Aries Las Edades de La Vida

PHILIPPE ARIÈS. “LAS EDADES DE LA VIDA”. * En: Ensayos de la memoria, 1943-1983, Santafé de Bogotá, Grupo Editorial Nor

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PHILIPPE ARIÈS. “LAS EDADES DE LA VIDA”. *

En: Ensayos de la memoria, 1943-1983, Santafé de Bogotá, Grupo Editorial Norma, 1995 (edición original en francés: 1993), pp. 327-341. Habría que empezar por ponerse de acuerdo. ¿Estamos asistiendo realmente a la insurrección de la juventud —como categoría de edad— contra las culturas, las morales, las disciplinas del pasado, o los excesos invivibles de las sociedades posindustriales? Las manifestaciones en los campus universitarios podrían hacerlo creer así. O habrá que admitir, por el contrario, que el grueso de la juventud ha cambiado poco, que no se opone más de lo acostumbrado a la generación precedente y que, a pesar de las apariencias, existe una continuidad. Esto también podría ser cierto si se leen los sondeos de opinión. ¿Cómo conciliar ambos testimonios? ¿Vamos a admitir que el único verdadero es el más tranquilizador y que los movimientos de la superficie son responsabilidad única de un puñado de agitadores? ¿O bien que éstos se erigen en una minoría definida, poderosa, capaz de dirigir y arrastrar a una masa, presa todavía del pasado pero a punto de ceder? LARGA Y CORTA DURACIÓN Los movimientos de la juventud no constituyen realmente un problema mientras estén confinados al ámbito de las costumbres: manifestaciones de la Navidad de 1956 en Estocolmo, expediciones de bandas de jóvenes, etcétera. Éstos sólo trastornan los hábitos de los adultos cuando desembocan en la política, y eso fue lo que sucedió en Francia en mayo de 1968. Antes, por el contrario, lo que preocupaba era la despolitización de la juventud y se intentaba darle una explicación. Se decía, por ejemplo, que no se trataba de una verdadera indiferencia, sino que era el signo de que los viejos partidos habían sido sustituidos por los sindicatos estudiantiles. ¡Pero la juventud irrumpió en la política! Mientras permanecieron en el mundo de las profundidades, los fenómenos de la juventud no le interesaron más que a algunos curiosos o a algunos sabios, como podrían hacerlo los insectos o los champiñones. En el momento en que se volvieron políticos, conmocionaron a la opinión. Tomados por sorpresa, observadores, periodistas, estudiosos y hombres de acción intentaron incluir estos fenómenos insólitos en los sistemas de explicación clásicos de la ciencia política. Naturalmente, no pudieron. No pudieron porque los hechos políticos y sus interpretaciones comunes pertenecen a la corta duración. Los fenómenos de mentalidad colectiva se sitúan por el contrario en la larga duración, y a ese nivel, las categorías habituales pierden el sentido que normalmente se les atribuye. Es entonces cuando uno se da cuenta de que el cambio y la modernidad están allí donde se pensaba que había permanencia y tradición.

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Este texto fue publicado en Contrepoint, mayo 1 de 1970, págs. 23-30.

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La importancia que aún conservan los factores políticos pese a la concurrencia de los hechos socioeconómicos —gracias al marxismo— y de los hechos psicológicos —gracias al psicoanálisis—, ha limitado la explicación del mundo moderno a una serie de alternativas sumarias: resistencia o movimiento, conservación o progreso, reformismo o revolución, inmovilismo o modernidad, etcétera. Y sin embargo, hoy en día, a pesar de la aparente continuidad del discurso político, enormes masas de hechos que hasta ahora se han mantenido más al nivel de lo vivido que de lo percibido, fuerzan el umbral de la conciencia colectiva y penetran en el ámbito de la experiencia, de la crítica, del conocimiento y finalmente, en el de la práctica. Es lo que sucede, por ejemplo, con las relaciones del hombre y el medio natural, con las edades de la vida. Hasta hace muy poco tiempo no se tenía la idea de una historia de la vida o de la muerte, de la vejez o de la juventud. Una biología, una ecología y una medicina, sí. Una historia no, pues los fenómenos que dependen demasiado de la naturaleza y de los determinismos naturales no varían suficientemente rápido, y sobre todo, no modifican el imperio del hombre tanto como para constituir una historia. La política, la religión, el arte y más tarde la economía, fueron los terrenos favoritos de la historia porque parecían ser los más expuestos a la acción de los hombres. Pero resulta que aquello que se creía fuera de su acción ahora está sometido a ella. Bloques enteros pasaron de la naturaleza a la cultura y hoy nos damos cuenta de que nuestra vida cotidiana depende de un tejido de relaciones que ya no tiene nada que ver con el lenguaje político —ni de los antiguos ni de los modernos. Podemos preguntarnos incluso si el malestar actual no proviene de una hipertrofia abrupta del mundo de lo conocido y de lo hablado, y de una reducción proporcional del mundo de lo secreto. No se trata únicamente del progreso de las ciencias. Casi todo lo imaginario, así como los sueños, se convirtieron en objetos de discurso, de representación. Antes los sentimientos más fuertes eran los menos aceptados porque eran los que menos se percibían. Cuando llegaban a la superficie de la conciencia colectiva ya habían perdido su poder universal y comenzaban a ser juzgados desde afuera, criticados, condenados o prohibidos. Es posible que ahora mismo ocultemos, en abismos ignorados por nosotros mismos, los gérmenes de un nuevo imaginario cuya característica es la de no ser percibido y que un exceso de comprensión haría abortar. ¡Algún día lo sabremos, o más bien, nuestros descendientes lo sabrán! Pero si nos atenemos a las apariencias, que afortunadamente son engañosas, en medio siglo el muy viejo mundo —considerado como biológico— de los sueños y de los sentimientos no percibidos, habrá sido explicado y agotado. Este descubrimiento contemporáneo nos ha dado también, hay que reconocerlo, la idea de explorar los lagos profundos del pasado. Si queremos comprender, es decir ubicar las actitudes colectivas que nos sorprenden hoy en día, debemos remontarnos a sus raíces lejanas, seguir sus huellas en el silencio de las eras. LA LÓGICA DE LA ESCOLARIZACIÓN Tratemos de aplicar este método a la juventud. Tanto etnólogos como historiadores de la antigüedad han demostrado que en las sociedades “salvajes” la juventud existía como categoría de edad. Se entraba y se salía de ella por medio de ritos de iniciación, de paso. La juventud tenía funciones, ocupaba un lugar en la 2

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sociedad entre otras categorías de edad como los adultos casados o los viejos. Esto es bien sabido. Lo que no lo es tanto, en cambio, e interesa a nuestro tema, es que esta clasificación por edad desapareció de nuestras sociedades occidentales durante la Edad Media (¿Se habrá mantenido en el Islam, que ha conservado tantos usos materiales del antiguo Mediterráneo?). La verdad es que aún quedan rastros más o menos vivos en el folclor, es decir, en las tradiciones rurales, en particular en el Mediodía provenzal en donde éstas volvieron a jugar un papel, como lo mostró Maurice Agulhon, 1 y sirvieron de marco de recepción a nuevos contenidos. Pero se trata únicamente de supervivencias que influyeron en las nuevas estructuras y a las que éstas no les deben sus características específicas. En las sociedades medievales y del Ancien Régime, se simplifica el asunto diciendo que no había juventud; ni en el sentido de los etnólogos ni en el sentido que le damos hoy en día. La palabra existía, la “verde juventud”, pero no designaba la adolescencia sino la plenitud de la fuerza, la madurez del adulto, la cima en la escala de las edades simbolizada por el rey, padre y triunfador. En otro lugar intenté demostrar que durante mucho tiempo no se tuvo la noción de infancia. 2 Si esto es cierto para el niño lo es aún más para el adolescente. Salidos de las faldas de su madre o su nodriza, los niños eran lanzados, sin la transición que conocían las sociedades primitivas, al mundo de los adultos, y allí se confundían con ellos y eran tratados como tales. No había jóvenes hombres sino hombres jóvenes. La edad adulta comenzaba pronto, antes de la pubertad, y acababa también pronto, poco después de los 30 años, en el umbral de una vejez precoz expuesta a las enfermedades y a la muerte. Son muchos los ejemplos que hoy se citan de muchachos de 12 años en el ejército y de niñas que a esa misma edad ya llevaban la casa. También llama la atención en los cuadros y grabados la mezcla constante de niños, jóvenes y adultos en el trabajo, los juegos, la casa, el cabaret, la calle o el vivac. * La desaparición de la juventud como categoría de edad reconocida se debió a los mecanismos adoptados por las sociedades del Ancien Régime para transmitir la cultura. La educación a cargo de los “amigotes” dentro de la misma categoría de edad, característica en las sociedades neolíticas, fue sustituida por la educación a cargo de los ancianos. Las juventudes de la Edad Media y del Ancien Régime se formaron en la experiencia directa de la vida, en el contacto constante con los adultos en el campo, el taller y la corte. La escuela no era desconocida pero estaba reservada a los aprendices de latín, que serían los futuros clérigos. Pero éstos obtenían de ella únicamente el saber y no la práctica, que se adquiría también por el uso. Muchos jóvenes clérigos vivían como aprendices o practicantes en casa de un hombre de Iglesia al cual servían, quien se comprometía a darles la posibilidad de ir a la escuela y les transmitía una cultura oral. El gran fenómeno que dará nacimiento a la juventud, tal como la conocemos hoy, es la escolarización progresiva de la educación. Ésta empezó en los siglos XV y XVI y termina hoy ante nuestros ojos. Fueron la escuela y la cultura escrita las que crearon una adolescencia hasta entonces desconocida. Pero no cualquier escuela: una escuela a la que se asistía de manera continua, sin interrupciones, que 1 Maurice Agulhon, Pénitents et francs-maçons dans l’ancienne Provence. Essai sur la sociabilité méridionale, París, Fayard, 1968. 2 Philippe Ariès, L’Enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime, París, Plon, 1960. * O vivaque: paraje militar donde las tropas permanecen temporalmente.

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comenzaba pronto y no se prolongaba por mucho tiempo, como sucedía en la práctica medieval o en el ideal humanista, que daba una formación progresiva según la edad (sistema de cursos), una formación general no especializada. La escuela latina y clerical de la Edad Media tardó en ajustarse a este modelo, y sus efectos fueron igualmente lentos. Separó progresivamente a los escolares del resto de la población, apartándolos de los adultos durante el tiempo de su escolaridad. Esta separación, que en principio fue parcial, se fue haciendo cada vez más rigurosa entre los siglos XVII y XIX, hasta desembocar en una reclusión, en un régimen penitenciario del que Jules Vallès y Dickens nos han dejado el amargo retrato. La juventud se convirtió en categoría de edad debido a su encierro en el interior de las escuelas. La evolución fue lenta al principio; a lo largo del siglo XVIII se precipitó, hasta el punto en que se pudo hablar de “torrente de educación”, así como hace unos años hablamos de “explosión escolar”. Fue la época de Querubín, el primer tipo de adolescente moderno: pero Querubín aún no se había transformado. Hay que decir que al final del primer gran auge de la escolarización, a principios del siglo XIX (“este siglo tenía dos años”), aparece una juventud consciente de sí misma y que esa toma de conciencia viene acompañada por un malestar: el mal del siglo. El romanticismo de los hijos del siglo es un mal de juventud. “Se sentó entonces sobre un mundo en ruinas una juventud atribulada”. “Un sentimiento de malestar inexplicable empezó a fermentar en todos los corazones jóvenes”. Los comentaristas actuales de la crisis de la juventud se refieren a veces al romanticismo para sustentar una tesis tranquilizadora: es propia de la edad y la encontraremos a lo largo de la historia. En efecto, es posible que en las sociedades en las que las categorías de edad no tienen ni estabilidad ni función, el acceso colectivo a la juventud se vea acompañado siempre de un malestar, pero de cualquier manera es necesario que haya juventud. Sin embargo, antes del siglo XVII, no existía una juventud consciente y reconocida. La turbulencia de los escolares del medioevo, que se ha exhumado en aras de probar el eterno retorno de fenómenos idénticos, no tiene nada que ver con las emociones del romanticismo o de nuestras universidades contemporáneas. Está en todas partes, en las iglesias, en los monasterios o en las cortes de justicia. Esa turbulencia es el resultado de una sociedad violenta, en la que todo el mundo es irritable y vive con el puñal dispuesto. Los jóvenes escolares de la época se peleaban como hombres. No sucede lo mismo con las manifestaciones de la juventud romántica. Los contemporáneos las presentan como la insubordinación de una generación. Fríos observadores de la mitad del siglo XIX como Rémusat o Pasquier, se daban perfecta cuenta del retraso en la entrada a la vida activa, consecuencia de un largo purgatorio escolar. El canciller Pasquier recordaba que a fines del siglo XVIII se era magistrado (sin voto) a los 17 años y escribano a los 15 o 16. “Hoy en día —se admiraba— el muchacho ingresa al mundo a los 22, 23 ó 24 años”. De todas maneras, los efectos de esta primera segregación no iban más allá del malestar experimentado por la pequeña minoría de la juventud de las clases altas. En la práctica, este malestar se manifestó en una epidemia de suicidios, en la 4

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participación revolucionaria y sobre todo en el arte y la literatura. Por una parte, la gran mayoría de los jóvenes no estaba incluida en esa cuarentena escolar y su vida transcurría entre adultos. Por otra parte, la juventud romántica no sufría hasta el límite las consecuencias psicológicas de esa separación: los “escolares” no eran tan numerosos en el conjunto de la sociedad como para que esa separación fuera total. Las relaciones habituales, que tejían estrechos lazos de sociabilidad más allá de las pequeñas unidades familiares, tenían aún la suficiente fuerza para compensar el aislamiento del colegio. Así, el mal del siglo, que parece ser el signo de la aparición de la juventud, no se extendió más allá de la burguesía. UN INVENTO DE LOS ADULTOS No se puede concluir de este análisis que la juventud se distinguió del resto de la sociedad únicamente por el aislamiento mecánico de una franja de edad escolarizada. El aislamiento separó a una población que se puede cuantificar, pero de la misma manera, la categoría representada por esa población fue moralmente privilegiada y considerada por el pleno de la sociedad como creadora de valores. Y en últimas, esos valores no fueron considerados como valores pasajeros, ligados a un estado pasajero de la vida humana, sino como característicos de una nueva concepción del hombre total. En realidad, esos valores fueron descubiertos por los adultos a través de las experiencias recientes de la juventud, e impuestos por ellos a la juventud como medio de educación. Anteriormente, la infancia era considerada como un estado no racional. El objetivo que se le asignaba entonces a la educación era el de transformar, por la fuerza, primero al niño y luego al muchacho, en un ser razonable y prepararlo así para entrar a la sociedad de los adultos civilizados. La educación moderna, que poco a poco y muy lentamente ha ido sustituyendo a la anterior, pero cuyo origen se remonta al siglo XVIII, consiste en hacer lo contrario: mantener durante el mayor tiempo posible al niño y al muchacho en su estado y retrasar voluntariamente su paso a la edad adulta. Esto coincidió claramente con la prolongación del purgatorio escolar. Pero las primeras etapas de la vida se consideraban también como las depositarias y las encargadas de conservar los valores esenciales del hombre total y su pérdida o disminución eran resentidas por el adulto como un empobrecimiento grave: cuanto más tiempo los conservaran en uso, más les quedaría de ellos. Así nacerá el mito de la juventud, que en el adulto se manifiesta por la nostalgia de su propia juventud y por una tendencia a prolongarla y a preservarla en sus hijos. A partir del siglo XIX, y bajo la doble influencia de la duración de la escolaridad y del sentimiento de los adultos, la juventud se mantuvo durante mucho más tiempo de lo acostumbrado, económica y moralmente dependiente de la familia. Si la evolución del derecho aparentemente libera a la mujer y a los hijos de la autoridad cuasi absoluta del padre, la evolución de las costumbres, por el contrario, prolonga la estadía de los hijos y, en la realidad cotidiana, los mantiene sujetos a las obligaciones derivadas de un afecto más vigilante que nunca. Ahora bien, mientras que la madurez social del muchacho madurez fisiológica se adelantaba. El fenómeno fue estudiado: en la madurez sexual en las niñas pasó, de los quince años y siete los catorce años y un mes en 1948; y en los Estados Unidos, de

se postergaba, su Suecia, la edad de meses en 1905, a los catorce años y

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un mes en 1904, a los doce años y nueve meses en 1959. Tal vez fue por eso que Querubín no había cambiado de voz cuando ya Sigfrido hablaba como tenor. El muchacho, cada vez más precoz, ha sido mantenido en la casa en una situación de dependencia que el reciente liberalismo de los padres ha hecho menos evidente pero no más soportable. Los efectos de esta larga estadía, de cualquier manera inevitables, se han visto agravados por un cambio en el equilibrio sentimental de la familia. Su objetivo central ya no es el de conservar el patrimonio o buscar los mejores medios para transmitir ese patrimonio hecho tanto de bienes como de honor. No quiero decir con ello que estas preocupaciones hayan desaparecido, sino que pasaron a un segundo plano o, más bien, cambiaron de sentido. En la sociedad capitalista del siglo XIX y aún más, en la sociedad de la abundancia del siglo XX, los bienes no son solamente valores mobiliarios o inmobiliarios, sino que incluyen también la nueva promoción de los hijos en la escala social y la educación que han recibido. Las sociedades capitalistas contemporáneas son más idealistas que las sociedades precapitalistas, que en realidad eran más materialistas. Éstas amaron las cosas por sí mismas, al punto que crearon un arte de su representación, la naturaleza muerta. Aquellas buscan más bien los medios de producir sin gozar o de consumir sin conservar y reemplazaron los tesoros inalienables de sus ancestros por las riquezas de la educación. LA PAREJA MADRE-HIJO Desde principios del siglo XIX, la familia estuvo regida por su función educadora, función que garantizaba la madre. Así, a pesar de las precauciones del Código Civil, la madre se fue convirtiendo en el amo real de una casa de la que el padre estaba cada vez más ausente. A medida que el ejercicio de su trabajo o profesión lo alejaba del estudio o del taller familiar, el centro de gravedad pasaba, en el siglo XIX, del padre a la madre. Es la época de las infancias rosas de Lamartine, de Anatole France, de Mistral y de las infancias negras de Balzac, de Jules Vallès, de Poil de Carotte y más recientemente, de Hervé Bazin. Unas y otras reaccionaron de diferente manera ante el amor absorbente de la madre. Por lo general, los malos recuerdos son más los de los hijos mal queridos que de los no queridos. Las madres muy amorosas pesan sobre todas las infancias, las rosas se adaptaron y las negras se sublevaron. En el centro de mi vida estaba mi madre —escribe Marcel Arland—, [esto sucede antes de 1914...]. No creo que haya un drama más áspero o más violento que el que se erige entre una madre y un hijo; creo que lo habría aceptado todo de ella, si me hubiera parecido semejante a las otras mujeres del pueblo, pero ninguna la igualaba ante mis ojos. Cómo habría sido de fácil todo si nos hubiera querido menos. 3

Fue así como se creó en el núcleo de la familia una pareja, hasta entonces desconocida, formada por la madre y el hijo, un hijo deseado, escaso, a veces único, mientras que la imagen del padre se iba desdibujando cada vez más y, si intervenía, lo hacía tarde, cada vez más tarde. Esa estadía prolongada del muchacho biológicamente precoz y económica y moralmente dependiente bajo la influencia posesiva de su madre, provocó, desde el principio del siglo XX al menos, un segundo malestar en la juventud. Éste no se manifestó directamente en el arte y en la política como en el Romanticismo. En 3

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Marcel Arland, Terre natale, París, Gallimard, 1938.

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realidad habría sido muy difícil captar sus efectos si no fuera porque encontró un observador incomparable: el doctor Freud. La familia burguesa de finales del siglo pasado fue el medio donde se cultivó el psicoanálisis. Recordemos los análisis de Van den Berg en Metabletica, 4 tan útiles hoy cuando el éxito tiende a situar al psicoanálisis por fuera de la historia. El psicoanálisis nació a fines del siglo XIX y principios del XX, al mismo tiempo que las “sociosis” que sirvieron para revelarlo. ¿Puede decirse entonces que descubrió una parte del hombre que había estado oculta, pero que ha existido siempre y que ha influido secretamente en los comportamientos visibles? ¿O es la respuesta no repetitiva a una situación inédita que sigue siendo la nuestra? La relación entre el psicoanálisis y la extraordinaria revolución del sentimiento familiar desde el siglo XVIII, cuyos nuevos protagonistas son la madre y los hijos, hace que me incline por la segunda hipótesis. Porque lo cierto es que durante el siglo XIX la familia se separó del resto de la sociedad y se encerró en la pareja insular de la madre y el hijo. Nosotros no nos damos cuenta de ello pues la costumbre nos ha vuelto indiferentes, pero se trata de una situación totalmente nueva y extraordinaria. UN FENÓMENO BURGUÉS Las características que acabamos de analizar y que nos permitieron deducir la formación progresiva de la juventud como categoría de edad, son exclusivamente burguesas. Burgués el romanticismo de los hijos del siglo e igualmente burguesas las “sociosis” del doctor Freud. Así, en la vieja Europa, los malestares inherentes a una juventud tan prolongada se toleraban porque eran más o menos corregidos por el medio y sofocados en el conjunto de la sociedad. En toda la sociedad, poco o nada escolarizada, persistían las antiguas costumbres de la mezcla de edades, a pesar de que el servicio militar obligatorio introdujera un signo separador en la continuidad de estas costumbres; pero el servicio militar tuvo un efecto diferente al de la larga escolarización: revivió antiguos recuerdos de ritos de paso que estaban en vías de extinción desde hacía más de un milenio, y que se han conservado aquí y allá en las novatadas y en las pruebas de iniciación. El consejo de revisión revivía antiquísimas usanzas, tomaba algunas de sus formalidades de las antiguas prácticas de la camaradería. Ese mismo papel lo jugaron, apenas pasada la Segunda Guerra Mundial, las bandas de adolescentes: en Estados Unidos, al menos, se las trató de interpretar a la luz de la literatura etnológica, como intentos de reconstrucción de categorías de edad. La separación de la juventud y los adultos por la escuela y la familia es de otra naturaleza: no marca un tránsito, prolonga el mayor tiempo posible un estado en el que ningún acontecimiento o ceremonia determina el principio y el fin. Luego no fue la definición popular del consejo de revisión ni de las bandas de adolescentes la que se impuso en la sociedad global sino la de la familia y la de la escuela burguesas. El gran fenómeno de la segunda mitad del siglo XX fue la generalización abrupta, sobre toda la sociedad, de los rasgos que durante casi un siglo habían pertenecido tanto a una clase como a una edad. La causa fue la “explosión escolar” que se extendió desde 1930 hasta nuestros días, producida a su vez por las grandes transformaciones de la era posindustrial. La entrada masiva de la población escolar a un ciclo largo, produjo la rápida formación de una categoría de edad compacta, Jean Hendrik Van den Berg, Metabletica ou la psychologie historique (traducción francesa) del neerlandés, París, Buchet-Chastel, 1962.

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espesa, de fronteras difusas, y cuyos inesperados movimientos sorprenden e inquietan. Aquello que antes pasaba desapercibido para una opinión indiferente, pasó a ser un problema desde el momento en que se convirtió en un fenómeno de masas, incontrolable y amenazador. Según el temperamento, se analiza, se pierde el control, se lo recupera nuevamente. Se espera o se desespera: son todas reacciones psicológicas ante lo desconocido. Frente al fenómeno contemporáneo nosotros no perderemos la cabeza, ya sea alertando contra el peligro de subversión o proclamando las ventajas propias de la modernidad; pero tampoco nos diremos mentiras respecto a su alcance. No nos olvidaremos de situarlo dentro del largo movimiento de la historia, fuera del cual resulta incomprensible, aberrante y aterrador. La sustitución de la educación a través del aprendizaje, por la educación de la escuela y la familia, tuvo como consecuencia de largo plazo la reconstrucción de una categoría de edad desaparecida, la adolescencia, sin atribuirle funciones activas dentro de la sociedad. La adolescencia actual es muy diferente de las categorías de edad de las sociedades primitivas e incluso de las separaciones introducidas por el servicio militar del siglo XIX. Éstas preparaban para la condición de adulto. La adolescencia de hoy en día se encierra en su condición y la prolonga más allá de la edad de sus arterias, en una sociedad imaginaria, indefinidamente joven. Como se mantiene en una situación de dependencia, en particular con respecto a la madre, pasa por periódicos arrebatos de rebelión, de emancipación, que acompañan, prolongan o reemplazan las tensiones develadas por el psicoanálisis. Por novedosa que sea, la revolución actual de la juventud deja de sorprender cuando se la sitúa en la larga historia de las edades de la vida.

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