5 en humor

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María teresa ronderos

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© 2007, María Teresa Ronderos © De esta edición: 2007, Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S. A. Calle 80 No. 10-23 Teléfono (571) 6 39 60 00 Telefax (571) 2 36 93 82 Bogotá, Colombia • Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Av. Leandro N. Alem 720 (1001), Buenos Aires • Santillana Ediciones Generales, S. A. de C. V. Avda. Universidad, 767, Col. del Valle, México, D.F. C. P. 03100 • Santillana Ediciones Generales, S. L. Torrelaguna, 60.28043, Madrid Diseño de cubierta: Ana María Sánchez B. ISBN: 978-958-704-609-0 Printed in Colombia- Impreso en Colombia Primera edición en Colombia, diciembre de 2007

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el premiso previo por escrito de la editorial.

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Para Horacio, Matías y Agustín, que me hacen reír tanto

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Contenido

Prefacio y agradecimientos. ................................................ 9 Prólogo Pájaros solitarios..................................................................... 13 Rendón en cuerpo y alma..................................................... 17 Las batallas de Klim............................................................ 113 Osuna, un pensamiento libre.......................................... 205 Un Garzón terrible..............................................................293 Retrato aVladdo.................................................................... 361

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Prefacio y agradecimientos

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ace cuatro años nació la idea de 5 en humor. Tal vez, después de una intensa y gratificante investigación, lle­ na de ires y venires y cambios de rumbo, ya poco quede de ella. Pero yo tampoco soy la misma. Aprender nos cambia. Reírnos, también. Este libro presenta a los lectores los perfiles de cinco gran­ des humoristas políticos del siglo xx en Colombia. Los cinco que he escogido han marcado época; por eso conocer sus ex­ traordinarias vidas también es una manera de hacerle la prue­ ba ácida a la historia nacional. Son tres caricaturistas, un colum­ nista y un actor de televisión, en orden cronológico: Ricardo Rendón (1894-1931), Lucas Caballero, Klim (1913-1981), Héctor Osuna (1936), Jaime Garzón (1960-1999) y Vladimir Flórez, Vladdo (1963). Todos ellos tienen en común el haber­ se metido con los temas más espinosos de la política criolla y haber caricaturizado a los protagonistas del poder colombiano con nombre y apellido. Se han burlado de todos los presidentes de la República, de políticos, empresarios, artistas y militares, de los más temibles jefes del narcotráfico, la guerrilla y el parami­ litarismo, de sus colegas periodistas y, por supuesto, también de sí mismos. Recordar sus vidas es una manera de tener presente que la irreverencia es una virtud preciada y escasa que es bueno cul­

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tivar. Es una vacuna formidable contra los gobernantes y de­ más personajes que sufren de excesiva importancia y comienzan a sentirse todopoderosos e irremplazables. La gente, cómplice, sonríe porque sabe que el humorista dice lo que nadie se atreve a decir en serio. Quizás por eso, porque «el aguijón siempre vie­ ne forrado de miel», como dijo hace tiempo el maestro Rendón, es que su crítica es popular. El cariño de la gente por estos per­ sonajes también es resultado de que siempre los perciban de su lado, el del más débil. No están aquí todos los grandes humoristas políticos co­ lombianos. La lista completa es larga: desde Pepe Lápiz, de los años treinta, con su dibujo excepcional; pasando por Humber­ to Martínez Salcedo, en los cincuenta y sesenta, con sus ácidos programas radiales y actuaciones; hasta Tola (el mismo carica­ turista «Mico») y Maruja, y el equipo de la Luciérnaga de hoy, que todos los días hurgan y ridiculizan a la pomposa política nacional. La investigación de este libro no habría sido posible sin la ayuda, el ánimo y el excelente trabajo de documentación de la periodista Camila González. Matías Godoy, estudiante de His­ toria, también pasó varias horas en los archivos consiguiendo caricaturas y textos. Les doy las gracias muy especiales a ellos. Fue fundamental para este trabajo la ayuda de Jairo To­ bón Villegas, historiador de Rionegro especializado en su cote­ rráneo Rendón, y Lucas Caballero, el único hijo de Klim. Los dos dedicaron muchas horas a conversar conmigo y me abrie­ ron sus archivos personales con gran generosidad. Por supuesto, agrade­zco también a Héctor Osuna y a Vladdo, que no sólo me con­cedieron extensas entrevistas, sino que luego, con paciencia infinita, precisaron datos y me autorizaron a publicar una am­ plia muestra de sus obras. Así mismo, Roberto Posada, Álva­ ro Montoya, Rafael Pardo, Carlos Ronderos, María Fernanda Márquez y Eduardo Arias revisaron e hicieron comentarios va­ liosos sobre los capítulos. El director de Semana, Alejandro Santos, me otorgó una licencia de trabajo para dedicarme de lleno a la investigación

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inicial del libro y me dio su apoyo incondicional para que lo sa­ cara adelante. Él, Gonzalo Córdoba, Fidel Cano, Rafael Santos y Juan Gabriel Uribe; Germán Santamaría y Cristóbal Ospina de Diners; Yamid Amat y Clara Avellaneda del archivo de cm&, también abrieron los archivos de sus medios para que yo los consultara durante muchos días. Por su parte, los bibliotecarios de la Universidad de Antioquia me dieron un gran apoyo para documentar el trabajo de Ricardo Rendón. Varios amigos me ayudaron a pensar la estructura de los perfiles, a corregir el rumbo de la búsqueda, o me aportaron do­ cumentos valiosos; entre ellos, Gabriel Ronderos, Enrique Cala y los colegas Jorge Cardona, Ernesto Cortés, Héctor Feliciano, Ignacio Gómez, Gabriela Esquivada y Luis Miguel González. Mis estudiantes del taller de perfiles del ceper, de la Universi­ dad de los Andes, elaboraron retratos de otros humoristas co­ lombianos que me ayudaron a conocer mejor este mundo. Quiero agradecer particularmente a Santillana, a sus edito­ ras Pilar Reyes y Tatiana Grosch, y a Ana María Sánchez, Ca­ rolina López y Santiago Mosquera, por el cariño y la dedica­ ción que le pusieron al cuidado de la calidad de los textos y de la diagramación de este libro. A Gustavo Mauricio García tam­ bién le quedo agradecida porque la idea original de este pro­ yecto surgió de una conversación con él, cuando era editor en Santillana. Antonio Caballero, editorialista y otro grande de la cari­ catura, no podía dejar de estar en este libro. Así que de él es el prólogo. María Teresa Ronderos

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Prólogo Pájaros solitarios

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e dice el caricaturista Vladdo a María Teresa Ronde­ ros en este libro que el ejemplo de Osuna, su más veterano colega, «me reforzó algo que siempre he sabido: la importancia de la independencia». Y de Héctor Osuna mismo la autora se­ ñala que su rasgo más notable, al margen del talento, es la inde­ pendencia: nunca ha vacilado en hacer caricaturas «en contravía de su propio periódico» (que era, y es de nuevo, El Espectador). Pero ya había subrayado la misma característica en Ricardo Rendón, el gran maestro del dibujo de humor de los años vein­ te y treinta del siglo pasado. Rendón «opinaba lo que pensaba, estuviera o no de acuerdo con la posición editorial del director de su periódico». Y buena parte del capítulo sobre el humoris­ ta Klim la dedica a narrar su estruendosa renuncia al diario El Tiempo, donde publicaba su columna desde hacía medio siglo, cuando sus directores pretendieron que moderara sus críticas al gobierno. Y al hablar del cómico de televisión Jaime Garzón se extiende sobre sus accesos de mal humor cuando los guionis­ tas de su programa no lo dejaban decir o actuar lo que quería, exactamente como quería actuarlo y decirlo. El humor es un vi­ cio solitario. Los humoristas son pájaros solitarios. No patos de bandada, sino aves de presa, que para volar alto tienen que volar a solas, por su cuenta. No hay humor posible sin independencia, y es por eso que el humor oficial no existe. Sería una imposible contradicción entre los términos.

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De esa necesidad de independencia les viene a los humo­ ristas su (relativo) retraimiento social. Su timidez a veces raya­ na en la misantropía, que María Teresa detalla espléndidamen­ te en este libro en los casos de Héctor Osuna, el niño silencioso que quería ser cura, y de Lucas Caballero, Klim, el ermitaño ur­ bano que jamás salía de su casa. La melancolía depresiva, que a Rendón lo llevó finalmente al suicidio y a Garzón lo impulsa­ ba a bromas macabras, como la fingida transmisión radial de su propio entierro desde el fondo de un ataúd de utilería de teatro. Los humoristas son hombres solos, aislados por su propia posi­ ción de acidez crítica frente a la sociedad en la que viven. Una posición crítica que los hace incomprendidos y a veces, incluso, odiados y temidos. Su oficio es transgresor, irrespetuoso, irreve­ rente: no es de rebaño. Es tarea de lobo, no de oveja (o si acaso de oveja negra). La crítica conlleva riesgos. Todos los humoristas tratados aquí por María Teresa Ronderos sufrieron amenazas, demandas por injuria y calumnia, excomuniones de la Iglesia, puñetazos en la calle, desafíos a duelo a pistola. Jaime Garzón fue asesina­ do. Y es que la crítica del humor es más difícilmente tolerable por los poderosos que otras formas más académicas, porque va más allá de la simple crítica social y política. Como dice Gabriel García Márquez refiriéndose a Osuna «su ferocidad es mucho más que política, porque es sólo moral». Y anota Alejandro Va­ llejo a propósito de Klim que «el humorista es un anarquista y un inmoral». La censura moral (o inmoral, vista desde enfrente: desde el lado del censurado) puede desatar furores que llegan, como ya dije, incluso hasta el homicidio, y en consecuencia exi­ ge valor por parte del censor, y a ninguno de los relacionados en este libro les ha faltado cuando ha sido necesario. Pero al hu­ mor no le basta con ser independiente, crítico y valiente: tiene que ser también, y en primer lugar, veraz. No hay humor men­ tiroso. Cuando fue asesinado Jaime Garzón no se dijo que ha­ bían matado a un cómico, sino que habían matado «a uno que decía la verdad».

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El humorista no puede mentir por la razón elemental de que la mentira no produce risa: la risa es el resultado del cho­ que inesperado de una verdad que no habíamos visto. La exa­ geración o la simplificación —o sea, la caricatura— provocan risa porque son un reforzamiento y una síntesis de la verdad: las «cuatro líneas» que —según «Lenc»— le bastaban a Ricar­ do Rendón «para retratar a un individuo». Retratarlo, no defor­ marlo sino mostrarlo tal como es. El humorista es un testigo. Pío Baroja, en un curioso ensayo titulado «La caverna del humorismo» (y digo curioso porque Baroja no era un humoris­ ta, sino simplemente un cascarrabias), define al humorista con dos palabras antitéticas: «un escéptico trascendental». La defi­ nición es un acierto porque sólo desde el escepticismo se pue­ den decir, paradójicamente, verdades trascendentales. Escéptico es el que no se toma lo serio en serio, y en consecuencia es acu­ sado de frívolo o de vulgar, cuando se está limitando a decir lo que ve: que el Emperador está desnudo, como recuerda Eduar­ do Caballero Calderón hablando del humor de Klim. En latín macarrónico: in humor veritas, del modo que se dice in vino veritas. Ronderos cita una frase de Rendón: «Las caricaturas no las hace el dibujante, sino que las hacen las víctimas. […] Lo esencial de la caricatura no es el dibujante, sino el modelo». De acuerdo: pero también el dibujante cuenta. La mejor prueba de esto es justamente la calidad excelsa del dibujo del propio Rendón. Pues el humorismo es un retrato de la reali­ dad, pero también es una retórica y una relojería: una técnica de precisión y de elocuencia. Y un estilo. La línea sintética de Vladdo. El histrionismo efusivo de Garzón. La prosa transpa­ rente de Klim. Lo que falta por saber es si todas estas cosas de las que ven­ go hablando a propósito del oficio de los humoristas —el talen­ to y la forma, la independencia, el valor, la verdad— sirven de algo. O si desembocan en la ineficacia y en la inutilidad. El Em­ perador está desnudo, pero no pasa nada. Puede ser por eso que Rendón se pegó un tiro. Antonio Caballero

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Rendón en cuerpo y alma

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i.

«Z

amorita, tengo ganas de liquidar la existencia y al­ quilar el local», socarrón dijo Ricardo Rendón al pintor Jesús María Zamora.1 Fue su único aviso. Nadie advirtió otra señal. Era el martes 27 de octubre de 1931. Estaba vestido co­ mo de costumbre, chambergo de ala ancha, corbata de mariposa descuidada, traje oscuro. Luto riguroso. El de siempre. «Frente echada hacia atrás, mechón indómito, de amable y burlesca ex­ presión frente al mundo revuelto».2 Fue al cine a ver a Charles Chaplin. Su alma gemela, dije­ ron después. El Liberal había publicado una noticia: «Por en­ contrarse algo delicado de salud, el genial caricaturista Ricardo Rendón se propone salir de Bogotá a pasar unos días de des­ canso…». El día anterior lo habían conversado con don Fabio Restrepo, gerente de El Tiempo. Tomarse unos días. Irse a una clínica. Rendón bebía demasiado. Se pusieron cita para cuadrar el viaje. Miércoles a la 5 p. m. Nunca llegó. 1. Jairo Tobón Villegas, «Ricardo Rendón», en Cincuenta personajes de Antioquia, Academia Antioqueña de Historia, vol. 12 de la Secretaría de Educación para la Cultura de Antioquia, 2003. 2. Esta descripción física está hecha a partir de las de Horacio Franco (en Rendón, Banco Co­ mercial Antioqueño), 1976 y Luis Vidales («Ricardón Rendón 1978», Magazine Dominical de El Espectador, núm. 544, septiembre 26 de 1993).

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En la tarde del mismo martes fue al periódico. Lo vieron «profundamente deprimido», escribió luego el cronista. Iba a dedicarles a sus primas su precioso álbum de caricaturas en dos tomos. «Meditó durante largo rato y pronunció algunas frases que mostraban su estado de alma». Después, atestigua el repor­ tero, se le mejoró el ánimo. En lápiz azul dibujó dos esbozos y, ya sereno, se fue. Diez y media de la noche. Pasó por la tienda de ultramarinos La Gran Vía, «que atendía con aire de pompas fú­ nebres su propietario, Murillo hijo, siempre vestido de negro».3 Se sentó en el primer reservado y escuchó. Emilio Murillo to­ caba un pasillo en el piano. Ricardo: —Muy inspirado. Me llega a lo profundo. —Y rió. Su «risa cerebral y amarga».4 Emilio: —¿Quiere que le toque algo de Morales Pino? Rendón asintió y siguió atento.5 Once y media de la noche. Caminó unos pasos, entró a su casa alquilada de la calle 18, saludó a su madre. Se fue a la ca­ ma. Raro en él, que se amanecía en la calle, en los bares, obser­ vando, dibujando. El miércoles 28 a las nueve de la mañana se despidió de do­ ña Julia. «Ya vengo, piense pues la idea mamá, porque mañana voy a sacar al doctor Emilio Quevedo».6 Salió a la esquina. Ca­ lle 18 con calle Real. Centro de Bogotá. Un rato absorto. Ami­ gos recuerdan haberlo visto allí. Pasadas las diez, entró a La Gran Vía. Estaba desolada. Josué Murillo lo vio sentarse en el último reservado, al fondo. Rendón pidió una cerveza Germa­ nia. Costaba veinte centavos. Epifanio, el mozo, se la llevó en el charol de la Cervecería Bavaria y salió de prisa. Tenía que ir al banco a consignar. Atareado, don Josué se olvidó de su único cliente. Rendón prendió un cigarrillo. 3. Alberto Lleras Camargo (mayo de 1976), en Rendón, op. cit. 4. Gabriel Cano (1975), «Tres nombres estelares de Antioquia», en Rendón, op. cit. 5. «Ayer a las 6 y 20 minutos de la tarde falleció el maestro Ricardo Rendón», El Tiempo, oc­ tubre 29 de 1931. 6. Adolfo León Gómez (Medellín, febrero de 1976), «Noticia biográfica», en Rendón, op. cit.

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ii.

Con su mamá se entendía bien. Se ilusionó porque pensó que le alcanzaría a comprar una casa si el álbum de caricaturas que había publicado dejaba buenas ganancias. Eran dos tomos. Quedó perfecto. Había hecho cuentas con su amigo César Uribe. Cuentas de la lechera. El libro no se vendió. Fue un fiasco. Con su papá, en cambio, se había distanciado. Él le recri­ minaba el desorden, las borracheras. No fue siempre así. Cuan­ do niño eran cómplices. Vivían, como antioqueños importantes, en una casona en el marco de la plaza colonial de Rionegro, un pueblo de aire tibio en una montaña de verde intenso. Su papá, Ricardo Rendón Echeverri, rector del Colegio de Varones de Rionegro, era calígrafo. Él era el mayor de los tres hijos y, antes de que su padre le enseñara a leer y a escribir, ya pintaba «mo­ nos» con lápices y carboncillos. Todo estaba a la mano. Cuando vino Uribe Uribe al pueblo, su papá lo dejó ayudarle a decorar el

Ricardo Rendón en su estudio de Bogotá, 1917.

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pergamino que escribió para rememorar la fundación del pue­ blo. Tenía una bella caligrafía.7 A los seis o siete años se encerró en su cuarto un día y nadie lo hacía abrir. Su mamá, Julia Bravo, golpeaba la puerta, angus­ tiada. Su papá lo llamaba, autoritario. Nada. Él no salía. No se supo bien cómo entraron. Allí estaba, embadurnado de carbón. Dibujos de mujeres y hombres llenaban las paredes hasta don­ de le daba la estatura de niño. Eran los campesinos que veía por la ventana el día de mercado. El padre se sentó atónito, como si pensara que su hijo era un prodigio.8 En unas vacaciones, siendo un adolescente con problemas en el colegio por andar sólo pensando en el dibujo, se fue a la mina de oro de unos ingleses, que su papá administraba, en el cercano pueblo de Nariño. Como era su hábito, se puso a retra­ tar a los obreros. En cualquier parte. Una tarde hizo una figura en carbón en una ventana de la casa donde se hospedaban. Un inglés mandó arrancar la ventana y la hizo empacar para llevar­ se la pequeña obra maestra a su país. iii.

Veinte minutos caviló Rendón en el apartado de La Gran Vía. Entonces se oyó la descarga. Como un trueno sordo. Josué y los demás empleados corrieron a mirar. El vaso de cerveza vacío en la mesa, el chicote a medio apagar. Escrito con lápiz en la ban­ deja de Bavaria: «Suplico que no me lleven a casa». El último dibujo: un cálculo del trayecto de la bala entrando al cráneo. Rendón, de costado, en el piso. La Colt calibre 25 al lado. Nadie supo de dónde la sacó. Un hueco en su sien derecha. La sangre formando un charco. Respiraba aún. A estertores. 7. El pergamino todavía está expuesto en el salón del Concejo de Rionegro. 8. Relato que le hizo el papá de Rendón, Ricardo Rendón Echeverri, al padre de Jairo Tobón Villegas, Enrique Tobón, en Rionegro, transmitido a la autora por el maestro Jairo Tobón en Rionegro en 2006.

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iv.

«Entre la materia y el espíritu —le había dicho hacía tiempos Ricardo al cronista Luis Tejada, su amigo y coterráneo— no puede existir solución de continuidad: constituyen en reali­ dad la misma sustancia; sólo que el espíritu es un aspecto de la materia demasiado sutil para que los sentidos lo aprecien y lo perciban con precisión. Pero, como se ha logrado condensar el hidrógeno, se logrará condensar el espíritu hasta reducirlo a só­ lidos, entonces se podrá comprar por gramos en las boticas, y se comprarán también la imaginación y el pensamiento, adqui­ riremos media onza de imaginación en la tienda de la esquina, cuando la necesitemos, y podremos guardar en un frasco el es­ píritu de nuestra novia muerta».9 Eso fue como seis años después de su historia con Clari­ sa. Todavía vivían en Medellín. Su familia se había mudado allí desde que él tenía catorce o quince años. Había repetido varias veces primero de bachillerato y, por fin, su papá lo matriculó en la escuela de Francisco Antonio Cano, el maestro de tantos pin­ tores antioqueños. Después se fue al Instituto de Bellas Artes. Conoció a varios de los que se volvieron sus amigos, al pintor Tisaza y a Nano, el músico. Y a Rafico. A él le contó su secreto. Se enamoró de Clarisa con locura. Ella también, pero su familia no quería a un apóstata, bohemio, dibujante nocturno como él. Les prohibieron verse. No les importó. Cuando ella quedó em­ barazada, Rendón saltaba de la dicha porque ahora sí no ten­ drían más salida que dejarla casarse con él.10 No fue así. En cas­ tigo, la familia la enclaustró y la puso a trabajar. Quizás era para 9. Luis Tejada, en Cromos, núm. 315, Bogotá, julio de 1922. 10. Esa historia la contó, muchos años después, Rafael Jaramillo al escultor Jairo Tobón. Aunque ninguno de los relatos publicados sobre Rendón hace referencia a Clarisa, Tobón pudo confirmar la autenticidad de esta historia con Jaramillo, y luego con Rita Jaimes, dueña de una taberna bogotana y quien se había vuelto muy amiga y fue la confidente de Rendón en sus últimos años. Rita le contó la historia con detalles a Tobón a mediados de los cuarenta, cuando éste la visitó en su humilde casa de Bogotá (entrevista de la autora con Jairo Tobón). Además, la referencia a la «novia muerta» en su charla con Tejada, el luto de toda la vida y el verso publicado en Panida parecen confirmar la historia.

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ella ese soneto que publicó, con su seudónimo panida, Daniel Zegrí, en el último número, el 10, de la revista Panida en 1915.

Soneto que publicó, con su seudónimo panida, Daniel Zegrí, en el último número, el 10, de la revista Panida en 1915.

Su espera fue inútil. La muchacha se debilitó y murió. Des­ de entonces jamás lo abandonó un dejo taciturno, cierta leja­ nía permanente. Rita Jaimes supo cuánto sufrió él por Clarisa. Ella era la dueña de la taberna que después frecuentó tanto en Bogotá; gordita, bajita, fue su confidente. Él juró guardar luto para siempre. Así estaba vestido, de negro, ese miércoles en La Gran Vía.

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v.

Rendón estaba vivo. Murillo telefoneó a César Uribe Piedra­ híta. Él era un científico. Sabría qué hacer. El mejor amigo del caricaturista herido. Urgente, que venga el agente de policía de turno. El agente Eugenio Muñoz se reporta en seguida al jefe, el teniente Gaitán. Gritan órdenes. Una ambulancia de la poli­ cía a La Gran Vía, la de la calle Real. De inmediato. Uribe: Que lo lleven a la clínica más cercana, la de Manuel V. Peña. Allá lle­ gó. Entre varios lo alzaron. Con cuidado. Se nos muere. Raudo salió el vehículo. La sirena, angustiada.

Su mejor amigo, el médico César Uribe Piedrahíta, 1917.

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vi.

Balada trivial de los 13 Panidas i. Músicos, rápsodas, prosistas, poetas, poetas, poetas, pintores, caricaturistas, eruditos, nimios estetas; románticos o clasicistas y decadentistas, —si os parece— pero, eso sí, locos y artistas, los Panidas éramos trece! ii. Melenudos de líneas netas, líricos de aires anarquistas, hieráticos anacoretas, dandys, troveros, ensayistas; en fin, sabios o analfabetas y muy pedantes, —si os parece— exploradores de agrias vetas, los Panidas éramos trece! iii. De atormentados macabristas figuras lívidas y quietas, rollizas caras de hacendistas, trágicos rostros de profetas…; satíricos y humoristas y muy ingenuos, —si os parece— en el café de los Mokistas, los Panidas éramos trece! […] Leo Legrís

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En febrero de 1915 salió a circulación la revista Panida. Rendón ilustró cada número con dibujos y viñetas.

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El grupo de los Panidas se empezó a armar en una banca del parque Bolívar en el centro de Medellín. Él, Ricardo, tenía vein­ te años, y León de Greiff, el poeta, su álter ego, diecinueve. Y los otros oscilaban entre esas edades.11 Cada uno tenía su seudóni­ mo. El suyo, Daniel Zegrí; el de León, Leo Legrís. Ya había visto su firma, Rendón, publicada en la revista Avanti, en los retratos de Jesús Cock, Libardo López, Rafael Mesa, Gabriel Cano. Pero Panida era lo propio, lo de ellos. Leo Legrís era quien los coordinaba a todos. El nombre de Panidas fue en homena­ je al dios Pan, aquel flautista-pastor de la mitología griega que protegía la naturaleza. El mundo hervía de revolución, guerra y cambio. Había que sacudir, sacar a Colombia del atraso, escan­

Retratos publicados en la revista Avanti, 1912.

11. Los otros panidas, con seudónimos, fueron el pintor Teodomiro Isaza (Tisaza), el estudian­ te de arquitectura y caricaturista Félix Mejía (Pepe Mexía o C. R. Pino), el estudiante de inge­ niería Jorge Villa ( Jovica o M. Carré), el estudiante de medicina Eduardo Vasco (Alí Cavatini), el cronista Libardo Parra (Tartarín Moreyra), el cuentista Rafael Jaramillo (Fernando Villalba), el poeta Jesús Restrepo Olarte (Xavier de Lys o Jean Genier), el músico Bernardo Martínez (Nano), el ensayista y filósofo Fernando González (Gonzálvez), el estudiante de derecho Jo­ sé Manuel Mora (Manuel Montenegro) y el músico José Gaviria Toro ( Joselyn) (Los Panidas éramos trece, Exposición Didáctica, Sala de Arte, Biblioteca Pública Piloto de Medellín, julio 26 al 29 de 1995).

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Teodomiro Isaza (izq.) y Rafael Jaramillo (der.), dos amigos panidas en el café El globo, 1914.

dalizar a los buenos burgueses de la industriosa Medellín, bus­ car excomuniones. A varios los habían expulsado del San Igna­ cio o del Instituto de Bellas Artes o de la Escuela de Minas por cuestionar la educación formal, la rigidez. Usaban cachucha y cachimba, fumaban y bebían tinto en cantidades industriales en el cafetín-librería El Globo de Pacho Latorre, que quedaba en los bajos de El Espectador. Jugaban aje­ drez hasta el amanecer. En los últimos meses del año 14 planearon con esmero la revista que iban a publicar para expresar su arte de vanguardia. Alquilaron una oficina, si es que se podía llamar así al cuartucho de dos por dos, lleno de trastos viejos, en el tercer piso del anti­ guo edificio Central, de propiedad de Pedro Nel Ospina. Ador­ naban las paredes las caricaturas y los dibujos de Pepe Mexía y de Rendón y las mofas que se hacían unos a otros. Consiguie­ ron mecenas que les pusieron avisos, como la Sastrería Francesa y el Almacén Británico, y otros que les ayudaron con el alquiler, como el escritor Tomás Carrasquilla.12 12. La descripción de los panidas está hecha con base en los relatos varios de E. Livardo Ospina, Alejandro Vallejo, Rafael Jaramillo, León de Greiff y otros en Los Panidas éramos trece, op. cit.

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Tres panidas

Jovica o M. Carré ( Jorge Villa), 1914.

Tartarín Moreira (Libardo Parra), 1912.

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Pepe Mexía (Félix Mejía), 1914.

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En febrero del 15 salió a circulación la revista. Pero desde días antes, «Caruso», el voceador más conocido del centro de

Personajes vistos por Rendón en Panida, 1915.

la Villa, comenzó a anunciarla con entusiasmo. Costaba diez centavos y podían suscribirse a seis números por cincuenta cen­ tavos. Panida salió diez veces, cada quince días, más o menos. Allí ensayaron sus piezas literarias en papeles de diversas con­ texturas y colores. Allí publicaron a quienes admiraban: Rubén Darío, Oscar Wilde, J. J. Restrepo Rivera, que eran dos herma­ nos con una sola firma. Rendón labró sus grabados en madera y con buriles hechos de hierros de paraguas. Mucho después, con la ayuda de César Uribe, experimentó con losas para grabar en láminas de metal. Así hizo los búhos que ilustraron La balada de los búhos estáticos, de Leo Legrís, que causó tanta roncha, por rara y «ultra».

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Entonces eran trece. Pero no por mucho tiempo. El primero en suicidarse fue Tisaza, a los veintitrés años.

vii.

El doctor Manuel V. Peña recibió al caricaturista moribundo. Parte médico: El maestro Rendón ingresó a mi clínica conducido en la ambulancia de la policía, aproximadamente a las 11 a. m. Estaba en estado comatoso y de shock, respiración tipo Cheyne-Stockes y estertorosa, pu­ pilas más bien contraídas e iguales, pulso 70, tempe­ ratura 36,5. Presentaba una herida en el ángulo posterior e inferior del parietal, herida que sangraba abundante­ mente; en esta región tenía un gran hematoma sub­ cutáneo. Presentaba también una hemorragia en bo­ ca y tenía varios dientes rotos. Se le aplicaron algunas inyecciones tónicas. Radiografía: proyectil alojado en plena masa en­ cefálica, cerca del ventrículo lateral. Orificio hecho por el proyectil en ángulo posterior e inferior del pa­ rietal derecho.13

El enfermo se agrava por momentos. Pulso más lento. Respira­ ción más estertorosa. La compresión cerebral por la hemorra­ gia aumenta. Consultas. ¿Qué opina, doctor Uribe Piedrahíta? Otros distinguidos facultativos dan sus diagnósticos. Se ponen de acuerdo rápidamente. Hay que descomprimir el cerebro, pa­ rar la sangre, desinfectar la herida. Siguiente paso: trepanación. 13. «Ayer a las 6 y 20…», El Tiempo, octubre 29 de 1931.

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viii.

Con la herida de Clarisa abierta, la tristeza lo invadía. Irse de la estrecha Medellín era lo mejor que podía hacer. Panida murió por falta de presupuesto. En Bogotá no sería un desconocido. Leo y algunos de los otros ya habían partido. Desde que se in­ auguró La Semana, el suplemento cultural de El Espectador, en Medellín, el 12 de septiembre de 1915, él comenzó a publicar allí sus dibujos. La revista circuló desde principios del 16 tam­ bién en Bogotá. Hasta entonces, poco había hecho de carica­ tura política, apenas apuntes de la familia. De la gente común. Su abuela, su hermana Olga durmiendo. El «cuarto azaroso»; un sujeto pendenciero y enamorado que residía por los lados de La Mosca, en Rionegro; el carro de la basura, apuntes de la vida doméstica, sus acuarelas…

El «cuarto azaroso», sujeto pendenciero de Rionegro.

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«Atardecer», dibujo de fecha desconocida.

Acuarela de la abuela pintada por Rendón cuando tenía 18 años.

A los 17 años pintó a su hermana Olga (1911).

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Había urdido las travesuras de Los Geocorizos, panfletos clandestinos en los que Eliseo Arango criticaba personajes. Él los ilustraba y entre varios los repartían por debajo de las puer­ tas en las casas. También lo habían llamado para hacer publici­ dad. No había publicidad caricaturesca. La mejor idea suya fue la del álbum de los cigarrillos Victoria. Hizo más de doscientas figuras de personajes en estampas que venían una en cada caje­ tilla. El que las coleccionara todas se ganaba el álbum, también ilustrado por él. La gente decía que no tenía gracia lo que hacía: le salía demasiado fácil.

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En Bogotá quería hacer dibujos más fuertes, caricatura que opinara. Se instaló en la buhardilla del tercer piso del Hotel Metropolitano. Allí había seis habitaciones. Entre los ocupan­ tes, un relojero, un tenor, un estudiante. El barrio era bohemio, intelectual. Todos llegaban a charlar por la noche. Él siempre era el último. Aparecía a las tres o cuatro de la mañana.14 Por entonces se inventó lo de «La postal de la Semana». Un comentario de lo que sucedía, un vainazo al presidente «godo» de turno, Marco Fidel Suárez; otro sobre la indemnización que pagaría Estados Unidos a Colombia por sus acciones en el fe­ rrocarril de Panamá…

14. Alfonso Ávila, en El Mundo al Día, Bogotá, octubre 31 de 1931 (reproducido en Ricardo Rendón. Testimonios de su asombro).

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Entonces fue cuando lo llamó la bella revista Cromos, cuyo propietario reciente era Joaquín Tamayo. Una página entera de caricaturas de personajes, turnando con Robinet. A veces, viñe­ tas jocosas acerca de lo que era ir al cine, del veraneo, del hipó­ dromo. Y de vez en cuando algún apunte sobre lo que sucedía en el momento. Experimentó con el dibujo, como cuando hizo el retrato de Eduardo Castillo, uno de los contertulios de la re­ dacción de la revista.

La temporada de veraneo vista por Rendón, Cromos, 1920.

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En el cine y en el hipódromo, Cromos, 1919.

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En Cromos publicó casi cada semana hasta 1922, cuando ya no pudo continuar por su compromiso diario con La República, que había fundado en marzo Al­ fonso Villegas Restrepo para defender las causas republicanas. Fueron días de tertulias con gentes brillantes e ingeniosas. Era un «escurridizo habitante de la noche»15 que prefería tabernas sencillas como La Neiva­ na, donde departía con Leo Legrís y otros jóvenes de provincia. Conservaban su dis­ tancia frente a la bohemia bogotana más aristocrática.16 «Beban la bebida», como él solía decir. Un día, de regreso a su cuartico del Metropolitano, un médico antioqueño, de Marinilla, le dijo solemne al ver que casi no comía: —Maestro, usted va camino de una enfermedad terrible: la tuberculosis. —¿Sí? Lo lamentable es que usted ya está enfermo, de una enfermedad que no se cura. De marinillismo.17 Turbeculosis le diagnosticaron varias veces sólo con mirarlo. Él intuía que de eso no se iba a morir, en todo caso.

Alfonso López Pumarejo, Cromos, 1921.

15. Lino Gil Jaramillo, «Ricardo Rendón: el escurridizo habitante de la noche», reproducido en El Espectador en 1987. 16. Maryluz Vallejo Mejía, A plomo herido: una crónica del periodismo en Colombia (1880-1980), Bogotá, Planeta, 2006, p. 35. 17. Ávila, op. cit.

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ix.

¿Se podrá sacar la bala? Doctor Peña, no lo sé. La sala de ciru­ gía lista en un santiamén. Doctor Enrique S. Rey, hábil exper­ to, asístame usted. Ethel Smith puso la máscara de gases anes­ tésicos sobre el rostro del artista. Bisturí. Cortando. Penetrar el cerebro genial. Algo se destapó. Estalló como un tubo roto. Sangre en las batas blancas. En las paredes del quirófano. La presión había cedido. Sutura. Veinticinco minutos había durado la operación. Signos vitales en mejoría. Alivio. x.

«Cuando se tiene pulso y se pega en el fulminante, la caricatura es una fuerza poderosa. Es el ridículo, y el ridículo la más temi­ ble de las armas». Así había explicado a Nicolás Bayona Posada el porqué del éxito de sus dibujos en aquella entrevista que le dio para Cromos. —El espectáculo de la vida no debe mirarse nunca con ge­ melos comunes. Aburre muy pronto por su monotonía y su po­ ca gracia. Los lentes cóncavos o los convexos lo desfiguran un poco, y al desfigurarlo lo colman de atractivos. Mirar a los hom­ bres y los acontecimientos a través de un cristal de esa clase: ahí está el secreto de los caricaturistas. —Muy sencillo —dijo Bayona. —Muy sencillo, pero muy complicado —le respondió él—. Usada la hipérbole con moderación, toma nuestro lenguaje una vivacidad que no tenía; si abusamos de ella, el arma se volverá contra nosotros. Es el caso de los lentes de que hablamos. Hay que graduarlos de tal modo que la figura no produzca repulsión. Que llegue a lo cómico pero no a lo grotesco… Los buenos epi­ gramas tienen el aguijón forrado en miel.18 Su dibujo, seco, parco, de pocos trazos firmes y, a veces, le­ yenda certera, dio en el fulminante año tras año durante una década. Desde 1921 hasta 1931. Desde el dominio conservador 18. Nicolás Bayona Posada, «Reportaje al maestro Rendón», Cromos, 7 de junio de 1930.

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hasta el triunfo liberal del 30. Quiso apurar al país a que entra­ ra al siglo xx, a la civilización, al debate pacífico de las ideas: no más oscurantismo, guerra, prohibición, pobreza. El sarcasmo era su arma, y con ella pretendía derrumbar el conservaduris­ mo filosófico, que en Colombia estaba en la entraña del Partido Conservador.19 Sus años productivos se desenvolvieron en una época prolífica para diarios y revistas, por ser una de las más di­ versas en política. Se fundó el Partido Socialista, y surgieron lí­ deres obreros comunistas, arreciaron las huelgas. Pero, a la vez, fue una época venturosa, de relativas calma y prosperidad en comparación con la indómita y paupérrima Colombia que ve­ nía del siglo anterior.20 Como buen liberal, Rendón usó toda su fuerza irónica con­ tra el régimen conservador, sus presidentes, sus ministros, las marrullas partidistas, la poderosa Iglesia que lo sostenía y la in­ tromisión económica del imperio de Estados Unidos, que se alzaba. Él sabía que, desde los diarios liberales, sus populares dibujos eran herramienta clave de la oposición para demoler la arquitectura de la hegemonía conservadora.21 Así como Pe­ pe Lápiz, hermano del ya fogoso Laureano Gómez, servía a la causa conservadora, él empujaba la liberal. A pesar de ello, siempre supo mantener su autonomía. Si los liberales hacían al­ go que consideraba indebido, también los criticaba. Opinaba lo que pensaba, estuviese o no de acuerdo con la posición editorial del director. Incluso Alfonso Villegas, que era un alma tan ro­ mántica como la suya, le publicó «monos» que no compartía. Por ejemplo, cuando mostró su indignación con el general Benjamín Herrera, director del Partido Liberal, por intransi­ gente. En febrero del 22 había salido elegido Presidente de Co­ lombia el conservador Pedro Nel Ospina, derrotando al general Herrera. En la convención liberal de Ibagué que siguió, el ge­ 19. Germán Arciniegas, «La generación quemada», Historia de la caricatura en Colombia, núm. 4, 1988. Reeditado en Testimonios de su asombro, op. cit., p. 48. 20. David Bushnell, Una nación a pesar de sí misma, Planeta, Bogotá 1996. 21. Arturo Alape, «Ricardo Rendón: enigmático transeúnte de la noche», El Espectador, 1998.

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neral liberal abogó por la posición extrema de no colaborar con el gobierno conservador.22 Fue una tajada que le sacó a la paz, y así la pintó. A pesar de que Villegas estaba de acuerdo con esta oposición extremista del general, publicó la caricatura. Aclaró en la leyenda que no compartía la opinión del caricaturista. Rendón, como buen liberal, estaba del lado de los civilistas, los liberales que querían colaborar con Ospina. Pero les critica­ ba que, más que las ideas, les interesaran los puestos que el régi­ men conservador ofrecía. Por eso pintó a los liberales civilistas como perros ansiosos de recibir el hueso oficial. Denunció có­ mo el gobierno conservador había tentado a Herrera y se burló del «almuerzo de la fieras», en donde el rico Nemesio Camacho trató de que los civilistas hicieran las paces con el general He­ rrera. ¡Cuántas veces venían en su ayuda los clásicos, Shakespeare y Cervantes! 22. Germán Colmenares, Ricardo Rendón, una fuente para la opinión pública, Bogotá, Fondo Cultural Cafetero, 1984, p. 25. Este libro es la mejor fuente para documentar el contexto histó­ rico de las caricaturas más políticas de Rendón. De ahí que el sustento principal de las explica­ ciones históricas aquí consignadas provengan de esta invaluable obra de Colmenares.

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Rendón se burló de las razones patrióticas que adujo la minoría liberal para cooperar con el gobierno de Ospina.

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Luis Cano, Eduardo Santos y Alfonso López P. visitan a Herrera.

Crítica de Rendón a El Diario Nacional que dirigía Benjamín Herrera.

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Herrera había asumido posiciones antiliberales, como la de expulsar de la Universidad Libre a los jóvenes que habían mani­ festado su desacuerdo con la oposición radical. El general tam­ bién coqueteó con el conservador sectario Alfredo Vásquez Co­ bo. Rendón se burló de ellos sin agüero. Tampoco se comió del todo el cuento de quienes decían cooperar por supuestas razo­ nes patrióticas; así que, cuando la minoría liberal en el Congre­ so decidió entrar al gobierno «godo» y conseguir así tres minis­ terios, le puso un humor ácido a la cosa. Los directores de los diarios, Luis Cano de El Espectador, Alfonso López de El Diario Nacional y Eduardo Santos de El Tiempo, le habían hecho sentir al general Herrera sus diferen­ cias, y, en su dibujo, Rendón los respaldó. Pero también atacaba a los diarios cuando los veía flaquear y, como había dicho Luis Cano acerca de El Diario Nacional cuando lo dirigía Herrera, convertirse en un «ínfimo costurero de parroquia».23 xi.

León de Greiff en la Clínica Peña. Se lo quedó viendo un rato. Allí estaba su amigo Rendón, como dormido. Las estrofas del Noctámbulo como una catarata: Noches en las mesillas de café nocherniego: cerca de mí, ante las copas, el otro, mi «álter ego»; cerca de mí su borrada sonrisa, su voz asordinada, su mente fulgurante, su corazón de Maquiavelo niño y el atormentado espíritu, sobre campos de armiño.

23. Ibid., pp. 34-35.

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xii.

A veces se regodeaba en sus maldades. ¡Cómo se deleitó con ese pérfido «Tío Sam»! ¡Hasta puntiaguda cola de diablo le dibujó! Se puede decir que se nutrió desde niño del resentimien­ to nacional contra Estados Unidos por la pérdida de Panamá en 1903. Cuando era un adolescente y apenas empezaba a dar­ se cuenta de la política se firmó el tratado Urrutia-Thompson, por el cual el país del norte reconocía su abuso y prometía una indemnización de veinticinco millones de dólares a Colombia en compensación por sus acciones en el ferrocarril de Panamá. Pero la Primera Guerra Mundial suspendió el asunto por mu­ chos años. De ésta, Estados Unidos emergió como la potencia del planeta. Por la época en que él empezó a hacer sus caricaturas dia­ rias en La República hacia el año 22, se calentó de nuevo el tema de que los congresos de las dos naciones ratificaran el tratado para girar la compensación. En sus tremendos «monos» que­ dó plasmada su versión de la historia: los americanos querían el tratado para conseguirles jugosos contratos a sus empresas petroleras, el gobierno estaba dispuesto a darse la pela política de conseguir ratificarlo porque sus maltrechas finanzas necesi­ taban los veinticinco millones de dólares prometidos, y la clase política colombiana gritaba nacionalismo en público y por de­ bajo de cuerda buscaba acomodarse en los nuevos negocios.

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Cuando se fue a El Espectador, en 1924, se llevó su diabóli­ co Tío Sam para allá. Se sentía más cercano a la posición civi­ lista de ese diario. Sobre todo compartía su verticalidad frente a la intromisión extranjera. Como en ese dibujo de 1925, cuan­ do el presidente Pedro Nel Ospina hizo un cambio de gabine­ te: el Tío Sam en un barril vacío, como encontró la situación el ministro de Industria. A su lado, la «zona oscura», que aludía a las presiones de las empresas extranjeras para que el gobier­ no las favoreciera. Incluso un funcionario de Obras Públicas había aceptado públicamente haber recibido un soborno de la United States Steel en la compra de acero para el puente de Girardot.24 Más tarde, cuando se hizo evidente el interés de empresas extranjeras por el petróleo colombiano, él lo denunció desde las páginas de El Tiempo, que lo había contratado en exclusiva des­ de el 27. Se burló de Mr. Flanagan, un representante de la An­ dean National Company, subsidiaria de la Standard Oil, y sus declaraciones chovinistas. Flanagan había merodeado entre mi­ nistros y obispos, a quienes Luis Cano llamó «los caballeros de Colón», para impulsar su negocio de construir un oleoducto. 24. Ibid., pp. 236-237.

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Cuando finalizó el mandato de Ospina se canceló la conce­ sión petrolera Barco, de la American Gulf Oil. El Tío Sam ren­ doniano volvió a salir para mostrar las intrigas de esa empresa, que lograron que el gobierno estadounidense le suspendiera el crédito a Colombia mientras no fuera derogado el decreto que cancelaba la concesión. Rendón pintó la preocupación de Estados Unidos ante la aprobación de la ley petrolera de noviembre de 1927, con la que el ministro de Industria Montalvo había buscado proteger la propiedad de la nación sobre el subsuelo petrolero. El decreto que la reglamentaba —editorializó el Wall Street Journal— de­ mostraba que «Colombia estaba dando muestras evidentes de inclinación hacia los puntos de vista radicales que han arruina­ do a México y a Rusia».25

Cuando el presidente Miguel Abadía Méndez; su ministro de Guerra, Ignacio Rengifo, y el Congreso, mayoritariamen­ te conservador, aprobaron, en octubre de 1928, la ley «heroi­ ca» que le otorgaba al gobierno excesivos poderes represivos, en parte para evitar las críticas de los liberales a las concesiones pe­ troleras, Rendón mostró la complacencia del Tío Sam. 25. Ibid., p. 206.

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Tampoco perdonó el doble discurso del poder imperial en la Conferencia Panamericana de La Habana, en junio de 1928. Mientras sus funcionarios hablaban de los pilares que sostenían a las Américas —la mutua buena voluntad y la cooperación—, sus intereses acechaban. Criticó así mismo la pequeñez del li­ derazgo latinoamericano, mostrando a un gran gato imperial y a sus súbditos del sur, los ratones.26 Por esa caricatura pasó una peculiar cuenta de cobro: «El Espectador a Ricardo Rendón debe: valor de veinte ratones, a peso cada uno, veinte pesos. Nota: el gato no tiene precio». Porfirio Barba-Jacob, que era el jefe de redacción del diario, pu­ blicó una nota de «Día a día» sobre la cuenta. Le endilgó responsabilidad al entrometido Tío en el en­ deudamiento excesivo de Colombia, que después devino en una crisis fiscal que estalló aún antes de la Gran Depresión del 29. Lo mostró metiendo la nariz en los asuntos internos y aconse­ jando a la Iglesia Católica, que dudaba si presentar a Concha o a Valencia en la candidatura conservadora para las elecciones presidenciales del 30.

26. Gil Jaramillo, op. cit.

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xiii.

No es probable que se salve. ¿Quién le impone la extremaun­ ción a un suicida? Llegó el doctor Pedro Antonio Silva, vicario cooperador de La Capuchina. Auxilio espiritual.27 Te absuelvo de tus pecados. Los santos óleos. La cruz en mente y alma. La bendición. León Cano, su amigo, hijo de su primer maestro, ob­ serva. El artista entrelazó sus manos sobre el pecho. Imposible separarlas.28 xiv.

Nunca le gustó la injerencia de la Iglesia en los asuntos que no le concernían. Menos aún la sumisión de los gobiernos conser­ vadores al poder eclesiástico a cambio de que éste impulsara su influencia. Mientras, en la alta política, arzobispo y nuncios de­ cidían quién sería el candidato «godo», en el campo, curas y ga­ monales conservadores hacían llave para impedirles a los libe­ rales ganar en las urnas.

27. «Ayer a las 6 y 20…», El Tiempo, op. cit., primera página. 28. «Hace 50 años murió en Bogotá», El Rionegrero, octubre 28 de 1981, p. 5.

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Por eso le cobró caro al gobierno Ospina cuando sucumbió ante la presión del nuncio Vicentini luego de que, en un inten­ to de autonomía, hubiera nombrado al reformista Arroyo Díez ministro de Instrucción Pública.29 Primero mostró la tensión entre gobierno e Iglesia. Para él, el presidente Ospina se debatía en una batalla de ignorancia contra ilustración. Luego, cuando cambió a Arroyo, mostró la sumisión de Ospina. Finalmente fustigó el nombramiento del nuevo ministro, Juan N. Corpas, de mayor agrado del nuncio. No perdonó a los prelados que conducían a su pueblo por el camino de la violencia. Al deslenguado obispo de Cartage­ 29. Colmenares, op. cit., pp. 266-268.

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na, monseñor Brioschi, quien había llamado a Eduardo Santos «pagano de alma envenenada» y había excomulgado a Antonio Irisarri —que luego fue absuelto por Roma—, lo confrontó con las palabras de Cristo. Muchas veces, los curas amenazaron con excomulgarlo por sus irreverentes dibujos, otras lo demandaron por calumnia. Eso desde cuando era joven y él y sus amigos sacaron la revista Panida, y después… ¡tantas veces! Por aquella caricatura en que logró expresar realmente cómo sentía el poder de la Iglesia, que tenía encadenado el futuro del país con su fanatismo y su os­ curantismo, algún prelado le levantó una querella. Fue citado a una estación por la policía. —¿Está usted calumniando a la Iglesia con esa caricatura, señor Rendón? —No —dijo él—. Son unos chulos comiendo de un muer­ to. Es una escena muy común en el campo colombiano. —¿Y por qué les puso bonete a los chulos? —¡Es que se ven tan bonitos!30

30. Relato de Jairo Tobón a la autora, según su investigación inédita Rendón (2006).

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Rendón criticó la intervención de la Iglesia en la definición de la candidatura conservadora a la presidencia en 1929.

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La tercería de la Iglesia en la definición de las candidatu­ ras conservadoras le resultaba intolerable. En la campaña del 29, los jerarcas de la Iglesia se dividieron, unos a favor del poeta Guillermo Valencia y otros a favor de Alfredo Vásquez Cobo, quien aspiraba a la Presidencia por tercera vez. Incluso se habló de la posibilidad de sacar un tercer candidato, José Joaquín Ca­ sas. Esa división les salió cara porque perdieron las elecciones, pero él se lo había advertido. ¡Cómo se relamió con sus burlas a los intentos fallidos de Vásquez Cobo de llegar a la Presidencia! Grandote, de cabeza pequeña, se hacía autobombo en cada oportunidad, pero el sal­ do de siempre era su cabeza por el partido. En el 26, cuando Vásquez se volvió a lanzar, el presidente Ospina, para inten­ tar sacarlo del ruedo, anunció que lo nombraría embajador en Alemania. Aquél declinó la oferta, haciendo quedar mal al go­ bierno. Pero quedó desnudo el sesgo de Ospina en contra de Vásquez Cobo. En el 29, Vásquez Cobo sacrificó otra vez su as­ piración a la Presidencia.

Al candidato conservador, Vásquez Cobo, lo mostró furioso por el discurso de su copartidario, el presidente Ospina, en favor de su competidor en 1926, Abadía Méndez.

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No expresaba odio, sin embargo, en esos dibujos de Vás­ quez Cobo. Con Guillermo Valencia fue otra cosa. Es que ha­ bló de implantar la pena de muerte, cómo si ésta no estuviese ya tan extendida en Colombia.

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Si a los candidatos los golpeó como pudo, con cada pre­­­­­sidente conservador fue aún más inclemente. Había dibujado sus figu­ ras desde los tiempos de Cromos. Se los sabía de memoria. A Marco Fidel Suárez le sacó en cara sus tendencias repre­ sivas. Éste habló de «barbarie» cuando los estudiantes protes­ taron en mayo de 1921 porque el gobierno no permitía que se sacara una ley de honores a favor de Fidel Cano en Medellín, aunque era legal. Los trazos de Rendón lo envejecieron prema­ turamente y lo pintaron como un viejo vendido y tan sofista co­ mo el búho del primer poema de su amigo Leo Legrís en Panida. Luego hizo eco del escándalo que a la postre tumbó a Suárez en noviembre de 1921. El Presidente había conseguido un prés­ tamo del Banco Londres y Río de la Plata y había pignorado sus sueldos y gastos de representación de Presidente. Por un acuerdo interno del banco con un acreedor, la United Fruit le giró a Suárez la plata. En pleno debate del tratado con Estados Unidos en el Congreso, la cosa olió a soborno. Al final, como tantas veces, el artista se apiadó de él y retrató su soledad. «Todo tiene sus aves...»

«El padre de los búhos ‒era un búho sofista‒ que ­­­peroró a los otros ‒al modo modernista‒. Los búhos contestaron la lista macabrista.»

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A don Marco no le quita el sueño «la prensa de oposición».

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Desolación

La caída de las hojas

Érase una viejecita, sin nadita qué comer…

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Marco Fidel Suárez.

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La figura del general Jorge Holguín, quien asumió la Presi­ dencia luego de la caída de Suárez mientras se celebraban nue­ vas elecciones, no fue tan atractiva para caricaturizar. En lo que sí insistió Rendón, como tantas veces anteriores, fue en criticar la falta de libertad —sobre todo, después de la circular que en­ vió Holguín recomendando a los jefes políticos que, para sere­ nar los ánimos, no hicieran conferencias—, la escasez de garan­ tías, el voto amañado y la manipulación de los ciudadanos desde los púlpitos.

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A Pedro Nel Ospina, quien asumió la presidencia en 1922, lo expuso en toda su vanidad. Resaltó su lentitud para obrar, su falta de control de los robos al fisco, como aquel escándalo de un peculado en el Ministerio de Defensa. Entonces mostró cómo La Prensa liberal —Eduardo Santos y Luis Cano— destapa­ ba la olla podrida. Además, como Ospina era jinete, se le volvió fácil hacerlo tambalear sobre su caballo cada vez que perdía las riendas. Tampoco le perdonó su blandengue respuesta al «Me­ morial de agravios» del general Benjamín Herrera, en el que és­ te denunciaba los atropellos contra los liberales en la campaña que eligió Presidente a Ospina.

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Luis Cano y Eduardo Santos, respectivos directores de El Espectador y de El Tiempo, descubren el estado real del régimen. El presidente Ospina se espanta.

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Al clientelismo de los congresistas y su búsqueda perma­ nente de prebendas los retrató con crudeza: como chulos sa­ queando el país, mamando de la República, cargados de micos.

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Cualquier protesta de alguno de ellos era motivo para que el caricaturista sacara su punzante pluma de nuevo. Como esa vez en que criticó al senador y general antioqueño Jaramillo Isaza, por proponer la eliminación de la Junta Asesora del Mi­ nisterio de Relaciones Exteriores. Éste, airado, contraatacó a El Tiempo y a Rendón en la siguiente sesión del Congreso. Otro senador le dijo a Jaramillo a la salida:

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—No te calientes, Chato, que de la caricatura a la estatua no hay sino un paso. Luego les contó del incidente a Rendón y a otros amigos. Y el caricaturista los invitó a su buhardilla porque tenía un par de caricaturas en mente.31 Jaramillo Isaza ante el espejo, meditan­ do sobre la frase de su amigo el senador. Y el espejo le responde: «Le aconsejo que se quede de ese tamaño, mi querido general. Tiene usted mucha razón en oponerse a la estatua: yo sé cómo se lo digo». Y luego otra, donde el pueblo se impresionaba de ver la estatua de Jaramillo como tamaña caricatura. Abadía Méndez, que llegó al palacio presidencial de La Carrera en 1926, le resultó un delicioso personaje para la mo­ fa. Abadía era cazador, y eso le dio a Rendón el símbolo per­ fecto para mostrar su estilo de gobierno: siempre a la ofensiva, a la caza de una oportunidad, cazando a sus enemigos. Él y su ministro de Guerra, Ignacio Rengifo, eran autoritarios y reac­ cionaron con desmedida represión policial cuando estudiantes y dirigentes políticos salieron a protestar por el «manzanillismo» y la «rosca» en Bogotá en junio del 29. Hubo heridos. Luego, cuando el Partido Conservador perdió el poder en el 30, el ar­ tista desnudó el terrible estado en que Abadía dejaba el país. Abadía Méndez en despoblado

31. Alfonso María de Ávila, «Camaradería con Rendón», El Mundo al Día, octubre 31 de 1931; también en Testimonios de su asombro, op. cit., p. 24.

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Pero fue la masacre de las bananeras lo que demostró, en to­ da su crueldad, la estupidez y la barbarie del gobierno de Aba­ día. El general Cortés Vargas ordenó dispararle en Santa Mar­ ta a una multitud pacífica de obreros que buscaba mejorar sus condiciones laborales. «Ante el tercer toque de corneta, aquellos insensatos no trepidaron, como si se tratara de una burla», dijo Cortés Vargas en sus explicaciones públicas.32 Los «monos» ex­ presaron esa carcajada agridulce tan suya. Pero, sobre todo, lloró. La muerte, tan cerca.

32. Colmenares, op. cit., p. 261.

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xv.

Tres de la tarde. Corran. Rendón se pone peor. Otra vez los es­ tertores. El fin acecha. Ya no saldrá de ésta. En la puerta de la sala de cirugía, el amigo ve sus zapatos. Se los quitaron de afán cuando llegó. Zapatos viejos. Agujeros en las suelas.33 Lo que queda de Rendón. Los millones que ganó. Se esfumaron en su mano de botarate. El dinero no le importó. Ni la moda. Zapatos rotos. Una forma de vivir. La única forma de morir. xvi.

Se puede decir que alcanzó a coger el cielo con las manos. Sus dibujos ponían a madrugar al pequeño país del poder, el que leía. También a la mayoría analfabeta. Como no sabían leer, no les interesaban los editorialistas. En cambio, sí podían disfrutar sus caricaturas. Siempre estuvo con ellos, denunciando sus pe­ nurias, la lejanía de los poderosos frente a sus desgracias. Llegó a tener una popularidad que nunca imaginó. Una no­ che fue al Teatro Colón con sus hermanos Olga y Gustavo. Él les huía a esos ámbitos sociales donde solían reunirse tantos po­ derosos, las víctimas de sus dardos. Creyó que, apenas lo vieran, lo iban chiflar, a sacar a gorrazos. Entró al teatro, tímido, inten­ tando no ser visto, y se sentó en el oscuro palco. Se oyeron unas pocas palmas, y luego se desgajó un aguacero de aplausos. Cuan­ do se asomó se dio cuenta de que el teatro lo ovacionaba.34 Fue por esas épocas cuando los socios del recién fundado Country Club de Bogotá se inventaron un campeonato de golf, y el premio era que él le hiciera una caricatura al ganador. No le entusiasmó la idea al principio. Su amigo José Camacho Lo­ renzana le insistió. Lo sacaba de la cama los domingos por la 33. «Hace 50 años murió en Bogotá», op. cit. 34. Anécdota relatada por su cuñada Margarita Castaño a Adolfo León Gómez. «Noticia bio­ gráfica», en Rendón, op. cit., p. 23.

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Los pobres le hablan al presidente Abadía.

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mañana y lo llevaba, casi de las narices, al club. Allí él hacía los bocetos, y luego en su estudio, aquella buhardilla del Metropo­ litano, hacía la versión final. Experimentó en ellas con la pers­ pectiva. Captó el swing, cuando los golfistas mecen su palo con elegancia hacia atrás para golpear a la pelota. Se dio el lujo de cobrarles caro. Incluso, en octubre de 1920, les subió el precio a diez pesos cada una.35

Eusebio Umaña.

35. «Los 50 años del Country Club de Bogotá», 1967, pp. 32-33.

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Ulpiano A. de Valenzuela.

Manuel B. Santamaría.

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Eso no era nada comparado con lo que después alcanzó a ganar. Trabajó en forma simultánea para varios medios. Así, mientras estaba publicando en Cromos, la revista cultural Sábado de Medellín le abrió las puertas con gran generosidad. El 7 de mayo de 1921 él fue la figura de portada de su número inau­ gural, con un autorretrato que les envió. Entonces Luis Eduar­ do Nieto Caballero, el prolífico «Lenc», escribió de él: «Por un proceso de eliminación que supone una observación atenta e intuición psicológica que rara vez le falla, ha llegado a retratar a un individuo con cuatro líneas. Es sobrio pero profundo». Ilus­ tró una crónica de Tejada con una caricatura del cronista y pu­ blicó sus retratos y caricaturas en varias tapas de la revista o en páginas interiores.

Luis Tejada.

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Publicaba simultáneamente en Cromos y en la revista Universidad de Germán Arciniegas, en sus dos épocas. Arciniegas, que era «un mecenas fabuloso, aunque sin caja fuerte, le pagaba cinco pesos por caricatura para ilustrar la cubierta de la revista». Aunque él lo habría hecho gratis, por lo mucho que la quería.36

El logo de los cigarrillos Pielroja que creó Rendón ha perdurado casi idéntico por más de 70 años.

36. Arciniegas, op. cit., p. 49.

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El dibujo publicitario le rentaba más. Para la Compañía Colombiana de Tabaco diseñó el indio pielroja de los cigarri­ llos. La empresa que producía el Tricófero de Barry para el ca­ bello, y la bebida gaseosa Popular de Posada Tobón también fueron sus clientes. Cuando, en 1922, su amigo el embajador Samuel H. Piles le dijo que le había conseguido trabajo en el prestigioso The New York Times, él se quedó callado unos minutos y luego le respondió: —Le agradezco en el alma sus gestiones a favor mío, pero le digo francamente que no puedo aceptar. —¿Cómo que no, si le ofrecen mil dólares al mes? Una opor­ tunidad como ésta no se le presentará nunca más en la vida. —Lo que usted dice, Mr. Piles, es cierto, pero pierdo plata. —¡Imposible! —Las cuentas son claras. The New York Times me ofrece mil dólares mensuales, que hoy son unos 1.500 pesos colombianos. Yo gano aquí unos trescientos pesos mensuales, más 1.500 pe­ sos que pagaría con mucho gusto por no vivir en Estados Uni­ dos, son 1.800. Pierdo trescientos.37 En el curubito de su carrera llegó a ganar más. El Tiempo le pagaba cuarenta pesos por caricatura, fuese publicada o no. En­ tregaba una casi todos los días. Además recibía algún dinero por la ilustración de libros y por la publicidad. Se ponía más de mil pesos al mes, el doble de un congresista de la época, casi lo mis­ mo que el Presidente, cuyo sueldo era de 1.500 pesos.38 Tampoco aceptó ofertas posteriores, como la de Caras y Caretas, de Buenos Aires. ¿Para qué se iba a ir? Vivía tan sa­ broso.39 Pudo por fin irse de la buhardilla del Metropolitano. Se trajo a sus padres de Medellín y alquiló una casa grande, llama­ da La Gioconda, en la calle 18 con carrera Quinta, en el centro de Bogotá. Se quedaba en su cama leyendo y dibujando hasta 37. Adel López Gómez (1954), «Ricardo Rendón en cifras», en Rendón, op. cit., pp. 45-46.

38. Federico Rivas Aldana («Fraylejón»), en Lecturas Dominicales de El Tiempo, octubre 28 de 1956. 39. «Ayer a las 6 y 20…», El Tiempo, op. cit., p. 12.

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tarde en la mañana. Tomaba algo de té y, si acaso, una fruta.40 Luego salía a algún café, el Riviere, lo más probable, en los ba­ jos de El Tiempo.41 Allí podía encontrarse con Jaime Barrera, el único que tomaba trago desde la mañana, como él. O con Ar­ mando Solano, el periodista que creía en la misión revoluciona­ ria del escritor. También participaban en las tertulias Jorge Elié­ cer Gaitán, con su carcajada sonora; Augusto Ramírez Moreno y Silvio Villegas, los «Leopardos» conservadores que tanto cari­ caturizó, y Jorge Regueros Peralta. A veces, Alberto Lleras y los poetas Eduardo Carranza y Luis Vidales.42 Últimamente había comenzado a dar clases en la Escuela de Bellas Artes. Se en­ contraba con su maestro Francisco Cano, al que quería tanto. El afamado pintor había dicho en una entrevista que él, apenas un caricaturista, era «un maestro de la composición que haría ho­ nor a cualquier escuela de bellas artes, que era lo mejor que ha­ bía habido en todo los tiempos». Pero también dijo que a Ren­

Francisco Antonio Cano dibujado por su alumno Rendón. 40. Ávila, op. cit., p. 22. 41. José Mar, «Recuerdos del gran caricaturista», El Espectador, diciembre 6 de 1960 (reprodu­ cido en Testimonios de su asombro, op. cit., pp. 39-40). 42. Testimonio de Jorge Regueros Peralta a Arturo Alape (op. cit.).

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Carátula de la primera edición del libro de crónicas de Tejada diseñada por Rendón, 1924.

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dón lo único que le hacía falta era que «se le acabe la modestia, porque con esa suya no va ninguna parte».43 No le gustaba hablar de su obra. Le molestaba. No sabía bien cómo le salían las caricaturas. «Veo el mundo en diagonal», le dijo a su amigo Jaime Barrera Parra.44 Pensaba en geometría. Alguna vez le había explicado la idea a Luis Tejada: La materia, al transformarse en espíritu, adopta cua­ tro aspectos geométricos, cada uno más espiritual que el anterior, y que son, en su orden ascendente: el án­ gulo, el círculo, la espiral y la línea recta. El ángulo es lo más primitivo, lo común, lo primero que traza un niño en una pizarra. El círculo es el principio de la purificación, la materia en movimiento. Y cuando el círculo quiere subir, ascender, ahí está la espiral. Su nombre dulce y ligero dice algo de lo que hay en ella de aéreo. El corazón de un hombre es una espiral, pe­ ro al revés, pero si el corazón tuviera su vértice hacia arriba, como todas la espirales, estoy seguro de que el hombre sería siempre bueno. La línea recta es la espi­ ral que se endereza por completo; es el límite entre la materia y el infinito; es la espiritualidad absoluta.45

Los rostros de sus personajes los llevaba en la cabeza. Rara vez tomaba apuntes cuando los veía. Y los temas le venían de cual­ quier lado. Un comentario en el café, un rostro, un gesto en la calle. Sin horario fijo. En realidad eran los mismos protagonis­ tas los que hacían sus caricaturas. Así le había respondido a Ba­ yona Posada cuando éste le preguntó: 43. «¿Y Rendón?», en Notas artísticas de Francisco A. Cano (entrevista, 1925), Colección Breve, núm. 3, Seduca, 1987 (Testimonios de su asombro, op. cit., p. 52). 44. Jaime Barrera Parra, «Despedida a Rendón», Lecturas Dominicales de El Tiempo, octubre de 1931. 45. Fragmentos de lo que dijo Tejada que le había dicho Rendón. Luis Tejada, en Cromos, núm. 315, Bogotá, julio de 1922, pp. 11-13.

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Rendón en el café, Cromos, 1922.

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—¿Cómo se hace una caricatura, maestro? —No las hace el dibujante sino que se las hacen las vícti­ mas. Pregúnteles a ellas. —No me lo dirán, seguramente… —Y sería una lástima. Porque lo esencial de la caricatura no es el dibujante sino el modelo. Basta parar en una esquina, mi­ rar a los que pasan, y… —Tomar el lápiz… —No. Alguien dijo que los versos más bellos no fueron es­ critos jamás. Mejores que todos los álbumes de caricaturas son las que suelen verse por las calles. Caricaturas inéditas. —Pero aquéllas no son de Rendón. ¿Cómo rendonizarlas? —Yo las hago… y no sé cómo.46 La noche era su aliada para hacer sus dibujos más inspira­ dos. Se iba al café, después de dejar su caricatura en la redacción del diario. Sus lápices en la mano, su papel en el hondo bolsillo de su gabán. Se sentaba a charlar con los amigos. Iba retrayén­ dose de la charla, ausentándose, mirando sin verlos. Retratando en su mente las caricaturas de lo que conversaban. Por horas no participaba de la conversación. Y, cuando menos pensaba, ya se habían ido todos. O era él quien se había fugado, a deambular, a buscar un lugar más solo, una taberna, un cafetín. Y ahí queda­ ba la caricatura.47 La aurora llegaba. En su mesa, varios bocetos. Los ceniceros llenos. Las copas vacías. En esos días bebía bastante, pero no se le disipaba cierta pesadumbre que llevaba encima desde siempre. No podía pasar sin tomar un solo día. Gastaba quién sabe cuánto, y don Fabio Restrepo, el gerente de El Tiempo, ya le había dado varios ade­ lantos. Una noche iba con Alberto Lleras, Jorge Regueros y Jai­ me Barrera, sus amigos, a tomarse unos tragos en El Príncipe, ese cafetín a donde tanto iba a beber aguardiente. A mediano­ che se les acabó el crédito y tuvieron que salir a buscar otro lu­ 46. Bayona Posada, op. cit. 47. Ibid.

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Por esos días Rendón bebía bastante, pero no se le disipaba cierta pesadumbre…

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gar. «Iba perseguido por el ansia alcohólica, con los ojos cerra­ dos. Entonces vino la ocurrencia: ¡Y pensar que hay un lago de Ginebra!».48 Tenía sus amigas. Sixta Tulia Arias, propietaria de un gra­ nero-café en el barrio de San Agustín, y aquella morena atrac­ tiva con la que se encontraba en el Parque de la Independen­ cia, que después resultó novia también de su amigo Fraylejón.49 La más cercana era Rita Jaimes, su paño de lágrimas. En su bar vendían la temida «pita», esa especie de chicha fermentada. Ella le decía «Ricardón». Y él le dedicaba sonetos de medianoche en servilletas que ella guardaba como tesoros: Santa Rita, santa Rita, de imposibles abogada, haceme esta pendejada: que Rendón no tome ron y Rita no tome pita. 50

La política le había dejado el alma más seca que el aguardiente. Era cierto que los conservadores por fin habían caído; y cuánto lo celebró. Pero ya tenía adentro una amargura, pues algo le de­ cía que, con la llegada del liberal Enrique Olaya Herrera, las co­ sas no iban a cambiar todo lo que él esperaba. En sus «monos» del momento así lo sugirió con sutileza. Lo escribió, incluso. En septiembre del 31 le dijo en una carta a su amigo de infancia Salvador Mesa Nicholls: El gran error del país y del Partido Liberal fue la elección de Olaya Herrera como Presidente. Aleja­ 48. Ibid. 49. «Fraylejón», op. cit.

50. La cercanía de Rendón con Rita Jaimes está documentada tanto por Jairo Tobón, que la entrevistó, como por Adolfo León Gómez, quien dice que Rita «solía exhibir pruebas de su co­ rrespondencia con Rendón» («Noticia biográfica», op. cit.).

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do, elevado en su ego, no tiene la acuciosidad nece­ saria como gobernante. Permaneció arrodillado ante los Estados Unidos en acciones sin importancia. He sostenido que, si se hubiera elegido a Alfonso López, Colombia, en pocos meses, habría salido de su caos o, al menos, habría iniciado el camino hacia la redención social que necesita […] López sí es conductor, y así lo dije en mi reciente caricatura sobre su nombramiento en la legación de Londres, donde yo opino que es aquí y no allá donde se necesita. El mismo López, en un rápido encuentro que tuvimos en la redacción de El Tiempo hace poco, me agradeció ese mono mío, que es a la vez crítica a lo que está haciendo y no debe hacer el Presidente.51

(Colombia a López Pumarejo.)

51. La carta es citada por Jairo Tobón Villegas en un escrito suyo inédito que me autorizó a citar.

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Sentía que en El Tiempo les desagradaban sus críticas a Olaya Herrera. Se las «colgaban» con mayor frecuencia. Sí. Le publi­ caron unas duras, pero él mismo no encontraba su lugar en el diario liberal, antes tan cómodo.52

52. Alfredo Iriarte, Muertes Legendarias, Bogotá, Intermedio editores, 1996, cap. xii, pp. 177-195.

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Por esos días lúgubres fue cuando le volvió la sensación tre­ menda que había tenido en el 25, después de la pesadilla del es­ queleto. Al despertar sintió que ese esqueleto se le había que­ dado por dentro. Le contó a Luis Eduardo Nieto Caballero, su amigo y tantas veces su víctima de caricaturas. «Lenc» publicó una nota sobre ello en El Diario Nacional. A mediados de octu­ bre buscó con vehemencia a Lenc para que le mostrara esa vieja nota, a ver si lo reconfortaba algo leer sobre el mal sueño.53 La calavera también se metió en sus caricaturas casi en for­ ma repetitiva: para pintar a la justicia, a los pobres, a los con­ servadores; para lamentar la tristeza de un país en el que el gobierno masacraba, como en las bananeras, y donde los revo­ lucionarios quieren matar más con bombas; para pintar a Gui­ llermo Valencia, poeta y candidato conservador derrotado, au­ tor de las ideas sobre la pena de muerte… Se le habían cerrado los caminos. La política lo dejaba des­ ilusionado. La vida nocturna, exhausto. La amargura del viejo amor perdido, de luto. Su lápiz certero se sentía «sin tiempo», como le dijo en doble sentido, con sorna triste, a un amigo que le preguntó por qué estaba publicando tan poco. Resolvió en­ tonces fugarse por «el método directo —como decía su amigo León—: el suicidio personal de uno mismo». Consiguió la pis­ tola y se fue ese 28 de octubre a La Gran Vía a pegarse un tiro.

53. Miguel Escobar Calle, «Ricardo Rendón: el humor hecho sátira», Credencial Historia, núm. 53, 1994.

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xvii.

El maestro Ricardo Rendón había dejado de existir. Seis y vein­ te minutos de la tarde. Los amigos, alrededor. César Uribe, Ma­ toño Arboleda, Arturo Regueros. Déjennos solos para vestirlo. Traslado a la casa de Uribe. Velación toda la noche. Cámara ar­ diente. Un rosario de gente: intelectuales, aristócratas, taber­ neras, barrenderos, artistas. J. J. Restrepo Rivera se inspiraría luego: Luis Tejada, Luis Tejada, ¡hoy Rendón se nos ha muerto! Se nos fugó de la vida en salto funambulesco, entre un viento de tragedia, con un callar de misterio. Y hay en Bogotá una angustia y un estupor… El invierno parece que está llorando la partida del bohemio…

Sus víctimas lo lloraban. El Presidente, el gobernador, el Cabil­ do, la Cámara de Representantes dictaron decretos. Enaltece­ mos su memoria. ¡Cómo se hubiera reído Rendón de verlos ha­ ciendo fila en su velorio! La última caricatura. Uribe, Jorge Eliécer Gaitán, Lenc. Todo listo. Entierro a las cuatro de la tarde. Funerales en la iglesia del Hospicio. De ahí al cementerio. Telegrama de Eduardo Santos: París, octubre 28 –Consternado con la inexplicable muerte de Rendón, a quien profesé tanta admiración como cariño, y cuya desaparición es para la Patria y para El Tiempo una pérdida irreparable. Háganle Capilla Ardiente en Salón de Recepción y ofréndenle el homenaje a que el Maestro es acree­ dor, haciéndose cargo de los funerales y asegurando el porvenir de su desolada familia.54 54. «Ayer a las 6 y 20…», op. cit., primera página.

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Don Ricardo y doña Julia se resisten. No quieren dejarlo partir. Los separan a la fuerza. Su corazón, roto. Sale el cortejo. Para­ da en la iglesia del Hospicio. Murmullos. No puede entrar. Es un suicida. No hay perdón para Rendón.55 El ataúd en hom­ bros: Uribe Piedrahíta, Gaitán, Lenc, Regueros, Pierre Yaro­ min, Eduardo Zalamea Borda, León de Greiff. Hasta la fosa. Los discursos. José Mar, por sus amigos. Alberto Lleras, por El Tiempo: 55. «Hace 50 años murió en Bogotá», op. cit., p. 5.

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Mientras Chaplin vague por debajo de la luces de la ciudad, mientras Rendón ausculte el misterio de la subconciencia ciudadana y saque de entre sus pícaros y miserables la certeza del bien y el mal de los actos humanos, podéis estar tranquilos, porque el órgano universal no podrá descuajarse, el orden y el ritmo arruinarse y vencerse, ni venir nada peor de lo que hay ya sobre la tierra.56

Bajó el cajón. A los 37 años, Rendón pasó a la leyenda. xviii.

Desde ese 28 de octubre de 1931, en cada aniversario de su muerte, en cada celebración de su nacimiento —el 11 de ju­ nio de 1894—, hasta 1994, su centenario, se publicaron remem­ branzas, poesías, elegías, opiniones, discursos y biografías de Ri­ cardo Rendón. Kilómetros de adjetivos tratando de descifrar sus silencios, su lejanía, el enorme mundo interior que intuían, la razón de su muerte, su legado. Quizás no hubiera intrigado tanto si se hubiera muerto de viejo y la sociedad que lo gozó lo hubiera olvidado en vida. El mito quedó intacto. El suicidio lo congeló perfecto, en pleno vuelo, con su lápiz más afilado que nunca.

56. Alberto Lleras, «Discurso en la tumba de Rendón», El Tiempo, octubre 28 de 1931. Nota: Las caricaturas de Rendón incluidas en este capítulo han sido tomadas de publicacio­ nes diversas sobre el autor; del archivo personal de Jairo Tobón Villegas; del libro Ricardo Rendón, una fuente para la opinión pública de Germán Colmenares, Fondo Cultural Cafetero, 1984; de los dos tomos del álbum de Rendón publicados por la Editorial de Cromos, 1930, y del libro Rendón del Banco Comercial Antioqueño. También se han rescatado caricaturas de Rendón publicadas en El Tiempo, El Espectador, Panida, Avanti, Cromos y La República.

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Autorretratos

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Las batallas de Klim

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Una rara y feliz intuición del fiero adelantado Ji­ ménez de Quesada, lo impulsó a fundar a Santa Fe de Bogotá justamente trescientos setenta y cinco años antes de que tuviera lugar la gentil ocurrencia de mi nacimiento. Nací en un día desapacible y frío como todos los que forman el acervo de la historia munici­ pal de la ciudad. […] mi nodriza, una mujer austera, rubicunda y lacónica, después de observarme minu­ ciosa y pormenorizadamente, exclamó un día: «Es in­ dudable que el angelito es feo, pero no se puede negar que tiene un garabato».

E

l garabato de Lucas Caballero Calderón, más conocido por su seudónimo de Klim, nacido en Bogotá el 6 de agosto de 1913, fue el humor. Quizás le fue innato porque desde niño todo lo hurgaba y desbarataba, despojándolo de cualquier so­lemnidad, como alguna vez escribió su hermano Eduardo; o como él mismo lo dijo: veía el mundo como un daltónico, en su sentido ridículo. El talento literario lo sacó de una herencia familiar de escritores; lo absorbió en su infancia en la legendaria biblioteca de su tío abuelo Lucas Caballero Echavarría y en las sobremesas ilustradas de su casa. . «El cumpleaños de Bogotá y el mío, 2 de agosto de 1937», en Klim, 45 años de humor, Bogotá, El Áncora, 1983, pp. 15-16. . Aunque quedan pocos testigos que hayan conocido, querido o sufrido a Klim en per­sona, él dejó gran parte de su vida relatada por su divertida pluma. Este perfil estará construido sobre todo con sus propios textos, a riesgo de que la historia real quede sesgada por sus exageraciones e invenciones. También he dibujado este retrato de Klim con las entrevistas que dio a un puñado de reporteros en diferentes momentos de su vida, con los ensayos que han escrito sobre el otros maestros del periodismo —entre ellos, su hermano Eduardo, Daniel Samper Pizano, el caricaturista Héctor Osuna, Alfredo Iriarte y Alejandro Vallejo— y con los testimonios de quienes tuvieron la suerte de conocerlo de cerca, principalmente de su hijo Lucas.

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Su papá era el general santandereano Lucas Caballero Ba­ rre­ra, liberal acérrimo, jefe de Estado Mayor del general Benjamín Herrera en la guerra de los Mil Días y arquitecto del acuerdo fir­mado a bordo del vapor «Wisconsin» en 1902, que puso fin a ese conflicto armado. En tiempos de paz, el general fue ministro de Hacienda, senador, embajador y, junto con sus hermanos, empresario idealista. Su mamá, María del Carmen Calderón, nie­ta de un famoso gobernador de Boyacá de mediados del siglo xix, era de otra familia cultivada. Su padre, Arístides, también había sido gobernador del Estado Soberano de Boyacá a mediados del siglo xix.

La primera edición de Figuras Políticas de Colombia fue ilustrada por el caricaturista Rivero Gil.

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Alejandro Vallejo escribió en el prólogo de Figuras Políticas de Colombia, el primer libro del humorista: En aquel organismo del general Caballero, ya esta­ ba una parte de Klim. Era una celulilla, o menos que eso, era un cromosoma, por allá encaramado sobre la horqueta de un tejido, haciendo ya travesuras en el or­ ganismo paterno, alborotando la sangre del guerrero y mirando muy espabilado, con mirada muy maliciosa, que tiene que ser la de un cromosoma, lo que a su alrededor estaba pasando […] Klim es, pues, casi un veterano liberal.

Cuando escribió estas palabras, Vallejo lo conocía bien, pues en su boletín Comandos, Caballero Calderón había escrito, a varias manos con otros escritores de la época, el relato de novela ne­gra publicado por entregas El misterio del cuarto 215 o la pasajera del Hotel Granada. No sólo tenía Caballero el espíritu liberal y guerrero de su padre sino que también heredó uno de sus oficios, pues el general también fue periodista en tiempos de paz. Escribió un relato de lo que vivió en la guerra de los Mil Días, donde, al decir de Va­llejo, tuvo que «guerrear con los conservadores y con el genio del general Herrera, que era uno de los viejos más difíciles de manejar». Cuando Klim, siendo un niño, conoció al general Herrera, sufrió una desilusión. Lo vio por primera vez cuando el legenda­ rio general entró al vagón donde viajaba con su papá de Bogotá a Girardot, y su figura nada tenía que ver con la que había construido en su imaginación. «Se había imaginado a Herrera como una especie de coloso mitológico que fulminaba a los enemigos y atemorizaba a los amigos —le contó al cronista Alfredo Iriarte—. Grande fue su sorpresa cuando se encontró . Alejandro Vallejo, «Prólogo», en Figuras Políticas de Colombia, Bogotá, Kelly, 1945, p. 21. . Maryluz Vallejo Mejía, A plomo herido: una crónica del periodismo en Colombia (1880-1980), Bogotá, Planeta, 2006, p. 128. . Ibid.

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ante un viejecillo afable, de corta estatura, que luego de saludarlo con ex­tremo cariño le regaló una talega de mandarinas». Klim le contó a Iriarte que cuando Herrera se agravó en su cuarto del Hotel Franklin en el centro de Bogotá, llamaron al Oso Rivas, en cuyo ojo clínico confiaban los médicos bogotanos, aunque no se había graduado en medicina. El Oso encontró una botella de coñac en la habitación del viejo caudillo y se la bebió. Luego metió la cabeza entre las cobijas de Herrera, la sacó y sa­lió a dar su parte médico: «El general tiene pecueca. Una pe­cueca le­ tal. Cuando le llegue al corazón, lo mata». Herrera murió a los pocos días. Klim creció con estas historias de veteranos de la guerra de los Mil Días, y varios de ellos, que eran amigos de su padre, fre­cuentaban su casa. Recuerda un día de especial conmoción cuan­ do era muy chico: Yo recuerdo que la inauguración del baño america­no fue muy solemne. Había más generales que en Palonegro. Y gente del gobierno. El lavamanos y la tina, de funcionamiento tan obvio, comprometieron su entera admiración. […] El water requería una expli­ cación más detallada. El General señaló hacia arriba y dijo: —Éste es el tanque de agua, que, como ustedes ven, está unido por este tubo que baja pegado a la pa­red al dispositivo principal. Es decir, a la taza. La taza, aquí abajo, es descapotable. ¡Lucas, muchacho, levanta la tapa! Yo la levanté y un ¡oh! de admiración se escapó de todos los pechos. Los próceres no habían captado bien por dónde era la cosa. Ahora sí. Uno de ellos se interesó por la función del bizcocho. Y el General le expli­có que, por ser el bizcocho de un diámetro menor, reducía la boca de la taza, impidiendo que el usuario cayera en ella y… . Alfredo Iriarte, «Anticipo autobiográfico de Klim», Consigna, núm. 48, octubre 30 de 1979, p. 21.

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—¡Entiendo! —interrumpió con una sonrisa de inteligencia el coronel Eudoro Pedroza, más conoci­ do por su nombre El Rayo de las Batallas—. Eso im­­ pide que se le moje a uno el cuaderno. ¡Los extran­ jeros están en todo!

Ese día, después de que todos se fueron, el conservador Pe­dro Nel Ospina, quien, a pesar de haber sido adversario de su pa­dre en la guerra, se había vuelto un buen amigo, se quedó a bañarse en la tina. Esto debió ocurrir antes de que Ospina fuera presidente en 1922. Klim recuerda que cada vez que llegaba a su casa «había que abrir de par en par todas las puertas para que le pasaran los bigotes». Y fueron dos generales quienes le explicaron a Lucas, cuando era un adolescente, cómo nacen los niños. Había ido con su padre y con el general Celso Rodríguez, quien le regalaba cinco centavos por decir palabrotas contra el general Uribe Uribe, a veranear al hotel de moda de la época, La Esperanza, que quedaba en el camino del ferrocarril a Girardot. Ese día, Lucas había visto a Ritica Ramos semidesnuda cuando el chingue se le subió mientras nadaba en la alberca del hotel y, emocionado, había ido a contarles a los generales. Éstos, en castigo, lo dejaron sin helado, pero en la noche resolvieron que era hora de contarle el misterio de la vida. Con una delicadeza nada común en dos Generales de la Revolución, me relataron todo lo referente a la reproducción de las flores. —¡Verás! —me dijeron—. Ella se consuma cuan­do una abeja que ha estado posada en el estambre u ór­ gano masculino de una flor, vuela al pistilo u órga­no femenino de otra flor y deja allí el polen que lleva adherido al cuerpo. . Yo Lucas, joven Caballero. 10 en historia, 0 en imaginación, Bogotá, Pluma, 1979, pp. 258-259.

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—Entonces la flor —comentó, con su agradable vozarrón, caro Celso— queda de hecho fecundada. Y un proceso semejante se cumple en el género huma­ no. ¡De ahí, chino, las diferencias entre la señorita Ra­ mos y nosotros! —¿Eso quiere decir —les pregunté yo— que, pa­ ra que la reproducción entre hombre y mujer se cumpla, una abeja se les tiene que parar precisamente ahí? Entonces no me caso. El General, mi padre, y caro Celso estaban de una pieza, y caro Celso, en voz baja, para que yo no lo oye­ ra, murmuró: —¡Lucas, mijo, harto te dije que no nos metiéra­ mos en vainas! ¡Este chino nos jodió! Pero los dos, que para algo eran Generales, volvieron valerosamente a la carga.

Los generales jugaron un papel muy importante en la infancia de Lucas, porque su mamá, María del Carmen, murió cuan­do él apenas tenía once años. Medio siglo después, en sus memorias presuntamente amnésicas, la retrata de cuerpo y alma, sin olvidar detalle y, de paso, esboza su propio carácter y la huella que dejaron sus padres en él: Si algo no le perdono al Señor es habérsela llevado siendo yo muy niño. La recuerdo como una mujer ex­ cepcional que parecía amasada con un material más noble que el barro humilde del cual, según la tra­di­ ción, todos estamos hechos. Era alta y esbelta y en su porte se repetía la elegancia de las palmeras… Lo más bello, sin embargo, eran sus ojos, unos ojos claros, dulces, melancólicos, que sabían descubrir el lado bueno que duerme en el fondo de todos los seres y de todas las cosas y en los cuales yo aprendí a leer, antes que en las páginas ingenuas del catecismo, todo . Ibid., pp. 263-264.

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lo que hay de emoción y de grandeza en la doctrina cristiana. Yo he llevado a ratos una existencia bohemia y no he sido ajeno ni a la atracción de las mujeres ni a la alegría del vino, pero en lo fundamental me he mantenido recto. No he faltado a la verdad, he practicado la honradez y he sido fiel a mis ideas, a la tierra que me vio nacer y a los míos. Ésa ha sido mi carta de vida hasta hoy, y si algo bueno hay en ella, yo creo que es apenas un pálido destello de la claridad espiritual que derramaron en mi corazón María del Carmen y el general, mi padre, a su paso por la tierra.

A su papá, que se lo aguantó en su insoportable adolescen­cia, siempre lo llamó General, «por antítesis, porque siempre fue un ardiente civilista y consideró su destacada participación en la guerra de los Mil Días como una simple obligación del pa­triotismo».10 Una hermana de su padre que nunca se casó, Mag­­­ dalena Caballero, hizo las veces de mamá de Lucas y de su hermano Eduardo. Ella se convirtió en el personaje de la tía Magolita de varios de los relatos de Klim, desde los más senti­dos hasta los más jocosos. Ella «resolvió tomar bajo su exclusi­va responsabilidad la salvación eterna de todos los pecadores que el Se­ ñor había puesto en su familia». Rezaba por ellos en la iglesia de La Candelaria, acompañada de Lola Holguín, «un sujeto horrible, con pinta de sacerdote», como le dijo Lucas a la tía cuando la conoció. Magolita le daba las quejas al general cuando Lucas llegaba en la madrugada después de una parranda, pero lo consintió hasta que fue mayor. Como cuando años des­pués, éste se resbaló y tuvo una fractura grave en el brazo, y ella lo cuidó con esmero. A Magolita, que tenía una nariz como la de su hermano Ju­ lio, «como hecha a la carrera», no le gustaba salir de frente en los retratos, sólo de perfil. Con esa pequeña debilidad de su tía en mente, Klim escribió un conmovedor obituario en su honor: . Memorias, p. 78. 10. Ibid., p. 87.

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El día en que la tía Magolita murió, yo sentí que con ella se había roto uno de esos lazos impalpables que con tanta fuerza nos atan a la vida y que en mi cora­ zón se había hecho ese vacío triste y opresivo que se respira en las casas en donde se acaba de practicar un desahucio. Yo creo que si hay cielo, la tía Magolita ocupa en él un lugar de privilegio y que su espíritu vue­ la ahora por los espacios infinitos, libre ya de los mareos que en esta vida le producía el avión, bajo la mirada dulce y complacida de Dios. El cielo de la tía Magolita, claro está, debe ser un cielo en donde los fotógrafos, si los hay, sólo retratan a las almas buenas de perfil.11

La otra herencia de Klim, que lo acompañó a lo largo de su vi­da, fueron las secuelas de una batalla pacífica que emprendió su padre en 1908. Quiso sacar adelante una empresa de desarrollo industrial, pionera en el país, en los terrenos de las haciendas familiares en San José de Suaita, Santander, un pueblo que habían fundado su abuelo César y su tío abuelo Lucas. Después de haber sido ministro de Hacienda del general Ra­ fael Reyes, su padre Lucas ideó, con sus tíos Alfredo y Julio, un complejo industrial, bajo la firma Sociedad Caballero Hermanos, con más idealismo que experiencia. Querían impulsar la modernidad y «fomentar la potencialidades agrícolas de toda una región».12 Como en la zona se cultivaban el cacao, la ca­ña de azúcar y el algodón, los hermanos montaron pequeñas industrias para procesar estos productos: una chocolatería, un in­ genio azucarero y una destilería de licores. Para darle un impulso a su emprendimiento, y poner a funcionar también una fábrica de textiles y un molino de harina, pi­­ dieron prestados un millón de pesos de la época a una firma de banqueros franco-belgas, según dijo Klim en sus memorias. Con 11. Ibid., p. 115. 12. Pierre Raymond, Historia del proyecto agroindustrial de San José de Suaita (libro en proyecto).

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esos dineros trajeron las máquinas, pero, ante la falta de caminos, muchas de ellas quedaron inservibles en el viaje. El general volvió a Europa y pidió un préstamo adicional para reponer los equipos perdidos. Los banqueros se lo aprobaron, pero a condición de que sus representantes en Colombia, y no los Ca­ballero, manejaran las fábricas. La nueva empresa se llamó entonces Sociedad Industrial Franco-Belga. En 1912, cuando Klim aún no nacía, arrancaron la textilera y el molino, pero con la mala suerte de que la representación en Colombia se la dieron al barón Cristian du Riveau; según Klim, un «hombre cíni­co, encantador y mujeriego, que derrochaba el dinero de San Jo­sé a manos llenas y que había convertido la vieja casa de los Caballeros, remodelada por él, en un elegante refugio para sus bacanales».13 A este ritmo de gastos, el barón informaba a los ban­ queros europeos que lo producido por las fábricas no les dejaba ninguna utilidad ni, menos aún, alcanzaba para amortizar las deudas de los Caballero. El barón cerró la chocolatería, el molino y la destilería, y sólo quedó funcionando la fábrica de hilazas y tejidos, que, para 1916, representaba aproximadamente el diez por ciento de la capacidad textil instalada en Colombia. Esta situación se mantuvo por muchos años, y sólo cuando el general pudo pedir, veinte años después, revisión de los libros, encontró que el barón los había echado al río. La cosa se convirtió en un largo pleito judicial que finalmente se resolvió a comienzos de los cuarenta, en un arbitraje que dejó la mitad de las acciones para los Caballero y la mitad para los banqueros europeos y sus representantes. El general no alcanzó, sin embargo, a regresar a San Jo­sé. «La muerte se lo llevó sin permitirle volver a ver el escenario donde transcurrió su niñez y del que nunca estuvo ausente su es­ peranza», escribió después su hijo Lucas. El barón Du Riveau hizo su socio al joven abogado Alfonso López Michelsen, hijo de Alfonso López Pumarejo, quien fue elegido presidente de Colombia en 1934. Por las acciones em13. Memorias. Aquí Klim relata su versión más completa del pleito de San José de Suai­­ta (pp. 89-92), aunque se va a referir a éste en diversos escritos a lo largo de su vida.

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prendidas a favor de la causa de los banqueros extranjeros, López Michelsen recibió acciones de la sociedad y se convirtió en apoderado del pleito contra la familia Caballero. Según Klim, «su socio, el barón, en una carta confidencial a los banqueros franceses, les decía que había que reconocerle a él una considerable cantidad de acciones por sus invaluables servicios». Fue paradójico, porque López se casó luego con una hija de Julio, hermano del general Caballero y fundador de las empresas. Años después, López Michelsen terminó con el control de la Fá­brica de Hilazas y Tejidos de San José, que, luego de huelgas prolongadas y otros problemas financieros, cerró en 1980. San José de Suaita, por una sucia paradoja de la vida, es­ tá hoy en manos del joven estudioso que tenía su oficina de negocios con el barón Du Riveau. Yo, aunque todavía conservo unas acciones de la empresa como un recuerdo sentimental de mi padre, el general, tampoco he vuelto. Hoy me explico, con mayor claridad que nunca, por qué no qui­so el general Charles de Gaulle regresar a Francia, su patria, cuando los nazis la tenían ocupada.

La herida que dejó en la familia Caballero esta historia fue tan honda que cuando Klim escribió estas palabras en 1981, unos meses antes de morir, aún le dolía. Es probable que ayuda­ra a abrirla el hecho de que en esos momentos se estuviera fraguan­ do la candidatura a la reelección presidencial de López Mi­ chelsen por el Partido Liberal. La segunda esperanza Para entonces, el enfrentamiento entre Lucas Caballero Calde­ rón y Alfonso López Michelsen había dejado de ser un mero asunto de familia. Klim fue la conciencia moral del gobierno de López, y sus ironías diarias continuaron hasta que éste terminó su mandato en 1978, al decir de Daniel Samper Pizano, «en forma melancólica y con bastante desprestigio». Sin embargo, tres

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años después, el ex Presidente estaba a punto de ser escogido como el candidato del liberalismo para repetir mandato. Klim se opuso hasta el final y ridiculizó el intento como «la segunda esperanza». «Por desgracia, la salud del más importante columnista colombiano, que había sufrido varias recaídas en los últimos años, le tendió la última zancadilla [y él falleció] un mes antes de que la convención de políticos liberales eligiera a López como su candidato presidencial», escribió Samper en el epílogo de La segunda esperanza, una recopilación póstuma de los mejores artículos de Klim desde la primera candidatura de López, en 1973, hasta esta última, en 1981. Klim vio que la convención liberal iba a escoger a López Mi­ chelsen, que Alberto Lleras se iba a doblegar ante esa decisión y que, por eso mismo, el Partido Conservador iba a ganar las elecciones. Lo que escribió ese 8 de junio, a un mes largo de morir, resultó profético:

Alberto Lleras por Rivero Gil en Figuras Políticas de Colombia.

En ese momento uno de los dos miembros de la Dirección Liberal Nacional, Alberto Lleras, siempre con sus ideas de veras iluminantes, dará la fórmula salomónica para designar al candidato único del parti-

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do. Los aspirantes, tomados de la mano, formarán un círculo, en medio del cual el señor presidente de la Con­vención, con los ojos vendados, irá diciendo las ju­guetonas palabras que todos hemos pronunciado al­ guna vez en la niñez: «Tin marín de dopingüé, cúcu­ ru mácara, títiri fue». Alberto Lleras explicará entonces, con su sonrisa de órgano Thomas, «el único que trae locuciones latinas incorporadas», que el favorecido será aquel de los candidatos a quien corresponda la partícula fue. Todos los liberales aplaudirán, como ocurre siempre que Alberto Lleras propone una de sus sabias majaderías. […] Yo quiero creer, en aras de la disciplina liberal, que la actual Dirección Nacional ha adelantado una labor extraordinaria. En cambio, cuando me pongo a analizar esa labor por sus resultados, llego a la conclusión melancólica de que nunca en su historia había estado el partido liberal peor dirigido que ahora. […] El partido liberal marcha, pues, por sus pasos contados al desastre, y ni los conservadores, que aspiran a recuperar el poder, podrían manejarlo mejor, es decir peor, para alcanzar sus consabidos fines. […] El partido liberal está en el mismo caso del «Hombre nuclear» [serie de te­levisión cuyo protagonista murió en esos días], sin cabeza, y por carecer de ella va a un inexorable fraca­so electoral. Esto poco importa, sin embargo, ante el honor de estar dirigidos por dos ex presidentes, López Mi­chelsen y Alberto Lleras, censor éste del primero cuando Lleras era una cumbre moral de la República, y ahora, desde que abandonó la moral por el ciclismo, su triste encubridor y a ratos su botones.14 14. «El gran futuro del liberalismo, junio 5 de 1981», La segunda esperanza, Bogotá, El Áncora, 1982, pp. 217-219.

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Klim no le perdonaba a Lleras Camargo que respaldara a Ló­ pez en su intento de volver a la Presidencia. A López le siguió recriminando, hasta el final, que se hubiera quedado como socio principal de la fábrica con la que soñó su padre y hubiera intentado maniobras —para él indelicadas— con el fin de salvarla de la quiebra al comienzo de los ochenta. En la última columna de Klim sobre el tema, publicada el 19 de junio de 1981, se burló del unanimismo oficialista y denunció otra movida del ex Presidente para proteger sus intereses en San José: Este fin de semana fue más pródigo en discursos que los anteriores, y no es poco decir. Enciende usted la tv en el canal 7 y está Julio César [Turbay] hablando en defensa de su gobierno. Pasa al canal 9 y la Di­rección Nacional Liberal en pleno, es decir el Com­pañero Ló­ pez Michelsen, está defendiendo el su­yo. La única sa­ lida para el pobre televidente agobiado es saltar al canal 11 y sintonizar el instructivo espacio «Qué fácil es coser». En él por lo menos se entera usted de algo útil, verbigracia de cómo se enhebra una aguja. […] López Michelsen, en Bucaramanga, tampoco se manifestó parco en palabras. Habló en todas partes don­de encontró a más de dos santandereanos reunidos. «Está luchándose, dijo, para que se creen mayo­res empleos, se extiendan los servicios a los barrios mar­ ginados y no se cierren más fábricas». Lo primero no nos consta, pero en lo referente a no dejar cerrar más fábricas, sí conocemos un caso. El de la carta de intención para prestarle a San José de Suaita, una fábrica quebrada, hoy de propiedad de la familia Ló­pez, la suma de treinta millones de pesos figurando como deu­ dor el propio Ministerio de Trabajo.15 15. «Discursos en la cumbre, junio 19 de 1981», en ibid., pp. 223-224.

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El joven Lucas El humorista —escribió el literato Eduardo Caballe­ ro, hermano de Klim— me recuerda el cuento infantil del rey cuyo traje deslumbrante de sedas y oropeles sólo era visible por las gentes honradas. Al pasear por las calles y plazas, hinchado de vanidad y en medio de la aclamación de las gentes, un niño ingenuo, un ser que veía claro, sin prejuicios ni telarañas, exclamó: ¡Pero si el rey va completamente desnudo! Lucas es ese niño desde cuando constituía un dolor de cabeza para los profesores del Gimnasio Moderno.16

De esa tradicional institución bogotana donde cursaba bachillerato, que había sido fundada en 1914 por Agustín Nieto Ca­ ballero, un primo de su padre, lo expulsaron por un ensayo insolente que escribió cuando le pusieron la tarea de relatar la visita al colegio del profesor belga Ovidio Decrolly, una eminencia en pedagogía. En una de las cartas publicadas en El Espectador, bajo la firma Lukas, en los años cuarenta, y que luego fueron com­ piladas en el libro Epistolario de un joven pobre, Klim cuenta la anécdota: Mi admiración por el profesor Decrolly tenía enton­ ces el sello de los sentimientos irrevocables. Pero el vie­ jo lo echó todo a perder. Un buen día amaneció con sus maletas en Colombia. Era alto, nervioso, usaba ga­fas; unas monumentales barbas de pirata le ocul­taban el rostro, y por la vía múltiple y regular del ca­bello, que era muy abundante, se surtía de caspa las solapas. Una por una recorrió todas las dependencias del colegio. Pas mal… pas mal!, decía agarrándose con las manos la barba que emergía de entre ellas como un atado de cebollas. Al llegar a la despensa, el buen viejo, la faz iluminada por la alegría de un descubri16. Yo Lucas…, p. 193.

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Los hermanos Lucas y Eduardo Caballero Calderón en caricatura de Moreno Clavijo y en fotografía.

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miento, se lanzó con las manos abiertas sobre una pierna de cordero. C’est magnifique ça… absolument magni­fi­que, comentó, a tiempo que el jamón desaparecía en uno de sus abrigados e insondables bol­sillos.

Después de haber sido testigo de esta escena, Lucas escribió su tarea concluyendo que el profesor no había necesitado español porque «el apetito no tiene para manifestarse preferencias por ningún idioma determinado y [...] el doctor Decrolly lo que tiene por el momento es apetito».17 Lucas le echó la culpa de no saber francés, lo que le impidió conocer la sabiduría de Decrolly, a su profesor de este idioma en el Moderno, Felipe Lleras Camargo. Esas clases «fueron causa de innumerable desazones para el joven estudiante Caballero, quien, al llegar a Francia, se halló incomunicado, puesto que ni él lograba hacerse entender ni nadie le entendía una palabra», es­ cribió Alfredo Iriarte cuarenta años después. En cambio recordó al profesor de latín, Saúl Gómez, que «le enseñó con tanta propiedad que, gracias a esas estupendas lecciones, hoy su dominio del latín es superior al de Alberto Lleras». 18 La época escolar le dejó a Klim otros recuerdos non sanctos. Un compañero que se llamaba Salvatore Pignalosa les vendía la postale marrana para la serventa, y los días de confesión «un sacerdote vasco, sólido y membrudo como un pelotari y a quien expulsaron luego de la orden» les preguntaba si habían­ visto las «fototipias ob-ze-nass» y les pedía los números de la colección de muchachas desnudas que a él le faltaban.19 En el colegio no se reveló el talento de escritor de Lucas Ca­­ballero. «Ni siquiera sacaba cinco en redacción —le contó a Elvira Mendoza en 1963—. Estaba acomplejado por Eduardo, mi hermano. Él era literato. Desde los tres años era el niño pro­­digio».20 17. Epistolario de un joven pobre, pp. 31-32. 18. Anticipo autobiográfico…, p. 22. 19. Epistolario…, p. 174. 20. Elvira Mendoza, «Klim en pantuflas», artículo original de la revista Nueva Boyacá, publicado en 1963 y reproducido en la revista Diners, núm. 137, agosto 13 de 1981.

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Del Moderno, según su propio relato, fue a dar al colegio de los hermanos cristianos de La Salle, pero allí duró una semana, pues le arrojó un frasco de tinta al hermano prefecto. Decidido ya a meter en cintura a ese joven díscolo, el general Lucas hizo los preparativos para enviarlo al Seminario Conciliar. Cuando ya le estaban fabricando la sotana a la medida, a un amigo se le ocurrió cómo salvarlo. Le dio un paquete de libros para que lo enviara con sus otros objetos personales al seminario poco antes de empezar las clases. Al día siguiente, el rector le informó a su padre que no creían que Lucas tuviera vocación eclesiástica. Después supo por qué: su amigo había enviado varios de los libros prohibidos de José María Vargas Vila —Ibis, Aura o las vio­ letas, Flor de fango—, llenos de anotaciones emocionadas en las partes más impúdicas. Era, por supuesto, imposible recibir un joven así de arrebatado en la carrera sacerdotal. Pero Lucas no se inquietó cuando supo que, como última salida desesperada, el ge­ neral había resuelto enviarlo interno a un colegio suizo. Cuenta Eduardo que los pedagogos «nunca pudieron ensillarlo y ponerle la jetera escolar, [pues] en cuanto alumno no tenía el menor sentido de la disciplina. En cambio, el del humor le chorreaba de la boca, como las babas a los recién nacidos. Era insoportable como Lisandrito el portento, personaje de un cuen­to versificado que recordaba papá, cuando con dos palabras desnudaba a los demás de su seriedad, su vanidad, su idiotez o su petulancia».21 Eduardo ilustra cómo Lucas mortificaba a su papá con su habilidad para trastornar el sentido de las palabras. Cuenta que una vez, en un hotel en Tunja, mientras desayunaban con serísimos magistrados, «Pablito el mesero, meloso y afeminado, le dijo a Lucas: “¿Cómo se le hacen losuevos, don Luquitas?”, sin aspirar la hache, tal vez por elegancia. Y él le contestó aflautando la voz: “¡De un lado para otro, Pablito!”, lo cual le costó el que papá lo sacara de una oreja del comedor, ante la consternación de los magistrados de Santa Rosa de Viterbo». Las peripecias de Lucas durante su permanencia de un año en Europa quedaron inmortalizadas en su libro de Epistolario de 21. Yo Lucas…, p. 193.

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un joven pobre, que publicó en 1947. Las cartas que conforman esta obra fueron las que le abrieron camino como periodista y hu­ morista. Había escrito algunas de ellas a su padre, y años después, Luis Cano, por entonces director de El Espectador, las conoció y le propuso publicarlas en serie en su diario.

Corrían los años treinta y el diario de los Cano estaba en ple­­na ebullición de ideas nuevas. Varios jóvenes acaudalados y bohemios habían llegado de Europa y le propusieron al diario meterle secciones de humor, tiras cómicas y una columna de con­ sultorio sentimental. Entre ellos estaban Emilia Pardo Umaña,

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una de las primeras mujeres que tuvo una columna de opinión política en un diario. Paradójicamente, era ultraconservadora y estuvo en contra de permitir el voto femenino.22 También estaban su hermano Camilo Pardo y Jorge Cárdenas Núñez, «otro gran sinvergüenza», recuerda José Salgar, quien era un jovencito que acababa de vincularse a trabajar como asistente en la sala de rotativas del periódico. «Cárdenas inspiraba los chistes y escribía las cartas a Ki ki, doctora corazón, y la doctora era Emilia. Ella se trajo estas innovaciones del Paris Soir. Y estaba Arturo Camacho Ramírez, un gran poeta y un genio para hacer transposiciones de nombres, como llamar al general Navas Pardo, Pa­ vas Nardo y a Bertha Puga de Lleras, Yerta de Veras. Lucas na­ció como humorista en ese fogón extraordinario».23 Todo el talento del humorista, cargado de recursos, aparece ya en estas cartas. Los elementos que conforman el humor de Klim, que expuso en detalle Daniel Samper Pizano en un artícu­ lo de la revista Credencial en 1994, están allí: el retratista que con tres frases crea un personaje completo, el guionista que revive las situaciones más cómicas y el narrador magistral que usa la exageración, la metáfora, la imitación del lenguaje coloquial, la repetición y unas frases lapidarias que no dejan títere con cabeza.24 Son varios los retratos que hace a lo largo de su estadía. Los que siguen son quizás los mejores de esa época: el de monsieur Isaac Geyler, un profesor en el colegio suizo de Champittet; el del hermano de la acaudalada familia Barroso, de Matanzas, San­­ tander, que conoce en Europa, y el del capitán del barco que lo trae de regreso por el río Magdalena, de Barranquilla a La Do­­rada. Monsieur Isaac Geyler: El ecónomo de Champittet se llama monsieur Isaac Geyler y es la más acabada estampa de Sion. Nariz 22. Vallejo Mejía, op. cit., p. 49. 23. Entrevista de la autora a José Salgar, julio de 2005. 24. Daniel Samper Pizano, «Klim, un vigilante armado de humor», Credencial Historia, núm. 53, mayo de 1994.

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cor­va y afilada, cabello sucio, barba hirsuta y entrecana, ojos cínicos y llorosos, bigote manchado de rapé. En la primavera los pájaros picotean las frutas de la huerta. M. Geyler se planta en la mitad de ella y azota con los brazos el aire. Las aves huyen, pero huirían lo mismo con su sola presencia, sin necesidad de que moviera los brazos. M. Geyler sonríe, satisfecho, y cobra un franco. ¡Es un espantapájaros seducido por la pedagogía! […] M. Geyler es un institutor de muchas campani­ llas y microbios. El año pasado fue distinguido con las Palmas Académicas. Ese día se puso en manos del bar­ bero, y éste, al escarmenarle la barba, le encontró queso, dos ratones, las obras completas de Ale­jandro Dumas y un cuaderno de calcomanías.

Lucas sigue describiendo la terrible suciedad de sus maestros, con exageraciones extremas, y pidiéndole a su padre que lo saque de allí antes de que la infección lo mate: Si tú así lo deseas, seguiré en Champittet, cortejando a la ciencia y a la septicemia, hasta que esta última aca­ be conmigo. Pero ¿qué dirá el país si llega a informarse de que uno de los negociadores del «Wisconsin», cuya firma evitó en el año dos que siguieran segándose vi­das colombianas, está hoy, involuntariamente, propiciando el deceso del tierno e inocente retoño?25

En un receso, su padre lo autorizó a salir de Champittet y a ir a Bruselas a matricular a su hermana —cosa que nunca hizo porque se jugó la plata de la matrícula en el casino de un tren—. Lucas describió a varios de los personajes que conoció en el viaje, entre ellos a la familia Barroso, unos nuevos ricos santanderea25. Epistolario…, pp. 57-58.

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Algunos capítulos del Epistolario publicados en El Espectador.

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nos que vivían a todo dar en París. Un noble ruso venido a menos era su chofer, y un príncipe arruinado, su mayordomo. Una noche invitaron a Lucas a un coctel, y así escribió a su hermano Eduardo en una carta cómo conoció a Co­rinto Barroso: El hermano de ellas, un señor viejo, calvo, seco, arrugado, oscuro, como una pepa de sarrapia con frac, recibía a los invitados. […] Don Corinto estaba divino dis­fra­zado de gente decente. Todo le sonaba: la pechera, los zapatos, sus viejas coyunturas y el reloj, un cu­rioso reloj, con las fases completas de la luna y un me­canismo despertador, que él guardaba en uno de los bolsillos superiores del chaleco. Don Corinto ha sido siempre lacónico; mejor dicho, avaro de palabras: sin embargo, el orgullo social le llenaba el espíritu, le inflaba la pechera, lo tenía a punto de reventar… hasta el extre­mo de que sus dos cajas de dientes le conver­sa­ ban solas.26

Después de un año largo­ en Europa, Lucas, con diecisiete años, tuvo que regre­sar a Bogotá. Se había partido­ la clavícula, ha­bía sufrido­ una oclusión intestinal, pues 26. Ibid., p. 123.

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Ilustración del Epistolario por Héctor Osuna, publicada en el Magazine Dominical de El Espectador en 1981.

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prefirió aguantarse las ganas a pasar la vergüenza de pedirle a la bella enfermera que lo cuidaba que le alcanzara el pato, y su padre, el general, ya no estaba dispuesto a endeudarse más con Azam & Fetty, la casa de crédito que le financió a Lucas su estadía. Era 1930, y el viaje desde Europa a Bogotá se hacía en varias etapas: el barco «Orinoco», de la Hamburg American Line, lo trajo a Puerto Colombia. De allí tomó el tren Anaya Express a Barranquilla, y de esta ciudad viajó en barco por el Magdalena hasta La Dorada. Por último tomó un tren que lo llevó a Ibagué, a Girardot y, finalmente, a Bogotá. Así le contó a Gabriel Cano, gerente de El Espectador, su percepción del capitán del barco que abordó para remontar el Magdalena: Nos embarcamos en un buque cuyo capitán, un hom­ bre gordo, cetrino y que andaba a todas horas de chan­cletas, era una esponja. Tenía el humor destrozado, porque era además conservador, y al hablar no hacía pausas: donde tocaba hacerlas colocaba una palabra gruesa, llena de sugerencias, o escupía por encima de la borda algo sólido que saltaba dos o tres veces sobre el agua antes de hundirse definitivamente. Según la tripulación, «el capi» era temible y hacía desaparecer dos litros diarios de ron Pope en épocas normales.27

Según Daniel Samper, el gran aporte de Klim al humor co­ lombiano es haber sido el primero que hizo humor de situación. La gra­cia de este humor no es la exageración o la comparación absurda: es presentar una situación ridícula o cómica. Una de las más divertidas situaciones que contó en sus cartas desde Europa es la que vivió con una señora que le había recomendado una familia amiga, en su viaje desde Lausana a París, y que Lucas acep­tó «con heroica resignación»:

ca1.

27. Ibid., p. 167.

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El viaje a París se hizo normalmente, es decir, de acuer­ do con mis últimas predicciones. Yo dormí casi todo el tiempo, como un lirón, mientras mi honora­ble com­pañera de viaje echaba afuera las tripas, llorosa y de­ sencajada, por la ventanilla de nuestro compartimiento. En la frontera francesa arrojó el hígado, pro­dujo un gruñido dramático, se puso de color de tierra, murmuró: —¡Sea por Dios todo! —y estiró como dos bastones sus piernas. —¡Se me murió este bagre! —dije yo—. Y aho­ra ¿qué hago? Pero el bagre no había muerto, Gabriel: tenía solamente un ataque. Poco a poco empezó a recuperar­ se. Abrió los ojos, con una motica de algodón se dio un golpe de polvos en la nariz y paseó una discreta mirada por sus ropas. Al ver sus largas faldas negras descocadamente enrolladas hasta muy cerca del pescuezo, poniendo en evidencia unas tímidas calci­naguas de color lila, con arandelones, las volvió apre­suradamente a su lugar y, mientras el rubor le acaloraba las mejillas, exclamó: —Que esto quede entre usted y yo, joven amigo. Sobre ellas sólo han caído los ojos de mi Próspero. —¡Pierda usted cuidado, señora! —respondí sin­ ceramente—. ¡Entre sus calcinaguas y el paisaje, pre­ fiero el paisaje! […] (A mí, Gabriel, siempre me ha perjudicado la blandura del corazón. No tuve entrañas para decir­le a esa dama buena y deteriorada que dejara en paz a su Próspero y que no se cuidara de su reputación, por­que a sus años la reputación no existe, sino la menopausia.)28 28. Ibid., pp. 79-80.

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Anécdotas parecidas abundan en sus cartas a don Gabriel Cano, a su padre el general, a su hermano y, de vez en cuando, a otros amigos: la de misía Efrosina, la telegrafista de Mogotes que «no era menos gorda que el premio que le había tocado en suerte», bebió Grandines todo el paseo y tuvo que pedir que el bus parara para desaparecer detrás de una piedra que «inexplicablemente quedó humedecida por el rocío de la mañana, pues ya eran las cuatro de la tarde»; la de la vomitona de todos los pasajeros a bordo del «Orinoco» cuando una tormenta los azotó a la altura de Plymouth, y cómo transformaron, entre su amigo Antonio Rueda y él, al «capi» del barco, agrio y godo, en un tipo alegre que gritaba vivas a Olaya Herrera. El otro secreto del humor de Caballero, que reveló desde que empezó a escribir estas cartas, es su talento de narrador, lleno de una imaginación que todo lo distorsiona y lo hace extremo. Un amigo le contó que se casaba. Klim le respondió que no lo hiciera porque con los años y la maternidad la mujer iría perdiendo sus encantos, y se «convertirá en un atado, en un burujo, en un talego, en una pelota enorme llena de monumentales y antiestéticas exuberancias. Tú mismo, para averiguar en dónde tiene ella los brazos, y las piernas, y el busto, tendrás que llenarla de cintas de colores, como se hace con los misales para saber en qué sitio queda la epístola y en cuál el ofertorio».

Ilustración del Epistolario por Héctor Osuna, publicada en el Magazine Dominical de El Espectador en 1981.

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A su padre le da todo tipo de excusas inverosímiles sobre có­ mo se le perdió la plata porque se la llevó una ráfaga de viento o sobre por qué necesita urgentemente un nuevo giro para sobrevivir. A don Gabriel Cano también le vive echando vainas sobre su tacañería para pagarle. Se inventa una escena del gerente de El Espectador yendo al médico y cómo el médico le diagnostica un ataque de remordimiento por no pagar lo suficiente. Según le contó después a Iriarte, le pagaban setenta centavos por artículo, lo cual era bastante mejor pago que muchos oficios más aburridos. Una de sus cartas más recordadas, sin embargo, es aquella que le escribe al dentista de Bogotá, despotricando porque le cal­ zó la muela que no era antes de viajar a Europa y cuando llegó allí tuvo que acudir a otro dentista a que le curara la muela, que seguía ahí con su caries: Inescrupuloso sacamuelas: ¿Recuerda usted que, antes de mi viaje, por dos largas y terribles semanas honré yo su detestable consultorio diariamente para que me hiciera una juiciosa y completa revisión bucal? Si lo recuerda es inú­til hacer en esta carta el recuento de las iniquidades y tor­ mentos profesionales a que usted me sometió, viejo indecente. Pero si los ha olvidado, le diré que la pieza dañada era una sola. Usted metió dentro de ella toda clase de cosas absurdas: una siniestra aguja de crochet, un tornillo pavoroso, el herrón temible de un trompo, un tenedor para fruta y muchas cosas más que mi memoria empavorecida no conserva. Baste decirle que a un puntico insignificante que yo tenía en la segunda bicúspide del maxilar inferior —perfectamente lo recuerdo— le dio usted la insondable profundidad de un pozo petrolero […] usted me preguntó: —Dígame una cosa, señor Caballero: ¿a usted no le había obturado anteriormente esta muela con oro?

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—Qué oro ni qué niño muerto. ¡Lo que pasaba es que usted, en su furia perforadora, ya había llegado hasta el botón del cuello!

Luego de que le calzó la muela con porcelana, el dentista le di­jo a Lucas que ya podía cruzar el Gran Charco sin temores. Todavía me parece estarlo oyendo. ¡Miserable, godo har­pía! Esta carta tiene por objeto decirle a usted que es un asno cedulado cuya libertad es un peligro para todas las personas que no tienen caja de dientes. […] Si algún día regreso a Bogotá, tenga usted por se­­guro que trataré por todos los medios a mi alcance de aplastarlo como una cucaracha. La placa que hay en su puerta, alusiva a una hipotética especialización en prótesis y ortodoncia, es una bandera pirata en los abomi­ nables mares de la odontología. Me propongo pisarla a mi regreso… Hay momentos en que siento inclinado al perdón. Pero lo que abre un abismo definitivo entre los dos no es la cuenta, no: es el chisguete de agua fría con que me bombardeó el nervio cuando lo tenía descubierto, viejo sádico y asesino. Con el deseo de que le duelan las muelas, y de que sea usted mismo el que se las calce para que le vuelva a doler, queda de usted su ex cliente que no lo olvi­da, Lukas.29

Cuando los políticos, y no los dentistas o la gente del común, eran los sujetos de las burlas de Lucas, éste se volvía más sutil, más irónico, pero no por ello menos demoledor. Quizás por la madurez que ya tenía los últimos años de su vida se dio el lujo de mofarse a sus anchas, con mayor audacia que nunca, del gobierno y, en especial, de su jefe, Julio César Turbay Ayala. 29. Ibid., pp. 73-74.

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Harmano Gulito No se sabe bien desde cuándo Klim le pone el apodo de Harma­ no Gulito a Julio César Turbay, en referencia a su origen libanés. A pesar del sobrenombre y de la continua burla a su ascendencia, a su origen humilde, a su manera de vestir, de hacer política clientelista, y a su mansa obediencia a los tradicionales políticos aristócratas bogotanos, durante muchos años Caballero habla de Turbay con cierto cariño, con una especie de paternalismo comprensivo. No obstante, ese tono cambia a medida que se acer­ca su gobierno. Y cuando, después de que se posesiona Turbay en 1978, emergen los escándalos de corrupción y abuso de los derechos humanos, la sátira de Klim se torna descarnada y exigente. Cuando era ministro de López Michelsen en 1975,Turbay le organizó una visita a Washington a su jefe. Según el recuento de Caballero, la visita fue un fiasco: prácticamente no fue registrada por la prensa estadounidense aunque, como suele suceder siempre en estos viajes, los medios nacionales informaron del éxito de la gira. Klim azotó a Turbay —aún en su tono cálido— por su fracaso: Entiendo que a Harmano Gulito, que dejó la desig­ natura a Indalecio [Liévano] para preparar adecua­ damente la recepción, le hacían falta patillas para taparse de vergüenza. Y que no se cansaba de repetir: «Ga­raspálidas horrorosos, garaspálidas andecentes, ga­raspálidas hijuemíchicas, ¡la cólera del Brofeta caiga sobre vosotros! ¡Nada de recebciones, nada de tur­ maqué, nada de biquetes, nada de nada!». (La indig­ nación de Harmano Gulito es razonable. Pero es que él olvidó que Washington no son Los Laches.) […] El único aspecto negativo del viaje fue el referente al Harmano Gulito. No prebaró nada a juzgar por lo que publicó allá la prensa. […] Un amigo de la co­lonia me llamó llorando para decirme: «Harmano

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Lu­quitas, Harmano Gulito nos hizo quedar como el exhosto de un camello».30

Unos dos años después, Klim vuelve a la carga contra Turbay y sus seguidores, ya en el tono más ácido. Se pregunta por qué les va a todos tan mal en Pasto, siendo una ciudad tan amable. Y ahí relata la embarrada del político pastuso y turbayista Luis Avelino Niño, que, siendo de los Amigos de Cristo en Agonía, «se olvidó de que éste no abandonó nunca el divino lienzo que le cubría la cintura»: Luis Avelino, sin embargo, pese a tan obligante antecedente, se sacó el Bonitico o Divino Cuy, como tam­bién le dicen allá, en una fiesta social a la cual concurría lo más granado de la sociedad de Pasto. Sus ami­gos tuvieron que cubrirlo púdicamente con un auxilio parlamentario y sacarlo de la reunión. La Con­gregación de Amigos de Cristo en Agonía quiso cerrarle las puertas, pero lo que es estar bien relacionado, digo yo: Harmano Gulito habló por él, y parece que todo se arregló pagando Luis Avelino, sólo por ese mes, una multa equivalente a una cuota de do­ ble miembro. El Bonitico, en Nariño, realmente hace milagros.

Después fue el propio Turbay el que metió la pata en Pasto con un discurso que sigue siendo citado hoy con sorna: [Gulito] permitió que le afloraran a la superficie el es­ píritu intrépido de los abuelos Ayalas, descubridores de América [esto porque alguna vez, en una entrevis­ ta, Turbay había confundido a los Pinzón con sus antepasados], y la centelleante cimitarra turca que había dejado envainada en las páginas de don Emilio Sal­gari otro de sus ilustres parientes, el León de Da30. «Balance positivo», en La segunda esperanza, octubre 5 de 1975, pp. 46-47.

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masco. Lo emplazó para medirse con él en el Hono­ rable Senado a quienes lo combaten con cargos infundamentados, en un enfrentamiento de hombre a hombre, «si es que están bien hormonados y testiculados». Lástima que ya no esté en el país Antoñito Pa­ nesso para preguntarle qué es eso. Tengo la satisfacción de que nada de lo anterior reza conmigo. Yo sólo he hecho dos cargos. […] El primero es que Harmano Gulito es demasiado buen estadista para el país, «un hombre que le queda fundillón a la grandeza». […] El segundo cargo consiste en que Harmano Gulito es un talento rigurosamente técnico, ajeno por completo a la política de turmequé y componenda. Ignorante de las asechanzas de la clase electorera, virgen de toda contaminación con el país que trafica clandestinamente con los votos. […] Pero me niego a creer que sea cierta la frase que le po­ ne en sus labios nuestro corresponsal en Pasto, debió oír mal. Hormonados y testiculados son palabras mexicanas, impropias de todo ex embajador de Co­lombia en Inglaterra. Yo tengo para mí que son simples bolas que corren.31

Cuando Turbay ganó las elecciones, Klim publicó una columna irónica del «gran triunfo de la democracia colombiana», en el cual el Presidente salió elegido a duras penas, con dos millones de votos menos que su antecesor cuatro años atrás, aunque tuvo la televisión a favor y contó con una gran maquinaria. Es más: ofrece en agradecimiento por haber acertado con el ganador enviarle al Harmano Gulito «un corbatín tejido con los colores del himno nacional», pero, como carece de máquina, le propone al ganador enviarle un ovillo de seda para que lo teja una de las electoras de Slebi, un gran cacique liberal de la época. 31. «Sucedió en Pasto», en Klim, 45 años…, junio 22 de 1977, pp. 138-140.

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Caricatura de Osuna, El Espectador, 1977.

Y en la transmisión de mando, el 7 de agosto de 1978, se entristeció de tener que verla en la televisión a color, y no como antes que se veía en «blanco y bula», haciendo referencia bur­­ lesca al ex ministro Germán Bula Hoyos, de piel morena. Klim, al igual que muchos colombianos, tenía la esperanza de que Turbay, que venía de abajo, y que había acumulado un enorme poder, hiciera un mejor gobierno. Pero no. Hizo la carrera política desde los barrios de Engativá, donde campeaba «como el Mío Cid, sólo que no a caballo sino en taxi», donde disparaba el tejo con gracia, engullía papas y huesos de marrano e ingería «amarga» toda la noche. Aguantó desaires, sufrió antesalas, recibió órdenes, abrazó manzanillos y cumplió servicios políticos. Sus jefes lo dejaron ascender sin preocupación, pues cre­yeron que no tenía ambiciones. Así lo expresó Klim en el demoledor perfil de Turbay que escribió en sus memorias: No era que no tuviera ambiciones, como las tienen todos, sino que las disimulaba. Bajo su apariencia in­o­ fensiva y pesada, como de hipopótamo dibujado por Walt Disney para entretener a los niños, desarrolla­ba su actividad febril de colibrí. […] Julio César en política, antes de llegar a la Presidencia, siempre actua­ba

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así. Como los colibríes. Moviéndose siempre sin moverse nunca y chupando, en todo momento, los más delicados néctares del inagotable rosal del presupuesto. Los demás, sin embargo, no se daban cuenta. Está es­crito en el Corán: «Alá dijo: reservaré los más jugosos dátiles para mis elegidos» […] [ Julio César], con el apoyo decidido del gobierno [de López Michelsen], cumplió por fin la aspiración máxima de su vida, desde que se había iniciado muchos años atrás en la política, de bermudas, y cuando todavía los gallos de la voz le cantaban en la veleta de la pubertad como concejal principal de Engativá. Era un premio a su perseverancia más que a sus capa­ci­dades de gobierno. El Corán, sin embargo, lo dice: «La berseverancia es la virtud que le barmite a la go­ta convertirse en nube y al hombre elevarse sobre los demás». […] Yo creo que Julio César, ya como presidente, sin nadie a quién adular ni de quién depender, libre de compromisos y con el poder en la mano, hubiera podido realizar una gran tarea como gobernante desde la cima vertiginosa a donde lo exaltó el destino. No su­po entender su gran responsabilidad histórica, sin embargo, y prefirió seguir flotando a media altura, como un inmenso globo cautivo, sujeto a la platafor­ ma de la mediocridad política con las amarras de los compadrazgos y el manzanillismo. Julio César no des­ pegó. Eso hará que no deje, a su paso por la Presi­den­ cia, una brillante obra de gobierno sino apenas una inmejorable guía de turismo. Es triste.32

Las dos críticas más frecuentes que Klim hizo a Turbay fue­ron al autoritarismo de su política de lucha antisubversiva, bajo el Estatuto de Seguridad, y a sus viajes multitudinarios y costosos para mejorar la imagen del país. De lo primero escribió en sorna 32. Memorias…, pp. 149-177.

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y en serio, como solía hacerlo ante las cuestiones más graves. Al general Luis Carlos Camacho Leyva, ministro de De­fensa de Turbay, lo apodó primero Herr Camacho Leyva y luego general Von Holocaust, y aseguró que, luego de que una aguamala picara al Presidente mientras se bañaba en el mar de las islas del Rosario, el ministro la sometió a consejo de guerra y la fusiló en la playa. Y sobre el Estatuto escribió: … aunque nadie niega que existen peligrosos movimientos armados que apelan, para mejorar las cosas, a caminos equivocados […] ese Estatuto [de Se­guri­ dad], que por lo demás es una pieza represiva, indig­na de espíritus liberales, opera menos contra los alzados en armas, contra los secuestradores y contra los hampones, que contra las gentes inofensivas pero sospechosas de simpatizar con las ideas de izquierda. El caso más patente de esos excesos fue el de Luis Vidales, teórico marxista en su lejana juventud, poeta excelente además y que hoy, a los ochenta años de su edad, se gana la vida trabajando honorablemente en estadística. Una madrugada, agentes secretos ar­mados allanaron su apartamento y se lo llevaron en piyama, amenazándolo con el ojo de sus metralletas, a las instalaciones que tiene la Brigada de Institutos Militares en Usaquén. La gente que vivía allí en el edificio […] estaba aterrada. Había convivido durante muchos años con un peligroso anarquista, disfrazado de dulce y bondadoso anciano, a oscuras por completo del peligro que corrían. […] Él contó entonces que lo habían confinado en un patio junto con otros detenidos anónimos, sin duda para ablandarlo, y lo habían obligado a permanecer varias horas parado en un solo pie y con los ojos vendados. Como cuando siendo niño jugaba a la gallina ciega. Esto produce risa hoy, pero no se la produjo a Luis Vidales, desde luego. Él, sin embargo, recibió un tratamiento benigno. Ha habido individuos,

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sin amigos influyentes, pienso yo, que han sido sometidos a salvajes choques eléctricos y colgados infamemente de la sagrada trinidad, fuera de los que han desaparecido sin volver a saberse nada de ellos. En las esferas oficiales no dan razón ninguna de su suerte. Yo supongo que deben estar trabajando en «El hombre invisible» de la televisión. El Estatuto de Se­gu­ri­dad sólo ha servido en el país para causar mayor inseguridad.33

Cuando el Presidente quiso ir al exterior a mejorar la pésima imagen de Colombia —de drogas, secuestros, peculados y violencia, a la cual, según Klim, Turbay le había añadido su granito de arena con el Estatuto de Seguridad y las torturas—, Ca­ballero se burló tanto de él que al primer mandatario no le debieron quedar ganas de volver a subirse en un avión: Harmano Gulito tomó entonces en comodato un Jum­ bo de Avianca, lo colmó de clientela y le ordenó al pi­ loto: «Arranque, mi querido amigo, y eche para donde digan Nydia y las señoras». Harmano Gulito ha debido consultarme. En todos los países pandía el cú­ nico cuando se sabía que iba a aterrizar un avión co­ lombiano portador de ochocientas bombas, digo mal, ochocientos funcionarios. La gente se tranquilizaba, sin embargo, cuando el radiooperador del Jumbo acla­raba que Harmano Gulito no iba en plan de invasión sino de pronunciar discursos y regalar esmeraldas. […] El gobierno, sin embargo, se ha anotado un gran acierto dándole al general Vega Uribe, alma máter de la Brigada de Institutos Militares, un alto cargo diplo­ mático en España. Es posible que él vaya a aplicarles a los colombianos detenidos el Estatuto de Se­guridad. 33. Ibid., pp. 165-167.

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Bien pronto, pues, todos colgarán de las lám­paras de la Embajada, los varones del racimo y las mujeres de las teclas. El Jesús del Gran Poder los asista.34

Por esa época, fines de los setenta, Klim fue uno de los pri­­ meros periodistas colombianos que comenzó a criticar a los na­ cientes barones de la droga y su capacidad corruptora. Un repor­taje de la cbs acusó al presidente Turbay y a su ministro de Defensa, Abraham Varón, de estar implicados en el tráfico de nar­ cóticos. Klim los exculpó y sostuvo que eso les pasaba por andar respaldando un gobierno «en donde la mafia compra vo­tos y se incrusta en el Congreso». Lo más impactante de esta columna es que, salvo su visión «folclórica» del problema que luego le causaría tanto dolor al país, describe una situación que no ha cambiado mucho veinticinco años después: Los colombianos y las colombianas que viajan a los Estados Unidos son sometidos en la Aduana a toda clase de vejámenes, humillaciones y empelotes. En uno de sus últimos viajes, el fallecido presidente Mariano Ospina Pérez tuvo serios e imprevistos tropiezos porque los funcionarios norteamericanos, lectores em­pedernidos de La República, se empeñaban en sostener que, a raíz del 9 de abril, Harmana Berthica no era una mujer sino setenta kilos de la más pura heroína colombiana. Hace poco, el eterno senador por el Magdalena Hugo Escobar Sierra denunció el intenso mercado de votos en el litoral y la inminente llegada de represen­ tantes de la mafia al Capitolio. Lo que aún no ha di­ cho es si llegaron o no llegaron. Y si llegaron cuáles son. […] 34. «La imagen de Colombia», en Klim, 45 años…, febrero 4 de 1980, pp. 179-181.

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La droga llega, mecida por las olas, a los Esta­dos Unidos, en las bodegas del barco insignia de Co­lom­ bia, la goleta «Gloria». [En una columna posterior la bautiza «la goleta Cocaína» y dice que llega a Nueva York con un cargamento de «inmarcesible glo­ria».] Los capos salen a recibirla a los muelles, sacándose todavía raviolis de los dientes, y cantando himnos jubilosos: «Ya arrivó la data dolce e benedita, hoy es la ma­ tina bella de la vita». Las autoridades, alertadas por algún disgraciato soplone, la abordan antes de entrar al puerto y practican una minuciosa requisa. Hay droga para todos los gustos. Rubia marihuana samaria y cocaína blanca como el alma de los niños. Y hasta la propia Estatua de la Libertad baja la mano con que aprieta la antorcha para que, si a alguno le apetece, prenda con ella un varillo.35

Que un señor de 65 años hablara, a finales de los setenta, con tanto desparpajo acerca del «varillo» sólo se explica porque Klim, a pesar de llevaba encerrado en su apartamento casi veinte años, tenía un corazón bohemio, era liberal de costumbres y lo escandalizaban la inmoralidad en el gobierno y la falta de coherencia de principios, pero no los varillos de marihuana. Bohemio y parrandista Lucas fue un joven tomatrago y mujeriego, «un volador de luces», decía su papá, preocupado porque el muchacho no sentaba cabe­ za ni conseguía «destino», como se llamaba al puesto fijo, remunerado, en la época. A los veintitantos se iba los jueves con sus amigos a comer los famosos chicharrones de Las Cruces y, como relata Alfredo Iriarte en su entrevista a Klim, los pasaba bebiendo «pita», una especie de chicha explosiva cuyo corcho iba sujeto con una 35. «El caso de la cbs», en La segunda esperanza, abril 7 de 1978, pp. 144-146.

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cuerda o pita —de ahí el nombre— para que no volara con la presión de los gases tremendos que emanaba. «El regreso de los muchachos de la clase alta era bien simple. Cuando ya se sentían “jinchos” cada uno de ellos negociaba con un zorrero el retorno a su hogar», dice. El pasaje costaba cinco centavos, pero, cuando alguno no los tenía, como le pasó a Lucas varias veces, el zorrero lo devolvía a la tienda hasta que consiguiera cómo pagar.36

Klim, joven y viejo, visto por Osuna. 36. Anticipo autobiográfico…, p. 23.

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Se metió a estudiar derecho y ciencias económicas a la Uni­ versidad Javeriana. No era muy lógico que su padre, un liberal anticlerical, lo enviara a ese claustro de los jesuitas, pero como le explicó Lucas muchos años después a Consuelo Araújo, La Ca­cica, el general tenía fe en que allí los curas pudieran disciplinarlo.37 No era suya la vocación ni de abogado ni de gerente, así que dos años más tarde se retiró. Cuando tenía unos veinticuatro años nombraron a su padre, el general, embajador en Costa Rica, y Lucas se fue por un tiempo a vi­vir con él. «Allá dejó recuerdos por las fiestas que daba. Unos surprise parties que casi matan a don Lucas», le contó a la periodista Elvira Mendoza. También que, cuando se aburría, invitaba a las gringas que conocía en el Hotel Costa Rica a la Embajada, y a su padre le tocaba darles «bar abierto».38 Fue con su papá a la posesión de Anastasio Somoza, y se gozó la fiesta por cuenta del gobierno que duró varios días, pero al final llegó a la conclusión de que «las dictaduras son encantadoras en todos los países menos en el propio».39 Después de regresar a Bogotá y andar unos meses de juerga, según le dijo a Elvira Mendoza, su papá lo envió a la hacien­ da de Tipacoque, Boyacá, tierra de su abuelo materno. Al poco tiempo, Luis Cano, director de El Espectador, lo mandó llamar para que publicara sus famosas cartas de los tiempos de Champittet, y también otros relatos inspirados en las gentes sencillas de Ti­pacoque. El jefe de redacción del diario liberal era Alberto Ga­lindo, un seguidor furibundo de López Pumarejo, excelente escritor, maestro de periodistas y alguien que, cuando llegó a El Espectador, rediseñó totalmente el periódico en dos años.40 Fue el creativo Galindo el que le propuso a Caballero su primer seudónimo, Lukas. De ahí salió también una sección permanente de comentarios cortos, llamada «Lukerías». También colaboraba con una página de humor con su «Confesionario». Ésta salía con las caricaturas de 37. Consuelo Araújo de Molina, «Confesiones de Klim a La Cacica: “Alfonso debe estar de un genio horrible”», El Espectador, abril 14 y 15 de 1977. 38. Klim en pantuflas, p. 45. 39. Anticipo autobiográfico…, p. 22. 40. Vallejo Mejía, op. cit., p. 44.

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Adolfo Samper, discípulo del gran Rendón y autor de la primera tira cómica nacional, Don Amacice y Misiá Es­copeta.41 Estos primeros escritos de Lukas en El Espectador no siempre fueron de humor. Muy pronto, por ejemplo, se reveló como un magnífico obituarista, virtud que siguió desplegando toda la vida. En 1938, por ejemplo, cuando apenas tenía veinticinco años, publicó «La muerte del sabio», un obituario del legendario médico Federico Lleras Acosta que fue luego reproducido en la revista Pan, dedicada al arte y la literatura y que había sido fundada tres años atrás:42 Lo conocí años más tarde, en su laboratorio, observan­ do, con la ayuda de los microscopios, el tremendo bacilo de Hansen. Nunca supuse entonces que ese sabio silencioso y austero que se doblaba sobre su mesa de trabajo, en lucha incesante contra los enemigos de la vida, fuera a desentrañar el arcano de la lepra, cuan­do ya en el fuego interior que lo consumía hubieran ardido las últimas reservas vitales de su noble existencia. Porque él le hizo a la humanidad el sacrificio in­signe de su vida, calladamente, sin hacerse anunciar por pregoneros gotosos, como lo han menester quie­ nes necesitan pedirle marco a la historia para su pequeñez.

Muchos años después, cuando murió la periodista Alegre Levy, su amiga y colega, le hizo otro gran homenaje con su plu­ma: Tenía en la sangre el sentido de la profesión y a esto se sumaban una agudeza y una gracia inigualables pa­ra escribir y presentar a su manera los hechos y las cosas. Encontraba savia para sus comentarios allí don­ de sus colegas sólo veían un leño muerto, inútil, y le bastaba una mínima astilla para reconstruir desde la copa hasta las raíces del árbol de una situación o la tra­ gedia de una vida. Sólo la suya no quiso revelarle su 41. Ibid., p. 283. 42. «Lukas. La muerte del sabio», Pan, núm. 21, mayo de 1938.

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secreto, y la muerte prematura y absurda se la llevó sin que ella se diera cuenta de lo mucho que valía, siem­ pre viviendo para los demás, al garete de su propio destino. Alegre ha sido la mejor quizá de nuestras pe­ riodistas. Y pasó por la vida repartiendo generosamen­ te entre sus lectores la magia de sus comentarios, como lo hacían entre los peregrinos de la Escritura, con el agua fresca de sus cántaros, sus dulces antepasadas, las airosas mujeres de Betania.43

No escribió en El Espectador por un tiempo, y, preocupada por su falta de disciplina y de rumbo, su familia le buscó trabajo. Su hermano Eduardo le consiguió puesto en la Contraloría, cuando el contralor era Plinio Mendoza Neira, padre de los afa­ mados periodistas Plinio Apuleyo y Consuelo. Lo nombraron en la sección de estadística y le pagaban ochenta pesos mensuales. Luego Klim contó que fue escogido con otros diecinueve para ser técnico en estadística, y su profesor era Emilio Guthard. «Le teníamos miedo al contralor. Cada vez que lo oíamos se nos bajaba la tensión. Y él acostumbraba a dar vueltas por las oficinas con mucha frecuencia. Además había un portero boyacense que era una eminencia gris. Después de Plinio estaba él. En esas condiciones era muy difícil no trabajar», le dijo Klim a Elvira Mendoza.44 Su paso por la Contraloría no fue del todo en vano, pues dejó unas «memorias» que publicó en la revista Sábado, fundada precisamente por Plinio Apuleyo Mendoza en 1943, y se inventó un folletín llamado La vida de Fonsecón.45 Lo publicó por capítulos en El Tiempo. Su personaje era un «chinazo» bogotano, un tarambana, el típico empleado público. La primera entrega es la historia de cómo su padre, Apolonio Fonsecón, escribiente segundo de una notaria, se casó con su madre y lo tuvieron a él. 43. Klim, 45 años…, p. 147. 44. Klim en pantuflas, pp. 44-45. 45. Vallejo Mejía, op. cit., p. 26.

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Fue niño. Era el cuatro de julio, día de san Laurea­ no, obispo, protomártir y jefe del conservatismo colombiano. —Pongámosle así —sugirió la señora de don Apo, dulcemente. Pero don Apo, liberal recalcitrante «hasta donde dice Zalamea Hermanos», dijo: —¿Laureano, dices? Absolutamente no, mija: le pondremos Alfonso.46

Antes de volverse un columnista regular de El Espectador, Lu­cas alcanzó a tener otro puesto oficial que le consiguió su adora­da tía Magolita. Fue archivista del Ministerio de Obras Públicas, y, aunque renunció varias veces, sólo lo dejaron ir cuando pidió aumento de sueldo.47 Sus primeros escritos en El Espectador, donde estuvo hasta 1945, eran más críticos de las costumbres que de la política. Se burló a gusto de los bogotanos que viven del aparentar. Por ejemplo, cuando un famoso actor francés se presentó en el Tea­ tro Colón, Lukas escribió: 46. Vida y milagros del Chinazo Fonsecón, Bogotá, El Tiem­po, 1944. 47. Klim en pantuflas, p. 45.

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Lo que hace falta saber es cuántas personas de las que van al Colón no están tratando de simular cultura, por la módica suma de ocho pesos luneta […] el público podía dividirse en tres grupos: los que sabían de tea­tro, los que sabían francés y los que no sabían ni de francés ni de teatro. Por desgracia lo que pasaba era que los que sabían de teatro no sabían suficiente francés, y los que sabían francés no sabían el suficiente teatro. En otras palabras, para todo el mundo, la representación transcurrió apaciblemente en griego. Lo cual demuestra que todavía Bogotá puede seguir llamándose la Atenas Suramericana.

Y de los antioqueños dijo que su habilidad comercial provenía de la insípida arepa que comían. Así lo aprendió Mr. Fleet, un inglés que llevaba en el país varios años:

El éxito de los antioqueños consistía en que, a cada mañana y tarde, con el desayuno, el almuerzo, la co­mi­ da y la cena, se comían una o dos bolas de billar mo­dificadas, Dios sabe por qué extraño procedimiento. El matrimonio Fleet comprobó que comer arepas era como comer bolas húmedas de papel secante. Pero se realizó el milagro. Mr. Fleet, que jamás tuvo la menor aptitud comercial, en el momento de pagar la cuenta señaló con uno de sus rojos y peludos dedos el plato casi intocado de arepas, y por primera vez en su vida pidió rebaja.48 48. «La arepa antioqueña y Mr. Fleet», El Espectador, octubre 5 de 1944.

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Escribió sobre temas cotidianos: el médico milagrero que había logrado que por fin la esposa de don Epifanio quedara em­ barazada después de que la tuvo en su consultorio mientras el marido estaba en Chiquinquirá, el joven que escandalizaba por sus celebraciones a la salida de toros, los romances entre policías y empleadas domésticas, las últimas artimañas de los estafadores, los pobres niños torturados permanentemente por sus madres y los señores a quienes horrorizaba tener que dormir con su mujer. A veces mezclaba política y burla social y lograba resultados graciosos. En una columna titulada «La representación popular y el pecado», de marzo 20 de 1943, por ejemplo, argumentaba que los jóvenes se sentían muy atraídos por las dos cosas, quizás debido a que la política tenía mucho de pecaminosa. Así explica­ ba esa conexión: En un noventa por ciento de los casos, de lo que se ha dado en llamar las locuras de la juventud quedan tan sólo desarreglos funcionales, trastornos de la salud, no­vedades orgánicas. Ahora que si las cosas se saben manejar con tino, puede quedar una curul de diputado, una senaduría o una carrera política. Todo depende de que usted, en lugar de trasnochar con sus amigos, se vaya a Las Cruces a trasnochar con unos señores a quienes no conoce pero a quienes conocen los electores de los barrios. […] Y si usted es un hombre capaz de darle intención política a un piquete en los barrios, se gana la voluntad o la admiración de dos o más ga­monales suburbanos, que es lo mismo que echarse entre el bolsillo tres mil votos. […] Y en esta forma tiene usted que, así como hubiera podido ser un señorito ca­lavera o una bala perdida, es un joven que sin saber a qué horas ha conquistado el porvenir.49

Desde entonces, a quien tuviera entre ojos lo ridiculizaba día a día con nombre y apellido. Al alcalde bogotano Soto del Co49. «La representación popular y el pecado», El Espectador, marzo 20 de 1943.

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rral no lo dejó en paz por cobrar impuesto al cine y al presbítero santandereano Jordán «se la veló» por guerrerista. El levantisco señor Jordán usa la sotana para despistar. Debajo de ella está él dispuesto a fajarse por sus ideas con cualquiera, como los caporales de las pelícu­ las mexicanas. En las manos del doctor Jordán el caya­ do se convierte en trabuco y las indulgencias se true­can en trocitos de plomo pulidos y redondos para colocar dentro de aquél.

Este ataque frontal causó una exigencia de rectificación de Jordán.50 El éxito de Lukas se volvió enorme, y un día don Fabio Res­ trepo, el eficaz gerente de El Tiempo —que lo fue durante 36 años—, lo invitó a escribir en su diario, con un seudónimo dife­ rente para que los Cano, en El Espectador, no lo «pescaran». Lucas quería un nombre corto y sonoro, y de casualidad vio un aviso de la leche en polvo que acababan de lanzar al mercado, la leche Klim —que no es más que milk («leche» en inglés) escrita al revés—. Ése fue su apodo. El secreto duró apenas unos meses, pero él siguió publicando por un año o más en los dos diarios.

Por ese entonces fue cuando Alejandro Vallejo escribió en Sábado, y luego también en el prólogo al libro de Caballero Fi­guras Políticas, que el humorista era un anarquista y un inmoral: El anarquista ve por todas partes las injusticias de la sociedad. Klim descubre a cada paso lo ridículo y di­ 50. «¿Por quién doblan las campanas?», El Espectador, marzo 13 de 1945.

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vertido de esa sociedad. Y los dos atacan. Cada uno a su manera. El uno con dinamita y el otro con ironía. El anarquista que arroja una bomba se va para la cárcel o se toma un veneno y de todas maneras queda eliminado de la lucha. Klim arroja la suya y se va tranquilo a tomar el aperitivo a la peña taurina con el dinero que le han pagado Gabriel Cano, don Fabio Restrepo o Plinio Mendoza.51

Alcanzó a publicar en los dos diarios algunos capítulos de su novela humorística Así entró al cielo Betsalión Casís en octubre de 1944. Es la historia de un tipo bohemio y parrandero que un día se mata en un accidente de tránsito. Llega al cielo y Dios le dice que lo convenza de no mandarlo al infierno, pues por la vida que llevó no le quedaría más remedio. Esta novela salió publicada en un libro que luego fue censurado por la Iglesia Católica, y, según cuenta Lucas, el hijo de Klim, los pocos ejemplares que había se perdieron. Sólo ha quedado lo que salió por entregas en los diarios. Algunos apartes explican por qué a los prelados de la Iglesia no les gustó: [Dios le dijo:] «Betsalión, se tienen de ti, en este recinto celestial, los peores informes. Tu vida ha sido un violar incesante de mis enseñanzas; por omisión o por otros motivos, te hiciste reo de transgredir mis leyes. De Bogotá —porque tú vienes de Bogotá, donde las cosas han llegado a tal extremo que hasta me inventaron un hijo— mis invisibles hilos telegráfi­cos no cesaban de transmitir noticias pésimas tuyas». […] [Casís se defiende:] «Efectivamente pequé, pero ¿acaso, Señor, no ha dicho san Marcos que el justo cae en el día setenta veces siete?». Casís hizo una pausa, la cual aprovechó el Señor para decirle en el oído a san Pedro: «¿No te decía yo 51. Vallejo Mejía, op. cit., p. 256.

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que no había que dejar pasar todas esas barrabasadas de Marcos?».52

Y así sigue la novela, con Noé cantando «Jalisco, no te rajes», santo Tomás de Aquino con su aureola chispeante en un bolsillo y san Pedro intentando que Casís le pague las deudas. Fi­ nalmente, Dios lo perdona, y aquél se queda a vivir en el cielo, que, de paso, convierte en un lugar menos aburrido y más parrandero. Los dueños de El Espectador le dieron el ultimátum a Lucas: o seguía con ellos en exclusividad o se iba del todo a El Tiempo. Caballero prefirió El Tiempo porque pagaban mejor. En ese periódico, Klim se volvió famoso, pues publicó una columna, casi a diario, hasta el 30 de marzo de 1977. Pero si su entrada a ese dia­rio fue juguetona y traviesa, y sus primeras publicaciones allí fueron divertidas y livianas como la novela de Betsalión, su sali-

En 1947 Caballero se volvió tan famoso que mereció carátula de la revista Semana. 52. «Así entró al cielo Betsalión Casís», por Lukas, El Espectador, octubre 13 de 1944, y «Primer capítulo de una novela inédita», por Klim, El Tiempo, octubre 13 de 1944.

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da, 33 años después, fue dolorosa y dramática, y sus últimas columnas en el periódico de los Santos contienen quizás las más amargas palabras que Lucas Caballero jamás escribió. La ruptura Klim salió de El Tiempo por sus críticas constantes al gobierno del presidente Alfonso López Michelsen. No alcanzó éste a empezar su Mandato Claro, cuando ya Caballero le lanzaba dardos. Los primeros meses, en forma más bien suave y jocosa, señaló la incapacidad del «Compañero Primo» para bajar la inflación. Lo bautizó así porque estaba casado con Cecilia Caballero, su prima hermana. Cada nada la emprendía contra el manejo económico, el alto costo de vida, y la desconexión de todos los másteres y genios del mit que había traído López al gobierno con las penurias de las gentes corrientes. «Estamos embozalando la inflación», declaró [López] el martes para todos los noticieros, con su voz natural. Lenta, uniforme y desavicolizada [porque le había pasado la gripa y ya no le salían gallos] […] Yo nunca he contradicho a ningún miembro de la fami­ lia, y no voy a comenzar ahora precisamente con el único que nos salió Presidente. Pero me temo que con tantos problemas como le viven revoloteando en la cabeza, al Compañero Primo no le quede tiempo para revisar estadísticas ni listas de mercado. […] Desde luego, no es posible dudar de que a la inflación la están embozalando, habiéndolo dicho el Compañero Primo. Pero todo hace temer que la inflación ya aprendió a comer con el bozal puesto como los caballos.53

Hasta versos sobre el tema hizo, parodiando los villancicos navideños: 53. «¿La inflación embozalada?», en La segunda esperanza, mayo 16 de 1974, pp. 15-16.

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El peso está en crisis, el víver escaso… Pase la emergencia, suba ya el salario. Compañero Primo, ¡ven, no tardes tanto! […] No es que uno sea oposicionista. Simplemente católico. Pe­ro si las Navidades se siguen celebrando con la pobreza de este año, tenga el Compañero Primo la seguridad de que en 1975 el Niño Jesús no nace.54

Y se quejó del alza del precio hasta del papel higiénico: Lo malo aquí en Colombia, como bien lo reconoce el Compañero Primo, es que los Mandos Medios frus­ tran las mejores campañas. Lo confirma la declara­ ción que hizo el martes Fernando Londoño, Superin­ ten­dente Nacional de Costos Ascendentes, acerca de una nueva alza en el papel higiénico. ¡Joven puerco! Jus­tamente cuando en departamentos como Boyacá el papel higiénico estaba destronando a los palitos, a la mano callosa del obrero y a la lengüevaca. Y, entre las clases acomodadas, al galápago de las bicicletas, según me informaba el Pre [el ex presidente Alberto Lleras, quien se había retirado a Chía y montaba bi­ cicleta]. ¿Ahora, qué va a pasar?55

La pluma ácida de Lucas Caballero no descansó durante el Mandato Claro. Casi siempre, en por lo menos una columna se­ manal, le reprochaba al gobierno una decisión, alguna política. Escribió notas sarcásticas contra la diplomacia de López en Cen­troamérica y su amistad con Omar Torrijos, el mandatario pa54. «¿Vendrá Chuchito en el 75?», en ibid., diciembre 29 de 1975, pp. 23-24. 55. «Ahora el alza fue en el otro papel», en ibid., junio 20 de 1975, pp. 39-40.

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nameño que logró que el Tío Sam le devolviera el canal interoceánico; reprobó al rector marxista que había nombrado en la Universidad Nacional, por lo revuelta que la tenía. Y les puso apo­dos fulminantes a muchos de sus colaboradores. A Clara López Obregón, sobrina de López y secretaria económica del palacio presidencial, la llamó la «sobrinita pálida» y le tomaba el pelo por gringófila, «máster de castellano en Harvard». A María Elena de Crovo, ministra de Trabajo, le decía «Sor Elenita del Mandato Claro» o «Mamá María Elena». A Germán Bula Ho­yos le decía «el Idi Amín de Montería», en alusión a su raza negra. A Alberto Santofimio lo bautizó «Pinina» porque su pre­co­ cidad en la política era parecida a la de la niña protagonista de una telenovela argentina entonces de moda. Al alcalde de Bo­go­ tá, Bernardo Gaitán Mahecha, lo apodó «Bruno Bernardo». Y al propio Compañero Primo, a quien también llamó «Tío Fon­sy», no dejó de echarle vainas por su gripa, por someterse al tratamien­ to rejuvenecedor de la doctora Anita Aslán o por lo que fuera. De esa capacidad suya de caricaturizar a un personaje públi­ co en dos trazos dijo su hermano Eduardo: Lo clava en una nota como a una mariposa, con el al­ filer de un mote o un remoquete que el país ya no podrá olvidar. […] De la galería de jefes naturales y arti­ficiales, estadistas buenos o malos, políticos y electoreros, congresistas, ministros, gobernadores y alcal­des que ha producido Colombia en los últimos cuaren­ta años, se podría asegurar que, más que los discursos y obras que dejaron a eso que llamamos pomposamen­te la posteridad, sólo quedará el inventario de nombres y alfilerazos que Lucas va regando en sus notas.56

El mote más ofensivo fue el que le dio al entonces director de la revista liberal Consigna, Jorge Mario Eastman, a quien bau56. «Mi hermano Lucas», en Yo Lucas…, pp. 194-195.

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tizó con una marca de toallas higiénicas, «Stayfree». Hay va­rias teorías de por qué le puso así. Según su hijo Lucas, era una forma de decirle «oportunista», pues era «la toallita para los últimos días». Daniel Samper recuerda que lo que le quiso decir fue que «siempre estaba muy cerca de lo mejor, pero no era lo mejor». Lo que los dos no olvidan es la ira de Eastman, que retó a duelo —esto, en 1975— a Klim. «Jorge Mario no entendió que subirse al ring con un humorista es perder», dijo Samper. Y, por supuesto, perdió. Klim salió con una columna mordaz que lo puso en ridículo: Ahora me pareció entenderle [a Eastman] que había optado por trasladar el caso al terreno del duelo. San Gregorio milagroso, protégeme. Hago una confesión. A mí me producen mucho miedo estas cosas, prohibidas, además, por la Iglesia. Pero he tenido algunos duelos en mi vida y considero que los peores son los de familia. Una noche tuve uno muy cruento con un distinguido jefe conservador, el doctor Abel Casabianca, de tanto prestigio como puntería. Y murió una vaca fina. Nos tocó pagarla. Pero Stayfree debe creerme si le confieso que el que me dejó con ganas de no volver a repetir jamás fue el que tuve a la muerte de mi tía Magolita. Yo la quería muchísimo. En todo caso, si él sigue interesado, no es sino que me lo haga saber. Yo para las emociones fuer­tes siempre vivo dispuesto. No quiero que se diga de mí, si debido a la puntería de Stayfree pronto voy a abonar los Jardines del Recuerdo: «¡Lucas se nos fue sin arreglar sus cosas! ¡Dios y los turbayistas lo hayan perdonado!». Es mi deseo que Lucas Jr. e Isabelita [la ex esposa] no tengan por culpa mía ninguna dificultad con la Administra­ ción de Hacienda. Les dejo a ambos mi corazón para que sea conservado en un frasco. […] Admito que fui pésimo marido, pero si Isabelita logra reprimir su

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carácter, en mi próxima reencarnación estoy dispuesto a concederle una segunda oportunidad. En guarda de mi buen nombre le ruego pagar cuatro cuotas que todavía debo de la licuadora. Y, finalmente, voten por Carlos Alberto [Lleras Restrepo]. Codicilo final: La relación de todos mis bienes queda en el cajón de la mesa de noche, escrita en el re­­ vés de un sobre. Y la relación de todos mis males espe­ ro que se conozca en la autopsia. Aguardo órdenes del Purgatorio, si me va bien. O, si no, de más abajo. Con ustedes hasta el final.57

El duelo con Casabianca era verídico. El pleito se dio porque el viejo general, que había estado en la guerra de los Mil Días, hablaba pestes de los jóvenes. Un día, cuenta Lucas hijo, su papá dijo a Casabianca: «Los jóvenes somos bobos como usted dice, pero peor ustedes los godos, que tienen que usar flechas en las medias para saber donde les quedan las pelotas». Caballero se estaba burlando de la vestimenta tradicional de los señores bo­ gotanos, que se remangaban los pantalones y mostraban sus elegantes medias con flechas dibujadas. Casabianca se sintió insultado y retó al joven Caballero al enfrentamiento. El duelo se llevó a cabo en la calle 72, donde terminaba Bogotá —así que no hubo vacas muertas—. Con Casabianca esta­ ban los conservadores, y los liberales con Lucas. Casabianca erró el tiro y Lucas le dijo: «Le debo un tiro». Casabianca le respondió humillado: «Joven, pégueme un tiro». «Yo no gasto pólvora en galli­nazos», reviró Lucas. Luego estuvo ocho días de fiesta con los liberales, celebrando que había dejado en ridículo al general «godo». Con Eastman no hubo duelo, por supuesto. Tampoco lo hu­ bo después con Iáder Giraldo, a quien Klim había atacado porque dejó deudas personales cuando salió de encargado de negocios de Colombia en Bulgaria. Exagerando, como siempre, el humorista dijo que lo habían encontrado en el aeropuerto tra57. «San Gregorio milagroso, ¡protégeme!», en ibid., marzo 3 de 1976, pp. 57-58.

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tando de llevarse «las piernas de Sofía» y que «el nombre amado de Colombia flota ahora en Bulgaria, gracias a Iáder, sobre una ele­vadísima montaña de vales». Giraldo lo retó a duelo por su honor. Lucas le envió un telegrama de respuesta: «Acuso recibo de su bulgarigrama». Daniel Samper, que reconoce que Giraldo tenía razón, pues su caso más que de deshonestidad era de desorden, publicó una columna tomándoles el pelo a los dos y evitó el duelo. Las recriminaciones diarias de Klim al gobierno López, que más que eso eran divertidos y livianos comentarios, se estaban volviendo algo monótonas. Pero a partir del segundo año del Man­dato Claro cambió el tenor de las críticas de Klim. En septiembre de 1975 apareció una denuncia poco clara de doña Bertha Hernández, la esposa del ex presidente Mariano Ospina Pérez, en su columna «Tábano» del diario La República. Hablaba de un negocio con una finca en los Llanos, relacionado con el pre­ sidente López. La publicación causó comunicados oficiales del gobierno y un anuncio de retiro del poder de los conservadores. Klim comentó la cosa sin mayor pugnacidad, más burlándose de doña Bertha y su mal castellano que atendiendo a la denuncia. Concluyó entonces así, sin imaginar la caja de Pandora que se abriría: Total, nada. Fuera de que Hermana Berthica carecía de datos para apoyar sus insinuaciones, debe cuidar en­tonces su gramática, que la lleva a decir cosas que no puede probar. Lo cual va a acabar con mi Cuñado [Mariano Ospina Pérez]. Y también el Compañero Pri­mo, al exigir su enmarronada cabeza de Directora del Conservatismo, se sobró de reacción. Ojalá ella y el Compañero Primo lleguen los dos solitos a una reconciliación. Yo nunca intervengo en discrepancias de familia.58

Más de un año después, una investigación de El Espec­ta­dor reveló en detalle de qué se trataba el negocio del que había ha58. «Un caso de gramática parda», en ibid., septiembre 14 de 1975, p. 45.

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blado doña Bertha. Aseguraba la publicación que Juan Manuel López Caballero, hijo del Presidente, se había beneficiado comprando una finca en los Llanos a precios muy mó­di­cos y, luego de que el gobierno de su papá construyera una carre­tera alterna a esa región que la va­lorizaba considera­blemente, la había vendido con grandes uti­lidades. El humor de Klim se volvió cada vez más corrosivo a medida que aparecían en la prensa nuevos hallazgos sobre este caso y otros que cuestionaban la ética del gobierno: «La Libertad», en manos de mi sobrino Juan Ma­nuel, ha pasado a valer cuatrocientos millones de pesos [de treinta que le costó]. Los campesinos compradores de las parcelas [que les vendía López] deben hacerse, sin embargo, la democrática reflexión de que la libertad no es cara a ningún precio. La gente nueva tiene visión anticipada de los ne­ gocios. Una intuición de la valorización de la tierra muy superior a la que tuvo en su tiempo otro parien­ te político mío, el abuelo de Isabelita, mi papá Pepe Sierra. Él, sin embargo, necesitó toda una vida para hacer lo que a mi sobrino Juan Manuel le ha toma­do únicamente dos años. Es indudable que para eso se necesitan poderes especiales como los de Regina 11 [una política del momento que se proclamaba bruja]. El chino tuvo la corazonada de que «La Liber­tad» iba a centuplicar su precio cuando se construyera una carretera alterna al Llano. Y la carretera se construyó. […] Los invasores deben ser, pues, desa­lojados por contravenir la ley y oponerse al progreso. Están viviendo en el pasado, alimentados sentimentalmente por los recuerdos de una época abolida, cuando el Lla­ no y la libertad con minúscula eran de ellos. El porvenir está en el Llano, como lo dijo tan elo­ cuentemente el Compañero Primo en Gaviotas. Lás-

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tima no tener treinta millones como mi sobrino Juan Manuel, para comprar también mi libertad.59

A partir de ahí Klim martilló incansablemente en esta de­­nuncia y otra que salió también por esos días. Se cuestionó que Felipe López, entonces secretario privado de su padre, el Presi­dente, hubiera sido contratado simultáneamente por la Fede­ra­ción de Cafeteros para hacer un estudio del mercado de futu­ros de café. Al respecto, Felipe López, en entrevista con la autora, explicó que para hacer el trabajo con la federación, tomó una licen­ cia no remunerada de su cargo en la Presidencia: «A mí me buscó Arturo Gómez Jaramillo, entonces ge­rente de la Federación, para que trabajara unos meses con Jorge Ramírez Ocampo en la posibilidad de que la Federación participara en el mercado de futuros de café en Nueva York, Chicago y Londres. Jorge y yo habíamos trabajado en ese tema en la 59. «El Llano, tierra de la libertad», en ibid., febrero 18 de 1977, p. 75.

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Federación. Nos pagaron siete mil dólares. El escándalo fue tan grande, pues el concepto de mercado de futuros se ridiculizó tanto en caricaturas y en los escritos de Klim, que yo quedé como si supiera predecir el futuro». Al final, la Federación tuvo que suspender su ingreso al mer­ cado de futuros. A inicios de marzo de 1977, el Procurador de la época que había investigado el caso de «La Libertad» emitió un fallo absolutorio. Una semana des­pués, un nuevo documento sobre la tradición de propiedad de la finca fue publicado por El Espectador. Con base en los hechos que de allí se desprendían, Klim refutó los argumentos que el presidente López había presentado en su defensa ante el Congreso. Absolución por bula

A finales de marzo de 1977, cuando la tensión por este escándalo estaba en su punto crítico, la Comisión de Acusaciones de la Cámara, a la cual el propio López había pedido que lo investigara, citó a doña Bertha y a Klim a declarar. El domingo 27 de marzo, El Tiempo publicó en primera página la noticia de que Klim se había excusado de ir a la Cámara y, en su defecto, le había dirigido al cuerpo legislativo una carta titulada «Lo que

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puedo decir sobre “La Libertad”», que El Tiempo publicó completa. En esa carta, el periodista les explicaba a los legisladores que no conducía investigación alguna sobre el tema, que sus comentarios se basaban en las publicaciones de prensa y que, por tanto, sólo podía aportar algo de «espuma» a esas investigaciones. Luego volvió a relatar, sin faltar a la ironía, por supuesto, los hechos ya conocidos y predijo que la comisión absolvería a los involucrados. Éste era el cierre de esa carta: Nada hay doloso o ilegal. Lo único, pues, que puede salir de todo esto es la indignación de las conciencias a sueldo respecto de las personas que nos atrevimos a pensar que no está bien que las familias que gobiernan alternen la responsabilidad del poder con los azares de la agricultura porque se exponen a descui­dar una de estas dos actividades en detrimento de la otra. Es lo que está pasando ahora. En efecto, mientras Juan Manuel y Lázaro Felipe discuten en las so­bre­mesas familiares con su papi sobre el alto costo de la vida y la justicia social, el alcalde de Villanueva tie­ne que recorrer sin tregua, ni fatiga, las treinta mil y tantas hectáreas de «La Libertad», expulsando invasores y espantando mosquitos y colonos. La delica­deza personal es algo que ya no cuenta estando la vida tan cara. […] No hay nada más que decir, como no sea que anhelo ardientemente que todos nosotros, ustedes como representantes del pueblo, y yo como modesto periodista liberal, luchemos siempre por una patria más digna y mejor, de donde estén proscritas la inmorali­ dad y la calumnia y en donde todos los funcionarios del Estado, desde el más alto hasta el más bajo, no sólo sean honrados sino también lo parezcan.60 60. «Lo que puedo decir sobre “La Libertad”», El Tiempo, marzo 27 de 1977.

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Esa misma mañana, como lo relató años después la revista conservadora Guión, el presidente López, además de leer a Klim, tuvo que desayunarse con editoriales críticos de El Tiempo y de El Espectador. El primero de estos diarios liberales aprovechó que se cumplía un aniversario de la muerte de Eduardo Santos, ex Presidente y ex director del periódico, para echarle a López sus indirectas: «Cuando la voluntad de su pueblo lo elevó a la primera magistratura de la nación [Santos] observó en la administración de los intereses del Estado tan severa e inquebrantable pulcritud que prohibió a parientes cercanos y lejanos, y aun a amigos de su intimidad, gestionar el más insignificante negocio con cualquier rama del gobierno, así fuera la más extraña a su directa intervención». «No había terminado de apurar el café, cuando el señor Ló­pez Michelsen tomó El Espectador en sus manos para ver qué decía, y encontró más agrias las reprensiones, en su primer editorial», escribió un narrador anónimo en Guión, recordando el episodio cuatro años después de los hechos. Y cita luego un aparte de dicho editorial del periódico de los Cano: «Hay necesidad de retomar conciencia de ciertos linderos éticos, de guardar las proporciones y las dignidades, de mantener al margen las actividades privadas de las públicas y de ser cuidadosos al extremo y mostrar el mayor celo en el desempeño de las altas posiciones del gobierno».61 El Presidente estaba realmente disgustado. La mañana del lunes 28 habló con Abdón Espinosa, su ministro de Hacienda, según López Michelsen porque éste lo llamó a ofrecerle su renuncia como un gesto de solidaridad con la prensa liberal, a la cual el Presidente había atacado en un discurso del día anterior. Esta versión de López se hizo pública a raíz de una carta que le escribió al director de Lecturas Dominicales de El Tiempo, Ro­ berto Posada García-Peña (D’Artagnan), once años después, en réplica a un perfil de Klim publicado en esa separata por Héc­tor Osuna. En esta carta cita otra carta que el ex Presidente le es61. «El columnista que casi tumba un gobierno», Guión, núm. 221, julio 24-30 de 1981, p. 80.

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cribió al abuelo de D’Artagnan, Roberto García-Peña, que era el director de El Tiempo cuando ocurrieron los hechos. Según López, él le había preguntado a Abdón si había leído su dis­­curso, y éste le admitió que lo conocía por referencias, pero que entendía que era contra El Tiempo y El Espectador. Por eso, explicó López, Abdón, muy cercano a El Tiempo, le ofreció su renuncia al ministerio. «Mi respuesta inmediata fue la de que sería yo quien renunciaría —escribió López—, dándole a conocer al país las razones de mi de terminación, como era, entre otras, menciona­da en el propio discurso, el que, en el afán de arrojar descrédito sobre mi gobierno, la prensa no se había detenido en estimular los brotes separatistas del archipiélago de San Andrés y Providencia, por medio de titulares sobre la desatención del gobierno, cuando acababa de ponerse en servicio una central eléctrica superior a las necesidades de la Isla, con un costo vecino a los doscientos millones de pesos. »El doctor Espinosa Valderrama me solicitó un tiempo prudencial para leer el texto de mi discurso y volvió a llamarme con la insinuación de que invitá­ra­­mos a Alberto Lleras Camargo, a ti [Roberto Gar­cía-Peña] y a Hernando Santos. […] No es, pues, exacta la versión según la cual la iniciativa de tal conferencia fuera mía, como se repite periódicamente en hojas de la oposición».62 La versión de la «oposición» de la que habla López —que es la de Klim y sus hermanos, la de Guión y la que le contó el abuelo a D’Artagnan— es sencillamente que López estaba tan molesto que fue él quien citó a la mencionada reunión. Convocada por quien fuera, el caso es que ésta tuvo lugar a las cinco de la tarde de ese lunes 28 de marzo en el Palacio de San Carlos. Ló­pez vestía de sport, pues venía de un almuerzo campestre en una hacienda sabanera. Roberto Posada, en una entrevista que le hice a mediados de 2005, recordó así los hechos, que conoció directamente de su abuelo, quien estuvo en la reunión: 62. «Carta del ex presidente López», El Tiempo, septiembre 9 de 1998, p. 5a.

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«Mi abuelo había escrito un editorial violento contra Ló­ pez. [López, como gobernante, era muy provoca­dor con la prensa.] Ya se venía la campaña presidencial, estaban en su furor los escándalos de “La Libertad” y el contrato de Felipe, y Klim, que escribía sus cortas cuartillas tres veces por semana, no perdía la ocasión de referirse al tema. López, en la reunión de San Carlos, se los tragó a todos. Les dijo que no resistía más, que renunciaba si no apaciguaban a Klim. Se pusieron con los pelos de punta. Mi abuelo salió a moderar su columna, pero ya se había ido a la edición nacional, y sólo la alcanzó a cambiar para la de Bo­gotá. La República descubrió el cambio y sacó las dos columnas enfrentadas para que se viera cómo se había moderado el editorial. Por supuesto, El Tiempo quedó muy mal».63 El ex presidente López aseguró que nunca exigió el retiro o apaciguamiento de Klim. Y, para probarlo, citó la carta que le envió Roberto García-Peña: «Ni tú [López], ni muchísimo menos Alberto Lleras nos hicieron exigencia de ninguna naturaleza, y por ello es falso de toda falsedad lo aseverado desde un principio por Lucas Caballero, y coreado por su her­mano Eduardo y su primo Enrique, que Alberto y tú nos hubieran pedido, como terminante condición para prescindir de tu idea, la supresión de la columna de Klim. Lo único que Hernando y yo dijimos, sin que nadie nos lo pidiera, fue en relación con la conve­niencia de que Lucas no insistiera, por ahora, simple­mente por ahora, en su tenaz y necia campaña personalista».64 De todos modos, el efecto de la conversación de los directivos de El Tiempo y el ex presidente Lleras Camargo, todos fieles liberales, con un Presidente también liberal, que, según Guión, se confesó abandonado por su partido y listo para renunciar, fue devastador en los ánimos de los jefes del diario. Ellos podían moderar su propia pluma, pero sabían que con Klim la cosa iba a ser difícil. Por eso se dieron la pela de intentar convencerlo. ¿Calculó López que, si ponía suficiente presión, la cuerda 63. Entrevista de la autora con Roberto Posada en agosto de 2005. 64. «Carta del ex presidente…», op. cit.

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se reventaría por lo más débil, que era Klim, y así se lo quitaría de encima? Quienes lo conocían bien sabían que López desprecia­ba a Klim, lo consideraba parroquial. En la mencionada carta de rectificación a D’Artagnan, López dice que no se le puede dar tanta importancia a Lucas Caballero, a quien, «por diferencias íntimas con la familia Caballero, tuve que soportar por más de treinta años sin que me molestara mayormente». La contradicción de términos revela cuánto le fastidió en realidad. Hernando Santos fue al apartamento de Lucas en la mañana del martes 29 de marzo. Pidieron almuerzo en La Red, restaurante del cual era socia la esposa de Santos. Hernando se to­mó varios whiskies. Estaba nervioso. Respetaba a Klim, quien había sido inmensamente solidario en los tiempos más difíciles del partido y del periódico. Le pidió no hablar de los escán­dalos del gobierno mientras pasaban las investigaciones y se tranquilizaban un poco las cosas. Lucas insistió en que lo suyo no era una pelea personal contra López. Quería cuestionar una con­ ducta poco ética de un gobierno, línea en la cual El Tiempo lo había acompañado hasta el día anterior. Al parecer, Klim no le contestó al final ni sí ni no. Santos salió convencido de que había logrado su cometido. Pero al día siguiente llegó la corta y defini­tiva carta de renuncia del columnista a El Tiempo. Entre primos

Osuna dibujó el dolor de cabeza de López y la mordaza de Klim.

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Los días Santos

En ella citó la reunión con Hernando Santos y aseguró que éste le había hablado de la inminencia de un golpe militar y de la necesidad de respaldar al gobierno en ese momento difícil. Dijo que la visita no lo sorprendía, pues había visto el giro de los editoriales del diario en tres días. De aquel del domingo 27, en el que, al destacar la conducta intachable de Eduardo Santos, se interpretaba una descalificación tácita de la conducta del Pre­sidente, al del día siguiente, que prefería no comentar «por la simpatía y el cariño» que había tenido por El Tiempo. Y luego remataba: Las ideas del doctor Santos, la lección de vida, el pasado íntegro del periódico había ido a parar al cesto de los papeles inútiles en donde ustedes arrojan los cabos de los cigarrillos consumidos y las mecanógrafas escupen el caucho de los chicles gastados. No sé quién los esté aconsejando en esta hora melancólica para la prensa y para Colombia pero deseo que uste­des piensen un momento, un solo momento nada más, en la herencia moral del doctor Santos y obren de acuerdo con ella y con la tradición hasta hoy limpia e ilustre del periódico.

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La columna que serví durante treinta y cinco años es de ustedes. Y al retirarme de ella me queda la satisfacción de que empleé siempre limpia y honesta­ mente mi pluma, de acuerdo, por lo menos, con la le­yenda impresionante que el doctor Santos me dijo al­guna vez que llevaban impresas en los gavilanes las viejas armas toledanas: «No la saques sin razón ni la guardes sin honor». Espero que no se produzca el golpe militar que ustedes temen, aunque, a mi juicio, a esas soluciones de fuerza sólo se llega cuando los gobiernos se corrompen y la prensa, por interés o cobardía, se hace su cómplice. […] mi más cordial saludo. De ustedes atentamente, Lucas Caballero Calderón65

En efecto, Klim debía estar apesadumbrado de romper con una institución que había estimado entrañablemente y con la cual había compartido los años difíciles de la persecución conservadora. Debió necesitar mucho coraje para renunciar, una vir­tud de la cual este columnista nunca careció. Los años oscuros Un escrito de Klim de septiembre de 1952 da una idea de su cer­ canía a El Tiempo. Fue a los pocos días de que, como dijo un editorial del diario, «el vendaval sectario redujo a ceniza cuarenta años de lucha»; es decir, días después de que turbas conservadoras quemaran las residencias de los jefes liberales, el ex presidente López Pumarejo y Carlos Lleras Res­trepo, y las instalaciones de El Tiempo. Klim escribía entonces, como él mismo las definía, columnas ligeras; sin embargo, en esa hora álgida rompió su estilo: El Tiempo está íntimamente ligado a mi modesta vida de escritor liberal y es, por así decirlo, mi hogar 65. «Carta a El Tiempo», en La segunda esperanza, marzo 31 de 1977, pp. 82-83.

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espiritual. En los largos años que llevo de trabajar en él he compartido sus éxitos, sus vicisitudes, sus propósitos, así que con mayor razón ahora deseo hacer míos sus quebrantos y sus insucesos. Esa casa que ardió an­tier, en cada uno de sus desvanes, de sus sótanos, de sus rincones, guardaba un buen recuerdo para mí. Era algo de mí mismo […] nunca como hoy he comprendido el cariño que suscitaban en mi espíritu esas viejas rotativas que durante más de cuarenta años contribuyeron a formar la grandeza colombiana, que ahora por desgracia está tocada de ruina. El Tiempo, en todo momento, ha sido el alimento espiritual de los colombianos que aman la libertad, la justicia y la dig­nidad humanas, y de una época a esta parte ha recogido en sus páginas, que tienen la noble fragilidad de las banderas, el clamor angustiado de una ilustre colectividad vencida […] Es innecesario decirles a mis camaradas de El Tiem­­po que hoy más que nunca me siento unido a ellos para seguir luchando por nuestras viejas e incansables ideas liberales, que han sido las inspiradoras constantes de la vida accidentada de este diario y que, infortunadamente para ciertas almas mezquinas, no se consumen, como las simples cosas materiales, al contacto del fuego. Éste, por el contrario, las purifica y las ennoblece.66

La violencia sectaria entre liberales y conservadores se había desatado desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948. Ese mismo día, huestes liberales enfurecidas quemaron El Siglo, el periódico conservador que dirigía Laureano Gómez, con rotativa y todo. Desde el día siguiente, el gobierno conservador de Mariano Ospina, de una facción del conservatismo distinta a la de Gómez, impuso el toque de queda y la ley marcial, que implicaba la censura de prensa. 66. «De Klim», El Tiempo, septiembre 8 de 1952.

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«Las fuerzas del Estado empezaron la persecución a los periodistas, a quienes consideraba en parte responsables de la hecatombe del 9 de abril —relata Maryluz Vallejo en su completísima historia del periodismo, A plomo herido—. Algunos fueron condenados a conse­jos verbales de guerra; otros fueron privados de su li­bertad por violar medidas del estado de sitio, entre ellos León de Greiff y Alejandro Vallejo. Por orden de un juez militar fueron detenidos José Mar, director del radioperiódico On­ da Libre; Gerardo Mo­lina, rector de la Universidad Nacional, y Jorge Zalamea, acusa­do de liderar la toma de la Radiodifusora Nacional. El mismo día fueron puestos en libertad después de rendir indagatoria».67 Klim, que todavía era sociable y parrandero, tuvo que quedarse en su casa en esos días. Jocosamente dice su hijo Lucas que él fue producto de ese toque de queda de 1948. A pesar de que Caballero no se había metido demasiado en política, en su forma burlona y aparentemente trivial desafió también la censura. Escribió entonces una columna contándole a un alto mando militar cómo estaban obligando a todos los bogotanos a andar con las manos en alto para que no los acribillaran. Se nota que después le cayó la censura, y Klim «rectificó»; es decir, defendió la conveniencia de andar con las manos en alto toda la noche: La misma sinceridad que usamos entonces para anotar los inconvenientes de andar con los brazos en alto por las calles, la pondremos hoy para señalar sus ventajas. […] se trata de una disciplina física de probada eficacia para proporcionarles elasticidad y resistencia muscular a los brazos. En efecto, no son po­ cas las gentes que reconocen ya que, con sólo quince días de toque de queda, están en mejores condiciones que nunca para poder andar por la calle con paraguas abierto, cuando sea el caso, o para poder cambiar una bombilla colgante, cuando se les funda en su casa.68 67. Vallejo Mejía, op. cit., p. 310. 68. «Bajo el toque de queda», en Klim, 45 años…, abril 30 de 1948, pp. 53-54.

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Las cosas, sin embargo, pasaron de castaño a oscuro. Un día se cruzó en la calle con los guardaespaldas de Lucio Pabón Nú­ ñez, que luego fue ministro de Gobierno de Laureano Gómez. Uno de ellos le dio un tremendo puñetazo. También le pegaron a Jaime Dávila, que estaba con Lucas, pero éste, que era tan ami­ go de las trompadas que le decían el Gángster, se metió debajo de la mesa y la rompió de un golpe. «Papá dijo después que nunca había visto a un tipo rasgar una mesa —cuenta Lucas hijo, quien relata que su padre llegó golpeado y chorreando sangre—. Casi lo matan». La joven familia se fue entonces para San José de Suaita, para escapar de los peligros. Allá tampoco pudo estar tranquilo. Un día, mientras bajaba las escaleras de piedra que conducían a la casa del telégrafo, se dio cuenta de que un policía «chulavita» (conservador) lo estaba siguiendo. Lucas se desvió para ir a la fábrica a resguardarse, pero tenía que atravesar un potrero. Mientras se agachaba para pasar por una cerca, el policía se arrodilló, montó su fusil Grass y disparó. «Tuvo suerte porque al tipo se le encasquilló el fusil», dice Lucas hijo. El humorista fue a su casa y pidió la pistola por si acaso. Su esposa Isabel se encaminó a la casa del telégrafo a pedirle ayuda al presidente Ospina. Como la telefonista de­bía so­licitar la llamada a la del pueblo vecino, y ésta a la del otro pue­blo, y así sucesivamente hasta conectarse con Bogotá, Isabel habló en clave para que nadie supiera: “El niño está enfermo”, dijo. Aunque Ospina era conservador, había sido, junto con Luis Eduar­do Caballero (Lenc), padrino de matrimonio de Lucas e Isabel y les ofreció enviarles el ejército. Pero no pudieron esperar. Un amigo de la familia fue hasta El Socorro y llevó un taxi. A la una de la mañana salieron Lucas, Isabel y su bebé Lucas, de apenas un año, rumbo a Bogotá. El carro tenía que pasar enfrente del puesto de policía. Esos momentos se hicieron eternos. Lograron salir del pueblo sin ser vistos. ¡Se salvaron! A las pocas semanas, Caballero recibió en su casa un sobre. Adentro encontró una bala de fusil con una nota del policía que intentó matarlo: «Cachiporro h. p.: ésta no lo mató pero la próxima sí».

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El humorista regresó a Bogotá, pero ni se fue del país, como hicieron varios patricios liberales a medida que la reacción conservadora se hacía más fuerte, ni se calló. A fines de 1949 sa­ có una serie de artículos, aparentemente insulsos para un lector de hoy, sobre las cualidades de la naranja, la manzana, la pera, el aguacate, la guama y el coco. En realidad, las frutas no eran más que una disculpa metafórica para ridiculizar a varios de los personajes oficiales. Seguramente cuando los censores se dieron por enterados del truco, comenzaron a salir comentarios en la prensa sobre cómo Klim en realidad estaba hablando de los funcionarios tal y cual. Algo así escribió Zalacaín en El Especta­ dor. Por eso, Caballero cerró su serie con la nota «Las frutas, las verduras y yo», en la cual, con socarronería, negó que se tratara de algo metafórico, pero mencionaba a los personajes a los que supuestamente no se estaba refiriendo: La gente es suspicaz y no sería extraño, según él [Za­ lacaín] lo dice, que pensara en que al hablar yo de «la saltarina ligereza de la pepa de guama» estaba en el prólogo de una historia rítmica del doctor Zuleta Án­ gel. O que al referirme al color del aguacate, que es verde, quería aludir concretamente a «la peculiar pigmentación del escritor Armando Solano» […] Estimo que es necesario que se sepa que cuando yo escribo sobre las verduras y las frutas, pienso en ellas y nada más que en ellas. Así podrá evitarse que cuando diserte sobre el plátano paso, el público crea que lo hago por alusión al jefe de Zalacaín. Que cuando trate de los mamoncillos toda la administración pública se ponga molesta.69

Alternando de vez en cuando con temas políticos, Klim si­guió con sus comentarios burlones de siempre sobre cómo «Medellín es la única ciudad del mundo en donde para que los niños no lloren los ponen a jugar a la Bolsa»70 y sobre el peluquero que lo 69. «Las frutas, las verduras y yo», en ibid., diciembre 21 de 1949, pp. 71-72. 70. «De Klim», El Tiempo, julio de 1950.

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tenía tan trasquilado como a Calibán, su colega columnista. De vez en cuando hacía una crítica feroz de algún conservador, como aquella sátira sobre Luis Navarro Ospina, «quien no tiene otro trabajo que bucear en su conciencia para sacar como pareja, si quiere, a una de las once mil [vírgenes], y en su corazón, a toda hora, ángeles y serafines, arcángeles y querubines dicen ¡santo, santo, santo!».71 Y también, corriendo riesgos, atacó al notablato conservador en el poder. Cuando se reunieron en agosto de 1952 en asamblea constituyente y quisieron aprobar un artículo que impedía que el Presidente fuese investigado por algún ente legislativo o judicial, Klim escribió: El solio de Nariño tendrá así un fuero mucho mayor que el de cualquier trono de la tierra, y quien lo ocupe será, de hecho, bueno, puro, casto, honorable, genial, omnipotente, sabio, buen mozo e infinitamente digno de ser amado y de ganarse la lotería. Es decir, reu­nirá en sí mismo todas las calidades y virtudes que hasta hoy sólo se le habían acordado a Aquel a quien el doctor Carlos Arango Vélez llama, con tanta elocuencia como acierto, El Perfectísimo.72

En otro artículo se metió con Jorge Leyva, el laborioso, pero temido, ministro de Obras del gobierno de Laureano Gómez, en un tono amable pero burlón. Comentó la inauguración del primer tramo de la autopista Bogotá-Chía y propuso que la bau­ tizaran en su honor, «la Underjorgen», que sería como ponerle un «busto de 22 kilómetros». Una sola duda se tiene en relación con la Underjorgen derivada de las especificaciones técnicas de la obra, tan minuciosamente detalladas por el mismo Jorge. En consonancia con ellas, la amplitud de la calzada será excepcional, habiendo pistas diferentes pa71. Ibid. 72. «De Klim», El Tiempo, agosto 12 de 1952.

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ra automóviles, camiones, ciclistas, hermanos cristianos, pea­tones, novios y demás. Parece que habrá pistas hasta para descubrir a los asesinos intelectuales del doc­tor Gaitán. Ahora bien: duda es que, siendo solamente siete los kilómetros que se darán al servicio, ¿cómo se hará para saber si la inauguración de la Un­derjorgen, prospectada para hoy, va a ser a lo ancho o a lo largo?73

El hartazgo con la violencia que desató el régimen conservador llevó a muchos liberales —y Klim no fue la excepción— a aplaudir el golpe militar encabezado por el general Gustavo Rojas Pinilla el 13 de junio de 1953. Por esos días, Caballero pu­­ blicó tan encendida defensa del general, que afirmó que había regresado la democracia al país: Sobre el suelo de la patria se respira de nuevo el aire puro y delgado de la democracia. Es como si la sangre corriera más suelta y desembarazada a lo largo de las arterias, curada ya de sus antiguos dolores […] Este milagro lo hizo posible un gallardo militar colombiano en un momento estelar de su vida y de la historia. Bastó que él, desde los balcones del Palacio de Nariño, le hablara al pueblo en un lenguaje que el sectarismo había proscrito, para que en todos los cora­ zones prendiera como una lumbre la esperanza.74

Más adelante, en tono más jocoso, volvió a celebrar la llegada de Rojas al poder: No más para escribir esta nota y cumplir con el periódico, interrumpo la extasiada postura en que me he mantenido desde antier en la noche. Los brazos cru­ zados sobre el pecho y las manos en los hombros, de 73. «La Underjorgen», en Klim, 45 años…, mayo 1 de 1953, pp. 78-79. 74. «De Klim», El Tiempo, junio 15 de 1953.

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suerte que la derecha descanse en el izquierdo, y la iz­ quierda en el derecho. De vez en cuando las levanto y me doy, con infinito cariño, unas cuantas palmadi­tas en los omoplatos. Esta postura es, en cierto modo, la misma que adoptan defensivamente las mujeres cuan­ do alguien las pesca debajo de la regadera bañándose. En mi caso sobra advertir que el motivo es muy otro, pues los hombres tenemos sin mullir la zona en donde suelen usarse el strapless, los pulmones y el escapulario. La postura es de autofelicitación y de abrazo a mí mismo por haber acertado el propio sábado trece en lo de que a la pirámide estatal le estaba sobran­ do el copete. El actual presidente titular, Excmo. Sr. Te­niente General Gustavo Rojas Pinilla, que es inge­ niero y, como tal, domina a cabalidad las matemá­ticas, coincidió felizmente con mis molestas apreciaciones geométricas. […] Los de la filarmónica estaban manejando al país con un violín prestado y, para impedir que continuaran desafinando, la única solución posible era la de arrebatarles de entre las manos lo que el maestro Valencia llamaba «el tísico instrumen­ to». El alivio en todos los planos de la pirámide ha sido general.75

La felicidad de Klim, como la de muchos compatriotas, no duró mucho. Apenas dos años después, el régimen militar cerró El Tiempo y, en febrero de 1956, El Espectador. Estos diarios, sin embargo, no claudicaron, y empezaron a circular como Interme­ dio y El Independiente, respectivamente. Solamente cuando cayó Rojas, en junio de 1957, volvió Klim a alegrarse, en serio, del cambio de gobierno: 75. «De Klim», El Tiempo, junio 16 de 1953.

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La jornada del diez fue el triunfo de un pueblo inerme contra una camarilla omnipotente, a la vez que una lección inolvidable para quienes creen que la fuer­za puede imponerse indefinidamente a la razón y a la jus­ ticia, cuando al lado de ellas, respaldándolas, al­ternan la dignidad y el coraje. […] El país se unió resueltamente para salvar a la Patria, olvidando vie­jos e inútiles resentimientos, y contra ese duro e imba­ti­ble bloque de conciencias se mellaron las armas de la dictadura. […] No se sabe de nadie, ni siquiera del Libertador, que haya contado con tanto respaldo de opinión como el que se le brindó espontáneamente el 13 de junio

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al militar que, por un azar del destino, llegó ese día a la Presidencia de la República. Ni nadie tampoco que lo hubiera dilapidado tan absurdamente. El pueblo des­ pués de algunos duros años de deambular por el desierto creyó haber encontrado en su administración el oasis con que sueñan todos los peregrinos. La reali­ dad, sin embargo, se encargó de demostrarles brutalmente la magnitud de su equivocación.76

Obviamente no fue sólo el pueblo sino también el propio Caballero quien se había equivocado en grande al festejar la llegada de un militar al poder por la vía de las armas. Su anticonservatismo lo llevó al error de aplaudir el ascenso de un dictador, pero su desilusión, como la del resto del país, fue profunda. Ese desencanto, luego de los años de miedo, lo cambió. Del joven trasnochador que tomaba trago en el bar Granada y le fas­ cinaba la tertulia empezó a quedar cada vez menos. En 1957, al tiempo con la dictadura, terminó su matrimonio con Isabel Re­yes, la independiente nieta del legendario millonario Pepe Sierra, con quien se había casado hacía diez años. En ese entonces, la vida de Klim, un aristócrata bohemio, era ligera y feliz. Su matrimonio fue tema de una página entera del diario El Tiempo, donde había comenzado a trabajar hacía dos años, llena de apuntes, versos y caricaturas de sus amigos intelec­ tuales. La nota principal decía que el matrimonio de Lucas había causado «profunda sensación», y su amigo Trivio le escribió: «De manera, Lucas, que te casas; lo sabía yo y lo sabíamos todos: bajo el humorista impertinente se oculta, de soslayo, el buen padre de familia del que habla el Código Civil».77 Pero diez años después el país había vivido la cruenta guerra partidista, y el remedio que buscó la dictadura resultó peor que la enfermedad. «La violencia de los cincuenta lo encerró en sus paredes y dentro de sí, muy posiblemente en resguardo de su vena humorística, cuando el medio exterior se tornó amargo», escri­ 76. «De Klim», El Tiempo, mayo 11 de 1957. 77. El Tiempo, mayo 27 de 1947, p. 6.

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bió con gran intuición su colega humorista Héctor Osuna, cuan­ do El Tiempo le pidió un perfil de Klim para su informe especial «Los 100 personajes del siglo xx».78 Ese encierro voluntario también se debió a que la timidez con que había venido al mundo se le creció con la fama. «Tenía una idea muy clara de lo que puede ser ridículo», interpretaba un editorial, probablemente del ex presidente Carlos Lleras Restrepo, de Nueva Frontera, cuando Klim murió.79 El mismo Caballero habló del tema en una entrevista que le hizo Consuelo Araujonoguera, la furibunda lopista Cacica, cuan­ do Klim estaba en plena batalla con el Mandato Claro: Yo creo que, siendo uno humorista, tiene, en cierta for­ ma, más desarrollado el sentido de la crítica, de la autocrítica; entonces, cuando uno llega a una parte con la fama de humorista a cuestas, la gente quiere oírlo hablar a uno, y uno por autocrítica trata de todo lo contrario, de mantenerse callado, porque como ve que tanta gente hablando en exceso hace el ridículo, trata de no incurrir en eso. Además, me ocurre también lo que a muchos escritores: que tengo mucha facilidad para escribir pero no tengo esa misma facilidad para expresarme.80

Se volvió cada vez más solitario. «A mí no me presenten amigos que yo no conozca», solía decirle a su hermano Eduardo. «Lo más curioso de Lucas o Klim es que teniendo una mentalidad diurna, es decir clara como quien todo lo ve en la plenitud del medio día, en la madurez de su vida es un hombre nocturno, o noctívago, o noctámbu­lo, a quien le fascina la noche y detesta la luz del sol. Agazapado en el caracol de su casa, procura prolongar la noche y retardar el día con las cortinas corridas 78. Héctor Osuna, «Lucas Caballero, Klim, sátira demoledora», Lecturas Dominicales de El Tiempo, septiembre 6 de 1998. 79.«Klim», Nueva Frontera, julio 20 de 1981, p. 7. 80. Consuelo Araújo de Molina, «Confesiones de Klim a La Cacica (2): “Por qué critico al gobierno», El Espectador, abril 15 de 1977.

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para que la luz no vaya a perturbar la penumbra nocturna de su refugio de ermitaño», escribió su hermano Eduardo.81 Se veía con pocas personas. Se pasaba los días encerrado, es­cribiendo en su máquina, cuando no estaba mirando la tele­ visión o hablando por teléfono, los dos inventos con los que nun­ ca dejó de maravillarse, pues le permitían mantenerse informado y conectado al mundo sin hacer parte del él. También leía muchísimo. Su hijo Lucas se acuerda de cómo despertó en él un gran amor por los clásicos de la literatura. «En los últimos años se fascinó con las novelas de misterio y las an-

Dibujo de Antonio Caballero, publicado en el libro de Klim Memorias de un amnésico, El Áncora editores, 1982. 81. «Mi hermano Lucas», en Yo Lucas…, pp. 193-194.

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tologías de relatos policíacos», dice. También recuerda que devolvió su acción del aristocrático Gun Club, y recibía a pocos y selectos visitantes en su casa. A su hijo Lucas, por supuesto; a su ex esposa Isabel, que seguía pendiente del cuidado de su apar­ tamento; a Daniel Samper Pizano, el periodista investigativo a quien cariñosamente apodó en sus columnas «Salmonete», y, por supuesto, a su hermano Eduardo y a su primo Enrique. «Las lla­ maban las reuniones de caballería», explica su hijo. La cercanía de los tres Caballero se hizo más estrecha cuando Klim salió de El Tiempo. Al día siguiente de que éste enviara su carta anunciando que se iba, lo siguieron hermano y primo con sendas airadas renuncias a sus respectivas columnas. De vuelta en El Espectador «…Éramos tres los caballeros»

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Al mes, los tres ya estaban escribiendo en El Espectador, su antigua casa editorial, que los recibió con brazos abiertos y sin condiciones. Los lazos de Klim con ese diario también eran entrañables: allí había empezado su carrera periodística y allí había conocido a algunos de los hombres que más había admirado en su vida, como el viejo director, don Luis Cano. Él era una de las figuras políticas que Caballero había perfilado a mediados de los cuarenta: El hijo pródigo

Así es Luis Cano, que podría haber sido presidente si a él le hubiera venido en gana: un niño grande y generoso, terriblemente inteligente, encantadoramen­ te sencillo e incurablemente tímido. Luis les sirve al liberalismo y a la república, con la sola condición de que no lo hagan aparecer en los primeros planos […] Luis Cano es mi jefe en El Espectador, y ha sido mi amigo siempre, lo cual me cohíbe para decir mi de­voción por el patriota, mi admiración por el escritor y mi aprecio por el caballero. De todos modos,

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lo que no he de callar es que, en mi concepto, con su cara fres­ca y sonrosada y su hermoso penacho de cabello blanco —que le dan la apariencia de una fresa con crema—, Luis Cano es un pequeño gran hombre colombiano que voluntariamente vive desapercibido detrás de sus insignes servicios al liberalismo y al país.82

Cuando volvió a trabajar con los Cano, en su primera columna, Klim exaltó el espíritu de Luis Cano, «quien se dejó morir cuando su concepción liberal de la vida se derrumbó brutalmen­ te». Gabriel Cano y sus hijos Guillermo y Alfonso, para entonces, 1977, conducían el diario. «Los hijos han crecido pero siguen familiarmente fieles a la tinta de imprenta, defendiendo la liber­ tad sin recortes ni ganado que figura en el lema de nuestro escudo. Ninguno tiene finca con ese nombre en el Llano».83 Con el cambio de periódico no dejó de ser el fiscal ético del go­bierno de López, recordando una y otra vez, con diferen­tes jue­gos de palabras y sátiras, los escándalos de la finca «La Li­ bertad», los futuros de café y lo que él había interpretado como la obsecuencia de Hernando Santos y el ex presidente Alberto Lleras ha­cia el poder presidencial. A este último nunca le perdonó haber salido de su retiro en Chía para ser intermediario en la gestión que terminó con su salida de El Tiempo. Le cobró reiteradamente, y sin ninguna con­ templación por su edad o su dignidad, lo que para Caballero era una gran incoherencia: haber sido en los cuarenta uno de los gran­ des críticos de López Michelsen como protagonista de escánda­ los que contribuyeron a la caída de su padre, López Pumarejo, y prestarse ahora para callar a un periodista crítico, él. En la medida en que el periodismo investigativo de la época seguía exponiendo a la luz pública irregularidades del go­bierno de López, Klim utilizó esas denuncias para ironizar sobre la conducta oficial y caricaturizar a los protagonistas. Así que des­ 82. «Luis Cano», en Figuras Políticas…, pp. 131-133. 83. «La Garzona», en La segunda esperanza, p. 84.

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pués vinieron el escándalo de la parentela que llevó el presidente a pasear a Europa en el avión presidencial, que se recuerda hasta hoy con el nombre que Klim le dio de «Fonsijet», y el que causó la compra del hijo del Presidente Juan Manuel López de otra finca, llamada «El Recreo». Ésta fue quizás una de sus columnas más demoledoras contra el gobierno de López: El gobierno me ha hecho un gran homenaje al mandar a todo su circo presidencial a combatirme. […] la función se inició con un espectacular acto de ciclis­ mo, cuando de San Carlos mandaron a Alberto Lleras, el Pre, con la censura de prensa sentada en los manubrios. En seguida hubo en el Senado un núme­ ro de orangu­tanes amaestrados con la actuación especial de Amín Dadá, nombre de pista de Bula Ho­yos. En esa ocasión intervino también, en una exhi­bición de reata y jaripeo jurídico, Hernando Durán Dussán, el Sietema­chos del Meta, el invencible Cachetón de Matupa. La música volvió a sonar cuando salió a la pista Iáder Giraldo con su troupe de cone­jos de ultramar, seguido de Indalecio, quien los hizo de­saparecer metiéndolos en su reciente cubilete diplo­mático y pronunciando las palabras sacramentales del turbayismo: «Abracadabra, Harmano Gulito, chicharrones y cerveza amarga». El espectáculo obvia­mente empezó a decaer con Slebi, representante a la Cámara, un indi­viduo sin calidad para nada, quien por recomendación de Palacio salió a tildarme peyorativamente de payaso. Muy bien: acepto el calificativo. Ha habido payasos extraordinarios, insolentes como Bernard Shaw y tris­tes como Chaplin. Pero, sobre todo, esa profesión es más decorosa de algunas de las que se habla tanto aho­ra.84 84. «El circo de San Carlos», en La segunda esperanza, pp. 95-97.

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Dibujo que Osuna le regaló a Klim. (Del archivo personal de Lucas Caballero, hijo.)

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¿Habría atacado Lucas Caballero tanto a López Michel­sen y a su gobierno si no hubiera sido por la vieja pelea familiar de San José de Suaita? ¿Fueron las suyas, como aseguraron el ex Presidente y los directivos de El Tiempo, razones personales y, por eso mismo, desproporcionadas y obsesivas? ¿O fueron más bien, como lo aseveró tantas veces Caballero, su motivación, política, y su preocupación por la falta de ética del Ejecutivo, legítima? Es innegable que Klim estaba especialmente predispuesto contra López por la historia familiar. Prueba de ello es que nun­ca atacó de manera tan persistente y reiterativa la conducta de otros gobiernos. Pero también es cierto que, si las sátiras de Klim hubieran sido del todo infundadas, y si de alguna manera no hubie­ ran representado un sentir de mucha gente, jamás su humor habría tenido tanta acogida como la tuvo en esos años. Ha­bría sido desdeñado como un «loquito» monotemático e insignificante. Como escribió Daniel Samper en el epílogo de La segunda esperanza: «El combate entre Klim y López Michelsen resultaba en apariencia bastante desigual. El Presidente de la República, con el inmenso poder del Estado a su ser­vicio y el apoyo de numerosos medios de comunicación, se enfrentaba a un columnista cuyas únicas armas eran una máquina de escribir y un talento inusual como comentarista de humor. ¿Por qué tan desequili­ brado enfrentamiento estuvo a punto de terminar con la renuncia del Jefe de Estado? […] La magnitud de esta hazaña debe entenderse, pues, como producto de la suma de la independencia y el talento de un escritor que supo asumir la representación auténtica de la opinión pública».85 No obstante, si los escritos de Klim no hubiesen sido de cor­ te humorístico, quizás tampoco habría tenido el éxito que tuvo en sus críticas a este y a otros gobiernos. Al vestir sus dardos de un tono jocoso, con la sonrisa siempre a flor de piel, conseguía darles cierta intranscendencia a las cosas. Y cuando se escribe así, tomando el pelo, la bronca que pueda tener el autor 85. «Nota final» por Daniel Samper Pizano, en ibid., pp. 228-229.

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se desvanece. O, dicho de otra forma, el cedazo del humor filtra los resentimientos porque siempre revela desprendimiento del otro. Cuando alguien se puede reír de algo, es porque la rabia ya pasó. Por eso, en uno de los días más conmovedores para Lucas Caballero, cuando un grupo de amigos resolvieron hacerle un muy colombiano homenaje de desagravio por su salida de El Tiem­po en el Salón Rojo del Hotel Tequendama, el columnista pronunció un discurso cargado de humor, casi amable con sus adversarios. Esto a pesar de que el salón estaba a reventar. Su co­lega Osuna, que fue al acto —y quien, por cierto, en esos días publicó varias caricaturas de respaldo a Klim—, pudo allí «comprobar el arraigo que su mente juguetona y su bri­llo singular había alcanzado a tener en la sicología de quienes lo rodeábamos a nombre de un país. Alto, escuálido, tremendamente pálido, como una visión del más allá, este popular desconocido fue recibido con el canto espontáneo del himno de la patria. Un instan­ te sublime —aun para un bromista escéptico— que narró con precisión cuánto había servido a la Re­pú­blica, sin proponérselo. Con aquel delicioso humor, producto de un abnegado oficio literario, que siempre pareció un acto ocioso».86 Por aplaudido que fuera, el humor de Klim tuvo las limita­ ciones de su tiempo y del ambiente de aristócratas cachacos en el que creció. Es muy probable que sus apuntes contra Bula Ho­yos, asociando el color de su piel a la condición de simio o a la de dictador africano, o aquellos en que puso a «Harmano Gulito» a hablar como el prototipo del turco creado por las prejuiciosas mentes de la época no cayeran bien, por racistas, entre muchos negros o descendientes de libaneses. Varios dirigentes de la costa Atlántica de la época ni siquiera lo encontraban gracioso, pues lo recibían como algo ajeno, excesivamente bogotano. Tampoco es fácil pensar que hoy sería aceptable de un columnista, por cómico que fuera, repetir un insulto una y otra vez, como lo hizo con Carlos Lemos Simmonds, al que le pegó la frase «tan carajo y tan chisgarabís» y cuyo nombre nunca escribió sin adjuntársela. Sus constantes refe86. Osuna, op. cit., p. 3.

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rencias a la banalidad de las mujeres y a la estupidez de las esposas habrían motivado muchas cartas airadas en la actualidad. Y sus comentarios clasistas, como que «iba vestido de gente decente», no habrían pasado el filtro de un editor contemporáneo. Este humor de sesgo chovinista en los textos de Klim, no obstante, no revelaba necesariamente un prejuicio racista o machista, porque él tenía la peculiaridad de acudir a estos recursos discriminatorios solamente cuando quería demoler a la persona, cuando pensaba que estaba haciendo algo definitivamente criti­cable o para desnudar la arrogancia del poder. Era, más bien, que usaba los recursos que había en el ambiente, así fuesen prejuiciosos, para atacar. Lo mismo que hacía con los personajes de las telenovelas o con los eslóganes de la publicidad. De las mujeres a las que respetaba, como Emilia Pardo o Alegre Levy, nunca habló en tono machista sino con gran consideración por su intelecto. Y sólo se refería a los ancestros de los descen­dientes de libaneses que admiraba, como Gabriel Turbay, candidato a la Presidencia por el liberalismo en 1946, para exaltar alguna de sus virtudes. Sus exagerados cuadros del hombre dominado y la mujer de bolillo o de las señoras de medio pelo tratando de ascender socialmente también eran una manera de hacer visibles y, por tanto, exponer a la crítica pública esas costumbres sociales. Así mismo, hay que decirlo, la obsesión estadounidense por ser «políticamente correcto» con el lenguaje, de la que nos hemos contagiado en el resto del mundo, a veces no es más que un disfraz hipócrita para esconder tras palabras «adecuadas» un comportamiento discriminatorio que no se ha logrado extirpar de la sociedad. Acartonar el humor dentro de lo que es «correcto» es también empobrecerlo. «Klim hacía todo lo que escandaliza a los partidarios de que nada ofenda a nadie», escribió Daniel Samper en su perfil Un vigilante cargado de humor. «Pero los lectores se lo perdonaban todo. Entre otras cosas porque lo entendían como producto no de una convicción perversa sino de lo que realmente fue Klim: un espíritu travieso armado con una pluma genial».87 87. «Klim, un vigilante», Credencial Historia, op. cit., p. 7.

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Las últimas batallas

Con la misma falta de piedad con que se burló en público de gobiernos y presidentes se rió de sus dolencias y sacó a ventilar sus intimidades. En su libro Yo Lucas, joven Caballero. 10 en historia, 0 en imaginación, escrito en 1974, contó cómo se sintió después de que el doctor le hizo un examen de próstata: Yo recuerdo con horror el día en que el profesor Jorge E. Cavelier, una eminencia médica, me sometió a un

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examen general y me hizo esa cosa. Santo Dios, San­ to Fuerte, Santo Inmortal, ¡líbranos, Señor, de todo mal! Dejé su consultorio en el mayor grado de abati­ miento y humillación. Me sentía tan culpable como si hubiera pasado el último fin de semana acompañan­ do a Oscar Wilde. Y sin saber cómo firmarme en el futuro. Si con el inmaculado nombre de soltero que había usado hasta entonces o como L. Caballero de Ca­velier.88

No fue menos irreverente consigo mismo en los meses anteriores a su muerte. Sufrió varias complicaciones de salud y tuvo que salir de su apartamento —donde llevaba veinte años de encierro voluntario— para hacerse chequeos y tratamientos mé­dicos, casi siempre en la Clínica Marly. Según sus amigos, fueron males dolorosos y difíciles de soportar, pero él los sobrellevó convirtiéndolos en una diversión para sus lectores. Así describió, por ejemplo, uno de los penosos exámenes médicos que le practicaron: Yo veía todo esto atisbando por debajo de la sábana con la que me habían cubierto y debía presentar un aspecto decididamente mortal. Era como si estuviera en lo que se denomina, en el lenguaje judicial, la dili­gencia del levantamiento del cadáver, y el cadáver fue­ra el mío.

Sigue su relato contando cómo la enfermera le di­jo que se pusiera un camisón para llevarlo a sacarle una radiografía. Hice tal como me había dicho y nunca me había sentido peor en mi vida. El camisón era más ancho que largo y escasamente me alcanzaba a cubrir las fuentes de la demografía, y así, con la barba entrecana y caminando sobre mis dos piernas largas y delgadas, co88. Yo Lucas…, p. 296.

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mo don Quijote de la Mancha en la aventura de la venta, recorrí de la mano de la enfermera un pasillo pequeño atestado de gente hasta el departamento de rayos x. Una señora me gritó: «¡Viejo impúdico!», y dos niños pequeños se echaron a llorar.

Cuenta que, para hacerle la radiografía, un ayu­dante le dio un vaso de agua «en el que había disuelto previamente un talego de yeso», y mientras pulsaba un botón le decía que respirara y aguantara la respiración intermitentemente. Luego lo envió a su habitación hasta que «le funcionara el yeso». Llegué a mi habitación sintiéndome muy mal. Te­nía náuseas y además un peso enorme en el estómago que me obligaba a caminar inclinado hacia atrás para no irme de cabeza. Esto iba acompañado de fuertes retorcijones y una gran turbulencia abdominal. Era indudable que al ayudante de rayos x se le había ido la mano en el yeso y que yo, en el mejor de los casos, iba a tener una cornisa. Estuve vacilando entre tenerla normalmente o ir al departamento de ma­ternidad a que me practicaran una cesárea […] y me resolví por lo primero […] Un sudor mortal me empapaba la frente, y experimentaba un dolor tremendo, hasta que, incapaz de soportarlo, me desmayé […] cuando desperté […] el jefe de obstetras, todavía con un fórceps en la mano, me comunicó el parte de vic­toria. —Le informo, don Lucas —me dijo todavía emo­ cionado—, que, después de un alumbramiento extre­madamente laborioso, usted ha sido madre de la prime­ ra cornisa de yeso que ha nacido en Mirla S. A. desde su fundación. —No me diga, doctor —le respondí—. ¿Y puedo verla? El médico, abochornado, me dijo entre bal­­buceos:

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—La cornisa nació muerta y se la llevó el camión de la basura.89

Finalmente perdió su combate contra los males. Lucas Ca­ba­ llero Calderón murió poco antes de cumplir 68 años, el 15 de ju­lio de 1981, en su elegante y sobrio apartamento del norte de Bogotá, en la calle 80 con la carrera 15. Ganó, sin embargo, otra batalla. La que dio con su humor implacable para protestar cuando las cosas andaban mal en el poder o reírse de la pomposidad de las costumbres de sus conciudadanos, y para re­escribir la historia de los hidalgos del siglo xix como le vino en gana o desnudar, en toda su pequeñez, a los personajes de su época. Inventó frases lapi­darias, escribió comedias pican-

tes para­ cafés conciertos y borró el mapa de Estados Unidos de su atlas porque no le caía en gracia la prepotencia de ese país. 89. Ibid., pp. 64-67.

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Falleció en el momen­to en que estaba en su «mejor y más combativo esta­do de piyama», como escribió su hijo Lucas en el Evangelio del humor

prólogo de un libro que su padre no alcanzó a terminar, Memo­ rias de un amnésico. Apenas dos días antes había publicado en El Espectador su última columna. Con la pluma inspirada y firme de los grandes escritores, se dio el lujo de decir lo que pensaba. No divertía porque se lo hubiera propuesto sino porque, al llamar las cosas por su nombre, provocaba risa entre sus cómplices lectores. Descubría los pies de barro de los importantes y el público lo celebraba sonriendo porque utilizaba códigos que le resultaban familiares, como los eslóganes de la publicidad y los programas de televisión. Además fue pionero en el humor colombiano porque a la exageración, a la metáfora absurda y a la repetición de sirirí les añadió la creación de situaciones y escenas cómicas con una imaginación juguetona, tierna y cruel a la vez. No era un moralista de esos de púlpito, sino que su sentido de la rectitud, antiguo si se quiere, lo convirtió en un guardián

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del interés público. Costara lo que costara. Quizás la valentía se la dio haber crecido entre hidalgos de poca plata y grandes valores; pero también gozó la seguridad de quienes, siendo aristócratas, pueden ver el mundo desde arriba. Por esas condiciones le resultó incómodo al poder. Sin rendirle pleitesía a nadie, sin salir de su casa, conversando solamen­ te con quien le cayera bien, acumuló un desmedido poder de opi­nión. Por eso cuando falleció, su noble figura larga, pálida, de barba cuidada y blanca, era ya algo mítica. Un Quijote de profun­da levedad.

Klim visto por el caricaturista Naide, revista Diners, núm. 137, 1981.

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Osuna, un pensamiento libre

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ara llegar hasta allá hay que salir de la autopista que de Bogotá conduce a Zipaquirá y meterse por uno de los múl­tiples caminos que surcan la Sabana, charcos y barro, sauces llorones y uno que otro nogal, ciclistas de corta ruana carmelita y sombrero negro de fieltro. No es fácil descubrir la casa porque su nombre está escrito en hierro forjado, como un arabesco más de la verja de doble hoja de la entrada. Finalmente se lee: «Vicentulia». La bautizó en honor a sus padres, Vicente y Tulia. De viejo le dio a Héctor Osuna, chapineruno de toda la vida, por venirse a refugiar aquí. La quinta se ve al fondo del jardín colorido: de trazos limpios, parca, llena de luz. Unos peldaños y se entra a una pequeña sala de visitas. Más atrás está el comedor de muebles belle époque y vajillas antiguas en exposición. Y a la izquierda, por un corredor, se llega a la trinchera del caricaturista. En el estudio cambia el ambiente. Es más acorde con esta época, si se quiere. Libros por todos lados, ninguno fuera de lugar. Los más preciados están en una biblioteca cerrada con puer­tas de vidrio, réplica de la que tuvo Rafael Núñez —tres veces Presidente y autor de la vieja Constitución conservadora de 1886—. Allí se ven unos tomos gruesos empastados en cuero rojo que le regaló su hermano Javier, con una selección cuidado­

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Era la esperanza

Los personajes de Osuna entristecidos luego del asesinato de Guillermo Cano en diciembre de 1986.

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Lo confundes todo, Lilín

sa de 1.075 caricaturas de las doce mil o más que ha producido. Al frente, en un rincón junto a una ventana, está su mesa de trabajo, donde sigue trazando cada semana un nuevo apunte en lápiz, un boceto burlón a mano alzada en estilógrafo, un dibujo terminado a tinta china, listo para que lo vengan a buscar desde Bogotá. Enmarcada y expuesta sobre el muro izquierdo, inmediatamente encima de su escritorio, hay una sola caricatura. La publicó en El Espectador el 20 de diciembre de 1986, a los tres días del asesinato de Gui­llermo Cano, su director. La sín­tesis de su protesta porque habían cercenado el futuro. Sus personajes: la monja, Lilín, el caballo, y el mismo Héctor, abatidos. Una sonri­ sa de dolor para el peor día. . Esta caricatura, como las demás incluidas en este perfil, que hacen referencia a su obra de entre el 13 de diciembre de 1959 y 1998, y luego desde 2001, fueron publicadas originalmente en El Espectador. Su obra de 1998 al 2001 fue publicada en la revista Semana.

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No se puede decir que Cano fuera su mejor amigo personal; más bien, como dijo Osuna pocos meses después del crimen, «era una amistad periodística, que a lo largo de tantos años de colaborar en El Espectador se volvió familiar, casi hasta cariñosa. En todo caso, una amistad de gran independencia recíproca». Los Cano eran liberales de veras; confiaban sin límites en el pensamiento libre, fuera el propio o el de los demás. Cobi­jado bajo ese espíritu libertario, Osu­na había podido puyar al poder con su plumilla, según sus convicciones, durante veintisiete años. Como a Guillermo lo mataron por ejercer la franqueza, Osuna, como escribió un columnista después, «quedó partido en dos […] creó a Lilín de una costilla suya para que le ayudara a soportar el desencanto, pero el hijo, rastrillado entre luces de bengala y lágrimas decembrinas de estupor, se mantiene ofuscado».  Hoy, sentado en la salita de recibo de «Vicentulia», Osuna hace memoria de cuando conoció a Guillermo: «Estaba entre los treinta y los cuarenta años, el pelo todavía alborotado y oscuro, muy querido, muy humano». Apenas el caricaturista se enteró del atentado, se fue a la Clínica de la Caja de Previsión. «Fue el pri­ mero en llegar —recuerda Alfonso Cano, hermano de Gui­ller­ mo y gerente de El Espectador por muchos años—. Siempre solidario con las vicisitudes del periódico. Lo veo, con su sobretodo negro, tan elegante». Osuna se viste impecablemente, aun para las entrevistas de fin de semana para este libro: traje gris, camisa blanca y calzonarias. Es bajito pero sostiene la cabeza erguida, en una postura digna, que a veces lo hace pasar por arrogante. Le queda algo del jesuita que no fue: habla suave y a veces posa una mano sobre otra. Éste es, en todo caso, el Osuna solemne. . Roberto Posada García-Peña, «Osuna a cuatro lápices», Credencial, julio de 1987. . Gustavo Páez Escobar, «El cafecito de Osuna», El Espectador, junio 16 de 1987. . La autora entrevistó a Héctor Osuna en varias ocasiones entre marzo de 2004 y junio de 2005. . Entrevista de la autora con Alfonso Cano, junio de 2005.

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A un mes del otro holocausto

Navidad aciaga

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Perdimos el año

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Porque hay otro Osuna. Se asoma en los ojos risueños y pícaros que, sin importar la trascendencia de lo que esté diciendo, siempre se están burlando, incluso de él mismo. Es la mirada juguetona la que avisa que alguna ironía viene en camino. Y luego, su risa seca, para adentro, como tratando de deshacerse por un instante de la timidez que lo atormenta. Éste es el Osuna del hu­ mor negro, el que puede arrancar una sonrisa aun cuando han ma­tado a su amigo y, de paso, le han quebrado un pedazo de su propia autonomía. * * * Osuna creció en un ambiente donde se respiraban aires contradictorios. En las casas, la fe de la Medellín católica y apostólica mandaba cultivar vocaciones religiosas en los niños; pero en la suya, además, se enseñaba a pintar y a esculpir, y también a reír, pues a cada rato su papá, Vicente, soltaba un retruécano nuevo o un chispazo clásico del sutil ingenio bogotano. Además, las pasiones liberales y conservadoras hervían en cada hogar. «Como todos en esa época, uno nacía de un lado o del otro de la calle, yo nací del lado conservador», dice Osuna. Llegó al mundo el 21 de mayo de 1936, en el pleno centro de la capi­tal an­ tioqueña, en la casona donde funcionaba la Clínica Gil, en una manzana que ya demolieron sobre la antigua calle Calibío. En su lugar está hoy el parque de las esculturas gordas de Fernando Bo­tero. Héctor Daniel fue el cuarto y el menor de los hijos de la familia Osuna. El mayor, Javier, se volvió jesuita, el segundo mu­rió a los dos años, el tercero, Gabriel, fue arquitecto y murió mayor. Crecieron en medio del fervor político. La familia de su papá había sido vecina de la de Laureano Gómez en el centro de Bogotá y el mayor de sus tíos había sido muy amigo del jefe conservador, tanto que, cuando murió su abuela paterna, Lau­ reano ayudó a cargar el cajón. Mientras Héctor jugaba en el espacioso comedor estilo espa­ñol de su casa de Medellín, los discursos de Laureano ante el

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Con­greso tronaban en la radio, transmitidos en directo por La Voz de Colombia. Los conservadores, que habían perdido el poder desde 1930, ejercieron por más de una década la más encen­dida oposición contra los gobiernos liberales, ya fuese para denunciar la reforma al concordato o para resistir la reelección de Alfonso López Pumarejo. En la casa de los Osuna se compraba El Siglo, el diario que había fundado Laureano en el 36, junto con José de la Vega el mismo año en que nació Héc­ tor y que fue instrumento central de la batalla partidista. Curiosamente también compraban la revista Semana, creada por el dirigente liberal Alberto Lleras en 1946, con la idea de hacer una Time a la colombiana, más informativa y menos sectaria. En las páginas de estos medios aparecían las fotos de políticos y gobernantes, ésas que Héctor se aprendía de memoria, la privilegiada memoria visual con la que había venido al mundo. En 1948, cuando tenía doce años, una turba enardecida por el asesinato de su caudillo liberal, Jorge Eliécer Gaitán, incendió y arrasó con El Siglo.

Juvenal Gil Madrigal.

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El niño Osuna también creció en medio de los pinceles y paletas de su madre. Tulia, nacida en Yarumal, era hermana menor del famoso médico antioqueño Juvenal Gil Madrigal, más conocido como Gil J. Gil —cuya caricatura hizo el maestro fisonomista de la época, Ricardo Rendón—. Ella se casó más tar­ de que las mujeres de su época y eso le permitió estudiar una ca­ rrera en la Escuela de Artes de Medellín. La mamá pintaba mientras criaba los hijos. «Era un oficio familiar, como tejer», dice el caricaturista, a quien se le quedó gra­ bado «el olor de colores, del aceite de linaza, la pintura en ciernes, el proyecto que iba a adelantando, el cuadro terminado… Era lo de todos los días en mi casa». En su larga vida, 89 años, do­ ña Tulia, una paisa jovial, gran cocinera de platillos tradicionales antioqueños, «compuso un mundo de flores y miniaturas que debió ser el que le infundió ese carácter alegre y siempre ama­ble», escribió Ana María Busquets de Cano en su obituario.  Cuando murió, su hijo, adolorido, la dibujó con sus pin­celes. Otra página femenina

. Caricatura publicada en 400 personajes en la pluma de Rendón, Fundación Uni­ver­sidad Central, noviembre de 1994. . El Espectador, junio 12 de 1981.

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De niño, Héctor no pintaba con pincel. Sólo más tarde, como a los quince años, se atrevió a coger uno. En cambio, dibujaba caras sin parar. Su papá, que era «un tipo de imprenta» como bromea Osuna, porque era tipógrafo, era buen dibujante y le enseñó a esbozar los carros y los caballos que luego se volvieron personajes de sus caricaturas. Al pie de su papá, el ni­ño Héctor moldeó figuras de barro. Conserva aún unas figuras de John y Robert Kennedy y la del papa Juan XXIII hechas por su padre. Don Vicente era un bogotano de suma elegancia: calzo­ narias, chaleco y unos grandes bigotes. «Un viejo bello, como salido de un cuento inglés», dice uno de los mejores amigos de Osuna. Vicente había ido a pasar una temporada a Medellín con su tío jesuita, Cayetano Sarmiento, que era el con­fesor de Tulia Gil Madrigal. Allí trabajó en la publicación Fa­milia Cris­ tiana y su tío cura le presentó a Tulia. Luego dirigió una editorial adjunta al periódico El Colombiano de Medellín. A los diez u once años, Héctor creó sus primeros personajes políticos en figurillas de cuerpo entero hechas de cartón. Desde entonces, los políticos —Laureano Gómez, Jorge Eliécer Gaitán, Mariano Ospina, Carlos Lleras Restrepo e incluso los que comenzaban a descollar en otras partes, como el secretario de Trabajo argentino Juan Domingo Perón— comenzaron a volver­ se sus muñecos. Todavía guarda esos monitos en una caja de me­ tal. Además les dibujó cada detalle de la vestimenta, desde el pa­ ñuelo en el bolsillo hasta las rayas del sacoleva. Los estantes del bifé del comedor hacían de balcones desde donde sus personajillos echaban discursos como los que escuchaba en la radio. Abajo, la multitud imaginaria aclamaba. Todo sucedía en un país que él había bautizado Holanda. Cuando cumplió los doce, lejos de abandonar su mundo de infancia se lo tomó más en serio. Creó la revis­ta Social, una imitación de la revista Semana. Allí sus políticos eran más carica. Entrevista de la autora con Gabriel Ronderos, 2005. . Posada García-Peña, op. cit.

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turescos. Jorge Eliécer Gaitán, en versión cubista —al estilo del famoso ilustrador de Semana Jorge Fran­klin—, fue la carátula del número 41 de Social «una revista al servicio informativo de Holanda».10 Esas observaciones tempranas fueron perfilando sus afectos. Desde muy joven admiró a Jorge Eliécer Gaitán, un liberal de la línea más cercana al laureanismo. Le fascinaban su abrigo elegante y su sombrero Borsalino. Tuvo la oportunidad de conocerlo en persona. Apenas tenía diez años, y su hermano Javier, cinco años mayor que él, en un diciembre en que la familia vino a Bogotá, le propuso el gran plan: ir a pedirles autógrafos a los políticos importantes. De la mano de una tía rubia y atractiva, los muchachos lograron entrar a la oficina que tenía el líder liberal en el segundo piso del edificio Agustín Nieto, en la carrera Séptima con calle 14, en el centro de la capital. Le impactó que estaba tapizada de afiches de «¡A la carga!» hasta el techo. «Yo me emocioné mucho —dice Héctor—. Estaba allí rodeado de jefes de barrio y alcancé a verle el cabello abundante, negro, en10. «Osuna cum laude», Semana, febrero de 1983.

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Alberto Lleras Camargo y Mariano Ospina Pérez vistos por Osuna a los trece años.

gominado con Glostora». Para su sorpresa —quizás porque la tía se parecía a Evita Pe­rón—, Jorge Eliécer se salió de la reu­nión para saludarlos. La imagen se le quedó pegada: el caudillo recos­ tado sobre una baranda se sonrió y les conversó animado. «Era otra dimensión del personaje porque su imagen pública era muy dura». Algo de esa cali­dez expresa un retrato en óleo que hizo Osuna de Gaitán muchos años después de ese día, después de que lo mataran el 9 de abril 1948.

Jorge Eliécer Gaitán.

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Pero a quien más admiró y ha seguido admirando toda la vida es a Laureano Gómez, y no sólo por la cercanía con su familia paterna sino quizás también porque simpatizó con su condición de opositor. Él creció escuchando al Laureano que estaba por fuera del poder, al perseguido a quien le quemaron su periódico, al que repetía incansable cuatro palabras en el Congreso: Se roban la plata. Por eso rechaza la imagen del Laureano jefe de los «pájaros» de la Violencia, el extremista, el «godo» cavernario. «La personas que me conocen ven mi admiración por Laureano como una enorme contradicción —dice Osuna—. Un joven me dijo hace poco que Gómez era un asesino. Eso es antinómico. La violencia y animosidad partidista fue tremenda, unos y otros difundieron versiones graves, con la diferencia que a los liberales los protegió la prensa que subsistió, que fue la liberal, y en cambio a los conservadores se los odió, y a Laureano, que era su jefe, la historia lo volvió nada». Quizás por las razones contrarias, porque estaba en el parti­ do del poder, le cogió antipatía a Carlos Lleras Restrepo, y lo re­cuerda desafiante, extremista. Así lo caricaturizó después, cuando éste era Presidente y él se iniciaba como caricaturista.11 Estudió los primeros años en el Colegio de la Presentación y, aunque no se le conocen sus dibujos escolares de entonces, apren­dió de memoria cada detalle de los hábitos de las monjas y con ellos creó, cuarenta años más tarde, el personaje quizás más popular de su larga carrera como periodista de humor político: sor Palacio, una monjita regordeta que correteaba por los pasillos de la casa presidencial y se convirtió en la conciencia crítica del gobierno. Continuó en el Colegio, San Ignacio, de Medellín, y estando allí publicó en la revista colegial sus primeros retratos. Eran sus compañeros de cuarto de primaria. Al lado de los dibujos explicó en una nota —que parecía escrita por un grandilocuente profesor— que aquellos 11. Las caricaturas de Osuna entre el 7 de marzo y diciembre de 1959 incluidas en este perfil fueron publicadas originalmente en El Siglo.

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Época de aguinaldos

«ensayos de rasgos caricatures­cos eran un homenaje de simpatía a sus apreciados condiscípulos de la cuarta división».12 En 1950, cuando la familia se trasladó a Bogotá, Osuna, de catorce años, entró al colegio, también de jesuitas, San Bartolomé La Merced. El colegio se estaba recuperando del «Bogotazo», ocurrido dos años antes, cuando el pueblo adolorido por la muer­te de Gaitán destrozó a machete la figura de la Virgen que había en la sala de recibo. 13 La emprendieron contra el San Bar­ tolomé también porque allí estudiaba Gonzalo Ospina, hijo de Mariano, el presidente conservador. 12. Daniel Samper Pizano, «Reportaje a Osuna», Diners, septiembre de 1979. 13. Investigación del profesor Jorge Rodríguez, bibliotecario del colegio, entrevistado por la autora en junio 2005.

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Carlos Lleras Restrepo.

Héctor era alumno externo pero, como las jornadas escola­ res eran entonces más largas, pasaba casi todo el día en ese enorme edificio frío, tan pegado a los cerros que cortan la ciudad por el oriente, que la neblina mañanera le cubre los tejados. Como siempre lo sería, fue estudiante dedicado y de excelentes calificaciones. En cuarto de bachillerato sacó cinco en apologética, la­ tín y geografía y casi cinco en anatomía y literatura universal. Su materia más floja fue francés (3,91), pero en conducta, deberes religiosos, urbanidad y puntualidad y esfuerzo personal sacó cin­ co todo el año.14 A uno de sus compañeros, el hoy padre jesuita Darío Restrepo, no se le olvidan «su capacidad para descubrir lo agudo en las personas» ni las caricaturas de los presidentes lati­ noamericanos que pegaba en la ventana de su cuarto, ni tampo­co los retratos de políticos famosos que publicó en la Revista Ju­ 14. Catálogo de estudiantes del Colegio San Bartolomé la Merced, «Héctor Daniel Osuna Gil, externo, ii sección de la división i de Cuarto de Bachillerato», p. 410.

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ventud Bartolina.15 Le dieron dos páginas de la revista 189, de fe­brero-mayo de 1951, para que desplegara sus dibujos de Laureano, Alberto y Carlos Lleras y otra decena de figuras de la época. Ya había pasado a quinto de bachillerato, pero aún no cumplía los quince años. El día que los cumplió dejó el colegio, sin terminar el curso. Se levantó de madrugada y se fue en tren con su abuela Helena Arango de Gil, la única que conoció, rumbo a Santa Rosa de Viter­bo, un pequeño pueblo del páramo boyacense, a unos doscientos kilómetros de Bogotá. Allí, donde hoy hay un puesto de po­licía, quedaba la Casa del Noviciado de la Compañía de Jesús. No iba obligado. Desde niño quería ser sacerdote y los profe­ sores habían cultivado esa incipiente vocación. Para su mamá, de­vota católica, era una alegría que un hijo suyo resolviera ser cura. (Su hermano mayor, Javier, entró al noviciado después de él.) Héc­tor, decidido a seguir lo que creía, a los quince años, que era un claro llamado de Dios, se despidió de su abuela y se quedó sin chistar en la silenciosa casona novicial de aquel pueblito campesino. * * * Religión, arte y política. En estas tres aguas se cocinó el caldo crítico de Héctor Osuna en su infancia. Por eso ni él ni su humor son livianos. Religión. Cuando cumplió treinta años como caricaturista, uno de sus pocos y más cercanos amigos, el manizalita Álvaro Montoya, caricaturista también, que firma hoy en El Nuevo Si­glo como «Alfín» —porque al fin se decidió a ser caricaturista—, des­tacó como uno de los mayores logros de Osuna «haberse batido […] como el mejor de los caballeros medievales. En sus caricaturas, aun las nacidas en medio de los fragorosos combates en los que se ha visto comprometido, siempre existe un explícito, 15. Entrevista de la autora con el sacerdote jesuita Darío Restrepo, mayo de 2005.

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premeditado y aleccionador respeto por la persona humana, por la dignidad de la persona humana».16 Arte. «Todos lo conocen como el caricaturista político más im­portante de la historia moderna del país […] pero cuando uno se acerca, está el artista y es otro mundo, su soledad, esa per­ fección para plasmar la vida», dice Fernando Cano, quien además de codirector de El Espectador, ha sido fotógrafo y humorista bajo el seudónimo de «Paloma Méndez».17 Política. «Que me gustara la política desde niño me sirvió para maliciar mucho —dice Osuna—, para no leer titulares ni editoriales como una cosa inalterable, no extrañarse porque los po­líticos se peleaban y luego eran los mejores amigos. Le queda a uno como la relatividad de las cosas, ¿no?, el escepticismo necesario para opinar». Dice el filósofo francés Henri Bergson en su primer ensayo sobre la risa que a ésta la definen tres características: que su esen­cia es puramente humana —el hombre es un animal que ríe y mueve a la risa—, que su peor enemigo es la emoción y por eso surge cuando la observación es distante, inteligente y algo despiadada, y que siempre esconde un prejuicio de complicidad con otros rientes reales o imaginarios.18 Al humor de Osuna la religión le dio la humanidad necesaria; el arte, la inteligencia para ser un observador algo distante, y la política colombiana, un material de primera para que la gente se encontrara en sus dibujos. La lucha por no ser Visto desde afuera parece fácil, pero Héctor Osuna no logró todo esto sin librar muchas batallas. La primera, interna, contra la idea de quedarse siendo un simple caricaturista. Es verdad que pocos han hecho tanto como él por enaltecer el papel de la cari­ catura política. Fue el primero en conseguir que los derechos de 16. Álvaro Montoya Gómez, «El maestro Héctor Osuna: treinta años como testigo de excepción», El Espectador, marzo 9 de 1989. 17. Entrevista de la autora a Fernando Cano, junio de 2005. 18. Henri Bergson, La risa, Buenos Aires, tor.

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La «libre» expresión

los originales fueran del autor y no del medio y que les pagaran mejor; y cuando el procurador Alfonso Gómez Méndez dijo en tono despectivo que «eso era lo que tenían que hacer los caricaturistas para no morirse de hambre», Osuna le respondió con una caricatura de todos sus cole­gas protestando. También protes­tó con todos sus personajes cuan­do, en 1987, El Tiempo le cambió la leyenda a una caricatura de Vladdo, Vladimir Flórez, su pupilo y gran amigo. Sin embargo, a una parte de él le ha parecido que la caricatu­ ra es «un arte menor», que él podía ser mucho más. «Le he dedicado demasiado tiempo a algo que iba a ser provisional —di-

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ce hoy—, y en cambio aplacé y abandoné otros proyectos de vida». Intentó varias veces dejar el periodismo de humor, pero la realidad lo empujaba de vuelta a sus caricaturas. Era como si su mano no se pudiera quedar quieta y su espíritu burlón se rebelara contra el peso de una tradición que esperaba de los hombres profesiones más «serias», ante tanta barbaridad que sucedía allá afuera. El jesuita Su primera búsqueda de una vocación profunda fue el sacerdo­ cio. Después de instalado en la casa de los jesuitas de Santa Ro­ sa de Viterbo, el joven Héctor comenzó a explorar una vida des­ conocida. Levantarse de madrugada, bañarse con agua helada, orar en silencio por una hora al comenzar cada día. Tuvo que hacer oficios humildes, como lavar el piso y cargar ladrillos, pues la casa aún estaba en construcción.19 Más adelante debió pasar las pruebas de san Ignacio. Los novicios peregrinaban a algún lugar, según las instrucciones escritas que dejaban los padres el día anterior: «Hoy salida a Toca», decía el mensaje, que a continuación explicaba qué camino había que tomar para llegar al pueblito vecino, qué obstáculos encontrarían y quién era el párroco para pedirle posada. Los muchachos salían a caminar por trochas y colinas. Osuna recuerda perfectamente el atuendo que llevaban para sus excursiones: la esclavina de hule cayendo sobre los hombros, el sombrero scout y, como apoyo, un largo bordón. También tiene presentes las nubes perfectas flotando en el cielo azul profundo. No podían aceptar que los llevasen en carro, tampoco dinero, sólo comida regalada. «En aquellas meriendas en el bosque —recuerda el padre Restrepo, que había entrado un año después que Osuna al mismo noviciado en Boyacá— a veces Héctor sacaba una caricatura de alguien, un compañero o un padre». Los dos años del noviciado pasaron rápido y, aunque 19. Entrevista de la autora con el padre Darío Restrepo, ya citada.

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hoy parezcan tétricos para un joven, fueron divertidos, entre paseos, oraciones y aquellos pequeños sacrificios. «Esos dos primeros años son una conversación de la Com­ pañía de Jesús con el joven, un diálogo en la vida: se le prepara para trabajar en el mundo, no en un convento», explica el padre Javier Osuna.20 Luego de esa primera etapa, a los diecisiete años, Osuna hizo los votos religiosos de castidad y el compromiso con el sacerdocio. Comenzó entonces otra etapa, la del juniorado, de intensa formación clásica humanística, en la cual los novicios leyeron a los filósofos griegos en su idioma original y a los poetas romanos en el suyo. La conversación que habían iniciado con los jesuitas en el noviciado ahora siguió en latín, pues en sus salidas al campo los aspirantes a sacerdotes debían conversar en esta lengua muer­ ta como en los tiempos de Virgilio y Horacio. Osuna continuó los estudios religiosos por casi cuatro años más. El padre Restrepo creyó que iba a ser un buen sacerdote «por­ que se tomó muy en serio todas sus cosas». Pero no fue así. «No tenía ningún signo de rebeldía pero por razones internas, antes de equivocarme, tomé la determinación de salir —dice Osuna, rea­cio a explicar mucho más—. Irme me dio mucho más brega que entrar». Sus consejeros trataron de impedirlo, pues creyeron adivinar, en su devoción por el estudio, una genuina vocación. Hoy Osuna, con algo de sorna, dice que a veces duda si no tenían razón. Y, mientras aspira uno de esos cigarrillos que fuma muy de vez en cuando, cuenta que hace unos días, por los lados del Vo­ to Nacional, en el centro de Bogotá, un indigente le dijo: «Padre­ cito, ayúdeme», y que, cuando conducía su Volkswagen «escarabajo» le decían: «Siga, Su Reverencia», y le daban paso. Le quedó la pinta de cura, optó por la soltería y no tuvo más hijos que los que ha engendrado su imaginación. No sirvió para el sacerdocio. Demasiado irreverente quizás o, tal vez, excesivamente terrenal. Comprende el mundo por los sentidos; por eso 20. Entrevista de la autora con el padre Javier Osuna.

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recuerda con mayor detalle la belleza del cielo boyacense o la risa de los paseos que las oraciones. Con la misma resignación bíblica con que había entregado su hijo quinceañero a los jesuitas, doña Tulia lo recibió de vuelta: «Como Abraham, lo entregué para el sacrificio y Dios me lo devolvió», dijo. Esto lo cuenta Osuna con cierta risita socarrona. Al oficio al que le dedicaría la vida, en cambio, llegó dos años más tarde, en 1959, sin mayor esfuerzo; es más, sin saber mucho en qué se metía. Como lo ha relatado muchas veces, se encontró en un bus con su amigo del colegio Pedro Elías Novoa, y éste le preguntó si todavía hacía caricaturas, porque en El Siglo estaban buscando un caricaturista. De una vez, cuando se bajaron en la calle 15 con carrera 13, más abajo del centro periodístico bogotano, donde eran vecinos El Espectador y El Tiempo, Novoa le presentó a Álvaro Gómez Hurtado, hijo de su admirado Lau­reano, a Juan Pablo Uribe y a Julio Abril, un humorista muy malhumorado. Le dijeron que llevara sus monos a ver si se los publicaban. Hacía apenas un año El Siglo había reabierto después de que en 1953 la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla ordenara su cierre definitivo. «A diferencia de El Tiempo y El Es­pectador, que pudieron seguir saliendo bajo otros nombres, El Si­glo fue ce­ rrado del todo por cinco años», explica Juan Gabriel Uribe, di-

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rector de El Nuevo Siglo e hijo de Juan Pablo, quien era el secre­ tario general del diario cuando Osuna publicó su primera ca­ricatura.21 Fue el 7 de marzo de 1959. El Siglo abrió ese día con el titular: «Versión personal del 10 de mayo dio Rojas Pinilla en el Senado», y Osuna, bajo su primera firma, Hosuna, publicó una crítica al general, pues el presidente del Congreso lo estaba dejando ponerse de ruana el juicio que le seguían por el golpe de Estado que dio en 1953 y que tumbó a Laureano Gómez cuando éste intentó destituirlo del mando del Ejército.

Su trazo estaba muy influido por el cubismo, tardíamente en boga en la provinciana Bogotá. Años después, un día en que el director de El Tiempo, Hernando Santos Castillo, vio un retrato al estilo cubista de Alberto Lleras hecho por Osuna, exclamó: «¡Ah! Es que todos estos genios han sido en alguna época cubistas».22 Como con todos los comentarios de Santos sobre Osu­ na —y viceversa—, no se sabía cuánto había en éste de ironía. Sus caricaturas comenzaron a salir diariamente al lado del editorial, siempre alrededor del juicio a Rojas y del Frente Nacional, que estaba en plena definición.23 21. Entrevista de la autora con Juan Gabriel Uribe, 2005. 22. Entrevista de la autora con Roberto Posada, a quien Osuna le regaló este «Lleras Camargo» cubista. 23. Archivo de El Siglo.

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En la última semana de marzo empezó a publicar una tira dominical con cuatro cuadros sobre un mismo tema. Fue una in­ novación en la caricatura política que la emparentó con la historieta y que con el tiempo él fue perfeccionando. Como dice su amigo Alfín, «no es cari­catura de apunte suelto, es la historia colom­biana desde el Frente Nacional hasta hoy en fotogramas continuos».24 En el prólogo al libro Osuna de frente, que publicó una selección del trabajo del maestro hasta 1983, Gabriel García Márquez escribió sobre este estilo de Osuna: «Es la historia vista de espaldas, con las miserias cotidianas de sus costuras, como nos ha sido servida semana tras semana durante más de veinte años con el desayuno dominical, con un sabor tan propio y un condimento tan variado que ya empezamos a preguntarnos cómo serían nuestros domingos si no existiera Osuna».25 Unos meses más tarde, cuando se fue a El Espectador, no tardó mucho en retomar estas historietas de la política. El domingo 13 de diciembre de 1959 publicó la primera serie en el diario de los Cano; eran los regalos navideños para los personajes nacionales e internacionales. 24. Entrevista de la autora con el caricaturista Álvaro Montoya, Alfín. 25. Gabriel García Márquez, «La historia vista de espal­das» (prólogo), en Osuna de frente, Bogotá, El Áncora (Bi­blioteca de El Espectador), 1983, p. 6.

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Mao (1964) y Picasso (1959) en témpera a color.

A la vez que publicaba sus caricaturas en El Espectador, que aún era matutino y vespertino, Osuna hizo ilustraciones para el Magazine Dominical, que dirigía Gonzalo González, más cono­cido en el mundo literario como Gog. Allí ilustró el primer capítulo de Cien años de soledad y el cuento, también de García Márquez, El ahogado más hermoso del mundo. Más famosas fueron sus ilustraciones de portada del Magazine con retratos de los presidentes colombianos y de otros personajes del momento como Pablo Picasso y Mao Tse-tung. Esta colección estuvo expuesta por muchos años en El Espectador, a la entrada de las oficinas del director, hasta cuando Osuna se fue a fines de 1997 y se las llevó consigo. El abogado A tal punto no consideraba la caricatura su camino que, en 1963, a los veintisiete años, se metió a estudiar derecho en el Colegio Mayor del Rosario. «Hice toda mi carrera de derecho siendo ca-

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ricaturista: este oficio me daba una pequeña entrada, aparte del gusto de hacerla», explica Osuna. Mayor en edad, y con una cultura más vasta que la mayoría de sus compañeros de clase, Héctor venía más bien sobrado. Sa­ bía de los clásicos como ninguno y sacaba cinco en casi todo. La imagen que se le quedó a su compañero Enrique Cala es la de un tipo «cerebral y profundo que, cuando echaba uno de sus chistes de juegos de palabras, se quedaba serio esperando a que uno lo entendiera, y luego apenas esbozaba una sonrisa».26 Luis Carlos Sáchica, su profesor de Derecho Constitucional, siempre tuvo la impresión de que la suya era su materia preferida. Lo sentía más cerca de los profesores que de los alumnos por su aplomo. «¡Qué miedo me daba cuando apoyaba sus inter­venciones con un latinajo y nos sacaba del juego a quienes no conocíamos el latín!», dice.27 Las notas que tomaba en clase eran de letra perfecta y frases completas. «Hubo varias generaciones de derecho que estudia­ ron con los cuadernos de Héctor», dice Gabriel Ronderos, que Banda para Lleras

26. Entrevista de la autora con Enrique Cala, abril de 2005. 27. Entrevista de la autora con el profesor Luis Carlos Sáchica, mayo de 2005.

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se hizo amigo de Osuna en la universidad, quizás porque era, como él, mayor que sus compañeros, y también porque eran polos opuestos: Osuna, tímido; Gabriel, expansivo. Sin embargo han tenido siempre en común la creatividad —aplicada a cosas diferentes—, la pasión por la política —sin ejercerla jamás ninguno de los dos— y una singular afición por los carros antiguos. Por eso, a Ronderos no se le olvida el Volkswagen «escarabajo» nuevo, negro, que tenía Osuna en la universidad. Pero más que su buen gusto o disciplina, sus compañeros ad­ miraban su carácter. Se rebeló contra las «comprobaciones saba­ tinas», o sea a que hicieran exámenes los sábados, y también tuvo el ánimo de irse a la casa del rector, monseñor José Vicente Castro Silva, cuando éste se hallaba muy enfermo, a reclamarle porque dos de sus compañeros había sido expulsados de la universidad faltándoles muy poco para graduarse (uno de ellos era Carlos Náder, quién después fue un polémico parlamentario). El padre lo obligó a hacer una larga antesala en su casa de Teusaquillo. «Se le ve bien», le dijo Osuna cuando finalmente lo recibió en su dormitorio. «No estoy enfermo del semblante —le ripostó Castro—. Tengo una oficina para atender asuntos del colegio, y ésta es mi casa particular. ¿Qué se le ofrece?». Osuna no se arrugó: «Vengo por un asunto del Colegio… Usted sigue sien­do el rector». Y expuso su petición. Se fue sin saber si había logrado su cometido, pero se hizo escuchar. «Creímos que iba a ser un gran jurista», dice Sáchica. No obs­tante aplazó su tesis por la muerte de su padre, y nunca lle­gó a graduarse, a pesar de que cursó todas las materias de la carrera. Otra vez, «el oficio menor», la caricatura, lo absorbió. La exigencia de estar siempre al día, ver los noticieros, leer cada medio impreso, estar atento a la señal que le diera la inspiración para demoler a Carlos Lleras o reírse de Pastrana y de sus precoces ministros como Luis Carlos Galán, era grande, y sucumbió a su encanto.

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Dibujo que envió Osuna desde Francia al Magazine Dominical en 1972.

El pintor No pasó mucho tiempo antes de que Osuna retomara su bús­queda de algo más trascendental. Abandonado el derecho, le que­ dó la alternativa de explorar más a fondo su vocación artística. Había sido autodidacta en la pintura. Cuando hizo su primer óleo, siendo adolescente, un retrato de san Ignacio de Loyola, tuvo que adiestrar la mano para que el pincel no se le desmaya­ ra. «Pasar del dibujo a la pintura es como haber aprendido a caminar apoyado en una palanca firme, el lápiz, y luego echarse al agua a nadar sin ayuda, a manejar el maleable aceite», explica el maestro. Sentía que necesitaba pasar por la academia para llegar a ser un pintor de tiempo completo. Decidió irse a España para matricularse en una escuela de estudios artísticos en Madrid, la Santiago de Santiago. El paso más difícil fue subirse a un avión, pues les tiene terror. Pero su amigo Gabriel le hizo el favor de acompañarlo hasta Caracas y emborracharlo para que pudie-

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ra seguir viaje al otro lado del océano sin darse mayor cuenta. Cuando despertó, ya en vuelo a Madrid, se dio cuenta de su deplorable estado cuando la azafata le preguntó: «¿El señor también se va a desayunar con whisky?». Visitó museos y gozó el agitado mundo de las exposiciones de la capital española. Estaba decidido a renovarse como pintor y dejar definitivamente la caricatura. Pero no se había desprendido del todo de El Espectador y desde Europa seguía enviando colaboraciones: noticias de alguna ex­hibición importante, alguna caricatura filosófica o una simpática descripción de una calle o un personaje. En septiembre de 1972, por ejemplo, estuvo de paseo por Francia y envió al Magazine Dominical sus observaciones sobre la vida cotidiana, los colores y la arquitectura de pueblos y ciudades. «Y en lo que hace a esta ciudad (Tours), las mobylettes y velos, popular medio de transporte que hace de ella una especie de Ca­jicá en francés, pero con bicicletas a motor y ruido», dice un aparte de su nota.28 El «diario de oposición»

28. «Osuna en Francia», Magazine Dominical de El Espectador, septiembre 10 de 1972.

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Ganó en la academia madrileña el galardón anual de pintura. «Lo recibí porque no me lo entregaba Franco», le dijo con malicia a Daniel Samper en un reportaje cuatro años después.29 Esto porque en julio de 1979, cuando ganó el premio Simón Bo­ lívar de caricatura, no quiso recibirlo porque lo entregaba el pre­ sidente Julio César Turbay; sintió que habían discriminado a sus colegas por «estar en el desierto de la oposición» y que habían dejado por fuera una vez más al director emérito de El Especta­ dor, Gabriel Cano, desconociendo su vida y obra. Regresó a Bogotá tan dispuesto a retirarse del periodismo que ni siquiera se reportó a los Cano. Montó su estudio y se dedicó de tiempo completo a pintar retratos al óleo. Para financiar­ se daba clases de arte, y además por unos meses enseñó griego en la Universidad Javeriana. Pero su determinación no duró mucho. Quizás tuvo algo que ver con un mal presagio sobre su carrera recién iniciada —le hicieron un robo en el taller de pintura —, pero es más probable que fuera por el momento político en que llegó: plena campaña electoral de dos contrincantes de marca ma­ yor, Alfonso López Michelsen y Álvaro Gómez Hur­tado. «Me tocó retomar las riendas del oficio», dice hoy. En realidad no le to­ có, sino que por más que ha tratado no ha podido reprimir esa mirada crítica, esa distancia inteligente frente a la comedia nacional. Le resulta irresistible ponerla en ridículo. Al igual que su paso por el noviciado le ayudó a profundizar su humanidad, y sus estudios de derecho le dieron fondo a su vi­sión política, así el año largo que le dedicó a la pintura le hizo po­ sible mejorar su dibujo, soltar la mano alzada. Hasta entonces sólo había usado el pincel para trazar la línea de la caricatura, y pasó, con facilidad, a usar las siete plumas que le había deja­do su abuela, de aquéllas con las que los escolares hacían sus pla­nas a comienzos del siglo xx. Para crear sombras o texturas, rayi­tas o cuadros, se había ayudado con una especie de calcomanías de la época, unos papeles parafinados adherentes importados de Estados Unidos que llamaban zipatón (de la marca en inglés Zip29. Samper Pizano, op. cit.

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Bogotá le regala la demora, 1974

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a-Tone). «De Europa llegué con muchas ínfulas de dibujo libre, a pulso, con plumilla y tinta china, y me encontré muchos problemas en la publicación, pues era más exigente», dice Osuna. A pesar de las dificultades de sus innovaciones, la gente las recibió con beneplácito, especialmente don Guillermo Cano, que decía que Osuna «parecía otra perso­na», porque sus monos habían ganado en detalle, en trazo, en ca­lidad. En sus caricaturas de 1974 se hizo evidente cómo había cambiado su línea al regresar de Europa. Osuna nunca ha dejado de pintar. Hasta hoy, siempre tiene algún óleo en ciernes en su atril. El más conocido es un retrato de Guillermo Cano escribiendo a máquina, que estuvo por muchos años expuesto en el Salón Fundadores de El Espectador. Lue­ go se lo regaló a Ana María Busquets, la viuda de Cano. En 1993, Adpostal lanzó 500.000 estampillas de 250 pesos con la imagen de este óleo, como conmemoración a la muerte del director del El Espectador. El escritor Su último esfuerzo por hacer algo más que su «arte menor» de caricaturas consistió en ser periodista de prensa escrita. Sólo que esta vez, a diferencia de lo que sucedió antes, no se trató de buscar una alternativa, un camino que lo sacara de sus «Rasgos y Ras­ guños» —así se ha llamado su tira dominical de El Espectador por muchos años—, que se le estaban volviendo la vida. Fue más bien un complemento, una nueva forma de hacer lo mismo: crítica política. Después de sus envíos de Francia, las primeras notas escri­ tas que publicó fueron cartas en defensa propia —que casi siempre eran un contraataque— o alguna explicación genuina a algún lector ofendido. Reviró por escrito, por ejemplo, cuando el también humorista político Alfonso Castillo Gómez criticó así en su habitual columna «Coctelera» de El Espectador a quienes seguían atacando al presidente Alfonso López Michelsen por el

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escándalo de que la carretera al Llano, que construyó su gobierno, beneficiaba «La Libertad», la hacienda de su hijo: «Se repite una y mil veces lo de la carretera alterna, tema que en cien opor­ tunidades le ha servido a un pintamonos godo para atacar al pre­ sidente López, acogido a la amplia hospitalidad de este periódico del canódromo, fundado con criterio liberal».30 Al día siguiente, Osuna le replicó por escrito: El caricaturista cumple en la prensa un oficio tan viejo y reconocido que se­ria necio defenderlo de su deprimente calificativo. Es el suyo un género menor del arte, y en lo periodístico realiza un comentario de intención y de humor tan válido, por lo menos, como el que usted y muchos otros sirven con tan acertado sentido del oficio.31

Continúa su carta argumentando que, si sus posiciones son contrarias al partido de las directivas del diario del Cano, es por su criterio independiente, pero siempre las ha tenido de frente y con lealtad. «Con las frases de Castillo yo me sentía indefenso en la síntesis de la caricatura, no podía defenderme de los ataques, entonces me pasé al escrito», explica hoy Osuna. De todos modos la pelea terminó en caricatura. Castillo le contestó una carta llamándolo «monotemático» y acusándolo de «aprovechar su ingenio para hacer humor destructivo en torno a un caso fallado y de­finido».32 Y Osuna recurrió a su síntesis demoledora, burlándose de Castillo, de la pelea y aun de sí mismo. Cada vez con mayor frecuencia, Osuna siguió recurrien­do a las cartas para responder a sus críticos. En marzo de 1983 pu­ blicó una columna de opinión —ya no una carta— bajo su nom­ bre para defender los derechos humanos de los delincuentes y, un mes más tarde, explicó en una carta al director, a quienes lo 30. Coctelera, Alfonso Castillo Gómez, «Coctelera», El Espectador, mayo 19 de 1977. 31. «La carta del día: Duelo epistolar entre colegas», El Espectador, mayo 21 de 1977. 32. Ibid., mayo 21 de 1977.

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Castillo-Osuna

habían tildado de in­sensible por su caricaturas posteriores al terremoto de Popa­yán, que no pretendía ridiculizar el dolor y que «la distensión es propia del hombre y es tan humana como el dolor y la tragedia».33 Por la fuerza de su pluma, Guillermo Cano lo instó muchas veces a que escribiera algo más regular, pero Gabriel Cano no estaba de acuerdo, pues temía que se debilitara al caricaturista. Osuna dejó esta alternativa en salmuera y solamente a comienzos de los noventa se animó a salir con una columna permanente, bajo el seudónimo de «Lorenzo Madrigal» —retomando el ape­ llido de su abuela materna—. Pero Lorenzo no es Osuna. Como sus personajes de caricatura, fue tomando vida propia, al punto de que fue Lorenzo quien le aconsejó a Osuna renunciar a El Espectador cuando lo compró el grupo económico Santodomin­go a finales de 1997. Y, por supuesto, Osuna acató su insinuación. Lorenzo Madrigal se parece más al Osuna que se ve desde lejos: escribe digno, con el chaleco y la corbata puestos. El otro Osuna, el de los ojos risueños que desafía las verdades reveladas 33. «Héctor Osuna responde a críticas sobre sus caricaturas de Popayán», abril 15 de 1983.

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y no se toma demasiado en serio, poco se ha asomado a la pluma de Madrigal. Lorenzo es más tradicional, y su lenguaje es de otro tiempo. Sin embargo, el escritor y columnista Óscar Collazos no ve contradicción entre Osu­na y Lorenzo Madrigal: «son dos personas distintas y un solo intelectual verdadero». Sostiene que el primero «se desdobla» en el segundo, «lee a los españoles clásicos, de allí su prosa ortegassiana, ese castellano pulido como su indumentaria, esa crítica como de herejías y esa lealtad incomprensible a la memoria de Laureano».34 Así como ha mantenido viva su vocación de pintor, Osuna ha seguido escribiendo sus columnas, pero no puede abandonar sus caricaturas. Quizás siente que con ellas —aunque las desprecie un poco— puede decir más, hurgar donde más duele. Así, cuando apenas empezaba a aflorar Lorenzo Madrigal, de su trazo nació otro personaje genial: el elefante Rubiancho, creado a partir de una frase de monseñor Pedro Rubiano, que Zoomorfismo estatal

34. Óscar Collazos, «La bella y la bestia», El Tiempo, marzo 15 de 1998.

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Y el elefante a la espalda

El elefante republicano

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y el de Casa de Nariño

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Osuna cogió en el aire. El prelado había dicho, frente a las declaraciones del presidente Ernesto Samper de que no se había enterado de posibles dineros del narcotráfico en su campaña, que era como si a uno se le metiera un elefante en la sala de la casa y no lo viera. Osuna convirtió al elefante en símbolo del narcotráfico metido en la política. Los dos, Osuna y Lorenzo, se fueron luego, en 1998, a la re­ vista Semana, a los pocos meses de salidos de El Espectador. El pri­mero inauguró un trazo más artístico, con más volumen, que se parecía a los bocetos que hacía a mano alzada en estilógrafo. También les puso color, adaptándose a la línea moderna de la revista. Una de las mejores piezas de su estreno en la revista fue su burla al presidente Pastrana, cuando el jefe de la guerrilla Manuel Marulanda lo «dejó metido» en la inauguración de los diálogos del Caguán con las Farc. Con el cambio, sin embar­go, algunos extrañaron al viejo Osu­na de los «Rasgos y Rasgu­ños». El mismo Felipe López, propie­tario de Semana, quien lo llevó a la revista, cree que Osuna era más para periódico, que ése era su medio natural y que en el cambio perdió algo.35 Esta búsqueda de ser más que caricaturista, que lo llevó del sacerdocio, al derecho, a la pintura y al periodismo de texto, paradójicamente profundizó su talento como caricaturista. Pero sobre todo le templó el carácter independiente. Osuna ha preservado su indocilidad, en exceso si se quiere, a lo largo de 48 años de trabajo profesional. Ha batallado contra las presiones, la manipulación, la adulación, la censura y otras armas que se han inventado los poderosos para domar a sus críticos. Ha preferido no firmar contratos laborales, ha peleado hasta con sus amigos y ha ido en contra aun de sus propias simpatías ideo­ lógicas para preservarse libre. Ha sufrido en estos combates porque su religión no lo deja ser injusto, desmesurado en sus ataques o demoledor del ser humano. 35. Entrevista de la autora con Felipe López, mayo de 2005.

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Ante la expectativa nacional de un encuentro de paz, Tirofijo no ocupó su silla, para confusión del presidente Pastrana y del numeroso público.

La independencia Desde el principio de su carrera, Osuna demostró que defen­ dería su autonomía contra viento y marea. A los veintitrés años, cuando ya publicaba caricaturas con regularidad en la página editorial de El Siglo y los domingos sacaba ese comentario a cuatro cuadros, al estilo tira cómica, comenzó a resentir el ex­ ceso de dirigismo del periódico conservador. «No había ni una frase ni una coma que no fuera una decisión política», dice. El diario apoyaba a Alberto Lleras, el presidente liberal del Frente Nacional. El caricaturista hizo entonces una sátira leve de Lleras Camargo que revelaba la dificultad que estaba teniendo para manejar el país. Las directivas del diario consideraron que era una caricatura que podría molestar al gobierno y dudaron mucho en publicarla, pero finalmente salió el 21 de agosto de 1959.

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Un buen jinete

Las siguientes dos que envió al diario eran tan poco impor­ tantes que Osuna ni siquiera recuerda el tema. Sin embargo, ya no sobrevivieron a la censura y, como se decía en esa época, «las pusieron en el gan­cho». El jefe de redacción le dijo a Osuna que es­perara a ver si las sacaban más adelan­te. El joven no esperó. Agarró sus mejores «monos» y se fue al diario liberal El Espec­ tador, que entonces dirigía Gabriel Cano. Se reunió con Eduardo Zalamea Borda y Guillermo Cano, hijo de Gabriel. Este úl­ti­mo dijo que iba a consultar con su papá y le avisarían. La respuesta fue su caricatura publicada al día siguiente, el 6 de septiembre, en la edición vespertina de El Espectador. Cuando vieron la noticia en El Espectador, que publicó una nota especial de bienvenida a Osuna, con todo y autorretrato, los de El Siglo trataron de volverlo a conquistar. Su raíz conservadora lo halaba y, aunque no envió más caricaturas entre semana, aceptó seguir sacando su tira dominical en El Siglo por un tiempo más, pero al fina­ lizar noviembre se fue del todo. Prefirió la liberalidad de El Es­ pectador, aunque allí también tuvo sus encontrones. Años después, en los noventa, por invitación de su nuevo director, Juan Gabriel Uribe, Osuna regresó a El Siglo como co­

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Autorretrato

lumnista de opinión. Pero duró poco. Según recuerda Uribe, le sugirieron que eliminara dos párrafos de una columna, pues temieron que pusieran en riesgo la vida del periodista Francisco Santos, en ese momento secuestrado por el narcotraficante Pablo Escobar. Osuna no estuvo de acuerdo y no permitió que se cambiara su texto. Después no volvió a enviar sus colaboraciones. Osuna tiene otra versión: no les gustó un adjetivo que él usó para calificar a un senador alvarista. Cuando llegó a El Espectador al inicio de la década del sesenta, Osuna no se sentía precisamente en su casa. Venía de una fuerte tradición conservadora, y el diario era, junto con El Tiem­ po, bastión del liberalismo. Además, hasta ese momento no había habido caricaturistas que no coincidieran con el criterio editorial de los periódicos. Hernando Turriago, Chapete; el gran Ri­cardo Rendón, Adolfo Samper, todos habían expresado la línea partidista de sus diarios, fuera El Li­beral o El Tiempo. Así mismo, Pepe Lápiz o Jack Monkey ( José Gómez, hermano de Lau­reano), el genial y bohemio caricaturista de Bogo­tá Cómico, era conservador acérrimo y publicaba en El Siglo.

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José Gómez, hermano de Laureano, usó los seudónimos Jack Monkey y Pepe Lápiz.

Los que ven todo negro (Chapete).

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Pero su incomodidad no era insuperable. Osuna no se sentía amarrado por su pertenencia partidista a defender a los conservadores a toda costa. Por ejemplo, le dio más duro al presi­dente conservador Gui­llermo León Valencia que al liberal Alberto Lleras, porque creía genuinamente que la gestión del primero era más criticable —y porque tenía una fisonomía que le hacía agua la boca a cualquier caricaturista: ojos desorbitados, mentón enorme, bigotazo negro—. Así, Osuna vio con malos ojos que el entonces candidato Valencia estuviera promoviendo su propia candidatura a la Presidencia, cuando lo digno era que el partido escogiera a su candidato. Dibujó una caricatura que le produjo tanta ira a Va­lencia que le mandó a decir improperios a través del jefe de redacción del diario, Darío Bautista. Ésta parodiaba la propaganda que tenía el mismo diario para conseguir clasificados, en la cual una señorita muy amable decía por el teléfono: «Yo soy Ca­rolina, llámame». En «Paletará»

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A la puesta del «sol»

CORTO METRAJE

—¿Éste es el león de la Metro? —¡No, viejo, éste es el león del MILÍMETRO!

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Quizás sin estar demasiado consciente de ello, Osuna estaba rompiendo una larga tradición de la prensa colombiana: se con­virtió en el primer caricaturista con opiniones que podían ir en contravía del diario en el que publicaba. Ésa no fue gracia sólo del caricaturista. «Yo me considero un luchador por mi in­dependencia y por mi espacio, pero no se puede decir que yo le haya ganado una batalla a nadie. Era una batalla contra mí mismo porque no encontré en los Cano sino tolerancia y simpatía». A pesar de esto, Osuna se sentía incómodo porque leía los editoriales del periódico y muchas veces eran contrarios a sus «Mo­nerías». Algunos amigos hasta le preguntaban si estaba de colaboracionista del Par­tido Liberal. Pero, como lo recuerda José Salgar, el galardonado periodista del El Espectador, «el periódico liberal le daba independencia y Osuna llegó con mucha».36 Cuando sentía que no estaba haciendo lo que se esperaba, renunciaba. «Tuve más renuncias que los santos», dice Osuna con picardía. Un día, Gabriel Cano, como lo recuer­da Osuna —bajito, simpático, muy elegante y respetado—, lo llamó a su despacho de director para conversar largo. Al cabo de una intensa charla, Cano le dijo: «Olvídese que usted es conservador y yo me olvido que soy liberal, y hagamos periodismo». De ahí en adelante las cosas se calmaron y Osuna se sintió más seguro. Bajo el gobierno de Carlos Lleras Restrepo (19661970) hubo, sin embargo, un momento bastante tenso. El hábil congresista samario Nacho Vives armó un gran debate en el Congreso contra Enrique Pe­ñalosa Camargo, encargado por Lleras de adelantar una ambiciosa reforma agraria. Vives acusó a Pe­ñalosa de haber ejercido influencias indebidas sobre el gabinete.37 Con cada acusación, Vives blandía un documento. Su versión caló tanto en la opinión que acabó con la carrera política de Peñalosa y, por supuesto, debilitó enormemente la reforma agraria, lo que era la verdadera intención de Vives, un gran terrateniente. Osuna sacó caricaturas favorables a Vives y 36. Entrevista de la autora con José Salgar, junio de 2005. 37. Óscar Alarcón, «El Frente Nacional», Credencial Historia, septiembre de 2006.

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en contra de Lleras, lo que hizo que el Presidente intentara, sin lograrlo, presionar a los Cano por el daño que le estaba haciendo al gobierno. Una de las pocas ocasiones en las que los Cano terminaron hablando con Osuna para persuadirlo de que amainara sus puyas fue cuando se dedicó a satirizar la nacionalidad estadouni­dense de Carolina Isakson, la esposa del presidente Virgilio Barco. Esto tenía muy molesto a Barco y se lo hizo saber a los Cano. Con enorme tacto, seguramente sabiendo que se arriesgaba a otra renuncia, Guillermo Cano habló con Osuna. Él mismo estaba incómodo, pues su esposa, Ana María, también era extran­ jera. «Osuna aceptaba cuando se le hablaba con argumentos de altura —dice Salgar—. Cuando se apelaba a su amistad, como amigo tierno, extraordinario que era de El Espectador, era más razonable».38 Un vuelo espacial

38. Entrevista de la autora con José Salgar, ya citada.

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«A muchos les han molestado esas caricaturas porque han destapado un concepto americanista que se había tratado de disimular con andamiajes de campaña —replicó Osuna cuando le preguntaron por sus monos contra la futura Primera Dama, en un reportaje concedido a la revista Semana un mes después de que Barco había sido elegido y aún no se posesionaba—. Me han acusado por eso de tener un nacionalismo a ultranza o de tener pésima educación con una dama, cuando la única referencia de esos dibujos es que doña Carolina es norteamericana de origen. Eso no puede ser deshonroso para nadie». Más que un antiamericanismo a ultranza, lo que Osuna reitera en sus dibujos y escritos es una gran molestia por la injeren­ cia de la potencia del norte en los asuntos colombianos y por la facilidad con que los gobernantes criollos ceden a ellos. Sus pu­yas más duras se las ganó Myles Frechette, el colorido embajador de Estados Unidos que estuvo en Bogotá a lo largo del mandato de Samper. Los momentos verdaderamente tensos con los Cano, sin em­bargo, se dieron en la década siguiente al gobierno de Barco, cuan­do, a fines de 1997, éstos tomaron la decisión, ante la gravedad de la crisis financiera, de venderle el periódico al magnate Julio Mario Santodomingo, dueño mayoritario de un consorcio que entonces agrupaba más de cien empresas, entre ellas la cervecería Bavaria y la aerolínea Avianca. La situación llegó a un punto tan tirante que Osuna renunció. El caricaturista dibujaba a Santodomingo con tanto parecido a la realidad, que el mismo Julio Mario quiso comprarle los originales de sus caricaturas en dos ocasiones. La primera vez Osu­na le dijo que, aunque no solía desprenderse de sus originales, podía considerar vendérsela a un precio adecuado. El empre­ sario dijo que era muy poco, que quería pagarle más. Osuna se rehusó. La segunda, quien hizo de emisario fue José Salgar, pero Osuna no quiso venderla. Más que por razones personales, Osuna se fue de El Es­ pec­tador para ser consecuente. Había criticado al Grupo San­ todomingo porque bajo la conducción de Augusto López había

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Sube y baja

El país sojuzgado

Llegó don Julio

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enfilado todas sus baterías, y las de los medios de comunicación que poseía, en favor de la campaña presidencial de Ernesto Samper en 1994 y había adquirido una influencia exagerada en las decisiones públicas. «¿Tomó la decisión porque fue este grupo el que compró la mayor parte del diario?», le preguntó la reportera Olga Gon­ zález, de El Tiempo, tan pronto como se conoció su salida en noviembre de 1997.39 Tiene mucho que ver la concentración de poder que está ejerciendo, el acaparamiento de medios y sus abusos, como la financiación de la pasada campaña por encima de los límites permitidos. No es que tenga algo personal contra Julio Mario Santodomingo o Augusto López, pero dentro de mi estilo, muy independiente y muy rebelde, no cabía una subordinación tácita a un pulpo de éstos.

A pesar de que arriesgaba quedarse sin medio donde publicar sus caricaturas y su columna, y «sin cinco», Osuna se lanzó a lo que él mismo calificó, un poco en broma, de «suicidio pro­ fesional». No quería ser parte del inventario de bienes que entregarían al grupo cuando entrara a administrar el diario. Pero, sobre todo, como le explicó a González, «me tengo que ir, no porque quiera sino porque tengo un compromiso con mis propios antecedentes. Me toca irme contra mi voluntad para ser coherente, para parecerme a lo que fui». La escena, aunque en circunstancias diferentes, se repitió en Semana. Al comenzar el 2001, la revista atravesaba una grave cri­sis económica, y pidió a sus colaboradores mejor pagos que acep­ taran rebajarse los honorarios. Sin embargo, en la negocia­ción con Osuna, el director Alejandro Santos le dijo, además, que la columna de Lo­renzo ya no gustaba tanto y que sólo querían seguir con sus carica­turas.40 Osuna se ofendió con la propuesta. Y 39. Olga González, «El último rasgo de Osuna», El Tiempo, noviembre 23 de 1997. 40. La autora era entonces editora general de Semana y conversó con el director acerca de la salida de Osuna.

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aunque el dueño de la revista, Felipe Ló­pez, le insistió que siguiera con las caricaturas, Osuna resolvió irse. Intuía que detrás de la excusa económica estaban las influencias del fiscal Alfonso Gómez Méndez, amigo de Alfonso López Michelsen, padre de Felipe, y del alcalde Enrique Pe­ñalosa Londoño, a quienes había criticado sin clemencia tanto en sus caricaturas como en sus columnas. Los directivos de la revista aseguraron que ni Ló­pez ni Peñalosa tuvie­ron que ver en la decisión. F iscalía

Peatones y hormigones

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Nerdo

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Lechona vs. paloma

Caricatura de Osuna a raíz de la decisión del fiscal tolimense Gómez Méndez de llamar a juicio a Álvaro Leiva, mediador de varios procesos de paz.

El grupo anti-8.000

Crítica del caricaturista al procurador Jaime Bernal y al fiscal Gómez Méndez por su cercanía al presidente Samper.

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Independencia cara Osuna se fue de Semana por dignidad, no por plata. No le ha importado nunca ser rico, ni tampoco la seguridad laboral. Eso ex­plica que nunca haya querido tener un contrato de trabajo ni que la empresa le hiciera aportes a la seguridad social o siquiera a una pensión de jubilación. Una posición extremista: considera­ba que volverse empleado era volverse literalmente depen­diente, y no quería que nada le pusiera cortapisas a su libertad de dibujar y opinar. Sin embargo, le parecía que los caricaturis­tas eran muy subvalorados en los diarios —y en esto coinciden varios de sus colegas—; por consiguiente, exigía por sus dibujos lo que creía que valían sin admitir discusión al respecto. «Era muy celoso de su arte, consideraba que tenía que estar muy bien pagado, y él ponía el precio. Y que lo valía, ¡lo valía!», dice Alfonso Cano, ex gerente de El Espectador.41 Él, Fernando Cano, José Salgar, todos coinciden en que Osuna debió ser por muchos años —e incluso hoy— el caricaturista mejor pagado del país. Cada año El Espectador fijaba los aumentos, si los había, y Osuna proponía el suyo. «Casi siempre Guillermo manejaba esa negociación y cada vez llegábamos a lo mismo: a agachar la cabeza —di­ce don Alfonso—. No obstante, visto a la larga, le pagábamos mal». Valorar su trabajo también significaba que lo trataran con el mayor respeto. «Cuando el periódico cambiaba de diseño, se ponía furioso de tener que cambiar el tamaño de sus caricaturas —recuerda Fernando Cano—. Peleaba por los problemas de im­ presión que tuvimos por el cambio de rotativa, y una vez que titularon mal una caricatura, lo que le cambiaba el sentido, casi se va del periódico». Su posición vertical en materia de no recibir prestaciones le salió a la larga muy cara. Cuando renunció a El Espectador, después de 37 años de labores, se fue sin un peso ahorrado para su pensión, sin indemnización ni bonificación alguna. 41. Entrevista de la autora con Alfonso Cano, ya citada.

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Por encima de la amistad Osuna arriesgó su bienestar para garantizar lo que a su juicio le daba la mayor autonomía periodística. Pero puso en vilo más que eso. Cuando sintió que sus amigos del alma, a quienes quería entrañablemente, se alejaban de la línea que él consideraba correcta o apropiada, no dudó en criticarlos con todo el peso de su plumilla. En los últimos meses de 1997, antes de que la familia Cano dejara de controlar El Espectador, Juan Guillermo y Fernando —quienes habían tenido que asumir for­zadamente la dirección del diario luego del asesinato de su padre— hicieron un último esfuerzo por salvar el periódico. Llamaron como asesor a un vie­ jo amigo de la casa, el subdirector del diario El País, de España, Miguel Ángel Bas­tenier, para que les ayudara a darles un nuevo aire a sus páginas. Refajo periodístico

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Se nos fue

Con su tono enérgico y francote, Bastenier llegó a criticarlo todo: recomendó engrosar la sección de Bogotá para que pudie­ ra competir en un nicho de mercado sin conquistar, sacudió hábitos periodísticos y no tuvo pelos en la lengua para decir que había que cambiar lo que estaba mal. A pesar del enorme afecto que les tenía a los hijos de don Guillermo, Osu­na resintió los cambios en el diseño y, como él mismo lo declaró después, «se rebeló contra la intromisión ostentosa de este visitador español»,42 quizás porque no le consultaron, cuando él se sentía «socio espiritual» de El Espectador, lo mismo que pasó des­pués con la venta del periódico. Y no tardó en plantarle su caricatura a Bastenier. Juan Guillermo y Fernando sufrían. «A cada anuncio de Osu­ na de que se iba porque no le gustaba esto o aquello que se había publicado, en la angustia de perderlo, yo respondía que el periódico era pluralista, mientras hubiera respeto», dice Fernando. 42. «Soy un rebelde frente al poder» (entrevista con Héctor Osuna), Semana, noviembre 14 de 1997.

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La verticalidad del caricaturista también rasguñó a José Sal­ gar a pesar de la cercanía de tantos años. Cuando el alcalde de Bo­gotá Enrique Peñalosa lo condecoró con la Orden de Gon­zalo Jiménez de Quesada por su columna de El Espectador, «El Hom­ bre de la Calle», en la que por años le dio voz al bogota­no de a pie, Osuna le impuso simbólicamente a Salgar «La Or­den del Bolardo». Salgar sintió que era víctima de la pelea que Osuna tenía contra los bolardos que había puesto Peñalosa en los andenes para impedir que los automóviles se estacionaran allí y obstaculizaran el paso de los peatones. Por suerte, el humor torna las críticas más piadosas, y por tanto las «víctimas» se resienten bastante menos que si se tratara de una publicación en serio. Por eso, estos roces personales no han impedido que quienes fueron directivos de El Espectador sigan apreciando hoy al caricaturista. Fernando Cano admira su gran coherencia a lo largo de los años, y Salgar está convencido de que «ni el mismo Osuna se ha dado cuenta de la trascendencia que tiene como figura del periodismo nacional». Una amistad que sí quedó averiada por cuenta de los «monos» de Osuna fue la que tuvo con el columnista de El Tiempo Roberto Posada García-Peña, más conocido por su seudónimo periodístico, «D’Artagnan». Se conocieron a fines de los ochenta. Más tarde iniciaron una agradable tertulia política, que se reu­nía con frecuencia, con los personajes más disímiles: el abogado Jesús Pérez González-Rubio y los políticos María Paulina (Pum Pum) Espinosa y el Tigrillo Noriega, entre otros. Una muestra de la estima en que Osuna tenía al columnista fue regalarle varios originales de las caricaturas que había hecho de él y un retrato al estilo cubista que había hecho de Alberto Lleras en los sesenta, gesto poco usual del caricaturista.43 Sin embargo, desde 1993, cuando se inició la campaña de Ernesto Samper Pizano a la Presidencia, las cosas entre Osuna y D’Artagnan empezaron a ponerse tirantes. El primero no ahorraba dardos contra el político ni contra el columnista «espadachín» que lo defendía constantemente, su amigo D’Artagnan. 43. Entrevista de la autora con Roberto Posada, junio de 2005.

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Rapazuelos jurídicos

El segundo replicaba con todo en sus columnas. En agosto, escribió furibundo contra Osuna: «El ingenioso caricaturista no sólo ejerce por principio cierta aversión hacia el llamado oficialismo liberal que prácticamente ha sido constante en él, sino que su indudable olfato político, no por eso menos maléfico, lo incli­ nó a asumir actitudes disuasivas harto identificadas con el viejo laureanismo de quien Osuna sigue siendo hincha total».44 El tono de las puyas entre los dos siguió subiendo en público, aunque en privado seguían encontrándose. Pero un día llegó Pum Pum Espinosa a la tertulia con sombrero de Samper, y al rato llegó como invitado el propio Samper. «Eso acabó con esas reuniones —dice Posada—, y la relación se terminó de deteriorar con todo el escándalo de Samper». Tal vez, precisamente, porque se trataba de su amigo, y Osu­na no podía comprender que siguiera apoyando a Samper en medio del Proceso 8.000 —el proceso judicial por ingreso de dineros del narcotráfico a las campañas políticas, incluida la de Samper—. Por eso se obsesionó y a lo largo de 1998 lo dibujó 44. Columna de D’Artagnan, El Tiempo, agosto 10 de 1993.

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D’Arta vs. Cano

Las peleas menores

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en decenas de caricaturas, hasta que el mismo D’Artagnan lo registró en una columna titulada «Culto al nar­cisismo». De ahí en adelante, Robertico, el niño que había aparecido como amigo de Lilín, dejó de aparecer en los dibujos de Osuna. Ésa fue, al parecer, su venganza. Quizás fue García Márquez quien, muchos años antes, en su prólogo al libro Osuna de frente, dio la clave de por qué Osuna ha terminado sacrificando tantas cosas en su larga y estricta batalla por su independencia: Aunque se le considera como el caricaturista políti­co más lúcido y feroz que ha tenido Colombia, su feroci­ dad es mucho más que política, porque es sólo moral. Carece del cálculo matrero, de las pasiones efímeras, de los apetitos terrestres de los políticos. Su negocio parece ser la salvación de las almas. Y su única posición legítima, en consecuencia, sólo puede ser la de los cristianos primitivos, que en el circo romano se dejaban comer por los leones cantando plegarias de amor, porque estaban convencidos como Osuna de que en la lógica de Dios eran ellos quienes se estaban comiendo a los leones.45

En contra de sus simpatías El director de El Tiempo, ya fallecido, Hernando Santos, solía decir a sus amigos que era mejor negocio ser enemigo que amigo de Osuna. «Uno creía que siendo amigo estaba libre de sus dardos, y se equivocaba, cuando menos pensaba le mandaba unas caricaturas las machas», dicen que dijo alguna vez.46 En el fondo está esa convicción de que él es autónomo de pensamiento y de que por ello no puede «casarse» con nadie para siempre. Por ejemplo, él mismo reconoce que ha tenido 45. Gabriel García Márquez, op. cit. 46. Entrevista con Roberto Posada, ya citada.

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mayor simpatía por las figuras políticas conservadoras, por familia, por tradición, pero nunca militó en ese partido ni obró según les conviniera a sus directivas. Es más: si consideraba que un conservador se apartaba de la línea de lo que a él le parecía ético o coherente, pronto se lo hacía saber en sus «Rasgos y Ras­guños». Por ejemplo, a pesar de ser laureanista, no ahorró tinta para demostrarle a Álvaro Gómez, hijo del líder conservador, que no estaba de acuerdo con que él, que se había enfrentado tan duramente a Julio César Turbay y a Virgilio Bar­co en las campañas presidenciales, luego se hubiera sumado al gobierno a cambio de algunas cuotas en el gabinete. De igual modo, a Belisario Betancur lo vio con simpatía en la campaña que lo llevó a la presidencia en 1982, e incluso fue bastante cálido con él, al punto de que el Presidente le envió una inusual carta que fue publicada en primera página de El Espectador: Cada vez que veo sus ca­ricaturas, espléndidas y ejemplares, me digo que de­bo escribirle para expresarle mi gran a­dmiración. Llegó el momento de ha­cerlo con el objeto de decirle que gen­tes de talento e independencia mental como usted sí le cuentan al gobernante cómo va él y cómo va el país. Gracias por sus urticantes aun­que sonrientes lecciones.47

Pero, cuando Osuna vio que el gobernan­te, por error o debilidad, tomó decisiones que llevaron a la catástrofe del Palacio de Justicia, el 6 de noviembre de 1985, que produjo la muerte de un centenar de personas, entre ellas once magistrados de una Corte Suprema admirable, fue implacable en sus críticas. Si Osuna es un conservador sin agüero para criticar a sus co­partidarios, también ha sido un católico que no ha ahorrado lápiz para destacar las incongruencias de algunos jerarcas de la Iglesia. Al cardenal Muñoz Duque lo fustigó por recibirle fa47. «El Presidente y Osuna», El Espectador, enero 27 de 1983.

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El Palacio de la Carrera

Hubo contradicciones históricas

La justicia arrasada

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vores al presidente Ju­lio César Turbay Ayala a cambio de haber ayudado a que anularan su matrimonio católico con Nydia Quintero, con quien había tenido cinco hijos. Por eso, cuando monseñor Muñoz Duque lo volvió a casar con Am­paro Canal en gran ceremonia, Osuna le plantó una tremenda caricatura. Matrimonios modernos

El cavernario cardenal López Trujillo también recibió varios sablazos de Osuna, y monseñor Pimiento se ganó una buena burla cuando prohibió bautizar a los niños cuyos padres no tuvieran partida de matrimonio. El Opus Dei tampoco ha sido san­to de la devoción de Osuna, y lo ha dejado ver en sus cari-

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caturas, aun para criticar el nombramiento del papa Benedicto XVI, Joseph Ratzinger. Las figuras que más admiró no se salvaron de sus puntiagudos dibujos. De Luis Carlos Galán tenía la mejor opinión. Tanto, que cuando le preguntaron si a él, como ciudadano, le gustaría verlo en la Presidencia, respondió: «Desde el punto de vista de egoísmo profesional, a mí no me gustaría ver a los buenos en la Presidencia, pero desde un punto de vista patriótico sí».48 Pero siguiendo su línea de siempre, cuando vio que titubeaba para res­ paldar al ministro de Justicia, Rodrigo Lara, a quien la mafia le había tendido una celada metiendo dinero contaminado en su cam­paña, Osuna fue tan implacable que Galán fue a verlo y duró varias horas explicándole su conducta. El sentimiento contra Galán que expresaban las caricaturas era idéntico al que sintió Osuna en carne propia. Después del asesinato de Lara, el 30 de abril de 1984, el caricaturista viajó a Neiva, de donde era oriundo el ministro, para acompañar a la fa­ milia en el sepelio. Iban todos los deudos en un bus que avanzaba a paso de tortuga. Inmediatamente delante de Osuna iban Galán y su esposa, Gloria Pachón. La gente comen­zó a arremolinarse amenazante al lado del bus. «¡Doctor Galán! —vociferó un tipo que trotaba al lado de su ventana—, el que peca y reza, empata». El político iba silencioso. Osuna y sus amigos, abochornados. Un trecho de pocos minutos pareció una eternidad. Más tarde, en 1989, cuando Galán decidió regresar a las tol­ das liberales y dar por terminada su disidencia del Nuevo Li­be­ ralismo para convertirse en precandidato de ese partido, el ca­ri­ caturista no ahorró ironía. El 18 de agosto de 1989 asesinaron al político en la plaza de Soacha en medio de una manifestación, y Osuna lo rescató como la encarnación de la moral política. El siguiente domingo le hizo un homenaje, junto con otros caídos por las balas del narcotráfico, y también a su amigo Argos, el lingüista, quien, como una excepción, murió de muerte natural. 48. Posada García-Peña, op. cit.

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Galán y sus pilatunas

Galán Sarmiento

La casita roja

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La moral política…

La comandancia legítima…

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La magistratura honorable…

…De nuestra historia sagrada

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Contra la corriente La independencia le ha dado agallas a Osuna. Y las ha tenido en dos sentidos. Ha sido valiente para ridiculizar a personajes temi­ bles como Pablo Escobar y para denunciar a los militares cuando más atropellos cometían. Era arriesgado meterse en esas honduras, y muchos que lo hicieron no están hoy para contarlo. Siempre defendió los derechos humanos aun de las perso­ nas perseguidas con razón por la justicia. En 1983, apenas ha­bía terminado el gobierno de Turbay Ayala, denunciado por haber torturado a guerrilleros y militantes de izquierda, Osuna escribió una columna bajo su nombre —no su seudónimo— en la que argumentó que el sentido específico de la defen­sa de los derechos humanos era preservar los de aquellos sindicados de algún delito, que debían ser protegidos de los abusos del Estado. «Todavía no ha perdido su condición humana, aún es libre para respirar sin inmersiones asfixiantes, tiene derecho al reposo de su cuerpo, a la comida, al abrigo, a no ser amenazado ni destruido sicológicamente, a no lucir hematomas y, en último caso, a una cárcel digna», escribió.49 Tampoco en sus caricatu­ras le tembló la mano para de­nun­ ciar los abusos. Cuando lle­varon presos a las caballerizas de Usaquén a los sospechosos de haber participado en el robo de armas del m-19 en el Can­tón Norte del Ejército, en los «Rasguños» de Osuna empezaron a aparecer dos caballos que atestiguaban los vejámenes a que allí eran sometidos los presos y denunciaban los demás atropellos que cometían los militares bajo el amparo del Estatuto de Seguridad que había impuesto el gobierno de Turbay Ayala. Las críticas de Osuna arreciaron cuando el general Mi­guel Vega Uribe llevó presos a dos jóvenes jesuitas que trabajan en el centro de estudios Cinep, involucrándolos en un crimen, el del ex ministro Rafael Pardo Buelvas, con el que nada tuvieron que ver. El cariño del caricaturista por la Compañía de Jesús, que lo 49. Héctor Osuna, «Los ciudadanos del mal», El Espectador, marzo 20 de 1983.

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Inefable bim

Superpoder

Habla Camacho Leiva, ministro de defensa de Turbay.

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La confesión de Vega Uribe

había formado, despertó su indignación. Pero más pesó su ánimo de defender la libertad de pensamiento y el respeto al ser humano. También a Pablo Escobar le «dio palo» sin miedo. Sin em­ bar­go, el capo del narcotráfico, como muchos poderosos, más que furioso se sintió halagado de ser sujeto de la plumilla del caricaturista. Incluso se mandó hacer un libro empastado en cuero con una enorme colección de caricaturas suyas publicadas en todos los diarios y revistas del mundo, al que le estampó su huella dactilar y su firma en oro. Una copia del libro le llegó misteriosa­ mente a Osuna por correo, y éste descubrió que contenía varios de sus dibujos y, para su sorpresa, algunos venían modificados. Es decir, originalmente estaban destinados a criticarlo, y Escobar o sus amigos las habían trucado para dejarlo bien parado. En una, por ejemplo, Osuna había dibujado a Lara Bonilla cercado por las fieras del zoológico que tenía Escobar en Puerto Triunfo, y, en el libro de Escobar, alguien le pintó bigotes al Lara de Osuna para que quedara parecido a Escobar. El sentido cambiaba por completo porque ahora era Escobar quien quedaba rodeado de fieras.

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Mundo al revés

Arriba, la caricatura original de Osuna que mostraba a Lara entre las fieras. Abajo, los amigos de Escobar le pusieron bigote a Lara para que el acosado por las fieras fuera Escobar.

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Tampoco le ha faltado coraje para plantarse en sus conviccio­ nes. Estuvo siempre en contra de la extradición de colombianos, así esta posición coincidiera con la de los narcos. Y, a pesar de ha­ber atacado a Pablo Escobar con toda la fuerza de sus dardos bur­lones, fue la única voz que protestó cuando se exhibió su cadáver como presa de cacería, y sonrientes a los policías que lo ultimaron en la casa donde se refugiaba en Medellín el 3 de diciembre de 1993. En un terreno menos fangoso, el de la política, también se ha quedado solo con sus convicciones en más de una ocasión. Qui­zás su batalla más quijotesca haya ocurrido cuando se lanzó contra la candidatura de Virgilio Barco a la Presidencia de la República por el Partido Li­beral. Osuna se siguió oponien­do a Barco aún después de que éste emergió triunfante de las elecciones parlamentarias de marzo de 1986. La prensa, los dirigentes liberales, los ex presidentes, la maquinaria, todos a una, como dijo en su momento la revista conservadora Guión, consideraban que Barco debía ser el candidato y que sería el Presidente. «El monopolio total y absoluto de la prensa liberal quedó en manos de Virgilio Barco, quien pareció hablar más que nunca —decía la nota de Guión de abril de 1986—. Pero desde una trinchera en El Espectador, un francotirador llamado Héctor Osuna seguía apuntando certeramen­te su pluma hacia los dos ingredientes principales de la nueva fórmula liberal: Virgi­ lio Barco y los caciques que lo habrían de llevar en andas hasta la elección presidencial del 25 de mayo». Osuna le dijo a Guión que «era un época de esas cuando cunde el unanimismo, cuando hay que estar de acuerdo con algo que se ve muy voluminoso, por ejemplo, la candidatura de Bar­co. El auge del clientelismo, de esa máquina poderosa que se desenvolvió el 9 de marzo. Y entonces la tónica es estar de acuerdo con eso, y los que nos quedamos discrepando estamos temporalmente un poco solos».50 50. Artículo publicado en Guión y reproducido en El Espectador el 13 de abril de 1986.

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Lara, batallador…

Galán, semilla

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Cano, símbolo…

No al triunfo de la muerte

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El Espectador, que se había declarado barquista, respetó la oposición de Osuna. El Tiempo, en cambio, reviró con fuerza contra sus trazos. Al día siguiente a las elecciones de marzo publicó una caricatura de Guerreros titulada «Del naufragio al destróyer», mostrando un barco (Barco) triunfante y a Osuna apabullado. Rodrigo Guerrero (Guerreros), quien había estado departiendo con Osuna y otros colegas días antes, dice que esta caricatura fue idea suya y no de Santos, pues estaba en desacuerdo con el maestro Osuna. Del naufragio al «destróyer»

Caricatura de Guerreros publicada en El Tiempo en marzo de 1986, después de que los liberales ganaran las elecciones parlamentarias.

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El penacho del líder

Cortes y pestañeos

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Además, Hernando Santos y otros de sus colaboradores escribieron varios apuntes editoriales y destacaron cartas contra Osuna por sus dibujos antibarquistas. Resulta revelador del poder de los «rasguños» de Osuna el he­cho de los Santos le hubieran dado tanta importancia y, en lugar de cari­caturizar a Galán o a Gó­mez como los derrotados, mostraran al opinador como el perdedor de la jornada. «El Tiempo ha llegado incluso a inventar un nuevo verbo: “osunizarse”, que quiere decir no mostrar la debida reverencia ante ­las cosas sagradas, como el ex presidente Alberto Lleras o el origen norteamericano de la esposa del candidato Barco», escribió la re­vista Se­mana también en abril del 86.51 En respuesta al periódico de los San­tos, Osuna envió una larga carta defendiéndose. El Tiempo la publicó destacada pero le incluyó una urticante coletilla del director: «No tema, Osu­na, está perdonado, sin peligro de ser víctima de un espíritu vindicativo. Pue­de visitar a El Tiempo, como cuando lo hizo para solicitar los salones y exponer sus excelentes caricaturas». Esto realmente enfureció al caricaturista, pues Santos se había inventado lo de que él había pedido los salones de El Tiem­ po. Le respondió con punzantes y divertidas caricaturas donde mostraba a Santos en su calidad de conductor de la maquinaria y lo golpeaba por su manipulación de la información. Los aliados En realidad, pensándolo bien, Osu­na no estuvo realmente solo en estas posiciones minoritarias, que, como él mismo ha dicho, son «su sistema natural». Sus personajes han librado con él estas guerras de rescate de la dignidad humana, el civilismo y, si se quiere, la ternura. La mente risueña e imaginativa de Osuna ha ido creando, a lo largo de su carrera, personajes que se han vuelto famosos por sí mismos: la perra dálmata que opinaba sobre el gobierno de Alfonso Ló­pez Michelsen, los caba51. «Editoriales vs. Rasguños», Semana, abril 8 de 1986.

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Hernando Santos y Osuna.

Alertando a Lilolás

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Uncidos para el cambio

Hernando Santos aparece como el conductor de la maquinaria liberal.

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llos de la guarnición militar de Usaquén, testigos parlantes de las torturas que allí padecieron muchos presos bajo el gobierno Turbay, y sus propios «hijos» Lilín y Pifis, cuyos comentarios inocentes desenmascararon muchas veces al poder de turno. Amor a primera vista

El conflicto

Osuna se burló de las conversaciones entre el gobierno de López, simbolizado por la perra dálmata del Presidente, y la mafia, representada por una jirafa del zoológico de Pablo Escobar.

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Caballerosidad

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Punto y aparte merece su personaje de la monja, sor Palacio, quizás la más célebre de todos, que llegó incluso a recibir ho­menajes y a contestar entrevistas en la prensa. Su historia es bien particular. Cuando llegó a la Presidencia, Belisario Betancur, desafiando las tradiciones barrocas que habían regido hasta entonces en el palacio de los presidentes, resolvió adornarlo con cuadros de los pintores colombianos modernos, entre ellos los gor­dos de Fernando Botero y los billares de Satur­nino Ramírez. La decisión causó polé­mica, sobre todo cuando colgaron en una de las paredes principales el óleo de una monja rechoncha de Bo­tero. Muy pronto comenzó a aparecer en las caricatura de Osuna el cuadro de la monja, y de él salían globitos con comentarios de lo que pasaba en palacio. Pinacoteca de Palacio

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«Luego la monja se salió del cuadro, con un hábito distinto al que tenía la de Botero, más parecido al original de las monjas de La Pre­sentación, el colegio donde estudié de niño», dice Osuna. Sor Palacio re­corría los corredores del palacio presidencial y lanzaba apuntes a diestra y siniestra. Era belisarista —como lo había sido el mismo Osuna—, pero se avergonzaba cuando el gobierno la embarraba. La monja se ganó al público de forma tal que en 1985 fue declarada personaje del año por algunos medios. Las hermanas de La Presentación escribieron a los diarios cartas emocionadas por la reivindicación que de ellas había hecho Osuna. La monja Noemí Restrepo escribió a El Espectador desde Pitalito, Huila: Señor Osuna: Yo soy una hermana de La Presentación que siempre ha admirado y analizado sus caricaturas, especialmente desde que apareció la mofletuda monjita. No crea que nos disgusta. Le agradezco el aprecio con que nos honra. Es genial su monja, señor Osuna. La deformidad no le hace perder los rasgos genuinos de la hermana de La Presentación, con su hábito antiguo que parece usted se aprendió de memoria, pues no le falta ni un alfiler. 52

Y el reportero René Pérez escribió un reportaje de una página entera en el mismo diario sobre sor Palacio.53 Su momento más difícil fue cuan­do Belisario cometió la mayor equivo­cación de su mandato y permitió que los militares recuperaran en forma violenta el Palacio de Justicia, donde guerrilleros del m-19 tenían como re­henes a un centenar de magistrados, jueces y empleados. El resultado fue una masacre y la destrucción total del edificio. Sor Palacio se desplomó. 52. «Las monjas contentas con Osuna», El Espectador, diciembre 22 de 1983. 53. René Pérez, «Confesiones de la monja de Palacio», El Espectador, septiembre 23 de 1984.

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Rosa sin espino

B. B. cien días

Las horas de la masacre

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El posible diálogo

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Cuando llegaron al Palacio de Nariño, Virgilio Barco y su esposa estadounidense Carolina volvieron a una decoración clá­ sica, y el cuadro de Botero fue desalojado. Osuna registró el agravio. Retiran a la monja

Por eso, en los «Rasgos y Rasgu­ños» de Osuna, la simpática sor Palacio fue reemplazada por una monja oficialista con cara de dictador llamada Sister Alice of the Saints. Todo el mundo re­ conoció en la nueva monja a Hernando Santos, el director de El Tiempo, defensor acérrimo del gobierno de Barco. Ésa fue la respuesta de Osuna a las críticas que recibió de Santos cuando se opuso a la candidatura de Barco un año atrás. La monja de Botero fue a dar al Museo de la Tertulia de Cali y luego al Museo Nacional, donde le pusieron una leyenda que decía: «Este cuadro lo volvió famoso el caricaturista Héctor Osuna». El presidente César Gaviria devolvió la obra al pala-

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Habemus monja

Con la llegada de Barco al poder, sor Palacio salió de la casa de nariño y en su reemplazo llegó sister Alice of the saints, una monja igualita a Hernando Santos, director de El Tiempo y barquista furibundo.

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cio presidencial, y esto fue noticia. El presidente Ernesto Samper la volvió a sacar y, como ya no era testigo de excepción de lo que sucedía en aquel recinto poderoso, sor Palacio casi no volvió a salir en El Espectador. Cuando el presidente Andrés Pastrana llegó a la Presidencia en 1998, la monja fue recibida con tapete rojo y brindis al cual fue invitado Osuna, su mentor. Es curioso, sin embargo, que nunca el pintor Fernando Botero se haya referido a la importancia que el caricaturista le in­fundió a su cuadro. Al igual que sor Palacio, a quien se ve de vez en cuando con gafas y algo encorvada, Héctor Osuna ha envejecido y sale poco. Desde hace unos años se ha refugiado en su armoniosa casa de la Sabana de Bogotá, quizás con la intención de iniciar su merecido retiro luego de 48 años de trabajo o tal vez para alejar su alma sensible del río de tragedias en que se ha convertido Colombia. Pero los intelectuales como Osuna nunca se jubilan. Luego de su renuncia a Semana, y tras un ofrecimiento de que se fuera para El Tiempo, que finalmente no cuajó, sucedió lo que parecía impensable: volvió a El Espectador de Santodomingo. Su nuevo director, Carlos Lleras de la Fuente, con quien había polemizado públicamente por su idea de implantar la pena de muerte a los secuestradores, le pidió públicamente que regresara. Y entre él y sus amigos de toda la vida del diario lo persuadieron. No debió ser fácil para Osuna, pues se había ido de allí por su convenci­miento de fondo de que los conglomerados económicos no debían tener medios de comunicación. Hoy encuentra una expli­cación: «Entre quedar callado y volver al periódico, resolví deslindarme de las razones que tuve para retirarme, mientras la tribuna siguiera siendo libre, y acepté regresar». Es cierto, las condiciones de siempre, de respeto absoluto de los directivos por sus caricaturas y por las columnas de Lorenzo Madrigal, no han variado. Él sabe que ya no tiene la misma influencia que antes, pero no parece importarle demasiado.

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Sin saber a qué horas, se le fue la vida en aquel oficio «menor» que muchas veces consideró provisional. Por eso, el caricaturista sigue ahí, indemne. Se ve en sus ojos juveniles y risueños, en el comentario ácido que salpica la conversación, en la constante burla de sí mismo y en las ganas de opinar acerca de la vida nacional. Sobre su escritorio están los bocetos del día: un trazo en borrador del presidente Uribe o un dibujo terminado de Her­nando Santos volando por el cielo como un trompo. Y más allá, sobre un sillón, los periódicos, pues intacta sigue su disciplina de estar al día para no perderse el momento que le inspirará su próximo dibujo. Intercambio humanitario

Con tiempo de sobra

Osuna no ha dejado de criticar los intentos del gobierno de Uribe por buscar la liberación de los políticos secuestrados por las Farc. En la imagen de la izquierda, Uribe conversa con el jefe guerrillero Marulanda, y en la de la derecha, Osuna ironiza sobre la discusión entre el gobierno y la guerrilla para que esta última devolviera los cadáveres de los diputados asesinados en cautiverio.

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Cortés, como siempre durante nuestras tres largas conversaciones domingueras, me acompañó a la puerta de la casa. Perros de todos los tamaños se acercaron con un ladri­do alegre. De regreso a casa, mientras conducía por los caminos barrientos de la Sabana, me quedé pensando cómo habrá hecho Osuna para haber llegado a conocer tanto el poder y, a la vez, haberse preservado tan lejos de él.

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Un Garzón terrible

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J

osé Gabriel Ortiz entrevista a Heriberto de la Calle, el personaje más popular de los que Garzón interpretó:

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—Oiga, Heriberto, ¿y usted es casado? —Sí, yo soy casado con Eulalia. —¿Y tiene hijos? —Sí, John Wilson, que tiene once meses, y Cindy Lady. —¿Por quién votó en las pasadas elecciones? —No, señor; yo no voto porque en el setenta voté por Rojas y subió Pastrana. Entonces, eso pa qué. —¿A usted lo regañan mucho por decir grose­rías? —Sí, con su perdón doctor, pero en este país se escandalizan porque uno dice «hijo de puta» en televisión, pero no se escandalizan cuando hay niños limpiando vidrios y pidiendo limosna. Eso es folclor. —¿Qué piensa de Jaime Garzón? —¡Huy, no! ¿Por qué siempre me preguntan de ese malparido? Me debe como cuatro lustradas hace como dos meses y no me ha querido cancelar. Además está todo berriondo porque yo creo que ese man ya pasó de moda. Ya se quedó en el pasado. Y, ahora, que me va a mandar quebrar.

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Jaime Garzón como Heriberto de la Calle.

Por furioso que estuviera con su otro yo, Jaime Garzón no alcanzó a matar a Heriberto de la Calle. Heriberto, en la cúspide de la fama, lo sobrevivió. El lustrabotas, creado dos años antes por Jaime junto con el periodista Antonio Morales, es una mezcla de la ingenuidad del Chavo del Ocho y la picardía clásica de un trabajador cachaco. Hizo su debut en el programa humorístico «La lechuza», que duró pocas semanas. Después pasó a ser la estrella del cierre del noticiero cm& dos veces por semana, y cuando su director, Yamid Amat, se fue a Caracol, se lo llevó con él al noticiero del canal. Nota: Algunas fotografías de Jaime Garzón las prestó la revista Semana para este libro, otras pertenecen a archivos familiares y algunas las tomaron aficionados directamente de la pantalla del televisor, de videos o programas producidos por Cinevisión, rti, Caracol tv y el noticiero cm&.

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El doble sentido, el juego de palabras, la rapidez para revirar y la imagen triste y cómica del embolador quedaron inmortalizados en video. Además de los millones de copias caseras que guardan los colombianos, Heriberto sale al aire en todos los noticieros cada aniversario del asesinato del humorista, desplegando sin pudor su sonrisa desmueletada, con su camisa a cuadros embadurnada de betún. Tan altanero con el poder como siempre, soltándoles en la cara a los políticos lo que menos quieren oír. Cada vez que mienten, hace un puchero de ternura y exclama: «¡Ay, tan lindo el doctor!». El público cómplice entiende la clave, como en esta entrevista al entonces candidato conservador a la Presidencia, Juan Camilo Restrepo. —¿A usted no le dio miedo hacer campaña con don Valencia Cossio, que en un descuido le sacara la bi­lletera? —Él es bastante honesto. —¡Ay, tan lindo el doctor Juan Camilo!

Luego al mismo Fabio Valencia le advierte que ha amarrado los betunes por prevención, porque viene mucho político. Y cuando el saliente fiscal Alfonso Valdivieso le asegura que no se mete en los expedientes judiciales, también le replica: —¡Ay, tan lindo el doctor Valdivieso! Ya huele a embajada.

El lustrabotas Heriberto les dice a todos lo que piensa con claridad meridiana. Describe a Serpa como un tipo inteligente muy mal rodeado y a Pastrana como lo contrario. Al ex ministro de Justicia Néstor Humberto Martínez —hijo de Humberto Martínez Salcedo, gran humorista bumangués que se consagró con el papel del maestro de obra Salustiano Tapias en la popular serie de tv «Yo y tú»— le suelta sin rodeos:

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—El maestro Salustiano, el primer maestro del humor, alma bendita… ¡Quién iba a saber que le iba a salir un hijo tan cafre!

A Sabas Pretelt, entonces presidente del gremio de comerciantes, lo llamó por el apodo que la gente le tenía a escondidas: Babas. —Las personas que más dinero tienen en Colombia son los que más impuestos pagan —afirma Pretelt. —¡Ay, tan lindo el doctor Babas! ¿Usted sabe por qué el Club del Country se llama así? Porque ha sido hecho con la plata del contri-buyente. ¿No?… Bobito si no. —¿Adhirió a Pastrana? —le pregunta a Juan Manuel Galán. —Sí —contesta, tímido, el joven Galán. —Pues le cuento que esos manes fueron los que nombraron a Puyo en la Energía. ¿Y sabe con los votos de quién está él? Con los de Telésforo Pedraza y con los de Fabio Valencia. El huevón no es ningún santo tampoco.

Juan Manuel, visiblemente incómodo, apenas balbucea una res­puesta. A José Fernando Bautista, entonces ministro de Comunicaciones, y a Horacio Serpa les da el consejo de su mamá: que de los políticos, como de las muchachas del servicio, uno espera que no hagan mucho pero que por lo menos no roben. Y en la campaña de 1998 a la Presidencia le pregunta al candidato liberal: —¿Usted rectifica, doctor Serpa, que no es el candidato del gobierno sino de Samper? —No, Samper es Samper y Serpa es Serpa —responde, recio, Serpa.

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El embolador le da la razón: —Sí, usted defiéndase. ¿Candidato de cuál gobierno va a ser, si no hubo? —[entre risas] A mí me van a apoyar todos los lustrabotas de Bogotá y de Colombia. ¿Usted me acepta que lo marque? El candidato le pone el sticker de su campaña en la caja de embolar.

Heriberto sonríe. Luego mira a la cámara, que se cierra sobre su rostro en primer plano. Su sonrisa se torna en un gesto amargo, con los labios hacia abajo, revelándole al público su disgusto. Después, cuando Serpa salió derrotado en la contienda electoral, el embolador, a nombre del pueblo colombiano, le agradeció haber perdido las elecciones.

El gesto de Heriberto luego de que Serpa le puso su sticker de campaña.

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La candidata de la tercería en 1998, Noemí Sanín, también apareció en el banquillo de víctimas de Heriberto. Cuando va a comenzar la entrevista, un empleado amable le sirve un tinto a la invitada. Heriberto no pierde oportunidad: —A ése ¿qué puesto le va a dar? —le pregunta. Ella responde: —Nosotros vamos a empezar la era del mérito. —Pero a uno le queda la huevonada, como la sensacioncita de que cuando era la embajadora del doctor don Gaviria, usted fue la que le consiguió puesto a él, ¿no? —Y… —trata de explicar la candidata.

Heriberto lustrando los zapatos de la entonces candidata presidencial Noemí Sanín.

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Pero Heriberto sigue: —Entonces dicen: ¡Ah!, que se fue en el avión de nosotros y que ese avión se paga con el billete de los impuestos y que fue y les dijo a los regentes del Caribe: No, si ustedes votan por don Gaviria, viene el doctor Patarroyo y les pone la vacuna. Y si no sirve la vacuna de Patarroyo, les mando al cura Pérez a que los vacune.

Sanín, incapaz de jugar con el lustrabotas, se pega a sus eslóganes de campaña: —Crecer y generar empleo, gobierno sin componendas… —¿A usted no le aburre repetir todas esas huevonadas todos los días?

No le fue mejor a Andrés Pastrana. La entrevista, en plena campaña presidencial, empezó con par sablazos: —¿A usted no le da miedo que esta campaña también se le derrumbe como el relleno Doña Juana y el puente de la 93? —le pregunta Heriberto haciendo referencia a dos fiascos de la Alcaldía del entrevistado. —El único que se cayó en mi Alcaldía ¿sabe quién fue? El alcalde menor de Sumapaz, al único que me tocó destituir —respondió Pastrana con gran rapidez, refiriéndose al mismo Jaime Garzón, a quién había nombrado y echado de ese cargo.

Heriberto no acusa el golpe. —¡Huy! Qué hembras tan buenas tiene su campaña. Como todas dicen: «¡Qué tan lindo Andrés!», va a

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salir es erecto en estas elecciones. ¿Y de qué le va a dar puesto a Morenito? —Es que no hay que ensillar antes de traer las bestias. —¿Va a nombrar sólo bestias?

Después de las elecciones, en una entrevista que le dio a Pacheco, Heriberto confesó por quién había votado finalmente: —Yo voté por don Gustavo Bell. Un doctor me explicó que la Constitución dice que el Vicepresidente asume en caso de incapacidad del Presidente. Y como don Pastrana es como, como incapaz…

Ese 13 de agosto de 1999 en que balearon a Jaime Garzón, Heriberto se multiplicó por doscientos. Doscientos emboladores salieron a la Plaza de Bolívar, junto con decenas de miles de dolientes más, a protestar. Estaban enardecidos, quizás tanto como cuando mataron a Galán o a Gaitán. Garzón había sido el intérprete de su descontento. Reclamaban justicia. Por eso lo velaron como a un héroe. Honores en el Capitolio. Misa en la Catedral. «Un entierro del tamaño de su importancia», pidió su amigo Antonio Navarro, y así fue. Ríos de gente abriéndose paso a codazos para estar cerca del cajón. Como a un santo. Millones de flores colmaron la entrada del Colegio Mayor de Cundinamarca, frente a su apartamento. Miles de mensajes y claveles en los restaurantes que frecuentaba en La Macarena, el barrio bohemio del centro de Bogotá. Un gentío que desbordó las calles y reventó un puente peatonal. Que les habían matado la risa, dijeron unos. Otros sabían que era mucho más que eso. Les mataron a uno que decía la verdad. Monda y lironda, delante del que fuera. «Lo que yo hago es una práctica conceptual de la vida, que es decir la verdad. En este país no llamamos las cosas con la verdad nunca, ni en política ni en la vida real», le había dicho Gar-

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zón a Pacheco en televisión, ocho años antes, cuando apenas empezaba a ser conocido.

La gente llenó de flores la pared del Colegio Mayor de Cundinamarca frente a su apartamento.

El humor (i) Lo de ser gracioso le fue siempre natural. Un poco porque le llegó de herencia. Su papá, Félix María, profesor de tabulación, era apodado «Resorte» porque bailaba como trompo e imitaba a cantantes de su época. Su mamá, Daisy, nacida en Honda, era

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A pesar de su pinta de juicioso, Jaime no podía quedarse quieto cuando era niño.

hija de un liberal radical de Ubaté «que marcó a su hija mayor, mi mamá, con un sentido crítico agudo y un humor ácido que heredamos cada uno a su manera», recuerda Alfredo, el hermano de Jaime que compartió cuarto con él. Hoy es un gran caricaturista residente en Estados Unidos. Daisy, que se retiró de su profesión de enfermera para dedicarse al hogar, contaba a sus hijos sobre sus burlas a las monjas que la educaron y les leía la columna «Coctelera» de El Espectador, del humorista Alfonso Castillo Gómez. Quizás Jaime también desarrolló el talento de verle el lado absurdo a la vida como una manera de lidiar con la muerte prematura de su papá, cuando él apenas tenía siete años. Siempre se sintió un poco huérfano. Otro tanto de su simpatía proviene del simple hecho de que nació hiperactivo. Como si algo le impidiera quedarse quieto. Desde niño, Jaime siempre estaba en problemas. Una audacia sin límites. Jaime sin miedo. Quién sabe qué maroma estaba haciendo cuando, en plena ruta, se cayó del bus que lo llevaba de su Colegio Cooperativo Los Cedritos a su primera casa del barrio San Diego, en el centro de Bogotá. Quedó inconsciente y su oído quedó maltrecho. Otro día, en un paseo a Fontibón, se metió a una zanja de agua podrida y hubo que envolverlo en papel periódico para poder subirlo al carro. En la finca de las tías, en La Vega, cogía los murciélagos y se los metía en el bolsillo y espantaba a todo el mundo. En el puente de Honda se sentaba con los pies colgando en el aire a leer el diario en cal-

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zoncillos y echaba las páginas al agua. En el Llano se tiró de un puente altísimo porque quería demostrar que podía hacerlo, y se le reventó la nariz. «Se nos murió veinte veces», dice su hermana menor, Marisol. Entrevista que le hizo Pacheco en 1997: —¿Usted desde pequeñito tuvo esas aptitudes de imitador y mamagallista? —Hace poquito me encontré a un tipo que estudió conmigo en el seminario y se llamaba Pericles, y me contó que una vez estaba yo a las diez de la mañana comiendo un calentao en el comedor del seminario y que entró el padre rector, me vio ahí y se fue a la cocina y regañó a las monjas. A la madre le dijo que qué hacía Garzón ahí comiendo, y ella le dijo: ¡Padre, pero si usted llamó hace poquito y dijo que le diéramos desayuno!

Era el mismo Jaime quien había llamado e imitado la voz del rector: «Dénmele un buen desayuno al joven Garzón, que me ha ayudado mucho». Del Seminario Menor lo echaron apenas se fue el rector Héctor Gutiérrez Pabón, que no desfalleció en el intento de «domesticar su alma rebelde», en las palabras de Alfredo, su hermano. Es el mismo sacerdote que después fue arzobispo de Chiquinquirá y que habló en su entierro, en cumplimiento de una promesa hecha en vida a Jaime. Las Hermanas de la Paz lo recibieron como un acto de caridad con esa familia piadosa. Jaime no escarmentaba. Imitaba el pito del Volkswagen del rector para que le abrieran la puerta y poder escaparse. Se burlaba de todos. Aprendía demasiado rápido y se aburría. Faltándole seis meses para graduarse, lo expulsaron. No era mal estudiante. Al contrario, se graduó de la Normal de la Salle como el mejor normalista del Distrito, dice orgullosa su hermana Marisol.

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Según Garzón les relató a varios amigos —y las anécdotas de su vida siempre estaban cargadas de fantasía humorística—, una broma pesada le impidió graduarse de abogado de la Universidad Nacional. Estaba por terminar la carrera y un día vio pasar al decano, Leopoldo Enrique Lozano, un tipo al que no quería. Lo llamó como quien llama a un perro: «¡Chst, chst! Ven­ ga acá». Al decano no le gustó el chiste y botó a Garzón de la universidad. Después los amigos le conocieron a Garzón un perro rottweiler al que llamaba Leopoldo. El intrépido Garzón tenía que aprender a volar. Sus intentos de hacerlo sin alas a lo largo de su infancia habían terminado en accidentes. Así que resolvió ir a Barranquilla a estudiar para mecánico de avión y luego estudió pilotaje en Guaymaral. Obtuvo su licencia. Un día, mientras piloteaba una avioneta que había salido del aeropuerto de Guaymaral, al norte de Bogotá, hacia Medellín, llamó a la torre de control: —Pido permiso para aterrizar en Mariquita. —Eso no figura en su plan de vuelo —le respondió el controlador. —Es una emergencia. —¿Por qué? ¿Qué pasa? —Tengo que orinar. No le dieron permiso. Garzón aseguraba que por eso le quitaron la licencia. No era un asunto menor en aviación alertar con falsas emergencias. Otro título embolatado. Valía una buena carcajada. El humor le brotaba en los momentos menos apropiados. Por ejemplo, había logrado que lo enganchara la campaña de Andrés Pastrana a la Alcaldía de Bogotá en 1987. Cuenta Claudia de Francisco, la gerente que lo contrató, que Jaime se puso la camiseta del niño Andrés y era el más entusiasta. Hacía perifoneo, coordinación, patinaje. Un día llegaron unos tipos con facha de facinerosos y entraron armados como tromba a la sede. Apuntando con sus metralletas, les advirtieron a todos que se

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tiraran al piso. En un santiamén salieron arrastrando a Andrés Pastrana a las malas. Jaime, sin pensarlo, se agarró de la pierna de un secuestrador: «Me tienen que llevar a mí también. Yo tengo que acompañar al candidato porque soy su jefe de giras». El tipo se lo zafó de un sacudón. Eran los sicarios del narcotraficante Pablo Escobar en pleno secuestro del político conservador. Habrían podido acribillarlo. Tal vez no quiso hacer un chiste. Quizás quiso ayudar en serio. Ésa también era su naturaleza.

Jaime trabajó de «todero» en la campaña de Andrés Pastrana para la Alcaldía de Bogotá.

La historia terminó bien: Pastrana regresó pronto a la campaña y ganó la primera elección popular de alcalde en Bogotá. Nombró a Garzón alcalde menor de San Juan de Sumapaz, la localidad más rural y aislada del Distrito Capital, con gran influencia guerrillera. Después Jaime se burló a sus anchas del tipo de exigencias que los burócratas de Bogotá les hacían a sus funcionarios.

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José Gabriel Ortiz: —¿Cómo fue lo del telegrama? Jaime Garzón: —Al secretario de Gobierno [de Sumapaz] le mandaron un telegrama que decía: «Sírvase notificar a este despacho los parqueaderos autorizados en su zona. Sírvase aclarar a este despacho si son para caprino, equino, vacuno o porcino porque allá no hay parqueaderos para carros sino para animales. Sírvase notificar las casas de lenocinio autorizadas en su zona». Entonces yo lo respondí: «Lamentablemente, aquí sólo están las putas Farc».

Estando en el cargo de alcalde, su amigo el periodista Hernando Corral, que trabajaba como reportero de televisión en el Noticiero de la Siete, lo entrevistó y, sabiendo del talento histriónico de Garzón, aprovechó para que hiciera algunas de sus mejores imitaciones de políticos. Ésa fue la primera vez que salió al aire. La ingeniosidad del joven funcionario no siempre caía bien entre sus pomposos colegas de Bogotá. Se fue ganando su enemistad y, a la primera falta —no llegó a tiempo a abrir la urna para el conteo de los votos en las elecciones del 90—, no lo perdonaron y fue despedido. Garzón demandó al gobierno distrital y, años después, ganó. Le pagaron su indemnización unos meses antes de morir. José Gabriel Ortiz: —¿Por qué lo echó Pastrana de la Alcaldía de Sumapaz? Jaime Garzón: —Por desconocimiento del secretario de Gobierno, hoy Secretario General de la Presidencia. Ellos no conocen el Sumapaz y el secretario no sabía que no es como las elecciones en Bogotá, que uno abre la mesa uno y luego abre la mesa dos, porque en Sumapaz la mesa uno queda a tres horas de la mesa dos. Entonces abrí la uno y, mientras llegaba a la mesa dos, me echó. Es tal el desconocimiento que

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yo pedí que me enviaran un caballo y nunca me lo enviaron porque no sabían si era un bien de consumo o un bien devolutivo.

Se quedó sin su puesto de alcalde. No tenía nada mejor que hacer que andar de paseo por las salas de redacción, dedicado a hacer pegas, de mamagallista, haciendo reír a todos. Un día vio a un ministro en la sala de un noticiero de televisión y lo llamó desde una extensión haciéndose pasar por el presidente Barco. Otro día imitó perfectamente a Klaus Schubert, director de la Fundación Friederich Ebert (Fescol), y fue invitado permanente a las reuniones de discusión política que entonces organizaba Hernando Corral bajo el auspicio de esa fundación alemana. También iba a menudo al diario La Prensa. No por fidelidad con sus propietarios, los Pastrana, sino porque le encantaba una reportera que trabajaba allí. Eduardo Arias, otro periodista con agudo sentido del humor, se divertía viendo sus imitaciones. Garzón remedaba al ex presidente Julio César Turbay Ayala, blanco frecuente de burlas, pero además podía hacer a las maravillas al Virgilio Barco de dicción enredada y estilo golpeado de cucuteño y al Alfonso López Michelsen de hablar cansado y algo nasal. El que se volvió inolvidable fue su Álvaro Gómez Hurtado, enredando los labios y estirando las vocales, deformaba la cara hasta quedar idéntico al dirigente conservador. Arias supo que estaba frente a un ingenio excepcional. Las charlas de corredor de Arias con Garzón coincidieron con el nacimiento del primer programa de humor político de la televisión colombiana. Paula Arenas, hija del dueño y ejecutiva de la programadora televisiva Cinevisión, se había empeñado en producir un espacio inspirado en los que ya se hacían desde hacía tiempo en otros países. Ella era compañera de universidad de Rafael Chaparro y sabía de su humor. También convocó a Eduardo Arias y a Karl Troller, la «llave» de éste en creaciones estrambóticas y divertidas como el disco burletas Chapinero gaitanista. Se empezaron a reunir los cuatro a cocinar el programa.

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Querían algo parecido a un espacio gringo que se llamaba «Not Necessarily News», un poco de noticiero en tomadera de pelo y un poco de revista cómica de variedades. «Si este programa llega a salir, yo les tengo al tipo perfecto para presentarlo», les dijo Arias a sus colegas Arenas, Chaparro y Troller. También se lo dijo a Garzón cuando se lo encontró en La Prensa. Éste estaba desesperado por trabajo —y seguramente muy entusiasmado con la idea de convertir su ocurrente inteligencia en un oficio—. Luego de un par de meses, ante la urgencia de sacar del aire a una comedia de situaciones que no estaba funcionando, Arenas urgió al equipo a apresurarse con el programa. Debía estar listo en un mes, y Francisco Ortiz sería el director. Lo bautizaron «Zoociedad». Arias llevó a Garzón para ver si lo contrataban. «Rebasó todo lo que nos hubiéramos podido imaginar cuando atravesó el umbral de esa puerta», dijo Ortiz después, en un homenaje televisivo al humorista asesinado. Pacheco: —¿Cómo llegó usted a la televisión? Jaime Garzón: —A mí me lo propuso un tipo que se llama Eduardo Arias, que es uno de los gorditos de Pili que forma parte del equipo. Yo hago política; yo creo que la televisión incluso es política porque es un servicio social.

Ese programa, un espacio liviano, de apuntes picantes, pero no con gran carga política, expresaba mucho del humor juguetón de los libretistas Arias, Chaparro y Troller. Arrancó cuando Jaime acababa de cumplir treinta años, en octubre de 1990. Los colombianos empezaban a vislumbrar un futuro más luminoso después del trágico narcoterrorismo que había traumatizado a las principales ciudades y dejado miles de víctimas y de una guerra sucia que había asesinado a tres candidatos presidenciales, todos de una izquierda que intentaba participar en el juego democrático. El presidente César Gaviria se había posesionado con su eslogan «Bienvenidos al futuro», y los jóvenes se movili-

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«Zoociedad», con Jaime Garzón como el presentador Émerson de Francisco, llegó a la tv cuando Colombia comenzaba a salir del trágico capítulo del narcoterrorismo.

zaban a favor de hacer realidad una Asamblea Nacional Constituyente que barajara el poder de nuevo, incluyera a las minorías políticas, rescatara los derechos de los ciudadanos y modernizara el concepto de democracia. Garzón hacía varios papeles en «Zoociedad». Los más recordados: el versátil reportero Lui Hernández y el presentador Émerson de Francisco. Este nombre lo sacó de una confusión. Cuando trabajaba en la campaña pastranista a la Alcaldía, varios fueron a acompañar al candidato a una entrevista en cabina con el periodista radial Juan Gossaín. Entraron todos, menos Garzón. Gossaín preguntó: —¿Y quién se quedó afuera? —Garzón —le respondieron. —¿Émerson? —entendió Gossaín—. Llamen a Émerson; que siga a la cabina. Se quedó Émerson. El «de Francisco» fue un homenaje a su amiga Claudia, que lo había contratado en la campaña política y que, cuando lo botaron de su cargo de alcalde menor, intentó, en

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vano, que lo contrataran en unos comerciales del Banco de Colombia. «El publicista se negó. Nunca había visto a un tipo tan feo, que le sobraran tantos dientes», contó ella después.

La sonrisa de Garzón.

Garzón llamó a su amiga Elvia Lucía Dávila para que lo acompañara en el set como Pili, una rubia menuda y, a veces, tan graciosa como el mismo Émerson. En «Zoociedad», los libretistas enviaban unos días antes a la programadora sus esquemas de programas, con las necesidades de escenografía y algunos bocetos de libretos. John James Orozco, editor del programa, era quien anotaba las imágenes de la semana que salían en el noticiero y sugería parlamentos para acompañarlas. El director Ortiz, con gran experiencia en televisión, ponía todo junto. Una proeza, si se tiene en cuenta el bajísimo presupuesto con el que trabajaban. El programa cambiaba de telón de fondo cada miércoles: un día Lui y Pili estaban en la luna, otro día eran escobitas, otro más eran policía de tránsito y ciclista, portero y recepcionista de hotel, pasajeros de un bus, artistas de circo, bailadores de tango, mecánicos, profesor y asistente en un laboratorio…

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Lui: —Ningún candidato ha presentado alguna fórmula, ninguna salida ni solución. Entonces la vamos a preparar aquí. Pili: —Listo, profesor. —A que no sabes cómo se transforma un Turbayato de Gaviria a Gaviriato de Turbay. —Eso es facilísimo, profesor. Poner el Turbayato en una solución pereiráica al 41 por ciento. La revuelve bien. Le pone goticas como catalizador de bálsamo de Roma. Lo pone a fuego lento. Y ahí está: Gaviriato de Turbay. —En esencia, los dos terminan siendo lo mismo.

Lui y Pili ensayan sus recetas políticas en «Zoociedad», de Cinevisión.

En esos momentos solía aparecer en pantalla el titular «Lo mismo que antes». Era una sección regular del programa. Para la muestra, un botón: sale una nota de los congresistas en sus curules. Algunos duermen plácidamente. Suena la canción de Piero: «De vez en cuando viene bien dormir, viene bien, viene bien, viene bien dormir».

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Lui: —¡Tengo la fórmula! Señorita, mezcle un milímetro de pastranilio. No se le vaya a pasar porque la historia de este país no merece más. Dos milímetros de Samperato de Bojote, una molécula de DelaCallato. Pili: —psc: Partido Social Conservador. ¡Valiente fórmula! —Ahora sí, ahora sí es. Le muestro: una molécula de sulfúrico violento, dos de amnistiato de guerrilla, tres de un patógeno, y le echamos encima ambiciosato de poder a más no poder. —Tómelo con guantes de seda.

Lui se agacha y mira en el microscopio. En el círculo de luz aparece la cara de Antonio Navarro, entonces ex constituyente. «Zoociedad» se mofaba también de los «guerreros». Metieron a un caleño de hablado desabrochado que hacía las veces de traqueto y se burlaba del cartel de Cali. Los hermanos Rodríguez Orejuela le enviaron una carta a Garzón: «Ve, no te metás con nosotros, que nosotros somos gente de paz». Seguro que eso no decía la carta, pero es lo que contó, socarrón, Jaime, y así quedó. Alguna vez salió una nota de John James con imágenes de Pablo Escobar, con los helicópteros persiguiéndolo, y de fondo una canción alusiva: «Esta es la historia de Pablo, el hombre de la calle que se volvió importante por falta de importancia nacional… Es una historia verdadera que le ocurre a un cualquiera en un país de veras como el país de usted». En otra ocasión salió la figura del fiscal general Gustavo de Greiff en contrapunteo con la de Escobar, que se había fugado, y no daban con él; y el canto era: Ya no puedo más, ya me es imposible soportar un día más sin él. Ven, dame una razón.

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Es algo que no tiene solución, es otro día más, oh, oh, nada qué hacer.

Otro ejemplo: el «cura» Pérez, jefe del eln, aparece bañándose en un río, y, mientras se jabona y restriega fuertemente el cuerpo, una lúgubre voz en off dice: «Por más que trate, nunca podrá quitarse el hecho de ser un hombre deshonesto». De pronto arrancaba la «Zoofototelenovela rosa», una burla a la Batichica, la actriz Amparo Grisales, o a la operada Lucero Cortés. Otra sección era «La pesadilla sin fin», en la que Troller contaba lo que había soñado. El centro del programa, sin embargo, era Garzón como Émerson de Francisco. Con acento un poco agringado y pose de presentador de cnn saludaba a los colombianos: —Buenas noches. Hoy, como todos los lunes no Emiliani, tocó trabajar.

Después anunciaba el patrocinio: «Con el patrocinio de la decisión tomada». Y sonaba la «Marcha nupcial» y caía arroz encima del presentador. «Con el patrocinio del que siempre paga los platos rotos». Y ¡zuaz!: arrojaba un plato al suelo. «Con el patrocinio del Bloque de Búsqueda» [que era el cuerpo de seguridad que en esa época buscaba intensamente al fugado capo del narcotráfico Pablo Escobar]. Y sacaba un pesado bloque de cemento y lo ponía con esfuerzo encima del escritorio. «Con el patrocinio de tapo remacho y no juego más». Y se tapaba la cara como un niño jugando a las escondidas y empezaba una cuenta regresiva. Al final se despedía con su acostumbrado: —Y que Dios los perdone. Y no se olvide: visite Guarinocito —o cualquier otro pueblo que le viniera a la mente.

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Las buenas noches de Émerson de Francisco en «Zoociedad» se volvieron famosas.

Garzón era un creativo más del programa. Improvisaba con bastante libertad y, como dijo su compañera Pili después de su muerte: «Hizo todo lo que todos hubiéramos querido hacer, de la manera como siempre nos dijeron que no se podía hacer». Émerson [vestido de obrero]: —Y no olviden, compañeros: ¡al pueblo unido también se lo han comido! Émerson conversando con el presidente Gaviria [en realidad, fingiendo ser el interlocutor de és­ te en una charla telefónica que el primer mandata­rio había tenido con el jugador Faustino Asprilla después de la famosa goleada 5 a 0 de la Selección Colombia a la Selección Argentina]:

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Presidente Gaviria: —Muy contentos con tus éxitos. Émerson: —Gracias, Presidente. Nosotros también. —Aquí tuvimos la oportunidad de ver el… —¿El último programa? ¿El de la muerte de la violencia? —Y este país está muy orgulloso de ti. —Yo también, Presidente. A pesar de la inflación, la recesión, la inseguridad, los apagones, los senadores, la guerra total, la guerrilla, yo también estoy orgulloso.

Cuando el gobierno de Gaviria cumplió dos años, en agosto de 1992, un año antes de que «Zoociedad» saliera del aire, Jaime Garzón se dio el lujo de salir imitando al Presidente, parado detrás de un burladero, respondiendo las preguntas que de verdad le habían hecho los periodistas más destacados del momento al propio Gaviria. Enrique Santos Calderón: —Los índices de violencia crecen, los guerrillesteros… —y en seguida se corrige—, los guerrilleros amnistiados del epl están siendo asesinados. ¿Queda su Estrategia Nacional contra la Violencia en un catálogo de buenas intenciones? Garzón-Gaviria: —A ver, Enrique. Ciertamente, y quisiera corregirte nuevamente con todo el perdón que mereces, pero guerristerios no tenemos sino uno. Ciertamente, el Ministerio de Salud ha sido clasificado nacional e internacionalmente, de acuerdo a los tratados de paz, como un guerristerio. Ni siquiera el Ministerio de Guerra lo hemos clasificado como un guerristerio.

Se refería, obviamente, al ministerio que le habían dado a Antonio Navarro, desmovilizado de la guerrilla del m-19.

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Daniel Samper Pizano: —¿Tiene su gobierno cifras sobre el desplazamiento de trabajadores del café y la caída de las exportaciones en comparación con el aumento de los cultivos de coca? —Ciertamente, tu pregunta, siempre tan inteligente como todo lo de los Samperes. Como esa perspectiva que pintan ellos, como esa certeza, como esa seguridad, como esa afirmación… Me gustaría que me repitieras la pregunta. Yamid Amat: —Presidente, responda claramente: ¿hasta cuándo va a haber racionamiento de energía en Colombia? —A ver, Yamid, a ver. Cierto que ciertamente una de las cosas que me impresiona de tu labor periodística es ese tipo de preguntas tan elaboradas, tan sencillas, tan precisas, tan pen… sadas, que ni siquiera el mismo Max Henríquez [el experto meteorólogo de la tv] podría responder. Sin embargo, contando con los elementos que nos han dado la Constitución nacional, la Procuraduría tan eficaz, la Defensoría, el Celador del Tesoro, el Veedor, estamos seguros de que la respuesta conjunta del gobierno a tu pregunta es: ¿jmm?

Y alza los hombros y levanta las manos en señal de no tener ni idea. A pesar de lo que se gozaba el programa, de lo mucho que se reía a carcajadas, de las caídas y las metidas de pata, Jaime Garzón a veces se sentía incómodo. Le daban rabietas monumentales por cualquier cosa. En ocasiones, incluso, no podían grabar con él porque se negaba a hablar o a actuar. Se sentaba inmóvil en el escenario. En la entrevista que les hizo Pacheco a él y a Pili, en pleno auge de «Zoociedad», lo confesó con tanta candidez que seguramente nadie creyó que era cierto:

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Pacheco: —¿Usted cree que en algún momento puede ser serio? Pili: —Nunca. Bravo sí, pero serio nunca. Garzón: —No es cierto, yo nunca soy de mal genio. Me da depresión. Yo me deprimo de lunes a viernes.

A medida que ascendía su carrera al estrellato, los cambios de estado de ánimo de Jaime Garzón se iban haciendo más extremos. Un día no se tomaba nada en serio: todo lo volvía broma. Al día siguiente amanecía abrumado con la violencia, la pobreza, la impotencia. Él no era un simple payaso a quien le gustara divertir al selecto grupo que lo veía. Buscó el humor como un camino para expresar su sentir político, para transformar. («Zoociedad» tenía la misma sintonía de los programas de opinión más vistos de la época —unos 17 puntos—, pero nunca llegó a ser un programa masivo. Estaba dirigido a una élite que sabía gozar los sofisticados chistes políticos.) Se pasó la vida buscando cómo llegarle mejor a la gente, cómo calar mejor con sus ideas. La política (i) Su casa era muy religiosa. De niños, sus hermanos mayores, Jorge y Alfredo, y él fueron acólitos de la iglesia de San Diego, vecina a la casa donde vivían cuando nació Jaime. Jorge se volvió luego secretario del despacho parroquial. Alfredo ingresó a los jesuitas, en tres años renunció al sacerdocio y se casó. Marisol, la hermana menor, se hizo monja, y vistió los hábitos por doce años. «Jaime era una especie de ángel gordito totalmente puro y estudiando para santo —relata Alfredo—. Se acostaba temprano y madrugaba y me reprochaba por pasarme el día leyendo prensa que mi mamá ya había leído y marcado para que no se nos fuera a pasar lo importante. Existen fotografías de Jaime conmigo parados frente al campanario con los roquetes inmaculados minutos antes de ennegrecerlos en algún salto mortal

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por los recovecos de la iglesia. Socializábamos en los grupos juveniles de la parroquia y nos enamorábamos platónicamente de las monjas que los dirigían». José Gabriel Ortiz (en 1997): —¿Por qué usted fue seminarista; su hermana, monja, y su hermano, jesuita? Jaime Garzón: —Porque había una decidida vocación religiosa por mi papá. Creo que mi papá era sacerdote y mi mamá monja y decidieron seguir el mandato de Dios que decía: amaos los unos a los otros, creced y multiplicaos, y se dieron a la tarea.

Alfredo y Jaime Garzón de monaguillos.

Jaime y su hermana Marisol cuando era monja.

Por cáustico que se mostrara sobre el tema, esa educación religiosa y el sentido de la responsabilidad por lo público que les inculcó la mamá le dejaron una manera de relacionarse con el mundo, una pasión por servir, un desprendimiento generoso hacia el prójimo. Según uno de los maestros que más lo conoció,

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también esa formación tan católica le dejó cierta disposición de mártir, de cristiano originario, dispuesto a sacrificarse por un ideal. Ser maestro podía ser una manera de poner en práctica su vocación. Eso buscó y se matriculó en la Universidad Pedagógica para ser profesor de física. En el hervidero de la universidad pública, Jaime se encontró con algunos profesores que militaban en las redes urbanas del Ejército de Liberación Nacional. En su década larga de historia, esa guerrilla, inspirada en la Revolución Cubana y el Che Guevara, había atraído a muchos intelectuales brillantes de varias universidades y, también, a sacerdotes que militaban en la Teología de la Liberación, entre ellos al padre Camilo Torres. Jóvenes urbanos idealistas se metieron en esa causa, convencidos de que desde allí transformarían la desigual e injusta sociedad colombiana. Pronto, como lo relata en detalle Joe Broderick en El guerrillero invisible, se encontraron con la realidad terrible de la selva y las montañas enormes. Además, bajo el liderazgo paranoico de Fabio Vásquez Castaño, el eln desató una cacería de brujas entre sus mismos militantes, y muchos de estos soñadores murieron fusilados como traidores. En 1973, una ofensiva del Ejército, conocida como la Operación Anorí, terminó diezmando lo que quedaba de la organización guerrillera. Vásquez Castaño huyó a Cuba, y el eln quedó temporalmente a cargo de un campesino prácticamente criado por los guerrilleros, Nicolás Rodríguez, alias «Gabino». Más tarde, el ex sacerdote español Manuel Pérez, conocido por el país como «el cura Pérez», tomó las riendas de esa guerrilla. Cuando Garzón entró a la Pedagógica y conoció al eln, este movimiento estaba en plena crisis, pero quizás él lo desconocía. Calzó en la causa «elena» a la perfección. Él, de dieciocho años, era un alma audaz, y esa guerrilla le ofrecía una suerte de apostolado para cambiar el mundo. Se enroló entonces como militante urbano, y no hacía mucho más que pegar afiches, llevar razones y participar en las discusiones políticas. Pronto lo trasladaron al monte con el frente «José Solano Sepúlveda». Lo

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enviaron a las montañas de la serranía de San Lucas, en el sur de Bolívar. Según le contó Jaime a su amigo el periodista Álvaro García, su misión consistía en cuidar un dinero que estaba enterrado. Sacarlo a asolear de vez en cuando para que no se pudriera. Según García, un día que Garzón estaba viendo televisión con Gabino en un campamento, pasaron la serie infantil «Heidi». —Abuelito, dime tú… —cantó Jaime a dúo con la pequeña Heidi. —Lo que pasa con usted es que se cree la niña de los montes —le dijo, exasperado, Gabino. De ahí le quedó Heidi como nombre de combate. Pero no lo usó por largo tiempo. Muchos de los guerrilleros universitarios habían regresado a la ciudad para reflexionar sobre si seguían o no en la guerrilla. Ese corto período se llamó «el replanteamiento». Algunos, entre ellos el joven Garzón, resolvieron salirse del eln. Junto con él abandonaron la militancia armada Hernando Corral, Alonso Ojeda y el profesor universitario Beethoven Herrera, quien luego fue profesor de Jaime cuando éste entró a estudiar derecho en la Universidad Nacional. Pronto conformaron un grupo de discusión con otros intelectuales, entre ellos Franco Ambrosi y su esposa María Teresa. Se llamaron a sí mismos El Rotundo Vagabundo. Comenzaron charlando de política pero, poco a poco, se fueron volviendo una familia, de la que Jaime era el hijo menor. Celebraron matrimonios y cumpleaños. Cuando se reunía con los «Rotundos», Jaime no era el centro de las miradas con sus chistes e imitaciones, como solía ser suceder cuando estaba en cualquier otra reunión. Sí brillaba por su inteligencia, y llegaron a quererlo entrañablemente. Fueron para él una especie de conciencia política, a la vez que «sus padres y madres», como lo describió el profesor Herrera. El día que mataron a Jaime fue este profesor quien le dio la trágica noticia a su compañera, Gloria Hernández, apodada por todos la Tuti. Él la recogió, y lo encontraron todavía en la camioneta, como había quedado después de los balazos.

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Jaime conoció a la Tuti a través de un amigo común en una reunión social el 21 de mayo de 1983. «Hablamos de lo divino y lo humano. Reímos hasta las lágrimas. A los pocos días hicimos un pacto tácito de complicidad que se fue renovando a lo largo de toda la relación». Jaime tenía veintidós años, y la Tuti, veintiséis, y vivieron juntos hasta cuando él murió. Ella era separada y tenía tres hijos pequeños: Nelson, de siete años; Alejandra, de seis, y Susana, de cinco. Jaime se volvió su otro papá. «Él probó toda suerte de juegos, desde pararse en la cabeza para ellos hasta ayudarles en las clases de matemáticas para ganarse su confianza y su cariño», dice la Tuti.

Garzón y su compañera y cómplice Gloria Hernández, a quien siempre le han dicho la Tuti.

Susana lo recuerda con nitidez. Usó por muchos años un abrigo largo, verde, de paño, que le había dado una tía de ellos, quien a su vez lo había heredado de una familia para la que trabajó de niñera. «Me acuerdo que me llevaba a la Nacional, comíamos arepa con queso y siempre me decía que yo sería buena estudiando derecho porque era muy contestataria; también, que había que leer mucho», dice. Su hermano Nelson viajó con

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Jaime algunas veces a Sumapaz. «Nos consentía mucho y vivía orgulloso de nosotros, pero no era meloso. Como que le costaba el afecto. Sólo cuando ya éramos grandes empezó a referirse a nosotros como sus hijos», dice. Cuando la Tuti conoció a Jaime, él estaba en una búsqueda permanente por aprender. Cuando salió expulsado de Derecho, se fue a aventurar a la campaña más conservadora que encontró, la de Andrés Pastrana a la Alcaldía, con ganas de conocer cómo pensaban los «godos», con las ideas más opuestas a las que había conocido hasta entonces. Llegó con una petición formal de audiencia con el candidato, escrita en pergamino, cuyos bordes había quemado cuidadosamente con cigarrillo, como hacían los escolares cuando tenían que representar a los virreyes de la Colonia. De ahí pasó a la alcaldía menor de Sumapaz. Allí su gestión fue mucho más que unas buenas bromas. Con la pasión con que asumió todas sus causas, Garzón se dedicó a hacer un buen gobierno. Usó sus encantos para conseguir en Bogotá los recursos necesarios para transformar el pueblito y ayudar a la gente. Construyó un centro de salud, dotó la escuela —literalmente pidiendo dinero para comprar cada lápiz— y, según lo recuerdan sus amigos, logró la pavimentación de la calle principal. Con ganas de profundizar en su nueva meta de político, ingresó a la maestría en Estudios Políticos de la Universidad Javeriana. Llegaba puntual a sus clases en la camioneta de la Alcaldía y tenía una iniciativa nueva cada día. Su profesor Horacio Godoy no alcanzaba a entrar a clase cuando Jaime ya estaba levantando la mano con alguna propuesta que, por supuesto, terminaba en una risotada general. Entregaba sus ensayos, pero, más que demostrar una juiciosa lectura de los artículos requeridos, éstos eran piezas críticas y divertidas sobre la realidad nacional. El profesor Godoy lo felicitaba y, luego de rajarlo, le recomendaba que las publicara en un periódico. Pronto abandonó voluntariamente su corta carrera de politólogo, aunque le gustaba contar que lo habían expulsado por un viaje que hizo a La Uribe a visitar al Secretariado de las Farc en una de sus primeras gestiones para lograr que esa guerrilla se

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sumara a los procesos de paz que se adelantaban en ese momento con el m-19, el epl y otros movimientos guerrilleros. Poco después fue cuando tuvo la oportunidad de actuar en «Zoociedad». Antes de esto, Rafael Pardo, que lo había conocido a través de Hernando Corral en una de las reuniones del Rotundo, le ofreció que fuera a trabajar con él en el Plan Nacional de Rehabilitación que dirigía. El Plan fue creado por el gobierno de Belisario Betancur para llevar el desarrollo a los municipios colombianos pequeños y aislados y evitar así que éstos sucumbieran a la influencia guerrillera. Bajo el gobierno Barco, el pnr creció y tuvo éxito en promover no sólo el desarrollo social sino también la participación comunitaria en estos pueblos. Garzón supervisaba algunos proyectos del pnr, viajaba intensamente por todo el país y, una vez más, apelaba a su encanto para conseguirle respaldo. Del pnr, Garzón pasó a trabajar con el asesor presidencial Manuel José Cepeda en la difusión de la nueva Constitución nacional, aprobada en 1991. Él montó las cuñas que se hicieron para la difusión de la Carta, contribuyó a diseñar la serie televisiva «Tutela, factor humano», que dramatizaba los primeros casos en que la gente apeló a la tutela para defender sus derechos fundamentales, y, junto con los líderes de comunidades indígenas, tradujo la Constitución a varias de sus lenguas. «Jaime era el coordinador de mejor voluntad, siempre buscando el vínculo, unir esto con ello —cuenta Cepeda—. Decía: “Yo soy el patinador con acceso a cualquier sitio que se requiera en el Estado”. Si se requería agilizar la divulgación masiva de un libro barato que sacamos, Jaime iba, impulsaba, empujaba». La paradoja es que Garzón, al tiempo que ridiculizaba constantemente a Gaviria y a su gobierno en «Zoociedad», trabajó los cuatro años de su mandato en el Palacio de Nariño. El ex Presidente intentó explicar la aparente contradicción en una entrevista concedida a Cromos en agosto de 2006: «En medio de su humor cáustico e irreverente, de su manía de burlarse de todas las personas y las instituciones, Jaime sentía una enorme responsabilidad política».

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Eran, en realidad, dos caras de una misma moneda. Era tan responsable con el país haciendo burlas e imitaciones y criticando a todo el mundo en la cara como traduciendo a lenguas indígenas una Constitución que lo llenó genuinamente de esperanzas de cambio. En una conferencia dictada a estudiantes de la Universidad Autónoma de Occidente, en Cali, en 1997, Jaime Garzón dijo: Yo tuve una experiencia que fue traducir la Constitución a lenguas indígenas con la comunidad wayú, que es una comunidad brava de la alta Guajira, bien conocida por traquetear e intercambiar cosas. Ellos se reunían. Uno iba con un traductor y les decía: «Nosotros tenemos una Constitución y en el artículo 11 dice: “Nadie podrá ser sometido a pena cruel, trato inhumano o desaparición forzada”. Es increíble que la Constitución de un país diga eso. Es lo mismo que uno llegue a una casa de visita y le digan que por favor no se suene con el mantel. Uno pensaría: «¡No, pues los que viven en esa casa son unas bellezas!». ¿Saben cómo tradujeron ese artículo los indígenas? «Nadie podrá llevar por encima de su corazón a nadie, ni hacerle mal en su persona, aunque piense o diga diferente». Con ese artículo que nos aprendamos salvamos a este país; veríamos un país mínimamente más agradable.

Aun después de que se acabó «Zoociedad», Garzón siguió trabajando con Gaviria. Simpatizaba con él, y por eso tuvo muchas discusiones con sus hijos y con sus amigos. Incluso cuando éste ya había salido de la Presidencia, y lo nombraron Secretario General de la oea, Garzón escribió el discurso de aceptación que con pocos ajustes pronunciaría Gaviria y se lo envió por fax a Washington. Pronto estuvo de vuelta en la televisión. Tal vez su talento para ver el lado ridículo de todo no lo dejó avanzar en la política formal. O quizás descubrió que por el camino del humor

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podía progresar políticamente con mayor rapidez. Con sus personajes podía llegar, influir, convocar con mucha mayor eficacia que escribiendo discursos para los presidentes. Como dijo el director de «Zoociedad», Francisco Ortiz, «para él la televisión nunca fue nada distinto a un vehículo para poder tener acceso a las cabezas». El humor (ii) Es lo que yo hago en televisión: le cuento al país sus propias verdades, y el país muerto de la risa. No se han dado cuenta de que el Presidente nunca se dirige al país, se digiere al país…

Eso también lo dijo Garzón en la citada conferencia universitaria en Cali. Y por un tiempo se fue al teatro a demostrar cómo era que los presidentes se digerían al país. Con Fanny Mikey, la actriz argentina, pionera de las revistas teatrales, entre otras cosas, montaron una obra que se llamó Mamá Colombia. Era la historia colombiana contada por sus protagonistas. Garzón los imitaba a sus anchas: la sonrisa desdeñosa de Misael Pastrana, la cadencia agitada de López, el murmullo gangoso de Turbay, el clerical acento paisa de Belisario Betancur, la jerigonza tímida de Barco, la risita aguda de Gaviria y, por supuesto, el «rolo» nasal del recién inaugurado presidente del momento, Ernesto Samper. Por esos días, quienes habían hecho «Zoociedad» se habían quedado con las ganas de hacer un noticiero cómico que soñaban más elaborado y con mayores recursos. Cinevisión cerró poco después del fin de «Zoociedad», y Paula Arenas, su creadora, se fue a trabajar a rti, una programadora más grande, y llamó de nuevo a Arias, Troller y Chaparro para inventarse el nuevo programa. Coincidió esta búsqueda con la idea que estaban cocinando dos desempleados: Jaime Garzón y Antonio

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Morales, el periodista, escritor, bohemio y radical que había dirigido hasta hacía poco el noticiero que le adjudicaron al m-19 después de su desmovilización, «am-pm» —al que Garzón, en broma, llamaba «Ah Mierda Pa Mala»—. Ellos presentaron su proyecto a rti con Morales como guionista principal y Garzón como actor y presentador, y allí encontraron toda la buena disposición del equipo de Arenas. Arias se alejó pronto de ese programa porque se fue a hacer «Los reencauchados», otra comedia.

El reportero William Parra entrevista al personaje de Garzón que lo imita, William Garra.

Morales y Miguel Ángel Lozano, experimentado en la pro­ ducción de material educativo y en publicidad, fueron los principales libretistas de «Quac, el noticero», como se llamó el nuevo programa. Lo dirigió Claudia Gómez, que moriría prematuramente varios años después. El protagonista, más aún que en el anterior programa de Cinevisión, era Jaime Garzón. En «Quac», Jaime hacía de Jaime Garzón —el presentador—, de Néstor

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Elí —el portero del Edificio Colombia—, de Dioselina Tibaná —la cocinera del Palacio de Nariño—, de Godofredo Cínico Caspa —un viejo comentarista, de ideas cavernarias—, de John Lenin —un agitador mamerto—, del Quemando Central —un general rudo—, de Inti de la Hoz —una bogotana de clase alta, siempre a la moda— y de los reporteros William Garra —de orden público—, Farra —de sociales— y Narra —de deportes—. Además de dar vida a estos personajes permanentes, imitaba a casi todos los políticos que figuraban en el momento y hacía todo tipo de papeles temporales, desde policía de tránsito hasta viejita fisgona. Su compañera presentadora era María Leona Santodomingo —representada por el actor Diego León Hoyos, vestido de mujer elegante, quien, además, hacía de fiscal Alfonso Valdivieso y desempeñaba algunos otros papeles pasajeros—. Lo de «Leona Santodomingo» era una manera de burlarse de la competencia entre los principales grupos económicos del momento, el de Santodomingo, tradicional dueño del emporio cervecero Bavaria, y el de Ardila Lülle, zar de las gaseosas, que intentaba conquistar una tajada del mercado de cerveza con su recién creada marca «Leona».

El actor Diego León Hoyos era María Leona Santodomingo, la presentadora y compañera de Garzón en «Quac, el noticero» de rti.

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—Buenas noches, María Leona Santodomingo y Jaime Garzón les llevamos la mayor desinformación de Colombia y el mundo.

«Quac» salió al aire en febrero de 1995, cuando empezaba a conocerse el escándalo conocido como «Proceso 8.000», debido a la filtración de dineros del narcotráfico en las campañas electorales del 94, incluida la de Ernesto Samper. Ya los medios habían publicado los «narcocasetes» en los que un relacionista público del cartel de Cali hablaba con uno de los jefes de ese grupo de narcotraficantes, Gilberto Rodríguez Orejuela, y le daba cuenta de sus aportes a la campaña Samper Presidente, cuyo lema era «Es el tiempo de la gente». Esos casetes fueron divulgados días antes de la elección por Andrés Pastrana, el candidato que resultó derrotado por Samper, y filtrados a los medios, al parecer, por agentes estadounidenses. Después, el diario La Prensa, dirigido por Juan Carlos Pastrana, hermano de Andrés, no dejó de publicar acusaciones contra el gobierno liberal. Sin embargo, fue a mediados de 1995 cuando la crisis se agravó y puso a tambalear al Presidente. Quien había sido el tesorero de la campaña de Samper, el anticuario Santiago Medina, resolvió contar a la justicia todo lo que sabía. Al tiempo, la Fiscalía, que había recibido cajas y cajas de cheques decomisados por el Bloque de Búsqueda en allanamientos a las empresas de los Rodríguez Orejuela, llamó a la justicia a muchos congresistas, al Contralor, al Procurador y a otras figuras políticas que habían recibido dineros calientes para sus campañas. Otros hablaron, aunque hubo un intento fallido de sabotear la confesión de Medina a la Fiscalía. Ésta dejó expuesto al ministro de Defensa, Fernando Botero, quien tuvo que renunciar y cayó preso en agosto. El embajador de Estados Unidos en Bogotá, Myles Frechette, desempeñó un papel protagónico en todo el 8.000, de opositor en la sombra al gobierno. A medida que la crisis subía de intensidad, la opinión pública se politizaba, y «Quac» tenía más y más éxito. Con segu-

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ridad, toda la dirigencia colombiana estaba cada domingo pegada al televisor, pendiente de con qué saldría «Quac». Un día podía ser así: Garzón, en su papel de Néstor Elí, imita a Andrés Pastrana cantando la canción que hizo famosa a Mercedes Sosa, Sólo le pido a Dios: Na, nanana, naa, naa… Sólo le pido a Dios que Samper no sea más el Presidente, que no sea El Tiempo de la gente y que los gringos me tengan en mente.

Néstor Elí era el inolvidable portero del Edificio Colombia interpretado por Garzón.

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Luego de una breve presentación de Jaime y María Leona explicando, esta vez, cómo los gringos no le van a dar la certificación de lucha contra las drogas a Colombia, viene la nota «Certificación imposible», con imágenes del canciller de Samper, Rodrigo Pardo; el embajador en Washington, Carlos Lleras, y el embajador de Estados Unidos en Bogotá, Myles Frechette, alternadas con las de la serie televisiva «Misión imposible», y al fondo la música característica. En seguida sale el agente de tránsito, vía horno microondas, revisando las placas de la gente —la placa dental— o de nuevo el celador Néstor Elí —el nombre lo tomó Garzón de su colega y amigo, Néstor Morales—. Néstor Elí, vestido de uniforme marrón de portero del Edificio Colombia, con quepis y saco de paño con galones, sale cantando y trapeando el piso: —Me estoy portando mal y me fascinas, no sabes cuánto me fascinas…

Timbra el teléfono. —¡Todo yo, todo yo!… ¿Cuál escándalo? ¿No ve que estoy es trapeando? ¿No ve que me dijeron desde allá que hay que ayudar para lavar la imagen de Colombia? ¡Yo no sabía que lavar la imagen era trapearle el mugre! ¿Ah? No, lo que pasa es que…

Se sienta sobre el escritorio, dispuesto a charlar largo, y mira a los lados para asegurarse de que nadie escucha. —Lo que pasa es que los del cuarto, los del quinto y los del sexto piso están agarrados con los del penjáus. Los del cuarto, los que tienen el aviso en la puerta… ¡Ésos!, los del cartel, dizque mandaron un billete al man del penjáus. Entonces los del quinto se enteraron y dijeron: «¡Huuy! Cómo así que quién le está pa-

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gando el arriendo al del penjáus, que quién lo sostiene», y entonces la señora dea… la deadentro, eso… Ella levantó el teléfono y oyó la charla y grabó unos casetes y entonces el niño Andrés los oyó y le contó a todo el mundo y entonces están agarrados.

Se para y camina mientras sigue trapeando sin ganas. —Salió el dotor Rodrigo Marín, que era godo (es que los godos si no la hacen a la entrada, la hacen a la salida), y dijo que cómo así, que él no iba a dejar que se la montaran al del penjáus, y entonces hizo un comunicado y todos lo firmaron y lo mandaron a la administración.

Timbran en la puerta. —Huy, después le cuento… Ta bueno el cuento, ¿no?

Cuelga y abre la puerta. Son los del noticiero. —Quiubo, hermano, hoy tengo un comunicado de la administración: Ante la Patraña de la familia esa, rechazamos todo lo que diga La Prensa si no es revisado Semana a Semana. Rechazamos que vayan al exterior a contar que aquí hay narcos y respaldamos al man ese que vive en el penjáus. Firma: mi sargento Garzón; perdón: el consejo de ministros.

Le preguntan algo. —¿Cómo? ¿Los dos mil millones? No sé, hermano, qué hicieron con ese billete. Arriba está lleno de goteras, allí se inunda, y allá la gente de la frontera no tiene ni qué comer… No más.

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Las notas del noticiero alternan con cuñas publicitarias. El nuevo champú de Inti de la Hoz, Inti Plus Cabello Bello, que ella misma —Garzón con peluca— anuncia trotando en cámara lenta, con el pelo agitado por el viento y con su acento ligeramente agringado de señorita elegante. El champú está preparado a base de glifosato, anuncia, que erradica hasta las cucarachas.

Inti de la Hoz era la chica play del noticero «Quac».

O la invitación al ahorrista a que invierta su platica tranquilo en certificados de Emisión Líquida, eln, cuyas oficinas abren todos los días, hasta los Domingo Laín. O los próximos estrenos en tvCatre: «Los Santos inocentes» con Juan Manuel, «Los hombres del Presidente», no hay quién Serpa el final, estese Frechette y vea «El último emperador»; «Sexo, mentiras y casetes» con la Monita Retrechera y «Garganta profunda» con Mamola. O el dentífrico Presi-dent, que anuncian todos los presidentes y termina con un primer plano de la desordenada dentadura de Garzón: sonrisa perfecta. Dioselina, a veces con un delantal con la figura de un pato, otras con la de Mona Lisa, o vestida para la ocasión, sale en

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su cocina, cálida, sencilla, contando todo lo que pasa en Palacio. Con su acento tolimense, a cada rato dice «¡Ay, buen primor!», y le secretea a la cámara como si se tratara de una comadre. Actúa cada historia, y con dos gestos se transforma en el Presidente —el «dotor Gordito», que se soba la barriga mientras habla— o en la «señora Jacuin», que se pasea como una reina con los brazos posados sobre sus anchas caderas. Cocina «arrosso» con leche para el día de la captura de Gilberto Rodríguez Orejuela, o conejo a la Constitución, que «se sirve sin verdura porque el dotor Samper dijo: “Ay, Dioselina, de hierba no me vuelvas a hablar, que eso me ha traído muchos problemas”», o alegrías de burro para el ministro de Educación, que es costeño. Muchas veces están celebrando y ella, solidaria con sus patrones, se alegra con ellos y corre a ver qué se les ofrece. —Casi no me encuentra, mijita. Estamos de fiesta. Esta mañana bajó el dotor Samper y me dijo: «Dioselina, hoy no hay que cocinar porque nos vamos a tomar unos traguitos». Y yo le pregunté: «¿Y qué van a celebrar?» «Pues imagínese, Dioselina: por fin tenemos a los narcos a la sombra, unos debajo del lavamanos y otros en la cárcel. Al Partido Conservador lo tengo comiendo de aquí —y señala la palma de su mano—. El Glorioso Partido Liberal está en convención y al Congreso lo tengo mansitico porque quieren puestos».

Dioselina le da la razón al Presidente y dice que está feliz de que lleguen los doctores del nuevo gabinete, que ella va a prepararles los cocteles. Luego sigue relatándole la fiesta a su comadre, el televidente: —Vino el niño Fernandino y trajo uno de esos juguetes nuevos, una ruleta, y todos apostaban —muestra cómo tiraban los dados— hasta que dijo: «No va

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«¡Ay! buen primor» decía Dioselina Tibaná, la cocinera tolimense del Palacio de Nariño que contaba las intimidades del gobierno de Samper.

más». Vino el dotor Mockus y trajo a los empleados de la administración de él, que son los de la cara blanca [alusión a unos mimos que este alcalde de Bogotá había sacado a las calles para avergonzar a los malos conductores], y no dicen nada, como él. Vino mi general Bedoya [comandante del Ejército] y trajo la pólvora. El Tirofijo y el Cura Pérez [los jefes de las Farc y del eln] estaban ahí jugando a las cartas. A la tapada. Y se quitaban prendas si perdían. El dotor Hommes [ministro de Hacienda de Gaviria] estaba sin camisa porque iba perdiendo. Estaba el niño Andrés, ¡imagínese, mijita!, ahí paradito con el buen Frechette. Y Pastrana le dijo… —imita a Pastrana con su hablado infantil—: «—Oye, te voy a hacer una adivinanza. Blanco es, Colombia lo pone, y el gringo lo come. ¿Qué es? »—Ou, no sé —Frechette piensa—. ¿La sal? »—No.

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»—Entonces, si no es el coco, no sé». Y sí era el coco, mijita. De los polvitos blancos de esos que siempre hablamos. Vino el dotor Álvaro Gómez y me dijo… —habla relamiéndose al estilo Gómez—: «—Regio régimen rige a rajo el reestablecimiento de la reconstitución». El dotor Serpa que estaba ahí le contestó —sigue con hablar golpeado—: «—Constituyente constituye calumnia contra el gobierno». El dotor Samper, que estaba como tambaleadito, dijo que su gobierno estaba muy consolidado. Adiós, mijita. Me voy.

Cuando las cosas se agravaron, Dioselina salió con los pelos parados, aterrada, rezándoles a las almas benditas del purgatorio porque la situación estaba muy enredada y contando que se la pasaban tomando tinto toda la noche y hablando de una medicina «o algo de Medina o algo así» para Samper. Por esos mismos días, Néstor Elí le contó por teléfono a algún amigo que habían desocupado varios apartamentos, pues habían llegado los de la firma de fumigación «Salamanca y Valdivieso», respectivamente fiscal y vicefiscal del momento, a fumigarlo todo y encontraron documentos debajo de los tapetes, y salieron ratas y cucarachas. La mayoría se fue al apartamento «Modelo» —en alusión a la cárcel—, o, al menos, así lo esperaba él. Fue por entonces cuando desde el gobierno convocaron a rodear al Presidente, y Néstor Elí les dio la razón con la frase suya que se hizo más célebre: «Hay que rodear al Presidente para que no se escape». Al portero del Edificio Colombia lo llamaban de todas partes, hasta la prensa internacional, a la que él, con mucho orgullo, le pudo hablar en inglés, con ayuda de alguien que le soplaba por el otro teléfono.

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—¿Cómo dicen? ¿El New York Times? ¡Huy, sopas, la revista! ¿En inglés? De Fiscalí arráived to Edificio Colombia and allanéited díferent aparmens y capturéited a corrómpid polític clas. ¿Cómo dijo? Güeit a móment, como decía Pili. —Emocionado, brinca y salta. Llama a su amigo para que le traduzca qué quiere decir «Ol pípol narcotráfic». Le dicen: Que todos son narcos—. ¡Ah, no! No la vayan a montar. Not ol pípol: onli… —Cambia de teléfono rápidamente y pregunta—: ¿Sólo se dice onli? ¿Sí? —Vuelve con el reportero extranjero—: Onli de corrómpid polític clas is narcotráfic. —Cambia de nuevo—: Imperialist, your mother. Me voy, hermano, que llegaron del noticiero.

Sin duda, Garzón contaba con los excelentes libretos de Morales y Lozano, de profundidad política y, a la vez, comprensibles para todo el mundo. Pero eran su interpretación genial, sus acentos, su velocidad para hablar, sus maromas y sus gestos lo que les daba vida a esos personajes que se volvieron tan queridos por los colombianos. Además de ser un gran observador, él tenía una sensibilidad hacia la gente humilde que le permitía ver el mundo desde su óptica y expresarse genuinamente como un celador o una empleada doméstica. No se trataba de un niño de clase alta jugando a ser pobre sino de alguien que expresaba auténticamente a los de abajo, en su versión más bondadosa. Algunas veces había tensiones entre los libretistas y Garzón. Morales era estricto y quería que sus parlamentos se dijeran al pie de la letra. Garzón era bastante fiel a los guiones que le escribían, pero nunca los decía exactos. Él quería ser más radical contra el gobierno Samper, por ejemplo. Morales sentía que había una verdadera conspiración gringa contra Samper y parecía más interesado en denunciar eso que en cuestionar la moralidad del Presidente. A veces, Garzón se les quejaba a sus amigos de que lo estaban maniatando, de que no lo dejaban decir lo que quería.

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Quizás el personaje donde mejor se encontraban libretista y actor era Godofredo Cínico Caspa. Godofredo, abogado, aparecía bajo una luz mortecina, frente a una vieja máquina de escribir, vestido de chaleco y corbata, casposo, siempre gritando y golpeando la mesa para ponerles un énfasis amenazante a sus palabras. Decía abiertamente cómo piensan en realidad algunos dirigentes colombianos, clasistas, indolentes, amigos de la represión violenta de las ideas contrarias. Cuando no estaba defendiendo el turismo parlamentario, salía protestando porque no nombraban a los políticos de carrera, con grandes clientelas, en los ministerios, o alabando ideas de políticos que figuraban enredados en el narcoescándalo, como José Guerra de la Espriella. También despotricaba contra los «comunistas» que se preocupaban por los derechos humanos, como el procurador Valencia Villa, que, por investigar a los militares que los violaban, había sido amenazado y forzado al exilio. Paradójicamente, su acento de bogotano antiguo y su pinta pasada de moda le daban un toque algo deplorable de alguien que había vivido sus épocas gloriosas hacía tiempo.

Godofredo Cínico Caspa, un abogado cavernario cachaco, era el personaje donde mejor se encontraban libretista y actor.

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—Buenas noches. Soy el doctor Godofredo Cínico Caspa, conductor de autos de proceder. El doctor ex procurador Valencia Villa no sólo debería irse del país. Debería irse a las caballerías, al potro, al cepo. —Aporrea la máquina con su dedo índice para demostrar su indignación—. Ya nos lo había advertido el benignísimo y honorabilísimo doctor Joselito Guerra de la Espriella: es un estafeta de la guerrilla. ¿Cómo así que este subversivo quiebrapatas venga a calumniar y a enlodar la carrera del prohombre de los derechos humanos que es mi general Velandia? ¡No hay derecho! ¿Cuáles desapariciones? ¿Cuáles torturas? Si son ellos mismos, los subversivos, los que se desaparecen y se torturan entre sí con el fin único de enlodar la institución militar. Yo les pregunto: ¿cómo funcionaría la inteligencia militar si los interrogatorios no tuvieran sus pataditas? ¿Cómo funcionaría? ¡Bien ido ese Valencia y que siga mi general Velandia por el bien y la honra de gente como uno!

Quizás nunca antes de «Quac» alguien se había atrevido a burlarse en televisión abierta del discurso de la extrema derecha y de los abusos militares. La figura del Quemando Central tenía unos parlamentos francamente osados, anunciando la creación del «Ministerio de Autodefensas paramilitares y civiles, identificado con bandera a Rambos», aplaudiendo al coronel que hizo presencia en la «facultad de tiro al blanco de la Universidad Pedagógica, repeliendo la emboscada de bandoleros armados con libros de alta potencia y esferos automáticos» y gritando frases como: «¡Procedo a atrincherarme en mi fuero!». Tampoco a la izquierda dogmática y panfletaria la dejaron tranquila en «El noticero». Las parrafadas del camarada-estudiante eterno, John Lenin, repetían la cantaleta antiimperialista, antioligárquica, hasta el absurdo. Pedía sabotajes a la hamburguesa y a la crema dental y a otros bienes de consumo del

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capitalismo: «No más guardianes de la bahía, compañeros; preferimos los moros en la costa. No más desodorante; que viva el olor de la guayaba, compañeros. Contra los computadores, abajo el imperialismo. No más chicles, liberación y habas, y contra los tenis de marca, pata y puño limpio, compañeros». La celebridad de «Quac» no fue tanto por su sintonía, aunque ésta sí sobrepasó los récords tradicionales de cualquier programa de opinión, como por su popularidad entre los demás medios. La crisis política tenía al presidente Samper al borde de la renuncia en 1996, después de que Fernando Botero Zea, quien fue su director de campaña, confesara públicamente que habían recibido dineros de los Rodríguez Orejuela y que asegurara que su jefe, Samper, lo sabía. El interés del público por la política estaba en su máxima expresión, y quienes decían las verdades con mayor tino eran los de «Quac». Por eso, a Néstor Elí y a Dioselina los entrevistaban en la televisión y en la prensa, y Garzón era la estrella de las páginas de farándula. Pero, cada vez más, también consultaban su opinión en política. En la revista Semana de marzo de 1996: —Usted se ve con frecuencia con el Presidente a pesar de que le tira rayo todo el tiempo en «Quac». ¿Cómo son sus relaciones con él? —Es una relación franca y amable porque en realidad yo lo critico a sus espaldas. —¿Cuál es su opinión sobre la renuncia del Pre­­si­dente? —Justa y necesaria. —¿Cree que se va a producir? —En el Edificio Colombia se ven cada vez menos visitantes y más escoltas. Pero la decisión final sobre su salida depende de quienes lo eligieron: los Rodríguez y Julio Mario Santo Domingo. —¿Qué opina usted de adelantar las elecciones? —¿Quién las va a financiar? Los Rodríguez no se aguantan otro conejo. A Santacruz [otro narcotraficante] lo mataron, y Santo Domingo prefiere a De la Calle [el vicepresidente] porque le sale gratis.

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—¿Qué opina de De la Calle? —A mí personalmente no me gusta porque si sube, se va Samper y sin él no hay a quién tirarle rayo en «Quac». Por eso en «Quac» somos samperistas.

El feo Garzón siempre tuvo mucho éxito con las mujeres.

La fama y los sueldos altos que vinieron con ella no tranquilizaron esa búsqueda ansiosa que parecía arderle a Garzón por dentro. Al contrario, sus abruptos ascensos y bajones de ánimo se pronunciaron. Un día era una fiesta y grabar con él era una risa, y a la jornada siguiente estaba en el piso, incapaz de actuar una línea. Una noche era el conquistador —aunque decía que levantaba pero no acostaba, el feo Garzón salió con las más atractivas mujeres del momento—, y otra parecía disgustado y resultaba ofensivo. Un día de depresión llamó a medianoche a una amiga —a quien había consentido con la extravagancia y la generosidad con las que trataba a sus amigos— a asustarla con unas risotadas macabras de payaso loco. La Tuti, su pareja y cómplice más entrañable, reconoce que a Jaime sí lo afectó la fama: «Le costó trabajo asimilar el ser reconocido por donde fuera. Por eso luchó contra la idea de creer-

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se estrellita. Sus posibilidades sociales y económicas cambiaron, pero al mismo tiempo se volvió un poco escéptico de las nuevas personas que se acercaban a su vida. Esto reafirmó más nuestra relación. Según me decía, yo era su polo a tierra». Poco después, ya transformado en Heriberto de la Calle, Garzón confesó sus propios temores, como solía hacerlo, en público y en chanza, en una entrevista a Horacio Serpa. Heriberto: —Le tengo una razón de don Jaime Gar­zón. Serpa: —Yo lo aprecio mucho. —Ese hijueputa habla muy mal de usted. ¡Hi­pócrita! —Pero él me saluda, es medio izquierdoso, así lo conocí ¿Será que cambió? —¡Quién sabe! Eso, como la plata daña todo, de pronto ya se le olvidó qué era ser pobre.

A veces se alejaba del ruido de las vanidades. Le gustaba irse a una casita que tenía en La Calera, al nororiente de Bogotá. Se la alquilaba a unos campesinos por 130 mil pesos mensuales. Ahí se volvía a sentir pobre. Tenía un colchón en el piso, gallinas. Se sentaba en la puerta a mirar el horizonte, tomándose un agua de panela caliente.

Jaime se alejaba del ruido de las vanidades en la cabaña que tenía alquilada en La Calera.

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A veces, esa nostalgia se tornaba negra. Fue entonces cuando empezó a hacer bromas macabras, como si rumiara la perspectiva de su muerte. Diseñó un anuncio de muerto, de esos que pegan en las paredes de los pueblos, lo mandó a imprimir y se lo envió a sus amigos. El chiste consistía en que el muerto era él: El Señor Jaime Garzón Ha fallecido El Secretario General de la oea, el secretario Pastrana, Los Diplomáticos, Los Amigos Invisibles de Radio Net, El Cuerpo Colegiado, Los Honores Patrios, Las Fuerzas Armadas y Centrífugas, Los Odios y los Rencores, El Festival Vallenato, Los Compas y los Ñeros, La Mujer del Prójimo y la Decadente Institucionalidad, invitan a sus exequias. El martes 8 de septiembre en el Cementerio Obrero. (Favor No Enviar Flores, Sólo Dólares) Única Presentación Invita Caracol Santafé de Bogotá, septiembre de 1998.

Los hijos de la Tuti lo oían decir, cada vez más a menudo, que no había razón para vivir más allá de los cuarenta, que para qué; que él, como su papá, no sobrepasaría los 38 años. Y en «Quac» esas tétricas ironías se volvieron recurrentes. Antonio Morales, en una entrevista a Cromos, relató una anécdota que revela cómo Jaime empezó a jugar, literalmente, con la idea de la muerte: Un día, en medio del almuerzo, en los estudios de rti, mandó traer de Gravi [el estudio de grabación] un ataúd de utilería. Se metió adentro, se puso unos algodones en la nariz y narró su muerte:

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«—¡Alerta, Bogotá! En extrañas circunstancias fue asesinado el periodista y humorista Jaime Garzón, de varios tiros». Era muy gracioso verlo zampado ahí, narrando su entierro, contando quién había ido a la Plaza de Bolívar, cómo llegaban allá los políticos que había insultado e injuriado a llorar lágrimas de cocodrilo por alguien a quien, en realidad, detestaban.

El novelón del 8.000 aflojó luego de la absolución de Samper por el Congreso cuando apenas faltaba un año para que ese gobierno terminara. En junio de 1997, los padres y madres de «Quac» resolvieron terminar el programa. «Siempre es bueno salirse en lo mejor de la fiesta», escribió Morales al respecto en un perfil de Garzón que publicó en la revista Número en 2003. La política (ii) Garzón había aprovechado el cuarto de hora de popularidad que le había dado la televisión para hacer lo que más quería: poner a conversar a la gente, unir, sumar voluntades para mejorar el país. En esa rara ocasión en que expresó su pensamiento político sin bromas —o sólo con algunas—, en la conferencia ante estudiantes de la Universidad Autónoma de Cali, en el Valle, dijo que transformar este país implicaba pensar colectivamente, buscar lo que queremos, afianzar la identidad y dejar de esperar salvadores. No tenemos un reconocimiento de nuestra propia identidad. Nosotros no sabemos si somos mestizos o españoles y sin embargo le seguimos rindiendo tributo y un respeto a esa clase alta dueña del poder. Fíjense cómo es de absurda la lógica de nuestra realidad, que cuando un hombre tiene tres novias es el putas, pero si una niña tiene tres novios es una puta.

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Hay una antilógica al orden. Nosotros nombramos funcionarios públicos; funcionario público es para que le funcione al público, y terminamos haciéndole venias. […] »Uno dice: «Hermanos, hay que ponerse en la onda de transformar el país», y responden: «No, es que no hay líderes». ¿Qué están esperando? ¿Que venga alguien y diga de hoy en adelante nadie roba, nadie tira basura como mi papi?... Si ustedes los jóvenes no asumen la dirección de su propio país, nadie va a venir a salvárselo. El problema de los colombianos es que no tenemos una conciencia colectiva sino una conciencia cómoda e individual ante la vida: el problema soy yo, me salvo yo; y los demás ¿qué? Si no reaccionan ustedes, jóvenes, dejemos el país y vámonos a mirar para otro lado.

Empezó a trabajar en el cambio que creía necesario en simples cenas con amigos y algunas personalidades en su sencillo apartamento de La Macarena. Allí se encontraban enemigos que Garzón hacía reconciliar entre copas de vino y su deliciosa pasta. Como la vez que sentó a Jaime Castro con Antonio Navarro. El primero había sido víctima del segundo, cuando el m-19 intentó secuestrarlo y casi lo mata. Luego Navarro había liderado una recolección de firmas para revocarle el mandato a Castro cuando era alcalde de Bogotá. «Hubo una conversación inesperada y poco tensa. Los demás invitados estaban fascinados de ver el show», cuenta Navarro. A esas comidas iban Frechette, los periodistas conspiradores, el fiscal Valdivieso, pero también algunos del gobierno. Cuando le preguntaron a Jaime cómo hacía para darles palo en «Quac» y al tiempo invitarlos a su casa, respondió: «Todos tienen mi casa por cárcel». Las comidas de Garzón se filtraban a las secciones de chismes de la prensa y la imagen que se proyectaba era que Garzón se había convertido en un gran arribista a quien le encantaba

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codearse con el poder, que era su bufón y los entretenía también detrás de cámaras. Sin embargo, quienes frecuentaron esas cenas sentían que Jaime cumplía allí dos misiones importantes. Una, poner a personas diferentes a conversar sobre los problemas y las salidas para el país. Por eso, él no era el protagonista de esas comidas. Más bien se la pasaba en la cocina, sirviendo más vino aquí o allí, y soltaba sus frases cáusticas sólo para distensionar el ambiente. Y, la segunda, llenarse de información. Por su oficio de humorista-periodista, por su proyecto político —que quizás ni él mismo sabía con precisión en qué consistía— y, luego, por su delicado trabajo de paz, tener información de primera mano era vital. En esas comidas nació una buena amistad con Navarro y su familia, quienes además se volvieron sus vecinos en el mismo edificio. En alguna conversación se les ocurrió la idea de intentar un acercamiento del gobierno de Pastrana con el eln con miras a una negociación de paz. «Nos inventamos escribir una carta al gobierno y al eln, ofreciéndonos a mediar para que se sentaran —cuenta Navarro—. Como firmantes de la carta metimos como a cuarenta, entre directores de medios, gremios. De ahí nació la Comisión Facilitadora del Diálogos con el eln». Desde entonces hasta su muerte, un año después, Garzón estuvo activo en esa gestión. El humorista tampoco podía faltar en la recién inaugurada zona de distensión en el Caguán, donde el gobierno y la guerrilla de las Farc sostuvieron diálogos durante más de tres años. Allá hizo un programa de Heriberto de la Calle, personaje que ya estaba al aire, y conversó con los guerrilleros. Yamid Amat, el director del noticiero, también se lo había llevado a trabajar al grupo de las noticias de la mañana de su proyecto radial, RadioNet. Garzón era parte de la mesa de trabajo. Como humorista, imitaba a sus personajes y entrevistaba a la gente del programa. También comentaba las noticias de una forma muy seria, e incluso durante varios meses fue él quien dio las noticias de diez a doce del día.

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Garzón hizo entrevistas al aire con los jefes guerrilleros. En una de éstas se peleó con el vocero internacional de las Farc, Marcos Calarcá, y criticó con vehemencia la violencia de ese grupo guerrillero. Luego le dijeron que la guerrilla lo había declarado objetivo militar. Se cercioró con sus amigos de que se trataba de una amenaza creíble y, como no conocía realmente el miedo, se fue a ponerle la cara al problema. Viajó al Sumapaz, aquella región de la cual había sido alcalde y que conocía bien, a buscar al comandante del frente 53 de las Farc, que acechaba por allí. Cuando tuvo en frente al jefe Miller Perdomo, le dijo: «Vine porque me dijeron que me querían matar. Si me va a matar, máteme de una vez». Perdomo quedó desarmado por el arrojo del humorista, y en unas horas de conversación se disipó la tensión. Seguramente había quedado encantado con la simpatía de Garzón. Ese contacto le resultó fundamental a Jaime cuando empezó a intermediar ante los guerrilleros a nombre de las familias de secuestrados. Al padre de un amigo suyo del Teatro Nacional se lo había llevado la guerrilla. Garzón se enteró y fue a ver cómo ayudaba. Negoció el caso directamente con el guerrillero Perdomo y consiguió que la víctima regresara sana y salva a su casa. Otras familias con sus seres queridos secuestrados se enteraron y empezaron a acudir a él. No se pudo negar. ¿Cómo decirles a esas familias desesperadas que no? Después de que el guerrillero Henry Castellanos, alias Romaña, organizó un secuestro de 32 personas, incluidos un italiano y cuatro estadounidenses, en el sitio llamado Monterredondo, en la vía de Bogotá al Llano, en marzo de 1998, Garzón se metió de lleno a tratar de liberar a los secuestrados. La tarea le copaba cada vez más horas. A veces lo llamaban a medianoche a darle una razón o a pedirle otra. «Familiares angustiados lo buscaban, y Garzón, la estrella de televisión, tomaba un viejo campero y se internaba días enteros en los caminos hasta cuando llegaba con la persona liberada», escribió Rafael Pardo en una columna de opinión que publicó en El Espectador días después del asesinato del humorista.

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Mientras se adentraba en esos caminos espinosos, Pardo, Navarro, los del Rotundo Vagabundo, Yamid Amat y otros amigos le advirtieron a Garzón que no siguiera en eso, que era peligroso, que podía ponerse en la mira de cualquiera involucrado en el negocio. «El último regaño del Rotundo fue cuando apareció con varios celulares a hablar sobre secuestrados. Con documentos de paz. Iba solo a Itagüí. Él no podía pretender hacer un proceso de paz tan solo», dice el profesor Herrera. Las gestiones humanitarias de Garzón levantaron roncha entre los militares. En mayo del 98, el general Jorge Enrique Mora, en ese momento comandante de la Quinta División del Ejército, envió al Zar Antisecuestro el siguiente oficio: Le solicito investigar la actuación asumida por el señor Jaime Garzón, su participación en la negociación que culminó con la liberación de nueve ciudadanos colombianos secuestrados por la cuadrilla de Romaña. […] Considero que es necesario esclarecer las circunstancias precisas en que ocurrieron estos hechos […] para verificar si este particular abordó directamente la negociación con autorización expresa del Conase o del director del programa presidencial para la defensa de la libertad personal.

Según el mismo Mora, el zar le respondió un mes después que la actuación de Garzón había obedecido a fines humanitarios. Preocupado por la desconfianza de los militares hacia sus gestiones, Garzón le pidió respaldo al gobernador de Cundinamarca, Andrés González, y éste lo vinculó a su equipo de paz y le expidió un salvoconducto para sus actividades. El Zar Antisecuestro también le dio autorizaciones expresas a Garzón con el mismo objetivo. En 1999, el secuestro se había convertido en Colombia en una epidemia que afectaba, en promedio, a diez familias al día.

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Además, Jaime fue a ver al general Mora cuando éste ya había sido ascendido a Comandante del Ejército, pero no pudo hablar con él. Le envió entonces, vía fax, una carta en la que explicaba que sus gestiones eran puramente humanitarias y que no perseguía otro fin que el de ayudar a las angustiadas familias. Mora no le respondió, porque, según dijo después, no le dio importancia a una carta cuyo original nunca llegó a sus manos. Al parecer, según le respondió a la revista Semana en una entrevista posterior a la muerte de Garzón, a Mora no le quedó claro si la labor del humorista era totalmente humanitaria o no. En esa misma entrevista el general rechazó cualquier insinuación de que sus averiguaciones sobre Garzón hubieran tenido que ver con su muerte y se declaró hincha de «Quac»; tanto, que había cambiado la hora de su misa el domingo para poder verlo. Jaime siguió adelante con sus intermediaciones de paz, tanto colaborando en los grandes procesos como atendiendo en persona a quienes sufrían por causa de la guerra. Nunca cobró un peso ni se lucró políticamente de ello, porque en esa labor siempre conservó un bajo perfil. «Jaime era fundamentalmente un hombre honrado, que no sospechaba de nadie, hiperactivo, reflexivo, de una memoria impresionante, una voluntad de hierro y una inteligencia que intimidaba», es la definición de su hermano Alfredo, una de las personas que mejor lo conoció. El final y los principios Garzón no necesitaba un perfil más alto. Su personaje del embolador Heriberto de la Calle estaba en horario estelar y, a diferencia de sus anteriores interpretaciones, gozaba de las audiencias masivas de un noticiero exitoso. Heriberto, el personaje que crearon Jaime y Morales en 1997 y que Yamid Amat había llevado a cm& y luego a Caracol, se metió en el alma de la gente. A Garzón le gustaba decir que él era la única persona que se quitaba la caja de dientes para comer. Como se había mandado

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arreglar los dientes —la fama no perdona—, le habían extraído unos, y usaba una caja de dentadura perfecta, pero, al quitársela, aparecía la sonrisa agridulce y desdentada de Heriberto. Un día le protestaron los lustradores de Bogotá porque dijeron que él los hacía quedar mal con esa cantidad de groserías que decía. Jaime invitó al programa a uno de sus líderes, también de apellido Garzón. Heriberto [de corbata]: —Entonces ustedes dijeron: «Ese man no nos representa y lo vamos a entutelar». Lustrador: —No nos representa muy bien porque hay gentes que creen que nosotros tenemos ese diálogo, que hablamos mal, y eso es una falta de respeto. —¿Usted embola en la Comisión Nacional de Televisión? —No embolo, lustro. —Embellece el calzado. Yo le prometo, don Garzón, y a los demás manes del gremio que no es irrespeto con la profesión y, segundo, que voy a tratar de corregir este hijueputa vocabulario con que se me sale la grosería.

Casi nunca se le oyó alguna referencia pública en el noticiero sobre sus contactos con la guerrilla. Una de esas raras veces, la cosa no pasó de ser una gran tomadura de pelo. Conversaba con su amiga Claudia de Francisco: Ahora que están negociando con la guerrilla ¿Usted por qué no les da unos teléfonos, que todavía hablan por radio y no se les entiende nada? Se oye: «El gobierno… ggghghh [ruido de interferencia] uta». Y luego es que lo que han querido decir es que «el gobierno ejecuta».

En uno de sus viajes a lugares inhóspitos para encontrarse con la guerrilla casi se mata tres meses antes de lo que le tocaba.

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Según Navarro, el comandante de la Policía, Rosso José Serrano, estaba buscando un contacto con Manuel Marulanda, jefe de las Farc, seguramente en alguna gestión relacionada con el proceso de paz que esa guerrilla adelantaba con el gobierno de Andrés Pastrana desde enero de 1999. Jaime viajó a los Llanos el 15 de mayo, y en la vía entre Granada y San Martín tuvo un accidente brutal. El campero se volcó, y a él se le quebraron ambas piernas. Anduvo con bastón y yeso en una pierna hasta cuando lo asesinaron. Su obsesión con la muerte se agudizó. En su conferencia a los universitarios caleños les dijo: Todos los días uno se prepara para morir. Se arregla uno, le avisa a la Fiscalía, que esta cosita de oro que se la den a mi mamá…

Por la época del accidente aumentó su preocupación de que los militares creyeran que estaba en gestiones irregulares con la guerrilla. Su amigo Rafael Pardo organizó una comida para que Garzón pudiera conversar con Rodrigo Lloreda, entonces ministro de Defensa. A la cena fueron varios directivos de medios y autoridades del Estado, además del ministro. En su columna de El Espectador, Pardo relató lo que allí les dijo el humorista: «Que el general Mora, comandante del Ejército, lo señalaba públicamente de ser amigo de la guerrilla. Era evidente que Garzón sentía que sus pasos molestaban y estaba haciendo una advertencia seria». Unas semanas después, a Jaime le llegó la información de que su vida corría peligro y de que Carlos Castaño, el temido jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia, quería matarlo. El martes 10 de agosto, Garzón le dijo a Navarro que tenía urgencia de hablar con él. «Me arrepiento de no haber podido hablar con él —cuenta Navarro—. Yo no tenía tiempo. Le dije que hablaríamos en el viaje a Medellín. Íbamos a viajar juntos allá muy

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temprano ese viernes 13. Teníamos una reunión en Itagüí por la facilitación con el eln. Yamid le dijo que tenía que cumplir su horario en RadioNet. Así que él consiguió un avión que lo llevaría a las nueve de la mañana sólo a él a Medellín». Ese mismo martes, Garzón, ya muy alterado, consiguió que Ángel Gaitán Mahecha, asociado a las autodefensas del extinto narcotraficante Rodríguez Gacha, lo recibiera en la cárcel. Desde la misma celda, el preso le hizo puente a Garzón con Carlos Castaño. Garzón les contó después a varias personas que su conversación con Castaño fue áspera. Éste lo insultó por andar haciendo lo que él consideraba favores a las guerrillas al negociar con éstas los secuestros. Garzón le explicó que se trataba de acciones humanitarias. Finalmente, el jefe paramilitar accedió a darle una cita el sábado siguiente para charlarlo con mayor calma. Le advirtió, sin embargo, que se cuidara hasta entonces porque la orden de su asesinato ya había sido dada y era difícil echarla atrás. Angustiado, Jaime se fue a su casa a contarle lo sucedido a la Tuti. Ellos ya venían contemplando la posibilidad de salir del país por un tiempo, de viajar a Inglaterra, quizás. Esa noche, cuentan algunos amigos, Garzón parecía entregado: estaba deprimido y sin ánimos. Al día siguiente, en un almuerzo con colegas periodistas, un fotógrafo se les acercó subrepticiamente y le sacó una foto. Uno de los presentes dice que Jaime se puso muy mal, pues creyó que se trataba de un espía de sus posibles asesinos. Después resultó ser un simple paparazzi de una revista de farándula. El jueves en la noche, la Tuti y los hijos se preparaban para salir a una cena familiar que tenían en casa de una hermana de ella. Jaime les dijo que era mejor que no fueran con él porque era arriesgado. Así que él se quedó en casa. La Tuti se puso a llorar. Esa noche estuvo particularmente cariñoso con sus hijos. «Hay que ser correctos, honestos; hay que ser unos bacanes», les dijo. Una de las hijas sintió que se estaba despidiendo para siempre. Jaime se acostó temprano. Al otro día tenía que ir a RadioNet en la madrugada y después viajar a Medellín.

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¿Quién querría matarlo? ¿Podían sus gestiones humanitarias haber causado tanta bronca como para que los paramilitares, que se habían erigido en los justicieros de los supuestos amigos de la guerrilla, quisieran eliminarlo? ¿Era la acumulación de tantas verdades incómodas que había soltado en esa forma suya de decirlas, burlona pero directa? ¿Sería que los oficiales corrompidos que había pillado transando armas y secuestros con la guerrilla temían que los denunciara? ¿Quizás alguien pensó que el proyecto político que estaba considerando —incluso había pensado lanzarse de candidato a la Cámara— podía adquirir demasiada popularidad? Unos amigos están seguros de que él pensó que su perfil era tan alto, su nombre tan querido, que nadie se atrevería a asesinarlo. Que él podría arreglarlo conversando, con el encanto con el que ya había deshecho otros entuertos. Otros, por el contrario, creen que Garzón sentía, desde siempre, una especie de atracción fatal por la muerte, como si supiera que iba a morir joven: antes de cumplir los cuarenta, como había dicho tantas veces, en serio, que era lo que debía ocurrir. Y que ese imán que lo jalaba hacia el abismo, junto con el profundo sentido religioso, inculcado desde niño, de ser mártir, lo llevaron como un zombi a cumplir la cita con la muerte de la que estaba advertido. En la madrugada del viernes 13 de agosto salió solo de su apartamento, sin guardaespaldas ni acompañantes, en su jeep Cherokee. Cuando ya se aproximaba a su lugar de trabajo, en el barrio Quinta Paredes, en el centro de Bogotá, una moto con dos muchachos se le acercó y uno de ellos le disparó cinco tiros de metralleta en la cara. Heriberto de la Calle, que lo sobrevivió, le respondió con una sonrisa triste a Juan Manuel Galán el día que éste le preguntó qué recuerdo tenía de su papá, el llorado líder liberal Luis Carlos Galán: «El recuerdo de su papá es que por una causa hay que dar la vida».

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La Colombia inmortal

Así registró Osuna el asesinato de Jesús Bejarano, profesor de la Universidad Nacional, un mes después del de Garzón.

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Epílogo Ocho años después, el asesinato de Jaime Garzón no se ha esclarecido. Después de que dos jóvenes, apodados el Bochas y Toño, pasaron varios años en la cárcel, acusados de haber disparado esa madrugada, un juez dictaminó que los testigos que los incriminaron habían sido parte de un montaje para desviar la investigación y que se habían perdido irremediablemente pruebas que habrían podido conducir a los asesinos. El Juez Séptimo Penal Especializado de Bogotá condenó, en sentencia del 3 de noviembre de 2004, a Carlos Castaño a 38 años de prisión, que no pagó porque fue asesinado. El fallo ordenó a la Fiscalía comenzar la investigación de nuevo. Así mismo, se enviaron copias del proceso a la Procuraduría para que investigue la conducta de los agentes del Departamento Administrativo de Seguridad (das) que efectuaron la investigación y de cuatro testigos que rindieron falsos testimonios en el curso del proceso, y la presunta participación de uno de ellos, identificado como Wilson Javier Llano Caballero, en la muerte de un declarante. Según lo documentaron los periodistas Jorge González y Jairo Lozano en su libro La censura de fuego, la investigación del caso Garzón ha dejado una estela de víctimas. Han sido asesinados Robinson Ramírez, ex integrante de Inteligencia Militar; Ángel Gaitán Mahecha, el hombre que, desde la cárcel, comunicó a Garzón con Castaño la víspera del homicidio; Juan Simón Quintero, agente del das; Luis Guillermo Velásquez, alias «Mascotita», invitado a ser informante del das; Rafael Antonio Moreno, quien iba a denunciar un plan para asesinar a Bochas, y Édgard Faír Medina, relacionado con los autores materiales del crimen. Otros tres, Yiyo y El Compadre, de la banda de Medellín La Terraza, aliada a paramilitares, quienes confesaron haber asesinado a Garzón por orden de Castaño y por 39 millones de pesos, y el soldado Hernando Méndez Carvajal, que notificó al personal del Hospital Militar que quería dar información sobre el asesinato del humorista, están desaparecidos. La testigo principal del caso, cuyo testimonio, como se probó, era falso, huyó del país.

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Fuentes 1. Entrevistas: La autora escribió para la revista Semana un perfil corto de Jaime Garzón cuando se cumplieron cuatro años de su muerte. Se publicó bajo el título «Un corazón demasiado grande» en agosto de 2003. Entonces hizo algunas de las entrevistas citadas en este capítulo. También realizó nuevas entrevistas en 2006. Los entrevistados fueron: • Gloria Hernández (la Tuti) • Susana y Nelson (hijos de la Tuti) • Alfredo Garzón • Marisol Garzón • Hernando Corral • Rafael Pardo • Claudia de Francisco • Eduardo Arias • Antonio Navarro • Beethoven Herrera • Manuel José Cepeda • Carlos Chica • Otras cuatro personas que, o bien lo conocieron muy de cerca, o tuvieron acceso al proceso judicial por su asesinato, prefirieron no ser mencionadas. 2. Archivos de videos: Se revisaron archivos privados y públicos de noticieros y de los programas «Zoociedad» de Cinevisión y «Quac, el noticero» de rti.

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3. Documentos consultados: • Jaime Garzón, «Presentación en sociedad», Semana, diciembre 24 de 1991. • Claudia Beltrán, «Jaime Garzón», Telerrevista, enero 25 de 1992. • «Néstor Elí habla en serio», Semana, marzo 26 de 1996. • D’Artagnan, «Algo más que la risa», El Tiempo, agosto 15 de 1999. • Manuel José Cepeda, «Jaime Garzón, el serio», El Espectador, agosto 15 de 1999. • Rafael Pardo, «Garzón», El Espectador, agosto 15 de 1999. • «Jaime Garzón 1960-1999», Semana, agosto 16 de 1999. • Alfonso López Michelsen, «Jaime Garzón póstumo», El Tiempo, agosto 22 de 1999. • «Yo no he absuelto a Castaño» (entrevista con el general Jorge Enrique Mora), Semana, agosto 23 de 1999. • «La cuña que más aprieta», Semana, agosto 23 de 1999. • «El sábado ya no existo», Semana, agosto 23 de 1999. • «El señor de La Terraza», Semana, enero 17 de 2000. • «El zar del secuestro», Semana, marzo 20 de 2000.

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• «Jaime nos hace mucha falta», El Tiempo, agosto 5 de 2000. • «Un año sin Jaime Garzón», Semana, agosto 7 de 2000. • «Las últimas cenas con Garzón», El Tiempo, agosto 13 de 2000. • «El fantasma de Heriberto», Semana, noviembre 6 de 2000. • «Nosotros matamos a Garzón», Semana, diciembre 18 de 2000. • «Tres años sin el humor de Garzón», El Tiempo, agosto 14 de 2002. • «Historia sin fin», Semana, octubre 28 de 2002. • Antonio Morales Riveira, «Un adiós de carnaval», Número, septiembre de 2003. • Jorge González y Jairo Lozano, «Jaime Garzón Forero: huellas que se borran con sangre», en La censura de fuego, Bogotá, Intermedio, 2003. • «El Garzón que no conocimos», Cromos, agosto 21 de 2006. • Antonio Morales Riveira y Miguel Ángel Lozano, «Edificio Colombia»: antología de los libretos del programa de televisión «Quac, el noticero», Bogotá, Revista Número, 2006.

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Retrato aVladdo

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L

es presento a Diego Ignacio Flórez Flórez, nacido el 22 de diciembre de 1963 en la Clínica Marly de Bogotá, cuya madre en un arrebato de independencia se lo llevó siendo un bebé a su na­tal Armenia, donde posteriormente fue rebautizado con el revolucionario nombre de Vladimir. Empezó a dibujar desde que aga­rró un lápiz y, a pesar de los augurios pesimistas de su tía abuela, ha vivido de pintar monos y de diseñar periódicos. Ha sido, además, sacristán a sueldo, soldado, profesor, marquetero y aprendiz de alemán. Es papá de dos mujeres: Sofía, su hija de ocho años, y Aleida, una treintona de ficción, exacta a las mujeres de la vida real. Se le apareció en un rato de ocio creativo y le pu­ so el nombre de una señora que tenía un salón de belleza en Ar­ menia. Firmó sus primeras caricaturas con el seudónimo de Pi­ lattos, pero desde que empezó a publicarlas siempre fue Vla­ddo, como le decía el papá de una de sus novias. La siguiente conversación es una forma de pasearse por su carrera, que ha llegado a las alturas donde se adquiere velocidad de crucero. Es prematuro afirmar si quedará ungido como uno de los grandes del humor político colombiano. Su popularidad ha­ ce pensar que sí. Miles de colombianos celebran cada ocho días su «Vladdomanía», que se publica en la revista Semana casi sin inte­rrupciones desde 1994. Muchos otros siguen a su Aleida con

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devoción. Más incertidumbre despierta el hecho de que, siendo un crítico mordaz del poder, a la vez se mueva en sus aguas con aparente comodidad. Ha cultivado con disciplina su rico talento como dibujante y como humorista. Trabaja muy por encima del horario regular, se informa en detalle y no deja de averiguar nada que le cause curiosidad, que es casi todo. Se adapta fácilmente y aprende rá­ pido, trátese de un idioma nuevo o del último programa de di­ seño por computador. La adversidad, además de maleable, lo hizo permeable. Capta al otro en un instante. Sus amigos ase­ guran que su emotividad conmueve y su desprendimiento desar­ ma. Sin embargo, no es frágil. Desde jovencito ha demostrado temple para lograr lo que se propone, sin importar los obstácu­ los. Con los años, que no son tantos, veintiuno de profesión, cua­ renta y tres de edad, destila tal satisfacción con lo que ha logra­ do, que, como dice una amiga suya, «Vladdo está encantado de conocerse». Lo entrevisté varias veces en su apartamento de El Nogal, el clásico barrio de las viejas fortunas de Bogotá. No es demasia­ do grande, pero sí espacioso y abierto. Como sus dibujos, es de trazos limpios y minimalista. Él amontona trabajos suyos de dis­ tintos tiempos por diversos rincones, y a cada rato va en busca de alguno para dar un ejemplo. Se ve que pasa muchas horas pren­dido al computador o, mejor, a los computadores, porque tiene varios. En su biblioteca, que cubre un costado del recinto, sobresalen un sagrado corazón que dibujó a lápiz en la tapa re­ ciclada de un «Powerbook», una máquina de escribir Continen­ tal y una acuarela pequeña que heredó de su abuelo paterno. Así fluyó la conversación… —Su abuelo paterno era acuarelista; su mamá, dibujante aficionada. ¿Cuánto de herencia hay en su habilidad con el lápiz? —Mucha. Mi hermano Alfonso, el filósofo, dibuja bastante bien. Cuando éramos estudiantes hacíamos dibujos a cuatro ma­ nos. Nos inventábamos cuentos de extraterrestres, y mi hermano era buenísimo para pintar naves espaciales. La herencia tiene que haber influido en lo que yo hago.

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—¿Y de su abuela brasilera heredó algo? —Alguien me decía hace poco que el estilo de humor mío era muy brasileño. Pero en realidad no conocí a mi abuela. Era de Manaos y supongo que era mulata. Mi abuelo se enamoró de ella cuando lo enviaron a Leticia como experto en comunicacio­ nes a instalar unos equipos en los años treinta, durante la gue­ rra con el Perú. De ese amor nació mi papá. Pero él no se crió en Leticia, porque lo mandaron a vivir a donde las hermanas de mi abuelo. —Una historia que se repitió, porque usted también fue a dar a donde las mismas señoras, tías abuelas suyas. —Sí, cuando tenía trece años. Pero eso tiene su historia. Mi mamá, que es de Armenia, había estudiado biología en la Univer­ sidad Libre de Bogotá. De ahí mi nombre: soy un damnificado del comunismo internacional. —Primero lo bautizó en Bogotá con un nombre más común: Diego Ignacio, como le dijeron siempre en su casa. —Sí. Mi mamá, Berta Flórez, se casó con el señor Ricardo Flórez, y de ese matrimonio nacieron cuatro hijos: Luz Myriam, Alfonso, Carlos Ernesto y yo. Recién nacido, poco después de que me bautizaran como Diego Ignacio en Bogotá, mi mamá me llevó a Armenia a vivir con mis padrinos. Mis papás ya esta­ ban separados. El primer recuerdo que tengo de mi mamá es de cuando yo tenía como seis años. Mis dos hermanos mayores se quedaron con mis tías abuelas en Bogotá. Y mi mamá se que­dó con Carlos, el tercero de mis hermanos. Organizó su vida con un nuevo personaje, profesor de la Universidad del Quindío, Jor­ ge Rozo. A mi papá lo vi muy pocas veces en la vida; nunca viví con él. Murió a fines de 2005. —¿Por qué su mamá lo dejó viviendo con sus padrinos? —No sé. Mis padrinos eran un matrimonio muy humilde, Eduardo y Lucrecia Alzate, que administraban una casa de mi abuelo materno en Armenia y con el usufructo de esa casa me sostenían. Mi mamá iba cada cierto tiempo a visitarme y me lle­vaba juguetes y ropa nueva. [De pronto, Vladdo saca papel y

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lápiz y empieza a dibujar. Traza dos líneas paralelas para simbolizar su vida creciendo con sus padrinos y la de su madre, que, después lo supo, vivía también en Armenia, pero a quien él so­ lamente veía de cuando en vez.­] Cuando cumplí doce años, mi mamá me dijo que me iba a llevar con ella. Allá sólo estuve un año, y luego me mandó a donde mis tías abuelas, con mis hermanos. —Su mamá parece una mujer rebelde para su época. Se necesita tener carácter para separarse, más aún teniendo que de­ jar los hijos al cuidado de otras personas. ¿Heredó algo de esa rebeldía? —Espero que no. Porque no me desentendería nunca de mi hija. Mi mamá se desentendió de mí, su hijo menor. Si eso es rebeldía, no la admiro. Mi mamá me sacrificó no una sino dos veces: cuando era un bebé me llevó a Armenia y me dejó allá y, luego, a los doce años, cuando viví con ella. Escasamente estu­ vo conmigo un año y después me dejó donde mis tías. Yo tengo una relación cordial con mi mamá, pero no puede ser cercana. —La dedicatoria de su segundo libro de caricaturas, Vladdo­ grafías, publicado en 1996, dice: «A Eduardo Alzate, que afiló mi primer lápiz». —Esa dedicatoria es de las más bonitas que se me han ocu­ rrido. Yo ten­go el recuerdo de Eduar­do Alzate afilándome el lá­ piz con una navaja de bolsillo. No me lo dejaba muy puntiagu­ do para que la mi­na no se me partiera. Me ayudaba a numerar las hojas de los cuadernos. En realidad, quería evitar que yo les arrancara las hojas para hacer dibujos, y por eso las numeraba. —¿Qué le quedó de él? —Un recuerdo inmenso en el corazón. [Se aclara la gar­ ganta tratando de no llorar.] Me pongo siempre muy triste… Nosotros nos comunicábamos muy poco. En la casa de él en Armenia no había teléfono. Había que llamar a un vecino y le avisaban. Un día de 1993, cuando vivía en Cali, me fui a visitar­ lo de sorpresa a Armenia. Llegué y pregunté por él, y me dijeron que lo habían enterrado hacía dos meses. Yo nunca supe. —¿Y qué hay de él en su manera de ver el mundo?

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—No tanto de él en sí mismo como del hecho de haber es­ tado viviendo ahí y en las condiciones en que yo vivía. Él era un hombre pobre, un barbero de pueblo con quien yo compartía mi vida. En ese momento uno no se percibe pobre, pero cuan­ do uno mira para atrás se da cuenta de cuánto lo era. Además era bastante severo, disciplinado, una fiera. ¡Me daba unas pe­ las…! Sin embargo, era cariñoso a su modo. Una vez estábamos en Semana Santa, y él fue a comulgar y yo, que siempre era tan curioso y no había hecho todavía la primera comunión, le dije: «Muéstreme cómo es la hostia». Me dijo: «¡Como se le ocurre!». Y yo insistí: «Muéstreme, muéstreme». Al final abrió la boca y ahí estaba el redondelito blanco en su lengua. Hay otra circuns­ tancia especial que me forjó. En su Barbería Berlín —así se lla­ maba— él siempre tenía El Siglo, y yo me la pasaba leyéndolo, sobre todo las páginas internacionales. ¡Nací predestinado a ser «godo»! —Ésa no fue su única experiencia temprana con el periodismo. —¡Ah, no: también fui vendedor de periódicos! A las cinco de la tarde llegaba El Espacio a Armenia y me daban unos cen­ta­ vos por vender el periódico. Un día me robaron porque me iban a pagar con un billete de cincuenta pesos y yo, confiado, di las vueltas por adelantado, y el tipo me robó; nunca llegó con el billete. Por mi llanto y mi preo­cupación por haber perdido el dine­ro, en la casa a donde fui a buscarlo me dieron un vaso de leche.

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—¿Trabajó también en otras cosas cuando era niño? —Sí. Mi madrina hacía arepas y yo las vendía en la estación de tren de Armenia, en la calle. Llevaba las arepas con la bote­ lla para el ají. En otra época, cerca de mi casa había un botadero de hierro viejo, y yo pedía permiso para sacarlo y lo vendía por peso. —Usted tenía desde muy pequeño una facilidad para pintar que quizás le celebraron de niño: la Caperucita Roja que pin­ tó en la escuela pública Simón Bo­lívar, donde estudió primaria, o la tarje­ta de cumpleaños que le regaló al segundo esposo de su mamá, con una caricatura de él cogiendo café. Pero entien­do que, ya más grande, sus tías abuelitas poco apoyaron su talento… —En tercero o cuarto de bachillerato, mi tía abuela Cristi­ na me preguntó: «¿Usted cree que se va a ganar la vida haciendo mamarra­chos?». Y yo le dije: «No sé, pero me gusta». Años des­ pués, cuan­do publiqué mi primer libro, le escribí en la dedica­ toria: «Para mi tía Cristina, una prueba de lo que es ganarse la vida haciendo mamarrachos». La voluntad Con una historia personal tan difícil, Vladdo habría podido ter­ minar mal. Pero no fue así. Desde que empezó a adquirir alguna conciencia de su vida, no se arredró. Cuando tenía nueve o diez años, cuenta su hermana Luz Myriam, la tía Cristina, preo­cu­ pada de que el niño estuviera criándose con extraños, solo en Ar­ menia, resolvió ir por él y lo llevó a su casa de Chapinero, en Bogotá, donde vivían sus hermanos. Lo matriculó en el Colegio Antonio Nariño. Las tías lo consintieron y lo metieron a los boy scouts. Pero sus hermanos lo veían un poco en menos, porque era muy pueblerino. Vladimir no se adaptó y llamó a Armenia a su padrino a decirle que mandara por él. Un hijo mayor de Eduar­ do Alzate fue a recogerlo y se lo llevó de vuelta a Armenia. Un par de años después, cuando empezaba a acostumbrar­ se a vivir con su mamá en una finca cafetera cerca de Armenia,

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tuvo un accidente. Montaba en bicicleta al borde de la carrete­ra cuando un camión que pasaba lo atropelló: se fracturó un bra­ zo. Su mamá lo llevó aún convaleciente a donde las tías de Bo­ gotá. Le había dicho que, si sus tías no lo recibían, lo metería a un internado, pero las tías sí lo aceptaron. Quisieron matricu­ larlo en algún colegio cercano a la casa de Chapinero, pero el pén­sum era muy distinto al del Inem de Armenia, donde había estudiado sus dos primeros años de secundaria, así que termi­ nó matriculado en el Inem del barrio Kennedy, donde terminó el bachillerato. Cuando vino a Bogotá a vivir con sus tías viejitas, las ten­ siones crecieron. Diego era un adolescen­te al que le gustaba es­ cuchar tangos a todo volumen, hablar por teléfono y llegar tar­ de. Y ellas, chapadas a la antigua, lo regañaban. A los amigos del colegio les daba la impresión de que poco lo aceptaban en esa casa. Pero también dicen que no parecía importarle demasiado. Era un muchacho inocente, más que ellos, alegre, que echaba chistes flojos hasta el cansancio. Era además un buen estudian­ te: casi no tomaba apuntes pero sacaba excelen­tes calificaciones. Por una especial conexión que sentía con Alemania —quizás por la Barbería Berlín del padrino, por las tijeras alemanas con las que les cortaba el pelo a los clientes o por las marcas de los útiles de dibujo— estudió alemán en el colegio con tanta dedi­ cación que cuando salió prácticamente lo hablaba. Por supues­ to, su primer viaje al exterior, cuando ya estaba en sus veinte, fue a Alemania. Seguramente como no se sentía muy a gusto en la casa de sus tías buscó apoyo y cariño en las familias de sus amigos. En donde los Del Castillo lo animaban a que dibujara y celebraban su habilidad. No salía demasiado ni era noviero. La plata de bol­ sillo que podía necesitar se la consiguió trabajando de sacristán. Hasta el día de hoy no resiente el hecho de que las tías, que les pagaron las carreras a sus hermanos en las costosas universida­ des de los Andes y Javeriana, a él le dijeran que saliera a rebus­ carse un trabajo cuando se graduara de bachiller.

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Se fue al Ejército como una aventura y, acostumbrado a la disciplina de su padrino, se adaptó con facilidad y ascendió rápi­ damente. Luego de prestar el servicio militar, hizo trabajos que odió después, como el de profesor de colegio, y otros que se go­ zó, como el de marquetero. Durante varios meses fue asisten­ te de su tía en una oficina de finca raíz que ella tenía. Le tomó seis años graduarse de diseñador gráfico en un instituto poco co­ nocido, por la doble carga de trabajo y estudio. En 1986, por iniciativa propia, fue al diario conservador La República y demostró que era capaz de ser caricaturista. Lo con­ trataron. Le pagaban trescientos pesos por «mono» publicado. —Esa capacidad para conseguir lo que se propone y propo­ nerse lo que le viene en gana le afloró desde chiquito. Me im­ presiona el episodio que cuenta su hermana de cuando usted no se amañó con las tías y llamó a su padrino a pedir que lo lleva­ ran a Armenia… —Fue simplemente el corazón el que manejó esa cosa. Me dio papitis, porque, para mí, mi papá fue mi padrino Eduardo. Yo estaba más cómodo donde las tías, que tenían mayor holgura económica, pero estaba más triste. —Hoy, cuando lo piensa, ¿no se sorprende de no haberse trau­matizado con la inestabilidad familiar? —Mi vida siempre ha sido a contramano. Donde mi padri­ no, a veces también me hacían ver que no pertenecía allí. Don­ de las tías no era mi casa. En el Ejército tampoco. Siempre he estado en contravía. —¿Eso le hizo crearse su propio mundo? —Nunca abandono mi espíritu libertario. Soy obcecado, ca­ beciduro, terco. Para lo bueno y para lo malo. Capricornio, como la ca­bra que siempre echa para arriba entre los riscos. Y siempre llega. —¿Tuvo algo que ver en formarle esa voluntad el padre Huer­tas, párroco de Santa Teresa de Ávila, que lo hizo su mo­ naguillo y, luego, su sacristán con sueldo? —De alguna manera, sí. No es que me diera consejos. El único que repetía es que no cantara porque desafinaba. Más bien,

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es que tenía una aproximación muy liberal a lo religioso. Era joven, estaba en sus treinta, y tenía un espíritu abierto a los jó­ venes. Si bien era estricto, pues si, por ejemplo, un niño lloraba en misa, paraba la celebración hasta que lo sacaran, era también moderno. Daba homilías de siete minutos. Me caía bien porque era firme y, a la vez, fresco. —¿Qué le tocaba hacer en su oficio de sacristán? —Los cuatro años en que fui sacristán tocaba las campa­ nas, arreglaba los ornamentos de la iglesia, compraba las hostias y el vino y leía epístolas. Conocí por dentro el ritual de la misa. En vacaciones ayudaba hasta en tres misas diarias. Como no era fiestero ni noviero, me la pasaba en la iglesia. Algún día pensé ser cura. Después lo descarté. —¿Sigue siendo tan católico? —Soy creyente. No voy todos los domingos a misa, pero, cuan­do voy, siempre comulgo. Es parte del rito. Pero nunca me confieso. Para mí, ir a la iglesia es como ir a un cajero automáti­ co. No necesito que nadie me marque la clave para conectarme con Dios. —Así como fue buen sacristán, luego tuvo éxito como sol­ dado. ¿Cómo lo logró tomando tanto del pelo? El Ejército no es propiamente el templo del sentido del humor. —Era mamador de gallo pero disciplinado. Yo me someto a las reglas explícitamente, no las rompo. Era juicioso, llevaba bien el uniforme. Además le escribía los discursos a un capitán. Eso hizo que confiaran en mí, me ascendieran a dragoneante y me sol­ taran la responsabilidad de entrenar a los reclutas. —Su carrera de caricaturista también se la forjó usted mis­ mo. Publicó su primera caricatura política en La República en mar­zo de 1986. ¿Recuerda cómo lo consiguió? —Yo estudiaba en la universidad con una hermana del to­ rero César Rincón, Martha, que hacía gráficos para La Repúbli­ ca. (Yo ya había enviado, en 1984, dibujos a Los Monos de El Es­ pec­tador, donde les publicaban a los jóvenes, y me publicaron unos.) Ella me sugirió que fuera a La República porque allá no

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tenían caricaturista. Años después, en mi oficio de asistente de mi tía, fui a la Notaría 16, que quedaba en la misma cuadra de La Repú­blica, me acordé de lo que me había dicho Martha y decidí probar suerte. Le conté al portero que era ca­ricatu­rista y me dijo que habla­ra con Ovidio Rin­cón Pe­láez, quin­diano, sub­director del periódico. No tenía porta­folio. Le dibu­jé en un papel en cin­ co minutos un Turbay, un Ló­pez, un Be­lisario y un soldadito. El 14 de marzo de 1986 salió publicada mi primera caricatura. —¿Cuándo empezó a vivir del oficio? —Le decía yo a Yayo, un colega ya recorrido, que quería ga­ narme la vida solamente haciendo caricaturas. Y Yayo me res­ pondió: «Eso es lo ideal, y lo que hay que hacer para lograrlo es tra­bajar». Eso fue al principio, cuando estaba en La República, donde, además de caricaturas, hacía las infografías rudimentarias de la época. No creía que fuera posi­ble vivir sólo de las caricatu­ ras y el diseño. Pensé que siempre tendría que complementar con otra cosa. Yo les enmarcaba cuadros a los amigos, y también fui profesor de educación física para sostenerme. En enero de 1987 me empezaron a publicar caricaturas en El Tiempo y entonces

Primera caricatura en La República, marzo 14 de 1986.

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renuncié a La República. Al director de La República no le gustó y me dijo que entonces tampoco hiciera ilustraciones ni nada. Y me echó del periódico. Así que me tocó vivir sólo de las carica­ turas. Pero a las malas. —No parece que hubiera estado seguro de su vocación desde muy joven, porque cuándo se graduó de bachiller se fue al Ejército a prestar servicio en forma voluntaria. ¿Qué hacía un artista metido a militar? —Como dicen los muchachos hoy, porque estaba «despar­ chado». No sabía qué iba hacer cuando saliera de bachiller. Mi tía me dijo: «Bueno, yo ya le di el bachillerato, usted tiene casa, pero mire a ver cómo se gana la vida». Entonces con tres compa­ ñeros, Héctor Alférez, Frank Bedoya y Jaime Díaz, acordamos irnos para el Ejército. Fue una decisión colegiada. —No lo pensó demasiado, parece. —Todo en la vida se me ha dado así. Parece que hubiera es­tudiado en un «improvisatec». Yo no planifiqué ser padre a los 35, ser caricaturista a los veintidós, ni ganarme un premio a los vein­ticuatro. En cambio, sí planeé no ir a Estados Unidos, y allá terminé vi­viendo. —Hizo dos semestres de publicidad en la Universidad Jor­ge Tadeo Lozano y a pesar de que le dieron una beca desertó por­que no se dibujaba lo suficiente. Estudió finalmente diseño pu­ blicitario en la Corporación Internacional de Desarrollo Edu­ca­ tivo (cide). ¿Le sirvió de algo la escuela? —Había sobre todo una profesora de diseño, María Victo­ ria Rodríguez, que me enseñó composición de imágenes. Marce­ lino González y Julio Sotelo me enseñaron muchísimo de la téc­ nica para las ilustraciones. Y con Alon­so González aprendí los rudimentos de la fotografía, que me encanta. —Su tesis de grado fue una recopilación de sus caricaturas críticas del presidente Virgilio Barco. —Sí, se llamó Mis memorias. Así me recuerda Vladdo. —Desde sus primeras caricaturas en La República comenzó a jugar con ideas que fue perfeccionando. Por ejemplo, la del em-

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El primer libro de caricaturas de Vladdo sobre el gobierno de Barco fue su tesis de grado.

palme entre Belisario y Virgilio Barco es como una precurso­ ra de aquella metamorfosis que se hizo famosa en la campaña de 1998, en la que Sam­per, el presidente saliente, se vuelve Ser­ pa, el candidato liberal. Hay otra más reciente de Napoleón que se vuelve Uribe ¿Esa idea de dónde sale? —La idea de hacer esas metamorfosis es un recurso común en humor gráfico. Me gusta apelar a ella, primero, porque es una forma de asociar a personajes con cosas que generalmente esos personajes niegan. Es una manera de desnudarlos. Y, segundo, porque hoy me permiten chicanear o presumir de lo que yo pue­ do hacer con juegos gráficos en el computador. —La de Samper mutando a Serpa fue la que más ruido hizo. —Sí. Le dio el triunfo a Pastrana sobre Serpa en 1998. Fal­ tando una semana para la segunda vuelta, después de que Ser­ pa ganara la primera, estaban reunidos algunos miembros de la campaña de Pastrana, Sokoloff, entre ellos. Él vio mi metamorfosis de Samper a Serpa, publicada en El Espectador, y ahí resolvieron copiar la idea y hacer un afiche con el que empapelaron el país.

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Samper o no ser…

El emperadorcito

Nota: Las caricaturas de Vladdo publicadas en este capítulo aparecieron en La República, El Siglo, El Espectador, El Tiempo y la revista Semana.

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—Usted no quedó contento con publicar sólo en La Repú­ blica. ¿Có­mo fue que buscó a Álvaro Gómez y por qué le llamó la atención trabajar en un diario como El Siglo, tan conservador como su jefe? —Ya le dije que nací predestinado a ser conservador. Apren­ dí a leer en El Siglo, mi padrino era muy godo y mis tías eran alvaristas, y en la campaña del 74 llegó a mi casa un calendario de Gómez y a mí me gustó. Así que me volví alvarista. Un día lo llamé a la oficina de la revista Síntesis Económica y me dijeron que me devolvería la llamada. Al poco tiempo, estando en La República, para mi sorpresa, me la devolvió. Me dijo que le dejara unos trabajos, pero para El Siglo, a donde se iba de director. Después, cuando ya me habían echado de La República por publi­ car caricaturas en El Tiempo, me llamaron de El Siglo y me dije­ ron que me contrataban como caricaturista de planta. Me pagaban lo mismo que en El Tiem­po por cada dibujo, pero publica­ ba todos los días.

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Alguien insustituible

Perfil social

Homenaje a Gómez H., mientras estaba secuestrado en 1988.

Vladdo recordó el lema de la campaña de Samper como una cruel ironía ante el asesinato de Álvaro Gomez el 2 de noviembre de 1995.

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—Siempre fue muy benigno con Gómez, como si fren­te a él tuviera un punto dé­bil. Algunas de las caricaturas más profun­ das e impactantes, de esas que no hacen reír sino llorar, las pin­tó en su honor. ¿Por qué? —No me tocó Gómez en el poder sino más como un perro apaleado, derrotado en dos elecciones, secuestrado. Así que no fue que no le diera duro por mi simpatía hacia él sino porque nunca estuvo en el poder. Si me hubiera dado papaya, habría si­ do distinto. Claro que en la época de la Constituyente del 91 yo no estaba de acuerdo con él; y precisamente la única vez que no voté por él, sí ganó. Durante la campaña para la Cons­tituyente hice muchas caricaturas en su contra. Cuando lo mataron, yo estaba muy afectado y la caricatura que saqué fue mala. —Fue incluso más de­moledor con figu­ras bastante más que­ ridas por el público, como Galán. —Yo antes le tenía admiración a Galán, pero al final se ha­ bía rendido al Partido Liberal, se había reu­nido con Turbay y había aceptado las componendas, y lo critiqué por eso. —Sí, le puso el corba­tín y el traje rayado de Tur­bay. Más de­ moledor fue con Daniel Samper, un periodis­ta con una trayecto­ Nada personal

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¡Tapen, tapen!

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ria ad­mi­rable, que quizás defendió a su hermano en momentos difíciles porque honestamente lo creía inocente. Esa ca­ricatura es quizás la más dura que le he visto contra alguien. ¿No le preocupó ser injusto? —Si se mira el contexto, no era tan dura. Esa caricatura sa­lió luego de que el futbolista René Higuita había salido des­nudo en Cromos, ta­pándose sólo con un balón. De ahí salió la idea. Mi crí­tica era porque Daniel había sostenido que el juicio a Samper ha­ bía sido justo y transparente. Si quería de­fen­der a su hermano, enton­ces que dejara a un lado el perio­dismo, pero que no dije­ ra mentiras. —En el entierro de Guillermo Cano, en diciembre de 1986, le presentaron a Hernando Santos. Él le dijo que le llevara sus «monos» para verlos. Y el 2 de enero usted ya estaba en la ofici­ na de él con sus caricaturas ¿Qué lo jalaba? ¿Las ganas de pu­ blicar en el diario más poderoso del país? ¿Probarse que usted era capaz? —Una vez, cuando estaba en el colegio, charlando con Gus­ tavo del Castillo, vimos unas caricaturas de Naide en El Tiempo, y yo le dije: «Huy, qué berraquera publicar mis dibujos en El Tiem­ po». Eso quería: verlos publicados allí. Pero quizás también ne­ cesitaba probarme hasta dónde podía llegar. Es como echarle los perros a una vieja que uno cree que está fuera de las posibilida­ des de uno, y que ella le pare bolas. ¡Uno no lo puede creer! —¿Le preocupa que lo excluyan? —No he crecido con resentimiento ni complejo de clase. No me importa aparentar. Soy irreverente y saludo a los poderosos y les echo puyas como si nada. Recuerdo que, el año que entré a Semana, estábamos trabajando en vísperas de Navidad. Felipe Ló­pez, que lo puede mortificar a uno mucho con sus comenta­ rios, dijo: «¡Qué tal esta vaina! Yo lleno de plata y trabajando en Navidad. ¿Por qué cree que estoy en la revista un 22 de diciem­ bre?». Yo le contesté sin pensarlo: «Porque no tiene tanta plata». No les he tenido miedo a los poderosos. —También fue a golpear las puertas de El Espectador.

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—Un día vi a Osuna entre un carro y le golpeé en el vidrio. Él se asustó. Le dije que yo era Vladdo, el caricaturista, y le pedí el teléfono y nos hicimos amigos. Además, su hermano, el padre Javier Osuna, a quien yo también conocía, era amigo de mi her­ mano Alfonso por la Javeriana. Por Osuna conocí a Álvaro Montoya, que trabajaba en El Siglo, y a Fabio Castillo y a Aura Rosa Triana, de El Espectador, periódico al que yo iba con algu­na fre­ cuencia. Una vez hice un dibujo que le gustó mucho a Fa­bio, y él se lo mostró a Fernando Cano, el director. Así empecé a cola­ borar en ese periódico: publiqué ilustraciones a color para La Semana Económica y otras para «Internacionales» desde fines de 1987 hasta 1992. Precisamente el día que explotó la bomba en el periódico, yo había salido unas horas antes, pues me había que­ dado hasta la una de la mañana haciendo mis ilustraciones. También publicaba ocasionalmente caricaturas allí, pues, como Osu­na no mandaba dibujos todos los días, otros publicábamos cuando él no salía. —Usted suele decir que Osuna es su maestro. ¿Qué le ha enseñado? —Osuna no se ha propuesto enseñarme nada. Nunca habla­ mos de nuestro trabajo antes de publicarlo. Pero ver la actitud de Osuna, no sólo con las fuentes sino también con los medios donde trabaja, me reforzó algo que siempre he sabido: la impor­ tancia de la independencia. Osuna abrió un camino para que a nosotros los caricaturistas nos respetaran en los periódicos co­ mo periodistas, para que no nos trataran como cuentachistes ni pintamonos. —Sólo después de muchos años de rebuscarse donde le pu­ blicaran, usted empezó a tener suficiente reconocimiento para que lo llamaran de un medio que usted no buscó: la revista Se­ mana. Fue su caricatura de Santodomingo, o del Santo Domi­ nio, como usted lo llama, la que fascinó a Felipe López. —En 1994 estaba en Cali trabajando como director de diseño de El País. Hacía caricaturas para El País y El Siglo. Me llamó Fe­ lipe López por esa caricatura del r-4 que tenía todo hecho por el Grupo «Santo Dominio». Osuna también le había hablado de mí.

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Viene con todo

López me dijo que me fuera a Semana de tiempo completo y con exclusividad. Renuncié, pero, cuando llegué a Bogotá, Feli­ pe había resuelto pensarlo mejor. Al final se decidió y entré no sólo como caricaturista, a hacer la «Vladdomanía» —nombre que le puso Felipe—, sino también como director creativo. —Esa caricatura del Grupo Santodomingo usa un recurso al que usted apela con frecuencia: el de identificar las partes de una persona o cosa con letreros que les cambian el sentido. —Uno, como caricaturista, agarra los mensajes reales que la gente conoce (uno presume que la gente ya vio, oyó o leyó lo que está ocurriendo) y les da el bote y muestra otra cosa. Si la gente no tiene el conocimiento previo de lo que uno está ha­ blando, la caricatura no funciona. Uno entonces hace explícito el doble sentido, y el lector chasquea los dedos y dice ¡pues cla­ ro! y completa la caricatura. Así, por ejemplo, cuando yo pongo a Uribe a decir que él es capaz de asumir sólo su autodefensa, la gente completa la caricatura en el sentido que quiere.

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Visto por dentro

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—¿Cuida tanto las leyendas de sus caricaturas como el dibujo? —Siempre he sentido que esta profesión es buscarle el do­ ble sentido a todo: a las palabras, a los gestos, a los vestidos, a todo. Soy muy juguetón. Soy, además, aman­te del idioma español. Cuido las palabras de mis leyendas para que no tengan errores y sean precisas. Si me falla esta profesión de caricaturista, me me­ to a corrector de estilo. Así, ni modo

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Sorprendidas

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—Los fotomontajes tam­bién son una especiali­dad suya. El primero que en­cuen­tro es un afiche que parodia el de la pelícu­ la Su nombre es peligro, de James Bond, con «Su nombre es Vir­ gilio». Lue­go vinieron más, el de «Cash Marx», cuando la caí­ da del muro de Berlín en 1990, y varios cuando el gobierno de Sam­per. Con Uribe los ha usado menos, pero está ese clásico de «Nacido el 4 de julio». ¿Qué fuerza le da al mensaje el foto­ montaje que no le da el dibujo? ¿Cuáles lo han dejado más sa­tisfecho? —Ese primero de «Su nombre es Virgilio» no es en reali­ dad un fotomontaje, es puro dibujo. Es una parodia. Es el mis­ mo concepto de La mujer del año, un musical de María Cecilia Bo­tero, a cuyo afiche yo le puse a la muerte como la mujer del año. Está también el Forrest Gump que es Uri­be. Ése es muy bueno, modestia aparte, porque es muy acertado. Los tipos se parecen mucho. Simultánea nacional

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Forrest Gump

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—En 1992, usted se fue becado a estudiar diseño en un ins­ tituto adscrito a la imprenta oficial de Holanda. ¿Cómo enri­ queció ese aprendizaje sus trazos? —Ahí fue don­de despegué en el manejo del computador. Hacíamos diseño con un programa que conocí allá y que se lla­ ma Quark XPress, y aprendí muchas cosas teóricas de diseño. He sido el caricaturista que primero y que más ­(se me está sa­ liendo toda la inmodestia que reprimo) les ha metido tecnolo­ gía a los trabajos. Hoy mis trabajos son mitad virtuales y mitad dibujo a mano alzada. —Lo dice su colega Alfín, Álvaro Mon­toya, en el prólogo de uno de sus libros, Vladdografías, que usted es un vanguardista en la tecnología. Pero creo que esas ideas de combinar el dibujo original con afiches de películas o teatro ya las tenía en la cabe­ za antes de la técnica. —Sí, yo lo hacía con fotocopias o sólo con dibujo, y cuando llegó la técnica pude desarrollar mejor esas ideas. Ahora bien, creo que la tecnología, los efectos especiales, deben ser como el perfume: si uno se echa unas goticas, está bien; pero si uno se echa el frasco encima, hiede. Es decir, lo ideal es que la técnica no se note tanto. Hoy en día, muchas partes de mis caricaturas ya están digitalizadas: las tramas de fondo, mi letra en las leyen­ das, algunos dibujos que se repiten. —¿Tener esos detalles digitalizados le permite mantener ese trazo limpio que lo caracteriza? —Eso tiene que ver con mi pereza. Yo trabajo mucho pero soy perezoso en muchos casos. Al contrario de Quino, que hace unos dibujos muy adornados, de cuadros detallados, yo soy del parecer que en las caricaturas lo que no es indispensable sobra. Por eso no pongo paisajes. Descuido el entorno para concen­ trarme más en la ropa, en los detalles de la figura del personaje. —En sus múltiples trabajos de diseño de publicaciones y rediseño de diarios colombianos y extranjeros ­ —El Universo de Guayaquil, El País de Cali, Gatopardo, El Espectador, Soho— trabajó al lado de grandes como Mario García y Roger Black. ¿Qué les aprendió?

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—Ahí descubrí, aunque no suene bien decirlo, que Mario García tiene un talento que sabe vender bien, pero no es un pro­ digio. Llega a un periódico a dar una asesoría y siempre dice que le gusta estudiar la ciudad para diseñarlo. Eso es paja, porque él llega con el mismo diseño a cada ciudad por temporadas. En cam­bio, Roger Black sí es un genio. Es disciplinado, sabe de ti­ pografía como pocos y es francote con los clientes. —Ustedes fueron socios con Black y con el mexicano Eduar­ do Danilo. ¿Cómo trabajaban? —Para Soho o para Gatopardo o para Poder, yo hice los boce­ tos del número cero, los discutimos con Danilo, y luego viajamos a donde Black para que él los revisara. Roger ha creado fuentes y cuida mucho el trabajo tipográfico. Él se va a rescatar lo clási­ co y lo vuelve moderno. Él sí se mete en los archivos del perió­ dico y retoma ideas de ahí para el rediseño. —No sé si es la influencia que ha ejercido sobre usted el ofi­cio de diseñador, pero en sus caricaturas lo veo ensayando di­ ferentes trazos, letras y compo­siciones en diversas épocas. En­tre el 88 y el 90, por ejemplo, le dio por dibujar como un niño; lue­ go aparecen personajes al estilo Fontanarrosa, como salidos de Inodoro Pereyra. ¿Son exploraciones? Favor

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Tío Sam

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Ciclo vital

Nos internacionalizamos

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—Es sobre todo influencia del gran caricaturista venezola­ no Pedro León Zapata. [Saca un libro de Zapata.] ¿Ves? Es­­to es en crayón, esto en tinta, pero luego tienes esto como en acua­ rela. Eso me gusta mucho. A veces, según lo que quiera decir, busco el recurso gráfico que mejor se adapte. Cambio de líneas para dibujar. Lo de los niños era deliberado, quería pintarlo así. —Desde que empezó a publicar sus dibujos expresa usted especial solidaridad con los niños y los pobres. Usted tuvo una infancia difícil y vivió, como la mayoría de los colombianos, con poco dinero. ¿Tendría esa sensibilidad si no fuera así? —Aunque quizás tenga que ver con mi historia, uno, como periodista y como caricaturista, siempre se pone del lado del dé­­bil. Por ninguna razón se justifica el abuso del débil por el fuerte. Los adultos dicen que es por el bien de los niños que los aban­ donan o les pegan, y que eso les duele más a ellos. No es cier­to: eso les duele más a los niños. Desamparados y emparamados

Colombia tierra querida

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Sólo promesas

Empobrecimiento ilícito

Lo de siempre

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—Algunos caricaturistas han creado personajes permanen­ tes para contar sus historias políticas: Osuna creó a la monja, a Lilín y a otros; Antonio Caballero tiene a su ganade­ro y a su ama de casa; Fonta­narrosa, a Boogie, etc. Sin contar a Aleida, que no es po­lítica, no tiene usted perso­najes permanentes. Sólo en­con­ tré un viejito bogotano en sus primeras caricaturas de La Repú­ blica y El Siglo, pero luego no lo vi más. —Siempre los carica­turis­tas soñamos con un personaje que la gente identi­fique con nosotros y que tenga conti­nuidad. Sin embargo, empecé a dibujar al viejito y no quedé muy conten­to. Se llamaba don Cándido de Veras, para burlarme de los De Pombo, de los De Brigard. De pronto lo resucito. Uno no sabe. Interrogantes

Don Cándido de Veras

—Es como si sus personajes favori­tos fueran los pro­pios pre­ sidentes de la Re­pública. A varios de ellos los caracterizó con un grafismo. Por ejemplo, las gotas de sudor de Barco, que vuelan y que luego se vuelven estrelli­tas bailando sobre su cabeza. Me impresiona la fuerza de ese símbolo para representar una cabe­ za perdida, porque sólo después afloró el Alzheimer de Barco. ¿Cómo concibió usted ese símbolo y cómo fue evolucionando?

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Frustración

Contra su voluntad

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Insiste él

Siempre dudando

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—¡Es que yo le veía las estrellitas a Barco! Yo que­ ría mostrarlo como un au­ tista, co­mo en la luna, co­ mo perdido, porque así lo percibía. En esa época no estaba en el circuito social ni político, como lo estoy hoy, así que no sabía más de lo que veían los demás. —César Gaviria fue siem­pre niño en su versión de la historia y a veces te­ nía un lápiz en la oreja. Es cierto que era joven, pero tenía amplia experiencia. ¿Por qué lo pintó así? —Fue el Presidente más joven en mucho tiempo en Co­ lombia. Era sólo la edad. Incluso le decía «Cesar­dino». —Quizás la imagen del presidente Pastrana que per­durará en el tiempo es la que usted creó de él metido en un saco que le queda enorme. La primera caricatura que encuentro con esa Dizque no

A César lo que es de César

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American Way

Qué más quieren

Vladdo critica los decretos que sacó el gobierno de Gaviria para que los narcotraficantes se sometieran a la justicia.

figu­ra naciente —el saco no era tan grande ni la cabeza tan pe­ queña— es del 1o de no­viembre de 1998, apenas tres meses des­ pués de que se posesio­nó como Presi­dente. Sim­boliza su peque­ ñez frente a la potencia de Es­ta­dos Unidos. ¿Lo pensó así desde el principio, o el personaje solo se fue achicando entre esas ropas? —No fue algo delibe­ra­do. Salió una primera vez, y Álvaro Montoya me dijo que yo por qué pintaba a Pastra­na así, y, expli­cándo­le, me vi diciendo: «Es que esta vaina le quedó grande». A partir de ahí me di cuenta de que ésa era su mejor caricatura. Nora [de Pastrana] me decía que a ella no le importaba que la pintara como una Barbie, pero lo que sí no aceptaba era que pintara a Andrés con esa ropa tan grande. —No veo, paradójicamente, un mensaje gráfico tan claro, de un solo símbolo, para caracterizar a los dos presidentes con­ tra los que usted ha sido más feroz, Ernesto Samper y Álvaro Uri­be. A Samper siempre le cuestiona la moral y a Uribe el mi­

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Los tres días que cambiaron al mundo

A contratiempo

Semana, 1998.

Todo está en juego

Semana, 2002.

El alto mando

Así vió Vladdo en Semana el día en que «Marulanda», jefe de las Farc, dejó metido al presidente Pastrana cuando se iniciaron los diálogos de paz en el Caguán, 1998.

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La Venus de Milo

litarismo, pero eso está más en las le­ yendas de las caricaturas que en los símbolos gráficos. ¿Les ve demasia­ dos defectos para resaltar uno solo? —Sí. Yo creo que, de alguna ma­ nera, tienen tantos problemas, es­ tán metidos en tanto bollo, que no es fácil agarrarles una sola cosa que los identifique. Lo que hice con Uri­ be, después de que se salió de la ropa cuando perdió el referendo, fue po­ nerle la aureola de santo remendada. Quería cuestionar esa idea que tenía la gente de que era un santo. El poder

No es fácil convertirse en uno de los caricaturistas más celebrados por el público y mantenerse alejado del po­ der. Vladdo se ha ganado su fama por el enorme empeño que ha puesto en abrirse campo en un país donde las herencias y los padrinazgos pesan aún demasiado. Tam­ bién porque ha demostrado su independen­cia. No ha dudado en defender su libertad, aun sacrificando preciadas oportunidades. Al mismo tiempo, sin embargo, esa popularidad lo ha acer­ cado mucho al poder, y él parece disfrutarlo. Figura casi siempre entre los invitados del jet set criollo. Su visión de lo que acontece y de las decisiones que se toman en los centros políticos o econó­ micos ya no es la de un observador externo, que mira con ojo dis­ tante. Ahora él es parte de éstos. Trata personalmente a los pro­ tagonistas de la política en reuniones y fiestas en las que departen juntos. Si quiere hablar con alguno de ellos, sólo tiene que marcar su celular, y es muy probable que le respondan agradados, incluso aquellos con quienes ha sido más demoledor en sus dibujos.

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Frases de campaña

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Puede ser que estar mejor informado y ver los acontecimien­ tos desde un balcón privilegiado le permitan ser más agudo en sus burlas. También es probable que capte mejor los gestos y fi­ guras de los poderosos si los ha visto actuar en persona. Ésos son sus argumentos para justificar su intensa actividad social. Por ahora han resultado ciertos. Sus caricaturas, nada com­ placientes con el poder, hablan más fuerte que cualquier cues­ tionamiento que pudiera hacérsele. También, desde comienzos de 2006 empezó a producir Un Pasquín, periódico mensual que él mismo escribe en gran parte, ilustra, produce y distribuye a cinco mil personas. Lo definió como el periódico de la «o», de la oposición, en contraste con el partido de la u, del uribismo, y lo proclamó «políticamente incorrecto». Lo financia casi todo de su bolsillo, y es quizás la publicación más radicalmente an­ tiuribista de las actuales. —Quizás su más costosa pelea con el poder fue cuando em­ pezaba su carrera. Usted estaba feliz de publicar en El Tiempo, pe­ro un día se dio cuenta de que el director había cambiado la le­yenda de su caricatura, dándole un sentido muy diferente al original. —En julio o agosto de 1987 llevé una caricatura de un muñe­ co que leía el diario, y el titular era uno real del periódico: «Ame­

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nazadas las playas de Cartagena». Le puse de remate la leyenda: «Ni que fueran jueces». Eran los tiempos en que el narcotráfico asesinaba jueces todos los días. Al otro día la vi publicada con la leyenda cambiada: «Hasta dónde se mete el m-19». Me fui fu­ rioso al periódico a protestar. Don Hernando [Santos], sorpren­ dido, dijo que él siempre cambiaba las leyendas de las caricatu­ ras y no pasaba nada. Le exigí rectificar. Santos aceptó publicar la rectificación, pero me dijo que, si lo hacía, no podría publicar más mis caricaturas en su diario. Yo no cedí, y me fui. Me de­ cía a mí mismo: «¡Cómo me pasa esto! Lo que más quería era estar en El Tiempo y, cuando lo logré, me tocó irme». No hice mucha bulla. Después me en­trevistaron en Semana sobre el in­ cidente, y por eso se supo. —Vivió otro episodio parecido en Semana, pero con final feliz. —Felipe me colgó una caricatura en pleno Proceso 8.000. Hice un fotomontaje del afiche de la película Duro de matar y pu­se a Samper con una leyenda que decía «Duro de tumbar». Feli­pe quería cambiarle la leyenda. Yo no transé. O todo o na­da. Así que no salió nada. Me fui un mes de vacaciones. Al regresar de vacaciones, siendo yo empleado de Semana, Felipe no se deci­ día a reanudar la publicación de la «Vlad­domanía». Al fi­ nal me fui a la re­vista Dine­ ro y le pregunté a su direc­ tora, Fa­nny Kertz­man, si me recibía allá, y ella dijo que sí. Cuando le insinué a Feli­ pe que po­­dría irme de la re­ vista, me dijo que siguiera, y acordamos que él no volvería a ver las caricaturas antes de pu­blicarlas, así no inten­ta­ría cambiarlas. Arreglado el pro­­blema. Y así ha funcionado hasta la fecha.

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—¿Ha tenido otros líos con poderosos? —Algunos roces meno­res. Cuando capturaron a Gil­berto Rodríguez Orejuela, puse en la caricatura el titular de la noti­ cia y al entonces contralor, David Turbay, diciendo: «¿Hay pe­ ligro de que confiese?». Él estaba siendo investigado en el Pro­ ceso 8.000, pero aún no lo habían condenado. Me contaron que me iba a poner una tutela, pero desistió. Otro que se disgustó conmigo fue el general Bonnet, a quien no le gustaba que lo pin­tara de dientes volados y gafas oscuras. Se mandó arreglar la bo­ ca y se puso gafas claras. Perdió esa platica, porque lo seguí pintando igual. Otra vez puse al presidente de Argentina, Carlos Mé­ nem, diciendo: «Che, yo no entiendo por qué nunca nos invi­ tan a las reuniones del g-7, si somos la primera prepotencia del mundo». El agregado de prensa de la embajada envió una carta de protesta. Reacciones contraloriadas

El contralor David Turbay, investigado en el 8000, reacciona ante la captura del narcotraficante Rodríguez Orejuela.

—Usted nunca ha dejado de burlarse de los narcotrafican­ tes y los mafiosos. Incluso creó un personaje de gafas negras que los simboliza. Sé que no le gusta contar, ni se queja de presiones indebidas, pero entiendo que sí le han enviado mensajes intimi­ dantes. ¿Ha tenido miedo?

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Al general Bonnet nunca le gustó que Vladdo le pusiera gafas oscuras y dientes volados.

—No pienso en el miedo porque no podría hacer nada. —¿Lo han amenazado? —Al blog me llegan insultos. Una vez recibí un mail perso­ nal amenazante, dicién­dome que me fuera del país. No pienso en eso ni le doy importancia porque no quie­ro autocensurarme. No es por valiente, sino para trabajar tranquilo. —Es decir, por cobarde. —Sí —se ríe—. ¡Me da pánico sentir miedo! Bueno saberlo

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Se busca

—Su más reciente episo­dio de voluntarismo es Un Pasquín ¿Este pe­riódico es para «joderle la vida al Presidente», como les dijo a unos estudiantes hace poco? —Creé y lancé Un Pasquín en un momento en que estaba harto de tanta pleitesía con el gobierno. Me ofendía. Uno tiene que poder decir estas vainas que pasan y que la prensa no re­ coge. Llamé a unos compinches que me colaboraron sin cobrar nada. Es una tarea de cívica. Como la libertad de expresión en Colombia es privada, uno tiene que tener su propio medio para poder decir lo que quiere. —¿No dice más y mejor y llega más lejos con su «Vladdo­ manía» que con este Pasquín, que, como lo dice su nombre, es algo panfletario y trae demasiada opinión y poca información? —En un medio común y corriente no hubiera podido sa­ car una entrevista como la que le hice a Michael Frühling, re­ presentante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas pa­ ra los Derechos Humanos en Colombia. Dijo que era la mejor

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entrevista que le habían hecho, según supe luego. Publiqué una investigación sobre Avantel, y nadie rectificó a pesar de las de­ nuncias. Entrevisté al presidente Uribe, y dijo cosas que no ha­ bía dicho anteriormente. Pero nadie recogió nada de esto. Eso me ratifica que Un Pasquín vale la pena porque otros medios no publican lo que yo publico aquí. Ahora sale Un Pasquín más hu­ morístico, con Boogie el Aceitoso, de Fontanarrosa, y otras co­ sas de mamadera de gallo. Pero yo quise que, en el primer año, Un Pasquín se posicionara como una publicación seria, de opi­ nión si se quiere, aburrida. Seguirá siendo una publicación polí­ tica y deliberadamente sesgada de oposición. —¿Cómo maneja la presión de la popularidad de Uribe, siendo tan antiuribista? —Recibo insultos tremendos por mis caricaturas contra Uri­­be en Semana. Su imagen se ha ido desinflando. Creían que uno era un loquito, pero ahora, con el destape, ya se ve que en algo tenía razón. Desde su primera campaña puse su imagen como si tuviera una pistola, lo rotulé como Mesías y me inventé la pala­ bra «furibistas» para definir a sus seguidores acérrimos. —También le fue adornando el Palacio de Nariño, en esa sección de «Vladdomanía» que nació durante el gobierno de Pas­­ trana: el Palazzo Presiden­cial. Cuando se empezó a hablar de

Vladdo le cambia el sentido a una frase del presidente Uribe al asociarla con los políticos uribistas investigados por la parapolítica, Semana , 2007.

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Cuando se habló de reelección aparecieron las columnas para el segundo piso.

Cuando Uribe fue reelegido, el palacio se volvió castillo de dos pisos.

Cuando el escándalo de la empresaria del chance, «La gata» Vladdo la puso en el tejado.

Cuando vinieron las denuncias contra uribistas involucrados en la parapolítica, Vladdo recordó el elefante símbolo de la infiltración de narcodineros en la campaña de Samper.

Ante la noticia de que Uribe le haría el guiño a su pupilo Andrés Arias como su posible sucesor, Vladdo puso un altillo con el nombre «Uribitwo». Arias, minis­ tro de Agricultura, es apodado «Uribito» por emular al Presidente.

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reelección, usted comenzó a levantar las columnas del segundo piso del palazzo, y, cuando se destapó que una polémica dueña de negocios de chance apodada «la Gata» le había donado cien millones de pesos a la campaña de Uribe, usted pintó un gato en el tejado. ¿Por qué detesta a Uribe? —No es que lo deteste, pero estoy convencido de que es fal­ so, hipócrita, desfachatado. Que todo lo calcula y lo hace tras bam­ balinas. Y la gente está engañada y le cree. —Por su postura tan radical contra Uribe fue tan cri­ticada esa imagen que circuló de usted en una fiesta con Uribe, en la que él montaba a caballo alrededor suyo. Era como la caricatura en vivo que Uribe hizo de usted. ¿Có­mo se prestó para eso? —Fui al cumpleaños de Gabriela Febres-Cordero, la espo­sa de Luis Alberto Moreno, que es mi amiga, a una finca en Rio­ negro. Acepté ir pese a que sabía que iba a estar Uribe y, desde que llegó a la fiesta, le eché puyas todo el tiempo. Al final, el Pre­ sidente me puso en el centro del ruedo y me dio la vuelta con el caballo. Fue algo espontáneo que se dio así. Yo no podía hacer nada. Decir que no, era romper el protocolo de la reunión, y eso es algo que yo no hago. A estas alturas del juego, la gente sabe que yo no me descresto tan fácilmente. Los medios le pusieron mucha tiza a eso, creyendo que, a partir de ahí, mis caricaturas iban a cambiar frente al Presidente. —¿No corre el riesgo, al acer­carse tanto a los círculos de po­ der, de que le pasen esas cosas? —Depende mucho de cómo se relacione uno con ese círcu­ lo. No dejo que se metan en mi vida privada y me encargo de rea­firmar mi independencia. Por ejemplo, hace dos años, Pon­ cho Rentería invitó a unos periodistas a ver un partido de la Se­ lección Colombia en su casa, donde yo nunca había estado an­ tes. Se suponía que era un grupo de seis periodistas o algo así. Al llegar, había como veinte personas, todas del jet set. Y un mi­ nuto después llegó Ernesto Samper, cosa que me ofuscó, por­ que a mí no me habían avisado que él iba. Así que de inmediato abandoné la reunión. No voy a ayudar a reencaucharlo. Tengo

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Inmutable

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muy pocos amigos entre los políticos. Para mí, amigo es el que le cubre a uno el sobregiro de fin de mes, es al que uno le cae el domingo a almorzar sin avisarle. Y ninguno de ellos entra en esa categoría. —Ponerse en la postura de moralista siempre es difícil. Im­ plica que uno se siente bueno y mira a los otros como malos. —Nunca me he sentido me­­jor o peor que nadie. Sim­ple­men­ te, hay cosas que pasan y que no se pueden ignorar. Son inocul­ tables. No hago caricaturas sobre rumores. Pero cuando hay al­ go demasiado pro­­tuberante de inmoralidad, hay que decirlo. Limpieza monumental

Reacción oficial

—Eso lo ha pensado des­de muy joven, ¿no? En el colegio ya tenía usted una posición política fuerte, e incluso hizo carica­ turas críticas del Estatuto de Seguridad del go­bierno de Turbay. —El Inem era como una Uni­versidad Nacional chiquita. Cuando había paros o protestas, nos mandaban tanques y poli­ cías que entraban al colegio. Hicimos en mimeógrafo un perió­ dico llama­do El Humanista. En sexto de bachillerato publiqué allí unas caricaturas que armaron un tierrero. Una era Turbay en medio de huesos y torturas, y debajo decía: «En Colombia se respetan los derechos humanos»; y la otra era del rector en una playa diciendo: «Estamos haciendo lo posible para liberar a los estudiantes presos».

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Dibujos de Vladimir Flórez cuando era estudiante en el Inem de Kennedy en Bogotá. Su compañera de curso Janeth Suárez todavía los conserva.

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—¿Lo ha alejado del colombiano típico el mundo de los po­ derosos donde se mueve ahora? —Yo soy de provincia. Soy un colombiano común y co­rrien­ te, que fue a escuela pública. Hoy me muevo en un mundo dis­ tinto pero he tenido el cuidado de no comerme el cuento. De no perder el polo a tierra. Hoy me saludan y me invitan. Mañana de­jo de estar en Semana y ya no me van a invitar mucho. —Sin embargo, usted ya es famoso… ¿Eso no lo ha cam­biado? —Si comparo mi posición de hoy con la que tenía hace vein­ te años, sí, mi trabajo es más conocido y comentado. En mi vida personal ha habido una transición. Pero no me gané la lotería. Em­pecé a trabajar en esto hace tiempo. Tuve suerte y mi traba­ jo hizo el resto. He vivido muchas experiencias que vive un co­ lombiano que pasa de la provincia a la capital, que pasa del ano­ nimato a ser conocido, que creció con privaciones y ahora vive cómodamente… Tengo, por eso, una visión completa de la co­ lombianidad. No es lo mismo criticar el poder si uno no lo cono­ ce por dentro. —Algunos ven, en ese orgullo que usted tiene de haber he­ cho algo con su vida, una suerte de pretención… —Más que pretencioso, soy ambicioso. Claro que estoy or­ gulloso de haber llegado a donde estoy hoy, sin herencias, sin títulos de grandes universidades, sin papás que me pagaran na­ da. Estoy satisfecho, pero no conforme. Puedo y quiero llegar a más. No es asunto de plata. Es que siento que puedo hacer más cosas. —Según Luz Myriam, su hermana mayor, de niño usted de­cía que, cuando fuera grande, quería tener harta plata para po­der montar en avión todo el tiempo. Hoy vive parte del año en Miami, y lo invitan tanto a dar conferencias o asesorías que viaja mucho, monta en avión todo el tiempo. —No sabía que había dicho eso de niño, pero se me cum­plió el sueño. Ado­ro viajar. Yo no tengo plata ahorrada porque la he gastado en viajes.

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—¿Está satisfecho? —En una época, hace tiempo, antes de que nacie­ra Sofía, me decía: «Si me muero hoy, me muero tran­quilo». Era una for­ ma de satisfacción que tenía con lo que me dio la vida. No la des­ perdicié. Lo más du­ro que me ha pasado en la vida nunca me ha llevado a situaciones extremas de desesperación: fumar basuco tres días o emborracharme un mes. Sin embargo, desde que na­ ció Sofía siento que tengo que vivir por lo menos hasta que ella termine la universidad; no la puedo dejar a la deriva, ni perder­ me su juventud ni su preparación para la vida. —A lo largo de su carrera ha publicado muchas caricaturas sobre la violación de los derechos humanos y el paramilitaris­mo, pero también contra la violencia guerrillera ¿No se siente des­ alentado a veces de repetir la misma historia tantos años? —Es cierto. He pensado en estos días sacar una «Vladdo­ma­ nía» con caricaturas viejas que podrían publicarse hoy y se­rían perfectas para contar lo que pasa. A veces también siento que debería publicar un solo cuadrito de «Vladdomanía» y dos páginas de «Aleida». Es más fácil pensar sobre amor y sexo que se­ guir comentando la miseria de la situación en la que nos se­ guimos moviendo. Aleida es un solaz. Casos aislados

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El sino rutinario

Innecesaria la crisis de Estado

Estas caricaturas de Vladdo de los ochenta siguen vigentes hoy.

Sin protocolo

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Década de guerra

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Aleida

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La pasión que no es

—¿Qué le indigna más: la impunidad o la indiferencia fren­ te a la violencia? —Yo hago un esfuerzo constante para que la gente no asu­ ma la violencia como rutina. La forma como los medios cubren el conflicto lo vuelve algo cotidiano. Si El Tiempo o la televisión no le dan importancia a un hecho, así lo asume todo el mun­ do: la policía, los fiscales, los jueces. Ahí empieza la cadena de la impunidad. En cambio, si Julio Sánchez u otro periodista importante magnifica un hecho porque le pasó a un amigo, se vuelve un propósito nacional hacer justicia. Esa manipulación del poder que hacen los medios es el comienzo de la indiferen­ cia y de la impunidad. —¿Piensa que su voz es muy solitaria? —Yo sí siento que soy una voz demasiado solitaria. La gen­ te lo considera a uno un amargado, un pesimista, que no ve na­ da bueno. Pero ¿qué le hacemos? Uno advierte, critica, ésa es la tarea del periodista.

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Este libro se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Nomos Impresores, en el mes de diciembre de 2007, Bogotá, Colombia.

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