Abundancia de Mori Ponsowi

Abundancia de Mori Ponsowi. Tiene que borrar todas las huellas. Delante de ella, sobre la mesada, están las pruebas de

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Abundancia de Mori Ponsowi.

Tiene que borrar todas las huellas. Delante de ella, sobre la mesada, están las pruebas de su delito: celofán, pote de telgopor, papel aluminio, caja de cartón. Un cuchillo sucio, migas. La taza donde tomó la leche. Gotas de helado de chocolate derretido. Humedece un trapo y lo exprime bien.

La cocina es pequeña y blanca. Tiene una ventanita que da al patio interior del edificio, una heladera de las de noventa centímetros de altura, y un único mueble de dos puertas y dos cajones, donde guarda los escasos platos que tiene, los cubiertos, la sal y unos pocos alimentos.

Limpia la mesada con la rejilla, lava la taza y el cuchillo, los seca, y los guarda en un cajón. Más difícil será deshacerse de todo lo demás. El packaging. Eso que también diseñan en la agencia para los clientes.

Busca un buen lugar. Alguno donde Francisca no lo encuentre. El tacho de la basura queda descartado. El cajón de su ropa interior también. ¿Y la valija donde guarda la ropa de invierno? Va a su cuarto y la saca de la parte de abajo del armario. Es una vieja valija de tela azul, con las esquinas forradas en cuero. Forcejea con el cierre que no abre con facilidad. Guarda los envoltorios de papel y los de cartón, pero el pote de Häagen-Dazs, el sabor de la alegría, es demasiado grande y no le queda más remedio que pisarlo para hacerlo entrar. El interior de la valija y la suela de su zapato quedan manchados con gotas de helado . A la noche, cuando regrese, tendrá que acordarse de sacar todo de ahí, o volverán las cucarachas.

Se quita el jean y la camisa con los que fue a McCANN, la verdad bien dicha, se desprende el corpiño con una sola mano y tira todo sobre la cama. Se pone una remera grande y descolorida que le llega casi hasta las rodillas. Entra al baño. Sobre los azulejos celestes de las paredes hay pegados recortes de diarios y revistas: fotos de modelos famosas, la receta de una máscara de aceite de oliva y azúcar que suaviza la piel, ejercicios para hacer bajo la ducha que reducen la cintura, y un calendario lleno de anotaciones en el que cada día del mes ocupa un gran rectángulo. Aunque todavía falta por lo menos media hora para que llegue Francisca, cierra la puerta con dos vueltas de llave.

Abre el grifo del agua fría apenas lo suficiente para que salga un hilo delgado. Al caer sobre la bacha de aluminio, el agua suena como un arroyo límpido que golpea las piedras de su cauce.

Lo que ella está por hacer no es puro como ese arroyo.

Se moja la mano derecha y se inclina sobre el inodoro.

Abre la boca.

Lo ideal es que la primera arcada nazca rápida y fácilmente. Casi como si no hubiera sido necesario provocarla. Que sea silenciosa, profunda, prolongada. Que surja del fondo del estómago, origine un espasmo en el aparato digestivo y se extienda como una contracción a todo el cuerpo. Lo ideal, lo mejor de todo, es que la primera arcada no llegue sola, sino bien acompañada. De comida a medio digerir. De otras arcadas y de más y más comida, hasta que el estómago quede vacío.

No sucede casi nunca.

Pocas cosas son tan difíciles de vomitar como las OREO. Cuatro paquetes de ciento once gramos: dos mil ciento cincuenta y dos calorías. Y eso sin sumarle la leche tibia, el pote de helado, y las CEREALITAS, un crujido de sabor, untadas con manteca que había engullido después. ¿Por qué no se había contentado con la manzana verde que le tocaba almorzar hoy? Es lunes y todo ha comenzado otra vez.

Dentro de media hora tiene que estar de regreso en McCANN, pero primero tiene que deshacerse de lo comido. Tiene la panza inflada como un globo: así como está ni siquiera podría volver a abrocharse el pantalón. Se mira en el espejo. Esa cara redonda y blanca es la suya, la misma que los otros ven, cuando la ven. ¿Cómo es que acabó teniendo ese rostro? No quiere ser así; no se reconoce en la que ve. Si le presentaran a alguien que tuviera esa misma cara, ella no querría ser su amiga.

Se inclina de nuevo sobre el inodoro.

La comida no sale.

¿Por qué compró esas galletas? Había pasado toda la mañana tratando de escribir un comercial para OREO, pero esa no es razón suficiente. Matilde había estado trabajando en la misma campaña, pero seguramente ahora estaría almorzando algo normal, no galletitas de chocolate. En cambio, cuando salió de McCANN, en vez de ir directamente hasta el sótano donde había estacionado el auto, ella bajó del ascensor en planta baja, atravesó el gran hall central del Cubo Negro, pasó bajo la escultura colgante de Soto, y caminó hasta llegar al kiosco que estaba en el ala norte. A cada paso que daba se decía que, si quería, todavía estaba a tiempo de no caer. ¿Qué era la voluntad, si no? Una cosa eran los mandriles que estudiaba Sapolsky; otra, la

gente. Para no comer esas galletas sólo tenía que desear no hacerlo. Desearlo con suficiente fuerza, decidirlo, y dar media vuelta antes de llegar al kiosco. Así de fácil.

-Cuatro paquetes de OREO, por favor.

No uno, ni dos, sino cuatro. Antes de pagar había mirado hacia los lados y hacia atrás para asegurarse de que nadie conocido la estuviera viendo. Guardó los paquetes en su cartera como quien guarda un cuchillo. La salida del Cubo Negro estaba despejada en dirección a Las Mercedes. Apuró la marcha del Fitito. Tragaba saliva a cada instante. Pensaba en las OREO. No veía la hora de llegar a su casa para comerlas. Tuvo suerte porque a pesar de que era mediodía no había demasiado tráfico. Hubiera querido abrir el primer paquete inmediatamente, conducir el volante con una sola mano y, con la otra, llevarse galleta tras galleta a la boca. Pero no le gustaba dejar el auto lleno de migas y, además, sabía que si las empezaba a comer ahí, sin acompañarlas de varios vasos de agua tibia con sal, serían mucho más difíciles de vomitar después.

¡Devóralas! era el eslogan que ella le había propuesto a Damián. Se le había ocurrido la noche anterior en un sueño. Pero él había preferido el de Matilde: la mejor cremita, el mejor chocolate. ¿Qué gracia tenía decirlo de ese modo? ¿Acaso bastaba decir que algo era lo mejor para que la gente lo creyera? ¡Devóralas!, en cambio, tenía encanto: apelaba al instinto animal. Si se hubiera filmado el comercial que ella había soñado, el país entero habría salido corriendo a comprar OREO.

¡Todo un país engordado por culpa de un buen eslogan!

-En África hay niños que no tienen qué comer.

Su madre siempre le decía eso cuando ella era chica, y no le permitía levantarse de la mesa hasta que se hubiera comido todo lo que había en el plato.

Por lo visto, ella había aprendido la lección.

En el baño, mientras se moja la mano derecha, no piensa tanto en los niños de África como en los de su ciudad. En el semáforo antes de llegar a la Río de Janeiro, dos chiquitos se habían acercado a la ventanilla del auto. Una niña y un niño. Extendieron sus manitos, mirándola a los ojos. Tendrían cuatro y seis años, las caras sucias, la piel oscura y rasgos indígenas, como Francisca. Nada que ver con los niños rosados y cachetones que ella había imaginado para su

comercial. Pensó abrir la cartera y darle un paquete de OREO a cada uno. Calculó la cantidad de calorías que dejaría de sumar a su cuerpo.

Mil setenta y seis.

También se le ocurrió que podría darles los cuatro paquetes, enmendar la falta que acababa de cometer al comprarlos, y comerse la manzana verde prevista en la dieta que había pegado la noche anterior en la pared del baño. De ese modo, habría hecho felices a los niños (al menos por un rato) y ahora no estaría aquí, inclinada sobre el inodoro. Al final había hecho un gesto negativo con la cabeza. Los niños se alejaron sin mirarla. En el espejo retrovisor, ella los vio acercarse al auto de atrás. Iban descalzos. ¿Qué justicia divina se encargaría de juzgarla por sus actos? Su madre siempre hacía obras de caridad: visitaba a unas monjas de una escuela rural y les llevaba alimentos que juntaba entre las vecinas del barrio; iba a un hospital una vez por semana para leerle a los ciegos; bordaba manteles todo el año para venderlos en noviembre, en una feria que donaba lo recaudado a los pobres.

Pero ella no junta alimentos, como no sea para vomitarlos.

No lee para nadie más que sí misma.

Ni siquiera sabe coser.

Y ahora, ¿cuánto dinero está por arrojar a las cloacas de su ciudad? Al precio de las OREO hay que sumar el de medio litro de leche (en el comercial que había imaginado, una niña pecosa mojaba las galletitas en un vaso lleno de leche), un pote de helado de chocolate con trocitos de maní (le rasparían la garganta al salir), cincuenta gramos de manteca, y entre quince y veinte CEREALITAS.

¿Cuánto suma todo?

Más de lo que ganará Francisca esta tarde por limpiar su departamento.

No puede evitarlo. Comer cualquier cosa prohibida, dar el primer mordisco a un chocolate, la primera lambetada a un helado de crema, es como sumergirse en el mar de noche. Traga la comida y ya no es ella, sino una partícula más de ese océano inmenso. Zambullida en el comer, se convierte en ese mar que la engulle. Mermeladas, panes, fideos, quesos, tortas, salames. Lo

que basta para dejar satisfecho a cualquiera, a ella no hace sino despertarle más hambre. Ni siquiera hace falta que sean alimentos prohibidos para que el acto de comer se convierta en atracón. Le pasa incluso los días que respeta los permitidos. En verano, ha llegado a devorar una sandía de una sola sentada; en otoño, nueve manzanas verdes. Aunque convendría decir de una parada. Porque ella, cuando come, lo hace parada. Como si no fuera un acto de peso en su vida. Como si lo hiciera de pasada.

Entre la cocina y el baño.

-¡Pero si no estás gorda! –dice Francisca, cada vez que ella le informa que ha empezado una nueva dieta. –¡Gorda estoy yo!

Quizá sea verdad, pero los parámetros de Francisca no son los suyos. Francisca es mayor que ella. Francisca nació en el campo. Francisca tiene marido desde hace años. Pero, sobre todo, Francisca es pobre, y los pobres tienen otra idea de la belleza. Por eso Francisca puede pesar veinte kilos más que ella y ponerse, sin sentir vergüenza, esas remeras y esos pantalones ajustados que marcan sus grandes pechos y el tembladeral de sus caderas. En cambio, ella se compra ropa dos tallas más grandes para disimular. Pesa cuarenta y siete kilos. El médico le ha dicho que para su metro cincuenta y cuatro es el peso ideal. Pero ella quiere pesar cuarenta y tres. Ser flaca y espigada como Matilde, a ver si Damián le presta más atención a sus eslóganes.

Se moja la mano derecha otra vez. Es algo que descubrió hace tiempo y que ayuda a que la sensación del dedo adentro de la boca, arrastrándose sobre la lengua, sea menos desagradable. Al costo de su atracón, también debería sumar lo que cuesta toda esta agua. No sólo despilfarra comida, dinero y trabajo, sino agua. El agua, tan escasa como los alimentos. O como el tiempo de su propia vida. Al marido de Francisca le daría un ataque si llegara a ver esta canilla así, chorreando agua como si sobrara. Francisca habla de él todos los lunes. Hace un año que dejó el taller mecánico donde trabajaba y ahora sólo sale para pedir agua a los vecinos. O cuando llueve. En su casa no queda espacio para caminar: hay envases llenos por todas partes. Bidones. Damajuanas. Baldes. Hasta las cacerolas están llenas de agua.

Hace meses que no se baña y Francisca tiene que asegurarse de que coma suficientes frutas todos los días para que no se deshidrate, porque desde que empezó con su locura se niega a tomar líquido.

-Cada vez hay menos –dice Veremundo. –La próxima guerra será por eso.

Tapa sus botellas con corchos y después las sella con cera. Así debería lacrarse ella la boca para no comer. En cierto modo, es lo que hace cuando ayuna. Pero nunca ha podido mantener el ayuno más allá del tercer día y entonces todo lo que ha adelgazado vuelve a engordarlo en un par de horas, durante el atracón que sigue después. Una vez se comió medio paquete de fideos crudos. Otra, toda una torta de frutillas y crema que había comprado para llevar a un

cumpleaños al que nunca fue. Otra, dos frascos de Qué sería el mundo sin NUTELLA, que luego no pudo vomitar. Con el tiempo ha ido aprendiendo qué alimentos son fácilmente vomitables y cuáles no.

Le gustaría ser como Catalina de Siena, como Buda, como Jesús. Ayunar cuarenta días y cuarenta noches sin interrupción. No alimentarse sino de agua. Purificar su cuerpo, librarlo del hambre, predisponerlo a otro tipo de percepción. Si lograra ayunar más de una semana podría entrar en un estado de alerta que la haría más sabia. Vería cosas más allá de lo evidente. El plan del libro que está escribiendo se desplegaría frente a ella como un abanico abierto, los personajes actuarían solos, su escritura se dispararía como un meteorito, una voz interna le dictaría las palabras y, en pocos días, sumida en una especie de trance natural, podría terminar la novela en la que viene trabajando todas las noches desde hace un año. La novela que, en pleno día, no logra comprender.

-¿De qué se trata tu libro? –le había preguntado Roberto, el dueño de McCANN.

Ella no había sabido explicarle, así que le dio algunos capítulos sueltos para que se hiciera una idea. Desde entonces, él no se le ha vuelto a acercar.

Le gusta pensar que si su jefe directo fuera Roberto y no Damián, habrían aprobado su eslogan para OREO en vez del de Matilde. Roberto es el tipo de persona que devora. Desmedido. Tuvo parálisis infantil de niño y le quedó una pierna muerta y más corta que la otra, y una manera de decir las cosas a mansalva que es el temor de toda la agencia.

-Tal vez sea maravilloso en la cama –le gusta decir a Matilde. Y separa las manos medio metro: –Con un coso así de grande.

Matilde siempre la hace reír.

Van a ser necesarios dos dedos. Índice y medio. Presiona la base de la lengua hacia abajo. Luego más allá, hasta tocarse las amígdalas.

Una pasta marrón y blanca se hunde en el agua, salpica su ropa y forma una montaña oscura sobre el fondo celeste del inodoro. De sus labios cuelga un hilo de saliva que se estira hasta llegar a la superficie del agua. Ahí se detiene: alargado, tenso, ingrávido. Diminutas burbujas lentas suben y bajan por él como por un camino. Ella escupe con fuerza, y el camino se corta en dos: la mitad de arriba asciende hacia su boca y la de abajo cae despacio, derritiéndose

como caramelo líquido. En la montaña del fondo debe haber unas tres galletas. Cuatro, a lo sumo.

Un peso veinticinco.

Doce veces eso y habrá terminado.

Hoy mismo empezará otro ayuno.

Le gustaría ser una garrapata y ayunar dieciocho años seguidos. Un pez, una serpiente, una tortuga. Ayunar un año entero. Ser una artista del hambre, como el personaje de Kafka, y no comer hasta convertirse en brizna de hierba. Pero le falta entereza. Ni siquiera es hambre lo que le hace romper el ayuno. El hambre desaparece después de las primeras veinticuatro horas. Es falta de voluntad. Tendría que coserse los labios para no comer.

Lo difícil es eso: controlarse. Es más fácil no comer nada, que comer cantidades razonables. ¿Cuándo le había empezado a suceder? Toda su infancia había sido una constante en sentido contrario: ella no quería comer, pero su madre la obligaba, como suelen hacer las madres. ¿Pero quién la obliga ahora que vive sola y es dueña de su vida? O quizá sea tan dueña de sí como Veremundo y su compulsión a guardar agua. Como los mandriles de Sapolsky. Como un globo de aire caliente que sube al cielo.

¿Seguirá así toda la vida? ¿Cuántos años más pasará comiendo y empachándose para vomitarlo todo después? Ha leído acerca de la enfermedad en alguna parte. Ese nombre que no se atreve ni a pronunciar. Pero ella está segura de que no está enferma: sólo quiere estar más flaca. Ser como las modelos de las fotos que tiene pegadas en la pared y que la están mirando vomitar.

Cindy Crawford en la tapa de BAZAAR con una tanga roja a lunares verdes.

Valeria Mazza con ropa interior de encaje negro, sobre una cama mullida y blanca.

Claudia Schiffer desnuda en una playa de Hawai.

En el inodoro, a nivel del agua, ha quedado una aureola oscura. La montaña ha crecido y ahora parece un continente en medio del mar.

-¿Estás bien?

Es Francisca, que toca la puerta del baño. No la había escuchado llegar. No podrá seguir vomitando, pero no importa porque ya se ha deshecho de casi todo lo que comió. Las calorías de las dos o tres galletas que no salieron pasarán a formar parte de sus caderas, esas bolas gelatinosas en la parte superior de los muslos.

-Sí, Francis –dice, mientras se enjuaga la cara y las manos, sucias de saliva y restos de vómito. -Ya salgo.

Se mira en el espejo. Tiene los ojos hinchados y varios vasitos sanguíneos rotos alrededor de la boca. Se pone colirio en los ojos. Se sube la remera hasta el cuello. Su panza parece la de una embarazada. Nunca ha entendido por qué la hinchazón no desaparece después de vomitar. El embarazo se quedará ahí hasta el día siguiente. El escozor en la garganta también. Sólo las marcas en los nudillos de la mano derecha durarán más. Hace meses que las tiene. Cada vez que empiezan a desaparecer, vuelve a pegarse un atracón y se hacen necesarios los dedos dentro de la boca, raspándose al pasar entre los dientes. Quizá no sucedería si su mano no fuera una mano, si en vez de cinco dedos pudiera usar uno solo y muy largo, como el tentáculo de un pulpo. Aunque una aspiradora sería mucho mejor. Para comer todo lo que quisiera y succionarlo después.

Algunos azulejos han quedado salpicados de vómito. Tendría que haber traído un trapo antes de encerrarse en el baño. Los limpia con la toalla de mano y la esconde detrás del bidé para que Francisca no la encuentre.

Abre el botiquín. Los estantes están cubiertos de pelos, polvo y pelusas. Saca el tubo de COLGATE, la sonrisa más blanca, y la caja del DICLOTRIDE que está entre el cortaúñas y el BUSCOBRAX. La abre, desdobla el papel metálico en el que vienen envueltas las pastillas, corta dos cuadraditos y vuelve a poner la caja en su lugar. Se lava los dientes hasta que la boca se le llena de espuma. Después de vestirse lo hará una vez más y se enjuagará la boca con LISTERINE, mata los gérmenes del mal aliento. Se pondrá agua oxigenada y alcohol en los nudillos, y cubrirá esas marcas con la misma base de maquillaje que se pone en la cara. Por último, meterá el libro de Sapolsky en la cartera, hablará un rato con Francisca y se irá a trabajar. Aunque tiene la panza inflada, cuando regrese, al final de la tarde, no la tendrá más. Gracias a los dos DICLOTRIDE que saca de su envoltorio plateado y se traga ahora, sin agua, de un solo golpe.

Para eso sirven los diuréticos.

Para adelgazar en emergencias.

Su oficina mide dos metros por dos, no tiene ventana y la comparte con Matilde. Los escritorios ocupan el centro, como una isla, y están enfrentados, de modo que ellas no pueden dejar de mirarse. Ubicarlos de esa manera había sido idea de Matilde.

-Así se genera más energía –dijo.

Matilde cree en todas esas cosas. En el reicki, el I Ching y la astrología. Lo de enfrentar los escritorios fue algo que leyó en un libro de feng-shui. Los pusieron así hace unos meses y por lo visto a Matilde le da resultados: está trabajando en la nueva campaña de OREO y no para de teclear. Ella, en cambio, le tiene que dedicar la tarde a LIVIANA, y no se le ocurre nada. De vez en cuando escribe algo, pero sólo para tacharlo después.

LIVIANA. Agua pura de manantial.

LIVIANA. Perfecta para tu cuerpo.

Varias alternativas de comerciales de televisión, de radio y avisos en los diarios. Todo eso le pidió Damián que hiciera para LIVIANA. Pero antes de inventar comerciales y avisos, tiene que dar con un buen eslogan. No le gusta ninguno de los que se le han ocurrido hasta ahora.

Fuente natural de juventud.

De la naturaleza a tu boca.

Libre de sodio, cuida de todos.

Le pagan por hacer eso. Listas de palabras. Tarjetas de presentación para enjuagues bucales, teléfonos celulares, hamburguesas, toallas sanitarias, galletas de chocolate. Y ahí está, una hora después de haber vomitado, esperando en un cubículo diminuto a que el DICLOTRIDE haga efecto, pensando cómo decir en tres palabras todo lo que el cliente quiere que la gente piense sobre LIVIANA. Que no se diferencia en nada de LIGERA. El precio es el mismo. La pureza, también. McCANN, la verdad bien dicha: la marca había sido una sola hasta que murió el dueño del manantial. Después sus herederos se declararon la guerra, pero como el manantial no se puede dividir, ahora embotellan el agua bajo dos nombres distintos.

LIGERA. El agua más pura.

LIVIANA. También.

Hay días en los que no tiene ganas de seguir. Días en los que preferiría morirse sin darse cuenta.

Equilibrada. Cero calorías.

Quisiera encontrarle sentido a lo que hace. A la novela que escribe por las noches y en la que no cree. A las dietas que empieza cada lunes. A las fotos que tiene pegadas sobre la pared del baño y en la puerta de la heladera. A estas malditas ocho horas que pasa en la agencia cada día.

Es tu elección.

Por la mañana una galleta; por la tarde, agua. Al día siguiente un shampoo para cabellos teñidos o una gelatina light. Palabras. Buscarle un apellido a cada marca. Memorable, corto, original. Para que a nadie se le ocurra que OREO no es la mejor galleta. Que LIVIANA y LIGERA son la misma cosa. Que McCANN no dice la verdad.

LIVIANA. No puedes vivir sin ella.

En un primer momento, cuando Damián le encomendó lo del agua, ella se había sentido halagada. Era la primera vez que le encargaba que trabajara en algo sola y le pareció que eso significaba que confiaba en que podría hacerlo bien, a pesar de que esa mañana había rechazado su eslogan para OREO. Pero ahora, al ver a Matilde tecleando desaforada, se le

ocurre que los motivos de Damián pueden haber sido otros. Quizás apartarla de ese modo no sea más que el primer paso antes de echarla. O quizás haya querido mantenerla ocupada en otra cosa para poder estar más tiempo solo con Matilde. Aunque tal vez esto que siente sean sólo celos –¡pureza en tu interior!- porque ni siquiera ella puede dejar de mirarla. Con apenas algo de brillo en los labios y una delgadísima línea celeste en el nacimiento de las pestañas, hoy Matilde está tan linda que parece salida de la tapa de una revista. Al lado suyo, se siente una cucaracha. Lo mismo había sentido durante toda su adolescencia al compararse con otras chicas: esa impresión de ser inadecuada, de estar sucia, marcada por un defecto de fábrica que no eligió y del que no puede librarse porque no atina a descubrir en qué consiste, en qué parte de su ser está, ni de qué manera la señala, separándola de los demás.

Esta disposición de los escritorios no hace más que empeorar la situación. Si mira en línea recta hacia delante, se topa con la cara delgada de Matilde. Si mira hacia abajo, ve sus pies blancos y amables como algodón de azúcar. Y si en vez de mirar hacia delante o hacia abajo, lo hace hacia cualquiera de las paredes de los costados, ahí están para alegrarla los afiches de la campaña que Matilde había creado para WHIRLPOOL, hace la diferencia, y con la que McCANN ganó varios premios. ----------Querría esconderse. Vivir encerrada en su departamento y no salir jamás. ¿Cómo hace la gente para andar por el mundo con gracia, con facilidad? Es como si todos nacieran sabiendo algo que ella desconoce por completo. Recuerda una sola situación en la que se había sentido parte orgánica del universo. Durante unos años había tomado clases de patinaje sobre hielo. Y ella, que hasta entonces había sido tan torpe que ni siquiera se atrevía a andar en bicicleta, había aprendido a patinar como si fuera su segunda naturaleza. Se deslizaba sobre el delgado filo de los patines con más seguridad que sobre sus propios pies. Hacía piruetas, saltaba dando giros en el aire, desafiaba la gravedad. Durante una hora y media su cuerpo le pertenecía, dejaba de percibirlo como una máquina extraña que entorpecía sus deseos, y pasaba a hacer con él exactamente lo que quería. Pero la hora y media terminaba demasiado pronto y tenía que esperar una semana entera para volver al único lugar en el que su cuerpo era un aliado y no un merengue, una fritura, una galleta de chocolate y crema de la que se tenía que deshacer.

La pista de patinaje cerró dos años después.

Saca el libro de Sapolsky de su cartera, se lo pone sobre las piernas, bajo la mesa donde Matilde no pueda verlo, y empieza a leer. ¿Será que nació así? ¿Tendrá algún desbalance congénito en el cerebro? También entre mandriles hay los que desde pequeños andan por la vida sin ningún rollo y los que no. LIVIANA. La naturaleza dentro de ti. Los que saben diferenciar entre una amenaza verdadera, como un rival desafiándote en tus narices, y un hecho inofensivo, como otro mandril durmiendo la siesta en la orilla de enfrente. Si uno pudiera elegir, decía Sapolsky, habría que elegir pertenecer al primer grupo: viven más, son más sanos y siempre son los que al final terminan gobernando al resto de la tribu. Pero, ¿se puede elegir, acaso? ¿Quién decide en qué tribu nacemos, con qué genes, en qué momento de la historia?

Cierra el libro.

-No se me ocurre nada -dice.

Matilde levanta los ojos verdes del teclado, sacude su cabeza llena de rulos anaranjados y sonríe.

-No importa: cuando se te ocurra, será genial. No como esto que escribo yo, que seguro va directo a la basura.

Para colmo, es buena amiga. Un mandril despreocupado de los que saben distinguir las amenazas verdaderas de las que apenas son temores. Teclea eslóganes para OREO sin pensar en las grasas hidrogenadas por las que la compañía enfrenta una demanda judicial. Pero eso no la convierte en una mala persona, sino en una persona sin tantas complicaciones.

LIVIANA. Las cosas como son.

Ella, en cambio, es un mandril timorato y la orilla de enfrente siempre está demasiado cerca. Todo es una amenaza. Cada mujer, gorda o flaca. Las gordas por tener la valentía de comer y de mostrarse; las flacas porque todos las quieren más. Amenaza es la hora de almuerzo, la de escribir, la de ir a la oficina. Amenaza es la cercanía de alguien, aunque esté en la orilla de enfrente y durmiendo la siesta. Amenaza es Damián. Es Roberto. Es Matilde. Matilde con sus pestañas de arco iris y pecas en la nariz. Matilde que habla moviendo las manos y con chispas en los ojos. ¿Cómo hace para caminar, para vivir, con esa libertad?

Quiere a Matilde. La envidia. No hay nada suyo que no le guste. Salvo ese gustarle tanto. Entonces, aunque sea su única amiga, siempre desea que las cosas le salgan mal. Que a Damián no le gusten sus comerciales. Que no gane el concurso literario al que mandó sus cuentos. Muchas veces ha imaginado que Matilde se va a otro país. Que engorda veinte kilos. Que se vuelve fea y estúpida de repente. Para compensar, le compra regalos sin motivo y se los lleva a la agencia.

Una vez le compró un cascabel chino de la buena fortuna.

-Para que te traiga buena suerte en el concurso –dijo.

Otra, un caballito de mar vivo, con pecera y todo.

Otra, después de una noche en que soñó que Matilde se moría, dos muñequitas de tela agarradas de la mano.

-Nosotras.

Matilde se conmovió tanto que los ojos se le llenaron de lágrimas. ¿Dónde habría aprendido a ser tan buena? ¿Quién se lo había enseñado?

LIVIANA. Nacida para triunfar.

Ella, en cambio, no es espontánea, sino indecisa. Rumia ideas, rumia alimentos, rumia eslóganes. Y en esos devaneos se le va el tiempo. Si viene Damián a preguntar cómo va con la campaña, no sabrá qué decirle. De LIVIANA: nada. El chocolate le gusta, por eso le resultó fácil inventar eslóganes para OREO. Pero, ¿qué puede decir ella sobre el agua?

¿Que es importante tomarla media hora antes de vomitar, para facilitar el trámite?

¿Que si se toma tibia y con un poco de sal es mejor?

Al que seguramente se le ocurrirían buenas ideas es a Veremundo. Otro mandril de los preocupados. Empeora con cada día que pasa. Anoche Francisca lo había encontrado a punto de tomar su propia orina.

-¿Estás loco? –dijo, cuando lo descubrió meando dentro de un vaso.

Le quitó el vaso de la mano y arrojó el orín por la ventana.

Él se puso a llorar.

-Para ti junto toda esta agua, Francis –dijo. –Para los dos. Para que cuando no haya más en el mundo, no nos muramos de sed.

LIVIANA. ¡Calma tu sed!

Tampoco sirve: el cliente no quiere posicionar LIVIANA como una bebida para aliviar la sed. Quiere que se haga énfasis en su pureza. Porque según los estudios de mercado, cuando la gente tiene sed prefiere COCA-COLA. ¿Tiene sentido explicarle a Francisca que el miedo de Veremundo no es descabellado?

AGUA. Especie en extinción.

No. A Francisca no le importa el futuro de la humanidad. Quiere ver a Veremundo sano. Eso es lo que le importa; no adelgazar, escribir una novela, o ahorrar agua. Francisca tiene motivos, no como ella, que no sabe para qué seguir. ¿Para vender OREOS? ¿Para vomitar? Al mundo no le sirven los mandriles preocupados. Le sirven personas como Matilde. Como Roberto. Como los herederos de LIVIANA que generan empleos con sus empresas y sus disputas. La preocupación de Veremundo no salvará al planeta. ¿Pero lo hace mejor, en algún sentido, al menos? A Francisca todos le dicen que tiene que llevarlo a un psiquiatra. Quizá ese sea el trabajo de los psiquiatras: despreocupar a los mandriles preocupados para que también ellos puedan echarse en la orilla a tomar sol.

LIVIANA. ¡Y olvídate de lo demás!

Hoy no es un buen día. Lo mejor será irse antes de hora. Irse, comprar talco, volver a su casa y sentarse a escribir. ¿Qué le sucederá esta noche a los personajes de su novela? No tiene la menor idea. Todos los manuales de escritura que ha leído dicen que los personajes son lo más importante a la hora de escribir una novela. Que la historia es lo de menos. O´Hara es el que mejor lo explica. Dice que lo que cuenta es crear personajes con carácter: dotarlos de vida, de problemas y desafíos. Por eso ella había inventado a una mujer que se enamoraba de un fantasma y a un astronauta que enloqueció después de regresar a la tierra. Pero a pesar de que ha leído varias veces el libro de O ´Hara y seguido al pie de la letra sus recomendaciones, hoy le parece que esos personajes no bastan. Que son absurdos.

-Cuando escribo es una fiesta –le ha dicho Matilde.

Ojalá ella pudiera decir lo mismo. Pero escribir nunca ha sido una fiesta, sino un martirio. Las palabras se le atragantan en el lápiz como si fuera tartamuda. Y, sin embargo, ha decidido ser escritora.

¡Disfrútala!

Algo ha salido mal con el diurético: no ha orinado en toda la tarde y se siente cada vez más hinchada. Tiene la piel de los dedos de las manos estirada; tirante. Parecen morcillas. No aguanta los pies dentro de los zapatos y el pantalón le aprieta cada vez más a pesar de que es uno de los más grandes que tiene. Se desabrocha el botón de arriba.

Aunque todavía no sea la hora de salida, dentro de un rato se irá a su casa. Te conviene más. Nadie necesita agua embotellada para vivir. Y menos ella, ahora que el DICLOTRIDE no hace efecto. Claro que si LIVIANA no sube las ventas con la nueva campaña, el heredero se declarará en quiebra y doscientos trabajadores perderán su trabajo. ¿Pero es ella responsable por la vida de esa gente? ¿Tiene que convencer al público de que LIVIANA es genial para que ellos no queden en la calle? Si le pidieran que escribiera un comercial para vender armas, ¿también lo haría pensando que salva del desempleo a miles de personas?

Preparen. Apunten. ¡Agua!

No aguanta más. No aguanta pensar, no aguanta el teclear de Matilde, no aguanta la piel de la cara dura como una máscara de cera. No se aguanta ella y no aguanta a los demás. Decide irse aunque todavía falten dos horas para la hora de salida. Que Matilde, que sí le sirve al planeta, se quede trabajando.

Ni siquiera se despide: aprovecha un momento en que Matilde está hablando por teléfono, agarra su cartera con un gesto invisible, como si estuviera robando algo, y se escabulle sin decir nada. Que los obreros de LIVIANA vean qué hacen con sus vidas. No es por altruismo que ella sigue en la agencia, lo sabe bien. Es por comodidad. Le pagan por mirar la pared y por pensar. Y con lo que gana puede pagar el alquiler, comprar talco, comer.

Y vomitar.