Amores Brutales-Carlos Chernov

AMORES BRUTALES Amores brutales ----------------------Carlos Chernov 2 Para Débora 3 El arte existe para que no

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AMORES BRUTALES

Amores brutales ----------------------Carlos Chernov

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Para Débora

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El arte existe para que no muramos a causa de la verdad.

Friedrich Nietzsche

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Wally, el asesino agrario

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Al gordo Wally le costaba mucho encontrar su sexo. No sólo porque, en un sentido literal y groseramente anatómico, estaba perdido bajo capas y delantales de grasa, sino más bien, porque nada lo excitaba. No existía objeto conocido por él capaz de provocarle una erección. Ésto lo hacía sentir muy desdichado. Wally odiaba su cuerpo. Evitaba los espejos; no alcanzaba a divisar sus pies (calzados cada mañana por la vieja María, su única criada). Le daba asco ser una montaña de ciento ochenta kilos de grasa colgando de un sufrido esqueleto. Se veía parecido a las estatuillas de aquellas arcaicas diosas de la fecundidad de las cuales penden cientos de tetas. Para que Wally no enfermase de hongos de la piel, María entalcaba con cuidado cada una de las solapas y dobleces de su barriga. Como un pequeño parásito circunvalaba su anatomía, levantaba cada pliegue y lo espolvoreaba con fécula hasta el fondo. Parecía una rémora limpiando los dientes de un tiburón. Wally siempre se preguntó por qué la ausencia de deseo sexual le producía tanta infelicidad, no recordaba haber gozado con esa zona nunca en su vida. ¿Cómo era posible

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echar de menos lo que jamás se tuvo? Su pene, apelmazado entre enmarañados macizos de grasa, enterrado en los espesos tejidos del pubis, le era casi desconocido. Wally descuidaba la cultura de su sexo, prefería orinar sentado con tal de ahorrarse el trabajo de buscarlo. Después de años de fracasos, ya no le importaba que su imagen fuera más o menos viril; por lo menos éso decía. En pocas ocasiones se había enorgullecido de su cuerpo, aunque se consideraba poseedor de un bello rostro. (La gordura empequeñece los rasgos, alisa las arrugas. La gente dice: "Sería buen mozo si no fuera tan gordo".) Cuando todavía era un muchacho, durante un breve período, Wally estudió canto lírico. Una profesora le había dicho que tenía la complexión ideal para la ópera (se refería a su torso voluminoso como una mezcladora de cemento). Respecto de su dentadura, Wally profesaba una opinión ambivalente. Nunca había tenido una caries, la fortaleza de sus dientes le confirmaba que estaba especialmente diseñado para comer. Se sentía como una máquina perfecta; sus grandes músculos maseteros le permitían desgarrar las carnes más fibrosas, incluso crudas. En ocasiones, por ponerse a prueba, Wally masticaba huesos de vaca. Admiraba a los animales de gran mordida, como los bull-dogs, los cocodrilos o las salamandras gigantes del Japón -aquéllas cuyas mandíbulas trabadas no se abren ni siquiera después de muertas. Todo esto exaltaba su alicaída vanidad. Pero cuando amanecía de humor refinado, estas demostraciones de fuerza bucal le resultaban tontas; sus dientes llegaban a darle asco. Wally se refería a ellos como "mis planos molares vacunos" o "esos pedazos de hueso salidos afuera de la carne". Era "Gran Cuchillo" del club Le Bacanal de Buenos Aires y especialista en cocina francesa de la Belle Epoque. En los momentos sensibles detestaba las carnicerías y pescaderías como si

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se tratara de visiones de la morgue o de una insoportable pornografía. Comer era su único interés visible. Wally cultivaba su pasión hasta llevarla al nivel de un arte. En ese sentido mezclaba sus inclinaciones clásicas con tendencias vanguardistas y experimentales. A él se deben los estudios de monoalimentación farinácea de aves de corral y los nuevos métodos de preparación de carnes de caza. Wally siempre se ocupaba de ampliar los límites del gusto. Comía de todo. Cosas vivas y muertas, basura, tierra, madera, yeso. Degustaba lo podrido. Admiraba la omnivoracidad de las ratas, capaces de masticar -con igual placer o indiferencia- un cable de teléfono, cemento fraguado, o una nariz humana. Ésto no chocaba con su afición por los patés de cerdo y ternera, el conejo "a la Bretona" con cebollas, mostaza y crema o las pescadillas en colère, (llamadas así porque el pescado se fríe mordiéndose su propia cola, lo que le da aspecto de estar enojado). Su especialidad era el caracú con cardos (los cuales no deben ser tocados por cuchillos de metal porque sus tallos ennegrecen, a menos que los cubiertos se froten previamente con jugo de limón). Si Wally hubiera necesitado trabajar se hubiese distinguido en la elaboración de sabores y extractos artificiales para empresas químicas. Pero nunca estuvo obligado a ganar dinero. Era un hombre emancipado desde lo veintidós años, cuando sus padres murieron en un accidente de auto. Se mantenía con lo que percibía de los arrendamientos de espaciosas extensiones de tierra, propiedad de la familia desde la Conquista del Desierto. Wally vivía solo en un caserón estilo Tudor, en las barrancas de San Isidro. En las épocas de gloria, a principios de siglo, su abuela lo había decorado con muebles de laca china (para hacer juego con los muebles, toda la servidumbre era china). Pero ese esplendor ya había pasado. Él casi no paraba en la mansión, sus horas transcurrían en lo que llamaba "la casa

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chica". Una construcción de planta cuadrada, parecida a un bunker, edificada en los fondos del parque. Contaba con una gigantesca cocina provista de una parrilla descomunal donde, en una oportunidad, se asó un buey que contenía un cordero, el cual había sido rellenado, a su vez, con pollos cocinados cuyo interior estaba colmado de pescados, previamente atiborrados de huevos duros. Este manjar fue servido a cien invitados disfrazados de beduinos, en los jardines iluminados con lamparitas de colores, en una tibia noche de verano. Además, la cocina estaba equipada con un gran horno de ladrillos refractarios, alimentado a gas y leña (alcanzaba los setecientos grados en menos de dos horas). El lugar parecía un laboratorio, con pisos de mármol negro, azulejos blancos hasta el techo y tubos fluorescentes que no dejaban ningún ángulo en sombras. En contraste, el comedor era pequeño, íntimo. "No se puede ofrecer una comida decente a más de seis personas" afirmaba Wally. La mesa se hallaba rodeada de antiguos sillones giratorios de peluquería, cuyos asientos habían sido retapizados en cuero negro y los apoyabrazos vueltos a enlozar. Todas las paredes estaban cubiertas de pesados cortinajes de terciopelo de seda, rojo y bordó, "como los colores del interior del cuerpo", pensaba Wally. La superficie del sótano era equivalente a la planta total de la vivienda. Se dividía en cuatro habitaciones: bodega, despensa con cámara frigorífica, biblioteca culinaria y un pequeño cuarto donde se oreaban los embutidos.

Wally apuntaba sus observaciones en un cuaderno de tapas de hule negro titulado simplemente Diario de alguien que come. Extractamos de algunos comentarios: "Los romanos estaban en lo cierto: un ratón desollado es muy semejante a un músculo humano."

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"... huesos pequeños gelatinizan con facilidad. Jóvenes huesos con poco calcio, médula grasa... ideales para una terrine bien fría." "El gato debe marinarse en vino durante, por lo menos, veinticuatro horas. El gusto de su carne es ácido si murió con miedo... Demasiados nervios y tendones. ¿De ahí lo de gato por liebre?" "No salar la carne, se arruina su sabor verdadero que vuelve en el regusto, desde la garganta hacia la lengua. ¿Cómo conocer el paladar auténtico de las comidas? ¿Cómo neutralizar el gusto de la propia saliva? Purgar mis glándulas para calibrar mi aparato en cero. ¿Desintoxicarme con baños de vapor? ¿Combatir la flora bacteriana de la boca con antibióticos?" "El cerdo hervido huele a jabón de glicerina." "En Hungría compiten en descabezar pájaros de una dentellada, con las manos atadas en la espalda. No especifican el tipo de ave, sólo aclaran que para que no se muevan les clavan las patas en una madera. Imagino el gusto a sangre en la boca, los picotazos en los labios, el sabor y el tacto de las plumas sobre la lengua." "¡Qué felicidad comer cosas con vida!, superar las estúpidas náuseas que nos limitan a los cadáveres". "Peces, hormigas, langostas... gritan, en silencio, más alto que las gallinas. ¡Qué goce la carne cruda!" "La cocina es el arte más parecido a la vida. En ambas la creación se realiza a partir de restos y cadáveres. Ambas son perecederas, efímeras."

Hasta aquí el diario.

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Impiadoso como ciertos jóvenes, quizás cruel, pero sobre todo muy curioso, su lengua era el órgano con el cual exploraba el mundo.

Sobre sus años infantiles circulaban diversas versiones. Algunas afirmaban que Wally había sufrido mucho en su pubertad por problemas glandulares. El pediatra diagnosticó conformación femenina, hipogonadismo y gordura ginecoide. Otros médicos hablaron de pseudohermafroditismo y de síndromes genéticos. La ínfima cuota de rebeldía adolescente de Wally fue sofocada por su madre. Solía perseguirlo enarbolando su arma preferida: un palo de golf -más precisamente un hierro 5-. Wally siempre recuerda su propia imagen de gordito a la carrera, chocando contra los marcos de las puertas en las curvas cerradas. Para ella su hijo era algún tipo de monstruo gigantesco, una especie de elefante marino patológico y tímido. Su desarrollo sexual fue tardío, a tal punto que a los diecisiete años aún no sabía si algún día se transformaría en hombre. Con cierto pesimismo Wally suponía que permanecería aniñado para siempre, en un estado indefinido entre nene y mujer. Por suerte una noche lo despertó su primera polución, fue una de las pocas señales de vida que dieron sus genitales. A pesar de lo magro de la confirmación, alcanzó para aliviarlo. Luego, le gustaba pretender que era un joven señor, poderoso y solitario. Para su cumpleaños número veintitrés -todavía era virgen-, invitó a su prima Margarita. Una chica flaca, enteca, exoftálmica; mayor que Wally y famosa por su apetito venéreo. Cuando María se enteró, dijo con acento madrileño, entre risitas y meneando la cabeza: "es una joven muy cachonda". Wally no podía evitar compararla con un reseco bacalao del Mar del Norte, pero la angustia por su falta de erección era tan grande que se arriesgó a seducirla.

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Le ofreció Vino Brulé, afrodisíaco certero y excelente remedio contra el resfrío. Se prepara con vino borgoña hervido con pimienta rosa, clavo de olor, canela, naranja amarga y una pizca de miel. Tuvieron una buena borrachera, ella ardió como un tronco en medio de un incendio forestal. En cambio, a Wally toda caricia le hacía cosquillas, estaba asustado y arisco. La prima no le dio tregua hasta que, frustrada y harta, se quedó dormida. Luego, durante una larga temporada, Wally probó con prostitutas y afrodisíacos pero nada de esto dio resultado. Mucho tiempo más tarde -por las fechas en que ocurrieron los primeros crímenes ya había cumplido los veintinueve años-, tuvo lugar el episodio del mendigo prepotente. Leemos en su diario:

"Esa tarde paseaba pensando que, así como los sabores no se disfrutan si uno está resfriado, lo mismo ocurre con la vida si no hay amor." (Su ausencia de deseos abortaba toda aproximación amorosa, "¿qué puedo ofrecerle a una mujer?", se interrogaba Wally apenado.) "Era uno de esos días en los que uno anda con sueño y dolor de cabeza y hay mierda de perro en todas las veredas. Me sentía triste, con escozor en los ojos y tensión en el cuero cabelludo. Tenía caspa, todo me picaba. Arrastraba mi cuerpo por la calle, con malhumor, con dificultad. Me inquietaba una idea: ¿qué pasaría si un día dejaba de interesarme la comida?" (Algunos atisbos de esto ya habían aparecido, muchas veces no sentía el gusto de los alimentos. Era terrible quedarse sin ningún placer.) "Caminaba por las calles tranquilas de la zona de casa, cuando de repente soy casi asaltado por un hombre. Me pide plata. Dice que no come desde hace dos días. Es flaco y agresivo. Me escupe al hablar, con su cara a pocos centímetros de la mía, parece loco. Me niego, más por

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orgullo, por no dejarme atropellar, que por otra cosa. Pero él insiste. Es muchísimo más débil que yo, pero le tengo miedo, imagino que puede tener un cuchillo. En la garita de vigilancia de la esquina no hay nadie, seguramente el guardia se fue a comer. Al fin se me ocurre invitarlo a almorzar, lo odio pero estoy decidido a no darle dinero. "Se sienta en mi comedor, le sirvo panes de salvado y de centeno, Pumpernickel, manteca y sal. Tostadas Melba con arenques, caviar, langostinos y huevos de codorniz. Entretanto le digo que le voy a preparar un pollo a la Financière, con trufas negras, zanahorias, hongos, y mollejas de corazón cocidas en vino Madeira. Noto por su expresión estúpida que no entiende nada, pero traga todo como desesperado. Agrego pepinillos en salmuera, aceitunas negras, pickles, jamón serrano y cantimpalo. Cada vez que me pide de beber le digo que mi criada está por llegar con un vino de marca. El pollo se está cocinando, pondero con vehemencia el mejor de mis encurtidos: un ají chile. Al principio el mendigo se opone, pero observa mi expresión de disgusto y acepta, no quiere ofenderme. Le comento que es una vieja costumbre peruana, ayuda a digerir los alimentos." "Apenas lo mastica, se le llenan los ojos de lágrimas; grita, un calor de infierno le sube por la nariz. Corre como desaforado al jardín, desconecta la manguera del aspersor de riego y bebe directamente de ella. Yo me río. Con el agua empeora su situación, sólo consigue que el ají baje por su esófago, diluido como fuego químico. Para aliviar este nuevo ardor, sigue tomando y tomando -también, por los alimentos tan salados que ha comido-. Tiene un instante de mejoría, pero luego sobreviene el dolor: se llenó de demasiada agua, más de la que puede contener. Se abre la camisa rompiendo los ojales y se desabrocha los pantalones con gestos rápidos. Emerge el vientre tenso y reluciente, cae de rodillas, en posición de plegaria mahometana, agarrándose las tripas inflamadas.

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"Hasta aquí estoy contento y divertido por el éxito de mi venganza; entonces, de pronto, siento que mi pene asoma por debajo de mi panza, crece. Es la primera vez en mi vida que experimento una erección estando despierto. Inexplicablemente, a la par de la hinchazón de la barriga sufriente y brillosa del mendigo, se alza mi pene. Debo acabar con la excitación entre mis propias manos. La sensación de felicidad y triunfo de ese primer orgasmo es lo más fuerte que sentí hasta entonces. "Entretanto, el mendigo prepotente, está tirado de costado sobre el barro formado por el agua de la manguera. Gime débilmente, con la cara abotagada y los labios azulados. Su respiración es superficial, apenas un jadeo de parturienta. Muere de algo del corazón -creoantes de la llegada de la ambulancia que llamó María."

Wally no había previsto un desenlace tan grave. Estaba sorprendido por completo. Junto con la excitación sexual, descubrió otra cosa: no le importaba que el hombre hubiese muerto (aunque sí le preocupaba asumirse como un desalmado). Era extraño no sentir remordimientos. Siempre se había considerado bueno, quizá demasiado generoso. Como todos los bondadosos buscaba ser querido, esa era su prioridad. En la adolescencia les regalaba a los compañeros sus zapatillas sin uso, sus libros y, antes, sus juguetes; invitaba a sus amigos a comer y al cine. Por supuesto no conseguía con ello ser más popular. Por el contrario, lo rodeaba un blando y secreto desprecio: prostituía la amistad. "Pero, ¿qué podía hacer para ser tomado en cuenta?", se preguntaba Wally angustiado. Y ahora se revelaba un aspecto de sí totalmente nuevo. Lo molestaron los trámites legales, la visita de la policía, la morgue, el juez. En la autopsia, el forense descubrió la cicatriz de un viejo infarto; el deceso fue calificado de accidente.

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Wally estaba muy ansioso por repetir la experiencia, su corazón latía enloquecido cada vez que la recordaba. Sobre todo porque al no sentir culpa no había precio a pagar. A la vez se encontraba extraño, perturbado, enfermo. Sabía por un amigo, que hizo la conscripción en la Escuela Superior de Guerra, que a los caballos se les debe dar primero el agua y luego el forraje, si no se enferman. "Se afrechan", decían. Recordaba la satisfacción de su amigo cuando un sargento odiado había cometido este error y debió pasear a una yegua por el picadero, durante toda una tarde, para evitar que muriera. Su próxima visita fue un obeso taxista. En esa semana subió a más de cincuenta taxis. Siempre a la pesca de alguna presa. Disfrutaba por anticipado de lo insólitas que resultarían sus intenciones para el otro. Le encantaba tener un deseo tan raro y secreto. La cara de asombro de la víctima le parecía esencial. Eligió un hombre gordo y maduro ("maduro para comérselo", se decía Wally divertido). Eran los que más le atraían –“también los más incautos: creen que ya lo han visto todo”-, fue fácil inducirlo a hablar de comidas, el físico de ambos los motivaba. Minutos antes de concertar la invitación, charlaban sobre fiambres. Estaban de acuerdo en que ahora, los jamones eran una pasta sintética inyectada de grasa o plástico, no muy diferente del relleno de las salchichas. Dado vuelta hacia atrás, apoyado en el respaldo de su asiento, el taxista miraba con ojos agradecidos a este señor que tomaba en consideración sus opiniones. Como sucede con los gordos, a Wally le costaba adivinar su edad. Wally lo invitó a cenar a su casa. Le dio a escoger entre el boeuf bourguignon y el ciervo "a la normanda"; el hombre se decidió por este último. La descripción de la carne morena,

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ahumada, acompañada de salsa de grosellas, arándanos y peras le provocó una enorme curiosidad. Lo detenía -aunque no mucho- la sospecha de una intención homosexual de su anfitrión. Pero el halago insólito de ser convidado con un plato exótico en una casa señorial lo deslumbraba. Wally sabía que por la cabeza de todo el mundo circula permanentemente una red de pensamientos idiotas. Movidos por el placer y la ambición más que por la lógica, y cuyo argumento esencial es una trama de fantasías de grandeza. La fortuna ejerce una fascinación irresistible, era difícil equivocarse. Su víctima no le quiso cobrar el viaje. Cuando bajaron del auto, a Wally le desagradó notar que la excitación de la conquista lo estaba haciendo salivar como un perro. Ya en el comedor de la casa "chica", al taxista le causaron gracia los sillones de peluquería. Sonrió para sí, "las pavadas de los ricos", se dijo. Primero hicieron algunos brindis mientras el ciervo se cocinaba. Wally había envenenado la bebida de su convidado con un barbitúrico de acción ultracorta. Al rato el hombre se durmió. El gordo, con la actitud meticulosa de un peluquero dispuesto a hacer fomentos con toallas calientes, tomó la cabeza del taxista con ambas manos y la echó hacia atrás, ubicó la boca de su víctima apuntando al cielo, separó los dientes con los dedos e introdujo entre ellos un embudo metálico de los que usaban antiguamente los lecheros. Había estudiado el tema y se percató de la necesidad de acodarlo en forma tal que llegara hasta la faringe, para evitar que el material cayera en los pulmones. Cuando le colocó el embudo, el hombre tuvo leves reflejos de vómito -muy leves porque estaba saturado de droga-. Wally virtió un chorro de vaselina líquida dentro del embudo para lubricarlo y luego una olla llena de granos de cebada, trigo sarraceno, avena y centeno. El grano estaba tostado y partido (de esta forma absorbería mejor el agua). A medida que lo

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dejaba caer, del cereal se elevaba una nube de fino polvillo mezclado con restos de fibras de salvado y delicadas cáscaras secas. A pesar de eso el hombre no tosía porque no pasaban a su vía respiratoria. Luego Wallt echó medio kilo de sal gruesa, más vaselina y agua hasta que todo bajó por el embudo hacia el estómago. Wally terminó de calentar el ciervo y lo sirvió para ambos. Los platos eran blancos, de porcelana china con transparencias vítreas de granos de arroz. Como sucede con los manjares de alta cocina, las rodajas de ciervo y las peras parecían muy chicas sobre el plato. Wally comenzó a comer, expectante. Actuaba para sí la comedia de haber invitado a un comensal maleducado que se ha dormido en medio de la cena; despechado, decidía comer para consolarse. Observó a su visitante, su cabeza le suscitaba un sentimiento de desprecio, estaba cubierta de canas tan amarillentas que causaba la impresión de ser rubio. El mismo aspecto presentaba su bigote nicotinizado. Wally pensó, risueño, que la fealdad justificaba el asesinato. Esperaba impaciente a que el hombre se despabilara, sólo sentía una enorme y gozosa excitación, un estado parecido al de jugar a las escondidas y estar ansioso por ser descubierto.

Al rato, el hombre despertó por el dolor. Estaba confuso, aturdido. Miró a su anfitrión con gestos de disculpa pero, luego, al darse cuenta de que algo andaba mal en su interior, su cara mudó en una mueca de miedo. No comprendía su estado, sentía una sed terrible. La sal lo quemaba por dentro. Comenzó a tomar vaso tras vaso de una jarra que había sobre la mesa. Entre tanto, el gordo lo contemplaba con su mejor cara de asombro. El taxista se incorporó y, entre lamentos, con paso vacilante, fue a la cocina a buscar más agua. Hasta allí lo siguió Wally, con aire solícito, como preocupado por su huésped. Después de tomar durante un largo

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rato del pico de la canilla, el hombre trastabilló y cayó sobre el piso de mármol negro. Trató de levantarse apoyándose sobre sus manos y rodillas. Lloraba, se quejaba, le imploraba a Wally con voz débil que llamara a un médico o una ambulancia. Intentaba liberar su vientre de las ropas, se arrancaba la camisa, no cabía dentro de los botones. Al fin apareció la panza, reluciente de sudor frío. Era la señal esperada, el gordo comenzó a masturbarse mientras, a la vez, le mostraba triunfante su pene al taxista. Este, aturdido, al fin se pudo poner de pie. Con tropezones de ciego vagó por el cuarto. Pretendió agarrarse de las ropas del gordo, lo miraba con los ojos hinchados y la cara abotagada. Quería vomitar, procuraba meterse los dedos en la garganta pero Wally se lo impedía. Lo empujaba, lo manoseaba, gemía de placer. La víctima ya comprendía por completo de qué se trataba, esto enardecía aún más al gordo. La cara del hombre fue adquiriendo un color morado, casi negruzco. Se desplomó en el suelo, de costado, entre pataleos convulsivos y después se quedó quieto. Luego de la escena, el asesino permaneció inclinado con las manos apoyadas sobre la mesada de granito rosa de la cocina. Se recuperaba de su orgasmo. Agarró su diario y empezó a consignar su experiencia con velocidad febril. Daba por sentado que el taxista había muerto; sin embargo éste se incorporó a sus espaldas y lo aferró por el cuello. Wally, con los reflejos propios de quien permanece indiferente frente al peligro, se dio vuelta, lo tiró al suelo y le clavó la lapicera en la tráquea. Se escuchó un silbido, como el de una fuga de aire, y el hombre terminó de morir entre jadeos. El paso siguiente le resultaba desagradable, mentalmente Wally lo llamaba "limpiar la cocina". Como pudo, metió el cuerpo en el horno de ladrillos refractarios y cerró la puerta. Se deshizo del taxi; lo abandonó en un barrio lejano. Al regresar prendió el horno. Mientras cremaba el cadáver, desde la calle vigiló el humo del muerto. Lo alarmó lo espeso que era,

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debía cuidarse. Como recuerdo -o acaso por algún impulso atávico-, al día siguiente Wally rescató los dientes ennegrecidos del piso del horno -algunos todavía estaban unidos al maxilar inferior-, los guardó en una bolsita de cuero y ésta en el lugar más recóndito de su biblioteca culinaria.

Wally no contaba con que la culpa le impediría dormir. Mientras vivió la escena, la excitación sexual no dejó sitio para el remordimiento; lo que pasaba era irreal, pero ahora, en frío, advertía lo monstruoso del acto. Todo el tiempo lo asaltaba la imagen del taxista con la cara congestionada y llorosa, sus gestos de desesperación al darse cuenta de que lo estaban matando. Había supuesto que este crimen, igual que el primero, no le dejaría secuelas. Quizás resultaba diferente por haberlo premeditado, o porque el taxista le había caído bien. Tal vez era padre de familia y él lo había hecho desaparecer; sus hijos nunca sabrían qué le había ocurrido.

Durante un período lo torturó su conciencia, Wally era atacado por imágenes de la agonía de la víctima en sus sueños y en la vigilia. Una noche, en un arranque de rabia contra sí mismo, se clavó la lapicera asesina en el vientre. Esta quedó colgando de la pluma durante un instante y después, la grasa de su cuerpo, lentamente, la expulsó hacia afuera. A la mañana siguiente, mientras se duchaba, notó un punto azul en la zona del ombligo, se había hecho un tatuaje involuntario. Esa noche volvió a repetir su impulso de odio, se incrustó nuevamente la lapicera

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en el vientre y se produjo otro tatuaje. Sin embargo, esta segunda señal se debía más a la vanidad que al remordimiento. Equivalía a las marcas que adornan las cachas del revólver de los pistoleros de las películas de cowboys: una por cada muerto. Wally evaluó seriamente la posibilidad de entregarse a la policía, pero no estaba seguro de que la condena lo salvaría del cargo de conciencia. Perdió mucho peso, casi cincuenta kilos. Con el curso de los meses se fue aplacando, se acostumbró a la idea de que era un asesino. Justificaba sus homicidios diciéndose: "por algo lo habré hecho". En esta frase incluía todos los sufrimientos que su cuerpo y la gente le habían ocasionado y también la casualidad atroz que lo hizo toparse con el mendigo que le proporcionó su primer goce genital. Era tan comprensivo consigo mismo, que todo lo obrado comenzó a parecerle lógico y esperable. Al entender sus móviles, los crímenes se convertían en la consecuencia natural de una cadena de acontecimientos previos. No tenía la culpa por su destino. En verdad se compadecía a sí mismo por tener que soportarse.

Pasados ocho meses, el sexo lo torturaba con fruición. Antes, cuando Wally no conocía otro placer fuera de la comida, su vida era melancólica; ahora, la tentación de tener un nuevo orgasmo lo volvía loco. Su pene no se conformaba con los recuerdos de los asesinatos -no llegaban a estimularlo lo suficiente-; como un dios antiguo, le exigía sacrificios humanos: quería carne fresca. En el sentido vulgar (de sustancia sexual acumulada hasta el límite de lo tóxico, como si se tratara de un veneno no descargado), el eterno enfermo de "afrecho" era él mismo. Vivía en el estado rijoso de los adolescentes y como uno de ellos decidió que una prostituta tenía que

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aliviarlo, al fin y al cabo para eso estaban. Wally intentaba justificar el asesinato aduciendo el caracter delictivo y riesgoso de esa profesión. También se convencía prometiéndose que ésta sería la última vez: iba a filmar el encuentro; de esta manera contaría con imágenes para usarlas más adelante. Instaló un verdadero estudio de televisión en su comedor. Equipado con tres cámaras, micrófonos, reflectores y otros aditamentos. Más tarde, después de los crímenes siguientes, Wally se pasaba los días en tareas de montaje. Verse a sí mismo le resultaba excitante. En las películas descubrió que gritaba durante el acto, hasta ese momento no se había dado cuenta. De todos modos los videos vistos demasiadas veces lo aburrieron, nunca podrían sustituir a la escena real. Por ello, a pesar de sus buenas intenciones, Wally siguió matando. Después de la primera prostituta cazó a otras dos, ¡era tan sencillo! Sólo tenía que prometerles un pago y llevarlas a su casa de noche. Las prefería gordas y pobres, caían en sus manos aquellas que estaban a un paso de la mendicidad. Wally calculaba que nadie se ocuparía en averiguar qué les había sucedido. Las invitaba a cenar, narcotizaba la bebida, les colocaba el embudo y se sentaba a esperar hirviendo de agitación. No quería tipificar su perfil delictivo, establecer un modus operandi, eso le facilitaría las cosas a la policía. Por ello alternó sus capturas de prostitutas con las de homosexuales. Tal vez en esta modificación intervenía aquello de que la variedad hace al gusto, porque sin duda el núcleo del cruel padecimiento de Wally era el aburrimiento. También en este caso prefería a aquellos que cobran por sus servicios. Los acechaba en la calle con un urgente juego de miradas. No iba a los bares que ellos frecuentan ni a otros lugares donde luego pudieran identificarlo. "Al final todos pasan por el embudo", decía con

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una sonrisa entre amarga y vanidosa. De esta forma, con ínfimas variantes, Wally continuó con los asesinatos. A lo largo de los años lo fue invadiendo un cinismo triste, no podía evitar la compulsión de matar, sufría por ser tan monstruoso. Experimentaba una permanente sensación de extrañeza por el giro insólito que había tomado su vida. Si tiempo atrás alguien le hubiera dicho que se convertiría en asesino, Wally ni siquiera se habría ofendido, le hubiera resultado tan gracioso como que le auguraran un futuro promisorio en el alpinismo o el ballet clásico. Durante una época la culpa y el exhibicionismo lo llevaron a dejar evidencias. Cargaba los cuerpos en el baúl del auto y los abandonaba en terrenos baldíos o en zanjones a los costados del camino. Enseguida los diarios comenzaron a hablar de las muertes por "afrechamiento". Los llamaban "crímenes agrarios" porque encontraban los cadáveres llenos de cereal, con gran congestión de las vísceras y un descomunal agujero en medio de la frente. (Dado que sus muertos a veces tardaban en morir, para evitar sorpresas, Wally les disparaba un tiro de gracia. Había conseguido un arma muy curiosa. Un enorme pistolón a resorte, de los usados por los matarifes en Gran Bretaña. Disparaba un proyectil cónico de unos quince centímetros de largo. Lo apoyaba en la frente la víctima y causaba un agujero similar al que hubiera dejado un golpe dado con un pico). Luego Wally notó que le desagradaba la sangre, manchaba todo. Reemplazó este método por una inyección endovenosa de un anestésico potente y un rápido traslado al interior del horno, donde el gas terminaba de matarlos. En ocasiones, Wally dejó caer por el embudo algunos dientes carbonizados de sus víctimas anteriores, una pista para la policía. De esta manera establecía que los homicidios formaban una serie, otra de sus marcas de asesino. Creía que se arriesgaba para mitigar sus culpas. No le agradaba pensar que se trataba de un gesto de pura arrogancia. Lo consideraba equivalente a

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las concesiones que hacen los grandes deportistas, una especie de hándicap. Después también se cansó de esto y volvió a incinerar los cadáveres. "Si no hay cuerpo del delito no hay delito", decía para tranquilizarse. Por supuesto, Wally mejoró su técnica. Cada tanto acechaba a algún mendigo o mendiga. Sabía cambiar la carnada sondeando con habilidad los intereses de la presa. A él mismo ya no lo seducían las comidas extravagantes, a veces intuía que lo mejor era ofrecer un simple asado; otras, prometía dinero. En una oportunidad consiguió cautivar a un joven oficinista. El muchacho usaba una corbata de seda con dibujos búlgaros. Antes de empezar a comer, por hábito se echó la corbata sobre el hombro como una bufanda -no se la quería manchar-, no utilizó la inmaculada servilleta de batista puesta sobre la mesa. Comía como si estuviera sentado en su escritorio. El tratamiento siempre era el mismo, una y otra vez seguía idéntico procedimiento. Resultaba evidente que la diferencia entre hombres y mujeres no influía en sus gustos. Wally comprendió que la sexualidad es la más monótona y repetitiva de las acciones humanas.

Confió, en algún momento, en que los asesinatos serían una forma aberrante de curación de su impotencia. Imaginaba que luego de algunos orgasmos su sexo se pondría en marcha, como un motor que necesita ser cebado para arrancar. Sin embargo, aunque varió sus intereses, perdió mucho peso y prácticamente dejaron de atraerle sus actividades de gourmet, nunca tuvo erecciones espontáneas.

Tres años y dieciséis cadáveres después ya no era el gordo tímido y melancólico de toda la vida. Se había convertido en un cazador que aterrorizaba a sus presas. Había bajado ochenta o

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noventa kilos, la piel le colgaba floja como las sábanas a un fantasma viejo. Era un hombre flaco, atormentado por su horroroso vicio. Pasaba las tardes mirando sus videos, mientras jugueteaba nervioso con los dientes quemados, recorriéndolos con los dedos como si rezara un rosario. No tenía calma, pero tampoco se entregaba a la policía. Suponía que la cárcel le haría perder mucha intensidad -gozosa y sufriente- a su vida. Dado que no deseaba ser castigado por otros, había diseñado su propio infierno nocturno. Dormía sobre la mesa del comedor rojo, rodeado por los dientes de sus víctimas. Sobre la dura madera tenía con frecuencia sueños horribles en los cuales lo devoraban las bocas de los muertos. "Es la mordedura del remordimiento", decía para sí con gesto melodramático. Pero en verdad, los años y la repetición de los asesinatos habían embotado su sentimiento de culpa. Wally se daba cuenta de que dormir sobre la mesa y gimotear de dolor toda la noche era una pantomima, una parodia autocompasiva y placentera; sentirse atormentado aumentaba su goce. En realidad no sufría por sus víctimas, estaba inmunizado contra el dolor ajeno. Le encantaba ser verdaderamente poderoso. (¿Quién puede enfrentarse con un auténtico asesino?) Supo que toda su vida había querido ser malo.

A la gente le gusta creer que los asesinos son muy distintos de las personas comunes. También, que se entregan como corderos arrepentidos en actos de autoinmolación. Esto tranquiliza ciertos temores. En la mayoría de los casos no es así, no suelen invertir la polaridad de asesino a asesinado. Wally todavía lucha con todas sus fuerzas para no ser descubierto. Por las noches se duerme llorando, pero aún invita gente a comer a su casa.

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La enfermedad china

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Everything is gonna be all right, ésa era nuestra canción preferida cuando fuimos al congreso de Bruselas en octubre del ´86 con las chicas de COYOTE. Era nuestro lema. Teníamos mucha confianza, estábamos pensando bien. (COYOTE es la sigla de Cast off your Old and Tired Ethics, cuya traducción aproximada es: despréndete de tu vieja y gastada ética). Fuimos a hablar de la legalización de la prostitución. Otras iban para luchar contra la pornografía, eran del grupo gay. Nosotras no teníamos nada en contra de los videos "porno" -excepto las que afirmaban que nos quitaban clientes-. Al contrario, la mayoría aspiraba a ser "porno-star" para no seguir viviendo como vivíamos, de manera tan peligrosa y cansadora, con tanto desgaste para el cuerpo. En nuestra delegación todas éramos fanáticas del artículo de Joan Nesle My mother liked to fuck ("A mi madre le gustaba coger"), texto donde se cuentan las penas, alegrías y peligros a los que se expone una mujer proletaria -la madre de la autora- que no desea renunciar al placer del sexo aunque eso la pone en serios aprietos. En el avión conocí a Nancy. Por ese tiempo yo pasaba por un período -por suerte breve- de

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cierto rechazo por los hombres. En el último año había trabajado demasiado, me producían alergia. Intimaba con ella. Dormía feliz con mi cabeza apoyada sobre sus pechos tibios y enormes. (Nancy nunca llegó a usar el corpiño colegial. Pasó directamente a uno especial -de poplín reforzado con ballenas-, más apropiado para distribuir el crecimiento descontrolado de sus senos que se desparramaban hacia todas partes.) Era de Kansas. Siempre estaba de muy buen humor. Durante el congreso llevaba encima un ejemplar de la revista Time donde se burlaban de la prohibición de los vibradores, las vaginas artificiales y los demás cachivaches usados para la "estimulación de los órganos genitales humanos". Reíamos como locas cuando nos mostraba el artículo. Ella estaba muy ansiosa por conocer a Peter, un taxi-boy blanco como leche, andrógino y juvenil. Parecía de veinte y decían que ya había cumplido los treinta y tres. No era de los que tienen problemas con la erección, -pesadilla de los muchachos del oficio-. No, su pájaro enseguida alzaba la cabeza, bastaba con llamarlo. Cuando actuaba; no lo inhibían los equipos de filmación aunque, a veces, sumaban más de veinte entre artistas y técnicos. Se erguía cada vez que lo necesitaban, Peter se excitaba con cualquier cosa -yo creo que se calentaba viendo cómo se calentaba, así sucede con la mayoría-. Ese era el hombre que Nancy quería conocer. Bob, su amigo, había viajado con él, hacían una recorrida turística. No estaban invitados al congreso pero, apenas se enteraron, les despertó curiosidad. Nosotras nos alojábamos con otras dos chicas en una pequeña pensión en la zona tradicional de Bruselas, cerca del Ayuntamiento. No fuimos, como la mayoría de la delegación, al Hilton. Decíamos que no tenía gracia ir a conocer la Vieja Europa y hospedarse en un Gran Hotel Americano. En realidad a Nancy, a mí y a varias más nos daba vergüenza estar en medio de una delegación de mujeres explícitamente identificadas como putas. Puede

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parecer raro, ya que en nuestra profesión no solemos ocultarnos, pero aquí nadie nos conocía, podíamos ser como cualquier chica corriente y descansar un poco. Según Peter, Bob tenía veintitrés años y era un superdotado en todos los sentidos. Su musculatura exhibía un nivel de definición y tonicidad digno de un candidato al Olimpia Senior. Su miembro medía diez pulgadas -reales-, y era casi del ancho de mi cuello. (Tiempo después, Bob se burlaba de mí. Aseguraba que por mi cabeza no circulaba más sangre que por la cabeza de su pene.) Nadie podía decir de él: "mucha dinamita para tan poca mecha", como una oye de los muchachos que se dedican al fisicoculturismo y usan esos slips sintéticos, como bombachitas de seda, donde sus órganos parecen diminutos comparados con lo grueso del cuerpo. Conocí a Bob en el lobby del Hilton, él pasaba con violencia las páginas de un diario en francés. Era obvio que hacía ruido para llamar la atención, lo hojeaba tan rápido que no podía ver ni las fotos. Alto y hermoso, echaba vigilantes vistazos a su alrededor para averiguar si lo estaban admirando. Peter y Nancy, abrazados y sonrientes, me codeaban. Con Bob comprendí en forma cabal lo que significa el amor a primera vista. Apenas lo descubrí suspiré de deseo y pensé "¡Bueno...!, quiero a ese muchacho ¡ya! en mi cama". Y enfilé directo hacia él, -de una manera, tal vez, un tanto masculina-. De repente se me había pasado todo el malestar y el rechazo que sentía hacia los hombres. Volví a ser la chica animosa de siempre. Entablamos conversación de inmediato; Bob se reía todo el tiempo con los ojos, al punto de que una no sabía si se estaba burlando o qué. Era de las poquísimas personas que son más lindas cuando no se ríen; como Robert de Niro, se le achicaban demasiado los ojos, parecía chino. Entramos a un cuarto y, mientras hablábamos de los belgas o de cualquier otra tontera, sin

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más aviso, le puse una mano sobre el pene. Bob abrió la boca -o fue su mandíbula que cayó al piso- fingiendo una sorpresa que no podía estar sintiendo, pero su miembro, mucho más sincero que él, de inmediato se puso duro. Cuando se lo comenté más tarde, me respondió con tono neutro: "Slim es muy inteligente, a veces más que yo". Lo llamaba Slim, me explicó que ese nombre le recordaba a un simpático cowboy de Texas. "Saluda también a Slim", se hizo la costumbre de pedirme cada vez que entraba a la habitación. Yo se lo sacudía como si le diese la mano. Bob aseguraba que su pene gozaba de discernimiento propio. "Uno está dormido y él puede entrar en erección, ciertas chicas le gustan y otras no, tiene memoria, se le puede enseñar a funcionar más rápido o más lento, a cambiar de ritmo,... es muy temperamental." El resto de las noches dormí con Bob -y con Slim-. Peter se iba a otro cuarto y nos dejaba el lugar libre. Fue estupendo porque además yo estaba en una época en la que no trabajaba. No es fácil "limpiar los órganos", que es como llamo a que mi sexo vuelva a estar a mi disposición y pueda gozar de nuevo. Mi médico dice que yo me anestesio mucho, pero ocurre que de todos modos, una no se olvida de las escenas sexuales actuadas mil veces. Las caras y los gritos de los clientes nos asaltan en la mitad del polvo y confunden y arruinan todo. Cuando tomo vacaciones y no estoy de fajina durante un tiempo, lentamente me recupero. Si menstrúo es mejor, siento que se me limpia más rápido. Pero en realidad casi nunca me viene la menstruación; con la píldora mi ciclo prácticamente ha desaparecido. (No conozco hombre a quien le guste encamarse con nosotras cuando estamos con el período. La regla significa lucro cesante. Por eso, en aquella época, también las tomaba para aumentar mi plazo de disponibilidad sexual y, después de casarme con Bob, para hacer que mi menstruación coincidiera con los tiempos en los que no estaba filmando.) Creo que soy muy sana, luego de

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descansar un tiempo vuelve a normalizarse. Hasta ahora fue así. Bob poseía un miembro asombroso (Slim era asombroso). Lo afirmo con cierta autoridad ya que conocí cantidad de ellos -al punto que, con sólo mirarle las manos a un tipo, por el ancho y largo de sus dedos, sé cuáles son sus medidas-. El suyo era desmesurado, como meterse adentro un poste o una maceta. En una temporada en Las Vegas. Bob ejecutaba un número de chuparse a sí mismo con eyaculación incluida. Le causaba mucha gracia; "en más de un sentido `Dios da pan a quien no tiene dientes'", comentaba, "no te imaginás cómo le gusta a Slim". Estaba muy orgulloso. Bob me explicaba que, según el Informe Kinsey, solamente tres de los miles de encuestados podían chuparse a sí mismos, y todos en complicadas posiciones: acostados de espaldas, con las piernas sobre la cabeza, usando una pared como soporte tras ellos, con la columna vertebral tan retorcida que la incomodidad les impedía disfrutar de su orgasmo. A Bob le gustaba eyacular en su propia boca. No me cansaba de admirarlo. Tampoco yo estoy tan mal. Tres horas de gimnasio por día, excepto los domingos, mantienen todo en su lugar. Las líneas de mis músculos me gustan ligeramente marcadas, apenas definidas, sobre todo en los muslos y nalgas. Ahora soy delgada, pero sé que no me sienta estar demasiado flaca, me queda la cara como de pescado. Paseamos por Europa cerca de dos meses, yo no me tomaba vacaciones desde hacía tres años. Llegué a estar verdaderamente distendida; fue nuestra mejor época. Sin embargo, ya en ese tiempo Bob comenzaba a preocuparse por su salud. Antes de dormir me hablaba del sida. Un amigo suyo se había contagiado, no sabían de quién. Era gay y también trabajaba en la Industria, llevaba una vida bastante promiscua. Agonizaba con un sarcoma de Kaposi en una clínica en Berkeley. Los actores tenían la obligación de hacerse controles mensuales de seropositividad. Las productoras, por una cuestión de mostrar el máximo realismo, exigían

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que la eyaculación ocurriera ante las cámaras. Por eso, a pesar de todo, en las películas todavía no se acostumbraba a usar preservativos. Bob se jactaba, decía que de todas maneras en su caso no le hubieran servido: no los había de la medida de Slim.

El temor al sida influyó en su decisión de tomarse una larga temporada de vacaciones en Europa. De ahí volvimos a Los Angeles, que estaba tan sucia y soleada como siempre. A los diez días nos casamos en Reno. Bob lo quiso así y yo acepté.

Nuestras infancias no habían sido precisamente un modelo de amor familiar. Hacía cuatro años yo me había marchado a la costa Oeste desde Fort Lauderdale, Florida. Estaba harta de mi papá y sus perros. Eran galgos de carrera, tres en el momento en que me mandé a mudar: Little John, Cash y Snowball. Perros que ya no servían para perseguir a la liebre mecánica en el Canódromo, porque se les había apagado la velocidad, y con los cuales mi papá se había encariñado de tanto verlos correr -y de tanto perder nuestro dinero apostándoles. Mamá se había ido hacia rato. Mis últimos recuerdos de ella son de los once años. Trabajaba en el mostrador de seguros en el Aeropuerto, vendía seguros de vuelo a los que iban a embarcarse. Se quejaba sin parar de los cubanos; siempre estaba borracha. Yo me pasaba el día en casa, con los perros, comiendo manteca de maní, hamburguesas con papas fritas y otros supercongelados que sacaba del freezer. A los diecisiete ya no iba al colegio y no tenía ganas de aprender a escribir a máquina, ni computación, ni ninguna de esas cosas de administración y contabilidad indispensables para que una chica consiga un trabajo decente. Así que, cuando me harté de que mi papá también perdiera al póker, y arrancara los teléfonos de la pared en ataques de furia, y de que nuestra poca plata se gastara en alimento

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para los perros, y de que él les hablara -conmovido- de las grandes carreras que pudieron haber ganado e, incluso, de las que habían ganado pero hacía ya mucho tiempo. Cuando me harté de todo, empecé a salir con un muchacho y con otro y otro, y en los hoteles miraba videos porno y el resto del día estaba en el gimnasio de Michael. De ser una gordita "manteca de maní" pasé a convertirme en una diosa flaca y musculosa. Michael me conseguía clientes por una comisión, pero me daba cuenta de que lo mejor era hacer películas. Soñaba día y noche con filmar. Mis actrices favoritas eran las hermanitas Susan y Vivian Jones, Cinderella Byron y sin duda la magnífica, la más grande: Victoria “Sleeping Beauty” Morrison -ahora un poco madura-, que se había hecho famosa por escenas en las que la poseían, dormida como una muñeca, entre varios hombres. Siempre trabajaba para el gran John “Bigstick” Williams, el más taquillero de los videastas de la costa Oeste. Y de tanto ver películas decidí viajar a conocer ese ambiente. Pero no pude entrar a los estudios hasta que me casé con Bob.

A él no le había ido mejor con su familia. Me contaba que cuando tenía cinco años, su madre se hacía la muerta, a él lo aterraba no poder despertarla. También jugaban a "La mano muerta", que consistía en acostarse juntos en la cama y que su madre, con los ojos cerrados, dejara caer su mano, al azar, sobre cualquier parte del cuerpo de Bob. A veces le aplastaba los testículos, en general terminaba masturbándolo. A los dieciocho él quería adelgazar, le recortaba la grasa al jamón. Su madre, a propósito, le hacía sándwiches con esa grasa. Decía que le daba pena tirarla. La única vez que visitamos a sus padres y hermanos en Wichita Falls, su madre me sorprendió. Era petisa, gorda, desinhibida y con una voz gruesa y rasposa. Tuve miedo de ella;

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me fui con la extraña sensación de que en esa casa todos eran hombres. Bob me contó, muy avergonzado, que en la adolescencia había sufrido convulsiones epilépticas. Perdía el control sobre sí mismo, se orinaba encima, era terrible. "Los chicos son los que están más solos", me decía. "No se pueden comunicar". Nunca supe con exactitud a qué se refería, incluso llegué a pensar que le habían hecho algo más que no me quería contar; una violación o algún tipo de ataque sexual. Su primera experiencia con la pornografía le resultó rara. Sus compañeros de tercero de la preparatoria hacían circular, entre risitas, un libro de tapas forradas. La profesora se los quitó de las manos, se paró en el pasillo en medio de las filas de pupitres y lo encendió con un fósforo. Sorpresivamente el libro ardió con una gran llamarada, chisporroteaba como si estuviera impregnado de pólvora. Seguramente porque se trataba de un libro pornográfico.

Después de casados nos instalamos en Santa Mónica, en una casa de los suburbios, y comenzamos a pagar las cuotas de la hipoteca y de los dos autos. Entré a la Industria a través de mi esposo. Siempre hice papeles chicos, me resultaba difícil actuar. No porque tuviera vergüenza, en realidad las que más me costaban eran las escenas no sexuales. Aquellas en las que tenía que lucir natural, cotidiana, decir algo de texto. Además, yo no era un fenómeno en ningún sentido, no gozaba de ninguna cualidad sobresaliente. Y casi todos los que trabajan en la Industria -porno o no porno- las tienen. Algunos, como Bob o Nancy, poseen enormes órganos; otros, un prodigioso desarrollo muscular, algunos -hombres o mujeres- son increíblemente hermosos y apuestos, otros -esos también son un fenómeno- son maravillosos actores. Al final una se da cuenta de que todos son extraordinarios en algo. Yo no contaba con ningún atributo, nunca me destaqué, ni llegué

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a interpretar papeles protagónicos. No obstante vivíamos bien; Bob ganaba mucho y yo aportaba lo mío. No necesitábamos atender clientes, que es lo más desagradable. (Siempre es mejor trabajar con gente de la profesión, es menos salvaje y peligroso. Las relaciones sexuales que se muestran al público ocurren entre compañeros de oficio, todos obedecen las órdenes del director. En el caso del encuentro con un cliente el vínculo es desparejo: ellos pagan y exigen.) No toda la gente de la Industria me gustaba, pero estábamos en el mismo oficio. No había lugar para el desprecio. Es cierto que existían jerarquías pero, en un sentido, nos encontrábamos en el mismo plano.

Bob estaba orgulloso de la versatilidad actoral de Slim. Lo llamaba "Slim, el mentiroso". Era un artista en fingir el orgasmo. Había adquirido esta habilidad en su larga etapa de taxiboy, cuando se acostaba con siete u ocho homosexuales por día. Era materialmente imposible eyacular cada vez. "Slim retenía el semen y yo gritaba como un cerdo en el matadero, Slim es un gran comediante. Después lo retiraba, él lentamente perdía parte de la erección y quedaba listo para el siguiente." Me hice vegetariana para acompañarlo, a él le asqueaba lo animal, "son todos cadáveres". Decía que un ambiente ideal para una porno es la carnicería, "el amante carnicero te dice la verdad de lo que sos: carne". Hacíamos una dieta ovo-lácteo-vegetariana. Paseábamos en moto. Después de estar todo el día en el cuarto, tocando la guitarra, él salía ahumado por el incienso. En la moto yo iba abrazada a su cintura; su pelo flameaba al viento, me hacía cosquillas en la nariz y me impregnaba de olor a incienso. No nos resultaba fácil aceptar nuestro trabajo. Sabíamos que por el momento no podíamos hacer otra cosa. Ahorrábamos para el futuro, como tantos otros que dependen del rendimiento

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de sus cuerpos -en esto no éramos diferentes de cualquier deportista-. Estábamos hartos de las resbalosas sábanas de satén color crema, de los guantes de seda negra largos hasta más allá del codo, de abrir y cerrar braguetas, de engrasar órganos, de las uñas postizas esmaltadas de rojo sangre, de los infinitos consoladores y, sobre todo, de los machacantes y repetidos gritos de "Honey, I'm coming, I'm coming, Honey" en voces de hombres y mujeres, acompañados de las muecas correspondientes. Bob les ponía nombre a nuestros trabajos actorales: éste se llamaba cinco mil dólares, aquél tres cuotas de la hipoteca, el otro medio auto. Odiábamos algunas escenas, particularmente aquellas en las que pervertían animales. (Nos gustaban los animales.) Recuerdo en especial los ejercicios de un cerdito con el pene como un tirabuzón y otra donde un delfín se masturbaba con el chorro de agua de su acuario. Evitábamos ir a nuestras mutuas filmaciones, aunque a veces nos tocaba trabajar juntos y no podíamos negarnos. No me gustaba ver a mi pobre Bob atado sobre una mesa de torturas; o colgado del techo de una mazmorra medieval, con péndulos de plástico suspendidos de su pene, ("el bueno de Slim cargado de cadenas", bromeaba Bob), mientras varias mujeres lo acariciaban, chupaban y mordían. O que señoras vestidas de cuero negro, con el pelo peinado con gel, lo flagelaran con látigos de utilería. Siempre lo contrataban para videos dirigidos a un público de lesbianas sadomasoquistas, entre ellas era una verdadera estrella. Encontraban en Bob una curiosa faceta femenina. A él, por su parte, lo entristecía verme como "tragasables". Al principio, para lograr un control sobre mis náuseas, tuve que entrenarme durante muchos días presionando la base de mi lengua con los dedos. Eso reducía en parte el reflejo del vómito. Con el tiempo me convertí en una experta. Me tomó varias semanas dominar la técnica hasta lograr aceptar un pene en lo

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profundo de mi garganta. Me acostaba con la cabeza colgando por debajo del borde de la cama y así lo tragaba. Si debían repetir las tomas varias veces terminaba con un fuerte mareo por estar con la cabeza por debajo del nivel de mi cuerpo. No conseguía hacerlo si estaba resfriada: me asfixiaba. Bob me suplicaba que nunca tragara el semen. Me llevaba al dentista muy seguido, tenía miedo de que la enfermedad entrara por una caries. Contaba de un amigo que se contagió a través de los ojos, lo habían salpicado con gotas de sangre de un sidoso. A mí el esperma me da asco. Algunas chicas recomiendan tragarlo de golpe, dicen que así casi no le sienten el gusto. Yo solía retenerlo cerrando la garganta y, cuando cortaban la escena, la dejaba caer de costado, por la comisura de mis labios, sobre un Kleenex o una toalla. Describen su sabor como algo amargo, pero para mí es como una mezcla de harina y sebo de vela con olor a lavandina. Cierta vez Bud Schultz, alias "el papero" -porque su familia tiene plantaciones de papas en Arkansas-, a quien también llamaban "La pistola más rápida del Oeste", se ofendió porque escupí y me limpié su semen en sus propios muslos. El hombre eyaculaba como un burro, lanzaba baldes de esperma. ¿Qué creía?, ¿que lo suyo era un don de los dioses? Sólo una vez vi sonreír a Bob durante una filmación. Me observaba en una toma en la cual yo montaba y espoleaba a Helga, una sueca acromegálica de casi dos metros de altura, con nalgas y pechos bamboleantes como globos llenos de agua. Le habían puesto una montura y riendas de seda negra atravesaban sus labios como una mordaza. A él le causaba gracia verme clavarle las espuelas de goma -pintadas imitación metal-, y gritarle insultos de apostador que ha perdido una carrera en el hipódromo. Por suerte todos éramos experimentados. Se consideraba una falta de profesionalismo que

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un actor se calentara de verdad. Esto perturbaba el trabajo de sus compañeros de escena. Es cierto que los hombres alcanzan un grado de excitación real, entran en erección; pero siempre hay un resquicio para el engaño, para la actuación. Se comprende que su deseo no es auténtico. El hecho de estar trabajando por dinero es de gran ayuda. A los que se descontrolaban y lo hacían en serio, se los despreciaba. Eran los babosos -los llamábamos hot-dogs-, no reservaban lo verdadero para sus momentos íntimos. El problema era que muchos no gozaban de momentos íntimos: estaban solos, esos eran los más peligrosos. Buscarles novios o amantes se convertía en una cuestión de salud mental para el resto del equipo. Después de alguna escena especialmente fuerte decíamos en forma casi ritual: no fue nada personal. Es un viejo chiste del gremio, pero nunca pierde vigencia.

Habíamos festejado nuestro tercer aniversario de casados y sin duda éramos una de las parejas más estables entre nuestros amigos, cuando le di a Bob la noticia de mi embarazo. Él estaba en el set, persiguiendo a Sally y a otras dos chicas que aparentaban tener doce pero, en verdad -por cuestiones legales-, ya habían cumplido los dieciocho. (Nunca supe dónde las encontraba Lucille, la persona encargada del casting y con quien todos tratábamos de congraciarnos.) Como decía, estaban esas chicas jugando badminton con sus polleritas de tenis y sin bombacha, con cintas en el pelo y chupetines de colores en las manos, correteando por un parque florido mientras Bob las acosaba desnudo. En un intermedio le anuncié que iba a ser padre. Mi marido era muy profesional, siguió filmando todo el día como si no le hubiera dicho nada y cuando nos encontramos en casa se derrumbó como un chico. Atravesamos varias etapas. Al principio me exigía que abortara; era un suplicio para Bob no saber quién era el padre, no había sido un hijo buscado. Casi nos separamos. Yo tenía la

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certeza femenina de que era de él, estaba segura. Con el tiempo lo convencí o dejó de importarle; se resignaba diciendo que de todas maneras lo iba a querer. Por unos días estuvo tranquilo, pero de inmediato lo acometió la vergüenza. Nunca vi a nadie sentirse más indigno. Decía que él no debía tener hijos, verían las películas y después no podría mirarlos a los ojos. Se deprimió tanto que llegó a meterse en cama varias semanas. Fuimos de vacaciones a México, nos hacía falta. Allí jugó con los niños alojados en el hotel, antes jamás le habían interesado. Después del almuerzo solía contarles cuentos provincianos del Medio Oeste, a un grupo de chicos que se rebelaban cuando sus padres los mandaban a dormir y solían vagar aburridos por el hotel a la hora de la siesta. Bob nadó, desempolvó sus habilidades deportivas, unos cuantos adolescentes admiraron su destreza para ejecutar saltos ornamentales. Y, sobre todo, nadie lo reconoció; ese era en el fondo su gran temor. Cuando regresamos todo parecía andar bien. Una vez se despertó a la madrugada y me dijo que quizás, dentro de unos años, las películas ya no le interesaran a nadie y podríamos comprar el lote completo por poco dinero y destruirlo. Para que se quedara tranquilo le dije que me parecía una buena idea. Pero él solo se dio cuenta de que se trataba de una de aquellas soluciones brillantes, concebidas durante el sueño y que, a la luz del día, se revelan como disparates. No sería posible juntarlas a todas, el material estaría disperso por el mundo. Yo había dejado de trabajar. Cierto día, cuando cursaba el quinto mes de embarazo -y la curva lisa de mi vientre era bien visible-, le alcancé un Martini en la ducha. Me asusté cuando advertí que se había afeitado el culo. Le pregunté si lo había hecho por alguna exigencia del guión, pero no quiso contestarme. Me pareció un detalle siniestro, Bob tenía mucho vello, sus nalgas afeitadas resaltaban de manera obscena.

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Por esa misma época empezó a no poder dormir. Alquilaba muy seguido videos de cualquier clase y se quedaba despierto hasta la mañana. Cuando yo abría los ojos me encontraba con la habitación bañada por la luz grisácea del televisor. Semanas más tarde me comentó que estaba preocupado por un hombre que veía en los videos. Esta persona parecía ajena a la escena que se proyectaba. A veces miraba directamente hacia la cámara, otras, pasaba por el fondo del decorado o entre los actores como si fuera invisible. Una vez se acercó a la pantalla y lo miró directo a los ojos. Tomó aire como para hablarle, Bob se asustó, pero después el hombre pareció arrepentirse y se retiró fuera de su visión. Siempre era el mismo tipo. "Es un alma desencarnada que vaga atrapada en las películas, un fantasma del video", decía Bob. "Debe ser alguno de nosotros muerto." Afirmaba que se lo topaba en distintos filmes que no tenían relación entre sí. Había intentado encontrar un común denominador, quizás habían sido producidos por la misma compañía, filmados en el mismo estudio o con los mismos técnicos. Comparaba los repartos de cada una y no hallaba similitudes. Le sugerí que consultáramos a un psiquiatra pero no me hizo caso. Yo no quería comentar lo que sucedía con nadie, temía que la productora no volviera a contratarlo si pensaban que estaba loco. Según el convenio con el sindicato de actores todos sus trabajos se consideraban free-lance. Yo tenía pocas amigas a quienes contarles y no fueron de gran ayuda. Me recomendaron que esperara, decían que estaba atravesando por una crisis, ya se le iba a pasar. Y así fue, se le pasó o -con lo que vino después- dejó de tener importancia. Una mañana durante el desayuno me dijo que se iba a buscar un trabajo decente, no podía destruir los videos pero no iba a continuar haciéndolos. Si se lo explicábamos con inteligencia, nuestro hijo lo entendería. Lo tomaría como una etapa de nuestras vidas que habíamos dejado

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atrás. Yo estuve de acuerdo, en realidad, me emocionaron tanto sus palabras que lloré toda la mañana. Sentí que Bob había madurado. Comenzó a trabajar en los gimnasios. Fue instructor de aparatos, dio clases de aerobics, se empleó como guardavidas en las playas de Santa Mónica. Ganaba el diez por ciento de lo que le pagaban por las películas.

Cuando estaba a un mes de la fecha del parto, una noche tuve ganas de tener relaciones con él, hacía mucho tiempo que no lo hacíamos. Lo destapé con delicadeza y le bajé los calzoncillos. Ni se movió, dormía profundamente, su nuevo trabajo en el gimnasio lo dejaba exhausto. Llevaba el pene atado al muslo con un grosero esparadrapo cubierto de tela adhesiva. Me quedé asombrada mirando aquello. Sin pensarlo intenté quitárselo. Al tirar, arranqué los pelos pegados a la tela adhesiva, se despertó sobresaltado por el dolor, me dio un empujón y se apartó, sentándose contra la cabecera de la cama. "Slim se quiere meter adentro", me dijo aterrado, mientras agarraba con desesperación su pene con la mano derecha como si se tratara de una serpiente venenosa, "por eso lo tengo amarrado". La mano le temblaba, la cabeza de su miembro había adquirido un color violáceo oscuro por la fuerza con que lo apretaba. "Te estás lastimando", le dije tomándolo por el brazo. Él me alejó nuevamente y me pidió cinta adhesiva. "Vos no entendés", me gritó mientras yo buscaba en el botiquín del baño, "cuando se meta en mi vientre me voy a morir". Recorrimos médicos, no aceptó ir a un psiquiatra, decía que le iban a dar sedantes y cuando estuviera descuidado, su pene se enterraría en su panza. Al fin dimos con un médico de Hong Kong que dijo saber lo que ocurría.

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Yo hubiera esperado encontrarlo en el barrio chino, pero su consultorio quedaba en el barrio chicano de Los Angeles, cerca del mercado de cítricos de la John Lennon Avenue. Me devolvió la confianza descubrir la sala de espera atestada, parecía un vagón de subte en la hora pico. Había gente de todos los colores y nacionalidades. Después de un largo rato, nos hizo pasar. Era un chino viejo, con unos bigotes largos y ralos. Tenía manos bondadosas, no hablaba en inglés. Nos habían contado que atendía en forma alternada: dos meses en Los Angeles y dos en Hong Kong. A su lado, otro chino -también viejo- oficiaba de intérprete. No había mucho que explicar. Bob se bajó los pantalones -por comodidad ya no usaba calzoncillos-; su pene estaba atado contra el muslo, sujeto por tres vueltas de tela adhesiva, sus colores iban desde el púrpura vinoso al del hígado crudo. "Lo llevo anclado", intentó bromear Bob, aunque transpiraba de angustia. El médico dijo algo que el intérprete tradujo como: "Temor de que se marchite...er... encoja..., se meta dentro de abdomen. Enfermedad de la tortuga, arruga cuello y... desaparece". Cuando pronunció estas palabras, Bob lloró de miedo; temblaba como afiebrado y apretaba su miembro contra el muslo. El médico dijo algo breve, su traductor exclamó con tono severo: "Mucha autocomplacencia... vicio de la mano... Símbolo Yin. Ahora tu... mucho femenino." El médico abrió un armario laqueado de negro y tomó una cajita de cartón, de ella sacó un raro instrumento y se lo extendió a Bob con una leve sonrisa de compasión. Su gesto expresaba piedad, daba a entender que estaba desahuciado. Le dio una larga explicación, mostrando con ademanes elocuentes como se usaba el aparato aquel. El intérprete dijo: "Liteng-hok... pone aquí adentro y ata... fuerte a la cintura...". El artefacto semejaba dos cucharas enfrentadas por su concavidad, allí se colocaba el glande y se las cerraba con una grampa. Ambas estaban unidas entre sí por el mango y éste, a su vez, a una cuerda que se ataba a la

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cintura. El pene sujeto por la cabeza y amarrado no podría escapar hacia el interior del cuerpo. El médico chino, a modo de despedida, dijo en inglés: "Muy bueno". Mientras nos acompañaba hasta la puerta, el intérprete comentó en tono confidencial pero con mucha mímica: "Paga doscientos dólares... Li-teng-hok muy bueno... de su abuelo... él también enfermedad de la tortuga". Tuve la impresión de que los chinos se aprovechaban de nosotros. Pero a Bob no le importó; se fue de allí desconsolado. Fabricó una copia del aparato adecuada a su tamaño y le envió de vuelta por correo el modelo original al médico.

Pocos días antes del parto desapareció y desde entonces no he vuelto a verlo, ni supe nada de él. Yo también necesité que me cuidaran; las chicas se turnaban en el hospital. Los primeros tiempos fueron muy duros, después me fui arreglando. Hacía pequeños papeles y, como con eso no nos alcanzaba para vivir, conseguí entrar en la oficina de casting. Al principio el sindicato de actores se opuso, me presionaron para que eligiera una cosa o la otra, pero los ablandé con mi historia. De Bob nunca recibí noticias, ni siquiera los chismes habituales del estilo de: lo encontré en un bar en New York, o actúa para tal director. A veces pienso que regresó con su madre; otras, que se casó con otra, con la condición de no tener hijos -no podría soportarlo-. Cuando estoy deprimida pienso que se suicidó. Bobby ya cumplió seis años, en este momento está comiendo cereal con leche, me pregunta si se puede sonar los mocos en la pileta de la cocina. Afuera, en el patio trasero, un gorrión picotea entre las baldosas andando a los saltitos. Pienso que algún día le mostraré a Bobby las películas de su padre. Para que lo conozca.

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Eugenia convertida en obra de arte

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Sin duda fue la bellísima Eugenia quien llevó al más alto grado de perfección el papel de objeto sexual. Pasó los primeros trece años de su existencia hamacándose en una mecedora y desde hace veinte acumula polvo dentro de un armario. Tercera y rezagada hija de una madre añosa (la tuvo a los cuarenta y tres), desde que fue dada a luz todo anduvo mal. Se habló de fiebres meníngeas que literalmente habrían quemado su cerebro. Otros opinaron que se trataba de una psicosis infantil de las más graves. Algunos autores clasifican los autismos precoces en dos variedades. El tipo "crustáceo" -de coraza rígida, hiperespasticidad y reflejos vivos- y el tipo "molusco": indefenso, laxo, de retracción muscular lenta y plasticidad de cera. Eugenia pertenecía a esta última categoría. Su madre murió de fiebre puerperal y la familia se disgregó. Para la época de su nacimiento

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los hermanos ya eran veinteañeros. Al poco tiempo la mayor se casó con un pintor y se radicó en Boston. Manuel, el segundo, se encargó de administrar la empresa consignataria de cereales y los campos que poseían en Junín. Además fundó su propia familia, casi no le quedaba tiempo para visitar a su hermanita enferma. Al padre le gustaba viajar, perderse en lugares desconocidos, ser inhallable. Engendraron a Eugenia durante su última aparición, ella fue el producto de un intento por restaurar la pareja. Recluyeron a la niña en un departamento enorme y antiguo en la calle Rodríguez Peña. Estaba decorado con falsas columnas dóricas, vigas de madera de cedro en el cielo raso y cenefas con volutas de yeso que algún arquitecto moderno, para darle un toque alegre, había mandado pintar de verde y rojo. Eusebio, un uruguayo de dientes prominentes y gordos labios dispuestos en una mueca permanente de besar o chupar mate, ejercía funciones de mayordomía. Era diestro plomero y electricista, jardinero de balcones, guardaespaldas, chofer y cadete para todo tipo de trámites. Dos mujeres completaban el personal: Ecilda y Zunilda, respectivamente la grande y la chica. La primera, con más de setenta años, ya había criado a dos generaciones de la familia y sólo se ocupaba de atender a Eugenia. Zunilda, la joven mucama, apenas daba abasto para limpiar el departamento, a pesar de que varias habitaciones estaban clausuradas. La niña era hermosa, rubia y tierna; mostraba un débil interés por la música y una ardiente pasión por la caña de azúcar. Ecilda le traía un atado cada vez que visitaba su Tucumán natal. Eugenia chupaba y mordía con frenesí las cañas dulces -era el único alimento al que le clavaba los dientes-; el jugo pegajoso mezclado con su propia saliva chorreaba por las comisuras de sus labios. Luego su haya, con la punta de un cuchillo, sacaba las fibras de caña que le habían quedado incrustadas entre los dientes.

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Eugenia no daba otros indicios de estar conectada; se ocultaba detrás de una masa de alucinaciones negativas que le borraban los objetos del mundo. Escondida en sus ojos vacíos, nadie supo que desde los tres años soñaba con grandes incendios. La preocupación de Ecilda era que tomara sus tres comidas diarias, hechas papilla en la licuadora y cambiarla cuando defecaba o se orinaba. Por las tardes, si el clima era agradable, Eusebio la llevaba a pasear en coche. Eugenia iba sentada en el asiento trasero, muda, con la vista fija en algún punto del tapizado, en un brillo sobre una manija niquelada o en la nuca reluciente de gomina de su chofer.

Cierto día, después de muchos años, el aburrimiento mecánico de estas tareas se alteró para siempre. Fue cuando su cuidador, al ayudarla a entrar al auto, olió por primera vez el sudor agrio de la niña que, alcanzada por el brote puberal, de repente desarrolló pechos y caderas de mujer. Eugenia, como siempre, permanecía ajena. Respiraba la brisa soleada de la tarde que entraba por la ventanilla. Eusebio estacionó el auto en una calle oscura, cubierta de árboles frondosos. Se quitó la gorra, giró hacia atrás y empezó a tocarla. Con temor, atento a su reacción, acarició primero el pelo rubio y largo que caía en pesadas ondas, después la piel de nena de su cara. Ella, inmutable, seguía admirando fijamente los dibujos del aire. Eusebio se animó entonces entre los botones de la blusa, palpó los pechos con dedos tímidos y también el interior húmedo de las axilas. Le resultaba raro encontrar detrás de la chica de sociedad -que por su aire ausente le parecía desdeñosa e inalcanzable-, a la hembra salvaje, sin depilar, con su transpiración de olor penetrante y en estado de completa inocencia. Eusebio metió la mano bajo la pollera de tela escocesa, ella usaba medias escolares blancas,

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tres cuartos, sus muslos estaban desnudos. Con facilidad alcanzó el pubis. Eugenia bajó la vista hacia sus genitales con un gesto de extrañeza, como si no fuesen parte de su cuerpo. Él estaba encantado, todas las mujeres eran tan complicadas, en cambio ésta no le hacía resistencias ni reproches. Permanecía silenciosa, sumisa. Era el prototipo de la rubia tonta llevado al nivel de máxima perfección. Después de este episodio, el momento más ansiado -para Eusebio al menos- era el del paseo. Sin embargo, esto cambió en poco tiempo. Ciertas dificultades operativas -manosear a una menor en un auto, penetrarla a plena luz del día- pronto lo hicieron adoptar el hábito de introducirse en su habitación por la noche. Ecilda y Zunilda se enteraron, pero él las superó con terribles amenazas, exhibición de armas blancas y regalos que las transformaron automáticamente en cómplices. Hubo alguna tímida oposición, cuchicheos alarmados y ofendidos entre las mujeres. El chofer deliraba por Eugenia, había enloquecido de pasión, en el sentido literal del término. Ecilda se dio cuenta con claridad desde el principio, le pareció peligroso denunciarlo. Era demasiado vieja, se sentía a la vez indignada y cansada, harta de todo. Para colmo, no pudo dejar de reconocer ciertas señales de vida o, al menos, de inquietud en la púber. Eugenia comenzó a prender sola la radio de su cuarto, se movía más, señalaba lo que quería con el dedo y empezó a masticar comida después de tirar al piso varias veces el puré acuoso que le daban. En la hora del crepúsculo lanzaba unos gemidos raros e inhumanos, caminaba por su cuarto como enjaulada; por su mirada de excitación cuando se presentaba Eusebio era obvio que lo reconocía. El la poseía en la mecedora, en el mismo lugar donde durante tantos años Eugenia se había hamacado en soledad. Se arrodillaba en el piso, con la actitud de quien venera a una diosa, y la

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penetraba en esa posición. Entretanto Eugenia musitaba medias palabras como hablando en sueños, su mirada vagaba extraviada por las cosas del cuarto, una de las cuales era el propio Eusebio. La relación entre ellos no era distinta, por su grado de contacto, de tantas otras, consideradas normales, que también transcurren en medio de un abandono lejano que borra la existencia del otro. Sus amoríos fueron tristes, espantosamente breves. Eugenia los vivió con intensidad. Como una primavera nórdica, su comienzo y final fueron abruptos. Terminó cuando se dieron cuenta de que estaba embarazada. Esperaron un par de meses a que apareciera la menstruación y luego informaron al hermano. Eusebio ya había escapado aterrorizado, imaginando las peores venganzas de la familia. Las mucamas lo acusaron de todo ante Manuel.

El hermano consiguió un médico que aceptó hacer el aborto. No era hubiera sido ilegal habría entrado en la categoría de los embarazos que se interrumpen por causas eugenésicas, ya que sería un hijo de madre autista, con enormes posibilidades de padecer la misma enfermedad-. Se trataba de una eutanasia autorizada. Pero lo hicieron en forma clandestina: el trámite burocrático solía prolongarse más que el mismo embarazo. La intervención fue muy cara porque se trataba de una menor, débil mental, de una familia rica y con una preñez avanzada. De nuevo, como con su nacimiento, todo resultó mal -o acaso bien, según cómo se lo mire, apenas la anestesiaron Eugenia tuvo un paro cardíaco y murió. El abortero recordó las antiguas muertes blancas producidas por el cloroformo. Sin asustarse, este hombre decidido se ofreció para deshacerse del cuerpo. Sugirió que la familia radicase una denuncia policial por desaparición de la menor. Manuel aceptó la proposición, consideró que no podía arriesgarse a

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dar tantas explicaciones. En medio de la pena y el estupor, hizo lo que el médico le indicaba. Fiel a su estilo, no quiso exponerse a peritajes, denuncias, autopsias y todas las consecuencias de la vía legal.

El abortero se contactó con el gordo Gómez, uno de los más activos proveedores de la comunidad necrofílica de Buenos Aires. (Es prudente informar al amable lector que no se trata de una sociedad secreta constituida, sino de un número disperso de gente con una pasión en común. La mayoría de ellos forman parte de ese grupo sin siquiera saberlo. Son los que se desempeñan en las morgues judiciales, o se encargan de los muertos en hospitales y sanatorios, lavan y maquillan cadáveres en las empresas de pompas fúnebres, o durante veinte años son oscuros disectores o jefes de trabajos prácticos en las cátedras de anatomía, consagrados por entero a su tarea por un sueldo absurdo. Son personal de los cementerios y depósitos de cadáveres. Aceptan con gusto los empleos que todos rechazan, y no lo hacen porque no consigan nada mejor, es una elección vocacional: un profundo amor por los cuerpos humanos los orienta hacia esos rumbos.) El aludido "gordo Gómez", escribiente de la morgue judicial, conocía todo sobre ese vasto universo subterráneo. No se limitaba sólo a comerciar con cuerpos no reclamados sino que también fraguaba entierros y falseaba cremaciones en complicidad con personal de los cementerios. Tenía una gran facilidad para transportar un material particularmente comprometedor, contaba con el lugar más idóneo y menos sospechoso: el furgón de la morgue. Cuando el cuerpo estaba en su camioneta ya no le interesaba a nadie. Se trataba de un finado dentro de la ley. Sin embargo, para algunas personas se convertía en la cosa más fascinante.

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Los clientes que abastecía eran gente muy rica. Pagaban precios exorbitantes porque nada les resultaba más atractivo. Estudiaban técnicas de conservación, sus armarios estaban llenos de cuerpos embalsamados vestidos para aquelarres nocturnos. Imitadores de las costumbres del antiguo Egipto, rellenaban cadáveres con estopa, siliconas, gomaespuma, pelo de caballo. Por tubos de teflón circulaba agua caliente con la cual mantenían su temperatura. Empleaban métodos de curtiembre para que la piel no perdiera nada de su tersura, ni se apergaminara o acartonara. Con flejes de plástico reemplazaban músculos y ligamentos internos para sostener la estructura anatómica. En estos círculos de iniciados se intercambiaban conocimientos sobre esta taxidermia prohibida. Eugenia soportó otro destino. Fue comprada por un cliente poco usual del gordo. Se trataba de un neurocirujano jubilado, el doctor Gilles de la Tourette. Solía pedirle niños con problemas de grave retardo mental, trabas en la maduración motora, transtornos neurológicos perinatales, hidrocefálicos, espásticos, asfixiados. La adquisición era infrecuente porque Gómez, por lo común, no recibía ese tipo de material. El médico a modo de justificación y sin que nadie se lo preguntara, siempre le aclaraba al traficante que empleaba los cuerpos en investigaciones neuroanatómicas. El gordo era absolutamente discreto, como no tenía ningún cliente dentro de la ley nunca inquiría por el destino de su mercadería, por el mismo motivo tampoco creía en las explicaciones. No obstante, era cierto: el cirujano deseaba hallar en la anatomía cerebral los correlatos corporales de la maldad y la bondad. Suponía que cada una de estas conductas debía dejar huellas distintas en la materia nerviosa. Partía de la viejísima tesis de la inocencia innata de la criatura humana: los niños nacidos con problemas mentales muy graves no conocen el mal, de la misma forma que los ciegos de nacimiento no conocen la luz. Por eso se los llama

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"angelitos". No tienen la inteligencia suficiente como para mentir. No saben del doble sentido, la picardía, la intención agresiva, la destructividad premeditada, viven en la pureza y la inocencia. El médico se proveía sobre todo de los que morían en dos asilos de la provincia de Buenos Aires, de los cuales era un poderoso socio benefactor. Las monjitas lo querían -aunque no compartían sus teorías- porque él era muy bueno con los "angelitos", tanto con los vivos como con los muertos. Cuando estos seres adánicos abandonaban su paraíso -o su infierno-, el doctor se llevaba sus cerebros para estudiarlos. Buscaba, bajo las trazas de humanización truncada, la estructura primigenia previa al aprendizaje del lenguaje. Sabía que con el lenguaje ingresaban la maldad y la mentira. El doctor sentía una profunda piedad por estos seres extranjeros, absolutamente ajenos al mundo en el cual habían vivido.

Cuando recibió a Eugenia le ocurrió algo por completo diferente e inesperado. Como provenía del gordo no obtuvo sólo el cerebro, el cadáver estaba entero. De una sola mirada adivinó su historia: el autismo, la belleza, el sexo, el aborto y la muerte. Era tan exquisita que sin estudiar su neuroanatomía, el doctor -agitado, irreconocibledecidió embalsamarla. (De haberse enterado, el gordo Gómez hubiera sonreído con sabiduría: para él todos buscaban lo mismo). Un hecho curioso merece señalarse: muerta, Eugenia no era muy distinta que viva. Apenas había aumentado la palidez lechosa de su piel, sobre todo en los pechos, la frente, la suave curva de su vientre. En las manos y el hueco de las rodillas se distinguían las venas violáceas; encima de los labios y sobre los párpados el tono era

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traslúcido. En cambio el pelo rubio se facetaba en oro del atardecer, brillaba con cualidades casi metálicas. Unicamente sus ojos azules se habían opacado, pero el médico los hacía fulgurar con un colirio de aceite de nuez. Al verla, el doctor evocaba palabras poéticas como perla, alabastro, marfileña, suspiros, silencio, armonía, casta, luna, pétalo... Las palabras que dominaron su adolescencia se habían convertido en un cuerpo tangible. Por supuesto lo perturbaba descubrir que poseer un cadáver había sido su verdadero deseo desde hacía mucho tiempo. Sospechaba que estaba loco, lo atribuía a los primeros avances de la demencia senil, pero en realidad no le preocupaba en lo más mínimo. La guardó en un gran ropero, sentada en una mecedora. El movimiento de la silla simulaba una ilusión de vida. Al médico le producía cierto pudor conservar esta especie de fetiche en su casa. Pasaron los años, durante largas temporadas ni la miraba y Eugenia -como decíamos al principio-, acumulaba polvo. A veces la limpiaba con un plumero con mucho cuidado, (no era una escultura de mármol, el menor roce descamaba la piel, en la franela quedaban restos de su belleza). Gilles la contemplaba arrobado, jamás la tocó. Era la mujer más parecida a Grace Kelly en particular en la película High Society- que había conocido, y era totalmente suya, en el sentido más definitivo de la palabra. Acaso ser amada de manera tan absoluta no fuera un destino tan malo. Un solo pensamiento nublaba su ánimo: tenía un fuerte deseo de compartir esa perfección con sus amigos pero sabía que no debía hacerlo. Lo entristecía encontrarse en la situación de un gran coleccionista que compra una obra de arte robada y no puede exhibirla ante nadie.

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La composición del relato

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"And I Tiresias have foresuffered all Enacted on this same divan or bed; I who have sat by Thebes below the wall And walked among the lowest of the dead."

The Waste Land III The Fire Sermon

T. S. Eliot

Las mañanas de invierno, frías, soleadas y ventosas, se consideraban las mejores para los encuentros. Era preferible que corriera aire porque su esparcimiento, por lo general, se desarrollaba en lugares con fuertes olores. Lo más frecuente, era que el club -si se lo puede

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llamar de esa manera- se reuniera en basurales o terrenos del cinturón ecológico. Ese día, sin embargo lo hacían en un campo abandonado, un gigantesco baldío donde prosperaban los hinojos y los cardos. Esto lo alegraba, le gustaba el aroma anisado que flotaba en la brisa. De todas formas el mal olor ya no les lastimaba el olfato: estaban acostumbrados. No era así cuando recién habían ingresado en la cátedra de anatomía. Lloraban durante todo el trabajo práctico, y no precisamente porque los muertos los entristecieran, sino por el penetrante olor del formol. La belleza de la mañana exaltaba su ánimo. Lo entusiasmaba alejarse de la ciudad. Habían viajado en ómnibus ciento cincuenta kilómetros hasta una pequeña estancia cerca de la localidad de Baradero. Ante sus ojos se presentaba el espectáculo del campo dividido en fracciones iguales, de nueve metros cuadrados, separadas entre sí por sogas rojas, con banderines en las esquinas -en los cuales habían pintado números y letras para individualizar cada lote- y pasarelas de tablones para transitar entre ellos. A él le correspondía el sector "C7". Esto significaba hilera "C", fila "7". Una multitud de "identificadores" ya ocupaban sus sitios, cada uno en el sector que le había sido asignado. Sabían que un cadáver humano, partido en pequeñas piezas, había sido diseminado al azar por el terreno. Debían encontrar el fragmento oculto en su parcela y reconstruir en detalle la escena de la muerte. Todos estaban en actitud de búsqueda: hurgaban, picaban, escarbaban la tierra; zapaban, paleaban, rastrillaban los terrones; cepillaban sus hallazgos como arqueólogos. Estudiaban los materiales con el gesto reconcentrado de los detectives o los médicos forenses. Utilizaban lupas, espátulas, palas de plástico, variados cepillos y pinceles para limpiar e identificar sus descubrimientos. Agachados, permanecían absortos en el examen de algún resto, o charlaban sin mirarse- de una parcela a otra, mientras revisaban minuciosamente cada centímetro del

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terreno que les había sido asignado. (Es notable lo grande que puede resultar un área de nueve metros cuadrados cuando se la inspecciona con prolijidad obsesiva.) Su fracción presentaba dos inconvenientes: un charco de agua -que seguramente no pudo filtrarse debido a un fondo arcilloso- y mucha vegetación baja. Sobre todo, un tipo de pasto amarillento, fibroso y difícil de arrancar. Resopló con fastidio, le esperaba una dura tarea de limpieza y desmonte antes de emprender la búsqueda en sí misma. Algunos ya caminaban por las pasarelas, acarreando las hierbas cortadas. Otros habían tenido una suerte increíble: se pavoneaban, orgullosos, balanceando sus bolsas de nailon con algún precoz descubrimiento en su interior. Unos y otros iban camino a los remolques que estaban a doscientos metros, en los lindes del baldío. Los que a pesar de lo temprano de la hora ya habían hecho algún hallazgo, lo llevaban para entregarlo a los "armadores". Estos siempre se quejaban de que no les alcanzaba el tiempo para reconstruir el cuerpo de manera decente. Después de tres horas de registro, no encontró nada de interés. Solamente los habituales carapachos de cucarachas con los élitros desprendidos, caracoles de tierra resecos, algunas patas traseras con bordes aserrados de grillos y escarabajos, un cepillo de dientes descolorido por el sol, plumas de gallina, paloma o gorrión, una correa de ventilación de auto, restos oxidados de una lata de conservas, pelos de animales y de humanos y también hormigas vivas, escapadas del exterminio de los que prepararon el terreno. (La norma especificaba que no debían dejar con vida nada apreciable a simple vista; pero siempre algunas hormigas se salvaban.) El único resto que había hallado hasta el momento era un pedazo de algo semejante a carne de pollo o pulpo en estado de putrefacción. Teñida de un color rojizo, de consistencia

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gomosa, se disgregaba entre los dedos, friable como la materia del cerebro. Presentaba algo de sostén fibroso, no poseía cápsula ni estructura muscular: parecía el tejido de una glándula. Le recordó vagamente una molleja hervida. No creía que el "Pollo" -nombre con que había bautizado esta pieza maloliente- fuera de origen humano. Muchas veces los "sembradores" dejaban trampas para confundirlos. Pero como por ahora no tenía otra cosa, la guardó en la bolsa. Cifraba pocas esperanzas en ella. Acaso en forma prematura, se angustió por lo magro del producto de sus pesquisas. Se sintió descorazonado. Evocó la ansiedad previa a cada domingo, rogando para que no lloviera y ahora, después de tanto tiempo de búsqueda, no había dado con nada. Sabía que únicamente la mitad de las parcelas albergaban trozos del cuerpo. Por otra parte, los "sembradores" dejaban pistas -indicios suficientes como para construir un argumento- sólo en un pequeño porcentaje de los restos. Esa noche, como era habitual, apenas se presentarían entre ocho y diez relatos. Tuvo miedo de que su lote estuviera vacío como le había sucedido los últimos dos domingos. En esas ocasiones se deprimió tanto, que decidió volver a Buenos Aires en el primer colectivo que salía; el de las tres, el colectivo de los fracasados. No aguantó permanecer hasta la noche para escuchar los relatos de los otros socios. El ambiente que se respiraba en esos viajes le recordaba la melancolía de las tardes de domingo de toda su vida: tomar mate y escuchar los gritos de los comentaristas de fútbol por la radio. Ahora descansaba sobre uno de los tablones que encuadraban su parcela, miraba distraído hacia su izquierda. Una oriental joven (seguramente de raza sínida, brevilínea, con nariz de perfil convexo y ojos oblicuos sin pliegue palpebral, de cara muy aplanada -que presagiaba un culo chino de idéntico formato-) estaba sentada sobre sus talones. Gozaba de esas

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articulaciones increíblemente laxas que él admiraba tanto en las asiáticas. Analizaba un manojo de pelo. Sospechó que, acaso, ella misma lo había traído. Algunos desesperados, para no quedar excluidos, introducían en el campo restos de otros cuerpos. Siempre eran trozos difíciles de identificar, que no parecían estar de más en el momento de reconstruir el cadáver: partes de vísceras huecas o macizas, fragmentos de músculo esquelético, raramente -por las diferencias de pigmentación-, retazos de piel en el mínimo de fraccionamiento permitido -cuatro centímetros cuadrados-. (Menos que eso se denominaba "carne picada". Además de las dificultades para la identificación, los restos trozados por debajo de ese tamaño se pudren más rápido por su mayor superficie expuesta al aire.) Era improbable que intentara contrabandearlo, si descubrían el engaño podían suspenderla por varias fechas. Los "armadores" estaban equipados con una moderna balanza digital de precisión, para pesar pelo y materias aun más ligeras. La mujer usaba una gorra de béisbol de dos viseras, una sombreaba su nuca y la otra la aliviaba del reflejo del sol en los ojos. Aunque estaban en invierno, permanecer todo el día al sol sin sombrero era una imprudencia. Por debajo de la gorra asomaba su pelo renegrido. Arañaba la tierra delicadamente con un rastrillo de plástico, como los que usan los chicos para jugar en la playa. Al fin, con enorme desgano, suspirando, él continuó la búsqueda. Aguardaba con ansiedad que sonaran las sirenas de los remolques llamando a comer. Desde que empezó a sentir el aroma del asado, su estómago hacía ruidos cada vez más urgentes. Esperaba que el almuerzo lo rescatara de la depresión, otras veces ya le había ocurrido. Arrancó las hierbas de otro sector y luego, sobre manos y rodillas, con la nariz a veinte centímetros del suelo, rastreó y exploró. A tan corta distancia las cosas resultaban descomunales.

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Por los tablones venía caminando "El zapador", también llamado "El loco de la pala". Cavaba con tanta energía que, habitualmente, quedaba fuera de concurso por arruinar su propia evidencia. La destrozaba hasta convertirla en pulpa, después no servía para armar el "rompecabezas". Su lote terminaba como un campo bombardeado, con terrones diseminados por todas partes. Afirmaba que ésa era la única manera de hacerlo rápido. Contaban que en cierta ocasión, los "sembradores" enterraron un perro envenenado con estricnina dentro de su fracción. Él no sabía cómo interpretar su hallazgo, se le ocurrió abrirlo en canal. Dentro del estómago encontró una nariz. Reconstruyó con facilidad el relato de una vagabunda atacada por una jauría y ganó el concurso de esa semana. Se preguntaba a qué se dedicaría "El zapador" en su vida cotidiana. Aquí nadie sabía quién era el otro. Por razones obvias los socios conservaban sus nombres en secreto, todos tenían apodos. Esto le recordaba el clima de desconfianza y conspiración de los gimnasios donde se practicaba karate en los ´70. En ellos se mezclaba la gente de izquierda con la de derecha, aunque nadie revelaba su ideología siempre alguno salía lastimado en forma sospechosa. Casi todos los miembros del club eran médicos (hay tantos médicos en este país...), otros trabajaban en funerarias, eran empleados de la morgue o profesionales de diversas áreas de la salud: kinesiólogos, veterinarios, enfermeras. Algunos, simples anatomistas vocacionales. La institución no contaba con una sede, todos los domingos cambiaba de sitio. Las actividades eran secretas, no recibían ningún tipo de publicidad, ni podían llevarse a cabo en un lugar de encuentro estable. Todas las combinaciones se efectuaban a través del teléfono, en pequeñas cédulas, y sólo uno conocía la dirección de la próxima reunión. El "Zapador" era un tipo mediterránido rubio, de labios carnosos, talla media y cráneo mesocéfalo. Su cara, muy larga, estaba armada de poderosas mandíbulas porcinas. Presentaba

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una deformación en la espalda, quizás una escoliosis. Tenía las piernas torcidas, una forma de mirar torcida, era todo torcido, en falsa escuadra: un jorobado. Le resultaba antipático pero, desgraciadamente, ese sentimiento no era mutuo. Por alguna ignota razón “El zapador” siempre venía a saludarlo. El no sabía para qué lo visitaba. Le comentó algo del asado, y después hizo muecas de complicidad concupiscente, señalando con torpes cabezazos a la sínida. -Está buena la japonesa, -le dijo, guiñando un ojo. -Vengaremos Pearl Harbour, -contestó él secamente. "El loco" le mostró un ojo que llevaba en la bolsa: -Es el testigo mudo..., la dumb evidence, el ojo vio al asesino. Todavía no se me ocurrió nada -sonrió. -Sangre en las conjuntivas, muerte por asfixia -dictaminó él. -Puede ser..., lo voy a pensar... -comentó dubitativo y luego se fue caminando entre las parcelas. El se asombró de que un órgano tan delicado como un ojo hubiera sobrevivido indemne en manos de "El zapador". Esto le recordó varios de los relatos clásicos del club. Aunque no siempre los restos descubiertos se adecuaban, cada narrador reiteraba sus preferencias por cierto tipo de historias. A algunos les gustaba hablar de atentados sexuales. Sentían predilección por las marcas de dedos coronadas por escoriaciones semilunares -causadas por las uñas- sobre la piel de las rodillas y la cara interna de los muslos de la víctima: señales de los intentos del victimario por separarle las piernas. Restos de semen en la vagina y el recto daban cuenta de una violación consumada. Para otros, el relato predilecto era el de las enfermedades dolorosas localizadas en abdomen. Desde el embarazo ectópico a la peritonitis, pasando por el suplicio

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de la pancreatitis aguda hemorrágica; cuando los jugos enzimáticos liberados en la cavidad abdominal iniciaban la autodigestión de los órganos internos. Las heridas por armas de fuego eran las favoritas de la mayoría. Les agradaba hablar de trayectorias "en sedal" en torno a una costilla, orificios de entrada similares a los de salida -con la piel evertida, estallada por los gases de la explosión y restos de granos de pólvora, aceite y partículas metálicas. El ojo que había encontrado "El zapador" trajo a su memoria el relato preferido del viejo coronel. Había hallado los restos destruidos de un ojo. La identificación positiva no dejaba lugar a dudas, aunque se trataba de un globo vacío de humor vítreo, agujereado de lado a lado, sólo sostenido por el manojo de los pequeños músculos rectos y el nervio óptico. El hombre comentó que correspondía a un muerto baleado en la cabeza. El proyectil había ingresado por el ojo abierto, pero no se veía el orificio de entrada porque el occiso luego había cerrado los párpados.

Continuó removiendo el predio durante otra hora. La vecina asiática masticaba una especie de bastoncitos de pescado, de carne blanca y exterior rojizo -imitaban a la langosta o la centolla-. Estaba tentado de pedirle hasta que se acordó del "Pollo". La similitud entre las dos carnes le quitó el apetito. Dentro de un rato los llamarían a comer y, aunque ella no probara el asado, debería salir de su parcela como todos. No permitían que nadie permaneciese en el área cuando los identificadores no estaban en sus lugares, se podían robar materiales entre sí. Al fin se hartó de buscar y fue a dar una vuelta. Cargó un atado de hierbas malas y comenzó a caminar hacia los remolques, guiado por el olor del asado. Cincuenta metros a la derecha se topó con un conocido, un proctólogo que trataba con sadismo a sus pacientes. Era un anatólido de tipo grueso y piernas cortas, piel morena y cejas cerdosas unidas en la línea

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media. Años atrás lo había visto quemar con un encendedor la pierna de una chica que sufría una crisis de nervios -en opinión del proctólogo se trataba de una simuladora-. También evocó sus palabras frente a un homosexual a quien revisaba en posición genupectoral -el pecho sobre la camilla y el culo para arriba-, tenía un chancro sifilítico en el ano. "¡¿Qué hiciste de tu vida?!, ¡animal!", le gritó. Siempre se enojaba mucho con los homosexuales. Ahora este médico le mostraba su hallazgo. -No tuve que buscar mucho, -le dijo sonriente. Dentro de su bolsa se veía un pie izquierdo de señora. En el corte de la pantorrilla se observaba la sección transversal de la tibia y el peroné. Restos de una media de nailon arrancada y desgarrada, manchada de sangre seca, le daban un tono amarronado a la piel. Su empeine, pálido, blando e hinchado, sobresalía de un zapato negro, de taco bajo; un zapato práctico, algo severo. -Todavía no sé que voy a inventar. -Ya se te va a ocurrir algo -respondió él y siguió su camino. El proctólogo era un idiota. Por jactarse de su hallazgo le daba pistas. No estaba prohibido exhibir lo que cada uno descubría, pero no era conveniente. No había recorrido veinte metros cuando tropezó con un viejo amor: Daisy. Rememoró las insistentes miradas que intercambiaban en el quirófano con los ojos subrayados por los barbijos. Ella era una especie de inglesa, de nariz larga, piel blanco-rosada y cabello rubio. Siempre resfriada y distante. -No sé si esta herida es post mortem o si los tejidos todavía conservaban la vitalidad -le dijo. Extendía hacia él una pieza pero, sonriendo, se la mostraba a medias-. A veces la sangre es tan espesa que cortan la piel y la herida no sangra. -Y sin cambiar de tono le informó:- Le hice una lipoaspiración a Patricia -(se refería a la última mujer de él).

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-Ah... -Me pasó algo raro en el quirófano. Me di cuenta de que las curvas femeninas de Patricia, digamos... sus gordas curvas -sonrió irónica-, habían pasado a un frasco. Era una grasa amarillenta, que se enfriaba y se iba poniendo más blanca y dura, como grasa de vaca. Tendrías que haberla visto. Pensar que los hombres se vuelven locos por esas redondeces... Es increíble que la atracción sexual se base en la distribución de las grasas del cuerpo, ¿no te parece raro? El asintió en silencio, Daisy siempre estaba celosa. Pensó en retrucarle, decirle que cuando tenía relaciones con ella le pasaba algo peor. La acariciaba y no podía evitar cierto sentimiento de repulsión, -anulado, durante escasos momentos, por el deseo sexual-. Imaginaba todas sus capas: la piel, la grasa subcutánea -líquida y macilenta-, los músculos rojizos -se los imaginaba desollados-, los tendones y las aponeurosis con reflejos blancos, los huesos embebidos de sangre. Pero hoy no estaba de ánimo belicoso, en cambio le dijo: -Todavía no encontré nada, salí a dar una vuelta para refrescarme. Ella puso cara de comprensión. -Ya se va a presentar algo cuando menos lo esperes. El se alejó a paso lento. Detrás de las casas rodantes tiró las hierbas en el montón y volvió camino a su parcela. Más adelante, observó a lo lejos a un hombre a quien apodaban "Piraña". Examinaba lo que, a primera vista, parecía ser un cuello. ¿Lo engañaban sus ojos o presentaba un "surco de ahorcadura"? Esa era una prueba casi perfecta sobre la cual basar un relato de suicidio. Sintió cómo lo torturaba la envidia. "Encima ese pie hinchado... seguro que es el cadáver de una vieja", pensó, "con eso puede agregar al alegato, la estadística de incremento

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de suicidios en la vejez." Sufrió un escalofrío de angustia. El todavía no había descubierto nada. Regresó con urgencia a su lote y se puso a buscar desesperado.

A las trece sonaron las sirenas llamando a comer. Todos abandonaron sus parcelas y caminando sobre los tablones convergieron en la zona de los remolques. A un costado habían instalado mesas y bancos sobre caballetes. En esas mismas mesas tendría que entregar, antes de la noche, la pieza descubierta. Ahora las habían despejado para el almuerzo. Alrededor del asado merodeaban infinidad de perros. Acarició a uno que estaba echado con las patas delanteras cruzadas. Su hocico negro y la dulzura de sus ojos húmedos le evocaron a un cervatillo. Eso siempre le extrañaba: encontraba la cara de algunos perros parecida a la de los ciervos. En realidad se trataba de perros bravos, los utilizaban para desanimar a los curiosos ocasionales. Las actividades del club debían permanecer en secreto. El reclutamiento era muy cuidadoso, la inscripción de socios, un tema de asamblea. Se investigaban los antecedentes minuciosamente, temían a los infiltrados. El ingreso de cada socio nuevo debía ser garantizado por otros cuatro. Por una desdichada casualidad le tocó sentarse al lado del "Cisco Kid", un nórdido, dolicocéfalo moderado, de perfil recto y largas piernas. Lo llamaban de esta manera porque se paseaba golpeando la caña de sus botas de montar con un rebenque de barba de ballena. No usaba, como todos, las botas náuticas de goma amarilla, reglamentarias del club. Si bien no componía relatos, casi siempre formaba parte del jurado: era uno de los socios fundadores. Los rumores le atribuían un pasado de médico militar. Era cortés hasta la violencia. Se refería una pelea que comenzó cuando él y otro hombre de mentalidad similar, se hallaban parados

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frente a una puerta. Con gestos, cada uno invitaba al otro a entrar primero. Ninguno de los dos podía ceder, estaba en juego demostrar quién era el más educado. La pugna terminó a los empujones y trompadas. "Cisco-Kid" comió en silencio toda la carne que le sirvieron y, después del postre, mientras masticaba satisfecho un trozo de alquitrán para blanquear sus dientes, le contó que mantenían en la casa a su tía débil mental, porque su padre la consideraba un depósito de órganos frescos y en buen estado. Era consanguínea por parte de ambos progenitores. Decían que su idiotez se debía a esta falta de cruzas, pero la gente los difamaba, algunos se atrevían a afirmar que había sido causada por alcoholismo del abuelo. A esa tía le daban casa y comida, lo juzgaban un buen negocio. -Es como cuando uno compra un auto importado, necesita tener otro idéntico para sacarle los repuestos. A su derecha, dos socios hablaban acerca del crecimiento pasmoso del club y del desprendimiento reciente de parte de sus miembros para fundar una nueva institución. -Un crecimiento casi tumoral. -La muerte es lo que más vende, mucho más que el humor y el sexo. Los atrae como a las moscas. -No sé cómo será en otros lados, pero la necrofilia es una pasión muy argentina. -Es algo muy nuestro, -dijo el primero, con gesto sentido.

El regresó con tristeza a su parcela. Hacía mucho frío, el cielo era de un celeste seco, cristalino. No existía otra solución que la de meter las manos en el charco, ese ojo de agua en

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medio de su lote. Si removiendo el fondo y escarbando no encontraba nada, estaría obligado a cavar por toda la superficie de su fracción. La perspectiva lo deprimía. Se puso guantes de látex, aun así, no se consideraba del todo protegido de lo que acechaba dentro del agua barrosa. Pero no podía usar los guantes de electricista, de gruesa goma negra, porque perdería demasiada sensibilidad táctil. Con asco y cautela metió las manos en el agua helada. Tanteó el fondo, sólo distinguía ligeras irregularidades en el fango, después palpó con más confianza. Siguió haciéndolo durante un largo rato, hasta que sus manos dentro de los guantes quirúrgicos quedaron endurecidas por el frío. Las retiró del agua y aplaudió para hacerlas entrar en calor. Sintió ganas de llorar; en ese momento de angustia, lo descubrió en la orilla del charco. Era un objeto agusanado, a primera vista creyó que se trataba de una oruga -pálida, anillada-; era un dedo. Un dedo blancuzco, sucio de lodo, sobre todo en los pliegues de las articulaciones. Lo limpió agitándolo en el agua, lo dejó en el suelo y tomó un trozo de diario. (Por abajo, el diario estaba húmedo, negro, ya comenzaba a fundirse con la tierra en una pasta fértil. Por arriba, la cara expuesta al sol estaba seca, aureolada de amarillo, arqueada como un pergamino.) Respiró el aire silvestre de la tarde con enorme felicidad, un dedo era un resto óptimo para urdir un relato de muerte. Dobló el diario en "U", y con un palito empujó el dedo dentro de él. Se incorporó con rigidez -él no disfrutaba de las dóciles articulaciones de la oriental-, y empezó a estudiarlo cuidadosamente. Se trataba del anular izquierdo de una mujer regordeta, baja y cincuentona. (Aunque pertenecían al mismo cuerpo, el dedo aparentaba menos edad que el pie que le había enseñado

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el proctólogo esa mañana.) La uña estaba pintada de un rosa rococó, a la luz del sol brillaban puntitos plateados dentro del esmalte. Observó una semiluna pequeña de color blanco, apenas sobresaliendo de la cutícula. Supuso que esta mujer poseía una fantasía exuberante para sobrecargar hasta tal punto su maquillaje. De acuerdo con su sociología casera, estaba ante un dedo de clase media baja, pintado de manera artificiosa, con mal gusto. Examinándolo, se hacía evidente que la persona no trabajaba con las manos. Se notaba por su tamaño que era alguien con poca fortaleza física. El pulpejo estaba arrugado y blanquecino, como si lo hubieran sumergido en agua largo tiempo. Esto tal vez era producto de la vejez, del formol o acaso se debiera al rocío nocturno. Razonó que había sido de un ama de casa. Quizás el dedo olía mal y provocaba cierto efecto adversativo sobre el olfato de los animales, que impidió que lo devoraran los perros, gatos o ratas. Lo acercó a su nariz esperando encontrar olor a ajo, cebolla, lavandina, limpiapisos con fragancia a pino, nicotina. Pero el dedo no olía a nada. Un estado de ánimo triunfal aguzaba sus inclinaciones detectivescas. Tiempo atrás, todas estas conclusiones hubieran sido consideradas superfluas, pero ahora, con la nueva Comisión Directiva, había triunfado la línea "historicista". Los primeros socios, los fundadores, se ocupaban más del hallazgo anatómico, de las rarezas de la muerte; les interesaba la materialidad y, de manera secundaria, la exposición conjetural de lo ocurrido. La tendencia actual privilegiaba la reconstrucción histórica por sobre los avatares del cuerpo, éste era sólo un pretexto para narrar. El dedo, como todo resto humano -como la calavera a Hamlet-, invitaba a meditar. Pero él no cavilaba acerca del sentido de la vida y la muerte, se preguntaba por cosas concretas. Evaluó que el tajo había sido causado por un instrumento pesado y de filo poco preciso. La

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herida era anfractuosa, de bordes irregulares y festoneados. La piel se retraía sobre el hueso astillado, como labios que no alcanzan a cubrir dientes incisivos demasiado prominentes. No se trataba del tipo de corte neto que produce un bisturí, un puñal afilado o un buen alicate. La amputación había sido practicada con un golpe, como los que dan los carniceros para destazar un hueso de res. La diferencia radicaba en que no habían utilizado una superficie de apoyo lisa y dura -lo cual hubiera sido más eficaz para conseguir una herida recta-, en este caso, el dedo había sido seccionado sobre la tierra y se había hundido unos milímetros, junto con el instrumento de corte, lo cual había disminuido la fuerza del arma. (Como cuando los boxeadores rotan la cabeza, acompañando el puñetazo de su rival para amortiguar el impacto.) Esto se colegía, además, por el barro metido en la sección transversal de la falange. Lo entusiasmó percatarse de que los "sembradores" habían dejado rastros de una historia muy corriente y plausible. Estaba frente al relato forense del robo de un anillo y del ulterior asesinato de la víctima. Era obvio que todo llevaba en esa dirección. Las líneas lógicas de lo sucedido serían fáciles de seguir. El ladrón había querido quitarle la alianza. Con los años, los dedos se hinchan, engordan, se deforman. Imaginaba la desesperación de la mujer por deshacerse de ese anillo que no quería abandonarla –en estas situaciones los nervios no ayudan-. Se figuró que el asaltante la amenazaba con una cuchilla. (Visualizaba con claridad una pesada cuchilla de carnicero, de aquellas con la hoja de hierro manchada de óxido y el mango de madera con remaches de bronce y restos de mugre grasosa en las grietas.) La mujer, entretanto, sin agua jabonosa para quitarse el anillo, estaría mojando su dedo con saliva -la poca que podía reunir con la boca seca de miedo-. También gastaría sus fuerzas en suplicarle compasión al delincuente. Le estaría prometiendo dinero o joyas que guardaba en su

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casa. Posiblemente él la había asaltado en la calle, donde le robó la cartera y el reloj y, al no poder sacarle el anillo, la habría arreado a un lugar apartado. Por los rastros de tierra en el hueso del dedo, tendría que describirlo como un "robo en descampado". (Sabía que los "sembradores" habían despedazado el cadáver -seguramente sustraído de la morgue judicial o de algún entierro reciente- en cualquier otro sitio. Pero habían dispuesto los indicios y pistas para componer una historia de este tipo.) El ladrón la habría empujado a punta de cuchillo por algún baldío ciudadano, pinchándola en la base de la espalda. Caminarían esquivando neumáticos podridos, botellas resecas por el sol, alambres de púas traicioneras. Ya lejos de las luces de la calle, mientras ella seguía rogando, él la habría agarrado del pelo y tironeado hasta obligarla a ponerse de rodillas. Habría colocado la mano izquierda de la mujer sobre la tierra, con la palma hacia arriba y, para que no pudiera retirarla, se la habría pisado con firmeza. Luego habría apoyado el cuchillo sobre la raíz de los dedos. Recién en ese momento ella se habría dado cuenta cabal de lo que él iba a hacerle. (Aunque lo intuía, la idea habría tardado en formarse con claridad en su mente porque era demasiado horrible.) Todavía lo rechazaría. Lucharía con su mano libre, como una niña orgullosa que, negando la realidad, forcejea con un adulto. El le ordenaría algo que terminaría de paralizarla y la haría abandonar toda defensa. Le diría que sacara el resto de los dedos de abajo del filo o se los iba a tener que cortar todos. (Su tono sería amable, como si estuviera preocupado por la mujer, como si quisiera evitarle un daño innecesario. Ese mismo tono también daría a entender que la sentencia era inapelable.) Ella habría llorado y gemido, pero al fin obedecería. Al hacerlo, tácitamente habría aceptado,

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para salvar a los otros, perder el anular, el dedo del corazón. Habría contraído con sufrimiento el auricular, mayor e índice sobre la palma de la mano, no resultaba fácil, sus dedos eran cortos y viejos, además, los dedos humanos tienden a moverse en bloque-. El le permitiría retirarlos levantando por un instante la herramienta. El dorso de los dedos exceptuados quedaría apoyado contra la hoja del arma. Entonces, cuando todo hubiera estado conforme él lo deseaba, pegaría un fuerte tacazo sobre el grueso lomo de la cuchilla -como si punteara la tierra con el filo de una pala-, y el dedo se separaría de la mano.

Ahora, él volvió a mirar el dedo que sostenía dentro del diario. Observó el surco del anillo en la carne asalchichada. Razonó que, en medio del susto y el forcejeo, tal vez a la mujer no le había dolido tanto como parecía. Repasó la escena que había reconstruido, le faltaba saber cómo y por qué él la había asesinado. De repente, intuyó que el ladrón antes de matarla la había violado. Al principio desechó la idea, le parecía improbable. Después reconoció que su pensamiento estaba influido por sus propios gustos: a él no le atraían las cincuentonas gorditas. Pero debía considerar que después de esa escena, ella se habría transformado. Ya no era la misma mujer. Habría gritado, desesperada de dolor, humillada, en cuatro patas como una perra. Al mutilarla él la había poseído totalmente. Un instante después de la amputación, ella sentiría una especie de melancólico alivio: ya había pasado lo peor. "Ya pasó, ya pasó...", se diría intentando calmarse. La mano sangraría sobre la tierra, la sangre sería oscura porque de noche no se distinguen los colores. Entretanto, él habría guardado el anillo en su saco y todavía la tendría sometida, arrodillada

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en el suelo. La mano del ladrón estaría entrelazada con el pelo de la mujer como quien sujeta una rienda. El cierre de la pollera se habría roto por haberse agachado con brusquedad -a través del agujero se verían enaguas o bombachas de satén-. Acaso eso lo había excitado. Ella se le habría hecho deseable contra el deseo de ambos. Sería una mezcla de asco por la mujer mutilada y una terrible piedad por lo que le había hecho. Posiblemente le fascinaba poseerla de manera tan absoluta. La sujetaría del pelo nuevamente, le alzaría la pollera sobre la cintura y la violaría. Ella le rogaría, le suplicaría, "por favor no, por favor no...", y de esa manera estimularía aun más el sadismo del ladrón, que le pegaría en la boca para que se callara y gozaría al hacerlo y la penetraría con una erección que se le habría hecho insoportable a él mismo.

Estas imágenes se cruzaban y barajaban como fotografías en su cabeza. Se figuraba que el delincuente era un hombre joven. Deducía que haciendo este tipo de vida nadie podía llegar a viejo -tampoco debía importarle-. Le maravillaba el desprecio absoluto del ladrón por el dolor del otro; pero de repente le acometió un ataque de odio, se acordó de su abuela, también era gordita, de manos blandas y aceitosas, se pasaba el día en la cocina. Para completar su relato debía explicar como llegaba el ladrón a asesinarla. Imaginó que después de la violación ambos yacerían sobre la tierra húmeda del baldío. Ella apretaría un pañuelo contra la herida para contener la pérdida de sangre. Estaría algo débil por la hemorragia y el dolor, confundida, sollozaría en voz baja, intentaría incorporarse. Conjeturó que la posibilidad de que, en un acceso de rabia e indignación, la mujer agrediera al ladrón era remota. Estaría mentalmente humillada, paralizada por el miedo. De todas maneras construyó la escena. La mujer envalentonada le asestaría un carterazo desesperado o

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tomaría la cuchilla del suelo. El delincuente enfurecido, primero le sujetaría los brazos, después le pegaría con la mano abierta o directamente con el puño -hasta ahora el hombre había demostrado ser muy eficaz en cuestiones de violencia-, la desarmaría de inmediato y sin más trámite la acuchillaría hasta matarla. Sin embargo nada de esto le resultaba probable. No era plausible que ella lo provocara, dándole un pretexto para nuevos castigos. El opinaba que el ladrón la había matado por dos razones. Como cualquier delincuente profesional sabía que una cosa es un robo con arma blanca y otra muy distinta una mutilación y violación. La mujer era la única testigo del crimen, lo podría reconocer en una ronda de sospechosos -por supuesto, el ladrón tenía antecedentes-. El otro motivo era subjetivo: verla le daba repugnancia, la había convertido en un ser que suscitaba lástima. Sin duda la mujer ya nunca sería la misma: era su creación, él la había engendrado. Acabar con ella era casi un acto de piedad.

El estaba asombrado por la lógica de los cambios que habían ocurrido. Ella se había transformado en deseable para el ladrón a partir de su humillación y, por ser testigo de un delito grave, se había convertido en víctima de uno mayor. También el dedo había mutado: como parte de la mano de la mujer, no tenía mayor trascendencia, era un dedo más. Amputado, el agujero que dejaba, lo destacaba por su ausencia. (Cuando estuviera acompañada, la gente no podría dejar de mirar hacia esa mano donde faltaba un dedo.) El dedo mismo había adquirido el aire siniestro de cualquier pieza anatómica separada del cuerpo y, como todas ellas, llamaba la atención. Por otra parte no servía para nada. Era fascinante e inútil. Amputado, se había convertido en un cadáver en miniatura, daba asco -a él le repugnaba tocarlo aun a través de los guantes de goma; lo

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sostenía dentro de un diario y lo movía con un palito-, como algo impuro, contaminado. Intuyó oscuramente que una gran excitación brota cuando alguien se convierte en cosa. Era una aplicación -sexual y rudimentaria- de la ecuación de Einstein que da cuenta de las transformaciones de la masa en energía. Una pequeña cantidad de materia libera una gran cantidad de energía. Recordó casos de ahorcaduras que derivaban en suicidios accidentales. Personas que jugaban a entrar y salir de la asfixia. Al borde de la muerte se metamorfoseaban a sí mismos en cosas, buscaban el límite de la estimulación sexual.

Alrededor de las cuatro de la tarde despertó de su febril ensueño forense con el relato listo. Estaba seguro de que su narración ganaría el concurso de la semana y, quizás, el del mes. Posiblemente recibiera un ascenso. Sin embargo, se consideraba de buena práctica continuar la búsqueda, a veces los "sembradores" esparcían pistas falsas en forma deliberada -al fin y al cabo se trataba de un juego-. En ciertas parcelas diseminaban varios restos; algunos completaban la historia, la ratificaban, otros, la contradecían. Por precaución, a desgano, siguió explorando. La tarde se le estiró interminablemente en medio del aburrimiento y la expectativa ansiosa por el encuentro de la noche. Hacia las seis desistió, fue a tomar mate con un grupo que también había abandonado la búsqueda. Calentaban una pava sobre el fuego de carbón de un brasero. Ya habían entregado su material a los armadores. Cada uno lo hizo por separado como exigían las reglas. Lavaron las piezas, ocultos detrás de los remolques y se dirigieron a la mesa que les correspondía según el trozo hallado. Él fue a la que se anunciaba como "Brazos", entregó su fragmento y le dieron un recibo que decía "Anular izquierdo". El cadáver de la mujer se restauraba por partes, luego se expondría sobre una tabla.

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Al alejarse de los remolques lo sorprendió un pensamiento: ¿qué hacían con los cuerpos reconstruidos una vez finalizado el juego? Lo mismo se había preguntado a los nueve años cuando lo operaron de las amígdalas. Su padre le explicó que las habían tirado al incinerador del sanatorio. Suponía que idéntico destino debían sufrir los despojos de los animales de laboratorio cuando terminaban de experimentar con ellos. Se dijo que no importaba lo que sucediera con el cadáver, tanto si lo cremaban como si lo enterraban, de todas formas lo único inmortal era el nombre, que ni siquiera era de uno. Sabía que correspondía a los "armadores" deshacerse del cuerpo, se rumoreaba que tenían una enigmática costumbre: todos los cadáveres, ya se tratara de hombres o mujeres, eran rebautizados con nombres femeninos.

Regresó caminando con lentitud hasta su parcela, debía esperar todavía un rato, hasta que anocheciera. En los remolques le prestaron el Clarín. Le molestaba ensuciarse los dedos con la tinta y en general no le interesaban las noticias de los diarios, pero estaba muy aburrido e inquieto. A su alrededor los últimos identificadores terminaban de revisar sus lotes. Los que habían hallado alguna pieza y logrado articular un relato en torno de ella, lo repasaban con los ojos cerrados o la mirada puesta en el cielo, como los chicos cuando recitan una lección. Se instaló sobre un tablón frente a la fracción de la china. La mujer seguía buscando afanosamente con su rastrillito de plástico. "Qué paciencia", pensó él. Juntó sus pocos instrumentos y los guardó en un bolso. Abajo del bolso descubrió el "Pollo"; sonrió al evocar el desaliento de la mañana. Extendió el diario sobre las rodillas y comenzó a leerlo. Al rato lo distrajo un sonido. La oriental emitía finos suspiros y lamentos un poco disonantes, quejidos que se le antojaron propios de un funeral asiático. Estaba sentada sobre los talones, éstos se clavaban en sus

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nalgas. El se dijo que ese culo era tan chato que no daba pena usarlo para sentarse encima. -¿Qué te pasa? -No encontré nada, es el tercer domingo que me quedo afuera -respondió desconsolada. -Y eso que inspeccionaste todo. Yo pensé: esta chica es una buena "identificadora", a lo mejor la minuciosidad le viene de la práctica del ikebana y del bonsai. Ella asintió, mientras gordas lágrimas rodaban por sus mejillas. Descargaba la frustración de todo un día de búsquedas estériles. El no soportaba ver llorar a una mujer. Estaba oscureciendo, de alguna corriente de agua cercana provenía un aire húmedo y frío. -Yo encontré este pedazo de glándula, pero me parece una de las típicas trampas de los "sembradores". No creo que sea humano. -A ver -dijo ella impaciente. Él le entregó la bolsa y la mujer examinó la pieza a la luz de una linterna de bolsillo. -No sé si pasará la inspección. Siempre falta algo de páncreas en el cuerpo -comentó él-, es tan frágil que nunca lo sacan sin romperlo. A lo mejor te lo aceptan. O quizás es otra cosa, por ahí se murió de una insuficiencia suprarrenal o de un cáncer de tiroides. -Voy a probar, -afirmó decidida. -Siempre me llamó la atención la flexibilidad de tus articulaciones, son increíbles. ¿Puedo ver? Ella asintió con un movimiento de cabeza, sin decir palabra. En la penumbra creciente él no veía su cara, se arrastró hasta la parcela de la mujer. Por los tablones todavía pasaban algunos identificadores rezagados caminando hacia los remolques. Sentada sobre sus rodillas y empeines, la mujer estudiaba la pieza, la palpaba dentro de la bolsa en la oscuridad. Él se le acercó por detrás en el helado crepúsculo del campo y la tomó del cuello. Ambos tenían las

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manos secas y rojas y las narices rojas y mojadas por el frío. La empujó hacia adelante sujetándola por la nuca, hasta que la mujer apoyó las palmas en tierra. Sin soltarla del pelo, él la exploró con su pene, a ciegas, entre las ropas de tela de algodón acolchado, hasta que encontró un orificio natural y se metió en él. El coito fue rápido, luego ambos se incorporaron sin comentarios. Recogieron sus cosas y se dirigieron hacia los reflectores de sodio que iluminaban de manera cruda la zona de los remolques.

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Hasta que la muerte los separe

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Mientras contaba el dinero la mujer lloraba. Estaban en un departamento con puertas blindadas y mirillas telescópicas, en una planta baja oscura. Guillermo había ido allí a cambiar dólares. Él también contaba. Cuando terminó de hacerlo se quitó los anteojos para la presbicia y los dejó con disgusto sobre el escritorio. Le molestaba mucho ya no ver bien de cerca, otro signo de envejecimiento. -Dos cosas aprendí de mi padre -dijo ella, mientras acomodaba los anteojos de él, cuidadosamente, con las lentes orientadas hacia arriba y las patillas sobre el vidrio del escritorio-. La primera, los anteojos no deben dejarse apoyados sobre los cristales porque se rayan, la segunda -continuó mientras manoseaba los billetes- es que se los debe ordenar así ¿ve?, con las caras de los próceres todas para el mismo lado. Guillermo notó el brillo de las lágrimas en sus ojos. -Mi papá murió hace una semana -le aclaró la mujer antes de que él se animara a preguntar. -Ah... -gesticuló el hombre con expresión de tristeza-. Mi pésame -dijo sintiéndose, como siempre, demasiado acartonado-. El mío murió cuando yo tenía veintiséis y todavía lo extraño.

Hubo mutuas condolencias y Guillermo la invitó a tomar un café. Rápidamente descubrieron increíbles parecidos entre sus historias. El padre de Isabel había fabricado corbatas, el de Guillermo, sombreros de fieltro. Ambos consideraban que estaban muy mal casados. Guillermo le contó que su padre se proveía de pelos de desecho procedentes del curtido de las pieles de conejo y liebre, luego las convertía en fieltros. Había muerto de una rara

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enfermedad, un endurecimiento pulmonar producto de tanto respirar pelo de animal. Su declinación coincidió con la caída en desuso de los sombreros para caballeros. El consiguió casarse con una de las herederas de la peletería donde compraban el pelo. Al principio creyó que había tenido suerte, aunque ella le llevaba ocho años. Era delgada, elegante y sexualmente inapetente. Al poco tiempo de casados tuvieron un accidente de auto y la mujer perdió un ojo. Empezó a usar uno de vidrio. Se peinaba con una espesa onda de pelo cubriendo el lado herido, para esconder las cicatrices. Sin embargo, él siempre tenía presente ese ojo; iba manejando cuando chocaron y casi no se había lastimado. Isabel se quejó de su marido. El hombre pesaba más de cien kilos, tenía un temperamento colérico y cada tanto le pegaba. Era muy fuerte. Comentó, burlona, como a él le gustaba mostrar una foto de su juventud en la cual aparecía vestido con una malla imitación piel de leopardo, sostenida por un sólo bretel, característica de los que practican lucha grecorromana. De sus brazos extendidos en cruz colgaban como jamones, sendos luchadores, ambos con las piernas recogidas para no tocar el suelo. El hombre decía que si no se hubiera dedicado a la compostura de relojes hubiera sido acróbata de circo, de aquellos que sirven de base a las pirámides humanas. En su taller hacía una figura deforme, frunciendo sus gordos párpados, con la lupa de joyero incrustada en la órbita del ojo y el torso enorme inclinado sobre la mesa. Su descomunal espalda se afinaba vertiginosamente apuntada hacia un objeto casi microscópico. En la cama le gustaba aplastarla bajo su peso. Metamorfoseado en oso o pulpo, la amasaba y apretaba con abrazos de morsa. Cuando ya la había exprimido hasta el borde de la muerte, la dejaba salir, asfixiada, con los labios violáceos y derrames de sangre en los ojos: la quería poseer por entero.

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El padre de ella había bendecido la boda: "Con él vas a estar segura", solía tranquilizarla. Isabel siempre supo que se había casado para darle una alegría a su padre. Mientras éste vivió nunca se quejó ante él de su matrimonio. A causa de la violencia sexual de su marido, más de una vez, se sintió orientada hacia el lesbianismo. Por épocas, la idea de ser penetrada por su esposo le producía náuseas. Sin embargo, esas inclinaciones no prosperaron, le atraían demasiado los hombres. No podía decir: "Con Guillermo conocí el amor" o "El me transformó en mujer" (comentarios habituales en señoras de su generación, para referirse a sus pasiones extra-matrimoniales). No podía hacerlo porque ya había suspirado por varios amantes, incluso alguno de ellos era el padre de su hija Camila de trece años. Si su hijo mayor era una copia indiscutible de su marido, Camila, en cambio, se parecía sólo a Isabel. Guillermo comentó que Claudia, su mujer, se pasaba el día en cama comiendo, pero nunca engordaba. Decía que un bicho adentro de ella devoraba todo lo que ingería. En esto coincidía, pero a la inversa, con el marido de Isabel, quien hacía continuas dietas pero apenas conseguía bajar de peso se asustaba, persuadido de que tenía cáncer, y rápidamente volvía a recuperar todo lo perdido.

Después de esa charla que abundó en otras protestas y reclamos, fueron a un hotel. Ambos sintieron que, pasados los cuarenta, al fin habían encontrado su verdadero amor. En sucesivos encuentros siguieron quejándose de sus mutuos cónyuges. Se lamentaban de una manera que nada tenía que ver con una maniobra de seducción, del estilo de: "Mi mujer o mi marido- no me entiende". Eran reproches por dolores y frustraciones auténticas que trascendían la mera seducción.

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Luego, a lo largo de once años, practicaron las costumbres de los amantes hasta el agotamiento. Celaron cada partícula de atención que uno y otro dispensaba a su respectivo esposo. Atravesaron por estallidos de odio, copularon de apuro infinidad de veces, se encontraron en horas extrañas -a veces antes del amanecer-, fraguaron con fervor cursos, reuniones, conferencias, enfermedades de amigos y visitas a familiares remotos. Ella gozó de sus mentiras como de un supremo arte literario. Delante de su esposo sostenía conversaciones telefónicas imaginarias con amigas imaginarias de un imaginario curso de pintura contemporánea (estudiado clase por clase de una revista en fascículos que ya no se publicaba). Nada más insoportable para su marido que escuchar a su mujer repetir lo aprendido acerca de la pincelada esquizofrénica de Van Gogh o la etapa cubista de Georges Braque. Sólo mostró un remoto interés cuando Isabel le contó los chismes que circulaban acerca de la potencia amatoria de Toulouse-Lautrec.

Al principio la relación era esporádica. No contaban con un lugar fijo donde verse. Ninguno de los dos disfrutaba de libertad para manejar dinero. Ella lo robaba de la billetera de su marido cuando él se duchaba o dormía y ambos lo sabían desde mucho tiempo atrás. El hombre aprovechaba los robos para tratarla de ladrona delante de los hijos y despreciarla con más dureza. En verdad lograba avergonzarla, aunque ella decía que no le importaba. Guillermo padecía otro tipo de problemas, tampoco podía disponer del dinero que circulaba en la peletería. Nunca había logrado entrar realmente en la empresa. Los asuntos más importantes eran manejados por los parientes sanguíneos y él pertenecía a los "políticos". Además existían dos empleados de confianza viejísimos y alcahuetes que estaban a cargo de

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las compras y los cobros. El se ocupaba de la producción. Fuera de los sueldos, se repartían dividendos cada seis meses; su mujer los administraba con sabiduría, "no te hago faltar nada", comentaba con mordacidad. Antes, Guillermo se consolaba asegurando que no pasaba demasiada tensión ni apremios en su trabajo. "Para mí el estrés es grasa y nervios", afirmaba. Atlético, relajado, se consideraba a salvo de las enfermedades modernas. Con sumas robadas y ahorrando de su mensualidad como un adolescente, Guillermo consiguió alquilar un departamento. Tardó casi un año en juntar el dinero para el depósito y la comisión de la inmobiliaria. Barato, un segundo piso por escalera, sin teléfono. El pozo de aire y luz miraba a un baldío húmedo y sombrío. A medida que fueron pasando los años en ese terreno crecieron árboles. Ella los observaba a la hora del crepúsculo, las cortezas lustrosas brillaban débilmente. En primavera las hojas tapaban la ventana. La entristecía ver en la oscuridad los troncos apretados, el fulgor nocturno de las ramas relucientes. Isabel pasaba largas horas en ese departamento esperándolo. Le gustaba ponerse melancólica imaginando que él no volvería nunca. "Después de que te fuiste encontré pelos tuyos mezclados con los míos, secos, pegados en el desagüe de la ducha. Te extrañé." Cuando llovía, las gruesas gotas golpeaban con fuerza contra el toldo de latón que cubría el patio de la planta baja. Isabel se sentaba frente a la vieja estufa de gas de falsos leños de cerámica, sentía que todo era muy romántico. El llegaba de su trabajo y disponían de un rato para estar juntos. Representaban un simulacro de matrimonio. "Al fin estoy con el hombre que amo", decía Isabel para sí. Tomaban gin-tonic, charlaban de sus problemas familiares. Ella siempre estaba atormentada por sus hijos. Comentaba con amargura: "Ellos se van a hacer su vida y a nosotros nos quedan las

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fotos". El mayor la despreciaba en silencio. Desde la adolescencia trabajaba con el padre en la relojería. La menor era cómplice y confidente de sus amores secretos, no soportaba las escenas de violencia que ocurrían en la casa. Isabel se sentía muy culpable con ella. La atormentaba pensar en lo que sucedería cuando su hija se enterara de que no conocía a su verdadero padre (ella misma no estaba del todo segura de cuál de sus amantes había sido). Vivía sobresaltada, cada vez que Camila se acercaba a hablarle con un tono ligeramente fuera de lo común, pensaba: "Ahora me lo dice, ya lo sabe, es la última vez en la vida que me dirige la palabra...". Se disculpaba afirmando que su hija era producto de un amor ilegal pero verdadero, se preguntaba si el amor no era siempre de esa manera.

El adoraba sus pechos entre los botones de la camisa y la piel enrojecida en los hombros, erizada en puntos de escozor donde la raspaba con la barba. Tardaban mucho en despedirse, se daban interminables besos. El decía que no le había gustado el último beso y tenían que repetirlo, "hasta que saliera bien". Esto pasaba muchas veces, al fin ella, a su pesar, se deshacía de sus brazos y salía corriendo del departamento. Los excitaba el riesgo de que Isabel llegara después que su marido. Guillermo la seguía a los pocos minutos. Para hablar por teléfono existían complicaciones de varios órdenes. En sus casas sus respectivos cónyuges estaban al acecho, en el trabajo él era vigilado por los empleados adictos a su mujer. Su amor se desplegaba en los intersticios de la vida. A ella le encantaba la sensación de gozar de una existencia escondida, invisible, perdida entre los innumerables pliegues de la ciudad. (Jamás hubiera podido vivir en un pueblo y que se supiese en todo momento en dónde

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y con quién estaba. La sóla idea le producía claustrofobia.) Fantaseaba con un oportuno paro cardíaco que la tomaría en medio de un coito, y la encontrarían muerta, en ese lugar misterioso. Le gustaba la idea de ser descubierta donde se había ocultado. Soñaban juntos con un paraíso para el momento en que sus esposos estuvieran muertos. Pasaban horas devanando recíprocas promesas de amor para la vejez. Pero no se divorciaban, ambos aducían motivos de seguridad económica. La peletería era un bien heredado por su mujer; por su parte, el marido de Isabel la había amenazado con dejarla en la calle si se separaban. Ella sabía que esto no era probable, su economía no cambiaría demasiado y, en lo familiar, su hijo seguiría indiferente y su hija estaría de acuerdo porque no toleraba las peleas. Sin embargo prefería no divorciarse. Sentía que si lo hacía quedaría reducida de manera descarnada a lo que realmente poseía. No le gustaba ese estado restrigido de saber con exactitud con cuánto contaba. Su marido hacía el efecto de una reserva ilimitada, de ese resto imaginario que la salvaría de cualquier imprevisto o contingencia de la vida. Por largos períodos ella sufría de insomnio. Pero en particular cuando Guillermo viajaba a Europa, a la exposición anual de pieles en Hamburgo, y no lo veía durante casi un mes. Despierta horas y horas, observaba cómo afuera se transparentaba la madrugada, el agua chorreaba sobre las ventanas heladas y el frío contraía los vidrios. Isabel iba al baño y luego, mientras escuchaba el ruido del tanque del inodoro, trataba de dormir; se sentía infantil, como si sus huesos fueran demasiado blandos, capaces de doblarse como ramas verdes. Siempre lo extrañaba, a veces, incluso estando con él. Guillermo era muy charlatán, sus interminables relatos y anécdotas no dejaban lugar para la unión, que requiere silencio, momentos para poder mirarse. Isabel pensaba: "Tantas palabras no nos dejan hablarnos. No quiero que se vaya".

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Le gustaba observarlo cuando Guillermo no se daba cuenta. Mientras tomaba mate y ella estaba lista con la pava en la mano, examinaba su cuello todavía vigoroso, erizado de barba castaña y canosa, con arrugas y una arteria latiendo en un costado. Percibía lo frágil que es la carne, con que facilidad se podía venir todo abajo. Los años se deslizaron silenciosos, transcurrieron de manera inadvertida. Los engañaba la repetición de los mismos rituales. Eso embotaba su discernimiento, como ver nuestra cara en el espejo todas las mañanas. Como esas nubes que, captadas brevemente, aparentan estar inmóviles o las agujas del reloj que, a simple vista, parecen quietas. No obstante, en algún momento, ella dejó de usar anteojos cuando estaban juntos. Por una parte, para no distinguir con claridad el progreso de las arrugas de Guillermo y, de paso, para exhibir sus ojos.

Alrededor del décimo año de la relación, el marido de Isabel experimentó un ataque de celos más grave que los habituales. Por períodos sospechaba de ella. La acusaba de que la nena no era hija suya, eso lo ponía muy violento. Aunque no contaba con nada sólido en que apoyarse, lo deducía con facilidad: había sido tan desagradable y la había tratado tan mal que era imposible que ella no tuviera amantes. Esto mismo era luego motivo suficiente para nuevos accesos de brutalidad. Los acontecimientos se precipitaron por una serie de hechos fortuitos, sin conexión entre sí. Un amigo le llevó su alianza a la joyería para que el marido de Isabel la examinara. Le provocaba un eczema en el dedo y alguien le había asegurado que el oro no causa alergias. Quería saber si su anillo era de oro auténtico. El gordo lo analizó y le dijo que se trataba de oro bajo de ley. El amigo interpretó que era oro falso, escoria. Recibió la noticia muy mal,

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como si un médico le hubiera comunicado un diagnóstico de cáncer. El anillo era para él un símbolo de su matrimonio. "Nunca anduvimos bien", dijo con la cara iluminada por una brusca revelación. Parecía haber encontrado la respuesta a una pregunta muchas veces esbozada. Durante años había intuido que algo fallaba en su pareja y ahora lo invadía una certeza que lo explicaba todo, sentía que la habían construido sobre bases falsas. La depresión del amigo impresionó con fuerza al marido de Isabel. Como sucede con frecuencia, recibían llamadas telefónicas que se cortaban apenas levantaban el tubo para atender. Eran tan comunes que ya ni siquiera hacían los consabidos chistes acerca de supuestos amantes. Una llamada fue una broma intencional. El gordo atendió y una voz femenina le preguntó: "¿Sabe dónde está su mujer ahora?". Estaban cenando juntos, ella lo miró con un gesto de interrogación, sentada en su lugar en la mesa. El se acercó y de una bofetada la tiró al suelo. La encerró en el cuarto. A Isabel, el temor y la ira le duraron semanas. El marido le dijo que había contratado un detective para seguirla y que uno de sus amigos policías había conseguido una orden para interceptar el teléfono. Como en una reacción en cadena, Isabel, furiosa por tantas agresiones y prisionera, sin poder ver a Guillermo, comenzó a llamar a Claudia. En las primeras llamadas sólo cortaba, le gustaba escucharla decir "¡Hola!, ¡hola!", molesta, irritada, exasperada. Después la empezó a insultar, sobre todo le decía cornuda, pero también frígida, tuerta, senil. Al final le pedía que se separara de Guillermo, que él no la quería, le exigía que lo dejara en libertad. Claudia nunca respondía, al principio cortaba rápido para no dejar entrar esas palabras a su casa, pero algo siempre se filtraba. Más tarde no podía dejar de escuchar, sobre todo porque Isabel hacía comentarios sobre hechos ciertos: "Le queda muy bien el traje gris, lo rejuvenece" o "Quelita no cocines más `cordero a la menta', es muy fino pero a él después lo mata la acidez,

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cuidámelo más por favor" o "¿Así que el nene menor les está robando plata de la caja fuerte?". Terriblemente contenida, Claudia jamás le contó nada de los llamados a Guillermo. De esta manera, él iba con toda inocencia de su casa al departamento llevando nueva información de la vida en común con su esposa, sin sospechar que ambas hablaban dos o tres veces por día. Claudia pensó que lo mejor era pelear para reconquistar a su marido. Lo consideraba un vividor, siempre supuso que le era infiel, pero no le importaba, de ninguna manera se lo iba a dejar a la otra. Seguía flaca pero la piel le colgaba fláccida de los brazos y costados del cuerpo. Se hizo cirugía estética, en la cara, los pechos y las nalgas. El posoperatorio fue doloroso. Conociendo a Guillermo, temía que el esfuerzo no valiera la pena. Estuvo triste durante semanas; al final no quedó bien, las cicatrices de los pechos adquirieron un color encarnado y vinoso, estaban sobreelevadas, aunque usó infinidad de pomadas se le formaron queloides. "Nunca me pasa", se disculpó el cirujano plástico, pero no pudo reparar la piel arruinada. Claudia no se ofendió tanto cuando Isabel le hizo escuchar la grabación de una relación sexual, como cuando le contó que a Guillermo las cicatrices le daban asco. Quizás el intento de degollar a su marido fue el momento más real de la relación. Claudia lo esperó detrás de la puerta de su oficina en la peletería, parada, en equilibrio inestable, sobre una silla baja de asiento de paja trenzada. Sostenía en su mano derecha una cuchilla casera, fabricada con un fleje de metal muy afilado que se hallaba cubierto de bandas de goma negra en el extremo que correspondía al mango. (Era la cuchilla de descarnar de un empleado viejo e industrioso que no soportaba desperdiciar su tiempo de trabajo ni los restos de materia que circulaban por la curtiembre.) El instrumento se parecía a las armas blancas de los presos. Apenas lo vio, Claudia supo que no lo podría matar, de todas formas lo atacó, con la

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obsesión de marcarlo como las operaciones la habían marcado a ella. Forcejearon hasta que Guillermo pudo desarmarla. Quedaron grabadas para la historia de la pareja las palabras que el hombre repitió, sin cesar, entre lágrimas: "Al final soy justo lo que no quise ser". Durante varios meses, Guillermo no vio a Isabel, estaba auténticamente arrepentido. Las llamadas no cesaron pero, para alivio de Claudia, no contenían información actualizada. Sin embargo, al tiempo, él retomó los encuentros, no pudo evitarlo. Le pidió a Isabel que continuara llamando de la misma forma para que su esposa no sospechara.

Hacia el undécimo año Claudia sufrió un infarto y murió. En la hora de su muerte Isabel y Guillermo estaban juntos en el departamento en medio de una relación. A partir de ese momento él dejó de verla definitivamente. Cuando Isabel supo del fallecimiento se alegró, tenía expectativas de que al fin se realizaría la promesa de estar juntos que habían cultivado durante tantos años. No pudo entender por qué motivo él evitaba encontrarse con ella. Lo acechaba a la salida de la peletería y en su casa, le tocaba el timbre, lo llamaba varias veces por día. El le daba explicaciones poco convincentes. Hablaba de los hijos, del remordimiento, de daños causados. Ella creía que ya estaba con otra mujer, tal vez más joven. Luego de un tiempo desistió, ofendida, cansada. "Lo que no logró en vida lo logra con su muerte", machacaba con amargura, "con su muerte nos separa."

El guardaba el ojo de vidrio de su mujer en el bolsillo del pantalón, entre monedas, llaves y

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pelusas. Nunca pudo tirarlo. Se lo quitaron el día de su internación en terapia intensiva. Tuvo una hemorragia cerebral a los cuatro meses de la muerte de su esposa. Lo enterraron en la misma tumba, encima de Claudia. Estarían juntos para siempre. A Isabel nadie le avisó, se enteró por las necrológicas.

Plaisir d'amour

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"I was sick -sick unto death with that long agony;..."

The

pit

and

the

pendulum

Edgar Allan Poe

Era el cuarto día de mi adaptación a las lentes de contacto -me tocaba dejármelas puestas

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seis horas seguidas-, estaba de un humor sorprendentemente equilibrado, casi ecuánime, considerando la pena que arrastraba. Mi mujer me había abandonado. Con la excusa de visitar a sus padres, había viajado a Paraguay y desde hacía diez meses que no tenía noticias de ella. Tampoco contestaba mis cartas: sin dinero, yo ya no le interesaba. Tratando de recuperar una figura más seductora, decidí cambiar los anteojos por lentes de contacto. El permanente lagrimeo causado por la irritación de mis córneas, le daba un brillo fascinante a mi mirada y aumentaba su embrujo; sin embargo, cuando me estudiaba en el espejo, no podía dejar de notar -auxiliado por los restos de mi sentido crítico- que, con las lentes, mis ojos adoptaban una curiosa apariencia de huevos. En el último tiempo trabajaba poco los lunes. Si alguien me hubiera preguntado -nadie me lo preguntaba- le habría contestado que lo hacía para no empezar deprimido la semana. En realidad, llevaba muy pocos casos. Mi desgracia había empezado a causa del escándalo de las estafas al Estado por el asunto de los accidentes ferroviarios. Cuando se descubrió la complicidad entre los peritos médicos, los abogados defensores y los jueces, estos últimos atemorizados- abandonaron la costumbre de fijar montos descomunales para resarcir a las víctimas lesionadas. Los reemplazaron por tímidas indemnizaciones sobre las cuales regulaban mis honorarios. Antes, estas demandas constituían mi mejor ingreso, ahora apenas ganaba para solventar los gastos fijos. Intentaba escribir. De esta manera esperaba aprovechar el tiempo libre. Era un viejo sueño de mi adolescencia, postergado indefinidamente por mis aspiraciones económicas. Esa mañana había emergido de la boca del subte y, mientras caminaba hacia mi estudio, iba repasando de memoria un cuento. Recurría a la táctica de tener listo el arranque de mi trabajo antes de sentarme frente a la computadora. No tanto por el temor a la página en blanco, sino porque de

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otra manera la depresión me conducía a correr un programa de videogame y quedarme idiotizado durante horas. Recreaba en mi mente un relato titulado "Melancolía de los telépatas verdaderos". En el comienzo, a modo de epígrafe, citaba un comentario de Borges. (De "El primer Wells", Otras inquisiciones). El poeta señalaba un padecimiento particular del hombre invisible, decía: "...El acosado hombre invisible que tiene que dormir como con los ojos abiertos porque sus párpados no excluyen la luz es nuestra soledad y nuestro terror...". Era una situación parecida a la de aquella vieja película, protagonizada por Ray Milland, que trataba de un hombre con vista de rayos equis. Tampoco sus párpados lo defendían, su drama era verlo todo. Su mirada atravesaba paredes y cuerpos, ninguna opacidad la detenía; observaba los esqueletos y las intenciones humanas en una endoscopía feroz que terminaba enloqueciéndolo. Con mis telépatas sucedía algo similar, no poseían filtros mentales que los protegieran del dolor, los torturaba penetrar todo. Sentían con absoluta exactitud el sufrimiento de los otros. Experimentaban la agonía del moribundo, los dolores de las enfermedades malignas, el padecimiento crónico de la mujer insatisfecha, la tristeza del novio abandonado, el pesar insoportable de los padres que perdieron a un hijo. Acaso nuestra ineptitud para ponernos en el lugar del otro es nuestra mejor defensa. Los telépatas no necesitaban imaginarse los sentimientos, todo los conmovía en forma directa. Sufrían de una sobredosis de verdad. Me figuraba que mis personajes buscaban embotar al máximo su percepción: evitaban las ciudades y vivían narcotizados con opiáceos. No aguantaban anticipar con tanto detalle sus propios destinos mortales. Deducía que pocos telépatas verdaderos alcanzaban la adultez: los mataba darse cuenta de

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que sus padres no los amaban por completo. Apenas comenzaban a entender el lenguaje, escuchaban los pensamientos, sin poder distinguirlos de las palabras pronunciadas en voz alta. Inutilizado el recurso de las mentiras piadosas, sufrían constantes ofensas. Conocían a la perfección los sentimientos de sus madres, los golpeaba comprenderlas de manera plena. Las invadían, violaban su intimidad mental, descubrían emociones de rechazo que ellas no conseguían ocultar. Luego, la tristeza les cerraba la garganta, perdían el apetito; deshidratados, morían con cuadros depresivos agudos en el Hospital de Niños o a los tres años ya consumaban sus primeros intentos de suicidio. Algunos afirmaban que eran grandes amantes porque adivinaban lo que su pareja deseaba sin que precisara formularlo en palabras. Otros sostenían exactamente lo contrario, decían que no podían concentrarse, aturdidos por el estruendo mental de su compañero al borde del goce. Los perturbaban miles de pensamientos ajenos, ideas distraídas de la madeja de hilos que ocupa nuestra inteligencia, ruidos parásitos, suciedad de la comunicación. Aquella mañana me entretenía devanando esas imágenes mientras caminaba hasta mi estudio. Apenas entré vi que la lucecita roja del contestador automático guiñaba señalando siete llamados. Seguramente los había recibido durante el fin de semana. Antes de oírlos traté de moderar mis esperanzas. Extrañaba mucho a mi mujer, necesitaba nuevos clientes, pero desconfiaba de los mensajes acumulados los sábados y domingos: por lo general solían ser números equivocados. En el primero se oía un fragmento -mi cinta de entrada de mensajes está programada para un minuto de grabación- de una audición de radio. Hablaban de "Los redonditos de ricota", sobre el fondo de una cortina musical, una voz decía: "Todo preso es político". Otro locutor exclamaba: "Clásico de clásicos", se escuchaba el comienzo de un tema de rock -me pregunté

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si sería de Joe Cocker-. Luego cambiaban la cortina musical. Una voz de mujer anunciaba: "Informaciones de FM Continental. El Ministro del Interior, José Luis Manzano, anticipó hoy que la provincia de Río Negro podría contar con dos zonas francas...". En este punto, el contestador interrumpía el mensaje con un pitido prolongado. El segundo era parte de un monólogo del cómico Luis Landriscina. Hablaba del machismo y la irascibilidad de los argentinos y de los italianos. "Somos como ellos: leche hervida -decía tratando de imitar su acento y consiguiendo un dudoso resultado ítalo-chaqueño-. Y como ellos, somos capaces de salirnos de los carriles... pero tenemos grandeza para reconocerlo: `Se me fue la mano, no sabía lo que decía', y si el otro tiene grandeza dice: `Está bien, ya pasó...'. Y esto ocurrió en Italia entre dos italianos, enojados, hermano, como..." En esa palabra se cortaba el segundo mensaje. En el tercer mensaje, la voz de un adolescente explicaba: "Yo fui el que hizo los dos llamados anteriores..., que usted escuchó anteriormente. Quería decirle que contienen una clave que usted deberá descifrar porque corre riesgo su vida y no quiero dar mi nombre porque tengo miedo de que corra peligro también la mía. Por cualquier cosa puede llamarme al 123-4567 y preguntar por Milena porque seguramente yo no voy a estar, muchas gracias, señor gracias". El resto de la cinta estaba en blanco. Mientras escuchaba el siseo del avance del casete pensaba en mi condición de desocupado y en mi mujer a quien extrañaba dolorosamente. Nunca nos habíamos entendido. Estaba casado con una chica paraguaya, quince años menor, actriz de teleteatros, hija de un hacendado rural de la zona del río Bermejo. Eramos el uno para el otro: un mutuo y simétrico espejismo. Ella veía en mí a un exitoso profesional porteño, lanzado a un progreso sin caídas. Yo la consideraba hermosa, una especie de india con cara de

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galleta y ojos rasgados, azules como el alcohol metílico (restos de la colonización alemana en el Chaco Paraguayo). En público me lucía con su belleza, apropiada para el papel de esposa del jefe Sioux en alguna película de Hollywood, pero en la intimidad casi no hablábamos; tampoco queríamos tener hijos, ella decía que era demasiado joven, yo que no tenía tiempo. Mi mente retornó a los mensajes. Devoto de Kafka, lo que más me había impresionado de ellos fue el nombre Milena, a quien debía llamar para enterarme -y eventualmente conjurar- de la amenaza de muerte que pesaba sobre mí. Era obvio que se trataba de una broma. Supuse que quien me telefoneó era hermano o amigo de Milena -si ella existía-. Esperaban que yo me comunicara y le contara todo esto a la chica, quien a su vez pensaría que era una nueva broma telefónica y así sucesivamente. Una cadena de estúpidas burlas y malentendidos. Creo que en cualquier otro momento no hubiera llamado, me habría parecido un gesto patético, pero en esos tiempos ésa era justamente mi condición. Además, sabemos a qué extraordinarios actos de inmadurez somos capaces de llegar cuando suponemos que nadie nos está mirando. También pesaba sobre mí una superstición: razonaba -sólo buscaba justificarmeque por ser interlocutor de una Milena, por algún artificio mágico, lograría convertirme en un Kafka. (Con mucho tiempo libre y atormentado por los deseos uno se vuelve realmente imbécil). En mi vasta e inútil biblioteca albergaba un ejemplar de Cartas a Milena, de Franz Kafka. En la contratapa decía que Milena Jesenska había sido traductora al checo de las primeras obras cortas del escritor. El editor describía la historia de amor epistolar entre ambos como "una orgía de desolación, bienaventuranza, autodesgarramiento y autohumillación". Estos argumentos bastaron para convencerme de no leer jamás ese libro. En la página doceava del prólogo informaba que Milena había muerto en el campo de concentración nazi de

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Ravensbrück, el 17 de mayo de 1944. Recuerdo que antes de decidirme a llamar, pasó por mi mente un desenlace horrible -y muy literario- para esta aventura: que la tal Milena existiera y comenzáramos a salir. Luego, algún novio, marido, padre o ella misma me mataría -por celos, por loca maldad, quizás por accidente-, cumpliendo de esta manera con la profecía telefónica. Llamé. Mientras esperaba que levantaran el auricular, se me ocurrió que acaso ya estaba muerto. Quizás mi mujer no se había ido, tal vez era yo quien me desvanecía por etapas. Perdiendo esposa, trabajo, posición social. Me atendió una mujer adulta. Cuando pregunté por Milena sentí el endurecimiento de la voz de la señora; me figuré a una madre protegiendo la castidad de su hija de supuestos predadores sexuales. La mujer me lo confirmó: -Milena no está, habla la mamá. Las mamás siempre reafirman su autoridad ante los más jóvenes refiriéndose a sí mismas en tercera persona. Tartamudeé algunas incoherencias -no me había tomado la molestia de inventar excusas para explicar mi llamado-. Dije que no era urgente ni importante y corté. Mientras hablaba, me causó miedo oír como ruido de fondo, fortísimos gruñidos, ladridos y aullidos de un gran número de perros. Sonaba como una pelea o una cacería. La mujer los chistaba y gritaba órdenes en alemán para hacerlos callar. Volví a intentarlo al día siguiente. Me atendió una voz de muchacha, de nuevo se oían los ladridos. Era como si me hubiera comunicado con el Instituto Pasteur y los perros rabiosos anduvieran sueltos. Mantuvimos el siguiente diálogo: -Buenos días, ¿está Milena? -Ella habla.

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-Vos no me conocés. Ayer recibí un mensaje raro, donde me avisan que corre peligro mi vida y que tengo que descifrar partes de audiciones de radio para entender no sé que cosa. -Sí -dijo Milena con una rapidez que me preocupó. Si tomaba tan en serio lo que yo le contaba quizás se debía a que no era sólo una broma telefónica-, es mejor que nos veamos personalmente y te lo explico -concluyó. Nos citamos en un bar de Libertad y Lavalle a las dos de la tarde. Ella propuso el lugar, como si supiera que mi estudio quedaba a una cuadra. Dijo que la reconocería porque iría vestida con un pulóver negro y un jean con un agujero sobre las nalgas. La identifiqué con facilidad. Era una chica de piel blanca y pelo castaño, pecosa, con un eslavo y prominente labio inferior, el suéter ajustado le marcaba los pechos. Empecé a relatarle con ansiedad el contenido de los tres mensajes. Mientras hablábamos, Milena me tocaba las rodillas por debajo de la mesa; ponía mi pierna entre las suyas, la apretaba y la frotaba con los muslos. Entre tanto, continuábamos la charla con toda naturalidad, como si nuestras piernas no nos pertenecieran. Yo estaba desconcertado, ella era muy joven. Me escuchaba con una semisonrisa desdeñosa, al fin preguntó: -¿Quién te dio mi número? Insistí en mi versión. Milena me estudiaba de costado, con una mueca burlona dibujada en los labios, dejaba en claro que no podía creer una historia tan absurda. Dio por terminado el tema comentando: -Ya lo voy a averiguar, igual no importa. De repente parecía apurada, me pidió que fuéramos a un sitio más cómodo. Pagué y salimos. Afuera, me agarró del brazo, me lo apretaba entre los dedos.

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-¿Hacés "fierros"? -preguntó Milena sin verdadera curiosidad-. Te mantenés muy bien para tu edad. Vamos a un lugar tranquilo -insistió-. No me gusta andar por la calle. Yo había planeado invitarla a mi estudio, con el pretexto de que oyera el último mensaje para ver si reconocía la voz del chico. Aunque ya no era necesario, de todos modos se lo dije, tal vez arrastrado de manera inercial por mi costumbre de argumentar. Milena sonrió con ironía: no hacía falta que inventara nada, ella me estaba llevando. No aceptó el café ni el whisky. Se sentó en mi viejo sofá Chesterfield (al cual le faltaban la mitad de los capitones y cuyo cuero cuarteado en las buenas épocas había sido de color ciruela) y dando palmaditas con la mano sobre un almohadón, me indicó que me acomodara al lado de ella. Pasó muy poco tiempo entre ese momento y el siguiente, cuando ya estábamos desnudos y abrazados. Mientras duró la relación sentí que me ahogaba, levantaba la cabeza como un buzo que emerge para buscar aire. Sus pechos estaban totalmente mojados, era como meter la nariz entre trapos húmedos. Milena me atraía con una fuerza enorme, me apretaba la espalda y me clavaba las uñas (hasta tal punto que después encontré en mi camisa largas líneas de sangre, como delicados latigazos). Su cuerpo poseía la cualidad potente y gomosa que uno le atribuye a los tentáculos de un pulpo. Estábamos magnetizados por una agitación pegajosa que me enloquecía; nunca había tenido una relación sexual tan exasperante. Agotados, nos quedamos dormidos. Desperté en la luz fatigada del crepúsculo con el brazo entumecido, atravesado por pinchazos y hormigueos. Cuando la ví me produjo desagrado. Espuma de saliva seca blanqueaba la comisura de sus labios, tenía la cara hinchada y surcada de arrugas rojizas. Apenas la toqué se despabiló. Fue un movimiento tan veloz que me causó una impresión siniestra: como si hubiera estado despierta espiándome. Cuando se restregó los ojos, me asqueó descubrir restos de mi piel sobresaliendo del borde de sus uñas.

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Imperiosamente quise deshacerme de ella. Por desgracia, Milena no tenía los mismos planes. Se incorporó, me tomó la cara entre las manos y me plantó un beso en la boca. Me preguntó alegremente dónde podía hacer café. La inesperada ternura de su actitud debilitó en parte mis propósitos. Comencé a decirle que debíamos irnos de allí, que yo estaba invitado a una cena de trabajo a las nueve y todavía no me había cambiado. Pero ella insistió en quedarse, mis excusas no le resultaban convincentes. Mientras bebíamos el café, Milena me acarició con expresión cariñosa y yo le correspondí. Estaba demasiado cansado de mi soledad. Repetimos todas las escenas de la tarde. Profundizó con sus uñas las heridas de mi espalda. Después pretendió acompañarme a mi casa -mi éxito como seductor empezaba a alarmarme-, le dije que era casado. No se inmutó por ello, solamente dijo: -Ah... Por el espejo retrovisor del taxi, observé que detenía otro taxi y me seguía.

En los próximos días Milena me llamaba al estudio a toda hora. Supuse que había copiado mi número de teléfono del disco del aparato. Accedí a nuevos encuentros y volvió a rasguñarme con saña. No había modo de impedírselo, yo le sujetaba los brazos por los codos o las muñecas, pero en algún punto -no entiendo cómo lo lograba- conseguía liberarse y alcanzaba mi espalda: durante el orgasmo, me arrancaba las cintas adhesivas y las gasas y me enterraba las uñas. Yo quedaba exánime. Milena me contemplaba impasible con sus ojos de muñeca, azules y duros, y sus labios salientes como el pico de un pato. Las despedidas eran una lucha. A pesar de todo, algo de ella me fascinaba de manera irresistible. No tenía voluntad para oponerme. Suponía que me excitaba su cuerpo y que, antes de cada nuevo encuentro, la anticipación del placer me hacía olvidar lo mal que había terminado el anterior. En verdad, no sabía por qué

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volvía a estar con ella. En una de sus visitas me enseñó su colección de botones y peinetas de galalita. Me explicó que era un material elaborado con suero de leche y formaldehído, que en una época se usaba en reemplazo del asta de ciervo. Esos botones fabricados con leche me produjeron repulsión. Recordaba los mensajes telefónicos y mi idea de que la muerte podía aparecer, justamente, causada por ellos. Cuando los escuché por primera vez no les concedí importancia pero ahora, la presencia de Milena les otorgaba realidad; me impedía olvidar la advertencia que contenían. Ya no los podía interpretar como una simple broma, ella era verdadera y había entrado en mi vida a través de esos mensajes. El jueves de esa semana caí enfermo. Tenía fiebre, temblores, los pies helados, vómitos y dolor de cabeza. A la noche transpiraba y eso me concedía cierto alivio. Las heridas de mi espalda supuraban, debía dormir boca abajo. Mi médico me dijo que se habían infectado. Me conocía desde hacía tiempo. -Por la fiebre parece que tuvieras malaria -dijo y, sin darme tiempo para jugar con la palabra, riéndose, aunque pude percibir en su voz un tono de preocupación, agregó-: Vos andás con un "gato", pero con un gato de verdad. Me prescribió antibióticos y febrífugos. Cuando salía de su consultorio se puso paternal: -La mujer que te hizo esto está loca... cuidate. Dos días más tarde mi madre me llamó de urgencia en medio de la noche. Mi papá sufría del corazón, tenía un nuevo episodio de arritmia. Debíamos llevarlo a la Unidad Coronaria del Sanatorio Güemes. Estábamos tan habituados a estas emergencias que ya no nos alarmábamos demasiado. De todas maneras éramos conscientes de que existía riesgo para su vida. Después de internarlo, caminaba yo por el pasillo del sanatorio, pateando distraído un

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carozo de limón sobre el piso de las losas de mármol negro. Observaba al exterminador de plagas rociar los zócalos con veneno contra las cucarachas. (Sobre la espalda cargaba el compresor de latón de su soplete; el aparato emitía un sonido parecido al rebuzno de un burro, cuando el hombre bombeaba para darle aire para fumigar.) Vagaba con la ropa de mi padre en una bolsa de nailon, apenado porque tal vez tuvieran que inyectarle potasio por vena y eso le dolía -decía que le quemaba-, cuando apareció el Ministro del Interior, José Luis Manzano. Abrió la puerta y salió de la sala de Unidad Coronaria; lo acompañaba una mujer de alrededor de sesenta años, seguramente su madre: eran idénticos. Se reunieron con un grupo de tres hombres trajeados que hablaban por teléfonos celulares. El ministro estaba vestido de manera sencilla pero a la moda: jeans, remera gris aluminio y alpargatas chinas. Su vestimenta contrastaba con la formalidad de sus guardaespaldas o secretarios. Estas ropas, inesperadas en un ministro, le otorgaban verosimilitud al extraño encuentro de madrugada en el sanatorio. Al día siguiente, llegó mi hermano de Azul donde trabaja como ingeniero agrónomo. Sacó entradas para un recital de "Los redonditos de ricota". Las coincidencias con el contenido de los mensajes empezaron a inquietarme. Dejé de atender las llamadas de Milena cuando me crucé en un semáforo con Luis Landriscina. Yo lo miraba con gesto de confusión, el humorista sonrió. No supe si interpretar su sonrisa como una muestra de simpatía o de burla ante mi cara de perplejidad; sonreía como si supiera. Recordé a un viejo amigo que se había radicado en España. En una oportunidad soportó una serie siniestra que casi lo enloquece. Era viajante de comercio y durante un período todos sus nuevos clientes se llamaban Eduardo. Fueron catorce "Eduardos" en el lapso de un mes, en ocho pueblos distintos de la provincia de Buenos Aires. Esa noche me dormí aterrorizado. Soñé que Milena entraba a mi casa con una bolsa

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plástica, de las que se venden en las estaciones de servicio como bidón; estaba llena de nafta. En mi sueño ella era albina, sonreía con ojitos rojos de ratita blanca, parecía salida de un dibujo animado. Me rociaba la espalda con nafta. El combustible se enfriaba sobre mi piel lastimada, Milena soplaba para aliviar mi ardor como cuando se desinfecta una herida con alcohol. Ese frío engañoso terminó cuando ella anunció: -Ya sabés como es esto..., una huele nafta y no puede evitar prender un fósforo. Me desperté gritando, fui a la cocina y tuve que tomar gran cantidad de agua antes de poder servirme un whisky. Bajo la luz de los tubos fluorescentes, me puse a escribir todo lo que había sucedido hasta ese momento. Me impulsaba la idea de establecer una crónica de los hechos para facilitar su comprensión y, de paso, -mi acostumbrado sentido productivocomponer un cuento. Lo que antecede -lo que han leído hasta ahora-, con mínimas correcciones, lo consigné aquella noche. Al hacerlo no entendí nada nuevo pero al menos, después de la catarsis, me calmé como para poder dormir. Me prometí no volver a ver a Milena nunca más. Me pareció que la mejor manera de ahuyentarla era inventar alguna enfermedad infecciosa horrible. Se me ocurrió la hepatitis, la mononucleosis y al fin decidí que la mejor era la vieja y siempre eficaz sífilis. Llamé a Milena para que se hiciera los análisis. Esta vez el sonido de fondo de la línea era el de un natatorio cubierto. Resultaba fácil imaginarse los azulejos mojados por el vapor, se escuchaba el retumbar de los gritos, la resonancia de la masa de agua me producía un raro aturdimiento. No sabía qué síntomas provoca la sífilis, por si acaso le dije que orinaba con sangre. Pero esto no bastó para alejarla, casi al contrario, la unió más a mí. Ni siquiera me lo reprochó. Mientras esperaba los resultados del laboratorio ella no veía mayor inconveniente en

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continuar nuestras relaciones usando preservativo. "Aparte, igual ya estamos enfermos", decía. Me arrepentí de no haberme atribuido -por un temor supersticioso- directamente un sida. En esos días me llamaron de una medidora de audiencia. Me preguntaron si escuchaba un programa de FM continental. Antes de volver a Azul mi hermano me regaló el disco "Retrato de Joe Cocker". Lo habíamos escuchado sin pausa en un veraneo en Villa Gesell, doce años atrás. En esa época ambos éramos jóvenes y solteros. Habíamos pasado muy buenos momentos juntos. El primer tema del disco era "Una ayudita de mis amigos". Pensé en contarle todo a mi hermano, pero me pareció inútil, no hablábamos desde hacía tiempo. Mi mujer adolescente y paraguaya y sus hijos y trabajos en el campo nos habían alejado. Me di cuenta de que no tenía amigos en condiciones de entender lo que me pasaba. Entre tanto, todas las mañanas antes de entrar a mi estudio, tropezaba con Milena apostada en los bancos de la plaza Lavalle. Seguía insistiendo en que nos viéramos. Si me negaba, Milena me amenazaba con contarle todo a sus padres, otras veces decía que sus hermanos me iban a matar apenas se enteraran de lo que yo le había hecho. Abuso sexual y contagio de enfermedad venérea, nada menos. Conocedora de la índole legal de mi pensamiento, me aterrorizaba recordándome que ella era una menor. Me preguntaba si conocía la diferencia entre estupro y violación con consentimiento. El jueves siguiente -increíblemente sólo habían pasado diez días desde que la había llamado por primera vez-, encontré la palabra "PUTO" escrita con algún objeto punzante -una aguja o una llave- sobre la puerta de mi estudio. Me consideré afortunado por no tener socios ante quienes dar explicaciones. Imaginé que un grupo de jóvenes punk, amigos de Milena, me asaltaba de noche cuando volvía a mi casa. Vestían gruesas camperas negras de cuero de oveja con tachas; iban armados con cadenas, navajas y puños de metal.

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Seguían pasando cosas horribles o yo estaba muy sensible a ellas y las advertía en particular. Cierta mañana viajaba en colectivo, evaluando seriamente en la posibilidad de alquilar otro despacho o tomarme vacaciones (de todas formas, con la cantidad de trabajo que recibía no tendría que lamentarme demasiado por el lucro cesante), cuando observé que una gorda descomunal -calculé que pesaba más de ciento veinte kilos- se sentaba encima de una nena ciega, de alrededor de diez o doce años ubicada en el primer asiento. La mujer no entendía razones ni aceptaba que la chica fuera ciega, decía que el primer asiento le correspondía y estaba rabiosa porque la nena no se lo había cedido espontáneamente. "Mocosa de porquería", se desahogaba con los dientes apretados, mientras acomodaba sus gigantescas nalgas aplastando el cuerpo de la chica. Algunos pasajeros intentaban sacarla del lugar forcejeaban con ella, pero la mujer no se movía, se aferraba al asiento y al pasamanos. La nena lloraba oprimida bajo su peso. Mis pesadillas continuaron. Temía el momento de acostarme. Suponía que si tomaba somníferos el efecto resultaría peor, el sueño profundo me atraparía en un encierro del cual tardaría en salir. Soñaba constantemente con grupos de asesinos que filmaban sus propios crímenes. Me aterraba que me observaran y yo no pudiera verles los rostros ocultos detrás de las cámaras. En ese tiempo, tal vez para no sentirme tan solo, dejaba la radio prendida toda la noche. En otra pesadilla recurrente, una Milena monstruosamente peluda, me perseguía con un cuchillo de asador pringoso de grasa vacuna. En el sueño, no sentía miedo de que me acuchillase, sólo intentaba evitar que me manchara el traje.

Por esos días me encontré en la calle con Ernesto, un compañero de la secundaria y de algunas materias de la facultad. No se había recibido, trabajaba en la editorial de la familia,

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especializada en libros de Derecho. Su padre había muerto y él había quedado al frente de la empresa. Los negocios no iban bien. Ernesto era bastante soñador y poco aplicado a ganar dinero. Estaba angustiado porque los libros se amarilleaban en el depósito, las hojas se hinchaban por la humedad y los lomos se descolaban. El conjunto olía a engrudo fermentado, alcohol de madera y cuero rancio de zapatos mohosos. "Nadie quiere libros que parezcan viejos aunque estén sin uso, a nadie le gusta lo viejo", me dijo. Siempre estaba imaginando procedimientos de conservación -y momificación- de sus libros. Ese día me preguntó qué opinaba del termosellado. Como en todos nuestros encuentros, la conversación derivó a las mujeres y la literatura. Ernesto no se sentía feliz con su pareja, estaban distanciados, abrumados por cuatro hijos. "Con esta cantidad de hijos y la `malaria' ya soy un proletario completo", decía con su habitual tono quejoso. Siempre parecía atribulado y con aire de desgracia. Yo me lamenté a la par de él, le dije que también estaba con muy poco trabajo. No mencioné el acoso de Milena. El ansia de mujeres de Ernesto era legendaria. Hablar con él en la calle resultaba incómodo, se daba vuelta ante todas y cada una de las chicas que pasaban. Empleaba un criterio de selección extremadamente generoso, más inspirado en la desesperación que en un juicio estético: le gustaban todas. A la mayoría les susurraba piropos aceitosos, tan cerca de sus caras que daba la impresión de que las iba a lamer. Cultivaba un tono secreto, persuasivo y dulzón; hablaba con una voz tan íntima que ellas, tal vez, ni siquiera alcanzaban a oír lo que les decía. -Ultimamente mi esposa está seria como un perro -protestó Ernesto-. ¿Viste que los perros se toman todo en serio? Bueno, ella también. Primero están los chicos y después el trabajo y después... nada más. Todos sus objetivos son sanos y lógicos, no pierde el tiempo conmigo.

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Sabía que Ernesto, a pesar de estar sumido en un estado de permanente excitación con las mujeres, no tenía relaciones sexuales. El sida le causaba pánico pero no quería usar profliláctico. Decía que "con el globito no se siente nada". Siempre hablaba -con cara soñadora- de unas prostitutas de quince años, muy hermosas y baratas, de Misiones, rubias y de ojos celestes. "Por las colonias alemanas que había por allí", me explicaba, como si yo no conociera el tema de sobra. Pero no se animaba a visitarlas. Cuando nos veíamos me hacía preguntas acerca del sida; si se contagiaba por los besos, cuál era el riesgo en un contacto heterosexual y otras por el estilo. Prometió que cuando inventaran la vacuna, se dedicaría a la lujuria más salvaje; pero por ahora prefería mirar películas pornográficas. Solo, muy tarde de noche, cuando su mujer e hijos ya dormían. Veía demasiadas. Tantas, que días atrás pasaban un recital de rock y, en un momento, la imagen de Eric Clapton tocando la guitarra, se le superpuso con el recuerdo de un violento coito entre un negro y una rubia. "Me sale semen por las orejas", dijo alborozado y los dos nos reímos de su infortunio. Le gustaba causar gracia con sus desdichas. -Vos estás bien, te conservás flaco, ya no usás anteojos..., no estás desmantelado como yo -me elogió, buscando la comparación para mortificarse con su propio menosprecio. Comentamos que en los últimos tiempos, las aventuras sexuales eran las únicas factibles. -Son las pocas a nuestro alcance -dije riéndome. -La única épica posible -corroboró él con burlona grandilocuencia. -Sí... bueno, también están la política, el crimen, los negocios. Hay otras formas de riesgo agregué. -Sí -dijo tomando aire-, es la paradoja que no se puede resolver: uno vive como si estuviera castrado para no ser castrado.

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Me contó que había descubierto un argumento de seducción que consideraba infalible. Aunque todavía no había hecho suficientes experiencias "de campo". La anunciaba como una propuesta de diálogo a la que las mujeres normales no se podrían negar. La técnica funcionaba como sigue: se acercaba a una desconocida, en cualquier circunstancia, en la calle o en un bar, y le decía con expresión trágica: "¿Hablamos de lo nuestro?". Lo declamaba con tono de súplica, mirada triste e intensa; con la que -según sus conjeturas- copiaba la cara típica de un novio abandonado. Su intención era tratar el porqué de una ruptura imaginaria. "¿Qué pasó?, ¿por qué no funcionó?". Algunas se reían, divertidas de eso de "hablar de lo nuestro". El argüía que el tiempo, pasado o futuro, no importaba en el amor; tampoco, que la escena de llorar por la separación ocurriera antes de que se conocieran. Sin embargo, a pesar de charlar con ellas, no se las llevaba a la cama. "Lo que ocurre es que yo soy un cazador, una vez que las capturé pierdo el interés", decía adelantándose a supuestas críticas. Yo sabía que no era como él decía; en algún punto se detenía y no podía avanzar más allá. Ernesto esperaba que la mujer tomara la iniciativa, asumiera todo el riesgo del deseo de ambos, que prácticamente lo poseyera.

Después Ernesto cambió de tema. Me contó que su gran pasión de ese momento era Lovecraft. Mantenía correspondencia con la editorial norteamericana Arkham House que publica exclusivamente los textos de Lovecraft y sus seguidores. Despreciaba los argumentos de los relatos, sólo le gustaban los climas. "Los discípulos son medio flojos, pero igual los voy a publicar" -se refería en particular a aquellos que habían escrito después de la muerte de Lovecraft-. Le mandaron obras de todo el grupo. Se dedicaba a leerlos con su precario inglés, con el diccionario a mano. Me confesó que planeaba lanzar una edición pirata con los relatos

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inéditos en castellano.

Esa noche se me ocurrió que para deshacerme de Milena se la tenía que transferir a otro hombre. (Obviamente, pensaba en Ernesto y su proclamada carestía sexual.) Me di cuenta de que algún desdichado, apremiado por quitársela de encima, había dejado mensajes en varios contestadores de Buenos Aires y otro infeliz mordió el anzuelo: ése fui yo. Me recordaba las "cadenas de cartas", que amenazan con las desgracias más atroces a los que no despachan las correspondientes siete cartas (o nueve o veinte según la versión), condenando, de esta forma, a cierto número de amigos a elegir entre las labores epistolares o una mala suerte temible. Sin embargo, dejar mensajes en teléfonos desconocidos me resultaba impracticable, simplemente no podía hacerlo. Por añadidura todo el asunto me parecía tan siniestro que no creía que fuera eficaz ninguna forma de envío directa. Continuando con la costumbre iniciada en mis recientes noches de insomnio -en las que extrañaba la tranquila rutina de mis sufrimientos anteriores, ¡ah, si sólo pudiera volver a ser infeliz como antes!, rogaba-, me dediqué a seguir mi crónica de los hechos. Se me ocurrió incluir el encuentro con Ernesto en el relato. Quizás, de manera mágica, quedara unido a Milena por figurar ambos en la misma historia. O bien, si le daba a leer esta crónica, Ernesto podía tentarse y llamarla en la realidad: en el texto se consignaba su verdadero número de teléfono. Cuando le comenté a Milena mi encuentro con él, sus ojos fulguraron con un brillo de interés que me anudó el estómago de temor. Se mojó los labios con la punta de la lengua, estaba ansiosa como una heroinómana en abstinencia frente a una jeringa cargada. Sentí pena por Ernesto, pero me consolé pensando que era él o yo. Tenía miedo, el mejor de los motivos.

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Además, en verdad, ¿quién iba a hacerle algo malo? ¿Quién creía en estas cuestiones mágicas? Por otra parte, si desoyendo mis consejos y advertencias, él la llamaba, éso corría por su cuenta. Milena me preguntó si conocía algo "singular" de mi amigo. Me llamó la atención la palabra "singular". Me aclaró que debía tratarse de un objeto real. Hablé con Ernesto al día siguiente y le pedí detalles precisos y exclusivos sobre la encomienda que le había remitido la editorial Arkham House. Primero dije que le preparaba una sorpresa, luego, ante su insistencia, le confesé que escribía un cuento y él era uno de los personajes, por eso necesitaba detalles de la máxima verosimilitud. Comprendí que Milena requería algo de su identidad para rastrearlo; le echaría sus perros. Casualmente, Ernesto conservaba la caja, le había dado pena tirarla, uno de sus hijos guardaba en ella su colección de réplicas inglesas de autos en miniatura. Me dijo que había contenido cinco libros, en el correo la encomienda pesó dos kilos con cuatrocientos gramos, el papel de la envoltura era color ocre amostazado, muy grueso, parecía encerado. El logotipo de la editorial era una antigua -y tenebrosa- casa de Nueva Inglaterra dibujada en tinta negra sobre fondo rojo. La exactitud de la descripción configuraba el equivalente en palabras de un objeto real. Ernesto, muy excitado, me manifestó que sentía una terrible curiosidad por leer el cuento. El no sabía que, más que escribir un relato, mi idea era evacuarlo, deshacerme de él. Cualquier palabra dicha a otro es una descarga, supone una catarsis de aquello que ya no podemos -o queremos- retener. Todo relato infecta, contamina a otros con aquello que ya no soportamos en nuestro interior. Mientras él me hablaba, yo inventariaba las cosas que se contagian: la risa, el llanto, el

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bostezo, el fuego. Los sentimientos. La moda como una enfermedad de lo idéntico. El deseo envidioso de poseer lo del otro. Por el relato Ernesto se enteraría de todo. Mis razonamientos, prevenciones y comentarios. Allí admitía mi malvada intención de endosarle a Milena, mi traición a la amistad. Manifestaba opiniones sobre él que de ordinario me hubiera reservado, y también los padecimientos derivados del asedio de esta mujer, versión ninfómana del Diablo. Tendría en su poder la información completa. Por supuesto, le entregué el mismo material que el lector está leyendo ahora. Quizás, de esta manera, esperaba calmar mi conciencia. Pero no dejaba de sentirme culpable, era como ofrecerle comida a un hambriento y a la vez advertirle que está envenenada. La soledad y el deseo pueden ser terribles. Milena actuaba como el espejo de nuestra indigencia, aprovechaba nuestro estado de anhelo insaciable, nuestras interminables apetencias humanas. "Siempre queremos más y más y más", decía mi amigo preocupado. En este punto de la historia le di una copia a Ernesto. Todavía no había llegado al final pero planeaba seguir escribiendo. Sabía que no iba a quedar inconcluso.

Al día siguiente de entregarle el texto, Ernesto me llamó para decirme que le había producido una agradable sensación de miedo, pero no sabía si funcionaría con un lector común, a quien no estuviera explícitamente dirigido. Además no tenía final. Si conseguía imaginar un final convincente él accedería a publicarlo. Yo le aclaré que el cuento era un regalo y -estaba advertido- también un acto de brujería. Le dije que no lo había escrito para darlo a la imprenta. El explotó de risa, tanto que terminó con un ataque de tos. Para Ernesto, todos los escritores le acercábamos nuestros relatos únicamente para que los publicara. En su

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opinión, ninguno escapaba a esta regla. Nos despedimos a las carcajadas, pero reíamos por motivos diferentes. Esa misma tarde, me llamó la madre de Milena para decirme que su hija había sufrido un accidente de moto y estaba internada en el Hospital Argerich. Pensé, aliviado, que la magia había resultado eficaz: me había librado de ella. Pero la mujer, con moroso sadismo, me sacó de mi error. "Mi hijo mayor va a pasar a buscarlo, Milenita quiere verlo." A nadie se le ocurriría que el novio no visitara a la novia gravemente accidentada, ni siquiera a mí mismo. El hermano, como era de presumir, medía un metro noventa y usaba una campera negra de cuero de oveja, tachonada con escudos de aviación. Era tal cual lo había soñado y, seguramente, como en mi sueño, andaría armado de navajas, cadenas, nudillos de metal y amigos violentos. Milena había sufrido varias fracturas, incluso una de cráneo, estaba inconsciente. A pesar de eso, el cariñoso hermano juntó nuestras manos y vigiló que permaneciéramos en amorosa unión. Ella enyesada, en coma profundo, y yo atrapado como una rata. Entraron practicantes o médicos jóvenes, el que los guiaba comentó divertido: -Nuestro servicio es muy tranquilo, el ochenta por ciento de los pacientes está en coma. Me percaté de que nos encontrábamos en la sala de neurocirugía. El médico presentaba el caso de Milena, describía la fractura, hablaba de un hematoma en alguna región del cerebro. La destapó para examinar sus reflejos. Antes nos miró con cara de invitarnos a salir, estuvo a punto de decirlo -yo hubiera aceptado, feliz de que me permitieran irme-, pero algo en la expresión del hermano lo hizo vacilar, casi arrepentirse. -La molesto un minutito... -se disculpó-. Observen el reflejo patelar... -anunció y, en ese instante, antes de que el neurólogo alcanzara a golpearla con su martillito de goma, Milena comenzó a sacudirse como electrocutada. Semejante a un robot descompuesto, agitaba brazos

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y piernas, se abría y cerraba con espasmos de navaja, movía la cabeza en grandes rotaciones, se arañaba la cara con sus uñas mal pintadas, hacía jirones las sábanas desgarrándolas con los dientes y, lo peor, se reía con un chillido loco parecido a los relinchos de festejo de un caballo en celo. Todos nos apartamos espantados, excepto el hermano. -Se está descargando -dijo como al pasar, no parecía preocupado. Al rato Milena se fue calmando. Ahora masticaba a toda velocidad como un conejo; deglutía, mamaba, se lamía los labios... -Después volvemos -dijo el médico desde la puerta y salió presuroso con sus alumnos. -Este lugar es una mierda -dijo el hermano-, ¿viste cómo la tratan? ¿Viste lo que le hicieron? Yo asentí en silencio, con enfáticos cabezazos afirmativos, no quería irritarlo de ninguna manera. En ese momento ambos estábamos de acuerdo: la amábamos y la cuidaríamos a cualquier precio. Acorralado por el pánico, hasta podía experimentar una aceptable y convincente cantidad de sentimiento amoroso. Ella, pobre, estaba desmadejada sobre la cama, respirando con gorgoteos. Pude conmoverme por Milena, aunque me resultaba absurdo sentir pena por el Diablo. Percibí un fuerte olor a orina, el colchón goteaba rítmicamente sobre el piso de mosaicos. Entre tanto, continuaba nuestra conversación. El hermano decidió que había que llevarla a un sanatorio. -Nosotros no lo podemos pagar -me aclaró. Proclamé que vendería mi auto, ya estaba resuelto, nadie lograría hacerme desistir. El me sonrió de costado, mientras se concentraba en hacer trenzas con el larguísimo pelo de Milena, que sobresalía en tirabuzones por debajo del casco de vendas que cubría su cabeza. Me habló con la vista dirigida hacia su labor:

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-Milenita se merece un lugar mejor que éste, la rehabilitación es cara, ella se merece lo mejor -repitió abstraído, mientras enrollaba el pelo en blandos canelones y lo anudaba a los barrotes de la cama metálica. Calculé que había llegado la hora de desaparecer de mi oficina y de mi domicilio; descansar de la profesión durante un tiempo. Un amigo me prestó su casa de fin de semana en una isla del Tigre, me trasladé ese mismo día.

Por supuesto Ernesto eligió, según su deseo, creer en algunos detalles y rechazar otros. Por ejemplo, sé que desdeñó las amenazas que contenían los mensajes -no iban dirigidos a él-, y recibió con felicidad la avidez amatoria de Malena. Al principio no supe cómo entró Malena en su vida. Imaginé que Ernesto la había llamado al número que figuraba en mi relato y no me lo había querido contar por su concepción del pudor viril, como si me hubiera robado la novia -cosa que no debe ocurrir entre amigos-. O quizás por la vergüenza que le causaba lo infantil de su acto. Sin duda esa casa era una cornucopia de la cual fluía una inagotable provisión de mujeres. Yo conjeturaba que, en verdad, se trataba siempre de la misma mujer. Una semana más tarde, recibí un telegrama de Ernesto. No me dijo cómo hizo para localizarme en mi refugio en el Tigre. Lo encontré exaltado, demasiado contento. Me contó que había conocido a una chica, se llamaba Malena, una poeta que le había llevado un libro para que le cotizara una edición de autor. Cuando, influido por mi cuento, Ernesto le preguntó si sabía de alguna Milena, ella le respondió que ése había sido el nombre de una parienta suya. Milena Jesenska, una tía abuela muerta en un campo de concentración nazi en 1944. Yo sonreí, pero Ernesto permaneció

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serio: estaba enamorado. Me la pintó con arrobamiento. Describió una cara blanca y antigua, de labios rojos dibujados y cejas delgadas, con los ojos en cuencas oscuras y húmedas. La piel mantecosa, cremosa, lechosa. Era tímida, en la calle caminaba con los brazos cruzados sobre el pecho. Era distraída, se paraba en el pasillo del edificio a esperar la llegada del ascensor sin haber apretado el botón para llamarlo. Era excepcional, era un encanto. -Con muchas pecas -intenté despabilarlo. -No, no tiene pecas. -Con las uñas larguísimas y te rasguña la espalda en lo mejor del polvo. -No tiene casi uñas, se las come hasta la raíz. Eso me extrañó, quizás realmente no era Milena. -Es un poco gordita, la primera vez nos citamos en un bar que se llama Tánger. Ella repetía danger, peligro; danger, peligro. Me tocaba las rodillas por debajo de la mesa. Vos sabés: "A caballo regalado no se le miran los dientes"... Lo único que me sorprende es que tiene el flujo tan fuerte que quema el profiláctico, es como un ácido. Eso me preocupa. No quiero hijos ni venéreas -terminó sonriente. Nunca había visto a Ernesto tan desaprensivo respecto de las enfermedades. Durante años había cultivado la hipocondría sexual y ahora, de golpe, se deshacía de ella de la manera más expeditiva. Estaba desconocido. En realidad me alegré, pensé que tal vez no pasaba nada malo, lo ocurrido había sido un sueño terrorífico y, acaso, pronto yo podría volver a mi casa y a mi estudio y todo quedaría olvidado. Dos cualidades de lo sucedido facilitarían el olvido, por una parte la naturaleza desagradable de los hechos y, por la otra, la dificultad para clasificarlos y admitirlos en la corriente normal de mi vida. Dejé a Ernesto en ese insólito estado de

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felicidad y volví, esperanzado, a mi vacación forzosa en el Tigre. A los pocos días Ernesto volvió a telegrafiarme, su tono era angustioso. Nos citamos en un bar cercano a mi casa. Yo estaba más animado, a medida que transcurrían los días sentía renacer en mí la confianza. Hasta comencé a hacer planes para acrecentar la clientela de mi estudio. Para consolarme por el miedo que había padecido me repetía: "No hay mal que por bien no venga". Trataba de incluir lo sucedido en un pueril sistema de compensaciones: "Si pasé por algo tan terrible -me decía- las próximas cosas que me ocurran serán buenas". Cuando regresaba a Buenos Aires, un grupo de jóvenes punk subieron a la lancha colectiva en un recreo del río Sarmiento. Entre ellos viajaba el hermano de Milena. Me sonrió casi con afecto, aunque no nos saludamos ni nos dirigimos la palabra. En cierto momento me guiñó un ojo, y comprendí lo que yo significaba para ellos, fue una revelación catastrófica: éramos cómplices, los había ayudado a atrapar a Ernesto. Encontré mi auto en el garage golpeado y rayado, abollado por todos lados, incluido el techo. Hasta habían robado el motor. Era el último castigo. Yo se los debía, se los había prometido. Pero ya no tenía motivo para temerles. Supe que no me iban a molestar más, no era necesario: me remordía la conciencia de manera insoportable. -Me gotea el bicho -dijo Ernesto con tristeza, estaba asustado. Había orinado con sangre, se impresionó tanto que casi se desmaya sobre el inodoro. Me preguntó si conocía a algún médico urólogo-. Debo tener sífilis, -se dijo para tranquilizarse. Me confesó la verdad de cómo había aparecido Malena en su vida. Ni había llamado al número de teléfono de mi relato, ni era poeta, ni se citaron en el bar Tánger. La oficina de administración de su editorial está en un viejo edificio de la zona de Tribunales, en un departamento del tercer piso. En la planta baja del mismo edificio queda el local de ventas, que

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funciona como librería. Ernesto estaba sentado frente a su escritorio, cerca de una ventana que mira al oscuro y mustio pozo de aire y luz. Triste y aburrido, obligado a trabajar sobre papeles con números que no le interesaban; se masturbaba casi distraído, sin entusiasmo, mientras hacía cuentas en la calculadora. De golpe sonó el teléfono y una mujer -Malena- le dijo: -Estoy en el cuarto piso, enfrente. Efectivamente, una mano saludaba entre los pliegues de una cortina con manchas de hollín. -¿Querés que vaya? Así se conocieron. Ella llegó de inmediato, tan rápido que consumaron el coito con la misma erección que Ernesto pensaba destinar a fines menos sociables. -Vino corriendo a sentarse sobre "El pináculo de la fama". Sin duda, eso le gusta -dijo Ernesto con una sonrisa amarga. Para él, este encuentro fue un acto de piedad tan intenso que olvidó sus prevenciones y preservativos-. No tuve miedo, y ahora me gotea el bicho -concluyó. También Ernesto sufría pesadillas. En una de ellas Malena empleaba un idioma incomprensible. -Hablaba en "lengua". O algo así, gutural, como los indios. Después me perseguía con una barra de acero, de las que se usan para levantar pesas. Me quería romper los huesos. En otra pesadilla, Malena era piromaníaca, vagaba por el depósito de la editorial -donde se amarilleaban los libros de Derecho- con un bidón de bencina. En una tercera, Ernesto estaba paralizado, sujeto por una maraña de raíces, ahogado en el barro, mientras un sapo arrastraba hacia él un cuchillo con su mano de cuatro dedos. "Ya no duermo, las pesadillas me dan pánico." Tenía que ayudarlo, yo lo había metido en la trampa. El no me hacía ningún tipo de

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reproche, puedo asegurar que esto me atormentaba aun más. Me rasqué con cuidado las costras de las heridas que marcaban mi espalda, algunas se habían convertido en delgadas cicatrices blancas. Me reponía de mi anemia. Yo adivinaba cómo seguiría esta historia. Si no la deteníamos habría nuevas pesadillas, la sífilis de Ernesto se agravaría, Malena entraría en su casa, conocería a su mujer y a sus hijos. Ernesto suponía que en sus próximas apariciones se revelarían nuevas letras de su nombre o se ordenarían de otra manera. "Siempre comenzaría con la letra `M', que es letra de mala suerte", decía. De Malena a Maligno y de ahí al "Malo", había pocas transformaciones. Sostenía que entre los humanos, se podía contraer o evitar un destino por la diferencia de una letra. -Se va desnudando su nombre. Tal vez todavía no llegó a su máximo grado de maldad. Le dije a Ernesto que la solución era quemar mi manuscrito, su lectura era la puerta de entrada de estas mujeres. De esa forma se rompería el hechizo. Pero él no aceptó, no me lo quiso devolver, temía el resultado inverso: que si lo hacíamos, se quedaría con la Diabla para siempre. Decía que lo único que podía salvarlo era publicar el texto y difundir la plaga. Una manera de diluir la peste. Se basaba en la profunda mentira del dicho: "Mal de muchos, consuelo de tontos". -Es justo al revés -aseguraba-, ya que en la práctica el malestar y el bienestar son, como todas, magnitudes relativas. El refrán corregido debería decir: "Mal de muchos, único consuelo posible". Estaba avanzado el trámite de su nuevo sello editorial para publicar los inéditos del grupo Lovecraft. Incluiría mi texto con un nombre ficticio, como un escritor apócrifo de ese grupo

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de Nueva Inglaterra. Ernesto se reía inventándome una pequeña biografía, yo sería un autor trágico, indigente y neurótico. -Te lo voy a publicar aunque no le diste un final -me reprochaba-. La nueva colección se llamará Arenas Movedizas: cuanto más te movés para salvarte, más te hundís. Algunas tardes acompañé a Ernesto al urólogo. Salía muy transtornado. Debilitado por el dolor, después de una larga instilación uretral. A veces deliraba: -Sólo se la puede matar con un cuchillo de caracol. Hecho con la espiral interna alrededor de la cual se forma la concha calcárea. Se lo debe atornillar en la vagina, cuando está dormida. La espiral da vueltas indefinidamente alrededor de un eje, con cada vuelta se aleja del centro un poco más. Es el único modo de matarla.

Ha llegado el tiempo de los comentarios finales, no por que éste sea el final sino por que ya he anotado todo lo ocurrido hasta el presente. (Continué escribiendo esta crónica hasta el momento de su publicación.) Ernesto me dijo que consignara sólo la verdad acerca de los hechos. Estamos convencidos de que la eficacia de la magia depende de la participación de un alto grado de veracidad. Sabemos que lo relatado es verdadero pero poco verosímil, nadie va a creer que los sucesos son ciertos: ésa es nuestra trampa. La gente se halla desprevenida frente a los libros. Tienen buena opinión de ellos, piensan que leer siempre es provechoso, o por lo menos inocuo. Leer hace mal. Por ahora no tenemos nada más para contar. Los próximos incidentes pasarán de su lado. Suponemos que lectores infectados nos llamarán a la editorial para insultarnos, para llorar o para unirse a nosotros. Reconocemos que una infección es una forma muy descortés de proselitismo.

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INDICE

WALLY, EL ASESINO AGRARIO.........................5

LA ENFERMEDAD CHINA...............................26

EUGENIA CONVERTIDA EN OBRA DE ARTE................45

LA COMPOSICION DEL RELATO.........................55

HASTA QUE LA MUERTE LOS SEPARE....................79

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PLAISIR D'AMOUR...................................92

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