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Los espectros de la guerra Por Lisa Farrell —No todas las preguntas tienen una respuesta perfecta, pero todas las respue

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Los espectros de la guerra Por Lisa Farrell —No todas las preguntas tienen una respuesta perfecta, pero todas las respuestas tienen una pregunta perfecta. -Shinsei

Toturi se despertó al oír un chillido estridente, como el grito de algún espíritu afligido. Se sentó, frío a pesar del calor veraniego de la habitación, pero el sonido se detuvo abruptamente mientras se incorporaba. Estaba solo entre las sombras, trémulas formas a la luz de la luna que se colaba por el biombo. Su espada descansaba en el atril junto a la puerta, pero no la cogió. No se oía ningún ruido, excepto el zumbido lejano de los insectos en el exterior, ni tampoco había ningún movimiento. El aullido era ya un recuerdo, quizás parte de un sueño. Puso una mano a su lado sobre la estera y se dio cuenta de que estaba fría. ¿Dónde está Kaede? Se levantó en silencio, se puso su túnica y se dirigió hacia el panel: su instinto le decía que ella estaba allí. Apartó el panel a un lado, revelando una extensión de color plata y gris. Una solitaria figura estaba sentada en el porche, con el cabello negro colgando suelto por la espalda. Su kimono blanco brillaba a la luz de la luna, como si fuese un fantasma. —Kaede —dijo—, ¿estáis bien? No se giró, así que Toturi se adelantó y se sentó a su lado, cruzando las piernas. Era la cuarta noche que no podía dormir. Desearía haberse despertado, como lo había hecho las veces anteriores, y haberla abrazado. No tiene por qué enfrentarse sola a sus problemas. Kaede permaneció inmóvil, con la cabeza inclinada y el rostro parcialmente oculto por el cabello. Incluso el aire estaba en calma, y ofrecía poco alivio ante el calor. Ella parecía estar escuchando; no a él, o al continuo chirrido de los grillos, sino a algo más allá. —Kaede. Colocó una mano muy suavemente sobre su hombro, sorprendiéndola. —Toturi, perdonadme. 11

Se volvió para hacerle una reverencia, y mientras se erguía sobre sus talones de dio cuenta de que tenía el rostro sereno, aunque pálido. Le brillaban los ojos, pero no vio ninguna lágrima, ninguna señal de que el sonido antinatural hubiera provenido de ella. —¿Estabais soñando de nuevo? —preguntó en voz baja, consciente de que una conversación a aquellas horas podría llamar la atención. —En cierto modo. —No habéis entrado en el Reino del Vacío. —No, esposo. Sin embargo, en mis sueños... no viajo a Yume-dō, pero de todos modos, mi alma deambula. Los he visto: espíritus caminando por los campos, en busca de algo. Debo ir a verlos. —Hablemos dentro —dijo Toturi, antes de que pudiera decir algo más. Ella obedeció, regresando con él al palacio del Campeón Esmeralda. Cerró la pantalla contra la oscuridad y encendió una lámpara, mientras ella se acomodaba sobre las esteras de tatami. Le habría traído té si no hubiera tenido miedo de dejarla sola. —Debo partir al amanecer —dijo ella, mientras él se arrodillaba ante ella—. He de ir a Toshi Ranbo. Esa ciudad también atormentaba sus sueños, aunque por razones diferentes. El recuerdo de su hermano era como un fantasma, y Agasha Sumiko planteaba en cada reunión el tema del destino de la ciudad. —Quizás no son más que sueños —intentó tranquilizarla—. Vuestro sueño no se vio afectado hasta que recibisteis la carta de vuestro padre. Vuestros pensamientos están plagados de espíritus… eso es todo. —Cuatro noches —susurró—. Y esta vez, vi una cara. —¿La cara de quién? —No estoy segura —se mordió el labio, sus ojos distantes. Toturi esperó, pero no la presionó. —Nuestros shugenja deben partir de inmediato —dijo ella—, con o sin mí. ¿Habéis aprobado la petición de mi honorable padre? —Daidoji Uji ocupa actualmente la ciudad —explicó él—. La Grulla de Hierro podría ofenderse ante las afirmaciones de que sus shugenja no han conseguido apaciguar a los caídos. Por eso me he visto obligado a rechazar la petición Fénix. —¿Esto lo habéis decidido vos? Toturi asintió, aunque aún albergaba dudas. Ella no cuestionó su decisión, pero se quedó mirando pensativamente al suelo durante un largo rato. —Entonces iré sola —dijo al fin—. No puede ofenderse ante un único visitante. Tendrá que dar la bienvenida a la esposa del Campeón Esmeralda. —No —dijo Toturi—. Os prohíbo que vayáis. El canto de las cigarras era lo único que llenaba aquel silencio. Eres demasiado valiosa como para arriesgarte. Su rostro permaneció inmóvil. —Como deseéis, esposo. Kaede hizo una reverencia formal y se marchó. Pero el hombre no fue capaz de dejarla partir con sus palabras como único punto de contacto entre ellos. 22

Y entonces, tomó una decisión. —Iré yo —dijo—. Iré a Toshi Ranbo, y me aseguraré de que los espíritus estén en paz. Ya se lo había planteado antes, pero ahora no le quedaba otra opción. Era la única forma de satisfacer a los Fénix sin ofender a los Grulla. —Gracias —dijo ella con voz temblorosa. Sintió un dolor en el pecho al verla tratar desesperadamente de mantener el control. —Estáis agotada —dijo—. Tratad de dormir. Ella no le dejó aquella noche, y durmieron con la lámpara encendida.

Toturi apretó el sello con suavidad, y plasmó sobre el pergamino la imagen del crisantemo Imperial en verde esmeralda. El peso del sello en la mano le seguía resultando extraño y engorroso, como también lo era el poder que simbolizaba. Poder concedido por el Emperador, el propio Hijo del Cielo, y todo lo que hacía falta para ejercerlo era dejar su marca en un papel y cambiar el destino de un samurái, de una familia, de todo un clan. No era algo que debiera hacerse a la ligera. Observó cómo se secaba la pasta de color esmeralda. Brillaba ligeramente a la luz del sol que se filtraba desde la pantalla que se encontraba a su lado, como la piedra preciosa molida que se había utilizado en el pigmento. Apartó el pergamino con un suspiro; tenía muchos más que leer y considerar. —La Campeona Rubí ha llegado —dijo la sirvienta. El resto tendría que esperar hasta su regreso. Toturi limpió cuidadosamente el sello y lo volvió a colocar en su caja antes de asentir para indicar que estaba dispuesto a recibir a Agasha Sumiko. La guerrera Dragón cruzó el umbral y se inclinó profundamente. Al sentarse, reveló el rostro impasible de siempre, pero sus mejillas estaban sonrojadas y su cabello inusitadamente desordenado. A menos que hubiese estado entrenando con el kimono que llevaba puesto, se había tomado muy en serio el mensaje de que se trataba de un asunto urgente. —Campeón Toturi, la sirvienta me hizo suponer que mi presencia era requerida de inmediato. Sus palabras fueron muy educadas, pero el énfasis en la palabra “Campeón” sonaba forzado. —Sumiko-san, gracias por venir con tanta rapidez. Deseaba hablar con vos antes de irme, y partiré pronto. Hasta mi regreso, podéis actuar con toda mi autoridad.

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La expresión de Sumiko se mantuvo serena, su mirada sobre la estera ante ella, pero su respuesta traicionó su sorpresa. —Por supuesto —dijo ella—. Pero, ¿adónde vais? —Voy a perseguir fantasmas —dijo, y en esta ocasión la mujer fue incapaz de contenerse durante un instante, y sus ojos se encontraron con los de él. —¿”Fantasmas”? —Mi esposa se ha visto asediada por sueños acerca de Toshi Ranbo —le dijo—. Desde que oyó los rumores sobre espíritus inquietos más allá de sus murallas, sus pensamientos se han tornado inquietos. Solicitó ir ella misma e investigar la posible perturbación, pero no puedo permitir que viaje. En este momento, su salud es delicada. Se detuvo cuando el viento hizo crujir los pergaminos de la mesa situada junto a él. Teniendo en cuenta el asentimiento de Sumiko, probablemente había adivinado sus motivos. Hotaru no hubiese buscado la guerra de haberse quedado en la ciudad como Campeona del Clan de la Grulla, pero no conocía lo bastante al daimyō Daidoji como para poder predecir sus acciones. Ya se vislumbraba el peligro de una guerra entre los clanes del León y la Grulla, y entre el León y el Unicornio. Toturi no permitiría que los pacíficos Fénix se viesen arrastrados también al conflicto. —Mientras esté allí, hablaré con el general Daidoji y determinaré sus intenciones. Espero encontrar una forma de salvaguardar el destino de la ciudad, sin necesidad de una guerra. —Espero que vuestra esposa vuelva a sentirse fuerte pronto, Campeón —dijo Sumiko—. Me alegro de que os haya convencido de que actuéis, aunque yo no pudiera. Incluso ahora, Sumiko cree que no la escucho. No había nada desafiante en su conducta, sólo en sus palabras. Pero el movimiento de su cabello al viento hacía que su quietud pareciese forzada. Durante toda la vida de Toturi, habían confundido su comportamiento reflexivo por inacción, o peor aún, por indiferencia. Esperaba que Sumiko lo entendiese, pero no todos los samuráis Dragón tenían la paciencia de los monjes. Tal vez si la hubiese tenido no habría llegado nunca a su posición actual en la capital, donde vivían pocos Dragón. —No pudisteis persuadirme de que tomase la ciudad en nombre del Emperador y en contra de sus deseos —le recordó Toturi—. Eso no significa que desee ver una guerra entre clanes. Toturi echó un vistazo a la caja lacada que contenía el sello de su cargo. Haría falta una demostración de su confianza para ganarse la de ella. Él no estaría lejos mucho tiempo; no podría deshacer todo su trabajo en tan poco tiempo, aunque deseara hacerlo. —Toshi Ranbo está en los pensamientos de muchos —dijo Sumiko, reclamando su atención—. Se rumorea que se han encontrado nuevas minas cerca de la ciudad, vetas de gemas descubiertas hace poco. La posibilidad de encontrar jade tentaría hasta a los Cangrejo. ¿Por qué no me lo ha dicho antes? No puedo escuchar si no me habla. —El conflicto entre los Grulla y los León —dijo Toturi, su tono cuidadosamente neutral— ya ha causado bastantes conflictos. Luego estaba la petición Unicornio que habría puesto a la ciudad bajo el control Imperial....y bajo la influencia Escorpión. Y ahora los Cangrejo también van a querer tener voz en el destino de la ciudad. 44

Sumiko no dijo nada. Quizás no confiaba lo bastante en él como para hablar con franqueza. Tal vez debería haberla invitado a beber sake alguna noche, como hizo Kitsuki Yaruma. No era posible forzar la confianza de una larga amistad, pero Toturi necesitaba su apoyo en el nuevo cargo. —Sumiko, durante vuestros encuentros con el embajador del Clan del Dragón, ¿os ha dado alguna razón para suponer que vuestro clan se interese también por la ciudad? —Mi señor, fue una visita entre amigos. Hablamos de cosas triviales mientras bebíamos sake. Hablamos de casa, del tiempo. No hubo ninguna mención a Toshi Ranbo —se detuvo, sin responder a una pregunta. No le habló de los rumores que había oído; no eran más que rumores. Piensa que dudo de su lealtad, pero también debe ganarse mi confianza. Había quién cuestionaba su propia lealtad al Imperio, y aún tenía que probarla. —Desde la petición Unicornio —empezó—, la cuestión del gobierno de Toshi Ranbo ha sido objeto de discusión en todo el Imperio. Es una ubicación militar estratégica para el conjunto del norte. El destino de la ciudad me preocupa mucho, y ahora que hasta mi propia esposa... Toturi se detuvo antes de seguir. No le iba a contar a Sumiko todos sus temores. —Hasta que regrese, podéis actuar con plena autoridad —repitió—. Mi partida no es un secreto, pero preferiría que tampoco se convirtiera en la comidilla de la corte. Que todo continúe funcionando sin interrupciones, como si yo siguiera aquí. Y más vale que Matsu Tsuko no se entere hasta que regrese. —Gracias, Campeón, así se hará —hizo una pausa— ¿Puedo daros un consejo? —Toturi asintió—. Por favor, hacedlo. —Aseguraos de cabalgar ataviado con la armadura de vuestro cargo, u os matarán antes de que lleguéis a las puertas. Los Grullas de Hierro no vacilarán en actuar si os aproximáis con los colores León. ¿Se cree que soy tan estúpido como para ir de marrón? —No quiero que parezca que voy a la batalla —dijo—. Sólo me llevaré una pequeña compañía. —¿Seguís sin tener la intención de asumir el control en nombre del Imperio? —El Emperador no lo desea —dijo, en un tono que esperaba que fuera definitivo. —Pero es posible que el Imperio lo requiera. —No puede haber distinción —dijo Toturi, pero no la reprendió. No deseaba que todas sus conversaciones terminaran en discusiones. Cogió la pesada caja y le entregó su sello para que lo guardase, aunque sintió que el gesto había quedado deslucido a consecuencia del giro que había tomado la reunión. Sumiko lo recibió educadamente. Sin duda el peso le resultaba más familiar a ella que a él, ya que había estado bajo su cuidado tras la muerte de su predecesor. —Hasta que volváis —dijo ella. Toturi asintió, listo para despedirla, pero ella continuó. 55

—Campeón, espero que encontréis lo que buscáis —dijo ella—. Pero me temo que estáis buscando la respuesta perfecta. A veces no hay ninguna, y aun así deberéis tomar una decisión.

Cabalgó a través de la bruma estival, sudando bajo la armadura de acero lacado y cuero del Campeón Esmeralda. Los cascos de su caballo removían el polvo del camino, y las moscas zumbaban en ociosos círculos alrededor de su estoica cabeza. Pronto aparecería en el horizonte la silueta de Toshi Ranbo, una ciudad amurallada con el escarpado santuario de Bishamon elevándose por encima de las murallas hasta arañar el cielo. ¿Se abrirán o cerrarán las puertas cuando él se acercase? En otra vida, podría haber venido como guerrero León en busca de venganza. Arasou había muerto fuera de aquellas puertas víctima de la guerra, y su muerte no había proporcionado una victoria a su clan. Tsuko quería que Toturi reconquistase la ciudad en nombre de su hermano, pero a él no le parecía que hubiese honor que ganar en asolar Rokugán con una guerra innecesaria. Su pequeño grupo de viajeros, cinco asistentes escogidos entre los magistrados Esmeralda, se encontraron a la vista de las murallas de la ciudad al doblar el camino. Las puertas de Toshi Ranbo permanecieron cerradas, y la única señal de vida eran las aves que revoloteaban sobre ella como copos de ceniza oscura flotando al viento. En la muralla habría oteadores, esperando a ver qué haría el Campeón Esmeralda. Toturi no se acercó a las puertas. En lugar de ello, hizo una señal para que su compañía esperase, y se dirigió a caballo desde la carretera hacia lo que había sido un campo de batalla. El campo se había convertido en un prado florido, con puntos amarillos que se movían con la brisa, como pequeñas linternas funerarias flotando en el verde mar de hierba. Frenó a su caballo y desmontó. Lo único que se oía era el canto de las cigarras. Los Grulla habían sido muy eficientes en sus intentos de purificar el campo de batalla y limpiar cualquier rastro de muerte. No habrían descuidado los ritos por los caídos. Su hermano había recibido todas las debidas ceremonias, y estaba seguro que Tsuko también había cumplido con sus obligaciones para con los difuntos. No debería haber espíritus ligados a este lugar. Se giró hacia el oeste y recitó una silenciosa oración por los muertos, haciendo los rápidos movimientos del mudra de la espada en el aire con los dedos, tal y como le habían enseñado en el monasterio, para instar a cualquier espíritu no deseado a que se marchara. Sentía el calor del sol 66

en el rostro; no tardaría demasiado en regresar y asegurar a Kaede que los sueños que perturbaban sus noches no eran más que terrores nocturnos. Se volvió hacia la ciudad, donde ahora las puertas estaban abiertas. Una compañía de guerreros de hierro Daidoji salió cabalgando con sus pendones en alto, sus grises y azules amortiguados por el azul más brillante del cielo sobre ellos. La última vez que Toturi había visto el blasón Daidoji fue el día en que perdió a su hermano, el día en que Hotaru mató a Arasou. Ahora, el general Daidoji Uji venía a encontrarse con él en persona, ataviado para la guerra. Cinco jinetes trotaban tras su comandante para igualar el número de sus guardaespaldas. Toturi montó en su caballo y se reunió con sus acompañantes mientras los jinetes cruzaban el campo. Uji no habló hasta que se encontraron cara a cara y los caballos se quedaron quietos y callados. —Campeón Esmeralda —dijo Uji, su voz apenas algo más que un susurro. Su mirada acerada no mostraba ninguna de la deferencia que transmitían sus palabras—. Bienvenido a Toshi Ranbo. —Señor Daidoji, no hemos venido buscando hostilidades ni hospitalidad. Vengo a ver de nuevo el lugar donde falleció mi hermano, Akodo Arasou. Uji simplemente asintió. —Algunos shugenja han acudido a mí para expresar su preocupación por espíritus perturbados —al llevar siglos sin estar ocupado el cargo de Campeón de Jade, las herejías y la hechicería también quedaban comprendidas dentro de las obligaciones de su cargo, pero no se atrevió a lanzar tan pronto acusaciones de semejante envergadura. —Nuestros shugenja no han tenido problemas —dijo el Grulla—, pero entrad, ved por vos mismo la ciudad y sus santuarios. Toturi asintió. Sin decir una palabra más, Uji se giró y cabalgó hacia la puerta, seguido de sus invitados. Atravesaron las gruesas murallas, construidas sólidamente de piedra y madera, diseñadas para resistir grandes impactos. Dentro, los sirvientes se encargaron de sus caballos, pero no les quitaron las armas. —Permitidme que os lleve ante los shugenja, Campeón Toturi —dijo el Grulla de Hierro—. Vuestro séquito puede aguardaros aquí y cuidar de vuestros caballos. No era tanto una sugerencia como una exigencia, pero soportable. Toturi avanzó con su guía por las estrechas calles. El camino que tomaron era extraño, tortuoso y retorcido, y les llevó a lo largo de la ciudad. Guerreros bushi Grulla con armadura completa montaban guardia y hacían patrullas, mientras que los ashigaru practicaban en un campo de entrenamiento. Todos se detuvieron para hacer una reverencia a su paso, y bajaron los ojos. Uji caminaba en silencio, y su camino les llevó al lado de un santuario dedicado a Hachiman, la Fortuna de la Batalla. El arco era de un reluciente color rojo, recién pintado: el color de la sangre. Más allá podía verse el gran santuario de Bishamon. Durante generaciones, guerreros Grulla y León por igual habían entrado en el santuario de la Fortuna de la Fuerza para pedirle la fortaleza necesaria como para defender la ciudad. 77

Pasaron al lado de komainu dorados, construidos por el clan de Toturi. El jardín que rodeaba el santuario era ordenado y elegante, pero carecía de la belleza típica de los jardines Grulla. Allí, tanto León como Grulla habían plantado pinos, helechos y plantas medicinales. —Mi señor Daidoji, me gustaría que habláramos de asuntos mundanos antes de que entremos en este lugar sagrado. Toturi continuó mirando hacia delante mientras se detenían en el sendero, aunque la mirada de Uji se detuvo sobre él. —Estáis preparados para la guerra —observó Toturi. Una vez más, el Grulla se limitó a asentir. —El Emperador prohíbe la guerra entre Grandes Clanes. —No queremos una guerra —dijo Uji—, pero la esperamos. —Los León han retirado sus tropas... —La guerra se aproxima, Campeón —dijo Uji—. Estamos preparados, y eso no es un crimen.

El sol fue desapareciendo mientras se alejaban de la ciudad. Habían masajeado y abrevado a los caballos, y ahora trotaban con un vigor renovado. Alguien los estaba observando, pero Toturi no echó la vista atrás hacia los muros. Su mirada se posó sobre el bosquecillo donde había esperado

La ciudad de Toshi Ranbo

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para unirse a las tropas de su hermano el día en que intentaron conquistar la ciudad. Sus altos cedros se mecían con el viento. El suelo estaba cubierto de una neblina baja que se pegaba a los árboles y los envolvía, nebulosos y fantasmales, en la creciente oscuridad. Durante un instante, la débil luz pareció reflejar un ojo que lo observase desde los árboles. Luego desapareció. Aquí no había espíritus inquietos; los shugenja Grulla habían insistido en ello. Sólo había recuerdos, el rostro de su hermano con un ojo vidrioso y el otro traspasado por la flecha que lo mató. Toturi llevaría esa imagen consigo para siempre, aunque el sonido de la voz de Arasou se desvanecería de su mente. Aun así, casi podía oírlo en aquel momento. Arasou, igual que Tsuko, solo veía un camino, y clamaba venganza. Estaban a punto de perder de vista la ciudad. Otro destello en los árboles... no era un simple recuerdo. Alguien los vigilaba. ¿Alguien de la ciudad? ¿O algo distinto? Toturi frenó la marcha de su caballo, y uno de sus compañeros se acercó para cabalgar a su lado mientras los demás se quedaban atrás. —¿Viste eso, Kāgi-san? —preguntó Toturi. La inclinación de cabeza del yoriki apenas fue perceptible— ¿Daidoji? —No. Un explorador. No es de la ciudad. Un frío temor se asentó en su interior, uno que nada tenía que ver con el atardecer que se aproximaba ni con la posible existencia de espíritus errantes. ¿Acaso marchaba ya un ejército sobre la ciudad? —Averigua de dónde es —dijo Toturi. Kāgi descabalgó, dejando al animal sin jinete, y corrió rápida y silenciosamente hacia los árboles. Ningún explorador o espía sería capaz de eludir a Kitsuki Kāgi, un Dragón adoptado que había estudiado su Método. Era solo cuestión de tiempo antes de que el joven fuese nombrado magistrado Esmeralda de pleno derecho por sus logros. Toturi y su séquito siguieron cabalgando, como si nada hubiese ocurrido. No oyó sonidos de marcha, ni armaduras aparte de las suyas, pero a pesar de todo, cada curva del camino esperaba encontrarse con una hueste de bushi de camino a Toshi Ranbo; ¿qué les iba a decir? Y si era un ejército, ¿cómo iban a salir vivos de aquello él y cinco samuráis? ¿Podrían confiar en que el honor los protegiera de un general lo bastante ambicioso como para provocar una guerra? ¿Había persuadido Tsuko a sus generales para que tomasen la ciudad? ¿La deseaban los Unicornio como trofeo en una guerra contra el León? ¿Podría la desesperación de los Cangrejo haberles llevado a librar una guerra en busca de jade? Sin duda los Fénix no abandonarían sus ideales pacifistas para abrirse paso hasta la ciudad en busca de fantasmas.... Hasta el regreso de Kāgi estos pensamientos no eran más que miedos, inútiles para un samurái. Toturi se concentró en su respiración y en el ritmo del caballo bajo él. Quizás Uji había estado en lo cierto al prepararse para la guerra; quizás era inevitable. Quizás pronto habría nuevos fantasmas en aquel campo de batalla. 99