Apologetic Um 07

Sin duda alguna, edición digital Basado en la edición impresa Sin duda alguna © 2012 por Winfried Corduan Todos los dere

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Sin duda alguna, edición digital Basado en la edición impresa Sin duda alguna © 2012 por Winfried Corduan Todos los derechos reserv ados. Derechos internacionales registrados. Publicado por B&H Publishing Group Nashv ille, Tennessee ISBN: 978-1-4336-7701-4 Clasificación Decimal Dewey : 239 Tema: A POLOGÉTICA —SIGLO XX Publicado originalmente en inglés por B&H Publishing Group con el título No Doubt A bout It: The Case for Christianity © 1997 Winfried Corduan. Traducción al español: Marcela Robaina Diseño interior: A &W Publishing Electronic Serv ices Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida ni distribuida de manera alguna ni por cualquier medio electrónico o mecánico, incluy endo el fotocopiado, la grabación y cualquier otro sistema de archiv o y recuperación de datos, sin el consentimiento escrito de la editorial. A menos que se indique otra cosa, las citas bíblicas se han tomado de la v ersión Reina-Valera Rev isada 1960 © 1960 por Sociedades Bíblicas en A mérica Latina; © renov ado 1988 Sociedades Bíblicas Unidas. Usadas con permiso. Las citas bíblcas marcadas RVR 1995 se tomaron de la v ersión Reina-Valera Rev isada 1995 © 1995 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usadas con permiso. Las citas bíblicas marcadas NVI se tomaron de la Nuev a Versión Internacional © 1999 por la Sociedad Bíblica

Internacional. Usadas con permiso. Las citas bíblicas marcadas DHH se tomaron de Dios Habla Hoy , Versión Popular, segunda edición © 1966, 1970, 1979, 1983 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usadas con permiso. Las citas bíblicas marcadas NBLH se tomaron de la Nuev a Biblia Latinoamericana de Hoy © 2005 The Lock man Foundation. Usadas con permiso.

A Bruno y Úrsula Corduan, mis padres, que me enseñaron a amar la verdad.

Índice

Prólogo Reconocimientos 1 Fe, razón y duda 2 Verdad, conocimiento y relativismo 3 El conocimiento: algunos componentes importantes 4 El conocimiento: diversas cosmovisiones puestas a prueba 5 Cosmovisiones problemáticas 6 La existencia de Dios 7 Dios y el mal 8 Los milagros: a favor y en contra 9 Regreso al pasado 10 El Nuevo Testamento y la historia 11 ¿Quién es Jesús? 12 De Cristo al cristianismo 13 La verdad y nuestra cultura

Prólogo A hora que se ha puesto de moda cuestionar si existe algo que podamos llamar v erdad, este libro trata sobre la v erdad del cristianismo. Se basa en la idea de que la v erdad aún es un bien indispensable. Por más desacreditada que esté, la gente debe v iv ir, hoy como ay er, regida por la objetiv idad de la v erdad. Lo que usted acepte como v erdadero es crucial: el cristianismo enseña que su v ida eterna depende de ello. La defensa de la v erdad del cristianismo se llama apologética. El término prov iene de 1 Pedro 3:15, donde el apóstol nos exhorta a estar preparados para presentar defensa de nuestra esperanza. La palabra griega apología (defensa) es la misma que se utilizaría para defender un caso en un juicio. El cristiano debería ser capaz de afirmar lo que cree y por qué. La apologética ay uda a presentar una argumentación v álida a fav or de la v erdad del cristianismo. Este cometido de la apologética se basa en algunos supuestos que conv iene establecer desde un principio. 1. El cristianismo ev angélico es v erdadero. Una manera de defender el cristianismo sería diluirlo hasta hacerlo aceptable para todos. En el siglo XX hemos v isto v ersiones retocadas del cristianismo que pretenden acompasarlo con las premisas ateas, panteístas, marxistas, seculares y existencialistas. Es interesante notar que este fenómeno, a pesar de la intención de hacerlo más plausible a los no cristianos, no resultó persuasiv o. Solo sirv ió para que cada uno confirmara sus premisas ateas, panteístas, marxistas, seculares o existencialistas, y no logró conv ertir a nadie al cristianismo. La lección es que si al cristianismo se lo despoja de su esencia, no v ale la pena defenderlo. Por lo tanto, solo nos interesa presentar una apologética del cristianismo que y o considero bíblico (conserv ador, ev angélico, quizás hasta fundamentalista para algunos). Es el único que puede colmar nuestra necesidad espiritual.

2. Es posible defender el cristianismo. En el ámbito filosófico, y aun entre los cristianos ev angélicos, la tendencia es a no complicarse la v ida con la apologética. A los cristianos se les dice que, si bien sus creencias no tienen nada de irracionales, no deberían preocuparse por defenderlas. Considero que este abordaje es insuficiente. A la luz de la oleada de críticas al cristianismo, tal v ez no sea tan racional aferrarse a la creencia cristiana con prescindencia de las pruebas. Estoy conv encido de que las pruebas están. 3. La apologética es accesible, no requiere ser especialista en la materia. Este libro tiene en mente como público al estudiante univ ersitario que no cursa filosofía. Espero que estos argumentos les resulten aplicables y eficaces, para ev itar recurrir a respuestas demasiado simples.

Reconocimientos Quiero agradecer especialmente: al doctor Paul House, colega, jefe de departamento y amigo, por su continuo estímulo y por sugerirme que planteara la publicación de este libro a B&H Publishing Group; al doctor R. Douglas Geiv ett, colega, por sus comentarios útiles y muchas buenas discusiones; a la señora Joanne Giger, secretaria del departamento, por su buena disposición para ay udarme siempre que se lo pedía; a John Mark A dk ison, estudiante, por enseñarme las letras de las canciones de Metallica, justo cuando temía perder contacto con la realidad (mis hijos son más adeptos al rap); a B&H Publishing Group, por el optimismo y la competencia con que asumieron el proy ecto; al doctor Norman L. Geisler, maestro y amigo. En muchos sentidos, este trabajo debe ser considerado una extensión del suy o; al doctor Dav id Wolfe, ex profesor, el que más me animó a lidiar con el acercamiento filosófico a la v erdad. Él reconocerá muchas de las pautas que me enseñó en los capítulos 3 y 4 —y sin duda decidirá que todav ía no comprendo las cosas como debería—; a Nick y Seth, mis hijos, quienes me animaron mientras escribía. Solo un padre puede entender la dicha de que sus hijos hay an llegado a un sólido conocimiento de Cristo. Solo un filósofo ev angélico puede apreciar cabalmente lo que significa que ambos opten por leer apologética al acostarse; a June, mi esposa, por leer el manuscrito y señalar con delicadeza sus deficiencias. Ella me hizo el cumplido más grande cuando se rió en los lugares que debía reírse (y nunca se rió cuando no correspondía); y a Bruno y Úrsula Corduan, mis padres, por lograr algo casi imposible. Ellos me educaron en un ambiente cristiano, pero al mismo

tiempo me animaron a aceptar la v erdad en dondequiera que la encontrara. A mbos, en muchas conv ersaciones, desde mi tierna infancia, me enseñaron que la única fe en Cristo que v ale la pena tener es una espiritualidad de ojos abiertos. Quiera Dios continuar su ministerio a trav és de este libro.

1 Fe, razón y duda

Preguntas prohibidas Caso 1: Con la clase de «Religiones del mundo» realizamos la visita anual a una sinagoga. Escuchábamos fascinados el relato de Tina, una joven que nos refería su peregrinaje espiritual y su decisión de convertirse al judaísmo reformista. Se había criado en una iglesia cristiana, y de niña había hecho profesión de fe, pero llegada la adolescencia, comenzó a cuestionarse lo que creía. ¿Es Cristo realmente Dios? ¿Tiene sentido la Trinidad? Si somos gente moderna, ¿qué podemos creer que sea verdad? Su pastor le dijo que no debía plantearse esas preguntas, porque dudar era malo; ella simplemente debía creer lo que le habían enseñado a creer. Tina estaba decidida a abandonar definitivamente el cristianismo.

¿La única persona con dudas? Caso 2: Estaba corrigiendo unos trabajos en la oficina; el estudiante citado a una entrevista a las dos ya llevaba diez minutos de retraso. Finalmente, Bill llegó y se disculpó: «No podía salir de la clase de informática». Así que nos pusimos a conversar sobre computadoras, horarios y carga horaria de las clases, de todo menos de lo que supuestamente debíamos hablar. Era evidente que todavía no se sentía cómodo. Después de muchos rodeos, Bill fue al grano: «Simplemente no puedo creer más como creía en la secundaria. Entonces aceptaba todo por la fe. Ahora ni siquiera estoy todo el tiempo seguro de que Dios exista». Conversamos un rato, mientras él continuaba: «Eso no es lo peor. Al parecer, soy la única persona en esta universidad cristiana con estas dudas». Era la tercera conversación de ese tipo que había tenido esa semana.

Tomas el desconfiado Caso 3: De niño en Alemania, como parte de la actividad escolar, los miércoles teníamos que asistir a un culto por la mañana. Los protestantes y los católicos concurrían a sus respectivos servicios religiosos. Como yo era bautista, me asignaron al culto en la iglesia luterana. Así que allí permanecíamos sentados, mientras nos pellizcábamos, hablábamos en voz baja, hacíamos morisquetas e intentábamos cantar interminables himnos demasiado altos para nuestras voces. De más está decir que no recuerdo mucho de lo que escuché en aquellos sermones, pero hay uno que me quedó grabado. Le había tocado el turno de predicar al pastor principal. Era un hombre bueno, de cabello canoso y un semblante enrojecido, seguramente con varios platos de cerdo asado con papas en su haber. Cuando deseaba enfatizar un punto en su predicación, se inclinaba hacia adelante sobre el púlpito, se apoyaba en los antebrazos y las manos, y se empujaba para arriba y para abajo, como si fuera una simpática foca haciendo lagartijas. Aquel miércoles de mañana habló sobre la aparición de Jesús a Tomás, el desconfiado. «¡Dejen en paz a mi Tomás! —nos advirtió el pastor; más que nunca, se parecía a una foca con una misión—. Tomás quería descubrir él mismo la verdad; no se contentaba con lo que le dijeran otros».

Pero, ¿es verdad? «Pero ¿es v erdad?» será la pregunta orientadora de este libro. A unque parezca paradójico, muchos creen en la v erdad del cristianismo sin ni siquiera plantearse esta pregunta. Sostienen todas las doctrinas y creencias pertinentes, tienen todas las respuestas correctas, y la v erdad de lo que creen les resulta ev idente. A nte la pregunta de si el cristianismo es v erdad o no, solo responden que sí lo es. En realidad, algunos llegan a afirmar que cualquier otra actitud implica dudar, y debería interpretarse como un acto inherente de rebeldía contra Dios y , por lo tanto, un pecado. No escribí este libro para esa gente. Muchos de nosotros lidiamos con preguntas sobre la v erdad del cristianismo. No luchamos contra Dios ni la iglesia, ni contra la manera en que nos educaron; simplemente, queremos conocer la v erdad. ¿Podemos creer lo que afirma el cristianismo? ¿Una persona inteligente puede aceptar que Cristo es Dios o que la Biblia es la Palabra de Dios

inspirada? Estas cuestiones exigen una respuesta; reprimirlas podría tener un costo elev ado. Los incrédulos necesitan saber La cuestión de la v erdad aparece en dos situaciones en particular. En primer lugar, en el contexto de la ev angelización. Inv itar a alguien a aceptar a Jesucristo como su Salv ador conllev a obligatoriamente dos cosas. La persona debe entender el ev angelio. Si no entiende su necesidad de salv ación y lo que Cristo prov ey ó para nosotros, no tiene ningún sentido pedir que entregue su v ida a Cristo. La persona también debe aceptar que el mensaje del ev angelio es v erdad. He v isto a muchos incrédulos alegar razones v alederas que les impiden creer en la v erdad del cristianismo y , no obstante, los cristianos los desafían a hacer caso omiso de sus interrogantes y aceptar a Cristo de todos modos. De ningún modo deseamos que alguien entregue su v ida por algo que sinceramente no cree que sea la v erdad. Más bien, deberíamos poder mostrar a la gente por qué el cristianismo es v erdadero. Por supuesto, hay una diferencia entre las inquietudes basadas en una búsqueda honesta de la v erdad y el tipo de cuestionamientos que los incrédulos usan a v eces solo para escudarse. Con demasiada frecuencia, si no disponemos de una respuesta satisfactoria a la pregunta: «A v er, ¿cómo hizo Caín para conseguir una esposa?», nuestro interlocutor se sentirá triunfante, conv encido de que ha refutado la Biblia, la iglesia y todos los dogmas cristianos. A nte esta actitud, debemos llev ar la conv ersación al plano de la necesidad personal y el compromiso. Sin embargo, nosotros a v eces también somos culpables de restar importancia a las inquietudes honestas del que pregunta, o aun de tratarlas con desdén. Si hemos de enfrentar las necesidades de las personas en el nombre de Cristo, este ministerio implica responder con sinceridad a sus planteos intelectuales. A demás, siempre será mejor un sincero «no sé» que inv entar una respuesta que ni siquiera nos conv ence a nosotros o ignorar la pregunta que nos formularon.

De más está decir que tampoco pretendemos afirmar que una persona puede conv ertirse solo mediante argumentos racionales. La salv ación depende de nuestra fe; nadie irá al cielo simplemente porque intentó demostrar que Dios no existía y no lo consiguió. Sin embargo, también he v isto que dilucidar las cuestiones racionales bien puede ay udar a que las personas confíen en Cristo. Los creyentes también tienen preguntas Segundo, la cuestión de la v erdad está v inculada a nuestro crecimiento personal como cristianos. En algún momento deberemos preguntarnos si realmente estamos conv encidos de la v erdad que afirmamos creer. Muchos hemos pasado gran parte de nuestra v ida en ámbitos cristianos relativ amente restringidos. Crecimos en hogares cristianos y nos educamos en la iglesia y en la escuela dominical, o incluso en escuelas cristianas. Si íbamos a la escuela pública, asistíamos a los clubes bíblicos y participábamos de las activ idades para jóv enes en la iglesia. Hay muchas creencias que adoptamos mientras crecíamos sin examinar otras alternativ as ni cuestionarnos por qué eran v erdaderas. Esto no es intrínsecamente malo. Si para creer tuv iéramos que esperar acumular una sólida base de argumentos, la may oría andaríamos por esta v ida como escépticos. Una actitud racionalista de los siglos XVIII y XIX postulaba que no teníamos derecho a sostener ninguna creencia mientras no fuéramos capaces de respaldarla con argumentos indubitables (en el tribunal de la razón). Dicha actitud no es realista ni defendible. No obstante, tampoco podemos darnos el lujo de refugiarnos en la insensatez cada v ez que nuestra fe es cuestionada o cuando nos acosan las dudas personales. Necesitamos ser sinceros con nosotros mismos y preguntarnos por qué afirmamos que es v erdad aquello que decimos creer. Llegada esa instancia, negarnos a enfrentar la ev idencia no apuntalará nuestra fe. Incluso necesitamos dar un paso más. En algún momento de nuestra v ida, a medida que maduramos en la fe, será necesario confrontar el sistema heredado de creencias y preguntarnos si

realmente lo compartimos. James W. Fowler, desde el campo de la psicología ev olutiv a, considera que es necesario reexaminar las creencias personales para alcanzar la plena madurez.1 Durante casi toda la adolescencia, los amigos influy en mucho en las decisiones de nuestra v ida. Respondemos a los grupos e incorporamos fácilmente como propias sus creencias. Por eso la ev angelización en la secundaria debe tener un fuerte componente social. Durante ese período, muchas v eces nos recomprometemos con los v alores de nuestra familia. Sin embargo, hacia el final de la adolescencia o al principio de la juv entud, deberíamos poder desligarnos de esas influencias y decidir si realmente podemos considerar como propias todas las creencias que se nos transmitieron. En la may oría de los casos, este proceso se v incula con replantearse la v erdad de estas creencias. Reexaminar lo que creemos no implica derribar todo para comenzar a edificar de nuev o. Puede ser simplemente cuestión de asegurarse de que todos los clav os estén firmes y aplicar un poco más de cemento aquí y allá. Si la persona no está dispuesta a transitar este proceso, su fe podría resentirse por falta de conv icción. Es muy difícil, cuando no imposible, tener una v ida cristiana eficaz cuando nos acosan las dudas. Según la Biblia, debemos dedicar nuestra v ida a la causa de Cristo, pero ¿qué sentido podría tener cualquier grado de compromiso si no estamos seguros de que la causa cristiana se basa en la v erdad? Sin duda, es posible ignorar nuestras preguntas e intentar enterrarlas bajo una sucesión interminable de activ idades. Nos presionarán para que hagamos justamente eso; pero esa huida también puede ser una bomba de tiempo (v er el caso 1). A demás, de todos modos, nos haríamos un flaco fav or. Tenemos libertad para plantear preguntas y buscar las respuestas. Con ese fin en mente, aclaremos la relación entre la fe y la razón, un discernimiento v inculado con la naturaleza de la v erdad.

La fe y la razón

En el marco de la teología cristiana, usamos el término fe de tres maneras: fe salv adora, fe progresiv a y fe pensante. Fe salvadora Para el ev angelio cristiano, la fe salv adora es crucial. En Hechos 16:31, Pablo instruy ó al carcelero de Filipos: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salv o» (RVR1960). Según Gálatas 2:16, somos salv os por la fe, no por las obras de la ley . Efesios 2:8-9 reitera que somos salv os por gracia por medio de la fe. ¿Cómo es esta fe que nos salv a? Un buen sinónimo de la fe salv adora podría ser «confianza» o «dependencia». La persona con este tipo de fe expresa que sin Cristo está perdida, que no puede redimirse a sí misma y que el don de la salv ación depende solo de Él y de Su obra. Este tipo de fe es un acto de completa entrega a Dios. No es por ninguna clase de obras; por el contrario, es renunciar a todas ellas y depender exclusiv amente de Su obra. La fe salv adora es todo o nada. Como señala Pablo en Gálatas, no es posible complementar esta fe con las obras de la ley sin menoscabar la obra de Cristo (Gálatas 5:2-4). Confiar en algo y al mismo tiempo buscar otras garantías no es confiar; la confianza que no está dispuesta a aceptar lo que alguien afirma no es confianza. Del mismo modo, la confianza en Cristo que procura más ay uda para la salv ación no es, en realidad, confianza en Cristo. La fe salv adora, por su propia naturaleza, excluy e las obras. Es pertinente una acotación: este tipo de fe, si es genuina, se manifestará en buenas obras. A unque las obras no son una condición para la salv ación, son una consecuencia concreta de la fe v erdadera. A sí lo enseña también Pablo, por ejemplo, en Gálatas 5 o en Tito 2 y 3, y también Santiago cuando afirma que la fe sin obras está muerta (2:26). Ver nuestras reflexiones sobre esta cuestión en el capítulo 12. Fe progresiva A l segundo tipo de fe la llamaré «fe progresiv a». Jesús nos animó

a tener esta fe cuando enseñó que no debíamos preocuparnos por el mañana, sino depender de las prov isiones de nuestro Padre celestial. La fe progresiv a difiere en algunos sentidos de la fe salv adora. En primer lugar, no influy e en nuestra salv ación. Forma parte de nuestra manera de v iv ir después de haber nacido de nuev o. Parte de la base de que y a tenemos una relación con Cristo. Una segunda diferencia con la fe salv adora es que al ser progresiv a podemos hablar de grados de fe. Puedo crecer en la fe conforme confíe en Dios todos los días. A lo largo de una v ida entera consagrada a Cristo, espero llegar a confiar en Él más y más. Sin embargo, la fe progresiv a tiene algo importante en común con la fe salv adora: ambas dependen de Dios. Una v ez más, lo que importa es aprender a no angustiarnos por nuestras ansiedades, preocupaciones y afanes, sino entregárselos a Cristo. Muchos, en su celo por estos dos primeros tipos de fe, concluy en erróneamente que, como ambos implican entregarse por entero a Dios, la fe es ciega. Dicha afirmación supone que no deberíamos usar nuestra mente para cuestionarnos ni para razonar: confiar en Dios implica la ausencia de cualquier pensamiento o análisis crítico sobre Dios. Basta reflexionar un poco sobre esta actitud para demostrar que es inaceptable. No podemos confiar en alguien ni en algo de lo cual no sabemos nada. Debemos saber que aquello en que confiamos es digno de confianza; no porque deseemos comprometer la naturaleza de la fe, sino para que la fe sea real, para que esté basada en una realidad y no en una fantasía. En Hebreos, leemos que quienes se acercan a Dios, primero deben creer que Él existe y que recompensa a quienes lo buscan (Hebreos 11:6). En suma, antes de confiar en Cristo, necesitamos saber que la fe en Él tiene sentido. Fe pensante A sí llegamos al tercer tipo de fe, la «fe pensante», a menudo llamada «creencia», porque significa aceptar que una serie de afirmaciones son v erdaderas. Esta fe se refiere a la manera en que

llegamos a aceptar ciertas v erdades intelectuales sin las cuales una fe basada en la confianza sería imposible. No se puede responder al ev angelio si desconocemos de qué se trata; no se puede confiar en Cristo si ignoramos quién es y cuál es su mensaje. Entonces, aunque solo podemos ser redimidos mediante la «fe salv adora», esta fe supone algunos conocimientos esenciales.2 Santiago enseña que aun los demonios creen que Dios es uno, y tiemblan, porque dicho conocimiento no los salv a (Santiago 2:19). Nosotros tampoco somos salv os por el conocimiento, pero una auténtica fe que confía en Dios supone algún grado de conocimiento. Hay div ersas maneras de adquirir el conocimiento sobre el cual basarnos para tomar una decisión. Las podemos agrupar en dos categorías: fe y razón, donde «fe» significa la «fe pensante» que estamos considerando. El erudito mediev al Tomás de A quino nos proporcionó un análisis útil de la fe y la razón en este contexto, y el siguiente razonamiento descansará en gran medida en su descripción.3 La gente suele aprender los principios de su fe de alguna autoridad. Podrían ser los padres, la iglesia, los maestros o la Biblia. Como se nos inculcó el respeto a estas autoridades, aceptamos lo que nos enseñan sobre Dios. Sería impensable aceptar que nuestras creencias son v erdaderas solo cuando las hay amos v erificado a todas. Muchas personas no tienen la capacidad, el tiempo ni el interés para ev aluar cabalmente una doctrina y sus alternativ as. En realidad, si tuv iéramos que esperar que los «especialistas en la materia», los teólogos y los filósofos, se pusieran de acuerdo sobre las creencias antes de aceptarlas, nadie creería nada. Por eso Dios ha encomendado a algunas personas transmitir Su v erdad como Él la rev eló en Su Palabra, la Biblia. Es la obligación de todos los padres hacia sus hijos y de todos quienes enseñan o predican en la iglesia. Vemos que es correcto y posible que los artículos de fe sean aceptados por la fe, porque confiamos en las autoridades que los enseñan y las respetamos. Sin embargo, el camino de la fe pensante no excluy e un segundo

sendero basado en la razón. Cuando era niño, mi padre me dijo que el agua estaba compuesta por oxígeno e hidrógeno. Le creí, porque respetaba su autoridad. Sin embargo, mi fe en su palabra no me impidió tomar un curso de química, en el que realicé un experimento para obtener agua a partir de la combinación de oxígeno e hidrógeno. Todav ía acepto que esa creencia es v erdadera, pero sobre otras bases: antes lo sabía porque confiaba en mi padre, ahora lo sé por la razón. La misma lógica es aplicable a nuestro conocimiento sobre Dios. Solo podemos acceder a muchas v erdades mediante la fe en la rev elación div ina, incluy endo los hechos concernientes al plan de salv ación. No obstante, también hay v erdades que podemos conocer basados tanto en la razón como en la fe, como es el caso de la existencia y la unidad de Dios. No hay nada en la naturaleza de la fe pensante que excluy a la posibilidad de aceptar algunas v erdades basándonos en la razón. Cuando planteamos la necesidad de fundamentar nuestra fe, queremos decir que algunas de las creencias que antes aceptábamos basándonos en la fe pensante estarán basadas en la razón. ¿Parece insidioso? No debería serlo, salv o que todav ía no hay a comprendido las diferencias entre los tres tipos de fe. La razón nunca podrá reemplazar a la fe salv adora ni a la fe progresiv a. La razón no puede limitarse a suplir la fe pensante, pero sí habilita una segunda v ía hacia las mismas creencias que acostumbramos aceptar solo sobre la base de la autoridad.

La unidad de la verdad Nunca deberíamos temer indagar sobre la v erdad. Si tenemos que huir de la v erdad, quizás sea porque tenemos algo que ocultar. ¿Será que tememos descubrir que, si miramos con detenimiento, lo que hemos aceptado como v erdadero por la fe resulte ser falso? Estoy conv encido de que la fe y la razón, debidamente usadas, llegarán a una

idéntica v erdad.4 Mi conv encimiento, a su v ez, parte de la premisa — con la que Tomás de A quino también comenzó su discusión sobre este tema— de que la v erdad se origina en Dios y nos guía a Él. En consecuencia, no hay por qué ser melindrosos al indagar sobre la v erdad. Una creencia incapaz de soportar un duro cuestionamiento tal v ez no v alga la pena. Si el cristianismo es v erdadero, debería poder resistir las preguntas más difíciles que le hagamos. Si no es cierto, deberíamos rechazarlo. Esta última afirmación, que puede sonar arriesgada, en realidad, es relativ amente inocua. ¿Deberíamos creer algo cuy a falsedad se ha demostrado? De ninguna manera. Puedo hacer tal afirmación porque estoy conv encido de que el cristianismo es cierto y que resistirá el escrutinio, aun el más riguroso. A demás, debemos tener presente que demostrar que el cristianismo es falso no es tan fácil como parece, ni siquiera hipotéticamente, como algunos piensan. Una clav e para esta discusión reposa en la integridad del cuestionamiento. Las preguntas sinceras serán las que nos conciernen, porque hay muchas discusiones religiosas que solo consisten en v er quién resulta ganador. El crítico adopta un ataque tras otro, esperando que el cristiano no pueda responder su última descarga, mientras que el cristiano erige una montaña de argumentos, con la expectativ a de que tarde o temprano el crítico se dé por v encido. Cuestionarse con integridad no significa encontrar defensas a fav or o en contra de puntos de v ista preestablecidos, sino luchar contra aquellas dudas reales que nunca dejan de importunarnos. Podemos concluir este capítulo introductorio con una inv itación. Lo inv ito a responder algunas preguntas difíciles. Veamos si podemos demostrar que el cristianismo es v erdadero. Para ello, deberá aprender a entender las preguntas, así como a dominar las respuestas. Deberá aprender a preguntar con integridad. A la postre, también requerirá una respuesta personal de compromiso de fe. Cuando comenzamos a exigir la v erdad, es mucho lo que está en juego.

A continuación, apliquemos algunas de estas ideas a nuestros casos iniciales: Respuesta al caso 1: No deberíamos sentir que somos los únicos culpables cuando alguien aparentemente cristiano se aparta de la fe. Intervienen muchos factores, entre ellos, la capacidad de tomar decisiones que Dios nos dio.5 Sin embargo, desde nuestra perspectiva finita no puedo dejar de pensar que la actitud condenatoria del pastor contribuyó a esta tragedia. No ayudamos a una persona con inquietudes sentidas y genuinas si la hacemos sentir culpable por tener «dudas». No sé si el pastor hubiera podido contestar las preguntas de Tina ni si la hubiera ayudado a encontrar las respuestas. No tenemos por qué estar en condiciones de responder las preguntas de todo el mundo. Sin embargo, estoy seguro de que al decirle que sus dudas eran ilegítimas contribuyó a que ella buscara otra religión. Al fin de cuentas, eso es lo que ella misma dijo. Respuesta al caso 2: La mayoría de las personas atraviesan períodos de profundos cuestionamientos. Como afirmé anteriormente, hasta puede ser beneficioso para madurar en la fe. No hay nada malo en decidir reevaluar sus creencias. En estos casos, conviene encontrar alguien que pueda acompañarlo para resolver con delicadeza y respeto las inquietudes individuales. Compartir las dudas acuciantes en un grupo seguramente provocará una dinámica indeseable, como la proliferación de respuestas superficiales o una atmósfera de censura. Si está atravesando un período de cuestionamiento, le garantizo que es normal, no le pasa solo a usted, y hay respuestas. Respuesta al caso 3: «¡Dejen en paz a mi Tomás!». Yo también suscribo esta afirmación. El cristianismo no se obtiene de segunda mano; se conoce de primera mano. Jesús no condenó a Tomás, esa prerrogativa le correspondió a la iglesia. Jesús lo invitó a tocar Sus cicatrices. Elogió a Tomás por creer en lo que había visto y luego alabó a quienes creerían sin haber visto . . . ¡a nosotros! Nunca podremos ver lo que vieron los primeros discípulos, pero podemos creer. Esta fe no nos obliga a dar un salto irracional a lo desconocido. Así como Tomás no quería comprometerse basado en testimonios de segunda mano, nosotros también podemos creer basados en un firme conocimiento personal.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Explicar por qué a v eces es bueno, e incluso útil, cuestionar algunas de sus creencias. 2. Diferenciar tres tipos de fe. 3. Demostrar por qué el conocimiento basado en la razón no socav a el conocimiento afirmado en la fe. 4. Demostrar la unidad de la v erdad. 5. Identificar los siguientes nombres con las contribuciones aludidas en este capítulo: James W. Fowler, Tomás de A quino. Reflexión sobre las ideas 1. En este capítulo explicamos que la duda a v eces puede ser positiv a. ¿Cuándo puede ser perjudicial? 2. ¿Recuerda alguna experiencia de su v ida en que cuestionarse algo lo acercó a la v erdad? 3. ¿En que medida los tres tipos de fe se interrelacionan? ¿Por qué son fáciles de confundir entre sí? 4. ¿Qué v erdades solo pueden ser conocidas sobre la base de la autoridad bíblica? ¿Hay v erdades que únicamente pueden conocerse mediante la razón? 5. ¿Cuáles son algunas áreas de su v ida en que la fe y la razón concuerdan? ¿Cuáles son algunas áreas en las que la razón parece reñida con la fe? 6. ¿Qué actitudes impiden que las personas procuren la v erdad con integridad? ¿Qué recaudos puede tomar para asegurarse de que no está meramente enredando la v erdad?

Lecturas adicionales Gary R. Habermas, Dealing with Doubt (Chicago: Moody Press, 1990). Paul Little, Know Why You Believ e (Wheaton, IL: Scripture Press, 1967). Clark H. Pinnock , Set Forth Your Case (Nutley , NJ: Craig Press, 1968). 1 James W. Fowler, Stages of Faith (Nueva York: Harper & Row, 1981). Ver especialmente la página 179. 2 Recuerdo interminables discusiones en las reuniones de jóvenes sobre el tema de cuánto hay que saber antes de estar en condiciones de poder convertirse. Me temo que gran parte de esos debates obedecían a un malentendido. Por supuesto, no nos salvamos por saber nada. La pregunta en realidad debería ser: ¿cuánto «conocimiento mental» es necesario para poder adoptar una decisión inteligente por Jesucristo? No creo que haya dificultad en aceptar la mayoría de los puntos básicos, a saber: que Dios existe, que somos pecadores y no podemos salvarnos por nuestros medios, que Cristo es el Hijo de Dios, que murió para redimirnos de nuestros pecados, que Cristo vive, que recibimos la salvación cuando confiamos en Cristo y que hay una eternidad en el cielo. 3 Tomás de Aquino, Suma contra gentiles, I, 3-10. 4 Francis Schaeffer ha realizado un gran servicio al comparar la verdad de la revelación divina con la vacilante búsqueda de la verdad que caracteriza a los emprendimientos humanistas. Ver Huyendo de la razón (Barcelona: Ediciones Evangélicas Europeas, 1969). Por desgracia, en el fragor de su batalla, a veces inadvertidamente atacó a sus mejores aliados. Probablemente Tomás de Aquino fue quien más se acercó a los ideales postulados por Schaeffer sobre el conocimiento. Fue una pena que Schaeffer culpara a Tomás de Aquino de introducir la noción de la «autonomía» de las áreas de conocimiento, cuando nadie la rechazó más que este pensador (ver 11-14). Francis Schaeffer debería haberse concentrado en Siger de Brabante, contemporáneo y enemigo intelectual de Tomás de Aquino, quien efectivamente enseñó una teoría de doble verdad: lo que es verdad por la fe puede no ser verdad por la razón, y viceversa. Tomas repudió todas las formas de dualismo, incluyendo el dualismo naturaleza-gracia. 5 Muchas iglesias evangélicas enseñan que la persona que aceptó verdaderamente a Cristo como su Salvador nunca perderá la salvación. Con frecuencia, esta doctrina conduce a la conclusión de que la persona que se aparta del cristianismo es porque nunca había sido salva. Esta parecería ser la enseñanza del apóstol en 1 Juan 2:19. Si quienes abandonan la comunión cristiana hubieran sido salvos de veras, nunca se habrían apartado de su seno. Por lo tanto, en este caso, una interpretación teológica posible sería que Tina nunca se entregó auténticamente a Cristo. Recordemos, no obstante, que solo Dios conoce las intenciones del corazón.

2 Verdad, conocimiento y relativismo

La lógica budista Caso 1: Después de una campaña evangelizadora en el centro comercial de la Universidad de Maryland, me quedé conversando con un compañero estudiante sobre el cristianismo. Sentados en el césped, disfrutando del sol y jugando con unas ramitas y las briznas de hierba, intenté compartir el evangelio. La conversación se desenvolvía sin la pasión y la exaltación que suelen caracterizar estas discusiones. Yo cursaba el último año de la universidad y había leído lo suficiente como para poder responder a sus objeciones y darle pruebas claras de por qué el cristianismo es verdadero. Al final, terminó diciéndome que aun si lo fuera, eso no convertía a las demás religiones en falsas. Intenté mostrarle lo inconducente de ese enfoque. —Jesucristo afirmó ser el único camino a Dios. Decir que Él es el único camino y que hay otros caminos no sería lógico. A lo que me respondió: —Pero hay otras lógicas. Según la lógica budista, lo que es contradictorio para nosotros, no es contradictorio en absoluto.

La verdad para Linda Caso 2: Nuestro grupo universitario había adoptado la costumbre de reunirse en un restaurante después del culto dominical vespertino. Mientras consumíamos aros de cebolla fritos, helados con chocolate caliente y gaseosas, hacíamos planes, conversábamos sobre lo sucedido durante el día o simplemente disfrutábamos la mutua compañía. Una vez, acabamos hablando de la evangelización. Algunos expresamos nuestros intentos por presentar el evangelio a la gente y cómo nos había ido. Linda permanecía callada,

aparentemente más absorta en su torta helada de frutilla que en la conversación. Cuando se hizo un silencio, acotó: —Yo no doy testimonio con palabras; intento dar testimonio con mi vida. El cristianismo es cierto para mí, lo sé; pero eso no significa que tenga que ser cierto para todos los demás.

Poncio Pilato: ¿Qué es la verdad? Caso 3: El concilio judío había juzgado a Jesús y lo había entregado al gobernador romano, Poncio Pilato. Lo acusaban de afirmar ser el rey de los judíos. Pilato comenzó a interrogar a Jesús en privado, interesado en averiguar cómo sería Su reino, pero Jesús le respondió que Su reino no era de este mundo. «Luego, ¿eres tú rey?» Pilato pensó que al fin tenía algo concreto; pero en vez de responderle directamente, Jesús dijo: «Yo para esto [ . . . ] he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz». Pilato se quedó mirándolo intrigado, luego se encogió de hombros, sacudió la cabeza y preguntó: «¿Qué es la verdad?». De inmediato salió a consultar con los acusadores de Jesús (ver Juan 18:33-38, RVR1995).

El relativismo En este capítulo, analizaremos el relativ ismo contemporáneo y por qué crea un obstáculo a la presentación de una defensa racional del cristianismo. Luego, daremos nuestra respuesta y mostraremos cómo, a pesar de algunas reserv as legítimas, todav ía podemos tener un concepto v álido de v erdad y conocimiento objetiv o. Definición del relativismo «Pero, ¿es v erdad?». Esta pregunta supone que la v erdad difiere de la falsedad y que no es lo mismo que una creencia sea v erdadera o no. Si al fin de cuentas todas las creencias son v erdaderas, aun aquellas que son mutuamente contradictorias, poco importa poder demostrar que un sistema en particular es v erdadero. El razonamiento humano se basa en tres principios: de identidad,

de no contradicción y de tercio excluso. Según el principio de identidad, una cosa o afirmación es idéntica a sí misma. En otras palabras, este árbol es este árbol.1 El principio de no contradicción afirma que si algo es cierto, su contrario no puede ser también cierto. Si es cierto que esto es un árbol, lo contrario —que no es un árbol— es falso. El principio de tercio excluso afirma que debe ser una cosa o la otra. O es un árbol o es un no-árbol; no puede ser ambas cosas al mismo tiempo. Se ha puesto de moda cuestionar la univ ersalidad de la ley del tercio excluso, aunque creo que con fundamentos erróneos. Por ejemplo, hay quienes dicen que no siempre podemos afirmar si se trata de un árbol o no. O, cuando llov izna, es difícil determinar si realmente está llov iendo o no. Parecería que la ley de tercio excluso, que nos obliga a optar entre dos alternativ as absolutas, es insostenible. Estos ejemplos simplemente reflejan los límites de nuestro conocimiento. Sin duda, es cierto que no siempre podemos determinar lo que algo es, pero la ley del tercio excluso no pretende definir el conocimiento univ ersal. Se limita a afirmar que, sin importar lo que sea, deberá serlo o no serlo, aun cuando no podamos decidir cuál sea el caso. Lo que denominamos relativ ismo no admite la ley de no contradicción. El relativ ismo pone en entredicho nuestro derecho a juzgar falso aquello que no se ajusta a nuestro entendimiento de la v erdad. En ámbitos más populares, suele oírse hablar de relativ ismo v inculado a cuestiones morales: usted cree que algo está bien y y o creo que otra cosa está bien, y ambos podemos estar en lo cierto, aun cuando nuestras creencias sean contradictorias, siempre y cuando seamos sinceros respecto a nuestros principios personales. Esta es también la naturaleza del relativ ismo respecto al conocimiento. Dos sistemas de creencias mutuamente opuestos pueden ser ambos v erdaderos. La fuerza del relativ ismo reside en que intenta despojar de todo sentido a nuestros argumentos a fav or del cristianismo. Si el relativ ismo

es cierto, presentar argumentos racionales es una pérdida de tiempo. Un incrédulo podría aceptarlos todos y no v erse afectado por ninguno, porque aun las creencias en franca contradicción con el cristianismo podrían ser ciertas. Nos deja en la posición de una persona que emprende un largo y arduo v iaje solo para descubrir, al cabo de muchos meses, que no av anzó ni siquiera un centímetro. El relativ ismo constituy e uno de los principales obstáculos a nuestro proy ecto. Despoja de significado a la palabra «v erdad» y hace que pierda sentido la defensa de la supuesta v erdad. A l parecer, el relativ ismo se siente más cómodo que nunca en nuestra época. ¿Dónde se originó? Las raíces del relativismo La acogida que nuestra cultura contemporánea le ha brindado al relativ ismo obedece a v arias razones. Mencionaremos seis, aunque sin duda puede haber más. 1. La explosión del conocimiento. La próxima v ez que v isite una biblioteca, consulte los compendios de publicaciones sobre química o cualquier base de datos bibliográficos con los artículos publicados en las principales rev istas académicas. Una ojeada a los compendios de tesis doctorales le bastará para hacerse una idea de la cantidad de doctorados que se otorgan cada año y las inv estigaciones en que se basaron. A un cuando su centro educativ o tenga una biblioteca relativ amente pequeña, si v isita el departamento de adquisiciones, se dará cuenta de la cantidad de libros nuev os que incorpora y cuántos más «no pueden faltar en una buena biblioteca». Después de este ejercicio, comenzará a concebir la magnitud de la llamada explosión del conocimiento. Cada día aparece más información que requiere la atención del mundo. A unque gran parte es inserv ible, otra puede ser útil, y ese es justamente el problema. Mucha de esta información está respaldada por cuidadosas inv estigaciones y documentación, y es demasiado abundante. Nadie puede mantenerse al tanto de esta producción. Ni

siquiera los expertos pueden saber todo lo concerniente a su campo de especialización. Como consecuencia, parecería que la persona sabia, consciente de sus limitaciones, ev ita pronunciarse en términos absolutos de v erdad y falsedad. Como nadie puede saber todo sobre un tema en particular, sería temerario apresurarse a opinar sobre cualquier cuestión. Lo que parece ser la v erdad absoluta desde mi perspectiv a limitada podría ser solo una parte de un panorama mucho más amplio. El jainismo, una religión minoritaria de la India, ilustra este punto con el relato de cinco ciegos que se encuentran con un elefante. Cada uno toca una parte diferente del animal y piensa que conoce a todo el elefante. Uno se abraza a una pata y dice que el elefante es como una columna. El segundo hombre le toma la cola y afirma que el elefante se parece a una cuerda. El tercero le acaricia la oreja y dice que el elefante se parece a un abanico. El cuarto le sostiene la trompa y piensa que es como una serpiente. El quinto palpa uno de los costados y concluy e que es como una pared. Todos tienen razón, pero, si adoptamos una v isión más global, todos tienen razón y , además, todos se equiv ocan. Nosotros somos como esos ciegos, tenemos que arreglarnos con información limitada. ¿Quién se atrev ería a pronunciarse sobre todo el elefante? 2. El totalitarismo y la intolerancia. El siglo XX ha sido testigo de persecuciones y genocidios a escala sin precedentes. La A lemania nazi y la Unión Sov iética estalinista encabezan una larga lista de exterminios sistemáticos por motiv os ideológicos, pero hay muchos más casos. Con frecuencia, dicha persecución se hace en nombre de la religión. Por ejemplo, algunos países islámicos han instigado al pueblo a la guerra por una causa, conv ocando una y ihad o «guerra santa». En 1989, unos líderes musulmanes exigieron la muerte de Salman Rushdie por calumniar supuestamente al profeta Mahoma, en su libro Los v ersos satánicos.2 La historia del cristianismo también está manchada de sangre.

Podríamos señalar las cruzadas, por ejemplo (y aun si no lo hiciéramos, el resto del mundo lo haría). Las iglesias orientales y occidentales son culpables de haber respaldado en el nombre de Cristo masiv as acciones contra los judíos. En realidad, la intolerancia campea aun muy cerca de nosotros. Una y otra v ez leemos en los periódicos sobre grupos cristianos que pretenden iniciar acciones legales para imponer sus opiniones sobre el resto del país. ¿Realmente deseamos env iar gente a la cárcel porque no creen lo mismo que nosotros? ¿Usaríamos más fuerza si pudiéramos? En consecuencia, la gente parece establecer una correlación entre defender las ideas propias y la intolerancia. Por lo tanto, ¿no sería mejor aceptar nuestras propias creencias sin necesariamente afirmar que las de todos los demás son erróneas? 3. La sinceridad de los crey entes en otras religiones. Hubo un tiempo en que no sabíamos mucho sobre la gente con otras creencias. Eso permitía que fantaseáramos y exageráramos las diferencias, por lo general, en su detrimento. Imaginábamos que los «infieles» eran crueles e inhumanos, tanto como lo permitiera nuestra propia arrogancia. Sin embargo, como solemos decir, el mundo se achicó. Vemos gente de otras culturas y religiones todas las noches en telev isión. A hora es muy fácil v iajar de un extremo al otro del mundo. Los v iajes nos abren la mente, y también pueden derribar nuestros prejuicios. Una de las lecciones que debemos aprender es que la gente con otras conv icciones religiosas puede tener una fe tan sincera como la nuestra. En mis v iajes al extranjero con estudiantes, noté que algunos quedan v erdaderamente sorprendidos del ev idente compromiso de los fieles de otras religiones. Por alguna razón, tenían la idea de que como no eran cristianos, debían ser hipócritas o personas aún en busca de la v erdad. Por supuesto, la realidad es muy diferente. Incluso es posible que sea al rev és. Hace unos meses, entré en un templo hindú y le pedí a un sacerdote brahmán que me explicara algo. Él supuso de inmediato que y o «estaba buscando la v erdad» y estaba más que encantado de conducirme a la v erdad como él la entendía.

Bien o mal, tendemos a juzgar la v erdad de las creencias conforme a cuán conv encidos estemos de ellas. Cuando nos damos cuenta de que hay muchas personas tan conv encidas como nosotros, pero afiliadas a otras creencias, sentimos que y a no podemos sostener la v erdad de nuestras propias creencias con la misma conv icción. Entonces, parecería que lo más conv eniente es decidir que ellos tienen su v erdad y nosotros la nuestra. 4. La influencia del pensamiento oriental. En el plano popular, se ha extendido la noción de que algunas cosmov isiones orientales no están sujetas al principio de no contradicción. Por ejemplo, mi compañero de estudio en el Caso 1 parecía pensar que, cuando quedaba arrinconado en un debate, podía inv ocar la «lógica budista» y salir airoso del atolladero. El simple hecho de que parezca haber más de una manera de razonar correctamente puede llev arnos a cuestionar la univ ersalidad de nuestra denominada lógica aristotélica. Y aunque no recurramos de inmediato a otra forma de lógica, lo más conv eniente parecería ser considerar que nuestra manera de razonar es solo una entre v arias. De esta manera, una inferencia deriv ada de nuestra lógica no tiene necesariamente v alidez univ ersal. Si bien puede encerrar alguna v erdad, no necesariamente será una v erdad univ ersal. 5. El indiv idualismo. Un ingrediente importante en el pensamiento actual es el derecho de cada uno a decidir por sí mismo. Esta idea ha dado lugar a la noción de que cada uno es su propia autoridad. Si admitimos esa noción, es fácil entender cómo puede llev arnos rápidamente al relativ ismo. Sin otro tribunal superior de apelación que uno mismo, sería escandaloso pronunciarse sobre la univ ersalidad de la v erdad o de la falsedad. Podré hablar sobre lo que a mí me parece cierto; usted me dirá lo que a usted le parece cierto. Si no concordamos, el asunto quedará sin resolv er y cada uno se irá por su camino. 6. La v irtud de la humildad. En parte como corolario de los cinco puntos anteriores, pero quizás no exclusiv amente, el relativ ismo también

obedece a un renov ado énfasis en la humildad. Pensar que en un punto importante y o puedo estar en lo cierto y el resto del mundo equiv ocado parece una actitud intrínsecamente arrogante. A un suponiendo que fuera teóricamente posible, ¿qué probabilidad hay de estar en lo cierto todas las v eces que sostengo una posición diferente a la de los demás? De alguna manera, la mera idea me coloca en una posición priv ilegiada. Debo ser una persona especial si tengo la capacidad de discernir el bien y el mal en términos absolutos y anunciárselo al resto del mundo. Una actitud de auténtica humildad parecería ser la mejor manera de no caer en esta tentación. Sin ánimo de colocarme en un pedestal por encima de todos los demás, me expresaré con cautela: no diré que no tengo la v erdad, pero tampoco negaré que usted pudiera estar en lo cierto, a pesar de que aparentemente estemos en desacuerdo. Una respuesta meditada a las raíces del relativismo Las anteriores razones son factores potentes que nos empujan a aceptar el relativ ismo. Para enfrentarlas, no basta con afirmar que tenemos un conocimiento absoluto. A demás, apelar a la rev elación div ina en este punto sería errado, porque lo que se cuestiona es justamente la existencia misma de una autoridad div ina que se rev ela. Enfrentar el relativ ismo contemporáneo citando v ersículos bíblicos no contribuirá a resolv er el desafío intelectual. Responderemos al relativ ismo en dos etapas. Primero, abordaremos cada uno de los anteriores puntos con respeto y comprensión, pero críticamente. Luego intentaremos reconstruir lo que nosotros podemos decir sobre la v erdad y el conocimiento, con una actitud positiv a. 1. El conocimiento parcial es conocimiento. El punto sobre el aumento exponencial del conocimiento es v álido, pero su conclusión relativ ista es exagerada. Es cierto que actualmente, debido a la increíble acumulación de conocimiento, es imposible hablar con propiedad sobre muchos temas. Simplemente hay demasiado por saber y nadie puede estar actualizado en todo. En consecuencia, la persona prudente será

consciente de sus limitaciones y ev itará realizar generalizaciones infundadas. No obstante, es una falacia lógica3 concluir a partir de esta reserv a que no podemos tener ningún tipo de conocimiento genuino. Si uno de los ciegos nos dice que la parte del elefante que está tocando es como una serpiente, mientras que otro nos informa que, según su saber y entender, el elefante se asemeja a una pared, ambos están afirmando una v erdad. La solución no es negar las cosas que sabemos, sino condicionarlas. ¿Podemos llegar a saber si hemos precisado nuestros juicios lo suficiente para afirmar algo sin temor a equiv ocarnos? En un sentido, no. Siempre será lógicamente concebible que hay amos cometido algún error o que hay amos confundido la parte por el todo. No obstante, como plantearemos más adelante en este capítulo, en otro sentido, esa pregunta no es tan contundente como parece. A continuación, elaboraremos un concepto positiv o del conocimiento y resultará ev idente que a v eces es posible llegar a un punto tal en que suponer que estamos equiv ocados es una cuestión arbitraria. Dejando de lado las posibilidades teóricas, no tiene sentido práctico intentar descubrir en qué casos podría estar equiv ocado. (A ntes de llegar a esa parte en este capítulo, ¿cuándo piensa usted que eso podría ser cierto?). 2. El conocimiento no tiene que traducirse en intolerancia. A ntes que nada, dejemos de justificar las conductas intolerantes. Las personas (y eso incluy e a los cristianos) pueden ser intolerantes, con frecuencia sin otra excusa que tener la v erdad y no desear que otros sostengan o crean otra cosa. Mientras escribo este párrafo hay cristianos ev angélicos en Estados Unidos que procuran encontrar la forma de hacer ilegal que no se enseñen sus teorías o que se enseñen ideas diferentes a las suy as. Tener la v erdad (o pensar que la tenemos) a menudo se traduce en intolerancia. Sin embargo, no tiene por qué ser necesariamente así. Nada nos obliga a odiar a quienes no piensan como nosotros. A l contrario, el ejemplo de la Biblia es otro.

En segundo lugar, necesitamos establecer con firmeza un detalle importante: señalar que las teorías de alguien son falsas no me conv ierte en intolerante. Por desgracia, podría llev arme a la intolerancia, pero solo si me empeño en impedir que otros sostengan y promuev an sus «errores» con la misma libertad que y o desearía tener para sostener y promov er mis «v erdades». Cuando le preguntaron a Thomas Jefferson cómo se sentía respecto a las personas que no creían lo mismo que él creía, supuestamente respondió: «No me toca el bolsillo ni me rompe las piernas».4 En otras palabras, mientras no haga ningún daño a nadie, podemos tolerar el pluralismo. Esta actitud de ningún modo implica abstenernos de emitir nuestros juicios sobre lo que consideramos ser v erdadero o falso. 3. La sinceridad no es buena guía para determinar la v erdad. A unque solemos estar seguros de nuestras propias creencias, porque nos sentimos muy conv encidos de que son ciertas, esos sentimientos no constituy en en modo alguno una guía fiable para la v erdad. Quienes piensan que tal v ez el hinduismo o el budismo son ciertos porque sus fieles son muy sinceros encontrarían repulsiv o el mismo argumento si se lo aplicara a los nazis o los satanistas. La sinceridad con que la gente defiende un conjunto de creencias no sirv e para probar la v erdad de ellas. La v erdad debe ev aluarse de alguna otra manera. Observ ar la sinceridad de los demás nos muestra la plena humanidad que todos tenemos en común. El hindú que practica su religión con el mismo ferv or que y o la mía es un ser humano igual que y o y debe ser tratado tal como espero que me traten a mí. El punto de partida de nuestros diálogos y debates, por consiguiente, debería ser la comprensión y la compasión. El apóstol Pablo enseñó con referencia a sus compatriotas judíos que con gozo perdería su propia salv ación si con eso podía llev arlos a Cristo. Reconocemos con lágrimas y preocupación que algunos de nuestros congéneres están en el error, pero nuestros sentimientos no pueden alterar la v erdad. 4. La lógica oriental es improcedente. Quienes aluden a la lógica

budista se equiv ocan por partida doble. En primer lugar, no hay ninguna razón legítima para que cuando alguien queda arrinconado en una discusión, de pronto pueda decir «lógica budista» y escabullirse como por arte de magia. Para poder referirse a la «lógica budista» hay que hablar con propiedad, y no se puede apelar a ella si uno no es budista. En segundo lugar, la lógica budista no nos autoriza a prescindir del principio de no contradicción cuando queramos; lo que postula es que cualquier afirmación puede ser v ista desde dos perspectiv as. Tenemos la perspectiv a cotidiana en la que un árbol es un árbol y no un no-árbol. Sin embargo, el budismo mantiene que la v erdad absoluta trasciende el mundo de la experiencia cotidiana. Desde la perspectiv a absoluta, la realidad cotidiana (may a) es mera ilusión y , en última instancia, es la nada pura (suny ata). Por ende, el árbol en realidad es un no-árbol. Si combinamos ambas perspectiv as, es posible decir que un árbol es al mismo tiempo un árbol y un no-árbol, pero solo en dos sentidos diferentes. Desde la perspectiv a may a sería cierto afirmar que es un árbol y falso que no lo es. Desde la perspectiv a suny ata sería falso decir que es un árbol y cierto que no lo es. En otras palabras, no se prescinde del principio de no contradicción, sino que se confirma para asegurarse de que no sea v iolado. Sería contradictorio afirmar que lo que es cierto desde una perspectiv a sea cierto desde otra; por eso la lógica budista nos obliga a contextualizar nuestras observ aciones, para asegurarse de que no traspasemos los límites de una perspectiv a dada, ¡para ev itar caer en una contradicción! La ley de contradicción rige en ambos planos. Por lo tanto, es un error sostener la incompatibilidad entre la lógica budista y el principio de no contradicción. La lógica budista confirma este principio. 5. No somos puntos de referencia absolutos de la v erdad. Hay hechos que escapan a nuestras conceptualizaciones. El filósofo Paul Weiss postula que la realidad a menudo «se nos resiste». Cuando pensamos que comprendimos todo, de pronto los hechos «se nos

oponen». No hay nada como un error o dos en los cálculos para recordarnos que la realidad supera con creces a nuestra imaginación.5 Nos guste o no, lo v erdadero y lo falso suele estar definido por la realidad. Por más que alguien niegue la ley de grav edad, acabará muerto si salta desde un rascacielos. Esto no nos impide intentar av eriguar cuál es la v erdad (v er el último capítulo), pero sí significa que si sus conclusiones son contrarias a las mías, uno de los dos tiene que estar equiv ocado. La realidad, no nuestras preferencias, debe ser la autoridad y referencia absoluta de la v erdad. 6. La humildad no significa que debamos negar lo que sabemos que sabemos. La humildad es una actitud. Ya mencionamos esta actitud cuando nos referimos a la tolerancia. Por más humilde que sea no podré cambiar la realidad. Imaginemos que usted y y o estamos aprendiendo a tocar la guitarra y que y o acabo de aprender a tocar en re may or, pero usted, no. Ser humilde significa que me siento satisfecho con mi logro, agradezco a todos los que me ay udaron y me siento mal por los que todav ía no tuv ieron la oportunidad de aprender este acorde. Sin embargo, sería necio de mi parte afirmar que no sé tocar en re may or, o decir que usted sí sabe cuando es ev idente que usted no sabe. Eso no sería humildad. Es necesario hacer otra puntualización. A v eces, una falsa modestia puede ser una excusa para no v iv ir según lo que implica saber cierta v erdad. Esta podría conllev ar responsabilidad. Por ejemplo, saber cómo realizar maniobras de resucitación puede obligarme a compartir mi conocimiento con otros. ¿Qué hubiera pasado si Pasteur hubiera dicho que los gérmenes eran v erdaderos para él, pero que no necesariamente debían serlo para todos los demás? Si Heimlich, por humildad, no hubiera dado a conocer su maniobra innov adora, muchas v idas se habrían perdido. Sin caer en generalizaciones extremas, es necesario afirmar que a v eces, aparentar humildad puede ser un manto detrás del que la gente oculta su apatía. La v erdad, como dijimos en el capítulo

anterior, exige compromiso. Dos críticas al relativismo A unque muchos profesan ser relativ istas, el relativ ismo es impracticable si se desea mantener alguna forma de racionalidad. 1. El relativ ismo llev a a una imposible actitud de escepticismo. En un sentido teórico estricto, el relativ ismo y el escepticismo son dos cosas distintas. El relativ ismo afirma que todo puede ser cierto, aun las afirmaciones contradictorias. El escepticismo dice que es imposible saber que algo sea v erdadero. En teoría, se puede ser relativ ista sin ser escéptico. En el mundo real, en cambio, no sucede así. Supongamos que a una persona, ante dos cosmov isiones mutuamente incompatibles, se le pide que adopte una de ellas. La persona no dirá que, dado que cualquiera puede ser cierta, no importa cuál elija. Más bien dirá que, como es posible argumentar a fav or de cualquiera de las dos, no es posible saber cuál es v erdaderamente cierta. En la actualidad, a pesar de todas sus actitudes relativ istas, las personas tienen un sentido rudimentario de lo que es v erdadero y lo que es falso (v er la segunda crítica). Por lo tanto, ante la posibilidad de que cualquier cosa puede ser cierta, la reacción más probable es que se abstengan de tomar una decisión inmediata. Vemos así que el relativ ismo, que afirma que dos cosas contradictorias pueden ser ciertas, conduce al escepticismo, la noción de que es imposible saber que algo sea cierto. El escepticismo también resulta ser una posición impracticable. Fíjense que no dije que no deberíamos sostenerla, sino que es imposible. El escepticismo afirma que no se puede saber nada con certeza. La persona que hace esta afirmación, ¿lo sabe o no? Si el escéptico piensa que el escepticismo es v erdadero, entonces es falso. El escéptico argumenta que hay solo una cosa que podemos saber: que el escepticismo es cierto. Si no postulara que el escepticismo es cierto, nada de lo que dijera tendría sentido. Debemos diferenciar entre lo que es posible decir y lo que es

posible afirmar con sentido. Podemos decir cualquier cosa, pero eso no significa que tenga sentido. Puedo decir: «Un soltero casado dibujó un círculo cuadrado en la arena que no era arena», pero sería un galimatías. La proposición tiene tanto sentido, o menos, que los sonidos producidos por un bebé de seis meses. Lo mismo v ale para el escepticismo. Usted puede decir que no sabe nada, pero la afirmación no tiene sentido. Ni siquiera la podemos concebir: tan pronto como creemos que es cierta, debe ser también falsa. El v erdadero escéptico, si existiera, tendría que poder suspender todo pensamiento, incluy endo sus ideas sobre el escepticismo, y asumir el papel de una planta sin cerebro. En la medida en que el relativ ismo llev a al escepticismo, ese infeliz estado también debe ser el destino del relativ ismo. 2. En la práctica, el relativ ismo es imposible. El relativ ismo desempeña el papel del Zorro en el mundo del conocimiento. Se mantiene oculto durante largo tiempo para irrumpir de pronto en los momentos cruciales, v encer al mal y regresar a su escondite. Una persona v iv e casi permanentemente conforme a la dicotomía no relativ ista de v erdadero y falso. Perdí el autobús o no lo perdí. Hoy es v iernes, o es otro día. Ya almorcé o todav ía no almorcé. En las culturas orientales el contexto es el mismo. El monje budista me inv ita a entrar a su templo. No me dice: «Puede entrar y no entrar al templo que además es un no-templo». Me prohíbe fotografiar ciertas imágenes y a él. No dice (ni quiere dar a entender): «Está permitido y está prohibido sacar fotografías aquí». Realiza ciertas afirmaciones y espera que y o las respete, no desea que dichas afirmaciones puedan ser v erdaderas y falsas al mismo tiempo; si son ciertas no pueden ser falsas. (Como v imos más arriba, este punto es perfectamente compatible con la lógica budista). El relativ ismo solo irrumpe en ciertos momentos cruciales, generalmente en el plano de la moral o la religión. No me refiero solo a la pobreza dialéctica de apelar al relativ ismo como último recurso para sacar las castañas del fuego. En general, las afirmaciones relativ istas solo se oy en cuando hablamos de Dios, del bien y del mal, y de la salv ación.

No se oy e que nadie diga que dos afirmaciones mutuamente excluy entes podrían ser ciertas cuando se trata de la bolsa, los deportes o la cocina. La persona tal v ez diga que el cristianismo es v erdadero, pero que eso no impide que otras religiones incompatibles con el cristianismo también puedan estar en lo cierto. La misma persona, sin embargo, no apelará al mismo relativ ismo cuando tenga que diferenciar entre la leche y el cianuro. ¿Por qué? Porque, en la práctica, el relativ ismo es imposible. La v ida consiste en una sucesión de juicios v erdaderos o falsos. Ni siquiera es posible practicar el relativ ismo en las áreas en que se lo aclama, la religión y la moral. Tarde o temprano, tenemos que definirnos: algo es cierto y su contrario es falso. Si el relativ ismo es cierto, el no-relativ ismo debe ser falso. Si se niega esto, uno se conv ierte en escéptico. Si se lo acepta, el relativ ismo es falso porque hay algunas oposiciones v erdadero-falso absolutas. En cualquier caso, adherirse al relativ ismo solo llev a a un embrollo y , en consecuencia, es imposible practicarlo en la v ida. Por supuesto, la mejor crítica al relativ ismo sería demostrar que hay mejores alternativ as que no definirse. Por eso, consideraremos ahora el lado positiv o de la cuestión y mostraremos que no es necesario intentar v iv ir en el relativ ismo porque es posible conocer la v erdad.

Verdad y conocimiento La verdad «¿Qué es la v erdad?», preguntó Pilato. Quizás no estaba realmente interesado en la respuesta. Sin embargo, ¿qué es la v erdad? Esta pregunta podría recibir muchas respuestas (y las ha recibido), algunas muy concretas, otras más teóricas. Para nuestros propósitos, lo que necesitamos es una definición mínima que nos permita demostrar que, a diferencia del relativ ismo, la v erdad es una categoría absoluta. ¿Qué tenemos en mente cuando preguntamos si algo es cierto?

Tomemos la siguiente afirmación: «Mi auto está en el estacionamiento». ¿Cuándo es cierta esta afirmación? Cuando mi auto efectiv amente está en el estacionamiento. ¿Cuándo es cierta la fórmula «el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos en un triángulo rectángulo»? Cuando se cumple esa relación geométrica en un triángulo rectángulo. ¿Cuándo es cierta la afirmación «Dios existe»? Cuando Dios realmente existe. En cada caso, entender que la afirmación es cierta significa más o menos lo siguiente: que hay algún tipo de realidad independiente de lo que decimos sobre ella. En otras palabras, el auto está en el estacionamiento o no está allí; la geometría de los triángulos rectángulos cumple el teorema de Pitágoras o no; Dios existe o no existe. La realidad es un hecho. Nuestras proposiciones son ciertas si se corresponden con la realidad en cuestión y son falsas si no se corresponden con la realidad. Es la denominada teoría de la correspondencia de la v erdad,6 que se puede expresar en forma sucinta: verdad = lo que se corresponde con la realidad. Para los propósitos de esta teoría de v erdad, no importa qué concepción tengamos de la naturaleza de la realidad. La may oría de nosotros pensamos que la realidad es una combinación compleja de fenómenos físicos, espirituales y mentales. En ese caso, las proposiciones que representen fielmente cualquiera de estos aspectos de la realidad pueden ser ciertas. En suma, según la teoría de la correspondencia de la v erdad, una proposición es cierta si se corresponde o concuerda con la realidad, sea cual sea la realidad. La naturaleza de la realidad será luego descubierta mediante su inv estigación. Podemos, por tanto, ampliar nuestra primera pregunta: «Dada la v erdad, ¿podemos conocerla?». ¿Podemos efectiv amente determinar si una proposición se corresponde con la realidad? El conocimiento La última pregunta parece empantanarnos en una interminable maraña de profundas cuestiones metafísicas que solo podrían

responderse mediante una intensa meditación, pero las apariencias engañan. En realidad, si nos limitamos a ejemplos más modestos, la respuesta es fácil. ¿Qué queremos decir cuando preguntamos si podemos saber que algo es v erdadero? Volv amos al ejemplo de mi auto en el estacionamiento. ¿Cómo puedo saber si mi afirmación se corresponde con la realidad? ¿Cómo puedo saber que es cierta? La respuesta es ev idente: puedo ir y v erificarlo. Si v eo al auto, la afirmación debe ser cierta. Pero ¿cómo puedo estar seguro? Puedo ir acompañado de algunos amigos; puedo v erificar la matrícula del auto; puedo pedirle al FBI que determine la identidad del dueño del v ehículo. Pasadas todas las pruebas de v erificación, y si no hay otra manera adecuada de confirmarlo, puedo estar seguro de que mi auto está efectiv amente en el estacionamiento. Y podré afirmar que sé que mi auto está en el estacionamiento. Esta línea de razonamiento se inscribe en una antigua tradición de definir el conocimiento como «creencia justificada».7 Esto quiere decir que una creencia está «justificada» si pasa todas las pruebas pertinentes. Tenemos dos opciones: la consideramos conocimiento genuino o nos resignamos al escepticismo. Hay muchas creencias que no están justificadas de este modo, y debemos ser cautelosos para diferenciar entre opiniones, suposiciones, v erdades posibles y v erdadero conocimiento. Negar la posibilidad de cualquier tipo de conocimiento, una v ez v erificadas todas las pruebas pertinentes y obtenidos los resultados, no es ser cauteloso, es ser escéptico. Como y a v imos, el escepticismo es una posición insostenible. Por lo tanto, conocimiento = creencia justificada. A lgunas salvedades El desarrollo de este razonamiento no implica alguna forma de infalibilidad humana. Se basa en la posibilidad realista de que, para determinadas creencias humanas, es posible establecer un conjunto de pruebas que nos permitirán establecer, en la medida de nuestras

capacidades, que las creencias son v erdaderas. Exigir más justificaciones no tendría sentido; aunque ciertamente hay suficiente margen para el error, porque tal v ez no contamos con todas las pruebas, algunas de ellas pueden no ser pertinentes, o quizás no sacamos las debidas conclusiones de estas. Son posibilidades reales, pero no son motiv o para cambiar la definición del conocimiento; simplemente muestran que, como seres humanos, con frecuencia no alcanzamos el conocimiento ideal. A riesgo de ser redundante, afirmar categóricamente que nunca podremos poseer esa clase de conocimiento solo nos llev ará a la autodestrucción del escepticismo. Otro punto crucial que debemos tener presente es que hay muchas pruebas diferentes de la v erdad, que dependen de la creencia en cuestión. Para la creencia de que mi auto está en el estacionamiento, la prueba más lógica es ir y mirar. Pero esa prueba no sirv e para v erificar la v erdad de un teorema de geometría: un profesor jamás aceptaría como v álida otra cosa que no fuera una demostración lógica de esa v erdad. Del mismo modo, si intentara deducir que mi auto está en el estacionamiento de la misma manera en que pruebo un teorema de geometría, sería muy raro de mi parte y seguramente no lo conseguiría. En la historia de la filosofía abundan las discusiones improductiv as que resultaron de aplicar un solo método para probar la v erdad. Peor aún, cuando la prueba resultó no tener aplicabilidad univ ersal, se decidió que era imposible v erificar el conocimiento. ¿Cómo saber si hemos agotado todas las pruebas pertinentes para una creencia en particular? La respuesta solo puede ser v aga, porque depende claramente de la creencia en cuestión. Probablemente hay amos recurrido a todas las pruebas pertinentes cuando las objeciones a una creencia conllev an más problemas que la propia creencia, o cuando quienes la objetan reclaman una prueba sujeta a una posibilidad que ningún ser humano normal admitiría. A modo de ilustración, aportaré un ejemplo triv ial. Volv amos a la creencia de que mi auto está en el estacionamiento. Confirmé los hechos cabalmente, con la ay uda de mis amigos y del FBI, y estoy conv encido

de que hay un v ehículo ubicado en el estacionamiento y que es el mío. A hora, alguien que recién empieza a estudiar filosofía podría sugerir que tal v ez el auto en el estacionamiento es un holograma proy ectado en ese espacio y tiempo por unos marcianos desde una nav e espacial que sobrev uela la tierra. ¿Cómo responder a dicha objeción? Lo cierto es que no tengo una respuesta satisfactoria, pero tampoco la necesito. La persona que plantea esa posibilidad debería poder defenderla y estar en condiciones de descartar cualquier prueba sobre la inexistencia de los marcianos que a mí se me ocurra. Obligarme a que y o me haga cargo de esa objeción no es razonable. No podría ser capaz de defender mi creencia sobre la ubicación de mi auto contra toda duda imaginable. Lo único que necesito hacer es poder defenderla contra toda duda razonable. El que inv entó esa objeción seguramente tampoco la cree y solo la plantea a los efectos de argumentar en mi contra. En realidad, podríamos dev olv erle la jugada y señalarle que su exigencia ni siquiera es legítima, porque implica admitir que, para ser cierta, una creencia debería hacer frente a cualquier duda concebible. Ninguna creencia puede cumplir ese requisito, ni siquiera la creencia de que una creencia para ser cierta debería poder hacer frente a cualquier duda concebible. Lo que importa no son todas las objeciones y nociones alternativ as que alguien pudiera inv entar como argumentos para esgrimir, sino solo aquellas objeciones y exigencias razonables planteadas por gente racional. Esas y a son suficientemente difíciles de responder. Si hubiera un grupo de gente que (a su entender) realmente pensara que tiene razones para creer que mi auto es un holograma marciano, me sentiría mucho más obligado a considerar su objeción. Hemos definido el relativ ismo y explorado su origen en div ersas facetas de nuestra v ida. Intentamos demostrar por qué esos factores no conducen necesariamente al relativ ismo. Luego adoptamos una posición de ataque y demostramos que el relativ ismo y su hermano gemelo, el escepticismo, son insostenibles en la práctica. Finalmente, procuramos mostrar la posibilidad de conocer la v erdad sin caer en el dogmatismo y ,

para ello, definimos la v erdad como correspondencia con la realidad y el conocimiento como creencia justificada. Cómo podemos incluso intentar justificar las creencias religiosas, y en qué medida dicho esfuerzo puede arribar a buen puerto, son preguntas pendientes que retomaremos en el siguiente capítulo. Por el momento, v olv amos a considerar los casos introductorios. Respuesta al caso 1: No recuerdo qué le contesté a este estudiante. Lo que le debería haber dicho es algo en la línea de las críticas al relativismo que detallé en este capítulo. Tendría que haberle mostrado que él tampoco vivía conforme a pautas relativistas y que apelar a la lógica budista era una salida elegante porque yo lo tenía verbalmente acorralado. Debería haberle dicho que, si no adoptaba toda la cosmovisión budista, no tenía ningún derecho a apelar a la lógica budista, aunque ni siquiera eso lo sacaría de su aprieto. Tendría que habérselo planteado de manera comprensiva y amigable. Antes de terminar la conversación, debería haberme asegurado de que hubiera entendido el ofrecimiento de la gracia de Dios, que era lo verdaderamente importante, no la naturaleza de la lógica. Por último, tendría que haber hecho arreglos para volvernos a encontrar y seguir conversando. Los relativistas aprecian las amistades no-relativistas, aun en esta sociedad que inventó la frase: «No es asunto mío». Respuesta al caso 2: Siempre me dejan intrigado las personas que como Linda dicen estas cosas (porque no es la única). Para empezar, no sé cuántas personas llevan vidas cristianas tan buenas que todos pueden ver inequívocamente a Jesús en sus vidas. No pretendo sugerir que nuestra vida no debería ser un claro testimonio de Cristo (debería serlo) ni que deberíamos canalizar todas nuestras conversaciones a una discusión religiosa (no deberíamos hacerlo), pero me llama la atención que algunas personas se resistan a dar el más mínimo testimonio verbal de su fe en Cristo. Primera Pedro 3:15 nos exhorta a estar preparados para dar razón (presentar una defensa) de nuestra esperanza, nada más alejado de la afirmación relativista: «Es cierto para mí, pero tal vez no lo sea para ti». El problema del relativismo de Linda es que aparentemente el cristianismo tampoco es cierto para ella, porque la esencia del cristianismo es que Dios es uno y que hay un solo plan de salvación. «Porque de tal manera amó Dios al mundo . . . », y no solo a quienes se sienten cómodos con la idea de Dios.

Respuesta al caso 3: Me imagino que Poncio Pilato era un hombre muy cínico, para quien la verdad era un simple asunto expeditivo. Su pregunta parece propia de un hombre nacido dos mil años antes de su época, pero su relativismo ilustra otra faceta importante de esta cuestión. La verdad se vincula con la realidad, y cuando se la transforma en una cuestión debatible, podemos perder de vista la realidad. Pilato parecía estar solo interesado en codearse con uno que había dicho que Él era la verdad. No nos olvidemos que, al hablar de la verdad, nuestro objetivo es la realidad de Jesús y no la disputa intelectual.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de terminar de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Definir el relativ ismo. 2. Describir seis factores que explican por qué el relativ ismo está tan extendido. 3. Demostrar por qué estos seis factores no constituy en un argumento conv incente para el relativ ismo. 4. Presentar dos críticas concretas al relativ ismo (basadas en las ideas del escepticismo y la imposibilidad de v iv ir en la práctica el relativ ismo). 5. Explicar la idea de la v erdad como correspondencia con la realidad. 6. Explicar el concepto del conocimiento como creencia justificada. 7. Demostrar cómo una comprensión básica del conocimiento no tiene que ser necesariamente dogmática para ev itar el escepticismo. 8. Ser capaz de identificar el siguiente nombre con la contribución aludida en este capítulo: Paul Weiss. Reflexión sobre las ideas

1. Encuentre ejemplos de relativ ismo en prensa, rev istas, programas de telev isión, etc. ¿Con qué temas se lo v incula? 2. Si consideramos a los indiv iduos, y no a una cultura en su conjunto, ¿por qué es tan popular el relativ ismo? 3. ¿Puede señalar algún otro factor, aparte de los seis mencionados en este capítulo, para explicar por qué nuestra cultura contemporánea simpatiza tanto con el relativ ismo? 4. Hemos criticado el relativ ismo por ser una posición imposible de poner en práctica. ¿En qué medida es un criterio que podríamos aplicar con justicia a otras posiciones? ¿Cómo deberíamos especificar los alcances de este criterio? 5. Definimos la v erdad como «correspondencia con la realidad». ¿Cómo podríamos responder al argumento de que, como tenemos diferentes ideas sobre lo que es la realidad, debe haber también diferentes v erdades? 6. Definimos el conocimiento como una «creencia justificada». ¿Debo saber si una creencia ha sido justificada o no antes de poder aceptarla? 7. Para retomar una pregunta planteada al principio de este capítulo y contestada en la última parte, ¿en qué punto se v uelv e innecesario responder a las objeciones teóricas esgrimidas contra una creencia en particular? ¿Puede pensar en situaciones en las que conv endría recurrir a esta idea? Lecturas adicionales A llan Bloom, The Closing of the A merican Mind (Nuev a York : Simon & Schuster, 1987). Richard J. Mouw, Distorted Truth (San Francisco: Harper & Row, 1989). Lesslie Newbigin, The Gospel in a Pluralist Society (Grand Rapids:

Eerdmans, 1989). Francis A . Schaeffer, The God Who Is There (Downers Grov e, IL: InterVarsity Press, 1968). 1 No intente leer algo «profundo» en esta afirmación. Cada tanto algunos estudiantes se frustran realmente con este tipo de afirmaciones porque les parece que no captan su significado pleno. Buscan algo que no está. El principio significa solo lo que dice. 2 En realidad, Rushdie no hizo tal cosa. Cometió el «delito» más sutil de satirizar a la institución islámica, entre muchas otras religiones. Salman Rushdie, Los versos satánicos (Barcelona: Debolsillo, 2004). 3 La falacia de composición y de división. (Por ejemplo, la especie humana es una multitud innumerable; yo pertenezco a la especie humana; por lo tanto, yo soy una multitud innumerable). 4 Martin E. Marty, Protestantism in the United States: Righteous Empire, 2.ª ed. (Nueva York: Scribner’s, 1986), 45-46. 5 Paul Weiss, First Considerations (Carbondale: Southern Illinois University Press, 1977), 7-12. 6 Más adelante aprenderemos y usaremos la segunda teoría de la verdad, la «teoría de la coherencia». Por el momento, para nuestros propósitos, nos basta con la teoría de la correspondencia. De cualquier modo, es posible argumentar con propiedad que una teoría de la coherencia supone de alguna manera una teoría de la correspondencia. Comp. Bertrand Russell, Los problemas de la filosofía (Barcelona: Labor, 1995), capítulo 12. 7 Nuevamente señalamos que esta descripción particular del conocimiento no es la única presente en la literatura filosófica. Por ejemplo, en los últimos tiempos se ha suscitado mucho interés en determinar cuándo es justificable sostener una creencia, a diferencia de nuestro interés por determinar la justificación de la propia creencia. A mi entender, no podemos considerar esta cuestión con propiedad hasta tanto no estemos seguros de la integridad de la propia creencia. ¿Es posible justificar a la persona que tiene una creencia falsa?

3 El conocimiento: algunos componentes importantes

No se requiere ninguna prueba Caso 1: Más o menos a la mitad de mi curso de Apologética, acostumbro dar una clase sobre el argumento cosmológico a favor de la existencia de Dios (ver el capítulo 6). Les pido a los estudiantes que adopten una actitud escéptica y que pongan en entredicho cuanta premisa postule e intente defender. Un año, un estudiante sentado en la sexta fila levantó la mano y me anunció: —En lo que a mí respecta, toda esta sarta de argumentos para intentar probar la existencia de Dios es una pérdida de tiempo. ¿Cómo responderle? Ni siquiera hizo el planteamiento como una pregunta. Entonces decidí preguntarle yo: —A ver, Frank, ¿por qué crees tú que Dios existe? —Lo sé y punto —me respondió—. Tengo comunión con Él y es real para mí. Tengo una relación personal con Dios. No puedo dudar de Su existencia, y usted no necesita probarme que Él existe.

Sin sombra de duda Caso 2: Era otra noche de sábado en el café evangélico The Natural High. Como encargado del café, tenía que ocuparme de coordinar la animación, asegurarme de que hubiera suficiente personal en las mesas y ayudar a solucionar cualquier problema que pudiera surgir. Solo podía despreocuparme de las palomitas de maíz; a todos les encantaba dirigirse a la cocina y evangelizar salando el maíz en lugar de ser la sal de la tierra. De pronto, uno de los colaboradores me llamó a su mesa para que lo ayudara con la

conversación. Dos universitarios defendían una posición humanista y el colaborador no sabía cómo responderles. Intenté lentamente llevar la conversación hacia mi tema preferido: ¿cómo podemos saber qué cosmovisión es verdadera? Al cabo de unos minutos, uno de los jóvenes se reclinó hacia atrás en su silla, se cruzó de brazos y me dijo: —Deme una prueba irrefutable de que Dios existe, sin sombra de duda.

El método científico Caso 3: Durante mi segundo año en la universidad, tuve que cursar Introducción a la Psicología. Estábamos en el anfiteatro, esperando que comenzara la clase, cuando oí distraído una conversación que tenían dos compañeros sentados en la fila detrás. Un estudiante se quejaba del curso. —Es demasiado científico para mí —dijo—. No se puede estudiar el ser humano igual que los átomos y los elementos químicos. El joven sentado a su lado, asumió la defensa de la ciencia en este minidebate. —Quieres saber la verdad, ¿no? El método científico es la única manera que tenemos para conocer la verdad de las cosas.

La verdad que transforma vidas Caso 4: Un integrante del equipo profesional de fútbol americano de nuestra localidad estaba hablando con nuestro grupo de jóvenes. Les explicó los problemas que había enfrentado en su vida y cómo Jesucristo lo había rescatado del pozo en que se encontraba. Terminada la presentación, uno de los oyentes levantó la mano y le preguntó cómo podía estar seguro de que el cristianismo fuera verdadero. ¿Qué lo llevaba a pensar que no estaba perdiendo la vida por una ilusión? El deportista respondió: —¿Cómo puedes preguntarme si el cristianismo es verdadero después de lo que he experimentado? Sé que es cierto porque me transformó la vida. Y si dejas que Cristo transforme tu vida, tú también comprenderás que Él es real.

En el capítulo anterior, definimos la v erdad como «aquello que se corresponde con la realidad». Postulamos que tenemos conocimiento cuando una creencia ha pasado una serie de pruebas para v erificar su v erdad; entonces podemos decir que es una creencia justificada. Por último, demostramos que no hay una prueba univ ersal para todos los

tipos de creencias. La prueba dependerá de cada creencia en particular. A hora, continuaremos el razonamiento y comenzaremos a pensar en términos de probar la v erdad del cristianismo. A modo de ejemplo, uno de sus aspectos particulares —la existencia de Dios— será un eje importante de nuestra discusión. Por el momento, la meta no es tanto probar la existencia de Dios o del cristianismo, sino descubrir un método que nos permita v alidar la prueba. Por ende, en este capítulo continuaremos ocupándonos de asuntos preliminares, aunque cruciales. A lgunos podrían preguntarse por qué dedicar tanto tiempo y esfuerzo a estas cuestiones de la v erdad y el conocimiento. Sería más agradable limitarnos a darlas por supuestas y concentrarnos en asuntos más concretos. Sin embargo, como planteamos en el capítulo anterior, la posibilidad misma de conocer la v erdad es una objeción importante esgrimida contra el cristianismo. Solo una muy cuidadosa documentación de cómo opera realmente el conocimiento nos permitirá v encer lo que, de otro modo, se conv ertiría en una batalla de v aguedades y generalizaciones. Cualquier método para inv estigar la v erdad y el conocimiento se engloba bajo el término «epistemología». Describiremos cuatro importantes componentes del conocimiento.1 Casi toda nuestra labor de justificar las creencias incluirá uno o más de ellos. La dificultad en esta discusión es que en div ersos momentos de la historia las personas han recurrido a uno u otro de estos componentes como única razón para justificar la v erdad cristiana. Lamentablemente, estos intentos no fueron del todo eficaces. Como v eremos en el siguiente capítulo, el conocimiento necesita un abordaje más holístico, que tenga en cuenta div ersos sistemas y cosmov isiones. Por el momento, nos concentraremos en los cuatro componentes, a saber: autoev idencia, racionalidad, información sensorial,

aplicabilidad. Para cada uno de estos cuatro componentes mostraremos: su importancia para el conocimiento en general, cómo se usaron como argumento casi exclusiv o para justificar la creencia religiosa, y las limitaciones de estos argumentos.

Autoevidencia A ceptamos que muchas creencias son v erdaderas porque son ev identes por sí mismas. Esto significa que ni siquiera tendría sentido que intentáramos encontrarles una justificación. Basta con entenderlas para saber que son v erdaderas. Estas creencias incluy en proposiciones analíticas, creencias básicas y el conocimiento prov eniente de la experiencia sensorial inmediata. Proposiciones analíticas. Estas proposiciones son v erdaderas por el simple hecho del significado de las palabras utilizadas. Por ejemplo, «un círculo es redondo» o «un soltero es un hombre que no está casado». Si entendemos el significado de «círculo», «redondo», «soltero» y «no casado», será ev idente que estas oraciones deben ser v erdaderas. Son autoev identes en la medida que conozcamos el idioma. Lo mismo sucede con las creencias básicas. No puedo aportar una prueba conv incente del hecho de mi existencia, ni de que tengo un pasado significativ o (es decir, que ni el mundo ni mi memoria comenzaron a existir hace apenas un segundo) ni de que la v ida v ale la pena. Las acepto sin reserv as como v erdaderas. También diría que todo el que dudara de ellas tiene un problema que elude la mera curiosidad intelectual. No son proposiciones analíticas; negarlas no implica una contradicción lógica inconcebible, pero no tiene ningún sentido rechazarlas. Son parte integral de las creencias de cualquier persona racional. Son básicas, son autoev identes.

También deriv amos gran parte de nuestro conocimiento de la experiencia sensorial inmediata. Estoy escribiendo estas palabras en un v uelo transatlántico a Europa, con el típico dolor de cabeza que me aqueja siempre después de una hora de v uelo. Supongamos que la persona sentada a mi lado me pidiera que le demostrara que tengo un dolor de cabeza. No sabría qué decirle. Lo tengo, lo siento, estoy seguro de que me duele. Sin embargo, no puedo aportarle a nadie ninguna prueba de que tengo este dolor de cabeza. Lo que es cierto para los dolores de cabeza es también probablemente cierto para otras sensaciones que experimentamos, si bien debemos ser cautos, y a que nuestras mentes son procliv es a catalogarlas como creencias, conceptos y actitudes. No obstante, parecería haber un tipo de sensaciones, como la percepción de los colores, el hambre o la felicidad, que nos resultan innegables cuando están presentes. A lguien podría dudar de nuestras razones para pensar que sentimos lo que sentimos, pero cuando tenemos esas experiencias, nosotros no dudamos de ellas. Son autoev identes. La autoev idencia es un ingrediente esencial del conocimiento humano. La cuestión ahora es si la autoev idencia es razón suficiente para explicar las creencias religiosas. A lgunos opinan que sí. Podemos mencionar dos categorías. La primera es el misticismo, o la experiencia personal directa. Una persona religiosa podría afirmar que, así como no se puede dudar de la experiencia directa de los sentidos, tampoco podemos dudar de la experiencia directa de Dios. A v eces, es v álido calificar de «mística» una experiencia no mediada de Dios. En una experiencia mística, la persona siente que ha tenido una comunicación directa con Dios. En dichas circunstancias, no tendría sentido exigir pruebas de la existencia de Dios, mucho menos intentar probarla, y a que sería lo mismo que me pidieran que probara el dolor de cabeza que siento. Para los místicos que sienten la presencia de Dios, Su existencia es autoev idente. La segunda categoría es que Dios es una creencia básica. A lv in Plantinga, un filósofo contemporáneo ha popularizado la idea de que

para el cristiano la creencia en Dios es tan básica como las creencias mencionadas anteriormente; por ejemplo, «y o existo».2 Para el cristiano, la existencia de Dios es la esencia misma de todo conocimiento. Para él, no tiene ningún sentido cuestionarse la existencia de Dios, ni tampoco se siente sujeto a ninguna obligación ética de contar con pruebas de Su existencia antes de creer en Él. Que Dios no exista se ha conv ertido en una imposibilidad, no porque carezca de lógica (como un círculo cuadrado), sino porque le resulta inconcebible (sería equiv alente a pensar en que él mismo no existe). En síntesis, la existencia de Dios debe ser autoev idente. Es difícil criticar la idea de que las creencias deberían ser v erdaderas porque son ev identes por sí mismas. Un compromiso de fe que repose sobre una v erdad autoev idente sin duda conllev a el grado máximo de certeza. Sin embargo, necesitamos recordarnos la agenda que nos fijamos en el primer capítulo. Como herramienta para confirmar la v erdad del cristianismo, apelar a la autoev idencia solo conv ence a los y a conv encidos. El objetiv o del ejercicio que nos propusimos es lidiar justamente con aquellos casos en que la v erdad del cristianismo no es autoev idente. A firmar que el cristianismo es v erdad porque es ev idente por sí mismo sería dar por sentado lo que se quiere probar. Decir que debería ser autoev idente es una incoherencia porque la ev idencia no puede ser impuesta. En suma, aunque la autoev idencia es un ingrediente importante en la compleja estructura de todo lo que configura el conocimiento, por sí sola es insuficiente para demostrar la v erdad del cristianismo, porque solo puede ser admitida por quienes y a están seguros de dicha v erdad.

Racionalidad Para responder a las anteriores dificultades respecto a la autoev idencia, necesitamos algún método de conocimiento que sea

v erdaderamente univ ersal. ¿Qué podría ser más univ ersal que la racionalidad humana básica? El segundo componente del conocimiento que consideraremos será la lógica y las deducciones que posibilita. Deducción lógica La lógica, como aludimos en el capítulo anterior, es un ingrediente esencial del conocimiento. En realidad, es difícil imaginarnos siquiera qué significaría la propia idea del pensamiento humano si no fuera por la lógica, que nos permite encadenar nuestras ideas y crear nuev as ideas significativ as. Tomemos un argumento elemental como el siguiente: Si París está en Francia, luego está en Europa. París está en Francia. Por lo tanto, París está en Europa. Las primeras dos proposiciones son las premisas y la tercera es la conclusión. Notemos que cuando concluimos que París está en Europa no nos limitamos a calcular probabilidades. Si las premisas son definitiv amente v erdaderas, la conclusión no afirma que contamos con buenas razones para suponer que París está en Europa. Inobjetablemente, París está en Europa. El principio inv olucrado es que cada v ez que un argumento tiene premisas v erdaderas y es formalmente v álido, entonces es correcto, y la conclusión debe ser tan v erdadera como las premisas. Si no fuera así, el pensamiento humano no sería otra cosa que una colección aleatoria de palabras incoherentes. La geometría es un ejemplo de deducción lógica en su estado más puro. Si alguna v ez tomó un curso de geometría, quizás recuerde el procedimiento. Había cierta clase de información que v enía «dada». Podían ser definiciones, axiomas o teoremas, así como otros datos que no se podían cuestionar. La tarea del estudiante era demostrar una conclusión en particular a partir de la información dada y conforme a ciertas ley es racionales básicas. Recurrir a datos adicionales inv alidaba la demostración. Podemos usar la geometría como modelo para una epistemología

racional por derecho propio. En dicho caso, eso nos permitiría aplicar este método a otras creencias para justificarlas. Necesitaríamos contar con un punto de partida «dado», algo sobre lo que todos estuv iéramos de acuerdo; y luego podríamos deducir la creencia en cuestión a partir de la información dada y v aliéndonos solo de un razonamiento lógico. Si es posible emplear este método en geometría, tal v ez también sirv a en otras áreas. Esta epistemología se conoce como racionalismo. Para el racionalismo, una creencia justificada es aquella que se puede deducir lógicamente de un incontrov ertible punto de partida «dado». El argumento ontológico ¿Podríamos aplicar el racionalismo a las creencias religiosas? Hay quienes argumentan que es posible e incluso han intentado demostrar cómo hacerlo. Entre ellos, cabe mencionar a A nselmo, un teólogo mediev al, y a René Descartes, un filósofo del siglo XVII; estos pensadores inv entaron y renov aron el denominado argumento ontológico para probar la existencia de Dios.3 Nos remitiremos al argumento tal como lo presentó Descartes y a que es más simple que el razonamiento de A nselmo.4 Descartes comienza recordándonos que ciertas ideas están siempre lógicamente conectadas entre sí. Por ejemplo, no puedo concebir una montaña sin un v alle y un triángulo será siempre un objeto geométrico con la propiedad de que la suma de sus tres ángulos internos es siempre 180 grados. En filosofía, para expresar esta relación se dice que algunos conceptos (por ejemplo, las montañas) implican necesariamente otros conceptos (por ejemplo, los v alles). Descartes postula como un hecho dado la idea de que Dios está siempre asociado a la idea de reunir todas las perfecciones. La palabra perfección, en este contexto, tiene un significado diferente al uso común. Podemos definirla técnicamente como una propiedad positiv a que es intrínsecamente mejor tenerla que no tenerla, o —menos técnicamente— aquello que siempre hace bien a las cosas. Yo

tengo algunas perfecciones en ese sentido, aunque lejos estoy de ser perfecto en el sentido más común de la palabra; pero tengo algunas cualidades que presumiblemente contribuy en a cualquier bondad que pueda tener. Podríamos decir, entonces, que el concepto de Dios es diferente porque Dios debería reunir todas estas perfecciones y las debería poseerlas de manera ilimitada. Según Descartes, la «existencia» es una de estas perfecciones. El filósofo parte de la suposición de que es intrínsecamente mejor existir que no existir. Por lo tanto, la «existencia» debe ser una de las perfecciones que le atribuimos a Dios. A hora tenemos suficiente información para sacar una conclusión a partir de dos premisas fuertes. Dios, por definición, tiene todas las perfecciones. La existencia es una perfección. Por lo tanto, Dios existe. Este argumento rara v ez (o nunca) gana adeptos en la primera lectura. La may oría de las personas, llev adas por su instinto, reaccionan contra la posibilidad de probar la existencia de Dios en tres pasos tan simples. Yo, también; pero antes de olv idarnos de este argumento, pongámoslo en perspectiv a. El razonamiento, tal como está planteado, es formalmente v álido. No hay ninguna falacia, no hay ninguna petición de principio, no da por sentado lo que quiere probar. Este argumento adopta div ersas v ariantes. Las dos v ersiones de A nselmo plantean lo mismo, pero lo expresan de diferente manera. A simismo, hay algunos filósofos contemporáneos que defienden v ersiones complejas del argumento ontológico. Entre ellos, A lv in Plantinga, quien al principio criticó todas las v ariantes de este argumento, pero luego elaboró su propia v ersión.5 No existe ninguna razón que nos impida probar la existencia de Dios en tres pasos (aunque nuev amente debo confesar que tengo mis reserv as). Debemos resistir la tentación de desechar un argumento racional por el simple hecho de que funciona.

Evaluación del argumento ontológico Como solo estamos usando este argumento con fines ilustrativ os, no necesitamos internarnos en una extensa discusión de todos sus méritos y defectos.6 Por lo pronto, nos limitaremos a mostrar que es inadecuado si se lo considera solo en términos de racionalismo puro. Planteemos dos preguntas. Primero, ¿contamos con un punto de partida univ ersalmente dado? En el contexto de este argumento, esta pregunta significa: ¿la idea de que Dios por definición reúne todas las perfecciones es aceptada por todo el mundo? La respuesta es que muchas personas no la aceptan: es un asunto polémico, a v eces incluso para quienes creen en Dios. Por lo tanto, no es un dato «dado» como lo requiere la epistemología. Es cierto que tal v ez podamos presentar un argumento conv incente a fav or de la idea de que un ser completamente perfecto es una posibilidad aceptable. Sin embargo, esa sería la conclusión de un argumento, dejaría de ser un dato dado. Habría que aceptar un concepto en particular antes de poder comenzar con este argumento. Segundo, ¿el argumento se desarrolla solo por deducción lógica? Nuev amente, la respuesta es no. Lo más relev ante es la proposición extremadamente dudosa de que la existencia es una perfección. Muchos filósofos la admitirían, pero muchos otros seguirían a Emanuel Kant y dirían que la existencia no es una perfección, dado que ni siquiera es una propiedad. La existencia significa que las propiedades son reales; no agrega por sí sola ninguna otra propiedad. En cualquier caso, sea quien sea que esté en lo cierto, es ev idente que se trata de una cuestión metafísica discutible y , por lo tanto, no sirv e como punto de partida dado para una deducción lógica. Como en el caso anterior, el argumento y a supone ciertas conv icciones para ser aceptable. Esta es la suerte que se le depara al racionalismo cuando se lo aplica a la v erdad religiosa. A unque promete mucho en cuanto a objetiv idad y univ ersalidad, el racionalismo al final sufre los mismos

inconv enientes que la autoev idencia: como argumento, está limitado a los iniciados, los y a conv encidos. Como no es posible identificar un dato dado, el razonamiento inev itablemente no dependerá de la simple deducción lógica y requerirá información adicional. Por lo tanto, aunque la racionalidad es un componente indispensable del conocimiento, no tiene suficiente fuerza para probar la v erdad cuando se trata de asuntos trascendentales como la existencia de Dios.

Información de los sentidos Nuestro tercer componente parece el que mejor se ajusta a la cuestión de univ ersalidad. ¿Por qué no basarnos en que gran parte de nuestro conocimiento está fundado en la experiencia sensorial? Muchos filósofos, entre los que se encuentra A ristóteles, han postulado que el conocimiento significativ o comienza con esta facultad. Empirismo Tradicionalmente los sentidos son cinco: v isión, olfato, oído, gusto y tacto. Podemos comenzar con la simple afirmación de que accedemos a gran parte de nuestro conocimiento directamente a trav és de estos sentidos. Sería absurdo cuestionar esta afirmación, y a que la obtuv imos mediante nuestros sentidos, porque la leímos o la escuchamos. Es indiscutible que el conocimiento incluy e en gran medida un componente sensorial. Podemos, entonces, comenzar a considerar la posibilidad de que este componente sea una prueba de su v alidez. Necesitaremos ahora realizar una observ ación sensorial para luego inferir algo a partir de ella; sin embargo, debemos distinguir entre aquellos casos limitados de experiencia sensorial directa que mencionamos en el contexto de la autoev idencia y este método más complejo. En su momento, nos referimos a sensaciones como un dolor de cabeza, que podría ser lo más próximo a una sensación primitiv a; ahora, se trata de información obtenida de los sentidos, pero menos directamente. De alguna manera,

los datos han sido procesados. Por eso hablamos de observ aciones, no de meras impresiones sensoriales; y no tenemos realmente conocimiento mientras no hay amos inferido algo a partir de nuestras observ aciones. Esta manera de probar la v erdad de un conocimiento se llama empirismo. Podemos afirmar que en el empirismo una creencia está justificada si es una inferencia v álida de una observ ación sensorial. Por supuesto, este tipo de conocimiento es la esencia misma de las ciencias naturales (así como de algunas corrientes de las ciencias sociales). Ya se trate de biología, química, física o de cualquier otra disciplina, la inv estigación científica se centra en observ aciones que tienen una particularidad: en principio, deben ser reproducibles. Si alguna v ez lee un artículo en una rev ista científica profesional, v erá que hay mucho espacio dedicado a describir la metodología utilizada por el científico y los resultados obtenidos, mientras que los comentarios sobre la importancia y repercusiones del experimento —el tipo de información que recoge la prensa popular— suelen ser muy brev es. En teoría, cualquier persona debería poder reproducir el experimento y obtener los mismos resultados. En principio, para que un experimento sea considerado v álido, deberíamos estar en condiciones de confirmar los resultados de un científico, en las mismas condiciones y con los mismos recursos. En 1989 hubo una gran controv ersia en el mundo científico sobre dos inv estigadores asociados a la Univ ersidad de Utah que alegaban haber descubierto la fusión en frío con v alor comercial. Lamentablemente, sus inv estigaciones no pudieron ser reproducidas y , por lo tanto, su v alidez científica era nula. Esto no significa que los científicos profesionales siempre sigan el «método científico», según la definición que usted tal v ez memorizó en un curso de ciencias en la secundaria.7 En la práctica, la inv estigación científica tiene un grado de flexibilidad may or que la prescrita por una serie rígida de procedimientos que av anza de una hipótesis a una teoría, y de allí a una ley . Los experimentos y las observ aciones de campo tienden a confirmar los resultados específicos que se esperaba obtener,

pero lo importante es que, independientemente de cómo se describa este método, la observ ación es fundamental. La ciencia es un conocimiento basado en el empirismo: una serie de inferencias deriv adas de la observ ación. El argumento teleológico ¿Es posible usar una epistemología empírica para v alidar una creencia religiosa? Consideremos uno de los intentos, nuev amente v inculado a la cuestión de la existencia de Dios. Fue sugerido por William Paley , quien en el siglo XIX defendió un argumento denominado el «argumento teleológico».8 El argumento de Paley comienza con la observ ación de que en muchos sentidos el univ erso se asemeja a un reloj. A partir de allí, por analogía, se infiere que div ersas cosas que son v erdad en el caso de un reloj deben ser también v erdaderas para el mundo, en particular, la propiedad de tener un hacedor. Para ser más específicos, Paley nos inv ita a dar un paseo por un bosque. Supongamos que encontramos un reloj junto al camino. Reconocemos de inmediato que se trata de un mecanismo de mucha precisión, algo que no creció por sí solo en el bosque, sino que debió haber sido fabricado por un diseñador inteligente. Paley dirige luego nuestra atención al univ erso y nos pide que observ emos que es mucho más complejo que el mecanismo de un reloj. Todo lo que puede decirse del reloj a este respecto también puede decirse con más propiedad sobre el univ erso. Si razonamos que el reloj necesita un hacedor, mucho más debe necesitarlo el univ erso; llamamos Dios al hacedor del mundo. Es un argumento extremadamente plausible, y ha sido usado de div ersas maneras en sus diferentes v ersiones. Todas apelan a la inherente improbabilidad de que algo tan complejo como el univ erso sea fruto del azar. Intente el siguiente experimento. Llev e un amigo ateo a un planetario, disfruten del programa, y observ e su asombro ante tan marav illoso espectáculo. Cuando termine, infórmele a su amigo que el

planetario y el espectáculo son simplemente fruto del azar. Seguramente no estará de acuerdo. Señálele cuánto más se requiere que el univ erso tenga un creador. Si procede de esta manera, habrá usado un argumento teleológico similar al de Paley . Evaluación del argumento teleológico Este argumento también tiene algunas debilidades, que rev elarán otras limitaciones más generales del empirismo. Dav id Hume, el escéptico del siglo XVIII, señaló algunos de los problemas propios de un argumento de este tipo.9 No lo destruy ó con un contraargumento efectiv o, pero mostró que no era suficiente para descartar otras opciones fuera de la existencia de Dios. Podemos resumir las reserv as de Hume en las siguientes afirmaciones: Primero, sabemos que los relojes necesitan un relojero solo porque hemos v isto que los fabrican. No contamos con la misma experiencia cuando se trata de univ ersos, porque nunca observ amos la creación de ninguno. Segundo, según Hume, conocemos otras cosas que no son mecanismos, pero que son complejas y funcionan, como son los seres v iv os, a saber, las plantas y los animales. No requieren que nadie los haga, sino que existen por reproducción y crecen orgánicamente. Tal v ez, el mundo se parezca más a una planta que a un reloj. En ese caso, no necesitaría un hacedor. Tercero, continuó Hume, muchas cosas son producto del trabajo en equipo de v arios indiv iduos. No parece haber ninguna razón para descartar que el univ erso hubiera sido creado por un comité de dioses. Cuarto, tampoco parece haber una buena razón para que el creador del univ erso sea necesariamente un Dios perfecto. Es posible que el univ erso hay a sido creado por un dios infantil que estaba aprendiendo a crear mundos. Quinto, concluy ó Hume, aun si aceptáramos el argumento, este no descarta de plano la posibilidad de que la existencia del univ erso sea fruto del azar.

Las cinco críticas de Hume distan mucho de ser dev astadoras, pero nos permiten v er que el argumento no es tan concluy ente como desearíamos. A bren una brecha en el método del argumento teleológico. Paley observ ó el univ erso y v io un reloj y , por ende, un relojero. Hume observ ó el mismo univ erso y , al menos a los efectos de su argumentación, v io una planta que acababa de nacer. La propia observ ación y a está sujeta a interpretación. Lo que observ amos está determinado, al menos parcialmente, por lo que esperamos v er. No hay que ser relativ ista para darse cuenta de que las percepciones son selectiv as y a menudo altamente subjetiv as. Deje de leer por un momento y preste atención a los diferentes ruidos de fondo que su mente filtró en los últimos minutos (gente, máquinas, v ehículos, el aire acondicionado, la calefacción, su respiración, los sonidos naturales del ambiente). En cualquier momento dado, nuestras observ aciones son muy selectiv as y enfocadas. A hora que retomó la lectura, se dará cuenta de que nuestras mentes son altamente eficaces para dirigir nuestras observ aciones. Debemos, por ende, descartar la idea de que nuestras observ aciones constituirían datos primarios neutrales que todos podríamos usar para obtener la misma información. Nuestras observ aciones y a dependen de cómo nos posicionamos para v er algo. Esta limitación también es aplicable a la ciencia. Quienes no somos científicos entramos en un laboratorio y no v emos lo mismo que un científico. Las observ aciones del científico dependerán en gran medida de su entrenamiento. Un químico, por ejemplo, ingresará a un laboratorio no solo con tubos de ensay o, quemadores y div ersos elementos, sino también con la tabla periódica y muchos años de entrenamiento y experiencia. Por supuesto, nuestro propósito no es destruir por completo el empirismo. A l fin de cuentas, difícilmente podemos argumentar contra los av ances de la ciencia en el mundo moderno. Sin embargo, las reserv as que planteamos demuestran que el método empírico por sí solo es insuficiente, especialmente cuando se aplica en el plano religioso. En

este campo, es de suma importancia que nuestras predisposiciones tiendan a matizar nuestras percepciones, porque en cuestiones religiosas, nuestras percepciones suelen exacerbarse y div ersificarse. A l fin de cuentas, está en juego nuestro compromiso más básico de cómo contemplamos el mundo. Podemos concluir, entonces, que aunque el empirismo es un ingrediente importante del conocimiento humano, por sí solo no es suficiente para nuestra búsqueda.

Aplicabilidad Se ha identificado un cuarto componente del conocimiento, especialmente propio de la manera de pensar en Estados Unidos. Se trata del énfasis en la noción de que todas las creencias v erdaderas deben tener aplicación en la práctica. O, dicho de otro modo, si una creencia no tiene consecuencias prácticas, no debe ser v erdadera. Un europeo quizás le diga que si esto le parece sentido común, se debe en parte a su condicionamiento cultural estadounidense. Pragmatismo No parecería razonable prescindir de todo tipo de criterio de aplicabilidad para la v erdad. Si le v endo un remedio con la promesa de que le curará todas sus enfermedades físicas y cuando lo toma le produce dolor de cabeza, usted tendrá buenos motiv os para creer que le dije algo falso. Por otra parte, supongamos que no puedo arrancar el auto. Viene alguien y me dice: «Se le ahogó el carburador. Déjelo descansar una hora e inténtelo de nuev o. Entonces arrancará sin problema». Espero una hora, intento prender el auto y consigo hacerlo arrancar. Me sentiré inclinado a creer que la persona tenía razón: el motor estaba ahogado. Tal v ez eso no conv ierta la teoría en v erdadera, pero para el caso, la consecuencia práctica fue probablemente prueba suficiente de su v erdad. Este componente particular del conocimiento también se ha constituido en una prueba de la v erdad por derecho propio. Se lo denomina pragmatismo, y fue la posición de los filósofos

estadounidenses C. S. Peirce, William James y John Dewey . A unque tenían diferentes intereses, estos tres pensadores compartían la noción de que la v erdad de una creencia depende de si produce un cambio práctico en el mundo. En el pragmatismo, una creencia justificada es aquella que tiene consecuencias prácticas que la confirman. El pragmatismo y la verdad religiosa El pragmatismo también se ha propuesto como una prueba exclusiv a de la v erdad religiosa. El ejemplo a continuación prov iene del campo de la teología de la liberación en A mérica Latina. El teólogo Juan Luis Segundo 10 observ a la intolerable situación social en A mérica Latina y concluy e que se necesita una ideología que afirme la persona humana, la justicia y la comunidad. Él la encuentra en las creencias tradicionales de Dios como Trinidad: tres personas que son un Dios. Su planteo es que solo alguien que conozca a Dios y a Dios en tres personas puede conocer correctamente a los seres humanos en relación entre sí. Segundo cree que el Dios cristiano es v erdad, no por razones independientes, sino porque le aporta las creencias necesarias para producir los cambios sociales que él desearía. Los resultados prácticos de estas creencias se conv ierten en el sello de su v erdad. Evaluación del pragmatismo como abordaje a la verdad religiosa La mejor manera de criticar el enfoque pragmático a la v erdad es ley endo a los propios pragmatistas, porque lo que para una persona es un resultado fav orable no necesariamente lo será para otra. William James estudió este fenómeno y decidió que, como diferentes creencias pueden «funcionar» para diferentes personas, cabe la posibilidad de que lleguen a ser v erdaderas dos creencias mutuamente excluy entes; 11 una v ez más, caeríamos en el relativ ismo. Por su parte, John Dewey se fijó en las necesidades de nuestra sociedad y argumentó a fav or de una «fe» puramente secularizada y atea.12 El asunto es que, según el criterio de v erdad de los pragmáticos, es posible defender casi cualquier cosa

como v erdad, siempre y cuando «funcione». A demás, el criterio pragmático no condice del todo con lo que pensamos intuitiv amente que debería ser la v erdad. Imagine que una persona llev a una v ida desordenada y , como consecuencia, no ha logrado mucho en la v ida. Supongamos que esta persona recibió unos cientos de dólares, pero se los roban y no por ningún descuido suy o. Sin embargo, él no lo sabe; y piensa que, como es tan desordenado, debió dejar el dinero en algún lado, pero que no recuerda dónde. Entonces decide: «Esto y a no puede seguir así. Perdí mi dinero por ser tan descuidado. A partir de hoy , v oy a ser más ordenado y cuidadoso, para que no me v uelv a a suceder lo mismo». Cumple su palabra, y a los diez años es presidente de una gran compañía. Creer que había perdido el dinero por ser desordenado le sirv ió. Esa creencia produjo cambios positiv os e importantes en su v ida, pero no era v erdad. La v erdad es que le habían robado el dinero, aunque él nunca se hubiera dado cuenta. La v erdad no cambia a pesar de las creencias de ese hombre sobre lo sucedido y las consecuencias prácticas que ellas tuv ieron. Vemos que tenemos una conceptualización básica de la v erdad que el pragmatismo no contempla. Por cuarta v ez realizamos una observ ación similar. Que una creencia «funcione» en la práctica es un aspecto importante del conocimiento, pero el pragmatismo como criterio de v erdad es insuficiente. En este capítulo, estudiamos cuatro epistemologías, encontramos que todas tienen puntos dignos de consideración, y luego las descartamos. Mostramos que eran insuficientes por sí solas para v alidar la v erdad religiosa. Cada una de ellas cumple un papel en la tarea bastante compleja de v alidar la v erdad de las creencias religiosas, pero no es posible depender exclusiv amente solo de una. No obstante, este capítulo nos conduce a la observ ación de que necesitamos pensar en el conocimiento como un gran sistema con muchos componentes. Una creencia nunca se presenta aislada, sino siempre unida a otras creencias y predisposiciones. A la luz de esta

conclusión, v olv amos a considerar los casos de este capítulo. Respuesta al caso 1: Me alegro de que para Frank, a diferencia de muchos otros, en este momento de su vida, creer que Dios existe no le resulte problemático. Para él, la existencia de Dios es autoevidente; por desgracia, eso no lo hace evidente para todos los demás. Que Frank no requiera pruebas no significa que dichas pruebas no estén disponibles ni que sea ilegítimo utilizarlas. Mi respuesta verbal a Frank tuvo el propósito de animarlo a prestar atención a este problema, porque tarde o temprano, él podría encontrarse con alguien que sí necesitara convencerse de que hay un Dios. Podría incluso tratarse de él mismo. Respuesta al caso 2: En el curso de los años aprendí una lección importante sobre las personas que exigen pruebas. Después de un sinnúmero de discusiones improductivas, ahora sé que necesito tomar la iniciativa con otra pregunta: «¿Qué aceptaría usted como evidencia?». Con frecuencia resulta que lo que mi interlocutor desea es completamente diferente a lo que yo le hubiera dado. Si a la persona le preocupa el sufrimiento en el mundo, no sirve de nada presentarle el argumento cosmológico. Si la dificultad son los milagros, no tendría sentido mostrarle cómo la resurrección verifica la deidad de Cristo. La respuesta a mi pregunta a menudo revela que la persona exige algo que ningún ser humano está en condiciones de aportar, como una prueba puramente deductiva conforme a pautas racionalistas capaz de convertir automáticamente incluso al escéptico más empedernido. Ante esa exigencia, necesitamos explicar por qué el cristianismo no es como la geometría. En realidad, la única parte de la vida como la geometría es la propia geometría. Ojalá hubiera sido tan lúcido aquella noche en la cafetería. Si mal no recuerdo, creo que les resumí mi tesis de maestría antes de darme cuenta de que solo estaban interesados en discutir por discutir. Respuesta al caso 3: No estoy en posición de pronunciarme definitivamente sobre si el método científico es siempre el mejor abordaje en psicología, aunque para mí debería serlo. Sin embargo, convertir a este método en el único criterio para validar el conocimiento en todas las áreas de la vida sería una extrapolación forzada. Me pregunto, sin embargo, si la persona que hablaba se refería solo a procedimientos científicos rígidos. Tal vez estaba pensando en una noción de conocimiento más elástica, basada en la evidencia y la investigación racional. En dicho caso, podría ser más comprensivo hacia su afirmación.

Respuesta al caso 4: Cuando tengamos que compartir nuestra fe, siempre es una buena idea referir lo que Cristo hizo por nosotros. No hay nada malo en explicar a los demás que Cristo también puede hacer grandes cosas en sus vidas. Con todo, necesitamos tener cuidado de no basar la verdad del cristianismo en nuestra experiencia. El cristianismo no es verdad porque «funciona», sino que «funciona» porque es verdad. Los miembros de otras religiones también dicen que sus creencias están basadas en sus experiencias. Desde la perspectiva cristiana, sus experiencias están basadas en falsedades. Por lo tanto, esa cuestión deberá dilucidarse sobre otros fundamentos, no basta con la experiencia personal.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Describir cómo la autoev idencia sirv e para v alidar la v erdad y dar tres ejemplos. 2. Mostrar cómo la autoev idencia ha sido usada para v alidar las creencias religiosas y por qué dicho camino podría no ser útil. 3. Describir cómo el racionalismo sirv e para v alidar la v erdad. 4. Presentar una v ersión simplificada del argumento ontológico, señalar sus debilidades y mostrar cómo esas limitaciones son propias del racionalismo. 5. Describir cómo el empirismo sirv e para v alidar la v erdad. 6. Presentar una v ersión simplificada del argumento teleológico, señalar sus debilidades y mostrar cómo esas limitaciones son propias del empirismo. 7. Describir cómo el pragmatismo sirv e para v alidar la v erdad. 8. Mostrar qué sucede cuando intentamos usar el pragmatismo para v alidar la v erdad de las creencias religiosas.

9. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: A lv in Plantinga, A nselmo, René Descartes, William Paley , Dav id Hume, Juan Luis Segundo, William James, John Dewey y C. S. Peirce. Reflexión sobre las ideas 1. Piense en otros ejemplos de creencias autoev identes, además de los mencionados en este capítulo. ¿A lgunas de estas creencias son v itales para la v ida humana? 2. Un seguidor de Hare Krishna en cierta ocasión me dijo que para él era ev idente que Krishna era Dios y que debíamos obedecer sus mandamientos. ¿Qué le respondería? 3. Encuentre ejemplos no relacionados con la geometría en que se utilizan operaciones puramente formales de deducción racional para determinar la v erdad. 4. En este capítulo criticamos el argumento ontológico fundamentalmente porque no se adecua a los estándares de una epistemología racional. Sin embargo, puede ser v álido en otro sentido. Respalde o defienda el argumento en sí mismo. 5. Encuentre ejemplos no relacionados con las ciencias naturales en que se utiliza una forma rigurosa de empirismo para descubrir la v erdad. 6. En este capítulo criticamos el argumento teleológico porque, en principio, no cumple con los requisitos de una epistemología racional. Sin embargo, puede ser v álido en otro sentido. Respalde o defienda el argumento en sí mismo. 7. Un problema v inculado al criterio pragmático de la v erdad es si una persona es capaz de practicar con coherencia un conjunto de creencias. ¿En qué medida

podemos exigir esto a cualquier sistema de creencias? ¿Cómo le iría al cristianismo si le aplicáramos este criterio? Lecturas adicionales A . J. A y er, El problema del conocimiento (Buenos A ires: Editorial Eudeba, 1962). Roderick Chisholm, Theory of Knowledge, 2.ª ed. (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1977). A lv in Plantinga, ed., The Ontological A rgument (Garden City , NY: Doubleday , 1965). William James, Pragmatismo, trad. R. J. del Castillo, (Madrid: A lianza Editorial, 2000). Dav id L. Wolfe, Epistemology : The Justification of Belief (Downers Grov e, IL: InterVarsity Press, 1982). 1 En este capítulo y el siguiente esbozamos una clasificación de los tipos de conocimiento basada en la obra de David L. Wolfe. Ver su libro, David L. Wolfe, Epistemology: The Justification of Belief (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1982). 2 Alvin Plantinga, «The Reformed Objection to Natural Theology» en Christian Scholars Review 11 (1982): 187-98. 3 El origen del nombre surgió mucho después con Immanuel Kant. «Ontológico» significa «el orden de lo que es». Sería conveniente no buscar una significación particular a este término; es el nombre tradicional que hoy se le da a este argumento. Ni Anselmo ni Descartes lo habrían llamado «ontológico». 4 René Descartes, Meditations on First Philosophy, trad. Donald A. Cress (Indianápolis: Hackett, 1979), 40-45. 5 Alvin Plantinga, God, Freedom, and Evil (Grand Rapids: Eerdmans, 1974), 85-112. 6 Para un análisis más extenso del argumento y sus diversas ramificaciones, ver Norman L. Geisler y Winfried Corduan, Philosophy of Religion, 2.ª ed. (Grand Rapids: Baker Book House, 1988), 123-49. 7 La descripción más común es que el científico realiza una observación, elabora una hipótesis y prueba la hipótesis en el laboratorio. Si los resultados confirman la hipótesis, esta se convierte en teoría. Una teoría universalmente confirmada se reconoce como ley. Es dudoso que los científicos pudieran trabajar en estas condiciones tan estrictas. 8 Nuevamente, no nos conviene internarnos en la significación del nombre original de este argumento. Deriva de la palabra griega telos, que significa «propósito» o «fin» y se usa para indicar que, según este argumento, el universo es prueba de un propósito divino. William Paley, A View of the Evidences of Christianity, tomó el argumento teleológico de Donald R. Burrill, ed., The Cosmological Arguments (Garden City, NY: Doubleday Anchor

Books, 1967), 165-70. 9 David Hume, Dialogues Concerning Natural Religion, en Burrill, ed., The Cosmological Arguments, 185-98. 10 Juan Luis Segundo, Teología abierta para el laico adulto, Vol. III, Nuestra idea de Dios, (Buenos Aires: Carlos Lohlé, 1970). 11 William James, Pragmatismo, trad. R. J. del Castillo, (Madrid: Alianza Editorial, 2000). 12 Ver John Dewey, A Common Faith (New Haven: Yale University Press, 1934).

4 El conocimiento: diversas cosmovisiones puestas a prueba

Incredulidad ciega Caso 1: Mi especialización de pregrado fue en zoología. Recién tomé mi primer curso universitario de filosofía después de haber leído algunos libros sobre apologética cristiana. Cuando cursé Introducción a la Filosofía, descubrí la típica serie de argumentos contra Dios y el cristianismo; no había casi nada positivo para decir sobre lo que yo creía. Lo conversé con Jerry, el estudiante graduado que me habían asignado para este tipo de consultas. Nos reunimos varias veces y debatimos los argumentos a favor y en contra. Una mañana, recuerdo que pasamos una hora conversando, sentados en un banco afuera de la capilla, y él me permitió que le presentara todo el caso a favor de la deidad de Cristo, con los mejores argumentos que tuviera (ver el capítulo 10). Cuando terminé, me dijo: —Estoy desarmado. No sé cómo refutar tus argumentos. Pero no puedo aceptarlos; debe haber algo mal. Solo que todavía no sé qué es.

Stan lo entendió Caso 2: Una vez conversé con Stan, un amigo cristiano, sobre nuestros diferentes orígenes. Yo venía de un sólido hogar cristiano, y siempre había vivido dentro de una cosmovisión cristiana. Stan hacía dos años que era cristiano. Le pregunté cómo era su cosmovisión antes de convertirse. —Pensaba que el mundo era como una máquina —me respondió—. Todo, absolutamente todo lo que pasaba, de algún modo u otro encajaba en este vasto aparato cósmico. Pero nada tenía más significado que ser un engranaje de la maquinaria. —¿Qué te llevó a considerar el cristianismo? —pregunté.

—No fue ningún argumento en particular —reflexionó—. Era como si mi idea del mundo había dejado de tener sentido. No le encontraba sentido a nada y, sin embargo, seguía aferrándome a la noción de que mi vida debía tener algún sentido. Cuando encontré el cristianismo, basado en un Dios personal y amante, supe que había encontrado lo que buscaba.

En el último capítulo, analizamos algunas pruebas de la v erdad que resultaron demasiado limitadas para nuestros propósitos. Cuando se trata de la v erdad religiosa, el conocimiento es algo extremadamente complejo, que requiere muchas consideraciones, entre las que nuestras predisposiciones cumplen un papel importante. Esto quedó bien claro en nuestro análisis del empirismo: nuestras observ aciones dependen en gran medida de lo que esperamos v er. Es como si tuv iéramos un filtro mental que canaliza toda la información que recibimos antes de que llegue a nuestra conciencia. No creo que nadie ponga en entredicho este hecho. A lgunos lo han llev ado a un extremo. Presentaremos primero esta v ersión y luego ofreceremos una aplicación más aceptable.

Convencionalismo Los filósofos han utilizado div ersos términos para referirse a este filtro que nos permite procesar el conocimiento: sistema, cosmov isión, esquema interpretativ o, marco conceptual, cualquier combinación de los anteriores y otros. Según el filósofo W. V. O. Quine,1 nuestra comprensión de la v erdad es como una red de creencias: todos llev amos en nuestra cabeza un sistema interconectado de todo aquello que creemos. En dicha red, ligadas unas con otras, con más o menos coherencia, están todas las

creencias que aceptamos como v erdaderas; allí encontramos las creencias básicas (tales como «y o existo», «la v ida v ale la pena») y otras más triv iales (como «ojalá que nunca más tenga que comer hígado»). Ninguna creencia existe aislada de otras; todas las creencias están conectadas entre sí en un gran entramado. ¿De dónde surgió esta red? Según Quine y quienes sostienen este punto de v ista, la recibimos con nuestra cultura y , en gran medida, con la educación, cuando éramos niños. A sí como aprendimos buenos modales en la mesa y cómo ser amables, nos criaron de modo que aceptemos v arias creencias como v erdaderas. Nunca las probamos; nunca nos planteamos que pudiera haber otras alternativ as. Simplemente las creímos porque nuestros padres nos dijeron que eran v erdaderas y así se conv irtieron en parte de nuestro sistema. Dado que según esta descripción el conocimiento es una mera conv ención, como conducir por la derecha o por la izquierda, se denomina conv encionalismo. ¿En qué medida podemos v alidar la v erdad según el conv encionalismo? Los sistemas como un todo no pueden v alidarse. Si todas las creencias son parte de un sistema, no hay posición neutral a la que apelar para decidir entre un sistema y otro. Si todas las creencias de todos los sistemas solo son parte de un todo integrado, no hay ningún punto en común entre dos sistemas. No hay neutralidad; no hay una base común. En consecuencia, parecería que cada uno está atrapado en un sistema en particular. Pensémoslo como si cada creencia fuera un jugador de fútbol en un equipo. Todos los jugadores tienen que pertenecer a un equipo u otro. No hay jugadores sin equipo. El goleador no puede decidir un domingo por la tarde: «Creo que hoy no tomaré partido por ningún equipo». Debe jugar por su equipo y solo por su equipo. El otro equipo tampoco tiene la posibilidad de decir: «Nos olv idamos de traer a nuestro goleador. ¿Nos prestarían al suy o?». El jugador es propiedad exclusiv a de un equipo. De la misma manera, una creencia está integrada a un sistema. Funciona dentro de ese sistema y no puede

integrarse a otro sistema sin sufrir alteraciones significativ as. No hay neutralidad; no hay una base común. Esta descripción explica por qué muchos debates parecen no conducir a ningún lado. ¿No le ha pasado que presenta sus mejores argumentos y su interlocutor ni siquiera parece entenderlos, menos aún dejarse conv encer? Un conv encionalista podría usar este tipo de experiencia como prueba a fav or de su punto de v ista. No se puede conv encer con argumentos a las personas para que abandonen su cosmov isión porque las cosmov isiones no se discuten. Según el conv encionalismo, de todos modos, las creencias indiv iduales pueden ser v alidadas. Por supuesto, para el conv encionalismo la v erdad no se corresponde con la realidad, dado que es imposible tener una idea de la realidad independiente de la cosmov isión. Una creencia puede considerarse v erdadera si está integrada a la cosmov isión de una persona, y esto puede ev aluarse en función de si corresponde con su cosmov isión o si es lógicamente coherente. Tomemos dos ejemplos banales. Supongamos que y o intento relatarle una v isita que recibí de un ser extraterrestre. Con toda seguridad, usted no me creerá y ni siquiera se molestará en pedirme pruebas o alguna otra forma de probar la v erdad de mis afirmaciones. En su cosmov isión, no hay lugar para extraterrestres; son irrelev antes y es lógico que rechace mi historia como falsa. O, considere su reacción si le digo que el Sol no existe. Sería una afirmación importante, pero usted la rechazaría de inmediato porque sería lógicamente incompatible con sus demás creencias. Para establecer la v erdad de las creencias, usted solo v erifica si se ajustan o no a su sistema. Si no las puede integrar, a menudo las descartará sin más consideración. Un conv encionalista diría que eso es precisamente lo que sucede. En esta epistemología, la teoría de la v erdad como correspondencia ha sido reemplazada por una teoría de la coherencia de la v erdad.

Crítica al convencionalismo Los problemas del conv encionalismo son ev identes. Primero, es imposible hacer apologética debido a la incapacidad para defender la v erdad del cristianismo. A lgunas personas han aceptado esta fatalidad y han efectiv amente negado cualquier posibilidad de realizar apologética. Por ejemplo, Karl Barth, un reconocido teólogo suizo. Para él, no podía haber ningún punto de contacto racional entre el sistema cristiano, basado en un Dios que se rev eló a sí mismo y otros sistemas. Como consecuencia, ningún intento de presentar un argumento basado en la razón humana puede conducir de un sistema no cristiano a Dios.2 Enseguida consideraremos si esta descripción representa una ev aluación realista de las posibilidades. Segundo, el conv encionalismo también hace añicos nuestro entendimiento de la v erdad. Las creencias mutuamente excluy entes encajan en sistemas diferentes. Por ejemplo, creer que Jesús es el único camino para llegar a Dios es una creencia crucial para el cristianismo; negarlo es parte del hinduismo. Una v ez más nos enfrentamos al relativ ismo, que parece admitir v erdades ambiv alentes, pero que en ese proceso niega toda v erdad. Lo cierto es que la gente quiere saber cuál creencia es realmente v erdadera, si Jesús es el único camino para llegar a Dios o si no lo es. Señalar que esta creencia es compatible con un sistema, pero que no lo es con otro, no contribuirá a dilucidar la cuestión. A l fin de cuentas, sería posible concebir un sistema consistente con una falsedad. Si el conv encionalista plantea que no hay manera de comprobarlo, nuev amente caemos en el desastre del relativ ismo. La manera natural de entender la v erdad es que la idea de una realidad como fundamento de nuestra cosmov isión tiene sentido y constituy e el contexto contra el que corroborar la v erdad. El conv encionalismo v a en contra de nuestro entendimiento natural de la v erdad. Tercero, ¿cómo explica el conv encionalismo que la gente a v eces cambie de creencias, e incluso su sistema por completo, cuando se le presentan pruebas racionales? Según Quine, dicho cambio sería

puramente pragmático. En otras palabras, cambio de parecer si con eso me v a a ir mejor en la v ida. Por ejemplo, si ponemos a alguien que se crió en una denominación dentro del contexto de otra denominación, ev entualmente cambiará sus lealtades, no porque se conv enzan racionalmente de las nuev as doctrinas, sino para no complicarse la v ida. Esta explicación rev ela una v isión cínica del v alor de las ideas y la razón humana. Debo suponer que cuando Quine escribió estas ideas esperaba conv encer a la gente, y a muchos persuadió. En realidad, la gente admite que cambia de parecer, en asuntos importantes como en asuntos menores, sobre la base de pruebas racionales. Por mi parte, en v arias ocasiones cambié mis opiniones sobre una creencia en v irtud de la ev idencia. A v eces, dicho cambio v ulnera el simple pragmatismo; la v ida suele tornarse más complicada, no más conv eniente. Tomemos el caso de un musulmán que responde a la predicación del ev angelio. Conozco una mujer que se conv irtió; tuv o que dejar a su familia, su cultura, la seguridad, e incluso arriesgar su v ida. Encontró respuestas en el cristianismo que no las podía encontrar en el Islam. No consigo interpretar esta experiencia como desearían los pragmáticos. Se sintió persuadida a aceptar la v erdad de otro sistema: eso no le facilitó en nada su v ida. A demás, proponer una explicación psicológica a su conv ersión y alegar que había razones pragmáticas inconscientes es simplemente un ejemplo de la falacia de apelar a la ignorancia. No se puede explicar algo con pruebas que no contamos. Concluimos, entonces, que el conv encionalismo sobreestima sus posibilidades. Reconoce que nuestros pensamientos surgen dentro de cosmov isiones, pero llev a demasiado lejos esta v erdad innegable al encerrarnos en nuestras cosmov isiones, como si estuv iéramos condenados a ellas de por v ida. La realidad no es así. Sabemos por intuición que nuestra búsqueda de la v erdad no puede ser saboteada de esta manera, y nuestra experiencia práctica así lo demuestra. Es posible ev aluar racionalmente las creencias y los sistemas, y efectiv amente lo hacemos.

Validación de las hipótesis Después del análisis anterior, no debería sorprendernos que quienes postulan que al conocimiento se llega por consenso, a la larga v iolan sus propios preceptos. Podríamos decir que se trata de una feliz inconsistencia. Un buen ejemplo al respecto es la obra del apologista reformado Cornelius Van Til.3 Como Barth, Van Til niega que exista algo en común entre el sistema cristiano y el no cristiano. La cosmov isión cristiana se basa en el Dios soberano que creó el mundo y se rev eló en las Escrituras y en Jesucristo. En cambio, la v isión no cristiana del mundo se basa ostensiblemente en la autonomía de los seres humanos; pero como el ser humano es finito y una simple parte del mundo, en última instancia, esta v isión tendrá como principio fundamental el azar. No puede haber algo más terminante. Claramente, las perspectiv as cristiana y no cristiana no tienen nada en común. Un sistema que parta de Dios puede tener v alores objetiv os como la bondad, la v erdad y la belleza. Si la razón suprema es el azar, dichos v alores son solo conv enciones accidentales. Van Til sostiene que aun el entendimiento básico de lo que significa conocer algo no puede transferirse de un sistema a otro. En la v isión cristiana, el conocimiento de un objeto implica que uno entra en contacto con la creación de Dios; en la v isión no cristiana, el conocimiento basado en el azar no puede ser otra cosa que una conjetura. En síntesis, parecen prev alecer las palabras clav es «no hay neutralidad; no hay puntos en común». Sin embargo, a diferencia de Barth, Van Til plantea que es posible una apologética. En un diálogo entre un cristiano y un no cristiano, el cristiano puede, solo a los efectos de la argumentación, situarse en el sistema del no cristiano y mostrarle las consecuencias desastrosas de un sistema basado en el azar y la autonomía humana. Ninguno de los v alores que el no cristiano adopta para su v ida, ni siquiera el conocimiento, son en realidad v iables en dicho sistema. Entonces, el cristiano puede inv itar al no cristiano a situarse en el sistema cristiano,

nuev amente, solo a los efectos de la argumentación. La meta es demostrarle que solo un sistema que presuponga la existencia del Dios soberano de la Biblia hace posible el conocimiento y los v alores que el no cristiano desea tener. El cristiano luego puede inv itar al no cristiano a cambiar de un sistema imposible a uno posible. No se requiere un doctorado en filosofía para v er que incluso este tipo de diálogo solo es posible si hay algún punto en común entre los cristianos y los no cristianos. A pesar de la ocasional ambigüedad de Van Til, parece dejar espacio para un piso común rudimentario v inculado a las siguientes ideas: la gracia común, es decir, la rev elación de Dios a todo el mundo implica tener una conciencia básica de Su existencia, del bien y del mal, y de nuestra condición de pecadores por haber transgredido Su pacto; los conceptos prestados de la cosmov isión cristiana, que los no cristianos tienen aun cuando algunos pudieran ser inconsistentes con sus presuposiciones no cristianas; una limitada racionalidad elemental, como la lógica (aunque a v eces Van Til parece reacio a considerar la legitimidad de la lógica para los no cristianos). Sucintamente, Van Til no cumple con sus planes anunciados de negar la neutralidad y la posibilidad de un piso común para entablar un diálogo entre cristianos y no cristianos. Esta crítica no es tan negativ a como parece. Creo que Van Til, por medio de su inconsistencia, nos ha hecho un fav or, porque ha introducido una manera operativ a de aproximarnos a la v erdad dentro de div ersas cosmov isiones. Nos mostró que podemos reconocer que todas nuestras creencias están integradas a una cosmov isión, pero sin inhibir la posibilidad de v alidar las cosmov isiones en su conjunto: podemos aceptar como hipótesis los sistemas o creencias en cuestión y luego v erificar su efectiv idad. En realidad, y a aplicamos este método cuando analizamos cómo v alidar la v erdad de las creencias. En dicho momento, dijimos que una creencia justificada es aquella que pasó todas las pruebas pertinentes. A hora, deseamos incluir también los sistemas de creencias. A este método lo llamaremos v alidación de las hipótesis: Un

sistema de creencias será considerado v erdadero si, sometido a todas las pruebas razonables pertinentes, demuestra ser mejor que todos los demás sistemas razonables. Esta formulación no es tan tentativ a como parece. Pongamos el siguiente ejemplo. Supongamos que hubo un asesinato. Estos son los hechos que se conocen del caso: El asesino estaba en el castillo a las siete de la tarde, tenía una llav e del escritorio, hablaba transilv ano y aparecía en el testamento; el may ordomo es el único sospechoso que reúne todas estas características. La hipótesis de que el may ordomo es el asesino puede considerarse cierta. Podemos descartar aquellas hipótesis irrazonables, como que hubiera sido un marciano disfrazado de may ordomo. Por analogía, aceptar como cierta una hipótesis que condice con todos los hechos pertinentes es la base de esta epistemología. No podemos av anzar hasta que respondamos dos preguntas cruciales. ¿Cuáles serían los puntos en común entre las cosmov isiones? ¿Cuál es el criterio que podemos usar para v erificar las cosmov isiones como hipótesis?

Una base común ¿Dónde encontraremos una base en común? Dondequiera que la hallemos. Detrás de esta afirmación poco seria reposa una razón de peso. No hay necesidad de identificar un conjunto univ ersal de creencias comunes a todas las cosmov isiones. De hecho, ni siquiera creo que hay a creencias de contenido significativ o con aceptación univ ersal. Incluso una proposición tan básica como «y o existo» no es aceptada univ ersalmente; el budismo therav ada la niega. A hora bien, se podría decir que negar la propia existencia es una locura; todo el mundo debería poder suscribir esta proposición. Sin embargo, no todos la aceptan y , por lo tanto, no podemos utilizarla como base común univ ersal. De todos modos, no es necesario contar con esta base común

univ ersal. Basta con que dos sistemas tengan suficientes puntos en común para permitir el diálogo. Por ejemplo, Phil es un buen amigo con quien compartimos el interés por las carreras automov ilísticas de v elocidad. Siempre que nos reunimos, tarde o temprano acabamos conv ersando de ese tema. Con Paul, otro amigo, el tema recurrente es la crítica literaria del A ntiguo Testamento. O sea que tengo algo en común con ambos amigos, pero son intereses diferentes. Ninguno sabe mucho (tal v ez nada) sobre el tema que le interesa al otro. Si intentaran conv ersar, tendrían que encontrar otro tema de conv ersación. De la misma manera, dos cosmov isiones tendrán algún punto en común, pero no será el mismo para todas. Lo que importa es determinar si dos sistemas tienen algún punto en común. Si existe o no la misma coincidencia con un tercer sistema no es pertinente. Para tomar prestado un concepto del filósofo Ludwig Wittgenstein, podemos decir que las cosmov isiones humanas tienen un «aire de familia». No todos los miembros de la familia son iguales, ni tampoco hay un rasgo común a todos los parientes. Con todo, hay algunos rasgos típicos que aparecen repartidos entre todos los miembros y hace que dos de ellos tengan un parecido. De la misma manera, nuestros sistemas de creencias tienen un aire de familia. ¿Cómo v erificar esta afirmación? En principio, habría que hacer una lista de todas las cosmov isiones humanas y comprobar cuáles son los puntos en común. La tarea parece imposible; aun si alguien pudiera realizarla, dudo que otro quisiera leerla. Por lo tanto, nos conformaremos con la siguiente afirmación: No conozco ninguna cosmov isión que no tenga alguna creencia cuy o contenido significativ o sea común a la mía. Por ejemplo, aunque el budista therav ada y y o no nos pondremos de acuerdo respecto a si existo o no, no tendríamos inconv eniente en aceptar que un apego excesiv o a los bienes materiales de este mundo es contraproducente para la v ida espiritual; como punto de partida para comenzar una conv ersación no es malo. La situación es mejor de lo que parecía. Para nuestros propósitos,

no necesito comparar el marxismo-leninismo con el pensamiento de los aborígenes australianos para v er qué tienen en común y en qué se diferencian. Si partimos de un sistema, el cristianismo ev angélico, los demás sistemas no necesitan ser tan dispares. Sería imposible que un libro de este tipo abarcara todas las posibilidades, pero supongamos que hay un conjunto de creencias básicas aceptadas en general. Si nuestros argumentos no tienen peso respecto a una cosmov isión que no tuv e en cuenta, eso no significa que sea imposible encontrar un buen argumento. Se debe simplemente a que, hasta el momento, no contamos con uno, pero que ev entualmente surgirá.

Criterios ¿Cómo podemos ev aluar las cosmov isiones opuestas? Necesitamos criterios que la may oría de las personas no disputaría. A parentemente, disponemos de dichos criterios; son la pertinencia, la consistencia y la v iabilidad. La pertinencia Una cosmov isión debe ser pertinente a la discusión. Establecido el piso común entre los sistemas, se plantearán div ersos problemas en particular. Si un sistema no puede resolv erlos, no pasará la prueba. Por ejemplo, si tanto el budismo como el cristianismo se plantean cómo tener un mundo mejor, pero luego el budismo prescinde del mundo hacia la no existencia, el budismo no estaría abordando el problema y no superaría esta prueba. La consistencia La cosmov isión debe ser consistente. Sería útil aclarar exactamente lo que implica la consistencia, y a que nos hemos referido a ella en v arias oportunidades. ¿Dos proposiciones pueden ser v erdaderas al mismo tiempo y en el mismo sentido? Si cabe esta posibilidad, entonces son consistentes. Si ambas no pueden ser

v erdaderas, entonces no son consistentes, son contradictorias. Consideremos las siguientes proposiciones: 1. A lgunos carros de bomberos son rojos. 2. A lgunos carros de bomberos son v erdes. Estas proposiciones son consistentes. A mbas pueden ser v erdaderas, y de hecho, lo son. En cambio, las siguientes proposiciones carecen de consistencia: 3. Todos los carros de bomberos son rojos. 4. Ningún carro de bomberos es rojo. A mbas no pueden ser v erdaderas. Las dos podrían ser falsas, como efectiv amente lo son. Si una o la otra fuera v erdadera, nunca podrían ser ambas v erdaderas (al mismo tiempo y en el mismo sentido). Dicho par de proposiciones es inconsistente si ambas no son v erdaderas (aunque ambas podrían ser falsas). Decimos que un conjunto de enunciados es contradictorio si tienen el mismo patrón que el siguiente par de enunciados. 3. Todos los carros de bomberos son rojos. 4. A lgunos carros de bomberos no son rojos. Nótese que, nuev amente, ambos enunciados no pueden ser v erdaderos. Sin embargo, es también ev idente que ambos no pueden ser falsos (al mismo tiempo y en el mismo sentido). Uno debe ser v erdadero; el otro debe ser falso. Los enunciados de este tipo son contradictorios. Cuando los consideramos juntos, tenemos una contradicción simple que siempre debe ser falsa. El propósito de usar este criterio para ev aluar las cosmov isiones es mostrar que un sistema basado en proposiciones inconsistentes o contradictorias debe ser falso. A nuestros efectos, nos resulta de particular interés la categoría de inconsistencia porque, a diferencia de las contradicciones, una inconsistencia no nos obliga a elegir cuál de los dos enunciados es v erdadero. Imaginemos dos proposiciones que podrían considerarse pertenecientes a la base de la cosmov isión marxista: 5. No hay v alor más supremo que la felicidad personal del

trabajador. 6. Todas las personas (incluidos los trabajadores) deben subordinar su felicidad personal al bien del estado. Estas proposiciones son inconsistentes. Como son la esencia de la cosmov isión marxista, este hecho nos aporta una buena razón para cuestionar el sistema marxista. Lo que es particularmente útil aquí, sin embargo, es que a diferencia de lo que sería cierto si se tratara de una contradicción, ambas proposiciones, no solo una u otra, podrían ser (y de hecho lo son) falsas. Cuando aplicamos este criterio, es importante que nos enfoquemos en aquellos postulados que constituy en la base del sistema de creencias. La may oría de nosotros, si no todos, tenemos algunas inconsistencias flotando en nuestra mente, pero no suelen causar may or daño. Por ejemplo, conozco un pacifista que disfruta la lectura de las nov elas cargadas de v iolencia de Robert Ludlum. Esta idiosincrasia no inv alida su pacifismo; pero si hubiera una inconsistencia básica en la esencia de su cosmov isión pacifista, si él crey era que sería legítimo recurrir a la v iolencia cuando le conv iniera, su posición sería altamente sospechosa. La viabilidad Debe ser posible v iv ir en la práctica una cosmov isión. A quí retomamos el criterio de v iabilidad que planteamos contra el escepticismo. Una idea o un sistema no v alen la pena si no es posible llev arlos a la práctica. Vimos que el pragmatismo, al hacer de la aplicabilidad el único criterio de v erdad, llev aba este aspecto a un extremo. Quizás resulte más conv eniente pensar el criterio por la negativ a: Si no podemos v iv ir conforme a los preceptos de una cosmov isión, dicha v isión no cumple esta importante prueba. Es importante distinguir entre «no cumple» y «no puede cumplir». Si una cosmov isión pudiera falsearse porque algunas personas que dicen aceptarla no v iv en conforme a sus principios, posiblemente ninguna cosmov isión sería v erdadera; el cristianismo

seguramente no lo sería. Que hay a personas que no v iv an conforme a lo que profesan creer no tiene por qué ser culpa de la cosmov isión. Por lo tanto, eso no la falsea. En cambio, si un sistema es de tal naturaleza que es intrínsecamente imposible aplicarlo en la práctica, debe ser falso. Por ejemplo, cada tanto, la persona con quien estoy conv ersando me informa (con frecuencia como si fuera el descubrimiento más grande del siglo) que no hay v alores objetiv os. Inv ariablemente, basta un brev e diálogo para establecer que (a) esta persona sin duda v iv e de acuerdo a un conjunto de v alores objetiv os y (b) que sería imposible que no lo hiciera, aunque difícilmente lo admita. Lo que está en juego aquí es la imposibilidad de v iv ir con una cosmov isión completamente sin v alores; en consecuencia, esa v isión es falsa. A la pertinencia, la consistencia y la v iabilidad, podríamos agregarles dos criterios adicionales: la completitud y la calidad estética. Según la prueba de completitud, una cosmov isión debería prov eer una explicación completa de la v ida, no solo parcial. Quienes se interesan en la calidad estética, postulan que una cosmov isión debería constituir un todo agradable que produce sensaciones positiv as. No obstante, parecería que estos dos criterios no tienen el mismo peso que los tres anteriores y , en v ez de facilitar el debate entre cosmov isiones, podrían llegar a ser motiv o de controv ersia. Estamos en condiciones de concluir nuestra deliberación sobre la v erdad y el conocimiento, y decir que cuando se trata de la v erdad religiosa (para restringirnos solo a una) debemos considerar la totalidad del sistema. Estos sistemas incluy en típicamente los componentes estudiados en el capítulo anterior: autoev idencia, racionalidad, información sensorial y aplicabilidad. Dentro de estos sistemas, la v erdad de las creencias se v alida sobre la base de lo bien que encajan dentro del sistema, mediante la utilización de estos componentes. No reev aluamos completamente todas nuestras presuposiciones y creencias aceptadas cada v ez que nos

enfrentamos a una nuev a creencia. Los sistemas en sí no están sujetos a v alidación. Para llev ar a cabo esta tarea, necesitamos descubrir qué puntos en común hay entre dos sistemas opuestos y luego aplicar los criterios correspondientes, como la pertinencia, la consistencia y la v iabilidad. Por el momento, solo hemos aportado ejemplos aleatorios sobre cómo operaría este procedimiento. El ejemplo principal para esta epistemología de v alidación de las hipótesis lo constituirá la parte restante de este libro. Para dilucidar si cumplimos o no nuestro cometido, tendremos que esperar hasta la última página. Mientras, v olv amos a los casos de este capítulo. Respuesta al caso 1: Este hecho penoso sirve para explicar por qué muchos filósofos adoptan la idea de la verdad como convención. La gente no cambia toda su manera de pensar sobre la base de una o dos buenas refutaciones. Aunque esta situación tal vez no nos agrade cuando tengamos que persuadir a alguien sobre nuestras creencias, a nosotros también nos sucede lo mismo. No deberíamos sentirnos inclinados a abdicar del cristianismo solo porque alguien nos plantea un argumento en contra y no sabemos ni se nos ocurre qué responder. Nuestras mentes serían un caos si nos dejáramos afectar por todos los pequeños argumentos con que nos cruzamos a diario. El convencionalista se equivoca porque comete la exageración de restarle todo valor a la persuasión racional. A propósito de este caso, parecería que Jerry abogaba por este punto de vista porque así lo habían convencido sus profesores y lecturas. Respuesta al caso 2: Aquí vemos a la persuasión racional en acción. En definitiva, se trata de qué concepción tenemos del mundo. Stan se encontró con que su manera de comprender la vida se desmoronaba. En cambio, percibía que el cristianismo justamente respondía aquellos puntos que él se cuestionaba. Eran luchas intelectuales, así como personales y espirituales. Cuando se convirtió, no construyó lentamente un sistema cristiano, pieza por pieza, sino que experimentó una completa transformación. Cuando aceptó a Cristo, toda su manera de pensar también cambió.

Crecimiento y estudio

Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Describir el conv encionalismo y explicar por qué hay conv encionalistas. 2. Explicar por qué el conv encionalismo no aporta un entendimiento adecuado del conocimiento. 3. Describir cómo la v alidación de las hipótesis sirv e para v alidar las cosmov isiones. 4. Explicar cómo el «aire de familia» nos ay uda a identificar puntos en común para v alidar las hipótesis en que se basan las cosmov isiones. 5. Describir los tres criterios utilizados para v alidar las hipótesis de las cosmov isiones: la pertinencia, la consistencia y la v iabilidad. 6. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: W. V. O. Quine, Karl Barth, Cornelius Van Til. Reflexión sobre las ideas 1. Una noción fundamental de este capítulo fue que todo nuestro pensamiento ocurre dentro de un sistema de creencias. ¿En qué otras áreas de la v ida es importante esta noción? 2. Demuestre si es posible o no encontrar una base común o puntos de acuerdo entre la cosmov isión cristiana y la no cristiana. Si es así, ¿cuáles son? Si no es así, ¿cómo podemos hablar unos con otros? 3. Ev alúe la contribución total de la ev idencia racional a los efectos de que una persona cambie su cosmov isión. 4. Inv estigue algunas áreas donde sería factible encontrar una base común entre una cosmov isión cristiana y

div ersas filosofías o religiones no cristianas. 5. Ev alúe su propio peregrinaje espiritual y presente sus creencias a la luz de la pertinencia, la consistencia y la v iabilidad. Lecturas adicionales Edward John Carnell, A n Introduction to A pologetics, 5.ª ed. (Grand Rapids: Eerdmans, 1956). William C. Placher, Unapologetic Theology (Louisv ille: Westminster, 1989). Cornelius Van Til, A Christian Theory of Knowledge (Filadelfia: Presby terian and Reformed, 1969). 1 W. V. O. Quine, From a Logical Point of View (Nueva York: Harper & Row, 1961); Quine y J. S. Ullian, The Web of Belief, 2.ª ed. (Nueva York: Random House, 1978). 2 Karl Barth, Church Dogmatics, vol. 1, trad. G. T. Thomson (Edimburgo: T. & T. Clark, 1936), 141-283. 3 Cornelius Van Til, The Defense of the Faith (Filadelfia: Presbyterian and Reformed, 1955).

5 Cosmovisiones problemáticas

¿Por qué no puedo ser yo una revelación? Caso 1: Era otra noche rutinaria en el café; esta vez el «Rahab» en Chicago. Pasé casi toda la noche conversando animadamente con Gus, un hombre de unos cuarenta años, desempleado del correo y filósofo aficionado. Pude compartir el evangelio con él y mostrarle las muchas pruebas de que Jesús es el camino hacia Dios. Me llamó la atención de que Gus no pareciera deseoso de rebatir mis aseveraciones. Se limitaba a repetir: —Eso está bien, Win. Pero ¿por qué no puedo ser yo también una revelación? Le respondí: —Gus, realmente podrías mirarte al espejo y decir: «¿Soy una revelación de Dios?». Entones me señaló que yo no entendía lo que deseaba decirme. —No digo que yo sea una revelación, sino ¿por qué no puedo serlo?».

¿Es racional la esperanza? Caso 2: Tuve que asistir a un congreso sobre ciencia, tecnología y humanidades. Fue una reunión interdisciplinaria en la que escuchamos una serie de ponencias sobre problemas críticos y cuál debería ser la respuesta de las diversas disciplinas académicas: un encuentro poco alentador, por cierto. La última sesión resultó ser la más deprimente. El orador presentó un informe detallado de los problemas ambientales más acuciantes, desde la capa de ozono al tratamiento de residuos nucleares. Confesó que no tenía ninguna respuesta a estos problemas. Concluyó su presentación con los siguientes comentarios: —A veces desearía darme por vencido. Pero entonces recuerdo que mientras exista la humanidad, habrá esperanza. Por lo tanto, seguiré teniendo esperanza.

Abierta la discusión al público, alguien le preguntó: —Dado que no tenemos respuestas, ¿es racional tener esperanza? La pregunta quedó ahogada por los gritos con que reaccionaron los presentes. Algunos académicos se ofendieron y le hicieron saber al preguntón que su intervención estaba fuera de lugar. Por supuesto, nunca obtuvo una respuesta.

Los absolutos morales Caso 3: Otro congreso, otro tema. Esta vez la discusión se centró en la pornografía. La primera oradora afirmó que, si bien no hay absolutos morales en los temas sexuales, algunas cuestiones, como la pornografía, están mal. Su razonamiento: «La relación sexual debe tener como base un vínculo». No todos estaban de acuerdo. «Las relaciones sexuales no tienen por qué implicar un vínculo», aseveró otra de las oradoras. Sin embargo, ella también se oponía a la pornografía. Decía que se sentía ofendida por ella. Mientras las oradoras discutían el tema, resultó evidente que ninguna podía oponer mejor razón que sus sentimientos emocionales para creer que la pornografía estaba mal.

En el capítulo anterior mostramos cómo sería posible v alidar la v erdad de las cosmov isiones religiosas. Mediante la v alidación de las hipótesis, y todos los componentes del conocimiento que las configuran, podemos demostrar cuál de los sistemas en conflicto puede legítimamente afirmar que es v erdadero. En este capítulo, comenzaremos a aplicar estas ideas y a elaborar una defensa de la cosmov isión teísta, la creencia en Dios. Comenzaremos por mostrar cómo las div ersas cosmov isiones en conflicto adolecen de deficiencias internas. En los siguientes dos capítulos, elaboraremos una defensa del teísmo (v aliéndonos del argumento cosmológico) y demostraremos que el teísmo no es inconsistente (considerando en particular el problema del mal), respectiv amente.

Definición del teísmo El teísmo es la cosmov isión basada en la creencia en Dios, pero

no en cualquier noción de Dios. La palabra «Dios» se usa de distintas maneras y al hablar de teísmo, tenemos en mente ideas específicas. En esta etapa de nuestro análisis, la finalidad no será demostrar que este es el único concepto legítimo de Dios —esa demostración aún está pendiente—, sino que este es el concepto de Dios que nos interesa defender. A continuación, presentamos las características del teísmo: 1. Hay un solo Dios. 2. Este Dios es ilimitado (o infinito) y posee Sus atributos de manera ilimitada. Por lo tanto, Él es: eterno inmutable (nunca cambia), omnipresente, omnipotente, omnisciente, omnibenevolente (es todo bondad y amor), etc.

3. Dios es personal. 4. Dios creó el mundo; por lo tanto, el mundo depende de Él, pero Él no depende del mundo. 5. Dios es trascendente, está por encima y más allá del mundo. 6. Dios es inmanente, Él está activ amente presente en el mundo. 7. El Dios del teísmo es el origen del estándar del bien y del mal. Él es santo y bueno, sin mancha, no contaminado en absoluto por ningún mal. Le ordena a Sus criaturas que v iv an conforme a la moral que Él estableció. Creer en este Dios implica aceptar también este código de conducta. Por eso, al teísmo a v eces se lo denomina «monoteísmo ético». Entender a Dios como descrito en los siete puntos anteriores no es prerrogativ a exclusiv a del cristianismo. También es una creencia esencial del judaísmo, el Islam, el zoroastrismo y algunas religiones de

origen africano, entre otras. Por supuesto, también hay diferencias importantes entre las ideas de Dios sustentadas por estas religiones, pero por el momento deseamos defender esta concepción genérica de Dios. En la tercera parte de este libro nos dedicaremos a defender el cristianismo en particular. En este capítulo intentaremos mostrar los grav es problemas inherentes a cada una de las cosmov isiones que se contraponen al teísmo: el ateísmo, la negación de la existencia de cualquier Dios. el agnosticismo, la asev eración dogmática de que no podemos saber si Dios existe. el deísmo, la creencia de que Dios creó el mundo, pero y a no interactúa con él. el panteísmo, la v isión de que Dios y el mundo son idénticos. el panenteísmo, la creencia en un Dios finito y cambiante, quien depende del mundo.

Ateísmo Definamos el ateísmo como la negación de cualquier tipo de Dios, y no solo la negación del Dios del teísmo como lo definimos más arriba. Para el ateo, no hay ningún ser supremo. Lo único que hay es el mundo. Un ateo famoso fue Jean-Paul Sartre,1 el filósofo existencialista francés, quien describió su obra como el desarrollo consistente de un pensamiento filosófico a partir de la premisa básica de que Dios no existe. Según Sartre, estamos solos y debemos decidir qué hacer con nuestra v ida sin someternos a ninguna autoridad externa que nos presente una norma preestablecida a la que debamos conformar nuestra conducta.

El ateísmo presenta tres problemas grav es: no se puede demostrar, es contrario a la naturaleza humana y v iv e «de prestado», con v alores propios de otras cosmov isiones. A continuación, describimos estos problemas uno por uno. El ateísmo no se puede demostrar Es prácticamente imposible probar una negación. Por ejemplo, ¿cómo podría demostrar que los unicornios no existen? Tengo dos opciones disponibles. Tendría que demostrar que exploré exhaustiv amente las posibilidades de encontrar un unicornio y que todas resultaron inequív ocamente infructuosas; o podría intentar mostrar que la existencia de unicornios es lógicamente imposible. Si no puedo hacer una u otra demostración, no tengo derecho a afirmar dogmáticamente que los unicornios no existen. Lo mismo sería cierto de cualquier intento de refutar la existencia de Dios. El ateo tendría que demostrar que agotó todas las posibles v ías de conocer que Dios existe y que todas fueron negativ as. Ningún ser humano está en condiciones de hacer tal afirmación, porque nuestro conocimiento es siempre finito. Otra posibilidad sería que el ateo decidiera demostrar que la idea de Dios es lógicamente imposible; por ejemplo, que fuera autocontradictoria. A lgunos ateos han optado justamente por intentar esta demostración, aunque sin éxito. En todos los casos debieron comenzar con una premisa muy cuestionable que ellos inv entaron con el único propósito de prescindir de la idea de Dios. Por ejemplo, Kai Nielsen 2 razona como sigue: 1. Se supone que Dios es un ser inmaterial (espiritual). No tiene un cuerpo. 2. Se supone que Dios es un ser que realiza determinadas acciones. 3. Nuestra única noción inteligible de acciones está asociada a seres materiales (dotados de un cuerpo).

4. La idea de que un ser inmaterial realice acciones es incoherente. 5. Por lo tanto, la idea de Dios es incoherente. 6. Por lo tanto, no puede haber un Dios. ¿Por qué deberíamos aceptar la tercera premisa? Para los crey entes, la idea de acciones espirituales realizadas por un Dios es perfectamente inteligible. El único motiv o que podríamos tener para aceptar la tercera premisa como cierta sería si quisiéramos demostrar que Dios no existe. Sin embargo, eso sería una flagrante petición de principio. Si Dios existe, las acciones espirituales deben ser coherentes. Otros intentos por demostrar la imposibilidad de la existencia de Dios son igual de controv ertibles. Es imposible demostrar el ateísmo. No es más que una afirmación no v erificada. A eso se reducen los escritos de Sartre. A hora, una creencia no es falsa simplemente porque todav ía no se ha probado que sea v erdadera; pero estas consideraciones seguramente debilitan la confianza de todo el que crea que en el siglo XX se ha demostrado que y a nadie puede creer en Dios. Nada de eso ha ocurrido. El ateísmo es contrario a la naturaleza humana Cuando Sartre hablaba de su ateísmo, se refería a la necesidad humana de librarse de una inclinación natural a creer en Dios. A dmitió que él mismo había sentido la necesidad de Dios. Sartre no es el único. Muchos escritos ateos dan testimonio de una necesidad básica de algo trascendente. Por supuesto, no basta con apelar a la cantidad de personas que dicen creer en Él para probar la existencia de Dios. Nuestro objetiv o no es probar la existencia de Dios, sino desacreditar la negación de Su existencia. El argumento es como sigue: Es ev idente que hay una necesidad humana univ ersal de Dios. Una necesidad real exige una realidad objetiv a que la satisfaga. La carga de la prueba de que dicha realidad no existe reposa en el ateo, quien aun en su propia v ida

demuestra la necesidad de esta realidad. Dicha prueba, como acabamos de v er, es imposible de aportar. Cabe realizar una acotación sobre la denominada teoría proy ectiv a de la creencia en Dios, la idea de que creer en Él es producto de la inv entiv a de los seres humanos, quienes proy ectan todas sus idealizaciones sobre un ser supremo. Esta doctrina, originada por el filósofo del siglo XIX Ludwig Feuerbach, fue popularizada por Sigmund Freud. La esencia de este argumento es que, como creer en Dios puede entenderse como una inv ención humana, es posible concluir que este Dios no es más que una fantasía y que, por lo tanto, Dios no es real. Basta una somera reflexión sobre el argumento de la proy ección para rev elar su impropiedad. Descansa sobre la suposición de que como la idea de Dios puede ser una proy ección de las aspiraciones humanas, Dios no es otra cosa que esa proy ección. Esto no tiene lógica. Los seres humanos bien pueden proy ectar sus ideas sobre algo que efectiv amente existe. Por supuesto, esta refutación tampoco prueba la existencia de Dios, pero sí demuestra la improcedencia del argumento en contrario. El ateísmo toma «prestados» sus valores . . . y no cumple sus compromisos Tradicionalmente, la gente se basa en sus creencias religiosas para justificar sus v alores. Según el teísmo, Dios es el origen de todos los v alores; en Dios encontramos la v erdad, la belleza y los estándares morales. Un juicio apresurado podría llev arnos a concluir que si no creemos en Dios, no podemos tener v alores. Iv án, en Los hermanos Karamazov , declara que como no hay Dios, todo es permisible. Sin embargo, no hay ninguna razón en particular para que esto sea cierto. Los ateos pueden tener v alores y para justificarlos se v alen de div ersos fundamentos. La v erdadera cuestión es cuán plausible pueden ser dichas justificaciones. Un ateo podría decir: «y o justifico mis v alores sobre la base de la naturaleza humana»; o, «y o justifico mis v alores sobre la

base del progreso ev olutiv o», y luego explay arse para explicar cómo este entendimiento de la naturaleza humana o la ev olución le permiten justificar los v alores. ¿Hay algo inherente en la naturaleza humana que nos obligue a actuar de una manera en particular? El problema del ateo se plantea en dos planos de pensamiento. Primero, si admitimos esta cosmov isión, los v alores de v ida de un ateo solo pueden ser arbitrarios. Si Dios no existe, este univ erso material solo sería producto de la interacción entre el tiempo y el azar. Las así denominadas ley es no son otra cosa que generalizaciones estadísticas sobre cómo opera el univ erso, sin ninguna garantía de que siempre debería ser así. Este destino fatal se cierne también sobre la persona atea en su afán por encontrar sentido y v alores en el mundo. Cornelius Van Til lo ilustra con una imagen muy apta: Supongamos que pudiéramos imaginar un ser humano hecho de agua dentro de un océano infinitamente v asto e insondable. Como desea salir del agua, se arma una escalera de agua. La coloca sobre el agua y contra el agua y luego intenta escalarla para salir del agua. A sí de desesperanzador y sin sentido es el panorama . . . si partimos de la premisa de que lo único que hay es el tiempo y el azar.3 Si el univ erso está gobernado por el azar, no cabe esperar otra cosa que sucesos aleatorios. El problema del ateo concerniente a los v alores persiste aun en un niv el más profundo. Supongamos, a los efectos del argumento, que el ateo tiene un conjunto confiable de ley es sobre el univ erso, que le permiten anunciar con la más absoluta exactitud cómo son las cosas. Todav ía no habría ninguna razón para explicar por qué las cosas son como son. Hablar sobre v alores implica que algunas cosas son

preferibles a otras, y los v alores nos permiten establecer cómo deberían ser las cosas, no solo como son efectiv amente. Si las cosas toman una dirección, nuestros v alores nos dicen que tal v ez deberían ir en otro sentido. Por ejemplo, la may oría de los padres enseñan a sus hijos que solo porque todo el mundo haga algo, no significa que hacerlo esté bien. Si descubriéramos que parte del proceso ev olutiv o fuera un deseo irresistible de torturar a los gatos, no concluiríamos que todos deberíamos torturar a los gatos. Hay un conjunto de hechos que no necesariamente implican una obligación moral. Para expresar esta idea, los filósofos establecen que no se puede llegar a un «debería ser» a partir de un «es». Las obligaciones morales son enunciados del tipo «debería ser». Nos informan sobre un deber o un mandato al que estamos sometidos. Una descripción de lo que «es» no implica necesariamente lo que «deberíamos» hacer, siempre y cuando no introduzcamos subrepticiamente una premisa del tipo «debería ser». Por ejemplo, una descripción de la situación de hambre en el mundo por sí sola no nos obliga a hacer algo al respecto; necesitamos que se nos diga que este tipo de situación exige nuestra ay uda. El ateo comete la falacia de intentar obtener un «debería ser» a partir de lo que «es». Procura justificar las ley es morales prescriptiv as a partir de datos descriptiv os. El ateo persigue un código moral obligatorio sin nada que lo haga obligatorio. Para tener mandamientos, es necesario que de algún modo alguien o algo los establezcan, pero en el sistema ateo dicha posibilidad no tiene cabida. Por supuesto, los ateos, como el resto de los seres humanos, se rigen por ciertos v alores establecidos, pero toman estos v alores «prestados», los toman del teísta, en cuy o sistema surgieron. Para el ateo, cualquier afirmación de la existencia de v alores objetiv os no es más que una salida irracional. Francis Schaeffer describió el problema del ateo en los siguientes términos.4 En el plano del pensamiento racional, los ateos están acorralados por las conclusiones ineludibles de

su filosofía, las que solo pueden arrastrarlos al sinsentido y , ev entualmente, a la angustia. Para salir de su atascadero se v en obligados a dar un salto irracional y adoptar v alores a los que no tienen derecho. Podemos ilustrar esta situación con el siguiente diagrama: Piso de arriba — verdad, sentido y valores adoptados irracionalmente

Piso de abajo —conclusiones lógicas de la cosmovisión atea: ausencia de verdad, ausencia de sentido, falta de valores En síntesis, el ateo es un ser humano obligado a v iv ir conforme a la v erdad, el sentido y los v alores. Sin embargo, la cosmov isión del ateísmo no está en condiciones de prov eer la v erdad, el sentido y los v alores; los ateos solo pueden tener estas cosas desde fuera de su cosmov isión. Por lo tanto, el ateísmo es intrínsecamente inv iable. Es imposible v iv irlo en la práctica.

Agnosticismo En v irtud de las razones anteriormente mencionadas, muchas personas optan por no afiliarse al ateísmo y prefieren identificarse como agnósticos. El agnosticismo es la postura que sostiene que no podemos saber si Dios existe o no. El término fue acuñado por T. H. Huxley , el célebre promotor y defensor de las teorías de Darwin. Huxley tomó el término de un antiguo sistema de creencias conocido como «gnosticismo», de la palabra griega gnosis, que significa «conocimiento». Sus partidarios se enorgullecían de su gran conocimiento espiritual. Huxley le anexó el prefijo de negación a- para formar la palabra «agnosticismo», con la intención de mostrar que él no conocía.

Necesitamos diferenciar entre las formas benignas y las malignas del agnosticismo. Hay momentos en la v ida en que podemos decir sinceramente que no sabemos si Dios existe. Todos nos sentimos así en ciertas ocasiones, y no ganamos nada en negarlo (v er capítulo 1). Este es un agnosticismo benigno. A quí, sin embargo, estamos interesados en el agnosticismo como cosmov isión dogmática basada en la premisa de que es imposible saber si Dios existe. A esta v ariante la denominamos agnosticismo maligno. El agnosticismo en tanto cosmov isión dogmática padece v icios similares al ateísmo. En realidad, es lo mismo que decir que no podemos probar que el ateísmo sea v erdadero, pero supondremos que lo es. La agenda del agnóstico es inv ariablemente la siguiente: propugnar que como no podemos saber si Dios existe, no podemos hacer ninguna referencia a Él. Los agnósticos nunca adoptan la otra postura: dado que no podemos saber que Dios existe, v amos a suponer que existe. En definitiv a, el agnosticismo se conv ierte en un ateísmo disfrazado de modestia epistemológica. Sin embargo, el agnosticismo acaba por ser tan indefendible como el ateísmo. No podemos probar una negación. La afirmación «es imposible saber si Dios existe» es tan imposible de demostrar como la proposición «Dios no existe». Nuev amente, es necesario que una de las dos condiciones anteriormente mencionadas se cumpla. Habría que ser un experto en todas las posibles maneras en que podemos llegar a saber si Dios existe, pero esto no es una opción dentro del reino de las mentes humanas finitas; o, de lo contrario, habría que ser capaz de mostrar que la cognoscibilidad de la existencia de Dios es una imposibilidad lógica, lo que claramente no es el caso.5 En última instancia, un agnosticismo articulado de manera consistente llev a al escepticismo, y a que obliga a sus defensores a decir que tienen conocimiento de algo que consideran imposible de conocer. Por un lado, el agnóstico sostiene que es imposible conocer nada sobre Dios, ni siquiera que Él existe. Por otro lado, dicha afirmación supone

un cierto conocimiento sobre Dios y Su naturaleza. ¿Cómo puede el agnóstico saber siquiera eso si supuestamente no puede saber nada sobre Dios? Esto implica que el agnosticismo descansa sobre una contradicción porque tiene que sostener al mismo tiempo que es posible e imposible conocer algo sobre Dios. Como y a hemos v isto anteriormente v arias v eces, dichas contradicciones conducen al escepticismo, que es una postura imposible. El agnosticismo dogmático se destruy e a sí mismo.

Deísmo La mejor manera de salir de los dilemas que presentan el ateísmo y el agnosticismo parecería ser la siguiente: Supongamos que Dios existe. Este Dios creó el mundo. Lo dotó de una ley moral, un código de conducta al que todas Sus criaturas deberían conformarse. Dios juzgará a Sus criaturas sobre la base de lo bien que obedecieron Sus mandamientos. Mientras tanto, Él no interfiere con Su creación. La hizo como Él quería, y no puede contradecirse ni ir contra Su v oluntad. Por el momento, adoramos a Dios e intentamos v iv ir según Su ley , pero no debemos esperar que Él realice hechos sobrenaturales por nosotros. Esta cosmov isión se denomina «deísmo». En ocasiones, se la describe mediante una analogía: Dios creó un reloj, le dio cuerda y ahora deja que siga andando por sí solo. Esta imagen capta parte de lo que implica la cosmov isión, pero no contempla el elemento moral. Dios no es un mero espectador indiferente, sino que está profundamente interesado en el progreso moral de Sus criaturas. A demás de rev elar Sus expectativ as por medio de seres humanos especiales, como Jesús, también dio a conocer Su v oluntad a trav és de la naturaleza. Sin embargo, no deberíamos esperar recibir ninguna ay uda especial de Dios cuando intentamos v iv ir conforme a Su ley . Thomas Jefferson es un buen ejemplo de un deísta. Creía que ninguna religión tenía el monopolio para llegar a Dios, aunque

encontraba la expresión más clara en las enseñanzas de Jesús. Con esa finalidad, se propuso la tarea de publicar una edición de los Ev angelios que contuv iera solo las enseñanzas morales de Cristo, y que no incluy era nada que requiriera fe o una creencia en lo sobrenatural. En su edición sobre la v ida de Jesús, conocida como la Biblia de Jefferson,6 no hay ninguna mención al nacimiento sobrenatural de Cristo, Jesús tampoco realizó milagros, ni echó fuera demonios, ni dijo ser Dios. No se presentó como alguien diferente al resto de los seres humanos, y cuando murió, murió. La Biblia de Jefferson termina con estas palabras: «A llí pusieron a Jesús, y colocaron una gran piedra en la entrada del sepulcro y se fueron».7 No hubo resurrección. El deísmo tiene la v entaja clara de reconocer la existencia de Dios. Por ende, deja de ser un problema determinar cuál fue el origen del mundo ni por qué deberían existir obligaciones morales. A l mismo tiempo, el deísmo intenta maximizar los beneficios del ateísmo y el agnosticismo al decir que Dios no interv iene directamente en nuestras v idas. ¿Es una cosmov isión racional? A unque el deísmo se jacta de su racionalidad, tiene algunos importantes defectos. El más importante es que parece ser más una expresión de deseo que una realidad. La mejor manera de entender el deísmo es como un tipo de salto irracional al que un ateo podría recurrir para salv aguardar los v alores que orientan su v ida, porque la cosmov isión deísta es arbitraria e inconsistente. Para entender el problema del deísmo, necesitamos apreciar la fuerza de su av ersión a los milagros. Sería una posición perfectamente plausible, compatible con el teísmo, decir que Dios ha decidido no realizar ningún milagro en este momento de la historia. Es decir: Dios podría realizar milagros, pero no quiere. Sin embargo, eso no es lo que plantea el deísmo. Según el deísmo, hacer milagros es contrario a la naturaleza de Dios. Dios es un Dios racional que dotó a Su univ erso de ley es racionales, y sería absurdo pensar que transgrediría Sus propias ley es. En el deísmo Dios y lo sobrenatural son incompatibles.

A hora podemos v er que el deísmo es en realidad irracional. La cosmov isión comienza con un estupendo ev ento sobrenatural: la creación del mundo a partir de la nada. Los deístas estarían de acuerdo que es una ley fundamental que «la nada no puede producir nada». Precisamente por esta razón creen que el mundo necesitaba un Creador. Sin embargo, para que el mundo existiera fue necesario un milagro; por lo tanto, objetar la realización de milagros div inos pierde toda credibilidad. Si Dios pudo realizar el milagro de la creación, no hay ninguna razón para que no pueda hacer otros milagros. El deísmo parte de una inconsistencia medular. Para el deísmo hay dos afirmaciones esenciales: Dios realizó el milagro de la creación; y Dios no realiza milagros. Para ser deísta, usted debe creer ambas proposiciones, pero ambas no pueden ser v erdaderas. Por lo tanto, el deísmo no es una cosmov isión creíble. Fracasa totalmente porque no cumple el criterio de la consistencia lógica.

Panteísmo A lgunas personas sostienen una creencia diametralmente opuesta al deísmo. En v ez de pensar que Dios está «allí afuera», dicen que Él está «aquí dentro». Los teólogos dirían que el Dios del deísmo es trascendente, está más allá del mundo. Para el panteísmo, Dios es solo inmanente, o en el mundo; Dios y el mundo están tan íntimamente entretejidos que no se pueden diferenciar. En esta cosmov isión, Dios y el mundo son idénticos, no en el sentido de hermanos gemelos, que se asemejan, sino en que son una misma y única cosa. Las palabras «mundo» y «Dios» son dos descripciones del mismo fenómeno. Podríamos usar las expresiones «el ex jugador de los A tlanta Brav es» y «el deportista con el récord de

jonrones» para referirnos a la misma persona, Hank A aron. Cada una de las expresiones pone un énfasis en un aspecto particular de la persona, pero ambas expresiones son ciertas y la persona es la misma. De la misma manera, el «mundo» y «Dios» describen una única realidad de dos maneras diferentes sin llegar a ser nunca dos entes separados. Esta cosmov isión se denomina «panteísmo». Los panteístas creen que todo es Dios y que Dios es todo. Es crucial darse cuenta de que aunque el panteísmo parecería ser una teoría sobre el cosmos, casi siempre pretende ser sobre el ser humano, sobre cada uno de nosotros. Como somos parte del univ erso que es Dios, compartimos su naturaleza div ina. Usted es Dios. Esa es la enseñanza de muchas religiones orientales, como el hinduismo; y también está representada por Baruch Spinoza, el filósofo del siglo XVII y por el mov imiento contemporáneo de la Nuev a Era. «¡Yo soy Dios!», grita Shirley MacLaine, en la play a, con los brazos extendidos.8 La primera impresión es que el panteísmo tiene mucho que ofrecer. En v ez de agobiarnos buscando respuestas fuera de nosotros, somos libres para hurgar en nuestro interior y encontrar allí lo que necesitamos. Somos nuestra propia fuente de v erdad. Podemos decidir por nosotros mismos qué es bueno y qué es malo. Todo el poder necesario para lidiar con la v ida reposa dentro de las reserv as inexplotadas del potencial humano. Dado que somos Dios, el pecado y la redención se tornan innecesarios, solo es posible un estado de olv ido y despertar a esta gloriosa v erdad. ¿Qué persona racional rechazaría este mensaje? El panteísmo, sin embargo, no puede ser v erdadero. No lo juzgo solo porque no concuerda con mi dogma cristiano, sino porque también se funda en una contradicción; y las contradicciones nunca son v erdaderas. A pesar de lo espiritual, lo profundo o lo cautiv ante que nos resulte el mensaje, debe ser falso si se contradice a sí mismo. La primera contradicción del panteísmo es que las dos descripciones, «el mundo» y «Dios», son irreconciliables, son

mutuamente excluy entes. Es como si describiéramos a Hank A aron como «el deportista con el récord de jonrones» y «un hombre que jamás jugó al béisbol». Las dos descripciones no pueden ser ambas v erdaderas. Comencemos una detallada documentación de esta contradicción. ¿Quién (o qué) es Dios? Para los panteístas, Dios es infinito; esto implica que Él es eterno, omnipotente, inmutable, etcétera. Esta manera de entender a Dios como un ser infinito es la esencia del panteísmo. En la siguiente sección analizaremos la idea de un Dios finito, pero dicha noción es ajena por completo al panteísmo. Para el panteísmo, Dios es infinito. Por ejemplo, A lan Watts describe a Dios como un ser infinito y luego explica el significado del término: trasciende el tiempo (es eterno), trasciende el espacio (es omnipresente) y conoce todas las cosas (es omnisciente).9 ¿Qué es el mundo? El mundo es finito. Es temporal, limitado y cambiante. Sin embargo, el panteísmo afirma que esta descripción de la realidad como un mundo finito y la descripción de la realidad como un Dios infinito son ambas v erdaderas. ¿Es esto posible? ¿Puede una cosa ser finita e infinita al mismo tiempo? La respuesta es claramente negativ a.10 Por supuesto, el panteísta, tan inteligente como todos lo demás, no tropezaría con una contradicción tan elemental. Todas las formas de panteísmo responden de alguna u otra manera a esta disy untiv a. Las respuestas suelen estar asociadas a la idea de que la finitud del mundo es una ilusión. Como un prestidigitador haciendo pases mágicos, la aparente realidad del mundo finito nos oculta la v erdadera realidad del infinito. En otras palabras, la aparente finitud del mundo no es real, mientras que la infinitud de Dios sí lo es. Nuev amente, cabe preguntarnos si esto puede ser así. Consideremos a Shirley MacLaine en la play a, mientras proclama: «¡Yo soy Dios». Quisiéramos saber específicamente ¿quién es Dios? No puede ser la Sra. MacLaine, quien es parte del mundo finito de las

apariencias, porque acabamos de enterarnos de que la Sra. MacLaine solo puede ser una ilusión. Por lo tanto, quien realiza este anuncio al mundo debe ser el Dios infinito que acaba de darse cuenta de que ella es Dios. Esto es absurdo. Un ser infinito no puede olv idarse de algo y de pronto descubrirlo. Debe ser siempre Dios y haberlo sabido desde siempre. En síntesis, que la mujer finita Shirley MacLaine afirme ser Dios es imposible; que el Dios infinito se conv ierta en Shirley MacLaine y descubra que ella es Dios es una incoherencia. Simplemente, no tiene sentido. No se trata de ridiculizar a quienes piensan de esta manera, sino de demostrar que los intentos de los panteístas por identificar a Dios con el mundo no resultan; y no porque sea demasiado difícil: es imposible. Dios y el mundo pertenecen a dos categorías distintas. Estamos de regreso al que fue nuestro punto de partida original: A firmar que la misma realidad puede ser a la v ez un Dios infinito y un mundo finito es una contradicción; debe ser una afirmación falsa. Una aclaración: Nunca pude persuadir a un panteísta de este argumento, y tengo poca esperanza de poder hacerlo algún día. La respuesta inev itable es tildar mi insistencia —que una contradicción nunca puede ser v erdadera—, a pesar de la delicadeza con que me exprese, de arbitraria, dogmática e intolerante. ¿Quién soy y o para afirmar que una contradicción no puede ser v erdadera? Quizás la v erdad del panteísmo trasciende nuestras categorías lógicas. No es por terco; tengo razón. Una supuesta conv icción que trascienda la racionalidad nunca podrá expresarse con coherencia. Consideremos las siguientes afirmaciones: «Esta afirmación trasciende la lógica». «Esta afirmación es falsa». A mbas adolecen de lo mismo. Si son, no son. Pero si no son, entonces, son, y así sucesiv amente. Se requiere lógica para negar la lógica. Dicho enredo ni siquiera se puede pensar, y afirmar que transmite un profundo discernimiento espiritual no cambia nada. El siguiente aforismo panteísta está en igual situación:

«Dios y el mundo son idénticos». Todo el que intentara persuadirnos en tal sentido estaría proponiendo algo imposible.

Panenteísmo A ún queda otra opción (aparte del teísmo). El problema del panteísmo, tal como lo presenté, radica en que un Dios infinito y un mundo finito son irreconciliables; pero ¿Dios necesariamente debe ser infinito? Una cosmov isión contemporánea y extremadamente popular es que Dios, en realidad, es un ser finito. Esta cosmov isión, a v eces denominada «pan-en-teísmo», sostiene que Dios está en el mundo; por lo tanto, no está más allá de él ni simplemente es una sola cosa con el mundo. Debemos tener en claro qué intentamos decir cuando afirmamos que Dios es finito. De algún modo u otro, Dios tendría que poder ser Dios. Que simplemente sea un objeto más en el mundo, entre muchos otros, no es aceptable. Él debe ser exaltado por encima de todo y estar en una categoría distinta a todas las demás cosas que constituy en el mundo. Debemos poder reconocerlo como Dios. A hora bien, parecería ser que negar uno u otro de los atributos div inos no presenta ninguna dificultad. Podríamos, por ejemplo, afirmar que Dios no es omnipotente (todopoderoso). Pero entonces, no sería infinito. Si negamos que Dios sea infinito, no tenemos ninguna razón para pensar que debería ser alguna de aquellas otras cosas tan marav illosas que afirmamos que Él es. No habría fundamento para que fuera omnisciente, absolutamente amante, eterno y los demás atributos basados en Su infinitud. Si Él deja de ser infinito, no hay justificación para creer en ninguno de los atributos comúnmente asociados a Dios. La negación arbitraria de un atributo no produce un Dios finito: No produce nada. Se requiere un sistema coherente, con un fundamento para

aquello que se supone constituy e un Dios finito. Dicho modelo fue propuesto por la corriente de la filosofía procesualista fundada por A lfred North Whitehead, a principios del siglo XX.11 En el sistema de Whitehead, un Dios finito y mutable desempeña el papel de superintendente del mundo, en su proceso continuo de cambio. Para entender la naturaleza de Dios en el sistema de Whitehead, debemos comprender cómo deseaba que pensáramos el mundo. En parte influido por los nuev os descubrimientos de la física moderna, Whitehead ideó una nuev a manera de entender la realidad. En pocas palabras, en v ez de pensar en cosas que cambian, deberíamos pensar en cambios que adoptan la forma de las cosas. Por ejemplo, supongamos que estamos mirando un partido de fútbol. Están los jugadores, los árbitros, los aficionados y los espectadores. Corren, patean, silban, aplauden y gritan. Whitehead pretende que sigamos el camino inv erso y que pensemos primero en las acciones y después en las personas. Observ amos las acciones de correr, patear, silbar, aplaudir y gritar que han adoptado la forma de jugadores, árbitros, aficionados y espectadores. La acción es de primer orden. De hecho, sería correcto afirmar que estamos observ ando «el acontecimiento del partido de fútbol». Este lenguaje extraño pretende mostrar que en el mundo no hay nada más fundamental que el cambio. Whitehead incluso deseaba que pensáramos que todo el univ erso no era más que un gran acontecimiento. ¿Qué es el cambio? Supongamos que hacemos un pastel. Mezclamos los ingredientes y formamos una masa. Colocamos la masa en el horno y , pasados unos minutos, sacamos un pastel. La masa cambió y se conv irtió en un pastel. La masa tiene la potencialidad de conv ertirse en pastel, pero solo fue un pastel después del cambio. El pastel en potencia se conv irtió efectiv amente en un pastel concreto, en otras palabras, la potencialidad de la masa se actualizó cuando se conv irtió en pastel. Todos los cambios pueden entenderse de esta manera. Cuando algo cambia, su potencialidad se actualiza.

Por eso, cuando Whitehead afirma que el mundo es un gran acontecimiento, necesitamos v isualizarlo en términos de un cambio constante. Para ello, el mundo debe consistir de dos partes, o polos: un polo actualizado y un polo en potencia. El polo actualizado es todo lo que es v erdadero del mundo en un momento dado. El polo en potencia son las v astas reserv as de todo lo que el mundo no es pero podría llegar a ser. Como el mundo está siempre cambiando, su potencialidad se actualiza continuamente. Imagínese una flecha en mov imiento perpetuo que v a del lado de las potencialidades al lado actualizado. En esta imagen creada por Whitehead, Dios superv isa el proceso. Tengamos presente que este Dios supuestamente es finito: Él también cambia. Debemos pensar en Dios en los mismos términos en que pensamos el mundo: Él tiene un polo potencial y un polo actualizado (aunque Whitehead los denomina las naturalezas «primordiales» y «consecuentes» de Dios). En todo momento alguna nuev a potencialidad de Dios se actualiza; Él cambia en respuesta a los cambios en el mundo. Como el Dios del deísmo, el Dios procesual no interv iene en el mundo. Es un Dios absolutamente finito. En el partido de fútbol de la realidad, Dios es un aficionado que alienta a su equipo. Le presenta al mundo ideales para ser adoptados como meta; lo atrae para que siga Sus planes; se lamenta si el mundo se aparta, pero no puede hacer que este haga nada. A medida que el mundo cambia, Él también cambia, a fin de persuadir al mundo. Lo que Él quiera que se haga, el mundo debe hacerlo sin Su ay uda directa. Esta cosmov isión ofrece v arias v entajas. Es muy útil para subsanar las dificultades que presentaban otros sistemas. Como el Dios del deísmo, el Dios procesual es el autor de los mandamientos morales, pero nos da libertad plena para obedecer. Sin embargo, esta imagen de Dios no engendra las dificultades del deísmo. Dios no es concebido como un Creador omnipotente; por ende, no hay ninguna inconsistencia entre una creación sobrenatural y la negación de la posibilidad de los milagros. Esta v isión soluciona los problemas del

panteísmo, al mantener una diferencia entre Dios y el mundo. A pesar de ello, el panenteísmo es imposible. Deja de lado un elemento crucial del cambio: la causalidad. Es cierto que todos los cambios son actualizaciones de una potencialidad, pero eso no sucede por sí solo. Intente actualizar el potencial de una masa para transformarla en un pastel sin ponerla en el horno. Un pocillo de café tiene la potencialidad de llenarse con café . . . v eamos si puede llenarse a sí mismo. Por supuesto, no podrá. Los pasteles no se cocinan si nadie los coloca en el horno; los pocillos de café no se llenan solos; las potencialidades no se actualizan por sí mismas. Dondequiera que hay a un cambio, habrá una causa que lo produjo. Quienes creen en un Dios finito v iv en conforme a este principio como el resto de la humanidad. Este hecho a v eces queda opacado por el mito popular según el cual la ciencia moderna ha demostrado que podemos prescindir del principio de causalidad. Nada podría estar más alejado de la v erdad. Sin principios causales, la ciencia pierde su sentido, moderna o no tan moderna. La impresión de que el principio de causalidad y a no rige se debe a dos circunstancias. En primer lugar, a niv el subatómico, no es posible especificar matemáticamente la posición exacta de una partícula sin distorsionar simultáneamente su posición (es el principio de incertidumbre de Heisenberg). Solo se puede aspirar a estimar áreas de probabilidad donde podría estar ubicada una partícula. En segundo lugar, Stephen Hawk ing ha demostrado que, matemáticamente, es posible equilibrar ciertas ecuaciones relacionadas con el Big Bang sin recurrir a una causa que diera origen al univ erso.12 Estas dos circunstancias demuestran que matemáticamente, en ocasiones, las causas no se pueden especificar o no son requeridas. No obstante, a nosotros nos interesa la realidad, más allá de las descripciones matemáticas. Estas conclusiones científicas no aportan la más mínima ev idencia de que alguna v ez un cambio observ ado en la

realidad no requirió una causa. En realidad, absolutamente toda la ev idencia indica lo contrario. Es un principio indispensable admitir que todos los cambios requieren causas, y a sea posible expresarlas como ecuaciones matemáticas o no. El panenteísmo intenta eludir el principio de causalidad. En su v isión, Dios y el mundo están en constante cambio. Las potencialidades se actualizan, pero la causa está ausente. Es una insuficiencia particularmente embarazosa cuando se trata de determinar cómo entendemos a Dios. El panenteísta se enfrenta a la decisión de Hobson sobre cómo entender a Dios. Su Dios es una imposibilidad metafísica de una potencialidad que se actualiza a sí misma (como el pocillo de café que se llena a sí mismo) o es necesario que hay a una causa externa a Dios (un Dios detrás de Dios) que actualice Su potencialidad. Si así fuera, esto significaría que Dios dejó de ser Dios como acostumbramos a reconocerlo. Este es el dilema del panenteísta: Sería un Dios imposible o un Dios que en realidad no es Dios. En última instancia, en la práctica es un ateísmo. Esta última asev eración puede parecer prov ocativ a solo para quienes no conozcan los escritos de los propios panenteístas. Los teólogos procesuales parten de la premisa del secularismo: la idea de que la humanidad podría encargarse bastante bien de sus propios asuntos sin necesidad de Dios. El Dios procesual se incorpora al pensamiento para sustentar principalmente nuestras aspiraciones humanas. Este Dios es sin duda optativ o.13 Como demostramos, en ese sentido Él también es imposible. A modo de resumen de lo que aprendimos en este capítulo, a partir del análisis de las cosmov isiones no teístas, v emos que necesitamos un sistema en que: Dios y el mundo sean distintos; Dios sea infinito y el mundo, finito;

Dios sea trascendente e inmanente al mismo tiempo; Dios sea el autor de las obligaciones morales. En definitiv a, necesitamos el teísmo. Todav ía no demostramos que el teísmo sea v erdadero. Lo único que demostramos es que los sistemas no teístas están plagados de grav es dificultades que nos autorizan a poner en entredicho su v erdad. Si tenemos buenas razones para creer que el teísmo es v erdadero, lo v eremos en el siguiente capítulo. Por el momento, respondamos a los casos con que introdujimos este capítulo. Respuesta al caso 1: Recuerdo lo que le respondí a Gus. Le pregunté directamente si en verdad podía pensarse como una revelación. Lo que deseaba mostrarle era que tenemos una conciencia básica de nuestro carácter finito y no hay viso de filosofía panteísta que pueda ocultar este hecho. Desearíamos ser nuestra propia revelación; más aún, desearíamos ser nuestro propio dios. Sin embargo, cuando somos sinceros con nosotros mismos, no necesitamos que nadie nos diga que la idea de considerarnos seres infinitos es contraria a todo lo que sabemos sobre nosotros. Lo que quiero agregar aquí, además de nuestro análisis anterior sobre el panteísmo, es que cuando afirmo que el panteísmo es contradictorio, no me limito a señalar una cuestión lógica. La idea de que yo debería ser un Dios infinito es contraria también a la experiencia que tengo de mí mismo. Respuesta al caso 2: Los académicos que no guardaron el debido respeto hacia el hombre que planteó una pregunta pertinente tenían razón en un sentido: La esperanza es un ingrediente esencial de lo que significa ser humano. Hay dos tipos de esperanza: la esperanza racional y la irracional. La esperanza racional se basa en realidades, tiene expectativas razonables. La esperanza irracional es mero voluntarismo, sin ningún fundamento. Por supuesto, no hay ninguna ley que prohíba ser optimista, pero no desearía apostar mi destino solo a eso. En cualquier cosmovisión en la que Dios no domina todo y el control queda en manos de los seres humanos, la esperanza no puede ser más que un optimismo ilusorio. Una mirada a la historia del siglo XX nos muestra que los seres humanos son más diestros en echar todo a perder que en arreglar los problemas. ¡Las

cosmovisiones no teístas no sirven de nada! Lo único que ofrecen es una esperanza irracional. Respuesta al caso 3: Difícilmente pase un día en que no veamos la paradoja ilustrada por este episodio. La gente no solo tiene valores, sino que también los predica e intenta imponerlos sin mucho fundamento. Pedimos tolerancia, pero solo dentro de los límites de nuestros intereses y preferencias personales. La ética humanista no obliga a nadie a aceptar y conformarse a sus reglas particulares. Estos valores son, por lo tanto, arbitrarios. Lo que la gente necesita no es un mejor código de ética, sino un fundamento teísta para la ética.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Definir y describir el teísmo. 2. Definir el ateísmo y demostrar (con tres razones) que es una cosmov isión inaceptable. 3. Definir el agnosticismo y demostrar que es insostenible. 4. Definir el deísmo y señalar su inconsistencia esencial. 5. Definir el panteísmo y describir por qué es contradictorio. 6. Definir el panenteísmo e ilustrar por qué es una cosmov isión imposible. 7. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Jean-Paul Sartre, Kai Nielsen, Cornelius Van Til, Francis Schaeffer, T. H. Huxley , Thomas Jefferson, Shirley MacLaine, A lfred North Whitehead. Reflexión sobre las ideas

1. ¿Es posible combinar algunas de las cosmov isiones analizadas en este capítulo? Justifique su opinión. 2. Ejemplifique una o más de las cosmov isiones con imágenes contemporáneas. 3. Estudie los escritos de una persona asociada a una de las cosmov isiones criticadas en este capítulo. ¿Puede ejemplificar los problemas planteados aquí con una ilustración? 4. En diferentes épocas, div ersas cosmov isiones han sido dominantes. Elabore una lista para asociar la popularidad de div ersas cosmov isiones con períodos históricos específicos. ¿A qué se podría atribuir este hecho? 5. ¿Su comprensión de Dios y del mundo ha sido influida por algunas de estas cosmov isiones no teístas? ¿En qué medida puede corregir su perspectiv a? Lecturas adicionales Dav id K. Clark y Norman L. Geisler, A pologetics in the New A ge (Grand Rapids: Bak er, 1990). Norman L. Geisler y William D. Watk ins, Worlds A part, 2.ª ed. (Grand Rapids: Bak er, 1989). Roy ce Gordon Gruenler, The Inexhaustible God (Grand Rapids: Bak er, 1983). 1 Hay una buena descripción biográfica en su ensayo «Existentialism Is a Humanism» en Walter Kaufmann, ed., Existentialism from Dostoevsky to Sartre (Nueva York: World, 1956), 287-311. 2 Kai Nielsen, An Introduction to the Philosophy of Religion (Nueva York: St. Martin’s Press, 1982), 17-42. 3 Cornelius Van Til, The Defense of the Faith (Philadelphia: Presbyterian and Reformed, 1955), 102. 4 Francis A. Schaeffer, The God Who Is There (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1968). El diagrama se encuentra en la p. 61. 5 Para evitar una posible confusión terminológica, necesitamos tener presente una distinción importante entre conocer que Dios existe y tener un conocimiento directo y

personal de Dios. Gran parte del diálogo filosófico legítimo gira en torno a este último concepto. Muchos filósofos postulan que dado que Dios es infinito y nosotros somos finitos, nunca será posible que podamos tener un conocimiento directo de Dios. Yo no estoy de acuerdo con ellos, pero aquí estoy más interesado en mostrar que ese es otro problema completamente distinto. El problema del agnosticismo que tenemos entre manos es una cuestión mucho más básica: si podemos saber que dicho Ser infinito existe. 6 The Jefferson Bible: With the Annotated Commentaries on Religion of Thomas Jefferson (Nueva York: Clarkson N. Potter, 1964). 7 Ibídem, 137. 8 Shirley MacLaine, Out on a Limb (Nueva York: Bantam Books, 1983). 9 Alan Watts, The Supreme Identity (Nueva York: Random House, 1972), 53-56. Ver Baruch Spinoza, The Ethics and Selected Letters (Indianapolis: Hackett, 1982), 31-47. 10 Algunas personas quizás tengan dificultad en aceptar esta aseveración. Al fin de cuentas, ¿acaso la teología cristiana no enseña que Jesucristo es Dios y hombre y, por lo tanto, infinito y finito? La respuesta es negativa, no en el sentido en que la misma realidad es infinita y finita. Según la doctrina cristológica, Cristo es aquel que tiene dos naturalezas, una infinita, una finita. La contradicción existiría solo si dijéramos que Cristo tenía solo una naturaleza que era finita e infinita. Ver mi análisis de este tema en Handmaid to Theology (Grand Rapids: Baker Book House, 1981), 149-57. 11 Alfred North Whitehead, Process and Reality (Londres: Macmillan, 1933). 12 Stephen Hawking, A Brief History of Time (Nueva York: Bantam, 1988). 13 Ver, por ejemplo, John B. Cobb, Jr., God and the World (Filadelfia: Westminster, 1969).

6 La existencia de Dios

La prueba imposible Caso 1: Estaba sentado en el vestíbulo del Seminario Neues Leben en Alemania escribiendo uno de los primeros capítulos de este libro. Helmut, uno de los seminaristas, estaba de turno, ocupado con el arreglo de las sillas y la atención del teléfono en la recepción. Al cabo de un rato, se me acercó y comenzó a preguntarme cómo era el trabajo de profesor en Estados Unidos y qué diferencias había con enseñar en Alemania. Se interesó en lo que estaba escribiendo y se lo dije. —¿Apologética? —repitió—. No estoy seguro de que sirva de mucho. Quiero decir, es obvio, es imposible probar la existencia de Dios.

Sin pruebas de la existencia de Dios Caso 2: Durante mi segundo año en la universidad, pasaba mucho rato en la cafetería del centro de estudiantes. Los que no vivíamos en el campus de la universidad nos sentábamos en las mesas durante los recesos, tomábamos café, fingíamos estudiar y conversábamos sobre los problemas del mundo como si fueran simples contrariedades, sin dudar de nuestras facultades superiores para resolverlos. No demoré en crearme la fama en ese círculo de ser el individuo que pensaba que Jesús era la respuesta a muchos de nuestros problemas. Solían tomarme el pelo bastante seguido, pero de vez en cuando, la conversación adquiría un cariz más serio. Recuerdo un diálogo que mantuve con Donald. —Con todo lo que Dios tiene para ofrecerte —le insté— ¿por qué no quieres entregarle tu vida?

—Sencillísimo —respondió Donald—. No creo que Dios exista, y no hay ninguna prueba para afirmar que exista.

¿Cuál es la causa de Dios? Caso 3: Estaba hablando con un compañero en la mesa de libros cristianos que habíamos armado en el centro de estudiantes. Yo estaba allí para compartir el evangelio; él se detuvo porque deseaba divertirse un poco entre una clase y otra. —¿Por qué debería creer en Dios? —preguntó por preguntar. —Porque Dios es real —respondí—. Tú quieres creer en la realidad ¿no? —Pero ¿cómo puedo saber que Dios es real? —La conversación se desarrollaba según el guion. —Porque sin Dios, no habría ningún mundo. Él es la causa de todo lo que existe. —Está bien. Entonces, tú dices que todo debe tener una causa, y que esa causa es Dios. Pero si todo necesita una causa, ¿cuál es la causa de Dios? ¡Toma! Se marchó, pensando que había triunfado brillantemente.

¿Existe Dios? Seguramente no hay una pregunta más crucial que esta. Sin embargo, muchas personas piensan que no es una pregunta legítima. Según ellas, tendríamos que limitarnos a aceptar una respuesta sin la necesidad de contar con «pruebas» o «argumentos». No obstante, en este capítulo, analizaremos la ev idencia. La cuestión fundamental es que hay dos hipótesis mutuamente excluy entes: Dios, tal como lo describe el teísmo, existe; y Dios, tal como lo describe el teísmo, no existe. En el capítulo anterior procuramos mostrar que tenemos buenas razones para no aceptar la segunda opción. A hora intentaremos demostrar que hay buenas razones para aceptar la primera.

¿Se puede probar la existencia de Dios?

«No se puede probar la existencia de Dios». ¡Cuántas v eces habremos oído esta afirmación! Suelo oírla de parte de personas que nunca han pensado mucho sobre la cuestión. La repiten porque la han escuchado a su v ez de otros. En ocasiones, surge como un pronunciamiento defensiv o para protegerse de desafíos intelectuales. Esta defensa rara v ez v a más allá de una generalización del tipo «¡Dios dejaría de ser Dios si pudiéramos probarlo!». ¿Por qué? Otras v eces, las objeciones a las pruebas de la existencia de Dios son un poco más medulares, como las siguientes. «La Biblia no intenta probar la existencia de Dios». A unque fuera cierto, esta afirmación no es sustancial. Sin duda, Génesis 1:1 no comienza con el argumento ontológico, y me alegro de que no lo haga. Sin embargo, esta constatación no ilegitima la posibilidad de preguntarnos si es razonable creer que el Dios de Génesis 1:1 es real. En realidad, en la Biblia hay buenos indicios que nos llev an a pensar que la creencia en Dios es racional. «El necio ha dicho en su corazón: “No hay Dios”» (Salmos 14:1, NBLH). En v arios pasajes leemos que Dios se nos rev ela en la naturaleza: «Los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos» (Salmos 19:1, RVR1995). «Porque desde la creación del mundo las cualidades inv isibles de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza div ina, se perciben claramente a trav és de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa» (Romanos 1:20, NVI). A unque no constituy en ningún intento directo de probar Su existencia, definitiv amente dejan abierta la posibilidad. «Dios existe, ya sea que podamos probar Su existencia o no». Hubiera preferido no presentar esta objeción si no fuera porque cada tanto me la plantean y con toda seriedad. Por supuesto, la existencia o no existencia de Dios en definitiv a es una realidad objetiv a. No hay argumento en el mundo que pueda cambiar ese hecho. La idea de que la existencia de Dios dependa de nuestros argumentos es

ridícula. Él no necesitaría nuestros argumentos si existiera y nuestros argumentos no lo ay udarían si no existiera. A demás, si Dios existe, dudo que le importe mucho si nuestros argumentos prueban Su existencia. Este planteo es completamente ajeno a la cuestión. Nuestra intención no es hacer que Dios exista gracias a un argumento, sino llegar a una conclusión sobre Su existencia o no existencia. Simplemente deseamos saber si Su existencia es v erdadera. «Los seres finitos no pueden probar la existencia de un Dios infinito». Esta objeción admite dos interpretaciones: los seres finitos no son capaces de probar la existencia de Dios o no deberían probarla. Las analizaremos una por una. Primera objeción: Los seres finitos no son capaces de probar la existencia de Dios. Podemos entenderla en el sentido de que un Dios infinito es por naturaleza demasiado elev ado y , por ende, sería imposible someterlo a nuestras pruebas. Como nuestras mentes son finitas, cualquier prueba que tengamos sobre Él solo consistirá en información finita. ¿Cómo podríamos pretender combinar todas esas cosas finitas y tener un Dios infinito? No podemos tratar a Dios como si fuera un objeto en un laboratorio. Es una buena objeción, pero depende de lo que queramos lograr con el argumento. Sería v álida si lo que intentamos hacer realmente es comprender la esencia de Dios. Eso es imposible, por supuesto. Un ser finito no puede de ningún modo comprender a un ser infinito. Sin embargo, esa no es la finalidad del argumento. Podemos saber que algo existe sin necesariamente comprenderlo. Por ejemplo, una v ez conv ersé con alguien que me mencionó que no entendía las ecuaciones de Maxwell sobre el electromagnetismo, cosa que le perdoné. Había cursado física dos v eces, en la secundaria y en la univ ersidad, y siempre había tenido dificultades para resolv er ese tipo de ecuaciones. No las comprendía. Sin embargo, su insuficiencia no le impedía saber que dichas ecuaciones de Maxwell existían y , en

general, comprendía lo que intentaban demostrar. De la misma manera, podemos ser capaces de demostrar que Dios existe, y entender algunas v erdades sobre Él, sin tener necesariamente que comprenderlo exhaustiv amente. La segunda objeción: Los seres finitos no deberían probar la existencia de Dios parecería implicar, de alguna manera, que con solo intentarlo y a se comprometería la grandeza de Dios. «No se puede aislar a Dios en un tubo de ensay o» afirmaba un libro popular.1 De ningún modo, pero uno se pregunta a quién en sus cabales se le hubiera ocurrido hacerlo. Mostrar que Dios existe no es reducirlo a un objeto más entre muchos otros; es simplemente mostrar que Dios es real. Más de una v ez he oído a algunos proclamar: «Si pudiéramos demostrar la existencia de Dios, Él no sería digno de nuestra adoración». ¿Por qué no? Esa afirmación, además de arbitraria e infundada, es peligrosa. Promuev e la idea de que solo v ale la pena tener una fe irracional. Si así fuera, ¿por qué no conv ertirnos al hinduismo y se acabó el problema? «Demostrar con razonamientos que Dios existe nunca persuadirá a nadie a creer en Dios». Este es un ejemplo específico de un problema común a cualquier argumentación racional. En el capítulo 4 analizamos lo complejo que es el razonamiento humano. Un argumento para ser considerado v álido debe tener premisas v erdaderas y v alidez lógico-formal. Como cuando pensamos no podemos ev adirnos del contexto de las cosmov isiones, un argumento perfectamente v álido podría no ser conv incente para alguien. Es un hecho cotidiano, presente en todo razonamiento humano e intento de persuasión, pero no porque el argumento en sí no sea correcto. Por otra parte, tampoco podemos descartar la posibilidad de que el mismo argumento, en algún otro momento y lugar, sirv a para persuadir a otra persona. Lo que pretendo mostrar con esto es que si prescindiéramos de la argumentación racional porque nos parece que no todos aceptarán nuestro razonamiento, tendríamos que dejar de

razonar unos con otros. No deberíamos dejar de intentar probar la existencia de Dios antes de siquiera comenzar. A demás, es un hecho que algunas personas encuentran que los argumentos para probar la existencia de Dios son efectiv amente persuasiv os. «La razón humana no puede probar la existencia de Dios». Esta objeción aparentemente similar a la tercera tiene un lev e giro conceptual. La tercera objeción se centraba en la diferencia entre los seres finitos e infinitos; esta se concentra en las capacidades inherentes de la razón humana per se. A quí se postula que la razón humana por su naturaleza no puede probar la existencia de Dios. Esta objeción suele presentarse en el contexto del pecado humano: nuestras mentes caídas son incapaces de probar la existencia de Dios. La respuesta más fácil es dejar que el argumento caiga por su propio peso. Si no logramos probar la existencia de Dios por medio de nuestra razón, la objeción podría ser o no ser cierta. Una cosa está clara: Si lo logramos, la objeción es falsa. Si conseguimos ofrecer un argumento v álido (a partir de premisas v erdaderas y mediante operaciones lógicas con v alidez formal), resultará ev idente que la razón humana es capaz de probar la existencia de Dios. No tendría ningún sentido alegar que la razón no puede hacer lo que acaba de hacer.

Lo que hacen las pruebas Hace unos días salí a nuestra pequeña huerta para recoger las primeras frutillas de la primav era, escondida entre cuatro plantas de tomate y doce de rabanitos. Encontré una frutilla madura y grande. La lev anté eufórico, pero me esperaba una desagradable sorpresa. El fruto estaba comido por dentro y su interior era una gran cav idad. A lrededor del lugar donde había estado la frutilla v i unos delgados hilos de baba. Una babosa se había comido mi mejor frutilla. No llegué a v er la babosa, pero estoy seguro de que estaba allí. No deduje su existencia a partir de premisas incuestionables, la inferí por

sus efectos. Si tuv iera que expresar mi razonamiento formalmente, tendría que decir algo en esta línea: Si no hubiera existido una babosa, la frutilla no estaría comida por dentro y tampoco habría ningún rastro de baba. De manera similar, aunque no hay a sido testigo del crimen, un detectiv e puede determinar que el may ordomo cometió el asesinato por los rastros que dejó el culpable. Un químico detecta la presencia de un elemento químico en una solución por los efectos que la solución produce en otros elementos. Mis alumnos saben que estoy en la facultad cuando v en mi automóv il en el estacionamiento. Este es el esquema general con que deseo demostrar la existencia de Dios. No podemos v erificar directamente para «v er» si Él está aquí. Tampoco es posible deducir Su existencia a partir de premisas univ ersalmente admitidas. Sin embargo, es posible determinar si Sus efectos están presentes. En otras palabras, podemos observ ar el mundo y v er si está construido de manera tal que sea razonable creer que debe haber un Dios. Por lo tanto, nuestra primera pregunta debe ser: ¿Cómo es el mundo? Si v emos las marcas de Dios en el mundo, será razonable inferir que Él existe. Ya v imos este patrón de razonamiento cuando estudiamos el argumento teleológico en el capítulo 3. Los efectos señalados en esa ocasión fueron el orden y la armonía presentes en la naturaleza. El argumento infería la existencia de un diseñador en v irtud del aparente diseño presente en el mundo. Recordemos también que el problema con este argumento no reposaba en su estructura lógica, sino en su fundamento epistemológico endeble: si había o no ev idencia del diseño en el mundo era un juicio demasiado arbitrario. No obstante, la metodología de apelar a un creador para explicar lo que observ amos en el mundo es legítima y podemos adoptarla. El argumento «Si no fuera porque . . . » La opción por una metodología que nos obliga a v alidar las hipótesis nos permite cierto grado de flexibilidad en otro aspecto. No

estamos confinados al rigor de la argumentación puramente deductiv a o inductiv a. Por supuesto, no podemos v iolar las ley es de la lógica, pero no necesitamos seguir las reglas formales de la argumentación, así como no lo hacemos en la v ida cotidiana. Tomemos por ejemplo la siguiente sencilla inferencia: «Rick Mears debe ser realmente un buen conductor porque ganó las 500 millas de Indianápolis». Si alguien cuestionara esta afirmación, ¿qué podríamos responder? Podríamos señalar que para ser capaz de ganar la carrera Indy 500, saber conducir bien es una condición necesaria. En un sentido estricto, no es un argumento ni inductiv o ni deductiv o. A pelamos a lo que esperamos sea el sentido común y la experiencia: «Si no fuera porque sabe conducir bien, Rick Mears no hubiera podido ganar la Indy 500». Este tipo de razonamiento se denomina lógica trascendental. La lógica trascendental es un tipo de razonamiento por medio del que descubrimos las condiciones necesarias para determinados fenómenos, sin las cuales estos no serían ciertos. Es una forma de pensar que usamos todo el tiempo. Si me encuentro con alguien que se graduó de Tay lor Univ ersity , sé que pasó una serie de cursos de Biblia porque esa es una condición necesaria para graduarse allí. Si mencionamos el nombre de un presidente estadounidense, podemos estar seguros de que tiene más de treinta y cinco años, porque esa es una condición para ser constitucionalmente electo. Hay div ersas razones para que algo constituy a una condición necesaria. Estas pueden ser puramente lógicas, empíricas, científicas o por consenso, entre otras. En todos estos casos, se llega a la conclusión porque de alguna manera esta representa un requisito necesario para algo. En general, esa será la metodología de nuestro argumento. Intentaremos mostrar que Dios es la condición necesaria del mundo. O, expresado más sencillamente: «Si no fuera porque Dios existe, no habría mundo».

El argumento cosmológico A continuación, presentaremos una forma del argumento cosmológico para demostrar la existencia de Dios. El nombre del argumento deriv a de la palabra cosmos que significa «mundo». La idea es inferir la existencia de Dios a partir de lo que v emos en el mundo. La v ersión que presento aquí es una adaptación del argumento cosmológico de Tomás de A quino.2 Comenzaré con un esbozo del argumento, y luego analizaremos detenidamente cada uno de los pasos y defenderemos cada premisa. En ese momento, definiremos la terminología poco conocida. 1. Hay algo que existe. 2. Las cosas que existen son necesarias o contingentes, una u otra. 3. Un ser necesario tendría que ser Dios. 4. No es posible que el mundo sea un ser necesario. 5. Solo es posible que hay a un ser necesario. 6. A menos que exista un ser necesario, no puede haber seres contingentes. 7. Existe un ser necesario. 8. Por lo tanto, Dios existe. 9. Por lo tanto, solo existe un Dios. 10. El Dios del teísmo existe. 1. Hay algo que existe. Cualquier cosa sirv e. Yo existo. Usted existe. El univ erso existe. Una flor existe. Mi lapicera existe. Ni siquiera tiene por qué ser un objeto material. Si usted duda de esta afirmación, su duda existe, y eso y a es suficiente. En síntesis, si para usted esta afirmación de que hay algo que existe es discutible, y a la interpreta como algo y ese «algo» tendría que existir, y usted tendría que existir para poder interpretarla. Ninguna persona racional debería poner en entredicho esta afirmación.

Quisiera agregar dos comentarios. Primero, me consta que algunas personas racionales efectiv amente dudan de esta afirmación (por ejemplo, los budistas therav adas). A mi entender, no deberían cuestionarla, porque en la medida en que lo hagan, están siendo irracionales. Sin embargo, como es un hecho que la objetan, no puedo ofrecerla como un punto de partida indisputable, como lo requiere el racionalismo. Presento esta afirmación sabiendo que la abrumadora may oría de mis lectores la acepta. Si existiera entre mis lectores algún budista therav ada que no la aceptara, su propia existencia confirmaría mi punto. Los budistas therav adas existen. Segundo, quisiera recalcar que esta afirmación es diferente a la famosa declaración de René Descartes: «Pienso, luego existo».3 A nalizamos a Descartes en el capítulo 3, como un proponente del argumento ontológico. En dicho argumento, Descartes comienza por dudar que pueda conocer algo. Luego razona que como está dudando, debe estar pensando; y como está pensando, debe existir para poder pensar. Los filósofos han tomado partido con respecto a este argumento. Podríamos decir mucho más al respecto, pero mi premisa no tiene un propósito tan ambicioso como la de Descartes. Yo no pretendo probar la existencia de nada con mi afirmación. Simplemente afirmo una v erdad razonable: que hay algo que existe. Si quisiéramos, podríamos contentarnos con que «mi duda existe». A cordemos que hay algo que existe. 2. Las cosas que existen son necesarias o contingentes, una u otra. Contingente significa «dependiente de otra cosa»; necesario significa «totalmente independiente de todo lo demás». Si se lo piensa, nos damos cuenta de que estas propiedades son mutuamente excluy entes. Si algo es contingente, no puede ser necesario; y v icev ersa. A quí tenemos un hecho de lógica. Supongamos un par de propiedades realmente contradictorias. Por ejemplo, recuerde que a

pesar de lo que nos enseñaron en la escuela, el opuesto de «perro» no es «gato», sino «no perro», todo lo que no sea un perro. Es un hecho que todo lo que existe en el mundo debe tener una u otra de las propiedades de este binomio. Todas las cosas en el mundo son un perro o no lo son. Todas las cosas en el mundo son un jugador de béisbol de la liga may or, o no lo son; son azules, o no lo son; son carnív oras o no, y así podríamos seguir. Por supuesto, cuando afirmamos esto no estamos haciendo ningún juicio específico sobre ninguna cosa en particular concerniente a qué categoría corresponde asignarla (sería factible que no pudiéramos determinar si un animal en el zoológico pertenece a la raza canina o no) ni a la distribución total de los miembros entre una opción y otra en el univ erso (no sabemos la cantidad total de perros que hay en el mundo). Dado cualquier par de oposiciones, siempre es posible que todos, ninguno o cualquier cantidad parcial corresponda a una u otra opción. En otras palabras, todav ía desconocemos cuántas cosas son perros en oposición a las que no lo son, ni sabemos cuántas cosas son azules en oposición a las que no son azules, etc. Lo único que sabemos con certeza es que todo debe ser una cosa o la otra. La dicotomía contingente/necesario representa un par de oposiciones de este tipo. Como v eremos con más claridad, son nociones contradictorias, mutuamente excluy entes. En consecuencia, una o la otra debe ser cierta para todas las cosas en el univ erso. Para ser más específico, cuando me refiero a un ser contingente,4 quiero decir que es un ser dependiente. Existe por la influencia que otros seres ejercen sobre él. Entre dicha influencias incluimos estas tres: Un ser contingente tiene una causa. Recordemos la diferencia actualidad/potencialidad que mencionamos al final del último capítulo. Un ser contingente es aquel que actualizó su potencialidad de existir. Esa actualización requirió una causa. La causa tuv o que haber sido otro ser, y a que no hay nada que pueda ser causa de su propia existencia. Recuerde: Los pocillos de café no se llenan solos; y las potencialidades

no se actualizan por sí mismas. Por ejemplo, mi existencia se debió a una causa, en gran medida, a mis padres. Un ser contingente es sustentado. No podría continuar existiendo si no fuera por determinadas causas que sustentan su existencia. Por ejemplo, la continuidad de mi existencia es posible, entre muchos factores, gracias a los alimentos que consumo, los medicamentos que tomo y las ley es del univ erso al que pertenezco. Un ser contingente está determinado. Los seres contingentes obtienen de causas externas no solo su existencia, sino también la especificación de sus características. Yo no elegí ser muchas cosas que soy (soy hombre, nací en A lemania, soy blanco, y tengo div ersas aptitudes y actitudes); las tengo impuestas por mis causas y factores sustentadores. Como tarea les dejo la pregunta sobre si es posible que un ser contingente reúna solo una o dos de estas tres categorías (y o me inclino a pensar que no). Para nuestros propósitos, podemos conformarnos con una respuesta mínima y simplemente decidir que cualquier ser que corresponda a una de estas categorías (que tenga una causa, que sea sustentado o que esté determinado) será considerado un ser contingente. Por definición, entonces, diremos que un «ser necesario» es algo que no corresponde a ninguna de estas categorías. Por el momento, no necesitamos admitir la idea de que un ser necesario realmente exista. Nos limitamos a afirmar que si existiera, por definición, tendría que reunir las siguientes cualidades: No tendría una causa, no sería sustentado por nada fuera de sí mismo y no estaría determinado por factores externos. Tendría una existencia totalmente independiente de los demás seres. ¿Puede un ser tener algunos aspectos contingentes y otros necesarios? No, según nuestra definición. Tan pronto como algo reuniera algunos de los criterios propios de un ser contingente, dejaría de corresponder a la categoría de un ser necesario. Un ser parcialmente necesario es una imposibilidad. He propuesto deliberadamente una definición rigurosa de un ser

necesario. ¿Es posible que exista algo con esas características? La respuesta a esta pregunta deberá aguardar que completemos el argumento. Mientras tanto, se mantiene en pie la disy untiv a lógica: Todas las cosas que existen son necesarias o contingentes, una u otra. Dependen de algún modo de otros seres, por más lev e que sea esa dependencia (en cuy o caso son contingentes) o no proceden absolutamente de nada (no tienen ninguna causa) y son independientes (en cuy o caso son necesarias). 3. Un ser necesario tendría que ser Dios. A estas alturas del argumento, todav ía no sabemos si hay un ser necesario. Podemos analizar las propiedades para establecer que si dicho ser existiera, sería el tipo de ser que llamamos «Dios». Según nuestra definición, un ser necesario no tiene causa, no es sustentado y no está determinado. Existe sin depender para nada de factores o influencias externas. Esta idea no excluy e la posibilidad de que, si así lo quisiera, pudiera responder a otros seres, pero no los necesitaría ni sentiría ninguna obligación hacia ellos. Dicho ser necesario sería: independiente; ilimitado; infinito; en realidad, es sinónimo de «ilimitado»; eterno, no sujeto a ninguna restricción temporal; omnipresente, no sujeto a ninguna restricción espacial; inmutable, no cambia; puro ser actual, no tendría ninguna potencialidad; en posesión de todas sus propiedades de manera igualmente ilimitada. Por ende, si pudiéramos demostrar que tiene poder, conocimiento y bondad, debería ser omnipotente, omnisciente y omnibenev olente. En definitiv a, esto significa que el ser necesario tendría todas las

propiedades que normalmente asociamos con Dios. Usted y y o, ante un ser que no tiene causa y es independiente, infinito, eterno, omnipresente e inmutable, lo reconoceríamos de inmediato como Dios. Hay quienes rechazan esta v ía de argumentación y cuestionan nuestro derecho a llamar «Dios» a un ser necesario. Según ellos, solo porque tiene todos los atributos comúnmente asociados con Dios no significa que sea Dios. La objeción tiene cierta v alidez lógica, pero esta se disipa a la luz del uso habitual del lenguaje. ¿Podríamos llamar a un ser que no tiene causa y es independiente, infinito, eterno, omnipresente e inmutable de otra manera que no fuera «Dios»? Si estos atributos no son suficientes, ¿cuáles lo serían? El lenguaje no es estático, y no es posible proscribir arbitrariamente una palabra si es la única apropiada. Una cuestión completamente diferente es si un ser necesario es el Dios v erdadero. ¿Es el Dios a quien adoramos en la iglesia, que se rev eló en las Escrituras y que env ió a Su Hijo a morir por nuestros pecados en la cruz? Todav ía no es posible dotar al ser necesario con esa identidad. A ntes tendremos que ofrecer más argumentos. A ún no podemos afirmar que un ser necesario existe. Hemos mostrado que, hipotéticamente, si uno existiera, sería Dios. 4. No es posible que el mundo sea un ser necesario. A lgunas personas, para procurar detener el av ance del argumento cosmológico, admiten que un ser necesario existe, pero insisten en que este ser necesario es el mundo. Si consideramos todo el argumento que v enimos desarrollando, resulta claro que esta opinión no es una alternativ a v iable. Concluir que el mundo es el ser necesario sería lo mismo que equiparar el mundo a Dios. Sería panteísmo y , como probamos en el capítulo 5, esta v isión de la realidad es imposible porque es contradictoria. Por supuesto, quienes sostienen que el mundo es el ser necesario, por lo general no pretenden suscribirse al panteísmo y esta imputación les desagradaría. Se debe a que en nuestra época contemporánea pocas personas se ocupan profundamente de la

metafísica. Muy pocos se han detenido a pensar en las implicancias de sus juicios, pero eso no significa que no deban hacerse responsables de sus opiniones. A firmar que el mundo es un ser necesario, es adherirse a la imposibilidad metafísica del panteísmo, téngase o no conciencia de ello. 5. Solo es posible que hay a un ser necesario. Todav ía no estamos en condiciones de afirmar que hay un ser necesario. Con esta premisa intentaremos probar que si hay uno, ese es el límite. No puede haber más que uno. Si suponemos que si dos cosas son diferentes, tienen que tener algo que las diferencie. Si no difieren, tienen que ser una y la misma cosa. Gottfried Wilhelm Leibniz, un filósofo del siglo XVII, llamaba a esto el principio de la identidad de los indiscernibles. A modo de ilustración: Supongamos que usted y una amiga se ponen a conv ersar sobre la gente que conocen en otra univ ersidad. Usted le comenta que conoce a alguien llamado A aron Huxtable. Estudia administración, tiene un Ferrari rojo, está saliendo con una muchacha llamada Imogene y tiene un lunar en su mejilla derecha. Su amiga dice que ella también conoce a un A aron Huxtable en la misma univ ersidad. Él también estudia administración, tiene un Ferrari rojo, está saliendo con Imogene y tiene un lunar en su mejilla derecha. ¿Se quedarían sentados y marav illados de que hay a dos personas tan semejantes en la misma univ ersidad? ¡De ninguna manera! Concluirían que se trata del mismo indiv iduo. Usarían el principio de la identidad de los indiscernibles. Dado que las dos descripciones concuerdan en todo sentido, las dos cosas a que hacen referencia deben tener la misma identidad. Por supuesto, este principio rige estrictamente solo en una situación ideal, en la que realmente no hay a diferencias entre dos objetos referidos. Basta con que uno de ellos tenga una propiedad que el otro no tiene para que no sean idénticos. Los gemelos no son idénticos en este sentido. A un cuando puedan ser asombrosamente parecidos, como es el caso de algunos gemelos, difieren en un aspecto importante: son diferentes porciones de materia y ocupan diferentes

coordenadas espaciales. Si no fuera así, tendríamos que reconocerlos como un único indiv iduo. Según este principio, ¿sería posible que existieran dos seres necesarios? Veamos por qué no es posible. En primer lugar, en conformidad con nuestro principio, para que hay a dos seres necesarios, deberían tener alguna propiedad diferente. Uno de los seres necesarios debería tener una propiedad que al otro le falta (o v icev ersa). Dada nuestra definición de un ser necesario, ese caso es imposible. Un ser necesario es ilimitado; no puede carecer de ninguna de las propiedades de su categoría y no puede tener anexada ninguna propiedad contingente externa. En consecuencia, un ser necesario debe tener todas las propiedades que corresponden a esa categoría, ni una más ni una menos. Por lo tanto, estos dos seres necesarios no tendrán propiedades que los diferencien, y solo es posible que hay a un ser necesario. Una brev e acotación respecto a una confusión que a v eces surge concerniente a esto. ¿A caso la teología cristiana no enseña que hay tres seres necesarios, el Padre, el Hijo y Espíritu Santo, la Santa Trinidad? ¿No sería una doctrina contraria al principio de la identidad de los indiscernibles? La respuesta es que la doctrina de la tri-unidad no enseña que hay a tres Dioses. Son tres personas en el mismo Dios; se trata de un solo ser necesario.5 6. A menos que exista un ser necesario, no puede haber seres contingentes. Llegamos ahora al punto crucial del argumento, mostrar por qué debemos creer en la existencia de un ser necesario. Como surge de la formulación de esta premisa, «a menos que . . . », usaremos la lógica trascendental. Demostraremos que la existencia de un ser necesario es una condición necesaria para que hay a seres contingentes. 1. Supongamos que usted observ a los candelabros suspendidos en una oscura catedral gótica. No alcanza a v er el cielorraso y se pregunta cómo estará colgado el candelabro. Si alguien le dijera que cuelga del último eslabón de una cadena, esa respuesta no lo satisfará.

Si le señalan que el último eslabón pende de otro eslabón, tampoco quedará conforme, porque usted sabe que las cadenas no cuelgan solas en el aire. La cadena debe tener algo que la afirma al cielorraso, sin importar su largo. Si no fuera porque la cadena está suspendida de un gancho que no depende de la cadena, no podría colgar del cielorraso. 2. Supongamos ahora que a usted le interesan los trenes. Mientras conduce por una autopista que corre paralela a las v ías del tren, a su lado v a pasando un largo tren de carga. Se pregunta en v oz alta quién tira del furgón de cola. Su acompañante le informa que lo tira el v agón que v a delante de él. Por supuesto, usted sabe que los v agones no se tiran a sí mismos, y le pregunta qué tira de ese v agón. Nuev amente, si le informan que son los v agones que v an delante en forma sucesiv a, esa respuesta no lo conformará. Usted sabe que tiene que haber una locomotora. Si no hubiera algo que tirara del tren sin ser tirado por él, el tren no podría mov erse. 3. Volv amos a recordar los pocillos de café que no se pueden llenar a sí mismos. Si tengo un pocillo de café y deseo saber de dónde salió el café, no quedaré satisfecho si me informan que la potencialidad del pocillo de ser llenado fue actualizada. ¿Qué si le digo que el café estaba en otra taza y que y o lo v ertí en ese pocillo? Usted querrá saber de dónde salió el café de la otra taza. Multiplicar tazas para crear una cadena interminable de tazas de café que se v ierten de una taza en otra no serv irá. Poco importa cuánto nos pasemos v ertiendo café de aquí para allá. Tiene que haber una fuente primaria del café, una máquina de café o una cafetera. Sin ese origen para el café, no podría haber café en ninguna taza ni pocillo. Estas ilustraciones muestran que a v eces no puede haber una serie de ev entos u objetos sin algo que dé origen a todo el conjunto. Sin una causa original, no habría nada. A unque podemos imaginar la cadena, el tren o la sucesión de tazas de café en una serie regresiv a infinita, en realidad esto no es cierto. Un tren con una cantidad infinita de v agones sin una locomotora no estaría en mov imiento. Una cantidad infinita de eslabones sin un gancho que los sostengan, sería una cadena

en el piso. Una cantidad infinita de tazas de café sin una cafetera, estarían v acías. Los filósofos afirman que en estos casos no es posible una regresión infinita.6 La causa que no tiene causa Consideremos ahora otra serie: una cadena de seres contingentes. Por su propia naturaleza, un ser contingente necesita haber sido causado por otro ser. Es una potencialidad que fue actualizada, y como una potencialidad no puede actualizarse a sí misma, requiere una causa externa que la actualice. Por supuesto, la causa no puede ser algo posible sino actual, concreto. Por lo tanto, si fuera un ser contingente, también debería tener una causa. Este encadenamiento de causas causadas podría, en teoría, prolongarse por un largo tiempo, pero no puede continuar indefinidamente. No puede haber una regresión infinita de causas causadas. Si no fuera porque algo hizo comenzar la cadena de actualidades sin haber sido actualizado, no puede haber ninguna actualidad. ¿Por qué no? ¿Por qué no es posible que esta cadena de causas contingentes exista simplemente como un hecho dado sin necesidad de una causa externa? Porque dicha ev entualidad conv ertiría al conjunto de seres contingentes en un ser necesario; y esto no es posible por dos razones. Primero, no tiene sentido pensar que la sumatoria de muchos seres contingentes resultaría en un ser necesario. Segundo, si admitiéramos que la totalidad de los seres contingentes es un ser necesario tendríamos, a lo sumo, un panteísmo: la cosmov isión que anteriormente desechamos por contradictoria. Por lo tanto, es preciso que hay a un ser necesario, un ser que además de existir, es causa de la existencia de todos los seres contingentes. Este ser en sí mismo, en tanto ser necesario, es sin causa. Un corolario inmediato de esta conclusión es que no se puede dar lo que no se tiene. La causa de los seres debe tener aquellas cualidades positiv as que infunde en sus efectos. Por supuesto, aún seguirá siendo un ser infinito y , por lo tanto, omnipotente, omnisciente,

omnibenev olente, etc. Todas las propiedades intrínsecamente positiv as que constatemos en la creación reflejan, en última instancia, la naturaleza del creador. Si hay amor en la creación, procede del creador. Si hay belleza, la infundió el creador. En consecuencia, el creador es sumamente amoroso y bello. Otra propiedad deriv ada de esta causa es la condición de persona. Esta condición es una característica del mundo impartida por el creador. Es más, v aloramos la noción de que no somos meros organismos biológicos: somos personas. Por lo tanto, la causa primaria debe ser personal por excelencia (en el sentido de ser persona). Establecido este punto, a partir de ahora podemos usar el pronombre personal «él» para referirnos a la causa que no tiene causa.7 La confusión del Profesor Edwards La fuerza de nuestro argumento resultará más clara si la confrontamos con una crítica que se le hace y procedemos a defenderla. Paul Edwards, un filósofo contemporáneo, ha cuestionado una de las imágenes que usamos para explicar y fundamentar este argumento.8 Sugiere que la imagen de un tren de carga está fuera de lugar. Cada una de las causas indiv iduales tiene integridad propia y , por tanto, deberíamos pensar en una serie de locomotoras unidas entre sí. No necesitaríamos una primera locomotora, y toda la cadena av anzaría por sí misma. Esta sugerencia rev ela una confusión común sobre esta cuestión. Para aceptar que la imagen sea v álida, cada ser causante debe ser por sí mismo sin causa: un ser necesario. Concebir a todo el mundo como múltiples seres necesarios es demasiado problemático, como y a v imos, para requerir una refutación adicional. 7. Existe un ser necesario. Comenzamos afirmando que hay algo que existe, y que deberá ser necesario o contingente, una cosa o la otra. Si es necesario, nuestra búsqueda acabó: demostramos que existe un ser necesario. Si es contingente, debe haber un ser necesario y a que

demostramos que no puede haber seres contingentes si no existe un ser necesario. Por lo tanto, en ambos casos, existe un ser necesario. 8. Por lo tanto, Dios existe. Como mostramos que un ser necesario es lo que corresponde llamar Dios, podemos afirmar que Dios existe. 9. Solo existe un Dios. Hemos demostrado que Dios, en tanto ser necesario, existe. También demostramos que solo puede haber un ser necesario. Por lo tanto, solo puede haber un Dios. 10. El Dios del teísmo existe. No es de extrañar que las características de un ser necesario corresponden a los atributos del Dios del teísmo. Por lo tanto, el Dios del teísmo, el supuesto objeto de todo este análisis, existe. Expresado de una forma que se corresponda con nuestra metodología: Dada la existencia del mundo, es más plausible creer que el teísmo es v erdadero que creer que no lo es.

¿Qué hemos hecho? Desde que comencé a escribir este capítulo, hace dos semanas, y ahora, en que estoy escribiendo esta oración, me han dicho por lo menos una decena de v eces: «¡No puedes probar la existencia de Dios!». En ningún momento me ofrecieron una buena razón. Me animo a sugerir que, con las limitaciones anteriormente mencionadas, hemos ofrecido una demostración racional de la existencia de Dios. Si Dios no existiera, no habría mundo. ¿Cuál es el v alor práctico de este argumento? Hemos elaborado y precisado un argumento meticuloso que esperamos sea correcto en todos los sentidos. Fuera del ámbito académico formal, no me imagino en qué otro lugar podría presentarlo premisa por premisa. ¿Por qué ocuparnos, entonces, con tanto trabajo? Quisiera sugerir tres razones. En primer lugar, hemos ofrecido una respuesta racional a una pregunta racional, a saber: ¿Es racional creer en la existencia de Dios? Como respuesta desarrollamos un argumento para mostrar que sí lo es.

No hicimos que Dios existiera, ni tampoco dedujimos la existencia de Dios. Hemos mostrado que la ev idencia respalda claramente que Él existe. Seguidamente, intentamos elaborar un argumento lo más completo posible. Por eso recurrimos a los conceptos de la lógica trascendental y al principio de la identidad de los indiscernibles. Estas dos nociones no son de uso corriente, y no pretendo que lo sean; pero sirv ieron para mostrar que nuestro argumento puede resistir un riguroso escrutinio técnico. Si estas cuestiones técnicas llegaran a aflorar, tenemos una respuesta. Si estos conceptos no contribuy en a la discusión, no necesitamos plantearlos. Por último, hemos expuesto una característica fundamental sobre el mundo: Necesita un Dios. En la may oría de las conv ersaciones, este será el elemento al que quiero apuntar. Supongamos que alguien dijera: «¡Pruébeme que Dios existe!». Su primera respuesta debería ser: «¿Qué aceptará usted como prueba?». Si la persona responde con sinceridad (aunque esto solo sucede en contadas ocasiones): «Quiero que me dé un argumento racional de la existencia de Dios», podría desarrollar algo en esta línea: «Cuando observ o la naturaleza de lo que existe en el mundo, me resulta claro que si no fuera porque hay un Dios que lo creó, el mundo no podría existir». Noten que no comenzaría con un ser necesario, contingente, con la actualidad, la potencialidad, el panteísmo y todo lo demás (salv o que me encontrara en un ámbito de mucho rigor). En cambio, a medida que la conv ersación av anza y mi amigo cuestiona alguno de los puntos, y o estaría preparado para ofrecer la explicación requerida. Estos conceptos solo nos ay udan a analizar la única v erdad básica en torno a la cual se construy e este argumento: Si Dios no existe, no habría mundo. O, expresado por la negativ a: Si usted piensa que puede observ ar el mundo sin v er a Dios detrás de él, no está observ ándolo bien. A ntes de continuar, sería conv eniente que repasara si entendió la idea principal de la argumentación presentada en este capítulo. Vuelv a a

leer los casos introductorios para v er si sabría cómo responderlas. Respuesta al caso 1: Para mi sorpresa, cuando le expliqué a Helmut más detenidamente lo que estaba haciendo, no tuvo ningún problema. Generalmente, la conversación no es tan fácil. Me resulta un gran misterio que los cristianos se resistan con tanta vehemencia a la idea de que la existencia de Dios pueda demostrarse con la razón. Si bien es cierto que hay objeciones, como las mencionadas anteriormente, esta resistencia parece ser más profunda. Solo se me ocurre pensar que temen que las vicisitudes de la razón hagan peligrar su fe. Quisiera asegurarles a estos hermanos y hermanas que el mismo Dios que creó el mundo es también el creador de nuestras mentes. Respuesta al caso 2: Este capítulo lo escribí para responder precisamente a este tipo de situaciones. El argumento cosmológico probablemente nunca convertirá a un ateo en maestro de escuela dominical de la noche a la mañana. Sin embargo, es una respuesta meditada frente a la ligereza con que algunos rechazan el teísmo por infundado. La mayoría de los cursos de filosofía introductorios y las lecturas recomendadas incluyen una sección que bien podría caracterizarse como «cómo reírse de las pruebas de la existencia de Dios». Los profesores escépticos enseñan a los estudiantes a burlarse de los argumentos teístas y a dar por sentado que no sirven. Por lo menos, hemos intentado mostrar que están equivocados. Respuesta al caso 3: La objeción planteada en esta conversación es ilustrativa de un gran problema presente en algunas versiones del argumento cosmológico, pero no en el nuestro. En ningún momento afirmamos que «todo necesita tener una causa». Si lo hubiéramos hecho, sería sin duda irracional sostener que Dios es una excepción. Lo que postulamos es que todos los seres son contingentes o necesarios, una cosa o la otra. Luego mostramos que los seres contingentes necesitan tener una causa. Un ser necesario, por definición, es sin causa. Esta objeción, por lo tanto, nunca podría esgrimirse contra nuestro argumento.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder:

1. Mencionar cinco objeciones a la posibilidad de probar la existencia de Dios y mostrar por qué no sirv en. 2. Describir exactamente lo que un argumento a fav or de la existencia de Dios puede hacer y qué cosas no. 3. Definir la «lógica trascendental» y explicar por qué sirv e como método para argumentar la existencia de Dios. 4. Explicar el argumento cosmológico con sus propias palabras. 5. Diferenciar entre un ser contingente y un ser necesario. 6. Mostrar por qué un ser necesario es Dios. 7. Demostrar por qué el mundo no puede ser un ser necesario. 8. Explicar el principio de la identidad de los indiscernibles y cómo opera en el argumento cosmológico. 9. Demostrar por qué es imposible una regresión infinita de seres contingentes. 10. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Tomás de A quino, Gottfried Wilhem Leibniz, Paul Edwards. Reflexión sobre las ideas 1. Hemos estudiado v arios argumentos a fav or de la existencia de Dios. ¿Qué tienen en común? 2. En este capítulo presenté una v ersión particular del argumento cosmológico. No es la única manera de formularlo. ¿Se le ocurren otras v ariantes del argumento, y a sean propias u obtenidas mediante una consulta bibliográfica? 3. Elabore una lista detallada de todas las características de Dios que pueden compilarse simplemente porque Su identidad es una causa que no tiene causa. 4. Por medio de lecturas adicionales, encuentre algunas

objeciones al argumento cosmológico formuladas por otros escritores. Determine si el argumento presentado en este capítulo se mantiene en pie o no. 5. En este libro, el argumento cosmológico representa el intento de argumentar la racionalidad del teísmo. Supongamos que alguien descubriera un v icio fatal en este argumento. ¿Significará la derrota definitiv a del teísmo? ¿De qué otra manera se podría elaborar un argumento racional a fav or del teísmo? Lecturas adicionales Donald R. Burrill, ed., The Cosmological A rguments (Garden City , NY: Doubleday , 1967). Norman L. Geisler y Winfried Corduan, Philosophy of Religion, 2.ª ed. (Grand Rapids: Bak er, 1988). John Hick , ed., The Existence of God (Nuev a York : Macmillan, 1964). J. P. Moreland y Kai Nielsen, Does God Exist? (Nashv ille: Thomas Nelson, 1990). 1 Barbara Jurgensen, Quit Bugging Me (Grand Rapids: Zondervan, 1968). 2 Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, cuestión 2, artículo 3. Disponible en http://hjg.com.ar/sumat. 3 René Descartes, Discurso del método, trad. Antonio Gual Mir (Madrid: EDAF, 1982), 66. 4 Es probable que la palabra «ser» resulte ambigua. Con este término quiero significar aquello que existe, una cosa, una entidad, algo que es. Puede ser personal o impersonal. 5 Desarrollo las cuestiones filosóficas concernientes a la doctrina de la Trinidad en Handmaid to Theology (Grand Rapids: Baker, 1981), 157-66. 6 Es de suponer que una regresión infinita es posible en otros campos, como las funciones autorreferenciales en matemáticas. De todos modos, si fuera así, no es pertinente para los ejemplos ni para nuestro argumento cosmológico. 7 En los últimos años se ha debatido mucho respecto al género que debemos emplear para referirnos a Dios. ¿Por qué no hablar de «Ella» en vez de pensarlo como «Él»? ¿O de una combinación de ambos? ¿O de algo intermedio? Quisiera aclarar mi posición. Dios no es un ser masculino. El uso de «Él» para referirnos a Dios no es una glorificación de los varones ni de la masculinidad. En la Biblia, sin embargo, Dios se reveló a sí mismo por medio de imágenes masculinas y a través del género gramatical masculino. Como es la única revelación con que contamos, entiendo que es vinculante. Sin embargo, lejos de exaltar la masculinidad humana, Dios juzga a los varones humanos pecadores.

8 Paul Edwards, «The Cosmological Argument» en Donald R. Burrill, ed. The Cosmological Arguments (Garden City, NY: Doubleday, 1967), 100-123.

7 Dios y el mal

El holocausto Caso 1: Mi familia se mudó de Alemania a Estados Unidos cuando tenía trece años. Mi hermano y yo estábamos encantados con la posibilidad de conocer y cultivar la amistad con varios compañeros de clase judíos, una experiencia nueva para nosotros. Asistíamos a la escuela de verano y solíamos regresar a casa en bicicleta con Randy, uno de nuestros amigos. Un día nos invitó a su casa para almorzar. Comimos unos sándwiches y conversamos sobre nuestros respectivos mundos. Cuando tocamos el tema de la religión, Randy comentó: —Nosotros somos ateos. Como no entendía la palabra en inglés, él me aclaró: —No creemos que Dios exista. Si existiera, no podría haber permitido que mataran a tantos judíos en la guerra.

Desde lo más profundo Caso 2: Trabajaba como pastor en una pequeña congregación y me llamaron para visitar una anciana en el hospital. Le acababan de amputar su segunda pierna. Por supuesto, se sentía muy deprimida. Cuando entré en su habitación, las lágrimas le corrían por las mejillas. Tenía la mirada fija en su Nuevo Testamento, un ejemplar con tipografía grande. Se sentía defraudada por el Dios a quien había servido fielmente durante su vida, y se preguntaba si Él habría dejado de cumplir Sus promesas.

A dán y Eva

Caso 3: Otra noche de sábado, otro café, esta vez era el Pilgrim’s Cave en Washington, D.C. Ya era casi medianoche y me tocaba interpretar el último bloque musical. Después de las clásicas baladas de Peter, Paul, and Mary y algunas de Bob Dylan, concluí con algunas canciones cristianas que había compuesto hacía poco. Con aquella manera de hablar que teníamos en los sesenta, les dije a los presentes: —Si alguien quisiera dialogar sobre lo que estoy cantando, nos sentamos a conversar, y vemos cómo nos va. (¡Fantástico!). Cuando terminé de cantar, dos parejas de más o menos mi edad me llamaron para conversar. Me dijeron que yo las había hecho pensar sobre Dios, pero que había algo que no entendían, y querían conocer mi opinión. Si había un Dios, ¿por qué permitía que hubiera hambrunas, terremotos, enfermedades y otras catástrofes naturales? (Yo, encantado). —No culpen a Dios —les expliqué—. Dios creó un mundo perfecto. Pero cuando Adán y Eva se volvieron contra Dios, arrastraron con ellos a todo el mundo. La culpa es nuestra, no de Dios.

¿Dónde estaba Dios? Caso 4: Hace unos años, Taylor University —la universidad donde enseño—, fue conmovida por una verdadera tragedia. Toni, una de las estudiantes, aparentemente había saltado desde la ventana de uno de los pisos superiores. Mientras sus compañeras todavía lloraban su pérdida, me tocó enseñar la unidad sobre el problema del mal en nuestra clase de apologética. Sabiendo lo que podía suceder, hice lo mejor que pude para presentar la naturaleza del problema con mucha delicadeza. A pesar de todos mis esfuerzos, obtuve la reacción que esperaba evitar. Después de explicar brevemente el poder y el dominio de Dios sobre el mundo, Jackie, una amiga íntima de Toni, saltó con una mezcla de dolor, temor, desafío y recriminación, y dijo bruscamente: —¿Está diciendo que Dios pudo haber evitado que Toni saltara, pero no lo hizo?

En el último capítulo argumentamos a fav or de la v iabilidad del teísmo (la creencia en Dios). A ntes de continuar, necesitamos asegurarnos de que nuestra v isión está bien fundamentada y que no adolece de las mismas deficiencias que criticamos en otras cosmov isiones. Si el teísmo tuv iera alguna inconsistencia interna, no habríamos progresado en absoluto.

A lgunas personas creen que han encontrado precisamente esa incongruencia en la incompatibilidad entre el Dios todopoderoso y todo amoroso del teísmo y la innegable realidad de mal que hay en el mundo.

Algunas restricciones Hay un asunto crucial que conv iene aclarar desde el principio. Nos proponemos considerar el problema del mal desde el punto de v ista intelectual, a fin de establecer en términos racionales si la realidad del mal es incompatible con el Dios del teísmo. El problema del mal tiene también otro aspecto, el psicológico o personal. En el transcurso de la v ida, experimentamos div ersas formas de sufrimiento, las que podrían llev arnos a preguntar por el sentido de nuestra v ida y dudar del amor personal de Dios hacia nosotros. A l atrav esar esas crisis, las respuestas intelectuales al problema del mal tal v ez tengan un v alor limitado. En dichas ocasiones es mucho más prov echoso el apoy o emocional, espiritual y psicológico que una discusión racional de cuestiones conceptuales. Sin embargo, esto no significa que el análisis que nos proponemos hacer sea inútil. Solo significa que su utilidad está limitada por su alcance: dar una respuesta racional a una pregunta racional. No creo que dicha respuesta por sí sola ofrezca consuelo emocional; pero, ¿acaso una falsedad brindaría más consuelo auténtico?

Un ejemplo y una metodología El problema del mal se plantea en principio como el problema de una aparente inconsistencia. Recordemos cuándo se configuraba una inconsistencia (como la describimos en el capítulo 5). Tenemos una inconsistencia cuando intentamos afirmar dos enunciados que no pueden ser v erdaderos al mismo tiempo, aunque ambos podrían ser falsos. El siguiente par de enunciados parece ser inconsistente:

1. Soy dueño de un flamante Porsche. 2. No tengo un automóv il para ir al colegio por la mañana. En principio, parecería que ambas afirmaciones no pueden ser v erdaderas. Si tengo un Porsche, tendría que poder ir en automóv il al colegio; si no tengo v ehículo propio, no puedo tener un Porsche. ¿Qué hacemos normalmente ante este tipo de afirmaciones? La solución más fácil sería mostrar que una u otra es falsa: No tengo un Porsche o efectiv amente tengo locomoción propia. La inconsistencia desaparece y el problema queda resuelto. Pero ¿qué si tenemos buenas razones para creer que ambas afirmaciones son v erdaderas? En dicho caso, haríamos lo que la may oría de los lectores seguramente y a han hecho, procurar encontrar algún tipo de explicación que dé cuenta de la v erdad de ambos enunciados. Esta explicación se denomina un «contexto mediador» y se puede expresar con enunciados adicionales, como el siguiente 3. a. Mi Porsche es un automóv il de colección; o 3. b. Mi Porsche quedó inutilizado por un choque. Si esta tercera afirmación fuera v erdadera, los enunciados (1) y (2) también pueden ser ambos v erdaderos.1 En ambos casos, el problema deja de ser tal. Con todo, algunas mentes inquisitiv as quizás deseen contar con más información. ¿Usted realmente tenía un Porsche y quedó inutilizado por un choque? Si fue así, ¿lo puede probar? O, ¿cómo llegué a tener como único medio de locomoción un Porsche de colección? En otras palabras, no nos conformaremos hasta que el contexto mediador que ofrecemos sea también v erosímil. A unque hay muchas afirmaciones que podrían serv ir para lev antar la inconsistencia lógica, solo la que sea plausible serv irá para satisfacer la cuestión intelectual. Por supuesto, nuestro interés no radica ahora en determinar mis posibilidades de locomoción, sino en el problema mucho más importante de Dios y el mal. Las dos proposiciones en cuestión son:

1. Dios existe y es un ser omnipotente y omnibenev olente; y 2. El mal es real. A nalicemos este problema. «Omnipotente» significa «todopoderoso» y se refiere al hecho de que Dios puede hacer cualquier cosa en armonía con Su naturaleza, entre las que cabe incluir la posibilidad de acabar con el mal. Por «omnibenev olente» entenderemos que Dios es un ser cuy a bondad y amor son infinitos, Él es el sumo bien. Implica que si hay un bien que puede hacer, Él querrá hacerlo. Claramente, suprimir el mal es un bien, y un Dios omnibenev olente debería querer abolirlo. Como v imos en el capítulo anterior, estos dos atributos div inos son parte del teísmo. Si el teísmo es v erdadero, entonces, existe un ser que puede acabar con el mal y que quiere efectiv amente hacerlo. Este último punto es el que nos llev a a creer que, admitido el teísmo, no debería haber mal en el mundo. La v erdad, en cambio, es que el mal existe. Quedo algo perplejo cuando me piden que defina el mal llegado este punto. Tiendo a pensar que el significado es ev idente. Me siento tentado a responder: «Lo que sea que no nos agrada», pero eso sería demasiado subjetiv o. Entonces ofrezco una lista general que incluy e el pecado, los delitos, las enfermedades, la inmoralidad, los terremotos y los neumáticos pinchados. De todos modos, tampoco necesitamos contar con una definición cabal del mal ni con una lista exhaustiv a de todos los males para saber que el mal es real. Si el argumento anterior es v erdadero, el teísmo no puede ser cierto. Un Dios omnipotente puede suprimir el mal; un Dios infinitamente bueno tendría que querer acabar con el mal; no obstante, el mal todav ía está presente. Por ende, Dios no puede abolir el mal o no desea hacerlo. Y, por lo tanto, no es omnipotente o no es omnibenev olente (o tal v ez ninguna de las dos). En cualquier caso, el teísmo es falso porque sus premisas reposan en un Dios con ambas propiedades. Un Dios todopoderoso y cuy a bondad es infinita no puede coexistir con el mal.

A primera v ista, todo parecería indicar que ambas afirmaciones no solo son inconsistentes, sino que también, de las dos, la primera debe ser falsa. Parecería que no es posible que exista un Dios omnipotente y omnibenev olente. Nuestra tarea será mostrar que Dios y el mal son compatibles. No será una labor fácil, pero no nos dejaremos intimidar y usaremos todos los recursos disponibles. En ocasiones, los defensores del teísmo sienten que para tratar el problema del mal solo pueden v alerse de la información admitida por sus opositores. Esto es una actitud sin sentido que destruy e la defensa del teísmo. El problema teórico del mal surge específicamente porque se da por supuesto al teísmo. Si prescindimos de Dios, el problema del mal desaparece. Por lo tanto, dado que el problema surge por causa del teísmo, debemos resolv erlo a partir del teísmo. En consecuencia, sintámonos libres para explorar a fondo esta cosmov isión y recurrir a cualquier idea teísta a fin de proteger el teísmo. En síntesis, un problema interno se resuelv e con datos internos.

Acotaciones al margen: cuatro explicaciones insatisfactorias En nuestro caso paradigmático sobre mi inexistente Porsche, v imos que la manera más expeditiv a de lev antar la inconsistencia era probar la falsedad de una de las afirmaciones. En el caso del problema del mal, con frecuencia se ha seguido también esta v ía. A pesar de ello, resulta claro que dicha estrategia sería contraproducente para nuestras intenciones. No tiene prácticamente ningún sentido intentar defender el teísmo si en el camino se lo despoja de una de sus partes integrales. De todos modos, y solo a los efectos de no dejar ningún cabo suelto, v eamos cómo se ha transitado esta v ía. Primera explicación: Dios no existe La negación más tajante para lev antar la inconsistencia es la que

más cara nos resulta. Es cierto, si Dios no existiera, no tendríamos que preocuparnos sobre por qué debería tolerar el mal. Sin embargo, esta explicación solo multiplica los problemas asociados a la realidad del mal. Sin un Dios detrás del mundo, el sufrimiento y el mal no serían otra cosa que dolorosos indicadores de la futilidad de una v ida sin sentido. El ateísmo crea más problemas que los que resuelv e (v er nuestro análisis a propósito del ateísmo en el capítulo 5). Segunda explicación: Dios no es omnipotente Si Dios no puede acabar con el mal, deja de haber una inconsistencia entre Su existencia y la realidad del mal. Ni siquiera Dios está obligado a hacer lo que no puede hacer. Esta es la solución propuesta por Harold Kushner en su popular libro Cuando a la gente buena le pasan cosas malas.2 Kushner limita a Dios. Dios no puede v iolar las ley es de la naturaleza; oponerse a aquellos ev entos que suceden por azar; ni ir en contra de las decisiones que tomamos con nuestro libre albedrío. Como el mal procede de estas causas, y Él no puede rev ertirlas, no es posible responsabilizar a Dios. En realidad, el Dios de Kushner desearía acabar definitiv amente con el mal. Él sufre cuando nosotros sufrimos y nos alienta cuando nos enfrentamos al mal, pero Su papel se circunscribe a ser el Dios animador del panenteísmo. No deberíamos esperar que Dios interv iniera directamente para acabar con el mal que nos acosa. Kushner nos informa que necesitamos «perdonar al mundo por no ser perfecto, perdonar a Dios por no haber hecho un mundo mejor, ay udar y consolar a quienes nos rodean, y continuar v iv iendo a pesar de todo».3 A demás de suscribir la idea de un Dios finito, y con ello restar v alidez al teísmo, conv iene notar una v ez más lo fútil que es una

cosmov isión basada en un Dios finito. En el capítulo 5 v imos cómo el panenteísmo es un ateísmo en la práctica, y a que no es posible esperar que Dios produzca un efecto real en el mundo ni en nuestras v idas. Si Dios es demasiado débil para no hacer nada con respecto al mal, cualquier esperanza de un mundo mejor no es otra cosa que una expresión de deseo. En el remoto caso de que algún día se hiciera realidad, sería mérito nuestro, no de Dios. En última instancia, un deísmo finito corre la misma suerte que el ateísmo. Tercera explicación: Dios no es infinitamente bueno Otra solución demasiado fácil al problema del mal es negar la bondad de Dios. Si Dios no es infinitamente bueno, deja de haber incompatibilidad inherente entre Él y el mal que existe en el mundo. Quizás el mal procede de Él mismo. Es una noción espantosa: pensar que tal v ez estamos en manos de un ser deliberadamente malicioso. Recuerde que esta idea era parte de nuestro dilema original: un ser omnipotente que no suprimiera el mal no sería infinitamente bueno. Pocos autores defienden esta posición, pero podemos mencionar a dos, ambos ganadores del premio Nobel. En su libro, La peste, A lbert Camus representa la historia de Orán, una ciudad en A rgelia, acosada por la peste.4 El sacerdote jesuita de la ciudad, el padre Paneloux, postula que Dios env ió la epidemia, como castigo y como una prueba de fe. Cualquiera que sea el caso, nosotros deberíamos someternos a Dios. El protagonista de la historia, el Dr. Rieux, le responde que si Dios env ió la peste, entonces deberíamos oponernos a Dios tanto como luchamos contra la peste. El mensaje de Camus en sus obras posteriores es que debemos rebelarnos contra todo aquello que se oponga a la humanidad, incluso contra un Dios que env ía el mal. Elie Wiesel también pone en entredicho la bondad de Dios. Después de sufrir los horrores de los campos de concentración nazi,5 concluy ó que Dios es malo por haber permitido que sucediera el holocausto. Nuev amente v emos cómo la idea de un Dios malo suprime la

inconsistencia. De todos modos, también reconocemos que, de realizar esta concesión, habremos renunciado al teísmo. A demás, tenemos derecho a preguntarnos hasta qué punto la idea de un Dios malo es una concepción racional. Dejando de lado por un momento dos de las cuestiones más ev identes (¿Podemos adorar a un Dios con estas características? Y, ¿qué sentido tendría hacerlo?), poco queda del significado de la palabra «Dios» como opuesto a «Satanás» si contemplamos la posibilidad de un ser supremo malo. ¿Hasta qué grado permanece intacta la definición mínima de «Dios»? ¿A caso al referirnos a un «Dios malo» no estaremos haciendo algo semejante a lo que hacemos cuando hablamos de un «círculo cuadrado»? Cuarta explicación: El mal no es real El pensamiento oriental (de la India y China) con frecuencia afirma que el mal es una ilusión que desaparecería si se la contemplara desde la perspectiv a correcta. Esta concepción también forma parte de las enseñanzas de la Ciencia Cristiana y de muchas ideas del pensamiento de la Nuev a Era (New A ge). Ellos creen que hay un absoluto que trasciende todas las categorías racionales, incluy endo la oposición entre el bien y el mal. Si logramos v er las cosas desde el punto de v ista de este absoluto, la diferencia desaparece. El mal no es una realidad, es meramente el «lado oscuro» de una fuerza que también tiene su «lado de luz». A l final, son los dos lados de la misma moneda. Incluso Darth Vader resulta ser el padre cariñoso de Luk e Sk y walk er.6 Considerar al mal una ilusión acarrea muchos problemas. Intenta ocultar las amarguras de la experiencia humana detrás de una doctrina filosófica . . . pésima, por demás. Si el mal es solo una ilusión, ¿de qué tipo es? ¿Será buena o mala? Los defensores de esta idea desearían que comprendiéramos de una v ez por todas la naturaleza del mal, porque mientras nos aferremos a esta ilusión, nos infligimos dolor. Si así fuera, la ilusión en sí misma es un mal, y tenemos un estándar objetiv o para diferenciar el bien y el mal. Decir que el mal es una ilusión no hace otra cosa que posponer brev emente la dilucidación del problema, pero

continuamos acosados por una ilusión mala que queda sin responder. Por supuesto, en el teísmo ninguna de estas consideraciones tiene cabida. La bondad de Dios no es solo una perspectiv a parcial sobre algo que trasciende el bien y el mal. El teísta procura afirmar que Dios es intrínsecamente bueno, con exclusión de todo mal. El teísmo cristiano en particular sostiene que «Dios es luz y en él no hay ninguna oscuridad» (1 Juan 1:5, NVI). Por otra parte, el teísmo requiere que el mal que encontramos en la v ida no sea solo la contracara relativ a de una realidad indiferenciada. Es intrínsecamente maldad y se opone a la bondad de Dios.

En busca de una respuesta Estamos ahora en condiciones de retomar la cuestión principal. Si Dios y el mal son irreconciliables, y si Dios podría hacer algo respecto al mal, ¿por qué no lo hace? Una cosa es impugnar las respuestas no teístas; otra completamente distinta es postular una respuesta plausible dentro de la posición del teísmo. En cinco pasos, elaboraremos una respuesta auspiciosa. Los primeros tres pasos son intencionalmente muy elementales. Primer paso: Dios no creó el mal Quisiéramos dejar esto en claro: Dios podría ser responsable del mal aun si Él no lo hubiera creado. Pero ¿lo creó? La may oría de las v eces, esta pregunta se plantea de la siguiente forma: «¿Por qué creó Dios el mal?». Sin embargo, ¿es cierto que Dios creó el mal? El asunto parece especialmente complejo debido al argumento del último capítulo. Si Dios es la causa primaria del mundo, Él es la causa de todo lo que hay en el univ erso. Enfatizamos este punto cuando determinamos que todos los atributos positiv os proceden de Él. Dijimos que si hay bien en el mundo, entonces Él lo causó, y Él es la bondad infinita. ¿Nuestro argumento no tendría que v aler también en el otro sentido? Si hay mal en el mundo, entonces, Dios lo causó y , por lo

tanto, también debe ser malv ado. A este respecto, hay una respuesta que ha resistido la prueba del tiempo, basada en la manera en que deberíamos concebir mentalmente la naturaleza del mal. Tanto A gustín como Tomás de A quino propugnaron que el mal no es una cosa. No tiene un ser de la misma manera que lo tienen las cosas positiv as. Cuando uno escucha esto, su primera reacción quizás sea igual a la mía: A lguien debió inv entar esta explicación para salir del pozo. Sin embargo, démosle una oportunidad. Considere la siguiente analogía. Es un día lluv ioso y llev o mi paraguas para protegerme del agua. El paraguas cumple en buena medida su función, la de ev itar que me moje la cabeza; eso es bueno. Sin embargo, hay un agujero en el paraguas; eso es malo. Para nuestros propósitos, la pregunta es: ¿en qué consiste este mal? Dicho mal no radica en la presencia de algo, sino en la ausencia del bien que debería estar, pero no está: el material del paraguas. La tela del paraguas es algo bueno; la falta de la tela es algo malo. Esta analogía nos permite ilustrar una definición preliminar: El mal es la ausencia del bien. Los filósofos prefieren hablar de «la priv ación» del bien. Para que esta idea tenga más sentido, necesitamos agregarle algunas explicaciones. La priv ación es real. Quien hay a tenido que lidiar con un paraguas roto y las gotas que caen sabe lo real que es la ausencia del material del paraguas. Por lo tanto, no pretendemos decir que el mal no tenga realidad; es muy real y la teoría de la priv ación no es equiparable a la teoría oriental que postula que el mal es una ilusión. La ausencia de algo que debería estar y no está es una realidad dolorosa y objetiv a. Pensemos en lo real y angustiante que es la muerte: su realidad es la ausencia del ser querido. No toda ausencia es inmediatamente un mal. Tomás de A quino se refirió a la ceguera, que para una persona ciega es un mal (el mal no es la persona, sino que tenga que sufrir la ceguera). La v ista no está allí donde debería estar. Nadie pensaría que una roca es ciega ni se lamentaría porque no puede v er. Se supone que las rocas no tienen

v ista; la ausencia de v ista en una roca no es ceguera, no es un mal. Por eso en v ez de «ausencia» es preferible usar el término «priv ación»; no solo implica que algo está ausente, sino que no se encuentra donde debería estar. La teoría de la priv ación del mal tiene una aplicabilidad muy acotada. Es lógicamente posible describir un terremoto como la ausencia de estabilidad de la corteza terrestre, o pensar que el Holocausto fue la ausencia de toda dignidad humana. Sin embargo, no ganaríamos mucho con esto. Sería más útil apelar a la categoría del mal natural y el mal moral, respectiv amente, para entender estos fenómenos. La teoría de la priv ación, en cambio, es v erdaderamente prov echosa en un sentido metafísico más remoto: cuando nos preguntamos si Dios creó el mal. La teoría de la priv ación nos ay uda a comprender que Dios no creó el mal. Como el mal no es algo, sino la priv ación de algo, no necesita una causa. La pregunta «¿creó Dios el mal?» tiene tanto sentido como preguntarse «¿y a cocinaste tu monografía?». Las monografías no son el tipo de cosas que se cocinan. De igual modo, el mal no es una cosa que existe y que debe su existencia a una causa. No tiene ser; es un cáncer dentro del ser. Por lo tanto, no podría haber sido creado. A lguien o algo deben asumir la responsabilidad del mal. A un las priv aciones no suceden por sí solas. A lgo o alguien debe hacerse responsable. Si Dios es omnipotente y omnibenev olente, todo lo que ocurre está sujeto a Él y , por lo tanto, Él es responsable porque permitió que una priv ación infectara Su creación. Permitió que sucediera el mal, aunque no lo hay a creado. En esta sección analizamos la creación del mal, y ahora tenemos una respuesta. Segundo paso: Dios solo habría creado el mejor de los mundos posibles G. W. Leibniz (el mismo que formuló el principio de la identidad de los indiscernibles) postuló un lúcido argumento en respuesta al problema del mal, dentro de los conceptos básicos del teísmo.7 La

preocupación de Leibniz giraba en torno a la siguiente pregunta: En v irtud de lo que conocemos de Dios, ¿qué tipo de mundo esperaríamos que Él hubiera creado? Es como si Leibniz nos inv itara a mirar por encima del hombro de Dios mientras Él se disponía a crear el mundo. El razonamiento de Leibniz es el siguiente: Dios es omnisciente. Por lo tanto, conoce todos los mundos posibles que podría crear. (Podemos considerar que un mundo es «posible» siempre y cuando no sea lógicamente autocontradictorio ni contradiga la propia naturaleza de Dios). A demás, Él sabe cuál de todos esos mundos posibles sería el mejor. Dios es omnipotente. Por lo tanto, puede crear cualquiera de esos mundos posibles y , por supuesto, puede crear el mejor. Dios es omnibenev olente, la bondad infinita. Por lo tanto, solo crearía el mejor de todos los mundos posibles. Un ser que fuera infinitamente bueno y amoroso no crearía algo que no estuv iera a la altura de los elev ados estándares de Su naturaleza. De ningún modo crearía un mundo en particular si pudiera hacer otro mejor. Según Leibniz, Dios sabe cuál mundo sería el mejor, lo puede hacer y solo crearía el mejor mundo posible. Entonces Leibniz concluy ó triunfante que como este mundo en que v iv imos es el mundo que Dios creó, debe ser el mejor de los mundos posibles. Pero ¿será posible que este mundo sea el mejor? La may oría de la gente responde de inmediato que eso no puede ser. A l fin de cuentas, es fácil imaginar un mundo con menos terremotos, menos cáncer y muchos menos exámenes. Un mundo mejor tiene que ser posible. Sin embargo, la objeción se realiza desde la perspectiv a de seres humanos finitos. No conocemos todas las circunstancias, como sí las conoce Dios. Por supuesto, Dios sabe que hay terremotos, cáncer y exámenes, pero aparentemente v e algo que nosotros no v emos: Él tiene ante sí todo el panorama. Según el argumento de Leibniz, la cantidad total de bondad que hay en el mundo se v ería reducida si disminuy era el mal. Seguramente sería sencillo reducir algo del mal existente, tal v ez para

ev itar los terremotos. Sin embargo, Leibniz argumentó que ese proceso trastocaría el equilibrio entre el bien y el mal, y el mundo no sería tan bueno como el actual. Leibniz defendía la noción de una total armonía cósmica. No hay mal que por bien no v enga. La cantidad de mal en el mundo enriquece la cantidad total del bien. Podemos expresar esta idea por medio de dos ecuaciones: Solo hay bien en el mundo = una cantidad fija de bien; Bien + algo de mal en el mundo = may or cantidad de bien Para sintetizar este complicado razonamiento: Dios solo crearía el mejor de los mundos posibles. Como existe el mal en el mundo, debe cumplir el propósito de hacer que este mundo sea mejor. A ntes de fruncir el ceño y objetar este argumento, quisiera hacer dos puntualizaciones: (a) es un argumento lógicamente v álido, y (b) la idea básica de que Dios solo crearía el mejor mundo posible parece plausible. ¿Podemos aceptar la idea de que este mundo actual, con todos sus aparentes defectos, es v erdaderamente lo mejor que Dios pudo haber hecho? Los cristianos históricos han dicho que no; todav ía esperamos un mundo nuev o y mejor: el cielo. Los escépticos se han burlado de la noción de que Dios solo pudo haber creado un mundo bueno permitiendo cierto grado de mal. El mejor ejemplo de esta crítica fue Voltaire, en su nov ela, Cándido,8 en la que relata los infortunios de un jov en llamado Cándido, cuy a peor prueba tal v ez fue tener que escuchar a su maestro que le enseñaba: «Todo está bien en este, el mejor de los mundos posibles». Nadie encuentra muy conv incente la conclusión de Leibniz. Note que la idea de Leibniz cumple todos los criterios salv o el último. Si Dios creó el mejor de los mundos posibles, y si el mal debe estar necesariamente incluido en dicho mundo, deja de existir la inconsistencia. Un ser omnipotente e infinitamente bueno y la realidad

del mal serían compatibles. Sin embargo, pocas personas quedan satisfechas con la afirmación que supuestamente solucionaba el problema lógico. Dios solo crearía el mejor mundo. Este no puede ser el mejor mundo (al menos, no todav ía). Tercer paso: El mal debe ser una condición inevitable para los bienes de mayor valor (como la libertad) Hay una manera de rescatar las consideraciones de Leibniz. Para ello es necesario puntualizar cómo opera el mal en beneficio del bien en el mundo. Estamos acostumbrados a la idea de que en ocasiones un mal es la condición inev itable para un bien de may or v alor. En dicho caso, el mal no se conv ierte en bien, pero cumple la buena función de facilitar algo mejor. Considere una analogía: Si tuv iera que someterse a una operación para que le extirparan la v esícula, tenga por seguro que la interv ención será algo dolorosa. El dolor es malo, pero cumplirá una función útil. Si no lo operan, su salud quizás empeore y sufrirá de problemas crónicos de v esícula. Esta ilustración dista mucho de esclarecer efectiv amente el problema del mal, pero pone en perspectiv a que, a v eces, un mal de v alor inferior facilita un bien de v alor superior. ¿Podríamos generalizar este argumento? Muchas personas consideran que es posible hacerlo dentro del marco de la denominada defensa basada en el libre albedrío. La suposición básica es que el mal es la condición ineludible que posibilita el libre albedrío de los seres humanos. Consideremos esto más detenidamente. El primer paso en la defensa basada en el libre albedrío es afirmar que Dios actualizará los v alores superiores posibles. Esto implica, entre otras cosas, que las criaturas son libres para tomar decisiones morales significativ as. Cualquier decisión no libre y restringida no sería tan buena como aquellas que proceden solo de nuestra v oluntad. En consecuencia, Dios (que por Su naturaleza solo crea lo mejor) haría criaturas libres. Es necesario insertar aquí dos brev es acotaciones. Ev identemente, quien no crea en la realidad del libre albedrío no podría

admitir esta defensa. Los calv inistas y los conductistas, que no aceptan la idea del libre albedrío, difícilmente considerarán que es un v alor en el mundo.9 Ellos se podrán plegar a la línea de argumentación a partir de la próxima sección. Segundo, y para simplificar el razonamiento, pensemos solamente en seres humanos cuando nos referimos a criaturas libres. Podríamos aplicar una línea de pensamiento similar para los ángeles, algunos de los cuales han caído; pero sabemos menos sobre ellos que sobre los seres humanos y , en el mejor de los casos, solo complicaríamos el argumento y no ganaríamos nada. A dmitamos, entonces, la afirmación operativ a de que Dios podría haber creado un mundo con seres libres porque eso habría sido el v alor superior. El segundo paso en la defensa basada en el libre albedrío es aceptar que el mal es el sacrificio que hay que pagar para tener libertad. La v erdadera libertad implica que Dios no influiría en nuestras decisiones. Las criaturas libres tienen libertad tanto para desobedecer a Dios como para obedecerlo. Dios sabía que ev entualmente lo desobedecerían. Él estuv o dispuesto a pagar ese precio para promov er el bien superior de la libertad. Si Él hubiera interferido para prev enir el mal uso humano de la libertad, la habríamos perdido. Esta es la manera en que la defensa basada en el libre albedrío intenta lev antar la inconsistencia original. Dios, el ser omnipotente y omnibenev olente, habría creado el mejor mundo, uno que incluy era criaturas libres. El mal apareció porque estas criaturas utilizaron mal su libertad. Es lamentable, pero no había más remedio. No es responsabilidad de Dios, y nuestro problema queda resuelto. La defensa basada en el libre albedrío es sin duda el abordaje más usado para resolv er el problema del mal. Es lógico, relativ amente plausible y apela a nuestro sentido de importancia en el esquema general de las cosas; sin embargo, presenta un problema grav e que le resta utilidad. A saber: El mal, ¿era realmente inev itable? ¿El sacrificio de Dios para que tuv iéramos libertad fue permitir el mal? La respuesta, por más

sorprendente que parezca en principio, es negativ a. La idea de libertad prohíbe que Dios influy a directamente en nuestras decisiones, pero hay otra manera de asegurar el resultado deseado, por ejemplo, limitando las circunstancias en las que podemos elegir. Consideremos esto lentamente. Supongamos que y o tengo de v eras libre albedrío. Mis decisiones estarán con todo limitadas por las circunstancias. No sería razonable que decidiera ser un intérprete de oboe de clase mundial o un medallista olímpico en natación; no tengo esas aptitudes naturales. Tampoco podría decidir pasar el próximo semestre en Marte: Las ley es del univ erso y las políticas de mi univ ersidad no lo permiten. En síntesis, la libertad de elección pura y sin límite no existe. Siempre que contamos con libertad para tomar decisiones, lo hacemos dentro de un marco limitado de opciones. Por ende, basta con disponer las circunstancias para que sea posible influir en las decisiones de una persona. Los padres lo hacen con sus hijos. Les enseñan a ejercer su capacidad de tomar decisiones dentro de un marco restringido de opciones. En la adolescencia, la persona decidirá si desea fumar o no; pero los padres no suponen que su hijo de cuatro años tome esa decisión. Lo protegerán para que no se equiv oque. Esto no significa que su hijo no tenga libertad de elección dentro de un rango de opciones disponibles; pero, como sus padres saben que podría tomar una mala decisión, no le permitirán tomar decisiones si no tiene la suficiente madurez. Llegamos ahora al punto crucial de nuestra objeción a la defensa basada en el libre albedrío. Dios podría haber hecho lo mismo con los seres humanos. No hay ninguna razón lógica para que Él tuv iera que dejar a Sus criaturas libres caer en la desobediencia. Podría haber dispuesto nuestras opciones disponibles de manera tal que fuésemos libres, pero solo pudiéramos elegir libremente obedecerle. Un ser omnisciente y omnipotente bien podría haber hecho eso. En realidad, tenemos dos buenos indicadores sobre cómo habría sido ese arreglo. Estoy introduciendo dos postulados de la teología cristiana, no para dar por sentado lo que quiero demostrar del

cristianismo, sino simplemente para mostrar que son posibilidades factibles. Primero, dentro del marco de esta defensa, Dios creó a A dán y Ev a como criaturas libres que amaban libremente a Dios. Él no estaba obligado a colocar el árbol de la tentación en el huerto de Edén. La libertad de A dán y Ev a no hubiera sido menoscabada por un árbol menos. Que su obediencia libre sea de alguna manera más significativ a ante el hecho del árbol no es el punto. A dán y Ev a hubieran tenido también libertad para obedecer si el árbol no hubiera estado, y eso es lo que importa para nuestro argumento. Segundo, podemos señalar la idea cristiana del cielo. Quienes creen en el libre albedrío no creen que lo perdamos en el cielo (aunque he sido testigo de algunas increíbles conv ersiones momentáneas al calv inismo cuando se toca este tema). No hay pecado en el cielo. En otras palabras, el cielo es exactamente el tipo de medio que estoy suponiendo, un medio en el que las criaturas libres pueden optar libremente por obedecer y no pueden desobedecer. Si Dios puede disponer las cosas de esta manera para la eternidad, ¿por qué no las hizo así desde el principio? Si nuestra objeción es correcta, la defensa basada en el libre albedrío no sirv e. La defensa se basa en la idea de que una v ez que Dios dotó a Sus criaturas de libre albedrío, el mal fue inev itable. Si, como intentamos mostrar, el mal es ev itable incluso para criaturas que tienen libre albedrío, la defensa no sirv e. El mal no es el precio que se tuv o que pagar para tener libertad. Volv imos, por ende, a nuestro punto de partida. A l permitir que hubiera mal en el mundo, Dios debió tener otro propósito además de darnos libertad. Dios debió tener una buena razón para permitir que hubiera mal. Cuarto paso: Este mundo debe ser el mejor camino hacia el mundo mejor Comencemos nuev amente con el argumento ateo en su expresión más tajante. A firmaría lo siguiente:

1. Un ser omnipotente y omnibenev olente suprimiría todo el mal. 2. Hay mal en el mundo. 3. Por lo tanto, no puede haber un ser omnipotente y omnibenev olente. A las claras, esto es un mal razonamiento. Considere el siguiente argumento análogo: 4. Mi gato se comerá todos los ratones de mi casa. 5. Tengo ratones en el sótano. 6. Por lo tanto, no tengo un gato. Por supuesto, la conclusión correcta, mientras tenga suficientes motiv os para creer que tengo un gato, es: 6. a. Mi gato se comerá todos los ratones del sótano. A nálogamente, tenemos fundadas razones para creer que un ser omnipotente y omnibenev olente existe (v er el último capítulo). Por lo tanto, la conclusión correcta al argumento anterior debe ser: 3. a. Un ser omnipotente y omnibenev olente suprimirá todo mal. Hemos introducido el tiempo futuro en nuestra consideración y estamos listos para combinar algunos puntos: Dada la naturaleza de Dios, podemos esperar que Él creará el mejor de todos los mundos posibles: un mundo sin mal. Como este mundo todav ía no es el mejor, tenemos la seguridad de que Dios generará el mejor mundo en el futuro. Hay mal en el este mundo. Este mal debe cumplir el propósito de propiciar la v enida del mundo mejor. En otras palabras, el mal presente es la condición necesaria sin la cual un mundo mejor nunca sería posible. Corresponde realizar dos puntualizaciones a este último enunciado. Primero, afirmar que el mal presente es una condición necesaria para crear un mundo mejor, que no hubiera sido posible sin

el actual, tiene como premisa suponer que el mundo futuro representará una mejora respecto a todo lo que ahora existe. Vimos que, en v irtud de la naturaleza de Dios, esto es una expectativ a razonable. También podríamos agregar que esta idea es compatible con las formas religiosas tradicionales del teísmo (incluy endo el cristianismo, el Islam y el judaísmo) en las que hay una esperanza futura del cielo, que es más que la restauración a un estadio anterior. Por ejemplo, en la teología cristiana, el estado futuro de glorificación es concebido como algo más grandioso que un simple regreso al estado de A dán y Ev a antes de la caída. Segundo, afirmar que el mal presente es una condición necesaria para crear un mundo mejor, que no hubiera sido posible sin el actual, se basa en otra premisa: suponer que no es posible que exista el bien sin el mal. Este hecho representa el siguiente esquema: un mal de v alor inferior como condición necesaria para un bien cuy o v alor es superior. Quisiera reiterar el principio que esto implica mediante una ilustración: Estos análisis no pretenden hacer justicia a todas las posibles realidades, son solo a efectos de mostrar cómo es este patrón. No es posible dar muestras de v alentía si no hay peligro; no es posible tener compasión si no hay sufrimiento; no es posible la redención sin el pecado. A lgunos v alores, para ser posibles, implican determinados males como requisitos lógicos. Ni siquiera Dios puede hacer lo lógicamente imposible.10 Por lo tanto, es razonable y plausible que Dios (al crear el mejor de todos los mundos posibles) usa cualquier mal que sea lógicamente necesario. Concluimos nuestro análisis de la defensa basada en el libre albedrío con la observ ación de que Dios debió tener un propósito para permitir que el mal entrara en el mundo. El mal no fue un mero accidente que tomó por sorpresa a Dios y al mundo. Dios no creó el mal, pero permitió que existiera para poder alcanzar algo mejor que no hubiera sido posible sin su presencia. No quisiera que me interpretaran mal: el mal es malo, pero Dios lo usa para crear un bien cuy o v alor es superior. En términos filosóficos, este no es el mejor de los mundos

posibles, pero debe ser la mejor manera de hacer posible el mejor de los mundos posibles. Quinto paso: Este es el peor de los mundos posibles Me resulta útil considerar también la otra cara del argumento anterior. A cabamos de decir que Dios usa el mal para hacer posible el mejor de los mundos posibles. ¿Exactamente cuánto mal usaría Dios para cumplir Su propósito? Todo lo que sea estrictamente necesario. No usaría menos, porque Dios emplearía la medida justa para crear el mejor de los mundos posibles; pero tampoco utilizaría más, porque el mal injustificado e inútil sería contrario a Su naturaleza. Necesitamos comprender que Dios no permitiría más mal que el absolutamente necesario para cumplir Sus propósitos. Esto significa, en pocas palabras, que no podríamos estar peor. No porque un mundo mucho peor sea impensable. Podemos imaginarnos un mundo con más terremotos, más cáncer y más exámenes. Sin embargo, Dios ha puesto un límite a la cantidad de mal que permitirá: no más que el requerido para generar el mejor de los mundos posibles. Esta conclusión me sirv e para traer a colación un par de corolarios. Primero, me permite mirar de frente el mal y reconocerlo por lo que es. Hay mucho mal en el mundo, y de nada sirv e hacer como si no existiera. Segundo, me ay uda a concentrarme en que el mal está, en última instancia, bajo el dominio de Dios. Nunca es en v ano ni excesiv o en el contexto del plan global de Dios, aun cuando no lo comprendamos. Tercero, permite que me dedique al bien en el mundo. A pesar de ser un hombre sagaz, Leibniz podía confundir el peor de los mundos posibles con el mejor. Lo que sirv e para mostrar cuánto bien hay incluso en el peor de los mundos. Por último, me recuerda que el problema del mal tiene una dimensión cósmica. No puedo comprender (en realidad, estoy seguro de que tampoco debería intentarlo) cómo cada caso ev entual de mal puede contribuir al bien de superior v alor. Me molestan las racionalizaciones superficiales con que la gente procura sobreponerse a las dificultades. ¿Será posible que Dios permita que la

gente se muera de cáncer para que una o dos personas puedan tener una mejor v ida de oración? Intento no perder de v ista que, desde la perspectiv a de Dios, todo está interrelacionado a la perfección. ¡El mejor de los mundos posibles está llegando! Redactar este capítulo ha sido complicado, con muchos argumentos que v an y v ienen en uno y otro sentido. A modo de resumen, repasemos lo que intenté demostrar. Primero, recordemos el propósito de la discusión. Queremos dilucidar un posible problema dentro de la cosmov isión del teísmo. Como y a lo expresé, pretendemos ofrecer una respuesta racional a una pregunta racional formulada por personas racionales. A pesar de ser un tema íntimamente ligado al trauma espiritual y emocional causado por el mal, no deberíamos ev aluar nuestro desarrollo simplemente por el consuelo que nos brinda. Segundo, resumamos el problema y la solución propuesta. Planteamos el problema a partir de una posible inconsistencia entre la existencia de Dios, entendido como un ser omnipotente y omnibenev olente, y la realidad del mal. A firmamos que Dios no creó el mal, pero que debe tener un propósito para permitirlo. El propósito debe ser que usa el mal mientras prepara el mejor de los mundos posibles. Por lo tanto, no hay inconsistencia entre ambas afirmaciones; pueden ser ambas v erdaderas y no implican una contradicción en el teísmo. A hora podemos responder a los casos introductorios, y una más que reserv é para el final. Respuesta al caso 1: Randy estaba expresando la objeción más común que se le hace al teísmo. No puedo de ningún modo negar la fuerza emocional de su reproche. Debe ser muy difícil mantener la fe en Dios ante un mal tan horrendo, pero la objeción es improcedente. Ni siquiera un mal tan incomprensible como el Holocausto sirve para negar la existencia de Dios. Tampoco deseo ponerme a pensar qué bien específico podría resultar de esa tragedia, porque yo no conozco toda la situación como sí la conoce Dios. Estoy seguro de

que aun el mal más escandaloso que exista contribuye, de algún modo u otro, al plan maestro de Dios para el mundo. Al fin de cuentas, el actual es el peor de todos los mundos posibles. Respuesta al caso 2: Esta es la típica situación que exige sin duda algo más que conciliar intelectualmente una aparente inconsistencia entre dos proposiciones. Leí algunos versículos bíblicos con esta mujer. Oramos juntos. La consolé cuanto pude y le aseguré que Dios no la había abandonado. Unos días después, su fe se reavivó. Piénsenlo: No hubiera podido consolarla emocionalmente si yo mismo estuviera acosado por dudas intelectuales. Respuesta al caso 3: Como ustedes ya saben, ya no adoptaría este abordaje porque no creo que la defensa basada en el libre albedrío sea una respuesta convincente. Adán y Eva no hubieran comido la manzana si esa acción no estuviera en el plan divino. Puesto hoy en una conversación similar, no hablaría sobre los seres humanos, sino sobre Dios y lo que podemos saber sobre Su naturaleza y Sus propósitos. Luego intentaría que la gente comprendiera que aunque el mal es desconcertante y nos lleva a preguntarnos qué pretende Dios, bien pudiera ser que encaje a la perfección en Su plan. Respuesta al caso 4: Si había una buena manera de responderle, no logré darme cuenta y Jackie se disgustó conmigo. Todo el problema del mal gira en torno a esta dificultad. Un Dios omnipotente tendría que haber podido evitar esta tragedia. Desde nuestra perspectiva, un Dios infinitamente bueno tendría que haberla impedido. ¿Por qué no lo hizo, entonces? No lo sé. No sé por qué Dios no detuvo a Toni, y no creo que algún día llegue a saberlo. Sin embargo, esta no es la cuestión que estamos considerando. La cuestión entre manos es que la muerte de Toni, a pesar de lo trágica que fue, no invalida la realidad de un Dios todopoderoso y cuyo amor es infinito. Pero sí hace que Sus caminos sean más incomprensibles para nosotros.

Dios tiene el dominio de todo Un quinto caso: June y yo estábamos parados junto a la cama de hospital donde yacía Seth, nuestro hijo menor. El pequeño cuerpo de cuatro años estaba doblado por la artritis reumatoidea, las articulaciones rojas e hinchadas, el dolor tan insoportable que apenas podía moverse. Un pastor de una iglesia local, que habíamos visitado unas dos veces hacía

un año, reconoció nuestros nombres en una lista y vino a vernos. Después del cordial intercambio de trivialidades, preguntó si podía orar con nosotros y, por supuesto, accedimos. Terminó con unas palabras que más o menos transmitían esta idea: «Señor, por favor, sana a este niño para que su vida vuelva a conformarse a Tu voluntad y Tu plan para él». Cuando se retiró, June y yo nos miramos y de inmediato pensamos lo mismo. No es posible. Nada de lo que pasa escapa al plan de Dios, ni siquiera si no nos agrada o no lo comprendemos. Quizás no sea agradable pensar que nuestro sufrimiento está incluido en los propósitos de Dios para nosotros, pero la idea de que haya algo que esté fuera del dominio de Dios es tan espantosa que preferimos no contemplarla. En aquel momento no podíamos saber que esto era solo el comienzo de mucho sufrimiento en la salud de nuestros dos hijos. June y yo hemos pasado mucho tiempo sin entender por qué, preguntándoselo a Dios e incluso enojándonos con Él. No obstante, sabemos que Dios no ha soltado las riendas, que nada sucede fuera de Su propósito. Esta certeza nos ha ayudado a encontrarle sentido a las dificultades y a continuar confiando en Él.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Esbozar la aparente inconsistencia que da origen al problema del mal. 2. Describir cuatro intentos por explicar el problema del mal, pero que niegan una parte importante del teísmo. 3. Expresar la teoría de la priv ación del mal y señalar su importancia respecto a la pregunta de si Dios creó el mal. 4. Defender la teoría del «mejor de los mundos posibles» de Leibniz, y luego mostrar por qué no es factible. 5. Describir la defensa basada en el libre albedrío, y luego explicar por qué es inadecuada. 6. Describir la defensa de «el mejor camino». Mostrar

cómo combina elementos de la defensa del «mejor mundo posible» de Leibniz y la defensa basada en el libre albedrío. 7. Explicar el concepto del «peor de los mundos posibles» y los beneficios que implica. 8. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: A gustín, Tomás de A quino, G. W. Leibniz, A lbert Camus, Harold Kushner, Elie Wiesel, Voltaire. Reflexión sobre las ideas 1. En este capítulo, nos centramos en el aspecto intelectual del problema del mal. ¿Qué otros aspectos podríamos haber considerado? ¿Cómo se interrelacionan? 2. Considere las explicaciones subteístas del problema del mal. ¿Por qué las personas están dispuestas a sacrificar su concepto de Dios a fin de contar con una respuesta al mal? 3. ¿En qué medida un concepto de un Dios limitado podría compatibilizarse con un teísmo genuino, quizás incluso bíblico? 4. Inv estigue argumentos a fav or y en contra del libre albedrío del ser humano. ¿Por qué la existencia o ausencia del libre albedrío en el ser humano no es necesariamente importante para entender el problema del mal? 5. Compare la defensa del «mejor camino» con otras teorías, como las teorías orientales del mal como ilusión, la teoría del «mejor mundo posible», la teoría de un Dios finito. 6. Describa las diferencias entre los siguientes conceptos: (a) el mal es una prueba contra Dios; (b) el mal es una

prueba decisiv a contra Dios. ¿Es posible admitir (a) sin admitir (b)? 7. ¿Por qué una buena respuesta al problema del mal nos deja insatisfechos, con cuestionamientos a Dios y aun enojados con Él? ¿Por qué no nos podemos librar de esta tensión? Lecturas adicionales Norman L. Geisler, The Roots of Ev il (Grand Rapids: Zonderv an, 1978). Michael Peterson, Ev il and the Christian God (Grand Rapids: Bak er, 1982). Nelson Pik e, ed., God and Ev il (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1964). A lv in C. Plantinga, God, Freedom, and Ev il (Grand Rapids: Eerdmans, 1974). 1 Técnicamente, lo que hicimos fue encontrar una tercera afirmación que fuera consistente con una de las anteriores y que implicara la otra. Comp. Alvin Plantinga, The Nature of Necessity (Oxford: Clarendon, 1974), 165. 2 Harold Kushner, Cuando a la gente buena le pasan cosas malas, trad. Eduardo Roselló Toca (Nueva York: Vintage Español, 1996). 3 Ibídem, 147. 4 Albert Camus, La peste, trad. Rosa Chacel, (Barcelona: Edhasa, 1981). 5 Elie Wiesel, Night, trad. Stella Rodway (Nueva York: Hill & Wang, 1960). 6 Lo más irritante de este final, quizás uno de los más sentimentales en la historia cinematográfica, sea con qué facilidad nos dejamos llevar por los sentimientos de ese momento. El regreso del Jedi, (Lucasfilms Ltd., 20th Century Fox, 1983). 7 Gottfried Wilhelm von Leibniz, Monadology and Other Philosophical Essays, trad. Paul Schrecker y Anne Martin Schrecker (Indianápolis: Bobbs-Merrill, Library of Liberal Arts, 1965). 8 Voltaire, Cándido o el optimismo, Leandro Fernández de Moratín (Barcelona, Edhasa, 2004). Voltaire vivió entre 1694 y 1778. Recomendamos la lectura de esta novela. De todas las obras que se supone que deberían leerse para ser una persona culta, sin duda esta es una de ellas. Le hará reír y adquirirá algo de cultura. 9 John S. Feinberg ha escrito un artículo inteligente sobre este punto. «And the Atheist Shall Lie Down with the Calvinist: Atheism, Calvinism, and the Freewill Defense». Trinity Journal 1 (1980): 142-52. Tal vez tendría que aclarar que, como calvinista, debo excluirme también de esta defensa. 10 Si usted cree que este hecho de alguna manera impugna la omnipotencia de Dios, no ha entendido la naturaleza de Su omnipotencia. La omnipotencia divina no significa que

Él puede hacer cualquier cosa que podamos expresar con palabras, por más ridículas que sean, por ejemplo, hacer que un círculo sea cuadrado, o hacer que Él desaparezca o crear una piedra tan pesada que ni siquiera Él pueda levantarla. Significa que puede hacer cualquier cosa conforme a Su naturaleza. Y, por encima de todo, Su naturaleza es racional.

8 Los milagros: a favor y en contra

Ideas claras Caso 1: Era la hora del almuerzo en el hospital donde trabajaba de camillero (una de las tantas tareas que realicé durante los largos años de esfuerzo por obtener títulos). Acababa de terminar mi maestría en el seminario y conversábamos sobre este hecho y mi intención de trasladarme a Houston con el fin de continuar mis estudios de doctorado. Las enfermeras no entendían si yo iba a ser profesor, pastor o qué. Una de ellas le preguntó al camillero que ocuparía mi lugar, y a quien yo estaba entrenando: —¿Tú también eres religioso Jim? —Bueno —dijo Jim—, hay veces en que me siento con ganas de creer en Dios. Pero cuando se me aclaran las ideas, no consigo creer en la resurrección, las sanidades y todas esas cosas sobrenaturales. Al fin de cuentas, estamos en pleno siglo veinte ¿no?

Los milagros y la ciencia Caso 2: El profesor nos estaba dando una clase sobre el método científico. —A la ciencia lo que le importa es la evidencia: aquello que podemos observar, medir, verificar. En el campo de la religión, la gente está dispuesta a tener fe y aceptar imposibilidades. En la ciencia no hay lugar para lo sobrenatural ni para ninguna otra superstición. —Pero ¿qué pasaría si contáramos con evidencia científica sólida que probara la religión, como un milagro o algo parecido? —preguntó un estudiante. El profesor desechó la idea. —Es imposible, porque las dos categorías son mutuamente excluyentes. —Pero ¿por qué? —insistió el estudiante—. Supongamos que usted tuviera pruebas

incontrovertibles y completas de que sucedió algo que contradice todas las leyes de la ciencia. —Eso no alcanzaría para probar que ocurrió un milagro. Solo significaría que tuvo lugar algo inusual. Tal vez no tengamos una explicación científica que dé cuenta del hecho, quizás nunca la tengamos. A pesar de todo, no significa que sucedió algo no sujeto a las leyes de la naturaleza.

Experiencias de sanidad Caso 3: Scott trabajaba de colaborador en el Natural High Coffee House; es decir, cuando aparecía por el café. Al año de egresar de la secundaria, pasaba muchos fines de semana en las campañas de Jesus People [Gente de Jesús], empeñado en tener fuertes emociones espirituales. Llegó incluso a dar parte de enfermo para poder asistir a una reunión. Su jefe, al fin de cuentas, «no entendía a los Jesus People». Una tarde, Scott vino al café, emocionadísimo con la experiencia vivida la noche anterior. —Fue increíble —me dijo—. Sanaban a la gente y echaban fuera a los demonios. Había una persona que tenía una pierna mucho más corta que la otra. Ellos oraron y la pierna se le alargó hasta quedar las dos del mismo largo.

¿Será cierto? Hemos intentado demostrar que el teísmo es v erdadero. Pero ¿es el cristianismo el v erdadero teísmo? En los siguientes capítulos, intentaremos probar que efectiv amente lo es. Nuestro objetiv o será demostrar que Cristo es el Hijo de Dios en v irtud de Su v ida y los milagros que realizó. Como es ev idente, este proy ecto suscita muchas preguntas, por ejemplo, si es posible saber algo sobre el Cristo histórico o si efectiv amente Él realizó milagros. A demás, hablando de milagros, hay un punto que debemos determinar desde el principio: si tiene sentido o no que una persona racional crea en los milagros. Como metodología, adoptaremos la v erificación de hipótesis. La hipótesis en cuestión para este capítulo será que es posible conocer y reconocer los milagros. Los milagros son una espada de tres filos (si le es posible imaginársela). Nos juegan a fav or y en contra; pero aun cuando son

fav orables, es posible que nos planteen algún inconv eniente. Para algunos, los milagros corroboran la v erdad del cristianismo; otros dicen que lo impugnan. Si admitimos su posibilidad, necesitamos enfrentarnos al hecho de que hay otras religiones que también usan los milagros para ratificar su v erdad.1 Podemos v isualizar la situación en la siguiente tabla: Los milagros son imposibles en contra

Los milagros son posibles otros contextos en contra

contexto bíblico a favor

Hubo un tiempo en que los milagros eran considerados un argumento de peso en la apologética cristiana. Tomás de A quino se refirió a la autoridad de las Escrituras como «una autoridad div inamente confirmada por los milagros».2 En esta misma línea, alguien podría decir: «El cristianismo debe ser v erdadero, ¡miren los milagros!». Todo eso cambió. Con la llegada del siglo de las luces y el surgimiento del deísmo, cada v ez menos personas crey eron en los milagros. A pelar a ellos se conv irtió en una desv entaja para los cristianos. «El cristianismo debe ser falso —alguien podría decir—. Miren los supuestos milagros». Un argumento simple que se limite a rehabilitar la posibilidad de todos los milagros no sería nada útil. A parte del cristianismo, hay muchas religiones que también apelan a hechos prodigiosos y los usan para respaldar su propia v erdad. Para nuestros propósitos, nos interesa probar específicamente los milagros bíblicos. Las pruebas a fav or de los prodigios budistas no necesariamente inv alidarían nuestro argumento, pero sin duda lo recargarían si tuv iéramos que contemplar la posibilidad de que todos los milagros tienen igual v alidez.3 Por lo tanto, a lo largo de este estudio, lo inv ito a plantearse lo siguiente: ¿Cómo respondería a la ev idencia de los milagros bíblicos si otras religiones presentaran pruebas similares a su fav or? De pronto, usted debe asumir el rol del crítico. Considere el siguiente ejemplo. ¿Por

qué cree en la resurrección de Jesús? Muchos estudiantes me responden con argumentos bien memorizados: Hubo testigos directos que la presenciaron. Es cierto, pero usted no fue uno de esos testigos presenciales ni ha hablado con ninguno de ellos. Lo único que tiene es el registro de sus testimonios en un libro escrito hace dos mil años. ¿A ceptaría ese tipo de prueba si lo que estuv iera en disputa fueran milagros budistas? De momento, mi intención es mostrar lo complejo que es el tema de los milagros. Más adelante, analizaremos las preguntas concretas sobre la v erdad histórica del Nuev o Testamento y algunos milagros específicos, como la resurrección; pero en este capítulo, nos limitaremos a dos preguntas: (1) ¿son reales los milagros? y (2) ¿cómo podemos reconocer un milagro?

¿Son reales los milagros? El problema no consiste en responder a esta pregunta, sino en dar una respuesta que no sea arbitraria ni dé por sentado lo que pretende probar. Veamos el argumento desde la perspectiv a de alguien que rechaza todo tipo de milagros. El argumento de Hume contra los milagros Dav id Hume (el mismo que criticó el argumento teleológico) propugnaba que era imposible saber con certeza que hubiera ocurrido algún milagro alguna v ez. Para analizar su argumento, lo div idiremos en tres fases.4 1. Todo conocimiento es en cierta medida una cuestión de probabilidad. No necesitamos aceptar todos los postulados del escepticismo para admitir esta premisa. Hume no dice que no sea posible saber nada, sino que sea cual fuere el objeto de nuestro conocimiento, existe siempre la probabilidad de que nos equiv oquemos. En otras palabras, no niega la posibilidad del conocimiento, sino que incorpora la

posibilidad del error, por más mínimo que este sea. 2. El conocimiento con más probabilidad es el conocimiento de las ley es de la naturaleza. Puede que me equiv oque sobre muchas cosas, pero si me remito a las ley es de la naturaleza, estas no me defraudarán. Son regulares y uniformes, siempre funcionan bien. En consecuencia, a efectos prácticos, las ley es de la naturaleza no pueden transgredirse. 3. En el caso de un aparente milagro, es más probable que los supuestos testigos se equiv oquen que se hay an transgredido las ley es de la naturaleza. Supóngase que y o le dijera que la última v ez que estuv e en Washington, D.C., v i que el monumento de Washington se mov ía medio metro hacia un lado y luego v olv ía a su lugar. ¿Me creería? Lo dudo. Intentaría encontrar alguna razón que explicara mi error. No dudaría de mi sinceridad ni me acusaría de mentir, pero los edificios no brincan y , por lo tanto, tiene que haber otra explicación. Tal v ez mis bifocales me jugaron una mala pasada. Dav id Hume adoptaba esta misma actitud ante cualquier informe sobre una aparente transgresión de las ley es de la naturaleza. A nte dicha ev entualidad, pretendía que usted se preguntara: ¿Qué es más probable, que se hay a transgredido una ley de la naturaleza o que un ser humano falible, por más sincero que sea, hay a cometido un error? Ev identemente, Hume sugería que es siempre más probable que los testigos se hubieran equiv ocado. Dependemos de las ley es de la naturaleza: esperamos que se cumplan siempre. A nte la disy untiv a de optar entre algo que v a en contra de las ley es de la naturaleza y un error humano, las personas razonables pensarán que se trató más probablemente de un error humano. Tomemos por ejemplo la resurrección. Cuatro personas informaron que un hombre muerto, Jesús, ahora estaba v iv o, pero es una ley inv ariable de la naturaleza que cuando una persona muere, no v uelv e a v iv ir. Hagámonos la pregunta de Hume: ¿Qué es más probable, que un cadáv er resucite o que esas cuatro personas se hay an equiv ocado? Lo más probable es que las cuatro personas se

equiv ocaron. Una persona razonable tendría que concluir que, por más dev otos y fieles que fueran los cuatro testigos, no pueden estar en lo cierto. Fíjese en lo sutil del argumento de Hume. No afirma que la resurrección no pudo haber sucedido. Postula que de haber sucedido, nunca podríamos saberlo. El mismo argumento sería aplicable a cualquier otro aparente milagro. Todo esto lo llev a a concluir que, para determinar lo que es posible saber efectiv amente, podemos descartar la ocurrencia de los milagros. Respuesta a Hume Lo que más me agrada del argumento de Hume es el sentido común con que explica el conocimiento que usamos a diario. Esperamos que las ley es de la naturaleza se cumplan siempre. No pretendo que usted me crea si le digo que v i bailar al monumento de Washington. Si y o le dijera que acabo de v er una resurrección, desearía que recibiera mi noticia con escepticismo; más aún, insisto en que lo haga. Le brindo a usted el mismo grado de incredulidad que me reserv o para mí. Con todo, el problema del argumento de Hume es que él lo absolutiza, lo llev a a extremos que difícilmente son aceptables. 1. La cosmov isión teísta modera las probabilidades. Nos hemos esforzado por establecer una cosmov isión teísta. No hay motiv o alguno para prescindir de ella ahora. Dedicamos tres capítulos a elaborar un argumento a fav or del teísmo; primero, refutamos otras cosmov isiones, luego establecimos el teísmo y , por último, lo apuntalamos para que resistiera el problema del mal. Por lo tanto, ahora pretendemos establecer la posibilidad de los milagros dentro de una cosmov isión teísta. La posibilidad o imposibilidad de reconocer los milagros dentro de una cosmov isión no teísta poco interesa a nuestros propósitos, aunque tiendo a estar de acuerdo con Hume para dicho caso. Otros apologistas cristianos no concuerdan y creen en el camino inv erso: que es posible establecer la existencia de Dios a partir de la resurrección. Sin embargo, no estoy seguro de que

puedan sortear la objeción de Hume. Para nuestros propósitos, habiendo establecido claramente la existencia de Dios, no necesitamos enfocarnos en nada que no sea una cosmov isión teísta. Una doctrina central del teísmo es que Dios es inmanente en el mundo (recuerden nuestra descripción al principio del capítulo 5); concebimos a Dios en tanto presente y activ o en el mundo. Esta idea modera la supuesta inv iolabilidad de las ley es de la naturaleza. Nuestra experiencia básica de la naturaleza sigue siendo tan uniforme e inquebrantable como siempre, pero debemos admitir que hay un poder superior detrás de ella: el Dios que creó la naturaleza y sus ley es, pero que no está sujeto a dichas ley es. Por lo tanto, es posible que las probabilidades v aríen. ¿Será siempre más probable que los testigos se hay an equiv ocado a que hay a ocurrido un milagro? No necesariamente. Dentro de un univ erso teísta, si tenemos razones para sospechar que Dios tal v ez interv ino directamente, quizás lo más probable sea que efectiv amente hubo un milagro. En v ez de determinar las probabilidades por adelantado, la decisión final debería depender de cada caso concreto. 2. Los milagros no v iolan las ley es de la naturaleza. Podría ser útil, antes de proseguir, aclarar en qué consiste la naturaleza de un milagro. Para Dav id Hume, los milagros v iolaban las ley es de la naturaleza, pero este filósofo entendía los milagros de manera confusa e imprecisa. En algunos milagros, las ley es de la naturaleza son subrogadas por otras ley es. Cuando Jesús resucitó a Lázaro, o conv irtió el agua en v ino, o caminó sobre el mar, contrav ino las ley es de la ciencia. A partir de nuestra observ ación del mundo, entendemos que dichos fenómenos no deberían suceder, pero no se suspendió ni quebrantó ninguna ley . La operación normal de las ley es de la naturaleza fue subrogada por la acción del Creador que las creó. Consideremos dos analogías. Usted se acerca en su auto a un semáforo, que cambia a rojo justo cuando usted llega al cruce. Cuando está por detenerse, un policía de tránsito en el centro de la intersección le hace señas para que continúe; entonces, usted sigue la marcha y

cruza a pesar de la luz roja. Usted no v ioló ninguna ley ; tampoco se suspendió la ley que rige las luces de los semáforos. En ese momento, la autoridad del policía las subrogó. Otra analogía: Usted salta con agilidad desde un trampolín y se zambulle con elegancia al agua. Según una de las ley es de la física, usted continuará descendiendo hasta que llegue al centro de la Tierra o choque contra un sólido y quede hecho papilla. (Tenemos un eufemismo para describir esta escalofriante realidad: la ley de grav edad). Sin embargo, hay agua en la piscina y fortuitamente las ley es de la flotación contrarrestan la ley de grav edad; entonces, usted entra en el agua y después de una brev e inmersión, se elev a hacia la superficie y nada hasta el borde de la piscina. Usted no v ioló la ley de grav edad ni tampoco la suspendió: las ley es de la flotación la subrogaron. De la misma manera, no tenemos motiv o alguno para imaginar que las ley es de la naturaleza sean autosuficientes y autónomas, de modo que Dios deba v iolarlas para obrar un milagro. Ellas están siempre subordinadas a Dios (recuerde que Él es la causa primaria). Siempre que Él lo quiera, puede manipular los ev entos en v irtud de Su autoridad superior. A lgunos milagros consisten en la configuración imprev isible de una serie de ev entos. Considere la siguiente historia, muy poco probable. Usted tiene que entregar un informe a las nuev e en punto de la mañana del martes. En realidad, lo terminó de redactar el lunes de tarde y se lo llev ó a un compañero de estudios para mostrárselo. Por desgracia, una ráfaga de v iento se lo arrebató de las manos y usted v io cómo las hojas v olaban y quedaban enganchadas en la caja de una camioneta que circulaba por la calle: ¡adiós a su trabajo! Su pasaje de curso para poder graduarse dependía de la entrega de ese informe en tiempo y forma. No tiene ninguna posibilidad de reescribirlo; entonces ora y pide un milagro. A la mañana siguiente, llega a la clase sin su informe. La profesora lo saluda, le agradece que le hay a dejado el informe esa mañana en su casa y le dice que le puso una A , la

calificación más alta. Su graduación está asegurada. Usted se queda sin palabras: solo siente gratitud al Señor por el milagro que obró. Lo que pasó fue que su informe v iajó unos k ilómetros en la camioneta y luego se desprendió y cay ó en la cuneta. A llí permaneció un tiempo; un muchacho de la secundaria de regreso a su casa con sus amigos lo recogió. Su intención era hacer av ioncitos de papel, pero su madre le dijo que mejor hiciera sus tareas porque esa noche lo llev aría al circo. Su informe quedó sobre la mesa toda la tarde, junto a una rev ista de deportes que había llegado en el correo ese mismo día. El muchacho decidió leer la rev ista mientras se dirigían al circo y lev antó el informe junto con la rev ista. Entró con ellos a la carpa del circo, pero cuando se marchó dejó el informe sobre su asiento, y de allí v olv ió a v olar al ruedo central. Esa noche había un ensay o con los elefantes y uno de ellos pisó el informe, que se quedó pegado a una de sus patas, hasta que se despegó justo en la puerta de la jaula; allí descansó el informe toda la noche. Cuando llegó el lechero en la mañana, v io el informe en el piso. Como también era estudiante y trabajaba para tener un ingreso durante sus estudios, se interesó en el tema y lo lev antó. Para alisar las hojas, puso el informe entre dos botellas de leche y continuó con sus rondas. Como el lechero llev aba setenta y dos horas sin dormir porque tenía que estudiar y trabajar, tuv o un accidente grav e justo delante de la casa de la profesora. El informe cay ó del camión de la leche y una brisa lo depositó suav emente delante del porche de la casa de la profesora, y allí quedó recostado contra la puerta. Cuando la profesora se lev antó un poco después, encontró el informe y quedó impresionada de su dedicación para entregarle el informe tan temprano. Todo sucedió en completa concordancia con las ley es naturales. No obstante, creo que usted tendría derecho a pensar que se trató de un milagro. El milagro consistió en la conjunción de muchas ev entualidades. A unque cada una es relativ amente probable de por sí, la cadena de ev entos nos resulta muy improbable. Si combinamos la concatenación improbable de ev entos con su creencia en que el Señor

la dispuso así, puede creer que se trató de un v erdadero milagro. Muchos milagros bíblicos son milagros de configuración como este. No contrav ienen ninguna ley física; el milagro consiste en que algunos ev entos naturales ocurrieron en un determinado momento y conforme a una aparente interv ención div ina. Un ejemplo sería cuando los israelitas cruzaron el Mar Rojo. La Biblia describe las causas naturales que acompañaron este acontecimiento: Un recio v iento oriental div idió las aguas justo en el momento oportuno para que los israelitas pudieran cruzar; cuando los egipcios llegaron, el v iento amainó, el agua regresó a su cauce normal y los egipcios se ahogaron. La Biblia considera inequív ocamente que este hecho es uno de sus milagros centrales. Que los ev entos se hay an dado justamente de esta manera hace que este suceso salga de lo natural y lo conv ierte en algo sobrenatural. Vemos así otro gran problema que presenta la manera en que Hume entiende los milagros. En el caso de los milagros de configuración no hay el más lev e indicio de que se hay a v iolado alguna ley de la naturaleza. Si Hume intentara aplicar su esquema de grados de probabilidad, no habría nada para descartar el informe de los testigos porque no hubo nada que quebrantara directamente las ley es de la física. El argumento de Hume contra los milagros es inaceptable, no solo porque es arbitrario, sino porque tampoco hace justicia a una correcta comprensión de lo que se supone que son los milagros.

¿Cómo podemos reconocer un milagro? Hecha la observ ación anterior, llegamos así al segundo punto de este capítulo. ¿Cómo podemos estar seguros de que un ev ento en particular fue un v erdadero milagro? ¿No podría alguien afirmar con razón que, a pesar de lo extraordinarias que hay an sido dichas coincidencias, no son más que eso: ev entos puramente naturales que simplemente se dieron de una manera increíble? ¿No podríamos aceptar que no hay nada que nos obligue a pensar que se trató de un milagro?

¿Cómo reconocemos los milagros? ¿Es posible reconocerlos? Los argumentos de los críticos A lgunos autores han postulado que, desde el punto de v ista científico, no es posible que existan los milagros.5 A ntony Flew es uno de estos críticos.6 El argumento de Flew es el siguiente: 1. Toda la ciencia moderna reposa en la premisa de que la naturaleza está regida por ley es uniformes. Si partiéramos de la base de que la naturaleza es impredecible y que las ley es se cumplen a v eces, pero no siempre, la ciencia perdería su razón de ser. 2. La ciencia ha obtenido muchos logros, pero todav ía hay muchas cosas que los científicos ignoran. El objetiv o es continuar aprendiendo, inv estigando y experimentando. En el proceso, conoceremos más y , en ocasiones, nos v eremos obligados a rev er lo que creíamos conocer. 3. No hay nada fuera del campo de la ciencia, ni siquiera aquellos ev entos que no podemos explicar en la actualidad por medio de las ley es científicas. Simplemente, la ciencia no ha av anzado lo suficiente para explicarlos. La premisa fundamental de la ciencia es que dichos casos también cumplen alguna ley natural. No aceptar esta premisa implica abandonar el ámbito de la ciencia. 4. A nte los fenómenos inusuales, la ciencia requiere que postulemos una explicación natural. Supongamos que una persona muerta resucitara, que el agua se conv irtiera en v ino o que un hacha de hierro flotara en el agua. Por su naturaleza, la ciencia nos exige pensar en alguna explicación natural que dé cuenta de estos casos. Dicha explicación quizás demore en llegar; tal v ez ni siquiera tengamos una idea de cómo sería en caso de tenerla. Sin embargo, para continuar siendo científicos, estamos conv encidos de que en algún lugar del univ erso debe haber una explicación natural, por más inusual que sea. 5. La esencia de la ciencia es que los milagros no son posibles. Cualquier interpretación div ina que subrogue las ley es de la naturaleza

eliminaría las presuposiciones básicas de la ciencia. Por ende, nunca podremos reconocer un milagro como tal, porque tiene que haber una explicación natural, por más que la desconozcamos por ahora. Las reglas del juego Por más persuasiv o que parezca el argumento de Flew, tiene algo intrínsecamente erróneo. Nos pide que hagamos trampa. Es como si alguien le dijera: «Vamos a jugar al tenis. Si tú cometes una falta, el punto es mío. Si y o cometo una falta, el punto es mío». En otras palabras, establezco reglas de manera tal que no puedo perder. Los cristianos, en su afán por comunicarse con los no cristianos, a menudo han modificado sus argumentos para adaptarlos a las reglas establecidas por los no cristianos. Una actitud encomiable, pero hay momentos en que debemos darnos cuenta de que el no cristiano nos tiene acorralados. Ha inv entado reglas que están específicamente diseñadas para impedirnos elaborar un argumento conv incente. «Vamos a suponer que Dios no puede existir. Pruébame ahora que Dios existe». O: «Los milagros, por definición, son imposibles. ¿Puedes probarme que son posibles?». No tiene sentido, y no hay motiv o alguno que nos obligue a acatar estas restricciones. No hay argumento posible contra el crítico que ha resuelto que, por definición o por premisa científica, los milagros no pueden suceder. Eso no es culpa de la persona que cree en los milagros. Dicho crítico ha decidido cortar el diálogo sobre el tema. Dado que y a nos informó que ningún argumento puede v aler contra su posición, sería necio presentarle más argumentos a fav or de los milagros. La ciencia está obligada a proporcionar explicaciones razonables para los fenómenos que encontramos en la naturaleza. Descubrimos regularidades, causas, efectos, principios, categorías. El objetiv o es acumular conocimiento. Si un crítico como Flew apela a ley es aún no descubiertas, ignoradas hasta el momento y quizás ajenas a nuestra comprensión para explicar los aparentes ev entos milagrosos, no adopta una actitud particularmente científica. Inv enta algo desconocido y

oscuro, además de inv erificable, para ev itar lo sobrenatural. No hay nada natural ni científico en dicha explicación. De todos modos, hay también muchas personas razonables que admiten la posibilidad de los milagros, pero desean contar con ev idencia. Elaboramos nuestros argumentos para estas personas, con la esperanza de que también sean escuchados por los críticos más recalcitrantes. Una v ez más, no nos olv idemos del teísmo. Cuando observ amos el mundo para determinar si detectamos un milagro en algún lugar, no nos detenemos solo en la naturaleza pura, sino que también percibimos la creación, dispuesta y gobernada por un Creador. Esto no es reescribir arbitrariamente las reglas para que nos fav orezcan, porque, como y a lo planteamos más arriba, tenemos derecho a inv ocar el teísmo. La pregunta, entonces, es la siguiente: ¿Podemos reconocer los milagros en un contexto teísta? Definición y flexibilidad Un milagro es un ev ento tan fuera de lo común que, dadas las circunstancias, la mejor explicación es admitir que Dios interv ino directamente. Nos v aldremos ahora de esta definición para ay udarnos a identificar un milagro en el supuesto caso que nos encontremos con uno. Es una definición suficientemente v aga y subjetiv a; deja margen para el desacuerdo, pero eso es precisamente parte de la idea. No hay ninguna razón que nos obligue a adoptar una regla inflexible para identificar infaliblemente todos los casos en que ha ocurrido un milagro. A un los cristianos discuten entre ellos a v eces sobre si un acontecimiento en particular fue un milagro o no. Por ejemplo, en Juan 10, leemos que Jesús se escapó de manos de una multitud. A lgunos comentaristas consideran que se trató de un milagro, otros simplemente v en un ejercicio de Su autoridad. Hay margen suficiente para div ersas interpretaciones cuando se trata de decidir cuáles sucesos son un milagro y cuáles no. Respecto a otros acontecimientos, como la

resurrección, hay más consenso sobre considerarlos definitiv amente milagrosos. Esta definición general conllev a dos condiciones. Primero, el ev ento debe ser suficientemente extraordinario. Como y a v imos, lo inusual puede manifestarse de dos maneras. El hecho parece desafiar las ley es físicas conocidas (el milagro por subrogación) o la conjunción de una serie de ev entos parece demasiado improbable para ser solo fruto de la casualidad (el milagro por configuración). De algún modo u otro, suceden cosas que cualquier persona racional, al tanto del funcionamiento normal del mundo, no esperaría que ocurrieran. Segundo, esperamos v er algún indicio de la interv ención div ina en el ev ento. Las coincidencias existen y hay acontecimientos inusuales, pero para poderlos considerar un milagro, debe tratarse de una ev entualidad que nos llev e a buscar la interv ención directa de Dios. Por «interv ención directa» queremos decir que atribuimos a Dios la responsabilidad directa de producir ese acontecimiento tan improbable. Los cristianos reconocen la mano de Dios en la prov idencia (Él cuida de nosotros a diario) así como en las oraciones respondidas, por eso consideramos que Dios pudo haber respondido a nuestras oraciones aun si la respuesta consistió en un hecho normal. Sin embargo, solo nos sentimos inclinados a considerar que se trató de un milagro cuando estamos ante algo «inusual» y concluimos que la acción de Dios es la mejor explicación para dar cuenta del hecho. No todas las explicaciones son iguales Estas consideraciones anteriores pueden parecer relativ amente arbitrarias. Una persona observ a un hecho y afirma que es un milagro; otra, ante el mismo hecho, afirma que no lo es. ¿Cómo determinar quién tiene razón? ¿Cómo podemos reconocer los milagros si tienen una base tan subjetiv a? Si bien admito que hay margen para la disensión, esto no implica ni por asomo que ambas opciones sean igual de aceptables para explicar un acontecimiento. En ocasiones, una explicación es claramente mejor

que la otra. Supongamos que estoy sentado en mi oficina, intentando concentrarme en mi escritura. Me fijo en mi v iejo sombrero gris que cuelga del perchero, en un extremo de la pared. ¿Cómo llegó ahí? Hay v arias explicaciones posibles: a. Usé el sombrero hoy de mañana cuando v ine a la facultad y lo colgué allí cuando entré en la oficina. b. Dejé mi sombrero en casa esta mañana, pero mi esposa pensó que tal v ez podría necesitarlo más tarde y me lo trajo. c. A noche, un ladrón robó mi sombrero, se arrepintió de su delito, y lo dejó en el perchero mientras y o no miraba. d. El decano de la univ ersidad, en un esfuerzo por conv encer a la junta directiv a del empobrecimiento de los profesores, env ió al decano asociado a mi casa a recoger mi sombrero para exponerlo a plena v ista en mi oficina. e. Shiv a, el dios hindú, a quien le agrada jugar y div ertirse, transportó milagrosamente mi sombrero desde mi casa a la oficina. f. Un grupo de inv asores extraterrestres confundió mi sombrero con una forma de v ida hostil y lo colgó de un gancho para que sufriera una muerte lenta y dolorosa. g. El objeto que percibo no es en realidad mi sombrero: es un sofisticado holograma producido por un diablillo desconocido. h. Es imposible saber cómo llegó allí. La imaginación no tiene límites. ¿Son igual de probables todas estas explicaciones? De ninguna manera. Mi objetiv o es mostrar que tienen grados extremadamente

diferentes de probabilidad. Cómo ev aluar las probabilidades dependerá de las circunstancias, de nuestro conocimiento del mundo y de una dosis de sentido común. No hay ninguna fórmula para ev aluarlas, pero tampoco la necesitamos. Si tengo en cuenta mi rutina normal, (a) es la explicación más probable. Si estuv iera bien seguro de que ese día no usé el sombrero (tal v ez porque todav ía llev aba puesto otro) (b), (c) o (d) podrían ser buenas posibilidades. Para cada uno de estos casos, necesitaría contar con un poco más de información antes de aceptar su posibilidad. (Mi esposa y y o concordamos que de estas tres, (b) es la menos probable). A las opciones (e), (f) y (g) las descarto de plano. Son completamente ajenas a mi manera de entender el mundo y no tengo ninguna ev idencia que me persuada a rev er mis ideas. A signar alguna chance a estas opciones requeriría, no solo que las circunstancias fueran drásticamente diferentes, sino que también tendrían que ser lo suficientemente diferentes para hacerme cambiar mi cosmov isión. Lo que pretendo mostrar es que pensaríamos en términos de supuestos razonables. A nte explicaciones alternativ as, inmediatamente preferimos una sobre las otras. Será la que más congenie con nuestra manera de entender las circunstancias y con nuestras expectativ as. Las personas razonables siempre podrán discutir sobre cuál es el supuesto más razonable, pero nunca será una decisión arbitraria. No es posible decidir cuál será la mejor explicación antes de conocer todo el contexto. Un ejemplo importante Consideremos ahora el siguiente conjunto de circunstancias. Durante la época de la ocupación romana en Palestina, v iv ió allí un hombre sumamente fuera de lo común. Supongamos, a los efectos de nuestro argumento, que los registros históricos que tenemos sobre Él son exactos. Vemos así que este hombre enseñó sobre el Dios del teísmo, se v io a sí mismo como Su env iado y aun como Dios mismo. A tribuy ó todas Sus obras a la obra de Dios. En el nombre de Dios sanó a los enfermos, a los ciegos y a quienes sufrían de div ersas aflicciones.

Conv irtió el agua en v ino, alimentó a miles de personas con cinco panes, resucitó a los muertos, y predijo Su propia muerte y resurrección, las que luego se cumplieron conforme a Sus predicciones. Es concebible que todo esto hay a sido mera coincidencia. No podemos, por el momento, descartar la posibilidad de que tal v ez fue producto de una ley natural desconocida. ¿Es este un supuesto razonable? Todos los relatos de las circunstancias tal como nos llegaron apuntan en otra dirección: Fueron milagros que ocurrieron en un contexto teísta. Tal v ez nuestro supuesto resulte equiv ocado, pero no sería razonable descartarlo a priori sin considerar la ev idencia. ¿Hasta dónde llegará el crítico para proteger su presuposición? ¿Por qué, entonces, me niego a aceptar la posibilidad de que Shiv a depositó el sombrero en mi oficina? No hay nada en esa afirmación que me permita aceptarla como un supuesto razonable. No tengo motiv os para adoptar una cosmov isión centrada en Shiv a. Las circunstancias de ninguna manera me indican que Shiv a sea el agente. Si se dieran dichas condiciones, podría considerar la posibilidad más seriamente. En realidad, si estuv iera algo más abierto a la posibilidad de la existencia de Shiv a y si estuv iera en un templo hindú mientras un brahmán hace milagros en el nombre de Shiv a delante de mis ojos, suponer la interv ención de este dios tal v ez sería una suposición más razonable. Estoy conv encido de que si inv estigara más a fondo resultaría falsa, pero sería irrazonable de mi parte no molestarme en considerarla.

El resultado final ¿Cómo reconocemos un milagro? Las circunstancias deben ser altamente improbables y dispuestas de tal modo que lo más razonable sea suponer una interv ención div ina. Por lo tanto, se confirma la hipótesis para este capítulo: es posible conocer y reconocer los milagros. Si bien esta conclusión nos permite obtener ciertas v entajas,

también conllev a algunas desv entajas. A favor Los milagros son posibles; los milagros son conocibles; los milagros son reconocibles. Dentro de una cosmov isión teísta, el argumento de Hume pierde su fuerza absoluta. Si partimos de supuestos razonables, el argumento de Flew es un ejercicio circular. Despejamos así los dos principales reparos planteados en este capítulo. En contra En retrospectiv a, no tengo muchas esperanzas para esta línea de argumentación salv o un reconocimiento del teísmo. La may oría de los debates sobre los milagros son irrelev antes. Cuando alguien se cierra absolutamente a reconocer la posibilidad de lo sobrenatural, por más irrazonable que sea dicha actitud, no tiene mucho sentido discutir si un milagro en particular es posible o no. La discusión necesita centrarse en la cuestión del teísmo. ¿Por qué es v erdadero el teísmo y por qué son falsas otras cosmov isiones? Es imposible elaborar exitosamente un caso a fav or de la interv ención div ina si se descarta de plano dicha posibilidad. Si miro hacia delante, la cuestión será determinar si existe ev idencia. En el caso de un aparente milagro, ¿las circunstancias ameritan suponer que lo más razonable sea pensar en una interv ención div ina? Después de inv estigar, ¿lo más razonable es concluir que ocurrió un milagro? En última instancia, dependerá de cada caso concreto. Debemos aceptar la posibilidad teórica de que a pesar de admitir que los milagros son posibles, ningún milagro en particular puede v erificarse en la realidad. Dado que estamos interesados en los milagros bíblicos, este inconv eniente es aún may or, porque la única manera que tenemos de examinar estos milagros es remitirnos a ev entos que sucedieron hace dos mil años. Cómo llev ar a cabo dicha tarea será el tema del capítulo siguiente. De momento, v olv amos a los casos de este capítulo.

Respuesta al caso 1: La actitud de Jim es común, pero nos deja perplejos cuanto más la pensamos. En el siglo XX, ¿sabemos algo más sobre los milagros que no supieran las personas del pasado? En realidad, no. Estamos en condiciones de explicar muchas cosas, pero sería un despropósito postular que lo sobrenatural no existe y que los milagros son imposibles. En todas las épocas hubo creyentes y escépticos con mayor o menor grado de credulidad. Para sentirnos orgullosos de nuestro espíritu científico, deberíamos estar más dispuestos a juzgar estos asuntos basados en la evidencia y no en suposiciones. Negarse a creer en cualquier cosa sobrenatural no es signo de tener las ideas claras, sino de una mente definitivamente cerrada y resuelta. Respuesta al caso 2: La actitud expresada por este profesor es comprensible. Si recurrimos a Dios para explicar todo cada vez que nos quedamos sin respuestas, en realidad, no explicamos nada. Alguien pregunta por qué las ranas son verdes. Les respondemos: Porque Dios las creó así. Entonces, ¿por qué las rosas son rojas y el cielo es azul? Volver a responder que son de ese color porque Dios los creó así no sirve de nada. Una explicación que explica todo no explica nada. Por eso la ciencia se basa en la idea de que debemos buscar la explicación más inmediata. La mayoría de las veces será una explicación natural. La ciencia también se basa en la importancia de la evidencia. Si toda la evidencia apunta en dirección de algo sobrenatural, el científico que descarte desde el principio lo sobrenatural no está adoptando una actitud científica. La mejor explicación, y la más inmediata, bien podría ser que tuvo lugar un milagro. Con esto no pretendo que los científicos adopten esta opción siempre, pero negarse a tomarla en cuenta es tal vez tan poco científico como recurrir a ella demasiado pronto. Nuevamente, dependerá de cada caso en particular. Respuesta al caso 3: Dios puede alargar las piernas si quiere. Quizás lo hizo en aquella campaña; pero tuve (y aún tengo) mis dudas sobre lo que me refirió Scott. Creer en milagros no significa que debemos ser crédulos y creernos cuanta historia sensacionalista anda circulando por ahí. Me constaba que Scott no tenía problemas para definir la verdad en conformidad con sus propósitos espirituales. Me limité a sonreír y le comenté que era una historia muy interesante.

Quisiera agregar una adv ertencia. A medida que av anzamos con nuestra argumentación en el curso de los siguientes capítulos,

mostraremos que algunas creencias importantes dependen de los milagros históricos de Jesús. Estos milagros son mucho más portentosos que los efectos especiales que a v eces se producen en los av iv amientos o en las campañas de sanidad. No permita que su fe personal dependa de sanidades especiales ni de cualquier otro ferv or temporal, por más reales que sean. Dios quizás le tenga reserv adas más cosas (v er el último capítulo). A gradezca a Dios por los milagros especiales que Él quizás obre en su v ida, pero base su fe en realidades objetiv as. A gradézcale también por los momentos de crecimiento doloroso, porque Él también los permitirá en su v ida.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Explicar por qué los milagros son una espada de tres filos, es decir, por qué pueden jugarnos en contra o a fav or. 2. Determinar los tres puntos del argumento de Hume contra los milagros y mostrar por qué este es plausible. 3. Mostrar por qué el argumento de Hume pierde su fuerza dentro de un marco teísta. 4. Distinguir entre dos tipos de milagros y explicar por qué no v iolan las ley es de la naturaleza. 5. Definir el argumento de Flew sobre la imposibilidad de reconocer un milagro. 6. Explicar la noción de supuesto razonable y mostrar cómo derriba el argumento de Flew. 7. Describir qué sería necesario, en general, para que pudiéramos reconocer un ev ento como un milagro. 8. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Tomás de A quino, Dav id

Hume, A ntony Flew. Reflexión sobre las ideas 1. Inv estigue los milagros que alegan otras religiones, y determine la cantidad y el tipo de pruebas disponibles. 2. Inv estigue div ersas descripciones sobre el método científico. ¿En qué medida descartan las explicaciones sobrenaturales? 3. Hemos identificado dos tipos de milagros, los milagros por subrogación y los milagros por configuración. ¿Pueden combinarse entre sí? ¿Es posible un tercer tipo de milagros? 4. Describa las diferencias entre los siguientes conceptos: suposición, hipótesis, supuesto razonable, conclusión. ¿En qué sentido estas distinciones son cruciales para explicar los milagros? 5. Plantee un caso ideal en que toda la ev idencia apunte a que sucedió un milagro. (Esta es su oportunidad de ser creativ o y pensar algo div ertido). Luego pídale a otra persona que intente descubrir una debilidad en su caso. Lecturas adicionales Colin Brown, Miracles and the Critical Mind (Grand Rapids: Eerdmans, 1984). Norman L. Geisler, Miracles and Modern Thought (Grand Rapids: Zonderv an, 1982). C. S. Lewis, Los milagros, trad. Jorge de la Cuev a (Nuev a York : Edición Ray o, 2006). John W. Montgomery , Faith Founded on Fact (Nashv ille: Thomas Nelson, 1978). 1 Un estudio completo que será de valor en el curso de este capítulo es el de Colin

Brown, Miracles and the Critical Mind (Grand Rapids: Eerdmans, 1984). 2 Tomás de Aquino, De la verdad de la fe católica (Suma contra gentiles), vol. 1, cap. 9. Disponible en http://hjg.com.ar/sumat. 3 Por supuesto, así como los milagros en un contexto budista no prueban que el budismo sea verdad, tampoco señalaremos los milagros en un contexto cristiano para luego afirmar que el cristianismo es, por lo tanto, verdadero. 4 David Hume, An Inquiry Concerning Human Understanding (Indianapolis: Bobbs-Merril, Library of Liberal Arts, 1955), 117-41. 5 E. G. Patrick Nowell-Smith, «Miracles» en Antony Flew y Alasdair MacIntyre, eds., New Essays in Philosophical Theology (Londres: SCM, 1955). 6 Antony Flew, «Miracles» en Paul Edwards, ed., The Encyclopedia of Philosophy, vol. 5 (Nueva York: Macmillan, l967), 348-49.

9 Regreso al pasado

Nadie conoce realmente la historia Caso 1: Todd era estudiante avanzado de filosofía mientras yo realizaba mis estudios de grado en la Universidad de Maryland. Asistió a una de nuestras reuniones de evangelización en la universidad, más por curiosidad que por otra cosa. Terminada la reunión, nos pusimos a conversar. Resultó que se identificaba con un entendimiento del cristianismo más afín con la filosofía existencialista que con la Biblia. Después de un breve diálogo, acordamos reunirnos más adelante para continuar la conversación. Pocos días después, nos cruzamos cuando ambos teníamos unos minutos libres entre clase y clase. Todd me dio la oportunidad de explicarle la obra objetiva de Jesucristo por nuestra salvación. Me respondió que eso era solo una interpretación sobre Jesús, pero que no era la única posible. —Supongo que la única manera de resolver esto —admití— es verificar los hechos que sucedieron en la historia. —¿La historia? —respondió Todd de inmediato—. Eso es solo lo que la gente afirma que debió suceder. Nadie sabe a ciencia cierta lo que efectivamente sucedió.

Versiones contradictorias Caso 2: Cuando mi hijo mayor, Nick, tenía trece años, estudió a fondo la historia de Roanoke, la colonia británica en Virginia, que desapareció sin dejar rastros a principios del siglo XVII. Hizo varias visitas a la biblioteca y consultó diferentes fuentes; la mayoría se remontaban a documentos de los propios colonos ingleses. Lentamente comenzó a combinar las piezas del rompecabezas para comprender lo que le había pasado a los pobladores.

Luego un día encontró un relato completamente diferente. Pertenecía a un indígena de los pueblos originarios. No solo ponía en entredicho algunas de las interpretaciones más aceptadas de lo acaecido, sino que también cuestionaba algunos de los hechos. ¿A quién debía creer Nick? Como no disponía de ninguna manera efectiva de decidir quién decía la verdad, archivó el proyecto.

Testigos presenciales Caso 3: Una primavera tuve que dar mi exposición sobre la resurrección. Estudiamos la evidencia disponible y cómo la resurrección de Cristo de entre los muertos era la teoría que mejor explicaba los hechos. Cuando terminé, Jack, un excelente estudiante, se me acercó y dijo: —Quiero confirmar algo. Usted dice que no hubo testigos presenciales. Nadie vio a Jesús salir de la tumba. —Así es —respondí—. Si los hubo, no tenemos conocimiento de ellos. —Entonces no sé cómo usted puede creer que efectivamente sucedió. Pienso que deberíamos aceptar como históricos únicamente aquellos hechos basados directamente en versiones de testigos presenciales.

Historia masculina Caso 4: La profesora invitada se enfrentaba a la clase con una sonrisa, pero una nota de estridencia en su voz. —Deben entender que estamos todos atrapados en un gran círculo. Lo que la mayoría de ustedes entiende por cristianismo es el elaborado por la mitad masculina de la humanidad en beneficio de los varones. Es una historia larga, pero fue escrita por seres humanos para su beneficio. En realidad, casi toda la así denominada historia es simplemente la propagación del punto de vista masculino.

Solo porque los milagros sean posibles no significa que hay a ocurrido alguna v ez un milagro. Para ser más específico, una cosa es decir que en un marco teísta podemos demostrar la realidad de la resurrección, otra distinta es ev aluar dicha demostración. ¿Sucedió efectiv amente la resurrección? Para dirimir este asunto, no es posible limitarse a un cruce de argumentos filosóficos en una y otra dirección.

Tarde o temprano tendremos que considerar lo que efectiv amente aconteció en la historia. ¿Es posible determinar los hechos históricos? Muchos afirman que es imposible. Es posible establecer teorías e interpretaciones de la historia, pero es imposible determinar qué fue lo que efectiv amente ocurrió. No disponemos de un conjunto sólido de ev entos históricos. En consecuencia, no hay manera de v erificar nuestras conclusiones sobre la historia apelando a «lo que realmente sucedió». En ese caso, el resto de este proy ecto está en grav es dificultades. Si no hay forma de v erificar si la resurrección sucedió, poco sentido tiene usar la resurrección como argumento a fav or del cristianismo. Por lo tanto, necesitamos dedicar cierto esfuerzo para explorar la naturaleza de la historia. ¿Qué podemos conocer? ¿Cómo podemos conocerla? La hipótesis que deseamos demostrar en este capítulo es la siguiente: Es posible tener un conocimiento genuino de los acontecimientos históricos. Este capítulo se div ide en dos partes. La primera tendrá un tono relativ amente pesimista; describiremos los obstáculos que conllev a la historiografía. En la segunda parte, esperamos poder superar el problema y mostrar cómo es posible obtener un auténtico conocimiento histórico.

Los problemas de la historiografía ¿Cómo llev a adelante su inv estigación el historiador? El químico hace análisis en un laboratorio, el biólogo puede salir a realizar trabajo de campo, ¿y el historiador? El historiador no puede v iajar al pasado. A lgunas de mis películas fav oritas tratan temas como los v iajes en el tiempo, pero los capacitadores de flujo no funcionan en la v ida real. Si una historiadora quiere inv estigar la v ida de Thomas Jefferson, no puede regresar al 1776 y pedir que le conceda una entrev ista.

Lo que hace es estudiar documentos: los div ersos tipos de registros escritos que de algún modo arrojan luz sobre los hechos históricos en cuestión. La tarea del historiador es estudiar los documentos, ev aluar su v alidez y , de un modo u otro, elaborar una narración coherente a partir de los datos que contienen. La naturaleza de los documentos Si la palabra «documento» le hace pensar en textos oficialmente refrendados o transcripciones meticulosamente v erificadas, lamento defraudarlo. A unque los historiadores trabajan en ocasiones con v ersiones oficiales, la may oría de las v eces los documentos disponibles tienen mucho menos autoridad. Hoy en día se considera que un documento histórico es cualquier texto escrito que nos ay ude a entender lo que sucedió en el pasado. Pueden tratarse de cartas, informes de prensa, actas procesales, cuentos populares, sermones, listas de comestibles, grafitos y muchos otros tipos de materiales. A menudo, el historiador ni siquiera dispone del documento original. Lo único que hay es una copia de un original perdido. A demás, «copia» no significa necesariamente una copia directa del original. Podría ser una cita fuera de contexto inserta en otro documento. A demás, debemos reconocer que ningún documento reproduce todo lo que se dijo e hizo en una ocasión en particular; a todas luces, sería imposible. Según la tradición, cuando a María A ntonieta, reina de Francia, le informaron que los campesinos no tenían pan, ella respondió: «¡Pues que coman torta, entonces!». Supongamos que usted es un historiador que desea inv estigar si ella realmente dijo eso, y si así fue, por qué lo dijo y qué repercusiones tuv ieron sus dichos. ¿Dónde buscaría estos datos? Seguramente nadie seguía a la reina durante todo el día y anotaba palabra por palabra lo que decía. A lguien debió escribirlo un tiempo después, interesado en demostrar lo necia que era María A ntonieta. Este ejemplo hipotético ilustra tres problemas asociados a los

documentos históricos. 1. Los documentos históricos son incompletos. A unque se hay an tomado todos los recaudos para su preserv ación, nunca describen toda la realidad. Comienzan demasiado tarde y terminan demasiado pronto. Solo nos aportan una pieza del rompecabezas. 2. Los documentos históricos están alejados en el tiempo. Salv o en contadas excepciones, habrá una brecha temporal entre el momento en que sucedió algo y el registro de ese hecho. 3. Los documentos históricos son sesgados y tendenciosos. Todos los registros históricos reflejan un punto de v ista. En realidad, no sería una exageración afirmar que todos los textos se escriben con alguna intención y , por lo tanto, ese propósito afectará lo que dicen. En consecuencia, el historiador necesita tener presente que todos los documentos, por su propia naturaleza, llev an la impronta de la persona que los escribió. Sería difícil separar los datos objetiv os de las opiniones personales. Este último punto amerita una may or profundización. Existe algo llamado sesgo sistemático. Hace poco, lo v i en acción mientras inv estigaba una escritora espiritual del siglo XIV. En 1310, Margaret Porette fue quemada en la hoguera en París (por creer casi lo mismo que creo y o). Las autoridades de la iglesia decidieron que era una hereje y la condenaron. Se la conocía como líder de un grupo de herejes conocido como los Hermanos del Espíritu Libre. A hora bien, si usted lee los registros oficiales de la iglesia sobre este grupo, las descripciones son en v erdad escalofriantes. A parentemente, este mov imiento era una camarilla de panteístas blasfemos que aprov echaban cualquier oportunidad para cometer el peor tipo de inmoralidad sexual. Una mirada más detenida a la ev idencia deja en claro que estas acusaciones eran infundadas. El principal «delito» de Margaret y del mov imiento quizás no fue otro que negarse a reconocer la autoridad de la iglesia oficial, y es muy posible que los registros oficiales no fueran otra cosa que descripciones a posteriori de las costumbres que las

jerarquías eclesiales adjudicaban a todos quienes no acataban su autoridad. No son descripciones reales de cómo eran realmente estos grupos.1 La v ersión «oficial» se había conv ertido en la información más común y simplemente se copiaba de un documento a otro, sin que nadie la pusiera en tela de juicio. Cuando el historiador sabe que existe un sesgo sistemático de esta naturaleza, puede tomarlo en cuenta para ev aluar la ev idencia; sin embargo, si no se da cuenta del carácter tendencioso de los textos, podría contribuir inconscientemente a propagar una falsedad. El sesgo también puede ser bien intencionado. Con frecuencia, en la Edad Media, los cronistas creían que glorificar a Dios y a Sus sierv os era mucho más importante que registrar objetiv amente la realidad. Barbara Tuchman (posiblemente la historiadora a quien más admiro) nos relata las hazañas del gran caballero Coucy como las relató el cronista Froissart. Justo cuando estamos entusiasmados con el relato, Tuchman nos aclara que «no sucedió nada parecido».2 El lector moderno quiere conocer los hechos objetiv os, pero el escucha mediev al prefería la gloriosa ficción de Froissart. En síntesis, los documentos históricos no solo son de algún modo parciales y tendenciosos, sino que a v eces tienen un sesgo intencional y sistemático. De alguna manera, el historiador tiene que ser capaz de v er a trav és de ese v elo. La historia como relato ¿Qué hacen luego los historiadores con los documentos que estudiaron? Su tarea no es simplemente encadenar todos los hechos o acumular sin criterio la may or cantidad de detalles sobre un acontecimiento del pasado. Se supone que deben elaborar un relato en el que se presenta una secuencia coherente de los sucesos. Debe ser posible discernir cuáles fueron las causas que dieron origen a los acontecimientos y las consecuencias que produjeron. Debemos ser capaces de diferenciar los hechos importantes de los triv iales. El relato

tiene que tener sentido. A partir de los documentos imperfectos que describimos más arriba, el historiador v a llenando los v acíos para elaborar un cuadro coherente que dé sentido a lo que sucedió. Por supuesto, es posible que en el proceso incorpore también su sesgo personal. Será inev itable. A cada paso del camino, deberá interpretar los documentos, y la historia que escriba será la historia tal como él o ella la interpreta. No parece haber manera de ev itar esto. El dilema A l parecer nos encontramos atrapados en una situación sin salida: sea como fuere que abordemos el proy ecto de historiografía, acabamos en el escepticismo. A parentemente, no hay manera de establecer cómo sucedieron en realidad los acontecimientos. Hay dos opciones sobre cómo llev ar a cabo una inv estigación histórica, pero ambas conducen a un callejón sin salida.3 Opción 1: A partir de los documentos. Podemos quedarnos únicamente con la información proporcionada por los documentos: nada más y nada menos. Todo lo que leamos en los documentos será incorporado a nuestro relato; los v acíos no pueden llenarse. Elaboraremos nuestras conclusiones solo en función de los datos disponibles y ev itaremos cualquier tipo de extrapolación. Es tentador pensar que esta es la única manera ética de proceder. El problema con el abordaje restringido a las pruebas documentales es que no sirv e. Como v imos anteriormente, los documentos son incompletos, tendenciosos y alejados en el tiempo. A v eces incluso se contradicen entre sí. Si solo nos ceñimos a los documentos, acabaremos con una caja llena de piezas del rompecabezas sin esperanza de poder llegar a armarlo algún día. En definitiv a, si intentamos seguir esta v ía, el resultado es el escepticismo histórico. Opción 2: A partir de la teoría. La única otra alternativ a parece ser comenzar con algún tipo de teoría y luego acomodar los documentos a nuestras ideas preconcebidas sobre qué fue lo que

efectiv amente ocurrió. A unque este abordaje parece carecer de integridad académica, en la práctica es así como proceden los historiadores. Parten de una noción sobre lo que debió haber sucedido y luego respaldan su teoría con los documentos que leen. En ocasiones, este abordaje se manifiesta a gran escala. En las escuelas de los países comunistas, como en la República Democrática A lemana, se usaban textos de historia escritos desde una perspectiv a marxista. Cuando cay ó el régimen en 1989, las escuelas tuv ieron una crisis porque no tenían libros de historia escritos desde un punto de v ista capitalista. ¡Tuv ieron que dejar de enseñar historia durante unos meses! El abordaje teórico de la historia es la manera normal en que esta disciplina llev a adelante sus estudios. Es ev idente que conllev a problemas. Si subordinamos los documentos a nuestras teorías, podríamos acabar aprendiendo más sobre nuestras teorías que sobre los registros del pasado. La historia escrita de esta manera se conv ierte en la historia de lo que creemos que sucedió, pero no en la historia de lo que efectiv amente aconteció. No tenemos acceso al pasado, solo contamos con nuestras teorías sobre la historia, y el resultado es —nuev amente— el escepticismo histórico.

Cómo se escribe la historia: La solución Todo lo que expresamos anteriormente es correcto, aunque llev ado a los extremos. Para eludir los escollos del escepticismo y obtener una solución práctica al problema de la historia, lo único que debemos hacer es repensar qué factores operan en cualquier hecho comunicativ o. ¿Cómo interpretamos los textos escritos, históricos o actuales? El círculo hermenéutico Según la mitología griega, Hermes era el mensajero de los dioses. El estudio de cómo interpretar las comunicaciones debe su nombre a él: herme-néutica. A la hermenéutica también se la denomina la ciencia de

la interpretación. ¿Cómo entendemos lo que alguien intenta comunicarnos? El teólogo alemán del siglo XIX, Friedrich Schleiermacher, decía que el proceso de interpretación es siempre circular, por eso a v eces se lo denomina el círculo hermenéutico. Supongamos que usted recibe una carta de un amigo. Mientras abre el sobre, tiene ciertas expectativ as sobre el contenido que espera leer. No espera recibir una cuenta por tantos metros cúbicos de gas ni leer una carta formal en la que le informan que su solicitud de empleo fue rechazada. Espera leer cierta información personal relacionada con las circunstancias comunes a su amigo y usted. Entonces, lee la carta. A lgunas de sus expectativ as se cumplirán: «¡Sabía que me iba a decir eso!». Otras cosas lo sorprenderán: «¡Nunca hubiera creído que llegara a decir esto!». Después de leerla, deja la carta a un lado. Unos días más tarde, se dispone a contestarla. Vuelv e a leerla para refrescar su memoria. A hora sus expectativ as son mucho más refinadas. Tiene un conocimiento relativ amente detallado de lo que espera leer, pero mientras la relee, nota algunos detalles y conexiones de los que no se percató en la primera lectura. Decide leer la carta por tercera v ez, mucho mejor preparado, y aun así entiende más cosas. Cada v ez que repite el proceso, aprende más. A hora bien, usted no es capaz de leer la mente de su amigo. Es posible que él hay a intentado transmitirle algo en la carta que usted no capta, aun después de leerla v arias v eces. En realidad, incluso es posible que lea constantemente algo que su amigo nunca pretendió decir. En otras palabras, ninguna comunicación es perfecta, pero que la comunicación sea imperfecta simplemente no significa que no nos comunicamos en absoluto. Esto es lo que sucede cada v ez que tiene lugar un acto comunicativ o, y lo mismo se aplica todas las v eces que intentamos entender un texto escrito. Obtenemos así el esquema del círculo hermenéutico:

Cada v ez que intenta entender un texto literario, un ensay o domiciliario, una reseña cinematográfica, o cualquier otra cosa, usted se muev e dentro de este círculo. No es posible salir fuera de él, pero tampoco hay motiv o alguno para desear hacerlo y a que obtenemos nuev a información precisamente por estar dentro de él.4 Podemos aplicar el mismo modelo a la tarea del historiador:

El propósito de este modelo es mostrar que la tarea del historiador es mucho más dinámica que lo prev isto por nuestro anterior dilema. Es v erdad que los documentos son imperfectos y que el historiador incorpora sus teorías a su trabajo, pero no debemos pensar que uno u otro sea el factor dominante. Conv iene pensarlo en términos de una interacción entre las teorías del historiador y los documentos. Evaluación de los documentos Un abordaje historiográfico basado exclusiv amente en documentos conduce al escepticismo solo si suponemos que al

historiador le resulta imposible juzgar cuáles documentos son los más fidedignos. En la práctica, esto no sucede. A menudo, es la palabra de un documento contra la de otro, y no parece haber manera de determinar a cuál creer. Sin embargo, no significa que sea siempre imposible decidir entre uno u otro documento. A v eces, es posible. ¿Qué criterios se utilizan para ev aluar los documentos históricos? No consisten en reglas esotéricas establecidas por los historiadores profesionales para uso exclusiv o de los iniciados en su arte, sino pautas basadas en el sentido común. Supongamos que dos amigos le refieren v ersiones contradictorias sobre el mismo hecho. Usted no sabe a quién creerle. Supongamos que su amiga tiene fama de decir siempre la v erdad. Todos le reconocen que tiene una memoria precisa, no ganaría nada si tergiv ersara la historia y todo lo que dice se ajusta a lo que usted y a sabe. El otro, en cambio, a v eces miente. Todos saben que tiene lagunas mentales, le conv iene manipular un poco los hechos, y lo que describe no se ajusta del todo a lo que usted y a conoce. ¡No dirá que es difícil decidir a quién creer! Lo mismo ocurre con las fuentes históricas. No todos los documentos son igual de creíbles. Los historiadores usan ciertos criterios simples para ev aluar un documento, a saber: ¿Cuánto tiempo transcurrió entre el hecho en cuestión y el documento que lo registró? ¿El autor es reconocido por ser fidedigno? ¿Tiene el documento coherencia interna? ¿El autor participó directamente de los hechos? ¿El documento refiere hechos que son claramente imposibles? ¿Puede el documento conciliarse con otros documentos? ¿Los hechos mencionados en el documento figuran también en otras fuentes? Este es el denominado criterio de corroboración múltiple.

¿Hay ev idencia de sesgo sistemático en el documento? ¿Hay alguna razón para sospechar que se introdujeron deliberadamente interpolaciones? Si disponemos solo de una copia del documento original, ¿es una reproducción fiel del original? En un ejercicio que acostumbro a hacer en clase, aun a los estudiantes que no son licenciados en historia se les ocurren estos criterios, y son los mismos que aplican los historiadores. Por supuesto, no todos los criterios que acabamos de mencionar son aplicables en todos los casos. No se trata de un simple listado de ítems que pueden v erificarse o no, que luego se suman y permiten asignar un factor de confiabilidad a un documento. En los casos concretos, los historiadores con frecuencia no se ponen de acuerdo al aplicar estos criterios, pero los criterios están. A unque los historiadores pueden no ponerse de acuerdo, es inconcebible que un historiador afirme: «Prefiero el documento A al documento B porque el documento A se escribió en una fecha muy posterior al hecho histórico, es una copia tan mala que no sabemos qué decía el documento original, y tiene contradicciones internas: es ev idente que se escribió sin ningún apego a la v erdad, sino solo con fines políticos. Por lo tanto, me quedo y le creo al documento A ». Eso nunca sucederá. Hay efectiv amente criterios para decidir entre un documento y otro. No son infalibles ni tampoco decisiv os: pero podemos utilizarlos y , en la may oría de los casos, nos permiten lograr nuestro objetiv o. El realismo interpretativo Una v ez que tenemos todo esto armado, obtenemos lo que el prestigioso filósofo cristiano A rthur Holmes denominó «realismo interpretativ o».5 El historiador debe juzgar e interpretar. Hay un factor subjetiv o ineludible en la historiografía. Sin embargo, eso no excluy e que el relato haga referencia a la realidad.

En algún momento del proceso de interpretación, el historiador quizás encuentre algo concreto. Encontrará algunos hechos fundamentales que no están sujetos a interpretación. Hay una realidad debajo de la teorización y , tarde o temprano, esta saldrá a la luz. Martín Lutero era un monje que tomaba muy en serio su búsqueda espiritual. Transitó por todas las disciplinas y regímenes prescritos en aquellos días para quienes buscaban la salv ación, pero continuaba insatisfecho. Finalmente, descubrió que Dios mismo le daría la justificación por medio de la fe en Cristo. Lutero proclamó en público su descubrimiento, en respuesta al monje Tetzel, quien v endía bulas para eximir a la gente del purgatorio. Lutero colgó sus 95 tesis y comenzó la Reforma. Obv iamente, esta descripción es solo una manera de interpretar la Reforma. Pone el énfasis en la búsqueda espiritual y el descubrimiento teológico de Lutero, pero no es la única interpretación posible. Una interpretación económica se concentraría en los gastos enormes que realizaba el papado renacentista. Los papas estaban obligados a recaudar fondos en A lemania, y Tetzel se conv irtió en su agente. A los príncipes alemanes les desagradaba que el prelado italiano obtuv iera rentas de sus territorios. Cuando Lutero cuestionó las activ idades de Tetzel, los príncipes se «subieron al carro» de la contienda teológica. Se identificaron con el protestantismo de Lutero porque era una oportunidad para independizarse de los impuestos de Roma. Habría otras interpretaciones. Una comprensión marxista de la Reforma entiende que fue una etapa en la lucha de clases entre el campesinado y la aristocracia. Lutero les dio a los campesinos la oportunidad de enfrentarse a la nobleza, aunque cuando se desencadenaron los enfrentamientos con los campesinos, Lutero se plegó a la nobleza. Por lo tanto, hay diferentes teorías que intentan darle un sentido a los acontecimientos de la Reforma. Usted tal v ez diga: «Pero ¿tenemos que optar por una de las tres? ¿No podríamos combinarlas?». Por supuesto que sí, pero tendrá también una teoría. Habrá cambiado una

teoría simple por una teoría combinada, pero la teoría sigue estando. En toda esta discusión sobre las teorías y marcos interpretativ os, sin embargo, algunos hechos son ev identes. Hubo una Reforma. Existió un hombre llamado Martín Lutero que se opuso a la doctrina de la salv ación que predicaba la iglesia católica. Existió un monje llamado Tetzel que v endía indulgencias. Había un papa en Roma. Había príncipes y campesinos. La lista podría seguir. A l analizar las div ersas interpretaciones, hay ciertos hechos históricos que son indisputables. El mismo esquema es aplicable en otras inv estigaciones históricas. A unque hay margen para discernir entre los hechos y las interpretaciones, algunos hechos básicos constituy en un punto de referencia que no puede ser razonablemente puesto en duda. Son los datos que las interpretaciones históricas procuran explicar, y no están sujetos a interpretación. De vuelta a lo básico A lguien podría preguntarse: «Pero, ¿es posible estar realmente seguro de que estas cosas sucedieron? Estas conclusiones resultan de la inv estigación histórica, pero eso no significa que los acontecimientos realmente tuv ieron lugar». Seguramente esta objeción le resulte familiar. Consiste solo en una v ersión especializada de lo que analizamos en el capítulo 2, cuando argumentamos a fav or de la posibilidad del conocimiento en general. Postulamos entonces que tenemos derecho a admitir una creencia como conocimiento si se v erifica su v erdad. ¿Cuáles eran las pruebas para determinar la v erdad? Dependían del tipo de creencia. Siempre y cuando una creencia hay a sido justificada mediante una operación lógica, podemos afirmar que se ha conv ertido en conocimiento. Sería un equív oco diferenciar entre este tipo de conocimiento y otro conocimiento «real». No existe tal cosa. Hablar de un conocimiento distinto a lo que entendemos por conocimiento es un empleo v acuo de palabras. Exigir más condiciones a este conocimiento que al otro solo haría que nos perdiéramos en el escepticismo, que es la negación de

todo tipo de conocimiento, aun la del propio conocimiento de que el escepticismo es v erdadero. El escepticismo es una posición insostenible porque niega la posibilidad de cualquier tipo de pensamiento. La situación respecto al conocimiento histórico es similar. A unque determinar lo que sucedió en la historia presenta grandes dificultades, debemos estar dispuestos a aceptar el conocimiento dondequiera que aflore. Verificar debidamente la v erdad de la historia implica la correcta ev aluación de los documentos. Si después de examinarla cabalmente, una conclusión está en orden, la única alternativ a razonable es aceptarla como v erdadera. Refugiarse en una apelación a la subjetiv idad es lo mismo que buscar conocimiento por detrás del conocimiento. El objetiv o de la inv estigación histórica es encontrar los hechos que suby acen tras los factores subjetiv os. Una v ez establecidos estos hechos, no hay necesidad de inv ocar los factores subjetiv os. Sería pedir conclusiones históricas sin conclusiones históricas. En este capítulo y a consideramos las dificultades que presenta la inv estigación histórica. Estas dificultades no desaparecen. No estoy borrando con el codo lo que escribí con la mano. A firmo que esos mismos procesos que nos hacen dudar de algunas conclusiones históricas también sirv en para confirmar muchas otras. Con todo, quizás mis argumentos no dejen conv encidos a todos. A lguien podría decir: «No estoy defendiendo el escepticismo. Lo que quiero es contar con mejores pruebas de v erificación. Estaría más inclinado a aceptar los hechos históricos si estuv ieran basados en informes de testigos presenciales directos, corroborados por v arios observ adores con acceso inmediato a los acontecimientos. ¿Qué tiene de malo desear contar con mejor conocimiento?». Esta objeción parece inocua, pero pide algo que no tenemos derecho a pedir. Lo que desea es contar con conocimiento histórico sin metodología histórica; por lo tanto, pide una v erificación de la v erdad que no es apropiada. Sería lo mismo que alguien dijera: «Solo creeré en los átomos si me los muestras a simple v ista». No sería razonable. Los átomos, por su propia naturaleza, no pueden v erse a simple v ista y

exigir v erlos de esa manera en realidad es permitir la entrada al escepticismo. A nálogamente, esperar obtener conclusiones históricas prescindiendo de los procedimientos normales para ev aluar el contenido de los documentos es, en efecto, una manera arbitraria de impedir el conocimiento histórico. Quizás parezca una exageración, pero todo se reduce a una cuestión de escepticismo contra conocimiento. Negar arbitrariamente cualquier tipo de hechos que puedan descubrirse mediante la metodología histórica conllev a desestimar la idea misma de conocimiento tal como la planteamos. ¿Por qué debería usted creer todo lo que lee, escucha o v e? Porque tiene pruebas que lo confirman. Los mismos argumentos esgrimidos contra el conocimiento histórico pueden emplearse contra cualquier otro tipo de conocimiento. Concluy amos este capítulo con una nota positiv a. La hipótesis en discusión fue si era posible conocer lo que había sucedido realmente en el pasado. Respondimos que sí, es posible. El proceso no es fácil, quizás no podamos conocer completamente lo que sucedió, ni todos los detalles; pero podremos conocer algo de lo que aconteció y con eso nos basta. Nuestra siguiente pregunta será establecer si la historia bíblica se encuadra dentro de las partes conocibles de la historia. De momento, consideremos nuev amente los casos correspondientes a este capítulo. Respuesta al caso 1: Es casi imposible argumentar en contra de estas generalizaciones tan infundadas. Si mal no recuerdo, respondí algo más o menos en esta línea: «Creo que tendremos que continuar esta conversación». No diría que fue muy útil, pero probablemente no hubiera podido contribuir más si consideramos cómo se había planteado la conversación. Según este razonamiento, alguien podría decir: «Neil Armstrong no llegó en realidad a la luna. John F. Kennedy y Elvis están vivos. Nunca hubo una segunda guerra mundial. La realidad es solo lo que la gente acuerda por consenso que es real. Yo soy solo lo que la gente dice que debo ser». ¿Dónde nos detendremos? Hay solo una manera de

decidir sobre los hechos objetivos: sobre la base de la verificación. Desestimar la evidencia es sucumbir al escepticismo. Si pudiera darme el lujo de volver a conversar con Todd sobre este tema, le señalaría nuevamente el criterio de viabilidad. En la práctica, Todd conoce su pasado: como todo el mundo. La única cuestión es determinar si es posible conocer algo, no si no podemos conocer nada. Respuesta al caso 2: Hay criterios para decidir entre dos o más documentos históricos. A veces, tampoco sirven. Tal vez Nick no pudo determinar a quién creer por su falta de experiencia, o tal vez justamente este es uno de esos casos particularmente difíciles. Me inclino a pensar que se trataba de un caso complicado porque los historiadores profesionales competentes que consultó tampoco estaban de acuerdo. Para nuestros propósitos, el que haya casos dudosos, aunque sean un millón, no impugna todas las referencias históricas. Algunos acontecimientos históricos están cubiertos de misterio,6 pero estaría fuera de toda lógica concluir por ello que es imposible determinar lo que sucedió en el pasado. Respuesta al caso 3: Jack creía que estaba siendo riguroso, en realidad, solo era arbitrario. Como mencioné más arriba, él decía lo mismo que quienes dicen no creer en los átomos hasta tanto no los vean a simple vista. Todos, incluido Jack, creemos en muchas cosas sin tener testimonio ocular directo de ellas. En cualquier circunstancia, el criterio de ver para creer es una distracción que nos lleva en la dirección equivocada. Todos sabemos que los testimonios de los testigos presenciales pueden ser más o menos confiables; por ejemplo, piense en los informes contradictorios que puede haber sobre un accidente de tránsito. Además, los testimonios históricos de los testigos directos nos han llegado solo por una vía: a través de documentos. De vez en cuando alguien dice: «Si solo hubiéramos contado con cámaras de video o cobertura televisiva en aquel entonces. Entonces sí no tendríamos toda esta incertidumbre». En realidad, esta añoranza no es ni siquiera tan buena como parece. Considere toda la controversia que rodea al asesinato de John F. Kennedy y por qué. Respuesta al caso 4: En general, la profesora tiene razón. Sin duda que escribir historia es siempre subjetivo. Teniendo en cuenta que lo que en la actualidad consideramos historia fue mayoritariamente escrito por hombres blancos, para ser leído por otros hombres

blancos, ese punto de vista estará sin duda presente. ¿Un sesgo pronunciado hará imposible la objetividad? Consideremos otro ejemplo. El lunes por la noche, los Washington Redskins pasaron por arriba a los Philadelphia Eagles. Yo soy fanático de los Redskins y si tuviera que comentar el partido lo haría de manera triunfal, resaltando el juego brillante de los Redskins. Por el contrario, si simpatizara con los Eagles, daría otra descripción del mismo partido, tal vez con el tono de voz que solemos reservar para los velorios. Nuestra subjetividad impregnaría el relato y se trasluciría, pero estaríamos refiriéndonos al mismo partido. Solo porque escribir historia es una actividad parcial no significa que todo vale. El historiador debe dar cuenta de la evidencia que descubre en los documentos. No tiene libertad para decir que, ya que toda la historia es subjetiva, puede reescribir los acontecimientos como le parece que deberían haber sucedido y que vale tanto una revisión histórica como la otra. Hace unos años, Marion Zimmer Bradley reescribió el relato de Camelot desde el punto de vista de una mujer consagrada a la veneración de la antigua deidad.7 Es una lectura interesante e incluso permite descubrir algunos de nuestros prejuicios colectivos, pero no es un texto de historia porque no se basa en una investigación académica de las fuentes. Cuando la historia se limita a ser vehículo de una ideología, se convierte pronto en una herramienta de poder político. Una de las primeras medidas que suelen tomar los regímenes totalitarios es reescribir la historia para conformarla a sus objetivos. George Orwell, en su novela 1984, describió esto como el Ministerio de la Verdad, que revisaba la historia a diario para acomodarla a las necesidades cambiantes de la dictadura.8 Nuestra única defensa contra ese tipo de manipulación es insistir en que la historia se basa en un conjunto fundamental de datos accesibles.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Describir a grandes rasgos la metodología de los estudios historiográficos. 2. Explicar por qué los documentos históricos son intrínsecamente imperfectos.

3. Mostrar por qué la tarea del historiador es siempre subjetiv a. 4. Esbozar los criterios para decidir la v alidez de los documentos históricos. 5. Explicar cómo la tarea del historiador se asemeja al círculo hermenéutico. 6. Definir el realismo interpretativ o y explicar cómo esta noción restaura la posibilidad de conocer los hechos históricos. 7. A rgumentar por qué negar la posibilidad de conocer el pasado es escepticismo (y mostrar por qué no es una alternativ a aceptable). 8. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Barbara Tuchman, A rthur Holmes. Reflexión sobre las ideas 1. ¿Qué condiciones debe cumplir un texto para ser considerado un documento histórico? Distinguir entre ev idencia documental directa e indirecta. ¿Es posible considerar documentos históricos a los textos religiosos? 2. Hable con un historiador. A v erigüe cuál es la ev idencia documental que av ala algún hecho histórico del que nadie dudaría. ¿Le resulta conv incente? 3. Emprenda un estudio del sesgo sistemático presente en la historiografía. ¿En qué medida hay sesgo sistemático en la historia que se escribe en la actualidad? 4. ¿Hasta qué punto el sesgo en la escritura de la historia puede ser algo positiv o? 5. Reaccione a la afirmación: «Para que un acontecimiento sea considerado un hecho histórico, no debe ser cuestionado por nadie».

Lecturas adicionales William H. Dray , Philosophy of History (Englewood Cliffs, NJ: PrenticeHall, 1964). Mircea Eliade, Cosmos and History (Nuev a York : Harper & Row, 1959). A rthur F. Holmes, Faith Seek s Understanding (Grand Rapids: Eerdmans, 1971). John Warwick Montgomery , The Shape of the Past (A nn A rbor, MI: Edwards Bros., 1962). 1 Un excelente libro sobre este tema es Robert E. Lerner, The Heresy of the Free Spirit in the Middle Ages (Berkeley: University of California Press, 1972). 2 Barbara W. Tuchman, A Distant Mirror: The Calamitous Fourteenth Century (Nueva York: Ballantine, 1978), 277. 3 Para un buen resumen de todos los problemas y soluciones propuestas, ver William H. Dray, Philosophy of History (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1964). 4 Este modelo también es aplicable a la interpretación bíblica. En realidad, es en dicho campo donde surgió y es todavía objeto de mucho debate. He resumido los puntos principales en un artículo, «Humility and Commitment: An Approach to Modern Hermeneutics». Themelios 11 (Abril 1986): 83-88. 5 Arthur F. Holmes, Faith Seeks Understanding (Grand Rapids: Eerdmans, 1971), 78-84. 6 Es posible que el problema del sudario de Turín sea otro. 7 Marion Zimmer Bradley, The Mists of Avalon (Nueva York: Knopf, 1982). 8 George Orwell, 1984 (Buenos Aires: Bureau Editores, 2003, orig. 1949).

10 El Nuevo Testamento y la historia

Dudas respecto a la autenticidad bíblica Caso 1: Uno de los cursos de lengua inglesa en la Universidad de Maryland incluía una unidad sobre la Biblia como literatura. Además de ser interesante, fue una buena oportunidad para compartir el evangelio con mis compañeros. Recuerdo una noche, a la salida de clase; acabábamos de tener una exposición sobre cómo los profetas condenaban el pecado. —Y tú, ¿qué piensas de todo esto? —le pregunté a Karen, la muchacha sentada a mi lado. Sin la menor vacilación y con la más absoluta confianza, me respondió: —Creo que un montón de personas se pusieron de acuerdo e inventaron toda la Biblia.

Los originales perdidos Caso 2: En los congresos, los académicos suelen tener conversaciones tan espontáneas y despreocupadas como las que se dan en cualquier dormitorio universitario a altas horas de la noche. Durante una de esas sesiones, la conversación derivó al tema de la naturaleza de la Biblia. Yo comenté que creía que las Escrituras eran completamente veraces. —Cuando afirmas eso te refieres a los originales, pero no a las traducciones modernas ¿no? —me preguntó un amigo. —Sí —respondí—. Es indudable que los copistas y los traductores quizás introdujeron ligeras variantes en las versiones posteriores. —Pero no tenemos los originales —continuó—. ¿Me quieres decir, entonces, que estás convencido de que algunos documentos hipotéticos, que nadie vio en dos mil años,

son completamente veraces? Me resulta bastante fantasioso.

¿Quién es el Jesús verdadero? Caso 3: Estaba conversando con Ibrahim, un estudiante musulmán venido de Kuwait. Había escogido la Universidad Taylor para estudiar porque para él era una universidad típicamente cristiana de Estados Unidos. Lo conocí en el curso panorámico de Nuevo Testamento que dicto. Después de unas semanas, vino a verme a mi oficina y nos pusimos a conversar. Si existe tal cosa como un sarcasmo respetuoso, así fue cómo él se refirió a mis pobres intentos por hablar en árabe. —Usted suena como un egipcio del norte —comentó. Aparentemente, tener ese acento era mal visto en su región de origen. La conversación luego se puso más seria. Le pregunté (en inglés, por supuesto, porque no tenía que pedir nada del menú de un restaurante ni pedir instrucciones en un hotel) lo que él pensaba sobre Jesús, después de haberlo estudiado en clase. —Verá —me explicó—, aprendimos sobre Jesús a partir de los Evangelios. Pero estos fueron escritos por personas que querían creer que Jesús es Dios, y por eso inventaron todas esas historias sobre Él. Nosotros, los musulmanes, creemos que Jesús fue un profeta, pero solo un hombre. En los Evangelios leemos lo que la iglesia creyó sobre Jesús, no sabemos cómo fue el Jesús verdadero.

¿Será v erdad? A hora la pregunta se centra en la posibilidad de considerar al Nuev o Testamento como un documento histórico fidedigno. Solo si logramos probar que es confiable, tendrá sentido hablar del Jesús histórico, de Sus enseñanzas, milagros e identidad. Nuestra hipótesis para este capítulo, por lo tanto, es esta: El Nuev o Testamento es un documento histórico fidedigno como fuente de información sobre Jesús. Nos centraremos en los cuatro Ev angelios — Mateo, Marcos, Lucas y Juan—, por ser los libros que tienen más contenido relacionado con este tema. A ntes, una salv edad: Tratar este tema a fondo excede la extensión de un capítulo en un libro sobre apologética. En el campo de los estudios bíblicos, hay div ersas disciplinas de inv estigación académica por derecho propio, cada una con sus problemas concretos y

soluciones propuestas. Lo más que podremos hacer en este capítulo es esbozar algunos problemas que consideramos cruciales y procurar aportar las mejores respuestas. A unque podríamos explay arnos, estoy conv encido de que las respuestas no cambiarían sino que simplemente se fortalecerían por más que ampliáramos y desarrolláramos los detalles.

¿El Nuevo Testamento es un documento histórico? A ntes de proceder, es necesario aclarar una cuestión importante: la legitimidad de llev ar adelante este tipo de análisis, porque hay quienes no lo admiten. Según ellos, el Nuev o Testamento es un texto de literatura religiosa y que, como tal, no puede serv ir como fuente de información histórica. Esta idea supone que las ideas religiosas están intrínsecamente desligadas de los hechos históricos. Son dos corrientes de pensamiento div ergentes, expresadas por dos géneros literarios diferentes, y deberían permanecer separadas. Quisiera responder a esta objeción con dos comentarios. Primero, es una cuestión arbitraria. Parte de una concepción particular sobre la naturaleza de la v erdad religiosa que es sumamente cuestionable. Supone que el mundo de la religión y el mundo de los hechos históricos objetiv os son incompatibles. Por lo tanto, no solo juzga el carácter literario de div ersos escritos, sino que también decide qué incluir y qué excluir de la categoría de v erdad religiosa. Estas cuestiones de ningún modo deberían decidirse por adelantado. Segundo, el Nuev o Testamento establece claramente que es una fuente de información histórica. En los primeros v ersículos del Ev angelio de Lucas leemos: Muchos han intentado hacer un relato de las cosas que se han cumplido entre nosotros, tal y como nos las transmitieron los que desde el principio fueron testigos

presenciales y serv idores de la palabra. Por lo tanto, y o también, excelentísimo Teófilo, habiendo inv estigado todo esto con esmero desde su origen, he decidido escribírtelo ordenadamente, para que llegues a tener plena seguridad de lo que te enseñaron. (Lucas 1:1-4, NVI) Esta asev eración de Lucas también es aplicable a otros pasajes narrativ os del Nuev o Testamento. Todo indica que hemos de aceptarlos como hechos de la realidad y no hay nada que nos llev e a rechazar una interpretación objetiv a. Por lo tanto, concluimos que es legítimo leer el Nuev o Testamento como un texto histórico. Esto no implica ningún juicio sobre la calidad de los documentos. Quizás tengan poco v alor histórico, tal v ez no sean más que textos de ficción recubiertos de estilo histórico para darles credibilidad. Estos juicios de v alor todav ía están pendientes, aún no los hemos determinado. Por el momento, nos hemos centrado solo en establecer la legitimidad de decidir si es historia buena o historia mala. Por lo menos, estos documentos deben tratarse como historia.

Los criterios y la carga de la prueba En el último capítulo, listamos algunos criterios que los historiadores usan para ev aluar los documentos. A fin de adaptarlos para esta discusión, los combiné en cinco preguntas: ¿Los relatos fueron escritos por personas directamente asociadas a los acontecimientos? ¿Las v ersiones actuales de los Ev angelios coinciden con la redacción original? ¿Hay fenómenos imposibles en los relatos? ¿Es imposible creer en los relatos porque son demasiado subjetiv os?

¿Qué suerte corren los relatos de los Ev angelios cuando se los compara con otras referencias extrabíblicas sobre Jesús? Una observ ación respecto a la carga de la prueba: Cuando un historiador se rige por las pautas metodológicas de su disciplina (como descritas en el capítulo anterior), no puede desestimar aquellos documentos que no le agradan. Por ejemplo, si estuv iera escribiendo sobre María A ntonieta, deberá tomar en cuenta todas las fuentes relev antes. Supongamos que encontrara un documento escrito por una persona allegada a María A ntonieta. La v ersión del documento en poder del historiador es una reproducción fiel del original. Si así fuera, al documento debe concedérsele v alor propio. Los últimos tres criterios se conv ierten en negativ os en el sentido de que si el documento no presenta problemas grav es, deberá ser admitido como ev idencia histórica. En otras palabras, el documento es admitido hasta tanto se pruebe que no es fidedigno, «es inocente hasta que se pruebe su culpabilidad». Del mismo modo, si es posible establecer que los Ev angelios son un registro fiel de los recuerdos de personas allegadas a Jesús, deberán ser admitidos como documentos históricos con su propia integridad. Si luego podemos mostrar que no relatan imposibilidades, no tienen un sesgo tan marcado que son imposibles de creer y tampoco se contradicen con otras fuentes, se conv ierten en una fuente autorizada. Un historiador que trabaje éticamente no podrá dejarlos de lado y deberá aceptarlos como información confiable.

Los autores Poco cabe decir respecto a si los autores tradicionales estaban en condiciones de escribir relatos históricos. Mateo y Juan fueron discípulos de Jesús. Marcos era de Jerusalén y fue testigo presencial de

los hechos relatados en los Ev angelios; además, según la tradición, Marcos refirió los recuerdos de Pedro. Lucas, por supuesto, era un gentil; no fue uno de los discípulos, y no presenció directamente los hechos. Sin embargo, el propio ev angelista nos informa sobre la inv estigación que realizó (v er la cita más arriba), y podemos tener la certeza de que residió dos años en Jerusalén y estuv o muy ligado a quienes participaron directamente de los acontecimientos.1 ¿Fueron v erdaderamente estas personas quienes escribieron los Ev angelios que llev an sus nombres? En la actualidad, los eruditos bíblicos suelen «dejar en suspenso sus juicios» respecto a la pregunta sobre quién escribió un libro en particular y luego determinar sobre bases independientes quién pudo haber sido el autor. La autoría atribuida por el propio documento no incide de manera determinante en este tipo de inv estigaciones. Este abordaje está justificado y a que hay libros antiguos escritos con seudónimos, que ocultan el nombre del v erdadero autor. Un ejemplo famoso es el libro de Enoc (que Judas cita en su epístola), pero que no fue escrito por Enoc. El historiador no es libre para suspender su juicio respecto a la información que tiene a la mano. En algunos casos, es ev idente que determinada persona no pudo haber escrito un relato en particular. Dicha conclusión debería ser fruto de una inv estigación cuidadosa del texto, a partir de las afirmaciones del texto mismo. Desestimar la autoría atribuida por el propio documento y luego intentar atribuir, sin más respaldo documental, el texto a un supuesto autor rev ela más arrogancia que metodología histórica. Para recapitular, no hay nada a priori que nos obligue a rechazar las atribuciones sobre la autoría de los Ev angelios contenidas en los antiguos manuscritos. Es cierto que los nombres de los autores no aparecen en el texto, pero figuraron desde siempre en los títulos de los manuscritos. Ese debe ser el punto de partida del historiador. Podemos comenzar, entonces, suponiendo que los Ev angelios fueron escritos por personas lo suficientemente allegadas a los hechos para referir los

acontecimientos durante la v ida de Jesús.

Los manuscritos Durante la lectura de este libro, es posible que usted no lea siempre exactamente lo que escribí de la manera en que lo escribí. Las casas editoriales modernas contratan a correctores cuy a tarea consiste en ay udar a los autores a pulir su redacción para transmitir mejor sus ideas. Corrigen errores de gramática o reelaboran el lenguaje de un autor técnico para hacerlo más accesible a quienes no son expertos en el tema. El lado negativ o es que, en el proceso de producir un texto para su publicación, es posible que se introduzcan erratas. Por eso, lo que usted lee tal v ez no sea palabra por palabra lo que escribí a mano y luego transcribí en mi computadora. Por supuesto, si lo desea, puedo prestarle mis respaldos para que usted compare la v ersión final con mi formulación original. Cuando leemos los Ev angelios, ¿leemos exactamente lo que escribieron los autores originales? Es una pregunta importante. A l fin de cuentas, si los Ev angelios tal como nos llegaron difieren mucho de los escritos originales, no podemos esperar obtener información confiable de ellos y ese sería el fin de nuestro proy ecto. Comparemos, entonces, las v ersiones actuales de los Ev angelios con los originales. Sin embargo, no disponemos de los originales. Hace mucho tiempo que se perdieron. Por fortuna, alguien pensó en hacer copias; pero tampoco disponemos de estas copias directas del original. Ni tampoco tenemos copias de las copias. Lo único que tenemos son copias de copias de copias de copias, y v arias generaciones de copias. A ún nos aguarda otra desagradable sorpresa: Estas copias no coinciden; hay diferencias entre ellas en muchos puntos. Las diferencias entre las copias son de div ersa índole. La gran may oría son poco significativ as, una palabra en v ez de otra o una construcción gramatical algo diferente. Hay unas pocas diferencias más sustanciales; por

ejemplo, hay pasajes enteros (como Juan 8:1-11 o Marcos 16:9-20) ausentes en algunos manuscritos. ¿Cuál manuscrito es el correcto? Es decir, ¿cuál manuscrito es fiel a la escritura del autor original? Si no podemos responder esta pregunta, no lograremos av anzar. A lgunas personas afirman que, como no disponemos de los originales, la pregunta debería quedar sin respuesta. Por lo tanto, no podemos usar los Ev angelios como documentos históricos sobre Jesús, y a que no sabemos lo que los Ev angelios originales decían sobre Él. A ntes de responder a este problema, sería útil introducir algunas definiciones aclaratorias. Un manuscrito es una copia a mano de un documento en el idioma original. Lo que denominamos «documento» a lo largo de este análisis se refiere a una fuente histórica en particular, de la que quizás tengamos muchos manuscritos. Por ejemplo, el Ev angelio de Lucas es un documento, pero tenemos miles de manuscritos de Lucas. Los originales o autógrafos se refieren al libro tal como fue escrito por el autor, con su puño y letra o por medio de un dictado directo a un amanuense. Como mencionamos más arriba, no disponemos de ninguno de estos autógrafos. La crítica textual es la ciencia que estudia los manuscritos. La may oría de las v eces constituy e el intento de reconstruir lo que debió decir el original, basado en los manuscritos disponibles. Nuestra tarea será realizar una rudimentaria crítica textual. ¿Podemos, sobre la base de los manuscritos que disponemos, inferir el contenido de los autógrafos originales? Les adelanto que mi respuesta será afirmativ a. Lo que planteo a continuación tal v ez les resulte familiar. A doptaremos para los manuscritos la misma línea de argumentación que usamos para los documentos históricos. A partir de algunos criterios de sentido común, es posible sacar conclusiones sobre lo que debió decir el autógrafo original. Supongamos que doce personas le refieren una historia que

escucharon de otra persona. Hay ligeras diferencias entre los relatos de cada uno. ¿Le resultará imposible determinar cuál debió ser la v ersión original de la historia? No necesariamente; con un poco de inv estigación detectiv esca, la may oría de las v eces no será difícil decidir qué debió haber dicho el primer relator. Seguramente usted tomará en consideración los siguientes factores: lo que sabe de la persona que refirió la historia original; lo que sabe de las personas que están repitiendo el relato, a saber: (1) su confiabilidad; (2) si escucharon el relato directamente del primer emisor o indirectamente a trav és de intermediarios; en cuy o caso, cuántos intermediarios hubo entre el primero y el último; y (3) si sus informantes quizás tengan una buena razón para alterar su v ersión de la historia, tal v ez porque así la entendían mejor o para adaptarla a su público. hacia dónde parece apuntar el consenso del grupo. Determinar lo que estaba en el original no es como el juego del «teléfono descompuesto». Recordarán que en dicho juego una persona le susurra una frase a la segunda persona, y esta a la tercera, y así sucesiv amente retransmiten la frase por una cadena. La gracia del juego consiste en que cuando termina la cadena, la última frase no se parece en nada a la original. Las últimas personas no saben qué fue lo que escuchó la primera. El caso del Nuev o Testamento es diferente. Hay controles y criterios. Tendríamos que pensar en muchas cadenas en las que la frase se transmite en v oz alta y en donde hay expectativ as razonables sobre cómo debió haber sido el original y cómo pudo haber sido alterado.

Igual que cuando se trataba de decidir entre div ersas fuentes históricas, existen las mismas condiciones a la hora de decidir entre diferentes manuscritos de una fuente: Hay criterios y procedimientos para tomar una decisión. Nuev amente, incluso quien recién se inicia en el campo de la crítica textual podría determinar cuáles deberían ser estos criterios. Los formulamos como sigue: cada uno basado en el supuesto de igualdad de condiciones; es decir, v arios criterios combinados pueden neutralizar un criterio aislado. 1. ¿El manuscrito está en armonía con otros? 2. ¿Qué antigüedad tiene el manuscrito? 3. En función de lo que sabemos sobre el origen de un manuscrito en particular, ¿hay razones para sospechar que se alteró? ¿Es posible que se hay a sustituido un término común para adaptarlo a una cultura en particular? 4. ¿En qué condiciones físicas está el manuscrito? ¿Está roto o lleno de agujeros? 5. ¿Cómo es la calidad general del manuscrito? Por ejemplo, ¿hay errores de ortografía o gramaticales? 6. ¿Se pueden explicar algunas de las v ariantes en los manuscritos como resultado de errores de los copistas? Piense en lo fácil que sería en español escribir por error «pescar» por «pecar». 7. ¿Podemos reconocer qué los llev ó a sustituir una redacción difícil de interpretar por una lectura más fácil? Si dos manuscritos presentan dos redacciones diferentes del mismo pasaje, uno al menos difiere del original. Lo más probable es que un copista cambió un pasaje que no entendía por uno más comprensible. Porque ¿para qué cambiar un texto perfectamente inteligible por uno menos claro? Por lo tanto (de nuev o, en igualdad de condiciones), el manuscrito con la v ariante más difícil de

comprender posiblemente sea el más ajustado al original. No es una lista exhaustiv a, pero nos sirv e para demostrar que los criterios existen y que hay maneras de decidir entre los manuscritos. No estamos tanteando en la oscuridad, incapaces de decidir qué pudo haber dicho el original. Nadie pretende decir que este proceso sea fácil. A un cuando se cuenten con los mejores criterios, habrá algunos pasajes (como el final de Marcos 16) en los que será difícil determinar cómo era la redacción original. A parentemente, algunos pasajes se incluy eron en las traducciones; por ejemplo, la segunda parte de 1 Juan 5:7 según la v ersión Reina Valera no se encuentra en ningún documento griego antiguo. Como conclusión a esta inv estigación: Los mismos criterios que en un muy pequeño número de casos nos causan problemas (ninguno de manera significativ a) son también los que hacen que el Nuev o Testamento salga airoso en su conjunto. Comparemos la manera en que se conserv ó el texto del Nuev o Testamento con la de otros documentos antiguos,2 por ejemplo, el estado de los manuscritos de Las guerras gálicas, escrito por Julio César alrededor del 50 a.C. Hoy hay diez manuscritos de este libro, ninguno anterior al año 900 d.C. Es decir, contamos con diez manuscritos escritos mil años después de la fecha de su redacción original. Esto no es muy malo: es la situación típica de las fuentes históricas antiguas. En comparación, el Nuev o Testamento se escribió en el primer siglo,3 y el primer manuscrito, el fragmento de John Ry lands, es de la primera mitad del segundo siglo.4 La may oría de los restantes manuscritos datan solo unos cientos de años después de la fecha de redacción original. Se conserv an unos cinco mil manuscritos griegos del Nuev o Testamento en la actualidad. Ningún otro documento antiguo iguala al Nuev o Testamento cuando se compara el estado de conserv ación de los manuscritos, ni en cuanto a su cantidad ni en términos de fidelidad a los originales.

La enorme cantidad de manuscritos nos da v irtualmente la certeza de que contamos con las principales v ariantes del texto. En la actualidad, es extremadamente improbable que se descubra un manuscrito mucho mejor conserv ado, con una redacción completamente diferente. Esto significa que, a los efectos prácticos, aunque no tenemos todav ía una reconstrucción precisa de todos los autógrafos originales, es altamente probable que todas las interpretaciones del original estén representadas en el texto tal como se reconstruy ó hasta ahora o, por lo menos, en los manuscritos disponibles. La riqueza de manuscritos del Nuev o Testamento no representa un problema grav e en definitiv a. Podemos determinar, dentro de los límites razonables de la metodología de la crítica textual, el contenido de los originales y saber que lo que leemos en nuestras Biblias es, en su may or parte, exactamente eso. Lo que comenzó como un aparente problema resultó ser una de las principales fortalezas del Nuev o Testamento. Una ev aluación objetiv a de los manuscritos nos da la más plena confianza de que efectiv amente sabemos lo que escribieron Mateo, Marcos, Lucas y Juan sobre Jesús. Ningún otro documento antiguo alcanza el mismo grado de exactitud textual.

Imposibilidades e incredulidades Si un manuscrito sin defectos relata hechos claramente imposibles, habría que desestimarlo de todos modos. Por eso, la siguiente pregunta que nos planteamos es si el Nuev o Testamento contiene relatos de imposibilidades, que lo inhabilitarían a ser usado como fuente histórica. Muchos dirían que así es. En los Ev angelios hay historias en las que el agua se conv ierte en v ino, las personas caminan sobre el mar, y hasta los muertos resucitan. En consecuencia, el historiador concluy e que no se puede confiar en los Ev angelios para obtener información

objetiv a sobre Jesús. Valdría la pena que recordemos nuestro análisis sobre los milagros, en el capítulo 8. A llí intentamos mostrar que, dentro de la cosmov isión teísta, los milagros son posibles y creíbles. El Nuev o Testamento está escrito desde la perspectiv a del teísmo, y hemos demostrado que el teísmo es v erdadero. Por lo tanto, es posible aceptar los relatos de los milagros tal como se presentan en los Ev angelios. La palabra «imposible» se emplea comúnmente de dos maneras. Puede usarse para expresar una imposibilidad lógica, como la cuadratura del círculo o cuando se afirma que un canguro es y no es al mismo tiempo un canguro. Estas imposibilidades nunca se pueden creer, ni siquiera dentro de un marco teísta. Sin embargo, no son el tipo de imposibilidad aparente que encontramos en el Nuev o Testamento. En los Ev angelios encontramos aparentes imposibilidades físicas, pero como mostramos en el capítulo 8, podemos admitirlas en tanto tengamos ev idencia de que podrían ser obra de Dios quien tiene libertad para subrogar las ley es que Él mismo creó. Por supuesto, el historiador necesita proceder con cautela al analizar los Ev angelios. Tampoco es cuestión de aceptar con ligereza todos los relatos de hechos milagrosos, pero estamos tratando con hechos poco probables, no imposibles. Como decía Sherlock Holmes: «Una v ez que se descartó lo imposible, lo improbable debe ser v erdad».

La cuestión del sesgo ¿Son los relatos de los Ev angelios sobre la v ida de Jesús tan sesgados que no es posible creerlos? En el último capítulo, estudiamos qué se entiende por sesgo sistemático: A v eces, una fuente pierde credibilidad porque salta a la v ista que los autores alteraron el texto para defender su punto de v ista o sacrificaron la v erdad por una cuestión de conv eniencia. Muchos sostienen que este es el caso de los Ev angelios. Es

ev idente que los autores eran crey entes en Jesús y , por lo tanto, escribieron sus testimonios con el propósito de promov er su punto de v ista. Escribieron todo desde su perspectiv a subjetiv a, con el objetiv o de propagar su fe en Cristo. En consecuencia, para el historiador profesional los Ev angelios no constituy en una fuente confiable de información objetiv a. A la luz de lo que discutimos en el capítulo anterior, esta objeción debería resultarnos curiosa. No existe ningún texto histórico que no hay a sido escrito desde una perspectiv a subjetiv a. Por lo tanto, señalar que los autores de los Ev angelios tenían un sesgo no afecta en nada su confiabilidad como informantes históricos. Si desestimáramos todos los escritos porque reconocemos su subjetiv idad, tendríamos que desechar no solo todos los documentos históricos, sino también cualquier texto escrito, aun los informes periodísticos, la última carta de su madre y la factura de electricidad. La pregunta que corresponde hacer no es si los Ev angelios contienen un sesgo —lo tienen—, sino si son tan subjetiv os que tenemos pruebas de que los autores tergiv ersaron los hechos para conformarlos a sus prejuicios. Muchos suponen que efectiv amente sus autores alteraron los hechos,5 pero ¿hay razón para suponer este tipo de sesgo sistemático? Sería útil dar una brev e mirada a la naturaleza de los escritos históricos en la antigüedad. Ya mencioné que Julio César es el autor de la historia de las guerras gálicas. Sus textos se conforman al procedimiento estándar de escritura de la historia antigua. Las crónicas que tenemos de los faraones egipcios, los rey es de Mesopotamia y de otros reinos fueron escritas por ellos y sobre ellos, con el propósito de glorificarse. Si nos atenemos a estos relatos, solo obtuv ieron v ictorias y nunca perdieron una batalla; se registran solo los triunfos, nunca los fracasos. Por suerte podemos determinar que si el rey A v enció al faraón B, el faraón B debió perder, y v icev ersa, aunque esto sería muy difícil de concluir si nos guiáramos solo por lo que escribió el faraón B.

En comparación, los relatos bíblicos son extraordinariamente objetiv os. Ninguno de los héroes bíblicos —A braham, Dav id, Pedro, Pablo— fueron personas intachables. Este tipo de objetiv idad relativ a también se refleja en el retrato de Jesús presentado en los Ev angelios. Si los escritores de los Ev angelios solo se proponían hacer propaganda sobre Jesús, tendrían que haber omitido algunas facetas de su descripción de Jesús que podrían ahuy entar al lector incrédulo. Bertrand Russell, un filósofo del siglo XX, para argumentar por qué no era cristiano, enumera lo que considera defectos en el carácter de Jesús. Encuentra objetable, por ejemplo, que los Ev angelios incluy an las denuncias de Cristo contra div ersos grupos, Su maldición de una higuera por no tener higos fuera de estación y que hay a mandado ahogar a los cerdos gadarenos. Russell concluy e: «Yo no puedo pensar que, ni en v irtud ni en sabiduría, Cristo esté tan alto como otros personajes históricos».6 Por supuesto, lejos estoy de concordar con Russell, y lamento tener que citarlo como una autoridad sobre interpretación bíblica. Sin embargo, lo importante es que Russell expresa su reacción personal a los Ev angelios. Claramente, es imposible que un conjunto de escritos que prov oca tal rechazo hacia el principal personaje pierda credibilidad por presentar un sesgo fav orable hacia Jesús: una cosa o la otra. Por lo tanto, según las normas históricas, el sesgo de los Ev angelios no es tan marcado como para desconfiar de sus relatos de la realidad.

Los Evangelios y otros relatos ¿Cómo quedan los relatos de los Ev angelios cuando los comparamos con referencias extrabíblicas a Jesús? A ntes de responder directamente a esta pregunta, quisiera retomar la cuestión de la carga de la prueba, a los efectos de aclarar algunas cosas, no como maniobra defensiv a, y a que no tenemos nada que temer aquí. La respuesta brev e es que los Ev angelios quedan muy bien parados.

A v eces me preguntan si hay ev idencia histórica sobre Jesús. En realidad, lo que desean saber es si, aparte de los Ev angelios, hay otras referencias a Él. Las hay . Lo interesante sobre la manera en que formulan esta pregunta es que suponen que la única información v erdaderamente histórica es la que no se encuentra en los Ev angelios. Hemos intentado mostrar que dicha opinión es inaceptable porque los Ev angelios mismos son relatos históricos. Este concepto erróneo se exacerba por una suposición que parece imperar en los círculos académicos: lo que afirma un escritor pagano (con sus sesgos propios) es, de alguna manera, intrínsecamente más confiable que lo que afirma un escritor bíblico, a pesar de los elev ados estándares morales de la enseñanza bíblica. El asunto es que no creen en ningún relato bíblico si no ha sido confirmado por escritores ajenos a la Biblia. Se trata de una noción errónea, contraria a la metodología histórica profesional. Lo que importa no es probar que los Ev angelios son v erdaderos porque están corroborados por escritores no cristianos, lo que sería una metodología extraña, sino determinar la confiabilidad de las fuentes de los Ev angelios comparándolas con otros documentos, para v er si se contradicen. Por el momento, habiendo mostrado que los Ev angelios son documentos históricos aceptables porque cumplen los criterios historiográficos, somos libres para aceptar que los relatos son v erdaderos siempre y cuando no hay an sido refutados por documentos con la misma, o mejor, v alidez que los propios Ev angelios. En realidad, a los Ev angelios les v a mucho mejor cuando los comparamos con referencias sobre Jesús en textos no cristianos. Veamos tres de estos documentos.7 Tácito El historiador romano Tácito describió el gran incendio de Roma (64 d.C.); algunos culparon al emperador Nerón de haberlo iniciado. Tácito escribió:

A sí pues, para poner fin al rumor, Nerón se inv entó unos culpables y ejecutó con refinadísimos tormentos a un grupo que, aborrecidos por sus infamias, el v ulgo llamaba cristianos. Debían este nombre a Cristo, que fue mandado ejecutar con el último suplicio por el procurador Poncio Pilato durante el imperio de Tiberio; aunque brev emente reprimida, la perniciosa superstición irrumpió de nuev o no solo en Judea, lugar de origen de este mal, sino aun en Roma, a donde confluy e y se celebra cuanto de atroz y v ergonzoso hay en el mundo. A sí pues, se empezó por detener a los que confesaban su fe; luego por las indicaciones que estos dieron, toda una inmensa muchedumbre fue condenada, no tanto por el crimen de incendiar la ciudad, sino por odiar a la humanidad.8 ¿Por qué tanto odio hacia los cristianos? La respuesta es que la may oría de los romanos no entendían realmente el cristianismo. Habían oído hablar sobre la celebración cristiana de la Cena del Señor (sobre comer el cuerpo del Hijo y beber Su sangre) y pensaban que los cristianos sacrificaban bebés y luego lo celebraban. ¿Quién no se opondría a un culto tan atroz? Sin embargo, lo que más importa es que Tácito menciona los principales hechos sobre la v ida de Jesús. Hubo un hombre llamado Cristo que fue ejecutado bajo el reinado de Poncio Pilato, pero cuy os seguidores continuaron crey endo en Él (una referencia indirecta al menos a la creencia en Su resurrección). No hay nada en este relato que nos llev e a reconsiderar nuestra noción de los Ev angelios. Josefo Flav io Josefo fue un historiador judío que compiló la historia de los judíos para los romanos. Su obra está recogida en A ntigüedades

judías. Por aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, si es lícito llamarlo hombre, porque realizó grandes milagros y fue maestro de aquellos hombres y mujeres que aceptan con placer la v erdad. A trajo a muchos judíos y muchos gentiles. Era el Cristo. Delatado por los principales de los judíos, Pilato lo condenó a la crucifixión. A quellos que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo, porque se les apareció al tercer día resucitado; los profetas habían anunciado este y mil otros hechos marav illosos sobre Él. La tribu de los cristianos, llamados así por Él, no ha cesado de crecer hasta este día.9 Sin duda que toda esta información está en completa armonía con lo que leemos en los Ev angelios. Esta cita quizás sea demasiado buena para ser v erdadera. A partir de otra información que tenemos sobre Josefo, sería improbable que crey era que Jesús era el Mesías y que hubiera resucitado. Es así que algunos eruditos han intentado realizar una crítica textual de los escritos de Josefo, porque suponen que los copistas cristianos introdujeron algunas interpolaciones a lo que efectiv amente escribió. Han reconstruido lo que Josefo quizás escribió: Por aquel tiempo existió un hombre sabio llamado Jesús. Su conducta era buena y fue conocido por su v irtud. Muchos judíos y gentiles se conv irtieron en Sus discípulos. Pilato lo condenó a la crucifixión. Quienes eran Sus discípulos no abandonaron Su discipulado. Según ellos, Él se les apareció tres días después de Su crucifixión y estaba v iv o; por eso, fue tal v ez el Mesías del que los profetas

anunciaron que haría muchos milagros.10 Estas afirmaciones, mucho más moderadas, están definitiv amente más en línea con lo que era esperable que escribiera alguien en la posición de Josefo, pero la historia de Jesús y Sus discípulos básicamente está presente y concuerda con los testimonios del Nuev o Testamento. El Talmud El Talmud es un compendio de escritos judíos, en el que se recogen div ersas interpretaciones de la ley , estampas, referencias históricas, parábolas y una gran div ersidad de información que en el curso de los siglos ha conformado el judaísmo. Hay al menos una mención a Jesús en el Talmud, en una sección redactada a principios del segundo siglo. Como se escribió en un período aún próximo a la v ersión oficial judía contra Jesús, cabría esperar que esta referencia sea desfav orable. Efectiv amente lo es; pinta un retrato de Jesús para que no quepa duda de Su culpabilidad. Leemos lo siguiente: Yeshu fue colgado en la v íspera de la Pascua. Cuarenta días antes de Su ejecución, un heraldo recorrió la región y proclamó: «Será lapidado por practicar hechicerías y hacer extrav iar a Israel. A quellos que tengan algo que decir en Su defensa, que se presenten e intercedan por Él». Pero como no se presentó nada en Su fav or, fue colgado en la v íspera de la Pascua.11 Esta cita agrega algunos matices nuev os. A porta información sobre un heraldo que supuestamente conv ocó a los posibles seguidores de Jesús, pero nadie se presentó. Por supuesto, no podemos estudiar este fragmento talmúdico menos críticamente que los Ev angelios, en los que

no hay ninguna mención a un heraldo, y por eso necesitamos preguntarnos cuál documento es más confiable. La respuesta simple es que los Ev angelios son más creíbles y que, en este punto, el Talmud dista mucho de ser fidedigno. Dejando de lado todas las razones textuales, es ev idente que si Jesús no tenía seguidores, ¿cómo fue que surgieron de pronto después Su muerte? En los demás puntos, este registro concuerda con el relato de los Ev angelios. Incluso aporta información nuev a: la perspectiv a de los judíos sobre por qué Jesús tenía que morir. Se enumeran sus crímenes: hizo extrav iar a la gente para que apostatara y practicó la hechicería. A pesar de ser términos cargados de negativ idad, se combinan bien con la perspectiv a de los Ev angelios, y a que corroboran el testimonio de que Jesús dijo ser Dios y que realizó milagros. Vale la pena reflexionar sobre este punto y tenerlo presente para futuras consideraciones: Las fuentes no cristianas primitiv as más hostiles a Jesús no niegan que Él hiciera milagros. Tácito, Josefo y el Talmud son las tres referencias más claras sobre Jesús aparte del Nuev o Testamento. Cuando las estudiamos con la metodología histórica apropiada, encontramos que no le restan integridad histórica a los Ev angelios del Nuev o Testamento. Hemos respondido ahora a los cinco criterios que formulamos al comenzar este capítulo. Hemos demostrado que tratar a los Ev angelios como fuentes históricas confiables es compatible con la metodología histórica normal. Hacer menos que esto constituiría otorgarles un tratamiento especial.

¿Qué de los errores y las contradicciones? ¿Son realmente confiables los Ev angelios? ¿A caso no sabemos todos que la Biblia y los Ev angelios contienen errores y contradicciones? ¿Por qué habríamos de confiar en un documento plagado de errores?

Me resulta difícil plantear estas preguntas porque en un sentido tendré que reprimirme y no responderlas. La tentación es aportar dos o tres ejemplos de dichos errores aparentes y luego mostrar que, con un poco de v oluntad, no hay tal contradicción. El problema es que inmediatamente alguien me señalaría otra supuesta contradicción y , si también consiguiera mostrar que no es tal, un tercero encontraría alguna otra inconsistencia. Después de muchos intentos por parte de mis alumnos de hacerme preguntas que no pueda responder, mi experiencia me dice que la única manera de superar esta objeción es adoptar una perspectiv a más general. De modo directo y simple deseo afirmar que, en mi opinión, no hay errores en los autógrafos originales de la Biblia, ni siquiera históricos. Para respaldar este punto tendría que extenderme más de lo que es posible o deseable para un capítulo en un libro de estas características. Muchos biblistas han dedicado considerable energía a esta cuestión.12 Para nuestros propósitos, necesitamos permanecer dentro del objetiv o que nos fijamos: establecer si los Ev angelios cumplen los criterios normales utilizados para determinar la confiabilidad de los documentos históricos. No es normal exigir que dichos documentos no contengan errores. Sin duda, la credibilidad de una fuente se v e menoscabada cuando se constatan errores grav es y resulta fortalecida cuando podemos mostrar que no contiene errores de ningún tipo, pero no es un requisito para determinar la utilidad de una fuente como ev idencia histórica. Por supuesto, hay pasajes problemáticos que es necesario aclarar y explicar. Ya indiqué que tengo la plena confianza de que un proy ecto de esas características sería exitoso, pero no necesitamos esperar hasta dilucidar todas las posibles dificultades para poder usar los Ev angelios como fuentes históricas. Si nos abocáramos a estudiar más a fondo la v ida de Cristo, tendríamos que detenernos en estos detalles, pero eso no es necesario para los objetiv os que nos planteamos.

Todo lo que tenemos Quisiera hacer a continuación una afirmación increíble: Usted dispone ahora de información sobre todos los documentos básicos necesarios para ev aluar la confiabilidad de los Ev angelios. Tiene lo que todos tenemos. Eso no lo conv ierte a usted en un experto. Tampoco niega la existencia de muchos más documentos que podrían ay udarnos a entender mejor los Ev angelios. Por ejemplo, hay fuentes seculares que nada tienen que v er con Jesús, pero que nos ofrecen información sobre Su época. Lo mismo es cierto de las fuentes judías. También existen ev angelios espurios, mucho más tardíos, como el Ev angelio de Tomás. No son de mucha ay uda histórica y a que fueron escritos en el siglo II o posteriormente, y rev elan un sesgo sistemático tan ev idente que no podemos tratarlos como fuentes históricas v álidas. Sin embargo, son útiles para mostrar las percepciones que la gente tenía sobre Jesús en esa época. Ninguna de estas fuentes amplía la información histórica de los registros presentados en este capítulo. Lo que pretendo decir es que no existen otras fuentes conocidas solo por los especialistas. El trabajo de los inv estigadores consiste en analizar y ev aluar lo que y a tenemos, pero esencialmente usted dispone de la misma información documental. La única diferencia es que los expertos sabrán más que usted sobre esos documentos. En ocasiones, mientras analizan una fuente, los eruditos concluy en que hubo una fuente primaria anterior. Por ejemplo, algunos especialistas en Nuev o Testamento han postulado que los dichos de Jesús que encontramos en Mateo y Lucas, pero no en Marcos, proceden de una fuente común, que han llamado Q (abrev iación del término alemán quelle, que significa «fuente»). Si eso fuera así, no hay nada particularmente negativ o, siempre y cuando nos ay ude a entender Mateo y Lucas. Sin embargo, necesitamos recordar que Q es un constructo puramente hipotético, basado en el material textual de Mateo y Lucas. Nadie ha v isto ese texto Q, y no hay tampoco testimonios que

se refieran a él. Usarlo como fuente independiente para la v ida de Jesús sería un despropósito. En consecuencia, para obtener información sobre Jesús, solo contamos con un lugar razonable al que recurrir, a saber, los Ev angelios, tal como están en el Nuev o Testamento. Cada tanto aparecen noticias en las rev istas de circulación masiv a en las que se sugiere que los inv estigadores contemporáneos han descubierto información confidencial sobre Jesús, la que por otra parte solo está reflejada imperfectamente en los Ev angelios. Eso no tiene sentido. Si prescindimos de los Ev angelios, no queda prácticamente nada. Tenemos todo lo que necesitamos. Hemos mostrado que los Ev angelios son documentos históricos por mérito propio. Sin embargo, no se trata de una concesión para permitirnos comenzar una inv estigación sobre Jesús mediante los Ev angelios. A llí es donde desearíamos comenzar y también donde deberíamos comenzar. Respondamos, entonces, brev emente a los casos correspondientes a este capítulo. Respuesta al caso 1: En cierto sentido, afirmaciones como las de Karen son las más difíciles de responder. Es una opinión sin fundamento; ella no comprende lo que dice, más allá de repetir algo que la ayuda a lidiar con cualquier convicción religiosa que tiene o que desearía no tener. En realidad, quizás lo único que quiere hacer es señalar que no está de humor para discusiones teológicas, cosa que deberíamos respetar. Si usted tiene motivos para creer que convendría continuar la discusión, hay dos posibilidades. Si considera que es necesario enfrentar a la persona, tal vez le convenga averiguar cómo sabe que así se formó la Biblia, con la esperanza de que mientras piensan cómo responderle tal vez quieran conocer su opinión. Lo mejor, sin embargo, sería describirles brevemente lo que usted cree que es la Biblia y cómo Dios la usó en su vida. Cuando la gente no está preparada para una investigación intelectual, deberíamos darles nuestro testimonio sobre cómo Jesús nos salvó y por qué Él es una realidad en nuestra vida, en vez de forzar una conversación sobre crítica textual. Respuesta al caso 2: ¿Cómo es posible hacer afirmaciones sobre manuscritos originales

que nadie ha visto desde hace casi dos mil años? La respuesta, como intentamos probar, es clara: mediante la reproducción de los originales basada en la evidencia de los manuscritos que tenemos. Vimos que esta evidencia es excelente. He descubierto que, en relación a los autógrafos originales del Nuevo Testamento, muchos formulan objeciones que nunca interpondrían en otras áreas. Por supuesto, tenemos derecho a cuestionar aquellas cosas que nunca hemos visto directamente. Nunca vi en persona al actual presidente de los Estados Unidos, pero ¿puedo inferir por eso que él no existe y excusarme de evaluar los méritos de sus políticas? De ningún modo, tengo buenas razones para hacer ambas cosas, aun cuando no lo conozca personalmente. Lo mismo se puede decir de los átomos, los agujeros negros y la música grabada en un CD. Si sigo el procedimiento correcto para establecer su realidad, tengo derecho a evaluarlos. Eso es lo único que pido también respecto a los autógrafos originales de los Evangelios. Respuesta al caso 3: ¿Creían los autores de los Evangelios que Jesús era Dios? No me cabe la menor duda de que efectivamente lo creían. ¿Escribieron sus Evangelios para transmitir claramente este punto? Sin duda. ¿Ese hecho impugna automáticamente la credibilidad histórica de los Evangelios? No, ¿por qué habría de restarles credibilidad? El único motivo que podría hacernos suponer que la parcialidad de los autores resta credibilidad histórica a los Evangelios es si ya decidimos de antemano que los evangelistas están equivocados. Estuve en Washington, D.C., para la asunción presidencial de Lyndon B. Johnson en 1965 (fuimos con mi grupo de jóvenes de la secundaria para repartir folletos entre el público). Vi cómo Johnson prestaba juramento a la presidencia y pronunciaba su discurso inaugural. Si alguien me preguntara quién asumió la presidencia en enero de 1965, diría que fue Lyndon Johnson. Ahora, considere la posibilidad de que alguien ponga en duda mi testimonio. Solo digo estas cosas porque estoy personalmente convencido de que Johnson fue presidente. Sí, estoy personalmente convencido, pero con derecho, porque me baso en toda la evidencia disponible. En síntesis, no hay nada malo en un testimonio «subjetivo» mientras el «sesgo» esté respaldado por la evidencia (ver el capítulo sobre la metodología de la historiografía). De la misma manera, si los autores de los Evangelios plantean que Jesús es Dios, tal vez sea porque Jesús efectivamente es Dios. Tengamos presente que, a los efectos prácticos, sus escritos son la única evidencia que tenemos. Hay solo dos opciones: cerramos los ojos ante la evidencia o la consideramos tal cual la presentaron los evangelistas. ¿Es razonable creer que Jesús es verdaderamente Dios? Ese será el tema de

nuestro próximo capítulo.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted podrá: 1. Explicar por qué es legítimo tratar a los Ev angelios como documentos históricos. 2. Presentar cinco criterios que permiten confirmar la confiabilidad histórica de los Ev angelios. 3. Defender los Ev angelios como relatos de personas que v iv ieron muy próximas a los hechos narrados. 4. A rgumentar por qué es posible establecer lo que decían los autógrafos originales de los Ev angelios. 5. Defender la afirmación de que los Ev angelios no relatan imposibilidades. 6. Mostrar por qué podemos afirmar que los Ev angelios no se v en tan afectados por prejuicios como para restarles credibilidad. 7. Mencionar tres fuentes extrabíblicas sobre Jesús y describir la información que contienen. 8. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Bertrand Russell, Tácito, Josefo. Reflexión sobre las ideas 1. ¿Por qué las personas a v eces adoptan un estándar de confiabilidad para juzgar el Nuev o Testamento y otro distinto para ev aluar los escritos históricos? ¿En qué sentido se trata de una injusticia? 2. ¿Toda la literatura bíblica es histórica por naturaleza? ¿Cómo podemos determinarlo?

3. Explore cómo la crítica textual, además de aplicarse a los estudios bíblicos, se utiliza en otras disciplinas, como los estudios literarios o el derecho. 4. A nalice v arias v ersiones modernas de la Biblia. Busque referencias a diferentes manuscritos en los márgenes o en las notas. 5. Inv estigue las alusiones a Jesús en la literatura clásica, aparte de las citadas en este capítulo. 6. ¿Está de acuerdo con la siguiente afirmación: «Es posible obtener información histórica de un documento que contenga errores»? 7. Estudie la cuestión de la completa v eracidad (inerrancia) de la Biblia. ¿Cuáles son los factores históricos y espirituales que implica? ¿Pueden separarse? Lecturas adicionales F. F. Bruce, ¿Son fidedignos los documentos del Nuev o Testamento?, trad. Daniel Hall (Miami: Editorial Caribe, 1972). Norman L. Geisler, ed., Inerrancy (Grand Rapids: Zonderv an, 1979). Gary R. Habermas, The Verdict of History , 2.ª ed. (Nashv ille, Thomas Nelson, 1988). Bruce M. Metzger, The New Testament: Its Back ground, Growth, and Content (Nashv ille: A bingdon, 1965). 1 Lucas también escribió Hechos. En Hechos 21:15, se incluyó entre quienes acompañaron a Pablo a Jerusalén. Pablo fue arrestado y pasó dos años en prisión, primero en Jerusalén, y luego en Cesarea. Cuando lo enviaron a Roma, Lucas también estaba entre quienes lo acompañaron. Es una hipótesis razonable suponer que durante dicho período, Lucas estuvo en contacto con personas que le refirieron de primera mano los hechos que rodearon la vida de Jesús y que escribió su Evangelio en dicha oportunidad. 2 Ver F. F. Bruce, ¿Son fidedignos los documentos del Nuevo Testamento?, trad. Daniel Hall (Miami: Editorial Caribe, 1972), 12-25. F. W. Hall, A Companion to Classical Texts (Oxford: Clarendon, 1913), 199-285. Bruce M. Metzger, The Text of the New Testament (Nueva York: Oxford University Press, 1964). 3 Algunos investigadores más liberales asignan una fecha posterior a los libros del Nuevo Testamento. Lo interesante es que dicha conclusión refuerza la conexión textual.

Cuanto más tardía la escritura del libro, menos tiempo habría transcurrido entre el original y las primeras copias. 4 Existe un manuscrito aún más tardío, aunque polémico, conocido como el 7Q5. Se encontró entre los manuscritos del Mar Muerto en Qumrán. Aunque son solo los fragmentos de una hoja de papiro con algunas pocas letras, se ha argumentado que corresponden a Marcos 6:52-53. De ser así, como se conoce la fecha de la cueva en que se encontró, este fragmento tendría que ser una copia del Evangelio de Marcos, anterior al año 70 d.C. Como los pasajes proféticos de Marcos 13 predicen la destrucción de Jerusalén en el 70 d.C., entre los eruditos liberales se considera que Marcos debió haberse escrito poco después de ese hecho (dado que rechazan las profecías predictoras). De determinarse la autenticidad del 7Q5 y su correspondencia con Marcos, se refutaría dicha teoría. En consecuencia, este fragmento es motivo de disputas apasionadas y, en ocasiones, enconadas. Para nuestros propósitos, la transmisión textual del Nuevo Testamento es extraordinaria, aun si el 7Q5 resultara eventualmente inauténtico. 5 Por ejemplo, William Wrede, un investigador alemán del Nuevo Testamento, enseñaba que debemos entender los Evangelios no como relatos sobre Jesús, sino como registros de lo que la iglesia deseaba enseñar sobre Jesús. Los supuestos dichos de Jesús solo serían palabras que la iglesia puso posteriormente en sus labios. William Wrede, The Messianic Secret, trad. J. C. G. Greig (Cambridge, Inglaterra: J. Clarke, 1971). 6 Bertrand Russell, «Por qué no soy cristiano» en Antología, Bertrand Russell, ed. Luis Villoro y Fernanda Navarro, 18.ª ed. (Buenos Aires: Siglo XXI, 2004), 86. 7 Si desea ahondar en un análisis más exhaustivo de la evidencia disponible, ver Gary R. Habermas, The Verdict of History: Conclusive Evidence for the Life of Jesus (Nashville: Thomas Nelson, 1988). 8 Tácito, Anales 15.44, escrito alrededor del 115 d.C., citado en Habermas, Verdict of History, 87-88. 9 Flavio Josefo, Antigüedades de los judíos, Vol 3, cap. 18 (Barcelona: Editorial CLIE, 1988). 10 Reconstrucción por Schlomo Pines, citado en Habermas, Verdict of History, 91-92. 11 The Babylonian Talmud, trad. I. Epstein (Londres: Soncino Press, 1935), vol. 3, Sanhedrin 43a, 281, citado en Habermas, Verdict of History, 98. 12 Ver por ejemplo, Gleason L. Archer, Encyclopedia of Bible Difficulties (Grand Rapids: Zondervan, 1982).

11 ¿Quién es Jesús?

Jesús nunca afirmó que Él era Dios Caso 1: Mi hermano y yo habíamos ayudado a otro grupo de jóvenes en la organización de un musical sobre Cristo y la vida moderna. Después de la función, nos mezclamos entre el público. Al final, terminé conversando con un joven que se identificó como un conscripto militar de licencia. —Lo siento —comenzó—, pero estoy demasiado borracho y no pude seguir el hilo de lo que decían. Pero me gustó. Estuvo bueno. ¿Cómo responder a dicho elogio? —Está bien —dije—. Lo más importante del mensaje fue que Jesús quiere ser tu Señor y Salvador. —Se lo agradezco, pero en realidad Jesús fue solo un hombre, ¿qué podría hacer por mí? —La Biblia enseña que Jesús no fue solo un hombre, sino que también es Dios. Él mismo lo dijo, ¿sabes? —No, no lo creo —mi amigo se obstinaba en repetir—. Jesús nunca afirmó que Él era Dios.

La resurrección como superstición Caso 2: Tenía dieciocho años y me encontraba atrapado en la proverbial búsqueda de mi identidad. Por alguna razón, las preguntas superficiales sobre la vida tenían mucha importancia. ¿Qué ropa ponerme? ¿De qué largo dejarme el cabello? ¿Me animaría a dejarme la barba? En realidad, estaba muy seguro de las cosas más importantes: Jesús estaba vivo y vivía dentro de mí.

Un día, me encontraba hablando con un amigo de la familia, un hombre activo en la iglesia durante toda su vida. Era evidente que deseaba identificarse con lo que él creía que «la nueva generación» quería escuchar y creer. —Por supuesto, la iglesia ha hecho mucho bien en el mundo, como ayudar a la gente y ese tipo de cosas, pero eso de que Jesús es Dios y que resucitó . . . es pura superstición.

La ciencia o el cristianismo Caso 3: Hace varios años integré una comisión que tenía que entrevistar a un candidato a profesor de biología. Conversamos sobre diversos aspectos de su posición. La entrevista iba saliendo bien. Cuando me llegó el turno, le pregunté: —¿Cómo relaciona su fe cristiana con la ciencia? —No tienen nada que ver —respondió para mi sorpresa—. Son dos campos de investigación diferentes, con diferentes metodologías y diferentes conclusiones. ¿Resucitó Jesús? Según la teología cristiana, sí. Según la ciencia, la pregunta ni siquiera es pertinente.

Un pastor joven y cínico Caso 4: Cuando estudiaba en la universidad, leí algunos de los argumentos a favor de la resurrección que describiré a continuación. Un año, cuando llegó el Domingo de Resurrección, yo estaba a cargo del programa para nuestra reunión dominical vespertina. Compartí con el grupo todo lo que había aprendido sobre la evidencia en torno a la resurrección. Cuando terminé, Ed, el pastor de jóvenes, comentó: —Bien. Tu predicación sirve para demostrar que se puede probar cualquier cosa con la Biblia si te esfuerzas lo suficiente.

Pero ¿es v erdad? ¿Podemos realmente creer que hace unos dos mil años hubo un hombre sobre la tierra que era Dios? ¿Cómo podríamos determinarlo? Podemos hacer lo siguiente: Estudiar los registros históricos para v er lo que este Hombre dijo sobre sí mismo. Si no afirmó que era Dios,

nos faltaría una prueba importante a fav or de esta hipótesis. Comparar hipótesis div ergentes para determinar cuál concuerda más con Sus afirmaciones (en el supuesto caso de que efectiv amente hay a dicho ser Dios). Ev aluar otras pruebas adicionales para fundamentar esta afirmación. Este es el esquema básico de este capítulo. Nuestra hipótesis es la siguiente: De acuerdo a los registros históricos, la explicación más plausible es que Jesús de Nazaret fue (y es) quien dijo ser: Dios.

¿Afirmó Jesús que era Dios? No tendría sentido leer este capítulo en forma aislada. El argumento que postulo aquí es el resultado de una inv estigación progresiv a. Tomamos como premisas las conclusiones a las que llegamos en capítulos anteriores: a. Hay una v erdad objetiv a. b. Es posible conocer la v erdad. c. Dios existe (según lo describe el teísmo). d. Los milagros son posibles y son conocibles. e. Es posible establecer la v erdad a partir de los registros históricos. f. Los Ev angelios son relatos históricos fidedignos sobre Jesús. Si prescindimos de estos supuestos, el argumento a fav or de Jesús tal como se presenta en este capítulo no nos serv irá. En realidad, la may oría de las controv ersias sobre las conclusiones a las que arribará este capítulo se suscitan en torno a estos puntos. Los debates sobre apologética rara v ez comprenden solo una cuestión; y así es como debería ser. Las opiniones de la gente se encuadran dentro de una cosmov isión: no son creencias aisladas.

En el último capítulo establecimos que, según la metodología histórica aceptada, podemos usar los Ev angelios para obtener información confiable sobre Jesús. Son buenos registros sobre Él y podemos aceptar lo que dicen. Nuestra pregunta ahora es: Según dichos registros, ¿dijo Jesús que Él era Dios? Es una pregunta crucial. Una cosa es que Sus seguidores hay an dicho que Él debió ser Dios; otra muy distinta es que Él mismo lo hay a afirmado. Este último caso limita mucho las opciones de lo que Él debió haber sido v erdaderamente. A l fin de cuentas, ser o no ser Dios no es algo como para equiv ocarse. Sería ridículo pensar que alguien pudiera decir: «¡A y ! Lo lamento. Pensé que era Dios, pero supongo que no lo soy . Perdónenme, no fue intencional». Si Jesús dijo que era Dios y no lo era, será necesario ensay ar una esmerada explicación alternativ a. Si no dijo que era Dios, las declaraciones posteriores sobre su deidad pierden fuerza, y a que el testigo más importante sobre Su identidad (Él mismo) nunca lo declaró. Entonces, ¿afirmó Jesús que era Dios? Por supuesto que sí. Hay muchos lugares en los Ev angelios donde se refirió a sí mismo como Dios, directa e indirectamente. Señalaré siete pasajes específicamente, si bien hay muchos más. Lo que tienen en común estos casos es que fue Jesús mismo quien se identificó como Dios. Juan 8:58 En este pasaje, Jesús se enfrascó en una controv ersia con Sus contemporáneos judíos. La discusión era la propia identidad de Jesús. En el proceso, afirmó que A braham se gozó al v erlo. Esta afirmación confundió realmente a la gente, porque no entendían cómo era posible que hubiera conocido personalmente a A braham. Jesús les respondió: «A ntes de que A braham naciera, ¡y o soy !» (NVI). Ningún judío piadoso osaría usar la expresión «y o soy », menos aun para identificarse, porque era el nombre de Dios (v er Éxodo 3:14); se hubiera considerado una blasfemia usar ese nombre como propio. A l referirse a sí mismo como «y o soy », Jesús estaba de hecho afirmando que Él era Dios.

¿Le resulta una interpretación traída de los pelos? ¿No será posible que estemos ley endo todo tipo de información teológica importante a partir de una simple frase de Jesús? Gracias a Dios, tenemos información clara que nos ay uda a comprender esta declaración. En el siguiente v ersículo, leemos que la multitud tomó piedras para arrojárselas: la respuesta tradicional ante una blasfemia. Los judíos que escucharon a Cristo interpretaron exactamente lo que quiso decir: Él era Dios. Juan 10:30 Este pasaje es aún más claro. En otro debate sobre Su identidad, Jesús afirmó: «Yo y el Padre somos uno» (NBLH). Se declaró igual a Dios el Padre. Una v ez más, este pasaje se corrobora directamente. Podríamos debatir por horas qué fue exactamente lo que Jesús tal v ez quiso decir, pero el v ersículo siguiente no deja dudas de lo que comunicó a Sus oy entes inmediatos. Volv ieron a tomar piedras para arrojárselas. Sabían que nuev amente Jesús se había identificado con Dios. Lucas 22:70 y pasajes paralelos en Mateo y Marcos En esta ocasión, Jesús está ante el Sanedrín, el concilio judío que lo juzgará. Después de inútiles esfuerzos por encontrar de qué acusarlo, el sumo sacerdote y los principales de los judíos le preguntaron directamente: «Entonces, ¿Tú eres el Hijo de Dios?. “Ustedes dicen que Yo soy ” les respondió Jesús» (NBLH). A l parecer se trata de una declaración doble. Jesús reconoció que era el Hijo de Dios y también usó la expresión «Yo soy » en su respuesta, como lo registra Lucas. A lgunos eruditos han planteado si declararse «Hijo de Dios» implica realmente considerarse Dios.1 Es posible que a v eces el título se usara simplemente para referirse al Mesías, pero dicha interpretación es imposible en este contexto. La reacción del tribunal refleja exactamente cómo se supone que debemos entender lo que Jesús dijo y quiso decir. Basta considerar el v ersículo siguiente, así como las reacciones

referidas en Mateo 26:63-66. Declarar ser el Mesías no era una blasfemia, pero sí lo era declarar ser Dios: eso fue exactamente lo que Jesús debió haber hecho para producir la reacción del concilio. Juan 5:17 Jesús se identificaba con la deidad aun cuando se refería a Dios como Su Padre. Cuando alegó que Su Padre hacía Su trabajo en Él, no se limitaba a expresar una actitud sentimental hacia Dios. Una v ez más, Sus oy entes procuraron matarlo porque se había igualado a Dios. Marcos 2:1-12 En otras ocasiones, Jesús afirmó ser Dios pero fue menos directo; sin embargo, Sus acciones dejaron en claro lo que sabía sobre Su identidad. Encontramos un ejemplo en este pasaje. En v ez de sanar al paralítico de inmediato, Jesús le dijo que sus pecados le eran perdonados. Los escribas entre el público no daban crédito a sus oídos: «Solo Dios puede perdonar pecados». Jesús les ley ó los pensamientos y sanó al hombre para probarles que Él tenía poder para perdonar pecados. Por supuesto, los escribas lo habían entendido bien desde el principio. A l perdonar pecados, Jesús mostraba que Él era Dios. Mateo 7:22-23 Todos los pasajes en que Jesús hace referencia a que juzgará en el día final constituy en una declaración de Su deidad. Para los judíos estaba claro que solo Dios podía presidir el juicio final. Según Isaías 33:22, «el Señor es nuestro juez» (DHH). A l colocarse como Juez, Jesús se declaraba el Señor. Marcos 2:23–3:6 ¿Nunca le llamó atención que las autoridades judías se enojaran tanto con Jesús? Por ejemplo, estos v ersículos describen la actitud de Jesús respecto al día de reposo; terminan con los fariseos y los herodianos tramando en contra de Jesús, para determinar cómo lo podían condenar a muerte. ¿Se enojaron porque Jesús y Sus discípulos

quebrantaron el día de reposo? ¿O porque Jesús enseñaba a ser humanitario y no se preocupaba de guardar bien el día de reposo? De ninguna manera. En realidad, Jesús predicaba algunas cosas que otros rabinos más liberales y a habían enseñado en el pasado sin ser ajusticiados. La clav e de este pasaje está en el v ersículo 28, donde Jesús afirma que Él era el Señor del día de reposo. Para entender la importancia de este título, necesitamos saber la importancia que los judíos asignaban (y aún asignan) al mandamiento sobre el sábat. Ningún otro mandamiento conllev a una bendición tanto como el cuarto: «A cuérdate del día de reposo para santificarlo». Ningún otro mandamiento expresa tan bien la íntima relación entre Dios y Su pueblo. Este mandamiento es considerado la expresión más cabal del amor de Dios por los judíos. A l adoptar el nombre de «Señor del día de reposo», Jesús se asignó a sí mismo ese lugar tan especial que solo le corresponde a Dios. La relajada actitud de Jesús hacia el sábat debería entenderse también como expresión de esta conv icción. Él podía hacer lo que quisiera en el día de reposo porque era Su dueño. ¡Una blasfemia para los judíos! Solo Dios es dueño del día de reposo. No es extraño, entonces, que dada su perspectiv a, los judíos decidieran matar al que se atrev ió a pronunciar esta blasfemia. ¿A firmó Jesús que era Dios? Estos pasajes representativ os dejan en claro que sí lo hizo.

Las alternativas Solo porque alguien dijera ser Dios, eso no lo conv ertiría en Dios. Muchas personas dirían que Jesús no era Dios. Pero, entonces, ¿quién fue o qué era? Consideremos algunas explicaciones alternativ as para determinar si son defendibles. Jesús fue un ser humano como cualquier otro Podríamos comenzar barajando la posibilidad de que Jesús no

tenía nada especial. Fue un ser humano completamente común y corriente, en todo sentido igual al resto de los v iv ientes. Sin embargo, esta noción presenta algunos problemas insoslay ables. Si Jesús no tenía nada de especial, no hay motiv o alguno para que la religión cristiana se hay a desarrollado como una creencia centrada en Él. Esta teoría v a en contra de todos los documentos históricos. A un las fuentes seculares lo presentan como un ser excepcional. Lo que es aún más importante, como acabamos de v er, Él mismo alegó ser Dios. De por sí solo, eso y a lo aleja del común de los mortales. Como señalamos al comenzar este capítulo, afirmar ser Dios no es algo como para equiv ocarse accidentalmente. Si alguien es Dios, definitiv amente será especial. Si alguien alega ser Dios y no lo es, debe estar mentalmente desequilibrado o ser un embaucador. De momento, lo que deseamos señalar es que quien declare ser Dios nunca podría ser un ser humano común y corriente. Debe ser de alguna manera un ser extraordinario. Jesús fue simplemente un gran maestro Muchas personas creen que fue uno de los grandes maestros religiosos de todos los tiempos, pero que no era Dios. Por ejemplo, para Tomás Jefferson, las enseñanzas de Jesús son la expresión más elev ada de la v erdad div ina. Otros quizás no sean tan elogiosos, pero le asignan a Jesús un lugar entre los grandes profetas y maestros de sabiduría, en compañía de Buda, Mahoma, Lao-tsé y otros. Fue un maestro excepcional, pero no era Dios. Para ev aluar esta posibilidad, necesitamos tener presente algunos puntos importantes. La enseñanza de Jesús se centró en Su persona. Fuera cual fuese el tema en discusión, Él lo reducía a Su propia persona. «Yo soy el camino, la v erdad y la v ida; nadie v iene al Padre sino por mí» (Juan 14:6, RVR95). Dichas afirmaciones abundan a lo largo de los Ev angelios. Para usar la fascinante descripción de John R. W. Stott, la enseñanza de Jesús era egocéntrica. El foco estaba sobre Su persona. Entonces, cuando Jesús afirmaba ser Dios, estaba estableciendo una

v erdad fundamental de Su enseñanza. En consecuencia, si no era Dios, como alegaba ser, estaba equiv ocado sobre el punto más importante de Su enseñanza. Lo que Él afirmaba sobre sí mismo no era una mera acotación al margen. Si lo que alegaba sobre Él no era cierto, el mensaje central de Su enseñanza era errado. Quien se equiv oque tanto respecto al mensaje fundamental que pretende enseñar ni siquiera es un gran maestro. Sería concebible que un gran maestro se confunda sobre un punto periférico. Por ejemplo, entre las materias que enseño, dicto un curso de lógica. Un día podría cometer una falacia, sin dejar de ser un buen profesor. A hora, si a lo largo del curso postulé falacias en v ez de razonamientos v álidos, y a no sería un buen profesor. De modo similar, si Jesús enseñó reiteradamente que era Dios (¡y lo hizo!), y si enseñó que Su identidad era un punto fundamental de Su enseñanza (¡y lo era!), Jesucristo podría haber sido muchas cosas, pero nunca un gran maestro si se equiv ocó en este punto. En realidad, por más que parezca ev idente, preguntar si es o no Dios nunca puede ser una cuestión marginal. La conclusión, por lo tanto, es que Jesús no podría haber sido simplemente un gran maestro si no era también Dios. Por supuesto, puedo decir que Él fue un gran maestro, pero solo si también acepto que lo que enseñó era v erdad. Y Él enseñó que era Dios. La única manera de seguir sosteniendo que Jesús fue un gran maestro, pero que no era Dios, es manipulando la ev idencia para eliminar todas las instancias en que Él afirmó Su deidad. Muchas personas han hecho justamente eso. Simplemente deciden ignorar los pasajes que no concuerdan con su punto de v ista. Fue lo que hizo Tomás Jefferson en su rev isión de los Ev angelios, pero de ningún modo podemos admitir que aplicó una buena metodología histórica. Jesús no fue solo un gran maestro: fue algo más o algo menos. Jesús tenía un desequilibrio mental He conocido algunas personas que creían ser Dios. Sus historias

son muy tristes. Sufren delirios de grandeza. Si Jesús sinceramente pensó y enseñó que era Dios, pero no lo era, entonces también padecía una enfermedad mental. ¿Concuerda dicho diagnóstico con la ev idencia que tenemos (que, como recordarán, es la única ev idencia histórica disponible)? De ningún modo. Salv o la declaración de Jesús (que no es un asunto menor), no hay más pruebas de síntomas de enfermedad mental. Lo que es aún más importante, la realidad de Sus milagros contrarresta por completo la noción apresurada de que Jesús estaba loco. Yo les digo a mis estudiantes que, si alguna v ez llego y digo que soy Dios, el Creador del univ erso y el único Salv ador, tendrían que tomarme delicadamente del brazo y llev arme al psiquiatra más cercano. Pero si hiciera esa afirmación y conv irtiera agua en v ino, sanara a muchas personas con unas simples palabras, alimentara a miles con la v ianda de un muchacho, resucitara a los muertos, predijera mi propia muerte y resurrección y lo cumpliera, entonces conv endría que tomaran mis palabras más en serio. Podré ser muchas cosas, pero no un loco suelto. Jesús hizo todas estas cosas y muchas más: Él no tenía una enfermedad mental. Jesús fue un charlatán Siempre han existido personas que engañan deliberadamente a otros para que crean que son Dios, sin serlo. Son los charlatanes. Mienten para rodearse de seguidores, y del poder y las riquezas que consiguen con su engaño. ¿Pudo Jesús ser una persona así? Nuev amente, la ev idencia no respalda esta interpretación. Jesús no se benefició en absoluto de Sus palabras. Murió abandonado aun por Sus seguidores más cercanos, sin nada de dinero, torturado sobre uno de los inv entos más crueles en la historia de la humanidad. Que Jesús hay a engañado intencionalmente a las personas en beneficio propio es una idea descabellada. De nuev o, los milagros son el may or obstáculo. Recuerde que aun la cita del Talmud, con intención de desacreditar a Jesús, reconoce que realizó obras milagrosas (aunque las llamó «hechicerías»). El retrato

de Jesús como un milagroso sanador que ay udaba a todos no condice con el de una persona embaucadora. Son incompatibles. Por lo tanto, Jesús no pudo haber sido un charlatán. Jesús estaba endemoniado La refutación de las dos alternativ as anteriores dependió, en gran parte, de la realización de milagros por parte de Jesús. Como v imos, sin embargo, la cita del Talmud aceptaba que Jesús obró milagros, pero negaba que fuera Dios. Consideraban que Jesús era un hechicero endemoniado que probablemente había v enido para probar la fe de los judíos en el Dios v erdadero. No negaban que hubiera hecho milagros, pero pensaban que solo serv ían para probar que Jesús no era Dios sino Satanás. Esta es la interpretación dada en Marcos 3:22. ¿Pudo Jesús estar endemoniado? Nuev amente, la respuesta clara es no. Esa acusación es infundada; se basa en un entendimiento incompleto de las enseñanzas y las acciones de Jesús. La mejor refutación es señalar la continuidad que hay entre Jesús y las enseñanzas del A ntiguo Testamento. Él no contradijo la rev elación del A ntiguo Testamento, sino que cumplió sus profecías. Podemos considerar el cumplimiento de las profecías como un tipo particular de milagro. Entre las muchas profecías del A ntiguo Testamento referidas al Mesías, se predice Su lugar de nacimiento (Miqueas 5:2), cómo habría de morir (Salmos 22; Isaías 53) y aun Su resurrección (Salmos 16:10). Nadie puede manipular la realidad para que estas cosas sucedan; su cumplimiento es milagroso. Tampoco cabe adscribirlas a meras coincidencias. Se ha estimado que la probabilidad de que todas estas profecías se cumplieran solo por casualidad es 1 en 10157 (10 multiplicado 157 v eces por sí mismo).2 Se trata de un milagro. Lo que es más importante, estas profecías y su cumplimiento demuestran la continuidad con el A ntiguo Testamento. Vez tras v ez, al v er los debates de los cristianos con los judíos en la iglesia primitiv a, emerge este punto crucial: Jesús no es un malv ado competidor con el

Dios del A ntiguo Testamento, sino que es el Hijo del Dios del A ntiguo Testamento. A sí lo demostró al cumplir las profecías del A ntiguo Testamento. Jesús no estaba poseído por los demonios.3 Jesús fue quien dijo ser: Dios ¿Quién fue Jesús? Hemos establecido que no fue un mero ser humano común y corriente, no fue solo un gran maestro, tampoco tenía una enfermedad mental, no fue un charlatán ni estaba endemoniado. Nos hemos quedado sin opciones; la única posibilidad que subsiste es que hay a sido exactamente lo que dijo ser: Dios. Por supuesto, no es fácil postular esta afirmación. Si v amos a afirmar que un indiv iduo en particular es Dios, deberíamos estar seguros de los hechos que respaldan nuestra aserción. Tarde o temprano, deberemos enfrentar la conclusión inev itable. Sherlock Holmes decía: «Descartadas todas las imposibilidades, lo improbable debe ser v erdadero». Su dicho es aplicable aquí. Lo improbable, que Dios realmente se encarnó en Jesús de Nazaret y tomó forma humana, debe ser v erdad, porque es la única explicación que se ajusta a todos los hechos. Cuatro posibilidades Es posible condensar las explicaciones sobre quién fue Jesús en cuatro posibilidades. Ley enda. Nunca existió un hombre llamado Jesús que alegó ser Dios. Esta opción está en franca contradicción con la información obtenida a partir de una metodología histórica. Lunático. Jesús realmente pensaba que era Dios, pero estaba equiv ocado. Esta opción no se corresponde con Su carácter y los milagros que realizó. Embustero. Jesús engañó deliberadamente a la gente (como lo haría un charlatán o un agente de Satanás).

Los milagros que realizó, Su v ida, muerte y resurrección y las profecías que se cumplieron en Su persona contradicen esta posibilidad. Señor. Él fue quien dijo ser. Estos cuatro puntos son un buen resumen del argumento, aunque de ningún modo constituy en una receta para conv ertir a los ateos en cristianos. Se basan en las conclusiones a las que arribamos progresiv amente —aunque usted no puede suponer que otros, necesariamente, las aceptarán en una conv ersación. Hemos concluido que: La v erdad existe y puede ser conocida. Dios existe (como lo describe el teísmo). Los milagros son posibles y son conocibles. Es posible conocer la v erdad a partir de la historia. El Nuev o Testamento es una fuente histórica confiable. Es necesario establecer estos puntos de antemano; de lo contrario, el argumento a fav or de la deidad de Cristo no tiene chance. Sin embargo, una v ez establecidos estos supuestos y rechazadas las otras alternativ as, por medio de una metodología apropiada, el resultado queda establecido. La hipótesis que Jesús es Dios es la más factible.

Los dos milagros más importantes Hay un aspecto del argumento anterior que me interesa personalmente: Es lo suficientemente sólido para sostenerse en pie por sí mismo, sin tener que depender de los dos milagros más importantes en la v ida de Cristo, Su nacimiento v irginal y Su resurrección. Establecer la realidad de estos dos sucesos será el broche final a la v erdad de la hipótesis de que Jesús es Dios.

El nacimiento virginal En los Ev angelios de Mateo y Lucas leemos que Jesús nació de una v irgen, es decir, por el poder de Dios sin interv ención de un padre biológico. ¿Podemos creer estos relatos? En realidad, ¿cómo podríamos v erificar la v erdad de un hecho de esta naturaleza? Es posible que María, la madre de Jesús, informó a la gente, incluy endo a Mateo y Lucas, sobre este extraño hecho, pero ¿es posible aceptarlo como cierto sin decidir creer lo increíble? Muchas religiones atribuy en nacimientos milagrosos a sus fundadores. Por ejemplo, Lao-tse, el antiguo sabio chino, considerado por algunos como el fundador del taoísmo, nació supuestamente a la edad de setenta y dos años, con arrugas en la piel y cabello canoso. Para sus seguidores, era inconcebible que alguien tan sabio como Laotse pudiera haber nacido como un simple bebé; entonces, inv entaron esta historia para engrandecerlo. ¿No habrá sucedido un fenómeno similar en el caso de Jesús? Tal v ez alguien inv entó la historia del nacimiento v irginal para dotarlo de may or gloria. J. Gresham Machen, un especialista en Nuev o Testamento, escribió un libro en el que argumentó a fav or de la factibilidad del nacimiento v irginal.4 A continuación, resumimos su razonamiento. Se constata un hecho básico que podría explicarse con dos hipótesis diferentes. La realidad es que Mateo y Lucas relatan un nacimiento v irginal. Las dos hipótesis son: (1) eso fue lo que sucedió y (2) eso no sucedió. ¿Cómo decidir entre ellas? La clav e está en un corolario a la hipótesis (2), que no hubo ningún nacimiento v irginal. Si no lo hubo, Mateo y Lucas —o sus fuentes— inv entaron este relato. Si lo hicieron, debieron tener una razón para ello. Machen concluy e que no se ha podido encontrar ninguna motiv ación admisible y que, por ende, es altamente improbable que hay an inv entado la historia. El primer punto que debemos considerar en el desarrollo de este argumento es que las fuentes de Mateo y Lucas eran judías. Eran judíos

temerosos de Dios, que se v eían en continuidad con el A ntiguo Testamento. ¿Podrían personas de su integridad haber inv entado la historia del nacimiento v irginal? La respuesta es negativ a. La mera noción hubiera sido considerada una blasfemia. En el A ntiguo Testamento también se narran muchos nacimientos milagrosos, pero siempre hubo un padre biológico. La idea de inv entar un relato en el que Dios, mediante Su poder milagroso, hiciera que una mujer concibiera un hijo sin un padre era impensable en el pensamiento judío de la época. Es inconcebible que estos judíos hay an inv entado la historia de un nacimiento v irginal.5 Por eso, la may oría de quienes buscan una explicación alternativ a al nacimiento v irginal, en v ez de proponer que se trata de un relato judío inv entado, señalan su semejanza con otros relatos paganos. Por ejemplo, hay v arias historias en las que Zeus sedujo a una doncella y tuv o un hijo con ella. Según ellos, los autores de los Ev angelios tomaron prestada la idea del nacimiento v irginal de estos mitos paganos. Machen señala que esta idea tiene dos defectos importantes: (a) La idea de que los cristianos tomaron prestado un mito de los paganos para prestigiar a Jesús es desatinada. La enseñanza cristiana pretende ante todo diferenciar el cristianismo del paganismo, no asimilarlo. (b) No existen relatos paganos sobre nacimientos v irginales. Todas estas historias son incidentes en que los dioses seducen a las mujeres y engendran hijos. Las mujeres tal v ez eran v írgenes antes de tener relaciones, pero dejaron de serlo después. Lo milagroso del nacimiento v irginal según el Nuev o Testamento es que María era v irgen antes y después de la concepción. Esta historia no podría haber sido copiada de historias paralelas paganas porque no existen tales relatos. Esto nos llev a a otro gran problema presente en la segunda hipótesis. Si el nacimiento v irginal no sucedió, no tenemos explicación plausible que dé cuenta de por qué se registró. Las fuentes de Mateo y Lucas no hubieran podido inv entarlo, porque ningún judío piadoso se

habría animado a hacerlo. No pudieron tomar la idea prestada de la mitología pagana porque no existen v erdaderos relatos semejantes. Por lo tanto, la explicación más probable es que se registró un nacimiento v irginal porque efectiv amente ocurrió. Mi propósito aquí no es mostrar que todas las alternativ as son completamente imposibles, sino que son menos plausibles que suponer que el nacimiento v irginal se incluy ó en los Ev angelios porque realmente sucedió. Por supuesto, esta hipótesis solo puede ser aceptable en v irtud de nuestras conclusiones anteriores: Dios existe, los milagros son posibles, las fuentes históricas son fidedignas. La resurrección Podemos aplicar el mismo razonamiento a la resurrección de Jesús. No contamos con pruebas empíricas ni deductiv as directas, pero a partir de la información disponible, las explicaciones alternativ as no son plausibles. Por resurrección entendemos que Jesús murió físicamente y que, por el poder de Dios, resucitó milagrosamente a la v ida. Hay dos grandes v ertientes de ev idencia a fav or de la resurrección: la aparición de Jesús resucitado y el sepulcro v acío. Es comprensible que la iglesia primitiv a se concentrara en las apariciones. A modo de comparación, supongamos que estuv e con gripe y que los estudiantes están intentando decidir si y a me reintegré (con el objetiv o de saber si tienen que asistir a clase o no). Podrían sacar una buena conclusión basados en ev idencia circunstancial: si mi auto está en el estacionamiento, si la luz de mi oficina está encendida, si mi casilla de correos está v acía. Pero esta información sería secundaria a cualquiera que reportara que me v io efectiv amente en la univ ersidad. Sería una prueba contundente. De la misma manera, los informes de los discípulos sobre las apariciones de Jesús abundan más que otro tipo de ev idencia. Por lo tanto, esta es la ev idencia que comenzaremos a analizar en primer lugar.

Las apariciones El primer informe escrito sobre la resurrección no está en los Ev angelios, sino en la primera epístola a los Corintios. En el capítulo 15, Pablo da una lista impresionante de todos los que v ieron a Jesús resucitado: Pedro, los doce discípulos, quinientos hermanos en una ocasión, Jacobo, todos los apóstoles (los misioneros de la iglesia primitiv a) y el propio Pablo. Con respecto a los quinientos hermanos que v ieron a Jesús resucitado, Pablo enfatizó que la may oría aún v iv ía en el momento de escribir su carta, dando a entender que los lectores podían preguntarles para v erificar los hechos. La metodología histórica exige que estos informes sean considerados ev idencia legítima. La pregunta es: ¿Cómo los explicamos? Una hipótesis sería que Jesús fue v isto porque efectiv amente había resucitado. Una segunda hipótesis es que no había resucitado y que estos testimonios obedecieron a alguna otra causa. ¿Cuál otra causa si Jesús no había resucitado? ¿Cómo explicar los testimonios de tantas personas? Hay dos posibilidades: Una es que no v ieron nada y mintieron deliberadamente. Esta posibilidad es altamente imposible a la luz de los hechos que se sucedieron. La predicación de la iglesia primitiv a se centró en el Cristo resucitado. Los discípulos fueron perseguidos y aun martirizados por predicar este mensaje. No es plausible pensar que entregaron su v ida por una mentira intencional. La segunda es que se trató de una alucinación colectiv a. Se sabe que en ocasiones, quienes no pueden soportar la idea del fallecimiento de un ser querido creen v er al fallecido como si estuv iera v iv o. Podría pensarse que las apariciones de la resurrección fueron en realidad una alucinación de este tipo. El problema con esta teoría es que, en el caso de las apariciones de la resurrección, no se ajusta a nuestro conocimiento sobre las alucinaciones. Las apariciones no se conforman al patrón que está siempre presente en las alucinaciones; estas son priv adas y producidas por un estado de extrema inestabilidad emocional en el que funcionan «haciendo realidad» el deseo. No fue esto lo que

sucedió en la resurrección. A los discípulos no les costó aceptar la partida de Cristo; tanto que decidieron v olv er a su trabajo en la pesca. Mientras los discípulos estaban ocupados en sus tareas fueron sorprendidos por las apariciones. A ún más, las apariciones fueron colectiv as y todos los del grupo v ieron lo mismo. Las alucinaciones nunca funcionan así. Por tanto, las apariciones después de la resurrección no pudieron ser alucinaciones. Concluy amos, entonces, que contamos con testimonios sobre ellas porque la gente v io en realidad a Jesús resucitado. No es posible que todos mintieran al respecto ni que estuv ieran alucinando colectiv amente. Como historiadores, debemos admitir que realmente se encontraron con Jesús resucitado. El sepulcro vacío La segunda ev idencia es circunstancial. En esencia, dada la realidad del sepulcro v acío, la única explicación es que Jesús resucitó. No hay un hecho en la historia antigua más indisputable que el sepulcro v acío. A partir del Domingo de Pascua debió haber un sepulcro, conocido como el sepulcro de Jesús, que no contenía Su cuerpo. Lo que sigue es indiscutible: La doctrina cristiana desde el principio promov ió un Salv ador v iv o y resucitado. Las autoridades judías se opusieron tenazmente a esta enseñanza y no escatimaron esfuerzos para contrarrestarla. El trabajo les habría sido más fácil si hubieran podido inv itar a los potenciales conv ertidos a recorrer el sepulcro y mostrarles el cadáv er de Cristo. Eso hubiera sido el fin del mensaje cristiano. Que se formara una iglesia cuy o mensaje se centraba en la figura del Cristo resucitado demuestra que debió haber un sepulcro v acío. ¿Cómo explicarlo? Un sepulcro v acío por sí solo no significa que hubo una resurrección. Una v ez más, necesitamos pensar en términos de hipótesis alternativ as. La resurrección es una hipótesis; la otra es que sucedió algo natural y no milagroso. Nuev amente, necesitamos preguntarnos si una hipótesis naturalista podría dar cuenta de la

ev idencia. En realidad, los escépticos han propuesto v arias alternativ as mutuamente incompatibles para explicar la resurrección. Este hecho de por sí y a es un buen indicio de lo débiles que son todas estas teorías alternativ as. Tengo un buen amigo que cuando analiza la resurrección comenta que los cristianos tal v ez ni siquiera deberían molestarse en refutar las teorías naturalistas, porque cada una ha sido destruida por otro naturalista cuy a teoría luego es desmantelada por otro naturalista que v iene después.6 Ninguna de sus explicaciones funciona; lo único que tienen en común es la intención de ev itar concluir que Cristo resucitó milagrosamente de entre los muertos. Consideremos algunas de las mejores hipótesis naturalistas. Los discípulos robaron el cuerpo. Fue la primera explicación que se propuso, aunque en una forma tan poco creíble que rev elaba inmediatamente la desesperación de quienes intentaron ocultar la ev idencia. Según Mateo 28:11-15, los guardias informaron a los sacerdotes judíos lo que había pasado en el sepulcro; claramente no tenían ninguna explicación propia porque adoptaron la de los sacerdotes, quienes los sobornaron y les adv irtieron que debían decir que los discípulos habían robado el cuerpo mientras dormían. Como ev idencia, este testimonio es inaceptable. Nadie puede decir lo que sucedió mientras estaba durmiendo. Es una teoría sin respaldo. ¿Esta teoría tiene alguna probabilidad? La ev idencia apunta en sentido contrario. En primer lugar, debemos tener en cuenta que los guardias habían sido encargados de cuidar el sepulcro justamente para ev itar que los discípulos robaran el cuerpo (Mateo 27:62-66). En la noche del sábado, después de terminado oficialmente el día de descanso, los jefes de los sacerdotes se habían reunido con Poncio Pilato para pedirle expresamente que sellara el sepulcro, porque recordaban que Jesús había predicho Su resurrección y deseaban asegurarse de que los discípulos no cometieran un fraude. El sepulcro se selló en la noche del sábado y se pusieron guardias en la puerta para

ev itar cualquier conspiración de los discípulos para hurtar el cuerpo. La misión de los guardias era clara: ¡Ev itar que los discípulos robaran el cuerpo! Debemos recordar además algunos puntos cruciales. En primer lugar, quitar la piedra en la entrada de un sepulcro en la Palestina del primer siglo no era algo que pudiera hacerse en silencio y discretamente. La piedra era un gran disco que se hacía rodar por un surco hasta quedar trabado por una lev e depresión en la entrada. Una v ez allí, era muy difícil mov erlo, y sin duda hubiera causado mucho ruido. (Recuerde que las mujeres cuando iban al sepulcro no sabían cómo harían para mov er la piedra y se sorprendieron al v er que había sido quitada de su lugar, y a que era una piedra muy grande). La idea de que los discípulos fueron en secreto al sepulcro y , ante un descuido de los guardias, rodaron la piedra y hurtaron el cuerpo no es v erosímil. A un si los guardias hubieran estado durmiendo, el mov imiento de la piedra rodando los hubiera despertado, pero es extremadamente improbable que todos los guardias se hay an dormido. El texto no aclara si los guardias eran soldados romanos o los guardias judíos del templo, pero no es relev ante porque, tanto en un caso como en el otro, habrían estado sometidos a la autoridad de Poncio Pilato y sujetos a la ley romana. Según la ley romana, un guardia que se durmiera en su turno era condenado a muerte. Por eso los jefes de los judíos, después de sobornar a los guardias, los tranquilizaron: «Si Pilato se entera, nosotros nos encargaremos». Como inferencia histórica, debemos suponer que los guardias estaban despiertos. Por último, repitamos un punto que propusimos anteriormente al considerar la posibilidad de que los discípulos hubieran mentido respecto a las apariciones de Jesús. Los discípulos pasaron el resto de su v ida anunciando que Jesús estaba v iv o; entregaron su propia v ida por defender esa creencia. No es plausible que todos hubieran estado dispuestos a morir por un embuste que ellos mismos inv entaron. Nuestra conclusión es que, independientemente de lo que sucedió en el sepulcro, los discípulos no pudieron haber hurtado el cuerpo.

Las mujeres robaron el cuerpo. Increíblemente, a pesar de lo imposible que es, la hipótesis de que los discípulos robaron el cuerpo es la mejor explicación alternativ a. Las demás son aún más débiles. Consideremos, por ejemplo, la posibilidad de que las mujeres, que v inieron temprano el domingo al sepulcro, hubieran robado el cuerpo. Todo lo que dijimos para refutar la teoría anterior es aplicable también aquí, con más fuerza. Si no fue posible que los discípulos cometieran un embuste en torno a la resurrección, menos posible es que lo hicieran las mujeres. Según la ev idencia (escrita a personas en condición de determinar la plausibilidad de los testimonios), estas mujeres no hubieran podido hacer rodar la piedra por sí solas. Si los discípulos no robaron el cuerpo, tampoco lo hurtaron las mujeres Las mujeres se equiv ocaron de sepulcro. Tal v ez las mujeres fueron a otro sepulcro, v ieron que el cuerpo de Cristo no estaba y comenzaron a proclamar la resurrección. Esta teoría no es admisible porque el sepulcro estaba debidamente identificado por las autoridades romanas y judías; Pilato había ordenado sellarlo con una piedra y custodiarlo; cuando los discípulos escucharon el informe de las mujeres, fueron de inmediato a v erificarlo personalmente (Juan 20:1-10). En teoría, sería concebible que las mujeres hubieran cometido un error, pero dada la importancia de su confusión hubiera sido corregida sin demora. José de A rimatea trasladó el cuerpo a otro lugar. La teoría de que José de A rimatea, por alguna inexplicable razón, llev ó el cuerpo a otro sepulcro no corre mejor suerte que la idea de que los discípulos robaron el cuerpo. No podría haberse llev ado el cuerpo antes de la noche del sábado porque Pilato y los jefes judíos no hubieran sellado el sepulcro y colocado guardias para custodiarlo si estaba v acío. Después de esa hora, no le habría sido más fácil que a los discípulos retirar el cuerpo. Él también tendría que haberse enfrentado a los guardias que custodiaban el sepulcro para impedir que alguien se llev ara el cuerpo. Llegados a este punto, sería conv eniente mencionar la idea completamente insostenible de que los romanos o los judíos se

confabularon para retirar el cuerpo. A unque eso explicaría algunos v acíos dejados por las otras hipótesis, es una noción completamente descabellada. No hay ninguna ev idencia que la respalde; por el contrario, las autoridades judías y romanas intentaban sofocar la idea de una resurrección, no de promov erla. Si los métodos de estudiar la historia tienen algún sentido, es impensable que las autoridades hay an retirado el cuerpo (ni ay udado a José, a las mujeres o a los discípulos). Jesús nunca murió en realidad. Hay quienes postulan la teoría de un «desmay o», y dicen que a Jesús le sobrev ino un coma, pero que nunca murió. Luego, después de un tiempo en el sepulcro, despertó, salió del sepulcro y se presentó a los discípulos como si hubiera resucitado. Para refutar esta teoría lo único que debemos hacer es constatar todo lo que Jesús sufrió después de Su arresto: los azotes, la corona de espinas y la crucifixión. Cuando los soldados romanos junto a la cruz se sorprendieron al llegar a Jesús y v er que había muerto, no supusieron simplemente que estaba muerto, dado que no esperaban encontrarlo así. Para asegurarse, traspasaron el pericardio con una lanza, y salió sangre y agua de Su costado. No había duda: Jesús estaba muerto. Luego fue parcialmente embalsamado, env uelto en lino y depositado sin atención médica en el sepulcro. A llí permaneció hasta el domingo de mañana. Según esta hipótesis, Él tendría que haber despertado de pronto, empujado la piedra por sí solo para hacerla rodar, escabullirse sin que lo v ieran los guardias y luego conv encer a Sus discípulos de que había conquistado la muerte. Se requeriría un milagro para que esta hipótesis fuera cierta. Más sencillo es atenerse a los registros y creer en el milagro de la resurrección que en el milagro del «desv anecimiento». El cuerpo de Jesús fue consumido por una cepa nuev a de una bacteria mutante. Esta hipótesis me la propuso un estudiante durante una discusión en clase. Según su teoría, una cepa nuev a de una bacteria mutó dentro de la tumba y consumió completamente el cuerpo de Cristo, dejando intacto el sudario. De esa manera, el cuerpo

desapareció y los discípulos comenzaron a creer que Jesús había resucitado. Esta idea presenta algunas debilidades ev identes. No explica en absoluto el fenómeno de la piedra rodada de la entrada. Según Mateo 28:2, hubo un terremoto, el ángel del Señor quitó la piedra y se sentó sobre ella. Si el cuerpo de Jesús hubiera permanecido en la tumba, sin efectos especiales de ningún tipo, nadie habría sospechado que hubo una resurrección, por más rápido que hay a desaparecido el cuerpo. Un proceso acelerado de descomposición no podría haber dado surgimiento a la creencia en la resurrección. Esta teoría, no obstante, nos permite aclarar algo importante sobre las hipótesis alternativ as. No dudo que, si damos rienda suelta a nuestra imaginación, sea posible pensar en teorías aún más ingeniosas que serían difíciles de refutar. Por ejemplo, ¿por qué no inv entar que todo el fenómeno fue producido por una inv asión de extraterrestres? Tal v ez fueron extraterrestres quienes se llev aron el cuerpo, v aciaron el sepulcro y luego causaron las apariciones del Jesús resucitado. El problema de las teorías basadas en extraterrestres y bacterias es que carecen de plausibilidad intrínseca. Es la tercera v ez en el libro que insisto en los problemas de este tipo de argumentación. Primero, en el segundo capítulo, demostré que no necesitamos defender nuestras creencias contra objeciones que nadie aceptaría. Luego, cuando analizamos los milagros, afirmé que no todas las hipótesis explicativ as son iguales. Hay algo llamado un supuesto razonable para establecer cuáles de v arias teorías diferentes postulan una explicación razonable. Dado que hemos argumentado a fav or de la existencia de Dios y de la posibilidad de los milagros, considerar la resurrección como un fenómeno posible es un supuesto razonable. Como no contamos con pruebas de bacterias mutantes o inv asiones de extraterrestres, estas hipótesis no pueden considerarse un supuesto razonable. Nuestra intención no es dar v uelo a la fantasía, sino encontrar una explicación histórica plausible. Hay otros escenarios alternativ os posibles respecto a la

resurrección, pero son solo combinación de los anteriores. En consecuencia, corren la misma suerte que las hipótesis en que se basan. Recurrir a explicaciones no milagrosas para dar cuenta del sepulcro v acío implica una disy untiv a cruel: reescribir la ev idencia para que se conforme a nuestra teoría o aceptar que nuestra teoría no es consistente con la ev idencia actual. La única hipótesis que se ajusta a la ev idencia es que Jesús realmente resucitó. El Hombre que predijo Su muerte y resurrección, lo que se cumplió exactamente como lo anunció, ¿pudo ser otra cosa que no fuera Dios? Mientras escribo estas palabras, escucho por la radio en mi oficina otro anuncio de un programa de telev isión sobre supuestos av istamientos de extraterrestres y ov nis. Por supuesto, soy escéptico ante estos testimonios; aunque debo reconocer que no he examinado la ev idencia. No sería fácil conv encerme de que dichas historias se basan en hechos reales, pero debemos estar abiertos a la posibilidad de que algunas cosas que nos parecen altamente improbables quizás sean ciertas. De manera similar, no pretendo que alguien se apresure a aceptar que Cristo es Dios, pero la ev idencia es clara. Vimos en este capítulo que, en v irtud de las afirmaciones que Jesús hizo sobre sí mismo, la única hipótesis bien fundada es que Él es efectiv amente Dios. La ev idencia de Su nacimiento v irginal y de la resurrección refuerzan esta explicación. Podemos ahora retomar los casos introductorios para concluir este capítulo. Respuesta al caso 1: «Jesús nunca dijo que Él era Dios». En este capítulo demostré que sí lo dijo. Este sería el fin de la cuestión. Lamentablemente, con frecuencia no lo es, no porque la evidencia no exista, sino porque es pasada por alto o eliminada. No son solo soldados borrachos quienes dicen este tipo de cosas. Cuando las pronuncia una persona reconocida desde un estrado, caso de un profesor (quien quizás no sepa más sobre el tema que el recluta del ejemplo), de pronto muchas personas se

sienten inclinadas a creerle, sin considerar más a fondo la evidencia. Además, si aceptamos esta tesis, caemos en un círculo vicioso. Este argumento simplemente niega que Jesús haya dicho estas cosas: si el Jesús histórico nunca afirmó que Él era Dios, todas las referencias a esos efectos deben ser invenciones que la iglesia interpoló en los textos. ¿Cómo sabemos que la iglesia puso estas palabras en boca de Jesús? Porque Jesús no las pudo haber afirmado. ¿Cómo sabemos que Jesús no las afirmó? Porque la iglesia las inventó. Hemos intentado mostrar que un buen manejo de los documentos históricos muestra que Jesús efectivamente hizo estas afirmaciones sobre Su persona. Respuesta al caso 2: Recuerdo que no respondí nada, pero sentí mucha pena por este hombre. Aparte de perderse la verdad, continuaba siendo activo en la iglesia, gastando su tiempo en algo en lo que no creía. Nunca pude entender este fenómeno. Como ya lo expresé más arriba, siento compasión por todas aquellas personas que no están dispuestas a creer en la deidad de Cristo la primera vez que escuchan esta verdad. En mi trabajo con diferentes religiones, tengo que escuchar afirmaciones que desestimo rápidamente, pero a veces necesito detenerme para considerar la evidencia. Lo mismo vale para quienes consideran que la deidad de Cristo no es más que superstición, a pesar de la evidencia en sentido contrario; quizás piensan que son modernos y racionales, cuando en realidad están siendo irracionales. Respuesta al caso 3: Tal vez la manera más peligrosa de considerar la resurrección sea aislarla del mundo de la realidad. De pronto, es posible creer algo que quizás no sea verdadero según los criterios normales de verdad. Me parece que la mayoría de las personas que adoptan esta posición saben, en el fondo de su corazón, que sus creencias en realidad son falsas y que la resurrección en realidad no sucedió. Esta noción además le resta sentido a sus creencias. Una resurrección que no ocurrió en la realidad espacio-temporal del mundo objetivo no es lo que la Biblia enseña ni es comprensible. ¿Qué quedaría de una resurrección que sucedió, pero que no sucedió? No lo sé; este postulante a profesor no lo sabía; nadie lo sabe. Un salto a la irracionalidad no rescata a la fe, la hunde. Respuesta al caso 4: Cómo saber lo mucho que prosperaría la causa de Cristo si quienes dicen creer en Él dejaran de expresarse con tanto cinismo, ¡que, además, es falso! Si por «probar» queremos decir establecer los hechos racionalmente, basados en la evidencia,

con la Biblia «no se puede probar nada». Los criterios que hemos utilizado en este capítulo son las pautas normales usadas en el estudio de la historia. En definitiva, se basan en el sentido común. Si los hechos históricos sobre Jesús no fueran verdaderamente concluyentes, tendríamos un gran problema. En dicho caso, también perderíamos la información teológica. Usted no puede saber que Jesús murió en la cruz por sus pecados si no sabe que murió en la cruz. No puede saber que es su Salvador vivo si Él no resucitó. Estas cuestiones no tienen un mero interés trivial. Si Jesús no es quien dijo ser, el cristianismo pierde su razón de ser. A su vez, sabemos que Jesús es Dios, que Él dio pruebas de Su identidad y que nos invita a dejar que Su obra redentora nos libere.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Resumir siete pasajes en los que Jesús afirmó que era Dios. 2. Mencionar cinco explicaciones que no admiten que Jesús sea Dios, describir dónde radican sus defectos y mostrar cómo la mejor explicación es aceptar que Él es Dios. 3. A rgumentar a fav or de la plausibilidad del nacimiento v irginal y mostrar por qué las explicaciones alternativ as no se ajustan a los hechos. 4. Mostrar por qué las apariciones de Cristo no pudieron ser alucinaciones. 5. Refutar seis hipótesis que no admiten que el sepulcro estaba v acío porque Cristo resucitó. 6. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: John R. W. Stott, J. Gresham Machen.

Reflexión sobre las ideas 1. Identifique otros pasajes bíblicos en los que Jesús afirmó ser Dios. 2. Encuentre un ejemplo de una persona contemporánea que alegue ser Dios. A plique los criterios usados en este capítulo a ese caso. 3. Descubra historias sobre nacimientos milagrosos en otras religiones. ¿En qué difieren de los relatos sobre el nacimiento v irginal de Jesús en el Nuev o Testamento? 4. Imagine que alguien le dijera que v io o experimentó algo muy inusual. Fíjese en los pensamientos que le cruzan por la mente mientras intenta decidir si creerle o no. ¿Cómo aplicaría sus pensamientos a los informes de las personas que dijeron haber v isto a Jesús resucitado? 5. Piense en otras explicaciones alternativ as que se han propuesto para ev itar aceptar la idea de una resurrección. Muestre cómo son refutadas por los argumentos de este capítulo. 6. Repase el hilo del argumento de este libro a partir de la posibilidad de la v erdad hasta el hecho de la resurrección. ¿Hasta qué punto la interdependencia de los argumentos es una v entaja o una desv entaja?

Lecturas adicionales J. Gresham Machen, The Virgin Birth of Christ (Grand Rapids: Bak er, 1930). H. D. McDonald, Jesus: Human and Div ine (Grand Rapids: Zonderv an, Grand Rapids, 1968). Josh McDowell, Más que un carpintero, 2.ª ed. (Miami: Unilit, 1997). Frank Morison, ¿Quién mov ió la piedra?, trad. Rhode Flores de Ward

(Miami: Caribe, 1977). 1 Comparar el análisis de Colin Brown, en Miracles and the Critical Mind (Grand Rapids: Eerdmans, 1984), 294-99. 2 Josh McDowell, Evidencia que exige un veredicto (Miami: Editorial Vida, 9.ª impresión, 1993), 170. 3 Cada tanto, un estudiante plantea que quizás el Dios del Antiguo Testamento era un demonio, que se trata todo de un gran fraude. Esta objeción es insostenible porque despoja de todo significado a las palabras utilizadas. Por definición, Dios no es un demonio, el bien no es el mal, etcétera. Por lo tanto, si Jesús es el Hijo de Dios, no puede ser un demonio. 4 J. Gresham Machen, The Virgin Birth of Christ (Grand Rapids: Baker, 1930). 5 Alguien podría plantear una objeción razonable: ¿No esperaban los judíos un nacimiento virginal, sobre la base de la profecía de Isaías 7:14: «He aquí que la virgen concebirá, . . . » (RVR1960). Nuevamente, la respuesta es no. El vocablo «virgen» en hebreo (alma) admite ser traducido como «virgen» o simplemente como «doncella» o «una joven». Como cristiano, estoy convencido de que la traducción correcta es «virgen», pero los judíos en los días de Jesús no interpretaban el pasaje de esta manera. Para ellos, hubiera sido una referencia a una joven. 6 Gary Habermas ha escrito profusamente sobre la resurrección. Ver The Resurrection of Jesus (Nueva York: University Press of America, 1984).

12 De Cristo al cristianismo

Jesús o el cristianismo Caso 1: Otra vez me encontraba en un café, un sábado de noche, hablando con un estudiante universitario interesado en saber qué estábamos haciendo. —¿Para qué tienen este lugar? —preguntó. —Por varios motivos —respondí—. Para que la gente tenga un lugar tranquilo donde ir, para ayudar a la gente a conversar en un ambiente informal, para que puedan conocer a Jesucristo, para mostrarles qué es el cristianismo. —¡Espera! —me interrumpió—. Estás mezclando dos cosas diferentes. Primero, dijiste «Jesús», y luego, «cristianismo». Son dos cosas diferentes. —No lo creo —acoté—. El cristianismo son las enseñanzas de Jesucristo. Mi interlocutor no estaba dispuesto a aceptarlo. —No, son dos cosas completamente distintas. El cristianismo ha tergiversado por completo las enseñanzas de Jesús. Yo quiero seguir a Jesús, pero no me interesa nada que tenga ver con eso conocido como «cristianismo».

El pecado Caso 2: Mientras atendíamos una mesa con literatura en el centro de estudiantes, una estudiante curiosa se acercó para averiguar qué «vendíamos». Compartí el evangelio con ella y le dije que Jesús murió por nuestros pecados. —¿Pecados? —reaccionó con escepticismo—. Yo no soy una pecadora. No iba a dejarlo pasar. —¿Quieres decir que nunca pecaste? —Nunca. Nunca.

No me iba a rendir. —¿Quieres decir que nunca hiciste nada que de alguna manera haya lastimado a los demás?

¿Necesitamos fe? Caso 3: Durante un viaje en bicicleta por la costa este de Estados Unidos, en un pequeño restaurante junto a la ruta, los dueños nos permitieron refrescarnos con una manguera: una sensación agradable en el calor abrasador de Virginia. Se nos había unido Max, otro ciclista venido de California. Después de comparar nuestras experiencias en la ruta, la conversación derivó al tema de la religión. Max nos dijo que, en parte, el propósito de este largo viaje solo era darse tiempo para pensar sobre su compromiso con Jesucristo. Estaba convencido de que, si realmente se lo proponía y le dedicaba todo su esfuerzo, podría vivir en perfecta obediencia a Cristo. Jim, uno de mis compañeros de ruta, comenzó a sondear un poco: —Pero ¿y la fe? —preguntó—. ¿No necesitas tener fe en Cristo, además? —No —respondió Max—. La fe es una muleta. Puedo seguir a Cristo sin recurrir a la fe. —Pero Jesús enseñó que necesitábamos tener fe en Él, que murió por nuestros pecados. —En realidad —respondió Max—, si leen cuidadosamente los evangelios, se darán cuenta de que Jesús nunca enseñó tal cosa. El quería que lo siguiéramos, no que creyéramos en Su muerte para eludir nuestra responsabilidad.

Sin lugar para la fe Caso 4: Habíamos llegado por fin al último día del semestre. Hora de dar mi última clase, las instrucciones sobre el examen final y, también, algunas celebraciones algo mitigadas ante la perspectiva de tener que leer todos esos finales. Algunos estudiantes me agradecieron porque el curso les había servido. Un estudiante me dijo: —Anoche, algunos de nosotros, mientras lavábamos los platos en la cocina, nos pusimos a hablar sobre sus clases. Había opiniones encontradas. —¿Ah sí? —respondí, sin mucha reflexión. Tuve la sensación que siempre me invade cuando sé que estoy por recibir un baño de humildad. —Sí —continuó—. ¿Se acuerda de Matt que asistió a sus clases en el semestre

pasado? Él dice que para cuando usted termina de probarlo todo, ya no queda lugar para la fe.

En el último capítulo mostramos que es razonable aceptar que Jesús es Dios. A partir de ahí, queda solo un pequeño paso para v erificar que dichas creencias constituy en la esencia del cristianismo. Por «esencia del cristianismo» me refiero a la lista de creencias que enumero a continuación. No pretenden ser formulaciones dogmáticas de todas las v erdades esenciales; la forma expresa en que las formulo y el alcance de gran parte de lo que diré podría ser objeto de refinamiento teológico. Comienzo con la hipótesis de que, por más matices que se les introduzcan, el cristianismo genuino necesita aceptarlas como innegociables. La pregunta es: ¿qué respaldo tienen? Estas son las cinco creencias esenciales: 1 1. Las Escrituras del A ntiguo y Nuev o Testamento son la Palabra inspirada de Dios. 2. Los seres humanos están apartados de Dios por causa de su pecado y no pueden restaurarse a sí mismos para ser aceptables a Dios. 3. Con Su muerte en la cruz y Su resurrección, Cristo pagó el precio para que pudiéramos ser reconciliados con Dios. 4. Para ser salv os, es necesario y suficiente tener fe en Cristo. 5. La persona salv ada por la fe en Cristo da testimonio de su salv ación v iv iendo en rectitud. ¿Podemos respaldar estas creencias?

Primera creencia esencial: La Biblia es la Palabra de Dios

Nuestra pregunta clav e en esta sección será la siguiente: ¿Enseñó Jesús que la Biblia es la Palabra de Dios? Si Jesús es Dios, Sus enseñanzas deben ser v erdaderas. A pesar de su sencillez, es difícil v er cómo esta afirmación podría ser falsa. Si es v erdad, todo lo que Jesús enseñó sobre las Escrituras también debe ser v erdad. Si Jesús creía que el A ntiguo Testamento estaba inspirado, nosotros debemos creer lo mismo. Si Jesús garantizó que las enseñanzas de los apóstoles tendrían Su propia autoridad, necesitamos aceptarlas así. Esto es precisamente lo que deseo postular en este momento. En v irtud de la autoridad de Jesús como Dios, es posible concluir que las Escrituras, el A ntiguo y el Nuev o Testamento son la Palabra inspirada de Dios. Jesús aceptó que el A ntiguo Testamento estaba inspirado por Dios Jesús se refirió en v arias ocasiones a la autoridad div ina de las Escrituras del A ntiguo Testamento. Div idamos este punto básico en sus componentes. Jesús afirmó que: La ley prov enía de Dios. Se refirió a la ley como «los mandamientos div inos» y distinguió claramente entre la ley div ina y las ley es y tradiciones humanas (Marcos 7:7-8). La ley es fija y permanente. A firmó que ni una jota ni una tilde de la ley desaparecerían hasta que se hubiera cumplido completamente (Mateo 5:18). Las Escrituras tienen autoridad. Jesús las citó para poner fin a una discusión. Por ejemplo, v enció a Satanás con citas directas de las Escrituras cuando fue tentado (Mateo 4). Las Escrituras contienen predicciones sobrenaturales. En más de una ocasión, Jesús declaró que las Escrituras del

A ntiguo Testamento aludían a Él. Esto solo es posible si el A ntiguo Testamento es un libro div ino con predicciones sobrenaturales (Juan 5:46-47; Lucas 24:2527). Vemos, entonces, que Jesús usó las Escrituras como procedentes de Dios. Jesús consideraba que eran fijas y permanentes, con autoridad y sobrenaturales. Estos puntos se sintetizan en una frase: decimos que las Escrituras son «inspiradas». En particular, esta expresión enfatiza la noción de que las Escrituras son escritos originados en Dios y contienen Su mensaje de autoridad. ¿Creía Jesús personalmente lo que afirmaba sobre las Escrituras? ¿No sería posible que las usara como lo hizo solo para comunicarse con Su público judío? Como ellos aceptaban que eran inspiradas, Él recurrió a las mismas Escrituras para enseñarles. Es decir, Jesús no estaba necesariamente expresando Sus propias conv icciones, sino que se acomodaba a Sus oy entes. A unque en principio esta teoría de la acomodación parecería ser relativ amente plausible, es insostenible cuando se la analiza. En primer lugar, estamos hablando del hombre que también es Dios. No tiene sentido que esta persona av ale ideas que Él mismo sabe que son falsas. Si el A ntiguo Testamento no es inspirado, Dios tendría que saberlo; que Cristo respaldara esta noción sería lo mismo que defender una falsedad. Para cualquier ser humano eso de por sí y a sería reprensible; para Dios, imposible. En segundo lugar, la idea de que Jesús se limitó a acomodarse a la gente también es problemática. Si hay algo destacable en el ministerio de Cristo es que se negó rotundamente a av enirse a Su público. Estamos ante un Hombre que defendió a Sus discípulos cuando no se lav aban las manos como ordenaba la ley y la tradición (Marcos 7:5), que acusó a Su público de ser hijos del diablo (Juan 8: 44), que no siguió las costumbres judías en v arias ocasiones y que prácticamente nunca perdió oportunidad alguna de distanciarse de las autoridades. La

idea de que de pronto optara por sacrificar Sus conv icciones para poder comunicarse mejor con la gente no coincide con Su carácter. En realidad, basta una brev e mirada sobre cómo y cuándo usó las Escrituras para hacer aún menos plausible la posibilidad de que estuv iera acomodándose a Su público judío. Inv ariablemente, las usaba para confrontarlos, no para conciliar posiciones. Su público estaba equiv ocado y no entendían debidamente las Escrituras. Por ejemplo, les enseñó que, si creían lo que leían en los escritos de Moisés, deberían ser capaces de creer en Él (Jesús): no creían porque no tenían suficiente fe en las Escrituras. Jesús los conv ocó a una aceptación más profunda de las Escrituras y de su mensaje, todo lo contrario a adaptarse. La noción de que Jesús solo usó la Escritura como lo hacían Sus oy entes queda descartada. Jesús, el Hijo de Dios, presentó a los escritos del A ntiguo Testamento como escrituras inspiradas por Dios mismo. Por lo tanto, la iglesia primitiv a también aceptó el A ntiguo Testamento como escritos inspirados. Basados en la misma autoridad, la de Jesús, nosotros deberíamos hacer lo mismo. Con respecto a este tema, es importante considerar qué libros pertenecen a esta colección de escritos inspirados. En v irtud del anterior razonamiento, la respuesta más simple —y correcta— es la siguiente: aquellos libros que y a pertenecían al A ntiguo Testamento en la Palestina del primer siglo, porque son los únicos que Jesús habría aceptado como inspirados. A lrededor del año 90 d.C. un cónclav e de rabinos (judíos, no cristianos) se reunió en la ciudad palestina de Jamnia, para dar su av al permanente a los libros que las sinagogas judías y a aceptaban como las Escrituras. Estos rabinos nunca consideraron la posibilidad de agregar más libros; sí pensaron en eliminar algunos, aunque luego no lo hicieron. Tenemos, entonces, un criterio claro de qué libros habría aceptado Jesús como Escritura, los que figuraban en la lista de los rabinos. Estos libros son exactamente los mismos que hoy llamamos el «A ntiguo Testamento», de Génesis a Malaquías. Existe otro grupo de libros que, en ocasiones, fundamentalmente

por la iglesia católica, se incluy en en las recopilaciones del A ntiguo Testamento. Son 1 y 2 Macabeos, Tobías, Judit, la Sabiduría de Salomón, entre otros: Se los conoce como apócrifos o deuterocanónicos. «A pócrifo» significa «dudoso» y es efectiv amente incierto si estos libros deben ser considerados parte de las Escrituras. Debería rechazarse su inclusión en las Escrituras, no por su contenido (aunque son de calidad muy despareja), sino porque no contaron con el av al del judaísmo del primer siglo. No fueron aceptados por los rabinos, ni tampoco por Jesús. Por lo tanto, no tenemos ninguna base para aceptarlos como inspirados. Las Escrituras del Nuevo Testamento reposan en la autoridad de Cristo Sin duda, el argumento para la inclusión de los libros en el Nuev o Testamento es diferente, dado que recién se escribieron v arios años después de que Jesús ascendiera al cielo. En este caso, Jesús autorizó a Sus discípulos a registrar Sus enseñanzas y continuar predicándolas. Sus enseñanzas se plasmaron en forma permanente en el Nuev o Testamento. En Juan 14:26 encontramos la afirmación crucial de Jesús sobre este punto. A llí prometió a Sus discípulos que el Espíritu Santo les haría recordar todas Sus enseñanzas después de Su partida. En Juan 15:2627, una v ez más, afirmó que los discípulos serían Sus testigos por medio del Espíritu Santo. Otros pasajes sobre lo mismo son Mateo 28:19-20 y Hechos 1:8. Proporcionan la imagen del llamamiento especial dirigido a los discípulos a que propagaran las enseñanzas de Cristo. Se transformaron de «discípulos», que significa «seguidores y aprendices», en «apóstoles», que significa «representantes». Escuchar las enseñanzas de un apóstol llev aba el mismo peso que si se escuchara enseñar a Cristo. La colección de libros que llamamos en la actualidad «Nuev o Testamento» debe entenderse como una extensión del ministerio de enseñanza de los apóstoles. Cada uno de los libros fue escrito por un

apóstol o por una persona estrechamente v inculada a un apóstol, alguien que reproducía las enseñanzas del apóstol. Por ejemplo, Lucas fue compañero de Pablo, y Marcos, de Pedro. El proceso de reconocer la autoridad de estos libros comenzó casi de inmediato. En 2 Pedro 3:16, el apóstol Pedro usa el término «Escrituras» para referirse a las cartas de Pablo. La palabra usada en este v ersículo es un término técnico que se utiliza solo para referirse a los escritos tenidos por inspirados. Por lo tanto, al asociar el término a las epístolas de Pablo, Pedro y a les está reconociendo su carácter inspirado. El reconocimiento del Nuev o Testamento se dio en un brev e período. Contrariamente a lo que muchos creen, no fue fruto de interminables debates hasta que finalmente, al cabo de muchos siglos, la cuestión se zanjó por medio de una decisión arbitraria de un concilio. En realidad, el proceso de reconocimiento transcurrió relativ amente sin tropiezos. Hacia finales del siglo II d.C. (aproximadamente unos cien años después de haberse escrito el último libro), la may oría de las iglesias y a usaban una colección de libros muy similar al Nuev o Testamento de la actualidad.2 Las declaraciones oficiales de los concilios fueron posteriores. Por supuesto, no todo el mundo aceptó los mismos libros al mismo tiempo. Hubo algunas discusiones bastante animadas sobre la inclusión de algunos de ellos; fue el caso de Hebreos y 2 Pedro. Durante esos debates, lo que más se discutió fue la autoría de dichos escritos, el mismo punto que nos interesa aquí: ¿Quién escribió el libro? ¿Un apóstol o alguien que representaba directamente a un apóstol? Si fue así, podría incluirse; de lo contrario, debería ser rechazado. Hay otra cosa que debe destacarse mientras describimos el proceso de selección.3 No hubo sorpresas ni agregados de último momento. Los libros cuy a inclusión se discutía y que fueron aceptados univ ersalmente habían sido reconocidos por la may oría de las iglesias desde hacía y a mucho tiempo. Las iglesias se limitaron a llegar a un

consenso sobre los libros que y a circulaban desde largo tiempo atrás. El primer reconocimiento formal del canon del Nuev o Testamento fue en el año 397 d.C., en el sínodo de Cartago. Se reconocieron los mismos v eintisiete libros que aún hoy conforman nuestro Nuev o Testamento. Lo único que hizo esta asamblea de obispos fue dar el reconocimiento oficial a una realidad de las iglesias locales. Henry Chadwick , un eminente inv estigador de la historia de la iglesia, ev alúa el proceso de la siguiente manera: «A v eces, los escritores modernos se sorprenden de los desacuerdos. Lo v erdaderamente sorprendente es que hay a habido tal grado de acuerdo en tan brev e tiempo».4 La autoridad del Nuev o Testamento reposa en el siguiente razonamiento: Jesús impartió a los apóstoles plena autoridad para enseñar por el poder del Espíritu Santo. La enseñanza de los apóstoles se perpetuó en la compilación de sus escritos, el Nuev o Testamento. Por ende, el Nuev o Testamento que recibimos descansa sobre la autoridad de Jesús mismo. Estas consideraciones también permiten inferir que no es posible incorporar más libros al Nuev o Testamento. De v ez en cuando, alguien plantea la pregunta sobre si el canon está cerrado o si quizás debiéramos agregar más escritos al Nuev o Testamento. A hora bien, no pretendo dar a entender que el Espíritu Santo y a no inspira a las personas para que registren nuev as rev elaciones. Dios es omnipotente y Él sin duda puede hacerlo. No obstante, cualquier escrito nuev o no prov endría de un apóstol y , por lo tanto, no tendría la autoridad de Jesús. No seríamos capaces de reconocerlos como inspirados y autorizados para toda la iglesia de la misma forma en que reconocemos la autoridad del Nuev o Testamento. Hemos dado el primer paso en la transición de Cristo al cristianismo. Jesucristo, el Hijo de Dios, av aló el A ntiguo y el Nuev o Testamento con Su autoridad. En consecuencia, para ser coherentes, si prometemos lealtad a las enseñanzas de Jesús, es necesario que reconozcamos simultáneamente la rev elación de las Escrituras. Sabemos

que el A ntiguo y el Nuev o Testamento son la Palabra de Dios porque eso fue lo que nos enseñó el Hijo de Dios. En nuestro anterior estudio, probamos que el Nuev o Testamento tiene autoridad como historia; ahora, hemos mostrado que también tiene autoridad como rev elación div ina. Como corolario, para el análisis que plantearemos a continuación podremos hacer referencia no solo a lo que Jesús enseñó directamente, sino también a lo que el resto de los escritores del Nuev o Testamento han elaborado.

Segunda creencia esencial: El pecado Nuestra pregunta clav e en esta sección será la siguiente: ¿Enseñó Jesús que somos pecadores? Hemos afirmado que un ingrediente esencial del cristianismo es suponer nuestro pecado. Somos tan pecadores que, para tener una relación con Dios, necesitamos que Él nos salv e. ¿Enseñó Jesús tal cosa? Para poder responder a esta pregunta, necesitamos comprender bien la naturaleza de las enseñanzas de Jesús y del pecado. Si a alguien se le ocurriera buscar un v ersículo en el que Jesús dice textualmente: «Tú has pecado y mereces ser condenado», no lo encontrará. Sin embargo, la enseñanza de Jesús sobre el pecado no deja lugar a dudas. En primer lugar, debemos ubicar Sus enseñanzas en el debido contexto histórico. Jesús se dirigió a los judíos, que todav ía v iv ían sujetos a la ley del A ntiguo Testamento (y que, como acabamos de v er, también Él aceptaba como rev elación div ina). El público de Jesús no necesitaba que se le detallara la naturaleza del pecado; sabían que significaba no cumplir los mandatos de Dios. Más específicamente, el pecado implicaba quebrantar algunos mandamientos en particular, lo que era considerado una rebeldía directa contra el Dios que los había impartido. En consecuencia, cuando enseñaba, Jesús elev aba las exigencias div inas de justicia y demostraba que nos resulta imposible cumplirlas. En el proceso, pronunció una sentencia tan contundente

como si hubiera afirmado: «Ustedes han pecado y merecen ser condenados». Veamos algunos de los v ersículos más representativ os. En Mateo 5:20 Jesús dijo: «Porque les digo a ustedes que si su justicia no supera la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos» (NBLH). Notemos que la preocupación básica concierne la entrada en el reino de los cielos, o el tener una buena relación con Dios. Segundo, observ emos que Jesús proscribe, en la práctica, la posibilidad de entrar en el reino de los cielos mediante cualquier esfuerzo humano, porque nadie más puntilloso que los escribas y los fariseos en el cumplimiento personal de la ley . Sin duda, en algunas instancias Jesús los reprendió por su pecado e hipocresía, pero lo que hace que dichas reprensiones sean tan incisiv as es que muestran los defectos que había en algunas de las personas más piadosas de la tierra. Si ellos no podían cumplir los mandamientos div inos, nadie podría. El capítulo termina con una sorprendente exhortación: «Por tanto, sean perfectos, así como su Padre celestial es perfecto» (Mateo 5:48, NVI). Por desgracia, muchas discusiones sobre el Sermón del Monte pierden de v ista el mensaje central, al diluir las exigencias de Cristo. El propósito de Jesús no fue motiv arnos a esforzarnos un poco más para ser mejores personas. Propuso un estándar imposible de justicia que nos deja solo dos alternativ as: (1) intentar hacer lo imposible y fracasar, o (2) depender de Dios para que Él haga lo que nosotros no podemos hacer. Estas mismas observ aciones conciernen también muchas otras de Sus enseñanzas. A un la historia del buen samaritano (Lucas 10:25-37), a v eces entendida como una exhortación moral, debe ser entendida en primer término como una condenación. Una rápida mirada al contexto muestra que la parábola procuró responder a una pregunta sobre la salv ación: «¿Qué tengo que hacer para heredar la v ida eterna?» (v . 25, NVI). Jesús usó la parábola para ilustrar que el marco legalista de los judíos no era suficiente para merecer la v ida eterna. Por eso no es extraño que Jesús generalizara tanto cuando se refería a nuestro alejamiento de Dios. En Juan 3:18, un texto no tan

conocido como los v ersículos que lo preceden, Jesús afirmó que el mundo (aquellos que no creen en Él) y a han sido condenados. En otro pasaje, en que promete la v enida del Espíritu Santo, declaró que el Espíritu haría ev idente la condenación del mundo (Juan 16:8-11). En síntesis, dado que no podemos cumplir los mandatos div inos de justicia, y a estamos condenados. No podemos separarnos de Dios; y a estamos apartados de Él. No podemos remediar esta situación por nosotros mismos. Jesús dijo: «Nadie puede v enir a mí si no lo trae el Padre que me env ió, y y o lo resucitaré en el día final» (Juan 6: 44, NBLH). ¿Enseñó Jesús que somos pecadores y que necesitamos la salv ación? Resulta claro que sí lo hizo. Otros autores del Nuev o Testamento enfatizan este mensaje. Los oy entes originales de Jesús fueron may oritariamente judíos, pero los autores del Nuev o Testamento escribieron tanto a lectores judíos como gentiles. Por esta razón, se preocuparon por describir la pecaminosidad humana. El apóstol Juan enfatizó que todas las personas son pecadoras (1 Juan 1:8, 10) y que nuestro pecado es incompatible con la justicia de Dios (1 Juan 1:5). También aclaró que las malas relaciones entre las personas son señales de una mala relación con Dios (1 Juan 4: 20). El apóstol Pablo también enfatizó nuestro pecado. En Romanos 3:23 enseñó que «todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (RVR1960). Es el mismo concepto que enseñó Jesús. El pecado no es simplemente una infracción legal, es una v iolación de la pureza de Dios. Todo lo que sea inferior a la gloria de Dios es pecado. Por eso «la paga del pecado es muerte» (Romanos 6:23). No podría ser de otra manera, porque la brecha entre Dios y nosotros es imposible de ignorar. Por último, Pablo dejó bien claro que el pecado es una condición permanente de nuestra condición humana, una característica natural «desde A dán». Damos pruebas de esto cuando v iolamos deliberadamente la ley de Dios (Romanos 5:12).

Tercera creencia esencial: La cruz

La pregunta clav e en esta sección será la siguiente: ¿Enseñó Jesús que Él moriría por nuestros pecados? Tal v ez no hay a otro v ersículo entre los muchos que recogen las enseñanzas de Jesús que hay a causado tanta consternación últimamente como Juan 14:6: «Yo soy el camino, la v erdad y la v ida; nadie v iene al Padre sino por mí» (NBLH). A firmó ser no solo un camino, sino el único camino. Esta afirmación exclusiv a fue reafirmada por los apóstoles. Pedro dijo: «Y en ningún otro hay salv ación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salv os» (Hechos 4:12, RVR1960). Pablo afirmó: «Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús hombre» (1 Timoteo 2:5, NBLH). Quizás con menos fuerza, Juan aclaró que la obra de Jesús es suficiente para todo el mundo: no se necesita otro Salv ador (1 Juan 2:2). Es crucial notar por qué Jesús pronunció estas afirmaciones exclusiv as. No fue porque era Dios, ni por Su poder o Su sabiduría. En cada uno de estos v ersículos, la razón para tal atribución exclusiv a es que solo Jesús murió por nuestros pecados. (A un Juan 14:6 v iene directamente después de que Jesús profetizara Su muerte). Siempre que Jesús sea reconocido como nuestro único Salv ador, lo será porque Él fue quien nos salv ó. Estas atribuciones exclusiv as no son producto de la arrogancia ni de la superioridad, son declaraciones de esperanza. Debemos entender que no hay otra manera de salir de nuestro estado de pecado. Sin embargo, ¡alegrémonos! Dios ha prov isto el único camino por medio de Jesucristo. La cruz de Cristo es esencial para entender Su papel como Salv ador. Observ amos en el último capítulo cómo las enseñanzas de Cristo son «egocéntricas». Desde el principio, Él se colocó en el centro de la atención, como Dios, Juez, Señor, y el cumplimiento de la profecía. Cuando Sus discípulos comprendieron esta realidad, agregó que Su misión incluía morir en la cruz. Es decir, una v ez que los discípulos tuv ieron la certeza de que Él era el Cristo (Marcos 8:29), Jesús comenzó a prepararlos para Su muerte y resurrección (Marcos 8:31; 9:31; 10:33-

34). En una conv ersación a solas con Nicodemo, Jesús le aclaró que Su muerte era esencial para nuestra salv ación (Juan 3:14-15). Este tema también se desarrolló con frecuencia en los escritos de los apóstoles. Pablo escribió: «Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Romanos 5:8, RVR1960). Juan escribió: «Pero si alguno ha pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo, el justo. Él es la propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1 Juan 2:1-2, RVR1995). Pedro escribió: «Pues y a sabéis que fuisteis rescatados [ . . . ] no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación» (1 Pedro 1:1819, RVR1995). La muerte de Cristo es el centro del mensaje cristiano. Pablo resumió su mensaje a los corintios: «Me propuse más bien, estando entre ustedes, no saber de cosa alguna, excepto de Jesucristo, y de este crucificado.» (1 Corintios 2:2, NVI).

Cuarta creencia esencial: La fe La pregunta clav e en esta sección será la siguiente: ¿Enseñó Jesús que debemos tener fe en Él? En el primer capítulo, esbozamos algunos significados de la palabra fe. Hay una concepción intelectual de la fe (la fe pensante) expresada en la afirmación «Creo que . . . »; pero la fe también puede comprenderse como confianza o dependencia, «Creo en . . . ». Esta forma de fe implica una entrega: no confiamos en nada más y dependemos solo del objeto de nuestra fe. La fe como confianza (como en la fe salv adora y la fe progresiv a) se manifiesta en compromiso. A modo de ilustración: Predico los domingos en una iglesia rural y , en ocasiones, asisten estudiantes de mi univ ersidad para hacer algún especial de música. La may oría no conoce la localidad ni la ruta y por eso les adv ierto sobre un tramo en particular

del camino: «Cuando lleguen allí, les parecerá que no termina nunca. Después de un rato pensarán que se pasaron y que no doblaron donde tenían que doblar, pero no se preocupen. Confíen en mí, se darán cuenta dónde tienen que doblar cuando lleguen». Inv ariablemente, los estudiantes me comentan luego que tenía razón. Dicen que estaban seguros de que se habían pasado, pero que continuaron solo por lo que y o les había dicho. Me conocían, creían en mí y confiaban en mí. Su confianza no era una actitud v acía y solo intelectual; se manifestó en que no dieron marcha atrás ni pidieron más indicaciones, sino que continuaron conduciendo en la dirección correcta. La fe implica lealtad personal. Considerado desde otro ángulo, este tipo de lealtad personal solo tiene sentido por la confianza. Sería un error oponer las exhortaciones bíblicas a tener fe en Cristo con otros llamados a la lealtad personal y la obediencia. No se trata de una cosa o la otra; son dos caras de la misma moneda. En suma, cuando Cristo pide nuestra lealtad por entero a Él o reclama completa obediencia a Él, estas demandas deben ser v istas como equiv alentes a tener fe en Él. En muchas ocasiones, Jesús comenzó por recordar a quienes lo escuchaban los mandamientos del A ntiguo Testamento, pero como somos pecadores, sería imposible que pudiéramos cumplir la ley . En consecuencia, Jesús cambia la ley por Su persona, y nos explica que podemos ser salv os solo si nos entregamos por entero y exclusiv amente a Él. Es un error grav e (que, por desgracia, cometen muchas personas) interpretar que Cristo sustituy ó la ley antigua por una ley nuev a y más difícil. El cambio no consiste en sustituir unas ley es por otras, sino en pasar de la ley a la lealtad personal a Cristo. ¿Podemos probar que esto fue lo que Jesús enseñó? Bastará un ejemplo para ilustrar que sí lo hizo (Marcos 10:17-22). Un hombre jov en de alto rango en la sinagoga v isitó a Jesús porque deseaba saber qué tenía que hacer para heredar la v ida eterna. Para comenzar, Jesús le recitó una lista representativ a de los Diez Mandamientos. El hombre le aclaró que él los guardaba todos, pero ¡la conv ersación continuó! El

hombre sabía que lo que había hecho no era suficiente, de lo contrario, no habría v enido a v er a Jesús. Jesús le dijo: «A nda, v ende todo lo que tienes, y sígueme». Noten también algo importante en este pasaje. Marcos señaló específicamente que Jesús le dijo estas palabras por amor. En otras palabras, no pensó: «Este indiv iduo es de v eras un arrogante; y a v erá: le v oy a imponer un mandamiento bien difícil». No, Jesús le mostró que la salv ación solo se encuentra cuando nos entregamos a Él, dispuestos a renunciar a todo apego a los bienes terrenales. Por desgracia, este jov en no estaba listo para este tipo de fe. ¿Enseñó Jesús que debemos tener fe en Él? Sí. Jesús enseñó que la salv ación requiere lealtad personal y fe en Él. Pablo, claramente, también enseñó lo mismo. En realidad, insistió v arias v eces sobre este punto. Solo podemos tener la salv ación mediante la fe en Cristo. A sí, escribió en Gálatas 2:16 (NVI): «Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley , sino por la fe de Jesucristo» (RVR1960). En Efesios 2:8-9, agregó: «Porque por gracia ustedes han sido salv ados por medio de la fe, y esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» (NBLH). Pablo hizo todo lo posible para dejar bien establecido que la salv ación depende exclusiv amente de una relación de confianza en Jesús. En Gálatas reaccionó contra los herejes que intentaban imponer la circuncisión como un requisito para la salv ación. A parentemente, eran las mismas personas que, según Hechos, decían: «A menos que ustedes se circunciden, conforme a la tradición de Moisés, no pueden ser salv os» (Hechos 15:1, NVI). Por eso, en Gálatas 5:3-4, Pablo explicó que «todo hombre que se circuncida [ . . . ] está obligado a cumplir toda la ley . De Cristo se han separado, ustedes que procuran ser justificados por la ley ; de la gracia han caído» (NVI). Son palabras fuertes; requieren entender claramente la naturaleza de la fe para apreciarlas. Sería una tentación decir que agregar buenas obras a la fe personal aumenta las chances de ser aceptables a Dios; en el peor de los casos, tal v ez no sirv a de nada, pero ¿qué daño hace?

La respuesta es que la fe debería ser una actitud de entera confianza. Imaginemos la siguiente situación. Una estudiante salió del examen y se olv idó de entregar su prueba. Una hora después, se aparece por mi despacho y me dice que fue un accidente; acaba de encontrar las hojas de la prueba y me las entrega exactamente como estaban cuando concluy ó el examen. ¿Qué pasaría si le dijera: «No es porque no confíe en ti, pero tendré que pedirte que v uelv as a hacer todo el examen de nuev o»? Sería una mentira. La gente dice este tipo de cosas todo el tiempo, pero no pueden ser ciertas. Si realmente confiara en ella, no le pediría que v olv iera a rendir la prueba. La v erdadera confianza implica que acepte su palabra sobre lo ocurrido y que no le pida que haga nada más. En cuanto decimos: «Confío en ti, pero . . . », es ev idente que no confiamos. De la misma manera, si le decimos a Cristo: «Confío en ti para mi salv ación, pero para asegurarme, le agregaré algunas buenas obras de mi parte», en realidad, no confiamos en el Señor. Por eso, Pablo recalcó la enseñanza de Jesús de que la fe es un acto de confianza sin reserv as. Este tipo de fe no es una barrera, sino que es la única manera de poder recibir la salv ación como un don de Dios. La fe no solo es necesaria, también es suficiente.

Quinta creencia esencial: La justicia La pregunta clav e en esta sección será la siguiente: ¿Enseñó Jesús que la v ida de rectitud es el resultado de ser salv os por Él? ¿Una fe salv adora que no necesita la cooperación de las buenas obras significa que estas no tienen importancia para el crey ente? No, Jesús enseñó en muchos lugares y ocasiones que una buena relación con Dios se rev elará en obras de justicia. Dijo que reconoceríamos a los falsos profetas «por sus frutos» (Mateo 7:20). Sabríamos quiénes son Sus discípulos «si se aman los unos a los otros» (Juan 13:35, NVI). Quienes lo conocen, lo confiesan delante de los demás (Mateo 10:32),

están preparados para dejar sus familias (10:35-37), llev ar su cruz (10:38) y demostrar de div ersas maneras su lealtad a Cristo. A un una lectura somera de los Ev angelios deja claro que es inconcebible que alguien tenga una relación con Jesús y no dé muestras de ello en su v ida de obediencia y justicia. Para entender este punto, es necesario distinguir entre una condición (causa o requisito) y una consecuencia (efecto o resultado) de la salv ación. Las buenas obras no pueden ser un requisito, pero son un resultado de la salv ación. No son ni una condición ni una causa, pero sí son la consecuencia y el resultado de ser salv os. Considere la siguiente ilustración para entender cómo opera esto. La única manera de tener v aricela es por transmisión del v irus que la causa. Una v ez que se nos contagia, aparece una erupción de granos en la piel que nos producen mucho escozor (y que, si somos pequeños, nuestros padres —a quienes no les pica— nos prohibirán rascarnos). No es posible prov ocarnos la erupción para enfermar de v aricela (por ejemplo, comiendo algo que nos produzca alergia). Si tenemos el v irus, más v ale que también tengamos la piel cubierta de ampollas, o nadie nos creerá que tenemos v aricela. De manera análoga, una v ez que tenemos la salv ación por medio del «v irus» de la fe, deberíamos estar «cubiertos» de buenas obras. Las buenas obras no nos pueden «contagiar» la salv ación, pero una v ez que se nos transmite la «enfermedad», deberíamos manifestar los «síntomas» de una v ida de rectitud. Seguramente Santiago estaba pensando en una imagen semejante cuando escribió que la fe, si no tiene obras, está muerta (Santiago 2:17). La frase crucial en este pasaje es el v ersículo 18: «Yo te mostraré mi fe por mis obras» (RVR1960). En otras palabras, el tipo de fe que nos salv a es el tipo de fe v iv a que se manifiesta en buenas obras. Pablo también planteó este punto en v arias ocasiones. En Efesios 2:8-10, insistió en que somos salv os por gracia, solo por medio de la fe. En ese mismo párrafo agregó que nuestra salv ación tiene un propósito: fuimos «creados en Cristo Jesús para buenas obras» (v . 10, RVR1960).

Pablo reiteró este mensaje tres v eces en Tito 2:11–3:8. La tercera v ez es la más clara. Una v ez más, Pablo declaró que nuestra salv ación se debe solamente a la obra de Dios: «Nos salv ó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia» (3:5, RVR1960). Concluy e con la exhortación a que «los que creen en Dios procuren ocuparse en buenas obras» (3:8). El apóstol Juan, en un contexto diferente, argumentó lo mismo: «Si alguien dice: “Yo amo a Dios”, pero aborrece a su hermano, es un mentiroso» (1 Juan 4:20, NBLH). Es decir, no es posible tener una relación con Dios sin manifestarla en nuestra v ida. Es cierto entonces que Jesús enseñó que aquellos que son salv os por Él darán pruebas de su salv ación a trav és de una v ida transformada. El resto del Nuev o Testamento lo confirma. Comenzamos este capítulo señalando cinco elementos esenciales del cristianismo: la Biblia, el pecado, la cruz, la fe y la justicia. En el curso de los capítulos anteriores, mostramos que debemos reconocer a Jesús como Dios. A hora podemos concluir que si aceptamos a Jesús por quien es, sobre la base de la ev idencia histórica, necesitamos también aceptar la v erdad de estas creencias esenciales del cristianismo. Por lo tanto, hemos completado el proy ecto que nos propusimos en el primer capítulo. Entonces nos preguntamos: ¿Será v erdad? A hora podemos decir: Sí, basados en la autoridad de Dios mismo, es v erdad. En el último capítulo analizaremos cómo esta v erdad responde a las necesidades de nuestra cultura. A ntes, sin embargo, retomemos nuestros casos introductorios. Respuesta al caso 1: Cristo, pero sin el cristianismo . . . ¿es posible? En parte, la respuesta a esta pregunta depende de cómo definimos el cristianismo. Quien haga esta afirmación quizás esté pensando en algunos aspectos externos de la cultura asociada al cristianismo occidental. La fe cristiana puede prosperar sin templos, campanarios y bancos donde los feligreses cumplen un ritual semanal de devoción, aunque la Biblia exhorta a los cristianos a congregarse asiduamente. Si bien el lado cultural de la vida cristiana de ningún

modo es obligatorio, no fue así como definimos el cristianismo. Optamos, en cambio, por señalar algunas creencias esenciales concernientes a la relación personal con Dios. Hemos intentado mostrar que Jesús mismo enseñó estas creencias, las que luego fueron corroboradas por los apóstoles, los maestros que Él designó. Por lo tanto, reconocer a Cristo significa aceptar Sus enseñanzas (¿qué otra cosa podría implicar?). Sus enseñanzas constituyen la esencia misma del cristianismo. A la luz de lo que mostramos en este capítulo, solo sería posible aceptar a Cristo sin el cristianismo revisando lo que Jesús mismo enseñó para conformarlo a nuestros preconceptos. Como seres humanos, esto nos resulta muy natural. Sin embargo, dado que ya hemos demostrado la confiabilidad histórica del Nuevo Testamento, no tenemos base objetiva para actuar de dicho modo. Respuesta al caso 2: El pecado es algo mucho más grave que haber lastimado a alguien en algún momento de la vida. Jesús no murió, y no necesitamos ser redimidos, porque hicimos llorar a nuestra hermanita cuando teníamos cinco años. La naturaleza del pecado concierne una ruptura con Dios, la que luego se manifiesta en malas relaciones con los demás. Por eso incluyo este caso en la categoría de «cosas que desearía no haber dicho». Si mal no recuerdo, ella dijo más o menos lo que sigue: «¡Vamos! Eso no es pecado. Así somos los humanos». Estaba atrapado y necesitaba explicarle lo que debí haberle dicho en primer lugar: que, por nuestra propia naturaleza, ya estamos separados de Dios. Por supuesto, hay muchos que rechazan esta noción, pero, como lo ilustra este ejemplo, minimizar la naturaleza del pecado para que la gente reconozca su pecado tampoco sirve de nada. Respuesta al caso 3: Este caso no difiere del anterior. Una vez más, concierne la necesidad de ayudar a las personas a comprender su condición de pecadoras que necesitan ser redimidas. La incluí solo para mostrar que Jesús enseñó precisamente esto mismo. Eliminar el pecado y la redención de la enseñanza de Jesús es tergiversarla. De Sus enseñanzas queda bien claro que necesitamos ser salvos de nuestra condición de pecadores. Respuesta al caso 4: En el capítulo 1, esbozamos tres tipos de fe; a una de ellas la denominamos fe pensante. Es el tipo de fe que «cree que . . . » algo es verdad. Con frecuencia consiste en aceptar una creencia como verdadera simplemente sobre la base de

una autoridad, sin considerar la evidencia. Aunque no es posible prescindir de este tipo de fe, para los propósitos de este estudio nos propusimos la tarea de determinar si podemos saber que el cristianismo es verdadero sobre la base de la evidencia. Si lo hemos logrado, ¿por qué considerarlo un detrimento? Escucho este tipo de objeción a menudo en estos días, y debo decir que me deja algo desconcertado. ¿Qué pretende la gente? ¿Debería dejar deslizar un argumento inválido de vez en cuando? (Se me ocurren varios). ¿Debería decirle a la gente: «Aunque cuento con suficiente evidencia, quiero que usted la ignore y lo crea porque yo se lo digo»? No puedo convencerme de que dicho proceder sirva para hacer avanzar la causa de la verdad. Sí, la fe es esencial para el cristianismo, pero la fe verdadera no nos pide que creamos una aparente falsedad. La verdadera fe está dispuesta, no solo a afirmar ciertas verdades, sino a entregarse por entero para la eternidad, en un acto de confianza en aquel que demostró ser la Verdad.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Mencionar cinco creencias que constituy en la esencia del cristianismo. 2. Mostrar cómo nuestra aceptación del A ntiguo Testamento como la Palabra inspirada de Dios se funda en la autoridad de Jesús. 3. Mostrar cómo nuestra aceptación del Nuev o Testamento como la Palabra inspirada de Dios se funda en la autoridad de Jesús. 4. Demostrar con argumentos cómo Jesús y los apóstoles enseñaron que somos pecadores. 5. Resumir lo que Jesús y los apóstoles enseñaron sobre Su muerte en la cruz. 6. Describir lo que Jesús y los apóstoles enseñaron sobre la fe. 7. Defender el argumento de Pablo de que es imposible

completar la fe con obras. 8. Explicar cómo, en las enseñanzas de Jesús y los apóstoles, las buenas obras se presentan como una consecuencia de la fe. 9. Identificar el siguiente nombre con la contribución aludida en este capítulo: Henry Chadwick . Reflexión sobre las ideas 1. Hemos establecido una lista de cinco creencias esenciales del cristianismo. A rgumente la posibilidad de añadir o quitar elementos a esa lista. 2. A la luz de este análisis, elabore un argumento contra la inclusión de más libros en la Biblia. 3. ¿Por qué el concepto de pecado es un factor tan crucial para entender la naturaleza del cristianismo? 4. Compile pasajes del Nuev o Testamento que consideran el efecto de la muerte de Cristo en la cruz. ¿Qué tipo de imagen transmiten? 5. ¿Por qué la fe no implica ni el más mínimo tipo de esfuerzo? ¿Cómo, entonces, se v incula la fe a la obediencia en el Nuev o Testamento? 6. Hay quienes postulan que esperar v er buenas obras como efecto de la fe es reintroducir la salv ación por obras. ¿Por qué esto no es así? 7. Elabore un brev e resumen sobre el cristianismo, respaldado con v ersículos bíblicos, como lo enseñaron Jesús y los apóstoles. Lecturas adicionales Winfried Corduan, Handmaid to Theology (Grand Rapids: Bak er, 1981). Paul Enns, The Moody Handbook of Theology (Chicago: Moody Press, 1989).

Robert H. Stein, The Method and Message of Jesus’ Teachings (Filadelfia: Westminster, 1978). John R. W. Stott, Cristianismo básico, trad. C. René Padilla, 3.ª ed. rev isada (Quito: Certeza, 1987). 1 Ya establecimos una serie de creencias sin las cuales no sería posible el cristianismo: que Dios existe, que Jesús existió en la historia, que Jesús es Dios, etc. 2 Contamos con evidencia histórica contundente: una lista de estos libros. Ver «The Muratorian Canon» en Henry Bettenson, ed., Documents of the Christian Church, 2.ª ed. (Nueva York: Oxford University Press, 1963), 28-29. 3 A este proceso se lo denomina «canonización» o la compilación del «canon». El vocablo griego «canon» significa «regla, vara de medir». La cuestión es determinar qué libros cumplen ciertos criterios. 4 Henry Chadwick, The Early Church (Baltimore: Penguin, 1967), 44.

13 La verdad y nuestra cultura

¿Es una arrogancia decir que tenemos razón? Caso 1: Cuando era estudiante en la universidad, con frecuencia tuve que defender un punto de vista conservador durante los seminarios. En su honor, reconozco que mis profesores generalmente me permitían expresar mis creencias siempre y cuando aceptara que me las cuestionaran desde otras perspectivas. Durante una de esas discusiones, surgió una comparación entre las diferentes maneras en que los cristianos y los hindúes entendían algo. Sin mucha reflexión, comenté que necesitábamos partir del supuesto de que la perspectiva cristiana era correcta y que el punto de vista hindú era falso. Mi profesor me clavó la mirada: —¿Eres tan arrogante para creer que solo tú tienes razón y que todos los demás están equivocados?

¿Por qué ser moral? Caso 2: Mientras me desempeñaba como profesor adjunto en un curso introductorio de Filosofía de una universidad estatal, llegamos a la unidad sobre ética y se dieron discusiones animadas sobre qué principios usar para tomar decisiones morales. Una tarde lancé un desafío a la clase. —Imagínense que le han indicado a una persona cómo debería proceder. Pero, entonces, él dice: «No me importa si está bien o mal; yo haré lo que quiera». ¿Qué le responderían? Observé sus miradas perdidas: silencio. Entonces, reformulé la pregunta: —¿Por qué alguien podría llegar a desear ser una persona buena y moral? ¿En qué se basa realmente esa persona si no le importa ser moral?

Esperaba que alguno de mis estudiantes dijera algo sobre la autoestima, la religión, el humanismo, la evolución . . . cualquier cosa con tal de responder. Finalmente, un estudiante rompió el silencio y sugirió con cierta vacilación: —Todo dependerá de cómo nos educaron, ¿no?

El arte Caso 3: Me encontraba en Washington, D.C., en el Museo de Arte Moderno, una filial del Smithsonian, contemplando una obra titulada «Blanco», por Robert Rauschenberg. Era un óleo sin marco y consistía en un lienzo dividido en cinco paneles pintados uniformemente de blanco . . . nada más. A su lado había otra pintura similar, solo que en negro, titulada «Negro». El momento me quedó grabado en la memoria porque había un muchacho, de unos dieciséis años, parado junto a su madre delante de los paneles blancos. Al parecer, ella había hecho un comentario despectivo sobre la obra. —Es que tú no entiendes, mamá —reaccionó él—. En realidad, encierra un significado profundo.

¿Será cierto? A lo largo de los últimos doce capítulos hemos mostrado que en v erdad, el cristianismo es v erdadero. Una última inv estigación será útil: confrontar el compromiso cristiano para con la v erdad con los supuestos de nuestra cultura. Para aclarar el propósito de este capítulo, primero estableceré qué es lo que no intento hacer. 1. Mi propósito primario no es describir brev emente en qué consiste la cultura moderna con idea de condenar su pecado. A unque algo de esto estará implícito en lo que expondré, no procuro condenar, sino señalar el carácter autodestructiv o de nuestra cultura, a fin de postular la necesidad de la v erdad cristiana. 2. Este análisis tampoco intenta ser una guía práctica para dar testimonio. Espero que esta información (así como la de todo el libro) ay ude a quienes desean compartir su fe en Cristo con los demás, pero mi intención no es

simplemente prov eer argumentos para la ev angelización. Este capítulo, como los anteriores, requiere reflexión; no son simples fórmulas. Nos detendremos en tres importantes intereses humanos: la v erdad, la bondad y la belleza.1 Para cada una mostraremos que el sentido aportado por nuestra cultura es inadecuado y potencialmente desastroso. Luego mostraremos que el cristianismo es capaz de satisfacer justamente la necesidad de nuestra cultura.

¿Qué es la cultura? Comenzaré por especificar qué entiendo por «cultura». Un antropólogo podría definir cultura como «ese todo complejo que incluy e el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, las ley es, las tradiciones y todos los demás usos y hábitos adquiridos por los humanos en tanto miembros de una sociedad».2 En otras palabras, la cultura está presente en nuestro medio, en nuestra v ida y en lo que pensamos sobre todo. De muchas maneras, nuestras culturas son permanentes y constituy en una parte tan íntima de nosotros como nuestro cuerpo. Casi nunca nos percatamos de su presencia, salv o cuando algo anda mal. En consecuencia, mi mirada de la cultura y a está afectada culturalmente. Representa la perspectiv a de un hombre blanco norteamericano de clase media, aunque —y esto también es parte de mi sesgo— también estuv e inmerso en otras culturas, por mis orígenes y mis v iajes. A demás, la naturaleza misma de la cultura norteamericana hoy en día está influida por un sentido multicultural, debido a que conv iv en div ersas subculturas étnicas claramente identificadas, como los afroamericanos, los hispanos y los chinos. Esta observ ación es pertinente porque ser dogmático sobre lo que la cultura afirma con claridad sería excederse más allá de lo factible. Con todo, estoy seguro

de que mediante generalizaciones, acompañadas de cuidadosas salv edades, podré hablar no solo sobre mí, sino también sobre lo que la may oría de los occidentales reconocería en general como la cultura occidental. En nuestra definición de cultura está implícita la imposibilidad de desligarnos completamente de ella; tampoco resulta claro por qué alguien desearía hacerlo. Todas las culturas tienen defectos; sin embargo, todos los seres humanos están inmersos en una cultura. Por lo tanto, la única manera posible —y deseable— de criticar una cultura es desde dentro de ella misma, con la idea de redimirla, no de descartarla, lo que además sería imposible. (Ver el estudio sobre el pensamiento dependiente del sistema en el capítulo 4).

Luces de Navidad en octubre

ientras pensaba cómo caracterizar nuestra cultura, no podía desprenderme de una imagen mental. Una noche, mientras conducía de regreso a casa, a mediados de octubre, pasamos por una casa en las afueras de la ciudad: ya estaba completamente decorada para Navidad y con las luces encendidas. ¿Sería por Halloween? No lo creo, predominaban las luces rojas y verdes. Tampoco era un comercio (ya todos conocemos a los los papás noel de chocolate que comienzan a añejarse en las góndolas de los supermercados desde septiembre en adelante). Era una casa particular; al parecer, a los dueños les encantaba tanto la Navidad que habían decidido comenzar a celebrarla dos meses antes. No me ofenden las celebraciones navideñas prematuras; no se trata de un asunto moral, pero esta imagen nos servirá para guiar nuestras

M

observaciones sobre la cultura contemporánea. 1. La imagen se origina en la vida ordinaria de gente común y corriente en una ciudad del medioeste estadounidense que se denomina a sí misma: «Smalltown, USA». Los patrones culturales que intentamos describir no son las últimas cavilaciones artísticas de una compañía de teatro vanguardista, sino las pautas presentes en la vida de las personas en muchos hogares de Estados Unidos, conformadas por varias influencias populares. 2. La imagen revela un patrón de gratificación instantánea. No hay nada inmoral en tener luces navideñas en otros meses del año, además de diciembre. Las luces no tienen nada de malo (en realidad, son hermosas), pero reflejan un supuesto que gobierna nuestras vidas: cualquier cosa que queramos, tenemos derecho a tenerla, y deberíamos tenerla ¡ya! En consecuencia, somos una cultura saturada con un sinfín de oportunidades para la diversión. Por ejemplo, la televisión por cable permite que nuestra familia reciba veinticinco canales. Sin embargo, hay noches en que «no hay nada para ver en la tele». Entonces, complementamos nuestra dieta televisiva con el menú ofrecido por una docena de salas de cines próximas a nuestra casa; algunas con capacidad para proyectar hasta diez películas al mismo tiempo. Además, hay eventos deportivos, espectáculos musicales, juegos de video, parques y espacios recreativos . . . y ni siquiera vivimos en una gran ciudad.

Nuestra cultura se caracteriza en parte no solo porque exigimos la gratificación instantánea de nuestros deseos, sino porque también estamos acostumbrados a obtenerlos. Si nuestros salarios son adecuados, podemos adquirir lo que deseamos. Si no contamos con dinero, sentimos que se nos priv a de algo a lo que tenemos derecho. En otras palabras, no solo esperamos ser gratificados al instante, sino que

también nos creemos con derecho a esa gratificación. Como resultado, en nuestra sociedad, y a nada es «especial». Estamos saciados, sobresaturados, y aún queremos más. Todo está a nuestro alcance, salv o en términos de cantidad. A este punto quería llegar: como nada es especial, y a nada importa realmente. A continuación, examinaremos cómo opera esta actitud en términos de v erdad, bondad y belleza. Por ahora, asignémosle un nombre a este fenómeno: nihilismo. Podemos definir el nihilismo como la actitud según la cual nada tiene v alor absoluto, todas las cosas son igual de absurdas. Lamentablemente, cuando observ o nuestra cultura contemporánea, v eo que la filosofía suby acente es crecientemente el nihilismo. A mediados de los sesenta, un número de escritores cristianos postularon que los no cristianos contemporáneos tenían solo dos alternativ as: la angustia o una huida a la sinrazón.3 Nos referimos a este argumento en el capítulo 5, cuando analizamos el ateísmo. En aquella ocasión dijimos que: la persona sin Dios no tiene una base racional de v alores obligatorios y , no obstante, los necesita para v iv ir (el «piso de abajo»); dicha persona únicamente puede adoptar v alores obligatorios si tiene huidas irracionales y se aferra a algo que en realidad contradice su cosmov isión (el «piso de arriba»). Lo que ahora observ amos, como parte de nuestra cultura, es la reacción a v iv ir en el piso de arriba demasiado tiempo. La gente se da cuenta de que los v alores que guían su v ida son solo huidas irracionales; no deriv an de nada objetiv o. En consecuencia, su huida es tan buena como la mía: ambas son igual de irracionales y , entonces, ni siquiera tiene sentido preguntarse cuál es la correcta. En un sentido, todas son correctas; en otro sentido, ninguna lo es. En realidad, nada importa. Las luces de Nav idad en octubre no son solo una decoración inocente y agradable: son también un símbolo profundo de una cultura

que perdió su rumbo. Veamos ahora, más específicamente, lo que sucede con la v erdad, la bondad y la belleza en este contexto.

La verdad He dedicado todo este libro a estudiar la v erdad: a partir de su posibilidad, pasando por su método y hasta su aplicación al cristianismo. Demostramos que (a) es posible conocer la v erdad y (b) podemos mostrar que el cristianismo es v erdadero. A hora nos detendremos para considerar qué tratamiento recibe la v erdad en nuestra cultura. Hoy en día, en general, el abordaje más popular a la v erdad es el relativ ismo, que y a analizamos en el capítulo 2. El relativ ismo enseña que hay muchas v erdades religiosas v álidas. El cristianismo quizás sea v erdad, tanto como tal v ez lo sean las tradiciones religiosas que lo contradicen. Esta cita de Marcus Bach es representativ a: «Me parece que las grandes religiones deberían v erse como dialectos diferentes que el ser humano usa para hablar con Dios, y Dios con el ser humano».4 Esta afirmación implica que hay una realidad fundamental, descrita con la palabra «Dios». Las div ersas religiones, con sus conceptos, imágenes, mitos y lenguajes, son diferentes maneras de relacionarse con Dios. Este tipo de afirmación (de av anzada, cuando se postuló por primera v ez en 1961) sirv ió de punto de partida para lo que luego se conv irtió en una idea conv encional hacia fines del siglo pasado. Es una v ertiente particular de relativ ismo, que podríamos denominar inclusiv ismo. Sin embargo, conllev a grandes problemas. 1. El inclusiv ismo no permite la inclusión de una religión exclusiv a. A lgunas religiones se presentan como el único camino a Dios; por ejemplo, el cristianismo. Jesús dijo: «Yo soy el camino, la v erdad y la v ida; nadie v iene al Padre sino por mí» (Juan 14:6, NBLH).5 Hay solo dos opciones lógicas ante afirmaciones de este tipo: (1) el cristianismo es falso o (2) el cristianismo es exclusiv amente v erdadero. El cristianismo no puede ser v erdadero mientras otras religiones sean igualmente

v erdaderas. Para que sea v erdadero, sus postulados deben ser v erdaderos: entre ellos, ser el único camino a Dios. Si esta premisa fuera falsa, el cristianismo dejaría de ser v erdadero. A lgo no puede ser falso y v erdadero al mismo tiempo. Por supuesto, algo muy semejante al cristianismo todav ía podría ser v erdadero: un cristianismo despojado de todos sus postulados de exclusiv idad. No sería un cristianismo bíblico, sino un sucedáneo para conformarse a las tesis del inclusiv ismo. Si alguien deseara acomodar el cristianismo al inclusiv ismo, tendría que tener alguna buena razón para pensar que el inclusiv ismo es v erdadero. Consideremos cuál es su posible respaldo. 2. El inclusiv ismo carece de ev idencia. ¿Qué podría ser considerado ev idencia a fav or de la afirmación de Marcus Bach? ¿Cómo saber que cuando hablamos de Dios nos referimos a la misma realidad? Una respuesta a esta pregunta podría ser el principio de la identidad de los indiscernibles, que usamos en el capítulo 6 para demostrar que solo puede haber un Dios. En aquella oportunidad, afirmamos que el principio postula que si dos cosas comparten las mismas propiedades, entonces son idénticas; se trata de la misma cosa. Si podemos mostrar que Dios, como lo concibe cualquier religión, siempre tiene las mismas propiedades, este principio nos llev aría a concluir que todas las religiones adoran al mismo Dios. Nada más alejado a la v erdad. Mientras escribo estas líneas, recuerdo un día en Singapur, hace unos meses. En la mañana, un grupo de estudiantes y y o asistimos a una reunión de equipo de Juv entud para Cristo. Cantamos himnos, oramos y escuchamos una exposición sobre la epístola de Santiago. En la tarde, v isitamos un templo hindú, en ocasión de la fiesta Taipusan, una celebración local para el dios Muruga.6 Nos quedamos de pie en el templo y observ amos cómo los dev otos de Muruga se perforaban la piel con largos pinchos con pesas (los «k av adi»), se atrav esaban las mejillas y la lengua. Luego caminaban por la calle, con el acompañamiento de cánticos en los que celebraban el «v el», la espada de Muruga. Mientras observ aba los

rituales, reflexioné en el eslogan contemporáneo: «Todos adoramos al mismo dios; solo que le damos nombres diferentes». No podía dejar de pensar en lo inadmisible que es dicha noción. Las diferencias entre el Cristo a quien y o adoré en la mañana y el Muruga v enerado por estos hindúes eran insalv ables. Jesús llev ó la cruz y fue traspasado por nosotros; Muruga exige que nosotros llev emos el «k av adi» y que nos traspasemos el cuerpo para aplacarlo. Quizás hay a analogías a niv el triv ial (ambos son dioses, son objeto de adoración), pero es casi imposible que sean similares en lo que v erdaderamente importa, mucho menos que exista el tipo de semejanza requerido por el principio de la identidad de los indiscernibles. Por lo tanto, el principio no confirma el inclusiv ismo. Sin embargo, Bach no apela al principio de la identidad de los indiscernibles. Hace su afirmación al principio de un libro en el que muestra cómo operan las religiones en la v ida de personas pertenecientes a div ersas confesiones. Su tesis parece ser que, como todas las religiones operan de la misma manera en la v ida de las personas, debe haber una realidad común a todas ellas. La premisa de este argumento, que todas las religiones cumplen un papel similar en la v ida de las personas, solo debería ser posible v erificar empíricamente. La experiencia de Bach lo conduce a realizar esta afirmación, aunque mi experiencia me llev a a cuestionarla, salv o en términos tan generales que carecerían de v alor. A un dentro de una religión, los fieles participan por motiv aciones drásticamente diferentes: para asegurarse beneficios materiales o para compensar el no tener bienes materiales, para esforzarse a fin de obtener el perdón de los pecados o para expresar su gratitud por haber sido perdonados, para transformar el mundo o para huir de él, etc. No creo que sea posible confiar en todo lo que la gente dice sobre su religión y concluir que todas operan de la misma manera. A un si la premisa de Bach fuera v erdadera, esto no permitiría inferir su conclusión. Imaginemos dos hombres, Fred y Rick y , casados con dos mujeres, Ethel y Lucy . Si bien podríamos suponer que Ethel se

relaciona con Fred más o menos de la misma manera en que Lucy se relaciona con Rick y , eso no es razón para pensar que Fred y Rick y están casados con la misma mujer, y que «Ethel» y «Lucy » son simplemente dos nombres diferentes para una sola realidad femenina. La única posibilidad para ello sería que ambas compartieran las mismas propiedades (y que ocuparan además el mismo espacio al mismo tiempo), algo que claramente no es el caso. De la misma manera, tampoco podemos concluir que si todas las religiones operan de forma similar, entonces se refieren a la misma realidad. Esta afirmación simplemente da por sentado lo que pretende demostrar, porque no todas las religiones comparten las mismas propiedades (como hemos v isto). Por lo tanto, la experiencia no respalda el inclusiv ismo. ¿Qué podría serv ir como ev idencia del inclusiv ismo? A nalicemos con más detalle la afirmación de Bach. Él no se refiere en realidad a todas las religiones, sino solo a las «grandes religiones». Su afirmación no es totalmente inclusiv a porque deja un margen de maniobra en caso de que la ev idencia así lo requiera. Podría mostrar, por ejemplo, que una religión específica no está incluida en esta concepción, Bach tendría la posibilidad de alegar que no se trata de una «gran religión». En última instancia, queda a su entera discreción cómo emplear la ev idencia. Profundicemos aún más. La afirmación además no apela al empirismo. Bach dice: «Me parece que . . . ». No postula una conclusión basada en la ev idencia, sino una suposición para abordar la ev idencia. Preguntarnos qué podría v aler como prueba para corroborar su afirmación, en realidad, es irrelev ante. A la luz de su suposición inicial, poco importa la ev idencia. 3. El inclusiv ismo llev a al nihilismo. Nos hemos detenido a analizar en detalle una afirmación inclusiv ista y la ausencia de ev idencia a fin de dejar bien en claro nuestro propósito. El inclusiv ismo religioso contemporáneo (y el relativ ismo en el que se basa) no obedece a ninguna conclusión de la inv estigación académica, y a que no cuenta con ningún respaldo empírico. El inclusiv ismo es lisa y llanamente una

suposición dogmática. El dogma es el siguiente: Todas las religiones son igual de v erdaderas. Todos los puntos de v ista son igualmente v erdaderos. Las diferencias y los grados de plausibilidad no tienen v erdadera importancia. Llegamos, entonces, al resultado nihilista de este asunto. Es aceptable ser religioso. Es aceptable no ser religioso. Cualquier religión que uno escoja es aceptable. Simplemente, no importa. En definitiv a, el relativ ismo llev a al nihilismo. 4. El nihilismo llev a al autoritarismo. Esta progresión no termina en el nihilismo. A unque parezca paradójico, un abordaje nihilista de la v erdad nos arrastra a una noción autoritaria de la v erdad. La lógica de esta tesis es simple. Vimos que en un esquema basado en el relativ ismo no hay v erdad objetiv a; no hay manera de establecer la v erdad apelando a la realidad objetiv a. Como planteamos en el capítulo 2, nadie puede v iv ir de esa manera. Necesitamos v iv ir sabiendo que la v erdad se opone a la falsedad. ¿Dónde podría originarse dicha v erdad? La única posibilidad es que la v erdad sea definida arbitrariamente. En el caso de una cultura o sociedad, la v erdad tendría que ser definida por quienquiera que ocupe una posición de autoridad: la iglesia, la academia, los medios de comunicación y , en última instancia, el poder político. Cuando la prerrogativ a de decidir la v erdad (la de decretarla, no descubrirla) queda en manos de un grupo de personas con suficiente poder para imponer su resolución, estamos bien en camino hacia una sociedad autoritaria. En el capítulo 2, aludimos a la cantidad de gente bien intencionada que acepta el relativ ismo por un malentendido. Creen que entender la v erdad como algo objetiv o conduce a la intolerancia y la persecución. Una mirada a la dinámica de la historia muestra que no es así como se desarrollan las sociedades autoritarias. La intolerancia es la primera y última función del poder; la manera de entender la v erdad no desempeña ningún papel. Quienes están v erdaderamente conv encidos de la v erdad objetiv a, no tienen nada que temer de la libertad de inv estigación ni de la representación de puntos de v ista opuestos. Que

una sociedad dictatorial recurra a suprimir los puntos de v ista que se opongan a ella demuestra que dicha sociedad no se basa en la v erdad objetiv a, sino en la opinión de quienes detentan el poder. Para poner punto final a este caso —y dejar sentada una protesta pública—, expondremos las debilidades de un mito muy de moda en la actualidad. Con frecuencia me señalan que, dada mi condición de profesor ev angélico, afiliado a una v isión objetiv a de la v erdad, contribuy o a fomentar la intolerancia en el mundo. Luego me inv itan a aceptar el relativ ismo, porque supuestamente es una v isión oriental de la v erdad, y engendra la tolerancia. A ldous Huxley , por ejemplo, echó la culpa de la intolerancia que ocasionalmente caracterizó la historia europea a una v isión objetiv a de la v erdad y recomendó adoptar una actitud mística e intuitiv a, ejemplificada en el pensamiento hindú.7 Dichas recomendaciones, por más bien intencionadas que sean, simplemente no tienen ningún asidero en la realidad. La sociedad hindú tradicional, con su sistema de castas, no es otra cosa que un racismo institucionalizado. A lgunas de las guerras más sangrientas del siglo xx se libraron en el subcontinente indio por motiv os religiosos. Mi intención no es criticar la India ni la religión hindú, sino señalar que una perspectiv a oriental de la v erdad no es ningún resguardo contra la intolerancia. La intolerancia simplemente no es consecuencia de una concepción particular de la v erdad, sino producto de las luchas por el poder. Cuando el relativ ismo se conv ierte en nihilismo, allana el camino para dicho autoritarismo. ¿Cómo saber si v amos camino a una sociedad autoritaria? Los siguientes indicios son premonitorios: Cuando la gente intenta imponer su punto de v ista mediante la fuerza, en v ez de promov er el debate de ideas y razones. Cuando la gente siente la necesidad de reescribir la historia para conformarla a su punto de v ista.

Cuando la gente apela a las autoridades en el gobierno, como la Suprema Corte de Justicia o los legisladores, para decretar qué es la v erdad. Cuando las escuelas, para elaborar sus programas de estudio y seleccionar los libros de texto, se guían más por motiv aciones políticas que por objetiv os pedagógicos. Cuando la información se ev alúa en función de lo bien que sirv e para promov er fines políticos, y no sobre su condición de v erdad. Cuando se hace ev idente que la gente prefiere sentirse cómoda con una mentira conocida que incómoda con la v erdad. Mientras escribo estos puntos, pienso en ejemplos que atrav iesan todo el espectro político. Por eso no está claro quién se impondrá: si la «izquierda», la «derecha» o el «centro»; pero es ev idente que estas dinámicas operan en nuestra cultura. Hace v einticinco años, v arios escritores adv irtieron que si no retomábamos una v isión objetiv a de la v erdad, acabaríamos en la confusión y la anarquía. El caos y a está aquí. El siguiente paso será una sociedad autoritaria.

La bondad Un juev es de nov iembre de 1990, un jugador de la NBA fue acusado por solicitar serv icios de una prostituta; lo arrestaron, lo encarcelaron, lo procesaron, y lo dejaron en libertad con tiempo suficiente para presentarse en los últimos minutos del partido de baloncesto de su equipo. Cuando llegó al estadio, los espectadores (al tanto de las noticias) lo recibieron con una ov ación, y v olv ieron a aplaudirlo cuando entró a la cancha para jugar. Los jugadores de baloncesto, como cualquier persona en cualquier lugar y en todas las

épocas, son falibles, pero la reacción del público es representativ a de nuestra cultura. Dudo que aprobaran la conducta del jugador; pero con su reacción, manifestaban que no era importante. Eso fue precisamente lo que expresó uno de sus compañeros de equipo en una declaración a la prensa.8 Este ejemplo ilustra que nuestra cultura está al borde del nihilismo respecto a la moral. Ya no tenemos normas claras sobre el bien y el mal, pero sentimos que tampoco las necesitamos. Simplemente, no importa. Esto no quiere decir que nuestra cultura promuev a la inmoralidad. Dicha noción es más fácil de sostener desde el púlpito que en la v ida real. Los predicadores que afirman que y a no hay más moral en la telev isión, probablemente tampoco la miran. Podemos resumir un supuesto código de ética que la may oría de las comedias contemporáneas (como mínimo) parecen suscribir la may or parte del tiempo. Sé siempre fiel a ti mismo. Sé siempre leal a tus amigos (salv o que implique v iolar la norma anterior). A cepta siempre a los demás y sus conv icciones. ¿Quién sabe? Tal v ez al final ellos tengan razón. Hijos: reconozcan que sus padres son solo humanos y estén dispuestos a perdonarles sus conductas egoístas e irreflexiv as (una completa inv ersión de los días de Theodore «Beav er» Cleav er). Las relaciones sexuales son muy especiales. No se acuesten nunca con alguien si no están seguros de que de v eras su pareja les cae bien. No juzguen a quienes todav ía no han alcanzado este niv el de sofisticación moral. Por supuesto, esta moral está más diluida que una sopa digna de un orfanato sacado de una nov ela de Charles Dick ens. Sin embargo,

representa a grandes rasgos el estado de nuestra cultura, en términos de moral. Ya no hay consenso moral y , por ende, nos ocultamos detrás de lugares comunes que no significan nada desde un punto de v ista moral y relacional. En los hechos concretos, no hay mucho para decir pero, de todos modos, en realidad no importa siempre y cuando «uno sea fiel a sí mismo». Este es el mensaje que nos bombardea día tras día. A parece en forma endulcorada en los espectáculos de telev isión, en la música de moda y en los editoriales de la prensa. Se repite con v ehemencia en la música destinada a la cultura juv enil de hoy . Un grupo de rock , Metallica, declara que no nos debe importar nada excepto uno mismo porque «todo lo demás no importa». Es imposible que una sociedad sobrev iv a en el caos moral absoluto. Para asegurar que continúe funcionando, tarde o temprano será necesario encontrar un código o política moral. Si no existe, uno se impondrá. A cabaremos con una moral social patrocinada por un gobierno. El nihilismo moral también conduce al autoritarismo. Parece una paradoja, porque la idea del relativ ismo ético es ser tolerante. En realidad, parecería que la tolerancia es el único v alor univ ersal que nos queda. Todos deberíamos respetar los v alores de los demás, siempre. Por desgracia, la apuesta a la tolerancia es mucho más ambigua que su expresión. Solo una persona que cree que el bien y el mal están basados en algo más que las preferencias humanas (por ejemplo, en la v oluntad div ina) y que los juicios de v alor no son responsabilidad humana puede ser v erdaderamente tolerante.9 Quienes creen que el bien y el mal se basan puramente en las decisiones personales y que depende de cada uno hacer v aler esa decisión, no pueden ser tolerantes. Desde una perspectiv a puramente lógica, pueden ser tolerantes en cierta medida, hasta que alguien v ulnere sus preferencias personales. Es decir, la tolerancia es la v irtud suprema, pero entendida dentro de lo que es aceptable para ellos. Cuando un juicio de moral contraría sus propias preferencias, son tan intolerantes

como los demás. Lamentablemente, entonces, concluimos que el caos moral se cierne sobre nosotros. Detrás de una fina capa superficial de moralina y ace una tierra baldía en la que no hay nada malo y , en definitiv a, tampoco hay nada completamente bueno. Mientras que nuestra cultura no recupere un fundamento objetiv o de la moral, el fantasma del autoritarismo se cierne como la única salida v iable a esta confusión.

La belleza Un aspecto importante de una cultura es el arte que produce. Tradicionalmente, el arte es la expresión de lo que una cultura considera bello. ¿Qué cosas encontramos bellas en nuestra cultura? Muchos quizás consideren que esta pregunta no es pertinente y tal v ez se sientan hasta ofendidos. Todos sabemos que «la belleza está en la mirada del observ ador», ¿no es así? Nadie tiene derecho a pronunciarse dogmáticamente sobre qué es bello y qué no lo es. Con respecto a este tema, aun los cristianos han absorbido esta corriente de nihilismo y aceptan que los estándares de belleza no existen o que no importan. Lo único que importa es que alguien encuentre que algo es agradable. La afirmación «la belleza está en la mirada del observ ador» es en extremo ambigua. Podría interpretarse de dos maneras: Es necesario que hay a un observ ador para reconocer la belleza dondequiera que esté. Para identificar la belleza se requiere la presencia de alguien que la v ea. Este significado podría darse, por ejemplo, cuando un orfebre reconoce la belleza de un diamante en bruto. La belleza es cualquier cosa que alguien quiera que sea. El observ ador decide qué es lo bello para él, sin ninguna referencia a una noción objetiv a de belleza. Nuestra cultura entiende la naturaleza de la belleza en este

segundo sentido. No hay criterios para determinar qué constituy e el buen arte. Todo lo que una persona quiera producir es tan bueno como cualquier otra cosa. La apreciación de una persona comienza y termina con láminas de paisajes campestres y adornos de porcelana; otra persona (un profesor de arte que tuv e) coloca dentro de un marco un pedazo de capa asfáltica que encontró en la carretera y considera que es una buena expresión artística. Todo v ale. No hay criterios. Nada importa. ¿No importa? Sí, importa porque el arte no es neutral. Una obra de arte es una forma de comunicación. Con su creación, el artista comunica algo sobre su experiencia, su actitud hacia el mundo o su v isión de él. Un v erdadero artista no se limita a hacer un lindo cuadro. Desea transmitir algo sobre cómo podría v erse el mundo. El arte realiza afirmaciones; en consecuencia, importa. Este tipo de discusión estuv o en el tapete hace unos años, en relación a las obras de A ndres Serrano y Robert Mapplethorpe. Serrano produjo un escándalo con su «Piss Christ», un crucifijo sumergido en un v aso de su propia orina. El Centro de A rte Contemporáneo de Cincinnati fue acusado de atentado al pudor, por exponer fotografías homoeróticas y sadomasoquistas de Mapplethorpe (quien y a había muerto de sida). El museo fue absuelto; el jurado se conv enció de que aun si el arte es obsceno, es arte y , en consecuencia, es autónomo y no está sujeto a los v alores morales. Owen Findsen, el crítico de arte del Cincinnati Enquirer se alegró de la sentencia, porque «el mal existe en la mirada del observ ador».10 Esto es nihilismo estético, y es tan problemático como el nihilismo en cuestiones de v erdad y moral. El arte no tiene que ser bello y realista. Quizás nos interpele o perturbe, pero no debería ser destructiv o. La celebración de Serrano de los fluidos corporales11 o las imágenes de Mapplethorpe de desnudos masculinos, en las poses más repulsiv as que uno pudiera imaginar, destruy en la dignidad humana y reducen la humanidad a meros organismos físicos intrascendentes. Estos

artistas hacían una afirmación con sus obras y , en última instancia, transmitían la autodestrucción. Si nada importa, el artista tampoco importa. A l destruir la realidad, el artista se destruy e a sí mismo. No se trata de reprimir la libertad de expresión, aunque a v eces se conv ierte en un caso de censura, como v eremos a continuación. En principio, se trata de determinar el significado del arte y de establecer que no es neutral. Habremos av anzado mucho en este tema si la gente llegara a comprender cómo muchas obras de arte contemporáneo propagan un mensaje nihilista sobre la v ida y la moral. Mapplethorpe no se cruzó por accidente con las escenas que registró con su cámara. Fueron tomas planeadas, montadas y arregladas deliberadamente para transmitir sus ideas. No es sorprendente que el nihilismo en el arte también contenga las semillas del autoritarismo. La controv ersia Serrano/Mapplethorpe se hizo pública porque eran obras financiadas con fondos federales. Hubo indignación pública y se reclamó que el gobierno censurara el arte patrocinado con fondos públicos. La comunidad artística protestó e insistió en su derecho a la libertad de expresión y la creativ idad. Nadie debería pensar que el arte es políticamente neutral. Hoy en día, el arte está al serv icio de muchos intereses políticos: el resultado lógico del nihilismo. Si el contenido y el método en el arte no importan, quien quiera puede usar el arte en prov echo propio con impunidad. Como resultado, se conv ierte en el portador de las ideas políticas del artista y así debería juzgarse. Para confirmarlo, bastará un somero relev amiento de la sección de arte en cualquier rev ista popular de noticias. Será difícil eludir al menos un mensaje político implícito: y a sea sobre el medio ambiente, feminista, de tipo reaccionario, lo que sea.12 Este fenómeno es realmente una señal de la actitud nihilista que conv ierte al arte en una mera función del capricho humano. El arte queda librado a los caprichos de quien quiera que esté en el poder. Una de las primeras medidas de los gobiernos autoritarios ha sido siempre la de supeditar las artes a sus fines. Como no hay criterios, la única manera de ev aluar el

arte es si contribuy e o no a las metas de la sociedad. La única defensa contra eso es la conv icción de que el arte tiene integridad propia. Quisiera resumir esta sección. La confusión en nuestra cultura respecto a la v erdad y la moral también se refleja en nuestro arte. Hemos adoptado una actitud nihilista ante el arte, según la cual no hay criterios y nada importa. Es una actitud autodestructiv a porque, en última instancia, llev a a la destrucción del artista y priv a al arte de todo significado. Por ende, el arte podría conv ertirse en un instrumento del autoritarismo.

Un fundamento objetivo El caos de nuestra cultura con respecto a la v erdad, la bondad y la belleza es consecuencia del empeño en construir cosmov isiones sin un fundamento objetiv o. El cristianismo, como defendimos en este libro, constituy e dicho fundamento objetiv o. La v erdad: Comenzamos con la realidad y describimos la v erdad como aquello que se ajusta a la realidad. Incluy e a Dios, quien se rev eló en las Escrituras y en Cristo. La bondad: Dios es bueno y Sus mandamientos son buenos. La base de la moral es la naturaleza de Dios, como está expresada en Su div ina v oluntad. La belleza: Dios creó una realidad que es objetiv amente bella. El artista explora la naturaleza de la realidad dentro del marco de su subjetiv idad, pero no puede descubrir la realidad si prescinde de los criterios div inos de belleza y bondad. Necesitamos tener clara esta relación lógica: El cristianismo no es v erdadero porque llena el v acío de la cultura contemporánea, sino que llena el v acío porque es v erdadero. El cristianismo no limita toda la v erdad a la v erdad de la fe cristiana, sino que aporta un supuesto del mundo que posibilita la exploración de la v erdad, la bondad y la belleza.

Hemos demostrado que el cristianismo es v erdadero. También demostramos que responde al v acío humano tal como es ev idente en nuestra cultura. Por tanto, la conclusión de todo este desarrollo es una respuesta personal. No es una cuestión meramente intelectual. Si nuestros argumentos fueron efectiv os, no podemos limitarnos a reconocer la v erdad y el error filosófico. Necesitamos responder personalmente al mensaje del cristianismo. Esto significa poner nuestra fe en Jesucristo. Los debates intelectuales son importantes, como hemos enfatizado a lo largo de todo el libro, pero no son un fin en sí mismos. Son esenciales solo porque apuntan al que es nuestro Redentor personal. Jesucristo prometió: «Conoceréis la v erdad, y la v erdad os hará libres» (Juan 8:32, RVR1960). A hora podemos responder los últimos casos. Respuesta al caso 1: Espero que mi adhesión a la verdad no me convierta en arrogante. Si así fuera, estaría pecando y necesitaría que Dios obrara en mi actitud. Como analizamos extensamente en el capítulo 2, aferrarse a la verdad no implica necesariamente arrogancia. De hecho, es esencial. Conocer la verdad, a pesar de la humildad con que nos manejemos, implica que quienquiera que sostenga lo contrario está en el error. El teísmo cristiano y el panteísmo hindú son mutuamente excluyentes, así como las creencias y prácticas de otras religiones. La tesis inclusivista no puede ser verdadera, como mostramos en este capítulo. Con el debido respeto y humildad hacia la gran mayoría de mis congéneres, la gracia de Dios nos permite acceder a la verdad que los seres humanos necesitan escuchar. Recordemos que esta no es una cuestión de imperialismo religioso, sino de redención mediante el único camino que Dios ha provisto. Respuesta al caso 2: Varios de mis estudiantes en aquella clase nunca entendieron qué pretendía con mi pregunta, ni siquiera después de media hora más de discusión. Tienen grabado a fuego el dogma actual de que no hay diferencia alguna entre la moral y la decisión de elegir café o té, pizza con pepperoni o anchoas: es simplemente cuestión de gustos personales. La posibilidad de que haya una base objetiva para decidir entre el bien y el mal les resultaba una idea inaccesible. Esta situación fue fascinante porque algunos de estos mismos estudiantes fueron quienes más discutieron cuando debatimos algunos casos de moral. Defendieron sus

puntos de vista con fervor y entusiasmo, aun cuando no entendían la noción de tener una base para sus juicios de valor moral. Esta ocasión sirvió para recordarme la necesidad de no quedarme solo con lo que la gente dice, sino procurar discernir sus presupuestos. La gente usa el lenguaje de la moral; todavía hablan de lo que está bien y lo que está mal. Sin embargo, con esas palabras tal vez no quieran significar más que aquello que les agrada subjetivamente. Respuesta al caso 3: En un sentido, el muchacho tenía razón. El cuadro pintado de blanco contiene un profundo mensaje . . . de nihilismo. Los paneles blancos son tan artísticos como las demás obras en el museo, ya se trate de cuadros abstractos de Picasso o latas de sopa de Andy Warhol. Al cristiano no tiene que agradarle un estilo de arte en particular. Mi gusto personal no se limita al arte realista y figurativo, pero lo que el cristiano no puede hacer es decir que no importa. En un universo creado por Dios, todas las formas de expresión importan.

Crecimiento y estudio Repaso del capítulo Después de estudiar este capítulo, usted debería poder: 1. Definir el nihilismo. 2. Mostrar cómo y por qué el nihilismo es cada v ez más una característica de nuestra cultura. 3. Describir el inclusiv ismo en la religión y mostrar por qué no es una tesis plausible. 4. Demostrar cómo el nihilismo existe detrás de una moral contemporánea superficial. 5. Ilustrar cómo se manifiesta el nihilismo en el mundo del arte. 6. Mostrar cómo el nihilismo en la v erdad, la bondad y la belleza conduce al autoritarismo. 7. Identificar los siguientes nombres con la contribución aludida en este capítulo: Marcus Bach, A ndres Serrano,

Robert Mapplethorpe. Reflexión sobre las ideas 1. ¿Qué cambios en nuestra situación física y económica han causado las actuales corrientes culturales e intelectuales? 2. Quienes postulan que no puede haber una v erdad absoluta caen en una paradoja, porque su postulado y a es de por sí una v erdad absoluta. ¿Por qué, entonces, continúan defendiendo esta noción? 3. ¿Cómo se representa un código moral objetiv o dentro de un sistema político basado en el pluralismo? ¿En qué lugar la libertad cede ante el interés por el bienestar moral de la sociedad? 4. «Los criterios del arte» es un concepto muy ambiguo. ¿Cuántas capas de significado puede usted descubrir en esta idea? ¿Cuáles son expectativ as legítimas que podemos esperar de un artista? 5. Muchas controv ersias actuales se centran en la posibilidad de decidir si una obra constituy e una expresión artística o un atentado al pudor. ¿Es v álida esta alternativ a? ¿Es posible que una obra sea legítimamente arte y , sin embargo, obscena? 6. ¿Cuál debería ser la función del gobierno en la promoción de la v erdad, la bondad y la belleza? 7. Si Jesucristo es la respuesta a las preguntas que nuestra cultura no puede responder, ¿por qué hay tantas personas que hacen todo lo posible para eludirlo? Lecturas adicionales Carl F. H. Henry , Twilight of a Great Civ ilization (Westchester, IL: Crossway , 1988).

H. R. Rook maak er, Modern A rt and the Death of a Culture (Downers Grov e, IL: InterVarsity , 1970). Francis A . Schaeffer, Huy endo de la razón, trad. José Grau (Barcelona: Ediciones Ev angélicas Europeas, 1969). Helmut Thielick e, Nihilism (Nuev a York : Schock en, 1969). 1 Los filósofos, al menos desde Platón, han visto estas tres categorías como preocupaciones importantes. Platón pensaba que «lo verdadero», «lo bueno» y «lo bello» eran reales en sí mismos. Ver La república 6, 507B. 2 Edward B. Tylor, Primitive Culture (Londres: Murray, 1871), 1. 3 Uno de los análisis más populares lo constituye Francis A. Schaeffer, The God Who Is There (Downer’s Grove, IL: InterVarsity Press, 1968). 4 Marcus Bach, Had You Been Born in Another Faith (Englewood Cliffs, NJ: PrenticeHall, 1961), ix. 5 Recuerde que en el último capítulo mostramos que esta proposición de exclusividad es esencial al cristianismo. Cristo es nuestro único acceso a Dios porque solo Cristo expió nuestro pecado. 6 Muruga es también conocido por otros nombres (y diversas grafías). Es probable que su veneración comenzara en el sur de la India y luego fuera absorbido en el panteón hindú. En la actualidad, se lo identifica con Kartikeya o Skandar, el dios hindú de la guerra. En la mitología hindú es hijo de Shiva, el heridor, y de Paravati, su esposa. Su hermano es Ganesha, el dios con cabeza de elefante, Destructor de Obstáculos. 7 Aldous Huxley, The Perennial Philosophy (Nueva York: Harper & Row, 1944), 140-141. 8 Los Angeles Times, 16 de noviembre de 1990. 9 Esto no significa que quien crea en Dios como el origen de los valores éticos sea necesariamente una persona tolerante. Hay muchos que profesan la moral cristiana y son extremadamente intolerantes. 10 Art News 89 (diciembre 1990), 10. 11 Ver Art News 89 (abril 1990), 163. 12 Para confirmar este punto, consulto el ejemplar de Newsweek que me acaba de llegar en el correo y leo: «Al otro lado del Edén: En una nueva exposición fotográfica, el paisaje norteamericano tradicional luce desgastado», un detallado análisis de excelentes fotografías, con claro contenido político. Newsweek, 1.º de junio de 1992, 66-67.