas pocetas en los cuatro costados de la plaza, donde las familias se surtirán de agua durante mucho tiempo. Allá irán en romería nuestras bisabuelas con sus cán­ taros, sus ollas y damajuanas. Y allí también se acunaron castos y discretos romances, se hizo chis­ peante tertulia, algarabía pueblerina al romperse estrepitosamente algún recipiente o al estallar al­ guna disputa familiar. La industria de las “pese­ breras” no tardaría en aparecer. Porque si bien es cierto que las familias de los fundadores tenían buenas y suficientes cabalgaduras para sus viajes, bien pronto fueron llegando en bestias alquiladas, desde la aldea de María, de Neira, Manizales y otras poblaciones de la vieja Antioquia, nuevas fa­ milias y, sobre todo, algunos sastres y barberos, zapateros remendones, albañiles, aserradores, car­ pinteros y peones tentados por la riqueza de que hacían lenguas los que ya conocían la región. Isidro Parra ya había dado comienzo a la indus­ tria minera, y el secreto brillo de los metales co­ diciados empezó a atraer a algunos aventureros. Con las pesebreras, los inmigrantes y los arrieros, vino una nueva institución en la vida aldeana: la herrería. Sin duda alguna la primera de ellas fun­ cionó en el marco de la plaza, al igual que el ca­ bildo, la capilla y la tienda, y arrulló por muchos años a la aldea con el ruido de sus yunques y sus

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martillos y abrigó la tertulia primitiva con el aire tibio de sus fogones y sus forjas. (1) Al poco tiempo el padre Agustín Reyes ofició la primera misa en la plaza que todavía era un aserradero, y sobre uno de los troncos de los cedros caídos. Isidro Parra empieza a ver crecer su al­ dea. Incorpora a ella todos sus afectos, toda su vo­ luntad, toda su capacidad creadora y logra, mer­ ced a sus influencias en los altos círculos políti­ cos y administrativos de la nación, la creación de un estafeta de correos; a su costa hizo venir de Bogotá a la distinguida institutriz Susana Angarita y fundó con ella el primer colegio en su pro­ pia casa de habitación y en el cual él fue profe­ sor de inglés y de geografía universal. Incansa­ ble en su actividad creadora funda o inicia la in­ dustria cafetera, cultiva el precioso grano en te­ rrenos de “La Moka” y de “ Mesopotamia” y a la vez da origen a la industria minera, floreciente hasta hace unos veinte años en el municipio, ex­ plotando las famosas minas de “La Plata” . (2) A lo­ mo de buey, por sendas tortuosas y trochas increí­ bles, trae la maquinaria indispensable para ésta su nueva actividad. Como dato curioso, por esta misd i Del prim er herrero que se tiene noticia es de V icen­ te U ribe.—L a prim ra talab arte ría fue de Florentino D el­ icado.—E l prim er m aestro fue Jo sé M aría A lvarez.—L o s prim eros alm acenes fueron: uno de Isidro P a rra y, m ás larde, otro de M arco Vélez. (2) En 1866 se hicieron los prim eros denuncios de m inas, (K>r p arte de Isidro P arra, Eleuterio Vélez, Telésforo Orozeo y A ndrés Ocampo (en banda izquierda del río S a n Ju a n ); Isidro P arra, Ju a n Rico, Jo sé M aría C orreal y F e ­ lipe P a rra (nacim iento de la qu ebrada del A gu ad or); Jo a quln P arra, R icardo M orales y Jo s é M aría C orreal (en lito Recio, vered a del R efugio). V er colección de “G aceta