Amores Brutales

amoresbrutales 25/5/09 20:05 Página 3 CARLOS CHERNOV Amores brutales amoresbrutales 25/5/09 19:55 Página 7 Ín

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Página 3

CARLOS CHERNOV

Amores brutales

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Índice

Wally, el asesino agrario .........................

13

La enfermedad china ..............................

39

Eugenia convertida en obra de arte .......

65

La composición del relato ......................

77

Hasta que la muerte los separe .............. 109 Plaisir d’amour ....................................... 125

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Para Débora

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El arte existe para que no muramos a causa de la verdad. FRIEDRICH NIETZSCHE

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Wally, el asesino agrario

Al gordo Wally le costaba mucho encontrar su sexo. No sólo porque, en un sentido literal y groseramente anatómico, estaba perdido bajo capas y delantales de grasa, sino más bien porque nada lo excitaba. No existía objeto conocido por él capaz de provocarle una erección. Esto lo hacía sentir muy desdichado. Wally odiaba su cuerpo. Evitaba los espejos; no alcanzaba a divisar sus pies (calzados cada mañana por la vieja María, su única criada). Le daba asco ser una montaña de ciento ochenta kilos de grasa colgando de un sufrido esqueleto. Se veía parecido a las estatuillas de aquellas arcaicas diosas de la fecundidad de las cuales penden cientos de tetas. Para que Wally no enfermase de hongos de la piel, María entalcaba con cuidado cada una de las solapas y dobleces de su barriga. Como un pequeño parásito circunvalaba su anatomía, levantaba cada pliegue y lo esp o l v o reaba con fécula hasta el fondo. Pare c í a una rémora limpiando los dientes de un tiburón. Wally siempre se preguntó por qué la ausencia de deseo sexual le producía tanta infelicidad, 13

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no re c o rdaba haber gozado con esa zona nunca en su vida. ¿Cómo era posible echar de menos lo que jamás se tuvo? Su pene, apelmazado ent re enmarañados macizos de grasa, enterr a d o en los espesos tejidos del pubis, le era casi desconocido. Wally descuidaba la cultura de su s exo, prefería orinar sentado con tal de ahorrarse el trabajo de buscarlo. Después de años de fracasos, ya no le importaba que su imagen fuera más o menos viril. Por lo menos, eso era lo que decía. En pocas ocasiones lo había enorgullecido su cuerpo, aunque se consideraba poseedor de un bello ro s t ro. (La gordura empequeñece los rasgos, alisa las arrugas. La gente dice: “Sería buen mozo, si no fuera tan gordo”.) Cuando todavía era un muchacho, durante un breve período, Wally estudió canto lírico. Una pro f e s ora le había dicho que tenía la complexión ideal para la ópera; se refería a su torso voluminoso como una mezcladora de cemento. Respecto de su dentadura, Wally profesaba una opinión ambivalente. Nunca había tenido caries, la fortaleza de sus dientes le confirmaba que estaba especialmente diseñado para comer. Se sentía como una máquina perfecta; sus grandes músculos maseteros le permitían desgarr a r las carnes más fibrosas, incluso crudas. En ocasiones, por ponerse a prueba, Wally masticaba huesos de vaca. Admiraba a los animales de 14

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gran mordida, como los bull-dogs, los cocodrilos o las salamandras gigantes del Japón —aquellas cuyas mandíbulas trabadas no se abren ni siquiera después de muertas—. Todo esto exaltaba su alicaída vanidad. Pero cuando amanecía de humor refinado, estas demostraciones de fuerza bucal le resultaban tontas; sus dientes llegaban a darle asco. Wally se refería a ellos como “mis planos molares vacunos” o “esos pedazos de hueso salidos fuera de la carne”. Era “Gran Cuchillo” del club “Le Bacanal” de Buenos Aires y especialista en cocina francesa de la belle époque. En los momentos sensibles detestaba las carnicerías y pescaderías como si se tratara de visiones de la morgue o de una insoportable pornografía. Comer era su único interés visible. Wally cultivaba su pasión hasta llevarla al nivel de un arte. En ese sentido mezclaba sus inclinaciones clásicas con tendencias vanguardistas y experimentales. A él se deben los estudios de monoalimentación farinácea de aves de corr a l y los nuevos métodos de preparación de carn e s de caza. Wally siempre se ocupaba de ampliar los límites del gusto. Comía de todo. Cosas vivas y m u e rtas, basura, tierra, madera, yeso. Degustaba lo podrido. Admiraba la omnivoracidad de las ratas, capaces de masticar —con igual placer 15

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o indiferencia— un cable de teléfono, cemento fraguado, o una nariz humana. Esto no chocaba con su afición por los patés de cerdo y ternera, el conejo “a la bretona” con cebollas, mostaza y crema, o las pescadillas en colère, (llamadas así porque el pescado se fríe mordiéndose su propia cola, lo que le da aspecto de estar enojado). Su especialidad era el caracú con cardos (los cuales no deben ser tocados por cuchillos de metal porque sus tallos enneg recen, a menos que los cubiertos se froten previamente con jugo de limón). Si Wally hubiera necesitado trabajar, se hubiese distinguido en la elaboración de sabores y extractos artificiales para empresas químicas. Pero nunca estuvo obligado a ganar dinero. Era un hombre emancipado desde lo veintidós años, cuando sus padres murieron en un accidente de auto. Se mantenía con lo que percibía de los arrendamientos de espaciosas extensiones de tierra, propiedad de la familia desde la Conquista del Desierto. Wally vivía solo en un caserón estilo Tudor, en las barrancas de San Isidro. En las épocas de gloria, a principios de siglo, su abuela lo había decorado con muebles de laca china (para hacer juego con los muebles, toda la serv i d u m b re era china). Pero ese esplendor ya había pasado. Él casi no paraba en la mansión; sus horas t r a n s c u rrían en lo que llamaba “la casa chica”, 16

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una construcción de planta cuadrada, pare c i d a a un bunker, edificada en los fondos del parque. Contaba con una gigantesca cocina provista de una parrilla descomunal donde, en una o p o rtunidad, se asó un buey que contenía un c o rd e ro, el cual había sido rellenado, a su vez, con pollos cocinados cuyo interior estaba colmado de pescados, previamente atiborrados de huevos duros. Este manjar fue servido a cien invitados disfrazados de beduinos, en los jard ines iluminados con lamparitas de colores, una tibia noche de verano. Además, la cocina estaba equipada con un gran horno de ladrillos refractarios, alimentado a gas y leña (alcanzaba los setecientos grados en menos de dos horas). El lugar parecía un laboratorio, con pisos de mármol negro, azulejos blancos hasta el techo y tubos fluorescentes que no dejaban ningún ángulo en sombras. En contraste, el comedor era pequeño, íntimo. “No se puede ofrecer una comida decente a más de seis personas”, afirmaba Wally. La mesa se hallaba rodeada de antiguos sillones giratorios de peluquería, cuyos asientos habían sido retapizados en cuero negro y los apoyabrazos enlozados a nuevo. Todas las paredes estaban cubiertas de pesados cortinajes de terciopelo de seda, rojo y bordó, “como los c o l o res del interior del cuerpo”, pensaba Wally. La superficie del sótano era equivalente a la 17

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planta total de la vivienda. Se dividía en cuatro habitaciones: bodega, despensa con cámara frigorífica, biblioteca culinaria y un pequeño cuarto donde se oreaban los embutidos. Wally apuntaba sus observaciones en un cuaderno de tapas de hule negro titulado simplemente “Diario de alguien que come”. Extractamos de allí algunos comentarios: “Los romanos estaban en lo cierto: un ratón desollado es muy semejante a un músculo humano.” “...huesos pequeños gelatinizan con facilidad. Jóvenes huesos con poco calcio, médula grasa... ideales para una terrine bien fría.” “El gato debe marinarse en vino durante, por lo menos, veinticuatro horas. El gusto de su carne es ácido si murió con miedo... Demasiados nervios y tendones. ¿De ahí lo de gato por liebre?” “No salar la carne; se arruina su sabor verd adero que vuelve en el regusto, desde la garganta hacia la lengua. ¿Cómo conocer el paladar auténtico de las comidas? ¿Cómo neutralizar el gusto de la propia saliva? Purgar mis glándulas para calibrar mi aparato en cero. ¿Desintoxicarme con baños de vapor? ¿Combatir la flora bacteriana de la boca con antibióticos?” “El cerdo hervido huele a jabón de glicerina.” 18

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“En Hungría compiten en descabezar pájaros de una dentellada, con las manos atadas en la espalda. No especifican el tipo de ave, sólo aclaran que para que no se muevan, les clavan las patas en una madera. Imagino el gusto a sangre en la boca, los picotazos en los labios, el sabor y el tacto de las plumas sobre la lengua”. “¡Qué felicidad comer cosas con vida!, superar las estúpidas náuseas que nos limitan a los cadáveres”. “Peces, hormigas, langostas... gritan, en silencio, más alto que las gallinas. ¡Qué goce la carne cruda!” “La cocina es el arte más parecido a la vida. En ambas la creación se realiza a partir de restos y cadáveres. Ambas son perecederas, efímeras.” Hasta aquí el diario.

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