A,B y C

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Pbro. Dr. Félix Castro Morales DEJARSE SEDUCIR POR LA PALABRA, QUE DA VIDA ETERNA

Homilías de los ciclos A, B, C

2 PRÓLOGO Escribimos este libro con el fin de prestar a los sacerdotes un instrumento, que ayude a predicar la Homilía dominical, desde el texto litúrgico del Evangelio, leído en la santa Misa. Nuestra pequeña pretensión es, pues, ofrecer a los sacerdotes un esquema, que les facilite elaborar la Homilía dominical, que a veces se puede disponer de poco tiempo para prepararla. Además de hacer, no pocas veces, alusión a las tres lecturas, se presentan algunas ideas teológico-bíblicas para dar al predicador la posibilidad de elegir las ideas que a él más le agradan o que pueden hacer mayor bien a la asamblea de los fieles. No pretendemos dar un elenco exhaustivo de estas ideas teológicas y bíblicas, sino ofrecer algunas de ellas que se desprenden, como digo, principalmente del santo Evangelio del día. En cada ciclo litúrgico presentamos unas breves notas litúrgicas y un bosquejo muy breve sobre el Evangelista en turno en cada Ciclo, a veces sobre su persona o su el objetivo que buscó al escribir su Evangelio. De este modo tan sencillo creemos poder ofrecer a los sacerdotes un elemento importante en la predicación dominical. Ojalá que esta humilde meta que nos proponemos alcanzar, sirva también para el servicio de las almas. De ahí que nuestra parte de crítica bíblica sea prácticamente inexistente, porque no es esto lo que interesa a los sacerdotes o cura de almas, sino las ideas teológico-bíblicas que pueden llevar mejor las almas hacia Dios, dándoles a conocer el corazón amantísimo de Dios hacia los hombres. El Concilio Vaticano II afirma que “quiso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad por medio de Cristo... En esta revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como a amigos, trata con ellos, para invitarlos y recibirlos en su compañía”1, este ha de ser el objetivo de nuestra predicación diaria y dominical: hacer que las almas se encuentren con Dios y vivan ya desde ahora en su amor y en su amistad, pues el hombre está llamado a su plena realización en Dios, a provocar la quietud del alma en Dios, como es la experiencia de san Agustín: “nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”2. Sabemos que el objeto principal de la Revelación o del diálogo entre Dios y el hombre, es el misterio de nuestra salvación en Cristo, tanto en el AT como en el NT. Los autores sagrados son los que nos transmiten este diálogo, y quehacer nuestro es saber poner el misterio en el corazón del hombre, de forma íntima y convincente, como un ánimo del corazón que haga tender a la voluntad hacia Dios y ensanchar el corazón al amor de Dios, es decir, al Sumo Bien, a la Suma Sabiduría y a la Suma Paz3. Cuando los autores sagrados nos comparten su experiencia, buscan reflejar esta conversación entre Dios y el hombre; por tanto, no solamente necesitamos comunicar unas ideas, o una teoría sobre un objetivo en la predicación, sino, además, compartir nuestra experiencia que de Dios hemos tenido al entrar en contacto con la Verdad revelada, que pretendemos comunicar, que hace dichoso al corazón del hombre. La Verdad revelada, que buscamos poner al alcance del hombre, en la homilía, en definitiva, se trata de un diálogo, de una palabra de Dios dirigida a toda la Iglesia. Es necesario, pues, apropiarnos de esta palabra divina, penetrando su profundo sentido salvífico. Hay que centrar la mirada sobre lo que Dios nos dice de sí mismo y lo que exige de nosotros. La Sagrada Escritura, por el hecho de que “ha de ser leída e interpretada con el mismo espíritu con que fue escrita como dice el Concilio Vaticano II- para llegar a penetrar con exactitud el verdadero sentido de los textos sagrados, hay que tener en cuenta el contenido y la unidad de toda la Escritura, sin olvidar la Tradición viviente de toda la Iglesia y la analogía de la fe”4.

1 DV, 2 2 San Agustín, Confesiones, L 1, 1 3 Cfr. Ibidem, Las costumbres de la Iglesia Católica, Cap. 15, 19, 22, 24, 25 4 DV, 12

3 En realidad, la vida y misión del sacerdote, como cura de almas, es ser ante todo un Pastor, que se sienta y se defina como “siervo de Cristo y siervo de los siervos de Cristo”, y lo viva en sus consecuencias extremas: plena disponibilidad para el servicio de los fieles, oración constante por ellos, amor a los que están en el error, aunque éstos no lo quieran o incluso le ofendan... Este es el camino de ser pastor con el supremo Pastor…

BREVES NOTAS LITÚRGICAS El año litúrgico Sabemos que el año Litúrgico es el período cíclico anual durante el cual la Iglesia celebra la historia de la salvación realizada en y por Cristo a la que distribuye en festividades y ciclos menores. El año comienza el primer domingo del adviento (el más cercano al 30 de noviembre), se centra en el misterio pascual, termina con la fiesta de Cristo Rey y se basa en la estructura semanal, cuyo eje lo constituye el “Día del Señor” o Domingo. Su organización anual es sencilla: el primer gran Ciclo, el de la Navidad, comprende un período, de preparación llamado Adviento (cuatro semanas). A este lo sigue el período de la Navidad propiamente tal, que concluye con la Epifanía. El segundo ciclo, el principal, es el de la Pascua. Lo prepara la Cuaresma (cuarenta días). Lo sigue un período de cincuenta días (Pentecostés), y lo concluye la solemnidad del mismo nombre. En el centro de cada uno de estos dos ciclos están las festividades por excelencia: el triduo pascual (de la celebración vespertina del jueves Santo hasta la Vigilia pascual: nacimiento para la gloria) y la Vigilia de la Navidad (nacimiento para la tierra). Ambos momentos y eventos se celebran por la noche y evocan la salvación de Dios, desde la oscuridad que envuelve al hombre. El resto del año litúrgico se llama “Tiempo ordinario” o “Tiempo durante el año”. Se desarrolla entre los dos ciclos anteriores y puede durar hasta 34 semanas. Durante el Año litúrgico se celebran varias fiestas del Señor (Santísima Trinidad, Anuncio del nacimiento de Cristo, Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, Corpus Christi, Transfiguración, Sagrado Corazón de Jesús), objetos de la redención (la Cruz y la Preciosísima Sangre); de María (Maternidad divina, Asunción, Natividad, Inmaculada Concepción) y otras regionales y devocionales (bajo diversas advocaciones como las del Carmen, Virgen de Guadalupe, Lourdes, Fátima, La Merced); y las memorias de los Santos, ejemplos de vida cristiana (entre las que destacan las fiestas de Juan Bautista, José, Pedro y Pablo): apóstoles, mártires, confesores, Padres de la Iglesia, Doctores de la Iglesia, Fundadores de institutos religiosos, laicos, misioneros y ascetas. El año litúrgico de la Iglesia se presta para la formación de la comunidad cristiana en los terrenos bíblico, teológico, litúrgico, misionero y espiritual. Existen actualmente tres cielos (A, B, C,) y un doble leccionario (I y II, según el año par o impar) en los que se lee y medita toda la Escritura o Biblia. De este modo, los fieles cristianos, se alimentan de la Sagrada Escritura y de los Sacramentos durante todo el Año Litúrgico. 2. ¿Qué es la Liturgia? La palabra Liturgia es griega, viene de leiturgía, “servicio público”, que provendría de leitos, “popular” y de ergon, “acción, obra”. De ahí el significado de obra, función, ministerio público. Algunos prefieren derivarlo de litai, “oración, súplica”, de donde los latinos formaron el verbo litare, que significa orar y sacrificar. La Liturgia es la actualización de los hechos de salvación: es Dios hecho presente en Cristo para nosotros. Todo acto litúrgico es un ayer que se hace presente hoy y anuncia el mañana. La Liturgia como acontecimiento salvador, hace presentes hechos pasados y anuncia realidades

4 futuras, más plenas de salvación5. Estos hechos de la salvación se repiten continuamente como un círculo cerrado, aunque con ritmos distintos. “En el círculo del año se desarrolla todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de dicha esperanza y venida del Señor”6. Cada año es como si Cristo volviera a anunciarse, a nacer, padecer, morir, resucitar y enviar su Espíritu. En resumen podemos decir que la Liturgia es: —El misterio de Cristo y memorial del hecho pasado, hecho presente bajo signos sensibles. —Es el misterio de la Iglesia, que en torno a la Eucaristía crece y mantiene su unidad. —Es un acto de culto comunitario y exige la participación activa de la comunidad. 3. Características del Ciclo Anual El Adviento tiene un doble sentido: de espera de la vuelta del Señor (los tres primeros domingos) y de preparación para Navidad (domingo cuarto). Han sido enriquecidos los tiempos de Adviento y Pascua con Misas propias cada día. Y reestructurados los domingos. La fiesta de Pentecostés no es un ciclo de Pascua, sino la conclusión del tiempo pascual. Ha sido revalorizado el ciclo temporal sobre el santoral, sobre todo en los tiempos fuertes. Y los Santos son más representativos de la Iglesia universal de todos los tiempos. Es más marcado el sentido penitencial y bautismal de la Cuaresma, como preparación para la Pascua. Se da mayor importancia a la Palabra de Dios, con tres lecturas los domingos y fiestas, y con lecturas diferentes para los tres ciclos anuales. El centro de todo el ciclo anual es el Triduo Pascual, en el que se celebra el misterio fundamental de la Pasión-Muerte-Resurrección de Cristo. La celebración central es la de la Vigilia Pascual, con la que se da principio al período pascual. 4. Palabra y sacramento La doble misión de Cristo y de la Iglesia consiste en anunciar (Palabra) y realizar (Sacramento) la salvación7. La primera fase de la Palabra es la Evangelización dirigida a los paganos. Esta no es liturgia. La segunda fase es la catequesis, que tampoco es liturgia. Y hay Catequesis litúrgica y Homilía, que es una explicación a partir de los textos litúrgicos. La Liturgia de la Palabra se ordena a la Liturgia sacramental. Todo sacramento va acompañado de una palabra sacramental, que no sólo significa, sino que realiza lo que significa; es eficaz siempre. 5. La homilía Es una parte importante de la Liturgia de la Palabra que expone, “a partir de los textos sagrados, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana”8, “teniendo en cuenta el misterio que se celebra y las necesidades particulares de los oyentes”9. La Homilía se compone, pues, de tres elementos esenciales: - Un tema bíblico: explicación de la doctrina revelada a partir de los textos leídos. - Problemas de vida: La vida del hombre cambia y cada época tiene sus problemas. Hay que conocer a los hombres de hoy para poder iluminar con la Homilía sus problemas desde la Palabra de Dios. - Una relación sacramental: La Homilía debe hacer penetrar a los fieles en el significado de los ritos y en el corazón del misterio sacramental. La Homilía conduce así a las realidades escondidas en el encuentro sacramental con Cristo, que actúa interiormente. 5 Cfr. SC 6. 7. 47. 102 6 SC, 102 7 SC, 5-6 8 SC, 52 9 Instr. 54

5 6. Modo de predicar la homilía El predicador ha de esforzarse porque la Palabra de Dios resulte viva, activa y atractiva para su auditorio. Por eso, creemos que el sacerdote que celebra la santa Misa ha de proceder del siguiente modo: 1) En la introducción, al comienzo de la santa Misa, ha de dirigir la atención al tema de la Misa, que obviamente está basado en las lecturas. 2) Cada lectura debería introducirse con un resumen o brevísimo comentario del texto, esbozando el motivo de figurar dicho pasaje en la Misa. 3) El Evangelio será explicado y aplicado de modo rápido y breve a la situación pastoral. Las Homilías han de relacionarse directamente con los textos bíblicos, que han de ser el alimento y la norma de nuestra fe. Si nosotros insistimos en los temas bíblico-teológicos es porque creemos que esto será lo que más sirva a los predicadores y pastores de almas, que disponen de poco tiempo para estudiarlos por sí mismos. Generalmente, los sacerdotes al predicar la Homilía, se dejan llevar por otros temas que a veces no tienen relación alguna con las lecturas de la Misa, que están celebrando. Esto creo que va contra la intención de la Liturgia y de la Iglesia. 7. Estructuración del Año Litúrgico La reestructuración del Año Litúrgico en tres Ciclos: A, B, C, nos manifiesta la multiplicación de los textos ofrecidos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. De hecho, la primera lectura ordinariamente es del Antiguo Testamento, la segunda del Nuevo Testamento, y la tercera es el Evangelio. La primera lectura es considerada como preparación e introducción a la revelación de Cristo; la segunda, en cambio, como continuación y profundización del mensaje de Cristo. El Evangelio es la meta a la que mira la primera lectura del Antiguo Testamento; y, al mismo tiempo, es el punto de partida de la explicación que se hará de la segunda lectura del NT. Cristo es, en el Antiguo Testamento, el punto focal en el que se recogen todos los rayos para encenderse y dar vida. Desde este punto focal parten después los rayos que se reflejan de mil modos en el mundo de la fe del Nuevo Testamento. En Cristo, la Biblia entera se convierte en una unidad orgánica inseparable. De este organismo no se puede separar una parte sin herir el entero organismo. El Antiguo Testamento no está completo sin el Nuevo Testamento; y el Nuevo Testamento, del mismo modo que el fruto es parte integrante del árbol, es parte integrante y explicativa del Antiguo Testamento.

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CICLO A

1. Idea teológica del Año Litúrgico “A” El acento principal, del Año Litúrgico “A”, le viene del Evangelio de San Mateo, que se lee durante todo este año. Este Evangelio fue escrito hacia el año 80 d. C. Nos ofrece una teología de impronta marcadamente judeo-cristiana, que se alía con una predicación acentuadamente pagano-cristiana. Presupone ya en acto la separación de la Iglesia del Judaísmo. Se advierte una relación de tensión existente entre el filón tradicional judeo-cristiano por un lado, y el trabajo redaccional acentuadamente pagano-cristiano por el otro. 2. La figura de Cristo en el Evangelio de san Mateo Para Mateo Jesús es el Mesías esperado por Israel; es el Mesías davídico, como aparece especialmente en el Evangelio de la Infancia. Actualiza las esperanzas de Israel de manera inaudita (Mt 9, 3), y trae la salvación a Israel y a los Gentiles (Mt 12, 18ss). Sin embargo, para Mt el Mesías es el rey de la paz sin violencia. Este rasgo de la mansedumbre y de la paz resalta todavía más relacionando al Mesías con la idea del “Siervo de Dios” que no rompe la caña y es el Salvador misericordioso (Mt 12, 18ss: Is 42,1-4). La revelación de Jesús se manifiesta bajo forma de humildad, y va destinada a los pobres y a los pequeños (Mt 10, 42; 18, 6. 11). Los seguidores del Mesías han de ser también mansos y humildes (Mt 11, 29). El Mesías es presentado por Mt como el “nuevo Moisés” (Mt 2; 4, 2ss: Ex 34, 28; Dt 9, 9. 18). En el Sermón de la Montaña (Mt 5-7), Jesús es presentado como Moisés subiendo a la montaña y dando la nueva Ley del Reino de Dios. De este modo, la tipología de Moisés ilumina la grandeza, la trascendencia, la misión y la función del Mesías cristiano. Mateo presenta a Jesús sabiendo que es el enviado de Dios con plenos poderes (Mt 10, 40ss). Para su comunidad representa la autoridad absoluta (Mt 23, 8. 10). El título de “Kyrios”: “Señor”, común en las comunidades helenísticas, es frecuentemente anticipado por Mt a la vida terrena de Jesús. En Mt, el título “Hijo de Dios” adquiere ya el sentido plena-mente cristiano, y nos indica una máxima intimidad personal y exclusiva con el Padre (Mt 11, 27). Se trata de una comunión personal estrechísima, de intercambio de conocimiento amoroso. El “conocimiento del Padre” que sólo el Hijo puede revelar, significa para los que lo reciben, “los sencillos”, la salvación. 3. La figura de la Iglesia en Mateo En Mt la figura de Cristo y la de la Iglesia están estrechamente unidas entre sí. En Mt tiene mucha importancia la Iglesia. Mt afirma una triple presencia de Cristo en la Iglesia peregrinante: 1) presencia eucarística (Mt 26, 26ss); 2) presencia espiritual, mediante su perenne asistencia (Mt 18, 20; 28, 20); 3) presencia mediante su identificación con el prójimo, con el pequeño y el enfermo (Mt 25, 3146).

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ADVIENTO

1.

Finalidad del Adviento

La teología y la predicación del Adviento han de cumplir dos funciones: la primera indicar el tema teológico fundamental en torno al cual girará el nuevo año litúrgico. Así nos habituaremos a percibir el mensaje que los diversos años litúrgicos (años A, B, C) quieren transmitirnos. En el Año Litúrgico A será la teología del Evangelio de Mateo; en el Año B, será el Evangelio de Marcos; y en el Año C, será el Evangelio de Lucas. Una segunda función será la de unir entre si los diversos años litúrgicos. Todos se mueven, con una fuerte dinámica, hacia la Parusía del Señor. Los dos años litúrgicos inmediatamente sucesivos son unidos entre sí, por el hecho de que el tema del último domingo del año en curso (Fiesta de Cristo Rey) es retomado y ulteriormente desarrollado por el primer domingo de Adviento del año nuevo. En dicho domingo, la mirada del pueblo de Dios es enérgicamente dirigida no tanto sobre la primera venida del Señor en Belén, cuanto sobre el retorno escatológico del Señor al final de los tiempos. Los sucesos salvíficos de la doble parusía del Señor no se pueden disociar ni contraponer. Al contrario, hay que penetrar en su íntima interdependencia y conexión. 2.

El Adviento del Ciclo “A”

La primera lectura de los cuatro domingos proviene de los Profetas. La segunda recoge textos de San Pablo, San Pedro, Santiago y de la carta a los Hebreos. Las lecturas proféticas insisten en la venida del Señor que se espera y se anuncia. Las lecturas apostólicas hablan de la venida o mejor de la presencia de Cristo Todos los Evangelios de Adviento del Año litúrgico “A” están tomados de Mt: Pero únicamente el Evangelio del IV Domingo manifiesta el puente ideal que une este tiempo con el nacimiento de Cristo. Los otros tres domingos hablan de la Parusía, de la conversión (metanoia), etc. En las lecturas de Adviento abunda la parenesis o exhortación cristiana, encuadrada dentro de la perspectiva de la venida y de la cercanía de Cristo. La temática de las lecturas gira en torno a la idea de la venida de Cristo. Pero lo hacen desde diversos ángulos: la venida que se espera y que se anuncia en los Profetas; la venida o la presencia de Cristo en la comunidad (S. Pablo); la venida escatológica (Evangelio del I Domingo y en lecturas de S. Pablo); y la venida histórica (Evangelios). La predicación homilética ha de tener en cuenta la temática de las lecturas para satisfacer plenamente los deseos de la Liturgia. En la Homilía no se debe insistir demasiado en el aspecto "por venir", es decir, en una orientación demasiado escatológica. Porque Cristo ya realizó la salvación. No detenerse en los aspectos anecdóticos, sino introducirse en el misterio de Cristo presente. Pero que la presencia y actualidad de la Salvación, no impida recordar que la salvación cristiana tendrá una realización plena en la edad escatológica.

8 Domingo Primero Is. 2,1-5, Sal 121, 1-2. 3-4a. 4b-5. 6-7. 8-9; Rom. 13,11-14; Mt. 24,37-44 Con este Domingo Primero de Adviento comenzamos un nuevo Ciclo Litúrgico. El Adviento nos recuerda que estamos a la espera del Salvador. Y las Lecturas de hoy nos invitan a ver la venida del Señor de dos maneras: Una es la venida del Señor a nuestro corazón, y la otra es la que se refiere a la Parusía; es decir, a la venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos. Respecto de la venida del Señor a nuestro corazón, la Primera Lectura del Profeta Isaías (Is. 2, 1-5) nos recuerda que debemos prepararnos “para que El nos instruya en sus caminos y podamos marchar por sus sendas”. Respecto de la Segunda Venida de Cristo en gloria, la Carta de San Pablo a los Romanos (Rom. 13, 11-14) nos hace ver una realidad: a medida que avanza la historia, cada vez nos encontramos más cerca de la Parusía: “ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer”. Por eso nos invita San Pablo a “despertar del sueño”. Y ¿en qué consiste ese sueño? Consiste en que vivimos fuera de la realidad, tal como nos lo indica el mismo Jesucristo en el Evangelio de hoy (Mt. 24, 37-44). Consiste en que vivimos a espaldas de esa marcha inexorable de la humanidad hacia la Venida de Cristo en gloria. Consiste en que vivimos como en los tiempos de Noé, cuando -como nos dice el Señor- “la gente comía, bebía y se casaba, hasta el día en que Noé entró en el arca, y cuando menos lo esperaban sobrevino el diluvio y se llevó a todos”. Y, nos advierte Jesucristo: “Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre”. Así vivimos nosotros los hombres y mujeres de comienzos del siglo XXI: sin darnos cuenta de que -como dice este Evangelio- “a la hora que menos pensemos, vendrá el Hijo del hombre” (Mt. 24, 44). Y, “a la hora que menos pensemos” -como ha sucedido a tantos- podríamos morir, y recibir en ese mismo momento nuestro respectivo “juicio particular”, por el que sabemos si nuestra alma va al Cielo, al Purgatorio o al Infierno. O podría ocurrirnos que -efectivamente- tenga lugar la Segunda Venida de Cristo al final de los tiempos. Para cualquiera de las dos circunstancias hemos de estar preparados, bien preparados. Estar preparados nos lo pide el Señor siempre y muy especialmente en este Evangelio: “Velen, pues, y estén preparados, porque no saben qué día va a venir su Señor”. Esta preparación consiste en que “Caminemos a la luz del Señor”, nos dice el Profeta Isaías, que“desechemos las obras de las tinieblas y revistámonos con las armas de la luz... Nada de borracheras, lujurias, desenfrenos; nada de pleitos y envidias. Revístanse más bien de nuestro Señor Jesucristo”, nos dice San Pablo en su Carta a los Romanos (Rm. 13, 11-14) Todo es un llamado a la conversión: el Adviento es un tiempo de preparación de nuestro corazón para recibir al Señor: respondiendo a la gracia para ser revestidos con las armas de la luz, como son: la fe, la esperanza, la caridad, la humildad, la templanza, el gozo, la paz, la paciencia, la comprensión de los demás, la bondad y la fidelidad; la mansedumbre, la sencillez, la pobreza espiritual, la niñez espiritual, etc. El Adviento es tiempo de preparación, de conversión, de embellecimiento espiritual por las virtudes. Que nuestra vida sea un continuo Adviento en espera del Señor. Así podremos ir “con alegría al encuentro del Señor”.

9 Domingo Segundo Is. 11,1-10; Sal 71,2. 7-8. 12-13. 17; Rom. 15,4-9; Mt. 3,1-12 Las Lecturas de este Segundo Domingo de Adviento nos invitan a vivir el reinado de paz y de justicia que viene a instaurar Jesucristo, el Mesías prometido. La Primera Lectura del Profeta Isaías (Is. 11, 1-10) nos describe ese ambiente de justicia y de paz que el Mesías vendrá a traernos, con un relato simbólico en que nos presenta a animales -que por instinto son enemigos entre sí- viviendo en convivencia pacífica: el lobo con el cordero, la pantera con el cabrito, el novillo con el león... y hasta un niño con la serpiente. Con esta descripción hecha por Isaías, Dios nos exhorta a los seres humanos a vivir en paz. Nos está invitando el Señor a que, a pesar de nuestra naturaleza de pecado, por la que a veces también tendemos a ser antagónicos y rivales unos de los otros -como los animales que presenta el Profeta- intentemos vivir en paz y en justicia. Y podremos convivir en paz y en justicia, si todos –unos y otros- recibimos al Mesías, si aceptamos su Palabra, si vivimos de acuerdo a ella. Es lo mismo que nos sugiere San Pablo en su Carta a los Romanos (Rom. 15, 4-9) cuando nos dice: “Que Dios, fuente de toda paciencia y consuelo, les conceda vivir en perfecta armonía unos con otros, conforme al Espíritu de Cristo Jesús, para que, con un solo corazón y una sola voz alaben a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo”. San Mateo nos dice cómo llegar a esa armonía en Cristo Jesús: “Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos” (Is. 40, 3); rellenen las quebradas y barrancos, y rebajen los montes y colinas” (Is. 40, 4-5). “Rebajar montes y colinas” significa rebajar las alturas de nuestro orgullo, nuestra soberbia, nuestra altivez, nuestro engreimiento, nuestra auto-suficiencia, nuestra vanidad. “Rellenar quebradas y barrancos” significa rellenar las bajezas de nuestro egoísmo, nuestra envidia, nuestras rivalidades, odios, venganzas, rencores. Son pecados que dificultan el poder vivir en armonía unos con otros, alabando a Dios con un solo corazón y una sola voz. Son pecados que impiden la realización de ese Reino de Paz y Justicia que Cristo viene a traernos. Por eso San Juan Bautista nos llamaba a un cambio de vida, a la conversión, al arrepentimiento: “cambien de vida, arrepiéntanse... rebajen las montañas y rellenen las bajezas de sus pecados, defectos, vicios, malas costumbres. San Juan nos dice hoy a nosotros lo mismo que dijo a los fariseos: “Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto será cortado y arrojado al fuego... El que viene después de mí (Jesucristo, el Mesías) separará el trigo de la paja. Guardará el trigo en su granero y quemará la paja en un fuego que no se extingue”. El Adviento, pues, es tiempo de penitencia, de arrepentimiento, de oración… nos invita a la conversión, al cambio de vida, a entregar nuestro corazón, nuestra vida, nuestra voluntad a Dios. Pero somos libres. Así nos hizo Dios… Con nuestra libertad podemos escoger: ¿Qué queremos, entonces? ... Reflexionemos en el final del Evangelio de este día: ¿Queremos ser “paja” para ser arrojados al fuego que no se extingue o queremos convertirnos en “trigo” para ser guardados por el Señor en su granero?

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Domingo Tercero Is. 35,1-6a. 11; Sal 145,7. 8-9a. 9bc-10; St 5,7-10; Mt 11,2-11 Avanza el tiempo de Adviento, tiempo en el que la Iglesia quiere que reavivemos la virtud de la esperanza, tan esencial para nuestra vida cristiana. El tiempo de Adviento no debe pasársenos sin una reflexión y meditación sobre la esperanza. Pero, ¿Qué es, como la vives, cuál es tu experiencia? Así como sin fe no hay cristianismo, sin amor no podemos vivir la comunión con Dios y con los hermanos, sin esperanza no hay rumbo, ni ilusión, si no se cree, si no se ama y no se espera, la vida es una vida sin sentido: desconectada de todo… De hecho, el evangelio de hoy nos presenta la pregunta que hicieron a Jesús: “¿eres tú el que esperábamos, o debemos esperar a otro?”. Ahora, en adviento, si de verdad queremos revisar nuestra esperanza, es preciso que volvamos la pregunta hacia nosotros, tal como Cristo nos la haría: “¿soy yo en quien esperan, o esperan en otras personas o cosas?”. Esa es la pregunta que nos debemos hacer: ¿a quién esperamos? En el mundo encontramos mucha gente que vive en la desesperación; también a nosotros no ha pasado no pocas veces: nos hemos desesperado ante tantas circunstancias. Quizá, no tenemos siempre una verdadera esperanza. La esperanza no sólo consiste en aceptar teóricamente la existencia de una vida inmortal. Porque, en realidad, ¿cuánto suspiramos por ella, deseamos llegar a ella, ponemos los medios?, ¿nosotros, cristianos, soñamos y anhelamos la llegada del mundo futuro, no sólo aquí, sino más allá de la muerte? ¿Dónde están los cristianos que buscan ardientemente en su vida los signos de la venida del Señor? ¿A cuántos cristianos enfermos de cáncer -es sólo un ejemplo- hay que ocultarles la verdadera naturaleza de su enfermedad incurable porque la sola noticia de la proximidad de su muerte -término natural y lógico al que desde que nacimos nos estamos acercando y del que nunca hemos dudado- les podría producir un shock psicológico? Al creer en el mundo futuro, ¿esperamos verdaderamente el encuentro con Dios tras la muerte, la adquisición de una existencia nueva, potenciada y enriquecida por el influjo pleno del poder glorificante y creador de Dios? ¿A quién esperamos? La esperanza es un deseo, pero no todos los deseos son esperanza cristiana. La esperanza se distingue de la espera. La espera es un deseo de un bien que no depende de nosotros mismos. Llegará, y es deseado por nosotros, pero nosotros no podemos hacer nada para provocar su venida. La esperanza, por el contrario, es un deseo de algo que depende por lo menos en parte de nosotros mismos. Por eso la esperanza verdadera tiene un sentido activo, concreto, eficaz. Por decirlo de un modo gráfico y breve, la esperanza es “desear provocando lo que se desea”. La esperanza, por eso, siempre compromete. Y en el compromiso de la persona, por contrapartida, se ve su esperanza. Dime por qué luchas y te diré cuál es tu esperanza. Ahí tenemos pues la clave para responder a nuestra pregunta: ¿a qué esperamos?, o ¿en qué tenemos puesta nuestra esperanza? Bastará observar nuestra propia vida, nuestra propia lucha, nuestros compromisos, para ver qué esperanza nos anima. Dónde está tu tesoro allí está tu corazón.

11 Quizá en este análisis podremos comprobar que tenemos mucha de nuestra esperanza puesta en el consumo, en el dinero, en el medro social, en la subida de los salarios, en el confort, en la diversión, en la felicidad fácil... Estamos rodeados de personas que ponen en cualquiera de estas cosas su verdadera y más profunda esperanza. Una esperanza que en el fondo no deja de ser sino bien superficial. Aunque una verdadera esperanza, religiosa y trascendente, no deja de estar conectada con estas realidades humanas, concretas y hasta materiales, la verdad es que todas estas pequeñas esperanzas no son suficientes para el corazón humano. Pueden engañarlo algún tiempo, pero no mucho más. A la postre las esperanzas pequeñas fallan. Todos esos pequeños ídolos a quienes nos confiamos acaban por abandonarnos (Ver la caída del muro de Berlín y el ocaso de las ideología marxista en los países del socialismo real). Sólo entonces muchos hombres encuentran la verdadera esperanza, lo cual no deja de ser lamentable. La esperanza cristiana es una esperanza global y trascendente. Se eleva por encima de todas las pequeñas esperanzas, para después centrarlas, purificarlas, integrarlas en una meta trascendente, único lugar donde cobran un sentido aceptable para el hombre. Por eso, de alguna manera, no se puede tener esperanza sino en la medida que uno se siente limitado. El hombre es un ser que necesita una promesa para poder existir. Se siente menesteroso, limitado, acosado, como un fuego artificial que se sabe lleno de una vitalidad pasajera. La muerte crece dentro de él al mismo compás que la vida misma. En ese contexto, del conjunto de fracasos, de limitaciones, de pequeños anhelos frustrados, surge un deseo global de un bien ilimitado y trascendente, que engloba y eleva toda nuestra menesterosidad. Sólo vamos al fondo de nuestro ser seremos capaces de sentir la necesidad de la esperanza. Sólo así -de alguna manera- seremos personas capaces de esperanza. De una esperanza global, trascendente y total que, como tal, ya es objeto de gracia, gratuita, y que necesita un tú absoluto en el que apoyarse: Dios. Es preciso pues revisar, reflexionar, profundizar nuestra esperanza. ¿A quién esperamos? Tener esperanza cristiana es haber elegido a Jesús como futuro nuestro. Y si nos alejamos de esta esperanza, ¿a quién iremos? “¿Eres tú el que esperábamos, o debemos esperar a otro?”. Nos responde: sí, soy Yo, vive, alégrate, desea, pon los medios y prepárate en nuestros encuentros diarios, al encuentro eterno, donde ya no habrá dolor, ni lágrimas, ni muerte…

12 Domingo Cuarto Is 7,10-14; Sal 23, 1-2, 3-4ab, 5-6; Rom 1,1-7; Mt 1,18-24 I Las Lecturas de este último Domingo antes de la Navidad nos invitan a ir considerando la ya inminente venida del Salvador, en su nacimiento en Belén: “He aquí que la Virgen concebirá y dará luz a un hijo y le pondrán el nombre de Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros”. En general las Lecturas de hoy nos hacen ver la procedencia humana y la procedencia divina del Salvador. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Así nos lo indica San Pablo en la Segunda Lectura (Rom. 1, 1-7): “Jesucristo nació, en cuanto a su condición de hombre, del linaje de David, y en cuanto a su condición de espíritu santificador, se manifestó con todo su poder como Hijo de Dios, a partir de su resurrección de entre los muertos”. El personaje humano principal en este pasaje es José; Él piensa en dejar a María, no porque dude de su fidelidad, sino porque cree en Ella y ve en María la esposa de un único Esposo: Dios, al que no quiere suplantar. Y precisamente esto es lo que le hace sentir dudas: ¿es bueno que él siga al lado de María?, ¿es digno de intervenir en el misterio? ¡Qué diferentes somos de José!, él quiere alejarse del misterio porque se siente indigno; sin embargo, él obedeció y se quedó con el misterio: cuidó y protegió a María y al fruto bendito de su vientre, Jesús. Igual como aconteció en María, contemplado por san José, acontece en cada santa Misa, Jesús se hace presente en el altar y; ante él, nosotros tampoco tenemos dudas de que Jesús esté en la Eucaristía y que sea obra del Espíritu Santo; pero se observa un divorcio entre lo que creemos y lo que vivimos, entre lo que somos y hacemos; no queremos recibir – no todos, muy pocos, se acercan a comer y a beber de su cuerpo y sangre… ¡qué indiferencia e ingratitud, ¡qué ingratos somos!; pues en el misterio de la eucaristía se nos ofrece el Hijo de Dios, al Hijo de María, en persona, como “pan vivo que ha bajado del cielo” (Jn 6,51), y con Él se nos da la prenda de la vida eterna10… El hijo que espera María es obra del Espíritu; el Hijo de María, oculto en las especies sacramentales es obra del Espíritu Santo, que actúa a través del sacerdote, que ha recibido de Jesús el poder de convertir el pan en su cuerpo y el vino en su sangre; o mejor, Jesús actúa en el sacerdote por obra del Espíritu Santo. Por tanto, en la santa Misa, muy cerca del altar también está María y José; pero ellos sólo contemplan, no tienen la dicha de comer y beber su cuerpo y su sangre; nosotros si que podemos, pero muchas veces no lo hacemos, nos reducimos a verlo de lejos… “La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones” 11, indiferencias y apatías… “Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel”. Admirable disponibilidad la de este joven israelita: acepta esa paternidad tan especial, con la que colabora a la venida del Dios-con-nosotros. Así es como necesitamos ir a la eucaristía, y no sólo a la dominical, sino, aún entre semana; ¿para quién crees que Jesús se hace diariamente presente en el pesebre, en el altar? Para que, obedientes, aceptemos a Jesús en nuestra vida; para que tú lo comas… y encuentres redención y plenitud12... La alabanza que se hizo a María, “feliz tú porque has creído”, se puede extender también a este joven obrero, el justo José; e igualmente se puede decir de aquellos y aquellas que tienen hambre y sed del Dios vivo: de su Palabra y de la eucaristía…, misterio de luz y de salvación. 10 Cfr. Mane Nobiscum Domine, 3, 1 11 Cfr. Mane Nobiscum domine 14, 2 12 Cfr. Ibidem 6, 2

13 En efecto, Jesús Eucaristía, nos quiere salvar de nuestras pequeñas o grandes esclavitudes, pero si tu no quieres nadie lo hará por ti; pero no te olvides, Él te seguirá esperando…, ojalá, que no vaya a ser demasiado tarde. Jesús en el Adviento nos está llamando a preparar los caminos de su venida; a salir a su encuentro; Él es la luz del mundo; el que lo sigue no camina en tinieblas. Jesús Eucaristía es luz, en cada Misa se nos ofrecen dos “mesas”, la de la Palabra y la del Pan13. Es Cristo mismo quien habla cuando en la Iglesia se lee la Escritura; y es Él el que se nos ofrece a sí mismo… realmente presente en las especies de pan y vino; cuando estamos la Eucaristía estamos ante Cristo mismo; Jesús está con nosotros hasta el final del mundo. Descubramos el don de la Eucaristía como luz y fuerza para nuestra vida diaria en el mundo, en donde cada uno vive y trabaja... Descubrámoslo para que vivamos plenamente la belleza y la misión de la familia14. ¡Familia cristiana, se lo que eres! II Las Lecturas de este último Domingo antes de la Navidad nos invitan a ir considerando la ya inminente venida del Salvador, en su nacimiento en Belén: “He aquí que la Virgen concebirá y dará luz a un hijo y le pondrán el nombre de Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros”. En general las Lecturas de hoy nos hacen ver la procedencia humana y la procedencia divina del Salvador. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Así nos lo indica San Pablo en la Segunda Lectura (Rom. 1, 1-7): “Jesucristo nació, en cuanto a su condición de hombre, del linaje de David, y en cuanto a su condición de espíritu santificador, se manifestó con todo su poder como Hijo de Dios, a partir de su resurrección de entre los muertos”. Todo un Dios se rebaja de su condición divina -sin perderla- para hacerse uno como nosotros y rescatarnos de la situación en que nos encontrábamos a raíz del pecado de nuestros primeros progenitores. El viene a pagar nuestro rescate, y paga un altísimo precio: su propia vida. Pero para poder dar su vida por nosotros, lo primero que hace es venir a habitar en medio de nosotros, al nacer en Belén. ¡Qué maravilla el milagro de la Encarnación! En Jesucristo se unen la naturaleza divina con la naturaleza humana, pero esto, sin que ninguna de las dos naturalezas perdiera una sola de sus propiedades. Ese insólito milagro sucede cuando el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios (la Tercera Persona de la Santísima Trinidad) “cubre a la Virgen María con su sombra” y ella, por el “Poder del Altísimo”, concibe en su seno al Hijo de Dios, al Emmanuel, al Dios-con-nosotros. Así, el Verbo de Dios se encarna en las entrañas de la Santísima Virgen María. (Lucas 1, 35-37): “María ha concebido por obra del Espíritu Santo”. Así, el Salvador del mundo se hace Hombre, sin intervención de varón, por obra del Espíritu Santo, en el seno de la Virgen anunciada por el Profeta Isaías. Y José acepta, en humildad y en obediencia, ser esposo terrenal de la Virgen Madre y ser padre virginal del Hijo de Dios. Ya María había aceptado que se hiciera en Ella según lo que Dios deseara, declarándose “esclava del Señor”: “Yo soy la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”. Y vemos en san José las virtudes que podemos imitar para que el misterio de la salvación, que ese Niño vino a traernos, pueda realizarse en cada uno de nosotros.

13 Mane Nobiscum Domine, 12, 1 14 Ibidem 30, 6

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NAVIDAD Haciendo alusión a la historia de la Navidad, recordemos que no conocemos exactamente el día del nacimiento de Cristo. Existía una fiesta profana, en la que el 25 de Diciembre se celebraba en Roma el día del “Natalis Solis Invicti” (“Nacimiento del Sol Invicto”). A esta fiesta del Sol vencedor de las tinieblas en el solsticio de invierno, cuando ya empiezan a crecer los días y el sol inaugura su carrera triunfal, se le dio en el siglo IV un sentido nuevo. Cristo es este Sol que con su nacimiento inaugura la carrera de su vida humana e ilumina las tinieblas del mundo. La primitiva fiesta comprendía juntamente el nacimiento, la manifestación y la matanza de los Inocentes. Más tarde, por el influjo del Oriente, se trasladó al 6 de Enero el aspecto de "manifestación". En un principio, se celebraba una sola Misa “in die”. Después, cuando Sixto III construye (siglo V) la Basílica Liberiana, réplica de la de Belén, se instituyó una Misa de noche “ad praesepe”. En cuanto a la temática, podemos decir que, las fiestas del Ciclo de Navidad conmemoran acontecimientos que manifiestan diversos aspectos de un único misterio: la Encarnación de Cristo y su manifestación al mundo. Los temas principales son: -El Verbo se hizo carne: Dios al que nadie vio jamás, se humilla y oculta su gloria bajo el velo de nuestra carne: humanización de Dios. -Cambio admirable: El Hijo de Dios se hace hijo del hombre, para hacer al hombre hijo de Dios por la fe, la gracia y el Bautismo (Jn 1, 12; Gal 4, 4ss): divinización del hombre. -Dios y Hombre: Dios y Hombre viven en una sola Persona. -Nueva creación: Con el nacimiento de Cristo comienza nuestra liberación y el retorno a la amistad con Dios: el "retorno al Paraíso". Es la "nueva creación" que transforma al hombre pecador. "El nacimiento de la Cabeza es también el nacimiento del cuerpo" (S. León). -Significación cósmica: Al entrar Cristo en el mundo lo “consagra” y lo restaura. Es el comienzo de la "nueva creación" que' llevará a la renovación escatológica total.

15 Misa de medianoche15 Is 9,2-7; Sal 95,1-2a. 2b-3, 11-12. 13; Tt 2,11-14; Lc 2,1-14 Hoy hemos vivido un día breve, la luz del sol pronto se ha ocultado, ha sido el día más corto del año; y como consecuencia, pronto nos ha envuelto la oscuridad de la noche. Así es hermanos, hoy como hace 2000 años: un silencio sereno lo envolvía todo, y, al mediar la noche su carrera, la Palabra todopoderosa, vino desde el trono real de los cielos. En esta Noche santa se cumple la antigua promesa: el tiempo de la espera ha terminado, y la Virgen da a luz al Mesías16. Jesús nace para la humanidad, para cada hombre y mujer, paras el niño o el anciano, que busca libertad y paz; nace para todo hombre oprimido por el pecado, necesitado de salvación y sediento de esperanza. Dios responde en esta noche al clamor incesante de los pueblos: ¡Ven, Señor, a salvarnos!: su eterna Palabra de amor ha asumido nuestra carne mortal. Un niño se nos ha dado, un Hijo nos ha nacido; hoy nos ha nacido el Salvador, el Emmanuel, el Dios con nosotros17. María “dio a la luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre” (Lc 2, 7). Esta es la imagen de la Navidad: un recién nacido frágil, que las manos de una mujer envuelven con ropas pobres y acuestan en el pesebre. Este pequeño y pobre es el “Hijo del Altísimo”? (Lc 1, 32). Sólo ella, su Madre, conoce la verdad y guarda su misterio. En esta noche también nosotros podemos ponernos en el corazón y en la mirada de María para amarlo con su corazón y verlo con sus ojos de fe, para reconocer en este Niño el rostro humano de Dios. También para nosotros, hombres del tercer milenio, es posible encontrar a Cristo y contemplarlo con los ojos de María. Así, podremos tener la experiencia de reavivar nuestra fe, en Jesús el Niño de Belén… En la segunda lectura, que se acaba de proclamar, el apóstol san Pablo nos ayuda a comprender el acontecimiento-Cristo, que celebramos en esta noche de luz, cuando afirma: “Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres” (Tt 2, 11). La “gracia de Dios aparecida” en Jesús es su amor misericordioso, que dirige a cada uno en esta noche, nos la ofrece a todos: es el momento de aceptar o rechazar… En efecto, con su Encarnación, Jesús, -como dice el Apóstol- nos enseña a “renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa, aguardando la dicha que esperamos” (Tt 2, 1213). “Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 12). El Niño acostado en la pobreza de un pesebre: esta es la señal de Dios. Pasan los siglos y los milenios, pero queda la señal, y vale también para nosotros, hombres y mujeres del tercer milenio. Es señal de esperanza para toda la familia humana: señal de paz para cuantos sufren a causa de todo tipo de conflictos; señal de liberación para los pobres y los oprimidos; señal de misericordia para quien se encuentra encerrado en el círculo vicioso del pecado; señal de amor y de consuelo para quien se siente solo y abandonado. Señal pequeña y frágil, humilde y silenciosa, pero llena de la fuerza de Dios, que por amor se hizo hombre.

15 Cfr. S.S. JUAN PABLO II, Homilía 24 de diciembre de 2002 16 Cfr. Antífona del Magníficat 17 Cfr. Liturgia del día, misa de medianoche

16 25 de diciembre Is 52,7-10; Sal 97,1. 2-3ab. 3cd-4. 5-6; Hebr 1,1-6; Juan 1,1-18 ¡Si pudiéramos imaginar realmente cómo era la situación de la humanidad antes de la venida de Cristo! ¡Si pudiéramos penetrar realmente lo que sentía la gente que esperaba al Mesías prometido! Es tan fácil ahora que ya Cristo vino tomar su venida como un derecho adquirido y hasta darnos el lujo de rechazar o de no importarnos lo que Dios ha hecho para con nosotros: todo un Dios se rebaja desde su condición divina para hacerse uno como nosotros. ¿Nos damos cuenta realmente de este misterio que, además de misterio, es el regalo más grande que se nos haya podido dar? ¿Cómo podemos acostumbrarnos a esta idea tan excepcional? ¿Cómo podemos no conmovernos cada Navidad ante este misterio insólito? ¿Cómo podemos no agradecer a Dios cada 25 de diciembre por este grandísimo regalo que nos ha dado? Los Profetas del Antiguo Testamento, nos hablan de que la humanidad se encontraba perdida y en la oscuridad, subyugada y oprimida, hasta que vino al mundo “un Niño”. Fue así como “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz... se rompió el yugo, la barra que oprimía sus hombros y el cetro de su tirano”. Ante esta situación de opresión y de oscuridad, podemos imaginar la alegría inmensa ante el anuncio del Ángel a los Pastores cercanos a la cueva de Belén: “Les traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo: hoy les ha nacido en la ciudad de David, un salvador, que es el Mesías, el Señor”. Si este “Niño” no hubiera nacido estaríamos aún bajo “el cetro del tirano”, el “príncipe de este mundo”. Pero con la venida de Cristo, con el nacimiento de ese Niño hace dos mil años, se ha pagado nuestro rescate y estamos libres del secuestro del Demonio… Con su nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección, Cristo vino a establecer su reinado, “a establecerlo y consolidarlo”, desde el momento de su nacimiento “y para siempre”. Y su Reino no tendrá fin. Y ese Dios que se rebaja hasta nuestra condición humana, levanta nuestra condición humana hasta su dignidad. En efecto, nos dice San Juan al comienzo de su Evangelio (Jn. 1, 1-18), que Dios concedió “a todos los que le reciben, a todos los que creen en su Nombre, llegar a ser hijos de Dios”. Esto que se repite muy fácilmente, pues, de tanto oírlo, sin poner la atención que merece, se nos ha convertido en un “derecho adquirido”, es un inmenso privilegio. ¡Hijos de Dios! ¡Lo mismo que Jesucristo! El se hace Hombre y nos da la categoría de hijos de Dios; nos lleva de nuestro nivel de indignidad a su nivel de dignidad; de lo humano a lo divino… Ahora, “podemos compartir la vida divina de Aquél que ha querido compartir nuestra vida humana”18. Es así como “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran Luz”. Y esa Luz que es Cristo nos hace, además de hijos de Dios, herederos del Reino de los Cielos y confiere a nuestra humanidad derechos de eternidad. Por eso, como reza el Prefacio de Navidad III: “resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva; pues al revestirse el Hijo de nuestra frágil condición, no sólo confiere dignidad eterna a la naturaleza humana, sino que por esta unión admirable nos hace a nosotros eternos”. Por eso aclamemos, con los labios, el corazón y las obras, llenos de alegría, junto con los coros angélicos del día de Navidad: ¡“Gloria a Dios en el Cielo”!

18 Oración Colecta de hoy

17 Domingo después de la Navidad La Sagrada Familia Ecl 3,3-7. 14-17ª; Sal 127,1-2. 3 4-5; Col 3,12-21; Mt 2,13-15. 19-23 Hoy, Primer Domingo después del Nacimiento de Dios-hecho-Hombre, celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia. Y en el Evangelio de hoy vemos a esta Familia en un trance muy difícil. La narración simplificada de la Huída a Egipto tal vez nos impide captar en toda su dimensión lo que debe haber sido esta circunstancia para la Santísima Virgen y San José. Nos dice el Evangelio (Mt. 2, 13-23) que, luego de la visita de los Reyes Magos, “el Ángel del Señor se le apareció en sueños a José y le dijo: Levántate, toma al Niño y a la Madre, y huye a Egipto. Quédate allá hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al Niño para matarlo”. ¡Qué fe y qué obediencia la de San José! ¡Ni lo piensa! “Esa misma noche”, nos dice el Evangelio, hizo lo que el Ángel le había indicado. No esperó. No titubeó. No buscó excusas. Sencillamente interrumpió el sueño, se levantó, y tomaron José y María camino hacia Egipto con el Niño, en obediencia al mandato del Señor. Comienzan, entonces, nuevos imprevistos y dificultades a la Sagrada Familia. Esta orden del Señor significaba cruzar el peligroso desierto para escapar a un país extraño y lejano. Cruzar el desierto significaba estar expuestos a sed, hambre, riesgos, cansancio, etc. Irse a Egipto significaba un exilio en tierra extranjera. Pero tanto la Virgen como San José aceptaban con una fe indubitable los planes de Dios para con ellos. Así como partieron para Belén, justo, antes de que María diera a luz, sin ningún temor, así como aceptaron tener como aposento para ellos y para el “Rey de Reyes”, la humildísima Cueva de Belén, así aceptan marcharse de allí a una tierra desconocida y lejana, sin saber siquiera por cuánto tiempo sería ese exilio. La Segunda Lectura de la Carta de San Pablo a los Colosenses (Col. 3, 12-21) así como la Primera tomada del Libro del Eclesiástico (Eclo.3, 3-7/14-17), nos dan pautas de comportamiento en medio de la familia. Sin embargo esas formas de comportarse en familia que nos presentan estas Lecturas, no son posibles si no vivimos en una continua búsqueda de la Voluntad de Dios. Porque... ¿cómo podemos ser como nos dice San Pablo: “compasivos, magnánimos, humildes, afables y pacientes, soportándonos mutuamente y perdonándonos” si no vivimos en Dios? ¿Cómo podemos llegar “a la perfecta unión” de que nos habla San Pablo, si no dejamos que sea Dios Quien nos una?, incluso, a veces hay quienes impiden a él o a ella o a los hijos que se unan a Dios… Dios puede unirnos en esa perfecta unión si buscamos y hacemos su Voluntad, si le amamos a El sobre todas las cosas y dejamos que sea El Quien ame a través nuestro. Así nuestro amor no será un amor egoísta, sino que será el Amor de Dios en nosotros. Así ha de amar cada hijo y cada padre y cada madre…. Y ese Amor de Dios en nosotros poco a poco nos va llevando a esa unión perfecta de la cual nos habla San Pablo en la Segunda Lectura. Hacer la Voluntad de Dios es dejar que El nos vaya transformando y nos vaya haciendo compasivos, magnánimos, humildes, afables, pacientes, capaces de perdonar y de apoyarnos mutuamente. Entregados cada uno a la Voluntad de Dios podremos amar con ese amor que une, ese amor que une en forma perfecta, porque es el Amor de Dios viviendo en cada uno de nosotros y en medio de cada familia. Hoy también podemos preguntarnos ¿Cómo padre o madre o como hijo, estoy cumpliendo la voluntad de Dios o estoy haciendo mi voluntad?, que muchas veces puede ser conducida por los temores, heridas y complejos que arrastramos desde la infancia o desde el vientre materno… Eso lo comprendió cabalmente la Sagrada Familia, el modelo de familia que Dios nos dejó. Ellos obedecían ciegamente la Voluntad del Padre. Ellos respondían con prontitud a la llamada del Señor. Ellos creían con fe ciega en los planes del Señor para con ellos, por muy inconvenientes que parecieran. Ellos, todo lo entregaban al Padre y se ponían en manos de El, con una confianza absoluta en su Voluntad.

18 31 de diciembre Nm 6,22-27; Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8; Gál 4,4-7; Lc 2,16-21 “Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. Suyo es el tiempo y la eternidad. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos”19. Hoy proclamar esta verdad tiene un sabor especial: centra nuestra mirada en Jesús, Verbo encarnado, principio y fin y centro de la historia; miramos hacia nuestra historia, nuestra limitación; pero al mismo tiempo nuestra vocación a vivir en el siempre de Jesús. En efecto, el último día del año proclamamos esta verdad, en el paso del “ayer” al “hoy”: “ayer”, al dar gracias a Dios por la conclusión del año viejo; “hoy”, al acoger el año que empieza; y el siempre, nuestro destino eterno. Cristo, pues, es “el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13, 8). Él es el Señor de la historia; suyos son los siglos y los milenios. Con el Año de la eucaristía 2005, celebrado en México, su santidad Juan Pablo II quiso que se pusieran los medios para tener una celebración más sentida, una adoración prolongada y fervorosa ante Jesús Eucaristía, que nos llevara a un mayor compromiso de fraternidad y de servicio a los más necesitados; Este año fue una importante ocasión pastoral para que toda la comunidad cristiana nos sensibilizáramos a hacer de este admirable Sacrificio y Sacramento, el corazón de nuestra vida; siguiendo el ejemplo de María, “mujer eucarística”. El primer día del nuevo año concluye la Octava de la Navidad del Señor y está dedicado a la santísima Virgen venerada como Madre de Dios, esta es la razón del porque obliga la santa Misa y no se debe trabajar... El evangelio nos dice que María «guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19). Y lo mismo sucede también hoy. La Madre de Dios y de los hombres guarda y medita en su corazón todos tus problemas, los de tu familia, de nuestra comunidad de de toda de la humanidad, grandes y difíciles. La Madre del Redentor camina con nosotros y nos guía, con ternura materna hacia el futuro. Así, ayuda Ella a cada uno a cruzar todos los «umbrales» los meses y los años de nuestra vida, y de los siglos y de los milenios, sosteniendo nuestra esperanza en aquel que es el Señor de la historia. Ayer y hoy. El Hoy, último día del año, queremos considerar los días, las semanas, los meses transcurridos, como un fragmento de la historia de la salvación, que a todos nos atañe: otro año solar que dentro de poco será ya pasado: nos vamos acercando al día que no tienen fin; cabe preguntarnos ¿He vivido como hijo de Dios, como hijo de María, como redimido por Jesús…? Brota naturalmente el deseo de pedir perdón y de dar gracias a Dios: pedir perdón por las culpas cometidas y las faltas y carencias registradas, confiando en la misericordia divina; y dar gracias por lo que Dios nos ha dado cada día. En buen propósito para este año de la eucaristía sería no permitir ser esclavizados por el mal y el malo, porque ya hemos sido liberado de la esclavitud del pecado por el Niño de Belén, por Cristo crucificado y resucitado, «para que nos transformemos, según el designio de Dios, y lleguemos a nuestro meta: ver a dios cara a cara, gozando de Él para siempre20. Es así como los creyentes hemos de mirar nuestro mundo, nuestra historia que avanzan gradualmente hacia el umbral de una eternidad dichosa. El Verbo eterno, al hacerse hombre, entró en el mundo y lo acogió para redimirlo. Por tanto, el mundo no sólo está marcado por la terrible herencia del pecado; es, ante todo, un mundo salvado por Cristo, el Hijo de Dios, crucificado y resucitado. Jesús es el Redentor del mundo, el Señor de la historia: suyos son los años y los siglos. “Jesucristo es el principio y el fin, el alfa y la omega. Suyo es el tiempo y la eternidad” Empecemos este año nuevo en su nombre. Que María nos obtenga la gracia de ser fieles discípulos suyos, para que con palabras y obras lo glorifiquemos y honremos por los siglos de los siglos. Amén21.

19 Misal romano, preparación del cirio pascual 20 Cfr. GS 2 21 Cfr. JUAN PABLO II, homilía preparada siguiendo sus Homilías del 31 de diciembre de 1997 y 1999.

19 Solemnidad de María Madre de Dios Nm 6,22-27; Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8; Gál 4,4-7; Lc 2,16-21 María es Madre de Dios, verdad que conocemos y repetimos, pero que, si nos fijamos bien, es un milagro colosal, incomprensible, infinito. Esta verdad fue proclamada en el de Éfeso, en el año 431 para condenar una herejía que pretendía demostrar que María era madre de Jesús-Hombre, pero no de Jesús-Dios. Y desde ese momento “María, Madre de Dios” es dogma de fe para los cristianos. La Santísima Virgen María es verdaderamente Madre de Dios porque su Hijo, Jesucristo, no sólo es Hombre, sino también Dios. Luego, es Madre de Dios. Así lo reconoció su prima Santa Isabel cuando, “llena del Espíritu Santo” ante la presencia de María, exclamó: “¿Quién soy yo para que venga a verme la Madre de mi Señor”? (Lc. 1, 41-43). Todas las gracias, dones y privilegios excepcionales de María se derivan del hecho de su maternidad divina, inclusive los recibidos cronológicamente antes de ser hecha Madre de Dios, como, por ejemplo, su Inmaculada Concepción. Así también, todas las gracias, dones y privilegios que nosotros recibimos son causados por ser María Madre de Dios, porque “concibiendo a Cristo, engendrándolo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó... con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. "Por eso es nuestra Madre en el orden de la gracia” (LG 10). Por ello, en este ambiente de celebración del Nacimiento del Hijo, el cual nos refiere el Evangelio de hoy (Lc. 2, 16-21) la Iglesia nos invita a celebrar el primer día de cada año a María, Madre de Dios... y Madre nuestra: “Bendita sea por siempre la Santa Inmaculada Concepción de la Bienaventurada siempre Virgen María, Madre de Dios... y Madre nuestra”. La Segunda Lectura nos dice que “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, para rescatarnos, a fin de hacernos hijos suyos. Puesto que ya somos hijos... podemos exclamar ‘¡Abba!’, que quiere decir ¡Papá! ¡Papito!” (Gal. 4, 4-7). Parodiando a San Pablo, puesto que ya somos hijos, si podemos llamar así al Padre, también podemos llamar a la Madre: ¡Madre! ¡Madrecita! ¡Mamá! ¡Mamita! Y “tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn. 3, 16). Así también, parodiando a San Juan Evangelista, podemos con propiedad decir que “tanto nos amó María, que también Ella, nos entregó a su Hijo único, para que todos tengamos vida eterna”. Por eso Ella, que nos ha engendrado a tan alto precio -nada menos que al precio de la vida de su Hijo amadísimo- quiere que vivamos como verdaderos hijos suyos y del Padre Eterno. Pero pareciera que nosotros no queremos vivir así. Decimos que queremos las gracias que nos vienen por manos de la Virgen, pero también queremos nuestra voluntad. Y las dos cosas no pueden ir juntas. Decimos que queremos vivir bajo el manto de la Virgen, pero también queremos vivir bajo el manto de nuestros caprichos. Decimos que queremos recibir los dones divinos, pero creemos que nuestros propios deseos son más importantes que esos dones. Por eso en este primero de año, podríamos hacerle al Señor una carta en blanco, que comenzara en imitación a la Madre de Dios, por un “Hágase en mí según tus deseos” y terminara con un “Amén. Así sea”, dejando que El, Padre infinitamente Sabio y Bondadoso, la llenara de sus deseos, de sus designios, de sus planes para nuestra vida.

20 Epifanía del Señor Is 60,1-6; Sal 71,2. 7-8. 10-11. 12-13; Ef 3,2-3a. 5-6; Mt 2,1-12 ¡Qué pintoresca y atractiva es la historia de los Reyes que vienen de oriente para “adorar” al Rey de Israel! Es lo que celebramos en “Epifanía”. Significa esta palabra griega: “manifestación de Dios”. En efecto, de manera misteriosa -por medio de una estrella milagrosa- Dios se manifiesta a tres reyes, los cuales llegan a Belén para adorar al Rey de reyes, Jesucristo. El viaje no fue fácil. El inicio tampoco. Debían haber tenido una gran fe y también mucha humildad. Ellos eran también reyes, pero buscaban a un “Rey” que era mucho más que ellos. Esta supremacía del recién-nacido “Rey” deben haberla conocido por revelación divina. Deben haber sabido que el Reino de este Rey que nacía era mucho más importante y grande que sus respectivos reinos. De otra manera ¿cómo podrían estarlo buscando con tanto ahínco? Y lo buscaban, no para un simple saludo o sólo para brindarle presentes, sino -sobre todo- para adorarlo. El Profeta Isaías (Is. 60, 1-6) que leemos en la Primera Lectura, ya anunciaba esta inusitada visita y nos da detalles que completan el escenario descrito en el Evangelio: “Te inundará una multitud de camellos y dromedarios procedentes de Madián y de Efá. Vendrán todos los de Sabá trayendo incienso y oro, y proclamando las grandezas del Señor”. Esta visita nos indica que Dios se revela a todos: ricos y pobres, poderosos y humildes, judíos y no judíos. Eso sí: está de nuestra parte responder a la revelación que Dios hace a cada raza, pueblo y nación... y a cada uno de nosotros. Y Dios se revela en su Hijo Jesucristo, que se hace hombre, y nace y vive en nuestro mundo en un momento dado de nuestra historia. Sí. Jesucristo es la respuesta de Dios a nuestra búsqueda de El. Todos los seres humanos de una manera u otra, en un momento u otro, buscamos el camino hacia Dios. Y ¿cómo nos responde Dios? Mostrándonos a su Hijo Jesucristo, quien es el Camino, la Verdad y la Vida para llegar a Él. Los Reyes supieron buscarlo y lo encontraron. Respondieron con prontitud, obediencia, humildad y diligencia. No les importó que fuera Rey de otro país. No les importó el viaje largo y molesto que les tocó hacer. No les importó que la estrella se les desapareciera por un tiempo. No les importó encontrar a ese “Rey de reyes” en el mayor anonimato y en medio de una rigurosa pobreza. Ellos sabían que ése era el “Rey” que venían a adorar. Y eso era lo que importaba. Nos dice Isaías y nos dice el Evangelio que los Tres Reyes ofrecieron regalos al Rey de reyes: oro, que representa nuestro amor de entrega al Señor; incienso, que simboliza nuestra constante oración que se eleva al Cielo, y mirra, que significa la aceptación paciente de trabajos, sufrimientos y dificultades de nuestra vida en Dios. Esta breve historia sobre los Reyes de Oriente (Mt. 2, 1-12), que nos trae el Evangelio de hoy, nos muestra cómo Dios llama a cada persona de diferentes maneras, sea cual fuere su origen o su raza, su pueblo o su nación, su creencia o convicción. El toca nuestros corazones y se nos revela en Jesucristo, Dios Vivo y Verdadero ante Quien no podemos más que postrarnos y adorarlo. Como a los Tres Reyes, Dios nos llama, nos inspira para que le busquemos, se revela a nosotros en Jesucristo. Y nuestra respuesta no puede ser otra que la de los Reyes: buscarlo, seguir su Camino -sin importar dificultades y obstáculos- postrarnos y adorarlo, ofreciéndole también nuestros presentes: nuestra entrega a El, nuestra oración y nuestros trabajos.

21 Bautismo del Señor Is 42,1-4. 6-7; Sal 28,1a y 2. 3ac-4. 3b y 9b-10; Hech 10,34-38; Mt 3,13-17 En la Navidad hemos contemplado con admiración e íntima alegría al Niño que se nos ha dado, al Hijo de Dios que nació como hombre de María virgen por obra del Espíritu Santo; el misterio de la maternidad de María, Madre de Dios y Madre nuestra. Además, hemos ido descubriendo las primeras manifestaciones de Cristo como Salvador de todos: se manifestó a los pastores en la noche santa, y luego a los Magos, primicia de los pueblos llamados a la fe, que se pusieron en camino siguiendo la luz de la estrella que vieron en el cielo y llegaron a Belén para adorar al Niño recién nacido (Cf. Mt 2, 2). Hoy, en el Jordán, en el bautismo de Jesús se produce la manifestación de Dios Uno y Trino: Jesús, a quien el Padre señala como su Hijo predilecto, y el Espíritu Santo, que baja y permanece sobre Él. En efecto, el evangelio de este día vemos cómo San Juan bautiza a Jesús, y cómo cuando es bautizado se oyó“La voz del Señor sobre las aguas”: “al salir Jesús del agua, una vez bautizado, se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que descendía sobre El en forma como de paloma y se oyó una voz desde el cielo”, la voz del Padre que lo identificaba como su Hijo, el Dios-Hombre. (Mt. 3, 16-17) Jesucristo, el Dios Vivo, no tenía necesidad de bautismo. Pero en el Jordán quiso presentarle al Padre los pecados del mundo; es decir, quiso presentarnos a nosotros como lo que somos: pecadores. ¡Todo un Dios, en Quien no puede haber pecado alguno, se pone en lugar de la humanidad pecadora, haciéndose bautizar! El Sacramento del Bautismo no es igual al Bautismo del Jordán. Es mucho más: por nuestro Bautismo, por obra del Espíritu Santo somos limpiados del pecado original, nos hacemos hijos de Dios; somos injertados en Cristo, templos vivos del Espíritu santo, habitación de la trinidad; recibimos la fe católica como un tesoro que debemos hacer crecer y compartir con los demás. El día de nuestro bautismo, hechos hijos de Dios, el Padre como a Jesús también nos dijo: tú eres mi hijo amado en quien tengo mis complacencias… La conciencia de esta predilección que Dios nos tiene no puede menos de impulsarnos a aceptar a Cristo en la menta y en el corazón, como Salvador y Señor… Pensar en el Bautismo de Jesucristo, el Dios-hecho-hombre, nos debe llenar de gran humildad: si todo un Dios se humilla hasta pedir el Bautismo de conversión que San Juan Bautista impartía a los pecadores convertidos, ¿qué no nos corresponde a nosotros, que sí somos pecadores de verdad? Recordemos que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarlo y amarse mutuamente» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 387); es no querer vivir la vida de Dios recibida en el bautismo y no dejarse amar por el verdadero Amor. El pecado, cuyo origen se encuentra en la voluntad libre de la persona (cf. Mc 7, 20), es una transgresión del amor verdadero, manifestándose en actitudes, palabras y acciones impregnadas de egoísmo (cf. Catecismo de la iglesia Católica, nn. 1849–1850). En lo más íntimo del hombre es donde la libertad se abre y se cierra al amor. Éste es el drama constante del hombre, que a menudo elige la esclavitud, sometiéndose a miedos, caprichos y costumbres equivocados, creándose ídolos que lo dominan e ideologías que envilecen su humanidad: todo el que comete pecado es un esclavo de Satanás y del pecado (Jn 8, 34), al que renunciamos el día de nuestro bautismo como hijos de de Dios; hijos libres… La Fiesta del Bautismo del Señor nos invita, entonces, a reconocernos pecadores, a arrepentirnos y a renovar esa vida de Dios que recibimos en nuestro Bautismo, para poder optar por el Reino de los Cielos. Que así sea.

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CUARESMA

En cuanto al aspecto histórico de la cuaresma, lo primero que se celebró en la Iglesia fue el domingo (Ap 1, 10), el día de la “fracción del pan” (Act 2, 42; 20, 7). Ya antes del siglo III se celebraba un núcleo de días en torno a la Muerte y Resurrección de Cristo: el llamado Triduo Pascual. Antes todavía existió, en esquema, la Semana Santa. Pero pareció poco una semana de preparación al Triduo Pascual, y en el siglo IV se organiza lo que será la primera Cuaresma, que constaba de tres semanas.. Entre finales del siglo IV y el siglo VI esta Cuaresma toma un claro sentido bautismal, como preparación de los catecúmenos para el bautismo. A finales del siglo VI se añade la Semana de Ceniza, para completar los cuarenta días. La primera Cuaresma tenía sentido bautismal, como preparación de los catecúmenos (Cuaresma de tres semanas). Luego tomó sentido penitencial para todos, especialmente para los peca-dores públicos, que eran públicamente reconciliados con la Iglesia. La Cuaresma desarrolla tres grandes temas en su evolución histórica y sentido actual: 1) El tema bautismal. La Cuaresma surgió en torno al bautismo. Hay en ella una serie de temas de mar-cado sentido bautismal. Esto lo encontramos sobre todo en los tres últimos Domingos, con los temas del “agua” (Domingo III), de la "luz" (Domingo IV) y de la “vida” (Domingo V). 2) El tema penitencial. Ya el primitivo Triduo Pascual tenía un sentido de ayuno, que más tarde se extendió a la Cuaresma. Temas como conversión y ayuno (Miércoles de Ceniza), pruebas del cristiano (Domingo I), etc., son estrictamente penitenciales. También los evangelios del Ciclo C (Domingos III, IV, V) sobre la penitencia y conversión van en esa línea. La Cuaresma, pues, es un tiempo para ayunar, hacer penitencia y convertirse a ejemplo de Cristo. 3) El tema pascual. Otro gran tema de la Cuaresma es la mirada hacia el futuro con el tema de “muerte-vida”. Se inicia ya en el Domingo II y es explícito en el Domingo V y en la quinta semana. La predicación debe explicar el significado de la Cuaresma en el marco de la espera pascual y escatológica.

23 MIÉRCOLES DE CENIZA Isaías 50,4-9; Salmo 69,8-10.21-22.31.33-34; Mateo 26,14-25 Hoy comienza la Cuaresma con el miércoles de ceniza. Cuaresma viene a ser los 40 días de preparación para la Pascua. 40Días que nos recuerda el periodo que pasó el Señor en el desierto, y donde fue tentado. La liturgia nos invita a purificarnos. La cuaresma es un tiempo de penitencia, de ayuno, de mortificación, de duelo de llanto, de limosna. Convertíos al Señor ¿Qué significa? Dejar el hombre viejo. Peculiar es la imposición de la ceniza. Acompaña a este acto las palabras “acuérdate que eres polvo y al polvo te has de convertir” Pues sin el Señor no somos nada, somos polvo y ceniza. Somos criaturas dependientes de él y de su amor. El señor quiere que nos despeguemos de las cosas de la tierra para volvernos a él. Convertíos, volved a él, significa poner los medios para vivir como él espera que vivamos: como hijos suyos. Amar a Dios con todo el alma y alejarnos del pecado. El Señor quiere de nosotros un dolor verdadero de nuestros pecados, un dolor sincero, que se manifieste en la confesión, en la mortificación y limosna. ¿Hace cuánto que no me confieso? Convertirse es volver a empezar siempre, avanzar día a día más. La conversión verdadera se manifiesta también en la conducta. El deseo de mejorar se refleja en el estudio, trabajo, convivencia. El Señor nos pide también en este tiempo una mortificación especial que nosotros debemos ofrecer con alegría: ayuno (18-60), abstinencia de comer carne (14) oración, ejercicio del vía crucis, la mortificación. El ayuno, la abstinencia, la limosna purifica nuestros pecados y nos ayuda a encontrar Dios en el quehacer diario. Si eres egoísta y piensas en tus cosas, nos serás mortificado ni en la comida, convivencia, puntualidad, comodidad. Evitar mortificar a los demás. Convertirse es experimentar lo del hijo pródigo, retornar a la casa del Padre. Cuaresme es tiempo de penitencia de mortificación pero a la vez de alegría (no estar triste) y esperanza (Cristo viene) Si hay tristeza en el alma es que no estoy suficientemente cerca de Cristo. Este tiempo Cristo nos invita a mirar nuestro interior, nuestra alma, preguntémonos cómo estoy viviendo de cara a Dios, la humildad para reconocernos pecadores y volver a Dios. Las tres lecturas de hoy expresan con claridad el programa de conversión que Dios quiere de nosotros en la Cuaresma: convertíos y creed el Evangelio; convertíos a mí de todo corazón; misericordia, Señor, porque hemos pecado; dejaos reconciliar con Dios; Dios es compasivo y misericordioso... Cada uno de nosotros, y la comunidad, y la sociedad entera, necesita oír esta llamada urgente al cambio pascual, porque todos somos débiles y pecadores, y porque sin darnos cuenta vamos siendo vencidos por la dejadez y los criterios de este mundo, que no son precisamente los de Cristo. Acudamos a Santa María en este tiempo para que nos ayude a salir de nuestro egoísmo y que nos purifiquemos con el ayuno, oración, limosna y caridad.

24 Domingo Primero Las tentaciones del cristiano Gén 2,7-9; 3,1-7; Sal 50,3-4. 5-6a. 12-13. 14 y 17; Rom 5,12-19; Mt 4,1-11 Los Evangelios hablan de un tiempo de soledad de Jesús en el desierto inmediatamente después de su bautismo por Juan. Jesús permanece allí sin comer durante cuarenta días. Al final de este tiempo, Satanás lo tienta tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios22. El sentido salvífico de este acontecimiento: Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre23. La tentación es experiencia permanente y universal. Todos los humanos fueron, son y serán tentados: el primer Adán, tentado en el paraíso; el segundo, en el desierto. El primer Adán, tentado con la manzana de la ciencia y del poder; el segundo, con la manzana del consumo y de la gloria. El primer Adán, tentado para que sea Dios; el segundo, tentado para que no sea siervo. Son las mismas tentaciones de todos los hombres y pueblos. Por consiguiente, las tentaciones de Jesús en el desierto, nos permiten pensar en las tentaciones de todo cristiano. Analicemos estas tentaciones y que de algún modo se nos presentan también a nosotros. La primera tentación quiere resolver el hambre: “Si tú eres el Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes”: es la tentación de construir la nueva sociedad mediante medios económicos, convirtiendo las piedras en panes. Ayer como hoy, Hay ciertamente abundancia de personas hambrientas en el mundo que habrían aceptado gustosas ese pan, viniera de donde viniera. Pero Jesús responde al tentador: "no sólo de pan vive el hombre". No es que Jesús dejara de reconocer que el pueblo tenía necesidades económicas; más bien reconoció, por una parte, que no era ésta su más profunda necesidad y, por otra, que no era esto lo que Dios quería que fuera el objetivo principal de su obra. Jesús dice que lo que da vida es el plan de Dios. ¿Cuántas veces no caemos en la tentación de encerrarnos en nosotros mismos y querer que Dios resuelva nuestros problemas de manera inmediata olvidándonos de su plan? La segunda tentación tiene que ver con la misión y los medios para lle varla a cabo. El tentador lleva a Jesús al alero del templo y le dice: “Si eres el Hijo de Dios, échate para abajo, porque está escrito: Mandará a sus ángeles que te cuiden y ellos te tomarán en sus manos, para que no tropiece tu pie en piedra alguna". Una idea muy seductora. Pero la respuesta de Jesús fue crucial: “no pondrás a prueba al Señor tu Dios”. Para Jesús hacer la voluntad de Dios significaba servicio y sufrimiento, y no el uso arbitrario de las promesas de Dios para sus propios fines personales y egoístas. Por eso rechazó la tentación de ser reconocido como el salvador prometido por Dios mediante un despliegue del poder de hacer milagros. Naturalmente que los obró, pero también dio a entender claramente que los milagros eran signos vivos de su mensaje: no eran el mensaje mismo. ¿Cuántas veces no caemos en la tentación de pedir pruebas o evidencias deslumbrantes para poder decirle a Dios que creemos en él? Y todavía, más fatal, cuando le decimos que para creer en él, debe hacer nuestra voluntad, lo que le pedimos… La tercera tentación tiene que ver con el poder-Mesías político: “Te daré todo esto, si te postras y me adoras”. No es que Jesús no sintiera simpatía por el profundo deseo de libertad que experimentaba su pueblo. Después de todo, Él mismo vivía bajo la tiranía de Roma. Conocía muy bien la miserable condición de sus compatriotas, pero rechazó el mesianismo político por dos razones: primeramente rechazó las condiciones en que el demonio se lo ofrecía: compartir soberanía con él. Esto era algo que Jesús no podía aceptar. Y por otra parte, reconocer el poder del demonio en cualquier área de la vida habría sido negar la suprema autoridad de Dios. Jesús veía que lo que los hombres necesitaban era entregar su voluntad y libre obediencia a Dios, y de este modo recibir la libertad moral para crear la clase de sociedad nueva que Dios quería que tuvieran. ¿Cuántas veces no hemos caído en la tentación de querer subir muy alto a cambio de doblar la rodilla ante personas o cosas que no son Dios? 22 CIgC 538 23 CIgC 539

25 Domingo Segundo Gén 12,1-4ª; Sal 32; 2 Tim 1,8b-10; Mt 17,1-9 I Una visión anticipada del Reino: la transfiguración A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro “comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir... y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día” (Mt 16, 21); Pedro rechazó este anuncio (cf. Mt 16, 22-23); los otros, no lo comprendieron mejor (cf. Mt 17, 23; Lc 9, 45). En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la transfiguración de Jesús (cf. Mt 17, 1-8; 2 P l, 16-18), sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por El: Pedro, Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le “hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén” (Lc 9, 31). Una nube los cubrió y se oyó una voz desde el Cielo que decía: “Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadlo” (Lc 9, 35)24. Los Evangelios narran en dos momentos solemnes, el bautismo y la transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su "Hijo amado” (Mt 3, 17; 17, 5). Jesús se designa a si mismo como “el Hijo Único de Dios" (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna (cf Jn 10, 36). Pide la fe en “el Nombre del Hijo Único de Dios” (Jn 3, 18). Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15, 39), porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título “Hijo de Dios” 25. Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para «entrar en su gloria» (Lc 24, 26), es necesario pasar por la cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías (cf. Lc 24, 27). La pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios (cf. Is 42, 1). La nube indica la presencia del Espíritu Santo: «Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa» (santo Tomás, STh. 3, 45, 4, ad 2). Tú te has transfigurado en la montaña y, en la medida en que ellos eran capaces, tus discípulos han contemplado tu gloria, oh Cristo Dios, a fin de que cuando te vieran crucificado comprendiesen que tu pasión era voluntaria, y anunciasen al mundo que Tú eres verdaderamente la irradiación del Padre (Liturgia bizantina, Kontakion de la fiesta de la transfiguración)26. En el umbral de la vida pública se sitúa el bautismo; en el de la pascua, la transfiguración. Por el bautismo de Jesús «fue manifestado el misterio de la primera regeneración»: nuestro bautismo; la transfiguración «es sacramento de la segunda regeneración»: nuestra propia resurrección (santo Tomás, STh. 3, 45, 4, ad 2). Desde ahora nosotros participamos en la resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo. La transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo “el cual transfigurara este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3, 21). Pero ella nos recuerda también que “es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios” (Hch 14, 22): Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña (cf. Lc 9, 33). Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, El mismo dice: Desciende para penar en la Tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la Tierra. La Vida desciende para hacerse matar, el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir? (S. Agustín, serm. 78, 6) 27. La transfiguración de Cristo tiene por finalidad fortalecer la fe de los Apóstoles ante la proximidad de la pasión: la subida a un "monte alto" prepara la subida al Calvario. Cristo, 24 CIgC 554 25 CIgC 444 26 CIgC 555 27 CIgC 556

26 Cabeza de la Iglesia, manifiesta lo que su cuerpo contiene e irradia en los sacramentos: "la esperanza de la gloria" (Col 1, 27; cf. S. León Magno, serm. 51, 3)28. La Iglesia siempre ha presentado el Misterio de la Transfiguración de Jesús como una imagen de lo que será nuestra transfiguración un día. Jesús, dice la S. Escritura, transformará nuestra condición humana según el modelo de su condición gloriosa». Hay dos verdades: Una: ahora tenemos que trabajar en esta tierra tratando de hacerla lo mejor posible y, la otra, que somos ciudadanos del ciclo y que nuestra morada eterna y definitiva será el Paraíso. Para nosotros la verdadera ciudadanía es la del cielo. Trataremos de pasar y hacer pasar los años de esta tierra de la manera más conveniente posible, pero nuestra meta es la eternidad, y no nos vamos a «nacionalizar» definitivamente acá a este mundo, porque la otra Patria es mil millones de veces mejor que ésta. Jesús nos recuerda su condición gloriosa: felicidad sin mezcla de infortunio, gloria y alegría sin preocupación de que nadie venga a arrebatarla. Y nos anuncia que de esa condición gloriosa vamos a participar también nosotros un día no muy lejano... II Gloria. Cruz. Kénosis. El segundo domingo de Cuaresma no es la fiesta de la Transfiguración del Señor, pero este misterio está íntimamente vinculado en la liturgia romana a esta etapa del itinerario hacia la Pascua desde la formación de esta preparación de cuarenta días. El conjunto de las lecturas de este domingo nos hablan de un doble camino: el del hombre hacia Dios y el de Dios hacia el hombre. La iniciativa, no obstante, en ambos caminos, pertenece a Dios: él es quien llama al hombre -Abrahán (1ª. lectura) y a nosotros (2ª. lectura)- con una vocación santa, hacia una bendición misteriosa. Él es, ahora, quien presenta a los hombres a Jesús, su Hijo, el amado, su predilecto, para que le escuchen y le sigan, y sean así partícipes de su gloria. El salmo es una súplica serena que contempla ambos aspectos del camino: el amor de Dios que acompaña al hombre en su itinerario de búsqueda, y la acción de Dios hacia el hombre liberándole de la muerte, fundamento de nuestra esperanza. El hecho de la encarnación tiene su momento de máxima concreción en la muerte en la cruz. Es la "kénosis: ...actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Contemplando al Crucificado nadie diría que es el Hijo de Dios. Es este, precisamente, el escarnio que recibe Jesús en la cruz, anunciado en las tentaciones del desierto: “Si eres Hijo de Dios...” A esta insidia da respuesta la transfiguración: Sí, “¡éste es mi Hijo!”. Es el anuncio de la respuesta que será la resurrección. A pesar que después de la transfiguración los discípulos continuaron con “Jesús, solo” pudieron contemplar, no obstante, algo de la realidad profunda de Jesús: su “claritas”, su gloria. No es simplemente un hombre como los demás, Jesús; es el Hijo de Dios a quien hay que escuchar, porque el Padre lo ha enviado para revelarnos que nos ama. Si sólo fuera un hombre, su mensaje acabaría con una muerte injusta; pero porque es el Hijo, esta muerte es el acto supremo de fidelidad al Padre, la explosión del amor teándrico (divino-humano) que salva a los hombres. Aquí encontramos igualmente el carácter pascual. La resurrección no es un premio por una "buena conducta" realizada por Jesús, hasta la muerte. Es la otra cara de la muerte en la cruz. “Se rebajó... por eso Dios lo levantó sobre todo...” Cuando el Hijo de Dios hecho hombre muere, la filiación divina resplandece en la humanidad asumida, y se convierte en comunicativa para todos los que creen en Él, y se incorporan a su tránsito: les concede “poder ser hijos de Dios”. Una primera aplicación puede consistir en la comprensión misma de la persona de Cristo. La transfiguración nos indica el camino para hablar de Jesús: este camino nunca es perfecto mientras no llegue el anuncio de la condición de Jesús como Hijo de Dios. Una presentación de Jesús que quede centrada en su predicación, en el tiempo de su ministerio terreno, que no

28 CIgC 668

27 llegue a levantar el velo de la visibilidad para contemplarlo en su gloria, no sigue la pedagogía querida por el mismo Jesús en la transfiguración. Una predicación que se acaba al pie de la cruz de Jesús de Nazaret, no es plenamente cristiana. Una segunda aplicación, útil para iluminar nuestro camino de renovación cristiana: ¿qué sentido tiene la penitencia cristiana si no es el de hacer crecer en nosotros, por la acción de Dios, nuestra condición de hijos de Dios que es la "gloria" que llevamos "escondida" en nuestra vida mortal? ¿Y cómo hacer crecer esta condición, si no es potenciando nuestra comunión con el Hijo, por la Palabra y los sacramentos? III Fe. Compromiso Fe. Experiencia Hemos escuchado cómo Abrahán oye la llamada de dios que le invita a dejar su tierra y todo cuanto había formado hasta entonces parte de su existencia y a ponerse en camino. Su ruta está llena de riesgos e inseguridades. No sabe con certeza cual es el término del camino. Pero Abrahán cree, pone su confianza en dios, se apoya en él y empieza a hacer camino. Abraham habría podido quedarse en su tierra, pero no habría hallado la Tierra Prometida. Habría podido hacer de su seguridad, de sus tradiciones, de su patrimonio familiar el absoluto de su existencia, pero entonces no habría encontrado al absoluto, a dios. Habría podido seguir siendo un hombre honrado, incluso religioso, pero quiso ser algo más: un hombre creyente, un hombre de fe. ¿Qué significa creer? ¿Qué significa ser creyentes de verdad? Creer es siempre hacer camino, es siempre lanzarse a la aventura, apoyándose en la Palabra de Dios y en su Poder. Tener fe no es como tener un objeto, una cosa más (como cuando decimos que tenemos una casa, un auto). Tener fe es vivir de acuerdo a lo que digo que creo. La fe no es un comerciar con Dios... La fe no se reduce a unos ritos exteriores, cumplir por cumplir un precepto; no es cumplir con una moral restrictiva, un código de normas; no es una doctrina que se queda en teorías o conceptos. El cristianismo y la fe es más que todo esto… Creer y vivir así nos lleva a vivir una fe infantil, siendo adultos, y siendo católicos, vivir así nos lleva a una fe supersticiosa… Por esto a veces nuestra sintonía de fe es débil y yo les propongo esto para reavivar su fe: un encuentro personal vivo, de ojos abiertos y corazón palpitante con el Señor resucitado, que contemplo Pedro, Santiago y Juan. Ellos captaron la profundidad de la persona de Jesús… La auténtica vida cristiana comienza con un encuentro vivo con Jesús, acogiéndolo y recibiéndolo en nuestro corazón y en nuestra vida, a la que Él entra salvando, liberando, sanando y transformando. Es necesaria una experiencia personal de encuentro y de salvación, donde queda comprometido nuestro ser entero y toda nuestra vida. A partir del encuentro vivo con Jesús, comienza una nueva vida que se expresa y manifiesta en un comportamiento moral y en una vida oracional y de práctica religiosa, como fruto y consecuencia normal de la presencia viva de Jesús y de la acción poderosa del Espíritu. Fruto y expresión exterior y comunitaria de una fe verdadera, no un sustituto de ella. La primera evangelización no tiene lugar en nuestras vidas, y los bautizados han llegado a la vida adulta sin haber tenido todavía una adhesión explícita y personal a Jesucristo (CT 19) Fe es un sí a la presencia y a la acción salvadora de Dios a través de Jesús. Un "sí" lúcido y consciente que se da una vez y se renueva permanentemente. Adhesión libre y responsable de nuestro ser entero a Jesús y a la totalidad de su mensaje y de su obra. Aquella experiencia de los apóstoles es también la nuestra, la de todo creyente: descubrir que Jesús es el camino, la verdad, la vida, que es nuestro modelo y nuestra salvación. Siempre, pero el tiempo de cuaresma es un tiempo de especial escucha de Jesús. Y escucharlo significa seguirlo: creer en Él, supone hacer su mismo camino: vivir lo que creemos; la fe y las obras van juntas. En esta cuaresma renovemos hoy nuestra decisión y nuestro compromiso de creer de verdad. Que sepamos, como Abrahán, emprender el camino con firmeza hacia la tierra prometida... Jesús es siempre el norte de nuestra ruta.

28 Domingo Tercero Ex 17,3-7; Sal 94,1-2. 6-7. 8.9; Rom 5,1-2.5-8; Jn 4,5-42 Jesús y la samaritana “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva”… Del agua que salta hasta la vida eterna habla Cristo a la Samaritana junto al pozo de Sicar. Jesús pide a la Samaritana que le dé de beber para llevar a la mujer del agua natural, al agua verdaderamente viva. Pero la mujer, no pudiendo comprender su lenguaje, piensa en un agua milagrosa que apague la sed del cuerpo, por lo que ya no será necesario sacar más. Jesús despierta en ella el deseo del don de Dios: “Señor -le dice la mujer-, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla” (Jn. 4, 14). Entonces Jesús revela a la mujer que Él es en persona la fuente misma del agua viva. La conversación de Jesús cala en su conciencia de tal manera que reconoce su realidad de mujer pecadora: Ella ha tenido 5 maridos y vive ilegalmente con un sexto. La mujer comienza a reflexionar, y prorrumpe en un emocionado acto de fe: “Señor, veo que tú eres un profeta” (Jn. 4, 19). Y luego irá a anunciar a los habitantes de su ciudad que ha encontrado al Mesías y les invita a “venir a ver a Jesús» (Jn. 4, 29). En este estupendo pasaje evangélico, poco a poco va llevando a revisión la vida: esa vida vista a la luz de la verdad, porque sólo en la verdad puede efectuarse el encuentro con Cristo que personifica la misma verdad. Cuando la Samaritana dice a Jesús: “Dame de esa agua” (Jn. 4, 15), Él no tarda en indicar el camino que lleva a ella. Es el camino de la verdad interior, el camino de la conversión y de las obras buenas. “Anda, llama a tu marido” (Jn. 4, 16), dice el Señor a la mujer: se trata de una invitación a examinar la propia conciencia, a escrutar en lo íntimo del corazón, nos lleva a quitarnos las máscaras, debajo de las cuales podemos esconder nuestra realidad. Jesús hace descubrir a esta mujer la necesidad de ser salvada y de preguntarse por el camino que puede conducirla a la salvación, haciendo con ella un verdadero y propio “examen de conciencia”, y ayudándola a llamar por su nombre a los pecados de su vida. En efecto, Jesús le dice: “Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido” (Jn. 4, 17-18). De este modo la mujer no sólo reconoce su situación de pecado, sino que es ayudada a llamar por su nombre a los pecados de su vida. El agua viva que salta hasta la vida eterna produjo en la Samaritana un gran fruto: se da en ella una auténtica conversión: no sólo reconoce y se arrepiente de su pecado, sin que, al mismo tiempo se convierte en apóstol: “Vengan a ver -dice a sus conciudadanos- a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿será éste el Mesías?” (Jn. 4, 29). Y les da el testimonio de su vida: me ha dicho todo lo que he hecho. En ella hay un nuevo entusiasmo, que la lleva a anunciar a los demás la verdad y la gracia que ha recibido: vengan a ver; se convierte en mensajera de Cristo y de su Evangelio de salvación. El encuentro con el Señor produce una profunda transformación de quienes no se cierran a Él. Hoy a nosotros se nos invita a beber de esta agua viva de la verdad, a purificar nuestra vida, a cambiar nuestra mentalidad, y a acudir a la escuela del Evangelio, donde el Señor, como hizo con la Samaritana, nos cuestiona, haciéndonos descubrir las exigencias más profundas de la verdad de hombres y mujeres pecadores, necesitados de “agua viva”, necesitados de reconocer nuestros pecados y del agua viva. “Ojalá escuchemos en esta cuaresma su voz: no endurezcamos el corazón...” (Sal. 94 [951, 8). Pidamos a Jesús lo mismo que pidió la Samaritana: agua viva, el agua para la vida eterna.

29 Domingo Cuarto 1Sam 16,1b. 6-7. 10-13ª; Sal 22,1-3a. 3b-4. 5. 6; Ef 5,8-14; Jn 9,1-41 Cristo, luz para nuestro mundo El domingo IV de Cuaresma, domingo “Laetare”, anuncia la proximidad de la Pascua, pasada ya la mitad de la Cuarentena: segunda etapa de gran experiencia, de examen interior y renovador que todos estamos llamados a realizar. Si el diálogo con la samaritana conducía a "escrutar" las disposiciones interiores para acoger la oferta del Don del Espíritu hecha por Cristo, la narración del ciego de nacimiento conduce a “escrutar” las zonas de nuestra vida que permanecen más o menos tenebrosas. Hoy es la invitación a dejar nuestras cegueras espirituales; si nos dejarnos iluminar, más y más por el Señor, conseguiremos llevar una vida luminosa. Cada año, renovadamente, se dirige a nosotros esta exigencia: “Ve y lávate en la piscina de Siloé”. Allí, en la oración y en el amor fraterno, en la conversión y en la reconciliación... Los sacramentos son los medios que nos ofrece el señor para ver; para que nuestro corazón se abra siempre de manera nueva a la luz. San Pablo se dirige hoy a nosotros: “despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos; que Cristo será tu luz”. Cristo está aquí. En su mano tiene el lodo que proporciona la salud; su santa carne, su cuerpo humano y terreno. Y la misteriosa piscina de Siloé está representada por el cáliz con el agua y sangre preciosísimas que brotaron del costado del Crucificado. Todo está dispuesto para la salvación, para la iluminación. Y he aquí que también nosotros, los ciegos de nacimiento, estamos presentes. Pero ¡con qué facilidad el pecado vuelve de nuevo a enturbiar nuestra vista! No tenemos derecho a llegar a la fiesta pascual llevando nuestra ceguera espiritual, encerrados en nuestra realidad pecadora; acerquémonos al altar del sacrificio, a las manos del Salvador, a la piscina de Siloé. Y que ocurra en nosotros el Lavi et vidi et credidi Deo: “Me lavé, vi y creo en Dios”. Cada año la Pascua nos recuerda a los cristianos la gracia de nuestro Bautismo. Aquel día, cada bautizado, por los padres y padrinos, encendieron del Cirio grande los cirios personales, como compromiso de fidelidad a la Luz, como propósito de lucha contra las tinieblas, que son la falsedad, el odio, la injusticia... El bautismo ha otorgado un nuevo nacimiento al creyente: la vida en el Señor. San Pablo exhorta al bautizado a despertar, a resucitar con Cristo (5, 8-14), para vivir unido a Cristo resucitado; para de caminar como hijo de la luz: en la bondad, santidad y verdad (5, 9). Cristianos, vivamos como hijos de la luz, seamos iluminadores de los demás: con nuestro ejemplo de vida pascual, podemos y debemos ayudar a otros, empezando por los más cercanos, a descubrir la fuente de la Luz verdadera y el sentido de la vida.

30 Domingo Quinto Ez 37,12-14; Sal 129,1-2. 3-4ab. 4c-6. 7-8; Rom 8,8-11; Jn 11,1-45 Cristo es la resurrección y la vida Los tres momentos de la fe -conversión, iluminación, comunión- quedan claramente destacados a través de los tres domingos de escrutinios. La samaritana es, sobre todo, conversión; el ciego de nacimiento es iluminación; la resurrección de Lázaro destaca la vida nueva que nos viene de la comunión con el Señor muerto y resucitado. A dos semanas de la Pascua se va intensificando nuestra preparación, y la atención se centra cada vez más en la persona de Cristo que camina decidido hacia su Pascua, hacia la Cruz y la Gloria. La resurrección de Lázaro es como un preludio de la cruz y de la resurrección de Cristo, en el que se cumple la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte. En realidad, el Evangelio de la Misa de hoy es un anuncio de esperanza: al realizar el milagro de la resurrección de Lázaro en Betania, Jesús hace una solemne proclamación de Sí, que ha dado a generaciones y generaciones de cristianos, a través de los siglos, esperanza no falaz, más aún, firmísima certeza. Dice el Señor a Marta, hermana de Lázaro: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Jn. 11, 25-26)29 ¿Crees tú esto? Podemos y debemos responder con Marta, como una profesión de fe al que es la Vida: «Sí, Señor: yo creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn. 11, 27) 30. Todos tenemos necesidad de resurrección. Nuestra vida de cristianos es un resurgir del mal, de la enfermedad, de la muerte. Jesús hoy nos grita como a Lázaro: “Ven afuera” (Jn. 11, 43). Sal fuera de tu enfermedad física y moral, de tu indiferencia, de tu pereza, de tu egoísmo y del desorden en que vives. Sal fuera de tu desesperación y de tu inquietud, porque ha llegado el tiempo de la salvación, en el que “yo los haré salir de sus sepulcros, pueblo mío... les infundiré mi espíritu y vivirán” (cfr. Ez. 37, 12-14)31. “Yo soy... la vida” (Jn 14, 6). Jesús “es la vida” porque es verdadero Dios; y Él puede y quiere hacernos partícipes de su vida; “Él es el pan de la vida” (cfr. Jn 6, 35. 48), “el pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 51)32. “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día... como yo vivo por el Padre, así también el que me come vivirá por mí” (Jn 6, 56-57). En efecto, Él se nos da como alimento para nuestro camino cada vez que comulgamos, pero el hecho es que no queremos la vida…No valoramos el vivir ahora en su vida, ni nuestro común destino eterno con Él… Dios tiene para nosotros un proyecto. No vivamos según la carne, según las solas fuerzas humanas y según criterios y mentalidad meramente mundanos, vivamos en el Espíritu, según los criterios de Dios. Hay muchos vivientes que andan como muertos, porque les falta el Espíritu que da la verdadera vida. El mismo Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos, está dispuesto a resucitarnos también a nosotros. Este es el Objetivo de cada Pascua, que estamos muy cerca de celebrar, hacer nuestra la nueva vida de Resucitado. Oponerse al Resucitado, a tener su energía, su novedad, su libertad, su alegría, su vida es una locura: como la samaritana descubramos la fuente verdadera de la vida donde se saciaría nuestra alma; estamos ciegos, dejémonos iluminar por el que es la Luz, como el hombre del Domingo; si estamos muertos y sepultados como Lázaro, escuchemos la voz imperiosa del Señor de la vida, que nos dice: ¡sal fuera! Hoy, Jesús, nos exige salir fuera del sepulcro, y dejar la rigidez, el inmovilismo, la frialdad, y la esclavitud del pecado, para vivir como resucitados; como hijos de la Luz. 29 Cfr. JUAN PABLO II, En el hospital de los Hermanos de S. Juan de Dios, en la Isla Tiberina (5-IV-1981) 30 Cfr. Ibidem 31 Cfr. Ibidem 32 Cfr. Audiencia general (9-IX-1987)

31 Domingo de Ramos Is 50,4-7; Sal 21,8-9. 17-18a. 19-20. 23-24; Fil 2,6-11; Mt 26,14-27,66 Alegría y Dolor. Coherencia para seguir a Cristo hasta la Cruz Entramos en la Gran Semana. Vamos a vivir el Misterio Salvador. La Pascua se acerca a nosotros con la invitación a sumergirnos en ella resucitados. Este hombre que "sube a Jerusalén" es el Señor. Que nadie sienta derrumbarse su Fe por el fracaso aparente; que nadie viva de sentimientos superficiales la escucha de la Pasión. Lo que vamos a celebrar es el Señorío de Jesucristo en la Cruz. Y a modo de gran monición ambiental de la Semana, acompañamos con ramos de victoria y de paz al que camina hacia la muerte: ¡Es el Señor! ¡Hosanna! Nosotros conocemos ahora que aquella entrada triunfal fue, para muchos, muy efímera. Los ramos verdes se marchitaron pronto. El hosanna entusiasta se transformó cinco días más tarde en un grito enfurecido: ¡Crucifícale! ¿Por qué tan brusca mudanza, por qué tanta inconsistencia? Para entender algo quizá tengamos que consultar nuestro propio corazón. “¡Qué diferentes voces eran -comenta San Bernardo-: quita, quita, crucifícale y bendito sea el que viene en nombre del Señor, hosanna en las alturas! ¡Qué diferentes voces son llamarle ahora Rey de Israel, y de ahí a pocos días: no tenemos más rey que el César! ¡Qué diferentes son los ramos verdes y la cruz, las flores y las espinas! A quien antes tendían por alfombra los vestidos propios, de allí a poco le desnudan de los suyos y echan suertes sobre ellos”. La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide a cada uno de nosotros coherencia y perseverancia, ahondar en nuestra fidelidad, para que nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente y pronto se apagan. En el fondo de nuestros corazones hay profundos contrastes: somos capaces de lo mejor y de lo peor. Si queremos tener la vida divina, triunfar con Cristo, hemos de ser constantes y hacer morir por la penitencia lo que nos aparta de Dios y nos impide acompañar al Señor hasta la Cruz. María también está en Jerusalén, cerca de su Hijo, para celebrar la Pascua. La última Pascua judía y la primera Pascua en la que su Hijo es el Sacerdote y la Víctima. No nos separemos de Ella. Nuestra Señora nos enseñará a ser constantes, a luchar en lo pequeño, a crecer continuamente en el amor a Jesús. Contemplemos la Pasión, la Muerte y la Resurrección de su Hijo junto a Ella. No encontraremos un lugar más privilegiado. Pueden ser estas ideas para después del Evangelio de la Bendición de los Ramos: Más que la bendición de los ramos mismos, lo importante es nuestra participación agitando los ramos en esta procesión. Se trata de un homenaje a Cristo, que entra en Jerusalén como Rey de los mártires. La procesión expresa de manera sensible lo que ha sido nuestro peregrinar de Cuaresma: es la culminación de subir con Cristo a Jerusalén para vivir con él la Pascua. Busquemos sintonizar con los sentimientos y actitudes de Cristo que actuando como un hombre cualquiera se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz. San Andrés de Creta, nos propone muy bien los sentimientos espirituales con que debemos participar en la celebración hoy: “...Ea, pues, corramos a una con quien se apresura a su pasión, e imitemos a quienes salieron a su encuentro. Y no para extender por el suelo, a su paso, ramos de olivo, vestiduras o palmas, sino para prosternarnos nosotros mismos, con la disposición más humillada de que seamos capaces y con el más limpio propósito, de manera que acojamos al Verbo que viene, y así logremos captar a aquel Dios que nunca puede ser totalmente captado por nosotros”. .. Y si antes, teñidos como estábamos de la escarlata del pecado, volvimos a encontrar la blancura de la lana gracias al saludable baño del bautismo, ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de victoria".

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TRIDUO PASCUAL

La importancia cristiana es la fe cristiana; es fe en la muerte y resurrección del Señor; el misterio pascual es el centro del cristianismo, de la Iglesia. «Esta obra de la redención humana y la perfecta glorificación de Dios la realizó Cristo principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección y gloriosa ascensión» (SC 5). Sentido del Triduo Pascual La segunda parte de la Semana Santa está constituida por el Triduo Pascual, que conmemora, paso a paso, los últimos acontecimientos de la vida de Jesús, desarrollados en tres días. Estos tres días santos son culminación celebrativa de todo el año litúrgico, retiro espiritual de los creyentes en comunidad y momento principal de decisiones cristianas. Las celebraciones pascuales se centran en el núcleo básico del cristianismo. Son casi seguidas, tienen amplitud, están relacionadas entre sí y manifiestan el sentido de la vida cristiana en comunidad. La Pascua implica un proceso de transformación social y de cambio personal. Es proceso de liberación de toda servidumbre y opresión. Es compromiso actual desde la raíz de la justicia del reino, causa por la que murió Cristo para la salvación de todos; esta justicia es radicalmente distinta de la que, desgraciadamente, tiene vigencia en el mundo. Es esperanza de vida plena, de amor total y de verdad completa, basados en el triunfo de Cristo sobre los «infiernos» de la naturaleza humana, sobre el pecado como muerte y sobre los ídolos de este mundo.

33 JUEVES SANTO Ex 12,1-8.11-14; Sal 115,12-13. 15-16bc. 17-18; 1 Cor 11,23-26; Jn 13,1-15 Con la Misa vespertina de hoy damos inicio al Triduo Pascual. Hasta esta hora, el Jueves pertenece a la Cuaresma. Con la Eucaristía de esta tarde entramos ya en la Pascua. Como la última Cena fue un «anticipo» de lo que luego iba a pasar en la cruz, anticipando la entrega del Cuerpo y Sangre de Cristo en el sacramento del pan y del vino, así la Eucaristía de hoy es un anticipo de la Pascua de Cristo, de su Muerte y Resurrección. La Misa de hoy, al recordar la última Cena de Cristo, no es la Eucaristía más importante: lo será la de la Vigilia Pascual, pasado mañana. Para los judíos (1ª. lectura), la Pascua es la celebración anual del gran acontecimiento de su primera Pascua, su éxodo, su liberación de la esclavitud, con el paso del Mar Rojo y la alianza del Sinaí. Para los cristianos (2ª. lectura), esta celebración adquiere un nuevo sentido: es la Pascua de Jesús, su muerte y resurrección, de la que hacemos por encargo del mismo Cristo, un memorial: la Eucaristía, en forma de comida. En ese pan partido y en esa copa de vino, nos ha asegurado Él mismo, que nos da su propia persona, su Cuerpo y su Sangre, para que tengamos su propia vida. Nunca le agradeceremos bastante que nos haya dejado esta herencia: Él mismo, además de ser nuestro Maestro y Guía, ha querido ser, a lo largo de nuestro camino, nuestro alimento de vida eterna. Sobre todo en nuestra Eucaristía de cada domingo. Pero en esta tarde (noche) nos hizo otro don: el don de la fraternidad, el amor y el servicio a los demás, la caridad. Hoy, además, nos lo recuerda el lavatorio de los pies. Por parte de Jesús fue un gesto de suprema elegancia espiritual: Él, el maestro y guía del grupo, se ciñe la toalla y se humilla, lavando los pies a sus discípulos. Y como el gesto eucarístico lo concluye diciendo «hagan esto en memoria mía», también el gesto del lavatorio lo comenta del mismo modo: «Hagan ustedes» otro tanto: “lávense los pies los unos a los otros”. La medida la tenemos muy cerca y es muy exigente: Ámense como yo los he amado. A lo largo de la vida tenemos mil ocasiones para mostrar nuestra servicialidad para con los demás y de dar testimonio de que, como seguidores de Jesús, no sólo celebramos su Eucaristía, sino que también queremos imitar su actitud vivencial de entrega generosa por los demás. Tres grandes acontecimientos, pues, celebramos en este día: 1º.) La institución de la Sagrada Eucaristía: Cada vez que por orden del Señor, nos reunimos a celebrar la Cena del Señor, se transforma el pan en su propio Cuerpo y el vino en su propia Sangre: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes”; “Este cáliz es la nueva alianza que se sella con mi sangre”; así, Jesús se nos da como alimento en la Sagrada Comunión. San Agustín dice que “si ustedes mismos son Cuerpo y miembros de Cristo, son el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y reciben este sacramento suyo. Responden «amén» (es decir, «Si», «es verdad») a lo que reciben, con lo que, respondiendo, lo reafirman. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes «amén». Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu «amén» sea también verdadero” 33.

33 S. AGUSTÍN, serm. 272

34 2º.) El sacerdocio ministerial: Jesús quiso elegir de entre el pueblo a algunos que se consagraran a Él, para continuar en ellos su obra salvadora. En efecto, el ministro consagrado posee, en verdad, el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. El sacerdote es asimilado al Sumo Sacerdote Jesús, por la consagración sacerdotal: goza de la facultad de actuar por el poder y en la persona de Cristo mismo, a quien representa 34. En efecto, “Cristo es la fuente de todo sacerdocio, y por eso, el sacerdote, actúa en representación suya” 35. Que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, como también al obispo, que es imagen del Padre, y a los presbíteros como al senado de Dios y como a la asamblea de los Apóstoles: sin ellos no se puede hablar de Iglesia 36. Grandeza obliga; así, san Gregorio Nacianceno, siendo joven sacerdote, exclama: “Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir, es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia (or. 2, 71). Se de quién somos ministros, dónde nos encontramos y a dónde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero también su fuerza (ibíd. 74). Por tanto, ¿quién es el sacerdote? Es el defensor de la verdad, se sitúa junto a los ángeles, glorifica con los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios, comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece [en ella] la imagen [de Dios], la recrea para el mundo de lo alto, y, para decir lo más grande que hay en Él, es divinizado y diviniza (ibíd. 73). 3º.) El amor y el servicio a los demás, la proclamación del gran precepto, cuyo cumplimiento nos manifiesta discípulos de Jesucristo, el mandato del amor. Los apóstoles discutían quien era el mayor entre ellos, Jesús le respondió: El que quiera ser grande entro ustedes, deberá amar y servir a los demás. Porque ni aún el Hijo del Hombre vino para que le sirvan, sino para amar y servir, y dar su vida como rescato por todos (Cfr. Mc.10:43.45). De ahí que los que recibimos el Cuerpo de Cristo tenemos obligación de amarnos: “les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros... como yo los he amado”. San Juan Crisóstomo al respecto dice: “has gustado la Sangre del Señor y no reconoces a tu hermano. Deshonras esta mesa, no juzgando digno de compartir tu alimento al que ha sido juzgado digno de participar en esta mesa. Dios te ha liberado de todos los pecados y te ha invitado a ella. Y tú, aún así, no te has hecho más misericordioso”37.

34 Cfr. Virtute ac persona ipsius Christi; PÍO XII, enc Mediator Dei 35 S. TOMÁS DE A., STh 3, n, 4). 36 S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Trall. 3, 1). 37 S. JUAN CRISÓSTOMO hom. in Co 27, 4.

35 VIERNES SANTO Is 52,13-53,12; Sal 30,2 y 6. 12-13. 15-16. 17 y 25; Hebr 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1-19,42 Los frutos de la cruz Hoy es el primer día del Triduo Pascual, que inauguramos con la Eucaristía vespertina de ayer. De esa gran unidad que forman la muerte y la resurrección de Jesús y que llamamos «Pascua», hoy celebramos de modo intenso el primer acto, la «Pascha Crucifixionis». Aunque este recuerdo de la muerte está ya hoy lleno de esperanza y victoria. A su vez, la fiesta de la Resurrección, a partir de la Vigilia Pascual, seguirá teniendo presente el paso por la muerte: «Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado», diremos en el prefacio pascual. Los frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno de los ladrones, después de reconocer sus pecados, se dirige a Jesús: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Le habla con l a confianza que le otorga el ser compañero de suplicio. Seguramente habría oído hablar antes de Cristo, de su vida, de sus milagros. Ahora ha coincidido con Él en los momentos en que parece estar oculta su divinidad. Pero ha visto su comportamiento desde que emprendieron la marcha hacia el Calvario: su silencio que impresiona, su mirar lleno de compasión ante las gentes, su majestad grande en medio de tanto cansancio y de tanto dolor. Estas palabras que ahora pronuncia no son improvisadas: expresan el resultado final de un proceso que se inició en su interior desde el momento en que se unió a Jesús. Para convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento del Señor. Escuchó el Señor emocionado, entre tantos insultos, aquella voz que le reconocía como Dios. Debió producir alegría en su corazón, después de tanto sufrimiento. Yo te aseguro, le dijo, que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso. La eficacia de la Pasión no tiene fin. Ha llenado el mundo de paz, de gracia, de perdón, de felicidad en las almas, de salvación. Aquella Redención que Cristo realizó una vez, se aplica a cada hombre, con la cooperación de su libertad. Cada uno de nosotros puede decir en verdad: “el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí”. No ya por “nosotros”, de modo genérico, sino por mí, como si fuese único. Se actualiza la Redención salvadora de Cristo cada vez que en el altar se celebra la Santa Misa. “Jesucristo quiso someterse por amor, con plena conciencia, entera libertad y corazón sensible (...). Nadie ha muerto como Jesucristo, porque era la misma vida. Nadie ha expiado el pecado como Él, porque era la misma pureza”. Nosotros estamos recibiendo ahora copiosamente los frutos de aquel amor de Jesús en la Cruz. Sólo nuestro “no querer” puede hacer baldía la Pasión de Cristo. Muy cerca de Jesús está su Madre, con otras santas mujeres. También está allí Juan, el más joven de los Apóstoles. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: “Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa”. Jesús, después de darse a sí mismo en la última Cena, nos da ahora lo que más quiere en la tierra, lo más precioso que le queda. Le han despojado de todo. Y Él nos da a María como Madre nuestra. Este gesto tiene un doble sentido. Por una parte se preocupa de la Virgen, cumpliendo con toda fidelidad el cuarto Mandamiento del Decálogo. Por otra, declara que Ella es nuestra Madre. “La Santísima Virgen avanzó también en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo de pie” (Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús, agonizante en la Cruz, como madre al discípulo, en quien todos estamos representados. Con María, nuestra Madre, nos será más fácil, y por eso le cantamos con el himno litúrgico: “¡Oh dulce fuente de amor!, hazme sentir tu dolor para que llore contigo. Hazme contigo llorar y dolerme de veras de sus penas mientras vivo; porque deseo acompañar en la cruz, donde le veo, tu corazón compasivo. Haz que me enamore su cruz y que en ella viva y more...”

36 LA VIGILIA PASCUAL Rom 6. 3-11; Sal 117,1-2. 16ab-17. 22-23; Mt 28,1-10 El domingo, día del Señor En esta noche el Señor resucitó e inauguró para nosotros en su carne, la vida en que no hay muerte. Cuando aquellas mujeres que lo amaban vinieron a su sepulcro, en su busca, supieron por los ángeles que había ya resucitado durante la noche. El Mesías, prenda de nuestra resurrección, ¡Ha Resucitado! Esta será para nosotros una ley eterna hasta el fin del mundo. Por tanto, es paso de Cristo de este mundo al Padre; de la muerte a la vida; de la derrota y el fracaso a la victoria definitiva. Es el paso del cristiano de la muerte del pecado a la vida de Dios; de las tinieblas a la luz; de la esclavitud a la libertad; de la condición de siervo a la del Hijo. Por esto llamamos a Cristo, «nuestra Pascua»: «Cristo, nuestra Pascua, se inmoló (1 Co 5,7). Él fue para nosotros el paso único y el puente definitivo para pasar nosotros al Padre. ¡Ha Resucitado! Es lo que celebramos esta noche. Y la liturgia se vuelca en ello con toda la exuberancia de signos: fuego, luz, agua, Palabras, cantos, flores. Todo es vida. Todo proclama la resurrección de Jesús. Todo, esta noche es un grito de fiesta. Todo se puede resumir en una palabra significativa, que se canta con toda el alma.- ¡ALELUYA! Del hebreo Hallelú-Yah, significa: alaben, con sentido de júbilo, y Yah, que es abreviación de Yahvé (el Señor). Significa: ¡Alaben al Señor! La Iglesia en su culto la ha usado desde el principio, como aparece en el Apocalipsis (19,4). En la liturgia el Aleluya es manifestación del culto cristiano que prorrumpe en la solemnidad de la Pascua y se repite en la cincuentena pascual. La palabra «vigilia», aquí tiene un sentido propio: «una noche en vela». La Vigilia Pascual supone que «pasamos en vela la noche en que el Señor resucitó»: es la madre de todas las vigilias. Es la Solemnidad de las Solemnidades, la noche primordial de todo el año. Más importante que la Navidad, que también tiene su celebración nocturna. La Pascua de Resurrección es la primera de todas las solemnidades cristianas, y la raíz y el fundamento de todas ellas. Estamos en la cumbre de la Historia de la Salvación y en el centro y corazón de toda la liturgia cristiana. Cristo ha resucitado, según las Escrituras (1 Co 15,4). Este es el núcleo central de la predicación apostólica, del kerigma primitivo (Hch 2, 24-32; 3, 5; 4, 10, 33, 34; Lc 24,46). Y el fundamento de la fe cristiana (1 Co 15,1 7). La Resurrección de Jesús, tal como Pedro la proclama ante los primeros gentiles convertidos (Hch 10,36-43), es el «acontecimiento-síntesis», que abarca e ilumina la totalidad del Misterio de Cristo. La resurrección de Cristo inaugura el tiempo de la «nueva-creación» en el mundo (Rm 1,4; 2 Co 13,4; Flp 2,9-10), y en nosotros (Rm 6,4; Co 5,1 7; 1 P 1,3-4). Pascua es la fiesta de la alegría, del triunfo, de la vida: en contraste con las trist ezas de los días pasados, el recordar y revivir la tragedia del Calvario y el escándalo de la Cruz, hoy nos llena de alegría de la primavera cristiana en la que nacemos a una nueva existencia, a una nueva vida (Rm 6,4). Pascua es la fiesta de la luz. Este cirio cuya luz nos ilumina, es el símbolo de Cristo, luz de los hombres y del mundo (Jn 1,4.9; 8,12). Ese lucero encendido en la noche de Pascua «no volverá a conocer ocaso» (Pregón pascual). Pascua es la fiesta de la libertad: La humanidad estaba encadenada a los pies del peor de los amos, era esclava del pecado (Rm 6,17-18), pero ahora por la Resurrección de Cristo, «libres del pecado y siervos de Dios, tienen por fruto la santificación y por fin, la vida eterna» (Rm 6,22). El día del Señor. «La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón ‘día del Señor’ o domingo»38. Aquí es donde toda la comunidad de los fieles encuentra al Señor resucitado que los invita a su banquete (Cfr. Jn 21,12; Lc 24,30): El día del Señor, el día de la resurrección, el día de los cristianos, es nuestro día. Por eso es llamado día del Señor: porque es en este día cuando el Señor subió victorioso junto al Padre39.

38 SC 106 39 Cfr. S. JERÓNIMO, pasch

37 El domingo es el día por excelencia de la asamblea litúrgica, en que los fieles “deben reunirse para, escuchando la Palabra de Dios y participando en la eucaristía, recordar la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los ‘hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos”40. Cuando meditamos, oh Cristo, las maravillas que fueron realizadas en este día del domingo de tu santa resurrección, decimos: Bendito es el día del domingo, porque en él tuvo comienzo la Creación... la salvación del mundo... la renovación del género humano... en él el Cielo y la Tierra se regocijaron y el universo entero quedó lleno de Luz. Bendito es el día del domingo, porque en él fueron abiertas las puertas del paraíso para que Adán y todos los desterrados entraran en él sin temor”41.

PASCUA La celebración de la Pascua es el primero y más importante de los “tiempos fuertes” del Año Litúrgico. Empieza con la celebración del Triduo Pascual, y se prolonga durante los “Domingos de Pascua”. El Misterio Pascual es el misterio de la humillación (kénosis) de Cristo y de su exaltación gloriosa (Lc 24, 26). En el lenguaje litúrgico oficial los tres días o triduo pascual (Jueves Santo, Viernes Santo y Sábado Santo) constituyen la sinfonía teológico-litúrgica de apertura del Tiempo Pascual. En ella vemos a Jesús que a través de la Pasión llega a la meta de la Resurrección y Exaltación. Por eso, las dos tendencias teológicas: teología de la cruz y teología de la gloria, están evidentemente coordinadas entre sí. Como en la predicación apostólica el “escándalo de la cruz” había sido superado con la llamada a las apariciones del Resucitado, así también la liturgia del Viernes Santo debe ya ambientarse en el alba de la gloriosa Resurrección. Y, a su vez, en la solemnidad de la Resurrección, debe permanecer siempre vivo el recuerdo de la Pasión, porque incluso el Resucitado ha querido conservar las llagas transfiguradas de su Pasión y Muerte. La celebración no se agota en el Triduo Pascual; se prolonga hasta la fiesta de Pentecostés. Los siete Domingos que siguen a Pascua no se denominan “después de Pascua”, sino "primero, segundo... Domingo de Pascua", para significar que todo este tiempo es una prolongada celebración del Misterio Pascual. El hombre moderno, no traumatizado por guerras, terrorismo, dificultades, etc., está ansioso de supervivencia, da afirmación, de liberación, y encuentra en el Misterio Pascual el verdadero sentido de la vida presente, la alegría de vivir, la auténtica libertad. Del Misterio nace una moral nueva.

40 SC 106 41 Fangith, Oficio Siriaco de Antioquía, Vol. 6, 1º. parte del verano, p. 193, 2

38 Domingo de la resurrección del Señor Hech 10,34a.37-43; Sal 117,1-2. 16ab-17. 22-23; Col 3,1-4; Jn 20,1-9 …vio y creyó Este domingo es el tercer día del Triduo Pascual, que ha tenido en la Vigilia su punto culminante y, a la vez, el primer día de la Cincuentena Pascual, las siete semanas de celebración de la Pascua, que concluirá con Pentecostés, el nombre griego del "día quincuagésimo". Pascua es el día que hizo el Señor, el día grande, la solemnidad de las solemnidades, el día rey, el día primero, día sin noche, tiempo sin tiempo, edad definitiva, primavera de primaveras... pasión inusitada. La Resurrección es la verdad fundamental del cristianismo y el motivo y garantía de nuestra esperanza. Pedro y el otro discípulo, con un testimonio muy personal, confiesan que hasta entonces no habían entendido el sentido de la muerte y de la resurrección del Señor. Ahora, al encontrar la tumba vacía tal como las mujeres les han anunciado, es cuando llegan a la fe; es decir, cuando no lo ven es cuando creen. El Señor ha realizado el "paso" de Muerte a Vida. Ellos también realizan el "paso" por la fe. Ya no se quedan bloqueados en el escándalo del Viernes Santo, sino que descubren como Dios les abre un horizonte de vida insospechado, y la vida que habían compartido con Jesús ahora toma un nuevo sentido: nosotros somos testigos de todo lo que hizo... dice Pedro en la primera lectura. Han quedado verdaderamente transformados por la Pascua del Señor. También ellos han realizado el "paso" a la fe y pasan a ser hombres nuevos. Ahora se tornan "misioneros" de esta Buena Nueva: ¡El Señor ha resucitado! El libro de los Hechos de los Apóstoles es el libro de la misión, del anuncio de la resurrección, de la vida nueva de los hombres nuevos que forman la Iglesia. Es el libro de los testigos. También hoy debemos seguir escribiendo páginas de este libro con la acción evangelizadora y misionera de la Iglesia que encuentra su fuente en la Resurrección del Señor que celebramos y que da sentido a nuestra vida. Creer en la resurrección de Cristo nos lleva a creer que ya ahora vivimos esta nueva vida, resucitada, gracias al Bautismo que hemos recibido. Por él nos ha llegado la fuerza de la resurrección, nos han llegado los bienes de arriba. La Pascua nos invita a renovar nuestro Bautismo. “El primer día de la semana" fue María Magdalena al sepulcro. Todos los evangelios nos presentan la resurrección el "primer día de la semana". En la tarde del "primer día de la semana" los discípulos de Emaús reconocen a Jesucristo resucitado en la "fracción del pan". Y el "primer día de la semana" se reúne la comunidad cristiana para escuchar la palabra del Resucitado y hacer la fracción del pan, la Eucaristía. De ahí la importancia de la celebración de la Eucaristía del domingo. No es una ley, no es un mandamiento. Es una necesidad para el cristiano. Tenemos necesidad de encontrarnos, reunirnos, somos la comunidad de Cristo Resucitado. Y tenemos necesidad de escuchar su Palabra, su "Buena Noticia gozosa". Esa Palabra que se hace Pan, "carne para la vida del mundo". Y esa Palabra es luz y alimento para que a lo largo de la semana intentemos hacer las obras que el Padre quiere, en favor de nuestros hermanos los hombres. Obras concretas, como Jesús hizo. Sal 117/POEMA: Este es el día en que actuó el Señor, que sea un día de gozo y de alegría. Este es el día en que, vencida la muerte, Cristo sale vivo y victorioso del sepulcro. Este es el día que lava las culpas y devuelve la inocencia, el día que destierra los temores y hace renacer la esperanza, el día que pone fin al odio y fomenta la concordia, el día en que actuó el Señor, que sea un día de gozo y de alegría. Hoy, Señor, cantamos tu victoria, celebramos tu misericordia y tu ternura, admiramos tu poder y tu grandeza, proclamamos tu bondad y tu providencia. Que sea para nosotros el gran día, que saltemos de gozo y de alegría, que no se aparte nunca de nuestra memoria y que sea el comienzo de una vida de esperanza, de amor y de justicia.

39 Domingo Segundo Hech 2,42-47; Sal 117,2-4. 13-15. 22-24; 1Pe 1,3-9; Jn 20,19-31 Sentido originario de nuestro Domingo Las apariciones del Señor resucitado a sus apóstoles empiezan se dan cada ocho días, en primer día de la semana, el domingo, que ha quedado consagrado desde el inicio, como día del Señor, el día pascual en que la comunidad de la Iglesia se reúne convocada por su Señor. En efecto, en el Evangelio hemos escuchado que Jesús se aparece de ocho en ocho días. El día del Señor es el día en que celebramos la fe pascual alrededor de Jesús resucitado. La resurrección de Jesús es el dato originario en el que se fundamenta la fe cristiana (cf. 1 Co 15,14). Las apariciones del resucitado explican el sentido y origen de nuestro domingo: «la Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día de la resurrección. Este es, pues, el sentido originario de nuestro domingo: como memoria y presencia del Resucitado en medio de los suyos; como el día de la Resurrección. Cada ocho días Jesús se hace presente entre nosotros, de la misma forma como nos narra san Juan la aparición del Resucitado a los discípulos, de ocho en ocho días. Jesús se presenta entre nosotros como mensajero de paz y de reconciliación. El episodio de Tomás quiere animar la fe de todos aquellos que no vieron directamente al Señor; el mensaje es claro: sólo la fe permite ver y entender la presencia del Resucitado en medio de su Iglesia. El domingo es por excelencia el día de la fe. En él el Espíritu Santo, «memoria» viva de la Iglesia (cf. Jn 14, 26). En realidad, estas manifestaciones del Resucitado, se renuevan en el «hoy» de cada uno de nosotros; hoy nos sentimos interpelados como el apóstol Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn 20, 27). Sí, el domingo es el día de la fe42. Al mismo tiempo, hoy, se nos lleva a contemplar lo que es la Iglesia en torno a Jesús resucitado; lo que es la Iglesia desde su origen, cómo se ha vivido el Día del señor desde tiempo inmemorial: todos los hermanos acudían asiduamente a escuchar las enseñanzas de los apóstoles, vivían en comunión fraterna y se congregaban para orar en común y celebrar la fracción del pan. Por eso, toda la gente los estimaba, porque vivían unidos y compartían todos los bienes, sin nada propio, sin indigencia, atendiendo las necesidades de cada uno. Estos son los frutos, que derivan del encuentro comunitario con el Resucitado. Que todo esto nos ayude a recuperar el sentido y la importancia del domingo: quienes hemos recibido la gracia de creer en el Señor resucitado podemos descubrir el significado de este día semanal con la emoción vibrante que hacía decir a san Jerónimo: «El domingo es el día de la resurrección; es el día de los cristianos; es nuestro día». Ésta es efectivamente para los cristianos la «fiesta primordial»: «Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo», hoy en el tiempo y luego en la eternidad.

42 Dies domine 29

40 Domingo Tercero Hech 2,14.22-28; Sal 15,7-2a y 5. 7-8. 9-10. 11; 1Pe 1,17-21; Lc 24,13-35 Palabra y Eucaristía, el camino para encontrar al Camino La narración del Evangelio parte de de Jerusalén a Emaús (vv.13-32) y de Emaús a Jerusalén (vv. 33-35). Para san Lucas, Jerusalén es el lugar donde están los once y los demás. Jerusalén es el grupo creyente. Los dos de Emaús han abandonado el grupo y retornan a él. Jesús caminaba junto a dos hombres que sólo iban a Emaús. Estos andaban un camino muy corto; aquél, resucitado, acababa de comenzar con su vida y con su entrega a la muerte un camino mucho más largo y ambicioso, el camino del hombre, de todo hombre hacia el Reino de Dios. En efecto, en los dos de Emaús estamos representados todos los cristianos. El mensaje que nos quiere dar este relato es que reconozcamos a Jesús resucitado en nuestra vida, pero sobre todo en la eucaristía: al escuchar la Palabra del resucitado y al partir el Pan; que, al mismo tiempo, implica la misión de anunciarlo a los demás. Esta enseñanza tiene lugar, en n día como hoy, “el primer día de la semana”, Día del Señor, es un día destinado a que los ojos se nos abran después de participar en la escuela de la Palabra y en la fracción del pan: comiendo el pan de la Palabra y el Cuerpo y la Sangre del Resucitado. Por tanto, las vías de acceso para encontrar de forma viva y personal a Jesús son a) la Palabra. “Les explicó las Escrituras... ¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?”, b) la Eucaristía: “Se les abrieron los ojos y lo reconocieron... y contaron cómo le habían reconocido al partir el pan”, c) la comunidad: “Y se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros, que les dijeron: es verdad, ha resucitado el Señor”. Los cristianos tenemos un momento en el que partimos el pan y oímos las Escrituras: es la Misa…; en ella, Jesús se nos hace presente y se nos ofrece como alimento. Finalmente nos levantamos y volvemos al lugar de donde hemos venido, nos disponemos a rehacer el camino, a vivirlo con nueva ilusión, a anunciar a los demás la alegría de haber visto al Señor. Qué importante es que participemos en plenitud de la Misa para salir con el corazón enardecido, reanimados para vivir la experiencia del encuentro con Jesús durante la semana y hacerla vida propia. Pero esto, a condición que nos encontremos con Cristo en la fracción del pan, alimentados con la Eucaristía… Por tanto, intentemos seriamente, sacerdotes y laicos, vivir el encuentro semanal con Cristo como algo trascendente para nuestra vida cristiana, como el momento más importante del día, ese momento que deje en cada uno de nosotros, la misma impresión indeleble, que el encuentro con Cristo, dejó en los discípulos de Emaús. No nos dejemos atrapar por la indiferencia y el pesimismo. Renovemos semanalmente el impulso que nos hace seguir a Jesucristo. Que salgamos con el deseo de contarle a los que no han venido la gran nueva que los de Emaús dieron a los discípulos de Jerusalén: es cierto que Jesucristo ha resucitado. Con esta conciencia de la presencia de Jesús entre nosotros podremos superar el pesimismo y el desaliento, y decirle con el corazón al Divino Caminante: Porque anochece ya, porque es tarde, Dios mío, porque temo perder las huellas del camino, no me dejes tan solo y quédate conmigo. Porque he sido rebelde y he buscado el peligro y escudriñé curioso las cumbres y el abismo, perdóname, Señor, y quédate conmigo. Porque ardo en sed de ti y en hambre de tu trigo, ven, siéntate a mi mesa, bendice el pan y el vino. ¡Qué aprisa cae la tarde! ¡Quédate al fin conmigo! Amén.

41 Domingo Cuarto Hech 2,14a. 36-41; Sal 22,1-3a. 3b-4. 5. 6; 1Pe 2,20b-25; Jn 10,1-10 Cristo, Buen Pastor, la Puerta de salvación En este domingo pascual la Iglesia nos presenta la figura de Cristo, Buen Pastor, que nos lleva al Padre, que da su vida por nosotros, que nos alimenta con los pastos sabrosos de su Palabra y de su Cuerpo y de su Sangre, que nos defiende del lobo rapaz, del demonio y de sus secuaces. En el Evangelio Cristo se presenta como la puerta, con una intención muy concreta. Puerta significa entrada, acogida, mediación, acceso. “El que entre por mí se salvará... encontrará pastos”. Cristo se revela como el enviado del Padre, el verdadero Maestro, que invita a entrar a la casa de Dios. Él es la puerta, en virtud de su muerte-resurrección: la entrada es libre a la salvación, a “los pastos”, a “la vida abundante”. “Yo soy la puerta”. “Muy muchas veces lo he visto por experiencia; me lo ha dicho el Señor; he visto claro que por esta puerta hemos de entrar”, dice Santa Teresa de Jesús. Cristo Jesús es la verdadera puerta a la salvación, Cristo es la entrada a los pastos verdaderos, al Padre. En un mundo lleno de voces Jesús aparece como la única Puerta, la única respuesta y el único camino, que da sentido a nuestra existencia; él es la única puerta de acceso a la verdad y a la vida. Así nos enseña san Pedro: Cristo es el único Salvador, en quien tenemos el perdón de los pecados, porque ha entregado su vida por nosotros. Salvarse va a consistir en creer en él, convertirse a él, bautizarse y agregarse a su comunidad eclesial. O sea, «entrar por la puerta que es Cristo», que no supone sólo la pacífica posesión de un certificado de bautismo, sino oír su voz, seguirle, formar activamente parte de su comunidad: no andemos descarriados como ovejas sin pastor, volvamos al Pastor y “guardián de sus vidas”. No hay otro Pastor ni otra Puerta legitima: sólo Cristo, el Señor. Por otra parte, el Evangelio alude a los pastores que, en nombre de Cristo, guían al pueblo. Hay pastores auténticos, los que entran por la puerta verdadera, guías que animan y conducen al pueblo a los pastos, que son de Cristo: su verdad, su gracia, su vida. Pero puede haber también otros que “no entran por la puerta”. Cristo les llama ladrones y bandidos: falsos profetas que se han dado a si mismos un encargo que no es el de Cristo y se sienten dueños y no servidores. Cristo ha querido que haya personas que colaboren con El para la guía y defensa del pueblo cristiano. Los obispos, presbíteros y diáconos, ministros ordenados: que han entrado por la puerta de Cristo, configurados a él por un sacramento especial; que han recibido, como Pedro, el comprometido encargo: “Apacienta mis ovejas”. Pero todos somos sus lugartenientes: Sólo Jesús puede decir: “Yo soy el Buen Pastor, Yo soy el único; todos los demás forman conmigo una sola unidad. Quien apacienta fuera de Mí, apacienta contra Mí; quien conmigo no recoge, desparrama”43, comenta san Agustín. Y al respecto San Gregorio de Nisa enseña: “¿Dónde pastoreas, Pastor Bueno, Tú que cargas sobre tus hombros a toda la grey? Muéstrame el lugar de tu reposo, guíame hasta el pasto nutritivo, llámame por mi nombre, para que yo escuche tu voz y tu voz me dé la vida eterna” 44. Y el buen Pastor nos responderá: “Oveja perdida, ven sobre mis hombros; que hoy no sólo tu Pastor soy, sino tu pasto y tu puerta también. Por descubrirte mejor cuando balabas perdida, dejé en un árbol la vida, donde me subió tu amor; si prenda quieres mayor, mis obras hoy te la den. Oveja perdida, ven sobre mis hombros, yo soy tu puerta; que hoy no sólo tu Pastor soy sino tu pasto y tu puerta también”45. 43 Sermón 138,5 44 Homilía 2 sobre el Cantar 45 LUIS DE GÓNGORA

42 Domingo Quinto Hech 6,1-7; Sal 32,1-2. 4-5. 18-19; 1Pe 2,4-9; Jn 14,1-12 "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 1-12) I “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. El que cree en Jesús no tiene necesidad de ninguna otra doctrina de salvación; está ya seguro de llegar a la meta y ya la está tocando desde ahora. Se trata, como se ve, de la misma idea del domingo anterior (“Yo soy la puerta”), pero desarrollada desde símbolos distintos. Todo hombre o mujer, en su vida busca encontrar la verdad; desea que su vida no termine para siempre. A esos profundos anhelos da Jesús, en el evangelio de hoy, respuesta cabal. Y no una respuesta teórica: Él mismo es el Camino, la Verdad y la Vida. En él, y en vivir la vida como él la vivió, está la respuesta a los interrogantes y las búsquedas del hombre. El Camino a seguir, La Verdad a defender, la Vida que no se pierde, están al alcance de nuestra mano. Elegirlos o rechazarlos es cosa nuestra. Cuando el hombre pregunta por el camino, está preguntando por el sentido y meta de su existencia. Así se entiende la respuesta de Jesús. Jesús es el camino para Dios porque en Jesús es Dios quien personalmente ha venido al hombre, abriéndole así el camino. Jesús afirma que él en persona es el camino verdadero y viviente que sustituye a la ley mosaica. Para el cristiano, no serán ni diez, ni trescientos trece los mandamientos de Dios; será la persona misma de Jesús por medio de su Espíritu quien sirva de cauce buscado a su actuar diario. No se trataba de seguir física a Jesús por los polvorientos caminos de Palestina, ni siquiera de saberse sus discursos o su doctrina. Se nos pide ser discípulos, convertirnos a él, encontrarnos con él, aceptarle convencida y voluntariamente, estar de acuerdo con sus sentimientos y su concepción de la vida. De estas raíces saldrán en último término los frutos de una actuación externa coherente con lo que en el interior se siente y se vive. El programa de Jesús es él mismo. Jesús no es solamente el camino en la medida en que, por su enseñanza, conduce a la vida, sino que él es el camino que conduce al Padre en la medida en que él mismo es la verdad y la vida (Cfr. 10. 9). Está bien marcado el sentido último de nuestra misión cristiana: vivir como Jesús ha vivido y tener la misma manera de pensar adaptada al mundo de hoy. El hombre pregunta por el camino, el camino de la vida o el camino de la salvación, y consiguientemente por el sentido y finalidad de su propia existencia. Jesús dice: Yo soy el camino, el camino salvífico del hombre hacia Dios II Jesús en el evangelio nos dice: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí”. Jesús se nos presenta, a los apóstoles y a nosotros, como aquel que da sentido pleno a la existencia, como el que es capaz de satisfacer nuestro deseo de felicidad, de gozo, de vida plena. Siguiéndole a él, aceptándolo a él como camino; yendo con él todos los valores humanos, todas las esperanzas e ilusiones humanas se hacen más plenas, más ricas; todos los esfuerzos que hacemos los hombres al servicio de una vida mejor pueden llegar más a fondo, pueden alcanzar una amplitud insospechada. Jesús se designa a sí mismo como la verdad. La concepción del mundo sobre la verdad tiene unas representaciones muy distintas. Así, por ejemplo, se entiende como verdad (1) el que uno diga lo que piensa y quiere, la armonía entre pensamiento, propósito y lenguaje, en oposición al engaño o mentira. O bien (2) la concordancia de una idea o afirmación, o bien de una doctrina, con la realidad, en oposición al error. Hoy es frecuente sobre todo (3) entender la verdad como

43 introducción a la práctica recta; y, finalmente (4), se entiende a menudo verdad en el sentido de que una afirmación o teoría responda a las reglas de la razón, de la lógica o de los métodos científicos. La verdad del presente texto no se deja encasillar en ninguna de las concepciones mencionadas. Aquí se trata de la radical búsqueda humana de la verdad como experiencia de sentido y certeza. Verdad en el AT expresa la absoluta fidelidad de Dios en su obrar, en su revelación y en sus mandamientos. Verdad significa la credibilidad absoluta de Dios frente al hombre, de tal modo que éste puede confiar incondicionalmente en la palabra de Dios, en su promesa y lealtad. De esa fiabilidad, lealtad y verdad de Dios puede vivir el hombre; ahí adquiere la constancia y firmeza básica para su vida. El hombre, que se confía a la palabra y revelación de Dios y que cuenta con ella totalmente en la práctica, en cuanto que obra la verdad con fe, participará en la verdad de Dios. En esa concepción de la verdad, la visión y el obrar (teoría y práctica), conocimiento y experiencia, están en íntima relación. Ahora bien, la afirmación central del evangelio de Juan está en que esa verdad de Dios sale al encuentro del hombre en Jesús; con él han venido la gracia y la verdad (1, 17). Esa verdad que sale al encuentro, que es objeto de experiencia y que habla, es la que hace al hombre libre: “Si ustedes permanecen en mi palabra, serán verdaderamente discípulos míos: conocerán la verdad, y la verdad los hará libres” (Jn 8, 31). En contacto con Jesús y su mensaje el hombre encuentra la verdad y realidad liberadora de Dios: experimenta la verdad en Jesús como salvación y como amor; puede ser de la verdad. Lo decisivo para la fe es que la verdad liberadora sólo se experimenta en el encuentro con Jesús y su palabra. En Jesús se nos da de hecho y de forma permanente. Por lo que hace al concepto de vida, en san Juan significa que la vida humana sólo alcanza su plena consumación en la comunión con Dios. Podemos calificar esa concepción como una calidad de vida escatológica. Justamente eso es lo que preocupa al cuarto evangelista: la lejanía de Dios, como ausencia de sentido, de felicidad y alegría es lo que constituye el problema más grave y la auténtica enajenación de nuestra vida; mientras que la vida verdadera, como podría ofrecerla la revelación, consiste en que por Jesús se nos brinda la comunión divina. Jesús, el Hijo del hombre, es el donador de vida escatológica. Por él ha sido dada aquella posibilidad de vida, que supera toda otra calidad. En Juan se suma como elemento decisivo el que esa vida eterna no se entienda sólo como algo futuro que sólo se nos otorgará en el futuro lejano o después de la muerte, sino que la fe es el comienzo de esa vida eterna. Con la fe el hombre alcanza ya, aquí y ahora, una nueva calidad de vida escatológica. La fe es el paso decisivo “de la muerte a la vida”, porque es la participación del hombre en la comunión divina que se le ha abierto por Jesús (Cfr. 1Jn 1, 1-4). III En el Evangelio hemos escuchado hablar a Felipe: “Señor, muéstranos al Padre...” Objetivamente la súplica formula el deseo de una contemplación de Dios. En ese deseo de contemplar directamente la divinidad en toda su plenitud, se condensa la quintaesencia de todo anhelo religioso, el anhelo de que en el encuentro con Dios se nos abra el sentido del universo. La Biblia conoce ese deseo del hombre de contemplar a Dios, pero alude una y otra vez a sus limitaciones. A Moisés, que dirige a Yahvéh la súplica “Déjame contemplar tu gloria”, se le da la respuesta: “No puedes contemplar mi rostro, pues ningún hombre que me ve puede seguir viviendo”. Lo más que puede otorgársele es que pueda contemplar “las espaldas” de la gloria divina, pero nada más (cf. Ex 34,18-23). También el evangelio de san Juan mantiene esta concepción de que ningún hombre ha visto a Dios ni puede verle (1,18; 6,46; cf. 1Jn 4,12). Según la concepción bíblica Dios se muestra sobre todo al “oyente de la palabra”. La respuesta de Jesús se mantiene exactamente en ese cuadro. El reproche “Llevo tanto tiempo con ustedes, ¿y no me has conocido, Felipe?”. Conocer a Jesús equivale justamente a reconocerle como el revelador de Dios.

44 “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. En el encuentro con Jesús encuentra su objetivo la búsqueda de Dios. Pues ése es el sentido de la fe en Jesús: que en él se halla el misterio de lo que llamamos Dios. Por lo demás, el “ver a Jesús”, de que aquí se trata, no es una visión física, sino la visión creyente. Lo que llega a ver la fe en Jesús es la presencia de Dios en este revelador. En efecto, conocer, encontrarse con Jesús es encontrarse con el Padre. Se da ahora la razón de por qué la fe en Jesús puede ver al Padre: “¿No crees que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí?” Jesús está “en el Padre” y el Padre está “en Jesús”. En esa fórmula se manifiesta la íntima relación y comunión entre Dios y Jesús. Que Jesús “está en el Padre” quiere decir que está condicionado en su existencia y en su obrar por Dios, a quien él llama su Padre; y, a la inversa, Dios se revela a través de Jesús, hasta el punto de que “en Jesús” se hace presente. Se comprende que la verdad de esta afirmación sólo se manifiesta en la fe, y no en una especulación sobre Dios que pueda separarse de la fe. Así, la fe pone al hombre en una relación viva con Jesús y, justamente por ello, en una relación viva con Dios, asegurando una participación en la comunión divina. IV Encontrarse con Cristo “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Hay en la vida momentos de verdadera sinceridad en que, de pronto, surgen de nuestro interior con lucidez y claridad desacostumbradas, las preguntas más decisivas: En definitiva, ¿yo en qué creo? ¿Qué es lo que espero? ¿En quién apoyo mi existencia? Ser cristiano es, antes que nada, creerle a Cristo, aceptarlo en la vida, vivir en él, con él y para él, en donde cada quien ha sido plantado. Tener la suerte de habernos encontrado con él. Por encima de toda creencia, fórmula, rito, ideologización o interpretación, lo verdaderamente decisivo en la experiencia cristiana es el encuentro con Cristo. Ir descubriendo por experiencia personal, sin que nadie nos lo tenga que decir desde fuera, toda la fuerza, la luz, la alegría, la vida que podemos ir recibiendo de Cristo. Poder decir desde la propia experiencia que Jesús es “camino, verdad y vida”. En primer lugar, descubrirlo como camino. Escuchar en él la invitación a andar, a cambiar, avanzar siempre, no establecernos nunca, renovarnos constantemente, sacudirnos de perezas y seguridades, crecer como hombres, ahondar en la vida, construir siempre, hacer historia más evangélica. Apoyarnos en Cristo para andar día a día el camino doloroso y al mismo tiempo gozoso que va desde la incredulidad a la fe. En segundo lugar, encontrar en Cristo la verdad. Descubrir desde él a Dios en la raíz y en el término del amor que los hombres damos y acogemos. Darnos cuenta, por fin, que el hombre sólo es hombre en el amor. Descubrir que la única verdad es el amor. Y descubrirlo acercándonos al hombre concreto que sufre y es olvidado. En tercer lugar, encontrar en Cristo la vida. En realidad, los hombres creemos a aquel que nos da vida. Ser cristiano no es admirar a un líder ni formular una confesión sobre Cristo. Es encontrarse con un Cristo vivo y capaz de hacernos vivir. A Jesús lo reconocemos como camino, verdad y vida, al amar, al rezar, al compartir, al ofrecer amistad, al perdonar, al crear fraternidad. A Jesús no lo poseemos. A Jesús lo encontramos cuando nos dejamos cambiar por él, cuando nos atrevemos a amar como él, cuando crecemos como hombres y hacemos crecer la humanidad. Jesús es “camino, verdad y vida”. Es otro modo de caminar por la vida. Otro modo de ver y sentir la existencia. Otra dimensión más honda. Otra lucidez y otra generosidad. Otro horizonte y otra comprensión. Otra luz. Otra energía. Otro modo de ser. Otra libertad. Otra esperanza. Otro vivir y otro morir.

45 Domingo Sexto Hech 8,5-8. 14-17; Sal 65,13a. 4-5. 6-7a. 16 y 20;

1 Pe 3,15-18; Jn 14,15-21 I La gran promesa que nos hizo Cristo fue el envío del Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad, don del Padre a los que por la fe y el amor se entregan a Cristo. Es también el Espíritu de Verdad, fuente de vida y de santidad para toda la Iglesia. La Segunda Lectura (He 8,5-8.14-17) nos dice que los apóstoles imponían las manos a los que aceptaron a Jesús y recibían el Espíritu Santo. La jerarquía eclesial es el órgano sacramental que nos garantiza la donación y la presencia del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. San Basilio afirma que hacia el Espíritu Santo, Fuente de santificación y de Luz, dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación, hacia Él tiende el deseo de todos los que llevan una vida virtuosa y su soplo es para ellos como un riego de agua, que vitaliza y los ayuda en la consecución de su fin propio.46. El don del Espíritu Santo no es sino el mismo Espíritu de Cristo (Rom 8,9), que a Él lo glorificó en su Resurrección y a nosotros nos santifica y nos injerta en su Cuerpo místico. Toda nuestra vida ha de ser un himno de alabanza y de acción de gracias a Cristo, que nos otorga tantos bienes materiales y espirituales. Jesús en el Evangelio nos dice que pedirá al Padre que nos dé otro defensor. Oigamos a San Basilio, que nos habla del Paráclito prometido por Jesús: “Se le llama Espíritu porque Dios es Espíritu (Jn 4, 24), y Cristo Señor es el espíritu de nuestro rostro. Le llamamos santo como el Padre es santo y santo el Hijo. La criatura recibe la santificación de otro, mas para el Espíritu la santidad es elemento esencial de su naturaleza. Él no es santificado, sino santificante. Lo llamamos bueno como el Padre es bueno y bueno aquel que ha nacido del Padre bueno; tiene la bondad por esencia. Él es, sin embargo, el Señor Dios, porque es verdad y justicia y no sabrá desviarse ni doblegarse, en razón de la inmutabilidad de su naturaleza. Es llamado Paráclito como el Unigénito, según la palabra de éste: “Yo rogaré al Padre y él os enviará otro Paráclito” (Jn 14,16). II La unidad de la Trinidad en la Iglesia por el amor Jesús sigue despidiéndose y hablando del futuro sin él, pero con él. Jesús promete el Espíritu Santo a sus amigos. Así, Jesús asegura que nunca les dejará solos. Les garantiza que, desde el Padre, y a través del amor, estará siempre en sus amigos y que sus amigos estarán siempre en él y en su Padre: entonces sabrán que yo estoy con mi Padre, ustedes conmigo y yo con ustedes (3. Juan 14,20). Jesús concibe la vida de la comunidad cristiana como una comunidad íntima entre el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y los cristianos “que lo aman”. Jesús ha quitado las barreras y murallas que separaban el cielo y la tierra. Ahora lo único que señala los límites es el “amor” hacia Dios y hacia los hermanos. Dios se viene a vivir con los que lo aman. Observemos cómo en el evangelio de San Juan aparece Cristo como un amigo que gusta de vivir junto a nosotros, con nosotros. El evangelio lo ubica a Jesús “allí donde hay amor a Dios y al prójimo”. El resucitado quiere vivir con nosotros, dentro de nosotros: “Yo con mí Padre, y ustedes conmigo”. Es el “Emmanuel”: “Dios con nosotros”. En realidad, con la escena de hoy, cuando parece que todo acaba, se inicia una nueva relación, una nueva vida basada en el servicio (13,13-17) y en el amor (15,12-15); servir y amar gratis y sin condiciones. La escena, en efecto, relaciona al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo (la Trinidad) con los discípulos (la Iglesia). Por la intervención de Jesús, el Padre enviará a los discípulos el Espíritu Santo. El hecho de que el Padre dé el Espíritu Santo a los discípulos de su Hijo Jesús, implica que quiere estar en ellos, como ellos están en el Hijo y el Hijo está en él. El Espíritu une la Trinidad y a los discípulos, y hace de la existencia de los discípulos una existencia de 46 Sobre el Espíritu Santo 9, 22-23

46 comunión con Dios y entre nosotros. Pero los discípulos sólo recibirán el don del Espíritu si se mantienen unidos a Jesús, si guardan su palabra, palabra que se ha hecho relación (1,14), comida y bebida (6,55), donación libre por amor (10,17-18). Jesús nos promete su presencia. No nos deja solos, porque quiere que vivamos la vida que vive desde siempre al lado del Padre, una vida de comunión, una vida de amor en plenitud, una vida libre y feliz para siempre. Por eso, el Padre nos dará el Espíritu, para que éste haga manar de los corazones de los creyentes ríos de agua viva (7,38-39). El Espíritu prometido transformará nuestros corazones para que sirvamos y amemos como Jesús, y nos acompañará siempre en nuestro camino hacia la comunión con Dios y entre nosotros. Hoy Jesús se dirige directamente a los que buscamos la felicidad: “quien me ama, guarda mis mandamientos”. Amar a Jesús y guardar sus mandamientos son una única y misma cosa, son inseparables; no amamos a Jesús si no guardamos sus mandamientos. Ahora bien, ¿cuáles son los mandamientos de Jesús? Son su palabra. Y su palabra es él mismo, su vida de servicio y su misión de amor, para que todos tengan vida y acojan la verdad (el amor de Dios). Por tanto, se trata de creer en Jesús y seguir su ejemplo en el servicio y en el amor desinteresados, en donde cada uno de nosotros vive: en la familia, en el trabajo, con los amigos… Que sepamos hacer el ambiente necesario en estas siguientes semanas para tener la experiencia de tener un reencuentro con el Espíritu Santo en este Pentecostés, por intercesión de maría, Madre de Dios y Madre nuestra. III Lo primero es el amor Al que me ama, lo amara mi Padre, y Yo también lo amaré y me revelaré a él (Juan 14,21) Lo primero y principal está en el amor, porque Dios es amor, y Dios está por encima de todo. Para el evangelio de San Juan el amor a Dios y al prójimo es la base de todo. Dios ama a Jesús. Jesús ama a Dios Padre. Dios ama a los hombres. Jesús también los ama inmensamente. Las personas amamos a Dios a través de Jesús y se nos hemos de amar entre sí porque así lo ha recomendado Cristo. El cielo y la tierra, la creatura humana y Dios, y las personas cristianas entre sí: todos estamos unidos con un solo lazo: el vínculo de amor. Lo que une y mantiene unidos es el amor de Dios, Dios mismo: Padre Hijo y Espíritu Santo. Este amor supone la obediencia a los mandatos de Cristo, y una total confianza en la bondad y en el poder del Padre, que conduce a dos grandes realizaciones: 1ª.) A la seguridad íntima, en el día del triunfo definitivo de Cristo, a aquellos que lo han amado con obediencia, estarán a salvo, en un mundo que se derrumba y perece. 2ª.) A una revelación plena: Jesús se revelará de manera cada vez más completa a las personas que lo aman. Obtener que el Hijo de Dios se nos revele (revelar es: manifestar lo que se es, lo que se piensa, lo que hará) es algo que bien vale la pena, hacer cualquier sacrificio por costoso que sea. ¿Y cual será la condición que se obtenga de esa revelación? ¿A quién se revela Cristo? A quienes guardan y observan sus mandatos. Puede alguien andar pregonando que ama a Dios. Pero si no cumple lo que Cristo ha ordenado, a él no se le revelará el Señor. El tener comunicación con Dios, el obtener su revelación, depende del amor que se tenga hacia Él. Y la señal de que nuestro amor sí es verdadero es que obedezcamos a lo que Cristo nos ha enseñado en el Evangelio. Por eso, jamás se recomendará lo suficiente a todo el que desee tener una comunicación completa con Dios y obtener sus divinas revelaciones, que debe leer y releer cada día el Evangelio para comparar su propia vida con los preceptos de Cristo y saber así qué tan auténtico es su amor a Él. Cuánto mejor obedezcamos a las enseñanzas de Jesús en el evangelio, mejor comprenderemos a Dios, y todo el que transita cada día por los senderos marcados por el Evangelio, tiene que llegar necesariamente a Dios y a su revelación perfecta. Mí Padre lo amará, y Yo también lo amaré. La tragedia de muchísimas personas es sentir que nadie las ama. Pero después de esta formidable promesa de Jesús ya jamás podremos decir que no hay quien nos ame en este mundo. “Mi Padre lo amará y Yo también lo amaré”. ¿Qué más podemos desear? Hay un amor totalmente desinteresado: es el de Dios y el de Jesucristo su Hijo.

47 Domingo de la Ascensión del Señor Hech 1,1-11; Sal 46,2-3. 6-7. 8-9; Ef 1,17-23; Mt 28,16-20 Jesús los cita a sus discípulos en “un monte” de Galilea. En un monte Jesús sufrió la tentación del poder, en un monte se transfiguró, en un monte proclamó su mensaje. Dios ha querido revelarse de forma especial en la cumbre de las montañas, como un signo de su presencia. En este monte Jesús manifiesta du poder y su divinidad. Y, con este poder, confía una misión a los discípulos y en ellos a toda la Iglesia, a cada uno de nosotros: hagan discípulos míos a todas las gentes; enséñenles “todo lo que Yo les ha mandado”. En efecto, el que anuncia y enseña la persona y la doctrina de Jesús, no enseña su doctrina, sino la persona, la vida y la persona de Jesús. Esto es lo que Jesús pidió a sus seguidores y, hoy, nos lo sigue pidiendo a nosotros: “bautizar” y “enseñar”. Bautizar en el nombre de alguien significa establecer con él una relación personal. Por el bautismo entramos en relación personal con el Dios de Jesús, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por nuestro bautismo nos hemos hecho discípulos de Jesús. Y ser discípulos de Jesús implica, no sólo conocer la doctrina del maestro, sino vivir en una estrecha relación con Él; una relación personal y un seguimiento, que compromete toda la vida y es para siempre... En realidad, el discípulo se liga a la persona del Maestro y se compromete a compartir su proyecto de vida, a identificarse con sus palabras, sus pensamientos y sus obras. La fiesta de la ascensión de Jesús subraya la responsabilidad de los creyentes. La palabra de Dios que hemos escuchado nos indica el verdadero camino, en el cumplimiento de nuestro deber de cristianos. Ahora comienza para la Iglesia el camino de la fe y de la madurez cristiana: caminará sola, sin la ayuda visible del Maestro. Comienza también el camino de la esperanza: “volverá”. La Iglesia espera la venida del Señor y su espera hará que se mantenga fiel. El reproche de los dos personajes: “¿qué hacen ahí plantados mirando al cielo?”, viene a ser como una indicación de que la misión del cristiano está sobre la tierra; su mirada y atención será sobre las realidades humanas que él deberá transformar y cristianizar. Es tanto la cercanía y el amor y la vida de Jesús con nosotros que promete vivir siempre entre nosotros: “Yo “estaré con ustedes hasta el fin del mundo”. En realidad, el Señor resucitado se ha ido, pero al mismo tiempo está aquí, se ha quedado con nosotros para siempre, es el Emmanuel = el “Dios con nosotros”. Ahora Jesús no Está entre nosotros de forma visible, física, pero se ha presente de diversos modos, y esto hace que sea posible estar con cada uno y con todos: está en Iglesia, en la comunidad concreta, en los sacramentos, en la Eucaristía, en los más abandonados, en el perdón, etc. Reto nuestro es estar atentos para encontrar al Señor en todo y de tantas maneras, se acerca a todos… La presencia de Jesús nos urge a caminar, no podemos quedarnos “ahí parados mirando al cielo”. Necesitamos ponernos a trabajar en la personal salvación y en la salvación de los hermanos; desde al trabajo, desde la propia realidad..., Jesús nos quiere testigos de su presencia. Así nos podemos preparar para ser bautizados con el Espíritu Santo”, Él es fuerza de Dios en nuestra debilidad. Esta semana es tiempo de oración y reconciliación para prepararnos a Pentecostés, a tener la experiencia de la presencia del divino Consolador, y llenarnos de serenidad, ciencia y fortaleza. Que el próximo domingo sean todos llenos del Espíritu Santo, que los llene de luz y de verdad, de poder y de fuerza para que den testimonio de Jesús resucitado. Cuenten con mi oración desde el viejo Mundo… para que sea en cada uno un nuevo Pentecostés; a la vez me encomiendo a su oración… Que Dios Padre, en su Hijo Jesús, por el Espíritu Santo bendiga a todos (que la Madre de la Soledad haga a todos valientes testigos del resucitado. Cada uno desde estamos hagamos Historia, hagamos historia de salvación).

48 Domingo de Pentecostés Hech 2,1-11; Sal 103, 1ab y 24ac. 29bc-30. 31 y 34; 1Cor 12,3b-7. 12-13; Jn 20,19-23 Celebramos hoy el domingo de Pentecostés. Con este domingo se cierran los 50 días de Pascua, dedicados por entero a celebrar el gozo de la resurrección, la novedad de vida de los bautizados y el comienzo de la Iglesia animada por el Espíritu Santo. “El día de Pentecostés” está marcado particularmente por la conmemoración de la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles. Es un día en que la Iglesia dirige su atención de una manera especial a honrar a la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Tres temas parecen destacar en la liturgia de hoy: el Espíritu como don pascual de Cristo glorificado, el misterio de la Iglesia como obra del Espíritu, y la misión evangelizadora que impulsa el Espíritu Santo. La fiesta de Pentecostés nos ayuda a descubrir una doble relación entre Pentecostés y Pascua, entre el misterio del Espíritu Santo y el misterio de Cristo muerto y resucitado. a) El don del Espíritu se presenta como fruto de la Pascua. “Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado” (Jn/07/39). Por eso, el Resucitado se da prisa en comunicar el Espíritu a los suyos, la tarde misma del día de la resurrección, en su primera aparición (evangelio). En realidad, ese Espíritu es el “aliento vital” que exhaló Jesús sobre su Iglesia desde lo alto de la cruz en el momento de pasar de este mundo al Padre: regalo nupcial del Esposo. b) La función del Espíritu en la Iglesia no es suceder a Cristo ni, menos aún, suplantarlo. Por el contrario, es “llevar a plenitud la obra de Cristo en el mundo” (plegaria eucarística IV). Corresponde al Espíritu asegurar la presencia invisible y perenne de Cristo y de su obra; desplegar, en el tiempo y en el espacio, la totalidad del misterio de Cristo; “hacernos comprender la realidad misteriosa de su sacrificio, y llevarnos al conocimiento pleno de toda la verdad revelada” (oración sobre las ofrendas); ayudarnos a interiorizar y asimilar la salvación de Cristo. El domingo de Pentecostés es “fiesta de la Iglesia” a título particular: el acontecimiento que hoy se conmemora marca el nacimiento (o la epifanía, según se mire) de la Iglesia. La 1ª.lectura nos describe la escena inaugural constituyente del pueblo de la nueva Alianza. El evangelio nos presenta a la Iglesia como criatura del Espíritu del Resucitado. El gesto de Jesús “exhalando su aliento” sobre los discípulos y diciendo: “Reciban el Espíritu Santo es gesto de creador, que recuerda la creación del primer hombre (“El Señor Dios sopló en su nariz aliento de vida y el hombre se convirtió en ser vivo”: Gn 2. 7). El Espíritu fue, “desde el comienzo, el alma de la Iglesia naciente” (prefacio). “Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo” (2ª. lectura). El Espíritu de Cristo sigue en la Iglesia haciendo comunidad. “El Espíritu del Señor mantiene todo unido” (antífona de entrada), derribando barreras de incomprensión (como viento impetuoso), destruyendo el pecado, factor de división (como fuego purificador) y suscitando diversidad de servicios para el bien común (2ª. lectura). Por tanto, la unidad de la Iglesia no es fruto de la voluntad y esfuerzo de los hombres, sino obra del Espíritu. La dimensión misionera de la Iglesia pertenece también esencialmente al mensaje de Pentecostés. El Espíritu clausura las solemnidades pascuales abriendo a la Iglesia a la misión que nace ineludiblemente de la experiencia de la Pascua. A los discípulos reunidos el Resucitado les comunica el Espíritu como una fuerza que los aliente a llevar adelante la misión que les encomienda (evangelio). El Espíritu los transforma en testigos valientes, en predicadores enardecidos de la Buena Noticia (otra vez el simbolismo del viento impetuoso y del fuego, de la primera lectura). Se da a la Iglesia como un principio vital que le permite crecer, expansionarse, manifestarse al exterior, irradiar hacia el mundo la presencia salvadora de Cristo. Va plasmando a la Iglesia como lugar de encuentro y diálogo, como instrumento de paz y reconciliación, para que “sea ante todo el mundo signo visible de salvación” (oración sobre las ofrendas de la vigilia). Ahora los discípulos, nosotros, animados por el Espíritu, vayamos a nuestro mundo, en que vivimos a continuarán la obra de Jesús y a hacer presente a Jesús.

49 Solemnidad de la Santísima Trinidad Ex 34,4b-6. 8-9; Dan 3,52. 53. 54. 55. 56; 2 Cor 13,11-13; Jn 3,16-18 Al celebrar la solemnidad de la santísima Trinidad, el saludo inicial de la misa, sacado de la segunda lectura de hoy, adquiere un sabor especial: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con ustedes”. Porque nuestro Dios, la Trinidad aparece como lo que es: misterio de vida y de amor. La gran revelación de la identidad de Dios. En efecto, el Dios que nos ha revelado Jesús es un Dios vivo y personal, un Dios Familia: dios Uno y Trino. A través de Jesús hemos comprendido que la actitud básica de Dios es amar: toda la historia de Dios es una historia de amor, una voluntad de amor más fuerte que el mal de los hombres (evangelio y 1ª. lectura). Contemplando a Jesús, vemos en él un diluvio de gracia, que es presencia de ese amor absoluto de Dios: una gracia y un amor de los cuales se nos hace partícipes por ese don de comunión que es el Espíritu Santo (2ª.lectura). La respuesta del cristiano al amor de la santísima Trinidad ha de ser el agradecimiento y la alabanza a este Dios grande y amoroso (salmo); y segundo, la experiencia gozosa de vivir en comunidad de seguidores de este Dios que está con nosotros (2ª.lectura) La misericordia de Dios es el «tema» por excelencia de la Biblia. Israel, a lo largo de su historia, tuvo la experiencia privilegiada de la bondad extrema de Dios. Dios tiene ternura para con los suyos, por fidelidad a sus compromisos. Cuando el hombre rompe con Dios esta alianza de amor, Dios, lejos de olvidarse de sus creaturas, ofrece su generoso perdón, para rehacer la dignidad de los elegidos. Claro está que éstos, nosotros, han de convertirse; han de ser responsables de una nueva vida. La misericordia de Dios viene destacada también por un amor de madre, según lo del profeta: aunque una madre se olvidara de su pequeño, Dios nunca se olvidará de Israel. Moisés ha subido al Sinaí y el «Señor bajó en la nube y se quedó con él allí». El santo pronuncia el nombre de Dios. La respuesta es admirable: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad». El Dios Uno y Trino es de esta manera. Le respondemos agradecidos y con la promesa de realizar siempre su querer: «A ti gloria y alabanza por los siglos». El San Juan nos brinda hoy una vigorosa y tierna contemplación. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único... para que el mundo se salve por él”. Un amor extraordinario, porque da lo más que podía dar su Unigénito. «Entregó» parece tener un matiz de expiación y sacrificio. Conexión, pues, con el misterio pascual. Redención plena. El evangelista lo dice enormemente conmovido. El Padre nos ha enviado al Hijo para realizar el plan de salvación. En efecto, «El Mesías es salvador, Jesús o salvación, propiciación por los pecados, Cordero de Dios que quita los pecados del mundo». Todo esto pide, en el discípulo, una entrega total y plena, consistente en la fe que acoge la palabra y la pone en práctica. Verdadero amor a Cristo, incoación del juicio favorable en la definitividad del más allá en la presencia del Dios Uno y Trino, del Dios que es el Amor. “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Al Dios que es, era y que vendrá”. Agradezcamos la misericordia de Dios que ha obtenido su plenitud en Cristo. Hagamos propia la oración sobre las ofrendas: ser transformados en ofrenda perenne a la gloria de Dios.

50 Solemnidad del Corpus Christi Jueves o Domingo después de la Trinidad En el evangelio JESUCRISTO nos han hablado repetidamente de “vida”. Vida que es comunión con Dios y, por tanto, es para ahora y para siempre. Una vida que significa vivir como hijos del Padre siguiendo el camino de JESUCRISTO, vivificados por su Espíritu. Recordemos que la Eucaristía, como alimento para nuestro camino, es una comunión con JESUCRISTO. “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”, dice Jesús. La Eucaristía es el mismo JESUCRISTO quien quiere dársenos y no porque nosotros lo merezcamos, sino porque nos ama. La Eucaristía es comunión para vivir como hijos de Dios, como él vivió. En el evangelio que acabamos de escuchar, Jesús, en la sinagoga de Cafarnaún, hablaba a la gente y les anunciaba el alimento de su carne y su sangre como fuente de vida para todos. Todos estamos llamados a seguir a Jesús, todos somos llamados a la fe en él, todos somos llamados a caminar por su camino. Todos nosotros, todos los cristianos, sabemos que en Jesús tenemos el camino, y la verdad, y la vida. Pero la llamada de Jesús no se acaba aquí, el ofrecimiento de Jesús no termina aquí. Porque él nos dice, en el evangelio de hoy, que lo podemos encontrar de una manera muy palpable, muy visible, en estos signos tan sencillos, tan humanos, del pan y el vino. En el pan y el vino de la Eucaristía, Jesús se acerca a nosotros. Y, alimentándonos con esta comida y esta bebida, nosotros nos unimos a él muy profundamente, muy íntimamente: con esta comida y esta bebida, él penetra en nuestro interior, y se une a nosotros, y nos hace empezar a vivir su vida eterna. La solemnidad de hoy es una oportunidad para valorar la Eucaristía. Muy importante es que la valoremos mucho, y que pongamos mucha atención en la plegaria eucarística, y que nos unamos a ella con todo el corazón, y después nos acerquemos a comulgar con un gran espíritu de fe. Vale la pena que valoremos también otros momentos de acercamiento a la Eucaristía de Jesús, por ejemplo, la participación en la misa diaria aquellos que les sea posible: es un momento de vivir, de manera más tranquila, más sencilla como sencilla es la vida cotidiana, este acercamiento al Señor que nos reúne y se nos da como alimento. Igualmente, es otra buena manera de acercarse a la Eucaristía el hallar de vez en cuando momentos para acercarse a orar ante el sagrario. Después de la misa, allí se conserva al Señor presente en el pan consagrado. Y ponernos ante él es una especial manera de vivir su proximidad. Finalmente, hoy es una ocasión para recordar la importancia que tiene el facilitar a los enfermos poder participar de la Eucaristía. Llevar la comunión a los enfermos e impedidos es uno de los buenos signos de atención cristiana a nuestros hermanos que sufren o no pueden hacer la vida normal. Preocupémonos de que puedan recibirla. Ahora, pues, preparémonos para la Eucaristía. Con acción de gracias al Padre, con actitud de plegaria al Espíritu Santo, haremos el memorial de Jesús muerto y resucitado, para que sea para nosotros alimento de vida por siempre: “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”.

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TIEMPO ORDINARIO “La Iglesia, por una tradición apostólica, que trae su origen del mismo día de la Resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón “día del Señor” o Domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la Pasión, la Resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios... Por esto, el domingo es la fiesta primordial, que debe inculcarse a la piedad de los fieles de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo... El Domingo es el fundamento de todo el año litúrgico”47. La Iglesia celebra el misterio de Cristo también en los domingos del Año, que no pertenecen a los "tiempos fuertes" del año litúrgico. Estos son treinta y cuatro, bajo la denominación de “Domingos durante el Año”. Son los domingos que van de Epifanía a Cuaresma y de Pentecostés al final del año litúrgico. Todos estos domingos, partiendo de la palabra de Dios, nos invitan a reflexionar sobre los distintos aspectos de la nueva vida nacida del misterio pascual. Son las lecturas las que nos proporcionan el tema de la reflexión y la vivencia característica de cada domingo con su matiz particular. El año litúrgico encuentra su propia coronación en la Fiesta de Cristo Rey, que se celebra el último domingo del año.

Domingo Segundo Is 49,3.5-6; Sal 39,2 y 4ab. 7-8a. 8b-9. 10; 1Cor 1,1-3; Jn 1,29-34 El Evangelio nos relata el testimonio de Juan el Bautista sobre Jesucristo, nos dice Quién es Jesús: el Hijo amado del Padre eterno en quien tiene sus complacencias; el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo. Jesús es el Cordero de Dios porque ha sido elegido por Dios para librarnos de la esclavitud del pecado y hacernos hombres y mujeres libres, y así como en otros tiempos los israelitas fueron librados de la muerte y de la esclavitud por medio de la sangre de un cordero, razón por la que celebran la Pascua de generación en generación, así también nosotros hemos sido librados, en Cristo y por su sangre, de la esclavitud del pecado y de la muerte.

47 SC, 106.

52 El testimonio que nos da san Juan de Jesús: Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, tiene una profunda implicación en el mundo y en cada uno de nosotros; esto es algo muy conocido de todos: Esta expresión que utiliza Juan para presentar a Cristo a sus discípulos es la misma con la que nosotros invocamos a Cristo, en el "Gloria", reconociéndolo como Señor, como Dios y como Hijo del Padre; es también como Cordero de Dios que le dirigimos repetidamente nuestra súplica en la letanía que acompaña a la fracción del pan eucarístico; y es como Cordero de Dios que nos es presentado Cristo cuando se nos invita a acercarnos a la mesa eucarística para recibir su Cuerpo como verdadero alimento. Así pues, no es una expresión extraña para nosotros. Pero, ¿cómo hacer que la muerte y resurrección de nuestro Cordero inmolado sea nuestro salvador y redentor, luz de nuestros corazones; cómo hacer para que sea el Dios hombre que nos quite el pecado personal y del mundo? Cuando vivimos en un mundo secularizado (un mundo sin Dios y sin pecado, despersonalizado y sin valores); atiborrado de consumismo (cuyo dios parece el comparar y e consumir para ser felices), hedonismo (que hace consistir la felicidad en la satisfacción de los sentidos y del placer, sin hacer uso de la razón y la voluntad), y en un pluralismo en donde cada uno nos sentimos poseer la verdad, en detrimento de la enseñanza y la persona del cordero que dijo “Yo soy la verdad…). Parece que esta presentación que Juan hace de Jesús ha perdido su razón de ser. Ahora ya no hay pecados, ni pecado: porque hemos expulsado a Dios de nosotros y nosotros mismos hemos perdido el sentido de nuestra dignidad y de los valores más elementales… Se ha perdido la conciencia de pecado. Pero san Juan, lo queramos o no nos dice: este es el Cordero… Reconozcámoslo, somos culpables. Al menos, no somos inocentes en un mundo dividido, en una sociedad injusta, en un sistema deshumanizado. Vivimos en un mundo de pecado, en un mundo inhumano, fratricida, insolidario… El pecado del mundo está en sus estructuras, o sea, en el modelo de organización que hemos elegido y sostenemos, cueste lo que cueste, entre todos. El precio de este modelo, también llamado "sociedad del bienestar", es el pecado, es decir, la injusticia y la explotación,, la marginación y la exclusión… JUAN-PABLO II dice que “se trata de pecados muy personales que tenemos cada uno cuando favorecemos o propagamos cualquier injusticia; son pecados de quienes pudiendo hacer algo para evitar, eliminar o, al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, por miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en una presunta imposibilidad de cambiar el mundo, y también de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior”. De manera que, por complicidad o por omisión, todos estamos metidos hasta el gorro en el pecado del mundo. Y, siendo esto así, nada tiene de extraño que el mismo pecado del mundo no nos deje ver nuestras propias culpas, y no queramos reconocernos pecadores, y ser liberados por el cordero de Dios que quita el pecado personal y del mundo… s muy cómodo confundir el pecado con los "pecadillos", o con la clásica excusa: no robo, no mato…estoy bien… pero no te confiesas, ni comulgas, y como consecuencia vives al margen de tus compromisos de discípulo y apóstol de Jesús… Para recuperar el sentido del pecado hay que empezar por recuperar la conciencia de seres humanos, la conciencia de la igualdad de todos al nacer, la conciencia de la responsabilidad humana y de la solidaridad entre los hombres. Para desenmascarar nuestros pecados, celosamente camuflados en el pecado del mundo, no hay más que recorrer las enseñanzas del Cordero de Dios que quita el pecado del Mundo… /Pero el más grave de todos los pecados es el querer vivir sin Dios: una cosa es que dios esté contigo y otra que realmente tu estés con él: cumpliendo en todo su santa voluntad… o pensando que no tienes pecado, cuando se vive en la ignorancia de religiosa, de si mismo y con una conciencia sin Espíritu Santo…, en un mundo hasta el cuelo de secularización ¡Cómo decir que ya no hay pecado!

53 Domingo Tercero

Is 9,14; Sal 26,1. 4. 13-14; 1Cor 1,10-13.17; Mt 4,12-23 Las Lecturas de este Domingo nos hablan principalmente de dos cosas: de la manifestación de Jesús como fuente de luz y de salvación, y de la llamada a seguirle: conocerle, amarle e imitarle Jesús es esa “gran luz” que había sido anunciada por el Profeta Isaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz. Sobre los que vivían en tierra de sombras, una luz resplandeció” (Is. 8,23/9-3). En el hombre o mujer que se convierte a Jesús, que cambia su vida…se inicia, de hecho, el Reino de Dios y es así como empieza Jesús a hacerse luz para quien le da el corazón; y es entonces cuando vive y exclama desde dentro de sí, como el salmista: “El Señor es mi luz y mi salvación”. Y, siendo el Señor nuestra luz y salvación, ¿a quién deberemos seguir? ¿En quién nos deberemos apoyar? Sabiendo que Jesús es nuestra luz y nuestra salvación, a El debemos seguir. Y de esto se trata este Evangelio de hoy. En efecto, Jesús como a Pedro, Andrés, Santiago y Juan; también nos escoge y nos llama a todos a vivir con Él y ser sus testigos ante nuestro mundo. Sucede, sin embargo, que la voz del Señor es suave, y el llamado que hace a nuestra puerta es también suave. No nos obliga, no nos grita, ni tampoco tumba nuestra puerta. El Señor es gentil. No nos doblega, ni nos amenaza. Pero siempre está allí, llamando a nuestra puerta. Somos libres de abrirle o no. Somos libres de responderle o no. El llamado es para seguirle a El: ser y hacer como Él. Es hacer lo que Dios quiere y no lo que yo quiero. Es ser como Dios quiere que sea y no como yo quiero ser; es reconsiderar toda nuestra vida y situarnos ante los valores del Reino de Dios. A veces creemos que por ser Católicos, bautizados, estamos siguiendo a Jesús, o incluso que ya tenemos el pase a la vida eterna. Cierto, tenemos a nuestra disposición todos los medios de salvación que nos llegan a través de la Iglesia fundada por Cristo. Pero ¿realmente seguimos a Jesús?... El Señor tal vez podría decirnos como nos ha dicho a través de San Pablo: “Tengamos cuidado, no sea que alguno se quede fuera. Porque a nosotros también se nos ha anunciado ese mensaje de salvación, lo mismo que a los israelitas en el desierto; pero a ellos no les sirvió de nada oírlo, porque no lo recibieron con fe” (Hb. 4, 1-2). No basta decir yo tengo fe, yo creo en Dios, yo creo en la Virgen; pero de qué te sirve la fe si no tienes obras; la fe sin obras es una fe muerta, dice Santiago. La esencia del cristianismo es Cristo mismo, que llama a vivir un estilo de vida semejante a Él, por eso somos cristianos, Cristos. ¡Cuidado, entonces, de no quedar fuera! Cuidado si no nos dejamos iluminar por esa “gran luz” que es Jesucristo nuestro Señor. Cuidado si no aceptamos y vivimos su mensaje de salvación. Que se transparente en nuestras obras el Salmo: “El Señor es mi luz y mi salvación. Lo único que pido, lo único que busco es vivir en la casa del Señor toda mi vida”. Y, para vivir en la casa del Señor eternamente, es necesario seguir a Jesús: ser Cristos, cristianos, no sólo con la fe, sino con nuestra forma de vivir.

54 Domingo Cuarto Sof 2,3; 3,12-13; Sal 145,7. 8-9a. 9bc-10; 1Cor 1,26-31; Mt 5,1-12ª Las “Bienaventuranzas”, cada una es como un rasgo del rostro de Cristo, rasgos que estamos llamados a copiar cada uno de los cristianos. Son la lista de motivos de felicidad que nos da el Señor en el Sermón de la Montaña (Mt. 5, 1-12). “Dichosos, felices, bienaventurados, los pobres de espíritu por que de ellos Reino de los Cielos.”. Esta pobreza de que nos habla el Señor no se trata de la pobreza material, sino de una pobreza “de espíritu”, la cual consiste en poner nuestra confianza en Dios y no en nosotros mismos. Los pobres, son los “no-violentos”, aquellos que tienen a Dios por rey, son los que saben que nada pueden sin Dios. Y “ricos”, en cambio son los que se creen capaces sin Dios, los autosuficientes, orgulloso y soberbios… “Dichosos los que lloran porque ellos serán consolados.”. Se refiere esta bienaventuranza a los que sufren, el sufrimiento que más tarde o más temprano, más fuerte o menos fuerte, nos llega a cada uno. Es aceptar el sufrimiento, imitando a Cristo, uniendo nuestro sufrimiento al suyo, dándole así valor redentor para nosotros mismos y para los demás, como nos indica el Papa Juan Pablo II. Así podremos ser “consolados”, como nos promete esta bienaventuranza. “Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia porque ellos quedarán saciados”. Justicia en el contexto bíblico significa “santidad”. Así que el Señor nos está hablando del deseo de ser santos, de tener hambre y sed de “santidad”; es decir, desear cumplir la voluntad de Dios en todo. El buscar en todo la voluntad de Dios nos lleva a la verdadera felicidad. “Dichosos los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia”. Los "misericordiosos" son los que se ponen en la piel del otro y actúan en consecuencia: dan de comer al que tiene hambre, siendo tolerantes y sabiendo perdonar a los demás, y sintiendo necesidad de la misericordia divina, porque somos pecadores y le fallamos a Dios continuamente. Así, podremos ser objeto de la Misericordia infinita de Dios. “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. La limpieza o pureza de corazón significa no tener el espíritu sucio por el apego al pecado, a los vicios, a las pasiones, por el apego a los criterios del mundo. Bienaventurados lo que tienen limpio el corazón, como si fuese agua clara de montaña que permite ver el fondo en el que Dios se refleja. El que quiera ver a Dios que lave su corazón sucio para que pueda contemplar en lo profundo de su interior el valor de lo eterno. “Dichosos los que trabajan por la paz porque ellos se llamarán «los Hijos de Dios”. Se refiere a los pacíficos, a los que son portadores de la Paz de Cristo en su corazón. Por tanto, los pacíficos no son los tranquilos, sino los que hacen la paz, quienes la componen a partir del desorden, quienes la crean desde el caos. La paz es el sello de Dios, la plenitud en la unidad. Así, los que trabajan por la paz, la van llevando por todas partes y a todas las personas. “Dichosos serán ustedes cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”. Es claro que el Señor está llamando bienaventurados a los que son perseguidos por seguir a Él, por tratar de ser santos. Y esto va desde las persecuciones que llevan al martirio, la de los católicos que por mucho tiempo estuvieron sometidos a practicar su fe en la clandestinidad en los países comunistas, y las críticas que reciben los cristianos practicantes de amigos o enemigos... y puede tener lugar hasta dentro de la propia familia. Las bienaventuranzas, son el camino de Cristo, el camino del cristiano, el único camino hacia la dicha eterna a la que aspira nuestro corazón; las bienaventuranzas nos enseñan por ir al fin último al que Dios nos llama: la vida eterna, el descanso en Dios. Vale la pena vivirlas, el premio es grande, Dios mismo…

55 Domingo Quinto Is 58,7-10; Sal 111,4-5. 6-7. 8a y 9; 1Cor 2,1-5; Mt 5,13-16 I Para dar luz y sabor al mundo El Evangelio de hoy (Mt. 5, 13-16) es la continuación del Sermón de la Montaña, que iniciamos el Domingo anterior con las Bienaventuranzas. Enseguida de éstas, el Señor nos dice: “Ustedes son la sal de la tierra... Ustedes son la luz del mundo”. Y, para ser “sal de la tierra” y “luz del mundo” es necesario vivir el espíritu de las Bienaventuranzas. O sea que, para poder ser “sal” y “luz”, debemos:  ser pobres de espíritu (es decir, sabernos nada ante Dios y actuar de acuerdo a esta realidad);  ser también mansos y humildes;  ser misericordiosos y puros;  saber, además, aceptar el sufrimiento dándole valor redentor;  tener también deseo de santidad, andar seguros y serenos en medio de las críticas y las persecuciones. Y, adicionalmente, estar llenos de la Paz de Cristo para poder llevarla a los demás. Esto es, en resumen, el espíritu de las Bienaventuranzas. Consecuencia de vivir las Bienaventuranzas, siendo “sal de la tierra” y “luz del mundo”, es la práctica de la Caridad, siendo reflejos del Amor de Dios. La fe, el Evangelio, la vida y la persona de Jesús, es algo que debe comunicarse, compartirse. Los fieles cristianos estamos llamados a transmitir y transparentar el amor de Dios a través de medios pobres y modestos. Jesús invita a sus seguidores a dar testimonio gustoso (sal) y luminoso (luz) del Reino y las bienaventuranzas. Eso sólo es posible a través de las buenas obras, Isaías nos dice que cuando se es misericordioso y caritativo, “surge tu luz como la aurora... brilla tu luz en las tinieblas y tu oscuridad es como el mediodía”; o como dice el salmo: “El justo brilla como una luz en las tinieblas”. compartir el pan, dar de beber al sediento, hospedar al migrante, vestir al desnudo, visitar al enfermo, practicar la justicia... (Cfr Mt 25, 34 ss). En efecto, los santos fueron santos porque de manera modesta dieron luz y sabor al mundo a veces tan oscuro y desabrido en el que vivieron. “Pero si la sal se vuelve insípida –sosa-”, es decir, si los cristianos no somos buena sal, dice Jesús no sirven para nada. Ser la sal de la tierra es ser el cristiano más precioso: sin la sal, la tierra no tiene ya razón de ser; con la sal, por el contrario, si sigue siendo sal, la tierra puede proseguir su vocación y su historia. Si nosotros Iglesia dejáramos de ser sal, ya no seriamos el “México siempre fiel” de Juan Pablo II; no seriamos ya fieles a nosotros mismos, y no solo nos perderíamos, sino que dejaríamos al mundo sin salvador. Y si la luz ya no ilumina... Si cada discípulo deja de ser luz por sus acciones, por el testimonio, el mal puede venir, porque la sal pierde su sabor y la luz no alumbra, sino que ahúma, y será más difícil al mundo dar gloria a nuestro Padre del cielo; será más difícil la salvación a muchos… El mundo tiene necesidad vital de que nosotros seamos verdadera sal de la tierra y luz del mundo. Necesitamos ser cristianos que proclamen el evangelio en la familia, en el trabajo, en el camino, en el mercado; con los amigos… hasta los confines de la tierra. Jesús hoy nos pide permanecer fieles discípulos y apóstoles suyos. Nuestro mundo no necesita de un cristianismo sin el sabor de la fe; tiene necesidad de verdaderos cristianos que confiesan la fe total, sal de la tierra, en el mundo donde el señor nos ha puesto para llevar a nuestros hermanos a la salvación.

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II Seguimos escuchando a Jesús desde el monte de las bienaventuranzas, la lista de motivos de felicidad que nos da el Señor; el camino de Cristo, el camino del cristiano, el único camino hacia la dicha eterna a la que aspira nuestro corazón: el fin último al que Dios nos llama: la vida eterna, el descanso en Dios (Mt. 5, 1-12). Jesús ahora les dice a sus discípulos, y en ellos a nosotros: “Ustedes son la sal de la tierra... Ustedes son la luz del mundo”. ¿Qué significa ser sal de la tierra y luz del mundo? ¿Qué invitación nos hace hoy Jesús? La sal y la luz en el mundo antiguo tenían la fama de ser imprescindibles. La sal significa purificación, dar sabor, conservar aquello perecedero, dar valor, etc. Aplicado a nosotros, los cristianos, significa que con nuestras obras y nuestro testimonio del Evangelio hemos de dar sabor y valor a la humanidad. La luz es claridad, lo que ayuda a ver las cosas en su vida y color. Los que viven según las bienaventuranzas se convierten en sal de la tierra y luz del mundo, es decir, en fermento de una nueva humanidad. Por tanto, la luz, la sal significa que los cristianos hemos de influir en la vida de los demás a través del testimonio personal y comunitario. La fe, el Evangelio, la vida y la persona de Jesús, es algo que debe comunicarse, compartirse. Los fieles cristianos estamos llamados a transmitir y transparentar el amor de Dios a través de medios pobres y modestos. Jesús invita a sus seguidores a dar testimonio gustoso (sal) y luminoso (luz) del Reino y las bienaventuranzas. Eso sólo es posible a través de las buenas obras: compartir el pan, dar de beber al sediento, hospedar al migrante, vestir al desnudo, visitar al enfermo, practicar la justicia... (Cfr Mt 25, 34 ss). En efecto, los santos fueron santos porque de manera modesta dieron luz y sabor al mundo a veces tan oscuro y desabrido en el que vivieron. “Pero si la sal se vuelve insípida –sosa-”, es decir, si los cristianos no somos buena sal, dice Jesús no sirven para nada. Ser la sal de la tierra es ser el cristiano más precioso: sin la sal, la tierra no tiene ya razón de ser; con la sal, por el contrario, si sigue siendo sal, la tierra puede proseguir su vocación y su historia. Si nosotros Iglesia dejáramos de ser sal, ya no seriamos el “México siempre fiel” de Juan Pablo II; no seriamos ya fieles a nosotros mismos, y no solo nos perderíamos, sino que dejaríamos al mundo sin salvador. Y si la luz ya no ilumina... Si cada discípulo deja de ser luz por sus acciones, por el testimonio, el mal puede venir, porque la sal pierde su sabor y la luz no alumbra, sino que ahúma, y será más difícil al mundo dar gloria a nuestro Padre del cielo; será más difícil la salvación a muchos… El mundo tiene necesidad vital de que nosotros seamos verdadera sal de la tierra y luz del mundo. Necesitamos ser cristianos que proclamen el evangelio en la familia, en el trabajo, en el camino, en el mercado; con los amigos… hasta los confines de la tierra. Jesús hoy nos pide permanecer fieles discípulos y apóstoles suyos. Nuestro mundo no necesita de un cristianismo sin el sabor de la fe; tiene necesidad de verdaderos cristianos que confiesan la fe total, sal de la tierra, en el mundo donde el señor nos ha puesto para llevar a nuestros hermanos a la salvación.

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Domingo Sexto

Jesús, en el Evangelio de hoy nos dice que no ha venido a suprimir la ley y los profetas, sino a darle plenitud. Ciertamente Jesús, vino a proponer una ley más perfecta, centrada en el amor y la verdadera libertad, la libertad de los hijos de Dios; pero, no se trata de quitar la leyes o dar más mandamientos, sino de interiorizar el espíritu de la ley: el espíritu de la fe verdadera, que nos lleva a centrar nuestra vida en la persona, en la vida y en la Buena Nueva de Jesús. En realidad, la vida verdadera comienza cuando el cristiano, el seguidor de Jesús, busca identificarse con Él: vivir más en la misericordia de Dios, que en un legalismo con poca fe. Imitar a Jesús, por tanto, es la perfecta observancia de la ley. Jesús no vino, pues a quitar nada: al contrario, nos dice que el que no cumpla hasta lo más mínimo de la ley no entrará en el Reino. La llamada que nos hace Jesús, es a una vida más perfecta, hasta la identificación con Él: a tal grado que de sus seguidores se pueda decir, que somos otro Cristo. Por tanto, aquí, el mandamiento no es abolido, sino perfeccionado, Jesús, pues, hoy nos invita a:  Vivir la justicia desde nuestra interioridad; así, la ira, la cólera, y el insulto grave son puestos al nivel del homicidio. Los ojos de Dios no existe diferencia.  En una segunda antítesis, elimina la distinción entre intención y acción, y establece el principio: adulterio del corazón, del ojo y de la mano, igualmente prohibidos.  La tercera antítesis habla del libelo de repudio, afirmando la ley primitiva de la indisolubilidad del matrimonio.  En la cuarta antítesis, no sólo prohíbe el juramento falso, sino también la mentira. Por consiguiente, hay una estrecha relación entre la adoración a Dios y el amor al prójimo. El amor es en forma de Cruz: horizontal, hacia el prójimo; vertical, hacia Dios. Esta es la verdadera religión. Dios quiere ser encontrado y amado en el prójimo, adorado y amado en los actos de culto.

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Domingo Séptimo Hech 1,12-14; Sal 102,1-2. 3-4. 8 y 10. 12-13; 1Cor 3,16-23; Mt 5,38-48 Hemos escuchado el principio fundamental en el que la Ley basaba el comportamiento de los israelitas: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. La misma medida que hemos encontrado en el evangelio: “Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo. Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. También san Pablo recordaba a los corintios, y nos recuerda hoy a nosotros, que somos templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en nosotros. No debe extrañarnos que Jesús coloque muy arriba el listón. La ley del talión no era en ella misma una ley “bárbara”, sino una norma “civilizada”, que ponía coto al afán desmesurado de venganza que todos llevamos en nuestro interior y que expresa claramente el canto de Lamec: “Caín será vengado siete veces, pero Lamec, setenta y siete” (Cfr Gn 4,24). La reparación debe ser proporcional a la ofensa y no puede llevarse más allá: ojo por ojo, diente por diente, sí; pero no más. En cambio, el discípulo de Jesús no puede contentarse con este rasero: “Yo, en cambio, os digo: No hagáis frente al que os agravia; a quien te pide, dale...” El discípulo de Jesús debe arrancar de su corazón el sentimiento de venganza y debe estar dispuesto a hacer más de lo que está estrictamente obligado: presentar la otra mejilla, dejarse cortar la capa, no esquivar a los que piden. El discípulo debe llegar, incluso, a amar a los enemigos. Es decir, no debe tener enemigos, como no los tiene el Padre celestial. Jesús lleva la Ley a su perfección: el “prójimo” que debemos amar son todos los hombres, sin excepción. Jesús nos da ejemplo de lo que predica: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,31). Y el primer mártir, Esteban, murió orando: “¡Señor, no les tengas en cuenta este pecado!” (Hch 7,60). Ante este ideal de vida, reaccionamos como los discípulos en una ocasión: “Quedaron impresionados: Así, pues, ¿quién podrá salvarse?, dijeron. Jesús se les quedó mirando y les dijo: Para los hombres es imposible, pero Dios lo puede todo” (Mt 19,25-26). El es capaz de arrancarnos nuestro corazón de piedra y darnos uno de carne (Ez 36,20). Medimos demasiado según nuestros raseros. Contamos demasiado con nuestras posibilidades. Dejemos que el Espíritu Santo mueva nuestros corazones y guíe nuestro comportamiento: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (2ª. Lectura). El Señor está en nosotros y con nosotros y, él es amor, y si él esta con nosotros y es amor, nos quiere semejantes a él, nos quiere santos: “Serán santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo”. Queda claro que lo que nos propone Jesucristo es un intento de vivir a imagen y semejanza de Dios Padre: "así serán de su Padre que está en el cielo", "sean perfectos como su Padre celestial es perfecto”. Esto se alcanza con el intento diario de ser perfectos en el cumplimiento responsable de nuestro diario vivir, a través de la comunión con su amor en nuestros hermanos. Dios es amor y nos llama al amor; todos necesitamos amar y ser amados; Dios está con nosotros, vamos a nuestra realidad a intentar ser discípulos de Jesús: a amar a Dios y amar al prójimo.

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Domingo Octavo Is 49,14-15; Sal 61,2-3. 6-7. 8-9ab; 1Cor 4,1-5; Mt 6. 24-34 El texto empieza anunciando la disyuntiva: o Dios o el dinero. La cuestión no es que el dinero sea malo en sí mismo, sino que la acumulación de dinero aparte el corazón de Dios, y se le dé al dinero, en lugar de Dios. La riqueza es decididamente incompatible con Dios, cuando a la acumulación de dinero se le dedica todo el corazón, ocupa todo el hombre en él, y le hace imposible servir al mismo tiempo a Dios. El dinero, pues -con todo lo que implica de preocupación primordial por el propio provecho, por el bienestar como criterio definitivo, por el asegurar por encima de todo el tener más y más-, son el ídolo que resume todo lo que se levanta contra Dios. Por otra parte, hay que evitar el extremo opuesto, los extremos no van con Dios, entender las explicaciones y comparaciones sobre los pájaros y los lirios como si Jesús exhortase a no preocuparse para poder vivir: su auditorio eran campesinos y trabajadores, a los que difícilmente les habría podido decir que no trabajaran o que no vigilaran las cosechas... Lo que Jesús les dice es que lo que vale la pena es la vida y el cuerpo, más que el alimento y el vestido. Y que, por tanto, hay que evitar el poner la vida al servicio de las cosas inferiores como la acumulación de alimento o de vestido -la acumulación de dinero, en definitiva-, sino que estas cosas hay que tenerlas en cuanto son necesarias, y preocuparse por tenerlas, porque son necesarias -los pájaros también trabajan duramente para lograr su comida..., pero nada más. La vida debe ponerse al servicio de lo que vale la pena: y lo que vale la pena no es el dinero como piensan los paganos-, sino Dios. Por eso, el resumen de todo es la frase final: lo que hay que buscar es el Reino de Dios, y al servicio de esta búsqueda hay que poner todo lo demás. Porque si uno busca el Reino de Dios, lo demás, en última instancia, ya está asegurado: bastará con lo que haya. Por ello, pues, no se puede servir simultáneamente a Dios y al dinero: porque si uno quiere servir al dinero, ya no puede subordinarlo todo a la búsqueda del Reino de Dios. Este trozo evangélico no es una justificación de la anarquía y de la desorganización. Es más bien una llamada de atención al peligro de alienación que puede traer consigo una esclavitud a la organización, a la productividad, a la planificación. Traducido al lenguaje moderno, diríamos: el consumo es para el hombre, no el hombre para el consumo. Participar en la Eucaristía es un signo de confianza en el amor paternal de Dios y no claudicar ante la idolatría del dinero. Sin inquietud debemos buscar su reino, con la confianza de que sirviendo a Dios encontraremos plenitud de gracia y de salvación, y de que el Padre conoce todas nuestras necesidades.

60 Domingo Noveno Deut 11,18.26-28; Sal 30,2-3a. 3bc-4. 17 y 25; Rom 3,21-25. 28; Mt 7,21-27 Ya pasadas las Fiestas de la Resurrección del Señor, su Ascensión gloriosa a los Cielos y la Venida del Espíritu Santo en Pentecostés y, habiendo celebrado el domingo pasado la Fiesta de la Santísima Trinidad, retomamos nuevamente el llamado “Tiempo Ordinario” de la Liturgia, que continúa desde ahora hasta el Adviento, cuando comenzará nuevamente el Año Litúrgico al iniciar nuestra preparación para el Nacimiento del Dios-Hombre. Es así como durante este tiempo, que está caracterizado por la influencia del Espíritu Santo, la Liturgia de la Iglesia nos presenta una serie de lecturas que nos permiten ir detallando y profundizando mejor las enseñanzas de Jesucristo. Las Lecturas de este Domingo nos invitan nuevamente a tomar muy en serio el cumplimiento de la Voluntad de Dios: “entrará al Reino de los Cielos el que cumpla la Voluntad de mi Padre que está en los cielos”. También, la Primera Lectura, nos dice: “He aquí que pongo delante de ustedes la bendición y la maldición. La bendición, si obedecen los mandamientos del Señor su Dios... la maldición, si no obedecen... y se apartan del camino... para ir en pos de otros dioses que ustedes no conocen”. En el Evangelio (Mt. 7, 21-27) Jesús contrasta el cumplimiento de la Voluntad del Padre con la oración vacía e hipócrita: “No todo el que diga ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos”. Aquí se recrimina al verbalismo religioso y a la vana pretensión de hacer de la fe algo fácil y admirable, pero que no termina en una práctica consecuente. Por tanto, Jesús nos pide buscar caminos concretos de obediencia, una vida cristiana enraizada en el hacer diario. El verdadero profeta, el verdadero creyente, se distingue por su estilo de vida. Todo profeta que enseña la verdad sin ponerla en práctica es un falso profeta. Jesús nos pide que seamos personas sabias: construir nuestra casa-vida cristiana- sobre roca. Porque lo que se construye en la arena se cae a la primera acción de las lluvias, de las corrientes y de los vientos. La casa construida en la roca, firmemente cimentada en la roca, es construir sobre Cristo: sobre su persona, su vida y doctrina. Es hacer su Voluntad. En efecto, ser sabio, es creer sin olvidarse de obedecer. Así, la sabiduría se expresa en la acción: el hombre construye su vida, practicando lo que ha escuchado, lo mismo que construye una casa. El hombre sabio se opone al insensato. La insensatez consiste en escuchar y no practicar. Se ha percibido el valor de las palabras de Jesús e incluso se deleita espiritualmente en ellas. Pero de ahí no pasa. Este tal está condenado a su propia esterilidad. Es preciso tener siempre en cuenta que todo, incluida la actividad cristiana, proviene del don de Dios (Cfr 2ª. lectura). La actualidad de las palabras de Jesús nos mueve a vivir en la semana la celebración del domingo en la vida diaria. La respuesta que Jesús espera de sus discípulos no tiene que ver nada con las “fórmulas” y la simple confesión de boca, nada con los rezos rutinarios y el tráfico de un culto vacío. Lo que Jesús espera es que respondamos cumpliendo la voluntad del Padre, que esto es lo que ha venido a enseñarnos. El es el Maestro; no un maestro que enseña “verdades” y simple teoría, sino el Maestro que se compromete y nos compromete en la “praxis”. El es el Maestro y el método, el camino; él es también la Verdad hecha carne. Jesús ha venido al mundo para cumplir la voluntad del Padre, y esto es lo que espera de nosotros y lo que debemos hacer si queremos entrar con Él en el reinado de Dios.

61 Domingo Décimo Os 6, 3b-6; Sal 49,1 y 8. 12-13. 14-15; Rom, 4, 18-25; Mt 9,9-13 Jesús vio a un hombre y le dijo: “sígueme”, y el hombre, dejándolo todo, le siguió sin demora. Sólo Jesús puede llamar de esa manera, sólo él puede vincular de modo radical a su persona y a su camino. Porque sólo Jesús, él mismo, es la verdad, la vida y el camino. El que llama es Jesús, el que responde, un hombre. Tú eres ese hombre, todos somos ese hombre. “SÍGUEME”. El hecho del seguimiento es fundamental en el Evangelio. En conexión con lo que decía el evangelio del pasado domingo: no es suficiente “decir” la fe, sino que es preciso “realizarla”. ¿Cómo realizar la fe? La respuesta la concreta el Evangelio en el seguir a Cristo. Es decir, en acoger su palabra, que se dirige personalmente a cada uno de nosotros (el “sígueme”), dejar las propias seguridades, la instalación egoísta, superar la pereza y las dudas, luchar contra el pecado... para caminar con Jesucristo. Esta es la definición del cristiano: el que sigue a Jesucristo. Fruto de una llamada (una vocación) que no es exclusiva de sacerdotes o religiosos o religiosas, sino propia de todos los cristianos. El texto de hoy habla de la vocación cristiana porque todos los cristianos somos invitados a seguir a Jesucristo. La enseñanza de Jesús no se capta sólo escuchándola. Es preciso ponerla en práctica, día tras día, en todo lo que hacemos. Para que sea cada vez más la raíz y fuente de nuestro modo de pensar, de sentir, de obrar (Cfr. el evangelio del domingo pasado). En los evangelios, los creyentes en Cristo, los discípulos, no son los que le escuchan sino los que le siguen, los que en la vida diaria buscan reflejarlo en el silencio de sus buenas obras, con la misericordia que de la que Jesús nos habla hoy: “Misericordia quiero y no sacrificio”. Seguir a Jesús es caminar en la misericordia, como nos dice Santiago: “la religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación” (St 1: 27). Nada más ajeno al evangelio que una religión que nos aparte de los hombres y de la voluntad de Dios. Cuando los sacrificios se oponen a la misericordia, cuando la religión es un pretexto para desentenderse de las necesidades humanas, cuando separamos el amor de Dios del amor fraterno, los sacrificios, la religión y el amor a Dios no tienen sentido alguno para los que siguen a Jesús. Esto es seguir a Jesús: creer y obrar. Esto es decirle, te seguiré a donde quiera que vayas, mejor, en donde quiera que esté. Hoy Jesús nos invita a que nos decidamos a seguirle; a ejemplo de Mateo: “se levantó y lo siguió”. Sin condiciones ni previas clarificaciones. Es siguiendo a Jesús como se le conoce. Seguirle quiere decir esforzarse por vivir su Evangelio en todo y siempre. Jesús no sólo está llamando a quienes se creen justos: a los cumplen los mandamientos, y más o menos, cumplen con la asistencia dominical, incluso, suelen comulgar con frecuencia (los fariseos); Cristo llama sin exclusiones; llama también a los pecadores (y a los pecadores con credencial, aquellos a quienes se les considera públicamente como tales). La única condición para acoger la vocación de Jesús es reconocerse pecador. Porque Cristo salva y sólo puede ser salvado quien sabe que tiene necesidad de salvación -de más vida- que sólo Dios puede dar. De ahí que Cristo pueda decir radicalmente: “no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. Hoy podemos recordar a Juan Pablo II, quien con frecuencia nos recordaba las palabras de Cristo a no tener miedo: ánimo, que pasa Jesús y nos llama, “¡levántense, vamos!,” no tengan miedo: caminemos a luz de la persona, la vida y el mensaje de Jesús a ejemplo de María…

62 Domingo Décimo Primero Ex 19,2-6ª; Sal 99, 2. 3. 5; Rom 5, 6-11; Mt 9,31-10,8 El pasado domingo escuchamos la llamada personal de Jesús: “Sígueme”: una llamada dirigida especialmente a los “pecadores”. Pero esta llamada personal no es individual. No se termina en aquello que se denominaba “salvar el alma”. Sino que Jesús llama para enviar. Es decir, para continuar su tarea -su misión- de conducir la humanidad hacia el Padre. Y decíamos que la fe cristiana se identifica con acoger la invitación de Cristo y seguirle por un camino de amor. “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rueguen, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies. Vayan y proclamen que el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 9, 31-10: 8). Ciertamente que Jesús se está dirigiendo a los Doce. Pero también es cierto que esta es la misión y preocupación de todos los que hemos escuchado la voz de Jesús y le hemos querido seguir. El evangelio nos ayuda a redescubrir nuestro ser y quehacer: somos la Iglesia, la comunidad de Jesús, enviada a anunciar el Reino. Jesucristo pide nuestra colaboración. Nos ha hecho misioneros desde el día de nuestro bautismo y, muy especialmente, el día de nuestra confirmación (que “nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe mediante la Palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo…”48). A esto nos ha llamado Jesús cuando nos dice: “sígueme”. Y hoy hemos escuchado el afán que él tiene de que esta llamada llegue concretamente, a cada hombre. Jesús ha querido asociarnos a su misión, ha querido tener necesidad de nosotros. “Al ver Jesús a las gentes se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas...” Ahora la cosa no ha variado mucho. También ahora, nuestra sociedad, nuestra humanidad, es como aquella multitud “sin pastor”. Aunque lo intentemos disimular, aunque nos presentemos como gente segura y satisfecha y que sabe dónde va. Basta con observar un poco y descubriremos la urgente necesidad que hay de hacer presente en la mente y en el corazón de muchos que viven sin vivir, miran sin ver, hablan sin entender; tienen luz, pero viven a oscuras... El hombre continúa esperando hallar el camino de vida, el camino de verdad. Quizá lo busque, quizá lo haya abandonado desilusionado. Sea como sea, difícilmente desaparece un fondo de esperanza. Pero la pregunta sigue sin hallar respuesta: ¿dónde hallar el camino? Jesús dice: “Sígueme”. Pero para que este ofrecimiento de camino llegue a cada hombre, necesita de nosotros. Somos nosotros quienes debemos comunicar este ofrecimiento de Cristo, del amor de Dios que quiere hacerse presente en cada hombre. “La mies es abundante…..”. Pedirlo significa sentirse afectado por esta tarea. Todos los que creemos en Jesucristo hemos de querer transmitir su camino a los demás. Pero, al mismo tiempo, pedirlo es también reconocer que lo necesitamos nosotros: todos necesitamos de otros cristianos que nos hagan descubrir cada vez más la llamada de Cristo. No es contradictorio que debamos a la vez comunicarla y que necesitemos que nos la comuniquen a nosotros. Seguir a Cristo sólo es posible si le encontramos vivo, en los cristianos. Es decir, en la Iglesia. Por otra parte, hemos escuchado que inmediatamente después de proclamar Jesús esta necesidad de “trabajadores” llamó a sus discípulos y estableció lo que podríamos denominar las columnas de la Iglesia. Hoy se interpela a nuestro ser y quehacer de misioneros, como miembros de esta Iglesia de Jesús y de los apóstoles. Redescubramos nuestro sentido misionero y busquemos – pastor y ovejas- los medios adecuados que ayuden a nuestro compromiso apostólico en sus diversos grados: el laico como tal, el sacerdote, como cabeza de la comunidad… y, así, asumir con responsabilidad nuestro quehacer misionero como seguidores de Jesús. Si sólo ofrecemos críticas, pero ninguna realidad, será vano predicar sobre la misión eclesial. Esto a que a nivel personal y comunitario, y a nivel de apostolado organizado y de ministerios eclesiásticos. Que esta invitación por la extensión del Reino, llamada al apostolado y por las vocaciones específicas, que hoy Jesús nos hace sirva para impulsar nuestro apostolado; que esta Eucaristía sea para todos un impulso a seguir a Jesús, a asumir nuestra vocación de misioneros de Jesús en la Iglesia y para la Iglesia.

48 CIgC 1303

63 Domingo Duodécimo Jer 20,10-13; Sal 68, 8-10., 14 y 17. 33-35; Rom 5,12-15; Mt 10,26-33 Por tres veces invita a Jesús a los suyos, en el texto que acabamos de leer, a no tener miedo. Esas palabras suyas, esa insistencia en que perdamos el miedo, no han perdido, en absoluto, vigencia; antes al contrario, son muchos los que, hoy día, viven sumidos en el miedo o, en el mejor de los casos, lo camuflan de mil formas para no hacer frente a esa realidad que, a pesar de todo, sigue estando ahí, minando nuestras alegrías, nuestras seguridades, nuestras confianzas. Miedo al paro, a la guerra, al desastre nuclear, a perder votos, a no conseguir el poder, a no conservar la categoría social, a no “triunfar” en la vida, a la oposición, al terrorismo, a la inflación, a la sequía, al hambre, a la soledad, al dolor, a la enfermedad y, sobre todo, miedo a la muerte, como síntesis total de todos los posibles fracasos que en la vida se pueden dar. Cada uno conoce sus miedos personales y ésos son los que de verdad cuentan. A estos hombres concretos de nuestro tiempo, con sus nombres y apellidos, con sus problemas y miedos personales, Jesús nos dirige esa invitación tres veces repetida. Esta exhortación de Jesús va dirigida a todos y cada uno de nosotros. Pero, ¿por qué no hemos de tener miedo? Las cosas no están para bromas y la verdad es que el miedo, además de estar frecuentemente justificado por la dura y triste realidad, puede incluso ser un buen mecanismo de precaución y defensa. Pues bien, a pesar de todas nuestras consideraciones, a pesar de toda la parte de razón que tenemos -o parecemos tener- en nuestra justificación de nuestros miedos, Jesús insiste: “No tengáis miedo”. Y nuestra pregunta sigue sin respuesta: ¿Por qué no hemos de tener miedo? Tres razones básicas aparecen en el texto para justificar nuestra confianza: 1ª.) Su plan, su mensaje, su anuncio, se cumplirán. Es verdad que habrá oposiciones de todo tipo: religiosas, políticas, económicas, sociales, psicológicas...; habrá -y hay- incomprensiones, y reveses, problemas y fracasos, persecuciones y muerte. Pero, frente a esta historia, aparentemente negativa, hay otra historia, que hay que saber verla, y es que la historia de Dios, la historia que, a veces de forma imperceptible, pero inapelable, va llevando al hombre a las manos de Dios. Cielo y tierra pasarán, pero no sus palabras. Es la seguridad que da Jesús; una seguridad que no es sólo palabras; es, también, acción; ahí está su propia resurrección proclamando, de antemano, el triunfo final. Claro, esto sólo “lo ve quien saber ver”. 2ª.) Una segunda razón, estrechamente unida a la primera: la solidaridad de Jesús. El no ha dudado en asumir nuestra condición, incluidos los miedos a los que quiere dar respuesta. El se ha hecho hombre para que nosotros podamos alzarnos hasta Dios nuestro Padre. Quien confía en Jesús verá cómo Jesús sale fiador por él a la hora de la verdad; pero, eso sí; hay que confiar en él de forma incondicional; si recelamos, si dudamos..., entonces seremos nosotros mismos quienes no podremos estrechar esa mano que Jesús nos tiende. El ha estado junto a nosotros y ahora sigue entre nosotros. De una forma todo lo misteriosa que queramos, pero el hecho es que aquí está, y son muchos los que dan testimonio de esto. Por muy solos que nos parezca estar, no lo estamos; él nos acompaña, él sigue siendo solidario con nosotros; nada de lo que nos suceda le es ajeno; a veces no comprendemos el porqué de muchas situaciones, de muchos acontecimientos; pero él sigue a nuestro lado, dándonos la fuerza necesaria y suficiente para seguir confiando en él, incluso cuando más difícil nos puede resultar.

64 3ª.) Y hay una tercera razón. Hemos dicho que, en ocasiones, el miedo está perfectamente justificado. Si ese miedo es a la muerte, que es el fin de todo lo que tenemos y somos, que es el fracaso culmen de todos los fracasos que en la vida podamos experimentar, entonces sí que parece que no hay ninguna duda: lo más normal, lo más lógico, es tener miedo. A este “miedo definitivo” también Jesús da una respuesta. Una respuesta que consiste en hacernos conscientes de cuál es la realidad del hombre. Hay una realidad más amplia, más profunda, más definitiva que la realidad que vemos cuando contemplamos la muerte. Y esa realidad más amplia y más profunda es que la muerte física no es, de ninguna manera, el fin de la persona. La integridad de la persona no se agota con la integridad física; la integridad de la persona no muere a manos de la enfermedad, del accidente o del arma asesina. La integridad de la persona va mucho más allá de la integridad física. El único que puede destruir esa integridad personal es Dios. ¡Pero Dios está de nuestra parte! Por eso no hay lugar al miedo. La muerte, la destrucción física de la persona, también tiene un sentido, una razón de ser. En la muerte, Dios no está ausente: está presente, y lo está dando vida, recogiendo en su regazo a la persona, que conserva así su integridad personal para siempre, participando de la misma vida de Dios. Es verdad que, a veces, nos puede ser difícil comprender todo esto. Pero no podemos olvidar que lo que se nos pide es trabajar y confiar. Jesús no nos invita a comprender, sino a perder el miedo. Y para ello nos da una razón, no oscura, sino tan luminosa que nos rebasa: ¡Dios es nuestro Padre, Dios está de nuestra parte; no temamos! Si hacemos el esfuerzo de leer el Evangelio no como un manual de ascética, de moral o de disciplina eclesial, sino como el lugar donde se nos revela el rostro de Dios, encontraremos insistentemente esta invitación; no ya sólo en el pasaje que hoy hemos leído, sino a lo largo de todo el Nuevo Testamento: “no teman; paz a ustedes; su alegría no se la quitará nadie; tengan confianza; el que teme no es perfecto en el amor; soy yo, no tengan miedo; no tengan miedo, les traigo una buena noticia; no tengan miedo, los haré pescadores de hombres”… Dios es nuestro Padre; por tanto, no tengan miedo. Nuestro mundo tiene muchos problemas; el mucho miedo que ha acumulado no es el menor de ellos. Es cierto que hay muchos motivos para tener miedo; pero no es menos cierto, ni menos real, el aprender a confiar; es, justamente, lo que nos propone Jesús: ser realistas, conocer la verdad de nuestra situación; y la verdad de nuestra situación no se queda en los problemas y dificultades; nuestra verdad va mucho más allá; la verdad de nuestra situación es que somos hijos de Dios. Y esa verdad nos debe llevar a confiar. Ahora sólo falta una cosa: que seamos capaces de creer, de verdad, lo que Jesús nos dice. Y la paz, esa paz que él se empeña en ofrecernos, nacerá y crecerá en nuestro corazón. Incluso aunque sean muchos y muy serios los motivos que pudiéramos tener para sentir temor. Siempre será más fuerte el motivo que tenemos para confiar: Dios está de nuestra parte; no tengan miedo.

65 Domingo Décimo tercero 2 Re 4,8-11. 14-16ª; Sal 88,2-3. 16-17. 18-19; Rom 6,3-4.8-11; Mt 10,37-42 ¡Jesús no nos lo pone fácil, no! El evangelio de hoy empieza con unas frases muy fuertes: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mi, no es digno de mi; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mi”. Jesús habla así, y da la impresión como si fuera un rival, un adversario de las personas que tenemos a nuestro lado, de las personas que nos sentimos llamados a amar más: nuestra familia. ¿Qué quiere decir esto?, ¿acaso Jesús esta en contra de la familia, y nos pide que la dejemos de lado y no nos preocupemos de ella? Realmente, ¡nos resultaría muy extraño que Jesús nos pidiera semejante cosa! Sería inhumano... Jesús no nos pide que dejemos de lado a la familia, o que no nos preocupemos de ella. Pero sí nos advierte de los peligros que tenemos a la hora de pensar en nuestra familia y en las demás cosas que tenemos cerca y queremos. Jesús nos advierte de esto porque lo que él quiere, lo que él sí nos exige, es que, en todo lo que vivimos, en todo lo que hacemos, pongamos por encima de todo sus criterios: lo pongamos a él, a su Evangelio, por encima de todo. El amor a Jesucristo no anula el amor a la propia sangre. La clave está en recordar los mandamientos ya conocidos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos, y no al revés: querer poner en la vida primero a los de la propia sangre, a nosotros mismos y lo nuestro, antes que Dios. Primero es el Creador y luego la creatura: Jesús nos recuerda que él es el Señor y centro de nuestra vida y que porque él está en nosotros podemos y demos amar a los nuestros y al prójimo. De hecho, sino damos a Dios amor el centro de la vida, no podremos amar debidamente a nadie, pues él es la fuente del amor, es el amor. El espíritu del Evangelio debe impregnar nuestra vida entera. Estos son los peligros que Jesús nos dice que tenemos con la familia: olvidarnos de él y quedar atrapados en el egoísmo y sin capacidad de amar y ser amos y salvados. Dudar, tener miedo de amor primero la persona, la vida y el mensaje de Jesús, querría decir que no creemos suficientemente en él, que no queremos realmente que el espíritu de su Evangelio impregne de verdad toda nuestra vida. Porque se trata de que el Evangelio nos llene totalmente, impregne todos los poros de nuestra piel. Por eso, Jesús, después de hablar de los padres y los hijos, añade: “El que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí”. Y aquí esta el meollo de la cuestión. “Coger la cruz” no quiere decir únicamente aguantar con espíritu sereno aquellos males que no podemos resolver. “Coger la cruz” quiere decir seguir el camino de Jesús como él nos enseñó, afrontando los esfuerzos, sufrimientos y renuncias que este seguimiento comporta. Amar, ser generoso, trabajar al servicio de los demás, luchar por la justicia...; cargar la cruz es hacer la voluntad del Padre, que nos ama, ya trabajemos, ya descansemos, en la salud y en la enfermedad; en los éxitos y en los aparentes tropiezos… Cuesta el ir detrás de Jesús y cargar su cruz y, a veces, comporta rupturas, y puede llegar a significar persecución como lo significó para Jesús . Pero este es el camino de la felicidad y de la vida. Es el camino que nosotros queremos seguir. Es el camino que a nosotros nos ha tocado el corazón y nos ha cautivado por dentro. Jesús, la noche antes de llegar al final de su camino, el día antes de la cruz, se ha quedado con nosotros en la Eucaristía por siempre, como señal por siempre de su amor que es más fuerte que la muerte, que el mal, que el pecado, que todo egoísmo. Y nosotros, cuando cada domingo nos reunimos aquí para recibir este alimento, experimentamos su presencia, el don de su mismo Espíritu que nos empuja en su camino. Demos gracias por ello y queramos corresponder a Jesús a su presencia y a su amor, poniéndolo en el centro de nuestra vida, que él sea “el mero, mero” en nuestro vida, él es nuestro Salvador y Señor, en él está el amor y la paz, la luz y la verdad.

66 Domingo Décimo Cuarto Zac 9,9-10; Sal 144,1-2. 8-9. 10-11. 13cd-14; Rom 8,9.11-13; Mt 11,25-30 En estos últimos domingos Cristo nos ha llamado a seguirle; a anunciar, a comunicar su Evangelio; hoy nos invita a vivir en comunión con él. Una comunión que ofrece especialmente a los sencillos: a quienes no se creen sabios ni entendidos; a los hombres y mujeres que andan cansados y agobiados: quizá muchos, quizá la mayoría de nosotros; no nos pese: éstos son los preferidos de Cristo. Evitemos la tentación de pensar que Cristo, antes que nada, nos exige, nos manda, nos impone. No, antes que nada nos ama de tal modo que nos quiere comunicar aliento y fuerza para nuestro camino, porque él sabe que este camino es difícil. Es hombre como nosotros, compañero de camino y es el Señor, que nos ama y nos llama a vivir con él. Jesús nos quiere dar lo mejor que tiene: su comunión de vida con el Padre. Sí, no propone fáciles soluciones a nuestro andar “cansados y agobiados”, no esconde que la vida está llena de dureza; lo que hace es decir sencillamente: “Vengan a mí... y encontrarán su descanso”. No es un descanso que esquive nuestra lucha de cada día; pues también nos dice: “carguen con mi yugo”, sino un descanso que se halla por el extraño camino de saberse hijo de Dios, querido por el Padre, discípulo de Cristo. Es decir, en el vivir en comunión con Dios, comunión de vida y amor. Una comunión que no evita la lucha, el peso del yugo de cada día. Pero que -dice Cristo- puede convertirlo en un ¡yugo llevadero y una carga ligera! Si es asumido como un compartir el camino de amor de Cristo, ante y con Dios, viviendo en su presencia, haciendo en todo su santa voluntad. Las palabras son insuficientes para expresar lo que Cristo nos dice. Pero, todos lo hemos experimentado alguna vez, cuando hemos conseguido sintonizar con su presencia, cuando en momentos concretos de nuestra vida hemos tenido la experiencia de su presencia en nuestro caminar. Con una entera confianza en el Espíritu de Dios, que habita en nosotros -como hemos leído en la carta de Pablo-, intentemos cada día el encuentro con Jesús, para tener momentos de paz, para ir a lo más hondo, para encontrar un espacio de oración, para escuchar las palabras de Cristo: “Vengan a mí...” Cargar con el yugo de Jesús, se trata de dejarse subyugar por Cristo y el evangelio. Esta palabra subyugar expresa a las mil maravillas el profundo sentido evangélico de las palabras de Jesús, pues cuando el yugo es el amor, el único que puede cargar con el yugo es el enamorado. No se trata en consecuencia de cargar con nada, sino de hacerse cargo del amor de Dios para realizarlo en y con los hermanos, con todos los hombres. Sabemos que, para el que ama, todas las obligaciones están de más. No hace falta que nadie le diga qué tiene que hacer, pues se lo dicta su corazón. Y también sabemos que, cuando falta el amor, todas las leyes son insuficientes. Por eso el evangelio es algo muy sencillo, tan sencillo como amar. Y por eso es sólo para gente sencilla, para los que se dejan llevar del amor: enamorarse y no especular con los sentimientos. Ser cristiano es dejarse llenar del amor de Dios y rebosarlo en los hermanos. Eso es todo. Intentemos, en la semana, caminar con Jesús, dóciles a su Espíritu, subyugados por su amor, yugo llevadero y carga ligera.

67 Domingo Décimo Quinto Is 55,10-11; Sal 64,10abcd. 10e-11. 12-13. 14; Rom 8,18-23; Mt 13,1-23 Durante tres domingos leeremos el capítulo 13 de san Mateo, dedicado a las parábolas del Reino. Jesús nos habla del reinado salvador de Dios. Todo lo dirá en parábolas, muy propias para revelar su mensaje a la gente sencilla. Jesús, con la parábola del sembrador, explica el significado auténtico de su misión: no he venido a juzgar, sino a salvar. Ha venido a inaugurar no el tiempo del juicio, sino el de la paciencia. Hace resaltar, ante todo, la figura del sembrador: Jesús mismo, que siembra buena semilla en todos los terrenos, en los buenos y en los malos; éstos responden de forma diferente ante la semilla sembrada en ellos; son las diferentes posturas del corazón de cada uno de nosotros ante el sembrador y la semilla que va sembrando, ¡qué diferente respuesta! Vamos al punto central de la parábola. Un punto que no ha de buscarse en el final, en la cosecha, sino en el principio, en la siembra. La parábola nos proyecta a ver el presente. El Reino de Dios está aquí -si bien escondido- en acción. Cristo nos dice que el Reino es una siembra y él es el sembrador. Su tarea específica es la de sembrar. Ni siquiera es importante saber lo que siembra. Lo significativo es el acto de sembrar. Y aquí podemos hacer una aplicación práctica: ¿por qué se obtienen unos resultados tan modestos?, ¿vale la pena insistir?, ¿qué se consigue?, ¿para qué tantos esfuerzos, tantos sacrificios, tantas esperanzas? Se da en la parábola un fuerte contraste entre lo sembrado y el resultado; entre la aparente derrota y el éxito. En efecto, es una invitación a despertar, a revisar nuestra realidad, a redescubrir qué clase de terreno hay en cada uno, en mi corazón; ¿qué cosecha se espera de mí, según como estoy creciendo y desarrollando mi fe, mi vida en Jesús, mi respuesta a su mensaje? El sembrador no elige el terreno. No decide cuál es el terreno bueno y cuál es el desfavorable, cuál apto y cuál menos apto, cuál del que se puede esperar algo, y cuál por el que no vale la pena esforzarse. El sembrador no hace distinciones, tiene esperanza en que todos los terrenos, nosotros, demos una cosecha abundante. Así como Jesús, espera una respuesta positiva de cada uno de nosotros, seamos como seamos, vivamos como vivamos, también nosotros podemos hacer nuestra su actitud hacia nuestros semejantes: sembrar el amor, el mensaje de Jesús, a Jesús mismo en los corazones: unos buenos y otros no tan buenos, pero ¡vale la pena esperar mañana una respuesta mejor de todos! El terreno se revela en lo que es, después de la siembra, no antes. Si todos los cristianos, que debemos ser anunciadores de la palabra, recordáramos esto... Nuestro quehacer no consiste en clasificar los varios tipos de terreno, en trazar el mapa de las posibilidades. Nosotros debemos poner a prueba todos los terrenos. Tenemos que arriesgar la palabra por todas partes. Quiero decir que debemos aprender a “malgastar” la simiente. Aprender a hacer numerosos gestos “inútiles”; pues, la semilla, que es la palabra, tiene también el poder de transformar el terreno, puede romper las rocas, abrirse un paso en el camino trillado hacia las profundidades del ser... No se dice que la semilla se resigne a las condiciones que encuentra. La palabra es creadora. También del terreno. Basta dejarla obrar. Es la palabra que puede transformar el “corazón de piedra” en “corazón de carne”. La semilla se pierde, de verdad, sólo cuando se queda en las manos cerradas de un sembrador “razonable”. Que no “sale” para no poner en peligro la palabra. Y no cae en la cuenta de que es necesario, en lugar de esto, poner en peligro el terreno... Subrayamos, finalmente, la frase: “El que tenga oídos que oiga”: tiene oídos solamente el que entiende. Para oír, es necesario antes comprender; pues, si uno no entiende, se hace sordo. Es necesario antes en-tender, o sea, tomar postura ante el mensaje: aceptarlo con todo el ser. Sólo entonces se está en disposición de oír al que habla y vivir lo que enseña. Queramos ser, hoy nosotros, terreno bueno, oyendo, comprendiendo, aceptando y viviendo el mensaje de Jesús, produciendo en la semana un alto porcentaje…

68 Domingo Décimo Sexto Sab 12,13. 16-19; Sal 85,5-6. 9-10. 15-16ª; Rom 8,26-27; Mt 13,24-43 La liturgia de la Palabra de éste y de los próximos domingos quiere hacernos reflexionar sobre un tema central del Evangelio: el Reino de Dios. Cada domingo, a través de las parábolas, nos acercará a una faceta distinta de este misterio. Hoy la parábola que nos habla del Reino es la de la cizaña y el trigo. Decimos que a través de las parábolas, Jesús nos va acercando al misterio del Reino de Dios, porque el Reino es ciertamente un misterio, una realidad que no acabaremos de aprehender nunca. El Reino no es como nosotros quisiéramos, ni su lógica es la nuestra, ni su crecimiento obedece a los criterios que nosotros quisiéramos proyectar sobre él. Y esto se pone de relieve claramente en la parábola de la cizaña y el trigo. El mundo es el campo de la parábola. Y en el mundo, como en aquel campo, observamos la presencia simultánea del bien y del mal. Una presencia no sólo simultánea, sino tan entrelazada y entretejida, que resulta difícil distinguir el bien y el mal. En el campo no crece el trigo en un lado y la cizaña enfrente. Trigo y cizaña se encuentran mezclados. Crecen tan juntos que no se podría arrancar uno sin arrancar la otra. Más aún, cuando nacen -antes del tiempo de la siega, antes del final- tienen las mismas apariencias y no cualquiera podría distinguirlos. Ello hace que sea obligada su convivencia: hay que tolerar el crecimiento de la cizaña, hay que tolerar la presencia del mal. El mal se hace así una especie de “mal necesario”. Lo mismo pasa en la vida del hombre. No existe el hombre absolutamente bueno, ningún hombre es trigo limpio. Tampoco existe el hombre absolutamente malo; todos tenemos un fondo bueno. La frontera entre el trigo y la cizaña no divide el campo en dos partes, ni divide tampoco a la humanidad en dos bloques, los buenos y los malos. La frontera entre el trigo y la cizaña pasa por el corazón de cada uno de los hombres. Todos tenemos trigo y cizaña. Por eso, ningún hombre puede rechazar enteramente a ningún hermano. Porque rechazaría la cizaña, ciertamente, pero también su trigo. No se tratará nunca de eliminar a un hombre porque tenga cizaña, sino de hacer crecer su trigo hasta que sofoque la cizaña. Tampoco la Iglesia puede pensar que ella acapara todo el trigo y que fuera de ella no hay más que cizaña. La verdad es que fuera de la Iglesia también hay trigo y dentro de ella también hay cizaña. La frontera entre el trigo y la cizaña también pasa por el corazón de cada uno de los cristianos. La parábola nos habla del Reino, no lo perdamos de vista. Y recalca que el dueño del campo corrige la impaciencia de los criados. Ellos querían arrancar la cizaña cuanto antes. El dueño les hace esperar hasta la hora de la siega. Nosotros, olvidando que somos también trigo y cizaña, quisiéramos más de una vez imponer nuestros criterios en este campo que es el mundo y la Iglesia. Olvidamos que también nosotros tenemos cizaña. Olvidamos que es difícil distinguir el trigo de la cizaña. Olvidamos que detrás de la cizaña hay trigo también. Olvidamos que no fuimos nosotros los que sembramos y que no somos nosotros los que tenemos que segar. Y por eso surge la intolerancia, las inquisiciones, las luchas, las diferencias, las cruzadas, las penas de muerte, muchos anatemas... Cada uno creemos que la diferencia entre el trigo y la cizaña se mide según nuestros propios criterios.

69 Y nos da pena, y nos impacientamos o nos desesperamos al ver el campo lleno de trigo y cizaña. Y nos parece imposible que el Reino deba estar sometido a la servidumbre de tener que tolerar la presencia de la cizaña. Nos causa extrañeza, nos desalienta. Quisiéramos medir el desarrollo del Reino según nuestros propios criterios. Nos preocupa el número, el éxito, el aplauso, las cuentas... Y nos resulta intolerable que no sea nuestro criterio el que predomine. Nos parece muy bueno el pluralismo, pero a costa de descalificar a todos los que no piensan como nosotros. La fe en el Reino de Dios nos pide -según la parábola- la tolerancia. Es decir, no cabe duda de que la tolerancia se basa en buena parte en la fe. No es a nosotros a los que nos toca juzgar. La justicia total llegará al final. Dios, el dueño del campo, se ha reservado el hacer justicia. Nosotros, mientras, tenemos que convivir en la comprensión, en la tolerancia, en la paz, sin anatematizar a ningún hombre, sin despreciar a nadie, sabiendo con humildad que también nosotros cosechamos cizaña en nuestro propio corazón. Por tanto, nuestro esfuerzo ha de ser confiar y trabajar por el crecimiento de la buena semilla, siguiendo ejemplo de Aquel cristiano tan evangélico que fue Juan XXIII, quien captó perfectamente esta enseñanza de Jesucristo cuando decía: “Me dicen que en el mundo hay mucho mal y que yo soy un ingenuo al valorar lo que hay de bueno. Es que, como he aprendido del Señor, prefiero insistir en el sí más que en el no”.

70 Domingo Décimo Séptimo 1 Re 3, 5. 7-12; Sal 118, 57 y 72. 76-77. 127-128; Rom 8,28-30; Mt 13. 44-52 Jesús nos sigue hablando del Reino de los cielos: ahora lo compara con algo que todos vamos a entender perfectamente: con el tesoro escondido que un hombre encuentra, con la perla que un comerciante descubre y con la red llena de peces que recoge gozosamente un pescador. En todos los casos hay una reacción: hay que venderlo todo para lograr el tesoro, para comprar la perla. Y hay que venderlo rápida y gozosamente porque lo que se va a conseguir con aquella venta supera en mucho lo vendido. Eso es, para Jesús, la postura del hombre que se ha encontrado con Dios en su vida. Debe quedarse tan asombrado, tan ilusionado, tan contento, que no debe dudar en preguntarse seriamente, ¿qué hay que dar por el encuentro? Algo así le sucede a Salomón, que en lugar de pedir “vida larga, riquezas…”, pidió al Señor un corazón dócil para gobernar al pueblo de Dios, “para discernir el mal del bien”. Para Salomón, su interés, su único deseo es la sabiduría para poder gobernar; es anteponer el bien de los demás a su propio interés. Para Jesús su interés fundamental, su único tesoro, su única perla, su “comida”, fue “hacer la voluntad del Padre”. Y, el que hace suyo este objetivo de Jesús, ha encontrado el tesoro escondido. Es verdad, todos estamos aquí porque queremos seguir a Jesús. Pero ¿con qué intensidad lo hacemos? Para seguir a Cristo, tenemos que apostarlo todo a su favor. Una vez descubierto este “tesoro”, esta “perla”, hemos de estar dispuestos a venderlo todo, a dejarlo todo. Esto es quemar las naves en la playa, para no poder retornar jamás, y quedarnos para siempre con él. Descubierto Cristo, no debe haber posibilidad de volverse atrás. El hacerlo es signo o que ha sido un descubrimiento falso: una falsa conversión; o que anteponemos nuestros deseos, nuestra voluntad, a la voluntad de Dios. Seguir a Cristo es vender todo para quedarnos con él. A partir de ese momento la vida cobra un sentido nuevo; se produce una verdadera revolución en la escala de valores: lo único importante es Dios y su voluntad, como primer valor. Es lo de san Pablo: “Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor; por él lo perdí todo y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él” (Flp 3: 8). Por tanto, el encuentro con el Reino de Dios, la fe en Jesús, no es un conjunto de prohibiciones, ni sólo el “cumplimiento” dominical, o la devoción particular a los santos para que nos hagan “milagros” o favores; no podemos reducir nuestra fe en Jesús a esto; nuestra fe es el mismo Jesús, entendido como un encuentro vivo y personal con él…, que se abre al futuro sin miedos ni complejos. Si no vendemos lo que nos aparta de Jesús, si no estamos dispuestos a dar nada de lo que verdaderamente apreciamos, a cambio de una fe que sea incapaz de descubrirnos a Dios como fuente de gozo y de alegría; no será para nosotros el Reino de los cielos, el tesoro o la perla si nuestra fe es apenas una monotonía sin contenido, que no entraña riesgo alguno: no nos habremos hecho del tesoro. En efecto, la sabiduría cristiana consiste en el discernimiento de los verdaderos valores del Evangelio y en su aplicación a las circunstancias actuales. Hay que establecer una escala de valores: primero Jesús y su Reino, la salvación, y todo, los demás, como medios para dar gloria a Dios y tener vida eterna. Por eso, los cristianos y las familias debemos estar siempre tomándonos el pulso de nuestra estima de valores. ¿Cuál es nuestro valor fundamental, cuál es nuestro dios en torno al cual estamos construyendo nuestra existencia?

71 Domingo Décimo Octavo Is 55. 1-3; Sal 144,8-9. 15-16. 17-18; Rm 8. 35.37-39; Mt 14. 13-21 Durante estos domingos estamos reflexionando sobre el Reino de Dios a través de las parábolas de Jesús: el Reino es como una semilla, como la levadura, es una perla preciosa, es un tesoro... Hoy es un milagro de Jesús el que cierra estas consideraciones: el Reino es el gran banquete que Dios ofrece a los pobres, enfermos, necesitados e indefensos. Así había sido predicho por Isaías (primera lectura) a los judíos que volvían del destierro: aun sin dinero podrán comprar trigo en abundancia, comerán y beberán hasta saciarse. Después de las reflexiones de los domingos anteriores, no resulta difícil comprender que el Reino viene al encuentro de los más necesitados; o mejor dicho: de la humanidad necesitada. Dios sale al encuentro de los hombres que caminan por la vida como si ésta fuese un desierto estéril y hostil. Así lo hizo Dios en el Antiguo Testamento; así lo hizo Jesús en el Nuevo: el Reino responde a la realidad concreta de los hombres y los asume así tal cual son, con todas sus carencias, dolencias y enfermedades. De este evangelio podemos entresacar dos enseñanzas: - Jesús sacia nuestra hambre de Dios En él encontramos el camino que nos lleva hacia Dios. Su palabra y su testimonio de vida y acción nos dicen cuál es la vida que vale la pena. En la Eucaristía nos alimentamos de esta palabra, de esta vida de Jesús. Su pan partido nos da vida. Como expresa el salmo de hoy: "Los ojos de todos te están aguardando, tú les das la comida a su tiempo". - Jesús nos urge a saciar el hambre de la humanidad sufriente El camino por el cual nos conduce Jesús y que sacia nuestra hambre de Dios pasa por la entrega en favor de los que más sufren. Pasa por el compartirlo todo, sea poco o mucho lo que tengamos. Abrir los ojos, como Jesús. Darse cuenta de la realidad. Y dar una respuesta, no teórica sino práctica, como Jesús. La mesa eucarística siempre nos abre a la caridad. Y la caridad hecha acción nos lleva a la mesa eucarística. La primera lectura añade una tercera enseñanza vinculada a las de este evangelio: demasiadas veces queremos comprar la felicidad (consumismo, por ejemplo). Demasiadas veces utilizamos el comercio, también, en las cosas de Dios (la terrible impresión que tiene mucha gente de que las misas tienen un precio). Demasiadas veces, también, somos mezquinos a la hora de dar limosna: hay que ir a fondo con las actitudes, de modo que la caridad sea sincera, auténtica. No valen excusas para no compartir. Dios nunca deja de compartir nuestros problemas; nosotros aprendamos a compartir -unos con otros- los problemas de todos. Jesús empieza “compadeciéndose”de la multitud y termina “compartiendo”, sepamos compartir nuestros panes y nuestros peces, Jesús pone lo demás; y luego veremos que todo se multiplica. Compartir es multiplicar.

72 Domingo Décimo Noveno 1Re 19, 9a. 11-13ª; Sal 84,9ab-10. 11-12. 13-14; Rm 9, 1-5; Mt 14, 22-33 “Los discípulos, viéndole andar sobre el agua se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma”. El miedo forma parte de la vida del hombre... a nivel íntimo, personal, familiar, profesional, económico, político, de salud... Y, muy claramente, este tiempo que nos toca vivir -como todo tiempo- está marcado profundamente por incertidumbres y riesgos concretos. No es necesario enumerarlos, porque forman parte, de un modo u otro y con más o menos intensidad, del miedo y de las angustias de todos y de cada uno de nosotros. Los apóstoles, como toda la gente sencilla de aquel tiempo creían en fantasmas. Por eso se asustaron y ¡gritaron de miedo! Como nosotros, muchas veces nos asustamos y gritamos de miedo, aunque procuramos que nuestro grito sea lo más discreto posible. Y es que los fantasmas existen, aunque con mil caras distintas... “¡Animo, soy yo, no tengan miedo!” La fe en Jesús nos libera precisamente del miedo. Jesús anda sobre el agua y no se hunde. E invita a ir con él a todos nosotros. Y -Pedro y nosotros-, hay momentos en los que nos aguantamos bastante bien en el agua y, otros momentos, en los que nos hundimos... porque la fe, que está por encima de toda confianza, nunca nos empapa del todo; no nos llega hasta el último repliegue de la vida. Y, por eso, dudamos... Por tanto, el “¡ánimo, soy yo, no tengan miedo!” pertenece al mensaje esencial de Jesús. Es la perenne promesa que fue realidad aquella noche para los discípulos en la barca, y quiere ser realidad para nosotros, nos hallemos en la situación que sea, en cualquiera de nuestras noches. Tanto la Iglesia, como cada uno de nosotros, andamos seguros cuando ponemos la mirada en Jesús; pero cuando nos fijamos sólo en nosotros mismos, al más ligero viento, temblamos... “En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: ¡Qué poca fe!” Jesús, una vez más, educa a Pedro y a sus compañeros, que son hombres de mar, a saberse enfrentar, con valentía, con sus tempestades. Profecía, también, de todas las otras tempestades que les esperan y nos esperan. Sin Jesús la barca se hunde; pero él está en ella, invitándonos como siempre a avanzar mar adentro, porque solamente en la medida que arriesguemos algo en nuestra vida podremos decir que tenemos fe. Cada Eucaristía es un momento privilegiado para sentir la voz de Jesús que nos dice como a Pedro: “Ven”, y también, para decirle, juntos, como los discípulos postrados en la barca: “Realmente eres el Hijo de Dios”. No perdamos la fe, sigamos confiando en el Señor, en cuyo nombre nos reunimos. Pues, no es el miedo lo que nos recluye en el templo, sino la esperanza que nos invade. Pues creemos que Jesús murió y resucitó. Eso es lo que nos anima. Eso es lo que celebramos en la eucaristía. Que el pan y el vino, el cuerpo y la sangre de Jesús, nos mantengan firmes en la fe y sostengan nuestra marcha y nuestra esperanza a pesar de todo. ¡Ánimo, Jesús ha resucitado, el Evangelio es la verdad, el Señor vive, no es un fantasma!

73 Domingo Vigésimo Is 56. 1.6-7; Sal 66,23. 5. 6 y 8; Rm 11, 13-15. 29-32; Mt 15. 21-28 “Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarles: Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David”. También nosotros hemos iniciado esta Eucaristía casi con el mismo grito: “Señor, ten piedad”. Este grito, a la cananea, le salía del alma. No sé si también a nosotros... Ya que a veces la rutina es capaz de vaciar de sentido, incluso, ¡lo más sagrado! El grito de la cananea era la gran plegaria de una madre que siente como propio -porque lo es- el dolor de su hija. Podíamos preguntarnos: nuestro “grito”, tan parecido al suyo, por lo menos externamente, ¿ha intentado expresar toda la realidad de nuestra vida? Y no una vida aislada sino marcada y ensanchada por todas las otras vidas, empezando por las más próximas, las de todos aquellos que conocemos y amamos. Sólo así la Eucaristía adquiere pleno sentido. Sólo así puede llegar a ser un verdadero intercambio entre la gran riqueza del Señor y nuestra gran pobreza. “Señor ten piedad”, “Kyrie eleison”. He aquí una invocación que arranca del AT, pasa al Nuevo y llena toda la liturgia de las iglesias cristianas. Ojalá fuera siempre una expresión llena de sentido, una auténtica plegaria en el corazón de los que tenemos la dicha de celebrar la Eucaristía. “Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. Sí, así era al principio. Sin embargo, la fe, que mueve montañas, es capaz también de mover el tiempo. Y Jesús se lo adelanta a la mujer cananea, porque su fe se lo merece; y también para empezar a decir, ya con hechos, que la salvación no se reduce a un solo pueblo, sino que está abierta a todos los pueblos, es universal. Este es -hoy- el núcleo central del mensaje de Jesús. Hagamos ahora un poco de memoria: el pasado domingo, la fe de Pedro se tambaleaba. Se asustó ante la fuerza del viento que sacudía las olas. Tuvo miedo y se hundía. Y Jesús, le reprendió diciendo: “¡Qué poca fe!”. Hoy, una mujer forastera, mantiene con firmeza su fe humilde. Ni tan siquiera el reproche del insulto más bajo, el de los perros, con el que se pone a prueba su fe y su humildad, la hace tambalear. Y Jesús la elogia: “Mujer qué grande es tu fe”. ¡Cuántas veces, a todos, nos conviene recibir lecciones de la gente más sencilla...! “Mujer, qué grande es tu fe”. Jesús sale alegremente vencido por la lucha verbal. Se rinde frente al arma de que dispone la mujer: la fe. Jesús se deja vencer por la fe. Y no puede por menos que manifestar la propia admiración, ante la fe de la cananea. Todos somos un poco cananeos, porque todos, como esa mujer llevamos dentro algo que nos preocupa. Algo, o mucho, de qué hablar con Jesús. La mujer canea no dejó escapar la oportunidad, pasa por encima de las humillaciones y pruebas a las que es sometida... ¿Tiene esa intensidad nuestro trato personal con Jesús? ¿Es tan deseado, tan convencido como esta mujer? Cuando lo sea, también escucharemos de Jesús: “Que se cumpla lo que deseas…” Hagamos, pues, de cada Eucaristía una verdadera vivencia de fe. Celebrémosla gozosos y agradecidos, porque nosotros, a pesar de todo, no estamos invitados a comer las migajas que caen de la mesa, sino que, bien sentados, estamos invitados a compartir como hijos la mejor comida.

74 Domingo Vigésimo Primero Is 22. 19-23; Sal 137,1-2a. 2bc-3. 6 y 8bc; Rm 11. 33-36; Mt 16, 13-20 Jesús pregunta hoy a los apóstoles sobre lo que la gente opina de él. Esta pregunta tuvo la intención de preparar una segunda pregunta personal y directa a los discípulos. Ahora tienen que definirse. “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” Pedro, el primero de los apóstoles, responderá por todos: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". La pregunta nos la dirige Jesús, hoy, a nosotros: ¿Quién soy yo? ¿Por quién me tienes? ¿Qué importancia tengo en tu vida? Nuestra respuesta también tiene que ser rápida, sincera y osada: Tú eres la esperanza máxima, tú eres el Hijo de Dios encarnado para salvarnos. Hemos de dar nuestra respuesta comprometida a Cristo Salvador, el Buen Pastor que da la vida por las ovejas, al Amigo que da la vida por sus amigos. ¡Qué paz responder con sinceridad al Señor y reconocerlo como primero y único en la vida! Esta fe de Pedro quiere ser también la nuestra. En su fe, en la fe que Pedro manifiesta, se fundamenta nuestra fe. La fe de Pedro, fue una semilla que el Padre había plantado en él, una semilla que debía crecer, que se debía extender a todas partes, que debía llegar también hasta nosotros. La fe de Pedro es grande. Jesús la alaba. Pero, no es un mérito del apóstol, sino un don de Dios. “Eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”. Lo que Pedro ha hecho es sólo abrirse a la gracia de Dios. Las palabras de Jesús adquieren un tono trascendente e impresionante: “Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Sobre Pedro creyente se construirá el edificio de la comunidad cristiana. Sobre su fe firme se podrá levantar la casa de Dios, el nuevo Pueblo de Dios. Pedro será el hombre de las llaves, el que tiene un poder sagrado. Poder referido a la santificación de los hermanos. El atar y desatar son prerrogativas importantísimas destinadas a la construcción y a la comunión del pueblo de Dios. Pedro será el fundamento visible de esta comunión y dará firmeza a la Iglesia. Todo eso prosigue en la sucesión apostólica. La tarea de Pedro es importantísima para la Iglesia. La cumple, en la sucesión, el Papa. A través de este ministerio se mantiene viva la predicación evangélica y el testimonio de amor que corresponde siempre a la Iglesia. ¡Agradezcamos el don de Pedro! ¡Valoremos el papel de su sucesor! Y de una manera muy concreta: venerando su persona, acogiendo su ministerio y siendo diligentes en su enseñanza. Recordemos que el Papa Benedicto XVI tiene la tarea de animar a la Iglesia y hacer de ella una verdadera comunión. Por eso mismo, pensar hoy en Pedro es ser conscientes que somos Iglesia una, santa, católica y apostólica. Sintamos hoy la alegría de ser miembros de esta Iglesia fundamentada en la fe de los apóstoles que Pedro ha confesado; y que tiene dentro de sí al Espíritu de Cristo, que la mantiene viva; ésta es la iglesia que contiene aquella fe que los apóstoles vivieron y que nos han hecho llegar hasta nosotros. Cuando cada domingo, en la oración eucarística decimos el nombre de nuestro Papa N y de nuestro obispo N, entendámoslo y vivámoslo como la repetición de aquellos signos, de aquellos eslabones de la cadena que nos une con los apóstoles y, por los apóstoles, con Cristo. Y todo ello, porque también desde nosotros, desde nuestra vida cotidiana, llegue a más hombres y mujeres, a nuestros compañeros y amigos, a la gente que conocemos y no lo comparten, la misma gozosa noticia de la fe que nos ha llegado a nosotros. Y, como Pedro, digamos a Cristo en nuestros hermanos: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.

75 Domingo Vigésimo Segundo Jr 20. 7-9; Sal 62,2. 3-4. 5-6. 8-9; Rm 12. 1-2; Mt 16. 21-27 El evangelio de hoy se sitúa inmediatamente después del evangelio del domingo pasado. Es un texto que puede parecer desconcertante: el Señor, que acaba de alabar a Pedro, ahora le dice ni más ni menos: “quítate de mi vista, Satanás”. Pedro, el discípulo por excelencia, ofrece en los evangelios esta imagen contrapuesta: es el creyente, el hombre que confía en Jesús; pero es también el que no entiende sus caminos y niega a su maestro. Desde el momento que los Apóstoles reconocieron a Jesús como el Mesías, él comenzó a anunciarles que debía ir a Jerusalén, donde tendría que sufrir mucho de manos de las autoridades judías, que terminaría siendo condenado a muerte, pero que resucitaría al tercer día. En el primero de estos anuncios del Señor, Pedro, haciendo gala de su impulsividad característica, llama a Jesús aparte y le protesta, diciéndole: “Dios te libre, Señor. Eso no te puede suceder a Ti” (Mt. 16, 21-27). La respuesta de Jesús a Pedro es sumamente dura: “Retrocede, Satanás (Apártate de Mí, Satanás) y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres”. San Pedro, en este episodio del Evangelio de hoy, utiliza los criterios del mundo y no los de Dios: rechaza el sufrimiento para Jesús. Así nos sucede a nosotros: no queremos sufrimiento ni para nosotros, ni para nuestros seres queridos. Pero resulta que en el plan de Dios, mucho beneficio viene del sufrimiento bien llevado, y todo sufrimiento -aceptado en amor a Dios- tiene un valor tan grande, que ese valor sirve de redención para quien sufre y, además, para muchos otros. Por tanto, no se trata de buscar el sufrimiento en sí mismo, sino de aceptar el seguimiento de Cristo con coherencia. Pablo les dice a los cristianos de Roma, en la segunda lectura, que “no se ajusten a este mundo, sino que sepan discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto”. Y que ese es el mejor culto a Dios. Este discernimiento cuesta, y conduce a decisiones que pueden resultar difíciles. Porque lo cómodo es acomodarse a este mundo. Así como Pedro, también Jeremías pensó en abandonar el encargo profético para poder vivir tranquilo en su pueblo. Pero la Palabra de Dios le ardía dentro y escogió el camino difícil. A Jesús, desde su realidad humana, le hubiera gustado más, sin duda, que Dios le ahorrara “el cáliz de su muerte”, pero eligió el camino difícil: “no se haga mi voluntad, sino la tuya”. A Pedro, que al principio “pensaba como los hombres y no como Dios” y prefería las cosas fáciles, también le vendrá el tiempo en que, madurado en su fe cristiana, dé valiente testimonio de su fe en Cristo ante el pueblo, ante las autoridades y, finalmente, ante Nerón en Roma, en su martirio. También a nosotros el mundo de hoy nos ofrece caminos mucho más fáciles y “prometedores” a corto plazo. Pero Cristo nos dice que si queremos seguirle tenemos que tomar cada uno su cruz, como él tomó la suya. Lo que no podemos hacer es una selección de lo que nos gusta, evitando lo que nos parece más serio y exigente en el programa de vida de Jesús. No podemos “censurar” páginas del evangelio que no nos gusten. La Eucaristía nos da la fuerza para poder seguir por ese camino, exigente pero coherente. Comulgar con Cristo, en la Eucaristía, es comulgar también con él a lo largo de la jornada y de la semana. Con todas las consecuencias, aunque a veces eso suponga dificultad y renuncia. Pero, a la larga, es lo que nos dará la más profunda alegría y felicidad. Seamos de Cristo, en medio del mundo, pero no del mundo. Con el Salmo 62 hagamos nuestra entrega a Dios: A Ti, Señor, se adhiere mi alma, pues mejor es tu Amor que la existencia. Mejor eres Tú, Señor, que la vida que tengo que perder para tenerte a Ti. Por eso mi alma está sedienta de Ti, todo mi ser te añora, como el suelo reseco añora el agua.

76 Domingo Vigésimo Tercero Ez 33, 7-9; Sal 94,1-2. 6-7. 8-9; Rm 13, 8-10; Mt 18, 15-20 Iniciamos hoy -en las lecturas evangélicas- una extensa serie dedicada a la vida comunitaria, casi hasta final del año litúrgico. Hoy se nos presenta la comunidad cristiana como lugar de corrección fraterna y de oración y el próximo domingo como lugar de perdón. En estos dos domingos es significativo que en los evangelios aparezca repetidamente la palabra “hermanos”: se trata de lo que se llama “el sermón sobre la Iglesia”. El mensaje de Jesús proclama el espíritu que debe distinguir a los miembros de la Iglesia en sus mutuas relaciones. Y, podríamos añadir, estas relaciones las sitúa Cristo como relaciones entre hermanos. La fraternidad es, pues, la primera consigna constitucional para la Iglesia. La constitución de la Iglesia tiene -podríamos imaginar- este artículo fundamental: “todos somos hermanos. Compórtense como hermanos”. Una fraternidad no sentimental o puramente humanista, sino fruto de lo que constituye la fe cristiana: “Todos somos hijos de Dios. Compórtense como hijos del Padre que es Amor”. Esta utilización evangélica de la palabra “hermanos” podría ser también ocasión para recordar su sentido cuando la utilizamos en las celebraciones. No como una fórmula, una palabra que toca decir, sino como la expresión más real -y más comprometedora- de lo que somos los miembros de la Iglesia. Es como el “test” de nuestra fe: ¿nos consideramos, nos tratamos como hermanos? No podemos llamarnos hijos de Dios -decir que Dios es nuestro “Padre”- si no hay una práctica de fraternidad entre nosotros. Todos somos responsables unos de otros. Es quizá la enseñanza básica del evangelio de hoy. Si somos hermanos no podemos desentendernos unos de otros. Debemos reconocer que lo fácil es desentenderse o limitarse a una crítica insolidaria, a espaldas del afectado. Debemos ayudarnos mutuamente a vivir como cristianos. A través del “buen ejemplo” -o con palabras más actuales- a través de un real testimonio de vida cristiana; todos sabemos por propia experiencia que lo que más nos ha ayudado a seguir el camino de Cristo es ver hermanos que viven la fe, el amor, la esperanza de Cristo. Pero también -cuando convenga- esta ayuda debe concretarse en un saber “corregir al hermano”. ¿Corregir al hermano?: “si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano”. Es un consejo difícil el que nos da aquí Jesús. Por una parte, nos cuesta sentirnos responsables de los demás. En general preferimos “dejarles en paz y ocuparnos de lo nuestro”, tanto en la vida civil como en la eclesial. Es la postura típica de los que no quieren participar en la vida de la comunidad, ni creen que deban ayudar a los que se van desviando del recto camino. Fue la postura de Caín: ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano? Y sin embargo, Jesús nos ha enseñado la importancia de la corrección fraterna oportuna. Al profeta Ezequiel le urge Dios para que no calle, porque callando se hará responsable de la ruina de su pueblo. Dios le ha hecho “centinela” que ayude a sus hermanos, que sepa dar la alarma cuando vea que es necesario, y les recuerde que no se han de desviar de los caminos del Señor. ¿Para qué sirve un centinela que no avisa?, ¿para qué sirve un perro guardián que no ladra cuando vienen los extraños?

77 Jesús concreta esta obligación de un hermano para con su hermano, de un miembro de la comunidad para con otro. Nadie es extraño para mí: me debo sentir corresponsable del bien de los demás. Si mi hermano va por mal camino, dedo buscar el mejor modo de ponerle en guardia y animarle a que recapacite. El procedimiento lo detalla el mismo Jesús, empezando por el diálogo de tú a tú, o sea, a modo de hermanos, sin agresividad, buscando el bien de la persona, no hablando a espaldas, ni lanzando a los cuatro vientos los defectos de los demás, sino teniendo la valentía de hablar a la persona concreta. El amor al hermano no se muestra sólo diciéndole palabras amables y de alabanza -que es de esperar que sean las más de las veces-, sino también, cuando haga falta, con una palabra de ánimo o de corrección. El silencio a veces puede ser complicidad. Eso le pasa, en un nivel eclesial, al Papa o a los pastores de la Iglesia cuando en conciencia tienen que llamar la atención sobre direcciones peligrosas que van en contra del evangelio o de la dignidad humana. Pero también nos puede suceder en niveles más domésticos: - en la vida de una comunidad cristiana tenemos que participar y sentirnos corresponsables, porque no somos “sociedad anónima”; tenemos muchas ocasiones de colaborar con nuestra voz y nuestro trabajo a mejorar las cosas (¿equipos parroquiales apostólicos, consejos parroquiales?); - en la vida de familia, el marido y la mujer pueden ayudarse con la oportuna palabra de ánimo y con una corrección hecha desde el amor; el diálogo entre padres e hijos puede ser enriquecedor y correctivo, en ambas direcciones; - en el presbiterio o en una comunidad religiosa, una palabra a tiempo puede a veces evitar desvíos que llevarían a consecuencias irreparables. - los amigos son buenos amigos también cuando contribuyen a que el amigo madure, recapacite y vaya corrigiendo sus defectos. También habrá que recordar que cuando somos nosotros los que recibimos algún día una palabra de corrección, tendremos que reaccionar bien: de momento nos suele saber mal que nos digan que algo no va bien, pero seguro que nos ayudará a mejorar. Nuestros defectos los conocen mucho mejor los demás que nosotros mismos. Eso sí, la corrección fraterna debemos hacerla con amabilidad. No se corrige al hermano echándole en cara sus defectos. Una cosa es mostrarse indiferente, descuidando la caridad fraterna, y otra convertirse en inquisidores entrometidos o que actúan por despecho. Una cosa es ser centinela que avisa del peligro que acecha, y otra erigirse en juez moralizador o en dueño del bien y del mal. La clave nos la da san Pablo en la segunda lectura: el amor, la ley fundamental del cristiano: “a nadie le deban nada, más que amor…, amarás a tu prójimo como a ti mismo. Uno que ama a su prójimo, no le hace daño”. El que ama sí que puede corregir al hermano, porque lo hará con delicadeza, lo hará no para herir, sino para curar, y sabrá encontrar el momento y las palabras. No sólo verá los defectos sino también las virtudes. Y por eso, porque ama y se preocupa de su hermano, se atreve a corregirle y ayudarle. Como un padre no siempre calla, sino que habla y anima a sus hijos, y, si es el caso, les corrige, ayudándoles a cambiar y haciéndoles fácil la rehabilitación. Como el educador hace lo mismo con sus alumnos y el amigo con su amigo. Así imitaremos a Jesús, que supo corregir con delicadeza y vigor a sus discípulos, en particular a Pedro, y logró que fueran madurando en la dirección justa. Que en esta semana, y siempre, sepamos actuar como hermanos: con amor y desde al amor.

78 Domingo Vigésimo Cuarto Si 27, 33-28, 9; Sal 102,1-2. 3-4. 9-10. 11-12; Rm 14, 7-9; Mt 18, 21-35 El domingo pasado dejábamos nuestra reflexión diciendo que sólo con el amor y desde el amor se recupera plenamente al que peca. Nuestro evangelio de hoy es continuación de aquél, tratando de romper toda posible limitación del amor y de la misericordia: Pedro, en un alarde de acercamiento al pensamiento de Jesús, propone que se perdone al que peca, siete veces, tres más de lo que proponía el rabinismo judaico. Pedro arranca de un pensamiento legalista, aunque generoso. Pedro no se compadece del pecador. Jesús no piensa en la disciplina de la comunidad, sino en salvar a la comunidad de la ruina que supone la presencia permanente del pecado entre sus miembros. La comunidad sólo tiene una solución: el perdón; pero no un perdón pagado en padrenuestros, de régimen interno para hacer visible una convivencia enferma; sino un curativo, profundo, total; un perdón de amor que elimina el pecado y sana al hombre. Pues bien, la muestra más palpable de la profundidad del amor que experimentan los seguidores de Jesús es que pueden perdonar. En el perdón el amor se hace concreto y real. Es la persona viva, con todas sus limitaciones y pecados, indigente y necesitada, a veces molesta e irritante. El perdón es la única posibilidad de amar en un mundo en que la cruz de Cristo nos habla de la existencia del mal. No necesitamos cerrar los ojos y fingir hombres que no existen. Amamos perdonando. ¿Tiene límites el perdón? Pero esa pregunta casuística, que intenta fijar la cantidad y límites del perdón cuando el hermano te ofende, parece sacar el perdón de su contexto -el Reino del Padrepara devolverlo a la ley. La parábola del empleado inicuo quiere devolver el problema al único horizonte en que puede ser resuelto: Si Dios perdona graciosamente las mayores deudas, nadie puede aducir razones válidas para negar el perdón a otro. Llama la atención el enorme contraste que preside la parábola. Un empleado del rey le debía diez mil talentos, millones, una suma inmensa, tal que justificara un hecho no frecuente: la posibilidad de venderle a él, a su mujer e hijos, y a sus posesiones. Al empleado, en cambio, uno de sus compañeros le debía cien denarios, una cifra pequeña, que sólo podía ser exigida con unos días de cárcel. Lo que pide el empleado que debía tan ingente suma a su señor es sólo “ten paciencia y te lo pagaré todo”. Lo que recibe es “el perdón de la deuda”. Lo que pide al empleado su compañero es literalmente lo mismo que él a su señor: “ten paciencia y te lo pagaré todo”. Lo que recibe no es ya el perdón, pero ni siquiera esa paciencia, sino la cárcel. El empleado no ha sobrepasado la ley, se ha atenido a ella, pero ha sido incapaz de transmitir el mensaje de perdón de su señor -Dios- que supera todo lo que él esperaba. La comunidad del Reino no vive de la legalidad, sino de la inmensa alegría del padre, cuyo amor y perdón excede de lo que podemos pensar. Sólo entonces podremos orar con verdad pidiendo el perdón de nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. En efecto, esta parábola del siervo sin entrañas es una forma de motivar el perdón en el perdón que Dios nos otorgó a los creyentes. Los términos de la parábola son intencionadamente exagerados con una sola intención: contra el perdón nunca hay ni podrá haber nunca razones válidas. El texto del Eclesiástico que acompaña al evangelio llama odiosa a la cólera que no perdona, y dice que el enojo es corrupción. El que odia no conoce, porque la razón del perdón está más en el otro que en mí. El gran perjudicado del no-perdón no es el otro, sino yo que no perdono. El que no siente perdonar es porque vive fuera de la esfera de Dios, vive él la noche de su muerte. También Pablo da una razón para el perdón: “No vivir para sí, sino para Cristo que murió por todos”. Creer es saber que Dios nos ama. Sólo cuando un amor grande nos ama, somos capaces de reconocer que no lo merecemos. Que durante la semana, sepamos rezar el Padrenuestro: “Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden” como preludio de querer proyectar en nuestros semejantes el perdón y la misericordia que el Padre derrama siempre sobre nosotros.

79 Domingo Vigésimo Quinto Is 55. 6-9; Sal 144,2-3. 8-9. 17-18; Flp 1, 20c-24-27; Mt 20, 1-16 Un propietario sale a contratar jornaleros. En no pocas ciudades del mundo, a través de la historia, la plaza ha sido lugar de contratación, mercado de trabajo. Esto en los tiempos de Jesús era normal. Jesús ha tomado su punto de partida de la vida cotidiana. Pero la parábola de hoy no nos quiere instruir sobre propietarios, trabajadores y jornales, sino hablarnos de lo que ocurre con el Reino de Dios. Los judíos piadosos y observantes eran celosos de su “santidad” y de su “justicia”. Y no comprendían que Jesús se relacionara con pecadores: publicanos, recaudadores de impuestos; mujeres de todo tipo, de conducta no siempre ejemplar; gente sencilla, que arrastraba una vida dura, que bastantes problemas tenían con el trabajo de cada día y no les quedaba tiempo para prestar minuciosa atención a la Ley de Moisés y a las observancias con que la habían rellenado los letrados y fariseos. Ellos habían intentado que Jesús entrara en razón. O habían acudido a sus discípulos: “¿Cómo es que su maestro come con publicanos y pecadores?” (Mt 9. 11). Lo único que habían logrado es algún chasco. Jesús no quería comprender las razones de aquellos hombres cumplidores. Y ellos tampoco querían comprender las razones de Jesús. Con la parábola de los jornaleros Jesús intenta, una vez más, hacerles ver las cosas. Fijémonos en el diálogo del final. ¿Hacia dónde nos inclinamos nosotros? a) Los trabajadores de la primera hora “pensaban que recibirían más”. ¿Por qué? “Estos últimos han trabajado sólo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno”. Tienen razón, podemos pensar: han trabajado más; merecen mejor jornal. b) El propietario responde: “¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?” El propietario también se explica con claridad. Y no resulta injusto. Pero Jesús no quiere dar ahora lecciones de justicia social, sino decirnos lo que ocurre con el Reino de Dios, con los hombres delante de Dios. 1) Los jornaleros de la primera hora representan a los judíos celosos y observantes. Cuentan con su trabajo, con sus méritos. Tienen, pues, unos títulos que presentar ante Dios. Pueden irle con exigencias. Más todavía: sus méritos les autorizan -creen ellos- a considerarse superiores a los demás: “Estos últimos han trabajado sólo una hora y los ha tratado igual que a nosotros”. ¿Cómo es posible, tratarnos igual, cuando nosotros somos mejores? 2) El dueño de la viña representa aquí al Padre del cielo: “Quiero darle a este último igual que a ti. ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?” Es bueno. Da generosamente. Le molesta la suficiencia de aquellos obreros de primera hora. Han trabajado bien, eso es verdad. Pero, ¿por qué han de meterse con los que han venido luego y querer medirles con cuentagotas lo que él les regala de corazón? ¡Nos cuesta tanto comprender que, ante Dios, no tenemos ningún mérito que exigir!: “Yo he hecho eso y aquello; he cumplido con tal y con cual obligación. Merezco, pues...” No merecemos nada. Dios es quien nos ama, quien nos llama a su Reino, quien nos ofrece gratis su amor. Nosotros debemos extender la mano y aceptar su don; abrir los brazos y recibir su abrazo. ¡Nos cuesta tanto comprender que nuestro esfuerzo no nos autoriza a considerarnos superiores a los demás, a mirarlos por encima del hombro! ¡Que creer en Jesús y venir a misa todos los domingos no nos convierte en una raza superior de hombres! Dios ofrece su amor a todos, llama a todos. Como Jesús, que trataba con todo tipo de gente. Y que se sentía molesto cuando algunos buenos fariseos de toda la vida, de corazón encogido, querían guardarse para ellos solos el amor de Dios y de su Reino, que el Padre ofrece a todo el mundo. “Los últimos serán los primeros y los primeros los últimos”. Los escribas y fariseos y los sacerdotes -los primeros en darse prisa- quedaron atrás. Y aquellos pobres pescadores del lago; y aquel publicano, Mateo; y los otros discípulos, gente del pueblo bajo, pasaron a ser primeros. Pero ¡cuidado! Por el hecho de ser primeros o últimos, nadie de nosotros puede enorgullecerse ni considerarse superior a los demás. Siempre debemos mirar arriba, abrir los corazones para acoger el don de Dios, y decirle: ¡Gracias, Señor! Eso es lo que ahora vamos a hacer en la eucaristía.

80 Domingo Vigésimo Sexto Ez 18. 25-28; Sal 24,4bc-5. 6-7. 8-9; Flp 2. 1-11; Mt 21, 28-32 De paradoja en paradoja vamos penetrando en el misterio del Reino de Dios; de escándalo en escándalo vamos comprendiendo toda la novedad del mensaje de Jesús. La parábola de los dos hijos es ilustrativa al respecto: el hijo que parecía desobediente resultó ser el obediente, el que parecía sumiso resultó ser rebelde. La explicación inmediata la dio el mismo Jesús: hay dentro del judaísmo quienes afirman con sus labios cumplir la palabra de Dios, pero en realidad después sólo hacen sus caprichos; hay también quienes en un primer momento rechazan la Palabra con una vida disoluta y no-religiosa, mas cuando llega la hora de la conversión, cambian de vida y se reconcilian con el Padre. De esta forma los publicanos y las prostitutas entran al Reino, mientras que los sacerdotes, ancianos y fariseos permanecen fuera. Como vemos, la parábola hace directa alusión al mensaje de Jesús y a la necesidad de cambiar de vida para entrar en el Reino. Nosotros procuraremos dar un paso más y ver en qué medida esta parábola del Reino se aplica a nuestra vida cristiana. La parábola analiza en pocos trazos la actitud religiosa de dos grupos bien definidos de creyentes; o, para ser más exactos quizá, dos momentos que pueden darse en un creyente, o dos aspectos de una misma personalidad que se dice religiosa. Primer caso: de una conducta rebelde se pasa a la aceptación de la voluntad de Dios. Ante la invitación del padre a trabajar en su viña, el primer hijo responde espontánea y taxativamente: “No quiero”. Más, después, lo piensa mejor y va a trabajar. Segundo caso: una conducta sumisa y conformista conduce al fracaso del proyecto humano. Es la otra cara de la moneda. Desgraciadamente hemos confundido obediencia con sumisión, respuesta con sometimiento, entrega con opresión. Es interesante aquí observar que la misma palabra “obediencia” implica antes que nada una actitud de escucha del otro; obedecer no es someterse al otro porque es autoridad o puede más que nosotros. Es escuchar su llamada, escucharla desde dentro de uno mismo, como una invitación a salir al encuentro del otro. Esa respuesta que se da, libremente, es auténtica obediencia. El hijo que parecía desobediente resultó ser el fiel; el que parecía sumiso fue el rebelde. Es evidente que nos plantea la falta de adecuación entre lo que decimos y lo que luego hacemos. Estas dos posibilidades no servían para el fin que se proponía Jesús: desenmascarar lo que somos y hacemos cada uno de nosotros. Jesús sabe que hay quienes afirmamos con los labios cumplir la palabra de Dios, pero en realidad, después sólo buscamos lo nuestro. Podemos tener la tentación de conformarnos con palabras, sin pasar a los hechos. Decir "sí" con los labios. Casi profesionalmente. Y luego vivir en la práctica en incoherencia continua, sin practicar lo que decimos. Y esto puede pasar con los máximos profesionales, los sacerdotes; o también con las "personas de bien", con los "practicantes" que se creen justos, etc. También en lo civil es mucho más fácil “hablar” de democracia que “practicarla”. La distancia entre el dicho y el hecho se constata en todas partes. Y nos quejamos de los políticos que sólo "prometen. Y lo peor es que los oficialmente “buenos” miran fácilmente con aires de suficiencia a los “pecadores”: y Jesús hoy trastorna esta medida. Claro que resulta incómoda una homilía así, que denuncie la excesiva autosuficiencia de los “buenos” y apunte a que es posible que “los otros” a lo mejor han entendido y cumplido la voluntad de Dios. También en el caso de Jesús su “homilía” debió resultar subversiva. En nuestras homilías pocas veces hablamos de las prostitutas: y sin embargo a Jesús no le daba vergüenza ni acogerlas con amabilidad, ni perdonarlas, ni hablar de ellas para explicar su mensaje. Es toda una interpelación a los cristianos de hoy: por si hacemos consistir nuestra fe en palabras, o por si nos creemos con derechos y privilegios porque venimos a la Eucaristía, despreciando a los que no lo hacen (el consejo de Pablo, en la segunda lectura: considerar siempre a los demás como superiores). Sólo el pecador arrepentido puede llegar a descubrir la inmensidad del amor de Dios; sólo el hombre que reconoce su pequeñez puede agradecer a Dios todo el amor que nos tiene; y sólo quien reconoce a Dios como Padre bueno es capaz de ponerse enteramente a disposición de Dios, aunque antes le hubiese dicho “no”, es el que está haciendo lo que quiere el Padre: esta es la puerta del camino hacia Dios.

81 Domingo Vigésimo Séptimo Is 5, 1-7; Salmo 79, 9 y 12. 13-14. 15-16. 19-20; Flp 4, 6-9; Mt 21, 33-43 Si el evangelio insiste en un tema, por conflictivo que sea, no tenemos que evitarlo nosotros. Las parábolas que san Mateo sitúa al final de la vida de Cristo apuntan claramente a la incredulidad del pueblo de Israel: hace dos domingos, los llegados a la viña a última hora (los paganos) eran equiparados a los primeros (los israelitas); el domingo pasado, el hijo que no quiso ir al trabajo, pero que luego recapacitó y fue, es alabado por encima del hijo “bueno” que al final no fue a trabajar. Hoy es la parábola de los viñadores infieles. Hemos escuchado, en la primera lectura, la imagen de la viña que no produce frutos, a pesar de los mimos del viñador. Es una imagen a través de la cual el poeta-profeta denuncia la realidad: hay asesinatos y lamentos de oprimidos, en vez de justicia y lealtad... La parábola de Jesús todavía es más clara; los destinatarios, sumos sacerdotes y guías de Israel, la entendieron demasiado bien. Es una parábola que resume la historia de Israel y a la vez es profecía del hecho dramático de la entrega del Hijo de Dios a la muerte. La obstinación, la incredulidad... la exclusión del Reino. Y lo mismo queda expresado en la otra metáfora: la piedra angular que no han sabido apreciar. Sería muy cómodo aplicar la lección a Israel y a su infidelidad. Pero ¿no nos portamos nosotros, los cristianos de hoy, de la misma manera?, ¿no somos viñadores descuidados, infieles, estériles, que frustran los planes de Dios?, ¿de veras sabemos reconocer en la práctica a Cristo como la única piedra en la que fundamentar nuestro edificio?, ¿creemos de veras en Él, en su Evangelio, aceptando su criterio de vida como nuestro? Los “hombres de bien” de Israel eran “cumplidores”, conservaban nominalmente la Alianza, iban al Templo y a la sinagoga, recitaban sus oraciones... Pero no cumplían el espíritu de la ley. Y no aceptaron a Cristo. ¿Y nosotros? La ejemplificación podría ir en estas dos direcciones: -a veces nos creemos con derecho al premio porque “cumplimos”: pero hoy se nos habla de dar frutos verdaderos, y no sólo palabras; “uvas” y no “agraces”; -nuestro cristianismo es a veces demasiado tranquilo, satisfecho de sí mismo: y de repente nos viene la palabra de juicio: ¿se puede decir que nuestra viña está rindiendo la cosecha que Dios esperaba?; -la viña tanto es la comunidad eclesial, parroquial, religiosa..., como cada uno de nosotros; Dios ha puesto a nuestra disposición todos los medios: ¿estamos realizando su plan en nuestra vida?, ¿damos al mundo la imagen de Dios que necesita?, ¿trabajamos por Cristo o por intereses nuestros?, ¿somos oportunistas, acomodaticios?, incluso ¿pretendemos apropiarnos de la viña, que sólo es de Él? -también es actual la actitud de Israel con relación a los profetas y al Profeta: porque Dios sigue enviando al mundo sus profetas: voces carismáticas que suenan fuertemente también en nuestro tiempo; hay mil modos de esquivar esas voces: se las puede hacer callar…, se las puede difamar: “sí, es un hombre de carisma, pero es involucionista, es un conservador, tira demasiadas piedras…”; se les puede acusar: ese es demasiado presumido, ese no vive lo que predica, se mete donde no le llaman”; o se les puede ignorar sencillamente: esa familia vecina que conocemos tan íntegra y fiel a su fe cristiana: “seguramente son apocados, o no saben hacer otra cosa...”; no hay peor sordo... En la Eucaristía celebramos y recibimos a Cristo: el Profeta que a sí mismo se ha llamado la “verdadera vid”: Él sí que supo dar frutos plenos a su Padre. Y además se ha hecho vino para nosotros: para que bebiéndole aprendamos a dar frutos en Él.

82 Domingo Vigésimo Octavo Is 25, 6-10ª; Sal 22,1-3a. 3b-4. 5. 6; Flp 4, 12-14. 19-20; Mt 22, 1-14 El banquete del Reino Jesús propone otra parábola sobre el Reino de los Cielos a los sumos sacerdotes y a los notables del pueblo: a aquellos que se consideraban a sí mismos como los grandes destinatarios de la invitación de Dios, pero que no aceptaban la predicación de Jesús y criticaban su comportamiento. Se celebra una gran fiesta de bodas, pero hay unos invitados que no quieren asistir: “uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios”, sin hacer caso de la invitación. Sin embargo, el banquete está preparado y no debe perderse por ellos. Los criados reciben, pues, esta orden desconcertante: “vayan a los cruces de los caminos y a todos los que encuentren, malos y buenos, convídenlos a la boda”. Ellos lo hacen así, y la sala se llena de comensales. Jesús, como el rey de la parábola, ante el desinterés de los primeros invitados, llena la sala del banquete con los desconocidos, con los que se encuentran en los cruces de los caminos y que reciben la invitación como pan bendito; deja a un lado, ante su desinterés, a los sumos sacerdotes y senadores, y se dirige a publicanos, pecadores, pueblo de la tierra, mujeres de todo tipo. Sí, hermanos, es un gran banquete al que el padre nos invita. A nosotros, recogidos de los cruces de los caminos. Al gran banquete que sólo él puede celebrar: “Preparará el Señor de los ejércitos para todos los pueblos un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera”. ¡Cuán pobres resultan nuestros banquetes y nuestras fiestas al lado de ese gran banquete! El “arrancará el velo que cubre a todos los pueblos, el paño que tapa a todos las naciones. Aniquilará la muerte para siempre”. Es la gran fiesta a la que el Padre nos invita; el banquete al que nos abre de par en par las puertas: “El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros”. ¿Es eso posible? Sí, es posible. Más aún: esa es la gran esperanza, el gran regalo del Padre, que esperamos y que celebramos, porque ya lo poseemos, como en la oscuridad. Lo que hacemos aquí cada domingo es la pregustación del gran banquete, su anuncio, su promesa, la celebración de su certeza. Y esta fiesta es la Salvación, que todos anhelamos. Y que sólo puede venir de Dios, Fuente de Vida: sólo él puede enjugar verdaderamente las lágrimas de todos los ojos, hacer desaparecer el velo de dolor que cubre todos los pueblos -¡todos!-, aniquilar para siempre, para siempre, la Muerte. Convertir nuestra vida -la tuya, la mía, la de todos- en una gran fiesta. Por eso podemos exclamar con las palabras del profeta Isaías: “Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara: celebremos y gocemos con su salvación”. Pero, ojo, pues, que no hay que dormirse. La última parte de la parábola es como un añadido, destinado a nosotros los aquí presentes, hoy. Porque, una vez que llegó el gran rechazo y abiertas las puertas del banquete del Reino a los publicanos y pecadores y a todos nosotros, debemos asistir con el traje de fiesta, un vestido que el propio Padre nos regala. Los primeros cristianos veían en ese traje El bautismo. Todavía hoy, cuando se lleva a un niño a bautizar, el vestido blanco simboliza el don que el Padre nos hace de su gracia, y que nos convierte en invitados de su Reino. San Pablo nos explica en qué consiste este vestido: “Revístanse del hombre nuevo, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, de humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos... y por encima de todo revestíos del amor...”(Col. 3. 10-13) Abramos nuestro corazón, muy de verdad, a la invitación del Padre. Esforcémonos cada día por seguir a Jesucristo: viviendo en su amor y en su amistad, dando frutos de vida eterna.

83 Domingo Vigésimo Noveno Is 45, 1. 4-6; Sal 95,1 y 3. 4-5. 7-8. 9-10a y c; 1 Ts 1, 1-5b; Mt 22, 15-21 Las Lecturas de este Domingo tratan un asunto importante para el buen desenvolvimiento de la vida de los pueblos, de los gobiernos y de los gobernados. El Evangelio de hoy toca un asunto político-religioso: la autoridad civil y la autoridad divina. Se trata del episodio en el cual los Fariseos, pretendiendo nuevamente poner a Jesús contra la pared, le preguntaron si era lícito pagarle impuestos al imperio romano. Si decía que no -pensaron ellos- podría ser interpretado como desobediencia a la autoridad civil, en manos de los romanos que tenían ocupado el territorio de Israel. Si contestaba que sí, podría interpretarse como una limitación de la autoridad de Dios sobre el pueblo escogido. La respuesta de Jesús fue clara y sin caer en la trampa: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt. 22, 15-21). Con su respuesta Jesús deja claramente establecido que la autoridad política tiene su campo propio de acción, relacionado con el orden público y el bien de todos los gobernados, y que para eso requiere de la obediencia y de la contribución o tributo de éstos. Pero también deja claro que el respeto y el tributo no sólo se le debe a la autoridad civil, sino que también a Dios debemos darle lo que es de El y a El corresponde. Esto significa varias cosas. En primer lugar debemos saber que toda autoridad temporal viene de Dios. Recordemos lo que Jesús, más tarde, le dijo a Pilato, el gobernador romano, en el momento del juicio que éste le hizo: “Tú no tendrías ningún poder sobre mí, si no lo hubieras recibido de lo Alto” (Jn. 18, 11). Si la autoridad civil viene de Dios, también depende de El. Esto tiene como consecuencia que un gobierno puede llegar a ser injusto si, por ejemplo, se opone al orden divino, a la Ley de Dios; si exige algo que vaya contra la ley natural establecida por Dios, si va en contra de la dignidad humana, contra la libertad religiosa, etc. Aunque Jesús no dice expresamente qué es del César y qué es de Dios, es claro que no todo es del César. Y en este sentido Jesús pone coto a cualquier absolutismo y recorta la autoridad del estado. Por otra parte, Jesús critica también cualquier concepción teocrática que identifique los intereses y los derechos de una nación con la misma voluntad de Dios. Pone también límites a cualquier clericalismo. Digamos que la respuesta de Jesús condena por igual la deificación del estado y la suplantación de Dios por los que dicen representarlo. En el fondo de todo hay un criterio básico común, que es el que Jesús ha venido a traer: el criterio es dar a Dios "lo que es de Dios". Lo que es de Dios es lo que Jesús vive y anuncia, es el Evangelio. Lo que es de Dios no explica ni concreta lo que hay que hacer con lo que es “del César”, y por tanto, a la hora de escoger grandes o pequeñas opciones y actuaciones en la vida social y política, el creyente escoge según su propio cerebro. Pero a la vez, el creyente sabe que Dios, que el Evangelio, aunque no concrete lo que hay que hacer y pensar en cada caso concreto, sí ofrece unos criterios que deben guiar estas concreciones y opciones: - Es preciso que nos empapemos de Dios, del Evangelio, para que lleguemos a llevar en nuestro interior “lo que es de Dios” y esto nos marque toda la vida. - La Iglesia, colectivamente, debe denunciar aquellas situaciones que se alejan descaradamente del proyecto del Evangelio, pero sin dejarse llevar inconscientemente por otros criterios, y aplicando también los principios que acabamos de indicar para cada cristiano. - Y hay que tener claro, en última instancia, que el origen de todo, la fuerza que lo mueve todo, el término de todo, es Dios manifestado en Jesús. Demos “a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que es del Cesar”. Cuando el César pide lo de Dios, a saber la absoluta sumisión a su poder por encima de los derechos inalienables del hombre, entonces será la Iglesia, iluminada por el Espíritu Santo, la que definirá lo que es de Dios y se lo negará resueltamente al César, cualquiera que sea. Que sepamos esforzarnos por no separar nuestra vida humana de nuestra vida de fe. Demos a cada quien lo que le corresponde: en el dominio del César y en el de Dios; busquemos la verdad y el bien…

84 Domingo Trigésimo Día del Domund Ex 22, 21-27; Sal 17,2-3a. 3bc-4. 47 y 51ab; 1 Ts 1, 5c-10; Mt 22, 34-40 En este domingo mundial de las misiones la Palabra de Dios nos recuerda que nuestro Dios a quien llamamos Padrenuestro, es el Señor del mundo y de la historia, y nada de lo que suceda es ignorado por él. El actúa en el mundo, en la historia para guiar a la humanidad, a cada hombre o mujer… hacia El. Nuestra persona, nuestro corazón… es de Dios. “Yo soy el Señor y no hay otro, fuera de mí no hay Dios”. “Es grande el Señor…, postraos ante el señor…, el señor es Rey, el es el único grande…” Nuestra fe y la convicción firme de que Dios es el único Señor, tiene que marcar nuestra relación con El y con nuestro prójimo, con nosotros mismos y con la naturaleza, y luchar cada día porque realmente él sea el Señor de todo y de todos, efectiva y afectivamente, en la mente y el corazón… Jesús le entregó todo a su Padre, su alimento fue hacer la voluntad de su Padre, se entregó a El hasta la muerte y una muerte de Cruz; por eso, lo exalto por encima de todo nombre, constituyéndolo Señor del universo. Este es el titulo que se le da a Jesús en el nuevo testamento. Creo que todos los que estamos aquí no solo sabemos estas verdades, sino que creemos…trabajo de cada uno de nosotros será hacer a Jesús el Señor y Rey, el centro de nuestro vida, hacerlo Señor de nuestra tiempo, del trabajo de nuestros bienes, de la salud y de la enfermedad, del cuerpo y del alma, de la familia…de los que somos y tenemos…en fin, ser realmente discípulos y apóstoles suyos… Jesús quiere que le demos lo que es suyo, nosotros mismos, lo que somos y tenemos “A Dios lo que es de Dios”… La segunda lectura nos sugiere cómo podemos dar a Dios lo que es de Dios: nosotros le hemos dado a Dios nuestro corazón, nuestra persona. Esta es nuestra alegría. Gracias al don de la fe podemos vivir y creer en Dios que nos ama y nos da fuerza. Es la energía que nos empuja a trabajar. La fe en efecto, es un tesoro. Pero no para esconderlo y guardarlo. Hay que propagarlo. Hay que dar testimonio de él. Tenemos que ser misioneros, anunciando la buena noticia de Jesús con el testimonio y, también, con la palabra. Tenemos que hacer como la comunidad de Tesalónica, “Ante Dios, nuestro Padre, recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe... Hoy en el día del Domund, día mundial de las misiones, se nos recuerda que no solo debemos ser misioneros, sino que somos misioneros por nuestro bautismo y nuestra confirmación, que nos hizo cristianos, Cristos, con la misma misión que a El le encomendó su Padre…Somos y debemos ser misioneros, siempre y en todo lugar…En este día queremos recordar y valorar todo el esfuerzo y el testimonio de tantos hermanos y hermanas nuestros, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y laicas, que lo han dejado todo para ir a tierras lejanas y encarnarse en sus culturas. Han ido a todos los pueblos de la tierra, especialmente a los que viven en condiciones de necesidad extrema, para hacerse hermanos y hermanas de todos ellos, y juntos avanzar hacia su realización personal y comunitaria, en el tiempo y en la eternidad… Esta encarnación en las distintas culturas es necesaria para poder anunciar la Buena Noticia de Jesús. Es una labor extraordinaria, la de nuestros misioneros y misioneras. Admiramos su fe, su entrega, su generosidad y valentía. Y queremos sentirnos muy cerca de ellos en la oración y también queremos hacerles llegar nuestra ayuda. Por eso, hoy especialmente, los recordamos y oramos por ellos y también se nos pide nuestra aportación económica. Seamos generosos. Agradezcamos con hechos el trabajo que realizan. Sepamos acompañarles. Pidamos al Señor que el testimonio de fe y de amor de nuestros misioneros y misioneras dé esperanza a este mundo oscuro y atormentado, necesitado de luz, de verdad, de valores, de amor y de paz. Que su esperanza y nuestra esperanza aguante las adversidades. Que esta Eucaristía nos haga sentir en plena comunión con toda la Iglesia de todos los rincones de la tierra y que Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive, primera evangelizada y misionera, con su intercesión, nos fortalezca a todos en al fe, en la esperanza y en el amor.

85 Domingo Trigésimo Primero Ml 1. 14b-2. 2b/8-18; Sal 130, 1. 2. 3; 1 Ts 2. 7b-9/13; Mt 23. 1-12

I Las Lecturas de hoy se refieren muy especialmente a aquéllos que tienen responsabilidad dentro de la Iglesia, en la familia y en la sociedad, quienes con su ejemplo y sus palabras estamos llamados guiar al pueblo de Dios. La crítica del Señor se basaba sobre todo en que ellos mismos no cumplían lo que exigían cumplir a otros, por lo que el Señor los llamó “hipócritas”. Los títulos no son para oprimir, sino para servir y amar, de aquí que, incluso, Jesús diga a sus oyentes: “A ningún hombre sobre la tierra lo llamen ‘padre’, porque el Padre de ustedes es sólo el Padre Celestial”. Lo que quiere prohibir el Señor no es el uso de las palabras “Maestro”, “Padre” y “Guía”, sino la actitud de superioridad con relación al prójimo, que con tal oficio se puede exigir…; con la prohibición el Señor quiere hacer un llamado a la humildad de parte de los que tienen esas funciones. Por esto, el planteamiento de Jesús concluye así: “El mayor de entre ustedes sea su servidor, porque el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. El Señor condena el orgullo de los que quieren ocupar los primeros puestos y hacen las cosas para ser admirados. A esta conducta Jesús contrapone la sencillez y humildad que desea que sean sello de sus apóstoles y discípulos, los cuales deben ser “servidores” de los demás. Y no sólo nos lo aconsejó, sino que de esto nos dio ejemplo al hacer un servicio que usualmente hacían a los invitados a los banquetes los sirvientes de las casas: lavar los pies a sus Apóstoles en la Ultima Cena. A esta actitud de humildad que el Señor reclama, hay que añadir el amor y la entrega generosa por los demás de que nos habla San Pablo en la Segunda Lectura (1 Tes. 2, 7-9. 13). Aquí vemos cuál es el trato que el Apóstol ha dado a aquéllos a quienes sirve. Más allá del servicio, les habla de una ternura maternal y hasta de entregar la propia vida por ellos. Además, Jesús condena en toda autoridad el que se exija una cosa y se haga otra, pero a la vez dice“hagan todo lo que les digan, pero no imiten sus obras, porque dicen una cosa y hacen otra”. ¡Cuántas veces nuestro ejemplo no va parejo con nuestras palabras y con nuestras exigencias a los demás! ¡Cuántas veces nuestros actos contradicen nuestras palabras! A unos el Señor nos pide que sigamos los buenos consejos, aunque quienes los den no den el ejemplo con sus obras; y que otros, los que nos toca aconsejar, tratemos de tener coherencia entre nuestra vida y nuestras palabras, dando siempre buen ejemplo, y evitando cargar de peso a los demás, sino que más bien les ayudemos a llevar sus cargas. Sigamos la advertencia de Jesús nuestro Señor: “Si vuestra santidad no es mayor que la de los maestros de la Ley y los Fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt. 5, 20).

86 II Fardos pesados/acogedores y afectuosos Como conclusión de las discusiones de Jesús con diversos grupos de judíos en el templo de Jerusalén, Mateo introduce unas palabras duras de Jesús contra” letrados y fariseos”. En este texto hemos de tener presente que Mateo escribe su evangelio en la época en que, después de la destrucción de Jerusalén, los fariseos han asumido la dirección del judaísmo oficial y han rechazado por completo el mensaje cristiano. En la primera parte de este discurso, lo que escuchamos hoy, Jesús se dirige a la multitud y a los discípulos, criticando con dureza la práctica religiosa de los fariseos. De hecho, en este caso parece aceptar, al menos parcialmente, la autoridad de los letrados, e incluso el contenido de su enseñanza, pero pone de relieve su incoherencia y se queja de la manera cómo se aprovechan de su función religiosa para satisfacer su vanidad personal. No obstante, la atención se desplaza pronto desde los fariseos a la comunidad cristiana. El texto se dirige en especial a todos aquellos que tienen alguna responsabilidad concreta dentro de la comunidad, y les recuerda que para ellos no tiene ningún sentido el uso de títulos honoríficos, porque entre los seguidores de Jesús los criterios habituales de las sociedades humanas quedan superados. Ninguno ha de buscar acumular poder, sino hacerse servidor; no son importantes los primeros lugares, sino los últimos; no se trata de tener dominio sobre los demás, sino de vivir un nueva fraternidad de forma radical. Los cristianos forman una comunidad profundamente igualitaria, en la que todos son hermanos, porque todos tienen a Dios como Padre, y a Cristo como Maestro y Señor. ¿Verdad que Jesús parece demasiado duro? Recordemos lo que dice a propósito de los letrados y fariseos: “leían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros...”. Esto decía de los responsables religiosos de entonces. Y también nos lo repite a nosotros. Hemos de ser sensibles al mensaje de Jesús. Y que las víctimas de nuestra mala actuación no sean los más sencillos y dóciles. Tenemos que abandonar las normas frías y tener entrañas de misericordia y de comprensión. A veces en nombre de Dios y de la moral podemos cargar a los demás obligaciones, sin tener en cuenta a la persona y a sus circunstancias. Hemos de ser muy cuidadosos en esto, porque corremos el peligro de querer dominar las conciencias. ¡Alerta! No nos dejemos dominar por nadie. La actitud siempre ha de ser evangélica. Tenemos que esforzarnos más en servir que en mandar, en ofrecer que en imponer, en acompañar que en dirigir. Con leyes excesivas, con normas intransigentes y con amenazas sólo desvirtuamos el mensaje liberador de Jesús. Jesús nos quiere libres, no esclavos. No hemos de dejamos esclavizar por nadie más que por Jesús, ya que sólo él es el único Señor. Jesús quiere que respiremos a pleno pulmón el aire de la libertad cristiana, y no que vayamos por ahí encogidos y llenos de miedos. Él nos ama y nos acoge siempre. El modelo, el camino a seguir lo hallamos en san Pablo, tal como escuchábamos en la segunda lectura. Fijémonos con qué afecto hablaba y con qué actitud se acercaba a los cristianos de Tesalónica: “los tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos, les teníamos tanto cariño que deseábamos entregarles no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas, porque se habían ganado nuestro amor”. Éste es el camino a seguir. A nadie hemos de cargar fardos pesados, sino acoger a todos con afecto y ternura. Sólo con esta actitud podremos comunicar el mensaje de Jesús y las ganas de mantenernos fieles a él. Como dice el mismo apóstol, de este modo recibiremos con ilusión la “Palabra de Dios, que permanece operante en vosotros los creyentes”. El encuentro con Jesús en esta Eucaristía nos ha de transformar para que sepamos vivir y comunicar su mensaje por caminos de humildad, de amor y de ternura.

87 Domingo Trigésimo Segundo Sb 6. 13-17; Sal 62,2. 3-4. 5-6. 7-8; 1 Ts 4, 12-17; Mt 25, 1-13 El deseo de Dios El evangelio es el que conocemos como el de las diez vírgenes. La invitación a velar se concreta en tener “el aceite” a punto para el momento de la resurrección, el momento en que “el esposo” nos “despertará”. Se trata del momento decisivo en el que ya todo está hecho. Ahora y aquí, antes de “dormirse”, es cuando se ha hecho o se ha dejado de hacer aquello que era necesario. La primera lectura está tomada del libro de la Sabiduría que también utiliza la imagen del velar como expresión del deseo y de la búsqueda de Dios. Y con el salmista diremos: “Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío”. La segunda lectura, en la que continuamos hasta el próximo domingo la primera carta de san Pablo a los tesalonicenses, también nos coloca en postura de espera: “A los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, los resucitará. El último de los cinco grandes bloques de enseñanza de Jesús en el evangelio de Mateo es el llamado “discurso escatológico” (Mt 24-25); uno de los materiales propios de Mateo es la parábola de las diez doncellas. Con esta parábola Mateo nos exhorta a comportarnos con sabiduría a la espera del final de los tiempos, a poner en práctica la voluntad de Dios, tal como nos la ha transmitido Jesús. El mejor término para definir tal actitud es el de “velar”, utilizado a menudo en los escritos del Nuevo Testamento en que aparece dicha actitud, tan humana, relacionada con el futuro último. La preocupación del creyente no ha de consistir en la curiosidad por el día o la hora del final del mundo, sino en vivir con atención y responsabilidad el tiempo presente. Llegando ya al final del año litúrgico, la Iglesia nos quiere ayudar a reflexionar sobre cómo vivimos y por qué vivimos. Hemos de estar despiertos y valorar aquello que de verdad merece la pena, esto es: nuestra vocación cristiana. Con la parábola del evangelio de hoy Jesús nos habla de unas jóvenes sensatas y de otras que no lo eran y sensatez significa hacer las cosas sabiendo lo que hacemos, de tal modo que tengan sentido. Hacerlas, tal como afirma la primera lectura, con sabiduría y esta sabiduría es un tesoro: es la gracia de Dios, es Jesús mismo. Un monje ruso, llamado Serafín de Sarov, comentando este texto del evangelio de hoy dice: “Pienso que a las doncellas insensatas les faltaba el Espíritu Santo de Dios”. Quizás se esforzaban en hacer muchas cosas, pero les faltaba sigue diciendo el monje ruso “la gracia del Espíritu Santo, simbolizada en el aceite, sin la cual nadie puede salvarse”. El aceite que nunca se apaga nos permite esperar la llegada del esposo a media noche y entrar así junto a él en la fiesta del gozo eterno. ¡Hemos de velar! Pero no debemos temer, ya que esperamos al Señor, el esposo, que viene para introducirnos a la fiesta eterna. Nos basta con tener la vida de la gracia, el aceite de la sabiduría. La sabiduría es Jesús, es avanzar siempre en el afecto hacia él, es amarlo, escucharlo y seguirlo. Es lo que llaman los maestros espirituales el deseo de Dios. Esto tendríamos que experimentar en nuestra vida y vivirlo, logrando que sea una realidad aquello que también nos dice el mismo salmo responsorial: “En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti, porque fuiste mi auxilio, y a la sombra de tus alas canto con júbilo”. Ojalá experimentemos esta felicidad. Dios nos ama y vela por nosotros. A nosotros nos toca tan sólo creerlo de veras y vivirlo con alegría. Pidamos hoy tener siempre este deseo de Dios, Y que siempre nos sintamos acogidos, amados y mimados por él, y que nos conceda el don de ser ya felices bajo el calor y la protección de sus alas.

88 Domingo Trigésimo Tercero Pr 31. 10-13. 19-20. 30-31; Sal 127,1-2. 3. 4-5; 1 Ts 5, 1-6; Mt 25. 14-30 La parábola de los talentos El evangelio de hoy es el de la parábola llamada “de los talentos”. Este era el nombre de una medida de peso de plata. Un talento era mucho dinero. La parábola viene a indicar lo mismo que la anterior, la de las diez vírgenes: “Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora”. Pero esta de hoy pone el acento en los frutos -“intereses”- que se espera del que está en vela. Estar en vela esperando “el día y la hora” no es, pues, una actitud pasiva. Tampoco es una actitud conservadora. Al contrario. Es la vida propia del discípulo de Cristo, siempre itinerante: actitud activa, lanzada hacia aquellos que no te pueden dar nada -los pobres-, con la creatividad que da la vida a la intemperie, con el riesgo de ser rechazado y crucificado. He ahí, pues, los frutos: el amor” desinteresado” -es decir, números rojos- y la creatividad en favor del Reino -es decir, invertir a través del testimonio para que el Reino, que ya está en medio de nosotros, sea conocido. La etapa que transcurre entre la partida del señor de los empleados y su regreso. Es en este intervalo cuando los empleados deben trabajar para que fructifiquen las cantidades que el señor les ha confiado. De los tres administradores, dos lo hacen así, y reciben la aprobación y el premio cuando el señor regresa para pasar cuentas. Sin embargo, la figura destacada es el tercer empleado: el diálogo del señor con él es el más detallado, y en verdad el más duro, porque termina con el empleado excluido y rechazado. Cierto que en su contexto actual se debe interpretar este texto evangélico en relación con el Reino de Dios, con la parusía y con la actitud que se debe mantener durante el tiempo que media entre la muerte y resurrección de Jesús hasta su regreso, es decir, el momento presente. Como es habitual, el lenguaje de Jesús resulta provocativo y exigente. La parábola pretende ser una advertencia, una llamada a reaccionar mientras se está a tiempo. Con Jesús y su predicación del Reino, los hombres han recibido un don extraordinario, que representa una oportunidad única, pero que se debe acoger y hacer fructificar cuanto sea posible. a) La hora de ajustar cuentas El Señor vendrá a ajustar cuentas. Hemos de poner a su servicio los talentos -el capital- que él nos ha dado para trabajarlos. Hemos de mantenernos fieles a lo que él nos ha confiado y hemos de tener también muy claro cuál es nuestro papel, nuestra misión. No tenemos una finca propia… ni somos los amos. Y esto debemos tenerlo muy claro. El Señor nos invita a actuar. Y nos ha dado unas cualidades y quiere que las rendir. En una palabra, quiere que nos pongamos en acción. Y esto según las posibilidades y según la generosidad de cada cual. Todos podríamos hacer más de lo que creemos. No podemos enterrar los dones recibidos, y hemos de ponerlos al servicio de los demás. Un día nos presentaremos ante Dios y nos preguntará cómo hemos vivido y cómo hemos amado, y nos acogerá él, no a causa de nuestros méritos, sino a causa de su gracia. La redención de Jesucristo es la que nos salva, pero él espera encontrarnos con el corazón preparado, con el corazón repleto de amor, con el corazón sencillo. Esto es: habiendo trabajado, habiendo hecho un buen uso de nuestros talentos. En esto consiste el estar vigilantes. Hemos de vivir como “hijos de la luz e hijos del día”, tal como afirmaba san Pablo en la segunda lectura. Y continuaba: “No sois de la noche ni de las tinieblas. Así pues, no durmamos como los demás, sino estemos vigilantes y vivamos sobriamente”. Así pues, llegada la hora de ajustar cuentas, hemos de presentar los deberes hechos. Siempre hemos de estar a punto, siempre hemos de estar preparados. Los talentos anunciados por Jesús han llegado hasta nosotros gracias a su Iglesia. Por eso, hoy rezamos por ella y contribuimos a su sostenimiento con la generosidad de los hijos de Dios, con la gratitud propia de quienes saben que lo más preciado de su vida lo han recibido de esta Iglesia, representada en su propia familia, en su parroquia, y en todos los que nos han transmitido el gozo de la fe. Lo hacemos con sencillez y con amor hacia la Madre que nos enseña y nos da el amor de Jesucristo, nos perdona los pecados en su nombre y nos acompaña con su gracia en la vida y en la muerte.

89 Jesucristo Rey del universo Ez 34, 11-12. 15-17; Sal 22,1-2a. 2b-3. 5-6; 1 Co 15, 20-26a. 28; Mt 25, 31-46 Además de este evangelio del “juicio final, en el que aparece el Señor como “Rey”, la liturgia de hoy nos propone la profecía de Ezequiel, con la que Dios se ofrece él mismo a “buscar a sus ovejas” para que tengan vida, para curar a las enfermas, para apacentarlas “como es debido”, Y acaba diciendo -y esto nos pone en dirección del evangelio-: “Voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío”. El salmo 22 es una respuesta adecuada a esta página profética. Con el salmista hemos expresado nuestra confianza en “el Señor” que nos conduce a vivir en su casa “por años sin término”. La segunda lectura, de la primera carta a los Corintios, es un fragmento escogido en función de la temática de este domingo. Pablo nos anuncia la Resurrección de Cristo. Y afirma que devolverá “a Dios Padre su reino”, y “así Dios lo será todo para todos”. Ahora podemos contemplar mejor nuestra fiesta, la fiesta de Cristo Rey, con la que culminación el año litúrgico. El título propio de Jesús en el Nuevo testamento es el de Rey y Señor…Él no vino a dominar, sino a amar y a servir. Él no tiene soldados, ejércitos ni policías; tiene tan sólo la pobreza por defensa y el amor del Padre del cielo. Es el rey del amor. Así lo acabamos de recordar en este magnífico fragmento del capítulo 25 del evangelio según san Mateo: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”. Sólo tiene un lugar reservado en el Reino definitivo aquellos que han amado, aquellos que han vivido la caridad: “Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis”... Queda claro que si queremos formar parte del Reino de Dios hemos de seguir el camino que Jesús nos propone. Y, además, es tan enorme y precioso el amor a los más necesitados que Jesús mismo se identifica con ellos, al decir: “conmigo lo hicisteis”. Basta con observar a nuestro entorno: nuestra familia en la que vivimos…, aquellas personas con las que me cruzo a diario. Basta con observar la realidad y fijarnos en los demás. Y descubrir a las personas necesitadas... Todos y todas son hermanos y hermanas... Y los más necesitados, son los predilectos de Jesús, son Jesús mismo. Necesitamos tener una mirada evangélica para poder vivir y trabajar ya desde ahora en el Reino de Dios y para el Reino. El mensaje de Jesús es muy claro y fácil de entender. Pero difícil de vivir. Y Jesús nos invita, nunca obliga. Él quiere que libremente le sigamos, él quiere nuestro corazón. Él nos presenta todos estos objetivos y nos invita a reconocerlo y a amarlo en los hermanos y hermanas. Esta Eucaristía en la fiesta de Cristo Rey nos ha de reafirmar en la opción que hemos elegido. Estamos contentos de creer, de tenerle a él como único y excepcional guía. De nuevo le vamos a recibir hoy en la comunión. Digámosle entonces que le amamos y que deseamos seguirle siempre. Hagámosle entrega, de nuevo, y con mayor convicción que nunca, de nuestro corazón.

90 CICLO B 1. Idea teológica del año litúrgico “B” El Evangelio de San Marcos es el que confiere a este Año Litúrgico B su impronta teológica. Sin embargo, a falta de una historia de la Infancia en Marcos, la Liturgia dispone de muy pocos textos de Marcos para Adviento y Navidad. También en Cuaresma y en Pascua, varias veces es suplido el Evangelio de Marcos por el de Juan. Hasta la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, el Evangelio de Marcos no había sido suficientemente considerado. El Evangelio de Marcos es el más antiguo de los cuatro Evangelios. Y se impuso a la atención de los exégetas, cuando Marcos apareció a los ojos de los escrituristas como el documento base de los Evangelios de Mt y de Lc. Hoy los críticos reconocen que Mc no sólo tiene valor por el material antiguo que contiene, sino también por la estructura y la profundidad teológica. 2. Perfiles doctrinales de Marcos a) En Mc se observa una sistematización del material en un orden "geográfico". Los primeros nueve capítulos se refieren a la Galilea. Desde el capítulo 11 hasta el final se refieren a Jerusalén. El cap. 10 es el que divide las dos partes. Mc identifica intencionalmente la Galilea con el lugar de los acontecimientos salvíficos, y la Judea-Jerusalén con el lugar de la oposición a Jesús. Esta esquematización geográfica es, sin duda, la característica más evidente del plano de Mc, y se impuso a los Evangelios de Mt y de Lc. Otra característica es la confesión de Pedro: Jesús es el Mesías (Mc 8, 29). Divide claramente el Evangelio de Mc en dos partes. La primera parte está caracterizada por la incapacidad de los discípulos de reconocer quién es Jesús (4, 10-13. 38-41; 6, 52; 7, 17; 8, 4. 14-21), y está dominada por el “secreto mesiánico". En la segunda parte, desde 8, 27 en adelante, se habla de Jesús como Siervo sufriente de Is 53, que se sacrifica por su pueblo. De aquí el apelativo de "teología de la cruz”. La Pasión tiene en Mc una gran importancia. No sólo ocupa una parte desproporcionada respecto al resto de la actividad de Jesús (alrededor de 115 de todo el Evangelio), sino que proyecta su luz hacia atrás hasta el capítulo 8. La cristología de Mc parece tener características contradictorias: por un lado, comienza el Evangelio confesando a “Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1, 1); por otro, el “secreto mesiánico” busca cómo ocultar la epifanía del Hijo de Dios. En Mc tienen importancia dos títulos cristológicos: Hijo de Dios (usado en los momentos culminantes: Bautismo, Transfiguración, Muerte) e “Hijo del hombre” sufriente y expiador, que llega a través de la muerte a la resurrección. ADVIENTO

Las lecturas de Adviento del Año B muestran una gran variedad, en cuanto que ninguna de las tres series está tomada de un sólo libro del A o NT. Mientras que los Evangelios de Adviento de los Ciclos A y C están tomados de un solo Evangelio (Mt y Lc), en el Ciclo B nos hablan tres evangelistas (Mc, Lc, Jn). El motivo es que Mc no tiene la historia de la Infancia de Jesús, y ha habido que suplirlo con otros textos. Los temas de las lecturas insisten en la idea de la venida de Cristo. Nos hablan de la venida y la presencia de Cristo en la comunidad, de la venida histórica y escatológica. La predicación homilética ha de tener en cuenta esta temática de las lecturas para cumplir los deseos de la Liturgia.

91 Domingo Primero Is 63,16b-17; 64,1. 3b-8; Sal 79,2ac y 3b. 15-16. 18-19; 1 Cor 1,3 9; Mc 13,33-37 El punto clásico que podemos destacar en el primer domingo de Adviento es, ciertamente el de la vigilancia que, por otro lado, enlaza con un tema que es propio de los últimos domingos del año litúrgico. El evangelio de este domingo empieza con un toque de atención sobre la vigilancia como actitud fundamental del cristiano: “Miren, vigilen”. Y, según las palabras que el evangelista san Marcos pone en labios de Jesús, la razón de esta necesidad de estar atentos y de vigilar es que “no saben cuándo es el momento”. La expresión “es el momento” o “tiempo decisivo” es la traducción castellana de la palabra griega kairós, que, en lenguaje del NT significa: - momentos importantes de la historia, que aluden a la plenitud de los tiempos, anunciada por los profetas y realizada por la obra salvadora de Cristo, a través, sobre todo, de su muerte y resurrección. - significa la consumación total de la obra de Cristo, que se realizará al final de los tiempos por medio de su segunda venida gloriosa, de la que el domingo pasado escuchamos una descripción verdaderamente sobrecogedora. Y, finalmente, significa “tiempo decisivo”: momento oportuno para cada persona o cada comunidad de entrar en contacto con la salvación real aportada por Cristo. Es este tercer sentido el que nos interesa de modo especial para captar el verdadero alcance de la recomendación evangélica a la vigilancia. El primer kairós, histórico, es ya un hecho consumado e irrepetible. El segundo kairós, el del fin de los tiempos, no está sujeto a cálculos cronológicos. En cambio, cada momento presente puede convertirse realmente para nosotros en el momento decisivo, el instante oportuno de salvación que, si no se aprovecha cuando se presenta, es posible que jamás vuelva a pasar nunca más. Cada hora de nuestra vida puede ser aquel momento inesperado de que nos habla también el evangelio de este domingo. Hay que procurar, por tanto, que no nos encuentre dormidos, porque nadie nos asegura que exista siempre una segunda oportunidad. Una condición indispensable para saber aprovechar los instantes oportunos en orden a la salvación, es estar convencidos de que necesitamos esta salvación. Cuando alguien le parece que no le falta nada, que tiene todo cuanto necesita, no acostumbra a ponerse en una actitud de vigilancia activa, sino que se duerme plácidamente satisfecho de sus posesiones y riquezas. En todos los órdenes de la vida, para saber sacar provecho de las oportunidades favorables, hay que tener una clara conciencia de las propias necesidades y limitaciones. En el campo de la salvación cristiana pasa exactamente lo mismo. Mal sabremos estar atentos a las continuas “venidas” salvadoras del Señor, si no tenemos un claro convencimiento de la necesidad de ser salvados. El Señor pasará ofreciéndonos una vez más una oportunidad de salvación, y nosotros seguiremos durmiendo, satisfechos y complacidos de nuestra aparente autosuficiencia. Es muy aleccionadora la actitud que el profeta Isaías inculca en el pueblo de Israel, según la primera lectura de la misa de hoy: la condición indispensable para que Israel considere a Dios como salvador y redentor es que reconozca su situación presente, miserable y necesitada de un enderezamiento urgente: “Todos éramos impuros, nuestra justicia era un paño manchado; todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento”. Sólo a partir de la constatación de la propia miseria, puede brotar la afirmación: “Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre, nosotros somos la arcilla y tú el alfarero: somos todos obra de tu mano”, y puede subir a los labios el grito: “¡Ojalá rasgaras el cielo y bajaras, derritiendo los montes con tu presencia!”. Es necesario que nos hagamos conscientes de nuestros defectos si queremos acoger la salvación del Señor cuando pasa cerca de nosotros. Y es preciso que despertemos en todos los hombres y mujeres esta misma conciencia, no para fomentar un sentimiento morboso de las propias deficiencias, sino para crear las condiciones de la acogida de la salvación redentora y liberadora.

92 Domingo Segundo Is 40, 1-5. 9-11; Sal 84, 9ab-10. 11-21. 13-14; 2Pe 3,8-14; Mc 1,1-8 El primer anuncio que hoy hemos escuchado ha sido de confianza y optimismo: “Consuelen, consuelen a mi pueblo”, “súbete a lo alto, heraldo, alza la voz, di a las ciudades de Judá: aquí está nuestro Dios”. En verdad que a todos nos hace falta un toque de confianza, en este mundo en que vivimos, envueltos muchas veces en la angustia y la preocupación. Es la convocatoria: un pregón de consuelo, una invitación a la esperanza. ¿Cuál es el motivo? El centinela anuncia “la llegada”. El centinela se llama Isaías, y nos dice: aquí está nuestro Dios. El centinela se llama Juan el Bautista, y su mensaje dice: el Salvador que Dios envía está llegando, y se llama Jesús de Nazaret. Es lo que anuncia el evangelio. Esta sí que es una buena Noticia. “Evangelio” significa “buena noticia”. Y hoy nos ha sido proclamada a todos: que Dios es un Dios que salva, que sigue actuando, que su enviado se llama Cristo Jesús, que viene con fuerza, que está ya en medio de nosotros, y que quiere construir unos cielos nuevos y una tierra nueva. Pero tanto, Isaías como el Bautista, no han pronunciado sólo palabras de consuelo. Nos han llamado a la conversión: “preparen los caminos para el Señor que viene...” La espera del Señor no es una actitud pasiva y conformista. Es una espera activa, llena de energía. Es la espera del que camina ya hacia la persona que viene. Si la llamada del domingo pasado se podía resumir en el “vigilen”, la de hoy se puede sintetizar con otra consigna también clara y enérgica: “conviértanse”. Convertirse no significa necesariamente que seamos grandes pecadores y debamos hacer penitencia. Convertirse, creer en Cristo Jesús, significa volverse a él, aceptar sus criterios de vida, acoger su evangelio y su mentalidad, irla asimilando en las actitudes fundamentales de la vida. Por eso la voz del Bautista, que resuena hoy por todo el mundo, nos invita a un cambio, a una opción: “preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”. Y Pedro ha resumido el programa de esta venida en su carta de hoy: “un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia”. Si Cristo viene, y viene con fuerza, su venida nos compromete. No es que esperemos el fin del mundo. El mismo Pedro nos ha disuadido de ir con esos cálculos. Lo importante no es saber cuándo volverá Cristo en su gloria: sino de ir haciendo camino en la dirección que Él nos muestra. Ir cumpliendo el programa que Él nos ha trazado y que está lejos de haberse cumplido. ¿Que es lo que cambiará en nuestra sociedad, en el adviento 200...? ¿De veras se allanarán senderos, de veras daremos pasos eficaces hacia esa tierra nueva, hacia esa sociedad mejor, con mayor justicia y fraternidad? ¿Qué es lo que va a cambiar en nuestras familias, en nuestras comunidades? ¿Se notará que hemos aceptado a Cristo como criterio de vida, con sus actitudes y su mentalidad? ¿Qué es lo que cambiará en nuestra vida personal? Pedro ha terminado su pasaje de hoy diciendo: “mientras esperan, procuren que Dios los encuentre en paz con Él, inmaculados e irreprochables...” Ya estamos siendo contagiados, manipulados, por una espiral tentadora de compras y regalos. La sociedad de consumo nos envuelve en su red. Pero ¿es esa la preparación de la Navidad cristiana? Esperar a Cristo y alegrarse con su venida, salir a su encuentro, es algo mucho más profundo... Para este camino de conversión a Cristo tenemos la Eucaristía. La Palabra de Dios, que se nos proclama y que acogemos con fe; la comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, esto es lo que nos da ánimos y nos sostiene en la peregrinación de cada semana. Mientras esperamos la gloriosa manifestación del Salvador, al final de la historia, todos somos convocados este año a una marcha hacia adelante: el Señor viene a nosotros, con tal que también nosotros vayamos hacia Él.

93 Domingo Tercero Is 61,1-2a. 10-11; Lc 1,46-48. 49-50. 53-54; 1Tes 5,16-24; Jn 1,6-8. 19-28 En la liturgia se denomina a este día el domingo “Gaudete”. Hoy se nos invita a la alegría porque el Señor vino, viene, vendrá. En efecto, esta es la exhortación de san Pablo: “Estén siempre alegres”. La condición cristiana es un camino de alegría. Porque es el camino de Dios con nosotros. Y El profeta Isaías pone en boca del Ungido, del futuro Mesías, un canto optimista, lleno de imágenes poéticas: “desbordo de gozo en el Señor, me alegro con mi Dios”, “como un novio que se pone la corona, como una novia que se adorna con sus joyas...” ¿A quién de nosotros se le hubiera ocurrido comparar al Mesías con un novio o una novia con flores en el pelo, con joyas en los vestidos de fiesta? Y sin embargo es así como nos lo anuncia el profeta. Y es así como al mismo Jesús le gustaba presentarse: como el novio y el esposo. Las palabras que hoy hemos escuchado las leyó una vez el mismo Jesús en la sinagoga de su pueblo, Nazaret, y predicó sobre ellas: “me ha enviado Dios para dar la Buena Noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos”. ¿Qué anuncio podríamos imaginar con más carga de esperanza? El evangelio, más que una lista de deberes, o de pecados a evitar o de exigencias, es una Buena Noticia, es una invitación a una fiesta: al “banquete de bodas del Hijo”, como el mismo Jesús gustaba de describir el Reino que él predicaba. Por eso no nos extraña que san Pablo nos haya insistido hoy: “estén alegres, y den gracias en todo momento”, y que el Dios de la paz los consagre en cuerpo y alma”. El motivo nos lo dice él mismo: “el que nos ha llamado es fiel, y cumplirá sus promesas”. -Una noticia que compromete y exige; pues, no hay en el fondo nada más exigente que el amor y la amistad. Las tres voces que hoy hemos escuchado nos invitan a este compromiso: -“El Señor hará brotar la justicia”, nos ha dicho Isaías. -No puede ser profunda una alegría si no trabaja por mejorar las cosas, la vida, la sociedad. -“Guárdense de toda forma de maldad”, ha sido el lema de Pablo. Precisamente porque entendemos como noticia festiva la venida de Cristo, eso nos obliga a aceptar su programa: su forma de vida, y a rechazar la maldad, el pecado: todo lo anticristiano. Y lo mismo el Bautista, que nos repite hoy la consigna que ya el domingo pasado le escuchábamos: “allanen el camino del Señor”. Y todos sabemos que preparar el camino al que viene es una actitud muy activa y comprometida. Con la fuerza del Señor Jesús es posible dar a este mundo un poco de esperanza y de futuro. Para ello nos convoca a todos, y nos compromete a preparar sus caminos, a trabajar por mejorar la justicia, por conquistar la paz, por evitar el mal y hacer que triunfe el bien... Alegrémonos, hermanos. Y que nuestra Eucaristía de hoy sea con más sentido que nunca un auténtico himno de acción de gracias y una bendición a Dios: porque es el Dios fiel, que cumple sus promesas, que viene con poder, que viene a transformar, a salvar, a liberar. Ese Dios que viene siempre, que se llama Cristo Jesús, se nos hace presente de modo muy especial en nuestra Eucaristía: como Palabra que creemos y como Pan y Vino que comemos con fe. Él es el motivo de nuestra alegría y de nuestra esperanza.

94 Domingo Cuarto 2 Sam 7-1-5. 8b-11. 16; Sal 88, 2-3. 4-5. 27 y 29; Rom 16,25-27; Lc 1,26-38 Este domingo último de Adviento es ya una preparación inmediata de la celebración de la Navidad. María nos es presentada como el gran ejemplo de cómo abrirse a la venida del Señor. Una venida que acontece en la concreta realidad de la historia humana, fruto de una larga esperanza en el pueblo de Israel, en la sencillez de una familia del pueblo. Pero a la vez, y quizá por ello mismo, nos abre a la gran esperanza, a la gran alegría, que no podemos reducir a una superficial celebración en la inmediata Navidad. Es preciso que llegue a lo más hondo de nuestra vida. No es un hecho casual que en las vigiláis de la Navidad se nos presente en la lectura el ejemplo de María. Ella, como nosotros hoy, recibe el anuncio de la venida del Señor a su vida, a su realidad, incluso a su carne. Y se abre a esta venida con absoluta confianza, con plena fe, aunque no comprenda cómo se realizará: “¿cómo será esto?”. Pero ella sabe decir y vivir su “sí” sin reservas. Es una respuesta de fe y de esperanza, mucho más allá de las previsiones naturales, cotidianas. Es el ejemplo que se nos propone hoy, en víspera de la Navidad. También nosotros debemos disponernos para acoger la constante venida del Señor, especialmente en la inmediata celebración navideña, sabiendo abrirnos a una actitud de fe, de esperanza, de pobreza, de alegría... sabiendo decir un “sí” confiado a la irrupción del Señor en nuestra vida. Como la tierra acoge la semilla para que dé fruto. “El Señor está contigo”, se le dijo a María. El Señor está con nosotros, se nos dice hoy, para fecundar nuestra vida. Sólo es preciso una condición: que nos abramos muy de verdad a su venida. Que le acojamos en lo más hondo de nuestro ser y de nuestro hacer. Que no celebremos una Navidad superficial, sino que rompamos la barrera de autodefensa ante la venida del Señor y nos dejemos penetrar por Él. Es preciso sentirnos pobres, sencillos, necesitados, como María, para acoger la venida salvadora, renovadora del Señor. Entonces “el Espíritu Santo vendrá sobre nosotros” para fecundarnos. La primera lectura de hoy nos ofrece una posibilidad de reflexión ante la inmediata celebración de la Navidad. Quizá nosotros, como David, estaríamos tentados, con la mayor buena fe como él, a pensar que debemos corresponder al amor de Dios haciendo algo. David quería construir un templo para el Señor; nosotros quizá pensemos en dar algo, en hacer mañana o en uno de estos días de Navidad aquello que llamamos “una obra de caridad”. Celebraremos con sincera alegría cristiana la Navidad, nos sentiremos mejor y mejores. Pero el Señor dice a David que lo que importa no es tanto que le construya un templo. sino estar siempre junto con su pueblo. Es el gran anuncio de lo que nosotros llamamos la Encarnación de Dios: Dios se identifica con el hombre, con su vida real más honda. No vale situarle en un templo, en una caridad, en una buena acción. Dios al hacerse hombre como nosotros quiere que le recibamos, que le acojamos, en el centro, en el corazón de nuestra vida. No nos engañemos celebrando la Navidad en aspectos superficiales de nuestra vida. Sí, será bueno celebrarla con fiesta, abrirnos a nuestros hermanos más necesitados con una ayuda económica, con una visita, con un gesto de amor. Pero no se juega ahí lo más importante: sólo celebraremos auténticamente la Navidad si acogemos la venida del Señor, si hay un lugar para él dentro de nosotros, le atendemos, le amamos y si le entregamos nuestro corazón cada día.

95 NAVIDAD

El Ciclo de Navidad conmemora acontecimientos que revelan aspectos de un misterio único: la Encarnación de Cristo y su manifestación al mundo. Navidad es una fiesta íntima que conmueve. Los temas principales son: - El Verbo se hizo carne: La salvación comienza con este hecho histórico: humanización de Dios. - Cambio admirable: Dios se hace hombre, para hacer al hombre hijo de Dios (Jn 1, 12; Gal 4, 4ss): divinización del hombre. - Dios y hombre: viven en una sola persona. - Nueva creación: Con Cristo comienza nuestra liberación y la vuelta del hombre a la amistad con Dios: retorno al Paraíso. - Significado cósmico: Cristo restaura y consagra todo el universo. El tiempo de Navidad presenta en los tres Años litúrgicos A, B, C, una estructura unitaria, con pequeñas variantes. Todas las primeras y segundas lecturas coinciden perfectamente. Se leen los cuatro evangelios, sin embargo, el Evangelio de Lc es el más leído (cuatro veces); sigue el de Jn que se lee dos veces; y el de Mt y Mc que se leen una sola vez cada uno. En el círculo festivo navideño no se da una lectura continua. Se trata, más bien, de textos seleccionados, en los cuales encontramos el esquema del transcurso histórico de la vida de Jesús.

24 de diciembre Misa de Media noche49 Is 9,2-7; Sal 95,1-2a. 2b-3, 11-12. 13; Tt 2,11-14; Lc 2,1-14 "Les quiero dar la buena noticia, la gran alegría para toda la humanidad, para esta querida asamblea: “hoy nos ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc). “¡Oh maravilloso intercambio! Él, niño de pecho, para que tú puedas ser un hombre perfecto; Él, envuelto en pañales, para que tu quedes libre del lazo de la muerte; Él, en el pesebre, para que tu puedas estar cerca del altar; Él, en la tierra para que tú puedas vivir sobre las estrellas”; Él, un esclavo, para que nosotros seamos hijos de Dios. ¡Qué increíble valor debe tener nuestra vida para que Dios venga a vivirla de tal manera! Pero ¡qué increíble amor para quererlo hacer! Hoy, cerca de la cueva de Belén, no es día de decir: “Dios mío, te quiero”. Es el día de asombrarse diciendo: “¡Dios mío, cómo me quieres tú!” (San Ambrosio). Desde hace veinte siglos brota del corazón de la Iglesia este gozoso anuncio. En esta Noche santa el ángel nos lo repite a nosotros, hombres y mujeres del tercer milenio: “No teman, pues les anuncio una gran alegría... Les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador” (Lc 2, 10-11). Durante el tiempo de Adviento nos hemos preparado para acoger estas consoladoras palabras, en ellas se actualiza el “hoy” de nuestra redención.

49 Cfr. JUAN PABLO II, Homilía en la Misa de Nochebuena, 1999

96 En esta hora, el “hoy” resuena con un tono especial: no es sólo el nacimiento del Redentor, sino que ha de ser la experiencia del encuentro con el sentirnos salvados por Él, por su presencia en nuestros corazones… Así espiritualmente a aquel momento singular de la historia en el que Dios se revistiéndose de nuestra carne.

recuerdo del Redentor, de nos unimos hizo hombre

Sí, el Hijo de Dios, de la misma naturaleza del Padre, Dios de Dios y Luz de Luz, engendrado eternamente por el Padre, tomó cuerpo de la Virgen y asumió nuestra naturaleza humana. Nació en el tiempo. Dios entró en la historia. El incomparable “hoy” eterno de Dios se ha hecho presencia en las vicisitudes cotidianas del hombre. En esta noche santa hemos venido a postramos ante el Hijo de Dios. Nos unimos espiritualmente al asombro de María y de José. Adorando a Cristo que nació en una cueva, asumimos la fe llena de sorpresa de aquellos pastores, experimentamos su misma admiración y su misma alegría. Es difícil no dejarse convencer por la elocuencia de este acontecimiento: nos quedamos embelesados. Somos testigos de aquel instante del amor que une lo eterno a la historia: el “hoy” que abre el tiempo de la redención y del amor, porque “un hijo se nos ha dado. Es nuestro y no nosotros somos para Él; queramos que nuestra vida sintonice con la suya… Ante el Verbo encarnado ponemos las alegrías y temores, las lágrimas y esperanzas. Sólo en Cristo, el hombre nuevo, encuentra su verdadera luz el misterio del ser humano. Con el apóstol san Pablo, meditamos que en Belén «ha aparecido la gracia de Dios, portadora de salvación para todos los hombres» (Tt 2, 1 l). Por esta razón en la noche de Navidad resuenan cantos de alegría en todos los rincones de la tierra y en todas las lenguas. Esta noche, ante nuestros ojos se realiza lo que el evangelio proclama: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él tenga la vida” (Jn 3, 16). ¡Su Hijo unigénito! ¡Tú, Cristo, eres el Hijo unigénito del Dios vivo, que viniste al mundo en la cueva de Belén! Después de dos mil años vivimos de nuevo este misterio como un acontecimiento único e irrepetible. Entre tantos hijos de hombres, entre tantos niños venidos al mundo durante estos siglos, sólo tú eres el Hijo de Dios: tu nacimiento ha cambiado, de modo inefable, el curso de los acontecimientos humanos. Ésta es la verdad que en esta noche la Iglesia quiere transmitir al a cada hombre o mujer, de lejos y cercanos, ausentes y presentes. Todos acojamos esta verdad, que puede cambiar nuestras vidas, si nosotros queremos…: en la noche de Belén Dios se hizo Hombre: se hizo Hombre para hacer al hombre partícipe de su naturaleza divina. ¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo! En el inicio del tercer milenio, la Iglesia te saluda, Hijo de Dios, que viniste al mundo para vencer a la muerte. Viniste para iluminar la vida humana mediante el Evangelio. La Iglesia, que estamos hay aquí te saludamos y junto contigo queremos caminar en nuestro vida. Tú eres nuestra esperanza. Sólo Tú tienes palabras de vida eterna. Tú, que viniste al mundo en la noche de Belén, ¡quédate con nosotros! Tú, que eres el camino, la verdad y la vida, ¡guíanos! Tú, que viniste del Padre, llévanos hacia él en el Espíritu Santo, por el camino que sólo tú conoces y que nos revelaste para que tuviéramos la vida y la tuviéramos en abundancia. Tú, Cristo, Hijo del Dios vivo, ¡sé para nosotros la Puerta, el Camino, la Verdad y la Vida! Sé para nosotros la Puerta que nos introduce en el misterio del Padre. ¡Haz que nadie quede excluido de su abrazo de misericordia y de paz! ¡Este niño que hoy nos ha nacido es Cristo, es nuestro único Salvador! María, aurora de los nuevos tiempos, quédate junto a nosotros, enséñanos a caminar junto a tu Hijo.

97 25 de diciembre Misa del día50 Is 52,7-10; Sal 97,1. 2-3ab. 3cd-4. 5-6; Hebr 1,1-6; Juan 1,1-18 “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado” (Is 9, 5). Hoy resuena en la Iglesia y en el mundo la «buena noticia» de la Navidad, con estas palabras del profeta Isaías. “Un niño nos ha nacido”. Estas palabras se ven realizadas en la narración del evangelista san Lucas, que describe el “acontecimiento”. En la noche de Belén María dio a luz un Niño, al que puso por nombre Jesús. No había lugar para ellos en el mesón; por esto la Madre alumbró al Hijo en una cueva y lo puso en un pesebre. El evangelista san Juan, en el prólogo de su evangelio, penetra en el “misterio” de este acontecimiento. Aquel que nace en la cueva es el Hijo eterno de Dios. Es la Palabra que existía en el principio, la Palabra que estaba junto a Dios, la Palabra que era Dios. Todo lo que ha sido hecho, se hizo por medio de ella (cf. Jn 1, 1-3). La Palabra eterna, el Hijo de Dios, tomó la naturaleza humana. Dios Padre “tanto amó al mundo que le dio su Hijo único” (Jn 3,16). El profeta Isaías al decir: “Un Hijo se nos ha dado”, ya anuncia el misterio de la Navidad en toda su plenitud: la generación eterna de la Palabra en el Padre, su nacimiento en el tiempo por obra del Espíritu Santo. Se ensancha el círculo del misterio: el evangelista san Juan afirma: “La Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros” (Jn 1, 14), y añade: “a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1, 12). Se ensancha el círculo del misterio: el nacimiento del Hijo de Dios es el don sublime, la mayor gracia en favor del hombre, que la mente humana nunca hubiera podido imaginar. Recordando, en este día santo, el nacimiento de Cristo, vivimos, junto con este acontecimiento, el “misterio de la divina adopción del hombre”, por obra de Cristo que viene al mundo. Por eso, la noche y el día de Navidad son considerados “sagrados” por los hombres que buscan la verdad. Para nosotros, los cristianos, son “santos”, pues reconocemos en ellos la huella inconfundible de Aquel que es Santo, lleno de misericordia y de bondad. Dirigimos la mirada hacia ti, Cristo, Puerta de nuestra salvación, y te damos gracias por el bien realizado en los años, siglos y milenios pasados. Debemos confesar, sin embargo, que a veces la humanidad ha buscado fuera de ti la Verdad, que se ha fabricado falsas certezas, ha corrido tras ideologías falaces. A veces el hombre ha excluido de su respeto y amor a hermanos de otras razas o credos, ha negado los derechos fundamentales a las personas y a las naciones. Pero tú sigues ofreciendo a todos el esplendor de la Verdad que salva. Te miramos a ti, Cristo, Puerta de la Vida, y te damos gracias por los prodigios con que has enriquecido a cada generación. Este mundo a veces no respeta y no ama la vida. Tú, en cambio, no te cansas de amarla, más aún, en el misterio de la Navidad vienes a iluminar las mentes para que los legisladores y los gobernantes, hombres y mujeres de buena voluntad, se comprometan a acoger, como don precioso, la vida del hombre. Tú vienes a darnos el evangelio de la vida. Fijamos los ojos en ti, Cristo, Puerta de la paz, mientras, peregrinos en el tiempo, visitamos los numerosos lugares del dolor y de la guerra, donde reposan las víctimas de violentos conflictos y de crueles exterminios. Tú, Príncipe de la paz, nos invitas a abandonar el insensato uso de las armas el recurso a la violencia y al odio que han marcado con la muerte a personas, pueblos y continentes. “Un hijo se nos ha dado”. Tú, Padre, nos has dado a tu Hijo. Nos lo das también hoy. Él es para nosotros la Puerta. A través de él entramos en una nueva dimensión y alcanzamos la plenitud del destino de la salvación pensado por ti para todos. Precisamente por esto, Padre, nos has dado a tu Hijo, para que el hombre experimente lo que tú le quieres dar en la eternidad, para que el hombre tenga la fuerza de realizar tu arcano proyecto de amor. 50 JUAN PABLO II, Mensaje Urbi et Orbi 1999

98 La Sagrada Familia Eclco 3,3-7. 14-17ª; Sal 127,1-2. 3 4-5; Col 3,12-21; Lc 2,22-40 En medio del tiempo festivo de la navidad, celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. Mediante el misterio de la Navidad del Señor, el Hijo de Dios se ha hecho hijo del hombre, viniendo a formar parte de la familia humana. Hoy, desde la contemplación de la Familia de Jesús, podemos valorar la nuestra, y buscar luces que nos ayuden a redescubrir su significado y su valor. Para vivir de acuerdo a lo que somos, como personas y como familia, necesitamos buscar nuestra identidad y misión como miembros de una familia: Así, podemos preguntarnos: ¿qué eres familia?, ¿qué haces?, ¿cómo vives?, ¿hacia donde caminas? La familia es una comunidad de amor y de vida, que se realiza cuando un hombre y una mujer se entregan de forma recíproca y total en el matrimonio, dispuestos a acoger el don de los hijos. Nuestras familias tienen un modelo perfecto en la Sagrada Familia de Nazaret. No podemos creer que la Sagrada Familia estuviera exenta de problemas, pruebas y sufrimientos. La Sagrada Familia conoció la pobreza, el peligro, la persecución y la fuga. El trabajo duro era constante en su vida diaria. Una vida familiar feliz no brota de la ausencia de dificultades, sino de la valentía, la fidelidad y el amor -de unos a otros y a Dios- con los cuales los miembros de la familia afrontan las pruebas, superándolas o aceptándolas como expresión de la voluntad de Dios y como oportunidades de participar en el sacrificio redentor de Jesucristo. El pasaje de la carta del apóstol Pablo a los Colosenses, que también hemos escuchado, pertenece a la liturgia de la fiesta de la Sagrada Familia, y pone de manifiesto de forma admirable la belleza de la vida familiar, en la que la bondad, la humildad, el perdón recíproco y la paz del corazón deben ser los sentimientos dominantes: “Por encima de todo esto, revístanse del amor que es el vínculo de la perfección” (Col 3, 14). Este es el clima, que Cristo ha querido e instituido. Una familia nace con el sacramento del matrimonio, en el que los esposos se entregan y se acogen recíprocamente prometiéndose fidelidad, amor y respeto para toda la vida, en la prosperidad y en la adversidad. Cuando se intercambian esa promesa, los esposos se comprometen, en cierto sentido, también en favor de los hijos, pues también a ellos se dirige la promesa de fidelidad mutua. Con ella contarán los hijos, y de la experiencia que podrán hacer de su cumplimiento diario y perseverante aprenderán lo que significa amarse de verdad y la alegría que puede existir en la entrega recíproca sin reservas. ¿Cómo no contemplar, en este marco, a la Sagrada Familia de Nazaret? Irradia el amor-caridad que constituye un modelo admirable para las familias y también da la esperanza de que ese modelo es realizable en la vida diaria. Uno de los ejemplos perennes de la familia de Nazaret es que cada persona ocupaba su lugar, fiel a su verdad y respetando la verdad de los otros. Quizás no sin conflictos -el evangelio del ciclo C refleja uno de estos conflictos, de malentendidos entre Jesús y sus padres- pero el amor que busca la verdad sabe convertir los conflictos, a menudo inevitables, en una ocasión de progreso en el camino de la convivencia. Ojalá que los esposos cristianos y sus hijos sean los primeros en anunciar a toda la sociedad el evangelio del amor con el ejemplo de una vida sencilla, laboriosa, acogedora y atenta a los que menos tienen, según el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret. Todos valoremos y amemos a la familia; padres e hijos cristianos, amen su familia, es decir, estimen sus valores y posibilidades, promoviéndolos siempre. Amar a la familia significa

99 individuar los peligros y males que la amenazan, para poder superarlos. Amar a la familia significa esforzarse por crear un ambiente que favorezca su desarrollo. Finalmente, una forma eminente de amor es dar a la familia cristiana de hoy, con frecuencia tentada por el desánimo y angustiada por las dificultades crecientes, razones de confianza en sí misma, en las propias riquezas de naturaleza y gracia, en la misión que Dios le ha confiado: “es necesario que las familias de nuestro tiempo vuelvan a remontarse más alto. Es necesario que sigan a Cristo”51. En este espíritu oremos hoy, abrazando con el pensamiento y con el corazón a todas las familias del mundo entero: Oh Dios, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra, / Padre, que eres Amor y Vida, / haz que cada familia humana sobre la tierra se convierta, / por medio de tu Hijo, Jesucristo, «nacido de Mujer», / y mediante el Espíritu Santo, fuente de caridad divina, / en verdadero santuario de la vida y del amor / para las generaciones que siempre se renuevan. / Haz que tu gracia guíe los pensamientos y las obras de los esposos / hacia el bien de sus familias / y de todas las familias del mundo. / Haz que las jóvenes generaciones encuentren en la familia un fuerte apoyo para su humanidad y su crecimiento en la verdad y en el amor. Haz que el amor corroborado por la gracia del sacramento del matrimonio, / se demuestre más fuerte que cualquier debilidad y cualquier crisis, / por las que a veces pasan nuestras familias. / Haz finalmente, te lo pedimos por intercesión de la Sagrada Familia de Nazaret, / que la Iglesia en todas las naciones de la tierra / pueda cumplir fructíferamente su misión / en la familia y por medio de la familia. Por Cristo nuestro Señor que es el camino, la verdad y la vida, por los siglos de los siglos. Amén. Nuestra reunión eucarística es también una reunión familiar, de la familia cristiana. El Hijo de Dios -que se hizo hermano nuestro, haciéndose hijo de una familia humana- se hace presente en su Palabra y en su Cuerpo, para fortalecer los lazos de esta familia cristiana.

51 JUAN PABLO II, Exhortación Apost. Familiaris Consortio, 86

100 Misa de fin de año 31 de diciembre52 Nm 6,22-27; Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8; Gál 4,4-7; Lc 2,16-21 Para nosotros el sentido y el fin de la historia y de todas las vicisitudes humanas están en Cristo “Señor, ¿es este el tiempo?”: ¡cuántas veces el hombre se hace esta pregunta, especialmente en los momentos dramáticos de la historia! Siente el vivo deseo de conocer el sentido y la dinámica de los acontecimientos individuales y comunitarios en los que se encuentra implicado. Quisiera saber “antes” lo que sucederá “después”, para que no lo tome por sorpresa. También los Apóstoles tuvieron este deseo. Pero Jesús nunca secundó esta curiosidad. Cuando le hicieron esa pregunta, respondió que sólo el Padre celestial conoce y establece los tiempos y los momentos (cf. Hch 1, 6-7). Pero añadió: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos (...) hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8), es decir, los invitó a tener una actitud “nueva” con respecto al tiempo. Jesús nos exhorta a no escrutar inútilmente lo que está reservado a Dios -que es, precisamente, el curso de los acontecimientos-, sino a utilizar el tiempo del que cada uno dispone -el presente-, difundiendo con amor filial el Evangelio en todos los rincones de la tierra. Esta reflexión es muy oportuna también para nosotros, al concluir un año y a pocas horas del inicio del año nuevo. “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 4). Antes del nacimiento de Jesús, el hombre estaba sometido a la tiranía del tiempo, como el esclavo que no sabe lo que piensa su amo. Pero cuando “el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros” (Jn 1, 14), esta perspectiva cambió totalmente. En la noche de Navidad, que celebramos hace una semana, el Eterno entró en la historia, el “todavía no” del tiempo, medido por el devenir inexorable de los días, se unió misteriosamente con el “ya” de la manifestación del Hijo de Dios. En el insondable misterio de la Encarnación, el tiempo alcanza su plenitud. Dios abraza la historia de los hombres en la tierra para llevarla a su cumplimiento definitivo. Por tanto, para nosotros, los creyentes, el sentido y el fin de la historia y de todas las vicisitudes humanas están en Cristo. En él, Verbo eterno hecho carne en el seno de María, la eternidad nos envuelve, porque Dios ha querido hacerse visible, revelando el fin de la historia misma y el destino de los esfuerzos de todas las personas que viven en la tierra. Precisamente por eso en esta liturgia, mientras nos despedimos del año…, sentimos la necesidad de renovar, con íntima alegría, nuestra gratitud a Dios que, en su Hijo, nos ha introducido en su misterio dando inicio al tiempo nuevo y definitivo. Mientras desfilan ante nuestros ojos los numerosos acontecimientos del año…, queremos, en este año que estamos esperando, remar “mar adentro para llevar el anuncio del Evangelio a los hogares, los ambientes y los barrios, (...) a toda la ciudad”53. Ojalá que cada comunidad cristiana sea escuela de oración y gimnasio de santidad, una familia de familias, donde la acogida del Señor y la fraternidad vivida en torno a la Eucaristía se traduzcan en el impulso de una renovada evangelización. Cada parroquia y comunidad está llamada a la oración constante, para que el Señor envíe obreros a su mies, y a una dinámica y confiada labor de formación de los jóvenes y las familias, a fin de que se comprenda la llamada de Dios en su fuerza liberadora y se la acoja con alegría y gratitud. Esta noche, de nuestro corazón agradecido se eleva un canto de alabanza y de acción de gracias en esta Eucaristía. Acción de gracias por los beneficios recibidos, por las metas apostólicas alcanzadas y por el bien realizado. Hermanos al final de un año es particularmente necesario tomar conciencia también de nuestras debilidades y de los momentos en que no hemos sido plenamente fieles al amor de Dios. Pidamos perdón al Señor por nuestras faltas y omisiones. Mientras termina este año y la mirada se proyecta ya al nuevo, el corazón se abandona con confianza a tus misteriosos designios de salvación. 52 JUAN PABLO II, Homilía, Vísperas, 31-XII-2001 53 L'Osservatore Romano, ed española, 29-VI- 2001, p. 2

101 Santa María Madre de Dios 1 de enero Nm 6,22-27; Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8; Gál 4,4-7; Lc 2,16-21 Todavía estamos en Navidad. Celebramos el Nacimiento de Cristo. Nuestra atención está centrada en él, también hoy que recordamos a su Madre. El se llama Jesús, que significa: Diossalva. Y es él, el que ilumina nuestra existencia entera y nos ofrece la salvación de Dios. Según la primera lectura los sacerdotes del antiguo Israel invocaban en la liturgia, sobre todo en año nuevo, la bendición y la paz de Dios sobre todo el pueblo. Pero nosotros los cristianos tenemos motivos mucho más plenos para alegrarnos y esperar que Dios bendiga nuestro nuevo año, haciendo prosperar la paz en torno nuestro. La razón es la misma que hemos ido escuchando en todo este tiempo. Y hoy nos la ha dicho san Pablo: “Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, para que recibiéramos el ser hijos por adopción”. Somos hijos. O sea, el Hijo de Dios se ha hecho hombre, en el seno de la Virgen María, para que nosotros, los hombres, seamos hijos adoptivos de Dios. Por eso podemos decir con confianza, o mejor aún, es el Espíritu de Dios el que puede gritar dentro de nosotros: Abbá, Padre. Somos hijos, no esclavos. Esa es la mejor perspectiva del año que empieza. A lo largo de sus doce meses podremos encontrarnos con dificultades de todo tipo. Podremos caer enfermos, sufrir las mil vicisitudes de la vida. Pero no estamos solos. ¡Somos hijos! Pertenecemos a la familia de Dios. No podemos dejarnos dominar por el pesimismo o la angustia. Nos ha nacido Jesús, elDios-que-salva. Y él nos ha enseñado quién es Dios para nosotros: a veces le llamamos Creador, Todopoderoso, Ser Supremo, Dios, Señor... Pero Jesús nos ha dicho que le podemos llamar Padre. Santa María Madre. El recuerdo de la Virgen María hace aún más agradable esta buena noticia. Ella, María de Nazaret, una humilde muchacha de pueblo, fue elegida de Dios para traer a este mundo al Salvador. Y hoy, primero de enero, los cristianos le dedicamos una de las fiestas más solemnes del año, recordando y celebrando su Maternidad: Santa María, Madre de Dios. Ciertamente es un recuerdo que a todos nos llena de alegría y de esperanza. Y que está plenamente centrado en el espíritu de estas fiestas navideñas: ella, nuestra mejor maestra en la celebración de la navidad. María, la Madre, la que dio a luz a Jesús. La que se alegró íntimamente de la presencia de los pastores y de las palabras que decían. La que le llevó al templo. La que junto con José su esposo, y siguiendo la indicación del ángel, le puso el nombre de Jesús. La que “meditaba todas estas cosas” que pasaban a su Hijo, “guardándolas en su corazón”... Más tarde ella será también la perfecta discípula de su Hijo, la primera cristiana, miembro de la comunidad apostólica de Jerusalén. También fue ella la que mejor supo alabar a Dios, dándole gracias en su canto del Magnificat, por lo que había hecho en favor de todos. Y finalmente estuvo al pie de la Cruz, en comunión perfecta con su Hijo en el momento de la muerte, como lo había estado en el de su nacimiento. Por esto, junto a su entrañable título de Madre de Dios, es invocada hoy gozosamente por los cristianos como Madre de la Iglesia, Madre de todos los que creen en Cristo Jesús. Así empezamos el año con una fe renovada en Jesús, como Dios Salvador. Y a la vez con un recuerdo filial hacia su Madre y nuestra Madre; que ella, nuestra Madre, nos haga celebrar con fe esta Eucaristía y nos dé ánimos para empezar con optimismo cristiano el nuevo año.

102 Epifanía Is 60,1-6; Sal 71,2. 7-8. 10-11. 12-13; Ef 3,2-3a. 5-6; Mt 2,1-12 I La Iglesia celebra la epifanía a los doce días de la navidad. Se trata de una fiesta que tiene un carácter similar al de la anterior. Navidad y Epifanía son fiestas complementarias que se enriquecen mutuamente. Ambas celebran, desde diferentes perspectivas, el misterio de la encarnación, la venida y manifestación de Cristo al mundo. Navidad acentúa más la venida, mientras que epifanía subraya la manifestación. El origen de la Epifanía, del griego epiphaneia (manifestación), arroja luz sobre la significación originaria de la fiesta. En el griego clásico, la palabra podía expresar dos ideas, secular una, religiosa la otra. En el uso secular podía referirse a una llegada. Cuando, por ejemplo, un rey visitaba una ciudad y hacía su entrada solemne, se recordaba ese evento como una epifanía. San Pablo utiliza la palabra en este sentido refiriéndose a Cristo. Su venida a la tierra fue una epifanía, como la de un gran monarca que entra en una ciudad. Fijémonos, por ejemplo, en este pasaje de 2 Timoteo 1, 10: “Y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús desde la eternidad, y manifestada ahora por la aparición (epiphaneia) de nuestro Señor Jesucristo”. Con esto, entendemos que Epifanía, que la fiesta de hoy celebra la venida, la llegada y la presencia de la Palabra encarnada entre nosotros. Es una fiesta de manifestación: Dios manifestaba su poder benevolente en la encarnación. La venida de Cristo a la tierra es una epifanía en sí misma. Hubo, además, otras manifestaciones: la adoración de los magos, el bautismo en el Jordán, la conversión del agua en vino y otras más. El episodio de los tres magos que siguen a la estrella y vienen con sus regalos a adorar al Mesías es el tema principal de la fiesta. Estos personajes simbolizan la vocación de los gentiles –de todos los no judíos- a la Iglesia de Cristo. Los grandes padres latinos, san Agustín, san León, san Gregorio y otros, se sintieron fascinados por esas tres figuras, por lo que ellos representaban, su función simbólica: los sabios de Oriente representaban a las naciones del mundo. Ellos fueron los primeros frutos de las naciones gentiles que vinieron a rendir homenaje al Señor. Ellos simbolizan la vocación de todos los hombres a la única Iglesia de Cristo. Con esta interpretación de epifanía, la fiesta toma un carácter más universal: Dios deja de manifestarse sólo a una raza, a un pueblo privilegiado, y se da a conocer a todo el mundo. La buena nueva de la salvación es comunicada a todos los hombres. El pueblo de Dios se compone ahora de hombres y mujeres de toda tribu, nación y lengua. La raza humana forma una sola familia, pues el amor de Dios abraza a todos. Este misterio fue fuente permanente de admiración para san Pablo. En la segunda lectura de la misa (Ef 3, 2-6) habla de este misterio, oculto desde generaciones pasadas, pero revelado ahora a través del Espíritu, “que los paganos comparten ahora la misma herencia, que forman parte del mismo cuerpo y que se les ha hecho la misma promesa, en Cristo Jesús, a través del evangelio”. Recordemos que también nosotros hemos sido “gentiles”. Como san Pedro recordaba a sus conversos paganos: “Los que en un tiempo no eran pueblo de Dios, ahora han venido a ser pueblo suyo, han conseguido misericordia los que en otro tiempo estaban excluidos de ella” (1 Pe 2,10). En relación a este llamamiento, san León Magno, dice “que todas las naciones, en la persona de los tres Magos, adoren al Autor del universo, y que Dios sea conocido no ya sólo en Judea, sino también en el mundo entero”. Y después una exhortación: “celebremos con gozo espiritual el día que es el de nuestras primicias y aquel en que comenzó la salvación de los paganos”. Estos sabios de Oriente representaban los primeros frutos, las primicias (primitiae) de la gran cosecha de la humanidad. La Iglesia celebra la actividad salvadora que continúa todavía en el mundo. Allí donde se predica el evangelio y las gentes son atraídas a la fe en Cristo, se realiza el misterio de la epifanía. Y todos nosotros compartimos este trabajo de llevar a otros a Cristo. Todos deberíamos ser “servidores de esa gracia que llama a todos los hombres a Cristo”.

103 II Los Tres Reyes Magos representan la manifestación de Jesucristo, Dios y Señor de todos los hombres, a todas las razas. Por eso la fiesta que recuerda la visita de los Reyes al Dios-Hombre, al Rey de Reyes, se denomina “Epifanía”, que significa “manifestación”. Dios-Padre ha inscrito en el corazón de todos los seres humanos el deseo de buscarle. Y Dios responde a ese anhelo que hay en cada uno de nosotros Sus creaturas. Y responde, mostrándonos cómo es El y cuál es el camino para llegar a El, con Su Hijo Jesucristo, que se hace hombre, y nace y vive en nuestro mundo. (Cfr. Juan Pablo II, En el umbral del Tercer Milenio). Jesucristo es la respuesta de Dios a nuestra búsqueda de El. Es el Salvador del género humano. Es el “Rey de Reyes”. Es el Dios humanado, el Dios-Hombre. Eso lo supieron los Reyes que vinieron de oriente hacia Belén, buscándolo. Dios se les reveló de alguna manera para estimularlos a realizar un largo viaje, no exento de muchas dificultades, cada uno desde su sitio de origen. Después de muchas vicisitudes, llegaron “al lugar donde estaba el Niño”. Allí volvieron a ver “la Estrella y se llenaron de inmensa alegría” (Mt. 2,10). “Vieron al Niño que estaba con María Su Madre y postrándose, le adoraron” (Mt. 2, 11). Es decir, al llegar ante la presencia de Dios-hecho-Hombre, caen postrados ante tal majestad y grandeza. "Y postrándose le adoraron" (Mt 2,11). Si en el Niño que María estrecha entre sus brazos los Reyes Magos reconocen y adoran al esperado de las gentes anunciado por los profetas, nosotros podemos adorarlo hoy en la Eucaristía y reconocerlo como nuestro Creador, único Señor y Salvador. "Abrieron sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra" (Mt 2,11). Los dones que los Reyes Magos ofrecen al Mesías simbolizan la verdadera adoración. Por medio del oro subrayan la divinidad real; con el incienso lo reconocen como sacerdote de la nueva Alianza; al ofrecerle la mirra celebran al profeta que derramará la propia sangre para reconciliar la humanidad con el Padre. Hoy nosotros ofrezcamos al Señor el oro de vuestra existencia, o sea la libertad de seguirlo por amor respondiendo fielmente a su llamada; elevemos hacia Él el incienso de nuestra oración ardiente, para alabanza de su gloria; ofrezcámosle la mirra, es decir el afecto lleno de gratitud hacia Él, verdadero Hombre, que nos ha amado hasta morir como un malhechor en el Gólgota. Desechemos de nuestra vida todo o que nos oprime… Adoremos sólo a Cristo: Él es la Roca sobre la que hemos de construir vuestro nuestra vida, nuestra familia y un mundo más justo y solidario. Jesús es el Príncipe de la paz, la fuente del perdón y de la reconciliación, que puede hacer hermanos a todos los miembros de la familia humana. "Se retiraron a su país por otro camino" (Mt 2,12). El Evangelio precisa que, después de haber encontrado a Cristo, los Reyes Magos regresaron a su país "por otro camino". Tal cambio de ruta puede simbolizar la conversión a la que estamos llamados los que somos discípulos de Jesús para convertirnos en los verdaderos adoradores que Él desea (cfr. Jn 4,23-24). Esto conlleva la imitación de su modo de actuar transformándose, como escribe el apóstol Pablo, en una "hostia viva, santa, grata a Dios". Añade después el apóstol de no conformarse a la mentalidad de este siglo, sino de transformarse por la renovación de la mente, "para que sepan discernir cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta" (cfr. Rom 12,1-2). Cuando se encuentra a Jesús y se acoge su Evangelio, la vida cambia y uno es empujado a comunicar a los demás la propia experiencia. Es urgente ser testigos del amor contemplado en Cristo. La Iglesia necesita auténticos testigos para la nueva evangelización: hombres y mujeres cuya vida haya sido transformada por el encuentro con Jesús; hombres y mujeres capaces de comunicar esta experiencia a los demás. La Iglesia necesita santos. Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la familia, los pueblos y la humanidad. Que María, "mujer eucarística" y Madre de la Sabiduría, nos ayude en vuestro caminar, ilumine nuestra vida y nos enseñe a amar lo que es verdadero, bueno y bello. Que Ella nos conduzca a su Hijo, el único que puede satisfacer las esperanzas más íntimas de la inteligencia y del corazón del hombre.

104 El Bautismo de Jesús Is 42,1-4. 6-7; Sal 28,1a y 2. 3ac-4. 3b y 9b-10; Hech 10,34-38; Mc 1, 7-11 La fiesta del bautismo del Señor, que celebramos hoy, cierra el ciclo litúrgico de Navidad y Epifanía, dedicado a conmemorar la manifestación de Dios en la humanidad de Jesús. Cada una de las fiestas que hemos celebrado durante estos días nos ha puesto de manifiesto algún aspecto particular del misterio de la encarnación: Navidad nos ha mostrado la humildad y pobreza del nacimiento de Jesús; el Año Nuevo nos ha hecho contemplar la maternidad virginal de María; Epifanía nos ha descubierto la dimensión universal de la misión de Cristo, y la fiesta de hoy nos indica cómo y cuándo se despertó en el hombre Jesús la conciencia clara de dicha misión. Si nosotros celebramos este domingo el Bautismo de Jesús, inmediato a nuestra fiesta de la Epifanía del Señor, no es sólo por su importancia en la vida histórica de Jesús. Es porque desde la predicación de los Apóstoles, desde los evangelios, que recogieron por escrito esta predicación, desde la más antigua liturgia de las diversas iglesias cristianas, se ha visto este momento de la vida de Jesús como el momento inicialmente clave de la manifestación no sólo de Jesús, sino también de Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Podríamos decir que -desde la perspectiva de la fe cristiana- no es sólo el momento de la manifestación pública de Jesús como Enviado de Dios, sino también el momento de la manifestación de la Trinidad de Dios. De aquella manifestación de la Trinidad que realizará plenamente la Pascua. El Bautismo de Jesús y el cambio que significó en su camino humano, es sin duda un hecho histórico (diría que trascendental en la historia de la humanidad). La manifestación de la Trinidad de Dios es algo distinto porque supone una visión de fe. Los evangelios hablan de una voz venida del cielo que se oye, de una paloma que también baja y se posa en Jesús... Lo más probable es que se trate de modos de hablar escogidos por los evangelistas en su esfuerzo para expresar lo que sólo es perceptible desde la fe. Modos de expresar que aquel hombre llamado Jesús era realmente el Hijo amado del Padre, era el Hombre lleno del Espíritu Santo de Dios. Y que, por eso, a través suyo, a través de sus palabras y obras que entonces empezaban a manifestarse, podíamos entrar en relación con la Trinidad de Dios. Para nosotros -y es lo que celebramos en la Eucaristía de hoy- Jesús es actualmente el Hijo que nos da a conocer al Padre porque en Él radica la plenitud del Espíritu. Y lo celebramos no como un hecho antiguo sino como un hecho de fe que motiva toda nuestra vida actual. Porque nosotros creemos que es verdad aquello que expresó y realizó nuestro bautismo: que por nuestra fe, que es seguimiento de Jesús como Hijo de Dios, también nosotros conocemos y amamos a Dios como Padre nuestro, también nosotros tenemos como máximo don y gracia al Espíritu Santo, al Espíritu de Dios en nosotros, que guía e impulsa nuestro camino de cada día. Es lo que celebramos cada domingo, y hoy de un modo especial en esta fiesta del Bautismo del Señor, que recuerda nuestro bautismo. El bautismo de Jesús es visto por la primitiva Iglesia como el modelo y prototipo del bautismo de todo hombre que quisiera entrar a formar parte de la comunidad cristiana. Por lo tanto, comprender el significado de este bautismo y descubrir los elementos que lo integran es seguir las huellas del Hijo amado de Dios:  Estar abiertos al Espíritu de Jesús: acoger humildemente la presencia creadora de Dios en nosotros;  Dejarnos purificar y modelar por el Espíritu que animó toda la actuación de Jesús;  Manifestar en toda circunstancia que somos hijos de Dios, ungidos con un espíritu nuevo, que vence toda cobardía y egoísmo;  Vencer el miedo a profesar una auténtica conciencia bautismal en todas las circunstancias y a recobrar actitudes fundamentales que han podido abandonarse a lo largo del camino de la vida;  Vivir las obras de la luz en medio de las tinieblas, luchar contra las estructuras de la injusticia, enfrentarse al pecado del mundo, buscar afanosamente la fraternidad universal, construir el futuro de una historia nueva.

105 CUARESMA La Cuaresma, que comienza con el Miércoles de Ceniza y finaliza con el Miércoles de la Semana Santa, ha recibido su estructura característica de los Evangelios del Bautismo y de la Penitencia. Son tres los grandes temas de la Cuaresma en su evolución histórica y en su sentido actual: a). El tema bautismal: La Cuaresma se formó en torno al Bautismo: Hay en ella una serie de temas de marcado sentido bautismal. Esto se advierte sobre todo en los tres últimos domingos, con los temas del “agua” (Samaritana: Domingo III), de la “luz” (Ciego de nacimiento: Domingo IV) y de la "vida" (Resurrección de Lázaro: Domingo V). Estos temas se toman en cada uno de los tres Ciclos. b). Tema penitencial. La Cuaresma es no sólo un tiempo para profundizar en el compromiso bautismal, sino el tiempo de conversión, de ayuno y de penitencia a ejemplo de Cristo. Este sentido penitencial de la Cuaresma lo han conservado sobre todo los dos primeros domingos con el Miércoles de Ceniza, y en especial los temas de entre semana. c) Tema pascual. En cuanto que la Cuaresma es preparación para Pascua, aparece el tema pascual “muerte-vida”. Comienza ya en el Domingo II (Transfiguración) y se hace explícito en el Domingo V (Resurrección de Lázaro) y durante esta 5ª. semana. En el Año B, en los Evangelios de Cuaresma, aparecen tres perícopas de Mc, tres de Jn, pero sólo una de Mt. El Evangelio de Lc, en este Año litúrgico B, no es usado ni una sola vez. El Domingo de Ramos se lee el relato de la Pasión según Mc 14, -15, 47, que es el evangelista que marca el ritmo básico del Año B. En cambio, el Viernes Santo, en los tres Años litúrgicos A, B, C, se lee la Pasión según In 18, 1-19, 42. La proclamación de la Pasión de cada año litúrgico posee una bipolaridad, pues en cada uno se lee solamente el relato de la Pasión de dos evangelistas. En el Año B, encontramos que se lee la Pasión según Mc, el Evangelio más antiguo, al lado de Jn, el Evangelio más tardío. Por lo tanto se confrontan la proclamación de Cristo de la fase inicial con otra de la fase final de la edad apostólica. Será, pues, importante comparar la doctrina cristológica y soteriológica de Mc con la de Jn en el relato de la Pasión.

Domingo Primero Gén 9,8-15; Sal 24, 4bc-5ab. 6-7bc. 8-9; 1Pe 3,18-22; Mc 1,12-15 Cuaresma, renovación de la alianza Este tiempo de Cuaresma nos invita a renovar nuestro compromiso con Dios. Alianza es amistad, fidelidad y compromiso. Por las dos partes. De la fidelidad de Dios no podemos dudar. El es siempre fiel. Nos lo ha demostrado de una vez por todas en la Pascua de su Hijo. Pero nosotros estamos siempre tentados de infidelidad. Todos tenemos experiencia de ello. Tenemos experiencia de que vivir en cristiano -o sea, según el plan de vida que Dios nos ha mostrado en Cristo Jesús- es difícil, y supone lucha ante las tentaciones de este mundo. Como también lo experimentó Jesús, en sus tentaciones del desierto, que recordamos cada año en este primer domingo de Cuaresma, para mostrarnos el ejemplo de su fidelidad a Dios. Tenemos experiencia del pecado, y por eso, además de los sacramentos del Bautismo y la Eucaristía, necesitamos también el de la Reconciliación o Penitencia, que en este tiempo tendrá especial significado. Sólo podemos celebrar la Pascua con Cristo si nos dejamos purificar por El y reconciliar con Dios. Las primeras palabras de Jesús, por tierras de Galilea, fueron: "está cerca el Reino de Dios, convertíos y creed en la Buena Noticia". Hermanos y hermanas. Inauguramos un tiempo importante: tres meses de primavera espiritual para cada uno y para la comunidad. Cuaresma y Pascua. En este tiempo Dios nos quiere curar de nuestros males, nos quiere comunicar la energía y la vida nueva de Cristo Jesús. Quiere renovar

106 su Alianza con nosotros. Nos tiende una vez más su mano. Y una Alianza renovada es una Alianza purificada y reorientada claramente hacia Dios. Dejémonos convencer y aceptemos esa mano tendida. Miremos el ejemplo de ese Cristo que empieza su camino, cargado de dificultades y también de tentaciones, hasta llegar hasta la obediencia total de la Cruz y luego la alegría de la Pascua. De momento, seis semanas de Cuaresma. Iniciando ya lo que será la Pascua: paso de lo viejo a lo nuevo, de la oscuridad a la luz, de la enfermedad a la fortaleza, de la muerte a la vida. Dejemos a Cristo que actúe en nosotros y nos prepare a celebrar con El su Pascua.

Domingo Segundo Gén 22,1-2. 9a. 15-18; Sal 115,10 y 15.16-17.18-19; 1Jn 4,7-10; Mc 9,1-9 “Jesús…subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró”: En una montaña, lugar de revelación y de manifestación de Dios, Jesús se revela a tres discípulos, y los hace portadores especiales de esta revelación. La descripción de la transfiguración se hace a través de una frase popular al referirse al color blanco. "Se les aparecieron Elías y Moisés...": Elías que fue arrebatado al cielo y Moisés que en el Sinaí quedó transfigurado por su contacto con Dios. El profeta y el legislador por excelencia, y los dos que habían entrado en la experiencia de Dios en el Sinaí. El hecho de que aparezca primero Elías, puede ser un indicativo de Marcos que con Jesús ya estamos en el tiempo final. Hoy, Pedro, Santiago y Juan viven una experiencia inolvidable. Una experiencia que Pedro, se encarga de resumir en una sola y expresiva frase: ¡Qué bien se está aquí! Lejos de la gente, solos en el monte, vieron de repente al Maestro transfigurado, con sus vestidos blancos como la nieve, con un resplandor inexplicable y con unos invitados de honor, Moisés y Elías, que conversaban con El. Todavía más. De repente, una nube los cubrió y una voz majestuosa aseguró a los asombrados apóstoles que aquel hombre que se había transfigurado en su presencia, y por el que ellos, con una intuición maravillosa, habían dejado casa, familia y redes, era ni más ni menos que el Hijo amado de Dios, al que había que escuchar atentamente. “Maestro, ¡qué bien se está aquí!”: Los discípulos lo viven como una anticipación de la vida celestial. En este sentido, las tiendas que quieren hacer, se refieren a las estancias de los bienaventurados. Quieren que la visión siga. Pero el juicio del evangelista es negativo ante esta actitud: “Estaban asustados, y no sabía lo que decía”. “Estar asustados” más que admiración por la transfiguración, significa miedo, indecisión y, sobre todo, falta de comprensión del acontecimiento. Quieren retener la visión para huir de la cruz. “Este es mi Hijo amado; escuchadlo”: la nube y la voz divina explican la transfiguración y dan una respuesta a los discípulos. La nube es signo de la presencia de Dios. Tal como aparecía en el éxodo sobre el tabernáculo, ahora aparece sobre Jesús. Los discípulos son los destinatarios de esta revelación sobre Jesús. Lo deben escuchar, para después ser sus testigos. En efecto, la misión de los cristianos es presentar al mundo un Jesús con el que el hombre se encuentre bien, un Jesús con el que dé gusto estar, con el que a uno le apetezca quedarse un rato a charlar, a cambiar impresiones, a revisar los problemas grandes y pequeños de la vida diaria. Es misión de los cristianos presentar a Jesús “transfigurado”, al Hijo predilecto de Dios que es amor, justicia, comprensión, omnipotencia y misericordia. II Las Lecturas de este Segundo Domingo del Tiempo de Cuaresma nos hablan de cómo debe ser nuestra respuesta al llamado que Dios hace a cada uno de nosotros... y cuál es nuestra meta, si respondemos al llamado del Señor. En la Primera Lectura del día de hoy vemos a Abraham siendo probado en su fe y en su confianza en Dios. En el Evangelio se nos narra la Transfiguración del Señor.

107 Abraham fue probado en su fe y en su confianza en Dios, al exigirle que sacrificara a Isaac, el hijo de la promesa. Los Apóstoles, Pedro, Santiago y Juan fueron fortalecidos en su fe cuando Jesús se transfiguró delante de ellos. Es lo que el Evangelio nos relata: Jesucristo se los lleva al Monte Tabor y allí les muestra el fulgor de su divinidad. (Mc. 9, 2-10) Con motivo de lo que sucedió en la Transfiguración, es bueno recordar lo que en Teología llamamos la Unión Hipostática, término que describe la perfecta unión de la naturaleza humana y la naturaleza divina en Jesús. De acuerdo a esta verdad, el alma de Jesús gozaba de la Visión Beatífica, cuyo efecto connatural es la glorificación del cuerpo. (Es lo que sucederá a todos los salvados después de la resurrección al final de los tiempos). Sin embargo, este efecto de la glorificación del cuerpo no se manifestó en Jesús, porque quiso durante su vida en la tierra, asemejarse a nosotros lo más posible. Por eso se revistió de nuestra carne mortal y pecadora (cf. Rm. 3, 8). Se asemejó en todo, menos en el pecado. Pero en la Transfiguración quiso también mostrar a tres de sus Apóstoles algo su divinidad, luego de haber anunciado a los doce su próxima Pasión y Muerte. Quiso el Señor con su Transfiguración en el Monte Tabor animarlos, fortalecerlos y prepararlos para lo que luego iba a suceder en el Monte Calvario. En efecto, en el Tabor, Pedro, Santiago y Juan, pudieron contemplar cómo el alma de Jesús dejó trasparentar a su cuerpo un “algo” de su gloria infinita. La gloria es el fruto de la gracia. Así, la gracia que Jesús posee en medida infinita, le proporciona una gloria infinita que le transfigura totalmente. Fue algo de lo que quiso mostrarnos en el Tabor. Guardando las distancias, algo semejante sucede en nosotros cuando verdaderamente estamos en gracia. La gracia nos va transformando. Pudiéramos decir que nos va transfigurando, hasta que un día nos introduzca en la Visión Beatífica de Dios Si esto es así, apliquemos lo mismo a lo contrario. ¿Qué efecto tiene el pecado en nuestra alma? Nos desfigura, nos oscurece. Y nos daña de tal manera que, si nos descuidamos, nos puede desfigurar tanto, que podría llevarnos a la condenación eterna. Ahora bien, Tabor y Calvario van juntos. No hay gloria sin sufrimiento. No hay resurrección sin cruz. Con sus enseñanzas y con su ejemplo, Jesucristo quiso decirle a los Apóstoles que han tenido la gracia de verlo en el esplendor de su Divinidad, que ni El -ni ellos- podrán llegar a la gloria de la Transfiguración -a la gloria de la Resurrección- sin pasar por la entrega absoluta de su vida, sin pasar por el sufrimiento y el dolor. A San Pedro le gustó mucho la visión de la Transfiguración y quería quedarse allí. “¡Qué bueno sería quedarnos aquí!” (Mt. 17, 4.) Pero ese anhelo fue interrumpido por la misma voz del Padre: “Este es mi Hijo amado en Quien tengo puestas mis complacencias. Escúchenlo” (Mt. 17, 5). Cuando Pedro pide quedarse disfrutando en el Tabor, gozando de esa pequeña manifestación de la divinidad, Dios mismo le responde, diciéndole que escuche y siga a su Hijo. No pasó mucho tiempo para que San Pedro y los demás supieran que seguir a Jesús significa subir también al Calvario. Si en el Cielo la felicidad completa y eterna será la consecuencia de la posesión de Dios, de la Visión Beatífica, aquí en la tierra los momentos de felicidad espiritual son sólo impulsos para entregarnos con mayor generosidad a Dios y a su servicio. Después de la Transfiguración, los tres discípulos levantaron los ojos y vieron sólo a Jesús. Ya no estaban Moisés y Elías. Ya no irradiaba el Señor su Divinidad. No importa que nos falte todo, que se deshaga todo, que se interrumpa todo, que no tengamos consuelos espirituales, ni muchos momentos felices, o –al contrario- que tengamos muchos momentos de sufrimiento. No importa la situación, no importa la circunstancia. Puede ser en el Tabor o en el Calvario. Sólo Dios basta. Recordemos el poema teresiano: Nada te turbe. Nada te espante. Todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta.

108 Domingo Tercero Ex 20,1-17; Sal 18,8.9.10.11; 1 1Cor 1,22-25; Juan 2,13-25 Al leer el pasaje de los mercaderes del Templo de Jerusalén (Jn. 2, 13-25), los cuales fueron expulsados por Jesús a punta de látigo, las mesas de los cambistas volteadas y las monedas desparramadas por el suelo, tenemos que pensar qué nos quiere decir hoy a nosotros el Señor con este incidente. Y, sobre todo, cuando nos dice: “no conviertan en un mercado la casa de mi Padre”. Puede estarse refiriendo a ese mercadeo y comercio, repugnante y dañino, que con mucha frecuencia usamos en nuestra relación con Dios, concretamente en nuestra forma de pedirle a Dios. Si pensamos bien en la forma en que oramos ¿no se parece nuestra oración a un negocio que estamos conviniendo con Dios? “Yo te pido esto, esto y esto, y a cambio te ofrezco tal cosa?” ¿Cuántas veces no hemos orado así? A veces también nuestra oración parece ser un pliego de peticiones, con una lista interminable de necesidades -reales o ficticias- sin ofrecer nada a cambio. A ambas actitudes puede estarse refiriendo el Señor cuando se opone al mercadeo en nuestra relación con El. Fijémonos que en este pasaje del Evangelio los judíos “intervinieron para preguntarle ‘¿qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar así?’”. Y, a juzgar por la respuesta, al Señor no le gustó que le pidieran señales ¿Y nosotros? ¿No pedimos también señales? “Dios mío, quiero un milagro”, nos atrevemos a pedirle al Señor. “Señor, dame una señal”. Más aún: ¡cómo nos gusta ir tras las señales extraordinarias! Estatuas que manan aceite o que lloran lágrimas de sangre, que cambian de posición, etc., etc. Estos fenómenos extraordinarios pueden venir de Dios … o pueden no venir de Dios. Cuando no vienen de Dios sirven para desviarnos del camino que nos lleva a Dios, pues lo que pretende el Enemigo es que nos quedemos apegados a esas señales y que realmente no busquemos a Dios, sino que vayamos tras esas manifestaciones extraordinarias, sean aceite, sangre, lágrimas, escarchas, cambios de posición, etc., como si fueran Dios mismo. Escarchas, lágrimas, fenómenos extraordinarios -cuando son realmente de origen divino- son signos de la presencia de Dios y de su Madre en medio de nosotros. Son signos de gracias especiales que sirven para llamarnos a la conversión, al cambio de vida, a enderezar rumbos para dirigir nuestra mirada y nuestro caminar hacia aquella Casa del Padre que es el Cielo que nos espera, si cumplimos la Voluntad de Dios aquí en la tierra. Y esas señales son justamente para ayudarnos a que nos acerquemos a Dios. Pero ¿en qué consiste ese acercamiento? ¿En seguir buscando fenómenos extraordinarios? ¿En entusiasmarnos con esas señales como si éstas fueran el centro de la vida en Dios? No. El acercarnos a Dios consiste en que cumplamos su Voluntad, y en que nos ciñamos a sus criterios, a sus planes, a sus modos de ver las cosas. Pero ¿qué sucede con demasiada frecuencia? ... Sucede que, a pesar de estas señales, seguimos apegados a nuestra voluntad -y no a la de Dios-, a nuestros criterios -y no a los de Dios-, a nuestros modos de ver las cosas -y no a los de Dios. No podemos quedamos en lo externo, en lo que podemos ver y palpar con los sentidos del cuerpo. No podemos seguir buscando estos fenómenos por todas partes, como si fueran el centro de la cuestión, pues el centro de la cuestión es otro: es buscar la Voluntad de Dios para cumplirla a cabalidad... y así no correr el riesgo de ser expulsados de la Casa del Padre para siempre.

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Domingo Cuarto 2Crón 36,14-16. 19-23; Sal 136, 1-2. 3. 4. 5. 6; Ef 2,4-10; Jn 3,14-21 Uno de los símbolos preferidos de san Juan: Cristo es la Luz, el que le sigue no anda en tinieblas. Este motivo de la luz -como también el otro, la serpiente/cruz- lo tenemos que relacionar decididamente con la celebración de la Vigilia Pascual, donde la luz va a ser uno de los gestos simbólicos fundamentales para comprender y celebrar el Misterio de la Pascua. La progresiva iluminación a partir del Cirio Pascual, y la presencia de este símbolo a lo largo de toda la cincuentena, es un modo expresivo de significar la Nueva Vida de Cristo, comunicada esa noche a los cristianos. Pero también hay que aterrizar en la otra vertiente del símbolo: no sólo Cristo es “Luz Pascual”, sino que todos los cristianos somos invitados a convertirnos en “hijos de la luz”. Pablo nos ha dicho que Dios nos hace nacer con Cristo en la Pascua para que nos dediquemos a las buenas obras. Un cristiano es el que no sólo está bautizado (y ya en la celebración del Bautismo juega un papel importante el simbolismo de la vela y la luz), sino que intenta vivir asociado a Cristo Resucitado, en su nuevo modo y estilo de vida. En medio de un mundo desorientado, medio en tinieblas, el cristiano -la comunidad entera- se compromete en cada Pascua a ser luz. El tiempo de Cuaresma, por tanto, nos prepara para celebrar la fiesta de la Resurrección de Cristo, pero no como un acontecimiento puramente personal de Jesús, sino como un misterio que nos afecta a todos y cada uno de los creyentes. Las dos últimas lecturas de hoy pueden ayudarnos a comprender lo que significa que nosotros resucitaremos. San Pablo insiste en que los aspectos esenciales de la resurrección ya se han realizado para los creyentes. Resucitar es creer en Cristo y vivir conforme a esta fe. De un modo parecido, San Juan nos habla de que, quienes creen en Cristo muerto y resucitado, elevado en la cruz y elevado por la glorificación, tienen ya la vida eterna. Se trata de algo que ya está aquí y ahora actúa eficazmente en el corazón de los creyentes. En efecto, quienes creen en Cristo, tienen vida eterna, no son condenados, alcanzan la salvación. Y, en consecuencia, deben llevar una vida conforme a su condición de resucitados: “realizan la verdad”. En cambio, quienes no creen y no realizan la verdad, “ya están condenados”. Es ésta una excelente tarea cuaresmal. Creer que, en Cristo, Dios ya nos ha resucitado, y vivir de modo totalmente coherente con esta existencia resucitada.

110 Domingo Quinto Jer 31,31-34; Sal 50,3-4. 12-13. 14-15. 18-19; Hebr 5,7-9; Jn 12,20-33 I El juicio de Dios tiene tres dimensiones: 1. El juicio ha ocurrido ya. En la muerte y resurrección de Cristo. Ahí ha dicho Dios ya su última palabra. Es la revelación definitiva, la palabra total de Dios. No hay que esperar nuevas revelaciones. Dios lo ha dicho todo ya ahí. Dios no tiene nada más que decir. El mundo ha sido juzgado. El juicio es Jesús muerto y resucitado. Yo soy el camino, ha dicho Jesús. El que quiera salvarse, que me siga. No hay otro camino ni otra puerta. El camino a la Vida es vivir y morir como Jesús. Todo lo que no sea vivir como Jesús está ya descalificado de antemano por Dios. Dios lo ha condenado ya en su juicio, en la muerte y resurrección de Cristo. El juicio (la sanción de salvación o condenación) está ya anunciado en Jesús: hay que pasar por esa única puerta. 2. El juicio está ocurriendo. Está ocurriendo ahora, al filo de cada segundo de mi vida por confrontación con Jesús muerto y resucitado. Sólo se salva lo que es vivir como Jesús. Lo que vivo al margen suyo está ya descalificado, nace muerto de antemano, como un aborto. Yo soy, pues, ahora, quien hago mi juicio, quien lo verifico: creo mi salvación o mi condenación. Dios ha dado su juicio en la muerte y resurrección de Jesús, y ahora soy yo el que verifico el juicio de Dios en mi vida, día a día, en ese último reducto de mi intimidad en el que me siento juzgado por su presencia y en el que decido sobre la orientación de mi vida. Mi "sí" es el que me salva. Mi "no" es el que me condena. El juicio ocurre ahora: lo hago yo. Dios no tendrá que juzgarme; soy yo el que juzgo, soy yo quien salvo o condeno mi vida por confrontación con el juicio de Dios en Jesús. Cuando venga el Hijo del hombre no separará a los buenos de los malos a diestra y siniestra. No, porque el Hijo del hombre ya ha venido. Jesús ya ha venido, y no nos ha separado él, sino que somos nosotros quienes ante él nos separamos a derecha e izquierda. Jesús provoca la división entre los hombres. O estáis conmigo, o estáis contra mí. No se puede servir o dos señores. A Cristo crucificado (muerto y resucitado) lo puedo considerar como locura, como escándalo o como fuerza de salvación de Dios (1Co 2, 23-24), lo puedo aceptar o lo puedo rechazar, puedo decir sí o decir no: ahí realizo mi juicio. El juicio ocurre ahora, pero lo hacemos nosotros. Dios no es capaz de condenarnos: “porque Dios ha enviado a su Hijo al mundo no para condenarlo, sino para que se salve por él” (Jn 3, 17); “si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?; Dios es quien justifica, ¿quien nos condenará?” (Rm 8, 31 ss). Ese Dios juez neutral que hemos imaginado, que se sienta en su tribunal para juzgar nuestra vida imparcialmente, que deja de lado todo su amor apasionado por nosotros para juzgar neutralmente con la ley en la mano no es el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo. El Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo -para fortuna nuestra- no vale para juez. Porque a un juez lo primero que se le pide es que sea imparcial y neutral. Y nuestro Dios no podría juzgarnos imparcialmente, porque es terriblemente parcial, porque está apasionadamente a favor nuestro, porque está terriblemente empeñado en salvarnos por todos los medios. Pero, para desgracia nuestra, Dios no nos juzgará, porque Dios ha hecho ya su juicio en Jesús muerto y resucitado y ahora nos toca hacerlo a nosotros. Ahora es el juicio. “He venido a este mundo para un juicio” (Jn 9, 39). 3. El Juicio ocurrirá al final, es decir, tarde o temprano todo queda sometido a Dios. Eso es lo que se debe entender como contenido del lenguaje apocalíptico. Quizá no será un día, ni en el valle de Josafat, ni habrá trompetas, ni espectáculos, ni se sacarán trapos sucios de nadie para vergüenza de todos... Significa simplemente algo así como que "de nuestro Dios nadie se ríe", que con Dios no se puede jugar. Es como la afirmación del poder absoluto de Dios, para garantía de los creyentes. No hay nada que escape al juicio de Dios. Toda mi vida será enjuiciada, está siendo ya enjuiciada por Dios. Es, pues, este tema del Juicio de Dios, un tema sugerente y comprometedor, que debe hacernos tomar conciencia de las responsabilidades escatológicas de nuestra vida.

111 II ¿Puede realizarse la aparente contradicción planteada en el título? ¿Perder para ganar? Sí puede ser así, pues es lo que el Señor nos propone cuando nos advierte que quien pretenda conservar su vida la perderá, pero quien la entregue la conservará. Ya próximo a su Pasión, ya en Jerusalén donde iba a ser entregado para su Muerte en la cruz, Jesús informó a sus discípulos y a algunos seguidores, lo que estaba a punto de suceder, agregando que después de “ser levantado de la tierra”, su Reino se extendería a todos, porque iba a ser arrojado el príncipe de este mundo (el Demonio)... y El, a través de su muerte en cruz y por la gloria de su Resurrección, atraería a todos hacia El. Palabras de esperanza y seguridad para todos los que nos dejamos “atraer” por El, por su doctrina y por su ejemplo. Palabras también de compromiso, porque “dejarnos atraer por El” significa seguirlo en todo... como El reiteradamente nos pide. Y “seguirlo en todo” significa seguirlo también en la muerte. Por supuesto esto no significa que todos tengamos que morir en una cruz como El. Tampoco significa que todos tengamos que sufrir un martirio violento -como algunos sí lo han tenido. Significa más bien ese “morir” cada día a nuestro propio yo. Significa ese “perder la vida” que Jesús nos pide en este pasaje de San Juan y que también nos lo requiere en otra oportunidad, con palabras similares: “El que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por Mí, la asegurará” (Mt. 16, 25 - Mc. 8, 35 - Lc. 9, 24). Morir cuesta mucho. Y más cuesta la idea misma de “morir”. Pero la Palabra de Dios es clara, muy clara: debemos entregar nuestra vida, morir a nosotros mismos, si realmente queremos vivir. ¿Qué significa entregar nuestra vida y morir a nuestro yo? Significa entregar nuestros modos de ver las cosas, para que sean los modos de Dios y no los nuestros los que rijan nuestra vida. Significa entregar nuestros planes, para pedirle a Dios que nos muestre Sus planes para nuestra vida, y realizar esos planes y no los nuestros. Significa entregar nuestra voluntad a Dios, para que sea Su Voluntad y no la nuestra la que dirija nuestra existencia en la tierra. Es, entonces, un continuo morir a lo que este mundo nos propone como deseable y hasta conveniente. Ya Dios nos advierte en su Palabra quién rige este mundo: aquél que es llamado en este pasaje “príncipe (o amo) de este mundo”. Los valores que nos propone el mundo son muy diferentes a los de Dios. Los criterios de este mundo son también muy diferentes a los de Dios. Y cada vez que optamos por el bando de Dios, por ese “perder la vida de este mundo”, significa un “morir” a nuestro yo, es decir, a nuestras propias inclinaciones, deseos, ideas, criterios, planes, etc. Próximos ya a la Semana Santa, cuando conmemoraremos la entrega total que Cristo hizo de Sí mismo, perdiendo su vida para darnos una nueva Vida a todos nosotros, es tiempo propicio para una profunda conversión. Reflexionando sobre las palabras del Evangelio y aplicándolas a nuestra vida espiritual, podríamos pedir al Señor esta gracia de conversión profunda que significa el poder comprender y realizar este ideal que nos propone y nos muestra Cristo: morir para vivir, perder para ganar, entregar para obtener.

112 Domingo de Ramos Homilía al Evangelio de bendición y procesión Marcos 11,1-10 Hermanos: 1. Han venido a bendecir ramos y palmas. Porque conmemoramos la entrada de Jesús en Jerusalén. Lo acabamos de leer: Jesús monta en un burrito y la gente le aclama con júbilo: “¡Hosana! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”. Muchos alfombraban el camino con los mantos en señal de fiesta y cortaban ramas de los árboles y las agitaban para aclamarlo. 2. Jesús entra en Jerusalén en olor de multitudes, aclamado y triunfante. Y ¿qué va a hacer a Jerusalén? Lo sabemos bien. No acude para ser coronado como rey. Bien al contrario: este domingo empieza la última semana de su vida. El jueves al anochecer se reunirá con sus discípulos y celebrará la cena de Pascua (tal como hacían los judíos aquella semana). Será su última cena. Antes de terminar, Jesús instituirá la eucaristía. Después será detenido a las afueras de la ciudad. Al día siguiente le conducirán ante Pilato, el gobernador romano. Y al mediodía será clavado en una cruz en el Calvario, un montículo que había muy cerca de la ciudad, donde morirá a primera hora de la tarde. 3. ¿No resulta un tan extraño aclamar a Jesús con ramos y palmas pocos días antes de su muerte? Sabemos el motivo: el domingo próximo es Pascua. En la Pascua conmemoramos que Jesús sale victorioso del sepulcro. Porque la aventura de Jesús no termina el Viernes Santo, sino que culmina el domingo de Pascua. Por eso, cuando ahora agitemos los ramos y cantemos “¡Hosana!”, no aclamaremos solamente a Jesús que entra en Jerusalén para sufrir y para morir clavado en una cruz; aclamaremos también, y sobre todo, a Jesús que resucita victorioso y que vive por siempre con el Padre. 4. Celebremos, pues, con alegría el domingo de Ramos. Aclamemos a Jesús, el Señor. El es nuestro maestro y nuestro guía. Aclamarlo quiere decir escucharle y hacerle caso. Muchos no le hicieron caso. Algunos incluso consiguieron detenerle y clavarle en una cruz, un horrible suplicio. En este Jesús muerto en cruz porque molestaba con su predicación y su comportamiento, nosotros reconocemos al Hijo de Dios. Y lo decimos hoy de una manera sencilla, con palmas y flores: “Señor Jesús: Tú eres el Hijo de Dios, tú nos conduces a la felicidad y a la vida. Siguiéndote a Ti, pasaremos también nosotros por situaciones negras. Quizá nos tocará sufrir. Seguro que moriremos como mueren todos los hombres y mujeres. También Tú moriste. Pero nuestra aventura no terminará con la muerte. Como Tú y contigo viviremos por siempre”. Reflexión a la lectura de la pasión del Señor Is 50,4-7; Sal 21,8-9. 17-18a. 19-20. 23-24; Fil 2,6-11; Mc 14,1-15,47 I En los acontecimientos que hemos escuchado, tiene cinco momentos: arresto, proceso judío, proceso romano, ejecución y sepultura. Son el final y comienzo de la vida y destino de Jesús, al que los discípulos llaman «Cristo» y «Señor» después de la resurrección. Según como interpretemos y vivamos la muerte y resurrección de Jesús, así se configurará el modo de nuestro de ser de cristiano. Para entender la muerte de Jesús no basta relacionarla con el sanedrín judío o el gobernador romano; es preciso conectarla con su Dios y Padre, cuya cercanía y presencia proclamó. El cómo y el porqué de la muerte de Jesús tienen una estrecha relación con el cómo y el porqué de toda su vida. Jesús no queda en poder de la muerte, sino fuera de la misma. La cruz de Jesús no se entiende si no es desde la totalidad de su vida; pero, a su vez, su muerte no tiene sentido si no es por la resurrección, clave de nuestra fe y de nuestro propio vivir.

113 II Ya estamos entrando en la Semana Santa, ese tiempo especialísimo de contemplación de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Son los días en los cuales debiéramos meditar esos misterios tan importantes de nuestra fe, para que, conmovidos por los sufrimientos del Señor, podamos llegar a una conversión de fondo, al arrepentirnos verdaderamente y confesar nuestros pecados, para así poder enrumbarnos en el camino de la salvación. Al contemplar los sucesos de la Pasión del Señor que nos narra el Evangelista San Marcos (Mc. 14, 1 a 15, 47), vemos como “Cristo, siendo Dios, no hizo alarde de su condición divina, sino que se rebajó a sí mismo” (Flp. 2, 6-11), haciéndose pasar por un hombre cualquiera. Llegó hasta la muerte y a la muerte más humillante que podía darse en el sitio y en la época en que El vivió en la tierra: la muerte en una cruz. Cristo se “anonadó”, es decir, se hizo “nada”, dejándose insultar, burlar, acusar, castigar, torturar, juzgar, condenar, matar, etc. etc. etc. Pero “Dios lo exaltó sobre todas las cosas... para que todos reconozcan públicamente que Jesucristo es el Señor”. Seguidores de Cristo somos los cristianos. Es lo que nuestro nombre significa. Y El mismo nos ha dicho cómo hemos de seguirlo: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Pues quien quiera asegurar su vida la perderá y quien sacrifique su vida por mí y por el Evangelio, se salvará” (Mc. 8, 34-35). Estos días de la Semana Santa nos llaman a la muerte con Cristo: a sacrificar nuestra vida por El y por lo que El nos dice en su Evangelio. No basta recoger palmas benditas este Domingo de Ramos, no basta visitar a Cristo expuesto solemnemente el Jueves Santo, no basta siquiera pensar en los sufrimientos de Cristo durante la ceremonia del Viernes Santo. Todo esto es necesario... muy necesario. Pero todo esto debiera llevarnos a imitar a Cristo en esa cruz y en esa muerte que El nos pide para poder salvar nuestras vidas. Y ¿qué es ese morir que Cristo nos pide? El lo determina muy bien cuando nos dice cómo hemos de seguirlo: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo”. Comprender qué significa negarse uno mismo es más o menos simple. Hacerlo es ya más difícil... pero no imposible. Negarse a uno mismo es sencillamente decirse “no” a lo que uno desea, a lo que uno cree que es lo mejor, a lo que uno cree que es lo más conveniente, a lo que uno cree que es necesario... cuando eso que uno desea, que uno cree lo mejor, más conveniente y necesario no coincide con lo que Cristo nos dice, nos muestra y nos pide. Y ¿por qué es difícil negarse a uno mismo? Es difícil, porque estamos acostumbrados a consentirnos a nosotros mismos, a decirnos que sí a todos nuestros deseos, antojos, supuestas necesidades, apegos, etc. Nos amamos mucho a nosotros mismos; por eso nos consentimos tanto. El mundo nos vende la idea de complacer nuestro “yo”, con cosas lícitas o ilícitas, necesarias o innecesarias, buenas o malas. No importa. Lo importante es hacer lo que uno quiera. Y esto que está tan arraigado en nuestra forma de ser, va en contra de lo que Cristo hizo y nos pide con su ejemplo y su Palabra. Bien están las palmas benditas y la visita a los Monumentos, pero -además de esas devocionespara seguir a Cristo como El nos pide, no nos queda más remedio que “morir con El para vivir con El” (Rom., 6, 8).

114 TRIDUO PASCUAL Jueves Santo Ex 12,1-8.11-14; Sal 115,12-13. 15-16bc. 17-18; 1 Cor 11,23-26; Jn 13,1-15 Con la celebración de esta tarde iniciamos el Triduo Pascual, el centro y culminación de todo el año litúrgico y de toda la fe cristiana: el misterio pascual, la celebración de la muerte y resurrección del Señor. El apóstol Pablo nos ha recordado que esta tradición de reunirnos alrededor de la mesa para celebrar la Eucaristía viene del primer jueves santo, viene del mismo Jesús. Nos mantenemos fieles a su invitación: “Haced esto en memoria mía”, y Él se mantiene fiel a su palabra: este pan “es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre”. Aquí tenemos nuestra Pascua: el Señor pasa por nosotros con el pan y con el vino de la Eucaristía y nos libera. La pascua de los israelitas era la fiesta de la liberación de la esclavitud de Egipto. La Eucaristía es la fiesta de nuestra libertad radical: Jesús nos salva del pecado y de la muerte. EL TESTAMENTO DE JESÚS Nosotros, esta tarde, queremos ser aquellos amigos de Jesús que estamos con él en ese momento importante, porque le amamos y queremos cumplir su voluntad, y ese testamento que Jesús deja a sus discípulos, que nos ha dejado por tanto a nosotros, se puede resumir en cuatro palabras: la eucaristía, sacerdote, amor y servicio. LA EUCARISTÍA Y SACERDOCIO Con la eucaristía, Jesús instituye un signo, el pan y el vino, que simbolizan su cuerpo y su sangre entregados por nosotros. San Pablo nos recuerda esta tradición de celebrar la eucaristía, una tradición que comienza el jueves santo y que se ha ido transmitiendo de generación en generación. Porque la eucaristía es el centro de la Iglesia, la eucaristía expresa el núcleo de nuestra fe: el misterio pascual de Jesús. Celebrar la eucaristía es querer ser fieles a la voluntad de Jesús aquel día en la última cena: “Haced esto en conmemoración mía”. Con estas palabras Jesús daba el poder a sus apóstoles, a los obispos y a los sacerdotes, para que celebraran la eucaristía…Así como apreciamos el don de la eucaristía, podemos hacerlo con el don del sacerdocio… EL MANDAMIENTO DEL AMOR Y DEL SERVICIO Otro punto central del testamento de Jesús es el mandamiento del amor. En el evangelio se nos relata ese gesto que Jesús hizo con sus discípulos: les lava los pies. Es un gesto que expresa de forma muy significativa aquel mandamiento suyo: “Que se amen unos a otros como yo los he amado”. Y así como después de instituir la eucaristía les dijo “Haced esto en memoria mía”, también después de lavarles los pies les dijo: “¿Comprenden lo que he hecho con ustedes?..También ustedes deben lavarse los pies unos a otros; les he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con ustedes, ustedes también lo hagan”. La caridad debe ser, pues, el distintivo práctico del seguidor de Jesús. El evangelista, queriendo describirnos este momento por dentro, desde el corazón de Jesús, dice esto: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Fijémonos en este amor. Nos llega también a nosotros. Es lo más grande que ha pasado nunca. Dejemos que nos toque, que nos afecte. En esos momentos decisivos, cuando nadie a su alrededor sabe a ciencia cierta qué pasará, el Maestro quiere que, por encima de todo -fe, dudas, miedo-, los discípulos sientan que les ama. Hermanos y hermanas: Que nuestro jueves santo sea también una experiencia de amor. El mandamiento nuevo del Señor tiene dos movimientos que se aceleran mutuamente: “Como yo los he amado...” y “que se amen unos a otros”. Cuanto más sintamos que somos amados, más amaremos.

115 Jesús “se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido”. Con este gesto, Jesús nos revela, casi sin palabras, de qué amor nos está hablando. Cuando le vemos quitarse el manto, pensamos en el despojo esencial de su encarnación: “Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo” (Fil. 2: 6-7). Es este mismo amor de humildad y de servicio el que nos pide el mandamiento nuevo que nos da: “Como yo los he amado”, dice, y también: “También ustedes deben lavarse los pies unos a otros”. El que quiera ser grande que sea el servidor de todos… Viernes Santo Is 52,13-53,12; Sal 30,2 y 6. 12-13. 15-16. 17 y 25; Hebr 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1-19,42 Se dice que en el Campo de concentración de Auschwis los alemanes colgaron a dos judíos y a un adolescente ante los hombres del campo de concentración, allí reunidos. Los adultos murieron rápidamente. ¡La agonía del adolescente se prolongó alrededor de una media hora! “¿Dónde está Dios, dónde?”, preguntó alguien a mis espaldas. Como el adolescente seguía debatiéndose aún en la extremidad de la cuerda, oí al hombre reclamar de nuevo: “¿Dónde está...?” -Aquí... colgado de la horca está. El relato de la Pasión nos adentra en la respuesta al gran interrogante ¿por qué el Mesías hubo de padecer? No se trata de un fracaso o de un engaño. Es un camino querido por Dios. Por eso no todo termina en la muerte. Dios no puede dejarle en el sepulcro. El amor no muere. De ahí la Pascua. Y de ahí el valor redentor de la Cruz. En la pasión del Señor se detallan los pasos de sus despojos y anonadamientos. Pero leyendo entre líneas, se narra también una maravillosa historia de amor. Porque amor es: -desde querer ardientemente comer la Pascua con los suyos, hasta poner su espíritu en manos del Padre; -desde el curar la oreja del criado hasta pedir perdón por los verdugos; -desde mirar a Pedro cobarde, hasta regalar al ladrón el Paraíso; -desde su oración de agonía en el Huerto, hasta las palabras de consuelo a las piadosas mujeres. Se olvida de sí para curar y consolar al que lo necesita: amor y misericordia. Hoy es una tarde para adorar y dar gracias porque alguien se ha decidido a amar totalmente. A adorar y dar gracias porque Dios ha querido asumir la historia humana totalmente para convertirla en historia divina, en historia de salvación. Al adorar la Cruz y proclamarla como signo de victoria, la comunidad cristiana comienza a vislumbrar, en la Cruz, la gloria de la Pascua. La Cruz que adoraremos en unos momentos más no es expresión de un desenlace fatal y trágico, sino el símbolo de la salvación conquistada para siempre y del triunfo de la vida sobre la muerte. Esta tarde debe resonar en nuestras iglesias con más fuerza que nunca este himno: “Victoria, tú reinarás; oh Cruz, tú nos salvarás”.

VIGILIA PASCUAL Rm 6. 3-11; Sal 117,1-2. 16ab-17. 22-23; Mc 16,1-8 “No está aquí. Ha resucitado”. ¡Aleluya, hermanos! Es lo que los ángeles han anunciado a las mujeres que habían acudido temerosas al sepulcro de Jesús. Es la gran noticia que nosotros escuchamos cada año en la noche santa de Pascua, este año por boca de san Mateo: Cristo ha pasado a través de la muerte a una nueva existencia, definitiva, y vive para siempre.

116 Éste es el motivo por el que hoy nos hemos reunido aquí, de noche, y nos gozamos por la presencia del Señor Resucitado en medio de nosotros. Aunque no le veamos. Si los judíos se alegran, al celebrar la Pascua, de su liberación de la esclavitud y de su paso a la nueva vida en la tierra prometida, nosotros, los cristianos, nunca nos cansamos de celebrar que en medio de la oscuridad de la noche, Cristo Jesús fue liberado de la muerte y lleno del Espíritu de Dios, el Espíritu de la Vida. Esto es lo que celebramos y esto lo que da sentido a nuestra vida. Por eso creemos y tenemos esperanza e intentamos vivir como cristianos: nosotros no seguimos una doctrina, o un libro, ni estamos celebrando el aniversario de un hecho pasado. Celebramos y seguimos a Cristo Jesús, invisible pero presente en medio de nosotros como el Señor Resucitado. Dejémonos ganar por esta alegría, hermanos. Participemos con toda la Iglesia de esta fiesta de Pascua, que empieza ahora y que durará siete semanas, hasta el día de Pentecostés. La Pascua de Jesús, que quiere ser también nuestra Pascua. Recordaremos en seguida nuestro Bautismo, y sobre todo, participaremos una vez más del Cuerpo y Sangre del Resucitado, que ha querido ser nuestro alimento. Así Dios quiere renovar los dones de gracia con que nos llenó el día del Bautismo y comunicarnos su fuerza para todo el año. Dejémonos llenar de vida por el mismo Espíritu de Dios que resucitó a Jesús, en este año en que tenemos los ojos de una manera especial fijos en él. Él nos quiere comunicar fuerza, alegría, energía, esperanza, para que se nos note, no sólo en este momento de la celebración, sino en toda nuestra vida, que somos seguidores del Resucitado y queremos vivir con él y como él. PASCUA El tiempo pascual comienza con la celebración del Triduo Pascual, y se prolonga con los “domingos de Pascua”. El Triduo Pascual ya no pertenece a la cuaresma, sino que es una especie de introducción teológico-litúrgica al Tiempo de Pascua. El Misterio Pascual es el Misterio de la humillación (Kénosis) de Cristo y de su exaltación gloriosa (Lc 24, 26). En el Triduo Pascual (Jueves Santo, Viernes Santo, y Sábado Santo) contemplamos a Jesús que a través de la Pasión llega a la meta de la Resurrección y Exaltación. Por eso, la teología de la Cruz y la teología de la gloria están entre sí coordinadas. Lo mismo que en la predicación los Apóstoles lograron superar el escándalo de la Cruz recurriendo a la Resurrección del Señor, así también el Viernes Santo litúrgico mira ya a la gloria de la Resurrección. Y, al mismo tiempo, en la Solemnidad de la Resurrección, debe permanecer siempre vivo el recuerdo de la Pasión, porque el Resucitado ha querido conservar las llagas transfiguradas de su Pasión y de su Muerte. Por otra parte, en los tres ciclos del año litúrgico, el Viernes Santo tiene el relato de la Pasión de Juan 18, 1-19, 42, en el cual la imagen de Cristo Rey resplandece con gran esplendor, ofreciendo un puente teológico que combina la teología de la Cruz con la de la Resurrección. En las “segundas” lecturas, todas del NT, la más usada es la 1 Jn (seis veces). La 1Cor es empleada 2 veces, lo mismo que la epístola a los Romanos y a los Hebreos. Las cartas a los Ef y a los Col se leen una sola vez cada una. Entre los Evangelios, tiene la primacía el de Jn (9 veces); Mc que da la impronta al Año litúrgico B, es usado tres veces; Mt y Lc una sola vez cada uno. Se acentúa mucho la expectación del Espíritu Santo en el período entre la Ascensión del Señor y Pentecostés. La mayoría de las lecturas del Tiempo de Pascua están tomadas de tres libros del NT: de los Hechos de los Apóstoles, de la 1 Jn y del Evangelio de Juan. Una de las características de las lecturas de Pascua es el pluralismo teológico. Además, el hecho de que los Actos de los Apóstoles, y, sobre todo, los escritos de Juan, hayan sido compuestos en los últimos decenios del siglo I, parece advertirse la intención de presentar el mensaje pascual en una forma ya más pensada y madura. Se echa de menos que el kerigma de la Resurrección más antiguo: 1 Cor 15, 3-8 (del año 57 d. C.), haya sido excluido de las lecturas de todo el tiempo de Pascua. Su puesto hubiera podido ser el de la noche de Pascua.

117 Domingo primero Hech 10,34a.37-43; Sal 117,1-2. 16ab-17. 22-23; Col 3,1-4; Jn 20,1-9 Hoy celebramos la Pascua, "la fiesta de las fiestas", porque es el día de la resurrección del Señor. Por esto, hoy, cielos y tierra cantan el aleluya, expresión de alegría que significa "alabad al Señor", antiguo grito de alabanza litúrgica heredado del culto israelítico. Celebramos hoy -después de escuchar esta pasada noche el anuncio pascual- el hecho central de nuestra fe: que Cristo, tal como decimos en el Símbolo de la fe, después de su crucifixión, muerte y sepultura, "resucitó al tercer día". -Pascua es un acto de fe: Cristo es el Viviente Con una conciencia clara de que no podemos agotar el contenido de esta fiesta de hoy, que continuamos -como en una sola y única fiesta- durante toda la cincuentena pascual, hasta Pentecostés, repasemos las tres lecturas bíblicas de esta celebración. Y, en primer lugar, el evangelio, que nos invita a dejarnos penetrar por la luz de la fe ante el hecho del sepulcro vacío de Jesús. Este hecho desconcertó primeramente a las mujeres y a los mismos Apóstoles, pero después entendieron su sentido: aceptaron un hecho histórico y comprendieron su sentido de salvación a la luz de las Escrituras. El cuerpo de Jesús, muerto en la cruz, ya no estaba allí. Pero no porque hubiera sido robado, sino porque HABÍA RESUCITADO. Aquel Cristo a quien habían seguido era el VIVIENTE; en El triunfaba la vida; en El se anticipaba el "Día del Señor", en el que los mejores israelitas esperaban la resurrección de los muertos. Cristo era el vencedor de la muerte: “Victor mortis”. Sí, la Pascua nos pide sobre todo un gran ACTO DE FE. Creemos que Cristo vive; creemos que es nuestro Redentor, el Redentor del hombre y de todo hombre que no lo rechaza; creemos que en Cristo tenemos la Vida verdadera... -Pascua es una transfiguración de nuestra vida Cristo resucitó por todos nosotros. El es la primicia y la plenitud de una humanidad renovada. Su vida gloriosa es como un inagotable tesoro, que todos estamos llamados a compartir desde ahora. Mediante el bautismo, su presencia se ha compenetrado con nuestro ser y nos da ya ahora, germinalmente, la gracia de nuestra futura resurrección. El pasaje de la Carta a los Colosenses que leemos en la misa de hoy es una reminiscencia de una homilía bautismal y nos sitúa muy bien en el sentido de esta fiesta para nosotros: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios...” En Cristo todo adquiere un sentido nuevo. Por esto en la Pascua, como nos recuerdan a menudo las homilías de aquellos grandes obispos de los primeros siglos llamados "Padres de la Iglesia", se alegran a la vez el cielo y la tierra; los ángeles, los hombres y la creación entera: porque todo está llamado a ser transfigurado, a ser liberado de la esclavitud del pecado y a compartir la gloria del Señor Resucitado. Si nuestra fe es sincera, nuestra alegría pascual tiene que ser profunda y contagiosa. Pascua nos pide amar la vida más que a nadie. -Pascua es un compromiso de testimonio Sin la resurrección de Cristo no se habrían escrito los Evangelios ni existiría la Iglesia. Los Apóstoles fueron, antes que nada, testigos de la resurrección de Jesús, como vemos hoy escuchando la predicación de Pedro, leída en la primera lectura de esta misa del día de Pascua. Aquel mismo testimonio, que ha sido como un fuego que ha ido dando calor a las almas de los creyentes hasta hoy, llega en este año de gracia hasta nosotros. No nos reúne nada más. Seamos conscientes de que no tenemos otro objetivo, en nuestra convocatoria de hoy y de cada domingo -¡todo el año es como una celebración pascual!- que acoger el don de Dios Padre en el Cristo Viviente y transmitir este mensaje a las nuevas generaciones. Sean cuales sean las dificultades, éste es nuestro deber más sagrado: transmitir la BUENA NOTICIA DE QUE, EN CRISTO, LA VIDA HA VENCIDO A LA MUERTE.

118 Domingo Segundo Hech 4,32-35; Sal 117,2-4. 16ab-18. 22-24; 1Jn 5,1-6; Jn 20,19-31 El primer día de la semana, y de nuevo el día octavo, o sea, siempre en domingo, la comunidad apostólica experimentó la presencia de su Señor, primero sin Tomás y luego con él, y "se llenaron de alegría". El Señor les dio su Espíritu, les envió como el Padre le había enviado a El, les dio el encargo de la reconciliación ("a quienes perdonéis los pecados..."). Hoy la liturgia apunta claramente a la realidad del domingo cristiano. Nosotros nos gozamos de la presencia y la donación de Cristo que se hace nuestro alimento en cada Eucaristía. En efecto, el domingo, la Pascua semanal, es el día en que Cristo Resucitado, presente en nuestra vida los siete días de la semana, nos muestra su cercanía de un modo especial. Como a los apóstoles, nos da su Espíritu, nos comunica su paz, nos envía a anunciar la reconciliación y alaba nuestra fe... Nuestra reunión eucarística dominical es algo más que cumplir un precepto o satisfacer unos deseos espirituales. Hoy podemos redescubrir el valor y sentido a nuestro domingo. Desde aquel primer domingo, ¡cuántos y cuántos domingos los cristianos nos hemos ido reuniendo! Si los contásemos, ¡qué cifra tan alta nos saldría! Años y años, siglos y siglos, hasta hoy, hasta este domingo…, y hasta todos los domingos que vendrán en el futuro. Y todos estos domingos, los cristianos reunidos hemos sentido que el Señor nos daba su paz, nos afirmaba el corazón. Y nos enviaba a ser testigos da una vida distinta, su misma vida, la vida que se fundamenta en el amor más profundo a todo hombre y a toda mujer, aunque eso cueste, aunque eso lleve a la cruz. Y nos daba su Espíritu, su mismo Espíritu que es el que nos da la vida. Y nos hacía portadores de su perdón, de su misericordia inagotable. Y eso, a pesar de las dudas y las incertidumbres. Porque ya desde el inicio, ya desde el primer día, el encuentro con Jesús es un encuentro que choca con las dudas incluso de sus amigos más íntimos. La Historia de Tomás es nuestra misma historia. Y no pasa nada. Jesús lo entiende perfectamente, y continúa acercándosenos a pesar de nuestras dudas. Y nos anima a creer, como animó a Tomás el domingo siguiente de aquel primer domingo. De este encuentro con el Señor resucitado, los apóstoles sacaron la fuerza para vivir y transmitir el gozo del Evangelio, la gran noticia de Jesús. De aquí nació la primera comunidad de creyentes, que es nuestra misma comunidad. ¡Cuán potente, cuán transformador fue para ellos este encuentro con el Señor, este encuentro de cada domingo! Precisamente, la primera lectura de hoy nos hace poner los ojos en aquella comunidad que empezaba, aquella comunidad que es como un espejo para nosotros. Y ciertamente que verlos a ellos, mirar aquellos primeros pasos de la comunidad de los creyentes, nos da como una cierta envidia, nos hace sentir muy poquita cosa, pero al mismo tiempo, nos debe hacer desear con muchas ganar acercarnos tanto como podamos a su manera de vivir. Ellos, nos decía la lectura, pensaban y sentían lo mismo y los que eran propietarios ponían sus bienes a disposición de la comunidad y de los pobres. Y así, porque hacían eso, eran bien vistos por todo el mundo. Hacían eso y, además, los apóstoles anunciaban la buena noticia con muchos milagros, con señales que daban vida, salud, esperanza a los que más lo necesitaba, como había hecho Jesús. Nuestro encuentro con el Señor resucitado nos debería llevar, a nosotros también, a hacer de nuestras comunidades un lugar en el que los que tienen ponen su bienes al servicio de los que no tienen, y donde todos hacen los “milagros” (digámoslo así) que es capaz de hacer: porque todo el mundo puede, de un modo u otro, dar vida, y salud, y esperanza, a los que la necesitan. Que durante estos cincuenta días de Pascua, estos días que nos llevarán a celebrar el don del Espíritu en Pentecostés, vivamos con mucho gozo el encuentro con el Señor resucitado. Cada uno de nosotros, y todos juntos como comunidad.

119 II FIESTA DE LA DIVINA MISERICORDIA DOMINGO 2º. del Tiempo de Pascua Jn 20,19-31 El Evangelio de este Domingo 2º de Pascua, Fiesta de la Divina Misericordia, nos relata una de las apariciones de Jesús a los Apóstoles, después de su Resurrección. Las apariciones de Jesús Resucitado a sus Apóstoles antes de su Ascensión al Cielo, fueron varias. Pero ésta de hoy parece muy importante. No sólo el episodio de Santo Tomás la hace destacar, sino también que en esa misma ocasión el Señor instituyó el Sacramento del Perdón o de la Penitencia o Confesión. “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”. En el día en que se recuerda la institución del Sacramento del Perdón de los pecados, la Iglesia celebra la Fiesta de la Divina Misericordia. También el salmo nos dice que “La misericordia del Señor es eterna” (Sal. 117). Esta Fiesta es nueva en la Iglesia, fue solicitada por el mismo Jesucristo a través de Santa Faustina Kowalska, religiosa polaca de este siglo, quien murió en 1938 a los 33 años de edad y quien fuera canonizada precisamente en esta Fiesta de la Divina Misericordia del año 2000. Nos dijo, el siervo de Dios, Juan Pablo HI, el día de la Beatificación de esta Santa de nuestros días: “Dios habló a nosotros a través de la Beata Sor Faustina Kowalska”. La devoción de la Divina Misericordia ya se ha ido difundiendo bastante en todo el mundo. Incluye la imagen de Jesús de la Divina Misericordia, la Fiesta, el Rosario de la Misericordia, la Novena (se inicia cada Viernes Santo y culmina el Sábado antes de la Fiesta), la Hora de la Gran Misericordia, etc. Con motivo de este Evangelio y de la Fiesta de la Divina Misericordia, veamos qué nos ha dicho el Señor sobre la Confesión a través de Santa Faustina Kowalska: “Cuando vayas a confesar debes saber que Yo mismo te espero en el Confesionario, sólo que estoy oculto en el Sacerdote. Pero Yo mismo actúo en el alma. Aquí la miseria del alma se encuentra con Dios de la Misericordia. Llama a la Confesión Tribunal de la Misericordia. Y para acogerse a El no nos pide grandes cosas: sólo basta acercarse con fe a los pies de mi representante (el Sacerdote) y confesarle con fe su miseria ... Aunque el alma fuera como un cadáver descomponiéndose (es decir, muerta y descompuesta por el pecado) y que pareciera estuviese todo ya perdido, para Dios no es así ... ¡Oh! ¡Cuán infelices son los que no se aprovechan de este milagro de la Divina Misericordia!” Dios le dijo a Santa Faustina Kowalska?: “Habla al mundo de mi Misericordia, para que toda la humanidad conozca la infinita Misericordia mía. Es la señal de los últimos tiempos. Después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía queda tiempo... Antes de venir como Juez justo, abro de par en par las puertas de mi Misericordia. Quien no quiera pasar por la puerta de mi Misericordia, deberá pasar por la puerta de mi Justicia”. Dios es infinitamente Misericordioso, pero también infinitamente Justo. Su Justicia y su Misericordia van juntas. Pero a través de esta Santa de nuestro tiempo nos hace saber que por el momento, para nosotros, tiene detenida su Justicia para dar paso a su Misericordia. No nos castiga como merecemos por nuestros pecados, ni castiga al mundo como merecen los pecados del mundo, sino que nos ofrece el abismo inmenso de su Misericordia infinita. El deseo de Dios es que todos nos abramos a su misericordia: el Señor sobre la Fiesta de hoy nos ha dicho: “Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea un refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores... Ese día derramo un mar de gracias sobre las almas que se acerquen al manantial de mi Misericordia. El alma que se confiese y reciba la Santa Comunión obtendrá el perdón total de las culpas y de las penas... Que ningún alma tema acercarse a Mí, aunque sus pecados sean como escarlata” (o sea, muy graves o muy feos). Para recibir las gracias otorgadas este Día de la Divina Misericordia, es necesario recibir la Eucaristía y haberse confesado, condición para recibir el perdón total de las culpas y de las penas, que son consecuencia de nuestros pecados. No dudemos como Tomás, acudamos al amor y la misericordia divina.

120 Domingo Tercero Hech 3,13-15. 17-19; Sal 4, 2. 4. 7. 9; 1Jn 2,1-5ª; Lc 24,35-48 La resurrección de Jesús no es una vuelta a su vida anterior para volver de nuevo a morir un día de manera ya definitiva. No es una simple reanimación de su cadáver, como pudo ser el caso de Lázaro. Jesús no regresa a esta vida, sino que entra en la Vida definitiva de Dios. Por eso, los primeros predicadores dicen que Jesús ha sido "exaltado" por Dios (Hech. 2, 33), y los relatos evangélicos presentan a Jesús viviendo ya una vida que no es la nuestra. Los cristianos no han entendido nunca la resurrección de Jesús como una supervivencia misteriosa de su alma inmortal. Jesús resucitado no es "un alma inmortal" ni un fantasma. Es un hombre completo, vivo, concreto, que ha sido liberado de la muerte con todo lo que constituye su personalidad. Para los primeros creyentes, a este Jesús resucitado que ha alcanzado ahora toda la plenitud de la vida no le puede faltar cuerpo. Los primeros cristianos no describen nunca la resurrección de Jesús como una operación prodigiosa en la que el cuerpo y el alma de Jesús han vuelto a unirse para siempre. Su atención se centra en el gesto creador de Dios que ha levantado al muerto Jesús a la vida. La resurrección de Jesús no es un nuevo prodigio, sino una intervención creadora de Dios. La resurrección es algo que le ha sucedido a Jesús y no a los discípulos. Es algo que ha acontecido en el muerto Jesús y no en la mente o en la imaginación de los discípulos. No es que "ha resucitado" la fe de los discípulos a pesar de haber visto a Jesús muerto en la cruz. El que ha resucitado es Jesús mismo. No es que Jesús permanece ahora vivo en el recuerdo de los suyos. Es que Jesús realmente ha sido liberado de la muerte y ha alcanzado la vida definitiva de Dios. A los primeros cristianos no les gusta decir: “Jesús ha resucitado”. Prefieren emplear otra expresión: “Jesús ha sido resucitado por Dios” (Hech. 2, 24; 3, 15...) Para ellos, la resurrección es una actuación del Padre que con su fuerza creadora y poderosa ha levantado al muerto Jesús a la Vida definitiva y plena de Dios. Para decirlo de alguna manera, Dios le espera a Jesús al otro lado de la muerte para liberarlo de la destrucción, vivificarlo con la fuerza creadora, levantarlo de entre los muertos e introducirlo en la vida indestructible de Dios. Este paso de Jesús de la muerte a la Vida definitiva es un acontecimiento que desborda esta vida en que nosotros nos movemos. Por eso, no lo podemos constatar y observar como hacemos con tantos otros acontecimientos que suceden entre nosotros. Pero es un hecho real, que ha sucedido. Más aún: para los creyentes es el hecho más real, importante y decisivo que ha sucedido para la historia de la humanidad. II El Evangelio de hoy nos narra la primera aparición de Jesucristo resucitado a sus Apóstoles y discípulos reunidos en Jerusalén (Jn. 6, 1-15). Anteriores a esta apariciones, la Sagrada Escritura nos narra la de María Magdalena, nos menciona que el Señor se había aparecido también a San Pedro y, adicionalmente, nos cuenta la de dos discípulos suyos que iban desde Jerusalén hacia Emaús. En el Evangelio, en esta primera aparición a los Apóstoles y discípulos reunidos en Jerusalén, Jesús les da todas las pruebas para que se convenzan que realmente ha resucitado. Les disipa todas las dudas que pueden tener y que de hecho tienen en sus corazones. Les demuestra que no es un fantasma, que realmente está allí vivo en medio de ellos. Como nos les bastaba ver las marcas de los clavos en sus manos y pies, les da una prueba adicional: les pide algo de comer, y come.

121 Luego les recuerda cómo El les había anunciado todo lo que iba a suceder y estaba sucediendo ya, y cómo se estaban cumpliendo las Escrituras con su muerte y resurrección. Y ya al final les dice que ellos son testigos de todo lo sucedido y les habla de que “la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados debe predicarse a todas las naciones, comenzando por Jerusalén”. Y eso hacen los Apóstoles. En la Primera Lectura (Hech. 3, 13-19), tenemos un discurso de Pedro quien, aprovechando la aglomeración de gente que se formó enseguida de la sanación del tullido de nacimiento, hace un recuento de cómo sucedieron las cosas y cómo fue condenado Jesús injustamente: “Israelitas: ... Ustedes lo entregaron a Pilato, que ya había decidido ponerlo en libertad. Rechazaron al santo, al justo, y pidieron el indulto de un asesino; han dado muerte al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos.” Sin embargo, a pesar de la falta tan grave, del “deicidio” que se había cometido, Pedro les habla de la misericordia de Dios en el perdón: “Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes han obrado por ignorancia, al igual que sus jefes... Por lo tanto, arrepiéntanse y conviértanse para que se les perdonen sus pecados”. En la Segunda Lectura (1 Jn. 2, 1-5) de la Misa de hoy, también San Juan nos habla del arrepentimiento y del perdón de los pecados. “Les escribo esto para que no pequen. Pero, si alguien peca, tenemos un intercesor ante el Padre, Jesucristo, el justo. Porque El se ofreció como víctima de expiación por nuestros pecados y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero”. Importante hacer notar cuál es la condición para recibir el perdón de los pecados. Esa condición, no se refiere a la gravedad de las faltas, por ejemplo. No se nos habla de que unas faltas se perdonan y otras no, como si algunas faltas fueran tan graves que no merecerían perdón. ¡Si se perdona hasta el “deicidio”! Se nos habla, más bien, de una sola condición: arrepentirse, volverse a Dios. Es lo único que nos exige el Señor. Por supuesto, el estar arrepentidos tiene como consecuencia lógica el deseo de no volver a ofender a Dios, lo que llamamos “propósito de la enmienda”. Pero, sin embargo, si a pesar de nuestro deseo de no pecar más, volvemos a caer, el Señor siempre nos perdona: 70 veces 7 (que no significa el total de 490 veces) sino todas las veces que necesitemos ser perdonados. ¿Realmente tenemos conciencia de lo que significa esta disposición continua del Señor a perdonarnos? ¿Nos damos cuenta del gran privilegio que es el sabernos siempre perdonados por El? ¿Medimos, de verdad, cuán grande es la Misericordia de Dios para con nosotros que le fallamos y le faltamos con tanta frecuencia?

122 Domingo cuarto Hech 4,8-12; Sal 117,1 y 8-9. 21-23. 26 y 28cd y 29; 1Jn 3,1-2; Jn 10,11-18 Ya sabemos que la Biblia llama, con frecuencia, pastores a los dirigentes. Jesús aplica esta expresión, por otra parte tan popular, a su misión, y se considera el Buen Pastor. Así de claro y contundente. Y señala las condiciones del buen pastor: dar la vida por las ovejas, si es necesario; conocerlas bien, vivir entre ellas y participar de sus problemas; y preocuparse especialmente de las que están fuera del redil. Son tres grandes principios de toda pastoral. Dar la vida por las ovejas es la suprema muestra de amor. Jesús lo hizo y por eso es el buen pastor. Lo contrario es vivir de las ovejas, aprovecharse del puesto y convertir en poder y dominio lo que debe ser responsabilidad y servicio. En este sentido es muy claro el Evangelio cuando dice que entre nosotros los responsables no dominen al pueblo como suelen hacer los que mandan (Lc 22, 25-26). Y Pedro nos dice: "Apacentad el rebaño de Dios que os ha sido confiado, no por fuerza, sino con blandura, según Dios; ni por sórdido lucro, sino con prontitud de ánimo; no como dominadores sobre la heredad, sino sirviendo de ejemplo al rebaño (1Pe 5, 02-03). Conocer las ovejas. Esto exige vivir entre ellas y como ellas. Como hizo Jesús. Sin esto es imposible conocer sus problemas e inquietudes. Y bien sabemos que existen muchas formas, y a veces muy sutiles, de vivir aparte, al margen o por encima. Nadie cuida al rebaño desde casa y al resguardo de cualquier viento o frío. Hay que estar con las ovejas. Sabemos bien, por otra parte, que hay sectores como el mundo obrero y la juventud muy alejada de la Iglesia y que nos están pidiendo una cercanía y un esfuerzo nada común. Hace falta hoy un buen coraje apostólico para acercarse y afrontar estos ambientes. Aquí es donde se conoce al buen pastor. Yo diría que Jesús tiene una pastoral personal, con un toque especial. Recordemos la escena de los primeros discípulos tal como la describe San Juan ("venid y ved"), o la de la samaritana, o la de los de Emaús y otras. Jesús sabe acoger a las personas en un encuentro personal e íntimo. Individualmente o en grupo. En Jesús se da un respeto profundo a las personas en su intimidad más honda. Y ahí empieza la cura más profunda, su método de salvación. Es un camino delicado que trastoca las relaciones de poder y autoridad a que somos tan propensos los hombres. Es el camino del buen pastor. Aquí late una nueva concepción de la autoridad y de la responsabilidad y una nueva pedagogía. Y eso del buen pastor no vale sólo para sacerdotes y obispos, sino para educadores, padres y responsables, y también para todos en el trato con los demás. La actitud de Jesús entraña, sin alardes teóricos, toda una pastoral. Actualmente se insiste mucho en el cambio de las estructuras. Se repite que sin un cambio en las estructuras las personas cambian poco, y, en general, todas las cosas. Indudablemente esto tiene mucho de verdad y desconocerlo es cerrarse a la eficacia, pero cuidado con pensar que la persona es una cosa entre las cosas. Para nosotros la persona es el primer valor después de Dios y merece especial cuidado y acogida fomentando siempre su dimensión social y comunitaria. Comunidad y persona es algo a tener muy en cuenta en cualquier pastoral auténtica. Me parece muy interesante recoger aquí algunas de las cosas que ha dicho el concilio Vaticano II sobre los pastores, sacerdotes y obispos: -“Tengan los obispos a sus sacerdotes como hermanos y amigos, y preocúpense cordialmente, en la medida de sus posibilidades, de su bien material, y sobre todo, espiritual”. -Como una gran ayuda para la tarea pastoral se destacan “la bondad de corazón, la sinceridad, la fortaleza de alma y la constancia, la asidua preocupación de la justicia...” “Escuchen (los presbíteros) con gusto a los seglares, considerando fraternalmente sus deseos y aceptando su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, a fin de poder reconocer juntamente con ellos los signos de los tiempos”.

123 Domingo Quinto Hech 9,26-31; Sal 21,26b-27. 28 y 30. 31-32; 1Jn 3,18-24; Jn 15,1-8 El domingo pasado nos encontramos con Jesús Resucitado con la imagen del Buen Pastor, nos hacía conciencia de que no estamos solos, el nos ama, da la vida por las ovejas; el nos conoce y quiere que sus ovejas lo conozcan a Él; el buen Pastor está vivo, quiere actuar como pastor en cada uno de nosotros como padre, madre, catequista…; hoy Jesús se nos presenta como la “verdadera vid” a la que debemos estar fuertemente unidos. Entre él y nosotros hay una gran y auténtica comunión desde el día de nuestro bautismo; El quiere y debe circular como la sabia circula de las raíces, al tronco y de este a las ramas, a las hojas, alas flores, a los frutos… Ciertamente la parábola de la vid y los sarmientos es muy acertada para transmitir esta idea. Nosotros, los sarmientos, no podemos vivir sin la comunión con la verdadera vid, mientras que la verdadera vid, si se la poda de los sarmientos inútiles, saca otros nuevos y puede emprender un gran impulso de vida. Nosotros, sarmientos, no podemos vivir, no podemos tener vida, sino unidos, en comunión con la Vid. Jesús, la verdadera vid, nos dice sin mi vosotros no podéis hacer nada. Pero esta comunión no es solo con Jesús, sino que al mismo tiempo implica la comunión de unos con otros, como viven las ramas una con otras en una vid... Jesús es nuestro nexo de comunión, con él y entre nosotros. Pensar que vivimos en comunión con Jesús, sin la comunión con nuestros hermanos es un desatino, es falta de fe y conciencia de los que somos con Jesús. Pero ni esta comunión, aunque ya esté, pero todavía no con Jesús y nuestros hermanos no aparece por arte de magia o como por un hechizo, sino que pide esfuerzo. Por eso es necesario que el labrador, Dios Padre, siga teniendo cuidado de su viña. Y nosotros debemos ser sarmientos esforzados, vivos, unidos y activos de cara a Jesús y a nuestros hermanos para ser hombre y mueres, jóvenes, niños y niñas productivos. Por lo tanto, conseguir la comunión con Jesús pide de nosotros que tengamos espacios, tiempo y lugar para esa comunión. La oración es un canal o medio privilegiado para mantener la comunión con Jesús y con nuestros hermanos; sí, en la oración tanto individual como colectiva se nos manifiesta Jesús con toda su vida y su fuerza. Nos lo dice hoy Jesús bien claro: “Permaneced en mi, y yo en vosotros”. La oración, por tanto, es un alimento para nuestra comunión con él y con nuestros hermanos “Pedid lo que deseáis, y se realizará”. Por lo tanto, recordemos hoy y comprometámonos comunitariamente en saber encontrar lugares y momentos, a lo largo del día, de la semana y de los meses, para tener espacios de oración que nos alimenten en la comunión con Jesús. Pidamos por la intercesión de María nuestra Madre que a través de esta Eucaristía, El Señor nos ayude a mantenernos bien unidos a Jesús viviendo en un solo corazón y en una sola alma…

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Domingo Sexto Hech 10,25-26. 34-35. 44-48; Sal 97,1. 2-3ab. 3cd-4; 1Jn 4,7-16; Jn 15,9-17 Como el amor es una necesidad fundamental de todo ser humano, y como no hay abundancia de amor genuino, han surgido en nuestro mundo (¡cómo no!) una amplia gama de sucedáneos del amor: amor de consumo, amor profesional, amor por ordenador, píldoras del amor, amor de eslogan, amor de usar y tirar, amor “pret-a-porter”, amor de equipo, amor de camaradas, amor a la naturaleza, amor a los animales, amor al hobbie, amor de fanatismo, amor telefónico... El que quiera, puede dejarse engañar en un momento dado, en una situación desesperada. Pero, a la hora de la verdad, son perfectamente inútiles, no llenan, no satisfacen... Y entonces empieza un nuevo camino: pérdida del sentido de la vida, amargura, desesperación, incapacidad para buscar un nuevo horizonte..., quizá la droga, la delincuencia, el suicidio. Uno de los últimos sustitutos del amor es el amor “light”; para hablar correctamente, el "amor suave" o "liviano, de poca monta, vacío", que son otras traducciones también válidas del término inglés. Es increíble comprobar la cantidad de cosas "light" que hay hoy día en nuestro mundo: casi todos los productos comestibles tienen su versión de "poca monta" (las hamburguesas “light”). Nadie ha comercializado (de momento) un amor “liviano”, pero es de uso frecuente: un amor que no cree problemas, que no implique compromisos serios o duraderos, que reporte beneficios o comodidades (a la hora de realizar determinadas tareas domésticas, por ejemplo), que posibilite buenas ganancias, que se pueda eliminar al primer conflicto, a la primera dificultad. Un amor, en definitiva, que exija poco y rinda lo más posible. Puede que esta nueva modalidad de confundir el verdadero amor dure más que otras, pero tampoco satisface las necesidades del hombre. Y así, vuelve a surgir la oportunidad para buscar (y encontrar) un amor verdadero. Erich Fromm, en su ya clásico libro “El arte de amar”, señala estas cuatro características del amor que recordamos ahora una vez más: -Cuidado del otro, preocupación activa por la vida y el crecimiento del otro; la esencia del amor es trabajar por alguien y hacerle crecer. -Responsabilidad: no como un “cargar con el otro”, sino estar dispuesto a responder a las necesidades, expresadas o no, del otro; la vida de las personas a las que se ama no es sólo cosa suya, sino también propia. -Respeto: que no es temor, ni reverencia sumisa, sino ver a la otra persona tal y como es, no como yo quisiera que fuese; eso sí, ayudándola a superar sus fallos y a desarrollar sus cualidades. -Conocimiento: para que exista ese respeto, tiene que haber conocimiento: profundo, real, total; no por la fuerza, sino por el diálogo. No es fácil un amor así, pero la dificultad no nos debe echar atrás; no es frecuente, pero la infrecuencia no nos debe volver conformistas con la situación. Hoy Jesús nos propone el verdadero amor, el amor perfecto y gratificante plenamente, exigente, pero no imposible: “ámense unos a otros como yo los he amado”; ahí está la novedad, una novedad que no nos pone en la pista de una clase de amor diferente, sofisticado, sino en la pista del único amor que merece el nombre de tal, que no es ni un sustituto ni light, que es cien por cien puro, auténtico. Por otra parte, amar así es el único aval, la única garantía que los discípulos tienen para saber que se encuentran dentro de la línea marcada por Jesús, para saber que realmente están trabajando por el Reino, para saber que realmente viven, aunque pueda ser con deficiencias, como discípulos del Señor.

125 La última voluntad de Jesús, el único mandato que nos deja en la cena de despedida, es que nos amemos, y que lo hagamos así: como Él. No nos pide otra cosa, no nos da otra consigna ni otra seña de identificación que ésa: amarnos como Él. Amar así es asomarse al misterio de amor de Dios, ser testigos de que Dios es misterio, pero misterio de amor, misterio ante el que no hay que temer, sino confiar; misterio, que no nos va a destruir, sino a revitalizar, a resucitar. Hoy, la última voluntad de Jesús está de plena actualidad; hoy se necesitan más que nunca hombres y mujeres dispuestos a pasar amar con el amor con que nos ama Jesús. Hoy, nuestro mundo está urgentemente necesitado de más y más testigos veraces del amor, testigos que sean, en última instancia, reflejo del amor de Dios, mensajeros y reveladores de ese amor. A nosotros, a la Comunidad de seguidores de Jesús, a la Iglesia, se nos ha encomendado especialmente esta tarea. Esta es nuestra misión, no podemos esquivar nuestra misión, amemos nuestra misión, amemos y demos el amor: el Amor de los amores.

126 La Ascensión del Señor Hecho 1,1-11; Sal 46,2-3. 6-7. 8-9; Ef 1,17-23; Mc 16,15-20 La Resurrección, la Ascensión y Pentecostés son aspectos diversos del misterio pascual. Si se presentan como momentos distintos y se celebran como tales en la liturgia es para poner de relieve el rico contenido que hay en el hecho de pasar Cristo de este mundo al Padre. La Resurrección subraya la victoria de Cristo sobre la muerte, la Ascensión su retorno al Padre y la toma de posesión del reino y Pentecostés, su nueva forma de presencia en la historia. La Ascensión no es más que una consecuencia de la resurrección, hasta tal punto que la Resurrección es la verdadera y real entrada de Jesús en la gloria. Mediante la resurrección Cristo entra definitivamente en la gloria del Padre. Hoy en esta celebración de la Ascensión del Señor al cielo, el Señor nos dice: “Levanten el corazón”, y subamos con él, con corazón íntegro, según lo que enseña san Pablo: Si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba donde está sentado Cristo a la derecha del Padre; gusten las cosas de arriba, no las de la tierra (Col 3,1-2); es decir, orienten hacia el cielo todo lo que tienen y todo lo que hacen: mantengan el deseo de la estar en el cielo, donde está nuestro Pastor resucitado. Aquí la esperanza, allá la realidad. Cuando tengamos la realidad allá, no habrá esperanza ni aquí ni allí; no porque la esperanza carezca de sentido, sino porque dejará de existir ante la presencia de la realidad. Recordemos también lo que dijo el Apóstol acerca de la esperanza: Hemos sido salvados en esperanza. Mas la esperanza que se ve no es esperanza, pues lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Pero si esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos (Rom 8,24-25). Así por ejemplo, si alguien espera tomar mujer es porque aún no la tiene. Pues si ya la tiene, ¿qué espera? Se casa efectivamente con la mujer con la que esperaba hacerlo y no esperará ya más tal cosa. La esperanza llega a su término felizmente, cuando se hace presente la realidad. Todo peregrino espera llegar a su patria; hasta que no se vea en ella, seguirá esperándolo; más una vez que haya llegado, dejará de esperarlo. A la esperanza le sucede la realidad. La esperanza llega felizmente a su término cuando se posee lo que se esperaba. Por tanto, amadísimos, acaban de oír la invitación a levantar el corazón; al mismo corazón se debe el que pensemos en la vida futura. Vivamos santamente aquí para vivir allí. Vean cuán grande fue la condescendencia de nuestro Señor. Quien nos hizo descendió hasta nosotros, puesto que habíamos caído de él. Pero, para venir a nosotros, él no cayó, sino que descendió. Por tanto, si descendió hasta nosotros, nos elevó. Nuestra Cabeza nos ha elevado ya en su cuerpo; adonde está él le siguen también los miembros, puesto que adonde se ha dirigido antes la Cabeza han de seguirle también los miembros. Él es la Cabeza, nosotros los miembros. Él está en el cielo, nosotros en la tierra. ¿Tan lejos está de nosotros? De ningún modo. Si te fijas en el espacio está lejos; si te fijas en el amor está con nosotros. En efecto, si él no estuviera con nosotros, no hubiera dicho en el evangelio: “Yo estaré con ustedes hasta la consumación del mundo” (Mt 28,28). Si él no está con nosotros mentimos cuando decimos: “El Señor esté con vosotros”. Tampoco hubiera gritado desde el cielo cuando Saulo perseguía, no a él, sino a sus santos, a sus siervos, o, para usar un término más familiar, a sus miembros: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hch 9,4). He aquí que yo estoy en el cielo y tú en la tierra y entre los perseguidores. ¿Por qué dices me? Porque persigues a mis miembros, mediante los cuales, yo estoy aquí. En efecto, si se pisa a alguien el pie, no se calla la lengua. Así, pues, aquel por quien fue hecho el cielo y la tierra descendió a la tierra por aquel que hizo de la tierra y elevó a la tierra de aquí al cielo. Esperemos, por tanto, para el final lo que ya nos ha anticipado él. Él nos dará lo prometido; tenemos esa certeza porque nos dejó una garantía. Escribió el evangelio; nos dará lo prometido. Más es lo que nos ha dado ya. ¿Acaso vamos a pensar que no nos dará la vida futura quien ya nos dio su muerte?... Caminemos confiados hacia esa esperanza porque es veraz quien ha hecho la promesa; pero vivamos de tal manera que podamos decirle con la frente bien alta: “Cumplimos lo que nos mandaste, danos lo que nos prometiste”54. 54 San Agustín, Sermón 395

127 PENTECOSTÉS Hech 2,1-11; Sal 103, 1ab y 24ac. 29bc-30. 31 y 34; 1Cor 12,3b-7. 12-13; Jn 20,19-23 Celebramos hoy el domingo de Pentecostés. Hoy es la fiesta de la FUERZA DE DIOS, de aquella fuerza que no ha permitido que Cristo fuera abandonado entre los muertos, ni que su carne experimentase la corrupción. Es LA FUERZA DE LA PASCUA DE JESUCRISTO. Y esta fuerza ha sido derramada con profusión por Jesucristo Resucitado sobre los discípulos. Este es el sentido de la fiesta de hoy que cierra el tiempo pascual: la efusión del Espíritu Santo en la Iglesia, para que seamos testigos claros y convincentes de Jesucristo en medio de la humanidad. Grata es para Dios esta solemnidad en que la piedad recobra vigor y el amor ardor, como efecto de la presencia del Espíritu Santo, según enseña el Apóstol al decir: “El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom, 5,5). La llegada del Espíritu Santo significó que los ciento veinte hombres reunidos en el lugar se vieron llenos de él. Desde la tarde de la Resurrección a la mañana de Pentecostés, el efecto de la resurrección de Jesús es permanente: dar, comunicar su Espíritu. Por eso podemos decir que siempre es Pascua de Resurrección y siempre es Pentecostés. Con el “don” del Espíritu de Jesucristo resucitado podemos decir que Dios es definitivamente el “Emmanuel”, el Dios-con-nosotros. Y donde está el Espíritu, está también el Padre y el Hijo. Podríamos preguntarnos hoy, nosotros que somos la comunidad que vivimos y creemos en el Espíritu de Jesús resucitado, por nuestros miedos. Miedo porque quizás somos pocos; miedo porque parece que en nuestra sociedad vamos perdiendo influencia; miedo porque no vemos el camino claro… ¡Como si no tuviéramos la fuerza del Espíritu! Nosotros por el bautismo y la confirmación hemos recibido el Espíritu para una vida nueva. No la del hombre egoísta y pecador, sino la que valora y vive aquello que no pasará nunca. Nosotros, por el bautismo y la confirmación, nos hacemos portadores del Espíritu a los hombres hermanos, y trabajamos para que de hombres pecadores y dispersos vayamos construyendo el pueblo de Dios que es templo del Espíritu. “Se llenaron todos de Espíritu Santo”. El Espíritu Santo, que es el Espíritu de Jesús resucitado, viene como un viento irresistible, que sopla donde quiere. Y la comunidad está reunida, y está reunida “en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús”. La comunidad reunida en oración, y “con María la madre de Jesús”. Estos son aspectos fundamentales de todo grupo cristiano si quiere ser una comunidad que experimente y viva del Espíritu: comunidad que reza, y en la que “María la madre de Jesús” está muy presente. Nuestro bautismo fue Pentecostés, en la confirmación recibimos como "Don" el mismo de Pentecostés; la Eucaristía es acción del Espíritu Santo que nos reúne, nos comunica y hace entender la Palabra, y hace que la Palabra se haga Pan que alimenta, y nos envía a hacer las obras que el Padre quiere en favor de los hermanos. Todos nosotros somos testigos de cómo el Espíritu nos va transformando, personal y comunitariamente; cómo el Espíritu va suscitando hombres y mujeres que luchan para la transformación de nuestro mundo. “Todos nosotros hemos sido bautizados en un mismo Espíritu”. Por eso el misterio de Pentecostés está actuando siempre. Es el Espíritu que nos da la fe por la que confesamos que “Jesús es Señor”. Es el Espíritu que nos congrega y nos hace una comunidad, la Iglesia. Es el Espíritu que suscita múltiples carismas, servicios, dones, regalos, ministerios, al servicio de la comunidad. El Espíritu es el que hace posible que siendo muchos, y teniendo distintas maneras de pensar y actuar, sepamos amarnos y ser “uno”. El Espíritu Santo nos hace superar todas las divisiones, fruto del pecado, y salta todas las barreras sociales, de raza, de religión. El Espíritu Santo es la única bebida que da la Vida de Dios.

128 Solemnidad de la Santísima Trinidad I Esta Solemnidad de la Santísima Trinidad nos sitúa en el misterio del Dios Revelado por Jesucristo: ante nuestro Dios que llamamos Padre, Hijo y Espíritu Santo. Nos es familiar desde pequeños el nombrar a la Trinidad; no puede ser de otra forma, pues desde pequeños fuimos Bautizados en el Padre, el Hijo y. el Espíritu Santo (Mt 28, 16-20). Así, todos somos conscientes de que el Señor está con nosotros: en él somos, en él vivimos y en Él existimo. Por el bautismo hemos sido habitados por la trinidad, entramos en una íntima comunión con el Padre de Jesucristo, en el Espíritu Santo. En efecto, por el bautismo “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” hemos quedado situados en el interior de este juego denso del amor de Dios hacia sí mismos, en el que somos amados los hombres. Por eso hoy podemos decir con el corazón, como enseña san Agustín: Señor y Dios mío, en ti creo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Oh Dios, Uno y Trino, tú no dirías la Verdad: Id, bautizad a todos los pueblos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt 28,19), si no fueras Trinidad; tú eres la Trinidad en quien creo, a quien amo y quien espero. Quizá no podemos tener un gran discurso sobre este misterio, pero sí está al alcance de todos nosotros tener, desde la fe, la experiencia de acercarnos al Padre, como el hijo se acerca a su padre de la tierra; vivir la amistad de amigos y hermano con Jesús, y descubrir la voz del Espíritu que nos habla en el corazón… Mientras vivimos aquí en la tierra dejémonos guiar por el Espíritu de Dios, pues somos hijos de Dios... Y si somos hijos de Dios también somos herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Rm. 8, 14-17). La clave está en dejarnos guiar por el Espíritu Santo; es decir, en ser perceptivos, dóciles y obedientes a sus inspiraciones, que siempre nos llevan a buscar y cumplir la Voluntad de Dios. El nos irá haciendo semejantes al Hijo. El Hijo nos dará a conocer al Padre y así seremos herederos con El, “para ser glorificados junto con El”. Así podremos vivir desde la tierra este misterio de la unión de nosotros con Dios y de nosotros entre sí, tal como el Hijo rogó al Padre antes de su Pasión y Muerte: “Que sean uno como Tú y Yo somos uno. Así seré Yo en ellos y Tú en Mí, y alcanzarán la perfección de esta unidad” (Jn. 17, 21-23). Que al meditar la profundidad del Misterio Trinitario, podamos vivir lo que repetimos al comienzo de cada Misa: La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el Amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos nosotros, y podamos también comenzar a vivir la unión de nosotros con la Santísima Trinidad y de nosotros entre sí. Al respecto, san agustín, nos alecciona qué hacer ante el misterio trinitario: Fijé mi atención en esta regla de fe; te he buscado según mis fuerzas y en la medida en que tú me hiciste poder, y anhelé ver con mi inteligencia lo que creía mi fe,…Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de buscarte; que busque siempre tu rostro con ardor. Dame fuerzas para la búsqueda, tú que hiciste que te encontrara… Ante ti está mi firmeza y mi debilidad; sana ésta, conserva aquélla. Ante ti está mi ciencia y mi ignorancia; si me abres, recibe al que entra; si me cierras, abre al que llama. Haz que me acuerde de ti, te comprenda y te ame. Acrecienta en mí estos dones... Hermanos, cuando arribemos a su presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin entenderlas, y Dios uno y Trino permanecerá todo en todos, y entonces modularemos un cántico eterno, alabándole a un tiempo todos unidos en Él (Cfr. La Trinidad XV, 28, 51). II La Santísima Trinidad es el misterio de un sólo Dios en Tres Personas. El hombre debe inclinarse con respeto ante ese misterio sublime y creerlo sin procurar profundizarlo, porque se halla por encima de la luz de su razón. La Santísima Trinidad es el misterio fundamental de nuestra religión. En su nombre hemos sido bautizados. La señal de la cruz nos la recuerda, y el sacerdote, en el altar, la invoca para iniciar y terminar todas sus oraciones. En su nombre somos absueltos en el tribunal de la penitencia, y en su nombre, se renueva todos los días, en nuestros altares, el sacrificio del Calvario.

129 La Santísima Trinidad es, además, prenda de nuestra felicidad eterna: Dios mismo será nuestra recompensa si hemos guardado su ley. Dios es el tres veces santo: Santo, Santo, Santo, es el Señor, Dios de los ejércitos. Llenos están los cielos y la tierra de su gloria. Este Dios tres veces santo, es el Padre, que nos ha creado, el Hijo que nos ha redimido, el Espíritu Santo, que nos ha santificado con las gracias que nos concede todos los días. Respuesta del creyente es luchar incansablemente por guardar en el alma su semejanza o imagen, a fin de que, un día, nos reconozca y reinemos con Él en la eternidad. Nuestra profesión de fe comienza por Dios, porque Dios es “el Primero y el Ultimo” (Is 44, 6), el Principio y el Fin de todo. El Credo comienza por Dios Padre, porque el Padre es la Primera Persona divina de la Santísima Trinidad; nuestro símbolo se inicia con la creación del Cielo y de la Tierra, ya que la Creación es el comienzo y el fundamento de todas las obras de Dios55. Por otra parte, los cristianos somos bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y no en los nombres de éstos, pues no hay mas que un solo Dios, el Padre todopoderoso, y su Hijo Único, y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad56. Por esto, el misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. El misterio de la Trinidad es la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en el orden de las verdades de fe57. El Misterio trinitario exige que los fieles crean en Él, lo celebren y vivan de él en una relación viviente y personal con el Dios vivo y verdadero. Esta relación es la oración58, “un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor, tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”59. En realidad, la oración cristiana es una relación de Alianza entre Dios y el hombre en Cristo. Es acción de Dios y del hombre; brota del Espíritu Santo y de nosotros, dirigida por completo al Padre, en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre60. La Santísima Trinidad da al bautizado la gracia santificante, la gracia de la justificación que: - lo hace capaz de creer en Dios, de esperar en Él y de amarlo mediante las virtudes teologales; - le concede poder vivir y obrar bajo la moción del Espíritu Santo, mediante los dones del divino Espíritu; - le permite crecer en el bien mediante las virtudes morales61. Así todo el organismo de la vida sobrenatural del cristiano tiene su raíz en el santo bautismo. La misión de Cristo y del Espíritu Santo se continúa en el corazón que ora. Por esto, los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar. La oración litúrgica, que es trinitaria, siempre es oración de la Iglesia, comunión con la Santísima Trinidad62. La oración supone la fe en un Dios vivo personal y presente. La oración no es solo una idea o concepto, es encuentro con una persona; la oración es relación con el misterio de Cristo; es relación con las Personas divinas. La oración nos introduce en el misterio de Dios personalmente; a través de Jesucristo nos introducimos en el mismo misterio de Dios, en el diálogo que tienen las Tres Personas divinas. Santa Isabel de la Trinidad, al respecto dice: desaparezcamos en la Trinidad Santa, dejemos trasladarnos al misterio de Dios, el nos comunicará sus secretos. Que las presentes oraciones sean un medio para introducirnos en el Misterio trinitario; sin duda que lo haremos con fe, y desde aquí, Jesús nos comunicará e introducirá en el Misterio, pues, por Él podemos entrar en Dios y conocer el Misterio de Dios, Uno y Trino.

55 CIgC 198 56 CIgC 233 57 Cfr. CIgC 234 58 Cfr. CIgC 2558 59 SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS, ms. autob. C 25 r 60 Cfr. CIgC 2564 61 Cfr. CIgC 1266 62 Cfr. CIgC 2655

130 Solemnidad del Corpus Christi Jueves o Domingo después de la Trinidad Hermanos y hermanas, hoy día del Corpus, es un día para dar gracias al Padre que por medio de su Espíritu nos hace participar en el banquete del Cuerpo y la Sangre de su Hijo resucitado y glorioso! En el signo del pan y del vino, que por el Espíritu Santo se hacen Cuerpo y Sangre de Cristo, celebramos todo el misterio de Cristo. Todo lo que dijo e hizo, desde su nacimiento hasta su venida gloriosa al final de los tiempos. Y nos comprometemos a realizar las obras que él hizo en favor de los hombres, nuestros hermanos. La Eucaristía es un memorial de todo lo que dijo e hizo, y por tanto, un compromiso concreto nuestro de hacer lo que hizo Jesús. También las obras concretas en favor de los hermanos. En efecto, “Jesús tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio, diciendo: Tomen, esto es mi cuerpo”. La oración de bendición que Jesús hace no es sólo por aquel pan concreto. Bendice al Padre por todo lo que ha ido realizando, en la historia de la salvación, desde la creación hasta la resurrección y al retorno glorioso. Oración de bendición por las maravillas que el Padre por medio de su Espíritu va realizando en la vida concreta de cada uno de nosotros, en nuestra comunidad, en la iglesia. El Padre es la fuente de toda bendición, y nos ha bendecido de manera especial por medio de su Hijo: Jesucristo resucitado es la bendición que el Padre nos ha regalado por medio de su Espíritu. Bendición que viene siempre del Padre, y ha de retornar siempre al Padre. El Padre nos bendice con su Hijo, y nosotros por medio del Hijo bendecimos al Padre. Este es el sentido de toda bendición cristiana. Nuestra manera de orar, en ocasiones, puede ser egoísta. No salimos de nosotros, de nuestros problemas, de nuestras necesidades, de nuestra pequeñez, de nuestra pobreza, o de nuestros pecados. La oración de bendición que hizo Jesús en la Cena fue un ir recordando -un hacer memoria- todas las maravillas que el Padre había hecho y que hará hasta el final de los siglos. Así ha de ser nuestra oración: bendecir, alabar, dar gracias al Padre por todas las maravillas que ha ido realizando a lo largo de la historia. “Cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron”. La oración de Jesús es ahora de acción de gracias. Eucaristía, nombre que damos también a la misa y que es más apropiado, significa “acción de gracias”. Acción de gracias a Dios por todo lo que ha hecho en favor de su Pueblo; y por todo lo que ahora está haciendo. Este era el sentido de la oración de acción de gracias de Jesús en la última Cena. Oración de acción de gracias que en la celebración de la Eucaristía hacemos en la Plegaria eucarística. Acción de gracias dirigida siempre al Padre por medio de Jesucristo. Nuestra oración personal, también debería ser oración de acción de gracias al Padre por todas las cosas creadas y por esa historia de la salvación que cada uno de nosotros vivimos y experimentamos en nuestra vida y en la vida de la comunidad. “Y todos bebieron”. La Eucaristía es memorial, hacemos memoria, y aquello que recordamos se hace realidad hoy-aquí-para nosotros. Es “sacrificio”, la entrega total de Jesús al Padre en la cruz, y su resurrección gloriosa se actualizan en cada celebración de la Eucaristía. Pero también la Eucaristía es “banquete, convite”. Son claras las palabras del evangelio de hoy: “Y todos bebieron”. Y otras palabras de Jesús, como “tomen y coman”, “tomen y beban”. El pan de la Palabra de Dios se hace Cuerpo y Sangre de Jesucristo resucitado para ser comido y para ser bebido. La participación “consciente, plena y activa” en la Eucaristía no se realiza sin la comunión. En épocas pasadas de poco conocimiento y participación en la Eucaristía, cuando se llegó a separar la comunión de la misa, un mandamiento de la Iglesia decía: “Comulgar una vez al año”. Hoy sabemos que participar en la misa sin comulgar, no es una participación plena en la Eucaristía.

131 Nosotros somos sacerdotes. Desde el día de nuestro bautismo y de la confirmación, nosotros participamos de Jesucristo que es Sacerdote-Profeta-Rey-Pastor. Y en la celebración de la Eucaristía ejercemos ese sacerdocio, de manera especial cuando ofrecemos al Padre el Cuerpo y la Sangre de su Hijo. Es lo más grande que podemos hacer. No le presentamos solamente al Señor los frutos de la tierra, nuestros trabajos y nuestras vidas: “Te ofrecemos, Padre, el Pan de vida y el Cáliz de salvación” (P. eucarística II). Es un momento importantísimo de la celebración, y hemos de ser muy conscientes de lo que está diciendo en nombre nuestro el sacerdote que preside. Le presentamos al Padre lo único que le agrada y le llena plenamente, es su Hijo glorioso y resucitado: “el sacrificio vivo y santo” (P. eucarística III). Y junto a la ofrenda del Cuerpo y Sangre de Jesucristo, realmente presente en el Pan y el Vino, viene nuestra ofrenda personal: el ofrecernos al Padre junto a su Hijo. Y si eso es realidad en cada misa, la conversión, el compromiso concreto de amar al Señor y a los hermanos, será una consecuencia lógica. Hermanos, por tanto podemos ni debemos separar la Eucaristía de cada domingo y de nuestra conversión personal permanente; la Eucaristía de cada domingo y de cada día, es compromiso concreto de amor y servicio a los hermanos, prenda segura de vida eterna.

132 TIEMPO ORDINARIO La Iglesia, por tradición apostólica, celebra el misterio pascual en el día llamado domingo o “día del Señor”. El domingo es el fundamento de todo el año litúrgico. Es la fiesta primordial que debe inculcarse a la piedad de los fieles63. La Iglesia celebra el misterio de Cristo también en los domingos del año, que no pertenecen a los “tiempos fuertes” del año litúrgico. Estos domingos forman una serie de treinta y cuatro bajo la denominación de “domingos durante el año”. Son los domingos que van de Epifanía a Cuaresma y de Pentecostés al final del año litúrgico. En nuestro peregrinar hacia Cristo, necesitamos hacer presente, con periódica frecuencia, el misterio pascual como fuente de vida y apoyo de nuestra esperanza. De celebración en celebración del “día del Señor” nos acercamos al definitivo “día del Señor”. Las segundas lecturas están tomadas de siete libros del NT: de los Hechos de los Apóstoles, una vez; de la 1Cor, cinco veces; de la 2Cor, ocho veces; de la carta a los Efesios, siete veces; de la epístola e Santiago, cinco veces; de la carta a los Hebreos, siete veces; del Ap, una vez. En los Evangelios de los Domingos “durante el año B” predomina claramente el Evangelio de Marcos (27 veces). También es usado el Evangelio de Juan (siete veces). La teología que caracteriza los Domingos “durante el año B” es la de San Marcos. Únicamente el Domingo II, los Domingos 17-21, y la Fiesta de Cristo Rey se emplean textos de San Juan. Por lo que ve al significado teológico de estos domingos “durante el año litúrgico b”, podemos decir que la teología de San Marcos es la que caracteriza este tiempo litúrgico. La primera y tercera lecturas, en mutua relación entre sí, son las que nos hacen descubrir normalmente el tema propio de cada domingo. El Evangelio de Mc tiene mucha importancia no sólo por el material antiguo que contiene, sino también por la profundidad teológica que manifiesta. Una característica teológica de Mc es la división cristológica constituida por la confesión de fe de Pedro: Jesús es el Mesías (Mc 8, 29). Esta divide claramente el Evangelio de Mc en dos partes. La primera está caracterizada por la incapacidad de los discípulos de reconocer quién es Jesús (4, 10-13. 38-41; 6, 52; 7, 17; 8, 4. 1421), y está dominada por el “secreto mesiánico”. En la segunda parte, desde Mc 8, 27 hasta el final, se habla de Jesús como el Siervo sufriente de Is 53, que se sacrifica por su pueblo. Es esta la línea que Mc sigue en su Evangelio. Por eso, es llamada “teología de la cruz”. La Pasión tiene en Mc un peso preponderante. La cristología de Mc parece tener características contradictorias. Por un lado, presenta a Jesús como Hijo de Dios (Mc 1, 1); por el otro, el “secreto mesiánico” trata de atenuar esta impresión. La epifanía del Hijo de Dios queda envuelta en el misterio. La comunidad cristiana primitiva identificó Jesús con el “Hijo del hombre”. El Hijo del hombre sufriente y expiador, que llega a través de la muerte a la Resurrección, se impone fuerte-mente en Mc, adaptándose bien al “secreto mesiánico”. En Mc tienen importancia dos títulos cristológicos: “Hijo de Dios” e “Hijo del hombre”. El Evangelio de Mc es el Evangelio del Hijo de Dios. Mc usa este título en los momentos culminantes de su Evangelio: Al principio (Mc 1, 1), en el Bautismo (1, 11), en la Transfiguración (9, 7) y en el Calvario (15, 39). El “Hijo de Dios” obediente, en el desarrollo de los acontecimientos, se convierte en el “Siervo de Dios sufriente”, que entrega su vida en expiación por “muchos”, y así llega a ser Salvador. El Hijo, en la visual teocéntrica e históricosalvífica, está en todo subordinado al Padre (14, 36); y en su condición terreno-humana (en la Kénosis) está limitada en el conocimiento (13, 32). La cristología de Mc nos ofrece un buen ejemplo de cómo un teólogo primitivo asume las antiguas tradiciones desarrollándolas según sus propias ideas teológicas.

63 Cfr. SC, 106.

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Domingo Segundo 1 Sam 3, 3b-10. 19; Sal 39,2 y 4ab. 7-8. 8b-9. 10; 1 Cor 6, 13c-15a. 17-20; Jn 1, 35-42 Este domingo tiene cierto carácter de tránsito entre Epifanía y el tiempo ordinario: Jesús se manifiesta a aquellos que iban a ser sus primeros discípulos. Por otro lado, el episodio que hoy nos narra el evangelio de Juan representa el paso del Antiguo al Nuevo Testamento, de Juan a Jesús. Juan el Bautista “fijándose en Jesús que pasaba, dijo: este es el cordero de Dios”. He aquí compendiada toda la misión de Juan y la de todo apóstol: ser simple indicador de Jesús. “No era él la luz, sino testigo de la luz” (Jn 1,8). Son sorprendentes el desprendimiento y la sencillez con que Juan, en medio de su fama, le da el relevo a Jesús. La pobreza deberá ser siempre la primera cualidad del testigo de Jesús, comenzando por la propia Iglesia. No se trata de ganar las personas para nosotros, sino de ganarlas para Jesús, que significa ayudarles a ser más ellas mismas, más llenas de luz, de paz, de amor, de verdad y de bien. Lo que convierte a un hombre en testigo y discípulo de Jesús es el hecho de encontrarse, de quedarse con él. A todos Jesús nos quiere con Él, cualquiera que sea nuestra realidad, trabajo o vocación; de hecho, de este estar en y con Jesús dependerá el ver y el vivir de nuestra existencia… Pero, ¿qué puede significar, en la vida concreta o real del hombre de hoy, encontrarse con Jesús, escuchar su voz? Estas expresiones nos parecen muchas veces simples frases hechas, sin significado alguno en la vida. Ha pasado aquel tiempo, en que un Samuel o un san Francisco de Asís podían escuchar con sus oídos la voz del Señor. ¿De qué modo, por tanto, podemos aún hoy día encontrarnos con Jesús y escuchar su voz? Podríamos decir que, más que de encontrar a Jesús, se trata de dejarse encontrar por él. Y la mejor disposición es una actitud de búsqueda sincera del bien y la verdad. Si nosotros nos mantenemos abiertos al bien y a la verdad, podemos esperar que Jesús, a través de su Espíritu, no dejará de hacerse presente en nuestra vida en forma de paz, de gozo, de fortaleza, de capacidad para amar y perdonar... Y podemos esperar también que, en más de una ocasión, en la fe, nos hará experimentar la certeza de su presencia, la certeza de que aquellos dones nos vienen de él. Y escuchar su voz significará discernir en cada situación, bajo la acción del Espíritu, lo que es más conforme al evangelio, a las opciones mayores del Reino, como son la confianza en el Padre del cielo, el respeto y el amor incondicional a los demás, la opción por los pobres, la paz, la solidaridad, etc. Y no podemos despreciar las diversas mediaciones de este encuentro. Porque, si bien es cierto que el Espíritu de Dios sopla cuando y donde quiere, también es cierto que hay unas mediaciones ordinarias que nos permiten experimentar más fácilmente la presencia del Señor y ver más claramente su voluntad. Por citar algunas, el silencio y la plegaria, la lectura del evangelio, los encuentros eclesiales, la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos. Pero, a la luz del capítulo 25 de san Mateo, sabemos que, nos demos cuenta o no, Jesús se hace misteriosamente presente y pide acogida en el corazón mismo de la vida, incluso de aquellos que no lo conocen. Jesús se hace presente en la vida tomada con absoluta seriedad, en el tejido de las relaciones personales, en el servicio humilde al desvalido, en el compromiso por el bien y la justicia. Esto es lo que significa que la Iglesia sea sacramento. Ella es la encargada de hacer presente a Jesús entre los hombres. Es en ella, que ha conservado viva la memoria de Jesús, en la vida concreta de sus comunidades, que los hombres podrán reconocer a Jesús y cuanto él significa para nosotros hoy. Pero esto sólo será posible en la medida en que escuche su palabra, se deje penetrar por su Espíritu y viva de su presencia. La Iglesia debería poder decir como Jesús: “Vengan y lo verán”. Y su palabra debería poder limitarse a dar razón de lo que le hace vivir, del fundamento de su esperanza.

134 ¿Cuáles son los efectos o signos del encuentro con Jesús? El primero es un cambio profundo de la existencia, como el que tuvo lugar en los apóstoles a raíz de su encuentro con el Resucitado y que en el evangelio de hoy vemos reflejado en Simón, incluso en el cambio de nombre. El que realmente se ha encontrado con Jesús deviene un hombre nuevo a imagen de Jesús. Y, como podemos ver también en el evangelio de hoy y es una constante en la historia de la salvación, aquel que se ha encontrado con Jesús y ha comprendido lo que Jesús significaba en su vida, se siente irresistiblemente impelido a decirlo, a comunicarlo a los demás. La fe se propaga por irradiación. Como decía el Papa Pablo VI, ¿acaso existe otro modo de comunicar la fe, que el de comunicar las propias experiencias? Sólo el que ha “visto” a Dios tiene derecho a hablar de él. La Eucaristía es el gran encuentro con Jesús y con los hermanos, Jesús se hace “realmente” presente entre nosotros. Que cada vez que celebremos la Eucaristía este encuentro con Jesús nos ayude a descubrir y a vivir su presencia a lo largo de la vida.

135 Domingo Tercero Jon 3, 1-5. 10; Sal 24,4bc-5ab.6-7bc. 8.9; 1 Co 7, 29-31; Mc 1, 14-20 El domingo pasado hemos experimentado lo que es la interpelación de Cristo en nuestra vida diaria. Hoy la Liturgia nos presenta la consecuencia de este encuentro. Porque el que se encuentra con Cristo no puede permanecer indiferente. Recibe una misión, un impulso y un mandato. El cristiano es un ser tocado de profecía, de entusiasmo, de anuncio y ya no puede estarse quieto. Es verdad que el encuentro se produce en el silencio, en la soledad con el Señor, en el misterio del diálogo con él. Los apóstoles permanecieron con Jesús hasta el caer de la tarde. Supieron así donde habitaba, pero en seguida recibieron el encargo de ser pescadores de hombres. Planteémonos hoy también, para nuestro tiempo, la interpelación que brota de estar con Jesús “donde Él habita”. El que está donde Él habita, es decir, en la comunidad de creyentes, ha de compartirlo todo con sus hermanos; debe, por tanto, visitarlos, celebrar con ellos la fiesta, anunciar el Reino de Dios, proclamar la primavera de la Iglesia, la reconciliación de todas las cosas. El llamado por el encuentro se ha convertido en “hermano universal” de todos los hombres y debe recorrer las ciudades como Jonás, aunque cueste trabajo, aunque se tenga miedo, aunque se sientan los peligros, aunque tenga el riesgo de no ser siempre bien recibido. Debe anunciar a tiempo y a destiempo la persona, la vida y el mensaje de Jesús. Por eso comprenderemos la importancia que han tenido en la vida de los cristianos los viajes. Como vagabundos por toda la tierra han ido caminando los cristianos como signos de contradicción. Y siguen así. Vagabundos de la verdad y de la alegría, marginados muchas veces, pero siempre anclados en la aventura. La Iglesia peregrina, de peripecia en peripecia, camina siempre acompañada de Aquel que no tenía dónde reclinar la cabeza. Hoy, en nuestro tiempo, el “pescar hombres” es permitir que entren en la red de la fraternidad, en la red del compartir y, para ello, una actitud excelente, es ir a verlos por lejos que estén. Ir a verlos cruzando distancias si la lejanía es física, cruzando y acortando diferencias si la lejanía es mental, social, cultural o religiosa. Después de estar con Cristo el corazón se ensancha y llega hasta los confines del mundo y comienza una amistad universal que ya en sí misma es un signo de contradicción. Y estos viajes físicos o morales no son ni un turismo ni una vacación, son actos y signos de reconciliación. (...) Este texto nos interpela y nos obliga a abrir el corazón y extender nuestros contactos hasta los confines del mundo. Pero hemos de empezar por los más próximos, por descubrir las distancias que hemos de superar y en las que no habíamos reparado quizás. Para ello, hemos de ser viajeros aun sin movernos físicamente. Porque el “momento es apremiante” y hemos de vivir, ligeros de equipaje, como si no tuviéramos nada, como nos aconseja san Pablo, en marcha hacia la fraterna unión de todo y de todos. Repitámoslo: “el momento es apremiante”. Somos interpelados para INVENTAR con imaginación y valor el modo de encuentro, el modo de reconciliación, el modo de nuestro nuevo viajar, el modo de nuestro nuevo modo de ser pescadores dejándolo todo. Sí, todo lo inmediato y mezquino, todo lo reducido y egoísta. El apremio de nuestro tiempo es saber buscar y descubrir el nuevo modo de la generosidad, de la gratitud, el nuevo modo del arraigo en la aventura, de la seriedad en la alegría, del servicio que no sea limosna, de la imaginación que no sea “ilusión”, de la reconciliación que no sea componenda. Vayamos a caminar, anunciemos que Cristo está vivo, que es la respuesta a cada situación que vive el hombre, pesquemos para el Reino…

136 Domingo Cuarto So 02, 03. 12-13; Sal 145,7. 8-9a. 9bc-10; 1 Co 1, 26-31; Mt 5, 1-12a La primera lectura nos invita a adherirnos a la enseñanza misma de Jesús. También el evangelio en el exorcismo que hace Jesús, se relaciona con su enseñanza, confiriéndole una autoridad excepcional. En efecto, no parece que a la multitud le impresione tanto el exorcismo y su aspecto violento, sino que es significativa la reflexión que hace: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen”. Palabra y acción subrayan una autoridad; esto es lo que san Marcos quiere poner de relieve: Jesús se manifiesta como el Mesías, y su enseñanza se distingue de la de los demás, no sólo por su contenido sino por la novedad que tiene: va unida a un poder de lo alto que produce sus efectos. Así pues, la enseñanza de Jesús pone de manifiesto su persona y su calidad de enviado de lo alto. Desde el principio de este pasaje señala san Marcos que la enseñanza de Jesús impresionaba, porque Cristo hablaba con autoridad y no como los escribas. El relato del exorcismo viene a confirmar esta impresión. En efecto, la enseñanza de Jesús es nueva porque viene directamente de Dios Padre, cosa que se demuestra por los actos de poder, como el exorcismo. San Juan escribe: “las palabras que les he dicho son espíritu y son vida” (Jn 6, 63); tal es el canto de aclamación al evangelio de este día… Jesús nos tiene acostumbrados a una palabra poderosa que se traduce en acción, y esta palabraacción ha pasado de los relatos evangélicos a los sacramentos y a la enseñanza de la Iglesia. Es lo que san León Magno llama “sacramentum et exemplum”: un signo eficaz y, al mismo tiempo, un ejemplo que enseña. Así fue la vida entera de Jesús y así son los sacramentos y la enseñanza de la Iglesia. La autoridad de Cristo es reconocida por el espíritu inmundo que grita: “sé quién eres: el Santo de Dios”. Tanto la enseñanza de Cristo como sus acciones le manifiestan como Mesías, y su fama se extiende por toda Galilea. Palabra y sacramento es hoy -y lo será hasta el final de los tiempos- la actividad que la Iglesia posee, recibida de Cristo y de Dios. En realidad, Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de los Apóstoles (cf. Mt 18, 18) y particularmente por el de Pedro el único a quien El confió explícitamente las llaves del Reino (CIgC 553). Así, a los Apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Por tanto, el enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo, no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Los ministros… reciben la misión y la facultad (el "poder sagrado") de actuar "in persona Christi Capitis". Por consiguiente, el oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, esta Palabra que Jesús enseña con autoridad, ha sido confiado únicamente al Magisterio de la Iglesia, al Papa y a los obispos en comunión con él. Ella custodia celosamente, explica fielmente la Palabra de Jesús; y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído (DV 10). "La Palabra de Dios es fuerza de Dios para la salvación del que cree; “es tan grande su poder y su fuerza, “que constituye el sustento y el vigor de la Iglesia, es firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual” (DV 21). Hermanos, hermanas, para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe, alimentémonos con la Palabra de Jesús; pidamos al Señor que nos haga sentir hambre y sed de su Palabra. Vivamos entregados, con toda confianza, a la verdad y fidelidad de la palabra de Dios. Sembremos la Palabra de Jesús en nuestro corazón, y así, como la semilla, germinará por sí misma y crecerá hasta el tiempo de la siega (LG 5): ella, a su tiempo, dará su fruto en la tierra buena.

137 Domingo Quinto Is 58, 7-10; Sal 111,4-5. 6-7. 8a y 9; 1Co 2, 1-5; Mt 5, 13-16 La primera lectura hace una dolorosa pintura de la existencia humana. Las penalidades del trabajo, el sufrimiento en el lecho del dolor, cierta sensación de la inutilidad de la existencia y la brevedad de la vida son experiencias por las que uno pasa más de lo que quisiera; sentimientos que, un día u otro, no se puede por menos de experimentar y de sentir con fuerza. La figura de Cristo que aparece hoy en el evangelio sigue siendo la del Profeta que nos ilumina el camino con su Buena Noticia y nos invita a seguir el estilo de su evangelio. Ha predicado toda la jornada en un pueblo, y le buscan para que siga haciéndolo al día siguiente: intuyen que en él tienen al verdadero Maestro. Pero él prefiere ir a predicar a otros pueblos y aldeas: “para eso he venido... y recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios”. Cristo es el médico que sana las dolencias de todo tipo del género humano. Es, por tanto, la respuesta de Dios al mal que padece la humanidad. Cura a la suegra de Pedro, libera a muchos enfermos de diversos males y expulsa demonios. Enfermedades del cuerpo y del alma, como las que tenemos nosotros también en nuestra historia personal. Jesús Perdonaba pecados y curaba cuerpos paralíticos o leprosos. No pasaba nunca junto a uno que sufría sin dedicarle su tiempo, su interés y su fuerza salvadora, a veces milagrosa. Así se manifestó su poder mesiánico, un poder liberador integral. Hoy sigue Jesús actuando entre nosotros, en su Iglesia… Necesitamos fe y acercamos a él con toda confianza: él puede y quiere curarnos también a nosotros. No sólo en el sacramento de la Reconciliación, donde nos muestra su misericordia y nos hace partícipes de su victoria contra el mal. También en la Eucaristía. Como dice la oración sobre las ofrendas de hoy, él ha pensado en este sacramento del pan y del vino “para reparar nuestras fuerzas”. Cristo es, pues, el médico que libera de diversos males a las personas con las que se encuentra. La aceptación de la salvación traída por Jesucristo, único Salvador de los hombres, estimula a cada creyente a una acción confiada y eficaz. Jesús es el único capaz de salvar realmente a los hombres. Pero no olvidemos que toda liberación se origina por la fe y la fe viene de la predicación; por tanto, lo primero es evangelizar a las grandes multitudes enfermas y esclavizadas de tontos males físicos y espirituales. Esta es la primera misión de Jesús y de la Iglesia: Evangelizar, para liberar al hombre en toda su integralidad: liberarlo de todo los males que lo aquejan. En efecto, la evangelización va ligada a la liberación total del hombre, no sólo de la enfermedad y del sufrimiento, sino de todo cuanto lo esclaviza y aliena, de todo cuanto lo disminuye y paraliza. Así lo hemos visto en Jesús: ¡vayamos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido”. Y en la primera carta de san Pablo a los corintios, hemos advertido la contundencia de la aseveración del apóstol: “el hecho de predicar no es para mí motivo de soberbia. No tengo más remedio, y ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Todos hemos sido bautizados para evangelizar. A nuestro lado hay personas que necesitan, sobre todo, nuestro testimonio de cristianos. Queramos poner el mensaje liberador del Evangelio, a Jesús en el corazón de los de cerca y de los de lejos, para que tengan la experiencia de ser sanados por Jesús…; digamos hoy con el Señor: “Vayamos a los vecinos, pues para esto hemos venido”.

138 Domingo Sexto Lv 13, 1-2.44-46; Sal 31; 1Cor 10, 31-11,1; Mc 1, 40-45 A menudo la Biblia nos habla de la lepra. Es también un símbolo que nos habla del pecado, del mal. El leproso es una representación del pecador. Pero hay dos modos diversos -dos etapas- en la consideración del leproso. La primera, le separa para que no contagie, la segunda, la de Jesucristo, le cura para que conviva. Uno se pregunta si, demasiadas veces, no seguimos en aquella primera etapa (1ª. lectura), y no conseguimos vivir en la segunda (Evangelio). En la primera lectura nos habla de las normas existentes en el pueblo judío para distinguir y separar al leproso. Porque la lepra era considerada como una enfermedad contagiosa -una concepción que hoy se nos dice que era científicamente errónea- y por ello creían necesario separar a los leprosos. El pecado, el mal que hay en el hombre, también lo juzgamos contagioso. Pero no es posible separar al pecador, porque todos somos pecadores (“el que dice que no tiene pecado -dice san Juan- es un mentiroso” y “el diablo -dice Jesús- es el padre de la mentira”). No podemos juzgar, no podemos condenar. No podemos separar. La primera enseñanza que hallamos en el evangelio de hoy es que no se trata de condenar, de separar, sino de curar, de liberar. Y que ello no se consigue observando las normas de separación, sino -como hace Jesús- extendiendo la mano y tocando -compartiendo- la vida del que es considerado pecador. Es decir, el primer paso es una solidaridad en sentirnos pecadores, impuros, leprosos. Por ello, cada vez que nos reunimos para celebrar el memorial de Jesucristo, empezamos reconociéndonos todos -todos- pecadores. No pedimos “por los pecadores” sino “por nosotros pecadores”. Sin este primer paso, sin este inicial reconocimiento de lepra colectiva, no hay posibilidad de seguir adelante. El pecado es un mal. De ahí que el cristiano -siguiendo a Jesús- deba luchar contra este mal. Las dos tentaciones son: una, la del fariseísmo, la de la sociedad hipócrita, la del cristianismo puritano: es dividir a los hombres entre puros e impuros, entre buenos y malos (y excluir a los malos de la convivencia con los buenos); ciertamente no es la conducta de Jesús. La otra tentación es la de la permisividad, de la indiferencia, que todo lo considera igual, sin bien ni mal; es la tentación de la sociedad consumista de la Europa desarrollada, es la tentación del escepticismo, que no cree que valga la pena luchar contra todo mal. Tampoco es la conducta de Jesucristo. Jesucristo no excluye a nadie. Pero no deja el mundo igual. Jesús ama a cada hombre -a cada pecador, a cada leproso- y por ello no se desentiende de su mal, de su lepra: la cura. Es decir, lucha contra el mal, porque ama al hombre, a cada hombre, a cada pecador (dicho de otro modo, ama a cada hombre y por ello quiere salvarle, liberarle, curarle). En definitiva hoy el evangelio nos invita a comprender, compartir, no juzgar , ayudar a todo hombre, por más “pecador” -leproso- que parezca, sabiendo que todos compartimos la realidad de mal, de pecado; pero también reconocer que si queremos seguir a Jesús, Mesías de un Reino de amor y bondad, es preciso luchar contra todo mal, ayudar a superarlo, ser intransigentes contra cualquier pacto, cualquier actitud que no distingue entre bien y mal, entre verdad y mentira, entre justicia y opresión, etc.

¡Qué mejor oportunidad para obtener la sanación de nuestra lepra espiritual que la Confesión! Por más fea o más larga que sea la lepra de nuestra alma, necesitamos arrepentirnos de nuestros pecados, confesarlos ante el Sacerdote, recibir a Jesús en la Sagrada Comunión. Así de fácil los requisitos. Así de grande la recompensa: quedamos sanos totalmente, como el leproso, para comenzar una nueva vida de gracia en Dios. Vale la pena.

139 Domingo Séptimo Is 43, 18-19. 21-22. 24b-25; Sal 40,2-3. 4-5. 13-14; 2 Co 1, 18-22; Mc 2, 1-12 I En la humanidad entera se respiran ansias de liberación, de arrojar lejos toda opresión y cualquier forma de esclavitud. Hoy aparece Cristo en el Evangelio de la Misa' como el único y verdadero libertador. Cuatro amigos conducen a un paralítico deseoso de verse libre de la enfermedad que lo tiene postrado en la camilla. Después de incontables esfuerzos para llevarle a donde está Jesús, oyen estas palabras dirigidas a su amigo: Tus pecados te son perdonados. Es muy posible que no fueran éstas las que esperaban oír al Maestro ante el enfermo, pero Cristo nos indica que la peor de todas las opresiones, la más trágica de las esclavitudes que puede sufrir un hombre, está ahí: el pecado, que no es uno más entre los males que padecen las criaturas, sino el que reviste mayor gravedad, el único que lo es de un modo absoluto. Los amigos que llevaron al paralítico comprendieron que Jesús había otorgado al amigo postrado el bien más grande: la liberación de sus pecados. Y nosotros no podemos olvidar la gran cooperación al bien que significa poner todos los medios para desterrar el pecado del mundo. En muchas ocasiones, el mayor favor, el mayor beneficio que podemos otorgar a un amigo, al hermano, a los padres, a los hijos, es ayudarles a que tengan en mucho el sacramento de la misericordia divina. Es un bien para la familia, para la Iglesia, para la humanidad entera, aunque aquí en la tierra apenas se enteren unas pocas personas, o ninguna. Cristo libera del pecado con su poder divino: ¿Quién puede perdonar los pecados fuera de Dios? A esto vino a la tierra: Dios, que es rico en misericordia, movido por el excesivo amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos dio vida juntamente en Cristo 2. Después de perdonar los pecados al paralítico, el Señor le curó también de sus males físicos. Este hombre debió de comprender en esos instantes que la gran suerte de aquel día fue la primera: sentir su alma traspasada por la misericordia divina, y poder mirar a Jesús con un corazón limpio. El paralítico sanó de alma y de cuerpo. Y sus amigos son ejemplo hoy para nosotros de cómo debemos estar dispuestos a prestar nuestra ayuda para el bien de las almas -con un apostolado de amistad principalmente, colaborando en iniciativas apostólicas...- y potenciando el bien humano de la sociedad con todos los medios a nuestro alcance: en toda obra a favor del bien, de la vida, de la cultura..., ofreciendo soluciones positivas ante el mal (desde el propio trabajo profesional hasta el ámbito muchas veces pequeño en el que nos movemos: vecindad, asociación de padres, parroquia...): cooperando positivamente siempre al bien y evitando cooperar al mal. II “Voy a realizar algo nuevo”. Eso nos promete el Señor por boca del Profeta Isaías en la Primera Lectura de este Domingo (Is. 43, 18-25). Se refiere a su obra salvadora. Versículos antes se lee: “Yo soy Yahvé y Yo soy el único Salvador” (Is. 43, 11). Ese “algo nuevo” lo realiza el Señor realizando su obra de salvación en cada uno de nosotros. Nos dice por boca del Profeta que ese “algo nuevo ya está brotando. Y pregunta: “¿No lo notan? Voy a abrir caminos en el desierto y haré que corran los ríos en tierra árida”. El desierto y la tierra árida somos nosotros mismos que, sin Dios, sin aceptar su salvación, sin buscar su perdón por nuestras faltas, somos así: como tierra reseca y árida, donde no pueden crecer los frutos de la salvación que Cristo realizó con su vida, pasión, muerte y resurrección. Cristo en el Evangelio de hoy aparece como el único y verdadero libertador. Cuatro amigos conducen a un paralítico deseoso de verse libre de la enfermedad que lo tiene postrado en la camilla. Después de incontables esfuerzos para llevarle a donde está Jesús, oyen estas palabras dirigidas a su amigo: Tus pecados te son perdonados. Es muy posible que no fueran éstas las que esperaban oír al Maestro ante el enfermo, pero Cristo nos indica que la peor de todas las opresiones, la más trágica de las esclavitudes que puede sufrir un hombre, está ahí: el pecado, que no es uno más entre los males que padecen las criaturas, sino el que reviste mayor gravedad, el único que lo es de un modo absoluto.

140 Ahora bien, la peor parálisis no es la parálisis física, como la del paralítico de Cafarnaún, como la del jugador de voleibol. La peor es la parálisis espiritual. Por eso el Señor comienza sanando al paralítico de sus pecados, ya que el pecado nos hace paralíticos para andar por el camino de la salvación que nos lleva a la Vida Eterna. Cristo nos quiere perdonar. Sólo nos pide el “sí” de que nos habla San Pablo en la Segunda Lectura (2 Cor.1, 18-22). Cristo dio su “sí” incondicional y definitivo. El espera que nosotros también le demos nuestro “sí”, nuestro “amén”, nuestro “así sea”. Y, como nos recuerda San Pablo, que no estemos dando contramarchas: que no sea primero “sí” y después “no”, sino que digamos sí y mantengamos nuestro “sí”. Esos “no” son nuestros pecados. Y el pecado nos hace paralíticos y nos impide andar por el camino de la salvación que nos lleva a la Vida Eterna. Pero Cristo nos quiere perdonar, nos quiere restablecer en el camino de la salvación. El tiempo es muy propicio. Pronto viene la Cuaresma, esa época especial de conversión, de arrepentimiento, de perdón, de confesión. Aprovechemos las gracias o medios salvíficos que, como nos recuerda el Papa, en la Iglesia Católica existen a plenitud. Entre éstos, la Confesión Sacramental, que no existe en otras religiones. ¡Qué maravilloso regalo nos dejó el Señor con este Sacramento! Arrepentirnos, dejar el peso de nuestros pecados en el confesionario… Y sabernos genuinamente perdonados, cuando el Sacerdote levanta su mano para la absolución. Igual que Jesús con el paralítico: “Hijo, tus pecados te quedan perdonados”. ¿Por qué seguir paralíticos, si Jesús nos espera en el confesionario, para limpiarnos de pecado y ponernos a andar nuevamente por el camino de la salvación?

141 Domingo Octavo Os 02, 14b. 15b. 19-20; Sal 102,1-2. 3-4. 8 y 10. 12-13; 2 Co 3, 1b-6; Mc 2, 18-22 El ayuno, rito tradicional, tenía un significado muy preciso en el Antiguo Testamento: era un gesto de humillación que acompañaba a la oración, a la que añadía un profundo sentido de la dependencia del hombre respecto de Dios. “¿Por qué los tuyos no ayunan?” Juan y sus discípulos, al igual que los fariseos, llevaban una vida de severa penitencia, de ayunos. Jesús no rechaza el ayuno, sino todo ritualismo que pretenda sustituir la auténtica actitud religiosa del hombre. Para El, Dios tiene siempre la iniciativa, y el hombre debe vivir abierto a sus exigencias. Sus discípulos no practican el ayuno por una circunstancia gozosa: se encuentran en un momento de plenitud interior, viven un instante de gozo como en el momento de las bodas. Pero “se llevarán al novio”, morirá Jesús. El ayuno, prescrito por la presencia del “novio”, se volverá necesario por la ausencia. Refleja la situación compleja del cristiano, que posee sin disfrutar plenamente, y que debe seguir buscando al que ya ha encontrado. La adhesión a Cristo nos llevará fatalmente a momentos difíciles, en los que no hará falta ayunar para hacer penitencia. Sus palabras implican un compromiso total. El ayuno que Jesús pide a sus seguidores va por otro camino. Porque, ¿qué sentido humano y religioso pueden tener los ayunos si lo que fundamentalmente importa es luchar para hacer realidad la justicia que reclaman los explotados, única forma auténtica de realizar aquí y ahora el reino de Dios? ¿Se trata de convencer a Dios con nuestros ayunos para que nos ayude, o se trata de luchar para que se cumpla el programa anunciado en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,18-19)? Para Jesús el ayuno verdadero es la lucha contra toda explotación del hombre por el hombre. Bastante sudor y lágrimas llevan consigo una vida cristiana tomada en serio. Refugiarse en unos ayunos y no luchar para transformar el mundo, además de muy cómodo, es una hipocresía. En pocas palabras, Jesús nos ha presentado dos realidades inseparables para un cristiano: la fiesta y la lucha. El camino cristiano es principalmente un camino de fiesta, porque Dios está con nosotros por Cristo y por su Espíritu (Jn 14,16.23). Quizá nos cuesta entender la relación con Dios como una amistad con un Padre que nos ama y se compromete a amarnos siempre, con un Padre que quiere que vivamos como hermanos, porque todos somos sus hijos. Ninguna lucha puede ahogar esta suprema realidad del cristianismo: creemos en una alianza nueva y definitiva entre el Padre y los hombres. Por ello vivimos la fiesta, el banquete de bodas, en la esperanza. Una fiesta que será plena después de la muerte. En efecto, el camino cristiano es fundamentalmente un camino de FIESTA ya que Dios -por Jesucristo y por su Espíritu-, están en nosotros. Por ello la máxima celebración cristiana es la PASCUA, celebración de aquella realidad de salvación, de vida, que define y caracteriza nuestra fe. Ningún "ayuno", ninguna lucha, ningún esfuerzo ascético pueden ahogar esta suprema realidad de fe: creemos en una Alianza nueva y para siempre entre Dios y el hombre. Y por ello vivimos festivamente. Pero nuestro camino es también, aún, de LUCHA. Porque vivir según el espíritu de Dios, vivir en alianza con el Dios del amor, no es algo que sea para nosotros espontáneo ni fácil. Hay un peso de mal, unas ataduras de egoísmo, de orgullo, de dureza, de mentira... que hemos de romper en nosotros y en la sociedad, para abrirnos a la NOVEDAD que Jesucristo nos aporta -para embriagarnos de su vino nuevo- es necesario ser exigente y radical en nuestra lucha. Por ello necesitamos entrar seriamente en la EJERCITACIÓN CUARESMAL. Las lecturas del próximo domingo, primero de Cuaresma, nos hablarán de un COMENZAR DE NUEVO CON LA FUERZA DE DIOS. Es decir, de una renovación verdadera y sincera. Pidámoslo hoy al celebrar la acción de gracias de la Alianza nueva y eterna.

142 Domingo Noveno Deut 5,12-15; Sal 80; Cor 4,6-11; Mc 2,23-3,6 El evangelio de Mateo refiere un enfrentamiento entre Jesús y los fariseos motivado por el hecho de que los discípulos arrancaban espigas en día de sábado (12,1-8) y, luego, porque él mismo curó, también en sábado, a un enfermo que no se encontraba en grave peligro de muerte (12,914). El sábado era uno de los preceptos divinos más claros, más indiscutibles; como una especie de documento de identidad del creyente. Su observancia estaba rígidamente regulada. En cambio, Jesús, afirma que el bien del hombre está por encima de la observancia del sábado, y ello no solamente en caso de peligro de muerte: “Por tanto, es lícito hacer bien también en sábado” (12, 12 b). Jesús proclama el valor absoluto del amor. Lo esencial de su razonamiento y de su pensamiento se contiene en tres afirmaciones: “Pues yo les digo que aquí hay algo más grande que el templo” (12,6); “El hijo del hombre es señor del sábado” (12,8): “¡Cuánto más no vale un hombre que una oveja!” (12,12). La segunda afirmación es cristológica e indica la razón última que autoriza a los cristianos a romper la estrechez de la concepción farisaica del sábado: ahora ha llegado el Hijo del hombre y es preciso escuchar su voz, y no las tradiciones de los antiguos maestros y las opiniones de las diversas escuelas teológicas; él es el profeta autorizado para decirnos lo que Dios quiere y lo que no quiere, lo que considera más importante y lo que estima de menor importancia. En cambio, la primera y la tercera afirmación recuerdan que para Dios lo más importante es el hombre, el bien del hombre. Y éste es verdaderamente el punto más nuevo del razonamiento de Jesús. Si los sacerdotes pueden quebrantar las reglas del sábado para desempeñar su oficio en el templo, mucho más se pueden violar para hacer bien al hombre; el hombre es más grande que el templo. Y si es lícito salvar en sábado la vida de una oveja, ciertamente está permitido -si queremos guardar las proporciones- no solamente salvar la vida de un hombre, sino más sencillamente hacerle bien. Se diría que el razonamiento es obvio. Pero no es así. Tan es así, que los fariseos (y muchos como ellos) no lo comprendían. Partiendo del principio obvio de que Dios es superior al hombre, concluían que el honor de Dios debía preferirse (por supuesto, con las excepciones graves debidas) al bien del hombre: primero, el honor de Dios; luego, el bien del hombre. También éste parece un razonamiento indiscutible. No obstante, encubre una distorsión fundamental, un error teológico básico. Se supone, en efecto, que el honor de Dios (¡de un Dios que es amor!) puede realizarse al margen del bien del hombre. Pues bien, la gloria de Dios está siempre y únicamente en el bien del hombre. No se trata de exaltar al hombre constituyéndole centro de las cosas. Se trata de conocer más a fondo el “corazón de Dios”. Su dominio permanece indiscutible y el deber del hombre sigue siendo siempre la obediencia; pero el dominio de Dios se manifiesta en el amor; en eso está su honor. La postura de Jesús, pues, ante el descanso del sábado es, sin duda, una cuestión de libertad ante el legalismo judío: Jesús replantea lo que significa honrar al Señor y dedicarse a él. Porque, en realidad, no era cuestión de vida o muerte curar al hombre aquel de la parálisis: podía esperar perfectamente al día siguiente. Pero Jesús lo cura, y así muestra que “dedicar el sábado a Dios” no es sólo la privación de actividades para mostrar sometimiento, sino que es hacer lo que a Dios le agrada: y a Dios le agrada que los que sufren dejen de sufrir. Según Jesús, servir a Dios, tanto en el sábado como en toda la vida, es dedicarle tiempo a él, un tiempo en el que el creyente no hace nada “utilitario”; pero es también dedicar tiempo a crear felicidad humana, tanto para los demás como también para uno mismo. Ese doble sentido inseparable es lo que Jesús vendrá a revelar: Jesús “es señor también del sábado” porque se sabe con autoridad para mostrar una nueva manera de entender todas las realidades del judaísmo, incluso las que parecían más intocables. Una nueva manera... más auténtica, más verdadera, más acorde, en el fondo, con la voluntad originaria de la revelación de Dios. Durante esta Cuaresma, tiempo dedicado especialmente al Señor, convendrá tener presente esta enseñanza de Jesús sobre el sábado, para que nos ilumine en nuestras programaciones cuaresmales, tanto personales como colectivas.

143 Domingo Décimo Gén 3, 9-15; Sal 129,1-2. 3-4ab. 4c-6. 7-8; 2 Cor 4, 13-5, 1; Mc 3, 20-35 Trataremos de profundizar en lo que dijo Jesús en el Evangelio, cuando extendió la mano sobre sus discípulos: éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre, que me ha enviado, ése es mi hermano, y hermana, y mi madre. La que mejor cumplió la voluntad del Padre fue la Virgen María, ella dio fe al mensaje divino, concibió por su fe, fue elegida para que de ella naciera entre los hombres el que había de ser nuestra salvación, y fue creada por Cristo antes que Cristo fuera creado en ella. Ciertamente, cumplió santa María, con toda perfección, la voluntad del Padre, y, por esto, es más importante su condición de discípula de Cristo que la de madre de Cristo, es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser madre de Cristo. Por esto, María fue bienaventurada, porque, antes de dar a luz a su maestro, lo llevó en su seno. Miren si no es tal como digo. Pasando el Señor, seguido de las multitudes y realizando milagros, dijo una mujer: Dichoso el vientre que te llevó. Y el Señor, para enseñarnos que no hay que buscar la felicidad en las realidades de orden material, respondió: Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. De ahí que María es dichosa también porque escuchó la palabra de Dios y la cumplió; llevó en su seno el cuerpo de Cristo, pero más aún guardó en su mente la verdad de Cristo. Cristo es la verdad, Cristo tuvo un cuerpo: en la mente de María estuvo Cristo, la verdad; en su seno estuvo Cristo hecho carne, un cuerpo. Y es más importante lo que está en la mente que lo que se lleva en el seno. María fue santa, María fue dichosa, pero más importante es la Iglesia que la misma Virgen María. ¿En qué sentido? En cuanto que María es parte de la Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un miembro supereminente, pero un miembro de la totalidad del cuerpo. Ella es parte de la totalidad del cuerpo, y el cuerpo entero es más que uno de sus miembros. La cabeza de este cuerpo es el Señor, y el Cristo total lo constituyen la cabeza y el cuerpo. ¿Qué más diremos? Tenemos, en el cuerpo de la Iglesia, una cabeza divina, tenemos al mismo Dios por cabeza. Por tanto, hermanos hermanas, atendamos a nosotros mismos: también nosotros somos miembros de Cristo, cuerpo de Cristo. Así lo afirma el Señor, de manera equivalente, cuando dice: Éstos son mi madre y mis hermanos. ¿Cómo seremos madre de Cristo? El que escucha y cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre. Podemos entender lo que significa aquí el calificativo que nos da Cristo de “hermanos” y “hermanas”: la herencia celestial es única, y, por tanto, Cristo, que siendo único no quiso estar solo, quiso que fuéramos herederos del Padre y coherederos suyos. (San Agustín Sermón 25, 7-8: PL 46, 937-938).

144 Domingo Décimo Primero Las semillas del Reino Jesús en su enseñanza, como se sabe, se servia frecuentemente de parábolas para hacer comprensible a los hombres, generalmente sencillos y habituados a pensar mediante imágenes, la verdad divina, que El anunciaba. La parábola de la semilla que crece por sí sola (Mc 4, 26-29) subraya que el reino no es obra humana, sino únicamente don del amor de Dios que actúa en el corazón de los creyentes y guía la historia humana hacia su realización definitiva en la comunión eterna con el Señor Así, hoy Jesús nos instruye a nosotros para decirnos que el reino de Dios, a que todos estamos llamados a vivir en él y ser sus herederos, “se parece a un hombre que sembró su semilla en la tierra” (Mc 4, 26). En efecto, la tierra y el trabajo de quien la cultiva, se convierten en una imagen particular de Dios y en la clave para entender su reino. Lo cual es además una confirmación indirecta, pero muy profunda, de la dignidad del trabajo de la tierra. Pensemos que para comprender el Evangelio, para comprender qué es el reino de Dios y la vida eterna, qué es el mismo Cristo, es necesario conocer la agricultura y el cuidado de los animales del campo. Es necesario saber lo que es la semilla y la tierra cultivable. Lo que es el sembrador, el papel que tiene la tierra fértil, el viento y la lluvia. Esto forma parte del lenguaje y de las imágenes, forma parte de la comprensión de la Revelación. “El reino de Dios es como un hombre que arroja la semilla en la tierra, y ya duerma, ya vele, de noche y de día, la semilla germina y crece, sin que él sepa cómo” (Mc 4, 26–27). Tenemos ante nosotros a Cristo, el hombre Dios, que siembra su Palabra en nuestros corazones, que son su tierra. Esta Palabra ha de ser acogida en nuestra ser, en nuestra vida para que se establezca en nosotros y en nuestra familia el Reino de Cristo: Él mismo es Luz, lluvia y fecundidad; es amor y paz…Felicidad, plenitud y Vida eterna; Camino, Verdad, Principio y fin de todo. Pero El misterio del reino para crezca y produzca sus frutos, no sólo necesita del trabajo del Sembrador, de la gracia de Cristo, sino también de nuestra cooperación, de nuestra disponibilidad…Además, la Semilla nos necesita a todos: sacerdotes y cristianos, para que se desarrolle y crezca en los corazones de nuestros hermanos. Jesús es nuestro sembrador y nosotros somos su tierra. Hagamos cuanto está en nuestro poder para coger la semilla y para presentarla con la mayor eficiencia posible, con nuestra vida y testimonio a nuestros hermanos; crezcamos en el poder de la misma Palabra y no nos desanimemos nunca; porque el Evangelio nos asegura que la semilla crece: “Dios da el crecimiento” (1Cor 3, 7). Pero no olvidemos que somos “cooperadores de Dios” (v.8). Hoy es tiempo de sembrar en nosotros y en nuestros hermanos la semilla del Reino; También es tiempo de crecer en la fe, la esperanza y el amor, es tiempo de crecer en la gracia y la virtud; mañana será el tiempo de la ciega, al final de la vida: necesitamos tener frutos para cuando el Señor venga a recoger los frutos, al final de la vida. Por tanto, demos la importancia que tiene en nuestra vida el Reino de Cristo Jesús, pues este en nuestro destino: heredar el reino de Dios, pero comencemos a vivir en él, de la mano de nuestra Madre de la Soledad, viviendo y caminando, creciendo en la Semilla, en la Palabra, meditándola, como ella en nuestro corazón, como un preludio del Reino eterno. Así, pues por María nuestra Reina, digamos con el corazón, con nuestra voluntad y nuestros labios, con nuestra oración al Padre “venga tu reino” (Mt 6, 10).

145 Domingo Décimo Segundo Andamos por esta vida como en barcas que a veces van navegando bien, sin mayor problema... cuando vamos por aguas tranquilas. Sin embargo, los problemas se presentan cuando la navegación se hace difícil, por las tempestades y tormentas propias de la vida de cada uno. Y en esos momentos de navegación difícil comenzamos a flaquear y a temer. Nos pasa lo mismo que sucedió a los Apóstoles en el Evangelio de hoy, el cual nos narra el conocido pasaje de la tormenta en medio de la travesía de una orilla a otra del lago: “se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua” (Mc., 4, 35-41). Sucede que Jesús iba con ellos en la barca. Pero ¿qué hacía el Señor? ... “Dormía en la popa, reclinado sobre un cojín”. Fue tan fuerte la borrasca y tanto se asustaron, que lo despertaron, diciéndole: “Maestro: ¿no te importa que nos hundamos?”. Nos puede suceder lo mismo a nosotros. Cuando estamos navegando bien, sin problemas, sin tempestades, ni olas turbulentas, tal vez ni nos acordamos de Dios. Pero cuando la travesía se hace difícil y borrascosa, creemos que Jesús está dormido y que no le importa la situación por la que estamos pasando. Tal vez hasta lo culpemos de lo que nos sucede y hasta le reclamemos indebida e injustamente. En este pasaje Cristo muestra a los Apóstoles el poder de su divinidad. Con una simple orden divina, el viento calla, la tempestad cesa y sobreviene la calma. Pero sucede que ahora, salvados de la tormenta que amenazaba con hundirlos, surge en ellos un nuevo temor. “¿Quién es éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?” Se quedan atónitos del poder del Maestro. Ya ellos habían sido testigos de unos cuantos milagros de Jesús. Quizá hasta el momento habían pensado que era un gran Profeta o simplemente alguien muy especial. Pero de allí a ver a la naturaleza embravecida obedecerle así... Y ese Jesús, que ha mostrado un poder que sólo Dios tiene, les dirige unas preguntas que tienen sabor de reclamo: “¿Aún no tienen fe? ¿Por qué tenían tanto miedo?” Es como si les dijera: ¿No les ha bastado ver los signos que he hecho ante ustedes? ¿No se dan cuenta aún de Quién soy? Sólo Dios puede dar órdenes al viento, a las olas y a las tempestades. Por eso quedan con temor, atónitos, de ver el poder divino actuando delante de ellos y, además, reclamándoles su falta de fe. La Primera Lectura (Job. 38, 1.8-11) es la respuesta de Dios a los reclamos, lamentos y preguntas que Job le hacía, motivado por sus infortunios, sus sufrimientos y las pérdidas que había sufrido en su familia, su salud, sus bienes. Nos dice esta lectura que Dios habló a Job desde la tormenta y le mostró su poder con respecto del mar. Dios se muestra como dueño de la creación, como señor del mar al que le puso límites: “Hasta aquí llegarás, no más allá. Aquí se romperá la arrogancia de tus olas". Con esto, Dios da a entender a Job, y a todos nosotros, que no podemos osar discutir con Dios, ni reclamarle. En subsiguientes capítulos, Job termina por retractarse y acepta el señorío de Dios. Por cierto, en el Epílogo del Libro de Job vemos que Dios le restituye “al doble” todos sus bienes materiales, familiares y de salud. La actitud de Job es de sumisión y resignación. En ese sentido sigue siendo un ejemplo para todos nosotros. Sin embargo, la actitud del cristiano debe superar la de Job. A la sumisión al poder divino, debemos añadir nuestra plena confianza en lo que Dios tenga dispuesto para nuestras vidas: tempestades o calma, alegría o sufrimientos, carencias o plenitudes. Todo lo que Dios disponga, sabemos, es para nuestro mayor bien: nuestra salvación eterna. Así confiados, estaremos serenos en las tempestades, alegres en los sufrimientos, plenos en las carencias. Viviendo así, creyendo así, actuando así, estamos cumpliendo con lo que nos dice San Pablo en la Segunda Lectura (2 Cor. 5, 14-17): “El que vive en Cristo es una creatura nueva; para él todo lo viejo ha pasado. Ya todo es nuevo”. Enfocar así las desventuras, sufrimientos y carencias significa “vivir en Cristo” y “ser creaturas nuevas”. Y ser “creaturas nuevas” significa no turbarse ante las tribulaciones y sufrimientos, sino andar en plena confianza en Dios. Sólo El sabe lo que nos conviene. Sea en la tormenta, sea en la calma, Dios está presente. Y El desea que nos demos cuenta de que está allí, presente en la vida de cada uno de nosotros, esperando que sepamos de su presencia silenciosa. En todo momento, sea de tempestad, sea de calma, el Señor está derramando sus gracias para guiarnos por esta vida que es la travesía que nos lleva a la otra: la Vida Eterna.

146 Domingo Décimo tercero Sb 1, 13-15.02, 23-25; Sal 29,2 y 4. 5-6. 11 y 12a y 13b; 2 Co 8, 7-9.13-15; Mc 5, 21-43 El mensaje de hoy es, por una parte, la existencia de la enfermedad y la muerte en nuestra historia, y por otra, más importante, el anuncio del proyecto de Dios, que es proyecto de vida, y del poder liberador de Jesús que cura a la mujer enferma y resucita a la niña. Hace unos domingos aparecía Cristo como "el más fuerte", luchando contra el mal. El domingo pasado, dominando las fuerzas de la naturaleza y calmando la tempestad. Hoy, comunicándonos su poder mesiánico sobre la enfermedad y la muerte, en relación con la fe de los interesados, que él mismo se encarga de hacer crecer. Ante la enfermedad y la muerte, que descubrimos en este pasaje del Evangelio, Dios se nos manifiesta como el Dios de la vida y no de muerte. Él no dijo: “Hágase la muerte”, “hágase la enfermedad”. El creó la vida. El AT atribuye al demonio -al pecado, al desorden que entró en el mundo por ir contra el plan de Dios- el que haya enfermedad y muerte. No se trata de que cada caso sea castigo a un pecado concreto. Pero ciertamente sí hay conexión radical entre estas realidades y el pecado. Lo que la primera lectura afirma es que el proyecto de Dios es proyecto de vida. El salmo le alaba porque nos da vida, o nos hace revivir, y tiene para nosotros destinos de alegría y gozo. Sobre todo, el evangelio, nos presenta a Cristo como vencedor de la enfermedad y la muerte, mostrando su fuerza liberadora. No es que sus seguidores se vayan a ver libres de todo mal físico. Él mismo se sometió a la muerte, al cansancio, al dolor y las lágrimas. Se acercó definitivamente al mundo del dolor. La fe no es un "seguro" contra la enfermedad. Pero sí es una luz especial que ilumina desde Cristo la enfermedad. El Cristo que cura a la mujer con sólo su contacto, el Cristo que tiende la mano a la niña y la devuelve a la vida, es el mismo Cristo que en su Pascua triunfó de la muerte, atravesándola, experimentándola en su propia carne. Y el mismo que ahora sigue, desde su existencia gloriosa, estando a nuestro lado para que tanto en los momentos de debilidad y dolor como en el trance de la muerte sepamos dar a ambas experiencias un sentido pascual, incorporándonos a El en su dolor y en su victoria. Las palabras de la primera lectura son muy claras: “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que subsistiera”. Más aún, "las creaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte". Según el lenguaje popular del Antiguo Testamento fue el diablo el que introdujo este veneno de muerte en la creación. Dios, en cambio, es el autor de la vida y quiere la vida para todos los hombres y mujeres. Dios no dijo, según la Biblia: "Hágase la muerte". "Hágase la enfermedad". Según el Antiguo Testamento es el diablo el causante. Por eso, me parece, debemos estar bien conscientes de que, la muerte o la enfermedad, no las envía Dios; lo que hace Dios, nuestro Padre, que ama la vida, es ayudarnos a sobrellevar estos males que El no quiere. En efecto, en el Evangelio, Jesús no dice a los enfermos que tengan paciencia, que vean en el sufrimiento una prueba de Dios. Ni dice Jesús que la muerte se deba aceptar resignadamente. No lo dice. Jesús, ante la enfermedad y ante la muerte, no habla (no predica); Jesús ante la enfermedad y ante la muerte, actúa. Es decir -él que podía hacerlo, cura, incluso -en algunos casos- resucita. Pero, claro está, nosotros podemos preguntarnos qué podemos y debemos hacer ante nuestros hermanos y hermanas enfermos, o ante quienes sufren la muerte de unos de sus seres queridos. Porque nosotros, lo que hacía Jesús, no podemos hacerlo, no tenemos el poder de obrar milagros. ¿Qué hacer entonces? Diría que se trata, en primer lugar, de no querer hacer discursos ni dar explicaciones, pues, ante el dolor y la muerte, no se trata tanto de hablar, sino de

147 actuar. Actuar, comunicando vida a quienes más la necesitan: haciendo compañía, atendiendo con el máximo cariño, ayudando en todo lo que necesitan aquellos que son los más amados de Dios, porque sufren lo que El no quisiera que nadie sufriera. Dicho de otro modo: lo que nosotros podemos hacer es procurar compartir y comulgar con el amor que Dios tiene para con los que sufren por la enfermedad o cercanía de la muerte. No tenemos el poder de hacer milagros, pero tenemos el poder de amar. Que es, probablemente, lo más importante. Y los médicos, enfermeros y enfermeras, farmacéuticos, y quienes se dedican a investigar sobre estas cuestiones, o quienes tienen la responsabilidad de organizar la sanidad de nuestro país, sepan todos ellos que son queridos colaboradores de la voluntad de Dios, del Dios que quiere la vida, que ama la lucha contra todo mal que aflija al hombre. Esta es su responsabilidad y este es su mérito. Recordemos que, según lo que hemos leído en el evangelio de hoy, así como en los oyentes de su tiempo, Jesús necesita una cosa para poder actuar en nuestra vida, para poder curarnos de todo lo que nos oprime: necesita que, quienes pidamos, tengamos fe. Le dice a Jairo: "No temas, basta que tengas fe". Y a aquella afligida mujer le dice incluso: "tu fe te ha curado". Y el próximo domingo leeremos que en su pueblo no pudo hacer milagros porque no encontró fe. Pero, ¿de qué fe se trata? Simplificando podríamos decir que no se trata de recitar el Credo. No se trata de esta fe. La fe que pedía Jesús para curar era una gran confianza en la bondad de Dios, en que Dios quería que se curaran, en que Dios es el Padre de la vida y quiere vida para todos. La fe es la condición para que Dios obre milagros en nosotros, y, tener fe significa, en sustancia, confesar nuestra impotencia y proclamar al mismo tiempo nuestra confianza en el poder de Dios. Tal es el espacio necesario para que Dios pueda actuar. II El mensaje de hoy es, por una parte, la existencia de la enfermedad y la muerte en nuestra historia, y por otra, más importante, el anuncio del proyecto de Dios, que es proyecto de vida, y del poder liberador de Jesús que cura a la mujer enferma y resucita a la niña. Ante la enfermedad y la muerte, que descubrimos en este pasaje del Evangelio, Dios se nos manifiesta como el Dios de la vida y no de muerte. El evangelio, nos presenta a Cristo como vencedor de la enfermedad y la muerte, mostrando su fuerza liberadora. No es que sus seguidores se vayan a ver libres de todo mal físico. Él mismo se sometió a la muerte, al cansancio, al dolor y las lágrimas. Se acercó definitivamente al mundo del dolor. La fe no es un “seguro” contra la enfermedad. Pero sí es una luz especial que ilumina desde Cristo la enfermedad. La enfermedad y el sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más graves que aquejan la vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud. Toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte. La enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también hacer a la persona más dura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a Él (CIgC 1501). El hombre del Antiguo Testamento vive la enfermedad de cara a Dios. Ante Dios, que es el Señor de la vida y de la muerte, implora la curación (cf. Sal 6, 3; Is 38). La enfermedad se ha de convertir en camino de conversión (cf. Sal 38, 5; 39. 9.12) y, así, el perdón de Dios, inaugura la curación (cf. Sal 32, 5; 107,20; Mc 2, 5-12).

148 La enfermedad se vincula al pecado y al mal; la fidelidad a Dios, según el AT, devuelve la vida: “Yo, el Señor, soy el que te sana” (Ex 15, 26). El profeta entrevé que el sufrimiento puede tener también un sentido redentor por los pecados de los demás (cf. Is 53, 11). Conmovido por tantos sufrimientos. Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: "Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestra enfermedades" (Mt 8, 17; cf Is 53, 4). No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la Venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre si todo el peso del mal (cf Is 53, 4-6) y quitó el "pecado del mundo" (cf Jn 1, 29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz. Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su pasión redentora. (CIgC 1505). Cristo nos invita a seguirlo tomando a su vez nuestra cruz (cf. Mt 10, 38). En la medida en que sigamos a Jesús tendremos nueva visión sobre la enfermedad y sobre los enfermos. Jesús los asocia a su vida pobre y humilde. Les hace participar de su ministerio de compasión y de curación: “Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban” (Mc 6, 12-13) (CIgC 1506). El Cristo que cura a la mujer con sólo su contacto, el Cristo que tiende la mano a la niña y la devuelve a la vida, es el mismo Cristo que en su Pascua triunfó de la muerte, atravesándola, experimentándola en su propia carne. Y el mismo que ahora sigue, desde su existencia gloriosa, estando a nuestro lado para que tanto en los momentos de debilidad y dolor como en el trance de la muerte sepamos dar a ambas experiencias un sentido pascual, incorporándonos a El en su dolor y en su victoria. También hemos escuchado que “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que subsistiera”. Más aún, “las creaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte”. Para curarnos de la enfermedad y del pecado, Jesús necesita que tengamos fe. Le dice a Jairo: “No temas, basta que tengas fe”. Y a aquella afligida mujer le dice incluso: “tu fe te ha curado”; o dicho de otro modo: basta que tenga una gran confianza en la bondad de Dios, en que Dios quiere curarnos, en que Dios es el Padre de la vida y quiere la vida para todos; confesar nuestra impotencia y proclamar al mismo tiempo nuestra confianza en el poder de Dios. Sanando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria del que le suplica con fe, si así nos acercamos a Él, sin duda que también escucharemos, como dijo a la hemorroisa: “¡tu fe te ha salvado!”

149 Domingo Décimo Cuarto Ez 2, 2-5; Sal 122, 1-2a, 2bcd, 3-4; 2 Co 12, 7-10; Mc 6, 1-6 I A las gentes de Nazaret les pasó lo que a tantos: que lo de Jesús estaba bien, y había que reconocer su doctrina y sus señales. Pero ¿cómo aceptar su mesianismo si era un hombre como los demás? Escandaliza que Dios se encarne en Jesús -¡un hombre de pueblo!- como escandaliza que Jesús se encarne en una Iglesia que, por humana, ha de ser pecadora. Esconde Dios su infinitud y oscurece su divinidad, y el hombre, en lugar de exultar, rechaza la realidad mesiánica porque es un vecino del pueblo cuya profesión y familia todos conocemos. Su falta de fe hizo que en Nazaret no ocurrieran maravillas. "Sólo curó a algunos enfermos" dice con aire resignado el relato. ¿Qué tesoros no hubiera Jesús aportado a aquellas gentes que tanto amaba, si su razón orgullosa no hubiera cerrado los corazones a la fe. Seguro que nosotros actuamos de MODO PARECIDO A AQUELLA GENTE DE NAZARET que acabamos de escuchar en el Evangelio. Resulta que ellos HABÍAN CONOCIDO A JESÚS DESDE PEQUEÑO. Era el carpintero, el hijo de María, pariente de otros vecinos del pueblo. Una persona normal, más o menos como ellos. He aquí que ahora, después de estar un tiempo fuera, después de un tiempo en que sin duda habían llegado voces al pueblo de lo que aquel vecino suyo hacía por Galilea, Jesús regresa a Nazaret, y habla, y transmite su mensaje, y muestra la fuerza de la misericordia de Dios curando enfermos y creando a su alrededor aquel clima de vida y de esperanza que él era capaz de crear. La gente de Nazaret lo ve. Se da cuenta de que por medio de Jesús Dios hace algo verdaderamente nuevo, verdaderamente renovador. Pero luego, en vez de llenarse de gozo porque tan cerca de ellos, por medio de uno de entre ellos, aparece aquel mensaje capaz de cambiar sus vidas, reaccionan diciendo que aquello no puede ser; que NO PUEDE SER QUE AQUEL A QUIEN HAN CONOCIDO COMO CARPINTERO TENGA ALGO QUE DECIRLES A ELLOS. Y se pierde todo lo que Jesús les podía aportar. ¿Por qué actúan así, aquella gente de Nazaret? Yo diría que por varios motivos. Por ejemplo: -Un primer motivo puede ser esa especie de sentimiento que todos llevamos dentro, según el cual NOSOTROS YA SABEMOS TODO…, y nadie nos tiene que enseñar nada. Cada uno ya tiene su propia manera de ver las cosas, y no tenemos ningún deseo de hacer el esfuerzo de escuchar a otra gente, de estar atentos a otras cosas con ganas de ver más claro, con ganas de cambiar las formas de ver y de actuar, si es que nos damos cuenta que vale la pena hacer este cambio. -Un segundo motivo puede ser el tener las personas muy clasificadas y tener muy claro que SEGÚN QUIEN SEA, SEGURO QUE NADA NUEVO NI BUENO PODREMOS APRENDER DE EL. La gente de Nazaret sabía que Jesús era el carpintero, y que, por tanto, poco podía decirles. Incluso cuando ven que lo que dice y hace vale la pena de verdad, piensan que no es posible... En vez de hacer lo que sería razonable: escuchar lo que dice y lo que hace, y ver si merece la pena hacerle caso, tanto si el que lo dice es el carpintero como si es el rey, o como si es un joven. -Y un tercer motivo podría ser que NO LES INTERESARA ESCUCHAR LO QUE DECÍA JESÚS, porque su palabra les mostraba un estilo de vida que entrañaba cambiar cosas en su vida que no tenían ganas de cambiar, y entonces todas las excusas son buenas para ahorrarse este cambio. A menudo lo hacemos: cuando vemos que una persona actúa de modo generoso y entregado, y que con esta manera de actuar pone al descubierto nuestra pereza, rápidamente encontramos mil motivos para demostrar que lo que aquella persona hace no lo hace de buena fe, sino por vete a saber qué intenciones ocultas. De igual modo cuando oímos que alguien dice cosas que son verdad, pero que nos calan y que nos obligaría a cambiar, también rápidamente encontramos motivos para desacreditarlo a él y a lo que dice. Estos podrían ser los motivos de la gente de Nazaret para no hacer caso de Jesús. Y estos son a menudo también nuestros motivos para poder cerrar tranquilamente los ojos ante tantas LLAMADAS QUE TAMBIÉN A NOSOTROS NOS LLEGAN CADA DÍA, POR TANTOS CAUCES, A TRAVÉS DE TANTAS PERSONAS.

150 Unas llamadas que son, al fin y al cabo, LLAMADAS DE DIOS. Porque Dios, que se reveló de forma plena en Jesús, sigue manifestándosenos ahora. Y nos señala caminos, y nos muestra nuevas posibilidades, y nos empuja hacia adelante a través de esa o aquella persona, de este hecho que nos ha sucedido o de lo que hemos sabido por el periódico. A nosotros se nos pide que no hagamos como aquella gente de Nazaret. Que de entrada no cerramos las puertas a nada. Que sepamos valorarlo todo, que sepamos escuchar todas las llamadas, y que miremos dónde nos habla Dios. Y que luego sepamos apreciar su llamada y no despreciarla. II Esta sentencia que ya pertenece al léxico popular nos viene nada menos que de Jesucristo. A El le sucedió exactamente eso: no fue aceptado en su tierra. Después de haber predicado unas cuantas cosas en varios sitios y después de haber realizado unos cuantos milagros por aquí y por allá en Galilea, Jesús decide volver a Nazaret. Nazaret era el pueblo de su Madre, donde El era bien conocido, el sitio donde había crecido, donde había vivido y trabajado, en el cual tenía su casa, sus parientes, etc. Y, como era su costumbre, nos dice el Evangelio (Mc. 6, 1-6), un sábado entró en la Sinagoga y se puso a enseñar. Pero la gente se preguntaban: “¿Dónde aprendió este hombre tantas cosas? ¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder para hacer milagros?” Y “estaban desconcertados”. Comentaban: “¿Pero no es éste el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, José Judas y Simón? No les cabía en la cabeza que uno de allí mismo pudiera saber tanto... ¡mucho menos que fuera el Mesías esperado! Un paréntesis sobre la palabra “hermanos” y “hermanas”, término que significaba no solamente hermanos como los entendemos nosotros en nuestro lenguaje actual, sino que incluía también a primos y parientes… Jesús responde a los desconcertados nazarenos: “Todos honran a un profeta, menos los de su tierra, sus parientes y los de su casa”. Así es... y así fue también para el Hijo de Dios, el Mesías prometido. Y nos dice el Evangelio que “no pudo hacer allí ningún milagro”; “sólo curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos, a los pocos que tenían fe; y Jesús “estaba extrañado de la incredulidad de aquella gente”. Es justamente la incredulidad de los suyos lo que le impide obrar grandes milagros como los que hizo en otras partes, porque Dios usa su omnipotencia en favor de los que creen. “Tu fe te ha salvado”, solía decir a los que curaba. En Nazaret, entonces, se limitó a ayudar a los pocos que tenían fe. ¿Por qué actuó así, aquella gente de Nazaret?: -Un primer motivo puede ser esa especie de sentimiento que todos llevamos dentro, según el cual nosotros ya sabemos todo…, y nadie nos tiene que enseñar nada. Cada uno ya tiene su propia manera de ver las cosas, y no tenemos ningún deseo de hacer el esfuerzo de escuchar a otra gente, de estar atentos a otras cosas con ganas de ver más claro, con ganas de cambiar las formas de ver y de actuar. -Un segundo motivo puede ser el tener las personas muy clasificadas y tener muy claro que según quien sea, seguro que nada nuevo ni bueno podremos aprender de el. La gente de Nazaret sabía que Jesús era el carpintero, y que, por tanto, poco podía decirles. -Y un tercer motivo podría ser que no les interesara escuchar lo que decía Jesús, porque su palabra les mostraba un estilo de vida que entrañaba cambiar cosas en su vida que no tenían ganas de cambiar, y entonces todas las excusas son buenas para ahorrarse este cambio. Aquí nos podemos ver reflejados nosotros algunas, o muchas veces cuando oímos que alguien dice cosas que son verdad, pero que nos calan y que nos obligaría a cambiar, también rápidamente encontramos motivos para desacreditarlo a él y a lo que dice. Pero no olvidemos que el Señor siempre está dispuesto a salvar a quienes se dejan salvar, a quienes lo aceptan como Salvador. Jesús salva a las almas que aprovechan los beneficios y las gracias de su Redención.

151 Domingo Décimo Quinto Am 7, 12-15; Sal 84,9ab-10. 11-12. 13-14; Ef 01, 03-14; Mc 06, 07-13 ¿Que es ser cristiano? Las lecturas de hoy, la primera lectura y el evangelio, nos pueden permitir hacer algo así como un retrato de la identidad del cristiano, del ser y hacer del bautizado. No se puede ser discípulo de Jesús sin ser un enviado de Jesús al mundo, es convertirse por tanto en mensajero. Por eso decía san Pablo: "porque creemos, hablamos"; "¡Ay de mí si no evangelizare!". Que todos los cristianos participen de la misión de Cristo, de su ministerio profético, y que la iglesia sea misionera y no sólo encomiende a unos pocos la misión de predicar el evangelio, se desprende del Evangelio que acabamos de oír. Ir a misa, sentarse en unas bancas y oír el evangelio, es sólo la mitad, y menos de la mitad, si no cumplimos lo que nos falta. Porque la fe sin el testimonio y la misa sin la misión no es ya lo que debe ser. La comunidad cristiana no es una asamblea de oyentes sin más ni más, no es un auditorio solamente, porque es la comunidad que toma la palabra de Dios y recibe el encargo de proclamarla. La eucaristía termina siempre con la misión. Quiere decir que en la iglesia todo somos llamados antes de ser enviados, todos somos fieles antes de ser misioneros: sacerdotes, obispo, files consagrados y fieles laicos El cristiano desde la fe en Jesucristo como Señor, toma un nuevo camino y se pone en marcha como discípulo y apóstol para anunciar la Buena Noticia del Reino y para irla haciendo realidad. Este podría ser el decálogo para todos los fieles cristianos, cada uno desde donde el señor lo ha plantado: 1. Se sabe elegido por Dios. Escogido como Israel. Tomado aparte como los profetas, "el Señor me sacó de junto al rebaño" (Amós). Llamado desde Egipto para la liberación. Jesús llamó a los Doce, llama a seguirle, invita a ponerse en camino con El, como El. Escogido para ser enviado. Tomado por Dios como instrumento suyo. 2. Para ser enviado. El amor de predilección que Dios siente por Israel, y por el nuevo Israel, Jesús de Nazaret, y por los que creen en su Hijo, es un amor de confianza. "Me dijo: Yo te envío. Ve y profetiza a mi pueblo". La autodefinición de Jesús: "Yo soy el enviado del Padre", determina bien su personalidad a partir de una tarea. "Jesús los fue enviando de dos en dos". Los que conocen a Jesucristo se convierten en sus portavoces (profetas) y en sus testigos. Tienen que dar cuenta no de sí mismos, sino del que les envía. Tienen que ser signo y transparencia de Jesús. No pueden quedar quietos ni instalados allí donde están. No permanecer cómodamente donde siempre, a la espera de que vengan. Jesús siempre va de camino, rutas nuevas, culturas diferentes, gentes que salen al paso. 3. Resulta molesto. Con frecuencia el enviado lo es a pesar suyo. Y su mensaje a primera vista despierta curiosidad, pero pronto sacude a la gente de su letargo y acaba siendo incómodo. Interpela, porque denuncia, pide cambio y aporta novedad. Y encuentra resistencias. Por eso a los auténticos profetas se les da la espalda. 4. Son rechazados. “Vete, profetiza en otras tierras”. Tal vez otro día te escucharemos. Y no son bien recibidos, amenazados de muerte, de ser encarcelados, apedreados o despeñados. Como Jesús: "Si a mí me han rechazado, también a ustedes los rechazarán". El mensaje encuentra corazones cerrados, planes hechos, adaptaciones de conveniencia, resistencias al cambio exigido. "Si en un lugar no los reciben, váyanse a otro... Sacudan el polvo de su sandalia”. La verdad molesta y, sin embargo, la verdad nos hace libres.

152 5. Sean insistentes. El apóstol de Jesucristo no se echa atrás fácilmente. Persevera en la misión recibida, a pesar de la dificultad. La Buena Noticia ha de llegar a todas las gentes, y sus efectos se han de notar. Pide temple de hombres fuertes, convencidos, que no saben ir hacia atrás. Siempre hacia adelante, con la verdad por delante, aun a riesgo de la propia vida. El Reino de Dios no quiere hacerse lugar a la fuerza, pero se impone por su propia fuerza. Dios llama insistente, pero pacientemente. 6. Autoridad delegada. En verdad no se trata de un poder o de una autoridad al modo de este mundo. Poder que avasalla o tiraniza. Es una capacidad nueva, una fuerza de servicio y para el servicio de otros. Nunca para la propia gloria. Siempre como algo recibido para darlo. Autoridad, poder... al servicio del Reino de Dios y de sus primeros invitados: los bienaventurados. Constante tentación será este punto en el afán de ser “más importantes”, tener más privilegios, engendrando desigualdades y servidumbres en la Iglesia. “Que no ocurra así entre ustedes”. Acabaría el testigo convirtiéndose en un antitestimonio. 7. Para expulsar demonios, es decir, para actuar contra las fuerzas del mal, acción liberadora de lo “incurable”. Y cada generación y cada tiempo tiene sus propios demonios, males y esclavitudes que parecen insalvables. El enfermo, el endemoniado, es el que está condenado a la postración, a verse marginado y sentirse improductivo, inútil, sin sentido. Acogerle, cuidar de él, “perder” su tiempo con la gente para quien nadie tiene tiempo y aun rehuye. Recibir a cada cual como viene, y hacer algo para humanizar. No sólo buenas palabras, “ungían con aceite a los enfermos”. Algo que parece inútil pero es todo un detalle de calor, de atención, de esperanza. Palabra y manos suaves, como un padre y como una madre. Desde la fe en Jesucristo vencedor, una palabra y un gesto de liberación que levante y resucite al vencido que vive como muerto. 8. Predicar la conversión. Anunciar el Evangelio, buena noticia de resurrección, pidiendo una serie de cambios y de condiciones. “Arrepiéntanse, que el Reino de Dios está cerca”. Acomódense a la nueva mentalidad que pide el Camino de Jesucristo. No sólo nuevas prescripciones, sino hombre nuevos con criterios y valores nuevos. 9. En pobreza. Misión en la austeridad y desde la sencillez del caminante que lleva lo justo, y que no busca instalarse. Confíen en la Providencia del Padre que envía, pero también en el amor fraterno que acoge y comparte. Comparte lo que tiene cuando recibe a aquél que viene de parte de Dios con un mensaje de paz. No tiene ni busca tener, pero precisa sustento para sus fuerzas, y sabe lo encontrará. Sino aquí, será allá.

10. Déjense hospedar. La hospitalidad es concreta expresión del mandato de amor mutuo entre los hermanos, “para que nadie pase necesidad”. Y facilita una sana despreocupación por el tener y por el sustento necesario. El cristiano apóstol, los distintos trabajos y funciones eclesiales, no son ángeles quienes los ejercen. Si le pedimos dedicación, hemos de cuidar que tengan techo y sustento y descanso dignos. Vivir de su trabajo no es andar mendigando lo justo. Y así se nos presenta todo un programa de vida. No hay por qué restringirlo a unos pocos. Todos y cada uno estamos invitados a salir y ponernos en camino.

153 Domingo Décimo Sexto Jr 23, 1-6; Sal 22,1-3a. 3b-4. 5. 6; Ef 2, 13-18; Mc 6, 30-34 Los doce, de vuelta de su primer envío (de dos en dos) cuentan a Jesús lo que han hecho. No se nos dice si prevalecían los éxitos o los fracasos. Pero es interesante que revisen su primera experiencia de pastores junto a Cristo, y en grupo. El que tiene la tarea pastoral o se dedica al servicio de los demás, necesita el reposo de la oración, de la contemplación junto a Cristo: reponer fuerzas, profundizar motivaciones, discernir sus actuaciones. Y hay un gesto muy humano de Jesús: les invita a descansar, en la soledad. El también sabe lo que es la fatiga y busca a veces la soledad (en el monte, en el campo, o de noche). No es bueno el stress, aunque sea espiritual. “No tenían tiempo ni para comer”. Todos los que trabajan, también por el Reino, necesitan una cierta serenidad, y equilibrio mental y psíquico. Otra cosa es que lo consiguieran. Fracasó este intento de retiro espiritual, porque la gente les siguió agobiando con su presencia. De nuevo, hoy, las lecturas se prestan a un examen de conciencia que empieza precisamente por el que está predicando, porque el mensaje va para aquellos que Cristo ha puesto como pastores en su comunidad. Pero la lección va también para todos los que trabajan en equipo, con un grado mayor o menor de corresponsabilidad, para bien del pueblo de Dios o como testigos evangélicos; en definitiva, también un padre o madre son pastores, no solo como bautizados, sino también como padres. No creo que sea violentar la organización de las lecturas el aprovechar lo que san Pablo afirma de Cristo y aplicarlo a todo aquél que quiere imitarle en su tarea pastoral: que ha de ser lazo de unión, tender puentes, y facilitar el diálogo. Ser persona de paz, de reconciliación. Precisamente porque estamos reconciliados por Cristo, y porque El ha roto murallas y divisiones, debemos saber favorecer la unidad en la comunidad. Los pastores malos “dispersan” (1. lectura). Los buenos reúnen, ayudan a superar las muchas divisiones (algunas por motivos bien tontos) que amenazan siempre a la comunidad eclesial, grande o pequeña. Una cualidad esencial al buen pastor es su entrega total, su disponibilidad desinteresada. En contraste con los malos pastores que se buscan a sí mismos, aparecen hoy esos buenos "aprendices de pastor" que son todavía los apóstoles, totalmente entregados a su misión, sin tiempo ni para comer: dedican el tiempo a los demás. Y cuando se les ofrece tiempo para ellos mismos, en el descanso, saben renunciar a él, siguiendo el ejemplo de Jesús: siguen atendiendo a la gente, con calma, sin hacerse del rogar. En efecto, la llamada de Jesús para amar y servir en la Iglesia supone renuncia a los propios planes y horarios. El buen pastor está al servicio de los demás. Todos somos un poco pastores al servicio de los demás. La homilía no sólo va para los pastores, como ministros ordenados. Todos los cristianos, en mayor o menor grado, y cada uno en su ambiente, tenemos la responsabilidad de ayudar a los demás, con nuestro testimonio y con nuestra acción: unos padres que educan a sus hijos en la fe, un joven que da testimonio ante sus amigos, los que forman parte de los diversos grupos de animación de una parroquia (liturgia, equipo de aseos...): todos somos misioneros y apóstoles. Las cualidades que aquí aparecían como exigidas a los pastores, van para cada uno de nosotros. Incluyendo toda clase de autoridad (también social, económica o política) que podamos tener, y que debemos interpretar y vivir como servicio, y no como usufructo aprovechado. El mundo de hoy sigue estando desorientado, "como ovejas sin pastor". Y Cristo quiere que todos los cristianos ayuden a esta humanidad a encontrar los caminos de verdad y felicidad, de paz y de verdadero progreso, que todos buscan, en medio de la maraña de ideologías, promesas, movimientos religiosos y mesianismos que nos interpelan.

154 Domingo Décimo Séptimo 2 Re 4, 42-44; Sal 144,10-11. 15-16. 17-18; Ef 4, 1-6; Jn 6, 1-15 Un pan que nunca se termina, que alcanza a todos. Unos peces que pasan de mano en mano, y todo el mundo toma cuanto quiere. ¡Qué historia más sorprendente! Y al mismo tiempo, qué historia más sugerente, qué historia más expresiva de LO QUE NOSOTROS DESEARÍAMOS QUE SIEMPRE SUCEDIERA: que nosotros, y todo el mundo, pudiera tener siempre lo que necesita, y lo que anhela, y lo que le hace feliz. La historia es muy sorprendente, y al mismo tiempo muy importante. Aquella multitud que seguía a Jesús, se sentían impresionados y tocados por él, porque curaba enfermos y le daba un sentido nuevo a todo. Esperaban mucho de él, y por eso no lo dejaban en ningún momento. Y Jesús, allí, en la montaña, se dispone a hablarles como siempre hacía: a hacerles ver que todo lo que él hace, esas actuaciones que tanto les atraen, son signo de que está llegando el Reino de Dios, de modo que es necesario cambiar el corazón y la vida, y aprender a ser como Dios espera que seamos los hombres. JESÚS SE DISPONE A HABLARLES, PERO ANTES SE DA CUENTA DE QUE TODA AQUELLA GENTE NO HA COMIDO, y que quizá lleva mucho tiempo sin comer. Y de ahí, de esa atención de Jesús para con la gente, y de lo poco -cinco panes y un par de peces- que traía un muchacho, surge una comida capaz de alcanzar para todos. La primera preocupación de Jesús ha sido esta: que todo el mundo coma. Y HA QUERIDO HACER PARTICIPAR A SUS DISCÍPULOS DE ESTA PREOCUPACIÓN, ha querido que se preocuparan de buscar comida para la gente, para que se dieran cuenta de la importancia que eso tenía. Porque sin duda es importantísimo: que todos tengan lo necesario para vivir. Y del mismo modo que hizo que sus discípulos se preocuparan por la comida de todos, quiere que nos preocupemos también nosotros, sus discípulos del siglo XXI. A nosotros, Jesús nos dice: TODO EL MUNDO DEBE TENER LO NECESARIO PARA VIVIR. Aquella comida es un signo de todo lo que Jesús ofrece ¿Y que ocurrió entonces, después de aquella comida? Todo el mundo quedó admirado, y decían: "Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo". Y así es: aquel pan inacabable es como un signo. Lo primero es que todo el mundo pueda tener lo necesario para vivir. Pero la misión de Jesús, lo que Jesús viene a decir y a hacer, no termina con esto. EL PAN ES UN SIGNO DE UN BANQUETE MAS PLENO, más definitivo, más para siempre. Así como para nosotros, por ejemplo, la cena de Nochebuena no es sólo una comida que hacemos porque tenemos hambre, sino que es signo de fiesta, de unión familiar, de alegría compartida, lo mismo ocurre con la comida que Jesús dispuso para la multitud. Aquella maravilla de pan y de pescado que en un lugar tan lejano se multiplica sin fin y alcanza para todos, es UN SIGNO DE TODOS LOS ANHELOS, DE TODAS LAS ESPERANZAS, DE TODOS LOS DESEOS DE LOS HOMBRES, QUE JESÚS, QUE DIOS, VIENE A LLENAR. Está el anhelo del pan de cada día, y ése es el primero. Pero luego está el anhelo de unas condiciones de vida dignas, de una cultura, del respeto para todos. Y después los anhelos de paz, de justicia, de entendimiento entre los hombres, de solidaridad. Y el anhelo de romper todo lo que nos estropea por dentro: la envidia, el egoísmo, el afán de imponer siempre nuestros criterios, el afán de poder y de prestigio. Y muchas cosas más. Y, más allá de todo, el anhelo de una vida que nunca termine. Aquel pan repartido llevaba en sí todas estas otras clases de pan. Y nosotros, ¿tenemos hambre, deseamos el alimento completo que aquel pan significaba?

155 ¿Qué buscamos nosotros en Jesús? Porque resulta que, leyendo como termina el evangelio que hemos escuchado, PARECE MAS BIEN QUE A LA MULTITUD QUE SEGUÍA A JESÚS LE BASTARA CON EL PAN que Jesús había multiplicado, y no desearan nada más. Porque ya lo han oído: Jesús tiene que retirarse rápidamente, porque "iban a llevárselo para proclamarlo rey". Querían que Jesús mandara, para poner orden y asegurar que nunca faltase el pan, y listos. Porque claro, todos los demás anhelos, los demás tipos de pan, no se arreglan con que un señor mande y ya está: son anhelos que se viven y cultivan por dentro, y no mediante simples leyes y mandamientos... Por todo ello, hoy podríamos terminar nuestra reflexión preguntándonos: ¿qué buscamos nosotros en Jesús? Preguntémonos SI NUESTRAS ÚNICAS ASPIRACIONES SON LOGRAR QUE LA VIDA NOS FUNCIONE BIEN Y SIN PROBLEMAS, o si esperamos de él algo más. Para nosotros, cristianos, la clave de la solidaridad está en la eucaristía, el misterio y milagro que celebramos ininterrumpidamente y que apenas si comprendemos y valoramos. Ya no se trata de que Dios multiplique el pan para darnos de comer, Dios mismo se hace pan en Jesús para ser el alimento que sacia el hambre de pan y todas las hambres del hombre. La eucaristía es el misterio del amor y de la solidaridad del Hijo de Dios con los hombres. Es también el signo de la solidaridad de los hombres entre sí y de todos con Dios. Jesús vino al mundo para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Por eso vino y comenzó por hacerse solidario de los pobres, de los que tiene hambre y sed, de los que sufren, de los que luchan por la paz, de los que son perseguidos y marginados. En Jesús, Dios se ha hecho el prójimo de todos los hombres, para que ningún hombre quede al margen de la solidaridad. Un día sentenciará que tuvo hambre y sed, y no le dimos pan ni agua. Y no lo hicimos con Dios, porque no lo hacemos con el vecino, con cualquiera. El que no ama al prójimo, al que ve, que no diga que ama a Dios, al que no ve.

156 Domingo Décimo Octavo Ex 16, 2-4. 12-15; Sal 77,3 y 4bc. 23-24. 25 y 54; Ef 4, 17. 20-24; Jn 6, 24-35 La lectura del evangelio es la introducción al discurso sobre el pan de vida que Jesús pronuncia en la sinagoga de Cafarnaún, allí lo busca la gente después de la multiplicación de los panes. Jesús con el milagro de la multiplicación de los panes comienza un largo discurso sobre el pan de vida. A partir del hambre vulgar de la gente que acude a escuchar a Jesús, y a partir del pan que ha multiplicado, vamos a progresar hacia otra hambre y otro pan. Jesús pregunta: “¿Para qué alimento trabajan?”. Dejémonos interrogar profundamente; nuestras hambres revelan lo que somos. Queremos comer, desde luego, pero queremos mucho más: conocer, contemplar cosas hermosas, amar, tener un trabajo interesante. Esas son nuestras hambres y los alimentos por los que trabajamos. Hoy Jesús nos orienta hacia las hambres profundas, hacia el hambre de vivir intensamente y de vivir eternamente: “No se preocupen únicamente de las hambres pasajeras, sintamos en lo más íntimo de nuestro ser el hambre de una vida que no pasa”. Jesús sabe que lo siguen porque ha saciado el hambre de pan material y aprovecha la ocasión para poner al descubierto las intenciones de sus seguidores, dando el verdadero sentido a lo que ha realizado, orientándolos para que comprendan que él es el verdadero pan del cielo, y que es necesario trabajar para conseguirlo. En nuestra vida cristiana puede suceder algo semejante, no siempre trabajamos, en ella, por ir al fondo, por tratar de penetrar el mensaje de Jesús para identificarnos con él; hay que dirigirnos a lo que realmente puede darnos la vida auténtica, para ello debemos abrirnos a la gran noticia: Dios quiere que compartamos su vida y trabajando por el alimento que perdura nos dejemos transformar abriéndonos a la realidad de un amor que comparte con los hermanos. Toda esta propuesta nos exige poner la mirada en Jesús, necesitamos creer en él, orar y hablar con Dios, para vivir y transmitir esperanza, amor y vida, libertad y dignidad humanas. De otra forma, sólo el pan material, el tener y el gastar, nuestras vanas ambiciones, nos dejarán interiormente vacíos. Nuestra hambre de Dios nos debe llevar a buscarle para evitar convertirnos en sujetos egoístas, insatisfechos e inmaduros. La proclama de Jesús: “Yo soy el pan de vida”, debe abrir nuestros corazones para recibir el amor de Dios y compartirlo con los hermanos de manera afectiva. Jesús les contestó y les dijo: en verdad, en verdad les digo que ustedes me buscan, no por los signos que han presenciado, sino porque han comido del pan que les di (Jn 6,26). Me buscan por la carne, no por el espíritu. ¡Cuántos hay que no buscan a Jesús más que por los beneficios temporales! ¿Quién sabe si nosotros, en secreto, no estaremos esperando signos mayores? Demuestra, Señor, que existes, que eres omnipotente, que la oración es escuchada, que los sacramentos producen su efecto. ¡Demuéstralo! ¡Haz signos! Quizás sea ésa nuestra hambre. Hambre de ventajas de la religión, hambre de lo maravilloso. El pan es el símbolo de la vida. Jesús nuestro pan, Él es nuestra vida. Dios quiere que tengamos un hambre terrible de lo que él soñó para nosotros y para esa hambre nos da a Jesús. Este es el proyecto de Dios en el que hemos de entrar. Pero ¿cómo? Entramos en el proyecto de Dios cuando creemos en aquel que él ha enviado, cuando tenemos no ya unas pequeñas hambres, sino un inmenso deseo, y cuando creemos que Jesús es el pan de esta hambre. Pero muchas veces, apenas se busca a Jesús por Jesús. Me buscan, no por los signos que han presenciado, sino porque han comido del pan que les di. Trabajen por el pan que no perece, sino que permanece hasta la vida eterna. Me buscan por algo distinto a mí, búsquenme por mí mismo. Señor, haz que caigamos en la cuenta de que nuestro alimento de cada día, aunque sea abundante, resulta insuficiente. Haz que redescubramos el sentido del "alimento para vivir". Danos de nuevo el gusto del pan que es vida. Pan que es gratuidad, dignidad, libertad, valores del espíritu. Palabra, conciencia. Haznos reconocer que sólo gracias al pan que tú nos das, que eres tu mismo, nuestra vida se puede llamar vida.

157 Para el 6 de agosto Dn 7, 9-10. 13-14; Sal 96, 1-2. 5-6. 9; 2 P 1, 16-19; Mc 9, 2-10 Transfiguración del Señor I Hoy, en lugar del domingo, celebramos una fiesta antigua, venerable, que todos los años tiene lugar el 6 de agosto: la fiesta de la Transfiguración, que en algunos lugares se conoce también como la fiesta del Salvador. Se trata de recordar aquel momento glorioso en que tres discípulos tuvieron ocasión de ver al Señor resplandeciente, momento que ellos ya nunca más olvidarían. San Pedro, ya muy anciano, así lo recuerda en la segunda carta de hoy: “Esta voz traída del cielo la oímos nosotros estando con él en la montaña sagrada”. La transfiguración de Jesús se sitúa después de la confesión mesiánica de Pedro en Cesárea de Filipo. Incomprendido por el pueblo (que lo desea político) y rechazado por las autoridades (que no lo quieren politizado), Jesús se dedica en la segunda parte de su vida a revelar su persona al grupo de sus discípulos para confirmarlos en la fe. En la transfiguración se descubren las dos facetas básicas de la personalidad de Jesús: una, dolorosa: la marcha hacia Jerusalén en forma de subida, que para los discípulos es entrega incomprensible a la muerte; la otra, gloriosa: Jesús muestra en su transfiguración un anticipo de la gloria futura. En el evangelio de la transfiguración hay una serie de imágenes escatológicas (choza, acampada, Moisés y Elías), cristológicas (Hijo de Dios, entronización mesiánica) y epifánicas (montaña, transfiguración, nube, voz) que describen la personalidad de Jesús como Kyrios, Señor, con un señorío eminentemente pascual. La «montaña» es lugar de retiro y de oración; la «transfiguración» es una transformación profunda a partir de la desfiguración; «Moisés y Elías» son las Escrituras; la «tienda» es signo de la visita de Dios, unas veces oscura, otras, luminosa, como lo indica la «nube». En definitiva, es relato de una teofanía o de una experiencia mística. Si nos fijamos en el itinerario del relato, vemos que tiene cuatro momentos: 1) la subida, que entraña una decisión; 2) la manifestación de Dios, que simboliza el encuentro personal; 3) la misión confiada, que es la vocación apostólica; y 4) el retorno a la tierra, que equivale a la misión en la sociedad. La llamada de Dios a formar parte de una comunidad exige una conversión respecto del modelo único e irrepetible del creyente por antonomasia, Jesucristo. Discípulos de Jesús son quienes aceptan la llamada de una voz o la palabra de Dios decisiva y personal que incide en lo más profundo del ser humano. Escuchar a Jesús es una característica esencial del discípulo cristiano. Esto entraña «encarnarse», es decir, aceptar con seriedad la vida misma, con ráfagas de "visión" y torbellinos de «espanto», con la esperanza de salir victoriosos del combate de la misma vida, seguros de la fe en el Transfigurado. Si la escucha de la Palabra de Jesús es sincera y paciente, hay algo que se nos va imponiendo: un encuentro permanente con Jesús: camino, verdad y vida. En efecto, Él es el que sabe por qué vivir y por qué morir. Entonces empieza a iluminarse nuestra vida con una luz nueva. Comenzamos a descubrir con él y desde él cuál es la manera más humana de enfrentarse a los problemas de la vida y al misterio de la muerte. Nos damos cuenta dónde están las grandes equivocaciones y errores de nuestro vivir diario. Pero ya no estamos solos. Alguien cercano y único nos libera una y otra vez del desaliento, el desgaste, la desconfianza o la huida. Jesús nos invita a buscar la felicidad de una manera nueva, confiando ilimitadamente en el Padre, a pesar de nuestro pecado. ¿Cómo responder hoy a esa invitación dirigida a los discípulos en la montaña de la transfiguración? “Este es mi Hijo amado. Escúchenlo”. Quizás tengamos que empezar por elevar desde el fondo de nuestro corazón esa súplica que repiten los monjes del monte Athos: “Oh Dios, dame un corazón que sepa escuchar”.

158 II Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. En esto se le aparecieron Moisés y Elías hablando con Él (Mt 17, 1-3). Esta visión produjo en los Apóstoles una felicidad incontenible; Pedro la expresa con estas palabras: Señor, ¡qué bien estamos aquí!; si quieres haré aquí tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías (Mt 17, 4). Estaba tan contento que ni siquiera pensaba en sí mismo, ni en Santiago y Juan que le acompañaban. San Marcos, que recoge la catequesis del mismo San Pedro, añade que no sabía lo que decía (Mc 9, 6). Todavía estaba hablando cuando una nube resplandeciente los cubrió con y una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias: escuchadle (Mt 17, 5). El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el Tabor fue, sin duda, de gran ayuda en tantas circunstancias difíciles y dolorosas de la vida de los tres discípulos. San Pedro lo recordará hasta el final de sus días. En una de sus Cartas, dirigida a los primeros cristianos para confortarlos en un momento de dura persecución, afirma que ellos, los Apóstoles, no han dado a conocer a Jesucristo siguiendo fábulas llenas de ingenio, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad. En efecto, Él fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la sublime gloria le dirigió esta voz: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta voz, venida del cielo, la oímos nosotros estando con Él en el monte santo (2 Pe 1, 16-18). El Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos quedaron fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en su alma toda la vida. “La transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en la vida de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso prestar fe absoluta y obediencia total” (Juan Pablo II, Homilía 27-II-1983), al que debemos buscar todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra. ¿Qué será el Cielo que nos espera, donde contemplaremos, si somos fieles, a Cristo glorioso, no en un instante, sino en una eternidad sin fin? Todavía estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la nube dijo: Éste es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias: escúchenle (Mt 17, 5). ¡Tantas veces le hemos oído en la intimidad de nuestro corazón! El misterio que celebramos no sólo fue un signo y anticipo de la glorificación de Cristo, sino también de la nuestra, pues, como nos enseña San Pablo, el Espíritu da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados (Rom 8, 16-17). Y añade el Apóstol: Porque estoy convencido de que los padecimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros (Rom 8, 18). Cualquier pequeño o gran sufrimiento que padezcamos por Cristo nada es si se mide con lo que nos espera. Pueden llegar el dolor físico, humillaciones, fracasos, contradicciones familiares... No es el momento entonces de quedarnos tristes, sino de acudir al Señor y experimentar su amor paternal y su consuelo. Nunca nos faltará su ayuda para convertir esos aparentes males en grandes bienes para nuestra alma y para toda la Iglesia. “No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso” (J. Ma. Escrivá de Balaguer, “Amigos de Dios”). Él es, Amigo inseparable, quien lleva lo duro y lo difícil. Sin Él cualquier peso nos agobia. Pidamos a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el dolor y la fatiga que cada día trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que nos acompaña en esta vida y que nos espera, glorioso al final del camino. “Y cuando llegue aquella hora en que se cierren mis ojos humanos, ábreme otros, Señor, otros más grandes para contemplar tu faz inmensa. ¡Sea la muerte un mayor nacimiento! (J. Margall, Canto espiritual), el comienzo de una vida sin fin.

159 Domingo Décimo Noveno 1 Re 19, 04-08; Sal 33,2-3. 4-5. 6-7. 8-9; Ef 4,30-5,2; Jn 6, 41-52 Elías, está cansado y desanimado. Ha hecho lo posible por convertir a su pueblo de los dioses falsos a la alianza con Dios. Pero no sólo no le hacen gran caso, sino que le persiguen a muerte y tiene que huir. Esa huída nada gloriosa de Elías por el desierto es dramática. Llega a desearse la muerte: "Basta, Señor, quítame la vida". Y se echa a dormir, y desesperado. Sin que sea cada día igual de dramática, nuestra vida puede también verse reflejada en esta crisis. Tal vez estamos cansados de hacer el bien, o no encontramos sentido a la vida, o nos desanimamos ante la poca eficacia de nuestros esfuerzos, o desconfiamos de que este mundo tenga remedio (y quien dice mundo, dice la juventud de hoy, o nuestra comunidad, o nuestra familia, o nosotros mismos). Tal vez no llegamos a desearnos la muerte, pero sí sentimos la tentación de “dimitir”, de dejar de trabajar, porque nos parece insuperable nuestra debilidad. A Elías le despertó un ángel y le mandó: “Levántate, come”. Se lo tuvo que repetir, porque su crisis era demasiado fuerte. Y cambió la situación: “Con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches”. Al final, se encontró con Dios en el mismo monte donde Moisés selló la alianza entre Yahvé y el pueblo. En aquel encuentro, Elías recibió la orden de volver a la ciudad y continuar sin desanimarse su vocación de profeta. Nosotros, en el evangelio de hoy, hemos escuchado la invitación a aceptar otro Pan, el que Dios nos envía: Cristo Jesús, su Hijo, que además de ser nuestro Maestro quiere ser también nuestro alimento para el camino. “Yo soy el pan bajado del cielo... el que crea en mí vivirá”. No un ángel, pero sí el evangelio proclamado hoy, nos ha dicho a nosotros: “Levántate, toma y come”. Si andamos desorientados por algún desierto particular, buscando sentido a la vida, si nos sentimos sacudidos por la ventolera de tantas ideologías, si buscamos un maestro que dé respuesta a tantas dudas: ahí tenemos la respuesta de Dios. Cristo Jesús es nuestro Maestro. Escucharle, creer en él, aceptarle como nuestro Guía y Pastor, es el camino para la verdadera sabiduría. Si creemos en él, tiene futuro nuestra vida. Si creemos en él, construimos sobre tierra firme. Si nos dejamos iluminar por su luz, acertaremos con nuestro camino. Y eso vale tanto para los que andan alejados de Dios como para los que ya gozamos del don de la fe. Todos podemos mirar con más atención hacia Cristo y escuchar más su voz, reorientar nuestras vidas, revisando y refrescando nuestras convicciones. En cada misa, lo primero que hacemos es escuchar la Palabra que Dios nos dirige. Nos hace falta. Ahí está nuestra formación permanente. Todos somos invitados a “comer”, a “comulgar” con Cristo como la Palabra viva de Dios. Si lo hacemos así, él mismo nos habrá preparado para recibirle después con mayor fruto en el alimento del Pan y del Vino. A lo largo de la semana escuchamos muchas otras voces y palabras. Pero esta es la más importante. Vale la pena hacer caso de la invitación: “Toma y come”, reconciliémonos con Dios. Con su luz y su fuerza podremos recorrer el camino que nos falta recorrer, por difícil que sea.

160 Domingo Vigésimo Pro 9,1-6; Sal 33,2-3. 10-11. 12-13. 14-I5; Ef 5,15-20; Jn 6, 51-59 “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed”. Así comienza el discurso del pan de vida. Jesús, ante las exigencias y los deseos de la gente, se presenta como ese pan esperado, como el revelador de toda la verdad de Dios. Un pan que debe ser “comido” por la fe y que lleva a asimilarnos a Jesús si seguimos su camino de vida. Así como el alimento que comemos se convierte en vida para nosotros, lo mismo sucede si “comemos” a Jesús: nos transformamos en él. Siempre lo más asimila lo menos. De esa forma obtenemos la calidad de vida que lleva al hombre a su plenitud. Un pan que es amor y que comunica la vida de Dios al mundo. Los judíos discutían entre sí, y se decían: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne? (Jn 6,53). Litigaban entre sí porque no comprendían el pan de la concordia; más aún, no querían comerlo, pues quienes comen tal pan no litigan entre sí. En efecto, siendo un único pan, aunque somos muchos, somos un único cuerpo. Por medio de este pan, Dios hace habitar en la casa en concordia. Ellos no obtienen inmediatamente la respuesta a la pregunta objeto de sus litigios: cómo puede el Señor darnos a comer su carne. Antes bien, aún les dice: “en verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes” (Jn 6,54). No saben cómo se come este pan ni el modo especial de comerlo; sin embargo, si no comen la carne del Hijo del hombre y si no bebéis su sangre, no tendrán vida en ustedes. Estas cosas no las decía a gente muerta, sino a seres vivos. Y así, para que no entendieran que hablaba de esta vida y siguieran discutiendo sobre ello, añadió enseguida: “quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna” (Jn 6,55). Ésta es, pues, la vida que no tiene quien no come este pan y no bebe esta sangre. Ciertamente los hombres pueden tener vida temporal sin este pan; mas es imposible que tengan la vida eterna. Luego, quien no come su carne, ni bebe su sangre no tiene en sí la vida; sí la tiene, en cambio, quien come su carne y bebe su sangre. En ambos casos se trata de la vida eterna. No es así el alimento que tomamos para sustentar esta vida temporal. Es verdad que quien no lo toma no puede vivir; pero también lo es que no todos los que lo toman vivirán. Sucede, en efecto, que muchos que lo toman mueren, sea por vejez o por enfermedad o por cualquier otro accidente. Eso no sucede con este alimento y bebida, es decir, con el cuerpo y la sangre del Señor, pues quien no lo toma no tiene vida y quien lo toma, tiene vida, y vida eterna. La Eucaristía es nuestro pan cotidiano. La virtud propia de este divino alimento es la fuerza de unión: nos une al Cuerpo del Salvador y hace de nosotros sus miembros para que vengamos a ser lo que recibimos... Este pan cotidiano se encuentra, además en las lecturas que oímos cada día en la Iglesia, en los himnos que se cantan y que ustedes cantan. Todo eso es necesario en nuestra peregrinación (San Agustín, serm. 57, 7, 7) La Misa es una comida a la que todos estamos invitados. Pero, la realidad es que una gran parte de los que habitualmente asisten a ella, rehúsan participar, contentándose con estar presentes. Esta situación, por normal que parezca, no deja de ser anormal. Ciertamente esta comida es singular: tiene un sentido, una significación, requiere unas actitudes, exige unas disposiciones ineludibles en los comensales que participan... Pero lo que es anormal, abstenerse de comer, no puede convertirse en normal. Es decir, no podemos quedarnos tranquilos si no participamos jamás, o participamos alguna que otra vez en la vida. El cristiano vive en permanente invitación a la comunión con la sabiduría divina y con Cristo a través de la Eucaristía. La comunión eucarística transforma al creyente en himno de alabanza a Dios, en Cuerpo de Cristo, en Palabra viva que testimonia ante el mundo la salvación. La Eucaristía es sacramento de la fe, sacrificio pascual, presencia de Cristo, raíz y culmen de la Iglesia, signo de unidad, vínculo de amor, prenda de esperanza y de gloria futura. Cristo cumple las expectativas del Antiguo Testamento: es el verdadero Moisés que nos nutre con el maná de la Eucaristía, es la verdadera Sabiduría que nos ofrece el pan y el vino de su Palabra y de su Persona presente en el Sacramento. Esa vida de Cristo nos compromete a ponerla en obra en nuestra vida de cada día, como nos indicaba Pablo: no estén aturdidos, dense cuenta de lo que el Señor quiere.

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Domingo Vigésimo Primero Jos 24, 1-2a. 15-17. 18b; Sal 33,2-3. 16-17. 18-19. 20-21. 22-23; Ef 5, 21-32; Jn 6, 61-70 Hoy concluimos la lectura del capítulo VI de Juan tratando de hacer nuestras las palabras del apóstol Pedro: “¿A quién iremos?, Tú tienes palabras de vida eterna”. Es fácil alabar a Pedro y a los once, pero debe cuestionarnos la actitud de aquellos que renunciaron al Señor para tratar así de ubicarnos en el texto y determinar a qué grupo pertenecemos y qué actitud asumimos. La actitud negativa, “Este modo de hablar es duro, ¿Quién puede hacer caso?”. La actitud positiva, “... nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios”. La reflexión de ambos grupos confirma lo dicho por Jesús, “... nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”, y el cambio de la fe sólo es asumido por el grupo de los doce en cuyo nombre habla Pedro. En nuestra vida de creyentes, hay momentos en que nos encontramos ante una situación y pregunta semejantes a la que nos plantea el evangelio: ¿continuamos con Jesús?, ¿lo abandonamos? Cuando nos cansamos de seguir haciendo el bien y buscando la verdad, de promover el amor y la justicia, cuando dejamos de ir a misa o nos resulta insoportable tal o cual persona, cuando nos pesa la fidelidad matrimonial o la familia, cuando confrontamos la enseñanza del evangelio con nuestra manera de pensar y descubrimos que tenemos miedo a comprometernos y a seguir a Cristo incondicionalmente, estamos dejando de lado al Señor. El dilema es inevitable, frente a Dios aparecen muchos ídolos, el dinero y el poder, el placer y el sexo, la soberbia y el egoísmo, la superstición y la brujería entre otros, pero nada de esto puede ofrecernos garantías ni tiene palabras de Vida Eterna. Tarde o temprano caemos en la cuenta, si nos abrimos a la acción de Dios, de que solamente hay una persona que de verdad salva: Jesucristo, el enviado de Dios Padre, El y sólo El es la respuesta. Si queremos la vida en plenitud tenemos que repetir muchas veces con Pedro: “¿Señor a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”. Nosotros hemos decidido, como Pedro, seguir fieles a Cristo Jesús. Porque intuimos que en él está la verdadera salvación y la felicidad auténtica. Aunque tampoco nosotros entendamos siempre todo, ni dejemos de tener dificultades en nuestro camino de fe. Se trata de seguir creyendo en Jesús, no sólo porque siempre lo hemos hecho así, o así nos lo han enseñado, sino por convicción y decisión personal. Por eso somos fieles a la Eucaristía dominical: para no perder contacto con nuestro Maestro, para seguirnos alimentando de su vida, para renovar nuestras raíces cristianas y eclesiales y refrescar los criterios cristianos de vida, en medio de la ventolera que tal vez experimentamos en el mundo de hoy. Que sepamos seguir el ejemplo de los Doce, con Pedro a la cabeza: ellos creen que Jesús tiene palabras de vida eterna y que es el Mesías o “Santo de Dios” por otra parte, como dice muy bien Pedro, la cuestión no es sólo seguir o dejar a Jesús, sino encontrar a otro que tenga como él palabras capaces de dar vida eterna, ¡sólo Jesús es todo!, ¡sólo él salva!

162 Domingo Vigésimo Segundo Deut 4,1-2.6-8; Sal 14,2-3a. 3cd-4ab. 4c-5; St 1,17-18.21b-22.27; Mc 7,1-8a. 14-15. 21-23 I Las lecturas del evangelio y del Deuteronomio coinciden, en términos casi idénticos, en la advertencia sobre el valor absoluto de los mandatos de Dios, y en la atención a no poner al mismo nivel las disposiciones humanas. Moisés en la primera lectura reivindica el seguimiento de los mandamientos de Dios con un argumento que a primera vista puede parecer sorprendente: no porque Dios lo haya mandado, sino porque de por sí mismos se ve que son buenos, que valen la pena. Hasta el punto que, en estos mandamientos, se muestra como Dios no es un Dios arbitrario que manda cosas porque sí, sino que el mandamiento de Dios es que el hombre viva de la manera más humanizadora. ¡El Dios de Israel es el Dios que se manifestó precisamente liberando a su pueblo de la esclavitud! Esta novedad de Israel llega a plenitud en Jesucristo. El mandamiento de Jesús es éste: que el hombre sea humano hacia sí mismo y hacia los demás. Y por tanto, cuestiona toda ley que mande otras cosas, aunque parezca que venga de Dios. El Evangelio será, en definitiva, esto: la revelación de que el Reino de Dios es todo aquello que haga a los hombres más humanos; la revelación de que el camino de Dios es combatir todo lo que hace daño al hombre (la lista de cosas que según Jesús "contaminan" al hombre) y dedicarse a todo lo que le hace bien: el amor. El Evangelio será revelar que Dios no manda cosas arbitrarias e injustificables, sino tan sólo lo que humaniza y realiza al hombre. Eso es, al fin y al cabo, lo que Jesús vivió. En efecto, la vida del creyente está bajo la Palabra de Dios. El salmo responsorial expresa esta situación de una manera magnífica, incluso con un cierto dramatismo cuando se canta, por parte de la asamblea, el versículo responsorial. En efecto: la asamblea pregunta repetidamente "Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?", mientras el oráculo le va respondiendo cada vez, con la descripción de lo que Dios quiere de los creyentes. Son los santos los que de verdad han interpretado el Evangelio. Aparte de ellos, siempre hay el problema denunciado por Jesús y alertado por el Deuteronomio: la sobre-posición de las “tradiciones de los hombres”, el conflicto de las interpretaciones, los convencionalismos interesados, etc. A través de todo esto, el hombre se sobrepone, más o menos sutilmente, a la Palabra de Dios. La valoración de los mandatos de Dios, en cambio, es una fuente de gloria para aquellos que la hacen sinceramente (1. lectura). Comprender esta dimensión pide un acto de fe de base, un acto de "sinceridad y verdad" (1 Cor 5, 8) correspondiente a una situación pascual, en la que la levadura vieja no desarrolla su fuerza. Estos textos se hacen actuales siguiendo la exhortación de Santiago: ¡”Lleven la Palabra a la práctica”!. La Palabra es un don perfecto que “viene de arriba, del Padre de los Astros”; es, en definitiva, el mismo Jesucristo. Una actualización más válida es destacar, en el contexto cultural y religioso de nuestra sociedad, el valor absoluto del mandamiento de Dios por encima de cualquier documento legal de la sociedad, incluso los de más alto nivel. Por mucha mayoría que haya obtenido una ley, no por eso se convierte en mandamiento de Dios. La explicación que se debe hacer es la necesidad, para el creyente, de entender el carácter personal y relacional de la vida moral, más allá de un planteamiento ético limitado sólo a algunos valores. Sin duda que estos valores podrán coincidir con valores evangélicos, y participar, por eso, del valor de los mandatos de Dios. Pero el cristiano debe tener presente que el mandamiento de Dios es siempre prioritario frente a las tradiciones y leyes de los hombres. Esto pide, ¡está claro! conocer bien el mandamiento de Dios... Sobre todo la actualización debería ayudar a percibir el gozo y la libertad que vienen, para nosotros, de tener “plantada” la Palabra, que “es capaz de salvarnos”. Es así: la siembra se hace cada domingo en el corazón del hombre, que es donde necesita arraigar la Palabra y dar fruto, que permanezca para siempre.

163 II Hoy en el evangelio aparece el tema de los fariseos, buenas personas, cumplidores de la ley de Dios, pero con unos defectos muy notorios que Cristo denunció con insistencia. Dios entregó a Moisés su Ley para el cumplimiento estricto de todos: del viejo pueblo de Israel y del nuevo pueblo de Israel, que es hoy la Iglesia de Cristo. Más aún, es una Ley tan sabia, tan prudente y tan necesaria que es indispensable seguirla, tanto para el bien personal, como para el bien de los grupos, pequeños o grandes, y hasta para el bien mundial. Por eso, aparte de estar esa Ley escrita en las piedras que Dios entregó a Moisés en el Monte Sinaí, está también inscrita en el corazón de los seres humanos. Y cuando nos apartamos de esa Ley, porque creemos encontrar la felicidad fuera de ella, nos hacemos daño a nosotros mismos y hacemos daño a los demás. Y la Palabra de Dios, en la cual está contenida esa Ley, ha sido sembrada en nosotros para nuestra salvación, como nos lo recuerda el Apóstol Santiago (St. 1, 17-18.21-22.27): “ha sido sembrada en ustedes y es capaz de salvarlos”. Es por ello que nos recomienda ponerla en práctica y no simplemente escucharla y hablar de ella. Sucedió que, a lo largo del tiempo, se fueron anexando a la Ley una serie de detalles minuciosos prácticamente imposibles de cumplir, además de interpretaciones legalistas y absurdas que hacían perder de vista el verdadero espíritu de la Ley. Tal es el caso que nos narra San Marcos en el Evangelio que acabamos de escuchar (Mc. 7, 18.14-15.21-23): en una ocasión los discípulos no cumplieron las normas de purificación de manos y recipientes, según se exigía de acuerdo a estos anexos y legalismos. Y, ante el reclamo de unos escribas y fariseos, el Señor les responde: “¡Qué bien profetizó de ustedes Isaías!, ¡hipócritas! cuando escribió: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí... Ustedes dejan de un lado el mandamiento de Dios para aferrarse a las tradiciones de los hombres”. Por eso Jesús les insiste en este Evangelio que lo importante no es lo exterior sino lo interior. Lo importante no son los detalles que se habían inventado, sino el corazón del hombre. Es hipocresía lavarse muy bien las manos y tener el corazón lleno de vicios y malos deseos. Es hipocresía aparentar por fuera y estar podrido por dentro. Lo que hay que purificar es el interior, lo que el ser humano lleva por dentro: en su pensamiento, en sus deseos. Los pecados brotan del interior, no del exterior. Por eso, para corregir el legalismo absurdo, dice Jesús: “Escúchenme todos y entiéndanme. Nada que entre de fuera puede manchar al hombre; lo que sí lo mancha es lo que sale de dentro, porque del corazón del hombre salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre”. En el cumplimiento de los mandamientos de Dios está la clave del éxito en nuestra vida, y el camino de la felicidad, y la fuente de la verdadera sabiduría. La verdadera sabiduría no está en nuestros instintos o en las modas o estadísticas de este mundo, sino en conocer y seguir la voluntad de Dios, que nos comunica en su Palabra revelada. Por tanto, aceptemos “dócilmente la palabra que ha sido sembrada” en nosotros, sigamos poniendo nuestro mejor empeño en ponerla en práctica, sobre todo en obras de justicia, caridad y santidad: “visitar a huérfanos y viudas en sus tribulaciones, y guardarse de este mundo corrompido”. Que el pan y el vino de la palabra de Dios y el pan y el vino de la Eucaristía nos recuerden siempre que lo que vale la pena es el estilo de hombre que Jesús vivió fielmente hasta la muerte: un corazón limpio, un gran amor, que ha de manifestarse en una acogida sincera dentro de nuestras posibilidades limitadas. ¡El Señor nos acompaña! Que esta Eucaristía, misterio de su amor, nos ayude a progresar en este camino.

164 Domingo Vigésimo Tercero Is 35,4-7ª; Sal 145,7. 8-9. 9bc-10; St 2,1-5; Mc 7, 31-37 Como de costumbre, la primera lectura y el evangelio, apoyados por el salmo de meditación, coinciden en el aspecto que la Palabra de Dios nos quiere transmitir hoy. Esta vez, el poder curativo de Dios para con nuestros males. El profeta Isaías consuela a su pueblo, en horas difíciles, y le asegura -con un lenguaje al que estamos más acostumbrados en las semanas del Adviento- que Dios va a infundir fuerza a los cobardes, y la vista a los ciegos, y el oído a los sordos, y el-habla a los mudos, y aguas abundantes al desierto. El salmo amplía todavía más el campo de esta salvación que nos concede Dios, porque habla de los oprimidos y hambrientos, de los cautivos y peregrinos. Y nos invita a elevar a Dios nuestra alabanza agradecida: "Alaba, alma mía, al Señor". Estas palabras del profeta y del salmista nos preparan para escuchar cómo Cristo, en un de esas escenas breves, plásticamente contadas por san Marcos, cura a un sordomudo, y le devuelve el oído y el habla. ¡Cuántas veces aparece Jesús en el evangelio atendiendo a los enfermos, dedicándoles tiempo y ánimos, y curándoles milagrosamente! Con razón comentaba la gente: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. Los planes de Dios son planes de salud y de vida. A la miseria humana responde su inmensa misericordia, que se nos ha manifestado sobre todo en Cristo Jesús, que tiende su mano a toda persona que sufre, para curarla y darle esperanza. Jesús nos tendría que curar también a nosotros, porque a veces somos sordos y mudos. No oímos lo que tendríamos que oír: la Palabra de Dios, o también las palabras de nuestros hermanos. Y no hablamos lo que tendríamos que hablar: en la alabanza a Dios y también en nuestras palabras de ayuda a los hermanos. En el rito del Bautismo hay un gesto -libre, pero expresivo-, el del "effetá", o "ábrete", en el que el ministro toca los labios y los oídos del bautizado, mientras dice: “el Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo, escuchar su palabra y proclamar la fe...”. Un cristiano tiene que saber escuchar y saber hablar a su tiempo… Desde hace dos mil años la Iglesia, la comunidad de los seguidores de Jesús, no sólo se goza en ser curada por su fuerza sanadora, que sigue eficazmente presente en los sacramentos, sino que ha recibido el encargo de curar a los demás, de transmitirles esa misma fuerza salvadora. Ahora no vemos a Jesús por nuestros caminos. Pero la comunidad cristiana -cada cristiano- deberíamos ser sus signos vivientes. La comunidad cristiana, con la Palabra evangelizadora, con los Sacramentos, tiene que ir comunicando esperanza y atendiendo a los pobres y a los que sufren. Atendiendo a los muchos “sordos” y “mudos”, los que no se han enterado todavía de la Buena Noticia del amor de Dios. A los que no encuentran voz para hacerse oír. Ser seguidores de Jesús no sólo es saber y creer cosas sobre él, sino imitar su estilo de actuación en la vida.

165 Domingo Vigésimo Cuarto Is 5, 5-10; Sal 114,1-2. 3-4. 5-6. 8-9; St 2,14-18; Mc 8, 27-35 Las lecturas de este domingo parece como si nos trasladaran al tiempo de la Pasión, por el canto del Siervo de Isaías. Pero se ha elegido esa lectura para preparar la afirmación de Jesús en el evangelio sobre el estilo de su mesianismo. En el evangelio de Marcos escuchamos, por boca de Pedro, la confesión de fe de alguien que sí ha creído en él: “Tú eres el Mesías”. Una página decisiva en el evangelio de Marcos, la confesión de Cesarea. Es una pregunta clave también hoy: ¿quién es Jesús? Junto a los que le rechazan o no creen en él, están los que le tienen sólo por un profeta, o por un predicador admirable, o como un modelo de entrega por los demás. Los que están presentes en la Eucaristía dominical seguramente tienen un concepto más profundo sobre Jesús: es el Mesías, el Enviado de Dios; más aún: es el Hijo de Dios, el hombre en quien habita la plenitud de la divinidad. Por eso creemos en él, le amamos, le intentamos seguir en nuestra vida. Porque él es quien da sentido a todo en nuestra existencia. Nos podemos espejar en ese apóstol que se ha constituido en portavoz de los demás, Pedro, que irá madurando poco a poco en su conocimiento de Jesús, porque todavía es muy superficial su seguimiento y tendrá, en la Pasión, momentos incluso de traición y negación. Luego, después de la Pascua y con la fuerza del Espíritu, será un apóstol incansable y dará su propia vida como testimonio de su fe en Cristo. Los que nos rodean irán interesándose en Cristo Jesús y su mensaje si a nosotros, que nos decimos cristianos, nos ven con un estilo de vida que hace creíble nuestro testimonio de fe. Una cosa que Pedro y los demás no quisieron entender, al principio, es que el mesianismo, tal como lo entiende Jesús, pasa por el sufrimiento y la muerte. Y eso que ya lo había anunciado el profeta Isaías, en su canto del Siervo, cuando hablaba de que este Siervo enviado por Dios recibiría golpes e insultos y salivazos, aunque contando siempre con la ayuda y la fuerza de Dios. Por eso, la actitud que triunfará en él es la confianza: “No quedaré avergonzado”. Junto a la alabanza que merecía Pedro por su lapidaria profesión de fe, recibe según el evangelio de hoy, una de las réplicas más duras de Jesús: “Apártate de mí, Satanás”. Pedro y los demás no entienden que Jesús ha venido, no a ser servido, sino a servir; a cumplir su misión con una solidaridad plena con la familia humana, incluido el dolor y la muerte; y que va a salvar al mundo precisamente con su muerte, con su entrega total. A Pedro -y la nosotros- le gustaban las palabras suaves de Jesús, las consoladoras. Le gustaba el monte Tabor, el de la transfiguración de Jesús. No quería entender el sentido del otro monte: el Calvario. Tampoco a nosotros, quizá, no nos gustara mucho que Jesús nos haya dicho que el que quiera ser su discípulo, debe tomar su cruz cada día y seguirle. Creer en Jesús no sólo de palabra, sino viviendo según su estilo de vida -de nuevo parece resonar el mensaje incisivo de Santiago- supone seguramente renunciar a criterios más atrayentes de este mundo, elegir el camino más difícil, organizar nuestra vida siguiendo el ejemplo de Jesús, sobre todo con la entrega por los demás. No basta con que digamos que creemos en Jesús, sino tenemos que aceptarle por entero, también en lo que tiene de exigencia y de cruz. “Quien quiera venir en pos de mí... tome su cruz y sígame” (Mc 8,34). La leyenda, que se ha entretejido en torno al hecho de la exaltación de la santa cruz, presenta la exigencia de esta frase en una imagen extraordinariamente plástica. El emperador Heraclio, que había logrado arrebatar de nuevo la cruz a los persas, la lleva él mismo en procesión triunfal, adornado con las insignias del poder mundano, hacia el monte Gólgota. Habiendo llegado a la puerta de la ciudad, de repente se ve imposibilitado de dar un paso más. El obispo Zacarías de Jerusalén le explica por qué no puede seguir, diciéndole: “advierte, oh emperador, que tú, con este ornato triunfal, imitas muy poco, al llevar la cruz, la pobreza y la humillación de Jesucristo”. Entonces el emperador se despoja de sus lujosos ropajes y, vestido con ropas “plebeyas”, puede llevar la cruz hasta el final. La verdad interior de la leyenda es bien clara: el que pretende seguir a Cristo debe arrojar, de una u otra manera, el lastre, todo lo que no es Jesús. En efecto, él nos dice: “El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”. Perder la vida para salvarla. Y ya desde aquí. No vivir atrapados por el egoísmo. Vivir amando, haciendo el

166 bien, como Jesús. Vivir en plenitud, con solidaridad. Vivir para los demás. Jesús quiere ayudarnos a entender todo esto y a vivirlo. Pidámosle que nos haga esta gracia. Merece la pena saber qué nos pide el Señor. También él puede y quiere ayudar a que actuemos en consecuencia. Esta Eucaristía que ahora celebramos nos dé la fuerza que necesitamos para vivir con mayor intensidad la enseñanza de Jesús. El tema de hoy es el misterio de la cruz y del sufrimiento humano: misterio tan difícil de aceptar y de comprender... Las lecturas de hoy nos dan mucha luz para entenderlo. En efecto, la Primera Lectura (Is. 50, 5-9) nos presenta el anuncio profético del Profeta Isaías de los sufrimientos de Cristo, descripciones tan reales que parece como si el Profeta hubiera estado presente en el momento mismo que se sucedió pasión y muerte del Señor. Sabemos que Jesús aceptó el sufrimiento, el dolor, la tortura con mansedumbre y abandono confiado en la voluntad del Padre: “Yo no he opuesto resistencia, ni me he echado para atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba. No aparté mi rostro de los insultos y salivazos”. El abandono confiado de Jesús en Dios Padre se nota en esta frase: “Pero el Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido, por eso endureció mi rostro como roca y sé que no quedaré avergonzado”. La confianza plena en el Padre le hace sentir cierto alivio y le asegura el triunfo final, que se dará en el momento de la resurrección y con el objetivo de su sufrimiento: la salvación de la humanidad. Es fácil, entonces, sacar conclusiones aplicables para los momentos de sufrimiento propio: mansedumbre ante el dolor, entrega confiadísima a Dios, con la seguridad del alivio y del triunfo final. Además, tener siempre en cuenta el objetivo del sufrimiento: la salvación propia y de los demás. Como bien dice San Pablo: “completo en mi cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo” (Col. 1, 24). Y es así: nuestros sufrimientos bien aceptados, en imitación a Jesús sufriente y crucificado -y, por lo tanto, unidos al sufrimiento de Cristo- los utiliza la providencia divina para la salvación de la humanidad. El Evangelio (Mc. 8, 27-35) vemos que Jesús camina con los Apóstoles en una de sus largas jornadas, cuando Jesús decide preguntarles: ¿quién dice la gente que soy Yo? Las respuestas son equivocadas. Por eso les dice: ¿Y quién soy Yo para ustedes? Y el impetuoso Pedro responde: “Tú eres el Mesías”, el esperado por el pueblo de Israel para salvarlo. Cabe decir que en esta época, por la presión romana, todos esperaban un Mesías libertador y vencedor desde el punto de vista temporal, que los libraría del dominio romano y establecería un reino, mediante el triunfo y el poder. Como que se ponía poca atención a las clarísimas profecías de Isaías sobre el Mesías, como el Siervo sufriente de Yahvé. Por eso los apóstoles y Pedro, que pensaban también en ese Mesías triunfador, cuando Jesús “se puso a explicarles que era necesario que el Hijo del hombre padeciera mucho, que fuera rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que fuera entregado a la muerte y resucitara al tercer día”; Simón llama a Jesús aparte para tratar de disuadirlo de lo que acababa de anunciarles como un hecho, la respuesta del Señor resulta ¡impresionante!, severa: “Jesús se volvió y, mirando a los discípulos, reprendió a Pedro”. Le dijo sin ninguna suavidad: “¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no juzgas según Dios, sino según los hombres”. Ahora bien, tan severa respuesta tiene que tener algún motivo serio. San Pedro estaba siendo tentado por el Demonio y a éste Jesús le responde igual que cuando en el desierto quiso también tentarlo con el poder temporal. Con esto vamos entendiendo que todo intento de rechazo de la cruz y del sufrimiento, todo intento de buscarnos un cristianismo sin cruz y sufrimiento, es una tentación y, como vemos, no va de acuerdo con lo que Jesús continúa diciéndonos en este pasaje evangélico, para explicar un poco más el sentido del sufrimiento suyo y el nuestro. “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga”. Más claro no podía ser: el cristianismo implica renuncia y sufrimiento. Seguir a Cristo es seguirlo también en la cruz, en la cruz de cada día, el hacer diario la voluntad del Padre… o dicho de otro modo, si no renuncias a lo suyo y me prefieres a mí y a lo mío, te perderás; “pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”.

167 Domingo Vigésimo Quinto Sb 2, 17-20; Sal 53,3-4. 5. 6. 8; St 3,16-4, 3; Mc 9, 29-36 Los criterios de actuación, las "virtudes" que el evangelio de hoy nos propone, son el servicio y la acogida. Y el problema es que son palabras muy sabidas y que, por ello, se pueden convertir en muy superficiales. Sería útil hacerse consciente del inmenso contraste que se da en la escena evangélica. Jesús, como el domingo anterior, ha hablado a sus discípulos del sentido de su misión, y de la dramática culminación que tendrá cuando morirá en la cruz: la primera lectura de hoy ayuda a captar más profundamente este dramatismo. El domingo pasado, el anuncio de que la promesa de vida nueva del Mesías se realizaría a través del fracaso de la cruz había suscitado la reacción contraria de Pedro. Hoy, la reacción es mucho más lamentable y entristecedora: los discípulos ni siquiera han escuchado, sus preocupaciones se dirigían hacia el éxito personal, exactamente lo contrario de lo que Jesús intentaba explicarles. Y Jesús, pues, debe volver a explicar y a insistir en el estilo que él propone: se trata de querer vivir toda la vida como servicio; y se trata de saberlo reconocer a él no en los grandes y prestigiosos, sino en los humildes y débiles. El camino es la cruz. Hay que notar que se repite el tema del domingo pasado, y decir que eso nos hace caer en la cuenta de que un cristiano no puede hacer como si la entrega de Jesús hasta la muerte por amor fuera únicamente un hecho a recordar. La cruz de Jesús es el único camino para el cristiano, la única manera de llegar a la vida. La primera lectura nos recuerda, además, que la cruz es vejación, burla, tortura, fracaso. Por eso, hoy Jesús nos invita al agradecimiento por el amor que Él ha mostrado con su entrega, afirmar nuestra fe en que de la cruz de Jesús brota vida inagotable, y reafirmar el convencimiento de que el camino de Jesús tiene que ser también nuestro camino. La propuesta de Jesús es un estilo que abraza toda la vida: por poner un ejemplo muy evidente, no seguiría en absoluto a Jesús quien en su casa pegara a la esposa y en cambio fuera muy solícito en ayudar a las ancianas a cruzar la calle: y ocurre que esta manera de actuar, que parece caricaturesca, se da, lamentablemente, más de lo que parece. Parece como si el evangelista Marcos nos quisiera mostrar qué lentos eran los apóstoles para entender lo que Jesús les quería comunicar. Después del anuncio de Jesús, cuenta un episodio en el que muestran una actitud totalmente contraria a lo que les está diciendo el Maestro y en la que quedan bastante malparados los seguidores de Jesús: “Por el camino habían discutido quién era el más importante”. Los apóstoles -y nosotros, tantas veces- se dejan guiar aquí según la mentalidad humana. Este es el criterio del mundo: ser más que los demás, ser los primeros, ocupar los mejores puestos, “salir en la foto”, prosperar nosotros, y despreocuparnos de los demás. Y eso puede pasar en la política y en la vida social y en la familia y en la comunidad eclesial. Mientras que Jesús nos enseña que debemos ser los últimos, disponibles, preocupados más de los demás que de nosotros mismos, servidores y no dueños. No es extraño que los oyentes de Jesús -de entonces y de ahora- no entiendan y les “dé miedo” oír estas cosas. A todos nos sirve la lección plástica de Jesús, cuando llamó a un niño y lo puso en medio de ellos y dijo que el que acoge a un niño -que en la sociedad de entonces era tenido en nada y que no podrá devolver los favores- acoge al mismo Jesús. Se nos invita a ser generosos, humanitarios, dispuestos a hacer favores sin pasar factura. O sea, a seguir el ejemplo de Jesús, que “no ha venido a ser servido sino a servir”, que ayuda a todos y no pide nada, y que al final entrega su propia vida por la vida de los demás. En efecto, si los cristianos no realizamos el estilo de Cristo, ¿de quién somos discípulos? Si la Iglesia como comunidad animada por el Espíritu de Jesús no instaura ese estilo inconfundible del Señor hecho siervo, ¿no haría increíble el Evangelio ya que proclamaría lo que no cumple y predicaría lo que no práctica? ¡Que no tengamos que callar cuando se nos pregunte de qué hablábamos por el camino!

168 Domingo Vigésimo Sexto Nm 11, 25-29; Sal 18,8. 10. 12-13. 14; St 5, 1-6; Mc 9, 38-43.45.47-48 En las lecturas de hoy podemos fijarnos en diversos consejos que afectan a nuestra vida cristiana. Son consignas que contribuyen a que vayamos amoldando nuestros criterios de actuación a la mentalidad de Jesús: - Santiago, con su característica viveza, denuncia a los ricos que se han aprovechado injustamente de los demás para prosperar ellos, y les avisa que todo lo que han amasado de fortuna no les va a servir de nada a la hora de la verdad; - Jesús, en el evangelio, nos asegura que no quedará sin recompensa nada de lo que hagamos en bien de los demás, ni siquiera el darles un vaso de agua; resuena ya lo que dirá al final: “me dieron de beber”; - más duras son sus palabras en contra del que escandaliza a los niños, o sea, a los débiles; ¡cuántos modos hay de escandalizar hoy a las nuevas generaciones, con nuestro mal ejemplo en la vida familiar o social, o por los medios de comunicación (ahora por Internet)!; es de las veces que Jesús se pone más serio: “más le valdría que le encajasen una rueda de molino en el cuello y le echasen al mar”; - también es sorprendente la radicalidad que pide en su seguimiento: “cortarnos la mano, o el pie, o el ojo” si nos estorban en nuestro camino al Reino: Un cristiano tiene que renunciar a algo para conseguir lo principal... La Palabra de Dios que escuchamos en cada Eucaristía nos va educando, nos ayuda a confrontar nuestra escala de valores con la mentalidad de Cristo. Es incómodo, pero es necesario, para que no conformemos nuestra vida según este mundo, sino según la voluntad de Dios que nos enseña Jesús. Pero tal vez la lección principal que se deriva de las lecturas de hoy es la denuncia, del que puede ser uno de los pecados más propios, de los que nos creemos “los buenos”, “los practicantes”: pensar que tenemos el monopolio del bien o de la verdad. Ya aparece esta actitud en la primera lectura, cuando Dios sorprende a Moisés comunicando su Espíritu también a los dos que no acudieron a la reunión oficial de los setenta consejeros o colaboradores que habían sido nombrados para el gobierno del pueblo. Estos dos, ausentes en el acto constituyente, “se pusieron a profetizar”, o sea, actuaron con la autoridad de los demás como asesores y profetas. El joven Josué, el ayudante de Moisés, que luego sería su sucesor, se siente celoso: “Moisés, señor mío, prohíbeselo”. Pero Moisés muestra su corazón comprensivo y tolerante: para él sería el ideal que todos recibieran el espíritu del Señor. Se ve claramente el paralelo entre esta escena y la que narra el evangelio. Aquí es Juan, el discípulo predilecto de Jesús, el que siente celos: “Maestro, uno echaba demonios en tu nombre y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros”. Pero Jesús muestra un corazón mucho más abierto y una visión más universal: “no se lo impidan: el que no está contra nosotros está a favor nuestro”. También a nosotros nos puede pasar lo mismo. Podemos sentir celos de que otros “que no sean de los nuestros” hagan el bien y tengan éxito, y no logremos controlar todo lo que surge en torno nuestro. Josué y Juan eran buenas personas, eran fieles a Moisés y a Jesús, y precisamente por eso se creían de alguna manera poseedores en exclusiva de su favor. Y recibieron la lección. De cuando en cuando vamos al médico a hacernos un chequeo del corazón. Hoy podemos examinar el nuestro y ponerlo en sintonía con el de Jesús. La comparación con la actitud de Cristo nos puede decir si tenemos un corazón mezquino o abierto. Si tendemos a acaparar el bien o la verdad o controlar los carismas del Espíritu. Esto nos puede pasar a los sacerdotes y religiosos con relación a los laicos, o a los hombres con las mujeres, o a los mayores con los jóvenes, o a los católicos con los otros cristianos, o a los de una lengua o nación con los forasteros... Deberíamos ser más tolerantes, más abiertos, y alegrarnos de que se haga el bien y de que prosperen las iniciativas buenas, aunque no se nos hayan ocurrido a nosotros, aplaudir los éxitos de los demás, y reconocer que no siempre tenemos nosotros toda la razón. Siguiendo el ejemplo de aquel Juan el Bautista, el Precursor, que tuvo como lema: “Que él crezca y yo disminuya”.

169 Domingo Vigésimo Séptimo Gn 2, 18-24; Sal 127,1-3. 3. 4-5. 6; Hb 2, 9-11; Mc 10, 2-16 Damos comienzo hoy a la lectura de la carta a los Hebreos, que durará siete semanas. Es una carta centrada en la figura de Cristo Jesús, nuestro verdadero Sacerdote y Mediador, que ha querido pertenecer a nuestra familia humana, pero que en su Pascua ha sido glorificado por Dios por encima de todos y de todo. La Palabra de Dios ilumina todos los aspectos de nuestra existencia. No sólo lo referente a la oración o a las virtudes personales, sino también las dimensiones sociales, profesionales, familiares. Lo que se nos propone hoy es el tema siempre actual del amor y de la fidelidad matrimonial. Un tema que puede resultar difícil de tratar, dada la situación de deterioro e inestabilidad cada vez mayor en la vida matrimonial. En la primera lectura hemos escuchado cómo creó Dios a la mujer. El relato tiene un lenguaje poético, popular, entrañable, pero que expresa convicciones profundas que siguen en pie: - que Dios es quien ha ideado la atracción de los sexos; que el amor es cosa de Dios: “no está bien que el hombre esté solo...”; - que Adán no quedó satisfecho con ser el señor de los animales: “no encontraba ninguno como él que le ayudase”; - y sí quedó entusiasmado con la mujer, de la misma naturaleza que él, con el mismo origen divino, “hueso de mis huesos y carne de mi carne”; -que los dos están destinados en el plan de Dios a unirse y ser “una sola carne”, en plan de igualdad, complementarios el uno de la otra, llamados a engendrar nueva vida, el mayor milagro que puede pasar en la creación y la mejor manera de colaborar con el Dios de la vida y del amor. Jesús, en el evangelio, aparece bendiciendo y abrazando a los niños: “dejad que los niños se acerquen a mí”. Ante la pregunta sobre el divorcio, Jesús apela a la voluntad original de Dios respecto al matrimonio: lo que Dios ha unido, lo que desde el principio ha sido el plan de Dios, no puede depender de las evoluciones sociales o de los intereses o de la veleidad de unas personas. Según el Deuteronomio, el marido, en determinadas circunstancias, podía repudiar a su mujer. La mujer no parece tener ese “privilegio” (mientras que Jesús sí contempla, aunque para condenarla igualmente, la misma posibilidad por parte de ella). La voluntad de Dios había sido la igualdad y dignidad de la mujer y la estabilidad de la familia. Nuestra opinión y nuestra práctica respecto a la fidelidad matrimonial y al divorcio, no depende de unas estadísticas, o de unas costumbres más o menos aplaudidas por los medios de comunicación, ni de unas leyes civiles que pueden despenalizar o facilitar situaciones que la ley de Dios no aprueba (divorcio, aborto). La indisolubilidad matrimonial no la ha decidido la Iglesia (como, por ejemplo, el celibato de los sacerdotes en la Iglesia latina), sino Dios. Eso sí, con todo el respeto a la conciencia y a las circunstancias de cada pareja, que pueden ser en verdad difíciles. Muchos matrimonios andan a la deriva o se han roto, en parte debido a la poca madurez y preparación que algunas parejas llevan al matrimonio, y que provoca que la Iglesia, en ocasiones, declare la “nulidad de ese matrimonio” por sus defectos de raíz (que no es lo mismo que conceder el divorcio). La dificultad en aceptar esta doctrina puede deberse también a la sensibilidad que nos transmite nuestra sociedad de consumo: “usar y tirar”, cambio de sensaciones, búsqueda de nuevas satisfacciones. Esto hace que se deteriore notablemente la capacidad del amor total, de la entrega gratuita y estable, del compromiso de por vida, y esto tanto en la vida matrimonial como en la de los religiosos y sacerdotes.

170 Nuestra postura ante este tema debe ser la de Cristo. Esta es una de las ocasiones en que notamos que ser cristiano es exigente y que nos pide renuncias, porque nos propone valores superiores al mero hecho de satisfacer nuestros gustos. El amor matrimonial es presentado en la Biblia como un signo sacramental muy expresivo del amor de Dios a la humanidad y de Cristo a su Iglesia. La doctrina de Marcos es, pues, muy clara: el matrimonio no es solamente un contrato facultativo entre dos personas, sino que está implícito en él la voluntad de Dios, inscrita en la complementariedad de los sexos. No basta la sola voluntad de los esposos para explicar el matrimonio y su unidad: la propia voluntad de Dios y su unidad son parte interesada en el matrimonio. Esta es la razón por la que el divorcio no es solamente una injusticia contra el consorte perjudicado; es también una injusticia contra el mismo Dios. Aún se puede preguntar si la armonía de las voluntades es hasta tal punto clara que lleva consigo realmente -con todas las posibles limitaciones de los compromisos humanos- una unión natural aceptable y, como consecuencia, la expresión de la voluntad divina.

Domingo Vigésimo Octavo Sb 7, 7-11; Sal 89,12-13. 14-15. 16-17; Hb 04, 12-13; Mc 10, 17-30 “Maestro ¿qué he de hacer para alcanzar al vida eterna?” (Mt 19:16-21)64. Juan Pablo II de feliz memoria, comenta este pasaje en la Veritatis Splendor diciendo que la moral cristiana tiene como primera preocupación el sentido de la vida en Jesucristo. Yo debo comportarme así porque este es el modo coherente de lo que soy como seguidor e imitador de Cristo. La vida del cristiano se funda sobre la fe y la gracia. Lo primero es despertar la fe, la adhesión viva y personal a Jesús: la vida de Jesús en los sacramentos para vivir la ley. El Papa argumenta en este punto que la respuesta al significado de la vida no se encuentra fuera de Cristo. La forma de vivir del católico es el encuentro con Cristo. Y, por eso, el joven rico ve que lo que ha hecho desde niño no es suficiente. No se trata de cumplir la ley, sino de ser Cristo. La percepción del modo de ser procede del encuentro con Cristo, que tiene sus raíces en el sacramento del bautismo y la eucaristía y vinculando los dos al sacramento de la reconciliación. Sólo Dios es bueno, ¿por qué me llamas bueno? La respuesta es porque sólo Dios es la base donde se apoyan los valores morales; y no la ética en consensos que permitan una convivencia pacifica. Lo que es bueno o malo no depende del hombre, sino de Dios Creador. Donde no hay Dios hay egoísmo, corrupción, mentira, demagogia… todos los valores morales tienen su fundamento en Dios; el que no tiene fe no lo sabe; El mundo da su propio testimonio, al cristiano le toca dar el suyo. El cumplimiento de los mudamientos es el requisito para ser libres. Solo cumpliendo los mandamientos se está en condiciones de ser libre. El hombre ha sido creado por Dios según su sabiduría, lo ha hecho sin equivocarse, como quería hacernos. Será libre el hombre cuando respete lo que es, sólo así llegará al final. Dios nos recuerda los puntos fundamentales de nuestro modo de ser: lo que el hombre ha de respetar, de amar…la enseñanza divina, los aspectos fundamentales de la constitución humana. Los mandamientos no son una imposición, son las

64 Cfr. VS 6-26

171 formas de respetar lo que se es como hombre. Si no se acepta tal, se actúa libremente al margen de lo que se es y lo que se vive. Cumplir los mandamientos es vivir de acuerdo a lo que se es como persona. Conocer y aceptar una sana antropología es básico para conocer, entender lo que son los mandamientos y vivirlos. La vida moral cristiana se fundamente en la santidad, en la espiritualidad: encuentro, seguimiento e imitación de Cristo; virtudes, dones, Espíritu Santo, en la iglesia. La perfección de la vida cristiana se dirige a todos. El joven rico tiene una inquietud que va más allá de los mandamientos. Qué más, desprendimiento: vende y dalo y sígueme. La perfección de la vida cristiana lleva una especial madurez de la libertad, pero se dirige a todos. Todo el que se encuentre con el Señor está llamado a seguirlo y desprenderse de lo que impide la vida en Cristo. Dios quiere que todos sean santos. "Si quieres ser perfecto” (Mt 19, 21), señala que para continuar el camino de plenitud que comienza con el cumplimiento de los mandamientos es necesaria una madurez de la libertad en el darse a sí mismo y que esa madurez que la libertad necesita sólo puede ser provista por la gracia, que hace que la libertad se mueva por el amor y busque la perfección. Jesús deja en claro que la perfección es parte integrante de la vida moral en la diversidad de caminos de cada seguidor suyo. El Papa dice que el cumplimiento de los mandamientos abre la vida cristiana a un nuevo panorama. Supuesta la gracia, y ya cumplidos los mandamientos, se está en condiciones de vivir y de ejercitar la libertad. Por tanto, la vida moral buena no puede sólo consistir en el cumplir de todos los mandamientos; hay que ejercitar la libertad en torno a los conceptos que aparecen en las bienaventuranzas. La madurez de la libertad comienza cuando vendo, doy los bienes y sigo a Jesús. El fundamento de la moral cristiana. El fundamento esencial es responder, es vivir cristianamente; la moral cristiana es seguir a Cristo; no es sólo cumplir los mandamientos, sino imitarlo, identificarse con Él por la forma de creer y de vivir. Hacer consistir el vivir de los cristianos con el vivir de Cristo. El hombre solo puede ser libre con la libertad que nos ganó Cristo, vivir de acuerdo a lo que somos nosotros mismos. Seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana65. El "ven y sígueme" (Mt 19, 21) de Jesús supone el cumplimiento de los mandamientos y vivir al estilo que dibujan las Bienaventuranzas; es decir, conformarse a Jesús obrando como Él obró como regla moral del cristiano66. El don de la gracia reclama, no exime, la respuesta de la libertad humana, de modo que la vida moral es el desarrollo de la relación entre el don ofrecido por Dios y la libertad de la criatura67. Recibido el don, corresponde a la libertad una respuesta responsable. “Lo que constituye el núcleo del mensaje moral de Jesús y de la predicación de los Apóstoles (…) (es) la Ley nueva, es la gracia del Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo”68.

65 Cfr. 19-23 66 Cfr. 20-21 67 Cfr. 24-26 68 VS 24, 4

172 Domingo Vigésimo Noveno Sb 7, 7-11; Sal 89,12-13. 14-15. 16-17; Hb 04, 12-13; Mc 10, 17-30 “Queremos que hagas lo que te vamos a pedir...”: Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo, tenían sus planes y sus aspiraciones. Lo que es muy humano, ¿quién de nosotros no tiene planes y aspiraciones? Santiago y Juan aspiraban a los primeros puestos, el uno debería sentarse a la derecha de Cristo y el otro a su izquierda cuando llegara el día de la gloria. Y eso es lo que le piden: “Queremos que hagas...” También es humano y demasiado humano pretender que los otros hagan lo que a nosotros nos conviene, supeditar a los otros a nuestros planes. Para conseguirlo los hombres recurrimos a veces a todos los medios, no siempre honestos. Utilizamos la recomendación, la presión moral, la adulación, el chantaje. Pero Jesús, el Hijo de Dios, no tiene sus planes, sino que acepta para su vida el plan de Dios. Y cuando ora, dice: “Hágase tu voluntad y no la mía”. Por otra parte, el plan de Dios es que su Hijo dé la vida para la salvación del mundo. Y ése es el cáliz que le ofrece, el cáliz que Jesús ha de beber. Jesús no vino a este mundo para servirse de los demás o para poner el mundo a sus pies, sino para servir y para estar entre nosotros como quien sirve y para ocupar el último lugar: "Porque el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos". Esto quiere decir que la vida de Jesús responde a las necesidades de los hombres, a los que sirve, y en las que recibe al dictado la voluntad de Dios. Podríamos decir que en cierto modo Jesús no tiene vida privada, porque todo él, como Hijo de Dios, es el Hombre-para-los-demás. A los hijos del Zebedeo que se acercan a Jesús para que él haga lo que quieren, y a todos los que tienen sus planes y aspiraciones, les pregunta, nos pregunta, si estamos dispuestos a seguir el camino que él sigue y a beber el cáliz que él ha de beber. “Saben que los jefes tiranizan a los pueblos...”: Jesús da por sabido lo que siempre se ha visto: “Saben que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen”. En efecto, siempre ha habido clases, siempre se ha visto que unos mandan y otros son unos mandados, que hay ricos y pobres, grandes y pequeños, opresores y oprimidos. Desde la época de los esclavos hasta la época actual de los consumidores, pasando por el feudalismo y las democracias burguesas, la sociedad se asemeja a una pirámide en la que unos pocos se alzan sobre la mayoría. Y aunque ha habido cambios, revoluciones y progresos, han cambiado más las palabras que la realidad. En el marco de esta triste constatación, la democracia se presenta como el menor de los males. Parece claro que la ambición por el poder, la lucha por el poder, la voluntad de poder ha prevalecido casi siempre por encima de la voluntad de servicio. “Ustedes nada de eso”: Sin embargo, lo que Jesús da por sabido no lo da por bueno. Aunque conoce la realidad, no reconoce la dictadura de esa realidad. Frente a ella propone la utopía del reino de Dios, en el que unos están al servicio de los otros y los últimos son los primeros: “Ustedes nada de eso. El que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero, sea esclavo de todos”. No se trata sólo de un cambio de actitudes, aunque también de eso, claro está, sino de un cambio de la realidad. Tampoco de un cambio de nombres: ¿Qué significa “ministro”?, ¿y qué sentido tiene en realidad de verdad el título de “Siervo de los siervos de Dios”? La misión de la Iglesia en el mundo es crear un espacio para la utopía del reino de Dios, hacer sitio a la fraternidad; dar lugar a lo que parece imposible. Su organización no debe adaptarse a las estructuras de este mundo, su espíritu no debe ser como el espíritu de este mundo que pasa. Menos aún debiera quedar a la zaga de lo que se ha llamado “el menor de los males posibles”, sino ir por delante, abriendo camino, realizando lo imposible de una convivencia fraterna para que un día sea posible para todos. Despejar nuestras responsabilidades y arrojarlas sobre la iglesia como institución no seria justo. Los cristianos tenemos mucho que hacer en la comunidad eclesial y en la comunidad civil, en la familia, en la escuela, en todas partes. Pero sólo podremos hacer lo que debemos si nos situamos en el lugar apropiado para servir. Y ya se sabe que el lugar más apropiado para estos menesteres es el último de todos. No es con el poder y desde el poder, sino con el servicio y desde el lugar de los que sirven como podemos beber el cáliz que Jesús nos brinda.

173 Domingo Trigésimo Jr 31, 07-09; Sal 125,1-2ab. 2cd-3. 4-5. 6; Hb 5, 1-6; Mc 10, 46-52 El milagro que nos narra Marcos viene a ser una confesión de fe: Jesús es el Cristo, el Mesías. El modo literario de contarlo consiste en testificar que se están cumpliendo las señales anunciadas por los profetas, entre las cuales está que los ciego recobrarán la vista. Pero, aunque éste sea el fin principal del autor, nada nos impide que leyendo este pasaje con el Espíritu de Jesús, saquemos detalles que alimenten nuestra fe en puntos más concretos. Puede ser significativo que los hechos ocurran en el camino y en medio de un barullo típicamente oriental. A pesar del tiempo pasado y de la lejanía geográfica y cultural, este escenario guarda mucha semejanza con nuestro entorno de hoy. La rapidez, la movilidad, la masificación y el constante ruido de la vida actual nos dificultan el encuentro con “Aquello último que necesitamos”. Lo que pedía el ciego era limosna, pero lo que realmente necesitaba era ver. También nosotros tenemos multitud de necesidades materiales, pero, en el fondo, lo que más precisamos es darle sentido a nuestra existencia. Hemos de subrayar que Bartimeo era un ciego que no quería serlo. Aunque el dato nos parezca obvio, es bueno tener en cuenta que -en el aspecto espiritual- son frecuentes los ciegos voluntarios. La sabiduría popular dice que “no hay peor ciego que quien no quiere ver”. Los escritores místicos suelen presentar al hombre como perdido en un bosque y buscando salida. Pero, también es verdad que hay hombres perdidos en ese bosque que no saben que están perdidos. Son ciegos que creen ver. En la actualidad abunda, no ya la in-creencia ante lo religioso, sino una indiferencia que prescinde, incluso, de la búsqueda del sentido. Lo posmoderno no es buscar, sino vivir. Son muchos los que no perciben a Dios ni siquiera como problema. Sin embargo, no faltan personas que, dejando a un lado las modas y el ambiente, sienten su “vacío interior” y tratan de llenarlo. Tampoco el ciego hizo caso de aquellos que, regañándole, impedían que buscara salida a su situación. En las bienaventuranzas se nos dice que, para ver a Dios, hace falta tener el corazón limpio, despegado de todo. Hace falta tener corazón de caminante considerando que sólo uno es el fin y lo demás son medios. Pero, ¿qué significa “ver” en este contexto que comentamos? Ver es tener luz para andar el camino. Ver es experimentar algo de Dios. Los escritos bíblicos nos dicen que a Dios no se le puede ver, pero se le puede percibir. Ver el rostro sonriente de Dios es el deseo de todo buen israelita. La primitiva comunidad cristiana nos da testimonio de que Jesús es visibilización de Dios, de su Palabra. Escuchar al Maestro y adquirir su Espíritu es por ello el camino y el medio más directo. Los expertos nos suelen advertir sobre la inexactitud que supone el calificar a la mística oriental como pasiva y a la occidental como profética o activa. Bastaría citar el ejemplo de Ghandi. Encontrar a Dios proporciona una energía tan fuerte, serena y constante para la acción que entonces se percibe, como nos dice Pablo, que uno es débil y, sin embargo, fuerte. ¡No pasemos por alto tampoco otro detalle!: después de curado, el ex-ciego siguió a Jesús por los caminos. También la fe nos empuja a “ver” en profundidad lo que realmente está pasando en esta compleja sociedad en que vivimos. Sería lamentable que, entontecidos por la buena voluntad y la desinformación, fuéramos ciegos a la lógica mecánica e implacable del injusto sistema que rige nuestras vidas. Los evangelios están llenos de personas que buscaban y encontraron. De gentes que no se quedaron en lo superficial, sino que iban al fondo de las cosas. Los magos comprenden el sentido que tiene la estrella, el viejo Simeón ve la salvación en un niño pequeño, la samaritana se da cuenta de que está ante un profeta... Claro que fueron muchos los que vieron la figura física de Jesús, pero no captaron su significado. Algo tendremos que hacer para estar entre los primeros, entre aquellos que sabían ver. ¡Señor, que vea!

174 Domingo Trigésimo Primero Dt 6, 2-6; Sal 17, 23a. 3bc-4. 47 y 51ab; Hb 7, 23-28; Mc 12, 28-34 ¿Qué es lo primero, lo más importante? ¿“Qué Mandamiento es el primero de todos”? Esta es una pregunta práctica y actual. Actual en el tiempo de Jesús porque habían desmenuzado la Ley en infinidad de preceptos y muchos, sin duda, se sentían perdidos. Y actual en nuestros días por el peligro de poner la religión sólo en ir a misa, recibir los sacramentos... También para el creyente de hoy tiene actualidad la pregunta. Lo primero es el amor a Dios. Un amor, claro está, que implica la fe en Dios, en el único Dios, y que se opone o excluye a todos los ídolos. Amor y fe en Dios es lo primero y principio de la religión tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Dios hoy, para muchos, es una palabra lejana y abstracta que apenas les dice nada. El ateísmo y la increencia, por otra parte, están en crecida. Ambas cosas hacen que el tema de Dios sea hoy primordial. Es necesario hacer ver que la pregunta por Dios es algo razonable y humano, y presentar al hombre de hoy, con toda su fuerza, el Dios de Jesús: El Padre, que nos ama; El Hijo, que nos salva y, el Espíritu Santo, que nos salva. Es prioritario hoy la enseñanza sobre Dios, el Dios de la vida y desenmascarar a los ídolos de la muerte... Dios es lo primero y el principio. Lo primero en la fe y el principio en el amor. Antes que el amor a Dios es el amor de Dios. Tal vez esto no le gusta al hombre moderno que quiere ser protagonista de la historia. Pero es algo que está en la Palabra de Dios. Dios nos amó primero, la misma creación es fruto del amor. La iniciativa es de Dios, y sólo el amor de Dios, que viene de Dios y se adentra en el corazón del hombre, hace posible en nosotros el amor a Dios. La fuente y el principio no están en el hombre. Dios se ha manifestado y ha amado primero. El amor a Dios no es más que el retorno del amor de Dios. No conviene, pues, engañarse en lo que es primero y esencial en la religión. Sin esto la fe y la religión son otra cosa, algo humano, pero no divino. Se puede renunciar a este camino de la fe, pero, no tergiversar. Ateos como Feuerbach o Sartre han afirmado que el verdadero amor es el humano, aquel que no necesita ninguna bendición ni consagración de parte de la religión ni de Dios, un amor totalmente secularizado sin ninguna mediación de lo religioso. “En cambio, el amor-ágape, carisma de los carismas (1 Cor. 13) pertenece sólo a Dios y sólo puede descender de él sobre todas las cosas y todos los hombres. El amor está fuera de lo humano, de lo terrestre, es iniciativa de Dios y ha encontrado su epifanía en ese inclinarse hacia el hombre por parte de Dios, desde la llamada de Abraham hasta el envío al mundo de su hijo, el amado”69. Ese amor de Dios es un solo amor con doble dirección: hacia Dios y hacia los hermanos. Por eso dice Jesús, y en ello el escriba (el Antiguo Testamento y, tal vez, toda religión) está de acuerdo, que es un único mandamiento, porque se trata de un único amor. Por esto el amor a los hermanos no tiene sentido, para un cristiano, sin el amor a Dios (que es amor de Dios). Ni tampoco, por otra parte, puede darse un amor a Dios que de alguna manera no se haga extensivo a los hermanos. El amor al hermano que tenemos ahí, es manifestativo del amor a Dios, a quien no se ve. No existe, en la práctica, amor a Dios sin amor a los hermanos. No existe verdadero amor de Dios sin amor al prójimo, y no existe amor del prójimo sin justicia. Tampoco podemos hablar sinceramente de justicia, ni promoverla eficazmente, si la justicia no es una realidad encarnada en nuestras vidas... Así podremos escuchar las palabras de Jesús: “No estás lejos del Reino de Dios”. La comunidad que realiza este amor a Dios y el amor al prójimo es ya en sí misma comienzo del Reino. Esta es nuestra vida, nuestra vocación e identidad: hacer presente el Reino de Jesús… Que en esta Eucaristía, y en esta semana, le digamos a Dios todo lo que le queremos porque mucho queremos a nuestros prójimos.

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Domingo Trigésimo Segundo 1 Re 17, 10-16; Sal 145, 7. 8-9a. 9bc-10; Hb 9, 24-28; Mc 12, 38-44 El evangelio de hoy nos presenta dos elementos íntimamente relacionados para que elaboremos nuestra reflexión. Si el domingo pasado hemos visto que el amor cristiano es un amor total y absoluto, lo de hoy es un caso particular y una aplicación de ese principio. En su Ética a Nicómaco, Aristóteles define el hombre pródigo como aquel que se arruina por su gusto, de forma que la prodigalidad viene a ser una especie de destrucción de sí mismo, dado que sólo se vive con lo que se tiene. Quien da todo lo que tiene corre el riesgo de morir. La viuda del evangelio de este domingo es, según esta definición, una viuda pródiga porque echó en la alcancía del templo todo lo que tenía para vivir. San Marcos dice que la pobre viuda echó toda su subsistencia, dice también que dio toda su vida, porque de las dos monedas dependía, en verdad, su vida entera. Con su limosna, la viuda convirtió su pobreza en auténtico sacrificio e inmolación; como si hubiera derramado su vida en libación sobre el altar o la hubiera quemado como incienso en la presencia de Dios; y todo sin ser notada, como se hacen las cosas grandes: en secreto. Descubierta sólo por la mirada de Cristo que, más allá de las apariencias, penetra en lo interior. Al descubrirla con la mirada de Cristo, san Marcos la sitúa en contrapunto de los escribas que se pavonean con sus llamativos ropajes, reclamo de reverencias y adulación de la gente. La falsa justicia que Cristo fustigó en el sermón del monte se dramatiza en estos personajillos, hambrientos de vanidad y codicia, que recibirán la sentencia rigurosa de Dios por haber adulterado la oración y extorsionado a las viudas. También éstos son pródigos, como aquel hijo de la parábola que dilapidó todos sus bienes y se destruyó a sí mismo, porque sólo se amó a sí mismo. Los escribas dilapidan todo para ganarse la admiración de los hombres y ser tenidos por justos al margen de Dios. La viuda, por el contrario, todo lo entrega, y conquista, sin ella saberlo, la alabanza del Señor. Con dos monedas se perdió a sí misma y se ganó para Dios. Esta escena ocupa, en el evangelio de Marcos, un lugar muy significativo. Es el colofón a todos los dichos y hechos de Jesús. Viene a decir que, ante lo que Cristo dice y hace, debemos evitar la actitud de los escribas -¡Cuídense de los escribas!- con su hueca piedad e hipocresía. Debemos más bien observar a la viuda para descubrir en ella el verdadero fundamento de la religión: ser pródigos en darnos a Dios, sin reservas, con lo que somos y tenemos. Sólo así Dios será lo único importante de nuestra vida al que serviremos pródigamente con lo necesario para vivir y no con lo superfluo. A la luz de un mensaje evangélico tan transparente, todos nos podemos analizar hoy: ¿Qué significa para nosotros "dar"? ¿Cómo es nuestra entrega en la familia, en el trabajo, en el barrio, en la comunidad parroquial? ¿En qué medida vivimos el espíritu de aquella viuda, pobre, pero de un corazón inmensamente rico? ¿Cuáles son las excusas que tenemos para dar solamente lo que nos sobra? Que la Eucaristía sea lo que fue para Cristo: un darnos todo a todos...

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Domingo Trigésimo Tercero Dn 12, 1-3; Sal 15,5 y 8, 9-10 11; Hb 10, 11-14. 18; Mc 13, 24-32 Cielo y tierra pasarán. En dos palabras se resumen y sintetizan todas las realidades que el hombre puede imaginar; y se emite sobre ellas un juicio tajante y radical: todo eso pasará. El texto del evangelio de hoy no habla de tragedias sino de un modo colateral; lo importante es que la Buena Noticia no pasará. Al final de año litúrgico, la palabra de Dios nos hace pensar en tiempos futuros. El profeta con esta visión quiere infundir ánimos a sus lectores para que permanezcan fieles a su fe en medio de un ambiente paganizado. Los seguidores de Jesús serán vencedores en la batalla del bien y del mal: “entonces se salvará tu pueblo” y los que hayan sido fieles “brillarán como el fulgor del firmamento, como las estrellas, por toda la eternidad”. El salmo también nos invita a una actitud de energía y confianza: “tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha jamás vacilaré, no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción”. San Marcos pone en labios de Jesús un discurso escatológico, referente al final de los tiempos… Lo más importante es que descubramos en este pasaje que Jesús anuncia la victoria y la salvación: verán venir al Hijo del hombre con gran poder y majestad… saber el tiempo de estos acontecimientos no es importante…lo importante es estar atentos a los signos de los tiempos. Todo esto nos lleva a pensar en el fin del mundo y en nuestro final y principio personal. Es de sabios mirar al final del viaje, hacia lo que nos espera en el futuro. Nuestro futuro ya está aquí en nosotros; no nos preocupe lo que suceda el último día, sino lo que ya esta sucediendo hoy en cada uno de nosotros. En el hoy se construye nuestro futuro de salvación y victoria: en nuestra vida de intimidad que llevamos en el amor del Padre, en la salvación de Jesús y en la vida del Espíritu santo, en la imitación diario de María. Hoy contemplemos con confianza a este Cristo glorioso: el que vendrá como Juez es el mismo que hoy está con nosotros y camina a nuestro lado…a quien recibimos en la Eucaristía, el que hoy nos habla al corazón en su Palabra… Estas lecturas, antes que nada, nos anuncian la salvación. Eso sí invitándonos a la vigilancia y a tomar en serio nuestra existencia. Para que estemos siempre preparados al encuentro con Aquel que nos ama, que dio la vida por mí, y me acompaña, en mi caminar. Cada celebración es un encuentro con Jesús, signo y condición del encuentro eterno…Desde hoy me enseñas el sendero de la vida y me sacias de gozo en tu presencia…Después te gozaré en plenitud. En efecto, nuestro camino de cada día, de cada semana, ha de ser este avanzar hacia la plenitud que Dios quiere, hacia aquel DÍA DE VICTORIA “que sólo el Padre sabe”. Aquel Día que anunciamos siempre que celebramos domingo a domingo en la fiesta de la Eucaristía.

177 Domingo Trigésimo Cuarto Dn 7, 13-14; Sal 92, 1ab. 1c-2. 5; Ap 1, 5-8; Jn 18, 33-37 Jesucristo, Rey del universo Con la fiesta de Cristo rey universal llegamos al fin del año litúrgico. Es una fiesta que no invita a mirar al futuro, hacia la esperanza, la confianza y el optimismo, porque la victoria de Cristo es nuestra victoria. Daniel ve el trono de Dios, con miles y miles de seres que le aclaman y la aparición de "como un hijo de hombre", título que a Jesús le gusta darse a sí mimo. El Apocalipsis, en el vibrante himno que leemos hoy, nos revela quién es el anunciado por Daniel: Jesús, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra, que también aparece glorioso en medio de las nubes después de liberar a la humanidad en la Cruz. Ese Cristo Jesús es "alfa y omega", o sea, principio y fin, la primera y última letra de todo alfabeto, el que da sentido a la historia, "el que es, el que era y el que viene". San Juan nos dice que es el Rey, cuyo reino no es de este mundo, un reino eterno y universal; el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y de la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz. Ha venido nuestro a salvar, a perdonar, a dar la vida, a anunciar la Buena Noticia del amor de Dios, a comunicar esperanza. Este título de Rey y Señor que el nuevo testamento le da a Jesús, en el contexto de la Palabra que hemos escuchado en esta solemnidad, tiene una implicación profunda en nuestra vida: participar del Reino de Jesús e involucrarnos en su vida y misión para acrecentar su reino. Por nuestro bautismo no solo pertenecemos al reino de Jesús, sino que somos parte suya, como miembros de su cuerpo, como ramas injertadas en el trono o como ovejas que son uno con su Pastor. Ahora cabe preguntarnos ¿Jesús es mi señor y mi rey, no solo en la mente, sino también en mi corazón? ¿Realmente es el entro de mi vida, mi tiempo, mis bienes, mi vida, mi familia, lo que soy y lo que tengo están a su servicio? ¿En mis pensamientos y sentimientos, en mi salud y en mi enfermedad…? ¿El es el Señor y Dueño de mi vida…? Injertados en Cristo mediante el bautismo somos hijos elegidos y amados de Dios. Esta certeza debería estimularnos a perseverar en la fidelidad a Cristo. San Pablo entiende esa fidelidad como unión con Cristo en el amor.

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CICLO C El Evangelio de San Lucas es el que da a este Año Litúrgico “C” su impronta teológica. Se trata de un Evangelio muy rico en ideas teológicas. Vale recordar que San Lucas evangelista no era judío. Debió ser oriundo de Antioquía de Siria. Fue amigo y compañero de S. Pablo. Escribió con talento artístico considerable. Su Evangelio va dirigido a los no-judíos, y debió ser escrito entre los años 80 y 90 d. C. La tradición insiste sobre el origen lucano del tercer Evangelio. Los Hechos de los Apóstoles y el Evangelio son obras del mismo autor y constituyen una unidad (Act 1,1). Lucas se sirvió para componer su Evangelio de informaciones orales y escritas (Lc 1, 1-4). Lucas se sirvió de Marcos como fundamento de su Evangelio, y sigue el orden de Mc. La estructura del tercer Evangelio es como sigue: Introducción: Prólogo, historia de la Infancia, preparación para la vida pública (1, 1-4, 13). - Primera parte: Actividad de Jesús en Galilea (4, 14-9, 50). - Segunda parte: Jesús se dirige hacia Jerusalén para la Pasión (9, 51-19, 27). - Tercera parte: Últimos días de Jesús en Jerusalén, Pasión y Muerte (19, 28-23, 56). - Conclusión: Las mujeres en el sepulcro. Apariciones del Resucitado. Ascensión (24, 1-53). Grande es la importancia de Lc en la teología del NT. Lc es considerado como el teólogo de la historia de la salvación.

ADVIENTO En el tiempo de Adviento del Ciclo “C”, los extremos se tocan. Las dos venidas del Señor se implican y, en cierto sentido, se condicionan. Adviento significa preparación espiritual para las próximas festividades del nacimiento de Jesús. Y, al mismo tiempo, a causa de la proximidad de la primera venida, nos preparamos y orientamos hacia la segunda. De esta forma, los tiempos primeros enlazan con los últimos. Se repiten, al ritmo de la Liturgia, diversos temas en diferentes tonos. Se nos habla de la promesa, la ferviente espera a ejemplo de María, la vigilancia y, especialmente a través de Isaías, Lc y Pablo, se insiste en la alegría como virtud característica de estas fiestas cristianas. Adviento no es inútil añoranza de un pasado. Es una preparación de las venidas del Señor, una mediante otra, a salvarnos y dar alegre solución a nuestros problemas humanos. Entre esas dos venidas está nuestra historia, con sus titubeos, sus infidelidades y también sus heroísmos. Pero todo en la perspectiva de nuestro destino final. Mientras que los Evangelios de Adviento del Ciclo “C” están tomados todos del Evangelio de S. Lucas, los temas de las primeras y segundas lecturas están tomadas de distintos libros del AT y del NT. Las lecturas insisten en la idea de la venida de Cristo, bajo sus diversos aspectos: venida histórica, venida a la comunidad, venida escatológica.

179 Domingo primero Jer 33,14-16; Sal 24, 4bc-5ab. 8-9. 10 y 14; 1Tes 3,12-4,2; Lc 21,25-28. 34-36 Adviento, tiempo de esperanza Introducción La liturgia del Adviento desarrolla una auténtica espiritualidad, centrada en la venida del Señor y en su espera. El leccionario del Adviento presenta a Cristo como el que ha prometido volver entre los suyos, para que éstos se mantengan en tensión de espera y en vigilancia. En este domingo el tema específico propio es la vigilancia en la espera del Señor; la espera vigilante de la Iglesia. San Lucas, hilo conductor de este año, exhorta, sobre todo, a la esperanza, “porque se acerca su liberación”. En la primera oración solemne del año litúrgico hemos pedido a Dios que avive en nosotros, "al comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras" (or. colecta). Un Adviento diferente El Adviento es una bendición y un don, y nadie dice de un regalo o de una mención… ¡Otra vez, cada año lo mismo! Entremos en la bendición de Dios, no entremos en el camino de la rutina y de inercia. Además, la Palabra de Dios es viva y eficaz, siempre antigua y siempre nueva. La Palabra de Dios, Jesús en nosotros e la novedad, como es novedad cada encuentro en la vida… La gran esperanza En el fragmento evangélico que se acaba de proclamar aparecen dos aspectos de la esperanza: - La seguridad que nos comunica la fe en que la historia de la humanidad, nuestra propia historia, nuestra vida está en manos de Dios, que ha enviado a su Hijo no para condenar, sino para salvar, para liberar. Como hemos escuchado en la primera lectura, "el Señor es nuestra justicia" y vendrá a coronar el curso de nuestra historia humana, en la que se introdujo él mismo hace dos mil años, en la primera Navidad. Es la esperanza fundada en la fe en el Resucitado, vencedor del mal y de la muerte. Esa seguridad arraigada en nuestra fe ilumina el horizonte de nuestra existencia y nos hace vivir con una esperanza que no engaña. Una esperanza que año tras año debemos ir consolidando con una fe viva, con una oración confiada, con una fidelidad que nos prepara para el encuentro con el Señor que un día realizará del todo aquello que ahora es sólo un anhelo profundo de nuestros corazones, cuando nos presentaremos "en pie ante el Hijo del hombre". - Pero hay otro aspecto de la esperanza, la pequeña, la de aquí, la de cada día, la de nuestro mundo: un mundo de hambre y de guerra, de globalización desequilibradora, de riqueza creciente de algunos y de pobreza galopante de muchos, de desencanto y de exclusión social... La primera generación de cristianos contempló cómo el mundo caduco que ellos rechazaban caía y se hundía. Todo, hasta “los astros”, se tambaleó y los cristianos comprendieron que el Hijo del hombre se imponía “con gran poder y majestad”. A través de las realidades que ellos mismos vivían comprobaron que su esperanza no era engañosa, que creyendo en Jesucristo habían edificado sobre roca firme, que la Buena Noticia era el camino seguro hacia el triunfo del bien, del amor, de la justicia. En definitiva, progresaremos en el camino de la esperanza en la medida en que hagamos vida nuestra fe, que es Jesús, a medida que dejemos que Dios “nos colme y nos haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos”. De este modo nos prepararemos para “cuando Jesús, nuestro Señor, vuelva”. Y, ya ahora, al ver cómo en nuestra sociedad germinan semillas de verdadera esperanza, podremos acoger con fe la llamada: “Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”. “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”.

180 Domingo segundo Bar 5, 1-9; Sal 125,1-2ab. 2cd-3. 4-5. 6; Fil 1, 4-6. 8-11; Lc 3, 1-6 El domingo de Juan el bautista En el tiempo de Adviento nos encontramos todos los años con la figura de Juan el Bautista. Aparece y entra en nuestra asamblea, como en los tiempos de Jesús, para predicamos un bautismo de conversión. Juan no tiene sólo la misión de decimos que el Mesías está cerca, no es un periodista más que nos trae una información. Es, como nos comentaría Jesús de él, un 'profeta y más que profeta' (Mt 11,9). Un profeta que nos anuncia un mensaje importante y que quiere suscitar en nosotros un radical cambio de vida, y cuyo mensaje es todavía válido. Juan, el hijo nacido en la ancianidad del matrimonio de Zacarías, de la familia sacerdotal judía, y de Isabel, había crecido en el desierto, fortalecido por el Espíritu, a semejanza de las grandes figuras de Israel. Ahora Dios lo llama a su misión profética, como precursor del Mesías. Con razón la Iglesia lo ha escogido como figura del Adviento. Preparen el camino del Señor En este segundo domingo de Adviento, en medio de la celebración resuena la voz del que va delante, del 'mensajero'. El 'heraldo' que grita en el desierto: 'Preparad el camino del Señor'. Su eco atraviesa la historia y se oye en medio de la asamblea, como si ella se invitara a sí misma, como si actualizáramos la escena y el personaje. La figura de Juan el Bautista aparece en este domingo como la señal de la llegada de la salvación de Dios. Preparar el camino del Señor significa entrar en comunión con él. Es hacer que nuestra vida y que nuestro mundo se aproximen a lo que Jesús espera y quiere de nosotros, "allanad sus senderos... que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale" (evangelio). Juan llamaba a la conversión, al arrepentimiento de los pecados, con vistas a la llegada del Reino de Dios: "Convertíos, que se acerca el Reino de los cielos" (Mt 3,1). Esto quiere ser el adviento, un retorno a Dios. El adviento: un tiempo de conversión gozosa El fundamento del gozo del Adviento, que nos anuncia el profeta Baruc, es que el Señor viene y convierte a su Iglesia, nos convierte a todos, en heraldos de su gloria ante el mundo; desde nosotros resplandecerá el Señor sobre la tierra, y esto ha de ser nuestra infinita alegría. Así lo hemos cantado en el salmo responsorial: “El 'Señor ha estado grade con nosotros y estamos alegres”. Se trata de la alegría por la promesa de una espera segura, por la felicidad producida por Aquel que está presente y que al mismo tiempo viene. Ya a partir de este domingo vamos a ir creciendo en la alegría al sentir la llamada del precursor, sino también al convertimos nosotros también en heraldos del Evangelio. En la segunda lectura el apóstol Pablo se siente alegre porque la comunidad de Filipos continúa creciendo "en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores" de cara al día del Señor. La Palabra de Dios de este domingo nos hace una doble invitación: 'convertíos y sed anunciadores de conversión'. La misión profética de Juan el Bautista reclama nuestro papel profético en el mundo. La Iglesia está llamada a anunciar la salvación.

181 Domingo tercero Sof 3,14-18ª; Is 12,2-3. 4bcd. 5-6; Fil 4,4-7; Lc 3,10-18 “Alégrate y gózate en tu corazón...” Siempre hemos llamado a este Domingo el de la alegría, el de "Gaudete”, porque la llamada a la alegría se repite en los textos litúrgicos. Incluso en algunas Parroquias se cambia el morado por el color rosa, que simboliza mejor el gozo, y algunos se preguntan, si no es una insensatez, con un panorama tan negro, en tantos frentes, el que se nos invite a estar contentos. Las lecturas de la Misa El Profeta Isofonías. 'regocíjate, grita de júbilo, alégrate, gózate de todo corazón... El Profeta que predica siete siglos antes de Jesucristo, no vive en el mejor de los mundos. El Templo está invadido por los signos paganos, la injusticia social domina la política, los pobres vagan por la ciudad. Pero mira al futuro, sabe que Dios es más fuerte y les levanta el ánimo a los temerosos de Dios, invitándoles a vivir alegres, porque: "El Señor será el Rey de Israel, en medio de ti y no temerás". -A pesar de los pesares, no es de insensatos vivir con serenidad y alegría, si creemos que Dios camina con nosotros. Leemos hoy en el Canto de Isaías: "Confiaré y no temeré por que mi fuerza y mi poder es el Señor". San Pablo a los Filipenses. "Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad siempre alegres". Tampoco al Apóstol le había caído la lotería de lo bueno y lo bonito. No tenía gran salud, tuvo muchas persecuciones y en este momento escribe desde la cárcel. Pero tiene un motivo para cantar con gozo e invitamos a la esperanza: "El Señor está cerca. Nada os preocupe... oración... la paz de Dios custodiará vuestros corazones... ". ' Los duelos con pan son menos". El Señor es el pan de nuestras alegrías y el paño de nuestros sinsabores. El Evangelio de San Lucas. 'Za gente preguntaba a Juan: ¿Entonces qué tenemos que hacer?". Juan a esa pregunta sobre el cambio de vida, les contesta con tres cosas, que garantiza la alegría y la paz: -Generosidad. "El que tenga dos túnicas que se las reparta con el que no tiene". -Sentido de justicia y honradez. "No exijáis más de lo establecido... no hagáis extorsión”. -Dejarse invadir por Jesús. “El os bautizará con Espíritu Santo y fuego”. En el espejo de María Los hombres buscamos la alegría en muchas fuentes, y viendo a la Virgen, causa de nuestra alegría y queriendo aprender de ella, hacemos nuestro el Canto de Isaías, que leemos hoy: "Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación”. María dijo en el Magnificat: "Mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador; porque ha mirado la humildad de su sierva". En la Virgen están muy claras las fuentes de su gozo. La fe. Sintió a Dios muy cerca. Tuvo unos ojos nuevos. Por eso le dijo su prima Isabel: "Feliz tú que has creído". Y el Señor le brindó el mejor elogio: "Felices los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen". La esperanza. Cuando no veía claro preguntó: "¿Cómo será esto?". Y entendió que el Espíritu Santo, con su fuerza y con su luz, estaba siempre en el camino de su esperanza. El "no temas de María. Has encontrado gracia a los ojos de Dios", vale también para nosotros. Por eso la esperanza es una fuente de todo gozo. Dios es siempre más. El amor. María llenó de alegría la casa de Santa Isabel, la Fiesta de bodas de Caná y toda la vida de la gente que la conoció. Fue feliz, aunque no le faltaron sombras, porque hizo del amor y del olvido de sí misma la fuente de toda alegría. La Iglesia tiene razón hoy, -a pesar del periódico y de la televisión con todas sus noticias-, para invitamos a estar contentos. Valga por todas la palabra del salmo 23. 'Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo".

182 Domingo cuarto Miq 5,2-5ª; Sal 79,2ac y 3b. 15-16. 18-19; Hebr 10,5-10; Lc 1,39-45 “María se puso en camino...” Ya estamos a las puertas de Navidad. Y la Navidad, que ha invadido la calle, es el gran envoltorio, que esconde realidades muy distintas: el folklore, la mesa, los regalos, el encuentro familiar, la lotería, la preocupación por los otros... Todo puede ser bueno, si lo tomamos como expresión del acontecimiento que celebramos: que Jesús nació en Belén. Que el cielo puso su casa en la tierra. Y si esa maravilla, que cuenta el Evangelio, nos ayuda a restregarnos los ojos y nos hace descubrir a ese Jesús a la vuelta de cualquier esquina. Jesús sigue vivo y es Navidad siempre que nos lo encontramos. Las Lecturas de la Misa. El Profeta Miqueas. “Belén, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel...” El Profeta nos anuncia la venida de un personaje misterioso, de un linaje inmemorial, que nacerá en Belén. Es el Pastor que Dios nos envía. Será grande y nos traerá la paz. Este acontecimiento de los XV años de… no es un acontecimiento de sociedad, sino un encuentro con el Dios que da la vida; que es Vida…Yo soy la Vida, nos dice Jesús, que hoy nos preparamos para renovar en nuestra vida su Nacimiento. La vida sólo tiene sentido desde la unión con el Niño de Belén, con el Hijo del carpintero, con el Hijo de Dios que me a mí y se entregó por mí, dice san Pablo. Quien hoy nos ha dicho para lo que no sea vivir en Cristo: su vida, su Palabra y doctrina es basura… La vida solamente vale la pena vivirse desde Dios, desde la obediencia; Jesús es nuestro camino, camino que hay que andar para ser realmente felices…La Carta a los hebreos, que hemos escuchado nos dice de Cristo: “aquí estoy yo para hacer tu voluntad". El autor de la Carta pone en labios del recién nacido, Mesías, lo que serían sus primeras palabras, que cumplirá hasta el último detalle. La vida de Jesús es una lección acabada de fidelidad a Dios. Por eso San Pablo lo llama: "El amén. En Él todo ha sido sí" (2 Coro 1.20). La vida ha de ser un sí a los deseos de este recién nacido, que quiere contar conmigo, para llevar adelante sus planes de Salvador del mundo. El Evangelio nos presenta a María como Madre y modelo de vida de todo y de toda joven, hombre y mujer: "María se puso en camino y fue a prisa... entró en casa y saludó a Isabel... ". El Ángel de la Buena Noticia le había dicho que Isabel, un poco mayor para estos menesteres, estaba para dar a luz y Ella, ni corta ni perezosa, se puso en camino. Aprendemos en el Evangelio de María -"Se puso en camino..." Estaba muy bien en su casa. Era una embarazada. Pronto necesitaría cuidados. Había 140 Kms hasta Ain Karin, el pueblo de Zacarías e Isabel. No estaban buenos los caminos. Pero no dudó. Es la primera lección de un cristiano. El otro me necesita. Navidad es descubrir a Jesús en el otro. La vida está llena de "portales", donde se encuentra el Señor. Había recibido una Buena Noticia y tenía prisa por compartirla. A veces los cristianos tenemos demasiada poca prisa para anunciar a Jesús. También los pastores de Belén "fueron a toda prisa". La prisa por anunciar a Jesús y marchar en su nombre es un buen gesto de lo que ha de ser la vida de todo cristiano y cristiana. "¿Quién soy yo para que me visite la Madre de mi señor?". Isabel reconoció en la fe la grandeza de María. Es bueno que estos días, -leyendo el Evangelio, rezando. .-, sepamos reconocer con Jesús a María, la Madre. La criatura saltó de alegría". Un buen título de la Virgen y muy necesario hoy, es llamarle como en la Letanía: "Causa de nuestra alegría". Ella es el único camino para tener vida y al que es la Vida…Ser como María, pensar como María… 'Dichosa tú que has creído..." Es el primer piropo que la Iglesia le dice; y después de todo, entre los regalos de Navidad, los regaos que hoy…puedes recibir, el mejor que podríamos recibir, es una aumento de fe, para ser felices como María. Quedan pocos días hasta Navidad, qué bonito que hoy iniciemos con esta celebración, una preparación fuerte para acompañar a María desde Nazaret a Belén y oír la Buena Noticia: "Os ha nacido un Salvador; el Mesías, el Señor" y aplaudir y cantar con los ángeles y los pastores ante la mirada feliz de San José.

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NAVIDAD

Las Fiestas de Navidad celebran todas acontecimientos que revelan diversos aspectos de un único misterio: la Encarnación de Cristo y su humilde manifestación a los hombres. Navidad es una fiesta íntima que conmueve. Los temas principales son: - El Verbo se hizo carne: Dios al que nadie vio jamás, se humilla hasta hacerse hombre. Es la humanización de Dios. - Cambio admirable: Dios se hace hombre, para hacer al hombre hijo de Dios (Jn 1, 12; Gal 4, 4s), por la fe y el Bautismo. Es la divinización del hombre. - Dios y Hombre: La Encarnación nos revela que Dios y el Hombre viven en una sola Persona. Se trata de un retorno al Paraíso. - Nueva creación: Cristo comienza nuestra liberación, y nos hace volver a la condición del hombre en el Paraíso. La "Nueva Creación" corrige los yerros de la primera.

184 25 de diciembre ¡FELIZ NAVIDAD! Is 9,2-7; Sal 95,1-2a. 2b-3, 11-12. 13; Tt 2,11-14; Lc 2,1-14 ¡Feliz Navidad! Es la palabra que más oiremos estos días. Nos la dirán los mensajes comerciales, la gente de las calles, los discursos de los políticos, el abrazo cariñoso de la familia... y siempre irá acompañado de un deseo de cosas buenas. También la Misa de Nochebuena nos saluda con este gozo: alegrémonos todos en el Señor; porque nuestro Salvador ha nacido en el mundo. La Navidad es un recuerdo El más entrañable de los recuerdos. El Evangelista San Lucas, que lo habría oído de labios de María, contó la Historia en muy pocas palabras: “A María le llegó la hora del parto, dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre”. Muy pocas palabras para contar lo más importante de la Historia. Muchos niños habían nacido y nacerían en el mundo, llenando de esperanza su familia. Ninguno como éste, sería el fundamento de toda la esperanza de los hombres. “Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos lo hombres” (Epístola). Aparentemente era un niño como los otros: pequeño, indefenso, necesitado de todo y de todos. María y José sabían quién era y de rodillas lo adoraron. Con mucha fe, porque ningún signo extraordinario anunciaba su divinidad, y esta Nochebuena la Historia se dividió en dos partes. Terminaba un largo camino de esperanza. Se cumplía la promesa que había alimentado la fe de todo el A. T. Comenzaba un tiempo nuevo. Lo cantaron los Ángeles: “les traigo la Buena Nueva. Les ha nacido un Salvador; el Mesías, el Señor...” Navidad son los días de recordar esta Historia... El Belén, los villancicos, el árbol, la fiesta familiar... quieren ser el eco de esta página. Navidad es un acontecimiento de hoy Cuando estos días nos den a besar el Niño, nos dirán. "Un niño nos ha nacido. Un hijo se nos ha dado" .Haremos un acto de fe. Hablamos de un pasado y lo decimos en presente. El que nació, sigue naciendo entre nosotros. Oiremos lo que el Ángel les dice a los Pastores. “y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño, envuelto en pañales y acostado en el pesebre”. Nosotros, también, lo tenemos que encontrar. El Cristo que vive se nos manifiesta con otras "señales". Nos habla hoy desde su Palabra. Se nos da en la Eucaristía. Nos perdona en la Penitencia. Está vivo en el misterio de la Iglesia. Lo podremos servir en los hermanos, sobre todo; en los más necesitados. Hoy son tantos "los pañales" que envuelven nuestra Navidad, que casi no encontramos al Niño. Por eso tenemos que abrir, de par en par, los ojos de la fe, para que nos encontremos con Jesucristo. Tarjeta de Navidad Muchas cosas y muy bonitas nos dirán estos días en las felicitaciones navideñas. Pero la tarjeta más bonita nos la leerán los Ángeles en la Nochebuena: Gloria a Dios en el cielo. Un aplauso al Señor por esta maravilla de acercarse a nosotros, en ese ser tan pequeño, que le llamamos "Emmanuel -Dios con nosotros-". En la tierra paz a los hombres que Dios ama, que somos todos. Un buen programa. Así iremos nosotros por la vida, poniendo amor, que siempre es camino de paz. Que Dios nos dé estos días y siempre, con la alegría de los Ángeles y la prisa de los Pastores por encontrarlo, el corazón grande de María y la actitud servicial de José. ¡Feliz Navidad!

185 25 de diciembre Misa del día Nunca ha habido otra noticia mejor en toda la historia: “La Palabra se hizo carne”, es decir, “un Niño se nos hadado”, “nos ha nacido el Salvador”, “ha puesto se casa entre nosotros”. Por esto hoy los cristianos de todo el mundo saben muy bien por qué se alegran y qué es lo que celebran: Dios se ha hecho hombre. Ha querido nacer como uno de nuestra familia. Por muy angustiados que estemos, por preocupados que nos tengan las mil dificultades de la vida, hemos escuchado con gozo el mensaje del profeta: “Rompan a cantar a coro, ruinas de Jerusalén. El Señor que quiere haceros partícipes de su victoria. Dios no es un ser lejano. Es un Dios que habla, y su Palabra es entrañablemente cercana. Se ha hecho un niño y ha nacido en Belén. Antes, durante siglos, había hablado por medio de profetas o había enviado ángeles como mensajeros. Pero ahora nos ha hablado de otra manera: nos ha enviado a su Hijo. Y el Hijo es superior a todos los profetas y a los ángeles. Es lo que nos ha dice el autor de la carta a los Hebreos. Y es también lo que llena de entusiasmo a San Juan, en el prólogo de su evangelio, la solemne página que acabamos de escuchar: “la Palabra estaba junto a Dios, la Palabra era Dios, y la Palabra se hizo hombre, y acampó entre nosotros... La Palabra, ya lo sabemos, se llama Cristo Jesús: el Hijo de Dios, que desde la primera Navidad es también hijo de los hombres. Dios nos ha dirigido su Palabra. Si entre nosotros puede tener tanta trascendencia el dirigirnos o no la palabra unos a otros, si nuestra palabra de amistad, de interés o de amor, puede significar tanto, ¿qué será esa Palabra de Dios, su propio Hijo, que ha querido hacerse uno de nuestra raza y está para siempre entre nosotros? No. No es un Dios mudo, el nuestro. No es un Dios lejano, displicente, amenazador. Es un Dios que nos habla, y su Palabra se llama de una vez por todas, Jesús. Y, desde entonces, siempre es Navidad, porque siempre está esta Palabra de Dios dirigida vitalmente a nosotros, en señal de amistad y de alianza. Ese es el Misterio que hoy celebramos. Y que nos llena de alegría. Una Palabra hecha persona, que es el Hijo mismo de Dios, y que nos asegura que a nosotros también nos acepta como hijos. Alegrémonos, hermanos. Y acojamos a ese Niño, que es Hijo de Dios y Hermano nuestro. Que no se pueda decir de nosotros lo que Juan ha dicho de los judíos: al mundo vino y el mundo no le conoció, vino a su casa y los suyos no le recibieron. Desde el momento en que estamos aquí, celebrando la Eucaristía de Navidad, es que sabemos apreciar el gesto de Dios y hemos reconocido al Mesías, Jesús, lleno de gracia y de verdad. Por este Salvador que nos ha nacido, el mundo tiene esperanza. El futuro se presenta más prometedor. Porque El es para siempre, y sin retractación posible, Dios-con-nosotros. La Eucaristía de hoy la celebraremos con una gratitud especial. El que nació de la Virgen María en la primera Navidad, se hace hoy para nosotros Pan y Vino, para fortalecernos en nuestro camino. No estamos celebrando una fecha, o un aniversario, o una doctrina. Estamos celebrando a una Persona que vive, que está presente: El Hijo, el Hermano, el Salvador. Es el Dios que se ha hecho hombre para hacernos a nosotros partícipes de la vida de Dios. Es el Hijo que se ha hecho hombre para dar a los hombres la alegría de saber que Dios les acepta como hijos.

186 Sagrada Familia Ecl 3,3-7. 14-17ª; Sal 127,1-2. 3 4-5; Col 3,12-21; Mt 2,13-15. 19-23 Nadie tan absoluto como Dios respetó tanto nuestra libertad; nadie tan Otro se hizo tan igual a nosotros; nadie tan Padre apareció tan hermano. Hoy celebramos al Dios absoluto, Otro y Padre, encarnado en la Familia de Nazaret. Porque ningún lugar como la familia para presentar al hombre un sacramento de tanta sublimidad: un hombre, una mujer, un hijo,... una autoridad que libera, una obediencia que realiza, una igualdad de distintos, una comunión, el amor como ceñidor de la unidad consumada, y la Paz de Cristo actuando de árbitro entre los inevitables conflictos de quienes han sido llamados a vivir un solo cuerpo. La ley de la encarnación quiere decir que Jesús, nacido de la Virgen María desposada con José, adopta el proceso normal de cualquier criatura de su tiempo. Y quiere decir también que nace y crece en el seno de una familia en la que irá avanzando en edad, en sabiduría y en gracia ante Dios y los hombres. La misma lógica de la encarnación comporta también la lenta maduración de toda realidad. Son muchos años los que Jesús pasa en Nazaret. Y no son años inútiles ni perdidos. Son ocultos a los ojos del mundo, pero muy presentes ante el Padre. Lo que el Jesús itinerante vivirá y proclamará en los breves años de su vida "pública" se ha ido gestando y madurando en la vida oculta de la familia y el pueblo de Nazaret. La experiencia humana de la vida de Jesús, familia, trabajo, oración, educación, amistades, celebraciones... es el campo del que él propondrá tantos ejemplos de su doctrina nueva. También la encarnación comporta un progreso a partir de unos inicios oscuros. Es la experiencia que san Juan nos presentaba en la segunda lectura: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Hay un descubrimiento progresivo de nuestra condición, como también hay una proyección creciente de aquel Jesús de Nazaret, de una historia inicial tan concreta -el hijo del carpintero, el hijo de María- que se va desarrollando con un valor absoluto y universal. Todavía las lecturas de hoy nos dan otra lección de Nazaret: no hay ninguna realidad humana que tenga un valor absoluto, ni tan sólo la familia, tan querida por Dios. La primacía absoluta es "ser del Señor". En el relato de Samuel, su madre Ana lo expresa entregando al chico al santuario para que sea siempre del Señor. En el evangelio Jesús responde a la pregunta angustiosa de María “¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?”. Aunque inmediatamente Jesús se somete a otra de las expresiones de esta voluntad del Padre: la vida de la familia de Nazaret. Esta etapa y esta forma de la vida de Jesús tienen un valor revelador para nosotros: “Nazaret” es la forma ordinaria de vida de la mayoría. Es decir, una vida discreta, aparentemente sin relieve, pero en la que hay que descubrir y ser fiel a la voluntad del Padre y al crecimiento que él nos pide. También la vida de familia y nuestras familias son un lugar de encarnación de esta presencia de Dios. En este año internacional de la familia hemos podido encontrar nuevamente en el estilo de Jesús y de la familia de Nazaret una inspiración para renovar y mejorar nuestra convivencia: afirmar el valor gozoso y positivo de la vida familiar como lugar del amor incondicional, como ámbito del respeto y la libertad, la exigencia y la responsabilidad. Reconocer que la familia pide atención y esfuerzo por mantener vivo el amor. Y apoyo por parte de la sociedad y de todos. Y aceptar las experiencias contradictorias, bien simbolizadas en las palabras de María en el evangelio de hoy: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. De este tejido variado está hecha la experiencia de tantas familias. Muchas formas históricas se transforman, pero hay un criterio que perdura: vivir en el Señor, descubrir su voluntad en lo concreto de nuestra vida, también en nuestra vida de familia. El misterio de la Navidad nos anima a buscar la ayuda de aquel que ha venido a compartir nuestra existencia y que ahora, una vez más, se nos da en la Eucaristía.

187 31 de diciembre, fin de año Santa María, Madre de Dios Nm 6,22-27; Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8; Gál 4,4-7; Lc 2,16-21 “Al cumplirse los ocho días” de la Navidad, ocho días durante los cuáles hemos celebrado gozosos el nacimiento del Señor, nos reunimos para volver a contemplar el mismo misterio. Ponemos nuestros ojos en el Hijo de Dios en brazos de una mujer, María, a la que llamamos Madre de Dios. Esta fiesta forma parte de la Navidad. La grandeza de María está en su maternidad, en el hecho de ser Madre de Dios. No obstante, quizá está en la mente de muchos el año que estamos dejando y el nuevo año al que nos preparamos a inaugurar. Es éste el aspecto más popular de la fecha de hoy y mañana. Con una gran carga de buenos deseos, de felicitaciones…; buenos deseos por tiempos mejores, en el que impere la justicia, en el que podamos dar “gloria a Dios”. Y a estos dos acontecimientos (La solemnidad de la maternidad y el año que dejamos y el año que iniciamos) se añade el hecho de que la Iglesia dedica esta jornada, desde hace años, a orar por la paz… No podemos reflexionar en todos estos aspectos, por la extensión de cada tema y la brevedad de nuestro encuentro, por eso nos detendremos a contemplar el misterio de la Maternidad de María. “Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer”. El omnipotente, el poderoso, el que es rico, se hizo pobre, se encarnó en el vientre purísimo de una Mujer, por obra del Espíritu Santo: María la madre del verdadero Dios por quien se vive. Que el Verbo se haya hecho carne en María, mujer virgen y Madre de nuestra raza… implica que: El Hijo de Dios es hombre verdadero. La encarnación del Verbo, no es algo ficticio o aparente, sino que es plenamente real y María es verdadera Madre de Dios; comenta san Cirilo de Jerusalén: “Cree, además, que el Hijo unigénito de Dios, por razón de nuestros pecados, ha bajado del cielo a la tierra, haciéndose hombre semejante a nosotros en el padecer y naciendo de la Virgen María y del Espíritu Santo. El hacerse hombre se realizó no en apariencia o imaginariamente, sino con toda verdad. No pasó (Cristo) por la Virgen, como por un canal, sino que verdaderamente tomó carne de ella y en verdad fue por ella alimentado con su leche; como nosotros comió y como nosotros bebió. En efecto, si la encarnación hubiera sido una simple apariencia, hubiera resultado también aparente la salvación”. (Ibid., IV: PG 33, 465). Nacido de una mujer, significa que María es la Madre de Dios, porque engendró al Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad, la Persona del Verbo. Este Verbo se hizo hombre por medio de María asumiendo la naturaleza humana, engendrada milagrosa y virginalmente por ella, por obra del Espíritu Santo. Por eso María es verdaderamente Madre de Dios. "María sabe que el que lleva por nombre Jesús ha sido llamado por el ángel Hijo del Altísimo (cfr. Lc. 1,32). María sabe que lo ha concebido y dado a luz sin conocer varón, por obra del Espíritu Santo, con el poder del Altísimo, que ha extendido su sombra sobre Ella (cfr. Lc. 1,35). María sabe que el Hijo dado a luz virginalmente, es precisamente aquel 'Santo', el 'Hijo de Dios', del que le ha hablado el Ángel' (Juan Pablo HI, Enc. Redemptoris Mater, n. 17). Que la Madre de Jesús, Verdadero Dios y verdadero Hombre, Madre de la Iglesia, nos enseñe a meditar en el silencio como ella nuestra fe, y a conservar en nuestro corazón la Palabra de Dios y a guardarla (8, 21); que nos enseñe a orar con toda la Iglesia… Enséñame ¡oh Madre del Señor! A callar si la caridad va a quedar dañada si hablo. Enséñame a no hablar nunca mal de nadie, a callar siempre que el hablar sólo traiga crítica destructiva, vergüenza o difamación del hermano. Enséñame a llevarme unos cuantos secretos a la tumba. Enséñame a callar lo negativo, lo malo, lo que avergüenza al hermano si hablando falto a la caridad y no defiendo la justicia o al inocente. Enséñame a callar, a sufrir, a amar y aceptar en el silencio que se confía en Dios. Enséñame a orar en lo escondido, a dar limosna en lo oculto, a vivir santamente en el decoro del silencio del corazón.

188 1 de enero María, Madre de Dios Nm 6,22-27; Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8; Gál 4,4-7; Lc 2,16-21 “Al cumplirse los ocho días” de la Navidad, ocho días durante los cuáles hemos celebrado gozosos el nacimiento del Señor, nos reunimos para volver a contemplar el mismo misterio. Ponemos nuestros ojos en el Hijo de Dios en brazos de una mujer, María, a la que llamamos Madre de Dios. Esta fiesta forma parte de la Navidad. La grandeza de María está en su maternidad, en el hecho de ser Madre de Dios. “Envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer”. El omnipotente, el poderoso, el que es rico, se hizo pobre, se encarnó en el vientre purísimo de una Mujer, por obra del Espíritu Santo: María la madre del verdadero Dios por quien se vive. La maternidad divina de María -enseña Santo Tomás de Aquino- sobrepasa todas las gracias o carismas. Dios la llenó de todas las gracias. Por tanto, después de la Santísima Trinidad, está María. Al mirar hoy a Nuestra Señora, Madre de Dios, que nos ofrece a su Hijo en brazos, hemos de dar gracias al Señor, pues «una de las grandes gracias que Dios nos hizo además de habernos creado y redimido fue querer tener Madre, porque tomándola Él por suya nos la daba por nuestra. Enseña Santo Tomás de Aquino que María «es la única que junto a Dios Padre puede decir al Hijo divino: Tú eres mi Hijo». Nuestra Señora -escribe San Bernardo- «llama Hijo suyo al de Dios y Señor de los ángeles cuando con toda naturalidad le pregunta: Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros? (Lc 2, 48), ¿Qué ángel pudo tener el atrevimiento de decírselo (...)? Pero María, consciente de que es su Madre, llama familiarmente Hijo suyo a esa misma soberana majestad ante la que se postran los ángeles. Y Dios no se ofende porque le llamen lo que Él quiso ser». Es verdaderamente el Hijo de María. Cristo en cuanto Dios, es engendrado, no hecho, misteriosamente por el Padre ab aeterno, desde siempre; en cuanto hombre, nació, fue hecho, de Santa María Virgen. Cuando llegó la plenitud de los tiempos el Hijo Unigénito de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, asumió la naturaleza humana, es decir, el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza humana (alma y cuerpo) y la divina se unieron en la única Persona del Verbo. Desde aquel momento, Nuestra Señora, cuando dio su consentimiento a los requerimientos de Dios, se convirtió en Madre del Hijo de Dios encarnado, pues «así como todas las madres, en cuyo seno se engendra nuestro cuerpo, pero no el alma racional, se llaman y son verdaderamente madres, así también María, por la unidad de la Persona de su Hijo, es verdaderamente Madre de Dios». En el Cielo, los ángeles y los santos contemplan con asombro el altísimo grado de gloria de María y conocen bien que esta dignidad le viene de que fue y sigue siendo para siempre la Madre de Dios. Por eso, en las letanías, el primer título de gloria que se da a Nuestra Señora es el de santa Madre de Dios, y los títulos que le siguen son los que convienen a la maternidad de Dios: Santa Virgen de las vírgenes, Madre de la divina gracia, Madre purísima, Madre castísima... Por ser María verdadera Madre del Hijo de Dios hecho hombre, se sitúa en una estrechísima relación con la Santísima Trinidad. Esta obra maestra de la Trinidad es Madre de Dios Redentor y, por ello, también Madre mía, de este pobre ser humano que soy yo, que es cada uno de los mortales». ¡Madre mía!, le hemos dicho tantas veces. Hoy dirigimos el pensamiento a Ella llenos de alegría y de alabanza..., y de un santo orgullo: “Dios te salve, María, hija de Dios Padre: Dios te salve, María, Madre de Dios Hijo: Dios te salve, María, Esposa de Dios Espíritu Santo... ¡Más que tú, sólo Dios!”. Al comenzar un nuevo año, aprovechemos para hacer el propósito firme de recorrerlo día a día de la mano de la Virgen. Nunca iremos más seguros. Hagamos como el Apóstol San Juan, cuando Jesús le dio a María, en nombre de todos, como Madre suya: Desde aquel momento escribe el evangelista- el discípulo la recibió en su casa. ¡Con qué amor, con qué delicadeza la trataría! Así hemos de hacerla nosotros en cada jornada de este nuevo año y siempre.

189 La Epifanía del Señor Is 60,1-6; Sal 71,2. 7-8. 10-11. 12-13; Ef 3,2-3a. 5-6; Mt 2,1-12 La búsqueda de Dios La fiesta de hoy nos recuerda que la salvación de Dios que en Navidad celebramos es para todos los pueblos, para la humanidad entera. Y celebrar esta fiesta nos ayudar a cada uno, a cada una, a desear más y más esta salvación. La oración colecta lo expresa bien: "diste a conocer en este día a todos los pueblos el nacimiento de tu Hijo, concede a los que ya te conocemos por la fe, llegar a contemplar, cara a cara, la hermosura de tu inmensa gloria". El evangelio es el de los Magos, ¿qué podemos aprender de ellos hoy? Los pueblos paganos buscan la luz y le rinden homenaje…No puede ser otro el objetivo de nuestra fiesta, que dejar que el recién nacido ilumine nuestra vida…y rendirle homenaje a Aquel que se siendo Dios-El Verbo- se hizo hombre. Jesucristo quiere acercarse a todos los hombres y mujeres del mundo, sobre todo a los más pobres, para que, libremente, puedan vivir iluminados por su luz. Todos estos preparativos que han tenido con el novenario y la música, y los cohetes…son un intento por reavivar su fe, por salir al encuentro de nuestro Creador y Padre en su Hijo Nacido de la Madre de Dios. La búsqueda de Dios se da en medio de luces y sombras… Dios se manifiesta, actúa en la historia… (Eso significa epifanía); pero volvamos al ejemplo de los Sabios, los Reyes: hay que levantarse, ponerse en camino, atender a los signos de los tiempos, para descubrirlo ahí donde Él se nos quiere manifestar. "¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos surgir su estrella y hemos venido a adorarlo", preguntan los magos de Oriente cuando llegan a Jerusalén. No sabemos de qué ciudad salieron estos hombres (que representan al mundo pagano), cuándo vieron por primera vez la estrella, cuánto tiempo han caminado, con qué obstáculos u oscuridad… En los magos hay una fe que contrasta con la fe del pueblo elegido y sus jefes, que conociendo la palabra, no supieron o no quisieron darse cuenta de la presencia del Salvador…a pesar de que conocían las Escrituras: "Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres en manera alguna la menor entre las ciudades ilustres de Judá, pues de ti saldrá un jefe, que será pastor de mi pueblo, Israel"; mientras la noticia da gozo, como a los magos y pastores, otros se llenan de miedo, se paralizan y no son capaces de interpretar la Escritura. No es, a veces tan diferente nuestra actitud, cuántas veces nos da miedo, dudamos de ser felices con Jesús, y puede ser que prefiramos permanecer en algún vicio, dejar un momento nuestras ocupaciones… Después de haber estado en la oscuridad del palacio del rey Herodes, un hombre que es todo engaño e hipocresía, los magos vuelven a encontrarse con la estrella que los guía hasta Belén. El camino quizá todavía sea largo, pero ellos no desfallecen, siguen su búsqueda con alegría. Hasta que en un momento determinado la estrella se detiene en una casa (en una especie de establo), y ahí encuentran a Jesús, al Verbo encarnado, al Mesías. La alegría es inmensa. Dios ha manifestado su grandeza en la pequeña ciudad de Belén, se ha encarnado en ese niño recostado en el pesebre. Ahí está la luz que no se apaga, el rey del universo (a quien se le ofrece el oro), el Hijo del hombre (a quien se le da mirra como a quien habrá de morir), el mismo Dios (a quien se le inciensa). He aquí cómo podemos recorrer nuestra camino para llegar a Jesús; sin miedo, con perseverancia, con tenacidad; siempre pendientes de la estrella, de la fe que nos lleva al pesebre, al Sagrario, a las Escrituras… En la adoración de los Magos queda muy bien expresado, en palabras de S. Pedro Crisólogo, el que todos los pueblos descubrirían al Salvador del mundo: Hoy el Mago encuentra llorando en su cuna a aquel que, resplandeciente, buscaba en las estrellas. Hoy el Mago contempla claramente, entre pañales, a aquel que, encubierto, buscaba pacientemente en los astros. Hoy el Mago discierne con profundo asombro lo que allí contempla: el cielo en la tierra, y la tierra en el cielo; el hombre en Dios, y Dios en el hombre; y a aquel que no puede ser encerrado en todo el universo, lo descubre incluido en un cuerpo de niño (Pedro Crisólogo S. 150) Diariamente, también nosotros, por la intercesión de José y María, vayamos Todos, que todos bendigamos al Salvador. Que como los magos, que "regresaron a su tierra por otro camino"; nosotros emprendamos nuestro caminar por otro camino, el camino de la conversión, de la vida nueva. Estos hombres, después de lo acontecido en Belén, son otros; que esta fiesta también a nosotros nos convierta en hombres y mujeres nuevos, que caminan hacia un cielo eterno.

190 El bautismo de Jesús Is 42,1-4. 6-7; Sal 28,1a y 2. 3ac-4. 3b y 9b-10; Hech 10,34-38; Lc 3,15-16. 21-22 El comienzo (cf. Lc 3, 23) de la vida pública de Jesús es su bautismo por Juan en el Jordán (cf. Hch 1, 22). Juan proclamaba "un bautismo de conversión para el perdón de los pecados" (Lc 3, 3). Una multitud de pecadores, publicanos y soldados (cf. Lc 3, 10-14), fariseos y saduceos (cf. Mt 3, 7) y prostitutas (cf. Mt 21, 32) viene a hacerse bautizar por el. "Entonces aparece Jesús." El Bautista duda. Jesús insiste y recibe el bautismo. Entonces el Espíritu Santo, en forma de paloma, viene sobre Jesús, y la voz del cielo proclama que El es "mi Hijo amado" (Mt 3, 13-17). Es la manifestación ("epifanía") de Jesús como Mesías de Israel e Hijo de Dios. Hay dos detalles que resaltan en esta escena del bautismo de Jesús: la presencia del pueblo y la oración de Jesús. Antes de sumergirse en el agua, se sumerge en el pueblo. Se mezcla con la multitud, se identifica y comparte la condición humana. Jesús pasa a través del pueblo, un pueblo pecador, para captar ahí las demandas de un sentido para la vida, el deseo apremiante de un cambio, la aspiración a algo radicalmente nuevo. Después de este "paso" entre la gente, después de esa inmersión en el pueblo y, seguidamente, en el agua, Jesús se sumerge en la oración. Como para abrir una brecha en dirección al cielo, y hacer posible la intervención y la acción del Espíritu. El bautismo de Jesús es el punto de partida de su misión. Simbólicamente el Espíritu Santo desciende sobre él para enviarlo y guiarlo en sus trabajos por el Reino. De la misma manera, nuestro propio bautismo es el punto de partida de nuestra vida y misión cristiana. Por el bautismo nos hacemos realmente hijos de Dios y partícipes de la vida y misión de Cristo. Así como Jesús se mezcló con la gente, vivió como Hijo y pasó haciendo el bien, así nosotros estamos llamados a vivir como hijos de un mismo Padre: en armonía, paz, solidaridad. Eso es lo que complace a Dios. El bautismo, comporta el vivir la vida de Cristo y el compromiso de ser misioneros y soldado de Cristo. Nuestra vida de bautizados ha de ser su vida como una milicia de Cristo. Por el bautismo el cristiano ha de vivir los compromisos que comportan en primer lugar la huida del pecado, la penitencia y obediencia a los mandamientos. Por el bautismo hemos comenzado un nuevo nacimiento, que nos confiere la gracia de los hijos de Dios. Por el bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección: debe entrar en este misterio de rebajamiento humilde y de arrepentimiento, descender al agua con Jesús, para subir con El, renacer del agua y del Espíritu para convertirse, en el Hijo, en hijo amado del Padre y vivir una vida nueva" (Rm 6, 4): Enterrémonos con Cristo por el bautismo, para resucitar con El; descendamos con El para ser ascendidos con El; ascendamos con El para ser glorificados con El (S. Gregorio Nacianceno, Or. 40, 9). Todo lo que aconteció en Cristo nos enseña que después del baño de agua, el Espíritu santo desciende sobre nosotros desde lo alto del Cielo y que, adoptados por la Voz del Padre, llegamos a ser hijos de Dios (S. Hilario. Mat. 2). En tu bautismo en el Jordán, oh Salvador nuestro, has santificado las olas, aceptando la imposición de las manos de un siervo, y has curado las pasiones del mundo. Grande es el misterio de tu obra salvadora. Gloria a ti. Ha aparecido la luz verdadera y otorga a todos la iluminación. Cristo, que sobrepasa toda pureza, es bautizado con nosotros e infunde santidad en el agua que se convierte en purificación de nuestras almas. Lo que vemos es terrenal; lo que contemplamos es más sublime que los cielos. Mediante la ablución viene la salvación; mediante el agua, el Espíritu; mediante el descenso en el agua, nuestra ascensión hacia Dios. Admirables son tus obras, oh Señor. Gloria a ti (Anthol. 1, 1405).

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CUARESMA Son tres los grandes temas de la Cuaresma en su evolución histórica y en su sentido actual: a) El tema bautismal: La Cuaresma se formó en torno al Bautismo. Por eso, hay en ella temas de marcado sentido bautismal. Esto se observa en los temas del “agua” (Samaritana: Domingo III), de la “luz” (Ciego de nacimiento: Domingo IV) y de la "vida" (Resurrección de Lázaro: Domingo V). Estos temas de los tres últimos domingos se encuentran en cada uno de los tres Ciclos. b) Tema penitencial: La Cuaresma es tiempo de conversión, de ayuno y de penitencia a ejemplo de Cristo. Este sentido penitencial lo han conservado sobre todo los dos primeros domingos, con el Miércoles de Ceniza, y en especial los temas de entre semana. c) Tema pascual. En cuanto que la Cuaresma es preparación para Pascua, aparece el tema pascual “muerte-vida”. Comienza ya en el Domingo II (Transfiguración) y se hace explícito en el Domingo V (Resurrección de Lázaro) y durante esta 5a semana. En el Año C, en los Evangelios de Cuaresma, se han conservado para los dos primeros domingos, las lecturas tradicionales (Tentaciones y Transfiguración) según la redacción de Lucas. En los otros tres domingos se han tomado para el Ciclo “C” las perícopas del Evangelio de Lucas sobre la conversión (tema penitencial) y el de S. Juan: perdón de la adúltera. La proclamación de la Pasión de cada Año litúrgico se hace leyendo solamente el relato de dos evangelistas. En el Año “C”, se lee la Pasión según Lc y según Jn.

Domingo primero Deut 26.4-10; Sal 90, 1-2.10-11.12-13. 14-15; Rom 10,8-13; Lc 4,1-13 Fue tentado por el diablo El Evangelio pasado “pesca milagrosa” Pedro cayó en la red. Hoy el Evangelio nos habla de las tentaciones. El espíritu Santo inmediatamente después de su bautismo, conduce al desierto a Jesús donde fue tentado. Vemos que el demonio también es pescador pues “echa sus redes” y desde Adán todos hemos picado en sus redes. Solo Jesús dijo que no. Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán en el Paraíso y las de Israel en el desierto. (C Ig C 538) Jesús permaneció 40 días en el desierto (cuaresma, 40 años pueblo de Israel peregrino en el desierto hasta encontrar la tierra prometida) Desierto en tendido en primer lugar como lugar de encuentro con Dios, lejos de los hombres (moisés, eremitas) y en segundo lugar como lugar de prueba, lugar áspero, difícil. En este sentido también nosotros pasamos en nuestra vida por el desierto, dificultades y encontramos allí la tentación, pero no olvidemos que también es el lugar de encuentro con Dios. El desierto es el lugar en el cual se puede escuchar la voz de Dios y la voz del tentador. En el ruido, en la confusión, esto no se puede hacer; se escuchan sólo las voces superficiales. En cambio, en el desierto, podemos bajar en profundidad, donde se juega verdaderamente nuestro destino, la vida o la muerte. (Homilía de S.S. Francisco, 22 de febrero de 2015). La Iglesia nos hace recordar tal misterio (tentaciones) al comienzo de la Cuaresma, porque ello nos da la perspectiva y el sentido de este tiempo, que es tiempo de lucha, en la Cuaresma se debe

192 luchar, un tiempo de lucha espiritual contra el espíritu del mal. Y mientras atravesamos el ‘desierto’ cuaresmal, tenemos la mirada dirigida hacia la Pascua, que es la victoria definitiva de Jesús contra el maligno, contra el pecado y contra la muerte. He aquí entonces el significado de este primer domingo de Cuaresma: volver decididamente al camino de Jesús. Mirar a Jesús e ir con Él. Jesús experimenta la tentación como nosotros porque es hombre verdadero por humildad y para darnos ejemplo de cómo hemos de vencerla (oración, ayuno) Jesús en este tiempo prepara su vida pública para predicar, para fundar su iglesia para redimirnos con su pasión, muerte y resurrección. Las tentaciones: En este primer domingo de cuaresma, la Iglesia nos ofrece para nuestra meditación el pasaje de las tentaciones de Cristo. "Jesús, lleno del Espíritu Santo –nos cuenta Lucas— volvió del Jordán y fue llevado por el Espíritu al desierto y tentado por el diablo durante cuarenta días. Estuvo sin comer y, al final, tuvo hambre". Aquí aparecen los elementos más importantes de la cuaresma: el desierto, los cuarenta días, la oración, el ayuno y la lucha contra la tentación. "Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan" -le dice el demonio a Jesús-. Ante todo, hemos de notar que las tres tentaciones comienzan con la misma premisa: "Si eres Hijo de Dios...". Pero, ¡qué insolente es el demonio! Se atreve no sólo a tentar al Hijo del Dios bendito, sino que, además, pone en duda su condición divina. O, al menos, trata de "provocarlo" y lo reta con tamaña desfachatez. Así hace siempre Satanás. Su táctica es la mentira insolente, la suspicacia, la insinuación de la duda. Y termina en abierta rebeldía. Así actuó también con Eva en el paraíso, haciéndola dudar de la bondad de Dios y arrastrándola luego a la desobediencia frontal. "Diablo" es un vocablo griego y significa "mentiroso, calumniador". Y "Satán", en hebreo, es el "adversario", el acusador. Por eso nuestro Señor lo llama "padre de la mentira" porque es "mentiroso desde el principio", desde la creación del mundo. Es obvio que, después de cuarenta días de ayuno, nuestro Señor tuviera hambre. Y el "adversario", sumamente astuto, se aprovecha de esta coyuntura para tentarlo precisamente por aquí. Satanás siempre nos tienta por nuestra parte más débil. Pero ésta no es una tentación de "gula", como muchos comentaristas del Evangelio han explicado. ¿Qué pecado de gula podía haber en nuestro Señor después de tantos días sin comer? En todo caso, sería aprovecharse de una necesidad de Cristo, tentación de concupiscencia, anhelo de lo material. La verdadera tentación no es el mero hecho de saciar su hambre, sino que lo que pretende Satanás es algo muchísimo más grave: apartar a Cristo de su misión. El Padre había mandado a su Hijo al mundo como Siervo paciente, para redimir a la humanidad a través de la cruz y del sufrimiento. Y el demonio quiere que haga uso de su poder taumatúrgico en provecho propio y que se sirva de su mesianismo para su servicio, comodidad y complacencia personal. Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre. (C Ig C 539). El demonio con esta tentación de los panes, en el fondo nos dice: Déjate de cosas raras, de cosas espirituales, baja un poquito, materialízate, deja de ayunar. Es lo que nos pasa en la vida cuando perdemos la dimensión sobrenatural de las cosas: “no vayas a misa, no te confieses, no comulgues, roba, miente que todos lo hacen” Luego, llevándolo al pináculo del templo, le dice: "Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo...pues Dios encargará a sus ángeles que cuiden de ti". Tentación de soberbia, anhelo de la vanagloria y vanidad. No se trataba de hacer dudar a Cristo de la asistencia de Dios, sino de ponerlo en una situación tal que obligara a Dios a hacer un milagro. Otra vez, lo mismo: quería que Cristo se sirviera de Dios para servirse a sí mismo, y no al revés. Nuestro Señor nos diría que Él había venido "no para ser servido, sino para servir". Debía salvar al mundo por su condición de "Siervo de Yahvé". Y el demonio quiere que tergiverse totalmente su misión. Muchas veces, nos gusta actuar así: “para que nos vean” para que nos aplaudan, buscamos la admiración de los demás, viviendo del comentario de la gente!!!

193 Y después, llevándolo a la cima de un monte, le muestra todos los reinos de la tierra y le hace esta obscena proposición: "Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo han dado y yo lo doy a quien quiero. Si tú te postras ante mí, todo será tuyo" Vuelve otra vez a lo mismo, Además de que no es cierto que el mundo es de él y de presentarse como si fuera suyo, vuelve por tercera vez a insistir en su misma estratagema: apartar a Jesús de la misión redentora que le había encomendado el Padre. Pero no sólo. Le promete en un abrir y cerrar de ojos todo el poder y la gloria del mundo tentación de Avaricia, anhelo del poder. Quiere cambiar el Reino que él traía -un Reino de cruz, de humildad y de servicio- por un reino de dominio, de poder, de fausto, de esplendor. ¡Lo más radicalmente opuesto a lo que Él había venido! Su predicación estaba en total antagonismo con estos criterios. Obtener el poder a costa de todo, son capaces de vender el alma al propio demonio (magia, ocultismo, espiritismo) El demonio usó la misma estrategia para hacer caer a Eva: “seréis como Dios” no es verdad que muchas veces encontramos el poder, la excelencia, a costa de todo incluso vendiendo nuestra propia conciencia!!! “todo se compra, todo se vende” El evangelio nos enseña que todos tenemos un enemigo invisible, busca apartarnos de Dios, su triunfo es hacernos ver que él no existe. Si esto pasa es como el soldado que se olvida en la batalla del enemigo. El demonio para obrar el mal, nos miente y engaña, nunca presenta el objeto como algo malo, todo lo contrario, nos lo presenta con apariencia de bueno, de un bien. El demonio es astuto y busca confundirnos y no se toma vacaciones. Hemos de contar con las tentaciones, porque en sí mismas no son malas, son malas cuando no se vencen, hemos de ver como una ocasión para demostrar nuestro amor y fidelidad a Dios. Las tentaciones están para vencerlas, no vienen de Dios, dios no nos tienta, pero permite las tentaciones en nuestras vidas, además nunca seremos tentados por encima de nuestras fuerzas. La tentación es la experiencia común de todos. Éstas siguen siendo las tentaciones con las que Satanás quiere hacernos sucumbir también a nosotros. Su plan es siempre el mismo: la mentira, la vanagloria, el camino fácil, los triunfos fulminantes y espectaculares, la comodidad, el uso de nuestras cualidades para nuestra propia gloria y honra, para que los demás nos alaben, se "impresionen" y nos sirvan ¿No son éstos nuestros puntos más flacos? ¡Y cuántas veces el demonio nos derrota por aquí! Jesús no nos ha dejado sólo un ejemplo de cómo se debe luchar; nos ha merecido la gracia de vencer. Aprendamos hoy la lección de Cristo y no le sigamos al juego a ese mentiroso y estafador. El demonio siempre nos pinta las cosas de "color de rosa" y nos engaña. Ojalá aprendamos de nuestro Señor a afrontar la tentación como Él: con la oración, la vigilancia, el sacrificio -eso es el ayuno-, y la lucha tajante contra la tentación. No juguemos ni dialoguemos con Satanás. No permitamos las dudas ni las insinuaciones. Cortemos enseguida, como Cristo, poniendo por delante la obediencia pronta a la Palabra de Dios y al cumplimiento amoroso de su Voluntad en las pequeñas circunstancias de nuestra vida de todos los días. ¡Éste puede ser un buen propósito para iniciar la Cuaresma! Medios para vencer la tentación: acudir a los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Penitencia; la oración, la mortificación, los sacramentales, agua bendita, imágenes, acudir a la Virgen María. Lo peor que nos puede pasar es perder el sentido del pecado (nada es pecado) pidamos luces, el Señor está de nuestro lado, pidamos lo del Padre Nuestro: “no nos dejes caer en la tentación” El Evangelio termina diciendo “completadas las tentaciones el Demonio se marchó hasta otra ocasión” es decir, el Señor fue tentado en muchas más ocasiones (Huerto de los olivos, pasión), con mucha más razón a nosotros.

194 Domingo segundo Gén 15,5-12. 17-18; Sal 26,1. 7-8a. 8b-9abc. 13-14; Fil 3,17-4,1; Lc 9,28b-36 Jesús manifiesta su identidad más oculta en su humanidad: la transfiguración A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro "comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir... y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día" (Mt 16, 21); Pedro rechazó este anuncio (cf. Mt 16, 22-23), los otros no lo comprendieron mejor (cf. Mt 17, 23; Lc 9, 45). En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la transfiguración de Jesús (cf. Mt 17, 1-8; 2 P l, 16-18), sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por El: Pedro, Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le “hablaba de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén” (Lc 9, 31). En las enseñanzas de Dios a su pueblo (ley y los profetas) hasta ese momento… luego Jesucristo. En la transfiguración: dos hombres Elías (profetas) y Moisés (ley) y Cristo muy por encima de los otros acompañantes. El momento que viven es muy intenso: “hagamos 3 tiendas”. Se consideraba que los tiempos mesiánicos, los justos morían en sus carpas, por ellos la expresión ¡qué bien se está aquí! La nube es signo de la presencia de Dios, nos recuerda al éxodo. En su conjunto, Jesús es la tienda sagrada sobre la que está la nube de la presencia de Dios. Una nube los cubrió y se oyó una voz desde el Cielo que decía: “Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadlo” (Lc 9, 35) (C Ig C 554) Voz del Padre que aclama a Cristo como hijo suyo y manda escucharlo. Jesús es más que Elías y Moisés, está por encima de quienes hasta entonces habían hablado al pueblo de Dios. Él ha venido a dar cumplimiento la ley y los profetas. Él es la plenitud de la revelación. San Juan De la Cruz decía que Dios al enviar a Cristo se ha quedado mucho porque ha mandado su Palabra. Y San Pablo: De muchas maneras ha hablado Dios en el pasado a nuestros padres…en estos últimos tiempos por su Hijo. Así pues, al Hijos es a quien debemos escuchar y prestar oídos a su enseñanza, hacer lo que él nos diga. ¿Le escuchamos? ¿Vivimos en el ruido? ¿Escuchamos su enseñanza? La Iglesia nos enseña amar, los mandamientos, sacramentos. ¿Hacemos lo que él dice? O hacemos lo que nos dice la TV. Vivimos buscando modelos, referentes… ¿Es Dios nuestro referente? Escuchamos a Dios a través de la conciencia, confesión, oración, la enseñanza de la Iglesia (papa, obispos, sacerdotes) La transfiguración más allá de ser una manifestación de su gloria, nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 21) Es la pregustación de su Gloria. Pero ella nos recuerda también que "es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios" (Hch 14, 22) No hay cristiano sin CRUZ, nuestro símbolo, DNI. A Cristo se le representa en la cruz, él es el modelo. La cruz será siempre el camino que nos lleve a la Gloria. Cuidado! También el Demonio nos ofrece la Gloria, poder, fama, riqueza “Te daré Gloria (fama riqueza) si me adoras” una gloria sin esfuerzo sin cruz, solo arrodillándose…esa gloria no sacia la felicidad. ¿Cuántas personas siguen esa gloria? Venden su alma, se pierden, se arruinan. Cristo nos ofrece la verdadera gloria, nos muestra en el Tabor: “Qué bien se está aquí” la felicidad es total. Sin embargo si yo quiero esa felicidad, tenemos que bajar del monte y volver a lo cotidiano de la vida, a la lucha contra el mal, cargar con la cruz, ser crucificados con Cristo. Y por fin después de esta peregrinación podamos alcanzar la corona. Todos estamos invitados a ella, no olvidemos que el camino pasa por la cruz que pesa tanto a veces y que caemos. Sigamos fielmente a Cristo confiados en la promesa que nos hizo, la vida eterna.

195 Domingo Tercero Ex 3,1-8a. 13-15; Sal 102,1-2. 3-4. 6-7. 8 y 11; 1 Cor 10, 1-6. 10-12; Lc 13,1-9 Nuestro éxodo pascual Asistimos aquí al nacimiento de la Pascua. La Pascua no tiene origen en la tierra sino en el cielo. Nace de la compasión de un Dios, que oye el grito de los oprimidos, ve los sufrimientos y decide intervenir. Pascua es una palabra que escuchamos repetir continuamente durante este tiempo del año y que ocupa un puesto central en el lenguaje religioso de los cristianos. El motivo de haber sido escogido el texto evangélico de la Higuera estéril es porque se completa con la enseñanza sobre el éxodo. Nos dice cuál es el nombre nuevo del éxodo: conversión, producir los frutos que Dios quiere de cada uno. Conversión, en el lenguaje bíblico, no indica el paso de un lugar a otro, sino precisamente de un modo de vivir a otro. La palabra conversión, oída en el contexto de la Cuaresma, nos recuerda una cosa fundamental. Dios hace el noventa y nueve coma nueve por cien de nuestra salvación. Pero, hay algo que también debemos hacer nosotros. La Pascua significa Dios que pasa; pero, también, que el hombre pasa, esto es, gracia y libertad; acción de Dios y respuesta del hombre. Una no es suficiente sin la otra. La conversión del corazón es, por decirlo así, obra de arte común del Espíritu Santo y de nuestra libertad. Una historia dice que un hombre está a punto de ser ahorcado en la plaza de la ciudad, porque no ha podido pagar su deuda. Pasa por allí el cortejo del rey. Sabida la cosa, el rey mismo paga la mayor parte del rescate. Sin embargo, falta algo y el verdugo hace como que va a ejecutar la condena. La reina añade su limosna y así hacen algunos más del séquito. Al final, falta una sola pequeña moneda. El verdugo es inflexible: se debe proceder. El condenado, entonces, se hurga desesperadamente los bolsillos y encuentra que también él tiene una pequeña moneda. ¡Está salvado! El rey, en esa historia, representa a Cristo, la reina a la Virgen y los caballeros a los santos. La conversión no es sólo un deber, es también una posibilidad. Yo diría que es casi un derecho. Nadie está excluido de la posibilidad de cambiar. Porque el itinerario de la conversión lleva a la reconciliación con Dios y a vivir en plenitud la vida nueva en Cristo: vida de fe, de esperanza y de caridad. Nadie tiene el derecho de darse por irrecuperable. A veces, hay en la vida situaciones morales que parece que no tienen camino de salida… Pero para todos existe la posibilidad de cambio. Es «imposible para los hombres, no para Dios» (cfr. Lucas 18,25-27). Antes de concluir, recordemos las palabras de Dios a Moisés: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a librarlos». ¡Qué sabor nuevo tienen estas palabras leídas hoy con ojos de cristianos! En Cristo, en verdad, Dios ha descendido para liberar a su pueblo. No ha descendido para liberar a un pueblo de otro sino para liberar a todos los pueblos del enemigo común, que es el pecado y la muerte. Cristo, en verdad, como lo llama el Apóstol, es «nuestra Pascua» (1 Corintios 5, 7). El hombre, todo hombre, es invitado a la conversión y a la penitencia; es impulsado a la amistad con Dios, para que reciba como don la vida sobrenatural, que colma las más profundas aspiraciones de su corazón. Dejémonos transformar por la gracia de la conversión y de la penitencia para llegar a las cumbres altas y pacificadoras de la vida sobrenatural. Sólo en Dios el hombre se encuentra plenamente a sí mismo y descubre el significado último de su existencia. ¡No se desanimen! Abandónense en los brazos de Cristo: él los aliviará. ¡Jesús, María y José están con ustedes!

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Domingo cuarto Jos 5,9a. 10-12; Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7; 2 Cor 5,17-21; Lc 15,1-3. 11-32 El Padre misericordioso Afortunadamente muchos, como el hijo pródigo del que habla el Evangelio de Lucas (cfr. Lc 15, 13), después de haber abandonado la casa paterna y disipado la herencia recibida llegando a tocar fondo, se dan cuenta de todo lo que han perdido (cfr. Lc 15, 13–17). Emprenden entonces el camino del retorno: “Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado...” (Lc 15, 18). Dios, bien representado por el padre de la parábola, acoge a todo hijo pródigo que retorna a El. Lo acoge mediante Cristo, en quien el pecador puede volver a ser “justo” con la justicia de Dios. “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito”. ¡Aquí está significado, en síntesis, el misterio de la redención del mundo! Hay que darse cuenta, hasta el final, del valor del gran don que el Padre nos ha hecho en Jesús. Hace falta que delante de los ojos de nuestra alma se presente Cristo, el Cristo de Getsemaní, el Cristo flagelado, coronado de espinas, cargado con la cruz, y por último crucificado. Cristo ha asumido sobre sí el peso de los pecados de todos los hombres, el peso de nuestros pecados, para que nosotros podamos, en virtud de su sacrificio salvífico, ser reconciliados con Dios. Como vivieron esta parábola los santos Muchos santos se fijan más en la figura del Padre, y menos en la del hijo, y terminan destacando la infinitad de la misericordia de Dios. San Ambrosio, dice: tienes miedo de una palabra airada y el Padre prepara para ti un banquete; tienes miedo de una reprensión, de un castigo, y encuentras la dignidad, te besa y te prepara un banquete. Dios no sólo ama a la criatura, sino que ama a una persona que es pecadora; amar de esa forma al que lo ha ofendido gravemente, marca el contraste más fuerte entre el pecado y la misericordia de Dios. El contraste se hace para que acudamos más fácilmente a la misericordia de Dios. Santa Genoveva Torres. Dios se expande en su amor hasta a los que le ofenden. Dios sigue siendo tan Padre del hijo infiel, que le sigue amando. En la parábola se ve que el hijo sigue siendo hijo, y le dice Padre, aunque no soy digno. Porque el Padre sigue siendo Padre. La condición filial no se pierde. Se pierde la gracia, pero el carácter de cristiano no. Se le llama hijo pródigo para hacer más hincapié en la misericordia del Padre, haciendo caso omiso de la historia negativa del hijo con su Padre. En la experiencia del propio pecado, lo que más ayuda es la misericordia de Dio; pues quedarse en el pecado es quedarse en la muerte. A luz de esto se aprende la maldad del pecado. Dios permite la libertad y nosotros pecamos. Pero Dios sale al encuentro del pecador con su misericordia, no porque se complazca en el pecado, sin por el amor al pecador. La misericordia de Dios quita del todo el pecado. Juan Pablo I dice que Judas cometió un pecado al entregar al Señor, pero cometió otra mayor al no arrepentirse. El tamaño del pecado no cambia el resultado de la misericordia infinita de Dios. No hay pecado que no pueda ser perdonado y/o que impida las posibilidades de llegar a la santidad. El problema que hay es que a veces no hay suficiente arrepentimiento. La misericordia de Dios en un alma bien arrepentida puede llegar a hacer a un alma tan limpia como en el bautismo, del todo le quita el pecado. Espanta la misericordia de Dios, que no sé como no se parte el corazón del pecador ante el amor misericordioso de Dios, dice santa Teresa. María, Madre del perdón, ayúdanos a acoger la gracia del perdón en este tiempo de gracia y misericordia ¡Haz que la Cuaresma sea para todos los creyentes, y para cada hombre que busca a Dios, el momento favorable, el tiempo de la reconciliación, el tiempo de la salvación!

197 Domingo quinto Is 43,16-21; Sal 125,1-2ab. 2cd-3. 4-5. 6; Fil 3,8-14; Jn 8,1-11 Jesús no condena, salva y libera Jesús está enseñando. De improviso, el círculo de los oyentes se abre para hacer pasar a una mujer empujada por una banda de fariseos vociferantes. “¿Tú, qué dices?” No habían venido para pedir un parecer sino para tenderle una trampa, como cuando le preguntaron si es lícito o no pagar el tributo al César. La trampa consiste en esto: si dice que no hay que apedrearla, se pone contra la ley de Moisés y podrá ser acusado como trasgresor de ella; mas, si dice que hay que apedrearla, perderá finalmente la aureola de maestro bueno, piadoso con los pecadores, que le atrae el favor del pueblo. Jesús no pronuncia palabra. Se inclina al suelo para trazar unos signos. Quizás tiene él mismo necesidad de reflexionar o quiere enfocar las intenciones de los interlocutores. Al final, levanta la mirada y dice: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. Una frase que lleva la marca inconfundible del lenguaje lapidario de Jesús. Se asemeja a la frase con que desbarató la trampa del tributo al César: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22,21). Fue como si, con aquella frase, les hubiese quitado de golpe el disfraz de la conciencia de cada uno. Jesús poseía en grado sumo el don de «escrutar los corazones». Conocía lo que había en el corazón de las personas, que tenía delante, y éstas, a veces, se daban cuenta. El silencio se hizo pesado e insoportable; los más ancianos comenzaron a diluirse, quizás asustados por la idea de que Jesús pretendiese «ayudarles» a profundizar en su vida pasada, para ver si en verdad estaban sin pecado, comprendido precisamente hasta aquel mismo pecado que le echaban en cara a la mujer. Ellos sabían bien que el decálogo no prohibía sólo el adulterio sino también «¡ desear a la mujer de los demás!» (cfr. Éxodo 20,17; Deuteronomio 5, 21) Cristo se pone de parte de la mujer sorprendida en adulterio y la defiende de la lapidación. El dice a los acusadores: «Quien de vosotros esté sin pecado tire la primera piedra contra ella» (Jn. 8, 7). Cuando ellos dejan las piedras y se alejan, dice a la mujer: «Ve, y de ahora en adelante no peques más» (Jn. 8, 11). Cristo identifica, pues, claramente el adulterio con el pecado. En cambio, cuando se dirige a los que querían lapidar a la mujer adúltera, no apela a las prescripciones de la ley israelita, sino exclusivamente a la conciencia. El perdón de los pecados está en el corazón mismo del anuncio evangélico desde su mismo comienzo. Jesús declara repetidamente que ha venido para buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 8). Pero es evidente que Jesús rechaza el mal, el pecado, no importa quién lo cometa; pero ¡cuánta comprensión muestra hacia la fragilidad humana y cuánta bondad hacia el que ya sufre a causa de su miseria espiritual… Ser comprensivos con respecto a quien peca, no equivale a disminuir las exigencias de la norma moral (cf. Veritatis splendor 95). Cristo, perdonó a la mujer adúltera, salvándola de la lapidación (cf. Jn 8, 1-11). Cada uno de nosotros podemos tomas nuestro lugar: Están los fariseos, que no se arrepienten, ni perdonan, peri condenan y matan; la mujer adúltera, arrepentida, amada y perdonada por Jesús; Está la actitud de Jesús ante el pecador, que salva, libera y ama… Pero cualquiera que se a nuestro lugar quedémonos como dichas a cada uno, personalmente con las palabras de Jesús, que encuentran liberación, misericordia, perdón y salvación “Ve y de ahora en adelante ya no peques más” (Jn 8, 1 l).

198 Domingo de Ramos Is 50,4-7; Sal 21,8-9. 17-18a. 19-20. 23-24; Fil 2,6-11; Lc 22,14-23,56 Plenitud del hombre “Trajeron el pollino donde Jesús, echaron encima sus mantos y se sentó sobre él” (Mc 11, 7). Así empezó Cristo el camino que lo conducía a Jerusalén para celebrar las Pascua, tras haber cruzado muchas calles, es más, todo el territorio de Palestina con sus propios pies. Este es el único camino que recorrió montado en un pollino. Así se cumplieron las palabras del profeta: “No temas, hija de Sión; mira que viene tu rey montado en un pollino de asna” (Jn 12, 15; cf. Zc. 9, 9). Sólo él sabía a dónde lo iban a conducir los caminos de Galilea, Samaria y Judea, que recorrería durante los años de su vida… Sabe que “si el grano de trigo no cae en tierra y muerte, queda solo” (Jn 12, 24). Él es el grano que debe producir fruto y que debe morir. Él es el que entra en Jerusalén para “perder la vida, para... dar su vida como rescate por muchos” (Mt 20, 28), para “entregarse a sí mismo” (cf 1 Tm 2, 6). Esta peregrinación permite que Cristo hable al hombre, al hombre de nuestro tiempo; en particular. Vamos en peregrinación detrás de Cristo hasta la vida eterna. (Jn 6, 68). Vamos en peregrinación detrás de Cristo para conocer la verdad sobre nosotros mismos, la verdad sobre el hombre. Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» (Gaudium et spes, 22) y le revela su elevada vocación, de manera que sin él, sin el Evangelio, sin el Domingo de Ramos y el misterio pascual, el hombre no puede conocer plenamente la verdad sobre sí mismo. ¿Quién es el hombre? “La única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo” (Gaudium et spes, 24). Por tanto, el hombre no puede «encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» Cristo mismo ha manifestado esta verdad en plenitud. La ha manifestado por medio de sí mismo. ¿Qué significa, en efecto, «llegar a ser don desinteresado para los demás», sino «dar la vida, perder la vida»? ¿Acaso no es Cristo mismo el que ha asegurado que cuando el hombre «se encuentra a sí mismo», entonces da fruto y produce el ciento por uno»? (cf. Mt 13, 23; Lc 8, 8). Él no considera su existencia como una «pasión inútil», sino que la llena con la certidumbre del sentido último. 5. Mientras Jesús entraba en Jerusalén, escuchó estas palabras: «Maestro, reprende a tus discípulos» (Le 19, 39). ¡Repréndelos! ¡Que se callen, que dejen de cantar, que no hagan peregrinaciones! ¡También el mundo ha ido lejos en muchas direcciones! Jesús respondió: «Os digo que si éstos se callan, gritarán las piedras» (Lc 19, 40). Y así, después de dos mil años, los hombres siguen aclamando su venida al mundo y su Evangelio de salvación.

199 TRIDUO PASCUAL JUEVES SANTO Ex 12,1-8.11-14; Sal 115,12-13. 15-16bc. 17-18; 1 Cor 11,23-26; Jn 13,1-15 Con la celebración de esta tarde iniciamos el Triduo Pascual, el centro y culminación de todo el año litúrgico y de toda la fe cristiana: el misterio pascual, la celebración de la muerte y resurrección del Señor. El apóstol Pablo nos ha recordado que esta tradición de reunirnos alrededor de la mesa para celebrar la Eucaristía viene del primer jueves santo, viene del mismo Jesús. Nos mantenemos fieles a su invitación: “Haced esto en memoria mía”, y Él se mantiene fiel a su palabra: este pan “es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre”. Aquí tenemos nuestra Pascua: el Señor pasa por nosotros con el pan y con el vino de la Eucaristía y nos libera. La pascua de los israelitas era la fiesta de la liberación de la esclavitud de Egipto. La Eucaristía es la fiesta de nuestra libertad radical: Jesús nos salva del pecado y de la muerte. El testamento de Jesús Nosotros, esta tarde, queremos ser aquellos amigos de Jesús que estamos con él en ese momento importante, porque le amamos y queremos cumplir su voluntad, y ese testamento que Jesús deja a sus discípulos, que nos ha dejado por tanto a nosotros, se puede resumir en cuatro palabras: la eucaristía, sacerdote, amor y servicio. Eucaristía y sacerdocio En la última Cena Jesús instituyó la eucaristía y el sacerdocio. En aquella noche santa el llamó por su nombre a cada sacerdote de todos los tiempos. Con la eucaristía, Jesús instituye un signo, el pan y el vino, que simbolizan su cuerpo y su sangre entregados por nosotros. San Pablo nos recuerda esta tradición de celebrar la eucaristía, una tradición que comienza el jueves santo y que se ha ido transmitiendo de generación en generación. Porque la eucaristía es el centro de la Iglesia, la eucaristía expresa el núcleo de nuestra fe: el misterio pascual de Jesús. ¡Qué importante es nuestra adhesión a Cristo!, el amor que hemos de sentir y de tener por la eucaristía, celebrarla con fervor, la devoción con la que la hemos de adorar… Celebrar la eucaristía es querer ser fieles a la voluntad de Jesús aquel día en la última cena: “Haced esto en conmemoración mía”. Con estas palabras Jesús daba el poder a sus apóstoles, a los obispos y a los sacerdotes, para que celebraran la eucaristía. En la última cena nacimos los sacerdotes, hemos nacido de la eucaristía: el sacerdote tiene su origen, vive, actúa y da frutos de la eucaristía. No hay eucaristía sin sacerdocio, como no existe sacerdocio sin eucaristía. Hay, pues una intima reciprocidad entre la eucaristía y el sacerdote. Se trata de dos sacramentos nacidos juntos y que están indisolublemente unidos hasta el fin del mundo. Hoy es un día para vivir estos sagrados misterios y dar gracias a Dios por el don de la eucaristía y el sacerdocio y, por otro, rogar incesantemente para que no falten sacerdotes. Con cuanto amor y condescendencia humilde ha querido Dios unirse al hombre Así como apreciamos el don de la eucaristía, podemos hacerlo con el don del sacerdocio…

200 El mandamiento del amor y del servicio Otro punto central del testamento de Jesús es el mandamiento del amor. En el evangelio se nos relata ese gesto que Jesús hizo con sus discípulos: les lava los pies. Es un gesto que expresa de forma muy significativa aquel mandamiento suyo: “Que os améis unos a otros como yo os he amado”. Y así como después de instituir la eucaristía les dijo “Haced esto en memoria mía”, también después de lavarles los pies les dijo: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?..También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”. La caridad debe ser, pues, el distintivo práctico del seguidor de Jesús. El evangelista, queriendo describirnos este momento por dentro, desde el corazón de Jesús, dice esto: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Fijémonos en este amor. Nos llega también a nosotros. Es lo más grande que ha pasado nunca. Dejemos que nos toque, que nos afecte. En esos momentos decisivos, cuando nadie a su alrededor sabe a ciencia cierta qué pasará, el Maestro quiere que, por encima de todo -fe, dudas, miedo-, los discípulos sientan que les ama. Hermanos y hermanas: Que nuestro jueves santo sea también una experiencia de amor. El mandamiento nuevo del Señor tiene dos movimientos que se aceleran mutuamente: “Como yo os he amado...” y “que os améis unos a otros”. Cuanto más sintamos que somos amados, más amaremos. Jesús “se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido”. Con este gesto, Jesús nos revela, casi sin palabras, de qué amor nos está hablando. Cuando le vemos quitarse el manto, pensamos en el despojo esencial de su encarnación: “Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo” (Fil. 2: 6-7). Es este mismo amor de humildad y de servicio el que nos pide el mandamiento nuevo que nos da: “Como yo os he amado”, dice, y también: “También vosotros debéis lavaras los pies unos a otros”. El que quiera ser grande que sea el servidor de todos… Que la santísima Virgen nos alcance la gracia de valor y apreciar la eucaristía, que sepamos buscarla para conocerla, amarla y hacer de ella la vida de nuestra vida. Que la Madre que Cristo, sumo y eterno sacerdote, interceda siempre para que en la Iglesia haya numerosas y santas vocaciones sacerdotales.

201 VIERNES SANTO70 Is 52,13-53,12; Sal 30,2 y 6. 12-13. 15-16. 17 y 25; Hebr 4,14-16; 5,7-9; Jn 18,1-19,42 La cruz es antorcha que mantiene viva la espera de la resurrección “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Estas son las palabras, éste es el último grito de Cristo en la cruz. Con esas palabras se cierra el misterio de la pasión y se abre el misterio de la liberación a través de su muerte, que se realizará en la Resurrección. Esperamos que estas palabras «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» sean también las últimas palabras para cada uno de nosotros, las que nos abran a la eternidad. El evangelista Juan, testigo ocular, narra los acontecimientos dolorosos de la pasión de Cristo. Cuenta su dura agonía, sus últimas palabras: «Todo se ha consumado» (cf. Jn 19, 30) y cómo un soldado romano traspasó su costado con una lanza. Del pecho atravesado del Redentor salió sangre y agua, prueba inequívoca de su muerte (cf. Jn 19, 34) y don extremo de su amor misericordioso. Del agua y de la sangre de Jesús ha nacido la Iglesia, es decir del bautismo y de la eucaristía; hemos nacido del costado de Cristo, y tenemos vida en la eucaristía, la vida que mana del costado abierto de Cristo. Las palabras del profeta Isaías en el canto sobre el Siervo del Señor, refiriéndose de Cristo, son un auténtico «evangelio de la cruz»: «Despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos ( ). Traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. ( ) Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. ( ) Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron. Le dieron sepultura con los malhechores ( ). A causa de los trabajos de su alma, verá y se hartará, con lo aprendido, mi Siervo justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos» (Is 53, 3–1l). Este es el drama del Calvario, este es el misterio de la pasión y la resurrección de Jesús. «Despreciado y evitado» está Cristo en el hombre afrentado y aniquilado en las guerras, en los atentados terroristas…en los abortos…en los odios y rencores…y en cualquier lugar donde triunfe la cultura de la muerte «triturado por nuestros crímenes» está el Mesías en las víctimas del odio y del mal de todos los tiempos y en cualquier lugar. «Como ovejas errantes» parecen a voces los pueblos divididos y marcados por la incomprensión y la indiferencia. Sin embargo en el horizonte de este escenario de sufrimiento y de muerte, brilla para nuestros corazones y para la humanidad la esperanzas “A causa de los trabajos de su alma, verá y se hartará mi Siervo justificará a muchos”. La cruz, en la noche del dolor y del abandono, es antorcha que mantiene viva la espera del nuevo día de la resurrección. Miramos con fe hacia la cruz de Cristo, en esta tarde, mientras por medio de ella queremos proclamar al mundo el amor misericordioso del Padre por cada hombre. Sí, hoy es el día de la misericordia y del amor; el día en el que se ha llevado a cabo la redención del mundo, porque el pecado y la muerte han sido derrotados por la muerte salvífica del Redentor.Divino Rey crucificado, que el misterio de tu muerte gloriosa triunfe en el mundo. Haz que no perdamos el valor y la audacia de la esperanza ante los dramas de la humanidad y ante cada situación injusta que mortifica a la criatura humana, redimida con tu sangre preciosa. Al contrario, haz que esta tarde, con renovada fuerza proclamemos: Tu cruz es victoria y salvación, porque con tu sangre y tu pasión, has redimido al mundo. Al final, motivación para el sábado santo: La Vigilia Pascual es la celebración más importante del año, la culminación de la Semana Santa y el eje de toda la vida cristiana, hasta el punto de haber sido denominada «madre de todas las vigilias». Sin embargo, todavía está lejos de significar algo importante para nuestro pueblo, que se hace presente, sobre todo, en las procesiones del viernes. Para muchos de nuestros fieles sigue siendo el Viernes Santo el día decisivo. Con todo, la resurrección de Jesús es dato básico de la confesión de fe, comunicación de nueva vida e inauguración de nuevas relaciones con Dios. 70 Juan Pablo II:, alocución al Vía Crucis, 2-IV-1999.

202 VIGILIA PASCUAL71 Rm 6. 3-11; Sal 117,1-2. 16ab-17. 22-23; Lc 24,1-12 El bautismo nos compromete a ser testigos auténticos del amor de Dios “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular” (Sal 118, 22). Esta Vigilia no sólo es el centro del año litúrgico, sino, de alguna manera, su matriz. En efecto, a partir de ella se desarrolla toda la vida sacramental. Podría decirse que está preparada abundantemente la mesa en torno a la cual la Iglesia reúne esta noche a sus hijos. Todos los bautizados están llamados en esta noche a vivir en la fe una experiencia profunda de lo que poco antes hemos escuchado en la epístola: “Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” (Rm 6,3-4). Ser cristianos significa participar personalmente en la muerte y resurrección de Cristo. Esta participación se realiza de manera sacramental por el bautismo, sobre el cual, como sólido fundamento, se edifica la existencia cristiana de cada uno de nosotros. Y por esto el salmo responsorial nos ha exhortado a dar gracias: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia (...). La diestra del Señor (...) es excelsa. No he de morir, viviré, para contar las hazañas del Señor» (Sal 118 1–2. 16–17). En esta noche santa la Iglesia repite estas palabras de acción de gracias, mientras confiesa la verdad sobre Cristo, que «padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día» (cf. Credo). “La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular” (Sal 118, 22). A la luz de la Resurrección de Cristo, ¡cómo destaca en plenitud esta verdad que canta el salmista! Condenado a una muerte ignominiosa, el Hijo del hombre, crucificado y resucitado, se ha convertido en la piedra angular para la vida de la Iglesia y de cada cristiano. “Es el Señor quien lo ha hecho; ha sido un milagro patente” (Sal 118, 23). Esto sucedió en esta noche santa. Lo pudieron constatar las mujeres que “el primer día de la semana (...) cuando aún estaba oscuro” (Jn 1), fueron al sepulcro para ungir el cuerpo del Señor y encontraron la tumba vacía. Oyeron la voz del ángel: ¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí: ha resucitado” (Mt 28, 5-6). Así se cumplieron las palabras proféticas del salmista: «La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Esta es nuestra fe. Ésta es la fe de la Iglesia y nosotros nos gloriamos de profesarla en este tercer milenio, porque la Pascua de Cristo es la esperanza del mundo, ayer, hoy y siempre.

71 Juan pablo II, Homilía durante la Vigilia pascual, 3–IV–1999.

203

PASCUA Este tiempo comienza con el Triduo Pascual, y se prolonga con los “Domingos de Pascua”. El Triduo Pascual ya no pertenece a la Cuaresma, sino que es una especie de introducción teológico-litúrgica al Tiempo de Pascua. Aunque el misterio es uno, su celebración en tres días distintos nos hace ahondar en cada uno de los aspectos del mismo. El Misterio Pascual es el misterio de la humillación (kénosis) de Cristo y de su exaltación gloriosa (Lc 24, 26). El Viernes Santo es la celebración de “Cristo muerto”; el Sábado Santo recuerda a Cristo sepultado. Con la Vigilia Pascual entramos en la dimensión gloriosa: la celebración de “Cristo resucitado”, “Solemnidad de las solemnidades”. La celebración de la Pascua es el primero y más importante de los “tiempos fuertes” del Año Litúrgico. El Triduo Pascual (Jueves Santo, Viernes Santo y Sábado Santo) nos presenta a Jesús, que a través de la Pasión llega a la meta de la Resurrección y Exaltación. Por eso, la teología de la Cruz y la teología de la gloria están entre si coordinadas En los tres Ciclos del Año Litúrgico, el Viernes Santo tiene el relato de la Pasión de Juan 18. 119, 42, en el cual la imagen de Cristo Rey resplandece con gran luz, ofreciendo un puente teológico que combina la teología de la Cruz con la de la Resurrección.

204 Domingo de Resurrección72 Hech 10,34a.37-43; Sal 117,1-2. 16ab-17. 22-23; Col 3,1-4; Jn 20,1-9 Cristo es nuestra paz Esta mañana podemos y debemos gritar al mundo: “Éste es el día en que actuó el Señor”. Es un día nuevo: Cristo ha entrado en la historia humana como camino y verdad, como vida y luz. Es el misterio de la nueva creación, del que la liturgia nos ha dado sorprendentes testimonios en estos días. Con su sacrificio en la cruz Cristo canceló la condena de la antigua culpa, y reconcilió a los creyentes con el amor del Padre. “¡Oh Feliz la culpa que mereció tal Redentor!”, cantábamos anoche en el pregón pascual. Aceptando la muerte, Cristo venció a la muerte; con su muerte, destruyó el pecado de Adán. Su victoria es el día de nuestra redención. Este es el día en que actuó el Señor, es el día del asombro. Al alba del primer día después del sábado, “María Magdalena a ver el sepulcro” (Mt 28, 1), y fue las primera en encontrar la tumba vacía. María Magdalena, Testigo privilegiado de la resurrección del Señor, dio esta noticia a los Apóstoles, Pedro y Juan, que corrieron hasta el sepulcro, vieron y creyeron. Cristo los hizo sus discípulos; ahora se convierten en sus testigos. Así se realiza su vocación: ser testigos del hecho más extraordinario de la historia, la tumba vacía, y luego el encuentro con el Resucitado. Éste es el día en que, como los discípulos, todo creyente es invitado a proclamar la sorprendente novedad del Evangelio. Pero, ¿cómo hacer resonar este mensaje de alegría y esperanza, cuando la tristeza y las lágrimas inundan tantas regiones del mundo? ¿Cómo hablar de paz, cuando se obliga a huir a las poblaciones, cuando se da caza a los hombres y se incendian sus viviendas; cuando el cielo se estremece con el estruendo de la guerra, cuando resuena sobre las casas el silbido de los proyectiles y el fuego destructor de las bombas devora las ciudades y las aldeas? ¡Basta con la sangre del hombre, derramada cruelmente! ¿Cuándo se quebrará la espiral diabólica de las venganzas y de los absurdos conflictos fraticidas? Ante los signos persistentes de la guerra, ante tantas y tan dolorosas derrotas de la vida, Cristo, vencedor del pecado y de la muerte, exhorta a no claudicar. ¡La paz es posible, la paz es apremiante, la paz es responsabilidad primordial de todos! Que el respeto por cada hombre y la solidaridad fraterna entre nuestras familias y los pueblos derroten, con la ayuda de Dios, la cultura del odio, de la violencia y de la muerte. En este día la Iglesia exhorta a la alegría en todo el orbe: “Ha llegado hoy el gozoso día, esperado por todos nosotros. ¡En este día Cristo ha resucitado, Aleluya, Aleluya!” (Canto polaco del siglo XVII). “Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo”. Sí, hoy es día de gran gozo. Contigo, Madre del Resucitado, toda la Iglesia da gracias a Dios por la maravilla de una vida nueva que la Pascua ofrece cada año a esta parroquia y al mundo entero. Cristo es la vida nueva, es nuestra vida ¡Él ha Resucitado!, ¡esta vivo, está entre nosotros, es el Señor!

72 Juan Pablo II, Mensaje de Pascua, 4-IV-1999.

205

Domingo Segundo Hech 5,12-16; Sal 117,2-4. 22-24. 25-27ª; Ap 1,9-11a. 12-13. 17-19; Jn 20,19-31 El domingo Nos encontramos hoy con dos escenas y la conclusión del evangelio de Juan. Primera escena, Jesús se aparece a los discípulos cuando Tomás no estaba; en la segunda, Jesús se manifiesta a los discípulos, en particular a Tomás. Y la conclusión (20. 30-31) muestra la finalidad por la que san Juan escribió su Evangelio: para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre. Ambas escenas transcurren en domingo, con una diferencia de una semana. Eso indica que los discípulos, entonces como hoy, se reunían cada domingo. El domingo llega a ser el marco del encuentro con el Señor resucitado. Desde entonces los cristianos nos reunimos los domingos en la fe, en la persona del resucitado. El Resucitado es el Crucificado, que siempre se pone en medio de los suyos para darnos la paz, la luz, el amor y la salvación… La Eucaristía es el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo vivo; es la fuente y la cumbre de la vida de la Iglesia y de toda su misión. (SC 10; PO 5), es la «acción de gracias» a Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo, en la que Cristo, a la vez sacerdote, víctima y altar, se entrega para la Vida del mundo. La Eucaristía es un inmenso don... Por tanto, hagamos todo lo posible para participar activa y dignamente en ella, al menos los domingos y días festivos. Nuestra pertenencia a la Iglesia se manifiesta en la participación en la Eucaristía cada domingo. Cristo nos brinda el don de su cuerpo y su sangre para hacer de nosotros un solo cuerpo y un solo espíritu en él, y para llevarnos a una comunión más profunda con él y con todos los miembros de su Cuerpo, que es la Iglesia. La celebración dominical es un auténtico encuentro con Jesús en la comunidad de sus seguidores. (Discurso durante el encuentro con los jóvenes en San Luis, Estados Unidos, 26-1-1999) Por eso, desde los primeros tiempos los cristianos dieron tanta importancia a la reunión para escuchar a los apóstoles, participar en la fracción del pan, orar juntos y vivir la comunión (He 2,42). Y particularmente en el Domingo, el día de la Resurrección del Señor, el día de la Iglesia y de los hermanos, el día del descanso y de la libertad. Por es el Papa Juan Pablo II nos exhorta a vivir con gozo el Día del Señor participando en la Misa dominical, que es un momento de compartir y alegrarse juntos, de descansar y recobrar fuerzas, tiempo imprescindible para todo caminante. (Mensaje de la Conferencia Episcopal española con motivo del Consejo Eucarístico Nacional 29-V-1999) Apreciemos y agradezcamos el don de la eucaristía reuniéndonos todos los domingos en el nombre del Señor, para alimentarse en la mesa de la Palabra y del Pan de vida; para llamarnos cristianos hemos de cumplir el mandato de Jesús: “Haced esto en memoria mía”.

206 Domingo Tercero Hech 5,27b-32. 40b-41; Sal 28, 2 y 4. 5 y 6. 11 y 12ª. 13b; Ap 5,11-14; Jn 21,1-19 ¿Me amas? “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” Es la primera pregunta que le hace Jesús a Pedro cuando se apareció a sus discípulos junto al lago de Tiberíades. A pesar de las debilidades, tropiezos e infidelidades de Pedro, sorprende la fineza con que Jesús se acerca a éste. Sabemos que Pedro se atrevió a reprochar públicamente a Jesús cuando este empezó explicar su proyecto; que hizo alarde de ser distinto y mejor; que no fue capaz de velar ni una hora cuando Jesús sudaba sangre en el huerto de Getsemaní; que negó conocer a Jesús y ser uno de sus discípulos. Sin embargo, Jesús no hace alusión ni interroga a Pedro sobre ninguno de estos hechos o actitudes. Lo interroga sobre el amor: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Con esto, Jesús no quiere otra cosa que poner en movimiento las fuerzas más profundas de Pedro, ese entusiasmo que lo había impulsado a seguirlo inmediatamente, ese amor que había manifestado en muchas ocasiones. Jesús no le pregunta a Pedro sobre sus cualidades, si sabe organizar, si será capaz de salir de situaciones difíciles. Su pregunta tiene que ver con el amor, por eso pregunta por tercera vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?" Alas tres preguntas sobre el amor, Pedro responde: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Y con esto, Pedro sabe que su valía no radica en una conquista orgullosa de la propia fidelidad, sino en que se ha dejado amar por Jesús y quiere responder a este amor. Una vez que Pedro contesta afirmativamente a la pregunta, Jesús le dice: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas...”. Al hablar de corderos y ovejas podemos pensar en la Iglesia, en los fieles, en todos los hombres y mujeres que ama el Señor. Con estas palabras, Jesús no hace otra cosa que confiar a Pedro la misión de alentar, fortalecer y animar a los hermanos. De un u otro modo Jesús le dice a Pedro: Tú que has experimentado lo que es el amor y la misericordia, tú que dices que me amas, no dejes de ver por mis pequeños y comunicar a estos el amor de Dios. ¿Cómo respondo yo a la pregunta sobre el amor? ¿Cómo experimento hoy que Dios me ama? En vez del "Pedro" pongamos nuestro propio nombre, sintamos que Jesús nos pregunta como a Pedro y, si la respuesta es afirmativa o, al menos, quisiera serlo, ya sabemos lo que tenemos que hacer: apacentar sus ovejas; sí, las tuyas, porque da la casualidad de que son las mismas que las de Cristo. Y apacentar sus ovejas es:  cuidar y defender con todas sus fuerzas la vida de ese corderito que está por nacer...  velar especialmente por aquellos miembros de la familia que se encuentran enfermos o viven lejos del rebaño... medio abandonados por nosotros...  buscar la forma de ayudar a aquella oveja descarriada que conocemos, y orar por ella...  mirar por el bienestar material y espiritual de todos aquellos que se encuentran a nuestro servicio o bajo nuestras órdenes...  educar cristianamente, con la palabra y el ejemplo, a esas ovejitas que Dios ha puesto bajo nuestra responsabilidad en el hogar...  brindar toda la comprensión y ayuda posible a la oveja negra de la familia. Amar a Cristo es apacentar sus ovejas; sí, las que a cada uno nos ha confiado… Jesús nos dice, ¿me amas?

207 Domingo Cuarto73 Hech 13,14. 43-52; Sal 99, 2. 3. 5; Ap 7,9. 14b-17; Jn 10,27-30 El buen Pastor “Yo soy el buen pastor, (...) conozco a mis ovejas y las mías me conocen”… Este domingo, llamado tradicionalmente del «buen pastor»… Jesús se aplica a si mismo esta imagen (cf. Jn 10, 6). Cristo es el buen pastor que, muriendo en la cruz, da la vida por sus ovejas. Se estable así una profunda comunión entre el buen Pastor y su grey. Jesús, escribe el evangelista, «a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera. (...) Y las ovejas le siguen, porque conocen su voz» (Jn 10, 3-4). Una costumbre consolidada, un conocimiento real y una pertenencia recíproca unen al pastor y sus ovejas: él las cuida, y ellas confían en él y lo siguen fielmente. Por eso, qué consoladoras son las palabras del Salmo responsorial, que acabamos de repetir: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 22, 1). El IV domingo de Pascua, juntamente con la figura del Buen Pastor, recuerda también a quienes son elegidos y enviados a prolongar, en el tiempo y en el espacio, la misión (obispos y sacerdotes), y remite, además, al problema de las vocaciones eclesiásticas, motivo de tantas esperanzas y preocupaciones de la Iglesia. Teniendo presente que –como afirma el Concilio– «el deber de promover las vocaciones sacerdotales compete a toda la comunidad cristiana» (Optatam totius, 2), y considerando la urgencia y gravedad de dicho problema, surge espontánea la idea de unir el domingo del Buen Pastor con la necesidad de recurrir a la oración ferviente y confiada al Señor. Celebramos la Jornada mundial de oración por las vocaciones. La misión de Cristo se prolonga a lo largo de la historia a través de la obra de los pastores, a quienes encomienda el cuidado de su grey. Como hizo con los primeros discípulos, Jesús sigue eligiendo nuevos colaboradores que cuiden de su grey mediante el ministerio de la palabra, de los sacramentos y el servicio de la caridad. La llamada al sacerdocio es un gran don y un gran misterio. Ante todo, don de la benevolencia divina, puesto que es fruto de la gracia. Y también misterio, dado que la vocación está relacionada con las profundidades de la conciencia y de la libertad humana. Con ella, empieza un diálogo de amor que, día a día, forja la personalidad del sacerdote mediante un camino de formación que comienza en la familia, prosigue en el seminario y dura toda la vida. Sólo gracias a este ininterrumpido itinerario ascético pastoral el sacerdote puede convertirse en icono vivo de Jesús, buen pastor, que se entrega a sí mismo por la grey confiada a su cuidado. Oremos para que los pastores sean fieles a su misión, renueven todos los días su «sí» a Cristo y sean signo de su amor a toda persona. Pidamos también al Señor, en esta Jornada mundial de oración por las vocaciones, que suscite almas generosas, dispuestas a ponerse totalmente al servicio del reino de Dios. María, Madre de Cristo y de la Iglesia, te encomendamos a nuestros pastores. Tú, Madre de Cristo y de los sacerdotes, acompáñalos en su ministerio y en su vida.

73 Juan Pablo II, Misa de ordenación sacerdotal, 25-IV-1999.

208 Domingo Quinto Hech 14, 21b-27; Sal 144,8-9. 10-11. 12-13ab; Ap 21,1-5ª; Jn 13,31-33a. 34-35 “Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo... Y sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo” (1 Juan 2, 7-8). ¿Un mandamiento nuevo? o ¿un mandamiento antiguo? Una y otra cosa. Antiguo según la letra, porque había sido dado desde hacía tiempo; nuevo según el Espíritu, porque sólo con Cristo ha sido proporcionada, también, la fuerza de ponerlo en práctica. Nuevo no se opone aquí, decía yo, a antiguo sino a viejo. Lo de amar al prójimo “como a sí mismo” había llegado a ser un mandamiento “viejo”, esto es, frágil y acabado, a fuerza de ser transgredido, porque la Ley imponía, sí, la obligación de amar; pero, no daba fuerzas para hacerlo. Era necesario, por esto, la gracia. Y, en efecto, en sí, no es cuando Jesús lo formula durante su vida, por lo que el mandamiento del amor llega a ser un mandamiento nuevo, sino cuando, muriendo en la cruz y dándonos al Espíritu Santo, nos hace de hecho capaces de amamos los unos a los otros, infundiendo en nosotros el amor que él mismo nos tiene para cada uno. El mandamiento de Jesús es un mandamiento nuevo en sentido activo y dinámico: porque «renueva», hace nuevos, lo transforma todo. «Es este amor lo que nos renueva, haciéndonos hombres nuevos, herederos del Testamento nuevo, cantores del cántico nuevo» (san Agustín, Tratado sobre Juan 65, l). Si hablase el amor podría hacer suyas las palabras que Dios pronuncia en la segunda lectura de hoy: “Todo lo hago nuevo” Todos deseamos unos «nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia» (2 Pedro 3, 13). La palabra de Dios nos desvela cuál es el secreto para dar prisa a su venida. Un poco de cielo nuevo y de tierra nueva se instaura allí donde viene colocado, aunque escondido y pequeño, un acto de amor. No debemos esperar que termine este mundo, para que vengan los cielos nuevos y la tierra nueva. Éstos aparecen cada día. Depende igualmente de nosotros el hacerlos venir. No es fácil para nosotros amar al prójimo, amarlo durante mucho tiempo, amarlo desinteresadamente, sin un motivo superior. Es una cosa absolutamente por encima de nuestras fuerzas. La Madre Teresa de Calcuta decía que, sin el contacto cotidiano con Jesús en la Eucaristía, ella no habría tenido la fuerza para hacer cada día lo que hacía. Una vez, un periodista extranjero, después de haber observado cómo curaba las llagas de ciertos enfermos y se inclinaba sobre los moribundos, exclamó horrorizado: “¡Yo no lo haría por todo el oro del mundo!” A lo que ella respondió: “¡Ni siquiera yo!” (Se entiende: por todo el oro del mundo, no; pero, por Jesús, sí). Es importante, por lo tanto, tomar en serio la explicación que sigue al mandamiento: “como yo os he amado, amaos también entre vosotros”. ¿Cómo ha amado Jesús a los hombres? La Escritura señala, al menos, tres características. Nos ha amado: “en primer lugar” (1 Juan 4, 10); nos ha amado «mientras éramos enemigos” (Romanos 5, 10); nos ha amado “hasta el fin” (Juan 13, l). A propósito del amar “en primer lugar”, Jesús ha dicho: “Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener?... Y si no saludan más que a sus hermanos, ¿qué hacen de particular?” (Mateo 5,46-47).

209 Domingo Sexto Hech 15,1-2. 22-29; Sal 66,2-3. 5. 6 y 8; Ap 21,10-14. 22-23; Jn 14,23-29 Ven, Espíritu Santo “El Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, será quien se lo enseñe todo y los vaya recordando todo lo que les he dicho”. Esta es la promesa de Jesús. Una importante actitud ante el tiempo de Pentecostés, que se acerca, ha de ser el de desearlo, esperarlo en oración anhelante, invocarlo y dejarnos penetrar, reanimar y conducir por El. Podemos buscar oraciones que nos hagan desearlo, podemos orar así: Ven Espíritu Santo. Sin Ti, nuestra lucha por la vida termina sembrando muerte, nuestros esfuerzos por encontrar felicidad acaban en egoísmo amargo e insatisfecho. Ven Espíritu Santo. Sin Ti, nuestro “progreso” no nos conduce hacia una vida más digna, noble y gozosa. Sin Ti, no habrá nunca un “pueblo unido” sino un pueblo constantemente vencido por divisiones, rupturas y enfrentamientos. Sin Ti, seguiremos dividiendo y separándolo todo: Norte y Sur, bloque occidental y oriental, primer mundo y tercer mundo, izquierdas y derechas, creyentes y ateos, hombres y mujeres. Recuérdanos que todos venimos de las entrañas de un mismo Padre y todos estamos llamados a la comunión gozosa y feliz en El. Renueva nuestro amor al mundo y a las cosas. Enséñanos a cuidar esta tierra que nos has regalado como casa común entrañable donde pueda crecer la familia humana. Sin Ti, nos la seguiremos disputando agresivamente, buscaremos cada uno nuestra «propiedad privada» y la iremos haciendo cada vez más inhóspita e inhabitable. Ven Espíritu Santo. Enséñanos a entendernos aunque hablemos lenguajes diferentes. Si tu Ley interior de Amor no nos habita, seguiremos la escalada de la violencia absurda y sin salida. Ven Espíritu Santo y enséñanos a creer. Sin tu aliento, nuestra fe se convierte en ideología de derechas o de izquierdas, nuestra religión en triste «seguro de vida eterna». Recuérdanos todo lo que nos ha dicho Jesús. Condúcenos al evangelio. Ven Espíritu Santo y enséñanos a orar. Sin tu calor y tu fuerza, nuestra liturgia se pierde en rutina, nuestro culto en rito legalista, nuestra plegaria en palabrería. Ven a mantener dentro de la Iglesia el esfuerzo de conversión. Sin tu impulso, toda renovación termina en anarquía, involución, cansancio o desilusión. Ven a alegrar nuestro mundo tan sombrío. Ayúdanos a imaginar lo mejor y más humano. Ábrenos a un futuro más fraterno, limpio y solidario. Enséñanos a pensar lo todavía no pensado y construir lo todavía no trabajado. Entra hasta el fondo de nuestras almas. Mira el vacío del hombre si Tú le faltas por dentro. Mira el poder del pecado cuando Tú no envías tu aliento. Ven Señor y dador de vida. Pon en los hombres gozo, fuerza y consuelo, en sus grandes y pequeñas decisiones, en sus miedos, luchas, esperanzas y temores. Ven Espíritu Santo y enséñanos a creer en Ti como ternura y proximidad personal de Dios a los hombres, como fuerza y poder de gracia que puede conquistar nuestro interior y dar vida a nuestra vida.

210 Domingo Séptimo Hech 7,55-60; Sal 96,1 y 2b. 6 y 7c. 9 13; Ap 22,12-14. 16-17. 20; Jn 17,20-26 Érase una vez un musculoso leñador que buscó trabajo para cortar árboles en el bosque y lo consiguió. El sueldo y las condiciones de trabajo eran buenos. Así que el leñador estaba decidido a trabajar duro. Su jefe le dio un hacha y lo llevó a la zona donde debería trabajar. El primer día, el leñador cortó 18 árboles. Su jefe le felicitó y le animó a seguir así. Muy motivado por las palabras del jefe, el leñador lo intentó con más ahínco al día siguiente pero sólo pudo cortar 15 árboles. El tercer día lo intentó con más determinación pero sólo cortó 10 árboles. "Debo estar perdiendo mi energía", pensó el leñador. Se disculpó ante su jefe y le dijo que no sabía qué le estaba pasando. "¿Cuándo fue la última vez que afiló el hacha?" le preguntó el jefe. ¿Afilar? No tenía tiempo para afilarla. He estado muy ocupado cortando árboles. "Yo no oro sólo por mis discípulos, sino también por todos los que creerán en mí". Jesús en su cena de despedida ora con intensidad. ¿A quién dirige Jesús sus deseos más íntimos? ¿A quién eleva Jesús su oración? Sólo a su Padre Dios. La oración de Jesús y la nuestra sólo tienen un destinatario: Dios Padre. ¿Para qué nos reunimos nosotros a celebrar la cena del Señor cada domingo? Para orar al Padre como Jesús. Para expresar al Padre nuestros deseos íntimos como Jesús. Para dar sentido a nuestro vivir y poner ante Él nuestra debilidad, nuestros fracasos y nuestros deseos de ser mejores. Orar es ver a Dios, escuchar a Dios, hablar con Dios, mendigar a Dios y dar gloria a Dios. Y lo hacemos juntos en el Eucaristía y con Jesús que es la Palabra de Dios. Como el leñador, hombre de acción, no tenemos tiempo para afilar el hacha, para hacer oración. Jesús ora por su iglesia y también ora por mí. Tú, hermano, también estás presente en esta última oración de Jesús. En Hebreos 7,25 se nos dice que "Jesús vive para siempre para interceder en favor nuestro". Tienes que saber que Jesús no te tiene olvidado, ora siempre por ti. ¿Qué pide Jesús? "Que todos sean uno, como tu Padre estás en mí y yo en ti". Este es el deseo íntimo de Jesús, esta es la petición de Jesús. Que todos sean uno. En su iglesia Jesús no quiere la división sino la unidad, no quiere la ambición sino el compartir, no quiere la infidelidad sino la fidelidad. Y el modelo que nos ofrece a todos los cristianos es el de la Trinidad. ¿Oramos nosotros alguna vez por la unidad de nuestras familias, de nuestra comunidad, de nuestra iglesia y de todas las iglesias? Que todos seamos uno. Uno en lo esencial. Uno en el amor. Uno en el servicio. Uno en la alabanza. Uno en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. "Para que el mundo crea que me has enviado". La unidad evangeliza. A Jesús le gusta que hagamos muchas cosas en las parroquias con sus múltiples grupos pero nos pide dar dos signos fundamentales: el signo de la unidad y el signo del amor. Estos dos signos son los que de verdad evangelizan, los que hacen visible al mundo la presencia de Dios. ¿Dónde está Dios? Donde hay unidad y amor. ¿Queremos evangelizar? ¿Queremos que nuestra iglesia sea la iglesia según el corazón de Dios? Ofrezcamos a todos los signos de la unidad y del amor. Esta es nuestra mejor oración, nuestra mejor predicación. "Padre, yo quiero que aquellos que tú me diste, estén conmigo en donde yo estoy, para que vean mi gloria que tú me diste". "Yo quiero" que los míos compartan mi gloria. "Yo quiero" que los míos permanezcan en mi casa, en mi amor. "Yo quiero"… Cuenta un astronauta que el primer día de su viaje por el espacio, él y sus compañeros, señalaban con el dedo su país. El segundo día señalaban su continente. El tercer día señalaban el planeta tierra, el de todos los hombres. A nosotros nos pasa, a veces, también lo mismo. Señalamos nuestra iglesia, olvidamos la iglesia y no sabemos nada de las iglesias. La paz de Dios es distinta a la paz que el mundo nos ofrece externamente, la paz de Dios es interna, por ello en la celebración litúrgica hay un rito de la paz, cuando fallece alguien. La paz se obtiene con la lucha frente al pecado, paz de la confesión. La paz es opuesta al egoísmo. Invoquemos a María reina de la paz. Ella nos trajo la paz verdadera.

211 LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR74 Hech 1,1-11; Sal 46,2-3. 6-7. 8-9; Ef 1,17-23; Lc 24,46-53 Para la Iglesia entera y también para la humanidad es motivo de alegría profunda la celebración litúrgica del misterio de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, que fue exaltado y glorificado solemnemente por Dios. “Dios asciende entre aclamaciones, / el Señor al son de trompetas. / Pueblos todos, batid palmas, / aclamad a Dios con gritos de júbilo. / Porque Dios es el rey del mundo, / Dios reina sobre las naciones, / Dios se sienta en su trono sagrado” (Sal 46 6-9). En este “misterio de la vida de Cristo” meditamos, por una parte, la glorificación de Jesús de Nazaret muerto y resucitado, y, por otra, también su marcha de esta tierra y su vuelta al Padre. Santo Tomás de Aquino subraya que la Ascensión es causa de nuestra salvación bajo dos aspectos. De parte nuestra, porque la mente se centra en Cristo a través de la fe, la esperanza y la caridad; y de su parte, en cuanto al subir nos prepara el camino para ascender nosotros también al cielo; siendo El nuestra Cabeza, es necesario que los miembros le sigan allí donde El les ha precedido (S. Th. III, 57, 6, ad 2). La Ascensión no es sólo la glorificación definitiva y solemne de Jesús de Nazaret, sino también la prenda y garantía de la exaltación, de la elevación de la naturaleza humana. Nuestra fe y esperanza de cristianos se refuerzan y corroboran hoy, pues nos invita a meditar en nuestra pequeñez, sí, en nuestra fragilidad y miseria, pero también en la “transformación” más maravillosa aún que la misma creación, transformación que Cristo actúa en nosotros al estar unidos a El por los sacramentos y la gracia. “Recordamos y celebramos litúrgicamente el día en que la pequeñez de nuestra naturaleza ha sido elevada en Cristo por encima de todos los ejércitos celestiales, de todas las categorías de ángeles, de toda la sublimidad de las potestades, hasta compartir el trono de Dios Padre -nos dice San León Magno-. Hemos sido establecidos y glorificados por este modo de obrar divino y así resplandece más maravillosamente la gracia de Dios... y la fe se mantiene firme, la esperanza no vacila y el amor sigue encendido. En esto reside el vigor de los espíritus realmente grandes, esto es lo que realiza la luz de la fe en las almas fieles de verdad: creer sin vacilación lo que nuestros ojos no ven, tener fijo el deseo en lo que no puede alcanzar la mirada” (Sermo LXXIV, 1; PL 54, 597). Y San Gregorio Magno añade: “Debemos seguir a Jesús con todo el corazón allí donde sabemos por fe que subió con su cuerpo. Rehuyamos los deseos de la tierra, no nos contentemos con ninguno de los vínculos de aquí abajo, nosotros que tenemos un Padre en los cielos... Aunque os debatáis en el torbellino de los quehaceres, echad el ancla de la esperanza en la patria eterna ya desde ahora. No busque vuestra alma otra luz, sino la verdadera. Hemos oído que el Señor ascendió al cielo, pues reflexionemos con seriedad sobre aquello en que creemos. No obstante la debilidad de la naturaleza humana que todavía nos retiene aquí, dejémonos atraer por el amor en pos de El, pues estamos bien seguros de que Aquel que nos ha infundido este deseo, Jesucristo no defraudará nuestra esperanza” (In Evangelium, Homilia XXIX, 11; PL 76, 1219). En el momento de separarse de los Apóstoles, Jesús les confiere el mandato de dar testimonio de El en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta en los confines lejanos de la tierra: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). El Señor Jesús repite con particular vigor a toda la Iglesia las mismas palabras que dijo un día a los Apóstoles, antes de la Ascensión; unas palabras que encierran la esencia de la vocación cristiana. En efecto, ¿qué es el cristiano? Un hombre “conquistado por Cristo” (Flp 3, 12) y por ello, deseoso de darlo a conocer y hacer que sea amado por doquier, “hasta los confines de la tierra”. La fe nos impulsa a ser misioneros, sus testigos. Si no lo somos, significa que nuestra fe es aún incompleta, parcial, inmadura. 74 Juan Pablo II, 12-V-1983

212 PENTECOSTÉS Hech 2,1-11; Sal 103, 1ab y 24ac. 29bc-30. 31 y 34; 1Cor 12,3b-7. 12-13; Jn 20,19-23 “Se llenaron todos del Espíritu Santo” (Act 2, 4) Este es el día en que el poder del misterio pascual se manifiesta en el nacimiento de la Iglesia. Este es el día, en que ante Jerusalén -en presencia de los habitantes de la ciudad y de los peregrinos- se cumplen las palabras que dirigió Jesús a los Apóstoles después de la resurrección: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 22). La liturgia nos invita a celebrar el cumpleaños de la Iglesia y por tanto el nacimiento de la Iglesia puesto que en un conmemoración como ésta, la iglesia tuvo su manifestación al mundo. El Espíritu Santo descendió sobre los que perseveraban en oración. Y ¿nosotros? Permanecemos en la oración. En esta celebración podemos apreciar la Notas características de la Iglesia: UNA Una oración, un solo corazón. SANTA Es el Espíritu quien santifica a los miembros de la Iglesia. CATÓLICA Sus destinos son todos los hombres de todos los tiempos, muchas lenguas APOSTÓLICA Está edificada sobre los Apóstoles La Iglesia es misionera hasta el fin de los tiempos. El Espíritu Santo es el don que Cristo pidió y pide para sus amigos. Es el don de la Resurrección y de la ascensión. El Espíritu Santo hace notar su presencia a modo de viento impetuoso y de fuego pero es un fuego distinto al que nosotros conocemos. El fuego que conocemos destruye todo a su paso y consume, pero el fuego del espíritu santo purifica, transforma ilumina. Arde y renueva la faz de la tierra. María fue la primera de todos los que, en virtud del Espíritu Santo, pudieron pronunciar el nombre «Jesús» (“Jesús es el Señor”). Y esto fue el día de la Anunciación, cuando el Espíritu bajó sobre Ella en el secreto de la casa de Nazaret. Sí, la Iglesia mira a la Virgen como su “figura”, lo hace porque en Ella obró el Espíritu Santo por primera vez esas «maravillas de Dios» que, desde el día de Pentecostés, se han convertido, por medio de la fe, en parte de la Iglesia: de su conciencia y de su misión. No hay Iglesia sin pentecostés y no hay Pentecostés sin María. La Virgen María es la esposa del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es a la Iglesia, lo que el alma es al cuerpo. El Espíritu Santo habita en nosotros desde el día de nuestro bautismo.

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Solemnidad de la Santísima Trinidad Provb 8,22-31 Sal 8,4-5. 6-7. 8-9;Rom 5,1-5; Jn 16,12-15 Bendito sea el Padre y el Unigénito Hijo de Dios y el Espíritu Santo. Esta fiesta nos hace una llamada al misterio fundamental, inescrutable de nuestra fe, a esa sublimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, ante los cuales nos encontramos siempre atónitos y adorantes. Hoy juntamente con toda la Iglesia nos presentamos ante la inefable Majestad de la Trinidad. Nos ponemos de rodillas, nos postramos, para confesar que la Santísima Trinidad es el Dios vivo y verdadero. Es el Dios “que habita una luz inaccesible” (1 Tim 6, 16) y supera infinitamente con su divinidad todo lo creado. También lo que el hombre puede comprender y expresar sobre Dios con su entendimiento creado. Cada uno de vosotros está bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Este sacramento que recibisteis al comienzo de la vida, perdura en vosotros mediante un signo indeleble: el carácter del santo bautismo. Por medio del sacramento del bautismo, la Santísima Trinidad habita en vosotros. Habita en cada uno de nosotros, en cada uno de los bautizados. Y también en cada uno de nosotros se desarrolla esa potente y a la vez misteriosa economía de la salvación, realizada por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo, preparando en nosotros el definitivo reino de Dios mismo. De la habitación trinitaria en cada uno, inspirados en el prefacio de hoy podemos sacar luz para vivir nuestro bautismo. Dice: “Al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna Divinidad, adoramos a tres personas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad. Trinidad y unidad, igualdad y diversidad: he aquí el núcleo del misterio. La Trinidad es la afirmación mayor del hecho de que se puede ser a la vez iguales y distintos, iguales por dignidad y distintos por sus características. Y ¿no es esto lo que tenemos más urgente necesidad de aprender para vivir bien en este mundo? Esto es, ¿que se puede ser distintos por el color de la piel, la cultura, el sexo, la raza y, sin embargo, gozar de igual dignidad como personas humanas? Esta enseñanza encuentra en la familia y en todo grupo o comunidad humana su primer y más natural campo de aplicación. Cada uno y cada institución debiera ser un reflejo terrenal de la Trinidad. Éstas están formadas de personas distintas: distintos sentimientos y otras exigencias y gustos. El éxito de toda comunidad de personas dependerá de la medida con que esta diversidad sabe tender a una superior unidad: unidad de amor, de intenciones, de colaboración. Es un error considerar a la Trinidad como un misterio remoto de la vida para abandonarlo a la especulación de los teólogos. Por el contrario, es un misterio muy cercano; y el motivo es muy sencillo: nosotros hemos sido creados a imagen de Dios uno y trino, llevamos la impronta suya, somos llamados a realizar la misma sublime síntesis de unidad y diversidad. Que la Santísima Virgen nos ayuda a vivir el misterio del Dios de Jesucristo en el que creemos y adoramos

214 Solemnidad del Corpus Christi En el año celebramos muchas festividades, muchos misterios. El día de hoy celebramos la solemnidad del Corpus Christi. “cuerpo de Cristo” En muchos lugares se manifiesta con procesiones, bendice nuestras calles, es la procesión más significativa en cuanto que no se trata de una imagen sino del cuerpo del Señor. Las lecturas de este ciclo C nos presentan a Melquisedec, misterioso sacerdote de Salem (Jerusalén) que ofrece pan y vino a Abrahán, que vuelve de una batalla. Los sacerdotes de la antigua alianza celebraban sacrificios, la sangre del cordero se derramaba sobre el altar para Adorar, agradecer, pedir perdón y favores. Es una prefiguración del sacrificio de Cristo que derrama su sangre en el altar de la cruz en reparación de nuestros pecados. El NT ve en Melquisedec una figura profética de Cristo Jesús, del que en el evangelio leemos que a la multitud, cansada y hambrienta, le ofrece alimento, multiplicando los panes y los peces. Cristo se interesa por el hambre de la gente a quienes quiere saciarles y les ofrece pan. También a nosotros nos quiere saciar y multiplica el pan y obra el milagro en cada celebración eucarística, por eso, San Pablo nos cuenta cómo en la última Cena Cristo dejó como herencia este entrañable sacramento, memorial y participación de su Muerte pascual, signo eficaz de su propia donación como alimento. Estas lecturas nos hacen entender lo que significa la Eucaristía. En ella Cristo Jesús, el Resucitado, presente continuamente a su comunidad, nos ofrece su propio Cuerpo y Sangre como alimento. Esto, en la celebración, nos lleva a comulgar con su Cuerpo y Sangre. Y en el sacramento permanente del sagrario, nos invita a continuar también nosotros la oración, la alabanza, la atención gozosa a esta presencia. El Señor se hace más cercano, nos quiere hablar como amigo, quiere que le comamos, que le toquemos. Se hace pan, alimento humilde y sencillo al alcance de todos los hogares. En realidad, la finalidad principal de la Eucaristía es su celebración y la comunión con el Cuerpo y Sangre de Cristo, que ha querido ser nuestro alimento para el camino de la vida. Sin embargo, desde que la comunidad cristiana empezó a guardar el Pan eucarístico, sobre todo para los enfermos y para el caso del viático -cosa que data ya desde los primeros siglos-, fue haciéndose cada vez más coherente y connatural que se rodeara el lugar de la reserva -ahora, el Sagrario- de signos de fe y adoración. Es lo que subraya la fiesta de hoy, con un cierto paralelismo con la noche del Jueves Santo, en aquellas horas entrañables entre la misa vespertina y el comienzo del viernes. Imagen del Pelícano que alimenta con su cuerpo y su sangre a sus crías. Por tanto, la fiesta de hoy nos debe llevar: a) a cuidar más a la celebración de la Eucaristía, la devoción eucarística. Llevarle a los enfermos y por las calles. b) a no descuidar la adoración al Santísimo, personal y comunitariamente. c) a prepararnos a cada celebración, cada más conscientes del Misterio que celebramos, y a dar a nuestra jornada o a nuestra semana el tono de comunión de vida con Cristo Jesús, que es la finalidad, tanto de la celebración, como del culto fuera de la celebración. Queramos, por tanto, alimentarnos frecuentemente de la misma vida del Resucitado y mantener con Él una relación amistosa en la adoración de su presencia sacramental. Si no nos alimentamos hay problemas en el colegio, en el trabajo y la salud, nos hacemos débiles. El alma también necesita de alimentación Es verdadera comida, pan de vida, nunca tendrán hambre, vivirán para siempre. No despreciemos esta comida, nuestra madre sufre. Anécdota de la niña que besa a su abuela después de la comunión, es un beso a Cristo. Acudamos a la Virgen, primera custodia, para tener más fe y creer en la presencia de Dios.

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TIEMPO ORDINARIO La Iglesia, por tradición apostólica, celebra el misterio pascual en el día llamado domingo o “día del Señor”. El domingo es el fundamento de todo el año litúrgico. Es la fiesta primordial, que debe inculcarse a la piedad de los fieles75. La Iglesia celebra el misterio de Cristo también en los domingos del año, que no pertenecen a los “tiempos fuertes” del año litúrgico. Estos domingos forman una serie de treinta y cuatro bajo la denominación de “domingos durante el año”. Son los domingos que van de Epifanía a Cuaresma y de Pentecostés al final del año litúrgico. Cada domingo es el “día del Señor”, la Pascua semanal. El domingo nos introduce en el misterio de la Pascua como un pasado ya realizado y siempre actual, y un futuro que se hace presente por la celebración y cuya culminación esperamos. En el peregrinar hacia Cristo, necesitamos hacer presente con frecuencia el misterio pascual como fuente de vida y apoyo de nuestra esperanza. Todos estos domingos nos invitan a reflexionar sobre los distintos aspectos de la nueva vida nacida del misterio pascual. Los últimos tienen un colorido marcadamente escatológico. Las primeras lecturas están todas tomadas de los libros del AT. En los domingos del tiempo pascual la lectura se toma, en los tres ciclos del libro de los Hechos de los Apóstoles. En la selección de estas “primeras” lecturas del AT se ha tenido en cuenta que concuerde con el tema del Evangelio. Los acontecimientos del AT y sus temas mayores son una magnífica iniciación para ahondar y comprender mejor el Evangelio. Las “segundas” lecturas proponen temas de vida cristiana tomados de los Hechos y Cartas del N T. En el Ciclo “C” se lee el final de 1Cor y Gálatas, en las que aborda los grandes temas: los carismas, la caridad, la resurrección, el Evangelio de la salvación por la fe, relación entre las dos alianzas y función de la ley (Gál). Se leen también las cartas a Timoteo, la de Filemón. La supremacía de Cristo se lee en Col. Se cierra el Ciclo “C” con el tema de la Parusía (2 Tes). En los domingos de Pascua del Ciclo “C” la segunda lectura se toma del Apocalipsis. Los Evangelios están tomados para el Ciclo “C” casi exclusivamente de San Lucas. San Juan aparece sólo en el domingo II. En la primera y tercera lectura (Evangelios), en mutua relación habitualmente, es donde hay que descubrir el tema propio de cada domingo. La teología que caracteriza los Domingos durante el Ciclo “C” es la de San Lucas. La tradición atribuye el tercer Evangelio a San Lucas, y lo pone en relación con la predicación de San Pablo. Lc se ha servido, para componer su Evangelio, de informaciones escritas y ora-les (Lc 1, 14). Lc se ha servido de Mc como fundamento de su Evangelio, y sigue el orden de Mc. Grande es la importancia de Lc en la teología del NT, Lc es el teólogo de la Historia de la Salvación, pues ha dado gran valor al elemento histórico. Los títulos cristológicos que usa Lc (Christos, Kyrios) los ha tomado de la tradición y se sirve de ellos sin atribuirles un peso teológico decisivo. En Lc ningún título obtiene una preeminencia explícita. Lc distingue el tiempo de Jesús del tiempo de la Iglesia. El tiempo de Jesús es un período histórico-salvífico en el que Cristo, gracias al Espíritu, anuncia el Reino, ofrece a los pecadores

75 Cfr. SC, 106

216 la misericordia de Dios (Cfr. Lc 15), cura las enfermedades, destruye el poder del demonio y prepara el tiempo de la Iglesia. Esto aparece como “el centro del tiempo”. El tiempo de la Iglesia comienza sólo con la venida del Espíritu Santo (Cfr. Act 2). Lo que se ha manifestado en la persona de Jesús, en su actividad, es lo que se cumple ahora, según el plano de Dios, en el tiempo de la Iglesia. La Iglesia es la legítima continuadora de Israel (Cfr. Lc 5, 37s). Lc demuestra la continuación entre la Iglesia e Israel, desarrollando su Evangelio en torno a Jerusalén y al Templo. Toda la vida de Jesús es un viaje hacia Jerusalén. De Jerusalén sale la salvación hacia todas las naciones. En Lc la vida de Jesús comienza en el Templo (Cfr. Lc 1, 5) y termina en Jerusalén (Lc 24, 52s). La confrontación entre Galilea y Jerusalén, como lo vemos en Mc y Mt (la Galilea despreciada es el lugar en donde comienza la salvación; Jerusalén, la Ciudad santa, se convierte en centro de oposición a la salvación) es sustituida en Lc por la descripción de un viaje de Jesús en tres etapas, a las que corresponden tres grados de conciencia en Jesús: conciencia mesiánica, de la Pasión, regia. La vida cristiana consiste en el vivir en el tiempo presente según las normas de Cristo, mirando al Jesús histórico, y esperando en el futuro su venida (Cfr. Act 3, 21). La salvación se actúa en el tiempo de la Iglesia, como se había actuado en Jesús terreno, guiada por el Espíritu Santo. Hay que tomar la cruz y seguir a Jesús. El Reinado de Cristo comienza inmediatamente con su Resurrección, independientemente de la Parusía. La continuidad entre el tiempo de Jesús y el tiempo de la Iglesia está asegurada por el Espíritu Santo. Él está ya presente en Jesús (Cfr. Lc 3, 21;4, 1). El Espíritu Santo reside en Él para dirigirlo en su misión salvífica (Cfr. Lc 4, 18ss). El Espíritu Santo dirige a los Apóstoles, los cuales continúan de este modo la obra de Jesús (Cfr. Lc 8, 2ss; 13, 22ss). Así el Espíritu Santo garantiza la continuidad entre la obra de Jesús y la de la Iglesia. La obra del Espíritu sobre la Iglesia está ligada a la glorificación de Cristo, el cual manda el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Este espíritu obra ahora en la Iglesia por medio d e los ministros de la Iglesia (Cfr. Act 9, 17;19, lss). El Espíritu Santo tiene, pues, en Lc una grande importancia. Lc presenta a Jesús como el Redentor de los miserables, de los despreciados, de los pobres, de los pecadores y de las mujeres. Jesús predica particularmente a los pobres y a los pecadores (Lc 1, 53; 4, 18; 6, 20). Como consecuencia por esta predilección por los pobres, Lc insiste mucho sobre el peligro de las riquezas (6, 24; 12,13ss). Jesús se manifiesta lleno de bondad y de misericordia hacia los pecadores. Es el médico bueno, el bienhechor divino que aproxima Dios a los hombres. Está lleno de misericordia con las miserias corporales y espirituales (Cfr. 10, 30ss; 15, 11-32; 16, 19ss). El capítulo 15 es el punto central del Evangelio de Lc. Incluso sobre la cruz Jesús muestra su bondad al ladrón (Cfr. 23, 43). En el mundo antiguo, las mujeres pertenecían a la categoría de los despreciados. Jesús ha sido el primero que les ha dado la plena dignidad humana. En Lc las mujeres tienen más importancia que en los otros evangelistas. La viuda de Naím (Cfr. 7,11ss), la pecadora arrepentida (Cfr. 7, 36ss) las mujeres de Galilea, que ofrecieron a Jesús sus bienes y su servicio (Cfr. 8, 1-3), la amistad de Jesús con las dos hermanas de Betania (Cfr. 10, 38ss), las mujeres de Jerusalén que lloran a Jesús (Cfr. 23, 27). Con frecuencia se da importancia a la oración de Jesús, de modo particular en los momentos importantes: en el Bautismo (Cfr. 3, 21), antes de la confesión de Pedro (Cfr. 9, 18), antes de la Transfiguración (Cfr. 9, 28) y antes de enseñar a los discípulos el Padrenuestro (Cfr. 11, 1). Jesús ora por Pedro para que su fe no decaiga (Cfr. 22, 31s), ora sobre la cruz por sus enemigos (Cfr. 23, 34). La exhortación a orar es reforzada por Jesús (Cfr. 22, 40. 46).

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La alegría, el júbilo, la alabanza, la acción de gracias, la glorificación de Dios son frecuentes en Lc: María (Cfr. 1, 46ss), Zacarías (Cfr. 1, 64. 68ss) los ángeles de Belén (Cfr. 2, 13. 20), Simeón (Cfr. 2, 28), Ana (Cfr. 2, 38), las bienaventuranzas (Cfr. 6, 23), con motivo de la resurrección del joven de Naím (Cfr. 5, 25s; 7, 16), la exclamación de júbilo a la vuelta de los discípulos (Cfr. 10, 17. 21), alegría por la conversión de los pecadores (Cfr. 15, 5ss), el centurión en el momento de la muerte de Jesús (Cfr. 23, 47). También en la vida de la Iglesia dominan el júbilo escatológico (Cfr. Act 2, 46) y una gran alegría misionera (Cfr. 15, 3). De lo dicho se ve que la alegría mesiánica invade todo el Evangelio de Lc. La paz también es acentuada en Lc (Cfr. 12, 51): es la que Jesús da (Cfr. 7, 50; 8, 48) desde el momento de su nacimiento (Cfr. 1, 79; 2, 14. 29), la que Jerusalén no ha querido acoger (Cfr. 19, 42). Paz dada por el Resucitado (Cfr. 24, 36), porque Jesús ha venido a predicar la paz (Cfr. Act 10, 36), y lo mismo han de hacer los discípulos (Cfr. 10, 5s; Mt 10, 13). Por lo que se refiere a la Cristología, Lc ve en Jesús una doble realidad: humana y celestial. Esta aparece en el Bautismo, y en el concepto de Kyrios: Cristo es el Señor que vence a la muerte y a Satanás (Cfr. Lc 7, 13; 13, 15ss). Se nos indica el origen celestial de Cristo, cuando se nos habla de la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo. También la realidad humana de Jesús es afirmada claramente por Lc: la genealogía (Cfr. Lc 3, 23-28); ora como hombre (Cfr. Lc 3, 21; 9, 28). Jesús sufre como hombre, es el Hijo del hombre paciente. Participa en los banquetes. Jesús es el Cristo de Dios en un hombre (Cfr. Lc 9, 20). Lc reconoce, sin embargo, que Jesús terreno puede ser entendido a la luz del Señor resucitado y exaltado. Y sabe perfectamente que Cristo que mora junto a Dios, no puede ser jamás separado de Jesús que vive sobre la tierra. Lc pone de relieve el carácter “soberano” de la persona de Jesús, pero también da realce a la vía de la humillación seguida por Jesús. Lc usa también la idea de la realeza davídico-mesiánica, como Mt (Cfr. Lc 1, 26-38). La profecía de 2 Sam 7, 12-16 es relacionada con la del Emmanuel de Is 7, 14. El hijo de María es llamado “Hijo del Altísimo” (Cfr. Lc 1, 32). La realeza de Jesús es entendida por Lc como cumplimiento de la espera mesiánica (Cfr. Lc 19, 38; 23, 2. 37). La auténtica realeza de Cristo se actualizará después de la exaltación del Señor a la diestra de Dios (Cfr. Lc 20, 42ss; 22, 69; Act 2, 34ss) y de modo especial se manifestará en la Parusía. En el Evangelio de la Infancia, la figura de María es presentada por Lc con su extraordinaria grandeza y humildad. María es la llena de gracia (Cfr. 1, 28), es virgen (Cfr. 1, 27), es Madre del Mesías davídico (Cfr. 1, 30ss), del Hijo de Dios (Cfr. 1, 35), esposa del Espíritu Santo (Cfr. 1, 35). Al mismo tiempo, es la humilde esclava del Señor (Cfr. 1, 38), sin glorias terrenas, sin riquezas, rica sólo de fe. La fe es la virtud de María que el evangelista pone más de relieve. No nos la presenta como omnisciente desde el uso de razón, sino que va conociendo su destino lentamente, poco a poco: por el ángel, por los pastores, por Simeón, por el hijo de doce años. En cada nueva revelación, su mente se siente “turbada” (Cfr. 1, 29), confusa (Cfr. 2, 18. 33. 50) meditabunda (Cfr. 8, 19. 51). Si Ella piensa, medita sobre todo lo que ha oído (Cfr. 2, 51) es señal de que también para María son cosas misteriosas lo que ha oído. Su camino es, pues, un camino de fe. La profecía de Simeón (Cfr. 2, 34s) y Jesús de doce años le hacen entrever su futura misión de humildad y de sufrimiento. María es presentada también por Lc como la “Hija de Sión”, destinada a acoger a Dios en su seno. Es el Arca de la Nueva Alianza, que lleva dentro de sí al Señor.

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Segundo Domingo Is 62, 01-05; Sal 95,1-2a. 2b3. 7-8a. 9-10a y c; 1 Co 12, 04-11; Jn 02, 01-12 Dios nos ama como el esposo ama a su esposa. La primera lectura, con lenguaje poético, nos asegura y describe ese amor que Dios tiene a su pueblo con la imagen de un esposo que encuentra alegría en su esposa. De este mismo aspecto nos habla el Evangelio: Hay una boda, en Caná cerca de Nazaret. Por amistad o relaciones personales están allí Jesús y sus primero discípulos. Comenzó la boda y por falta de previsión o una inesperada afluencia de público faltó el vino. Faltar el vino es sinónimo de que la fiesta se termina. La Virgen María con esa ternura y fineza porque está pendiente de todo se da cuenta y sale en ayuda de los novios a través de un diálogo de ternura y sencillez a su hijo. María expone la necesidad: falta vino (pide sin pedir) de este modo nos enseña a rogar. Jesús parece que negaría su petición: “no ha llegado mi hora” María actúa como si hubiera cedido: “haced lo que él os diga” Jesús ama intensamente a su madre como todo buen hijo y no puede ser desatendida. Los ruegos de María tienen mucha eficacia porque son ruegos de la Madre de Dios. La presencia entrañable de María, la Madre, con detalles de exquisita femineidad y discreción, atenta y eficaz, es bueno subrayarla, aunque el centro sea Cristo Jesús Dijo María a los sirvientes y ellos obedecieron con “prontitud” llenaron las 6 tinajas ”hasta arriba” El Señor espera que realicemos nuestros deberes hasta arriba, acabadamente para que haga el milagro. El Señor convierte en vino riquísimo nuestro trabajo de lo contrario queda estéril y en lo humano. Cristo pudo realizar el milagro con las tinajas vacías pero quiso contar con el esfuerzo humano, él pide nuestra colaboración en la obra salvífica. Jesús no nos niega nada, nos lo da todo lo que pidamos y más de lo que pidamos, hubiese bastado un vino normal o peor que el que se había servido, incluso una cantidad menor. San Juan tiene el detalle de precisar el número para poner de manifiesto la abundancia del don. ASPECTO MATRIMONIAL: Cristo con su presencia en las bodas santifica el matrimonio entendida como unión entre un hombre y una mujer. Orar por los que aún viven en convivencia y que comprendan que casarse les dará ayuda y auxilios para afrontar las dificultades propias del matrimonio. No les asegura el éxito matrimonial, eso dependerá de los esposos. Componentes es el diálogo y la fidelidad, con el pensamiento y en el corazón, es una pena ver que haya hombres que piensen que por tener muchas mujeres son más hombres, de hombres nada… un pobrecillo que se deja vencer por su instinto. Cristo es el modelo he Hombre y de esposo que se entrega, ama, sacrifica, inmola, da la vida por su esposa la Iglesia. En cada matrimonio sucede lo que sucedió en Caná, se comienza con ilusión, entusiasmo con el paso del tiempo se consume, se acaba y llega a faltar (como el vino en la boda) entonces las cosas ya no se hacen por amor y con alegría, sino por costumbre y rutina. A los invitados a la boda (los hijos) se les ofrece cansancio y preocupaciones, se les ha terminado el vino. El Evangelio nos da la solución para no caer en esta situación o para salir de ella: “invitar a Jesús a la boda” él transformará el agua de la costumbre, rutina, cansancio en el vino de la alegría y del amor. Si él está presente se le pude pedir siempre que haga el milagro. Invitar a Jesús a la propia boda significa rezar juntos, acercarse a los sacramentos, ir a misa, tener vida de fe, etc. Amarse no significa mirarse el uno al otro, sino mirar juntos a una misma dirección, el Evangelio de hoy nos señala cual es esa dirección para que persevere su amor: a Dios fuente de amor y fidelidad. Hace lo que él os diga son las últimas palabras de María en el Evangelio, no podía haber sido mejor.

219 Tercer Domingo Ne 08, 02-04a. 05-06. 08-10; Sal 18,8. 9. 10. 15; 1 Co 12, 12-30; Lc 1, 1-4; 4, 14-21 La liturgia de este domingo pone su fuerza en dos cosas: la importancia de la Palabra de Dios y el comienzo de la predicación de Jesús. Primera lectura: Cada vez que leemos la Biblia en la Liturgia de la Misa, levantamos el Libro, para que toda la Asamblea lo contemple y decimos: ¡Palabra de Dios! El nos dirige personalmente su Palabra; el que la proclama sólo le presta su voz, es un instrumento a través del cual personalmente El nos dirige su Palabra. Decía Juan el Bautista: Yo soy la voz, Él es la Palabra… Ahora nuestra actitud de acogida ha de ser la del pequeño Samuel: “¡Habla, Señor, que tu siervo escucha!”. (1 Sam. 3.10) Tenemos hoy un ejemplo en el Libro de Nehemías sobre la solemnidad con que hemos de acoger la Palabra: La vuelta a Judea del pueblo elegido, cuarenta años en Babilonia cautivos en el destierro. Esdras, un sacerdote explica la ley olvidado en lejanas tierras, leyó desde el amanecer hasta el mediodía, era un día de alegría. Se habían reencontrado con Dios en su Palabra. El pueblo entero lloraba (tristeza) por haber olvidado la ley y (alegría) por escuchar la ley. Por eso nosotros en la lectura del Evangelio estamos de pie, en actitud de vigilia, en disposición atenta, porque el Señor se dirige a cada uno en particular. San Agustín: “Debemos oir el Evangelio como si el mismo Señor estuviera presente y nos hablase” Hemos de leer no solo en misa, sino también en casa (meditar), nadie ama lo que no conoce por eso sería difícil amar a Cristo si no escuchamos su palabra. En la primer y segunda lectura contestamos “”te alabamos Señor” ¿cómo alabamos al Señor? El Señor no se contenta con palabras quiere que también le alabemos con obras y para ello hemos de conocerle. Olvidar su ley y sus enseñanzas ahora, supondría un desierto mayo que el de Babilonia. La ignorancia es un mal grande que conduce al error: necesidad de conocer la doctrina en la Misa en la catequesis en el catecismo, nos dará luces a la inteligencia. El católico debe conocer bien los argumentos que le permitan hacer frente los ataques del enemigo. En la Segunda lectura San Pablo hace una elocuente comparación según la cual la Iglesia se define como cuerpo: miembros unidos entre sí, función distinta, unidad. Cabeza, modelo meta Cristo. Evangelio ¿Quién es Jesús? Jesús mismo es la Palabra, el Verbo. La palabra nos da vida y luz, y Jesús dice Yo soy la Vida y la Luz… "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17.3) Hoy en la presentación en la Sinagoga de Nazaret Jesús nos da a conocer algunos de sus rasgos: -Es el Mesías anunciado por los Profetas. Hoy se identifica con el siervo Paciente del que habla Isaías. -Es el ungido por el Espíritu Santo. Ya en el seno de su Madre: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti", (Lc. 1.35). Hay una visibilización de este Espíritu en 'el día del Bautismo en el Jordán. Hoy se nos dice: "Volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu". Se hablará del Espíritu que le conduce, a propósito de las tentaciones, (Mt. 4.1). Toda su vida estará conducida y sostenida por la fuerza del Espíritu. -Es el enviado del Padre. El primer misionero de la Buena Noticia. Lo recordará el día de la Pascua: "Como mi Padre me envió, así os envío Yo" (Jn 20.21). -El Programa de su vida: Anunciar la Buena Noticia a los pobres, curando, liberando, salvando. También nosotros fuimos ungidos, por tanto tenemos que ser anunciadores de esa palabra, predicar al señor no solo con palabras, sino con nuestro ejemplo no hace falta un micro o un púlpito. Nuestra presencia en la Misa predica nuestra fe, sigamos así yo os aliento y animo. Pidamos a la Virgen que avive aún más nuestra fe que a veces es débil.

220 Cuarto domingo Jr 01, 04-05. 17-19; Sal 70,1-2. 3-4a. 5-6ab. 15ab y 17; 1Co 12, 31-13, 13; Lc 4, 21-30 Si me falta el amor no me sirve de nada, porque Dios es amor Dios no solo es Padre, sino que nos ama como Padre; no solo es amor, sino que nos ama. La capacidad de amor de Dios es infinita, y la del hombre, finita. La relación del hombre con Dios es limitada, pero Dios inicia la relación, sin la cual el hombre no podría amarlo y relacionarse con Él. En la Primera lectura leíamos: “En el seno materno te consagré” Dios nos ama desde siempre. Dios es eterno presente, Dios siempre me ama. Aunque mi vida tenga inicio; antes de mi inicio, Dios me ama. Dios se ha enamorado, se ha quedado complacido, se ha fijado en mí y me ha amado. El amor esta antes de la creación, como fruto del amor me hizo y me dio el ser por amor. En la Segunda lectura nos fijamos en el himno a la caridad del apóstol san Pablo, Nada se compara al amor verdadero. En este himno precioso, San Pablo nos va dando cualidades, características del amor:  Paciente paciencia para llevar el mal carácter o los defectos de los demás  Benigno dispuesto hacer el bien en los demás, no el mío propio  No es envidioso no busca el bien egoísta  No es ambicioso es generoso con los demás.  No gurda rencor aleja rencillas, resentimiento  Lo perdona todo ¿Cómo debemos amar? Jesús nos dice: “Amad como yo os he amado” con ese mismo corazón. Sin amor la vida se queda vacía: “Ya puedes hablar lenguas, tener el don de profecía, sin amor no vale nada” El cocinar, el lavar, atender a una persona, dar limosna, el tener limpio la casa, si en tu trabajo diario no pones amor de nada vale, porque ante los ojos de Dios no tiene mérito alguno. Eso distinguió a los Escribas a pesar de que sabían más que los Apóstoles, por su falta de amor no dieron fruto. Dios es la fuente del amor, por eso San Juan dirá: “El que no ama, no conoce a Dios” por tanto si no está Dios presente en nuestros actos, no hay amor. San Juan De la Cruz: “Al atardecer de la vida nos juzgarán del amor” ¿Cómo es nuestro amor? ¿Pasa por Dios? ¿Hacemos las cosas con amor? ¿Sé amar? Muchos no saben amar. Hablan de amor pero un amor manoseado, tergiversado, sin más una palabra vacía, un amor que lleva consigo placer, sensualidad, gozo, el recibir, el yo. Ese nos es el amor verdadero y ese es el que nos venden la televisión, las propagandas y las canciones. Amar es entregarse, gastarse, desvivirse, entregar la vida, gastar la vida como lo hizo Jesús. Dar la vida por los demás aunque a veces no encontremos correspondencia o padezcamos sufrimiento. La medida del amor es el perdón, si sabemos amar sabremos perdonar, por eso el año de la misericordia, para manifestar al mundo la capacidad de perdonar, Jesús vino al mundo para perdonar, no para juzgar. Al papa Francisco le gusta comparar a la Iglesia con un hospital, en el que nosotros somos enfermos que necesitamos cuidado, atención Para entender el Evangelio de hoy, hagamos memoria del domingo pasado en el que Jesús en la sinagoga decía: “El Espíritu está sobre mí… Hoy se cumple las escrituras…”Cristo se presenta ante los suyos como El Mesías que esperaban, el salvador del mundo. Reacción desfavorable de sus paisanos: “a este lo conocemos, es el hijo de José” se llenan de desconfianza e incredulidad, dureza de corazón. Vemos que Jesús en su propio pueblo experimentó el rechazo y la incomprensión.

221 Y le ponen a prueba: “haz milagros” Jesús les responde con dos ejemplos: En tiempo de Elías había muchas viudas, pero se le ayudó a la extranjera. Y en tiempos de Eliseo, había muchos leprosos, pro se curó al extranjero. Vosotros pensáis que es para el grupo, y Dios no es para un grupo, Dios es universal y para todos. El señor: “nadie es profeta en su tierra”. La labor de un profeta no es fácil, porque habla en nombre de Dios, se enfrenta al error, denuncia el mal, experimenta la oposición, la persecución y la muerte. Todos nosotros somos profetas y esa es nuestra labor. Vive su vocación de profeta la madre que enseña a rezar, el catequista, el maestro que inspira la vida evangélica, el amigo, que da testimonio, etc. y testigos con la palabra y la vida estamos llamados a ser todos los cristianos. La fe no es un bien privado, es una luz que tiene que resplandecer. "Ay de mí; sí no anuncio el Evangelio", decía San Pablo. Hay areópagos, que se quedan sin palabra de Dios, porque los laicos no la proclaman. “No es el discípulo más que su maestro” por eso nosotros encontramos esas dificultades, encontramos oposición en el mundo y Jesús sabe que padecemos esto por ello nos dice: “En el mundo encontrarás tribulaciones, pero ánimo, yo he vencido al mundo, lucharán contra ti, pero no te vencerán porque yo voy contigo” ¿Quién podrá contra nosotros? Pensemos en los ataques a la Iglesia: ¿cómo éste puede ser el Mesías? Nos puede pasar también a nosotros: ¿Cómo va ser Cristo eucaristía, confesión? Habría una falta de fe. Pidamos a la virgen María, nuestra madre, que aumente nuestra fe.

222 Quinto Domingo Is 06, 01-02a. 03-08; Sal 137,1-2a, 2bc-3. 4-5. 7c-8; 1 Co 15, 01-11; Lc 5, 1-11 La vocación universal al servicio del Reino El Evangelio de este domingo es conocido como el Evangelio de la pesca milagrosa. Antes de descender a los detalles, es útil traer a la mente o recordar el conjunto de relato: Jesús junto al lago/multitud se apiñaba/falta de espacio/dos barcas/Jesús se sube a la barca de Pedro desde donde predica/remar mar a dentro/pesca milagrosa/indignidad de Pedro/confirma en su vocación. Jesús se auto invita a subir a la barca de Pedro, barca=su vida, su sustento, su razón de vivir, por tanto Cristo se mete en su vida, en lo más íntimo para preparar su entrega como Apóstol. En cada vocación sucede lo mismo, el Señor se mete en nuestras vidas sin pedir permiso. Nosotros no escogemos, es Cristo quien nos llama “no sois vosotros los…” ¿dejas que Él se meta en tu vida? Hoy también estas palabras son para ti, el Señor quiere subirse a tu barca, quiere entrar en tu vida, quiere hacerte su discípulo ¿le dejamos entrar en nuestra barca, en nuestra vida? Me dirijo a ti joven, quizá el señor te llama a modo muy íntimo (vida sacerdotal o religiosa) dale una respuesta de amor!!! No podemos imaginar la alegría de Pedro, ver al Señor haberse subido a su barca, esa misma alegría produce el tener al señor de invitado. “Rema mar adentro y echad las redes” Aquel día no había sido bueno, Jesús les había encontrado lavando sus redes después de una mala noche, estarían cansados… Pedro le dice que no habían cogido nada, era razonable, era pescador y sabía más y además ¿A quién se le ocurre pescar de día? Pedro obedece a pesar de que no hay ninguna esperanza de sacar nada, porque tiene fe, obediencia y confianza en Jesús. Y acontece el milagro, una pesca abundante, la pesca milagrosa “Las redes casi se rompían...” nuestro esfuerzo, trabajo, noches en vela; de nada sirven si no contamos con el Señor. Solo queda en lo humano, no hay eficacia y no damos fruto abundante. “Hicieron señas a los de otra barca para que vinieran a echarles una mano” también hoy, el sucesor de Pedro y los que están con él en la barca, los obispos y los sacerdotes, hacen señas a los de la otra barca para que vengan a ayudarles. Piden a los laicos para que hagan llegar el anuncio del Evangelio en la familia, en el ambiente de trabajo, en la sociedad. Pedro está asombrado por el milagro, en un momento ha visto toda su vida, su vocación, la omnipotencia de Dios, su indignidad, su miseria. Pedro se echa a los pies de Jesús y la confiesa su miseria “Apártate de mí Señor que soy un pecador” Pedro reconoce su incapacidad, sus defectos, su poca valía de llevar a cabo la misión que ya presiente. Pedro se reconoce pecador y el Señor le confirma en su vocación: “serás pescador de hombres...” Este diálogo encierra una enseñanza profunda: sólo cuando se reconoce su propia miseria y se confía al Señor, los frutos son innumerables. San Ireneo de Lyón “quien es consciente de su naturaleza pecadora es capaz de reconocer su condición de criatura”. “Y dejándolo todo le siguieron”. No era mucho lo que tenían, pero sí era toda su vida: trabajo, familia y su pasado de pescadores. A nosotros también cuánto nos cuesta dejarlo todo ¿verdad? Somos tan de tierra y nos apegamos a cosas del mundo. Dejemos aquello que nos aleja de Dios. Esta lectura ha resonado en los corazones de todos nosotros que hemos sido llamados por el Señor: todos nuestros pastores: el papa, el obispo, los sacerdotes… nos hemos sentido como Pedro ante la invitación del Señor, la indignidad, rezad por nosotros que somos blanco preferido por el demonio para hacernos caer y dar escándalo. Aunque la palabra vocación, parece exclusiva para sacerdotes y religiosos, también los laicos son llamados por Jesús, y todos recibimos con el Bautismo el compromiso llevar el Evangelio a los demás dando testimonio de nuestra fe. El Señor nos quiere hacer pescadores de hombres también, llevando almas a Dios. El nuestro primero. Que la Virgen nos ayude.

223 Sexto Domingo Jr 17, 05-08; Sal 1,1-2. 3. 4 y 6; 1 Co 15, 12-16, 20; Lc 6, 17. 20-26 I ¡Dichosos los pobres! ¡Ay de de vosotros los ricos! Al escuchar las bienaventuranzas lo primero que se nos viene a la mente es la primera: “¡Dichosos los pobres! ¡Ay de de vosotros los ricos!”. Pero en realidad el significado, el horizonte es mucho más amplio. Jesús nos presenta dos modos de concebir la vida: o por el reino de Dios, o por nosotros mismos; buscar esta vida o la eterna. Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino; Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia Él, el único que lo puede satisfacer: Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada (S. Agustín, mor. eccl . 1, 3 ,4). ¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti (S. Agustín. conf. 10, 20. 29) (C. Ig C 1718) Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos. Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin? (S. Agustín, civ. 22, 30). Jesús no ha venido a enfrentar a ricos y pobres, tampoco está a favor de la pobreza… o en contra de la riqueza... No canoniza a todos los pobres, a los que tiene hambre, a los que lloran y son perseguidos…; tampoco condena igualmente a todos los ricos, a los que ríen y son aplaudidos. La distinción es más profunda; se trata de ver en qué funda cada uno de nosotros la propia seguridad, en que terreno construye cada uno el edificio de su vida: en la tierra para el cielo o en la tierra para la tierra; en Dios o fuera de él… La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor. El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje "instintivo" la multitud, la masa de los hombres. Éstos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad... Todo esto se debe a la convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza por tanto es uno de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro... La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa), ha llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración (Newman, mix. 5, sobre la santidad). El camino de Cristo está resumido en las bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre; Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad, expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos la bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos (C Ig C 1717).

224 II ¡Dichosos los pobres! ¡Ay de de vosotros los ricos! Al escuchar las bienaventuranzas lo primero que se nos viene a la mente es la primera: “¡Dichosos los pobres! ¡Ay de de vosotros los ricos!”. Pero en realidad el significado, el horizonte es mucho más amplio. Jesús nos presenta dos modos de concebir la vida: o por el reino de Dios, o por nosotros mismos; buscar esta vida o la eterna. Jesús no ha venido a enfrentar a ricos y pobres, tampoco está a favor de la pobreza y en contra de la riqueza. No canoniza a todos los pobres, a los que tiene hambre, a los que lloran y son perseguidos…; tampoco condena igualmente a todos los ricos, a los que ríen y son aplaudidos. La distinción es más profunda; se trata de ver en qué funda cada uno de nosotros la propia seguridad, en que terreno construye cada uno el edificio de su vida: en la tierra para el cielo o en la tierra para la tierra; en Dios o fuera de él… Jeremías nos da la clave para entender las bienaventuranzas: “Maldito quien confía en el hombre…Será como un cardo en la estepa. Bendito quien confía en el Señor…Será un árbol plantado junto al agua”. Qué significa poner la confianza o seguridad en el hombre o en Dios; ¿a quién sirvo, en dónde está puesto mi corazón?, ¿quién es el centro de mi vida?, ¿yo y mis cosas, mi mundo, o Dios y su Reino, sus planes?, ¿realmente Jesús es mi Señor…? ¿Construyo sobre Roca o sobre arena…? No tengamos miedo de seguir a Jesús y sus planes-su reino-, solamente él puede llenar esos vacíos del corazón que miles de seres… limitados no pueden llenar; eso sí, usemos los bienes limitados para conseguir los que no se acaban. Los sufrimientos de ahora no son nada, comparados con los bienes que nos esperan. Vale la pena dejarnos conducir por Cristo y su evangelio, que a su debido tiempo cosecharemos. Se cuenta que dos mulos volvían del mercado, seguidos a pie por su amo. Uno estaba atiborrado de esponjas y el otro de sal. El cargado de sal avanzaba fatigosamente, lleno de sudor, a causa del peso de la sal; el que llevaba las esponjas, trotaba ligeramente y tomaba a risa al desdichado compañero. Llegan a un río; ambos entran en el agua; y ¿qué sucede? El cargado de esponjas comienza a sentirse siempre cada vez más agobiado, hasta que se ahoga bajo el peso de las esponjas, que se han rellenado de agua; el cargado de sal se siente cada vez más ligero, porque el agua va disolviendo la sal, hasta que con un brinco está a buen seguro sobre la otra orilla, libre de todo peso. Supongamos que una persona se hubiese entrecruzado con aquella comitiva antes de alcanzar el río y hubiese exclamado dirigiéndose al mulo cargado de sal: « ¡Dichoso tú que estás fatigado y gimes!»; y, entonces, dirigiéndose al otro mulo, hubiese dicho: «¡Desventurado tú que ríes y te diviertes!». Un observador externo habría dicho que aquello era un insulto o una tomadura de pelo. El hecho es que, yendo hacia la dirección del río, aquel hombre sabía qué les esperaba a los dos. También, Jesús sabe qué tenemos por delante y por eso dice: ¡Dichosos los pobres! ¡Ay de de vosotros los ricos!; y el Espíritu santo por Jeremías: “Maldito quien confía en el hombre…Será como un cardo en la estepa. Bendito quien confía en el Señor…Será un árbol plantado junto al agua”. Conclusión El camino de Cristo está resumido en las bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre. Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad, expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos ( C Ig C 1717); que ellos intercedan por nosotros para que sepamos vivir el espíritu de las bienaventuranzas y gozar después con ellos eternamente.

225 Séptimo Domingo 1Sam 26, 02. 07-09. 12-13. 22-23; Sal 102, 1-2. 3-4. 8 y 10. 12-13; 1 Co 15, 45-49; Lc 06, 27-38 No juzguéis “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen... Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra... A quien te pide dale”. Todo está resumido en la así llamada “regla de oro” de la actuación moral: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten”. Esta regla, si se pusiese en práctica, bastaría por sí sola para cambiar la fisonomía de la familia y de la sociedad en la que vivimos. Lo que hoy dice Jesús, hacer bien a los que os odian, viene ilustrada en la primera lectura de hoy con el ejemplo del rey David. Buscado por Saúl, que quiere hacerle morir, David sorprende un día a su enemigo dormido en la tienda. Podría matarle; no lo hace; se limita sólo a cortarle una punta de su manto, como prueba de lo sucedido. David quiere que sea Dios mismo el que le haga justicia respecto a Saúl. Amar a los enemigos es el mejor modo de... ya no tener más enemigos. Un día alguien criticó a Abrahán Lincoln por ser demasiado indulgente con sus enemigos y le recordó que era deber suyo, como presidente de los Estados Unidos, aniquilar a los enemigos. Él respondió: “¿Acaso, no destruyo a mis enemigos cuando les transformo en amigos?” Detengámonos ahora en lo que más incide en a nuestra vida cotidiana: los juicios: “No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados”. Es decir, no juzgues a tu hermano, porque Dios no te ha juzgado a ti. El Señor compara el pecado del prójimo (el pecado juzgado), cualquiera que sea, a una brizna o pajita en comparación con el pecado de aquel que juzga (el pecado de juzgar), que es una viga. La viga es el hecho mismo de juzgar, tan grave es eso ante los ojos de Dios. Santiago explica con una pregunta el motivo por el que no debemos juzgar: “Tú, ¿quién eres para juzgar al prójimo?” (Santiago 4,12). Quiere decir, sólo Dios puede juzgar porque sólo él conoce los secretos del corazón, el «por qué», la intención y el fin de toda acción. Pero, nosotros, ¿qué sabemos de lo que pasa en el corazón de otro hombre cuando realiza una determinada cosa? ¿Qué sabemos de todos los condicionamientos a los que está sujeto, a causa del temperamento, de la educación, de los complejos y de los miedos, que lleva dentro? Querer juzgar para nosotros es una operación muy arriesgada. Es como arrojar una flecha, con los ojos cerrados, sin saber dónde irá a golpear; nos exponemos a ser injustos, despiadados, cerrados u obtusos. Basta observar cuán difícil nos es entender las razones de nuestro mismo actuar para darnos cuenta de cómo sea imposible del todo descender hasta las profundidades de otra existencia y saber por qué se comporta de un cierto modo. Nuestros juicios son casi todos «temerarios», esto es, arriesgados, basados en impresiones y no en certezas. Son fruto de prejuicios. En las historias de los Padres del desierto se lee que un día, un anciano monje, habiendo sabido que había pecado un joven hermano, lo juzgó severamente, diciendo en público: “¡Qué mal tan grande ha hecho al monasterio!” A la noche siguiente un ángel le mostró el alma del hermano, que había pecado, y le dijo: “He aquí, aquel a quien tú has juzgado; mientras tanto, ha muerto. ¿Dónde quieres que lo mande al paraíso o al infierno?” El santo anciano permaneció tan atormentado que pasó el resto de su vida con gemidos y lágrimas suplicando a Dios que le perdonara de su pecado. Había entendido una cosa: cuando juzgamos, nosotros, en la práctica, nos atribuimos la responsabilidad de decidir sobre el destino eterno de nuestro semejante. Ejercitamos, por cuanto nos corresponde a nosotros, un derecho de vida y de muerte. Sustituimos a Dios. Pero, ¿quiénes somos nosotros para juzgar a nuestro hermano?

226 Pero, ¿Cómo se puede vivir sin jamás juzgar? El juicio está implícito en nosotros hasta con una mirada. No podemos observar, escuchar, vivir, sin ofrecer automáticamente valoraciones. Partiendo del Evangelio, descubrimos que el Evangelio no es tan ingenuo como podría parecer a primera vista. ¡Él no nos prescribe tanto el quitar de nuestra vida el juicio, cuanto de impedir el veneno de nuestro juicio! Esto es, la parte de rencor, de rechazo, de venganza..., que frecuentemente se mezcla en la misma objetiva valoración del hecho. El mandamiento de Jesús: “no juzguéis, y no seréis juzgados” es seguido inmediatamente por el mandamiento “no condenéis y no seréis condenados”. La segunda frase sirve para explicar el sentido de la primera. De por sí, juzgar es una acción neutral; el juicio puede terminar bien sea en una condena como en una absolución. Son los juicios “despiadados” los que vienen puestos aparte por la palabra de Dios; los que, junto con el pecado, condenan también sin apelación al pecador. Jesús decía que no había venido al mundo “para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él” (Juan 3,17). Para entender la diferencia entre el juicio de condenación y el de salvación, pongamos un ejemplo muy sencillo. Una madre y una persona extraña pueden juzgar por el mismo defecto a un niño, que obviamente él tiene. Pero, ¡cuán distinto es el juicio de la madre del de la persona extraña! La madre sufre por aquel defecto, como si fuese suyo; se siente responsable; en ella arranca el deseo de ayudar al niño para corregirse; por ahí no va a propagar a los cuatro vientos el defecto de su niño. Si nuestros juicios sobre los demás se asemejan a los de una madre o a los de un padre, juzguemos mientras queramos hacerlo. No pecaremos sino que haremos actos de caridad.

227 Octavo Domingo Si 27, 05-08; Sal 91,2-3.13-14.15-16; 1 Co 15, 54-58; Lc 06, 39-45 Acaba hoy la primera parte del tiempo ordinario, porque el próximo miércoles iniciamos ya la Cuaresma. Además, tanto en la segunda lectura como en el evangelio, concluimos la lectura de los textos que íbamos leyendo a los largo de las últimas semanas; así acabamos la lectura continuada de la primera carta de san Pablo a los cristianos de Corinto, y también el resumen del mensaje de Jesús que el evangelista Lucas ha recogido en el capítulo 6, y del que hoy leemos el tercer y último fragmento. Por tanto, toda la liturgia de hoy nos invita a cerrar un período, una etapa del año litúrgico, durante la cual hemos ido siguiendo los inicios del ministerio de Jesús, para iniciar otra la próxima semana: la Cuaresma, un tiempo fuerte, con todo lo que comporta. Estilo sapiencial La primera lectura de hoy está tomada del libro del Eclesiástico y es el típico texto de la literatura sapiencial con sabor poético. A partir de varias imágenes (la criba, el horno, el fruto del árbol) se nos dice que la bondad del hombre se manifiesta auténticamente después de haber sido probada, después de haber sido examinada. Tan sólo entonces se constata si es algo sólo superficial o si es algo que mana de lo hondo del corazón: “No alabes a nadie antes de que razone, porque ésa es la prueba del hombre”. El evangelio de hoy usa este estilo, con una serie de máximas e imágenes del mismo tipo de las que hemos visto en la primera lectura, algunas incluso calcadas: el ciego y el hoyo, el discípulo y su maestro, la mota y la viga en el ojo, el árbol y sus frutos, el corazón y la boca. El valor de lo interior También el mensaje de este fragmento de Lucas empalma con el de la 1ª lectura. El núcleo de este mensaje de hoy consiste en valorar lo interior. Jesús invita a la profundidad y a la sinceridad de corazón; a no quedarse con la imagen exterior, que sólo es al fin y al cabo un reflejo de la interioridad de la persona. El evangelio tiene dos partes: la primera consiste en una llamada a la humildad, a la sencillez, a la hora de valorarnos a nosotros y a los demás. A partir de las imágenes del ciego que no puede ser guía de otro ciego, y del discípulo que no está tan instruido como su maestro, Jesús hace una llamada a ser conscientes de la propia limitación, a la capacidad de autocrítica. Este pensamiento culmina con el ejemplo de la viga en el propio ojo y la mota en el del vecino: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?”. Y a partir de la falsa situación del que pretende enseñar siendo ciego o un simple discípulo, y del que pretende corregir a los demás cuando él está aún más cargado de faltas, Jesús invita, en la segunda parte del texto de hoy, a descubrir al hombre en su propia realidad. Una realidad que halla su aspecto más auténtico en lo que hay en el fondo del corazón. Lo que vale en cada persona no es lo que dice, ni lo que hace, sino lo que hay en su corazón. Y lo que hay en el fondo del corazón se expresará después en sus palabras y en sus obras. Con todo esto Jesús nos invita a cultivar la dimensión interior de la persona, aquello que constituye la parte más profunda y auténtica de su ser. Una dimensión interior que Jesús ve en positivo, al decir que "El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien". Pero este tesoro de bondad que cada cual guarda en su corazón se ha de cultivar para que dé su fruto. Por eso es tan importante trabajar la vida interior de las personas, su capacidad de reflexión, de escucha, de meditación, de silencio. La vida interior del cristiano Y en concreto, el cristiano ha de ir modelando su corazón según Dios y siguiendo el estilo de Jesús. El mensaje del evangelio, que hemos ido recordando estas últimas semanas, pide interiorización, exige poder arraigar en el corazón del cristiano para poder vivirlo de verdad.

228 El salmo de hoy nos recuerda precisamente que, cuando las raíces son hondas y están agarradas en el Señor, "El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano: plantado en la casa del Señor. En la vejez seguirá dando fruto... ". Y en la segunda lectura san Pablo nos recuerda dónde se encuentra el fundamento de nuestra esperanza: la victoria de Cristo que ha engullido la muerte. Si arraigamos profundamente nuestro corazón en esta convicción, nuestra vida será un auténtico testimonio de la fe que profesamos. “¡Demos gracias a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!. Así, pues, hermanos míos queridos, manteneos firmes y constantes. Trabajad siempre por el Señor, sin reservas, convencidos de que el Señor no dejará sin recompensa vuestra fatiga”. Se trata, en definitiva, de buscar la renovación del corazón. Los cristianos la encontraremos en la lectura del evangelio, bien fundamentados en Cristo muerto y resucitado. La ya inmediata Cuaresma nos ayudará todavía más a avanzar en esta línea de interiorización y de renovación.

Noveno Domingo Re 8,41-43; Sal 116,1. 2; Gál 1,1-2.6-10; Lc 7,1-10 La salvación de Cristo no es sólo para los judíos, sino que está abierta a todos. Al narrarnos el episodio del centurión romano, san Lucas está adelantando en cierto sentido lo que contará en el libro de los Hechos: la apertura de la Iglesia a los paganos. Si al nacer Jesús en Belén ya pone en boca de lo ángeles el canto de la “paz a los hombres que ama el Señor” (2,14), y el anciano Simeón llama a Jesús “luz para iluminar a las naciones” (2,32), luego, a lo largo del evangelio, Lucas subraya aquellos rasgos que presentan la universalidad de la salvación: la atención de Jesús por los más marginados, o la alabanza al leproso samaritano que sí supo agradecer su curación; y después en los Hechos, la admisión de la familia de Cornelio, otro romano, a la fe y al bautismo: el largo relato termina con estas palabras: “también a los gentiles les ha otorgado Dios la conversión que lleva a la vida” (Hch. 11,18). Jesús cura aquí al criado del centurión romano. Por más apreciado que fuera por los israelitas (“tiene afecto a nuestro pueblo y nos ha construido la sinagoga”), no deja de ser un extranjero, perteneciente además a las “fuerzas ocupadoras” romanas. Sin embargo, Jesús escucha su petición y alaba su fe. Por tanto, Israel no tiene el monopolio del favor de Dios. Las lecturas nos hacen la invitación a alegrarnos de que la salvación que Dios nos ofrece por medio de Cristo sea tan universal. No sólo a nosotros -por ejemplo, los católicos- nos concede Dios su gracia. No tenemos la exclusiva de la verdad, de la honradez y del amor. Dios es un Dios abierto, universal. Y Cristo se ha entregado por todos. Cristo alabó las cualidades del centurión, a pesar de que era un extranjero. San Lucas lo describe con valores admirables: su humildad, su delicadeza en la petición, su interés por la salud del criado, su actitud de ayuda a los judíos, su fe en la palabra de Jesús. Muchas veces los “otros” nos pueden dar lecciones: saben acoger mejor que nosotros el don de Dios. No tendrían que decidir nuestra conducta las diferencias ideológicas, políticas, religiosas, o la situación social, o la cultura: si Dios escucha también a los “extranjeros”, ¿quiénes somos nosotros para cerrarnos a ellos? A esta misma actitud de apertura nos invita cada Eucaristía: a) en la misma composición de la asamblea, heterogénea, pero fraternal; b) en la intercesión universal que elevamos a Dios en la oración de los fieles, por todo el mundo; c) en el gesto simbólico de paz que damos a los vecinos antes de comulgar. Hoy podemos enlazar la escena evangélica con la invitación a la comunión: precisamente imitamos los sentimientos de humildad y de confianza en Jesús que mostró el centurión, cuando repetimos sus palabras: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra...”.

229 Décimo Domingo 1 Re 17, 17-24; Sal 29; Gál 1, 11-19; Lc 7, 11-17 Contemplación del Evangelio de la Misa: Naim, Jesús acompañado de sus discípulos, encuentro con el cortejo fúnebre, la madre, viuda, llora desconsoladamente. Jesús se compadece de ella, de su llanto, una mujer sumida en la tristeza más profunda, en la miseria sin fondo. Viuda y sin el único hijo que le quedaba. Nos imaginamos su dolor. Es normal que un hijo entierre a sus padres, pero los padres a los hijos… es más doloroso. Jesús podía haber pasado de largo, o esperar una llamada o petición, pero toma la iniciativa movido por el dolor de la madre “se compadeció” Jesús no es insensible ante el dolor, también es cercano a nuestro sufrimiento y camina junto a nosotros, aunque muchas veces no notemos su cercanía, porque no le tratamos. También en nuestros días Jesús no pasa de largo, se detiene, nos consuelo y nos salva, nos ofrece su amor. Jesús da unas palabras de aliento, de consuelo. Le dice “no llores”, no quiero que sufras, yo he venido a traer la paz. Jesús obra el milagro, manifestación de Dios. Solo Dios hace milagros y los santos interceden. En Cristo Jesús, Dios Padre, ha visitado a su pueblo, dando la vida a los muertos. Dios es un dios de vivos, es el Dios de la vida. Hoy Jesús se manifiesta con todo su poder y su misericordia, como Dios verdadero, resucitando al Hijo de la viuda. Dios está presente entre los hombres en la persona de Jesús. Jesús para hacer sus prodigios, pide la fe de los interesados. Buena voluntad y deseos de encontrar a Dios. Jesús con sus milagros, no sólo busca remediar las miserias del hombre, sino que desea que el hombre abra su corazón al misterio del Reino, al deseo de una vida más allá de lo presente. El fin de la actuación de Jesús es enseñarnos la vida que no se acaba. Jesús centra su mensaje en él mismo, que es la vida verdadera: Él es el Cristo resucitado, que resucita para la vida eterna. La resurrección de Cristo es la garantía de nuestra propia resurrección. Dios no desea la muerte del pecador, lo manifiesta resucitando en el Evangelio de hoy, y en la resurrección de la Virgen María, de hecho, nuestros primeros padres fueron creados inmortales, pero la muerte entró en el mundo como consecuencia del pecado. La enseñanza que nos deja Jesucristo, es la capacidad que debemos tener al compadecernos ante el sufrimiento del prójimo. ¿Nos compadecemos de todos aquellos que nos vamos encontrando en el camino? Pidamos al Señor que nos regale también un corazón que nos ayude a sufrir con el que sufre, con quienes tratamos habitualmente, con quienes están a nuestro lado, con quienes están más necesitados. Practiquemos las obras de misericordia: materiales (dar de comer, beber, vestir, enterrar, al peregrino, visitar al enfermo y preso) espirituales (enseñar, corregir, aconsejar, rezar, sufrir, consolar, perdonar) Dar produce alegría. Reflexionemos también en nuestra propia muerte. ¿Cómo preparamos el encuentro con el Señor? Nosotros sabemos que la muerte es un paso necesario para encontrarnos con el amado. No temamos la muerte, es nuestra amiga. Qué pena con los escépticos que no creen en la otra vida su ley es disfrutar, comer, vivir mientras se viva… no se imaginan que nos espera una verdadera vida después de la muerte. Pidamos ayuda a la Virgen María. Ella vive, en ella la Iglesia ha llegado a su plenitud, nosotros también estamos llamados a vivir como ella, en el cielo. Que ella nos ayude.

230 Décimo Primer Domingo 2 Sam 12, 7-10.13; sal 31; Gal 12, 16.19-21; Lc 7: 36-8, 3 Jesús se quedó mirando a Simón, el fariseo y le dijo: “Simón, tengo algo que decirte” Jesús se nos queda mirando también a cada uno de nosotros y nos dice: Luis, Julio, María… tengo algo que decirte. Hay dos personas frente al Señor: FARISEO: Hombre de importancia, de buena presencia, bien vestido, muy respetado por su cultura, de buena posición social, siempre en los primeros lugares. MUJER: Ya sabemos que todos piensan las peores cosas de ella, una mujer mala, públicamente pecadora. Visión por fuera: un hombre religioso y una mujer mala. Los hombres tenemos una visión externa. Pero Cristo tiene una merada que va al corazón y para él sólo vale lo que hay en interior. ¿Y qué es lo que ve en el corazón del fariseo tan religioso por fuera? ORGULLO: Yo soy bueno, yo cumplo con la ley, yo voy a la iglesia, yo soy religioso. DESPRECIO A LOS DEMÁS: Yo soy bueno y los demás no se comparan a mí, no robo, no me emborracho, no cometo pecados. ¿Y la mujer? En el corazón de la mujer hay arrepentimiento, pena der nada, humildad de reconocerse como tal, no desprecia a los demás y sobre todo su amor grande a Jesús. Jesús mira el corazón y por eso condena al fariseo y acoge a la mujer, porque vale más lo que hay en el corazón, vale más lo interno. Dios nos invita a ver qué pensamientos tenemos en el corazón. ¿Despreciamos a alguien? El pasaje del Evangelio de hoy nos narra la unción de Cristo, llevado a cabo por una pecadora, y la parábola de los deudores. En cuanto a la pecadora, ante las críticas…, Jesús justifica a esta mujer y la unción costosa que ésta llevó a cabo. Lo que se pretende resaltar el perdón de los pecados efectuados por Cristo. En efecto, él no vino a condenar, sino a salvador, y dar la vida por todos para que todos tengamos vida en su nombre. Pero para hacer nuestro el perdón de Jesús, es necesario tener un arrepentimiento como el de David, profundo y sincero. En realidad, Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Aprendemos que el perdón del pecado se realiza en una relación personal entre el pecador y Dios. Aquí se revela el dios del amor, que sustituye el corazón del pecador por un corazón nuevo, en total sintonía con Él. Pero también, para el perdón de los pecados, se requiere del amor del pecador. Dios perdona al que ama, y se ama porque se ha obtenido el perdón. A la mujer pecadora se le perdonó mucho porque amó mucho, el perdón es causa del amor: al que mucho ama, se le perdona mucho; al que ama poco, poco se le perdona, como a Simón… Esta mujer del Evangelio amó porque creyó, creyó que podía ser perdonada, y consiguió ser perdonada. Con cada uno de nosotros Jesús quiere encontrarse, porque a cada uno Él quiere dirigir este mensaje: “tu fe te ha salvado”. Si creemos porque amamos y si amamos porque creemos, seremos perdonados y amados por Jesús, seremos salvados.

231 Décimo Segundo Domingo Zac 12,10-11; Sal 62,2. 3-4. 5-6. 8-9; Gál 3,26-29; Lc 9,18-24 Pocas veces nos detenemos los cristianos a responder a esa pregunta decisiva que se nos hace a cada uno de nosotros. La pregunta que Jesús dirige a sus discípulos, hoy nos la hace a nosotros: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” La respuesta ha de ser personal. Nadie puede hablar en mi nombre; pues, la fe es personal, y mi fe es mi fe, no la del otro. Cada uno hemos de responder. Se nos pregunta qué digo yo de Jesucristo, no qué dicen los concilios, qué predican los Obispos y el Papa, qué explican los teólogos. Un conjunto de circunstancias históricas ha podido embrollar mucho las cosas, pero no hemos de olvidar que la fe cristiana no es simplemente la adhesión a una fórmula o a un grupo religioso, sino mi adhesión personal y mi seguimiento a Jesucristo. Para ser cristiano, no basta decir: “Yo creo en lo que cree la Iglesia”. Es necesario que me pregunte si yo le creo a Jesucristo, si cuento con él, si apoyo en él mi existencia… No se me pregunta qué pienso acerca de la doctrina moral que Jesús predicó, acerca de los ideales que proclamó o los gestos admirables que realizó. La pregunta es más honda: ¿Quién es Jesucristo para mí? Es decir, ¿qué lugar ocupa en mi experiencia de la vida? ¿Qué relación mantengo con él? ¿Cómo me siento ante su persona? ¿Qué fuerza tiene en mi conducta diaria? ¿Qué espero de él? No puedo contestar responsablemente a la pregunta que Jesús me dirige sin descubrirme a mí mismo quién soy yo y cómo vivo mi fe en él. Precisamente, en eso consiste la responsabilidad: en ser capaz de responder por mí mismo. Con frecuencia, no somos conscientes hasta qué punto vivimos nuestra fe por inercia, siguiendo actitudes y esquemas infantiles, sin crecer interiormente, sin llegar tal vez nunca a una decisión personal y adulta ante Dios. De poco sirve hoy seguir confesando rutinariamente las diversas creencias cristianas si uno no conoce por experiencia qué es encontrarse personalmente con ese Dios revelado y encarnado en Jesucristo. Nuestra fe cristiana crece y se robustece en la medida en que vamos descubriendo por experiencia personal que sólo Jesucristo puede responder de manera plena a las preguntas más vitales, los anhelos más hondos, las necesidades últimas que llevamos en nosotros. De alguna manera todo cristiano deberíamos poder decir como san Pablo: “Yo sé bien en quién tengo puesta mi fe” (2 Tm 1, 12).

232 Décimo Tercer Domingo 1 Re 19, 16b. 19-21; Sal 15,1-2a y 5. 7-8. 9-10. 11; Gal 05, 01. 13-18; Lc 9, 51-62 El evangelio de san Lucas ha comenzado así: “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén”. Y en dos ocasiones hemos encontrado esta expresión: “de camino”. Durante estos domingos el evangelio de san Lucas nos hablará de este largo camino de Jesús hacia Jerusalén, hacia el lugar de su Pascua. Y es que san Lucas quiere ejemplificar, mediante esta extensa narración del largo camino de Jesús hacia Jerusalén, lo que debe ser nuestra vida cristiana: un seguir a Jesús, un caminar con El, también nosotros hacia la Pascua. Hoy en este evangelio nos pudiéramos encontrar con una dificultad: Jesús parece mostrarse muy radical, muy exigente con tres hombres que quieren seguirle. Y ello nos plantea a todos una pregunta: ¿es preciso ser un santo, para seguir a Jesucristo? No importa saber que tan santos somos, lo cierto es que todos queremos seguir a Jesús. Y si para ser cristiano (=seguidor de Jesucristo) es necesario ser santos. No olvidemos que por el bautismo estamos unidos a Él, y él quiere nuestra santidad, por tanto, no tengamos miedo, cada día emprendamos nuestro camino con Jesús, en Jesús desde Jesús. Las exigencias de Jesucristo son radicales. Pero también nos dice el evangelio que quienes de hecho le seguían (los apóstoles, las mujeres que iban con El, los otros discípulos...) no eran un ejemplo de perfección. Hoy mismo hemos leído que Santiago y Juan querían que bajara fuego del cielo para acabar con la gente de un pueblecito que no había querido recibirles. Cuántas veces encontramos en los evangelios muestras de cobardía, de incomprensión, de vanidad, de peleas entre los apóstoles... Y no por ello Jesucristo les rechaza o niega que puedan ser discípulos suyos. Nuestro caminar hacia la pascua, por una parte, implica, pues, una exigencia radical de Jesús como condición para ir con El; pero por otra, nos anima el saber que quienes de hecho le siguen sean hombres y mujeres con sus defectos y pecados. Y es interesante notar que el evangelio de san Lucas es quizás el que acentúa más uno y otro aspecto. Jesucristo es exigente y no pacta con la mediocridad, pero no pide como condición previa la un alto grado de santidad, pero sí la decisión querer serlo. Posiblemente nos ayude a comprender todo esto el fijarnos dónde sitúa Jesucristo su radicalidad, qué es lo que El exige como condición para seguirle. Y veremos que Jesucristo no exige que Pedro o Juan o Santiago o María Magdalena o cualquiera de quienes le siguen, se transformen en un momento en santos, en seres perfectos. Comprende su cobardía, sus defectos, sus pecados, Pero lo que sí exige es que no pongan condiciones para seguirle, que no se reserven nada. Es decir, que confíen ilimitadamente en El, que estén dispuestos a dejarse transformar, que quieran seguirle más y más. Este es seguramente nuestro problema: hay zonas de nuestra vida que nos reservamos para nosotros, en las que creemos que debemos comportarnos según nuestros criterios y no según los de Jesús. Estamos dispuestos a seguirle unas horas de nuestra vida, en unos aspectos. Pero en otros, no. Ponemos condiciones a Jesucristo: en esto o en aquello, no te metas. Más aún: pretendemos pactar con Jesucristo: yo haré esto o aquello, pero déjame tranquilo en lo de más allá. Entonces estas zonas de nuestra vida que nos reservamos -y que a menudo son muy importantes para nosotros: nuestro modo de comportarnos cuando se trata de ganar dinero, o de querer dominar y servirnos de los demás, nuestra relación cotidiana hecha de dureza o de mal humor con los de casa, etc. Etc.-, estas zonas se convierten en un cáncer de nuestra vida cristiana. Porque Jesucristo no pretende que seamos héroes o santos, pero quiere que nos entreguemos sin reservas ni condiciones a su Espíritu que puede transformarnos más y más. El problema -en nuestra vida cristiana- no es que no tengamos una salud perfecta, no es que consigamos librarnos de cualquier enfermedad; el problema es que por una parte de nuestro cuerpo -de nuestra vida- no dejamos circular la sangre de Jesucristo, la fuerza transformadora de su Espíritu. El problema es el cáncer que no arrancamos y que se va apoderando de nosotros hasta matar nuestro dinamismo de seguimiento de Jesucristo. Por eso Jesucristo es radical. Porque sabe que reservándonos estos trozos de nuestra vida, nunca le podremos seguir. Por eso Él, cada domingo, quiere que renovemos el memorial de su entrega total por nosotros.

233 Décimo Cuarto Domingo Is 66, 10-14ª; Sal 65,1-3a. 4-5. 6-7a. 16 y 20; Gal 6, 14-18; Lc 10, 1-12. 17-20 San Lucas dice que Jesús escogió otros setenta y dos, además de los apóstoles, y los envió a evangelizar. Está claro que Jesús no se contentaba con que escucharan e hiciesen reuniones y dedicaron un cierto tiempo a la oración, sino que quiere que practiquen y se vayan responsabilizando de su misión. No hemos destacado convenientemente este aspecto que, por otra parte, está muy claro en el Evangelio. La tarea primordial de Jesús y de los suyos es evangelizar. Es lo primero para que el Reino de Dios se conozca y se extienda. Así lo hace Jesús y así lo enseña y exige a los suyos. Y una vez que suba al cielo y venga el Espíritu Santo a la Iglesia, ésta va a ser la tarea primera de los apóstoles y de la iglesia. Esto era lo que les había inculcado el Maestro y para ello los había entrenado. La fe misma exige una misión. Por tanto, no basta el culto y la oración, es necesaria la misión. La evangelización es hoy, también, la tarea primera y primordial de los cristianos. Así nos lo recuerdan los documentos de los papas y de los últimos sínodos. La necesidad, por otra parte, es bien patente. Sin tener que pensar en países lejanos y de misiones. Porque es bien claro que en nuestras comunidades, son como niños en la fe…: casi todos bautizados, pero muy pocos evangelizados. Muchos de nosotros necesitamos una segunda, una nueva evangelización. Porque la primera fue infantil, como de primera comunión, y porque los tiempos que vivimos necesitan una verdadera confirmación en la fe. Además de que la verdadera evangelización es un proceso continuo y dinámica y en etapas. Una fe meramente cultual y demasiado cultural, no es una auténtica fe cristiana. Muchos de los bautizados, muchas de nuestras comunidades cristianas se han refugiados en una fe así. Los cristianos más conscientes y las comunidades más vivas se han dado perfectamente cuenta de esto y están actuando en consecuencia, gastando sus mejores energías en la evangelización. Necesitamos aprovechar toda ocasión para evangelizar: misiones evangelizadoras, la catequesis de niños, la recepción de los sacramentos, sobre todo la Eucaristía o la lectura en familia de la Biblia. Nuestra realidad contrasta con la actitud de Jesús, que prontamente envía a predicar el reino de Dios a sus discípulos y la de muchos sacerdotes y cristianos, que no nos esforzamos por abandonar nuestra pasividad. Quizá sean demasiadas reuniones y reuniones, misas y misas, pero poca evangelización y catequesis, en todos y para todos. De dos en dos, en grupo, o como sea, hay que lanzarse a extender el Reino de Dios, a evangelizar. Jesús dice lo que tenemos que decir o predicar: “está cerca de ustedes el Reino de Dios”. El Reino de Dios es para aquí, para ahora y para nosotros. Ya ha empezado. Hay que dar respuesta. Nos interpela. El Reino de Dios es paz y buena noticia. Eso quiere decir Evangelio, y por ahí empieza Jesús su predicación. El hombre necesita una palabra de ayuda, de esperanza, de salvación, y esto es siempre, y en última instancia, el mensaje de Dios. Ese Reino de Dios de forma muy especial es acogida, perdón, amor y fraternidad, auténtica comunidad. Y, por supuesto, una sociedad en que haya justicia para los pobres y no pueda existir la explotación del hombre por el hombre. “Un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz” (Prefacio de Cristo Rey).

234 Décimo Quinto Domingo Dt 30, 10-14; Sal 68, 14 y 17. 30-31. 33-34. 36ab y 37;Col 01, 15-20; Lc 10. 25-37 Tanto el sacerdote como el levita, cuando llegan a aquel recodo del camino que va de Jerusalén a Jericó y ven allá tendido en el suelo a aquel pobre hombre apaleado por los ladrones, aceleran el paso, cambian de lado del camino, y pasan de largo como si no le hubieran visto. De hecho, si no cambiaran de lado tropezarían con el herido y no tendrían más remedio que detenerse a ayúdalo. Pero no tienen ganas de hacerlo. Ni el uno ni el otro quieren encontrarse con el herido. Si llegaran hasta allí donde el pobre hombre está echado en el suelo, si lo tuvieran ahí cercano, a sus pies, realmente les costaría mucho dejarlo tirado, no prestarle atención ni ayuda. Por muy endurecido que tuvieran el corazón, no serían capaces de dejarlo en ese estado, medio muerto. Por eso, tanto uno como otro, cambian de lado en el camino y hacen ver que no se han dado cuenta del estado en que se halla. Y pueden continuar tranquilos su camino, a encontrarse con la gente con quien tenían ganas de estar, a hacer lo que tenían ganas de hacer, sin tener que perder el tiempo ni ensuciarse las manos con alguien que no les va ni les viene, alguien que ellos no se han buscado, alguien que no es de los suyos. ¡Cuántas veces nosotros hacemos también como el sacerdote y el levita! Nosotros, como ellos, intentamos amar a los nuestros, intentamos tratar bien a la gente que tenemos cerca: los de casa, los amigos, los que tenemos cosas en común. Pero a los que no son de los nuestros, a los que no forman parte de nuestro círculo... ¡cuántas veces los olvidamos, qué poco interés tenemos por ellos! Y ¡cuántas veces, como el sacerdote y el levita, miramos que sus sufrimientos no nos afecten, no queremos ver el dolor que hay a nuestro alrededor! ¡Cuántas veces pasamos por el otro lado del camino! Jesús dice muy claro cuál ha de ser nuestra actitud. Jesús ha recordado el gran mandamiento: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón... y al prójimo como a ti mismo”. Y el maestro de la Ley ha querido buscar excusas, como si no supiera lo que quería decir eso que Jesús le recordaba. El maestro de la ley quiere aclarar bien a quién hay que amar y a quién no es necesario hacerlo. Por eso pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?” Pero no hay excusas que valgan. Jesús responde a la pregunta con esta parábola tan diáfana, que es como si dijera: “Tú prójimo son todos aquellos que necesitan que les ames, y de una manera especial los más necesitados, los que peor están”. No hay excusas que valgan. Jesús nos manda amar a los que más lo necesitan, sin preguntar de dónde viene su dolor. Sin preguntar si están como están por su culpa o por irresponsabilidad suya (¡porque a lo mejor el hombre apaleado había cometido la imprudencia de pasar por aquel camino sabiendo que corría el peligro de ser atacado por los ladrones!). Y menos aún sin desentenderse diciendo que nosotros no somos los que hemos provocado aquel dolor y por tanto no tenemos ninguna obligación de socorrerlo. No hay excusas que valgan. Jesús quiere que tengamos siempre los ojos bien abiertos para ver a todos aquellos que yacen apaleados a la orilla de los caminos, y que nos acerquemos a ellos y les tendamos la mano. Tenemos que planteárnoslo de verdad. Porque hay mucha gente a la orilla de los caminos por donde pasamos. Pensémoslo unos instantes: los enfermos y los ancianos que viven la tristeza de no tener a nadie cerca; los drogadictos y los marginados de cualquier clase; las bolsas de pobreza de nuestras ciudades... Si queremos tener los ojos abiertos, si no optamos por pasar por el otro lado del camino, encontraremos muchas formas de hacer como el buen samaritano. Con nuestra compañía personal a alguien que está solo, con tarea organizadas desde nuestra parroquia, voluntariado de todo tipo, con nuestra aportación económica a campañas de ayuda... Se trata simplemente de eso: de tener los ojos abiertos, de tener el corazón bien dispuesto, de decidir no pasar por el otro lado del camino. Al final, es lo que decía la primera lectura: “El precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda, ni inalcanzable... El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo”. Ahora, en la eucaristía, se hará presente entre nosotros, Jesús. El es verdaderamente el buen samaritano. El se acerca a todos y libera a los oprimidos por el mal. El se acerca a nosotros y nos salva. Démosle gracias y pidámosle ser como él.

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Décimo sexto Domingo Gn 18, 01-10ª; Sal 14,2-3ab. 3cd-4ab. 5; Col 01, 24-28; Lc 10. 38-42 Marta y María Cuando un amigo llega a nuestra casa no es nada raro que nos desbordemos en atenciones para que el invitado se sienta a gusto. Marta, la hermana de Lázaro y María, se desvive por atender a Jesús. Pero mientras Marta se afana en los quehaceres, María permanece sentada a los pies de Jesús escuchando su palabra. Podemos pensar en la mirada de reproche de Marta a su hermana o adivinar un gesto con el que le da a entender a María que se levante y se ponga a trabajar como ella. Sin embargo, Marta no cruza palabra con su hermana María, se dirige a Jesús y le dice: "Señor, ¿no te has dado cuenta de que mi hermana me ha dejado sola con todo el quehacer? Dile que me ayude". La respuesta de Jesús es muy clara: “Marta, Marta, muchas cosas te preocupan y te inquietan, siendo así que una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y nadie se la quitará”. Descubrimos en este evangelio dos actitudes diferentes ante la visita de Jesús: una, es la de quien cree saber qué es lo que le agrada al huésped y no hace otra cosa que afanarse por halagarlo; la otra, no es una actitud del que sabe sino del que quiere aprender, que está atento a la escucha del invitado. Jesús elogia la actitud de María, incluso dice que ella “escogió la mejor parte”. Pero esto no quiere decir que Jesús desprecie o no valore el trabajo de Marta. Las palabras de Jesús a Marta están llenas de ternura: “Marta, Marta...” Con estas palabras Jesús invita a Marta a no dejarse llevar por el activismo, a no preocuparse demasiado por cosas secundarias; y, a ejemplo de María, darse tiempo para el silencio, la contemplación, la escucha atenta de la Palabra de Jesús. Las actitudes de las dos hermanas, Marta y María, son para nosotros dos tipos de actitudes complementarias de cara a Dios y a su el Reino en nuestra vida ordinaria: Marta representa el servicio, el trabajo, la acción... María, la escucha de la Palabra de Dios, la reflexión, la oración... O como decía san Benito: “ora et labora”, ora y trabaja; Dios es primero y todo lo demás se te dará por añadidura…En otros palabras, dar a Dios y a la salvación el primer lugar- oración y escucha de la Palabra de Dios- y desde Él, desde el encuentro con Dios, realizar nuestros trabajos diarios. Trabajar para Dios en la familia y para la familia, sin olvidarse de Dios, de los bienes que duran para la vida eterna. Que la Virgen de la Soledad nos enseñe a vivir el Evangelio en medio de la vida diaria, que nos enseñe a orar y trabajar, que sepamos juntar el trabajo y la vida en Dios- oración y escucha de la Palabra de Dios; que nos haga hombres y mujeres de oración en la acción, a semejanza de Cristo, que trabajaba fuerte durante el día y luego dedicaba largas horas de la noche a la oración.

236 Décimo séptimo Domingo Gn 18, 20-32; Sal 137,1-2a. 2bc-3. 6-7ab. 7c-8; Col 02, 12-14; Lc 11, 1-13 La oración del Padre nuestro En el camino de subida de Jesús a Jerusalén, el domingo pasado, con la escena de las hermanas Marta y María, Lucas subrayaba la escucha de la Palabra como actitud del creyente. Hoy nos habla de la oración. Tema que va preparado por la 1ª. lectura, con la figura de Abraham. Lucas es el evangelista que más veces presenta a Jesús como modelo de oración. Y de su ejemplo deriva que también nosotros, sus seguidores, tenemos que dar importancia a la oración en la vida cristiana… Precisamente le pidieron que les enseñara a orar porque lo vieron a él orando. Orar significa abrirse a Dios. La oración es algo más que recitar unas fórmulas o poner en marcha un mecanismo "comercial" para obtener favores de Dios. Es, sobre todo, una convicción íntima de que él es nuestro Padre y que quiere nuestro bien más que nosotros mismos. La oración del cristiano es, ante todo, de alabanza y glorificación de Dios, como hacemos tantas veces en la Eucaristía. Pero también es legítima la oración de petición. En su camino hacia Jerusalén, Jesús enseña cuál ha de ser la actitud del discípulo hacia Dios Padre. Jesús educa como amigo y con el testimonio. Jesús ora (11, 1) y con su testimonio suscita la pregunta sobre la relación personal con Dios. La oración dominical es la más perfecta de las oraciones... En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también forma toda nuestra afectividad (santo Tomás de A., s. th. 2-2, 83, 9). La oración dominical es la oración por excelencia de la Iglesia. Forma parte integrante de las principales Horas del Oficio divino y de la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía. Inserta en la eucaristía, manifiesta el carácter “escatológico” de sus peticiones, en la esperanza del Señor, “hasta que venga” (I Co 11, 26).

237 Décimo octavo Domingo Qo 1, 2. 2, 21-23; Sal 94,1-2. 6-7: 8-9; Col 3, 1-5. 9-11; Lc 12, 13-21 El valor de las riquezas Hoy la palabra que nos dirige Jesús -dentro del itinerario hacia Jerusalén que Lucas describe- se refiere al desapego de la riqueza que debe tener el discípulo de Jesús, como lo tuvo él. Los domingos anteriores era la oración. El próximo será la vigilancia. Hoy, una llamada muy clara a evitar la idolatría del dinero. Tanto la primera lectura como el evangelio vienen a respondernos a esta pregunta: ¿sirven para algo válido las riquezas? Y la respuesta es bastante escéptica: si no se saben usar, son más bien perniciosas. El mundo de hoy parece proponernos casi como único objetivo el tener, el poseer, el llegar a ser ricos, más ricos que los demás; antes que el tener, el poder, el placer y el parecer está el ser; el hombre no vale por lo que tiene y por lo que sabe, sino por lo que es... En una cosa el Evangelio está de acuerdo con lo que decían los sabios de Israel, como el Qohélet: en condenar como cosa necia el acumular, el vivir como hormigas que amasan y amasan para un invierno, del que no se sabe ni siquiera si existirá. Nadie dice que el hombre no deba trabajar, industrializarse, mejorar. Sólo se condena el vivir para acumular. Se debe ganar dinero para vivir, no vivir para ganar dinero. Jesús no nos está invitando a despreciar los bienes de la tierra, pero sí a no dejarnos esclavizar por ellos. Ni a descuidar el trabajo, pero sí a no dar prioridad a lo material, porque hay cosas más importantes. No condena a los ricos o a las riquezas (a no ser que supongan injusticia), pero sí nos dice que no caigamos en la idolatría y en la obsesión por el dinero. Lo que nos dice es: "Eviten toda clase de avaricia". El campesino es llamado insensato no porque ha tenido una buena cosecha o hace planes para el futuro, sino porque programa ese futuro sin Dios y olvidando la solidaridad, a los demás, no piensa en la comunicación de bienes con otros. Él almacenaba los bienes menos importantes, pero corría el peligro de presentarse ante Dios con las manos vacías de lo que en verdad vale. "Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios". Hay, por lo tanto, dos alternativas que el ser humano puede seguir en esta vida en el asuntos de los bienes: una, es enriquecerse ante Dios y, la otra, pensar sólo en acumular «para sí», para esta vida, en donde todo es incierto. ¿En qué consiste el enriquecerse a los ojos de Dios? Jesús nos dice: «Haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón» (Lucas 12,33-34). Hay algo que podemos llevar con nosotros, que nos sigue a cualquier parte, también más allá de la muerte: no son los bienes sino las obras; no lo que hemos tenido sino lo que hemos hecho. Por lo tanto, lo más importante en la vida no es tener bienes, sino hacer el bien, porque esto es lo que permanece o dura para siempre: «Dichosos los muertos que mueren en el Señor... sus obras los acompañan» (Apocalipsis 14,13). El bien tenido permanece acá abajo, el bien hecho lo llevamos con nosotros. El rico epulón había “tenido muchos bienes”; pero, no había hecho ningún bien; por ello, terminó en el infierno (cfr. Lucas 16,25). El Evangelio de hoy nos sugiere cómo hacer que las criaturas vuelvan a parecernos bellas y santas, como lo fueron para Francisco de Asís: Loado seas por toda criatura, mi Señor, y en especial loado por el hermano sol, que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor, y lleva por los cielos noticia de su autor. Y por la hermana luna, de blanca luz menor, y las estrellas claras, que tu poder creó, tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son, y brillan en los cielos: ¡loado, mi Señor! Y por la hermana agua, preciosa en su candor, que es útil, casta, humilde: ¡loado, mi Señor! Por el hermano fuego, que alumbra al irse el sol, y es fuerte, hermoso, alegre: ¡loado, mi Señor! Y por la hermana tierra, que es toda bendición, la hermana madre tierra, que da en toda ocasión las hierbas y los frutos y flores de color, y nos sustenta y rige: ¡loado, mi Señor!; esto será así el día en que dejemos de quererlas sólo para poseer o sólo para “consumir” y las restituiremos a la finalidad para la que nos fueron dadas, que es reconfortar nuestra vida acá abajo y facilitarnos poder alcanzar nuestro destino eterno. Hagamos nuestra una oración de la liturgia: “Enséñanos, Señor, a usar sabiamente los bienes de la tierra, orientados siempre a los bienes eternos”.

238 Décimo noveno Domingo Sb 18, 6-9; Sal 32,1 y 12. 18-19. 20 y 22; Hb 11, 1-2. 8-19; Lc 12, 32-48 La vigilancia El Libro del Éxodo recomienda que la Noche de Pascua los fieles israelitas la deben pasar en vela, dando gracias al Señor, porque en esa Noche Santa los sacó Dios de la esclavitud de Egipto. Este pasar la noche en vela, atentos a tener contento a nuestro Señor, se relaciona con el evangelio de hoy que insiste en que cuando venga el Hijo del hombre felicitará y premiará a los siervos que encuentre velando y atentos en el cumplimiento exacto de su deber. Jesús nos dice en el Evangelio: “Estad como los que aguardan a que su Señor vuelva de la boda para abrirle apenas venga y llame”. Es un llamado de Jesús para que no nos dejemos vencer por la tentación de la demasiada instalación en los bienes de la tierra y de confiar con excesiva seguridad en los goces tan pasajeros de este mundo. Aquí hay un aviso de la próxima segunda venida de Jesucristo y una recomendación para que estemos preparados para esa venida que va a suceder cuando menos lo pensemos. En una reunión piadosa del mes del Sagrado Corazón, las religiosas carmelitas pasaban una por una junto a una urna donde había unos papelitos escritos, cada uno con un mensaje y cada cual sacaba uno y lo leía como un consejo dirigido expresamente para ella. Cuando Santa Teresita leyó el mensaje que le correspondió en suerte, se enrojeció de emoción y guardó aquel papelito para tenerlo para siempre como un consejo del cielo para su santificación y salvación. El mensaje decía así: "Que si en cualquier momento de tu vida te preguntan: ¿qué estás haciendo? Puedas responder: "estoy amando a Dios". ¡Hermoso modo de estar preparados para que si en cualquier momento llega el Hijo de Dios podamos salir a su encuentro con lámparas encendidas, las lámparas del amor de Dios! ¿Cómo nos gustaría que nos encuentre Cristo cuando venga a llevarnos? Sin duda que a todos nos gustaría que Cristo nos encontrara cumpliendo exactamente nuestro deber del momento. Que nos encontrara con el alma limpia y purificada de todo pecado. Pues dediquémonos desde ahora mismo a vivir en la amistad y en el amor de Jesús-Salvador; porque en el momento menos pensado vendrá el Hijo del Hombre y nos llamara al encuentro definitivo con Él. Así lo ha dicho y así lo hará. Y cada día oímos y leemos noticias de personas llenas de salud y de proyectos, que pasaron a la eternidad en el día y del modo que menos se esperaban. Dichosos nosotros, los servidores de Dios si el Señor al llegar a llevarnos nos encuentra en vela, alerta, dedicados a lo que tenemos que hacer. Somos viajeros de un tren que corre veloz hacia la eternidad. Cada vez nos acercamos más y más a nuestro destino final. Mira que te mira Dios. Mira que te está mirando. Mira que te has de morir. Mira que no sabes cuándo. Los orientales dicen que en el árbol de la vida cada hoja lleva el nombre de una persona y que cada día Dios manda a un ángel a que sacuda el árbol y las hojas que caen llevan los nombres de los que se van a morir en ese día. Y un día, una hoja llevará nuestro nombre y... nos presentaremos ante nuestro Dios. ¿Nos estamos preparando bien? Jesús no viene solamente a pedir cuentas. Viene a premiar a sus servidores que estén cumpliendo bien sus deberes. En la biografía de un santo muy antiguo se lee el siguiente diálogo que él oyó durante un sueño. Los enemigos del alma hacían una reunión para tratar de las trampas que debían poner a las personas para hacerlas pecar tranquilamente. Uno dijo: "¡Digámosles que Dios no existe!". Y los demás le respondieron: "Pero basta que miren al mundo y lo que él contiene y se pregunten: ¿quién hizo todo esto?, y necesariamente tendrán que responder que las cosas no se hicieron por sí mismas y que necesitaron un Dios que las creara. Un segundo consejero recomendó: "Digámosles que Dios no castiga". Pero los demás le respondieron: "Basta con que vayan a las cárceles y vean si es verdad que Dios no castiga a los ladrones y asesinos. Que vayan a los hospitales de enfermedades sexuales y vean si es verdad que Dios no castiga a los impuros. Que vean a un borracho degenerado y en la miseria y se pregunten si es verdad que Dios no castiga la borrachera... -Y al fin un consejero marrullero y malicioso les aconsejó: Digámosles que les falta mucho tiempo para morir y que el Juicio de Dios todavía demora mucho en venir. Y todos los enemigos del alma aplaudieron y se propusieron llevar a sus víctimas esa consigna: No afanarse. Seguir pecando tranquilos que la muerte y el juicio de Dios están todavía muy lejanos. Pero Jesús nos sigue repitiendo: ¡Estad alerta, porque no saben el día ni la hora, y a la hora en que menos piensen vendrá el Hijo del hombre a tomarnos cuentas!

239 Domingo vigésimo Jr 38, 4-6. 8-10; Sal 39. 2. 3. 4. 18; Hb 12, 01-04; Lc 12, 49-53 Lucas sigue describiendo el camino del cristiano, que es el de Cristo. El domingo pasado era la vigilancia, su característica. Hoy es la fortaleza, la opción clara que exige, la decisión firme de seguir o no a Cristo. Ser cristianos en medio del mundo en que vivimos no es fácil. En la primera lectura se nos presenta brevemente la figura de un profeta, Jeremías, al que no le resultó nada fácil cumplir su misión. El, que por temperamento hubiera predicado con gusto palabras de dulzura y felicidad, recibió de Dios el encargo de anunciar un futuro sombrío para su pueblo, y aconsejarle decisiones que no eran nada del agrado de las autoridades, sobre todo militares. Por eso intentaron eliminarle, hacer callar su voz. Jeremías hundido en el fango del pozo: todo un símbolo. También la carta a los Hebreos nos presenta la vida cristiana en su lado dinámico y batallador. Como una carrera, ante un estadio lleno de gente: nos contemplan miles de personas, nuestros antepasados en la fe y los contemporáneos: ¿cómo corremos?, ¿cómo recibimos y traspasamos el "testigo" de nuestra fe en esta carrera de relevos que es la vida de la comunidad cristiana? No resulta nada espontáneo ni cómodo ser cristianos. Muchas veces nos asalta el cansancio y el miedo. El autor de la carta propone la fuente de la fortaleza: "fijos los ojos en Jesús, pionero de la fe". También a El, a Cristo, le resultó difícil cumplir su carrera, pero nos dio el ejemplo mejor de fe en Dios, y ella le dio la fuerza para seguir hasta el final, hasta la muerte. A nosotros nos invita a seguir el mismo camino: "corramos en la carrera que nos toca sin retirarnos... no os canséis, no perdáis el ánimo... no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado". Seguir a Cristo requiere una opción personal consciente. En el evangelio de hoy nos lo dice el mismo Cristo con imágenes muy expresivas. No ha venido a traer paz, sino guerra. El mismo que luego diría: “mi paz os dejo, mi paz os doy”, nos asegura que esa paz suya debe ser distinta de la que ofrece el mundo. Nos asegura que ha venido a prender fuego en el mundo: quiere transformar, cambiar, remover. Y nos avisa que esto va a dividir a la humanidad: unos le van a seguir, y otros, no. Y eso dentro de una misma familia. Cristo -ya lo anunció el anciano Simeón a María- se convierte en signo de contradicción. Si sólo buscamos en el evangelio, y en el seguimiento de Cristo, un consuelo y un bálsamo para nuestros males, o la garantía de obtener unas gracias de Dios, no hemos entendido su intención más profunda. El evangelio, la fe, es algo revolucionario, dinámico, hasta inquietante. El ser fieles al evangelio de Jesús muchas veces nos produce conflictos. Estamos en medio de un mundo que tiene otra longitud de onda, que aprecia otros valores, que razona con una mentalidad que no es necesariamente la de Cristo. Y muchas veces reacciona con indiferencia, hostilidad, burla o incluso con una persecución más o menos solapada ante nuestra fe. Tener fe hoy, y vivir de acuerdo con ella, es una opción seria. No se puede compaginar alegremente el mensaje de Cristo con el de este mundo. No se puede “servir a dos señores” (Mt 6, 24; Lc 16 13). Siempre resulta incómodo luchar contra el sentir ambiental, sobre todo si es más atrayente, al menos superficialmente, y menos exigente en sus demandas. La visión del mundo que Jesús nos va ofreciendo en las páginas de su evangelio tiene muchas veces puntos contradictorios con la visión humana de las cosas. Ser cristiano es optar por la mentalidad de Cristo. No se puede seguir adelante con medias tintas y con compromisos. En la moral, por ejemplo, el evangelio es mucho más exigente que las leyes civiles. El evangelio es un programa de vida para fuertes y valientes. No nos exigirá siempre heroísmo -aunque sigue habiendo mártires también en nuestro tiempo-, pero sí nos exigirá siempre coherencia en la vida de cada día, tanto en el terreno personal como en el familiar o sociopolítico. La paz de Cristo, la verdadera, está hecha de fuego y de lucha. En su encíclica, (de mayo de 1986) “Señor y dador de Vida”, Juan Pablo II nos invita a una clara opción por la mentalidad de Cristo, fiados en la fuerza de su Espíritu, en lucha contra el ateísmo y el materialismo sistemático que amenazan con invadir nuestra mentalidad. Cada vez que celebramos la Eucaristía, ciertamente nos dejamos envolver en la paz y el consuelo de Dios. Pero a la vez esta celebración nos compromete a una vida según Cristo, y a una lucha por defender y difundir nuestra fe.

240 Domingo vigésimo primero Is 66, 18-21; Sal 116, 1-2; Hb 12, 05-07. 11-13; Lc 13, 22-30 Entrad por la puerta estrecha Hay una pregunta que siempre ha fastidiado a los creyentes: ¿son muchos o pocos los que se salvan? El Evangelio de este Domingo nos anuncia que un día este problema le fue planteado a Jesús: De camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando. Uno le preguntó: "Señor, ¿serán pocos los que se salven?”. La pregunta, como se ve, trata sobre el número; sobre ¿cuántos se salvan: si muchos o pocos? Jesús, respondiendo, traslada el centro de atención del cuántos al cómo se salvan: “Les dijo: "Esfuércense en entrar por la puerta estrecha. Les digo que muchos intentarán entrar y no podrán”. Jesús hoy nos lleva a pasar del plano de la curiosidad al de la verdadera sabiduría; de las cuestiones ociosas, que apasionan a la gente, a los verdaderos problemas, que sirven para la vida. Desde esto ya podemos entender lo absurdo de los que, sin más, creen saber el número preciso de los salvados: ciento cuarenta y cuatro mil… Este número, que aparece en el Apocalipsis, tiene un valor puramente simbólico (el cuadrado de 12, el número de las tribus de Israel, multiplicado por mil) y está manifestado inmediatamente por la expresión que sigue: “una multitud inmensa que nadie podía contar” (Apocalipsis 7,49). Además de todo esto, si en verdad aquel es el número de los salvados (como sostienen los Testigos de Jehová), entonces ya podemos cerrar el negocio de inmediato, nosotros y ellos: en la puerta del paraíso deben haber colgado ya desde hace tiempo, igual como en el ingreso de los estacionamientos, un cartel escrito que diga «Completo». A Jesús lo que le interesa no es revelar el número de los salvados, sino el modo de salvarse: habla sobre los modos de salvarse o de condenarse: “Entren por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición…” (Mateo 7,13-14). En un escrito de casi de la época de los apóstoles, la Didaché, leemos: “Hay dos vías: una de la vida y una de la muerte. Grande es la diferencia entre estas dos vías. A la vía de la vida, pertenece el amor de Dios y el del prójimo, el bendecir a quien te maldiga, estar lejos de los antojos carnales, perdonar a quien te ha ofendido, ser sincero, pobre. A la vía de la muerte pertenece, por el contrario, la violencia, la hipocresía, la opresión del pobre, la mentira”. ¿Por qué estas dos vías, una es “ancha” y otra “estrecha”? La vía de los impíos es ancha, sí; pero, sólo al comienzo. Para quien se ha introducido en ella, poco a poco, llega a ser estrecha y amarga. Al final, llega a ser, en todo caso, estrechísima porque termina en un callejón sin salida… La vía de los justos, al comienzo es estrecha; pero, después, llega a ser una vía espaciosa; porque en ella se encuentran la esperanza, la alegría y la paz del corazón. La «puerta estrecha», por tanto, ya desde ahora, nos permite entrar, en el reino predicado por Cristo, siendo realmente hombres y mujeres libres, plenamente realizados… Al contrario de la alegría terrena, puerta ancha, tiene como característica el disminuir a medida que se entra en ella, hasta llegar a generar náusea y tristeza. Esto se ve en ciertos tipos de borracheras, como la droga o el alcohol, el sexo. Es necesaria una dosis o un estímulo siempre mayor para producir un placer con la misma intensidad. Hasta que el organismo ya no responde más y se llega a la destrucción también física. Debemos recordar siempre una verdad: «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1 Timoteo 2, 4); pero también es cierto, como dice san Agustín: Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti… “Así pues, queridos míos, de la misma manera que han obedecido siempre, (…), trabajen con temor y temblor por su salvación” (Filipenses 2, 12). Salvarnos no es sólo cuestión de vida o de muerte... ¡Es mucho más! nuestra salvación es una cuestión de vida eterna o de muerte eterna… como dice Dante: ¡Oh mortal, que pasas esta puerta, pierde toda esperanza de retorno…!

241 Domingo vigésimo segundo Si 03, 19-21. 30-31; Sal 67,4-5ac. 6-7ab. 10-11; Hb 12, 18-19. 22-24ª; Lc 14, 01. 07-14 La humildad Las lecturas de la Misa de hoy nos hablan de una virtud que constituye el fundamento de todas las demás, la humildad; es tan necesaria que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ponerlo de relieve. En esta ocasión, el Señor es invitado a un banquete en casa de uno de los principales fariseos. Jesús se da cuenta de que los comensales iban eligiendo los primeros puestos, los de mayor honor. Quizá cuando ya están sentados y se puede conversar, el Señor expone una parábola que termina con estas palabras: cuando seas invitado, ve a sentarte en el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado. Nos recuerda esta parábola la necesidad de estar en nuestro sitio, de evitar que la ambición nos enferme…, “¿Por qué ambicionas los primeros puestos?, ¿para estar por encima de los demás?”, nos pregunta San Juan Crisóstomo. En todo hombre y mujer existe el deseo -que puede ser bueno y legítimo- de honores y de gloria. La ambición aparece en el momento en el que se hace desordenado este deseo de honor, de autoridad. La verdadera humildad no se opone al legítimo deseo de progreso personal en la vida social, de gozar del necesario prestigio profesional, de recibir el honor y la honra que a cada persona le son debidos. Todo esto es compatible con una honda humildad; pero quien es humilde no gusta de exhibirse. En el puesto que ocupa sabe que no está para lucir y ser considerado, sino para cumplir una misión cara a Dios y en servicio de los demás. Nada tiene que ver esta virtud con la timidez, la pusilanimidad o la mediocridad... La humildad nos lleva a tener plena conciencia de los talentos que el Señor nos ha dado para hacerlos rendir con corazón recto; nos impide el desorden de jactarnos de ellos y de presumir de nosotros mismos; nos lleva a la sabia moderación y a dirigir hacia Dios los deseos de gloria que se esconden en todo corazón humano: No para nosotros, sino para Ti, Señor, sea toda la gloria (san Francisco de Sales). La humildad hace que tengamos vivo en el alma que los talentos y virtudes, tanto naturales como en el orden de la gracia, pertenecen a Dios, porque de su plenitud hemos recibido todos. Todo lo bueno es de Dios; de nosotros es propio la deficiencia y el pecado. Por eso, “la viva consideración de las gracias recibidas nos hace humildes, porque el conocimiento engendra el reconocimiento”. Existe una falsa humildad que nos mueve a decir “que no somos nada, que somos la miseria misma y la basura del mundo; pero sentiríamos mucho que nos tomasen la palabra y que la divulgaran. Y aconseja el mismo San Francisco de Sales: “no abajemos nunca los ojos, sino humillemos nuestros corazones; no demos a entender que queremos ser los últimos, si deseamos ser los primeros”. La verdadera humildad está llena de sencillez, y sale de lo más profundo del corazón, porque es ante todo una actitud ante Dios. De la humildad se derivan incontables bienes. El primero de ellos, el poder ser fieles al Señor, pues la soberbia es el mayor obstáculo que se interpone entre Dios y nosotros. La humildad atrae sobre sí el amor de Dios y el aprecio de los demás, mientras la soberbia lo rechaza. Por eso nos aconseja la Primera lectura de la Misa: en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Y se nos recomienda, en el mismo lugar: hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios, porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes. De modo particular, el humilde respeta a los demás, sus opiniones y sus cosas; posee una particular fortaleza, pues se apoya constantemente en la bondad y en la omnipotencia de Dios: cuando me siento débil, entonces soy fuerte, proclamaba San Pablo. Nuestra Madre Santa María de la soledad, en la que hizo el Señor cosas grandes porque vio su humildad, nos enseñe a ocupar el puesto que nos corresponde ante Dios y ante los demás. Ella nos ayude a progresar en esta virtud y a amarla como un don precioso.

242 Domingo vigésimo tercero

Sb 9, 13-19; Sal 89,3-4. 5-6. 12-13. 14 y 17; Flm 9b-10. 12-17; Lc 14, 25-33 Preferir a Jesús por encima de todo El evangelio de este domingo nos plantea la necesidad de la renuncia a toda posesión para poder seguir a Jesús: “Cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”. Lucas sitúa estas palabras del Señor en un contexto en que “caminaba con Jesús una gran muchedumbre”. Se trata, pues, de una enseñanza de Jesús sobre lo que supone hacer camino con él. Habla de renuncia a la propia familia, a los bienes, “a sí mismo” y de llevar la cruz. Precisemos una cosa: el Evangelio es exigente, pero nunca es contradictorio. Jesús exige con fuerza el deber de honrar al padre y a la madre (cfr. Lucas 18, 20) y, a propósito del marido y de la mujer, señala que ambos deben ser una sola carne y que el hombre no tiene derecho de separar lo que Dios ha unido. Para entender el odia a tu padre y a tu madre, a la mujer, a los hijos y a los hermanos, hay qué saber que la lengua hebrea no posee el comparativo de superioridad o de inferioridad (amar una cosa más que otra o menos que otra); lo simplifica y lo reduce todo a amar u odiar. La frase: “Si alguno se viene conmigo y no me prefiere a su padre y a su madre... hay, pues, que entenderlo en este sentido: preferir a Jesús más que al padre y a la madre...”. Pero tampoco se puede negar la verdad suavizar el evangelio, sería una traición; nunca la palabra humanan podrá suplir la Palabra divina… Jesús pide que el amor por él pase por encima de todos los demás amores, bien sea el de las personas queridas (padre, madre, mujer, hijos, hermanos y hermanas), bien el de los propios bienes o de sí mismo. San Benito, que lo había entendido, propone “no anteponer absolutamente nada al amor por Cristo”. El cristianismo no se puede tomar a la ligera. Jesús nos pone en guardia contra el intento de amansarlo todo y de hacer de la religión y de Dios mismo uno de tantos ingredientes en el gran cocktail de la vida. En definitiva, el amor por Cristo no excluye los otros amores –familia, bienes, sí mismo- sino que los ordena. Solamente en Él cada genuino amor encuentra su fundamento y su apoyo y la gracia necesaria para ser vivido hasta el fondo. Por ejemplo, los esposos, en su amor, estarán subordinados y guiados por el amor que Cristo ha tenido hacia su esposa, la Iglesia. Jesús no ilusiona a nadie sino que ni siquiera desilusiona a nadie; lo pide todo porque quiere darlo todo, porque es Dios; es más, ya lo ha dado todo: “Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma” (Efesios 5, 2). Un día la Beata Ángela de Foligno, joven, bella, acomodada y viuda, meditaba sobre la pasión del Salvador en una iglesia, cuando, de improviso, sintió resonar en su mente con gran fuerza estas palabras: “¡No te he amado de broma!” Empezó a llorar porque de golpe se dio cuenta que su amor para con Jesús no había sido, hasta entonces, precisamente, más que “una broma”, en comparación con el de Cristo para con ella. Prueba de que amamos a Jesús es cargar con su cruz. Cargar la propia cruz no significa ir en busca de sufrimientos. Ni siquiera Jesús ha ido a buscarse su cruz; ha tomado sobre sí, en obediencia a la voluntad del Padre, la que los hombres le pusieron sobre sus espaldas y la ha transformado con su amor obediente de instrumento de suplicio en signo de redención y de gloria. Jesús no ha venido a agrandar las cruces humanas sino, más bien, a darles un sentido a ellas. Tomás de Kempis ha dicho que “quien busca a Jesús sin la cruz, encontrará la cruz si Jesús”; esto es, sin la fuerza para llevarla. “Si llevas voluntariamente la cruz, ella te llevará a ti y te conducirá al deseado fin, donde el sufrimiento tendrá fin. Si la llevas a la fuerza, te creas un peso que te pesará siempre cada vez más. Si echas fuera una cruz, seguramente, encontrarás otra y posiblemente más pesada... Cargar la cruz es amar a Dios sobre todo y hacer siempre su santa voluntad.

243 Domingo vigésimo cuarto Ex 32, 07-11. 13-14; Sal 50,3-4.12-13:17 y 19; 1 Tm 01, 12-17; Lc 15, 01-31 El amor y la misericordia de Dios para el pecador Las lecturas de hoy nos presentan la realidad de las relaciones del hombre con Dios. De parte del hombre aparece su limitación, su tendencia a la infidelidad, ad dejar a Dios por las creaturas; Dios, en cambio, responde con la misericordia y el amor, con el perdón y el gozo por encontrar lo que estaba perdido. En fin, la misericordia de Dios es la idea común de las tres lecturas: en el Evangelio las tres parábolas son parábolas de la misericordia de Dios; la segunda nos dice que Jesús vino a salvar a los pecadores; el salma es el salmo del hombre que se arrepiente y Dios que se complace en su conversión, y en la primera lectura, Dios se vale de la mediación de Moisés para perdonar al pueblo. Ahora nos detendremos en esta primera lectura. Este es uno de los hechos más conmovedores del Antiguo Testamento. Dios se disgusta porque su pueblo al que tanto ha ayudado se ha dedicado a adorar un becerro de oro, y quiere decretar su destrucción. Pero Moisés interviene por estos pecadores y obtiene que el Señor desista del castigo que tenía proyectado. Dios acepta intercesores en favor de los demás. Y ante las oraciones de sus amigos deja de enviar muchos castigos que habrían llegado irremediablemente si no hubiera habido alguien que se dedicara a rezar por los pecadores. El Papa Pío XII decía que de todos los mensajes de la Virgen en Fátima, el que más le impresionaba era aquel que dice: "Muchos pecadores se pierden porque no hay quién rece por ellos". Ojalá cada uno de nosotros sea un Moisés que dedica buenos tiempos a rezar a Dios por los pecadores, para que respondan a los lazos del amor de Dios y se conviertan y no cosechen e fruto de su pecado: la muerte y la perdición. Este será uno de los oficios más provechosos que podamos hacer en nuestra vida, porque el que salva un alma, salva también la de él… Pero vayamos al becerro de oro, al que podemos estar adorando también nosotros. El becerro de oro es un mal de todos los tiempos: fabricarse un becerro y adorarlo. Para unos su becerro de oro son las riquezas, y ante ellas viven postrados, adorándolas de día y de noche y concediéndoles más importancia que la que le conceden a Dios y a la salvación de su alma. Para otros el becerro que adoran es la pasión sexual, y con tal de darle gusto a sus instintos no les importa desagradar a Dios y hasta perderse para siempre. Muchos adoran un becerro que se llama el poder, el poseer, el placer y el parecer, de forma enfermiza, hasta olvidarse de Dios y del cielo eterno… Su deseo de aparecer y de ser alabados y estimados. Y con tal de darle gusto a su orgullo y a su vanidad, dejan por un lado sus deberes para con Dios y para con el prójimo. ¿Cuál será el "becerro" que yo estoy adorando? ¿En verdad no estaré rindiendo culto a ningún "becerro" que me lleve a apartarme del amor de Dios y del bien de mi alma? ¿Qué conversión estaré necesitando? ¿Ruego por los pobres equivocados que le rinden culto a lo material concediéndole más importancia que a lo espiritual? Es emocionante ver el resultado maravilloso que consiguieron las plegarias y los ruegos de Moisés. Que sepamos orar como Moisés: Señor: Te ruego por todos los pecadores. Yo soy uno de ellos. Sé muy bien que son muchísimos los que viven noche y día adorando "becerros de oro", sirviendo a su egoísmo, a su impureza, a su orgullo, a la violencia... Y Tú Señor te disgustas grandemente por esto y castigas con justicia semejantes maldades. Pero también sé que Tú perdonas, que escuchas con benevolencia nuestras súplicas. Por eso te ruego por todos los pecadores del mundo: "No nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal. O también podemos orar con el salmo 50, al estilo de Santa Catalina, que lo repetía muchas veces al día, diciendo: "Oh Dios: crea en mí un corazón puro, y no apartes de mí tu Santo Espíritu". Nunca dudemos de en acudir a dios, porque "Un corazón humillado y arrepentido, Dios nunca lo desprecia".

244 Domingo vigésimo quinto Am 8. 4-7; Sal 112,1-2. 4.6. 7-8; 1 Tm 2, 1-8; Lc 16. 1-13 Servir a Dios no a las riquezas Hace poco, el domingo 21 de agosto, el Evangelio de san Lucas empezaba con una pregunta: Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan? (13, 23), y el domingo pasado dibujaba una imagen de Dios muy interesado en salvar lo que se había perdido (15, 1-32). El capítulo que hoy iniciamos, enmarcado por dos parábolas, la del administrador astuto, que hemos escuchado (16, 1-8) y la del rico y Lázaro (16, 19-31), que oiremos el próximo domingo, nos lleva a descubrir el fin de los bienes que Dios ha puesto en nuestras manos. Efectivamente, la parábola de hoy alaba la astucia o la habilidad en el uso de la riqueza y la del domingo próximo critica al que se excede hasta sumergirse en ella, hasta el olvido de Dios y del prójimo. Retomemos la parábola de hoy: El administrador no es alabado ni por el hecho de malgastar el dinero de un hombre rico, ni por estafarlo al falsificar los recibos; sólo se le reconoce su actuación acertada: actúa con astucia, ya que ha descubierto que la amistad de los pobres vale más que la riqueza. Pero ante nuestra realidad, en la que todos nos quejamos que no nos alcanza el dinero, ¿cómo podemos aplicar el Evangelio de hoy a nuestra vida? Primero, aclarar que Jesús no está en contra de los bienes, de la riqueza; Dios todo lo hizo bueno, lo malo es querer poner los dineros en el lugar de Dios, o para agredir al prójimo. Recordemos la primera lectura del profeta Amós, en su lucha social, contra los gozaban de un bienestar basado en la explotación de los pobres (2, 6-8; 4, 1). En efecto, Amós denuncia a todos los que negocian con las fiestas religiosas, abusando de los pobres, reduciéndolos a la esclavitud (8, 4-6). En definitiva Amós pone en evidencia a los que tan sólo piensan en hacer negocio, aunque sea a costa de robar y de explotar. El ansia de dinero los aleja de la solidaridad y de su compromiso con el Dios de la Alianza, ya que eliminan al otro, lo esclavizan, a causa del dinero. Los dineros no pueden ser usados, por tanto, para destruir ni al prójimo, ni a la familia, ni a sí mismo. En segundo lugar, al dinero no se el puede dar el corazón; Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria; se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado. Primero buscar a Dios y todo se nos dará por añadidura; Dios es primero… Y en tercer lugar, usar los bienes para llegar a Dios, como medios de salvación; hacer el bien con los dineros tan llenos de injustitas y ganarnos amigos, que intercedan por nosotros, en el día final. Jesús quiere que progresemos, que seamos felices hoy y después en la eternidad; no nos quiere pasivos, pero el camino es caminar de la mano con El, y en el respeto a la dignidad y a los derechos de n u estros hermanos; nos quiere solidarios; hombres y mujeres ricos en los bienes que valen a los ojos de Dios.

245 Domingo vigésimo sexto Am 6,1a. 4-7; Sal 145,7. 8-9a. 9bc-10; 1Tim 6,11-16; Lc 16,19-31 Compartir La Primera lectura de la Misa nos presenta al Profeta Amós que llega del desierto a Samaria. Aquí se encuentra con los dirigentes del pueblo entregados a una vida muelle…, que encubre todo género de vicios y el completo olvido del destino del país, que va a la ruina. Os acostáis en lechos de marfil, tumbados sobre las camas, coméis los carneros del rebaño y las terneras del establo el profeta les recrimina-..., se ungen con perfumes y no se duelen de los desastres de José. Y Amós les señala la suerte que les espera: Por eso irán al destierro, a la cabeza de los cautivos. Esta profecía se cumpliría unos años más tarde. A lo largo de la liturgia de este domingo se pone de manifiesto cómo el excesivo afán de confort, de bienes materiales, de comodidad y lujo lleva en la práctica al olvido de Dios y de los demás, y a la ruina espiritual y moral. El Evangelio nos describe a un hombre que no supo sacar provecho de sus bienes. En vez de ganarse con ellos el Cielo, lo perdió para siempre. Se trata de un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino finísimo, y tenía cada día espléndidos banquetes. Mientras que muy cerca de él, a su puerta, estaba echado un mendigo, Lázaro, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros le lamían sus llagas. La descripción que nos hace el Señor en esta parábola tiene fuertes contrastes: gran abundancia en uno, extrema necesidad en el otro. De los bienes en sí nada se dice. El Señor hace notar el empleo que se hace de ellos: vestidos extremadamente lujosos y banquetes diarios. A Lázaro, ni siquiera le llegan las sobras. Los bienes del rico no habían sido adquiridos de modo fraudulento; ni éste tiene la culpa de la pobreza de Lázaro, al menos directamente: no se aprovechó de su miseria para explotarlo. Tiene, sin embargo, un marcado sentido de la vida y de los bienes: “se banqueteaba”. Vive para sí, como si Dios no existiera. Ha olvidado algo que el Señor recuerda con mucha frecuencia: no somos dueños de los bienes, sino administradores. Este hombre rico vive a sus anchas en la abundancia; no está contra Dios ni tampoco oprime al pobre. Únicamente está ciego para ver a quien le necesita. Vive para sí, lo mejor posible. ¿Su pecado? No vio a Lázaro, a quien hubiera podido hacer feliz con menos egoísmo y menos afán de cuidarse de lo suyo. No utilizó los bienes conforme al querer de Dios. No supo compartir. “La pobreza -comenta San Agustín- no condujo a Lázaro al Cielo, sino su humildad, y las riquezas no impidieron al rico entrar en el eterno descanso, sino su egoísmo y su infidelidad”. El egoísmo, que muchas veces se concreta en el afán desmedido de poseer cada vez más bienes materiales, deja ciegos a los hombres para las necesidades ajenas y lleva a tratar a las personas como cosas; como cosas sin valor. Pensemos hoy que todos tenemos a nuestro alrededor gente necesitada, como Lázaro. Y no olvidemos que los bienes que hemos recibido para administrarlos bien, con generosidad, son también afecto, amistad, comprensión, cordialidad, palabras de aliento...

246 Domingo vigésimo séptimo Hab 1,2-3; 2,2-4; Sal 94,1-2. 6-7. 8-9; 2 Tim 1,6-8.13-14; Lc 17,5-10 Dinamismo de la fe El evangelio de este día presenta dos temas que a primera vista, parece que no se relacionan: por un lado, la respuesta a una petición y, por otro, una parábola. Y sin embargo, mirándolo más atentamente, ambos pasajes tienen un fuerte lazo entre sí. El primero -respuesta a la petición de los discípulos-, trata de la fe y de todo lo que puede ésta producir cuando tiene una cierta fuerza; el segundo, presenta esa eficacia como resultado de un don de Dios. Los apóstoles reciben la fe como un don, y la eficacia de esta fe no es suya, no tienen en ello ningún mérito, sino que son deudores de Dios como de un don precioso que se les ha hecho. La petición de los apóstoles es especial: reconocen tener fe, pero piden que aumente. Para comprender lo que quieren pedir es necesario situar bien el episodio en su contexto. Esta vez no enseña Jesús a la gente, sino que conversa con sus discípulos, y esto demuestra que el tema es especialmente grave e importante. En san Marcos las enseñanzas de Jesús sobre la fe vienen introducidas por la higuera que el Señor había maldecido y que los discípulos encuentran seca al día siguiente. Cristo les habla entonces de una fe que podría trasladar montañas (Mc 11, 23). En san Mateo, la enseñanza de Jesús responde a la pregunta de los discípulos que no han conseguido expulsar al demonio (Mt 17, 19-20). Más tarde, en el mismo san Mateo, a propósito de la higuera seca, vuelve otra vez la misma enseñanza sobre la fe y su dinamismo (Mt 21, 21). Podríamos, por lo tanto, preguntarnos si la petición de los apóstoles a propósito de la fe no se limita al deseo de hacer milagros. Pero el relato de Lucas no lo demuestra de ninguna manera. Es necesario, pues, ver cómo considera la fe san Lucas, tanto en los Hechos como en su evangelio. En los Hechos, pone la fe en relación con la adhesión a la palabra. Las expresiones: “abrazaron la fe”, “aceptar la fe” “hacer acto de fe”, se emplean en relación con la escucha de la palabra de los apóstoles (Hech 4, 4; 6, 7; 13, 12; 14, 1; 17, 12; 17, 34; 21, 20, etc.). En el evangelio, esta relación se señala con menos frecuencia; sin embargo, la encontramos con ocasión del relato de la parábola del sembrador (Lc 8, 12-13). Se trata, igualmente, de creer a la persona misma de Jesús, es decir, de arriesgarlo todo por él, de seguirle (Lc 9, 59.61). No habría, pues, que restringir la fe, que los apóstoles quisieran ver aumentar en si mismos, al único deseo de poder realizar milagros; piden también que su fe pueda entender mejor la palabra y cumplirla y que puedan seguir más perfectamente a Jesús. Por otra parte, el hecho de que los apóstoles pidan la fe, es importante para la catequesis de Lucas, porque la fe es un don: hay que pedirla. Porque es Dios quien “había abierto a los paganos la puerta de la fe” (Hech 14, 27), y vemos al mismo Jesús orando al Padre por la fe de Pedro (Lc 22, 32). Jesús no responde diciendo que va a acceder a su deseo, sino que les muestra lo que podrían hacer si tuviesen una fe mayor. Sin embargo, la fe sigue siendo siempre un don, y su eficacia es, asimismo, un don que va ligado a ella. La parábola, en consecuencia, es sencilla: un esclavo no tiene ningún derecho a esperar recompensa por lo que hace: está ligado a su dueño. De la misma manera, los apóstoles en relación a Cristo son siervos, y si realizan obras importantes es precisamente porque el Señor les da la posibilidad de hacerlo; no tiene, por lo tanto, que mostrar su reconocimiento en nada; si algo hacen lo hacen por don de El. El evangelio, pues, nos ofrece la ocasión de repensar la fe que nos anima y la que nosotros debemos suscitar en los demás. Desde este momento nos vemos invitados por san Lucas a considerar nuestra fe como un don, y todo lo que podamos llevar a cabo, como el efecto de un dinamismo divino. Todo cuanto vemos operarse mediante la Iglesia misionera es don de Dios, y los que trabajan en ello son siervos que no hacen más que su deber. Semejante reflexión no debería, sin embargo, sonar demasiado dura. Ya sabemos que san Lucas piensa también en la recompensa que el Señor dará a quienes hayan trabajado por él: los que hayan sufrido por él (Lc 6, 23), los que se hayan negado a sí mismos (Lc 14, 14; 18, 30), todos cuantos sirven al Señor tendrán su recompensa. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.

247 Domingo vigésimo octavo 2 Re 5,14-17; Sal 97,1. 2-3ab. 3cd-4; 2 Tim 2,8-13; Lc 17,11-19 Una de las causas más viejas de las quejas del hombre es el desagradecimento; pocas cosas saben tan mal a una persona como topar con un desagradecido. Se quejan los padres de lo desagradecidos que son los hijos, los jefes de lo poco que sus colaboradores saben reconocer sus desvelos en orden a una mejora del cualquier tipo, y así podríamos revistar un largo número de ejemplos. Si bien miramos, podemos reconocer que no pocas veces tienen razón quienes nos acusan de desagradecidos. ¿Quién se cree limpio de pecado? Si bien entre los hombres todos somos deudores de todos y, en muchas ocasiones, exigimos que se nos agradezca aquello que no era sino cumplimiento de nuestro deber (y, por tanto, no necesariamente meritorio de agradecimiento) con lo que nuestra queja ante el desagradecido pierde mucho de su fuerza, hay una queja contra el desagradecido que puede resultar patética: la queja de Dios ante el hombre que es desagradecido con El. La queja de Dios ante el desagradecido es mucho más que un mero llanto, mucho más que una expresión de un cariño no correspondido. La queja de Dios puede ser -es- la condenación del hombre. ¿Quién es el desagradecido? Según el relato del evangelio, de los diez leprosos sólo uno vuelve a dar gracias a Dios; nueve son los desagradecidos. Y ¿quiénes son esos nueve restantes? Siguiendo el relato comprobamos que esos nueve eran judíos; y, como tales, se consideraban porque lo eran- los elegidos de Dios. Ese mismo error se comete hoy en muchas ocasiones: creerse elegido no por gracia de Dios, sino por méritos propios; y al creernos elegidos de Dios por méritos propios empezamos a creernos alguien importante, de allí pasamos a pensar que, dada nuestra valía no necesitamos a Dios; se rechaza a Dios -a quien, por supuesto, se considera que no hay nada que agradecerle, pues todo son méritos propios -en la construcción del mundo, se opta por un mundo sin Dios, se mata existencialmente -por muy cristianos que nos creamos- a Dios. Rechazado Dios, el hombre, necesitado de una salvación, opta por salvarse a sí mismo, se cierra en sí mismo, en su egoísmo, y crea en su entorno un mundo frío y estéril, un mundo sin amor, un mundo condenado. Ha sido el hombre, con su desagradecimiento, quien se ha condenado a sí mismo; por eso el grito de Dios ante el desagradecimiento del hombre es patético: porque habla de muerte. Frente a este personaje que, cegado por el egoísmo, no puede ser agradecido, creando en sí y en su entorno un mundo falso, sin Dios, sin amor y sin salvación, nos aparece también en el relato evangélico la figura del agradecido. ¿Quién es el agradecido? Vemos que es uno solo, extranjero, samaritano -lo que equivaldría decir que era un excluido, no un elegido-, un rechazado por los judíos. No era el samaritano el pueblo elegido, sino el judío; sin embargo, es el samaritano el que conoce y reconoce su verdad. Impuro como los otros nueve, sólo el samaritano es capaz de reconocer la salvación que se realiza en su curación. Más que curarle -la lepra, la impureza, era algo mucho más grave que una simple enfermedad: era algo que condenaba de por vida a quien la padecía, Jesús salva al samaritano. Y el samaritano sabe ser agradecido. Pero no pensemos que el agradecimiento del samaritano es de estilo simplón, romántico. El agradecimiento del samaritano tiene, como base fundamental, el reconocimiento de su situación real: un pobre hombre, de la clase de los marginados, de los no-elegidos, que por el amor de Dios ha sido salvado; y, como una respuesta posible por parte del hombre, el agradecimiento; un agradecimiento que es cambio de vida (se volvió), y un cambio que hará del hombre salvado un

248 testigo de Dios (alabando a Dios a voces), que se reconoce esclavo de un único Señor (se echó por tierra a los pies de Jesús), pero un esclavo que sabe que su Señor no es un tirano, sino un Salvador (dándole gracias); el agradecimiento ha sido, en definitiva, lo que ha salvado al hombre de un mundo egoísta, cerrado sobre sí, sin perspectivas de futuro. Un agradecimiento activo, lleno de vida, construido más con actos que con palabras, aun sin faltar éstas. Un agradecimiento que es algo más que una respuesta concreta en un momento determinado a una acción de Dios; es, más bien, una actitud de vida, un reconocimiento del señorío de Cristo sobre todo y todos. De nada ha servido la curación momentánea de los nueve judíos que, una vez sanos, rompen sus relaciones con Jesús; a éstos no les va a servir de nada el ser del pueblo elegido. De los diez sólo uno volvió para dar gracias a Dios: un extranjero; su agradecimiento, la valoración, por encima de todo y todos, de Jesús, su único Salvador, su fe, en definitiva, ha salvado a este hombre. Un hombre que tuvo el valor de ver las cosas en toda su verdad, aunque esta verdad fuera su propia miseria y que, por su verdad, pudo ser agradecido; seamos agradecidos, dejémonos salvar por Jesús…

249 Domingo vigésimo noveno Ex 17,8-13; Sal 120,1-2. 3-4. 5-6. 7-8; 2 Tim 3,14-4,2; Lucas 18,1-8 Lucas es el evangelista de la oración. Es el que más nos presenta a Jesús orando y su enseñanza sobre cómo debemos orar. El domingo pasado nos invitaba a orar con gratitud. Hoy nos propone la parábola de la viuda insistente, para enseñarnos la perseverancia en la oración. El ejemplo del AT es muy expresivo. En la batalla contra los enemigos, Moisés oraba a Dios pidiéndole su ayuda. Mientras él mantenía los brazos elevados, los israelitas llevaban las de ganar. Si él aflojaba en su oración, sucedía al revés. No es un gesto mágico. Es un símbolo de que la historia de este pueblo no se puede entender sin la ayuda de Dios. No nos resulta muy espontánea esta convicción, porque el hombre de hoy aprecia la eficacia, los medios técnicos, el ingenio y el trabajo humano, y no parece necesitar de Dios para ir construyendo su mundo. Pero Jesús nos avisó que el que no edifica sobre la roca de Dios, está edificando en falso. Y nos dijo: “sin mi no pueden hacer nada”. El salmo nos invita a remotivar nuestras seguridades: “levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra”. Orar es reconocer la grandeza de Dios y nuestra debilidad, y orientar la vida y el trabajo según Dios. Jesús también nos enseña la importancia de la oración en nuestra vida. En su parábola, el juez no tiene más remedio que conceder a la buena mujer la justicia que reivindica. No se trata de comparar a Dios con aquel juez, que Jesús describe como corrupto e impío, sino nuestra conducta con la de la viuda, con una oración también de petición y perseverante. Orar pidiendo a Dios no significa tratar de convencerle a él, sino remotivar nuestra visión de la historia y entrar en comunión con él. Dios quiere nuestro bien, y el del mundo, más que nosotros mismos. Eso sí, lo quiere, seguramente, con mayor profundidad. La oración nos ayuda a sintonizar con la “longitud de onda” de él y, desde ese mismo momento, ya es eficaz. Nos hace bien decir –“pronunciar”- ante Dios nuestro deseo y nuestra disconformidad con los males de este mundo, reconociendo nuestra debilidad. Nos ayuda a no ser autosuficientes y a mantener ante Dios -y, en consecuencia, ante los demás- una postura de humildad y confianza. Y eso sin cansarnos, aunque nos parezca que no nos escucha, respetando sus tiempos y ritmos. Ahora bien, la oración de petición no significa dejarlo todo en las manos de Dios. Moisés, aunque hoy aparezca orando con los brazos elevados, no es ciertamente una persona sospechosa de pereza y alienación. Él era el gran líder y activo conductor del pueblo: pero daba a la oración una importancia decisiva en su vida. Tampoco Jesús nos invita a la pereza: en otra ocasión nos dirá, con la parábola de los talentos, cómo hemos de trabajar para hacer fructificar los dones de Dios para bien de todos. Lo que quiere recordarnos hoy es que la actitud de un cristiano debe ser claramente de apertura a Dios, y no de confianza en sus propias fuerzas. Cuando en la Oración Universal de la misa pedimos, por ejemplo, por la paz, no le estamos diciendo a Dios algo que no sabe o que tiene que hacer él. Expresamos en su presencia estas urgencias de la humanidad y con ello nos comprometemos a trabajar nosotros mismos en lo que le pedimos a Dios y según el estilo de Dios. Si hoy, por ejemplo, rezamos por las intenciones de los misioneros, por ser el Domund, ciertamente unimos la oración con algún gesto de ayuda concreta y efectiva, económica o personal. La comunidad cristiana, ante la enorme tarea que hay que realizar en este mundo (“la mies es mucha y los obreros, pocos”), ha recibido este doble encargo: primero, que rece (“oren, pues, al dueño de la mies, que envíe operarios a su mies”) y, luego, que vaya por todo el mundo a anunciar el evangelio. La oración y el trabajo. Así, la oración estará coloreada de compromiso, y el trabajo estará enfocado desde la mirada de Dios.

250 Domingo trigésimo Eclco. 35,15b-17. 20-22ª; Sal 33,2-3. 17-18. 19 y 23; 2 Tim 4,6-8.16-18; Lc 18,9-14 Las lecturas de hoy nos hablan de cómo debe ser nuestra relación con Dios. De la actitud con que debemos presentarnos ante Dios, nuestro Padre. Y para darnos a entender la actitud que debemos de tener para con Dios y los hombres, Jesús presenta esta parábola: del fariseo y del publicano. Dijo Jesús esta parábola por algunos que “teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”. La parábola habla por sí misma. Pero nosotros la hemos escuchado muchas veces y es posible que al escucharla hoy de nuevo, nos resbale un poco. Es para nosotros algo ya sabido. Por esto quisiera invitarlos a detenernos un momento. ¿A cuál de éstos nos parecemos más? Hace ya bastantes años que yo leo el evangelio y lo predico. Por eso sé que debo evitar la actitud de autosatisfacción y desprecio de los demás del fariseo y que debo imitar la actitud humilde del publicano. Lo sé y procuro hacerlo. Pero también debo reconocer que por poco que me olvide de ello, lo que me sale espontáneamente es un típico fariseo que está escondido en mí. Siempre se me ocurre pensar que hay gente peor que yo (porque yo no hago lo que ellos hacen) y siempre tiendo a sobrevalorar lo que yo hago (me siento satisfecho por esto o aquello). No sé si os sucede algo igual. No quisiera juzgar a nadie -es lo que nos prohíbe Jesús: juzgar a los demás-, pero me atrevería a decir una cosa: todos tendemos a hacerlo. El fariseo no es un señor lejano, del tiempo de Jesús, sino alguien que llevamos dentro. Que adopta formas distintas, que sabe disfrazarse bien, pero que siempre está presente en nosotros. El fariseo es el personaje consciente de su buen comportamiento, que compara y enjuicia precisamente en base a su cumplimiento. No es por tanto un personaje orgulloso cuanto un personaje que reza y se comporta desde sus derechos. El publicano es el personaje consciente de su mal comportamiento. Por eso no compara nunca ni enjuicia nunca. Es el personaje que cree tener siempre obligaciones. Nunca derecho sobre los demás. Publicano es el que se da cuenta de que el mal no está solamente fuera, sino dentro de él. El que se da cuenta de que él también está implicado en el mal, que no tiene las manos limpias, que no puede echar la culpa solo a los demás, sino que también él tiene que convertirse, cambiar personalmente Y la única arma eficaz que tenemos contra él es la del publicano. Es decir: reconocer con sencillez que somos unos fariseos. Nuestra oración debería ser: Señor, ten compasión de este fariseo que hay en mí. ¿A qué es debido que Jesús alabe al publicano y en cambio deje en mal lugar al fariseo? La razón es muy simple: porque el recaudador se presenta delante de Dios reconociendo que todo lo que hace no está bien y no puede atribuirse ningún mérito, y todo debe esperarlo de la bondad del Padre; y, por el contrario, el fariseo va como si él fuera la persona perfecta y esperara que el propio Dios le dijera que lo hacía muy bien. Y aquí está la enseñanza que Jesús nos da en esta parábola: nuestra oración, nuestra relación con Dios, no debe ser la de una gente que vive satisfecha de lo que es y de lo que hace; y que se presenta delante de Dios para que mire sus libros de cuentas y se los apruebe, sino que debe ser la de una gente que sabe que le queda todavía mucho que andar, que le faltan muchas cosas, que no puede sentirse tranquila con su vida, que siempre debe esperar más.

251 Domingo trigésimo primero Sab 11,23-12,2; Sal 144,1-2. 8-9. 10-11. 13cd-14; 2 Tes 1,11-2,2; Lc 19,1-10 El amor misericordioso de nuestro Padre Hoy, Dios en su divina Palabra, nos invita a contemplar su poder y su amor misericordioso. Dios es amor, es el Padre de todo y de todos: su misericordia y su amor son inmensos, sin excepción de personas, también ama a los pecadores. Todos necesitamos que se nos recuerde muchas veces que el Señor es clemente y misericordioso, que Él nos ama… En la Primera lectura, el Libro de la Sabiduría, nos presenta la bondad y el cuidado amoroso de Dios sobre toda la creación y especialmente por el hombre: ¿cómo subsistirían las cosas si Tú no lo hubieses querido? ¿Cómo conservarían su existencia, si Tú no las hubieses llamado? Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida. En todas las cosas está tu soplo incorruptible. Por eso corriges poco a poco a los que caen; a los que pecan les recuerdas su pecado, para que se conviertan y crean en Ti, Señor. Dios Padre, que se compadece de todos, que ama a todos y a todo, no odia a nadie, perdona, es amigo de la vida, y cuando hace falta, corrige y reprende, pero siempre dispuesto a perdonar... En el Salmo escuchamos otra de las mejores “definiciones” de Dios del AT: "el Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar... fiel a sus palabras y lleno de bondad en sus acciones...". Jesús es la plena revelación del Padre, quien ve a Jesús ve al padre: en el Evangelio de hoy nos ratifica la enseñanza del AT; en efecto, Jesús nos dice que su Padre es compasivo y misericordioso: no condena a Zaqueo sino que le da la salvación. ¡Qué hermoso sería que en cada uno de nosotros se despertarán los deseos de Zaqueo!: él quería conocer a Jesús, que para esto nos ha hechos Dios: para conocerlo y amarlo. Sin duda que como Zaqueo también tendremos dificultades para acercarnos a Jesús; él tenía dos limitaciones bajo de estatura y la gente se lo impedía; pero venció todos los obstáculos. A nosotros, ¿que nos impide conocer a Jesús?... De nuestra respuesta y actitud ante Jesús depende el que también como Zaqueo podamos escuchar en nuestro interior de parte de Jesús: “Hoy tengo que hospedarme en tu casa”. “Hoy ha llegado la salvación a esta casa”. Que sepamos imitar a Zaqueo en su conversión, que no nos pase como se dice de Juan, que estaba lavando su automóvil en la acera, frente a su propia casa. Pasó por allí, como de costumbre, el señor Cura; se detuvo, y felicitó a Juan: -¡Qué bonito se ve tu automóvil! tiene sus años, pero lo veo siempre limpio y brillante. ¡Si supiera usted, señor Cura -comentó Juan- cuánto tiempo y trabajo me cuesta! por lo menos una hora diaria. El señor Cura se puso serio, y dijo: -Y para tener limpia y brillante tu alma, Juan ¿cuánto tiempo gastas diariamente? Juan no contestó, pues él casi nunca frecuenta el templo. Entonces el señor Cura concluyó: -Juan, francamente yo no quisiera ser tu alma, sino... tu automóvil... Pregunta Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, y perder el alma?” (Mt 16,26; Lc 10,38 ss; 16,19ss) Alcanzar la salvación lo es todo para nosotros, hagamos más inversión en nuestra salvación, es el gran negocio, no podemos dejar que se nos escapen las oportunidades para encontrarnos con Jesús…Lo que podamos hacer hoy no lo dejemos para mañana…

252 Domingo trigésimo segundo 2 Mac 7, 1-2.9-14; 2 Tes 2, 15-3, 5; Lc 20, 27-28) La resurrección de los muertos Un día le preguntaron a Jesús los saduceos, que no creen en la resurrección de los muertos, si había matrimonios en el Cielo, con el fin de dejar en ridículo al Señor: le presentaron el caso de una mujer (debe haber sido un caso hipotético, pues esta dama supuestamente sobrevivió a ¡siete! hermanos con los cuales se había casado consecutivamente cada vez que iba enviudando de cada uno). La pregunta era que después de morir la viuda, cuando llegara la resurrección “¿de cuál de ellos sería esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?”. Jesús les responde: “en esta vida, hombres y mujeres se casan, pero en la vida futura -los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos- no se casarán ni podrán ya morir, porque serán semejantes a los Ángeles. Y serán hijos de Dios, pues El los habrá resucitado”. De esta respuesta a los saduceos podemos sacar enseñanzas muy importantes sobre nuestra futura resurrección. 1. Hay una vida futura. Sí la hay. La verdadera Vida comienza después de la muerte. Esta vida es sólo una preparación para esa otra Vida. Por eso rezamos en el Credo: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”. 2. Todos estamos llamados a esa Vida del mundo futuro, en el que viviremos “resucitados”, en una vida distinta a la del mundo presente. Pero no todos llegaremos a esa Vida: sólo “los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos”. La voluntad de Dios es que todos los hombres y mujeres nos salvemos y lleguemos a esa Vida del mundo futuro. Pero como nos advierte el mismo Jesús sobre el momento de la resurrección de los muertos: “Llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios y saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, pero los que obraron mal resucitarán para la condenación” (Jn. 5, 28-29). Todos resucitaremos, pero unos resucitarán para la Vida y otros para la condenación. 3. En el Cielo no habrá matrimonios: “en la vida futura no se casarán”. Es cierto que estaremos junto con los demás salvados, incluyendo nuestros seres queridos, pero lo importante en el Cielo será vivir en la plenitud de Dios. 4. Llegaremos a ser inmortales: “no podrán ya morir y serán semejantes a los Ángeles”, que son bellos, inmortales, refulgentes, etc. Seremos entonces plenamente hijos de Dios, pues seremos como El, a partir del momento de nuestra resurrección, ya que estaremos purificados totalmente del pecado y de todas sus consecuencias. A esto se refiere San Juan cuando nos habla de nuestra nueva condición: “Amados, ya somos hijos de Dios, aunque no se ha manifestado lo que seremos al fin... seremos semejantes a El, porque lo veremos tal como es” (1 Jn. 3, 2). Esta es nuestra esperanza, nuestra resurrección: sé que mi redentor vive y nunca seré defraudado; o como hemos cantado en el Salmo 16: “Al despertar, Señor, contemplaré tu rostro”. Que así sea.

253 Domingo trigésimo tercero Mal 3, 19, 20a; 2 Tes 3, 7-12; Lc 21, 5-19 La parusía Las Lecturas del Domingo pasado nos hablaban de nuestra resurrección, haciéndonos reflexionar sobre lo que nos espera después de esta vida terrena. Las Lecturas de hoy continúan esa línea y nos hablan de un tema que no nos gusta mucho: el Fin de los Tiempos, la Segunda Venida de Cristo. Las imágenes del Evangelio de hoy tal vez nos resultan un poco incómodas... hasta podrían darnos un poco de miedo. Pero notemos que es el mismo Jesucristo quien nos las presenta, no para asustarnos, sino para alertarnos, para que estemos siempre preparados. Y la Iglesia, para recordarnos esa preparación tan necesaria, nos presenta estos textos de los últimos tiempos, en estos domingos con los que concluye el Año Litúrgico… Sobre nuestra preparación, San Francisco de Sales recomienda que vivamos cada día como si fuera el último día de nuestra vida. Así no tendremos nada que temer cuando nos venga ese día. Y ese día nos puede venir, bien porque morimos, o bien porque vuelve Jesucristo en gloria “para juzgar a vivos y muertos”, tal como rezamos todos los Domingos en el Credo. La Segunda Venida del Señor no tiene que atemorizarnos, sino que más bien debe llenarnos a todos de una gran esperanza. En primer lugar, porque Cristo vendrá a poner las cosas en su lugar. En la vida presente -y sobre todo en nuestro mundo actual- pareciera que el Mal venciera sobre el Bien, pareciera que los que no viven de acuerdo a Dios viven más tranquilos... y hasta más felices. ¿Por qué parece que los malos siempre triunfan?, se preguntan muchos. Pero veamos la Primera Lectura del Profeta Malaquías (3, 19-20): al final a cada uno le tocará lo que haya merecido con su conducta en esta vida. Dice el Profeta: “Ya viene el día del Señor ardiente como un horno”. Para unos ese horno “los consumirá como paja”. Pero para “los que temen al Señor, brillará el Sol de Justicia y les traerá la salvación en sus rayos”. Es decir, el día final para unos será de una manera y para otros será diferente, todo dependiendo de cómo haya sido nuestra vida en la tierra. ¿Qué debemos hacer para cuando llegue el día del Señor? El Evangelio nos dice: Estén alertas para que no les sorprenda este día... Por eso estén vigilando y orando en todo tiempo, para que se les conceda escapar de todo lo que debe suceder”. Oración y vigilancia es lo que nos pide el Señor. Orar y actuar como si hoy -y todos los díasfueran el último día de nuestra vida terrena. San Pablo nos advierte en la Segunda Lectura (2 Tes. 3, 7-12) sobre el actuar, porque “algunos de ustedes viven como holgazanes, sin hacer nada y, además, entrometiéndose en todo”. Esto debe poner en guardia a los que pensando que el final de los tiempos pudiera estar cerca, decidieran cruzarse de brazos y simplemente esperar. También la advertencia sirve para cualquier holgazán que quiera vivir sin “ganarse con sus propias manos la comida”, o la vida eterna sin hacer nada, sin participar en la construcción del reino de dios y en la edificación de su Iglesia… En resumen: hay que trabajar como si nada fuera a suceder. Y orar como si en cualquier momento pudiera llegarnos el final, bien porque nos llegue el día de nuestra muerte, o porque llegue Cristo en su Segunda Venida. Ahora bien, lo importante no es saber el cómo y el cuándo. Lo importante es estar siempre preparados. Lo importante es vivir cada día como si fuera el último día de nuestra vida en la tierra.

254 Domingo trigésimo cuarto 2 Sam 5, 1-3; Col 1, 12-20; Lc 23, 35-43 Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo Con esta Fiesta de hoy cerramos el Ciclo Litúrgico. El próximo Domingo ya comenzamos un nuevo Año Litúrgico con el Primer Domingo de Adviento, en preparación para la Navidad. Hoy celebramos a Cristo como Rey del Universo. Las Lecturas de hoy mencionan el Reino de Dios, el Reino de Jesucristo. En el Evangelio (Lc. 23, 35-43), vemos el bellísimo y conmovedor relato del “buen ladrón”, crucificado al lado del Señor. Vemos a Dimas mostrar y declarar su fe en que Aquél que está crucificado a su lado es ¡nada menos! que el Rey del Universo, mientras que el delincuente que está del otro lado, piensa y dice todo lo contrario. Observemos, entonces, cómo las gracias divinas son suficientes para cada uno, pero veamos también cómo las respuestas de los seres humanos pueden ser diametralmente opuestas. Y Dimas, el “buen ladrón”, reconoce como Dios y como Rey a Cristo. Pero hay que notar que Dimas no ve un Cristo en la Transfiguración, mostrando su divinidad, ni ve un Cristo Resucitado mostrando su poder infinito, sino que está al lado de un Cristo fracasado, humillado, moribundo, en la misma situación que él. ¡Qué Fe más grande! Y esa Fe grande lo lleva al arrepentimiento verdadero, a un “arrepentimiento perfecto”, por el que reconoce sus crímenes. Y en esa situación se atreve a pedirle, un tanto temeroso: “Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí”. Y ese Rey bondadosísimo que es Jesucristo, que nos da mucho más de lo que nosotros sabemos pedirle, le promete a Dimas, el ladrón arrepentido, mucho más de lo que él se atrevió a pedirle, pues Cristo le asegura que no sólo se acordará de él, sino que lo llevará consigo a ese Reino en que él cree. Y que esto sucederá, no en un futuro lejano, sino que ese mismo día estará con El en su Reino. ¡Qué grande es la Misericordia Divina con el pecador verdaderamente arrepentido! Y ¿qué nos pide ese Rey bondadosísimo que es Cristo? El nos pide lo que nos muestra con su vida: que hagamos la Voluntad del Padre. En eso consiste el Reinado de Cristo en cada uno de nosotros: en que hagamos la Voluntad de Dios. Así es como el Reinado de Cristo comienza por nosotros mismos: cuando comenzamos a buscar hacer la Voluntad de Dios. Así Cristo es Rey de cada uno de nosotros. Su Reino en medio del mundo depende de nosotros: depende de cuántos acojamos la Voluntad de Dios para nuestra vida. El Reino de Cristo es un Reino de Justicia, Amor y Paz. Y será así en la medida que nosotros, los súbditos de ese Rey, vivamos según su Voluntad, pues de esa manera las relaciones entre los seres humanos serán guiadas por ese Rey que nos comunica su Verdad, su Vida, su Gracia, su Santidad, su Justicia, su Amor y su Paz. En el Prefacio de hoy rezaremos que el Reino de Cristo es un Reino de Verdad, pues Cristo nos revela la Verdad que es El mismo. Es un Reino de Vida, pues Cristo vive en nosotros por medio de la Gracia Divina, que recibimos especialmente en los Sacramentos. Es un Reino de Santidad, pues por medio de esa Gracia -debidamente recibida y acogida por nosotros- Dios nos santifica. Que el Reinado de Cristo -comenzando por cada uno de nosotros los Católicos- se extienda de cada individuo a cada familia, de cada familia a la sociedad, de la sociedad a las naciones, de las naciones al mundo entero.

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ALGUNAS SOLEMNIDADES Y FIESTAS

2 de febrero 1. Presentación de Jesús en el templo Presentación de la víctima u ofertorio La fiesta de la presentación es, como hemos dicho, una fiesta de Cristo antes que cualquier otra cosa. Es un misterio de salvación. El nombre "presentación" tiene un contenido muy rico. Habla de ofrecimiento, sacrificio. Recuerda la auto-oblación inicial de Cristo, palabra encarnada, cuando entró en el mundo: "Heme aquí que vengo a hacer tu voluntad". Apunta a la vida de sacrificio y a la perfección final de esa auto-oblación en la colina del Calvario. Toda la vida de Cristo, desde el primer instante de su entrada en el mundo (cf Heb 10,5) hasta su consumación sobre el altar de la cruz (cf Jn 19,30), fue una ofrenda al Padre. Pero esta ofrenda habitual tuvo dos momentos fuertes, por llamarlos así. La presentación en el templo fue uno de ellos. Podemos y debemos repetir que existe una relación estrecha entre la presentación en el templo y la inmolación sobre el Calvario: aquélla fue el ofertorio; ésta la consagración del único gran sacrificio. Y en esta ofrenda e inmolación, la Virgen está presente y operante (cf Lc 2,3435; Jn 19,25-27). La tradición eclesial ha reconocido todo esto e incluso ha intentado sensibilizar a los fieles sobre su consagración bautismal. Nuestra vida de bautizados es, en efecto, toda una consagración al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo. Por esto, cuando somos bautizados, el sacerdote-ministro, después de las palabras "Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo", no añade Amén. Porque toda la vida del cristiano debe ser un continuo Amén. También tenemos una presentación en el templo en las fechas solemnes de nuestra vida de bautizados: desde la primera pascua (el bautismo) hasta la última pascua (nuestra muerte). Esta presentación se realiza de un modo particular cuando se responde a una llamada de Cristo para seguirlo más de cerca (vocación específica). Nuestra vida debe ser un continuo ir al encuentro de Cristo que viene como “triunfador glorioso y definitivo” Maranatha! ¡Ven, Señor Jesús!

256 19 de Marzo 2. San José, esposo de María y Padre de Jesús I “José hizo lo que le había mandado el ángel del Señor” San José, “hombre justo”, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor”. San José, el hombre justo, que hizo lo que le había mandado el ángel del Señor, se presenta a la Iglesia como modelo de obediencia, de vida interior, como el hombre del trabajo, el custodio del Redentor y protector de la Iglesia. Él sabe escuchar la voz de Dios, escucha y reflexiona sobre los hechos y palabras de Dios; por eso, después de María, de él también pueden decirse que “su padre conservaba cuidadosamente todos estos recuerdos en su corazón”, y “mi padre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. Brillan en san José, sobre todo, las virtudes de la vida oculta, en un grado proporcionado al de la gracia santificante: la virginidad, la humildad, la pobreza, la paciencia, la prudencia, la fidelidad, que no puede ser quebrantada por ningún peligro; la sencillez, la fe, esclarecida por los dones del Espíritu Santo; la confianza en Dios y la más perfecta caridad. Guardó el depósito que se le confiara con una fidelidad proporcionada al valor de este tesoro inestimable” 76. Consideramos que siete son las virtudes centrales que podemos practicar en la imitación a san José: humildad, caridad, obediencia, castidad, prudencia, justicia y fidelidad. Estas virtudes son notas características de espiritualidad de la Asociación, vienen a darle identidad y un estilo propio. La vivencia de estas virtudes manifiesta la madurez humana y cristiana que se ha de buscar, y con la cual se ha de vivir el compromiso serio con el evangelio de Jesucristo, buscando la santidad desde la entrega apostólica. Estas virtudes son dinámicas y, la práctica de ellas, ha de ser en dos direcciones: hacia el interior de la Asociación, es decir, en las relaciones con los demás miembros del grupo y practicadas también en nuestro apostolado que hemos de realizar. “San José es la prueba de que para ser buenos y auténticos seguidores de Cristo no se necesitan «grandes cosas», sino que se requieren solamente las virtudes comunes, humanas, sencillas, pero verdaderas y auténticas” 77. En esta ocasión, sólo quiero proponer la virtud de la obediencia: San José, llamado a ser el Custodio del Redentor, “hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer” (Mt 1, 24) 78. Como un niño va tranquilo de la mano de su padre, aunque no sepa ni a dónde va ni por dónde, así el humilde camina en su vida procurando obedecer en todo los mandatos de su Padre. En cambio el soberbio no puede obedecer al Señor, pues se fía más de los pensamientos y caminos humanos que de los juicios y normas divinos. Por esto, lo que caracteriza a los cristianos es precisamente que, aceptando el espíritu filial de Cristo, han pasado de ser “hijos rebeldes” (Ef 2,2) a ser humildes “hijos de obediencia” (1 Pe 1,14). Semejante espíritu de humildad, iluminado por la luz de la fe, obliga al hombre a inmolar, en cierto modo, su voluntad mediante la obediencia. “Fue el mismo Cristo quien estableció, en la sociedad por él fundada, una legítima autoridad, encargada de perpetuar la de Él para siempre; por ello, quien obedece a los superiores, en la Iglesia, obedece al Redentor mismo” 79. La obediencia es un valor sacerdotal de primordial importancia; pues la obediencia de Cristo, que se ha hecho Siervo obediente hasta la muerte de Cruz (cf Fil 2, 7-8), está en el mismo corazón de su Sacerdocio. Por tanto, al igual que para Cristo, también para el presbítero la obediencia expresa la voluntad de Dios, que le es manifestada por medio de los Superiores 80.

76 LAGRANGE G, San José, Buenos Aires, 1947, p.301 77 Redemptoris Custos 24 78 Redemptoris Custos 1, 1 79 Menti nostrae 9, 3 80 Cfr. DMVP 61, 1-2.3

257 Así lo hizo san José: hizo como le había ordenado el ángel del Señor y tomó consigo a su esposa. Lo que él hizo es genuina “obediencia de la fe” (Cfr. Rom 1, 5; 16, 26; 2Cor 10, 5-6)81. En efecto, la actitud fundamental de toda la Iglesia debe ser de religiosa escucha de la Palabra de Dios, esto es, de disponibilidad absoluta para servir fielmente a la voluntad salvífica de Dios revelada en Jesús. Ya al inicio de la redención humana encontramos el modelo de obediencia después del de María- precisamente en José, el cual se distingue por la fiel ejecución de los mandatos de Dios82. “San José habla poco pero vive intensamente, no sustrayéndose a ninguna responsabilidad que la voluntad del Señor le impone. Nos ofrece ejemplo atrayente de disponibilidad a las llamadas divinas, de calma ante todos los acontecimientos, de confianza plena, derivada de una vida de sobrehumana fe y caridad y del gran medio de la oración” 83. II El hombre humilde, trabajador, fiel y justo Estamos a dos semanas de la Pascua. Durante la Cuaresma no solemos celebrar fiestas de santos, pero hacemos una excepción con la figura entrañable de san José. Es un santo popular, porque el pueblo cristiano le ha visto en los evangelios como un hombre humilde, trabajador, fiel, "justo", íntimamente unido a Jesús y a María. Por eso se le tiene como abogado de la buena muerte, modelo del mundo del trabajo, maestro de vida interior y patrono de la Iglesia universal. Lo que sí tendríamos que hacer es “orientar” su recuerdo hacia la Pascua, para que no nos distraiga sino, al contrario, nos ayude en su preparación. San José puede considerarse modelo de los que quieren estar en unión con Cristo y aceptar en su vida los planes de Dios, aunque no los entiendan del todo. Es muy poco lo que los evangelios nos dicen de san José. La vida del carpintero de Nazaret no sobresale ni destaca por su espectacularidad, sino por su fidelidad. Los textos que hemos escuchado nos dan la pista de nuestra búsqueda: José es un hombre justo. Un hombre que se deja conducir por Dios. Un hombre que responde con generosidad a su llamada. Hoy nos vamos a fijar en dos aspectos de la figura de san José que pueden iluminar nuestra propia vida. En primer lugar, José es un hombre abierto al misterio de Dios, que acoge su llamada con espíritu de disponibilidad. Cuando Dios se manifiesta, siempre trastorna nuestra vida, siempre nos sorprende. Cuando Dios se hace presente en la vida de los hombres, lo que cuenta, lo que es decisivo no son nuestros preparativos, nuestros proyectos, sino la acogida que damos a su llamada. Cuando Dios se manifiesta, "todo es gracia" y por lo tanto, todo depende de la fe. Abrahán, como san José José, supieron acoger el misterio de Dios que irrumpía en sus vidas. Confiaron en la Palabra de Dios. Confiaron en ella "contra toda esperanza", aceptando el riesgo que siempre supone la fe, sin verlo todo claro de una vez para siempre, asumiendo con coraje las dificultades y las oscuridades del camino que emprendían. Su confianza, su disponibilidad, su actitud de dejarse guiar por El los convierten para nosotros en un modelo, un punto de referencia.

81 Redemptoris Custos 4, 2 82 Redemptoris Custos 30, 2 83 JUAN XXIII, Alocución, 17-111-1963

258 Ante Jesús, los hombres demasiado llenos de sí mismos, demasiado confiados en sus posturas, en sus tradiciones, en su religiosidad, se volvieron de espaldas. Por el contrario, los hombres que tenían un corazón sencillo, abierto, disponible, un corazón capaz de sorpresa y de esperanza lo acogieron. José era uno de esos hombres. El segundo aspecto en nos podemos fijar, es lo que nos dice el evangelio: José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado. Su fe se transforma y se traduce en fidelidad. Ha acogido con confianza la llamada de Dios y empieza a seguir con generosidad los caminos que Dios le señala. Acepta la misión que Dios le da y la cumple sin ruido. No se pierde en discursos. Habla el lenguaje que mejor conoce, el que en definitiva importa: el lenguaje de los hechos. Su santidad radica precisamente en esta vida anónima y entregada, de trabajo y preocupación por la familia, vivida como una respuesta fiel y generosa a la llamada de Dios. Todos y cada uno de nosotros somos también llamados por Dios. Tenemos cada uno un lugar y una misión irremplazables en el plan de Dios. Debemos tener un espíritu atento para saber descubrir en nuestro trabajo y en nuestra familia, en nuestros ambientes y en nuestra comunidad las llamadas que Dios nos dirige a asumir, nuestra responsabilidad y nuestros compromisos. Debemos tener también un corazón generoso que nos haga avanzar con decisión para hacer de nuestra vida una respuesta fiel y generosa a la llamada de Dios. Que esta eucaristía nos ayude a dar esta respuesta.

25 marzo: 3. Anunciación del Señor Alégrate, llena de gracia. Para entender adecuadamente el relato de la anunciación a María de la encarnación de Dios en su vientre, tenemos que enfrentar el "género literario" llamado "anunciaciones". En la Biblia se dan muchas anunciaciones y todas consisten fundamentalmente en esto: presencia gratuita de Dios en medio de su pueblo y anulación de los reparos que presenta el ser humano para la realización del proyecto de Dios. Por eso se suele hablar de esterilidad, de miedo, de otros compromisos, etc. Toda anunciación, por consiguiente, debe ser colocada en un género literario lleno de simbolismos que hay que saber leer para no tomarlos al pie de la letra. (Sobre los géneros literarios: Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación, nº 12, §2). Por lo mismo, lo fundamental del relato de la anunciación es que Dios se hizo presente de una manera gratuita, amorosa, sin méritos de nadie. Tan importante como esto, es la ruptura que Dios hizo de las imposibilidades humanas que impedían su encarnación. Y lo grande de María fue su fe en la Palabra, fe que la llevó a superar sus limitaciones culturales de mujer y de doncella campesina en una región marginada del poder central judío. En María aparece el temor, no así la desconfianza; y las dificultades que le presenta al ángel quedan resueltas, sin que llegue a lesionarse su condición humana. Llegar a disminuir la condición humana de María para agrandar el misterio, disminuiría la realidad humana de su Hijo y quedaría afectada toda la encarnación. Por eso a nosotros nos toca leer a fondo el relato de la anunciación, ver la profundidad de sus símbolos, para entender todo lo que Dios simbólicamente nos revela. Si la encarnación de Dios en la historia es lo más divino que pueda acontecer en razón de su origen, es también lo más humano en razón de su término. Nuestra fe tendrá aquí siempre el desafío de salvar lo divino de Dios sin destruir lo humano de la historia. Sólo así la encarnación mantiene su valor de redención.

259 Sábado santo 4. Nuestra Señora de la Soledad I Hoy, propiamente, no hay “evangelio” para meditar o —mejor dicho— se debería meditar todo el Evangelio en mayúscula (la Buena Nueva), porque todo él desemboca en lo que hoy recordamos: la entrega de Jesús a la Muerte para resucitar y darnos una Vida Nueva. Hoy, la Iglesia no se separa del sepulcro del Señor, meditando su Pasión y su Muerte. No celebramos la Eucaristía hasta que haya terminado el día, hasta las 8 de la noche, que comenzará con la Solemne Vigilia de la resurrección. Hoy es día de silencio, de dolor, de tristeza, de reflexión y de espera. Hoy no encontramos la Reserva Eucarística en el sagrario. Hay sólo el recuerdo y el signo de su “amor hasta el extremo”, la Santa Cruz que adoramos devotamente. Hoy es el día para acompañar a María, la madre. La tenemos que acompañar para poder entender un poco el significado de este sepulcro que velamos. Ella, que con ternura y amor guardaba en su corazón de madre los misterios que no acababa de entender de aquel Hijo que era el Salvador de los hombres, está triste y dolida: «Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron» (Jn 1, 11). Es también la tristeza de la otra madre, la Santa Iglesia, que se duele por el rechazo de tantos hombres y mujeres que no han acogido a Aquel que para ellos era la Luz y la Vida. Hoy, rezando con estas dos madres, el seguidor de Cristo reflexiona y va repitiendo la antífona de la plegaria de Laudes: «Cristo se hizo por nosotros obediente hasta la muerte y una muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre» (cf. Flp 2, 8-9). Hoy, el fiel cristiano escucha la Homilía Antigua sobre el Sábado Santo que la Iglesia lee en la liturgia del Oficio de Lectura: «Hoy hay un gran silencio en la tierra. Un gran silencio y soledad. Un gran silencio porque el Rey duerme. La tierra se ha estremecido y se ha quedado inmóvil porque Dios se ha dormido en la carne y ha resucitado a los que dormían desde hace siglos. Dios ha muerto en la carne y ha despertado a los del abismo». Preparémonos con María de la Soledad para vivir el estallido de la Resurrección y para celebrar y proclamar —cuando se acabe este día triste— con la otra madre, la Santa Iglesia: ¡Jesús ha resucitado tal como lo había anunciado! (cf. Mt 28, 6). Que la Virgen de la Soledad nos enseñe a vivir el Evangelio en medio de la vida diaria, que nos enseñe a orar y trabajar, que sepamos juntar el trabajo y la vida en Dios- oración y escucha de la Palabra de Dios; que nos haga hombres y mujeres de oración en la acción, a semejanza de Cristo, que trabajaba fuerte durante el día y luego dedicaba largas horas de la noche a la oración. II La Madre del Redentor tiene un lugar especial en la salvación de los hijos de Dios, porque “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva. La prueba de que somos hijos está en que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá Padre!”.

260 María tiene una especial misión en el misterio de Cristo y en la vida de la Iglesia. En efecto, la Iglesia, confortada por la presencia de Cristo, camina en el tiempo hacia la casa del Padre. Pero en este camino hemos de seguir el camino recorrido por la Virgen María, que «avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz84. Así, Mediante el misterio de Cristo, resplandece el misterio de su Madre. María en su “peregrinación de la fe” sobre la tierra, avanzó manteniendo fielmente su unión con Cristo. Por esto, en ella hay un doble vínculo: es la Madre Cristo y Madre de la Iglesia. Y como Madre de Cristo y de la Iglesia, María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone “en medio”, o sea, hace de mediadora no como un persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede (más bien «tiene el derecho de hacer presente al Hijo en las necesidades de los hombres. Su mediación, por lo tanto, tiene un carácter de intercesión: María intercede por los hombres. Ella desea que se manifieste el poder del Hijo en la salvación de cada uno de los hijos de la Iglesia. Nuestra Madre desea liberar al hombre del mal que bajo diversas formas y medidas pesa sobre su vida. Ella desea que se anuncie a los pobres la Buena Nueva, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos... La misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye la única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia», porque «hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús. Esta función materna brota, según el beneplácito de Dios, «de la superabundancia de los méritos de Cristo... Y precisamente en este sentido el hecho de Caná de Galilea, nos anuncia lo que será la mediación de María, orientada plenamente hacia Cristo y encaminada a la revelación de su poder salvífico. Madre es nuestra Madre en el orden de la gracia, maternidad que ha surgido de su misma maternidad divina, porque siendo, por disposición de la divina providencia, madre-nodriza del divino Redentor, se ha convertido de “forma singular en la generosa colaboradora entre todas las creaturas y la humilde esclava del Señor” y que “cooperó... por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas”. Junto a la cruz estaba su Madre... Y Jesús, viéndola, y junto a ella, al discípulo a quien amaba, dice a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre, y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa”. Así, nuestra Madre está presente en el misterio de Cristo como Madre, y por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo está presente en el misterio y en la vida de la Iglesia. María continúa en la Iglesia con su presencia materna, y hoy al celebrar la fiesta de nuestra Señora de la Soledad, Jesús le dice a María: «mujer, ahí tienes a tus hijos; y a nosotros os dice: hijos de la Diócesis de Irapuato, ahí tienes a su madre.

84 RM 2

261 3 de mayo 8. Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz

Flp 2, 6-11 En el fondo del corazón del hombre late el deseo de llegar a ser como Dios. Adán quiso recorrer ese camino al margen de la voluntad divina, en una rebeldía, en una desobediencia al mandato que Dios le había dado. Llegada la plenitud de los tiempos Dios nos envió a su propio Hijo, nacido de mujer. El Hijo de Dios, hecho uno de nosotros, tomó en serio al hombre; no vino con un cuerpo aparente, sino en la realidad de nuestra condición humana, frágil y sometida a la muerte. Por eso la Escritura afirma que se anonadó a sí mismo tomando la condición de siervo, es decir de aquel que abre el oído y escucha al Padre Dios y, por amor a Él, le es fiel y obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Quien quiera alcanzar ese grado de perfección, quien quiera llegar a ser como Dios debe seguir el mismo camino de entrega amorosa, de cruz salvadora que siguió Cristo. Por eso Él nos invita a tomar nuestra cruz de cada día y a seguirlo, seguirlo hasta llegar a donde Él, nuestra Cabeza y principio, ha llegado para ser glorificado a la diestra de Dios, su Padre. Ojalá y pudiéramos contar una historia de amor entre Dios y la humanidad. Pero desde el principio de la creación contemplamos el amor de Dios, siempre fiel hacia nosotros, y nuestras rebeldías a Él. A pesar de todas nuestras traiciones a la Alianza entre Dios y nosotros, el Señor se ha manifestado como el Dios compasivo y misericordioso. Siempre está dispuesto a perdonarnos. Y al enviarnos a su propio Hijo, que por amor a nosotros y por salvarnos muere clavado en una cruz, nos ha manifestado hasta donde es capaz de llegar el amor y el aprecio verdaderos que nos tiene. Ojalá y en nuestras tribulaciones, consecuencias de nuestros pecados, no busquemos al Señor adulándolo con la boca y mintiéndole con la lengua mientras conseguimos el remedio de nuestros males, para después volver a nuestras traiciones y rebeldías, sino que lo busquemos con un corazón sincero, dispuestos a amarlo con todo el compromiso que esto entraña, para que en adelante le vivamos fieles y seamos dignos de vivir con Él eternamente. Hoy nos reunimos para celebrar el Memorial del Misterio Pascual de Cristo. Su muerte en la cruz nos da a entender cuál es el precio que Él pagó para que nosotros fuésemos hechos hijos de Dios, naciendo de lo alto. Así conocemos el amor que Dios nos tiene. Por eso debemos venir a la celebración de la Eucaristía con un corazón dispuesto a hacer nuestra la vida nueva, el nuevo nacimiento que el Señor nos ofrece. La fe nos debe llevar a aceptar esa vida de Dios en nosotros. Por eso, al entrar en comunión de vida con Cristo debemos ser, en Él, criaturas nuevas, perdonados y liberados de la esclavitud de nuestros pecados, para caminar en adelante con la dignidad de hijos de Dios. Por eso quienes hemos hecho nuestra la vida que el Padre Dios nos ofrece en su propio Hijo no podemos continuar generando signos de muerte. Efectivamente de nada nos serviría decir que creemos en Cristo si continuamos esclavos de la maldad. Dios nos quiere portadores de su amor, de su gracia, de su vida. La Iglesia es el signo concreto que Dios ha elevado en el mundo para que por medio de ella todos puedan unirse a Cristo, y, desde ella, puedan encontrar en Él el perdón de los pecados y la vida eterna. Ojalá y no nos convirtamos en una Iglesia que se desenvuelva en el mundo como una sociedad conforme a los criterios mundanos. El Señor nos ha enviado a salvar todo lo que se había perdido. Nuestra vida de fe no es una burocracia sino un servicio en el amor fraterno; servicio hasta la muerte, si es preciso, con tal de que la salvación se haga realidad en todos. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María de la Soledad, nuestra Madre, la gracia de saber hacer nuestro el camino de amor y de entrega de Cristo para que, continuando su obra en el mundo, colaboremos para que la salvación que Él nos ofrece llegue hasta los últimos rincones de la tierra. Amén.

262 4 de mayo Santos Felipe y Santiago En esta fiesta de dos santos apóstoles Felipe y Santiago, la 1ª lectura, tomada de la 1ª carta de Pablo a los corintios, nos recuerda el núcleo fundamental, esencial, de la fe cristiana; aquello sin lo cual no seríamos discípulos de Jesús y miembros de su Iglesia. Es el llamado “kerygma” o primer anuncio del Evangelio, que predicaron los apóstoles, adaptándolo a las diversas circunstancias y auditorios. San Pablo lo recuerda a los corintios entre los cuales algunos se atreven a negar la realidad de la resurrección. Pablo recuerda a los corintios nada menos que “el evangelio que les prediqué”. No una ideología, una doctrina filosófica o teológica. Tampoco un código moral. Sino la certeza de los acontecimientos salvadores de los cuales los apóstoles fueron testigos y autorizados mensajeros. Se trata de la muerte salvífica de Jesús en la cruz, en cumplimiento del plan divino de salvación para toda la humanidad. De su sepultura, garantía de la realidad mortal que experimentó Jesús, y de su resurrección gloriosa, irrupción definitiva de Dios en nuestra historia humana y cumplimiento en Cristo de todas las promesas y expectativa de la humanidad. Este es el Evangelio, la buena noticia. El fundamento y principio de nuestra fe. Lo que nos define como cristianos. Es decir, la misma persona de Jesús: su vida y su muerte. La garantía de que ante Dios todos tenemos un lugar, de que El nos hará justicia a cada uno, y llevará a la plenitud nuestra efímera existencia, como llevó a su plenitud la existencia de Jesús. El pasaje de la carta de Pablo, insiste al final en las apariciones del Señor resucitado, y presenta una lista de testigos autorizados, anotando incluso que muchos están todavía vivos en el momento en que se escribe la carta. Los primeros cristianos estaban seguros, y Pablo se hace eco de ello, de que el Resucitado se había hecho ver por diversas personas, en ocasiones distintas, de maneras diferentes. Lo que Pablo subraya es que el testimonio de la resurrección depende de experiencias ciertas tenidas especialmente por apóstoles: ellos nos dicen que Cristo murió por nuestros pecados y que fue resucitado por el poder del Padre: este es el centro de nuestra fe.

263 SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

Viernes de la 3ª semana después de Pentecostés Dios Padre nos ha concedido en el Corazón de su Hijo, tesoros inagotables de amor, de misericordia y de cariño. Dios nos ama, San Pablo nos dice que el Padre, ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, como prueba suprema de su amor. El amor del Padre hace que su Hijo tome nuestra carne, es decir, nuestra condición humana, menos el pecado. El amor se nos revela en la Encarnación, en ese andar redentor de Jesucristo por nuestra tierra, hasta el sacrificio supremo de la Cruz. Y, en la Cruz, se manifiesta con un nuevo signo: uno de los soldados abrió a Jesús el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua. Agua y sangre de Jesús que nos hablan de una entrega realizada hasta el último extremo, por amor. Hoy es un día en el que hemos de abrir nuestro corazón al Corazón de Jesús, y decidirnos por hemos a trabajar porque el corazón de Jesús, su amor, viva y reine en el corazón de cada cristiano: Jesús desea estar con cada uno, y trabajo nuestro es provocar que todo hombre o mujer tenga el deseo del amor de Jesús. Parece que el corazón humano ha caído en un desgano del amor de Jesús: los corazones dejan al manantial de aguas vivas para hacerse cisternas agrietadas que el agua no retienen: están ciegos, con mucho egoísmo, metidos en materialismo y el consumismo egoísta; y se cierran al amor del Sagrado Corazón de Jesús. ¿Qué hacer ante esta realidad? conocer y amar el Corazón de Jesús; siendo personas de oración, que nos lleve a la acción. Es una buena decisión de los Obispos mexicanos de renovar la consagración de México al sagrado Corazón de Jesús. Esto nos pide reiniciar el camino al que nos invita san Pablo: que Cristo habite por la fe en sus corazones; y que arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos, cuál sea la anchura y la grandeza, la altura y la profundidad del misterio del amor de Dios. Tengamos presente toda la riqueza que se encierra en el Sagrado Corazón de Jesús: cuando hablamos de corazón humano nos referimos a los sentimientos, a toda la persona que quiere, que ama y trata a los demás. Al corazón pertenecen la alegría: Así, contagiados del amor de Jesús, nuestro corazón en su corazón, se ha de alegrar en su socorro; arrepentirse como cera que se derrite dentro de nuestro pecho; nuestro corazón en su Corazón, se ha de alegrar cantando un cántico nuevo; teniendo un corazón bien dispuesto. Así no caben la duda y ni el temor: no se turbe su corazón, crean en mí, nos dice. Al recomendar la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, se nos está recomendando dirigirnos íntegramente con todo nuestro ser, a Jesús. Así se concreta la verdadera devoción al Corazón de Jesús: en conocer a Dios y conocernos a nosotros mismos, y en mirar a Jesús y acudir a El, para ser dignos portadores de la grandeza del hombre que llevamos de cristianos. Cuando nos hagamos verdaderos devotos del sagrado Corazón nuestra manera de ser cambiará. Tendremos siempre hambre de Jesús: de su Palabra, su persona y su vida, para amarlo e imitarlo. Ésta es la voluntad de Jesús: “si alguno tiene sed, venga a mí y beba”. Nos ofrece su Corazón, para que encontremos allí nuestro descanso y nuestra fortaleza. Si aceptamos su llamada, comprobaremos que sus palabras son verdaderas, y aumentará nuestra hambre y nuestra sed de Él, hasta desear que establezca en nuestro corazón como lugar de su reposo. María, reina de la paz, porque tuviste fe y creíste que se cumpliría el anuncio del Ángel, ayúdanos a crecer en la fe, a ser firmes en la esperanza, a profundizar en el Amor.

264

24 de junio 4. Natividad de san Juan Bautista Cumplió con fidelidad su misión Celebramos hoy la fiesta de san Juan Bautista., el precursor de Jesús. En el desierto de Judá preparó al pueblo judío para la venida del Mesías, exhortándole a la conversión de corazón y a la esperanza. Cumplió con fidelidad su misión, sin detenerse ante las dificultades y los tropiezos de quienes no pararon hasta hacer callar su voz profética con el martirio. Supo recoger y poner a flor de piel toda la esperanza y anhelo de salvación que estaba en el corazón de su pueblo. Su palabra, atenta al tejido diario de su vida, llegaba al interior de las personas, suscitando provocación, inquietud y haciendo que los ojos se abrieran al futuro. Su misión es la de llevar a los hombres hacia Jesús. La de facilitar y hacer posible el encuentro. Con sencillez lo reconocía cuando decía: “No soy lo que vosotros pensáis, pero después de mí viene otro de quien no soy digno de desatar la sandalia de los pies”. O cuando, al final de su misión, desaparece sin hacer ruido y lo hace con gozo, porque "conviene que él crezca y que yo mengüe". Toda su vida tiene la grandeza de la misión bien cumplida, realizada sin ostentación. Y en esta misión deja su vida. Su anuncio del Reino que se acerca choca con la resistencia de quienes han construido su propio reino en este mundo. Juan es encarcelado y con su propia sangre sellará su testimonio. Y lo hace con valentía. Nuestra misión, como la de Juan, es la de facilitar a los demás el encuentro con Jesús. Hemos de ser capaces de mantener una actitud valiente, constante y decidida en la misión que nos ha sido confiada. En esta fiesta san Juan, en esta eucaristía, nos deja su testimonio: pidámosle que sepamos cumplir con fidelidad y con sencillez la misión que Dios nos ha encomendado.

265 29 junio 5. Fiesta de los santos Pedro y Pablo “Piedras” fundamentales de nuestra Iglesia. Pedro y Pablo son fundamento de nuestra Iglesia. Son los dos hombres con un pasado no siempre ejemplar. Pedro es un predilecto de Jesús, desde el primero momento. Vive con el Señor los acontecimientos más importantes de su vida, todos aquéllos que estaban reservados para unos pocos. Fogoso y temperamental no tiene inconveniente en asegurar a Jesús que es capaz de morir con El y que le seguirá fielmente hacia ese camino de dolor y renuncia que el Señor estaba anunciando y que Pedro, en un primer momento, rechazó con toda la energía de su temperamento. Pero todos sabemos que Pedro le falló a Jesús: lo negó, se avergonzó de Él... No es para escandalizarse. Todos nosotros tenemos más que motivos suficientes para comprenderlo y disculparlo. Lo comprendió y lo disculpó el Señor. Siguió encontrándose con él después de su resurrección, concediéndole, como siempre, un “trato de favor” y, tal como hoy leemos en el evangelio, quiso dejarle el cuidado de los suyos, sin recordarle nunca su estrepitoso fallo. No hubo para Pedro, por parte de Jesús, reprensión sino perdón. No le echó en cara Jesús a Pedro su pasado, solo le anunció su futuro, en el que Pedro, efectivamente, será capaz de seguir, paso a paso, las huellas de su Maestro. Y quedó claro que lo único que Jesús exigió a Pedro para que fuera su fiel imagen en la tierra, era que le amara. Si hay algo claro por parte de Cristo es el deseo de fundamentar a los cristianos en el amor, en el amor a su Persona y, como consecuencia lógica, en el amor a todos los hombres. Pablo también es un hombre con tristes antecedentes. Fogoso de la Ley, dogmático, duro e intransigente, se caracterizó por la persecución a los primeros cristianos creyendo sinceramente que así hacía un buen servicio a Dios, naturalmente a su Dios. Hizo falta que cegaran sus ojos, que tan claramente veían, para que una luz nueva se hiciera en su interior y rompiera completamente con aquel estilo que tan contrario era con el del Señor al que, a partir de entonces, iba a servir con una dedicación exclusiva y total. También para Pablo será el amor de Cristo el que cimentará su vida, ya para siempre, orientada hacia una sola meta. Estas son las “piedras” fundamentales de nuestra Iglesia. Unas piedras que tienen sus grietas y sus resquebrajaduras, porque la única Piedra fundamental, aquella que desecharon los constructores, es Cristo y sólo en El no hay fisura, ni tacha ni grieta. En todos los demás, estén más o menos arriba o abajo, sean más o menos importantes o corrientes, es posible la grieta, como fue posible en Pedro, que vivió tan cerca de Cristo y en Pablo que era un estupendo cumplidor de la Ley, un religioso de cuerpo entero. Es ésta una realidad confortante y que además ha tenido en la Iglesia una demostración constante a través de los siglos. Pedro y Pablo, dos ejemplos para nosotros. Dos ejemplos, en el fondo, de una misma y única fe en Jesucristo, de un mismo y único amor por Cristo. Ser fiel a la fe es vivirla como fundamento incondicional, como comunión entre todos los cristianos. Y ser fiel a la fe es también vivirla con libertad, como levadura que puede fecundar el mundo de cualquier época. El ejemplo de Pedro y Pablo, vivo en nuestra Iglesia. Su memoria, su recuerdo, es motivo de fiesta para nosotros. Pero lo que es más aún que su fe siga viva en nosotros. La fe de Jesús, la fe que proclamamos hoy nosotros.

266 15 de agosto 7. Asunción de María Virgen al cielo I Hoy celebramos una de las fiestas más hermosas de la Virgen: su glorificación en cuerpo y alma en el cielo. El Evangelio es el fragmento de Lucas con el Magnificat de María. Según la doctrina de la Iglesia católica, María ha entrado en la gloria no sólo con su espíritu, sino totalmente con toda su persona, detrás de Cristo, como primicia de la resurrección futura. Éste es el día glorioso en que la Virgen Madre de Dios subió a los cielos; todos la aclamamos, tributándole nuestras alabanzas, por que es Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de su vientre: el sol de justicia, Cristo… “Convenía que aquella que en el parto había conservado intacta su virginidad conservara su cuerpo también después de la muerte libre de la corruptibilidad. Convenía que aquella que había llevado al Creador como un niño en su seno, tuviera después su mansión en el cielo. Convenía que la esposa que el Padre había desposado habitara en el tálamo celestial. Convenía que aquella que había visto a su Hijo en la cruz y cuya alma había sido atravesada por la espada del dolor, del que se había visto libre en el momento del parto, lo contemplara sentado a la derecha del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera venerada por toda creatura como Madre y esclava de Dios. El cuerpo de la Virgen María, la madre de Dios, se mantuvo incorrupto y fue llevado al cielo, porque así lo pedía no sólo el hecho de su maternidad divina, sino también la especial santidad de su cuerpo virginal; en efecto, ella es toda belleza, su cuerpo virginal es todo él santo, todo él casto, todo él morada de Dios, todo lo cual hace que esté exento de disolverse y convertirse en polvo, y que, sin perder su condición humana, sea transformado en cuerpo celestial e incorruptible, lleno de vida y sobremanera glorioso, incólume y partícipe de la vida perfecta. ¡Qué hermosa y bella es la Virgen María, que emigró de este mundo para ir hacia Cristo! Resplandece entre los coros de los santos como el sol brilla en el cielo con todo su esplendor. Los ángeles se alegran, los arcángeles se regocijan al contemplar la gloria inmensa de la Virgen María. Esta es nuestra Madre…Por tanto, hemos de querer lo que ella quiso y lo que ella vivió: sin pecado; y santificación de nuestro cuerpo…

II La fiesta de hoy se puede decir que tiene tres niveles: a) Es la victoria de Cristo Jesús: el Señor Resucitado, tal como nos lo presenta Pablo, es el punto culminante del plan salvador de Dios. Él es la "primicia", el primero que triunfa plenamente de la muerte y del mal, pasando a la nueva existencia. El segundo y definitivo Adán que corrige el falló del primero. b) Es la victoria de la Virgen María, que, como primera seguidora de Jesús y la primera salvada por su Pascua, participa ya de la victoria de su Hijo, elevada también ella a la gloria definitiva en cuerpo y alma. Ella, que supo decir un “sí” radical a Dios, que creyó en él y le fue plenamente obediente en su vida (“hágase en mí según tu Palabra”), es ahora glorificada y asociada a la victoria de su Hijo. En verdad “ha hecho obras grandes” en ella el Señor.

267 c) Pero es también nuestra victoria, porque el triunfo de Cristo y de su Madre se proyecta a la Iglesia y a toda la humanidad. En María se retrata y condensa nuestro desuno. Al igual que su “sí” fue como representante del nuestro, también el “sí” de Dios a ella, glorificándola, es también un sí a nosotros: nos señala el destino que Dios quiere para todos. La comunidad eclesial es una comunidad en marcha, en lucha constante contra el mal. La Mujer del Apocalipsis, la Iglesia misma, y dentro de ella de modo eminente la Virgen María, nos garantizan nuestra victoria final. La Virgen es "figura y primicia de la Iglesia, que un día será glorificada; ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra" (prefacio). La Asunción es un grito de fe en que es posible la salvación y la felicidad: que va en serio el programa salvador de Dios. Es una respuesta a los pesimistas, que todo lo ven negro. Es una respuesta al hombre materialista, que no ve más que los factores económicos o sensuales: algo está presente en nuestro mundo que trasciende nuestras fuerzas y que lleva más allá. Es la prueba de que el destino del hombre no es la muerte, sino la vida. Y además, que es toda la persona humana, alma y cuerpo, la que está destinada a la vida total, subrayando también la dignidad y el futuro de nuestra corporeidad. En María ya ha sucedido. En nosotros no sabemos cómo y cuándo sucederá. Pero tenemos plena confianza en Dios: lo que ha hecho en ella quiere hacerlo también en nosotros. La historia “tiene final feliz”. Cada vez que participamos en la Eucaristía, elevamos a Dios nuestro canto de alabanza, como hizo María con su Magnificat. La plegaria eucarística que el presidente proclama en nombre de todos es como un Magnificat prolongado por la historia de amor y salvación que va construyendo Dios. Cada vez que participamos en la Eucaristía recibimos como alimento el Cuerpo y la Sangre del Señor Resucitado: y él nos aseguró: "Quien come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna y yo le resucitaré el último día". La Eucaristía es como la semilla y la garantía de la vida inmortal para los seguidores de Jesús. Por tanto, de alguna manera, también nosotros estamos recorriendo el camino hacia la glorificación definitiva, como la que ya conseguido María, la Madre. Cada Eucaristía nos sitúa en la línea y el camino de la Asunción. Si la celebramos bien, vamos por buen camino. PRECES Proclamemos las grandezas de Dios Padre todopoderoso, que quiso que todas las generaciones felicitaran a María, la madre de su Hijo, y supliquémosle diciendo: Mira a la llena de gracia y escúchanos. Señor, Dios nuestro, admirable siempre en tus obras, que has querido que la inmaculada Virgen María participara en cuerpo y alma de la gloria de Jesucristo, haz que todos tus hijos deseen y caminen hacia esta misma gloria. Tú que nos diste a María por madre, concede por su mediación salud a los enfermos, consuelo a los tristes, perdón a los pecadores, y a todos abundancia de salud y de paz. Tú que hiciste de María la llena de gracia, concede la abundancia de tu gracia a todos hombres. Haz, Señor, que tu Iglesia tenga un solo corazón y una sola alma por el amor, y que todos los fieles perseveren unánimes en la oración con María, la madre de Jesús. Tú que coronaste a María como reina del cielo, haz que los difuntos puedan alcanzar con todos los santos la felicidad de tu reino.

268 15 de septiembre N. Sra. De los dolores La Madre ofrece a su Hijo, acoge los designios del Padre, y busca nuestra salvación. El Hijo despide a su Madre, y le deja como recuerdo a sus hijos, nosotros. Nosotros bendecimos al Hijo por su mediación salvadora, y bendecimos a la Madre por su corredención. Hoy podemos estar junto a Jesús y dejarnos contemplar por Él. Dejar que Él penetre hasta lo más íntimo de nosotros. Él descubre nuestras alegrías y tristezas; Él conocerá de nuestra soledad y de nuestras esperanzas; ante Él nada puede ocultarse, pues penetra hasta la división entre alma y espíritu. María, entregada por Jesús al discípulo amado; y el discípulo amado que acoge en su casa a María, se convierten para nosotros en la encomienda que el Señor quiere hacernos a quienes hemos de convertirnos en sus discípulos amados, al estilo de Juan: acogiendo a su Iglesia en nuestra casa, en nuestra familia, para que se convierta en una comunidad de fe, en un signo creíble del amor de Dios, en una comunidad que camine con una esperanza renovada. Así, no perdamos nuestra comunión con la Iglesia, caminemos con firmeza y permanezcamos fieles al Señor. María, acogida en nuestro corazón, impulsará con su maternal intercesión nuestro testimonio de fe; María nos ha de llevar a cultivar una relación de comunión fraterna; de forma que seamos para los demás una luz puesta sobre el candelero, para iluminar a todos, y no luz oculta cobardemente debajo de una olla opaca, que Ella nos lleve a vivir en oración, que cristalice en una vida de santidad. Sólo así la fe tendrá sentido: si Cristo, si María, si la Iglesia están en nosotros, si vivimos como testigos que dan su vida para que todos disfruten de la Vida, de la salvación que Dios nos ha dado en Cristo Jesús, su Hijo. Que la Santísima Virgen María, interceda por nosotros, para que no nos quedemos en una fe sentimental y romántica, sino que caminemos en una fe de generosidad, de capacidad de acoger a los que sufren, a los pecadores, a los que han sido marginados, para que, disfrutando del amor que Dios quiere que todos poseamos, algún día seamos acogidos eternamente en la Casa del Padre Dios. 9. Fiesta de Todos los Santos ¡Sed santos, porque yo soy santo! De los sermones de San Bernardo, Abad ¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo. El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires; con la asociación de los confesores, con el coro de las vírgenes; para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención. Despertémonos, por fin, hermanos: resucitemos con Cristo, busquemos las cosas de arriba, pongamos nuestro corazón en las cosas del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria. El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria.

269 1 de noviembre 10. Solemnidad de todos los santos Ap 7, 2-4, 9-14; Sal 23, 1-2, 3-4ab, 5-6; 1Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12a Celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos. En esta feliz conmemoración, la Iglesia peregrina en la tierra dirige su mirada al cielo, a la inmensa multitud de hombres y mujeres a los que Dios ha hecho partícipes de su santidad. Como enseña el libro del Apocalipsis, provienen «de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7, 5). En su vida terrena se esforzaron por hacer siempre su voluntad, amándolo a él con todo su corazón y a su prójimo como a sí mismos. Por eso también sufrieron pruebas y persecuciones, y ahora es grande y eterna su recompensa en los cielos (cf. Mt 5, 11)85. En la Solemnidad de hoy, el Señor nos concede la alegría de celebrar la gloria de la Jerusalén celestial, nuestra madre, donde una multitud de hermanos nuestros le alaban eternamente. Hacia ella, como peregrinos, nos encaminamos alegres, guiados por la fe y animados por la gloria de los Santos; en ellos, miembros gloriosos de su Iglesia, encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad. Nosotros somos todavía la Iglesia peregrina que se dirige al Cielo; y, mientras caminamos, hemos de reunir ese tesoro de buenas obras con el que un día nos presentaremos ante nuestro Dios. Hemos oído la invitación del Señor: Si alguno quiere venir en pos de Mí... Todos hemos sido llamados a la plenitud de la vida en Cristo. Nos llama el Señor en una ocupación profesional, para que allí le encontremos, realizando aquella tarea con perfección humana y, a la vez, con sentido sobrenatural: ofreciéndola a Dios, ejercitando la caridad con las personas que tratamos, viviendo la mortificación en su realización, buscando ya aquí en la tierra el rostro de Dios, que un día veremos cara a cara. Esta contemplación -trato de amistad con nuestro Padre Dios- podemos y debemos adquirirla a través de las cosas de todos los días, que se repiten muchas veces, con aparente monotonía, pues «para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas» ¿Qué otra cosa hicieron esas madres de familia, esos intelectuales o aquellos obreros..., para estar en el Cielo? Porque a él queremos ir nosotros; es lo único que, de modo absoluto, nos importa. Esta santa decisión tiene mucha importancia para los demás. Si, con la gracia de Dios y la ayuda de tantos, alcanzamos el Cielo, no iremos solos: arrastraremos a muchos con nosotros. Quienes han llegado ya, procuraron santificar las realidades pequeñas de todos los días; y si alguna vez no fueron fieles, se arrepintieron y recomenzaron el camino de nuevo. Eso hemos de hacer nosotros: ganarnos el Cielo cada día con lo que tenemos entre manos, entre las personas que Dios ha querido poner a nuestro lado. Queridos hermanos, éste es nuestro futuro. Ésta es la vocación más auténtica y universal de la humanidad: formar la gran familia de los hijos de Dios, esforzándose por anticipar ya en la tierra sus rasgos esenciales. Hacia esta meta nos impulsa el ejemplo luminoso de numerosos hermanos y hermanas a quienes, a lo largo de los siglos, la Iglesia ha reconocido como beatos y santos, proponiéndolos a todos como modelos y guías. Hoy invocamos su intercesión común, para que todo hombre se abra al amor de Dios, fuente de vida y santidad.

85 JUAN PABLO II, Alocución a la hora del Ángelus (l-XI-1999)

270 11. Conmemoración de los fieles difuntos 2 Mac 12, 32-45; Sab. 11, 23–12, 2; Lc 23, 44-49. 24, 1-6 I “Todo el mundo es delante de ti como un grano de arena en la balanza y como una gota de rocío de la mañana que cae sobre la tierra. Pero tienes piedad de todos, porque todo lo puedes, y disimulas los pecados de los hombres para traerlos a penitencia. Pues Tú amas todo cuanto existe y nada aborreces de lo que has hecho, que no por odio hiciste cosa alguna. ¿Y cómo podría subsistir nada si tú no quisieras, o cómo podría conservarse sin ti? Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amador de las almas. Porque en todas las cosas está tu espíritu incorruptible. Y por eso corriges con blandura a los que caen, y a los que pecan los amonestas, despertando la memoria de su pecado, para que, libres de su maldad, crean, Señor, en ti” (Sab. 11, 23–12, 2). La familia es un lugar particular del hombre. En este lugar, en esta comunidad, se saluda con alegría su nacimiento, su venida al mundo; y en este lugar, sobre todo, se siente su desaparición, su muerte. El día de los difuntos es un día particular para las familias. Este día van a los lugares donde descansan los difuntos más cercanos y más queridos; se encuentran, en el silencio, en la oración, en la meditación junto a sus tumbas. Reviven recuerdos alegres y dolorosos; a veces las lágrimas comienzan a correr por el rostro, ¡tan grande es el sentido de la cercanía, a pesar de la muerte, tan grande es la emoción! En este día queremos recordar a todos los muertos, y en particular a las personas cuyos nombres ve Dios, aquí frente a nosotros y tan presentes en nuestros corazones…No podía ser de otra manera, reunirnos en torno al altar para orar por sus descanso eterno86. En la muerte, el justo se encuentra con Dios, que lo llama a sí para hacerle partícipe de la vida divina. Pero nadie puede ser recibido en la amistad e intimidad de Dios si antes no se ha purificado de las consecuencias personales de todas sus culpas. La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos, que es completamente distinta del castigo de los condenados. De aquí viene la piadosa costumbre de ofrecer sufragios por las almas del Purgatorio, que son una súplica insistente a Dios para que tenga misericordia de los fieles difuntos, los purifique con el fuego de su caridad y los introduzca en el Reino de la luz y de la vida. Los sufragios son una expresión cultual de la fe en la Comunión de los Santos. Así, "la Iglesia que peregrina, desde los primeros tiempos del cristianismo tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el Cuerpo Místico de Jesucristo, y así conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos, y ofreció sufragios por ellos, “porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados” (2 Mac 12,46). Estos sufragios son, en primer lugar, la celebración del sacrificio eucarístico, y después, otras expresiones de piedad como oraciones, limosnas, obras de misericordia e indulgencias aplicadas en favor de las almas de los difuntos87. Nosotros, pues, aquí en la tierra podemos ayudar mucho a estas almas a pasar más deprisa ese largo desierto que las separa de Dios. Y también, mediante la expiación de nuestras faltas y pecados, haremos más corto nuestro paso por aquel lugar de purificación. Si, con la ayuda de la gracia, somos generosos en la práctica de la penitencia, en el ofrecimiento del dolor y en el amor al sacramento del perdón, podemos ir directamente al Cielo. Eso hicieron los santos. Y ellos nos invitan a imitarlos. II La fiesta de los fieles difuntos es continuación y complemento de la de ayer. Junto a todos los santos ya gloriosos, queremos celebrar la memoria de nuestros difuntos. Muchos de ellos formarán parte, sin duda, de ese «inmenso gentío» que celebrábamos ayer. Pero hoy no queremos rememorar su memoria en cuanto «santos» sino en cuanto difuntos. Es un día para

86 JUAN PABLO II, ángelus, 2–XI–1980. 87 Directorio sobre la piedad popular y la liturgia principios y orientaciones, 2002, 251.

271 presentar ante el Señor la memoria de todos nuestros familiares y amigos o conocidos difuntos, que quizá durante la vida diaria no podemos estar recordando. Su muerte quizás nos hace sentir con mayor hondura la precariedad de la vida presente y nos lleva a hacernos preguntas como éstas: ¿Dónde están nuestros difuntos? ¿Hacia dónde vamos nosotros, destinados también a la muerte? ¿Qué sentido tiene la muerte? ¿No será la muerte la última manifestación del "sin-sentido" de la vida? Este carácter absurdo y misterioso de la muerte, nosotros como cristianos sólo lo podemos iluminar con la fe, con la luz que surge de este doble acontecimiento: Jesús murió; Jesús resucitó. Jesús, muriendo él mismo nos enseñó a morir y nos aclaró el sentido de la muerte. La muerte de todos y cada uno de los cristianos está necesariamente vinculada a la muerte de Cristo. La muerte de Cristo es el modelo supremo de la muerte cristiana: Cristo aceptó voluntariamente su muerte como prueba de obediencia amorosa a la voluntad del Padre; Cristo murió por los demás, por todos los hombres, como culminación de una vida totalmente entregada al servicio de los demás. Para nosotros, en efecto, la muerte de Cristo no es sólo un ejemplo, sino la causa real y eficaz de nuestra salvación. El Evangelio nos dice que la historia de Jesús no acabó con la muerte. En aquel domingo, las mujeres que buscaban el cuerpo de Jesús, encontraron el sepulcro vacío: “Por qué buscáis entre los muertos al que vive”. Aquel que murió y fue sepultado, recibe ahora el titulo significativo de "El que vive", El Viviente. De la resurrección de Jesús se origina el auténtico sentido cristiano a este día, en el que hacemos memoria de nuestros muertos. Hoy que recordamos la muerte, y que quizás incluso nos acercamos personalmente a los sepulcros de los seres queridos que “nos han precedido en el signo de la fe y duermen el sueño de la paz”, confesar que Jesús es “el que vive”, ahora y para siempre, es proclamar la noticia gozosa hasta sus últimas y más consoladoras consecuencias. Proclamar que a la muerte de Jesús siguió su gloriosa resurrección es colocar el más sólido fundamento de nuestra esperanza cristiana. Cada Eucaristía proclama y reactualiza la muerte victoriosa del Señor. De modo especial, hoy incorporamos a nuestra celebración el recuerdo de la muerte de nuestros hermanos difuntos. Porque creemos que, vinculada a la de Jesús, también para ellos la muerte fue un acontecimiento de salvación. Que esta Eucaristía sea a un tiempo recuerdo eficaz de la muerte de Cristo y confesión gozosa de su resurrección, plegaria piadosa por todos los fieles difuntos y expresión de nuestra voluntad de vivir y de morir por el ejemplo y la fuerza de Jesús. Aquellos que nos han dejado no están ausentes, sino invisibles. Tienen sus ojos llenos de gloria, fijos en los nuestros, llenos de lágrimas. San Agustín

272 12. San Martin de Porres (3 de noviembre)88 ¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta fiesta que le hacemos a san martín de Porres? ¿De qué le sirven los honores terrenos si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios, cuetes, música… y todo lo que hacemos? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Lo primero que nosotros sacamos de provecho al recordar hoy la memoria de san martín es el deseo de “gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires, con la asociación de los confesores, con el coro de las vírgenes, para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Despertémonos, por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos las cosas de arriba, pongamos nuestro corazón en las cosas del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. El segundo deseo que enciende en nosotros la fiesta de los santos es querer vivir como ellos vivieron; imitar su ejemplo. En efecto, San Martín nos demuestra con el ejemplo de su vida que podemos y debemos llegar a la salvación y a la santidad por camino que nos enseñó Cristo Jesús: a saber, si en primer lugar, amamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente; y si, en segundo lugar, amamos al prójimo como a nosotros mismos. Él sabía que Cristo Jesús padeció por nosotros y, cargado con nuestros pecados, subió al leño, y por esto tuvo un amor especial a Jesús crucificado, de tal modo que, al contemplar sus atroces sufrimientos, no podía evitar el derramar abundantes lágrimas. Tuvo también una singular devoción al santísimo sacramento de la eucaristía, al que dedicaba con frecuencia largas horas de oculta adoración ante el sagrario, deseando nutrirse de él con la máxima frecuencia que le era posible. Además, san Martín, obedeciendo el mandato del divino Maestro, se ejercitaba intensamente en la caridad para con sus hermanos, caridad que era fruto de su fe íntegra y de su humildad. Amaba a sus prójimos porque los consideraba verdaderos hijos de Dios y hermanos suyos; y los amaba aún más que a sí mismo, ya que, por su humildad, los tenía a todos por más justos y perfectos que él. Disculpaba los errores de los demás; perdonaba las más graves injurias, pues estaba convencido que era mucho más lo que merecía por sus pecados; ponía todo su empeño en retornar al buen camino a los pecadores; socorría con amor a los enfermos; procuraba comida, vestido y medicinas a los pobres; en la medida que le era posible, ayudaba a los agricultores y a los negros y mulatos, que, por aquel tiempo, eran tratados como esclavos de la más baja condición, lo que le valió, por parte del pueblo, el apelativo de «Martín de la caridad». Este santo varón, que con sus palabras, ejemplos y virtudes impulsó a sus prójimos a una vida de piedad, también ahora goza de un poder admirable para elevar nuestras mentes a las cosas celestiales, y este es el tercer beneficio que sacamos de una fiesta, su valiosa intercesión… No todos, por desgracia, son capaces de comprender estos bienes sobrenaturales, no todos los aprecian como es debido, al contrario, son muchos los que, enredados en sus vicios, los menosprecian, los desdeñan o los olvidan completamente. Ojalá que el ejemplo de Martín enseñe a muchos la dulzura y felicidad que se encuentra en el seguimiento de Jesucristo y en la sumisión a sus divinos mandatos: Así, pues, ármate de valor y fortaleza y en el Señor confía, caminemos seguros caminado por donde san Martín camino, amando lo que él amó y sirviendo como el sirvió… 88 Tomado de 1 de noviembre, san Bernardo Abad; del 3 de noviembre, Homilía Juan XXIII; Liturgia del día.

273

9 de noviembre 13. Dedicación de la Basílica del Salvador San Juan de Letrán, en Roma, es la Catedral del Papa, es el primer gran templo en la capital del imperio después de la persecución, la primera presencia pública de la iglesia en el corazón de Roma. Los templos han sido siempre lugares por antonomasia de la presencia de Dios. Los textos de hoy nos presentan diferentes niveles de esta presencia y nos invitan a ampliar la significación de la palabra "templo". También juegan con la palabra “iglesia”, puesto que los templos-cristianos se denominan corrientemente “iglesias”. En el evangelio Jesús habla del templo. De su costado abierto mana (como en la visión de Ezequiel: 1. lectura) una fuente viva y vivificante que purifica las aguas saladas del mar muerto (que vuelven a la vida, con abundancia de peces), y que hace crecer toda clase de frutales y hojas medicinales por dondequiera que llegue la corriente. Nosotros somos el templo de Dios, que es sagrado y en el que habita el Espíritu de Dios. Ha sido construido por el mismo Dios, con la colaboración humana, sobre el único cimiento: Jesucristo, Templo personal de Dios, en quien descansa en plenitud el Espíritu de Dios (Mt 3,16; Mc 1, 10; Lc 3,22; Jn 1, 32-33; Lc 4, 16-21). Los edificios visibles donde nos reunimos figuran esta realidad: las iglesias, la Iglesia; los templos, el Templo; los altares, el Altar. Son casa de oración, lugar de presencia y la acción de Dios (prefacio). Los templos, más que casa de Dios, son casa de la comunidad cristiana. Esta se reúne aquí para proclamar la palabra y celebrar la Eucaristía.

274 8 de diciembre 14. Inmaculada Concepción de María Cuando Santa Bernardita preguntó a la “Señora” que se le aparecía en Lourdes, Francia, por allá a mediados del Siglo XIX, más exactamente en 1858, quién era Ella, la buena “Señora” le respondió: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Hoy en día este nombre no parece extraordinario, pero el que la Virgen haya usado precisamente el término de “Inmaculada Concepción” para responder quién era Ella a una campesinita de un pequeño poblado del sur de Francia, fue en aquel momento algo muy especial. Y fue muy especial por que justamente cuatro años antes el Papa Pío IX, había declarado el dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María. ¿En qué consiste ese dogma que cada 8 de diciembre celebramos los Católicos como una de las Fiestas grandes de la Iglesia? Significa que María fue preservada desde el primer instante de su existencia, desde su concepción en el vientre de su madre Santa Ana, del pecado original y de sus consecuencias. Pero el privilegio de la Madre de Dios no se queda allí, sino que sabemos que fue también llena de gracia desde el primer momento de su existencia. Fue “inmaculada” desde su “concepción”. Dios deseó, entonces, que la Virgen María, la que iba a ser su Madre, fuera concebida en estado de gracia y santidad, libre de las consecuencias del pecado original de nuestros primeros progenitores. Eso significa que María no estuvo nunca sometida a la esclavitud del demonio, ni tenía inclinación al mal, ni oscurecimiento de su entendimiento, consecuencias del pecado original, con las cuales todos los demás mortales somos concebidos. Tampoco estaba sujeta a dos consecuencias adicionales, cuales son el sufrimiento y la muerte. Ella, por cierto, experimentó estas dos cosas, no porque estuviera sujeta a ellas, sino que las padeció como colaboración para nuestra salvación. De allí que en el momento de la Anunciación, cuando tuvo lugar la concepción del Hijo de Dios, el Arcángel Gabriel saludara a María con aquél “llena de gracia”, que nos trae el Evangelio de hoy para esta Fiesta de la Virgen (Lc. 1, 26-38). Y ¡claro! Ella es “llena de gracia” porque está llena de la Gracia misma que es Dios y porque nunca el pecado la tocó. De otra manera no hubiera podido ser saludada así por el mensajero de Dios. Es la mayor prueba de la Inmaculada Concepción de María. La Santísima Virgen María es la primera redimida. Es redimida, inclusive, antes de la llegada de su Hijo, el Redentor. Con Ella comienza la redención, porque nos trae al Salvador del mundo. El mayor bien que se nos ha dado ha sido Maria y su descendencia, pues por Ella, comenzando con su Inmaculada Concepción, se nos ha dado la salvación y el perdón del pecado. Ese maravilloso plan divino ya se sucedió en María por ese privilegio inmensísimo de su concepción sin mancha, pero también -y muy especialmente- por su sí constante y permanente a la Voluntad Divina, por su respuesta a la gracia. Y ese mismo plan se va realizando en cada uno de nosotros también con nuestro sí constante y permanente, con nuestra respuesta a la gracia. Para ello el Bautismo ha borrado el pecado original y, además, tenemos a lo largo de nuestra vida todas las gracias necesarias para poder dar nuestro sí en todo momento, como Ella lo dio. Que así sea.

275 12 de diciembre 15. NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE I 1) Introducción Según una constante y sólida tradición; la imagen de la Virgen de Guadalupe, a raíz de su impresión en la tilma del indio San Juan Diego en 1531, en la ciudad de ciudad México permaneció algunos días en la capilla episcopal del Obispo fray Juan de Zumárraga, y luego en el templo mayor. El 26 de diciembre de ese mismo año fue trasladada solemnemente a una ermita construida al pie del cerro del Tepeyac. Su culto se propagó rápidamente e influyó mucho para la difusión de la fe entre los indígenas... Después de habérsele construido sucesivamente otros tres templos al pie del cerro, se construyó el actual, que fue terminado en 1709 y elevado a la categoría de basílica por San Pio X en 1904. En 1754, Benedicto XIV confirmó el patronato de la Virgen de Guadalupe sobre toda la Nueva España (desde Arizona hasta Costa Rica) y concedió la primera misa y Oficio propios. Puerto Rico la proclamó su Patrona en 1758. El 12 de octubre de 1895 tuvo lugar la coronación pontificia de la imagen, concedida por León XIII, el cual había aprobado un año antes un nuevo Oficio propio. En 1910, san Pío X la proclamó Patrona de la América Latina; en 1935, Pío XI la nombró Patrona de las Islas Filipinas; y, en 1945, Pío XII le dio el título de Emperatriz de América. Y Juan Pablo II, en el 2002, pidió que este día sea fiesta para toda América. La veneración a la Virgen de Guadalupe despierta en el pueblo una grande confianza filial hacia ella, ya que se presenta solícita para dar auxilio y defensa en las tribulaciones; es, además, un impulso hacia la práctica de la caridad cristiana, al mostrar la predilección de María por los humildes y necesitados, y su disposición por remediar sus angustias. 2) Nicán Mopohua. Relato del escritor indígena del siglo XVI don Antonio Valeriano Un sábado de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de diciembre, un indio de nombre Juan Diego iba muy de madrugada del pueblo en que residía a Tlatelolco, a tomar parte en el culto divino y a escuchar los mandatos de Dios. Al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyac, amanecía, y escuchó que le llamaban de arriba del cerrillo: «Juanito, Juan Dieguito». Él subió a la cumbre y vio a una señora de sobrehumana grandeza, cuyo vestido era radiante como el sol, la cual, con palabra muy blanda y cortés, le dijo: “Juanito, el más pequeño de mis hijos, sabe y ten entendido que yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen. Ve al Obispo de México a manifestarle lo que mucho deseo. Anda y pon en ello todo tu esfuerzo”. Cuando llegó Juan Diego a presencia del Obispo don fray Juan de Zumárraga, religioso de san Francisco, éste pareció no darle crédito y le respondió: “Otra vez vendrás y te oiré más despacio”, Juan Diego volvió a la cumbre del cerrillo, donde la Señora del Cielo le estaba esperando, y le dijo: “Señora, la más pequeña de mis hijas, niña mía, expuse tu mensaje al Obispo, pero pareció que no lo tuvo por cierto. Por lo cual te ruego que le encargues a alguno de los principales que lleve tu mensaje para que le crean, porque yo soy sólo un hombrecillo”. Ella le respondió: «Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, que otra vez vayas mañana a ver al Obispo y le digas que yo en persona, la siempre Virgen santa María; Madre de Dios; soy quien te envío». Pero al día siguiente, domingo, el Obispo tampoco le dio crédito y le dijo que era muy necesaria alguna señal para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo y le despidió. El lunes, Juan Diego ya no volvió. Su tío Juan Bernardino se puso muy grave y, por la noche, le rogó que fuera a Tlatelolco muy de madrugada a llamar un sacerdote que fuera a confesarle.

276 Salió Juan Diego el martes, pero dio vuelta al cerrillo y pasó al otro lado, hacia el oriente, para llegar pronto a México y que no lo detuviera la Señora del Cielo. Mas ella le salió al encuentro aun lado del cerró y le dijo: «Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No estás, por ventura, en mi regazo? No te aflija la enfermedad de tu tío. Está seguro de que ya sanó. Sube ahora, hijo mío, a la cumbre del cerrillo, donde hallarás diferentes flores; córtalas y tráelas a mi presencia.) Cuando Juan Diego llegó a la cumbre, se asombró muchísimo de que hubiesen brotado tantas exquisitas rosas de Castilla, porque ala sazón encrudecía el hielo, y las llevó en los pliegues de su tilma a la Señora del Cielo. Ella le dijo: “Hijo mío, ésta es la” prueba y señal’”que llevarás al Obispo para que vea en ella mi voluntad. Tú eres mi embajador muy digno de confianza.» Juan Diego se puso en camino, ya contento y seguro de salir bien. Al llegar a la presencia del Obispo, le dijo: “Señor, hice lo que me ordenaste. La Señora del Cielo condescendió a tu recado y lo cumplió. Me despachó a la cumbre del cerrillo a que fuese a cortar varias rosas de Castilla, y me dijo que te las trajera y que a ti en persona te las diera. Y así lo hago, para que en ellas veas la señal que pides y cumplas su voluntad. Helas aquí: recíbelas.» Desenvolvió luego su blanca manta, y, así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyac. La ciudad entera se conmovió, y venía a ver y a admirar su devota imagen y a hacerle oración, y, siguiendo el mandato que la misma Señora del Cielo diera a Juan Bernardino cuando le devolvió la salud, se le nombró, como bien había de nombrarse: «la siempre Virgen santa María de Guadalupe.» Paloma mía, que anidas en los huecos de la peña, en las grietas del barranco; déjame ver tu figura. Déjame escuchar tu voz, permíteme ver tu rostro, porque es muy dulce tu hablar y gracioso tu semblante. Y una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol; y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. 3) Del Mensaje del Papa Pablo VI al pueblo mexicano (18 de octubre de 1970) Amadísimos hijos, deseamos unir nuestra voz a ese himno filial que el pueblo mexicano eleva hoy a la Madre de Dios. La devoción a la Virgen Santísima de Guadalupe debe ser para todos vosotros una constante y particular exigencia de auténtica renovación cristiana. La corona que ella espera de todos vosotros no es tanto una corona material, sino una preciosa corona espiritual, formada por un profundo amor a Cristo y por un sincero amor a todos los hombres: los dos mandamientos que resumen el mensaje evangélico. La misma Virgen Santísima, con su ejemplo, nos guía en estos dos caminos. En primer lugar, nos pide que hagamos de Cristo el centro y la cumbre de toda nuestra vida cristiana. Ella misma se oculta con suprema humildad, para que la figura de su Hijo aparezca a los hombres con todo su incomparable fulgor. Por eso, la misma devoción mariana alcanza su plenitud y su expresión más exacta cuando es un camino hacia el Señor y dirige todo el amor hacia él, como ella supo hacerlo, al entrelazar en un mismo impulso la ternura de madre y la piedad de creatura. Pero además, y precisamente porque amaba tan entrañablemente a Cristo, nuestra Madre cumplió cabalmente ese segundo mandamiento que debe ser la norma de todas las relaciones humanas: el amor al prójimo. ¡Qué bella y delicada intervención de María en las bodas de Caná, cuándo mueve a su Hijo a realizar el primer milagro de convertir el agua en vino para ayudar a aquellos jóvenes esposos! Es todo un signo del constante amor de la Virgen Santísima por la humanidad necesitada, y debe ser un ejemplo para todos los que quieren considerarse verdaderamente hijos suyos.

277 Un cristiano no puede menos que demostrar su solidaridad para solucionar la situación de aquellos a quines aún ni ha llegado el pan de la cultura o la oportunidad de un trabajo honorable y justamente remunerado; no puede quedar insensible mientras las nuevas generaciones no encuentren el cauce para hacer realidad sus legítimas aspiraciones, y mientras una parte de la humanidad siga estando marginada a las ventajas de la civilización y del progreso. Por ese motivo, en esta fiesta tan señalada, os exhortamos de corazón a dar a vuestra vida cristiana un marcado sentido social -como pide el Concilio-, que os haga estar siempre en primera línea en todos los esfuerzos para el progreso y en todas las iniciativas para mejorar la situación de los que sufren necesidad. Ved en cada hombre un hermano; y en cada hermano a Cristo, de manera que el amor a Dios y el amor al prójimo se unan en un mismo amor, vivo y operante, que es lo único que puede redimir las miserias del mundo, renovándolo en su raíz más honda: el corazón del hombre. El que tiene mucho que sea consciente de su obligación de servir y de contribuir con generosidad para el bien de todos. El que tiene poco o no tiene nada que, mediante la ayuda de una sociedad justa, se esfuerce en superarse y en elevarse a sí mismo y aun en cooperar al progreso de los que sufren su misma situación. Y, todos, sentid el deber de uniros fraternalmente para ayudar a forjar ese mundo nuevo que anhela la humanidad. Esto es lo que hoy os pide la Virgen de Guadalupe, ésta la fidelidad al Evangelio, de la que ella supo ser el ejemplo eminente. Sobre vosotros, muy queridos hijos, imploramos confiado la maternal benevolencia de la Madre de Dios y Madre de la Iglesia para que siga protegiendo a vuestra nación y la dirija w impulse cada vez más por los caminos del progreso, del amor fraterno y de la pacífica convivencia II Homilía89 Así como un día María se encaminó presurosa a un pueblo de Judea –Ain Karim- a visitar a Isabel; también hace 473 años que María se encaminó a nuestra tierra mexicana… Los SIGLOS NO HAN PODIDO APAGAR EL ECO DE UNA PALABRA DE AMOR Y DE ESPERANZA que resonó en el Tepeyac, las generaciones la han transmitido a las generaciones como una herencia de nuestros mayores, como una gloria purísima de nuestra raza. Hay algo que nunca podemos ni debemos olvidar: es la gran promesa que a todos nos hizo María de Guadalupe en la persona de san Juan Diego, el hombre de fe sencilla y profunda, el hombre obediente y servicial; el evangelizador y catequista, el misionero, el mensajero de de María de Guadalupe. Las promesas que María de Guadalupe le dijo a san Juan diego para nosotros… son ¡cada palabra un tesoro!, ¡Cada palabra contiene amor y esperanza!: «Juanito, Juan Dieguito»; el más pequeño de mis hijos, sabe y ten entendido que yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen. «Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No estás, por ventura, en mi regazo?90 Estas palabras encierran el misterio de nuestra predilección: ¡María es nuestra Madre! ¡María es Madre singularmente amorosa de los mexicanos! María es nuestra Madre porque lo fue de Cristo, y nos ama con el mismo amor con que amó a su Hijo. El cristianismo es armonioso y bello, porque junto a la figura de Cristo aparece la dulce, la tierna, la celestial figura de María... en el corazón inmenso de maría todos los corazones caben, en él todos somos predilectos; somos predilectos de María; el amor de María es como el de Dios, no busca el bien ni la hermosura ni la grandeza, sino que busca hacer el bien a sus hijos que tanto ama. 89 Cfr. MONS. LUIS MARIA MARTÍNEZ, María de Guadalupe, E. la Cruz, México, 1999, pp. 7-19 90 Nican Mopohua

278 Que nobleza tan singular a la que nos ha elevado María; pero, también es cierto que nobleza obliga; es decir, amor con amor se paga. María nos ama con predilección, y nos quiere buenos y grandes: cristianos de peso completo, no ignorantes y mediocres; nos quiere personas realizadas extraordinarias; nos quiere felices. Desde la cruz de Jesús, y desde la mirada de María, el dolor es en la tierra luz, pureza y amor, fecundidad; vistos así los gozos y las alegrías, las angustias y tristezas de nuestra vida, son fuente de purificación y engrandecimiento. María de Guadalupe es nuestro consuelo. Bendita sea aquella que nos dijo en San Juan Diego: quiero que me erija un templo para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No estás, por ventura, en mi regazo? Grande es la promesa de la Virgen de Guadalupe, es un mundo de ternura y de esperanza; pero nosotros la hemos quizá frustrado por nuestro olvido y nuestra infidelidad; por nuestro olvido, ¡sí! Esa promesa debía sernos familiar: los niños debían aprenderla en el regazo de su madre, y esas palabras amorosísimas de María deberían ser las primeras que pronunciaran los labios mexicanos; todos deberíamos llevar grabada esa promesa en nuestra memoria y en nuestro corazón para que fuera nuestra fortaleza en la debilidad, nuestro consuelo en la tribulación, nuestro gozo en la alegría, nuestra confianza en la vida y nuestra paz en la muerte. María de Guadalupe debería ser para los mexicanos lo que era Jerusalén para los Israelitas, el centro de sus pensamientos, de sus afectos y de su vida; como ellos deberíamos repetir con la sinceridad y el amor de nuestra alma: ¡Péguese nuestra lengua al paladar, si de Ti nos olvidáramos, si no te pusiéramos constantemente en el principio de nuestras alegrías! Pero no es así, nos olvidamos de María; ni conocemos, ni saboreamos su gran promesa. ¡Somos ingratos! A nuestro olvido se añade nuestra infidelidad a Dios Padre… a nuestra fe, a nuestra Iglesia. El día en que los mexicanos seamos fieles al amor singular de la Virgen de Guadalupe, el día en que esta Reina incomparable sea conocida y venerada y amada en nuestra patria, el día en que nos decidamos a vivir como María, a querer lo que ella, quiso y amar lo que ella amó…, María de Guadalupe cumplirá plenamente su promesa, que brotó de sus labios purísimos, como un arrullo de ternura y como un delicadísimo reproche de amor, ¡qué deliciosas palabras!: Oye, hijo mío, lo que te digo ahora: no te moleste ni aflija cosa alguna, ni temas enfermedad, ni otro accidente penoso, ni dolor. ¿No estoy aquí yo que soy tu madre? ¿No estás debajo de mi sombra y amparo? ¿No soy yo vida y salud? ¿No estás en mi regazo y corres por mi cuenta? ¿Tienes necesidad de otra cosa? ¡Madre! ¡Madre de Guadalupe! guardaremos tus palabras de cielo en lo intimo de nuestras almas y allí gustaremos su siempre antigua y siempre nueva suavidad. No temeremos ya. No desconfiaremos jamás de tu protección celestial y de tu amor inmenso. Aunque todo se levante contra nosotros y el mundo se hunda en horrible cataclismo, nosotros confiaremos en Ti, y abandonados en tu regazo, dormiremos tranquilos el sueño de la paz, el sueño del amor; ¡porque estás con nosotros Tú, que eres la dulce, la santa, la amorosa Madre nuestra! Virgen María de Guadalupe, Madre del verdadero Dios por quien se vive, Paloma mía, que anidas en los huecos de la peña, en las grietas del barranco; déjame ver tu figura. Déjame escuchar tu voz, permíteme ver tu rostro, porque es muy dulce tu hablar y gracioso tu semblante.

279 16. Exequias I ¿Cómo es la muerte? Estamos ante uno de los acontecimientos más difíciles de la vida del ser humano. Porque con la muerte de los seres queridos, se produce una separación visible para siempre; pero para los que creemos en Jesús resucitado, la muerte no es el fin de la vida, sino el comienzo de la Verdadera Vida. Para los que mueren en Dios, la muerte es un paso a un sitio/estado mejor... mucho mejor que aquí. No hay que pensar en la muerte con temor, y vivirla sólo desde la tristeza, ni mucho menos desde la angustia... La muerte no es tropezarnos con un paredón donde se acabó todo. Es más bien el paso a través de esa pared para vislumbrar, ver y vivir algo inimaginable. Santa Teresa de Jesús decía que esta vida terrena es como pasar una mala noche en una mala posada. Para San Juan Crisóstomo, “la muerte es el viaje a la eternidad”. Para él, la muerte es como la llegada al lugar de destino de un viajero. También hablaba de la muerte como el cambio de una mala posada, un mal cuarto de hotel (esta vida terrena) a una bellísima mansión. En efecto, “Mansión” es la palabra que usa el Señor para describirnos nuestro lugar en el Cielo. “En la Casa de mi Padre hay muchas mansiones, y voy allá a prepararles un lugar ... Volveré y los llevaré junto a mí, para que donde yo estoy, estén también ustedes” (Jn. 14, 2-3). Es en la Liturgia de Difuntos encontramos mejor y más claramente expresada la visión realista de la muerte, en el Prefacio de la Misa de Difuntos: La vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el Cielo. Por eso la muerte no tiene que ser vista como algo desagradable. ¡Es el encuentro definitivo con Dios! Los Santos (santo es todo aquél que hace la Voluntad de Dios: que vive y muere sin pecado mortal) esperaban la muerte con alegría y la deseaban no como una forma de huir de esta vida, que sería un pecado en vez de una virtud- sino como el momento en que por fin se encontrarían con Dios. “Muero porque no muero” (Sta. Teresa de Jesús). “Qué dulce es morir si nuestra vida ha sido buena” (San Agustín). San Agustín fue un gran pecador hasta su conversión ya bien adulto. El problema no es la muerte en sí misma, sino la forma como vivamos esta vida. Por eso no importa el tipo de muerte o el momento de la muerte, sino el estado del alma en el momento de la muerte. De aquí podemos decir dos cosas: 1º.) Tener la esperanza de que nuestra hermana N…Dios le haya perdonado sus faltas, como lo pedimos en esta Eucaristía: que descanse en pan que sus obras la acompañen. 2º.) Y, por otra parte, examinarnos nosotros ante Dios sobre la importancia que estamos dando a este encuentro eterno con Dios… ¿Qué tan en serio pensamos en las realidades eternas?... No perdamos tiempo, apliquémonos a ganar la vida eterna, porque mira que te mira Dios, mira que te está mirando, mira que te vas a morir, mira que no sabes cuándo. II La muerte es un hecho evidente y cierto. Cada cementerio confirma esta certeza. El hombre se detiene frente a su límite, se sumerge en el recuerdo de los que se han marchado. Pero la Iglesia no se detiene: va más allá; guía y sostiene la esperanza del pueblo de Dios, de cada cristiano que experimenta la separación de sus seres queridos con la luz de la persona, de la obra y del mensaje de Jesús resucitado: creo que mi redentor vive y no quedaré en el olvido; lo vere y lo gozaré. No fue diferente la fe y la esperanza de Martha; por eso buscó hacer el bien, amar, servir y siempre perdonar… La Iglesia nos hace decir y vivir esta esperanza y esta fe cuando nos invita a rezar: «Dales el descanso eterno». «Dales tu paz». «Brille para ellos la luz perpetua». Es la luz en la que veremos a Dios cara a cara. La luz de la gloria, cuando lleguemos a ser semejantes a él, no sólo como criaturas semejantes a su Creador, sino también como hijos semejantes al Padre. ¡Como hijos en el Hijo eterno!

280 Si, La Iglesia reza así porque así cree y así espera. Así decimos cada domingo al recitar el credo: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Estos dos artículos del Credo cobran un significado singular a la luz de esta experiencia de dolor y de esperanza que estamos viviendo. Estas palabras nos recuerdan que no nos encaminamos hacia la nada. Por el contrario, nuestra existencia tiene una meta precisa y la fe abre, en medio de la tristeza de la separación humana, el horizonte luminoso de una vida que va más allá de esta existencia y que será el puerto de llegada de todos los hijos de Dios, en Jesucristo… Las lecturas de la santa misa hablan de la resurrección de los muertos y de la vida del mundo futuro. La existencia, después de la muerte, será diferente de la existencia en la tierra: la persona humana estará libre de las necesidades relacionadas con la presente condición mortal… El paraíso constituye la respuesta más elevada a nuestra necesidad íntima de felicidad, a través de la posesión directa del Bien infinito: Dios. San Agustín escribió: « En el paraíso «descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al fin sin fin». En las horas difíciles, teniendo presente la valentía de los mártires y de los santos, no hemos de olvidar nunca las palabras del Símbolo apostólico: «Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Palabras de nuestra fe que son fuente de fortaleza y esperanza; de luz y apoyo en la prueba. Sólo la certeza de la resurrección puede evitar que el creyente ceda frente a la seducción del mundo e imite a cuantos ponen toda su confianza en la condición mortal presente, preocupados únicamente por su interés inmediato…Busquemos los bienes del cielo, no nos quedemos en los de la tierra… Queridos hermanos y hermanas que Aquel «que nos ha amado y que nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa, consuele nuestros corazones y los afiance en toda obra y palabra buena» (2 Ts 2, 16-17). Los sostenga y los ayude María Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra, y nos muestre a todos el sentido de la vida en Jesús resucitado e interceda por nuestra hermana Martha y que goce eternamente en la contemplación de Dios cara a cara para siempre. Amén.

281 17. Primera Comunión/ Adviento Hemos escuchado en san Mateo lo que lo que el ojo humano no puede ver: el origen divino del Hijo de Dios. En efecto, el Espíritu Santo es el protagonista de este nacimiento; no es diferente en cada uno de los acontecimientos de la vida de Jesús, de la Iglesia de Jesús; en lo que acontece en los sacramentos, en los que se nos comunica no sólo la vida, sino la persona del mismo Jesús; pues, Él dijo: “yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”. El personaje humano principal en este pasaje es José; Él piensa en dejar a María, no porque dude de su fidelidad, sino porque cree en Ella y ve en María la esposa de un único Esposo: Dios, al que no quiere suplantar. Y precisamente esto es lo que le hace sentir dudas: ¿es bueno que él siga al lado de María?, ¿es digno de intervenir en el misterio? ¡Qué diferentes somos de José!, él quiere alejarse del misterio porque se siente indigno; sin embargo, él obedeció y se quedó con el misterio: cuidó y protegió a María y al fruto bendito de su vientre, Jesús; nosotros no tenemos dudas de poder quedarnos con el misterio de Jesús en la eucaristía, sino más bien quizá vivimos divorciados entre lo que creemos y lo que vivimos, entre lo que somos y hacemos; todo se reduce a indiferencia e ingratitud, ¡qué ingratos somos!; pues en el misterio de la eucaristía se le recibe al Hijo de Dios, al Hijo de María, en persona, como “pan vivo que ha bajado del cielo» (Jn 6,51), y con Él se nos da la prenda de la vida eterna91. Si hermanos, el hijo que espera María es obra del Espíritu; como también el Hijo de María, oculto en las especies sacramentales es obra del Espíritu Santo, que actúa a través del sacerdote, que ha recibido de Jesús el poder de convertir el pan en su cuerpo y el vino en su sangre; o mejor, Jesús actúa en el sacerdote por obra del Espíritu Santo. Cabe decir que aquí en la santa Misa, muy cerca del altar también está María y José; pero ellos sólo contemplan, no tienen la dicha de comer y beber su cuerpo y su sangre; nosotros podemos comer y beber su cuerpo y su sangre; sin embargo, muchas veces no lo hacemos, nos falta fe, no le podemos ver y nos reducimos a sólo verlo de lejos… reducimos el misterio de nuestra fe a la medida de nosotros mismos; ni lo apreciamos ni lo queremos… En efecto, el hombre está siempre tentado a reducir a su propia medida la Eucaristía, mientras que en realidad somos nosotros los que debemos abrirnos a las dimensiones del Misterio. “La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones”92, indiferencias y apatías… “Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel”. Admirable disponibilidad la de este joven israelita. Sin discursos ni posturas heroicas ni preguntas, obedece los planes de Dios, por sorprendentes que sean, conjugándolos con su profundo amor a María. Acepta esa paternidad tan especial, con la que colabora en los inicios de nuestra salvación, a la venida del Dios-con-nosotros. Así es como necesitamos ir a la eucaristía, no sólo a la dominical, sino, aún entre semana; ¿para quién crees que Jesús se hace diariamente presente en el pesebre, en el altar? Para que, obedientes, aceptemos a Jesús en nuestra vida. Para que tú lo comas… en efecto, en Jesús eucaristía, Verbo hecho carne, se revela no sólo el misterio de Dios, sino también el misterio del hombre mismo. En Él, el hombre encuentra redención y plenitud93. La alabanza que se hizo a María, «feliz tú porque has creído», se puede extender también a este joven obrero, el justo José; e igualmente se puede decir de aquellos y aquellas que tienen hambre y sed del Dios vivo: de su Palabra y de la eucaristía…; en efecto, El Sacramento eucarístico es un «mysterium fidei», a través de su ocultamiento total, Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual se introduce al creyente en las profundidades de la vida divina.

91 Cfr. Mane Nobiscum Domine, 3, 1 92 Cfr. Mane Nobiscum domine 14, 2 93 Cfr. Ibidem 6, 2

282 Jesús Eucaristía, nos quiere salvar, en primer lugar, a cada uno de nosotros, de nuestras pequeñas o grandes esclavitudes, pero si tu no quieres nadie lo hará por ti; pero no te olvides, Él te seguirá esperando, ojalá, que no vaya a ser demasiado tarde. Sí, hermanos, ésta ha sido la tónica de todo el Adviento: Jesús en la eucaristía nos ha estado llamando, invitándonos a una esperanza activa, urgiéndonos a que preparemos los caminos de su venida. Él nos acepta a nosotros. Nosotros tenemos que aceptarle a él y salirle al encuentro, porque Él es la luz del mundo y el que lo sigue no camina en tinieblas. Sí, la Eucaristía es luz, ante todo, porque en cada Misa la liturgia de la Palabra de Dios precede a la liturgia eucarística, en la unidad de las dos «mesas», la de la Palabra y la del Pan94. Es Cristo mismo quien habla cuando en la Iglesia se lee la Escritura; y es Él el que se nos ofrece a sí mismo… Creemos que bajo las especies eucarísticas está realmente presente Jesús; por esto, la fe nos pide que, ante la Eucaristía, seamos conscientes de que estamos ante Cristo mismo; pues, La Eucaristía es misterio de presencia, a través del que se realiza de modo supremo la promesa de Jesús de estar con nosotros hasta el final del mundo. Todos vosotros, fieles, descubrid nuevamente el don de la Eucaristía como luz y fuerza para vuestra vida cotidiana en el mundo, en el ejercicio de la respectiva profesión y en las más diversas situaciones. Descubridlo sobre todo para vivir plenamente la belleza y la misión de la familia95.

94 Mane Nobiscum Domine, 12, 1 95 Ibidem 30, 6

283 18. Homilías para Matrimonio I “El uno para el otro”, “una unidad de dos” El hombre y la mujer son queridos por Dios el uno para el otro. En efecto, la Palabra de Dios nos dice que, “no es bueno que el hombre este solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada” (Gn 2, 18). Ninguno de los animales es “ayuda adecuada” (Gn 2, 19, 20). La mujer, que Dios “forma” de la costilla del hombre y presenta a este, despierta en él un grito de admiración, una exclamación de amor y de comunión: “Esta vez si que es hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2, 23). El hombre descubre en la mujer como un otro “yo”, de la misma humanidad. El hombre y la mujer están hechos “el uno para el otro”: no que Dios los haya hecho “a medias” e “incompletos”; los ha creado para una comunión de personas, en la que cada uno puede ser “ayuda” para el otro porque son a la vez iguales en cuanto personas (“hueso de mis huesos...”) y complementarios en cuanto masculino y femenino. En el matrimonio, Dios los une de manera que, formando “una sola carne” (Gn 2, 24), puedan transmitir la vida humana: “Sean fecundos y multiplíquense y llenen la tierra” (Gn 1, 28). Al transmitir a sus descendientes la vida humana, el hombre y la mujer, como esposos y padres, cooperan de una manera única en la obra del Creador96. La alianza matrimonial, por la que un hombre y una mujer constituyen una íntima comunidad de vida y de amor, fue fundada y dotada de sus leyes propias por el Creador. Por su naturaleza está ordenada al bien de los cónyuges así como a la generación y educación de los hijos. Entre bautizados, el matrimonio ha sido elevado por Cristo Señor a la dignidad de sacramento97. El sacramento del matrimonio significa la unión de Cristo con la Iglesia. Da a los esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a su Iglesia; la gracia del sacramento perfecciona así el amor humano de los esposos, reafirma su unidad indisoluble y los santifica en el camino de la vida eterna98. En una página justamente famosa, Tertuliano ha expresado acertadamente la grandeza y belleza de esta vida conyugal en Cristo: “¿Cómo lograré exponer la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia favorece, que la ofrenda eucarística refuerza, que la bendición sella, que los ángeles anuncian y que el Padre ratifica?... ¡Qué yugo el de los dos fieles unidos en una sola esperanza, en un solo propósito, en una sola observancia, en una sola servidumbre! Ambos son hermanos y los dos sirven juntos; no hay división ni en la carne ni en el espíritu. Al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne y donde la carne es única, único es el espíritu”. Por tanto, para que realmente sean, en los hechos de toda la vida, es necesario que sean los dos para Dios, es decir, poner como centro de su vida al Padre que nos ama, al Hijo que nos salva y al Espíritu Santo que nos da vida. En efecto, en la medida en que ustedes conozcan, amen e imiten a Dios, serán una familia fuerte, sólida, edificada sobre roca, de lo contrario serían esposos necios que edifican lo más precioso de la sociedad y de la Iglesia, sobre arena: vendrán los vientos y las lluvias y lo destruirán. Por esto, nadie puede ni debe caer en la insensatez de querer vivir sin Dios. En consecuencia es necesario tener orden en el amor: - primero Dios: amarlo sobre todas las cosas; - amarse el uno al otro como a sí mismo: dicho en otras palabras, amar al prójimo como a sí mismo, no a los padres, o hermanos que se dejan… - con esta unión de los dos en Dios y en sí, amen a los hijos con la misma responsabilidad, asuman la educación y acompañamiento de los hijos en un solo corazón, como van a comprometerse en un momento más: educar en la fe a sus hijos con la palabra y con el ejemplo…

96 Cfr GS 50, 1, cit por CIgC 372 97 Cfr Gs 48, 1; CIC can 1055, 1, cit por 1660 98 Cfr Cc. de Trento. DS 1799, cit por 1661

284 Sólo así podrá darse la unión de los dos, para fundar la familia, de vida y amor, que Dios quiere y que el mundo necesita. Su tarea de todos los días será santificar el hogar día a día, hombre con hombre, corazón a corazón. Así podrán crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se trata. Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes cristianas: crezcan, por ustedes mismos y por sus hijos, en la fe, en la esperanza y la caridad y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría... y el diálogo. Todo esto sólo es posible desde Dios… Hoy, pues ustedes digan, Señor, en tu nombre echaré las redes: vivan, pues, a ejemplo de María y san José: en el nombre del padre… II Hoy hemos venido al encuentro de Dios para celebrar la eucaristía en la que unirán su vida para siempre…; hoy ustedes vienen a decirse, lo que sin duda se han dicho muchas veces, te amo; pero hoy lo harán ante Dios y la Iglesia, y añadirán el solo a ti y para siempre. El matrimonio es un sacramento que santifica la unión del hombre y la mujer; es una alianza, que en Dios, la harán del uno al otro y para siempre. El secreto del amor matrimonial es dejar a Jesús que penetre las conciencias y los corazones de los que se unen para siempre, haciéndose partícipes del amor de Dios. Dios vino a nosotros haciéndose como nosotros, viviendo en una familia como la nuestra, como la que ustedes hoy se han decidido formar. De Jesús aprendemos cómo vivir en la familia, porque su familia, José y María son nuestra familia y nuestro modelo; este ha de ser el modelo de familia al que ustedes han de aspirar; y se puede porque Dios está con nosotros, es Emmanuel… El nacimiento de Jesús se realiza en las circunstancias más normales de la vida, como la nuestra: una mujer que da a luz, una familia, una casa; la grandeza y el poder de Dios se acerca a la pequeñez del hombre a través de lo humano. Un modelo de santificación del hombre y de la mujer a través de lo ordinario de la vida: No hay situación terrena por pequeña que sea, que no pueda ser ocasión de un encuentro con Cristo. El matrimonio no es para los cristianos una simple ocasión social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una autentica llamada a vivir en la santidad. El matrimonio es un sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, nos ha dicho san Pablo; y, a la vez es un inseparable contrato que un hombre y una mujer hacen para siempre-conozcamos o no, queramos o no- el matrimonio instituido por Cristo es indisoluble: signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra… Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar, vivirlas desde la fe en la presencia de Dios… La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria. Santificar el hogar día cada día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se trata. Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; la fe, la esperanza y la caridad y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría... Todo esto sólo es posible desde Dios…

285 III Santidad del amor humano La tradición cristiana ha visto frecuentemente, en la presencia de Jesucristo en las bodas de Caná, una confirmación del valor divino del Matrimonio: fue nuestro Salvador a las bodas escribe San Cirilo de Alejandría- para santificar el principio de la generación humana. El Matrimonio es un sacramento que hace de dos cuerpos una sola carne; como dice con expresión fuerte la teología, son los cuerpos mismos de los contrayentes su materia. El Señor santifica y bendice el amor del marido hacia la mujer y el de la mujer hacia el marido: ha dispuesto no sólo la fusión de sus almas, sino la de sus cuerpos. Ningún cristiano, esté o no llamado a la vida matrimonial, puede desestimarla. Nos ha dado el Creador la inteligencia, que es como un chispazo del entendimiento divino, que nos permite -con la libre voluntad, otro don de Dios: conocer y amar; y ha puesto en nuestro cuerpo la posibilidad de engendrar, que es corno una participación de su poder creador. Dios ha querido servirse del amor conyugal, para traer nuevas criaturas al mundo y aumentar el cuerpo de su Iglesia. El sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad. Ese es el contexto, el trasfondo, en el que se sitúa la doctrina cristiana sobre la sexualidad. Nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo. Nos enseña que la regla de nuestro vivir no debe ser la búsqueda egoísta del placer, porque sólo la renuncia y el sacrificio llevan al verdadero amor: Díos nos ha amado y nos invita a amarle y a amar a los demás con la verdad y con la autenticidad con que El nos ama. Las personas que están pendientes de sí mismas, que actúan buscando ante todo la propia satisfacción, ponen en juego su salvación eterna, y ya ahora son inevitablemente infelices y desgraciadas. Sólo quien se olvida de sí, y se entrega a Dios y a los demás, también en el matrimonio, puede ser dichoso en la tierra, con una felicidad que es preparación y anticipo del cielo. Durante nuestro caminar terreno, el dolor es la piedra de toque del amor. En el estado matrimonial, considerando las cosas de una manera descriptiva, podríamos afirmar que hay anverso y reverso. De una parte, la alegría de saberse queridos, la ilusión por edificar y sacar adelante un hogar, el amor conyugal, el consuelo de ver crecer a los hijos. De otra, dolores y contrariedades, el transcurso del tiempo que consume los cuerpos y amenaza con agriar los caracteres, la aparente monotonía de los días aparentemente siempre iguales. Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte Esa autenticidad del amor requiere fidelidad y rectitud en todas las relaciones matrimoniales. Dios, comenta Santo Tomás de Aquino, ha unido a las diversas funciones de la vida humana un placer, una satisfacción; ese placer y esa satisfacción son por tanto buenos. Pero si el hombre, invirtiendo el orden de las cosas, busca esa emoción como valor último, despreciando el bien y el fin al que debe estar ligada y ordenada, la pervierte y desnaturaliza, convirtiéndola en pecado, o en ocasión de pecado. La castidad -no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada- es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida. Existe una castidad de los que sienten que se despierta en ellos el desarrollo de la pubertad, una castidad de los que se preparan para casarse, una castidad de los que Dios llama al celibato, una castidad de los que han sido escogidos por Dios para vivir en el matrimonio. ¿Cómo no recordar aquí las palabras fuertes y claras que nos conserva la Vulgata, con la recomendación que el Arcángel Rafael hizo a Tobías antes de que se desposase con Sara? El ángel le amonestó así: Escúchame y te mostraré quiénes son aquellos contra los que puede prevalecer el demonio. Son los que abrazan el matrimonio de tal modo que excluyen a Dios de si y de su mente, y se dejan

286 arrastrar por la pasión como el caballo y el mulo, que carecen de entendimiento. Sobre éstos tiene potestad el diablo No hay amor humano neto, franco y alegre en el matrimonio si no se vive esa virtud de la castidad, que respeta el misterio de la sexualidad y lo ordena a la fecundidad ya la entrega. Nunca he hablado de impureza, y he evitado siempre descender a casuísticas morbosas y sin sentido; pero de castidad y de pureza, de la afirmación gozosa del amor, si que he hablado muchísimas veces, y debo hablar. Con respecto a la castidad conyugal, aseguro a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos. Cegar las fuentes de la vida es un crimen contra los dones que Dios ha concedido a la humanidad, y una manifestación de que es el egoísmo y no el amor lo que inspira la conducta. Entonces todo se enturbia, porque los cónyuges llegan a contemplarse como cómplices: y se producen disensiones que, continuando en esa línea, son casi siempre insanables. Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara. Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de Dios, es una garantía de felicidad y de eficacia, aunque afirmen otra cosa los fautores equivocados de un triste hedonismo. No olvidéis que entre los esposos, en ocasiones, no es posible evitar las peleas. No riñáis delante de los hijos jamás: les haréis sufrir y se pondrán de una parte, contribuyendo quizá a aumentar inconscientemente vuestra desunión. Pero reñir, siempre que no sea muy frecuente, es también una manifestación de amor, casi una necesidad. La ocasión, no el motivo, suele ser el cansancio del marido, agotado por el trabajo de su profesión; la fatiga -ojalá no sea el aburrimiento- de la esposa, que ha debido luchar con los niños, con el servicio o con su mismo carácter, a veces poco recio; aunque sois las mujeres más recias que los hombres, si os lo proponéis. Evitad la soberbia, que es el mayor enemigo de vuestro trato conyugal: en vuestras pequeñas reyertas, ninguno de los dos tiene razón. El que está más sereno ha de decir una palabra, que contenga el mal humor hasta más tarde. Y más tarde -a solas- reñid, que ya haréis en seguida las paces. Pensad vosotras en que quizá os abandonáis un poco en el cuidado personal, recordad con el proverbio que la mujer, compuesta saca al hombre de otra puerta: es siempre actual el deber de aparecer amables como cuando erais novias, deber de justicia, porque pertenecéis a vuestro marido: y él no ha de olvidar lo mismo, que es vuestro y que conserva la obligación de ser durante toda la vida afectuoso como un novio. Mal signo, si sonreís con ironía, al leer este párrafo: seria muestra evidente de que el afecto familiar se ha convertido en heladora indiferencia. IV Hogares luminosos y alegres La sagrada familia, la familia de Jesús, de José y María es el modelo de toda familia. He ahí a José, a María y a Jesús, modelos de cómo ser Padre, y madre y como ser hijo. En la celebración de la solemnidad de la Sagrada familia, no se puede dejar de hablar, pues, del matrimonio sin pensar a la vez en la familia, que es el fruto y la continuación de lo que con el matrimonio se inicia. Una familia se compone no sólo del marido y de la mujer, sino también de los hijos y, en uno u otro grado, de los abuelos, de los otros parientes y de las empleadas del hogar. A todos ellos ha de llegar el calor entrañable, del que depende el ambiente familiar.

287 Ciertamente hay matrimonios a los que el Señor no concede hijos: es señal entonces de que les pide que se sigan queriendo con igual cariño, y que dediquen sus energías -si pueden- a servicios y tareas en beneficio de otras almas. Pero lo normal es que un matrimonio tenga descendencia. Para estos esposos, la primera preocupación ha de ser sus propios hijos. La paternidad y la maternidad no terminan con el nacimiento: esa participación en el poder de Dios, que es la facultad de engendrar, ha de prolongarse en la cooperación con el Espíritu Santo para que culmine formando auténticos hombres cristianos y auténticas mujeres cristianas. Los padres son los principales educadores de sus hijos, tanto en lo humano como en lo sobrenatural, y han de sentir la responsabilidad de esa misión, que exige de ellos comprensión, prudencia, saber enseñar y, sobre todo, saber querer; y poner empeño en dar buen ejemplo. No es camino acertado, para la educación, la imposición autoritaria y violenta. El ideal de los padres se concreta más bien en llegar a ser amigos de sus hijos: amigos a los que se confían las inquietudes, con quienes se consultan los problemas, de los que se espera una ayuda eficaz y amable. Es necesario que los padres encuentren tiempo para estar con sus hijos y hablar con ellos. Los hijos son lo más importante: más importante que los negocios, que el trabajo, que el descanso. En esas conversaciones conviene escucharles con atención, esforzarse por comprenderlos, saber reconocer la parte de verdad -la verdad entera- que pueda haber en algunas de sus rebeldías. Y, al mismo tiempo, ayudarles a encauzar rectamente sus afanes e ilusiones, enseñarles a considerar las cosas y a razonar; no imponerles una conducta, sino mostrarles los motivos, sobrenaturales y humanos, que la aconsejan. En una palabra, respetar su libertad, ya que no hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ni responsabilidad sin libertad. Los padres educan fundamentalmente con su conducta. Lo que los hijos y las hijas buscan en su padre o en su madre no son sólo unos conocimientos más amplios que los suyos o unos consejos más o menos acertados, sino algo de mayor categoría: un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una existencia concreta, confirmado en las diversas circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años. Si tuviera que dar un consejo a los padres, les daría sobre todo éste: que sus hijos vean -lo ven todo desde niños, y lo juzgan: no se hagan ilusiones- que procuran vivir de acuerdo con su fe, que Dios no está sólo en sus labios, está en sus obras; que esfuerzan por ser sinceros y leales, que los quieren y que los quieren de veras. Es así como mejor contribuirán a hacer de ellos cristianos verdaderos, hombres y mujeres íntegros capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren más tarde, en la sociedad. Escuchen a sus hijos, dedíquenles también su tiempo, muéstrenles confianza; créanles cuanto les digan, aunque alguna vez los engañen; no los asusten de sus rebeldías, puesto que también ustedes a su edad fueron, quizá, más o menos rebeldes; salgan a su encuentro, a mitad de camino, y recen por ellos, que acudirán a sus padres con sencillez -es seguro, -si obran cristianamente así, en lugar de acudir con sus legitimas curiosidades a un amigote desvergonzado o brutal. Su confianza, su relación amigable con los hijos, recibirá como respuesta la sinceridad de ellos con ustedes: y esto, aunque no falten contiendas e incomprensiones de poca monta, es la paz familiar, la vida cristiana. ¿Cómo describiré -se pregunta un escritor de los primeros siglos, Tertuliano- la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia une, que la entrega confirma, que la bendición sella, que los ángeles proclaman, y al que Dios Padre tiene por celebrado?.. Ambos esposos son como hermanos, siervos el uno del otro, sin que se dé entre ellos separación alguna, ni en la carne ni en el espíritu. Porque verdaderamente son dos en una sola carne, y donde hay una sola carne debe haber un solo espíritu... Al contemplar esos hogares, Cristo se alegra, y les envía su paz; donde están dos, allí está también El, y donde El está no puede haber nada malo. Hemos procurado resumir y comentar algunos de los rasgos de esos hogares, en los que se refleja la luz de Cristo, y que son, por eso, luminosos y alegres -repito-, en los que la armonía que reina entre los padres se trasmite a los hijos, a la familia entera y a los ambientes todos que la

288 acompañan. Así, en cada familia auténticamente cristiana se reproduce de algún modo el misterio de la Iglesia, escogida por Dios y enviada como guía del mundo. A todo cristiano, cualquiera que sea su condición -sacerdote o seglar, casado o célibe-, se le aplican plenamente las palabras del apóstol que se leen precisamente en la Epistola de la festividad de la Sagrada Familia: Escogidos de Dios, santos y amados. Eso somos todos, cada uno en su sitio y en su lugar en el mundo: hombres y mujeres elegidos por Dios para dar testimonio de Cristo y llevar a quienes nos rodean la alegría de saberse hijos de Dios, a pesar de nuestros errores Y procurando luchar contra ellos. Es muy importante que el sentido vocacional del matrimonio no falte nunca tanto en la catequesis y en la predicación, como en la conciencia de aquellos a quienes Dios quiera en ese camino, ya que están real y verdaderamente llamados a incorporarse en los designios divinos para la salvación de todos los hombres. Por eso, quizá no puede proponerse a los esposos cristianos mejor modelo que el de las familias de los tiempos apostólicos: el centurión Cornelio, que fue dócil a la voluntad de Dios y en cuya casa se consumó la apertura de la Iglesia a los gentiles; Aquila y Priscila, que difundieron el cristianismo en Corinto " y en Éfeso y que colaboraron en el apostolado de San Pablo; Tabita, que con su caridad asistió a los necesitados de Joppe, y tantos otros hogares de judios y de gentiles, de griegos y de romanos, en los que prendió la predicación de los primeros discípulos del Señor. Familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído. V Hoy vinimos al encuentro de nuestro Dios para celebrar la eucaristía en la que unirán su vida para siempre…; hoy ustedes vienen a decirse, lo que sin duda se han dicho muchas veces, te amo; pero hoy lo harán ante Dios y la Iglesia, y añadirán el solo a ti, y para siempre. El matrimonio es un sacramento que santifica la unión del hombre y la mujer. Entre bautizados, el matrimonio ha sido elevado por Cristo Señor a la dignidad de sacramento (cf. Gs 48, 1; CIC can 1055, 1); además el matrimonio es una alianza del uno hacia el otro y para siempre. Es una pertenencia total y totalizante, del uno al otro, en todo lo que son, y todo lo que tienen… Así, el hombre y la mujer están hechos “el uno para el otro”: no que Dios los haya hecho “a medias” e “incompletos”; los ha creado para una comunión de personas, en la que cada uno puede ser “ayuda” para el otro porque son a la vez iguales en cuanto personas (“hueso de mis huesos...”) y complementarios en cuanto masculino y femenino. En el matrimonio, Dios los une de manera que, formando “una sola carne” (Gn 2, 24), puedan transmitir la vida humana: “Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra” (Gn 1, 28). Al transmitir a sus descendientes la vida humana, el hombre y la mujer, como esposos y padres, cooperan de una manera única en la obra del Creador (cf. GS 50, 1)99. Para vivir y cumplir estos dones y compromisos del amor matrimonial, el secreto es dejar a Jesús que penetre las conciencias y los corazones de los que se unen para siempre, haciéndose partícipes del amor de Dios. Dios vino a nosotros haciéndose como nosotros, viviendo en una familia como la nuestra, como la que ustedes hoy se han decidido formar. De Jesús aprendemos como vivir en la familia, porque su familia, José y María son nuestra familia y nuestro modelo; este ha de ser el modelo de familia al que ustedes han de aspirar; y se puede porque Dios está con nosotros, es Emmanuel… El matrimonio no es para los cristianos una simple ocasión social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una autentica llamada a vivir en la santidad. El matrimonio es un sacramento grande en Cristo y en la Iglesia; en efecto, significa la unión de Cristo con la

99 Cfr. CIgC 372

289 Iglesia: el matrimonio da a los esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a su Iglesia; la gracia del sacramento perfecciona así el amor humano de los esposos, reafirma su unidad indisoluble y los santifica en el camino de la vida eterna100. Y, a la vez es un inseparable contrato que un hombre y una mujer hacen para siempre- lo conozcamos o no, queramos o no- el matrimonio instituido por Cristo es indisoluble: signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan, y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra… Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de Dios y de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia, y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar, vivirlas desde la fe en la presencia de Dios… La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria. No olviden que entre los esposos, en ocasiones, no es posible evitar las peleas. No riñan delante de los hijos jamás: les harán sufrir y se pondrán de una parte, contribuyendo quizá a aumentar inconscientemente su desunión. Pero reñir, siempre que no sea muy frecuente, es también una manifestación de amor, casi una necesidad. La ocasión, no el motivo, suele ser el cansancio del marido, agotado por el trabajo de su profesión; la fatiga -ojalá no sea el aburrimiento- de la esposa, que ha luchado con los niños, con el servicio o con su mismo carácter… Evitad la soberbia, que es el mayor enemigo de vuestro trato conyugal: en sus pequeños pleitos, ninguno de los dos tiene razón. El que está más sereno ha de decir una palabra, que contenga el mal humor hasta más tarde. Y más tarde -a solas- riñan, que ya harán en seguida las paces. Por otra parte, puede suceder que la mujer se abandone un poco en el cuidado personal, recordemos el proverbio: la mujer compuesta saca al hombre de otra puerta: es siempre actual el deber de aparecer amables como cuando eran novias, deber de justicia, porque pertenecen a su marido; y él, no ha de olvidar que es totalmente de su esposa y de sus hijos, y que conserva la obligación de ser durante toda la vida afectuoso como cuando era novio. Mal signo, si sonríen con ironía, al escuchar esta reflexión: seria muestra evidente de que el afecto familiar se ha convertido en heladora indiferencia. En definitiva, se trata de santificar el hogar día cada día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia. Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; la fe, la esperanza y la caridad y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría... Todo esto sólo es posible desde Dios… VI El matrimonio es un sacramento que santifica la unión del hombre y la mujer; es una alianza, que en Dios, la harán del uno al otro y para siempre. Hoy, siempre, es un día en que, no solo los novios, sino todos, debemos dejar que la luz y la gracia de Jesús penetren hasta el fondo del alma. Este es el secreto del amor matrimonial, dejar a Jesús que penetre las conciencias y los corazones de los que se unen para siempre, haciéndose partícipes del amor de Dios.

100 Cfr. Cc. de Trento. DS 1799 cit por CIgC 1660

290 Dios vino a nosotros haciéndose como nosotros, viviendo en una familia como la nuestra, como que ustedes hoy se han decidido formar. De Jesús aprendemos como vivir en la familia, porque su familia, José y María son nuestra familia y nuestro modelo; este ha de ser el modelo de familia al que ustedes han de aspirar; y se puede porque Dios está con nosotros, es Emmanuel… El matrimonio no es para los cristianos una simple ocasión social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una autentica llamada a vivir en la santidad. El matrimonio es un sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, nos ha dicho san Pablo; y, a la vez es un inseparable contrato que un hombre y una mujer hacen para siempre-conozcamos o no, queramos o no- el matrimonio instituido por Cristo es indisoluble: signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra… Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar, vivirlas desde la fe en la presencia de Dios… ¿Cómo describiré -se pregunta un escritor de los primeros siglos, Tertuliano- la felicidad de ese matrimonio que la Iglesia une, que la entrega confirma, que la bendición sella, que los ángeles proclaman, y al que Dios Padre tiene por celebrado?.. Ambos esposos son como hermanos, siervos el uno del otro, sin que se dé entre ellos separación alguna, ni en la carne ni en el espíritu. Porque verdaderamente son dos en una sola carne, y donde hay una sola carne debe haber un solo espíritu... Al contemplar esos hogares, Cristo se alegra, y les envía su paz; donde están dos, allí está también El, y donde El está no puede haber nada malo. No olviden que entre los esposos, en ocasiones, no es posible evitar las peleas. No riñan delante de los hijos jamás: les harán sufrir y se pondrán de una parte, contribuyendo quizá a aumentar inconscientemente su desunión. Que riñan, siempre que no sea muy frecuente, es también una manifestación de amor, casi una necesidad. La ocasión, no el motivo, suele ser el cansancio del marido, agotado por el trabajo de su profesión; la fatiga -ojalá no sea el aburrimiento- de la esposa, que ha debido luchar con los niños, con el servicio o con su mismo carácter, a veces poco recio; aunque son las mujeres más recias que los hombres, si se lo proponen. Eviten la soberbia, que es el mayor enemigo de su trato conyugal: en sus pequeños pleitos, ninguno de los dos tiene razón. El que está más sereno ha de decir una palabra, que contenga el mal humor hasta más tarde. Y más tarde -a solas- riñan, que ya harán en seguida las paces. Piensen en ustedes, mujeres, en que quizá se abandonan un poco en el cuidado personal, recuerden con el proverbio, que la mujer compuesta saca al hombre de otra puerta: es siempre actual el deber de aparecer amables como cuando eran novias, deber de justicia, porque pertenecen a su marido. Maridos, no han de olvidar lo mismo, amen a sus esposas como cuerpos suyos, como Cristo amó a la Iglesia; conserven durante su vida la obligación de ser afectuosos como en sus mejores tiempos... ¿Cómo ser padre y madre, esposo, esposa?, volvamos los ojos a la sagrada familia, la familia de Jesús, de José y María; Ella es el modelo de toda familia. He ahí a José, a María y a Jesús, modelos de cómo ser Padre, y madre y como ser hijo. Esta es nuestra familia, modelo de nuestras familias, que Jesús, José y María intercedan por la familia de… y de cada una de los presentes.

291 18. Bodas de Plata u oro I Las bodas de Caná, Juan 2,1-11 Jesús aceptó la invitación. Estuvo presente en la fiesta de aquellos novios del pueblo de al lado. Fue con algunos discípulos, y con su Madre. Su gesto lo podemos interpretar como un "sí" al amor, a la amistad, a la fiesta, donde hizo su primer milagro. Cuando su Madre le hizo notar que se había acabado el vino, Él inició su serie de milagros y signos convirtiendo aquellos cántaros de agua en el mejor vino. Hoy también está Cristo Jesús presente en su fiesta. Han querido precisamente celebrar su aniversario de boda con El, en la iglesia, con esta Eucaristía. De nuevo El bendice el amor y está presente en su alegría. Hoy hace 50 (25) años que N. y NN celebraron cristianamente el sacramento del matrimonio. Y hoy tienen la alegría de conmemorar estas bodas de oro (plata) rodeados de sus hijos (y de sus nietos), de tantas personas que les muestran su amistad y su solidaridad. Una fecha así dice mucho del mérito de su amor y de su mutua fidelidad. No habrán sido 50 años fáciles, seguramente. Vivir juntos, levantar una familia, superar las mil dificultades (económicas, sociales...), permanecer en el amor, no es algo que la vida nos da espontáneamente: ha supuesto un esfuerzo, una generosidad. Han ido creciendo en el amor precisamente porque han compartido preocupaciones y obstáculos. Ahora, el amor de 50 (25) años de matrimonio tiene todavía más mérito que aquel primer amor. Ahora su amor se nos presenta más adulto, más maduro, probado por la vida, menos romántico. Aquí sí que se puede decir que el último vino es el mejor. NN. y N nos dan un ejemplo de cómo es posible el amor hecho comprensión, paciencia, respeto mutuo; un amor constructivo, fecundo, en el que con seguridad les ha ayudado mucho su sentido cristiano de la vida, su fe en Cristo Jesús. ¿No es esta fe cristiana la que más nos ayuda a todos en los momentos difíciles y convierte el agua de la vida diaria en vino sabroso de generosidad y fiesta? Estas bodas de oro son un evidente motivo de alegría para todos nosotros. Para ellos, porque pueden mirar hacia atrás con la conciencia de una vida lograda y fecunda, no siempre escrita con páginas luminosas, pero vivida con esfuerzo y fidelidad. Para todos los demás, porque es algo hermoso contemplar a una pareja que celebran una fecha así, llena de resonancias humanas y cristianas, que han seguido diciéndose mutuamente "sí" a lo largo de tantos años, y diciendo también "sí" a la vida y a las demás personas. (Sus hijos, sus nietos, las personas que hoy nos hemos reunido para celebrar con ellos este día...). Son un ejemplo para todos. Las circunstancias sociales, económicas y familiares habrán cambiado tanto durante estos años: pero las actitudes fundamentales son las mismas entonces y hoy, la fidelidad, el trabajo, la disponibilidad, la entrega mutua, la alegría de vivir, el amor... En los tiempos que corremos, en que se vende tan barata la palabra "amor", y parece que lo que se ensalza es la capacidad del divorcio, o la facilidad en desligarse del compromiso de la entrega mutua, una familia así, que tiene la alegría de celebrar unida tan hermoso aniversario, es como una primavera en medio de nuestra sociedad. No porque ellos ni nosotros idealicemos en exceso lo que ha sido su vida, sino porque reconocemos que con la ayuda de Dios han sabido mantener y madurar su amor, y hacerlo fecundo a su alrededor. Jesús estuvo presente en Caná. Jesús sigue estando presente aquí, en la vida de N. y NN y para todos nosotros. También nos alegra pensar que está con nosotros la Madre de Jesús, Maria, atenta, servicial, Madre. Dándose cuenta de lo que nos falta. Deseosa de que la felicidad colme nuestras vidas. E intercediendo por nosotros ante su Hijo. Ojalá ellos conviertan también hoy en vino de fiesta y de amor, en alegría e ilusión, todo lo que hay en nuestras manos. Que ellos, tanto para N. y NN., a los que deseamos todavía otros muchos años de felicidad, como para nosotros, nos llenen de su bendición y den un sentido de esperanza a nuestra vida de cada día. Felicidades. Que siga creciendo todavía su amor y el de cada uno de nosotros.

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CONCLUSIONES Es importante tener claro qué es la homilía: mensaje fundamentado en las Escrituras, un mensaje gozoso. La homilía es una explicación de la Palabra de Dios y una aplicación a la vida del pueblo de Dios. ¡Qué importante es que el sacerdote valore el encuentro y el tiempo que tiene con los fieles para influir en ellos en pro de establecer en su ser el Reino de Dios, en su vida y misión, sobre todo en la predicación diaria y dominical! Para ello, el fondo y la forma de la Homilía: su estructura y contenido, han de ser tan bien cuidados, que nuestra predicación sea capaz de llevar el mensaje y las verdades, que se refieren al Reino de Jesús, al corazón de los fieles, de forma que provoquen en ellos la experiencia de sentirse salvados por Dios. En efecto, la homilía ha de llevar al hombre al encuentro entre Dios, que tiene como puente al sacerdote; éste no debe olvidar su responsabilidad, pues desde él, Dios y el pueblo se buscan: el predicador es el medio para el encuentro. En realidad, el sacerdote, es administrador de los misterios de Dios, y la homilía es una ocasión para el encuentro de Dios y del hombre, que no se puede perder. Todo encuentro con Dios es definitivo: no se puede quedar el oyente igual, se es mejor o peor o indiferente. En definitiva, la homilía el sacerdote es la ocasión que tiene el pueblo de encontrarse con Dios. En efecto Jesús puso al alcance de todos, el mensaje del Padre. Puso los contenidos del Reino al nivel de lo humano y de lo sencillo. Se consulta la Palabra de Dios para ver la respuesta que tiene para la realidad del pueblo al que predico; para que capte lo que Dios quiere de sus hijos. Así el encuentro, está propiciado por gran parte del pastor. El sacerdote, ha de ser el primer destinatario de la palabra de Dios: desde el estudio y la oración, podrá encarnar el contenido de la homilía, para centrar la mente de los files, en algo concreto y visible, al estilo de los santos, que dejaron pasar la luz. Por tanto, la homilía ha de ser una enseñanza que se ha contemplado en la oración. Las homilías no tienen su eficacia cuando no se da tiempo a la oración. Si no hay contemplación no se da lo contemplado; si no se tiene vivencia de la Palabra no se puede dar. Dar una estructura a la homilía, de forma que tenga solidez. Es necesario buscar técnicas y modos que convenzan y transformen. El que predica debe ser un convencedor. Si esto lo hace la mercadotecnia, cuanto mayor lo ha de hacer el predicador. Hacer ejercicio de la estructura de la homilía, de modo que se domine la mecánica propia. La parte más importante es el contacto, la vivencia de la Palabra de Dios, hablar con Dios, antes de hablar de Dios. Primero conectarse con Dios, el mejor predicador es aquel que está conectado con Dios. Esta es la mejor técnica. Pues esto pone en dinamismo todas las facultades del hombre, al servicio de la Palabra de Dios. Hablar claro, que el auditorio escuche bien, entienda bien y acepte el mensaje, y lo lleve al encuentro con Dios. Es necesario dedicar más tiempo a nuestras homilías: buscar encarnarla en la realidad de los fieles que asistirán a la Misa. Imaginar sus necesidades a partir de la palabra de Dios. Esto implica conocer al pueblo y aplicar la palabra de Dios a sus necesidades y esperanzas. Los momentos de preparación y predicación son momentos privilegiados para salvar y ser salvados, para calificar y no ser descalificados por Dios y el pueblo, después de predicar la Palabra de Dios, como enseñan san Pablo.

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BIBLIOGRAFÍA

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