Alain Spinoza Marbot Ediciones PDF

Alain Spinoza marbot ediciones Spinoza Alain Traducción de Maite Serpa m marbot ediciones Título original: Spi

Views 27 Downloads 1 File size 2MB

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Recommend stories

Citation preview

Alain

Spinoza

marbot ediciones

Spinoza

Alain

Traducción de Maite Serpa

m

marbot ediciones

Título original: Spinoza Publicado en francés, en 1996, por Éditions Gallimard, París

Traducción de Maite Serpa Cubierta de Juan Poitevin Lynch

1* Edición junio 2008

Quedan rigurosam ente prohibidas, sin la autorización escrita d e los titulares del copyritgbt, bajo las sanciones establecidas, la reproducáón total o parcial de esta publicación, ni su tratam iento inform ático, ni la transmisión de ninguna form a o p or cualquier m edio, ya sea electrónico, m ecánico, p or fotocop ia, p or registro u otros m edios.

© Éditions Gallimard, 1996 © de la traducción: Maite Serpa © 2007 de todas las ediciones en castellano Marbot Ediciones C/ Pintor Fortuny, 24, 3° 2* 08001 Barcelona Tel. 93 301 42 18 e-mail: [email protected] www.marbotediciones.com

ISBN: 978-84-935744-8-2 Depósito legal: B -l 8.759-2008 Impreso en Gráfiques 92, S.A. Avda. Can Sucarrats, 91 08191 Rubí (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain

Sumario

I. Spinoza ...................................................................... Prefacio............................................................................ La vida y las obras de Spinoza................................... La filosofía de Spinoza Prólogo ............................................................................

9 13 19 23

I. El método reflexivo........................................ II. Sobre dios y el alm a....................................... III. De los sentimientos y las pasiones.............. IV. De la esclavitud del hombre......................... V. De la razón....................................................... VI. De la libertad y la beatitud........................... Epílogo....................................................................... Tabla analítica de materias y de referencias.......

27 43 63 79 89 107 117 119

‘ II. La estela..................................................................... I. El valor moral de la alegría según Spinoza II. El prejuicio de prejuicios.............................. III. La paz................................................................ IV. El gran cristal.................................................. V. Eterno y de escasa duración......................... VI. El Dios y el ídolo............................................ VIL El hombre de piedra...................................... VIII. Lagneau............................................................. IX. Un arte de la imaginación.............................

129 131 139 143 147 151 155 157 161 171

Spinoza

La reimpresión de esta obra escolar me brinda la ocasión de deciros lo que pienso de ella. He tardado en hacerlo, porque no me gusta acordarme de este trabajo ni de la colección Les Philosophes, en la que conocí por prime­ ra vez la explotación de los autores por parte de los directores de colección. Ésta la razón por la que rechacé revisar esta obra cuando cambió de forma. Data de una época en la que escribía como un profesor. Admitida esta reser­ va, no es mala. No he hablado, en H istoire de mes pensées , de aquel tiempo tan sombrío en el que aún no había rechazado nada del antiguo esclavismo. Pero eso atañe a mi vida privada y repito ahora que el único medio que encontré para consolarme fue olvidarlo. De manera que soy un mal juez de esta pequeña obra, como no fuera porque tomando las frases de este libro como ejemplo, una por una, podría escribir una gramática del estilo llano. Y como, por lo demás, no soy spinozista, comprenderéis que este volumen me privara por momentos de la serenidad que ahora me resulta habitual. Permitidme pues que la recupere y olvide completamente este trabajo en equipo y al equipo mismo. Con mis mejores deseos, de todo corazón,

Alain D edicado a M arie M onique M orre-Lam belin O ctubre de 1935

Prefacio Mi intención es corregir aquí lo que siempre me ha pare­ cido abstracto y árido en el pequeño volumen azul que apa­ reció en la colección de Delaplane, Les Philosophes. Duran­ te mucho tiempo me he preguntado por qué no me gustaba ese resumen preciso y ponderado. Me parecía que el tono era del todo ajeno a la asombrosa empresa de Spinoza. Sí, me parecía que traicionaba a ese gran hombre al exponerlo en la mera dimensión del buen sentido. Eso me parecía muy de profesor. La filosofía es en efecto una gran cosa; puede hacerse todo lo que se quiera con ella, excepto algo chato. Sucede lo mismo con la Razón y con la Sabiduría, que con­ sisten sobre todo en un fuego cuya eficacia es importante conservar; pues nada se pierde con mayor facilidad que la vida y la fuerza de las ideas. Comienzo, pues. Es preciso partir de Descartes y llevar esta admirable doctrina hasta Spinoza. Éste es el medio para no caer en la filosofía escolar y para despertar al hombre en el lector. Así pues, dejaos penetrar por el espíritu de las M editaciones, atendiendo sobre todo a lo que pudo asustar al propio Descartes y devolverlo a las matemáticas, cien veces más fáciles, donde igual que en la guerra el coraje es suficiente. Consideraré primero la presencia de Dios, tan evidente en las M editaciones. Imaginad que Descartes se sumerge en un retiro para estar solo, cultivar su propio espí­ ritu y reencontrar el mundo entero y todo el Ser. En primer lugar, Dios, o el Espíritu, es indivisible: lo cual hace que, si

14

PREFACIO

descubrimos un parte de él en nosotros, necesariamente debemos encontrarlo todo; de manera que la actividad de rezar; o de meditar, nos retira de los hombres y de las cosas y nos pone en posesión de nuestra libertad, que es Dios mismo. Semejante conclusión, que Descartes no desarrolló, debía asustarle, como todo lo que brinda al hombre un gran poder. La posición del rey inspira naturalmente mucha des­ confianza. En cada cual está el Espíritu absoluto, el Gran Juez, juez de todos los valores, juez de la opinión, de la majestad, juez de las ceremonias. Un poder semejante invi­ ta enérgicamente al hombre a fundar una religión: «¡Vaya —se dice a sí mismo— otra más!». Esta reflexión sobre sí fue la que animó a Rousseau, y no podía ser de otro modo. Estoy convencido de que Rousseau nunca pudo olvidar el capítulo de El contrato social titulado «El derecho del más fuerte», y de que jamás se lo perdonó. Exactamente del mismo modo, también la moral de Kant, que hacía inútiles tantos razonamientos metafísicos, dio miedo a ese gran filó­ sofo, que rechazó esta grandeza. El penetrante ojo de Descartes había percibido todas estas dificultades. Además, aconsejado por Mersenne, el gran jesuíta, debió arrepentirse de su puesto de soldado, bastante temible ya por sí mismo, y llegar a la Modestia absoluta de la que he encontrado ejemplos en Lagneau y en Lachelier. He aquí que ya hemos avanzado bastante en nuestro cami­ no, al conocer gracias a Descartes que el Espíritu es uno. Ahora bien, también Spinoza leyó a Descartes. Bajo el título de Cogitata Mataphysica había presentado a Descartes en proposiciones matemáticas. Pero Spinoza, por su parte, no tenía el menor miedo de su Espíritu y se entregó a él por com­ pleto, con la admirable ingenuidad de un lector de la Biblia. Si leéis la Biblia no podréis evitar pensar que la única reli­ gión es ésa, y que ése es el único Dios y la única verdad poli-

ALAIN

15

tica. A menudo dije, y lo repito aquí, que quienes han mamado desde pequeños la Biblia tienen una inmensa ven­ taja sobre sus contemporáneos; saben adorar y despreciar; ello explica la persecución continua que, al separarlos de los hombres, los ha obligado a formar la Humanidad. Y tam­ bién explica el odio que aún persiste y que sólo puede cesar mediante el desarrollo de la inmensa idea hebraica, un odio que no puede permanecer, que reclama un resultado y una infinidad de Mesías. ¡Cuántos peligros entraña aún esta glo­ ria! Spinoza aceptó este papel de impío y de paria, porque puso en la balanza los placeres de la amistad y los placeres del amor a Dios y tomó partido por la felicidad, como se observa en la quinta parte de la Ética. Si habéis leído la Biblia, sabéis que allí está el verdadero Dios y la única religión que se ha conocido; de ahí su des­ precio por todas las demás religiones; y de ahí también los odios, como advertí; y ese espantoso aislamiento que se debe a no querer nada, a no amar nada más que el Pensamiento, que nos permite mantenernos en comunica­ ción con Dios. Por eso las piedras lanzadas contra Spinoza vuelven a caer sobre nosotros. Tal es el monasterio moder­ no. Están claras pues las razones para hacerse spinozista; pues también eso está prohibido. El movimiento de mezclar­ se con el pueblo es el movimiento propio de todo Espíritu. Pero el movimiento de retirarse en uno mismo, de negarse, es aún más fuerte. Tal es la situación de un espíritu moder­ no ante la Política, tan detestada como inevitable. Al leer el Tratado político de derecho natural de Spinoza, así como el Tratado teológico-político, encontraréis sin duda todas las condiciones de la República, y sin duda me perdonaréis también que haya considerado a Spinoza como el radical puro. Es asombroso que tanto el jacobino puro como el monje puro se dieran en la persona de Spinoza, tan-

16

PREFACIO

tas veces, y tan en vano, maldita. Queda claro pues para qué puede usarse a Spinoza. No cabe duda de que el poder de este resumen tan sabio, que constituye el contenido de la presente pequeña obra, resulta asombroso. Sí ¿pero qué hay del alma? Encontramos más alma en los perseguidores, en los guerreros, en todos los individuos G loriosos de la Historia, que en el judío estudio­ so que sin embargo acabará llevando por las calles el letrero que Spinoza llevaba para denunciar a todos los tiranos. La cuestión está pues claramente planteada. Pues hay que preferir la justicia y vengar al inocente. Me resulta imposi­ ble no sorprenderme al comprobar cómo la imponente masa de los sacerdotes y de los fieles, en fin, de toda la Iglesia, hace tan a menudo lo contrario y suscribe el esclavismo universal. En alguna ocasión he dicho que la filosofía resultaba muy peligrosa. Por eso ningún hombre fue más refutado que Spinoza. Ningún sistema fue más maldito que ese detestable panteísmo. Falta saber lo que sea tal cosa. Puesto que Dios es uno e indivisible, Dios está presente por todas partes; por lo demás, eso es lo que se enseña. Pero pobre de quien lo enseña. Y el jesuíta eterno nos recuerda que no hay que decirlo. Cuando hayáis considerado lo sufi­ ciente todas estas contradicciones, que libran una guerra en nuestro interior, entonces copiaréis la Ética de cabo a rabo, puesto que es así como debe empezarse si se quiere sentir esta belleza bíblica, modelo de toda grandeza. Después de esto, las muy sabias Proposiciones y los muy prudentes Escolios de la Ética os parecerán grandes y bellos versículos de la nueva religión. Convenceos de que la Gran Reconciliación se hará de este modo y de ningún otro; por el culto de la Humanidad recobrada y por lo que debe lla­ marse el gozoso fanatism o de la Razón. Pensad en el núme­ ro de hombres indignados al ver que es la sinrazón la que

ALAIN

17

reina. Porque en último término es preciso oponerse a ella. No tenemos derecho a abandonar la Razón y la Justicia. A estos abandonos se debe lo que vemos en el presente. Así pues, cada vez que regreséis a Spinoza, perdido todo vuestro coraje y sin ver ya nada en él, refugiaos, como Descartes, en ese vasto mundo e interrogad al espíritu uno e indivisible. Entonces, inevitablemente, recobraréis el espí­ ritu y las fórmulas spinozistas recuperarán su sentido, tanto si os consagráis a la Política, a la Moral o al placer. Entonces os reencontraréis en la Biblia, ante Jehová y ante una sabiduría tan antigua como el mundo. Tal es, pues, el sentido del spinozismo, sentido muy posi­ tivo y muy fácil de comprender, siempre que estemos per­ suadidos de encontrarnos en presencia del Espíritu Universal. Esta convicción os hará soportable el pensamien­ to, y de repente os reconoceréis como hombres, siempre a la luz del axioma: H om o hom ini deus, que es la clave de la futura República y de la igualdad del 48. He dicho igualdad porque no es posible que el hombre carezca de pasiones y porque todo afecto deja de ser una pasión en cuanto nos formamos una idea adecuada de él. He aquí el secreto de la Paz, que en cualquier caso es la Paz del alma, verdad muy ignorada. Por este medio aprenderéis a tomar partido por Spinoza, un partido que evitaréis calificar de judío pero que no por ello lo será menos. Entonces, sin combate, el nazis­ mo, el fascismo y toda suerte de despotismos serán venci­ dos, y la maldad enteramente impotente, tal como efectiva­ mente es (pues no es nada). Éste es el porvenir inminente que encierra este pequeño libro. Alain. 5 de diciembre de 1946

La vida y las obras de Spinoza Baruch Spinoza nació el 24 de noviembre de 1632. Pertenecía a una familia de judíos portugueses. Sus parien­ tes querían hacer de él un rabino: por ello realizó conside­ rables estudios; aprendió hebreo y latín; al mismo tiempo estudió geometría y física. La lectura de las obras de Des­ cartes lo llevó a la filosofía. La vida de Spinoza fue la de un sabio. Para poder pensar con libertad, decidió vivir del trabajo manual, y dedicó una parte de su tiempo a pulir lentes para instrumentos ópticos. El Elector palatino le ofreció una plaza de filosofía en la Universidad de Heidelberg. Spinoza respondió en los siguientes términos: «Ante todo, me digo que debería renunciar a hacer progresar la filosofía, si quiero dedicarme a instruir a los jóvenes. Luego me digo que no sé qué lími­ tes debería poner a esta libertad de pensamiento de que me ' habla, si quiero evitar dar la impresión de amenazar la reli­ gión establecida; pues los cismas no vienen tanto de un amor ardiente por la Religión como de las diversas pasiones que agitan a los hombres y de su gusto por la contradicción, que habitualmente les hacen deformar y pervertir las cosas más claramente expresadas. Y si ya lo he experimentado, aun viviendo solo y aislado, tendría que temerlo mucho más si me elevara a la dignidad que usted me ofrece». Es posible que rechazara también, y sin duda por razones del mismo orden, una pensión que Condé quería que Luis XIV le asig­ nara. Se observará que su vida retirada no había impedido

20

LA VIDA Y LAS OBRAS DE SPINOZA

que su reputación llegara muy lejos. Leibniz, al volver de Inglaterra, le hizo una visita. Uno de los hijos de Witt se jac­ taba de ser su alumno y su amigo. Sabemos por sus biógrafos que era simple y bueno, que vivía austeramente y que, a pesar de su mala salud, era feliz. También sabemos, especialmente por su Tratado teolágicop o lítico , que estaba profundamente vinculado a la República Holandesa y que consideraba que la libertad de conciencia y la libertad política se contaban entre los bienes más preciosos. Como buscaba los principios de la Religión verdadera y pretendía reemplazar la revolución por las luces naturales de la razón, fue acusado de ateísmo. Ése era el único medio de soportar a un hombre que, al referirse a los turcos y a los gentiles, escribía: «Si con sus oraciones a Dios rinden culto a la justicia y al amor al prójimo, me parece que en ellos está el espíritu de Cristo y que están salvados, ¡por más que pudieran creer en Mahoma y en los oráculos!». A las acusa­ ciones de ateísmo respondía simplemente lo siguiente: «Si me conocieran no creerían con tanta ligereza que enseño el ateísmo. Pues los ateos tienen por costumbre perseguir sobre todo los honores y el dinero, cosas que yo desprecio, como saben quienes me conocen». Puede verse que practi­ caba, como prueba de su Religión, una vida simple y frugal, indiferente a todo lo que no fuera la Verdad. Y debe admi­ tirse que, sin esta prueba, las otras no valen nada. ¿Cómo creer que un hombre conoce, comprende y ama a Dios, cuando sigue persiguiendo los honores y el dinero? Nadie puede servir a dos amos. Spinoza murió a los cuarenta y cinco años, el 23 de febrero de 1677, de una enfermedad de pecho que había soportado durante largos años con entereza de espíritu. Había publicado los Principios de la filosofía cartesiana,

AlAIN

21

seguidos de Pensamientos m etafísicos y un Tratado teológico-político, en el que se esforzaba por interpretar la Biblia a la luz de la Razón. Se adivina fácilmente que debió lamentar haberse expuesto de tal modo a críticas violentas e injustas; por eso no dio al público ninguna otra obra. £1 mismo año de su muerte, dos de sus amigos hicieron apa­ recer las obras que dejó. Son un Tratado político inacabado, verdadero manual de política racional, donde se desarro­ llan los principios planteados en el Tratado teológico-político. En él trata sobre la monarquía y la aristocracia; las condiciones de existencia de estas dos formas de gobierno son analizadas con una precisión y una atención al detalle que revelan un profundo conocimiento de los hombres. El capítulo XII y último no es otra cosa que la introducción a un estudio sobre la democracia. Otro tratado, también inacabado, se titulaba: De la reform a del entendimiento. Es aquí, según parece, donde debe buscarse la clave del siste­ ma completo; se trata de una suerte de prefacio de la Ética y sin duda no existe en el mundo ningún otro modelo tan perfecto del análisis filosófico. El lector podrá hacerse una idea de este texto al leer nuestro primer capítulo. Por últi­ mo, la Ética, la obra maestra cuya forma geométrica conot ce todo el mundo. La Ética está dividida en cinco partes, con los siguientes títulos: de Dios, del alma, de las pasio­ nes, de la esclavitud humana y de la libertad humana. Las dos primeras corresponden más o menos a nuestro segun­ do capítulo; la tercera a nuestro tercer capítulo; la cuarta a nuestros capítulos cuarto y quinto, y la quinta a nuestro capítulo sexto. Un Tratado de D ios y del hom bre, que es una suerte de bosquejo de la Ética, fue traducido del holan­ dés y publicado en 1862 por Van Vloten. Algunas de las Cartas constituyen para nosotros un valioso comentario de la Ética. Las más interesantes son la

22

LA VIDA Y LAS OBRAS DE SPINOZA

célebre carta X X IX ,1 sobre el Infinito; la carta XLII, sobre la Distinción de la esencia y de la existencia; la carta XLV, sobre la Demostración de la existencia de Dios; la carta XLIX, sobre Dios, los destinos y la salud, y la carta LXXIV, contra la religión católica. Citemos a título de indicación un Com pendio de la Gramática hebraica. Todas estas obras, con excepción del Tratado de Dios y del hom bre, están escritas en latín. Pasemos sin mayor demora a la exposición de la filosofía de Spinoza. Para todo sistema existe un punto de vista desde el cual lo comprendemos como verdadero y completo. Intentaremos mostrar al lector en qué sentido Spinoza tiene razón. La tarea de exponer en qué sentido no tenía razón la dejamos para otros más hábiles, que sin duda no faltarán. Para evitar al lector los “Spinoza dijo...” y los “según Spinoza”, tomamos la palabra en su lugar para citarlo a menudo y parafrasearlo en todo momento.I.

I. La designación de estas cartas se ofrece aquí en referencia a la edición Van Vloten y Land, que usa É. Chartier. M . Mikio Kamiyia ha tomado la feliz iniciativa de dar las correspondencias con la edición Gebhardt: Carta X X IX sobre el Infinito: carta XII en Louis Meyer. Carta XLII sobre la Distinción de la esencia y de la existencia: cana XII en Louis Meyer. Carta XLV sobre la Demostración de la existencia de Dios: carta X X X V en Mude. Carta X L IX sobre Dios, los destinos y la salud: carta X X I en G. De Blyenbergh. Carta LXXIV contra la religión católica: carta LXXVI en A. Burgh.

La filosofía de Spinoza Prólogo Los hombres son en general malvados e infelices. Son malvados porque hacen depender su felicidad de la posesión de objetos que no pueden pertenecer a varios a la vez, como los honores y el dinero, de modo que la felicidad de otros les hace infelices y, al revés, ellos tampoco pueden ser felices sin que sufran sus semejantes. De ahí nacen la envidia, el odio, el desprecio; de ahí nacen las injurias, las calumnias, las vio­ lencias y las guerras. Por otro lado, la infelicidad de los hombres no hace sino aumentar porque ponen su afecto en objetos que no están bajo su control, en cosas perecederas que sólo hacen una breve aparición en la existencia y que el curso ordinario de los acontecimientos basta para sustraérsela; todo ello sin hablar de la enfermedad, la vejez y la muerte, a las que no pueden escapar y en las que no pueden dejar de pensar; de tal modo que los hombres no están nunca seguros de poder conservar su felicidad ni un momento más, y en cambio están seguros de perderla algún día. Por ello su existencia, a medio camino entre el odio y el miedo, está cargada de tris­ teza de un extremo a otro y termina por llevarlos a la deses­ peración. Por otro lado, todos los hombres entienden confusamente que la verdadera felicidad no depende de las cosas perece-

24

LA FILOSOFÍA DE SPINOZA

deras, y que para salvarse de la miseria, del miedo y de la muerte deben poner su afecto en algo distinto, algo que no perezca, que permanezca. Por eso encontramos una y otra vez en boca de los hombres esta profunda palabra: «Hay que amar a Dios». Y de ahí nacen todas las Religiones: todas quieren hacer participar al hombre en lo eterno, en la vida eterna. Pero es fácil ver que para el hombre las Religiones no son la mayoría de las veces sino una nueva fuente de miedo y de tristeza. Pues aquellos que tienen por costumbre gobernar a los hombres a través del miedo y de la esperanza no han perdido la ocasión de representar a Dios como un ser mal­ vado y temible, celoso de sus pobres alegrías y que se com­ place en sus lágrimas. Y de este modo los hombres han encontrado, en lugar de un liberador, un amo; y la falsa reli­ gión los hace dos veces esclavos, esclavos de las apariencias y esclavos del ser, esclavos cuando desean y esclavos cuan­ do renuncian. El remedio se encuentra en esa luz natural que llama­ mos Razón y que está en cada uno de nosotros. Los hom­ bres buscan a Dios en los libros sagrados y en las palabras de los profetas; no se dan cuenta de que en los libros y en los discursos no hay más que letras y sonidos, que sólo su razón les permite darles un sentido y, en una palabra, que si pueden encontrar a Dios en los libros es sólo porque ya está en ellos. La revelación por los libros supone pues la revelación interior, y no es nada sin ella. Y en la medida en que hay una revelación interior, para alcanzar la verdade­ ra Religión y la verdadera felicidad sólo necesitamos usar debidamente nuestra Razón. Tal como dice el apóstol: «Sabemos que estamos en Dios y que Dios está en nos-

ALAIN

25

otros porque nos ha dado parte de su espíritu». La salva­ ción está pues en la búsqueda del espíritu de Dios en nos­ otros. La salvación está en la filosofía. La filosofía es la verdad de toda religión.

I. El método reflexivo Queremos aprender a usar bien nuestra Razón; quere­ mos aprender a formarnos ideas verdaderas. ¿Qué es una idea verdadera? La primera respuesta que nos viene a la cabeza es que una idea verdadera o adecuada es la idea que conviene a su objeto o, si se quiere, la idea que es conforme a su objeto. La idea verdadera de tal caballo sería una idea que coincidiera perfectamente, si puede decirse así, con el caballo real que representa. Y como la idea es distinta del objeto, puesto que Pierre, Paul o Jacques pueden formarse ideas distintas de un mismo objeto, la verdad de una idea sería un carácter extrínseco a la idea, una relación entre la idea y otra cosa distinta de la idea. Una idea sólo podría ser conocida y reconocida como verdadera si se la pudiera com­ parar con su objeto. Ahora bien, se comprende fácilmente que tal comparación es imposible, pues, por ejemplo, lo que llamo el caballo real es justamente la idea que tengo yo de ' dicho caballo y nada más que eso, y que por lo tanto no puedo comparar la idea de un objeto con nada que no sea otra idea del mismo objeto. Aun admitiendo pues que sólo la idea verdadera es con­ forme a su objeto, nos vemos obligados a conceder que no es esta conformidad la que nos permitirá reconocer la idea verdadera. Y por lo tanto será necesario, o bien que no ten­ gamos ningún medio de saber si una idea es verdadera, o bien que la idea verdadera se distinga de la idea falsa por algún carácter intrínseco a ella. Lo cual es precisamente el

28

EL MÉTODO REFLEXIVO

caso, pues es bien evidente que una idea no espera, para ser verdadera, a que el objeto que representa exista en el mundo. Si un artesano concibe una máquina ingeniosa, cuyas partes estén todas adecuadamente dispuestas para el uso que quiere darle, su idea es verdadera, por más que la máquina no exista en el momento en que la concibe, ni haya existido jamás en el pasado, ni vaya a existir jamás en el futuro. Ahora bien, si la verdad de una idea dependiera para nosotros de su relación con un objeto real, no podríamos decir que la idea de este artesano es verdadera. Pero aún hay más. Una idea puede no ser verdadera, incluso aunque sea concebida en conformidad con un obje­ to real. Si alguien dijera, sin tener razones para ello y por lo tanto al azar: “Pierre existe”, y resultara que Pierre exis­ te en aquel momento, habría sin duda acuerdo entre la idea de este hombre y el objeto, es decir, el hecho de la existen­ cia de Pierre; pero a pesar de este acuerdo, diremos con toda la razón que su idea es falsa o, si se prefiere, que no es verdadera; pues la afirmación «Pierre existe» no es verda­ dera sino para aquél que sabe con certeza que Pierre exis­ te. Del mismo modo, tal como decían los estoicos, el loco que dice en pleno día: «es de día», no tiene por ello una idea verdadera; el acuerdo fortuito entre su afirmación y el objeto no basta para hacer de esta afirmación una verdad. Para saber si una idea es verdadera, no hace falta pues fijarse en otra cosa que en la idea misma. Es indudable que hay algo real en las ideas que distingue las ideas verdaderas de las falsas. Es indudable que hay una manera de pensar que es por ella misma verdadera. No hay que comparar la idea con el objeto para saber si la idea es verdadera, sino con un tipo de idea verdadera, con una manera verdadera de pensar. Vemos así que la verdad de una idea reside en la manera como se idea la idea, en la forma, como se acostum-

ALAIN

29

bra a decir, y que ésta depende únicamente de la naturaleza y de la potencia del intelecto. Esta conclusión es lo bastante importante como para que la examinemos más de cerca. Haremos pues un repaso de todas las formas de conocer, desde las menos ciertas hasta las más ciertas, para ver si su perfección depende de un carácter intrínseco de la idea, o bien de otra cosa. Cuando conocemos una cosa, sea la que sea, lo hacemos bien de oídas, bien por experiencia, o bien por deducción. Conozco de oídas la fecha de mi nacimiento y el nombre de mis padres; y es perfectamente necesario que conozca estas cosas de oídas, pues no puedo tener ninguna experiencia de ellas. También conozco de oídas toda la historia, buena parte de la geografía e incluso una parte importante de las ciencias de la naturaleza; pues no es frecuente que alguien se plantee siquiera la ¡dea de repetir por sí mismo las experien­ cias de otros. Lo llamativo es que consideramos verdaderos estos conocimientos, en lo que es evidente que nos equivo­ camos. Está claro que no dudamos, en general, del valor de estos conocimientos, pero esto no significa que tengamos alguna certeza de ellos. No dudo de la existencia de Inglaterra, pero no tengo tanta certeza de ello como de que la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos ángu­ los rectos. La segunda manera de conocer es la experiencia, es decir, la constatación de los acontecimientos que se presen­ tan ante nosotros. Esta manera de conocer depende de lo que llamamos el azar, es decir, del concurso de innumera­ bles causas que no podemos conocer: sucede que he visto a este hombre caer del techo, o a este navio encallar en los arrecifes. Pero nos parece que el verdadero conocimiento no puede ser el resultado de un encuentro afortunado, y que la diferencia entre el sabio y el ignorante no depende

30

EL MÉTODO REFLEXIVO

de los notables acontecimientos que uno de ellos ha encon­ trado en su camino. Pero, además, es fácil mostrar que este conocimiento por experiencia no puede ser jamás verdadero en el sentido en que una proposición geométrica es verdadera. Todo el poder de la experiencia se reduce a la constatación de un hecho. Pero nuestros sentidos pueden engañarnos; podemos quedarnos dormidos y soñar, cuando creemos que estamos perfectamente despiertos y que percibimos; también pode­ mos soñar despiertos, como sabemos que les ocurre a cier­ tas personas; y además, como el acontecimiento pasa y no vuelve jamás, estamos obligados a fiarnos, en todo lo rela­ tivo al acontecimiento, de nuestra memoria. Pero ¿quién puede fiarse de su memoria sin arriesgarse a equivocarse? Así pues, el conocimiento por experiencia es siempre y por naturaleza incierto. Por último, es preciso subrayar que la existencia de una cosa, que es aquello que la experiencia nos da a conocer, es distinta de la naturaleza de esta cosa. Lo que hace que una cosa exista en un momento determinado, en un lugar deter­ minado, y que dure solamente un determinado tiempo, no es la naturaleza de esta cosa, sino el número infinito de cir­ cunstancias que la acompañan. Por ejemplo, un hombre no existe porque esté constituido de tal manera y sea capaz de tales acciones, sino porque ciertas circunstancias lo mantie­ nen y lo conservan. Lo cual queda claramente demostrado por el hecho de que puedo concebir perfectamente a un hombre sin que por ello el hombre que concibo exista; y sin embargo existiría, si fuera su naturaleza, o si se quiere, su esencia, aquello que lo hiciera existir. Del mismo modo, no puede decirse que un hombre muere porque su estructura y sus funciones dejan de ser tales o cuales; pues la estructura y las funciones de este hombre, todo aquello que hacía que

ALAIN

31

fuera él, seguirá constituyendo su naturaleza cuando esté muerto; aquello que es cierto de este hombre no puede pasar a ser falso de él, ni dejar de pertenecer a su esencia; en con­ secuencia, las razones que hacen que deje de existir no pue­ den proceder de su naturaleza, sino de algo distinto: debe­ mos decir que muere porque ciertas circunstancias lo exclu­ yen, lo expulsan de la existencia. En otras palabras, no se puede deducir de la definición o la esencia de un ser si exis­ tirá o dejará de existir en un determinado momento. Aun suponiendo que conociéramos muy bien la naturaleza de un hombre, eso no explicaría en absoluto por qué nació en tal momento y por qué muere en cual momento. El acuerdo entre la estructura y las funciones de un hombre no guarda relación alguna con el hecho de que lo golpee una piedra en la cabeza o que la piedra caiga a su lado. Los hechos que lla­ man a un ser a la existencia o que lo expulsan de la existen­ cia no entran en su definición; son extrínsecos a él; depen­ den del conjunto de las demás circunstancias, es decir, del estado del Universo entero en cada momento. Por consiguiente, estudiar la existencia de un ser y las condiciones de que esta existencia se prolongue más o menos no supone estudiar dicho ser en sí mismo, sino estu­ diar algo distinto de él; no es estudiar aquello que seguirá siendo verdadero de él cuando haya sido destruido o cuan­ do esté muerto, como por ejemplo que el hombre es socia­ ble porque es racional; no es estudiar aquello que hay de eterno en él, su esencia; es ocuparse simplemente de aque­ llo que le ocurre, y que no se explica a partir de su natura­ leza; es ocuparse del accidente. En otras palabras, el momento en que un ser entra en la existencia, y el tiempo que pasa en ella, no forman parte de la idea verdadera de este ser. La experiencia y la verdad no pertenecen pues al mismo orden.

32

EL MÉTODO REFLEXIVO

Debe decirse además que el conocimiento experimental, que no tiene más razón de ser que su utilidad práctica, se pierde justamente por ello en lo abstracto y en lo general o, para ser más claros, en las palabras. La utilidad del conoci­ miento experimental requiere que permita la aplicación de aquello que ha constatado a otro caso similar. Sé por expe­ riencia que moriré, porque he visto morir a seres semejantes a mí; sin embargo, no hay nada de verdadero en la fórmula general que derivo de ello; pues hay tantos modos de existir como hombres, y tantas formas de morir como hombres; y lo que existe es tal hombre determinado y tal muerte deter­ minada; y esto es algo que escapa a la experiencia. Es importante que el lector se detenga en esta idea, pues tene­ mos la costumbre de confundir los conocimientos más pre­ cisos con las ideas más abstractas y generales; el motivo es que las ideas abstractas son útiles, pues nos ponen en guar­ dia contra los peligros; pero no representan a ningún ser ni ninguna verdad. Lo que existe en la naturaleza son las cosas particulares, cada una de las cuales posee su naturaleza pro­ pia. Todos los carbones ardientes pueden quemarnos si los tocamos, he aquí una afirmación muy útil, sin duda; pero no por eso deja de ser una afirmación grosera y confusa, pues cada parcela de carbón tiene su propia manera de ser carbón y de quemarnos. Pasemos ahora a la deducción y examinémosla con detalle, pues en ella encontraremos finalmente una verdad, y una verdad independiente de los azares que traen los objetos a la existencia. Pero para comprender adecuada­ mente la naturaleza y la verdadera potencia de la deduc­ ción, hay que olvidar por un momento las palabras y las cadenas de palabras que la exponen, y considerar el acto mismo por el cual construimos, por medio de una esencia, otra esencia. Para formar el concepto de esfera, lo que

ALAIN

33

hago es inventar una causa que me convenga; por ejemplo, hago girar un semicírculo a lo largo de su diámetro, y surge la esfera. Sin embargo, sabemos perfectamente que ninguna esfera se ha formado así en la naturaleza; y sabe­ mos también perfectamente que ninguna esfera se adecúa enteramente, en la naturaleza, a la idea de la esfera que nos acabamos de formar. Pero aún hay más. Para formar una esfera, afirmo que un semicírculo gira; ¿es eso una afirmación verdadera o falsa? Para responder a esta pre­ gunta, no se trata de investigar si existe algún semicírculo en la naturaleza, y si este semicírculo gira, ha girado o girará, pues sabemos perfectamente que no constataremos nunca ninguno de estos hechos; se trata simplemente de considerar cómo encajan nuestras ideas entre ellas, en suma, se trata de reconducirlas a una manera de pensar que sea por sí misma verdadera, de reconocer en ellas una manera verdadera de pensar. Y vemos claramente que la afirmación de que el semicírculo gira sería falsa si conside­ ráramos únicamente el semicírculo, pues no hay nada en la idea del semicírculo que permita deducir que el semicírcu­ lo gira. Pero la afirmación es verdadera, en cambio, si va asociada a la idea de una esfera. Es indiferente aquí, como puede verse, si se trata de un objeto existente o no existente, de un hecho constatado o no constatado, pues la verdad o el error no resultan sino de una cierta relación entre las ideas, es decir, de una deducción más o menos correcta. No es verdad que el semicírculo gire, pero es verdad que el semicírculo, cuando gira, forma una esfera. Lo que acabamos de decir no se aplica únicamente a las figuras geométricas, sino también a los seres que existen en la naturaleza. Lo que marca la diferencia entre una ficción y una idea verdadera es también la mayor o menor corree-

34

EL MÉTODO REFLEXIVO

ción de una deducción. Cuando digo, por ejemplo, que los árboles hablan, sé perfectamente que se trata de una ficción, es decir, de una idea falsa. ¿Cómo lo sé? Sin duda no por­ que sepa que ningún árbol ha hablado ni hablará nunca, pues mi experiencia no puede permitirme conocer todo el pasado y todo el futuro. Es porque no consigo representar­ me realmente un árbol que hable; lo único que hago es pen­ sar al mismo tiempo en un árbol y en una palabra hablada, y digo que es el árbol quien habla: lo digo, pero no lo veo, no tengo ninguna idea de ello. Del mismo modo, si digo que un hombre se ha transformado de repente en una roca, no me represento en absoluto tal transformación; pienso suce­ sivamente en un hombre y en una roca, y digo que esta roca había sido un hombre un momento antes; lo digo, pero no tengo ninguna idea de ello. En realidad, las ficciones consisten sólo en palabras. Falta la representación de tal transformación concreta o de tal acción concreta, y la deducción verdadera consiste justa­ mente en tal representación. Verdad es, por ejemplo, que un semicírculo forma una esfera cuando gira a lo largo de su diámetro. Del mismo modo, para aquél que se representa distintamente las partes de un hombre, es verdad que el hombre come, camina, habla, tiene recuerdos; y todo ello seguiría siendo verdad aunque en aquel momento ningún hombre estuviera comiendo, hablando ni recordando tal como nos lo representamos. En cambio, para aquél que sólo concibe al hombre en bloque, es decir, de forma abstracta y general, no es más cierto que dicho hombre camine, hable y tenga recuerdos de lo que pueda serio que la estatua de Galatea está animada y que los árboles hablan; y sin embar­ go hay hombres que hablan, que caminan y que tienen recuerdos. Conocer el hecho e ignorar la esencia es no cono­ cer nada en verdad, es en el fondo soñar despierto.

ALAIN

35

Así pues, la verdad de una idea es el resultado de la manera como es pensada, es decir, de un cierto uso del inte­ lecto, de un cierto método. Y este método parece ser la deducción correcta, es decir, la representación precisa de las causas y de las propiedades de lo que se afirma. Tener una idea verdadera de la elipse es representarse un plano que corta un cono en un cierto ángulo, o bien representarse un lápiz, un cordel, dos ejes fijos y el movimiento del lápiz. Tener una idea verdadera del círculo es representarse que una línea recta de longitud fija gira alrededor de uno de sus extremos. Tener una idea verdadera del habla es represen­ tarse que los órganos del hombre, dispuestos de cierta manera, imprimen tales movimientos al aire. Tener una idea verdadera de la memoria es representarse cómo los órganos del hombre, por su estructura, consistencia y movimientos, hacen posible la memoria. Tener una ¡dea verdadera de la monarquía es representarse cómo tales costumbres, tales instituciones, tales ¡deas concebidas por tales hombres y tales acciones realizadas por tales hombres dan permanen­ cia al poder de un solo hombre. Por más que las cosas se vuelvan algo complicadas, no vemos otro medio de avanzar en su estudio que el empleado por la geometría para el estu­ dio de las figuras y de los sólidos; y será importante que la ciencia de Dios, del hombre y de la felicidad se parezca tanto como sea posible, por orden, por rigor y por la clari­ dad de sus demostraciones, a un tratado de geometría. Sabemos pues, desde este momento, que para estudiar el Hombre, la Naturaleza y Dios en su verdad debemos renun­ ciar al conocimiento de las cosas cambiantes y perecederas cuya existencia constatamos. No hay verdad en la existen­ cia para el intelecto humano, pues la existencia de cada cosa depende de un sinfín de causas y de circunstancias, y éstas a su vez de otras, y así indefinidamente. Por lo demás, es inútil

36

EL MÉTODO REFLEXIVO

conocer el orden de la existencia, pues no nos informa en absoluto sobre la esencia, es decir, sobre la naturaleza de las cosas que existen. El conocimiento del círculo no puede deducirse de las vicisitudes que pueda sufrir en la naturale­ za un círculo de hierro o de madera. Del mismo modo, cuando sabemos que Pierre ha vivido tantos años y que ha muerto tal día, no sabemos todavía nada de la naturaleza de Pierre. La única verdad está en la esencia, y la esencia debe buscarse en las cosas eternas y fijas, como la esfera y el cír­ culo. Debemos tratar de comprender todas las cosas parti­ culares del mismo modo que comprendemos la naturaleza y las propiedades del círculo, es decir, sin atender a su existen­ cia y a su duración sino únicamente a su naturaleza tal como era antes de su nacimiento y tal como será aún des­ pués de su muerte. Estas cosas eternas, a través de las cua­ les podemos concebir y comprender las cosas perecederas, son las verdaderas ideas generales. Las verdaderas ideas son las esencias, es decir, seres determinados con una forma pro­ pia, cuyos actos y naturaleza nos representamos con clari­ dad. Por ejemplo, yo me represento claramente un cierto círculo, engendrado por una cierta recta, que tiene todos sus radios iguales y un sinfín de otras propiedades, y que no las posee en tal momento, sino siempre, o mejor, fuera del tiem­ po. Del mismo modo, yo me represento un cierto hombre, constituido de un cierto modo y capaz de moverse, de hablar, de tener recuerdos, y todo ello no en tal momento, sino fuera del tiempo, en la eternidad. Sin embargo, esto no quiere decir que la deducción se baste a sí misma. La deducción supone, no por encima de ella ni al lado de ella, sino en ella misma, otro género de conocimiento sin el cual no sería posible. Lo que hace ver­ dadera una deducción correcta es que cada cosa es conocida en cuanto engendrada por otra, y ésta a su vez por otra.

ALA1N

37

Pero al fin es preciso que alguna cosa sea verdadera por sí misma, y no en cuanto engendrada por otra. La deducción siempre tendrá necesidad de un principio simple y eviden­ te. Si la causa próxima de aquello que nos representamos no es verdadera en sí misma, sino en virtud de otra idea, será preciso que esta idea sea verdadera también, sin lo cual nuestra verdad dependería de algo dudoso, es decir, no sería ninguna verdad. En la idea de la verdad de una deduc­ ción encontramos implícita, pues, como su condición nece­ saria, la idea de una verdad que sea conocida por una vía distinta de la deducción. No es posible en este caso remon­ tarse indefinidamente de causa en causa. Pues no se trata de dar la causa de un hecho, sino de dar la causa de una esen­ cia eterna. Estamos fuera del tiempo y nada precede real­ mente a nada: si algo es verdadero, todo debe ser verdade­ ro eternamente. Para que una deducción sea verdadera, pues, hace falta que cierta verdad primera sea verdadera por razones ajenas a la deducción. Pero esta otra manera de conocer no se halla únicamente en el origen de la deducción, sino que es omnipresente en ella. Pues en realidad no es la deducción la que justifica las ideas, sino que, por el contrario, son las ideas las que justifican la deducción. Hago girar un semicírculo a lo largo de su diáme­ tro, y formo así la esfera: he aquí una deducción correcta. ¿Por qué? Porque en efecto se forma la esfera. Pero nunca sacaremos de la idea del semicírculo la idea de que gire y forme una esfera. Del mismo modo, no tendremos nunca un semicírculo mientras no tengamos el círculo. No tendremos el círculo mientras no hayamos hecho girar una línea recta alre­ dedor de uno de sus extremos. Pero nunca encontraremos en la idea de una línea recta ninguna razón para hacerla girar. Sólo deducimos una idea de otra si ya poseemos una y otra idea. Es del todo necesario que en cada paso de la deducción

38

EL MÉTODO REFLEXIVO

lo deducido sea conocido inmediata e intuitivamente como verdadero. Hay pues un conocimiento intuitivo e inmediato de toda esencia determinada. Sea el siguiente problema: encontrar una cuarta cantidad que forme una proporción con otras tres. Los comerciantes saben resolver este problema o bien de oídas, gracias a que su memoria ha conservado fielmente las operaciones que es preciso hacer, o bien por la experiencia que a menudo han llevado a cabo ellos mismos con números sencillos. A estas dos maneras de conocer las llamaremos opinión o imagina­ ción, o bien conocimiento de primer género. También pode­ mos saber resolver el problema porque hemos comprendido por deducción las propiedades de toda proporción. Pero también podemos encontrar el cuarto número de forma inmediata e intuitiva, cuando se trata de los números más simples. Si los números propuestos son 1, 2, 3, todo el mundo verá inmediata e intuitivamente que el número bus­ cado es 6; y en realidad, tal conocimiento precede necesaria­ mente a la demostración propiamente dicha. Si no se hubiera comprendido antes, al considerar los números más sencillos, aquello en que consiste una proporción, no se habrían tra­ tado las proporciones en términos demostrativos. Del mismo modo, la aritmética ofrece reglas para la adición de un número y otro número, y demuestra que estas reglas se aplican a todos los números. Pero nadie habría pensado jamás en realizar esta clase de demostraciones si no se hubiera tenido la intuición inmediata de aquello en que con­ siste una suma de números; en particular, cuando se trata de los números más simples, como el 1 y el 1, no hay demos­ tración posible de la suma 1 + 1; sólo se puede ver inmedia­ tamente en qué consiste; y si no se ve, tampoco podremos comprender nada acerca de la suma de dos números. Lo mismo puede decirse de todas las demostraciones. Si no

ALA1N

39

vemos intuitiva e inmediatamente aquello que se pretende demostrar o deducir, nunca se nos ocurrirá la idea de hacer una deducción o una demostración. Si el conocimiento de una esfera se hiciera realmente en dos fases, e hiciéramos girar un semicírculo antes de concebir la esfera, nunca llega­ ríamos a concebirla, pues nunca haríamos girar el semicír­ culo. Conocer una esencia es conocerla en cuanto formada por otras esencias, lo cual sólo puede hacerse de un solo golpe, pues de otro modo sólo conoceremos las ideas com­ ponentes y no la idea que forman entre todas. Sin duda nos parece que la certeza surge poco a poco en nosotros en el curso de la demostración; pero es imposible que sea así. Es preciso que en cada uno de los momentos de la demostración tengamos una certeza inmediata. Sólo des­ pués, y en virtud del lenguaje, hacemos una exposición ordenada y acumulamos las pruebas; en realidad, no hace­ mos sino enlazar una tras otra nuestras intuiciones, y todo el arte de la demostración consiste en deducir una verdad compleja, 2+2=4, de varias intuiciones inmediatas e imposi­ bles de descomponer, 2=1+1, 2+2=2+l+l, 2+1=3, 3+1=4. La única demostración posible consiste en componer demostraciones de proposiciones lo bastante sencillas como para captarlas de forma inmediata y sin demostración. Si el pensamiento no captara la verdad de forma inmediata y absoluta, antes de reflexionar sobre ella, no habría verdad ni certeza. Y no podría ser de otro modo. Cuando sé una cosa, sé que la sé, y sé que sé que la sé, y así indefinidamente. Y tengo la certeza, por ejemplo, de que sé que sé, antes de tener la certeza de que sé que sé que sé. Ahora bien, la rela­ ción entre saber y saber que se sabe es la misma que entre saber que se sabe y saber que se sabe que se sabe. Por el mismo razonamiento, es preciso que tenga la certeza de que

40

EL M ÉTODO REFLEXIVO

sé, antes de tener la certeza de que sé que sé. La certeza es pues inmediata e instantánea y precede a toda reflexión sobre la certeza. En otras palabras, el acto de conocer lo ver­ dadero debe ser inmediato e instantáneo o no ser; pues en la medida en que sea será preciso que sea inmediato e instan­ táneo. O estamos en la verdad o nos quedamos fuera. Mientras esperemos y deliberemos, no estaremos en ella; y cuando estemos en ella, estaremos del todo. Toda reflexión sobre algo que no sea una idea verdadera es una reflexión irrelevante, una reflexión falsa. Se sigue de todo ello que el método reflexivo, o la refle­ xión verdadera, no consiste en enlazar ideas y en explicar unas a partir de otras, es decir, en razonar sobre las causas de los seres y sobre las causas de estas causas. En esto con­ siste la falsa reflexión, la reflexión sin objeto y sin funda­ mento; ¿pues cuál podría ser este fundamento? Tal reflexión no hace más que enlazar sombras con sombras; es siempre hipotética; no es, en realidad, la idea de nada; pues lo falso no es idea de nada, y tampoco lo dudoso. El método refle­ xivo es la idea de la idea, es decir, la reflexión sobre la idea verdadera dada, la reflexión sobre aquello que es cierto de fornja inmediata e intuitiva. La idea de la idea dudosa o falsa y la idea de esta idea, y las ideas de estas ideas, se ale­ jan indefinidamente de la verdad en lugar de acercarse a ella; se pierden en lo abstracto y lo general, y de este modo se forman ideas confusas de la Voluntad, de la Libertad, del Bien y del Mal. La verdadera Reflexión es la reflexión sobre la idea verdadera dada, sobre la certeza inmediata y abso­ luta. Si no partimos de la Verdad, estaremos siempre fuera de la Verdad. Partamos pues de la Verdad y pongamos como principio de nuestras demostraciones la Verdad inme­ diatamente conocida, es decir, la que no tiene necesidad de nada que no sea ella misma para ser concebida.

ALAIN

41

Pero también podemos ir un paso más allá y examinar en qué consiste esta idea de la que vamos a partir. Lo falso no es. Lo que volvería falsa la idea de un semicírculo que gira, por ejemplo, sería que esta idea no fuera ligada a la idea de la esfera. La falsedad no es nada positivo en la idea falsa; consiste únicamente en la ausencia de otra ¡dea. La ¡dea falsa es verdadera en sí; sólo es falsa para nosotros discursi­ vamente. Antes de que una ¡dea sea falsa, es preciso que sea verdadera. El error procede de que tenemos ¡deas incomple­ tas y mutiladas; en su ser inmediato, en su ser para ellas y no para otros y para nosotros, tales ideas son verdaderas; son eternamente completas y adecuadas. Así pues, si lo falso resulta de la ausencia de una idea y la verdad nos es dada de forma inmediata, fuera del tiempo, es preciso que exista una totalidad de ideas verdaderas y que este todo exista en el ser inmediato de cada idea. El ser inmediato de cada idea, el ser para sí de cada idea, supone todas las ¡deas perfectas, es decir, supone un pensamiento perfecto. La idea inmediata­ mente verdadera de la que partimos contiene pues necesa­ riamente el Pensamiento perfecto del que nuestro pensa­ miento es sólo una parte: al definir la Verdad inmediata y absoluta, definimos a Dios.

II. Sobre Dios y el alma «Entiendo por Substancia aquello que es en sí y se conci­ be por sí, y cuya ¡dea no precisa, para su formación, de la idea de ninguna otra cosa». Esta definición no hace sino resumir lo que se ha dicho acerca del método en el capítulo anterior. Es preciso partir de una idea inmediatamente con­ cebida; de una idea que no sea deducida de nada y que no pueda ser explicada por nada; de una idea que pueda con­ cebirse sin recurrir a nada más. Esta idea es la idea de lo ver­ dadero; es también la idea del ser total, absoluto, perfecto, la idea de Dios. Dios, ser absolutamente infinito, es substan­ cia; pues si no fuera substancia sería concebido en virtud de algo distinto de sí mismo; dependería pues de otra cosa y sería limitado en este sentido. Dios o la Substancia existe necesariamente. En efecto, Dios no puede ser producto de nada distinto de sí, pues en tal caso su idea dependería de la idea de esta otra cosa. Dios es causa de sí mismo. La causa de su existencia no puede suponerse externa a su naturaleza, es decir, externa a su esen­ cia; otra forma de expresarlo es decir que si existe, entonces su esencia contiene su existencia, o si se quiere, que existe por definición. Y es preciso decir que existe por definición, pues debemos partir de la idea verdadera dada, y la idea ver­ dadera debe ser conforme a un objeto real. Por eso hemos dicho al principio: «la substancia es aquello que es en sí». Dios es único. En efecto, una multiplicidad de cosas no es nunca el resultado de una definición, es decir, de una

44

SOBRE DIOS Y EL ALMA

esencia. Por ejemplo, para explicar que existen veinte hom­ bres no bastará con invocar la naturaleza humana; además habrá que encontrar la causa de la existencia de cada uno de estos hombres. Pero la causa de la existencia de Dios es su propia esencia; Dios es pues único. Dios es eterno, es decir, está fuera del tiempo. Una cosa particular existe en la duración, es decir, tiene un comien­ zo y un final, pues la causa que la hace existir es diferen­ te de su esencia o, si se quiere, de su definición. Pero co­ mo Dios existe por definición, no es posible concebir principio, ni final, ni duración en el caso de Dios. De don­ de se concluye que no debe confundirse la duración ilimi­ tada, que puede ser el resultado de una coincidencia afor­ tunada de circunstancias, con la eternidad, que es nece­ saria. Todo lo que es, es en Dios y es concebido a partir de Dios; pues Dios es el ser, el único ser. Y siendo Dios infini­ to, no hay razón para limitar la variedad de los seres que son en él y son concebidos a partir de él, es decir, que resul­ tan necesariamente de su naturaleza. Digo que resultan necesariamente de su naturaleza, pues sólo puedo concebir claramente una cosa a partir de otra si concibo que esta cosa resulta necesariamente de la otra, del mismo modo que con­ cibo las propiedades del triángulo a partir de la esencia del triángulo. Por eso es preciso decir que Dios no es sólo causa de la existencia de las cosas, sino también causa de su esen­ cia, pues concebir las cosas es comprender su esencia, y son concebidas a partir de Dios. Las cosas no han podido ser producidas por Dios de otra manera, ni siguiendo un curso distinto del que han seguido. En efecto, tratemos de suponer un orden distinto en las cosas; debemos afirmar que este orden también ha sido rea­ lizado, pues no tenemos ninguna razón para limitar el

ALAIN

45

número y la variedad de las cosas que resultan necesaria­ mente de la naturaleza de Dios: todo aquello que es posible existe necesariamente. Tenemos dos modos distintos de conocer una cosa cual­ quiera. Podemos conocerla como un hecho y podemos cono­ cerla como una ¡dea. La conocemos como un hecho cuando constatamos su existencia en la duración. La conocemos como una idea, es decir, como una esencia, cuando compren­ demos la naturaleza de esta cosa, en otras palabras, cuando comprendemos la verdad o la necesidad de las relaciones entre los elementos que la componen. Por ejemplo, conozco la esfera como un hecho si veo en la naturaleza un cuerpo esférico hecho por algún artesano; conozco la esencia de la esfera si la formo haciendo girar un semicírculo a lo largo de su diámetro y si demuestro las propiedades del volumen así construido. Y estos dos modos de revelárseme el ser de la esfera son distintos e independientes entre sí; pues para cons­ tatar la existencia de un cuerpo esférico, y para explicar su existencia a partir de causas como el trabajo de un artesano, no es preciso comprender su esencia, y no sería de ninguna utilidad; pues no es la esencia de la esfera la causa de la exis­ tencia de la esfera, sino tal obrero, o tal herramienta, los cua­ les tienen a su vez una causa del mismo género, y así indefi­ nidamente. Del mismo modo, para que la esencia de la esfe­ ra sea la que es y contenga las propiedades necesarias que contiene, no es preciso que exista ninguna esfera en tal momento. Diré que la esfera es un cuerpo, en la medida en que exis­ te y ha sido determinada a la existencia por otras cosas, a su vez también existentes, como un tronco de árbol, una herra­ mienta, o un obrero. Y diré que la esencia de la esfera es un pensamiento, en la medida en que es engendrada por y con­ tenida en una esencia distinta de ella, como el círculo, la

46

SOBRE DIOS Y EL ALMA

cual a su vez es engendrada por y contenida en otras esen­ cias, como la recta, y así indefinidamente. Así pues, podemos considerar al ser o a Dios de dos maneras distintas. Podemos considerarlo como la totalidad de los cuerpos, es decir, como un ser formado por los cuer­ pos que entran en la existencia o salen de la existencia, empujados o expulsados por otros cuerpos sometidos tam­ bién a nacimiento y muerte. En este sentido, diría que la unidad de todos los cuerpos, es decir, la extensión, que es su naturaleza común y su vínculo, es un atributo de Dios. También podemos considerar al ser como la totalidad de los pensamientos, es decir, como un ser formado por todas las esencias, en la medida en que se explican unas por otras más allá de la duración, en lo eterno. En este sentido, diría que el pensamiento, naturaleza común y vínculo de todos los pensamientos, es un atributo de Dios. Para nosotros, el hecho y la verdad son distintos; pero no pueden ser real­ mente distintos en Dios, pues Dios es uno. Dios es pues a la vez hecho y verdad, todos los hechos y todo el hecho, todas las verdades y toda la verdad: es la unidad de uno y otro. Por lo demás, como Dios es absolutamente infinito, no tengo ninguna razón para limitar a dos los atributos de Dios. Diré pues que Dios posee una infinidad de atributos infinitos; sólo que conocemos únicamente dos de ellos, la Extensión y el Pensamiento. Llamaremos modos de la Extensión divina a las cosas particulares que conocemos como existentes, es decir, bajo el atributo de la extensión, las cosas que nacen, cam­ bian y mueren, como Jacques, Pierre, este árbol o este libro. Llamaremos modos del Pensamiento divino a las cosas particulares que conocemos en sus esencias eternas, es decir, bajo el atributo del pensamiento, como una esfe-

ALAIN

47

ra formada por la rotación de un semicírculo, un círculo formado por la rotación de una recta, o un acto de la memoria explicado por la estructura de un cuerpo organi­ zado. Un cuerpo, modo de la Extensión, es una cosa cualquie­ ra en la medida en que consideramos que deriva su existen­ cia de aquello que la rodea, de alguna cosa extrínseca a ella; y la extensión expresa que la existencia de tal ser depende de la existencia de todos los demás. Una idea, modo del Pensamiento, es una cosa cualquiera en la medida en que consideramos que su esencia es explicable por otras esencias que ella misma supone y contiene, como la esencia de la esfera está contenida en la esencia de un semicírculo que gira; y el pensamiento expresa que la esencia de un ser depende de la esencia de todos los demás, es decir, que todas las esencias son intrínsecas unas a otras, implicadas unas en otras, explicables unas por otras. «En Dios se da necesariamente la idea tanto de su esen­ cia como de todo lo que resulta necesariamente de su esen­ cia». En efecto, Dios puede pensar todo eso porque es pen­ samiento y, tal como hemos dicho, todo lo posible existe necesariamente en Dios. Hay pues una verdad absoluta de todo; y esta verdad no difiere más de las cosas mismas de lo que difiere Dios en cuanto pensamiento de Dios en cuanto extensión. La forma como Dios concibe todas las ideas no difiere en absoluto de la forma como produce todas las cosas: «El orden y el encadenamiento de las ideas es el mismo que el orden y el encadenamiento de las cosas»; digo el mismo, porque la substancia o Dios es única, y los atribu­ tos extensión y pensamiento no son sino maneras de consi­ derarla. Pero las cosas no hacen más que pasar por la existencia. Cuando las cosas no existen, ¿qué les ocurre a sus ideas?

48

SOBRE DIOS Y EL ALMA

¿En qué sentido podemos decir que siguen comprendidas en la idea infinita de Dios? Sabemos que todo lo concebible es real en Dios, de modo que es preciso que sigan comprendi­ das en ella. Pero sólo lo están en la misma medida en que las esencias formales de las cosas particulares, o modos, están comprendidas en los atributos de Dios. En otras palabras, las ideas pueden existir de dos maneras. Existen en Dios en tanto que infinito; y existen en Dios en tanto que causa de la existencia actual de la cosa de la que la idea es idea. En suma, una idea puede existir implícitamente en Dios en tanto que infinito, o bien puede existir en acto. La existen­ cia implícita de la idea es lo que hace que sea necesaria, independientemente de la existencia de la cosa. En este sen­ tido, la idea está contenida en Dios igual que un círculo con­ tiene una infinidad de rectángulos equivalentes formados por las secantes que se cortan en un punto. Pero es preciso también que la idea tenga una existencia fáctica, ligada a la existencia de la cosa y que pase por las mismas vicisitudes de la cosa misma. Si, por ejemplo, considero dos de los rec­ tángulos de los que acabo de hablar, hay que admitir que, desde el momento mismo en que estos rectángulos existen, sus ideas no existen únicamente en cuanto comprendidas en la idea del círculo, sino también en cuanto ligados a la exis­ tencia de estos dos rectángulos. Por esta razón, una idea puede tener por causa el pen­ samiento divino en dos sentidos distintos. Toda idea tiene por causa a Dios en cuanto infinito. Y la idea de una cosa que existe actualmente tiene además por causa a Dios con­ siderado como causa también de la idea de otra cosa que existe actualmente, y cuya existencia está ligada a la exis­ tencia de la primera. Dicho de otro modo, la idea está liga­ da también a la existencia. Todo aquello que existe es inte­ ligible en virtud de una esencia eterna, y nada podría exis-

ALAIN

49

tir sin ella. Pero la esencia eterna no basta para explicar la existencia de una cosa particular. La inteligibilidad de una cosa no explica la existencia de esta cosa en la duración; no implica otra cosa que la eternidad de la esencia fuera del tiempo. Por ejemplo, cuando veo un objeto rojo, puedo comprender perfectamente en qué consiste la percepción del color rojo, y descubrir sus leyes eternas y necesarias; pero estas razones eternas y necesarias no explicarán la existencia de tal color rojo en tal momento. Es preciso pues que la idea del rojo que existe actualmente sea en Dios de un modo distinto que la idea eterna del rojo; lo cual quiere decir simplemente que hay también en Dios una verdad de la existencia, y que la extensión es un atri­ buto de Dios. Así pues, toda cosa que existe actualmente es a la vez cosa e idea, y además es ¡dea en dos sentidos distintos; es idea eterna, pero también es idea real, idea ligada a la exis­ tencia en acto de la cosa o, si se quiere, idea de una cosa que existe actualmente. La idea de una cosa que existe actual­ mente es el alma de esta cosa. Así pues, todo lo que existe actualmente tiene un alma. También el hombre que existe actualmente es a la vez cosa e idea. Considerado como cosa, es decir, desde el atri­ buto de la extensión, el hombre es un cuerpo; considerado como la idea de este cuerpo actualmente existente, es decir, como idea actualmente real, y no simplemente como esen­ cia eterna, el hombre es un alma. De donde se concluye que el alma humana se relaciona con Dios de dos maneras dis­ tintas. De entrada, es en Dios como esencia eterna, eterna­ mente concebible; pero también es en Dios en la medida en que Dios contiene, bajo el atributo de la extensión, la exis­ tencia actual del cuerpo del que el alma es idea. Es lo que expresamos cuando decimos que el alma del hombre está

50

SOBRE DIOS Y EL ALMA

unida al cuerpo del hombre. El alma y el cuerpo están uni­ dos del mismo modo que están ligados en Dios los atributos del pensamiento y la extensión, es decir, que ambos son atri­ butos de un mismo ser. En consecuencia, la idea-alma debe experimentar nece­ sariamente cambios ligados a los cambios que se produ­ cen en el cuerpo, y estos cambios del alma son las percep­ ciones. Sólo en esta medida puede decirse que el alma existe. La existencia del alma no consiste en otra cosa que en la percepción de aquello que ocurre en el cuerpo. Cuando decimos que el alma humana percibe todo lo que ocurre en su cuerpo, queremos decir que no sólo está liga­ da en Dios a todas las demás ideas, bajo el atributo del pensamiento, sino que también está ligada en Dios, en la medida en que Dios tiene también por atributo la exten­ sión, a la existencia actual de una cosa determinada. Por eso cuando un cuerpo es más apto para realizar y recibir acciones, decimos que el alma de este cuerpo también es más apta para percibir más cosas. Todo lo que es cambio en el cuerpo es percepción en el alma o, más exactamen­ te, todo estado de un hombre actualmente existente es un cambio de su cuerpo, si consideramos a este hombre desde el atributo de la extensión, y una percepción de su alma, si consideramos al hombre desde el atributo del pensamiento. El cuerpo humano es un compuesto de individuos que están a su vez compuestos de individuos; y el cuerpo en conjunto es también un individuo, es decir, un conjunto de cuerpos que se comunican movimiento unos a otros siguiendo una ley fija. Del mismo modo, en el alma están las ideas de estos individuos, de sus relaciones y de sus modificaciones. Y como toda modificación depende a la vez de la naturaleza de los cuerpos exteriores y de la natu-

ALAIN

51

raleza del cuerpo humano, la idea de cada modificación del cuerpo humano debe contener a la vez la naturaleza del cuerpo humano y la naturaleza del cuerpo exterior que lo modifica. El alma percibe pues, al mismo tiempo que la naturaleza de su cuerpo, la naturaleza de una pluralidad de otros cuerpos. Por ejemplo, cuando un hombre con fiebre percibe el sabor amargo del vino, esta percepción le infor­ ma más sobre su propio estado que sobre la naturaleza del vino que bebe. Por eso el alma puede contemplar cuerpos que no están presentes como si estuvieran presentes. Basta para ello que la modificación de nuestro cuerpo que contiene su naturale­ za se produzca en su ausencia; lo cual es posible porque toda modificación de nuestro cuerpo supone un cambio de movimiento, y todo cambio de movimiento puede dejar ras­ tros en las partes blandas del cuerpo, de modo que este cam­ bio se produzca por efecto del movimiento que le es propio, es decir, de la vida del cuerpo. Por eso hay una gran diferen­ cia entre la idea de Pierre que es el alma misma de Pierre, y la idea de Pierre en el alma de Paul. Pues la idea-alma de Pierre dejará de existir junto con el cuerpo de Pierre, mien­ tras que la idea de Pierre en Paul, que dice mucho más de la constitución del cuerpo de Paul que de la naturaleza de Pierre, podrá subsistir aunque Pierre ya no exista, a condi­ ción de que Paul siga existiendo. Esta representación de un objeto ausente como si estuvie­ ra presente es la imaginación. Y hay que subrayar que las imaginaciones de este género, consideradas en ellas mismas, no contienen ningún error. El error es simplemente el resul­ tado de no saber que el cuerpo que imaginamos está ausen­ te; en efecto, si supiéramos que está ausente, el hecho de que lo representemos sin que esté presente evidenciaría más nuestro poder que nuestra debilidad.

52

SOBRE DIOS Y EL ALMA

Las imágenes de los cuerpos que han modificado al mismo tiempo nuestro cuerpo están ligadas unas a otras, de modo que no podríamos pensar en una sin pensar en la otra. La razón es que la disposición del cuerpo que contie­ ne la naturaleza de una contiene también la naturaleza de la otra. Y es este encadenamiento de las ideas que contie­ nen la naturaleza de las cosas exteriores, a la vez que las modificaciones de nuestro cuerpo, lo que hace posible la memoria. En efecto, la memoria no es otra cosa que el encadenamiento de las ideas que contienen la naturaleza de los cuerpos exteriores, un encadenamiento que sigue el orden y el encadenamiento de las modificaciones del cuer­ po, es decir, que sigue los hábitos de cada cual. Sucede así que un soldado, al ver la huella de un caballo sobre la arena, pensará inmediatamente en un caballero, mientras que la misma percepción hará pensar al campesino en el arado y en el campo. El alma humana sólo puede conocer un cuerpo exterior como existente a través de las ideas de las modificaciones de su cuerpo; no tiene nunca un conocimiento directo y cierto de la presencia o existencia de un objeto. La existen­ cia de los cuerpos exteriores no es objeto de conocimiento científico para ella; sólo captamos su existencia a través de una modificación de nuestro cuerpo; a decir verdad, no conocemos otra existencia que la de nuestro cuerpo, y de esta existencia y de las vicisitudes por las que pasa deriva­ mos la existencia de los cuerpos exteriores. Por eso no podemos tener ninguna certeza de la existencia de los cuer­ pos exteriores; no tenemos ningún medio para constatar nada más allá de la existencia de nuestro cuerpo y de sus modificaciones; constatar además de eso la existencia de una cosa exterior es necesariamente y siempre un error. Nuestro conocimiento de lo que acontece, del nacimiento,

ALAIN

53

la muerte y la duración de las cosas que nos rodean, así como de la duración de nuestro propio cuerpo, que está en función de los acontecimientos, es necesariamente y por naturaleza inadecuado, es decir, incompleto y engañoso, pues sólo conocemos todo aquello a través de las modifica­ ciones de nuestro cuerpo. A este conocimiento inferior, o conocimiento de primer género, va ligada la formación de las falsas ¡deas generales, que han sido motivo de tantos errores y de tantas discusio­ nes estériles. Nuestro cuerpo no es capaz de recibir un número ¡limitado de impresiones sin confundirlas y mez­ clarlas entre sí, por lo que llega un momento en que el alma no puede captar distintamente las imágenes de todos los cuerpos que ha percibido, y en el que tienden a eliminarse las pequeñas diferencias de color, tamaño, etc. que existen entre ellos. Por otro lado, encontramos ventajoso desde el punto de vista de la seguridad juzgar una cosa en función de otra, y considerar idénticas las cosas que producen sobre nuestro cuerpo un efecto más o menos igual. Terminamos por pensar muchas cosas al mismo tiempo y por designar con un único término un gran número de seres particulares. Es así como se forman los términos trascendentales, como ser, cosa, etc., y las ideas generales, como hombre, perro, caballo, etc. Muchos hombres consideran que las ideas for­ madas de este modo son las más claras de todas, pues ter­ minan por no tener otra cosa que palabras en el pensamien­ to, las cuales se representan con gran nitidez; pero si quisié­ ramos prestar atención a la naturaleza misma de los seres que quedan así reunidos bajo una única palabra, reconoce­ ríamos que es imposible realmente pensar varios de estos seres al mismo tiempo y que en consecuencia las ideas de este género son totalmente confusas, pues su contenido no puede ser realmente pensado. Es así como las palabras sus-

54

SOBRE DIOS Y EL ALMA

tituyen con frecuencia a las cosas, lo cual es el origen de muchos errores, que no consisten en el fondo más que en la ausencia de una idea, como si digo que los árboles hablan, o que un hombre se ha convertido de repente en una piedra; pues puedo decir perfectamente estas cosas, pero no puedo pensarlas; y no tengo una idea más falsa cuando pronuncio estas palabras que cuando digo: "M i patio se ha escapado a la gallina de mi vecino”. La idea de que las cosas son contingentes tiene su origen en el conocimiento experimental, o en el conocimiento de primer género. En efecto, no podemos conocer las causas que hacen que una cosa particular entre en la existencia o salga de la existencia; pues en la medida en que todo está ligado en el universo, y que las causas próximas dependen de otras causas y así indefinidamente, la explicación de un hecho supone el conocimiento de todo el Universo. Por eso nos vemos impulsados a creer que un hecho que se ha pro­ ducido de un cierto modo podría haber ocurrido de otro modo. Esta ¡dea, que es totalmente confusa, es el resultado de nuestro hábito de representarnos anticipadamente el futuro en función de las diferentes modificaciones de nues­ tro cuerpo. Si ayer un niño vio a Pierre por la mañana, a Paul al mediodía y a Simeón por la noche, y si ve hoy a Pierre por la mañana, se entiende que tan pronto como ve que llega la mañana, piensa en el mediodía y en la noche, y que al mismo tiempo que piensa en el mediodía piensa en Paul, y que al mismo tiempo que piensa en la noche piensa en Simeón; es lo que expresamos diciendo que se represen­ ta la existencia de Paul y de Simeón como ligadas a un cier­ to tiempo futuro. Y el niño se representa todo esto con tanta más confianza cuantas más veces haya constatado esta misma sucesión. Pero si algún día sucede que por la noche ve a Jacob, en lugar de a Simeón, a la mañana siguiente pen-

ALAIN

55

sará alternativamente en Simeón y en Jacob cuando piense en la noche, su imaginación vacilará entre uno y otro, y eso es lo que expresamos cuando decimos que se representará ambos hechos como contingentes, es decir, como inciertos. Vemos así que la contingencia sólo tiene sentido en relación con la imaginación, es decir, en relación con el conocimien­ to de la existencia, y que la idea de la contingencia está liga­ da a la idea de nuestra ignorancia. Representarse las cosas que existen en el tiempo es siempre y necesariamente una fuente de error, pues supone juzgar siempre las cosas en fun­ ción de las modificaciones de nuestro cuerpo, y juzgar sobre el orden de las cosas en función del orden de las modifica­ ciones de nuestro cuerpo. La confianza con la que espera­ mos la repetición de los acontecimientos depende siempre de la forma como están relacionadas sus imágenes en nues­ tro cuerpo. Pero el alma humana es capaz de un conocimiento de otro género. Aparte de las falsas ideas generales, hay nocio­ nes que son realmente comunes a todos los seres, y que son idénticas tanto en la parte como en el todo; tal es el caso de la extensión, por ejemplo, para los cuerpos. Una parte cual­ quiera de la extensión contiene todas las propiedades, todas las leyes, toda la naturaleza de la extensión: un triángulo posee las mismas propiedades en cualquier parte de la extensión; no se ve pues cómo podría tenerse un conoci­ miento incompleto o mutilado de la extensión; o no se la conoce en absoluto, o se la conoce perfectamente. Tener una parte de esta idea es tenerla completa. El alma humana posee pues una idea adecuada de la extensión y, en general, de todo lo que es realmente común a todos los seres. Al conocimiento de estas nociones comunes lo llamaremos Razón, o conocimiento de segundo género. A la razón debe­ mos las demostraciones geométricas, que permiten deducir

56

SOBRE DIOS Y EL ALMA

unas de otras y explicar claramente las propiedades de la extensión. Hemos mostrado ya en la primera parte que la Razón o el conocimiento de segundo género supone a su vez un conocimiento superior o intuitivo, sobre el cual es inútil insistir en este punto. Lo importante es no perder de vista que el conocimiento de primer género es la única fuente de error. El conocimien­ to de segundo género, y con más razón aún el otro conoci­ miento que es su condición, son necesariamente verdaderos. Su objeto no es la existencia, la cual depende de una multi­ tud de causas que no podemos conocer completamente. El conocimiento de segundo género tiene por objeto lo que es realmente común a todos los seres, como la extensión; y el conocimiento de tal objeto no puede ser incompleto, pues la parte posee las mismas propiedades que el todo. En cuanto al conocimiento de tercer género, que es el conocimiento intuitivo de la esencia de cada cosa particular, es por defini­ ción perfecto y completo, pues es inmediato, es decir, no depende de nada y no puede, por lo tanto, carecer de nada. Vemos así que no hay nada positivo en el error, y que el error consiste solamente en la ausencia de ideas adecuadas que caracteriza al conocimiento de primer género. Percibo el sol como si estuviera a doscientos pasos de mí. Tal per­ cepción no es verdadera y no puede serlo; la razón es que no puedo conocer con certeza la naturaleza de un cuerpo en función de las modificaciones de mi propio cuerpo. Pero tampoco se puede decir que esta percepción sea falsa. Pues cuando un hombre conoce por medio de la Razón la verda­ dera distancia a la que se encuentra el sol, seguro que no se equivoca, y sin embargo sigue percibiendo el sol como si estuviera situado a doscientos pasos. Quien percibe así el sol no se equivoca porque le falte la idea de la verdadera distancia del sol. Permanece en una región donde el error

ALAIN

57

es necesario. No conoce otra cosa del mundo que los hechos; ése es su error. Conocer los hechos no es equivocar­ se; pero creer que no se puede conocer otra cosa que los hechos, tomar el conocimiento de los hechos por modelo del conocimiento cierto, ignorar en consecuencia aquello en que consiste comprender y aquello en que consiste la certeza, eso sí es equivocarse. El error no es un hecho ais­ lado dentro de nuestra vida, es una manera de vivir; equi­ vocarse es permanecer en el grado inferior del conocimien­ to. Tan pronto como uno participa del conocimiento racio­ nal, tan pronto como uno sabe qué es tener una idea clara, uno no puede dejarse engañar por ninguna percepción, ni tomar ninguna percepción por verdadera. El error se descu­ bre pues en el momento en que uno se libera de él; el error es inteligible para quien ha salido del error, pues puede comparar las visiones de su imaginación con las ideas cla­ ras y distintas que posee ahora. Es imposible hacer com­ prender lo que es el error a un hombre que ignora la ver­ dad; y tan pronto como un hombre conoce la verdad, com­ prende aquello en que consiste el error. «Como la luz, que al mostrarse muestra también lo que son las tinieblas, la verdad se deja reconocer por sí misma y permite reconocer lo falso.» No hay pues nada de positivo en las ¡deas que pueda hacer decir de ellas que son falsas. El error es la ausencia de verdad, nada más. Equivocarse es estar reducido a las per­ cepciones; es no conocer otra manera de pensar que aquella que consiste en adivinar mal que bien la presencia o la ausencia de las cosas en función de las modificaciones que sobrevienen a nuestro cuerpo. Quien vive así es en realidad prisionero de su cuerpo; ignora el ser; ignora la naturaleza y a Dios; y sólo se equivoca en tanto que ignora la natura­ leza y a Dios.

58

SOBRE DIOS Y EL ALMA

Para explicar el error, pues, no hace falta suponer en el alma humana una voluntad absolutamente libre, cuyas afirmaciones se extenderían más allá de los límites del entendimiento, como hizo Descartes. Una voluntad seme­ jante es un ejemplo perfecto de esas falsas ideas generales que parecen muy claras sólo porque no ponemos en ellas otra cosa que una palabra, y que son en realidad totalmen­ te confusas. Lo que hay en nosotros es tal acto de voluntad y tal otro acto de voluntad: quiero obtener tal objeto por tal medio, o perjudicar a mi enemigo realizando tales o cuales acciones, o ganarme la amistad de tal persona mediante tal servicio concreto; he aquí las voluntades rea­ les. La voluntad, tomada en general, guarda la misma rela­ ción con tales actos de voluntad que la blancura con tal o cual objeto blanco; no es más la causa de tal o cual acto de voluntad de lo que la humanidad es la causa de Pierre o de Paul. Hay una infinidad de maneras distintas de querer, y lo que existe son estas diferentes maneras de querer. Hablar de la voluntad en general es pronunciar una palabra, y nada más. En virtud de una confusión del mismo género existe también la tendencia a separar la voluntad que juzga del entendimiento que concibe la idea. Cuando concibo un triángulo, por ejemplo, soy perfectamente capaz de no decir con palabras que tres rectas pueden encerrar un espa­ cio; y por esa razón creo que me niego a juzgar, que soy libre de no juzgar. Quienes toman las palabras por ideas se crean así la ilusión de que son capaces de afirmar y negar cosas en contra de su propio juicio; se imaginan que dudan, cuando no dudan, y que ignoran cuando no ignoran. Pero si analizamos las ideas en sí mismas, nos daremos cuenta de que cada idea encierra una afirmación que no puede, por ningún artificio, separarse de la ¡dea. Pienso en un caballo

ALAIN

59

alado y digo que no afirmo nada por pensarlo. ¿Pero qué es pensar en un caballo alado, sino afirmar que un caballo tiene alas? Del mismo modo, ya podemos tratar de conce­ bir una voluntad particular que permita al alma afirmar que la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos. Es evidente que esta afirmación encierra la idea del triángulo, es decir, no puede ser concebida sin ella; pues ¿cómo se puede afirmar algo del triángulo, a menos que sea meramente de palabra, sin tener la idea del trián­ gulo? Es más, la idea del triángulo encierra necesariamente la afirmación de que la suma de los ángulos del triángulo es igual a dos ángulos rectos, y eso es justamente lo que demuestra el geómetra. Así pues, esta afirmación es entera­ mente inseparable de la idea de triángulo: no es nada sin la idea, y la idea no es nada sin ella. Sólo un artificio del len­ guaje puede permitirnos separar la idea de la afirmación; y con más razón aún, sólo de palabra se puede separar el entendimiento, causa supuesta de las ideas, de la voluntad, causa supuesta de las afirmaciones. Toda idea encierra una afirmación, y la afirmación está ligada a la idea. Quienes creen poder aislar la idea de toda afirmación ignoran com­ pletamente la naturaleza de la idea, que es un pensamiento, y toman las ideas por retratos mudos y muertos, reproduc­ ciones inertes de las cosas, tales como las imágenes sobre la retina, por ejemplo. Es bien cierto que si consideramos una cosa entre las demás cosas, bajo el atributo de la extensión, concebimos esta cosa en cuanto sostenida por las demás, sin que sea necesario un juicio para mantener la unión de sus partes. Por otro lado, de una cosa tal sólo podemos afirmar que está presente o que no está presente, y aún sin ninguna certeza. Pero si queremos pensarla realmente, saber lo que es y no sólo si existe, debemos rehacerla con todas sus partes y sostenerla con el pensamiento; toda ¡dea

60

SOBRE DIOS Y EL ALMA

es una red de afirmaciones, y está constituida por estas afir­ maciones; el acto de concebir y el acto de juzgar son idén­ ticos. Digamos pues que no hay voluntad libre en el alma humana. Nada en el mundo puede ser independiente de Dios, y el curso de los acontecimientos no puede depender de los caprichos del individuo, pues procede de la naturale­ za divina, de forma necesaria y de acuerdo con leyes eternas. El hombre se cree libre porque es consciente de sus acciones pero ignora sus causas; sin embargo, nosotros sabemos que toda acción tiene una causa, y no creemos ya la palabra de los enfermos o de los locos que se creen libres y que nos dicen que lo son, pues sabemos bien que son tan esclavos como es posible serlo. Lo cual no significa ciertamente que el hombre no posea ningún poder ni ninguna libertad, es decir, ninguna salud, pues pronto abordaremos el poder del hombre sobre las pasiones y su libertad. Significa simple­ mente que el hombre no tiene ningún poder sobre los acon­ tecimientos, y que debe empezar por aceptarlos y compren­ der que en el orden de los hechos no es posible ninguna salud, ninguna liberación, ni ningún progreso. No es por medio de ninguna modificación de los hechos de su vida como el hombre logará salvarse y liberarse, sino por su capacidad de apreciarlos en su justo valor, por su capacidad de comprender que su vida verdadera está en otra parte, por encima de lo que acontece, en lo eterno. En vano tratará el hombre de encontrar la menor verdad en sus percepciones; no hará más que cambiar un error por otro; la verdad per­ tenece a otro orden y a otra región; la forma de llegar a ella es la deducción de las esencias. Del mismo modo, el hombre buscará en vano el modo de introducir algo de potencia y de libertad en el curso de sus percepciones; sólo logrará cam­ biar de esclavitud. La potencia del hombre es de otro orden;

ALAIN

61

no se ejerce sobre el cuerpo ni sobre los hechos, sino sobre las ideas; corresponde al orden de las esencias, de la Razón. Y la libertad es aún de otro orden; corresponde al conoci­ miento de todo ello por Dios y en Dios, a la contemplación inmediata de lo verdadero, al conocimiento de tercer géne­ ro. Es lo que nos queda todavía por explicar: primero las pasiones del hombre y su esclavitud, luego el poder que le otorga el uso de la Razón y, finalmente, la libertad y la feli­ cidad que encuentra en su unión directa e inmediata con Dios.

III. De los sentimientos y las pasiones La mayoría de los que han tratado las pasiones las atri­ buyen a no se sabe qué vicio de la voluntad humana; en con­ secuencia, están más preocupados por ridiculizarlas o con­ denarlas que por explicarlas. Sin embargo, las pasiones deben ser el resultado de leyes necesarias derivadas de la Naturaleza divina, igual que todo lo que es; se trata pues de comprender cómo intervienen los sentimientos y las pasio­ nes en nuestra relación de dependencia con el Universo, es decir, en la existencia de nuestro cuerpo en la extensión. Se trata de comprender cómo intervienen los sentimientos y las pasiones en las vicisitudes de nuestra existencia en la dura­ ción, y en las ideas inadecuadas que nos hacemos de tales vicisitudes. El objeto de este capítulo es mostrar que la igno­ rancia y el error son a un tiempo alegría y tristeza, amor y odio, esperanza y miedo. Diremos que actuamos siempre que ocurra algo en nos­ otros o fuera de nosotros de lo que seamos causa adecua­ da, es decir, cuando sea explicable exclusivamente a partir de nuestra naturaleza. Así, por ejemplo, la comprensión de la naturaleza de la esfera a partir de la rotación de un semicírculo es algo que no depende de los hechos ni de las cosas que nos rodean, sino únicamente de la naturaleza de nuestro pensamiento. En este sentido diremos que es una acción. Al contrario, diremos que padecemos siempre que ocurra algo en nosotros o fuera de nosotros de lo que no seamos

64

DE LOS SENTIMIENTOS Y LAS PASIONES

causa adecuada, es decir, que no sea explicable exclusiva­ mente a partir de nuestra naturaleza. Se deduce de ello que no padecemos únicamente cuando estamos sometidos a la acción de un objeto, sino también cuando actuamos, en el sentido vulgar del término, para evitar tal acción; por ejem­ plo, el acto de huir porque vemos a un león no es una acción, pues nuestra naturaleza no basta para explicarla; depende a la vez de nuestra naturaleza y de un hecho; lo mismo ocurre cuando planto un pararrayos para proteger­ me de los rayos, e incluso cuando presto un servicio a alguien para ganármelo a través del reconocimiento; y asi­ mismo cuando Augusto perdona a Cinna para desarmar a sus otros enemigos. Se deduce de ello que en el terreno de las acciones y las pasiones no debemos creer lo que dicen y creen los hombres; pues muy a menudo creen actuar cuan­ do no hacen sino padecer, y dan a su voluntad el mérito de lo que en realidad no es explicable exclusivamente a partir de su naturaleza. Igual que el ignorante no desea la certeza, en la medida en que no sospecha siquiera lo que es, pero dice y cree estar en posesión de ella, el hombre que es más esclavo de los hechos no desea la potencia y la libertad, en la medida en que no sospecha siquiera lo que son, pero dice y cree estar en posesión de ellos. El cuerpo humano puede ser modificado de muchas for­ mas distintas; y en virtud de estas modificaciones puede verse aumentada o disminuida su capacidad de actuar. Así, por ejemplo, el frío puede producir una obstrucción o una congestión en ciertas partes del cuerpo, lo cual es ya una enfermedad; por otro lado, una buena comida o un ejerci­ cio moderado aumentan las fuerzas del cuerpo y lo dispo­ nen para la acción. La idea de cada una de estas modifica­ ciones se da necesariamente al mismo tiempo en el alma. Llamaremos sentimiento a la ¡dea de una modificación de

ALAIN

65

nuestro cuerpo en virtud de la cual aumenta o disminuye su capacidad de actuar. El alma actúa o realiza acciones en la medida en que posee ideas adecuadas. En efecto, tales ideas no dependen de nada exterior a ella; el alma las concibe y las enlaza con­ forme a su naturaleza y sin verse ligada por ningún aconte­ cimiento; en otras palabras, dichas ideas se explican exclu­ sivamente a partir de la naturaleza del alma: por ejemplo, la idea de la línea recta como resultante del movimiento de un punto, o la ¡dea de la esfera como resultado de la rotación de un semicírculo; al construirlas no obedecemos más que a las exigencias de nuestro pensamiento; es lo que expresamos cuando decimos que el alma actúa. Al contrario, el alma padece o experimenta pasiones en la medida en que posee ideas inadecuadas. Pues las ideas inadecuadas dependen de cuerpos exteriores, es decir, de acontecimientos que depen­ den a su vez de otros acontecimientos, y en último término del conjunto del universo; y tales ideas no son, en conse­ cuencia, explicables exclusivamente a partir de la naturale­ za del alma; sólo serían explicables a partir del conjunto del universo o, si se quiere, de Dios en cuanto constituye el ser no sólo del alma humana, sino también de todas las demás cosas. En otras palabras, el alma es tanto más esclava cuan­ to más se determina en función de los hechos y tanto más libre cuanto menos se preocupa por los hechos. Por ejemplo, si quiero el bien de mi vecino porque ha actuado de tal manera, porque ha sido bueno, mi vecino en cuanto hecho forma parte de la causa de mi acción, y en consecuencia mi alma padece. Pero si, al contrario, quiero el bien de mi vecino en función de leyes necesarias para cual­ quier sociedad, deducidas de la idea de Dios y de la natura­ leza humana, la existencia de mi vecino no influye en nada en la formación de esta idea: mi alma actúa porque quiere

66

DE LOS SENTIM IENTOS Y U S PASIONES

en virtud de una idea necesaria, una idea independiente de todo acontecimiento, superior a todo acontecimiento, y de la que es además causa suficiente; nuestro vecino no puede hacer nada contra eso: podría incluso no existir y nosotros seguiríamos queriendo su bien. Las acciones del alma sólo pueden ser el resultado de ideas adecuadas; las pasiones del alma sólo pueden ser el resultado de ideas inadecuadas; pues no hay otra cosa que ideas en el alma. Vemos así que todo lo que se da en el alma como resultado de ella misma es acción, y que sus pasiones en cambio no le pertenecen: son repercusiones de todo el universo sobre ella; el alma es sólo su causa parcial; tenemos pasiones, pues, en la medida en que dependemos de los acontecimientos. Por eso reservamos el nombre de pasiones para los sentimientos que aparecen en el alma como resul­ tado de ideas inadecuadas, es decir, de ideas que incluyen la presencia de objetos exteriores a su cuerpo. Ninguna cosa puede ser destruida si no es por una causa exterior a ella, es decir, por una causa que no forma parte de su definición o de su esencia. En efecto, suponga­ mos que su esencia contuviera una causa que la destruye­ ra; esta esencia sería en ella misma imposible, y lo imposi­ ble no es. Así pues, cuando una cosa es destruida por una causa cualquiera, puede afirmarse que esta causa no está comprendida en la naturaleza eterna de la cosa, en la esen­ cia de la cosa; lo cual significa simplemente que toda cosa tiene una esencia eterna. Es pues la eternidad de la esencia la que vuelve imposible la destrucción de la cosa por sí misma; toda cosa existente, en la medida en que posee una esencia eterna, durará indefinidamente hasta que una causa exterior a ella la destruya. Es lo que expresamos al decir que toda cosa, por naturaleza, dura y se conserva mientras no haya causas exteriores que la expulsen de la

ALAIN

67

existencia: «Toda cosa se esfuerza, en la medida en que está a su alcance, por perseverar en su ser». Pero no hay que ver en este esfuerzo por perseverar en el ser ninguna abstracción análoga a la voluntad, ninguna tendencia dis­ tinta de la naturaleza misma del ser. Toda naturaleza es una manifestación de la potencia de Dios y sólo en este sentido posee la cosa la capacidad de durar. Ése es el sen­ tido último de la idea común del instinto de conservación o del apego al ser. Y ello no es cierto únicamente del hom­ bre y de los animales; es cierto de todo cuanto existe. La existencia no se reduce a condiciones externas, pues si todo fuera condición externa, es decir, condición negativa, no existiría nada. Las condiciones externas no son causa de la existencia, sino de la destrucción. Para que pueda haber exclusión de los modos entre sí y lucha por la exis­ tencia entre los modos o seres particulares, es preciso ante todo que los modos en cuestión existan positivamente en virtud de la potencia de Dios. El esfuerzo por perseverar en el ser no es pues otra cosa que la potencia de Dios manifestada a través de un modo; lo primero es el ser, y la destrucción es un fenómeno extrínseco; he aquí lo que hay de verdadero en el amor de sí. El alma, igual que todo cuanto es, se esfuerza por perse­ verar en su ser; sólo que ella es consciente de este esfuerzo; en otras palabras, el alma es consciente de las ideas de las que está hecha, de las ideas de las modificaciones de su cuer­ po, y jamás encuentra nada en sus ideas que implique su destrucción; el alma no encuentra jamás en ella misma la idea de su propia destrucción; el alma es incapaz de pensar en la posibilidad de no pensar más; queda así aclarada la idea del apego al ser. En cuanto este apego corresponde úni­ camente al alma, es decir, al alma en cuanto posee ideas ade­ cuadas, se llama voluntad; en cuanto corresponde al mismo

68

DE LOS SENTIM IENTOS Y LAS PASIONES

tiempo al alma y al cuerpo, es decir, al alma en cuanto posee ideas inadecuadas, se llama apetito. Vemos pues que el esfuerzo del alma por perseverar en el ser no es más que la esencia misma del hombre, de la cual resultan necesariamente los actos precisos para su conserva­ ción. No es que el hombre persevere en el ser porque tienen lugar estos actos, sino que, por el contrario, estos actos tie­ nen lugar porque el hombre persevera en el ser; tales actos no hacen otra cosa que expresar la esencia en la existencia, y no son otra cosa que la presencia fáctica de nuestro cuer­ po en el mundo de los cuerpos. La resistencia de un cuerpo a los cuerpos que ejercen presión sobre él no puede proce­ der de estos últimos; es preciso que proceda de la propia naturaleza del cuerpo; pero eso no significa que tal resisten­ cia tenga por objeto conservar su naturaleza; todo cuanto puede decirse es que la conserva y que procede de él, y no de los demás. Todo aquello que es, es, por el mero hecho de estar apegado al ser, sin lo cual no sería ni por un momen­ to. La esencia del cuerpo humano es una cierta fórmula de movimiento; no puede decirse que esta fórmula de movi­ miento exista sino en la medida en que los movimientos del cuerpo se realizan conforme a esta fórmula: por eso se dice que dichos movimientos están orientados a conservar el cuerpo; pero en realidad no se realizan para conservar el cuerpo: el cuerpo no es nada más que el conjunto de los movimientos en virtud de los cuales se conserva. Cuando decimos que el ser se esfuerza por perseverar en el ser, no queremos decir nada más que esto, a saber, que posee una esencia eterna, la cual consiste en una determinada fórmula de movimiento que perdura indefinidamente hasta que se dan causas exteriores que impiden su manifestación. El deseo es el apetito cuando es consciente de sí. Se dedu­ ce de lo anterior que el deseo no es otra cosa que la existen-

ALAIN

69

cia misma, en la medida en que somos conscientes de las condiciones necesarias para dicha existencia. No hay pues por qué plegarse al juicio de la mayoría y creer que desea­ mos una cosa porque la juzgamos buena; el deseo va prime­ ro; el deseo es un hecho natural, inseparable de la existen­ cia: es la existencia misma, en cuanto no contiene nunca en sí misma su propia negación; así pues, si juzgamos buena una cosa es porque la deseamos. Se comprende por lo tanto que el alma puede padecer de múltiples maneras distintas y pasar como resultado a una perfección mayor o menor, y ello porque el alma es la idea de un cuerpo de duración incierta y que se encuentra presio­ nado y amenazado por todos lados por otros cuerpos. La capacidad de actuar de nuestro cuerpo se ve según los casos aumentada o disminuida, de donde se desprende que, sien­ do el alma y el cuerpo un mismo ser considerado desde dos puntos de vista distintos, la capacidad de pensar de nuestra alma se ve igualmente favorecida o contrariada. Un espíritu puro no podría experimentar tales vicisitudes; pero un espí­ ritu puro, un espíritu que no dependiera más que de su pro­ pia naturaleza, es decir, de la naturaleza de las ideas en tanto que ideas, sería perfecto: sería, a decir verdad, Dios. El cuer­ po no significa otra cosa que la imperfección y la limitación del alma; significa que el alma no es todo, pues a través de su cuerpo depende del conjunto de las cosas. Así pues, todos los cambios que experimenta el alma en cuanto es también cuerpo son reducibles a dos: el paso a una perfección mayor y el paso a una perfección menor. Del mismo modo, los sentimientos del alma son reducibles a dos grandes especies: los sentimientos agradables y los sentimientos desagradables, es decir, la Alegría y la Tristeza. Es evidente que la alegría será el sentimiento del paso a una mayor perfección, y la tristeza el sentimiento del

70

DE LOS SENTIMIENTOS Y U S PASIONES

paso a una menor perfección. Es imposible, en efecto, que el alma reciba sin resistencia la idea de su propia destruc­ ción; es imposible también que el alma no ame su ser y no se alegre de que exista más y mejor. Cuando se comprende que la alegría y la tristeza no son el resultado de nuestra voluntad, sino de las modificaciones del cuerpo y de las ideas de estas modificaciones, se ve claramente que la ale­ gría debe ser el signo de la perfección y la tristeza el signo de la imperfección, o más exactamente, que la alegría debe ser el paso a una perfección mayor y la tristeza el paso a una perfección menor, pues el sentimiento no es separable del alma que lo experimenta, sino que es el alma misma modificada. Nuestra alegría y nuestra tristeza son pues formas de ser que no son obra nuestra, sino formas de ser que pade­ cemos, que nos vienen dadas por nuestro cuerpo y, a tra­ vés de nuestro cuerpo, por todo el Universo. En ocasiones el alma se explica o cree explicarse claramente la causa de su alegría o de su tristeza, y en ocasiones, por el contrario, se limita a experimentar su alegría o su tristeza como un hecho, con una idea muy confusa de que el cuerpo es su causa; en el primer caso, llamamos regocijo a esta alegría, si la vinculamos al cuerpo en su conjunto, o placer, si la vinculamos a una parte determinada del cuerpo; y llama­ mos melancolía y dolor a las dos formas correspondientes de la tristeza. El alma se esfuerza tanto como puede en imaginar las cosas que aumentan la capacidad de actuar de su cuerpo; y cuando imagina las cosas que disminuyen la capacidad de actuar del cuerpo, el alma se esfuerza tanto como puede en imaginar otras cosas que excluyan la existencia de las pri­ meras. Pero eso no significa que el alma aumente volunta­ riamente la capacidad de actuar de su cuerpo, cosa que no

ALAIN

71

podría hacer, sino solamente que la tendencia a imaginar cosas que aumenten la capacidad de actuar del cuerpo y, en consecuencia, la capacidad de actuar del alma, es conforme a la esencia del alma y es por lo tanto motivo de alegría para ella, y que la exclusión de las imágenes de las cosas que disminuyen esta misma capacidad es inseparable de la existencia misma del alma. No expresamos otra cosa cuan­ do decimos que el alma se esfuerza en sustituir ciertas imá­ genes por otras; pero no es que el alma esté ahí y quiera esta sustitución, sino que el alma sólo existe en la medida en que logra operar esta sustitución; cuando el alma dice que la quiere, es como si dijera que ella misma (el alma) perdura y se conserva, pues esta pretendida voluntad no es distinta de la conservación y de la existencia misma del alma. Sólo en este sentido puede decirse que el alma tiene aversión por ciertas cosas. Estamos ya en disposición de hacernos una idea clara de lo que son el amor y el odio. Cuando asociamos la alegría a la idea de una cosa exterior, nos esforzamos, en el sentido recién expresado de la palabra, por mantener presente la cosa que va asociada a nuestra alegría; decimos entonces que amamos esta cosa, lo cual no quiere decir que salgamos de nuestra esencia para unirnos a ella, sino que, al pensar en ella, afirmamos nuestra esencia y nuestra duración, que nos amamos a nosotros mismos cuando la imaginamos o, más exactamente, que nos alegramos de nuestro ser al pensar en otra cosa. Diremos pues que el amor es la alegría acompa­ ñada de la idea de una causa exterior y que el odio es la tris­ teza acompañada de la idea de una causa exterior. Por lo demás, nuestras alegrías y nuestras tristezas van ligadas unas a otras de mil formas distintas, al igual que lo están las modificaciones corporales de las cuales dependen. Nuestros sentimientos suponen siempre modificaciones de

72

DE LOS SENTIM IENTOS Y LAS PASIONES

nuestro cuerpo y, en consecuencia, están sometidos al efec­ to de la yuxtaposición, que es la ley del mundo de los cuer­ pos. Si el alma ha experimentado dos sentimientos al mismo tiempo, no podrá experimentar uno sin experimentar el otro. Es más, incluso las cosas indiferentes pueden ser para ella motivo de alegría o de tristeza, y en consecuencia de deseo; bastará para ello que las cosas estén unidas por la imaginación a una cosa que sea para nosotros motivo de alegría o de tristeza, u objeto de deseo. Basta pues con que hayamos pensado en una cosa mientras estábamos alegres o tristes para que amemos u odiemos esta cosa. Más aún, bastará con que una cosa tenga algún parecido con el objeto amado para que la amemos; o que una cosa tenga algún parecido con el objeto odiado para que la odie­ mos. En efecto, lo que tienen en común ambas cosas fue imaginado al mismo tiempo que experimentábamos alegría o tristeza. Se entiende así que experimentemos amor u odio por ellas, sin que sepamos el motivo; y debemos entender que eso es la simpatía o la antipatía. Se deduce también de todo ello que si una cosa odiada en cuanto causa de triste­ za se parece a otra que es amada, la amaremos y odiaremos al mismo tiempo, o más bien vacilaremos entre un senti­ miento y otro. Vemos pues la gran cantidad de objetos diversos y a menudo indiferentes que asociamos a nuestra alegría y a nuestra tristeza, y por lo tanto la gran cantidad de aconteci­ mientos de los que nos hacemos de este modo esclavos. Pero las cosas pasadas o futuras también pueden suscitar en nos­ otros los mismos sentimientos que experimentamos a pro­ pósito de una cosa presente. En efecto, la imagen de una cosa pasada o futura está siempre presente para nosotros cuando pensamos en ella; sólo decimos que es pasada o futura porque la asociamos a la idea de un tiempo pasado

ALAIN

73

o por venir; en ella misma, la imagen de una cosa es siem­ pre la misma, ya se trate de una cosa ausente o presente, y el estado de nuestro cuerpo, en el momento en que pensa­ mos en la cosa pasada o por venir, es el mismo que si la cosa estuviera presente. En la medida en que estos sentimientos de alegría y de tristeza van acompañados de la idea de una cosa por venir, se llaman esperanza y miedo. En la medida en que la tristeza y la alegría van acompañados de la idea de una cosa pasada, experimentamos o bien remordimiento, o bien una especie de satisfacción a la que no corresponde ningún término en especial. Por último, nuestros sentimientos se complican aún más cuando el objeto que amamos u odiamos nos parece capaz de experimentar los mismos sentimientos que nosotros. La idea de la destrucción de un objeto amado nos entristece; la idea de la destrucción de un objeto odiado nos alegra. En consecuencia, la alegría del ser amado nos alegra; la alegría del ser odiado nos entristece; la tristeza del ser amado nos entristece, y la tristeza del ser odiado nos alegra. En efecto, cuando nos imaginamos que un ser está triste, es como si nos imagináramos que ha sido destruido; cuando nos ima­ ginamos que un ser está alegre, es como si nos imaginára­ mos que perdura y se preserva. Y nuestro odio y nuestro amor se extenderán incluso a las cosas que nos parecen las causas de la alegría o de la tristeza del ser que amamos u odiamos. De ahí proceden multitud de sentimientos, entre los cuales podemos citar la conmiseración, que es una tris­ teza acompañada de la idea de la tristeza de un ser que ama­ mos, la indignación, que es una tristeza acompañada de la idea de un ser que es causa de tristeza para el ser que ama­ mos. Se ve claramente que las causas que hemos examinado hasta aquí tienen como resultado una infinidad de senti­ mientos, la mayoría de los cuales no tienen nombre.

74

DE LOS SENTIM IENTOS Y LAS PASIONES

Pero hay también otros sentimientos, igualmente varia­ dos y no menos importantes que los que acabamos de tra­ tar, que son el resultado de nuestro parecido con los otros hombres. «Por el mero hecho de imaginar que un ser que se parece a nosotros experimenta un sentimiento, lo experi­ mentamos nosotros también.» En efecto, las imágenes de las cosas son modificaciones del cuerpo humano que implican la presencia de un cuerpo exterior; en otras palabras, cuan­ do conocemos un cuerpo exterior como presente, eso signi­ fica que la idea de nuestro cuerpo expresa, al mismo tiem­ po que la naturaleza de nuestro cuerpo, la naturaleza del cuerpo exterior; y sólo podemos conocer una modificación del cuerpo exterior si la idea de esta modificación está com­ prendida en la idea que tenemos de nuestro cuerpo. Ahora bien, sólo podemos representarnos que uno de nuestros semejantes experimenta cierto sentimiento en la medida en que la idea de una modificación de su cuerpo, correspon­ diente a este sentimiento, está comprendida en la idea que tenemos de nuestro propio cuerpo; así pues, en el momento en que nos representamos que uno de nuestros semejantes experimenta un sentimiento, la idea que tenemos de nuestro cuerpo encierra una modificación que va ligada en nosotros a este mismo sentimiento, y en consecuencia es imposible que no lo experimentemos. De este modo, si nos imagina­ mos que un ser semejante a nosotros experimenta algún sen­ timiento, quiere decir que experimentamos el mismo senti­ miento. Esta imitación de los sentimientos explica la piedad y la emulación. Y no sólo nos alegraremos y nos entristece­ remos junto con nuestros semejantes, sino que amaremos u odiaremos todo lo que imaginemos como causa de alegría o de tristeza para ellos. Por lo demás, nuestros actos son el resultado de nuestros sentimientos, o más bien no son sino estos mismos senti-

ALAIN

75

mientos considerados en el cuerpo. La acción es idéntica al deseo; lo que es deseo en el alma es acción en el cuerpo. Por ello nos esforzamos en realizar o en traer a la existencia todo lo que imaginamos favorable a nuestra alegría y, por el contrario, en destruir todo lo que imaginamos desfavorable a nuestra alegría. Del mismo modo, nos esforzamos en rea­ lizar lo que nuestros semejantes, según creemos, imaginan con alegría, como también en destruir lo que es para ellos, según creemos, motivo de tristeza; de ahí la gloria y la ver­ güenza, y otros sentimientos del mismo género, que depen­ den del efecto que suponemos que producen nuestras accio­ nes sobre los sentimientos de nuestros semejantes. Da la impresión de que sentimientos de esta especie debe­ rían propiciar por naturaleza el acercamiento y la unión entre los hombres. Pero no es en absoluto así. En efecto, si nos imaginamos que alguien goza de una cosa de la que nos­ otros no podemos gozar al mismo tiempo que él, nos esfor­ zamos por lograr que no la tenga, pues la imitación de los sentimientos hace que su deseo aumente el nuestro. Lo cual explica también que no es preciso, para que haya rivalidad entre los hombres, que las cosas que se disputan sean nece­ sarias para ellos; basta con que un hombre desee una cosa para que otro la desee también, y para que ambos se odien y luchen entre sí. Se entiende así que la envidia y el odio son el resultado necesario de la piedad, y eso en virtud de la pro­ pia naturaleza humana. La misma imitación de los senti­ mientos que nos hace compartir la desgracia de los demás puede hacernos insoportable su felicidad. A todo lo dicho debemos añadir los efectos bien conoci­ dos de los celos. Cuando amamos a un ser semejante a nos­ otros, nos esforzamos para que nos ame a su vez. En efecto, amar a alguien es amar su ser y por lo tanto querer que esté alegre; es querer pues que experimente una alegría de la que

76

DE LOS SENTIM IENTOS Y LAS PASIONES

nosotros seamos la causa. Pero también queremos la apro­ bación de nuestros semejantes; queremos pues que aquél a quien amamos esté alegre y crea que nosotros somos la causa de ello: queremos que nos ame. De ahí proceden todos los absurdos y todas las contradicciones de la vida pasional. En esta exposición de las pasiones y de sus efectos funes­ tos, tampoco debemos olvidar la influencia que tienen sobre nuestro amor y nuestro odio, el amor y el odio que supone­ mos en aquellos que amamos u odiamos. Aquél que crea ser odiado por alguien a quien no ha dado motivo alguno para que le odie, lo odiará a su vez; pues al imaginar algo así experimentamos tristeza, como resultado de la imitación de los sentimientos, y no vemos otra causa para esta tristeza que aquél de quien pensamos que nos odia; y por lo tanto lo odiamos, de acuerdo con la definición misma del odio. De ahí resulta que devolvamos mal por mal, que tengamos arranques de cólera y que deseemos venganza. Inversa­ mente, y por razones análogas, aquél que se imagina que es amado por alguien sin haber hecho nada para ello, lo amará también a su vez. Se concluye de todo ello que el odio se ve aumentado por un odio recíproco, pero que puede ser des­ truido por el amor; y también que el odio, una vez vencido por el amor, se convierte en un amor más grande que si no hubiera estado precedido por el odio. Razones del mismo género nos llevarán necesariamente a odiar a alguien de quien imaginamos que odia a una persona que nosotros amamos. Nos queda aún por mostrar que los hombres son natu­ ralmente enemigos unos de otros, es decir, que un hombre odia más a otro hombre que a nada en el mundo. En igua­ les circunstancias, odiaremos más una cosa si la considera­ mos como causa única de nuestra tristeza, que si la consi-

ALAIN

77

deramos únicamente como causa parcial de nuestra tristeza; y ello como consecuencia de la definición misma del odio. Por ello, en iguales circunstancias, odiaremos más a un ser que supongamos libre, es decir, causa única de sus actos, que si lo suponemos determinado a actuar por otras causas. Y como estamos inclinados a creer que los hombres son los únicos seres libres de la naturaleza, tenderemos a odiar más a un hombre que a ningún otro ser. A esto se añade que nos alegraremos mucho menos de aquello que tenemos en común con otros seres que de aquello que nos es propio y expresa más distintamente la perfección de nuestro ser; de donde resulta que un hombre goza más que nunca de su propia contemplación cuando contempla en sí mismo lo que niega en los demás. De lo cual se deduce también que nos vemos inclinados a alegrarnos de la imperfección de los demás, y a afligirnos ante su perfección. Y que encontramos en ésta un nuevo motivo de odio. Podríamos prolongar indefinidamente este análisis de las pasiones particulares, es decir, de las distintas formas de amar y de odiar, así como de sus efectos. No hay que olvi­ dar, en efecto, que un sentimiento o una pasión no es sepa­ rable del alma que los experimenta. El sentimiento de un individuo difiere del sentimiento de otro, igual que la esen­ cia de uno difiere de la esencia del otro; en consecuencia, hay siempre una diferencia entre un amor y otro, entre un odio y otro, así como entre un hombre y otro, y entre un momento y otro en el mismo hombre; pues los cuerpos son todos diferentes y son todos modificados de muchas formas distintas. Es importante reflexionar sobre todo ello para no considerar jamás la alegría en general, ni la tristeza en gene­ ral, ni el sentimiento en general, ni el hombre en general. Pues quien debe ser salvado o liberado es siempre un ser determinado, Pierre o Paul, y no la humanidad.

78

DE LOS SENTIM IENTOS Y LAS PASIONES

Todo lo dicho nos permite ver pues que las pasiones y sus efectos son el resultado necesario de la naturaleza humana, es decir, que el cuerpo del hombre es parte de la naturaleza; y que no podemos señalar a ninguna voluntad libre como culpable de la injusticia y de la maldad de los hombres. Cuando comprendemos eso, ya no podemos indignarnos, ni censurar, ni odiar, y en este sentido ya somos mejores.

IV. De la esclavitud del hombre Casi todos los hombres se dejan llevar por sus pasiones, y sus pasiones, tal como acabamos de explicar, los convier­ ten en enemigos unos de otros. Pero no por eso tiene que convertirse su existencia en una lucha constante de hombre contra hombre. Ya hemos visto que existen pasiones que acercan a los hombres entre sí. Imitamos los sentimientos de nuestros semejantes; amamos lo mismo que ellos aman y odiamos lo mismo que ellos odian. En consecuencia, y a falta de otras consideraciones, estamos más inclinados a hacer las cosas que los demás aprueban que las cosas que los demás rechazan. Esta preocupación por la aprobación ajena, o miedo al rechazo, es una de las causas que dispo­ nen a los hombres, por más esclavos que sean de sus pasiones, a asociarse entre sí. Pero a este género de razones se añaden también otras razones aún más poderosas, que son el resul­ tado de la dificultad que encuentran los hombres para 'luchar contra las fuerzas naturales y para procurarse lo necesario para vivir. Dos individuos unidos son más pode­ rosos de lo que sería cada uno de ellos si estuviera solo; tres individuos unidos son más poderosos que dos. Los hombres tienen mucho que ganar si se unen para formar una sociedad. Sin embargo, la sociedad que forman sería inútil si siguie­ ran viviendo cada uno de acuerdo con su capricho, si trata­ sen de proveer cada uno para su existencia de acuerdo con los medios que les parecieran mejores, si llamasen bien úni-

80

DE LA ESCLAVITUD DEL HOMBRE

camente a aquello que les gustara y mal a aquello que les disgustara, y si se aplicaran a conservar lo que aman y a des­ truir lo que odian. De este modo sólo lograrían regresar al estado de aislamiento. Para que puedan vivir en paz los unos con los otros, y ayudarse los unos a los otros, es pre­ ciso que cada uno sacrifique parte de sus deseos y que se prometan entre sí que no harán nada que pueda perjudicar al vecino. ¿Pero cómo es posible que unos hombres que son, por hipótesis, esclavos de las pasiones, sean capaces de for­ mar una sociedad perdurable? ¿Cómo es posible que los efectos de las pasiones no anulen todas las promesas y vio­ len todas las leyes? Encontraremos la explicación si conside­ ramos que una pasión puede ser destruida por una pasión contraria. Se comprende perfectamente, por ejemplo, que un hombre se abstenga de hacer daño a alguien odiado, por miedo a un mal mayor. Esto es lo que permite establecer y mantener la sociedad, siempre que se cuide de castigar a aquellos que perjudican a su prójimo y de instaurar leyes fundadas en la amenaza. Así es como se establece y mantie­ ne la sociedad de los esclavos, fundada en el miedo. En una ciudad así, se llamará bien a aquello que sea favo­ rable a la existencia y al mantenimiento de la ciudad, y mal a aquello que sea contrario a ello. Se llamará pecado o falta, y será castigado, todo aquello que sea contrario a la ley. Se dirá que los ciudadanos merecen alabanza si contribuyen a reforzar y a mantener la ciudad, y merecen censura si, por el contrario, contribuyen a debilitar la ciudad. La disposi­ ción de un ciudadano a obedecer la ley y a contribuir a la seguridad común será llamada virtud, y la disposición con­ traria será llamada vicio. A la primera irán ligadas la apro­ bación y la recompensa; a la segunda la denuncia y el casti­ go. Habrá en la ciudad hombres justos y hombres injustos. Si al poder de las leyes le añadimos el poder de la supersti-

ALAIN

81

ción, y al miedo a los tribunales y a las penas infligidas por los hombres le añadimos el miedo a un Dios cruel que cas­ tigará aún más a los hombres después de su muerte, la ciu­ dad se convertirá en la imagen perfecta de la paz, la concor­ dia, la buena fe y la religión. Sin embargo, reinarán en ella las pasiones y todas las pretendidas virtudes no serán más que el resultado del miedo que la sociedad en conjunto habrá sabido inspirar en cada uno de sus miembros. Esto es lo primero que debemos comprender para no dejarnos engañar por este falso bien, por esta falsa justicia, por esta falsa virtud que vuelve al hombre menos malhechor, pero al precio de hacerle dos veces esclavo. Sin duda, puede ocurrir que en la ciudad de los esclavos terminen por considerarse malas las pasiones que son en efecto malas, como el odio, la envidia, los celos y el orgullo. Pero sólo las considera así la sociedad, no el individuo. También ocurre a veces que los hombres las juzgan buenas y transforman los vicios en virtudes. Así, elogiarán a aquél que odia a los asesinos y a los ladrones, por ejemplo, o a aquél que odia a los enemigos externos; elogiarán a aquél que envidia a su vecino, si esta pasión le empuja a hacerse útil para la sociedad. Elogiarán el orgullo, si éste empuja a los hombres a buscar el elogio y a evitar la reprobación, es decir, a actuar conforme a los deseos de la mayoría y al inte­ rés común. Por el mismo motivo incluirán también entre las virtudes la vergüenza, la humildad, la piedad y todos los sentimientos de este género, que impiden a los hombres per­ judicar a sus semejantes y contribuyen de este modo al man­ tenimiento de la paz. Aquél que quiera conocer la verdade­ ra virtud y el verdadero bien no debe detenerse en conside­ raciones de este género, sino que debe poner toda su aten­ ción en comprender que incluso la pasiones que han sido siempre y en todas las circunstancias consideradas virtudes

82

DE LA ESCLAVITUD DEL HOMBRE

por los hombres que viven en sociedad, no dejan por ello de ser pasiones y no pueden ser virtudes. Ante todo, debe quedar claro que la tristeza es mala en sí misma. Y es así por la definición misma de la tristeza. La tristeza supone el paso a una perfección menor. Lo que llamo paso a una perfección menor, cuando considero la capacidad de actuar de un ser, lo llamo tristeza cuando con­ sidero su capacidad de ser feliz o infeliz. Así pues, no tiene sentido decir que la tristeza puede ser buena y que puede hacernos perfectos. Eso sólo puede tener sentido en la socie­ dad de esclavos que acabamos de describir, donde los ciuda­ danos son buenos y honestos en la medida en que temen el castigo. Tal sociedad sería destruida si los hombres no sin­ tieran miedo; el miedo es condición de la existencia de esta sociedad y en este sentido puede decirse que es bueno. Y como el miedo es una forma de tristeza, también puede decirse que ésta es buena en este sentido. Por eso las supers­ ticiones o las falsas religiones, que no buscan realmente hacer mejores a los hombres sino solamente contener sus pasiones en beneficio del interés común, convierten el miedo y la tristeza en virtudes, del mismo modo que convierten la seguridad y la alegría en vicios, e imaginan a un Dios cruel y celoso que se complace con las lágrimas y el terror de los hombres, y que se irrita con sus alegrías. Ciertamente, en la medida en que los hombres no están guiados por la Razón, es bueno que estén guiados por el miedo, si ello contribuye a que causen el menor daño posible a sus semejantes. Pero no hay que dejarse engañar por todas estas convenciones útiles y creer que los hombres valen realmente más cuando no ceden al odio o a la envidia por miedo al castigo: lo único que han hecho es cambiar de esclavitud, eso es todo. Del mismo modo, el odio es siempre y necesariamente malo, porque es una forma de tristeza. Y sin duda hay odios

ALA1N

83

que refuerzan a la sociedad; aquellos que odian a los vaga­ bundos, a los ladrones y a los asesinos, y en general a todos los enemigos de la sociedad, pueden ser llamados buenos ciudadanos, y en este sentido puede decirse que su odio es justo. Pero no por ello es menos contrario a su naturaleza, pues es una forma de tristeza. Un hombre que sustituye el odio a los magistrados por el odio a los criminales se vuel­ ve sin duda más útil o menos peligroso de lo que era antes, pero no por ello se vuelve más perfecto, pues el odio es siempre odio, y el odio es siempre malo. La piedad misma es una falsa virtud, una virtud de escla­ vo. En efecto, la piedad es una forma de tristeza, y la tris­ teza es mala en ella misma. A pesar de lo cual la piedad es ciertamente mejor que nada. El hombre que se deja afectar fácilmente por la piedad raramente hará daño a sus seme­ jantes y a menudo se verá llevado a hacer el bien; con lo cual contribuye a mantener la unión y la concordia entre los ciudadanos, y a fortalecer por lo tanto la ciudad. Por eso la piedad es considerada una virtud preciosa en la ciu­ dad de los esclavos; por eso es elogiada y aprobada, y a menudo incluso recompensada, todo lo cual es bueno. Pero no hay que creer por ello que el hombre que se deja afectar por la piedad es más perfecto que otro: es únicamente menos peligroso. Tampoco el arrepentimiento es una virtud; y quien se arrepiente es dos veces desgraciado, lo que quiere decir dos veces esclavo. Quien se arrepiente ha cedido ya a la pasión: ha sido esclavo una primera vez, cuando ha actuado, y esclavo una segunda vez, cuando se arrepiente; y como al arrepentirse está triste, pasa a una perfección aún menor. Pero se entiende perfectamente que el arrepentimiento sea considerado un acto virtuoso en la ciudad de los esclavos; en efecto, cuanto más lamentan los hombres aquello que

84

DE LA ESCLAVITUD DEL HOMBRE

han hecho, menos se abandonarán a sus pasiones, pues temerán tener que arrepentirse después. El arrepentimiento supone que el hombre se castiga a sí mismo; ejerce sobre sí el oficio de juez y de verdugo, luego no hay otro sentimien­ to más útil para la sociedad; pero sólo en este sentido puede llamarse bueno. Lo mismo debe decirse de la humildad. Se comprende perfectamente que la falsa religión la sitúe en la primera fila de las virtudes: el hombre humilde es en efecto más fácil de controlar y de satisfacer que cualquier otro; se contenta con poco y se resigna fácilmente a la pobreza y al sufrimiento. Por eso, en la medida en que los hombres no se guíen por la Razón, es deseable que sean humildes antes que orgullosos, y que tengan una pobre ¡dea de su poder, de su virtud y de su mérito: así serán más fáciles de recompensar. Por eso también es mejor pecar de este modo que de cualquier otro, si es preciso hacerlo. Y a decir verdad, quienes se dejan guiar por pasiones de este género son más fáciles de llevar a la vía racional que otros. Pero eso no significa que la humil­ dad sea verdaderamente buena, pues es una forma de triste­ za. Lo mismo diremos de la vergüenza, que también es muy útil para mantener la concordia entre los hombres en la medida en que regula las acciones de cada uno en función de la aprobación y la reprobación de los demás, pero que es asimismo una forma de tristeza y, por ello mismo, mala. Lo mismo debe decirse del autodesprecio y de todos los senti­ mientos de este género. El miedo a la muerte y la meditación acerca de la muer­ te son considerados conformes a la sabiduría por las falsas religiones. En efecto, entre las pasiones que pueden impedir a los hombres perjudicar a sus semejantes y violar las leyes, el miedo a la muerte y a los castigos que la siguen es una de las más poderosas. Un hombre que tema la muerte, un hom-

ALAIN

85

bre que piense a menudo en la muerte y que ordene toda su vida alrededor de este miedo y de este pensamiento, es sin duda menos peligroso que otro. A pesar de lo cual meditar sobre la muerte no es en absoluto conforme a la Razón, y si lo hacemos no es precisamente gracias a la claridad de nues­ tras ideas. En la medida en que la muerte es la negación de la existencia del alma, no puede darse en el alma como idea adecuada, pues ningún ser es destruido sino por causas exte­ riores. Si el alma piensa en la muerte no es precisamente en cuanto es y actúa; al contrario, sólo piensa en ella en cuan­ to se representa, en la medida en que le es posible, su pro­ pia destrucción, es decir, en cuanto padece. Por lo demás, el miedo a la muerte, e incluso el mero pensamiento en la muerte, no puede darse sin tristeza, y sólo por eso es malo. El hombre racional piensa menos en la muerte que en cual­ quier otra cosa: el objeto de sus meditaciones es la vida, no la muerte. En términos generales, puede decirse que para la mayo­ ría de los hombres el bien no es otra cosa que la evitación del mal, es decir, la destrucción de un mal con otro mal. Así, los moralistas que buscan el bien en la región del mal y del error se parecen mucho al médico que da a su enfermo, como remedio, otra enfermedad que eliminará el efecto de la primera. De tanto pensar en aquello que pueda reducir o suprimir su ser, los hombres se olvidan de ser. Actúan como si no tuvieran ninguna capacidad de ser, ninguna existencia positiva, y como si la virtud no fuera otra cosa que la ausen­ cia de mal. Para el enfermo, vivir es no morir. Ciertamente, actuando de este modo los hombres llegan al mismo resul­ tado, exteriormente considerado, que si persiguieran direc­ tamente el bien. Avanzan hacia el bien, pero dándole la espalda. Puede decirse que huyen hacia el bien, literalmen­ te, y que sólo llegan a la justicia, por ejemplo, por miedo a

86

DE LA ESCLAVITUD DEL HOMBRE

la injusticia, y a la caridad por miedo a la violencia. Ahora bien, ¿qué valor tiene este progreso para cada uno de ellos? Ninguno, y su tristeza es prueba de ello. No nos volvemos más perfectos cuando nos dejamos guiar por el miedo, que es una forma de tristeza, a evitar un mal, cuyo único pensa­ miento es también la tristeza, pues seguimos estando tristes. Nos parecemos a un enfermo que come sin apetito, por miedo a la muerte; sin duda, es posible que logre evitar la muerte de este modo, lo cual es ya un resultado; pero este resultado se logra de forma mucho más segura cuando alguien goza de buena salud y encuentra placer en la comi­ da; y este último evita de forma mucho más segura la muer­ te que si deseara evitarla directamente. Del mismo modo, el juez que condena sin odio y sin cólera, pensando únicamen­ te en el bien público, juzgará mejor que aquél que se irrita y se entristece, y trabajará mucho más eficazmente que éste en defensa de la sociedad. El hombre razonable debe pues bus­ car directamente el bien y evitar indirectamente el mal. El solo pensamiento del mal es malo. En efecto, el cono­ cimiento del mal no es otra cosa que la tristeza, en cuanto podemos tener alguna conciencia de él; si no fuera así, úni­ camente diríamos que pensamos en el mal, pero no pensarí­ amos realmente en él. La tristeza es el paso a una perfección menor; no puede explicarse pues únicamente por la esencia del hombre; tal como ya hemos mostrado, implica el cono­ cimiento de cosas exteriores. Lo cual es como decir que el conocimiento del mal depende de ideas confusas o inade­ cuadas, es decir, que es él mismo confuso e inadecuado; pen­ sar el mal es pensar mal. Por eso el sabio, cuando hable en público, hablará lo menos posible de los vicios y de la esclavitud del hombre; y, por el contrario, hablará tanto como pueda del bien, de la libertad, de la virtud y de los medios por los cuales los hom-

ALAIN

87

bres pueden ser llevados a no dejarse conducir por el miedo o por la aversión, sino únicamente por la alegría. El mal no es nada en sí mismo; hablar del mal, es no hablar de nada; y todos los discursos del mundo sobre la debilidad y la estu­ pidez de los hombres sólo sirven para entristecerlos o enco­ lerizarlos, lo cual, lejos de llevarlos a la felicidad, los aleja de ella. Todo lo anterior nos permite ver que, si el alma humana sólo tuviera ideas adecuadas, no se formaría jamás ninguna idea del mal. Si los hombres nacieran libres, es decir, racio­ nales, no se formarían tampoco ningún concepto del bien; pues el bien y el mal son dos contrarios que sólo tienen sen­ tido el uno por el otro. Eso es lo que expresa el mito del Paraíso en la tierra: la decadencia de los hombres va ligada al hecho de que han probado el conocimiento del bien y del mal; y Dios ya les había anunciado que, desde el preciso momento en que lo hicieran, dejarían de amar la vida y no harían más que temer la muerte. Tal es la existencia que aca­ bamos de describir, la de los hombres que viven en la escla­ vitud. Y el único que puede llevarles a la libertad es el espí­ ritu de Cristo, entendiendo por tal la idea divina del único conocimiento del que dependen la libertad y la felicidad del hombre.

V. De la razón Así son las cosas en la ciudad del miedo y de la tristeza. Y toda persona reflexiva quiere sinceramente salir de allí; todos saben y comprenden que ningún bien real puede sur­ gir de la combinación de varios males, ni ninguna felicidad real de la lucha entre el deseo y el miedo. En vano tratare­ mos de convertir una reunión de esclavos en una ciudad libre. En vano trataremos de vencer una opinión con otra. Es como si pretendiéramos vencer al error con el error. Mientras nos contentemos con pensar según las modifica­ ciones del cuerpo, mientras nos dejemos guiar por la imagi­ nación, no nos servirá de nada reemplazar una imaginación más perjudicial por otra que lo sea menos; nunca encontra­ remos nada parecido a lo real en esta región de ¡deas confu­ sas. El juego de nuestras pasiones es de hecho independien­ te de la falsedad o de la verdad de nuestros conocimientos. Por ejemplo, un falso miedo puede ser suprimido por una noticia verdadera; pero un miedo legítimo puede igualmen­ te ser suprimido por una noticia falsa. Mientras nos esfor­ cemos por combatir un mal con otro mal, la verdad seguirá siendo indiferente para nosotros; ignoramos, olvidamos nuestro ser para ocuparnos únicamente de aquello que no somos nosotros; no pensamos sino en diferentes formas de no ser: escogemos entre una muerte y otra. Del mismo modo, muchos hombres piensan que el afir­ marse libres los hace libres, el ir contra su propio interés, el rebelarse contra el miedo, el renunciar a todo lo que el vul-

90

DE LA RAZÓN

go llama los bienes, el vivir por algo distinto de ellos mis­ mos, por un Dios o por una idea. Y les parece que el triun­ fo de la libertad humana consiste en aceptar voluntariamen­ te la muerte, o incluso en anticiparse a ella con el suicidio. En realidad, aquellos que piensan de este modo son tan esclavos como los demás. De entrada, no basta con negar el poder de las pasiones para liberarse de ellas; no basta con invocar frente a ellas alguna idea superior que las ponga en fuga, igual que el día hace huir a las tinieblas. Nada puede hacer que el hombre deje de tener pasiones, pues nada puede hacer que el hombre deje de ser parte de la naturale­ za. La verdad pone de manifiesto el error, lo denuncia, pero no lo destruye. Lo que tiene de positivo la idea falsa no puede ser suprimido por la presencia de lo verdadero, pues toda idea reconducible a Dios es verdadera, y una idea ver­ dadera no puede ser destruida por una ¡dea verdadera. Y en la medida en que hay una verdad del error, hay una verdad de las pasiones. El hombre no es sino una parte de la natu­ raleza; en consecuencia, imagina necesariamente y está naturalmente sometido al miedo y a la esperanza. Por ejem­ plo, imaginamos que el sol está a doscientos pasos, en lo cual nos equivocamos. Cuando conocemos por medio del razonamiento la verdadera distancia a la que se encuentra el sol, reconocemos que nos equivocamos al imaginar que está a doscientos pasos, y en este sentido puede decirse que ya no estamos en el error; a pesar de lo cual seguimos teniendo la idea de que el sol está a doscientos pasos, en virtud de la acción del sol sobre nuestro cuerpo, pues no podemos hacer como si no tuviéramos cuerpo y como si el sol no actuara sobre nuestro cuerpo. El mayor sabio del mundo no consi­ gue ver el sol allí donde sabe, sin embargo, que está real­ mente; del mismo modo, el mayor sabio del mundo no con­ seguirá dejar de ver las imágenes de los objetos en el espejo,

ALAIN

91

por más que sepa que son engañosas. El mundo de la ima­ ginación está pues fuera del alcance de la verdad; la pasión se desarrolla en él y produce sus efectos según leyes necesa­ rias; hay en Dios una verdad del error y una verdad de las pasiones. Por otro lado, es fácil mostrar que aquellos que preten­ den olvidar su propio interés y su propio ser, para sacrificar­ se a algo distinto de sí, están aún más dominados que los demás por las causas exteriores. El esfuerzo por el cual un ser cualquiera persevera en su ser se define exclusivamente en virtud de la esencia de este ser; existe por sí mismo, y su existencia positiva no es sino la manifestación de su natura­ leza individual. Todo lo que está fuera de él, todo lo que es distinto de él, no puede sino excluir o limitar su ser. Por lo tanto, en la medida en que las acciones de un ser se explican por algo exterior a él, dicho ser padece; las acciones de este tipo no pueden pues atribuírsele sin contradicción; no es causa adecuada para ellas, sólo es su causa parcial. Y cuan­ to más se olvide de sí mismo, cuanto más esté determinado a actuar por los acontecimientos, menos capacidad de actuar tendrá, menos libre será. Nadie deja de conservarse en su ser, como no sea venci­ do por causas exteriores y contrarias a su naturaleza. Un hombre sólo rechaza los alimentos o se da muerte a sí mismo forzado por causas exteriores. Un hombre que se da muerte porque otro le fuerza a ello, torciéndole la mano para que se clave su propia espada, no se mata a sí mismo realmente, sino que lo matan. Lo mismo sucede en el caso de Séneca, que recibe la orden del tirano de abrirse las venas y la obedece para evitar un mal mayor por medio de otro menor. Lo mismo sucede también en el caso de quien se ve modificado, por efecto de causas externas que ignora, hasta el punto de que su cuerpo adopta una nueva naturaleza,

92

DE LA RAZON

contraria a la antigua, y cuya idea ya no puede ser recogida por el alma: tal estado no es otro que el fin de la existencia del cuerpo del cual el alma era alma y, en consecuencia, el fin de la existencia del alma también; poco importa pues si el hombre se mata o se deja matar: las causas de su muerte son las mismas en ambos casos. El supuesto de que el hom­ bre se vea impulsado por su propia naturaleza a no existir o a adoptar una naturaleza distinta de la suya es tan absurdo como pretender que algo salga de la nada. Es pues imposible que un individuo mutile su propia naturaleza y que encuentre una razón exterior a ella para vivir; pues la razón de vivir y la voluntad de vivir de un ser no son otra cosa que su esencia misma, en la medida en que excluye de sí todo aquello que la niega. En vano trataremos de desear algo exterior a nosotros, ya lo llamemos felicidad, bien o virtud: nadie desea ser feliz, actuar bien o vivir de acuerdo con la virtud, si no desea al mismo tiempo ser, actuar y vivir, es decir, existir en acto. Todo deseo que no incluya lo anterior no procede de mí, es un falso deseo; me ha sido impuesto por las cosas externas. El esfuerzo por conservarse es pues el primer y el único fundamento de la virtud. La virtud es capacidad de actuar; y el hombre no tiene ninguna capacidad de actuar fuera de su naturaleza individual; toda su capacidad de actuar se define por su esencia individual, es decir, por su esfuerzo de perseverar en el ser. Así pues, cuanto más se esfuerza un ser por buscar aquello que le es útil, es decir, por conservar su ser, más vir­ tud posee y, por el contrario, un hombre es esclavo en la medida en que deja de buscar aquello que le es útil, es decir, de conservar su propio ser. Toda existencia racional y libre debe partir de este prin­ cipio, en lugar de comenzar por querer destruir toda la capacidad de actuar real del hombre. Por eso no debe inten-

ALAIN

93

tarse suprimir completamente la vida pasional, que no es sino el resultado de nuestro esfuerzo por perseverar en el ser; destruirla es destruir el cuerpo y suprimir en consecuen­ cia la existencia del alma; es querer una virtud que no sea la virtud de la persona; es suponer que la perfección consiste en abandonar su ser y adoptar otro; y eso no es más razo­ nable que decir que sería un bien para un caballo convertir­ se en un león; pues para un caballo no puede haber otro bien que ser un caballo del mejor modo posible, y para tal caballo no puede haber otro bien que ser tal caballo del mejor modo posible. No se trata de reemplazar la vida pasional por la vida racional; se trata de superponer la vida racional a la vida pasional. Digamos pues que la virtud consiste únicamente en actuar según las leyes de la propia naturaleza, es decir, en realizar aquellas acciones que sean explicables por ella; que la virtud no difiere del esfuerzo por el cual se persevera en el ser, y que la felicidad consiste en poder conservar el propio ser; que, en consecuencia, debe quererse a la virtud por ella misma, que no hay nada en el mundo que sea más útil que la virtud, y que este es el motivo por el que debemos querer­ la. Digamos finalmente que nada en el mundo puede limitar legítimamente el derecho natural de un ser; un ser tiene por naturaleza tanto derecho como capacidad de actuar; todo lo que hace es por lo tanto justo y bueno, y todo lo que redu­ ce su capacidad o su actividad es malo para él; el bien en su caso consiste en ser y en actuar tanto como sea posible; el mal, en actuar menos y ser menos. En consecuencia, del mismo modo que hemos dicho que la tristeza es siempre un mal, pues es el signo seguro de nuestro paso a una perfección menor, y que en el fondo no es separable, si no es discursivamente, de tal paso, del mismo modo diremos que la alegría es siempre un bien,

94

DE LA RAZÓN

pues es el signo seguro de nuestro paso a una mayor perfec­ ción. Lo diremos ante todo porque nuestra alegría nos indi­ ca que nuestro cuerpo existe mejor y con mayor capacidad de actuar o, si se quiere, de vivir, y que la existencia de nues­ tro cuerpo va ligada a la existencia de un alma. También lo diremos porque la perfección de nuestro cuerpo, y su capa­ cidad tanto de actuar como de ser modificado, va ligada a la perfección de nuestro alma. Supongamos, aunque sea ape­ nas concebible, un alma sin cuerpo: se encontraría reducida a una monótona contemplación de sí misma y no se vería llevada a representarse la esencia de ninguna cosa particu­ lar. Así pues, todo aquello que aumenta la capacidad de actuar de nuestro cuerpo, todo aquello que lo hace capaz de más acciones y de más modificaciones, todo ello es confor­ me a la Razón. Sin embargo, es importante distinguir entre las alegrías aquellas que van asociadas a una parte determinada del cuerpo, y que llamamos placeres, de aquellas que van aso­ ciadas al cuerpo entero, y que llamamos regocijo. El placer no tiene nada de malo en sí mismo; pero es el signo de la capacidad de actuar de una parte determinada del cuerpo, con exclusión de otras, y en este sentido puede decirse que es mala; pues la existencia del cuerpo como individuo supo­ ne la capacidad de actuar de todas sus partes conjuntamen­ te, y no sólo de algunas de ellas. Desconfiaremos pues de los placeres que tienen su asiento propio en una parte determi­ nada del cuerpo y, en cambio, confiaremos plenamente en el regocijo, que es, podría decirse, la alegría del cuerpo entero. No puede haber exceso de un tal placer, pues nos asegu­ ra el paso a una mayor perfección: «... Seguramente sólo una superstición triste y cruel puede prohibirnos la alegría. Pues ¿por qué sería más conveniente evitar el hambre y la sed que desechar la melancolía? Tal es la manera de vivir

ALAIN

95

que he adoptado yo personalmente. Sólo una divinidad hos­ til podría alegrarse de mi debilidad y de mi sufrimiento, y honrar la virtud de mis lágrimas, de mis sollozos, de mis temores y de todas las cosas de este género, que son eviden­ cias de un corazón débil. Por el contrario, sólo por cuanto sentimos más alegría pasamos necesariamente a una mayor perfección y participamos más de la naturaleza divina. Por eso conviene que el sabio use las cosas y se deleite con ellas tanto como sea posible (aunque sin llegar al empacho, pues el empacho no es la alegría). Quiero decir que conviene que el sabio coma y beba con moderación y con placer, que goce de los perfumes, de la belleza de las plantas, de los ornamen­ tos, de la música, de los juegos, del teatro y, en una palabra, de todo aquello de lo que podamos disfrutar sin perjudicar a los otros. Pues el cuerpo humano está compuesto de muchas partes de naturaleza diversa, que continuamente necesitan un alimento nuevo y variado, a fin de que todo el cuerpo sea igualmente apto para hacer todo lo que pueda seguirse de su naturaleza y, consiguientemente, a fin de que el alma sea igualmente apta para comprender al mismo tiempo más cosas.» Pero poseer un cuerpo, y ocuparse de conservar el ser del cuerpo, no constituye toda la actividad de la que es capaz el alma, ni siquiera su verdadera actividad. Sin duda, es preci­ so ante todo ser y, para ser, es preciso vivir, y nadie puede vivir sin depender de los acontecimientos. Pero una vez dada esta vida, hay margen para alguna acción real del alma que nos permita extender nuestra perfección y nuestra feli­ cidad mucho más allá de nuestra salud. ¿En qué consiste actuar realmente? Según hemos dicho, el alma actúa en cuanto posee ideas adecuadas y padece en cuanto posee ideas inadecuadas. Ahora bien, en el alma no hay más que ideas. En consecuencia, todas las acciones del alma son el

96

DE U RAZÓN

producto de ideas adecuadas; y todas las pasiones del alma son el producto de ideas inadecuadas. Así pues, ¿estamos condenados a permanecer en la región de los acontecimien­ tos, de la imaginación y de las ideas inadecuadas? No. Somos capaces de concebir clara y distintamente las esen­ cias, así como de deducir otras ideas adecuadas de tales ideas adecuadas. Por ejemplo, puedo concebir un triángulo como aquello que forman tres rectas que se cortan dos a dos y deducir de ello ciertas propiedades necesarias del triángu­ lo; puedo concebir una esfera como aquello que genera la rotación de un semicírculo y deducir de ello ciertas propie­ dades de la esfera; éste es el conocimiento que hemos llama­ do conocimiento de segundo género o Razón. Y como tales deducciones no dependen de ningún acontecimiento, como no esperan en absoluto, para ser verdaderas, a que conozca­ mos ningún triángulo o ninguna esfera como actualmente existentes, no dependen de las modificaciones del cuerpo que van vinculadas a la presencia de otros objetos, sino que se explican por la mera naturaleza de nuestro alma, y son, en el pleno sentido del término, acciones. Cuando el alma se concibe a sí misma, y concibe su capa­ cidad de actuar, se alegra necesariamente; por otro lado, el alma se contempla necesariamente a sí misma cuando con­ cibe una idea adecuada, es decir, una idea verdadera. Pues el alma se alegra en la medida en que concibe ideas adecuadas, porque entonces actúa realmente, y sabe que actúa. Diga­ mos pues que el conocimiento de segundo género o Razón es una fuente de alegría. La Razón se superpone a la vida pasional; pero no se desarrolla a parte de ella; la Razón es sentimiento, es alegría; por esta vía modifica todo nuestro ser y lo modifica tanto más cuanto que el sentimiento que acompaña al ejercicio de la Razón es siempre la alegría y jamás la tristeza, siempre el deseo y jamás la aversión. La

ALAIN

97

tristeza no puede, en efecto, sino ser el producto del padeci­ miento del alma, de su dependencia de causas exteriores; no puede ser jamás el producto del ejercicio de la Razón. Por otro lado, lo que nos resulta verdaderamente útil, más útil que cualquier otra cosa, es usar nuestra Razón. La verdadera virtud es la capacidad de actuar misma; consiste en ser tanto como sea posible y en actuar tanto como sea posible. Y como no actuamos realmente si no en cuanto tenemos ideas adecuadas, nuestra verdadera virtud y nues­ tro verdadero interés consiste en usar tanto como podamos nuestra Razón. Actuar de acuerdo con la virtud es pues actuar conforme a la Razón; es actuar según las leyes de su naturaleza propia; es realizar actos de los que uno es la causa suficiente o adecuada. La Razón no puede pues con­ ducirnos a otra cosa que a la comprensión, y en el acto de comprender es donde se realiza mejor y más completamen­ te nuestro esfuerzo por perseverar en el ser. «Sólo conoce­ mos con certeza como bueno y malo aquello que nos con­ duce con certeza a comprender y aquello que puede impe­ dirnos comprender.» Fuera de las ideas adecuadas, no esta­ mos seguros de nada, y las ideas adecuadas excluyen todo deseo que no sea el deseo de comprender. Pero en la medida en que todo es en Dios y es concebido por Dios, sólo la idea de Dios hace posible un conocimien­ to adecuado. Se sigue de ello que «el bien supremo del alma es el conocimiento de Dios, y la suprema virtud del alma es conocer a Dios». El conocimiento de segundo género o Razón no es aún sino el conocimiento de las esencias en cuanto deducibles unas de otras, en virtud del conocimien­ to de la naturaleza de un atributo de Dios, la extensión. Y es también el conocimiento de Dios, no el conocimiento confuso de los acontecimientos, el que puede salvarnos de la ignorancia y de la infelicidad. Lo cual no significa que por

98

DE LA RAZÓN

el mero hecho de que contemplemos esencias como el círcu­ lo, la esfera, el cono, y que estudiemos sus propiedades necesarias, cesemos de tener ¡deas confusas y de estar suje­ tos al dolor y al miedo: para eso haría falta que no tuviéra­ mos cuerpo, en cuyo caso no podría decirse ya que nuestra alma existiera. Pero sí significa que una parte de nuestra exis­ tencia está consagrada a pensamientos que no dependen de los acontecimientos, y que son para nosotros una fuente cierta de alegría, pues son realmente acciones: de donde se sigue que el conocimiento de segundo género o Razón nos hace más capaces y más felices, en iguales circunstancias, que si nos halláramos reducidos al conocimiento de los acontecimientos. Pero la potencia de la Razón va más lejos aún, hasta los dominios de las pasiones y de las ideas confusas, y si bien no puede liberarnos completamente de ellas, puede al menos hacer que no seamos tan esclavos de ellas. El hombre racio­ nal no se distingue tanto de los otros por su manera de vivir y por sus actos como por su disposición interior. Los mis­ mos actos que los otros realizan bajo el imperio del miedo y de la piedad, pueden también ser realizados sin menosca­ bo por un hombre racional, pues la razón puede determi­ narnos a realizar todos los actos que una pasión nos empu­ ja a realizar. En efecto, en la medida en que una pasión es una pasión, no nos mueve jamás a actuar; al contrario, no hace sino reducir nuestra capacidad de actuar. De donde se sigue que si una pasión nos mueve a actuar es porque es conforme a la Razón, y puede ser reemplazada por ella. El hombre racional no tiene pues que temer mutilar su natura­ leza por seguir a su Razón. Todo aquello que su Razón le empuja a evitar no son acciones, sino pasiones, y si un hom­ bre realiza una acción que es realmente el producto de su naturaleza y no de las circunstancias, por más que lo haga

ALAIN

99

guiado por la pasión, podemos estar seguros de que se vería igualmente movido a realizarla si fuera racional. Vemos así que el hombre pasional tan pronto combate y se expone a los peligros de una guerra como se da a la huida, según esté dominado por el miedo o por una audacia ciega. Asimismo, el hombre racional es también capaz tanto de huir como de combatir, en virtud de su razón; pero estas dos acciones con­ trapuestas, que manifiestan la esclavitud del hombre pasio­ nal, manifiestan igualmente en ambos casos la capacidad de actuar y la virtud del hombre racional, pues en efecto es tan difícil vencer la audacia como el miedo. Si en el hombre pasional cada una de estas pasiones puede ser vencida por la otra, en el hombre racional ambas son vencidas por la Razón. El hombre racional sabrá pues exponerse al peligro, sin estar guiado por una audacia ciega, y ponerse a resguar­ do, sin estar guiado por el miedo. Del mismo modo, sabrá castigar sin estar guiado por el miedo y hará lo mismo que hacen los hombres pasionales bajo el imperio de la cólera, pero lo hará por amor a la paz pública. Pero hay más; el hombre racional se impondrá también al hombre pasional cuando se trate de escoger el menor entre dos males y el mayor entre dos bienes, es decir, cuan­ do se trate no ya de formarse ideas adecuadas, sino de vivir en medio de los acontecimientos. En efecto, quien concibe las cosas de acuerdo con la razón se deja impresionar tanto por la idea de una cosa futura o pasada como por la idea de una cosa presente; pues concibe como necesario, es decir, como exterior al tiempo, todo aquello que el alma concibe conforme a la razón; por eso la idea que el hombre racional se hace de un cosa es la misma ya se trate de una cosa pre­ sente, pasada o futura. Como resultado, el hombre racional es el único capaz de comparar un bien presente con un bien futuro, un mal presente con un mal futuro; lo cual lo hace

100

DE LA RAZÓN

más capaz de orientarse en la vida. El hombre ignorante, en cambio, se deja impresionar mucho más por un aconteci­ miento presente que por un acontecimiento que imagina ligado a un tiempo futuro, y se ve por lo tanto perpetuamen­ te castigado por su imprudencia, al actuar siempre en fun­ ción del presente más que en función del futuro. Así pues, la prudencia no convierte en esclavo al hombre racional, ni siquiera cuando lo lleva a actuar como lo haría un hombre pasional. Aquello que los demás hombres hacen empujados por los acontecimientos, el hombre racional lo hace porque quiere y lo quiere en la medida en que usa su Razón, en la medida en que se forma ideas adecuadas. Debe tenerse presente, en efecto, que la capacidad de actuar del alma se define exclusivamente en virtud de sus ideas adecua­ das y no de tales o cuales acciones del cuerpo. Una pasión no se define pues en virtud de ciertos actos, sino de las ideas confusas que acompañan a tales actos. «Un sentimiento que es una pasión deja de ser una pasión desde el momento en que nos formamos de él una idea clara y distinta.» Por otro lado, es evidente que no podemos comprender completa­ mente una pasión: en la medida en que nuestra alegría y nuestra tristeza van tan ligadas al estado del Universo como a nuestra propia salud, no pueden ser comprendidas de forma absoluta; pero sí podemos formarnos ¡deas claras y distintas de todo aquello que nosotros les añadimos para convertirlas en amor y en odio, en esperanza y en miedo, es decir, de todas las ideas confusas con las que engordamos la tristeza y la alegría hasta llenar con ellas toda nuestra alma. Es lo que hemos hecho en nuestro tratamiento de las pasio­ nes, y es lo que cada cual puede hacer a propósito de una pasión particular. Añadamos que la Razón, al hacernos con­ cebir todas las cosas como necesarias, rebaja por eso mismo y de forma necesaria el amor y el odio que suscitan en no-

ALAIN

101

sotros las cosas exteriores; en efecto, amamos y odiamos mucho más una cosa que suponemos libre que una cosa que concebimos como necesaria. Vemos así que las ideas claras no pueden destruir las pasiones, pero sí tienen potencia sufi­ ciente para salvar de las pasiones todo lo que hay en ellas de nosotros, es decir, todo lo que es una verdadera acción. Toda idea clara que nos formamos reduce nuestra esclavitud y aumenta nuestra libertad. Por otro lado, no debemos creer que el hombre que vive de acuerdo con la Razón es inútil para los demás, que no puede formar sociedad con ellos y que vive al margen de la ciudad. Al contrario, el hombre racional se ve conducido por su propia naturaleza, en la búsqueda de su propia utili­ dad, a fundar y a conservar una ciudad en la cual todo suce­ da como en la ciudad de los esclavos, con la única diferen­ cia de que todo aquello que los otros hacen con tristeza y por miedo, él lo hace sin miedo y con alegría. Nada puede ser malo para nosotros por lo que tiene en común con nuestra naturaleza. En efecto, si una cosa pudiera dañarnos por lo que tiene en común con nosotros, lo que tiene en común con nosotros se dañaría a sí mismo en nosotros, lo cual es absurdo. Es más, una cosa ha de ser necesariamente buena para nosotros en la medida en que tenga algo en común con nosotros. En efecto, no puede ser mala. Pues supongamos que fuera indiferente; eso significa­ ría que la naturaleza de la cosa no tendría como resultado nada que fuera útil o perjudicial para nuestra conservación ni, en consecuencia, para su propia conservación, pues hemos considerado que hay algo común a la cosa y a nos­ otros; ahora bien, esto es imposible, pues todo aquello que forma parte de la naturaleza de la cosa contribuye a con­ servarla. En consecuencia, toda cosa es necesariamente buena para nosotros en todo aquello que tenga en común

102

DE LA RAZÓN

con nosotros. Ahora bien, en la medida en que los hombres tienen pasiones, pueden ser considerados diferentes unos de otros, y contrarios unos a otros; pero en la medida en que viven de acuerdo con la Razón, poseen necesariamente una naturaleza común, pues en virtud de la Razón todos conci­ ben el mismo bien y el mismo mal, en otras palabras, el ver­ dadero bien y el verdadero mal, pues todos conciben nece­ sariamente, en la medida en que son racionales, la misma verdad eterna y el mismo Dios. Hay pues una naturaleza humana realmente común a todos los hombres, que es la Razón misma. Por eso no hay nada en el mundo que sea tan útil para un hombre racional como otro hombre racio­ nal. En consecuencia, cuanto más persigan los hombres aquello que les es realmente útil, es decir, tal como se ha mostrado que deben hacerlo, más racionales serán, y más útiles unos para otros. Luego cuanto más racionales sean los hombres, más próspera y perdurable será la ciudad, en la medida en que se funda en la utilidad que un hombre puede encontrar en otro hombre. Por último, lo que constituye el bien supremo para los hombres racionales es común a todos y puede traer al mismo tiempo la alegría a todos. Por más unidos que pue­ dan estar unos a otros por el miedo, los hombres ignorantes están siempre divididos por la codicia, pues su deseo se orienta hacia las cosas materiales, que nadie puede poseer sin privar de ellas a los demás. El hombre racional, en la medida en que es racional, no desea otra cosa que compren­ der; por lo que el bien supremo, para él, es comprender a Dios; y todos los hombres pueden conocer a Dios al mismo tiempo. La verdad es el único bien que puede ser enteramen­ te de todos. Es más, el hombre racional desea también para los otros hombres el bien supremo que desea para sí. En efecto, nada es más útil para un hombre racional que otro

ALAIN

103

hombre racional. Todo hombre racional se esforzará pues necesariamente para que los otros hombres sean racionales. Así pues, la Razón no puede ser desde ningún punto de vista causa de división entre los hombres, sino por el contrario, de unión. Allí donde hay un hombre racional, hay el germen de una ciudad feliz. Ya se encuentre con el odio, la cólera o el desprecio, el hombre racional no se sentirá empujado a devolver el mal por el mal; al contrario, se esforzará tanto como le sea posi­ ble para vencer el odio y las injurias con el amor. En efecto, el odio, siendo una forma de tristeza, es siempre malo, razón por la cual el hombre racional se esforzará por no experimentarlo. Y como quiere que los demás hombres sean también racionales, se esforzará para que ellos tampoco experimenten el odio, a cuyo fin les amará. Pues mientras que «quien quiere responder a las ofensas con odio vive en la tristeza y en la miseria, quien quiere vencer el odio con el amor combate alegremente y sin miedo. Puede vencer tanto a uno como a muchos enemigos y no precisa para ello de la ayuda de la fortuna. Aquellos a quienes vence están conten­ tos de haber sido vencidos; y no son menos fuertes por la derrota, sino por el contrario, lo son más». Por razones del mismo género, el hombre racional actúa siempre de buena fe, y es incapaz de perfidia. Está seguro de que los hombres que se dejan conducir por sus pasiones sólo llegan a una especie de sinceridad y buena fe en la medida en que son forzados a ello por causas exteriores, pues la sociedad no podría durar sin buena fe, y ellos mismos tam­ poco podrían vivir sin la sociedad. Se ven pues conducidos a la buena fe por el miedo, es decir, por lo que comúnmen­ te se llama su interés. Sólo que esta buena fe no procede de ellos; no se explica únicamente por su naturaleza, sino que les ha sido impuesta por los acontecimientos; son tan escla­

104

DE LA RAZÓN

vos cuando cumplen sus promesas como cuando las violan; además, siempre cabe imaginar una circunstancia en la cual les interesará ser desleales y traicionar a sus conciudadanos, por ejemplo ante la amenaza inmediata de la muerte. El hombre racional, en cambio, actúa siempre de buena fe, y por razones muy distintas. Supongamos que un hombre racional se viera conducido por la razón a cometer alguna traición; en tal caso, la perfidia sería una virtud, y todo hombre debería ser pérfido para conservar realmente su ser; lo cual implicaría que el acuerdo entre los hombres sólo sería de palabra y que en realidad estarían enfrentados entre sí; la sociedad sería una mentira y no una verdad. Pero lo cierto es que la sociedad es una verdad: desde el punto de vista de la Razón, nada es más útil para el hombre que el hombre. Si un hombre racional se viera conducido por la ra­ zón a cometer alguna traición, se vería conducido por la Razón a negar aquello que la Razón le conduce a afirmar, lo cual es absurdo. En consecuencia, el hombre racional se ve conducido a actuar siempre de buena fe por la simple fuerza de su definición completa, por la simple fuerza que excluye de su esencia toda contradicción. E incluso si pudie­ ra escapar por un acto de perfidia a una muerte inminente, la Razón no lo empujaría a la perfidia. Pues el hecho de que la muerte esté presente no puede impedir que una contradic­ ción sea una contradicción, n¡ hacer que un ser racional pueda negar y afirmar al mismo tiempo la misma cosa. En resumen, aquello que los ignorantes hacen por miedo, obedecer las leyes y velar por la salud común, el hombre racional lo hace en virtud de la razón. Los mismos actos que se imponen a los demás por causas exteriores, son en el caso del hombre racional el resultado de su propia naturaleza. Al realizar estas acciones, los otros padecen; el hombre racio­ nal, actúa. En virtud de las leyes mismas de su naturaleza, y

ALA1N

105

sean cuales sean las circunstancias, el hombre racional con­ tribuye a fundar y a conservar la ciudad. Su amor por la ciu­ dad procede realmente de él y no de los males de su tiempo. Gracias a él, la ciudad de los esclavos se convierte, aun sien­ do la misma, en la ciudad de los hombres libres. Lo mismo que pueden lograr dos odios, cuando se enfrentan y se limi­ tan entre sí, lo logran mucho mejor y de forma mucho más segura dos hombres libres, cuando desarrollan libremente toda su naturaleza. La libertad más perfecta es una mayor contribución a la paz que la más rigurosa esclavitud. A decir verdad, el interés general no es más que una abstracción para los hombres pasionales; está hecho de intereses parti­ culares que sólo están unidos porque son contrarios unos a otros, porque se apoyan unos a otros como las piedras de un edificio. En realidad, sólo hay interés común entre los hombres racionales, pues la razón les es realmente común a todos, en la medida en que todos llevan en ellos el mismo Dios. Sólo ellos pueden desarrollar libremente toda su natu­ raleza al obedecer la ley. Sólo ellos no se ven reducidos ni mutilados por la vida en común. Para los demás, la unión hace la fuerza; para ellos únicamente, la unión hace la ale­ gría. «El hombre que se guía por la razón es más libre en la ciudad, donde obedece las leyes, que en el desierto, donde no se obedecería más que a sí mismo.»

VI. De la libertad y la beatitud La Razón, como acabamos de ver, nos libera y nos salva de la tristeza. En el fondo, es Dios quien nos salva y nos libera. Si no estuviéramos en Dios, si no formáramos parte del pensamiento infinito de Dios, no podríamos enlazar correctamente entre sí las ideas eternas, como el círculo y la esfera, ni deducir de sus definiciones sus propiedades nece­ sarias. En efecto, si logramos tener alguna idea adecuada no es porque las modificaciones de nuestro cuerpo nos permi­ tan afirmar la presencia de un ser en un cierto momento y por una cierta duración: el conocimiento de los aconteci­ mientos es, en el caso del hombre, necesariamente inadecua­ do por naturaleza. Si podemos acceder a través de la Razón a una existencia superior, al lado de la cual nuestras pasio­ nes resultan poca cosa, es sólo gracias a que Dios es, y a que nuestra alma participa, en cuanto idea, de la naturaleza eterna de Dios. Pero en la medida en que no hayamos refle­ xionado sobre las condiciones de la verdad, podemos igno­ rar todo eso, negar a Dios y la eternidad del alma, y sin embargo vivir de acuerdo con la Razón. Así, muchos hom­ bres viven felices gracias Dios, al tiempo que ignoran a Dios, y son libres gracias al Pensamiento, sin saber en qué consiste el Pensamiento. Dicen que todo es materia, al tiem­ po que se consuelan razonando sobre las esencias y expli­ cándolas unas por otras según la Razón. De este modo, al mismo tiempo que desconocen a Dios, lo demuestran por su sabiduría. La potencia misma de las ideas adecuadas hace

108

DE LA LIBERTAD Y LA BEATITUD

que vivan sin odio y sin tristeza. Obedecen voluntariamen­ te a las leyes, contribuyen a la prosperidad de la ciudad y se esfuerzan, en la medida de sus posibilidades, en hacer que los demás hombres vivan también de acuerdo con la razón. Todo lo cual a menudo es motivo de sorpresa para el vulgo. Pues la mayoría de los hombres creen que son libres cuando pueden obedecer según su capricho, y no ceden ni un centímetro de esta libertad a menos que esperen un cas­ tigo o una recompensa en otra vida. Se dicen a sí mismos que si no fuera por este miedo o esta esperanza, si no creye­ ran ni en Dios ni en la eternidad del alma, se liberarían del yugo de la virtud. Pero el hombre racional no tiene necesi­ dad de estar dominado de este modo por el miedo y la espe­ ranza para ser bueno y justo. Incluso si cree que Dios no existe, y que el alma perecerá con el cuerpo, no deja por ello de vivir de acuerdo con la verdadera Religión. Y si le pre­ guntaran por qué ordena su vida de este modo, a pesar de no creer que haya un alma ni un Dios, encontraría la pre­ gunta tan absurda como si le preguntaran por qué no con­ sume venenos y narcóticos, con el argumento de que no podrá alimentarse eternamente de alimentos sanos; creer que el alma no es eterna no hará, ciertamente, que quiera vivir sin pensamiento y sin razón. Sin embargo, es evidente que la felicidad y la virtud del hombre racional no son autosuficientes. Si las pasiones no dominan totalmente la vida de un hombre, es porque hay algo más que las pasiones; si el conocimiento de los aconte­ cimientos puede quedar reducido a casi nada en el pensa­ miento de un hombre, es porque hay algo más que el cuer­ po; y si una deducción correcta es posible, es porque hay algo más que la deducción. Cada una de las proposiciones verdaderas que los hombres demuestran tiene que ser eter­ namente verdadera por sí misma, y no por las razones que

ALAIN

109

la muestran como tal. Si todo es verdadero por otra cosa, nada es verdadero. Lo verdadero tiene que estar inmediata­ mente dado. Pues cuando hemos comprendido, por un largo encadenamiento de razones, que tal proposición es verdade­ ra, todavía nos queda reflexionar sobre esta idea verdadera dada y preguntarnos cómo es posible que lo sea. Esta idea de la idea verdadera es el conocimiento de tercer género, o el conocimiento reflexivo. Del mismo modo que el conoci­ miento de primer género es la ocasión para que nos forme­ mos ideas adecuadas como el círculo y la esfera, y para que razonemos sobre ellas, estos razonamientos son a su vez ocasión para que reflexionemos sobre la idea verdadera y comprendamos que era ya verdadera en sí misma antes de ser verdadera por su relación con otra idea. De este modo, los espíritus naturalmente inclinados a la reflexión se dan cuenta a menudo, después de enlazar entre sí, en virtud de razonamientos correctos, un cierto número de teoremas, que de este modo no comprenden todo lo que pueden comprender sobre ellos. Quien sólo es capaz de comprender razonamientos se queda en la superficie y se pasea por ella. Comprender de verdad no consiste única­ mente en ir de una cosa a otra; es penetrar en las cosas; es comprender cada verdad no únicamente como consecuencia de otra verdad, sino como una verdad en sí misma; es no dejarse llevar con los ojos cerrados por un método compro­ bado e infalible; es percibir la verdad en cada paso y en cada parte del razonamiento. También ocurre a menudo que en las ciencias matemáticas algunos hombres pueden adelan­ tarse mucho a los demás, e incluso hacer algunos descubri­ mientos, sin hacer en realidad nada más que aplicar maqui­ nalmente ciertos métodos, y sin ser capaces de comprender en cada momento lo que están haciendo. Hay pues, por encima del conocimiento deductivo, un conocimiento intuí-

110

DE LA LIBERTAD Y LA BEATITUD

tivo. Dicho de otro modo, cada vez que tengo una idea ver­ dadera, en lugar de preguntarme por cómo he llegado a ella, es decir, por aquello que he tenido que pensar antes de pen­ sar esta idea, puedo preguntarme por cómo es posible que la tenga, es decir, por aquello que debo pensar en este momento para poder pensar esta idea. Y la condición pri­ mera e interna de toda verdad es Dios, en quien todo es y por cuya idea es verdadero todo lo que es verdadero. Es pre­ ciso pues que toda verdad lleve implícito un conocimiento inmediato e intuitivo de Dios. E incluso si consideramos una sucesión de proposiciones deducidas correctamente de la definición de Dios, no habremos alcanzado el conocimiento de tercer género mientras sólo comprendamos cómo derivan unas de otras; tal sucesión de proposiciones no debe ser para nosotros más que la ocasión para comprender cómo cada una de ellas es verdadera en sí misma. No es solamen­ te en la definición de Dios donde hay que ver a Dios, sino en todas las demás proposiciones. El alma humana posee un conocimiento adecuado de la esencia eterna e infinita de Dios. En efecto, el alma posee ideas gracias a las cuales percibe las cosas particulares como existentes en acto; pero como toda cosa particular existe en Dios y por Dios, considerado desde uno de sus atributos, la ¡dea de esta cosa contiene necesariamente el concepto de este atributo. Este conocimiento de la naturaleza de Dios, común a todas las ideas de todas las cosas, está contenido también en la idea de nuestro cuerpo, es decir, en nuestra alma. Dicho de otra manera, nuestro conocimiento debe contener las condiciones sin las cuales nuestro conocimien­ to no sería posible; es preciso que pueda darse cuenta del hecho de que pensamos; pues es un hecho que pensamos; y como nuestro pensamiento es real, contiene realmente en él las condiciones que lo hacen posible; ahora bien, nada

ALAIN

111

puede concebirse sin Dios; así pues, por el hecho mismo de tener ideas, pensamos implícitamente la idea de Dios en cada una de ellas. Sin embargo, no hay ninguna modificación del cuerpo de la que no podamos formarnos algún concepto claro y dis­ tinto, pues poseemos un conocimiento adecuado de todo aquello que es realmente común a todas las modificaciones del cuerpo, como por ejemplo la extensión. Y como el sen­ timiento no es sino la idea de una modificación del cuerpo, todo sentimiento debe contener alguna idea adecuada. Se sigue de ello que siempre podemos remitir cualquier emo­ ción a la idea de Dios, que es la condición de todo conoci­ miento adecuado; y el alma se regocija en cuanto posee un tal conocimiento y es consciente de poseerlo, pues contem­ pla su propia capacidad de actuar. El hombre puede lograr pues que cada uno de sus sentimientos sea una ocasión para regocijarse, así como para pensar en la idea de Dios, y esta alegría acompañada de la idea de Dios es el verdadero amor a Dios. Este amor ocupará más el alma que ningún otro sen­ timiento, pues todas las modificaciones del cuerpo pueden ser una ocasión para experimentarlo. Por otro lado, este amor no puede transformarse en odio, pues en cuanto con­ templamos a Dios, actuamos y, por consiguiente, no puede haber tristeza acompañada de la ¡dea de Dios. Este amor no puede ser pervertido por los celos; al contrario, cuanto más amamos a Dios, más deseamos que los otros lo amen tam­ bién. Ninguna pasión puede pues ser contraria al amor hacia Dios. Toda pasión dura tanto como dure nuestro cuer­ po, es decir, mientras los acontecimientos que nos modifican nos den ocasión para pensar en las esencias eternas, así como en la ¡dea de Dios que las incluye a todas. Pero nuestro conocimiento de Dios y nuestro amor hacia Dios no están necesariamente ligados a la existencia de

112

DE LA LIBERTAD Y LA BEATITUD

nuestro cuerpo. Hay en Dios una idea que expresa eterna­ mente la esencia de tal o cual cuerpo humano. Por consi­ guiente, en la medida en que el alma humana es la idea de tal o cual cuerpo humano, el alma humana es eterna en Dios. El alma humana no puede pues quedar completamen­ te destruida con el cuerpo; cuando el cuerpo se destruye, el alma deja de existir en la duración, pero su esencia no es menos eterna en Dios. Por supuesto, no podemos recordar nada de nuestra existencia previa a nuestro cuerpo, porque no puede quedar ningún vestigio de tal existencia en nues­ tro cuerpo y porque la eternidad no puede guardar relación con ningún tiempo, luego tampoco con el pasado. A pesar de lo cual sentimos que somos eternos; pues nuestra alma no siente menos las cosas que concibe por la Razón que aquellas que guarda en su memoria; y las demostraciones son los ojos con los que el alma ve las cosas. Por eso senti­ mos que nuestra alma, en la medida en que contiene eterna­ mente la esencia de su cuerpo, en la medida en que es la ver­ dad de su cuerpo, es eterna, igual que lo es toda esencia, eterna como toda verdad, pues la verdad no tiene comien­ zo, ni puede tener final, ni puede tener duración: simple­ mente es. Ahora bien, sólo el conocimiento de tercer género nos permite saber que somos en Dios y que somos eternos. En la medida en que conocemos las cosas como eternas a tra­ vés de la razón, conocemos a Dios como un ser exterior a nosotros; por eso nos parece que por más que las cosas conocidas sean eternas, el conocimiento que tenemos de ellas ha tenido un comienzo y tendrá un final. Pero cuando reflexionamos sobre una idea verdadera determinada y nos preguntamos, no por cómo es verdadera por las otras y con las otras en Dios, sino por cómo es verdadera en nosotros, vemos claramente que sólo el pensamiento divino nos per­

ALAIN

113

mite pensar de forma verdadera. La reflexión nos ha ense­ ñado que Dios es en nosotros o, más bien, que nosotros somos en Dios, y que nuestro pensamiento es su pensamien­ to. Por eso el conocimiento de tercer género produce en nos­ otros alegría, acompañada de la idea de Dios como su causa. Y este amor hacia Dios, que es el resultado del cono­ cimiento de tercer género, es eterno; pues el alma no conci­ be que el conocimiento que posee de su unión con Dios pueda dejar jamás de ser verdadero. Este amor hacia Dios no está pues ligado a la duración de nuestro cuerpo; por eso lo llamamos amor intelectual hacia Dios. Y llamamos bea­ titud a la alegría que constituye este amor. Vemos claramen­ te que nuestra salud y nuestra beatitud residen en este amor eterno hacia Dios. Cuando comprendemos que la esencia de nuestra alma consiste únicamente en el conocimiento, del que Dios es el principio y el sostén, vemos claramente que nuestra alma depende en todo momento de Dios. Por donde vemos también la superioridad del conocimiento de tercer género respecto al conocimiento universal, es decir, la Razón. Pues ya hemos demostrado anteriormente que todo, y por consiguiente también nuestro alma, depende de Dios tanto según la existencia como según la esencia; pero esta demostración universal, por más sólida que sea, no tiene tanto impacto en nosotros como la comprensión directa y reflexiva de que una cosa particular, como nuestro alma, depende de Dios y es en Dios. A casi todos los que han tratado de comprender alguna vez una demostración les ha ocurrido que han percibido cla­ ramente todas las razones exteriores sobre las que se basa­ ba el autor, sin ver por ello claramente la verdad de la cosa demostrada: no podían dejar de admitirla, pero la admitían a disgusto y como a su pesar. Pero también les ha ocurrido alguna vez que, después de meditar sobre la cosa misma y

114

DE LA LIBERTAD Y L\ BEATITUD

de probar todos los caminos que llevan a ella, se sienten repentinamente iluminados y comprenden al fin de forma real e inmediata aquello que hasta entonces sólo podían demostrar. En aquel momento accedían al conocimiento de tercer género; percibían claramente que la idea debía formar parte eternamente de un pensamiento perfecto; y compren­ dían también que su alma no había podido ser un alma hasta aquel momento, que su pensamiento no había podido ser pensamiento hasta aquel momento, sino en virtud de ésta y de otras ¡deas; reconocían en la idea un elemento esencial en su naturaleza pensante. Hasta aquel momento sabían, pues ser pensamiento es saber; ahora saben final­ mente que saben. No sólo tienen la ¡dea, sino también la idea de la idea. Lo cual pone de manifiesto la naturalidad con la que se pasa del conocimiento de segundo género al conocimiento de tercer género. Pero también que no puede esperarse nada parecido del conocimiento de primer género, pues en virtud del conocimiento de primer género no afir­ mamos otra cosa que la existencia de un objeto en la dura­ ción; y cuando alguien afirma que una cosa existe sabe en aquel momento todo cuanto puede saber sobre la cuestión; y no hay otra forma de constatar la existencia de alguna cosa: se constata o no se constata; la consideración de que una cosa existe no puede llevar a ninguna verdad ni a nin­ gún progreso en la verdad. Aquello que les ocurre por azar a quienes usan su Razón, sin que tengan una conciencia clara de ello, lo logra siempre y con cualquier verdad particular quien re­ flexiona sobre su ¡dea verdadera; y cada vez que lo logra, descubre en sí mismo una parte de un alma eterna. Con las verdades particulares captadas de esta forma directa se construye realmente un alma: su alma; toma conciencia de su verdadera naturaleza y de la identidad de su verdadera

ALA1N

115

naturaleza con la naturaleza absoluta del pensamiento, con Dios. De ello se sigue que el alma, en cuanto conoce las cosas como eternas, sea por el razonamiento o por la intuición, es en sí misma eterna. Y por lo tanto, cuantas más cosas cono­ cemos en su eternidad, más grande es la parte de nuestro ser que salvamos de las pasiones y de la muerte. En efecto, no podemos destruir enteramente nuestras pasiones, pero po­ demos lograr al menos que la mayor parte de nuestro ser esté por encima de ellas; podemos lograr que aquella parte de nosotros que perece con nuestro cuerpo sea prácticamen­ te despreciable en comparación con la parte de nuestro pen­ samiento que permanece eternamente. En este sentido se dice que el amor de Dios nos salva de la muerte. Sin embargo, no debe entenderse por ello que nuestra salud y nuestra alegría son la recompensa por nuestra lucha contra nuestras pasiones y por nuestro desprecio de nuestro cuerpo. Quienes creen que el hombre puede menospreciar e ignorar su cuerpo olvidan que el alma es tanto más apta para alcanzar el conocimiento de Dios cuanto más apto es el propio cuerpo para hacer más cosas, y que quien posee un cuerpo apto para escasas acciones y máximamente depen­ diente de las causas exteriores, como el de un niño, posee también un alma que es apenas consciente de Dios, de sí misma y de las cosas. Es más, quienes creen que el alma puede suprimir sus pasiones olvidan que las afecciones del cuerpo, cuyas ideas son las pasiones, dependen de los cuer­ pos exteriores y del universo entero. En realidad, nuestra virtud no consiste en luchar contra nuestras pasiones, sino en desarrollar, a partir de nuestras pasiones y por encima de ellas, la vía racional y la vía divina, y sólo podremos decir que hemos triunfado sobre nuestras pasiones cuando haya­ mos puesto, gracias a la reflexión, la mayor parte de núes-

116

DE LA LIBERTAD Y LA BEATITUD

tra vida al abrigo de las pasiones y de la muerte. No alcan­ zamos la beatitud porque triunfemos sobre las pasiones; al contrario, triunfamos sobre las pasiones porque alcanzamos la beatitud. No miremos nunca hacia nuestra miseria y nuestra esclavitud; miremos en la otra dirección, en la direc­ ción de la verdad y la alegría; empecemos por vivir tanto como podamos en la verdad, fundemos en nosotros una ale­ gría incorruptible, y ello mismo nos liberará de nuestras pasiones. «La beatitud no es la recompensa de la virtud, sino la virtud misma.»

Epílogo Si uno examina el alma humana y la define debidamente, verá que el error no es nada y que la m aldad no es otra cosa que la esclavitud. Es preciso pues resignarse a la necesidad de Dios, que consiste en la inercia de los corpúsculos. Por donde regresamos, en virtud de una huida a uno mismo, al Espíritu del Hijo, que es todo gracia. Y finalmente al único espíritu que es fantasía y frivolidad. Que cada cual celebre a su manera el Pentecostés, que consiste en disfrutar de la feli­ cidad de pensar, y perdone o no a Dios. Ésa es la idea más oculta y más apaciguadora. Rechazar al Pascal que no cesa de importunar a Dios. Y sed felices. Alain. 5 de diciembre de 1946

TABLA A N A LÍTICA DE M ATERIAS Y DE REFERENCIAS Establecida por el autor en la edición original N o s rem itim o s a las d ivisio n es in d icad as p o r el p ro p io a u to r p ara la É tica , el T r a ta d o p o lít ic o y el T r a ta d o t e o ló g ic o - p o lít ic o ; las C a rta s son d esignad as p o r su nú m ero de ord en en la ed i­ ció n o rig in a l, que es la que se co n se rv a en la m a y o r p a rte de las e d icio n e s. El T r a ta d o d e la r e fo r m a d e l e n te n d im ie n to n o tien e d iv isio n es n a tu ra le s; el a u to r realiza seten ta y d os s a lto s de lín e a ; asu m im o s que la o b ra está d ivid id a en seten ta y dos p á rra fo s. LA V ID A Y LAS O B R A S D E SP IN O Z A Q ue su vida fue la de un sabio. Tr. t.-p., Pref.; Cartas, 5 4 Q ue fue acu sad o de ateísm o. C artas 4 7 , 4 9 Las obras de Spinoza.

19

20 20-2

LA F IL O S O F ÍA D E SP IN O Z A

P ró lo g o Que los hom bres son malos e infelices. É t., III, P. 3 2 , Esc.; IV, P .37, E sc. 1; Tr. d e la R ., 3 ; Tr. t.-p ., Pref. Q u e la su p e rstic ió n se sum a a su in fe lic id a d . É t., IV, P. 6 3 , E sc.; A pend., cap. X X X I . Q ue el remedio se encuentra en la revelación interior, É t., IV, P. 6 8 , Esc.-, Tr. t.-p ., cap . I, IV, XV . I.,

23 23 24

I. E l m é to d o reflex iv o Q ue la verdad no es un carácter extrínseco a la idea. É t., II, D ef. 4 ; Tr. d e la R ., 3 8 ; C artas, 27 . Del conocim iento de oídas y por experiencia ( I o género). Tr. d e la R ., 1 1 , 1 2 , 1 5 , 2 2 , 2 3 .

27

29

120

T A B U ANALÍTICA DE MATERIAS Y DE REFERENCIAS

D istinción entre la existencia y la esencia. Tr. d e la R ., 3 8 , 4 8 , 5 0 , 5 7 , 6 9 ; Tr. p o l., II, 2 . Q ue las ideas ab stractas son totalm ente confusas. E t., II, P. 4 0 , E sc. 1; Tr. d e la R ., 3 1 , 4 7 , 5 6 . Del co n o cim ien to deductivo o R azó n (2 o g énero). Tr. d e la R ., 1 5 , 2 4 ; C artas, 4 2 . D iferen cia en tre la ficció n y la idea verdad era. Tr. d e la R ., 3 3 , 3 4 , 3 6 , 3 7 . En qué co n siste co n o ce r las co sa s co m o etern as. É t., II, P. 4 4 ; Tr. d e la R ., 5 7 , 6 7 . Q ue la deducción no se basta a sí m ism a. C artas, 4 5 . Q ue la d ed u cción su pone el co n o cim ie n to in tu itiv o (3 o género). É t., II, P. 4 0 , E sc. 2 ; Tr. d e la R ., 1 5 , 2 5 . Q u e la v erd ad es n e c e sa ria m e n te c o n o c id a de fo r m a inm ediata. É t., II, P. 4 3 , E sc.; Tr. d e la R ., 2 6 . En qué consiste el m étodo reflexivo. Tr. d e ¡a R ., 2 6 , 6 0 . Q ue debe p artirse de la idea de D io s. Tr. d e la R ., 3 8 .

11. S o b r e D io s y e l a lm a La idea de D io s, É t., I, D ef. 3 y 6 ; Tr. d e la R ., 3 9 , 51 y siguientes; C artas, 2 9 . L a e x is te n c ia de D io s . É t. I, P. 7 , 1 1 ; C a r ta s , 2 9 ; Tr. d e la R ., 5 3 . Q ue sólo existe un D ios. É t., I, P. 5 , 12, 13, 14; Cartas, 3 9 . La eternidad de D ios. É t. I, P. 1 9 , 2 0 ; C artas, 2 9 . D io s es la cau sa de tod o. É t., I, P. 1 6 , 1 8 . Los atribu to s de D io s, en especial la extensión y el pensam iento. É t., I, D ef. 4 , P. 9 ; II, P. 1 ,2 ; C artas, 6 6 . Los m odos. É t., I, D ef. 5 . Q u e la idea de una co sa tien e a D io s p o r cau sa en dos sentidos. É t., II, P. 3 ,8 ,9 . Del alm a hum ana, de có m o se encuentra unida al cuerpo. É t., II, P. 1 1 ; II, P. 2 , Esc. Q ue el alm a percibe lo que ocu rre en el cuerpo. É t., II, P. 12 D e la im aginación. É t., II; P: 1 6 , 1 7 ; Tr. de la R ., 4 1 . D e la m em oria. É t., II, P. 1 8 , Esc.

30 31 32 33 35 37 38 39 40 41 1

43 44 44 46 48 46 47 48 49 50 51 52

ALAIN

Q ue el co n o cim ien to de prim er género es necesariam ente inadecuado. É t., II; P: 2 5 , 2 6 , 2 8 , 3 0 , 3 1 . D e las falsas ideas generales. É t., II, P. 4 0 , Esc. 1 ; Tr. d e la R ., 3 1 , 4 7 , 5 6 . De la contingencia y de la ¡dea de tiempo. Ét., II, P. 4 4 , Esc. Q ue el co n o cim ien to de segundo género o R azón es necesariam ente verdadero. É t., II, P. 3 7 , 3 8 , 3 9 , 4 0 , 4 1 . Q ue no hay nada p ositivo en el error. É t., II, P. 3 3 , 3 5 . Q u e la volu ntad no es d istin ta del en ten d im ien to , ni el ju icio de la idea. É t., II, P. 4 9 . Q ue n o ex iste tal co sa co m o una voluntad libre. É t., II, P. 4 8 , 4 9 , E sc.; III, P. 2 , Esc. D ón d e d ebe b u scar el h o m bre la verdad y la felicid a d . É t., IV, P. 1, E sc.; V, P. 2 0 , Esc. III. D e lo s sen tim ien tos y las p a sio n es Q ue nuestras pasiones se deben a nuestra lim itación. É t., III, P ref.; IV, P. 2 , 3. En qué consiste actu ar y padecer. É t., III, D ef. 1, 2 , P. 1 ; Tr. d e la R ., 6 8 . En qué co n siste la acció n y la p asión. É t., III, P. 3 ; IV, A pend., cap . II. Q ue las pasiones resu ltan de las ideas inad ecu ad as. É t., I I I , P. 1 , 3 . Toda co sa se esfuerza p or perseverar en el ser. É t., III, P. 4 , 6. En qu é sen tid o se en cu en tran en el alm a la volu n tad y el d ese o . É t., I I I , P. 7 , 9 , 3 9 , E s c ., D é f. G é n . des S t s .l. De la alegría y de la tristeza. É t., III, P. 11, Esc., Déf. Gén. des Sts. Expl. D el am or y el o d io . É t., III, P. 1 2 , 1 3 , E sc. E fectos de la aso ciació n de las ¡deas con los sentim ientos. É t., III, P. 1 4 , 1 5 , 1 6 , 1 7 , 3 6 , 4 6 , 5 0 . De la esperanza y el m iedo. É t., III, P. 1 8 . De los sentimientos a que dan lugar en nosotros la tristeza y la alegría de los otro s. É t., III, P. 1 9 , 2 0 , 2 1 , 2 2 , 2 3 , 2 4 , 2 5, 26.

121

53 54 54 55 56 58 60 60

63 63 65 66 66 68

70 71 71 73 73

122

TABLA ANALÍTICA DE MATERIAS Y DE REFERENCIAS

D e la in flu en cia de la im ita ció n so b re los sen tim ien to s. É t., III, P. 2 7 , 2 9 , 3 0 , 3 1 . D e la envidia y los celos. É t., III, P. 3 2 , 3 3 , 3 4 , 3 5 . D e los sentim ientos a que dan lugar en n o so tro s el am o r y el od io que sienten los dem ás. É t., III, P. 4 0 , 4 1 , 4 2 , 4 3, 44, 45. Q ue el hom bre odia más a o tro hom bre que a cu alquier otra cosa. É t., III, P. 3 2 , Esc.; P. 3 8 , 4 8 , 4 9 ; IV, Apend., cap . X . Q ue tod os los sentim ientos son distintos. É t., III, P. 5 1 , 5 6 , 5 7 ; Tr. p o l., I, 4.

IV.

74 75 76

76

77

D e la esclav itu d d e l h o m b r e

C ó m o llegan los h o m b res a vivir en so cied a d . É t., IV, P. 3 5 , E s c .; P. 3 7 , E sc. 2 ; Tr. t.-p ., ca p . V, X V I; Tr. p o l., II, 1 3 , 1 5 ; V, 2 . C óm o está contenid a una pasión en la pasión co n tra ria . Ét.-,IV, P. 7 1 . Lo que se llama bien y m al. É t., IV, P. 3 7 , Esc. 2 ; Apend., cap . X V I, X X X I . Desde qué punto de vista se distinguen los vicios y las virtudes. É t., IV, P. 3 7 , Esc. 2. Que la tristeza es necesariamente mala. Ét., Iv, P. 4 1 , 4 5 , Esc. Q ue el odio es necesariam ente m alo, É t., IV, P. 4 5 . Q ue la piedad es una falsa virtud. É t., IV, P., 5 0 Q ue el arrepentim iento es una falsa virtud, É t., IV, P. 5 4 Q ue la hum ildad es una falsa virtu d. É t., IV, P. 5 3 , 5 5 , 5 6 ; A pend., cap . X X II, X X III. Q ue el tem or a la opinión es una falsa virtud. É t., IV, P. 48, 49. Q u e el tem o r a la m uerte no se ad ecúa a la ra z ó n . É t., IV, P. 4 7 , 6 7 . Q ue el bien verdadero no es el resultado de evitar el m al. É t., IV, P. 6 3 ; A pend., cap. X X V . Q ue el solo pensam iento del mal es m alo. É t., IV, P. 8, 6 4 , 6 8 ; A pend., cap . X X V . Q ue sólo la idea de D ios puede salvar a los hom bres. É t., IV, P. 6 8 , Esc.

79

80 80 81 82 82 83 83 84 84 84 85 86

87

ALAIN

V. D e la R a z ó n Q ue ninguna libertad verdadera puede resultar del co n o cim ien to de prim er género. É t., IV, P.I, Esc. Q ue es inútil sublevarse co n tra las pasiones. É t., IV, P. 1 , 2 , 3 , 4 , 1 5 ; V, Pref. Que quienes aparentan sacrificarse son en realidad esclavos. É t., IV, P. 2 0 , E sc.; P. 2 5 Q ue quienes se m atan son esclavos. É t., IV, P. 2 0 , Esc. Q ue el individuo n o puede d esear un bien e x te rio r a él. É t., IV, P. 2 1 , 2 2 , 2 5 ; Tr. p o l., II, 3. Q ue el deseo de perseverar en el ser es el único fundamento de la virtud. É t., IV; D ef. 8 , P. 2 0 ; Tr. p o l., II, 3 , 4 . Q ue la alegría es buena. É t., IV, P. 4 1 , 4 5 , E sc.; A pend., cap . X X X I . D istin ció n del p lacer y la alegría. É t., IV, P. 4 2 , 4 4 , E sc.; 4 5 , E sc.; 6 0 ; A pend., cap . X X X . En qué consiste actuar realmente; en qué consiste comprenden É t., IV, P. 2 3 , 2 4 , 2 6 , 2 7 ; Tr. p o l., II, 11. Que la Razón es una fuente de alegría. É t., III, P. 5 3 , 5 8 , 5 9 . Q ue la R azón es el verdadero bien. É t., IV, P. 2 6 , 2 7 , 6 1 . Q ue gracias a la idea de D ios es posible el co n o cim ien to de segund o g én ero o R a z ó n . É t., IV , P. 2 8 ; A pen d ., cap. IV. En qué difiere el hom bre racional del hom bre apasionado. É t., IV, P. 5 9 , 6 2 , 6 6 , 6 9 ; V, P. 7. En qué sentido la razón nos da poder contra nuestras pa* siones. É t., IV, P. 4 , C o ro l.; P, 5 9 ; V, P. 3 , 4 , E sc., 5 , 2 0 ; Schol. Q ue nada es m ás útil al hom bre racio n al que el hom bre racional. É t. IV, P. 2 9 , 3 0 , 3 1 , 3 5 , 7 1 ; Apend., cap. IX . Q ue la R azón es fuente de C o n co rd ia y no de o d io . É t., IV, P. 3 6 , 3 7 . Q ue el hom bre racio n al responde al o d io co n am or. É t., IV, P. 4 6 . Q ue el hombre racional no puede ser pérfido. É t., IV, P. 7 2 . Q ue al obed ecer las leyes, se perm anece libre. É t., IV, P. 7 3 ; Tr. p o l., III, 7 ; IV, 4 .

123

89 89 90 91 92 92 93 94 95 96 97 97

98 100

101 102 103 103 104

124

VI.

TABLA ANALÍTICA DE MATERIAS Y DE REFERENCIAS

D e ¡a lib erta d y d e la b ea titu d

Q ue es D ios quien salva al hom bre racional. É t., II, P: 4 0 ; IV, P. 2 8 ; A pend., cap . IV. Pero que el hom bre razonable puede vivir de acuerdo con la virtud e ignorando a D ios. É t., V, P. 4 1 . Q ue sin em b arg o e x iste un c o n o c im ie n to su p erio r a la R azó n , que es el co n o cim ien to de tercer género. É t., II, P. 4 0 , Esc. 2 ; V, P. 2 5 , 2 8 ; Tr. d e la R ., 1 5 , 2 5 , 2 6 . Q ue este co n o cim ien to está presupuesto en la deducción. É t., II, P. 4 0 , E sc. 2 ; P. 4 3 , E sc.; V, P. 3 6 , Esc. Q ue el alm a hum ana puede co n o cer a D ios. É t., II, P. 4 5 , 4 6 , 4 7 ; V, P. 1 4 , 2 4 , 3 0 ; Tr. t.-p ., cap . IV. Q ue este co n o cim ien to es tam bién am or a D ios. É t. V, P. 15, 2 7 , 32. Q ue este am or intelectual de D ios es eterno. Ét. V, p. 1 8 , 19, 2 0, 33, 3 4 , 37. Diferencia entre la razón y el conocim iento de tercer género. É t., V, P. 3 3 , 3 6 , Esc. Q ue únicam ente se puede pasar al co nocim ien to de tercer género desde el co n o cim ien to de segundo género. É t., V, P. 2 8 . Eternidad del alm a en D ios. É t., V, P. 2 2 , 2 3 , 2 9 , 3 1 . Q ue la beatitud no es la recom pensa de la virtud sin o la virtud m ism a. É t., IV, P. 3 8 , 3 9 ; V, P. 3 8 , 3 9 , 4 2 .

107 107 109

109 110 111 112 113 114

115 116

C O M P E N D IO B IB L IO G R Á F IC O *

E s ta b le c id o p o r É. C h a rtier p a r a la ed ició n d e 1900. S P IN O Z A . O E u v res, Paulus, Je n a , 1 8 0 3 . S P IN O Z A . O E u v res, por G froerer, en el C orpus Philosophoru m , t. III, Stu ttg art, 1 8 3 0 .

* Se incluye la bibliografía de Alain, aun cuando resulta una herramienta de utilidad relativa para el lector actual en lengua castellana: la mayoría de las refe­ rencias son de ediciones del siglo X IX , probablemente muy difíciles de consultar. (N. del E.).

ALAIN

125

SP IN O Z A . O E u vres, Ed. Bruder, Leipzig (Tauchniz), 1 8 4 3 . SP IN O Z A . O E u vres, trad . francesa, Saisset, Paris, 1 8 4 3 . SP IN O Z A . O E u vres co m p le te s , traducidas y an otad as por J . G . P rat, P arís, H achette. S P IN O Z A . O E u vres co m p le te s , van V lo ten y L an d , 2 vol. In -8 , la H ay a, 1 8 8 2 . S P IN O Z A . O E u vres co m p le te s , Van V lo ten y land, 3 vol. In -1 2 , la h aya, 1 8 9 5 . W A C H T E R . L e sp in o z ism e datts le ju d d ism e, A m sterdam , 1 6 9 9 .— E lu cid ariu s C abalisticu s, R o m a , 1 7 0 6 . Selección de las refu taciones de Spinoza, Bruselas, 1 8 3 1 . JA C O B I. L a d o ctrin e d e S p in oza, e tc ., Breslau, 1 7 8 5 . H E Y D E N R IE C H . L a N atu re e t D ieu selo n S p in oza, Leipzig, 1789. R O S E N K R A N Z . D e S p in o z o e d o ctrin a ru m sy stem ata, P arís, 1836. SIG W A R T. L e sp in o z ism e, É studio h istó rico y filo só fico , Tubinga, 1839. A .SA IN T E S. H istoire d e la vie e t d es ou v rag es d e S pin oza, París, 1844. D A N Z E L . L e sp in o z ism e d e G o e th e , H am burgo, 1 8 5 0 . H E R D E R . D ialogues sur le systém e de Spinoza, Stu ttg art y Tu binga, 1 8 5 3 . F O U C H E R D E C A R E IL . A n im a d v ersio n es, ou r éfu ta tio n in ed it e d d e S p in o z a , p o r L e ib n iz , 1 8 5 4 .— O b s e r v a tio n s d e L e ib n iz su r le lib r e d e M a im o n id es « D o c to r p erp le x o ru m » , 1 8 6 1 . — L e ib n iz , D esca rtes e t S p in o z a , P a rís, L agran g e, 1862. VAN D E R L IN D E N . S p in oza, sa d octrin e, etc., G o tin g a, 1 8 6 2 . JO E L . L e T raité th é o lo g ic o -p o litiq u e e t ses sou rces, Breslau, 1 8 6 2 .— L a g en ése d e la d o ctrin e d e S p in oza, Breslau, 1 8 7 1 . N O U R R IS S O N . S p in oza et le n atu ralism e c o n tem p o ra in , París, 1866. A V EN A R IU S. L es d eu x p rem ieres p h a ses du p a n th éism e d e S p in oza, Leipzig, 1 8 6 8 . P. S C H M ID T . S pin oza e t S ch leirm ach er, B erlín , 1 8 6 8 . V O L K E LT . L e p a n th éism e et l ’in d iv id u alism e dan s le sy stém e d e S p in oza, Leipzig, 1 8 7 2 .

126

T A B U ANALÍTICA DE MATERIAS Y DE REFERENCIAS

C A M E R E R . L a d o ctrin e d e S p in oza, 1 8 7 7 . F. P O L L O C K . S pin oza, sa vie e t sa p h ilo s o p h ie , Londres, 1 8 8 0 . P. JA N E T . L e sp in ozism e en F ran ce (R ev u e p h ilo s o p h iq u e , febrero de 1 8 8 2 ). J . LA G N E U . R ev u e p h ilo s o p h iq u e , m arzo 1 8 8 2 . — R evu e d e m éta p h y siq u e et d e m o ra le, m arzo de 1 8 9 8 . C A IR D . S p in oza, Edim burgo y Londres, 1 8 8 8 . L U D W IG ST E IN . L eib n iz e t S p in oza, Berlín, 1 8 9 0 . F. R A U H . Q u aten u s d o ctrin a qu am S p in oza d e fid e ex p o su it cum to ta eju sd em p h ilo s o p h ia c o h a e r e a t (tesis d o cto ra l, París). L É O N B R U N S C H W IG G . S p in oza, A lean, París (Bibíiothéqu e de philosophie contem p oraine). V. D E L B O S . L e p r o b lé m e m o r a l d an s ¡a p h ilo s o p h ie d e S pin oza et dan s l ’h isto ire du sp in ozism e, París, 1 8 9 3 . H. F U L L E R T O N , L ’im m o rta lité selo n S p in oza, F ilad elfia, 1 9 0 0 . V éanse tam bién las o bras de Bayle, G o eth e, Schleierm acher, F ichte, Schelling, H egel, Jo u ffro y , C ou sin, R en án , etc, y las his­ to rias de la filo so fía m oderna.

B IB L IO G R A F ÍA E N C A ST E L L A N O N o in clu ida en la e d ició n orig in al d e la o b r a SP IN O Z A , B aru ch ; É tica d em o stra d a según e l o rd en g e o m é tr ic o , T rad . Vidal Peña (M ad rid : A lianza, 1 9 8 7 ). SP IN O Z A , B aru ch; É tica d e m o s tr a d a según e l o rd en g e o m é tr ic o , Trad. A tilano D om ínguez (M ad rid : T ro tta , 2 0 0 0 ) . SP IN O Z A , B aru ch ; T ra ta d o te o ló g ic o -p o lític o , T rad . A tilan o D om ínguez (M ad rid : T ro tta , 2 0 0 3 ) . SP IN O Z A , B aru ch; T ra ta d o p o lític o , T rad . A tilan o D om ínguez (M ad rid : A lianza, 2 0 0 4 ) . SP IN O Z A , B aru ch; T ra ta d o d e la re fo r m a d e l en ten d im ien to

hum ano', P rin cip ios d e filo s o fía d e D escartes; P en sam ien tos m e ta fís ic o s , T rad . A tilan o D om ínguez (M a d rid : A lian za, 2 0 0 6 ). S P IN O Z A ,

B a ru ch ; C o m p e n d io d e g r a m á tic a d e la len g u a h e b r e a , T rad . G uad alupe G o nzález D iéguez (M a d rid : T ro tta , 2 0 0 5 ).

ALA1N

127

S P IN O Z A , B a ru ch ; C o r r e s p o n d e n c ia c o m p le ta , T ra d . Ju a n D om ingo Sánchez E stop (M ad rid : H iperión, 1 9 8 8 ). SP IN O Z A , B aru ch; T ra ta d o b rev e, T rad . A tilan o Dom ínguez (M ad rid : A lianza, 1 9 9 0 ). A L L E N D E S A L A Z A R , M erced es; S p in oza, filo s o fía , p a sio n es y p o lític a , (M ad rid : A lianza, 1 9 8 8 ). D E L E U Z E , G ilíes; S p in oza; filo s o fía p rá ctica , T rad . A ntonio E sco h o tad o (B arcelo n a: T u squets, 2 0 0 1 ) . D E L E U Z E , G ilíes; S p in oza y e l p r o b le m a d e la ex p resió n , Trad. H o rst Vogel (B arcelo n a: El A leph; 1 9 9 6 ). D O M ÍN G U E Z , A tilan o, B aru ch S p in oza, (M ad rid : E d iciones del O rto , 1 9 9 5 ). K A M IN SK Y , G reg o rio ; S p in oza; la p o lític a d e las p a sio n es, (B arcelo n a: G ed isa, 1 9 9 8 ). L A R R A U R I, M a ite ; L a fe lic id a d seg ú n S p in o z a , (V a len cia : Tánd em E d icions, 2 0 0 3 ). N A D L E R , Steven; S p in oza, T rad . C arm en G arcía (B oad illa del M o n te: A cento, 2 0 0 4 ). N E G R I, A n ton io ; S p in oza su bv ersiv o, T rad . R aúl Sánchez C edillo, (Tres C anto s: A kal, 2 0 0 0 ) .

n La estela

I. El valor moral de la alegría según Spinoza La mayor parte de las doctrinas morales han conservado algún vestigio de los tiempos de servidumbre, durante los cuales se apoyaban principalmente en el miedo para hacer de los hombres seres inofensivos. Puesto que el soberano era entonces, como dice Pascal, la paz, todo lo que era útil a la paz era bueno y, muy especialmente, el miedo era bueno; y, puesto que el miedo es tristeza, la tristeza puede ser buena, y el moralista se cuida mucho de disuadir al hombre de la tristeza. Pascal tan sólo considera a quienes gimen. En nuestra época, aun cuando Pascal sea muy leído y muy admirado, la mayor parte de los espíritus cultivados han recobrado no obstante algún resplandor de la sana razón que les permite amar, por lo menos, la alegría de los otros; muchos todavía no han conseguido amar su propia alegría; se inquietan en cuanto carecen de inquietudes y sólo se tranquilizan cuando atraviesan alguna crisis de tristeza y de desaliento de la que creen salir purificados. Ello prueba que no tienen confianza en Dios o, dicho de otro modo, que no han aprendido que todo depende necesariamente de la naturaleza infinita de Dios, es decir, de una Razón eterna que no puede de ningún modo confundirse ni confundimos. Cuando dicen que la tristeza es buena es como si dijeran que la tristeza nos advierte de que nos hemos convertido en seres más perfectos; como si dijeran que sufrimos en la

132

EL VALOR. MORAL DE LA ALEGRÍA SEGÚN SPINOZA

medida en que existimos más y mejor. Y con ello, si cabe expresarse con esta clase de imágenes, ofenden gravemente a la Razón eterna. Pues ya deben haber aprendido, por ellos mismos o por los médicos, que en la mayor parte de los casos, cuando padecen un dolor en alguna parte de su cuer­ po, esta parte de su cuerpo existía menos y peor que antes, es decir, que los pequeños movimientos que fortalecen o reparan esta parte no se hacían como habrían debido sino que estaban obstaculizados o impedidos. Del mismo modo, todas las veces que han sentido una tristeza acompañada de la idea de una causa, han podido decirse que esta tristeza resultaba de creer, con razón o sin ella, que su capacidad de actuar estaba disminuida u obstaculizada. No merece la pena extenderse en explicar que la tristeza del ambicioso, del enamorado o del avaro, es el resultado de tales ¡deas y que, a la inversa, su alegría resulta de considerarse más poderosos. En todos estos casos, su alegría y su tristeza siempre les aconsejan por lo menos tan bien como su pro­ pio juicio y, a menudo, incluso mucho mejor. Pues bien, que los hombres que se enorgullecen de su tris­ teza y que desconfían de su alegría acepten considerar ahora —cosas que saben, sin duda, pero que no tienen por cos­ tumbre aplicar en su vida— en primer lugar que la substan­ cia existe en sí y para sí. En segundo lugar, que es única y que nada puede ser ni ser concebido más allá de ella. En ter­ cer lugar, que es, al mismo tiempo que extensión infinita, razón perfecta, sin lo cual habría más allá de ella algo más perfecto que ella, y que su verdadero nombre es Dios. En cuarto lugar, que nada puede suceder sino por las leyes nece­ sarias de la naturaleza de Dios. De acuerdo con esto, com­ prenderán que la tristeza y la alegría, a pesar de que no conocemos bien sus causas, son hablando con propiedad, advertencias de Dios de las que podemos concluir, con una

ALAIN

133

certeza completa, que pasamos a una perfección menor o a una perfección más grande. Pensar lo contrario sería creer que nuestra luz natural puede confundirnos y que estamos en manos de un genio caprichoso y maligno que se compla­ ce en tranquilizarnos cuando pasamos de un estado mejor a uno peor y en inquietarnos, en cambio, cuando ganamos en perfección y cuando existimos más y mejor. Semejante opi­ nión, por más que muchos la juzguen inseparable de la ver­ dadera Religión, no es por ello menos irreligiosa, y quienes la suscriben y la enseñan no hacen más que negar a Dios, y merecen por ello justamente el nombre de ateos que con tanta ligereza atribuyen a los otros. Todavía nos sentiremos más tranquilos y seguros sobre este punto si examinamos la alegría y la tristeza en sí mis­ mas y si intentamos definirlas. Semejante definición parece casi imposible a quienes con­ sideran el alma y el cuerpo como dos substancias distintas; pues eso les obliga a admitir que hay alegrías y tristezas cor­ porales que dependen por completo de la naturaleza, y ale­ grías y tristezas del alma que dependen de la disposición de nuestra voluntad. Como consecuencia de esto, habrá ale­ grías que no guardarán relación con la perfección propia del alma, por lo que nunca será posible alegrarse de estar alegre sin más examen, sino que siempre será un juicio reflexivo el que deberá decidir si tal alegría es buena o mala. El atolla­ dero en el que nos encontramos en relación con la alegría no puede sino aumentar cuando se distinguen muchas almas en el alma, como la voluntad, el entendimiento y la sensibili­ dad, porque entonces cada una de estas almas correría el riesgo de tener su propia perfección, y la alegría no sería más que la perfección propia de la sensibilidad. Todas estas dificultades se eluden muy fácilmente siem­ pre que estemos dispuestos a recordar lo que se ha demos­

134

EL VALOR MORAL DE LA ALEGRÍA SEGÚN SPINOZA

trado en las dos primeras partes de la Ética, a saber, que únicamente existe una sola substancia; que el pensamiento y la extensión son dos atributos de la substancia, es decir, dos maneras de considerarla y nada más; que, desde el momento en que un ser existe, es al mismo tiempo un cuer­ po si se lo considera desde el atributo de la extensión y un alma si se lo considera desde el atributo del pensamiento; y que este alma y este cuerpo son una sola y misma cosa; que, del mismo modo, sólo por abstracción podemos considerar distintas facultades en el alma, y que el alma es una e indi­ visible; que no contiene ninguna parte inferior donde habi­ tarían la alegría y la tristeza, ni ninguna parte superior donde se encontrarían las ideas y una voluntad. Así, la ale­ gría de Pierre no puede ser otra cosa que toda el alma de Pierre, sólo que considerada desde la perspectiva de lo agra­ dable y lo desagradable; y puesto que en el alma no existen partes ni jerarquía, es preciso que lo agradable y lo desagra­ dable sean idénticos al bien y al mal y, en consecuencia, que la alegría sea lo mismo que la perfección. Digo lo mismo que la perfección y no la consecuencia necesaria de la per­ fección, pues para entenderlo así habría que suponer una parte del alma que sería más o menos perfecta mientras que otra parte estaría más o menos alegre. Éste es el sentido de la conocida definición: Laetitia est hominis transitio a m inore a d m ajorem perfectionem ; o incluso: Per Laetitiam in sequentibus intelligam passionem qua Mens ad m ajorem perfectionem transit. A simple vista, esta segunda definición es más sorprendente que la primera, pero también es más clara si se reflexiona sobre ella. La ale­ gría es «una pasión p o r la cual el alma pasa a una perfec­ ción mayor»; esto no quiere decir que la alegría nos conduz­ ca a la perfección, sino simplemente que no es distinta de ella y que la misma cosa, a la que denomino paso a una per-

ALAIN

135

fección mayor atendiendo a la capacidad de actuar del ser en cuestión, es denominada alegría atendiendo a su capaci­ dad de ser dichoso o desdichado.1 Ciertas demostraciones de la cuarta parte de la Etica deben familiarizarnos con la idea de que, lejos de regular nuestra tristeza o nuestra alegría según la opinión que tene­ mos del mal o del bien, debemos juzgar el bien y el mal según la alegría o la tristeza que experimentamos. La piedad es mala porque es una forma de tristeza (50): «Commiseratio enim Tristitia est, ac proinde, per se mala». Es más, el conocimiento del mal es inadecuado porque es la tristeza misma, en cuanto tenemos conciencia de ella, y en cuanto que la tristeza, al ser una pasión, está ligada a alguna idea inadecuada (64). De manera que la sabiduría no consiste en regular nuestras alegrías y nuestras tristezas según nuestros principios de conducta; por el contrario, debemos confiar en el pensamiento perfecto que subyace a todo y subordinar nuestros principios de conducta a nuestra alegría y a nues­ tra tristeza. El júbilo no puede ser excesivo; la melancolía siempre es mala. En ocasiones, lo que llamamos placer (titillatio, prop. 43) es malo porque no es una alegría de todo nuestro ser y por lo tanto, mientras que una determinada parte de nuestro cuerpo existe más y mejor que antes, las otras se encuentran de algún modo sacrificadas. De donde es fácil extraer una regla de conducta extremadamente pre­ cisa. Un placer sólo es bueno con certeza si abarca al cuer­ p o entero. Un placer semejante (hilaritas, prop. 42) siempre es bueno y no puede ser excesivo. Nos asegura que pasamos a una mayor perfección y que participamos más de la natu­ raleza divina. 1. Véase también dem. prop. 41: Laetitia est affectus qu o corporis agendi potentia angetur, veI juvatur..., etc.

136

EL VALOR MORAL DE LA ALEGRÍA SEGON SPINOZA

Ahora resulta fácil comprender adecuadamente el segun­ do escolio de la proposición 45 (parte 4), es decir, relacio­ narlo firmemente con los principios de la religión spinozista: «... Seguramente sólo una superstición triste y cruel puede prohibirnos la alegría. Pues, ¿por qué sería más con­ veniente evitar el hambre y la sed que desechar la melanco­ lía? Tal es la manera de vivir que he adoptado yo personal­ mente. Sólo una divinidad hostil podría alegrarse de mi debilidad y de mi sufrimiento, y honrar la virtud de mis lágrimas, de mis sollozos, de mis temores y de todas las cosas de este género, que son evidencias de un corazón débil. Por el contrario, sólo por cuanto sentimos más alegría pasamos necesariamente a una mayor perfección y partici­ pamos más de la naturaleza divina. Por eso conviene que el sabio use las cosas y se deleite con ellas tanto como sea posi­ ble (aunque sin llegar al empacho, pues el empacho no es la alegría). Quiero decir que conviene que el sabio coma y beba con moderación y con placer, que goce de los perfu­ mes, de la belleza de las plantas, de los ornamentos, de la música, de los juegos, del teatro y, en una palabra, de todo aquello de lo que podamos disfrutar sin perjudicar a ios otros. Pues el cuerpo humano está compuesto de muchas partes de naturaleza diversa, que continuamente necesitan un alimento nuevo y variado, a fin de que todo el cuerpo sea igualmente apto para hacer todo lo que pueda seguirse de su naturaleza y, consiguientemente,2 a fin de que el alma sea igualmente apta para comprender al mismo tiempo más cosas».

2. Puesto que el cuerpo y el alma son una sola y misma cosa considerada desde dos atributos distintos.

ALAIN

137

El lector no debe temer meditar durante mucho tiempo sobre estos asuntos, ni pensar que las consideraciones de este género no son lo suficientemente nobles ni elevadas. La dificultad consiste precisamente en comprender que tam­ bién la religión está en el fondo de esto. La oscuridad de la moral spinozista, que corre el peligro de parecer demasiado simple a mucha gente, consiste en que descansa sobre la intuición de la unidad de la substancia, de la unidad de nuestro ser, de la unidad de nuestra alma y, finalmente, de la identidad real y concreta de estas tres unidades. Las ideas abstractas separan, en todos los sentidos del término, y son las únicas causas no sólo de nuestras discordias interiores, como puede comprenderse tras lo dicho, sino también de las hostilidades que dividen a los hombres y les impiden vivir en paz. É. Chartier.

II. El prejuicio de prejuicios Spinoza es el Aristóteles de nuestro Platón. Por toda la Ética encontramos la crítica más incisiva de Descartes; a pesar de lo cual Spinoza sigue a Descartes y en alguna medi­ da le da forma sistemática. Pero del mismo modo todo se pierde en el Objeto y en la Necesidad. Cuando Descartes distinguía el Pensamiento y la Extensión, estaba muy lejos de ver en los dos un mismo grado de ser o, si se prefiere, de perfección; en esta separa­ ción escrupulosa veía más bien la perfección y el ser por un lado, y casi se diría que la imperfección y la negación por el otro; pues en la extensión o en el mundo de los cuerpos nada es, nada basta, siempre es preciso que un cuerpo sea determinado por otros que están a su alrededor, y éstos a su vez por otros; y si se quiere llamar infinito o infinitud a esta insuficiencia radical, o bien a aquella otra según la cual un cuerpo debe ser reducido a sus componentes, y asimismo sus componentes a otros componentes, habrá que decir con los antiguos que el infinito, en este sentido, se opone a la perfección. La extensión, por más grande que sea, no se aproxima nunca a Dios. Ahora bien, Spinoza quiso como principio que el Pen­ samiento y la Extensión fueran dos atributos entre una infi­ nidad de atributos posibles por los que conocemos a Dios. Merced a este decreto, la elección estaba hecha, y la libertad perdida. Toda la fuerza de Spinoza se cifra en que quiso recobrar la verdad del Espíritu y de las Pasiones, y hasta la

140

EL PREJUICIO DE PREJUICIOS

libertad del sabio, desde la idea de necesidad. Su Ética es la perfección de toda Teología. Todo ser puede considerarse desde dos aspectos, como modo del pensamiento divino y como modo de la exten­ sión divina, como alma o como cuerpo; se trata de un solo y mismo ser desde dos aspectos. Y del mismo modo que los seres, considerados desde el atributo de la extensión, forman cadenas de causas y efectos según una absoluta necesidad, así también los pensamientos se siguen los unos de los otros en Dios. Conviene no entender esta idea según un materialismo encubierto, porque hay dos Necesidades y la relación entre un pensamiento y otro no se parece en nada a un mecanismo; las relaciones entre una idea y otra son relaciones internas: las ¡deas no son en absoluto imágenes o copias de las cosas. Y si bien el hombre es esclavo cuando piensa, si puede expresarse así, según el mecanismo de las pasiones, es libre por el contra­ rio cuando piensa de acuerdo con el pensamiento divino, es decir, cuando de acuerdo con la pura doctrina de Descartes se libera de las pruebas de la imaginación. De manera que el error y la esclavitud se deben a que el hom­ bre quiere llegar a Dios a través de las cosas. De ahí que el amor intelectual hacia Dios constituya nuestra salud y nuestra dicha. Pero el libre arbitrio desaparece: «Poco importa», dice Spinoza, «que ame a Dios y sea salvado necesariamente en vez de libremente. No por ello soy menos dichoso ni estoy menos salvado». He aquí el últi­ mo esfuerzo del teólogo. El lector de la Ética difícilmente puede resistírsele. Sin embargo, es preciso juzgar este severo sistema de acuerdo con el juicio fundamental que une el pensamiento divino con una extensión también divina, y que hace que la infinitud de las causas mecáni­ cas participe de la perfección de la Idea. Merced a este

ALAIN

141

prejuicio de prejuicios existe una suficiencia en el mundo de los cuerpos, una consumación del mecanismo; y todo lo que es o sucede resulta necesariamente de la naturale­ za divina. También el Pensamiento es objeto. Abrégé pour les aveugles, «Spinoza»

III. La paz

.

Noté sobre mis hombros una pequeña mano, ligera como un pájaro; era la sombra de Spinoza que quería hablarme al oído: «Ten cuidado», dijo la débil voz, «de no emular en ti mismo las pasiones que quieres combatir. La trampa es vieja; hace siglos que la cólera se alza contra la cólera, que la piedad conlleva la violencia y el amor el odio; siempre hay un ejército que sustituye a otro ejército; siempre los mis­ mos medios envilecen otros fines. No te recrees en lo que produce tristeza. Y en cuanto a la esclavitud y la debilidad humanas, considéralas parsimoniosamente y sólo lo estric­ tamente necesario. Demórate, en cambio, en la contempla­ ción de la virtud y el poder de los hombres, espectáculo digno de su alegría y de la tuya, de manera que en adelante procedan, y tú también, guiados únicamente por la afección de la alegría». Débil voz, muy olvidada. La estupidez de un hombre le es ajena; la vanidad le es ajena; la maldad le es ajena. En realidad, todas estas apariencias conmovedoras tan sólo expresan la debilidad de los hombres ante las causas exteriores. Desde el momento en que ya no gobiernas tus pensa­ mientos, la estupidez viene por añadidura, basta con mover la lengua. No hace falta voluntad para estar triste y ganar­ se de este modo enemigos y perseguidores; no hace falta voluntad para envanecerse de un elogio o para irritarse por una sanción. Todas las faltas tienen su origen en la indolen­ cia. No existe la menor voluntad, ni por asomo, en el hom-

144

LA PAZ

bre que hace matar a otros hombres; no, tan sólo cede; huye; y atropella en su huida. En este cataclismo de guerra, todo es exterior; todos sufren; nadie actúa. Y ésta es la ima­ gen exagerada de nuestras pasiones. En consecuencia, cada vez que intento denostar y golpear esta debilidad en el hom­ bre, caigo en el vacío. Estos males no son nada; no puedo vencerlos. Todo lo que hay en el hombre es bueno para él y para los otros. La voluntad es buena; el coraje es bueno. Busco a algún responsable de tanto mal; en vano. Tan sólo encuentro a un hombre que ha buscado su pensamiento y su deber más allá de sí mismo. «No lo he logrado». Son todos como esos soldados de los tiempos de Federico, que nota­ ban en sus riñones la punta de las bayonetas; empujando y empujados. No les recordemos más que esta situación humillante es innecesaria. El mayor error en el que podría incurrir aquí es creer que están muy orgullosos de lo que hicieron. No están orgullosos, más bien están tristes, irrita­ dos, obstinados. A propósito de la guerra volvemos a encontrar una para­ doja bastante considerable: que todos niegan haberla queri­ do y acusan de ello a su vecino. Ahora bien, lejos de pensar que todos quieren engañarse al respecto, diría más bien que no se atreven a estar seguros, y que es aún más cierto de lo que creen. Pero los signos de la timidez adoptan apariencias fantásticas. Siempre espero a que los pueblos antagonistas, a través de sus delegados de toda clase, banqueros, obreros, políticos, escritores, saquen finalmente a la luz su verdade­ ro pensamiento, que consiste en que no quisieron la guerra, que no la querrán jamás, que siempre la hacen obligados y forzados. Pero, ¿forzados por quién? Aquí, en este vacío y en este silencio, aparece el monstruo sin cuerpo, poderoso únicamente gracias al miedo universal. Y bien, ¿esperas dar miedo al miedo? Valiente remedio. Mejor despierta al hom­

ALAIN

145

bre en cada uno, invítalos a todos a pensar según la alegría y la esperanza; invoca la guerra misma y lo que ella revela de energía y de capacidad de gobierno en cada uno; esto no es miedo. Atrévete de una vez, pues, a pensar en el coraje del enemigo y en el tuyo; con este único juicio se declararía la paz. Sólo temo a los cobardes; de manera que lo que temo es nada. Es mi propio miedo el que los hace existir. La ale­ gría, diría yo imitando a mi filósofo, no es el fruto de la paz, sino la paz misma. Propos del 12 de julio de 1921

IV. El gran cristal Se ha alabado a Spinoza en nuestros días; yo mismo me he unido intelectualmente a este respetuoso discurso; tal vez nunca haya habido un republicano tan decidido como este profundo pensador, y es admirable y raro ver que un alma grande rechaza cualquier poder y se atiene a la justicia. Sobre el sistema y sobre su transparencia impenetrable hay mucho que decir, pero es demasiado arduo para ser tratado en unas pocas páginas. Sin embargo, quisiera decir que los sobrinos nietos de Descartes siempre tendrán por extraña esta unidad inexpre­ sable y temible que reúne espíritu y cuerpo, ambos indiscer­ nibles a partir de ese momento. Creo saber qué es la ley de la existencia, y que no conoce excepciones en virtud de este inmenso juego de choques, de frotamientos y de una necesi­ dad absolutamente exterior; un juego cuya imagen es el océ­ ano, el océano que no quiere nada y que no es más que polvo de ser en movimiento, deslizamiento y repliegue y vuelta y oscilación. Que no haya ningún propósito en ello ni ningún tipo de espíritu, es lo que quiero y lo mantengo. Esta indiferencia es la que lleva la nave y la idea de esta indife­ rencia es la que guía a los navegantes. Ahora bien, sostener que eso sea aún divino, es decir, que tenga valor, es dema­ siado. La idea cartesiana de la extensión resulta negada de ese modo; volvemos a mezclar la cosa y el espíritu. Una cosa que sabe dónde va, y que no por ello se comporta menos como una máquina, eso es restablecer el porvenir diseñado

148

EL GRAN CRISTAL

de antemano y el destino mahometano. Contra todo espíri­ tu, por más que posea la perfección sigue siendo máquina, y una suma de ideas estrictamente organizadas. Todo está hecho y todo está pensado. La filosofía heroica de Descartes se daba aires y cortaba todo el Universo en dos e incluso en tres: máquina, entendimiento, voluntad, buscando en pri­ mer lugar describir correctamente la situación humana y dejando que Dios acabara el sistema, lo cual constituye otra forma de piedad, nada insignificante. Balzac, sin duda ateniéndose a la sorprendente expresión de un viajero, dijo del desierto que es Dios sin los hombres. Esto puede ayudar a entender tanto la religión judía como la mahometana y, en fin, esa Unidad oriental que tal vez sea el opio del espíritu. Ante una tierra inmensa, de arenas y de rocas, bajo la inmensa cúpula, el hombre se encuentra abru­ mado y resignado. Activo tan sólo por la cólera, que tam­ bién es una tempestad de arena. De ahí, por reflexión, ese culto postrador. Y, por una reflexión aún más henchida, ese amor por el poder infinito como tal. Los griegos respiraban mejor ante esa otra necesidad, marítima, ciega y manejable. De ahí, también, ese Olimpo político, donde los dioses discutían, lo cual daba un poco de juego a la acción racional. Me gusta bastante este juego ambiguo de los oráculos, en torno a los cuales se giraba como si se tratase de arrecifes divisados desde lejos. De ahí se veía el hombre reenviado a sí mismo, y de ahí extraía Sócrates, en fin, el coraje de pensar. Ignorancia reconocida, poder reconocido, riesgo moderado. Así fue como atracó Ulises en la Isla de los feacios. Cada cosa en su momento y no prever nunca sin hacer, se trata de una sabiduría escueta y firme. Epicteto decía rudamente: «No te asustes por este gran mar, basta con dos cubos de agua para ahogarte». De acuerdo con esta idea, yo diría que el nadador nunca tiene

ALAIN

149

que superar más que estos dos cubos de agua. Por más gran­ de que sea el Universo, sólo me hostiga de acuerdo con mi pequeña dimensión. Lo divido y con ello lo poseo. Cuanto más nos aferramos a esta idea, que es de medida humana, más profundamente distintos aparecen los remolinos de Descartes a este inmenso pensamiento spinozista, que pien­ sa las olas, junto con todo el resto, como un gran cristal de planos geométricos, donde la filosofía se encuentra encerra­ da y aplastada como una planta de herbario. Se trata de pensar de acuerdo con Dios. Pero primero es preciso pensar de acuerdo con el hombre. Propos del 28 de febrero de 1922

V. Eterno y de escasa duración En Spinoza existe un abismo entre la geometría cristalina del comienzo y las efusiones místicas del final. Eso es lo que parece. Y creo que muchos hombres cultivados han tratado de vencer esta apariencia, pues Spinoza es considerablemen­ te leído. Pero ¿cómo saber de dónde caen, como si de frutos se tratara, esas máximas doradas: que cuanto más apto es el cuerpo de un hombre para percepciones y acciones distin­ tas, más eternidad cobra su alma o, mejor aún, que cuanto más se conocen las cosas particulares más se ama a Dios? Estoy resumiendo, pero éste es el sentido, y es aturdidor. Esto sucede porque se han realizado mal los áridos prelimi­ nares. Nos hallamos ante una de las ¡deas más profundamente ocultas en este sistema. Un ser, un hombre, este hombre, tan sólo puede ser destruido por causas exteriores. No alberga ninguna enfermedad; no alberga ninguna desesperación. No importa si se mata a causa del pavor que le produce sentir en su propia naturaleza algún enemigo secreto que lenta­ mente lo destruye, no importa si lo cree, o si me lo dice en el momento mismo en que dirige el puñal contra sí mismo, este hombre no hace más que confundirme y confundirse. El movimiento del puñal le es tan ajeno como la caída de una teja. Lo abaten las tejas; lo cual significa que la duración de la existencia depende de ese gran universo que le asedia siempre, que le es siempre en alguna medida contrario, que le opone resistencia, que usa sin la menor contemplación

152

ETERNO Y DE ESCASA DURACIÓN

tanto a Goethe como a Tersites.* Esta lluvia de tejas, peque­ ñas o grandes, es la que termina por matarnos. Pero la muerte no está en absoluto en nosotros; la muerte no es nos­ otros. Si hubiera en la naturaleza del hombre, en esa fórmu­ la de movimientos equilibrados según la cual percibe, actúa y ama, si hubiera en su composición alguna causa que le fuera contraria, no viviría ni un solo instante. Existe pues, para cada cual, una verdad que no depende en lo más míni­ mo de la duración. Existe lo eterno en cada cual y eso es propiamente cada cual. Tratad de comprender este poder que le es propio, en esos instantes dichosos en que es él mismo, en que todo él se traduce en la existencia por un dichoso concurso de las cosas y los hombres. Los tontos dirán que esa dicha les es exterior; pero el sabio compren­ derá tal vez que en esos momentos de poder es sumamente él mismo. «Todo hombre», dijo Goethe, «es eterno en su lugar». Como es sabido, Goethe se recluyó unos seis meses para leer a Spinoza. Lo comprendió. Este reencuentro constituyó un hermoso momento, en sí mismo eterno. Son las luces para nosotros. El poeta, a juzgar por los efectos, no se nutre de ¡deas chatas. Piensa con los ojos abiertos. Y tanto si ve una mariposa como si ve a un hombre, o una flor, o una vér­ tebra de cordero bañada por el mar, lo que percibe de repen­ te es una naturaleza fuerte, equilibrada, autosuficiente. Una naturaleza que se encuentra en relación con el todo, pero no mediante las visiones exteriores y abstractas del erudito; al contrario, mediante la idea singular y afirmativa de la cosa, o mediante el alma de la cosa, contemplada directamente.

* Tersites, según la {liada, es el más feo y cobarde de todos ios griegos que partici­ paron en la campaña de Troya. Aquiles lo mató a puñetazos después de que Tersites sacara los ojos a Pentesilea. (N. del T.)

ALAIN

153

Se trata de la otra verdad, la verdad sin palabras. Y la magia que corresponde al poeta es hacer sentir esto, esta presencia del ser particular, el único universal. Me resultaría muy embarazoso explicar esto: pero el poeta me lo plantea y me lo impone a través de esa reverberación del objeto, sea pequeño o grande, y a través de esa magia, siempre grande, siempre autosuficiente, como Dios. El poeta me notifica que la muerte no es nada y que todo momento es eterno y her­ moso si sé verlo. Cada cual tiene de repente la experiencia de esta dicha, ajena a la duración, y que nos hace amar esta vida pasajera. Estamos en la quinta parte de la Ética. Nos hemos establecido en ella y damos las gracias. El mismo hombre que dijo que es mejor que conozcamos las cosas particulares y que amemos a Dios, dijo algo aún más audaz: «Sentimos y experimentamos que somos eternos». En este espejo el poeta se ha reconocido. Propos del 26 de mayo de 1927.

VI. El Dios y el ídolo El anciano me interrumpió con un gesto: — ¡Sin el mundo! He aquí una extraña suposición; y estoy bastan­ te seguro de que se encuentra en el origen de todas nues­ tras locuras. Resulta más bien extraño suponer que este mundo pudiera cesar un momento de contenernos en el sentido más riguroso, y pudiera cesar de regular, median­ te la sucesión de los objetos, la sucesión de nuestros pen­ samientos. Pero tal vez los espíritus superiores, que han creído poder aventurarse hasta ahí, no han considerado esta audaz suposición sino como tantas otras que sabían perfectamente que eran falsas, como el átomo último, el punto, y cosas por el estilo. No hay nada más raro que una duda segura. Pero ya llegaremos a eso. Ahora mismo, gracias a la suerte de estar reunidos y de haber escapado a esta obligación política que tenemos a nuestras espal­ das, dejamos que se arremolinen nuestros fragmentarios pensamientos. Así nacen los mundos; y el caos no es poca cosa; en lugar de la sombra de las sombras, de lo impal­ pable, del hueco de la muerte, está para mí el orden que no he hecho yo. — Ser llamado al orden, dijo Lebrun, manera de hablar profunda y maravillosa. Despreciemos pues el orden tal cual; pero engendremos un orden. — Un orden, dije yo, que no lo será. Suponer un orden entre las cosas que no se preceden naturalmente las unas a las otras.

156

EL DIOS Y EL ÍDOLO

El anciano sacudió la cabeza y con mayor gravedad dijo: — Mejor que no citemos a Descartes; eso no haría sino encerrarnos. Ese viajero sabía partir sus pensamientos; pero los discípulos corren el peligro de que los remolinos, Dios y el alma, formen juntos un cristal duro e impenetra­ ble, si bien del todo claro, merced a sus superficies pulidas, invisibles y que forman un muro. Entonces, tropezamos una y otra vez como un abejorro contra el obstáculo trans­ parente. — Spinoza. No puedo retener este nombre adorado y detestado. Es el Dios y el ídolo. Es la perfección, que ama­ mos contemplar y que en seguida vuelve a cerrarse sobre nosotros y nos aprisiona; todo está hecho, sin remedio; el tiempo desaparece. No es que no haya grandes luces en ese majestuoso edificio y tal vez una puerta para escapar de él; pero entonces el hombre libre se ocupa nada más de buscar la puerta y acabamos cayendo en la dialéctica, como vi que sucedía con el orgullo de nuestro Júpiter. Por suerte, la gran nube de sombrío púrpura avanzaba sobre nosotros; la lluvia lanzaba flechas dispersas; la ráfaga de viento recorría el mar. Hubo que huir. Las luces se encendían ante nosotros. Ya oíamos los mil ruidos del pueblo que advertían de la noche, del reposo y de las puertas cerradas. El orden, el hogar, el descanso. Lo que une a los hombres nos separó. ¡Naturaleza bendita, que quiebra nuestros pensamientos! Entretiens au bord d e la mer (Primera conversación)

VII. El hombre de piedra El hombre de Spinoza es antes un hombre esculpido que pintado. Goethe se recluyó seis meses para leer la Ética y volvió de ese viaje, del que no siempre se regresa, con esta máxima sorprendente: «Todo hombre es eterno en su lugar». Me parece que estas palabras evocan por completo a la estatua. Pero todavía debe perfilarse la idea. Idea extra­ ña e importante, siempre olvidada; el pueblo de las estatuas debe ayudarnos a perfilarla. Se trata de la esencia y de la existencia, nuestra doble carta. Se trata de decidir si el hom­ bre es solamente lo que la existencia hace de él al cribarlo como el trigo. Todo hombre que resiste toma partido. Rechaza ser la espuma de la ola o un remolino de corta duración, o una de esas nubes de humo que conservan por unos instantes su forma; lo rechaza porque tales pensamien­ tos son fofos y perezosos. Pero deben comprenderse las razones del metafísico; si bien no prueban de un modo abso­ luto la idea, por lo menos la dejan planteada. Spinoza dice que de todo hombre, de Pierre o de Jacques, existe en Dios una idea, o una esencia, una fórmula de equilibrio, de movi­ mientos, de funciones asociadas, que es su alma y que es lo mismo que su cuerpo. Y cuando la pienso como cuerpo sólo quiero decir que no está sola sino que es asaltada y sacudi­ da desde todas partes. Aunque finalmente deba ser expulsa­ da de la existencia, lo que ha mostrado de sí misma duran­ te este corto tiempo es algo distinto que el ataque de las fuerzas exteriores. Pues no debe creerse que esa arquitectu-

158

EL HOMBRE DE PIEDRA

ra esencial pueda jamás estar enferma por sí, o terminar, agotarse, morir por sí. Si la esencia de Jacques o de Pierre tuviera en sí alguna contradicción, alguna imposibilidad o tan sólo alguna dificultad para ser, moriría en seguida; ni siquiera comenzaría. De modo que el hombre sólo es des­ truido por causas exteriores. El oleaje de la existencia no deja de golpear contra nuestros acantilados; pero, tal como dice Spinoza enérgicamente, el hombre nunca se mata, no lo hace más si dirige contra su propio pecho el puñal que si es otra mano más fuerte la que tuerce la suya. En esta austera filosofía se encuentra el centro de la esperanza y del coraje, y el verdadero fundamento del amor a uno mismo. Pero ¿dónde se encuentra el hombre que se ama a sí mismo? ¿Dónde se encuentra el hombre que cree en él mismo, que cree en su fórmula íntima, que cree en su pro­ pia eternidad? Un hombre así es raro; puede citarse a Sócrates, a Spinoza, a Goethe. Y al contrario, a pesar de la dura advertencia spinozista de que el hombre no precisa en lo más mínimo la perfección del caballo, vemos a cada cual imitar al vecino e intentar ataviarse con una perfección ajena. Los políticos pretenden que en esto consiste la virtud; también los sociólogos. En la escuela te dicen: «Sé como aquel otro». Pocos le dicen al hombre: «Sé tú mismo». ¿Quién le dirá entonces al hombre: «Tú eres tú mismo. Así pues, debes comprender, amar y querer a tu manera, de acuerdo con tu esencia; y, en fin, descubrir en ti tu propio aspecto»? A propósito de la originalidad yo decía que el único medio de ayudar a los otros, de hablarles como es debido, es no preocuparse por ellos y ocuparse de los pro­ pios asuntos. Descartes, al escribir el Discurso del m étodo, decía que no aconsejaba a nadie imitarlo y que no se propo­ nía él mismo como modelo, sino que tan sólo explicaba cómo había liberado su espíritu. De este modo se supera con

ALAIN

159

mucho el egoísmo, pues este ser uno mismo es un ser uni­ versal, válido para todo hombre e igual en cualquier hom­ bre. Pero aceptemos la fórmula de Balzac y digamos con él: «Egoísmo sagrado». La masa no se equivoca en eso. Nunca cesa de decir al hombre: «No seas como nosotros; sé tú mismo». Ésa es la ¡dea. Ahora bien, todo hombre en este mundo de apariencias que saludan, que imitan, que reflejan, todo hombre pasea una estatua ignorada. A veces aparece en un mendigo. Aparece en cualquiera en los momentos en que el hombre sólo escucha su propio consejo, en que se atrinchera, en que se encierra. Este solitario y esta tebaida de un instante, esto es lo que la estatuaria hace surgir merced a su oficio mismo. Y así, al buscar con sus medios de artesano una imagen pétrea del hombre, encuentra a un Dios. ¿Acaso no se habla a veces de «noble perfil»? Todos los hombres tienen ese con­ torno absoluto, esa forma de fortaleza que rechaza el asal­ to. Pero también sucede que los hombres saben ocultar a la perfección este ser potente que persevera en el ser, que se obstina de acuerdo consigo mismo y que, como dice Spinoza, no tiene ninguna otra virtud. Virtud significa potencia; y con esta virtud basta. Los hombres ocultan esta virtud bajo el rechazo de los signos y los mensajes, los plie­ gues y los estremecimientos de todo el Universo. Pues rápi­ damente adoptamos la forma de lo que nos ataca; se adop­ ta la forma del insolente, del indiscreto, del envidioso; de este modo se exhibe la bilis de quienes lo envidian a uno como si fuera la propia gloria. ¿Qué hay en el envidioso que no le venga de prestado? Sí, ocultamos nuestro propio ser en la luz del ojo que acecha a quien acecha, y convierte esta apariencia en su propio ser. También el pintor acecha este reflejo trémulo. Pero sin salimos del caso del escultor, esta­ mos en condiciones, creo, de comprender cuánto hay de ver-

160

EL HOMBRE DE PIEDRA

dadero y de humano en la estatua sin ojos, en la estatua ciega, inmóvil, que reposa sobre sí misma. Nuestros raros momentos de ser, que son eternos: eso es lo que representa el hombre de piedra. Lo encontramos en las crisis como un refugio de seguridad en sí mismo; lo cual lleva a la resolu­ ción de conservarse por completo o de desaparecer por completo. En este punto Sócrates es un modelo brillante, aunque más imitado de lo que se cree; todo hombre, tal vez, tiene su momento de hombre. Y es así como lo muestra la estatua, La eternidad lo convierte finalm ente en sí m ism o...

Necesito citar una vez más este gran verso. Comprended ahora la soledad de las estatuas y a quién retrata la estatua; a un hombre que no tiene proyecto, ni empresa ni deseo; que persevera; que resiste. Y la expresión de ese rostro, devuelto a la sociedad de los hombres, no es más que el desprecio de la agitación, de la intriga, del halago que se hace o que se recibe. Una vez más ejemplo de lenguaje absoluto. Vingt leqons sur les Beaux-Arts (Decimosexta lección)

VHL Lagneau Heme aquí, en el liceo Michelet, donde seguí las clases de Jules Lagneau. Conocí a un pensador, lo admiré, decidí imi­ tarlo. En adelante, desde aquellos tiempos, he defendido a mi maestro; ¿pero acaso lo he seguido como él hubiera que­ rido? Seguramente no. De él aprendí un género de análisis que se atiene al objeto y que, por lo tanto, es un género de pensamiento. Sus investigaciones sobre la vista, el tacto y el oído me abrieron un mundo. Descubrí que el universo de las cosas es también un hecho de pensamiento. Por ejemplo, al examinar la distancia, que es el elemento del espacio, com­ prendí que no era más que pensamiento, pues no es más que la relación entre las cosas y yo, y de las cosas entre sí. De manera que ese brillante espacio que parece la vestimenta de las cosas yo lo conocí cambiante, construido, recorrido, tra­ zado, cavado, y sin más ser que el que le brinda el juicio; cada vez supuesto, evaluado, sostenido; cada vez desapare­ cido con la desatención. Esta idea que quería, pero que no podía, rechazar me cambió para siempre, al situarme y resi­ tuarme en el estado de asombro y de dificultad en que veía a mi maestro todas las mañanas. Sí, todas las mañanas, todos los hombres reconstruyen el mundo; tal es el desper­ tar, tal es la conciencia; y todas las mañanas el filósofo, en un despertar repetido, admira ese despertar mismo y recon­ quista el alma del alma. No he avanzado mucho desde ahí; pues no he podido insensibilizarme ni acostumbrarme a ese descubrimiento, ni siquiera creer en él. Lo propio del descu-

162

LAGNEAU

brimiento es hacerlo una y otra vez. «El pensamiento es el que mide»; esta fórmula de Lagneau (que recuerdo entre muchas otras) me preservaba del idealismo vulgar; pues la medida es como el tejido del mundo; y precisamente a causa de la medida el mundo deja de depender de mí. El pensa­ miento me arroja fuera de mí. No es subjetivo, no es yo, más que en cuanto comprende la relación de mis medidas con mi posición de hombre, lo cual no es más que percibir un objeto en el mundo. Y las pasiones mismas no resultan perturbadoras más que en relación con la verdad de las cosas y de las situaciones, cuando la ilusión y el error son juzgados. A veces llegaba a parecerme que si no hubiera pensado en Dios de algún modo, simplemente no habría pensado. Esta idea es spinozista; y supe después que Lagneau era más spinozista de lo que yo creía. Lo asombro­ so es que yo nunca he llegado a ser spinozista. En aquella época empezaba a copiar la Ética casi sin entender nada de ella. Lo que me arrastraba de algún modo al séptimo cielo era encontrar en mi propio sueño del mundo verdades res­ plandecientes y, además de eso y también por eso, encontrar el mundo mismo, la existencia misma. De modo que me curé para siempre de una enfermedad en la que no creía demasiado, el escepticismo. Lejos de decirme que la verdad está lejos de mí y separada de mí, por el contrario sentía poseer verdades sobre verdades y, en cierto sentido, todo lo que puede saberse. Y por ello mismo no espero que se haga el sistema de todas las verdades; tampoco me produce curio­ sidad saber cómo se haría; por el contrario, tengo la certeza de que todas las verdades desaparecerían en el sistema de las verdades. Es el mundo, y no el pensamiento, el que se sos­ tiene de modo que una parte se apoya en la otra. Y jamás he creído que las ideas pudieran existir, en ningún sentido de la palabra; las ideas responden sólo a un movimiento dialéc-

ALA1N

163

tico que las construye; nunca podemos estar seguros de encontrarlas donde las dejamos; es preciso reencontrarlas; y ni siquiera pienso que exista un orden verdadero para reen­ contrarlas. Los órdenes se entrecortan y la matemática es una muestra de ello. Pero la matemática pone en guardia sus ideas, lo cual es tanto como perderlas, mientras que la filo­ sofía no puede poner en guardia sus ideas porque sabe que una idea no se pone en guardia. No sé si Lagneau aceptaba plenamente esta regla del juego; pero creo que sí lo hacía. Decía: «No hay ninguna verdad absoluta, eso es lo que nos asegura el pan nuestro de cada día». Pero me parece que también era un hombre que, a veces, deseaba una doctrina menos inestable, una doctrina que tuviera cuerpo. Lo que observé es que muchos discípulos, y no de los peores, qui­ sieron hallar la verdad de esta investigación, la verdad sub­ yacente, la verdad con la que puede contarse. Léon Letellier era de éstos; y a causa de este apetito de conocimiento con­ siguió extraer de Lagneau la célebre lección sobre la existen­ cia de Dios, tantas veces recompuesta y reimpresa desde entonces. En ese momento yo ya no estaba entre la audien­ cia. Me parece que me habría opuesto a esta tentativa sacri­ lega. ¿De qué modo? Tal vez mediante el espectáculo de un oyente que no temía el pensamiento. El caso es que la últi­ ma palabra de Lagneau fue que no puede decirse que Dios exista. Es exactamente lo que creo. Pero confieso que esta conclusión puede resultar muy dramática. Tal vez este hom­ bre tuviera horror, por momentos, de deshacer una y otra vez todo orden posible. Intentaré explicar cómo salí de todo eso. El lector ya debe adivinar que la indiferencia a la opi­ nión y el gusto mismo por desestabilizar el orden, tan satis­ fecho de sí, me han hecho el oficio de pensador menos difí­ cil que a mi maestro. Puedo vivir dichosamente del oficio, mientras que a él lo mató. Admito que siempre he estado a

164

LAGNEAU

la vanguardia, y siempre en peligro y creando peligro. Por una parte estaba seguro de lo que enseñaba, porque cada movimiento me hacía palpar la resistencia, pero por otro lado estaba inseguro de los efectos, de la suposición de que el pensamiento debería rehacer el orden humano a su pro­ pia imagen. Pero también creo que esta suposición carece de sentido. El orden existe de un modo terrible; y el pensamien­ to más audaz no puede cambiarlo, de acuerdo con el célebre dicho, más que obedeciéndolo. Se comprende pues que la posición firme e inestable del reformador (¡empezar siempre de nuevo!) define la política radical tal como la entiendo, es decir, tal como es. ¡Tal como es! Este dogmatismo exaspera al principiante de las ideas que, puedo adivinarlo, estaría muy dispuesto a darme la razón con la única condición de que yo estuviera menos seguro. No busco en absoluto complacer y tampoco entiendo por qué debería fingir buscar en un autor tras otro y agotar todas las opiniones conocidas, cuando dispongo de un medio de llegar directamente a las divisiones esenciales, medio que me permite determinar la experiencia según las ideas. Pero en este punto las objeciones necias echan a volar como si de gallinas se tratase. ¡Qué método más absurdo, determinar la experiencia según las ideas! No obstante no se reprocha nunca al geómetra que calcule la superficie de un campo; porque la geometría no cambia la superficie; por el contrario, es el método que establece la superficie de un modo más exacto, allí donde las pasiones se equivocarán alegremente dándose de narices contra la superficie. Del mismo modo, cuando digo que determino la experiencia política según las ideas no quiero decir que las ideas cam­ bien la experiencia, sino por el contrario que las ideas mues­ tran la experiencia tal como es. Es fácil resumir este método pero resulta difícil comprenderlo y practicarlo. Todas estas

ALAIN

165

páginas contribuirán de un modo u otro a explicarlo. En la época en que hablaba para los alumnos jamás se me habría ocurrido ofrecer al público todas estas aclaraciones, que no dejan de entrañar una aparente confusión y una mezcla de todos los problemas; los alumnos salían airosos, por lo menos algunos. El lector más cultivado encontrará dificul­ tades; pero tal vez perseverará, si ya sabe por experiencia que, para el mero aficionado, el pensamiento es la función más decepcionante. Hay que saber cómo hacerlo. Lagneau decía a menudo que la tarea de pensar se aprende como el oficio de herrero. ¿Acaso he comprendido esto exactamente tal como él lo entendía? Tengo la edad en la que estas pre­ guntas ya no tienen sentido. Eludo el asunto por todos los medios; me apoyo en unos y en otros; ¿y qué me importa si Platón ha pensado exactamente lo que encuentro en él, con tal que lo que encuentro en él me permita entender algo mejor? Poco a poco, esta manera de pensar cobra fuerza en mí. A medida que comprendía mejor a mis autores preferi­ dos me parecía que estaba menos obligado a la exactitud literal. Pero ya habrá ocasión en lo que sigue de ver cómo he entendido a los autores. Bajo la disciplina de Lagneau, que era un duro maestro, empecé a formarme alguna idea de los grandes autores. A menudo la Ética de Spinoza era leída, analizada, removida y en buena medida desentrañada sobre el tapete. Por mi parte, copiaba las famosas proposiciones en una libreta que aún consulto y las comentaba a mi manera. Con este temi­ ble autor me sucedió lo que sin duda les ha sucedido a muchos otros; comprendía todo línea por línea, pero al superponerse unas con otras tales ideas claras formaban una oscuridad impenetrable. ¿Por qué proseguí con ese tra­ bajo ingrato durante tantos años? Tal vez por la menciona­ da seguridad de encontrar cuando menos una oscuridad

166

LAGNEAU

inmóvil y sólida. Explicaré en qué sentido acabé perdiendo toda esperanza; es que, a fin de cuentas, me dedicaba a la más difícil de las tareas. Pero Spinoza siempre me ha cura­ do, y muy rápidamente por cierto. Me parecía encontrar en él la pulpa humana y animal y, en fin, todas las cosas como si de esfinges se tratara; y explicaré si se me permite que ahí se encuentra el consuelo desde el cual la libertad cobra nueva actualidad. Pues el error de los errores consiste en querer ser libre al margen del obstáculo, lo cual hace que nos lamentemos de las dificultades que, por el contrario, nos fortalecen tan pronto como uno acepta extenderse sobre ellas y en cierto modo fiarse a ellas por completo. Los pensadores de segundo orden tal vez sean aquellos que ven las dificultades de lejos y se ponen a la defensiva; eso es fati­ garse antes del combate. Prodigo las máximas; pero en buena medida se debe a que en el presente escribo para ami­ gos desconocidos que sienten verdadera curiosidad por saber cómo me desenvolví en la tarea de pensar sin ninguna superchería. Sé que ellos me permiten llevar este monólogo a mi gusto. El otro autor que aparecía con tanta frecuencia como Spinoza era Platón, e incluso el Platón más oscuro. Timeo era leído ante nosotros y traducido directamente del griego por un hombre que veía mal y al que no preocupaba lo más mínimo hablar de un modo elegante. El efecto sobre mí fue mágico. No conocía en absoluto esta libertad ligera y son­ riente, que de repente suscita la atención más vehemente y en seguida nos disuade, como en atención a nuestros medios terrenales. Jamás he dejado de leer a este autor, bautizado con razón como divino, dejándome llevar siempre, divirtién­ dome con sus juegos de palabras o con sus historias fanta­ siosas y, creo, llegando a escucharlo como Alcibíades o Glaucón, es decir, como un hombre ocioso que jamás se ha

ALAIN

167

dejado forzar ni presionar. Sin duda, dado que el trabajo ordinario me resultó penoso en todo momento, esto dejó alguna parte de mí siempre fresca y libre del sueño, lo cual hizo que de un vistazo comprendiera de repente, en medio de crueles dificultades, primero una cosa y después otra. Hace mucho tiempo que el cortejo de los mercaderes de pensamientos me ha abandonado en el camino, dejándome todo lo más una añoranza en algún caso. He disgustado a esos animales (como a Stendhal le gustaba decir) por una cierta altivez y premura, y por un perfecto desprecio hacia las objeciones. Sin embargo, nunca he sentido desprecio por nadie; y puedo perfectamente caer mucho más bajo que un mercader de pensamientos sin encontrar nada más que a mi semejante y hermano junto a mí. ¿Acaso es una desgracia expresar a menudo el desprecio sin sentirlo en absoluto? Es muy posible que no. Heme aquí, pues, en este liceo de las afueras, jugando al gran juego de Spinoza y de Platón, ejercitándome gracias a ello en la escritura y por lo demás sometiéndome a todos los ejercicios de retórica pura, aunque dejando al margen la his­ toria, que jamás he recordado. En los días libres conocí París, lo cual no siempre estuvo bien; pero le tomé cariño a esa masa humeante que podía ver en toda su extensión desde la colina de Vanves y donde descubrí, como un explo­ rador, mil aldeas y mil tribus, tan mal conocidas, me decía, como las hormigas y las abejas. Debo señalar que entonces todavía tenía la dicha de hacer antes de pensar. Los dos con­ tactos que respondían de mí eran dos farmacéuticos (dos hermanos) establecidos uno en Jeanne d’Arc, donde los tra­ peros, y el otro en Richard-Lenoir, donde los pequeños arte­ sanos; y a mí me parecía muy natural hacer un poco de repartidor de botellas entre el uno y el otro. En aquellos dichosos momentos, lejos de observar al pueblo, yo era el

168

LAGNEAU

pueblo. Mis farmacéuticos eran hombres rústicos, chicos de Mortagne, como yo, y sin ningún respeto especial por los estudios literarios. Lo que muy pronto hizo que explorara lejos de ellos y que los olvidara por completo. Me sentía atraído por el teatro y la música, dos cosas de las que ellos nunca hacían uso. En adelante mantuve relación con una familia de músicos y con un compañero que soñaba con el teatro. A este respec­ to quiero señalar sólo lo que orientó mis pensamientos. Ciertamente no fue poco conocer por primera vez a los vein­ te años a Mozart y a Beethoven. Con tal introducción, que fue excitante, me volqué en los conciertos. (Lamoureux era nuestro héroe, y la Novena Sinfonía nuestra obra preferida). El teatro me seducía menos, pero me dejé introducir en él. Conocí a esos franceses, los revisores y los acomodadores, para poder tener siempre una plaza incluso cuando no dis­ ponía de dinero; la bata de colegial me reportaba estas ven­ tajas. Y un poco después conocí los bastidores; me di cuen­ ta de que siempre que no llevara un sombrero en la mano no llamaba la atención más de lo que lo hacía un músico o un empleado del vestuario. ¿Qué es lo que vi allí? Una vani­ dad enorme, que nunca hubiera podido sospechar, y tam­ bién una simplicidad de medios que me sirvió para entender un poco este arte tan antiguo, tan poderoso y tan plácida­ mente ridículo. Lo que quiero señalar, porque es cierto y tal vez raro, es que jamás se me ocurrió la idea de ser actor o de escribir teatro. Y, sin embargo, recuerdo haber escrito improvisadamente un acto en verso para un divertimento de sociedad. Tenía una espantosa facilidad para tales acroba­ cias. Todavía la tengo. No me cuesta nada escribir versos aceptables e incluso, digamos, bastante hermosos. Por lo que supe que este arte no era el mío. Mi arte era más bien la música. Ya se ha visto de qué modo miserable empecé a

ALAIN

169

conocer las relaciones entre el canto y el bajo. Este saber se depuró merced a una experiencia más selecta; y, con el dis­ currir de los años, a fuerza de mortificar el teclado, siempre sin maestros, adquirí un oficio de improvisador, conocido ciertamente por pocos, pero que tiene con qué asombrar. Yo mismo pienso que habría podido, al pasar de la improvisa­ ción a la escritura, lo cual es cuestión de paciencia, dar vida a creaciones musicales que algunas veces me pasaron por la cabeza. Es notable que la improvisación al teclado no tuvo nunca ninguna relación con mis verdaderas invenciones. Supongo que la improvisación al instrumento es un nivel que debe conducir a la improvisación en el canto y el ritmo, y que la música fijada directamente sobre el papel debe ago­ tar a la otra, del mismo modo que la improvisación al ins­ trumento extingue la fácil memoria de la infancia. No he buscado por esa vía; pero tampoco existe ningún otro asun­ to sobre el que me haya formado tantas ideas como sobre la música. Por lo demás, lo poco que he escrito sobre ella no ha sido demasiado destacado. No diré, como Jean-Jacques, que los profesionales me han acusado siempre de no ser un entendido en música; pero tampoco he alardeado de saber, excepto ante los verdaderos amigos. Histoire de mes pensées, «Lagneau».

IX. Un arte de la imaginación Este Spinoza3 es un resumen bastante digno de la sabidu­ ría que enseña la Ética. Pero no es un resumen completo; no lleva a ninguna parte; ya no se estila. Es preciso, tras haber concebido pacientemente la necesidad, tras haber construi­ do las pasiones a partir de la relación entre las ideas y, sobre todo, tras haber entendido que según esto toda modifica­ ción de nuestro cuerpo favorece más o menos la capacidad de actuar de este cuerpo, lo cual, merced a la alegría y a la tristeza, y también a la memoria y a la imitación, nos brin­ da acceso a las pasiones, una vez hecho todo esto es preciso considerar con mayor detalle el uso que puede hacerse de las afecciones, y reconocer que todas las afecciones pueden dar ocasión a afecciones agradables o penosas, y ello debido al incesante azote que infligen a nuestro cuerpo las olas que nos llegan del fondo del universo. Es entonces cuando debe aprenderse a consultar únicamente a la experiencia. De hecho existen afecciones que son eficaces contra la desdi­ cha; se trata de tomar el hábito de aplicarnos estas afeccio­ nes según la necesidad. De hecho existen muchos aprendiza­ jes de este género, acreditados por hombres atentos y de buena memoria. En otras palabras, existe un arte de la ima­ ginación, tal y como sugiere lo bello de un modo clarísimo cuando pensamos en tal o cual objeto bello. Por ejemplo, tal

3. El «pequeño volumen azul que apareció en Delaplane» en 1900.

172

UN ARTE DE LA IMAGINACIÓN

música produce en nosotros una afección eficaz contra la desdicha. Del mismo modo, una procesión solemne es tal vez una práctica que libera. Otros ejemplos: el arco de l’Étoile, San Pedro en Roma, los cuadros de Rafael, etc. En general, las religiones existentes ofrecen ayuda contra la melancolía e incluso contra los razonamientos falsos. Corresponde a cada cual probar estos remedios con la ayuda de personas experimentadas. Pero primero debe con­ siderarse en las religiones otra cosa que las bellas leyendas, y pedirles lo bello en el presente. Citaré, entre todos los medios, el más poderoso, la oración, la comunión; porque nuestras acciones y nuestras actitudes cambian mucho, necesariamente, el curso de los humores y de los espíritus animales; es preciso evitar poner más pensamientos que estos en la práctica religiosa. Existe, pues, otro medio alter­ nativo al entendimiento para evitar la desdicha. Pero la Ética tan sólo trata de la sabiduría que se sigue del entendi­ miento. Journal, marzo de 1944

En claro contraste con lo que parece el destino de otros pensadores modernos, Spinoza no hace sino ganar actualidad y pertinencia con el paso del tiempo, tal como reivindican un buen número de autores contemporáneos, no sólo desde el campo filosófico, como Deleuze o Comte-Sponville, sino también desde el científico, como Damasio, o incluso desde el literario, como Borges. Es muy probable que debamos reconocer en ello, de modo más general, la recuperación de algunos de los grandes temas del Barroco, como por ejemplo el punto de vista y la perspectiva, una preocupación que no sólo aproxima su obra a la de algunos de sus contemporáneos, como Leibniz, sino también a autores más tardíos, como Nietzsche y, en fin, a nosotros. Main propone en este libro un interesante experimento filosófico: se trata de presentar el pensamiento de Spinoza desde la perspectiva del propio Spinoza. Así, el autor nos ahorra todos los “Spinoza dice” y “Spinoza piensa” para adoptar directamente la voz del filósofo y defender en primera persona sus tesis. Nada podía ser más spinoziano, dado el lugar central —y tan contemporáneo, como se ha advertido— que ocupan las cuestiones de perspectiva en el pensa­ miento de este filósofo. Ni tan necesario, deberíamos añadir, dada la dificultad del lector contemporáneo de acceder a un autor que construyó su obra más importante, la É tic a , a partir de axiomas y deducciones de inspiración euclidiana. El experimento de suplantación filosófica propuesto por Alain resulta aún más inusual si tenemos en cuenta que el filósofo francés reco­ noce abiertamente su distancia teórica con Spinoza desde el enca­ bezamiento mismo del libro. Quien quiera leer lo que piensa Alain, esta vez desde la perspectiva del propio Alain, encontrará al final del libro una selección de artículos breves —sus célebres p r o p o s — acerca de Spinoza y el spinozismo, escritos con el estilo inspirador y personal de Alain. No por casualidad Borges consideró el libro de Alain como lo mejor que había leído sobre Spinoza.