155229125 Yayoi Kusama Acacia Olor a Muerte Final

Acacia olor a muerte Kusama, Yayoi Acacia olor a muerte Primera edición Mansalva-MALBA. El eslabón prendido Traducción

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Acacia olor a muerte

Kusama, Yayoi Acacia olor a muerte Primera edición Mansalva-MALBA. El eslabón prendido Traducción directa del japonés de Anna Kazumi Stahl y Tomiko Sasagawa Stahl ISBN 978-987-1474-80-6 1. Narrativa Japonesa. 2. Novela. I. Larratt-Smith, Philip, ed. lit. II. Kazumi Stahl, Anna, trad. III. Título CDD 895.6 © Yayoi Kusama, 2013 © Mansalva-MALBA, 2013 © Anna Kazumi Stahl, 2013 Padilla 865 - (CP 1414) Buenos Aires, Argentina Fotografía de tapa: Yayoi Kusama

Edición: Philip Larratt-Smith Dirección: Francisco Garamona Arte: Javier Barilaro Coordinación: Nicolás Moguilevsky Prensa y Comunicación: Juan Pablo Correa

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del director.

[email protected] www.mansalva.com.ar

YAYOI KUSAMA Acacia olor a muerte

Traducción: ANNA KAZUMI STAHL TOMIKO SASAGAWA STAHL

El escondite de prostitutos de la calle Christopher

La estatua del león, con la cara desteñida y con un color uva, parecía mostrar una leve sonrisa mientras dirigía una mirada fija hacia los escalones frente a sus pies. ¿Se reía? ¿O lanzaba una expresión enfurecida? El gesto de la cara parecía cambiar a cada instante y resultaba imposible, al pasar por debajo de él, interpretar el verdadero sentimiento del animal. Yanni, contemplando al león desde la esquina próxima al boliche gay G’s en la calle Christopher, observó que la pintura en el cielorraso de la galería también se había descolorado, transformado en un gris ceniza, y que el edificio de departamentos parecía a punto de derrumbarse. Un destello de luz intensa le penetró en los ojos desde fuera de la galería. Aún al mediodía alguien tenía prendida una luz estroboscópica. En la ventana de donde salían esos destellos pulsantes agudos, la persiana estaba baja, pero relámpagos de rayos violáceos penetraban entre los listones. Yanni supuso que Henry debía de estar allí envuelto en aquella irradiación, entonces subió con apuro las escaleras. Al mismo tiempo que giraba la manija blanca con fuerza, dio también contra la puerta con una patada. No cedió. –¡Henry! –ella gritó varias veces, hasta que por fin de pronto abrió. Desde el interior, más allá del azul cerúleo descascarado de la puerta, le impactó un aire nauseabundo con olor a orina y transpiración. En medio del calor hediondo la sombra de un hombre se retorcía para luego levantarse de entre las sábanas arrugadas, grisáceas. Después de cada destello de la luz estroboscópica, la cabellera afro de Henry, tupida y mota como un nido de pájaros, se disolvía en la profunda oscuridad púrpura. Al instante cuando destelló de nuevo, se vio la figura, como si se elevara en medio de la habitación como un fantasma flotando en el aire. El contorno de su cuerpo desnudo, moviéndose sobre la cama, se imprimía reiteradamente en el espacio por el efecto de los rayos que relampagueaban a rápida velocidad. La silueta, 9

marcada como a fuego sobre las retinas de los ojos de Yanni, salía de entre las sábanas y se ponía de pie con evidente enojo. Henry tenía dos hermanos mayores, y el menor de ellos, Roy, trabajaba como impresor de pruebas en un estudio dedicado a grabados sobre madera. Todos le decían “Negro de Nacimiento” y vivía cerca, en la calle West 4th. Dos días antes Henry había destrozado la puerta del departamento de su hermano Roy con un martillo de carpintero para entrar y saquear el sitio. Todo lo robado valió sólo treinta dólares en efectivo. “Mi hermano anda extrañamente pobre en estos días. Porque le pido siempre algo de plata, debe de haber escondido el botín que tiene en otro lado.” Estos pensamientos bullían en la cabeza de Henry, pero por hoy, con esos treinta dólares, había podido conseguir algo de la blanca heroína polvorienta que necesitaba. Sacó la bolsita de papel de un cajón del escritorio roto que había cerca de su almohada en la habitación sucia. Colocó el polvo blanco en la palma extendida mientras se quejaba con Yanni: la heroína que consiguió esta vez de su dealer, Richard, estaba mezclada con otra sustancia, era de pésima calidad, jamás le compraría de nuevo a ese hijo de puta, protestaba enfurecido, estaba con un humor de perros, rabioso. Se sentó en la cama con las piernas cruzadas y abrió los ojos bien grandes. Empezó a hostigar a Yanni, exigiéndole trabajo sexual. –Si tienes un cliente para mi perfil, quiero que me conectes ya, dame el trabajo ahora mismo. Y necesito un adelanto. ¿No puedes prestarme cien dólares, algo así, antes de las 10 de la noche hoy? Gotas de transpiración brotaban de la piel color obsidiana de Henry y caían sobre las sábanas sin lavar desde que las había comprado hacía ya dos años. La tela manchada absorbía gota a gota el líquido caliente y se adhería enredada a los muslos. Mechones de su cabellera mota sobresalían de su cabeza para todos lados, como si le hubiera alcanzado un rayo. De nuevo el olor fétido que emanaba del ambiente llenó las fosas nasales de Yanni. Casi le dio arcadas. –¿Oye, me das un vaso de agua? –atinó a decirle, mientras

trataba de despejar su mente. ¿Había algún cliente que fuera bueno para él antes del fin del día hoy? Era casi la tardecita. La mayoría de los homosexuales habrían encontrado los “pichones” a su gusto, jovencitos, aún sin madurar del todo. Ya estarían en medio de sus citas. –¿Pretendes conocer a un cliente hoy mismo? –Yanni murmuraba mientras echaba una mirada a su reloj. –Treinta dólares de polvo no me va a durar más de tres días. Si tienes a algún gay con plata, no me importa que sea un viejo, quiero el trabajo. Lo que más me interesa, lo que necesito ahora es hacer plata. –Era una pantera negra macho pero de a poco revelaba una mirada exhausta; la sombra de su agotamiento por abusar de la droga sólo se veía con más intensidad en la rítmica luz intermitente de la estroboscópica. Hacía varios años ya, cuando era un estudiante en la New York University, Henry había empezado a inhalar heroína. Al comienzo sólo de vez en cuando, pero con el paso del tiempo, se hundía cada vez más en la adicción y procedía a inyectarla por debajo de la superficie de la piel, luego directamente en las venas. Desde el año pasado, se pinchaba cada vez con más frecuencia; ahora ya se encontraba en dificultades para mantener el hábito. No había comido de manera adecuada en los últimos tres días. Le iba decayendo tanto el apetito como el deseo sexual. Dos meses antes, a la medianoche, hizo añicos la vidriera de una joyería en la calle 8 del Village; agarró lo que podía, broches, anillos de damas, y los vendió. Los policías los rastrearon y fue arrestado por detectives del Departamento de Policía de New York. El mayor de sus hermanos, que tenía una rotisería en el Bronx y era hermano mayor también de Roy “Negro de Nacimiento”, logró una mediación para su hermanito, y pudo sacarlo de la cárcel. Fue liberado recién la semana pasada. Yanni, con la mano derecha, corrió a un lado la cortina oscura en la pequeña habitación de Henry. La ventana se llenó de la imagen con la puesta del sol –como pegada sobre el vidrio, brillosa y bella, una mezcla de rojo carmesí veteado con amarillo huevo. En un rincón una rotura formaba un triángulo aparte.

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Una brisa vespertina llegó desde el Río Hudson. Luego de pasar por los mástiles de barcos extranjeros amarrados en los embarcaderos de la isla de Manhattan, luego de soplar entre los edificios de la calle 8, se concentró en la abertura triangular de la ventana rota de Henry. De repente el aire pareció cambiar. Henry se puso de pie. Abrió el grifo del lavabo que había en un rincón de la habitación. Se tiró agua tibia sobre la cabeza. El caño del agua, expuesto en el techo del edificio, debió recalentarse en el sol abrasador. La salpicadura llegó a todas partes en la cocina y se esparció en el atardecer que entraba por la ventana y se dibujó de modo más frenético todavía y de inmediato se transformó en un arco iris. Yanni sacó de un bolsillo la pequeña agenda roja y gastada. Mientras hojeaba la libreta que contenía la lista de clientes, barajaba en su mente las imágenes de dos o tres caras de interesados. Tiró de un cable que yacía en el piso y sacó el teléfono negro de abajo de la cama. Se sentó y empezó la búsqueda de un cliente. Hoy –reflexionaba– no es un día de suerte. Primero, ya era demasiado tarde. Sábado a las seis de la tarde. Apenas quedaba un poco de luz de sol en el cielo, mientras las nubes teñidas brillaban levemente, pero los homosexuales maduros ya habrían encontrado con quién pasar la noche y debieron de haber desaparecido en discotecas, parques, restaurantes y confiterías. El viejo abogado Stein no se encontraba por más que ella llamara repetidas veces. Después llamó a aquel tipo, el señor Bob Levin, el coleccionista de arte que tenía la tienda en la calle 8. La mucama dijo: –El señor ha salido para ver el musical “Elephant!”. Yanni colgó el teléfono, desanimada. En ese momento alguien se detuvo en la puerta del cuarto de Henry. Henry se puso visiblemente tenso. ¿Un cliente? ¿O será la policía? Unos días antes, los policías habían irrumpido en el edificio por algo relativo a una banda que comercializaba heroína y cocaína. Un joven que vivía arriba del departamento de Henry había sido la causa de todo. Billy, que se había metido

a vender drogas para la Mafia desde que se mudó a Nueva York, había sido él mismo agarrado. Y desde entonces la policía venía seguido al edificio para revisar el sitio, lo que aumentaba el riesgo para todos los muchachos allí. Eran tiempos difíciles. Luego de más o menos cinco minutos, todo parecía quieto del otro lado de la puerta, y pronto se oía a alguien subir las escaleras hasta el piso siguiente. Aliviados, Henry y Yanni dejaron descansar sus ojos en la gran losa gris azulada que era el cielo nublado, visible a través de la ventana rota. En el techo del edificio de enfrente, rodeado por una valla metálica, se veían dos o tres pájaros posados, con un plumaje suave y mullido. Otros pasaron volando por entre las aberturas en el alambrado tejido, y salieron hacia lo alto en el otro lado. El viento del atardecer los perseguía. Al rato, cuando aquel misterioso resplandor rojizo del atardecer había desaparecido; en la quietud los colores perdieron su brillo. Los pajaritos, que habían dejado alguna que otra pluma en el alambrado, ahora volvieron. Otra vez, uno se posó justo en una abertura del cerco. El metal se mojó con un líquido que caía del plumaje suave sobre el pecho del pájaro. Las gotas calientes brillaron con la última luz entre las nubes, y luego se evaporaron inmediatamente. Un pájaro macho, al avistar a su pareja, descendió en picada desde el cielo. La cara de Henry, mientras miraba el juego de los pájaros, mostraba una expresión cada vez más nerviosa. Los prostitutos masculinos, escondidos durante el día en el fondo de los edificios y recién hacia al atardecer despertaban de su sueño profundo como el fénix, se cambiaban para la noche. Lo que los prostitutos querían era una vestimenta que atrajera a algún cliente masculino, con lo que, mientras la hermosa puesta de sol pintaba el cielo de colores, se llenaría el ano de cada “trabajador”. Henry se irritaba porque estaba a punto de tener una noche sin negocio. Cruel, lo último de la luz del sol terminaba ahora con un frágil fulgor sobre la línea del horizonte que mostraba el perfil de los edificios de Nueva Jersey. Justo Yanni atinó a tomar contacto con uno de los

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caballeros que profesaba la inclinación hacia el ano. Era uno que figuraba en la página final de su lista de clientes. Parecía casi un milagro haber podido conseguirlo por teléfono a esta hora. Este señor era un tipo maduro de apellido judío; se llamaba Robert Greenberg. El Sr. Greenberg había vuelto a la tarde de la playa, y luego de darse una ducha fresca, ahora no hacía más que relajarse en su sillón de terciopelo negro. Con Yanni urgiéndolo, Henry podía estar listo enseguida para salir de los departamentos en la calle Christopher, el escondite de los prostitutos, pero antes volvió a abrir el grifo de agua en la cocina. El olor fétido de su cuerpo negro fue ahuyentado por aquel rocío. Sobre la piel limpia se puso una remera roja que llevaba adelante la cara de Malcolm X impresa en tinta negra. Luego, unos jeans desteñidos. Henry había robado ambas prendas en el segundo piso de la tienda “Klein” del lado este de Union Square. Últimamente era más difícil robar en las tiendas grandes. Muchos policías trabajaban por contrato aparte y vestían ropa como cualquiera, por lo que parecían otros compradores paseando por ahí. Tampoco eran las tiendas grandes las únicas. Aun las boutiques de barrio dificultaban las cosas. Prendidos a los bordes y las costuras de las remeras y los vestidos sujetaban ahora unas plaquitas poco visibles y de apariencia inocente. Entonces, cuando el ladrón intentaba, con aire de descuido, salir por la puerta, una alarma en el cielorraso se ponía a ulular de manera despiadada. Los chicos y las chicas de la zona céntrica se quejaban con amargura: era cada vez más arduo sobrevivir en este mundo. Desde la Guerra de Vietnam, incluso Nueva York se había ido al diablo. A los jóvenes del centro, sólo les quedaba probar con la prostitución para ganarse los pesos. Para hacerlo, no hacía falta tener capital. Sólo se necesitaba aquello con lo que uno había nacido: el equipamiento entre las piernas y el orificio atrás. Era un negocio que cualquiera podía emprender en cualquier momento, en cualquier lugar. Desde que, a los diecisiete años, se había asentado en la gran ciudad de Nueva York, luego de llegar de Nueva Orleáns con sus dos hermanos mayores, Henry había ganado suficiente dinero con la prostitución para pagar los aranceles de la

universidad. Había llegado a vivir bastante bien de hecho –hasta que empezó a experimentar con la heroína. Era, por supuesto, la droga que, desde que se recibió, había podido destruir su vida de modo tan contundente. Mientras todavía estudiaba ciencias económicas en la New York University, había empezado a andar con un grupo de estudiantes en la Facultad de Derecho que tomaban drogas, y pronto después Henry necesitaba ganar más dinero de lo que la prostitución por sí sola le podía generar. Finalmente llegó a estar tan presionado que hizo el intento ser ladrón de joyas. Alquilarles el ano a clientes homosexuales simplemente no bastaba para cubrir los gastos de un consumidor de drogas. Henry y Yanni caminaban a orillas del Río Hudson. Más allá del Hudson, embebido en sombras ahora ya que el sol había desaparecido del todo, se veía la línea del horizonte de los edificios de Nueva Jersey. Las aguas profundas y caudalosas del río pasaban en silencio, separando Manhattan de la orilla rocosa de Nueva Jersey hasta transitar la zona del puerto y luego ya mezclarse con las mareas del océano. El gran río tenía un aire de benevolencia y magnanimidad que ofrecía amparo a viajeros de todo el mundo, aunque de cerca era fácil ver que estaba lleno de basura y estancado con fluidos cloacales que las corrientes traían río abajo. Sin embargo, cada pequeña ola brillaba pura y transparente en el crepúsculo, reflejando la luz restante que se filtraba por entre las nubes. Los dos se detuvieron delante de un restaurante que daba sobre el río. El cuello de la camisa de Robert Greenberg, azul con cuadros blancos, sobresalía de su blazer de lino, haciendo lucir la cara bronceada y dándole el aspecto –que no dejaba de ser calculado– de un hombre maduro mayor pero todavía atractivo. Vio a Yanni delante del mostrador, habiendo entrado de la calle, y se puso de pie para acercársele. El restaurante italiano “Cactus” se llenaba a la hora de la cena. Mientras pasaba por el salón, echaba miradas a Henry que estaba detrás de Yanni. –Llegaron rápido. Por suerte me encontraste en casa esta noche. Estaba pensando ir al cine en Times Square. Si tu llamado hubiera sido cinco minutos más tarde, ya habría salido.

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Dijo todo esto apurado, con la frente transpirada. Los tres se sentaron. La brillante superficie líquida del río Hudson se había vuelto negra, y habían apagado las luces de la vía pública para el festival de la noche que estaba a punto de empezar. Por sobre la ensalada italiana que el mesero acababa de colocar delante de Yanni, el Sr. Greenberg le preguntó: –Así que ¿éste es el chico? ¿Se llama Henry? Tiene ojos muy lindos. Yanni no tomó estos comentarios como adulación vacía, porque Henry era hermoso de hecho. Tenía una piel bellísima, excepcionalmente negra, aun para un hombre afroamericano, y el blanco de sus grandes ojos hacía un buen contraste con ese cutis. Su cabello mota era también negro azabache. El Sr. Greenberg, que no podía quitarle la mirada de encima, había quedado subyugado por el encanto de este muchacho negro. Pronto, cuando ya estaban por terminar el helado que habían pedido de postre, Yanni entró en negociaciones con el Sr. Greenberg respecto del precio por la cita de esa noche. –Sr. Greenberg, ¿qué le parecen trescientos dólares a partir de ahora y hasta las diez de la mañana? –Yanni miraba fijo a los ojos del cliente. Greenberg se mostró bastante sorprendido y respondió: –¿Qué dices? ¿No será muy alto ese monto? Pensaba que iba a rondar los ciento cincuenta, algo así esperaba. ¿No puedes bajar un poco? Si lo haces, saldría regularmente con él a futuro. –regateó. –Bueno, entonces, ¿qué tal esto, Sr. Greenberg? Se lo queda durante tres días por quinientos dólares. ¿Qué le parece? El cliente reflexionó por un rato y luego, de repente, fue al grano: le gustaría tener a Henry consigo en su casa de verano en Nueva Jersey, durante una semana entera, y por ello pagaría seiscientos dólares. Yanni se quedó considerándolo. “No está mal”, pensó. Lo más probable era que a Henry también le resultara una buena propuesta. Una semana tal vez pase rápido. Aun la carga de tener que pasarla con este viejo aburrido, terminar con seiscientos dólares en efectivo en la mano, eso sí le daría aire.

La negociación finalizó. Henry acordó ir con el cliente a su casa en Nueva Jersey. Greenberg se puso de pie, pagó la cena de los tres, e invitó a Henry subirse al Porsche blanco que tenía estacionado justo delante del restaurante. Mientras caminaba, le pasó a Yanni los seiscientos dólares por adelantado. Ella contó el dinero con celeridad en un borde de la vereda y luego metió el rollo de billetes en su cartera. No le dio ni un dólar a Henry. Quedaba claro que, si le fuera a dar aun una suma mínima, él se largaría sin hacer nada. Yanni había cometido ese error ya dos veces el año anterior. Habiendo dejado a Henry en manos de Greenberg, volvió al departamento de la calle Christopher detrás de Washington Square. Un día inusualmente caluroso había llegado a su fin. Había logrado conectar a Henry con un cliente sin dificultades, y había concluido la parte formal de la negociación también. Sin embargo, con Henry sufriendo los síntomas de abstinencia de la droga, quizás había cometido un error de alguna manera. Yanni pensaba en qué larga podía ser una semana. Por otro lado, Henry parecía gustarle mucho al Sr. Greenberg. Quizás habría un noventa por ciento de posibilidades de que todo saliera bien… O bueno, no, todavía no se podía saber. El asunto la tenía un poco preocupada. Mientras tanto, el Porsche blanco del Sr. Greenberg, con Henry a su lado, iba por la carretera a orillas del Río Hudson a ciento veinte kilómetros por hora. En los muelles de ambas orillas del río, naves con pasajeros provenientes de Rotterdam, Holanda, echaban anclas, sus maravillosas luces brillando en la noche. También había muchos barcos de carga que habían anclado allí. Y detrás de todos, el gran río se extendía en la oscuridad. El triángulo que era aquel Porsche veloz, quitándose el calor del verano y volando por el aire fresco, llevaba a los dos hombres por sobre el puente Washington. Debajo del puente se veían barcos dirigiéndose río arriba desde la Bahía de Nueva York. Tan rápido iba el auto que estos lentos navíos daban la impresión de estar detenidos en el agua. Después de un tiempo en el viento fuerte, con la oscuridad

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alternándose con las luces en el puente, las formas negruzcas de las colinas de Nueva Jersey surgieron a la vista para venir a aproximarse. El auto seguía hasta pasar por todo el largo del puente Washington. Las estrellas titilaban; esto lo pudieron ver recién cuando bajaron del puente. Ambos hombres andaban en silencio. Entraron en una curva que se llamaba “Calle Santa Neurosis” y el auto continuó pasando a alta velocidad por delante del colegio primario James. La casa de verano de Greenberg estaba situada en un oscuro y silencioso bosque de hayas. El Porsche, rompiendo la oscura serenidad del camino privado de entrada, se detuvo ante el frente de la galería. Greenberg prendió la lámpara de la entrada. El vívido verde del césped brilló con la luz. Ambos, llegados del punto máximo del frenesí de Nueva York y su febril pulso vital, aspiraron el espíritu de la noche en sus pulmones e intercambiaron un beso apasionado bajo la luz de la galería. Los últimos rayos de sol ardiente persistían en las copas de los árboles. Pero en el suelo cubierto de hierba, el rocío de la noche ya estaba emergiendo, preparado para propagar su velo matutino. Greenberg llevó a Henry desde fuera del aire nocturno del bosque hasta el umbral de la puerta de entrada. Con la puerta a sus espaldas, volvió a chupar hambriento los labios de Henry. Con este segundo beso, Henry comenzó a encontrar ofensivo a Greenberg. El primero había sido parte natural de su trabajo, y él había querido parecer apasionado a propósito, porque creía que el hombre podría ser un cliente valioso para él en el futuro. Le molestó el haber sido besado dos veces sin tener primero la oportunidad de descansar, porque estaba agotado y además recién habían manejado todo el camino desde Nueva York. Pero su profesionalismo como prostituto no le permitía manifestar ningún enojo. Yanni le advertía constantemente sobre esto. No era porque le hubiera gustado el trabajo que Henry se había hecho prostituto. La verdad es que encontraba mucho más fácil tener aventuras con mujeres. Las mujeres que conoció

fueron amables con él; le preparaban la comida, le lavaban la ropa y generalmente lo trataban como una madre haría con su niño. Sus clientes homosexuales en cambio, le proveían apoyo financiero pero no hacían nada por su paz mental. Henry había comenzado a vender sexo a hombres a los dieciocho años. Al principio el dolor –y la repugnancia que a veces bordeaba el odio– de tener una pija gruesa penetrándole su ano, era algo que él pensaba sería imposible de olvidar hasta el día de su muerte. Había sufrido horriblemente de hemorroides. Su segundo hermano mayor, Roy el impresor, le daba sermones a menudo. “Si vas a estar haciendo esa mierda, te vas a agarrar un cáncer de recto. Hombre, cuando Dios te da un culo, es para que lo uses sólo para cagar. Aunque uses el dinero para la universidad, no vas a tener mi respeto. Quizás yo no te parezca gran cosa, pero llevo una vida respetable como impresor. ¿Cómo se supone que pueda mantener mi cabeza en alto mientras camino por Broadway y mi hermanito es un taxiboy? Vamos, Henry, tienes que dejar ese negocio de putos, eso es lo que te pido”. Pero Henry siempre tenía lista una respuesta: “Roy, mira al mundo del arte en Nueva York. Para poder seguir, los artistas duermen con los coleccionistas de arte o los directores de los museos con los que hacen tratos. Los artistas Pop como Jerome Michaelson o Larry Sanders, son dos ex taxiboys a los que les fue bien. El mundo del teatro es igual, desbordante de actores homosexuales y bailarines. Los peluqueros, para atender a algún bailarín europeo, le dan un poco de sexo. Y les dan propina por eso, por supuesto. Por lo tanto, no hay nada de malo en que yo alquile mi cuerpo a putos mayores de edad. Sabes, no planeo hacer esto toda mi vida. Es sólo una manera rápida y segura de poner un poco de dinero en mis manos”. Quien lo ayudó a establecerse como prostituto fue Yanni, quien por esos días era una estudiante del departamento de filosofía de la Universidad de Columbia. Ella eligió y refinó su mercadería –sus chicos, es decir– entre sus conocidos de NYU, Columbia, Cornell y otras universidades. Ella siempre tenía cerca de veinte chicos a su comando. Los estudiantes eran

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rentados por los homosexuales de Nueva York a través del Club Paranoiac, una organización secreta que Yanni manejaba. Ella empezó con algo así como veinte miembros, pero ese número creció al ir encontrando estudiantes que fracasaban en tener trabajos como lavaplatos y ese tipo de cosas, estudiantes bajo mucha presión por pagar sus estudios y sus gastos. Muchos de estos chicos vivían alrededor de la calle Christopher, cerca del río Hudson, un área bien conocida por ser territorio de caza de los caballeros homosexuales de los barrios acomodados. La calle Christopher era un caótico barrio, infestado por la mafia que se desplegaba desde los muelles donde atracaban los barcos extranjeros. Tenía fama de ser la guarida de compradores de hachís, marihuana y narcóticos como heroína y cocaína contrabandeada desde Marsella y España. Cuando los viejos hombres de mar vendían drogas, era siempre en el área de la calle Christopher. La Policía se insinuaba en el barrio, ofreciendo protección a los que vendían intercambiándola por sobornos. Las drogas iban generalmente de barcos extranjeros a traficantes de la Mafia, a pequeños vendedores y luego al policía que los confiscaba y se las volvía a vender a los traficantes, un proceso cíclico que resultaba en una siempre creciente ganancia. En medio de las protestas por la colaboración de la policía en el tráfico de drogas, la apertura de un sex shop por parte de uno de los jefes de la Mafia, “Cobra” Doyle, causó mucha controversia. Como uno de los primeros negocios de sexo públicos, el local era un tópico de los chismes en las noches por toda Nueva York. No le había costado mucho a Robert Greenberg, un hombre de bienes raíces, encontrar este local y arreglar a través de Doyle una presentación con Yanni. Yanni había llevado al Sr. Greenberg por diferentes edificios de apartamentos en la calle Christopher, presentándolo a jóvenes estudiantes varones. En el transcurso de una semana, ella había puesto dos o tres chicos en sus manos, por lo que había recibido una tercera parte del pago como comisión. Ella caminaba frecuentemente alrededor del campus de la Universidad de Columbia cuando las clases terminaban, matando el tiempo y hablando con cualquier encantador

estudiante que encontraba. Se resistían siempre al principio, diciendo que posiblemente no iban a poder hacer tal cosa y actuando como si hubieran herido su orgullo. Todo lo que ella tenía que hacer, sin embargo era mostrarles el efectivo que iban a recibir por adelantado y la mayoría de ellos aparecería en la calle Christopher a la hora estipulada. Esperarían en la cafetería para encontrarse con su cliente y arreglar una salida para esa misma noche. Pero una vez que estaban seguros en esta senda, lo que siempre les esperaba era la ciénaga de las drogas. En términos de ingreso, los trabajos tales como lavar platos en un restaurante o vender vestidos durante las horas de la tardecita o ser simplemente un guardián nocturno en una fábrica, simplemente no podían compararse. Era casi seguro que esos chicos se involucrarían en drogas. Pero los estudiantes no eran los únicos tentados. Todos los jóvenes estaban igualmente hambrientos de comida y dinero. Como perros famélicos, podían comer y comer y nunca estaban satisfechos. En la gran metrópolis de la juventud, el dinero era verdaderamente no más que restos de papel. Sobre todo dinero ganado con el ano. Esos dólares eran como viejas páginas del New York Times siendo llevadas y dispersadas por el viento en la entrañas de la calle 14. Tal cual las noticias se imprimían en el papel sólo para ser leídas y luego descartadas, el dinero no tenía un significado de valor para esos chicos excepto como algo que podían tirar. En una gran ciudad como Nueva York, la significación psíquica de los objetos materiales era de una vaga y ambigua cantidad. El dinero y los objetos no eran cosas que uno se ganaba por trabajar. Eran cosas que uno robaba. Las cosas estaban ahí para ser tomadas. Cuando el Sr. Greenberg lo invitó a subir a la habitación en el segundo piso, Henry estaba a solas en la cocina haciendo café. Justo lo estaba sirviendo en dos tazas. Cuando las traía, a paso lento, el Sr. Greenberg le dijo: –Respecto de cómo tratarme, puedes llamarme Robert. No, llámame Bob. Bob es el sobrenombre común para Robert. El Sr. Greenberg debió creer que ya eran íntimos. Hacía sólo un par de horas que se conocieron por primera vez. De ahí en adelante

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era imposible saber qué tipo de noche los esperaba, pero por lo pronto empezarían por tratarse de manera informal. En una mesita cerca de la cabeza de la cama, Bob colocó las tazas, una al lado de la otra, y tomó un sorbo del café. Extendió el brazo y apagó la lámpara con delicadeza. Entonces, desde la oscuridad fuera de la ventana, una mariposa nocturna voló hacia adentro y se zambulló en la taza de café de Henry, despidiendo pequeñísimas escamas. Lastimó el ala al pegar contra el borde blanco de la porcelana, y las escamas plateadas se despidieron. La superficie del café en la oscuridad del ambiente cambió en un instante, de marrón a un claro tono de plata. Henry pensó en la estrella que había visto justo más allá del marco de la ventana. No podía ser otra cosa, sin lugar a duda, que una estrella fugaz plateada. Ambos, sin poder saberlo por cierto, sintieron que la estrella alcanzó sus cuatro pupilas, antes de deshacerse. La estrella, por la gravedad terrestre, fue arrastrada por la atmósfera, donde se esparció un polvo plateado hacia sus ojos. Al instante, los marcos cuadrados de las ventanas parecieron volver a su posición frente a los árboles envueltos en la oscuridad del bosque. Las siluetas de los dos hombres formaban un dibujo en los marcos ensombrecidos con un tinte verde; esas siluetas oscilaban como llamándose o convocándose en un amor entre hombres. Bob le preguntó a Henry, murmurando: –¿Henry, eres bisexual? Lo que quiero decir es, ¿será que andas con mujeres también? Henry se quedó sin palabras. No podía decir que tenía una relación sexual con la misma Yanni que los había presentado el uno al otro hacía un rato nomás. Cayó en silencio y de pronto se alejó hacia un lado, en dirección a la ventana, que también quedaba en silencio. Allí vio, a lo lejos, los contornos de los rascacielos de Nueva York, el perfil de la Ópera y los teatros que brillaban como joyas y parecían naves de guerra flotando en el aire. Aquello parecía un tremendo buque de cemento, rodeado de los incontables restos resplandecientes que producían sus luces eléctricas. Sin embargo, no zarparía. Tan grande que se lo

veía por encima del bosque oscuro, pero no parecía avanzar, parecía no haberse movido jamás, ni siquiera un milímetro. Henry iba hipnotizándose ante la nave de roca, brillante allá lejos, visible más allá de los árboles distribuidos por el amplio espacio negro. En ese momento y por primera vez, se sintió liberado –aunque fuera sólo por aquel instante– de la tarea desagradable que le implicaba su trabajo en la cita esa noche. Cuando le hacía falta la droga y caminaba por las calles de Nueva York, la forma de cada plaza y cada ventana se asemejaba a la de un billete, de un dólar o de diez, y le provocaba mareos. También, cuando miraba desalentado hacia arriba a la parte superior del Empire State desde Times Square, parecía un pene, erecto y alentador, mas no tenía un efecto estimulante sobre él. Sin citas, sin ingresos, caminando las calles en busca de algún cliente cualquiera, su impaciencia se iba transformando en ira, y Henry se quedó mirando fijo al Empire State. Pero el edificio le devolvió el gesto y desde la cima lejana lo miró fijo mientras una sola nubecita blanca se cruzaba delante y desaparecía de nuevo. Ese símbolo fálico, más alto que los demás edificios a su alrededor, hundió a Henry en un odio hacia sí mismo. En momentos como ése, caía presa del mareo y ya no podía mantener abiertos los ojos encandilados. Ahora, veía que el Empire State, en el otro lado del gran fluir del río Hudson, mostraba sus múltiples rayos luminosos, lanzándolos al cielo nocturno como en un intento de rescatarlo de su melancolía. El calor estival que tanto había oprimido durante el día a esta hora cedía, e iba deslizándose por entre las hojas de aquel mar de verde que eran los árboles alrededor de la casa veraniega, abriendo paso a una sensación fresca de la noche. ¿Era posible que, de la misma manera, entrara un espíritu de amor en la brecha que desunía a los dos hombres como debía esperarse? Llevaría su tiempo si del corazón de Henry dependía, porque él buscaba, a través de los ojos, perderse en la luminosidad de las estrellas. Sin embargo, el corazón de Bob palpitaba rápido con anticipación, estaba ansioso de vivir una semana entera a solas con este hermoso muchacho negro llamado Henry. Pero al

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joven, el pago de seiscientos dólares, como precio por servicios de copulación, le pesaba mucho sobre el corazón; a veces incluso le provocaba temblores de rabia, lo llevaba casi al borde de la locura, pero en el siguiente instante Henry se distraía una vez más, embelesado, en sus contemplaciones de las siluetas de las copas arbóreas en aquel bosque nocturno. Las estrellas eran esculpidas e incrustadas en curvas sobre la tela del cielo. Eso deseaba, enteramente; deseaba bajar todas las estrellas de los cielos que valían seiscientos dólares por siete días, bajarlas a la tierra y salir corriendo con ellas de vuelta a la isla de Manhattan. Esta tensión iba en aumento hasta llegar a un odio hacia Yanni. Pensar que tendría que quedar encerrado en esta casa de verano por siete largos días, que no podría volver a Nueva York, lo hacía deplorar no haber traído la jeringa y algo de droga. Ahora (ya que las cosas habían llegado a tal circunstancia), viéndose allí sólo por el dinero, en el bosque de Nueva Jersey donde no había ni un alma, salvo él encerrado con este tipo viejo, el corazón de Henry se sacudía de sufrimiento. Rumiaba cuánto le gustaría volver a Nueva York. Si fuera un trabajo de sexo usual, recibiría la plata por una hora y después quedaría libre. Y entonces, al terminar la tarea, podría regresar al departamento en la calle Christopher y dormir tranquilo. Lo justo para él era trabajar de esa manera tres días por semana. Después de un negocio de esos podía ir al Central Park o mirar partidos de béisbol en los terrenos baldíos, algo así. Pero ahora, enredado en este asunto de los seiscientos dólares, y habiendo venido tan lejos como Nueva Jersey, tenía que actuar el papel del concubino. Se sentía como un preso en ese bosque oscuro; la idea de sexo en esas condiciones le hundía en un desaliento insoportable. En aquella habitación a tinieblas, la expresión en la cara de Henry se iba poniendo cada vez más colérica. Bob, que buscaba a tientas los cigarrillos en el cajón del mueble, ofreció uno para que Henry fumara también. Los dos puntos rojos resplandecían en la oscuridad, y el aroma del tabaco fluía por el color púrpura que llenaba el ambiente mientras afuera el viento soplaba y pasaba por el contorno de un gran haya, convocando un susurro de las hojas.

Los árboles hicieron sombras que a su vez formaron un pene gigantesco que, cuando alcanzó a Henry, tapó la vista del bosque. Entonces las sombras oscurecieron aún más, pero fue en vano. El humo de los cigarrillos fluía hacia afuera de la habitación y los árboles fueron envueltos en una cortina de púrpura vaporoso. Las dos sombras de sus cuerpos jugaban en la cortina de humo y salieron a nadar. Los dos quedaron desnudos antes de siquiera darse cuenta. Y pronto, mientras las dos pieles, la blanca y la negra, se rozaban, la rabia –esa que llevaba casi a la locura– volvió a brotar y Henry se puso de pie arriba de la cama y se lanzó de repente a gritar. –Sólo vine aquí por el dinero. Eso. Que soy puto, porque Yanni lo dijo, se lo creíste. Después de tener sexo con un hombre, siempre lo quiero matar. Ay, hijo de la maldita puta, sólo por seiscientos dólares me compraste por toda una semana. Tanto tiempo. Con esta banana judía. Después de desahogarse así, se sentó como si algo de pronto se le hubiera ocurrido. Cada uno de los muchachos de Yanni tenía una peculiaridad. Pero Henry era el más garantizado de todos para Yanni. De todos los miembros del club, él era el más alto, con la brillantez de los Pléyades, era como la encarnación de David, pero odiaba la prostitución masculina, y ése era el punto que hacía llorar a Yanni. La rosa más bella tiene su espina. –Discúlpame, amor, hoy estoy nervioso. Lo que dije recién, por favor olvídalo. Estoy contigo, voy contigo, hago contigo lo que quieras, paso toda la semana en la cama contigo, ya se lo prometí a Dios. Perdóname que grité. Bob se quedó sorprendido y le preguntó: –Bueno. Entonces, Henry, sólo lo haces por trabajo. Es raro. Lo normal es que, aunque así se sientan al comenzar, ya pronto van demasiado lejos en el asunto y terminan siendo auténticos homosexuales… Este tipo de sensación torpe rápidamente se derretía en la oscuridad, así como el humo púrpura y el olor agridulce. Con lo que ahora, la habitación daba la bienvenida a una noche plena.

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Los cuerpos de ambos, a veces flotando en el aire, a veces oscilando entre arriba y abajo, mezclándose en suaves humedades. El color fresa de los labios en la cara tan negra de Henry estaba pegado estrechamente al ingle blanquísimo de Bob. Cuando los dientes de Henry, bien blancos entre las franjas color fresa, mordían suavemente la blanca fruta de Bob, aquel gemía: –¿De veras me odias? Aunque hayas dicho que odias a todos los hombres, ¿a mí me odias? Lo dijo con voz entrecortada. Henry imaginaba que lo que quería decir era: “por lo menos el cuerpo mío lo deseas”, y esperaba las siguientes palabras de Bob. Porque, ante la pregunta que a continuación éste seguramente le haría, planeaba derribarle el corazón con agresiva desilusión. A pesar de eso, Bob expresó otra cosa: –Esta noche pude conocer a un muchacho tan lindo como tú, por eso realmente le agradezco a Dios. Eres tan bello que me haces olvidar todo el amor que he vivido con cualquier chico antes de conocerte a ti. Estoy seguro de que muy pronto amarás a los hombres, no, de que me amarás a mí. Yo haré lo que sea para que te sientas así. Si te satisfaces en el amor conmigo, me haré cargo de tus necesidades económicas mensuales y no vas a tener que preocuparte nunca más. Estoy dispuesto a hablarlo con tu jefa, Yanni. ¿Qué te parece eso? Le apretó un poco el cuerpo. Henry se sorprendió. Nunca habría imaginado oír aquellas palabras que Bob había dicho a lo último, las que anunciaban una garantía de sostén económico. Entonces, se sentía confundido, las palabras que tenía guardadas en secreto, que tenía preparadas en su mente para lanzarle a Bob al fondo de la decepción más oscura, ahora fueron anuladas y reemplazadas por una gran confusión. Henry de verdad brillaba con una belleza singular, similar a la de un antílope hecho de un diamante negro. Y la ansiedad que sufría por conseguir la droga, a Bob –que no sabía nada de su adicción– le parecía una gota de encantadora melancolía, como el centelleo de una estrella al fulminarse, y sintió su deseo

tan espoleado que aunque le entregara una lluvia de besos, no podría quedar satisfecho. Robert Greenberg era experimentado en el amor entre hombres. Había estado con muchos tipos. Había llegado a una edad madura luego de despilfarrar su juventud. Ver a aquella juventud y su atractivo en lo físico disminuir día tras día era un sufrimiento que empalidecía su corazón. La situación de estos dos cuerpos asemejaba una escena campestre en la que algunos quemaban los pastizales y sobre una colina ennegrecida por el crepúsculo, el pasto marchito color platino era perseguido lentamente por el fuego. Cada vez se reducía más la parte de tierra cubierta por el pasto seco. Estaba en peligro de quedar atrás por la impaciencia de aquel sol que se ponía a sus espaldas. Bob, que se quedaba sentado en el sillón durante los días de soledad en su vivienda en Manhattan, nunca pensaba en la distancia que lo separaba de su esposa y su hijo, quienes vivían lejos en Los Ángeles. Y no pensaría en ellos por más que los tuviera a cinco centímetros de distancia, ellos ni cruzaban por su mente. A fin de cuentas, eran seres de mundos diferentes. El alboroto de los úteros era algo que volaba directo hacia la frente transpirada del hombre. Por otro lado, sí veía debajo de aquel sitio alborotado donde quedaba un lago sereno sin olas, con una trasparencia absoluta. Quería ver la belleza de su cuerpo reflejada en el agua. Este lago estaba en su profundidad lleno de los pétalos del narciso. Aquel espejo lleno de misterios absorbía a muchos hombres jóvenes y bellos; nunca se cansaba de hacerlo. El lago tenía hambre de la codicia de Adonis. El amor y la belleza siempre vagaban por ahí y aparecían en la colina, entonces los atraía y se acercaban. Los jóvenes miraban hacia adentro y sus almas se hundían ahogadas. La orilla del lago tenía un tipo de dignidad a la que las mujeres no podían llegar. A través de la codicia que motiva ir al lago, ciertos cazadores de jóvenes –Bob, entre ellos– invitaban a muchos chicos allí. Estos jóvenes, ávidos de dinero, se dirigían al sitio uno tras otro. Se agrupaban en ese lugar en busca de alguna platita para pagarse las drogas del día.

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En el escondite de prostitutos de la calle Christopher, con un hermoso David en cada puerta, con las persianas bajas durante el día soleado para velar la habitación y así poder dormir profundamente. En cambio, al caer la noche, ellos salen a la vista sobre la tierra y con las estrellas, en busca de encontrar los fuegos pasionales con susurros suaves de amor, y así entonces llegan a pasear por las orillas del lago de narcisos, aquel que nunca tiene ola alguna. En esos días, los nuevos capullos azul-celestes del Narciso no tenían el tiempo que lleva precalentar una relación sexual con mujeres. Estos jóvenes, quemados por el sol abrasador durante el día, caminaban toda la jornada (hasta que llegaran a ser prostitutos masculinos auto-suficientes) esperando encontrar a algunos clientes que venían a dar vueltas por ahí. A veces se quedaban parados en Village Square toda la noche, o a veces eran levantados en la esquina de la calle Christopher por marineros homosexuales de los barcos extranjeros que venían hasta Manhattan desde los muelles del río Hudson. Ricachones maduros, o caballeros homosexuales ya entrados en años, como Bob, andaban por todos lados. El hecho de que recientemente era difícil para Henry y otros “pichones” encontrar clientes era porque los que podrían ser prostitutos en otra parte del país –chicos, además, para quienes el dinero era secundario al deseo de aventura– venían cayendo en rebaño a Manhattan, particularmente al centro. Todos ellos competían entre sí, por lo que Henry tenía entendido. Como otros residentes del edificio de cinco pisos de departamentos en el que habitaba Henry, todos aquellos –con la excepción de Billy, que vivía de vender drogas– estaban involucrados en la prostitución masculina. Muchos de ellos lo hacían de tanto en tanto. Se financiaban entre ellos mismos, pidiéndose y prestándose dinero, y algunas veces inclusive compartiendo su comida. En cambio, en los días lluviosos, el comercio en las esquinas de la calle podía tornarse tan desapacible como el clima. En momentos así, era mejor llamar a la organización de Yanni, el Club Paranoiac, y dejar que ella encontrara un cliente. Yanni se llevaba una comisión sencillamente por llamar a sus clientes regulares y enviarles a los chicos. Era muy divertido para ella ver

qué fácil le entraba el dinero. Todo lo que ella necesitaba era un teléfono. El señor Greenberg era un miembro oficial de su organización clandestina. Había conocido a docenas de chicos homosexuales y hombres jóvenes a través de este club. Pero nunca, pensaba él mientras se interesaba por el cuerpo de Henry, había conocido a un chico tan hermoso y cautivante como éste. Los maricas con los que Bob había tenido sexo hasta el momento –aun aquellos que no eran necesariamente gays– saludarían a su cliente invariablemente con una cara que sugería que habían considerado este camino, el camino del amor masculino, la más alta forma de arte. Esto era parte del ABC del trabajo sexual entre hombres, o mejor aún, de la prostitución en general. Pero el dinero que se ganaba, no terminaba de llegar que ya se había ido. Era casi como mágica, la manera en que lo hacían desaparecer. Henry era, sí, un alma insaciable, un vagabundo de la noche que pululaba por los barrios de placer buscando disipación y olvido. Usaba el dinero para cambiarlo por comida o drogas, y con el objeto de obtener ese dinero, vendía a regañadientes su carne y su ano. El hecho que el negocio en las esquinas era tan afectado por el clima, lo puso al mismo nivel que un artista callejero. Pero no importaba cuánta porquería se inyectaba, nunca era demasiado. Su apetito y pulsión sexual mermaba diariamente, en proporción inversa a su creciente necesidad, y se estaba volviendo más y más enervado. Tener que trabajar en el comercio sexual todos los días lo asqueaba, especialmente ahora que las drogas habían desgastado su libido. Bien arriba del techo sobre la cama donde yacía en la oscuridad de esta noche con Bob, billones de estrellas centelleaban como si nada extraordinario estuviera pasando, de vez en cuando colas de luz atravesaban extensos campos para chocar con la tierra. Los fragmentos de estrellas que llovían sobre la cabeza de Henry no eran suficientes para aliviar su desolado corazón. Ni siquiera el susurro de millones de hojas en la vasta y oscura foresta de New Jersey, tenía el poder de mitigar ese dolor.

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El abrazo de Bob se hizo aún más apasionado. Su pasión estaba tan lejos del asco de Henry como lo está el cielo de la tierra, y esa distancia entre ellos crecía con cada crujido del colchón. Los dos cuerpos se volvieron una sola silueta, retorciéndose en anticipación del placer que vendría. Cuanto más se hundía en la melancolía este joven negro tan hermosamente conformado, Bob, que estaba a punto de comenzar el rápido descenso de las alturas de la carne avejentada, se quemó con la llama de la infinita añoranza de la juventud. Este techo rojo de la habitación, rodeado por un bosque silencioso no era más una morada temporaria de amor sino que se había transformado, de golpe, en un fastidioso duelo de almas. Para entonces, en la cabeza de Henry, era como si la Tierra hubiera explotado. Un momento de ilusión detrás de otro. Una chispa se disparó en su cerebro y rebotó en el piso; una estrella fugaz se tornó en un destello pálido mientras iba cayendo. Volviendo atrás su rumbo ahora, ascendió hacia los cielos a una velocidad imposible, más rápida aún que la luz de las estrellas. En ese momento, el alma de Henry tembló de soledad. No era posible para Bob, con sus cuidados apasionados y sus sentidas palabras de amor, poder robarle a este joven la amenazadora y gris soledad de su alma. Aun así, el juego del amor alquilado, contratado por seiscientos dólares en la cara B de esa alma, seguía en marcha. El escenario sobre el que este show de sexo por dinero tenía que ser representado ahora, se prendió fuego. Pero todo lo que se estaba quemando todavía era la punta del ovillo. Iban a ser unos largos, largos siete días. Aunque los dedos de Bob apartaban el negro vello púbico y agarraban su pene suavemente, apretándolo de tanto en tanto, quedaba completamente fláccido. No había sangre caliente para dilatar la punta del delgado y pequeño miembro. Una medusa flotando limpiamente en la oscuridad, respondiendo al llamado de amor de Bob solamente con un húmedo fracaso de lado a lado. Una frase que la “jefa” de Henry recitaba siempre revoloteó en su mente. “Mientras el cliente te pague, es tu deber el servirle”.

Pero el agotamiento desde el caluroso verano de Manhattan y la repulsión por sí mismo que lo carcomía siempre, junto con su creciente revulsión respecto del sexo, dejaba a una erección fuera de cuestión. No tenía salida, y tenía que enterrar su negra cara en la entrepierna de Bob y tomar ese apéndice blanco en su boca una vez más. La fellatio repetida requería mucha resistencia; era suficiente quemarle la garganta y hacer que sus labios se hincharan. El pene de Bob, dilatado con sangre, se puso más gordo aún cuando pasó por la lengua de Henry, retirándose un momento pero sólo para volver enseguida al ataque. ¿Cuántas docenas de veces más tenía esa vara blanca que deslizarse atrás y adelante sobre su lengua? Era ahí adentro que se había transformado en una pequeña criatura viviente. Cansado quizás de este juego, Bob guió por fin su pequeño animalito de sangre caliente hacia el ano de Henry. El cuerpo entero de Henry se contrajo con un miedo horrible. ¿Qué expresión luce el cazador blanco delante de su presa, el antílope? Henry sólo podía imaginar un violento jadeo. Estaba lo suficientemente oscuro en la habitación para que la punta roja de un cigarrillo se destacara en descarado alivio. Hasta ahora, el blanco pene de Bob había existido meramente como una vaga y pequeña y asquerosa criatura en el campo visual de Henry, pero ahora estaba desatando su fiera pasión en cada parte de su anatomía –su pija, su piel, su culo, sus labios… Para Henry, las atenciones unilaterales de este duende blanco no eran más que ridículas. El halconcito no había dejado piedrita sin remover en el incesante ataque a sus partes vitales. Pero el ano de Henry estaba muy fuertemente cerrado. Sólo su ano mantenía una muda resistencia. Finalmente Bob, quizás en parte resignado, buscó una vez más en la oscuridad el escritorio para sacar sus cigarrillos y reagruparse. El pequeño punto rojo, envuelto en un humo púrpura, brilló por un segundo en la oscuridad, y su chispa fue apuntada hacia el ano de Henry, un signo de advertencia. Desde la infancia, Henry había abierto su ano cada día para ofrecer sus heces al universo. Pero la ofrenda de hoy era una “puerta bloqueada”. La regla más fundamental en el

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“Manual del prostituto” de Yanni –“Rinde libremente tu ano al cliente, para que haga lo que él quiera”– no era para usarla ahora de ninguna manera. Su mente y su fisiología estaban encerradas en cuartos separados. El hombre que es mísero a un extremo absurdo. El hombre que no puede parar de lavarse las manos. El hombre que se para frente al espejo comprobando y reajustando su sombrero docenas de veces y así todo no está satisfecho. El hombre cuya dejadez es tal que su habitación acumula colillas de cigarrillo durante un año. El hombre que camina por el pueblo revolviendo desperdicios y que ahora disfruta metiendo su nariz en los cubos de basura de la calle. El hombre que sin vergüenza alguna, implacable, demanda un descuento aún para un cartón de leche. El hombre que roba todo tipo de cosas para las que no tiene uso, las apila en su habitación, y se levanta en el medio de la noche para inspeccionar sus tesoros con una sonrisa de satisfacción. El hombre que continúa sacando su libreta de ahorros de un cajón y la examina, a pesar de que no hay nada impresionante en las sumas que contiene. El hombre que está tan obsesionado con la pulcritud que no le alcanza pasar todo el día limpiando su habitación inmaculada y hace un póster que dice “LA LIMPIEZA PRIMERO”, que cuelga en la pared y le encanta examinar. El hombre que es tan egoísta extremo, que siempre insiste en hacerlo a su manera, aún cuando no hiciera diferencia alguna, y como resultado de esto ha fallado en salir adelante en el mundo. El hombre que quiere que los demás lo intimiden. El hombre que teme poner su dinero en el banco, y entonces guarda una jarra con billetes mohosos en un agujero que hizo debajo del piso y se sienta arriba de él todo el día cada día fumando cigarrillos. Los hombres que, por ser demasiado impacientes para volverse independientes, fallan en alcanzar la independencia, pierden la esperanza, y cometen suicidio. Estos hombres han sido mantenidos desesperadamente ocupados durante sus vidas como consecuencia del inefable, fantasmal aire que sopla por el ano. Perdidos en el fantasmal aire de degradación y obsesión del ano, ellos se convencen de dejar la libertad del alma, para

merodear furtivamente detrás de la cortina que rodea a los prisioneros del narcisismo. A pesar de que giren a la izquierda o se inclinen a la derecha, sus nervios, forjados en el marco de sus corazones, están a merced de la tormenta de la compulsión, y se encuentran con que no pueden moverse. La membrana mucosa del ano tiene una conexión profunda con el sexo y es el noble objetivo de los trepadores ambiciosos de cada descripción. Multitudes de hombres dominados por esto sus vidas enteras. La felicidad, el amor –esas cosas son para ellos no más que fantasías de tener un ano a su entera disposición. El diccionario de términos del negocio rectal, términos para ser susurrados hombre a hombre, se subraya en cada página, y nadie en el mundo puede decir cuánto de esto es un sueño, cuánto enfermedad, cuánto nerviosa excitación, y cuánto es locura. Nadie puede decirlo porque estamos limitados por la propiedad por un lado y la mentira a cara descubierta por el otro. Habría sido un tremendo problema para el Departamento de Policía haber descubierto el Club Paranoiac. No sólo se trataba de una red de prostitución hecha y derecha, sino que las drogas estaban involucradas. Sin embargo, al mismo tiempo, curiosamente, varios policías habrían estado encantados de ser miembros. Había, en efecto, innumerables hombres de todas las profesiones imaginables a los que les hubiera gustado unirse a clubes como éste. Como resultado de lo cual, las mujeres estadounidenses habían comenzado a protestar a gritos, diciendo que la institución del matrimonio estaba condenada en este país y que el número de solteros estaba disminuyendo cada día. Recientemente, el crítico de arte Gregory Styrone y artistas como Ben Vonnegut, el ACTION PAINTER y líder de la escuela de Nueva York, habían estado alquilando una sala de conferencias en la universidad los domingos para celebrar simposios sobre arte, literatura, filosofía, y así sucesivamente, reunir tantos como quinientos estudiantes y juntar fondos mediante el cobro de admisión en la puerta. Llamarlos simposios sobre cultura era engañoso, sin embargo, teniendo en cuenta los temas actuales de discusión: la homosexualidad de figuras

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imponentes en la historia del arte como Leonardo da Vinci, o cómo está la Mona Lisa de Da Vinci relacionada con su interés en los hombres, o como André Gide... y así sucesivamente. Se abordarían estas cuestiones en serio, retorciendo sus barbitas candado y chorreando sudor, durante horas cada vez. Uno tras otro iban hacia el micrófono en el podio para disertar sobre temas de naturaleza pederasta. Incluso el presidente de la universidad se rumoreaba que era homosexual. Ni Henry ni ninguno de sus compañeros había asistido a una reunión de este tipo. Los miembros de la revolución cultural gay y los chicos que participan del comercio de muchachos, obviamente, eran de diferente segmento. Los jóvenes del escondite de prostitutos de la calle Christopher mantenían las cosas como un negocio. Ellos eran conscientes de que nunca serían capaces de legitimar lo que hicieron yendo por el lado del arte. Debido a la naturaleza del comercio de dinero por sexo, cada día se coloreaba individualmente por las situaciones que se presentaban, todo era tan transitorio como las nubes flotando en el cielo. Los chicos del club de Yanni eran vendidos casualmente, como si fueran pasteles envueltos en papel bonito y atados con cintas. No estaban interesados, por lo tanto, en hablar sobre el arte homosexual o cómo algunos artistas como Da Vinci, cientos de años después de su muerte, hicieron esto o aquello para los homosexuales de hoy. Para ellos era el dinero, aquí está mi ano, nos vemos. Esta manera era más Nueva York –y más ahora. Algunos incluso se veían a sí mismos como estando en la vanguardia del racionalismo. Pero Henry era hosco en su belleza esta noche, una rosa prohibida cuyas espinas echaban sangre con cada contacto. Ante la puerta enfadadamente ‘no abierta’ de Henry, el pene blancuzco de Bob intentaba una nueva aproximación. El pequeño animal parecía estar pispeando para ver qué sucedía dentro de aquel agujero. Al tiempito, Bob ya estaba un poco molesto, y dijo: –Henry, ¿no te gusto? En realidad lo había susurrado. Las palabras sonaban extrañamente bruscas en la cabeza de Henry. Era una situación en la que una persona estaba con alguien sexualmente

pervertido, en realidad una persona que fingía ser también sexualmente pervertido sólo para ganar algo de plata, una especie de “comerciante del sexo pervertido”, se encontraba entonces acostado con el otro reclinándose encima y preguntaba por lo que sentía en el fondo de su corazón pero sólo por un interés en su ano. La mariposa nocturna que había pegado contra el borde de la taza con su ala, desparramando un polvillo plateado, había chupado cafeína por todo su cuerpo al caer en aquel océano de café; de hecho estaba a punto de hundirse allí. Los órganos internos de la mariposa nocturna estaban vulnerados por la cafeína, y sufrían las agonías de la muerte. Henry de repente se levantó, sin saber en qué estaba pensando, y tomó el resto que quedaba del café de una vez. Sentía la lengua cubierta por el fluido pegajoso de Bob, y le ahogaba el olor agrio de transpiración. El polvillo plateado en el café se deslizaba por la superficie de la lengua de Henry que estaba agotada, habiéndose esforzado demasiado para chuparle el pene de Bob y casi ya había perdido el sentido de gusto. Y aún con la lengua ahora plateada, no podía deshacerse del olor horrible de aquel fluido corporal. El café color plata se podía visualizar nítidamente en la oscuridad, y teñía de un brillo argentino el interior del cuerpo de Henry. Sus órganos internos cambiaron de tono al entrar en contacto con el polvillo que había derramado el ala de la mariposa nocturna. Y en eso, nuevamente, Bob avanzó furtivamente. El interior de aquella puerta bloqueada debió teñirse también. La piel en cambio seguía obsidiana, tenía el mismo color que la oscuridad. La línea de su contorno se disolvía en la noche. Cuando abría la boca, el interior de los labios se mostraba como una petunia en el espacio sombrío. Y los dientes blancos y los ojos con sus partes blancas, tal cual los detalles salvajes asociados con la mirada de los animales, o con la gente negra primordial cuando apuntaba a una presa desde la oscuridad de la selva tupida dejando sólo la punta de su arma percibirse brillando en la noche. La expresión de Bob en cambio no se notaba específicamente. La presencia de su cuerpo aparecía de manera vaga como una gran mole de carne blanca en la negrura.

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Concentraba todo su nerviosismo en el ano de Henry, incrementando la fuerza y poco a poco intentando atacar la apertura negra. La entrada ya estaba en la mira, captada sin mayores defensas por el cazador. No podía reubicarse. La forma negra y la otra forma, blanca como la luz del día, se enfrentaban en un contraste tanto físico como mental, así como la luna y el sol. Sólo la transpiración se les salía a los dos por igual, y caía en grandes gotas sobre la sábana, empapando el colchón. Un mosquito entró zumbando por la ventana. Justo en ese mismo momento, Yanni, en su departamento de la zona céntrica en Manhattan, miraba una película por televisión. La seguía absorta desde que empezó la transmisión, hacía dos horas. Sólo en los intervalos, mientras pasaban unos comerciales breves, Yanni se levantaba y aprovechaba para ir a la cocina a buscar café o para ir al baño. Respecto de Henry, pensaba que no volvería a Manhattan por siete días. Por eso mismo, tampoco iba a caer inesperadamente en su casa. La película se trataba de una prostituta negra de los barrios bajos de Chicago. Llegó a tal extremo que cometió un homicidio por conseguir la droga. En el crepúsculo que se profundizaba en la brecha entre los edificios altos de la ciudad, ella –con su pelo desarreglado y a trasluz del sol que se ponía– aparecía, manchada de sangre y arqueada hacia atrás. Sus lágrimas se esparcieron sobre la pantalla entera. La habían descubierto robando, y ella sin querer había apuñalado a otro. Ante tanta sangre, Yanni se estremecía pensando por un instante que la sangre realmente pudiera estar pegada al vidrio del televisor. Era porque ella conocía los sufrimientos de los adictos por experiencia propia y los de la película eran como dolores propios. Mientras Yanni miraba el final del drama televisivo, el drama de Henry en Nueva Jersey seguía en paralelo, parejo en los niveles de tensión dramática. En la oscuridad, el ano de Henry estaba escondido. La apertura anal actuaba como la punta de la campanilla flor, marchitándose al anochecer. Los dedos blancos de Bob

intentaban meterse adentro de allí; ansiaban abrir esos pétalos plegados, cerrados, pero la tarea era bien difícil. La corbata y los pantalones y demás ropa de Bob, los jeans y la remera transpirada de Henry estaban desparramados por el piso. El pañuelo a cuadros con sus arrugas en forma de triángulos y hexágonos. El reloj de bolsillo estaba dado vuelta y yacía con la esfera hacia el suelo y el reverso expuesto hacia el universo. El sonido sordo del golpeteo rítmico no venía de la mariposa nocturna ni del susurro de las hojas en los árboles. Era la melodía con la que el tiempo marcaba su paso. No era dirigido hacia los dos que estaban sobre la superficie, sino que la esfera lo enviaba con ambas manecillas hacia el profundo centro de la tierra. Una lapicera yacía, caída, al lado del reloj. Ahora era imposible escribir las iniciales de sus nombres. Estaba ya seca. Al mismo tiempo que el jugo en la flor amarilla de las lupinas se había secado, la tinta allí también se había secado. En el interior estaba seca completamente. La mitad de la entrada al cine para la película que Henry había visto la semana anterior en el Times Square, junto a un billete de un dólar, estaban arrugados allí en el piso. Tres monedas de veinticinco centavos, y varias más de diez centavos, producían un leve tintineo en el bolsillo de los pantalones. Nadie los movía, las cosas en la habitación empezaban a moverse en el estado de mareo, tal cual los sonidos del reloj, y él se sentía como si el cielorraso casi fuera a colapsarle encima. Henry se fue hundiendo bajo el peso de esa ilusión, y sentía como si la pared también se volviera más angosta y cayera hacia un costado. La araña que colgaba del cielorraso agrupaba cientos de frutos y flores de cristal, acumulados allí sin sentido en esa fuente de iluminación que carecía de luz. Cada vez que el viento soplaba desde la ventana esas joyas oscilaban, recordando el perfume de flores. Los copetes a veces se chocaban uno contra otro, con un chasquido. Ante ese sonido inesperado, los copetes (que en realidad eran de sustancias duras) se sorprendían. Los pimpollos de cristal comenzaron a temblar por sí solos, la alfombra en el piso se estiraba, afuera el falo formado por árboles gigantescos fue tirado abajo, y al instante volvió a

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erguirse y a crecer ilimitadamente, a tal punto que la gente perdió la mente, las ciudades y las montañas y los ríos se invirtieron, y cuando la gente pudo ir comprendiendo sus trastornos, enseguida empezó a conectarse todo en el cielo más allá del horizonte, y hasta el polvo estelar apareció pintado con un pincel cósmico en los mismísimos dibujos que había en las alfombras, o si fueran esculpidos entonces de la mismísima forma pero con un cincel. Todo esto lo observaba Henry con ojos entreabiertos. Cuando veía con claridad, las flores rojizovioláceas de las asteráceas, las clematis, las nasturtiums de color dorado entre las plantas del jardín de la casa de verano se daban vuelta y giraban en aquel cuaderno de bocetos que era esta alucinación de la perversión, giraban y se confundían. Las flores fueron decapitadas, las cabezas cortadas al cuello, y la sangre salía a chorros empapando la alfombra. Era una escena de mal agüero. Era una pintura naturalista despedazada. Henry miraba de manera vaga cómo un caballo desbocado, surgido del efecto de su cuerpo con síndrome de abstinencia sin la droga que necesitaba, venía corriendo, atravesándole a toda velocidad la sangre alborotadora como un maníaco endemoniado. Una bandada de pájaros muertos, volando en un círculo, giraba sobre la cabeza de Henry, y él observó que el círculo de los pájaros esbozaba algo que ahora se distorsionaba, la forma del círculo cambió, y Henry pudo percibir allí el signo de la muerte. Cuando miraba el panorama abajo, vio que el río ancho se desbordaba y el agua ya llegaba tan alto como los techos del edificio de los prostitutos. Los chicos estaban en su última agonía, iban a morir sin misericordia, no sabían cómo salir para adelante en un mundo así. Quedaba claro que no habría una persona que levantara sus cuerpos sin vida para enterrarlos. La gente que se encontraba en la cima de la civilización ignoraba lo que era lamentar la muerte de otro. En la alucinación Henry descubrió el espectáculo del viento caótico, y lo perseguía, corriendo detrás de aquella visión radiante. Su cuerpo respiraba hondo, agitado por su estado de nerviosismo, conmoción y por la desesperación con la que

exigía la droga, el pan suyo de cada día. La visión entera se subsumía en un proceso de destrucción fisiológica sin fin. Henry se apuró con manifiesta locura hacia el campo de flores, allí sobre la colina amarga y pardusca, sitio de la delgada flor de la morfina diacetílica, había amapolas en flor hasta donde alcanzaba la vista. Henry, arriba del caballo que corría, con su pulso acelerándose, se precipitaba sobre aquella alfombra de amapolas turcas. Acostado en el campo de amapolas de su alucinación, cuando miraba hacia el cielo, Henry veía las nubes transformarse en billetes de dinero que volaban por ahí y que podían servirle para comprarse unas amapolas en la colina. Una pequeña criatura, varios centímetros de largo, delgada y con una punta blancuzca, iba deslizándose impúdicamente por la entrepierna y los glúteos de Henry. Después de eso, irrumpió en la apertura en su carne negra. Del lado de adentro, el ano de inmediato se estremeció, convulsionó y el excremento amarillo que retenía fue presionado aún más. Bob susurró sobre la oreja oscura de Henry: “te quiero”. Tomó la cara negra entre las palmas de sus manos y nuevamente puso sus labios encima de los labios muy rojos que florecían sobre la piel negra, y frotaba los suyos contra los del otro hombre varias veces. Cuando el pene de Bob se le metió, ante esa sensación Henry sintió náuseas que le surgieron como hirviendo desde el estomago hacia la garganta, y que intentaba con desesperación poder aguantar. Estimulada, la criatura menuda y blanca se movía dentro de aquel agujero que era el ano de Henry y llegaba hasta rozar contra los órganos internos. Henry gruñó. Por la apertura, esa pequeña babosa se deslizaba lentamente de atrás para adelante y vuelta, pero pronto iba adquiriendo fuerza, hasta llegar a un ritmo vehemente dentro del agujero, dando contra las partes internas una y otra vez. La noche se hacía aun más profunda. Pétalos internos se convulsionaban. Traspiración de los poros de ambos cuerpos, gota por gota, empapaba las sábanas. Fluía un sudor incesante. Los cuerpos nadaban en ello. El excremento en el recto anal de Henry presionó para escapar de su cuerpo.

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Una leve brisa murmuraba fuera de la ventana como derritiéndose, mezclándose con la suavidad de los pétalos más internos, y de pronto se lanzó un chorro que llenó el recto. El vello que rodeaba el agujero quedó ahora humedecido, pegoteado sobre la piel. El goteo de mucosidad. El humo violáceo ya había desaparecido entre las ramas afuera; el olor de aquel líquido pegajoso lo seguía ahora, escurriéndose hacia las copas de los árboles. La babosa de Bob se retorcía mientras el pene blanco se sacudía y soltaba el placer, al final meneándose sobre la entrepierna del joven negro. Su propio fluido caliente se mezclaba con el excremento dorado de Henry que se le escapó, y el hedor era demasiado fuerte y tiranizaba las fosas nasales de ambos hombres. Los tristes rescoldos del impulso sexual, en la amplia quietud de los bosques fuera de la casa de verano, convocaron la visión de una carretera en la que el Porsche podría correr hasta el fin del universo. La Autopista Jersey. Por esa ruta vehículos de varios colores iban manejados a gran velocidad. Con los faros detectaban, como hacen animales con el olfato, los huecos entre los árboles en el bosque. Los rayos luminosos de los focos producían destellos en esos espacios vacíos. Uno tras otro, los espíritus de los árboles se despertaban de su sueño. Y desde el otro lado del parabrisas los árboles retrocedían más y más lejos hasta desaparecer en la oscuridad. Una pasión ardiente, ya olvidada por el Porsche, descansaba dentro del alma de cada uno de los árboles. El semen de Bob seguía lanzándose hasta la estación final del olvido. La piel de los espíritus de los árboles brillaba mientras, en las ventanas de los automóviles, parecía volar hacia la lejanía. Resplandecía, ¿no era así?, como si estuviera cubierta con aquel excremento dorado. Las gotas blancuzcas del semen quedaron atrapadas en las ramitas del haya, se enredaban en las ramas inferiores, se enroscaban allí o se deslizaban y caían gota por gota sobre la piel áspera del tronco, para luego ser absorbidas en lo más profundo de la tierra. El camino hacia la última estación acorraló las visiones que habían pasado una tras otra sobre la faz interior de los párpados

de Henry. Esta carretera, una ilusión, viraba, daba sacudidas y se retorcía sobre el suelo. El auto volcó y las ruedas giraban y giraban, flotando en el aire. Henry, necesitado de droga, esforzaba la vista y miraba el accidente de frente. El escenario de alucinación. Árboles, arrancados desde la raíz por el impulso del auto volcándose y el impacto del choque violento. El auto quedó destrozado. Ramas se quebraron y luego cayeron rotas. Un haya levantó ambas manos abiertas hacia el cielo y aullaba. Las huellas de las ruedas que habían pasado fueron aniquiladas. El volante fracturado. La garganta del conductor tan seca que ardía. Henry había pensado que su recto, esa fuente entre las nalgas, no podía contener siquiera una sola gota, pero ahora en la fuente de piel negra allí el semen de Bob rebosaba. La boca de la fuente se llenó de inmediato, desbordó, e iba derramando por sobre el cuadro del paisaje quebrado. La pintura paisajista se debía teñir del color del semen blanco. El volante que había brillado, plateado, ahora quedó vencido por el blanco. También la butaca de vinilo rojo fue cambiando de color hasta tornarse blanca. De repente las sábanas blancas subieron flotando en la oscuridad. En el asiento del Porsche yacía el parasol con lunares en tonos de rosa suave sobre un fondo azul, y el dibujo de los lunares también fue arrasado. Lo blanco iba borrando la escena hasta donde alcanzaba la vista. Cuando el auto volcó y rodaba sobre la ruta, la sombra que echó era demasiado negra. Atrás, el gran árbol del bosque estiraba su larga sombra sobre la superficie de la tierra. El excremento dorado que se le había caído pegado a la corteza también se metamorfoseó en blanco. Y aquel arbolito que era el pene de Bob fue arrancado desde la raíz, y desapareció del campo visual de Henry. Henry se veía a sí mismo también ahí, en medio de esta escena rara, y se estremecía. Encontró en sus manos de mal agüero un objeto que brillaba con el mismo color plateado que tenía el auto deportivo. El semen que lo perseguía en la oscuridad continuaba derramándose, y se enroscaba por sí solo

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alrededor de la navaja agarrada con firmeza por la mano de Henry, y caía en gotas sin fin sobre el piso alfombrado. Por un instante todas las estrellas se apagaron. Y en ese momento en el que las estrellas fueron perdidas la criatura de Bob se desprendió de su cuerpo. El pequeño trozo de carne, separado del cuerpo, rodaba una y otra vez hacia la carretera, pegó contra una piedra allí y se detuvo. El alma de mariposa de Henry, que había estado revoloteando entre el otro lado, el del síndrome de abstinencia, y este lado del mundo común, volvió en sí y quedó por fin quieto y asentado. Pero ya era tarde. La navaja de Henry estaba del otro lado del río de catástrofes. Sólo él había vuelto a este mundo, y aquí se encontraba ahora. De hecho, el incidente había sucedido en menos de un instante. Bob apretaba ambas manos sobre la entrepierna, agachado al pie de la cama. No hacía más sonido que un quejido suave. La sangre fresca y roja que había cubierto los filos de la navaja, ahora cambió de tono; fue sofocado por el color blanco del semen. Y Henry, que se había dejado llevar por una sensación de placer lánguido, como inmerso en un mar del polvo blanco de la heroína, miraba la sangre salir a chorros del caprichoso falo de amor blanco, y distraído, jugueteaba con sus dedos en esa blancura líquida. Aún en la noche cerrada, la sangre volviéndose blanca devoraba la oscuridad, teñía los fragmentos de flores dibujadas en la alfombra y sacudía los trozos de cristal para despertar la araña de luces que colgaba del cielorraso. Todavía más manaba, infinitamente. Esa sangre blanca fluía por encima de la discordancia sexual entre los dos hombres, se apresuraba hacia la ventana para atacar los múltiples millones de estrellas que brillaban aún más altas allá afuera. En un santiamén extinguió la brillantez de todas las estrellas del cielo. Ambos hombres flotaban y nadaban en el mar de semen y de sangre, pero Bob ya estaba exhausto y se ahogó. Los ojos de 42

Bob, anteriormente vivaces y anhelantes de deseo sexual, ya no brillarían nunca más. Henry volvió en sí y se puso de pie en medio de aquel blancuzco Mar Muerto. Tiró la navaja a un lado sin la más mínima compunción. Buscó a tientas sus jeans en el piso, los arrastró hacia donde estaba y se los puso. Luego abrió la puerta del baño contiguo y prendió la luz. Abrió el grifo al lado del inodoro y lavó la sangre de Bob que había manchado sus brazos y manos. No le preocupaba en absoluto dónde habría caído el pene de Bob. Tal vez, ya que se había puesto los jeans con apuro, hubiera pisado el órgano amputado con un pie o con ambos. Tal vez hubiera rodado hacia alguna parte lejana de la alfombra. En la habitación de la muerte, contigua al baño, salvo que se hubiera prendido la araña de luces, todo quedaba incierto. Sin que Henry lo tocara con la mano, nada tenía sensación de existir realmente. Mientras tanto, en Manhattan, Yanni había terminado de ver la película y había apagado la televisión. Estaba sentada arriba de la cama, con las piernas cruzadas. Tenía un libro en la falda, y colocaba con cuidado un poco de hachís en la superficie, lo iba cortando con una hoja de afeitar y luego lo mezclaba con el tabaco de un cigarrillo desarmado, para finalmente meterlo en una máquina enrolladora y terminar el porro. Prendió un fósforo y acercó la llama a la punta, pero pudo inhalar sólo una vez cuando, al lado de su almohada, sonó el teléfono. Levantó el tubo y escuchó la voz de Henry. Echó un vistazo al reloj; eran las doce y media de la noche. –Oye, linda– hablaba rápido– El hijo de mi cliente, justo llegó al aeropuerto Kennedy de Los Ángeles, y llamó a la casa aquí en Nueva Jersey. Entonces tiene que ir a buscarlo al aeropuerto, de inmediato. Vamos a hacer lo nuestro de nuevo, a partir de la otra semana. Se pospone el trabajo, temporalmente, claro. Son las vacaciones de verano. Se queda en Nueva York por una semana más o menos. Entonces el Sr. Greenberg tiene 43

que hacer de guía turístico. Entonces me va a llevar hasta la uptown de Manhattan ahora. Dice que después va directo de ahí al aeropuerto. Tal vez haya sido sólo su imaginación, pero a Yanni la voz de Henry le sonaba un poco estridente. –¿Ah, sí? ¿Lo pones al Sr. Greenberg en el teléfono por favor? Lo quiero saludar. Y ¿cómo te ha ido? Ustedes dos, ¿se llevan bien? –cuando contestaba, a Yanni le salió el acento chino. Lo que quedaba claro era que tenía la intención de hablar con Bob por teléfono. Henry entró en pánico. –Ah, no. Bajó al estacionamiento, para buscar el auto. Junto no está. En una hora estoy en tu casa. Y así apurado, colgó. A través de la persiana parcialmente abierta en la ventana de Yanni, el cartel de neón rojo del restaurante “Kieff”, enfrente, llenó la habitación con rayas de luz. Ya que ella tenía la lámpara eléctrica apagada, las formas sombrías de los muebles quedaron todas de golpe y por igual coloreadas con rayas rojas, luego desaparecieron de nuevo en la oscuridad, para después volver a la superficie visible, según la acción del disyuntor. En ese ciclo repetitivo de neón, la voz de un cantante de rock le penetró por la sien. Chico con chico. Chico con chico. Se conocieron hoy, y eso es todo. Nada más que decir. Eso es todo. Flotan, la bolsa con la vara masculina. Sí-í-í, Sí-í-í, Sí-í-í, Sí-í-í. Meter el Pene Estrella, besarse, Ir rápido, o bien despacio Es todo lo que hay en la esquina hoy. El día es hoy. Se conocen. Y la cama, gimiendo con la unión de hombre con hombre Dame los dólares, en el bolsillo mío La ventana nocturna brilla. Oh, Bebé. Ven aquí, Chico Gay, Christopher

Mañana otra vez, después del atardecer. Sí-í-í, Sí-í-í, Sí-í-í, Sí-í-í. En la radio seguía la canción. Yanni, al pensar que Henry podía llegar pronto, tomó una botella de líquido cremoso de la mesita al lado de la cama y esparció la loción sobre su piel color ámbar. Captó en la fragancia de la crema un indicio del perfume siempre dulce de los capullos de la flor Dafne, y entonces una imagen del puerto de Hong Kong le rozó el espíritu; era el lugar de su nacimiento. En su corazón, el Oriente era siempre sereno. En algún momento, mientras escuchaba la radio, adormecía y sus sueños la llevaron a deambular por las luces en el puerto de su lugar de origen chino. ¿Cuánto tiempo había pasado? Yanni despertó de repente porque alguien golpeaba violentamente en su puerta. En la ventanita de la puerta veía la silueta, con la luz del farol de la calle detrás, de la cabeza de cabellos crespos y amplios como un nido de pájaros, como nubes de tormenta encumbradas y oscuras. El rostro de Henry daba la impresión de fatiga y de un humor fatal. Pero le dio un besito en la boca como exigía el protocolo de los buenos modales. Enseguida después dijo: –Ey, linda, mi amor, préstame tu cohete. Y sin más, con un gesto brusco, abrió el cajón del mueble al lado de la cama, sacó el set completo de instrumentos, y se arremangó la camisa. Yanni, sin ganas, le dio un poco de heroína que había escondida en los zapatos bajo la cama. Mientras hundía la aguja en la carne de su brazo, Henry le comentó: –Ya se decidió, desde la semana que viene por siete días, voy a hacer el trabajo para Sr. Greenberg. Lo voy a hacer bien, eh, te aseguro. Entonces, dame un adelanto, vamos. Yanni se quedó asombrada. Henry había dicho que quería su parte –los cuatrocientos dólares– ahora, de inmediato. Y ella reflexionaba que, si no se los daba, probablemente, siendo un adicto, se le iba a volver loco. Henry tomó los cuatrocientos dólares que había exigido, y salió corriendo por la puerta sin mirar atrás. Yanni sentía que

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debía ser deducible que Henry actuara como un amante suyo, incluso haciéndole el amor, sólo porque quería algún dinero o trabajo, sólo como un servicio que le hacía porque era su jefa. Henry a veces decía: “es mejor hacer el amor con una chica amarilla oriental que con una mujer de piel blanca. Me gustan las que son exóticas y menuditas. Los homosexuales son grotescos; me dan náuseas. Los homosexuales van a morirse todos con el agujero del ano podrido, con el castigo de Dios. Y si no terminan con el ano podrido, yo mismo les voy a poner unos palos de metal calentados a fuego vivo en todos los anos homosexuales que hay en el mundo.” Aunque decía que quería ser presentado a clientes homosexuales, una vez que tomaba envión siempre llegaba a niveles muy ofensivos en sus insultos a los homosexuales. Pero tampoco la quería bien a Yanni, o a “la mujer” en sí, con particular sinceridad. En su trato con el cuerpo de Yanni –la chica oriental que tanto decía le gustaba, la que era esbelta y elástica como un gato, con largo cabello negro que le llegaba hasta la cadera– Henry siempre tenía el corazón vacío. Con respecto a Yanni, ella tampoco sentía amor por Henry. Estaba llena de odio a él y a todos los hombres. Le daba un enorme satisfacción arrendarlos a ricachones con la justificación de hacer un negocio de prostitución. Yanni, bañándose de niña en Hong Kong, fue violada por su padre. Perdió así la virginidad. Desde entonces fue forzada a tener relaciones con frecuencia; al final se embarazó y en el tercer mes el feto fue sacado con un raspado hecho en secreto por un médico que se dedicaba a los abortos. Por todo eso, Yanni sabía bien cómo su propia mala voluntad formaba parte de sus acciones de ayudar a los pichones a encontrar clientes homosexuales. Por otro lado, era cierto que sentía una simpatía en relación a Henry. Por su situación, porque vivía en un país racista, siendo él un negro. Sin embargo, esa piel negra tan desfavorable en la sociedad en general, se transformaba en un factor de superioridad en el mundo de los homosexuales. Los hombres blancos adoraban notablemente a los chicos de piel negra. Y si el hombre negro en cuestión era tan hermoso como lo era Henry, entonces para Yanni, que actuaba en relación a Henry como un marchand

respecto de los objetos de arte, los sentimientos de ella eran una mezcla de aprecio con una buena corriente de odio. Por supuesto, que fueran negros o blancos, cuánto más jóvenes y bonitos podían ser estos muchachos, para Yanni todo aquello era un juego maravilloso. El departamento de Henry quedaba próximo a la orilla del Río Hudson, más cerca del muelle que el de Yanni. Unos quinientos metros al oeste. Cinco días después de la última vez que Yanni había visto a Henry, fue a visitarlo a la nochecita, luego de cenar en el boliche gay G’s. –Henry, ¿estás ahí? Soy yo. –Ella giró la manija un poco para abrir la puerta, y lo vio entonces, a través de la mínima apertura: estaba profundamente dormido. La luz estroboscópica que por lo general brillaba y se apagaba intermitentemente hoy no estaba prendida. Por más que ella lo llamara, seguía durmiendo. Yanni entró por decisión propia en su habitación, y fue a parar al lado de la cama. De refilón miró la rotura triangular en el vidrio de la ventana. Delante de sí entonces, veía la parte inferior del cuerpo de Henry –con esa piel tan negra– acostado, respirando dormido, desnudo salvo por el lío de sábanas sucias alrededor. Las dos redondeces negras y protuberantes que eran sus nalgas, con una luminosidad violácea como la de las joyas, cautivaron la mirada de Yanni. La ventana rota mostraba el sol que se ponía sobre el horizonte de Nueva Jersey. No sabía por qué pero hoy, al subir corriendo por la escalera, se había olvidado de mirar hacia arriba a la escultura del joven león, con el rostro que palidecía a un color de uva. Durante estos últimos días Yanni había estado un poco preocupada. No hacía falta decir que la ansiedad se relacionaba con Sr. Greenberg. Con respecto de este plan de posponer los siete días, ella lo había llamado por teléfono a su casa de verano y también a su departamento en Manhattan, pero nadie había contestado en ninguno de los lugares. En total, lo había llamado cuatro veces, sin obtener respuesta. Esto le resultaba extraño y se preguntaba qué le sucedía. Por supuesto se había imaginado que probablemente se encontraría muy ocupado con el asunto de dar

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la mejor bienvenida paternal a su hijo, de visita después de no verse por mucho tiempo. Sin embargo, después decidió llamar a la oficina de su inmobiliaria en la calle 42, pero el asistente, Sr. Mitchelson, respondió que su jefe no había aparecido por allí desde hacía varios días. Entonces, Yanni le dijo: –Escuché que su hijo lo había venido a visitar de Los Ángeles. Debe estar ocupado atendiéndolo, ¿no? Pero el asistente parecíó sorprenderse, y contestó: –¿Ah, sí? A decir verdad, no sabía nada, aquí no recibí comunicación alguna de él, y ya me estaba empezando a preocupar. Así lo dijo. Con esta charla Yanni ya se sentía incómoda, y entonces fue al departamento de Henry. Levantó un poco el dobladillo de su vestido chino y se sentó en el piso con las piernas cruzadas, esperando distraída a que Henry se despertara, por unos veinte o treinta minutos. Observaba las nubes enojosas y rojizas que pasaban más allá de la rotura triangular de la ventana rota. Progresivamente iba cayendo cada vez más presa de un temor extraño. Por casualidad vio debajo de la cama el jean que Henry se había sacado. Con la mano izquierda lo arrastró hacia sí y palpó el bolsillo de atrás sin saber bien por qué. Sintió que había algo duro allí. Se preguntó qué podría haber ahí y, cuando metió los dedos, descubrió un par de accesorios que pertenecerían a un hombre. Un alfiler de corbata de platino con un ópalo en el centro rodeado por seis diamantes. Era el tipo de objeto chillón que a los hombres gay les encantaba, de aspecto tan exagerado que una persona común jamás lo usaría. Bajo todo punto de vista, debía ser la pertenencia de un homosexual, y además un buen comprador con mucho dinero para gastar. Otra cosa más se le cayó de entre los dedos y sonó al chocar contra el piso. Era un anillo. Yanni lo levantó rápidamente para que no hiciera más ruido. Henry no se despertó. Ella le echó una mirada pero su pecho subía y bajaba con la respiración pausada, sin notar la presencia de ella en la habitación. Ella sintió alivio y se puso a examinar el anillo, también una pertenencia masculina.

Aquel anillo, de oro de dieciocho quilates y de un estilo muy masculino, tenía en ambos costados un grabado de rosas en flor cuyos pétalos se unían alrededor de un corazón de jade radiante, el decorado central en un diseño que delataba el gusto homosexual de su dueño. Yanni miró estos objetos encontrados por un rato, mientras sentía que la sangre drenaba de su rostro. En su memoria la escena que había presenciado unos días antes ahora le volvía con claridad: durante la cena en el restaurante italiano, cuando había presentado a Henry, estaba segura de haber visto este anillo. En el dedo anular de la mano izquierda de Sr. Greenberg. Mientras aquél le había hablado, apoyando su codo sobre la mesa, ella había pensado en cuán hermoso y especial era el color del jade. Era el mismo anillo. Con esa certeza, el corazón de Yanni dio un salto. El otro bolsillo del jean también se veía abultado. Ella metió los dedos ahí y lo que sacó fueron varias hojitas de papel. Eran papeletas de empeño de la Casa de Empeños Bricker Brothers. Cuando alisó el recibo abollado vio que se trataba de una operación realizada el veintitrés de agosto. El veintitrés era el día siguiente a la noche cuando Henry había caído tan tarde en su casa diciendo que el Sr. Greenberg lo había llevado. Al leerlo, vio que se trataba de un recibo por un reloj de una marca prestigiosa, hecho en Suiza, de oro de dieciocho quilates, y a un costado figuraba el valor: $900. La otra papeleta indicaba: anillo de diamantes, $700. Un total de mil seiscientos dólares. Yanni, mientras pasaba la mano una y otra vez alisando el papel arrugado, trataba de pensar en alguna medida para corregir la situación. Pero su cabeza sólo se confundía más. Y lo único que sí podía pensar con claridad era que Henry debió robarle estas cosas o al Sr. Greenberg en persona o de alguna habitación allá en su casa de verano. Esa sospecha, cuanto más lo consideraba, más convincente se hacía. No era difícil deducir que algo problemático le habría pasado a Sr. Greenberg, desde hace días ausente sin explicación. A Yanni le invadió un presentimiento oscuro. Si todo era como ella lo intuía, entonces tenía que hacer que Henry escapara de inmediato, hacia el noroeste o a Texas,

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tan pronto le fuera posible, porque era peligroso salvo que lo hiciera huir de Nueva York. Y mientras pensaba todo esto, tampoco podía estar segura de que la policía no estaría a punto de caer allí. Se puso de pie, cerró la puerta de la habitación y se aseguró de que el seguro estuviera puesto para mantenerla sin abrir. También corrió la cortina sobre la ventana que tenía la apertura triangular. Llamar a la casa de verano de Sr. Greenberg desde allí tendría un efecto negativo. Sería muy poco sabio, sobre todo en el caso de que un oficial de la policía o el asistente mismo contestara el teléfono. Por suerte, cuando hace unos días había llamado para probar contactarlo y el asistente había contestado, Yanni justo no había dejado su nombre ni otro dato. Su negocio de servicios gay con el Sr. Greenberg había sido siempre algo que trataba con él por su línea privada. Dentro de su cráneo, el cerebro de Yanni pulsaba a tal punto que le dolía penetrantemente la sien. De repente le vino una sed intensa que le dejó afónica. Con ferocidad cada órgano de su cuerpo exigía agua. Por la espalda le corría un pasmo raro, calor y frío se entrecruzaban. En los extremos de sus manos y sus pies una transpiración grasienta emanaba y no pudo aguantar estar más allí. Salió de la habitación con la llave en la mano. Cerró con llave firmemente y desde el lado externo. Bajó por la escalera, pasó por debajo de la escultura del joven león y fue corriendo hasta la delicatessen de la esquina. Compró tres botellas de jugo de naranja y un helado, y con el cambio pidió el New York Post del diariero. El de la tarde ya había salido. El aire había refrescado con el viento de la nochecita que soplaba. Los residentes de los departamentos estaban sentados en la escalera de piedra del edificio, y miraban a la gente pasar. Una intensidad de color teñía las nubes, como un gran lago de rojo carmesí, pero minuto a minuto perdía potencia para ir transformándose en violeta. En un rincón del cielo surgieron nubarrones de lluvia. El barco holandés que se iba del puerto hizo sonar el silbato. El silbido se extendió por el cielo de aquel país que le era extranjero. En la cubierta, los marineros

saludaban con la mano dirección al muelle de Manhattan. Se iban. Desde la tierra los prostitutos masculinos, unos varones que les eran íntimos, respondían a los que partían. El barco se alejaba gradualmente. En el cielo las nubes grises descendían poco a poco. Yanni volvió a abrir la puerta de la habitación de Henry con la llave, y esta vez la cerró desde el lado interno. Mientras tomaba el jugo, abrió el diario de Nueva York y prendió la lámpara en la mesita de luz. Hojeando, llegó a las páginas de noticias locales y en ese instante, se sintió como electrocutada, como si la sangre en su cuerpo fluyera de repente en la dirección opuesta a la natural. Allí encabezando todo, la foto de la cara de Sr. Greenberg le saltó a los ojos. A continuación hacia abajo había una imagen de la casa de verano, una hermosa mansión rodeada por árboles. Yanni se quedó atragantada. “Sr. Robert Greenberg, presidente de la empresa inmobiliaria ‘Mayflower Real Estate’, encontrado asesinado”, rezaba el subtítulo. Y el título principal impactó con el detalle en grandes letras mayúsculas: “Misterio en la casa de verano: el pene amputado”. Yanni sentía que los muebles delante de ella y el jugo en su mano giraron de golpe, y cayó al piso mareada. Con dificultad agarró con una mano temblorosa la pata de hierro de la cama de Henry. De lo demás relacionado con el incidente, más allá de aquello en letras mayúsculas, no pudo enterarse de nada. No le entraban datos por los ojos porque no tenía fuerza ni voluntad para seguir leyendo. Miró a Henry que dormía todavía sin inmutarse, con la espalda hacia arriba. Yanni se tomó todo el jugo de lleno, como si lo tirara al estómago, como ensoñada. Por más que tomara mucho líquido, tenía el estómago más seco que un desierto. Ya no quedaba lugar a duda. Era justo lo que había sospechado. Tenía que hacerlo huir esta misma noche. Juntó coraje y tomó control de nuevo sobre sí misma. Levantó el diario del piso y escudriñó minuciosamente cada detalle del artículo. En ese texto, lo que más le preocupaba era lo siguiente: el

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Sr. Greenberg fue asesinado completamente desnudo. El pene le había sido amputado desde la base y el órgano cortado fue encontrado cerca de la cama. Había una navaja manchada de sangre tirada arriba de la cama, y estaban intentando descubrir las huellas digitales y dar rápidamente con el criminal. Expresaban el compromiso de buscar con toda celeridad al culpable, y estimaban que aquella arma blanca les serviría de evidencia clave. Eso respecto de la escena del crimen. Y otros datos informaron que, en la noche del incidente, en la calle comúnmente llamada “Santa Neurosis”, a horas bien tarde en la fecha de los hechos, un Sr. Jenkins había visto algo y entonces daba su testimonio. Era dueño también de una casa de verano en el vecindario de la casa de Sr. Greenberg, y en aquella calle le había llamado la atención un joven negro, de aspecto atractivo, que hacía dedo. El Sr. Jenkins iba en el auto con su esposa, cuando vieron a un hombre negro atractivo, de unos veinticinco o veintiséis años, que pedía un aventón hasta la ciudad de Nueva York. El testimonio indicaba que le había llevado a Manhattan, hasta la calle Cincuenta y Nueve y la Octava avenida. Entonces, Henry había llegado a la calle Cincuenta y Nueve en el auto de Sr. Jenkins, y desde allí habría parado a otro auto o algo para llegar hasta la zona donde vivía Yanni. Ella de pronto le sacudió el hombro. No obtuvo respuesta. Henry estaba en un sueño tan profundo que parecía no tener fondo. Cuantas veces lo hubiera sacudido, no conseguía una reacción. Yanni finalmente le abrió el párpado con un dedo de la mano izquierda. Examinó el ojo y vio que la pupila estaba tan pequeña que parecía el agujero de una aguja. Se dio cuenta de que Henry no estaba bien. Su cuerpo parecía estar en un estado anormal. Ella volvió en sí y miró hacia arriba, a la apertura de la cortina donde ya se veía asomar la luz del amanecer. Yanni debió haber caído dormida a pesar de su voluntad de mantenerse alerta, pero fue a causa del agotamiento y de la 52

confusión. Se activó y sacudió de nuevo el cuerpo de Henry. Las nalgas negras parecían tomar consciencia de la jefa china débilmente, como en un sueño, oscilando entre la fatiga y el estrés. Yanni se puso de pie, lo cual alisó la imagen del dragón en su vestido chino rojo. Echó un mechón de su largo cabello negro hacia atrás y abrió el diario de anoche ante los ojos de Henry sin anunciarle nada. Henry miró el diario pero no ofreció ni una palabra. Aún la expresión de su cara no se inmutó. Viendo eso, Yanni no quiso siquiera preguntarle nada. Allí se quedaban los dos, en un silencio de piedra, sentados en la cama. Yanni no sabía qué estaban pensando. Ella no pensaba ni en el artículo del New York Post, ni tampoco en el Sr. Greenberg. Simplemente quería salir de manera libre, a respirar el aire fresco de la mañana. Los dos caminaban por la calle mientras apenas empezaba a aparecer la luz del nuevo día. Una cortina de luz lechosa rodeaba esta isla hecha de piedra. Las calles de la ciudad flotaban entre la noche y la mañana, ni siquiera los camiones de los lecheros las transitaban todavía. El horizonte de siluetas de los edificios estaba enredado en la neblina matutina y el aire en movimiento parecía retroceder ante su influencia. La luna que quería avanzar hacia el oeste, al final perdió su confianza en la isla y cayó a la tierra. Por encima de las copas de los árboles más allá del Río Hudson, la niebla se disolvía en su sombra transparente, con una pátina de color lechoso que abarcaba todo, cubría la superficie de la tierra entera, la que iba disminuyéndose cada vez más, hasta que las voces de todo el pueblo acallaban. Un niño se les acercó, venía desde otro lado, empujando para abrir camino a pesar de la cortina del color de la leche, que a su vez hacía que su cabello rubio pareciera dorado, echándose de un lado a otro como lo hacen los tallos sanos color castaño 53

claro. Tenía los ojos que habían visto tan sólo una década de vida. Su mirada era inocente, profundamente pura. Se fijaba en los ojos de Yanni y Henry, y les habló: –¿Qué hay del otro lado de la cortina de color de la leche? Ellos miraban hacia la figura del niño, no veían una sombra producida por el cuerpo hacia allí, y era más bien como una escena de una pintura paisajista, era un solo contorno como en un dibujo unidimensional hecho con crayones. Henry y su acompañante (Yanni) quedaron sorprendidos y echaron un vistazo de nuevo al cabello del niño sin sombra, quien de pronto desapareció en la neblina. Después sólo su respiración seguía presente, y el chico susurraba algo al oído de los dos. El perfume de un campo de trigo, joven y verde pero asfixiado, flotaba por el aire, apenas perceptible. La zona estaba vacía, no había nadie. En la esquina había un tacho de alambre tejido, color plateado, guardián sin sentido de una provisión de deshechos. Un gato de la calle sucio saltó al borde del tacho y desapareció en el interior inmundo. Desde allí dentro surgió un sonido crujiente, como si aspirara un fragmento del aire en el intento de vestirse con algo de la mañana. El sol del amanecer que debía aparecer se escondía en la lejanía, en la profundidad de la atmósfera inmóvil y densamente plegada. La tierra se había detenido. Asombrados, los dos apoyaron sus manos en el piso; el eje de la tierra ha dejado por completo de girar. Avanzaron por la isla de Manhattan, abriéndose paso a los empujones contra aquella cortina agridulce y blanca, lechosa, del color del semen. Delante de ellos, el edificio Empire State obstruía el camino. Cuando alzaban la mirada, para ver más allá del pasmo, como si atisbaran por una fisura en sus corazones, tenían delante la torre tremenda, tan alta que desaparecía en el cielo y entre las oscuras nubes turbulentas y el viento que aullaba y penetraba miles de ventanas vacías. La ciudad que nunca dormía sino que centelleaba toda la noche con luces como joyas y entretenimiento incesante, cuyo perfil iluminado Henry había podido ver desde el mar de árboles en Nueva Jersey, ahora había perdido todo brillo. ¿Las

luces habían sido nada más que una ilusión? Lo que se veía era el contorno del esqueleto de la ciudad, del color de pasto seco, con sólo débiles luces intermitentes en las nubes grises que colgaban en el gran cielo vacío. La neblina surgía desde la tierra abajo y avanzaba arrastrándose sigilosamente por el piso. La forma a la que llegaban era de roca muerta. Presenciaban el día que no tuvo amanecer. Las escaleras hacia arriba subían hasta un punto – qué raro – en el que ya no eran de cemento. Allí adelante, una pequeña puerta blanca estaba abierta de par en par y lanzó un grito para llamarlos. La textura áspera de la piel veteada de la madera revelaba las fisuras delgadas. Parecía haber resistido durante muchos miles de años el clima hostil de esta isla de Manhattan hecha de rocas. Yanni y Henry, de pie en la entrada a la torre, echaron sin querer una mirada hacia el cielo furioso. En la perspectiva cercada por las nubes oscuras, la luna y el sol y las estrellas perdieron sus formas, aún en la imaginación. Cuanto más buscaban recordarlos, más imposible era evocarlos en la mente. Aquella luz tan hermosa, ¿qué forma tenía? El aspecto, el olor, incluso el sabor del astro y del universo se habían desvanecido de cada uno de los cinco sentidos, y ya no eran perceptibles. Los ojos de este hombre y de esta mujer perdieron enteramente la capacidad de encontrar los destellos de la luz, aun si buscaran, como ciegos del espíritu, con el bastón blanco del alma. Quizá lo único que quedaba fuera el perfume de la juventud. Henry, que iba de la mano con Yanni por la escalera, paso por paso, hacia el cielo infinito. Los escalones subían hasta la cima de la torre; había muchísimos, era una pila tan grande que hacía a uno perder la noción de cantidades específicas; había demasiados escalones, tantos que era imposible contarlos. Aún así, ¿él ya había subido más allá del milésimo? La tierra se había detenido, el sol ya nunca más brillaría sobre esta construcción. El camino hacia arriba, hasta la cúspide. En las ventanas de cada piso se veían trozos de vegetación que estaban podridos y manchados con sangre y que los pájaros picoteaban. Hambrientos al extremo, los pájaros destrozaban estos vegetales de forma alargada con toda la fuerza que poseían. Pegaban,

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golpeaban, con vehemencia daban contra los vidrios a tal punto que habían dejado todas las ventanas con miles de agujeros. O más –¿decenas de miles, no habrá sido? Una rata con el vientre hinchado y protuberante se escabullía, lo que producía el sonido de uñas raspando. ¿Estaba embarazada? No, el vientre tan abultado se debía a una multitud de células cancerígenas creciendo velozmente, sobreabundantes, tanto que el abdomen debía arrastrarse por el piso. Al mirarla de cerca, se notaba que una de las patas traseras era lo que le impedía escaparse, la mitad inferior le había sido arrancada y le chorreaba pus. Una película de viscosidad del color de la yema de un huevo cubría cada escalón. A Yanni y Henry se les pegoteaban las plantas de sus pies desnudos. En el recuerdo quedaba la sombra de aquellas luces rojas decoradas con diamantes y rubíes –todo aquello que pertenecía a la gran nave de placeres que no podía hundirse, adornada con cariño, con amor, vistiendo toda la gama de colores plenos–, por encima de esa sombra se erguía la torre, alta y más alta, habiendo cambiado los sueños que antes animaban este mundo de la Isla de Manhattan por las ruinas de la actualidad. Así hacían al hombre y a la mujer lamentarse mientras subían la escalera al cielo. De repente Yanni sintió algo pegajoso rozarle la cara. Vio a Henry retroceder un poco, y sobre su piel negra ella percibió el blanco puro de la telaraña que le dejó grabada una red perfecta de octágonos. La araña de patas bien largas seguía hilando en silencio la fibra linda, blanca y sedosa que era suya, y lo hacía a pesar de saber que su red había sido destruida por seres humanos. Cuando llegaron cerca de la cima de la torre, miraban hacia la tierra abajo, y a la altura del piso veinte se veía la neblina matutina del color del semen que alcanzaba hasta ese punto y no subía más, sino que se quedaba merodeando por allí. Luego, cuando miraban hacia arriba, al pináculo aún distante, observaban que una presión atmosférica como la de una tormenta convocaba nuevamente las nubes. ¿Buscaban aquellas nubes traer la lluvia para limpiar la tierra vulgar? Por fin los dos llegaron a la cúspide de la torre, o ¿habría

que decir que se arrastraron hasta allí? Al posar los pies sobre el último escalón del piso más alto, delante de sus ojos vieron aquella puerta –blanca y áspera, curtida por el viento y la lluvia– que abría directamente al cielo desolado. Era la puerta que, al pasarla, daba entrada al cielo. Tal cual en un templo sagrado. Yanni casi podía proyectarse en la ilusión de estar frente al templo en el Hong Kong de su nacimiento. Los dos salieron al balcón que se extendía al otro lado de la puerta. Finalmente pudieron llenar los pulmones con aire. Fuera de la torre la mañana aún no había llegado aunque ellos habían estado seguros de encontrarla. La tierra mantenía su silencio, no hacía sonido, seguía detenida y no había movimiento alguno. El eje de la tierra había dejado de girar, por eso era imposible que se hiciera la mañana. Desde el balcón de la torre, veían bandadas de gaviotas ir y venir entre la neblina sucia. Las plumas blancas estaban embadurnadas con la suciedad y el ruido de la ciudad; parecían rotas y grises, y la impresión que daban era de lo más miserable. El fondo del balcón reflejaba las nubes oscuras que poblaban el cielo y parecía emitir un resplandor opaco como de plata deslucida. Un reflejo de luz penetró en la pupila del ojo de Yanni, y cuando miró hacia abajo de nuevo, hacia la tierra, cada una de las tejas de bronce en el techo (que parecía hecho de escamas) sobre el gran recinto sagrado, la Iglesia de Saint Patrick, ofrecía un centelleo extraño desde el otro lado de las nubes. Según soplaba el viento, parecía brillar o cambiar de color. En la distancia, se podía vislumbrar apenas entre las nubes, la silueta de los techos de la Bolsa de Valores en la Wall Street. Las gaviotas se alejaron en grupos, volando por encima del edificio de la ONU que desde allí lejos parecía una caja de fósforos. El revoloteo patético de las alas ensuciadas por la mugre urbana resonaba hasta el fondo del sueño de la ciudad. Habrán volado hacia una isla sobre el Río Este, buscando acercarse al gran hospital geriátrico siempre atestado de pacientes o a los jardines de la residencia para ancianos al lado, en busca de unas migajas de pan viejo.

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De repente, el cielo encapotado se abrió y el resplandor en el piso del balcón se esfumó; en un instante saltaron a la vista las tantas cosas que había tiradas alrededor. Botellas vacías de Coca-Cola, restos de hamburguesas, grumos de chicle masticado y descartado: los productos de la civilización material que los turistas desechaban todos los días. Allí no había lugar donde apoyar el pie sin pisar algo, aquel techo se había transformado en la cima de una montaña de basura. Con una lata vacía, Yanni se lastimó el pie descalzo y la sangre que le salía se agregaba a la escena. Las ratas también habían subido y merodeaban por ahí, arrastraban sus vientres hinchados para revolver entre los desechos en busca de algún bocado. Viéndolas, a Yanni le sobrevino una sensación de mareo y de asco, y de su estómago lanzó sobre las ratas un vómito de jugo mezclado con comida sin digerir. La parte delantera de su vestido chino rojo se ensució. La lengua del dragón en el estampado de la tela se agitaba para chupar la suciedad de inmediato. Henry observaba las nubes a lo lejos con una mirada vacía. De su cuello manaba una transpiración copiosa que ya le cubría el pecho y humedecía la remera. El paisaje, las nubes, y las capas en la atmósfera estaban tan lejos de sus pupilas y aún más de su cerebro que todas las cosas, toda creación, se volvían enigmáticos objetos chatos y además seguían corriéndose a cada vez mayor distancia. Como si existiera una delgada cortina que lo aislaba, una membrana transparente que lo separaba del mundo externo. Henry pasó la mano por el cuello para limpiarse el sudor. La respiración se le hacía agitada, irregular, y jadeaba. En su visión no aparecía ni una sola de las sombras negras del mar de árboles que había enfrente en Nueva Jersey. Nada más que nubes venían a ponerse delante de él y nunca se despejaban. Lejos, todas las cosas se iban más y más lejos en lo que él podía visualizar. Estaba en un estado mental abstraído y su alma se apartaba como si flotara en el aire y su cuerpo físico no fuera algo real, sólo los restos como el sudor frío que le brotaba de las manos y los pies, y el latido de su corazón. Como si lo hubieran lanzado dentro de un vacío. Su

cuerpo y su alma estaban divididos totalmente en dos partes; él cayó preso de la despersonalización y quedó encerrado allí. Sólo había cosas sin sentimiento, sin tangibilidad, sin involucramiento. El paisaje. El mundo externo. En cuanto a Henry, aunque estuviera aprisionado físicamente por la cortina, su alma por sí sola se iba, palpitando para salir de su cuerpo. Yanni seguía la ubicación de las gaviotas con la mirada, y cuando volvió a mirar al piso del balcón, notó que las nubes habían cubierto el cielo nuevamente y producían aquel resplandor como antes, borrando por completo la visión de la basura tirada por ahí. Por fin entonces, con tan sólo el color plateado delante de los ojos, pudo suprimir sus vómitos. Pero no estaba el cuerpo negro de Henry allí donde antes había estado, tenía que estar parado en el rincón, a un extremo de aquel recuadro plateado. Sin embargo, el espacio estaba vacío. Yanni se alarmó. Pensó que el reflejo de las nubes le truncaba la vista e impedía que viera a Henry. Eso era, seguramente. Y pensaba por ende que, al abrirse las nubes, la forma de su cuerpo volvería a visualizarse, como también lo harían las botellas, los papeles, y los demás desechos en el techo. La visión de Yanni aguardaba el movimiento de las nubes. El reflejo de luz plateada, cuando el cielo se abrió, desapareció y los objetos en el piso volvieron a tomar formas visibles. Pero la masa sólida que debió ser el cuerpo de Henry no estaba. A Yanni se le ocurrió que tal vez el agotamiento de sus ojos le provocara una alucinación, una visión borroneada y equívoca. Para reajustar el foco de su mirada, fijaba la vista en aspectos lejanos del paisaje y después sí podía focalizar las vetas en la madera de la puerta que daba a las escaleras por donde ella había subido desde la superficie de la tierra. Entonces, ya lista, juntó fuerzas y giró hacia donde había estado Henry. A Yanni se le cortó la respiración. El cuerpo de Henry se había esfumado. Yanni corrió hasta el pasamanos del balcón y miró hacia la tierra abajo. Una cosa, en toda la neblina lechosa. Un punto negro, cayendo.

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El punto se hacía cada vez más pequeño instante a instante, se hacía un grano más minúsculo y estaba a punto de desaparecer y disolverse en la niebla. En ese momento, los pájaros negros que picoteaban las frutas de color rojo carmesí como la sangre de pronto todos juntos levantaron vuelo y salieron al cielo. Iban moviéndose en un círculo, con el cielo a sus espaldas mientras de frente seguían detrás de aquel punto negro.

Dos epílogos a El escondite de prostitutos de la calle Christopher

Hasta ahora he estado inmersa en un destino que ha hecho que no pudiera escribir ni una línea, ni crear ninguna obra de escultura, sin sentir a cada instante el hambre por algo luminoso. En los días de mi juventud, a partir de 1957, volé desde Japón a América, a Europa y a varios países, y durante casi veinte años, viajé por el mundo como abanderada del círculo de artistas de la vanguardia. Puse toda mi fuerza para este recorrido. En ese período hablaba en inglés, pensaba en inglés, hasta incluso me hablaba a mí misma en inglés. Pero cuando empecé a escribir literariamente, lo hice en japonés, lengua que hacía mucho no usaba, y esto echó luz sobre una fase diferente de mi existencia, una dimensión que no podía buscar en las artes plásticas. Quise desarrollar mi propio terreno: estoy ahora parada sobre una nueva posición de mi espíritu. Con la primera luz del amanecer, las nubes cambiaban de varias maneras, sorprendiéndonos en la Tierra, ese mecanismo tanto más difícil que el cielo que es el modo en el que viven los seres humanos, la indicación de sus muertes, la existencia del amor, el rayo de luz y la cicatriz de la vida, y el espacio lleno de apariencias misteriosas y el espacio lleno de deidades. El tiempo. La distancia… ¿Y qué serán aquellas cosas tan altas detrás que sobrepasan todo esto? Esto da testimonio de mi profunda admiración, y de que el proceso de purificación espiritual no se agotará; seguiré hilando la creación del arte aún después de la muerte. Desde que “El escondite de prostitutos de la calle Christopher” ganó el décimo Premio Yasei Jidai para nuevos 60

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autores, he recibido los cuidados del señor Tōru Kenjo y del señor Taku Yaguchi. También, les doy muchas gracias al señor Yuzaburo Obata y a la señorita Yuri Date por los esfuerzos por publicar el libro. Realmente les agradezco por todo lo que han hecho. Abril 1984, en Japón. Yayoi Kusama

Epílogo para la edición de tapa blanda:

Desde 1960 al 1979 viví en el centro de Nueva York, y vi muchas cosas en el reverso de esa espléndida ciudad. Había allí un barrio donde residían los homosexuales. Y vi a los jóvenes viviendo su juventud en la ciudad, y se me ocurrió que me gustaría escribir ese tipo de historia que los captara. Quería tomarlos como tema para mi literatura. Tuve esa impresión, cuando regresé a Japón, y me encerré en mi habitación, tardé muchos días en escribir esto, y recibí el premio para nuevos autores, y lo que produje fue publicado por la Editorial Kadokawa. Era 1984. En ese momento, la etiqueta que se agregaba como cinta alrededor del libro mostraba las palabras que el señor Kenji Nakagami expresaba respecto de estos cuentos. También recibí muchos elogios de los lectores. Ahora, el volumen se publica en una edición de tapa blanda, y me da mucho placer que más lectores podrán leer esta obra. Quisiera agradecer por sus cuidados, a la señorita Yuri Date de la Fundación para la Promoción Cultural de la Editorial Kadokawa y a los otros colaboradores involucrados, desde el fondo de mi corazón. Estoy trabajando en la producción de mi arte, en el atelier en Tokio, todos los días. 62

Mis obras están exhibidas en museos y en muestras internacionales de arte de todo el mundo. Personas de diferentes nacionalidades, edades y géneros, luego de ver mis muestras, dicen estar muy bien impresionados. Mi retrospectiva empezó en 2011, ha pasado por Madrid, París, Londres en el Tate Modern, y actualmente está en Nueva York en el Whitney Art Museum. Esta etapa en la que la republicación de mis cuentos de ficción ambientados en Nueva York coincide con la retrospectiva de mi arte plástico, es un acontecimiento que me llena de emoción. Durante aquellos días y en estos días he librado una batalla con aquel arte que es propiamente mío, desde mi misma. Estoy concentrada en la producción de arte, entonces mi tiempo es escaso, pero igualmente sigo escribiendo continuamente. Desde estas hojas entonces les invito a disfrutar de mi literatura. Reciban todos por favor con espíritu positivo estas obras mías. Muchas gracias. 20 de agosto de 2012. Yayoi Kusama

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Acacia olor a muerte

Los pétalos blancos, parecidos a la cera, se volvían transparentes y se adherían uno por uno a la luz del sol cayendo desde los cielos a la tierra. El bosque de acacias formaba un domo de miles de flores sobre la cabeza de Masao. Los pétalos se derretían en los brillantes rayos de sol que a su vez los escoltaban hasta el suelo, y la gravedad de la Tierra atraía sin esfuerzo a las livianas flores blancas. Masao miró las suaves nubes de marfil de principios del verano que se enganchaban en las copas de los árboles y después se liberaban, quedaban de nuevo entrelazadas entre ramas para luego soltarse y alejarse. La fragancia derramada por los pistilos impregnaba el profundo interior de sus pulmones. Había pasado un mes desde la muerte de su esposa, pero no había enviado su cuerpo al crematorio, y todavía tenía relaciones sexuales con el cuerpo cada día. La agobiante y repugnante fetidez del cadáver llenó la casa. La fragancia de acacias hacía todo lo posible para desalojar el hedor gris de muerte que cubría sus pulmones. Desde el techo de la casa debajo de las ramas, a pesar de la luz del mediodía, una luminosa cinta roja, fantasmal y tenue se elevaba sigilosamente hacia el cielo. El alma de la difunta se había aferrado al techo durante días, y las puntas de las flores copiosas ya habían empezado a marchitarse en medio del olor insólito a carne podrida. Ese efecto había sido especialmente pronunciado en los últimos días. El tiempo se había calentado con la llegada del principio del verano, y los pliegues interiores de color rojo del sexo de su mujer se habían vuelto blandos e hinchados y habían comenzado a desmoronarse durante la copulación, como fruta tan madura que ya se pudría. Las copas de los árboles se acallaron por el olor. Cuando él insertó el pene en la vagina en descomposición, un fuerte aumento de emociones dominó todo su cuerpo. Esos tiernos pliegues abrazaron su miembro tal como habían hecho cuando estaba viva; era maravilloso cómo aun en descomposición no habían perdido nada de la resistencia que tenían en vida. Era como si en el cuerpo muerto, la vagina sola, siguiera respirando. 67

Ella había muerto de cáncer de útero. Cerca del final, a medida que se ponía cada vez más débil, su vagina había goteado una secreción maloliente. Él la había limpiado con toallas y gasas. Las gasas descartadas finalmente habían llegado a formar un gran montón en el centro de la habitación. Por la noche, en la luz de la luna que se filtraba por la ventana, las bacterias pútridas en las gasas emitían un resplandor blanco azulino. Mirando el extraño resplandor de esa sustancia iluminada por la luna, Masao se había hundido en el abismo del deseo carnal. Separando las rodillas de su esposa moribunda con sus manos, le penetró el órgano sexual. La baba blanca de su eyaculación podía verse claramente en la penumbra, copulando con las células cancerosas que salían derramadas de su vagina. Caía en gotas al suelo y el líquido se ensanchaba. La luz de la luna trazaba con plata brillante los bordes de la forma en expansión. La muerte de la mujer vino demasiado mansamente. –¿Qué haces entre mis piernas? –ella murmuró, y entonces su débil conciencia se volvía cada vez más borrosa mientras el interior de la habitación esperaba, en secreto y en silencio, para saludar la rendición de su alma. Sin embargo, su órgano sexual solo vivía. Había pasado un mes. Masao continuaba durmiendo con el cuerpo. La llevó afuera al jardín y volvió sus genitales hacia el sol para que se secaran. Entonces, sin previo aviso, los pétalos blancos de las flores de acacia cayeron con una furia silenciosa al suelo, y lo transformaron ante sus ojos en un mundo de color blanco plateado. Los pétalos también cubrían el pubis de su mujer. Él penetró esa superficie blanca virginal con manos temblorosas para despejar sólo el área de su sexo. De vez en cuando la grieta rosa de la vagina cambiaba su tono a la sombra de las nubes blancas que pasaban en el cielo celeste. Un fragmento rasgado de nube se deslizó entre los pliegues, y algo comenzó a moverse bajo la mata espesa del pubis, aunque nadie lo tocaba. Los vasos sanguíneos en el interior se habían solidificado y vuelto púrpura. Una fantasmal luz solar se enrolló alrededor de sus venas en ruinas y trató de escabullirse

de manera más profunda en el interior. Los vasos sanguíneos anteriormente flexibles ahora eran tan duros y frágiles como el cristal. Mientras absorbían la luz, se agrietaban y rompían de manera audible, astillándose. La vida de toda carne y sangre no es más que un momento en el tiempo. Un efímero, floreciente silencio en el mar sin límites de la eternidad. Para Masao, la muerte de la mujer que había mimado tanto era algo difícil de asumir. Recuerdos de los días cuando había enterrado sus mejillas entre sus pechos amplios. Los colores de su ropa de verano, hinchados con deseo sensual. Su vagina, respirando suavemente a la sombra del vello púbico. Una infinidad como la superficie de un lago de miel que podía tragar sin ondas todo el amor y el deseo de su juventud y aún ofrecer un excedente más de espesa dulzura. Los días cuando los delgados dedos blancos de ella se entrelazaban con los suyos, días cuando se susurraban palabras de afecto –días que se han ido para siempre ahora. El pelo negro que una vez caía exuberante hasta los hombros ahora apestaba a muerte. En ondas hirvientes de luz solar filtradas a través de las flores de acacia, Masao levantó ligeramente los extremos del largo pelo negro en sus manos. Las interminables tardes de oscuridad y dolor en las que había sido incapaz aun de tragar su comida por la pena que llenaba su pecho, ya habían pasado. Ahora todo lo que quedaba de su corazón era un vacío sin límites. Durante el pasado mes, se había encerrado puertas adentro con el cadáver de Mimiko. Treinta días –durmiendo con un cadáver, hablando con un cadáver, teniendo sexo con un cadáver. Masao tenía miedo. En breve este cuerpo podría deteriorarse tanto que podría partirse en pedazos. Mimiko desaparecería de su vista. Dejaría de existir. Se vio a sí mismo ahí, y se puso aún más impaciente. Su amada esposa descomponiéndose. Fragmentos rotos de la pareja que había compartido tal luminosa juventud, acostada ahora sin voz, la chispa ida de sus ojos. Cargó su cadáver en el jardín para secar su vagina al sol, pero ¿era sólo una idea engañosa? Lenta pero seguramente todo el amor de ella perecía. La estaba perdiendo. Sus ojos miraban cada detalle de su cuerpo, desde la punta de

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sus pies hasta las puntas de sus cabellos. Nunca se cansaba de mirarla. Los días en los que su belleza había estado en flor, eran ya sólo escenas de ensoñación, memorias distantes. Ahora su carne hinchada colgaba flojamente de sus huesos. Su sangre, sin pulso y estancada, yacía en charcos de púrpura que ya no reflejaban la luz del sol. Cuando tocaba su piel abultada, sombras de esa sangre sin vida envolvían su mano, se arrastraban hacia arriba por su brazo y se desplegaban por todo su cuerpo, tiñéndolo con un fantasmal matiz púrpura. Como celadamente, su pene comenzó a hincharse. El sol del verano temprano colgaba todavía de las ramas superiores de los árboles de acacia pero había empezado a declinar hacia el oeste. El líquido blanco, translúcido a la luz del sol, brotó de la cabeza de su pene. El semen se proyectó por el aire transparente de esa región de tierras altas. Chorreaba sobre los ojos de Mimiko, esos ojos que nunca volverían a parpadear. Y luego se transformaban en pequeñas, estremecidas partículas grumosas. En la sombra de Eros una sucesión infinita de gusanos emergía de sus ojos y se arrastraba por el suelo. Masao observaba cómo su leche se volvía una masa de gusanos retorciéndose en la tierra. Miraba en detalle, rastreando su recorrido hasta las grietas de carne podrida de las que continuaban saliendo. Las larvas se multiplicaban y se diseminaban sobre los incontables pétalos de acacia atrapados en el piso. Los pétalos dormidos comenzaban a moverse. Gusanos reptaban por la corteza negra de los árboles de acacia y se agrupaban en las ramitas más altas. Como si ascendieran al cosmos. Masao siguió con su mirada vacante la lejanía del amor. Ahora todas las copas de los árboles estaban festoneadas con semen. Goteaban. Se contorneaban. Sólo empalideció con el pensamiento momentáneo de que la juventud, la juventud que había pasado con Mimiko, había sido sólo una ilusión. Cuando, en la flor de su juventud, el cáncer había atacado sus órganos reproductivos, lo que podía llamarse su vida de mujer, ella había dicho como delirando: “Pero aún si muriera ahora, me siento afortunada –afortunada de haberte conocido.

La pasión es una burbuja, una cosa fugaz, para disfrutar sólo mientras vivo”. La pasión, la burbuja del amor, perduraba sólo un momento en la vida. Y al término del amor, ya entrelazado con olor de la muerte, los gusanos invadían el bosque del amor. Masao miraba a aquellos gusanos de la muerte con ojos ansiosos e inquietos. Se enroscaban y se retorcían, dejando cicatrices brillantes en los grupos superpuestos de flores de acacia. Estas agrupaciones, incapaces de soportar el peso, cayeron a la tierra junto con sus cargas viscosas y dóciles. Las larvas cayeron como una lluvia dispersa, cayendo sobre los vivos y los muertos. Los bordes de los pétalos de acacia cambiaron del marfil al sepia. Las puntas se secaron y adoptaron la consistencia del plástico. Al agolparse sobre el suelo, estos pétalos de plástico chocaron con chasquidos audibles. El alma sepultada en la tierra de Mimiko resucitaría en medio de un movimiento deslumbrante de flores y gusanos. Masao continuó mirando, atento, expectante. Sus ojos estaban fijos en un paisaje lejano, un lago azul de fondo límpido al final del espacio y el tiempo. Pensó que vio contraerse la carne debajo de las cejas color negro azabache. Un leve rubor de color rojo se levantó en los labios drenados de sangre.

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Oh pétalos que han venido a llamar en la quebrada del insomnio entre la noche y el día. Dispersadas en el camino hacia la muerte, flores de acacia cayendo, acumulándose más alto que el cielo, pétalos por decenas de miles para enterrar un cadáver joven más solitario que una estrella y para frenar el parpadeo de unos ojos brillantes. Te has ido, hacia ese sendero que se convertía en el montículo de silencio, hoy y ayer y mañana y el día después de eso, las flores de color blanco, blanco, blanco, la acumulación final. La tumba de nuestra incumplida pasión fantasma. Oh bosque del amor, deja que los pétalos cubran estas cicatrices del olvido, al final de nuestros

desafortunados vínculos de afecto. Suficiente para borrar el agujero herido de olor de la muerte, el corazón solo doliendo más con el paso de los días, pudriéndose, la colina de la memoria, aplastando las flores bajo los pies, terminando en pasión, ¡oh mujer que podría haberte comido viva! Acabar con todo en las hendiduras de amor, un cuchillo para perforar nuestros dos corazones rojos como la fruta. La impasible pena del corazón dividida en dos. Dejemos que las flores se esparzan sobre la tumba fresca de un dolor insoportable, juventud exhausta de color ceniza. Más rápido que el oscuro final, más rápido que el sonido de un parpadeo, el amor simplemente sacude la angustia vaginal y pasa. Un día, de repente, la existencia teñirá nuestra visión gris de ojo de leopardo. Aunque el inicio del verano ha llegado, las flores recién abiertas ya están desteñidas y rotas, nunca jamás vendrá un verano así de encantador, el espectro de ti queda lejos, y una visión de ti viene y se va como si estuvieras a punto de desaparecer, la nieve remanente de la juventud vacía. Hoy el cuerpo se estremece con la incertidumbre de la vida. El amor era, lo que es difícil de olvidar, para morir pisoteando la muerte, la muerte indiferente alrededor de los árboles en la sombra sobre la llanura, y cuán vacía la persecución, cuán difícil de recordar adónde habrá ido el amor ya desaparecido. Las nubes en el cielo distante son blancas, brillantes, no hay manera de capturarlas, se van por la mañana, se forman de nuevo en el cielo, mira arriba y trata de atraparlas con los ojos, pasión que se desvanece en la noche. Es el amor que yace en las capas de ilusión, pisando en la nada, vagabundeando en el bosque; y eso es la juventud, un viajero a la deriva, dejando atrás con sus remos los días en delirio, o amor y pasión que sólo pasan a través de su carne en descomposición, como si nada sucediera, nada en absoluto. El amor perdido. Las cortinas de la muerte han bajado. Oh carne muerta, dejada atrás en la cama silenciosa que tomó nuestro amor por la fuerza.

Dejando el cuerpo de Mimiko entre las flores, Masao caminó de vuelta hacia la galería. El polvo se pegaba a sus pies cuando pisaba en sus tablones de madera. Desanimado y aturdido como estaba, no había hecho la limpieza, y al moverse por la casa, motas de restos se levantaron y se enrollaron en los dobladillos de sus pantalones. Tomó los periódicos del buzón cada día, para que el hombre que los repartía no fuera a sospechar, pero no hacía más que tirarlos en el piso de concreto de la entrada, donde ya se habían apilado tantos ahora que él casi no tenía lugar para caminar. Masao era un pintor hiperrealista. Para mantenerse, tenía también un empleo de medio tiempo en una empresa de construcción. El trabajo hiperrealista requiere una tremenda cantidad de tiempo: él a menudo se tomaba tanto como tres meses para terminar una sola pieza. Cada pelo individual, cada matiz de las pestañas, tenía que pintarlo buscando la manera que le permitiera captar cada ítem en su particular expresión de belleza. Si no la tela no cobraría vida. Pintaba de tal manera que aún los vasos sanguíneos podían ser débilmente vistos debajo de la piel de las manos. Cuando pintaba flores, podría uno casi oler los pétalos de narciso sobre la tela. Y cuando había terminado, no era inusual que las flores que había pintado se marchitaran, como si la vida les hubiera sido drenada. Todo el año, mantenía su habitación de trabajo con poca luz, porque su razón de ser radicaba en poder observar las sombras sigilosas que obraban sobre flores silvestres, mujeres, mariposas púrpura y conchas de mar. Había conocido a Mimiko en el Instituto de Arte, donde ella modelaba. Ella era sólo una pobre chica que necesitaba dinero, enviada por una agencia local. Si ella hubiera trabajado para una agencia de Tokio, podría haber encontrado un trabajo estable modelando para un artista famoso o para la Escuela de Bellas Artes. Pero en una pequeña ciudad de zona montañosa como ésta, uno tenía suerte si encontraba una sola escuela que requiriera modelos. Ella era pobre, pero Masao, también, debía vivir con un presupuesto ajustado. En su trabajo de medio tiempo con la

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empresa de construcción trabajaba días en las obras como asistente de carpinteros o albañiles –un trabajo extenuante y sucio– y por la noche estudiaba en el único instituto de arte que había en esa ciudad. Una noche Mimiko, recién contratada para la escuela nocturna, estaba parada delante de su tela. Tenía una guirnalda de caléndulas con rayas amarillas en su pelo, yacía sobre una sábana de color azul cobalto que había sido extendida sobre un sofá, sus pechos redondos absorbían de a gotas la luz de la lámpara de techo –esta imagen de ella fue transpuesta en toda su belleza vital a la tela de Masao. Mimiko apenas podía haber sobrevivido de su trabajo de modelo. Las modelos de la escuela nocturna trabajaban sólo los lunes, miércoles y viernes. Entre los estudiantes se rumoreaba que ella trabajaba secretamente como chica de la calle. Uno de ellos contó que se había acercado a una prostituta en una oscura esquina en Matsuki-cho y, sorprendido por darse cuenta de que había visto a la mujer modelando en el instituto, le había comprado una hora de sexo. Y fue cuidadoso al agregar que no había sido muy caro. El estudiante dijo que no cabía la menor duda de que era la misma mujer recostada en el sofá debajo de la lámpara durante las clases nocturnas en el instituto de arte. Difundió la historia de manera jactanciosa entre sus amigos. Sobre todo por lo sorprendentemente barata que ella había sido. Uno podía decir que fue en ese momento que Masao comenzó a sentir algo por ella. A partir de entonces la fuerza vital de esta mujer, cuando era transferida a la tela de Masao, brillaba con la sugerencia de sexo; cada curva y resquicio de su carne redondeada exudaba un aroma a salvaje abandono. El cuerpo de Mimiko que había tenido la forma delicada de un capullo, ahora empezó a jadear como los rojos sollozos de una flor de caña inflamada por el sexo. Masao descubrió esta sensibilidad por primera vez en sus propias pinturas, él mismo. Lo conmocionó hasta a él. Ha habido un cambio en mi trabajo, pensó.

Ninguno de sus compañeros de clase, al tomar sus pinceles, pensaba que estaba pintando a una modelo sino que estaban convencidos de que delante de sus ojos yacía una prostituta. Y de hecho era así. Modelar le ganaba sólo algunos ingresos extra para Mimiko, su trabajo principal era el de prostituta, vendiendo sexo a los hombres. Ella no sabía que esto se había vuelto de conocimiento común en el instituto de arte. Tampoco había ninguna razón para creer que ella hubiera dejado de aparecer si lo hubiese sabido. Masao no tenía suficiente dinero para ir a comprar el tiempo de una de las mujeres que se reunían en la zona infame de Matsuki-cho. Mucho menos podía imaginarse yendo en búsqueda de una prostituta específica que casualmente resultaba ser también una modelo en su escuela. En todo caso, el Eros del desnudo sobre la tela estaba separado de su propia libido por una brecha infranqueable, inconcebible. Mientras careciera de dinero, el cuerpo de la mujer delante de sus ojos estaba absolutamente fuera de su alcance. El telón de fondo, seda carmesí bordada con una trama de lamé dorado, colgaba suavemente desde el techo hasta el piso, su borde ocultando parte de la pierna de la modelo. En esa época Masao no sabía su nombre. Podía oír a sus amigos detrás de sí susurrando: –Préstame algo de dinero. Quiero una parte de esa modelo mañana. –El pelo negro hasta la cintura de la mujer rozaba un hombro, los extremos vueltos hacia afuera, como estambres. Sobre la plataforma redonda y encalada de modelaje había estado colgando un paño violeta de terciopelo. La mujer descansaba sobre el sofá, el rosa pálido de las uñas de sus pies se mezclaba suavemente en su carne. Sus ojos tenían una translucidez verdosa, y parpadeaba como si estuviera mirando una pradera distante. Su nariz era recta y finamente esculpida, con una provocativa punta hacia arriba. Mientras preparaba su paleta en el pupitre, Masao la miraba posando con sus ágiles brazos levemente hacia adelante. Adivinando su edad se preguntaba si era veintidós o veintitrés.

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Era difícil creer que su amigo sin talento, Ueno, hubiera comprado a esta mujer, porque su forma inmóvil poseía un aire tan calmo que aquietaba todo alrededor suyo. Los arrugados pliegues amarillos y rojos de la corona de caléndulas en su cabeza armonizaban con sus ojos como lagos límpidos. El lustre de su piel juvenil era, por virtud de su juventud, una visión conmovedora. En este mundo nada es más conmovedor e incierto que la vida de una mujer en la flor de su juventud. Con la vejez, la muerte se le acercaría; su juventud se volvería una ilusión, pero sólo brillaría más, perdida en plena luz del día. Nunca la belleza de la juventud brilla tanto como cuando uno aprende que fue sólo una ilusión. Entre los que tienen los corazones aún jóvenes, y las mentes aún jóvenes, que tienen la juventud en sus manos y están en el medio de su juventud, no hay una verdadera comprensión de la juventud. Masao había empezado vagamente a darse cuenta de esas cosas –desde que se había ocupado con el arte. Era esto lo que le había llevado a absorber de la modelo y transferir a la tela, en cada detalle, la vida de una joven mujer –cabello por cabello viviente, la suavidad de los pezones de pálido rosa, la suavidad de sus dedos graciosos. Parecía el milagro de la temprana primavera: el resplandor de las flores de cerezo en eclosión, a punto de mostrarse con todo su brillo. Sólo después de la dispersión desenfrenada de las flores, la decepción se revelaba aparente como tal: la atmósfera resplandeciente cambió instantáneamente a una de penumbra. La juventud, también, parecida a la sacudida por demasiadas transformaciones, no era más que un espejismo. La vida, también. Estar vivo no era otra cosa que ser un efímero fantasma. Y luego de que esa ilusión se había ido, la quietud eterna y el vacío de la muerte; la destrucción final de su brillante pero lamentable vida.

Masao estaba mirando la maraña en sombras de vello púbico de la modelo, justo delante de él. Él nunca había tenido intercambio sexual con una mujer. Eros era, para él, una pradera inexplorada y misteriosa. Yacía enterrada profundamente en un matorral de vergüenza y deseo. La mujer delante de él, con su pálido sexo, con la insinuación de libido en las hebras mismas de su pelo, le hablaba desde ese abismo. Ese objeto vagamente sexual, envuelto en una atmósfera de lamé bordado en oro y terciopelo violeta, se volvió el fantasma de juventud que atrajo el espíritu del artista. La mano de Masao se endurecía alrededor del pincel. Cautivo de cada estremecimiento embrujado de la modelo y del tenue hechizo de Eros que comandaba su alma, sintió su pene temblar e hincharse. La cortina silenciosa de la juventud caía, los sonidos cesaban, y el silencio de la vida enterraba el encanto inconcluso del mundo humano. Esa cortina entonces aleteaba y ondulaba alrededor de Masao.

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La tierra ondulaba sin hacer ruido. Sorprendido, Masao miraba con atención hacia adelante para ver un jardín de flores –dedaleras, clemátides, dalias, azafranes de flor, pensamientos– creciendo y cayendo en sinuosas oleadas. El jardín se estrechaba hacia los fines de la tierra, y cuando se unía al horizonte, sus cientos de colores crecían indistintos, indistinguibles, y el sol brillaba aún más ferozmente. Los racimos azul violáceos de dedaleras caían pesadamente marchitos. Las extremidades dobladas hacia afuera para expirar entre humo y llamas. A lo lejos, fragmentos de crocos de un amarillo cromo, yacían calcinadas y se marchitaban al sol. Los centros de los pensamientos, que parecían ojos, comenzaban a girar a velocidades tremendas, esa fuerza causaba que los pétalos se desprendieran libres y volaran al espacio, atravesando los espacios entre las nubes, rociando jugo de flores al dispersarse. Acorde se dispersaban, se desmembraban.

Las flores que todavía quedaban en el suelo se retorcían. Todo el jardín se marchitaba en angustia. Pero no son sólo flores y plantas. Mantis religiosos recién madurados tenían sus cabezas desgarradas mientras sus verdes cuerpos copulaban. Las jóvenes hormigas que habían estado ocupadas trabajando ahora se acumulaban, adhiriéndose como negras semillas marchitas en el polvo amontonado, pudriéndose con llagas pegajosas al acumularse. Aún cuando los vientos trataban de llevarlas, los incontables cadáveres de hormigas se aferraban al suelo y no podían ser movidas. Masao, mirando nuevamente a la modelo, descubrió una columna de luz que caía y describía sordas líneas horizontales en el camino hacia el bosque negro allí adelante, debajo de la súbita oscuridad y el cielo con nubes pesadas. Encontró que esos rayos de luz turbaban su corazón, y provocaban una reacción en su bajo vientre o más abajo aún, y sintió un parpadeo en reconocimiento. Masao reflexivamente dejó caer su mano sobre su zona púbica. En este grado, todas las cosas alrededor habían comenzado a evidenciarse de manera profunda como en intensa conexión con la sexualidad masculina. Esto casi no podría ocurrir en una vida que sobreviviera su utilidad. La modelo permanecía perfectamente quieta debajo de su corona de flores. Parado delante de su tela parcialmente pintada entre el olor de los óleos y trementina y contemplando en la distancia más allá de la modelo, Masao se daba cuenta de un débil sonido, un trueno como un pálido fantasma rojo. A la derecha podía ver una gran multitud de lagartijas con colas de luz azul claro realizando su recorrido lentamente –tan lentamente que apenas parecen respirar– de un extremo del paisaje al otro. Éstas eran las hambrientas almas jóvenes que aparecían en escena para interpretar entreactos en el drama de la vida. Muy joven para saber qué hacer con su juventud, goteando belleza, esos seres de energía.

¿Qué es la juventud? Masao cuyo asombro le había robado la voz, planteaba esa pregunta a los extraños grupos de lagartijas. Estando él mismo en la flor de su vida, Masao se daba cuenta de todo pero le era imposible atrapar la belleza que quedaba aún un segundo en el pasado. Con la tela delante de él, nunca podía dormir a la noche. Quizás de viejo, cuando la juventud hacía tiempo se hubiera alejado en la distancia, sería por fin capaz de respirar con facilidad. En las noches de insomnio, había menos luz de las estrellas como libido de varias cabezas que se aprovechaban de su juventud y lo partían en pedazos. ¿Por qué juventud? ¿Por qué su forma primaveral? Masao, mirando fijamente el panorama delante de sí, se estremecía con un poder desconocido y sin nombre que lo llevaba por la vida. No tenía confianza en su habilidad para capturar en una tela la belleza de los seres humanos, de la vida humana, de las mujeres, del amor y del odio. Así cada día, en la tela, él estaba hambriento por algo en su alma. Trataba de pintarlo y terminó enfermo del alma. Veía el drama humano, que parecía un sueño, suceder detrás de la mujer cuyo cuerpo daba forma a Eros. Y lo veía explotar en pedazos por furiosos tornados en el fondo, mientras él buscaba mantenerse parado sobre piernas temblorosas. Desde arriba a la izquierda, grupos de luciérnagas volaban a través de la escena, dispersas y cayendo en las sombras de las cañas en la superficie del río, las pálidas luces en las puntas de sus colas dibujadas en el agua, adonde se extinguían silenciosamente. Las ranas saltaban entre los suaves reflejos que brillaban. Macho y hembra copulaban. Era temporada de apareamiento para las luciérnagas también, que iban en camino para poner huevos. Una perra con la cola cortada corría por el cielo sobre las nubes. Un macho la seguía, oliendo su esencia y dándole caza. Comenzaron a aparear. Los aullidos amarillos, tartamudos casi

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ahogando incluso el sonido del trueno fantasma. Trepando por un fragmento de nube, los perros se copulaban justo ahí en el cielo, sin vergüenza e inconscientes. Serpientes se retorcían fuera de hoyos en la maleza. Las hembras se contorneaban sugestivamente arriba de los largos y rayados cuerpos de los machos. Los dibujos de dos serpientes entrelazadas se mezclaban en un efecto de gradación hasta que, manchadas con semen pegajoso, se tornaban indistinguibles, y hasta sus contornos se perdían entre las sombras en el suelo. Las puntas de las alas de pájaros rojos desarrollaban finas escisiones, y sus plumas caían una por una en el viento. Debía de haber mil pájaros en la gran bandada, todos buscando pareja para aparearse, uniéndose en el aire mientras realizaban sus interminables volteretas y giros. Semen iridiscente salpicaba hacia abajo como lluvia en los insectos copulando que cubrían el terreno. Hasta los ruidos del trueno fantasma se dispersaron por consecuencia de sus gritos. Sin embargo, en medio de este alboroto, la modelo nunca se movió, ni un milímetro, sino que permanecía allí a la deriva en el mundo flotante de lamé y terciopelo. Masao miraba aún más en detalle hacia el camino y ahí acechando en las sombras del cosmos, un reloj comenzó abruptamente a pulsar, latiendo más velozmente aún que las huellas de las estrellas a varios cientos de millones de años luz. Pensaba que oía el sonido del tiempo en el mundo de los hombres murmurando sobre un escenario cósmico. Por el momento se preguntaba si no era todo sólo una ilusión. Pero el drama desplegado detrás de la figura de la mujer estaba lejos de terminar. Las flores encomendaban sus vidas al latido del reloj. De un vistazo, sus colores parecían eternos. Y sí, así era para todas las cosas: sólo al principio parecían eternas. Lentamente, bien lentamente los colores se apagaban y las formas se desvanecían, todo al ritmo del reloj. El tiempo de los cuadros de sombras, que era más rápido que una estrella fugaz, ya había rodeado todas las cosas.

Y aquellos quienes tenían vida sobre el escenario estaban ahogados en la fragancia de la juventud, aunque ninguno de ellos lo supiera. Una intimación de ruina reptaba en el fondo de esta escena en el drama cósmico. Percibiendo la señal de esto, Masao detuvo su respiración. Apurado, trataba de capturar esa intimación en la tela. Pero era muy poderosa para él al pretenderla para su pintura. La vida era sólo un momentáneo destello de luz, y Masao creía que el poder del arte era eterno; aún para toda su destreza y concentración, era difícil sumergirse uno mismo en ese poder abrumador. Masao todavía luchaba valientemente, tratando de pintarlo –esa intimación que ninguno de los maestros del Este o del Oeste habían podido nunca capturar. La tormenta seguía avanzando. Insectos y serpientes que el viento y la lluvia habían impulsado en montones a los pies de la modelo, y hasta entre los dedos de sus pies, yacían allí retorciéndose. El río desbordó sus riberas. La inundación alcanzaba los jardines. El agua volteaba cañas y corría por arriba de las flores, empapándolas. Masao dudaba de sus propios ojos. Que el drama cósmico, tan hermoso sólo momentos antes, pudiera cambiar tan rápidamente. Sólo observar. Se podía sentir una cortina cayendo entre los espacios en el tiempo. La mujer, parada en el centro de la escena, todavía no mostraba signos de movimiento, aunque el viento de la tormenta azotara su negro cabello. Lochas y otros peces, llevados desde el río a la inundación, exponían sus escamas blancas al cielo y boqueaban para respirar mientras yacían en agonía sobre el paño de terciopelo tendido sobre el que permanecía la mujer. Más lochas se sumaban, aleteando, hacia el lamé, con su brocado bordado. Cientos de ellas estaban pegadas planas al material de cinco

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colores brillantes. Machos y hembras, todos ellos muriendo en el acto de copular. Peces jóvenes, con sus órganos sexuales sin desarrollar, ocultos debajo de sus aletas caudales, respiraban su último aliento. Accionando sus inmaduras agallas, dejaban sus vidas allí, como los últimos rayos de un sol en ocaso. Las ranas estaban preñadas. Si la drástica transformación de la escena hubiera llegado un poco más tarde, quizás la juventud habría avanzado un paso más. Pero luego de los cambios traídos por el tiempo al drama cósmico, todos los seres vivientes llegaban a ser viejos y debilitados, perdían su belleza y su encanto, y se volvían esqueletos en medio de la desolación. Masao apenas podía creer que aún en este paisaje que envejecía, la diosa de la belleza, Afrodita, mantuviera su belleza por siempre. Para él, era claramente un milagro que entre la degeneración de la juventud, esa mujer sola se las arreglara para mantener el tiempo detenido. Por más que mirara con esmero, no podía ver siquiera la menor indicación de que el cuerpo joven de la mujer se fuera a volver viejo alguna vez. Este tranquilo ser orgánico iba a quedar por siempre en la estropeada tela dentro de la que el tiempo se había detenido. Masao dudaba de sus ojos, pensando si no se trataría de alguna falla en su percepción de la realidad. Esto debía de ser un frío sueño congelado en el cosmos. Esta misteriosa esquina de hiperrealismo era un espacio que se podía llamar de manía gráfica. Aún le parecía a Masao como si las sombras de los pechos de la modelo y el vello púbico, en medio del misterioso ruido del trueno fantasma del cielo, hubiera inmovilizado la Tierra por un momento con la rigidez de la lujuria. ¿Qué forma tomaba la belleza de la vida de esta mujer? Él concentraba su mirada adelante. En ese instante, su pincel, tela, pinturas –todo se desvaneció.

El pincel cayó de su mano pasmada. Observó: el marco dorado alrededor de ella se mezclaba con el aire encantado y desaparecía sin dejar rastro. Fue en ese momento que Masao, sin lugar a dudas, oyó golpeándoles los tímpanos los pasos de fantasmal existencia retirarse hacia el fondo de la vida. Ni siquiera el arte podía detenerlo; detrás del arte estaba el espacio sin fin del cosmos, moviéndose a cada momento. Arte y Tierra, y seres humanos, estaban todos en el proceso de ser destruidos. Todos en el proceso de tornarse extintos. Todos los seres vivos estaban muriendo. Mientras se maravillaba de lo que había en el fondo de la vida, la tormenta crecía en poder, y el escenario detrás de la modelo fue echado a perder por el viento. Las criaturas vivientes de una en una dejaban sus cadáveres esparcidos por el terreno. Como nieve acumulada, los cuerpos muertos de los jóvenes se apilaban en un círculo alrededor de la mujer a sus pies, preparados para recibir la oscuridad de la noche. Con el día persistiendo sobre este mapa de infierno y habiendo pasado la tormenta, el resplandor crepuscular de estrellas brillaba a través de una fisura en el cielo nuboso y llegó a focalizarse sobre un olor pútrido. La mujer seguía parada allí. Masao, habiendo perdido todos los instrumentos de su arte –marco, pincel, pinturas– se aproximó a la mujer con las antenas de su corazón. Extendió su mano hacia su firme, blanca piel. Pero cuando él tocó su pecho amplio y bien formado, el cuerpo de la mujer se desmoronó y colapsó, sembrando el área con el estridente sonido de la nada. Su cuerpo estaba hecho de limo; luego de que se hubiera despedazado, una nube blanca de polvo se levantó hacia los cielos, rozando la luz de las estrellas. Mirando hacia el piso, él podía ver que todos aquellos cadáveres de la juventud, en sus estados ruinosos, se estaban convirtiendo en piedra.

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Transformados en un infinito número de guijarros. El ojo de la mujer, un fragmento de piedra caliza, se hallaba entre ellos, mirando a un punto fijo en el horizonte. Uno de sus brazos se rompió a la altura de la muñeca y quedó atrapado en la aleta dorsal de un pez fosilizado. La región de su alguna vez denso, negro vello púbico se había pulverizado; no quedaban rastros. El intervalo de Eros se había vuelto una ruina negra que flotaba en el aire. Eros hueco expandiéndose para llenar el espacio vacío. Así como con las vigas de un puente reflejadas en un río, la imagen real y la imagen fantasma se juntaban para formar un círculo ilusorio; un Eros que estaba simplemente allí, sin propósito alguno. ¿Adonde fue esa forma? ¿Esa fresca y atractiva, voluptuosa forma? La belleza y Eros que Masao había sentido recién, hacía instantes, con todas sus sensibilidades y toda su razón de ser suya –¿adónde habían ido? Él buscaba en la zona con frenesí, como si estuviera loco. Pero debían de haberse escondido más allá de las burbujas de la transitoriedad. Los días preciosos de la visión del fantasma terrenal. ¿Dónde estaba el jardín de flores de la juventud que él había estado persiguiendo? Aún con todas las herramientas de arte que él creía estaban en su comprensión, la belleza y el Eros verde pálido de la juventud habían colapsado en basura, desaprovechados. La nada aporreaba el cuerpo entero de Masao, cautivo de su propia desesperación. Un punto de luz resplandecía sobre el suelo. Masao veía el brillo de un delicado y pequeño arco iris que casualmente se posaba ahí. Maravillado extendió la mano para recogerlo entre los dedos, y capturó una gota de lamé. Separada del telón bordado en oro que colgaba del techo, acababa de aletear hacia el piso. Masao llevó el fragmento de lamé cerca de las pupilas de sus 84

ojos. Centelleaba en el resplandor de las lámparas del techo. Y entre esas luces angulares y brillantes luces, Masao volvió en sí.

Se incorporó cuando el instructor señaló el final de la sesión de modelaje. La modelo se salió de su pose y comenzó a vestirse delante de él. La lección nocturna había terminado. Masao estudió la tela junto a él, luego la tomó entre sus manos y la destrozó. A pesar de la pasión que había puesto en esbozar a la modelo, ella se había vuelto nada más que en un fantasma sin alma sobre el lienzo. El bosquejo no satisfizo ni a una pizca su corazón en búsqueda de belleza. Capturar belleza era una cosa de tremenda dificultad, sí, pero el pensamiento no hizo nada para aplacar su corazón. Sin pensar, rompió su pincel en dos. En el patio trasero del instituto, roció la tela con thinner y la prendió fuego. Al instante lenguas rojas de fuego lamieron varias partes del cuerpo de la mujer –sus pechos, su vello púbico… la guirnalda de caléndulas también desaparecía en el fuego. Masao se paró delante de la tela que se quemaba, su alma llevada por la mujer que partía con las llamas hacia la oscuridad. En una esquina de su mente abstracta se dio cuenta de que había alguien cerca. Casi parecía como si la mujer estuviera hablándole en medio del fuego. Una ilusión de algún tipo, pensó. Sobresaltado, miró más de cerca en el fuego, y la cara de la modelo se alzó entre las llamas. Más allá de las llamas había oscuridad. Ella le habló desde el lienzo ardiente. –¡Mi retrato! ¿Por qué lo quemaste? –Lo miraba desconcertada a la cara. –Porque no importa cuán intensamente trate de capturar la belleza –dijo él– ella siempre me elude. 85

–Tengo uno de tus dibujos –la mujer lo sorprendió diciendo–. Tú lo tiraste, y yo lo recogí del piso y lo enmarqué. Ella caminó alrededor del fuego y se aproximó a él. Era más pequeña de lo que él había pensado, tanto que le era difícil creer que ella fuera la misma mujer que estaba parada en la plataforma de modelaje. Casi no le llegaba a los hombros. –¿Cuál es tu nombre? –él le preguntó. –Mimiko –dijo ella, mirando la oscuridad más allá de las llamas–. Me gustaría mostrarte el dibujo tuyo que tengo. Ella dijo que vivía por la angosta calle detrás del instituto, al costado de la colina conocida como Shiroyama. Partieron juntos por el pequeño y oscuro sendero, pisando el rocío sobre el pasto estival. El cielo descendía sobre ellos, llevando una tenue fragancia a flores. La fragancia blanca envolvió el cuerpo de Masao. Cuando él miró adelante, vio ese sendero de árboles de acacias alineados que continuaban hacia la colina, los grupos de flores blancos y pálidos llenando las aberturas en el cielo donde brillaban las estrellas, abriendo por encima de sus cabezas un domo blanco que desafiaba la oscuridad de la llanura. Volviéndose para mirar atrás, podía ver las luces de las casas del pueblo brillando entre los troncos negros de los árboles, como rubíes incrustados en una escultura oscura de madera. Los puntos de luz penetraban sus pupilas. Mientras las rojas luces como piedras preciosas se esparcían y perdían detrás de él, su cerebro se tornó más desordenado. Casi no podía creer que la mujer que había estudiado tantas veces en la plataforma de modelaje estaba ahora caminando a su lado. Mimiko, dijo que era su nombre. Murmuró el nombre en su corazón, súbitamente lleno de curiosidad. ¿Qué tipo de vida llevaba esta mujer? Eso hizo que su pulso se acelerara al pensar que pronto vislumbraría un atisbo de su mundo. La casa estaba al final del oscuro túnel de árboles de acacia. Era una construcción endeble y destartalada. El vidrio de la puerta corrediza del frente estaba roto en varios lugares. Adentro, era aún más lamentable que el departamento barato donde un amigo dejaba a Masao parar por el momento –no había un sólo

artículo de mueble. Cajones usados para transportar mandarinas estaban dispuestos directamente sobre las esteras de tatami, sueltamente cubiertas con un andrajoso y viejo pedazo de vinilo color rojo fuerte. Esto servía de mesa improvisada. Las tazas de té sobre ella parecían no haber sido lavadas por días, y cuando la mujer prendió la luz desnuda que colgaba del techo, reflejaron la luz con un solitario y sombrío brillo. Había sólo un ambiente. Ingresando desde la entrada de cemento, Masao miró hacia el rincón más lejano, y su corazón se detuvo. Agachada, había algo que parecía ser una forma humana retorciéndose. Esta forma se volvió hacia su cara con un rápido, nervioso movimiento como el de un ave salvaje. Sintiendo el asombro de Masao, Mimiko rápidamente explicó: –Es mi pequeño hermano. Yo lo cuido. Le gustan los trenes de juguete. Se los compro en la ciudad. De hecho, el niño, de edad indeterminada, que estaba sentado con hombros redondeados que le daban aspecto de jorobado, con su cara pálida inclinada sobre el piso, tomó ahora con manos paralizadas una locomotora de juguete enfrente de él, y la tendió silenciosamente hacia Masao. Masao sólo lo miró, sin saber cómo responder, y el pequeño hermano, goteando un constante hilo de baba sobre el frente de su camisa a rayas, abrió su boca ligeramente y gritó un ininteligible –¡Ahh! ¡Ahh!– y se explayó con otras palabras que también eran ininteligibles. Masao no sabía lo que quería. La locomotora de juguete debía de haber sido muy pesada para él; pronto cayó de sus manos. Pegó en el piso con estrépito y cayó boca arriba, con sus ruedas rodando y rodando. Aparentemente, siempre que Mimiko salía a trabajar, este niño se quedaba sentado a solas en la oscuridad –pues claramente no era capaz de prender la luz por sí mismo– y esperaba en desamparo hasta que regresara. Mimiko le contó a Masao que su madre había muerto hacía algunos años, de una trombosis cerebral; mucho antes de eso, su padre había desaparecido a algún lugar desconocido. Obviamente ella no tuvo otra opción que asumir el cuidado de su hermano.

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Masao quedó perplejo; estaba teniendo dificultad para conciliar la mujer sentada delante de él en esta lamentable, decadente choza como vivienda con la modelo que había estado enfrente de ese telón de lamé y terciopelo. No, Mimiko trabajaba de prostituta en las calles de Matsuki-cho. Al recordar esto, un repentino desasosiego le revolvió el estómago. Era casi inconcebible que una mujer que vendía su cuerpo para mantener a su hermano discapacitado por una enfermedad incurable, estuviera forzada a vivir en tal miseria. Ella era pobre, eso era todo, pensó, mirando vagamente hacia el techo cubierto de hollín, mientras se sentaba en el tatami y respiraba un profundo y silencioso suspiro. El mismo Masao estaba lejos de estar bien: no podía ni siquiera comprar todas las pinturas que necesitaba. Pero al menos no tenía familiares que dependieran de él. No podía costearse su propio departamento, y para ahorrarse el alquiler paraba con un su amigo, otro estudiante de arte. Estaba reflexionando acerca de las circunstancias de su propia vida y jugando con la punta de una cuchara que había levantado del piso, cuando notó su boceto colgando en un marco primitivo de la pared sobre el hermano discapacitado de Mimiko, que estaba sentado ahí meneando su cabeza sin sentido. –¿Ése es el retrato del que estabas hablando? –dijo–. Lo tiré porque no es para nada bueno. La próxima vez te haré un verdadero retrato, en óleo, como un regalo. Mimiko alisó el dobladillo de su vestido a cuadros gris oscuro y sonrió con una inocente alegría infantil. Así fue como los dos se conocieron. Los árboles del bosque de acacia pendían espesamente sobre el techo de la casa, y cada año en esa época las flores continuaban cayendo y se diseminaban silenciosamente sobre esas tierras. Tres años habían pasado desde esa primera temporada de flores que caían en la que se habían conocido y enamorado, y desde que habían comenzado a vivir juntos en esa casa. Los únicos cambios notables en ese tiempo fueron que Mimiko,

habiéndose convertido en la esposa de Masao, no tuvo que caminar más las calles de Matsuki-cho vendiendo su cuerpo, y que su hermano inválido había muerto repentinamente de neumonía un frío día de invierno. Ella había enterrado su cuerpo en una colina cubierta de nieve detrás de la casa, cerca de la tumba de su madre. Temprano cada verano los árboles de acacia todavía florecían en profusión y las flores caían en continuos torrentes sobre el techo de la casa. Pero el pequeño espacio de vida que Masao pasó con su pobre prostituta no duró demasiado. El cáncer comenzó a atacar el cuerpo de Mimiko. Comenzó en el punto más vital de una mujer –el útero. Mimiko se puso más flaca y demacrada, con el paso de cada día. El cáncer se extendió por todo su cuerpo. Consumió su carne que había sido tan hermosa. Y finalmente le consumió la vida. Cada noche entonces él dormía con sus restos, secando el cadáver en el jardín cada tarde. En esta repugnante temporada de amor, la temporada de la acacia, ambos, tú y yo estamos adornados con flores, pero nosotros dos no tenemos un manto de plumas con el que podamos elevarnos y volar. El único regalo de esta corta e insignificante temporada de carne y hueso fue sólo un instante de blancura a la madrugada. ¿Fue una herida que no queríamos recordar, dormidos en las profundidades del mar? ¿O la pérdida de un momento tan breve como un beso…? Otra vez más el tiempo en que florecen las acacias habría llegado. El sexo dolía con un frío, agudo dolor, en una estación helada no entrelazada con el amor vivo. Si mirábamos hacia las copas de los árboles, el aire se expandía tenso con un suspiro. El sueño que apareció en la estación de las flores que caían. Una cópula imaginaria con un cadáver era de lo más transparente. El amor joven permanecía de esta manera, y el recuerdo perdido sólo un relámpago de la pasión vacía en esos días de alucinación. ¿Estaba él sólo oyendo cosas? Las voces de una pareja joven flirteando.

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Masao retiró el espejo del tocador de Mimiko. Quería encontrarla dentro de él. Pero ella no estaba en ningún sitio que pudiera ser visto en la fría, helada superficie del espejo. Ni siquiera una vista atrás de la hermosa juventud, llevados a través de los ondulados campos de trigo en el cálido viento del verano. Todavía él buscaba sus rechonchas mejillas, pero ni labios para besar podían encontrarse. –¡Mimiko! –Gritó él, persiguiendo el rastro de una imagen. Y lo que aparecía ahora era la el rostro demacrado y hundido de un hombre miserable. Durante la noche su pelo se había tornado más blanco que la nieve. Sus ojos se habían hundido dentro de sus órbitas. La

cara estaba rayada por las lágrimas de la desesperanza. Una cara que no había sido lavada por una semana. Se había dejado crecer la barba, y su mentón estaba escondido debajo de los pelos enmarañados. La cara estaba arrugada, vieja. Masao se sobresaltó al encontrarse a sí mismo así, herido en el medio de una juventud que había volado tan abruptamente. No podía negar que su ser reflejado era la añosa figura que él seguramente llegaría a ser, en su vejez. Su corazón dolorido no podía soportar continuar mirando esa imagen. Con toda su fuerza rompió el espejo contra la entrada de hormigón, envió un rocío de partículas de diamantes diseminados en todas direcciones. Parado ahí entre ellos miró hacia afuera al jardín y lo que vio le impresionó fuertemente y se precipitó hacia afuera. Mirando alrededor, vio que todas las cosas habían sido borradas, reducidas a una neblina de la nada. Como un loco, escarbó con sus manos el terreno adonde el cadáver de Mimiko había estado, buscándola a ella. Su cuerpo se había descompuesto, comido por los gusanos, la carne podrida seca como polvo, una partícula de materia en el universo, retornando ahora al suelo de la tierra. Todo lo que quedaba eran los pétalos de acacia esparcidos sobre el terreno y enjambres de insectos digiriendo su carne podrida. Superpuestos, unos sobre otros, se multiplicaban sin fin. Acumulándose hasta que alcanzaron el horizonte y aún más allá. Una esquina de cielo se nubló súbitamente y envió un intervalo hinchado con viento a la tierra. El viento había venido desde los confines del universo para hacer susurrar las hojas del bosque de acacias, y una enorme nube de polen blanco se elevó para envolver las copas de los árboles. Pétalos de flores dibujaron vertiginosos espirales mientras danzaban hacia el cielo, caían de vuelta a la tierra, luego ascendían una vez más para teñir el universo entero de gris plateado.

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Corazones humanos tristes, vagando entre los árboles. Cerrando sus ojos y escuchando, él podía oír el latido del reloj, cómo se derramaba en un instante, lágrimas acumulándose, volviéndose un arroyo, el arroyo tornándose en corriente, la corriente confluyendo en un gran río, el alma derramándose en un puerto de tristeza, la vasta expansión del mar en la distancia, y mientras el amor pretendía perdonar, parecía abrazar nuestras plegarias más desesperadas. Ah, una vez más la temporada de la acacia había llegado a la tierra. Sólo la desesperación se estaba profundizando, la soledad que temblaba como el agujero blanco del culo de la liebre, y el ciclo que lavaban periódicamente los genitales con el goteante jugo de fresas salvajes. Desde el día que volamos con alas heridas, el peso de cien millones de años luz. Ya tarde para la estación, el alma en su solitario agujero. El vacío encarnado por el sexo postmortem de ese hombre y esa mujer. Cuando el amor ya estaría enterrado en flores, el alma se volvía fea, y se ensuciaba antes de que él se hubiera dado cuenta, enturbiada como la perla en un anillo, hasta incluso la adorada figura en sí misma era perdida de vista. Al bebé nacido en alguna parte de la tierra esta mañana: ¿de qué color es el sello que impone su forma a tu carne? Y aún así, ¿quién sabe? La época de arrepentimiento. Oh, ¡el olor a muerte de las acacias!

En el sol, las flores amontonadas en pilas altas y plenas, fueron barridas con el viento en un abrir y cerrar de ojos. Oh viento, te suplico, cesa tu ira. No las destruyas. Las vidas de esas flores, ya tan breves. Abstente de destruir el bosque de la juventud… La futilidad vino con el viento. El viento dispersaba sus flores fantasma sobre la tierra, un pétalo sobre otro, incansablemente. Luego sólo las copas de los árboles del bosque retrocedieron a su nada esquelética, diseminando blanqueadas nervaduras y formas de flores, polen, cálices, estambres, pistilos. La distancia entre el cielo y la tierra retornó a la nada, y todo lo que permanecía a la deriva en ese espacio era el solitario silencio de un corazón vacío.

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Suicidio doble en el Monte de los Cerezos

La puerta trasera, sucia y oscura, tenía rota una bisagra, por lo que el postigo siempre quedaba flojo. Si Matcha lo empujaba con el hombro aun levemente, abría por completo hacia el exterior, inundando con luz su campo visual. Afuera los pétalos de las flores de cerezo caían como copos de nieve por todas partes y la brisa primaveral los levantaba de nuevo en el aire. Desde adentro –donde ella se sentía incómodamente encerrada– un escalón se extendía del umbral; Matcha dio un paso hacia afuera y ahora sus zapatos gastados fueron repentinamente teñidos de rosa cuando los pétalos se arrimaban silenciosos a sus pies. Entonces, de manera rápida, dibujaron una forma circular en espirales que quedaría grabada en la tierra en la mañana. La cantidad de pétalos llegaba a un número imposible de contar, y la vista de Matcha se confundía. Aún así, ella persistía en el intento de percibir el otro extremo de los espirales porque lograban formar un túnel de flores que a su vez subía por encima de las orillas del río Susuki. Los pétalos se enrollaban en movimientos circulares con el viento; la primavera encontraba este pasaje de flores y expresó allí el punto máximo del latido que la caracterizaba como estación de año. El túnel de flores no paraba de girar ni por un momento; el aire primaveral se mezclaba con la lluvia de flores de cerezo que seguían cayendo, y las llevaba hacia y sobre la orilla del río bordeado de cerezos, cubriendo el área de pétalos, como también a Matcha, como en un tsunami. En un extremo de los árboles llenos de flores girando y girando, hubo un cerezo antiguo que tenía una rama que parecía casi doblarse bajo el peso de las flores. Aquel árbol se encontraba exactamente en su punto máximo de florecimiento, y tal cual la rama, parecía estar cerca de colapso. De pronto, cuando miró hacia abajo, en dirección a la ruta, Matcha se sobresaltó, tanto que por poco no se le cayó el platito que llevaba con trozos de nabo disecado macerados en salsa miso. Una hora antes había ocurrido una fatalidad en la vía del tren, y finalmente ahora habían llegado los de la 95

municipalidad encargados de limpiar el sitio y el joven empleado de la funeraria para llevar el cuerpo sin vida. Para hacerlo, había traído un cajón de madera blanca montada sobre un remolque acoplado a una bicicleta, ya que el camino a orillas del río era tan angosto que los autos allí no podían pasar. Lo que más sorprendía a Matcha fue que las piernas del hombre muerto ya estaban tan rígidas que no podían ser flexionadas, algo que pudo percibirse incluso a esa distancia; hubo que dar vuelta el cadáver dentro del cajón. Parecía estar vivo. No sólo era brusco el modo en el que el trabajador manipulaba el cuerpo muerto sino que también había que golpear al cadáver con la punta de una pala y aun así parecía que no iba a entrar en el ataúd de madera blanca. Las extremidades endurecidas sobresalían del cajón. En la luz brillante del sol, aquel contenedor lucía horrible por demasiado blanco y demasiado barato. Cuando el peso cayó dentro, de un momento para el otro el manillar de la bicicleta saltó en el aire y –mientras todavía miraba Matcha– el cajón se deslizó, se salió del remolque y cayó sobre el camino ruidosamente. Los trabajadores chasquearon la lengua y volvieron a hacer todo de nuevo. El corazón de Matcha fue sacudido también por la visión del cadáver y los fragmentos de su carne que se soltaban en la caída, terminando esparcidos sobre el suelo. Luego, ella descendió por la escalera de piedra que bajaba a la orilla del río; estaba demasiado impaciente como para usar las grandes piedras redondas colocadas para facilitar el paso de los caminantes; Matcha se apuró corriendo directamente sobre la orilla bordeada de cerezos. Más o menos otros diez niños miraban el cuerpo sin vida, el cajón y la bicicleta con el remolque. Matcha se apretujó entre ellos para poder también enterarse de lo que iba a suceder. El rostro del muerto se dirigía hacia donde estaba Matcha. Ella vio la cara, y sintió su corazón empezar a latir aceleradamente y su respiración casi cortarse. Porque ella recordaba haber visto ese rostro. Habrá sido unos dos o tres días antes. Sí, anteayer a la noche, cuando ella había ido a la choza del viejo, de Kanishi, para llevarle el nabo sabor miso. Aquel hombre había estado ahí también. Era el mismo, ciertamente.

Matcha sintió su corazón inundarse con sus pensamientos, llenarse de un enfrentamiento con algo que no podía creer. De repente, percibió –detrás del grupo de niños tímidos– al anciano de Kanishi con la cara pálida y con su bastón. Intentaba abrirse camino entre la muchedumbre. El viejo de Kanishi se dejaba crecer el pelo sucio, blanco, desarreglado tan largo como fuere. Vestía un chaleco largo hasta la cadera, acolchado y estampado con rayas verticales pero de todos modos daba la impresión de sentir frío. Tenía la mirada vacía como si se fijara en algo a lo lejos, no en el cadáver. Los pétalos de las flores de cerezo revoloteaban notoriamente sobre el muerto ensangrentado. El color de las flores rosadas cubría las gotas de sangre en el camino. Sobre las vías del tren de la Línea Chūō (Rápida), los pétalos quedaban pegados a los grumos de sangre coagulada y los trozos de carne humana desparramados por la escena del accidente e iban tiñéndose de rojo y acumulándose alrededor de la maraña de intestinos que sobresalía del abdomen inferior del cadáver. Matcha pasaba por entre los niños a los empujones; se acercó hasta quedar al lado del anciano de Kanishi y le tocó el brazo. El viejo se sobresaltó y la miró a los ojos. Todo fue tan repentino que Matcha se encontró sin palabras. Se sentía como si la garganta hubiera saltado hacia afuera de su cuerpo por el frenesí de su corazón latiendo aceleradamente. Tenía los pies temblando y las manos rígidas por la conmoción. –O-Jī –le dijo Matcha al viejo– Aquel hombre saltó delante del tren. Y murió. Dijo todo de golpe, la boca y toda la garganta secas como el polvo, tanto que de nuevo ahora no podía usar la voz como normalmente. Tanto que hasta el fondo de su corazón había confusión. –O-Jī, le traje el nabo al miso. Todavía no tomó su desayuno, ¿no es cierto? Volvamos a su choza, para comer algo juntos. Matcha rogaba al viejo, pero la gente que los rodeaba estaba tan agitada por el hombre que había muerto bajo el tren esa madrugada. Aunque el cuerpo ya estaba dentro del cajón,

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los intestinos todavía quedaban a la vista y hasta incluso los niños estaban muy conmocionados ante los fragmentos de carne y las salpicaduras de sangre; nadie iba a irse de ese lugar muy pronto. El lugar donde el hombre había sido atropellado por el tren no quedaba a más de diez metros de donde se encontraba ahora el cajón blanco. El hombre debió saltar en el camino del tren desde detrás del pequeño monumento que rezaba el “Monte de los Cerezos”, al lado de las vías. En general el cerro “Monte de los Cerezos” había llegado a tener fama como un lugar misterioso donde muchas personas parecían tentarse a cometer el suicidio, pues se mataba uno detrás de otro y ya había una cantidad llamativa. El memorial “Monte de los Cerezos” era algo que los residentes de la aldea cercana habían juntado dinero para construir, con el propósito de poder ofrecer plegarias y calmar las almas de los que fallecieron allí. Desde que se hizo el memorial, en realidad había empezado a aumentar la cantidad de personas que venían a esperar detrás a que pasara el próximo tren. El área cercana a la curva donde se colocó el monumento era una zona de viviendas muy pobres en este valle, y la mayoría eran personas discriminadas por razones raciales. Se dedicaban a la venta de pieles de animales, tenían carnicerías o talleres para curtir cueros. Muchos hombres jóvenes iban a emplearse como obreros de la construcción y vivían en los cuarteles de las empresas. Pero esta aldea, de todas en el distrito, era la más pobre. Los pueblos vecinos eran también lugares oscuros e inertes con una atmósfera estancada, que resultaba sofocante. Entonces no sorprendía a nadie que en cualquier momento alguien saltara delante de un tren por ahí. Respecto especialmente de los oriundos de este pueblo, cuando salían a buscar trabajo, ni bien el posible empleador se enteraba de que el candidato era de allí, un lugar de personas siempre discriminadas, entonces lo trataba con distancia. En toda época del año los que tenían antecedentes penales llegaban uno detrás de otro. Por lo general eran ladrones, estafadores, asesinos con casos de daños físicos, etcétera.

Por eso siempre cuando tenía casos criminales a resolver, la policía de inmediato venía a visitar esta aldea. A tales niveles llegaba la irracionalidad que permeaba el lugar. La Línea Central del Ferrocarril pasaba por el medio del pueblo, esta línea dividía la aldea entre el lado del este y del oeste. Esa vía férrea tenía el sobrenombre popular: “La Línea Sangrienta”. Los aldeanos y los que sufrían desgracias y vivían en los pueblos cercanos además de los que experimentaban mala fortuna en la vida, iban como atraídos hacia allí y daban vueltas alrededor del “Monte de los Cerezos”. Se daba el caso en que el área del monumento estaba cubierta por un matorral de arrurruz japonés y los que iban para esperar que pasara un tren quedaban escondidos detrás de la densidad de hojas, por lo que nadie podía percibirlos ahí y ellos no tendrían que temer que alguien les obstaculizara el suicidio. Este matorral de arrurruz japonés era el lugar donde ellos podían tener paz mental y prepararse cómodamente para irse de esta vida. La maleza crecía ampliamente, llegaba hasta varias decenas de metros más allá, donde el tren se acercaría al andén que correspondía al siguiente pueblo. En una pequeña apertura en la vegetación, corría el río Susuki, y cerca de ahí había un puente de hierro. Debajo del puente el agua pasaba sobre rocas modestas, y sobre ellas también a veces caía la sangre desparramada de los suicidas. Matcha estuvo nadando por allí en el verano cuando encontró un dedo meñique. El tren debió arrastrar el cuerpo sin vida del suicida, camino al andén de la próxima aldea, y aquél debió de ser el fragmento de carne que cayó del puente de hierro hasta la orilla del río. El sitio para realizar los servicios fúnebres y hacer luto quedaba a unos mil metros de allí en dirección al andén. Por eso, podían encontrarse manos amputadas a la muñeca, trozos de intestino, partes delicadas de tobillos, o incluso torsos o pelvis sin miembros inferiores, y otros similares. Caían rebotando de los rieles del ferrocarril, tiñendo los alrededores.

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La choza de “O-Jī” (“El Viejo”), originariamente de Kanishi, estaba al lado del “Monte de los Cerezos” próximo a las vías. Los que iban allí para cometer el suicidio seguramente primero llegaban al lugar del anciano de Kanishi. Y con la ayuda de O-Jī, juntaban coraje y saltaban hacia el tren. O-Jī se vio forzado a aceptar la tarea de ayudar y ser cómplice en los suicidios. Le pedían escucharlos, le encargaban el cumplimiento de sus testamentos, o le dejaban sus pertenencias, algunos de ellos iban tan lejos como tomar unas copas de sake junto con el viejo antes de ir al encuentro con la muerte. Conjuntamente con proveer estas ayudas, O-Jī siempre recibía algún honorario por gastos del oficio y así llegaba a tener lo mínimo necesario para sobrevivir. Los que iban a morir se sentían extremadamente solos, algunos de ellos sin nada de coraje, por lo que, alentados por O-Jī, le pedían acompañarlos y exigían que los ayudara hasta justo antes de saltar delante del tren. En definitiva, esto era la única fuente de ingresos para el anciano. Si una o dos veces por mes alguien se suicidaba, la miserable existencia de O-Jī se solventaba. Las personas suicidas no eran de esta aldea. El lugar tenía fama como sitio para el suicidio, y había además una leyenda que resultaba bastante incontrastable, que cualquiera que muriera allí descansaría en paz. La gente venía de todo el valle. Todos ellos entraban en la choza de O-Jī Kanishi y hacían sus últimos preparativos. No hacía falta explicitarlo; O-Jī los cuidaría hasta sus muertes. El viejo Kanishi había sido leñador en las montañas de Shinano cuando era joven, pero no podía ganar contra la arremetida del tiempo y envejeció y llegó al nivel tan bajo de estar pidiendo limosnas por asistir a personas suicidas. No era un trabajo que le gustara particularmente. En un frío invierno, mientras una mujer que tenía la intención de suicidarse esperaba el tren, ella pispeó dentro de la choza del viejo Kanishi y vio el fuego que él había preparado en el hogar improvisado, un pozo cavado en el piso de tierra. Entonces ella entró para calentarse un poco ante el fuego. Y así fue el comienzo de la actividad actual de O-Jī.

–Venga, caliéntese cerca del fuego. Hace mucho frío, ¿no? Con estas palabras de O-Jī, la mujer que buscaba entrar en calor, con rostro pálido y físico reducido casi a los huesos, empezó a contarle la historia de su vida derrumbándose en lágrimas. Su marido había encontrado a otra mujer, y a ella la había echado de la casa. No tenía manera de ganarse la vida o siquiera dar con comida. Cuando O-Jī la miró con precisión, vio que era coja y usaba bastón. Si su marido la abandonó, ella no tenía ni fuente de sostén ni comida. Había venido hasta ese sitio, pensando vagamente en morir, pero hacía mucho frío y entró en la choza del anciano. Era este tipo de cosa lo que sucedía a O-Jī. Las personas con la intención de matarse aparecían una detrás de otra en su umbral (lo cual en definitiva es cómo son las cosas en este mundo). O-Jī les decía entonces: “Si va a morir de todos modos, le daré el apoyo que pide”. Y él miraba y esperaba que viniera el tren, con lo que entonces les decía: “Ahora. Venga.” Les extendía la mano, les alentaba a apoyarse en él, y así los hacía morir. Ya habían sido tantos que no los podía contar. Hoy, el hombre que murió con las flores del cerezo era uno de esos tantos. La noche anterior en la choza del anciano de Kanishi debió recibir ánimo en su determinación de terminar su vida allí. La casa de Matcha se situaba sobre la orilla del río Susuki y aquel sitio famoso de los suicidas, y la choza de O-Jī le quedaba bien cerca. La ventana mostraba el sitio enteramente, y Matcha siempre sabía todo cuando un suicida saltaba hacia un tren. Cada vez ella corría a ver a O-Jī y estaba llena de curiosidad. No, no era sólo eso. La vida de O-Jī era tan indigente que, cada día, Matcha engañaba a su madre y le llevaba encurtidos, arroz, vegetales cocidos en miso, ese tipo de cosas, al pobre viejo. En aquel platito que Matcha hoy le llevaba, los pétalos de las flores de cerezo volaban, girando alrededor dos o tres veces. Era probable, viendo cómo eran, que esos pétalos hubieran sido levantados por el viento desde alguna salpicadura de sangre y hasta incluso olían a las manchas de sangre. Matcha arrugaba la nariz. Si su madre, Michī, fuera a enterarse de que su hija

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sacaba arroz y otros alimentos de la humilde cocina de su casa, le causaría un impacto muy severo. Pero Matcha no podía pensar en eso, por más que lo temiera. El anciano de Kanishi siempre esperaba algún bocado de parte de Matcha. Incluso en día de lluvia o fuerte viento, le daba bollos de arroz o pickles envueltos en papel. Si estos hechos fueran descubiertos por Michī, sería terrible. O-Jī, de joven, había trabajado duramente, siempre con esfuerzos enardecidos, pero una vez que había envejecido, no tenía tan buena fortuna. Ya que había sido leñador, no era muy probable que dejara una historia personal de mérito para la posteridad. Además cualquier dinero que ganaba, se lo bebía (se lo gastaba en bebidas alcohólicas) sin parar. El lugar donde estaba situada su choza era propiedad pública, no lo había comprado. Cuando se había declarado que la tierra cercana a la vía férrea, a varios metros a cada lado, sería terreno público, él entonces pensó que sería bueno armarse el rancho allí. El alcalde de la aldea y los funcionarios del ferrocarril vinieron a quejarse, pero en definitiva no podían hacer nada. O-Jī no se iba, y la choza era tan miserable que tampoco podían caratularla una construcción inmobiliaria, era tan endeble que parecía a punto de salir volando con la primera brisa, entonces no tomaron acciones en contra. También calculaban, ya que el sujeto era tan entrado en años, que no viviría por mucho más tiempo. Así opinaban todos por igual: la idea de expulsarlo ahora, y destruir su ranchito, les daba lástima. Por otro lado la zona tenía la buena fortuna del abundante arrurruz y tenía bien cerca la vía del tren. Justamente por esas cosas, se convirtió en el sitio preferido para los suicidas. En vez de fallecer pronto, el anciano de Kanishi llegó a ser aquél que ayudaba a los otros a morir. Su nombre y su pobre choza se transformaron –para aquéllos que habían perdido el empleo, para los que habían perdido toda esperanza en esta vida, o para los que se encontraban completamente obstaculizados– en el mejor representante de nuevas ideas tentadoras. Por eso, no sería exagerado decir que en ese lugar había un aumento en el número de suicidios. Era evidente que O-Jī de Kanishi había

estado ganándose la vida como consejero del suicidio para los derrotados de este mundo. Cuantos más se le acercaron, más le llenaban el bolsillo. En realidad no era que se enriquecía, sino que, si no le venía ningún deprimido a pedir su ayuda, entonces carecía por completo de fondos para seguir viviendo. Era por eso que decía a la gente eso: si alguien quiere quitarse la vida, que me vengan a ver a mí para hacer la consulta. Cuando llegaba la época de las flores de cerezo, y el cerezo antiguo cerca del matorral de arrurruz se llenaba de brotes y empezaba a mecerse en la brisa primaveral, entonces O-Jī siempre se llenaba de pronto con un espíritu renovado. Siempre había abundantes suicidios al comienzo de la primavera. Porque las capas múltiples y superpuestas de racimos de las flores de cerezo cubrían el cielo como una neblina primaveral y de alguna manera daba la plena impresión de pintar un presentimiento de la muerte. Cuando llegaba la hermosa primavera, los que sufrían en la vida, en vísperas del esperado equinoccio se sentían invitados a cruzar hacia la muerte, sin saber por qué. Al caer de visita en lo de O-Jī, aun aquellos que estaban confundidos respecto de suicidarse o no, terminaban seguros del suicidio como algo bello y maravilloso. El rostro del viejo que relataba a Matcha la suma de cuántas personas había ayudado a morir en lo que iba del año la hacía estremecerse. Después de que los trabajadores lograron poner el cuerpo sin vida en el cajón de madera blanca, los niños partían uno detrás de otro con las caras llenas de angustia. Así de a poco la tensión en el lugar se iba disipando. –O-Jī, todavía no desayunaste, ¿no es cierto? Matcha dijo esto siguiéndole al hombre anciano. La entrada de la choza se mantenía cerrada con paquetes del arroz viejo. La puerta misma era un revoltijo de cachivaches de madera que producían un tembleteo sin cesar, incluso una de las bisagras ya se había perdido. O-Jī entró y allí dentro parecía pálido, exhausto. Matcha posó el nabo cocido en miso sobre una madera que había cerca de la entrada y sacó dos bollos de

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arroz del bolsillo y se los dio a O-Jī. Eso era su desayuno. –O-Jī, el hombre que recién murió era el señor de mediana edad que vio anteayer, ¿no? Tenía apuro por morir, así parece. Ya hoy ha terminado bajo el tren. Debió estar acorralado, muy arrinconado. Matcha dijo todo esto de una vez. Sobre el piso de tierra en la choza de O-Jī Kanishi había dos o tres monedas de cobre. Se trataba del regalo de despedida del muerto. O-Jī las colocó con gesto de importancia en un monedero gastado. El ambiente era pequeño, tanto que si se metieran tres o cuatro personas, estaría lleno. O-Jī actuaba como si no pudiera ponerse de pie, pidió a Matcha ir a la tabaquería. Matcha hurgaba en el otro bolsillo y extrajo una pequeña caja de tabaco para O-Jī. En la casa de Matcha vendían golosinas, e incluían algo de tabaco. Engañando a su madre, Michī, escapando a ser vista por ella, Matcha no tenía demasiada dificultad como para robarle un solo paquetito. O-Jī Kanishi estaba reducido a tal honda pobreza que, si no hubiera sido por Matcha que le traía algo, aunque sea un poquito, tal vez muriera esa misma noche. Todo el año el viejo vivía con precariedad y gran miseria. La madre de Matcha, Michī, era irascible. Siempre, fuera mañana o noche, expresaba su frustración y su histeria con insistente vehemencia, y ese ambiente la sofocaba a Matcha; sentía que no podía respirar bien en su casa. En los peores días, la niña se iba a la casa del viejo Kanishi; eso era la ayuda que necesitaba su espíritu. O-Jī de Kanishi tenía una naturaleza tierna y bondadosa; Matcha nunca tenía que temer que él le levantara la mano. En cambio sí temblaba de terror en relación a su madre, Michī. No había un sólo día en el que no deseara fervientemente que su madre muriera. Porque su madre siempre sospechaba de ella, y siempre la criticaba, diciendo que esto estaba mal y lo otro estaba mal, y le pegaba a Matcha por un mal movimiento de la mano, por un mal movimiento del pie, era tan así que ella percibía que sentía placer al golpearla. Para esa madre, la hija existía sólo para recibir palizas. Si la raspaba, lo hacía con especial cuidado, y las uñas de Michī se metían

debajo de la piel, un dolor que Matcha casi no podía aguantar. Por todo esto, en el cuerpo de la joven había moretones en todo momento del año. Este tipo de abuso era más aterrador que el que podía resultar en una fatalidad. Sin una lógica de motivos previsibles, la volvía loca, y no le gustaba la cotidianidad que le tocaba vivir. Ya cuando vino al mundo, por las frustraciones sexuales del marido de Michī, Matcha de bebé había recibido lastimaduras en todo el cuerpo. No era demasiado decir que su destino parecía el de haber nacido para ser golpeada. Los dos padres peleaban entre sí cada día, todo el año. A veces hasta tenían riñas físicas, pero Matcha nunca los vio reconciliarse después. Los sentimientos de ira contenida que quedaban luego de una discusión siempre resurgían al día siguiente, y por supuesto que entonces tanto Matcha como su hermano menor Gyosuke recibían golpes al azar. Bajo condiciones como éstas, era realmente arriesgado llevarse bollos de arroz y vegetales en miso para regalar al viejo de Kanishi, y la ansiedad y la preocupación la tenían casi agotada. Cuando Michī conversaba con los clientes que venían a comprar, Matcha vigilaba, buscando la oportunidad para sacar algún bocado de comida para el vecino O-Jī que esperaba ello tan necesitado que a veces se ponía inquieto. Matcha pensaba que, si cuando O-Jī de joven hubiera apartado algunos ahorros, no tendría ahora que meterse en estos asuntos de recibir y ayudar a los suicidas. Ella realmente le tenía lástima, aunque O-Jī no parecía disgustado. Los que se suicidaban, sabiendo que la situación de O-Jī era precaria, le dejaban todo el dinero que llevaban encima. “Todo el dinero”, dadas las circunstancias extremas en las que habitualmente estas personas habían caído, equivalía una suma nimia. Si el viejo compara algo de tabaco y cualquier cosita más, ya estaba gastado. Aún Matcha no entendía si O-Jī sentía pena por esos empobrecidos que venían a su choza sucia, atormentados con la idea de la muerte. O-Jī estaba bastante animado a la hora de persuadirles a morir, si es que expresaban el deseo de suicidarse. Entre ellos

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estaban los que habían sido exhortados a “no morirse” y habían hecho caso a ese dictamen, pero una vez que hubieran escuchado lo que tenía O-Jī para decirles, vivían un pleno anhelo ya imperturbable de morir. Así de bien los convencía aquel viejo. El pensamiento suyo se basaba en la idea de que los que se inclinaban por matarse habrían sido llevados a eso por problemas en el mundo real, arrinconados por asuntos concretos, y entonces que no tenía sentido o utilidad que siguieran vivos. Por ende, entonces, era mejor que todos ellos murieran. El viejo tenía una perspectiva nihilista y escéptica respecto del mundo de esos seres humanos. Opinaba que si morían las preocupaciones y los desórdenes irían aquietándose. Consideraba que ellos se liberarían rápidamente de sufrimiento y dolor. No era preciso aclararlo; O-Jī de Kanishi había experimentado demasiada tensión en la vida y se atormentaba él mismo con el deseo de morir. En el pequeño ambiente había una tetera a que le faltaba el asa, unas tacitas que tenían saltados pedacitos de los bordes. No había nada decente allí. Todo lo que tenía lo había rescatado de los desechos que encontraba en la ruta. La habitación tenía aspecto mugriento y desordenado. No había nada de valor en la choza. –Anoche papá fue a la casa de una amiga para pasar un rato, y no volvió, y mamá se enojó y se desquitaba conmigo y mi hermanito con una paliza. –Matcha le mostró el moretón oscuro al arremangarse y revelar el brazo. El moretón era negro y llegaba casi a la base del codo. –La quiero matar. Se le escapó delante de O-Jī. El anciano se mantenía en silencio y miraba la herida en el brazo de Matcha con simpatía en los ojos. Mientras tanto, los pensamientos de la niña resonaban en su mente: qué malestar en el umbral de la vida, ser tan joven pero tener que sentir tal angustia por una cotidianidad tan terrible, día tras día. Los padres no eran protectores en su caso. Ella los

consideraba un fracaso, como podía ser el caso de personas mentalmente enfermas. Sin embargo, le resultaba imposible escaparse de su casa. Venirse apenas la corta distancia hasta la choza del viejo de Kanishi, esto era la única paz de su corazón. No obstante el lugar también era una morada de suicidas. Los que ella conocía todo el tiempo allí, los visitantes de tal y tal nombre, más tarde saltaban a las vías delante de los trenes, se les despedazaban los cuerpos, caían manchados de sangre y morían sin misericordia. Ver eso era muy penoso para Matcha. Pero aquel lugar era el único refugio que tenía para escapar de la violencia de sus padres. Su madre no sabía que ella iba allí. Si lo hubiera sabido, la agarraría del cabello y la traería arrastrándola sin importar por dónde y la derribaría a golpes. La madre de Matcha encarnaba la histeria congénita. Los hijos que tenían a padres malos no se salvaban, y terminaban con algún tipo de neurosis. Por ese motivo la madre debió ir al departamento de neurología o a un hospital dedicado a las enfermedades mentales. Como consecuencia de las palizas de la madre y las frecuentes ausencias del padre, Matcha misma había sufrido inquietudes neuróticas a los diez años de edad. Aun una niña tan saludable, al ser criada con un método tan cruel y loco como el de la madre de Matcha, podría a duras penas lograr desarrollarse bien, y si no llegara a conocer otro mundo, su estado mental iría escalando en males hacia la “neurosis de la falta de seguridad” o el “trastorno obsesivo-compulsivo”. Podría haber sido mejor que la niña fuera encargada a instituciones de Servicios Sociales para Menores que ser criada por padres así. El daño infligido día y noche que Matcha tenía depositado en lo más profundo de su corazón al final evolucionó en enfermedad nerviosa. A Matcha esto le pareció una enorme decepción. Pero a ella le costaba mucho –la boca se le cerraba ante la idea– soltarse a hablar sobre la situación en su hogar, que le perturbaba tanto que preferiría ser llevada a una institución de los Servicios Sociales. Si fuera a mencionar algo así, los padres dirían que actuaba de manera insolente y la encerrarían durante todo el día en el depósito con paredes gruesas de ladrillos y mortero, y no recibiría comida por horas, sino que

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recibiría golpes tanto como quisiera la madre y tendría grandes moretones negros por todo el cuerpo. Una vez Matcha había buscado el consejo de O-Jī de Kanishi, porque ya que ella le traía comida él nunca le había recomendado el suicidio. Si Matcha se suicidara, a partir del día siguiente, O-Jī ya no comería. Era por eso que él no le recomendaba suicidarse. Era porque esta niña era responsable por la vida de él también. Por cómo iban las cosas, ella redujo la cantidad que ella misma comía y así apartaba bocados para llevarle al anciano tres veces por día, todos los días. Aun así, Matcha temía que pudiera empezar a oler a la fetidez del viejo y su choza y que pudiera provocar curiosidad por eso. O-Jī jamás peinaba su cabello blanco desgreñado, y estaba visiblemente indigente. Durante todo el año tenía un solo kimono para vestir, y cuando ella se le acercaba, notaba el fuerte hedor que expedía. Los pétalos de las flores de cerezo volaban adentro de la puerta de la choza desde el borde del ferrocarril. Matcha estaba mirando en silencio mientras O-Jī terminaba de comer los bollos de arroz y el nabo cocinado en salsa miso. Le resultaba incomprensible cómo su cuerpo había llegado a ser tan descaradamente arruinado por la ancianidad. A ella se le ocurría que, si tan sólo se diera alimento al cuerpo, un hombre no moría por más que descendiera a condiciones así de abatidas. Ayer le había traído dos rodajas de pickle de nabo y dos bollos de arroz. No había agua por ninguna parte de la choza; cocinar no era una opción. En un rincón de la choza, se colgaban los abrigos. Estaban tan gastados que era imposible usarlos. Entonces O-Jī nunca se ponía ninguno. Matcha recordaba muy claramente que había visto el señor de mediana edad, aquel que había muerto esta mañana. Ella y O-Jī habían estado allí, como estaban ahora, y de golpe, desde la oscuridad afuera, el hombre había aparecido en la puerta, con una expresión de temor en el rostro. Tenía la frente arrugada. La cara era pálida y la mirada vacía. De edad debió tener ¿qué, unos cuarenta y seis o cuarenta y siete? Matcha había permanecido a un costado, aunque sin prestar

demasiada atención, mientras él hablaba con el viejo O-Jī, y así ella supo que el hombre tenía problemas económicos, que sus negocios no le iban bien, y que estaba agobiado con deudas. Ya había abandonado la esperanza de recuperar el éxito en sus negocios. Estaba, como rezaba la metáfora, arrinconado. En el mundo había muchísimos hombres que operaban mal en lo económico. Y él era uno de ellos. Le contaba al anciano que no tenía ninguna posibilidad de devolver el dinero de sus deudas, respecto de eso se encontraba en problemas graves. El rostro reflejaba su fracaso en la vida. Tenía los ojos hundidos, la cara empalidecida sin vitalidad alguna. Ya no tenía voluntad de intentar recuperar su posición. Incluso parecía costarle hablar; podía estar en una profunda depresión. Tenía un aire de total agotamiento. Matcha se daba cuenta, aunque era sólo una niña, de que habría muchos que no andarían nada bien. Porque tenían problemas y complicaciones, debía ser a causa de una invitación que ellos mismos hacían a los dioses de las plagas, ellos con sus propias manos y sus propias acciones; no podría haber otra razón salvo ésta. El mundo de los adultos estaba demasiado confuso. Mucho más complicado de lo que necesitaba ser. Sí, era así. Por eso les iba todo tan mal. Y por eso, al final, llegaban a un punto sin salida, y se suicidaban. El padre y la madre de Matcha también. Cada día peleaban y se golpeaban, no podían contar la cantidad de veces que habían hablado de divorciarse pero a pesar de eso no lo hacían. Sólo seguían peleándose, por mucho, muchísimo tiempo, sin resolver nada. Discutían por inercia y no eran capaces de separarse. Salvo que tuvieran una relación de beneficio mutuo en reñir, lo que parecían precisar tanto como se necesitaba comer. ¿Podría tratarse de algo así? Matcha estaba tan desilusionada que su corazón se cerraba más cada vez que los veía y escuchaba. O-Jī de Kanishi era similar. Había trabajado durante toda su vida y había llegado a una avanzada edad, y finalmente, como si fuera poco, debía ayudar a los que querían suicidarse y por eso ganarse alguna pequeña comisión. Matcha no opinaba

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que éste fuere un trabajo que un adulto genuino, alguien maduro y auto-suficiente, debía hacer. Mirara donde mirara, Matcha percibía que el de los adultos era un mundo insatisfactorio. ¿Por qué uno nacía en este mundo? La pregunta le resultaba absurda. El hecho era que la gente en todos lados estaba cansada de vivir, realmente exhausta. –O-Jī, ¿qué tal la guarnición de hojas disecadas y remojadas, está rica? –Está rica. Todos los días me das algo, estoy a salvo. Cuando era joven, me sentía confianzudo respecto de mi cuerpo. Tenía fuerza. Después de alcanzar la mediana edad, cuando me resbalé en la montaña y me lastimé el pie, desde entonces nunca más tuve buena suerte. Nunca pensé que llegaría a esto, ni siquiera en mis pesadillas. He caído en el mundo, estoy en circunstancias bajísimas. –Hablando así, soltó un suspiro profundo. La choza estaba en penumbras. Y tan endeble que cualquier soplo del viento la hacía temblar. Además había acumulados tantos soretes que tuvieron que colocarse tallos secos de arroz alrededor. La entrada estaba abierta de par en par y la gente pasaba flexionándose un poco. La luz de afuera filtraba apenas en el espacio del interior, el color rosado de los cerezos en flor se reflejaba por todos lados y Matcha sentía que los envolvía. El padre y la madre que eran tan rudos, siempre en conflicto, el hermano menor cuyo corazón estaba carcomido por las emociones nocivas de ambos padres, y el viejo de Kanishi un indigente que recomendaba a los demás suicidarse –sólo estas personas conocía Matcha en su entorno. La oscura imagen que tenían los hombres la hacía vacilar y mantener una distancia de ellos. Se trataba de los hombres que venían a la choza de O-Jī por querer suicidarse, a los que ella a veces llegaba a conocer. Eran hombres sin expresión en la cara, como si tuvieran máscaras puestas, y carecían siempre de ternura. El que había muerto esta mañana había venido a visitar esta choza durante dos o tres días. Era triste hasta el fondo como un espíritu fantasmal, no tenía vitalidad en absoluto. Se

trataba de alguien que iba a morir, con el alma ya vacía. Eso quedaba claro ni bien uno lo miró. Tardó unos días en morir, tal vez tuviera el alma un tanto desconcertada. O posiblemente el remordimiento lo vinculara todavía a este mundo. La recompensa por las recomendaciones que daba O-Jī era tan sólo dos o tres monedas de cobre. Por otro lado, con ese monto alguien como O-Jī podía comer por una semana. Los hombres presionados por la necesidad de dar el adiós a este mundo se lo daban de manera fácil. Estar a punto de morir significaba que todo el pesar y las preocupaciones de este mundo se apagarían. Esos problemas debían pesar a sus corazones. Si siguieran en lo normal, no habría salida. Sólo quedaba la muerte como solución. Matcha algo de eso podía comprender. Con las peleas constantes de sus padres, ella en la casa no podía quedarse y ya sin esperanza para el siguiente día, muchas veces quiso morir. Pero O-Jī siempre la detenía. Por ser ella la única fuente de alimentación para el viejo de Kanishi, los esfuerzos de él estaban focalizados con desesperación en mantener la presencia de ella asegurada en su vida. Si ella muriera, estaría perdido a partir de ese mismísimo día. Por sus propias razones ella había estado dando pequeñas porciones de comida a O-Jī, a escondidas de la mirada severa de su madre. Habría que decir que era una gran caridad. Porque lo hacía todos los días. Al considerarlo así, ya habían pasado varios años desde que Matcha había empezado a llevarle comida al viejo Kanishi. Ella veía su vida, por eso sentía que era intolerable, que ella misma no lo podía seguir tolerando y esquivaba la mirada de su madre o guardaba una parte de lo que ella misma recibía para comer, y entonces le llevaba algo siempre, aunque fuera un día de nieve o de lluvia. O-Jī dijo a Matcha, con un suspiro: –Si no estuvieras aquí, no comería. Realmente aprecio los sentimientos que te llevan a hacer esto, era lo que expresaba y se quedó parpadeando. Una vez que había caído hasta las profundidades de la pobreza, le fue demasiado difícil escalar desde un nivel tan bajo. Salvo que recibiera un golpe en extremo inusitado de suerte,

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difícilmente tendría una buena vida. Ante una existencia tan desdichada, la cantidad de personas que morían por desesperanza era tremenda. Y todos morían en silencio. Una persona como Matcha, con un largo futuro delante porque ni había llegado todavía a la más temprana adultez, ¿qué podía hacer? Enfrentar ese tipo de circunstancias podía ser más factible para un hombre viejo como lo era O-Jī de Kanishi, ya que a él naturalmente le esperaba sólo un futuro corto. Pero para Matcha era diferente. Era demasiado joven, le quedaban muchos años por vivir, y la vida a su alrededor era completamente gris, tanto era así que ella sentía que no podría escapar ni siquiera si ya estuviera muerta. Esto no era una idea análoga con el fin de siglo. Era la realidad que le tocaba y el corazón de Matcha no la podía soportar. No se le ocurría qué hacer. Lo que había visto a sus padres hacer y decir eran cosas de los enfermos mentales. No era la manera de los seres humanos normales. Se irritaban por nimiedades, lanzando objetos a las paredes, rompiendo la puerta corrediza de madera y papel, y tirando agua hirviendo en cualquier dirección indiscriminadamente, entonces a la niña le daba una sensación de constante peligro. Era como presenciar la forma primitiva de la pareja, o del hombre y de la mujer, y no que los padres de Matcha eran excepciones. Cada día se vivía una escena de matanza salvaje y ensangrentada. La única sensación que había en la vida de Matcha era el terror. Un terror ilimitado. ¿Qué tipo de miedo era aquél? Sólo cuando estaba en lo del viejo de Kanishi, sentía calma en su corazón y paz mental. Pero el viejo vivía de ayudar y animar a los suicidas. –O-Jī, esa actividad es realmente como basura. –Matcha decía así y de inmediato el gesto en la cara del anciano se mostraba afligido. Ella no podía concebir que a O-Jī le gustara este tipo de trabajo. ¿Qué otra cosa podía hacer? Era cojo, se había visto obligado a aceptar la pobreza y no tenía fondos para empezar otro emprendimiento. Para él, viejo y lisiado, aquél era el único trabajo que podía realizar, que lo hacía sólo con la boca, hablando, sin necesidad de otros recursos. Aun así el viejo se encontraba contento en su interior.

Debía admitir que se sentía afortunado por haber dado con esta actividad que era mínimamente rentable en estos tiempos tan difíciles. Por casualidad, una mujer que parecía casi un fantasma había venido a sentarse cerca de su hogar. Después de eso, entonces, O-Jī se había dado cuenta de que bastantes personas, por más insensato que fuere, querían matarse. Al haber tratado con una o dos personas, ya iba haciendo cierta fama y la gente hablaba del “renombrado O-Jī de Kanishi” o “O-Jī, el gran Incitador”. Esa noche había una luna llena que brillaba sobre los cerezos en pleno florecimiento. La tierra era fragrante con las plantas todavía ocultas pero que se preparaban para brotar. Matcha se dirigía a la choza de O-Jī de Kanishi, pisando las sombras que echaba la luna. De repente, y de casualidad, percató la presencia de una persona y se dio vuelta de inmediato, estremecida, el corazón latiendo fuerte y rompiendo a sudar por el miedo. Un hombre estaba ahí. Ella recordaba su rostro. ¿No era aquel hombre que había muerto bajo el tren esta mañana? Sin querer se le cayó de la mano el paquete que llevaba con comida. Si Matcha detenía sus pies y se quedaba quieta, así también lo hacía aquel hombre. Si se apuraba, él le seguía con el mismo ritmo. El corazón de Matcha saltaba como si se le fuera a salir. La atención del hombre la seguía todo el tiempo. Cuando ella de casualidad captó un vistazo del hombre mientras le había dado la espalda, ella notó sobre la vía del tren una pálida llama ardiendo. Este detalle le dio una idea a Matcha. El hombre que murió habría tenido remordimientos que lo ataban a este mundo, y entonces no había podido morir con la mente en paz. Los pétalos de las flores de cerezo nuevamente volaban en la brisa haciendo movimientos circulares antes de luego caer dispersos por el suelo donde parecían teñir la tierra. La primavera traía apareada la muerte, las estaciones mismas parecían no poder dejar de encogerse con dolor. El fantasma que había seguido a Matcha con su aire de remordimiento, cuando ella llegó a la entrada de la choza de O-Jī de Kanishi, de pronto desapareció.

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–¡O-Jī! El hombre que saltó delante del tren esta mañana está caminando por aquí cerca. Me siguió desde el ferrocarril. –Matcha le contó esto al anciano casi sin respirar entre palabras. –Todos los muertos que fallecen sin tener la mente en paz actúan de esa manera. No hay nadie que los reciba después de morir. Fueron abandonados por sus familias. Aun luego de irse de esta vida, no tienen dónde ir. Por eso van deambulando por aquí y por allá. –Esto ofreció O-Jī con voz debilitada. En el interior de la choza, hacía un poco de frío y estaba a oscuras. Aunque fuere ya la fecha en la que florecían los cerezos, en el camino de Shinano hacía frío a la mañana y al atardecer. OJī todavía se quedaba cerca del fuego para entrar en calor. En la entrada apareció la cara de una mujer exhausta y desanimada. Matcha sintió alivio e intentaba charlar con ella, pero entonces de repente la cara desapareció. Debió ser otro fantasma que se había suicidado hacia algún tiempo. Matcha se sorprendió y salió para mirar hacia un lado y otro, y vagamente alrededor de la choza, había muchas almas suaves y luminosas que se adherían a la construcción, y alrededor de la cima del techo se veía un color levemente rojizo. Aquella aura a veces parecía un poco azul violácea. “Ahora, el techo de esta choza está poseído por espíritus malignos”, pensaba Matcha y se estremecía. “La choza entera ya es guarida de fantasmas”, pensaba Matcha y sentía nauseas. Los pensamientos de los espíritus de muchas personas muertas se fijaban en la choza. Matcha seguía buscando el rostro pálido de la mujer; trataba de descubrirla vagando alrededor de la casita pero la mujer no dejó visualizar su figura nuevamente. ¿Adónde había ido? Matcha sentía temblores por la espalda. Volvió a la choza y vio a O-Jī sentado en el otro lado del fuego. Antes de que pudiera entender lo que pasaba, la cara del viejo se transformó en la de aquella mujer, la muerta. La muchacha rompió en sudores fríos. La mujer muerta estaba sentada allí, donde debía estar O-Jī. El corazón de Matcha se estremecía con un terror pavoroso. Tenía tanto miedo que le era difícil cruzar el umbral y entrar en el ambiente. Estaba profundamente turbada. –¿Qué te pasó?– sonó la voz de O-Jī. Matcha vio de nuevo

la cara del anciano y la de la muerta, sin que Matcha pudiera precisar cuándo, se había desvanecido. Le dio alivio. Aunque pudieran haber pasado cosas raras, ella sospechaba de sus ojos. Cuando venía a esta choza en la noche, era habitual que algo desagradable sucediera. Era completamente como tener una pesadilla. Sólo que, mientras estaba en la choza, era como si el mal sueño hubiera podido congelarse y seguir presente; en ese tramo de tiempo congelado podían suceder cosas misteriosas que a ella le resultaban increíbles. Tenía miedo de venir al ranchito del viejo en una noche en la que las flores de cerezo giraban por el aire. Había tantas chozas como ésta, chozas extrañas y malditas, pero aun así era mejor que escuchar las peleas de sus padres horribles. Para los niños como Matcha, chicos inútiles y excéntricos, no había siquiera un aire de felicidad en ninguna parte. Ella incluso consideraba que era un error desear la felicidad. En el rincón de su corazón quedaba ya sólo una exigua esperanza de no ser golpeada por los adultos y esa esperanza se iba gastando día tras día. En ese período Matcha no relacionaba la cantidad de adultos que se suicidaban con sí misma. Los sufrimientos de su propio corazón le pesaban, y pasar cada día le exigía tanto esfuerzo como podía generar. ¿El futuro también iba a ser así? Las cosas del futuro no se podían saber todavía. Sin embargo, cuando ella veía las vidas fracasadas que llegaban a visitar a O-Jī, ella no podía pensar que su propio futuro sería muy prometedor. Su corazón se iba apesadumbrando. La tiró tan abajo que le resultaba insoportable. Por las peleas de sus padres todas las noches, ella llegó a querer matarlos. No tenían nada de vergüenza delante de sus propios hijos. Eran monstruos hipócritas recubiertos en piel humana. ¡Ay, qué irritante! Discutían por pequeñeces, asuntos realmente triviales, y al final siempre llegaban a tirarse cosas a cualquier lado indiscriminadamente sin importar dónde estaban ni quiénes estaban cerca tampoco. Así parecía ser la manera de muchos adultos. Por sus peleas todos los días, el corazón de Matcha fue tirado abajo al nivel de algún animal estupefacto y subyugado. El que realmente daba pena era su hermano menor. Él era

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demasiado chico, pero ¿qué tipo de sensaciones ya tendría? Seguramente tenía el corazón completamente torcido y la manera de pensar tampoco podía haber esquivado las influencias negativas. No había día en el que Matcha no deseara morir. Pero todavía era el caso que estaba O-Jī, y el viejo le vedaba con vehemencia entregarse a la muerte, insistiéndole –No mueras, no mueras.– porque Matcha era su fuente de comida, es decir ella era su sustento, aunque ésas no eran las palabras que el viejo enunciaba. Matcha ya estaba tan desesperanzada respecto del mundo de los adultos, tanto que a veces pensaba en la posibilidad de, ni bien terminara de crecer, tirarse a morir sobre los rieles. Sentía una profundísima tristeza por la auténtica vivencia de no ser querida por nadie. Desde lo más profundo de su corazón le eclipsaba toda otra emoción y le hacía casi insoportable seguir viviendo. Al final se acostumbró tanto a no ser querida por nadie, que cada día se le hacía tremendamente vacío, y se le daba igual todo. Pero entonces no había dónde poder refugiarse y calmar su corazón. Sus padres estaban tan completamente absortos en sus discusiones que jamás prestaban atención a sus hijos. Tampoco era posible para Matcha pensar que O-Jī de Kanishi la quería, porque la niña sólo significaba un recurso alimenticio para él. Entonces el corazón de Matcha estaba tan vacío que ella no podía pensar qué hacer en este mundo. Lo que significaba que en sus pensamientos todo siempre se ponía más y más oscuro. Ella nunca había sentido nada que la hiciera feliz. Tenía que vivir cada instante atemorizada por sus padres. La unión suya se debía a un matrimonio arreglado y ellos eran una combinación en extremo mala, cada palabra que intercambiaban era causa de discusión y terminaban siempre en el umbral del divorcio. Y entre los temas de sus discusiones, continuaban sacando contenidos sin importarles de qué podían enterarse sus niños. El corazón de Matcha se hundía. La cara de su hermano Gyosuke estaba siempre pálida y el niño mantenía siempre la mirada baja. ¿Qué podría estar pensando por lo general? ¿Adónde habría ido a perderse su corazón? –¡O-Jī! Nuestro padre y nuestra madre siempre discuten,

en peleas matrimoniales en casa todos los días. Al final siempre sacan el tema del divorcio. Debo escuchar esto todos los días. Ni siquiera un día puedo pasar sin que mi corazón se tire abajo. Nadie me quiere. Hasta incluso yo misma pienso que morir sería mejor opción. Entonces O-Jī dijo: –En este mundo los que no son queridos son miles. Matcha, no eres sólo tú. Tienes para comer, eres afortunada. Comes tres veces por día. Además yo, si no hubiera ninguna Matcha, habría muerto de hambre, ¿no es cierto? –y entonces cerró la boca. Matcha escuchando esto no tenía palabra con la que contestarle. Pero su corazón no se sintió refrescado. Ya no tenía más energía para seguir haciendo de sostén de su cuerpo negro y pesado como el plomo. De esta forma, el corazón de Matcha ya no podía volver a animarse. ¿Cuántas veces había pensado en morir? Pero había visto los cadáveres sobre las vías y le impactaba como un espectáculo cruel y trágico. Además, luego, aparecían los curiosos con su mirada indagadora sin siquiera una pizca de empatía. Excitados y ansiosos como un público a la espera de que abra la cortina y comience una obra musical o de teatro. Se acercaban sólo para entretenerse ante una diversión diferente. Ella no quería morir de esa forma. Era una escena sanguinaria, atroz. ¿Cuántas veces había visto ella a alguno que iba para matarse allí? Ella se ahogaba en la tristeza que le causaban tantas caras patéticas y miserables. Por eso vacilaba. Los espectadores parecían refrescarse y regocijar ante el dolor de los otros. Había incluso algunos vecinos del lugar que decían que les daba una sensación agradable. Veían en el otro el mal que había en sus propios corazones, aunque a su vez declaraban que los suicidas merecían ese fin. El espíritu de Matcha estaba trastornado. ¿Cómo podía seguir durante todo un futuro tan largo como el que debía esperar siendo aún tan joven? Día tras día sentía el corazón hueco. Ya había sobrepasado los límites de la tristeza. Sólo tenía espanto por haber nacido. Matcha todavía era joven en espíritu,

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en el sentido de carecer todavía de sabiduría respecto de la vida. Ignoraba cómo uno hacía para sortear los desafíos en la vida. Y eso era lo que más angustia le producía. Los adultos que vivían en su entorno eran torcidos. Eran casos sin solución. Y no había manera de aprender cómo vivir de personas como ésas. Por más que había personas grandes cerca, y ella siendo niña necesitara una boya para mantenerse a flote, en cuanto a cómo mantener su joven corazón a flote, estos adultos eran como las espinas de una rosa y la dañaban constantemente. Sentada con el viejo de Kanishi, cara a cara en la penumbra, Matcha sintió el corazón congelarse hasta el profundo interior. No debía quedarse más allí. Este hombre era una figura dudosa que gobernaban los espíritus de los muertos. Era un mensajero curtido y astuto del inframundo para manipular los corazones de las personas. Matcha se puso de pie de un salto, dejó la oscuridad del interior de la choza y salió afuera. La tierra con su frescura y su suavidad le reconfortó desde las suelas de sus zapatos. Matcha miraba el ferrocarril. Por entre la agitación de las flores de cerezo que caían había algo así como una bruma caliente azulina que se elevaba y se prendía fuego por encima de las vías. Matcha se asombró por la belleza de la visión, tanto que dudaba de sus propios ojos. Era un efecto de la fosforescencia. Era la fosforescencia que emergía de los espíritus de los cadáveres. Viendo esto, se le ocurrió a Matcha que O-Jī podía ser un vampiro envuelto en piel humana, un ser del otro mundo. Matcha sintió en su corazón que era cierto. El comportamiento del anciano, el método que tenía para instigar a los desilusionados. Ese modo de invitar a las personas acercarse a los rieles. Todo esto le era –incomprensiblemente– fácil y común. Pero aquello no era una habilidad normal para un ser humano. Debía ser entonces otra cosa, como uno de esos ermitaños que venían desde el reino de los muertos. Pensando esto, Matcha empezaba a experimentar desconfianza y aprensión respecto del anciano. Cuando estaba frente a él, sentía

que estaba delante del espíritu de un muerto. Los ojos debajo del penacho de pelo blanco estaban siempre vacíos, y la mirada parecía nunca focalizar nada de este mundo. Esto se debería a que en realidad estaría mirando a algún punto lejano muy lejano de su inframundo. Contemplaba el paisaje del otro mundo. Cuando era joven, había sido leñador, pero eso ahora parecía una mentira. De dónde venía, era una incógnita. Sin lugar a dudas, habría venido del mundo de los muertos, y debió haberse mezclado en este mundo. Efectivamente se trataba de una figura dudosa. Matcha se inquietó. La choza en la que O-Jī vivía en tal soledad absoluta, ¿será parte del otro mundo, será el umbral por el que enviar a tantas personas cobardes y vacilantes definitivamente al más allá? Si fuera así, entonces, Matcha lo que hacía en realidad no era otra cosa que ayudar todos los días a que siguieran estas operaciones extrañas e inadvertidas. A fin de cuentas Matcha ayudaba a O-Jī a empujar a las personas deprimidas al suicidio y al reino de los muertos, y ella lo hacía como si fuera una “changa” como hacen los estudiantes. Matcha funcionaba como el instrumento de O-Jī, lo que quería decir que ella era un instrumento para él como espíritu muerto. Mareada y con el corazón latiendo demasiado rápido, iba de aquí para allá en la choza cuando de pronto escuchó pisadas fuertes y algo así como el ruido de los cascos de un caballo por el camino. Matcha se tapó ambos oídos con las manos, pero los ruidos venían cada vez más fuerte y empezaban a rodear la choza. Por el rabillo del ojo percibió alguna presencia y miró en esa dirección; delante de sus ojos entonces apareció una mujer de unos cincuenta años vestida con ropa gastada. Para la sorpresa de Matcha, la mujer le habló: –¿O-Jī se encuentra aquí esta noche? Quedaba claro que la mujer andaba mal en la vida y había venido para pedirle al viejo que la escuchara. Matcha señalaba la choza. La mujer caminó hacia allí con pasos lentos y entró. Y la niña la siguió, también a un ritmo despacio. Con las tres personas adentro, la pequeña construcción estaba repleta.

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Ya que Matcha se había dado cuenta del verdadero carácter de O-Jī, a sus ojos ahora el viejo parecía el espíritu de un muerto, visible pero sin echar sombra. La blancura de su pelo tampoco tenía sombras. Aun el juego de luces que producía el fuego no lanzaba ninguna sombra que se pudiera relacionar con él, lo que era realmente muy perturbador. Matcha, en el fondo de su corazón, sintió la fuerza de la amenaza ante un encuentro entre el espíritu llamado O-Jī, cara a cara con una persona de este mundo. La niña suprimió sus temblores. En aquel espacio restringido se oía la voz de la mujer que se desahogaba hablando como lo hacían todos los otros que llegaban allí, quejándose de las cosas del mundo de manera soberbia, guardando rencor hasta al tiempo mismo. Hablaba como si nunca hubiera conocido a nadie que la escuchara. Los motivos que expresaban los que tenían ganas de morirse eran por lo general similares. Matcha se preguntaba por qué eran tan similares. Y las personalidades de estos individuos también eran casi todos débiles y cobardes por igual, como si entraran en la debilidad de carácter por un pequeño mal paso al comienzo pero luego fueran hundiéndose cada vez más hasta llegar a un punto irremediable. La mujer de cincuenta estaba casada y su marido era un alcohólico empedernido, que al ponerse borracho se violentaba tanto que terminaba siempre fuera de control y los niños ya estaban aterrorizados. Ella dijo que este tipo de vida matrimonial era lo que la llevaba a querer abandonar la vida, no podía soportar ni un día más, entonces ya mismo quería dar por terminado todo. Ni siquiera tenía la casa de sus padres adonde dirigirse si dejaba a su marido. Es decir, no tenía ningún lugar adónde ir. Según ella era una condición de la vida de las mujeres, la de carecer de un lugar para vivir en paz. Dijo entonces: –Sería horrible morir atropellada por el tren, ¿no? Con lo que O-Jī se puso a responder con toda calma. –No hay manera más sencilla para morir. Es nada más que un instante. Si uno puede enfrentar ese solo instante, parte para el otro mundo casi de inmediato. –Así le dijo. Y luego continuó:

–La acompañaré y la ayudaré. Iré con usted, paso a paso hasta el sitio donde el tren pasa, entonces usted no tendrá por qué preocuparse. Esto no le falló a nadie. Todos fueron perfectamente a la muerte bajo mi cuidado. Créame. Nunca le haría nada malo. Por más que le dijera eso, la mujer de cincuenta años se quedó mirando el penacho de pelo blanco que coronaba la cara del viejo, claramente atemorizada. Matcha notaba que la mujer no se daba cuenta de que O-Jī era un mensajero del inframundo, y tampoco de que era lisiado. Escuchando la conversación entre ellos, la niña se estremecía. En el intercambio entre el fantasma que usaba el nombre de un anciano canoso y la mujer de mediana edad del mundo de los vivientes era tal que no había palabra alguna que le dijera: –Deberías reflexionar un poco más. Vivir no es tan malo. Morir sólo por tener un marido alcohólico es ridículo. Frases de esta índole no se oían de la boca de O-Jī. Al contrario, O-Jī siempre ofrecía consejos que favorecían la idea de la muerte. Fue por eso que Matcha se despertó respecto de su verdadera naturaleza. En ese momento tuvo la clara sensación de despertarse. “Ah, claro, O-Jī no es lo que dice ser, no es un ser humano de este mundo”. Estaba segura de que él debía ser un fantasma de alguien que había muerto en las vías del tren o en algún sitio similar. Cada día que ella pasaba en compañía de él, cada vez que miraba sus ojos y su aspecto, un temblor frío le bajaba por la espalda. La mujer de cincuenta años cambió de expresión, se puso alegre, y la oscuridad espiritual que había habido en su corazón ahora se vio despejada, y entonces salió de la choza caminando con pasos firmes. Debió decidir qué hacer. Quedaba claro. Por la firmeza en los pasos que daba. Matcha siempre se quejaba ante O-Jī, en particular porque nunca se había sentido querida por nadie. Sus padres reiteraban sus peleas todos los días y abandonaban a sus hijos que quedaban en una soledad fría. Aquellos niños eran Matcha y Gyosuke. En la vida de Matcha los días eran miserables y vacíos. No había intercambio alguno con los padres. Lo único que hacían

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era dar golpes, patadas, cachetazos, incluso insultos burlones a sus hijos. La niña sufría preguntándose si habría otras familias tan desagradables en el mundo. El padre y la madre discutían todo el tiempo por cualquier cosa. Había empezado cuando el padre, Matsuji, decidió tener a una novia aparte y se volcaba a las actividades de un mujeriego. Al final hasta se llevó el kimono de la madre, Michī, para regalárselo a su nueva novia, y desde entonces las peleas que tenían se iban intensificando día tras día. La casa familiar realmente era un sitio devastado. Cuando Matcha se quejaba delante de O-Jī diciéndole “¡Nadie me quiere!”, ella lo expresaba como un deseo sincero, acaso una esperanza que le brotaba desde lo más profundo de su corazón. Intentaba suprimirlo, intentaba ser más reservada, pero no sabía cómo desahogarse de tanta rabia contenida. “Nadie me quiere” en este caso no se refería al sexo, eso ni había que aclararlo. No obstante, el viejo de Kanishi, cuando escuchaba los lamentos de Matcha, ¿podría haber llegado a una conclusión errónea? De repente salió con: –Si nadie te quiere, yo sí lo haré. E inmediatamente la boca de Matcha recibió la opresión de los labios arrugados y secos del anciano. –Que me quieran, dije, pero no refería este tipo de cosa. –Diciendo así, ella se limpiaba la boca. Limpiaba una y otra vez, pero le había quedado impregnado un olor tan feo y nauseabundo que no lo podía sacar por más que frotara con fuerza. –O-Jī, no haga algo tan raro. No lo decía de esa manera. No, con un hombre casi como un fantasma, con un hombre tan viejo y sucio como O-Jī, con alguien así no quiero tener sexo. Cuando yo digo que quiero un amor que es como un océano de amplio, usted lo que hace es algo asqueroso, como besarme. Usted ha besado a una niña como soy yo, ¿no le da vergüenza? ¡Viejo verde! –así le habló Matcha. –No tienes que decir algo así de duro. De todos modos, que sea de esta o de la otra manera, si una mujer quiere amor es siempre sólo cuestión de sexo. –Ni bien terminó de declarar esto, O-Jī le corrió a Matcha en la pequeña choza, agarrándose del borde de su vestido.

Matcha intentaba escaparle desesperadamente. Ya se le había iniciado la menstruación hacía un año. Según lo que le contaban las muchachas vecinas, si una ya tuvo la primera menstruación y tiene sexo, va a terminar embarazada. Por recordar esas palabras, Matcha estaba frenética. ¿Habrá enloquecido el viejo de Kanishi? No, el asunto era que todos los hombres eran así. A esta niña que actuaba como su benefactora y que le traía comida todos los días, ahora él la amenazaba con el sexo. Eso era imperdonable. Aunque se tratara de una menor en circunstancias descuidadas, hacerle eso era demasiado, era horrendo. Matcha lanzó un grito de rabia. –Ya me contaron que si tengo sexo, tendré un bebé. Si O-Jī hace una cosa tan bruta como ésa, desde mañana no le traeré más comida. No le traeré nunca más los bollos de arroz. A pesar de escuchar eso, O-Jī abrió con una mano la parte delantera de su kimono, vestimenta que no había lavado en todo el año, y vino a parar de manera que su cuerpo se inclinaba sobre la figura de la niña. Matcha se atemorizó. El viejo insertó una cosa tibia y deslizante como un pepino de mar en su entrepierna. La niña sufrió una tremenda decepción. Hundió los dientes en el brazo del anciano. Sin embargo, esto a O-Jī no lo desanimó. Por más que Matcha gritara no había nadie por ahí cerca que la pudiera oír, era la medianoche en un sitio solitario próximo al ferrocarril. Además, la gente no iba allí porque sabía que era un lugar donde ocurrían tantos suicidios; era realmente una zona aterradora. La iniciación sexual de Matcha, acosada por O-Jī de Kanishi, fue penosa. Cuando entonces Matcha rompió en un llanto amargado, O-Jī habló con aire de triunfador: –Cuando una mujer se junta con muchos hombres, no se embaraza. ¿Sabías eso? Te hice mujer. Pero si terminas con un bebé, tendrías problemas también. Por eso lo que debes hacer es juntarte con los que vienen aquí para suicidarse. Entonces no tendrás un bebé. ¿Era la verdad? Matcha no lo comprendía en absoluto. ¿Se trataba de cosas que sabían sólo los adultos? Si una mujer tenía muchas relaciones con muchos hombres, entonces no tendrá ningún bebé. Tal creencia manifestó O-Jī.

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Pero sea como fuere, ésta fue una noche horrible. Ella había pensado sólo que O-Jī venía del otro mundo, pero era entonces un fantasma monstruoso. La mente de Matcha dudaba. El viejo no era un espíritu del otro lado; ciertamente había sido leñador en los viejos tiempos, era un malhechor arruinado. Y en esta circunstancia, tan tarde a la noche, Matcha estaba en presencia de un hombre de ese tipo, y eso fue la causa de esta ofensa. Ella también tenía la culpa, porque ella se había puesto en proximidad al peligro. Pero un sucio anciano tan físicamente débil la había atacado. Eso, por otro lado, parecía casi increíble también. Matcha que no tenía ropa interior sentía una sustancia tibia y pegajosa bajarle desde la entrepierna hasta el piso. Sentía miedo. Y le afligía un arrepentimiento amarguísimo. –O-Jī, no vengo nunca más aquí. O-Jī, espero que te mueras de hambre. Matcha, cerrando su vestido de kimono, se puso de pie con disgusto. Hasta incluso O-Jī, en el que ella había confiado, aún a su edad él no podía dejar este apetito por el sexo. Matcha sintió plenamente la consciencia del karma pecaminoso de los seres humanos. La madre de Matcha, Michī, siempre decía: –No hay nada tan horripilante como los hombres. En este mundo el diablo es los hombres. –Matcha recuerda a su madre diciendo eso siempre con un tono extraño. Entonces, ¿le habrá dicho la verdad? Matcha le había confesado al viejo: “Nadie me quiere en este mundo.” Y al escuchar a la niña, O-Jī rápidamente reemplazó las palabras de ella con “hacer el amor” (qué asombroso el instinto masculino). Aún si la muchacha fuera a contestarle: “¡O-Jī, está en un gran malentendido!”, eso no hubiera cambiado nada. Cuando era joven, O-Jī corría saltando por campos y montañas como un mono. La fuerza del instinto en él era tal que, si veía a una chica que lamentaba “no tener amor y sentir tristeza por su soledad”, pues entonces iba a reaccionar de inmediato y con vigor. Hubiera sido lo mismo si alguien le quitara algo deseable de debajo de las narices.

Los hombres todavía son una especie temible. Aquella cosa cardinal en la entrepierna de O-Jī, alguien que había superado los setenta y cinco años de edad, pudo eyacular; Matcha no pensaba que una eyaculación de un hombre tan anciano fuere posible. Siquiera la erección le hubiera resultado previsible, y mucho menos que tendría aquel instinto tan predominante todavía que atacara a la niña que era su única benefactora. Los hombres son una especie temible. Cuando Matcha salió del ranchito escuálido de O-Jī, alrededor de la luna se habían formado círculos dobles de color levemente anaranjado, y ella tuvo un presentimiento en extremo oscuro. Pensó en que nunca más volvería a esa choza. Pasaron cuatro o cinco días. Matcha se preocupaba por OJī también, a pesar de todo. Además con haberlo hecho sólo una vez ella temía que tal vez quedaría embarazada. Si eso fuera a suceder, ¿qué podría hacer? Su corazón latía tan rápida y fuertemente que parecía que sonaba una campanada de alarma en su interior. –¿O-Jī, está ahí? –Matcha dijo esto mientras metía la cabeza por la entrada de la choza. Y quedó impactada con lo que vio. El viejo no tenía agua, no había siquiera un grano de arroz, su cara estaba terriblemente pálida; ella lo percibió como alguien en el borde de la inanición. Matcha dejó de lado los sentimientos hostiles provocados por haber sido arrebatada por la naturaleza bruta de él como hombre, y se acercó. –O-Jī, no ha comido nada. ¿Puede comer? Ella lo miraba atenta. O-Jī tenía tal grado de hambre que no podía producir sonido alguno. Había sido abandonado a su soledad absoluta, sin aún la poca comida que le llevaba la niña. De veras estaba tan pálido que parecía cercano a la muerte. Matcha se avergonzó de sí misma, de modo tan completo y profundo que olvidó que había sido violada y regresó con paso ligero a su casa. Todo esto lo hizo en secreto y sin que supiera su madre. Sacó algo de arroz del gran recipiente de madera donde guardaban el arroz cocido. Formó unos bollos, sellándolos entre las palmas de su mano con hojas de nabo, y luego corrió de vuelta al lugar de O-Jī.

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–O-Jī, me disculpo. Estaba enojada con usted, porque me violó. Realmente pensaba no venir nunca más aquí. A decir verdad, tuve la menstruación por primera vez hace un año; mi cuerpo ya no es el de una niña. Si llego a tener un embarazo, todo caería en el caos, entonces le guardaba sentimientos muy rencorosos. Pero usted me dijo, si tengo relaciones con muchos hombres, no tendría ningún embarazo. ¿Eso fue sólo una tontería? ¿Lo dijo para burlarse de mí? No fue más que eso, ¿cierto? Matcha rompió en llanto. O-Jī comió mordiscos de un bollo de arroz. Tal vez se sintiera aliviado de su hambre extremo, pero miraba fijo a Matcha con sus ojos bien grandes, algo que rara vez hacía. Y entonces le habló: –Es una verdad. Si tienes relaciones con muchos hombres, no tendrás ningún bebé. Así reza la leyenda en los prostíbulos desde tiempos antiguos. Matcha estaba en problemas. Había caído en una situación de vergüenza. En cambio, O-Jī parecía tranquilo, casi indiferente, como si no hubiera pasado nada. En su entorno Matcha no tenía adultos cercanos con quienes podía hablar. Si dijera algo de esto a la maestra en el colegio, se transformaría en un asunto de excesiva seriedad. Sería expulsada. Ella se arrepentía con vehemencia el haber terminado en una circunstancia tan mala como ésta. Y sentía rabia ante la imprudencia absurda de O-Jī de Kanishi. Pero ella no podía hacer nada. Las cosas ya habían llegado a ese punto, y no había manera de cambiarlas. La época de florecimiento de las flores de cerezo vino en un instante. Una noche de viento y de lluvia, y de pronto aparecieron las flores en toda su abundancia. En un contexto tan hermoso, Matcha no se distrajo en sus sentimientos. La leyenda en la que O-Jī de Kanishi había insistido sostenía que, si ella tenía sexo con muchos otros, no quedaría embarazada. Matcha, como si fuera una persona que dependía de un remedio, buscaba entonces (hasta encontrar mejor solución) tener relaciones con los hombres que venían a consultar a O-Jī de Kanishi para suicidarse. Ella creía sinceramente que no

debería ser ninguna tontería. O-Jī persuadió a cada hombre para que tuviera sexo con Matcha. Ella calculó que había tenido relaciones con aproximadamente siete hombres en total. Pero cuán cruel era dios. No le venía más la menstruación. Eso debía indicar que se había embarazado. Era una vergüenza que entre los doce y los trece años una muchacha quedara embarazada. Eso era la verdad. Iba a traerle terribles consecuencias. Ella preveía que recibiría unas palizas feroces de parte de su madre Michī. No obstante, lo que a Matcha le había sucedido entraba en la categoría de accidentes causados por la traición de alguien en quien uno confiaba, porque ella había estado llevándole comida al vecino viejo y pobre. En este mundo nunca es posible saber ni cuándo ni dónde habrá una trampa con la que uno se va a accidentar. La buena voluntad de Matcha le había traído este tipo de cosa como resultado. Ahora, por más que lo pensara muchas veces, no se le ocurría ningún buen resultado de todo aquello. Por lo pronto no le venía más la menstruación. Cada mes, ese asunto que le había parecido asqueroso y rojo, saliéndole de a gotas, ahora no veía la hora de volver a tenerlo. Era algo increíble. Matcha le dijo a O-Jī de Kanishi: –O-Jī, usted es un mentiroso, muy diferente de la impresión que da su rostro. Me ha arruinado la vida. Quedar embarazada a esta edad tan temprana, tendré que vivir con demasiada vergüenza ante todo el mundo. Como hombre, usted no lo podrá comprender jamás. O-Jī, ¿qué va a hacer usted por mí? Me contó mentira tras mentira. Dijo que si hacía el amor con varios hombres, no quedaría embarazada, pero eran todas mentiras, ¿no es cierto? Al escuchar esto, O-Jī le hizo una mueca. Matcha pensó que esta choza misma tenía fama de ser un lugar para suicidarse, el “Monte de los Cerezos”, adonde ninguna niña debería acercarse. Sin embargo, sólo por sentir tal lástima por el anciano pobre, ella había caído en la trampa. Tenía que pensar que era realmente un infortunio para ella. Ante los hechos, si uno fuera a decir que la única responsable por el lío era ella misma, tendría razón. Era la pura verdad. Ya era demasiado tarde. Ella ya había cometido el error, no

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había nada que pudiera hacer. Matcha se arrepentía enormemente de tener al bebé en su vientre. ¿De quién era este bebé? No había manera de saberlo. O-Jī era un mentiroso terrible. Si ella tenía sexo con muchos hombres, cada uno con una cara diferente, entonces no quedaría embarazada –eso era para engañar a la muchacha. Matcha era un objeto de juego para los adultos. ¿Qué podía hacer ella? Aunque odiara demasiado a los hombres, el bebé en su vientre no desaparecería. Casi se volvía loca. Sin darse cuenta, se rascaba la panza. A fin de cuentas, no tenía ningún consuelo. Los cerezos florecían y mostraban las hermosas flores de manera tan conmovedora, pero cuando caían enseguida venía la mala suerte. A Matcha le había tirado abajo una mala suerte irremediable. Ese hombre tan viejo, Matcha nunca había pensado en él como un hombre. No, pensaba sólo que era un ser focalizado en el otro mundo. Pero realizó un cambio repentino y la engañó a ella, una joven del mundo normal de los vivientes, ¿qué estaba pasando en el universo? Que había cosas firmes e inmutables como montañas, eso ya no podía sostenerlo Matcha, así no era el mundo. Varias veces pensó en suicidarse. Pero cada vez que veía a las personas que querían matarse, y reparaba en la condición de sus muertes, sentía cuán horrible era. No podía sino considerarlo un acto de locura. No podía tolerar la idea de convertirse ella misma en un cadáver como aquellos. ¿Sería O-Jī de la misma manera también? Recomendaba a los otros suicidarse, pero nunca pensaba que él mismo terminaría así. Dicho de otra manera, lo que decía era lo opuesto de lo que en realidad hacía. Incitar a que se cometiera el suicidio era el trabajo de O-Jī, pero él mismo jamás se mataría. Además había engañado a su benefactora, Matcha, dejándola embarazada. Lo que alguna vez había escuchado a su madre decir –que lo más temible del mundo era el hombre– ahora Matcha lo sentía como una realidad tangible y opresiva. El hombre realmente era horrible.

La menstruación que ella había estado esperando cada día, no vino durante veinte o treinta días. Estaba más que segura de que estaba embarazada. Estaba nerviosa, pero también se encontraba tan arrinconada, que ya no podía hacer más nada. Pensaba en las distintas posibilidades que le esperaban a futuro, y sentía que se le destrozaba el corazón. Si realmente estaba embarazada, no había otra opción salvo suicidarse. Con esperar cinco a seis meses más, tendría el vientre tan grande que los demás se darían cuenta de su condición. Los aldeanos harían comentarios. Además su madre, Michī, jamás iba a dejar la situación como estaba. Preguntaría quién era el otro participante. Sin embargo, ante esa pregunta, había tantos que podían ser, además de O-Jī también, con lo que era imposible para Matcha saber de quién era el bebé. Si no hubiera sido influenciada por la charlatanería de aquel hombre viejo, nada de esto hubiera sucedido. Pensando en ello, Matcha siempre se sentía arrepentida y se reprochaba, pero por otro lado la mente de una niña de doce o trece años estaba llena de nociones infantiles y nada más. Imposible que tuviera respuestas capaces para los asuntos adultos. –Matcha, ¿en qué piensas? –La voz de O-Jī sonó y ella volvió a la conciencia de sí y su situación inmediata. –Pensar en una u otra cosa, no importa, ya todo está arruinado. O-Jī de Kanishi es un horrible hombre viejo. Usted piensa que soy una niña, y se ha burlado de mí. Me ha menospreciado. Y a fin de cuentas, me ha dejado embarazada… No sé qué debo hacer. Me siento a punto de enloquecer. –Mientras lo decía, se tiraba de los pelos. Entonces O-Jī de inmediato le contestó: –Te quejabas todo el tiempo de que nadie te quería. Te hice un bien, y ahora me culpas a mí. No te entiendo para nada. –Así habló. Era tonto intentar debatir con el viejo O-Jī. Se trataba de un hombre desesperanzado. Escuchar esta conversación sólo le hizo a Matcha enojarse consigo misma, más allá de sentirse tan miserable. Primero y principal, era estúpido que viniera a visitar tan descuidadamente la choza de un hombre que había sido leñador con orígenes tan rudos.

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Además, un hombre que había tomado como trabajo la tarea de asistir y alentar a los suicidas no podía ser una persona normal. Y violar a una niña era algo fácil de hacer. Había sido un error. Matcha se arrepentía tanto, pero su arrepentimiento no era suficiente. Se había quedado sin rumbo y sin lugar dónde dirigirse tampoco. La casa familiar era un escenario de conflictos virulentos; permanecer allí, aunque fuere por un sólo minuto, la incomodaba porque su madre, Mitchī, se pondría a gritar ni bien viera la figura de Matcha. En resumen, no sabía qué hacer consigo misma. Se oía el sonido débil del tren acercándose. Esta tentación. “Aunque O-Jī no me ayudara, quiero saltar hacia los rieles” –ella estaba impulsada por un deseo feroz. “¿Qué debo hacer? ¿Salto delante del tren? ¿Dejo todo?” Cada treinta minutos pasaba un tren, y el corazón de Matcha latía aceleradamente. Si lo hacía, el bebé que llevaba dentro de ella también debía despedazarse. Ella se sentiría tan aliviada. Estaba preocupada, tanto, por tantas cosas. Ya nada podía arreglar la situación, cuatro meses habían pasado demasiado rápido. El vientre de Matcha se estaba hinchando y ya podía notarse un poco. A Matcha le daba pánico. Encima de la ropa se ponía varias prendas más, buscaba ocultar la panza. Aun así, ya pronto llegó a ser una tarea imposible. Matcha sentía la mirada de los otros como algo angustiante. En la cocina de su casa, mientras enjuagaba el arroz, se estremeció cuando de repente su madre extendió una mano y le palmeó el vientre. Le gritó: –Estás embarazada, ¿no es cierto? Esta panza crecida no es normal. –Le agarró a Matcha del pelo, le tironeó y la forzó a bajar al piso. –Dime, dime, ¿quién es el amante? No puede ser tu padre que anda con otras mujeres, ¿eh? Le dio varios golpes alrededor de las orejas. A Matcha le dolía mucho. Había previsto que su madre reaccionaría de esta manera, pero cuando lo hizo en la realidad a Matcha la hundió en una tristeza profunda, la dejó con sentimientos miserables. El hecho de “No soy querida por nadie de manera cariñosa” se hacía más evidente, impunemente, y atormentaba a Matcha.

Quedó claro que para la madre Mitchī, la niña Matcha sólo representaba mano de obra. Matcha estaba convencida. La había hecho trabajar tan duramente, a veces hasta el punto de casi colapsar. Salvo que dijese el nombre del compañero que había hecho que su vientre creciera de esa manera, Matcha pensaba que su madre jamás soltaría sus cabellos, los tironeaba con virulencia y tenía la mirada llena de ferocidad. Matcha pensaba que la mataría. –En lo de O-Jī de Kanishi. –dijo Matcha y entonces su madre Mitchī se puso a gritar nuevamente: –Ese hombre no es una persona normal de este mundo. Es un fantasma, del otro mundo. Todos los aldeanos saben eso. Ese hombre es un espíritu de los muertos. ¡En qué lío te has metido! Mitchī por fin soltó la cabellera de su hija. Matcha sintió un dolor agudo como si los pelos hubieran sido arrancados. Notó que tenía piel de gallina en el cuero cabelludo y la nuca. Lo terrorífico del castigo que le daba su madre estaba siempre acompañado de su histeria nada común. Mitchī fue corriendo hacia la choza del viejo de Kanishi, una construcción tan endeble que parecía poder desmoronarse con un sólo soplo de viento. –¿Es verdad? ¿Has hecho que nuestra Matcha quede embarazada? Al escuchar esto, O-Jī abrió al máximo su boca grande, sin dientes, y se echó a reír, lanzando carcajadas hacia el cielorraso. –Y no sólo yo, sino que podrían ser siete u ocho otros más antes de suicidarse. Ellos también estuvieron involucrados, con lo que jamás sabremos precisamente quién es el padre. Mientras decía esto, se le caía un hilo de baba de la comisura izquierda de la boca. Nunca se afeitaba, los pelos de su barba crecían cuánto era posible. La saliva se escurría desde el inicio hasta caer en gotas sobre el piso. –¿Pero por qué hacerlo con tantos? –Mitchī preguntó, a lo que contestó O-Jī: –Si lo hiciera sólo conmigo, tendría un bebé. Al tener

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relaciones con muchos hombres diferentes, una mujer no queda embarazada. Con esta respuesta, Mitchī quedó estupefacta. Pensaba en cómo jamás antes había escuchado esto. Y dudaba decidir si era o no la verdad. Desde la zona de las caderas de Mitchī, subiéndole hasta los hombros, la llamarada de la histeria se apresuró a tomarle la cabeza como un impulso súbito por la vía sanguínea. Mitchī se volvió loca; prendió fuego la choza de O-Jī de Kanishi. El incendio hizo arder los manojos de paja de arroz, y cuando sopló el viento del norte, llegó a ser un incendio bien intenso. Justo entonces el tren que venía de Tokio pasó a poca distancia de aquel gran fuego. Todos los pasajeros se acercaron a las ventanas para mirar la choza incendiada con suma curiosidad. El viejo de Kanishi pudo extraer tan sólo una frazada de su miserable hogar. Aun así, el artículo rescatado estaba quemado en un borde y manchado de hollín. La choza se quemó por completo y muy rápidamente. Los aldeanos susurraban entre sí en voz baja. Decían que O-Jī de Kanishi no era un ser humano, que era un fantasma o un espíritu errante, y que por eso un castigo sobrenatural caería de inmediato sobre quien fuera responsable por la destrucción de la choza. Todos dirigían sus miradas simpatizantes pero silenciosas hacia Mitchī. Al mismo tiempo que la choza fue destruida por el fuego, el sol se ponía en la cima de las montañas del oeste, y el área entera se hundió en la oscuridad. Los murciélagos volaban como enloquecidos por el aire y desaparecieron en el pequeño bosque que rodeaba el templo de la aldea. Cuando la luna del crepúsculo mostró su forma delicada en el cielo, la choza del viejo de Kanishi, calcinada y marcada ahora con un gris rojizo, se desplomó. Desde aquella noche en adelante, O-Jī no tenía dónde quedarse. Estaba muy débil. Fue al monje del templo, y le preguntó si podía albergarlo en alguna parte allí, donde pudiera permitirlo. Para un monje no era posible rechazar este pedido ni mostrarle ninguna cara de disgusto, a pesar de quién era. Sabía bien a qué se dedicaba este anciano, O-Jī de Kanishi; le habían

contado los aldeanos. Lo que hacía O-Jī –lo opuesto de todas las creencias que sostenía el clérigo– le provocó enojo en el corazón del monje. Siempre predicaba a la gente con énfasis cómo habría que hacer para vivir, pero este anciano se la pasaba diciéndoles de morir, morir, morir… Estos dos jamás podrían llevarse bien. El monje le preguntó a O-Jī: –Ya que estamos, ¿a cuántas personas, aproximadamente, ha usted ayudado a suicidarse? Usted es experto, muy bueno en instigar a la gente a actuar para realizar su muerte. Eso dicen, pero ¿es la verdad? Entonces, O-Jī le contestó: –Los seres humanos, aunque no estén en una situación sin salida, no tienen un deber de vivir. No tienen necesariamente que vivir si sufren tanto. Estas predicaciones que usted pronuncia para tratar sobre la manera en la que la gente debe vivir… Nadie que está tirado abajo en la vida puede comprender lo que dice. Incluso para las personas que están muy mal, usted instruye que deben simplemente seguir viviendo y soportando el sufrimiento. Para ellos, lo mejor es morir cuando antes, no seguir ni un día más. A fin de cuentas ambos manifestaban ideas extremas, y por más que conversaran por largo rato, no podían llegar a una comprensión mutua o a un acuerdo. El hecho de que la choza de O-Jī se había quemado y de que el anciano se había acercado a la cocina del templo para pedir ayuda, representó en primera instancia algo que el monje interpretaba como una oportunidad positiva. Consideraba que era ventajoso tener a O-Jī de Kanishi allí porque quería que abandonara la actividad que hacía de agilizar los suicidios. Sin embargo, al escuchar lo que O-Jī tenía para decir, y por la gran capacidad que tenía ese anciano para persuadir, al final no podía sino asentir con la cabeza. El clérigo había estudiado toda su vida con el objetivo de actuar siempre en pos de la virtud, y las personas de su congregación le traían modestas ofrendas. Todo proseguía sin dificultad alguna a la vista. Los que iban corriendo al lugar de O-Jī de Kanishi no

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venían a ver al monje. En definitiva, las personas que atendían eran de niveles diferentes. Quienes buscaban al viejo de Kanishi se encontraban en situaciones que excedían el carácter de los problemas normales. El monje ya se daba cuenta de que a esta gente no hubiera podido responder con sus herramientas, comprendía que lo que él hacía en realidad era enseñar el Budismo sólo de un modo superficial. O-Jī de Kanishi, quien no tenía adónde ir, colocó una estera de paja en la galería y durmió allí esa noche. A pesar de su situación precaria, el viejo sólo se quedó dos o tres días. No se sabía dónde los había encontrado pero juntó algunos pedazos de madera de deriva y construyó otra pequeña choza cerca del “Monte de los Cerezos”, al lado de los rieles del tren. Los que más se sorprendieron fueron los de la empresa ferroviaria. –La choza molesta se quemó. –Así habían comentado, por más que el viejo no había violado ninguna ley. Por eso entonces se vieron poco preparados cuando apareció una nueva en el mismo lugar. Se levantó tan rápidamente además que no tuvieron tiempo para detenerlo. Tres pedazos de madera de deriva arqueados, atados con una soga, armaban un círculo de curvas, como comas en secuencia. Con una esterilla de paja que el viejo encontró por ahí, los cubrió y la choza estaba hecha. Pero O-Jī de Kanishi todavía tenía una cosa que le preocupaba. Y era si Matcha le traería comida o no. Si ella no le daba nada, moriría de hambre. Era difícil para él, siendo lisiado, salir a circular por la aldea pidiendo alimento. Pensaba en el hecho de no haber visto a Matcha para nada durante los dos o tres días que paraba en el templo. Sucedió así porque era imposible que la muchacha saliera de su casa por las condiciones terribles que generaba la histeria de Mitchī, su madre. De mañana a noche, la castigaba sin parar. Durante todo ese período, a pesar de lo que sufría, la niña se preocupaba por la supervivencia del viejo O-Jī, porque después de que su madre le había quemado su choza, Matcha no podía saber adónde había ido a parar.

Por casualidad, miró hacia el “Monte de los Cerezos” y vio la nueva choza, vio que se había vuelto a construir. El corazón de la niña se aceleró y latía rápido. –O-Jī está saliendo para adelante –pensaba ella–. Aunque tenga tantos años y esté tan viejo, al esforzarse con el cerebro, pudo salir a juntar madera de deriva y paja. En el momento justo –cuando su madre salió para ir a la ceremonia budista en la aldea– Matcha hizo unos bollos de arroz y fue a la choza de O-Jī. El viejo los vio y sus ojos brillaban. –No he probado bocado desde ayer. Me has traído comida nuevamente… y ¿sin vilipendiarme? –Lo dijo con tono suave. Aunque la había engañado y traicionado, O-Jī siempre le hablaba con ese tipo de inflexión bondadosa. Estas palabras dulces eran lo peligroso. Uno nunca sabía cuántas personas habían sido influenciadas por su lengua melosa, personas que terminaron en el suicidio. O-Jī les decía: –Intenta morir. Allí, hay un sitio bonito, lleno del color rosa, igual al lugar de dónde vienes tú. –O-Jī les daba palmadas alentadoras sobre los hombros y les contaba de la belleza del otro mundo. Los que estaban hundidos en la desesperanza lo escuchaban con atención intensa. Era lo opuesto de lo que el monje del templo solía expresar, pero les resultaba tentador. En primer lugar, los templos y las instituciones budistas ya estaban establecidos y sus umbrales les resultaban demasiado altos a estas personas; no sentían que podían cruzarlos. No les parecían lugares para ir a hacer sus consultas, porque eran lugares de posición social y de formalidad, de gente bien asentada en la comunidad. Entonces, les gustara o no, la gente terminaba en la choza de O-Jī. Reconstruir la choza luego de que Mitchī la destruyera, equivalía a una declaración de parte de O-Jī Kanishi, que en su trabajo de ayudar y alentar a los suicidas, no iba a desistir. Durante esos días, respecto de la niña Matcha, el viejo parecía sentirse profundamente avergonzado y triste por haberla violado y traicionado, por haberla arruinado.

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–O-Jī, ¿qué va a hacer por mí? Me ha dejado en esta condición. –Matcha le dijo esto, y él encogía los hombros con un aire apenado y miraba hacia abajo. Pero este tipo de cosa no tenía remedio, no había nadie que pudiera hacer algo para solucionarlo. Para Matcha no existía ayuda posible porque su vientre sobresalía cada día más. Ella percibía la curiosidad de la gente, también sus burlas; ninguno le demostraba compasión. Lo único que había era una muchacha violada y un sucio anciano maloliente y feo. Era una historia bien simple. El interés de los otros se movía sólo por la extraña novedad de relacionar a esos dos. –En todo el mundo, no hay nadie que me quiera –Matcha dijo eso, y el anciano bruto la malentendió, pensó en el sexo, y de repente entonces la violó. Sólo por eso, las cosas se habían desarrollado de esta manera y esas dos figuras tan diferentes habían llegado a este punto. Pero en esa explicación la gente no tenía interés en absoluto. Una muchacha demasiado joven e inocente y un hombre viejo, sucio y artero habían hecho el amor juntos … y ahí la gente irrumpió en risas. Mientras tanto, el vientre de Matcha emergía cada día más a la vista de todos y por el tema de cuán dolorosa era la vergüenza para la niña, nadie se preocupaba. Matcha estaba triste. Al reflexionar sobre su vida, desde que nació no tuvo suerte nunca. No era una niña sin padre, pero el padre que tenía, Matsuji, tenía una y otra amante y salía a andar sin rumbo de aquí para allá todas las noches; no tenía ningún empleo, ninguna vocación, siempre peleaba con todos por cualquier nimiedad, y se llevaba cosas de la casa para regalar a las otras mujeres que veía. Incluso aquel dinerito que la madre de Matcha podía ganar, el padre se lo sacaba y salía corriendo a gastarlo en el prostíbulo. Y así eran las cosas, casi todos los días. A la madre de Matcha se le fue endureciendo el corazón. Como reflejo de lo que ella sufría, golpeaba a los niños. Matcha no podía pensar en ir al colegio con una vida hogareña tan ruin. Era por eso que ella durante todo el año estaba ausente del aula. Cuando aquello que era el inicio de su decadencia ya estiraba su vientre demasiado notoriamente, la imaginación

inconsciente hablaba en susurros secretos al mundo todavía inaccesible del bebé: –No tienes que nacer. Porque nadie te quiere aquí –la sentencia cifrada en el lenguaje de los sueños era siempre profundamente negativa. A Matcha le faltó habilidad para encontrar la entrada a la juventud; tuvo que pasar de la niñez a la madurez embrutecida y descalza. Privada de aquella elegancia floreciente. Quedó embarazada. En medio de todas las carcajadas desdeñosas, los ruidos del menosprecio y del odio, ella hubiera querido oír aunque fuere un suspiro de la juventud más grata. A pesar de que crecía en ella la vida del nueve bebé, Matcha se encontraba sola y aterrada en este mundo donde la crueldad decadente vibraba y se sacudía de manera convulsiva. No obstante, había algo atorado en su corazón que, por otro lado, ya estaba destrozado, dañado a un punto irrecuperable. Y ese algo era lo único que no la llevaba a suicidarse. Ante un entorno que sólo le expresaba menosprecio, ella se quedó sola, abrazándose a sí misma con ambos brazos. Entonces, con sus lágrimas ya agotadas, Matcha se entregó de esa manera al tiempo, como una figura presente en el gran esquema del tiempo, pero presente en vano y sin sentido. Durante esos días, las instituciones y los asuntos del mundo externo tenían el aspecto de payasos chillones rebotando para arriba y para abajo en el aire. O-Jī de Kanishi era, durante ese período, completamente inútil. Ella casi ni quería pensar en él, pero claro, había sido justo O-Jī que le había enseñado cuán inútil, a fin de cuentas, era todo lo que los seres humanos hacen. Matcha estaba tan molesta en su interior; O-Jī estaba tan impasible. Los hombres eran así todos. La niña se sentía fatigada y desilusionada. No sabía qué hacer con su corazón, sacudido por el hecho de haber sido traicionada, y a su vez invadido por una tremenda sensación de la imposibilidad de soportar lo que le tocaba vivir. Se decía que la experiencia era el único verdadero cofre de tesoros, pero Matcha no tenía siquiera el más exiguo monto entre sus manos.

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Era exactamente como sufrir un accidente de tránsito en la ruta. Quedó embarazada con el bebé de un hombre sucio a quien no quería. Por más que no fuera el hijo de O-Jī, sería entonces de alguno de esos individuos disolutos, los candidatos al suicidio. Eso era el punto. Este bebé era producto de uno de esos tipos arruinados por la vida. Matcha estaba devastada por su corazón desesperanzado. Su cuerpo entró en la fase desde la que sería ya imposible recuperarlo. El niño que le iba a nacer no podía ser sino un inútil. Matcha, aquí, abandonada por el encanto universal de lo eterno virginal. También era caer accidentada, pero por la violencia de un hombre. La vida de Matcha no tomó el rumbo que ella había esperado. Pero era imposible para ella aceptar este transcurso pasivamente. Sentada en el umbral del destino en la choza tenebrosa, Matcha se cerró los ojos. Se le caían tantas lágrimas tan grandes, eran como gotas grandes. De pronto le habló al viejo: –Usted es un idiota, O-Jī. Lo que dije, que no hay nadie en el mundo que me quiere, no era porque lamentaba no poder tener sexo. Has tomado una cosa por otra. O-Jī, ¿alguna vez se ha mirado en el espejo? Tiene un aspecto más espeluznante que un fantasma, y es mugriento. ¿Piensa que querría hacer el amor con un hombre tan viejo y maloliente? Para colmo, quedé embarazada. Sí, y recibí por ello una paliza tan fuerte que casi me muero a las manos de mi madre. Y usted, O-Jī, se mantiene indiferente. Es un irresponsable. O-Jī, puede sentirse así de indiferente porque no es a usted a quien le crece el vientre. Matcha levantó el vaso que había a su lado y lo tiró hacia el viejo. Pero O-Jī todavía se veía impasible, como si no sucediera nada. Estaba calmo, sin remordimientos. Mientras Matcha estaba destrozada por haber sido ultrajada tan completamente. Era imposible saber cuando un accidente de ese tipo podía sucederle a cualquier mujer. Pero si el accidente ocurría, se le arruinaba la vida. Sólo los hombres podían ser

indiferentes a esta realidad. Ojalá fuera posible ver el rostro del dios que se había burlado así de ella. Seguramente no sería el guardián de las mujeres. Matcha, por más que iba a tener un bebé, no sabía cómo criarlo. En definitiva ni siquiera tenía dinero. La casa que hubiera sido la que le correspondía, con esa madre de naturaleza tan rabiosa, no era viable. Por lo que Matcha tampoco tenía donde vivir. Era obvio que no podía llevar a su bebé a su casa familiar. Su madre, Mitchī, le había dicho: –Tendrás un bebé sin saber quién es el padre. Lo voy a matar a golpes. Te violaron, quedaste embarazada, se hizo un niño y un niño así no lo dejaré entrar en mi casa. Ese tipo de cosa decía Mitchī todos los días, insistiendo en el asunto. Sólo escuchar las palabras que le salían instigaba un terror insondable en Matcha. Sin embargo, el inevitable bebé llegó a término y finalmente nació.

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La única partera que había en la aldea le tuvo lástima, y vino a la choza para ayudarlos. No había agua allí, no podía darle al recién nacido un primer lavado. El marido de la partera le llevó un balde de agua caliente hasta aquel sitio miserable. Mitchī, la madre de Matcha, estaba enfurecida desde que escuchó lo que había pasado. En definitiva nunca más permitió a Matcha entrar en la casa de la familia. La joven quedó enseguida sin alimento. Pedir alguna ayudita de la casa de la partera pudo hacerlo dos o tres días, pero tampoco tenían ellos tantos recursos como para sostener a terceros. Matcha se encontraba obstaculizada. Si pudiera volver de inmediato a tener el cuerpo de antes, podría salir en busca de comida. El cuarto día después de parir, Matcha se levantó y sigilosamente fue a su casa familiar para rebuscar en la cocina. Había algo de arroz sobrante. Lo metió rápido en un cuenco de cerámica, agregó unos pedazos de nabo encurtido y volvió apurada a la choza sin que nadie la viera. Enseguida le dijo a OJī:

–Debemos mudarnos. Es imposible criar este bebé en esta choza miserable sin agua. Para su sorpresa, O-Jī ignoraba por completo cómo uno se manejaba normalmente en el mundo. Y no tenía la más mínima intención de mudarse. Ayudaba a tantos cuando querían entregarse a la muerte, pero cuando él caía en problemas parecía no haber nadie que lo ayudara. Aunque, por supuesto, había que reconocer que el matrimonio de la partera y su esposo, en contraste a todos los demás, les habían tratado con mucha bondad. Por vivir en la choza, se debía ir bien lejos con un balde para conseguir agua. Anteriormente Matcha lo había ayudado al viejo a hacerlo porque tenía mal una pierna. Entonces, ahora también y todos los días, la tarea de ir a buscar agua le tocaba a Matcha. Aparte, hiciera lo que hiciera, el bebé lloraba demasiado. Ni durante el embarazo ni después de tener el bebé, Matcha tenía trato con ninguno de los otros niños de la comunidad. Los ojos de esos chicos le dirigían miradas claramente diferentes que antes. La sombra de desdén quedaba escondida, pero para ellos esta niña vivía con el fantasma que controlaba la muerte sobre los rieles del tren. Quedaba evidente que ahora los chicos le tenían una especie de terror mudo por eso. Tanto los niños como los grandes de la aldea sentían miedo de O-Jī de Kanishi. Pensaban que poseía algún poder sobrenatural o algo de esa índole, y la idea preconcebida de que la muerte le esperaba a cualquiera que se le acercara a aquel anciano ejercía un poder tan cabal sobre esta gente que todos sin excepción mantenían una distancia rigurosa de O-Jī. Ya que había sido echada de su casa familiar, la primera preocupación que le afligía a Matcha era por la comida diaria. Antes que nada tenía que encontrar una olla para cocinar, tal vez en un lecho seco del río o al costado del camino. Entre las rocas debajo del puente de hierro, una olla perfectamente adecuada estaba tirada en el suelo. En el camino, justo una cuchara descartada. Sacó dos o tres platos a hurtadillas de la cocina de su casa. Logró juntar estos elementos, pero entonces se dio cuenta de que no había absolutamente nada en la choza de O-Jī: no había palitos para comer, porque todo se había quemado en el

incendio. De todas formas, cuando ella le había traído bollos de arroz y otros bocados antes, se comían con la mano. Así que tampoco en esa época había habido elementos allí. –O-Jī, en este tipo de lugar, no puedo criar al bebé. Por más que ella lo explicitara así, el viejo no manifestaba ni motivación ni capacidad para hacer algo al respecto. No lograba ningún efecto con instigarlo. En definitiva se trataba de un hombre anciano y discapacitado. Matcha debió rendirse en su intento de pedir que se activara. Asimismo Matcha no era más que una niña todavía. Por eso no tenía mejor noción de cómo hacer las cosas que ir a buscar una olla descartada en el lecho seco del río. Trajo agua de un pozo lejano, la vertió en la olla que había encontrado, y la puso en el fuego, con lo que por fin el interior de la choza se iba calmando con el vapor templado. Con el agua del río Matcha limpiaba las hojas de mostaza komatsuna que robaba del campo vecino y las metió en la olla, agregando también el arroz sustraído de su casa familiar, y cocinó una sopa zōsui de arroz y vegetales. No sabía qué debía hacer ni cómo. Por lo menos ahora tenía una modesta esperanza de poder comer. Pero tan sólo eso. Se arrepentía porque le había tocado un destino tan severo que implicaba caer en ese tipo de problemas. No tenía claro cuál había sido el comienzo de todo aquéllo. Sí que estaba consciente de un recuerdo vago y desagradable, como el de una pesadilla, en el que parecía ver imágenes, siluetas muertas diversas, imágenes ocultas en medio de caos e ilusión. No debería reducirse a nada jamás, ni siquiera cuando la derrota del corazón llegara realmente a consumarse. ¿Qué fuerza de destino podía obrar en esto? Ella, Matcha, rodeada de montones de brotes florales. Aunque pensara muchas veces en aquello, no lo podía comprender. Dónde estaban y de dónde venían estos malditos montones de flores. Cada noche surgían desde el fondo de la mente y formulaban preguntas acerca de la pobreza infinitamente. Sólo quedaba el melancólico futuro, esperando con la boca abierta que Matcha se desesperara.

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Su madre, Mitchī, no se le acercaba en absoluto, y no permitía a Matcha aproximarse a la casa tampoco. Detestaba a Matcha quien había tenido relaciones con el fantasma del “Monte de los Cerezos” y había quedado embarazada con un bebé ominoso. Sentía una cierta aprensión por la posibilidad de una maldición, y por eso no quería tener involucramiento alguno. Aquel bebé nuevo se le cruzaba en la mente con la noción de un destino insólito y extraño. Por ese cruce complejo y accidental, Matcha tuvo que empezar con una asquerosa vida nueva. Días de hambre había muchos. Casi siempre. A Matcha le ahogaba la sensación de soledad que le provocaba la falta de comida suficiente para los tres. Como era habitual, O-Jī andaba recomendando el suicidio a los hombres desilusionados que entraban en la choza. Aunque no fuere un empleo convencional o un trabajo que generaba ingresos, el viejo parecía dedicarse a ello como su vocación. –Estamos tan pobres, es tan difícil sobrevivir, ¿por qué no dejar la tarea de ayudar a los suicidas…? –le dijo Matcha, y entonces O-Jī miraba hacia abajo tímidamente. ¿Qué otra cosa podía hacer ese viejo? No había trabajo para él. No tenía educación. Su pierna estaba arruinada por lo que le costaba caminar. Era imposible que encontrara empleo. Con setenta y cinco años no lo iban a contratar en ningún lugar por ahí. Para colmo su ropa misma evidenciaba la peor miseria; el aspecto suyo era peor que el de un mendigo. Hasta incluso Matcha no toleraba mirarlo directamente. Desde el fondo de su corazón Matcha se arrepentía de haber quedado vinculada con este hombre horrible. Cuando aquello sucedió, y O-Jī de Kanishi le había saltado encima para violarla, ¿por qué no la había golpeado en la cabeza, agarrando un pedazo de leña para el hogar, y así haberla matado? En esos días, siempre que se ponía a pensar, se inquietaba enseguida. Sentía el sufrimiento como ineludible y todos los días se volvía más aletargada, por más que recién se acercara a la juventud. Esa etapa ya había pasado para ella, en un instante y contaminada completamente.

No, la juventud era una ilusión; nunca existió. No había nada desde el comienzo que sirviera de soporte para el yo de la juventud. Pensar sólo en la comida para la supervivencia de los tres que habían empezado su existencia de trío recién, esto le disecaba el corazón. En el transcurso de una noche, Matcha pensó que su cabello había encanecido de golpe, así era cuánto sufría. Miró hacia la entrada y se sorprendió. Su hermano Gyosuke estaba parado allí, con unos bollos de arroz en las manos. –¡Gyosuke! ¿Qué haces aquí? Si Madre te viera en este momento, te daría una paliza mortal. –Hermana, no tienes comida. Por eso tienes un aspecto tan terrible. Hice unos bollos de arroz y te los traje. Pero si fuera a traerte comida todo el tiempo, ya sabes que Madre lo va a descubrir y me va a castigar. No puedo venir salvo de vez en cuando. Me disculpo. –Aun de vez en cuando es mejor que nada. Gyosuke, la próxima vez que vengas, ¿podrías traer un poco de sal? Te lo ruego. No tengo nada de sal. Gyosuke se asombró ante las condiciones sórdidas del ambiente. No se sentía cómodo entrando allí. Primero, al entrar, se golpeó la cabeza contra el cielorraso tan bajo. Luego, tuvo que ponerse en una posición torcida, medio en cuclillas, para quedarse. Aun él, un niño, tuvo que adoptar esa postura tan extraña, porque la hermana vivía en una construcción tan baja y pobre. Vivir en el borde de la supervivencia quebrantaba los sentimientos de Matcha. Ella pensaba y pensaba pero el futuro seguía tan oscuro. Aun la idea de pedirle dinero a los suicidas quedaba corta porque no eran tantos, venían sólo unos pocos a lo largo del año. Además, muchas veces sorpresivamente no traían dinero, entonces tampoco era viable poner las expectativas en eso. De hecho era poco lógico esperar que las personas a punto de entregarse a la muerte tuvieran dinero. Entonces Matcha se preguntaba: ¿por qué O-Jī de Kanishi se involucraba con esas

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personas con tanta persistencia? Él mismo debió tener la idea fija de la extinción de la especie humana, tanto que odiaba vivir. –Ah. Claro. Cierto. Todos. Que mueran, todos mueran –ella lo veía hablando consigo mismo gruñendo y se daban cuenta de que no estaba interesado en el bebé que ella había traído al mundo, por supuesto que no lo amaba. Matcha tampoco amaba al bebé. Lo quería tirar afuera. Hacerlo lastimaría el karma de este mundo, pero el bebé lloraba tanto, pegaba unos gritos tan fuertes. Parecía tener hambre todo el tiempo. Matcha odiaba todo esto. Había días en los que no tenían ni un bocado. A ella le daba rabia el bebé hambriento. A la noche Matcha pensaba y pensaba qué podía hacer, y al tiempo decidió salir a robar comida de las casas en la aldea. Hasta ese momento para ella sobrevivir nada más significaba un sufrimiento extremo. Recolectar yerbas salvajes comestibles o cerca del verano sacar algo de las granjas cuando el cultivo de cebolla de verdeo ya mostraba los brotes jóvenes de verde azulino. Matcha resolvió robar cualquier cosa para llevar a casa. Había hecho algo similar antes pero siempre con sensaciones de culpa y temblando de miedo. Cuando sustrajo las hojas verdes shungiku, antes lo hacía con vacilación pero ahora decidió proseguir con confianza y sin tenerle miedo a nadie. Porque si no lo hacía, comprendía que no tendría qué comer. No se podía depender de O-Jī. El bebé era una carga. Y además le resultaba tan desagradable que no lo quería. Si muriera, ella se sentiría aliviada. Hubo una vez que estuvo a punto de tirarlo sobre las vías del tren. No sabía cuándo pero la flor de la maldad, entrelazada con la tanza de una negatividad total, se le había atado a Matcha con firmeza por las manos y los pies. ¿Por qué? Porque el mundo simplemente era así. Lleno de maldad, hasta rebosar. El ser humano era lo mismo. La gente se movilizaba por esa voluntad insensible. Así fue estropeado el cuerpo de Matcha, por este oráculo ciego, un mensajero de dios. No tenía nada que ver con O-Jī. No tenía nada que ver con la voluntad de O-Jī. Lo que había, lo único, era el agua arruinada e infectada del arroyo que fluía en el fondo de su corazón. Eso era lo único de lo que dependía el destino ciego por venir.

Este sufrimiento para vivir. Ser torturada por los gritos de los agonizantes desde que nació como una prueba para comprobar estar con vida. Esta evidencia entonces se desplazaba por las profundidades olorosas en el fondo de su corazón como “los borrones de la tinta”. No tener esperanzas para nada. Experimentar una sensación nauseabunda en la boca. No interesarse por nada, estar deprimida y sólo aturdida ante el mundo. Marchar sin parar, hasta que incluso el sufrimiento mismo llegara a algo terriblemente opaco, entumecido. Grandes nubes grises levantándose con un aura funeraria, en una insoportable conjunción. Desde el momento en el que nació, Matcha sólo tenía en la vida la cruel agonía de momentos reiterados de la muerte. La melancolía abrió su boca gigantesca y esperaba, a que la mala fortuna se acercara sola. El comportamiento instintivo del hombre, era tal cual el de un mono. El corazón ahuyentado lejos, lejos, y la ternura hundida hasta un nivel tan profundo en el interior que era imposible aproximarse. El espíritu flotaba sin rumbo, sin ancla, alejándose inexorablemente de la paz mental. ¿Por qué tal sopor en relación a seguir viviendo? No había ni una vez un día despejado en ninguna parte del corazón. Ante esa visión los ojos vagaban preguntándose si se debía a que los dioses de los ideales mismos estuvieran vestidos de ropas harapientas, si estuvieran ellos mismos reducidos a tal miseria. Al lado de Matcha el bebé lloraba demasiado. Era un demonio estrepitoso. Matcha ya ahora sentía apatía al escuchar esa voz tan estridente. Aunque a veces lo quería matar. Era un llanto tan agudamente triste que resultaba opresivo tener que escucharlo. Cuando llovía, no tenía límite y era especialmente deprimente. El piso se mojaba por una gotera en el techo, y no quedaba lugar para sentarse. No había un dios. Esa figura era sólo una estrategia para apaciguar el dolor de la gente. El mundo entero estaba lleno de un presagio extraño que iba a la deriva, y la angustia atestaba todo alrededor. Matcha y otros más estaban ciegos. Eran ciegos en el corazón, personas inconscientes que fueron reducidos a ser pobres a nivel corazón y por eso tenían que andar con bastones

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para reemplazar la función del corazón en el mundo de la gente. Para capturar la energía de los seres humanos, tenían que andar por los campos, las montañas, o las costas con los bastones que correspondían, como los bastones blancos para los no videntes. O-Jī, el bebé y Matcha, ¿qué diablos podrían intentar hacer? Cuanto más lo pensaban, menos podrían entenderlo. Gente loca, gente herética, caprichosa y cambiante, ridícula, gente a punto de entrar en crisis y explotar, todas éstas eran la esencia del ser humano. Por cuán desesperada estaba, sólo le faltaba pensar en sacar una varita mágica y a través de un milagro hacer desaparecer los problemas de los seres humanos. Matcha, Matcha, ¿qué podía ella hacer de aquí en adelante? Por más que se pudiera pensar en eso de “así como el corazón lo quisiera”, para que la sonrisa volviera a su rostro, Matcha en realidad ni siquiera concebía lo que sería el “así como el corazón lo quisiera”. Desde que nació, nunca había entrado en contacto con un modo positivo en los seres humanos, y ya ahora jamás podría comprenderlo si lo viera. La esperanza, ¿qué era? La paz, ¿qué era? La ternura, la bondad, ¿qué eran? La calma y el autocontrol en los adultos, ¿qué eran? Matcha no sabía nada de eso. El alma humana, en el inicio de su derrumbe. Anormal y normal, inconsciente y consciente, todo se puso a temblar y a sacudirse. Utilizando el corazón como los ciegos usan el bastón, se podía estimar la medida de una sola parte del ser humano, pero no sería más que un fragmento. Con sólo eso presente, Matcha no podía extrapolar cómo era la totalidad. Rodeada así por oscuridad y melancolía, ella ni podía vislumbrar lo que había a sus propios pies. El camino de esta vida, cuán letárgico y lúgubre era. De la negrura a la luz, de la luminosidad a la penumbra, cuán difícil era avanzar, yendo paso a paso, con la mirada enceguecida y sin saber si lo que tenía delante era llanura o montaña. El bebé lloraba demasiado. Era el bebé que había salido de la boca de la vagina de Matcha. Lloraba a la noche y durante todo el día también. Ella tenía ganas de golpearlo a este bebé sin padre. El padre

era, o podía ser, uno de aquellos hombres que había muerto sin misericordia sobre la vía férrea. O peor, podía ser hijo de O-Jī de Kanishi que era él mismo del otro mundo. Fuera como fuese, Matcha tenía hambre, el bebé tenía hambre, y O-Jī parecía tan desnutrido que casi no podía sostenerse por el agotamiento. En definitiva, no tenían ni dinero ni comida. Parecía imposible que sobrevivieran. ¿Qué podía hacer ella? La solución más rápida era el suicidio de a tres, tirándose juntos delante del tren. Matcha, nacida en un nivel poco favorecido de la sociedad, luego quedó marginada totalmente. Su bebé, en consecuencia, también era un desaventajado. Y O-Jī de Kanishi seguía vivo pero sin esperanzas de aguantar mucho más. No tenía sentido que estos tres continuaran en vez de cometer el suicidio. Para el día siguiente no había arroz para comer. No había sal. Matcha sentía que casi enloquecía. Más urgente era el estado de O-Jī que ya respiraba con dificultad y se aproximaba cada vez más a la muerte por inanición. No existían los términos “justicia” y “verdad” en el diccionario de estas personas. Este mundo entregaba todo al azar. No había nada más que eso. Tampoco se trataba de una crisis en la imagen del ser humano, por más que uno buscara tal cosa. Al contrario, el mundo entero estaba en condiciones tan decadentes que la palabra “dios” no se hallaba en ninguna parte. Matcha, en toda su vida, jamás había captado siquiera un vistazo fugaz del espíritu fructífero. Nunca vio ni la sombra de ello. Ser humano. Ser humano. A la medianoche, Matcha salió tambaleándose a la oscuridad fuera de la choza, se dirigió al galpón de la granja vecina que le quedaba cerca. Agarró algo de arroz a tientas y lo escondió en su delantal antes de huir corriendo. Sentía tanto miedo mientras lo hacía. Alguna vez antes había arrancado algo comestible del campo abierto e incluso de las hileras sembradas en una granja grande. Pero ahora por primera vez entraba a la propiedad de otros y robaba de lo que tenían guardado. A Matcha actuar de esta manera le hacía mal desde el centro mismo de su corazón. Se prometía a sí

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misma que jamás lo volvería a hacer, y se escapó apuradísima. Al regresar, encontró a O-Jī despierto. Cuando el viejo vio el arroz en el delantal de Matcha, se inquietó y de soslayo examinó el rostro de la niña. Aun sin que hiciera ninguna pregunta, era evidente que comprendía perfectamente lo que ella había hecho, y justamente por eso no le dirigía la palabra. Matcha volcó el arroz de su delantal al piso en una pila. Algunos granos secos sueltos repiquetearon contra la tierra endurecida. Enseguida, ella salió de nuevo, esta vez dirigiéndose hacia los terrenos arables adyacentes. En pleno verano los nabos estaban ya bastante crecidos. Agarró varios y volvió apurada a la choza. Se trataba de una distancia de aproximadamente quinientos o seiscientos metros. Por suerte no había nadie que la viera a esa hora tan tarde, a mitad de la noche. A ese botín esperaba poder agregar algo de sal o pasta de miso que Gyosuke quizás pudiera traerle. Animada ahora a ser más ambiciosa todavía, fue a robar un manojo de verdes de mostaza oriental komatsu. Los ocultaba bajo un abrigo que tenía porque lo había dejado uno de los suicidas. Por esta noche lo que había conseguido estaba bien, pero ¿tendría que hacer este tipo de cosa todos los días? Odiaba pensar en qué podría suceder en el futuro. Esperaba y esperaba, pero Gyosuke no trajo la sal. Matcha no tuvo otra opción que hacer una sopa de arroz sin gusto. Era soso y poco apetecible. Había quedado barro en las raíces de los vegetales porque no las pudo lavar bien; los dientes crujieron de modo extraño cuando sintió el primer bocado, entonces lo escupió. ¿Cómo podía comer algo tan feo? El arroz estaba medio crudo, y resultaba duro sobre la lengua. Matcha, con sólo doce o trece años, no tenía la habilidad para elaborar comidas correctamente. Todo lo hacía intentado recordar lo que alguna vez había visto. Su propia madre, Michī, la había forzado desde chiquita a trabajar tan duramente que la niña había aprendido alguna que otra cosa que podía servir para la supervivencia. No hacía otra cosa que imitar aquello ahora. Gyosuke, luego de unos días, le trajo un poco de sal escondida en la manga.

–Gyosuke, ¿cómo está nuestra madre? –¿Nuestra madre? Está terriblemente furiosa contigo, Matcha. Si vuelves a aparecer por casa, aunque fuere por un ratito, te dará una paliza espantosa. –Matcha temblaba de miedo al escuchar esto. Ni siquiera quería ver el rostro de aquella madre tan cruel. Se llamaría “madre” pero también era la escoria de la humanidad. Aunque fuere incorrecto, ¿qué podía hacer la hija de ahora en adelante? Hasta para comer estaba en una situación desesperante, en peligro de desnutrición. Entonces tomó la decisión de convertirse en mendiga. Por ahora robaría lo que necesitaban para comer, pero más allá de eso no tenía perspectivas. Era demasiado joven para conseguir empleo. Además en primer lugar no podría ir a trabajar con el bebé. Tampoco podía dejarlo en manos de O-Jī que era anciano y senil; no era capaz de cuidar a un recién nacido. Muchas veces se le ocurría a Matcha matar al bebé. Si estuviera sola, podría abandonar esa aldea e ir a otra provincia, convertirse en mendiga o en cualquier otra cosa. De pronto razonó que aquello realmente era la respuesta: debía matar a la criatura. Con eso todos los problemas se solucionarían. Lo mataría ahora mismo, sin titubeo. Pero lo que podía idear fácilmente, resultó ser muy difícil de llevar a cabo en la realidad. Era espeluznante matar a un ser viviente. Intentó tomarle por el cuello con la mano, pero cuando le miró, los ojos reflejaban tal pureza que no pudo estrangularlo. Era la verdad. Pero entonces había que cerrar los propios ojos y hacerlo igual. Para lograr poder matarlo, Matcha pensaba en su situación y en cómo sufría a causa de ese bebé. Pasó así momentos miserables. No podía negar que la criatura le agregaba dificultades. Tampoco había deseado tenerlo. Matcha ni siquiera cuando era pequeña había querido que sus padres le regalaran una muñeca. Y este bebé era una carga mucho más pesada que una muñeca. Tal cual el derrame de la lava de un volcán, cada día presentaba sólo más miseria, más opresión. Matcha sentía su

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mente como una acumulación de desechos, inmundicias. Cada día caminaba arrastrando su consciencia que sentía como algo enorme, informe y pesado. Terminaba completamente exhausta. Ya ni siquiera tenía el deseo de matar al bebé. Los rumores que corrían en la aldea sobre ellos eran terribles. Los niños venían a espiarlos asomándose por la entrada de la choza. Matcha finalmente salió a ahuyentarlos, y de pronto desaparecieron todos. Esos chicos habían venido hasta la choza para ver al fantasma de setenta y cinco años, con su aspecto de pordiosero, y la niña de trece que había parido a un bebé. Quedaba claro por qué la gente se asombraba tanto ante esa grotesca situación. Los chismes estaban en boca de todos los de la comunidad. Cuando Matcha pasaba por el camino, los niños le seguían haciendo ruidos y algunos le tiraban piedras. Matcha jamás había cometido ofensa a ninguno, pero ellos igual la trataban así. La escena era deplorable, y por esas acciones Matcha titubeaba siempre antes de salir, aunque fuere para ir al lecho del río seco sólo durante el día para lavar los vegetales y nada más. Incitados por la curiosidad los niños se agolpaban alrededor de ella en una multitud molesta. Para evitarlos, ella iba al río para lavar el arroz y los nabos escabulléndose en la noche. El cuchillo de la cocina que usaba para cortar los vegetales era el que Gyosuke había robado de la casa familiar. En el río había algunos peces. De vez en cuando Matcha capturaba alguno y lo metía en la olla con las hierbas. Fue expulsada de su casa por incurrir en la furiosa desaprobación de su madre, y no tenía otro lugar adonde ir. Sólo por esa razón fue a vivir con O-Jī de Kanishi. La situación no era como se la imaginaba la gente que diseminaba estas habladurías acerca de un hombre de setenta y cinco y una niña de trece viviendo juntos bajo un mismo techo. Matcha y el viejo ni siquiera dialogaban. Lo que Matcha más odiaba era la presencia de esos individuos que venían porque querían suicidarse. Llegaban a la choza y entraban a ese espacio que ya era incómodamente limitado para los tres, sin que hubiera que recibir visitas

inesperadas. Ahora encima del llanto irritante del bebé, aparecían estos extraños quejándose de sus vidas y ella tenía que escucharlos todo el tiempo. Todos decían lo mismo, y era una y otra vez que sólo querían morir, morir, morir. Insistían en que la vida era una calle sin salida. Venían uno tras otro, una cantidad sin fin, y siempre con el mismo discurso. Para Matcha no eran otra cosa que unos cuantos necios. Era verdad que las personas que querían morir y que venían a visitar a O-Jī eran todos del mismo molde. Primero, habían fracasado en el mundo. Y sus circunstancias habían llegado a ser tan negativas que querían solucionar los problemas con la muerte propia. Manifestaban siempre pensamientos poco lógicos. Ninguno de ellos tenía firmeza. Matcha escuchaba sus quejas todo en día, allí en la choza pequeña, y se llenaba tanto de ese aire pesimista que quería explotar o romper en llanto y aullidos. De todos modos no tenía adónde ir. Si volviera a su casa familiar, su madre enfurecería y pondría el grito en el cielo. Antes que eso, Matcha preferiría tirar el bebé en cualquier lado e ir lejos de allí para convertirse en mendiga. Pero si hiciera eso, O-Jī de Kanishi moriría de hambre y sería su culpa. Quizás merecería morir porque él era el malévolo que la había hundido en estos problemas tan severos. Matcha pensaba que no le importaría abandonarlo a que muera, pero cuando enfrentaba los ojos del viejo que le rogaban misericordia, la niña no podía mantener la indiferencia. ¿Era Matcha de carácter demasiado blando? Se decía que, en el mundo de los seres humanos, desbarrancarse es consecuencia de guardar sentimientos maliciosos. En ese sentido no había gran diferencia entre aquellos individuos que venían en busca de consejos para el suicidio y Matcha misma. Por eso entonces ella no debía decir nada contra ellos. Eran personas patéticas con tendencias suicidas pero Matcha tal vez estuviera peor que ellos. A veces este pensamiento se le cruzaba por la mente. El mito del renacimiento en el contexto de la naturaleza cíclica de la vida parecía hacer eco con la vida de Matcha en

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muchos aspectos diferentes. Matcha no podía pensar que le tocaría experimentar la juventud auténtica. Antes de que la alcanzara, ella ya había sido arruinada y abatida. Había muchos caminos que podrían haberle tocado vivir, pero ninguno compartía punto de partida con “el pavo real”, símbolo de la felicidad y la buena fortuna. Si algún suceso llegara a poner a Matcha en contacto concreto con el pavo real, ¡cuánto se sorprendería! No era que todo camino posible era necesariamente viciado, pero lo cierto por otro lado era que, si un camino fuera a coincidir con el suicidio en algún punto, nadie debería asombrarse. Tanto dentro como fuera de la choza, había monstruos ruidosos. Matcha existía en medio de un desorden sin sentido pero patente. Ella no quería que la gente llamara a aquel lugar “la choza del vicio”. Era un punto de reunión para los que no tenían adónde ir, que sufrían de un atascamiento del espíritu. De eso se trataba aquel sitio en el “Monte de los Cerezos”. En realidad no existía ni castigo ni crimen. Habría tal vez un punto de inflexión hacia la liberación, por encima de la vida y la muerte. Como lugar frecuentado por los desamparados, donde personas a la deriva llegaban e incluso se amontonaban, el “Monte de los Cerezos” manifestaba plenitud y abundancia. Este pequeño cerro era celebrado una vez por año durante aquella estación colorida, la primavera, a causa de las flores que producían los cerezos allí. Estos árboles aumentaban los anillos en su madera, creciendo al absorber la sangre de los muertos año tras año; engordaban de ese modo. Sus flores rosadas eran teñidas por la sangre de los suicidas; florecían con un rosa pálido por el color de aquel fluido vital. La sangre teñía los pétalos. Y año tras año la cantidad de personas que venían a morir allí no acababa jamás. Recientemente, se veía cuánto O-Jī de Kanishi había envejecido. Su apariencia iba asemejando la de una criatura extraña, algo que excedía la comprensión humana, como una aparición en forma animal. Cuando él se encontraba en la choza, los paquetes de arroz y la pared recubierta con esterillas

de paja se ponían a hablar de manera espontánea, como si eso fuera algo natural. El pequeño ambiente se llenaba de una fragancia fantástica, y cada pliegue en el cerebro de las personas que sufrían y venían a visitarlo allí hacía eco con esa y otras raras apariencias similares. Esas cosas diversas, en ese ambiente, iban atajando las manos y los pies de los candidatos para el suicidio. Lo hacían con tanta firmeza que terminaban por arrastrarlos hacia aquella misteriosa actitud mental que daba la bienvenida a la muerte. Y Matcha también sentía, en el fondo de su corazón, la fascinación por los movimientos misteriosos de esas cosas. Con respecto al bebé, ninguno de los candidatos para el suicidio se interesaba en lo más mínimo. Odiaban al bebé cuando lloraba y gritaba. Se quedaban fijados solamente y con absurda resolución en los ojos de O-Jī de Kanishi. No había ni una pizca de humor, ni una fisura por donde una palabra más leve pudiera entrar, todos estaban excesivamente tensionados, tanto que Matcha se estremecía. Actuaban como niños pequeños, sin siquiera la capacidad de oponerse. Se veían indefensos e infantiles. Aún después de que sus corazones hubieran quedado alienados del mundo terrenal, seguían hambrientos de algo más. Todavía deseaban llenar sus corazones, por más que no tuvieran por sí solos ninguna habilidad de hacerlo. Ya habían pasado más allá de cualquier peligro. La barba le cubría la cara de O-Jī de Kanishi. A veces se percibía algún destello, acaso cuando reía. Muchas veces, se lo oía resollando como si fuera a hablar. Pero otras veces mantenía un silencio de piedra. En ese espacio estrecho, atestado pero empobrecido, también sucedía que algunas personalidades más extremas se alborotaban y entraban en conflicto. Matcha siempre se encontraba en el medio, presenciando estas conversaciones entre O-Jī y los suicidas, estos intercambios raros y sombríos. Mientas tanto, en el fondo de su propio corazón, ella en realidad se agitaba pensando en su bebé. Leyendas, mitos y tales elementos… si bien algo de todo aquello podía estar presente,

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en esos momentos este abismo de la muerte igualmente le parecía habladuría pueril. Una noche de repente Matcha, atrapada en esa oscuridad, percibió el rostro de un hombre de mediana edad que echaba una mirada hacia adentro desde la entrada. Ella sintió miedo de inmediato por su aspecto de agobio por preocupaciones. Pero al observarlo más detenidamente, lo reconoció: ¡era su padre al que hacía tanto no había visto! Tal vez viniera a visitarla con la intención de preguntar por el bebé que ella, su hija, había tenido y por cómo estaba ella misma también. Sin embargo, el motivo era el contrario a lo que ella esperaba. Cuando su padre vio a Matcha y al bebé, esquivó la mirada como si hubiera visto algo que le diera asco. Fue una sorpresa de lo más detestable para ella. De repente entonces a Matcha se le ocurrió que acaso su padre no hubiera aparecido ahí para visitarla a ella, sino que para alguna cuestión relacionada con lo de O-Jī. Tendría algún objetivo con el viejo. En tal caso, sólo podía ser algo sombrío. En la choza pequeña, la conversación que sostuvo el padre de Matcha con O-Jī era claramente audible. El padre sólo había cometido actos erróneos y negativos, uno tras otro. Su motivo por consultar con O-Jī de Kanishi parecía surgir de circunstancias que le habían resultado ineludibles. La mujer con la que estaba involucrado sentimentalmente era la compañera de un mafioso. Ella mantenía su conexión con el criminal. Entonces, por estar en amoríos con la mujer del mafioso, el padre de Matcha terminó extorsionado. Ser chantajeado por un gánster debería ser una situación dificilísima –así concluía la niña mientras escuchaba. Su padre entonces consultaba con O-Jī respecto de qué debería hacer ante esas complicaciones. O-Jī hacía algunos gestos mientras decía: –Su amante tiene vínculo con el mafioso, ¿no será así? No había salida alguna. Había quedado atrapado en la trampa que le tendieron. Ahora, como condición para terminar

con el asunto y liberarse del peligroso hombre vengativo, muy molesto por el engaño cometido con su mujer, le había dicho que tomaría posesión de la casa en la que vivía. En conclusión, el padre de Matcha debía dar su casa al mafioso. De no ser así, la única otra acción posible era firmar una declaración jurada en la que prometía abandonar el área por siempre y asentarse en otra provincia, además de entregar una suma apreciable de dinero a nombre del mafioso. La situación era parecida a la ya conocida estrategia engañosa que utilizaban los proxenetas, pero en este caso no se trataba de un delincuente de poca monta como algún joven vándalo, sino que era el jefe del Grupo Kanauchi, alguien que controlaba la prefectura entera. Tendría que ser complejo y peligroso tratar con un individuo de ese nivel. El jefe manejaba los tres negocios de juegos pachinko en el barrio de Araki-Cho además de dos prostíbulos en Doijiri cerca de la estación. Junto a esos emprendimientos, poseía varias tabernas también. El capital que alimentaba estos negocios tenía su origen en circunstancias durísimas, sin excepción. Realizaba la operación de los proxenetas, además de extorsiones, toma forzosa de empresas, y más. Por supuesto que todo el mundo le tenía miedo. Matcha sintió una amarga decepción. ¿Por qué su padre se había metido con la mujer de un jefe temible de la mafia? Su padre era un estúpido, de eso se dio cuenta Matcha. Y al final, acorralado por sus propias estupideces, terminó viniendo a consultar con O-Jī de Kanishi. Matcha opinaba que su padre había llegado a ser un tipo disoluto. Comprendió que su padre no tenía rectitud, y ella sintió su corazón oprimirse. Aquella casa que el mafioso buscaba poseer, y que se encontraba justo en la otra orilla del río, era la casa familiar de Matcha. La niña no había estado allí recientemente, por supuesto porque su madre la había echado. Si la madre supiera de este peligro inminente que su marido había provocado, se trastornaría absolutamente. En ese período, la madre debía de haber estado trabajando bien, aunque con esfuerzos, con la tienda de caramelos que se operaba desde la casa. Pero ahora

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todo estaba a punto de ser arrebatado por el gánster, y probablemente con violencia. El padre de Matcha vino diariamente al lugar de O-Jī durante casi una semana. No importaba cuánto lo hablaban, las cosas seguían sin solución. El otro hombre, como jefe mafioso del Grupo Kanauchi, tenía demasiado poder. Para él no debería de haber víctima más fácil que alguien como el padre de Matcha. Como hija, Matcha lo veía como un ser patético. Pero lo que la hizo llorar más que nada era que, por más que visitara durante varios días el sitio de O-Jī, nunca le dirigió la palabra. Y nunca acarició o siquiera se fijó en el bebé que Matcha, su propia hija, había tenido. Lo motivaba sólo la circunstancia propia individual, esa situación en la que se había metido él solo, tontamente, y que ahora lo tenía tan atemorizado. Que su padre actuara así, hizo que Matcha se diera cuenta de su soledad inmensa, acaso infinita. Pero por otro lado, pensándolo desde la perspectiva del padre, Matcha podía llegar a pensar que el apriete que enfrentaba actualmente debía de ser tan terrible que ni a él ni a nadie le resultaría posible proporcionarle preocupación a la hija en ese momento. Entonces, Matcha se dio por vencida en cuanto a su deseo de recibir atención de su padre. Luego algo terrible sucedió. Fue dos ó tres días más tarde: el padre de Matcha llevó a cabo su suicidio sobre los rieles del tren. Fue su manera de prevenir la posesión de la casa por parte de aquellos criminales, pero en eso la familia perdió a la figura paterna y Michī, la madre de Matcha y Gyosuke, perdió a su marido. Por lo visto Michī no sabía nada de las circunstancias que lo había motivado. La joven Matcha se dio cuenta de que ella sola sabía todo, y eso fue a través de O-Jī de Kanishi. –Y era justo el tipo de cosa que él haría. –manifestó Michī al ir al lugar de las últimas consultas de su marido.– Estuve pensando que podría pasar esto. Murió y en vez de otra cosa me siento aliviada. Si él siempre había provocado incidentes escandalosos. Nunca pude sentirme tranquila y en control de mi vida. Sacaba plata de la tienda y se la daba a otras mujeres,

mientras en realidad él mismo nunca trabajaba. Me hacía trabajar a mí. Y todo el tiempo él con estos amoríos locos con otras mujeres. Al final murió para mí. Me siento aliviada. La viuda Michī dijo estas cosas fuertes con la boca, pero la niña veía claramente con sus propios ojos que el abatimiento teñía el rostro de su madre. Sólo Matcha comprendía lo que había sucedido. Y también se daba cuenta de cuán enamorada su madre había estado del padre de sus hijos. Tanto que, aunque hubiera perdido una pierna al caer bajo las ruedas del tren, aunque hubiera quedado discapacitado, todavía habría deseado que estuviera vivo. La madre de Matcha dejó la choza de O-Jī de Kanishi cabizbaja. El sol se ponía y estaba a punto de desaparecer detrás de la montaña en el oeste y reflejaba su última luz sobre la espalda de la mujer, encorvada por la tristeza. Cuanto más Matcha la miraba así, más pena le daba. Aunque fuera aquella la madre que la había golpeado siempre tanto y que la había echado de la casa, Matcha no podía sino tenerle lástima. Pero no pudo ofrecerle ni una palabra de consuelo. Porque la madre en todo momento negó la existencia de Match, y no se hablaron en absoluto. El padre de Matcha no había abierto la boca para dirigirle la palabra tampoco, y la madre la abandonó de la misma manera. En cierta manera, la que seguía el protocolo de la sociedad formal, aquella sería la postura normal ante una persona que a los doce o trece años había parido a un bebé sin saber quién era el padre, y vivía con el hombre viejo que los aldeanos consideraban un fantasma –todo aquello la madre no lo podía perdonar. Por eso era natural para ella repudiar a su hija. En cuando a los últimos momentos en la vida de su padre, Matcha supo de parte de O-Jī que había tenido muchísimo miedo de morir y que había temblado terriblemente. Papá no quería morir. Pero estaba demasiado involucrado con aquella organización criminal, tanto que, si no moría, iba a estar en una situación insostenible. Entonces, la casa pudo salvarse pero la vía férrea al lado del “Monte de los Cerezos” quedó bañada en su sangre.

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Temprano a la mañana, la gente se juntaba allí, atraída por el incidente de otra muerte en el ferrocarril. No les llevó mucho tiempo darse cuenta de quién era. Este hombre en la otra orilla del río era el padre de Matcha. La gente se conmocionó. Una niña que había estado en la misma clase en el colegio, cuando vio a Matcha, fue corriendo hacia ella y le habló con lágrimas en los ojos: –Es tu padre, ¿no es cierto? ¿Qué pasó? ¡Ay, qué pena! Pero Matcha estaba calma. Por más que quisiera llorar, no le salían lágrimas. En el mundo abundaban las cosas penosas. Este asunto debió de ser una más de muchas tristezas. Matcha todavía tenía sólo trece años, había sido traicionada por alguien mayor y había tenido a un bebé a causa de eso. Ahora le faltaba comida para alimentarse y ni siquiera tenía una casa adecuada en la que vivir. Justo ahora era temprano en el otoño, pero pronto llegaría el invierno y habría nieve por todos lados. Ella iba a sentir ese frío profundamente. Iba a ser difícil en extremo que sobrevivieran. Encima de las esteras de paja que servían de techo para la choza, habría una pila de nieve de unos cincuenta centímetros, y el frío sería tan intenso que no tendrían cómo escapársele. Cada año sin excepción, el invierno en esta zona de montañas era terrible; Matcha ya podía prever lo insoportable que iba a ser vivir en la choza. Se agotaba pensando en una casa, en cualquier parte pero que fuese habitable. Este invierno además tenía al bebé, quien tal vez correría peligro de muerte por exposición a las temperaturas bajas. Cuando pensaba en un lugar donde podría resistir el frío, tenía que admitir que no tenía dinero para pagar un alquiler. En definitiva, no había ni dónde ni cómo ampararse. Los problemas venían en secuencia infinita. En verano, había vegetales y nabos, y al llevárselos velozmente y a escondidas, podía sobrevivir sin que se notara el hurto. Pero la temporada de la cosecha venía ahora, en otoño, y las cosas que ella podía robar ya iban a disminuir. Matcha no sabía qué hacer y se preocupaba. La comida

que había en las granjas se reducía cada día más. En esta época además si Matcha anduviera deambulando por ahí, llamaría la atención. En la aldea ya todo el mundo estaba enterado de que Matcha había tenido a un bebé y de que el viejo de Kanishi robaba cosas. No decían abiertamente que Matcha lo hacía, porque le tenían lástima, pero sí lo percibían y sólo fingían ignorarlo. Aparentemente los robos de Matcha habrían llegado a ser de conocimiento público hacía un año. Desde que Matcha se había trasladado y vivía en la choza, y se llevaba hierbas, nabos, papas, algunas otras hojas verdes comestibles. Todos deducían que era labor suya. A veces se la habrán visto desde atrás cuando se iba caminando arrancando cosas para llevarse. Cuando el nabo en particular había empezado a desaparecer notoriamente de las filas de siembra, todos pensaban que sería por esa chica. Pero nadie hizo nada al respecto. Para todos por igual el invierno significaba una amenaza tan intensa que se temblaba de miedo pensando en ello. Matcha más que los demás se estremecía violentamente al pensar en lo que vendría. ¿Qué haría? Mientras se calentaba delante de un modesto fuego en la choza, le parecía ver la cara de su padre muerto surgir, apenas visible, en las llamas. Su padre había muerto de manera cruel; ambas piernas se le amputaron sobre las vías del tren y la cabeza se le había golpeado severamente. Se desangró, pero sucedió tan rápido que no sufrió. O-Jī de Kanishi le repetía esto siempre a Matcha para consolarla. O-Jī de Kanishi sobrevivía gracias al nabo que Matcha arrancaba y el arroz que ella robaba. La sombra de la vejez se le hacía cada vez más evidente: el pelo crecía más largo todavía pero se había vuelto completamente cano, hasta las cejas se le habían quedado blancas. Debajo de esas cejas blancas, los ojos todavía amigables parpadeaban. O-Jī le dijo: –Matcha, si no tuvieras al bebé, tu madre no se habría enojado tanto y no te habría echado de tu casa… Me da pena eso. Pero ya pasó, déjalo. Este invierno será terrible. Si hace tanto frío como es lo normal, el bebé no va a sobrevivir.

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Escúchame, va a ser complicado. Demasiado difícil para la criatura pasar el invierno en este lugar. Matcha, cuyos padres le habían cortado la comunicación, por más que fuese sólo por sus preocupaciones por mantener las apariencias en la sociedad, tenía grabado en el corazón el mensaje de que nadie la quería. Se puso molesta, se había cansado de vivir en ese lugar. Pero tampoco tenía adónde ir. Era demasiado chica todavía para actuar sola. Si partiera con su bebé, podría quedar atrapada por un malévolo o podría ser detenida por la policía. Por eso, entonces ella esperaba hasta que llegara el momento apropiado. Matcha no sabía cuándo moriría O-Jī. Envejecía más todos los días, y llegó a ser senil. A tal punto que Matcha se sorprendía cuando, en la mañana, veía al viejo despertarse una vez más. El invierno que los dos temían tanto finalmente llegó. Ella tiró cuanta leña tenía sobre el fuego para que se calentaran. Les urgía encontrar alimentación. Matcha caminaba por la aldea y por otros pueblos vecinos. Deambulaba como una mendiga. Pensaba en que la causa de todo esto era sólo porque a tierna edad ella iba y venía de la choza del viejo de Kanishi para llevarle bollos de arroz. Eso fue lo que, a la larga, la había hundido en esta miseria. Un pequeño acto de bondad hacia el viejo, algo que Matcha había hecho sólo porque era una niña e inmadura respecto de las cosas de este mundo. Aunque no parecía tener conexión lógica con los resultados posteriores tan desafortunados, era innegable que si Matcha jamás hubiera pisado la choza de O-Jī, nunca habría llegado a estas circunstancias tan malas que ahora la convertían en mendiga. Había un proverbio, “dime con quién andas y te diré quién eres”. Por andar con el viejo de Kanishi, ella entonces se había transformado en alguien del mismo tipo. En fin, O-Jī era un fantasma que mendigaba, y Matcha ahora se le había acercado, pues empezó también a pedir limosnas. Ella quería dejar al bebé con O-Jī, pero si caminaba con el bebé obtenía el doble de ganancia. La gente simpatizaba con ella por la criatura. Había algunos que tiraban dinero, arroz y

vegetales en el bol que Matcha usaba para pedir. Aun en esta aldea tan pobre, a la hija de un hombre que se había suicidado, una muchacha que había sido echada de su propia casa, que se había convertido en mendiga, la gente podría tenerle lástima y darle algo, ¿no era cierto? Si circulaba por un día, ya podría obtener justo las ganancias necesarias para comer ese día. La nieve cubría las crestas de la sierra en sus puntos más altos; parecía igual a un dibujo hecho con tinta india. El cielo parecía borroso con la niebla y aun la parte más densa parecía tan bella como difusa. En ese paisaje, había un valle entre la montaña del este y la del oeste. Por el medio, pasaba el ferrocarril. Y pegada a esa vía férrea se encontraba la choza de O-Jī de Kanishi. Se había construido casi increíblemente cerca de donde pasaban los trenes. Alrededor no había nada más que campos de nieve. El frío penetraba no sólo por el hueso sino también por el vientre. Por eso, Matcha sufría de diarrea. Pero quejarse de eso todo el tiempo, no la ayudaba a cumplir con su tarea. Salía a deambular todos los días para intentar conseguir cosas. Era más fácil para ella espiritualmente hacer esto, que trabajar para su madre. Pensaba que en realidad había sido afortunado que su madre la hubiera echado. Cuando estaba con esa madre, tenía los nervios totalmente gastados. Era algo que sólo ella podía decir: había sido una suerte ser expulsada de ese tipo de entorno familiar. Era más fácil ser una mendiga. Juraba con firmeza en su corazón que jamás ayudaría con sus propias manos a esa madre, por más que la viera caída al lado del camino. Aun si la encontrara colapsada allí escupiendo sangre. ¿Quién la ayudaría? Ella no. Jamás. El odio que Matcha le tenía era así de fuerte. La odiaba a tal nivel que le penetraba hasta la médula. También en relación al pequeño bebé que cargaba sobre la espalda, aunque lo tuviera siempre allí no tenía nada de amor para ese pequeño ser. Sólo era algo que le pesaba. Nunca se le ocurría otra manera de pensar en la criatura. Y se le cruzaba de vez en cuando por la mente que lo podría tirar por la cresta de la montaña o entre arrozales. Todo lo percibía como extenuado. Aun cuando estaba

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entre la gente, ella notaba una distancia entre sí misma y los demás. Cuando ella caminaba por la ruta, sentía su corazón tan vacío que no sabía qué hacer. En tales momentos, la vista tenía aspecto verdaderamente gris. Todo se le alejaba, y ella misma era lo único que tenía. No había remedio para esa sensación de estar abandonada y rechazada por la gente. A veces ella se encontraba tan hundida en el vacío que no podía seguir; tenía que parar y quedarse quieta. ¿Qué pasaba? El gran vacío. Tanta gente se había suicidado al tirarse delante del tren, eso era lo que más le rodeaba, pero Matcha misma no sentía el más mínimo resquemor al respecto. Cuando su padre murió sobre los rieles del tren, tampoco se había impresionado tanto. Dejar que la hija fuera echada de la casa, abandonada e ignorada, ese padre no había reflexionado sobre eso. Era ese tipo de padre. Entonces que siguiera vivo o estuviera muerto, eso no tenía relación con ella. Así eran las cosas en este mundo. Matcha consideraba que su padre y su madre tenían una existencia triste. En cuanto a las relaciones filiales y familiares en general, Matcha no podía comprender nada y no sabía nada útil al respecto. O por lo menos, no podía comprender por qué la relación que tenía ella misma con sus padres había sido tan torcida. Pero simplemente no conocía otra tipo de vínculo. Matcha tampoco sabía cómo era el mundo. Sus experiencias hasta ahora sólo le habían mostrado la infelicidad, y la sensación tal vez de sufrir por alguna maldición. Matcha había nacido en un entorno que no ponía valor en la vida. No había manera de expresar su llegada al mundo salvo como un accidente. De acuerdo con lo que ella veía, la vida era sólo fastidio y dificultades. En el fondo vivir, en sí era un asunto sombrío. Aun durante la primavera con los cerezos en flor, su corazón no se ponía particularmente alegre. Y cuando llegaba el otoño, su corazón tampoco se conmovía por aquella belleza. Las nubes del verano que aparecían en el cielo azul, no hacían que su corazón palpitara de ninguna manera especial. Vivir sólo le

daba la sensación de tener que llevar una pesada carga. En resumen, era una tristeza. Al tener que transitar tal pasaje sombrío para llegar a ser adulta, ¿qué podía hacer ella? A veces sentía que no quería llegar a ser adulta. Porque entonces, una tremenda montaña de problemas le esperaba. Si siendo niña las cuestiones básicas de comida y dinero ya le resultaban opresivas, ser adulto debía de ser directamente insoportable. Lo que a ella le ocupaba era conseguir algo para la próxima comida. Día tras día, se sentía como si avanzara pisando sobre una delgada capa de hielo. No había forma de aplacar la presión. Tampoco podía dejar de vivir. Ya que los únicos trabajos a los que podía acceder eran los de ser mendiga y de ser ladrona, el resultado era que, irremediablemente se le iba enviciando el carácter. Por otro lado, por más que Matcha aceptara plenamente trabajar de ladrona, el tipo de robos a las escondidas que ella hacía no servirían mucho para adelantarse en la vida. Iba a pie por todos los lugares, y a causa del intenso frío que hacía en esta zona de montañas, tenía las manos siempre heladas y entumecidas. Sin guantes, se le enrojecía la piel, le picaba, y sufría de síntomas de congelación. Para Matcha tener un día de descanso era un sueño inalcanzable. Pensaba igual que cualquier sitio le vendría bien, si sólo pudiera descansar. Deseaba tan fuertemente encontrar un lugar donde pudiera comer hasta satisfacerse y sintiéndose tranquila, estirar el cuerpo y dormir. En la choza de O-Jī, Matcha temía que la volviera a violar; no podía descansar en paz. Aunque durmiera allí, su corazón no se serenaba jamás. Un día Matcha pasó por la fábrica de vidrios a un extremo del puente. Por primera vez vio su propia figura reflejada en un espejo. Era el tipo de una imagen delante de la que podría haberse reído a carcajadas. ¿Era ella misma la que veía? Sí, esa mata de trapos, era ella, ¿no era cierto? Entre las tiras de tela enmarañadas, se asomaba también la carita de su bebé, que Matcha cargaba sobre la espalda. Era una visión que haría a cualquiera sentir tristeza. Si el bebé hubiera

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estado más prolijo, con un aspecto más limpio, ¡cuánto se habría calmado su corazón al verlo en el espejo! Este pensamiento le pasó por la mente. De pronto salió un obrero de la fábrica y puso dos ó tres pequeñas monedas en su bol de mendiga. Al mismo tiempo el dueño del negocio emergió desde el profundo interior. Le explicó entonces a su empleado: –Esta niña es la hija de los que manejan el negocio de caramelos llamado “Kairaku-Do”, la “Tienda de Alegrías”. Es la que fue echada de su casa. Tuvo al bebé con el viejo fantasmal. Por supuesto provocó toda la furia de su madre. Al terminar el relato, fue al mostrador adentro, buscó algunas monedas más y se las puso en el bol de Matcha. Cada vez que ella atravesaba la aldea, sentía vergüenza. En cada casa y negocio, la gente la reconocía. Además, como andaba siempre con el bebé encima, se sentía como si su vergüenza se divulgara aún más públicamente. Era una humillación. Si pudiera vender vergüenza, podría hacer dinero de verdad. Excluida esa opción, no conseguía ni fondos ni alimento. Lamentaba muchísimo todo aquello. Para no tener que pasar tanta vergüenza, a veces quería mantenerse encerrada en la choza. Pero entonces se les terminaban enseguida las monedas y el arroz. Matcha había llegado a ser “mendiga profesional” con lo que debía salir a pedir limosnas cada día, como si fuera un empleo. ¿Qué seguiría a esto, qué pasaría de aquí en adelante? Ella se sentía alarmada siempre que pensaba en el futuro. Durante ese período también empezó a sucederle otra cosa: mientras caminaba, primero un objeto y luego otro perdieron su conexión con el entorno, dejaban de tener sentido o de pronto aquel sentido ahora se le escapaba. Ella sentía que el mundo externo, la identidad individual, y el cuerpo mismo estaban de alguna manera alterados. Le parecía que podía estar perdiendo noción de lo que era el enajenamiento o la impracticabilidad y también lo que era la realidad, todo eso se fragilizaba. Como defensa ante el conflicto que a diario sufría su corazón, las cosas que Matcha veía y tocaba perdían la conexión

con lo que ella podía reconocer como realidad. En vez de eso, iban alejándose de ella. Primero, Matcha había sido perturbada por la histeria corrosiva y egocéntrica de su madre. Luego, en el lugar de O-Jī fue traicionada por él, por el instinto inesperadamente bruto de él, y quedó embarazada. Todo ese contexto mentalmente enfermizo, se estaba manifestando en síntomas, manifestaciones de la profunda cicatriz que esas personas habían dejado grabada en su corazón. Los síntomas, como primera aparición de la enfermedad, usualmente comenzaban entre los diez y los diecinueve, o antes de los veinte años, lo que refería la adolescencia. Se debía al incremento de tensiones interpersonales, y al aumento de cierta sensación de vacío interior debido a un consumo excesivo de las energías. Podría decirse que el hecho de que Matcha con más y más frecuencia sentía un efecto de distanciamiento, pérdida y abandono en relación a los objetos y las personas que la rodeaban, claramente tenía su causa en los conflictos emocionales a los que la habían expuesto su madre y su padre desde que ella era pequeña. Y el consumo excesivo de sus energías era evidente en su caso. Sin embargo, Matcha no pensaba que podría haber decaído tanto que le imposibilitara su tarea de mendigar. Contra esta sensación de vacío y de progresivo abandono, Matcha no podía hacer nada. La experiencia anormal de tiempo y espacio se le aumentaba día a día. Si se quedaba sentada en la entrada de la choza, el escenario afuera al que miraba se hacía muy distante hasta dibujar una curva abstracta. El paisaje y el yo individual que le correspondía iban perdiendo la conexión con ella misma. El entorno no parecía expresar una relación con ella. Era como si cayera en el abismo de la nada. Consciente todavía de su posición física en la entrada de la choza, Matcha sin embargo descubrió que ya no podía saber por cuánto tiempo había permanecido allí. No sabía cómo actuar. Aunque mirara el bol que usaba para mendigar, tardaba largo rato en darse cuenta de qué era. Sólo porque el bebé lloraba, de pronto pudo darse cuenta de qué era.

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–Matcha, has estado sentada ahí tanto tiempo. ¿Hace cuántas horas estás ahí? ¿Qué te ha pasado? –Le habló así O-Jī, y entonces de repente Matcha volvió en sí y pensó en la realidad. Una vez O-Jī de Kanishi le dijo: –Matcha, tal vez te hayas vuelto loca. Matcha respondió: –No. Imposible. –Pero estaba descorazonada por haber caído en aquel vacío de modo tan repentino y completo. ¿De dónde surgió? Ella no tenía idea. Era más que el dolor espiritual que había experimentado cuando su madre, a los golpes, la había echado de la casa. Ese incidente había hecho que Matcha empezara a caminar de aquí para allá buscando alimento todos los días, fuera como ladrona o como mendiga. Con esa presión y desgaste, la niña empezó a agotar sus energías, y entonces la sensación de caer en el vacío de la nada se le pronunció de manera más insistente y violenta. A veces mientras preparaba una comida se hundía en un estado de detenimiento en el que no hacía nada y estaba ausente incluso de su propia auto-consciencia. Otra vez percibió que su bebé tenía seis dedos en la mano y se alarmó. De a poco, esta condición iba arruinando su corazón, y dejaba una sensación negativa de vacío respecto de cómo podía seguir en la vida. Había una tensión interna que su severo super-yo buscaba truncar, un conflicto por conseguir semejanza con lo que había sido antes. Se había abierto una brecha en sus sentimientos, y el vacío interno iba aumentando cada vez más. No había nada que se pudiera hacer al respecto en este tipo de vida, por más que ella había sido afectada de manera gradual, porque terminó en una situación extrema sin recursos con los que lograr una salida, una solución. Matcha ya no podía darse cuenta de su propia existencia. Por supuesto entonces, tampoco podía sentir lo que hacía, por más que se tratara de cosas que hacía cotidianamente. Percibía todo como distanciado. Empezó a atormentarse con la sensación de que las personas a su alrededor no eran seres vivientes. Matcha sufría por percibir una delgada cortina blancuzca que creaba una separación entre el mundo y su yo.

Lo que arremetía contra Matcha, progresando de manera paulatina, era una obstaculización en la consciencia respecto de todo aquello que la rodeaba. Matcha no podía sentir su mano como suya propia, tampoco sus pies o los dedos de sus manos y sus pies. Lo que le atacó próximamente fue que su sensación de sí misma como persona viva; eso también de pronto se iba desvaneciendo. Matcha ya no era la Matcha que había sido. Y se estremecía con esta sensación de haber perdido el yo, como si se encontrara en un denso pantano profundo. Aunque mirara flores rojas, las percibía grises. Tampoco lograba una percepción confiable de la veraz existencia de las flores. Cuando caminaba por las calles de la aldea, los grupos de personas se le desvanecían en el momento. El entorno, las casas, los árboles – la percepción que ella tenía de todo se debilitaba. Gran terror. En la ruta vio el cuerpo inerte de un perro, y de pronto se percató de que el perro escupía sangre. Se sobresaltó cuando enseguida después la imagen del perro se esfumaba. Matcha misma fue alejándose hasta quedar lejos, muy lejos de donde fuere que se encontraba: se cruzó con un grupo de personas, y no pudo comprender lo que decían. Lo que era peor, sentía que era muy natural que no los comprendiera. Para ella, no hacían más que moverse y hacer sonidos inconexos con la boca. Con lo que era lo más natural del mundo no comprenderlos. De manera clara y gradual, Matcha iba volviéndose incompatible con todo lo que la rodeaba. Pero no tenía adónde ir para consultar por lo que le pasaba. Incluso la sensación real y palpable de sostener el bebé sobre la espalda se le hacía cada vez más tenue. El sentimiento concreto de que este bebé era suyo tampoco le nacía. Lo único que sentía con firmeza era que ella pasaba sus días en vagancia. La falta de motivación en su vida era lo único que abundaba. Esa sensación sí la atacaba con persistencia. Cada día salía a caminar como mendiga con un bol para pedir comida, pero le parecía nada más que vagancia. Por otro lado, si no lo hacía entonces sufría el hambre. Mientras repetía este ciclo vicioso, Matcha sintió su corazón atrapado por algo aún peor que la sensación de vacío.

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Un hilo de tensión constante se enroscaba alrededor de su corazón de manera dolorosa, y el fondo de su corazón quedó aferrado al conflicto. Se quedaba empantanada en el exceso de lo negativo, y la poca energía que le restaba sólo fue canalizada en impulsar su corazón más adentro del vacío, implacablemente más hacia la nada. Cada día Matcha descendía más en ese lugar de sensaciones oscuras. Por eso se debilitaba tanto. Realizar actividades mentales, realizar actividades físicas, cualquier cosa que ella hiciera, ya no le generaba más una sensación concreta de estar presente haciéndolo. En ese período, O-Jī envejecido, descuidado, parecía un animal cubierto por un pelaje blanco. Qué sorpresa desagradable le dio a Matcha verlo. Soltó un extraño sonido agudo, y rogaba una y otra vez que aquel animal por favor no se le acercara más, que se quedara allí donde estaba. Entonces O-Jī dijo con tono pausado: –Matcha se está volviendo loca otra vez. –En realidad él le tenía miedo. A veces de repente estallaba en carcajadas por los nervios. El invierno en esa zona de montañas era frío en extremo. Por eso, el trabajo que hacía Matcha de robarle cosas a la gente no le resultaba tan viable como antes. Nevaba día tras día. Ella casi no podía soportar este clima. Se le entumecieron las manos por el frío, y apenas podía sostener el bol para pedir limosnas o comida. En una oportunidad vio a un niño que estaba chupando un caramelo mientras estaba sentado en una mesita kotatsu equipada con un calefactor. A Matcha le surgió una amarga envidia. Aunque fuera por un día y nada más, ella querría poder estar sentada allí. Matcha se asombraba tanto, desde el fondo de su corazón, de que el destino la había llevado a esto. Sin embargo, si estuviera en su propia casa familiar, estaría peor. Eso al menos era cierto: podía tener en cuenta que por la histeria de su madre Michī y las peleas entre sus padres, probablemente haya sido una suerte haberse ido de allí. Ser criado por una madre de ese tipo enfermaría más el espíritu. De todos modos, la situación de

Matcha estaba claramente definida: salvo que alguna institución la tomara, no había lugar que Matcha pudiera considerar su hogar. Y aún así, ser echada de la casa en su caso fue afortunado. Con una madre así, mejor que la niña haya podido alejarse por siempre. Pero en esta vida, que no le dejaba lugar adónde dirigirse, ella no sabía entonces qué hacer consigo misma. Había nacido, pero no tenía dónde situarse. Matcha iba cayendo cada vez más en un odio a su propia vida. No era sino una carga molesta. Un fastidio. Un castigo. Una decrepitud. Y había tantas humillaciones. A Matcha se le partía el alma, estaba descorazonada. Esta pena le penetraba hasta la médula. Mientras la nieve caía sobre estas montañas tan altas, la tristeza se le acumulaba sobre el cuerpo, hasta quebrarla, o así pensaba. Incluso mantenerse viva era algo que sólo lograba a medias, y de manera asquerosa, detestable. Encima, la enfermedad psíquica de sentir que su percepción de la gente se desvanecía incrementaba en intensidad cada día más y más. –¿Nací para tener una vida así? –Matcha odiaba su propia vida. No sabía qué hacer. Para Matcha, quien era todavía demasiado joven, no había una sabiduría que la guiara en la vida. Sólo había una acción que era mendigar. Estaba a punto de enfermarse del espíritu. Tantos infortunios juntos, amontonados y volcados de golpe sobre Matcha. Sin haber presentido al nacer que le tocaría este tipo de vida. Qué vida natural pero a su vez tan anti-natural. Desde ahora en adelante, porque siendo tan joven le quedaba mucho tiempo de vida todavía, no sabía cómo debía enfrentar el futuro. Matcha odiaba haber nacido. Si su padre y su madre no hubieran copulado, entonces no habrían producido a un ser humano y Matcha no habría tenido que nacer. De todos modos, el padre se había emborrachado, la había agarrado a la madre, y el feto fue generado. Matcha detestaba poder visualizar la escena. Era demasiado desagradable. Con las espinas de cardos violetas se estimuló la zona de la

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vagina y provocó el sangrado. Matcha debió haber nacido en este mundo con una cara de huésped inesperado. Matcha odiaba este hecho intensamente. Verdaderamente lo odiaba. Desde los bordes de sus uñas hasta las puntas de sus cabellos, odiaba cada elemento de sí misma. Haber nacido en condiciones tan desagradables, ella quería poder deshacerse de sí misma como en una escupida. Sin embargo, era su destino y no podía hacer nada al respecto. Para superar este destino, no sabía ella qué podía hacer, no era un conocimiento al que tenía acceso. Esto no se debía sólo a que era una niña. Aún la gente adulta y normal, si careciera de dinero y comida, si tampoco tuvieran oficio o casa, ellos también estarían aturdidos. Matcha no contaba con ninguno de esos elementos para la vida. Por eso, mendigaba. Además, tenía a su cargo dos más que dependían para su propia supervivencia de ella y lo que ella podía recibir regalado o robado de otros. De otra manera, morirían. Sin lo que Matcha conseguía como ladrona y mendiga, el hambre los llevaría a la tumba. Aunque mendigaba a lo largo de todo el día, sólo lograba conseguir minucias. Matcha se vio en la necesidad de recurrir otra vez al galpón de un agricultor para robar arroz. Tenía suficiente suerte de no haber sido captada hasta ahora, aunque había sido ya mucho tiempo, casi todo un año. Era algo extraño. El granjero más cercano a la choza en el “Monte de los Cerezos” era el que había montado La Granja de Sakazaki. Tenía un emprendimiento de tamaño moderado y era dueño de arrozales y campos con otros cultivos. Si ella iba hacia allá desde la choza, siguiendo la línea del ferrocarril, pasando por entre los campos de nabos y otras hojas verdes, llegaba al galpón donde guardaba el arroz detrás del granero principal. Matcha había entrado allí a hurtadillas tantas veces bajo cobertura de la noche para sacar algo de arroz. Cada vez que después miraba en dirección a la granja de Sakazaki, sentía cómo su corazón se encogía. Pensaba que seguramente algún día sería descubierta. Un día sucedería de repente, porque así se tentaban los

espíritus maléficos. Cada vez que iba, una y otra vez que iba, ella sentía que ser ladrona era arriesgarse demasiado. Nunca sabía cuándo cometería un error. Y si lo hiciera, tendría entonces una experiencia más que amarga. Ella había escuchado que el encargado de la granja de Sakazaki era un agricultor de carácter temperamental y tosco. Matcha era consciente de que debía dejar cuanto antes de correr estos riesgos. Si fuera a pasar algo y fuera descubierta, incitaría un lío terrible. Seguramente la obligarían a abandonar la zona o si no sería entregada a la policía. Matcha temía por sobre todas las demás cosas, terminar en manos de la policía. Una atmósfera extraña siempre envolvía la choza. Ella no sabía qué era, pero algo que cautivaba a los abatidos y desesperanzados rodeaba ese sitio. Monstruos tallados por el demonio y capaces de modificar el carácter y el ánimo de las personas, merodeaban la caseta. El hechizo del reino de lo desconocido llamaba como por el sentido del olfato a los que habían quedado descorazonados por la desesperación. Los maléficos atraían a todos los que tenían el corazón vacío. El “Monte de los Cerezos” parecía saturado con los rencores de los muertos, resentimientos profundamente arraigados, acumulados durante mucho tiempo. Aun desde la distancia, toda el área parecía rodeada por una delgada bruma violácea. Como una cinta violeta, bajaba por el costado del monte donde los trozos de carne humana de los suicidas habían caído, cerca de los rieles, allí por donde los trenes los habían atropellado. Al descubrir que un tren había atropellado a alguien, los conductores bajaban la velocidad y sólo proseguían lentamente. Al mismo tiempo, hacían sonar el pitido –bu-u-u– y desde todas las casas cercanas la gente salía corriendo. En caso de un intento fallido, de alguien que había querido suicidarse pero ahora quedaba medio muerto y medio vivo, los que llegaban de las casas vecinas lo cubrían con esteras de paja que tenían por doquier y siempre a mano. –Bajo la estera sigue respirando. Tal vez no haya muerto. –la gente balbuceaba.

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Para aquellos que no lograron matarse, venía una ambulancia que los llevaba al quirófano del hospital, donde se les cosían las heridas y de vez en cuando alguno volvía a la vida. Siempre los aldeanos se preguntaban si alguien que hubiera intentado y fracasado en suicidarse, no volvería a intentar morir tirándose delante del tren. Se podría decir que la muerte por tren era el mayor espectáculo que había. Todo lo relacionado con aquello era lo que más interés generaba. La gente saltaba para ir a la escena, dejando en un instante lo que fuere que estaban haciendo. El primero en descender del tren era siempre el conductor. Se inclinaba, doblando la cintura, para fijarse bajo los vagones. Y era él quien sacaba arrastrando el cuerpo del suicida. Después, entonces, el tren proseguía lentamente hasta la estación. Iba despacio, por más que se trataba de una distancia de sólo diez metros. El “Monte de los Cerezos”, donde estaba con el puente de hierro y también la choza donde ahora vivía Matcha, estaba tan cerca que desde allí se podía ver claramente la plataforma en la estación de tren. La carrocería del tren quedaba roja con los coágulos de sangre, como si hubiera sido forrada con rosas escarlatas. A veces había cabello enroscado en las ruedas. Si bien aquellos que solían ir habitualmente lo veían con ojos indiferentes, se trataba de una visión de lo más espeluznante. A la noche, después de una muerte en la vía férrea, toda el área permanecía extrañamente quieta y silenciosa. Porque la gente entonces sí sentía miedo y evitaba la zona. En medio del ámbito en cuestión, se ubicaba la choza de O-Jī de Kanishi, con lo que era natural que la gente sospechara que O-Jī era un fantasma canoso del inframundo. Los aldeanos nunca se acercaban a ese sitio. De vez en cuando un dedo meñique ensangrentado podía encontrarse en el suelo allí. O-Jī de Kanishi lo levantaría tranquilamente, pero otros saldrían corriendo con los rostros blancos como la tiza. Era por eso mismo que todos lo consideraban un ser extraño. En lo cotidiano, O-Jī vivía casi siempre a punto de la inanición. De vez en cuando, sin embargo, podía manifestar un

aire de mejora. Sin la bebida y la comida que le daba Matcha, seguramente habría muerto ya hacía tiempo. La realidad era que O-Jī decaía. Descendía por la barranca de la vejez en creciente confusión, y cada día era más así. A medida que las células se desplomaban una por una, la vida se le iba cerrando. La pérdida paulatina de fuerzas vitales se podía ver en los cambios que manifestaba su cuerpo a diario; la muerte misma lo había empezado a envolver. En este drenaje físico se mezclaban elementos inconscientes, nunca vistos y desconocidos. Pero la muerte se lo iba a llevar todo de pronto algún día. Sucedía como en las plantas: perdían fuerza y firmeza día tras día, su forma mutaba hasta adquirir la apariencia del protoplasma. Al mismísimo hecho tendrían que resignarse los seres humanos, impotentes al respecto de su condición natural. No había nada tan duro como pelear en contra del envejecer. Era como tener el pecho oprimido por un peso cada vez mayor. Si no existiera el envejecimiento para los seres humanos, todo sería distinto. El ambiente que reinaba en el mundo sería transformado enteramente. La apariencia del viejo de Kanishi cambiaba día a día. De manera evidente, la cruel vejez se le iba acercando implacablemente. Si la alteración en el aspecto de alguien llegara a tal punto extremo, entonces seguro que no faltaría mucho para que la muerte lo hallara. A Matcha esto le infligía un temor particular. La muerte sobre los rieles del tren, eventos que ocurrían ahí nomás en frente de a la choza, le mostraban a la niña cambios repentinos, casi como en las telenovelas, pero la apariencia sepulcral que gradualmente se iba imprimiendo sobre O-Jī era diferente. Era un acercamiento a la muerte progresivo y diariamente más notorio. Difería de aquella expiración que llegaba en un instante cuando arremetía el tren. Presenciar este proceso lentísimo e implacable hacia la muerte, introducía en el corazón de Matcha un miedo tal que se sentía físicamente, como un frío gélido.

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Además Matcha no sabía si O-Jī era un ser del más allá o un hombre de este mundo. Ciertos detalles parecían indicar que era de veras un fantasma. A Matcha le surgían sospechas todos los días. Tal vez fuera alguien que había muerto y luego regresado al mundo de los vivos. Algo en él hacía que Matcha nunca podía confiar plenamente. A veces ella se quedaba observándole la cara con mucho detenimiento; innegablemente lo acompañaba un aire aterrador y extrañamente frío. Ella iba pensando así, pero otros días lo cierto era que el rostro de O-Jī parecía el de un pacífico viejo común y corriente. Entonces el corazón de Matcha estaba en constante confusión. Lo otro cierto era que, cuando ella había venido a visitarlo la primera vez, se sintió atraída por el carácter misterioso de él y del lugar, como si se tratara de una cuestión del destino propio en relación con el más allá. La atrajo el atmósfera, ni se preguntaba a cuál reino pertenecía el viejo, y terminó llevándole los bollos de arroz y consolidando una afinidad con él. No había nada extraño en ese encuentro entre una persona y otra. La falta de amor paternal hizo a esta niña ir corriendo a esa choza. Después, al tomar el lugar como un refugio para escaparse de la locura histérica de su madre, Matcha terminó quedándose en la choza. Allí sentía algo de consuelo a pesar de haber nacido en circunstancias tan infelices. Una pequeña parte de un terreno espiritual le había sido concedido a Matcha, para que ella pudiera seguir adelante. El destino se lo había indicado. Si su propia casa familiar fuera un contexto adecuado para su vida, la niña jamás habría tenido necesidad de afincarse en un sitio como la choza de O-Jī. En lugar del amor paternal que nunca recibió, Matcha eligió acercarse a O-Jī de Kanishi. Pero luego sufrió aquella consecuencia que jamás había esperado, y con la desgracia de un embarazo no querido, fue echada permanentemente de su casa familiar. Fue el destino que hizo que ella se transformara en el tipo

de persona que ahora era. Matcha creía firmemente en ello todavía. Sí, para ocupar el lugar del amor paternal que le faltaba, ella había tomado a O-Jī de Kanishi como figura de padre. De esta manera, el destino la miraba con desdén. El sol del atardecer bajaba sobre el río Susuki; rayos de luz relumbraban sobre la superficie del agua, y la corriente absorbía la luz. Cada destello se detenía en la punta de una pequeña ola, para luego ser llevado, echado abajo, y generalmente perder entonces su brillo. Matcha estaba parada al lado del río con una olla para lavar, pero le afligía tanto su soledad que quería suicidarse. A esa hora, cuando la puesta del sol envolvía todo lo que había por allí, el corazón de Matcha descendía hacia una profundidad que parecía tan infinita como oscura. La torturaba de manera insistente la tentación de suicidarse. En sus cavilaciones, en vez de hacer como las muchas personas que se habían matado tirándose delante de los trenes, una manera tan cruenta de morir, la de Matcha sería más tranquila, y entonces ella podría abandonar la vida con mayor serenidad como si no pasara nada. Sin embargo, tal opción tan bella para morir era casi imposible realizar allí, por más que ella lo intentara. No había otro modo salvo aquel tan dramático y espectacular, bajo las ruedas del tren. Era imposible negar que Matcha estuviera siempre en una proximidad peligrosa con la muerte. Utilizando el escenario de peligro que tenia siempre cerca, Matcha podía superarlo, pero ¿a qué llegaría? Ella quería saberlo. Aún a pesar de padecer síntomas manifiestos de la enfermedad que la alienaba de la gente a su alrededor, podía mantener la llama encendida. Pero lo que más la movía a Matcha ahora no era otra cosa salvo la esperanza de morir. En el fondo de su corazón, lo que perduraba, lo que lograba ir más allá de la delgada capa de la superficie era la fuerte esperanza de morir. La muerte: no había nada salvo la muerte que le diera sosiego al alma. La muerte: ella no conocía nada que pudiera

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generarle más ternura y tranquilidad. La muerte: no había, para el corazón, nada así, tan dulce como un sueño profundo. Sí, Matcha vivía pero todo el tiempo, en un nivel por debajo de la superficie de su corazón, estaba pensando en la muerte. La concebía como el terreno de descanso final, y le tenía un lugar reservado. Su anhelo por morir se iba profundizando. El motivo era que Matcha ya no tenía esperanza o apego respecto de vivir. Quería truncar su vida, darle fin del modo más importante y más breve. Así fue que cuanto más pensaba en ello más expansiva se hacía la idea, tal cual lo haría una esperanza. Su concepción ardiente, bien ardiente en relación a la muerte iba agrandándose. Matcha pensaba continuamente en ello, había pensado en la muerte desde que nació, día tras día, desde la mañana y hasta la noche. Jamás dejaba de pensar en la muerte. No sabía por qué. Un deseo incontrolable de morir… El deseo de la muerte, que ella no quería que le faltara ni por un solo día, ¿de dónde surgía? Matcha era demasiado solitaria. La fuerza ascendiente de la soledad ejercía una influencia constante, o incluso excesiva. Así como el resplandor crepuscular debía ir atenuándose sobre la superficie del río, ella anhelaba la muerte de alguna forma. O si no, era tan caliente como un fulgor al rojo vivo que encandilaba. El modo en el que este profundo apego a la muerte le presionaba, ¿en qué parte de su cuerpo debía ella enterrarlo? Matcha disponía su cuerpo en la quietud de la muerte que a su vez la sujetaba. Se cerraba los ojos. La sangre, que en su cuerpo circulaba con calor vital, ahora parecía disminuir como la marea retirándose hacia otra parte. Era la sublimación de la muerte que jamás desistiría de mezclarse con el cuerpo vivo: ni bien pensaba en la muerte, por el esfuerzo en la mente, ya se derretían los dos, fusionándose el uno con el otro. Entonces el corazón de Matcha entraba en un estado de semi-sueño. La muerte era el pionero de su vida. No sería demasiado decir que Matcha había sabido esto siempre, desde que tenía memoria.

La muerte, la muerte. ¿Qué es la muerte? Matcha pensaba en esto cada día mientras enjuagaba el arroz. La vida era demasiado severa, y Matcha no tenía respuesta para ofrecer ante esa condición. Cuanto más vivía, más se mezclaba con la suciedad del mundo; ya se estaba estropeando. Cuanto más vivía, más sucia y estropeada se volvía. Robaba arroz, se hizo mendiga, era detestada y todos los días se ponía en peligro.

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Una noche de nuevo Matcha salió a robar arroz, a pesar del peligro, a pesar de no querer hacerlo, pero porque era una inevitable necesidad. Fue a la granja de Sakazaki donde siempre conseguía sacar algo de provisiones. Entró al galpón por la puerta del costado y mientras estaba sacando granos del bolso de yute y pasándolos a su delantal, de repente emergió un hombre desde las sombras. Desde hacía un año y medio venía ella a robar allí, pero era la primera vez que pasaba esto. El hombre parecía haber estado esperándola. Matcha se sobresaltó con un terror horrible. Pensaba que la iba a matar, tan frágil era su estabilidad mental. Sentía que el corazón casi le salía por la boca. El hombre le dio una cachetada fuerte para amenazarla y hacerle acobardarse. La mejilla de Matcha ardía. En voz baja le dijo: –¿Qué haces aquí? No habló con un tono demasiado fuerte. Ella entendió en un segundo que él no quería ser descubierto por las familias de los trabajadores que vivían ahí cerca en la propiedad. Este tipo había estado aguardándola, tenía algún motivo propio. Y de repente el hombre le puso la mano sobre el delantal de Matcha; le agarró del cinturón. Con eso entonces Matcha ni siquiera podía salir corriendo. Se sentía como atada de pies y manos. –Robas arroz de esto tipo de lugar. Si te entrego a la policía, tendrás una experiencia durísima. Pero si me escuchas, me quedaré con el secreto. –así le amenazó el hombre, y después le quitó la ropa andrajosa. Matcha sabía lo que él quería hacer.

Los propósitos de los hombres en relación con las mujeres eran siempre de este nivel. El hombre le sacó la ropa interior de Matcha y ordenó con un gesto de la mano que se acostara sobre las maderas del piso. Ella se tumbó en contra de su voluntad. Tenía miedo. Tanto O-Jī como éste eran el mismo tipo de gente. El hombre se sacó el pantalón y se echó encima de Matcha. Puso su cosa en la vagina de Matcha, moviéndose adentro y luego afuera moviéndose arriba y abajo hasta que de repente dijo: –U-u-u –con cara de alguien que se desmayaba, aunque sacudía y apretaba el cuerpo de Matcha con una fuerza intensa. Entonces, de la cosa en su entrepierna una tremenda cantidad de semen salió a chorro. Se derramaba por sobre la entrepierna de Matcha y se mezclaba con los granos de arroz desparramados sobre las maderas del piso. El arroz en el piso, mezclado con el líquido blanco pegajoso y liso y viscoso, terminó empapado. Matcha estaba alterada porque había ido para robar arroz y fue violada por el encargado de la granja. Además era tan amenazador que ella ni pudo encontrar el instante para escaparse. Cuando un hombre se aprovechaba de la debilidad de una mujer, siempre lo hacía por sexo. Matcha no podía hablar; se quedaba en el piso, sin hacer nada. El hombre, de mediana edad, había actuado con tan violencia que la vagina de Matcha quedó muy dolida y ella notaba que le salía sangre. Tal vez a este tipo le gustaba tener sexo con las que eran todavía niñas, como si fuera su afición. Un mosquito le picó a Matcha. El hombre dijo, como en una escupida: –Ya está. Se puso el pantalón y rápidamente salió sin mirar para atrás. Matcha se sentía tan arrepentida, lloraba sola al lado del bolso de arroz. Grandes lágrimas como gotas le salían y no paraban. No por estar sufriendo una amarga desilusión, robó tal cantidad de arroz que llenaba el delantal al máximo.

Cuando salió afuera, la luna brillante estaba en el cielo de verano temprano e iluminaba la figura de la niña. Entre la cresta de la cordillera y el cielo, había un resplandor crepuscular de la puesta del sol todavía restante. Ella observaba que el cielo había sido tan luminoso y extremadamente azulino aun para los ojos nocturnos. Matcha siempre recordaría esta noche con tristeza. En definitiva, era poco razonable que una mujer hiciera de ladrona. Lo que fuere que intentaba, todo le salía mal. Lo que fuere que hacía, seguía pobre. Lo que fuere que hacía, tenía hambre. Siempre no había nada. Sin embargo, no podía hacer nada, sólo iba a ser más difícil todavía. Matcha se arrepentía hasta de haber nacido. Pensaba fuertemente en cuánto la pobreza le oprimía el corazón. Y siempre daba pérdida haber nacido mujer. En fin, siempre le apuntarían a la vagina. El riesgo de andar como ladrona o mendiga entre hombres era que tenía la vagina sin defensa, y para colmo si las cosas iban mal, podría tener un bebé como consecuencia. Para Matcha no había guardián para nada, por más que el contexto hacía que lo necesitara. Una niña creciendo todavía, y ni siquiera existía un solo guardián para ella. En cambio, hombres malévolos había montones que iban y venían cerca suyo en este mundo. Matcha no tenía ningún aliado. Para que Matcha llegara a poder protegerse por sí sola y prevenir que otros la lastimaran, le faltaban todavía unos cuantos años. Hasta que llegara ese momento, entre la actualidad y ese futuro, ella estaría atormentada por los hombres pérfidos. Aun así, ella no podía rescindir de repente el modo de vida que tenía por el momento. Por más difícil que fuere, era la única manera de vivir que había encontrado. Era demasiado joven para prostituirse. Todavía tan niña, la tratarían como una idiota, y no ganaría dinero. También era demasiado joven para encontrar a un hombre viable y casarse. Y para salir a trabajar, tener que cargar el bebé en la espalda lo hacía ineficaz.

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Todo terminaba a la mitad de su potencial. En síntesis era demasiado joven. Si no tuviera el bebé, podría encontrar un lugar de empleo en algún lado. Pero las cosas no habían ido como ella hubiera querido. El pequeño diablo lloraba sin cesar sobre su espalda. A veces dejaba al bebé con O-Jī de Kanishi e iba a lavar las cosas, pero no podía confiar en el anciano en cuanto a dejar el bebé bajo su cuidado por mucho tiempo. Cuando ella salía en público, los adultos al verla con el bebé de inmediato la trataban con desdén. Era demasiado triste. No había ninguna persona bondadosa en toda la comunidad. Incluso si ella iba al monje del templo para consultarle, por ser sólo una niña, enseguida se aprovecharía de ella. Si consultaba con el maestro del colegio, la vería como una niña de mala conducta y la mandaría a un reformatorio donde recibiría tratamiento cruel. Quería decir que cualquier consulta daría el resultado opuesto a sus intenciones. Además ella siempre sentía hambre. Tener que sufrir el hambre constantemente, ¿no había nada que podía hacer al respecto? Por cuanto estas circunstancias duraban, ella necesitaría robar, entrar a hurtadillas, escabullirse, mendigar. Esto era lo que más le hacía sufrir. Ella quería tener un trabajo decente. Quería llegar a la adultez lo más rápido posible. Lo difícil para Matcha era su edad; siendo una menor no podría acceder a un sueldo. Matcha se devanaba los sesos pensando en distintas opciones, y terminaba por impacientarse. En verano podían arreglárselas, pero para el invierno ella sólo tenía dos frazadas. El bebé gritaba por el frío. Una vez, como reacción inconsciente, ella le dio una cachetada. Entonces los gritos se volvieron aun más fuertes. O-Jī se despertó. Era una situación desastrosa. Con un trapo andrajoso, intentó armar un pañal, aunque fuere sólo por una cuestión de guardar las formas. Se lo puso al bebé pero lo ensució de inmediato. Envició el aire en la choza pequeña, y el olor penetrante a excremento hacía que fuere difícil respirar. En invierno Matcha llevaba los dos ó tres pañales improvisados para lavar a orillas del río, y el agua era tan fría

que sentía que se le cortaba la piel de las manos. Tampoco había dónde secar los pañales. Tenía que estirarlos por encima del techo de la choza, y terminaban congelados, tanto que hacían crujidos cuando los bajaba; estaban arruinados. No tenía otra cosa como pañales. Matcha se sentía arrinconada, sin recursos. Mirando alrededor del ambiente pobre; no había siquiera un trapo, entonces no tuvo otra opción que tomar el saco de un hombre que se había suicidado y rasgarlo para poner un cuadrado de tela en la entrepierna del bebé. O-Jī no ayudaba con el cuidado del bebé para nada. Ni siquiera traía comida de afuera. Matcha tenía que salir a buscar alimento. O-Jī era lisiado y rengueaba, entonces no podía caminar tan libremente como hubiera querido. No obstante todo eso, el invierno en Shinano era hermoso. La vista panorámica de la nieve color blanco plateado acumulada, bajo el brillo del sol de la mañana. Las crestas de las montañas, con sus bordes teñidos de violeta. Los bosques de los cedros y los otros árboles en las montañas tenían las ramas engalanadas con abundante nieve, y aun desde la distancia parecía un pergamino pintado con matices plateados. Se asomaba el sol matutino desde atrás y hacía la nieve brillar y lanzar rayos de luz resplandecientes. Los rayos se disgregaban en billones de destellos que parecían quedar incrustados en las diversas facetas de la cordillera. Pronto el cielo celeste se hacía más azulino, y aquel azul llegó a ser ilimitado, parecía haber luces fijadas en aquel azul como en las profundidades del universo. El verano allí era tan bonito como podía ser un verano. Las nubes blancas que pasaban por el cielo se deslizaban por la superficie de los arroyos con serenidad y las escamas de los pequeños peces centelleaban bajo el sol. Las nubes rechonchas se desplazaban y removían el gran cielo como la flor del hibisco abriéndose con amplitud. En otoño se perfilaba lo otoñal esencial: las capas de las montañas de la cordillera se cubrían con hilos de dorado y de plateado. Las hojas rojas de los árboles parecían laqueadas, y un rojo tan rojo hasta casi hacer doler los ojos cubría las montañas.

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Otros árboles tenían hojas que se tornaba amarillas. Continuamente se revaloraba el sentido del color cuando se ponía el sol detrás de las montañas del oeste, cada instante una vista de belleza sin precio. En primavera, los cerezos florecían año tras año y la lluvia de los pétalos de las flores de cerezo caía como si fuera infinita. Al caminar debajo de aquellos árboles uno sentía los pétalos caer muy ligeramente sobre el rostro. Matcha se arrepentía de que en este escenario tan hermoso no le fuera posible vivir sin tener que robar arroz o nabos, deambular mendigando, pidiéndoles a los otros compasión y algo regalado para poder hacer aunque fuera un poco de sopa aguachenta de arroz. La naturaleza no envejecía. Se encargaba de las cuatro estaciones, y la primavera, el verano, el otoño y el invierno hacían un círculo, desarrollándose cada una con la mayor belleza posible. En contraste, ¿por qué eran los seres humanos tan estúpidos en la vida? El único padre de Matcha –enganchado en un decepcionante juego de extorsión y engaños, apretado por un mafioso, acorralado por las consecuencias previsibles pero inevitables– fue impulsado hacia el suicidio. Y su único hermano se volvió autista a causa de la histeria corrosiva de la madre, y por esa enfermedad nerviosa y la hipersensibilidad que lo acompañaba el niño se encerró en la habitación y se quedó allí. La madre estaba furiosa porque la hija, aunque traicionada por un hombre, había tenido un bebé, y por eso la echó de la casa sin importarle que entonces la dejara sin lugar dónde dirigirse. La niña se quedó sin palabras por la dificultad de vivir en este mundo, de veras era tan difícil que parecía una traición a la belleza de las cuatro estaciones de la naturaleza. Ante la hermosura de la gran naturaleza que parecía bordada con hilos de oro y de plata, el corazón de Matcha estaba tan quebrantado y harapiento que intentar arreglarlo con todos los trapos que existían no sería suficiente. Por más que deseara remendar la costura reventada de su corazón, no tenía ni aguja ni hilo. Matcha carecía de palabras para expresar lo que eran esos días. Hasta incluso para llorar le faltaba; sus decepciones habían

llegado a tal punto que excedían la posibilidad de derramar siquiera una lágrima. Matcha estaba en lo más profundo de la desesperación. Todo lo que veía, todo lo que escuchaba le resultaba penoso y deprimente. Ella misma se resultaba casi insoportable porque la invadía cada vez más aquella sensación de enajenante alejamiento de las personas y los objetos de su alrededor. Por mucho que lo pensaba, ningún recurso se le ocurría a la joven Matcha. El hecho de no poder dar con alguna solución, ¿era porque no era adulta todavía? ¿Si fuera mayor de edad, le vendrían más ideas a la mente? Hasta que llegara a ser más grande, tampoco sabría la respuesta a esa pregunta. Cómo vivir hoy y mañana, eso era el problema con el que tenía que lidiar Matcha. Descendió al nivel de una ladrona sin haberlo esperado; robaba cosas de la granja cercana, entraba al galpón de granos y sacaba arroz de ahí; había sido descubierta, entonces fue violada, y debía ahora ir a golpear en los portones de otros aldeanos para pedir limosnas. Matcha pensaba en un periodo a futuro cuando, una vez que habría llegado a ser adulta, se dedicara a trabajar en el área de asistencia social porque quería rescatar a los pobres y desafortunados. Pero era sólo un sueño. Por el momento ella misma corría peligro de morir desnutrida. Matcha no era un caso único. Durante la primera parte del período Shōwa, entre 1926 y 1989, el mundo entero sufría por una gran recesión y había mucha gente que se sentía tan desesperada que se inclinaban a suicidarse. Era por eso que las muertes sobre las vías del tren, sucesos en los que O-Jī asistía, eran tan numerosas. Además todos venían a verlo porque entre los desesperados se comentaba lo que él hacía. En fin, claramente se trataba de circunstancias de vida que a muchos les resultaban difíciles de superar. En todas partes del mundo había montones de personas que tenían dificultades para sobrevivir. Muchos carecían de viviendas o tenían que amontonarse en un mismo espacio estrecho. Eran personas de las clases bajas. Cuando el mundo

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cayó en recesión, fue esa la gente que experimentó los mayores problemas. Ellos fueron los que recibieron el golpe azaroso que los dejó en la peor miseria de inmediato. Si querían trabajar, no había fuente de empleo. Donde quisieran buscar algún recurso, sólo veían más pobres juntándose, expandiendo una clase baja cada vez más populosa. No había salida. De esta manera el corazón gradualmente se iba inclinando hacia el pensamiento de que la muerte quizás fuera mejor. Sí, ese pensamiento se instalaba en un rincón del corazón y entonces iba creciendo. Por mucho que analizaba la situación, no aparecían ideas positivas. La gente seguía buscándolo a O-Jī Kanishi para consultarle como atraídos por un imán. Aun si O-Jī era un ser viviente de este mundo, su respuesta a las consultas siempre se decidía por la negativa. No tenía mucho que decirles, sólo que podían suicidarse con su ayuda y ahí nomás, detrás de la choza, y que debían afrontar la muerte con decisión y de inmediato, sin titubeos sino con toda la confianza de obtener un resultado exitoso. Eso era todo lo que tenía para decirles. Pero con su pasión lograba hacer más: los exhortaba morir. Obviamente consideraba que hacía todo esto con la intención de ayudar a la gente. Sostenía ese pensamiento, que en realidad era su más firme convicción: respecto de aquellos que ya estaban en las últimas y no sabían qué más hacer, él haría morir cuántos podía. ¿Cuántos había que fueron impulsados por la pasión de OJī, o que se aferraron al tipo de ayuda que él ofrecía? A O-Jī le brillaban los ojos siempre que encontraba a alguien hundido en la desesperación. Y eso tenía su sentido. Matcha también quería morir. Cada día su corazón estaba más y más miserable. Porque no tenía buenas expectativas para el futuro. En absoluto. Vivir día tras día, llegar a ser adulta, envejecer, y entonces ¿qué? En un mundo de sentimientos tan ensombrecidos, había tan pocas personas con un espíritu de conmiseración. En una

tendencia de continuar arrastrando la decadencia del período Taishō de 1912 al 1926, aún se seguía cantando una letra tan pesimista como “Soy las cortaderas muertas en el lecho seco del río”. La atmósfera decaída se expandía en todas las ciudades y hasta en cada rincón de las pequeñas aldeas también. Porque en esa época todo el mundo vivía la recesión. En los Estados Unidos de América la Wall Street fue el origen de todo aquello. Muchos bancos norteamericanos quebraron. Era Wall Street en Nueva York que había arrastrado hacia abajo los mercados bursátiles del mundo. Aquel mercado derrumbó y generó un caos extremo con una gran recesión. Y la secuela provocó el mismo efecto en el resto del mundo. A Japón también le llegaron fuertes consecuencias. Por eso había muchísimos desempleados en Japón. El número de suicidas trepó a cifras muy altas. Muchos se hundieron en niveles marcados de pobreza, a tal punto de no poder sobrevivir. Muchos niños carecían de alimentación básica, muchos no podían llevar siquiera un bocado al colegio para comer durante el mediodía.

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A diez minutos del “Monte de los Cerezos” en dirección hacia la capital Tokio, lo que significaba que quedaba en el lado de la estación opuesto al de la choza de O-Jī, había una pequeña instalación llamada la “Casita de Ayuda Popular”, emprendimiento de un tal Doctor Kurata. Allí se encerraba a los enfermos mentales que no podían comer; un enrejado cubría la ventana para que no se escaparan. En caso de emergencia, si las personas no tenían para comer y se volvían locas, entonces serían llevados a lo de Kurata. En general se tenía miedo de terminar en ese sitio porque perderían por siempre su libertad. Entrar allí sería el último paso que darían. Adentro había solamente locos. Tiraban el arroz desde la ventana. Era como un nido de gatos y perros. El sitio estaba rodeado por una maraña de bambúes de poca altura, parecía tal cual el infierno. Desde una distancia de cien metros, se podían oír aullidos. Era el fin del mundo.

La gente decía que no quería ir a la “Casita de Ayuda Popular” de Kurata, aunque tuviera las más tremendas dificultades. Los niños que pasaban por ahí cerca, levantaban piedritas y las tiraban a la ventana, luego salían corriendo. Era un asilo como un callejón sin salida, y todos sabían que era así. La operaba un sólo psiquiatra, invirtiendo escasos recursos. Si uno iba, había algo de comida, eso sí. Los internados podían comer pero no tenían nada de libertad. Porque estaban metidos en una jaula. Se trataba de una jaula en la que todos los internados vivían juntos en condiciones de extrema miseria. Enfermos mentales que no tenían familia que los fuera a buscar, o ancianos seniles cuyos parientes no los querían cerca. También había algunos muy locos que siempre hacían mucho ruido. Todos eran personas que no tenían a nadie que los fuera a buscar. Ninguna persona normal querría acercarse a la “Casita de Ayuda Popular” de Kurata. Tenía una suerte de poder mágico que la gente sentía, como una tracción que intentaba llevarse la gente a su umbral, un poder que nadie sabía definir. Tampoco cambiaban las actitudes según época o circunstancias: por más que uno estuviera pobre y no encontrara mucho para subsistir, nunca querría probar con ir a la “Casita de Ayuda Popular” de Kurata. Y el rumor fomentaba más rumores. Se decía que en “Casita de Ayuda Popular” se estaba pegando a los pacientes y a los ancianos con un palo de madera. Por el enrejado de hierro, se veía a la gente comportándose de manera violenta. Decían que no era fuera de lo común que los pacientes recibieran golpes con palos. Agregaron que una vez un paciente de cuarenta y seis años que no podía tolerar la tortura física rompió la ventana y salió corriendo hacia el ferrocarril y se mató tirándose delante del tren. Al escuchar este tipo de historias todo el tiempo, la gente tenía miedo del lugar. Era natural entonces que nadie quisiera acercarse. Matcha tenía terror de caer metida en la “Casita de Ayuda Popular” de Kurata. Era comprensible que ella mantendría una prudente distancia. Si fueran a capturarla, ya que era innegable que su condición era similar a la de los internados, seguro que

la mantendrían adentro. Por eso era sumamente peligroso para ella acercarse. Escuchó que, una vez adentro, nunca más se salía. Recibir palizas o ser tratada como alguien muerto en vida, a Matcha todo eso le daba terror. No quería que los demás supieran que su modo de vivir era como el de una persona loca. No podía saber cuándo alguien informaría de manera secreta a Kurata para que la llevara a su “Casita”. Internada, recibiría por la ventana enrejada una comida tres veces al día pero no saldría nunca más y se volvería verdaderamente loca en la celda compartida con los otros prisioneros. Toda la gente allí estaba o loca o a un paso de estarlo. Las personas normales se estremecían al sólo escuchar el nombre de aquella institución en una casucha. Si un niño no les hiciera caso a los padres o lloraba demasiado, entonces le decían: –Ojo, que te mandaremos a la “Casita de Ayuda Popular” del doctor Kurata. –Y entonces el niño dejaba de causar problemas en seguida. Y más allá de eso también, los adultos susurraban relatos acerca de “Kurata” sin saber bien si eran del todo la verdad. Todas las historias resultaban pasmosas. Excedían por mucho los límites de lo imaginable. La imaginación se retroalimentaba y así daba lugar a todavía más fantasía. Sin embargo, también había experiencia concreta, porque en este valle la mayoría de las personas locas realmente habían sido encargadas a Kurata y su “Casita de Ayuda Popular”. Si alguien en la aldea enloquecía y hacía mucho escándalo, venía enseguida la ambulancia de la “Casita de Ayuda Popular”. Y se lo llevaba. Matcha y O-Jī Kanishi y otros como los que habían ido a parar en la institución de Kurata, debían tener mucho cuidado porque nunca podían estar seguros de no ser de repente llevados a la estación de policía. Matcha tenía mucho miedo de eso. Sobre todo ahora que la apariencia de O-Jī realmente parecía la de alguien típico de ser enviado a lo de “Kurata”. Había que considerarlo una cuestión de muy buena suerte que todavía no hubiera sido llevado.

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En ese entorno, todos los que no eran capaces de alimentarse y todos los locos serían enviados a “Kurata”, y nunca volverían a salir. La realidad era que aterraba más que salieran a que se quedaran adentro. Se lo llamaba un asilo –ese rótulo estaba bien para las apariencias, caía bien decir que era “una casa para ayudar” a aquellos que ya no podían cuidarse por sí solos. Pero en realidad ir allí equivalía al fin de la vida. Era la última jaula donde estaban las personas pobres, locas o simplemente para aquellos que se derrumbaban abatidos y no podían levantarse de nuevo. La choza de O-Jī de Kanishi donde se buscaba ayuda para suicidarse y la “Casita de Ayuda Popular” de Kurata estaban a poca distancia, una de la otra. La gente podía elegir libremente entre ellos. Lo de Kurata, un hospital psiquiátrico, era un asilo para los fracasados de la vida, donde servían tres comidas pésimas todos los días. Y la choza de O-Jī que era el punto final de la vida. De cualquier manera, ninguno ofrecía la oportunidad de un destino feliz. El hecho de que tanta gente llegara a ambos lugares indicaba cuán empobrecida estaba la sociedad. En esa época toda la sociedad en general vivía las presiones y la recesión, así que no había nada que se pudiera hacer al respecto. Había tantas mujeres que se casaban para luego sólo tener una vida de tristezas. Gente triste y desconsolada había por todos lados. Había mujeres que se casaban y terminaban atormentadas por su entorno, por sus suegros. Habían percibido que iban a tener que trabajar como animales, e intentaban huir de eso al casarse. Pero el matrimonio sólo significaba entrar en otra suerte de empleo. Desde la casa familiar de origen, la meta de alguna manera era reducir la cantidad de bocas que necesitaban comer. Todos sentían una incómoda presión si tenían hijas en edad apropiada para casarse pero que quedaban ociosas en su casa familiar. Por eso, los padres siempre apuraban a sus hijas a casarse lo antes posible. Pero una vez llegada al nuevo hogar, las que llorarían por cuán difícil era la vida serían entonces esas hijas recién casadas. No obstante, era mejor que la otra opción, la de ser vendida a un emprendimiento de geisha.

Era un mundo oscuro. Ciertamente la época estaba llena de oscuridades. Y justo entonces Japón entró en guerra. Habría que aclarar que era la gente de las clases más bajas la que tuvo que vivir estas situaciones oscuras de desdicha y miseria. Que para esos años las fuerzas armadas japonesas invadieron China sólo hizo que el mundo que vivía el pueblo fuera aún más oscuro. Matcha experimentaba los días más deprimentes concebibles. Vivía aterrada de que en cualquier momento alguien habría enviado sus datos a la “Casita de Ayuda Popular” de Kurata. Persistir con actividades horribles como robar y mendigar sólo porque de ese modo conseguir la mínima libertad de vivir en una choza. Ésa era sólo una libertad cuando no tenía que ir a un infierno como aquél. Pero de veras era mucho mejor sentirse humano; Matcha estaba consciente de ser libre. Nada de su vida le daba felicidad, pero sí que tenía ese fragmento de libertad, y por eso estaba realmente agradecida a dios. Ser forzada a quedarse confinada por siempre, repetir las mismas acciones todos los días, y después recibir palizas también –eso sí que le parecía imposible. Lo tenía bien claro y comprendido. Si pensaba en la idea de elegir entre sus circunstancias actuales o ponerse bajo cuidado de Kurata, con firmeza prefería ser ladrona y mendiga. Los internados que habían sido forzados a ingresar en lo de Kurata se hicieron más violentos en reacción a tanta miseria. Cuando una vez un granjero pasó y echó un vistazo por la ventana, un residente sacó la mano rápidamente desde detrás del enrejado y le rasguñó con bastante severidad la cara. El rostro del granjero sangraba. Dentro de la “Casita” de Kurata los ánimos de los pacientes se suprimían excesivamente, ni siquiera podían moverse con libertad. Se decía que había allí gente verdaderamente psicótica por lo que cualquier persona mentalmente sana que fuera a internarse allí también terminaría con los nervios destrozados. Cuando la gente pasaba por la institución de Kurata

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escuchaban tanto ruido por las voces que clamaban “¡Sáquenme de aquí!” o “¡Quiero salir!” Se decía que los aldeanos simplemente no querían escuchar esas voces y que tomaban caminos con más vueltas sólo para evitar el lugar. Matcha se dirigía a la estación siempre que se sentía deprimida. En la estación había mucha gente diferente; a la niña le parecía un sitio magnífico. Cuando quería ver algo lindo, iba a la estación. En la plataforma, cuando el tren arribaba de Tokio, bajaban muchas personas que tenían un estilo bien urbano. Si ella les molestaba un poco pidiendo limosnas, podía conseguir suficiente efectivo para el día. El hall estaba siempre atestado de gente, y ruidoso con las llegadas y las partidas del tren y sus pasajeros. Sentada en la sala de espera de la estación, Matcha pensaba que algún día del futuro podría quizás ir a Tokio ella misma también. Era un lugar al que ella querría ir alguna vez. La gente en la aldea siempre comentaba que querrían ir a Tokio. Aquel lugar llamado Tokio, ¿será tan maravilloso? Matcha no sabía qué tipo de lugar era en realidad. Sentada en la estación escuchando todo lo que decía la mucha gente que circulaba por ahí, Matcha escuchaba unas cuantas cosas acerca del mundo y empezó a comprender ciertos aspectos un poco mejor. Muchos rumores le llegaban al oído. Algunos se trataban sobre informaciones que le resultaban novedosas y le asombraban. Eran cosas que decían las personas que regresaban luego de haber estado en Tokio. De vez en cuando, había algo que estas personas se olvidaban en la estación. Matcha lo levantaba rápidamente y se lo llevaba de vuelta a la choza. Había sandalias de yute, papel tisú, hasta incluso bocados dulces “anpan”, algo bien difícil de encontrar en esos tiempos magros, pero que evidentemente traían como souvenir de Tokio. En una masa de pan tipo occidental, se escondía un tesoro de la mermelada japonesa hecho de porotos y azúcar. Una exquisitez así no se hallaba en esa zona rural. La estación era el único lugar donde el corazón de Matcha

encontraba algo de consuelo. El tren que iba y venía de Tokio era un servicio lento, que tardaba seis horas en llegar. La estación siempre estaba en un estado de ebullición con las tantas personas que venían a recibir o despedir a los viajeros. Sobre la pared de la estación había un cuadro que representaba el paisaje montañoso, y eso le daba al ambiente allí un estilo elegante y a la moda. Era el único lugar así diferente. De allí a unos mil metros, se encontraba el sitio famoso por los frecuentes suicidios, pero parecía inconcebible dada la alegría de la gente que iba y venía en aquella estación tan placentera. A Matcha le brillaban los ojos mientras se quedaba sentada en el banco de la sala de espera. Las palabras que le llegaban al oído, algunas pronunciadas con el acento tokiota, le permitían recolectar noticias diversas. Sin embargo, por más que estaba contenta de ver y escuchar muchas cosas, la idea de ir a Tokio ella misma le parecía el máximo sueño. Ella no podía hacer una vida adecuada aquí en el campo, pero ir a Tokio, vivir en Tokio parecía imposible siquiera como un pensamiento. Ella quería ir a un lugar donde nunca había estado antes. Allí en esa zona rural, Matcha se estaba dañando demasiado. Se vio forzada a hacerse ladrona, mendiga, a entrar a hurtadillas para sacar algunos vegetales de las granjas, incluso a entrar en un galpón para sacar algo de arroz donde fue violada por el encargado del emprendimiento… Sí, incluso aquel hombre en quien confiaba, O-Jī de Kanishi, le había traicionado y como resultado ella tuvo a un bebé y terminó echada de su casa familiar por su propia madre, echada afuera, para vivir en el campo abierto donde todo, mirase donde mirase, estaba cubierto por barro. Matcha no podía tolerar vivir su futuro aquí. Era, en cambio, su pequeño placer venir al menos a la estación. Lo hacía a menudo, venía y miraba a esas personas del tipo que ella nunca había visto antes, o se quedaba inmersa en las noticias que se escuchaban en el ambiente y así intentaba captar algo de información y datos que servirían para cultivarse. La gente que llegaba o partía en los trenes no llevaba

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expresiones tan oscuras como las personas que venían a la choza queriendo suicidarse. Esta gente tenía el aspecto de estar ocupada con actividades positivas. Andaba con propósitos normales que atender. Matcha pensaba en eso y les envidiaba. Cuando los examinaba, notaba cuán linda era incluso la ropa que vestían, todas las pertenencias suyas eran evidentemente mejores. Aunque fuere que usaban justo sus mejores prendas para el viaje. Matcha se sentía avergonzada de sí misma cuando miraba a su alrededor en ese contexto. Para venir a la estación siempre se ponía lo más limpio y prolijo que tenía. Si vestía algo demasiado harapiento, generaría duda en los demás. Al reflexionar sobre sus motivaciones por venir tanto a la estación, se daba cuenta de que lo que quería era que alguien le regalara algo. Cuando estaba sentada en un banco en la estación, una madre le decía a su hijo: –Dale un dulce a la pobre mendiga. El niño le dio un palito azucarado. De otro grupo le dieron una moneda de cincuenta sen. Matcha se mantenía bien activa y positiva. Mostraba su bol a una señora que estaba sola, y le preguntó si podía prescindir de algo que no necesitara más. La señora se sobresaltó al enterarse de que Matcha era mendiga, y de su billetera sacó cinco yens para darle. Cinco yens en aquel entonces era una suma bastante apreciable. Matcha estaba siempre en movimiento, no se quedaba sentada. Cuando la gente se acercaba a la ventanilla para comprar su pasaje, ella se aproximaba y les pedía algún dinero. Lograba obtener la máxima cantidad en aquellos momentos cuando un tren llegaba y hacía su breve parada. ¿Venían las personas de Tokio hasta allí para visitar a conocidos suyos que residían en el campo? Lo que ellos vestían era más refinado que la ropa que su usaban allí, y también los de la ciudad eran más generosos. Daban limosnas menos mezquinas que los lugareños. Matcha pensaba en que quería ir aunque fuere una sola vez a Tokio, y empujaba entre la gente amontonada hasta quedar

parada como anónimamente entre los que tenían el acento tokiota. Matcha había decidido que siempre cuando venía a la estación, dejaba el bebé con O-Jī. Quería poder moverse con agilidad. Además para una niña como lo era todavía Matcha, el bebé ya pesaba demasiado. Matcha se detenía en el hecho de odiar al bebé tan intensamente. Si ese bebé no hubiera nacido, su madre no la habría echado a los golpes de la casa. Para peor, Matcha no sabía cómo criar a un bebé, entonces toda la situación le resultaba deprimente y sombría. No tenía comida suficiente para ella misma, por supuesto que tampoco para una criatura. Por eso no podía pensar claramente cómo hacer para seguir adelante. Cuando pensaba en el futuro, veía todo oscuro. Si se deshacía del bebé, alguien podría descubrir el hecho; correrían los rumores y entonces ahí sí, realmente terminaría en la estación de la policía. El amor materno –Matcha no tenía idea de qué se trataba, ignoraba incluso por dónde debía comenzar para comprender lo que era. No sabía qué hacer con el bebé. Ya había llegado a la sensación de que le iba a ser imposible, y pasada esa instancia se había rendido. Deseaba no haber tenido el bebé. Además era un bebé cuyo padre no se conocía, por ser una de esas personas que habían arruinado su vida y muerto por voluntad propia. O era el bebé de O-Jī de Kanishi, quien tenía un cuerpo tan viejo y sucio. No importaba en qué pensara, Matcha no podía sentir felicidad alguna. Al contrario, se encontraba muy lejos de eso. Dejaba al bebé en la choza e iba a la estación para mendigar. Luego, en el camino de regreso, cuando recordaba que el bebé estaba allí, le daba nauseas. Había podido encontrar alguna que otra manera de lograr alimentarse, aunque fuera sólo a nivel de supervivencia, pero para el problema del bebé no podía dar con ninguna solución. No recordaba cuándo fue pero una vez había llevado al bebé consigo a la estación de tren, y una señora sentada en un banco había preguntado si era su hermanita. No podía haber una madre tan joven. Era demasiado vergonzoso. Si uno tenía a

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un bebé a tan temprana edad, el que lo viera seguramente concluiría que la niña-madre había sido violada. Era como si al caminar estuviera anunciándoles a todos el horror que le había pasado. Eso era lo que pasaba si circulaba con el bebé encima siendo ella misma tan chica. Ella pensaba que, si fuera viable, querría deshacerse del bebé. Si lograra dárselo a terceros, ¿podría entonces ser perdonada y volver a la casa de su propia madre? Pero la madre estaba tan enfurecida con ella, jamás la perdonaría. Pensaba en esto y en lo otro. Ideas diversas pasaban por su cabeza, y ella sentía el pecho oprimido; le surgían náuseas y se sentía enferma. No importaba cuantas veces los consideraba, no se le ocurría ninguna idea viable. Cuando caminaba con el bebé, los niños que habían sido sus compañeros de colegio se juntaban y la rodeaban ruidosamente, tiraban insultos y abusos sobre Matcha usando palabras que la hacían ruborizar. No le quedaba otra opción salvo escaparse de esos encuentros. Un día en el camino a la estación, que había sido su sitio favorito, esta vez dos o tres niños esperaban a Matcha. La enfrentaron con palos, y la increparon: –¡Eh! ¡Hija de mendigo! –La siguieron con gritos fuertes. Cuando Matcha se dio vuelta y les escupió, los chicos se dispersaron. Parecían haber salido corriendo, pero al final la habían seguido hasta la estación. Siempre que la gente veía a Matcha le decían: –Hija de mendigo. –Y recientemente sucedía tanto que ya se estaba acostumbrando a aquello. No importaba cuánto lo analizara ni de cuántas perspectivas distintas, tener un bebé a una edad tan joven era una desgracia irreparable y no había solución para sobreponerse a ello. Este bebé, en su futuro, ¿siempre lo tendrá siguiéndola como una sombra? Cuando se daba cuenta de que sí, le invadía un frío espantoso. ¿Qué podía hacer? Aunque lo pensara muchas veces, no se le ocurría ninguna idea. O-Jī no era el padre legal de esa criatura, y no se haría el padre legal tampoco. El nombre del bebé no estaba registrado

en ningún documento jurídico o familiar. Los varios hombres que podrían haber sido el padre habían muerto y ya no estaban en este mundo. De todos modos nadie de ese grupo podría haber asumido esa responsabilidad. En los dos o tres años transcurridos, Matcha se había convertido por completo en una mendiga y al cruzarse con quien fuere le pedía algo de dinero o comida. Porque había llegado a estar constantemente preocupada por la alimentación de cada día. Seguramente se la veía como un mendiga de verdad, vulgar y codiciosa, con ansias por cualquier monedita o bocado.

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Dejando al bebé dormido en la choza, Matcha vistió su usual monpe campestre azul marino, se puso un abrigo, y partió para su destino preferido que era la estación. La hora del atardecer se aproximaba. Detrás de la plataforma de la estación, flores blancas de la malva real caían en silencio. Matcha observaba la sombra de las flores distraídamente. En el interior de su corazón había un vacío. Las luces de la plataforma se encendían, y la luminosidad que había quedado en el alrededor fue desplazada y desapareció en el contraste. En ese instante, Matcha no advirtió ningún presentimiento de que el destino estaba a punto de dividirse en dos. En general la gente no sabía cuándo o en qué tipo de situación caerá, hasta que llegaba el momento efectivamente. Matcha no sabía que se estaba acercando al punto más bajo de su destino de infierno. Porque Matcha estaba mirando las hermosas flores de la malva real que caían en multitudes frenéticas pero sin hacer sonido alguno. Desde el banco en la sala de espera las miraba. Pero en ese momento el destino se aproximaba a Matcha. Una señora de unos sesenta años de edad, muy refinada para aquel lugar provinciano y pobre, de cabello muy blanco, se sentó en el mismo banco. Justo al lado de Matcha. La señora apoyó un bolso estilo “Boston” de cuero negro en el piso al lado del banco. Un rato después se puso a fumar.

El cigarrillo era de una marca extranjera, algo muy infrecuente de ver en el campo. De repente entonces se oyó el silbido dando aviso de que el tren estaba a punto de partir. La señora, de mucha prisa, se apresuró para salir enseguida. Y se olvidó el bolso abajo. Matcha lo notó, y quería llamar a la dama para que se detuviera pero era tarde y el tren ya estaba saliendo. En el alrededor las luces de la noche estaban encendidas, lo que expresaba un aire de soledad. Matcha se estremeció. En la quietud de la pequeña sala de espera donde no había nadie más salvo ella. Agarró el bolso y salió rápidamente del lugar. Su corazón latía aceleradamente. Corría tan apurada que era como si se le fueran a salir los zapatos de los pies. Iba hacia la choza del viejo de Kanishi, pero de pronto no recordaba bien el camino; tenía la mente en confusión. Seguramente los contenidos del bolso serían artículos de gran valor. La distancia a la choza resultó ardua para transitar, y ella sintió el trayecto como largo. Esa circunstancia en la que no había nadie más presente en la sala era algo muy extraño. La situación, por más extraña que fuera, también implicó una oportunidad de oro, del tipo que sucedía una vez en la vida, y le había sucedido a Matcha justo luego de tener aquella visión de las flores blancas de la malva real cayéndose en silencio. Cuando llegó a la choza con el corazón tan acelerado que casi no daba más, O-Jī dormía profundamente como un perro. El bebé también dormía. Con la ayuda de la luz baja del fuego, intentó abrir el bolso de cuero negro. Pudo abrirlo enseguida, y de inmediato sintió un agudo arrepentimiento aterrador. Porque había tanto dinero en el bolso. Estaba repleto. Si hubiera habido menos, se habría considerado afortunada. Pero había tanto que el problema que le generaría el haberlo robado tendría que ser bien complicado. Junto al dinero en efectivo, encontró también una gran cantidad de títulos de acciones. Se trataba de un paquete con

aspecto complicado, un manojo de papeles certificados. La niña Matcha, que no podía leer la escritura de los ideogramas como un adulto, se frustró. Pero tampoco podía recurrir a O-Jī porque él también era analfabeto. Matcha tenía mucho miedo por haber cometido un crimen de ese tenor. Pero ya no podía hacer más nada al respecto, ¿no era cierto? En cuanto trajo el dinero a casa, ya significaba haberlo robado. Su expectativa había sido de encontrar un tanto o dos tantos de efectivo, pero este botín sumaba más dinero de lo que podría gastar en toda su vida, más dinero de lo que había visto en toda su vida. Como era de esperarse, dos ó tres días más tarde apareció el hecho de la pérdida escrito en blanco y negro en el diario local. Pero Matcha no podía leer aquella escritura en ideogramas, entonces no se enteraba de lo que habían publicado en el reportaje. En definitiva, aquel bolso de cuero negro pertenecía a la jefa de la adinerada familia Takada, que eran dueños de las montañas de todo el distrito de la cordillera occidental. Significaba que esa señora era la reina de los terratenientes entre cuyas posesiones había montañas y bosques, además de un parque privado, que se había bautizado con el nombre propio llamándolo el “Parque Takada”, y también un museo de arte. Así de ricos eran, los de la familia Takada. La señora viajaba a Kabuto-cho, el distrito financiero en Tokio. Lo hacía una vez por mes, con la meta de jugar al alza en la Bolsa de Valores porque era su pasatiempo personal favorito. Se sabía también que la familia había donado la suma de no menos de cien millones de yens, en el dinero de aquel entonces, al fundador del Ferrocarril Mantetsu en el sur de Manchuria. Esa cantidad de dinero no significaba mucho para ellos, porque los Takada eran los mayores contribuyentes de impuestos en toda la prefectura. Aquellos cien millones de yens sirvieron de base financiera para respaldar la invasión de Manchuria que realizó el cuerpo de elite del Ejército Imperial de Japón. El dinero que Matcha se había llevado sin saber de qué se trataba, era en definitiva un fondo que la señora usaba para especular en el mercado de acciones, viajando personalmente a

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la Bolsa en Tokio en tren. Y no era cuestión de uno o dos rollos de billetes. Ahora, la única persona que no sabía esta información era Matcha. Los demás que vivían en la zona, con el primer vistazo al diario habían leído con asombro el artículo publicado. Enterarse de un botín robado de esa suma fue una sorpresa, pero descubrir la cantidad de dinero que la señora podía usar para jugar especulando con acciones en el mercado de valores, además de sorprender, les dio envidia. Por ser analfabeta respecto de los ideogramas, Matcha no sabía que todos esos papeles tenían que ver con el mercado bursátil; ella quemó todo salvo los billetes en el hogar donde cocinaba, aprovechando que el viejo estaba dormido. Le quedaba todavía la tremenda suma de efectivo. Era peligroso tener tanto dinero en una choza de ese estilo. Además el bolso de cuero negro era demasiado estupendo. Matcha envolvió todo en otra cartera, una sucia y gastada, y bajo cobertura de la noche fue a tirar el bolso fino en el río. Flotaba en la corriente río abajo. Matcha no tenía consciencia del crimen que había cometido. Se desesperaba por vivir algo de la vida; sin importar cómo se lo vería, quería poseer algo, por más que lo tuviera que robar. Pensando en aquella vez cuando había entrado en el galpón de arroz para buscar un poco de comida y había sido violada por el encargado, en comparación lo que había sucedido recientemente no había provocado peligro aparente. No había ningún cuerpo forzudo que la violaba o que la golpeaba. Si fuere sólo por eso, ella quería agradecer a dios, y estaba llena de felicidad. La ponía muy contenta tener un regalo. Le permitía comer sin desesperarse. Sin embargo, respecto de ese manojo de billetes nuevos, si una niña como ella los fuera a usar mostrándolos, de inmediato generaría rumores. Después de lo sucedido, tenía miedo de acercarse a la estación. La mujer que trabajaba en el kiosco de la estación la conocía bien a Matcha, y cuando la vio le preguntó:

–Matcha, todos estos días, de repente, no viniste más a la estación. ¿Estabas enferma o algo así? Al escucharla Matcha sintió escalofríos, se estremeció y ruborizó. –Sí –contestó. –Estuve enferma. Dio esa respuesta para que tuviera lógica respecto de su ausencia reciente. En ese momento ¿en qué pensó la mujer del kiosco? Dijo: –La mujer más rica de toda la zona, la Señora Takada, se olvidó de un montón de dinero, aquí mismo, cerca de ese banco ahí. ¡Qué cosa!.... Salió una nota grande al respecto en el diario, sabes. Pero no han podido esclarecer nada– le contó a Matcha. Y con esta conversación la niña supo que muchas personas se habían enterado del bolso de cuero negro. Era un hecho muy serio. Si había llegado a publicarse, si la gente en general había podido saberlo, era por la gran cantidad de dinero involucrada. Había trescientos mil yens en el dinero de aquel entonces, además de acciones bursátiles que valían doscientos mil más. La mujer del kiosco le fue relatando estos detalles y otros más relacionados con lo sucedido. Matcha había quemado doscientos mil yens en títulos accionarios en el hogar de la choza. Al pensar en eso Matcha se horrorizaba. Quería seguir la charla para lograr saber más sobre el caso y la investigación, pero casi ya no podía mantenerse de pie. Matcha se había transformado en un individuo rico, tenía un patrimonio de trescientos mil yens en efectivo. ¿No será ella la persona más rica ahí? La persona más rica de la aldea. ¿Qué debía hacer? No podía hacer nada. Matcha pensaba que si no hubiera levantado aquel bolso, su corazón ahora estaría más calmo. De hecho era una cosa horrible que había pasado. Por más que poseía ahora tanto efectivo, estando en esa zona tan campestre y siendo una niña tan joven, si Matcha fuera a empezar a usar ese dinero, caería en seguida en peligro. Además se trataba de una señora muy rica, no había ningún billete de

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un monto menor en las fajas. Todos eran billetes de montos grandes, y Matcha llamaría demasiado la atención al usarlos. La buena suerte entonces se volvió una carga que le hacía pesar el corazón. Matcha pasó la noche en vigilia, pensando. Quería irse de esa choza, pero aunque tuviera el dinero no podía ni alquilar ni comprar una casa. No había manera para una niña de su edad actuando sola. Matcha acunaba esa gran cantidad de billetes en sus brazos, sentía el peso físico del dinero pero sólo cargaba con otra presión mental más, otro sufrimiento en su vida. ¿Qué podía hacer? No podía confesar lo sucedido a O-Jī de Kanishi tampoco. Los trescientos mil yens de esa época eranuna cantidad tan grande que la mayoría de la gente quedaría atónita al tenerlo delante. Se podía comprar treinta casas lindas con eso. El corazón de Matcha estaba completamente aturdido, y le endureció el cuello por la tensión. Si fuera posible escaparse de la realidad de ese dinero, lo querría hacer, lograr que desapareciera todo el incidente. Maneras de escaparse de la realidad había, más de una. Pero Matcha necesitaba ese dinero, tanto que casi se quemaba los dedos con la sensación de necesitarlo. Y lo quería también, sí, quería ese dinero, tanto que casi moriría por ello. Porque con dinero, no tendría que salir en esos días de frío, bajo la lluvia, bajo la nieve, para mendigar. Y no tendría que pasar hambre tampoco. Había pensado en tirar el dinero en el río durante la noche, pero desistió. Dinero, dinero, no había nada salvo dinero que podía suavizar su sufrimiento ahora. Pensando en eso, entonces, se hizo de paciencia y no lo tiró. Inesperadamente había estado sentada al lado de la Señora Takada y había encontrado una fortuna tan grande, pero al tratarse de un dinero tan valioso, no lo podía usar. Para la Señora Takada era algo que usaba para su pasatiempo una vez por mes, lo gastaba jugando al alza en el mercado bursátil de Kabuto-cho. Para una mujer así, no era una suma tan enorme, pero para el público general era una cantidad de dinero que podía definir cuestiones de vida o muerte. Matcha pensaba que

en el mundo la diferencia entre los ricos y los pobres era demasiado marcada. Según lo que le había contado la mujer del kiosco cuando se encontró con ella, la Señora Takada había dicho en el diario que daría la décima parte del dinero como recompensa en gratitud si el dinero le fuere devuelto. Pero ya era tarde para eso. Era indiscutiblemente un acto criminal con los títulos accionarios quemados y el bolso tirado al río Susuki. El método además reflejaba una estrategia que uno no relacionaría con una niña normal. Matcha temblaba de miedo. Así vino entonces la segunda crisis en la vida de Matcha. La primera había sido cuando fue violada por el viejo de Kanishi y traicionada por él al de tener relaciones con muchos hombres pensando que así no quedaría embarazada, aunque terminó a fin de cuentas con un bebé sin padre. Y ahora, esta segunda crisis la vio habiendo recibido una suma de dinero que enceguecería a la gente. Los dos hechos eran los grandes tropiezos que había sufrido Matcha en la vida. Estos dos incidentes la arruinaron. Arruinaron el curso de su vida, envenenaron sus posibilidades hasta el fondo, hicieron imposible que ella pudiera moverse, ni siquiera un centímetro. El mundo de los seres humanos estaba siempre poseído por algún espíritu maléfico. No se sabía ni cuándo ni dónde uno sería poseído por un espíritu malvado. Matcha se resbaló y cayó en las aguas profundas de ese espíritu. Cuando se llevó el bolso de cuero negro, no consideró las consecuencias, porque pensaba por sobre todas las cosas que tal vez ahora la difícil noche de su vida podría atenuarse. Salvo que tuviera una gran suerte como la de “uno en un millón”, se encontraría en una situación desesperante todos los días y jamás podría dejar de mendigar. Matcha quería encontrar la aguja en el pajar. Hizo lo que hizo sin tomar en cuenta las posibles secuelas. Ahora lo lamentaba pero ya no había nada que pudiera hacer. Se consideraba a sí misma una idiota estúpida y repugnante. Matcha se odiaba a sí misma tanto que no se arrepentiría aunque se matara. Para superar un mal, agregaba otro mal. ¿Había nacido

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bajo una maldición que la impulsaba hacia el mal? Cuando la Señora Takada se olvidó del bolso y saltó al oír la señal de partida y fue apresurada a tomar el tren, en ese instante, si Matcha lo hubiera notado, la podría todavía haber llamado para detenerse. Pero se había percatado del bolso sólo luego de que el tren ya se había alejado de la plataforma. Y eso le había tentado a llevárselo consigo. Porque no quedaba claro si le pertenecía a la Señora Takada realmente, parecía tonto salir corriendo detrás del tren. Por otro lado, tampoco tuvo el coraje de informarles a los trabajadores de la estación ferroviaria. Se debía a una intuición de que habría buena suerte dentro de ese bolso, una chance de salvarse de un destino demasiado debilitante, y por eso Matcha había agarrado el bolso y saltado apresurándose para salir de la estación con eso en brazos y correr a toda velocidad hasta llegar de vuelta a la choza. Sin embargo, la situación se tornó terrible. No era del grado de lo que había hecho antes, meramente robarse un poco de arroz que almacenaba un granjero. Ahora además ya era tarde, y ni podría ir a denunciarlo a la policía. Matcha se sentaba en la orilla del río y miraba la luminosidad que permanecía en el cielo crepuscular sobre el valle. Las pequeñas nubes blancas y aborregadas estaban cediendo a una amplitud brillante y ella se quedó observándolas distraídamente. Mientras tanto muchas lágrimas se le caían por las mejillas. Las nubecitas blancas de apariencia esponjosa parecían pegadas en el cielo y envueltas en el resplandeciente perfume del atardecer, y de pronto fueron teñidas de un rojo más fuerte. Por un giro del destino, ella que llegaba recién al umbral de la adultez había hecho ya dos cosas que otros no hacen en toda una larga vida. Matcha sollozaba. Se sentía mal por el bebé, porque no se sabía la identidad del padre, y le daba pena haber traído a un bebé a un entorno de circunstancias tan crueles. Aquella cantidad tan grande de dinero que había robado sería una trampa que terminaría de destruir la vida de Matcha y dejarla arruinada totalmente. Era cierto, la aniquilaría. 202

El bebé que nace de una persona que sobrevive mendigando recibía una situación llena de inconvenientes y con dificultades hasta para comer. En este caso, se agregaba el problema de ser ilegítimo, sin un padre que lo protegiera. No se podía prever cuántas más desventajas en la sociedad ese bebé tendrá que padecer. Con sólo pensarlo, Matcha sentía que se desmayaba. A pesar de todo, como si fuera poco, tenía tanta impaciencia, deseaba tanto escapar de su situación actual, era por eso que había traído aquel bolso hasta su casa. El mal atraía al mal. Si era así el hecho de que ella cruzaba de su casa familiar para visitar a O-Jī, el viejo de Kanishi, era como si ella misma hubiera estado atrayendo a que su situación se diera vuelta. El propósito era el de escapar de su madre histérica. Pero mientras hacía la parte de una niña que quería escaparse de su casa, cayó en acciones fuera de la ley. Por más que era una madre loca, ese comportamiento de siempre huir de la casa familiar, al fin y al cabo, era igual que ser un fugitivo. No obstante, si Matcha hubiera quedado día y noche junto a su madre –enfermiza y mala– habría desarrollado dificultades mentales del orden de la neurosis obsesiva compulsiva y de la inseguridad. Desde que nació Matcha recibía demasiados castigos de su madre y sufrió daños severos tanto en el cuerpo como en el espíritu. El hecho de que podía ir a la choza cercana del viejo Kanishi para visitar, tal vez le haya servido como manera de evadir los ataques de la madre. Era el entorno en el que vivía que le había instigado a Matcha a comportarse de esa manera. No lo hacía por ímpetu propio sino a causa de las influencias externas negativas, su nacimiento y su crianza en un hogar tan violento. Aun peor era que –más allá de que lo normal hubiera sido que los padres intentaran controlar el destino de la hija– esta madre, en cambio, se puso tan enloquecida que prendió fuego toda la choza del viejo de Kanishi. La quemó completamente, y después cortó la relación con la propia hija. Esa madre era capaz de hacer algo así. Cuando el padre de 203

Matcha se suicidó tirándose delante del tren, la madre no hizo un servicio funerario. Lo dejó pasar como si nada. Hizo como si fingiera calma. Debió de ser muy fuerte o alguna vez algo le tocó la furia, ya que ella nunca perdonaba nada. La madre de Matcha parecía una persona excéntrica. Sin embargo, aunque fuere excéntrica, su marido se había casado con ella igual. Después él había sacado dinero de la casa para gastarlo en otro lado, andaba con muchas otras mujeres, y no le importaba su hogar, con lo que tampoco era extraño que la esposa de alguien así se volviera extraña. El motivo del suicidio del padre de Matcha era su involucramiento con la mujer de un mafioso; era aquél que había instigado el feroz incidente final pero había sido el padre que había llamado a la desgracia. La madre de Matcha no podía derramar lágrimas para ese tipo de suicidio tan egoísta como el que había realizado su marido. “Haz lo que quieras” quería decir incluso. Mucho menos entonces querría ofrecer una ceremonia funeraria; le daba demasiada vergüenza. La madre de Matcha no era Kazuko Takatsukasa, hermana del Emperador, que había ofrecido una ceremonia para su marido a pesar de su mal comportamiento. Pero respecto del hecho de que el padre de Matcha había estado fuera de la casa todos los días de esa manera, la esposa también debía de tener algo de culpa. Él se había casado con una mujer intensa y de carácter fuerte, egoísta, que acaparaba todo el control; no le dejó lugar al marido para actuar. Las andanzas como mujeriego eran una respuesta natural. Y para empeorar las cosas, la personalidad de la madre con sus ataques de histeria lo forzó a abandonar la casa. Ya para empezar, la mujer le ocupó el rol en el trabajo, y él perdió así su razón de vivir. Matcha, por más que fuera sólo una pequeña niña, no podía quedarse en una casa de esa naturaleza. Se escapaba del hogar, terminando casi como una hija fugitiva. Salía furtivamente y se quedaba en la choza de O-Jī de Kanishi ya que otro lugar no había para que fuera.

De cierta manera tanto el padre de Matcha como ella misma sufrían por la misma situación. La existencia tan intensa que imponía esa madre torció toda la familia. Ni Matcha ni su padre podían sostener ese orden familiar. Incluso al hermano de Matcha, Gyosuke, le afectó. Ella había visto que permanecía en el colegio a fin del día, con aspecto miserable se quedaba en un rincón después de que todos los demás alumnos habían vuelto a sus casas. Pero evidentemente para él no había adónde ir, y seguía sentado allí. La madre le pegaba terriblemente a Gyosuke, dos años menor que su hermana Matcha. Le daba cachetadas feroces en la cara. Esa madre tenía la mano más rápida que la lengua. Si le dijese algo, era porque trataría sobre algún asunto que menos la urgía. Tenía inmediatez con una cachetada o una patada. Matcha ya no quería recordar a su madre. Le era muy difícil estar afuera todos los días mendigando, pero no quería volver a esa casa jamás. La gente de la comunidad debía estar diciendo cosas acerca de ellos, pero toda realidad para Matcha ya era un sueño irreal. Hasta podía decir que, antes de vivir en una casa familiar así, ser mendiga era mejor. Así de malo era. Además, la madre era una persona taimada. Matcha había confeccionado una caja con una llave, y allí guardaba el diario personal que escribía esmeradamente en el silabario sencillo, el katakana. Muchas entradas describían la vida con su madre. Esa caja fue descubierta por ésta. Forcejeó la cerradura para acceder a los contenidos, y al encontrar el diario, lo leyó todo y rompió las hojas donde se la mencionaba y las tiró. Por eso entonces escribir un diario personal en ese hogar prácticamente equivalía a buscar más problemas. Sólo conseguiría poner aun más furiosa a la madre. Si toda la gente supiera que Matcha, habiendo nacido en una familia con una casa y una tienda propias igualmente ahora andaba mendigando, se asombraría muchísimo. Pero Matcha ya estaba acostumbrada a ese tipo de vergüenza. Ya no podía decir nada al respecto de la vergüenza u otras cosas porque Matcha no tenía otro lugar donde ir a vivir. Tenía que rendirse.

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Mientras hacía kadotsuke e iba de casa en casa, cantando o haciendo algo de entretenimiento hasta que alguien saliera y le regalara algo de comida o dinero, si se cruzaba con alguna niña con quien había sido amiga y compañera de colegio, Matcha decidió mirar para otro lado y apretar los labios. Por más que viviera una etapa tan miserable, tampoco tenía perspectivas para un futuro mejor. En momentos así, lo que surgía en su corazón triste era el pensamiento del gran botín que se había llevado. ¿No habría alguna que otra manera en la que le sería posible usar ese dinero? Cada día vivía con el pensamiento de cuán cercana estaba la muerte, pero aquella dama cuyo nombre era Señora Takada tenía esos montones de dinero para gastar en juegos de especulación en el distrito financiero Kabuto-cho en Tokio. Por un lado había montones de pobres, y por otro lado había alguien que era dueño de cientos de montañas y bosques al pie de la cordillera, e incluso su marido era miembro de la Cámara de Pares, indicación de que era un aristócrata. Forzosamente Matcha tenía que pensar en el hecho de que el mundo tenía gente en circunstancias demasiado diferentes. El lugar de Matcha estaba en el grupo de los pobres, pero cuando miraba hacia arriba desde el valle, veía las mansiones magníficas en la entrada del pueblo de montaña Nakayama con sus secuencias de cercas blancas, que parecían castillos en miniatura. Había personas que vivían en casas como castillos, pero al mismo tiempo había muchas otras que necesitaban comida todos los días. Matcha, si no tuviera esa madre tan enfermiza e histérica, podría haber llegado a formar parte del grupo de la clase media, y comer tres veces por día, y seguramente no caer en la necesidad de salir a mendigar. El mundo entero para ese entonces atravesaba una época de dificultades y ánimos oscuros. Donde había dinero, había mucho, pero si no, donde no abundaba, no había ni un centavo. La brecha entre los ricos y los pobres era extrema.

Después de que se había quedado largo rato en la orilla con estas cavilaciones, Matcha se puso de pie frente al río donde el resplandor del crepúsculo había extinguido la visión de las pequeñas nubes blancas y espumosas. Se fue entonces caminando lenta y fatigadamente hacia la choza. O-Jī en esos días se estaba volviendo senil, y pasaba la mayor parte del día dormitando. Matcha, pensando que el viejo estaba dormido, decidió cambiar el escondite del dinero. Sacó una de las maderas que reforzaba el piso de tierra en la entrada, cavó un hoyo ahí y enterró el dinero. Al final, colocó la madera de nuevo encima. Aunque podía esconderse de esa manera, el tamaño del botín era considerable. Con eso Matcha podía cambiar su situación, pero el peso de la criminalidad también sería muy fuerte. Le asustaba mucho. Aunque a veces pensaba en tirar el dinero al río, sería demasiado desperdicio. Matcha no había comprendido lo que eran los títulos accionarios cuando los quemó, pero destruir el dinero en efectivo ya entonces le había parecido una pérdida demasiado grande. Entre el crimen y la buena fortuna, el corazón de Matcha vacilaba considerablemente. Podía acceder a la vida de personas comunes, y olvidarse de ser mendiga. O si no, terminaría detenida en la estación de policía. Una situación así sería terrible. Si pudiera lavarse las manos de la vida dificultosa de una mendiga, en la que carecía siempre de la comida para el día siguiente, ¡qué maravilloso sería! Por más que lo deseaba, no se cumpliría ese sueño, pero aún más lo seguía pidiendo. Si llegara a suceder, entonces sí que Matcha podría proyectar su vida a futuro. Ahora mismo se encontraba en un punto muerto; tenía nada más que la posibilidad de una solitaria vida de mendiga. Si pudiera acceder a una vida como la gente normal, Matcha se llenaría de tanta alegría que se sentiría en el cielo. Matcha no tenía ninguna emoción profunda en relación al bebé que había tenido. En su momento más vulnerable había sido engañada por los hombres y esta criatura nació, lo que era en sí un error horrible, pero el bebé sin consciencia de estos

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pecados estaba durmiendo con una expresión de pacífica indiferencia. Eso era algo que excedía la comprensión de Matcha quien pensaba que había hecho algo terrible. Y pensar que conjuntamente había sido traicionada por los hombres… Le asfixiaba lo insoportable que era todo. Había hecho algo tan tremendo, como si no temiera a los dioses. El bebé que nació no tenía ni culpa ni pecado, pero era patético. A Matcha le daba horror, al darle sopa de arroz al bebé, ver cómo crecía día a día. ¿Qué sucedería? Tenía un bebé sin futuro. …Quería disculparse con la criatura. Desde que había nacido, estaba en aquella choza que no era lugar para un bebé. Allí tenía que escuchar sólo las historias de hombres que se desesperaban por sus vidas arruinadas. Probablemente el bebé no podía entender los contenidos de estos relatos, pero cuando creciera esas conversaciones quedarían como una cicatriz en su corazón. Qué vida penosa. No tenía juguetes para entretenerse, vestía sólo trapos harapientos, y nunca podía bañarse. No podía hacer nada. Matcha estaba un poco frenética. Estaba pensando en la vida cotidiana, aun con su corazón tan joven, y pensaba intensamente que tenía que hacer algo. En esa zona, no había corriente eléctrica, luego de que el sol del atardecer moría, en el cielo hermoso, detrás de las montañas del oeste, entonces el entorno se hundía en una oscuridad total. La naturaleza bellísima adornada con hilos de oro y de plata desaparecía y el temible silencio oscuro descendía, esparciendo su negrura sospechosa por todos lados. En el silencio oscuro, parecía que muchos espíritus vengativos volaban. A Matcha se le hacía que las fuertes luces azulinas y blanquecinas en la oscuridad eran ojos hirientes. ¿Qué podían ser? Matcha sufría escalofríos siempre cuando veía esas luces. Debían de ser los espíritus fantasmales de los muertos. Por allí,

había muchos espíritus de aquellas personas que murieron sin obtener la paz del buda. Colgaban cuantos podían en medio del aire o se asomaban a la superficie de la tierra. Ella sentía como si estuviera conviviendo con el grupo de los espíritus vengativos. Zigzagueando por entre ellos para llegar al lecho seco del río y allí lavar el bol y las ollas, tenía tanto terror que todo el cuerpo se le tensionaba. En esos días O-Jī de Kanishi era demasiado viejo. Sólo tomaba sorbos de una botella de sake; ya no comía tanto. Matcha no podía darse cuenta de si este comportamiento señalaba que se acercaba su momento de morir o si simplemente era así la vejez en el ser humano. Aún así, quedaba claro que estaría muerto dentro de más o menos tiempo. Por ahora, ya que estaba algo senil como la mayoría de los ancianos, el olvido era compañero suyo. De todos modos, seguían viniendo personas inútiles y maliciosas que no podían vivir en este mundo, casi como si verlo al viejo fuese una cuestión de fe religiosa. Llegaban de todas partes para pedirle que escuchara sus quejas. O-Jī pasaba día tras día acompañándolos. Los que venían a consultarlo expresaban siempre las mismas quejas, todos sin excepción, los mismos rencores contra el mundo. Estas personas sabían que él que escucharía sus quejas sin fin no era ni un monje del templo ni tampoco el jefe de la aldea. Si hubieran buscado a ellos para la consulta, la respuesta habría sonado como un trueno porque les reprenderían severamente. Si no querían ir a ver a autoridades de tan alto nivel, el único lugar que les quedaba como opción era lo de OJī. El tema era que O-Jī ya llegaba a ser anciano y tenía cada vez menos energía. De entre los que venían a consultar, Matcha le preguntó a uno, Chuji, del pueblo de Nakayama, lo siguiente: –¿Me ayudarías a buscar una vivienda? Tengo dinero. Pero es un secreto. Soy menor de edad, por eso le pregunto a usted. Si lo uso yo, surgirán dudas. Señor, por favor, ¿buscará una casa para mí? Sin decirle a nadie. Chuji encontró una casa vieja en una zona cercana a la choza, y negoció la compra con el dueño actual.

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Matcha le dio los fondos a Chuji de manera furtiva. Para ese entonces, la dama que había perdido el dinero en primer lugar, la Señora Takada, se había olvidado del asunto. De ese botín, que Matcha mantenía escondido, la niña extrajo ahora la cantidad que necesitaba. De esta manera pudo mudarse a una casa de segunda mano. Por supuesto que no tenía motivo para llevar a O-Jī consigo, pero si una menor por sí sola poseía una casa, la gente empezaría a sospechar, acaso se burlaría de ella. Por eso entonces Matcha necesitaba la ayuda de un hombre, como escudo para enfrentar las amenazas del mundo externo. Para poder ocupar la casa, y quedarse con la criatura, Matcha optó por mudarse con O-Jī. El viejo le preguntó: –¿Dónde conseguiste tanto dinero? A Matcha le molestaba que él se metiera y le contestó: –No importa. ¿Podrás callarte acerca de lo que hago yo? O si no, vete de aquí, ¿quieres eso? –Ella intentaba amenazarlo. Al tiempo, el viejo ya no hacía más preguntas. Era mucho mejor vivir en la casa que en la choza. Si Matcha hubiera ido sola a comprarla, una gran confusión podría haber surgido. El que vendía habría dudado respecto de por qué una niña tan joven tenía tanto efectivo. A Chuji que la ayudó, le dio un poco de dinero también, era un soborno para que se mantuviera callado. Era un hombre mucho más bueno de lo que parecía. Y no hizo nada tan antipático como ir a investigar por dónde Matcha había podido conseguir el dinero. Matcha estaba contenta. Esa choza horrible, tan fría en invierno que se había congelado hasta los huesos, y luego demasiado calurosa en verano. Desde ya que se sentía muy satisfecha con decir adiós a la choza, que era como vivir en un infierno. En cambio ahora se encontraba en una casa, como un ser humano. Realmente estaba contenta. Aun después de comprar la casa le quedaba todavía mucho dinero. El tamaño del botín no había disminuido notoriamente, sólo apenas. ¡De veras los ricos tienen mucho dinero! –pensaba Matcha.

Para la Señora Takada, era una suma pequeña, el monto que usaba para gastar jugando. De todas maneras, ellos eran los mayores contribuyentes en cuanto a los impuestos para la prefectura; no eran cualquier tipo de adinerados, sino muy especiales. Matcha compró una vieja casa de dos pisos, con varias habitaciones, y sin embargo no redujo significativamente el total. Realmente era sombroso cuánto dinero había contenido ese bolso. Más difícil era el hecho de vivir en una pequeña comunidad rural. Los que se mudaron a la casa recién comprada eran el viejo de Kanishi, un discapacitado, y Matcha, una adolescente con un bebé sin padre. Cuando se enteraran los aldeanos, ¿qué dirían? Matcha se preocupaba por eso. Ya sabía que no podía decir que lo había encontrado al costado del camino. Y también comprendía que ninguno creería que O-Jī tenía tanto dinero. Lo único que podía hacer Matcha era cerrar bien fuertemente la boca. El rumor correría durante setenta y cinco días, y luego se lo olvidaría. ¿No rezaba así un refrán? En fin, a Matcha sólo le quedaba la opción de esperar a que se olvidara la gente. Por lo pronto, decidió ir al centro de la aldea para comprar pañales y ropa occidental para el bebé. Así podría vestirlo. Fue hasta la tienda Kaneta por el barrio de Nakamachi y compró diez prendas infantiles de una vez, y al instante se sintió mejor. Matcha guardó los harapos que vestía antes, porque no sabía cuándo podría llegar a tener que salir a mendigar de nuevo. Pero genuinamente sentía alivio. Pensaba en haber vestido a la criatura en harapos desde hacía tanto tiempo. Y dentro de esos trapos ya había nidos de piojos. Si a Matcha no se le hubiera presentado la oportunidad de agarrar aquel bolso de cuero negro, este bebé todavía estaría usando unos trozos de tela llenos de piojos y liendres. Desde la ventana de la casa, podía ver los campos de los agricultores. En la distancia distinguía los campos y ese galpón que le quedó grabado en la memoria; allí había entrado para robar un puñado de arroz y había sido violada por el encargado

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del emprendimiento. Pensaba ahora que ya no tendría que hacer esa estupidez nunca más, entrar a robar arroz y ser violada. En este sentido verdaderamente el dinero de la Señora Takada le daba amparo en este mundo que sólo le ofrecía experiencias nocivas. En realidad entonces era que sólo por haber agarrado, escondido y guardado aquel dinero que Matcha pudo salir de su impasse en la vida. La niña reflexionaba de esta manera y quedó atónita al darse cuenta de que, en este mundo, con dinero uno podía hacer cualquier cosa. Esto sí que le sorprendía muy profundamente. Podía incluso ir al centro del pueblo en este mismo instante y comprar cuánto arroz querría. Comprender esto le dio una conmoción fortísima, tanto que sentía que su cabeza estaría a punto de estallar. Pero después, se compuso, salió y compró abundante arroz con efectivo. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Antes, cotidianamente no había podido saber si iba a poder conseguir alguna limosna o no, si iba a poder dar voz a una canción o una plegaria dedicada al buda Amida, Señor de la Luz Infinita. Solía, en ese entonces, caminar de puerta en puerta pidiendo arroz, lo que significaba una constante humillación. Pero ahora, de pronto, podía ir y comprarlo con dinero, sin sentir el más mínimo miedo o menoscabo. Jamás olvidaría el impacto de este momento. Hasta su muerte recordaría el peso sobre la espalda de los siete kilos de arroz que compró ese día. Le alcanzaba para más, podía haber comprado una tonelada, pero no podía haberlo llevado a casa. Ni tampoco dejar la dirección al vendedor –eso era demasiado peligroso. Pero no tenía nunca más que ser mendiga. Le causó una enorme impresión. ¿Era verdad? ¿Realmente podía dejar por siempre de hacer esa tarea fría y sucia que era mendigar? Le vino a la mente el recuerdo de cuando se había encontrado de casualidad con una ex compañera de colegio quien le había escupido. ¡Qué recuerdo más triste! ¡Qué patética ella misma, en otoño, en invierno, en verano y en primavera, cada estación del año llena de recuerdos horribles, qué tristeza que se había acostumbrado a ese tipo de ‘vida’!

También se debía a que ella había sido tan estúpida como para caer en situaciones desventajosas. Y el nacimiento del bebé ilegítimo. Era su destino entonces. Ella misma sentía que era así, y por eso podía comprender el sentimiento de la compañera de clase que le había escupido. Todos los días la atormentaba un insoportable odio a sí misma, y deseaba fuertemente poder algún día romper con eso. Sucedería cuando muriera. O si tuviera algún golpe inesperado de buena suerte. De todas maneras, Matcha quería aferrarse a algo. Incluso a la muerte… ¿Cuántas veces pensó en morir? La soledad le impedía curarse. Esta vida de desesperanza y soledad la dejaba sin nadie de quién agarrarse. Además aquella sensación de que las personas se le alejaban seguía desorientándola. A veces sentía que caía de nuevo en el fondo del vacío, de la nada. Cuando estaba deprimida, todo le resultaba demasiado difícil. No tenía ganas de hacer nada, no se sentía conectada con ninguna actividad. Y no salía para mendigar tampoco. La razón por la que había llegado a enfermarse tanto era porque desde el nacimiento Matcha se encontraba en los peores niveles de la vida, en el fracaso y sin bondad alguna. Cualquiera, al encontrarse en circunstancias como aquellas, se deprimiría. Y en cuanto a la posibilidad de poder consultar con un médico acerca de su enfermedad mental, era tan irrealizable como el sueño de un sueño. Cuando caía en ese vacío, quería ahorcarse. Le invadió todo el cuerpo. El vacío aterrador y la pesadumbre la oprimían. Esas sensaciones juntas, mezclándose. Tarde o temprano terminarían por afectarle el alma a Matcha. En ese estado de depresión, Matcha siempre se sentía impulsada por una fuerte tentación de suicidarse. Era también una manifestación de la enfermedad mental. ¿Cuándo empezó Matcha a padecer esta enfermedad? Seguramente cuando todavía vivía en la casa de su madre. En ese período, había sufrido las agresiones espasmódicas y los ajetreos locos de su madre tan continuamente que el espíritu mismo de Matcha se había manoseado, oprimido y dañado.

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Tanto que al final terminó por infundirle una enfermedad mental. Desde que tenía memoria, siempre le había pesado ese letargo. Era tan molesto, y tan inescapable, que le hacía odiar haber nacido. A veces Matcha entraba en un estado abstraído en el que no hacía nada. Se quedaba mirando el agua a orillas del río por horas y horas, y jamás llegaba a sentirse cansada. Cansancio, nunca le vino un cansancio verdadero, sino que iba sintiendo todo de manera difusa o vaga. Cuando estaba así, apenas podía cuidar correctamente al bebé. Ya tenía casi dos años. La mayoría del tiempo, no había nadie que lo cuidara y estaba siempre desatendido. Cuando Matcha salía a mendigar, llevaba el bebé sobre la espalda como una estrategia para provocar más lástima en la gente. Pero si lo dejaba en casa, desde que O-Jī había llegado a estar tan envejecido y senil, no había nadie que pudiera cuidarlo. Matcha estaba siempre ocupada haciendo sopa de arroz, con vegetales y algunos trozos de carne o pescado. Si Matcha no preparaba sopa o guiso para las tres comidas que necesitaban, morirían. Cuando encontró el dinero de Señora Takada no sabía cómo agradecerle a dios por esa suerte. Si no hubiera encontrado el dinero, ya estaría en su límite. En cambio con esos fondos, finalmente pudo lograr mudarse a una casa. Eso había ocurrido sólo hacía unos días. El alivio era tan palpable que Matcha suspiró. Dejó de hacer sopa de arroz. Tenía suficiente dinero para arroz cocido de verdad. Entonces salía para comprarlo y también algo más para acompañarlo, y así pudo preparar una comida completa como la gente normal. Era como un sueño. Mientras comía, se la caían las lágrimas. Y O-Jī, mirándola, asentía con la cabeza. Sin embargo, a veces el viejo le preguntaba de donde había obtenido esa cantidad de dinero, y escudriñaba todo alrededor de la casa con cara de preocupado. A Matcha le inquietaba que él se fijara en eso.

La casa tenía cinco ambientes. Para esa aldea, era una construcción bastante común. No obstante, en esa época de recesiones, sería difícil para un hombre adulto comprar una así, por más que trabajara toda la vida. Así de terrible era el aprieto económico que afligía y endurecía el mundo por esos años. Justo entonces se vivía lo peor de la recesión. Matcha había salido a veces a mendigar, persistiendo largas horas todos los días e igualmente terminando con poquísimo dinero. Era a causa de la miseria que pegaba duramente en todo Japón. Ya había llegado a ser frecuente que, a fin del día en el bol de las limosnas, ni había un puñado de arroz o una monedita de cinco sen. Pero ahora era distinto: Matcha podía dejar de mendigar. Porque tenía ese montón de dinero escondido. Aunque fuere arriesgado guardarlo así, era absurdo pensar en depositarlo en un banco. Aun intentarlo resultaría en un incidente público. Matcha levantó una madera en el piso de la cocina, y guardó el dinero robado allí, lo tapó luego. Ahora tenía que enfrentar las tareas de la cocina, porque había que preparar las comidas, y entonces Matcha descubrió que podía aprender del ejemplo de su madre que guardaba aún en la memoria por haberla observado cuando era más chica. Entonces logró, aunque apenas, lidiar con ese desafío. Matcha consideraba las varias limitaciones o riesgos que condicionaban lo que podía o no hacer. Tenía ahora catorce años, ya se asomaba al mundo de la mayoría de edad y podía percibir y comprenderlo algo más que antes. Matcha quería llegar a adulta lo antes posible. Ser una menor no significaba otra cosa que acumular pérdidas en este mundo. Por no ser adulta, la habían excluido o la habían tomado como un objeto para el sexo de consuelo. Los adultos la desdeñaban por verla como una niña. Y Matcha ya había notado cuán taimados y ágilmente astutos podían ser los grandes. Ella nunca había visto manejos tan torcidos pero eficaces como los que hacían los adultos a los menores. Los adultos eran los jefes de la especie, y Matcha sabía bien que había que tener sumo cuidado con ellos. Si se descuidaba, aprovechaban enseguida. Además eran crueles, los adultos eran crueles y despiadados.

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Ser niña entre esos adultos era perjudicial. No se podía saber cuándo quedaría atrapada por los modos arteros y manipuladores que tenían. Si fuera una cuestión de contextura física nomás, ella ya llegaba a tener una altura adecuada, tal vez si vistiera un estilo de ropa correspondiente podría camuflarse como adulta. Matcha estaba impacientada. Ante el mundo de los adultos, ante el riesgo de ser engañada y traicionada por sus artimañas, tener que aguantar ser niña todavía le resultaba sumamente molesto. Ella quería ser adulta y poder entonces dejar atrás por siempre aquel terreno de pérdidas y daños que era la etapa de la infancia. Y quería un empleo. Quería trabajar. Ésa era la manera de arreglárselas en este mundo, y Matcha instintivamente dominó esa lección. Nadie era tan horrible como los adultos. ¿Y entre los adultos había alguien peor que los hombres? No, no lo había. Aquellas eran las condiciones del mundo en el que Matcha vivía. El mundo de los adultos era feroz y malvado. El viejo de Kanishi, a pesar del vínculo que tenía ya con la niña, la agarró a la fuerza y le saltó encima en contra de su voluntad. Lo que era peor, luego le dijo que, si tenía relaciones con muchos hombres más, no quedaría embarazada, y él mismo hizo que aquellos hombres a punto de suicidarse tuvieran sexo con esta niña, como si fuera un souvenir para llevarse al más allá. Y Matcha quedó embarazada. El que la había engañado era un adulto. Su madre no la ayudó, sino que la echó de la casa y la hundió en la pobreza extrema. El comportamiento despreciable del encargado de la granja era otro ejemplo: la violó en el galpón donde había entrado para sacar un poco de arroz. El jefe de la mafia que había atrapado a su padre a través de la amante e intentó entonces quedarse con la casa familiar, dejando al padre sin otra opción que el suicidio. Cuando Matcha revisaba así a todos los adultos que había conocido, eran todos malévolos. Por estar rodeada por ese tipo de adultos, la vida de Matcha había sido sólo más dura y más severa.

Quería transformarse de niña en grande cuanto antes porque pensaba de ese modo poder evitar caer en las trampas tendidas por los viles adultos de este mundo, evitar que ellos la siguieran embaucando. O-Jī, por más que estaba un poco senil ahora, era un hombre, y si había un hombre en la casa, era muy diferente a que no hubiera ninguno. Los otros adultos no intentarían chantajearla con un hombre en la casa donde ella vivía. Si se tratara sólo de Matcha y el bebé, por más que ella tuviera a un bebé, los adultos empezarían con sus maquinaciones hasta sacarle la casa. Cómo fuere los adultos sacarían provecho de cualquiera en una posición vulnerable. Particularmente terribles eran los hombres. Iban directo a la violación sexual. El viejo de Kanishi, varios hombres justo antes de suicidarse, el encargado de los arrozales, todos habían violado a aquella menor de edad llamada Matcha, como supuesta adulación o a la fuerza. Estos pérfidos lo hicieron porque consideraban a Matcha una mera niña. Eran aborrecibles. Eran hombres crueles, viles, y ella casi desearía matarlos. Manifestaban el verdadero carácter del hombre. Matcha no tenía la menor intención de permitir que sus recuerdos de esos hechos se le disolvieran o siquiera que se suavizaran jamás, ni por toda su vida. Vivir en este mundo era realmente una cuestión feroz. Y era aun más así para una niña sin respaldo alguno. Si una menor se manejaba por sí sola, podría haber sido vendida a una casa de geisha o a un prostíbulo. Matcha tenía suerte de que no le hubiera pasado eso. A fin de cuentas debía admitir que, si lo peor que le tocó era ser violada, entonces había tenido comparativamente mejor suerte. En el contexto en el que vivía Matcha, la buena suerte se manifestaba realmente en tan sólo no haberse cruzado con hombres que la engañaran y la vendieran como prostituta, camarera vulgar, o geisha. Era algo asombroso. Por otro lado, si hubiera caído en manos de los mafiosos, sin duda habría sido vendida a un prostíbulo. Estaría volviéndose loca buscando cómo escapar y a su vez tratando de

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no pensar en el futuro para no desesperarse. Porque futuro no habría a partir de esa situación. Aunque tampoco en su situación actual podía decir que había futuro. En realidad no tenía nada. La casa la compró con dinero que por casualidad había encontrado y robado. Tenía a un bebé ilegítimo y sin padre. Vivía con aquel extraño cuyo trabajo consistía en aconsejar e incitar a los suicidas. Para colmo, O-Jī ya estaba tan viejo que él mismo tendría que morir pronto. ¿Qué era la felicidad, y que era la maldad en el mundo? ¿Para qué se vivía? Matcha no podía hilvanar de manera comprensible el curso de los hechos que la había llevado a sus circunstancias actuales. ¿Para qué había nacido, y para qué seguir viviendo? La mente joven de Matcha sólo se iba a confundir más. Cuántas veces y cuán intensamente pensaba en todo aquello. No entendía su situación. ¿Para qué nació el bebé? Más allá de haber resultado del engaño que sufrió Matcha. Y aún más allá de eso, ¿para qué había nacido ella misma? Por ejemplo, O-Jī de Kanishi ya había perdido la capacidad de vivir adecuadamente, pero no podía morir. Por más que parecía estar a punto de fallecer y por más que ya estaba senil, seguía vivo. Y conjuntamente en el entorno, había tantos que querían morir e incluso que a veces se tiraban delante de los trenes. Aunque requiriera la muerte, querían deshacerse de los sufrimientos de este mundo. Pero ¿querían ir al otro mundo? Que anhelaran tanto morir, eso sí podía comprender Matcha. Ella también quería morir. Lo que Matcha no podía entender era cuál podía ser el propósito de vivir. Y ellos tampoco habían podido entenderlo. Por eso, iban a ese lugar. Para morir. A veces Matcha caía en un vacío, abstraída por completo. Sentía su corazón tan pesado como el plomo; no quería hacer nada. No quería comer. Incluso odiaba la idea de tocar los platos y otros utensilios relacionados con la comida. Cuando estaba así, también odiaba ver las caras de la gente; cerraba las

persianas y convertía el interior de la casa en una negrura espesa. Pasaba todo el día agazapada ahí adentro. En su corazón ella misma estaba llena del vacío y era aquello lo que le oprimía el pecho. Atacada por el vacío, por la nada palpable, ella temía a la luz. Por más que cerrara la persiana para bloquear la luz externa, aún le temía. Con frecuencia, si veía la luz, se le caía la cuchara de la mano. Sucedían con cada vez más frecuencia los días en los que Matcha estaba tan deprimida que no podía tolerar ninguna luminosidad. La luz tenía un impacto demasiado fuerte sobre la cicatriz grabada en su corazón. En el más lejano rincón de su corazón, en la profundísima oscuridad allí, allí estaba Matcha. ¿Qué era esto? A pesar de sus pocos años de edad, ya estaba tan dañada. Desde que era bien pequeña, por la violencia de su madre, se le iba haciendo esta profunda cicatriz. Y luego, bajo el peso de una y otra situación sombría de sujeción, el corazón de Matcha se iba apesadumbrando aún más. Cuán desolada estaba, detenida en el vacío de su corazón como confinada en un recinto sin aire y sin viento. ¡Qué vacío, qué soledad extrema, y qué aislamiento! Descubrió que no le interesaba ni morir ni vivir. Todo era oscuridad. Matcha miraba fijo como hacia adentro de un pozo muy antiguo, pero por más que sacaba del fondo una y otra vez nada salía, ni agua ni aceite, nada. No podía hacer otra cosa salvo quedarse sola en el silencio tácito con la mente en blanco. Mendigar, robar, llevarse el bolso de otro, ser violada, tener a un bebé sin padre, ¿había algo más? ¡Ay! Ante estas tantas cosas desagradables, Matcha quería taparse los oídos. Cosas tan horripilantes que le costaría nombrarlas con su propia boca. Matcha comprendió que su vida la había encaminado de esta manera. Pero si era bueno o malo, eso no lo advertía todavía. En todas estas situaciones en las que no tuvo ninguna libertad de decisión. Eran desgracias que le habían tocado vivir sin querer.

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El pasado suyo era repugnante y siniestro. Por lo menos se trataba del pasado, y no seguía así la actualidad de su vida. Pero aquel pasado la había dejado con un tremendo vacío en el interior, en vez de una esperanza para vivir mejor. Matcha no quería vivir. Matcha quería morir. No había nada para expresar en palabras al respecto; no tenía ningún mensaje, ninguna explicación. Intensamente, excesivamente, quería morir. No entendía el sentido de la vida. ¿Qué era la felicidad? Nunca había pensado en algo así hasta ahora. Porque antes había estado tan presionada a cada momento por urgencias cotidianas que la idea de quedarse rumiando acerca de la felicidad parecía un sueño de lo más irreal. Ahora en cambio, vivía en una casa que proveía protección contra la lluvia y los vientos, y podía comer un buen alimento tres veces por día. Sin embargo, por más que fuere así, la cicatriz grabada en su corazón no se sanaba. Matcha seguía dañada. De ese tipo de herida parecía imposible recuperarse. Por daños y maltrato que sufrió en manos de otros, el corazón de esta joven se había lacerado. Y luego fue aún más estropeado por ella misma, cuando sustrajo el dinero de la Señora Takada, cuando se llevó arroz de los granjeros, y por más faltas todavía, porque lo que estaba a su alcance, lo agarraba. Matcha no quería hablarse a sí misma de este modo. Pensar en esas cosas sólo profundizaba la lesión en su corazón. Era como si hubiera miles o hasta decenas de miles de flechas apuntándole. Eran flechas hipócritas que parecían comunes pero al perforar en el blanco, no se dejaban extraer. El sufrimiento que provocaban le dolía a Matcha en el fondo del corazón. Y a veces le atormentaba el cuerpo entero. Se trataba de acciones que ella había realizado para poder sobrevivir en las situaciones difíciles que le había impuesto el destino. Pero para vivir entonces tuvo que perjudicar su corazón, su espíritu. Matcha fue dañada por otros. Y a su vez ella hizo daño a otros. Había muchas espinas que perforaban su pasado. Con el

dolor de esas espinas, su corazón estaba continuamente supurando por la congoja y estaba cada vez más estéril. Matcha derramaba lágrimas por su pasado. Las flores abiertas, aquellas hechas con papel blanco, eran flores estériles que extrañamente nunca se marchitaban o se morían. Siempre presentes cuando ella se olvidaba de las flores. Las infértiles eran aún más disolutas al florecer. El aluvión de olor fétido de las que caían y que florecían, de las que florecían y que caían. Por más que pudiera sobrellevar la terrible soledad, Matcha no podía soportar la cicatriz, que quebró ahí, y que había sido quebrada. Como hormigas dormidas por siempre entre los pliegues de su corazón, como piedras preciosas incrustadas, los puntos de dolor no la dejaban a Matcha dormir. Por más que se obligaba a quedar quieta, no podía dormir. O-Jī de Kanishi, cuando veía que por ahí rondaban aquellos hombres vacilantes y sin carácter que buscaban consultar con él, siempre salía en dirección a la choza para encontrarse con ellos allá. La choza no quedaba lejos de la casa nueva, y cuando terminaba con sus tareas, el viejo volvía para las comidas con Matcha. Así fue que una vez, sobre la comida, le preguntó a Matcha: –Comprar esta casa saldría bastante. ¿Dónde conseguiste el dinero? Y era como si el viejo hubiera apretado justo sobre la cicatriz oculta de Matcha. Ella no habló de inmediato, mantuvo el silencio por un momento y luego le dijo con un tono controlado, como el de siempre: –Eso no tiene nada que ver contigo, O-Jī. Así le contestó. Pero el viejo parecía sospechar que algo debió de haber hecho. Tantas nuevas prendas para el bebé. Los vestidos de Matcha también eran nuevos y parecían buenos. La ropa suya de antes, que había usado durante años, estaba infestada de piojos. La había usado tanto porque era lo único que poseía. La tela de muselina color crema se había desteñido y

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ahora parecía gris. Además estaba agujereada en varios lugares. Pero por temor a que temía que tal vez tuviera que salir de nuevo a mendigar, Matcha la había guardado. Si toda la ropa que tenía lucía como recién comprada, ya no lograría conseguir limosnas. Hacía todo eso e incluso le contestaba al viejo con un tono de voz normal, pero la verdad era que Matcha sentía el miedo en la boca de su estómago. Cada vez que O-Jī de Kanishi echaba una mirada a una de las prendas nuevas de Matcha y del bebé, ella se asustaba. –¿Robaste esa ropa o la compraste? –le preguntó a Matcha. Ella pensó en cuán molesto era él, pero no dijo nada. Entonces el viejo continuó: –Yasukichi, el albañil en el pueblo, pasó por la choza hace poco y me contó que había visto una noticia en el diario. Así supe yo que la Señora Takada del barrio privado de Asahi se había olvidado una gran cantidad de dinero sobre un banco en la estación de tren, y que otra persona se llevó todo ese dinero. No lo han encontrado todavía. En la estación de policía están investigando el caso. O-Jī miraba fijo a la cara de Matcha. Ella sintió la traspiración empezar a brotar a lo largo de su columna vertebral. El corazón se le aceleraba y podía oír cómo el latido rápido golpeteaba dentro de su cuerpo. ¿Qué podía hacer? Cada día implicaba gastos por lo que había tenido que sacar y usar algo del dinero. Como para agravar las cosas, O-Jī había observado que Matcha no estaba saliendo a dar vueltas por la aldea como mendiga. Podía haber concluido que ya tenían suficiente arroz y que no hacía falta pedir más limosnas por ahora. Pero más allá de eso, habían dejado de tener que conformarse con guiso de arroz y ahora comían arroz cocido como en una casa normal. Entonces, el viejo sospechaba de nuevo acerca de estos gastos y cómo se estaban solventando. Nuevas preocupaciones surgían cada día en el corazón de Matcha.

Cuánto más lo pensaba, más se afligía por los hechos deshonestos que había cometido. O-Jī era en el fondo un extraño a quien ella no podía confesar nada. Le había hecho trampas; le había hecho quedar embarazada. Matcha no confiaba en él. Sólo como una suerte de guardaespaldas, necesitaba tenerlo a su lado, pero aparte de eso no le tenía la más mínima simpatía. Sin un hombre a su lado, Matcha sería explotada y ridiculizada en este mundo. Ése era su único motivo. Básicamente el viejo servía de defensa contra peores enemigos. Él mismo era un viejo molesto y malo, alguien capaz de abusar de una niña y hacer que tuviera a un bebé. Tampoco era un hombre que contaba con comida u otros recursos; no le importaba si moría o si seguía, haciendo cualquier cosa. Era ese tipo de persona. Sólo porque la madre de Matcha había hecho insufrible la casa de la familia con su vehemente histeria y su violencia, la niña entonces solía ir a buscar refugio en la choza de O-Jī de Kanishi. Y había sido la causa del peor accidente en su vida. El viejo de Kanishi nunca demostró un sentimiento loable relacionado con el motivo de defender a Matcha de amenazas externas. No era otra cosa que un anciano senil que vivía casualmente cerca. La niña iba y venía de su morada para escaparse de los golpes y las rabietas de la madre, pero durante una de esas visitas él la dejó embarazada. Matcha no sabía cuántas veces había pensado que lo iba a echar. Por más que él comía de lo que Matcha traía a la casa y ponía sobre la mesa, siempre comentaba algo negativo al respecto, quejándose de arena en el guiso de arroz o algo así. Y de pronto empezó a preguntar de dónde venían las prendas del bebé y de dónde venía el arroz bueno; estaba dudando de todo y la presionaba con bastante severidad a Matcha. ¿Debería ella entonces armarse de coraje y echarlo? Matcha no lo podía decidir con claridad; se sentía perdida y confusa. O-Jī nunca ayudaba con el bebé. Para colmo, últimamente Matcha lo encontraba distraído, con baba que se le caía de la boca, y con frecuencia mirando en la dirección opuesta a la

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indicada. No era útil en absoluto, y además de vivir allí y comer gratis, la perseguía a Matcha con sospechas. Realmente era un tipo extraño. ¿Y qué debía hacer en caso de que O-Jī se rebelara? No confiaba en él. Después de que la engañó y ella quedó embarazada, la idea de él como un hombre malévolo nunca se le fue de la mente. Y ahora venía a hacerle una pregunta tan incómoda como de qué manera había conseguido el dinero para comprar esa casa. ¿Qué debía hacer? ¿Decidirse de una vez y estrangularlo? No sería difícil matarlo porque estaba tan envejecido. ¿Se quitaría un gran peso de encima si enterraba al que la había engañado? Mientras se afligía con ese tema, sacó más billetes del dinero escondido, fue al pueblo, compró varias cosas y volvió. Medias rojas. Zapatos. Ropa interior. Camisetas de tricota. Al extraer efectivo, podía comprar lo que quería. Esa posibilidad le maravillaba. Al comienzo, hacía compras con timidez y muy de a poco. Pero en estos días se animaba a ser más audaz. Ya no temía a la gente. Comprar era entonces algo que hacía más y más. Llegó a ser un hábito y empezó a ganar en velocidad y fuerza. Ahora salía a comprar casi todos los días. O-Jī de Kanishi abrió los ojos bien abiertos con asombro. Y dudaba más que antes acerca del origen de los fondos. La acosaba intensamente con sus sospechas. Preguntaba de dónde había recibido el dinero para comprar la casa, hacía la misma pregunta reiteradamente sin cansarse. Finalmente Matcha le contestó blandiendo un pequeño palo. –No te dejaré seguir haciéndome esa pregunta una y otra vez. Sal de aquí. –Le dio un golpe seco en la cabeza con el palito. O-Jī era ya demasiado anciano para resistirse a algo así. Tal vez el viejo se hubiera rendido; no hizo más esa pregunta. Un día, tiempo después, aquel hombre bondadoso, 224

Chuji, del pueblo Nakayama, volvió a visitar inesperadamente. Era el que Matcha había usado como máscara suya para comprar la casa, porque hacerlo ella sola, siendo una niña, habría llamado demasiado la atención y provocado dudas entre los adultos. –El Señor Kanishi, es decir O-Jī, ha estado preguntando en el pueblo acerca del dinero que llevé para comprar la casa en aquel trámite inusual que realicé yo en tu lugar. Tuve algo de cuestionamiento por eso. Aunque la gente en general no estaría hablando de eso, espero. –De eso modo presentó su pregunta. Cuando Chuji dijo eso, se entendió el motivo de su visita sorpresiva. Matcha se inquietó. Desde que había comprado la casa, ya había pasado casi un año. ¿Y ahora qué pasaba? O-Jī de Kanishi, por ser el que mantenía el “Monte de los Cerezos” como sitio clave para los suicidios sobre los rieles del tren, tenía cierta fama entre los aldeanos. Y cerca de allí, ella tenía ahora esta casa donde vivían juntos con el bebé. Supuso que la situación había llegado a ser de conocimiento público. –Cuando pediste que te hiciera el favor, quise ayudarte y así lo hice. Ahora el anterior dueño me pregunta cada vez que me ve: “Me han contado que el nombre que figura en el título de la casa es el de esa niña, pero yo la vendí a Chuji que vive en Nakayama. Ahora si esta chica de trece o catorce años es la dueña de la casa, ¿de quién era originalmente el dinero para comprarla?” Así me estuvo preguntando. Y yo le dije: ”Matcha me pidió hacerle este favor, me lo pidió tan desesperadamente que decidí ayudarla”. Todo el mundo me miraba con ojos llenos de sospecha. Pero insistí: “Sólo la ayudé cuando compró la casa. Sólo eso. ¿Me entienden?” Claro, cuando supieron que la dueña de un inmueble de esta índole era una menor, les pareció un tanto extraño. Pero ahora te pregunto yo a ti, Matcha, esa apreciable suma de dinero que, cuando compré la casa, me diste aparte, ¿de dónde conseguiste ese dinero? No le voy a decir a nadie nunca, pero dímelo por favor, porque no puedo dormir a la noche por el miedo. A Matcha se le cerró la garganta, no pudo decir ni una 225

palabra. Porque descubrió que vivir en esa casa la había hecho objeto de sospecha en toda la comunidad. Chuji sólo actuaba como mediador en la compra de la casa. La propietaria, por el registro, era la niña. ¿De dónde demonios salió el dinero? Chuji era un pobre miserable de treinta y ocho años que ayudaba en los trabajos de construcción que se hacían en las viviendas como barracas asignadas a los obreros. Este hombre bondadoso pero humilde no tenía suficiente dinero como para comprar una casa. El asunto era que el anterior dueño se encontraba justo necesitado de fondos y por eso estaba dispuesto a vender rápidamente, pero ahora volvía a pensarlo más fríamente y le pareció raro. Chuji se había asustado al escuchar las palabras del anterior dueño. Era todavía reciente el incidente que involucraba a la Señora Takada que había olvidado un bolso de dinero y valores sobre el banco en la estación de tren. Ella denunció el hecho a la policía, pero los oficiales no encontraron ni una pista. El caso estaba en la boca de todo el mundo. El dinero nunca apareció. Uno de los individuos que iban a consultar con el viejo de Kanishi, le contó que la Señora Takada había dejado un monto considerable sobre un asiento en la estación del ferrocarril y que la historia al respecto había salido publicada en el diario. ¿Era por eso que O-Jī sospechaba de Matcha? Este asunto era lo único en el que Matcha podía pensar ahora. La niña compró la casa de golpe. Iba al pueblo y compraba y compraba, pequeñas cosas, todos los días. Y lo más extraño era que ya no salía más a mendigar. Matcha iba evitando a O-Jī de Kanishi, quien se había convertido en una figura desagradable y problemática para ella. No le miraba con una expresión positiva, nunca. Matcha ya había cumplido, con lo que ya no necesitaba tener a un tutor adulto. Casi estaba decidida a echar al viejo de la casa. Mientras tanto, delante de Matcha el visitante inesperado, Chuji del pueblo de Nakayama, era la viva representación de total desconcierto. Estaba inquieto, se movía de modo agitado y nervioso.

Por fin ahora Matcha le contestó: –¿Todo el mundo estaba en un tumulto por este asunto? ¿Le preguntaron a usted si había comprado esta casa con dinero sucio? Piensan eso, ¿o no? –El anterior dueño lo sospecha. –Bueno, dejémoslo, la gente ya se olvidará. Así dijo Matcha, tomándolo a la ligera. Y agregó, para tranquilizar a Chuji: –Juro que no era dinero robado. No se preocupe por eso, ¿sí? –Con eso, entonces Matcha lo mandó a regresar a su casa. Pero esa noche ella misma no podía dormir. Sentía un profundo desasosiego. El corazón le latía fuertemente. Como arrinconada, Matcha intentaba pero no podía calmar los latidos, no podía escapar. Tuvo un sueño extraño esa noche, justo antes del amanecer. Aunque caminara y caminara, no llegaba nunca al final de una llanura cubierta de hierbas. Había por ahí una casa solitaria. Cuánto más Matcha seguía caminando, la casa se alejaba más y todavía más. En definitiva Matcha nunca pudo alcanzarla. Además unas lianas se enrollaban alrededor de sus pies. Casi se caía. Y cuando oscurecía, surgían cuantiosos lagartos y pequeñas víboras que avanzaban contorneándose. Matcha gritaba e intentaba escaparse corriendo pero el camino quedaba demasiado lejos. Ahora desde arriba aparecían sombras de gorriones que volaban en círculos. Venían cada vez más de esas aves hasta tapar por completo el resplandor del atardecer que había prendido fuego el cielo. ¿Qué pasaba? No importaba cuánto caminaba, no llegaba a alcanzar la casa. Pero llegaba a oír, desde el interior, el llanto débil de un bebé. Molesta, Matcha corría y corría, esforzándose por ir lo más enérgica y eficazmente que podía, pero terminaba desviada, una y otra vez, desviada sin querer. Gritaba de miedo. Se despertó con ese clamor. El bebé empezó a llorar, también a causa del aullido de Matcha. Un escalofrío recorrió la espalda de Matcha cuando vio al bebé. La causa de eso era porque ella misma nunca había sido amada por su madre.

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Tenía que ser por eso. Porque fue tratada con crueldad desde pequeña. El recuerdo de que le golpeaba. Los recuerdos de que le gritaba. La furia que terminó por echarla violentamente de la casa familiar. Tantas marcas violáceas por todo el cuerpo donde la había rasguñado. La madre que, si Matcha dijera una palabra, le devolvía diez en una voz de gritos agudos. La madre que encontraba sólo fallas en Matcha. La madre que peleaba sin parar con el padre. La madre que veía en Matcha nada más que una mano de obra. La madre que la encerró en la alacena y le negó comida por todo un día. La madre que estaba siempre enojada con ella. La madre que nunca mostró dulzura. La madre susceptible que se enfurecía a cada rato. Matcha odiaba todas estas cosas de su madre. Si llegaban a discutir, la madre siempre salía con: “Yo te di la vida. No te vendí como geisha, sino que yo te di de comer tres veces por día. Y ahora para colmo me vienes a decir que quieres algo tan lujoso como lo es un libro de cuentos ilustrados”. La madre esperaba que Matcha fuera terriblemente agradecida porque la había parido sin dejarle marca o mancha en la cara. Porque Matcha había tenido que soportar este tipo de experiencias por tanto tiempo, cuando fue forzada a tener un bebé ella misma, por violación y por engaño, no tuvo entonces ninguna inclinación positiva hacia la criatura. Si el bebé lloraba, se le revolvía el estómago por el asco. No podía tolerar que el bebé siempre tuviera hambre. La criatura estaba siempre con la punta de la mamadera en la boca. Matcha odiaba que el bebé le dirigiera esa mirada tan anhelante, queriendo más leche, más leche, aunque ya hubiera tomado sin parar. Si le pegaba, lloraba aún más. Matcha odiaba eso. Si empezaba, no paraba más de hacer ese ruido. Matcha detestaba todo del bebé. Era por eso que lo dejaba solo siempre. Porque era demasiado ruidoso y molesto. Ella estaba demasiado deprimida como para hablarle al bebé. Casi quería tirarlo.

No sabía cuántas veces había pensado que quería lanzar al bebé delante del tren cuando venía a toda velocidad. ¿Estaba enferma Matcha? Tenía la lastimadura incurable en el corazón, infligida por su madre. La odiaba, y a sí misma. Se detestaba a sí misma. Matcha era un coágulo de auto-odio. Quería clausurarse; anhelaba ir al inframundo donde nada tenía que ver con ella misma. Matcha se arrepentía de haber nacido y de haber sido maltratada. Lo que Matcha más aborrecía era a ella misma. Se odiaba tanto que el bebé que había nacido de su propio vientre parecía merecer más desprecio todavía por tener ese origen. Incluso si le viniera a la mente el contorno del cuerpo del bebé, le abatía el ánimo. Ella estaba en el centro de un sueño que se confundía con la locura, y quedaba desilusionada bajo la sombra de su vida en ruinas, además de arrepentida de haber nacido. Desde hacía tanto tiempo que su corazón se estaba destruyendo, de manera cruel y sin piedad, que ella ya se encontraba acostumbrada a la bilis de la amargura en su corazón y a la cicatriz. Matcha quería matarse en un lugar desierto. Quería matarse entre ruinas físicas, colapsadas y quebradas. Este deseo sincero la torturaba recelosamente. ¿Por cuánto tiempo había estado Matcha obsesionada con el deseo de aniquilarse? Vida cruel, lejos de la creación, plétora de cuerpos y almas. En el proceso de su destrucción, la causa de su mal se marcaba sobre la corteza de la tierra, ahí donde ella había estado caminando sin cansarse. El capullo azul venenoso que se abría en el fondo de su corazón temblaba, convulsionado. La vida con incrustaciones en los pliegues del horror y del caos arrastrándose por la sombra. La esencia de la enfermedad en el corazón de Matcha era que la impulsaba conmocionada tanto como la inhabilitaba. Y brotaba el odio, imposible de tronchar. El intenso deseo de

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destruirse. Los impulsos se alternaban y Matcha se atormentaba en ese horror. Los pliegues en su corazón que fueron rasgados y hechos jirones donde habían guardado decenas de miles de capullos de flor, que estaban disecados y nunca conocieron el desgaste. El deseo de morir, lleno de desdén, la pisoteaba tenazmente, todo su cuerpo se estremecía. En medio de todo esto ¿Matcha se destrozaría el corazón? Como el hilo del destino se deslizaba por dentro, Matcha tenía las lágrimas secas y los ojos como de vidrio, las pestañas como de plástico. Este cuerpo de Matcha, incrustado con los sonidos del vacío despedazado, hecho añicos. Matcha tenía una sola palabra. Morir. Sólo quería morir. La vida misteriosa. ¿De dónde venía esta depresión perpetua? El fruto del árbol de la angustia. Aquel fruto que fue torcido hacia abajo, ¿cuántas horas en la vida de Matcha se invirtieron en esa magia? Matcha que se quedaba de pie ahí, paralizada en la muchedumbre, ¿era ella la diosa en medio de esa soledad infinita? No quería estar viva. ¿Por qué le torturaba este tipo de cosa desde que tenía memoria? Quería truncar la vida que continuaba. Fatiga de vivir afanosamente. El vacío infinito. Matcha quería morir. No sabía por qué pero carecía de esperanza o apego en relación a la vida. Olas enormes de la depresión surgían como los rompientes en el mar delante de ella, Matcha, como a bordo de un bote que casi naufragaba mientras intentaba huir de la necesidad de seguir viviendo. Esto, tal vez, fuera la enfermedad. Siempre el deseo desbordante de morir seguía instalado en el corazón de Matcha que a su vez se hundía pesadamente. Ella había ido con frecuencia al lugar de O-Jī de Kanishi. Tal vez lo que la motivaba era justamente esta pesadumbre en el corazón, tal cual la motivación de aquellos hombres que iban allí para suicidarse. Matcha estaba siempre mirando, con el rabillo del

ojo, a esos hombres llenos del deseo de morir, mientras visitaban al viejo de Kanishi. No era imposible. ¿No sería ella la persona que más quería morir de todos ellos? Matcha cavilaba sobre esto. Durante tanto tiempo el suelo alrededor del “Monte de los Cerezos” se había teñido con sangre. Matcha un día sentada sola allí levantaba puñados de la tierra que sostenía en las palmas y luego dejaba caer de nuevo, lo que producía un sonido de repiqueteo. Haciendo así, ella seguía jugando con los terrones. Estaba triste. Por ese pasado suyo que había vivido con tanta ignorancia. La miserable maldición de una vida solitaria y desequilibrada. Respecto de esa vida, ella no lamentaría cuando llegara a su fin. Matcha sostenía ese pensamiento. Quería ir a morir. A Matcha el suelo imbuido en sangre del “Monte de los Cerezos” le susurraba. Alrededor del pequeño memorial del “Monte de los Cerezos” que había absorbido la sangre de tantas personas, Matcha caminaba en círculos. Tenía el corazón vacío. O-Jī empezó a preguntar a Matcha con mayor frecuencia cómo era que había podido poseer tanto dinero. Persistía tanto con el tema que parecía una agresión. Al mismo tiempo, a Matcha le pesaba aquello que le había contado Chuji, que el anterior dueño de la casa tenía sospechas específicas respecto de ella. Y para empeorar las cosas, supo que la gente de la aldea estaba bastante alborotada por el hecho de que O-Jī, la niña Matcha, y el bebé se habrían mudado a una casa de dos pisos. Entonces el corazón de Matcha se hundió aún más en la oscuridad. Ella había dado a luz a un bebé ilegítimo y sin padre, y para colmo había robado el dinero de otra persona, con lo que era una delincuente. Para Matcha esto valía por la depresión. Si no, ¿qué era? Hasta ahí, había pasado su vida en la miseria de la pobreza y nada más. Pero en este momento, porque tenía dinero, estaba aterrada, temblaba y lloraba todos los días. Ahora ésta era su situación actual. Matcha estaba afligida.

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Durante el almuerzo, O-Jī se quejó con Matcha por una piedra que había quedado mezclada en la verdura; la mordió y le hizo doler el diente. –Si te sientes así, debes cocinar tú mismo. Nunca me agradeces por lo que comes, sino que te quejas, ingrato. Si te parece tan malo, entonces no lo comas. Así dijo Matcha, pero entonces O-Jī replicó con lo que era últimamente su comentario de costumbre: –En esta casa hay muchas cosas que se han comprado pero a las que ninguna mendiga podría acceder. ¿De dónde vino este dinero? Seguramente no lo has robado, ¿no? Hacía ese tipo de sarcasmos desagradables. Pero ¿qué decía? Hablaba así a pesar de ser cuidado por Matcha. Y ella por su lado tampoco se daba por vencida. –Tú incitas a la gente que vacila y duda de suicidarse. O-Jī, haces el trabajo equivalente a un asesino. Eso es lo que tomas como un oficio. Encima, a mí me engañaste y me hiciste tener a un bebé, me condenaste a una vida de dificultades. Me convertiste en una persona discapacitada para manejarme en este mundo. ¡Eres un viejo vil! Matcha siguió abusándolo: –No eres bueno para la gente en absoluto. Vete y muérete rápido. Pensabas que yo era demasiado joven como para entender nada, tenías a esos hombres que venían aquí para matarse, y los hacías tener relaciones conmigo, cada uno de ellos, como un recuerdo antes de partir para el otro mundo. Y yo me quedé embarazada con un bebé que no tiene padre. Nunca te voy a perdonar por eso. Eres malvado. Matcha se arrepentía de haber caído en tales estupideces. Sentía que debería haber estado más lista, pero la verdad era que, siendo una niña de doce años no más, no podría haber actuado con mayor astucia. No podía condenarse a sí misma demasiado, pero tenía que lamentar lo sucedido tanto porque ya no quedaba juventud auténtica para Matcha. De mal en peor, la madre la echó por siempre de la casa familiar. El viejo de Kanishi era una basura. Los bollos de arroz que ella le había dado día tras día, por sentir pena por él, eso había

sido al final la base que causó todo este desastre. Era verdad lo que se decía de que la bondad se pagaba con malicia, realmente era así. No se podía empezar de nuevo, no se podía arreglar nada, por más que ella lo pensara una y otra vez con tanto esmero. Las cosas que habían sucedido ya eran la realidad. Aún así, Matcha persistía y buscaba alguna salida o solución. Sí, era cierto. Y persistiría cuanto le fuere posible. Chuji vino de nuevo a la casa. Lo había llamado el anterior dueño de la propiedad, y le había hecho todo tipo de preguntas. En una semana vendrían de la policía para investigar las circunstancias. ¿Sería porque el anterior dueño habría hablado tanto hasta incluso agitar a la policía? El mundo estaba lleno de enemigos. Nervioso, Chuji se rascaba una y otra vez la cabeza, por los nervios y la vergüenza, mientras repetía que estaba en problemas, en problemas. –Le dije que Matcha me lo pidió como favor, y tanto me lo pedía que al final lo hice, lo hice por ella. Matcha, ¿dónde conseguiste tal cantidad de dinero? Aún para nosotros que somos adultos tanto dinero es imposible de juntar, por más que trabajáramos toda la vida. Seguro que no lo robaste, ¿no? Le preguntaba insistentemente. De pronto Matcha no pudo contenerse más: –No me lo pregunte más. Ese hombre, el dueño anterior, se ha metido con el asunto de la casa. Déjelo. Puede pasar cualquier cosa. ¿Es verdad que la policía vendría a investigar todo esto en casa la semana que viene? Matcha tenía una cara de susto e hizo esta pregunta con genuina preocupación. Le latía el corazón fuertemente, como si fuera a explotar por el susto. Algo tenía que suceder pronto. Ella temía que el tema no se solucionara así nomás. Cuando Chuji se fue, Matcha de repente se dio cuenta de que no tenía siquiera a alguien para consultar. O-Jī de Kanishi era igual a un enemigo. No podía consultar con él en absoluto. Matcha, triste, reflexionaba de manera profunda sobre el hecho

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de no tener a nadie que le tuviera afecto y le pudiera dar apoyo. Al instante Matcha se puso furiosa y empezó a desahogar su enojo contra el viejo. –¡Sal de aquí! ¡Vete, viejo inútil! O-Jī nunca había acariciado al bebé. Nunca había ayudado a Matcha a lavar los platos. Todo el trabajo de la casa lo hacía Matcha, y a ello se sumaba cocinar. Para Matcha, ¿de qué diablos le servía este viejo? Cuando Matcha paraba en la choza porque no tenía otro lugar adonde ir, entonces sí, ella estaba allí como un parásito. Pero luego de mudarse a la casa, la niña sólo lo dejaba quedarse como una defensa ante la sociedad. En definitiva, ya desde antes O-Jī había estado viviendo de Matcha, de lo que podía conseguir mendigando. Sin embargo, ahora que Matcha parecía tener dinero, O-Jī de repente empezó a sospechar de ella. Empezó a armarle líos. Por eso ella lo odiaba, porque hacía eso a pesar de que ella, saliendo a pedir limosnas en el frío severo de la llanura en invierno, le había dado de comer. O-Jī de Kanishi estaba acostado, tenía los ojos apenas abiertos. Estaba mirando a Matcha. El cabello suyo nunca estaba peinado, crecía denso y revuelto como pasto seco. La cara estaba llena de arrugas por los largos años que había pasado como leñador en las montañas. La ropa que tenía puesta era la única que tenía y la usaban aun mugrienta; no le importaba. –Que tenga dinero o no, eso no tiene que ver contigo, OJī. Habla con quien quieras pero si lo dices más de lo necesario, fíjate que no te dejaré sin castigo por impertinente. Matcha fue clara, pero entonces O-Jī dijo: –Tener dinero más allá de lo que puedes generar por tus propios medios. Eso implica haber cometido errores fatales. Es lo cierto. He vivido tanto tiempo, hasta esta avanzada edad, y por eso sé bien lo que digo. El dinero es causa de males. Así le dijo el viejo a Matcha. Y continuó: –En estos días, Matcha, nunca sales a pedir limosnas como antes… Y en vez de más pobres, ¡cuán rico comemos! –Esto último lo pronunció con sarcasmo. Pero de pronto Matcha se 234

puso a considerar si no era porque no salía mendigar que la gente dudaba de ella. Y entonces decidió que daría algunas vueltas pidiendo limosnas como antes. Finalmente pasó el invierno en el valle y comenzaron a aparecer las señales de la primavera. Algo de nieve quedaba como manchas blancas sobre las barrancas a orillas del río Susuki, y el viento seguía un poco frío aunque ya no tanto. En realidad era primavera sólo de nombre por el momento. Los capullos en los cerezos que crecían sobre el “Monte de los Cerezos” no daban aviso respecto de cuándo abrirían las flores de cerezo. El tronco del viejo cerezo estaba negro y tenía un aspecto espeluznante, si no por otra cosa que por el hecho de que tantas personas habían perdido sus vidas allí y lo habían manchado con su sangre derramada. En esa zona, los fantasmas rencorosos de esos individuos suicidas se enroscaban en las ramas de los árboles y se adherían a las copas. El ligero olor a sangre chorreándose parecía flotar en al aire por todo el monte. A Matcha le gustaba deambular por allí. Era el sitio donde se encontraba el camino que llevaba a aquel otro mundo que ella tanto anhelaba, y entonces le era posible, estando ahí, considerar desde diferentes ángulos las opciones para pasar al más allá. Había una cierta influencia ominosa, acaso profética, en la coincidencia de los destinos de muchas personas quienes, a punto de morir, buscaban estar en el “Monte de los Cerezos”. Por eso algo fantasmal se había aferrado a la corteza de los árboles y nunca desaparecía. Aún aquellos que no querían morir, al llegar a este sitio, conducidos allí por el dios de la muerte, terminaban con los pensamientos cambiados para ya inclinarse en dirección mortífera. Desde hacía mucho Matcha venía aquí como una costumbre personal cuando sentía que su corazón estaba intranquilo. 235

Ni bien percibía el sutil perfume de sangre en los cerezos, de alguna manera su corazón se embelesaba. Aquel otro reino, el inframundo, no era una dimensión en la que uno debía hundirse dolorido y en agonía, sino envuelto en una delicada paz mental donde tristeza y pena se esfumaban. El deseo sincero de aquel corazón inmerso en lágrimas, entonces allí se imbuiría de calma y sosiego. Cuando venía a ese sitio, por alguna razón Matcha siempre, siempre sentía que se le calmaba el espíritu. No sabía por qué. Seguir en la vida significaba una limitación sombría. Pero la elegante media luna, que flotaba baja en el cielo durante los últimos diez días del mes, era una visión extrañamente misteriosa y atrayente para Matcha. Ella quería morir. No sabía cuándo había comenzado eso en ella, pero tenía un profundo anhelo de la muerte que seguía firme en su corazón y nunca variaba. Esa constancia era la prueba que buscaba. Levantó la cara y miró hacia el cielo, donde todavía quedaba una luminiscencia suave después de la puesta del sol, y la luna redonda apenas visible parecía posarse en la copa de un cerezo. Poco a poco la luna iba brillando con más claridad y los perfiles de las cosas en el entorno se iban hundiendo en la penumbra. El crepúsculo pendía sobre el monte y envolvía las siluetas de los árboles. Daba la impresión de haber espejismos por allá. Matcha siempre percibía que había bolas de fuego retemblando, bailando apiñadas aquí y allá y entrelazándose con los troncos y las copas. A causa de la fosforescencia de los espíritus de los muertos parecía que los árboles enteros estaban en llamas. Matcha no sabía con certeza si se trataba de una ilusión o si era algo genuino. O tal vez fuera un efecto del resplandor en el cielo crepuscular reflejado por una faz de la montaña del oeste. O porque los espíritus de los muertos se alborotaban con el ocaso. Al anochecer, los espíritus de los muertos parecían hacer ruidos. Cuando caía la noche aparecía aquel fuego con destellos rojos producidos por la fosforescencia quemándose, saltando en

direcciones diversas sobre la tierra y el pasto que allí habían sido rociados con sangre. Delante de los ojos de Matcha, se bamboleaban agitadamente, mientras ella se mantenía quieta. Todo alrededor del cuerpo de Matcha, en la oscuridad, el lugar estaba lleno de destellos rojos que ondulaban y fluctuaban en la profundidad de la noche. Matcha de pronto se sorprendió. Las llamas que eran los espíritus de los muertos subían y la rodeaban. Circundada, ella enfrentaba una pared de llamas que tapaba lo que había podido ver de los campos y las montañas. Y todos, además del fuego, manifestaban también un matiz del más pálido azul violáceo. No había nada de miedo allí. Mucho más aterrador era luchar contra el mundo. Estas andadas desordenadas de las llamas misteriosas sólo convencían el corazón de Matcha aún más en su dilección suprimida por aquel otro mundo. El lado opuesto… Sería cierto que si ella cruzaba al más allá, sería todo más suave, una dimensión de experiencias acolchadas, blandas, buenas. El lado opuesto, la llamada Tierra Pura del Paraíso, debía de tener algo que calmaba el corazón. Matcha siempre había creído firmemente que sí. Cada vez que venía a este monte lo volvía a sentir. No importaba por cuánto tiempo se quedara quieta, nunca se cansaba. Quería seguir en ese lugar cuanto le fuera posible. Porque mientras estuviera ahí, no había limitaciones para ella. ¿De dónde en todo el universo podía haberse originado este apego tan profundo? ¿Era la invitación que extendían los que ya habían muerto a los que seguían con vida? Cada día esa condición le había resultado desagradable a ella, se sentía siempre en el límite de lo intolerable, y la había expuesto al hambre y al frío extremos. Matcha comprendía que su cuerpo y su corazón estaban quebrantados y agotados. La humillación de los días en los que mendigaba. Y el día en el que fue violada cuando entró al galpón de la granja para robar un poco de arroz. Los días difíciles de la etapa final del embarazo, resultado de la traición que sufrió a manos del viejo de Kanishi, y que había llevado además a la paliza más enfurecida de su madre. El gusto horrible de sopa de arroz aguachenta todos los días.

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El terror que sentía de la Señora Takada, luego de haberle robado el dinero. El terror que sentía de todo el mundo. Las punzadas de remordimiento. Matcha había visto, escuchado y experimentado en cuerpo propio todo el espectro de miedos que había en este mundo, todos, y quería desaparecer, quería convertirse en nada. Anhelaba regresar a la naturaleza del alma humana que era un rayo de luz. A pesar de esa esencia, todo había sido desgraciado y desnaturalizado desde que nació. Ella quería acercarse a la luz. ¿Cómo había llegado a ser así? No podía comprender en absoluto el recorrido que la había llevado hasta este punto. Matcha no entendía el desorden que era el pasado suyo. ¿Dónde estaban el asombro y el respeto por la vida que brillaba como el resplandor del cielo al atardecer? ¿Por qué había nacido en estas condiciones tan absurdas, tan poco razonables hasta reflejar sólo una tristeza descomunal? Jamás alcanzaría a comprender un pasado de tal tristeza. Ansiaba encontrar la luminosidad resplandeciente de la vida. Pero en eso radicaba su arrepentimiento extraordinario por haber nacido. ¿Por qué nació en este mundo? Había cometido errores uno tras otro. Tampoco comprendía su estado actual. Ya que estaba en esta condición, a futuro sólo cometería más errores, seguramente cuantos le fueran posibles. Como una cadena. Fue un golpe terrible ser violada por O-Jī de Kanishi. Y a ello se sumaba que la persuadió de tener relaciones con otros hombres, los que iban a morir –qué lamentable suceso. Luego, descubrió que estaba embarazada. El ataque de sorpresa más impensable había sido realizado por el viejo de la choza. Ella lo odiaba tanto que quería asesinarlo. Encarnaba un desarrollo opuesto al de la humanidad. Si no hubiera tenido al bebé, quizás la madre de Matcha, que era tan irascible, no habría llegado a enfurecerse tanto como para expulsarla de la casa. Fuera como fuese, Matcha por decisión propia la perdonaría. Si la madre no la hubiera echado, habría tenido que seguir allí lo que equivalía a vivir en un

infierno. No podía haber una madre más histérica que ella. Pero en resumen, disolver el vínculo de la hija con la casa la sacó de un ambiente tan agitado y trastornado como un incendio, como un sitio en constante combustión. Mejor para la niña Matcha haberse ido de ahí, porque ese hogar no era otra cosa que una barrera fortificada, un obstáculo amenazante. Entonces, por más que había sido echada de la casa, Matcha se decía a sí misma que no debería lamentarse demasiado ni sentir tanto apego. Esta decisión la tomó tristemente en su corazón. Si no hubiera tenido al bebé por la traición de O-Jī, no tendría que sentir tanta vergüenza de vivir en el mundo. Lamentaba que le había tocado experimentar esa humillación y por eso ser criticada por la gente a sus espaldas. Al pensar en aquello, sintió el impulso, como un calambre, de querer matar al viejo. Matcha todavía no estaba iluminada espiritualmente. Ella quería mata a ese vil O-Jī. Matcha, siempre cuando pensaba en O-Jī, sentía náuseas. A veces se le estallaba el corazón de rabia, y entonces se le ocurría quizás matarlo a golpes. Pero de pronto al mismo tiempo se le venía a la mente cómo, por el viejo con su choza, ella había podido escaparle a su madre histérica. En eso también pensaba. De cualquier forma, le tenía que dar mucha impresión lo que vivió. Ya que Matcha tenía algo de dinero –en realidad, mucho dinero– ya no tenía que hacer el trabajo arduo de una mendiga, ni tampoco vivir en una choza miserable. Algo la había impulsado a levantarlo en la estación, y también a salir caminando con eso en su posesión, o para expresarlo de la peor forma: a robar el bolso de cuero negro con lo que tenía en sus manos un destino nuevo. Pero al final era Matcha quien terminó siendo maniobrada. Si no hubiera habido tanto dinero en el bolso de cuero negro que había quedado olvidado en el banco de la estación, Matcha no habría llegado a tener un destino tan espantoso. No había otra manera de resumirlo: había sido una jugarreta maliciosa del destino. Y ella lo lamentaba. Lo que era peor, si no hubiera gastado el dinero, no

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habrían surgido estos escándalos posteriores. Pero la existencia en esa choza era tan sórdida que ella no podía quedarse. Por eso persuadió a Chuji hacer el trámite para comprar la casa con el dinero robado. Y también dejó de mendigar. La Señora Takada había nacido de ancestros ricos y por eso tenía sumas tan formidables de dinero para jugar especulando en el mercado de valores. En cambio, Matcha había nacido hija de una mujer histérica que tenía una tienda de poca monta donde vendía golosinas baratas. Ésta era la diferencia de destinos. En el bolso de la señora que Matcha había levantado en la estación, se encontraba esos montones de billetes y valores, guardados allí con el fin de pasar un momento ocioso haciendo apuestas en el distrito financiero Kabuto-cho en Tokio. Pero aquel caudal cayó en manos de Matcha, que lo necesitaba para asegurar su supervivencia. Ahora no se podía llamarlo otra cosa que una cruel manipulación del destino. Pobre Matcha que se tuvo que enfrentar con este tipo de contingencia. Ella levantó ese dinero, y eso fue todo. Al comienzo, ni bien encontró el dinero, Matcha se había puesto tan contenta, por más que también estuviera un poco asustada. Pensaba que con eso podía cambiar esa vida de condiciones aborrecibles por algo mejor, y hasta que podía olvidarse de pedir limosnas. Esa ambición punzante, profunda era lo que al final la llevó a este camino de nuevos terrores enloquecedores. Matcha estaba perpleja, perdida, hasta el punto incluso de anhelar la muerte. Algún día, el castigo por la pesadilla de haber robado tal gran cantidad de dinero seguramente la vendría a buscar. Las pesadillas que ella se había cargado sobre la espalda hasta ese momento eran manejables. Pero ahora sí, Matcha tenía la peor pesadilla posible entre sus manos. Qué horror, ¿qué se había hecho ella a sí misma? Sin importar cuánto lo analizaba, no podía definir qué hacer. Todo había girado bruscamente hacia el punto errado porque ella, de pura casualidad, se había encontrado con una gran suma de dinero entre las manos. No había otra manera de resumirlo.

Ni Chuji de Nakayama ni O-Jī de Kanishi podían ser calificados como aliados de Matcha. En todo lo relacionado con el caso, ellos sospechaban de ella, e incluso le reprochaban. Matcha se encontraba entonces aislada. Completamente sola. Y sola se afligía. Aparte, se arrepentía –aunque no hacía falta decirlo– por no haber informado a la policía cuando encontró el dinero en el bolso de cuero negro de la Señora Takada, y en vez de eso, haber fingido que era suyo. Matcha desde que tenía vida pensaba que no había nada más placentero que el dinero. Cuando compró diez prendas tejidas de ropa interior para el bebé, en ese momento, a ella no le importaba si el dinero era robado o no. Le parecía que no había por qué tenerlo en cuenta. Se sentía tan feliz, como en éxtasis. Una amplísima alegría le surgía al comprar un plato completo de tempura, con pescado y vegetales, en el restaurante en el que deseaba comer desde hacía tanto tiempo. Aún así, ella algo reflexionaba acerca de la importancia del origen de esos fondos. ¿Qué significaba usar los billetes de efectivo de otra persona? ¿Qué significaba aquel bolso de cuero negro? En definitiva, se preguntaba: ¿qué significaba ese dinero que había robado? Pensaba que su destino cambiaba por ese dinero, fuertemente y de modo placentero, y se observaba a sí misma con exasperación. Sin embargo, lo que le había pasado a la Señora Takada salió en el diario, y la gente parecía interesarse demasiado por el asunto del dinero robado. Miradas llenas de sospecha se dirigían a Matcha. Y la joven entonces recobró la consciencia de sus acciones. Matcha estaba aterrada por el presentimiento de quedar atrapada en una situación sin salida. ¿Qué le iba a suceder? ¿Y qué de su destino… ? Por fin le había tocado experimentar un poco de buena suerte, o así había parecido. Por fin podía descansar un poco, incluso pensaba que ahora podía escaparse de aquel infierno de miserias. Por un lado se arrepentía de los hechos cometidos, pero también temía terriblemente lo que hubiera sido seguir como antes.

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En fin, hizo lo que hizo. Robó lo que robó. La delicia del bocado de tempura en la boca. La delicadeza de la nueva ropa interior sin piojos. Las prendas tejidas para el bebé que eran suaves, agradables al tacto. Pero a su vez, todo eso formaba parte de una gran pesadilla. Matcha estaba de pie, inmóvil, entre los árboles del “Monte de los Cerezos” donde los espíritus de los muertos ardían con furor. Miraba concentrada la fosforescencia luminosa despedida por los que habían muerto sobre el ferrocarril. Parecía una pintura que representaba el Infierno. El entorno era completamente oscuro, y la penumbra se iba profundizando. En esa negrura sólo las llamas de los espíritus muertos ardían. Aquello era lo único que daba apoyo a Matcha. A ella le sobrevino la tristeza. Abruptamente y sin querer, se sentó en el suelo, sobre aquella tierra que había absorbido la sangre de los tantísimos que se habían suicidado. Allí, al final, se quedó recostada boca abajo. Las lágrimas desbordaban de sus ojos. Lloraba y lloraba, pero las lágrimas seguían corriendo por sus mejillas. Aquello que le pareció la felicidad no era más que una ilusión. Era sólo una felicidad falsa, robada. Matcha nunca sintió una tristeza tan vasta. Había pensado que podía vivir alguna experiencia especial como ser humano. Y todo eso se había transformado en espuma. Era así. Nada más que un sueño fugaz. Para colmo, si la alcanzara el brazo de la ley, le esperaría a Matcha el peor infortunio de toda su vida. Tendría que vivir el resto de sus días con las lenguas chismosas cuchicheando a sus espaldas. Si no, seguramente será encerrada en una institución de asistencia de menores y forzada a soportar una vida miserable bajo supervisión constante y severa. Matcha era todavía una menor ante la ley, con lo que tal vez no la metieran en la cárcel. Pero la gente de este mundo jamás la perdonaría. Matcha andaría de nuevo por un camino oscuro. Y tendría un pasar aún más cruel y tenebroso que lo que había sufrido hasta entonces. Matcha no sabía qué hacer. Cuando veía delante de sí los fuegos de los espíritus de los

muertos ardiendo todavía con llamas altas, el panorama persistía pero al mismo tiempo cambiaba salvajemente. Realmente era igual a un espeluznante retrato del Infierno. Las llamas quemaban cada vez más intensamente. Matcha dudaba si no estaría soñando. Percibía, entre los fuegos de los espíritus, a las personas muertas mismas, envueltas en la fosforescencia que flotaba y ondulaba a su alrededor. Era una escena que le resultaba increíble, pero sí, podía creer en lo que veía, estaba más que segura. Su vida entera había sido así. Tal cual. Ella había presenciado este tipo de cosa durante mucho tiempo. Se sentía como si hubiera pasado la vida mirando las muertes de diversas personas. Era así. Nació en este sitio, el “Monte de los Cerezos”, y fue testigo de los suicidios de muchas personas allí. ¿Cuántas veces estuvo presente mientras esa gente, todavía viva pero por poco tiempo más, hacía sus últimas despedidas en la choza de O-Jī de Kanishi? Ella no podía recordar cuántas. La muerte era algo que había tenido siempre cerca y que le resultaba llano y sencillo, acaso familiar. Si ella, por alguna casualidad, fuera a suicidarse, ¿lo podría hacer con calma y compostura? No lo sabía. “Los que mueren son siempre los demás” –tal cual como rezaban las palabras de Marcel Duchamp. Matcha descubrió que había llegado a la situación sin salida, al punto muerto. Fue corriendo a la choza de O-Jī de Kanishi. Para su sorpresa, O-Jī yacía caído boca abajo en la entrada. Evidentemente, siendo ya tan anciano, expiró a causa de una apoplejía o un infarto cerebral. Matcha le tomó de la muñeca para buscar el pulso, y supo entonces que ya no le latía el corazón y que tampoco respiraba. Cuando miró el cuerpo sin vida de O-Jī de Kanishi, no sintió ningún impacto. El fuego prendido en el humilde hogar titilaba en el interior de la choza. El viejo había manifestado un aspecto de profundo cansancio durante los últimos dos o tres días. Y su condición de

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senilidad estaba peor. Había venido a la choza y aquí se había caído. Matcha oía en sus pensamientos: –¿De dónde robaste ese dinero? Según los rumores que corren en la aldea, esa dama tan rica, la Señora Takada, se olvidó un bolso de cuero negro con un montón de dinero adentro, y alguien se lo robó. Matcha, ¿no es ése el dinero que andas gastando? Si empiezas a usar el dinero de otro, tendrás dificultades terribles después. Eso ya lo sabes. No debes tocar el dinero de otro, ¿me escuchas? Seguramente se enterará la policía, y te tocará vivir una experiencia espantosa… Esos billetes que sacaste para comprar la casa, ni un hombre podría haber juntado tanto, por más que trabajara toda la vida, ese monto era demasiado grande… Así lo dijo Chuji que vino de Nakayama. ¿No robaste ese dinero de la Señora Takada? ¿No? O-Jī decía estas cosas a Matcha de manera tan persistente que la hostigaba. Pero ahora ese anciano no estaba más en este mundo. Había muerto. A Matcha le daba cierto alivio ese hecho, por cómo el viejo la había presionado a diario en relación al dinero. Ninguna otra persona la había presionado tanto jamás, mencionándolo día tras día implacablemente. O-Jī murió y dentro de la casa entonces se vivía de repente un ambiente más relajado. Incluso Matcha sentía cierta calma. Ya no reinaba un aire de restricción y límites como antes. Matcha podía comportarse como quería. Cuando vivía el viejo, ella no podía actuar abiertamente, pero ahora sacó el botín de billetes que había envuelto en un trapo y colocó las pilas una al lado de la otra sobre el piso revestido con esteras tatami. Quedaba sorpresivamente mucho dinero. Era imposible calcular por cuántos años podía comprar la comida sin esfuerzo. De hecho, si lo pusiera en una cuenta de ahorros, podía comer por el resto de su vida con sólo los intereses, pero era imposible que lo llevara a un banco. Si una niña con ropa de pobre apareciera allí con esa cantidad de dinero en efectivo, ciertamente su intento terminará provocando el efecto menos deseado. Matcha sólo podía vivir discretamente con el bebé en la casa.

Un día de pronto vino Chuji. Por ser el que había actuado de intermediario para que Matcha pudiera comprar la casa con ese monto tan grande de dinero, fue a Chuji que el anterior dueño expresó sus dudas, en particular respecto de por qué los únicos residentes en la casa eran una niña y un bebé. Tiempo después Chuji fue convocado por la policía; tuvo que presentarse en la comisaría donde le hicieron todo tipo de preguntas acerca de la casa. –Sólo te ayudé a conseguir la casa porque me lo pediste casi llorando, Matcha. Pero ahora realmente me lo están haciendo difícil. A esa señora, la Señora Takada, le robaron una suma grande de dinero de la sala de espera en la estación de tren. Esa historia se hizo famosa, todo el mundo estaba hablando de eso, y además fue publicado en el diario. Y de repente entonces, Matcha, tú que habías estado mendigando nada más, me usaste a mí, un obrero de las barracas, para conseguirte la casa. Era seguro que las autoridades lo descubrirían. ¿Qué vas a hacer por mí? Era imposible que tuvieras tantos fondos como para comprar una propiedad. ¡Matcha! ¿Dónde conseguiste ese dinero? ¿No es el dinero del bolso que la Señora Takada se olvidó sobre el banco en la estación? Chuji continuaba así, de manera obstinada. Ahora era un sospechoso en la mira de la policía, y estaba a punto de perder su posición. Había venido hasta la casa para convencer a Matcha a salir a enfrentar las controversias. Sus insistencias pusieron a Matcha en un brete. Chuji era un hombre de carácter muy bondadoso. Matcha no tenía ni un solo aliado. Cuando se acercó a Chuji para pedirle un favor, era tan bueno que de inmediato ofreció hacer lo que ella necesitara. A pesar del peligro implicado en la compra-venta de la casa, por tenerle lástima a Matcha él fue y persuadió al dueño. Matcha lo había relegado a esa posición desgraciada. ¿Qué podía hacer ella? No sabía en absoluto qué hacer. Además Matcha se encontraba en un estado debilitado: el pensamiento de la muerte daba vueltas en su cabeza con

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vehemencia, tenía el espíritu completamente abstraído, enajenado. Se le ocurrió que podía estar apartada ya del camino de la vida. Quedaba claro que Matcha sería arrestada por agentes de la policía que estarían aproximándose y en cualquier momento llegarían. No sabía qué hacer. No podía pensar en otra manera de superar la situación, salvo convertirse en nada. Había sido tanta la vergüenza por tener a un bebé ilegítimo y sin padre, y además había descendido tanto, hasta hacerse mendiga, y después había caído aún más al ser ladrona. ¿Qué le quedaba ahora? Era una niña de catorce años nomás, y no había matado a nadie, pero durante toda su vida había hecho justo las cosas que generaron críticas y quejas que la seguían a cada paso. Consideraba que tal vez hubiera nacido bajo un signo de mala suerte. Tan mala suerte que no había nada que se pudiera hacer al respecto… De todas maneras, era cierto que había provocado una complicación imprevista para Chuji. A pesar de ser él un hombre tan bondadoso. Matcha pensaba en cuán mal se sentía por Chuji ahora, en cómo lamentaba desde el fondo de su corazón lo que había hecho. Se arrepentía y lo lamentaba por él. Ella lo había arrastrado al contexto suyo que era enviciado, y él una persona de reputación intachable. Chuji se fue para su propia casa a regañadientes y todavía quejándose. Parecía agobiado. Lo que era una respuesta natural. Un hombre sincero y bueno, enzarzado en algo tan poco razonable. Los capullos en los cerezos finalmente estaban a punto de abrir sus cáscaras duras, pero todo alrededor de Matcha sobrevolaba un presentimiento de mal agüero opuesto a la primavera. Un día, cuando justo las flores de los cerezos empezaron a abrir y mostrarse, un oficial de la policía vino a ver a Matcha. Como era de esperar, le preguntó por el origen del dinero usado para comprar la casa. Matcha se quedó muda.

Porque no tenía palabra alguna para decir. El policía le hizo varias preguntas y después le dijo de acompañarlo por un rato y la llevó a la comisaría. Allí tuvo que enfrentar distintas indagaciones de parte de detectives, uno detrás de otro, y todos con un aspecto mejor que el del oficial que había ido a buscarla a la casa. Los interrogatorios trataban sobre cómo fue que había sido echada de su casa familiar, y por qué había abandonado el colegio. –¿Este bebé es hijo del difunto O-Jī de Kanishi? –Le preguntaron también respecto del bebé que llevaba sobre la espalda. Hicieron un resumen de la vida que ella había llevado como mendiga, hasta que en determinado momento había dejado de salir a pedir limosnas. Querían saber por qué. Y después vino la cuestión de la compra de la casa. –¿De dónde obtuvo el dinero para comprar la casa? –dijo el detective, mientras escribía el informe. Matcha se asustó, y se le hizo difícil responder. Aun si pensara por sí sola, tenía que admitir que el suyo era un pasado lleno de vergüenzas. Ver cómo todo lo escribía el detective le resultó insoportable. Al finalizar la jornada, le dijeron que debía volver al día siguiente también. El bebé sobre su espalda lloraba. Matcha se sentía abatida. Aunque continuara con su vida, no había nada bueno en lo que le esperaba. Su destino era así. Cuando llegó a la zona cercana al “Monte de los Cerezos” la lluvia de pétalos de las flores de cerezo caía suavemente haciéndolas girar en el aire. Matcha caminaba despacio. Los pétalos de las flores se le caían agitadamente sobre el rostro. Ella no sabía qué iba a suceder de ahora en adelante. Los hombres en la comisaría le habían ordenado regresar al día siguiente. Ya le habían interrogado durante el día entero, hasta dejarla exhausta. Era evidente que todo saldría a la luz. ¿Qué podía hacer ella? Su propio nombre aparecerá publicado en el diario, manifestándola como la gran ladrona. Si fuera de esa manera, ella estaría tan deshonrada que ni siquiera podría salir a mendigar.

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El bebé que cargaba sobre la espalda pesaba demasiado. Lo había estado cargando desde la mañana, tenía el cuerpo cansadísimo. Percibía que la cortina de pétalos de flores de cerezo que se mecía en el aire venía hacia ella y luego se alejaba, una y otra vez. Los pétalos separaban a Matcha del mundo externo y ella sentía que la invitaban hacia la muerte. ¿Cuántas decenas de veces, o cientos de veces había ella pensado en la muerte estando en este sitio, en el “Monte de los Cerezos”? Había estado siempre mirando las muertes de otros, pero nunca dejaba de pensar en qué le cambiarían a ella. Se encontraba parada en un punto muerto sin adónde ir. Tenía la mente difusa, y estaba completamente agotada. O-Jī de Kanishi que debía recomendar el suicidio y persuadirla, ya estaba muerto y ausente. Matcha no necesitaba los consejos de O-Jī de Kanishi ahora. Si quería morir, moriría por su propia iniciativa. Las flores de los cerezos parecían bellísimas en el tenue gris del crepúsculo. Ella no podía pensar en otra cosa salvo la muerte, sentía que ese día se le había empobrecido de golpe. Había estado soñando con la felicidad, la felicidad que brillaba resplandecientemente, pero todo eso la abandonó. Este día entró en otro mundo. Un día terrorífico. ¿A cuántos detectives había visto? Uno tras otro. Trazaron el límite del horror. Matcha sintió el corazón demasiado pesado. El escenario que era el ambiente externo parecía alejarse más y más. Se sentía adentro de un mundo irreal. El “Monte de los Cerezos” tenía manos misteriosas, maléficas que invitaban hacia la muerte. Si se quedaba en este sitio donde tanto sufrimiento había sucedido, la muerte le estaba tan cerca que la podía tocar con las manos. Este sitio, sin duda, debió de ser un sitio elegido para las últimas partidas. Matcha sentía tanta pesadez, como si tuviera una piedra de cien kans en la cabeza.

Los pétalos de las flores de cerezo caían en silencio. Pero el corazón de Matcha hacía un alboroto ruidoso. Y ella estaba en agonía. Le resultaba simple pensar que morir en este apogeo de la primavera era lo que más deseaba hacer. Sintió el hambre. Más que eso, tenía el corazón lleno de inquietudes. Y aún más que eso, estaba ilimitadamente desilusionada con la vida. Nada iba de acuerdo a sus expectativas. Había sido así desde que nació. Pensó que ella misma podía ser la encarnación de una persona muerta que de repente erró en el camino y terminó en el mundo de los vivientes. Si ella en realidad era una persona muerta, no quedaba tan claro que hubiera nacido. Desde el comienzo, por eso entonces, nunca se había acomodado en la casa familiar con aquella madre enloquecida siempre, y por eso también, a pesar de haberse ido de allí, el corazón se había dañado con cada nueva situación. Hiciera lo que hiciera, el corazón se dañaba continuamente. Hiciera lo que hiciera, el éxito no le tocaba. Las flores de los cerezos la invitaban a las profundidades de la muerte. Este lugar era el famoso “Monte de los Cerezos” que se había llevado a tantas personas a iniciar su viaje final. El corazón de Matcha ya estaba perdido en esa travesía final, ella casi adentrándose en las profundidades. En cuanto al bebé desafortunado que había tenido, quería llevarlo consigo en el último viaje, para que desapareciera junto a ella. Por algún motivo, en ese sitio había un aroma dulzón. No se trataba sólo del perfume de las flores de cerezo. Aquel aroma dulce y misterioso envolvió el cuerpo de Matcha. El bebé lloraba tanto que Matcha desató el cordón que usaba para cargarlo y lo tenía ahora en brazos. Para una niña menuda como Matcha, este bebé pesaba bastante. Ya tenía dos

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años, y tenía la panza rechoncha ahora. Antes cuando sólo tenían sopa de arroz para comer, el bebé era de bajo peso. Pero recientemente, después del asunto del dinero robado, Matcha había comprado comida para el bebé y estaba aumentando de peso. Era niña. Estaba gordita; su pelo era largo y despeinado, nunca se le había cortado. Parecía un pequeño perro. Este bebé debía de ser una carga extremadamente ardua para Matcha. No podía ir al colegio con un bebé. Sería marginada y apartada en toda situación en este mundo. Desde el comienzo y hasta ahora, insistentemente, Matcha odiaba al bebé, no había nada que se pudiera hacer para cambiar eso. El bebé la seguía como una sombra, era molesto y lloraba mucho. Era un bebé que nunca debió estar allí, y nació sin que nadie lo quisiera. Debía de tener la cabeza llena de miedo. Y Matcha, sólo por tenerlo, se encontraba limitada, con la libertad truncada, y encima criticada en rumores que proliferaban a sus espaldas. Soplaba el viento y los pétalos de las flores de cerezo dibujaban espirales mientras danzaban en el aire. Aunque Matcha realizara el suicidio doble con este bebé aquí, no había nadie que se pusiera triste en todo el mundo. Si O-Jī de Kanishi, por ejemplo, siguiera vivo, seguramente se alegraría con el acto suicida de Matcha. –Es cierto. Todas las personas deberían morir. –Así decía porque él vivía con optimismo bajo ese lema. Matcha nunca había anhelado la muerte tanto como ese día. ¿Era por la belleza misteriosa de los pétalos de las flores? ¿O porque se sentía tan arrinconada viviendo en este mundo? Lo cierto era que Matcha nunca antes había estado empujada contra la pared a tal grado tan extremo. No tenía salida. No había nada enigmático en el hecho de que Matcha deseaba morir tanto en ese momento. Aunque viviera naturalmente y por muchos años más, ya que era niña todavía, en ningún momento habría felicidad para ella.

Matcha suponía que cometer el suicidio doble con este bebé como su acompañante, no sería impropio. Si Matcha no estuviera, el bebé moriría de inanición. No le llevó mucho tiempo a Matcha tomar la determinación de hacer el suicidio doble, con su bebé. De la Línea Chūō un tren que venía desde Tokio venía aproximándose. Parecía pequeño en la distancia, pero se movía a gran velocidad y hacía ruidos que sonaban fuertes y oscuros como truenos. La imagen del tren crecía a cada instante, haciéndose más grande delante de los ojos de quienes lo vieran. Matcha no tenía apego alguno a su pasado o a la idea de continuar con su vida. Al contrario, le llenaba la sensación de que la muerte la ampararía. Moriría, y entonces esta Matcha, que había estado perdida en todo lo que hacía, por fin estaría a salvo y encontraría alivio. En la vida, una vez que había llegado al impasse, necesitaba una salvación. Ahora Matcha agradecía a dios por este método de la muerte por las vías del tren. Era así. Morir. Los seres humanos –alejados de la felicidad, alejados de la iluminación divina necesaria para buscar a dios– eran gusanos. Sosteniendo el bebé que gritaba en sus brazos Matcha avanzaba contra el gran diablo negro llamado el tren que estalló en primer plano del campo visual bajo el resplandor residual en el cielo crepuscular. Ella también avanzaba contra el gran diablo llamado la sociedad irrazonable. Ella no se arrepentía de enterrar así su propia posición ante dios. Esto era la derrota de “los débiles”, empujados y arrinconados por el carácter torcido de la sociedad. Hubo una horrenda presión por el viento. Esta presión del viento fue la primera sensación. Haciendo fuerza para no caer al costado echada por aquel viento tremendo, generado por el tren que venía abalanzándose sobre el lugar, en un arrebato Matcha se tiró sobre la vía férrea con el bebé. Su cabeza pegó fuertemente contra el costado de la rueda, y la sangre fresca se lanzó a chorro y salpicó todo. Al bebé se le amputó la cabeza debajo de la rueda y murió en el instante.

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El tren arrastró los órganos internos de Matcha a una distancia larga, hasta mil metros. Como a un altar de luto llegó hasta la plataforma de la estación. La sangre se dispersó. El sentimiento de derrota como ser humano roció el cielo. Por supuesto también en las aguas del río Susuki, por debajo del puente de hierro, el salpicar de la sangre de Matcha se esparcía como la lluvia y siguió fluyendo con la corriente. Sacándose de encima aquella relevación divina que había venido desde el cielo hacia la vida terrenal, Matcha ahora arrojó su cuerpo hacia el cosmos. Luego los pétalos de cerezo caían en un círculo incesantemente. Las flores se teñían con el aroma y el color de la sangre; se hicieron rojas y moteadas. Anocheció por fin. En el cielo apareció la luna llena bien redonda. Las sombras iban profundizándose lentamente. Las flores de cerezo ahora volaban libremente por todas partes, inmaculadas. El tren sin saber que había atropellado a alguien llegó a plena velocidad a la estación. Por ese factor, el cuerpo de Matcha se había destruido de manera tan asombrosamente completa. Fue la primera en hacer así. La oscuridad del ocaso inundaba todo. Era una escena maravillosa de una noche primaveral. En el cielo, nubes de seda flotaban como una corriente. Su color cambiaba a cada rato y salía a dar la bienvenida a la noche. El tren partió y los alrededores pronto recuperaron la quietud. Nadie fue al lugar. Porque nadie sabía que alguien había muerto. No había nada ahí. Fue una muerte demasiado silenciosa. El cuerpo, al morir, se transformaba en desperdicios. Pero el alma quizás llegara al cielo. Como un deseo sincero. Matcha finalmente sería salvada e iría al más allá. Fue un 252

instante y todo se apaciguó. Ella proporcionó su cuerpo, y se dedicó a la sublimación de su alma. En el crepúsculo, la fosforescencia se incendiaba con el fuego rojo y empezó a brillar sobre el suelo y sobre las vías del tren. Esos fuegos parecían como brotados de la tierra, se mantenían pegados a la superficie y quemaban brillantemente. Cuánto más profunda se hizo la oscuridad de la noche, cuánto más era el resplandor con el que ardían. Aquél era el color de la sangre de Matcha. Y el color de la de su bebé. Eso fue el suicidio doble mudo de madre e hija, en silencio. Era el fin de la vida en el que todo el pasado se doblegaba de una sola vez. ¿Qué habría en ese otro mundo en el que Matcha siempre pensaba? El cuerpo de Matcha fue enteramente dispersado en fragmentos sueltos. Los fuegos fatuos de los espíritus de los muertos surgían entonces, aquí y allá, brillando con un color azul violáceo y chamuscando los pétalos de las flores de cerezo que caían del cielo como en una tormenta de nieve. Su alma apasionada por naturaleza humana partió hacia una posición en el rayo de luz, de vuelta al cosmos.

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Índice

El escondite de prostitutos de la calle Christopher ...7...

Dos epílogos a El escondite de prostitutos de la calle Christopher . . . 61 . . .

Acacia olor a muerte . . . 65 . . .

Suicidio doble en el Monte de los Cerezos . . . 93 . . .

Acacia olor a muerte de Yayoi Kusama se terminó de imprimir en Buenos Aires el 28 de junio de 2013.