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PRECISIONES NECESARIAS RENÉ GUÉNON PRECISAZIONI NECESSARIE, II Cavallo Alato, Padua, 1988. Recopilación de 25 artícul

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PRECISIONES NECESARIAS

RENÉ GUÉNON

PRECISAZIONI NECESSARIE, II Cavallo Alato, Padua, 1988. Recopilación de 25 artículos aparecidos en Diorama filosofico, sección del periódico II regime fascista de Cremona (con nota introductoria de Aldo Braccio). El contenido de todos los artículos ha ya aparecido en otros libros o artículos de René Guénon, especialmente en Orient et Occident. En la traducción que puede leerse a continuación, se demuestra la procedencia de cada uno de los artículos para desmentir que sean ninguna novedad, a pesar de lo que se dice en el prólogo de la siguiente traducción: Una traducción argentina: Precisiones Necesarias, Heracles, Buenos Aires, 2008 (introducción de Marcos Ghio, 160 págs., 20x14 cm.).

ÍNDICE

ADENDA esta otra traducción en español Nota introductoria de Aldo Braccio a la edición italiana

1) Conocimiento espiritual y «cultura profana» (2 de febrero 1934). 2) Sobre la enseñanza «tradicional» y sobre el sentido de los símbolos (2 de marzo 1934). 3) El significado del «folklore» (16 de marzo 1934, firmado R. G.) 4) Dos mitos: civilización y progreso (18 de abril 1934, con la firma de Ignitus). 5) El mito del progreso (2 de mayo 1934, bajo el pseudónimo de Ignitus) 6) A lo que se reduce la «religión» de un filósofo (1 de junio 1934) 7) El mito moralista-sentimental (16 de junio 1934, bajo el pseudónimo de Ignitus). 8) La superstición de la «ciencia» (1 de julio de 1934, bajo el pseudónimo de Ignitus). 9) Cientificismo moderno y conocimiento tradicional (19 de julio 1934, bajo el pseudónimo de Ignitus) 10) La superstición de la «vulgarización» (2 de agosto 1934, bajo el pseudónimo de Ignitus). 11) La superstición de la «vida» (24 de agosto 1934, bajo el pseudónimo de Ignitus). 12) Precisiones necesarias: dos ciencias (17 de octubre 1934) 13) El problema de los «principios» (16 de noviembre 1934, bajo el pseudónimo de Ignitus). 14) El problema de la constitución de la élite (18 de enero 1935). 15) Orientaciones: fin de un mundo (10 de mayo 1935).

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16) Sobre la concepción tradicional de las artes (9 de julio 1935, bajo el pseudónimo de Ignitus). 17) Crítica del individualismo (17 de septiembre 1935). 18) Tradición y tradicionalismo (17 de noviembre 1936). 19) Sobre los peligros de lo «espiritual» (27 de abril 1937). 20) Sobre el sentido de las proporciones (15 de febrero 1939). 21) Exploraciones sobre la otra orilla (31 de marzo 1939). 22) Guerra secreta (18 de abril 1939). 23) Más allá del plano «mental»(16 de julio 1939). 24) Sobre la perversión «psicoanalítica» (19 de diciembre 1939). 25) Sobre la autoridad espiritual (15 de febrero 1940). ANEXOS DOCUMENTALES Procedencia de los artículos: Capítulo 1: "Conocimiento espiritual y «cultura» profana" (2 de febrero de 1934). Reproduce (sin las referencias masónicas), el artículo "Connaissance initiatique et «culture» profane" publicado anteriormente en Le Voile d´Isis, París, junio de 1933. Retomado por el autor, como “Conocimiento iniciático y "cultura" profana, en Aperçus sur l´Initiation, capítulo XXXIII, París, 1945. Capítulo 2: "Sobre la enseñanza «tradicional» y sobre el sentido de los símbolos" (2 de marzo de 1934). Artículo que recoge, con variantes, una conferencia de René Guénon en la Logia Thebah 347, a la que el autor pertenecía: “L´Enseignement Initiatique” (“La Enseñanza Iniciática”). Primero publicado en Le Symbolisme, Paris, enero de 1913. Publicado después con variaciones en el nº de diciembre de 1933 del Voile d´Isis y recopilada esta versión en Articles et Comptes Rendus I, París, 2002. Escrito reelaborado por el autor para el capítulo XXXI: “L´Enseignemente initiatique” de Aperçus sur l´Initiation, París, 1946. Capítulo 3: "El significado del «folklore»” (16 de marzo de 1934) (Firmado r. g.). Todo el artículo no constituye sino una parte del publicado por René Guénon en marzo de 1934 en Le Voile d´Isis, titulado “Le Saint Graal” (“El Santo Grial”), recopilado en Aperçus sur l´esotérisme chrétien, París, 1954. Capítulo 4: "Dos mitos: civilización y progreso" (18 de abril de 1934) (Firmado “Ignitus”). Contiene casi la totalidad de la primera parte del capítulo “Civilisation et progrès” (“Civilización y Progreso”) de Orient et Occident, París, 1924. Capítulo 5: "El mito del progreso" (2 de mayo de 1934) (Firmado “Ignitus”). Contiene casi la totalidad de la segunda parte del capítulo “Civilización y Progreso” de Orient et Occident, París, 1924. Capítulo 6: "A lo que se reduce la «religión» de un filósofo" (1 de junio de 1934). Reproducción del artículo "La «Religion» d'un Philosophe", Voile d´Isis, enero de 1934, pero algo reducido. El original francés se ha recopilado en Articles et Comptes Rendus I. El autor reelaboró el escrito para formar el capítulo XXXIII: “L'intuitionnisme contemporain”

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(“El intuicionismo contemporáneo”) de Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps”, París, 1945. Capítulo 7: "El mito moralista-sentimental" (16 de junio de 1934) (Firmado “Ignitus”). Contiene casi la totalidad de la tercera parte del capítulo “Civilización y Progreso” de Orient et Occident. Capítulo 8: "La superstición de la «ciencia»” (1 de julio de 1934) (Firmado “Ignitus”). Contiene parte del capítulo “La superstition de la Science” (“La superstición de la Ciencia”) de Orient et Occident Capítulo 9: "Cientificismo moderno y conocimiento tradicional" (19 de julio de 1934) (Firmado “Ignitus”). Contiene parte del capítulo “La superstition de la Science” (“La superstición de la Ciencia”) de Orient et Occident. Capítulo 10: "La superstición de la «vulgarización»” (2 de agosto de 1934) (Firmado “Ignitus”). Contiene parte del capítulo “La superstition de la Science” (“La superstición de la Ciencia”) de Orient et Occident. Capítulo 11: "La superstición de la «vida»” (24 de agosto de 1934) (Firmado “Ignitus”). Contiene parte del capítulo “La superstition de la Vie” (“La superstición de la Vida”), publicado en Orient e Occident, París, 1924. Capítulo 12: "Precisiones necesarias: dos ciencias" (17 de octubre de 1934). Se basa en el artículo “Du prétendu empirisme des Anciens” (“Del pretendido empirismo de los Antiguos”), Voile d´Isis, julio de 1934. Recopilado en Mélanges, París, 1976. Capítulo 13: "El problema de los «principios»” (16 de noviembre de 1934) (“Ignitus”). Contiene parte del capítulo “L'accord sur les principes” (“El acuerdo sobre los principios”), de Orient et Occident. Capítulo 14: "El problema de la constitución de la élite" (18 de enero de 1935). Contiene parte del capítulo “Constitution et rôle de l'élite” (“Constitución y función de la élite”) de Orient et Occident. Capítulo 15: "Orientaciones: fin de un mundo" (10 de mayo de 1935). Contiene casi todo el prólogo de La Crise du Monde moderne, París, 1927. Capítulo 16: "Sobre la concepción tradicional de las artes" (9 de julio de 1935) (“Ignitus”). Contiene casi todo el artículo “L´Initiation et les métiers” (“La Iniciación y los oficios”), Voile d´Isis, París, marzo de 1934. Retomado en Mélanges, París, 1976. Capítulo 17: "Crítica del individualismo" (17 de septiembre de 1935). Contiene parte del capítulo V: “L´individualisme” (“El individualismo”) de La Crise du Monde moderne. Capítulo 18: "Tradición y tradicionalismo" (17 de noviembre de 1936). Es una versión reducida del publicado en Études Traditionnelles, octubre de 1936: “Tradition et traditionalisme” (“Tradición y tradicionalismo”); recopilado luego éste en Articles et Comptes Rendus I. Fue reelaborado por el autor para formar el capítulo XXXI de Le Règne de la Quantité, con el mismo título. Capítulo 19: "Sobre los peligros de lo «espiritual»'” (27 de abril de 1937). Reescrito por el autor para formar el capítulo XXXV: “La confusion du psychique et du spirituel” (“La confusión de lo psiquico con lo espiritual”) de Le Règne de la Quantité. Capítulo 20: "Sobre el sentido de las proporciones" (15 de febrero de 1939). Publicado casi idénticamente en Études Traditionnelles: “Le sens des proportions”, París, diciembre de 1937. Recopilado después en Mélanges, París, 1976.

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Capítulo 21: "Exploraciones en la otra orilla" (31 de marzo de 1939). Reproduce con escasas variaciones el artículo “A propos du animisme et de chamanisme” (“A propósito de animismo y de Chamanismo”), publicado en Études Traditionnelles, marzo de 1937 y recopilado luego en Articles et Comptes Rendus I. Reescrito por el autor para el capítulo XXVI: “Chamanismo y brujería” de Le Règne de la Quantité, París, 1945. Capítulo 22: "Guerra secreta" (18 de abril de 1939). Reescrito por el autor para el capítulo XXVII: “Résidus psychiques” (“Residuos psíquicos”) de Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, París, 1945. Capítulo 23: "Más allá del plano «mental»” (16 de julio de 1939). Reproduce con variaciones el artículo “Les limites du mental” (“Los límites de lo mental”), publicado en Le Voile d´Isis, octubre de 1930 y retomado por el autor para el capítulo XXXII: “Les limites du mental” de Aperçus sur l´Initiation, París, 1945. Capítulo 24: "Sobre la perversión «psicoanalítica»" (19 de diciembre de 1939). Reproduce, con escasas variaciones, el artículo “L´erreur du «psychologisme»” (“El error del «psicologismo»”), publicado en Études Traditionnelles, enero y febrero de 1938 y recopilado en Articles et Comptes Rendus I. Reescrito por el autor para el capítulo XXXIV: “Les méfaits de la psychanalyse” (“Los desmanes del psicoanálisis”) de Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, París, 1945. Capítulo 25: "Sobre la autoridad espiritual" (15 de febrero de 1940). Contiene, con algún añadido, la mayor parte del capítulo IX: “La Loi Immuable” (“La Ley inmutable”) de Autorité spirituelle et pouvoir temporel, París, 1929.

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Salvo mención en sentido contrario, los artículos van firmados René Guénon. Adenda y notas son añadidos del traductor, salvo una nota que se indica oportunamente.

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ADENDA “Siéndonos el dominio de la política totalmente ajeno, rechazamos formalmente asociarnos a toda consecuencia de este orden que se pretendiera sacar de nuestros escritos, en el sentido que sea, y, por consiguiente, suponiendo que la circunstancia se produzca, no seremos de ello sin duda más responsable, a ojos de toda persona de buena fe y de sano juicio, de lo que lo somos de ciertas frases que nos ha atribuido a veces gratuitamente la fértil imaginación del Sr. paul le cour”. De la reseña de René Guénon al nº de Atlantis de febrero de 1936. Recopilada en René Guénon, Comptes Rendus, Éditions Traditionnelles, París, 1973. *

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“Quizá todo esto sea un esfuerzo vano, dada la mentalidad de esa gente, pero igualmente es posible que algo llegue a algunas personas susceptibles de comprender”. De la carta a Julius Evola del 27 de enero de 1934 sobre su participación en II regime fascista de Cremona. Citada en Pietro Nutrizio ¿Implicaciones políticas en la obra de René Guénon? Artículo publicado en el nº 39 (julio-agosto de 1973) de la Rivista di Studi Tradizionali de Turín. *

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“En cuanto a la ‘Guardia de Hierro’, lo que me dice no me parece completamente tranquilizador; desconfío siempre de ciertas ‘revelaciones’ y ‘misiones’ (no he visto sino demasiadas cosas de esa clase); y no pienso que actualmente un movimiento ‘exterior’ cualquiera, en Europa, pueda realmente estar fundado sobre principios tradicionales. Me parece lo mejor el mantenerse todo lo posible al margen de todas esas actividades, que no pueden ser más que inútilmente peligrosas.” De la carta de R. Guénon a Vasile Lovinescu del 28 de agosto de 1936. Publicada en la desaparecida Symbolos, nº 17-18, Guatemala, 1999. Facsímil del original en: Lettere a Vasile Lovinescu, All Insegna del Veltro, Parma, 1996. *

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“Los Cahiers de l'Ordre, órgano antimasónico, que habían interrumpido su publicación a principios de año, la han retomado en septiembre. Vemos en él el anuncio de un ‘Partido nacional-popular’ francés anti-judío, que, a imitación de los ‘racistas’ alemanes, ha tomado como emblema la esvástica; ¿a qué no podrán servir los símbolos cuando ya no se los comprende?” Reseña publicada en Le Voile d´Isis, octubre de 1930. Recopilada en Études sur la FrancMaçonnerie et le Compagnonnage I, Ed. Traditionnelles, París.

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NOTA INTRODUCTORIA Esta recopilación de escritos de René Guénon, ya publicados en los años 30-40 en el cotidiano Il Regime Fascista, constituye un corpus doctrinal homogéneo y compacto, sea por los temas tratados sea por el tipo antropológico al que se dirige. Destinatario “esencial” de estos textos resulta ser el hombre tradicionalista, aquel que, en el universo de los hombres, se revela dotado de su personal memoria histórica, y en la escala de la elevación espiritual se detiene allí donde el anhelo y elecciones racionales o pasionales lo llevan, mientras la Transformación no es todavía más que un sueño, o esperanza alimentada por su “impersonal” memoria mítica. Todavía tipo humano en camino hacia una realidad y consciencia diferentes, o al menos íntimamente “interesado” en ello, en el sentimiento de ser radicalmente extraño a su propio tiempo. La que presentamos, por ello, es obra de auténtica propedéutica para quien pretenda acercarse al mundo tradicional, buscando un encauzamiento básico, introductorio a tal realidad. La invitación que puede dirigirse al lector, en estas líneas de presentación, es no hacer obra de consumo, entendida -según la etimología- como destrucción del sentido, actitud nacida de una especie de bulimia y de satisfacción intelectualista. Otra cosa, obviamente, es la reflexión intelectual: la que mira a recoger –en una síntesis de racionalidad y suprarracionalidad- el signo y el reflejo, la huella y la reverberación de lo trascendente. La palabra escrita puede surgir entonces como símbolo de verdad y guía a la manifestación del Verbo; y si la escritura aparece, bajo la mirada tradicional, como expresión degradada de la palabra y del lenguaje, dispone con todo, en la estructura de nuestra época, de una fuerza y de un grado de penetración destacados, que pueden hacer al libro un arma y medicina del alma. Para Guénon lo esencial está más allá de particulares revestimientos religiosos: en el conocimiento y en la participación en los principios, y en el Principio. En eso se revela el espíritu simultáneamente riguroso y comprehensivo de la Tradición: preciso e inmutable en las ideas, inequívoco en las proposiciones metafísicas, abierto y de ningún modo “sectario” al considerar las múltiples expresiones inmersas en el devenir histórico. La función de esta obra es contribuir a la “transmisión conservadora” de un conjunto de caracteres cualitativos de la Philosophia Perennis; comunicar al alma sugerencias (o sea, propuestas) para acogerlas no según confusos humores superficiales, sino a través de una lenta asimilación: para hacer así que, mediante el aprendizaje mental, el alma absorba –haciéndolo propio, o sea, integrándoselo- lo que es original e indeleble.

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1b.- CONOCIMIENTO ESPIRITUAL Y “CULTURA” PROFANA* Para cualquiera que desee alcanzar un punto de vista superior, es fundamental evitar toda confusión entre el verdadero conocimiento espiritual y todo aquello que es instrucción exterior y saber profano, el cual, en realidad, carece completamente de relación con el primero. No se podría nunca insistir lo suficiente sobre este punto: es preciso acabar con el prejuicio de que lo que se ha convenido en llamar “cultura”, en sentido profano, tendría algún valor, aunque fuera a título de preparación, respecto a un verdadero conocimiento espiritual, el cual en realidad no puede tener ningún punto de contacto con aquella. En principio, se trata pura y simplemente de una ausencia de relación: la instrucción profana, en cualquier grado que se considere, no puede servir en nada al conocimiento espiritual, y ni siquiera es incompatible con ella; desde tal punto de vista, aparece únicamente como algo diferente, del mismo modo que la habilidad adquirida en un oficio manual, o que la “cultura física” hoy tan de moda. En el fondo, todo ello es de un mismo orden para quien se coloque en el punto de vista que nos interesa; pero el peligro es el dejarse atrapar por las apariencias engañosas de una pretendida “intelectualidad”, que nada tiene que ver con la “intelectualidad” pura, verdadera, tradicional; el abuso constante hecho de la palabra “intelectual” por nuestros contemporáneos basta para probar que tal peligro es demasiado real. Entre los otros inconvenientes, frecuentemente aparece una tendencia a querer reunir o mezclar entre ellas cosas de orden totalmente diferente. En más de una ocasión hemos señalado, a este respecto, la vanidad de todas las tentativas hechas para establecer un ligamen o parangón cualquiera entre la ciencia moderna y profana y el conocimiento tradicional. Algunos, en este sentido, llegan hasta a pretender encontrar en la primera “confirmaciones” de la segunda, como si ésta, que reposa sobre principios inmutables, pudiese sacar el más mínimo beneficio de una conformidad accidental y exterior con alguno de los resultados hipotéticos y necesariamente mutables de esta investigación incierta y titubeante ¡que los modernos se complacen en adornar con el nombre de “ciencia”! Pero no es sobre esta vertiente de la cuestión sobre la que queremos ahora sobre todo insistir, y ni siquiera sobre el peligro que puede darse mientras se conceda una importancia exagerada a tal saber inferior y se dedique a él toda la propia actividad en detrimento de un conocimiento superior, cuya posibilidad terminará así por ser totalmente desconocida o ignorada. Demasiado se sabe que tal es el caso de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos; y, para ellos, el problema de una relación con el conocimiento espiritual o tradicional no se plantea ya, puesto que no sospechan siquiera la existencia de tal conocimiento. Pero también, sin llegar a tal extremo, la instrucción profana puede considerarse muy frecuentemente, de hecho si no de principio, un obstáculo para la adquisición del conocimiento verdadero, o sea, precisamente lo contrario de una preparación eficaz, y ello por varias razones, sobre las cuales debemos explicarnos un poco más detenidamente. Ante todo, la educación profana impone ciertos hábitos mentales de los cuales puede ser más o menos difícil desprenderse a continuación. Es demasiado fácil comprobar cómo las limitaciones e incluso las deformaciones, que son la consecuencia ordinaria de la enseñaza universitaria, frecuentemente sean irremediables, y para poder huir enteramente de esta lamentable influencia, se precisan disposiciones especiales, las cuales no pueden ser más que excepcionales. Nosotros aquí hablamos en modo general, y no insistiremos sobre ciertos inconvenientes más particulares, como la restricción del punto de vista resultante inevitablemente de la “especialización”; lo que es esencial destacar es que el conocimiento profano en sí mismo, como hemos dicho, es simplemente indiferente, los *

"Conoscenza spirituale e «cultura» profana" (2 de febrero de 1934). Reproduce (sin las referencias masónicas), el artículo "Connaissance initiatique et «culture» profane" publicado anteriormente en Le Voile d´Isis, París, junio de 1933. Retomado por el autor, como “Conocimiento iniciático y «cultura» profana”, en Aperçus sur l´Initiation, capítulo XXXIII, París, 1945.

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métodos con los cuales viene inculcado son la negación misma de aquellos que abren la vía al conocimiento espiritual. En segundo lugar, ha de tenerse en cuenta, como un obstáculo en absoluto desdeñable, esa especie de infatuación tan frecuentemente causada por un pretendido saber y que en muchos es tanto más acentuada cuanto más dicho saber es elemental, inferior e incompleto. Por otro lado, también sin salir del punto de vista profano y de las contingencias de la “vida ordinaria”, los estragos de la instrucción primaria a este respecto son fácilmente reconocidos por todos aquellos que no están cegados por ciertas ideas preconcebidas. Es evidente que, entre dos ignorantes, aquel que se da cuenta de no saber, se encuentra en una disposición mucha más propicia para la adquisición del conocimiento que aquel que cree saber algo; las posibilidades naturales del primero están intactas, podría decirse, mientras que las del segundo están como “inhibidas” y no pueden ya desarrollarse libremente. Además, admitiendo también en los dos individuos considerados una buena voluntad igual, permanecería siempre en todo caso, que uno de ellos debería ante todo desprenderse de las ideas falsas con las cuales su mente está obstruida, mientras que el otro estaría al menos dispensado de este trabajo preliminar y negativo, que representa uno de los sentidos de aquello que algunas tradiciones designaban como la “purificación de los metales” a transmutar. De tal modo se puede explicar fácilmente un hecho que hemos frecuentemente tenido ocasión de comprobar en lo que concierne a la sedicente gente “culta”. Se sabe lo que se entiende comúnmente con esta palabra: no se trata siquiera de una instrucción apenas sólida, aunque sea limitada e inferior en su alcance, sino de un “tinte” especial acerca de todo tipo de cosas, de una educación sobre todo “literaria”, en todo caso puramente libresca y verbal, que permite hablar con seguridad de todo, incluso de aquello que se ignora completamente, y es susceptible de ilusionar a aquellos que, seducidos por estas brillantes apariencias, no advierten que éstas enmascaran solamente la nada. A otro nivel, esta cultura produce generalmente efectos muy comparables a los que recordábamos poco antes por lo que concierne a la instrucción primaria. Ciertamente, pueden darse excepciones, pudiendo acaecer que, quien ha recibido semejante “cultura” esté dotado de disposiciones naturales lo bastante buenas como para apreciarla en su justo valor y no ser “manipulado”; pero no exageramos en nada diciendo que, fuera de tales excepciones, la gran mayoría de las personas “cultas”, deben ser puestas entre aquellas cuyas estado mental es el menos favorable para el conocimiento verdadero. Respecto a éste, hay en ellas una especie de resistencia, frecuentemente inconsciente, tal vez también querida. También aquellos que no niegan formalmente, a priori, todo aquello que es de orden verdaderamente espiritual y de naturaleza trascendental, testimonian al menos a este respecto, una completa falta de interés, y acaece incluso que ostentan su ignorancia acerca de tales cosas, como si ésta fuese, a sus ojos, ¡uno de los signos de la superioridad a ellos conferida por tal cultura! No se crea que haya de nuestra parte la mínima intención caricaturesca; no hacemos más que decir exactamente lo que hemos visto en más de una circunstancia no sólo en Occidente, sino también en Oriente, donde por lo demás, este tipo de hombre “culto” tiene más bien poca importancia, no habiendo hecho aparición más que como producto de cierta educación más o menos “occidentalizada”. La conclusión a extraer es que las personas de tal género están simplemente entre los profanos, los menos aptos para recibir un conocimiento superior y que sería perfectamente irracional tener su opinión mínimamente en cuenta, aunque sólo fuese para probar adaptar a ellos la presentación de ciertas ideas; por lo demás, conviene añadir que la preocupación por la “opinión pública” es en general la señal característica de aquellos que están destinados a no tener ningún verdadero principio y ningún verdadero conocimiento. En esta ocasión, debemos aún precisar un punto que se relaciona estrechamente con tales consideraciones: todo conocimiento exclusivamente libresco nada tiene en común con el conocimiento espiritual, también considerado en su estadio simplemente teórico. Esto puede aparecer ya evidente después de lo que hemos dicho, ya que todo lo que es estudio libresco forma parte incontestablemente de la educación más exterior; si insistimos sobre ello es porque se podría caer en el equívoco en el caso que a este estudio se refieran libros cuyo contenido es de orden espiritual. Quien lee tales libros al modo de las personas “cultas” o también quien los estudia al modo de los eruditos y

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según métodos profanos, no estará por ello cercano al conocimiento verdadero, puesto que aporta disposiciones que no le permiten penetrar su sentido real ni asimilárselo en el grado que fuere. El ejemplo de los orientalistas, con la incomprehensión total de que dan prueba es una palmaria ilustración de lo que decimos. Muy distinto es el caso de los que, tomando estos mismos libros como “soportes” para su trabajo interior, según la función a la que están esencialmente destinados, saben ver más allá de las palabras y encuentran en éstas una ocasión y un punto de apoyo para el desarrollo de las propias posibilidades. Esto, se comprenderá fácilmente, nada tiene en común con el estudio libresco, bien que los libros sean su punto de partida. El hecho de llenar la memoria con nociones verbales no constituye ni la sombra de un conocimiento real. Sólo cuenta la penetración del espíritu escondido bajo las formas exteriores, penetración que presupone que el ser tenga en sí mismo las posibilidades correspondientes, puesto que todo verdadero conocimiento es identificación; y sin esta “cualificación”, inherente a la naturaleza misma de tal ser, la más alta expresión del conocimiento espiritual, en la medida en que ésta es susceptible de expresión, y los mismos escritos sagrados tradicionales, no serán más que “letra muerta”.

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LA VERSIÓN DE BASE: 1a.- Capítulo XXXIII de Aperçus sur l´Initiation: CONOCIMIENTO INICIÁTICO Y “CULTURA” PROFANA* Ya indicamos anteriormente que es preciso guardarse de toda confusión entre el conocimiento doctrinal de orden iniciático, incluso cuando no sea aún sino teórico y simplemente preparatorio para la “realización”, y todo lo que es instrucción puramente exterior o saber profano, que no tiene en realidad ninguna relación con este conocimiento. No obstante, debemos todavía insistir especialmente sobre este punto, pues no hemos tenido sino muy a menudo que comprobar la necesidad de hacerlo: es preciso acabar con el prejuicio demasiado extendido que pretende que lo que se ha convenido en llamar la “cultura”, en sentido profano y “mundano”, tenga un valor, aunque no sea sino a título de preparación, frente al conocimiento iniciático, cuando no puede verdaderamente tener ningún punto de contacto con éste. En principio, se trata aquí, pura y simplemente, de una ausencia de relación: la instrucción profana, desde cualquier grado que se la considere, no puede servir de nada al conocimiento iniciático, y (hechas todas las reservas sobre la degeneración intelectual que implica la adopción del punto de vista profano) no es incompatible con éste1; aparece únicamente, a este respecto, como algo indiferente, al mismo título que la habilidad manual adquirida por el ejercicio de un oficio mecánico, o aún que la “cultura física” tan de moda en nuestros días. En el fondo, todo esto es exactamente del mismo orden para quien se sitúa en el punto de vista que nos ocupa; pero el peligro está en dejarse llevar por la apariencia engañosa de una pretendida “intelectualidad” que no tiene absolutamente nada que ver con la pura y verdadera intelectualidad, y el constante abuso que se hace precisamente de la palabra “intelectual” por parte de nuestros contemporáneos basta para probar que este peligro no es sino demasiado real. Surge a menudo, entre otros inconvenientes, una tendencia a querer unir o más bien mezclar muchas cosas que son de orden totalmente diferente; sin volver a hablar a propósito de ello de la intrusión de un género de “especulación” por completo profano en algunas organizaciones iniciáticas occidentales, recordaremos únicamente la vanidad, que hemos señalado en muchas ocasiones, de todas las tentativas hechas para establecer un lazo o una comparación cualquiera entre la ciencia moderna y el conocimiento tradicional2. Algunos llegan incluso, en este sentido, a pretender encontrar en la primera “confirmaciones” de la segunda, como si ésta, que descansa sobre principios inmutables, pudiera sacar el menor beneficio de una conformidad accidental y exterior con algunos de los hipotéticos resultados, sin cesar cambiantes, de esta búsqueda incierta y vacilante a la que los modernos gustan adornar con el nombre de “ciencia”. Pero no insistiremos ahora sobre este aspecto de la cuestión, ni tampoco sobre el peligro que puede haber, cuando se le otorga una importancia exagerada a este saber inferior (y frecuentemente incluso ilusorio), en consagrar a él toda la actividad en detrimento de un conocimiento superior, cuya posibilidad misma llegará así a ser totalmente desconocida o ignorada. Se sabe que este caso es en efecto el de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos; y, para ellos, la cuestión de una relación entre el conocimiento iniciático, o incluso tradicional en general, evidentemente no se plantea, puesto que ni siquiera suponen la existencia de tal conocimiento. Pero, sin llegar a este extremo, la instrucción profana puede constituir a menudo de hecho, si no en principio, un obstáculo para la adquisición del verdadero conocimiento, es decir, todo lo contrario a una

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Primera versión publicada en Le Voile d´Isis, junio de 1933.

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Es evidente que, sobre todo, quien recibe desde su infancia la instrucción profana y "obligatoria" en las escuelas no podría ser tenido como responsable, ni ser considerado con ello como "descalificado" para la iniciación; toda la cuestión está en saber qué "huella" le ha dejado, pues de ello dependen realmente sus propias posibilidades. 2

Cf. especialmente Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, caps. XVIII y XXXII.

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preparación eficaz, y ello por diversas razones sobre las cuales debemos ahora explicarnos un poco más en detalle. En primer lugar, la educación profana impone ciertas costumbres mentales de las cuales puede ser más o menos difícil deshacerse después; es fácil comprobar que las limitaciones e incluso las deformaciones que son la normal consecuencia de la enseñanza iniciática son a menudo irremediables; y, para escapar a esta molesta influencia, hacen falta disposiciones especiales que no pueden ser sino excepcionales. Hablamos aquí de manera completamente general, y no insistiremos acerca de los inconvenientes particulares, como la estrechez de miras que inevitablemente resulta de la “especialización”, o la “miopía intelectual” que es acompañante habitual de la “erudición” cultivada por sí misma; lo esencial es observar que, si el conocimiento profano en sí mismo es simplemente indiferente, los métodos mediante los cuales es inculcado son en realidad la negación de aquellos que abren el acceso al conocimiento iniciático. Después, es preciso tener en cuenta, como un obstáculo que está lejos de ser insignificante, esa especie de engreimiento que es causado frecuentemente por un pretendido saber, y que incluso, en mucha gente, es tanto más acentuado cuando este saber es más elemental, inferior e incompleto; por otra parte, sin necesidad de salir de las contingencias de la “vida ordinaria”, los perjuicios de la instrucción primaria a este respecto son fácilmente reconocibles por todos aquellos que no estén ofuscados por ciertas ideas preconcebidas. Es evidente que, entre dos ignorantes, aquel que se dé cuenta de que no sabe nada está en una disposición mucho más favorable para la adquisición del conocimiento que aquel que cree saber algo; las posibilidades naturales del primero están, podría decirse, intactas, mientras que las del segundo están como “inhibidas” y no pueden desarrollarse libremente. Por otra parte, incluso admitiendo una igual buena voluntad entre los dos individuos considerados, ocurriría, en todos los casos, que uno de ellos tendría en primer lugar que desprenderse de las falsas ideas de las que está su mente atestada, mientras que el otro estaría al menos dispensado de este trabajo preliminar y negativo, que representa uno de los sentidos de lo que la iniciación masónica designa simbólicamente como el “despojamiento de los metales”. Puede explicarse fácilmente con esto un hecho que hemos tenido frecuentemente ocasión de comprobar en lo concerniente a las personas llamadas “cultivadas”; se sabe lo que se entiende comúnmente por esta palabra: no se trata aquí ni siquiera de una instrucción un poco sólida, por limitado e inferior que sea su alcance, sino de un conocimiento superficial de toda especie de cosas, de una educación ante todo “literaria”, en todo caso puramente libresca y verbal, que permite hablar con aplomo de todo, incluido lo que se ignora por completo, y susceptible de engañar a quienes, seducidos por estas brillantes apariencias, no se dan cuenta de que éstas no encubren sino la nada. Esta “cultura” produce generalmente, a otro nivel, efectos comparables a los que recordábamos hace un momento con objeto de la instrucción primaria; ciertamente hay excepciones, pues puede ocurrir que quien ha recibido tal “cultura” esté dotado de las suficientes favorables disposiciones naturales como para no apreciarla sino en su justo valor y no ser engañado; pero no exageramos nada diciendo que, aparte de estas excepciones, la gran mayoría de las personas “cultivadas” deben ser incluidas entre aquellos cuyo estado mental es muy desfavorable a la recepción del verdadero conocimiento. Hay entre ellos, frente a éste, una especie de resistencia a menudo inconsciente, a veces voluntaria; incluso aquellos que no niegan formalmente, con una idea preconcebida y a priori, todo lo que es de orden esotérico o iniciático, testimonian al menos a este respecto una completa falta de interés, y ocurre hasta que llegan a aparentar hacer alarde de su ignorancia sobre estas cosas, como si esto fuera a sus ojos una de las señales de la superioridad que su “cultura”, se supone, les confiere. Que no se crea que hay por nuestra parte la menor intención caricaturesca; no hacemos más que decir exactamente lo que hemos visto en numerosas circunstancias, no solamente en Occidente, sino también en Oriente, donde por otra parte este tipo del hombre “cultivado” tiene afortunadamente muy poca importancia, no habiendo hecho sino muy recientemente su aparición y como producto de cierta educación “occidentalizada”, de donde resulta, hagámoslo notar de pasada, que

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este hombre “cultivado” es necesariamente al mismo tiempo un “modernista”3. La conclusión que se saca de esto es que las personas de esta especie son simplemente los menos “iniciables” de los profanos, y sería perfectamente ilógico tener su opinión en cuenta, aunque no fuera sino para intentar adaptar la presentación de ciertas ideas; por lo demás, conviene añadir que la preocupación por la “opinión pública” en general es una actitud tan “anti-iniciática” como es posible. Aún debemos, en esta ocasión, precisar otro punto que se vincula estrechamente con estas consideraciones: y es que todo conocimiento exclusivamente “libresco” no tiene nada en común con el conocimiento iniciático, ni siquiera considerado en su estadio simplemente teórico. Esto incluso puede parecer evidente tras lo que acaba de decirse, pues todo lo que no es sino estudio libresco forma parte indudablemente de la educación más exterior; si insistimos es porque alguien podría engañarse en lo tocante al caso en que este estudio se hace sobre libros cuyo contenido es de orden iniciático. Quien lee tales libros a la manera de las gentes “cultivadas”, o incluso quien los estudia a la manera de los “eruditos” y según los métodos profanos, no estará por ello más próximo al verdadero conocimiento, puesto que alega disposiciones que no le permiten penetrar el sentido real ni asimilarlo en ningún grado; el ejemplo de los orientalistas, con la incomprehensión total de la cual hacen gala generalmente, es una ilustración perfectamente destacable. Caso distinto es aquel de quien, tomando a estos mismos libros como “soportes” de su trabajo interior, que es el papel al que están esencialmente destinados, sabe ver más allá de las palabras y encuentra en ellos una ocasión y un punto de apoyo para el desarrollo de sus propias posibilidades; aquí, se vuelve en suma a la utilización propiamente simbólica de la cual es susceptible el lenguaje, y de la que hemos hablado anteriormente. Esto, se comprenderá sin esfuerzo, no tiene nada en común con el simple estudio libresco, aunque los libros sean el punto de partida; el hecho de acumular en la memoria nociones verbales no aporta ni siquiera la sombra de un conocimiento real; sólo cuenta la penetración del “espíritu” envuelto bajo las formas exteriores, penetración que supone que el ser lleva en sí mismo las posibilidades correspondientes, ya que todo conocimiento es esencialmente identificación; y, sin esta cualificación inherente a la naturaleza misma del ser, las más altas expresiones del conocimiento iniciático, en la medida en que es expresable, y las Escrituras sagradas de todas las tradiciones, no serán jamás sino “letra muerta” y flatus vocis.

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Sobre las relaciones entre este "modernismo" y la oposición a todo esoterismo, ver Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, cap. XI.

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2b.- SOBRE LA ENSEÑANZA “TRADICIONAL” Y SOBRE EL SENTIDO DE LOS SÍMBOLOS* Parece que en general no se aprecie exactamente lo que debería ser la enseñanza tradicional, ni lo que la caracteriza esencialmente, diferenciándola esencialmente de la enseñanza profana. Muchos, en tal materia, consideran las cosas de modo demasiado superficial, se detienen en las apariencias de las formas externas, y así no ven nada más, como particularidad digna de observación, que el empleo del simbolismo, del cual no comprenden en absoluto la razón de ser -se puede incluso decir- la necesidad, y que, en tales condiciones, no pueden sin duda encontrarlo más que extraño y por lo menos inútil. Aparte de eso, suponen que la doctrina iniciática no es apenas, en el fondo, más que una filosofía como las otras, un poco diferente sin duda por su método, pero en todo caso nada más, pues su mentalidad está hecha de tal modo que son incapaces de concebir otra cosa. Ahora bien, quizás es preferible negar totalmente el valor de tal enseñanza, lo que equivale en suma a ignorarla pura y simplemente, que rebajarla así y presentar en su nombre y en su lugar la expresión de opiniones particulares cualesquiera, más o menos coordinadas, sobre toda suerte de cosas que, en realidad, ni son de espiritualidad “tradicional” en ellas mismas ni por la manera en que son tratadas. Enseñanza tradicional Si –como por lo demás ya lo habíamos subrayado en nuestro anterior artículo de esta página- la enseñanza tradicional no es ni la prolongación de la enseñanza profana, como lo querrían unos, ni su antítesis, como lo sostienen otros, si no constituye ni un sistema filosófico ni una ciencia especializada, se puede preguntar lo que es, pues no basta haber dicho lo que no es, todavía es preciso, si no dar una definición propiamente hablando, lo que es quizás imposible, al menos intentar hacer comprender en qué consiste su naturaleza. Y hacer comprender su naturaleza, al menos en la medida que ello puede hacerse, es explicar al mismo tiempo, y por ello mismo, por qué razón no es posible definirla sin deformarla, y también por qué motivo se está generalmente, y, en cierto modo, necesariamente, equivocado sobre su verdadero carácter. Ello, el empleo constante del simbolismo en la transmisión de esta enseñanza, de la que forma como la base, podría sin embargo, para cualquiera que reflexione un poco, bastar para hacerlo entrever, desde el momento que se admite, como es simplemente lógico hacerlo aun sin ir al fondo de las cosas, que un modo de expresión enteramente diferente del lenguaje ordinario debe haber sido creado para expresar, al menos en su origen, ideas igualmente distintas de las que expresa este último, y concepciones que no se dejan traducir íntegramente por palabras, para las cuales es necesario un lenguaje menos limitado, más universal, porque ellas mismas son de orden más universal. Pero, si las concepciones de la espiritualidad tradicional son distintas de las concepciones profanas, es ante todo porque proceden de otra mentalidad que éstas, de las que difieren menos aún por su objeto que por el punto de vista bajo el cual lo encaran. Ahora bien, si tal es la distinción esencial que existe entre los dos órdenes de concepciones, es fácil admitir que, por una parte, todo lo que puede ser considerado desde el punto de vista profano puede serlo también, pero entonces de una manera enteramente distinta y con otra comprehensión, desde el punto de vista “tradicional”, *

"Sull'insegnamento «tradizionale» e sul senso dei simboli" (2 de marzo de 1934). Artículo que recoge, con variantes, una conferencia de René Guénon en la Logia Thebah 347, a la que pertenecía: “L´Enseignement Initiatique” (“La Enseñanza Iniciática”). Primero publicado en Le Symbolisme, Paris, enero de 1913. Publicado después con variaciones en el nº de diciembre de 1933 del Voile d´Isis y recopilada esta versión en Articles et Comptes Rendus I. Traducida esta versión última al italiano en La Tradizione e le tradizioni, Mediterranee, Roma, 2003. Escrito reelaborado por el autor para el capítulo XXXI: “L´Enseignement initiatique” de Aperçus sur l´Initiation.

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mientras que, por otra, hay cosas que escapan completamente al dominio profano y que son propias del dominio tradicional, puesto que éste no está sometido a las mismas limitaciones que aquél. Simbolismo Que el simbolismo, que es como la forma sensible de toda enseñanza tradicional, sea en efecto y realmente, un lenguaje más universal que los lenguajes vulgares, no es lícito dudar de ello un sólo instante si se considera solamente que todo símbolo es susceptible de interpretaciones múltiples, no contradictorias entre sí, sino, al contrario, completándose unas a otras, y todas igualmente verdaderas aunque procediendo de puntos de vista diferentes. Y, si ello es así, es que ese símbolo es la representación sintética y esquemática de todo un conjunto de ideas y concepciones que cada uno podrá captar según sus aptitudes mentales propias y en la medida en que esté preparado para su intelección. Y así, el símbolo, para quien llegue a penetrar su significado profundo, podrá hacerle concebir mucho más que todo lo que es posible expresar por palabras. Esto muestra la necesidad el simbolismo: y es que se trata del único medio de transmitir todo aquello inexpresable, que constituye el dominio propio de un conocimiento espiritual efectivo pero trascendente, o, más bien, de depositar las concepciones de este orden en germen en el intelecto de quien aspira a tal conocimiento, quien deberá después hacerlas pasar de la potencia al acto, desarrollarlas y elaborarlas por su trabajo personal, porque nadie puede hacer nada más que prepararle para ello, trazándole, mediante fórmulas apropiadas, el plan que luego habrá de realizar en él mismo para acceder a la posesión efectiva del contenido del conocimiento tradicional que él no ha recibido del exterior más que de forma simbólica. Pero, si tal forma, la cual vale solamente como la base y el soporte para la realización efectiva del conocimiento espiritual trascendente, es la única que puede darse desde el exterior, al menos puede ser conservada y transmitida aun por los que no comprenden ni su sentido ni su alcance. Es suficiente que los símbolos sean conservados intactos para que sean siempre susceptibles de despertar, en quien es capaz de ello, todas las concepciones de las que ellos representan la síntesis. Ello deriva de algo que, en las grandes tradiciones subsiste y reside mucho más allá de todos los rituales y de todas las formas sensibles que están en uso para la transmisión exterior y simbólica: lo que no impide que esas formas tengan sin embargo, sobre todo en los primeros estadios de preparación, su función necesaria y su valor propio, proveniente de que no hacen en suma más que traducir los símbolos fundamentales en gestos, tomando este término en el sentido más amplio, y que, de esta manera, hacen vivir, en cierto modo a quien se le presenta, la enseñanza tradicional. Si bien la expresión de una idea en modo vital no es, después de todo, sino un símbolo como los otros. Y, si todo proceso de adquisición del conocimiento espiritual presenta en sus diferentes fases una correspondencia, sea con la vida humana individual, sea con el conjunto de la vida terrestre, es que se puede considerar la evolución vital misma, particular o general, como el desarrollo de un plan análogo a aquel que quien tiende al conocimiento espiritual tradicional debe realizar para realizarse en la completa expansión de todas las potencias de su ser. Se trata siempre y en todo de planes que corresponden a una misma concepción sintética, de modo que son idénticos en principio, y, aunque todos diferentes e indefinidamente variados en su realización, proceden de un arquetipo ideal único, de un plan universal trazado por una Fuerza o Voluntad cósmica. Voluntad cósmica Todo ser, individual o colectivo, tiende, conscientemente o no, a realizar en sí mismo, con los medios apropiados a su naturaleza particular, el plan de tal Voluntad, y a concurrir por ello, según la función que le pertenece en el conjunto cósmico, a la realización total de ese mismo plan; la cual no es en suma sino la universalización de su propia realización personal. Es en el punto preciso de su evolución en el cual un ser toma realmente conciencia de esta finalidad, cuando comienza para él la participación en la espiritualidad “tradicional”: la cual, una vez que ha tomado conciencia de sí mismo, debe conducirle,

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según su vía personal, a esa realización integral que se cumple, no en el desarrollo aislado de ciertas facultades especiales y más o menos extraordinarias, sino en el desarrollo completo, armónico y jerárquico, de todas las posibilidades implícitas virtualmente en la esencia de ese ser. Así, la instrucción tradicional, encarada en su universalidad, debe comprender, como otras tantas aplicaciones, en variedad indefinida, de un mismo principio trascendente, todas las vías de realización particulares, no solamente de cada categoría de seres, sino también de cada ser individual; y, comprendiéndolas todas así en ella misma, las totaliza y sintetiza en la unidad absoluta de la Vía universal. En particular, se puede decir, que como no existen dos individuos idénticos, así no existen dos vías de realización absolutamente semejantes, aun desde el punto de vista exterior y rituálico, y con mucha mayor razón desde el punto de vista del trabajo interior. La unidad y la inmutabilidad del principio no exigen de ningún modo la uniformidad y la inamovilidad, por otra parte irrealizables, de las formas exteriores, y esto permite, en la aplicación práctica que debe hacerse a la transmisión y a la expresión de la enseñanza tradicional, conciliar las dos nociones, tan frecuentemente opuestas equivocadamente, de la tradición y del progreso, pero no reconociendo con todo a este último más que un carácter puramente relativo. Sólo la traducción exterior de la enseñanza tradicional y su asimilación por tal o cual individualidad, son susceptibles de modificaciones, y no esta enseñanza considerada en sí misma; en realidad, en la medida que tal traducción es posible, debe forzosamente tener en cuenta las relatividades, mientras que lo que expresa es independiente de ellas en la universalidad ideal de su esencia, y no puede evidentemente ser cuestión de un progreso desde un punto de vista que comprende todas las posibilidades en la simultaneidad de una síntesis única. Ahora bien, establecido esto, ¿hasta dónde puede ir una enseñanza tradicional cuando pretende trasladarse de las primeras fases preparatorias y de las formas exteriores a éstas relacionadas más especialmente? ¿En cuáles condiciones puede darse, cuál debe ser para cumplir la parte asignada y ayudar efectivamente en su trabajo interior a aquellos que participan en ella, suponiendo solamente que éstos, en sí mismos, sean capaces de recoger los frutos? ¿Cómo se realizan estas condiciones en el seno de las diferentes organizaciones revestidas de un carácter “tradicional”? En fin, ¿a qué corresponden propiamente, en la adquisición real del conocimiento trascendente, las jerarquías relativas a tales organizaciones? He aquí un grupo de cuestiones que no es posible tratar en pocas palabras, y que incluso merecerían todas ser desarrolladas ampliamente, sin que, por lo demás, haciendo esto, sea posible proporcionar otra cosa que un tema de reflexión y de meditación, sin la pretensión vana de agotar un tema que se extiende y se profundiza cada vez más si se procede a su estudio, precisamente porque a quien lo estudia con las disposiciones espirituales requeridas abre horizontes conceptuales realmente ilimitados.

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LA VERSIÓN DE BASE: 2a.- Capítulo de Articles et Comptes Rendus I: LA ENSEÑANZA INICIÁTICA* Como complemento a nuestros anteriores estudios sobre la cuestión de la iniciación, y más especialmente en lo que concierne a la diferencia esencial que existe entre los métodos de la enseñanza iniciática y los de la enseñanza profana, reproducimos aquí, sin modificar nada, un artículo que hicimos aparecer antaño en la revista Le Symbolisme (nº de enero de 1913). Como la mayor parte de los lectores actuales del Voile d´Isis no han sin duda tenido conocimiento nunca de este artículo, pensamos que su reproducción no será inoportuna; y mostrará al mismo tiempo que, como quiera que puedan imaginar algunos, que juzgan demasiado fácilmente según ellos mismos, nuestra manera de considerar esas cosas no ha variado jamás. Parece que, de manera bastante general, no se percibe de una manera muy exacta lo que es, o lo que debe ser, la enseñanza iniciática, lo que la caracteriza esencialmente, diferenciándola profundamente de la enseñanza profana. Muchos en semejante materia, consideran las cosas de una manera demasiado superficial, deteniéndose en las apariencias y en las formas exteriores, y así no ven nada más, como particularidad digna de observación, que el empleo del simbolismo, del cual no comprenden en absoluto la razón de ser, se puede incluso decir, la necesidad, y que, en esas condiciones, no pueden sin duda encontrarlo más que extraño y por lo menos inútil. Aparte de eso, suponen que la doctrina iniciática no es apenas, en el fondo, más que una filosofía como las otras, un poco diferente sin duda por su método, pero en todo caso nada más, pues su mentalidad está hecha de tal modo que son incapaces de concebir otra cosa. Y aquellos que consientan con todo en reconocer a la enseñanza de una doctrina tal algún valor desde un punto de vista u otro, y por motivos cualesquiera, que habitualmente no tienen nada de iniciático, esos mismos no podrían llegar jamás sino a hacer de ella a lo sumo una especie de prolongación de la enseñanza profana, de complemento a la educación ordinaria, al uso de una élite relativa. Ahora bien, tal vez es preferible negar totalmente su valor, lo que equivale en suma a ignorarla pura y simplemente, que rebajarla así y, demasiado a menudo, presentar en su nombre y en su lugar la expresión de opiniones particulares cualesquiera, más o menos coordinadas, sobre toda suerte de cosas que, en realidad, ni son iniciáticas en ellas mismas ni por la manera en que son tratadas. Y, si esta manera como mínimo defectuosa de considerar la enseñanza iniciática, no es debida, después de todo, más que a la incomprehensión de su verdadera naturaleza, hay otra que casi lo es otro tanto, aunque sea en apariencia enteramente contraria: es la que consiste en querer oponerla a la enseñanza profana, aun atribuyéndole por objeto cierta ciencia especial, más o menos vagamente definida, puesta en contradicción y conflicto a cada instante con las otras ciencias, aunque declarada siempre superior a éstas por hipótesis y sin que se sepa demasiado el porqué, puesto que no es ni menos sistemática en su exposición, ni menos dogmática en sus conclusiones. Los partidarios de una enseñanza de ese género, supuestamente iniciática, afirman bien, es cierto, que es de naturaleza muy distinta a la de la enseñanza ordinaria, ya sea científica, filosófica o religiosa, pero de eso no dan ninguna prueba y, desgraciadamente, no se detienen ahí en cuanto a afirmaciones gratuitas e hipotéticas. Además, agrupándose en escuelas múltiples y con denominaciones diversas, no se contradicen menos entre ellos de lo que contradicen, frecuentemente a priori, a los representantes de las diferentes ramas de la enseñanza profana, lo que no impide a cada uno de ellos el pretender ser creído por su palabra y considerado como más o menos infalible.

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Conferencia de René Guénon en la Logia Thebah 347. Primero publicada en Le Symbolisme, Paris, enero de 1913 y después en Voile d´Isis, diciembre de 1933. Escrito reelaborado por el autor para el capítulo XXXI de Aperçus sur l´Initiation. Traducido al italiano sin variaciones en Il Risveglio della Tradizione Occidentale, Atanòr, Roma, 2003 y en La Tradizione e le tradizioni, Mediterranee, Roma, 2003. Antes se tradujo por J. Evola con el título "Sull 'insegnamento 'tradizionale' e sul senso dei simboli" y contenido algo distinto en "Diorama filosofico", recopilado en Precisazioni Necessarie. Nota del Traductor.

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Pero, si la enseñanza iniciática no es ni la prolongación de la enseñanza profana, como lo querrían unos, ni su antítesis, como lo sostienen otros, si no constituye ni un sistema filosófico ni una ciencia especializada, se puede preguntar lo que es, pues no basta haber dicho lo que no es, todavía es preciso, si no dar una definición propiamente hablando, lo que es quizás imposible, al menos intentar hacer comprender en qué consiste su naturaleza. Y hacer comprender su naturaleza, al menos en la medida que ello puede hacerse, es explicar al mismo tiempo, y por ello mismo, por qué razón no es posible definirla sin deformarla, y también el porqué se está generalmente, y, en cierto modo, necesariamente, equivocado sobre su verdadero carácter. Ello, el empleo constante del simbolismo en la transmisión de esta enseñanza, de la que forma como la base, podría sin embargo, para cualquiera que reflexione un poco, bastar para hacerlo entrever, desde el momento que se admite, como es simplemente lógico hacerlo aun sin ir al fondo de las cosas, que un modo de expresión enteramente diferente del lenguaje ordinario debe haber sido creado para expresar, al menos en su origen, ideas igualmente distintas de las que expresa este último, y concepciones que no se dejan traducir íntegramente por palabras, para las cuales es necesario un lenguaje menos limitado, más universal, porque ellas mismas son de un orden más universal. Pero, si las concepciones iniciáticas son distintas a las concepciones profanas, es ante todo porque proceden de otra mentalidad que éstas, de las que difieren menos aún por su objeto que por el punto de vista bajo el cual lo encaran. Ahora bien, si tal es la distinción esencial que existe entre los dos órdenes de concepciones, es fácil admitir que, por una parte, todo lo que puede ser considerado desde el punto de vista profano puede serlo también, pero entonces de una manera enteramente distinta y con otra comprehensión, desde el punto de vista iniciático, mientras que, por otra, hay cosas que escapan completamente al dominio profano y que son propias del dominio iniciático, puesto que éste no está sometido a las mismas limitaciones que aquel. Que el simbolismo, que es como la forma sensible de toda enseñanza iniciática, sea en efecto, realmente, un lenguaje más universal que los lenguajes vulgares, no es lícito dudar de ello un solo instante si se considera solamente que todo símbolo es susceptible de interpretaciones múltiples, no contradictorias entre sí, sino, al contrario, completándose unas a otras, y todas igualmente verdaderas aunque procediendo de puntos de vista diferentes; y, si ello es así, es que ese símbolo es la representación sintética y esquemática de todo un conjunto de ideas y concepciones que cada uno podrá captar según sus aptitudes mentales propias y en la medida en que esté preparada su inteligencia. Y así, el símbolo, para quien llegue a penetrar su significado profundo, podrá hacerle concebir mucho más que todo lo que es posible expresar por palabras; esto muestra la necesidad el simbolismo: y es que se trata del único medio de transmitir todo aquello inexpresable que constituye el dominio propio de la iniciación o, más bien, de depositar las concepciones de este orden en germen en el intelecto del iniciado, quien deberá después hacerlas pasar de la potencia al acto, desarrollarlas y elaborarlas por su trabajo personal, porque nadie puede hacer nada más que prepararle para ello, trazándole, mediante fórmulas apropiadas, el plan que luego habrá de realizar en él mismo para acceder a la posesión efectiva de la iniciación que no ha recibido del exterior más que simbólicamente. Pero, si la iniciación simbólica, que no es sino la base y el soporte de la iniciación verdadera y efectiva, es la única que puede ser dada exteriormente, al menos puede ser conservada y transmitida aun por los que no comprenden ni su sentido ni su alcance; es suficiente que los símbolos sean conservados intactos para que sean siempre susceptibles de despertar, en quien es capaz de ello, todas las concepciones de las que ellos representan la síntesis. Y en eso reside el verdadero secreto iniciático, que es inviolable por su naturaleza y que se defiende por sí mismo contra la curiosidad de los profanos y del cual el secreto relativo de ciertos signos exteriores no es más que una figuración simbólica. No hay otro misterio que lo inexpresable, que es evidentemente incomunicable por ello mismo; cada uno podrá penetrarlo más o menos según la extensión de su horizonte intelectual, pero, aun cuando lo haya penetrado íntegramente, no podrá jamás comunicar efectivamente a otro lo que él mismo habrá comprendido; todo lo más podrá ayudar a acceder a esta comprehensión sólo a aquellos que para ello son actualmente aptos.

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Así, el secreto iniciático es algo que reside mucho más allá de todos los rituales y de todas las formas sensibles que están en uso para la transmisión de la iniciación exterior y simbólica, lo que no impide que esas formas tengan sin embargo, sobre todo en los primeros estadios de preparación iniciática, su función necesaria y su valor propio, proveniente de que no hacen en suma más que traducir los símbolos fundamentales en gestos, tomando este término en el sentido más amplio, y que, de esta manera, hacen en cierto modo vivir al iniciado la enseñanza que se le presenta, lo que es la manera más adecuada y más aplicable generalmente de prepararle su asimilación, ya que todas las manifestaciones de la individualidad humana se traducen, en sus condiciones actuales de existencia, en modos diversos de la actividad vital. Pero sería erróneo ir más lejos y pretender hacer de la vida, como muchos querrían, una suerte de principio absoluto; la expresión de una idea en modo vital no es, después de todo, sino un símbolo como los otros, así como lo es, por ejemplo, su traducción en modo espacial, que constituye un símbolo geométrico o un ideograma. Y, si todo proceso de iniciación presenta en sus diferentes fases una correspondencia, sea con la vida humana individual, sea incluso con el conjunto de la vida terrestre, es que se puede considerar la evolución vital misma, particular o general, como el desarrollo de un plan análogo al que el iniciado debe realizar en sí mismo, para realizarse en la completa expansión de todas las potencias de su ser. Son siempre y en todo, unos planes que corresponden a una misma concepción sintética, de modo que son idénticos en principio, y, aunque todos diferentes e indefinidamente variados en su realización, proceden de un Arquetipo ideal único, plan universal trazado por una Fuerza o Voluntad cósmica que, sin prejuzgar, por lo demás, su naturaleza, podemos denominar el Gran Arquitecto del Universo. Por consiguiente, todo ser, individual o colectivo, tiende, conscientemente o no, a realizar en él mismo, por los medios apropiados a su naturaleza particular, el plan del Gran Arquitecto del Universo, y a concurrir por ello, según la función que le pertenece en el conjunto cósmico, a la realización total de ese mismo plan, la cual no es en suma sino la universalización de su propia realización personal. Es en el punto preciso de su evolución en el cual un ser toma realmente conciencia de esta finalidad, cuando la iniciación verdadera comienza para él; y, cuando ha tomado conciencia de sí mismo, debe conducirle, según su vía personal, a esa realización integral que se cumple, no en el desarrollo aislado de ciertas facultades especiales y más o menos extraordinarias, sino en el desarrollo completo, armónico y jerárquico, de todas las posibilidades implícitas virtualmente en la esencia de ese ser. Y, puesto que el fin es necesariamente el mismo para todo lo que tiene el mismo principio, es en los medios empleados para acceder a él donde reside exclusivamente lo que es propio de cada ser, considerado en los límites de la función especial que está determinada para él por su naturaleza individual, o por ciertos elementos de ésta; este valor del ser es por otra parte relativo y no existe más que con relación a su función, pues no hay ninguna comparación de inferioridad o de superioridad a establecer entre funciones diferentes, que corresponden a otros tantos órdenes particulares igualmente diferentes, bien que todos igualmente comprendidos en el Orden universal, del cual son, todos del mismo modo, elementos necesarios. Así, la instrucción iniciática, encarada en su universalidad, debe comprender, como otras tantas aplicaciones, en variedad indefinida, de un mismo principio trascendente y abstracto, todas las vías de realización particulares, no solamente de cada categoría de seres, sino también de cada ser individual; y, comprendiéndolas todas así en ella misma, las totaliza y sintetiza en la unidad absoluta de la Vía universal. Así pues, si los principios de la iniciación son inmutables, su representación simbólica puede y debe no obstante variar de modo que se adapte a las condiciones múltiples y relativas de la existencia, condiciones cuya diversidad hace que, matemáticamente, no pueda haber dos cosas idénticas en todo el universo, porque, si fueran verdaderamente idénticas en todo, o, en otro términos, si estuvieran en perfecta concordancia en toda la extensión de su comprehensión, no serían evidentemente dos cosas distintas, sino una sola y misma cosa. Se puede por consiguiente decir, en particular, que es imposible que haya, para dos individuos diferentes, dos iniciaciones exactamente semejantes, hasta desde el punto de vista exterior y rituálico, y con mucha mayor razón desde el punto de vista del trabajo

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interior del iniciado; la unidad y la inmutabilidad del principio no exigen de ningún modo la uniformidad y la inamovilidad, por otra parte irrealizables, de las formas exteriores, y esto permite, en la aplicación práctica que debe hacerse a la expresión y a la transmisión de la enseñanza iniciática, conciliar las dos nociones, tan frecuentemente opuestas equivocadamente, de la tradición y del progreso, pero no reconociendo con todo a este último más que un carácter puramente relativo. Sólo la traducción exterior de la enseñanza iniciática y su asimilación por tal o cual individualidad, son susceptibles de modificaciones, y no esta instrucción considerada en sí misma; en efecto, en la medida que tal traducción es posible, debe forzosamente tener en cuenta relatividades, mientras que lo que expresa es independiente de ellas en la universalidad ideal de su esencia, y no puede evidentemente ser cuestión de un progreso desde un punto de vista que comprende todas las posibilidades en la simultaneidad de una síntesis única. La enseñanza iniciática, exterior y transmisible en formas, no es en realidad y no puede ser, sino una preparación del individuo para recibir la verdadera instrucción iniciática por el efecto de su trabajo personal. Se le puede así indicar la vía a seguir, el plan a realizar, y disponerle a tomar la actitud mental e intelectual necesaria para la inteligencia de las concepciones iniciáticas; se le puede además asistir y guiar controlando su trabajo de una manera constante, pero eso es todo, porque ningún otro, así fuese un Maestro en la acepción más completa de la palabra, puede hacer este trabajo por él. Lo que el iniciado debe forzosamente adquirir por él mismo, porque nadie ni nada exterior a él se lo puede comunicar, es en suma la posesión efectiva del secreto iniciático propiamente dicho. Pero, para que pueda llegar a realizar esta posesión en toda su extensión y con todo lo que ella implica, es necesario que la enseñanza que sirve en cierto modo de base y de soporte a su trabajo personal, se abra sobre posibilidades ilimitadas, y le permita así extender indefinidamente sus concepciones, en lugar de encerrarlas en los límites más o menos estrechos de una teoría sistemática o de una fórmula dogmática cualquiera. Ahora bien, establecido esto, ¿hasta dónde puede ir esta enseñanza cuando se extiende más allá las primeras fases preparatorias y de las formas exteriores con éstas relacionadas más especialmente? ¿En cuáles condiciones puede darse como debe para cumplir su función asignada y ayudar efectivamente en su trabajo interior a aquellos que participan en ella, suponiendo solamente que éstos, en sí mismos, sean capaces de recoger los frutos? ¿Cómo se realizan estas condiciones en el seno de las diferentes organizaciones revestidas de un carácter iniciático? En fin, ¿a qué corresponden propiamente, en la iniciación real, las jerarquías que comportan tales organizaciones? He aquí un grupo de cuestiones que no es posible tratar en pocas palabras, y que incluso merecerían todas ser desarrolladas ampliamente, sin que, por lo demás, haciendo esto, sea posible proporcionar otra cosa que un tema de reflexión y de meditación, sin la pretensión vana de agotar un tema que se extiende y se profundiza cada vez más si se procede a su estudio, precisamente porque a quien lo estudia con las disposiciones espirituales requeridas abre horizontes conceptuales realmente ilimitados.

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3b.- EL SIGNIFICADO DEL “FOLKLORE” * La concepción del folklore, como se la entiende habitualmente, reposa sobre una idea radicalmente falsa; es decir, sobre la idea de que sean “creaciones populares”, productos espontáneos de la masa del pueblo: y se ve enseguida la estrecha relación existente entre semejante modo de ver y los prejuicios democráticos. Como se ha dicho muy justamente, “el interés profundo que todas las tradiciones llamadas populares presentan, está sobre todo en el hecho de que ellas en el origen, no son en absoluto populares”. Y añadiremos que se trata, como en casi todos los casos, de elementos tradicionales en el verdadero sentido del término, aunque tal vez deformados, disminuidos o fragmentarios, y de cosas que tienen un valor simbólico real, todo eso, lejos de ser de origen popular, no es siquiera de origen simplemente humano. Lo que puede ser “popular”, es únicamente el hecho de la “supervivencia”, cuando estos elementos pertenecen a formas tradicionales desaparecidas; y, a este respecto, el término folklore toma un sentido muy próximo al de “paganismo”, no teniendo en cuenta más que el valor etimológico de este último, sin intención polémica e injuriosa. El pueblo conserva, pues, sin comprenderlos, residuos de tradiciones antiguas, procedentes a veces incluso de un pasado tan lejano, que sería imposible determinarlo y que hay que contentarse con remitirlo, por tal razón, al dominio oscuro de la “prehistoria”; tiene, a tal respecto, la función de una especie de memoria colectiva más o menos “subconsciente”, el contenido de la cual le ha venido manifiestamente de otra parte. Es una función esencialmente “lunar”, y es de notar que, según la doctrina tradicional de las correspondencias astrales, la masa popular corresponde efectivamente a la Luna, lo que indica muy bien su carácter pasivo, incapaz de iniciativa o de espontaneidad. Lo que puede parecer más sorprendente es que, yendo al fondo de las cosas, se comprueba que cuando es conservado de tal modo, contiene sobre todo, en forma más o menos velada, una suma considerable de datos de orden esotérico, es decir, referentes a un plano de conocimiento trascendente, pero precisamente el que es menos popular por esencia. Y este hecho sugiere por sí mismo una explicación, que nos limitaremos a indicar en algunas palabras. Cuando una forma tradicional está a punto de extinguirse, sus representantes pueden muy bien confiar voluntariamente a esa memoria colectiva, de la que acabamos de hablar ahora, aquello que de otra forma se habría perdido irremediablemente. Es, en suma, el único modo de salvar lo que puede todavía ser salvado en cierta medida. Y, al mismo tiempo, la incomprehensión natural de las masas es una garantía suficiente de que lo que poseía un carácter esotérico no lo pierda sino quede solamente como una especie de testimonio del pasado para aquellos que en otra época sean capaces de comprenderlo. Por lo que respecta al simbolismo, nunca repetiremos lo bastante que cada símbolo verdadero porta en sí múltiple sentidos, y eso desde el origen, puesto que no viene constituido en virtud de una convención humana, sino en virtud de las “leyes de correspondencia” que conectan entre ellos todos los mundos. Y si algunos ven estos significados y otros no, o sólo en parte, eso no significa que no estén realmente contenidos ahí, y toda la diferencia se refiere al “horizonte intelectual” de cada uno. Como quiera que se piense desde el punto de vista profano, el simbolismo es una ciencia exacta, no una divagación donde las fantasías individuales puedan tener libre curso. En este orden, no creemos tampoco en las “invenciones de los poetas”, a las cuales hay tantos dispuestos a reducir casi toda cosa. Tales invenciones, lejos de encarar lo esencial, no hacen más que disimularlo, voluntariamente o no, envolviéndolo con las apariencias equívocas de una “ficción” cualquiera: y tal vez lo disimulan demasiado bien incluso puesto que, cuando se hacen demasiado invasoras, se hace casi imposible descubrir el sentido profundo y originario. ¿Y no es entre los griegos donde el simbolismo degeneró en “mitología”? Es de temer este peligro sobre todo cuando el mismo poeta no *

"Significato del «folk-lore»" (16 de marzo de 1934) (Firmado r. g.). Todo el artículo no constituye sino una parte del publicado por René Guénon en marzo de 1934 en Le Voile d´Isis, titulado “Le Saint Graal” (“El Santo Grial”), recopilado luego en Aperçus sur l´Ésotérisme chrétien, París, 1954.

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tiene conciencia del valor real de los símbolos, pues es evidente que tal caso puede muy bien presentarse. El apólogo del “asno portador de reliquias” se aplica aquí como a tantas otras cosas. Y el poeta, entonces, tendrá una participación análoga a la del pueblo profano, conservador y transmisor en su ignorancia de aquellos datos de carácter superior, “esotérico”, de los que hablábamos antes.

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LA VERSIÓN DE BASE: 3a.- Del Capítulo VIII de Aperçus sur l´ésotérisme chrétien: EL SANTO GRIAL* (…) La concepción misma del “folklore”, tal como se entiende habitualmente, reposa sobre una idea radicalmente falsa, la idea de que hay “creaciones populares”, productos espontáneos de la masa del pueblo; y se ve enseguida la relación estrecha de esa manera de ver con los prejuicios “democráticos”. Como se ha dicho muy justamente, “el interés profundo de todas las tradiciones llamadas populares reside sobre todo en el hecho de que no son populares por origen”2; y añadiremos que, si se trata, como casi siempre es el caso, de elementos tradicionales en el verdadero sentido de esta palabra, por deformados, disminuidos o fragmentarios que a veces puedan estar, y de cosas que tienen valor simbólico real, todo ello, muy lejos de ser de origen popular, no es ni siquiera de origen humano. Lo que puede ser popular es únicamente el hecho de la “supervivencia” cuando esos elementos pertenecen a formas tradicionales desaparecidas; y, a este respecto, el término de “folklore” adquiere un sentido bastante próximo al de “paganismo”, no tomando en cuenta sino la etimología de este último, y eliminando la intención “polémica” e injuriosa. El pueblo conserva así, sin comprenderlos, residuos de tradiciones antiguas, que se remontan a veces, inclusive, a un pasado tan remoto que sería imposible de determinar y que es costumbre contentarse con referir, por tal razón, al dominio oscuro de la “prehistoria”; cumple con ello la función de una especie de memoria colectiva más o menos “subconsciente”, cuyo contenido ha venido, manifiestamente, de otra parte3. Lo que puede parecer más sorprendente es que, cuando se va al fondo de las cosas, se verifica que lo así conservado contiene sobre todo, en forma más o menos velada, una suma considerable de datos de orden esotérico, es decir, precisamente lo que hay de menos popular por esencia; y este hecho sugiere por sí mismo una explicación que nos limitaremos a indicar en pocas palabras. Cuando una forma tradicional está a punto de extinguirse, sus últimos representantes pueden muy bien confiar voluntariamente a esta memoria colectiva de la que acabamos de hablar, lo que de otro modo se perdería sin remedio; es, en suma, el único medio de salvar lo que puede salvarse en cierta medida; y, al mismo tiempo, la incomprehensión natural de la masa es garantía suficiente de que lo que poseía un carácter esotérico no será así despojado de este carácter, sino que permanecerá solamente, como una especie de testimonio del pasado, para aquellos que, en otros tiempos, sean capaces de comprenderlo. (…) A menudo lo hemos dicho, y nunca lo repetiremos demasiado: todo verdadero símbolo porta en sí sus múltiples sentidos, y eso desde el origen, pues no está constituido como tal en virtud de una convención humana, sino en virtud de la “ley de correspondencia” que vincula todos los mundos entre sí; que, mientras que algunos vean esos sentidos, otros no los vean o los vean solamente en parte, eso no quita que estén realmente contenidos en él, y el “horizonte intelectual” de cada uno es lo que establece toda la diferencia: el simbolismo es una ciencia exacta, y no una ensoñación donde las fantasías individuales puedan darse libre curso. No creemos, pues, en las cosas de este orden, en “invenciones de los poetas”, a las cuales Waite parece dispuesto a conceder gran intervención; tales invenciones, lejos de recaer en lo esencial, no hacen sino disimularlo, voluntariamente o no, envolviéndolo en las apariencias engañosas de una “ficción” cualquiera; y a veces éstas lo disimulan *

Publicado originalmente en Voile d´Isis, febrero y marzo de 1934. Recopilado luego en Aperçus sur l´Esoterisme Chrétien, cap. VIII, y en Symboles de la Science Sacrée, capítulo IV. (Nota del Traductor: Las notas entre corchetes son de Michel Vâlsan y no aparecieron en la 1ª recopilación citada.). 2

Luc Benoist, La Cuisine des Anges, une esthétique de la pensée, pág. 74.

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Es ésta una función esencialmente “lunar”, y es de notar que, según la astrología, la masa popular corresponde efectivamente a la luna, lo cual, a la vez, indica a las claras su carácter puramente pasivo, incapaz de iniciativa o de espontaneidad.

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demasiado bien, pues, cuando se tornan demasiado invasoras, acaba por resultar casi imposible descubrir el sentido profundo y original; ¿no fue así cómo, entre los griegos, el simbolismo degeneró en “mitología”? Este peligro es de temer sobre todo cuando el poeta mismo no tiene conciencia del valor real de los símbolos, pues es evidente que puede darse este caso; el apólogo del “asno portador de reliquias” se aplica aquí como en muchas otras cosas; y el poeta, entonces, desempeñará, en suma, un papel análogo al del pueblo profano que conserva y transmite sin saberlo datos iniciáticos, según decíamos antes. (…)

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4b.- DOS MITOS: CIVILIZACIÓN Y PROGRESO* La civilización occidental moderna aparece en la historia humana como una verdadera anomalía: entre todas las que conocemos de un modo más o menos completo, esta civilización es la única que se desarrolló en un sentido puramente material, y ese desarrollo monstruoso, cuyo comienzo coincide con lo que se ha convenido en llamar Renacimiento, ha sido acompañado, como debía serlo fatalmente, por una correspondiente regresión intelectual; no decimos equivalente porque se trata de dos órdenes de cosas entre las cuales no podría haber ninguna medida común. Dicha regresión ha llegado a un punto tal que los occidentales de hoy no saben ya qué puede ser la intelectualidad pura, puesto que ni siquiera sospechan que pueda existir una cosa semejante: de ahí su desdén, no solamente por las civilizaciones orientales, sino también por la Edad Media europea, cuyo espíritu tampoco deja de escapárseles por completo. ¿Cómo hacer comprender el interés de un conocimiento absolutamente especulativo a personas para las que la inteligencia no es más que un medio de actuar sobre la materia y de plegarla a finalidades prácticas, y para quienes la ciencia, en el sentido restringido en que la entienden, vale sobre todo en la medida que es susceptible de llegar a aplicaciones industriales? No exageramos en lo más mínimo: no hay más que mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta que ésa es la mentalidad de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos; y el examen de la filosofía, a partir de Bacon y Descartes no podría hacer otra cosa que confirmar estas constataciones. Recordaremos solamente que Descartes limitó la inteligencia a la razón, que asignó como única función de lo que creía estar en condiciones de llamar metafísica el servir de fundamento de la física, que a su vez estaba esencialmente destinada, en su pensamiento, a preparar la constitución de las ciencias aplicadas, de la mecánica, de la medicina y de la moral, término último del saber humano tal como él lo concebía; ¿no son ya las tendencias que afirmaba las mismas que caracterizan a primera vista el desarrollo del mundo moderno? Desviaciones occidentales Negar o ignorar todo conocimiento puro y suprarracional implicaba abrir el camino que debía conducir lógicamente, por un lado, al positivismo y al agnosticismo, que sacan provecho de las más estrechas limitaciones de la inteligencia y de su objeto, y, por el otro, a todas las teorías sentimentalistas y voluntaristas que se esfuerzan por buscar en lo infrarracional lo que la razón no puede darles. En efecto, aquellos que en nuestros días quieren reaccionar contra el racionalismo, no por eso dejan de aceptar la identificación de la inteligencia entera con la razón, y creen que ésta no es sino una facultad totalmente práctica, incapaz de salir del dominio de la materia; Bergson escribió textualmente esto: "La inteligencia, considerada en lo que parece ser su marcha original, es la facultad de fabricar objetos artificiales, en particular herramientas para hacer herramientas (sic), y de variar indefinidamente su fabricación". Y sigue: " la inteligencia, aun cuando ya no opera sobre la materia bruta, sigue los hábitos que ha contraído en dicha operación: aplica formas que son las mismas de la materia sin organizar. Está hecha para este género de trabajo. Sólo este género de trabajo la satisface plenamente. Y es lo que expresa al decir que sólo así llega a la distinción y a la claridad”. En estos últimos rasgos, se reconoce fácilmente que no es la inteligencia en sí misma lo que se cuestiona, sino simplemente su concepción cartesiana, lo cual es muy diferente. Y la "filosofía nueva", como dicen sus adherentes, sustituye la superstición de la razón por otra, más grosera todavía en algunos de sus aspectos, que es la superstición de la vida. El racionalismo, impotente para elevarse hasta la verdad absoluta, dejaba al menos subsistir a la verdad relativa; el intuicionismo contemporáneo rebaja esta verdad hasta el nivel de no ser más que una representación de la realidad sensible, en todo lo que ésta tiene de inconsistente y de permanentemente cambiante; finalmente, el pragmatismo *

"Due miti: civiltà e progresso" (18 de abril de 1934) (Firmado “Ignitus”). "Dos mitos: civilización y progreso" (18 de abril de 1934) (Firmado “Ignitus”). Contiene casi la totalidad de la primera parte del capítulo “Civilisation et progrès” (“Civilización y Progreso”) de Orient et Occident, París, 1924.

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termina de hacer desaparecer la noción misma de verdad al identificarla con la de utilidad, lo cual conduce a suprimirla pura y simplemente. Si en alguna medida hemos esquematizado las cosas, no las hemos desfigurado en absoluto y, cualesquiera que hayan podido ser las fases intermedias, las tendencias fundamentales son las que acabamos de expresar; los pragmatistas, al llegar hasta el final, se muestran como los más auténticos representantes del pensamiento occidental moderno: ¿qué importa la verdad en un mundo cuyas aspiraciones, por ser únicamente materiales y sentimentales, y no intelectuales, encuentran su total satisfacción en la industria y en la moral, dos ámbitos en los que se deja cuidadosa y efectivamente de lado toda posibilidad de concebir la verdad? Sin duda, no se ha llegado a este extremo de un solo golpe, y muchos europeos protestarán diciendo que todavía no se hallan en semejante situación; pero aquí pensamos sobre todo en los americanos, que están, si se nos permite la expresión, en una fase más "avanzada" de la misma civilización: tanto desde el punto de vista mental como desde el geográfico, la América actual es verdaderamente el "extremo Occidente", y Europa la seguirá, sin duda alguna, si nada viene a detener el desarrollo de las consecuencias implícitas en el actual estado de cosas. La “civilización por excelencia” Pero quizás lo más extraordinario es la pretensión de hacer de esta civilización anormal el tipo mismo de toda civilización, de considerarla como la "civilización” por excelencia, e inclusive como la única que merece el nombre de tal. Está también, como complemento de esta ilusión, la creencia en el "progreso" considerado de un modo no menos absoluto e identificado naturalmente, en esencia, con el desarrollo material que absorbe toda la actividad del occidental moderno. Es curioso comprobar cómo ciertas ideas llegan a expandirse y a imponerse con prontitud por poco, evidentemente, que respondan a las tendencias generales de un medio y de una época; es el caso de estas ideas de “civilización” y "progreso" que tantas personas consideran de buena gana como universales y necesarias, cuando son en realidad fruto de una invención muy reciente que, todavía hoy, por lo menos las tres cuartas partes de la humanidad insisten en ignorar y en no tomarlas en cuenta. Jacques Bainville hizo notar que, "si el verbo civilizar se encuentra ya con la significación que le asignamos entre los buenos autores del siglo XVIII, el sustantivo civilización no se encuentra más que en los economistas de la época que precedió inmediatamente a la revolución (francesa). Así es que la palabra civilización no tiene más de un siglo y medio de existencia... La Antigüedad misma no disponía de un término para expresar lo que nosotros entendemos por civilización, si se diera esta palabra para traducir en un tema latino, el joven alumno se vería en un buen problema... La vida de las palabras no es independiente de la vida de las ideas. La palabra civilización, de la cual nuestros antepasados prescindían, tal vez por disponer de la cosa concreta, se expandió en el siglo XIX bajo la influencia de las nuevas ideas. Los descubrimientos científicos, el desarrollo de la industria, del comercio, de la prosperidad y del bienestar, habían creado una especie de entusiasmo y hasta cierto profetismo. La concepción del progreso indefinido, aparecida en la segunda mitad del siglo XVIII, concurrió a convencer a la especie humana de que había entrado en una nueva era, la de la civilización absoluta... ‘Civilización’ era entonces el grado de desarrollo y de perfeccionamiento al que las naciones europeas habían llegado en el siglo XIX. Este término, comprendido por todos, aunque no fuera definido por nadie, abarcaba a la vez al progreso material y al progreso moral, que se englobaban mutuamente y estaban unidos entre sí de un modo inseparable. La civilización en definitiva era Europa, era un diploma que se otorgaba a sí mismo el mundo europeo". Esto es exactamente lo que nosotros pensamos, y hemos hecho esta cita, aunque sea un poco larga, para mostrar que no somos los únicos en hacerlo. Así es que estas dos ideas de "civilización" y progreso", que están muy estrechamente asociadas, no datan más que de la segunda mitad del siglo XVIII, es decir, de la época que, entre otras cosas, vio nacer también al materialismo; y fueron propagadas y popularizadas fundamentalmente por los soñadores socialistas de principios del siglo XIX. Se hace necesario convenir en que la historia de las ideas permite en ocasiones hacer

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comprobaciones bastante sorprendentes, y reducir ciertas fantasías a su justo valor. Lo permitiría sobre todo si se hiciera y estudiara como es debido, si no estuviera, como lo está la historia ordinaria por otra parte, falsificada por interpretaciones tendenciosas o limitada a trabajos de simple erudición, a insignificantes investigaciones sobre cuestiones de detalle. La historia verdadera puede ser peligrosa para ciertos intereses políticos, y tenemos derecho a preguntarnos si no es por esta razón que ciertos métodos, en este ámbito, son impuestos oficialmente con exclusión de todos los demás: conscientemente o no, se descarta a priori todo lo que permitiría ver con claridad en muchas cosas, y es así como se forma la "opinión pública". Pero, volviendo a las dos ideas a las que acabamos de referirnos, hemos de precisar que, al asignarles un origen tan próximo, tenemos en cuenta únicamente esta acepción absoluta, e ilusoria según nuestro criterio, que es la que se les asigna más comúnmente hoy en día. En cuanto al sentido relativo del cual son susceptibles estas mismas palabras, ello constituye una cuestión diferente y, como dicho sentido es muy legitimo, no puede decirse que en este caso se trate de ideas que hayan nacido en un momento determinado. Así, también nosotros reconocemos de buen grado que existen "civilizaciones" múltiples y diversas; sería bastante difícil definir con exactitud este complejo conjunto de elementos que constituye lo que se llama civilización, pero sin embargo cada uno sabe bastante bien lo que debe entender por ello. Tampoco pensamos que sea necesario intentar encerrar en una fórmula rígida los caracteres generales de toda civilización o los caracteres particulares de una civilización determinada; es ése un procedimiento algo artificial, y nosotros desconfiamos en gran medida de los cuadros estrechos en los que se complace el espíritu sistemático. Así como hay "civilizaciones", hay también, en el transcurso del desarrollo de cada una de ellas, o de ciertos períodos más o menos restringidos de dicho desarrollo, “progresos" que actúan, no sobre todo de manera indistinta, sino sobre un ámbito definido; esto no es, en definitiva, más que otra manera de decir que una civilización se desarrolla en determinado sentido, en determinada dirección, pero, así como hay progreso, hay también regresiones, e inclusive a veces ambas cosas se producen simultáneamente en ámbitos diferentes. Por lo tanto – insistimos- todo eso es en alta medida relativo. Si se pretende tomar las mismas palabras en un sentido absoluto, no corresponden a realidad alguna, y es justamente entonces cuando representan estas nuevas ideas que tienen menos de dos siglos y que están restringidas únicamente a Occidente. Ciertamente, el "Progreso" y la "Civilización" pueden tener un efecto excelente en ciertas frases tan vacías como declamatorias, muy apropiadas para impresionar a la multitud, para quien la palabra sirve menos para expresar el pensamiento que para suplir su ausencia; en este sentido, cumple uno de los papeles más importantes en el arsenal de fórmulas que los "dirigentes" contemporáneos utilizan para cumplir la singular obra de sugestión colectiva sin la cual la mentalidad específicamente moderna no podría subsistir durante demasiado tiempo. Con respecto a esto, creemos que nunca se ha destacado suficientemente la analogía, sorprendente sin embargo, que la acción del orador tiene con la del hipnotizador (y la del domador pertenece igualmente al mismo orden); señalemos de pasada este tema como objeto de estudio digno de la atención de los psicólogos. Sin duda, el poder de las palabras se ha ejercido en mayor o menor medida en otros tiempos diferentes del nuestro, pero no existen ejemplos comparables con esta gigantesca alucinación colectiva a través de la cual toda una parte de la humanidad llegó a tomar las más vanas quimeras como realidades incontestables y, entre los ídolos del espíritu moderno, los que ahora denunciamos son quizás los más perniciosos de todos. Por esto, se dedicará el próximo artículo a agotar en todos sus ulteriores aspectos lo que precisamente podemos llamar la superstición del progreso y que constituye uno entre los puntos fundamentales que se oponen a la comprehensión de toda forma normal, es decir, tradicional, de civilización, y, entre ellas, las propias del mejor Oriente.

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LA VERSIÓN DE BASE: 4a.- Capítulo I de la 1ª parte de Orient et Occident: CIVILIZACIÓN Y PROGRESO La civilización occidental moderna aparece en la historia como una verdadera anomalía: entre todas aquellas que nos son conocidas más o menos completamente, esta civilización es la única que se ha desarrollado en un aspecto puramente material, y este desarrollo monstruoso, cuyo comienzo coincide con lo que se ha convenido llamar el Renacimiento, ha sido acompañado, como debía de serlo fatalmente, de una regresión intelectual correspondiente; no decimos equivalente, ya que se trata de dos órdenes de cosas entre las cuales no podría haber ninguna medida común. Esa regresión ha llegado a tal punto que los occidentales de hoy día ya no saben lo que puede ser la intelectualidad pura, y ya no sospechan siquiera que algo así pueda existir; de ahí su desdén, no sólo por las civilizaciones orientales, sino inclusive por la Edad Media europea, cuyo espíritu no se les escapa apenas menos completamente. ¿Cómo hacer comprender el interés de un conocimiento completamente especulativo a gentes para quienes la inteligencia no es más que un medio de actuar sobre la materia y de plegarla a fines prácticos, y para quienes la ciencia, en el sentido restringido en que la entienden, vale sobre todo en la medida en que es susceptible de concluir en aplicaciones industriales? No exageramos nada; no hay más que mirar alrededor de uno para darse cuenta de que tal es enteramente la mentalidad de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos; y el examen de la filosofía, a partir de Bacon y de Descartes, no podría sino confirmar también estas comprobaciones. Recordaremos sólo que Descartes ha limitado la inteligencia a la razón, que ha asignado como único papel, a lo que él creía poder llamar metafísica, servir de fundamento a la física, y que esa física misma estaba esencialmente destinada, en su pensamiento, a preparar la constitución de las ciencias aplicadas, a saber, la mecánica, la medicina y la moral, último término del saber humano tal como él lo concebía; las tendencias que Descartes afirmaba así ¿no son ya esas mismas que caracterizan a primera vista todo el desarrollo del mundo moderno? Negar o ignorar todo conocimiento puro y suprarracional, era abrir la vía que debía conducir lógicamente, por una parte, al positivismo y al agnosticismo, que sacan su provecho de las más estrechas limitaciones de la inteligencia y de su objeto, y, por otra, a todas las teorías sentimentalistas y voluntaristas, que se esfuerzan en buscar en lo infrarracional lo que la razón no puede darles. En efecto, aquellos que, en nuestros días, quieren reaccionar contra el racionalismo, no por ello aceptan menos la identificación de la inteligencia entera únicamente con la razón, y creen que ésta no es más que una facultad completamente práctica, incapaz de salir del dominio de la materia; Bergson ha escrito textualmente esto: “La inteligencia, considerada en lo que parece ser su medio original, es la facultad de fabricar objetos artificiales, en particular útiles para hacer útiles (sic), y de variar indefinidamente su fabricación”1. Y también: “La inteligencia, incluso cuando ya no opera sobre la materia bruta, sigue los hábitos que ha contraído en esa operación: aplica formas que son las mismas de la materia desorganizada. La inteligencia está hecha para ese género de trabajo. Sólo este género de trabajo la satisface plenamente. Y es eso lo que expresa al decir que sólo así llega a la distinción y a la claridad” 2. En estos últimos rasgos, se reconoce sin esfuerzo que no es la inteligencia misma la que está en causa, sino simplemente la concepción cartesiana de la inteligencia, lo que es muy diferente; y, a la superstición de la razón, es decir, la “filosofía nueva”, como dicen sus adherentes, la ha sustituido otra, más grosera todavía por algunos lados, a saber, la superstición de la vida. El racionalismo, impotente para elevarse hasta la verdad absoluta, dejaba subsistir al menos la verdad relativa; pero el intuicionismo contemporáneo rebaja esta verdad a no ser más que una representación de la realidad sensible, con todo lo que tiene de inconsistente y de incesantemente cambiante; finalmente, el pragmatismo acaba de hacer desvanecerse la noción misma de verdad al identificarla a la de utilidad, lo que equivale a suprimirla pura y simplemente. Si bien hemos esquematizado un poco las cosas, sin embargo no las hemos desfigurado de ninguna manera, y, cualesquiera que hayan podido 1

L’Evolution créatrice, pág. 151.

2

Ibid., pág. 174.

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ser las fases intermediarias, las tendencias fundamentales son efectivamente las que acabamos de decir; puesto que van hasta el final, los pragmatistas se muestran como los más auténticos representantes del pensamiento occidental moderno: ¿qué importa la verdad en un mundo cuyas aspiraciones, que son únicamente materiales y sentimentales, y no intelectuales, encuentran toda satisfacción en la industria y en la moral, dos dominios en los que se prescinde muy bien, en efecto, de concebir la verdad? Sin duda, no se ha llegado de un solo golpe a este extremo, y muchos europeos protestarán de que no están todavía ahí; pero aquí pensamos sobre todo en los americanos, que están en una fase más “avanzada”, si se puede decir, de la misma civilización: tanto mentalmente como geográficamente, la América actual es el “Extremo Occidente”; y, sin duda ninguna, si nada viene a detener el desarrollo de las consecuencias implicadas en el presente estado de cosas, Europa seguirá en la misma dirección. Pero lo que es quizás más extraordinario, es la pretensión de hacer de esta civilización anormal el tipo mismo de toda civilización, de considerarla como la “civilización” por excelencia, e incluso como la única que merece este nombre. Como complemento de esa ilusión, está también la creencia en el “progreso”, considerado de una manera no menos absoluta, e identificado naturalmente, en su esencia, con ese desarrollo material que absorbe toda la actividad del occidental moderno. Es curioso comprobar cuán rápidamente llegan a extenderse y a imponerse algunas ideas, por poco que respondan, evidentemente, a las tendencias generales de un medio y de una época; ése es el caso de estas ideas de “civilización” y de “progreso”, que tanta gente cree gustosamente universales y necesarias, aunque, en realidad, son de invención completamente reciente, y aunque, hoy día todavía, las tres cuartas partes de la humanidad al menos persisten en ignorarlas o en no tenerlas en cuenta para nada. Jacques Bainville ha hecho observar que, “si el verbo civilizar se encuentra ya con la significación que nosotros le prestamos en los buenos autores del siglo XVIII, el sustantivo civilización no se encuentra más que en los economistas de la época que precedió inmediatamente a la Revolución. Litreé cita un ejemplo tomado de Turgot. Litreé, que había devorado toda nuestra literatura, no ha podido remontarse más atrás. Así pues, la palabra civilización no tiene más de un siglo y medio de existencia. No ha acabado por entrar en el diccionario de la Academia más que en 1835, hace un poco menos de cien años… La antigüedad, de la que vivimos todavía, no tenía tampoco ningún término para llamar a lo que nosotros entendemos por civilización. Si se diera a traducir esta palabra en un tema latino, el joven alumno estaría bien apurado… La vida de las palabras no es independiente de la vida de las ideas. La palabra civilización, sin la que nuestros antepasados se entendían muy bien, quizás porque la tenían, se ha extendido en el siglo XIX bajo la influencia de ideas nuevas. Los descubrimientos científicos, el desarrollo de la industria, del comercio, de la prosperidad y del bienestar, habían creado una suerte de entusiasmo e incluso de profetismo. La concepción del progreso indefinido, aparecida en la segunda mitad del siglo XVIII, concurrió a convencer a la especie humana de que había entrado en una era nueva, la de la civilización absoluta. Es a un prodigioso utopista, muy olvidado hoy día, Fourier, a quien se debe el haber llamado al periodo contemporáneo el de la civilización y el haber confundido la civilización con la Edad Moderna… Así pues, la civilización era el grado de desarrollo y de perfeccionamiento al que las naciones europeas habían llegado en el siglo XIX. Este término, comprendido por todos, aunque no fue definido nunca por nadie, abarcaba a la vez el progreso material y el progreso moral, pues uno conlleva el otro, uno va unido al otro, inseparables los dos. La civilización, que era en suma la Europa misma, era un título que se otorgaba a sí mismo el mundo europeo” 3. Eso es exactamente lo que pensamos también nosotros mismos; y hemos tenido que dar esa cita, aunque sea un poco larga, para mostrar que no somos el único en pensarlo. Así, estas dos ideas de “civilización” y de “progreso”, que están asociadas muy estrechamente, no datan una y otra más que de la segunda mitad del siglo XVIII, es decir, de la época que, entre otras cosas, vio nacer también el materialismo; y fueron propagadas y popularizadas sobre todo por los soñadores socialistas de comienzos del siglo XIX. Hay que convenir en que la historia de las ideas permite hacer a veces comprobaciones bastantes sorprendentes, y reducir algunas imaginaciones a su justo 3

”El Porvenir de la Civilización”: Revue Universelle, 1º de marzo de 1922, págs. 586-587.

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valor; y lo permitiría sobre todo si fuera hecha y estudiada como debe serlo, es decir, si no fuera, como sucede por lo demás con la historia ordinaria, falsificada por interpretaciones tendenciosas, o limitada a trabajos de simple erudición, a investigaciones insignificantes sobre puntos de detalle. La historia verdadera puede ser peligrosa para algunos intereses políticos; y uno está en su derecho de preguntarse si no es por esta razón por la que, en este dominio, algunos métodos son impuestos oficialmente con la exclusión de todos los demás: conscientemente o no, se descarta a priori todo lo que permitiría ver claro muchas cosas, y es así como se forma la “opinión pública”. Pero volvamos a las dos ideas de las que acabamos de hablar, y precisemos que, al asignarles un origen tan reciente, tenemos únicamente en mente esa acepción absoluta, e ilusoria según nosotros, que es la que se les da más comúnmente hoy día. En cuanto al sentido relativo del que las mismas palabras son susceptibles, es otra cosa, y, como ese sentido es muy legítimo, no se puede decir que se trate en ese caso de ideas que hayan tomado nacimiento en un momento determinado; poco importa que hayan sido expresadas de una manera o de otra, y, si un término es cómodo, no es porque sea de creación reciente por lo que vemos inconvenientes para su empleo. Así, nosotros mismos decimos gustosamente que existen “civilizaciones” múltiples y diversas; sería bastante difícil definir exactamente ese conjunto complejo de elementos de diferentes órdenes que constituye lo que se llama una civilización, pero no obstante cada uno sabe bastante bien qué se debe entender por eso. No pensamos siquiera que sea necesario intentar encerrar en una fórmula rígida los caracteres generales de toda civilización, o los caracteres particulares de tal civilización determinada; eso es un procedimiento un poco artificial, y desconfiamos mucho de esos cuadros estrechos en los que se complace el espíritu sistemático. De igual modo que hay “civilizaciones”, hay también, en el curso del desarrollo de cada una de ellas, o de algunos periodos más o menos restringidos de ese desarrollo, “progresos” que afectan, no a todo indistintamente, sino a tal o a cual dominio definido; eso no es, en suma, sino otra manera de decir que una civilización se desarrolla en un cierto sentido, en una cierta dirección; pero, lo mismo que hay progresos, también hay regresiones, y a veces incluso las dos cosas se producen simultáneamente en dominios diferentes. Por consiguiente, insistimos en ello, todo eso es eminentemente relativo; si se quieren tomar las mismas palabras en sentido absoluto, ya no corresponden a ninguna realidad, y es justamente entonces cuando representan esas ideas nuevas que no tienen curso sino desde hace menos de dos siglos, y únicamente en Occidente. Ciertamente, “el Progreso” y “la Civilización”, con mayúsculas pueden hacer un excelente efecto en algunas frases tan huecas como declamatorias, muy propias para impresionar a las masas para quienes la palabra sirve menos para expresar el pensamiento que para suplir su ausencia; a este título, eso juega un papel de los más importantes en el arsenal de fórmulas de las que los “dirigentes” contemporáneos se sirven para llevar a cabo la singular obra de sugestión colectiva sin la que la mentalidad específicamente moderna no podría subsistir mucho tiempo. A este respecto, no creemos que se haya destacado nunca suficientemente la analogía, no obstante evidente, que la acción del orador presenta con la del hipnotizador (y con la del domador que es igualmente del mismo género); señalamos de pasada este tema de estudios a la atención de los psicólogos. Sin duda, el poder de las palabras ya ha sido ejercido más o menos en otros tiempos que el nuestro; pero de lo que no hay ejemplo, es de esta gigantesca alucinación colectiva por la que toda una parte de la humanidad ha llegado a tomar las más vanas quimeras por incontestables realidades; y, entre esos ídolos del espíritu moderno, los que denunciamos ahora son quizás los más perniciosos de todos.

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5b.- EL MITO DEL PROGRESO* En nuestro precedente artículo1 hemos hablado de estos modernos ídolos que son las ideas de “Civilización” y de “Progreso”. Conviene volver sobre la génesis de ésta última. Si se quiere, por gusto por la precisión, decimos que se trata de la idea de un progreso indefinido, para dejar fuera de la cuestión a los progresos específicos y limitados, cuya existencia no pretendemos objetar en absoluto. Es probablemente en Pascal en quien se puede encontrar el primer vestigio de dicha idea, aplicada por otra parte a un solo punto de vista: es conocido el pasaje en el que compara a la humanidad con "un mismo hombre que siempre subsiste y que aprende continuamente durante el transcurso de los siglos", y donde da prueba de este espíritu antitradicional que constituye una de las particularidades del Occidente moderno, al declarar que "aquellos que llamamos antiguos eran verdaderamente nuevos en todas las cosas", y que, en consecuencia, sus opiniones tienen muy poco peso. En este sentido, Pascal había tenido por lo menos un precursor, puesto que Bacon, con la misma intención, ya había dicho: Antiquitas saeculi, juventus mundi. Es fácil ver el sofisma inconsciente sobre el que se funda una concepción semejante: dicho sofisma consiste en suponer que la humanidad en su conjunto sigue un desarrollo continuo y lineal; es ésta una visión eminentemente "simplista" que se contradice con todos los hechos conocidos. En efecto, la historia nos muestra, en todas las épocas, civilizaciones independientes las unas de las otras, y con frecuencia hasta divergentes, de las cuales algunas nacen y se desarrollan mientras que otras decaen y mueren o son bruscamente aniquiladas en algún cataclismo; y no siempre las civilizaciones nuevas recogen la herencia de las antiguas. ¿Quién se atrevería a sostener seriamente, por ejemplo, que los occidentales modernos han sacado algún provecho, por indirecto que sea, de la mayoría de los conocimientos que habían acumulado los caldeos o los egipcios, por no hablar de las civilizaciones de las cuales ni siguiera el nombre ha llegado hasta nosotros? Por lo demás, no hay necesidad de remontarse tan lejos en el pasado, puesto que están las ciencias que se cultivaban en la Edad Media europea y de las cuales en nuestros días no se tiene la menor idea. Si se quiere conservar la representación del "hombre colectivo" que considera Pascal (que lo llama de un modo harto impropio “hombre universal”), habrá que decir entonces que, si hay períodos en los que aprende, hay otros en los que olvida, o que, en tanto aprende ciertas cosas se olvida de otras; pero la realidad es aún más compleja, puesto que hay, como siempre ha habido, civilizaciones simultáneas que no se interpenetran y que se ignoran mutuamente: tal es hoy, más que nunca, la situación de la civilización occidental con respecto a las civilizaciones orientales. En el fondo, el origen de la ilusión que se expresa en Pascal es simplemente éste: los occidentales, a partir del Renacimiento, adoptaron el hábito de considerarse exclusivamente como los herederos y continuadores de la antigüedad grecorromana, y de desconocer o ignorar sistemáticamente todo lo demás. La humanidad de la que habla Pascal comienza con los griegos, continúa con los romanos, luego hay una discontinuidad en su existencia que corresponde a la Edad Media, en la cual no puede ver, como todos los hombres del siglo XVII más que un período de sueño; y finalmente viene el Renacimiento, es decir el despertar de dicha humanidad que, a partir de ese momento, estará compuesta por el conjunto de los pueblos europeos. Es un extraño error, que denota un horizonte mental singularmente limitado, el que consiste en tomar la parte por el todo, y se podría descubrir su influencia en más de un dominio: los psicólogos, por ejemplo, limitan ordinariamente sus observaciones a un solo tipo de humanidad, el occidental moderno, y extienden abusivamente los resultados así obtenidos hasta pretender hacer de ellos, sin excepción, los caracteres del hombre en general. Es esencial destacar que Pascal no consideraba todavía nada más que un progreso intelectual, en los límites en que él mismo concebía la intelectualidad en su época; es *

"Il mito del progresso" (2 de mayo de 1934) (Firmado “Ignitus”). Contiene casi la totalidad de la segunda parte del capítulo “Civilización y Progreso” de Orient et Occident, París, 1924. 1

Ignitus, “Dos mitos: civlización y progreso”, 18 de abril de 1934.

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hacia fines del siglo XVIII cuando apareció, con Turgot y Condorcet, esta idea de progreso extendida a todos los órdenes de la actividad; y dicha idea estaba tan lejos de ser generalmente aceptada que Voltaire se ocupó de ponerla en ridículo. No podemos hacer aquí la historia completa de las diversas modificaciones que esta misma idea sufrió en el transcurso del siglo XIX, ni de las complicaciones pseudo científicas que le fueron añadidas cuando, con el nombre de evolución, se la quiso aplicar, no solamente a la humanidad, sino al conjunto de los seres vivos. El evolucionismo, a despecho de múltiples divergencias más o menos importantes, se ha convertido en un verdadero dogma oficial; se enseña como una ley que se prohíbe discutir, lo cual no es en realidad sino la más gratuita y mal fundada de todas las hipótesis, y con mucha mayor razón en lo que se refiere a la concepción del progreso humano, que aparece, frente a aquella ley, sino como un simple caso particular. Nada sería más fácil, por ejemplo, que mostrar las confusiones sobre las cuales reposa la fabuladora teoría a la que Comte ha dado el nombre de "ley de los tres estados", de las cuales la principal consiste en suponer que el único objeto de todo conocimiento posible es la explicación de los fenómenos naturales; como Bacon y Pascal, comparaba a los antiguos con niños, mientras que otros, en una época más reciente, han preferido asimilarlos a los salvajes, a quienes llaman "primitivos", mientras que, por nuestra parte, los consideramos más bien como residuos degenerados de civilizaciones más antiguas. Por otro lado, algunos, al no poder hacer otra cosa que comprobar que hay puntos altos y bajos en lo que conocen de la historia de la humanidad, han terminado por hablar de un "ritmo del progreso"; sería tal vez más simple y más lógico, en estas condiciones, no hablar de progreso en absoluto, pero como hay que salvaguardar a cualquier precio el dogma moderno, se supone que el "progreso" existe aunque sea como resultante final de todos los progresos parciales y de todas las regresiones. Dichas restricciones y discordancias deberían constituir una materia de reflexión, pero muy pocos parecen darse cuenta de ello; las diferentes escuelas no pueden ponerse de acuerdo entre sí, pero se sobreentiende que deben admitirse el progreso y la evolución, sin los cuales probablemente nadie podría tener derecho a la calidad de "civilizado". Si se indaga después cuáles son las ramas del pretendido progreso a las cuales, más que cualquier otra cosa, parece reducirse el pensamiento de nuestros contemporáneos, es dable tomar conciencia de que se reducen a dos: progreso material y progreso moral, que son los únicos que Jacques Bainville mencionó como comprendidos en la idea corriente de "civilización", y pensamos que con razón. Sin duda, algunos también hablan de "progreso intelectual", pero esta expresión, para ellos, es esencialmente un sinónimo de "progreso científico", y se aplica sobre todo al desarrollo de las ciencias experimentales y de sus aplicaciones. Se ve entonces reaparecer aquí esa degradación de la inteligencia que llega a identificarla con el más restringido e inferior de todos sus usos, la acción sobre la materia orientada solamente hacia la utilidad práctica. Y, a decir verdad, la mayoría de los occidentales actuales no conciben que la inteligencia sea otra cosa; se reduce para ellos, no ya a la razón en sentido cartesiano, sino a su parte más ínfima, a sus operaciones más elementales, a lo que permanece siempre en estrecha relación con el mundo sensible del cual han hecho el campo único y exclusivo de su actividad. Para quienes saben que hay algo más y persisten en dar a las palabras su verdadera significación en nuestra época, no es cuestión de "progreso intelectual", sino más bien de decadencia o, mejor aún, de decadencia intelectual; y, puesto que hay vías de desarrollo que son incompatibles, allí se da precisamente el rescate del "progreso material", el único cuya existencia en el curso de los últimos siglos constituye un hecho real: progreso científico si se quiere, pero en una acepción extremadamente limitada, y, en rigor, progreso industrial antes que científico. Desarrollo material e intelectualidad pura están en verdad orientados en sentido inverso; quien se interna en uno se aleja necesariamente de la otra; nótese, por otra parte, que aquí decimos intelectualidad y no racionalidad, pues el dominio de la razón no es sino intermediario, de alguna manera, entre el de los sentidos y el del intelecto superior: si la razón recibe un reflejo de este último, aun cuando lo niegue y se crea la facultad más alta del ser humano, siempre saca sus nociones elaborando los datos sensibles. Queremos decir que las ideas generales, objeto propio de la razón, y por consiguiente de la misma ciencia, que es obra de ésta, si bien no pertenecen al orden sensible, proceden sin

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embargo de la realidad particular percibida por los sentidos. Se puede decir que está más allá de lo sensible, pero no que está por encima. Solamente es trascendente lo universal, objeto del intelecto puro, con respecto al cual también lo general reingresa pura y simplemente al ámbito de lo individual. En ello reside la distinción fundamental entre el conocimiento metafísico y el conocimiento científico, tal como procede del punto de vista tradicional. Si la recordamos aquí brevemente, sin posibilidad de exponerla en sus variados desarrollos, es porque la total ausencia del primero y el despliegue desordenado del segundo constituyen los caracteres más sorprendentes de la civilización occidental en su estado actual. Habiendo precisado nuestro punto de vista frente al concepto de “progreso material” o seudo-intelectual, nos reservamos para tratar en el próximo artículo la contraparte de semejante mito, es decir, el “progreso moral”.

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LA VERSIÓN DE BASE: 5a.- Capítulo II de la 2ª parte de Orient et Occident: CIVILIZACIÓN Y PROGRESO Nos hace falta volver todavía sobre la génesis de la idea de progreso; diremos mejor, si se quiere, la idea de progreso indefinido, para dejar fuera de causa esos progresos especiales y limitados cuya existencia no pretendemos contestar de ninguna manera. Es probablemente en Pascal donde se puede encontrar el primer rastro de esta idea, aplicada por lo demás a un solo punto de vista: es conocido el pasaje5 donde compara la humanidad a “un mismo hombre que subsiste siempre y que aprende continuamente durante el curso de los siglos”, y donde da prueba de ese espíritu antitradicional que es una de las particularidades del Occidente moderno, al declarar que “aquellos a los que llamamos antiguos eran verdaderamente nuevos en todas las cosas”, y que así sus opiniones tienen en realidad muy poco peso; y, bajo este aspecto, Pascal había tenido al menos un precursor, puesto que Bacon había dicho ya con la misma intención: Antiquitas sæculi, juventus mundi. Es fácil ver el sofisma inconsciente sobre el que se basa tal concepción: este sofisma consiste en suponer que la humanidad, en su conjunto, sigue un desarrollo continuo y unilineal; ése es un punto de vista eminentemente “simplista”, que está en contradicción con todos los hechos conocidos. La historia nos muestra en efecto, en todas las épocas, civilizaciones independientes las unas de las otras, frecuentemente incluso divergentes, de las que algunas nacen y se desarrollan mientras que otras caen en decadencia y mueren, o son aniquiladas bruscamente en algún cataclismo; y las civilizaciones nuevas no siempre recogen la herencia de las antiguas. ¿Quién se atreverá a sostener seriamente, por ejemplo, que los occidentales modernos han aprovechado, por indirectamente que sea, la mayor parte de los conocimientos que habían acumulado los caldeos o los egipcios, sin hablar de las civilizaciones cuyo nombre mismo ni siquiera ha llegado hasta nosotros? Por lo demás, no hay necesidad de remontar tan lejos en el pasado, puesto que hay ciencias que eran cultivadas en la Edad Media europea, y de las que en nuestros días ya no se tiene la menor idea. Así pues, si se quiere conservar la representación del “hombre colectivo” que considera Pascal (que le llama muy impropiamente “hombre universal”), será necesario decir que, si hay periodos donde aprende, hay otros donde olvida, o bien que, mientras que aprende algunas cosas, olvida otras; pero la realidad es aún más compleja, puesto que hay simultáneamente, como las ha habido siempre, civilizaciones que no se penetran, que se ignoran mutuamente: tal es efectivamente, hoy más que nunca, la situación de la civilización occidental con relación a las civilizaciones orientales. En el fondo, el origen de la ilusión que se expresa en Pascal es simplemente éste: los occidentales, a partir del Renacimiento, han tomado el hábito de considerarse exclusivamente como los herederos y los continuadores de la antigüedad grecorromana, y de desconocer o de ignorar sistemáticamente todo el resto; es lo que denominamos el “prejuicio clásico”. La humanidad de la que habla Pascal comienza en los griegos, continúa con los romanos, después hay en su existencia una discontinuidad que corresponde a la Edad Media, en la que no puede ver, como todas las gentes del siglo XVII, más que un periodo de sueño; finalmente viene el Renacimiento, es decir, el despertar de esa humanidad, que, a partir de ese momento, estará compuesta del conjunto de los pueblos europeos. Es un error singular, y que denota un horizonte mental singularmente limitado, el que consiste en tomar así la parte por el todo; se podría descubrir su influencia en más de un dominio: los psicólogos, por ejemplo, limitan ordinariamente sus observaciones a un solo tipo de humanidad, la occidental moderna, y extienden abusivamente los resultados así obtenidos hasta pretender hacer de ellos, sin excepción, caracteres del hombre en general. Es esencial observar que Pascal no consideraba aún más que un progreso intelectual, en los límites en los que él mismo y su época concebían la intelectualidad; es hacia finales del siglo XVIII cuando apareció, con Turgot y Condorcet, la idea de progreso extendida a todos los órdenes de actividad; y esa idea estaba entonces tan lejos de ser aceptada generalmente que Voltaire mismo se apresuró a ridiculizarla. No podemos pensar en hacer aquí la historia de las diversas modificaciones que esa misma idea sufrió en el curso del siglo XIX, ni de las complicaciones pseudo científicas que le fueron aportadas 5

Fragmento de un Traité du Vide.

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cuando, bajo el nombre de “evolución”, se la quiso aplicar, no sólo a la humanidad, sino a todo el conjunto de los seres vivos. El evolucionismo, a pesar de múltiples divergencias más o menos importantes, ha devenido un verdadero dogma oficial: se enseña como una ley, que está prohibido discutir, lo que no es en realidad más que la más gratuita y la peor fundada de todas las hipótesis; con mayor razón ocurre lo mismo con la concepción del progreso humano, que no aparece ahí dentro más que como un simple caso particular. Pero antes de llegar a eso, hubo muchas vicisitudes, y, entre los partidarios mismos del progreso, hay quienes no han podido impedirse formular reservas bastante graves: Auguste Comte, que había comenzado siendo discípulo de Saint-Simon, admitía un progreso indefinido en duración, pero no en extensión; para él, la marcha de la humanidad podía ser representada por una curva que tiene una asíntota, a la que se acerca indefinidamente sin alcanzarla nunca, de tal manera que la amplitud del progreso posible, es decir, la distancia del estado actual al estado ideal, representada por la distancia de la curva a la asíntota, va decreciendo sin cesar. Nada más fácil que demostrar las confusiones sobre las que se apoya la teoría de fabuladora a la que Comte ha dado el nombre de la “ley de los tres estados”, y de las que la principal consiste en suponer que el único objeto de todo conocimiento posible es la explicación de los fenómenos naturales; como Bacon y Pascal, Comte comparaba los antiguos a niños, mientras que otros, en una época más reciente, han creído hacerlo mejor asimilándolos a los salvajes, a quienes llaman “primitivos”, mientras que, por nuestra parte, los consideramos al contrario como degenerados6. Por otro lado, algunos, al no poder hacer otra cosa que constatar que hay altibajos en lo que conocen de la historia de la humanidad, han llegado a hablar de un “ritmo del progreso”; sería quizás más simple y más lógico, en estas condiciones, no hablar más de progreso en absoluto, pero, como es menester salvaguardar a toda costa el dogma moderno, se supone que el “progreso” existe no obstante como resultante final de todos los progresos parciales y de todas las regresiones. Estas restricciones y estas discordancias deberían hacer reflexionar, pero bien pocos parecen darse cuenta de ellas; las diferentes escuelas no pueden ponerse de acuerdo entre sí, pero sigue entendiéndose que se debe admitir el progreso y la evolución, sin lo cual no se podría tener probablemente derecho a la cualidad de “civilizado”. Otro punto que también es digno de observación: si se investiga cuáles son las ramas del pretendido progreso del que se habla más frecuentemente hoy, aquellas en las que todas las demás parecen confluir en el pensamiento de nuestros contemporáneos, uno se da cuenta que se reducen a dos, el “progreso material” y el “progreso moral”; son las únicas que Jacques Bainville haya mencionado como comprendidas en la idea corriente de “civilización”, y pensamos que es con razón. Sin duda algunos hablan también de “progreso intelectual”, pero, para ellos, esta expresión es esencialmente sinónima de “progreso científico”, y se aplica sobre todo al desarrollo de las ciencias experimentales y de sus aplicaciones. Por consiguiente, se ve reaparecer aquí esa degradación de la inteligencia que termina identificándola con el más restringido y el más inferior de todos sus usos, a saber, la acción sobre la materia con vistas únicamente de la utilidad práctica; el supuesto “progreso intelectual” no es así, en definitiva, más que el “progreso material” mismo, y, si la inteligencia no fuera más que eso, sería menester aceptar la definición que Bergson da de ella. Ciertamente, la mayoría de los occidentales actuales no conciben que la inteligencia sea otra cosa; para ellos se reduce, no ya a la razón en el sentido cartesiano, sino a la parte más ínfima de esa razón, a sus operaciones más elementales, a lo que permanece siempre en estrecha relación con este mundo sensible del que han hecho el campo único y exclusivo de toda su actividad. Para aquellos que saben que hay otra cosa y que persisten en dar a las palabras su verdadera significación, no es de “progreso intelectual” de lo que puede tratarse en nuestra época, sino al contrario de decadencia, o mejor todavía de decadencia intelectual; y, porque hay vías de desarrollo que son incompatibles, ése es precisamente el pago del “progreso material”, el único cuya 6

A pesar de la influencia de la “escuela sociológica”, hay, incluso en los medios “oficiales”, algunos sabios que piensan como nosotros sobre este punto, concretamente Georges Foucart, que, en la introducción de su obra titulada Histoire des religions et Methode comparative, defiende la tesis de la “degeneración” y menciona a varios de quienes se han sumado a ella. Foucart hace a ese propósito una excelente crítica de la “escuela sociológica” y de sus métodos, y declara según sus términos que “no debe confundirse el totemismo o la sociología con la etnología seria”.

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existencia es un hecho real en el curso de los últimos siglos: progreso científico si se quiere, pero en una acepción extremadamente limitada, y progreso industrial aún mucho más que científico. Desarrollo material e intelectualidad pura van verdaderamente en sentido inverso; quien se hunde en uno se aleja necesariamente del otro; pero, por lo demás, obsérvese bien que aquí decimos intelectualidad, no racionalidad, ya que el dominio de la razón no es más que intermediario, en cierto modo, entre el de los sentidos y el del intelecto superior: si la razón recibe un reflejo de este último, aunque le niegue y se crea la facultad más alta del ser humano, es siempre de los datos sensibles de donde se sacan las nociones que elabora. Queremos decir que lo general, objeto propio de la razón, y por consiguiente de la ciencia que es la obra de ésta, aunque no es del orden sensible, procede no obstante, de lo individual, que es percibido por los sentidos; se puede decir que está más allá de lo sensible, pero no por encima; trascendente no es más que lo universal, objeto del intelecto puro, a cuyo respecto lo general mismo entra pura y simplemente en lo individual. Ésta es la distinción fundamental del conocimiento metafísico y del conocimiento científico, tal como la hemos expuesto más ampliamente en otra parte7; y, si la recordamos aquí, es porque la ausencia total del primero y el desarrollo desordenado del segundo constituyen las características más sobresalientes de la civilización occidental en su estado actual.

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Introduction générale à l’ étude des doctrines hindoues, 2ª parte, cap. V.

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6b.- A LO QUE SE REDUCE LA “RELIGIÓN” DE UN FILÓSOFO* No tenemos en absoluto el hábito de atender a las manifestaciones del “pensamiento” profano. Así, no habríamos ciertamente leído el último libro de Henri Bergson: Les deux sources de la morale et de la religion (Las dos fuentes de la moral y de la religión), y todavía menos habríamos pensado en hablar de él, si no se nos hubiese señalado que ahí se trataba de cosas que, normalmente, no entran en el ámbito de un filósofo. Ante todo, por lo que concierne a la religión, los orígenes de la tesis sostenida por Bergson nada tienen de misterioso y en el fondo son bastante simples. Se sabe que a este respecto todas las teorías modernas tienen por característica común el buscar reducir la religión a algo puramente humano, lo que equivale a negarla, consciente o inconscientemente, puesto que significa el rechazo a tener en cuenta lo que constituye su esencia, y que es precisamente un elemento “no-humano”. Estas teorías, en su conjunto, pueden reducirse a dos tipos: el uno “psicológico”, que pretende explicar la religión por medio de la naturaleza del individuo humano, y el otro “sociológico”, que quiere ver en la religión un hecho de orden exclusivamente social, el producto de una especie de “conciencia colectiva” que dominaría a los individuos y se impondría a ellos. La originalidad de Bergson reside en su propósito de combinar ambos tipos de explicación: en lugar de considerarlos como más o menos excluyentes mutuamente, como suelen hacer sus partidarios respectivos, los acepta de manera simultánea, si bien los refiere a cosas diferentes que designa con la misma palabra “religión”. En realidad, las “dos fuentes” que, según él, posee la religión no son, pues, más que esto. Para él existen por lo tanto dos tipos de religiones, uno estático y el otro dinámico, denominándolos también, de forma un tanto extraña, como religión cerrada y religión abierta. La primera es de naturaleza social y la segunda de naturaleza psicológica y, naturalmente, sus preferencias se inclinan hacia esta última, que es la que considera como la forma superior de religión. Decimos “naturalmente” porque resulta perfectamente evidente que, en una “filosofía del devenir” como la bergsoniana, no podía menos que ocurrir esto. En efecto, tal filosofía no admite ningún principio inmutable, cosa que equivale a la negación misma de toda metafísica. Situando toda realidad en el cambio, considera que, sea en las doctrinas, sea en sus formas exteriores, lo que no cambia no responde a nada real e incluso impide que el hombre comprenda lo real tal como ella lo concibe. Puede objetarse: pero con la negación de todo “principio inmutable” y de toda “verdad eterna” se debe lógicamente despojar de todo valor, no sólo a la metafísica, sino también a la religión. Y es precisamente esto lo que ocurre efectivamente pues la religión, en el verdadero sentido de la palabra, es precisamente aquella que Bergson denomina “religión estática” y en la que no pretende ver más que una “fabulación” completamente imaginaria. Y, en cuanto a su “religión dinámica”, en realidad no se trata en absoluto de una religión. Esta supuesta “religión dinámica”, no posee verdaderamente ninguno de los elementos característicos integrantes de la propia definición de la religión: no hay dogmas, por ser estos inmutables y, como dice Bergson, “fijados”. Nada de ritos, entiéndase bien, por la misma razón y también por su carácter social. Unos y otros deben ser abandonados a la “religión estática”. En cuanto se refiere a la moral, Bergson ha empezado por marginarla, como si de algo extraño a la religión, tal como él la entiende, se tratase. Entonces, ya no queda nada, o al menos, sólo queda una vaga “religiosidad”, una especie de confusa aspiración hacia un “ideal” indeterminado y que en definitiva está bastante cerca del de los modernistas y protestantes liberales. Es esta “religiosidad” la que Bergson considera como una religión superior, con la convicción de así “sublimar” la religión, cuando en realidad se ha limitado a vaciarla de todo su contenido, dado que evidentemente nada hay *

"Dove si riduce la «religione» di un filosofo" (1 de junio de 1934). Reproducción del artículo "La «Religion» d'un Philosophe", Voile d´Isis, enero de 1934, pero algo reducido. El original francés se ha recopilado en Articles et Comptes Rendus I. El autor reelaboró el escrito para formar el capítulo XXXIII: “L'intuitionnisme contemporain” (“El intuicionismo contemporáneo”) de Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, París, 1945.

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en éste compatible con sus concepciones. Por lo demás, éste es sin duda el mejor resultado que se puede deducir de una teoría psicológica, puesto que nunca se ha dado el caso de que una teoría de este tipo haya sido capaz de llegar más lejos que el “sentimiento religioso” que, repitámoslo una vez más, no es la religión. La “religión dinámica”, según Bergson, encuentra su más alta expresión en el “misticismo”, considerado por lo demás en su peor aspecto, ya que sólo lo exalta por lo que tiene de “individual”, es decir, de vago, de inconsistente y, hasta cierto punto, de “anárquico”. Lo que le complace de los místicos - digámoslo claramente- es su tendencia a la “divagación”... En cuanto a lo que integra la base del misticismo, es decir, quiérase o no, su pertenencia a una “religión estática”, a Bergson le parece manifiestamente desdeñable. Es curioso que un filósofo “no-cristiano” termine por considerar como “misticismo” completo el de los místicos cristianos. A decir verdad, olvida un poco demasiado que éstos, antes de ser místicos, son cristianos. Para justificarlos como cristianos, él reduce abusivamente los orígenes del Cristianismo al misticismo y para establecer al respecto una especie de continuidad entre éste y el Judaísmo, termina por transformar en “místicos” a los profetas hebreos. Evidentemente, del carácter de la misión de los profetas y de la naturaleza de su inspiración, Bergson no tiene la menor idea... Ahora bien, si el misticismo cristiano, por deformada que sea la idea que de él se hace, es por tanto para Bergson el prototipo mismo de todo misticismo, la razón de ello es fácilmente comprensible: y es que, efectivamente, no hay otro misticismo, fuera del cristiano y, quizás, el misticismo propiamente dicho en el fondo es algo específicamente cristiano. Pero esto se le escapa a Bergson, que se esfuerza por descubrir, “esbozos de misticismo futuro”, allá donde se trata de cosas completamente diferentes. Especialmente sobre la India, hay algunas páginas que demuestran una incomprehensión inaudita. Están también los misterios griegos, y aquí la incursión se reduce a un pésimo juego de palabras. Por lo demás, Bergson está constreñido a confesar que “la mayor parte de los Misterios no tenía nada de místico”. Pero entonces, ¿Por qué continúa hablando de ellos con el término “misticismo”? Acerca de lo que fueron tales Misterios, él se hace la idea más “profana” posible. Ignorando todo lo que se refiere a la antigua iniciación, ¿cómo habría podido comprender que tanto en los misterios helénicos como en la India hubo algo que originariamente no era de ningún modo de orden religioso y que además conduce incomparablemente más lejos que su “misticismo” y que el mismo misticismo auténtico? Si volvemos a considerar la “religión estática”, vemos cómo Bergson, acepta con plena confianza todos los bulos que la famosa “escuela sociológica”, hace circular sobre sus presuntos orígenes, inclusive los menos dignos de crédito: “magia”, “totemismo”, “tabú”, “mana”, “culto de los animales”, “culto de los espíritus”, “mentalidad primitiva” -en suma, nada falta de los términos de la jerga convencional... Lo que podría pertenecer quizás propiamente a Bergson, es la parte atribuida en todo esto atribuye a una supuesta “función fabuladora” que se nos antoja mucho más “fabuladora” en verdad que lo que en un principio debería explicar. No obstante, es preciso imaginarse una teoría cualquiera que nos permita negar en bloque todo fundamento real a cuanto se ha convenido en denominar “supersticiones”. Un filósofo “civilizado” y, lo que es más, “del siglo XX”, considera, evidentemente, ¡que cualquier otra actitud sería indigna de él! Nos detendremos sólo sobre un punto, el que concierne a la “magia”. Ésta parece ser una gran solución para muchos teóricos que no saben verdaderamente lo que es, pero que no por ello cejan en sus esfuerzos por convertirla en origen de la religión y de la ciencia. Ésta no es precisamente la posición de Bergson. Él piensa que magia y religión están relacionadas, pero que nada hay en común entre magia y ciencia. Es cierto que posteriormente demuestra varias oscilaciones. Pero en todo caso, hay que afirmar que la magia no tiene absolutamente nada que ver con la religión, y, tomada en su acepción propia, no en transposición de sentido, no está en el origen de todas las ciencias, sino que es sencillamente una ciencia particular entre otras y, más precisamente, una ciencia experimental.. Sin embargo, Bergson está plenamente convencido de que no podrían existir más ciencias que las enumeradas por las “clasificaciones” modernas, establecidas desde el punto de vista más estrechamente profano que concebirse pueda. Al hablar de las “operaciones mágicas” con la seguridad propia de aquel que nunca las ha presenciado, escribe esta frase asombrosa: “Si la inteligencia primitiva hubiese empezado aquí por concebir unos principios, muy pronto se habría rendido a la experiencia, lo que le

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hubiese demostrado su falsedad.” Admiramos la intrepidez con la que este filósofo, encerrado en su gabinete, niega a priori todo lo que no entra en el cuadro general de sus teorías. ¿Cómo es posible que crea que los hombres han sido tan estúpidos como para haber repetido indefinidamente, incluso sin “principios”, unas “operaciones” que nunca llegarían a tener éxito? ¿Y qué diría si, por el contrario, ocurriese que “la experiencia” demostrase la “falsedad” de sus propias afirmaciones? Es evidente que ni siquiera se imagina que tal cosa sea posible: tan grande es la fuerza que en él y en sus semejantes tienen las ideas preconcebidas, que no dudan ni un instante que el mundo esté estrictamente limitado a lo que entra en sus concepciones. Ahora bien, ocurre algo particularmente notable: la magia se venga cruelmente de las negaciones del Sr. Bergson. Al reaparecer en nuestros días en su forma más baja y rudimentaria, bajo la máscara de “ciencia psíquica”, consigue que él la acepte sin reconocerla, y no sólo como algo real, sino también como un factor llamado a ¡desempeñar un papel de capital importancia para el futuro de su “religión dinámica”! No hay aquí exageración en absoluto. Bergson habla de “supervivencia” propiamente como un vulgar espiritista y cree en una “profundización experimental” que debería permitir “concluir con la posibilidad e incluso la probabilidad de una supervivencia del alma”, aunque no se pueda decir si es “por cierto tiempo o para siempre”. Sin embargo, esta enojosa restricción no le impide proclamar con un tono perfectamente ditirámbico: “No haría falta más para convertir en realidad viviente y operante una creencia en el más allá que parece poderse encontrar en la mayoría de los hombres pero que casi siempre suele ser verbal, abstracta e ineficaz... En realidad, si estuviésemos seguros, absolutamente seguros de nuestra supervivencia a la muerte, no podríamos pensar en nada más”. Ahora bien, la magia antigua era más “científica” y no albergaba semejantes pretensiones. Para que algunos de sus fenómenos más elementales den lugar a estas interpretaciones, ha sido preciso esperar hasta la invención del espiritismo; al cual, por cierto, solamente la desviación del espíritu moderno podía dar nacimiento. Y en realidad es precisamente la teoría espiritista, nuda y cruda, la que Bergson, como antes que él William James, acepta por tanto con una “alegría” que “hace palidecer cualquier placer”: lo que nos sirve también para hacernos una idea sobre el grado de discernimiento del que es capaz. ¡En materia de “superstición”, no se podría encontrar nada mejor! Y puesto que termina así el libro, no se podría ciertamente tener una mejor prueba de la nulidad que se esconde en toda esta filosofía.

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LA VERSIÓN DE BASE: 6a.- LA “RELIGIÓN” DE UN FILÓSOFO* No tenemos en absoluto el hábito de atender a las manifestaciones del “pensamiento” profano. Tampoco habríamos ciertamente leído el último libro de Henri Bergson: Les deux sources de la morale et de la religion (Las dos fuentes de la moral y de la religión), y todavía menos habríamos pensado en hablar de él, si no se nos hubiese señalado que ahí se trataba de diversas cosas que, normalmente, no entran en el ámbito de un filósofo. En efecto, el autor trata de “religión”, de “misticismo”, incluso de “magia”; y debemos decir enseguida que no hay una sola de esas cosas para la cual nos sea posible aceptar la idea que de ellas se hace; por lo demás, es costumbre habitual de los filósofos el desviar así las palabras de su sentido para hacerlas concordar con sus concepciones particulares. Ante todo, por lo que concierne a la religión1, los orígenes de la tesis sostenida por Bergson nada tienen de misterioso y en el fondo son incluso bastante simples; es bastante sorprendente que los que han hablado de su libro no parezcan haberse percatado de ello. Se sabe que a este respecto todas las teorías modernas tienen por característica común2, el buscar reducir la religión a algo puramente humano, lo que equivale a negarla, consciente o inconscientemente, puesto que significa el rechazo a tener en cuenta lo que constituye su esencia, y que es precisamente un elemento “nohumano”. Estas teorías, en su conjunto, pueden reducirse a dos tipos: el uno "psicológico", que pretende explicar la religión por medio de la naturaleza del individuo humano, y el otro "sociológico", que quiere ver en la religión un hecho de orden exclusivamente social, el producto de una especie de "conciencia colectiva" que dominaría a los individuos y se impondría a ellos. La originalidad de Bergson reside en su propósito de combinar ambos tipos de explicación: en lugar de considerarlos como más o menos excluyentes mutuamente, como suelen hacer sus partidarios respectivos, los acepta de manera simultánea, si bien los refiere a cosas diferentes que designa con la misma palabra "religión". En realidad, las "dos fuentes" que, según él, posee la religión no son, pues, más que esto. Para él existen por lo tanto dos tipos de religión, uno estático y el otro dinámico, denominándolos también, de una forma un tanto extraña, como religión cerrada y religión abierta; la primera es de naturaleza social y la segunda de naturaleza psicológica y, naturalmente, sus preferencias se inclinan hacia esta última, que es la que considera como la forma superior de religión; decimos “naturalmente” porque resulta perfectamente evidente que, en una "filosofía del devenir" como la suya, no podía menos que ocurrir esto. En efecto, tal filosofía no admite ningún principio inmutable, cosa que equivale a la negación misma de toda metafísica; situando toda realidad en el cambio, considera que, sea en las doctrinas, sea en sus formas exteriores, lo que no cambia no responde a nada real e incluso impide que el hombre comprenda lo real tal como ella lo concibe. Puede objetarse: pero con la negación de los “principios inmutables” y de las “verdades eternas” se debe lógicamente despojar de todo valor, no sólo a la metafísica, sino también a la religión; y es precisamente esto lo que ocurre efectivamente pues la religión, en el verdadero sentido de la palabra, es precisamente aquella que Bergson denomina "religión estática" y en la que no pretende ver más que una "fabulación" completamente imaginaria. Y, en cuanto a su "religión dinámica", en realidad no se trata ya de una religión. Esta supuesta "religión dinámica", no posee incluso verdaderamente ninguno de los elementos característicos integrantes de la definición misma de religión: no hay dogmas, *

Publicado primeramente en Voile d´Isis, enero de 1934 y fechada: Misr, 22 shaabân 1352 H. El autor reelaboró el escrito para formar el capítulo XXXIII de Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps: “El intuicionismo contemporáneo”. Traducción italiana en René Guénon, La Tradizione e le Tradizioni, recopilación de 27 artículos y otros escritos dispersos de 1910 a 1938. Edizioni Mediterranee, Roma, 2003, 230 págs. Nota del Traductor. 1

Dejamos de lado lo que se relaciona con la moral, que no nos interesa aquí; naturalmente, la explicación propuesta a este respecto es paralela a la de la religión. 2

Hay que señalar que Bergson parece incluso evitar el empleo de la palabra “verdad”, y que la sustituye casi siempre por la de “realidad”.

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por ser estos inmutables y, como dice Bergson, "fijados"; nada de ritos tampoco, entiéndase bien, por la misma razón y también a causa de su carácter social; unos y otros deben ser abandonados a la "religión estática"; en cuanto se refiere a la moral, Bergson ha empezado por marginarla, como si de algo extraño a la religión, tal como él la entiende, se tratase. Entonces, ya no queda nada, o al menos, sólo queda una vaga "religiosidad", una especie de confusa aspiración hacia un "ideal" indeterminado y que en definitiva está bastante cerca del de los modernistas y protestantes liberales. Es esta "religiosidad" la que Bergson considera como una religión superior, con la convicción de así "sublimar" la religión, cuando en realidad se ha limitado a vaciarla de todo su contenido, dado que evidentemente nada hay en éste compatible con sus concepciones; por lo demás, tal es sin duda el mejor resultado que se puede deducir de una teoría psicológica, puesto que nunca se ha dado el caso de que una teoría de este tipo haya sido capaz de llegar más lejos que el "sentimiento religioso" que, repitámoslo una vez más, no es la religión. La "religión dinámica", a los ojos de Bergson, encuentra su más alta expresión en el "misticismo", considerado además en su peor aspecto, ya que sólo lo exalta por lo que tiene de “individual”, es decir, de vago, de inconsistente y, hasta cierto punto, de "anárquico"3; lo que le complace de los místicos - digámoslo claramente- es su tendencia a la "divagación"... En cuanto a lo que integra la base del misticismo, es decir, quiérase o no, su pertenencia a una "religión estática", a Bergson le parece manifiestamente desdeñable; se siente por otra parte que haya ahí algo que le molesta, pues sus explicaciones sobre este punto son muy apuradas. Lo que puede parecer curioso por parte de un “no-cristiano”, es que para él, el “misticismo completo” es el de los místicos cristianos; a decir verdad, olvida un poco demasiado que éstos, antes de ser místicos, son cristianos; o, al menos, para justificarlos por ser cristianos, presenta indebidamente el misticismo en el origen mismo del Cristianismo; y para establecer al respecto una especie de continuidad entre éste y el Judaísmo, llega a transformar en “místicos” a los profetas hebreos; evidentemente, del carácter de la misión de los profetas y de la naturaleza de su inspiración, no tiene la menor idea... Ahora bien, si el misticismo cristiano, por deformada que sea la idea que de él se hace, es por tanto para Bergson el prototipo mismo del misticismo, la razón de ello es fácilmente comprensible: y es que, efectivamente, no hay otro misticismo, fuera del cristiano y, quizás, el misticismo propiamente dicho en el fondo es algo específicamente cristiano. Pero esto se le escapa también a Bergson, que se esfuerza por descubrir, “anteriormente al Cristianismo, “esbozos del misticismo futuro”, mientras que se trata de cosas completamente diferentes; especialmente sobre la India, ¡hay algunas páginas que demuestran una incomprehensión inaudita! Están también los misterios griegos, y aquí la incursión se reduce a un pésimo juego de palabras; por lo demás, Bergson está constreñido a confesar que “la mayor parte de los misterios no tenía nada de místico”; pero entonces, ¿Por qué habla de ellos con este vocablo? Acerca de lo que fueron tales misterios, él se hace la idea más “profana” posible; ignorando todo lo que se refiere a la antigua iniciación, ¿cómo habría podido comprender que hubo ahí, tanto como en la India, algo que originariamente no era de ningún modo de orden religioso y que a continuación iba incomparablemente más lejos que su “misticismo” y que el mismo misticismo auténtico? Pero también, por otra parte, ¿cómo un filósofo podría comprender que debería, como el común de los mortales, abstenerse de hablar de lo que no conoce?4 3

Es sorprendente que Bergson no cite, como uno de los especímenes más logrados de su “religión dinámica”, las enseñanzas de Krishnamurti; sería sin embargo difícil encontrar algo que responda más exactamente a lo que él entiende por tal. 4

Alfred Loisy ha querido responder a Bergson y sostener contra él que no hay más que una "fuente" de la moral y de la religión; en su calidad de especialista de la "historia de las religiones", él prefiere las teorías de Frazer a las de Durkheim, y también la idea de una "evolución continua" a la de una "evolución" por mutaciones bruscas; a nuestros ojos, todo eso vale exactamente lo mismo; pero hay al menos un punto sobre el cual debemos darle la razón, y lo debe sin duda a su educación eclesiástica: gracias a ésta, conoce mejor a los místicos que Bergson, y señala que nunca han tenido la menor sospecha de algo que se asemeje al “élan vital”; evidentemente, Bergson ha querido hacer “bergsonianos” avant la lettre, lo que apenas es conforme a la simple verdad histórica; y Loisy se sorprende justamente también al ver a Juana de Arco entre las filas de los místicos. –Señalemos, pues es bueno tomar nota de ello, que su libro se abre con una muy divertida confesión: “El autor del presente opúsculo, declara él, no conoce inclinación particular por

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Si volvemos a la "religión estática", vemos cómo Bergson, acepta con plena confianza todos los bulos que la famosa "escuela sociológica", hace circular sobre sus presuntos orígenes, inclusive los menos dignos de crédito: "magia", "totemismo", "tabú", "mana", "culto de los animales", "culto de los espíritus", "mentalidad primitiva" -en suma, nada falta de los términos de la jerga habitual, si se nos permite hablar así-... Lo que podría pertenecerle quizás propiamente, es la parte que atribuye en todo esto a una supuesta "función fabuladora" que se nos antoja mucho más "fabuladora" en verdad que lo que en un principio debería explicar; no obstante, es preciso imaginarse una teoría cualquiera que nos permita negar en bloque todo fundamento real a cuanto se ha convenido en denominar "supersticiones". Un filósofo "civilizado" y, lo que es más, "del siglo XX", considera, evidentemente, ¡que cualquier otra actitud sería indigna de él! Nos detendremos sólo sobre un punto, el que concierne a la "magia"; ésta es una gran solución para muchos teóricos que no saben verdaderamente muy bien lo que es pero que no por ello cejan en sus esfuerzos por convertirla en origen de la religión y de la ciencia. Ésta no es precisamente la posición de Bergson: buscando en la magia un “origen psicológico”, hace de ella la “exteriorización de un deseo del que está pleno el corazón” y pretende que “si se reconstituye, por un esfuerzo de introspección, la reacción natural del hombre a su percepción de las cosas, se encuentra que magia y religión se atienen a eso, y que no hay nada en común entre la magia y la ciencia”. Es cierto que posteriormente muestra algunas oscilaciones: si nos colocamos en cierto punto de vista “la magia forma evidentemente parte de la religión”; pero, desde otro punto de vista, “la religión se opone a la magia”; lo que es más claro, es la afirmación de que “la magia es lo inverso de la ciencia”, y que, “muy lejos de preparar la venida de la ciencia, como se ha pretendido, ha sido el mayor obstáculo contra el cual el saber metódico tuvo que luchar”. Todo esto es exactamente lo contrario de la verdad: como hemos explicado muy frecuentemente, la magia no tiene absolutamente nada que ver con la religión, y es, no el origen de todas las ciencias, sino sencillamente una ciencia particular entre otras y, más precisamente, una ciencia experimental; sin embargo, Bergson está plenamente convencido sin duda de que no podrían existir más ciencias que las enumeradas por las "clasificaciones” modernas... Al hablar de las "operaciones mágicas" con la seguridad propia de aquel que nunca las ha presenciado, escribe esta frase asombrosa: "Si la inteligencia primitiva hubiese empezado aquí por concebir unos principios, muy pronto se habría rendido a la experiencia, lo que le hubiese demostrado su falsedad." Admiramos la intrepidez con la que este filósofo, encerrado en su gabinete, ¡niega a priori todo lo que no entra en el cuadro general de sus teorías! ¿Cómo puede creer a los hombres lo bastante estúpidos como para haber repetido indefinidamente, incluso sin "principios", unas "operaciones" que nunca llegarían a tener éxito? ¿Y qué diría si, por el contrario, ocurriese que "la experiencia demostrase la falsedad" de sus propias afirmaciones? Es evidente que ni siquiera se imagina que tal cosa sea posible: tan grande es la fuerza que en él y en sus semejantes tienen las ideas preconcebidas, que no dudan ni un instante que el mundo esté estrictamente limitado a lo que entra en sus concepciones. Ahora bien, ocurre algo particularmente notable: la magia se venga cruelmente de las negaciones de Bergson; al reaparecer en nuestros días en su forma más baja y rudimentaria, bajo la máscara de "ciencia psíquica", consigue que él la acepte sin reconocerla, y no sólo como algo real, sino también como un factor llamado a ¡desempeñar un papel de capital importancia para el futuro de su "religión dinámica"! No exageramos en absoluto: él habla de “supervivencia” propiamente como un vulgar espiritista y cree en una "profundización experimental" que debería permitir “concluir con la posibilidad e incluso la probabilidad de una supervivencia del alma", aunque no se pueda decir si es "por cierto tiempo o para siempre"... Sin embargo, esta enojosa restricción no le impide proclamar con un tono perfectamente ditirámbico: "No haría falta más para convertir en realidad viviente y operante una creencia en el más allá que parece poderse encontrar en la mayoría de los hombres pero que casi siempre suele ser verbal, abstracta e ineficaz... En verdad, si estuviésemos seguros, absolutamente seguros de sobrevivir, no podríamos pensar en nada más". La magia antigua era más “científica” y no albergaba semejantes pretensiones; para que algunos de sus fenómenos más las cuestiones de orden puramente especulativo.” He aquí al menos una franqueza mas que loable; y, puesto que él mismo lo dice, y de manera espontánea, ¡creemos en su palabra de buena gana!

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elementales den lugar a estas interpretaciones, ha sido preciso esperar hasta la invención del espiritismo, al cual solamente la desviación del espíritu moderno podía dar nacimiento; y en realidad es precisamente la teoría espiritista, pura y simplemente, la que Bergson, como antes que él William James, acepta así con una “alegría” que “hace palidecer cualquier placer”... lo que nos sirve para hacernos una idea sobre el grado de discernimiento del que es capaz: ¡en materia de “superstición”, no se podría encontrar nada mejor! Y es así como termina su libro; ¡no se podría ciertamente tener una mejor prueba de la nulidad de toda esta filosofía!

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7b.- El MITO MORALISTA-SENTIMENTAL* Si de la concepción del “progreso material”, que hemos criticado en los precedentes artículos aparecidos en esta página quincenal, pasamos a la del “progreso moral”, vemos que representa el otro elemento predominante de la mentalidad moderna, es decir, la sentimentalidad; y la presencia de dicho elemento no nos hará modificar el juicio que hemos formulado al decir que la civilización occidental, en nuestra época, es totalmente material. Bien sabemos que algunos pretenden oponer el dominio del sentimiento al de la materia, hacer del desarrollo de uno una especie de contrapeso a la invasión del otro, y tomar como ideal un equilibrio tan estable como sea posible entre estos dos elementos complementarios. Tal es, quizás, en el fondo, el pensamiento de los “intuicionistas” que, al asociar indisolublemente la inteligencia a la materia, intentan liberarse de ella con la ayuda de un instinto bastante mal definido; tal es, con mayor seguridad aún, el de los pragmatistas, para quienes la noción de “utilidad”, destinada a reemplazar a la de verdad, se presenta a la vez bajo el aspecto material y bajo el aspecto moral; y vemos también aquí hasta qué punto el pragmatismo expresa las tendencias especiales del mundo moderno, y sobre todo del mundo anglosajón, que constituye su fracción más típica. En realidad, materialidad y sentimentalidad, lejos de oponerse, no pueden marchar una sin la otra, y ambas adquieren en conjunto su desarrollo más extremo; tenemos la prueba de ello en América, donde, como R. Guénon ha hecho notar en sus estudios sobre el teosofismo y el espiritismo, nacen las peores extravagancias seudo místicas y se expanden con una increíble facilidad, al mismo tiempo que el industrialismo y la pasión por los “negocios” son impulsados hasta un grado que linda con la locura; cuando las cosas llegan a este punto, ya no es un equilibrio lo que se establece entre las dos tendencias, sino que son dos desequilibrios que se agregan el uno al otro y, en lugar de compensarse, se agravan mutuamente. La razón de este fenómeno es fácil de captar: allí donde la intelectualidad se ve reducida al mínimo, es absolutamente natural que la sentimentalidad asuma la primacía. Por otra parte, ella en sí misma está muy próxima al orden material. No hay nada que, en todo el dominio psíquico, sea más dependiente del organismo que la sentimentalidad, y, se piense como se quiera, es el sentimiento, y no la inteligencia, el que aparece ligado a la materia. Aunque no sea ya la materia inorgánica, a la cual se aplica la razón, sino la materia viviente, se trata siempre de cosas sensibles. Desprenderse de esta limitación es decididamente imposible para la mentalidad moderna y para los filósofos que la representan. En rigor, si se sostiene que hay una dualidad de tendencias, habrá que relacionar una con la materia y otra con la “vida”, y esta distinción puede efectivamente servir para clasificar, de una manera bastante satisfactoria, las grandes supersticiones de nuestra época. Pero, repetimos, todo ello pertenece al mismo orden y no puede disociarse en realidad; estas cosas están situadas sobre un mismo plano y no están jerárquicamente superpuestas. Así, el "moralismo" de nuestros contemporáneos no es más que el complemento necesario de su materialismo práctico. Y sería perfectamente ilusorio pretender exaltar a uno en detrimento del otro, puesto que, al ser necesariamente solidarios, se desarrollan simultáneamente y en el mismo sentido, que es el propio de lo que se ha convenido en llamar "civilización". Y es así cómo el “progreso moral” tiene, de modo casi constante, tanto como el “progreso material”, un puesto tan considerable en las preocupaciones de nuestros contemporáneos. De ningún modo hemos contestado la existencia del "progreso material", sino solamente su importancia; lo que sostenemos es que no vale las pérdidas que ocasiona en lo que se refiere al ámbito intelectual y que, para sostener un parecer distinto, se hace necesario ignorar totalmente a la verdadera intelectualidad. Ahora bien, ¿qué habrá que pensar de la realidad del "progreso moral"? Es ésta una cuestión que no se puede discutir seriamente porque, en este dominio sentimental, todo no es más que *

"Il mito moralistico-sentimentale" (16 de junio de 1934) (Firmado “Ignitus”). Contiene casi la totalidad de la tercera parte del capítulo “Civilización y Progreso” de Orient et Occident.

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cuestión de apreciación y de preferencias individuales. Cada uno llamará "progreso" a lo que esté en conformidad con sus propias disposiciones y, en definitiva, no hay que dar más razón a uno que a otro. Aquellos cuyas tendencias están en armonía con las de su época, no pueden hacer otra cosa que estar satisfechos con el actual estado de cosas, y es lo que traducen a su manera al decir que esta época está en una situación de progreso con respecto a las que la anteceden. Pero a menudo esta satisfacción de sus aspiraciones sentimentales no es más que relativa, porque los acontecimientos no siempre se desarrollan de acuerdo con sus deseos, y por eso suponen que el “progreso” habrá de continuar en el curso de las épocas futuras. En ocasiones los hechos concurren a desmentir a quienes están persuadidos de la realidad actual del “progreso moral", según las concepciones que de él se hacen más habitualmente. Pero, en el caso más frecuente, se empeñan en olvidar la lección de la experiencia. Tal es el ejemplo de aquellos soñadores incorregibles que, ante cada nueva guerra, no dejan de profetizar que será la última. En el fondo, la creencia en el progreso indefinido no es sino la más ingenua y grosera de todas las formas del "optimismo"; cualesquiera sean sus modalidades, es siempre de esencia sentimental, aun cuando se trate del "progreso material". Hay una realidad bajo el pretendido “progreso moral”, o que si se prefiere, mantiene la ilusión de ello; es el desarrollo mismo de la sentimentalidad el que, dejando aparte toda valoración, existe efectivamente en el mundo moderno, tan incontestablemente como el de la industria y el comercio. Este desarrollo, excesivo y anormal para nuestro criterio, no puede dejar de aparecer como un progreso para quienes ponen la sentimentalidad por encima de todo. Se dirá tal vez que, al hablar de simples preferencias como lo hacíamos en su momento, nos hemos tomado de antemano el derecho de refutarlos. Pero no hay nada de eso, lo que decíamos entonces se aplica al sentimiento y sólo a él, en sus variaciones de un individuo a otro. Pero si se trata de poner al sentimiento, considerado en general, en su justo lugar en relación con la inteligencia, ya es una cuestión diferente, porque hay una jerarquía necesaria que debe observarse. El mundo moderno ha invertido propiamente las relaciones naturales de los distintos órdenes. Insistimos, aminoración del orden intelectual (e inclusive la ausencia de la intelectualidad pura), la exageración del orden material y la del orden sentimental. Todo esto tiene una interna conexión, y por semejante camino, la civilización occidental actual es una anomalía, por no decir una monstruosidad. He aquí cómo se manifiestan las cosas cuando se las considera sin ningún prejuicio. Y es así como las ven los representantes más cualificados de las civilizaciones orientales, que no toman partido en ningún caso, porque dicha actitud es siempre sentimental y no intelectual, mientras que su punto de vista es puramente intelectual. Si a los occidentales les cuesta comprender esta actitud, es porque son presa de una irresistible tendencia a juzgar a los otros según su particular forma de ser y a atribuirles sus propias preocupaciones, así como les atribuyen sus modos de pensar sin siquiera darse cuenta de que pueden existir otros. De ahí su completa falta de comprehensión de todas las concepciones del Oriente tradicional. El caso recíproco, sin embargo, no es cierto. Cuando tienen la ocasión y quieren tomarse el trabajo, los orientales no tienen la menor dificultad para penetrar y comprender los conocimientos específicos de Occidente, aunque, en general, al menos hasta hace poco, no eran tentados a entregarse a este quehacer que les hará correr el riesgo de perder de vista o de descuidar, en todo caso, y en aras de cosas consideradas insignificantes desde al punto de vista tradicional, aquello que constituye para ellos lo esencial. La ciencia occidental es análisis y dispersión; el conocimiento oriental, como en cierta medida el mismo del antiguo Occidente, es síntesis y concentración. Tendremos ocasión de volver sobre ello en otros escritos. De cualquier manera, lo que los occidentales denominan civilización sería considerado más bien como barbarie por los otros, por faltar en ella precisamente lo esencial, es decir un principio de orden superior. La única impresión, por ejemplo, que las invenciones mecánicas, por ejemplo, al menos hasta ayer mismo sobre la generalidad de los orientales, era una impresión de profunda repulsión: todo eso sin duda les parecía más preocupante que ventajoso y, si se ven obligados a aceptar ciertas necesidades de la época actual, según la idea de los mejores, es con la esperanza de desprenderse de ellas tarde o temprano. Lo que los occidentales llaman progreso, no es para los orientales más que cambio e inestabilidad; y la necesidad de cambio, tan característica de la época moderna,

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constituye ante sus ojos una señal de inferioridad manifiesta. El que ha llegado a un estado de equilibrio no experimenta ya esta necesidad, así como el que sabe deja de buscar. En tales condiciones, sin duda es difícil entenderse, puesto que los mismos hechos dan lugar, en una y otra parte, a interpretaciones diametralmente opuestas. ¿Qué ocurriría si los orientales también quisieran, siguiendo el ejemplo de los occidentales y con los mismos medios que ellos, imponer su modo de ver? Sin embargo, en este sentido no hay peligro, como nos asegura la historia. Nada es más contrario a su naturaleza que la propaganda y esa clase de preocupaciones les resultan perfectamente extrañas. Sin predicar la "libertad", los orientales dejan que los demás piensen lo que quieran, e incluso lo que se piense de ellos les es perfectamente indiferente. Todo lo que piden, en el fondo –y todavía quizá puede decirse: que aún piden-, es que se los deje tranquilos. Pero esto no lo han admitido los occidentales: son ellos –no se olvide- los que han ido a buscar a su propio medio y se han comportado de un modo tal que hasta los hombres más apacibles tienen todo el derecho de sentirse exasperados. Y el espíritu de conquista se ha disfrazado con pretextos “moralistas” y en nombre de la “libertad” y de la “civilización” que se ha querido constreñir al mundo entero a seguir la caída del Occidente desconsagrado y materializado. En estas condiciones, el problema de los tiempos futuros se presenta claramente. Puesto que es la mentalidad occidental la que se ha desviado, sólo con el retorno de ella a un estado normal, podrá ser posible un entendimiento: renunciando entonces el Occidente a representar “la Civilización” –que nunca ha existido- para retomar el lugar que le espera entre “las Civilizaciones”. Después de esto, deberemos ocuparnos de la “superstición de la ciencia” y de las relaciones entre ciencia verdadera y “cientificismo”.

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LA VERSIÓN DE BASE: 7a.- 3ª parte del capítulo I de la 1ª parte de Orient et Occident: CIVILIZACIÓN Y PROGRESO En lo que concierne a la concepción del “progreso moral”, representa el otro elemento predominante de la mentalidad moderna, queremos decir la sentimentalidad; y la presencia de este elemento no nos hace modificar el juicio que hemos formulado al decir que la civilización occidental es completamente material. Sabemos bien que algunos quieren oponer el dominio del sentimiento al de la materia, hacer del desarrollo de uno una suerte de contrapeso a la invasión del otro, y tomar por ideal un equilibrio tan estable como sea posible entre estos dos elementos complementarios. Tal es quizás, en el fondo, el pensamiento de los intuicionistas que, al asociar indisolublemente la inteligencia a la materia, intentan liberarse de ésta con la ayuda de un instinto bastante mal definido; tal es, más ciertamente aún, el pensamiento de los pragmatistas, para quienes la noción de utilidad, destinada a reemplazar la noción de verdad, se presenta a la vez bajo el aspecto material y bajo el aspecto moral; y aquí vemos también hasta qué punto el pragmatismo expresa las tendencias especiales del mundo moderno, y sobre todo del mundo anglosajón que es su fracción más típica. De hecho, materialidad y sentimentalidad, muy lejos de oponerse, no pueden ir apenas la una sin la otra, y juntas las dos adquieren su desarrollo más extremo; tenemos la prueba de ello en América, donde, como ya hemos tenido ocasión de hacerlo observar en nuestros estudios sobre el teosofismo y el espiritismo, las peores extravagancias “pseudo místicas” nacen y se extienden con una increíble facilidad, al mismo tiempo que el industrialismo y la pasión por los “negocios” se llevan hasta un grado que confina con la locura; cuando las cosas han llegado a eso, ya no es un equilibrio lo que se establece entre las dos tendencias, son dos desequilibrios que se suman uno al otro y, en lugar de compensarse, se agravan mutuamente. La razón de este fenómeno es fácil de comprender: allí donde la intelectualidad está reducida al mínimo, es muy natural que la sentimentalidad asuma la primacía; y, por lo demás, ésta, en sí misma, está muy cerca del orden material: en todo el dominio psicológico, no hay nada que sea más estrechamente dependiente del organismo, y, a pesar de Bergson, es el sentimiento, y no la inteligencia, la que se nos aparece como ligada a la materia. Vemos muy bien lo que pueden responder a eso los intuicionistas: la inteligencia, tal como la conciben, está ligada a la materia inorgánica (puesto que es siempre el mecanicismo cartesiano y sus derivados lo que tienen en mente); el sentimiento, lo está a la materia viva, que les parece que ocupa un grado más elevado en la escala de las existencias. Pero, inorgánica o viva, es siempre materia, y en eso no se trata nunca más que de las cosas sensibles; a la mentalidad moderna, y a los filósofos que la representan, les es decididamente imposible librarse de esta limitación. En rigor, si nos atenemos a que haya ahí una dualidad de tendencias, será menester vincular una a la materia y la otra a la vida, y esta distinción puede servir efectivamente para clasificar, de una manera bastante satisfactoria, las grandes supersticiones de nuestra época; pero, lo repetimos, todo eso es del mismo orden y no puede disociarse realmente; estas cosas están situadas sobre un mismo plano, y no superpuestas jerárquicamente. Así, el “moralismo” de nuestros contemporáneos no es más que el complemento necesario de su materialismo práctico8; y sería perfectamente ilusorio querer exaltar uno en detrimento del otro, puesto que, siendo necesariamente solidarios, ambos se desarrollan simultáneamente y en el mismo sentido, que es el de lo que se ha convenido llamar la “civilización”. Acabamos de ver por qué razón las concepciones del “progreso material” y del “progreso moral” son inseparables, y por qué la segunda tiene, de manera casi tan constante como la primera, un lugar tan considerable en las preocupaciones de nuestros contemporáneos. No hemos contestado de ningún modo la existencia de un “progreso material”, sino sólo su importancia: lo que sí sostenemos, es que no vale lo que hace perder del lado intelectual, y que, para ser de otra opinión, es menester ignorar todo de la intelectualidad verdadera; ahora bien, ¿qué es menester pensar de la realidad del “progreso moral”? Ésta es una cuestión que apenas es posible discutir seriamente, porque, en ese dominio sentimental, todo es únicamente un asunto de apreciación y de 8

Decimos materialismo práctico para designar una tendencia, y para distinguirla del materialismo filosófico, que es una teoría, de la que esta tendencia no es forzosamente dependiente.

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preferencias individuales; cada uno llamará progreso a lo que esté en conformidad con sus propias disposiciones, y, en suma, no hay que dar la razón a uno más bien que al otro. Aquellos cuyas tendencias están en armonía con las de su época no pueden hacer más que estar satisfechos con el presente estado de las cosas; y esto es lo que traducen a su manera cuando dicen que esta época está en progreso sobre aquellas que la han precedido; pero frecuentemente esta satisfacción de sus aspiraciones sentimentales no es aún más que relativa, porque los acontecimientos no se desarrollan siempre al gusto de sus deseos, y por eso suponen que el progreso se continuará en el curso de las épocas futuras. Los hechos vienen a veces a aportar un desmentido a aquellos que están persuadidos de la realidad actual del “progreso moral”, según las concepciones que se han hecho de él más habitualmente; pero éstos se usan para modificar un poco sus ideas a este respecto, o para remitir a un porvenir más o menos lejano la realización de su ideal, e incluso podrían salir del atolladero, ellos también, hablando de un “ritmo de progreso”. Por lo demás, lo que es aún mucho más simple, ordinariamente se apresuran a olvidar la lección de la experiencia; tales son esos soñadores incorregibles que, a cada nueva guerra, no dejan de profetizar que será la última. En el fondo, la creencia en el progreso indefinido no es más que la más ingenua y la más grosera de todas las formas del “optimismo”; así pues, cualesquiera que sean sus modalidades, es siempre de esencia sentimental, incluso cuando se trata del “progreso material”. Si se nos objeta que nosotros mismo hemos reconocido la existencia de éste, responderemos que no le hemos reconocido más que en los límites en los que los hechos nos lo muestran, y que no estamos de acuerdo por eso en que deba, y ni siquiera que pueda, proseguirse indefinidamente; por lo demás, como no nos parece que sea lo mejor que hay en el mundo, en lugar de llamarle progreso, preferiríamos llamarle simplemente desarrollo; no es por sí misma como es molesta esta palabra de progreso, sino en razón de la idea de “valor” que se ha acabado por asociarle a ella casi invariablemente. Esta observación nos lleva a otra: y es que hay también una realidad que se disimula bajo el pretendido “progreso moral”, o que, si se prefiere, mantiene la ilusión de éste; esta realidad, es el desarrollo de la sentimentalidad, que, aparte de toda cuestión de apreciación, existe en efecto en el mundo moderno, tan incontestablemente como la de la industria y del comercio (y ya hemos dicho por qué la una no va sin la otra). Este desarrollo, excesivo y anormal según nuestra apreciación, no puede dejar de aparecer como un progreso para aquellos que ponen la sentimentalidad por encima de todo; y quizás se dirá que, al hablar de simples preferencias como lo hacíamos hace un momento, nos hemos quitado de antemano el derecho de no darles la razón. Pero no hay nada de eso: lo que decíamos entonces se aplica al sentimiento, y al sentimiento solamente, en sus variaciones de un individuo a otro; si se trata de poner el sentimiento, considerado en general, en su justo lugar con relación a la inteligencia, las cosas son enteramente diferentes, porque en eso hay que observar una jerarquía necesaria. El mundo moderno ha invertido propiamente las relaciones naturales de los diversos órdenes; todavía una vez más, el empobrecimiento del orden intelectual (e incluso ausencia de la intelectualidad pura), y la exageración del orden material y del orden sentimental, todo eso va junto, y es todo eso lo que hace de la civilización occidental actual una anomalía, por no decir una monstruosidad. He aquí cómo aparecen las cosas cuando se las considera al margen de todo prejuicio; y es así como las ven los representantes más cualificados de las civilizaciones orientales, que no les añaden ningún partidismo, ya que el partidismo es siempre algo sentimental, no intelectual, y su punto de vista es puramente intelectual. Si los occidentales tienen algún problema para comprender esta actitud, es porque están invenciblemente inclinados a juzgar a los demás según lo que son ellos mismos y a prestarles sus propias preocupaciones, como les prestan también sus maneras de pensar y no se dan cuenta siquiera de que pueden existir otras, tan estrecho es su horizonte mental; de ahí viene su completa incomprehensión de todas las concepciones orientales. La recíproca no es verdadera: los orientales, cuando tienen la ocasión de ello y cuando quieren tomarse el trabajo, apenas sienten dificultad para penetrar y para comprender los conocimientos especiales de Occidente, ya que están habituados a especulaciones mucho más vastas y profundas, y quien puede lo más puede lo menos; pero, en general, apenas se sienten tentados a librarse a este trabajo, que conllevaría el riesgo de hacerles perder de vista o al menos de descuidar, por cosas que estiman insignificantes, lo que es para ellos lo

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esencial. La ciencia occidental es análisis y dispersión; el conocimiento oriental es síntesis y concentración; pero tendremos la ocasión de volver sobre esto. Sea como fuere, lo que los occidentales llaman civilización, los demás lo llamarían más bien barbarie, porque carece precisamente de lo esencial, es decir, de un principio de orden superior; ¿con qué derecho pretenderían los occidentales imponer a todos su propia apreciación? Por lo demás, no deberían olvidar que no son más que una minoría en el conjunto de la humanidad terrestre; evidentemente, esta consideración del número no prueba nada a nuestros ojos, pero debería causar alguna impresión sobre gentes que han inventado el “sufragio universal” y que creen en su virtud. Si todavía no hicieran más que complacerse en la afirmación de la superioridad imaginaria que se atribuyen, esa ilusión no les haría daño más que a ellos mismos; pero lo más terrible es su furor proselitista: en ellos, el espíritu de conquista se disfraza bajo pretextos “moralistas”, ¡y es en el nombre de la libertad como quieren obligar al mundo entero a imitarles! Lo más notable es que, en su infatuación, se imaginan de buena fe que tienen “prestigio” entre todos los demás pueblos; porque se les teme como se teme a una fuerza brutal, creen que se les admira; el hombre que está amenazado de ser aplastado por una avalancha, ¿está por eso tocado de respeto y de admiración? La única impresión que las invenciones mecánicas, por ejemplo, producen sobre la generalidad de los orientales, es una impresión de profunda repulsión; todo eso les parece ciertamente más molesto que ventajoso, y, si se encuentran obligados a aceptar algunas necesidades de la época actual, es con la esperanza de liberarse de ellas un día u otro; eso no les interesa y no les interesará nunca verdaderamente. Lo que los occidentales llaman progreso, no es para los orientales más que cambio e inestabilidad; y la necesidad de cambio, tan característica de la época moderna, es a sus ojos una marca de inferioridad manifiesta: aquél que ha llegado a un estado de equilibrio ya no siente esa necesidad, del mismo modo que aquel que sabe ya no busca. En estas condiciones, es ciertamente difícil entenderse, puesto que los mismos hechos dan lugar a interpretaciones diametralmente opuestas por una y otra parte; ¿qué ocurriría si los orientales a su vez, siguiendo el ejemplo de los occidentales, y por los mismos medios que ellos, quisieran imponerles su manera de ver? Pero que nadie se inquiete: nada es más contrario a su naturaleza que la propaganda, y ésas son preocupaciones que les son perfectamente extrañas; sin predicar la “libertad”, dejan que los demás piensen lo que quieran, e incluso lo que se piense de ellos les es completamente indiferente. En el fondo, todo lo que piden es que se les deje tranquilos; pero es eso precisamente lo que se niegan a admitir los occidentales, que, es menester no olvidarlo, han ido a buscarles a su casa, y se han comportado de tal manera que los hombres más apacibles pueden a buen derecho estar exasperados por ello. Nos encontramos así en presencia de una situación de hecho que no podría durar indefinidamente; y para los occidentales no hay más que un medio de hacerse soportables: es, para emplear el lenguaje habitual de la política colonial, que renuncien a la “asimilación” para practicar la “asociación”, y eso en todos los dominios; pero eso solo exige ya una modificación de su mentalidad, y la comprehensión al menos de algunas de las ideas que exponemos aquí.

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8b.- LA SUPERSTICIÓN DE LA “CIENCIA”* La civilización occidental moderna tiene, entre otras pretensiones, la de ser eminentemente "científica": sería bueno precisar en alguna medida cómo se entiende esta palabra, pero esto por lo general no se hace porque pertenece al número de aquellas a las cuales nuestros contemporáneos parecen atribuir una especie de poder misterioso independientemente de su significado. La "Ciencia" con mayúscula, como el “Progreso", la "Civilización”, el "Derecho", la "Justicia" y la "Libertad", es todavía una de las entidades que más vale no tratar de definir y que corren el riesgo de perder todo su prestigio desde el momento en que se las examina desde una perspectiva un poco más cercana. Todas las supuestas "conquistas" de las que el mundo moderno está tan orgulloso se reducen así a grandes palabras detrás de las cuales no hay nada o, al menos, nada demasiado importante: sugestión colectiva, hemos dicho, ilusión que, por ser compartida por tantos individuos y por mantenerse como lo hace, no podría ser espontánea; tal vez algún día intentemos aclarar de alguna manera este aspecto de la cuestión. Empero, no es esto lo que más nos preocupa por el momento; solamente comprobamos que el Occidente actual cree en las ideas que acabamos de mencionar, si es que se las puede llamar ideas, sea cual fuere la manera en que les sobrevino semejante creencia. Más que verdaderamente ideas, aquí se trata de verdaderos ídolos, divinidades de una especie de "religión laica" que no está claramente definida, sin duda, y que no puede estarlo, pero que no por eso deja de tener una existencia muy real; no se trata de una religión en el sentido propio de la palabra, sino de lo que pretende sustituirla y merecería más bien ser llamado "contrarreligión". El origen primero de este estado de cosas se remonta al principio mismo de la era moderna, en la que el espíritu antitradicional se manifiesta de manera inmediata proclamando el "libre examen", es decir la negación de todo principio superior a las opiniones individuales en lo referente al orden doctrinal. El resultado de este proceso debía ser fatalmente la anarquía intelectual: de ahí la multiplicidad indefinida de sectas religiosas y pseudo religiosas, de sistemas filosóficos que apuntan ante todo a la originalidad, de teorías científicas tan efímeras como pretenciosas; caos inverosímil que implica sin embargo cierta unidad, puesto que existe un espíritu específicamente moderno del cual procede todo ello, pero una unidad que es en definitiva absolutamente negativa, puesto que constituye en rigor una ausencia de principio que se traduce en esa indiferencia respecto de la verdad y el error que, desde el siglo XVIII recibe el nombre de "tolerancia". Queremos que se nos comprenda correctamente: no pretendemos impugnar la tolerancia práctica que se ejerce hacia los individuos, sino solamente la tolerancia teórica, que pretende ejercerse con respecto a las ideas y reconocerles a todas los mismos derechos lo cual debería implicar lógicamente un escepticismo radical. Por otra parte, no podemos dejar de comprobar que, como todos los propagandistas, los apóstoles de la tolerancia son muy a menudo, en los hechos, los más intolerantes de los hombres. Se produce, en efecto, un hecho de ironía singular: aquellos que quisieron abatir todos los dogmas han creado para su propio uso, no diremos un dogma nuevo, sino una caricatura de dogma que han llegado a imponer a la generalidad del mundo occidental. Así se han establecido, so pretexto de "emancipación del pensamiento", las creencias más quiméricas que jamás se han visto en tiempo alguno, bajo la forma de diversos ídolos de los cuales hace un momento enumeramos algunos de los principales. De todas las supersticiones predicadas por los mismos que declaman a cada instante contra la "superstición", la de la ciencia y de la razón es la única que a primera vista no parece reposar sobre una base sentimental. Pero hay en ocasiones un racionalismo que no es más que sentimentalismo disfrazado, como bien lo prueban la pasión que en él depositan sus partidarios y el odio que evidencian contra todo lo que contradice sus tendencias o sobrepasa su comprehensión. En el siglo XVIII se manifestó un antagonismo entre el racionalismo de los enciclopedistas y el sentimentalismo de Rousseau: y, sin embargo, tanto uno como otro sirvieron igualmente para la preparación del movimiento *

"La superstizione della «scienza»" (1 de julio de 1934) (Firmado “Ignitus”). Contiene parte del capítulo “La superstition de la Science” (“La superstición de la Ciencia”) de Orient et Occident.

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revolucionario, lo que prueba que ambos entraban en la unidad negativa del espíritu antitradicional. En el fondo, parece que una de las grandes habilidades de ciertos "dirigentes" de la mentalidad moderna consiste en favorecer a una u otra de las dos tendencias en cuestión según la oportunidad, en establecer entre ellas una especie de dosificación, a través de un juego de equilibrio. Dicha habilidad, por lo demás, puede no ser siempre consciente, y no pretendemos poner en duda la sinceridad de ningún científico o filósofo: pero éstos a menudo no son más que "dirigentes" aparentes e inclusive pueden ser dirigidos o influidos sin darse cuenta de ello en absoluto. Además, el uso que se hace de sus ideas no siempre responde a sus propias intenciones. Dado el estado de anarquía intelectual en el que se ha sumergido Occidente, todo sucede como si se tratara de sacar del desorden mismo, y de todo lo que se agita en el caos, todo el partido posible para la realización de un plan rigurosamente determinado. Ahora, si disociamos las dos tendencias principales de la mentalidad moderna para examinarlas mejor, y abandonando momentáneamente el sentimentalismo, podemos preguntarnos lo siguiente: ¿qué es exactamente esta "ciencia” de la que Occidente está tan infatuado? Un hindú, resumiendo con extrema concisión lo que de ella piensan todos los orientales que han tenido ocasión de conocerla, la ha caracterizado de manera muy justa con estas palabras: La ciencia occidental es un saber ignorante. La aproximación de estos dos términos no constituye una contradicción, y esto es lo que quiere decir: es, si se quiere, un saber que posee un determinado grado de realidad. puesto que es válido y eficaz en cierto dominio relativo; pero es un saber irremediablemente limitado, ignorante de lo esencial, un saber que carece de verdaderos principios. La ciencia, tal como la conciben nuestros contemporáneos, es únicamente el estudio de los fenómenos del mundo sensible, y dicho estudio es emprendido y dirigido de tal modo que no puede, insistimos en ello, estar en relación con ningún principio de orden superior. Al ignorar resueltamente todo lo que la sobrepasa se vuelve así plenamente independiente en su dominio, ello es verdad, pero esa independencia de la cual se vanagloria no se concreta sino a partir de su limitación misma. Peor aún, hasta llega a negar lo que ignora, porque ése es el único medio de no reconocer tal ignorancia, o, si no se atreve a negar formalmente que pueda existir algo que no caiga bajo su dominio, niega por lo menos que pueda ser conocido por cualquier medio, lo que en la práctica nos lleva a lo mismo y, pretende englobar todo conocimiento posible. En virtud de una toma de partido casi inconsciente, los "cientificistas” se imaginan, con Augusto Comte, que el hombre jamás se ha propuesto otro objeto de conocimiento que no sea una explicación de los fenómenos naturales. Toma de partido inconsciente, decimos, pues son evidentemente incapaces de comprender que se pueda ir más lejos, y no es eso lo que les reprochamos, sino solamente su pretensión de negar a los demás la posesión o el uso de facultades de las que ellos mismos carecen: serían casi como ciegos que negaran, si no la existencia de la luz, sí al menos la del sentido de la vista por la sola razón de estar privados de ella. Afirmar que no hay simplemente lo “desconocido”, sino lo "incognoscible", es hacer de una enfermedad intelectual un límite que nadie puede franquear, es lo que jamás se había visto en ninguna parte; así como tampoco se había visto que los hombres hicieran de una afirmación de ignorancia un programa y una profesión de fe, y que la tomaran abiertamente como etiqueta de una pretendida doctrina, bajo el nombre de "agnosticismo". Y quienes están en tal tesitura, nótese esto, no son ni quieren ser escépticos; si lo fueran, habría en su actitud cierta lógica que podría hacerla excusable; pero son, por el contrario, los creyentes más entusiastas de la "ciencia", y los más fervientes admiradores de la “razón". En resumen, si los modernos, o algunos de ellos al menos, llegan a reconocer su ignorancia, no es sino con la condición de que ninguno tenga el derecho de conocer lo que ellos mismos ignoran, manifestando aquel espíritu de negación tan característico del mundo moderno. Por lo demás, se ha llegado por fin a hacer de la filosofía “no un instrumento para extender el conocimiento, sino una disciplina para limitarlo” (Kant), lo que equivale a decir que la función principal de los filósofos consiste en imponer a todos los límites estrechos de su propio entendimiento; y por ello, la filosofía moderna terminó por sustituir casi por entero al conocimiento mismo por la "crítica” o la "teoría del conocimiento”. En este aspecto, filosofía y ciencia no se distinguen ya, ambas se muestran animadas por un mismo espíritu que nosotros llamamos, no espíritu científico, sino espíritu "cientificista".

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Debemos insistir brevemente sobre esta distinción. Lo que queremos marcar con ella es que no vemos nada de malo en sí en el desarrollo de ciertas ciencias, aun cuando encontremos excesiva la importancia que se les atribuye. No es más que un saber muy relativo, pero un saber al fin, y es legítimo que cada uno aplique su actividad intelectual a objetos proporcionados a sus propias aptitudes y a los medios de que dispone. Lo que nosotros reprobamos es el sectarismo de aquellos que se niegan a admitir que pueda existir algo fuera de ellas y pretenden que toda especulación, para ser válida, debe someterse a los métodos especiales que emplean estas mismas ciencias: como si esos métodos, apropiados para el estudio de ciertos objetos determinados, debieran ser universalmente aplicables. Por lo demás, no es necesario salir de su dominio: estos “cientificistas” se sorprenderían mucho si se les dijese que en el mismo campo al cual se aplican, hay una multitud de cosas que no podrían ser alcanzadas con sus métodos y que, no obstante ello, pueden constituir el objeto de ciencias totalmente diferentes de las que ellos conocen, pero no menos reales y a menudo más interesantes en diversos aspectos. Parecería que los modernos han tomado arbitrariamente, en el dominio del conocimiento científico, cierto número de porciones que se han empecinado en estudiar con exclusión de todo el resto, y actuando como si ese resto fuera inexistente. Y, en cuanto a las ciencias particulares que han cultivado de este modo, es absolutamente natural, y no debe causar asombro ni admiración, que les hayan dado un desarrollo mucho mayor que el que les hubieran dado los hombres que no les atribuían la misma importancia, que a menudo ni siquiera se preocupaban por ellas y que en todo caso se ocupaban de cosas muy diferentes que les parecían más serias. Aquí, nos referimos sobre todo al desarrollo considerable de las ciencias experimentales, dominio en el cual evidentemente sobresale el Occidente moderno, y en el que nadie piensa en contestar su superioridad, que los orientales, por otra parte, encuentran poco envidiable. Sin embargo, no tememos afirmar que, de lo que el Occidente moderno no tiene la menor idea, es precisamente de las ciencias, aun de las experimentales. Tales ciencias existen en Oriente, entre aquellas a las que damos el nombre de "ciencias tradicionales”; también en el mismo Occidente las había en la Edad Media, y sus caracteres eran análogos. Y dichas ciencias, algunas de las cuales dan asimismo lugar a aplicaciones prácticas de incontestable eficacia, proceden por medios de investigación que son totalmente extraños para los sabios europeos de nuestros días. No es éste el lugar apropiado para extendernos sobre el tema, pero debemos al menos explicar, en un próximo artículo, por qué razón decimos que ciertos conocimientos de orden científico tienen una base “tradicional” y en qué sentido. Por otra parte, esto no lleva precisamente a mostrar, con más claridad, aquello de lo cual la ciencia occidental carece, y también el camino que puede conducir a una integración, presuponiendo que una nueva generación europea, espiritualmente revolucionaria, se haga de nuevo capaz de renacimiento interior.

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LA VERSIÓN DE BASE: 8a.- Parte del capítulo II de la 1ª parte de Orient et Occident: LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA Entre otras pretensiones, la civilización occidental moderna tiene la de ser eminentemente “científica”; sería bueno precisar un poco cómo se entiende esta palabra, pero esto es lo que no se hace ordinariamente, ya que es del número de aquellas a las que nuestros contemporáneos parecen prestar una suerte de poder misterioso, independientemente de su sentido. La “Ciencia”, con mayúscula, como el “Progreso” y la “Civilización”, como el “Derecho”, la “Justicia” y la “Libertad”, es también una de esas entidades que vale más no intentar definir, y que corren el riesgo de perder todo su prestigio cuando se las examina un poco más de cerca. Todas las supuestas “conquistas” de las que el mundo moderno está tan orgulloso se reducen así a grandes palabras detrás de las cuales no hay nada o casi nada: sugestión colectiva, hemos dicho, ilusión que, por ser compartida por tantos individuos y por mantenerse como lo hace, no podría ser espontánea; quizás algún día intentaremos aclarar un poco este lado de la cuestión. Pero, por el momento, no es de eso de lo que se trata principalmente; sólo comprobamos que el Occidente actual cree en las ideas que acabamos de decir, si es que a eso se le puede llamar ideas, de cualquier manera que esta creencia le haya venido. No son verdaderamente ideas, ya que muchos de aquellos que pronuncian estas palabras con más convicción no tienen en el pensamiento nada claro que les corresponda; en el fondo, en la mayoría de los casos, en eso no hay más que la expresión, se podría decir incluso la personificación, de aspiraciones sentimentales más o menos vagas. Son verdaderos ídolos, las divinidades de una suerte de “religión laica” que no está claramente definida, sin duda, y que no puede estarlo, pero que no por eso tiene menos una existencia muy real: no es religión en el sentido propio de la palabra, sino lo que pretende sustituirla, y que merecería mejor ser llamada “contrarreligión”. El primer origen de este estado de cosas se remonta al comienzo mismo de la época moderna, donde el espíritu antitradicional se manifestó inmediatamente por la proclamación del “libre examen”, es decir, de la ausencia, en el orden doctrinal, de todo principio superior a las opiniones individuales. La anarquía intelectual debía resultar de ello fatalmente: de ahí la multiplicidad indefinida de las sectas religiosas y pseudo religiosas, de los sistemas filosóficos que apuntan ante todo a la originalidad, de las teorías científicas tan efímeras como pretenciosas; caos inverosímil al que domina no obstante cierta unidad, puesto que existe un espíritu específicamente moderno del que procede todo eso, pero una unidad enteramente negativa en suma, puesto que es propiamente una ausencia de principio, que se traduce por esa indiferencia respecto a la verdad y al error que ha recibido, desde el siglo XVIII, el nombre de “tolerancia”. Que se nos comprenda bien: no pretendemos censurar la tolerancia práctica, que se ejerce hacia los individuos, sino sólo la tolerancia teórica, que pretende ejercerse hacia las ideas y reconocerlas a todas los mismos derechos, lo que debería implicar lógicamente un escepticismo radical; y, por lo demás, no podemos impedirnos constatar que, como todos los propagandistas, los apóstoles de la tolerancia son muy frecuentemente, de hecho, los más intolerantes de los hombres. En efecto, se ha producido este hecho que es de una ironía singular: aquellos que han querido invertir todos los dogmas han creado para su uso, no diremos que un dogma nuevo, sino una caricatura de dogma, que han llegado a imponer a la generalidad del mundo occidental; así se han establecido, so pretexto de una “liberación del pensamiento”, las creencias más quiméricas que se hayan visto nunca en ningún tiempo, bajo la forma de esos diversos ídolos de los que enumerábamos hace un momento algunos de los principales. De todas las supersticiones predicadas por aquellos mismos que hacen profesión de declamar a todo propósito contra la “superstición”, la de la “ciencia” y la “razón” es la única que, a primera vista, no parece reposar sobre una base sentimental; pero hay a veces un racionalismo que no es más que sentimentalismo disfrazado, como lo prueba muy bien la pasión que le aportan sus partidarios, el odio del que dan testimonio contra todo lo que es contrario a sus tendencias o rebase su comprehensión. Por lo demás, en todo caso, puesto que el racionalismo corresponde a una disminución de la intelectualidad, es natural que en su desarrollo vaya a la par con el del sentimentalismo, así como lo hemos explicado en el capítulo precedente; solamente que cada una de estas

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dos tendencias puede ser representada más especialmente por algunas individualidades o por algunas corrientes de pensamiento, y, en razón de las expresiones más o menos exclusivas y sistemáticas que son impulsadas a revestir, puede incluso haber entre ellas conflictos aparentes que disimulan su solidaridad profunda a los ojos de los observadores superficiales. El racionalismo moderno comienza en suma con Descartes (aunque había tenido algunos precursores en el siglo XVI), y se puede seguir su rastro a través de toda la filosofía moderna, no menos que en el dominio propiamente científico; la reacción actual del intuicionismo y del pragmatismo contra este racionalismo nos proporciona el ejemplo de uno de esos conflictos, y hemos visto no obstante que Bergson aceptaba perfectamente la definición cartesiana de la inteligencia; no es la naturaleza de ésta la que se cuestiona, sino sólo su supremacía. En el siglo XVIII, hubo también antagonismo entre el racionalismo de los enciclopedistas y el sentimentalismo de Rousseau; y no obstante uno y otro sirvieron igualmente a la preparación del movimiento revolucionario, lo que muestra que entraban bien en la unidad negativa del espíritu antitradicional. Si relacionamos este ejemplo con el precedente, no es porque prestemos a Bergson ningún trasfondo político; pero no podemos evitar pensar en la utilización de sus ideas en algunos medios sindicalistas, sobre todo en Inglaterra, mientras que, en otros medios del mismo género, el espíritu “cientificista” es más honrado que nunca. En el fondo, parece que una de las grandes habilidades de los “dirigentes” de la mentalidad moderna consiste en favorecer alternativa o simultáneamente una u otra de las dos tendencias en cuestión según la oportunidad, estableciendo entre ellas una suerte de dosificación, por un juego de equilibrio que responde a preocupaciones ciertamente más políticas que intelectuales; por lo demás, esta habilidad puede no ser siempre querida, y por nuestra parte no tratamos de poner en duda la sinceridad de ningún sabio, historiador o filósofo; pero éstos no son frecuentemente más que “dirigentes” aparentes, y pueden ser ellos mismos dirigidos o influenciados sin darse cuenta de ello en lo más mínimo. Además, el uso que se hace de sus ideas no responde siempre a sus propias intenciones, y sería un error hacerles directamente responsables o reprocharles no haber previsto algunas consecuencias más o menos lejanas de ellas; pero basta que esas ideas sean conformes a una u otra de las dos tendencias de que hablamos para que sean utilizables en el sentido que acabamos de decir; y, dado el estado de anarquía intelectual en el que está hundido el Occidente, todo pasa como si se tratara de sacar del desorden mismo, y de todo lo que se agita en el caos, todo el partido posible para la realización de un plan rigurosamente determinado. No queremos insistir más en esto, pero nos es muy difícil no volver a ello de vez en cuando, ya que no podemos admitir que una raza entera sea pura y simplemente sacudida por una suerte de locura que dura desde hace varios siglos, y es menester que, a pesar de todo, haya algo que dé una significación a la civilización moderna; no creemos en el azar, y estamos convencidos de que todo lo que existe debe tener una causa; aquellos que son de otra opinión son libres de dejar a un lado este orden de consideraciones. Ahora, disociando las dos tendencias principales de la mentalidad moderna para examinarlas mejor, y abandonando momentáneamente el sentimentalismo, que retomaremos más adelante, podemos preguntarnos esto: ¿qué es exactamente esta “ciencia” de la que Occidente está tan infatuado? Un hindú, resumiendo con una extrema concisión lo que piensan de esta “ciencia” todos los orientales que han tenido la ocasión de conocerla, la ha caracterizado muy justamente con estas palabras: “la ciencia occidental es un saber ignorante” 1. La relación de estos dos términos no es una contradicción, y he aquí lo que quiere decir: es, si se quiere, un saber que tiene alguna realidad, puesto que es válido y eficaz en un determinado dominio relativo; pero es un saber irremediablemente limitado, ignorante de lo esencial, un saber que carece de principio, como todo lo que pertenece en propiedad a la civilización occidental moderna. La ciencia, tal como la conciben nuestros contemporáneos, es únicamente el estudio de los fenómenos del mundo sensible, y este estudio se emprende y se conduce de tal manera que, insistimos en ello, no puede estar vinculado a ningún principio de orden superior; ciertamente, al ignorar resueltamente todo lo que la rebasa, se hace así plenamente independiente en su dominio, pero esa independencia de la que se ufana no 1

The Miscarriage of Life in the West, por R. Ramanathan, procurador general de Ceilán: Hibbert Journal, VII, 1; citado por Benjamín Kidd, La Science de Puissance, pág. 110 (traducción francesa).

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está hecha más que de su limitación misma. Más aún, llega hasta negar lo que ignora, porque ese es el único medio de no confesar esta ignorancia; o, si no se atreve a negar formalmente que pueda existir algo que no cae bajo su dominio, niega al menos que eso pueda ser conocido de cualquier otra manera, lo que de hecho equivale a lo mismo, y pretende englobar todo conocimiento posible. Por una toma de partido frecuentemente inconsciente, los “cientificistas” se imaginan, como Augusto Comte, que el hombre no se ha propuesto nunca otro objeto de conocimiento que una explicación de los fenómenos naturales; toma de partido inconsciente, decimos, ya que son evidentemente incapaces de comprender que se pueda ir más lejos, y no es eso lo que les reprochamos, sino solamente su pretensión de negar a los demás la posesión o el uso de facultades que les faltan a ellos mismos: se dirían ciegos que niegan, si no la existencia de la luz, al menos la del sentido de la vista, por la única razón de que están privados de él. Afirmar que no sólo hay lo desconocido, sino también lo “incognoscible”, según la palabra de Spencer, es hacer de una enfermedad intelectual un límite que no le está permitido traspasar a nadie; he aquí lo que nunca se ha dicho en ninguna parte; y nunca se había visto tampoco a hombres hacer de una afirmación de ignorancia un programa y una profesión de fe, tomarla abiertamente como etiqueta de una pretendida doctrina, bajo el nombre de “agnosticismo”. Y éstos, obsérvese bien, no son y no quieren ser escépticos; si lo fueran, habría en su actitud cierta lógica que podría hacerla excusable; pero, al contrario, son los creyentes más entusiastas en la “ciencia”, y los más fervientes admiradores de la “razón”. Es bastante extraño, se dirá, poner la razón por encima de todo, profesar por ella un verdadero culto, y proclamar al mismo tiempo que es esencialmente limitada; eso es algo contradictorio, en efecto, y, si lo constatamos, no nos encargaremos de explicarlo; esta actitud denota una mentalidad que no es la nuestra en ningún grado, y no es incumbencia nuestra justificar las contradicciones que parecen inherentes al “relativismo” bajo todas sus formas. Nosotros también decimos que la razón es limitada y relativa; pero, muy lejos de hacer de ella toda la inteligencia, no la consideramos más que como una de sus porciones inferiores, y vemos en la inteligencia otras posibilidades que rebasan inmensamente las de la razón. En suma, los modernos, o algunos de entre ellos al menos, consienten en reconocer su ignorancia, y los racionalistas actuales lo hacen quizás más gustosamente que sus predecesores, pero a condición de que nadie tenga el derecho de conocer lo que ellos mismos ignoran; que se pretenda limitar lo que es, o solamente limitar radicalmente el conocimiento, es siempre una manifestación del espíritu de negación que es tan característico del mundo moderno. Este espíritu de negación, no es otra cosa que el espíritu sistemático, ya que un sistema es esencialmente una concepción cerrada; y ha llegado a identificarse al espíritu filosófico mismo, sobre todo desde Kant, que, queriendo encerrar todo conocimiento en lo relativo, se ha atrevido a declarar expresamente que “la filosofía no es un instrumento para entender el conocimiento, sino una disciplina para limitarlo” 2, lo que equivale a decir que la función principal de los filósofos consiste en imponer a todos los límites estrechos de su propio entendimiento. Por eso es por lo que la filosofía moderna ha terminado por sustituir casi enteramente el conocimiento mismo por la “crítica” o por la “teoría del conocimiento”; es también por lo que, en muchos de sus representantes, no quiere ser más que “filosofía científica”, es decir, simple coordinación de los resultados más generales de la ciencia, cuyo dominio es el único que reconoce como accesible a la inteligencia. Filosofía y ciencia, en estas condiciones, ya no tienen que ser distinguidas, y, a decir verdad, desde que el racionalismo existe, no pueden tener más que un solo y mismo objeto, no representan más que un solo orden de conocimiento y están animadas de un mismo espíritu: es lo que llamamos, no el espíritu científico, sino antes el espíritu “cientificista”. Tenemos que insistir un poco sobre esta última distinción: lo que queremos destacar con esto, es que no vemos nada de malo en sí en el desarrollo de algunas ciencias, incluso si encontramos excesiva la importancia que se les da; no es más que un saber muy relativo, pero no obstante es un saber, y es legítimo que cada uno aplique su actividad intelectual a objetos proporcionados a sus propias aptitudes y a los medios de que dispone. Lo que reprobamos es el exclusivismo, podríamos decir el sectarismo de aquellos que, deslumbrados por la extensión que han tomado esas ciencias, se niegan a 2

Kritik der reinen Vernunft, ed. Hartenstein, pág. 256.

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admitir que exista nada fuera de ellas, y pretenden que toda especulación, para ser válida, debe someterse a los métodos especiales que esas mismas ciencias ponen en obra, como si esos métodos, hechos para el estudio de algunos objetos determinados, debieran ser universalmente aplicables; es cierto que lo que conciben como universalidad, es algo extremadamente restringido, y que no rebasa el dominio de las contingencias. Pero se sorprendería mucho a esos “cientificistas” si se les dijera que, sin salir siquiera de ese dominio, hay una multitud de cosas que no podrían ser alcanzadas por sus métodos, y que, no obstante, pueden constituir el objeto de ciencias completamente diferentes de las que conocen, pero no menos reales, y frecuentemente más interesantes en diversos aspectos. Parece que los modernos hayan tomado arbitrariamente, en el dominio del conocimiento científico, cierto número de porciones que se empeñan en estudiar con exclusión de todo el resto, y haciendo como si ese resto fuera inexistente; y, a las ciencias particulares que han cultivado así, es completamente natural, y no sorprendente ni admirable, que les hayan dado un desarrollo mucho mayor de lo que hubieran podido hacer hombres que no les daban la misma importancia, que frecuentemente ni siquiera se preocupaban de ellas, y que se ocupaban en todo caso de muchas otras cosas que les parecían más serias. Aquí pensamos sobre todo en el considerable desarrollo de las ciencias experimentales, dominio en el que el Occidente moderno destaca evidentemente, y en el que nadie piensa contestar su superioridad, superioridad que, por lo demás, los orientales encuentran poco envidiable, precisamente porque ha debido ser comprada con el olvido de todo lo que les parece verdaderamente digno de interés; no obstante, no tememos afirmar que hay ciencias, incluso experimentales, de las que el Occidente moderno no tiene la menor idea. Tales ciencias existen en Oriente, entre aquellas a las que damos el nombre de “ciencias tradicionales”; en Occidente mismo, las hubo también en la Edad Media, que tenían caracteres completamente comparables; y esas ciencias, de las que algunas dan lugar incluso a aplicaciones prácticas de una incontestable eficacia, proceden por medios de investigación que son totalmente extraños a los sabios europeos de nuestros días. Éste no es el lugar para extendernos sobre dicho tema; pero debemos explicar al menos por qué decimos que algunos conocimientos de orden científico tienen una base tradicional, y en qué sentido lo entendemos; por lo demás, eso nos lleva a mostrar con precisión, más claramente aún de lo que hasta ahora lo hemos hecho, aquello que le falta a la ciencia occidental.

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9b.- CIENTIFICISMO MODERNO Y CONOCIMIENTO TRADICIONAL* Hemos ya tenido ocasión de decir que uno de Ios caracteres específicos de la ciencia occidental moderna es su pretensión de plena independencia y autonomía; pretensión que no puede sostenerse más que si se ignora sistemáticamente todo conocimiento de orden superior al conocimiento científico. Lo que está por encima de la ciencia en la jerarquía necesaria de los conocimientos, es la metafísica, entendida como el conocimiento intelectual puro y trascendente, mientras que la ciencia no es, por definición, más que un conocimiento racional: la metafísica es, sin embargo, esencialmente suprarracional, y, como la entendemos, o es tal o no es nada en absoluto. Ahora bien, el racionalismo consiste, no en afirmar simplemente que la razón vale en alguna medida, lo cual no es contestado más que por los escépticos, sino en sostener que no hay nada por encima de ella, y que, por consiguiente, no hay conocimiento posible más allá del conocimiento científico. Así, el racionalismo implica necesariamente la negación de la metafísica. Casi todos los filósofos modernos son racionalistas; y aquellos que no lo son, acaban en el sentimentalismo o en el voluntarismo, lo que no es menos antimetafísico, porque si se admite en ese caso algo distinto de la razón, se lo busca por debajo de ella en lugar de hacerlo por encima. En tales condiciones, si un filósofo moderno pretende hacer metafísica, podemos estar seguros de que lo que él llama de este modo, no tiene nada en común con la metafísica verdadera. No podemos conceder a estas cosas otra denominación que la de "pseudo metafísica”, y si, en ocasiones se encuentran en su ámbito algunas consideraciones valiosas, se relacionan en realidad con el orden científico puro y simple. Por lo tanto, ausencia completa de conocimiento metafísico, negación de todo conocimiento distinto del científico, y limitación arbitraria del conocimiento científico mismo a ciertos dominios particulares con exclusión de otros, tales son los caracteres generales del pensamiento propiamente moderno. He ahí hasta qué grado de descenso intelectual ha llegado Occidente desde que salió de las vías que son normales para el resto de la humanidad. La metafísica es el conocimiento de los principios de orden universal de los cuales todas las cosas dependen necesariamente, directa o indirectamente. En ausencia de una metafísica, todo conocimiento que subsista en cualquier orden carece entonces verdaderamente de principio y, si gana con ello algún grado de independencia, pierde mucho más en alcance y profundidad. Por esto, la ciencia occidental está, si se nos permite la expresión, absolutamente en la superficie; al dispersarse en la multiplicidad indefinida de los conocimientos fragmentarios, al perderse en el detalle innumerable de los hechos, no aprende nada acerca de la verdadera naturaleza de las cosas, que declara inaccesible para justificar su impotencia en este aspecto; además, su interés es mucho más práctico que especulativo. Si en algún momento hay ensayos de unificación de este saber eminentemente analítico, son puramente ficticios y no descansan más que sobre hipótesis más o menos azarosas: por eso se desploman uno tras otro y no parece posible que ninguna teoría científica de cierta amplitud sea capaz de durar más de medio siglo como máximo. Por lo demás, la idea occidental según la cual la síntesis es como un resultado y una conclusión del análisis es radicalmente falsa. La verdad es que, a través del análisis, jamás se puede llegar a una síntesis digna de tal nombre. Es propia de la naturaleza del análisis la posibilidad de proseguir indefinidamente, sin que por ello se haya avanzado más en cuanto a la adquisición de una visión de conjunto de dicho dominio. Y con mucha mayor razón es perfectamente ineficaz para obtener una conexión con principios de orden superior. El carácter analítico de la ciencia moderna se traduce en la multiplicación sin cesar creciente de las "especialidades". Esta "especialización”, tan ensalzada por ciertos sociólogos con el nombre de "división del trabajo", es sin duda el mejor medio de adquirir esa miopía intelectual que parece formar parte de las cualificaciones requeridas al perfecto "cientificista", y sin la cual, por otra parte, el "cientificismo" mismo no tendría razón de ser. Por otro lado, los "especialistas", cuando se les hace salir de su ámbito, por *

"Scientismo moderno e conoscenza tradizionale" (19 de julio de 1934). (Firmado “Ignitus”). Contiene parte del capítulo “La superstición de la Ciencia” de Orient et Occident.

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lo general dan pruebas de una increíble ingenuidad. Las hipótesis más gratuitas, como la de la evolución, por ejemplo, toman entonces la apariencia de "leyes" y se tienen por probadas. Y si su éxito no es más que pasajero, se las deja de lado para encontrar inmediatamente otra que será aceptada con igual facilidad. En resumen, la ciencia, al desconocer los principios y al rehusar relacionarse con ellos, se priva a la vez de la más alta garantía que puede recibir y de la más segura dirección que le puede ser dada. No queda en ella nada de valor, excepto los conocimientos de detalle y, a partir del momento que pretende elevarse un grado, se torna dudosa y vacilante. Cuando decíamos que las ciencias, inclusive las experimentales, en Oriente y en el antiguo Occidente, tenían una base tradicional, queremos decir que, contrariamente a lo que ocurre en el mundo moderno, están siempre ligadas a determinados principios; éstos jamás se perdían de vista, y hasta el estudio mismo de las cosas contingentes parecía no valer la pena sino en tanto éstas son consecuencias y manifestaciones exteriores de algo que es de otro orden. Sin duda, el conocimiento metafísico y el conocimiento científico no dejaban de seguir siendo profundamente distintos; pero no había entre ellos una discontinuidad absoluta como la que se comprueba cuando se considera el estado actual del conocimiento científico entre los occidentales. Para tomar un ejemplo en Occidente mismo, consideremos toda la distancia que separa al punto de vista de la cosmología antigua y medieval y el de la física tal como la entienden los científicos modernos: Jamás, antes de la época actual, se consideró al estudio del mundo sensible como autosuficiente. Jamás la ciencia aplicada a esta multiplicidad cambiante y transitoria hubiera sido juzgada como verdaderamente digna del nombre de conocimiento si no se hubiera encontrado el medio de religarla en algún grado con algo estable y permanente. La concepción antigua, que siguió siendo siempre la de los orientales, consideraba válida a una ciencia cualquiera menos en sí misma que en la medida en que, según su modalidad particular, expresaba y representaba en cierto orden de cosas un reflejo de la verdad superior, inmutable, de la que participa necesariamente todo lo que posee alguna realidad. Y como los caracteres de dicha verdad se encarnaban de alguna manera en la idea de tradición, toda ciencia aparecía así como una prolongación de la doctrina tradicional misma, como una de sus aplicaciones, secundarias y contingentes sin duda, accesorias y no esenciales, que constituyen un conocimiento inferior, si se quiere, pero conocimiento verdadero al fin, puesto que conservaba una relación con el conocimiento por excelencia, el del orden intelectual puro. Tal concepción, como se aprecia, no podría acomodarse a ningún precio al grosero naturalismo de hecho que encierra a nuestros contemporáneos en el dominio de las contingencias e incluso, más exactamente, en una estrecha porción de este dominio. Y en tales condiciones, no hay más que una cosa que pueda explicar la admiración sin límites y el respeto supersticioso de los cuales esta ciencia es objeto: y es el hecho de estar en perfecta armonía con las necesidades de una civilización puramente material. En efecto, no es una especulación desinteresada la que sacude a algunos espíritus cuyas preocupaciones están volcadas en su totalidad a lo exterior, son las aplicaciones a las que la ciencia da lugar, en su carácter ante todo práctico y utilitario, y es sobre todo gracias a las invenciones mecánicas como el espíritu "cientificista" adquirió tanto desarrollo. Son estas invenciones las que han suscitado, desde principios del siglo XIX, un verdadero delirio de entusiasmo, porque parecían tener como objetivo el aumento del bienestar corporal que es, manifiestamente, la principal aspiración del mundo moderno; y, por otro lado, sin caer en la cuenta de ello, se creaban todavía más necesidades nuevas que no se podían satisfacer; así, una vez que comenzó a transitarse esta vía, no parece que sea posible detenerse, pues siempre se necesita de algo nuevo. Pero, sea como fuere, son estas aplicaciones, confundidas con la ciencia misma, las que han cimentado fundamentalmente el crédito y el prestigio de ésta. Semejante confusión, que no podía producirse más que entre personas ignorantes de lo que es la especulación pura, hasta en el orden científico, se ha vuelto ordinaria a tal punto que, en nuestros días, sí se abre cualquier publicación, en ella se encuentra designado con el nombre de "ciencia" lo que en rigor debería llamarse "industria". El tipo del "sabio", en el espíritu de la mayoría, es el ingeniero, el inventor o el constructor de máquinas. En cuanto a lo que tiene que ver con las teorías científicas, han sido favorecidas con este estado del espíritu aunque no lo hayan suscitado.

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Acerca de las pretendidas verificaciones experimentales de las hipótesis científicas, hay que tener claro que siempre es posible encontrar muchas teorías a través de las cuales los hechos se explican igualmente bien. Se pueden eliminar ciertas hipótesis cuando se descubre que están en contradicción con algunos hechos, pero las que subsisten siguen siendo siempre simples hipótesis y nada más. Solamente que, para algunos hombres que no aceptan más que el hecho bruto, que no tienen otro criterio de verdad que la "experiencia" entendida únicamente como comprobación de los fenómenos sensibles, resulta inadmisible ir más lejos o proceder de otra manera, y en ese caso no hay sino dos actitudes posibles: o reconocer el carácter hipotético de las teorías científicas y renunciar a toda certeza superior a la simple evidencia sensible, o bien desconocer este carácter hipotético y creer ciegamente en todo lo que se enseña en nombre de la "ciencia”. La primera actitud, sin duda más inteligente que la segunda (al tomar en cuenta los límites de la inteligencia "científica"), es la de ciertos sabios que, menos ingenuos que los otros, rehúsan ser víctimas de sus propias hipótesis o de las de sus colegas. Llegan así, respecto de todo lo que no depende de la práctica inmediata, a una especie de escepticismo más o menos completo o al menos a cierto probabilismo; es el "agnosticismo”, que no se aplica solamente a lo que sobrepasa el dominio científico, sino que se extiende al orden científico mismo. Sin embargo, la segunda actitud, que se puede llamar dogmática, es mantenida con mayor o menor grado de sinceridad por otros sabios, pero sobre todo por aquellos que se creen obligados a asumir un tono asertivo por necesidades de la enseñanza. Parecer siempre seguros de sí y de lo que se dice, disimular las dificultades y las incertidumbres y no enunciar nunca nada en forma dubitativa, son en efecto los medios más fáciles de hacerse tomar en serio y de adquirir autoridad cuando se trata con un público generalmente incompetente e incapaz de discernimiento, sea que se dirija a sus alumnos o que pretenda hacer obra de vulgarización. Esta misma actitud es naturalmente asumida -y esta vez de un modo incontestablemente sincero- por aquellos que reciben semejante enseñanza y también es la del que se ha dado en llamar "el gran público”, y el espíritu “cientificista” puede ser observado en toda su plenitud, con su carácter de creencia ciega, entre los hombres semiinstruidos, en los medios donde reina la mentalidad que a menudo se califica de "elemental”, aunque no sea patrimonio exclusivo del grado de enseñanza que recibe esta designación. Lo que, con relación a esto, nos proponemos ver todavía, es la superstición de la llamada vulgarización.

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LA VERSIÓN DE BASE: 9a.- Parte del capítulo II de la 1ª parte de Orient et Occident: LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA Hemos dicho que uno de los caracteres especiales de esta ciencia occidental, es pretenderse enteramente independiente y autónoma; y esta pretensión no puede sostenerse más que si se ignora sistemáticamente todo conocimiento de orden superior al conocimiento científico, o mejor aún, si se le niega formalmente. Lo que está por encima de la ciencia, en la jerarquía necesaria de los conocimientos, es la metafísica, que es el conocimiento intelectual puro y trascendente, mientras que la ciencia no es, por definición misma, más que el conocimiento racional; la metafísica es esencialmente suprarracional, y es menester que sea eso o que no sea nada en absoluto. Ahora bien, el racionalismo no consiste en afirmar simplemente que la razón vale algo, lo que sólo es contestado por los escépticos, sino en sostener que nada hay por encima de ella, y por consiguiente que no hay conocimiento posible más allá del conocimiento científico; así, el racionalismo implica necesariamente la negación de la metafísica. Casi todos los filósofos modernos son racionalistas, de una manera más o menos estricta y más o menos explícita; en aquellos que no lo son, no hay más que sentimentalismo y voluntarismo, lo que no es menos antimetafísico, porque, si se admite entonces algo diferente de la razón, es por debajo de ella donde se busca, en lugar de buscarlo por encima; el intelectualismo verdadero está al menos tan alejado del racionalismo como puede estarlo del intuicionismo contemporáneo, pero lo está exactamente en sentido inverso. En estas condiciones, si un filósofo moderno pretende hacer metafísica, se puede estar seguro de que aquello a lo que da este nombre no tiene absolutamente nada en común con la metafísica verdadera, y ello es efectivamente así; no podemos conceder a esas cosas otra denominación que la de “pseudo metafísica”, y si, no obstante, a veces se encuentran en ella algunas consideraciones válidas, se refieren en realidad al orden científico puro y simple. Por consiguiente, ausencia completa del conocimiento metafísico, negación de todo otro conocimiento que el científico, limitación arbitraria del conocimiento científico mismo a algunos dominios particulares con exclusión de los demás, éstos son caracteres generales del pensamiento propiamente moderno; he aquí hasta qué grado de bajeza intelectual ha llegado el Occidente, desde que salió de las vías que son normales al resto de la humanidad. La metafísica es el conocimiento de los principios de orden universal, de los que todas las cosas dependen necesariamente, directa o indirectamente; así pues, allí donde la metafísica está ausente, todo conocimiento que subsiste, en cualquier orden que sea, carece verdaderamente de principio, y, si con eso gana algo en independencia (no de derecho sino de hecho), pierde mucho más en alcance y en profundidad. Por esto la ciencia occidental es, si se puede decir, completamente superficial; al dispersarse en la multiplicidad indefinida de los conocimientos fragmentarios, al perderse en el detalle innumerable de los hechos, no aprende nada de la verdadera naturaleza de las cosas, que declara inaccesible para justificar su impotencia a este respecto; así su interés es mucho más práctico que especulativo. Si a veces hay ensayos de unificación de ese saber eminentemente analítico, son puramente artificiales y no reposan nunca más que sobre hipótesis más o menos arriesgadas; así se derrumban unas tras otras, y no parece que una teoría científica de alguna amplitud sea capaz de durar más de medio siglo como máximo. Por lo demás, la idea occidental según la cual la síntesis es como una resultante y una conclusión del análisis es radicalmente falsa; la verdad es que, por el análisis, no se puede llegar nunca a una síntesis digna de este nombre, porque son cosas que no son del mismo orden; y la naturaleza del análisis es poder proseguirse indefinidamente, si el dominio en el que se ejerce es susceptible de una tal extensión, sin que por ello se esté más avanzado en cuanto a la adquisición de una visión de conjunto sobre ese dominio; con mayor razón es perfectamente ineficaz para obtener una vinculación a principios de orden superior. El carácter analítico de la ciencia moderna se traduce por la multiplicación sin cesar creciente de las “especialidades”, cuyos peligros Augusto Comte mismo no ha podido evitar denunciar; esta “especialización”, tan elogiada por algunos sociólogos bajo el nombre de “división del trabajo”, es con toda seguridad el mejor medio de adquirir esa “miopía intelectual” que parece formar parte de las cualificaciones requeridas del perfecto

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“cientificista”, y sin la cual, por lo demás, el “cientificismo” mismo no tendría apenas audiencia. Así pues, los “especialistas”, desde que se les saca de su dominio, hacen prueba generalmente de una increíble ingenuidad; nada es más fácil que imponerse a ellos, y eso es lo que suscita una buena parte del éxito de las teorías más descabelladas, por poco cuidado que se tenga en llamarlas “científicas”; las hipótesis más gratuitas, como la de la “evolución” por ejemplo, toman entonces figura de “leyes” y son tenidas por probadas; si ese éxito no es más que pasajero, se dejan a un lado para encontrar seguidamente otra cosa, que es siempre aceptada con una igual facilidad. Las falsas síntesis, que se esfuerzan en sacar lo superior de lo inferior (curiosa transposición de la concepción democrática), no pueden ser nunca más que hipotéticas; al contrario, la verdadera síntesis, que parte de los principios, participa de su certeza; pero, bien entendido, para eso es menester partir de verdaderos principios, y no de simples hipótesis filosóficas a la manera de Descartes. En suma, la ciencia, al desconocer los principios y al negarse a vincularse a ellos, se priva a la vez de la garantía más alta que pueda recibir y de la dirección más segura que pueda dársele; ya sólo son válidos en ella los conocimientos de detalle, y, cuando quiere elevarse un grado, se vuelve dubitativa y vacilante. Otra consecuencia de lo que acabamos de decir en cuanto a las relaciones del análisis y de la síntesis, es que el desarrollo de la ciencia, tal como lo conciben los modernos, no extiende realmente su dominio: la suma de los conocimientos parciales puede crecer indefinidamente en el interior de ese dominio, no por profundización, sino por división y subdivisión llevadas cada vez más lejos; es verdaderamente la ciencia de la materia y de la multitud. Por lo demás, aunque hubiera una extensión real, lo que puede ocurrir excepcionalmente, sería siempre en el mismo orden, y esa ciencia no sería por eso capaz de elevarse más alto; constituida como lo está, se encuentra separada de los principios por un abismo que nada puede, no decimos hacerle franquear, sino disminuir siquiera en las más ínfimas proporciones. Cuando decimos que las ciencias, incluso experimentales, tienen en Oriente una base tradicional, queremos decir que, contrariamente a lo que tiene lugar en Occidente, están siempre vinculadas a algunos principios; éstos no son perdidos de vista nunca, y las cosas contingentes mismas parecen no valer la pena ser estudiadas sino en tanto que consecuencias y manifestaciones exteriores de algo que es de otro orden. Ciertamente, el conocimiento metafísico y el conocimiento científico no permanecen por ello menos profundamente distintos; pero no hay entre ellos una discontinuidad absoluta, como la que se comprueba cuando uno considera el estado presente del conocimiento científico en los occidentales. Tomando un ejemplo en Occidente mismo, no hay más que considerar toda la distancia que separa el punto de vista de la cosmología de la Antigüedad y de la Edad Media, y el de la física tal como la entienden los sabios modernos; nunca, antes de la época actual, el estudio del mundo sensible había sido considerado como bastándose a sí mismo; jamás la ciencia de esa multiplicidad cambiante y transitoria habría sido juzgada verdaderamente digna del nombre de conocimiento si no se hubiera encontrado el medio de vincularla, de una u otra forma, a algo estable y permanente. La concepción antigua, que ha permanecido siempre la de los orientales, tenía a una ciencia cualquiera por válida menos en sí misma que en la medida en la que aquella expresaba a su manera particular y representaba en un cierto orden de cosas un reflejo de la verdad superior, inmutable, de la que participa necesariamente todo lo que posee alguna realidad; y, como los caracteres de esta verdad se encarnaban de algún modo en la idea de tradición, toda ciencia aparecía así como un prolongamiento de la doctrina tradicional misma, como una de sus aplicaciones, sin duda secundarias y contingentes, accesorias y no esenciales, que constituían un conocimiento inferior si se quiere, pero no obstante un verdadero conocimiento, puesto que conservaba un lazo con el conocimiento por excelencia, a saber, el del orden intelectual puro. Como se ve, esta concepción no podría acomodarse a ningún precio al grosero naturalismo de hecho que encierra a nuestros contemporáneos únicamente en el dominio de las contingencias, e incluso, más exactamente, en una estrecha porción de este dominio; y, lo repetimos, como los orientales no han variado en eso y no pueden hacerlo sin renegar de los principios sobre los que reposa toda su civilización, las dos mentalidades parecen decididamente incompatibles; pero, puesto que es Occidente el que ha cambiado, y el que por lo demás cambia sin cesar, quizás llegará un momento en el que su mentalidad se modifique finalmente en un sentido favorable y se

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abra a una comprehensión más vasta, y entonces esta incompatibilidad se desvanecerá por sí sola. Pensamos haber mostrado suficientemente hasta qué punto está justificada la apreciación de los orientales sobre la ciencia occidental; y, en estas condiciones, no hay más que una cosa que pueda explicar la admiración sin límites y el respeto supersticioso de que es objeto esta ciencia: y es que está en perfecta armonía con las necesidades de una civilización puramente material. En efecto, no es de especulación desinteresada de lo que se trata; lo que toca a los espíritus en los que todas las preocupaciones están vueltas hacia el exterior, son las aplicaciones a las que la ciencia da lugar, es su carácter ante todo práctico y utilitario; y es sobre todo gracias a las invenciones mecánicas como el espíritu “cientificista” ha adquirido su desarrollo. Son esas invenciones las que han suscitado, desde el comienzo del siglo XIX, un verdadero delirio de entusiasmo, porque parecían tener como objetivo ese crecimiento del bienestar corporal que es manifiestamente la principal aspiración del mundo moderno; y, por lo demás, sin darse cuenta de ello, se creaban así más necesidades nuevas de las que se podían satisfacer, de suerte que, incluso desde este punto de vista muy relativo, el progreso es algo muy ilusorio; y, una vez lanzado en esta vía, ya no parece posible detenerse, siempre hace falta algo nuevo. Pero, sea como fuere, son estas aplicaciones, confundidas con la ciencia misma, las que han promovido sobre todo el crédito y el prestigio de ésta; tal confusión, que no podía producirse más que en gentes ignorantes de lo que es la especulación pura, incluso en el orden científico, se ha vuelto tan ordinaria que, en nuestros días, si se abre no importa cuál publicación, se encuentra en ella designado constantemente bajo el nombre de “ciencia” lo que debería llamarse propiamente “industria”; el tipo de “sabio”, en el espíritu de la mayoría, es el ingeniero, el inventor o el constructor de máquinas. En lo que se refiere a las teorías científicas, se han beneficiado de ese estado de espíritu, mucho más de lo que lo han suscitado; si aquellos mismos que son los menos capaces de comprenderlas las aceptan con confianza y las reciben como verdaderos dogmas (y cuanto menos comprenden tanto más fácilmente se ilusionan), es porque las consideran, con razón o sin ella, como solidarias de esas invenciones que les parecen tan maravillosas. A decir verdad, esa solidaridad es mucho más aparente que real; las hipótesis más o menos inconsistentes no cuentan para nada en esos descubrimientos y en esas aplicaciones sobre cuyo interés las opiniones pueden diferir, pero que tienen en todo caso el mérito de ser algo efectivo; e, inversamente, todo lo que pueda ser realizado en el orden práctico no probará nunca la verdad de una hipótesis cualquiera. Por lo demás, de una manera más general, no podría haber, hablando propiamente, verificación experimental de una hipótesis, ya que es siempre posible encontrar varias teorías por las que los mismos hechos se explican igualmente bien; se pueden eliminar algunas hipótesis cuando uno se da cuenta que están en contradicción con los hechos, pero las que subsisten siguen siendo siempre simples hipótesis y nada más; no es así como se podrán obtener nunca certezas. Únicamente que, para hombres que no aceptan más que el hecho bruto, que no tienen otro criterio de la verdad que la “experiencia” entendida únicamente como la comprobación de los fenómenos sensibles, no puede plantearse ir más lejos o proceder de otro modo, y entonces no hay más que dos actitudes posibles: o bien tomar partido por el carácter hipotético de las teorías científicas y renunciar a toda certeza superior a la simple evidencia sensible; o bien desconocer ese carácter hipotético y creer ciegamente en todo lo que se enseña en el nombre de la “ciencia”. La primera actitud, ciertamente más inteligente que la segunda (teniendo en cuenta los límites de la inteligencia “científica”), es la de algunos sabios que, menos ingenuos que los demás, se niegan a ser engañados por sus propias hipótesis o las de sus colegas; así llegan, para todo lo que no depende de la práctica inmediata, a una especie de escepticismo más o menos completo o al menos de probabilismo: es el “agnosticismo” que ya no se aplica sólo a lo que rebasa el dominio científico, sino que se extiende al orden científico mismo; y no salen de esa actitud negativa más que por un pragmatismo más o menos consciente, que reemplaza, como en el caso de Henri Poincaré, la consideración de la verdad de una hipótesis por la de su comodidad; ¿y no es esto una confesión de incurable ignorancia? No obstante, la segunda actitud, que se puede llamar dogmática, es mantenida con más o menos sinceridad por otros sabios, pero sobre todo por aquellos que se creen obligados a afirmarla por las necesidades de la enseñanza; parecer siempre seguro de sí y de lo que se dice, disimular las dificultades y las incertidumbres, no enunciar nunca bajo una forma

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dubitativa, es en efecto el medio más fácil de hacerse tomar en serio y de adquirir autoridad cuando se trata a un público generalmente incompetente e incapaz de discernimiento, ya sea que uno se dirija a alumnos, o ya sea que se quiera hacer obra de vulgarización. Esa misma actitud es tomada naturalmente, y esta vez de una manera incontestablemente sincera, por aquellos que reciben tal enseñanza; comúnmente es también la actitud de lo que se llama el “gran público”, y el espíritu “cientificista” puede ser observado en toda su plenitud, con ese carácter de creencia ciega, en los hombres que no poseen más que una instrucción a medias, en los medios donde reina la mentalidad que se califica frecuentemente de “primaria”, aunque no sea el patrimonio exclusivo del grado de enseñanza que lleva esta designación.

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10b.- LA SUPERSTICIÓN DE LA “VULGARIZACIÓN”* Al final de nuestro último artículo1, en esta página hemos pronunciado la palabra "vulgarización”. Se trata de un elemento por completo particular de la civilización moderna y se puede ver en él uno de los principales factores del estado de espíritu que intentamos describir en este momento. Es una de las formas que reviste esa extraña necesidad de propaganda que anima al espíritu occidental y que no puede explicarse más que a través de la influencia preponderante de los elementos sentimentales. En efecto, son dos cosas enteramente diferentes el exponer simplemente la verdad tal como se la ha comprendido, sin otra preocupación que no desnaturalizarla, y pretender por la fuerza que otros compartan la propia convicción. La propaganda y la vulgarización no son posibles más que en detrimento de la verdad: pretender ponerla "al alcance de todo el mundo” y volverla accesible a todos indistintamente implica necesariamente disminuirla y deformarla, pues es imposible admitir que todos los hombres sean igualmente capaces de comprender cualquier cosa. No es una cuestión de instrucción más o menos extensa, es una cuestión de "horizonte intelectual”, y eso es algo que no puede modificarse, que es inherente a la naturaleza misma de cada individuo humano. El prejuicio quimérico de la "igualdad” choca con los hechos más incontrovertidos, tanto en el orden intelectual como en el orden físico; es la negación de toda jerarquía natural y el descenso de todo conocimiento hasta el nivel del entendimiento limitado del vulgo. Más allá de lo que algunos puedan decir, la constitución de una élite cualquiera es inconciliable con el ideal democrático. Lo que éste exige es la distribución de una enseñanza rigurosamente idéntica a los individuos más desigualmente dotados y más diferentes en aptitudes y en temperamento. A pesar de todo, no se puede impedir que dicha enseñanza produzca resultados muy variables, pero eso está en contra de las intenciones de quienes la han instituido. En todo caso, un sistema de educación semejante es con seguridad el más imperfecto de todos, y la difusión desconsiderada de cualquier conocimiento es siempre más nociva que útil, pues no puede acarrear, por lo general, otra cosa que un estado de desorden y anarquía. A tal difusión se oponen los métodos de la enseñanza tradicional, donde se tendrá siempre una mayor certeza de los inconvenientes reales de la "instrucción obligatoria" que de sus supuestos beneficios. Los conocimientos que el público occidental puede tener a su disposición, por más que no tengan nada de trascendentes, se ven aún más disminuidos en las obras de vulgarización, que no exponen más que sus aspectos inferiores, falsificándolos para simplificarlos. Y dichas obras insisten con complacencia en las hipótesis más fantásticas, considerándolas con audacia como verdades demostradas y acompañándolas de las ineptas declamaciones que tanto agradan a la multitud. Una ciencia a medias, adquirida a través de tales lecturas, o de una enseñanza cuyos elementos se sacan en su totalidad de manuales de idéntico valor, es nefasta en un grado diferente que la ignorancia pura y simple. Más vale no conocer nada en absoluto que tener el espíritu lleno de ideas falsas, a menudo indesarraigabIes, sobre todo cuando han sido inculcadas desde la más tierna edad. El ignorante conserva al menos la posibilidad de aprender si encuentra la ocasión de hacerlo; puede poseer cierto "buen sentido" natural que, unido a la conciencia que comúnmente tiene de su incompetencia, le basta para evitar un buen número de necedades. El hombre que ha recibido una instrucción a medias, por el contrario, tiene casi siempre una mentalidad deformada, y lo que cree saber le da una suficiencia tal que se imagina que puede hablar indistintamente acerca de todo; lo hace mal y al revés, pero con mayor facilidad cuanto más incompetente es: ¡todo le parece tan simple al que no conoce nada! Por otra parte, incluso dejando de lado los inconvenientes de la vulgarización propiamente dicha, y considerando a la ciencia occidental en su totalidad y bajo sus aspectos más auténticos, la pretensión que evidencian los representantes de dicha *

"La superstizione della «vulgarizzazione»” (2 de agosto de 1934) (Firmado “Ignitus”). Contiene parte del capítulo “La superstición de la Ciencia” de Orient et Occident. 1

"Scientismo moderno e conoscenza tradizionale" (19 de julio de 1934). En Diorama, 1 de julio de 1934.

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ciencia de poder enseñarla a todos sin reserva alguna, es asimismo un signo de evidente mediocridad. Desde el punto de vista “tradicional”, algo cuyo estudio no requiere ninguna cualificación particular no puede tener un gran valor y no podría contener nada verdaderamente profundo; en efecto, la ciencia occidental es totalmente exterior y superficial; para caracterizarla, en lugar de hablar de un "saber ignorante", preferiríamos, prácticamente en el mismo sentido, hablar de un "saber profano”. En este aspecto, como en otros, la filosofía no se distingue verdaderamente de la ciencia: en ocasiones se ha querido definirla como "sabiduría humana”; esto es cierto, pero con la condición de insistir en que no es más que eso, una sabiduría puramente humana, en la acepción más limitada de la palabra, que no apela a ningún elemento de un orden superior a la razón, para evitar todo equívoco, la llamaríamos también "sabiduría profana", pero eso nos lleva a decir que en el fondo no es de ningún modo una sabiduría, sino que no es más que su apariencia ilusoria. No insistiremos aquí sobre las consecuencias de este carácter "profano” de todo el saber occidental moderno; pero, para mostrar aún más hasta qué punto este saber es superficial y ficticio, señalaremos que los métodos de instrucción en uso tienen como efecto poner la memoria casi enteramente en el lugar de la inteligencia. Lo que se pide a los alumnos, en todos los grados de la enseñanza, es que acumulen conocimientos y no que los asimilen. Esto se aplica sobre todo a las cosas cuyo estudio no exige ninguna comprehensión; los hechos sustituyen a las ideas y la erudición se toma comúnmente como ciencia real. Para promover o desacreditar tal o cual rama del conocimiento o tal o cual método, basta con proclamar que es o que no es "científico". Los que son considerados oficialmente como "métodos científicos”, son los procedimientos de la erudición más carente de inteligencia, de la más excluyente de todo lo que no sea la búsqueda de los hechos por sí mismos y hasta en sus detalles más insignificantes; y, cosa digna de hacer notar, son los "literatos" quienes más abusan de esta denominación. El prestigio de esta etiqueta "científica", aun cuando no sea en realidad más que una etiqueta, constituye en verdad el triunfo del espíritu cientificista por excelencia, y ante el respeto que el empleo de una simple palabra impone a la multitud (comprendidos en ella los supuestos "intelectuales"), ¿no tenemos razón en llamarla "superstición de la ciencia"? Manía uniformista Naturalmente, la propaganda cientificista no se ejerce solamente en el ámbito interior, bajo la doble forma de la "instrucción obligatoria" y de la vulgarización. Sirve también en el exterior, como todas las otras variantes del proselitismo occidental. En cada región donde los europeos se han instalado, han querido expandir los supuestos "beneficios de la instrucción", y siempre con los mismos métodos, sin intentar la menor adaptación y sin preguntarse si allí no existe ya algún otro género de instrucción; todo lo que no viene de ellos debe ser considerado como nulo y como si no hubiera tenido lugar, y la "igualdad" no permite que los diferentes pueblos y razas tengan su propia mentalidad; por lo demás, el principal "beneficio" que esperan de esta instrucción quienes la imponen es probablemente, en todo tiempo y lugar, la destrucción del espíritu tradicional. La "igualdad" tan cara a los occidentales se reduce por otra parte, desde el momento en que salen de su ámbito, a una mera uniformidad; el resto de lo que el término implica no es artículo de exportación y no concierne más que a las relaciones de los occidentales entre sí, pues se creen incomparablemente superiores a todos los demás hombres, entre los cuales no hacen distinción alguna: los negros más bárbaros y los orientales más cultivados son tratados casi de la misma manera. Asimismo, los europeos se limitan generalmente a enseñar los más rudimentarios de sus conocimientos. No es difícil imaginarse cómo deben ser apreciados por los orientales, que, en su adherencia al espíritu tradicional, consideraban lo que hay de más elevado en estos conocimientos como notable, sobre todo, por su restricción y por dar signos evidentes de una ingenuidad bastante grosera. Como los pueblos que tienen una civilización propia se muestran más bien refractarios a esta instrucción tan ensalzada, mientras que los pueblos sin cultura la soportan mucho más dócilmente, quizás los occidentales no dejan de juzgar que los segundos son superiores a los primeros: o bien, en el interior de una civilización extranjera, no consideran como dignos más que aquellos que están parecidamente prontos a traicionarla, como incluso en el mismo Oriente “modernizado” comienza a ser el

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caso. Reservan una estima al menos relativa para aquellos que consideran como susceptibles de "elevarse" hasta su nivel, aunque sólo sea después de algunos siglos de "instrucción obligatoria" y elemental. Desgraciadamente, lo que los occidentales llaman "elevarse" hay quienes, en lo que les concierne, lo llamarían "rebajarse". Esto es lo que piensa cualquiera que tenga el poder de asumir en modo viviente, un punto de vista “tradicional” para oponerlo a la vanidad de un mundo desviado y para exponerlo en su integridad como la única base para una acción verdaderamente reconstructora.

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LA VERSIÓN DE BASE: 10a.- Parte del capítulo II de la 1ª parte de Orient et Occident: LA SUPERSTICIÓN DE LA CIENCIA Hemos pronunciado hace un momento la palabra “vulgarización”; se trata también de una cosa completamente particular a la civilización moderna, y se puede ver en ello uno de los principales factores de este estado de espíritu que tratamos de describir al presente. Es una de las formas que reviste esa extraña necesidad de propaganda de la que está animado el espíritu occidental, y que no puede explicarse más que por la influencia preponderante de los elementos sentimentales; ninguna consideración intelectual justifica el proselitismo, en el que los orientales no ven más que una prueba de ignorancia y de incomprehensión; son dos cosas enteramente diferentes exponer simplemente la verdad tal como se ha comprendido, no aportándole más que la única preocupación de no desnaturalizarla, y querer a toda costa hacer participar a los demás en la propia convicción. La propaganda y la vulgarización no son posibles más que en detrimento de la verdad: pretender poner ésta “al alcance de todo el mundo”, hacerla accesible a todos indistintamente, es necesariamente disminuirla y deformarla, ya que es imposible admitir que todos los hombres son igualmente capaces de comprender no importa qué; no es una cuestión de instrucción más o menos extensa, es una cuestión de “horizonte intelectual”, y eso es algo que no puede modificarse, que es inherente a la naturaleza misma de cada individuo humano. El prejuicio quimérico de la “igualdad” va contra los hechos mejor establecidos, en el orden intelectual tanto como en el orden físico; es la negación de toda jerarquía natural, y el rebaje de todo conocimiento al nivel del entendimiento limitado del vulgo. Ya no se quiere admitir nada que rebase la comprehensión común, y, efectivamente, las concepciones científicas y filosóficas de nuestra época, sean cuales sean sus pretensiones, son en el fondo de la más lamentable mediocridad; se ha logrado eliminar todo lo que hubiera podido ser incompatible con la preocupación de la vulgarización. Digan lo que digan algunos, la constitución de una élite cualquiera es incompatible con el ideal democrático; lo que exige éste, es la distribución de una enseñanza rigurosamente idéntica a los individuos más desigualmente dotados, más diferentes en aptitudes y en temperamento; a pesar de todo, no se puede impedir que esta enseñanza produzca resultados muy variables también, aunque eso sea contrario a las intenciones de aquellos que la han instituido. En todo caso, tal sistema de instrucción es ciertamente el más imperfecto de todos, y la difusión desconsiderada de cualquier conocimiento es siempre más perjudicial que útil, ya que no puede conducir, de una manera general, más que a un estado de desorden y de anarquía. Es a dicha difusión a la que se oponen los métodos de la enseñanza tradicional, tal como existe por todas partes en Oriente, donde se estará siempre mucho más persuadido de los inconvenientes muy reales de la “instrucción obligatoria” que de sus supuestos beneficios. Aunque los conocimientos que el público occidental puede tener a su disposición no tienen nada de trascendente, aún se empequeñecen más en las obras de vulgarización, que no exponen más que sus aspectos más inferiores, y que los falsean además para simplificarlos; y esas obras insisten complacidamente sobre las hipótesis más fabuladoras, dándolas audazmente como verdades demostradas, y acompañándolas de esas ineptas declamaciones que agradan tanto a la muchedumbre. Una semiciencia adquirida por tales lecturas, o por una enseñanza cuyos elementos estén sacados todos de manuales del mismo valor, es mucho más nefasta que la ignorancia pura y simple; vale más no conocer nada en absoluto que tener el espíritu atestado de ideas falsas, frecuentemente indesarraigables, sobre todo cuando han sido inculcadas desde la edad más joven. El ignorante guarda al menos la posibilidad de aprender si encuentra la ocasión para ello; puede poseer un “buen sentido” natural, que, junto a la consciencia que tiene ordinariamente de su incompetencia, basta para evitarle muchas necedades. Al contrario, el hombre que ha recibido una semiinstrucción, tiene casi siempre una mentalidad deformada, y lo que cree saber le da tal suficiencia que imagina poder hablar de todo indistintamente; y lo hace sin ton ni son, pero tanto más fácilmente cuanto más incompetente es: ¡todas las cosas parecen muy simples a quien no conoce nada! Por otra parte, incluso dejando de lado los inconvenientes de la vulgarización propiamente dicha, y considerando la ciencia occidental en su totalidad y bajo sus

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aspectos más auténticos, la pretensión que pregonan los representantes de esta ciencia de poderla enseñar a todos sin ninguna reserva es también un signo de evidente mediocridad. A los ojos de los orientales, aquello cuyo estudio no requiere ninguna cualificación particular no puede tener gran valor y no podría contener nada verdaderamente profundo; y, en efecto, la ciencia occidental es completamente exterior y superficial; para caracterizarla, en lugar de decir “saber ignorante”, diríamos también de buena gana, y casi en el mismo sentido, “saber profano”. Desde este punto de vista, aún más que desde los otros, la filosofía no se distingue verdaderamente de la ciencia: a veces se la ha querido definir como la “sabiduría humana”; eso es cierto, pero a condición de insistir sobre el hecho de que no es más que eso, es decir, una sabiduría puramente humana, en la acepción más limitada de esta palabra, que no apela a ningún elemento de un orden superior a la razón; para evitar todo equívoco, la llamaríamos también “sabiduría profana”, pero eso equivale a decir que, en el fondo, no es una sabiduría sino su apariencia ilusoria. No insistiremos aquí sobre las consecuencias de este carácter “profano” de todo el saber occidental moderno; pero para mostrar todavía hasta qué punto este saber es superficial y ficticio, señalaremos que los métodos de instrucción en uso tienen como efecto poner la memoria casi enteramente en el lugar de la inteligencia: lo que se pide a los alumnos, en todos los grados de la enseñanza, es que acumulen conocimientos, no que los asimilen; se les aplica sobre todo a cosas cuyo estudio no exige ninguna comprehensión; los hechos sustituyen a las ideas, y la erudición se toma comúnmente por ciencia real. Para promover o desacreditar tal o cual rama de conocimiento, tal o cual método, basta proclamar que es o no es “científico”; lo que se tiene oficialmente por “métodos científicos”, son los procedimientos de la erudición más ininteligible, más exclusiva de todo lo que no es la investigación de los hechos por los hechos mismos, hasta en sus detalles más insignificantes; y, cosa digna de observar, son los “de letras” los que más abusan de esa denominación. El prestigio de esta etiqueta “científico”, aunque no es verdaderamente nada más que una etiqueta, es el triunfo del espíritu “cientificista” por excelencia; y este respeto que impone a la muchedumbre (comprendidos los pretendidos “intelectuales”) el empleo de una simple palabra, ¿no tenemos razón al llamarle “superstición de la ciencia”? Naturalmente, la propaganda “cientificista” no se ejerce sólo en el interior, bajo la doble forma de la “instrucción obligatoria” y de la vulgarización; se prosigue sistemáticamente también en el exterior, como todas las demás variedades del proselitismo occidental. Por todas partes donde los europeos se han instalado, han querido extender los supuestos “beneficios de la instrucción”, y siempre según los mismos métodos, sin intentar la menor adaptación, y sin preguntarse si no existe ya allí algún otro género de instrucción; todo lo que no viene de ellos debe tenerse por nulo e inexistente, y la “igualdad” no permite a los diferentes pueblos y a las diferentes razas tener su mentalidad propia; a fin de cuentas, el principal “beneficio” que esperan de esta instrucción aquellos que la imponen, es probablemente, siempre y por todas partes, la destrucción del espíritu tradicional. Por otro lado, desde que salen de entre ellos, la “igualdad” tan querida por los occidentales se reduce únicamente a la uniformidad; el resto de lo que implica no es artículo de exportación y no concierne más que a las relaciones de los occidentales entre sí, ya que se creen incomparablemente superiores a todos los demás hombres, entre los cuales no hacen apenas distinciones: así los negros más bárbaros y los orientales más cultivados son tratados casi de la misma manera, puesto que están igualmente fuera de la única “civilización” que tenga derecho a la existencia. Así pues, los europeos se limitan generalmente a enseñar los más rudimentarios de todos sus conocimientos; no es difícil figurarse cómo deben ser apreciados por los orientales, para quienes incluso lo que hay de más elevado en esos conocimientos aparece como notable precisamente por su estrechez y teñido de una simpleza bastante grosera. Como los pueblos que tienen una civilización propia se muestran más bien refractarios a esta instrucción tan jaleada, mientras que los pueblos sin cultura la sufren mucho más dócilmente, los occidentales no están lejos quizás de juzgar a los segundos superiores a los primeros; reservan una estima al menos relativa a aquellos que consideran como susceptibles de “elevarse” a su nivel, aunque no sea sino después de algunos siglos del régimen de “instrucción obligatoria” y elemental. Por desgracia, lo que los occidentales llaman “elevarse”, hay quienes, en lo que les concierne, lo llamarían “rebajarse”; y eso es lo que piensan a este respecto todos los orientales, incluso si no lo dicen, y si prefieren,

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como ocurre lo más frecuentemente, encerrarse en el silencio más desdeñoso, dejando (hasta tal punto eso les importa poco) a la vanidad occidental libre de interpretar su actitud como le plazca. (…)

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11b.- LA SUPERSTICIÓN DE LA “VIDA”* Entre otras cosas, los modernos reprochan a las civilizaciones orientales, entre otras cosas, su carácter de fijeza y estabilidad, que les parece una negación del progreso y que efectivamente lo es, se lo reconocemos de buen grado; pero para ver en ello un defecto es menester creer en el progreso. Para nosotros, dicho carácter indica que estas civilizaciones participan de la inmutabilidad de los principios sobre los cuales se apoyan, y ése es uno de los aspectos esenciales de la idea de tradición; precisamente por carecer de principio, la civilización moderna es eminentemente cambiante. No es necesario creer, por otra parte, que la estabilidad de la que hablamos llegue a excluir toda modificación, lo cual sería exagerado, sino que reduce la modificación a no ser nunca más que una adaptación a las circunstancias por la cual los principios no se ven afectados de ningún modo y que puede, por el contrario, deducirse de ellos estrictamente, en la medida que se los considere, no en sí, sino con vistas a una aplicación determinada; y por ello existe, además de la metafísica que, sin embargo, se basta a sí misma en tanto que conocimiento de los principios, el conjunto de las "ciencias tradicionales" que abarcan el orden de las existencias contingentes, comprendiendo en él a las instituciones sociales. Tampoco hay que confundir inmutabilidad con inmovilidad. Los errores de este género son frecuentes entre los modernos, porque son generalmente incapaces de separar la concepción de la imaginación, y porque su espíritu no puede desprenderse de las representaciones sensibles. Lo inmutable no es lo contrario al cambio sino lo que es superior a él, así como lo “suprarracional” no es en absoluto lo irracional; es preciso desconfiar de la tendencia a ordenar las cosas según oposiciones y antítesis artificiales, en virtud de una interpretación a la vez simplista y sistematizante, que procede sobre todo de la incapacidad de ir más lejos y de resolver los contrastes aparentes en la unidad armónica de una verdadera síntesis. El occidental, y especialmente el occidental moderno, aparece como esencialmente cambiante e inconstante, como consagrado al movimiento continuo y a la agitación incesante sin aspirar a salir de ellos. Su estado es, en definitiva, el de un ser que no puede llegar a encontrar su equilibrio pero que, al no poder hacerlo, rehúsa admitir que sea una cosa posible en sí misma o simplemente deseable, y hasta llega a experimentar vanidad a partir de su propia impotencia. Ese cambio en el que se encuentra encerrado y en el cual se complace, al cual no le exige que lo conduzca hacia una meta cualquiera, porque ha llegado a amarlo por sí mismo: he aquí en el fondo lo que el occidental llama “progreso"; casi como si bastara con marchar en cualquier dirección para avanzar con seguridad. Pero ni siquiera piensa hacia qué avanza. Y la dispersión en la multiplicidad constituye la inevitable consecuencia de este cambio sin principio ni fin. Ahora bien, la necesidad de actividad exterior llevada a un grado tal y el gusto del esfuerzo por el esfuerzo, independientemente de los resultados que se puedan obtener de él, no son naturales en el hombre, al menos en el hombre normal según la idea que de él se ha tenido siempre y en todo lugar. Pero semejante situación se ha vuelto en cierto modo natural para el occidental quizás por efecto del hábito del cual Aristóteles dice que es como una segunda naturaleza, pero sobre todo por la atrofia de las facultades superiores del ser, necesariamente correlativa del desarrollo intensivo de las facultades inferiores. En el orden intelectual mismo o, sobre todo, en lo que de él subsiste, se da un fenómeno extraño que no es sino un caso particular del estado de espíritu que acabamos de describir: es la pasión de la búsqueda tomada como fin en sí misma, sin ninguna preocupación por verla llegar a una solución cualquiera. Mientras los otros hombres buscan para encontrar y para saber, el occidental moderno busca por buscar; la expresión evangélica quaerite et invenietis es para él letra muerta con toda la fuerza de esta expresión, puesto que él llama precisamente "muerte" a todo lo que constituye un resultado definitivo, así como llama "vida" a lo que no es más que agitación estéril. El gusto enfermizo por la búsqueda, verdadera "inquietud mental" sin término y sin salida, se *

"La superstizione della «vita»” (24 de agosto de 1934) Firmado “Ignitus”. Contiene parte del capítulo “La superstition de la Vie” (“La superstición de la Vida”), publicado en Orient e Occident, París, 1924.

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manifiesta muy particularmente en la filosofía moderna, cuya mayor parte no representa más que una serie de problemas absolutamente artificiales, que no existen sino porque están mal planteados, que no nacen y no subsisten sino en virtud de equívocos cuidadosamente mantenidos; problemas insolubles en verdad, dada la manera en que se los formula, pero que nadie tiende a resolver, y cuya única razón de ser consiste en alimentar indefinidamente controversias y discusiones que no conducen a nada y que no deben conducir a nada. Sustituir así el conocimiento por la búsqueda (y ya hemos señalado en este aspecto el notable abuso de las "teorías del conocimiento"), es simplemente renunciar al objeto propio de la inteligencia y es fácil comprender que, en estas condiciones, algunos hayan llegado finalmente a suprimir la noción misma de la verdad, pues la verdad no puede ser concebida más que como el término que se debe alcanzar, y ellos no quieren un término para su búsqueda; tal cosa no podría entonces ser algo intelectual, ni siquiera tomando a la inteligencia en su acepción más extendida y no en la más alta y pura y, si hemos podido hablar de la “pasión por la búsqueda", es porque se trata, en efecto, de una invasión de la sentimentalidad en dominios con respecto a los cuales debería permanecer extraña y que estamos ya muy lejos de todo lo que puede hacer referencia a un orden intelectual puro. Ya hemos tenido ocasión de mostrar que racionalismo y sentimentalismo son los dos términos de una alternativa, de la cual el occidental moderno parece incapaz de salir y por medio de la cual queda confinado en el mundo sensible. Cuando Bergson dice que la inteligencia tiene por objeto natural la materia, se equivoca llamando inteligencia a aquello de lo que quiere hablar y muestra lo ignoto que le resulta lo verdaderamente intelectual; pero tiene razón, en el fondo, si él, con esta denominación errónea, entiende la parte más inferior de la inteligencia o, más precisamente, el uso que de ella se hace comúnmente en el Occidente actual. En cuanto al mismo Bergson, aquello a lo que esencialmente se refiere es la vida. Es de notar la parte que en sus teorías tiene el “impulso vital” y el sentido que él da a la denominada percepción de la “duración pura”. Pero la “vida”, sea cual fuere el valor que se le atribuya, está conectada a la materia de modo indisoluble, y se trata siempre de un mismo mundo, considerado, ora según una concepción “organicista” o “vitalista” ora según una concepción “mecanicista”. Solamente que cuando se da la preponderancia al elemento vital sobre el elemento material en la constitución del mundo, es natural que el sentimiento tome la delantera con respecto a la autodenominada inteligencia; los intuicionistas con su "torsion d´ésprit”, los pragmatistas, con su "experiencia interior", apelan simplemente a las potencias oscuras del instinto y del sentimiento, que consideran como el fondo mismo del ser y, cuando llegan hasta el fin de su pensamiento o más bien de su tendencia, terminan como William James, proclamando finalmente la supremacía del subconsciente, en virtud de la más increíble subversión del orden natural que la historia de las ideas haya podido registrar jamás. La vida, considerada en sí misma, es siempre cambio, modificación incesante. Es comprensible por tanto que ejerza semejante fascinación sobre el espíritu de la civilización moderna, en la cual el cambio es también la característica más sorprendente, lo que aparece a primera vista, incluso si nos limitamos a un examen totalmente superficial. Cuando se cae en el estado de reclusión en el ámbito de la vida y de las concepciones que se relacionan directamente con ella, no se puede conocer nada de lo que escapa al cambio, nada del orden trascendente e inmutable que es el de los principios universales; no podría entonces haber ningún conocimiento metafísico posible, y siempre volvemos a esta comprobación, como consecuencia ineluctable de cada una de las características del Occidente actual. Aquí preferimos decir cambio antes que movimiento, porque el primero de estos dos términos es más extenso que el segundo: el movimiento no es mas que la modalidad física o, mejor dicho, mecánica del cambio, y hay concepciones que consideran otra modalidad, a la que reservan el carácter más propiamente "vital", con exclusión del movimiento entendido en el sentido ordinario, es decir como un simple cambio de posición. Además, no habría que exagerar ciertas oposiciones, que no lo son más que desde un punto de vista restringido; Sea como fuere, una concepción que se presenta como una "filosofía de la vida" es necesariamente, por eso mismo, una "filosofía del

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devenir"; queremos decir que está encerrada en el devenir y no puede salir de él (devenir y cambio son sinónimos), lo cual la lleva a situar toda realidad en este devenir y a negar que haya algo que esté fuera o más allá de él: lo que, una vez más, equivale a una negación parcial de la metafísica. Como es evidente, tal es el caso del evolucionismo en todas sus formas, desde las concepciones más mecanicistas, comprendiendo en ellas al grosero "transformismo", hasta algunas teorías del género de las bergsonianas. Nada que no sea el devenir podrá encontrar lugar en ellas, e inclusive, a decir verdad, no lo consideran más que en una porción más o menos restringida. La evolución no es en definitiva otra cosa que el cambio, con el agregado de una ilusión referida al sentido y la calidad de dicho cambio. Evolución y progreso son una única y misma cosa, pero hoy en día se suele preferir la primera de estas dos palabras porque se le encuentra un empaque más "científico"; el evolucionismo es una especie de producto de las dos grandes supersticiones modernas, la de la ciencia y la de la vida, y, lo que explica su éxito, es precisamente que el racionalismo y el sentimentalismo encuentran su satisfacción en él. Las proporciones variables en las que se combinan estas dos tendencias están dadas en la diversidad de formas que revista esta teoría. Los evolucionistas imponen el cambio en todas partes, y hasta en Dios mismo. Es así como Bergson se representa a Dios como "un centro del cual saldrían los mundos, y que no es una cosa sino una continuidad del salir"; y agrega expresamente: "Dios, así definido, no ha hecho nada completo; es vida incesante, acción, libertad". Así, estas ideas de vida y acción van a constituir, entre nuestros contemporáneos, una verdadera obsesión y se transportan aquí a un dominio que querría ser especulativo. Esta concepción de un Dios que deviene, inmanente y no trascendente, y también la semejante de una verdad que “se hace”, que no es más que una especie de límite ideal, sin nada actualmente realizado, no son en absoluto excepcionales en el pensamiento moderno. Los pragmatistas, que han adoptado la idea de un “Dios limitado” por motivos fundamentalmente "moralistas", no son sus primeros inventores, pues aquello de lo cual se dice que evoluciona debe ser forzosamente concebido como limitado. El pragmatismo, por su denominación misma, se plantea ante todo como "filosofía de la acción". Su postulado más o menos reconocido dice que el hombre no tiene otras necesidades que las de orden práctico, necesidades a la vez materiales y sentimentales; esto significa entonces la abolición de la intelectualidad; pero, si es así, ¿por qué insistir en elaborar teorías? Esto se comprende bastante mal. Y, como el escepticismo, del cual no difiere más que en el aspecto de la acción, el pragmatismo, si quisiera ser consecuente consigo mismo, debería limitarse a una simple actitud mental, que no puede tratar de justificar lógicamente sin desmentirse. Pero sin duda es muy difícil mantenerse estrictamente en una reserva semejante. El hombre, por decaído que esté intelectualmente, no puede impedirse al menos razonar, aunque solamente sea para negar la razón. Los pragmatistas, por otra parte, no la niegan como los escépticos, pero pretenden reducirla a un uso puramente práctico; al hacer su aparición después de quienes han querido reducir toda la inteligencia a la razón, pero sin rehusarle a ésta una utilización teórica, constituyen un grado más en el descenso. Hay asimismo un punto sobre el cual la negación de los pragmatistas va más lejos que la de los escépticos puros; éstos no niegan que la verdad existe fuera de nosotros, sino solamente que podamos alcanzarla; los pragmatistas, a imitación de algunos sofistas griegos (que al menos probablemente no se tomaban en serio), llegan inclusive a suprimir la verdad misma. En su lugar, entran por tanto la superstición del devenir, la superstición de la acción y la superstición de la vida, en los aspectos ya considerados y los cuales nos reservamos nuestro próximo escrito para agotarlos.

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LA VERSIÓN DE BASE: 11a.- Parte del capítulo III de la 1ª parte de Orient et Occident: LA

SUPERSTICIÓN DE LA VIDA. Los occidentales reprochan frecuentemente a las civilizaciones orientales, entre otras cosas, su carácter de fijeza y de estabilidad, que les parece como la negación del progreso, y que lo es, en efecto, se lo reconocemos de buena gana; pero, para ver en eso un defecto, es menester creer en el progreso. Para nosotros, este carácter indica que esas civilizaciones participan de la inmutabilidad de los principios sobre los que se apoyan, y ése es uno de los aspectos esenciales de la idea de tradición; es porque la civilización moderna carece de principio por lo que es eminentemente cambiante. Por otro lado, no habría que creer que la estabilidad de que hablamos llega hasta excluir toda modificación, lo que sería exagerado; pero reduce la modificación a no ser nunca más que una adaptación a las circunstancias, por la que los principios no son afectados de ninguna manera, y que puede al contrario deducirse de ellos estrictamente, por poco que se los considere no en sí mismos, sino con vistas a una aplicación determinada; y por eso existen, además de la metafísica que no obstante se basta a sí misma en tanto que conocimiento de los principios, todas las “ciencias tradicionales” que abarcan el orden de las existencias contingentes, comprendidas las instituciones sociales. Sería necesario no confundir inmutabilidad con inmovilidad; los errores de este género son frecuentes en los occidentales, porque son generalmente incapaces de separar la concepción de la imaginación, y porque su espíritu no puede desprenderse de las representaciones sensibles; eso se ve muy claramente en filósofos tales como Kant, que, no obstante, no pueden ser colocados entre los “sensualistas”. Lo inmutable no es lo que es contrario al cambio, sino lo que le es superior, de igual modo que lo “suprarracional” no es lo “irracional”; es menester desconfiar de la tendencia a colocar las cosas en oposiciones y en antítesis artificiales, por una interpretación a la vez “simplista” y sistemática, que procede sobre todo de la incapacidad de ir más lejos y de resolver los contrastes aparentes en la unidad armónica de una verdadera síntesis. Por eso no es menos cierto que hay realmente, bajo el aspecto que consideramos aquí como bajo muchos otros, cierta oposición entre Oriente y Occidente, al menos en el estado actual de las cosas: hay divergencia, pero, no hay que olvidarlo, es unilateral y no simétrica, es como la de una rama que se separa del tronco; es sólo la civilización occidental la que, al marchar en el sentido que ha seguido en el curso de los últimos siglos, se ha alejado de las civilizaciones orientales hasta el punto de que, entre aquella y éstas, ya no parece haber por así decir ningún elemento en común, ningún término de comparación, ningún terreno de entendimiento y de conciliación. El occidental, más especialmente el occidental moderno (es siempre de éste del que vamos a hablar), aparece como esencialmente cambiante e inconstante, como entregado al movimiento sin detención y a la agitación incesante, y no aspirando, por lo demás, a salir de ahí; su estado es, en suma, el de un ser que no puede llegar a encontrar su equilibrio, pero que, al no poder hacerlo, se niega a admitir que la cosa sea posible en sí misma, o, simplemente deseable, y llega hasta envanecerse de su impotencia. Este cambio en el cual está encerrado y en el que se complace, al que no exige que le lleve a una meta cualquiera, porque ha llegado a amarlo por sí mismo, es, en el fondo, lo que llama “progreso”, como si bastase marchar en no importa cuál dirección para avanzar con seguridad; pero avanzar hacia qué, no piensa siquiera preguntárselo; y a la dispersión en la multiplicidad, que es la inevitable consecuencia de este cambio sin principio y sin meta, y que es incluso su única consecuencia cuya realidad no pueda ser contestada, la llama “enriquecimiento”: una palabra que, por el grosero materialismo de la imagen que evoca, es completamente típica y representativa de la mentalidad moderna. La necesidad de actividad exterior llevada a un grado tal, el gusto del esfuerzo por el esfuerzo, independientemente de los resultados que se puedan obtener de él, eso no es natural al hombre, al menos al hombre normal, según la idea que se tiene de él por todas partes y siempre; pero eso ha devenido de alguna manera natural al occidental, quizás por un efecto del hábito, que Aristóteles dice que es como una segunda naturaleza, pero sobre todo por la atrofia de las facultades superiores del ser, necesariamente correlativa del desarrollo intensivo de los elementos inferiores; aquél que no tiene ningún medio de

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sustraerse a la agitación sólo puede satisfacerse en ella, de la misma manera que aquél cuya inteligencia está limitada a la actividad racional encuentra ésta admirable y sublime; para estar plenamente cómodo en una esfera cerrada, cualquiera que sea, es menester no concebir que pueda haber algo más allá. Las aspiraciones del occidental, único caso entre todos los hombres (no hablamos de los salvajes, sobre los que, por lo demás, es muy difícil saber exactamente a qué atenerse), están ordinariamente limitadas al mundo sensible estrictamente y a sus dependencias, entre las cuales comprendemos todo el orden sentimental y una buena parte del orden racional; ciertamente, hay loables excepciones, pero no podemos considerar aquí más que la mentalidad general y común, es decir, la que es verdaderamente característica del lugar y de la época. Es menester observar también, en el orden intelectual mismo, o más bien en lo que subsiste de él, un fenómeno extraño que no es más que un caso particular del estado de espíritu que acabamos de describir: y es la pasión por la investigación tomada como un fin en sí misma, sin ninguna preocupación de verla llegar a una solución cualquiera; mientras que los demás hombres investigan para encontrar y para saber, el occidental de nuestros días investiga por investigar; la palabra evangélica, Quæriti et invenietis, es para él letra muerta, en toda la fuerza de la expresión, puesto que llama precisamente “muerte” a todo lo que constituye un resultado definitivo, como llama “vida” a lo que no es más que agitación estéril. El gusto enfermizo por la investigación, verdadera “inquietud mental” sin término y sin salida, se manifiesta muy particularmente en la filosofía moderna, cuya mayor parte no representa más que una serie de problemas enteramente artificiales, que no existen sino porque están mal planteados, y que no nacen y subsisten sino por equívocos cuidadosamente mantenidos; problemas insolubles ciertamente, dada la manera en que se los formula, que no se quieren resolver, y cuya razón de ser consiste enteramente en alimentar indefinidamente controversias y discusiones que no conducen a nada, y que no deben conducir a nada. Sustituir así el conocimiento por la investigación (y ya hemos señalado, a este respecto, el abuso tan notable de las “teorías del conocimiento”), es simplemente renunciar al objeto propio de la inteligencia, y se comprende bien que, en estas condiciones, algunos hayan llegado finalmente a suprimir la noción misma de verdad, ya que la verdad no puede ser concebida más que como el término que se debe alcanzar, y ellos no quieren ningún término para su investigación; así pues, eso no podría ser algo intelectual, ni siquiera tomando la inteligencia en su acepción más extensa, no en la más elevada y la más pura; y, si hemos podido hablar de “pasión por la investigación”, es porque, en efecto, se trata de una invasión de la sentimentalidad en dominios en los que debería permanecer extraña. No protestamos, entiéndase bien, contra la existencia misma de la sentimentalidad, que es un hecho natural, sino sólo contra su extensión anormal e ilegítima; es menester saber poner cada cosa en su lugar y dejarla en él, pero, para eso, es menester una comprehensión del orden universal que escapa al mundo occidental, donde el desorden es ley; denunciar el sentimentalismo, no es negar la sentimentalidad, como denunciar el racionalismo no equivale a negar la razón; el sentimentalismo y el racionalismo no representan más que abusos, cuando, como ocurre en el Occidente moderno, aparecen como los dos términos de una alternativa de la que se es incapaz de salir. Ya hemos dicho que el sentimiento está extremadamente cerca del mundo material; no es por nada que el lenguaje une estrechamente lo sensible y lo sentimental, y, aunque es menester no llegar a confundirlos, no son más que dos modalidades de un solo y mismo orden de cosas. El espíritu moderno está volcado casi únicamente hacia lo exterior, hacia el dominio sensible; el sentimiento le parece interior, y, bajo este aspecto, frecuentemente quiere oponerle a la sensación; pero eso es muy relativo, y la verdad es que la “introspección” del psicólogo no aprehende, ella misma, otra cosa que fenómenos, es decir, modificaciones exteriores y superficiales del ser; no es verdaderamente interior y profunda más que la parte superior de la inteligencia. Esto parecerá sorprendente a aquellos que, como los intuicionistas contemporáneos, no conocen de la inteligencia más que la parte inferior, representada por las facultades sensibles y por la razón, que, en tanto que se aplica a los objetos sensibles, la creen más exterior que el sentimiento; pero, con respecto al intelectualismo trascendente de los orientales, el racionalismo y el intuicionismo se encuentran sobre un mismo plano y se detienen igualmente en lo exterior del ser, a pesar de las ilusiones por las que una u otra de estas concepciones creen aprehender algo de su naturaleza íntima. En el fondo, en todo eso no se trata nunca de ir

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más allá de las cosas sensibles; la diferencia no recae más que sobre los procedimientos a poner en obra para alcanzar esas cosas, sobre la manera en que conviene considerarlas, sobre cuál de sus diversos aspectos importa poner en evidencia: podríamos decir que unos prefieren insistir sobre el lado “materia”, y otros sobre el lado “vida”. En efecto, éstas son las limitaciones de las que el pensamiento occidental no puede liberarse: los griegos eran incapaces de liberarse de la forma; los modernos parecen incapaces sobre todo de desprenderse de la materia, y, cuando intentan hacerlo, no pueden en todo caso salir del dominio de la vida. Todo ello, la vida tanto como la materia y más aún la forma, no son más que condiciones de existencia especiales del mundo sensible; así pues, todo eso está sobre un mismo plano, como lo decíamos hace un momento. El Occidente moderno, salvo casos excepcionales, toma el mundo sensible como único objeto de conocimiento; que se dedique preferentemente a una o a otra de las condiciones de este mundo, que lo estudie bajo tal o cual punto de vista, recorriéndolo en cualquier sentido, el dominio donde se ejerce su actividad mental no por eso deja de ser siempre el mismo; si este dominio parece extenderse más o menos, eso no va nunca muy lejos, cuando no es puramente ilusorio. Por lo demás, junto al mundo sensible, hay diversos prolongamientos que pertenecen todavía al mismo grado de la existencia universal; según se considere tal o cual condición, entre las que definen este mundo, se podrá alcanzar a veces uno u otro de esos prolongamientos, pero no por ello se estará menos encerrado en un dominio especial y determinado. Cuando Bergson dice que la inteligencia tiene a la materia como su objeto natural, comete el error de llamar inteligencia a aquello de lo que quiere hablar, y lo hace porque lo que es verdaderamente intelectual le es desconocido; pero tiene razón en el fondo si apunta solamente, bajo esta denominación errónea, a la parte más inferior de la inteligencia, o más precisamente al uso que se hace de ella comúnmente en el Occidente actual. En cuanto a él, es a la vida a la que se apega esencialmente: se sabe bien el papel que juega el “impulso vital” en sus teorías, y el sentido que da a lo que llama la percepción de la “duración pura”; pero la vida, cualquiera que sea el “valor” que se le atribuya, no por eso está menos indisolublemente ligada a la materia, y es siempre el mismo mundo el que se considera aquí según una concepción “organicista” o “vitalista”, y en otras partes según una concepción “mecanicista”. Solamente que, cuando se da la preponderancia al elemento vital sobre el elemento material en la constitución de este mundo, es natural que el sentimiento tome la delantera sobre la supuesta inteligencia; los intuicionistas con su “torsión de espíritu”, los pragmatistas con su “experiencia interior”, apelan simplemente a las potencias oscuras del instinto y del sentimiento, que toman por el fondo mismo del ser, y, cuando van hasta el final de su pensamiento o más bien de su tendencia, llegan, como William James, a proclamar finalmente la supremacía del “subconsciente”, por la más increíble subversión del orden natural que la historia de las ideas haya tenido que registrar nunca. La vida, considerada en sí misma, es siempre cambio, modificación incesante; así pues, es comprehensible que ejerza tal fascinación sobre el espíritu de la civilización moderna, en la que el cambio es también el carácter más sobresaliente, el que aparece a primera vista, incluso si uno se queda en un examen completamente superficial. Cuando uno se encuentra así encerrado en la vida y en las concepciones que se refieren a ella directamente, no se puede conocer nada de lo que escapa al cambio, nada del orden trascendente e inmutable que es el de los principios universales; así pues, ya no podría haber ningún conocimiento metafísico posible, y somos llevados siempre a esta constatación, como consecuencia ineluctable de cada una de las características del Occidente actual. Decimos aquí cambio más bien que movimiento, porque el primero de estos dos términos es más extenso que el segundo: el movimiento no es más que la modalidad física o, mejor, mecánica del cambio, y hay concepciones que consideran otras modalidades irreductibles a ésta, a las que reservan incluso el carácter más propiamente “vital”, con exclusión del movimiento entendido en el sentido ordinario, es decir, como un simple cambio de situación. Aquí también, sería menester no exagerar algunas oposiciones, que no son tales más que desde un punto de vista más o menos limitado: así, una teoría mecanicista es, por definición, una teoría que pretende explicarlo todo por la materia y el movimiento; pero, dando a la idea de vida toda la extensión de la que es susceptible, se podría hacer entrar en ella el movimiento mismo, y uno se daría cuenta entonces de que las teorías supuestamente opuestas o antagonistas son, en el fondo,

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mucho más equivalentes de lo que quieren admitir sus partidarios respectivos1; por una parte y por otra, no hay apenas más que un poco más o menos de estrechez de miras. Sea como fuere, una concepción que se presenta como una “filosofía de la vida” es necesariamente, por eso mismo, una “filosofía del devenir”; queremos decir que está encerrada en el devenir y no puede salir de él (puesto que devenir y cambio son sinónimos), lo que la lleva a colocar toda realidad en ese devenir, a negar que haya algo fuera o más allá de él, puesto que el espíritu sistemático está hecho de tal manera que se imagina que incluye en sus fórmulas la totalidad del Universo; eso es también una negación formal de la metafísica. Tal es, concretamente, el evolucionismo bajo todas sus formas, desde las concepciones más mecanicistas, comprendido el grosero “transformismo”, hasta teorías del género de las de Bergson; nada que no sea el devenir podría encontrar sitio ahí, y, todavía, a decir verdad, no se considera de él más que una porción más o menos restringida. La evolución, no es en suma más que el cambio, una ilusión más que se refiere al sentido y a la cualidad de ese cambio; evolución y progreso son una sola y misma cosa, complicaciones al margen, pero hoy día se prefiere frecuentemente la primera de estas dos palabras porque se la encuentra de un matiz más “científico”; el evolucionismo es como un producto de estas dos grandes supersticiones modernas, la de la ciencia y la de la vida, y lo que constituye su éxito, es precisamente que el racionalismo y el sentimentalismo encuentran en él, uno y otro, su satisfacción; las proporciones variables en las que se combinan estas dos tendencias cuentan mucho en la diversidad de las formas que reviste esta teoría. Los evolucionistas ponen el cambio por todas partes, y hasta en Dios mismo cuando lo admiten: así, Bergson se representa a Dios como “un centro de donde brotarían los mundos, y que no es una cosa, sino una continuidad de brote”; y agrega expresamente: “Dios, definido así, no ha hecho nada; es vida incesante, acción, libertad”2. Así pues, son efectivamente estas ideas de vida y de acción las que constituyen, en nuestros contemporáneos, una verdadera obsesión, ideas que se transfieren aquí a un dominio que querría ser especulativo; de hecho, es la supresión de la especulación en provecho de la acción la que invade y absorbe todo. Esta concepción de un Dios en devenir, que no es más que inmanente y no trascendente, y también (lo que equivale a lo mismo) la de una verdad que se hace, que no es más que una especie de límite ideal, sin nada actualmente realizado, no son excepciones en el pensamiento moderno; los pragmatistas, que han adoptado la idea de un Dios limitado por motivos sobre todo “moralistas”, no son sus primeros inventores, pues aquello que se dice que evoluciona debe ser concebido forzosamente como limitado. El pragmatismo, por su denominación misma, se presenta ante todo como “filosofía de la acción”; su postulado más o menos confesado es que el hombre no tiene otras necesidades que las de orden práctico, necesidades a la vez materiales y sentimentales; por consiguiente, es la abolición de la intelectualidad; pero, si es así, ¿por qué querer entonces hacer teorías? Eso se comprende bastante mal; y, como el escepticismo, del que no difiere más que en el aspecto de la acción, el pragmatismo, si quisiera ser consecuente consigo mismo, debería limitarse a una simple actitud mental, que no puede siquiera intentar justificar lógicamente sin darse un desmentido; pero sin duda es muy difícil mantenerse estrictamente en semejante reserva. El hombre, por caído que esté intelectualmente, no puede impedirse al menos razonar, aunque no sea más que para negar la razón; por lo demás, los pragmatistas no la niegan como los escépticos, pero quieren reducirla a un uso puramente práctico; al venir después de aquellos que han querido reducir toda la inteligencia a la razón, pero sin negar a ésta un uso teórico, es un grado más en el descenso. Hay incluso un punto sobre el que la negación de los pragmatistas va más lejos que la de los puros escépticos; éstos últimos no niegan que la verdad exista fuera de nosotros, sino sólo que podamos alcanzarla; los pragmatistas, a imitación de algunos sofistas griegos (que al menos no se tomaban probablemente en serio), llegan hasta suprimir la verdad misma. (…). 1

Es lo que ya hemos hecho observar, en otra ocasión, en lo que concierne a las dos variedades del “monismo”, una espiritualista y la otra materialista. 2

L’Evolution créatrice, pág. 270,

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12b.- PRECISIONES NECESARIAS: DOS CIENCIAS* Ya en varias otras ocasiones se ha explicado aquí la diferencia fundamental existente entre la naturaleza de las ciencias de los Antiguos y de los Modernos; diferencia que se da entre ciencias tradicionales y ciencias profanas. Pero sobre eso se han difundido una cantidad tal de errores, que nunca sería superfluo insistir sobre ello. Así, frecuentemente se ve afirmar, casi como cosa evidente, que la ciencia de los Antiguos era puramente “empírica”, lo que en el fondo equivale a decir que no era una verdadera ciencia, sino solamente una especie de conocimiento completamente práctico y utilitario. Ahora bien, es fácil comprobar que, precisamente al contrario, preocupaciones de tal género nunca han ocupado tanto lugar como entre los Modernos y que, sin ir más lejos, ya en la denominada antigüedad clásica, todo lo que se refería a una experimentación, era considerado por los Antiguos como cosa capaz solamente para constituir un conocimiento de grado bastante inferior. No se ve cómo ello pueda conciliarse con las afirmaciones precedentes y, por una singular inconsecuencia, precisamente aquellos que la formulan casi nunca dejan de reprochar a los Antiguos su desprecio por la experiencia. La fuente del error en cuestión, como por lo demás de muchos otros, es la concepción evolucionista o progresista. En virtud de ésta se pretende que todo conocimiento haya comenzado en un estado rudimentario, del cual se habría desarrollado y elevado poco a poco. Se postula una especie de grosera simplicidad primitiva que, bien entendido, no puede ser objeto de ninguna comprobación y se pretende hacer surgir todo de abajo, casi como si no fuese contradictorio admitir que lo superior pueda extraerse de lo inferior. Tal concepción no es simplemente un error cualquiera, sino que constituye propiamente una “contra-verdad”. Queremos decir que va precisamente en el sentido opuesto a la verdad, con una inversión extraña y muy característica del espíritu moderno. Es verdad, sin embargo, que, a partir de los orígenes, ha habido una especie de degradación, de “descenso” continuo, de la espiritualidad a la materialidad, es decir, de lo superior hacia lo inferior, y manifestándose en todos los dominios de la actividad humana: y de ahí, en épocas bastante recientes, han nacido las ciencias profanas, ajenas a todo principio trascendente y justificadas únicamente por las aplicaciones prácticas a que dan lugar, puesto que en eso se interesa centralmente el hombre moderno, no en un puro conocer; de donde, al hablar de los Antiguos, como ya hemos señalado hace poco, aquel no hace sino atribuirles sus mismas tendencias, dado que tampoco concibe que puedan haber sido diferentes y menos aún concibe que puedan existir ciencias completamente distintas, por objeto y método, de aquellas cultivadas por él mismo exclusivamente. Este mismo error implica también el “empirismo” como teoría filosófica, es decir, la idea –ella misma bastante moderna- de que todo conocimiento deriva completamente de la experiencia y más precisamente de la sensible. En el fondo, no se trata más que de variantes de la concepción de que todo viene de abajo. Está claro que, aparte tal idea preconcebida, no hay ninguna razón para suponer que el estado primero de todo conocimiento haya debido ser empírico. Tal aproximación entre los dos sentidos de la misma palabra ciertamente nada tiene de casual, y podremos decir que es el “empirismo” filosófico de los Modernos el que les lleva a atribuir a los Antiguos un “empirismo” de hecho. Ahora debemos confesar que nunca hemos logrado comprender la misma posibilidad de semejante concepción, tan contraria parece a toda evidencia. Que haya conocimientos que no vengan de los sentidos es puramente un dato de hecho. Pero que los Modernos, que pretenden no basarse más que sobre los hechos, lo desconocen o lo niegan de buena gana, cuando no concuerdan con sus teorías. En suma, la existencia de esta concepción “empirista” prueba simplemente, entre aquellos que la han emitido y que la aceptan, la desaparición completa de ciertas facultades de orden suprasensible, a partir, se entiende, de la pura intuición intelectual. Las ciencias, tal como las comprenden los modernos, es decir, las ciencias profanas, no presuponen, en efecto, más que una elaboración racional de los datos sensibles. Por *

"Precisazioni necessarie: due scienze" (17 de octubre de 1934). Se basa en el artículo “Du prétendu empirisme des Anciens” (“Del pretendido empirismo de los Antiguos”), Voile d´Isis, julio de 1934, luego recopilado en Mélanges, París, 1976.

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tanto, son propiamente “empíricas”, en su punto de partida; y se podría decir que los Modernos confunden indebidamente este punto de partida de sus ciencias con el origen de toda ciencia. Con todo, incluso en sus ciencias, hay todavía, a veces, vestigios más o menos alterados de antiguos conocimientos, cuya naturaleza real se les escapa. Y aquí pensamos sobre todo en las ciencias matemáticas, cuyas nociones esenciales no podrían extraerse de la experiencia sensible; los esfuerzos de ciertos filósofos para explicar empíricamente el origen de tales nociones ¡son a veces irresistiblemente cómicos! Y si alguno quisiera protestar cuando hablamos de mermas o de alteraciones, le pediríamos que confronte, por ejemplo, a este respecto, la ciencia tradicional de los números con la aritmética profana: así se comprendería fácilmente lo que queremos decir. Por otro lado, la mayor parte de las ciencias profanas debe su origen solamente a fragmentos o, se podría decir, a residuos de ciencias tradicionales incomprendidas: en otro lugar hemos citado como particularmente característico, el ejemplo de la química, surgida, no de la alquimia, sino de la desnaturalización que ésta sufrió a causa de los “sopladores”, es decir, los profanos que, ignorando el verdadero sentido de los símbolos de tal ciencia, tomándolos en un sentido groseramente material. Hemos citado también el caso de la astronomía, que no representa más que la parte material de la antigua astrología, aislada completamente de lo que constituía su “espíritu”, y que se ha perdido irremediablemente para los modernos, los cuales repiten ingenuamente que la astronomía fue descubierta, de modo totalmente empírico, por “pastores caldeos”, y no se dan cuenta de que el mismo nombre de caldeos ¡designaba en realidad una casta sacerdotal! Se podrían multiplicar los ejemplos del mismo tipo, confrontar las cosmogonías sagradas y las teorías modernas sobre las “nebulosas” o hipótesis afines, o también, en otro orden de ideas, mostrar la degeneración de la medicina con respecto a su antigua dignidad de arte sacerdotal, y así sin cesar. La conclusión sería siempre la misma: unos profanos se han apoderado ilegítimamente de fragmentos de conocimientos de los cuales no podían comprender ni el alcance ni el sentido, y con ellos han formado ciencias que se dicen independientes. La ciencia moderna, naciendo en esa situación, no es, propiamente hablando, más que una ciencia de los ignorantes. Las ciencias tradicionales –como Ignitus ha recordado oportunamente en esta página- se caracterizan esencialmente por conectarse con los principios trascendentes de los cuales dependen estrictamente, a título de aplicaciones más o menos contingentes, cosa exactamente opuesta al “empirismo”. Pero los principios, escapan necesariamente a los profanos, y por tal razón éstos, aunque sean modernos científicos, no pueden en el fondo ser otra cosa que “empíricos”. Después que, tras la degeneración que mencionábamos anteriormente, no todos los hombres están parecidamente cualificados para todo conocimiento, existen por necesidad “profanos”. Mas para que su ciencia truncada y falseada haya podido tomarse en serio y presentarse como lo que no es, ha sido necesario que el verdadero conocimiento desaparezca, junto a las organizaciones encargadas de conservarlo y transmitirlo. Y eso es precisamente lo que se ha verificado en el curso de los últimos siglos. Añadamos que, por el modo en que los Modernos consideran las ciencias de los Antiguos, aparece claramente la negación de todo elemento “suprahumano”, que ésta es la base del espíritu antitradicional y que, todo en conjunto, no es más que la consecuencia directa de la ignorancia profana. No solamente todo viene reducido a proporciones puramente humanas, sino que por la general subversión inherente a la concepción evolucionista, se termina por transportar lo infrahumano a los orígenes. Y lo más grave es que, a los ojos de nuestros contemporáneos todo ello parece ser evidente de por sí, e ideas del género se enuncian como si fueran completamente incontestables, presentándose como “hechos” las hipótesis más infundadas. Tales consideraciones podrían también ayudar para hacer comprender por cuál motivo es absolutamente vano buscar que se establezca un acuerdo entre los conocimientos tradicionales y los conocimientos profanos y por qué razón los primeros no tienen que pedir a los segundos una confirmación de la cual, en sí mismas, no tiene necesidad ninguna. Si insistimos sobre ello es porque sabemos cuán difundido está semejante modo de ver entre aquellos que tienen alguna idea de las doctrinas tradicionales, pero una idea

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“externa”, si así puede decirse, e insuficiente para conducirlos a su naturaleza profunda y para impedirles quedar ilusionados por el prestigio engañoso de la ciencia moderna y de sus aplicaciones prácticas. Poniendo en el mismo plano cosas de ningún modo comparables, no sólo pierden el tiempo y el esfuerzo, sino que corren el riesgo de extraviarse y de extraviar a otros con falsas concepciones de todo tipo: y no solamente las múltiples variedades del teosofismo, sino también ciertos giros y ciertas reivindicaciones de una escolástica modernizante, nos dicen que semejante peligro es demasiado real.

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LA VERSIÓN DE BASE: 12a.- DEL PRETENDIDO ‘EMPIRISMO’ DE LOS ANTIGUOS* Hemos ya, en muchas ocasiones, explicado la diferencia fundamental existente en la naturaleza de las ciencias entre los antiguos y entre los modernos, diferencia que es la que hay entre las ciencias tradicionales y las ciencias profanas; pero ésta es una cuestión sobre la cual se han extendido tantos errores que nunca se volvería sobre ella con demasiada insistencia. Así, vemos frecuentemente afirmar, como algo que no podría dudarse, que la ciencia de los antiguos era puramente "empírica" lo que, en el fondo, equivale a decir que incluso no era una ciencia propiamente dicha, sino solamente una especie de saber totalmente práctico y utilitario. Ahora bien, es fácil comprobar que, muy al contrario, las preocupaciones de este orden nunca han ocupado tanto lugar como entre los modernos, y también, sin remontarnos incluso más lejos que la antigüedad llamada "clásica", que todo lo que depende de la experimentación era considerado por los antiguos como no pudiendo constituir más que un conocimiento de grado muy inferior. No vemos muy bien cómo todo ello puede conciliarse con la precedente afirmación; y, por una singular inconsecuencia, los mismos que formulan ésta, no dejan casi nunca, por lo demás, ¡de reprochar a los antiguos su desdén por la experiencia! La fuente del error de que se trata, como de muchos otros, es la concepción "evolucionista" o "progresista": se quiere, en virtud de ella, que todo conocimiento haya comenzado por un estado rudimentario, a partir del cual se habría desarrollado y elevado poco a poco; se postula una especie de grosera simplicidad primitiva, que, bien entendido, no puede ser objeto de ninguna comprobación; y se pretende hacer partir todo de abajo, como si no fuera contradictorio el admitir que lo superior pudiese surgir de lo inferior. Tal concepción no es simplemente un error cualquiera sino que constituye propiamente una "contra-verdad"; queremos decir con ello que va exactamente en oposición a la verdad, por una extraña inversión que es muy característica del espíritu moderno. La verdad, por el contrario, es que ha habido desde los orígenes, una suerte de degradación o de "descenso" continuo, yendo de la espiritualidad a la materialidad, es decir, de lo superior hacia lo inferior, y manifestándose en todos los dominios de la actividad humana, y que de ahí han nacido, en épocas bastante recientes, las ciencias profanas, separadas de todo principio trascendente y justificadas únicamente por las aplicaciones practicas a las cuales dan lugar, pues tal es en suma, todo lo que interesa al hombre moderno, que no se cuida apenas del conocimiento puro, y que, hablando de los antiguos como lo estamos diciendo, no hace más que atribuirles sus propias tendencias1; porque él no concibe incluso que hayan podido tenerlas totalmente diferentes, como tampoco concibe que pudiesen existir ciencias totalmente distintas, por su objeto y por su método, que aquellas que cultiva él mismo de manera exclusiva. Este mismo error implica también el "empirismo" entendido en el sentido en que esta palabra designa una teoría filosófica, es decir, la idea muy moderna también de que todo conocimiento deriva enteramente de la experiencia, y más precisamente de la experiencia sensible; por otro lado, esta no es en realidad mas que una de las formas de afirmar que todo viene de abajo. Está claro que, fuera de esta idea preconcebida, no hay ninguna razón para suponer que el primer estado de todo conocimiento haya debido ser un estado "empírico"; esta aproximación entre los dos sentidos de la misma palabra no tiene ciertamente nada de fortuito, y podríamos decir que es el "empirismo" filosófico de los modernos el que les lleva a atribuir a los antiguos un "empirismo" de hecho. Ahora bien, debemos confesar que no hemos llegado a comprender jamás incluso la posibilidad de tal concepción, de tal manera nos parece que se opone a toda evidencia: que haya conocimientos que no vienen de los sentidos, ello es, pura y simplemente, una cuestión de hecho; pero los modernos, que no pretenden apoyarse mas que sobre los hechos, los *

Publicado originalmente en Voile d´Isis, París, julio de 1934. Recopilado en Mélanges, París, 1976. 1

Por una ilusión del mismo género, los modernos, dado que se mueven sobre todo por motivos "económicos", pretenden explicar todos los acontecimientos históricos con causas de este orden.

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desconocen o los niegan de buen grado cuando no concuerdan con sus teorías. En suma, la existencia de esta concepción "empirista" prueba simplemente, entre los que la han emitido y entre los que la aceptan, la desaparición completa de ciertas facultades de orden suprasensible, comenzando, evidentemente, por la pura intuición intelectual2. Las ciencias tal como las comprenden los modernos, es decir, las ciencias profanas, no suponen efectivamente de manera general, sino una elaboración racional de datos sensibles; son pues ellas las verdaderamente "empíricas" en cuanto a su punto de partida; y se podría decir que los modernos confunden indebidamente ese punto de partida de sus ciencias con el origen de toda ciencia. Hay todavía a veces, incluso en sus ciencias, como vestigios aminorados o alterados de conocimientos antiguos, cuya naturaleza se les escapa, y pensamos aquí sobre todo en las ciencias matemáticas, cuyas nociones esenciales no podrían ser sacadas de la experiencia sensible; ¡los esfuerzos de ciertos filósofos para explicar "empíricamente" el origen de esas nociones son a veces de una comicidad irresistible! Y si algunos estuvieran tentados de protestar cuando hablamos de aminoramiento o de alteración, les pediríamos que compararan a este respecto, por ejemplo, la ciencia tradicional de los números con la aritmética profana; podrán sin duda comprender bastante fácilmente así lo que queremos decir. Por añadidura, la mayor parte de las ciencias profanas no deben realmente su origen más que a fragmentos o, se podría decir, a residuos de ciencias tradicionales incomprendidas: hemos citado en otro lugar, como particularmente característico, el ejemplo de la química, surgida, no de la alquimia verdadera, sino de su desnaturalización por los "sopladores", es decir por profanos que, ignorando el verdadero sentido de los símbolos herméticos, los tomaron en una acepción torpemente literal. Hemos citado también el caso de la astronomía aislada de todo lo que constituía el "espíritu" de esta ciencia, y que se ha perdido irremediablemente para los modernos, los cuales van repitiendo tontamente que la astronomía fue descubierta de manera totalmente "empírica", por "pastores caldeos", ¡sin darse cuenta de que el nombre de Caldeos era en realidad la designación de una casta sacerdotal! Podrían multiplicarse los ejemplos del mismo género, establecerse una comparación entre las cosmogonías sagradas y la teoría de la "nebulosa" y otras hipótesis similares, o aún, en otro orden de ideas, mostrar la degeneración de la medicina a partir de su antigua dignidad de "arte sacerdotal", y así continuamente. La conclusión sería siempre la misma: unos profanos se han apoderado ilegítimamente de fragmentos de conocimientos de los cuales no podían aprehender ni el alcance ni el significado, y de ellos han formado unas ciencias que se dicen independientes, las cuales valen simplemente lo que valían ellos mismos; la ciencia moderna que ha surgido de ahí, no es por tanto, propiamente mas que la ciencia de los ignorantes3. Las ciencias tradicionales, como hemos dicho muy frecuentemente se caracterizan esencialmente por su vinculación a los principios transcendentes, de los cuales dependen estrictamente a título de aplicaciones más o menos contingentes, y todo ello es lo contrario del "empirismo"; pero los principios escapan necesariamente a los profanos y por ello éstos, aunque fuesen sabios modernos, no pueden nunca ser en el fondo sino "empíricos". Desde que, a consecuencia de la degradación a la cual hacíamos alusión precedentemente, los hombres no están ya todos parecidamente cualificados para todo conocimiento, es decir, al menos desde el principio del Kali-Yuga, hay forzosamente profanos; pero, para que su ciencia truncada y falseada haya podido tomarse en serio y presentarse como lo que no es, era necesario que el verdadero conocimiento 2

Desaparición de esas facultades en cuanto a su ejercicio efectivo, entiéndase bien, pues ellas subsisten a pesar de todo en estado latente en todo ser humano; pero esta especie de atrofia puede alcanzar tal grado que su manifestación se torne completamente imposible y eso es lo que comprobamos en la gran mayoría de nuestros contemporáneos. 3

Por una curiosa ironía de las cosas el "cientificismo" de nuestra época mantiene por encima de todo el proclamarse "laico", sin percibir que eso es, simplemente, la confesión explícita de tal ignorancia.

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desapareciese, con las organizaciones iniciáticas que estaban encargadas de conservarlo y transmitirlo y eso es precisamente lo que ha ocurrido en el mundo occidental en el curso de los últimos siglos. Añadiremos aún que, en la manera como enfocan los modernos los conocimientos de los antiguos, se ve aparecer claramente esta negación de todo elemento "suprahumano" que constituye el fondo del espíritu antitradicional, y que no es a fin de cuentas, sino una consecuencia directa de la ignorancia profana. No solamente se reduce todo a proporciones puramente humanas sino que, a causa de esta inversión de todas las cosas que entraña la concepción "evolucionista" se llega hasta a poner lo "infrahumano" en el origen; y lo más grave es que a los ojos de nuestros contemporáneos tales cosas parecen ser evidentes de por sí: se ha llegado a enunciarlas como si no pudieran incluso ser contestadas, y a presentar como "hechos" las hipótesis menos fundadas ya que ni siquiera se tiene la idea de que pudiese ser de otra manera; ello es lo mas grave, decimos, porque es lo que puede hacer temer que, llegados hasta tal punto la desviación del espíritu moderno sea completamente irremediable. Estas consideraciones podrán aún ayudar a comprender por qué motivo es absolutamente vano buscar un acuerdo o una aproximación cualquiera entre los conocimientos tradicionales y los conocimientos profanos, y por qué los primeros no tienen que pedir a los segundos una "confirmación" de la cual, en sí mismas no tienen además ninguna necesidad. Si insistimos en ello, es porque sabemos cuán extendida está hoy esa manera de ver entre los que tienen alguna idea de las doctrinas tradicionales pero una idea "exterior", si así puede decirse, e insuficiente para permitirles penetrar en su naturaleza profunda, así como impedirles ilusionarse por el prestigio tramposo de la ciencia moderna y de sus aplicaciones prácticas. Estos, colocando así en el mismo plano cosas que no son comparables, no solamente pierden su tiempo y sus esfuerzos; corren además el riesgo de extraviarse y de extraviar a los demás en todo tipo de falsos conceptos; y las múltiples variedades del "ocultismo" están ahí para mostrar que este peligro es demasiado real.

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13b.- EL PROBLEMA DE LOS “PRINCIPIOS”* Cuando se quiere hablar de principios a nuestros contemporáneos no debe esperarse que comprendan sin dificultad, pues la mayoría de ellos ignora totalmente de qué se trata, incluso en el caso de que no duden de su existencia. Evidentemente, también ellos hablan de principios, y hasta demasiado, pero siempre para aplicar el término a aquello a lo cual menos corresponde. Así, en nuestra época se llama “principios" a leyes científicas un poco más generales que las otras, que son exactamente lo contrario en realidad, puesto que son conclusiones y resultados inductivos, y eso cuando no son simples hipótesis. Así, más comúnmente todavía, se da este nombre a concepciones morales que no son ni siquiera ideas, sino la expresión de algunas aspiraciones sentimentales, o a teorías políticas, a menudo de base igualmente sentimental, como el tan famoso "principio de las nacionalidades", que ha contribuido a un desorden espantoso en Europa más allá de todo lo imaginable. ¿Acaso no se llega a hablar corrientemente de "principios revolucionarios", como si ello no constituyera una contradicción en los términos? Cuando se abusa de una palabra hasta tal punto, significa que se ha olvidado por completo su verdadera significación. Este caso es muy similar al de la palabra "tradición", aplicada, como hacíamos notar en otro artículo, a cualquier costumbre puramente exterior, por banal e insignificante que sea. Y, para tomar un ejemplo más, si los occidentales hubieran conservado el sentido religioso de sus antepasados, ¿no evitarían emplear con cualquier fin expresiones como "religión de la raza", "religión de la ciencia", “religión del trabajo” y otras similares? No se trata aquí de negligencias lingüísticas sin gran alcance, sino de síntomas reales de la confusión difundida un poco por todas partes en el mundo moderno. Ya no se sabe hacer la distinción entre los puntos de vista y entre los dominios más diferentes, entre aquellos que deberían permanecer más completamente separados. Y la lengua, en suma, no hace más que representar el estado de los espíritus. Como, por otra parte, hay correspondencia entre la mentalidad y las instituciones, las razones de esta confusión son también las razones por las cuales se cae en la fantasía de que cualquiera puede cumplir cualquier función. El igualitarismo democrático no es más que la consecuencia y la manifestación, en el orden social, de la anarquía intelectual. Los occidentales de hoy son verdaderamente, en todo sentido, hombres "sin casta”, en el sentido hindú del término, y hasta "sin familia", en el sentido en que lo entendían los Chinos. Están por perder completamente lo que constituye el fondo y la esencia de toda verdadera civilización. Estas consideraciones nos llevan precisamente a nuestro punto de partida: la civilización moderna sufre de una carencia de principios, y la padece en todos los ámbitos. Es como un organismo decapitado que continuara viviendo una vida a la vez intensa y desordenada; y los sociólogos, que tanto gustan de asimilar las colectividades a los organismos (y a menudo de una manera totalmente injustificada), deberían reflexionar un poco sobre el alcance de esta comparación. Al ser suprimida la intelectualidad pura, cada dominio particular termina siendo considerado como independiente. Uno ejerce usurpación sobre el otro, todo se mezcla y se confunde en un caos inextricable. Las relaciones naturales se invierten, lo que debería ser subordinado se afirma como autónomo, toda jerarquía es abolida en nombre de una quimérica igualdad, tanto en el orden mental como en el orden social. Y, como la igualdad es a pesar de todo imposible en los hechos, surgen falsas jerarquías en las cuales se pone cualquier cosa en primer lugar: ciencia, industria, moral, política o finanzas, a falta de la única cosa a la que se le podría y se debería conceder normalmente la supremacía, es decir, insistimos en esto, a falta de verdaderos principios. No hay que apresurarse a hablar de exageración ante semejante panorama: antes bien, hay que acometer el esfuerzo de examinar sinceramente la dirección a la cual tienden las cosas y siempre proceden en buena parte de los llamados países “civilizados”, y, si no se está cegado por *

"Il problema dei «principii»”. (16 de noviembre de 1934) (“Ignitus”). Contiene parte del capítulo “L'accord sur les principes” (“El acuerdo sobre los principios”), de Orient et Occident.

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los prejuicios, es fácil darse cuenta de que es tal como lo describimos y, además, tal como lo entendemos al decir que la civilización occidental moderna, a diferencia de cualquier otra, no es una civilización “tradicional”. Lo que llamamos civilización tradicional es una civilización que reposa sobra principios en el verdadero sentido de la palabra, es decir, donde el orden intelectual domina sobre todos los otros, donde todo procede directa o indirectamente de él y, ya se trate de ciencias o de instituciones sociales, no son en definitiva más que aplicaciones contingentes, secundarias y subordinadas de las verdades puramente intelectuales. Así, retorno a la tradición o retorno a los principios no constituyen en realidad más que una única y misma cosa. Pero evidentemente debe comenzarse por restaurar el conocimiento de los principios allí donde se haya perdido, antes de pensar en aplicarlos. No se puede reconstituir una civilización tradicional en su conjunto si no se poseen desde un primer momento los datos primeros y fundamentales que deben presidirla. Pretender proceder de otra manera es introducir de nuevo la confusión justo donde nos proponemos hacerla desaparecer y no comprender lo que la tradición es en su esencia. Tal es el caso de todos los inventores de pseudo tradiciones a los que hemos hecho alusión anteriormente. Y si insistimos sobre cosas tan evidentes, es porque el estado de la mentalidad moderna nos obliga a ello, pues demasiado bien sabemos cuán difícil es lograr que no invierta las relaciones normales. Las personas mejor intencionadas, si poseen algún rasgo de dicha mentalidad, incluso a pesar de sí mismos y pese a declararse sus adversarios, podrían sentirse tentados a comenzar por el final, cosa que no tendría otros motivos que ceder a ese singular vértigo de la velocidad que se ha apoderado de todo Occidente, o llegar de inmediato a esos resultados visibles y tangibles que significan todo para los modernos; hasta tal punto su espíritu, de tanto mirar hacía lo exterior, se ha vuelto inepto para aprehender otra cosa. Por eso repetimos tan a menudo, con el riesgo de parecer fastidiosos, que hay que situarse ante todo en el dominio de la intelectualidad pura, y que jamás se hará nada valioso si no se comienza por allí, y todo lo que se relaciona con dicho dominio, aunque no caiga en la órbita de los sentidos, tiene consecuencias formidables según modalidades distintas de las de todo aquello que sólo depende de un orden contingente. Sólo se trata de cuidarse de confundir lo intelectual puro con lo racional, lo universal con lo general y el conocimiento metafísico con el conocimiento científico. Y con esto retomamos el hilo de ideas ya desarrolladas en la serie de nuestros artículos anteriores. Cuando hablamos de principios de una manera absoluta y sin ninguna especificación, o de verdades puramente intelectuales, siempre se trata exclusivamente del orden universal. Este es el dominio del conocimiento metafísico, conocimiento supraindividual y suprarracional en sí, intuitivo y no discursivo e independiente de toda relatividad; asimismo debemos agregar que la intuición intelectual por la cual se obtiene tal conocimiento no tiene absolutamente nada en común con esas intuiciones de orden infra racional – o sentimentales, o instintivas, o puramente sensibles, o “místicas”- que son las únicas que dominan a tantas corrientes contemporáneas. Naturalmente, la concepción de las verdades metafísicas debe distinguirse de su formulación, donde la razón discursiva puede intervenir en un nivel sucesivo para expresar, en la medida de lo posible, las verdades que sobrepasan inmensamente su dominio y su alcance y de las cuales, a causa de la universalidad, toda forma simbólica o verbal no puede dar nunca más que una traducción incompleta, imperfecta e inadecuada, apropiada más bien para proporcionar un "soporte" a la concepción que para expresar efectivamente lo que le resulta propio, que es, en su mayor parte, inexpresable e incomunicable, y que sólo puede ser aprehendido con un "asentir" del espíritu directa y personalmente. Recordemos finalmente que, si nos atenemos al término "metafísica", es únicamente porque es el más adecuado de todos los que las lenguas occidentales ponen a nuestra disposición. Y si los filósofos han llegado a aplicarlo a cosas harto diferentes, la confusión es imputable a ellos y no a nosotros, puesto que el sentido en que nosotros lo entendemos sólo está en conformidad con su derivación etimológica, y dicha confusión, debida a su total ignorancia de la metafísica verdadera, es absolutamente análoga a las que señalábamos antes. El conocimiento de los principios es rigurosamente el mismo para todos aquellos que lo poseen, puesto que las diferencias mentales no pueden referirse más que lo de orden

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individual, y por tanto contingente, y no alcanzan el puro dominio metafísico. Ciertamente, cada uno expresará a su modo lo que haya comprendido, pero aquel que haya comprendido verdaderamente sabrá siempre reconocer la única verdad entre la diversidad de expresiones, y esta inevitable diversidad no será, por tanto, nunca una causa de discordia. Solamente que, para ver así a través de las formas múltiples lo que ellas velan, más que expresan, es preciso poseer aquella verdadera intelectualidad, que ha devenido tan completamente extraña al mundo occidental moderno. No se puede creer cuán fútiles y miserables aparecen entonces todas las discusiones filosóficas; las cuales se refieren a las palabras más bien que a las ideas, incluso cuando las ideas no están del todo ausentes. Por lo que concierne a las verdades de orden contingente, la multiplicidad de puntos de vista individuales que se aplican, puede dar lugar a diferencias reales, que, por lo demás, no son necesariamente contradicciones. El error de los espíritus sistemáticos es no reconocer que su propio punto de vista es declarar falso todo lo que no se deja reconducir a ellos. Con todo, si las diferencias son reales, bien que conciliables, el acuerdo no puede establecerse de golpe, dado que cada uno siente cierta dificultad en ponerse en el punto de vista del otro, no prestándose a eso su constitución mental sin repugnancia. En el dominio de los principios primeros, no acaece sin embargo nada semejante, y así se explica la aparente paradoja presentada por el hecho de que, cuanto es más elevado en una tradición cualquiera, puede ser simultáneamente lo que es más fácilmente inteligible y asimilable, independientemente de toda consideración de raza o de época, y con la sola condición de una capacidad comprehensiva suficiente; es, en realidad, lo que hay más libre de toda contingencia. En la civilización occidental moderna, por el contrario, sólo se consideran las cosas contingentes, y tal cosa se hace en verdad desordenadamente, porque falta la dirección que sólo puede darle una doctrina puramente intelectual a la cual nada podría suplir. No se trata, esto es evidente, de contestar los resultados a los cuales no obstante se llega de esta manera, ni de negarles todo valor relativo. Pero si los resultados son válidos cuando se los toma aisladamente, el conjunto no puede producir más que una impresión de desorden y anarquía, de dispersión de la cualidad en la cantidad y de relatividad que, desde las ciencias, termina por transponerse a todos los dominios de la humana actividad. La única causa de todo este desorden es la ignorancia de los principios. Si se restaura el conocimiento intelectual puro, todo el resto podrá volver a ser normal. Se podrá recuperar el orden en todos los dominios, se podrá constituir lo definitivo en lugar de lo provisorio, eliminar todas las vanas hipótesis, aclarar por medio de la síntesis los resultados fragmentarios del análisis y, al reubicar estos resultados en el conjunto de un conocimiento digno de tal nombre, darles, aunque no sepan ocupar más que un rango subordinado, un alcance incomparablemente más alto que el que pueden pretender actualmente. Ahora bien, lo que vale para el orden cognoscitivo, vale analógicamente también para el orden social y, en fin, político. Religarse a una metafísica verdadera es para ambas cosas el problema decisivo. Pero puesto que nada podría surgir de la nada, tal problema remite al de ver dónde existe aún un conocimiento realmente metafísico. Aunque sólo fuese en estado latente.

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LA VERSIÓN DE BASE: 13a.- Parte del capítulo II de la 2ª parte de Orient et Occident: EL ACUERDO SOBRE LOS PRINCIPIOS. Cuando se quiere hablar de principios a nuestros contemporáneos, uno no debe esperar hacerse comprender sin dificultad, ya que la mayoría de ellos ignoran totalmente lo que eso puede ser, y no sospechan siquiera que pueda existir; ciertamente, ellos también hablan mucho de principios, e incluso hablan demasiado, pero siempre para aplicar esta palabra a todo aquello a lo que no podría convenir. Tanto es así que, en nuestra época, se llama “principios” a leyes científicas un poco más generales que las demás, que son exactamente lo contrario en realidad, puesto que son conclusiones y resultados inductivos, y eso cuando no son más que simples hipótesis. Así, más comúnmente todavía, se da este nombre también a concepciones morales, que ni siquiera son ideas, sino la expresión de algunas aspiraciones sentimentales, o a teorías políticas, frecuentemente de base igualmente sentimental, como el famoso “principio de las nacionalidades”, que ha contribuido al desorden de Europa más allá de todo lo que se puede imaginar; y, ¿no se llega a hablar corrientemente de “principios revolucionarios”, como si eso no constituyera una contradicción en los términos? Cuando se abusa de una palabra hasta tal punto, es que se ha olvidado enteramente su verdadera significación; este caso es completamente semejante al de la palabra “tradición”, aplicada, como lo hemos hecho observar anteriormente, a cualquier costumbre puramente exterior, por banal y por insignificante que sea; y, para tomar aún otro ejemplo, si los occidentales hubieran conservado el sentido religioso de sus antepasados, ¿no evitarían emplear a propósito de todo expresiones tales como las de “religión de la patria”, “religión de la ciencia”, “religión del deber”, y otras del mismo género? No se trata de negligencias de lenguaje sin gran alcance, sino de los síntomas de esa confusión que se extiende por todas partes en el mundo moderno: ya no se sabe hacer la distinción entre los puntos de vista y los dominios más diferentes, entre aquellos que deberían permanecer más completamente separados; se pone una cosa en lugar de otra con la que no tiene ninguna relación; y el lenguaje no hace en suma más que representar fielmente el estado de los espíritus. Por añadidura, como hay correspondencia entre la mentalidad y las instituciones, las razones de esa confusión son también las razones por las que se imagina que no importa quién puede desempeñar indiferentemente no importa qué función; el igualitarismo democrático no es más que la consecuencia y la manifestación, en el orden social, de la anarquía intelectual; los occidentales de hoy día son verdaderamente, a todos los respectos, hombres “sin casta”, como dicen los hindúes, e incluso “sin familia”, en el sentido en que lo entienden los chinos; ya no tienen nada de lo que constituye el fondo y la esencia de las demás civilizaciones. Estas consideraciones nos llevan precisamente a nuestro punto de partida: la civilización moderna sufre de una falta de principios, y sufre esa falta en todos los dominios; por una prodigiosa anomalía, es la única civilización, entre todas las demás, que no tiene principios, o que sólo los tiene negativos, lo que equivale a lo mismo. Es como un organismo decapitado que continuara viviendo una vida a la vez intensa y desordenada; los sociólogos, a quienes gusta tanto asimilar las colectividades a los organismos (y frecuentemente de una manera completamente injustificada), deberían reflexionar un poco sobre esta comparación. Al suprimir la intelectualidad pura, cada dominio especial y contingente se considera como independiente; uno usurpa al otro, todo se mezcla y se confunde en un caos inextricable; las relaciones normales se invierten, lo que debería ser subordinado se afirma autónomo, toda jerarquía se suprime en nombre de la quimérica igualdad, tanto en el orden mental como en el orden social; y, como a pesar de todo la igualdad es imposible de hecho, se crean falsas jerarquías, en las que se pone cualquier cosa en el primer rango: ya sea la ciencia, la industria, la moral, la política o las finanzas, a falta de la única cosa a la que puede y debe corresponder normalmente la supremacía, es decir, todavía una vez más, a falta de principios verdaderos. Que nadie se apresure a hablar de exageración ante un cuadro semejante; hay que tomarse más bien la molestia de examinar sinceramente el estado de las cosas, y, si no se está cegado por los prejuicios, uno se dará cuenta que es efectivamente tal como lo describimos. Que haya grados y etapas en el desorden, no lo

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contestamos; no se ha llegado hasta aquí de un solo golpe, pero se debía llegar a ello fatalmente, dada la ausencia de principios que, si se puede decir, domina el mundo moderno y le constituye en lo que es; y, en el punto donde estamos hoy, los resultados son ya lo bastante visibles para que algunos comiencen a inquietarse y a presentir la amenaza de una disolución final. Hay cosas que no se pueden definir verdaderamente más que por una negación: la anarquía, en cualquier orden que sea, no es más que la negación de la jerarquía, y esto no tiene nada de positivo; civilización anárquica o sin principios, he aquí lo que es en el fondo la civilización occidental actual, y es exactamente la misma cosa que expresamos en otros términos cuando decimos que, contrariamente a las civilizaciones orientales, la civilización occidental no es una civilización tradicional. Lo que llamamos una civilización tradicional, es una civilización que reposa sobre principios en el verdadero sentido de esta palabra, es decir, donde el orden intelectual domina a todos los demás, donde todo procede de él directa o indirectamente y, ya se trate de ciencias o de instituciones sociales, no son en definitiva más que aplicaciones contingentes, secundarias y subordinadas de verdades puramente intelectuales. Así, retorno a la tradición o retorno a los principios, no es realmente más que una sola y misma cosa; pero es menester comenzar evidentemente por restaurar el conocimiento de los principios, allí donde está perdido, antes de pensar en aplicarlos; no se puede hablar de reconstruir una civilización tradicional en su conjunto si no se poseen previamente los datos primeros y fundamentales que deben presidirla. Querer proceder de otro modo, es reintroducir la confusión allí donde uno se propone hacerla desaparecer, y es también no comprender lo que la tradición es en su esencia; éste es el caso de todos los inventores de pseudo tradiciones a los que hemos hecho alusión anteriormente; y, si insistimos sobre cosas tan evidentes, es porque el estado de la mentalidad moderna nos obliga a ello, ya que sabemos muy bien cuán difícil resulta conseguir que no invierta las relaciones normales. Las gentes mejor intencionadas, si tienen algo de esta mentalidad, incluso a pesar de ellos y declarándose sus adversarios, podrían ser tentados fácilmente a comenzar por el final, aunque no fuera más que para ceder a ese singular vértigo de la velocidad que se ha apoderado de todo Occidente, o para llegar rápidamente a esos resultados visibles y tangibles que lo son todo para los modernos, de tal modo su espíritu, a fuerza de volverse hacia lo exterior, ha devenido inapto para aprehender otra cosa. Por eso repetimos tan frecuentemente, a riesgo de parecer fastidiosos, que es menester ante todo colocarse en el dominio de la intelectualidad pura, y que no se hará nunca nada válido si no se comienza por ahí; y todo lo que se refiere a este dominio, aunque no cae bajo los sentidos, tiene consecuencias mucho más formidables que lo que no depende más que de un orden contingente; eso es quizás difícil de concebir para aquellos que no están habituados, pero no obstante es así. Solamente que hay que guardarse bien de confundir lo intelectual puro con lo racional, lo universal con lo general, el conocimiento metafísico con el conocimiento científico; sobre este tema, remitimos a las explicaciones que hemos dado en otra parte1, y no pensamos tener que excusarnos por ello, ya que no podría tratarse de reproducir indefinidamente y sin necesidad las mismas consideraciones. Cuando hablamos de principios de una manera absoluta y sin ninguna especificación, o de verdades puramente intelectuales, siempre se trata del orden universal exclusivamente; ése es el dominio del conocimiento metafísico, conocimiento supraindividual y suprarracional en sí, intuitivo y no discursivo, independiente de toda relatividad; y hay que agregar todavía que la intuición intelectual por la que se obtiene tal conocimiento no tiene absolutamente nada en común con esas intuiciones infrarracionales, ya sean de orden sentimental, instintivo o puramente sensible, que son las únicas que considera la filosofía contemporánea. Naturalmente, la concepción de las verdades metafísicas debe ser distinguida de su formulación, donde la razón discursiva puede intervenir secundariamente (a condición de que reciba un reflejo directo del intelecto puro y trascendente) para expresar, en la medida de lo posible, esas verdades que rebasan inmensamente su dominio y su alcance, y de las que, a causa de su universalidad, toda forma simbólica o verbal no puede dar nunca más que una traducción incompleta, imperfecta e inadecuada, propia más bien para 1

Introduction générale à l’ étude des doctrines hindoues, 2ª Parte, cap. V.

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proporcionar un “soporte” a la concepción que para expresar efectivamente lo que es por sí mismo, en su mayor parte, inexpresable e incomunicable, lo que no puede ser más que “asentido” directa y personalmente. Recordamos finalmente que, si nos atenemos a este término de “metafísica”, es únicamente porque es el más apropiado de todos los que las lenguas occidentales ponen a nuestra disposición; si los filósofos han llegado a aplicarlo a cualquier otra cosa, la confusión es incumbencia suya, no nuestra, puesto que el sentido en que le entendemos es el único conforme a su derivación etimológica, y esa confusión, debida a su total ignorancia de la metafísica verdadera, es completamente análoga a las que señalábamos más atrás. No estimamos que debamos tener en cuenta esos abusos de lenguaje, y basta con poner en guardia contra los errores a los que podrían dar lugar; desde que tomamos todas las precauciones requeridas a este respecto, no vemos ningún inconveniente serio para servirnos de un término como éste, y no nos gusta recurrir a neologismos cuando no es estrictamente necesario; por lo demás, ése es un problema que se evitaría frecuentemente si se tuviera el cuidado de fijar con toda la claridad deseable el sentido de los términos que se emplean, lo que valdría más, muy ciertamente, que inventar una terminología complicada y embrollada a capricho, según la costumbre de los filósofos, que, es cierto, se dan así el lujo de una originalidad poco costosa. Si hay quienes encuentran molesta esta denominación de “metafísica”, se puede decir aún que aquello de lo que se trata es el “conocimiento” por excelencia, sin epíteto, y los hindúes, en efecto, no tienen ninguna otra palabra para designarlo; pero, en las lenguas europeas, no pensamos que el uso de esta palabra “conocimiento” ayude a deshacer los malentendidos, puesto que se está habituado a aplicarla también, y sin añadir ninguna restricción, a la ciencia y a la filosofía. Así pues, continuaremos hablando pura y simplemente de la metafísica como lo hemos hecho siempre; pero esperamos que no se considerarán como una digresión inútil las explicaciones que nos impone la preocupación de ser siempre tan claro como sea posible, y que, por otra parte, no nos alejan más que en apariencia del tema que nos hemos propuesto tratar. En razón de la universalidad misma de los principios, es ahí donde el acuerdo debe ser más fácilmente realizable, y eso de una manera completamente inmediata: se conciben o no se conciben, pero, desde que se conciben, no se puede hacer otra cosa que estar de acuerdo. La verdad es una y se impone igualmente a todos aquellos que la conocen, a condición, bien entendido, de que la conozcan efectivamente y con certeza; pero un conocimiento intuitivo no puede ser más que cierto. En ese dominio, se está fuera y más allá de todos los puntos de vista particulares; las diferencias no residen nunca más que en las formas más o menos exteriores, que no son más que una adaptación secundaria, y no en los principios mismos; aquí se trata de lo que es esencialmente “noformal”. El conocimiento de los principios es rigurosamente el mismo para todos los hombres que lo poseen, ya que las diferencias mentales no pueden afectar más que a lo que es de orden individual, y por consiguiente contingente, y no alcanzan el dominio metafísico puro; sin duda, cada uno expresará a su manera lo que haya comprendido, en la medida en que pueda expresarlo, pero aquel que haya comprendido verdaderamente sabrá reconocer siempre, detrás de la diversidad de las expresiones, la verdad una, y así esa diversidad inevitable no será nunca una causa de desacuerdo. Solamente que, para ver de esta manera a través de las formas múltiples, lo que velan más aún que lo que expresan, es preciso poseer esa intelectualidad verdadera que se ha hecho tan completamente extraña al mundo occidental; no se podría creer hasta qué punto parecen entonces fútiles y miserables todas las discusiones filosóficas, que recaen sobre las palabras mucho más que sobre las ideas, si es que las ideas no están totalmente ausentes. En lo que concierne a las verdades de orden contingente, la multiplicidad de los puntos de vista individuales que se aplican a ellas puede dar lugar a diferencias reales, que, por cierto, no son necesariamente contradicciones; el error de los espíritus sistemáticos es no reconocer como legítimo más que su propio punto de vista, y declarar falso todo lo que no se refiere a él; pero, en fin, desde que las diferencias son reales, aunque conciliables, el acuerdo puede no establecerse inmediatamente, tanto más cuanto que cada uno siente naturalmente alguna dificultad para colocarse en el punto de vista de los demás, puesto que su constitución mental no se presta a ello sin cierta repugnancia. En el dominio de los principios, no hay tal cosa, y ahí reside la explicación de esta paradoja aparente, a saber,

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que aquello que es más elevado en una tradición cualquiera puede ser al mismo tiempo aquello que es más fácilmente aprehensible y asimilable, independientemente de toda consideración de raza o de época, y bajo la única condición de una capacidad de comprehensión suficiente; es, en efecto, aquello que está liberado de todas las contingencias. Al contrario, para todo lo demás, para todo lo que son concretamente “ciencias tradicionales”, hace falta una preparación especial, generalmente bastante penosa cuando no se ha nacido en la civilización que ha producido esas ciencias; y es que aquí intervienen las diferencias mentales, por el solo hecho de que se trata de cosas contingentes, y la manera en que los hombres de una determinada raza consideran estas cosas, que es para ellos la más apropiada, no conviene igualmente a los hombres de las demás razas. En el interior de una civilización dada, puede haber incluso, en este orden, adaptaciones variadas según las épocas, pero que no consisten más que en el desarrollo riguroso de lo que contenía en principio la doctrina fundamental, y que así se hace explícita para responder a las necesidades de un momento determinado, sin que se pueda decir nunca que ningún elemento nuevo haya venido a agregarse a ella desde fuera; no podría ser de otra manera, desde que se trata, como es siempre el caso en Oriente, de una civilización esencialmente tradicional. En la civilización occidental moderna, al contrario, sólo se consideran las cosas contingentes, y la manera en que se consideran es verdaderamente desordenada, porque le falta la dirección que sólo puede dar una doctrina puramente intelectual, y a la cual nada podría suplir. Evidentemente, no se trata de negar los resultados a los que se llega de esta manera, ni de negarles todo su valor relativo; parece incluso natural que se obtengan tanto más, en un dominio determinado, cuanto más estrechamente se limite a él la actividad: si las ciencias que interesan tanto a los occidentales no habían adquirido nunca anteriormente un desarrollo comparable al que se les ha dado, es porque no se les daba una importancia suficiente para dedicarles tales esfuerzos. Pero, si los resultados son válidos cuando se los toma cada uno aparte (lo que concuerda bien con el carácter completamente analítico de la ciencia moderna), el conjunto no puede producir más que una impresión de desorden y de anarquía; nadie se ocupa de la calidad de los conocimientos que se acumulan, sino sólo de su cantidad; es la dispersión en el detalle indefinido. Además, nada hay por encima de esas ciencias analíticas: no se vinculan a nada e, intelectualmente, no conducen a nada; el espíritu moderno se encierra en una relatividad cada vez más reducida, y, en este dominio tan poco extenso en realidad, aunque lo encuentre inmenso, confunde todo, asimila los objetos más distintos, quiere aplicar a uno los métodos que convienen exclusivamente a otro, transporta a una ciencia las condiciones que definen a otra ciencia diferente, y finalmente se pierde en ella y ya no puede reconocerse, porque le faltan los principios directores. De ahí el caos de las teorías innumerables, de las hipótesis que se enfrentan, se entrechocan, se contradicen, se destruyen y se reemplazan las unas a las otras, hasta que, renunciando a saber, se ha llegado a declarar que hay que investigar sólo por investigar, que la verdad es inaccesible al hombre, que quizás ni siquiera existe, que no hay que preocuparse más que de lo que es útil o ventajoso, y que, después de todo, si se encuentra bueno llamarlo verdad, no hay en eso ningún inconveniente. La inteligencia que niega así la verdad niega su propia razón de ser, es decir, se niega a sí misma; la última palabra de la ciencia y de la filosofía occidentales, es el suicidio de la inteligencia; y, para algunos, eso no es quizás más que el preludio de ese monstruoso suicidio cósmico soñado por algunos pesimistas que, al no haber comprendido nada de lo que han entrevisto del Oriente, han tomado por la nada la suprema realidad del ”no ser” metafísico, y por inercia la suprema inmutabilidad del eterno “no actuar”. La única causa de todo este desorden, es la ignorancia de los principios; que se restaure el conocimiento intelectual puro, y todo el resto podrá tornarse normal: se podrá reponer el orden en todos los dominios, establecer lo definitivo en el lugar de lo provisorio, eliminar todas las vanas hipótesis, aclarar por la síntesis los resultados fragmentarios del análisis, y, reubicando esos resultados en el conjunto de un conocimiento verdaderamente digno de este nombre, darles, aunque no deban ocupar en él más que un rango subordinado, un alcance incomparablemente más elevado que aquel al que pueden pretender actualmente. Para eso, primero es necesario buscar la metafísica verdadera donde existe todavía, es decir, en Oriente;

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14b.- EL PROBLEMA DE LA CONSTITUCIÓN DE LA ÉLITE* En los artículos publicados en esta página ya hemos hablado en diversas oportunidades de lo que denominamos la élite intelectual. Y el lector podrá comprender con facilidad que lo que entendemos por tal no tiene nada en común con lo que, en el mundo moderno, se designa en ocasiones con el mismo nombre. Los sabios y filósofos más eminentes en sus especialidades pueden no estar cualificados de ninguna manera para formar parte de dicha élite. Inclusive es lo probable que no lo estén, a causa de los hábitos mentales que han adquirido, de los múltiples prejuicios que les resultan inseparables, y sobre todo de esa miopía intelectual que constituye su consecuencia más común. Siempre puede haber excepciones, pero no hay que contar demasiado con ellas. Por lo general, existen más recursos con un ignorante que con quien se ha especializado en un orden de estudios esencialmente limitado y ha sufrido la deformación inherente a cierta educación. El ignorante puede tener en sí posibilidades de comprehensión con respecto a las cuales sólo ha carecido de una ocasión de desarrollarlas, y este caso puede tornarse cada vez más frecuente a medida que la manera en que se distribuye la enseñanza occidental se hace más defectuosa. Las aptitudes que consideramos cuando hablamos de la élite, por pertenecer al orden de la intelectualidad pura, no pueden ser determinadas por ningún criterio exterior, y hay en esto cuestiones que no tienen nada que ver con la instrucción "profana". En ciertos países de Oriente hay personas que, sin saber leer ni escribir, no dejan por ello de acceder a un grado muy elevado en la élite intelectual. Por otra parte, no hay que exagerar ni en uno ni en otro sentido. El hecho de que dos cosas sean independientes no significa que sean incompatibles. Y si, en las condiciones del mundo occidental principalmente, la instrucción “profana” o exterior puede proveer algunos medios de acción suplementarios, sería verdaderamente un error desdeñarla más allá de lo debido. Lo que ocurre es que hay ciertos estudios que no se pueden hacer impunemente más que cuando, tras haber adquirido la invariable dirección interior a la que hemos aludido, se está definitivamente inmunizado contra toda deformación mental. Cuando se ha llegado a este punto ya no hay ningún peligro que temer, pues siempre se sabe hacia dónde se va: se puede abordar cualquier dominio sin correr el riesgo de extraviarse en él ni de detenerse más de lo conveniente, dado que se conoce de antemano su alcance exacto. Pero antes de llegar a tanto, frecuentemente se precisan grandes esfuerzos, y es entonces cuando, en las condiciones actuales al menos, se hacen necesarias las mayores precauciones para evitar toda confusión. Los mismos peligros no existen en una civilización “tradicional”, donde aquellos que están verdaderamente dotados intelectualmente encuentran por su parte todas las facilidades para desarrollar sus aptitudes. En el mundo actual, por el contrario, no pueden encontrar en este momento más que obstáculos, a menudo insalvables; y no es sino gracias a circunstancias bastante excepcionales como se puede salir de los marcos impuestos tanto por los límites mentales como por los sociales. En nuestra época, la élite intelectual, tal como nosotros la entendemos, en integridad tanto de cualidad como de potencia, puede decirse que casi no existe. Ciertamente, existen dispersas, personalidades que podrían formar parte de ella, pero ellos saben demasiado qué abismo les separa mentalmente de quienes les circundan. En tales condiciones, se es tentado verdaderamente para cerrarse en sí mismo, antes que correr el riesgo de chocar con la indiferencia general o hasta de provocar reacciones hostiles por el hecho de expresar ciertas ideas. Sin embargo, si se experimenta la convicción de la necesidad de ciertos cambios, es necesario comenzar por hacer algo en este sentido, y dar al menos, a quienes son capaces de ello (pues debe haberlos a pesar de todo), la ocasión de desarrollar sus facultades latentes. La primera dificultad consiste en encontrar a quienes estén cualificados y que tal vez no abriguen sospecha alguna acerca de sus propias posibilidades; la segunda dificultad sería operar de inmediato una selección y descartar a los que podrían creerse cualificados *

"Il problema de la constituzione della elite". (18 de enero de 1935). Contiene parte del capítulo “Constitution et rôle de l'élite” (“Constitución y función de la élite”) de Orient et Occident.

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sin estarlo efectivamente. Todos estos problemas no tienen que plantearse allí donde exista una enseñanza tradicional organizada, que cada uno puede recibir según la medida de su propia capacidad y hasta el grado preciso que es susceptible de obtener. Hay, en efecto, ciertos medios para determinar exactamente la zona dentro de la cual pueden extenderse las posibilidades intelectuales de una individualidad dada: pero éste es un aspecto práctico, técnico, que no podemos tratar aquí. Solo deseamos hacer presentir algunas de las dificultades que habría que superar para llegar a un comienzo de organización, a una constitución aunque sólo sea embrionaria de la élite. Lo único realizable hasta nueva orden, es dar en alguna medida conciencia de sí mismos a los elementos posibles de la futura élite, y eso no se puede hacer más que exponiendo ciertas concepciones que, cuando hayan llegado a quienes sean capaces de comprender, les mostrarán la existencia de lo que ignoraban y al mismo tiempo les harán entrever la posibilidad de ir más lejos. Todo lo que se relaciona con el orden metafísico es, en sí, susceptible de abrir, a quien lo concibe verdaderamente, horizontes ilimitados. Esto no es una hipérbole ni una forma de hablar, sino que debe ser entendido de un modo literal, como una consecuencia inmediata de la universalidad misma de los principios. Quien oye hablar especialmente de estudios metafísicos, y de las cosas que se mantienen exclusivamente en el dominio de la pura intelectualidad, no puede en principio sospechar todo lo que de ahí surge. Por lo demás, por tal motivo, aquellos que quieren abordar este dominio sin poseer las cualificaciones requeridas para llegar al menos a los primeros grados de la comprehensión verdadera, se retiran espontáneamente desde el momento en que se ven obligados a emprender un trabajo serio y efectivo. Los verdaderos misterios se defienden por sí solos contra toda curiosidad profana, su naturaleza misma los protege contra todo embate de la necedad humana, así como contra algunas potencias de ilusión que se pueden calificar de "diabólicas", dejando a cada uno en libertad de asignar a esta palabra todos los sentidos que le plazcan, propios o figurados. Puesto que hemos llegado a hablar de la organización de la élite, debemos señalar, en este aspecto, un error que muy a menudo hemos tenido ocasión de comprobar. Muchas personas, al oír pronunciar la palabra "organización", imaginan de inmediato que se trata de algo comparable a la formación de una agrupación o de una asociación cualquiera. Eso es absolutamente erróneo, y quienes conciben tales ideas prueban que no comprenden ni el sentido ni el alcance de la cuestión. Así como la metafísica verdadera no puede encerrarse en las fórmulas de un sistema o de una teoría particular, la élite intelectual no podría acomodarse a las formas de una "sociedad" cualquiera, con todas sus exterioridades. Se trata de algo muy distinto y no de contingencias de ese género. Y que no se diga que, para comenzar, para formar de algún modo el primer núcleo, es necesario considerar una organización de este género; eso sería un punto de partida pésimo, y no conduciría a otra cosa que al fracaso. En efecto, esa forma de "sociedad" no solamente es inútil en tales casos, sino que también sería extremadamente peligrosa a causa de las desviaciones que no dejarían de producirse. Por rigurosa que sea la selección, sería muy difícil impedir, sobre todo al principio y en un medio tan poco preparado, que se introduzcan en él algunos elementos cuya incomprehensión bastaría para comprometer todo. Y se puede también prever que tales agrupaciones correrían el riesgo de dejarse seducir por la perspectiva de una acción social inmediata, incluso quizás política en el sentido más limitado del término, lo que sería la peor de todas las eventualidades y lo opuesto. Existen demasiados ejemplos de semejantes desviaciones. ¡Cuántas asociaciones que hubieran podido cumplir un papel muy elevado (si no puramente intelectual, sí al menos en un nivel lindante con la intelectualidad) si hubieran seguido la línea que les había sido trazado en el origen, no han tardado mucho en degenerar hasta el punto de actuar en sentido opuesto al de la dirección primera cuyas señales sin embargo continúan llevando, señales harto visibles aún para quien sabe comprenderlas! Es así como se ha perdido totalmente, a partir del siglo XVI, lo que hubiera podido salvarse de la herencia dejada por el Medioevo. Y no hablemos del resto: ambiciones mezquinas, rivalidades personales y otras causas de disensiones que surgen fatalmente en las agrupaciones así constituidas, sobre todo si se toma debida nota del individualismo occidental. Todo ello muestra con bastante claridad lo que no se debe hacer. Tal vez no se ve con la misma claridad lo que se debería hacer, y es natural puesto

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que, dado el punto en que nos encontramos, nadie podría decir con justeza cómo se constituirá la élite, admitiendo que alguna vez se constituya. Sea como fuere, el Oriente, por ejemplo en los aspectos tradicionales de sus mayores civilizaciones, nos muestra ya que las organizaciones más potentes, las que trabajan verdaderamente en el orden más profundo, no son en modo alguno "sociedades" en el sentido europeo del término. A veces bajo su influencia se forman “sociedades” o grupos dirigentes más o menos exteriores, con miras a un objetivo preciso y definido, pero dichas sociedades o grupos, siempre temporales, desaparecen desde el momento en que han cumplido la función que les fuera asignada. La sociedad exterior no es entonces más que una manifestación accidental de la organización interior preexistente, y ésta, en todo lo que tiene de esencial, es siempre absolutamente independiente de aquélla. La élite no debe mezclarse en luchas que, sea cual fuere su importancia, son forzosamente extrañas a su dominio propio. Su función social no puede ser sino indirecta, pero eso la hace más eficaz pues, para dirigir verdaderamente lo que se mueve, es necesario no verse arrastrado al ámbito del movimiento. Esto es, en consecuencia, exactamente lo opuesto al plan que seguirían los que quisieran formar en un principio sociedades exteriores o grupos dirigentes. Estos pueden ser el efecto y no la causa y no podrían tener utilidad ni verdadera razón de ser más que si –en conformidad con la máxima tomista: “Para actuar se necesita ser”- la élite ya existiera y, a decir verdad, organizada interiormente como para impedir con seguridad toda desviación. En primer lugar, la élite deberá atenerse al punto de vista puramente intelectual, y, por tanto, deberá trabajar para sí misma, puesto que sus miembros recibirán del propio desarrollo un beneficio inmediato destinado a convertirse en adquisición permanente e inalienable. Pero al mismo tiempo, y con ello mismo, aunque menos directamente, trabajará también por la generalidad de la gente y las consecuencias de su acción penetrarán más o menos rápidamente en los dominios restantes, comprendido en ellos el de las aplicaciones sociales, porque es imposible que una elaboración como aquella de la que se trata, se realice en un ambiente cualquiera sin producir en él, antes o después, considerables modificaciones. Además, las corrientes mentales están sometidas a leyes perfectamente definidas, y el conocimiento de dichas leyes permite una acción de una eficacia muy diferente de la que es propia del uso de medios totalmente empíricos. Pero aquí, para arribar a la aplicación y realizarla en toda su amplitud, debe existir la posibilidad de apoyarse sobre una organización fuertemente constituida. Eso no quiere decir que no puedan obtenerse resultados parciales y ya apreciables antes de que se haya llegado a tanto. Por defectuosos e incompletos que sean los medios de los que se disponga, hay que comenzar, sin embargo, por ponerlos en acción tal como son, sin lo cual jamás se logrará adquirir otros de mayor perfección, y hemos de agregar que la menor cosa cumplida en conformidad armónica con el orden de los principios lleva virtualmente en sí posibilidades cuya expansión es capaz de determinar las más prodigiosas consecuencias, y ello en todos los dominios, a medida que sus repercusiones se extiendan según su repartición jerárquica y por vía de progresión indefinida. Es así y siempre suponiendo que nada venga a interrumpir bruscamente una acción de ese tipo, como podrá llevarse a cabo gradualmente una transformación cualitativa en el cuerpo de la civilización occidental y de las partes singulares que lo componen, hasta reconducirla a la normalidad, es decir, a formas de un orden verdadero, a un sistema jerárquico desde lo alto, perfectamente dominado por la potencia trascendente del espíritu.

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LA VERSIÓN DE BASE: 14a.- Parte del capítulo III de la 2ª parte de Orient et Occident: LA CONSTITUCIÓN DE LA ÉLITE. En diversas ocasiones, en lo que precede, ya hemos hablado de lo que llamamos la élite intelectual; probablemente se habrá comprendido sin esfuerzo que lo que entendemos por élite no tiene nada en común con lo que, en el Occidente actual, se designa a veces con el mismo nombre. Los expertos y los filósofos más eminentes en sus especialidades pueden no estar cualificados de ninguna manera para formar parte de esta élite; hay incluso muchas posibilidades de que no lo estén, en razón de los hábitos mentales que han adquirido, de los múltiples prejuicios que les son inseparables, y sobre todo de esa “miopía intelectual” que es su consecuencia más ordinaria; siempre puede haber honorables excepciones, ciertamente, pero sería menester no contar demasiado con ellas. De una manera general, hay más posibilidades con un ignorante que con aquel que se haya especializado en un orden de estudios esencialmente limitado, y que ha sufrido la deformación inherente a una determinada educación; el ignorante puede tener en él posibilidades de comprehensión a las que no les ha faltado más que una ocasión para desarrollarse, y este caso puede ser tanto más frecuente cuanto más defectuosa sea la manera en que se distribuye la enseñanza occidental. Puesto que las aptitudes que tenemos en mente cuando hablamos de la élite son del orden de la intelectualidad pura, no pueden ser determinadas por ningún criterio exterior, y son cosas que no tienen nada que ver con la instrucción “profana”; en algunos países de Oriente hay gentes que, no sabiendo ni leer ni escribir, no por ello llegan menos a un grado muy elevado en la élite intelectual. Por lo demás, es preciso no exagerar, ni en un sentido ni en el otro: por el hecho de que dos cosas sean independientes, no se sigue que sean incompatibles; y si, en las condiciones del mundo occidental sobre todo, la instrucción “profana” o exterior puede proporcionar medios de acción suplementarios, ciertamente sería un error desdeñarla más allá de lo debido. Solamente que hay algunos estudios que no se pueden hacer impunemente más que cuando, habiendo adquirido ya esa invariable dirección interior a la que hemos hecho alusión, se está inmunizado definitivamente contra toda deformación mental; cuando se ha llegado a este punto, ya no hay ningún peligro que temer, ya que siempre se sabe hacia dónde se va: se puede abordar cualquier dominio sin correr el riesgo de extraviarse en él, y ni siquiera de detenerse más de lo que conviene, ya que se conoce de antemano su importancia exacta; ya no se puede ser seducido por el error, bajo cualquier forma que se presente, ni confundirle con la verdad, ni mezclar lo contingente con lo absoluto; si quisiéramos emplear aquí un lenguaje simbólico, podríamos decir que se posee a la vez una brújula infalible y una coraza impenetrable. Pero, antes de llegar ahí, frecuentemente son necesarios largos esfuerzos (no decimos siempre, puesto que el tiempo no es, a este respecto, un factor esencial), y es entonces cuando son necesarias las mayores precauciones para evitar toda confusión, en las condiciones actuales al menos, ya que es evidente que los mismos peligros no podrían existir en una civilización tradicional, donde aquellos que están verdaderamente dotados intelectualmente encuentran todas las facilidades para desarrollar sus aptitudes; en Occidente, al contrario, no pueden encontrar al presente más que obstáculos, frecuentemente insuperables, y sólo gracias a circunstancias bastante excepcionales se puede salir de los cuadros impuestos por las convenciones tanto mentales como sociales. Así pues, en nuestra época, la élite intelectual, tal como la entendemos, es verdaderamente inexistente en Occidente; los casos de excepción son demasiado raros y demasiado aislados como para que se les considere como constituyendo algo que pueda llevar este nombre, y, en realidad, en su mayoría son completamente extraños al mundo occidental, ya que se trata de individualidades que, al deber todo a Oriente bajo el aspecto intelectual, se encuentran, a este respecto, casi en la misma situación que los orientales que viven en Europa, y que saben muy bien qué abismo les separa mentalmente de los hombres que les rodean. En estas condiciones, ciertamente se siente la tentación de encerrarse en uno mismo, más bien que arriesgarse, al buscar expresar algunas ideas, a chocar con la indiferencia general o incluso a provocar reacciones hostiles; no obstante, si se está persuadido de la necesidad de algunos cambios, es menester comenzar a hacer

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algo en este sentido, y dar al menos, a aquellos que son capaces de ello (ya que debe haberlos a pesar de todo), la ocasión de desarrollar sus facultades latentes. La primera dificultad es llegar a aquellos que están así cualificados, y que pueden no tener la menor sospecha de sus propias posibilidades; una segunda dificultad sería seguidamente operar una selección y descartar a aquellos que podrían creerse cualificados sin estarlo efectivamente, pero debemos decir que, muy probablemente, esta eliminación se haría casi por sí misma. Todas estas cuestiones no tienen por qué plantearse allí donde existe una enseñanza tradicional organizada, que cada uno puede recibir según la medida de su propia capacidad, y hasta el grado preciso que es susceptible de obtener; en efecto, hay medios de determinar exactamente el ámbito en el que pueden extenderse las posibilidades intelectuales de una individualidad dada; pero éste es un tema sobre todo de orden “práctico”, si se puede emplear esta palabra en semejante caso, o “técnico”, si se prefiere, y que no tendría ningún interés tratarlo en el estado actual del mundo occidental. Por lo demás, en este momento solamente queremos hacer presentir, de modo bastante lejano, algunas de las dificultades que habría que superar para llegar a un comienzo de organización, a una constitución siquiera embrionaria de la élite; así pues, sería demasiado prematuro intentar desde ahora definir los medios de esa constitución, medios que, si hay lugar a considerarlos un día, dependerán forzosamente de las circunstancias en una amplia medida, como todo lo que es propiamente una cuestión de adaptación. La única cosa que sea realizable hasta nueva orden, es dar de alguna manera la consciencia de sí mismos a los elementos posibles de la futura élite, y eso no puede hacerse más que exponiendo algunas concepciones que, cuando lleguen a aquellos que son capaces de comprender, les mostrarán la existencia de lo que ignoraban, y les harán al mismo tiempo entrever la posibilidad de ir más lejos. Todo lo que se refiere al orden metafísico es, en sí mismo, susceptible de abrir, a quien lo concibe verdaderamente, horizontes ilimitados; y aquí no se trata de una hipérbole ni de una manera de hablar, sino que hay que entenderlo de una manera completamente literal, como una consecuencia inmediata de la universalidad misma de los principios. Aquellos a quienes se habla simplemente de estudios metafísicos, y de cosas que pertenecen exclusivamente al dominio de la pura intelectualidad, apenas pueden sospechar, al primer golpe de vista, todo lo que eso implica; que nadie se equivoque aquí: se trata de las cosas más formidables, en comparación con las cuales todo lo demás no es más que un juego de niños. Por lo demás, es por esto por lo que aquellos que quieren abordar este dominio sin poseer las cualificaciones requeridas para llegar al menos a los primeros grados de la comprehensión verdadera, se retiran espontáneamente desde que se encuentran en la situación de emprender un trabajo serio y efectivo; los verdaderos misterios se defienden por sí solos contra toda curiosidad profana; su naturaleza misma les protege contra todo atentado de la necedad humana, no menos que de los poderes de ilusión que se pueden calificar de “diabólicos” (y cada uno es libre de poner bajo esta palabra todos los sentidos que le plazcan, propios o figurados). Así pues, sería perfectamente pueril recurrir aquí a prohibiciones que, en tal orden de cosas, no podrían tener la menor razón de ser; parecidas prohibiciones son quizás legítimas en otros casos, que no tenemos la intención de discutir, pero no pueden concernir a la intelectualidad pura; y, sobre los puntos que, al rebasar la simple teoría, exigen cierta reserva, no hay necesidad de hacer tomar, a aquellos que saben a qué atenerse a su respecto, compromisos cualesquiera para obligarles a guardar siempre la prudencia y la discreción necesarias; todo eso está mucho más allá del alcance de las fórmulas exteriores, cualesquiera que puedan ser, y no tiene relación ninguna con esos “secretos” más o menos extravagantes que invocan sobre todo aquellos que no tienen nada que decir. Puesto que hemos sido llevados a hablar de la organización de la élite, debemos señalar, a este propósito, una confusión que frecuentemente hemos tenido la ocasión de comprobar: mucha gente, al oír pronunciar la palabra “organización”, se imagina de inmediato que se trata de algo comparable a la formación de una agrupación o de una asociación cualquiera. Eso es un error completo, y aquellos que se hacen tales ideas prueban así que no comprenden ni el sentido ni el alcance de la cuestión; lo que acabamos de decir en último lugar debe hacer entrever ya las razones de ello. De la misma manera que la metafísica verdadera no puede encerrarse en las fórmulas de un sistema o de una teoría particular, la élite intelectual tampoco podría acomodarse a las

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formas de una “sociedad” constituida, con estatutos, reglamentos, reuniones, y todas las demás manifestaciones exteriores que esta palabra implica necesariamente; se trata de algo muy diferente de semejantes contingencias. Que no se diga que, al comienzo, para formar de algún modo un primer núcleo, podría ser necesario considerar una organización de ese género; eso sería un punto de partida muy malo, que sólo podría conducir a un fracaso. En efecto, tal forma de “sociedad” no sólo es inútil en parecido caso, sino que sería extremadamente peligrosa, en razón de las desviaciones que no dejarían de producirse: por rigurosa que sea la selección, sería muy difícil impedir, sobre todo al comienzo y en un medio tan poco preparado, que no se introduzcan en ella algunas unidades cuya incomprehensión bastaría para comprometerlo todo; y es de prever que tales agrupaciones correrían mucho riesgo de dejarse seducir por la perspectiva de una acción social inmediata, quizás incluso política en el sentido más estrecho de esta palabra, lo que sería efectivamente la más enojosa de todas las eventualidades, y también la más contraria a la meta propuesta. Hay muchos ejemplos de semejantes desviaciones: ¡cuántas asociaciones, que hubieran podido desempeñar un papel muy elevado (si no puramente intelectual, al menos sí lindando con la intelectualidad) si hubieran seguido la línea que se les había trazado en el origen, no han tardado apenas en degenerar así, hasta actuar en modo opuesto a la dirección primera de la que no obstante continúan llevando las marcas, muy visibles aún para quien sabe comprenderlas! Es así como se ha perdido totalmente, desde el siglo XVI, lo que habría podido ser salvado de la herencia dejada por la Edad Media; y no hablamos de todos los inconvenientes accesorios: ambiciones mezquinas, rivalidades personales y otras causas de disensiones que surgen fatalmente en las agrupaciones así constituidas, sobre todo si se tiene en cuenta, como es menester hacerlo, el individualismo occidental. Todo eso muestra bastante claramente lo que no se debe hacer; se ve quizás menos claramente lo que sería menester hacer, y eso es natural, puesto que, en el punto donde estamos, nadie sabría decir con justeza cómo se constituirá la élite, admitiendo que se constituya alguna vez; se trata probablemente de un porvenir lejano, y nadie debe hacerse ilusiones a este respecto. Sea como fuere, diremos que en Oriente las organizaciones más poderosas, las que trabajan verdaderamente en el orden más profundo, no son de ningún modo “sociedades” en el sentido europeo de esta palabra; bajo su influencia, se forman a veces sociedades más o menos exteriores, con vistas a una meta precisa y definida, pero esas sociedades, siempre pasajeras, desaparecen desde que han desempeñado la función que les estaba asignada. De modo que la sociedad exterior no es aquí más que una manifestación accidental de la organización interior preexistente, y ésta, en todo lo que tiene de esencial, es siempre absolutamente independiente de aquélla; la élite no tiene que mezclarse en luchas que, cualquiera que sea su importancia, son forzosamente extrañas a su dominio propio; su función social no puede ser más que indirecta, pero eso la hace más eficaz, ya que, para dirigir verdaderamente lo que se mueve, es menester no ser arrastrado uno mismo en el movimiento1. Así pues, eso es exactamente lo inverso del plan que seguirían aquellos que querrían formar primero sociedades exteriores; éstas no deben ser más que el efecto, no la causa; no podrían tener utilidad y verdadera razón de ser más que si la élite existiera ya previamente (conformemente al adagio escolástico “para hacer, hay que ser”), y si estuviera organizada con la fuerza suficiente como para impedir con seguridad toda desviación. Es en Oriente sólo donde se pueden encontrar actualmente los ejemplos en los que convendría inspirarse; tenemos muchas razones para pensar que Occidente tuvo también, en la Edad Media, algunas organizaciones del mismo tipo, pero es al menos dudoso que hayan subsistido rastros suficientes como para que se pueda llegar a hacerse de ellas una idea exacta de otro modo que por analogía con lo que existe en Oriente, analogía basada, por lo demás, no sobre suposiciones gratuitas, sino sobre signos que no engañan cuando se conocen ya ciertas cosas; para conocerlos, es menester dirigirse allí donde es posible encontrarlos ahora, ya que no se trata de curiosidades arqueológicas, sino de un conocimiento que, para ser provechoso, no puede ser más que directo. Esta idea de organizaciones que no revisten la forma de “sociedades”, que no tienen ninguno de los 1

Se podrá recordar aquí el “motor inmóvil” de Aristóteles; naturalmente, esto es susceptible de aplicaciones múltiples.

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elementos exteriores por los que se caracterizan éstas, y que están constituidas mucho más efectivamente, porque están fundamentadas realmente sobre lo inmutable y no admiten en sí ninguna mezcla de lo transitorio, esta idea, decimos, es completamente extraña a la mentalidad moderna, y hemos podido darnos cuenta en diversas ocasiones de las dificultades que se encuentran para hacerla comprender; quizás encontraremos el medio de volver sobre esto algún día, ya que explicaciones demasiado extensas sobre este tema no entrarían en el cuadro del presente estudio, donde no hacemos alusión al mismo más que incidentalmente y para deshacer un malentendido. No obstante, no pretendemos cerrar la puerta a ninguna posibilidad, ni sobre este terreno ni sobre ningún otro, ni desanimar ninguna iniciativa, por pocos resultados válidos que pueda producir y en tanto que no resulte en un simple despilfarro de fuerzas; no queremos más que poner en guardia contra opiniones falsas y contra conclusiones demasiado apresuradas. Es evidente que, si algunas personas, en lugar de trabajar aisladamente, prefieren reunirse para constituir una suerte de “grupos de estudios”, no es en eso donde veríamos un peligro y ni siquiera un inconveniente, pero a condición de que estén bien persuadidos de que no tienen ninguna necesidad de recurrir a ese formalismo exterior al que la mayoría de nuestros contemporáneos atribuyen tanta importancia, precisamente porque las cosas exteriores lo son todo para ellos. Por lo demás, incluso para formar simplemente “grupos de estudios”, si se quisiera hacer en ellos un trabajo serio y proseguirlo bastante lejos, serían necesarias muchas precauciones, ya que todo lo que se cumple en este dominio pone en juego potencias insospechadas por el vulgo, y, si se carece de prudencia, uno se expone a extrañas reacciones, al menos en tanto que no se haya alcanzado cierto nivel. Por otra parte, las cuestiones de método, aquí, dependen estrechamente de los principios mismos; es decir, que tienen una importancia mucho más considerable que en cualquier otro dominio, y consecuencias mucho más graves que sobre el terreno científico, donde, sin embargo, están lejos ya de ser desdeñables. Éste no es el lugar de desarrollar todas estas consideraciones; no exageramos nada, pero, como lo hemos dicho al comienzo, no queremos tampoco disimular las dificultades; la adaptación a tales o a cuales condiciones definidas es siempre extremadamente delicada, y es menester poseer datos teóricos inquebrantables y muy extensos antes de pensar en intentar la menor realización. La adquisición misma de estos datos no es una tarea tan fácil para los occidentales; en todo caso, y nunca insistiremos demasiado en ello, ésta es la tarea por la que es menester comenzar necesariamente, constituye la única preparación indispensable, sin la cual no puede hacerse nada y de la cual dependen esencialmente todas las realizaciones ulteriores, en cualquier orden que sea. Hay todavía otro punto sobre el que debemos explicarnos: hemos dicho en otra parte que el apoyo de los orientales no faltaría a la élite intelectual en el cumplimiento de su tarea, porque, naturalmente, siempre serán favorables a un acercamiento que sea lo que debe ser normalmente; pero eso supone una élite occidental ya constituida, y, para su constitución misma, es menester que la iniciativa parta de Occidente. En las condiciones actuales, los representantes autorizados de las tradiciones orientales no pueden interesarse intelectualmente en Occidente; al menos, no pueden interesarse más que en las raras individualidades que vienen a ellos, directa o indirectamente, y que son casos demasiado excepcionales para permitir considerar una acción generalizada. Podemos afirmar esto: ninguna organización oriental establecerá nunca “ramas” en Occidente; más aún, en tanto que las condiciones no hayan cambiado enteramente, no podrá mantener nunca relaciones con ninguna organización occidental, cualquiera que sea, ya que no podría hacerlo más que con la élite constituida conformemente a los verdaderos principios. Por consiguiente, hasta aquí no se les puede pedir a los orientales nada más que inspiraciones, lo que ya es mucho, y estas inspiraciones no pueden ser transmitidas de otro modo que por influencias individuales que sirvan de intermediarias, no por una acción directa de organizaciones que, a menos de trastornos imprevistos, no comprometerán nunca su responsabilidad en los asuntos del mundo occidental, y eso se comprende, ya que esos asuntos, después de todo, no les conciernen; los occidentales son los únicos que se mezclan muy gustosamente en lo que pasa en los demás pueblos. Si nadie en Occidente da prueba a la vez de la voluntad y de la capacidad de comprender todo lo que es necesario para acercarse verdaderamente a Oriente, éste se guardará de intervenir, sabiendo que eso sería inútil, y, aunque Occidente deba precipitarse en un cataclismo, no podría hacer otra cosa que dejarle abandonado a sí mismo; en efecto,

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¿cómo actuar sobre Occidente, suponiendo que se quiera, si no se encuentra en éste el menor punto de apoyo? De todas maneras, lo repetimos todavía, es a los occidentales a quienes pertenece dar los primeros pasos; naturalmente, no se trata de la masa occidental, ni siquiera de un número considerable de individuos, lo que sería quizás más perjudicial que útil en ciertos aspectos; para comenzar, basta con algunos, a condición de que sean capaces de comprender verdadera y profundamente todo lo que se trata. Hay todavía otra cosa: aquellos que se han asimilado directamente a la intelectualidad oriental no pueden pretender desempeñar más que este papel de intermediarios del que hemos hablado hace un momento; debido al hecho de esta asimilación, están demasiado cerca de Oriente como para hacer más; pueden sugerir ideas, exponer concepciones, indicar lo que convendría hacer, pero no tomar por sí mismos la iniciativa de una organización que, viniendo de ellos, no sería verdaderamente occidental. Si hubiera todavía, en Occidente, individualidades, incluso aisladas, que hubieran conservado intacto el depósito de la tradición puramente intelectual que ha debido existir en la Edad Media, todo se simplificaría mucho; pero es a estas individualidades a quienes corresponde afirmar su existencia y exponer sus credenciales, y, en tanto que no lo hayan hecho, no nos pertenece resolver la cuestión. A falta de esa eventualidad, desdichadamente bastante improbable, es sólo lo que podríamos llamar una asimilación de segundo grado de las doctrinas orientales lo que podría suscitar los primeros elementos de la élite futura; queremos decir que la iniciativa debería venir de individualidades que se habrían desarrollado por la comprehensión de estas doctrinas, pero sin tener lazos demasiado directos con Oriente, y guardando al contrario el contacto con todo lo que todavía puede subsistir de válido en la civilización occidental, y especialmente con los vestigios de espíritu tradicional que han podido mantenerse en ella, a pesar de la mentalidad moderna, principalmente bajo la forma religiosa. Esto no quiere decir que este contacto deba romperse necesariamente con aquellos cuya intelectualidad ha devenido completamente oriental, y eso tanto menos cuanto que, en suma, son esencialmente representantes del espíritu tradicional; pero su situación es demasiado particular como para que no estén obligados a una gran reserva, sobre todo en tanto que no se apele expresamente a su colaboración; deben mantenerse a la expectativa, como los orientales de nacimiento, y todo lo que pueden hacer en mayor grado que estos últimos, es presentar las doctrinas bajo una forma más apropiada a Occidente, y hacer notar las posibilidades de acercamiento que se desprenden de su comprehensión; todavía una vez más, deben contentarse con ser los intermediarios cuya presencia pruebe que toda esperanza de entendimiento no está irremediablemente perdida. Estas reflexiones no deben tomarse por otra cosa que lo que son, ni deben sacarse de ellas consecuencias que correrían el riesgo de ser muy ajenas a nuestro pensamiento; si hay muchos puntos que quedan imprecisos, es porque no nos es posible hacer otra cosa, y porque sólo las circunstancias permitirán después elucidarlos poco a poco. En todo lo que no es pura y estrictamente doctrinal, las contingencias intervienen forzosamente, y es de ellas de donde pueden sacarse los medios secundarios de toda realización, que presupone una adaptación previa; decimos los medios secundarios, ya que lo único esencial, no debe olvidarse, reside en el orden del conocimiento puro (en tanto que conocimiento simplemente teórico, preparación del conocimiento plenamente efectivo, ya que éste no es un medio, sino un fin en sí mismo, con relación al cual toda aplicación no tiene otro carácter que el de un “accidente” que no podría afectarle ni determinarle). Si, en cuestiones como ésta, tenemos el cuidado de no decir demasiado ni demasiado poco, es porque, por una parte, tenemos que hacernos comprender tan claramente como sea posible, y porque, por otra, debemos reservar siempre las posibilidades, actualmente imprevisibles, que las circunstancias pueden hacer aparecer ulteriormente; los elementos que son susceptibles de entrar en juego son de una prodigiosa complejidad, y, en un medio tan inestable como el mundo occidental no se podría dejar nunca demasiado margen para ese imprevisto, que no decimos absolutamente imprevisible, pero sobre el que no nos reconocemos el derecho de anticipar nada. Por eso las precisiones que se pueden dar son sobre todo negativas, en el sentido de que responden a objeciones, ya sean formuladas efectivamente, o ya sean consideradas sólo como posibles, o que descarten errores, malentendidos, formas diversas de la incomprehensión, a medida que se tiene la ocasión de comprobarlos; pero, al proceder así por eliminación, se aclara la cuestión, lo que, en definitiva, es ya un resultado apreciable y, cualesquiera que sean las

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apariencias, verdaderamente positivo. Sabemos bien que la impaciencia occidental se acomoda difícilmente a semejantes métodos, y que estaría más bien dispuesta a sacrificar la seguridad en provecho de la prontitud; pero no vamos a tener en cuenta estas exigencias, que no permiten edificar nada estable, y que son completamente contrarias a la meta que consideramos. Aquellos que no son siquiera capaces de refrenar su impaciencia serían menos capaces aún de llevar a buen término el menor trabajo de orden metafísico; que intenten simplemente, a título de ejercicio preliminar que no les compromete a nada, concentrar su atención sobre una idea única, cualquiera que sea por lo demás, durante medio minuto (no parece que sea exigir demasiado), y verán si nos equivocamos al poner en duda sus aptitudes2. Por consiguiente, no agregaremos nada más sobre los medios por los cuales podría llegar a constituirse en Occidente una élite intelectual; admitiendo incluso las circunstancias más favorables, esa constitución está lejos de aparecer como inmediatamente posible, lo que no quiere decir que no sea menester pensar en prepararla desde ahora. En cuanto al papel que se le asignará a esta élite, se desprende bastante claramente de todo lo que se ha dicho hasta aquí: es esencialmente el retorno de Occidente a una civilización tradicional, en sus principios y en todo el conjunto de sus instituciones. Este retorno deberá efectuarse por orden, yendo desde los principios a las consecuencias, y descendiendo por grados hasta las aplicaciones más contingentes; y no podrá hacerse más que utilizando a la vez los datos orientales y lo que queda de los elementos tradicionales en Occidente mismo, los unos completando a los otros y superponiéndose a ellos sin modificarlos en sí mismos, sino dándoles, con el sentido más profundo del que sean susceptibles, toda la plenitud de su propia razón de ser. Es necesario, ya lo hemos dicho, atenerse primero al punto de vista puramente intelectual, y, por una repercusión completamente natural, las consecuencias se extenderán seguidamente, y más o menos rápidamente, a todos los demás dominios, comprendido el de las aplicaciones sociales; si, por otra parte, ya se ha llevado a cabo algún trabajo válido en esos otros dominios, evidentemente no habrá más que felicitarse por ello, pero no es a eso a lo que conviene dedicarse en primer lugar, ya que sería dar a lo accesorio la preeminencia sobre lo esencial. Mientras no se haya llegado al momento requerido, las consideraciones que se refieren a los puntos de vista secundarios no deberán intervenir apenas sino a título de ejemplos, o más bien de “ilustraciones”; en efecto, si se presentan a propósito y bajo una forma apropiada, pueden tener la ventaja de facilitar la comprehensión de verdades más esenciales al proporcionar para ello una suerte de punto de apoyo, y también de despertar la atención de gente que, por una apreciación errónea de sus propias facultades, se creería incapaz de alcanzar la pura intelectualidad, sin saber lo que es; recuérdese lo que hemos dicho anteriormente sobre esos medios inesperados que pueden determinar ocasionalmente un desarrollo intelectual en sus comienzos. Es necesario marcar de una manera absoluta la distinción de lo esencial y lo accidental; pero, establecida esta distinción, no queremos asignar ninguna delimitación restrictiva al papel de la élite, en la que cada uno podrá encontrar siempre dónde emplear sus facultades especiales como por añadidura y sin que sea en modo alguno en detrimento de lo esencial. En suma, la élite trabajará primero para sí misma, puesto que, naturalmente, sus miembros recogerán de su propio desarrollo un beneficio inmediato y que no podría faltar, beneficio que constituye una adquisición permanente e inalienable; pero, al mismo tiempo y por eso mismo, aunque menos inmediatamente, 2

Registramos aquí la confesión muy explícita de Max Müller: “La concentración del pensamiento, llamada por los hindúes êkâgratâ (o êkâgrya), es algo que nos es casi desconocido. Nuestros espíritus son como caleidoscopios de pensamientos en movimiento constante; y cerrar nuestros ojos mentales a cualquier otra cosa, para fijarnos sobre un pensamiento sólo, se ha hecho para la mayoría de nosotros casi tan imposible, como aprehender una nota musical sin sus armónicos. Con la vida que llevamos hoy día… ha devenido imposible, o casi imposible, llegar nunca a esa intensidad de pensamiento que los hindúes designaban por êkâgratâ, y cuya obtención era para ellos la condición indispensable de toda especulación filosófica y religiosa” (Preface to the Sacred Books of the East, págs. XXIII-XXIV). No se podría caracterizar mejor la dispersión del espíritu occidental, y no tenemos más que dos rectificaciones que hacer a este texto: lo que concierne a los hindúes debe ser puesto en presente tanto como en pasado, ya que para ellos es siempre así, y no es de “especulación filosófica y religiosa” de lo que se trata, sino de “especulación metafísica” exclusivamente.

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trabajará también necesariamente para Occidente en general, ya que es imposible que una elaboración como la que aquí se trata se efectúe en un medio cualquiera sin producir en él más pronto o más tarde modificaciones considerables. Además, las corrientes mentales están sometidas a leyes perfectamente definidas, y el conocimiento de esas leyes permite una acción mucho más eficaz que el uso de medios solamente empíricos; pero aquí, para llegar a su aplicación y realizarla en toda su amplitud, es menester poder apoyarse sobre una organización fuertemente constituida, lo que no quiere decir que resultados parciales, ya apreciables, no puedan ser obtenidos antes de que se haya llegado a ese punto. Por defectuosos y por incompletos que sean los medios de que se dispone, es menester no obstante comenzar por ponerlos en obra tal como son, sin lo cual no se llegará nunca a adquirir otros más perfectos; y agregaremos que la menor cosa cumplida en conformidad armónica con el orden de los principios lleva virtualmente en sí misma posibilidades cuya expansión es capaz de determinar las más prodigiosas consecuencias, y eso en todos los dominios, a medida que sus repercusiones se extienden en ellos según su repartición jerárquica y por vía de progresión indefinida15. Naturalmente, al hablar del papel de la élite, suponemos que nada vendrá a interrumpir bruscamente su acción, es decir, que nos colocamos en la hipótesis más favorable; podría ser también, ya que hay discontinuidades en los acontecimientos históricos, que la civilización occidental venga a zozobrar en algún cataclismo antes de que se cumpla esta acción. Si semejante cosa se produjera antes incluso de que la élite se haya constituido plenamente, los resultados del trabajo anterior se limitarían evidentemente a los beneficios intelectuales que habrían recogido aquellos que hubieran tomado parte en él; pero, por sí mismos, estos beneficios son algo inapreciable, y así, aunque no deba haber nada más, aún valdría la pena emprender este trabajo; sus frutos permanecerían entonces reservados a unos pocos, pero ellos, por su propia cuenta, habrían obtenido lo esencial. Si la élite, aunque estando ya constituida, no tuviera el tiempo de ejercer una acción suficientemente generalizada como para modificar profundamente la mentalidad occidental en su conjunto, habría algo más: esta élite sería verdaderamente, durante el periodo de trastorno y de agitación, el “arca” simbólica que flota sobre las aguas del diluvio, y, a continuación, podría servir de punto de apoyo a una acción por la que Occidente, aunque perdiendo probablemente su existencia autónoma, recibiría no obstante, de otras civilizaciones subsistentes, los principios de un nuevo desarrollo, esta vez regular y normal. Pero, en este segundo caso, habría que considerar también, al menos transitoriamente, enojosas eventualidades: las revoluciones étnicas a las que ya hemos hecho alusión serían ciertamente muy graves; además, sería muy preferible para Occidente, en lugar de ser absorbido pura y simplemente, poder transformarse para adquirir una civilización comparable a las de Oriente, pero adaptada a sus condiciones propias, transformación que le dispensaría, en cuanto a su masa, de asimilar más o menos penosamente formas tradicionales que no han sido hechas para él. Esta transformación, que se operaría sin choques y como espontáneamente, para restituir a Occidente una civilización tradicional apropiada, es lo que acabamos de llamar la hipótesis más favorable; tal sería la obra de la élite, con el apoyo de los depositarios de las tradiciones orientales, sin duda, pero con una iniciativa occidental como punto de partida; y se debe comprender ahora que esta última condición, incluso si no fuera tan rigurosamente indispensable como lo es efectivamente, no por ello dejaría de aportar una ventaja considerable, en el sentido de que eso es precisamente lo que permitiría a Occidente conservar su autonomía e incluso guardar, para su desarrollo futuro, los elementos válidos que puede haber adquirido, a pesar de todo, en su civilización actual. En fin, si esta hipótesis tuviera tiempo de realizarse, evitaría la catástrofe que considerábamos en primer lugar, puesto que la civilización occidental, devenida nuevamente normal, encontraría su sitio legítimo entre todas las demás, y ya no sería, como lo es hoy día, una amenaza para el resto de la humanidad, un factor de 15

Hacemos alusión a una teoría metafísica extremadamente importante, a la que damos el nombre de “teoría del gesto”, y que expondremos quizás un día en un estudio particular. La palabra “progresión” se toma aquí en una acepción que es una transposición analógica de su sentido matemático, transposición que la hace aplicable en lo universal, y no ya sólo en el dominio de la cantidad. -Véase también, a este propósito lo que hemos dicho en otra parte del apûrva y de las “acciones y reacciones concordantes”: Introduction générale à l’ étude des doctrines hindoues, 3ª parte, cap. XIII.

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desequilibrio y de opresión en el mundo. En todo caso, es menester hacer como si la meta que indicamos aquí debiera ser alcanzada, puesto que, incluso si las circunstancias no permiten que lo sea, nada de lo que se haya cumplido en el sentido que debe conducir a ella se perderá; y la consideración de esta meta puede proporcionar, a aquellos que son capaces de formar parte de la élite, un motivo para aplicar sus esfuerzos a la comprehensión de la pura intelectualidad, motivo que no habrá que desdeñar mientras no hayan tomado enteramente consciencia de algo menos contingente, queremos decir, de lo que la intelectualidad vale en sí misma, independientemente de los resultados que puede producir por añadidura en los órdenes más o menos exteriores. Así pues, la consideración de esos resultados, por secundarios que sean, puede ser al menos un “aliciente”, y no podría ser un obstáculo si se tiene el cuidado de ponerla exactamente en su lugar y de observar en todo las jerarquías necesarias, de manera que no se pierda nunca de vista lo esencial ni se sacrifique a lo accidental; ya nos hemos explicado sobre esto suficientemente como para justificar, a los ojos de aquellos que comprenden estas cosas, el punto de vista que adoptamos actualmente, y que, si no corresponde a todo nuestro pensamiento (y no puede hacerlo, desde que las consideraciones puramente doctrinales y especulativas están para nosotros por encima de todas las demás), representa no obstante una parte muy real de él. Aquí no pretendemos considerar más que posibilidades muy lejanas según toda verosimilitud, pero que no por ello son menos posibilidades, y que, sólo por esto, merecen ser tomadas en consideración; y el hecho mismo de considerarlas puede contribuir ya, en una cierta medida, a acercar su realización. Por lo demás, en un medio esencialmente cambiante como el Occidente moderno, los acontecimientos pueden, bajo la acción de circunstancias cualesquiera, desarrollarse con una rapidez que rebase en mucho todas las previsiones; por consiguiente, nunca sería demasiado pronto para prepararse para hacerles frente, y vale más anticiparse que dejarse sorprender por lo irreparable. Sin duda, no nos hacemos ilusiones sobre las posibilidades que tienen las advertencias de este género de ser escuchadas por la mayoría de nuestros contemporáneos; pero, como ya lo hemos dicho, la élite intelectual no tendría necesidad de ser muy numerosa, al comienzo sobre todo, para que su influencia pueda ejercerse de una manera muy efectiva, incluso sobre aquellos que no sospecharan de ninguna manera su existencia o que no tuvieran la menor idea del alcance de sus trabajos. Es aquí donde uno podría darse cuenta de la inutilidad de esos “secretos” a los que hacíamos alusión antes: hay acciones que, por su naturaleza misma, permanecen perfectamente ignoradas por el vulgo, no porque se oculten de él, sino porque es incapaz de comprenderlas. La élite no tendría que hacer conocer públicamente los medios de su acción, sobre todo porque sería inútil, y porque, aunque lo quisiera, no podría explicarlos en un lenguaje inteligible para el gran número; sabría de antemano que eso sería un trabajo perdido, y que las fuerzas que le dispensara podrían recibir un empleo mucho mejor. Además, no contestamos el peligro o la inoportunidad de ciertas divulgaciones: hay muchas gentes que podrían sentirse tentados, si se les indicaran los medios para ello, a intentar realizaciones a las que nada les habría preparado, únicamente “para ver”, sin conocer su verdadera razón de ser y sin saber dónde podrían conducirles; y esto no sería más que una causa suplementaria de desequilibrio, que no conviene agregar a todas las que perturban hoy día la mentalidad occidental y que la perturbarán sin duda mucho tiempo todavía, y que sería incluso tanto más temible cuanto que se trata de cosas de una naturaleza más profunda; pero todos aquellos que poseen ciertos conocimientos están, por eso mismo, plenamente cualificados para apreciar semejantes peligros, y siempre sabrán comportarse en consecuencia sin estar ligados por otras obligaciones que las que implica naturalmente el grado de desarrollo intelectual al que han llegado. Por lo demás, es menester comenzar necesariamente por la preparación teórica, la única esencial y verdaderamente indispensable, y la teoría puede ser expuesta siempre sin reservas, o al menos bajo la única reserva de lo que es propiamente inexpresable e incomunicable; es incumbencia de cada uno comprender en la medida de sus posibilidades, y, en cuanto a aquellos que no comprenden, si no sacan ninguna ventaja, tampoco sienten ningún inconveniente y permanecen simplemente tal como estaban anteriormente. Quizás cause sorpresa que insistamos tanto sobre cosas que, en suma, son extremadamente simples y que no deberían plantear ninguna dificultad; pero la experiencia nos ha mostrado que no se podrían tomar demasiadas precauciones a este respecto, y, sobre algunos puntos,

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preferimos mejor un exceso de explicaciones que correr el riesgo de ver nuestro pensamiento mal interpretado; las precisiones que tenemos que aportar todavía proceden en gran parte de la misma preocupación, y, como responden a una incomprehensión que hemos comprobado efectivamente en varias circunstancias, probarán suficientemente que nuestro temor a los malentendidos no tiene nada de exagerado.

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15b.- ORIENTACIONES: FIN DE UN MUNDO* Que se pueda hablar de una crisis del mundo moderno, tomando esta palabra de “crisis” en su acepción más común, es una cosa que muchos ya no ponen en duda, y, a este respecto al menos, se ha producido un cambio bastante sensible: bajo la acción misma de los acontecimientos, algunas ilusiones comienzan a disiparse, y, por nuestra parte, no podemos más que felicitarnos por ello, ya que hay ahí, a pesar de todo, un síntoma bastante favorable, el indicio de una posibilidad de enderezamiento de la mentalidad contemporánea. Es así como la creencia en un “progreso” indefinido, que hasta hace poco se tenía todavía por una suerte de dogma intangible e indiscutible, ya no se admite tan generalmente; algunos entrevén más o menos vagamente, más o menos confusamente, que la civilización occidental, en lugar de continuar siempre desarrollándose en el mismo sentido, podría llegar un día a un punto de detención, o incluso zozobrar enteramente en algún cataclismo. Quizás esos no ven claramente dónde está el peligro, y los miedos quiméricos o pueriles que manifiestan a veces, prueban suficientemente la persistencia de muchos errores en su mente. Pero, en fin, ya es algo que se den cuenta de que hay un peligro, incluso si lo sienten más que comprenderlo verdaderamente. Por consiguiente, si se dice que el mundo moderno está en crisis, lo que se entiende más habitualmente por tal es que ha llegado a un punto crítico, o, en otros términos, que una transformación más o menos profunda es inminente en breve plazo, de grado o por fuerza, de una forma más o menos brusca, con o sin “catástrofe”, un cambio de orientación deberá producirse inevitablemente. Este modo de ver es justo, y corresponde en parte a lo que pensamos nosotros mismos: pero sólo en parte, porque, colocándonos en un punto de vista más general, para nosotros, es toda la época moderna, en su conjunto, la que representa para el mundo un período de crisis. Parece, por lo demás, que nos acercamos al desenlace, y es lo que hace más posible hoy que nunca el carácter anormal de este estado de cosas que dura desde hace ya algunos siglos, pero cuyas consecuencias no habían sido aún tan visibles como lo son ahora. También por ello los acontecimientos se desarrollan con esa velocidad acelerada a la cual hacíamos alusión primeramente; sin duda, eso puede continuar así algún tiempo todavía, pero no indefinidamente. Pero, en la palabra misma “crisis”, hay contenidas otras significaciones, que la hacen todavía más apta para expresar lo que queremos decir. Su etimología, frecuentemente perdida de vista en el uso común, pero a la que conviene remitirse como es menester hacerlo siempre cuando se quiere restituir a un término la plenitud de su sentido propio y de su valor original -su etimología, decimos- la hace parcialmente sinónimo de “juicio” y de “discriminación”. La fase que puede llamarse verdaderamente “crítica”, en no importa qué orden de cosas, es aquella que desemboca inmediatamente en una solución favorable o desfavorable, aquella donde interviene una decisión, en un sentido o en otro. Por consiguiente, es entonces cuando es posible aportar un juicio sobre los resultados adquiridos, sopesar los “pros” y los “contras”, operando una suerte de clasificación entre esos resultados, unos positivos, otros negativos, y ver así de qué lado se inclina la balanza definitivamente. Bien entendido, no tenemos en modo alguno la pretensión de establecer de una manera completa una tal discriminación, lo que sería además prematuro. Podemos sólo contribuir, tanto como nos lo permitan los medios de que disponemos, a dar a quienes son capaces de ello la consciencia de algunos de los resultados que parecen ya bien definidos, preparando así, aunque no sea más que en parte y de manera indirecta, los elementos que deberán servir después a un futuro “juicio”, a partir del cual se abrirá un nuevo período de la historia de la humanidad terrestre. Algunas de las expresiones que acabamos de emplear evocarán sin duda, en ciertas personas, la idea de lo que se llama el “juicio final”, y, a decir verdad, no será sin razón: ya sea que se entienda por lo demás literal o simbólicamente, o de las dos maneras a la vez (pues no se excluyen de ningún modo en realidad), eso importa poco aquí, y éste no es el lugar ni el momento de explicarnos enteramente sobre este punto. En *

"Orientamenti: fine di un mondo" (10 de mayo de 1935). Contiene casi todo el prólogo de La Crise du Monde moderne, París, 1927.

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todo caso, el sopesar los “pros” y los “contras”, la discriminación de los resultados positivos y negativos, de la que hablábamos antes, puede hacer pensar ciertamente en la repartición de los “elegidos” y de los “condenados” en dos grupos inmutablemente fijos en adelante; incluso si no hay en eso más que una analogía, hay que reconocer que es al menos una analogía válida y bien fundada, en conformidad con la naturaleza misma de las cosas; y esto demanda todavía algunas explicaciones. Ciertamente, no es por azar que tantos espíritus están hoy día obsesionados por la idea del “fin del mundo”. Es algo a deplorar en muchos aspectos, ya que las extravagancias a las cuales da lugar esta idea mal comprendida, las divagaciones “mesiánicas” que son su consecuencia en diversos medios, todas estas manifestaciones surgidas del desequilibrio mental de nuestra época, no hacen más que agravar aún este mismo desorden en proporciones que no son desdeñables en absoluto; pero, en fin, no por eso es un hecho que podamos dispensarnos de tener en cuenta. La actitud más cómoda, cuando se comprueban cosas de este género, es ciertamente la que consiste en descartarlas pura y simplemente sin más examen, en tratarlas como errores o delirios insignificantes. Sin embargo, pensamos que, incluso si son en efecto errores, vale más buscar las razones que los han provocado y la parte de verdad más o menos deformada que puede encontrarse contenida en ellos a pesar de todo. Si se consideran las cosas de esta manera, uno percibe sin esfuerzo que tal preocupación del “fin del mundo” se relaciona estrechamente con el estado de malestar general en el cual vivimos ahora: el presentimiento oscuro de algo que está efectivamente a punto de acabar, agitándose sin control en algunas imaginaciones, produce en ellas naturalmente representaciones desordenadas, y lo más frecuentemente groseramente materializadas, las cuales, a su vez, se traducen exteriormente en las extravagancias a las que acabamos de hacer alusión. Esta explicación no es una excusa en favor de éstas: o, al menos, si se puede excusar a aquellos que caen involuntariamente en el error, porque están predispuestos a ello por un estado mental del que no son responsables, eso no podría ser nunca una razón para excusar el error en sí mismo. Eso no es todo: una explicación puramente “psicológica” de la idea del “fin del mundo” y de sus manifestaciones actuales, por justa que sea en su orden, no puede ser para nosotros plenamente suficiente. Quedarse ahí, significaría dejarse influir por una de esas ilusiones modernas contra las que nos levantamos precisamente en toda ocasión. Algunos –decíamos- sienten confusamente el fin inminente de algo cuya naturaleza y alcance no pueden definir exactamente. Es menester admitir que en eso tienen una percepción bastante real, aunque vaga y sujeta a falsas interpretaciones o a deformaciones imaginativas, puesto que, cualquiera que sea ese fin, la crisis que debe forzosamente desembocar en él es bastante visible, y ya que una multitud de signos inequívocos y fáciles de comprobar conducen todos de una manera concordante a la misma conclusión. Sin duda, ese fin no es el “fin del mundo”, en el sentido total en el que algunos quieren entenderlo, pero es al menos el fin de un mundo; y, si lo que debe acabar es la civilización occidental bajo su forma actual, es comprensible que aquellos que están habituados a no ver nada fuera de ella, a considerarla como la “civilización” sin epíteto, crean fácilmente que todo acabará con ella, y que, si ella llega a desaparecer, eso será verdaderamente el “fin del mundo”. Para reconducir las cosas a sus justas proporciones, diremos por tanto que parece efectivamente que nos aproximamos realmente al fin de un mundo, es decir, al fin de una época o de un ciclo histórico. Ha habido ya en el pasado muchos acontecimientos de este género, y sin duda habrá todavía otros en el porvenir; acontecimientos de importancia desigual, por lo demás, según que terminen períodos más o menos extensos. En el estado presente del mundo, hay que suponer que el cambio que ha de intervenir tendrá un alcance muy general, y que, cualquiera que sea la forma que revista, y que no pretendemos definir. En nuestras obras ya hemos tenido la ocasión de hacer alusión con bastante frecuencia a las “leyes cíclicas”. Quizás sería difícil hacer de esas leyes una exposición completa bajo una forma fácilmente accesible a las mentes modernas, pero al menos es necesario saber algo al respecto si uno quiere hacerse una idea verdadera de lo que es la época actual y de lo que representa exactamente en el conjunto de la historia universal. Haría falta ante todo mostrar que las características de esta época son realmente las que las doctrinas tradicionales han indicado en todo tiempo para el período cíclico al que ella

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corresponde; y eso sería mostrar también que lo que es anomalía y desorden desde un determinado punto de vista es, no obstante, un elemento necesario de un orden más vasto, una consecuencia inevitable de las leyes que rigen el desarrollo de toda manifestación. Por lo demás, digámoslo enseguida, en ello no hay una razón para contentarse con sufrir pasivamente la confusión y la oscuridad que parecen triunfar momentáneamente en muchos aspectos del mundo contemporáneo, ya que, si fuera así, no tendríamos más que guardar silencio: antes al contrario, eso nos exhorta a trabajar, tanto como se pueda, en preparar la salida de esta “edad oscura” cuyo fin más o menos próximo, cuando no del todo inminente, permiten entrever ya muchos indicios. Y es razonable considerar las cosas de este modo, ya que todo equilibrio es el resultado de la acción simultánea de dos tendencias opuestas. Si la una o la otra pudieran dejar de actuar enteramente, el equilibrio ya no se recuperaría nunca, se tendría un hundimiento definitivo. Pero esta suposición es quimérica, ya que los dos términos de una oposición, como tales, no tienen sentido sino el uno por el otro, y, cualesquiera que sean las apariencias, se puede estar seguro de que todos los desequilibrios parciales y transitorios concurren finalmente a la realización del equilibrio total.

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LA VERSIÓN DE BASE: 15a.- PRÓLOGO A LA CRISE DU MONDE MODERNE (...) Que se pueda hablar de una crisis del mundo moderno, tomando esta palabra de “crisis” en su acepción más ordinaria, es una cosa que muchos ya no ponen en duda, y, a este respecto al menos, se ha producido un cambio bastante sensible: bajo la acción misma de los acontecimientos, algunas ilusiones comienzan a disiparse, y, por nuestra parte, no podemos más que felicitarnos por ello, ya que hay ahí, a pesar de todo, un síntoma bastante favorable, el indicio de una posibilidad de enderezamiento de la mentalidad contemporánea, algo que aparece como un débil vislumbre en medio del caos actual. Así, la creencia en un “progreso” indefinido, que hasta hace poco se tenía todavía por una especie de dogma intangible e indiscutible, ya no se admite tan generalmente; algunos entrevén más o menos vagamente, más o menos confusamente, que la civilización occidental, en lugar de continuar siempre desarrollándose en el mismo sentido, podría llegar un día a un punto de detención, o incluso zozobrar enteramente en algún cataclismo. Quizás ésos no ven claramente dónde está el peligro, y los miedos quiméricos o pueriles que manifiestan a veces, prueban suficientemente la persistencia de muchos errores en su espíritu; pero en fin, ya es algo que se den cuenta de que hay un peligro, incluso si lo sienten más que comprenderlo verdaderamente, y que lleguen a concebir que esta civilización de la que los modernos están tan infatuados no ocupa un sitio privilegiado en la historia del mundo, que puede tener la suerte que tantas otras que ya han desaparecido en épocas más o menos lejanas, y de las cuales algunas no han dejado tras de ellas más que rastros ínfimos, vestigios apenas perceptibles o difícilmente reconocibles. Por consiguiente, si se dice que el mundo moderno sufre una crisis, lo que se entiende más habitualmente por tal es que ha llegado a un punto crítico, o, en otros términos, que una transformación más o menos profunda es inminente, que un cambio de orientación deberá producirse inevitablemente en breve plazo, de grado o por fuerza, de una manera más o menos brusca, con o sin catástrofe. Esta acepción es perfectamente legítima y corresponde a una parte de lo que pensamos nosotros mismos, pero a una parte sólo, ya que, para nosotros, y colocándonos en un punto de vista más general, es toda la época moderna, en su conjunto, la que representa para el mundo un período de crisis; parece por lo demás que nos acercamos al desenlace, y es lo que hace más posible hoy que nunca el carácter anormal de este estado de cosas que dura desde hace ya algunos siglos, pero cuyas consecuencias no habían sido aún tan visibles como lo son ahora. También por ello los acontecimientos se desarrollan con esa velocidad acelerada a la cual hacíamos alusión primeramente; sin duda, eso puede continuar así algún tiempo todavía, pero no indefinidamente; e incluso, sin poder asignarle un límite preciso, se tiene la impresión de que ya no puede durar mucho tiempo. Pero, en la palabra misma “crisis”, hay contenidas otras significaciones, que la hacen todavía más apta para expresar lo que acabamos de decir: en efecto, su etimología, que se pierde de vista frecuentemente en el uso corriente, pero a la que conviene remitirse como es menester hacerlo siempre cuando se quiere restituir a un término la plenitud de su sentido propio y de su valor original, su etimología, decimos, la hace parcialmente sinónimo de “juicio” y de “discriminación”. La fase que puede llamarse verdaderamente “crítica”, en no importa qué orden de cosas, es aquella que desemboca inmediatamente en una solución favorable o desfavorable, aquella donde interviene una decisión en un sentido o en otro; por consiguiente, es entonces cuando es posible aportar un juicio sobre los resultados conseguidos, sopesar los “pros” y los “contras”, operando una suerte de clasificación entre esos resultados, unos positivos, otros negativos, y ver así de qué lado se inclina la balanza definitivamente. Entiéndase bien, no tenemos en modo alguno la pretensión de establecer de una manera completa tal discriminación, lo que sería además prematuro, puesto que la crisis no está todavía resuelta y puesto que quizás no es siquiera posible decir exactamente cuándo y cómo lo estará, tanto más cuanto que es siempre preferible abstenerse de algunas previsiones que no podrían apoyarse sobre razones claramente inteligibles para todos, y cuanto que, por consiguiente, correrían el riesgo de ser muy mal interpretadas y de aumentar la confusión en lugar de remediarla.

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Así pues, todo lo que podemos proponernos, es contribuir, hasta cierto punto y tanto como nos lo permitan los medios de que disponemos, a dar a quienes son capaces de ello la consciencia de algunos de los resultados que parecen bien establecidos desde ahora, y a preparar así, aunque no sea más que de una manera muy parcial y bastante indirecta, los elementos que deberán servir después al futuro “juicio”, a partir del que se abrirá un nuevo período de la historia de la humanidad terrestre. Algunas de las expresiones que acabamos de emplear evocarán sin duda, en el espíritu de algunos, la idea de lo que se llama el “Juicio Final”, y, a decir verdad, no será sin razón; ya sea que se entienda por lo demás literal o simbólicamente, o de las dos maneras a la vez, pues no se excluyen de ningún modo en realidad, eso importa poco aquí, y éste no es el lugar ni el momento de explicarnos enteramente sobre este punto. En todo caso, esta colocación en la balanza de los “pros” y los “contras”, esta discriminación de los resultados positivos y negativos, de la que hablábamos hace un momento, puede hacer pensar ciertamente en la repartición de los “elegidos” y de los “condenados” en dos grupos inmutablemente fijos en adelante; incluso si no hay en eso más que una analogía, hay que reconocer que es al menos una analogía válida y bien fundada, en conformidad con la naturaleza misma de las cosas; y esto demanda todavía algunas explicaciones. Ciertamente, no es por azar que tantos espíritus están hoy día obsesionados por la idea del “fin del mundo”; uno puede deplorar que así sea en algunos aspectos, ya que las extravagancias a las que da lugar esta idea mal comprendida, las divagaciones “mesiánicas” que son su consecuencia en diversos medios, todas esas manifestaciones surgidas del desequilibrio mental de nuestra época, no hacen más que agravar aún este mismo desequilibrio en proporciones que no son desdeñables en absoluto; pero, en fin, no por eso es menos cierto que hay ahí un hecho que no podemos dispensarnos de tener en cuenta. La actitud más cómoda, cuando se comprueban cosas de este género, es ciertamente la que consiste en descartarlas pura y simplemente sin más examen, en tratarlas como errores o delirios sin importancia; sin embargo, pensamos que, incluso si son en efecto errores, vale más, al mismo tiempo que se denuncian como tales, buscar las razones que los han provocado y la parte de verdad más o menos deformada que puede encontrarse contenida en ellos a pesar de todo, ya que, puesto que el error no tiene en suma más que un modo de existencia puramente negativo, el error absoluto no puede encontrarse en ninguna parte y no es más que una palabra vacía de sentido. Si se consideran las cosas de esta manera, uno percibe sin esfuerzo que esta preocupación del “fin del mundo” se relaciona estrechamente con el estado de malestar general en el cual vivimos ahora: el presentimiento oscuro de algo que está efectivamente a punto de acabar, agitándose sin control en algunas imaginaciones, produce en ellas naturalmente representaciones desordenadas, y lo más frecuentemente groseramente materializadas, que, a su vez, se traducen exteriormente en las extravagancias a las que acabamos de hacer alusión. Esta explicación no es una excusa en favor de éstas; o al menos si se puede excusar a aquellos que caen involuntariamente en el error, porque están predispuestos a ello por un estado mental del que no son responsables, eso no podría ser nunca una razón para excusar el error mismo. Por otro lado, en lo que nos concierne, ciertamente no se nos podrá reprochar una indulgencia excesiva con respecto a las manifestaciones “pseudo religiosas” del mundo contemporáneo, como tampoco con respecto a todos los errores modernos en general; sabemos incluso que algunos estarían más bien tentados de hacernos el reproche contrario, y lo que decimos aquí quizás les hará comprender mejor cómo consideramos estas cosas, esforzándonos en colocarnos siempre en el único punto de vista que nos importa, el de la verdad imparcial y desinteresada. Eso no es todo: una explicación simplemente “psicológica” de la idea del “fin del mundo” y de sus manifestaciones actuales, por justa que sea en su orden, no podría pasar a nuestros ojos como plenamente suficiente; quedarse ahí, sería dejarse influir por una de esas ilusiones modernas contra las que nos levantamos precisamente en toda ocasión. Algunos, decíamos, sienten confusamente el fin inminente de algo cuya naturaleza y alcance no pueden definir exactamente; es menester admitir que en eso tienen una percepción muy real, aunque vaga y sujeta a falsas interpretaciones o a deformaciones imaginativas, puesto que, cualquiera que sea ese fin, la crisis que debe forzosamente desembocar en él es bastante visible, y ya que una multitud de signos inequívocos y fáciles de comprobar conducen todos de una manera concordante a la

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misma conclusión. Sin duda, ese fin no es el “fin del mundo”, en el sentido total en el que algunos quieren entenderlo, pero es al menos el fin de un mundo; y, si lo que debe acabar es la civilización occidental bajo su forma actual, es comprensible que aquellos que están habituados a no ver nada fuera de ella, a considerarla como la “civilización” sin epíteto, crean fácilmente que todo acabará con ella, y que, si llega a desaparecer, eso será verdaderamente el “fin del mundo”. Así pues, para reducir las cosas a sus justas proporciones, diremos que parece efectivamente que nos aproximamos realmente al fin de un mundo, es decir, al fin de una época o de un ciclo histórico que, por lo demás, puede estar en correspondencia con un ciclo cósmico, según lo que enseñan a este respecto todas las doctrinas tradicionales. Ha habido ya en el pasado muchos acontecimientos de este género, y sin duda habrá todavía otros en el porvenir; acontecimientos de importancia desigual, por lo demás, según que terminen períodos más o menos extensos y que conciernan, ya sea a todo el conjunto de la humanidad terrestre, ya sea solamente a una o a otra de sus porciones, una raza o un pueblo determinado. En el estado presente del mundo, hay que suponer que el cambio que ha de intervenir tendrá un alcance muy general, y que, cualquiera que sea la forma que revista, y que no pretendemos buscar definir, afectará más o menos a la tierra toda entera. En todo caso, las leyes que rigen tales acontecimientos son aplicables analógicamente a todos los grados; así, lo que se dice del “fin del mundo”, en un sentido tan completo como sea posible concebirlo, y que, ordinariamente, no se refiere más que al mundo terrestre, es verdad también, guardadas todas las proporciones, cuando se trata simplemente del fin de un mundo cualquiera en un sentido mucho más restringido. Estas observaciones preliminares ayudarán enormemente a comprender las consideraciones que van a seguir; ya hemos tenido la ocasión, en otras obras, de hacer alusión con bastante frecuencia a las “leyes cíclicas”; por otra parte, quizás sería difícil hacer de esas leyes una exposición completa bajo una forma fácilmente accesible a los espíritus occidentales, pero al menos es necesario tener algunos datos sobre este tema si uno quiere hacerse una idea verdadera de lo que es la época actual y de lo que representa exactamente en el conjunto de la historia del mundo. Por eso comenzaremos por mostrar que las características de esta época son realmente las que las doctrinas tradicionales han indicado en todo tiempo para el período cíclico al que ella corresponde; y eso será mostrar también que lo que es anomalía y desorden desde un determinado punto de vista es, no obstante, un elemento necesario de un orden más vasto, una consecuencia inevitable de las leyes que rigen el desarrollo de toda manifestación. Por lo demás, lo decimos desde ahora, en ello no hay una razón para contentarse con sufrir pasivamente el desorden y la oscuridad que parecen triunfar momentáneamente, ya que, si fuera así, no tendríamos más que guardar silencio; antes al contrario, es una razón para trabajar, tanto como se pueda, en preparar la salida de esta “edad sombría” cuyo fin más o menos próximo, cuando no del todo inminente, permiten entrever ya muchos indicios. Eso está también en el orden, ya que el equilibrio es el resultado de la acción simultánea de dos tendencias opuestas; si la una o la otra pudieran dejar de actuar enteramente, el equilibrio ya no se recuperaría nunca y el mundo mismo se desvanecería; pero esta suposición es irrealizable, ya que los dos términos de una oposición no tienen sentido sino el uno por el otro, y, cualesquiera que sean las apariencias, se puede estar seguro de que todos los desequilibrios parciales y transitorios concurren finalmente a la realización del equilibrio total.

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16b.- SOBRE LA CONCEPCIÓN TRADICIONAL DE LAS ARTES * Hemos tenido frecuentemente ocasión de decir que la concepción profana de las ciencias y de las artes, tal como predomina hoy en Occidente, es algo muy moderno e implica una degeneración con relación a un estado previo en el que unas y otras tenían un carácter del todo diferente. Lo mismo puede decirse también de los oficios; y, por otra parte, la distinción entre las artes y los oficios, es ella misma específicamente moderna, como si hubiera nacido de esta desviación profana y sólo tuviera sentido con relación a ella. Para los antiguos, el artifex era, indiferentemente, el que ejercitaba un arte como el que ejerce un oficio; pero, no era, a decir verdad, ni el artista ni el artesano en el sentido que estas palabras tienen hoy. El artifex tenía algo del uno y del otro, porque, originariamente al menos, su actividad está vinculada con principios que pertenecen a un orden mucho más profundo. En toda civilización tradicional, en efecto, toda actividad del hombre, cualquiera que sea, es siempre considerada como derivando esencialmente de los principios, resultando por así decir, "transformada", y, en lugar de reducirse a lo que ella es desde el punto de vista de la simple manifestación exterior (lo cual es en definitiva el punto de vista profano), está integrada a la tradición y constituye, para quien la cumple, un medio de participar efectivamente en ésta. Si, por ejemplo, se considera una civilización como la islámica o la cristiana medieval, no hay nada tan sencillo como darse cuenta del carácter "religioso" que en ellas revisten los actos más ordinarios de la existencia. Y es que la religión, en tales casos, no es algo que ocupa un lugar aparte, sin relación alguna con todo lo demás, como sucede para los occidentales modernos (al menos para aquellos que consienten aún en admitir una religión). Por el contrario, impregnaba profundamente toda la existencia del ser humano, o mejor dicho, todo lo que constituye esta existencia y, en particular la vida social, se encuentra como englobada en su dominio, de modo que, en tales condiciones, no puede existir en realidad nada que sea "profano", salvo para los que, por una razón u otra, están fuera de la tradición, y cuyo caso representa entonces una mera anomalía. Y si después pasamos a un punto de vista más profundo, comprobamos en las civilizaciones tradicionales, casi sin excepción, la existencia de una “iniciación” ligada a los oficios y asumiéndolos como base. Lo que significa que estos oficios eran todavía susceptibles de un significado superior y presentaban el valor de una vía de acceso al mundo espiritual. Lo que permite comprenderlo mejor, es la noción hindú del svadharma, que designa el cumplimiento por parte de cada ser de una actividad conforme a su naturaleza propia. En contraste con tal idea se define el punto de vista “profano”. Según este último, todo hombre puede adoptar una profesión cualquiera, como si esta profesión fuera algo puramente exterior a él, sin ningún vínculo real con lo que él es verdaderamente y con lo que le hace ser él mismo y no otro. En la concepción tradicional, al contrario, cada cual debe normalmente desempeñar la función a la que está destinado por su propia naturaleza y no puede desempeñar otra sin que deje de ocurrir por ello un grave desorden, que tendrá repercusión sobre toda la organización social de la que forma parte. No sólo eso: si tal desorden se generalizara, llegará a tener efectos sobre el mismo medio cósmico, ya que todas las cosas están ligadas entre sí según correspondencias rigurosas. Sin insistir más sobre este último punto, haremos notar que la oposición de las dos concepciones puede, por lo menos en cierto aspecto, reducirse a la oposición entre un punto de vista "cualitativo" y un punto de vista "cuantitativo". En la concepción tradicional, son las cualidades esenciales de los seres las que determinan su actividad. En la concepción profana, los individuos no son ya considerados sino como "unidades" intercambiables, como si estuvieran desprovistos en sí mismos, de toda cualidad propia. Esta última concepción, que claramente depende de las ideas modernas de "igualdad" y de "uniformidad", lógicamente sólo puede desembocar en el ejercicio de una actividad puramente "mecánica", en la cual ya no subsiste nada propiamente humano; y eso es, en efecto, lo que podemos comprobar en nuestros días. De donde se sigue también que los *

"Sulla concezione tradizionale delle arti" (9 de julio de 1935) (“Ignitus”). Contiene casi todo el artículo “L´Initiation et les métiers” (“La Iniciación y los oficios”), Voile d´Isis, París, marzo de 1934, luego recopilado en Mélanges, París, 1976.

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oficios "mecánicos" de los modernos, siendo sólo un producto de la desviación profana, bien poco pueden ofrecer de las posibilidades de las cuales tratamos aquí, y, a decir verdad, tampoco podrían ser considerados como oficios si se quiere conservar el sentido tradicional de esta palabra, el único que nos interesa en este momento. Si el oficio es algo del hombre mismo y casi una manifestación o una expansión de su propia naturaleza, es fácil comprender que pudiese servir de base para “una iniciación”, e incluso que sea, en la generalidad de los casos, lo más adaptado que exista para este fin. En efecto, si por “iniciación” se entiende un acción volcada esencialmente a trascender las posibilidades ordinarias del individuo humano, no es menos cierto que semejante acción como punto de partida sólo puede tomar a este individuo tal como es; de ahí la diversidad de vías -es decir, en suma, de los medios utilizados como "soportes"- en conformidad con las diferencias de las naturalezas individuales; interviniendo estas diferencias tanto menos cuanto que el ser avance más en su camino. Los medios así empleados sólo pueden tener eficacia si corresponden a la naturaleza misma de los seres a los cuales se aplican; y, como es preciso necesariamente proceder desde lo exterior a lo interior, es necesario basarse sobre las actividades a través de las cuales esta naturaleza se manifiesta en el mundo externo. Pero es obvio que tal actividad sólo puede desempeñar semejante papel sino cuando traduce realmente la naturaleza interior. Por lo tanto, hay en ello una verdadera cuestión de "cualificación" en el sentido técnico de este término; y, en condiciones normales, esta "cualificación" debería ser requerida siempre para el ejercicio mismo del oficio. Esto expresa al mismo tiempo la diferencia fundamental que separa la enseñanza tradicional de la profana: lo que es simplemente "aprendido" desde el exterior no tiene aquí ninguna importancia; aquello de lo que se trata, es de "despertar" las posibilidades latentes que el ser porta en sí mismo (y tal es, en el fondo, la verdadera significación de la "reminiscencia" platónica). Se puede comprender aún, por medio de estas últimas consideraciones, que aquella espiritualidad, que toma un oficio como "soporte", tendrá al mismo tiempo y casi a la inversa, una repercusión en la práctica de este oficio mismo. En efecto, aquel que haya realizado plenamente las íntimas posibilidades de su naturaleza, de las cuales su actividad profesional es sólo una expresión exterior, cumplirá desde entonces conscientemente lo que sólo era una consecuencia muy "instintiva" de su naturaleza; y así, si el conocimiento espiritual es, para él, nacido del oficio, éste último, a su vez, se convertirá en el campo de aplicación de ese conocimiento del cual ya no podrá ser separado. Habrá entonces una correspondencia perfecta entre lo interior y lo exterior, y la obra producida podrá ser, ya no solamente la expresión en un grado cualquiera y de forma más o menos superficial, sino la expresión realmente adecuada de quien la habrá concebido y ejecutado, lo cual constituirá la "obra maestra" en el verdadero sentido de esta palabra. Todo esto, como bien se ve, está muy lejos de la pretendida "inspiración" inconsciente, o subconsciente si se quiere, en la que los modernos quieren ver el sello del verdadero artista, considerándolo además superior al artesano, según la distinción más que contestable que están habituados a hacer. Sea artista o artesano, el que actúa bajo tal " inspiración", no es en todo caso más que un profano; muestra sin duda con eso que lleva en sí algunas posibilidades; sin embargo, mientras no haya tomado efectivamente conciencia de ellas, aunque alcance lo que se ha convenido en denominar el "genio", eso no cambiará nada en él. Al no poder ejercer un control sobre esas posibilidades, sus logros sólo serán, en cierto modo, accidentales, lo que además se reconoce corrientemente diciendo que la "inspiración" a veces falta. Todo lo que se puede conceder, para comparar el caso que tratamos con aquel donde interviene un conocimiento verdadero, es que la obra que, consciente o inconscientemente, surge de verdad de la naturaleza de quién la ejecuta, no dará jamás la impresión de un esfuerzo más o menos penoso que entraña siempre alguna imperfección, porque es algo anormal. Al contrario, obtendrá su misma perfección de su conformidad con la naturaleza, lo que implicará por otra parte, de forma inmediata y por decirlo así necesaria, su exacta adaptación al fin al que está destinada.

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Si consideramos la historia de la humanidad tal y como la enseñan las doctrinas tradicionales, de acuerdo con las leyes cíclicas, debemos decir que, en el origen, disponía de modo natural de posibilidades correspondientes a todas las funciones, antes de cualquier distinción de éstas. Tales funciones se diferenciaron sólo correspondiendo a un estado posterior, ya inferior al "estado primordial", pero en el que cada ser humano, a pesar de tener solamente algunas posibilidades determinadas, tenía todavía espontáneamente la conciencia efectiva de esas posibilidades. Es sólo en un periodo de mayor oscurecimiento cuando esta conciencia llegó a perderse. A partir de entonces, cierta disciplina espiritual devino necesaria para permitir al hombre volver a encontrar, junto a esta consciencia, el estado original al que es inherente: eso que los antiguos entendían con la palabra “iniciación”, que hoy se ha convertido en fuente de tantas incomprehensiones, dadas las falsas ideas que atrae, en conexión con las variadas desviaciones ocultistas y teosofistas, verdadera peste del mundo moderno. Y para que la finalidad de tal disciplina espiritual se hiciese posible, se planteaba la idea de una transmisión que se remonta, a través de una cadena ininterrumpida, hasta el estado que se trata de restaurar, y así, por grados, hasta el "estado primordial" mismo. Así, todo arte antiguo tenía una tradición sacra, la cual significaba la presencia de un elemento, en el fondo, sobrenatural, una "influencia espiritual" comunicada regularmente, la cual, según una figuración simbólica, se hacía proceder de algunas divinidades, entidades espirituales que habrían introducido a los hombres en el “secreto” de las artes que correspondían a cada una de ellas. Así venía por tanto expresada la idea de un conocimiento espiritual de la propia naturaleza, después de una religación, a través de diferenciaciones y adaptaciones múltiples, a órdenes supraindividuales de existencia, y se establecían contactos para que cada uno, en su puesto jerárquico y según su medida, explicando las posibilidades propias, creando, construyendo, desarrollando fielmente una actividad social según un interés de ningún modo alterado por motivos materiales, pudiese tener la consciencia de concurrir efectivamente a la realización de un plan universal y vivir al mismo tiempo el valor de un rito en todo acto.

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LA VERSIÓN DE BASE: 16a.- LA INICIACIÓN Y LOS OFICIOS* Hemos dicho frecuentemente que la concepción "profana" de las ciencias y de las artes, tal como discurre hoy en Occidente, es algo muy moderno e implica una degeneración con relación a un estado previo en el que unas y otras tenían un carácter del todo diferente. Lo mismo puede decirse de los oficios; y, por otra parte, la distinción entre las artes y los oficios, o entre el "artista" y el "artesano", es también específicamente moderna, como si hubiera nacido de esta desviación profana y sólo tuviera sentido con relación a ella. Para los antiguos, el artifex es, indiferentemente, el hombre que ejerce un arte como el que ejerce un oficio; pero, no es, a decir verdad, ni el artista ni el artesano en el sentido que estas palabras tienen hoy; es algo más que uno y otro porque, originalmente al menos, su actividad está vinculada con principios que pertenecen a un orden mucho más profundo. En toda civilización tradicional, en efecto, toda actividad del hombre, cualquiera que sea, es siempre considerada como derivada esencialmente de los principios; por esta razón, está como "transformada", podría decirse, y, en lugar de reducirse a lo que ella es desde el punto de vista de la simple manifestación exterior (la cual es en definitiva la concepción profana), está integrada a la tradición y constituye, para quien la cumple, un medio de participar efectivamente en ésta. Es así incluso desde el simple punto de vista exotérico: si se considera, por ejemplo, una civilización como la civilización islámica o la civilización cristiana de la Edad Media, no hay nada tan sencillo como darse cuenta del carácter "religioso" que en ellas revisten los actos más ordinarios de la existencia. Y es que la religión, en tales casos, no es algo que ocupa un lugar aparte, sin relación alguna con todo lo demás, como sucede para los occidentales modernos (al menos para aquellos que no consienten aún en admitir una religión); por el contrario, impregna profundamente toda la existencia del ser humano, o mejor dicho, todo lo que constituye esta existencia y, en particular la vida social, se encuentra como englobada en su dominio, si bien en tales condiciones, no puede existir en realidad nada que sea "profano", salvo para los que, por una razón u otra, están fuera de la tradición, y cuyo caso representa entonces una simple anomalía. Además, donde no existe nada a lo que se aplique propiamente el nombre de "religión", no dejará de haber una legislación tradicional y "sagrada" que, aunque teniendo caracteres diferentes, desempeñe exactamente la misma función; estas consideraciones pueden entonces aplicarse a toda civilización tradicional sin excepción. Pero hay todavía algo más: si pasamos del exoterismo al esoterismo (utilizamos aquí estas palabras para más comodidad, aunque no convengan con el mismo rigor en todos los casos), comprobamos muy generalmente, la existencia de una iniciación ligada a los oficios y que los toma como base; por tanto, estos oficios son todavía susceptibles de un significado superior y más profundo; y querríamos indicar cómo pueden proporcionar efectivamente una vía de acceso al dominio iniciático. Lo que permite comprenderlo mejor, es la noción de lo que la doctrina hindú denomina swadharma, es decir, el cumplimiento por parte de cada ser de una actividad conforme a su naturaleza propia; y es también por medio de esta noción, o más bien por su ausencia, como se muestra con más claridad lo defectuoso de la concepción profana. En ésta, en efecto, un hombre puede adoptar una profesión cualquiera, y puede incluso cambiarla a su voluntad, como si esta profesión fuera algo puramente exterior a él, sin ningún vinculo real con lo que él es verdaderamente y con lo que le hace ser él mismo y no otro. En la concepción tradicional, al contrario, cada cual debe normalmente desempeñar la función a la que está destinado por su propia naturaleza; y no puede desempeñar otra sin que deje de ocurrir por ello un grave desorden, que tendrá repercusión sobre toda la organización social de la que forma parte; además, si tal desorden se generalizara, llegará a tener efectos sobre el mismo medio cósmico, ya que todas las cosas están ligadas entre sí según correspondencias rigurosas. Sin insistir más sobre este último punto que, sin *

Publicado originalmente en Voile d´Isis, París, marzo de 1934. Recopilado en Mélanges, París, 1976.

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embargo, podría aplicarse muy fácilmente a las condiciones de la época actual, haremos notar que la oposición de las dos concepciones puede, por lo menos en cierto aspecto, reducirse a la oposición entre un punto de vista "cualitativo" y un punto de vista "cuantitativo": en la concepción tradicional son las cualidades esenciales de los seres las que determinan su actividad; en la concepción profana, los individuos no son ya considerados sino como "unidades" intercambiables, como si estuvieran desprovistos en sí mismos, de toda cualidad propia. Ésta última concepción, que claramente depende de las ideas modernas de "igualdad" y de "uniformidad" (siendo ésta, literalmente, lo contrarío de la unidad verdadera porque implica la multiplicidad pura e "inorgánica" de una especie de "atomismo" social), lógicamente sólo puede desembocar en el ejercicio de una actividad puramente "mecánica", en la cual ya no subsiste nada propiamente humano; y eso es, en efecto, lo que podemos comprobar en nuestros días. Debe quedar bien entendido que los oficios "mecánicos" de los modernos, siendo sólo un producto de la desviación profana, de ninguna manera podrían ofrecer las posibilidades de las cuales tratamos aquí; en verdad, tampoco pueden ser considerados como oficios si se quiere conservar el sentido tradicional de esta palabra, el único que nos interesa en este momento. Si el oficio es algo del hombre mismo y, de alguna manera, una manifestación o una expansión de su propia naturaleza, es fácil comprender que pudiese, como decíamos en todo momento, servir de base para una iniciación, e incluso que sea, en la generalidad de los casos, lo más idóneo que exista para este fin. En efecto, si la iniciación tiene esencialmente el objetivo de superar las posibilidades del individuo humano, no es menos cierto que como punto de partida sólo puede tomar a este individuo tal como es; de ahí la diversidad de las vías iniciáticas, es decir, en suma, de los medios utilizados como "soportes", de acuerdo con las diferencias de las naturalezas individuales; interviniendo estas diferencias tanto menos cuanto que el ser avance más en su camino. Los medios así empleados sólo pueden tener eficacia si corresponden a la naturaleza misma de los seres a los cuales se aplican; y, como es preciso necesariamente proceder desde lo más a lo menos accesible, desde lo exterior a lo interior, es normal adquirirlos de la actividad por medio de la cual esta naturaleza se manifiesta exteriormente. Pero es obvio que esta actividad sólo puede desempeñar semejante papel sino cuando traduce realmente la naturaleza interior. Por lo tanto, hay en ello una verdadera cuestión de "cualificación" en el sentido iniciático de este término; y, en condiciones normales, esta "cualificación" debería ser necesaria para el ejercicio mismo del oficio. Esto expresa al mismo tiempo la diferencia fundamental que separa la enseñanza iniciática de la enseñanza profana: lo que es simplemente "aprendido" desde el exterior no tiene aquí ninguna importancia; aquello de lo que se trata, es de "despertar" las posibilidades latentes que el ser porta en sí mismo (y tal es, en el fondo, la verdadera significación de la "reminiscencia" platónica). Se puede comprender también, por medio de estas últimas consideraciones, cómo la iniciación, al tomar el oficio como "soporte", tendrá al mismo tiempo y a la inversa, por decirlo así, una repercusión en la práctica de este oficio. El ser, en efecto, habiendo realizado plenamente las posibilidades de las cuales su actividad profesional es sólo una expresión exterior, y poseyendo así el conocimiento efectivo de lo que es el principio mismo de esta actividad, cumplirá desde entonces conscientemente lo que al comienzo sólo era una consecuencia muy "instintiva" de su naturaleza; y así, si el conocimiento iniciático es, para él, nacido del oficio, éste último, a su vez, se convertirá en el campo de aplicación de ese conocimiento del cual ya no podrá ser separado. Habrá entonces una correspondencia perfecta entre lo interior y lo exterior, y la obra producida podrá ser, ya no solamente la expresión en un grado cualquiera y de forma más o menos superficial, sino la expresión realmente adecuada de quien la habrá concebido y ejecutado, lo cual constituirá la "obra maestra" en el verdadero sentido de esta palabra. Todo esto, como se ve, está muy lejos de la pretendida "inspiración" inconsciente, o subconsciente si se quiere, en la que los modernos quieren ver el sello del verdadero artista, considerándolo superior al artesano, según la distinción más que criticable que tienen la costumbre de hacer. Sea artista o artesano, el que actúa bajo tal " inspiración", no es en todo caso más que un profano; muestra sin duda por ahí que lleva en sí algunas posibilidades; sin embargo, mientras no haya tomado efectivamente conciencia de ellas, aunque alcance lo que se ha convenido en denominar el "genio", eso no cambiará nada

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en él; y, al no poder ejercer un control sobre esas posibilidades, sus logros sólo serán, en cierto modo, accidentales, lo que además se reconoce corrientemente diciendo que la "inspiración" a veces falta. Todo lo que se puede conceder, para comparar el caso que tratamos con aquel donde interviene un conocimiento verdadero, es que la obra que, consciente o inconscientemente, surge de verdad de la naturaleza de quién la ejecuta, no dará jamás la impresión de un esfuerzo más o menos penoso que entraña siempre alguna imperfección, porque es algo anormal; al contrario, obtendrá su misma perfección de su conformidad con la naturaleza, lo que implicará por otra parte, de forma inmediata y por decirlo así necesaria, su exacta adaptación al fin al que está destinada. Si ahora queremos definir más rigurosamente el dominio de lo que se puede llamar las iniciaciones de oficio, diremos que éstas pertenecen al orden de los "misterios menores", puesto que están vinculadas con el desarrollo de las posibilidades que le corresponden específicamente al estado humano; lo cual no es el fin último de la iniciación, pero no deja de constituir obligatoriamente su primera fase. En efecto, es necesario que este desarrollo sea primero cumplido en su integridad, para permitir luego superar este estado humano; pero, más allá de éste último, es evidente que las diferencias individuales en las que se apoyan las iniciaciones de oficio, desaparecen por completo y ya no podrían desempeñar ninguna función. Como hemos explicado en otras ocasiones, los "pequeños misterios" conducen a la restauración de lo que las doctrinas tradicionales designan como el "estado primordial"; pero, tan pronto como el ser alcanza este estado, que todavía pertenece al dominio de la individualidad humana (y que es el punto de comunicación de éste con los estados superiores), desaparecen las diferenciaciones que dan origen a las diversas funciones "especializadas", aunque todas estas funciones tengan igualmente su origen en él o, más bien, por eso mismo; y es a esta fuente común a la que es necesario remontarse para poseer en su plenitud todo lo que supone el ejercicio de una función cualquiera. Si consideramos la historia de la humanidad tal y como la enseñan las doctrinas tradicionales, en conformidad con las leyes cíclicas, debemos decir que, en el origen, al tener el hombre la posesión plena de su estado de existencia, tenía naturalmente las posibilidades que corresponden a todas las funciones, antes de cualquier distinción de éstas. La división de las funciones se produjo en un estado posterior, ya inferior al "estado primordial", pero en el que cada ser humano, a pesar de tener solamente algunas posibilidades determinadas, tenía todavía espontáneamente la conciencia efectiva de esas posibilidades. Es sólo en un periodo de mayor oscurecimiento cuando esta conciencia llegó a perderse; y, desde entonces, la iniciación devino necesaria para permitir al hombre volver a encontrar con esta conciencia el estado original al que es inherente; tal es, en efecto, el primero de sus objetivos, aquel que la iniciación se propone de forma más inmediata. Para que ello sea posible, implica una transmisión que se remonta, a través de una “cadena” ininterrumpida, hasta el estado que se trata de restaurar, y así, progresivamente, hasta el "estado primordial" mismo; sin embargo, la iniciación no se detiene ahí, y no siendo los "misterios menores" más que la preparación para los "misterios mayores", es decir, para la toma de posesión de los estados superiores del ser, es necesario remontarse aún más allá de los orígenes de la humanidad. En efecto, no hay iniciación verdadera, incluso en el grado más inferior y más elemental, sin la intervención de un elemento "no humano", que es, según lo que hemos expuesto con anterioridad en otros artículos, la "influencia espiritual" comunicada regularmente por medio del rito iniciático. Si es así, evidentemente no hay motivos para buscar "históricamente" el origen de la iniciación, cuestión que por lo tanto aparece carente de sentido, ni, por otra parte, el origen de los oficios, de las artes y de las ciencias, considerados en su concepción tradicional y “legítima", puesto que todos a través de las diferenciaciones y de las adaptaciones múltiples, pero secundarias, derivan igualmente del "estado primordial", que los contiene todos en principio, y que por él se enlazan con los otros órdenes de existencia, más allá de la humanidad misma, lo que es por otra parte necesario para que puedan, cada uno en su rango y según su medida, contribuir efectivamente a la realización del plan del Gran Arquitecto del Universo.

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17b.- CRÍTICA DEL INDIVIDUALISMO* Lo que entendemos por “individualismo”, es la negación de todo principio superior a la individualidad, y, por consiguiente, la reducción general de la civilización a elementos simplemente humanos. En el fondo, es la misma cosa que lo que, en la época del Renacimiento, se ha designado bajo el nombre de “humanismo”, y es también lo que caracteriza propiamente lo que puede denominarse “espíritu profano” o “espíritu antitradicional”. Es cierto que tal espíritu no es nuevo. Ha habido ya, en otras épocas, manifestaciones suyas más o menos acentuadas, pero siempre limitadas y aberrantes, y que no se habían extendido nunca a todo el conjunto de una civilización como lo han hecho en Occidente en el curso de estos últimos siglos. Lo que no se había visto nunca hasta aquí, es una civilización edificada toda entera sobre algo puramente negativo, sobre lo que se podría llamar una ausencia de principios. Y es eso, precisamente, lo que da al mundo moderno su carácter anormal, lo que hace de él una suerte de monstruosidad explicable solamente si se considera como correspondiendo al fin de un período cíclico. Es precisamente el individualismo, tal como acabamos de definirlo, el que es la causa determinante de la decadencia actual de Occidente, por lo mismo que es en cierto modo el motor del desarrollo exclusivo de las posibilidades más inferiores de la humanidad, de aquellas cuya expansión no exige la intervención de ningún elemento suprahumano, y que incluso no pueden desplegarse completamente más que en la ausencia de tal elemento, porque están en el extremo opuesto de toda espiritualidad y de toda intelectualidad verdadera. El individualismo implica primeramente la negación de la intuición intelectual, en tanto que ésta es esencialmente una facultad supraindividual, consiguientemente implica también la negación de aquellos conocimientos que constituyen el dominio propio de tal intuición, es decir, la metafísica, entendida en su verdadero sentido. Por eso todo lo que los filósofos modernos designan bajo este mismo nombre de metafísica, cuando admiten algo que denominan así, no tiene absolutamente nada en común con la metafísica verdadera: no son más que construcciones racionales o hipótesis imaginativas, y por consiguiente concepciones completamente individuales, y cuya mayor parte, por lo demás, no va más allá de lo que los antiguos llamaban “física”, es decir, el orden de la “naturaleza”. Y también cuando aparece en estas especulaciones algún problema que podría conducir efectivamente al orden metafísico, el modo como son tratados y considerados tales problemas no da por resultado más que una “pseudo metafísica”, y hace imposible toda solución real y válida. Por lo demás, parece incluso que, para los filósofos, se trata siempre de plantear “problemas”, aunque sean artificiales e ilusorios, mucho más que de resolverlos, lo que es uno de los aspectos de la necesidad desordenada de la investigación por la investigación, es decir, de la agitación más vana, tanto en el orden mental como en el orden corporal. Se trata sobre todo, para esos mismos filósofos, de dar su nombre a un “sistema”, es decir, a un conjunto de teorías estrictamente limitado y delimitado, y que sea efectivamente de ellos, que no sea nada más que su obra propia; de ahí el deseo de ser originales a toda costa, incluso si la verdad debe ser sacrificada a esa originalidad. Para el renombre de un filósofo, vale más inventar un error nuevo que repetir una verdad que ya ha sido expresada por otros. Esta forma de individualismo, a la que se deben tantos “sistemas” contradictorios entre sí, cuando no lo son en sí mismos, se encuentra también en los “sabios” y en los artistas modernos; pero es quizás en los filósofos donde se puede ver más claramente la anarquía intelectual que es su consecuencia inevitable. En una civilización tradicional, es casi inconcebible que un hombre pretenda reivindicar la propiedad de una idea, y, en todo caso, si lo hace, se quita por eso mismo todo crédito y toda autoridad, ya que la reduce así a no ser más que una suerte de fantasía sin ningún alcance real. Si una idea es verdadera, pertenece igualmente a todos aquellos que son capaces de comprenderla. Si es falsa, no hay por qué vanagloriarse de haberla inventado. *

"Critica dell´individualismo" (17 de septiembre de 1935). Contiene parte del capítulo V: “L´individualisme” (“El individualismo”) de La Crise du Monde moderne.

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Una idea verdadera no puede ser “nueva”, ya que la verdad no es un producto del espíritu humano, existe independientemente de nosotros, y nosotros sólo tenemos que conocerla. Fuera de este conocimiento no puede haber más que el error. Y aquí puede señalarse que el género de individualismo que acabamos de tratar es la fuente de las ilusiones concernientes al papel de los “grandes hombres”, o que se creen tales: el “genio”, entendido en el sentido “profano”, es muy poca cosa en realidad, y no podría suplir de ninguna manera la falta de verdadero conocimiento. Habiendo hablado de la filosofía, señalaremos todavía, aunque sin entrar en todos los detalles, algunas de las consecuencias del individualismo en este dominio. La primera de todas fue poner la razón por encima de todo, hacer de esta facultad puramente humana y relativa la parte superior de la inteligencia, o incluso reducir la inteligencia toda entera a la razón. Eso es lo que constituye el “racionalismo”, cuyo verdadero fundador fue Descartes. Esta denegación de la inteligencia pura, por lo demás, no constituía más que una primera etapa. La razón misma no debía tardar en ser rebajada cada vez más a un papel sobre todo práctico, a medida que las aplicaciones le tomaron la delantera a las ciencias que podían tener todavía cierto carácter especulativo. Pero eso no es todo: el individualismo entraña inevitablemente el naturalismo, puesto que todo lo que está más allá de la naturaleza está, por eso mismo, fuera del alcance del individuo como tal. Naturalismo o negación de la metafísica, no son más que una sola y misma cosa, y, desde que se desconoce la intuición intelectual, ya no hay metafísica posible. Pero en este punto, mientras que algunos se obstinaron no obstante en edificar una “pseudo metafísica” cualquiera, otros reconocían más francamente esta imposibilidad. De ahí el relativismo bajo todas sus formas, de la kantiana de “criticismo” a la comtiana de “positivismo”. Puesto que la razón misma es completamente relativa y no puede aplicarse válidamente más que a un dominio igualmente relativo, es evidentemente cierto que el “relativismo” es la única conclusión lógica del “racionalismo”. Éste último, por otra parte, debía llegar a destruirse a sí mismo. Desde un punto de vista tradicional, “naturaleza” y “devenir”, son en efecto sinónimos. Es naturaleza todo lo que deviene, que es incapaz de participar en la estabilidad de las esencias perfectas y completas. Un naturalismo coherente no puede por tanto conducir más que a una u otra de las “filosofías del devenir” que son así tan características del mundo moderno, de lo cual se ha hecho la crítica repetidamente en este Diorama, y la más típica de las cuales ha sido el “evolucionismo”. Ahora bien, es precisamente el evolucionismo el que al final debía rebelarse contra el racionalismo, reprochando a la razón el no poder aplicarse adecuadamente a lo que es cambio y pura multiplicidad, el no poder encerrar en sus esquemas preconcebidos la compleja multiplicidad de las cosas sensibles. Y tal es efectivamente la posición tomada, sea por esa forma del “evolucionismo” que es el “intuicionismo” bergsoniano, sea por las varias “filosofías de la vida”, que hacen todas frente común contra el racionalismo, sin tener por esto el más mínimo carácter metafísico, entiéndase bien. Al contrario: si estas tendencias critican justamente al racionalismo, caen aún más bajo apelando a facultades en el fondo infrarracionales, a sensaciones vitales confusas mezcladas con imaginaciones y con sentimientos. Lo que es bastante significativo, es que aquí ya no se habla más de verdad, sino únicamente de “realidad”: una realidad reducida exclusivamente al solo orden sensible, y concebida como algo esencialmente móvil e inestable. Con tales teorías, la inteligencia es reducida verdaderamente a su parte más baja, y la razón misma ya no es admitida sino en tanto que se aplica a trabajar la materia para usos industriales o para forjar mitos para uso social. Después de eso, ya no queda más que un paso que dar, es decir, la negación total de la inteligencia y la sustitución de la “verdad” por la “utilidad”. Es lo que ha hecho el pragmatismo, el cual, si como doctrina filosófica de William James es cosa bastante modesta e irrelevante, no deja de ser extremadamente significativo como síntoma, como expresión de actitudes bien reales y generales de la época. Y si se quiere llegar hasta el fondo, no queda más que aludir a las últimas filosofías, las cuales terminan nada menos que en la invocación de lo subhumano, del “subconsciente” o “inconsciente”, de la libido y de los variados “complejos” de la psique subterránea, concebida como verdadero centro y fuente de vida del entero ser humano. Lo que constituye la inversión completa de toda jerarquía normal.

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He aquí, en sus grandes líneas, la marcha que debía seguir fatalmente y que ha seguido efectivamente la filosofía “profana” librada a sí misma, al pretender limitar todo conocimiento a su propio horizonte. Mientras existía un conocimiento superior, nada semejante podía producirse, ya que la filosofía se tenía al menos como algo que respetaba lo que ignoraba y que no podía negar. Pero, cuando este conocimiento superior hubo desaparecido, su negación, que correspondía al estado de hecho, se erigió pronto en teoría, y de ahí procede toda la filosofía moderna. Pero basta con la filosofía, a la que no conviene atribuir una importancia excesiva, cualquiera que sea el lugar que parece tener en el mundo moderno. Desde el punto de vista donde nos colocamos, ella es interesante sobre todo porque expresa, bajo una forma claramente definida, las tendencias de tal o cual momento. Estas tendencias, no las crea en absoluto la filosofía (otra superstición de la interpretación “humanista” de la historia) y, si se puede decir que las dirige hasta cierto punto, ello no es sino subordinadamente y en un segundo momento. Así, es cierto que toda filosofía moderna tiene su origen en Descartes: pero la influencia que este pensador ha ejercido sobre su época primero, y sobre las que siguieron después, y que no se ha limitado únicamente al dominio filosófico, no habría sido posible si sus concepciones no hubieran correspondido a tendencias preexistentes, que eran en suma las de la generalidad de sus contemporáneos. El espíritu “moderno” se ha reconocido a sí mismo en el cartesianismo y, a través de éste, ha tomado una consciencia más clara de sí mismo que la que había tenido hasta entonces. Todo movimiento histórico importante es siempre bastante más una resultante que un verdadero punto de partida: no es algo espontáneo, es el producto de todo un trabajo latente y difuso. Si un hombre como Descartes es particularmente representativo de la desviación moderna, no es sin embargo el único ni el primer responsable, y sería menester remontarse mucho más lejos para encontrar las raíces de esta desviación. Del mismo modo, el Renacimiento y la Reforma, que se consideran lo más frecuentemente como las primeras grandes manifestaciones del espíritu moderno, más que provocar la ruptura con la tradición, condujeron a término tal ruptura. Para nosotros, el comienzo de esta ruptura data del siglo XIV1, y es entonces, y no uno o dos siglos más tarde, cuando, en realidad, es menester hacer comenzar los tiempos modernos. Sobre esta ruptura con la tradición es donde debemos insistir todavía, para poder analizar otros aspectos del individualismo, puesto que oposición al espíritu tradicional, negación de la tradición e individualismo son expresiones diversas para indicar una sola y misma cosa.

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Nota del traductor: El original italiano señala XVI secolo, sin duda por error. En La Crise du Monde moderne aparece XIV siècle.

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LA VERSIÓN DE BASE: 17a.- Parte del capítulo El INDIVIDUALISMO, de La Crise du Monde Moderne Lo que entendemos por “individualismo”, es la negación de todo principio superior a la individualidad, y, por consiguiente, la reducción de la civilización, en todos los dominios, únicamente a los elementos puramente humanos; así pues, en el fondo, es la misma cosa que lo que, en la época del Renacimiento, se ha designado bajo el nombre de “humanismo”, como lo hemos dicho antes, y es también lo que caracteriza propiamente a lo que llamábamos hace un momento el “punto de vista profano”. Todo eso, en suma, no es más que una sola y misma cosa bajo designaciones diversas; y hemos dicho también que este espíritu “profano” se confunde con el espíritu antitradicional, en el cual se resumen todas las tendencias específicamente modernas. Sin duda, no es que este espíritu sea enteramente nuevo; ha habido ya, en otras épocas, manifestaciones suyas más o menos acentuadas, pero siempre limitadas y aberrantes, y que no se habían extendido nunca a todo el conjunto de una civilización como lo han hecho en Occidente en el curso de estos últimos siglos. Lo que no se había visto nunca hasta aquí es una civilización edificada toda entera sobre algo puramente negativo, sobre lo que se podría llamar una ausencia de principio; es eso, precisamente, lo que da al mundo moderno su carácter anormal, lo que hace de él una suerte de monstruosidad explicable solamente si se considera como correspondiendo al fin de un período cíclico, según lo que hemos explicado primeramente. Así pues, es efectivamente el individualismo, tal como acabamos de definirlo, la causa determinante de la decadencia actual de Occidente, por lo mismo de que es en cierto modo el motor del desarrollo exclusivo de las posibilidades más inferiores de la humanidad, de aquellas cuya expansión no exige la intervención de ningún elemento suprahumano, y que incluso no pueden desplegarse completamente más que en la ausencia de tal elemento, porque están en el extremo opuesto de toda espiritualidad y de toda intelectualidad verdadera. El individualismo implica primeramente la negación de la intuición intelectual, en tanto que ésta es esencialmente una facultad supraindividual, y del orden de conocimiento que es el dominio propio de esta intuición, es decir, de la metafísica entendida en su verdadero sentido. Por eso todo lo que los filósofos modernos designan bajo este mismo nombre de metafísica, cuando admiten algo que denominan así, no tiene absolutamente nada en común con la metafísica verdadera: no son más que construcciones racionales o hipótesis imaginativas, y por consiguiente concepciones completamente individuales, y cuya mayor parte, por lo demás, se refiere simplemente al dominio “físico”, es decir, a la naturaleza. Incluso si se encuentra dentro de eso alguna cuestión que podría ser vinculada efectivamente al orden metafísico, la manera en la que es considerada y tratada la reduce todavía a no ser sino “pseudo metafísica”, y hace imposible toda solución real y válida; parece incluso que, para los filósofos, se trata siempre de plantear “problemas”, aunque sean artificiales e ilusorios, mucho más que de resolverlos, lo que es uno de los aspectos de la necesidad desordenada de la investigación por la investigación, es decir, de la agitación más vana, tanto en el orden mental como en el orden corporal. Se trata también, para esos mismos filósofos, de dar su nombre a un “sistema”, es decir, a un conjunto de teorías estrictamente limitado y delimitado, y que sea efectivamente de ellos, que no sea nada más que su obra propia; de ahí el deseo de ser original a toda costa, incluso si la verdad debe ser sacrificada a esa originalidad: para el renombre de un filósofo, vale más inventar un error nuevo que repetir una verdad que ya ha sido expresada por otros. Esta forma del individualismo, a la que se deben tantos “sistemas” contradictorios entre ellos, cuando no lo son en sí mismos, se encuentra también en los “sabios” y en los artistas modernos; pero es quizás en los filósofos donde se puede ver más claramente la anarquía intelectual que es su consecuencia inevitable. En una civilización tradicional, es casi inconcebible que un hombre pretenda reivindicar la propiedad de una idea, y, en todo caso, si lo hace, se quita por eso mismo todo crédito y toda autoridad, ya que la reduce así a no ser más que un tipo de fantasía sin ningún alcance real: si una idea es verdadera, pertenece igualmente a todos aquellos que son capaces de comprenderla; si es falsa, no hay por qué vanagloriarse de haberla inventado. Una idea verdadera no puede ser “nueva”, ya que la verdad no es un producto del espíritu humano, existe independientemente de nosotros, y nosotros sólo tenemos que

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conocerla; fuera de este conocimiento no puede haber más que el error; pero, en el fondo, ¿se preocupan los modernos de la verdad, y saben siquiera lo que ella es? Ahí también, las palabras han perdido su sentido, puesto que algunos, como los “pragmatistas” contemporáneos, llegan hasta dar abusivamente este nombre de “verdad” a lo que es simplemente la utilidad práctica, es decir, a algo que es enteramente extraño al orden intelectual; como conclusión lógica de la desviación moderna, se trata de la negación misma de la verdad, así como de la inteligencia de la que la verdad es el objeto propio. Pero no anticipamos más, y, sobre este punto, hacemos observar solamente que el género de individualismo que acabamos de tratar es la fuente de las ilusiones concernientes al papel de los “grandes hombres”, o supuestos tales; el “genio”, entendido en el sentido “profano”, es muy poca cosa en realidad, y no podría suplir de ninguna manera la falta de verdadero conocimiento. Puesto que hemos hablado de la filosofía, señalaremos todavía, sin entrar en todos los detalles, algunas de las consecuencias del individualismo en este dominio: la primera de todas fue, por la negación de la intuición intelectual, poner la razón por encima de todo, hacer de esta facultad puramente humana y relativa la parte superior de la inteligencia, o incluso reducir la inteligencia toda entera a la razón; eso es lo que constituye el “racionalismo”, cuyo verdadero fundador fue Descartes. Por lo demás, esta limitación de la inteligencia no era más que una primera etapa; la razón misma no debía tardar en ser rebajada cada vez más a un papel sobre todo práctico, a medida que las aplicaciones le tomaron la delantera a las ciencias que podían tener todavía cierto carácter especulativo; y, Descartes mismo, ya estaba en el fondo mucho más preocupado de esas aplicaciones que de la ciencia pura. Pero eso no es todo: el individualismo entraña inevitablemente el “naturalismo”, puesto que todo lo que está más allá de la naturaleza está, por eso mismo, fuera del alcance del individuo como tal; por lo demás, “naturalismo” o negación de la metafísica, no son más que una sola y misma cosa, y, desde que se desconoce la intuición intelectual, ya no hay metafísica posible; pero, mientras que algunos se obstinaron no obstante en edificar una “pseudo metafísica” cualquiera, otros reconocían más francamente esta imposibilidad; de ahí el “relativismo” bajo todas sus formas, ya sea el “criticismo” de Kant o el “positivismo” de Augusto Comte; y, puesto que la razón misma es completamente relativa y no puede aplicarse válidamente más que a un dominio igualmente relativo, es evidentemente cierto que el “relativismo” es la única conclusión lógica del “racionalismo”. Por lo demás, debido a eso, éste debía llegar a destruirse a sí mismo: “Naturaleza” y “devenir”, como lo hemos indicado anteriormente, son en realidad sinónimos; así pues, un “naturalismo” consecuente consigo mismo no puede ser más que una de esas “filosofías del devenir” de las que ya hemos hablado, y cuyo tipo específicamente moderno es el “evolucionismo”; pero es precisamente éste el que debía volverse finalmente contra el “racionalismo”, al reprochar a la razón no poder aplicarse adecuadamente a lo que no es más que cambio y pura multiplicidad, ni poder encerrar en sus conceptos la indefinida complejidad de las cosas sensibles. Tal es en efecto la posición tomada por esa forma del “evolucionismo” que es el “intuicionismo” bergsoniano, que, bien entendido, no es menos individualista y antimetafísico que el “racionalismo”, y que, si critica justamente a éste, cae todavía más bajo al apelar a una facultad propiamente infrarracional, a una intuición sensible bastante mal definida por lo demás, y más o menos mezclada de imaginación, de instinto y de sentimiento. Lo que es muy significativo es que aquí ya no se habla más de la “verdad”, sino únicamente de la “realidad”, reducida exclusivamente al solo orden sensible, y concebida como algo esencialmente móvil e inestable; con tales teorías, la inteligencia es reducida verdaderamente a su parte más baja, y la razón misma ya no es admitida sino en tanto que se aplica a trabajar la materia para usos industriales. Después de eso, ya no quedaba que dar más que un paso: era la negación total de la inteligencia y del conocimiento, la substitución de la “verdad” por la “utilidad”; fue el “pragmatismo”, al que ya hemos hecho alusión hace un momento; y, aquí, ya no estamos siquiera en lo humano puro y simple como con el “racionalismo”, estamos verdaderamente en lo infrahumano, con la llamada al “subconsciente” que marca la inversión completa de toda jerarquía normal. He aquí, en sus grandes líneas, la marcha que debía seguir fatalmente y que ha seguido efectivamente la filosofía “profana” librada a sí misma, al pretender limitar todo conocimiento a su propio horizonte; mientras existía un conocimiento superior, nada semejante podía producirse, ya que la filosofía se tenía al menos como algo que

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respetaba lo que ignoraba y que no podía negar; pero, cuando este conocimiento superior hubo desaparecido, su negación, que correspondía al estado de hecho, se erigió pronto en teoría, y de ahí procede toda la filosofía moderna. Pero basta ya de filosofía, a la que no conviene atribuir una importancia excesiva, cualquiera que sea el lugar que parece tener en el mundo moderno; desde el punto de vista donde nos colocamos, ella es interesante sobre todo porque expresa, bajo una forma tan claramente definida como es posible, las tendencias de tal o cual momento, más bien que crearlas verdaderamente; y, si se puede decir que las dirige hasta cierto punto, ello no es sino secundariamente y a destiempo. Así, es cierto que toda filosofía moderna tiene su origen en Descartes; pero la influencia que éste ha ejercido sobre su época primero, y sobre las que siguieron después, y que no se ha limitado únicamente a los filósofos, no habría sido posible si sus concepciones no hubieran correspondido a tendencias preexistentes, que eran en suma las de la generalidad de sus contemporáneos; el espíritu moderno se ha encontrado en el cartesianismo y, a través de éste, ha tomado una consciencia más clara de sí mismo que la que había tenido hasta entonces. Por lo demás, no importa en cuál dominio, un movimiento tan visible como lo ha sido el cartesianismo en el aspecto filosófico es siempre una resultante más bien que un verdadero punto de partida; no es algo espontáneo, es el producto de todo un trabajo latente y difuso; si un hombre como Descartes es particularmente representativo de la desviación moderna, si se puede decir que la encarna en cierto modo bajo cierto punto de vista, no es sin embargo el único ni el primer responsable, y sería menester remontarse mucho más lejos para encontrar las raíces de esta desviación. Del mismo modo, el Renacimiento y la Reforma, que se consideran lo más frecuentemente como las primeras grandes manifestaciones del espíritu moderno, acabaron la ruptura con la tradición mucho más de lo que la provocaron; para nosotros, el comienzo de esta ruptura data del siglo XIV, y es entonces, y no uno o dos siglos más tarde, cuando, en realidad, es menester hacer comenzar los tiempos modernos. Sobre esta ruptura con la tradición es donde debemos insistir todavía, puesto que es de ella de donde ha nacido el mundo moderno, cuyos caracteres propios podrían resumirse todos en uno solo, la oposición al espíritu tradicional; y la negación de la tradición, es también el individualismo. Por lo demás, esto está en perfecto acuerdo con lo que precede, puesto que, como lo hemos explicado, son la intuición intelectual y la doctrina metafísica pura las que están al principio de toda civilización tradicional; desde que se niega el principio, se niegan también todas sus consecuencias, al menos implícitamente, y así todo el conjunto de lo que merece verdaderamente el nombre de tradición se encuentra destruido por ello mismo. Hemos visto ya lo que se ha producido a este respecto en lo que concierne a las ciencias; así pues, no volveremos de nuevo sobre ello, y consideraremos otro lado de la cuestión, donde las manifestaciones del espíritu antitradicional son quizás todavía más inmediatamente visibles, porque aquí se trata de cambios que han afectado directamente a la masa occidental misma. En efecto, las “ciencias tradicionales” de la Edad Media estaban reservadas a una élite más o menos restringida, y algunas de entre ellas eran incluso el patrimonio exclusivo de escuelas muy cerradas, que constituían un “esoterismo” en el sentido más estricto de la palabra; pero, por otra parte, había también, en la tradición, algo que era común a todos indistintamente, y es de esta parte exterior de la que queremos hablar ahora. La tradición occidental era entonces, exteriormente una tradición de forma específicamente religiosa, representada por el Catolicismo; así pues, es en el dominio religioso donde vamos a tener que considerar la rebelión contra el espíritu tradicional, rebelión que, cuando ha tomado una forma definida, se ha llamado el Protestantismo; y es fácil darse cuenta de que es en efecto una manifestación del individualismo, hasta tal punto que se podría decir que no es nada más que el individualismo mismo considerado en su aplicación a la religión. Lo que constituye el Protestantismo, como lo que constituye el mundo moderno, no es más que una negación, esa negación del principio que es la esencia misma del individualismo; y en eso se puede ver también uno de los ejemplos más llamativos del estado de anarquía y de disolución que es su consecuencia. Quien dice individualismo dice necesariamente negación a admitir una autoridad superior al individuo, así como una facultad de conocimiento superior a la razón individual; las dos cosas son inseparables la una de la otra. Por consiguiente, el espíritu moderno debía rechazar toda autoridad espiritual en el verdadero sentido de la palabra, que tiene

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su fuente en el orden suprahumano, y toda organización tradicional, que se basa esencialmente sobre tal autoridad, cualquiera que sea por lo demás la forma que revista, que difiere naturalmente según las civilizaciones. Eso es lo que ocurrió en efecto: a la autoridad de la organización calificada para interpretar legítimamente la tradición religiosa de Occidente, el Protestantismo pretendió substituirla por lo que llamó el “libre examen”, es decir, la interpretación dejada al arbitrio de cada uno, incluso de los ignorantes y de los incompetentes, y fundada únicamente sobre el ejercicio de la razón humana. Era pues, en el dominio religioso, el análogo de lo que iba a ser el “racionalismo” en filosofía; era la puerta abierta a todas las discusiones, a todas las divergencias, a todas las desviaciones; y el resultado fue lo que debía ser: la dispersión en una multitud siempre creciente de sectas, cada una de las cuales no representa más que la opinión particular de algunos individuos. Como era imposible, en estas condiciones, entenderse sobre la doctrina, ésta pasó rápidamente al segundo plano, y fue el lado secundario de la religión, queremos decir la moral, la que tomó el primer lugar: de ahí esa degeneración en “moralismo” que es tan sensible en el Protestantismo actual. En eso se ha producido un fenómeno paralelo al que hemos señalado en la filosofía; la disolución doctrinal, la desaparición de los elementos intelectuales de la religión, entrañaba esta consecuencia inevitable: partiendo del “racionalismo”, se debía caer en el “sentimentalismo”, y es en los países anglosajones donde se podrían encontrar los ejemplos más llamativos de ello. Aquello de lo que se trata entonces, ya no es religión, ni siquiera disminuida y deformada, sino simplemente “religiosidad”, es decir, de vagas aspiraciones sentimentales que no se justifican por ningún conocimiento real; y a este último estadio corresponden teorías como la de la “experiencia religiosa” de William James, que llega hasta ver en el “subconsciente” el medio de entrar, para el hombre, en comunicación con lo divino. Aquí, los últimos productos de la decadencia religiosa se funden con los de la decadencia filosófica: la “experiencia religiosa” se incorpora al “pragmatismo”, en nombre del cual se preconiza la idea de un Dios limitado como más “ventajosa” que la del Dios infinito porque así se pueden sentir por él sentimientos comparables a los que se sienten respecto a un hombre superior; y, al mismo tiempo, por la apelación al “subconsciente”, se llegan a juntar al espiritismo y todas las “pseudorreligiones” características de nuestra época, que hemos estudiado en otras obras. Por otro lado, la moral protestante, al eliminar cada vez más toda base doctrinal, acaba por degenerar en lo que se llama la “moral laica”, que cuenta entre sus partidarios con los representantes de todas las variedades del “Protestantismo liberal”, así como con los adversarios declarados de toda idea religiosa; en el fondo, en los unos y en los otros, son las mismas tendencias las que predominan, y la única diferencia es que no todos van tan lejos en el desarrollo lógico de todo lo que se encuentra implicado en ellas. En efecto, puesto que la religión es propiamente una forma de la tradición, el espíritu antitradicional no puede ser más que antirreligioso; comienza por desnaturalizar la religión, y, cuando puede, acaba por suprimirla enteramente. El Protestantismo es ilógico porque, aunque se esfuerza en “humanizar” la religión, a pesar de todo deja subsistir todavía, al menos en teoría, un elemento suprahumano, que es la revelación; no se atreve a llevar la negación hasta el fondo, pero, al librar esta revelación a todas las discusiones que son la consecuencia de interpretaciones puramente humanas, pronto la reduce de hecho a no ser nada; y, cuando se ve gente que, aunque persisten en llamarse “cristianos”, no admiten ya siquiera la divinidad de Cristo, está permitido pensar que ellos, sin sospecharlo quizás, están mucho más cerca de la negación completa que del verdadero Cristianismo. Por lo demás, semejantes contradicciones no deben sorprender demasiado, ya que, en todos los dominios, son uno de los síntomas de nuestra época de desorden y de confusión, del mismo modo que la división incesante del Protestantismo no es más que una de las numerosas manifestaciones de esa dispersión en la multiplicidad que, como lo hemos dicho, se encuentra por todas partes en la vida y en la ciencia modernas. Por otra parte, es natural que el Protestantismo, con el espíritu de negación que le anima, haya dado nacimiento a esa “crítica” disolvente que, en manos de los pretendidos “historiadores de las religiones”, ha devenido un arma de combate contra toda religión, y que así, aunque pretende no reconocer otra autoridad que la de los Libros sagrados, haya contribuido en una amplia medida a la destrucción de esta misma autoridad, es decir, del mínimo de tradición que conservaba todavía; la rebelión contra el espíritu tradicional, una vez comenzada, no podía detenerse a medio camino.

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Aquí se podría hacer una objeción: ¿no habría sido posible que, aunque separado de la organización católica, el Protestantismo, por lo mismo que admitía no obstante los Libros sagrados, guardara la doctrina tradicional que está contenida en ellos? Es la introducción del “libre examen” la que se opone absolutamente a tal hipótesis, puesto que permite todas las fantasías individuales; la conservación de la doctrina supone una enseñanza tradicional organizada, por la que se mantiene la interpretación ortodoxa, y de hecho, esta enseñanza, en el mundo occidental, se identificaba al Catolicismo. Sin duda, puede haber, en otras civilizaciones, organizaciones de formas muy diferentes de ésta para desempeñar la función correspondiente; pero, de lo que se trata aquí, es de la civilización occidental, con sus condiciones particulares. Así pues, no puede hacerse valer que, por ejemplo, en la India no existe ninguna institución comparable al Papado; el caso es completamente diferente, primero porque no es el caso de una tradición de forma religiosa en el sentido occidental de esta palabra, de suerte que los medios por los que se conserva y se transmite no pueden ser los mismos, y después porque, siendo el espíritu hindú enteramente diferente del espíritu europeo, la tradición puede tener por sí misma, en el primer caso, un poder que no podría tener en el segundo sin el apoyo de una organización mucho más estrictamente definida en su constitución exterior. Ya hemos dicho que la tradición occidental, desde el Cristianismo, debía estar revestida necesariamente de una forma religiosa; llevaría mucho tiempo explicar aquí todas las razones de ello, que no pueden ser plenamente comprendidas sin apelar a algunas consideraciones bastante complejas; pero se trata de un estado de hecho que uno no puede negarse a tener en cuenta16, y, desde entonces, es menester admitir también todas las consecuencias que resultan de él en lo que concierne a la organización apropiada para una forma tradicional semejante. Por otra parte, como lo indicábamos también anteriormente, es muy cierto que es en el Catolicismo únicamente donde se ha mantenido lo que subsiste todavía, a pesar de todo, de espíritu tradicional en Occidente; ¿quiere decir esto que, ahí al menos, se puede hablar de una conservación integral de la tradición al abrigo de todo atentado del espíritu moderno? Desgraciadamente, no parece que ello sea así; o, para hablar más exactamente, si el depósito de la tradición ha permanecido intacto, lo que es ya mucho, es bastante dudoso que su sentido profundo sea comprendido todavía efectivamente, siquiera por una élite poco numerosa, cuya existencia se manifestaría sin duda por una acción o más bien por una influencia que, de hecho, no comprobamos en ninguna parte. Así pues, se trata más verosímilmente de lo que llamaríamos de buen grado una conservación en el estado latente, que permite siempre, a los que sean capaces de ello, recuperar el sentido de la tradición, aunque este sentido no fuera actualmente consciente para nadie; y hay también, dispersos acá y allá en el mundo occidental, fuera del dominio religioso, muchos signos o símbolos que provienen de antiguas doctrinas tradicionales y que se conservan sin comprenderlos. En semejantes casos, es necesario un contacto con el espíritu tradicional plenamente vivo para despertar lo que está así sumergido en una especie de sueño, para restaurar la comprehensión perdida; y, lo repetimos todavía una vez más, es en eso sobre todo donde Occidente tendrá necesidad de la ayuda de Oriente si quiere volver de nuevo a la consciencia de su propia tradición. Lo que acabamos de decir se refiere propiamente a las posibilidades que el Catolicismo, por su principio, lleva en sí mismo de una manera constante e inalterable; por consiguiente, la influencia del espíritu moderno se limita aquí forzosamente a impedir, durante un período más o menos largo, que algunas cosas se comprendan efectivamente. Por el contrario, si, al hablar del estado presente del Catolicismo, se quisiera entender con ello la manera en que es considerado por la gran mayoría de sus adherentes mismos, se estaría bien obligado a verificar una acción más positiva del espíritu moderno, si es que esta expresión puede emplearse para algo que, en realidad, es esencialmente negativo. Lo que tenemos in mente a este respecto, no son sólo movimientos bastante claramente definidos, como aquel al que se ha dado precisamente el nombre de “modernismo”, y que no fue nada más que una tentativa, afortunadamente desmantelada, de infiltración del espíritu protestante en el interior de la Iglesia católica misma; es sobre todo un estado de espíritu mucho más general, más difuso y más difícilmente aprehensible, y por tanto más 16

Por lo demás, este estado debe mantenerse, según la palabra evangélica, hasta la “consumación de los siglos”, es decir, hasta el fin del ciclo actual.

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peligroso todavía, tanto más peligroso incluso cuanto que frecuentemente es completamente inconsciente en aquellos que son afectados por él: uno puede creerse sinceramente religioso y no serlo de ninguna manera en el fondo, uno puede incluso decirse “tradicionalista” sin tener la menor noción del verdadero espíritu tradicional, y eso es también uno de los síntomas del desorden mental de nuestra época. El estado de espíritu al que hacemos alusión es, primeramente, el que consiste, si puede decirse, en “minimizar” la religión, en hacer de ella algo que se pone aparte, a lo cual uno se contenta con asignar un lugar bien delimitado y tan estrecho como sea posible, algo que no tiene ninguna influencia real sobre el resto de la existencia, que está aislada de ella por una especie de tabique estanco; ¿hay, hoy día, muchos católicos que tengan, en su vida corriente, maneras de pensar y de actuar sensiblemente diferentes de las de sus contemporáneos “irreligiosos”? Es también la ignorancia casi completa desde el punto de vista doctrinal, la indiferencia misma con respecto a todo lo que se refiere a la doctrina; la religión, para muchos, es simplemente un asunto de “práctica”, de hábito, por no decir de rutina, y si uno se abstiene cuidadosamente de buscar comprender nada en ella, se llega a pensar incluso que es inútil comprender, o quizás que no hay nada que comprender; por lo demás, si se comprendiera realmente la religión, ¿se le podría hacer un lugar tan mediocre entre sus preocupaciones? Así pues, de hecho, la doctrina se encuentra olvidada o reducida a casi nada, lo que se aproxima singularmente a la concepción protestante, porque es un efecto de las mismas tendencias modernas, opuestas a toda intelectualidad; y lo que es más deplorable, es que la enseñanza que se da generalmente, en lugar de reaccionar contra este estado de espíritu, por el contrario, lo favorece, puesto que se adapta a él muy bien: se habla siempre de moral, no se habla casi nunca de doctrina, so pretexto de que no sería comprendida; la religión, ahora, ya no es más que “moralismo”, o al menos parece que ya nadie quiera ver lo que ella es realmente, y que es algo completamente diferente. Si se llega no obstante, a hablar todavía algunas veces de la doctrina, muy frecuentemente no es más que para rebajarla discutiendo con adversarios sobre su propio terreno “profano”, lo que conduce inevitablemente a hacerles las concesiones más injustificadas; es así, concretamente, como uno se cree obligado a tener en cuenta, en una medida más o menos amplia, algunos pretendidos resultados de la “crítica” moderna, mientras que nada sería más fácil que mostrar, colocándose en un punto de vista diferente, toda su inanidad; en estas condiciones, ¿qué puede quedar efectivamente del verdadero espíritu tradicional? Esta digresión, a la que hemos sido llevados por el examen de las manifestaciones del individualismo en el dominio religioso, no nos parece inútil, ya que muestra que el mal, a este respecto, es todavía más grave y más extenso de lo que se podría creer a primera vista; y por otra parte, no nos aleja apenas de la cuestión que estamos considerando, y a la que nuestra última precisión se vincula incluso directamente, ya que es también el individualismo el que introduce por todas partes el espíritu de discusión. Es muy difícil hacer comprender a nuestros contemporáneos que hay cosas que, por su naturaleza misma, no pueden discutirse; el hombre moderno, en lugar de buscar elevarse a la verdad, pretende hacerla descender a su nivel; y es por eso sin duda por lo que hay tantos que, cuando se les habla de “ciencias tradicionales” o incluso de metafísica pura, se imaginan que no se trata más que de “ciencia profana” y de “filosofía”. En el dominio de las opiniones individuales, siempre se puede discutir, porque no se rebasa el orden racional, y porque al no apelar a ningún principio superior, se llega fácilmente a encontrar argumentos más o menos válidos para sostener el “pro” y el “contra”; en muchos casos, se puede incluso proseguir la discusión indefinidamente sin llegar a ninguna solución, y es así como casi toda la filosofía moderna no está hecha más que de equívocos y de cuestiones mal planteadas. Muy lejos de esclarecer las cuestiones como se supone de ordinario, la discusión, lo más frecuentemente, no hace apenas más que desplazarlas, cuando no oscurecerlas más; y el resultado más habitual es que cada uno, al esforzarse en convencer a su adversario, se ata más que nunca a su propia opinión y se encierra en ella de una manera todavía más exclusiva que antes. En todo eso, en el fondo, no se trata de llegar al conocimiento de la verdad, sino de tener razón a pesar de todo, o al menos de persuadirse de que uno la tiene, si no se puede persuadir de ello a los demás, lo que, por otra parte, se lamentará tanto más cuanto que a eso se mezcla siempre esa necesidad de “proselitismo” que es también uno de los elementos más característicos del espíritu occidental. A veces, el individualismo, en el sentido más ordinario y más bajo del término,

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se manifiesta de una manera más patente todavía: ¿no se ve así a cada instante gentes que quieren juzgar la obra de un hombre según lo que saben de su vida privada, como si pudiera haber entre estas dos cosas una relación cualquiera? De la misma tendencia, junto con la manía del detalle, derivan también, notémoslo de pasada, el interés que se dedica a las menores particularidades de la existencia de los “grandes hombres”, y la ilusión con que algunos explican todo lo que han hecho por una especie de análisis “psicofisiológico”; todo eso es bien significativo para quien quiere darse cuenta de lo que es verdaderamente la mentalidad contemporánea. Pero volvamos todavía un instante sobre la introducción de los hábitos de discusión en los dominios donde no tienen nada que hacer, y decimos claramente esto: la actitud “apologética” es, en sí misma, una actitud extremadamente débil, porque es puramente “defensiva”, en el sentido jurídico de esta palabra; no es en vano por lo que se designa por un término derivado de “apología”, que tiene como significación propia el alegato de un abogado, y que, en una lengua tal como el inglés, ha llegado hasta tomar corrientemente la acepción de “excusa”; así pues, la importancia preponderante concedida a la “apologética” es la marca incontestable de un retroceso del espíritu religioso. Esta debilidad se acentúa todavía cuando la “apologética” degenera, como lo decíamos hace un momento, en discusiones completamente “profanas” tanto por el método como por el punto de vista, donde la religión se pone sobre el mismo plano que las teorías filosóficas y científicas, o pseudo científicas, más contingentes y más hipotéticas, y donde, para parecer “conciliador”, se llega hasta admitir en cierta medida concepciones que no se han inventado más que para arruinar a toda religión; aquellos que actúan así proporcionan ellos mismos la prueba de que son perfectamente inconscientes del verdadero carácter de la doctrina cuyos representantes más o menos autorizados se creen. Aquellos que están cualificados para hablar en el nombre de una doctrina tradicional no tienen que discutir con los “profanos”, ni tampoco hacer “polémica”; no tienen más que exponer la doctrina tal cual es, para aquellos que pueden comprenderla, y, al mismo tiempo, denunciar el error por todas partes donde se encuentra, hacerle aparecer como tal proyectando sobre él la luz del verdadero conocimiento; así pues, su papel no es entablar una lucha y comprometer en ella la doctrina, sino aportar el juicio que tienen el derecho de aportar si poseen efectivamente los principios que deben inspirarles infaliblemente. El dominio de la lucha, es el de la acción, es decir, el dominio individual y temporal; el “motor inmóvil” produce y dirige el movimiento sin estar implicado en él; el conocimiento ilustra la acción sin participar en sus vicisitudes; lo espiritual guía lo temporal sin mezclarse en ello; y así cada cosa permanece en su orden, en el rango que le pertenece en la jerarquía universal; pero, en el mundo moderno, ¿dónde se puede encontrar todavía la noción de una verdadera jerarquía? Nada ni nadie está ya en el lugar donde debería estar normalmente; los hombres no reconocen ya ninguna autoridad efectiva en el orden espiritual, ni ningún poder legítimo en el orden temporal; los “profanos” se permiten discutir de las cosas sagradas, contestar su carácter y hasta su existencia misma; es lo inferior lo que juzga a lo superior, la ignorancia la que impone límites a la sabiduría, el error el que toma la delantera a la verdad, lo humano lo que substituye a lo divino, la tierra la que prevalece sobre el cielo, el individuo el que se hace la medida de todas las cosas y pretende dictar al universo leyes sacadas íntegramente de su propia razón relativa y falible. “¡Ay de vosotros, guías ciegos!” Se dice en el Evangelio; hoy día, no se ve en efecto por todas partes más que ciegos que conducen a otros ciegos, y que, si no son detenidos a tiempo, les llevarán fatalmente al abismo donde perecerán con ellos.

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18b.- TRADICIÓN Y TRADICIONALISMO* El abuso que se hace de ciertas palabras, desviadas de su verdadero sentido, es uno de los síntomas de la confusión intelectual de nuestra época, que frecuentemente hemos tenido ocasión de denunciar. Aquí no volvemos sobre el asunto más que para prevenir hoy, en particular, toda utilización ilegítima de la idea misma de “tradición” por parte de aquellos que desearían asimilar indebidamente aquello que implica, a sus propias concepciones en uno u otro dominio. No se trata, por supuesto, de dudar de la buena fe de ninguno, pues, en muchos casos, puede que sólo se trate de incomprehensión pura y simple. Pero al mismo tiempo nos obligan a preguntarnos si acaso tales errores de interpretación y tales equívocos involuntarios secundan demasiado bien ciertos “planes”, como para que sea lícito preguntarse, si su creciente difusión no se debe a alguna de estas “sugestiones” que dominan la mentalidad moderna y que, precisamente, siempre tienden hacia la destrucción de todo lo que es tradición en el verdadero sentido de la palabra. Reacciones y falsificaciones Expliquémonos enteramente sobre este punto. La propia mentalidad moderna, en todo cuanto la caracteriza –como hemos mostrado en alguna de nuestras obras- no es, en el fondo, más que el producto de una vasta sugestión colectiva que, con una acción ejercitada durante varios siglos, ha determinado la formación y el desarrollo progresivo del espíritu antitradicional, donde se resumen en definitiva todo el conjunto de rasgos distintivos de esta mentalidad. No obstante, por muy potente y hábil que resulte tal sugestión, puede llegar un momento en que el estado de desorden y desequilibrio existente sea tan patente que algunos no puedan menos que reparar por fin en él, corriéndose entonces el riesgo de que se produzca una “reacción” comprometedora del propio resultado. Parece que en la actualidad las cosas han alcanzado precisamente este punto y, éste es el punto en el que interviene, con toda eficacia y para desviar a esta “reacción” de la meta hacia la que tiende, la “falsificación” de la idea tradicional. Esta falsificación se hace posible solamente por el hecho de que la propia idea de la verdadera tradición en el mundo occidental moderno se ha perdido hasta tal punto, que aquellos que aspiran a reencontrarla ya no saben hacia qué lado dirigirse y se encuentran dispuestos a aceptar las falsas ideas que se les presenten en su lugar y con este nombre. Estos mismos se han dado cuenta, al menos hasta cierto punto, de que habían sido engañados por las sugestiones abiertamente antitradicionales, individualistas, racionalistas y democráticas de los últimos tiempos y que las creencias que de esta forma les eran impuestas eran sólo errores e ilusiones. Esto ya es algo en el sentido de la “reacción” de la que hablábamos, pero, en su conjunto, todo esto es todavía solamente negativo. De ahí que nos demos cuenta al leer los escritos, cada vez más frecuentes, en los que pueden encontrarse las más veraces críticas de la actual “civilización”, que los medios considerados para poner remedio a los males que así se denuncian puede decirse que tienen un carácter extrañamente desproporcionado e insignificante, infantil incluso: nada que testimonie el más mínimo conocimiento de orden profundo. En este estadio el esfuerzo, por muy loable y meritorio que sea, puede dejarse desviar en el sentido de “actividades” que, a su manera y cualesquiera sean las apariencias, finalmente sólo habrán de contribuir a aumentar el desorden y la confusión propios de esta “civilización” en cuya “rectificación” se suponen implicadas. El “tradicionalismo” Las personas de las que hablamos pueden ser llamadas “tradicionalistas”, tomando este término en su acepción legítima: en efecto, son aquéllas que sólo dan prueba de una *

"Tradizione e tradizionalismo" (17 de noviembre de 1936). Es una versión reducida del publicado en Études Traditionnelles, octubre de 1936: “Tradition et traditionalisme” (“Tradición y tradicionalismo”); recopilado luego en Articles et Comptes Rendus I. Traducción italiana de esta versión en La Tradizione e le tradizioni. Fue reelaborado por el autor para formar el capítulo XXXI de Le Règne de la Quantité, con el mismo título.

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especie de tendencia o aspiración hacia la tradición, sin ningún conocimiento real de ésta: puede así medirse toda la distancia que separa al espíritu “tradicionalista” del auténtico espíritu tradicional que, por el contrario, implica esencialmente tal conocimiento. En resumen, el “tradicionalista” no es más que un simple “investigador”, razón por la cual siempre corre el riesgo de extraviarse, no estando en posesión de los principios que serían los únicos en poderle ofrecer una dirección infalible. Y tal peligro será tanto más grande cuanto que, en su camino encontrará, como tantas otras trampas, todas esas falsas ideas suscitadas por el poder de ilusión que da pruebas de un interés capital en impedir que llegue al verdadero objetivo de su búsqueda. Pues resulta evidente que este poder no puede mantenerse y seguir ejerciendo su acción sino a condición de que toda restauración de la idea tradicional se torne imposible: por lo tanto resulta igualmente importante para él conseguir que se desvíen las investigaciones tendentes hacia el conocimiento tradicional, en un mismo grado que aquellas que, al referirse a los orígenes y causas reales de la desviación moderna, serían susceptibles de desvelar algún aspecto de su propia naturaleza o de sus medios de influencia; en este caso se le plantean dos necesidades que hasta cierto punto son complementarias una de otra y que, en el fondo, podrían ser consideradas como los dos aspectos, positivo el uno y negativo el otro, de una misma exigencia imprescindible para el dominio de dicha fuerza de ilusión y de negación. Todo uso ilegítimo de la palabra “tradición” puede, en un grado o en otro, servir para este fin, empezando por la más vulgar de todas, la que la convierte en sinónima de “costumbre” o de “uso” y provoca por ende una confusión de la tradición con los asuntos más bajamente humanos y más completamente desprovistos de toda significación profunda. Existen empero otras deformaciones más sutiles y, por ello mismo, más peligrosas; además todas ellas tienen como denominador común el hecho de rebajar la idea de tradición a un nivel puramente humano, mientras que –como en muchas ocasiones hemos mostrado- nada puede ser verdaderamente tradicional si no implica un elemento de orden suprahumano. Este es el punto esencial, el constitutivo hasta cierto punto de la propia definición de la tradición y de todo cuanto a ella se refiere; por supuesto que éste es igualmente el punto cuyo reconocimiento hay que impedir a cualquier precio para mantener a la mentalidad moderna en sus ilusiones. Por otra parte, basta con ver hasta qué punto todos aquellos que pretenden convertirse en “historiadores” de las religiones y de las restantes formas de la tradición se empeñan ante todo en explicarlas por la intervención de unos factores puramente humanos –psicológicos, sociales u otros, según las escuelas- y en no dejar nada que trascienda tales factores; de manera que aquellos que creen en el valor de dicha “crítica” destructiva, presentándose además, con los parabienes de “ciencia” están dispuestísimos a confundir la tradición con cualquier cosa, puesto que en la idea que les ha sido inculcada, nada hay efectivamente que pueda distinguirla verdaderamente de cuanto está desprovisto de todo carácter tradicional. Falsas tradiciones Dada la imposibilidad de calificar como tradicional lo perteneciente a un orden puramente humano, no puede existir, por ejemplo, una “tradición científica” en el sentido moderno y profano de tal palabra; por supuesto, tampoco puede existir una “tradición política”, al menos allí donde toda organización social tradicional tiene un carácter laico, materialista, contingente, carente de conexión con un principio superior, como es el caso en la decadencia del Occidente moderno. No obstante, éstas son algunas de las expresiones del género que se emplean en nuestros días y que constituyen otras tantas adulteraciones del concepto de tradición; es evidente que si los espíritus “tradicionalistas” a los que aludíamos anteriormente, pueden ser conducidos a desviar su actividad a uno u otro de tales dominios contingentes y a limitar a ellos todos sus esfuerzos, sus aspiraciones se verán por ello mismo “neutralizadas” haciéndose perfectamente inofensivas incluso cuando no son utilizadas, a sus espaldas, en un sentido completamente opuesto a sus intenciones. También ocurre que se llega a aplicar el nombre de “tradición” a unas cosas que, dada su propia naturaleza, son perfectamente contrarias a ella: puede así hablarse de “tradición humanista”, cuando el humanismo, como además lo indica el propio nombre, es la negación misma de lo suprahumano, lo que está en la raíz misma del espíritu moderno en todas sus formas. Y no hay que sorprenderse en estas circunstancias si un

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día se llegase a hablar ¡de ”tradición laica” o de “tradición revolucionaria”! Dado el grado de confusión mental alcanzado por la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos, la asociación de las palabras más manifiestamente contradictorias no parece presentar ya nada que pueda espantarles o incluso solamente inducirles a reflexión... Reacciones paralizadas Esto nos conduce a otra importante observación: cuando algunos, al darse cuenta de las formas más visibles del moderno desorden, quieren “reaccionar” de un modo u otro, ¿no es acaso el mejor medio para paralizar tal necesidad de “reacción” orientarlo hacia alguno de los estadios anteriores y menos “avanzados” de la misma desviación, en los que tal desorden todavía no era tan manifiesto y se presentaba, valga la expresión, con apariencias más aceptables? No basta declararse sinceramente “antimoderno”, como todo “tradicionalista” de intención debe normalmente hacerlo, pues no por ello se debe ver menos afectado, sin darse cuenta, por las ideas modernas en alguna forma más o menos atenuada y, por ello mismo, más difícilmente discernible a pesar de corresponder siempre de hecho a una u otra de las etapas que estas ideas han recorrido a lo largo de todo el camino conducente hasta el punto crítico actual. Aquí no es posible ninguna “concesión”, ni siquiera involuntaria o inconsciente, porque, desde su punto de partida hasta sus resultados actuales, todo entra en una concatenación férrea. A este respecto, todavía añadiremos lo siguiente: el trabajo que tiene por fin impedir que la “reacción” sea algo más que un retorno a una desorden menor, disimulando por lo demás el carácter de éste y haciéndolo pasar por el “orden”, va exactamente al unísono con la acción cumplida, por otra parte, en el sentido de hacer penetrar el espíritu moderno en el interior mismo de cuanto puede quedar todavía en Occidente de las organizaciones tradicionales; el mismo efecto de “neutralización” de las fuerzas cuya oposición podría temerse se obtiene en ambos casos. Actitudes de reserva Frente a todas las cosas más o menos incoherentes que en la actualidad se agitan y se golpean, frente a todos los “movimientos” exteriores, en este estado de hecho, se impone pues, desde el punto de vista tradicional, una actitud de reserva fundamental, si no se quiere ser el instrumento de influencias subterráneas al mezclarse en las luchas queridas y dirigidas invisiblemente por aquellos que menos parecería. No repetiremos cuanto ya hemos dicho reiteradamente, y también en estas columnas, acerca del verdadero papel de una élite intelectual, sobre sus medios de acción y de defensa, sobre las fuerzas irresistibles que podría atraer, si regularmente constituida, de la referencia no a mitos y sugestiones, sino a verdaderos principios. Aunque con respecto a esta última expresión, ¿no se podría repetir cuanto hemos dicho acerca de la “tradición”, comprobando que hoy se habla de “principios” como nunca antes, aplicando de forma más o menos indiscriminada tal apelación a lo que menos lo merece y a veces incluso a lo que implica la negación de todo verdadero principio? Esta nueva abusiva utilización de un término resulta considerablemente significativa en cuanto a las variedades de la “falsificación” del lenguaje ya comprobada, en general, con respecto a la idea tradicional y no carece de interés insistir sobre ello en un próximo artículo, el cual nos ofrecerá al mismo tiempo la ocasión de poner aún más explícitamente en guardia –si no a los representantes del verdadero espíritu tradicional, que no tienen ninguna necesidad de ello—al menos a los “tradicionalistas”, frente a algunos entre muchos peligros de desviación a los cuales se encuentran expuestos sus esfuerzos.

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LA VERSIÓN DE BASE: 18a.- TRADICIÓN Y TRADICIONALISMO* Hemos ya tenido ocasión tan frecuentemente de señalar ejemplos del empleo abusivo de ciertas palabras, desviadas de su verdadero sentido, como uno de los síntomas de la confusión intelectual de nuestra época, que estaríamos casi tentados de excusarnos por volver una vez más sobre un tema relacionado con consideraciones de este orden. Sin embargo, hay equívocos que no llegan a disiparse de una sola vez, sino solamente a fuerza de insistir; y sobre el asunto que tenemos en mente ahora, la cosa se ha hecho más necesaria que nunca en las circunstancias presentes, a fin de prevenir toda tentativa de utilización ilegítima de la idea misma de “tradición” por los que querrían asimilar indebidamente lo que ella implica a sus propias concepciones en un dominio cualquiera. Debe quedar bien entendido que no se trata aquí de sospechar de la buena fe de los unos o de los otros, pues, en muchos casos, puede no haber más que incomprehensión pura y simple; la ignorancia de la mayor parte de nuestros contemporáneos con respecto a todo lo que posee un carácter realmente tradicional es tan completa que no ha lugar a sorprenderse; pero, al mismo tiempo nos obligan a preguntarnos si acaso tales errores de interpretación y tales equívocos involuntarios secundan demasiado bien ciertos “planes”, como para que sea lícito preguntarse si su creciente difusión no se debe a alguna de estas "sugestiones" que dominan la mentalidad moderna y que, precisamente, siempre tienden hacia la destrucción de todo lo que es tradición en el verdadero sentido de la palabra. Expliquémonos enteramente sobre este punto: la propia mentalidad moderna, en todo cuanto la caracteriza específicamente como tal, no es, en el fondo, más que el producto de una vasta sugestión colectiva que, con una acción ejercitada durante varios siglos, ha determinado la formación y el desarrollo progresivo del espíritu antitradicional, donde se resumen en definitiva todo el conjunto de rasgos distintivos de esta mentalidad. No tenemos que preguntarnos aquí si lo que aparece así como una anomalía, e incluso como una verdadera monstruosidad no se encuentra sin embargo en su lugar en un orden más general, o, en otros términos, si, en virtud misma de las “leyes cíclicas” a las cuales hemos hecho frecuentemente alusión, tal desviación no debía producirse precisamente en esta época; ése es un aspecto muy distinto de la cuestión; no tenemos ahora en mente más que la “técnica” por la cual esta desviación ha podido impulsarse de hecho, y es esta “técnica” de la que se puede dar una idea tan aproximada como sea posible y definiéndola como una especie de sugestión colectiva. Pero, por poderosa y hábil que resulte tal sugestión, puede llegar un momento en que el estado de desorden y desequilibrio existente sea tan patente que algunos no puedan menos que reparar por fin en él, corriéndose entonces el riesgo de que se produzca una "reacción" comprometedora para el propio resultado; parece que en la actualidad las cosas han alcanzado precisamente este punto y, éste es el momento en el que interviene, con toda eficacia y para desviar a esta "reacción" de la meta hacia la que tiende, lo que podríamos llamar la “falsificación” de la idea tradicional. Si esta falsificación es posible, es en razón de la ignorancia de la que antes hablábamos: la idea misma de la tradición ha sido destruida hasta tal punto en el mundo occidental moderno, que aquellos que aspiran a reencontrarla ya, no saben hacia qué lado dirigirse y se encuentran dispuestos a aceptar las falsas ideas que se les presenten en su lugar y con este nombre. Estos mismos se han dado cuenta, al menos hasta cierto punto, de que habían sido engañados por las sugestiones abiertamente antitradicionales, individualistas, racionalistas y democráticas de los últimos tiempos y que las creencias que de esta forma les eran impuestas eran sólo errores e ilusiones; esto ya es algo sin duda en el sentido de la "reacción", de la que hablábamos, pero, a pesar de todo, esto es *

Publicado en el nº de octubre de 1936 de Études Traditionnelles. Reescrito por el autor para el capítulo XXXI de Le Régne de la Quantité, con igual título. Traducción italiana en René Guénon, La Tradizione e le tradizioni, Mediterranee, Roma, 2003. El artículo “Tradizione e tradizionalismo”, publicado en "Diorama" el 17 de noviembre de 1936 y recopilado luego en Precisazioni Necessarie, es el mismo pero algo reducido. Nota del Traductor.

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todavía solamente negativo. Nos damos cuenta al leer los escritos, cada vez más frecuentes, en los que pueden encontrarse las más veraces críticas de la actual "civilización", pero los medios considerados para poner remedio a los males que así se denuncian tienen un carácter extrañamente desproporcionado e insignificante, infantil incluso en cierto modo: proyectos “escolares” o “académicos”, podría decirse, pero nada más, y, sobre todo, nada que testimonie el más mínimo conocimiento de orden profundo. En este estadio, el esfuerzo, por muy loable y meritorio que sea, puede dejarse desviar en el sentido de “actividades” que, a su manera y cualesquiera sean las apariencias, finalmente sólo habrán de contribuir a aumentar el desorden y la confusión propios de esta "civilización" en cuyo enderezamiento se suponen implicadas. Aquellos de los que hablamos pueden ser llamados "tradicionalistas", tomando este término en su acepción legítima; en efecto, no puede indicar propiamente más que una simple tendencia, una especie de aspiración hacia la tradición, sin ningún conocimiento real de ésta: puede así medirse toda la distancia que separa al espíritu "tradicionalista" del auténtico espíritu tradicional que, por el contrario, implica esencialmente tal conocimiento. En resumen, el "tradicionalista" no es más que un simple "investigador", razón por la cual siempre corre el riesgo de extraviarse, no estando en posesión de los principios que serían los únicos en poderle ofrecer una dirección infalible. Y tal peligro será tanto más grande cuanto que, en su camino encontrará, como tantas otras trampas, todas esas falsas ideas suscitadas por el poder de ilusión que da pruebas de un interés capital en impedir que llegue al verdadero objetivo de su búsqueda. Pues resulta evidente que este poder no puede mantenerse y seguir ejerciendo su acción sino a condición de que toda restauración de la idea tradicional se torne imposible; por lo tanto resulta igualmente importante para él conseguir que se desvíen las investigaciones tendentes hacia el conocimiento tradicional, en un mismo grado que aquellas que, al referirse a los orígenes y causas reales de la desviación moderna, serían susceptibles de desvelar algún aspecto de su propia naturaleza o de sus medios de influencia; en este caso se le plantean dos necesidades que hasta cierto punto son complementarias una de otra y que, en el fondo, podrían ser consideradas como los dos aspectos, positivo el uno y negativo el otro, de una misma exigencia fundamental de su dominación. Todo uso abusivo de la palabra "tradición" puede, en un grado o en otro, servir para este fin, empezando por el más vulgar de todos, el que la convierte en sinónima de "costumbre" o de "uso" y provoca por ende una confusión de la tradición con los asuntos más bajamente humanos y más completamente desprovistos de toda significación profunda. Existen empero otras deformaciones más sutiles y, por ello mismo, más peligrosas; además todas ellas tienen como denominador común el hecho de rebajar la idea de tradición a un nivel puramente humano, mientras que –como en muchas ocasiones hemos mostrado- nada puede ser verdaderamente tradicional si no implica un elemento de orden suprahumano. -Éste es el punto esencial, el constitutivo hasta cierto punto de la propia definición de la tradición y de todo cuanto a ella se refiere; por supuesto que éste es igualmente el punto cuyo reconocimiento hay que impedir a cualquier precio para mantener a la mentalidad moderna en sus ilusiones. Por otra parte, basta con ver hasta qué punto todos aquellos que pretenden convertirse en "historiadores" de las religiones y de las restantes formas de la tradición se empeñan ante todo en explicarlas por la intervención de unos factores puramente humanos; poco importa que, según las escuelas, esos factores sean psicológicos, sociales u otros, e incluso la multiplicidad de explicaciones así presentadas permite seducir más fácilmente a un número mayor; lo que es constante, es la voluntad bien firme de reducir todo a lo humano y no dejar subsistir nada que lo sobrepase; y los que creen en el valor de dicha "crítica" destructiva, presentándose además, con los parabienes de “ciencia” están en adelante dispuestos a confundir la tradición con cualquier cosa, puesto que en la idea que les ha sido inculcada, nada hay efectivamente que pueda distinguirla verdaderamente de cuanto está desprovisto de todo carácter tradicional. Desde el momento que todo lo que es de orden puramente humano no podría, por esta razón misma, ser calificado legítimamente de tradicional, no puede haber, por ejemplo, ni "tradición filosófica" ni "tradición científica" en el sentido moderno y profano de tal palabra;

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por supuesto tampoco puede existir una "tradición política", al menos allí donde toda organización social tradicional falta, como es el caso del mundo occidental moderno. No obstante, éstas son algunas de las expresiones del género que se emplean en nuestros días y que constituyen otras tantas adulteraciones de la idea de tradición; es evidente que si los espíritus “tradicionalistas” a los que aludíamos anteriormente, pueden ser conducidos a desviar su actividad a uno u otro de tales dominios esencialmente contingentes y a limitar a ellos todos sus esfuerzos, sus aspiraciones se verán por ello mismo "neutralizadas" haciéndose perfectamente inofensivas incluso cuando no son utilizadas, a sus espaldas, en un sentido completamente opuesto a sus intenciones. También ocurre que se llega a aplicar el nombre de "tradición" a unas cosas que, dada su propia naturaleza, son perfectamente contrarias a ella: puede así hablarse de "tradición humanista", cuando el humanismo, como además lo indica el propio nombre, es la negación misma de lo suprahumano, que está en la raíz misma del espíritu moderno en todas sus formas, y que la constitución de las “nacionalidades” ha sido el medio empleado para destruir la organización tradicional de la Edad Media; no hay que sorprenderse en estas circunstancias si un día se llegase a hablar de ¡"tradición laica" o de "tradición revolucionaria"! Dado el grado de confusión mental alcanzado por la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos, la asociación de las palabras más manifiestamente contradictorias no parece presentar ya nada que pueda espantarles o incluso solamente inducirles a reflexión... Esto nos conduce a otra importante consideración: cuando algunos, al darse cuenta de las formas más visibles del moderno desorden, quieren "reaccionar" de uno u otro modo, ¿no es acaso el mejor medio para hacer ineficaz tal necesidad de "reacción" orientarlo hacia alguno de los estadios anteriores y menos "avanzados" de la misma desviación, en los que tal desorden todavía no era tan manifiesto y se presentaba, valga la expresión, con apariencias más aceptables para quien no esté completamente cegado por ciertas sugestiones? No basta declararse sinceramente “antimoderno”, como todo "tradicionalista" de intención debe normalmente hacerlo, si no está afectado todavía él mismo por las ideas modernas en alguna forma más o menos atenuada y, por ello mismo, más difícilmente discernible sin duda, pero correspondiente siempre de hecho a una u otra de las etapas que estas ideas han recorrido en el curso de su desarrollo; ninguna “concesión”, ni siquiera involuntaria o inconsciente, es posible aquí, pues, desde su punto de partida hasta su resultado actual, todo se relaciona y encadena inexorablemente. Y, a este respecto, todavía añadiremos lo siguiente: el trabajo que tiene por fin impedir que la "reacción" sea algo más que un retorno a un desorden menor, disimulando además el carácter de éste y haciéndolo pasar por el "orden", va muy exactamente unida a la acción que se desarrolla, por otra parte, en el sentido de hacer penetrar el espíritu moderno en el interior mismo de cuanto puede quedar, en Occidente, de las organizaciones tradicionales de todo orden; el mismo efecto de "neutralización" de las fuerzas cuya oposición podría temerse se obtiene en ambos casos. No es incluso suficiente con hablar de “neutralización”, pues, por la lucha que se producirá forzosamente entre elementos que se encuentran por así decir reunidos al mismo nivel, y cuya hostilidad no representa ya más, en el fondo, que la que puede existir entre producciones diferentes y aparentemente contrarias de la desviación moderna, no podrá finalmente salir más que un nuevo acrecentamiento del desorden y de la confusión. Entre todas las cosas más o menos incoherentes que en la actualidad se agitan y se golpean, entre todos los "movimientos" exteriores del género que sean, no hay de ningún modo, desde el punto de vista tradicional o simplemente “tradicionalista”, que “tomar partido”, según la expresión empleada comúnmente, pues eso sería engañoso, y, ejerciéndose en realidad las mismas influencias tras todo eso, sería precisamente hacerles el juego el mezclarse en las luchas queridas y dirigidas invisiblemente por ellas; el solo hecho de “tomar partido” en esas condiciones ya constituiría pues, en definitiva, por inconscientemente que fuese, una actitud verdaderamente antitradicional. No queremos hacer aquí ninguna aplicación particular, lo que en suma sería bastante poco útil después de todo lo que ya hemos dicho, y además totalmente fuera de propósito; nos parece solamente necesario, para cortar de raíz las pretensiones de todo falso “tradicionalismo”, precisar que, especialmente, ninguna tendencia política existente en la Europa actual puede remitirse válidamente a la autoridad de ideas o de doctrinas

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tradicionales, faltando los principios igualmente en todas partes, aunque nunca se haya hablado tanto de “principios” como se hace hoy por todos lados, aplicando casi indistintamente esta designación a todo lo que menos la merece, y a veces incluso a lo que implica por el contrario la negación de todo verdadero principio. En esta nueva abusiva utilización de una palabra, reencontramos aún ese carácter de “falsificación” que hemos ya comprobado, de modo general, con respecto a la idea tradicional, y que nos parece constituir por sí mismo una “marca” bastante importante y significativa como para que carezca de interés insistir sobre ello más especialmente en un próximo artículo, lo que nos proporcionará al mismo tiempo la ocasión para poner aún más explícitamente en guardia a los “tradicionalistas”, frente a algunos entre muchos peligros de desviación a los cuales se encuentran expuestos sus esfuerzos. Por el momento, nos resta todavía, a causa de ciertas gentes malvadas o malintencionadas que conocemos demasiado bien, tomar una precaución que, normalmente, debería ser totalmente superflua: y es declarar expresamente que lo que acabamos de decir en último lugar no podría, de ningún modo ni en ningún grado, considerarse como constituyendo, por nuestra parte, una especie de incursión más o menos disfrazada en el dominio de la política; es, muy al contrario, la expresión misma de una de las principales razones por las cuales pretendemos permanecer absolutamente extraño a todo lo tocante a ese dominio. No queremos decir nada más que lo que decimos; lo que queremos decir, tenemos costumbre de decirlo claramente, demasiado claramente quizás para el gusto de algunos; y nadie tiene derecho a pretender ver ahí el menor “sobreentendido”, ni a añadir, atribuyéndonoslas, sus propias interpretaciones más o menos tendenciosas.

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19b.- SOBRE LOS PELIGROS DE LO “ESPIRITUAL”* Una de las tendencias más perniciosas propias de ciertos ambientes occidentales es la de confundir el dominio psíquico con el espiritual: y propagar tal confusión significa empujar a muchas mentes, ansiosas de retomar contacto con la espiritualidad a vías a lo largo de las cuales están destinadas a devenir instrumentos de fuerzas oscuras y destructora Confusiones Para prevenir cualquier malentendido, es bueno precisar que, según nosotros, ningún desarrollo de las posibilidades de un ser, incluso en un orden muy inferior, puede considerarse “maléfico” en sí mismo. Todo depende del uso que de él se haga, y, ante todo, hay que considerar si este desarrollo se toma como un fin en sí o, por el contrario, como un simple medio destinado a cubrir un objetivo de orden superior. En efecto, según sean las circunstancias de cada caso particular, cualquier cosa puede servir de ocasión y de base a aquel que emprende la vía que ha de llevarle a una realización “espiritual”. Sin embargo, y por otra parte, cualquier cosa puede constituirse tanto en obstáculo como en soporte, si es que el ser se detiene en ello y se deja ilusionar y extraviar por ciertas apariencias de “realización” que no tienen ningún valor propio y son resultados –cuando pueda hablarse de resultados- completamente accidentales y contingentes. El ejemplo más grosero de semejante error es el referente a posibilidades de orden simplemente corporal y fisiológico. Aquí queremos referirnos a aquellos que han introducido en Occidente algunas prácticas relativas al Yoga hindú, es decir, a formas especiales de ascesis ligadas a ejercicios corporales (por ejemplo, a la respiración); prácticas de las que dichas personas son ignorantes totalmente en su verdadero sentido y consideradas como una especie de método de “cultura física” o de terapéutica particular. Este error es con todo el menos grave y el menos peligroso, puesto que sus consecuencias son limitadas: sólo se corre el riesgo de obtener, con “prácticas” hechas desconsideradamente y sin control, un resultado totalmente opuesto al buscado, y arruinar la salud creyendo actuar para mejorarla. Al respecto, este hecho nos interesa sólo por revelarse en él una desviación en la utilización de tales “prácticas” destinadas, en realidad, a otros fines, lejanos de este dominio fisiológico, y cuyas repercusiones naturales no constituyen más que un simple “accidente”, al cual no se debe dar la menor importancia. No obstante, es preciso añadir que estas mismas “prácticas”, con el desconocimiento del ignorante que las emprende como si de una simple “gimnasia” se tratara, pueden tener repercusiones en el dominio psíquico, es decir, en el orden de las fuerzas más sutiles del individuo humano, lo cual aumenta considerablemente el peligro. Así, sin darse cuenta, puede abrirse la puerta a una serie de “influencias” de todo tipo, contra cuyo influjo se suele estar tanto más indefenso cuanto que ni siquiera se sospecha su existencia y que, con mayor motivo aún se es incapaz de discernir su verdadera naturaleza. Pero, hasta aquí, no hay al menos ninguna pretensión de “espiritualidad”, mientras las cosas son muy distintas para aquellos que se esfuerzan en concentrar su consciencia en las prolongaciones inferiores de la individualidad humana, tomándolas equivocadamente por los estadios superiores, simplemente porque éstos caen fuera de la zona a la cual se limita generalmente la actividad del hombre ordinario. Y sobre el segundo caso queremos desarrollar algunas consideraciones. Superstición de los “fenómenos” Al respecto, la base del error está casi siempre en la atracción por el “fenómeno”. Quienes así se comportan quieren obtener resultados que sean “sensibles”, que ellos consideran como una “realización”: lo que significa que se les escapa todo lo que es de orden verdaderamente espiritual. Entiéndase bien, no se trata en absoluto de negar la realidad de los “fenómenos” en cuestión: son a fin de cuentas demasiado reales y podemos decir, precisamente por esto, son tanto más peligrosos: lo que contestamos es *

"Sui pericoli dello «spirituale»" (27 de abril de 1937). Reescrito por el autor para formar el capítulo XXXV: “La confusion du psychique et du spirituel” (“La confusión de lo psiquico con lo espiritual”) de Le Règne de la Quantité.

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su valor y su interés, siendo precisamente ahí donde reside la ilusión. Si, después de todo, no se produjese en este caso más que una mera pérdida de tiempo y de esfuerzos, el mal no sería demasiado considerable; pero, en general, quien se ata a tales cosas, posteriormente resulta incapaz de liberarse de ellas e ir más allá. En las tradiciones orientales conocen bien el caso de los individuos que, tras haberse convertido en simples productores de “fenómenos”, nunca llegarán a alcanzar la menor espiritualidad. Pero todavía hay algo más: puede darse en este caso una especie de desarrollo al revés que no sólo no aporta ninguna adquisición válida, sino que sigue alejando gradualmente de la realización espiritual al ser hasta que éste se pierde definitivamente en estas prolongaciones inferiores de su individualidad a las que antes hacíamos alusión y mediante las cuales sólo puede entrar en contacto con lo infrahumano. Su situación entonces pierde toda posible salida o, por decirlo mejor, hay una sola solución, es decir, la “desintegración” del ser consciente. Hasta aquí, nos hemos referido a un campo semitécnico, en el cual se aventuran todos aquellos que son desviados por la falsificación ocultista y teosofista de ciertas enseñanzas tradicionales y que se dan a prácticas propias y verdaderas. Pero lo mismo puede decirse para un orden bastante más vasto de actitudes y de tendencias modernas, que revisten parecidamente la apariencia de “espiritualismo”. A este respecto, todas las precauciones serán pocas a la hora de invocar el “subconsciente”, el “instinto”, la “intuición” y también a una “fuerza vital” más o menos indeterminada –en suma, a todas las cosas vagas u oscuras puestas en boga por el sedicente irracionalismo moderno-, que conducen más o menos directamente a una toma de contacto con los estados inferiores. Con mayor motivo debemos guardarnos con extremada vigilancia de todo lo que induce al ser a “fundirse” como podríamos decir a “disolverse”- en una especie de “consciencia cósmica” excluyente de toda trascendencia y por tanto de toda espiritualidad efectiva. Ésta es la última consecuencia de todos los errores antimetafísicos que son designados por términos como los de “panteísmo”, “inmanentismo” y “naturalismo”, que, por otra parte, permanecen estrechamente conectados; es una consecuencia ante la cual muchos se echarían para atrás si verdaderamente supiesen de qué estaban hablando. Esto supone, efectivamente, tomar a la espiritualidad “al revés” en el sentido literal, sustituyéndola por lo que constituye en rigor su inversa por conducir inevitablemente a su pérdida definitiva: y en eso consiste el “satanismo” propiamente dicho. Que sea consciente o inconsciente, eso cambia poco en orden a los resultados. Y no debe olvidarse que el “satanismo inconsciente” de algunos, más numerosos que nunca en esta época de desorden intelectual, no es, en el fondo, más que un instrumento al servicio del “satanismo consciente” de aquellos que, por así decir, dirigen una lucha oculta contra las posibilidades supervivientes espirituales y tradicionales del Occidente. A veces hemos tenido ocasión de señalar el simbolismo de una “navegación” que habría de realizarse a través del Océano, representativo del ámbito “psíquico” y “vital”, cuya travesía debe llevarse a cabo evitando todos sus peligros para llegar a la meta: mas ¿qué decir de aquel que se arrojase en medio de este Océano sin más aspiración que la de ahogarse en él? Esto es exactamente lo que significa la supuesta “fusión” con una “consciencia cósmica” que, en realidad, no es más que el conjunto confuso e indiferenciado de todas las influencias psíquicas, las cuales, pese a lo que algunos se puedan imaginar, ciertamente nada tienen en común con las “influencias psíquicas”, influencias que, a pesar de lo que algunos puedan imaginarse, con seguridad nada tienen en común con las “influencias espirituales”. Aquellos que cometen tan fatal error, ignoran la distinción existente en el ámbito del simbolismo entre las “Aguas superiores” y las “Aguas inferiores”: en lugar de elevarse hacia el Océano de arriba, se hunden en los abismos del Océano de abajo; en lugar de concentrar todas sus potencias para dirigirlas hacia la trascendencia, que es la única que puede ser llamada “espiritual”, y que sólo puede fortificar con márgenes estables la personalidad humana, las dispersan en la diversidad indefinidamente cambiante y huidiza de las formas de fantasía, de las sensaciones y de las influencias oscuras, sin sospechar que han tomado como plenitud de “vida” lo que, en realidad, es solamente el reino de la muerte.

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LA VERSIÓN POSTERIOR: 19a.- Capítulo XXXV de Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps: LA CONFUSIÓN DE LO PSÍQUICO CON LO ESPIRITUAL Lo que hemos dicho sobre el tema de algunas explicaciones psicológicas de las doctrinas tradicionales representa un caso particular de una confusión muy extendida en el mundo moderno, la de los dominios psíquico y espiritual; y esta confusión, incluso cuando no llega hasta una subversión como la del psicoanálisis, que asimila lo espiritual a que hay de más inferior en el orden psíquico, no por ello es menos extremadamente grave en todos los casos. Por lo demás, en cierto modo, en eso hay una consecuencia natural del hecho de que los occidentales, desde hace mucho tiempo ya, no saben distinguir el “alma” y el “espíritu” (y el dualismo cartesiano ha contribuido ciertamente mucho a eso, puesto que confunde en una sola y misma cosa todo lo que no es el cuerpo, y puesto que esta cosa vaga y mal definida es designada en él indiferentemente por uno y otro nombre); así pues, esta confusión se manifiesta a cada instante hasta en el lenguaje corriente; el nombre de “espíritus” dado vulgarmente a “entidades” psíquicas que no tienen ciertamente nada de “espiritual”, y la denominación misma del “espiritismo” que se deriva de ello, sin hablar de ese otro error que hace llamar también “espíritu” a lo que no es en realidad más que la “mente”, serán aquí ejemplos suficientes de ello. Es muy fácil ver las consecuencias enojosas que pueden resultar de semejante estado de cosas: propagar esta confusión, sobre todo en las condiciones actuales, es, se quiera o no, arrastrar a los seres a perderse irremediablemente en el caos del “mundo intermediario”, y, por eso mismo, es hacer, con frecuencia inconscientemente por lo demás, el juego de las fuerzas “satánicas” que rigen lo que hemos llamado la “contra iniciación”. Aquí, importa precisar bien a fin de evitar todo malentendido: no se puede decir que un desarrollo cualquiera de las posibilidades de un ser, incluso en un orden poco elevado como el que representa el dominio psíquico, sea esencialmente “maléfico” en sí mismo; pero no debe olvidarse que este dominio es por excelencia el de las ilusiones, y es menester saber situar siempre cada cosa en el sitio que le pertenece normalmente; en suma, todo depende del uso que se hace de tal desarrollo, y, ante todo, es necesario considerar si se toma como un fin en sí mismo, o al contrario como un simple medio con vistas a alcanzar un propósito de orden superior. En efecto, no importa qué, puede, según las circunstancias de cada caso particular, servir de ocasión o de “soporte” a aquel que se compromete en la vía que debe conducirle a una “realización” espiritual; eso es verdad sobre todo al comienzo, en razón de la diversidad de las naturalezas individuales cuya influencia está entonces en su máximo, pero la cosa es todavía así, hasta cierto punto, en tanto que los límites de la individualidad no estén enteramente rebasados. Pero, por otro lado, no importa qué cosa, puede también ser un obstáculo más que un “soporte”, si el ser se detiene en ello y se deja ilusionar y extraviar por algunas apariencias de “realización” que no tienen ningún valor propio y que no son más que resultados completamente accidentales y contingentes, si es que se les puede considerar como resultados desde un punto de vista cualquiera; y este peligro de extravío existe siempre, precisamente, mientras se esté todavía en el orden de las posibilidades individuales; por lo demás, es en lo que concierne a las posibilidades psíquicas donde el peligro es incontestablemente más grande, y eso tanto más, naturalmente, cuanto de un orden más inferior sean esas posibilidades. El peligro es ciertamente mucho menos grave cuando no se trata más que de posibilidades de orden simplemente corporal y fisiológico; podemos citar aquí como ejemplo el error de algunos occidentales que, como lo decíamos antes, toman el Yoga, al menos lo poco que conocen de sus procedimientos preparatorios, por una suerte de método de “cultura física”; en un caso parecido, apenas se corre el riesgo de obtener, por esas “prácticas” realizadas desconsideradamente y sin control, un resultado completamente opuesto a aquel que se busca, y de arruinar su salud creyendo mejorarla. Esto no nos interesa en nada, excepto en que hay en ello una grosera desviación en el empleo de esas “prácticas” que, en realidad, están hechas para un uso completamente diferente, tan alejado como es posible de ese dominio fisiológico, y cuyas repercusiones naturales en éste no constituyen más que un simple “accidente” al que no conviene dar la menor importancia. No obstante, es menester agregar que esas mismas “prácticas”

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pueden tener también, sin saberlo el ignorante que se libra a ellas como a una “gimnasia” cualquiera, repercusiones en las modalidades sutiles del individuo, lo que, de hecho, aumenta considerablemente su peligro: uno puede así, sin sospecharlo siquiera de ninguna manera, abrir la puerta a influencias de todo tipo (y, bien entendido, son siempre las de la cualidad más baja las que se aprovechan de ello en primer lugar), contra las cuales se está tanto menos prevenido cuanto que a veces no se sospecha su existencia, y cuanto que con mayor razón se es incapaz de discernir su verdadera naturaleza; pero, en eso al menos, no hay ninguna pretensión “espiritual”. El asunto es muy diferente en algunos casos donde entra en juego la confusión de lo psíquico propiamente dicho y de lo espiritual, confusión que, por lo demás, se presenta bajo dos formas inversas: en la primera, lo espiritual es reducido a lo psíquico, y es lo que sucede concretamente en el género de explicaciones psicológicas de las que hemos hablado; en la segunda, lo psíquico es tomado al contrario por lo espiritual, y el ejemplo más vulgar de ello es el espiritismo, pero las demás formas más complejas del “neoespiritualismo” proceden todas igualmente de este mismo error. En los dos casos, es siempre, en definitiva, lo espiritual lo que es desconocido; pero el primero concierne a aquellos que lo niegan pura y simplemente, al menos de hecho, si no siempre de una manera explícita, mientras que el segundo concierne a los que tienen la ilusión de una falsa espiritualidad, y es éste último caso el que tenemos más particularmente con vistas al presente. La razón por la que tantas gentes se dejan extraviar por esta ilusión es bastante simple en el fondo: algunos buscan ante todo pretendidos “poderes”, es decir, en suma, bajo una u otra forma, la producción de “fenómenos” más o menos extraordinarios; otros se esfuerzan en “centrar” su consciencia sobre algunas “prolongaciones” inferiores de la individualidad humana, tomándolas equivocadamente por estados superiores, simplemente porque están fuera del cuadro donde se encierra generalmente la actividad del hombre “medio”, cuadro que, en el estado que corresponde al punto de vista profano de la época actual, es el que se ha convenido en llamar la “vida ordinaria”, en la que no interviene ninguna posibilidad de orden extracorporal. Por lo demás, para estos últimos también, es el atractivo del “fenómeno”, es decir, en el fondo, la tendencia “experimental” inherente al espíritu moderno, la que está más frecuentemente en la raíz del error: lo que quieren obtener en efecto, son siempre resultados que sean en cierto modo “sensibles”, y es eso lo que creen que es una “realización”; pero eso equivale a decir justamente que todo lo que es verdaderamente de orden espiritual se les escapa enteramente, que ni siquiera lo conciben, por lejanamente que sea, y que, al carecer totalmente de “cualificación” a este respecto, sería mejor para ellos que se contentaran con permanecer encerrados en la banal y mediocre seguridad de la “vida ordinaria”. Por supuesto, aquí no se trata de negar de ninguna manera la realidad de los “fenómenos” en cuestión como tales; son incluso muy reales, podríamos decir, y por ello son más peligrosos; lo que contestamos formalmente, es su valor y su interés, sobre todo desde el punto de vista de un desarrollo espiritual, y es precisamente en eso donde recae la ilusión. Si todavía no hubiera en eso más que una simple pérdida de tiempo y de esfuerzos, el mal no sería muy grande después de todo; pero, en general, el ser que se dedica a estas cosas deviene después incapaz de librarse de ellas y de ir más allá, y es así irremediablemente desviado; en todas las tradiciones orientales, se conoce bien el caso de esos individuos que, convertidos en simples productores de “fenómenos”, no alcanzaron nunca la menor espiritualidad. Pero hay todavía más: puede haber en eso una suerte de desarrollo “al revés”, que no solamente no aporta ninguna adquisición válida, sino que aleja siempre más de la “realización” espiritual, hasta que el ser esté definitivamente extraviado en esas “prolongaciones” inferiores de su individualidad a las que hacíamos alusión hace un momento, y por las que no puede entrar en contacto más que con lo “infrahumano”; su situación no tiene entonces salida, o al menos no tiene más que una, que es una “desintegración” total del ser consciente; para el individuo, eso es propiamente el equivalente de lo que es la disolución final para el conjunto del “cosmos” manifestado. No se podría pues desconfiar demasiado, a este respecto todavía más quizás que desde cualquier otro punto de vista, de toda llamada al “subconsciente”, al “instinto”, a la “intuición” infrarracional, o incluso a una “fuerza vital” más o menos mal definida, en una palabra a todas esas cosas vagas y obscuras que tienden a exaltar la filosofía y la psicología nuevas, y que conducen más o menos directamente a una toma de contacto con los estados inferiores. Con mayor razón se debe uno guardar con una extrema

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vigilancia (ya que aquello de lo que se trata sabe muy bien tomar los disfraces más insidiosos) de todo lo que induce al ser a “fundirse”, y diríamos más gustosamente y más exactamente a “confundirse” o incluso a “disolverse”, en una especie de “consciencia cósmica” excluyente de toda “trascendencia”, y, por consiguiente, de toda espiritualidad efectiva; ésa es la última consecuencia de todos los errores antimetafísicos que designan, bajo su aspecto más especialmente filosófico, términos como los de “panteísmo”, de “inmanentismo” y de “naturalismo”, cosas todas, por lo demás, estrechamente conexas, consecuencia ante la cual algunos retrocederían ciertamente si pudieran saber verdaderamente de lo que hablan. En efecto, eso es tomar literalmente la espiritualidad “al revés”, sustituirla por lo que es verdaderamente lo inverso de la misma, puesto que conduce inevitablemente a su pérdida definitiva, y en eso consiste el “satanismo” propiamente dicho; por lo demás, ya sea consciente o inconsciente, según los casos, eso cambia bastante poco los resultados; y es menester no olvidar que el “satanismo inconsciente” de algunos, más numerosos que nunca en nuestra época de desorden extendido a todos los dominios, no es verdaderamente, en el fondo, más que un instrumento al servicio del “satanismo consciente” de los representantes de la “contra tradición”. Hemos tenido en otra parte la ocasión de señalar el simbolismo iniciático de una “navegación” que se cumple a través del océano que representa el dominio psíquico, y que se trata de franquear, evitando todos sus peligros, para llegar a la meta17; ¿pero qué decir del que se arrojara en plena mitad de ese océano y no tuviera otra aspiración que la de ahogarse en él? Es eso, muy exactamente, lo que significa esta supuesta “fusión” con una “consciencia cósmica” que no es en realidad nada más que el conjunto confuso e indistinto de todas las influencias psíquicas, las cuales, imaginen lo que imaginen algunos, no tienen ciertamente absolutamente nada en común con las influencias espirituales, incluso si ocurre que las imiten más o menos en algunas de sus manifestaciones exteriores (ya que ése es el dominio donde la “parodia” se ejerce en toda su amplitud, y por eso tales manifestaciones “fenoménicas” no prueban nunca nada por sí mismas, pudiendo ser completamente semejantes en un santo y en un brujo). Aquellos que cometen esta fatal equivocación olvidan o ignoran simplemente la distinción de las “Aguas superiores” y de las “Aguas inferiores”; en lugar de elevarse hacia el océano de arriba, se hunden en los abismos del océano de abajo; en lugar de concentrar todas sus potencias para dirigirlas hacia el mundo no-formal, que es el único que puede llamarse “espiritual”, las dispersan en la diversidad indefinidamente cambiante y huidiza de las formas de la manifestación sutil (que es lo que corresponde tan exactamente como es posible a la concepción de la “realidad” bergsoniana), sin sospechar que lo que toman así por una plenitud de “vida” no es efectivamente más que el reino de la muerte y de la disolución sin retorno.

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Ver Le Roi du Monde, págs. 120-121, y Autorité spirituelle et pouvoir temporel, págs. 140-144.

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20b.- SOBRE EL SENTIDO DE LAS PROPORCIONES* Nos ocurre frecuentemente, comprobando la confusión que reina en nuestra época en todos los dominios, el insistir sobre la necesidad, para escapar a ello, poniendo cada cosa en su lugar, según la exacta relación que, por su naturaleza y su importancia, tiene con las otras. Confusiones Es eso lo que no saben ya hacer la mayor parte de nuestros contemporáneos, y por ello no tienen ya idea de ninguna verdadera jerarquía. Esta idea, que está en cierto modo en la base de toda civilización tradicional, es, por esto mismo, una de las más especialmente atacadas por las fuerzas de la subversión, a las cuales se debe la creación del llamado “espíritu moderno”. Es así como hoy en día el desorden mental predomina en todas partes, incluso entre los que se afirman “tradicionalistas”; en particular, el sentido de las proporciones falta extrañamente, hasta tal punto que se ve corrientemente, no sólo tomar como esencial lo que hay de más contingente o incluso de más insignificante, sino incluso poner en pie de igualdad lo normal y lo anormal, lo legítimo y lo ilegítimo, como si lo uno y lo otro fueran por así decir equivalentes y tuvieran el mismo derecho a la existencia. Un ejemplo bastante característico de tal estado de cosas nos es proporcionado por un filósofo “neo-tomista”1 que, en un artículo reciente, declara que, en las “civilizaciones de tipo sacral” (nosotros preferiríamos decir tradicional), como la civilización islámica, o la cristiana medieval, “la noción de guerra santa podía tener un sentido”, pero que “pierde toda significación” en las “civilizaciones de tipo profano” como la de hoy, ”donde el elemento temporal está más claramente diferenciado de lo espiritual, y, convertido en totalmente autónomo, no tiene más que una parte instrumental con relación a lo sagrado”. Esta manera de expresarse ¿no parece indicar que no se está lejos de ver en ello un “progreso”, o que, al menos, se considera que se trata de algo definitivamente conseguido y sobre lo cual en lo sucesivo no hay ya que volver? Por lo demás, querríamos que se nos indicase al menos otro ejemplo de “civilizaciones de tipo profano”, pues, por nuestra parte, no conocemos ni una sola fuera de la moderna, que, precisamente por ser tal, no representa propiamente más que una anomalía. El plural parece haberse puesto allí expresamente para poder establecer un paralelismo o, como decíamos, una equivalencia entre este “tipo profano” y el “tipo sacral”, que es el de toda civilización normal sin excepción. Es evidente de por sí que, si no se tratara más que de la simple comprobación de un estado de hecho, ello no daría lugar a ninguna objeción; pero, de la simple comprobación a la aceptación de este estado como constituyendo una forma de civilización legítima del mismo modo que aquella de la que es la negación, hay verdaderamente un abismo. Que la noción de “guerra santa” sea inaplicable en las circunstancias actuales, puede ser un hecho correspondiente, en buena medida, a la verdad; pero que no se diga por ello que esta noción no tiene ya sentido, pues el “valor intrínseco de una idea”, y sobre todo de una idea tradicional como aquella, siendo enteramente independiente de las contingencias y no teniendo la menor relación con lo que se llama la “realidad histórica”, pertenece a muy distinto orden de realidad. Hacer depender el valor de una idea, es decir, en suma, su verdad misma (pues, desde el momento que se trata de una idea, no vemos que su valor pudiera ser otro), de las vicisitudes de los acontecimientos humanos, tal es lo propio de este “historicismo” cuyo error hemos denunciado en otras ocasiones, y que no es sino una *

"Sul senso delle proporzioni" (15 de febrero de 1939). Publicado casi idénticamente en Études Traditionnelles: “Le sens des proportions”, París, diciembre de 1937. Recopilado después en Mélanges, París, 1976. 1

Nota del trad.: Al parecer, el autor se refiere al neo-tomista Jacques Maritain, que fuera embajador de la República Francesa en el Vaticano.

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de las formas del “relativismo” moderno; que un filósofo “tradicionalista” comparta esta manera de ver, ¡he ahí algo molestamente significativo! Y, si él acepta el punto de vista profano como tan válido como el punto de vista tradicional, en lugar de no ver ahí más que la degeneración que es en realidad, ¿qué podrá encontrar todavía que decir sobre la demasiado famosa “tolerancia”, actitud bien específicamente moderna y profana también, y que consiste, como se sabe, en conceder a no importa cuál error los mismos derechos que a la verdad? Nos hemos extendido un poco sobre este ejemplo, porque es verdaderamente muy característico de una determinada mentalidad; pero, entiéndase bien, podrían fácilmente encontrarse gran número de otros, en un orden de ideas más o menos vecino a ella. A las mismas tendencias se vincula en suma la importancia atribuida indebidamente a las ciencias profanas por los representantes más o menos autorizados (pero en todo caso bien poco cualificados) de doctrinas tradicionales, yendo hasta esforzarse constantemente por “acomodar” éstas a los resultados más o menos hipotéticos y siempre provisionales de aquellas ciencias, como si, entre las unas y las otras, pudiera haber denominador común, y como si se tratara de cosas situadas en el mismo nivel. Semejante actitud, cuya debilidad es particularmente sensible en la “apologética” religiosa, muestra, entre los que creen deber adoptarla, un muy singular desconocimiento del valor, diríamos incluso de buena gana de la dignidad, de doctrinas que ellos se imaginan defender así, mientras que no hacen más que rebajarlas y disminuirlas; y son arrastrados de tal modo insensible e inconscientemente a los peores compromisos, entrando así con la cabeza gacha en la trampa que se les tiende por aquellos que no apuntan más que a destruir todo lo que tiene un carácter tradicional, y los cuales saben muy bien lo que hacen impulsándoles a ese terreno de la vana discusión profana. Sólo manteniendo de manera absoluta la trascendencia de la tradición se la deja (o más bien se la guarda) inaccesible a todo ataque de sus enemigos, que no se debería consentir en tratar como “adversarios”; pero, a falta del sentido de las proporciones, ¿quién comprende todavía eso hoy? Frecuentes ilusiones Hemos hablado de concesiones hechas al punto de vista científico, en el sentido en que lo entiende el mundo moderno: pero las ilusiones demasiado frecuentes sobre el valor y el alcance del punto de vista filosófico, implican también un error de perspectiva del mismo género, puesto que ese punto de vista, por definición misma, no es menos profano que el otro. Se debería poder contentarse con sonreír a las pretensiones de los que quieren introducir “sistemas” puramente humanos, productos del simple pensamiento individual, en paralelo o en oposición con las doctrinas tradicionales, esencialmente supra-humanas, si no lograran demasiado, en muchos casos, que se tomaran esas pretensiones en serio. Si las consecuencias de ello son quizá menos graves, es solamente porque la filosofía no tiene, sobre la mentalidad general de nuestra época, sino una influencia más restringida que la de la ciencia profana; pero sin embargo, incluso ahí, sería un gran error, ya que el peligro no aparece tan inmediatamente, concluir que es inexistente o desdeñable. Por lo demás, incluso cuando no hubiera a este respecto otro resultado que “neutralizar” los esfuerzos de muchos “tradicionalistas” extraviándolos en un dominio del cual no hay ningún provecho real que sacar con vistas a una restauración del espíritu tradicional, es siempre otro tanto ganado para el enemigo; las reflexiones que hemos ya hecho en otra ocasión, con relación a ciertas ilusiones de orden político y social, encontrarían igualmente su aplicación en semejante caso. Desde ese punto de vista filosófico, ocurre también a veces -digámoslo de pasada- que las cosas toman un giro más bien divertido: nos referimos a las “reacciones” de ciertos amantes de la discusión de este tipo, cuando se encuentran alguna rara vez en presencia de alguien que rechace formalmente seguirlos en ese terreno, y de la estupefacción mezclada con despecho, hasta incluso con rabia, que sienten al comprobar que toda su argumentación cae en el vacío: a lo cual pueden resignarse tanto menos cuanto que son evidentemente incapaces de comprender las razones de ello. Hemos incluso tratado con gente que pretendía obligarnos a conceder, a las pequeñas construcciones de su propia fantasía individual, un interés que debemos reservar exclusivamente para las solas verdades tradicionales; no podíamos naturalmente más que oponerles una negativa

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rotunda, de donde accesos de furor verdaderamente indescriptibles; entonces, ¡no es solamente el sentido de las proporciones el que falta, sino también el sentido del ridículo! Horizontes limitados Pero volvamos a cosas más serias. Puesto que tratamos aquí de errores de perspectiva, señalaremos todavía uno que, a decir verdad, es de un orden muy distinto, pues es en el dominio tradicional mismo donde se produce; y no es en suma más que un caso particular de la dificultad que generalmente tienen los hombres para admitir lo que sobrepasa su propio punto de vista. Que algunos, que son incluso la mayoría, tengan su horizonte limitado a una sola forma tradicional, o incluso a un determinado aspecto de esta forma, y que estén por consiguiente encerrados en un punto de vista que se podría decir más o menos estrechamente “local”, es algo perfectamente legítimo en sí, y además totalmente inevitable; pero lo que, por el contrario, no es aceptable en absoluto, es que ellos se imaginan que ese mismo punto de vista, con todas las limitaciones que le son inherentes, debe ser igualmente el de todos sin excepción, comprendidos los que han tomado conciencia de la unidad esencial de todas las tradiciones. Nosotros, contra quienes demuestran tal incomprehensión, cualesquiera que sean, debemos mantener, de la manera más inquebrantable, el derecho propio de cuantos se han elevado a un nivel superior, cuya perspectiva es forzosamente muy diferente. Que aquellos se inclinen ante lo que son, actualmente al menos, incapaces de comprender y que no se mezclen en nada que no es de su competencia, tal es en el fondo todo lo que les pedimos a tales personas. Reconocemos de buen grado, por lo demás, en lo que concierne a su punto de vista limitado, que no carece de ciertas ventajas, primero porque les permite atenerse intelectualmente a algo bastante simple y encontrarse satisfechos con ello, y seguidamente porque, dada la posición totalmente “local” en la cual se han acantonado, no son seguramente molestados por nadie, lo que les evita que se levanten contra ellos fuerzas hostiles a las cuales les sería imposible resistir.

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LA VERSIÓN DE BASE:

20a.- EL SENTIDO DE LAS PROPORCIONES*

Nos ocurre muy frecuentemente, comprobando la confusión que reina en nuestra época en todos los dominios, el insistir sobre la necesidad, para escapar a ello, de saber ante todo poner cada cosa en su lugar, es decir, situarla exactamente con relación a las otras, según su naturaleza y su importancia propias. Eso es, en efecto, lo que no saben ya hacer la mayor parte de nuestros contemporáneos, y ello porque no tienen ya la noción de ninguna verdadera jerarquía; esta noción, que está en cierto modo en la base de toda civilización tradicional, es, por esta razón misma, una de las que las fuerzas de la subversión cuya acción ha producido lo que se llama el espíritu moderno, se han especialmente dedicado a destruir. Asimismo, el desorden mental está hoy en todas partes, incluso entre los que se afirman “tradicionalistas” (y por otro lado hemos ya mostrado cómo lo que implica esa palabra es insuficiente para reaccionar eficazmente contra este estado de cosas): el sentido de las proporciones, en particular, falta extrañamente, hasta tal punto que se ve corrientemente, no sólo tomar como esencial lo que hay de más contingente o incluso de más insignificante, sino incluso poner en pie de igualdad lo normal y lo anormal, lo legítimo y lo ilegítimo, como si lo uno y lo otro fueran por así decir equivalentes y tuvieran el mismo derecho a la existencia. Un ejemplo bastante característico de tal estado de cosas nos es proporcionado por un filósofo “neo-tomista”1 que, en un artículo reciente, declara que, en las “civilizaciones de tipo sacral” (nosotros diríamos tradicional), como la civilización islámica, o la civilización cristiana de la Edad Media, “la noción de guerra santa podía tener un sentido”, pero que “pierde toda significación en las “civilizaciones de tipo profano” como la de hoy,”donde lo temporal está más perfectamente diferenciado de lo espiritual, y en lo sucesivo muy autónomo, no tiene ya la función instrumental con relación a lo sagrado”. Esta manera de expresarse ¿no parece indicar que no está muy lejos, en el fondo, de ver en ello un “progreso”, o que, al menos, se considera que se trata de algo definitivamente conseguido y sobre lo cual “en lo sucesivo” no hay ya que volver? Por lo demás, querríamos, que se nos citará al menos otro ejemplo de las “civilizaciones de tipo profano”, pues, por nuestra parte, no conocemos ni una sola fuera de la civilización moderna, que, precisamente por ser tal, no representa propiamente más que una anomalía; el plural parece haberse puesto allí expresamente para permitir establecer un paralelismo o, como decíamos hace un momento, una equivalencia entre ese “tipo profano” y el “tipo sacral” o tradicional, que es el de toda civilización normal sin excepción. Es evidente de por sí que, si no se tratara más que de la simple comprobación de un estado de hecho, ello no daría lugar a ninguna objeción; pero, de tal comprobación a la aceptación de este estado como constituyendo una forma de civilización legítima del mismo modo que aquella de la que es la negación, hay verdaderamente un abismo. Que se diga que la noción de “guerra santa” es inaplicable en las circunstancias actuales, eso es un hecho demasiado evidente y sobre el cual todo el mundo deberá estar totalmente de acuerdo; pero que no se diga por ello que esta noción no tiene ya sentido, pues el “valor intrínseco de una idea”, y sobre todo de una idea tradicional como aquella, es enteramente independiente de las contingencias y no tiene la menor relación con lo que se llama la “realidad histórica”; ella pertenece a muy distinto orden de realidad. Hacer *

Études Traditionnelles, París, diciembre de 1937. Recopilado como capítulo IV de la 3ª parte de Mélanges, París, 1976. 1

Precisemos, para evitar todo equívoco y toda contestación, que, empleando la expresión “neotomismo”, pretendemos designar así un intento de “adaptación” del tomismo, que no carece de concesiones bastante graves a las ideas modernas, por las cuales aquellos mismos que se proclaman de buena gana “antimodernos”, son a veces afectados mucho más de lo que se podría creer; nuestra época está llena de semejantes contradicciones. (Nota del T.: El neo-tomista Jacques Maritain, que fuera embajador de la República Francesa en el Vaticano, publicó en 1922 una obra titulada Antimoderne).

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depender el valor de una idea, es decir, en suma, su verdad misma (pues, desde el momento que se trata de una idea, no vemos que su valor pudiera ser otro), de las vicisitudes de los acontecimientos humanos, tal es lo propio de este “historicismo” cuyo error hemos denunciado en otras ocasiones, y que no es sino una de las formas del “relativismo” moderno; que un filósofo “tradicionalista” comparta esta manera de ver, ¡he ahí algo molestamente significativo! Y, si él acepta el punto de vista profano como tan válido como el punto de vista tradicional, en lugar de no ver ahí más que la degeneración que es en realidad, ¿qué podrá encontrar todavía que decir sobre la demasiado famosa “tolerancia”, actitud bien específicamente moderna y profana también, y que consiste, como se sabe, en conceder a no importa cuál error los mismos derechos que a la verdad? Nos hemos extendido un poco sobre este ejemplo, porque es verdaderamente muy representativo de una determinada mentalidad; pero, entiéndase bien, podrían fácilmente encontrarse gran número de otros, en un orden de ideas más o menos vecino a ella. A las mismas tendencias se vincula en suma la importancia atribuida indebidamente a las ciencias profanas por los representantes más o menos autorizados (pero en todo caso bien poco cualificados) de doctrinas tradicionales, yendo hasta esforzarse constantemente por “acomodar” éstas a los resultados más o menos hipotéticos y siempre provisionales de aquellas ciencias, como si, entre las unas y las otras, pudiera haber denominador común, y como si se tratara de cosas situadas en el mismo nivel. Semejante actitud, cuya debilidad es particularmente sensible en la “apologética” religiosa, muestra, entre los que creen deber adoptarla, un muy singular desconocimiento del valor, diríamos incluso de buena gana de la dignidad, de doctrinas que ellos se imaginan defender así, mientras que no hacen más que rebajarlas y disminuirlas; y son arrastrados de tal modo insensible e inconscientemente a los peores compromisos, entrando así con la cabeza gacha en la trampa que se les tiende por aquellos que no apuntan más que a destruir todo lo que tiene un carácter tradicional, y los cuales saben muy bien lo que hacen impulsándoles a ese terreno de la vana discusión profana. Sólo manteniendo de manera absoluta la trascendencia de la tradición se la deja (o más bien se la guarda) inaccesible a todo ataque de sus enemigos, que no se debería consentir en tratar como “adversarios”; pero, a falta del sentido de las proporciones, ¿quién comprende todavía eso hoy? Acabamos de hablar de las concesiones hechas al punto de vista científico, en el sentido en que lo entiende el mundo moderno; pero las ilusiones demasiado frecuentes sobre el valor y el alcance del punto de vista filosófico, implican también un error de perspectiva del mismo género, puesto que ese punto de vista, por definición misma, no es menos profano que el otro. Se debería poder contentarse con sonreír a las pretensiones de los que quieren introducir “sistemas” puramente humanos, productos del simple pensamiento individual, en paralelo o en oposición con las doctrinas tradicionales, esencialmente supra-humanas, si no lograran demasiado, en muchos casos, que se tomaran esas pretensiones en serio. Si las consecuencias de ello son quizá menos graves, es solamente porque la filosofía no tiene, sobre la mentalidad general de nuestra época, sino una influencia más restringida que la de la ciencia profana; pero sin embargo, incluso ahí, sería un gran error, ya que el peligro no aparece tan inmediatamente, concluir que es inexistente o desdeñable. Por lo demás, incluso cuando no hubiera a este respecto otro resultado que “neutralizar” los esfuerzos de muchos “tradicionalistas” extraviándolos en un dominio del cual no hay ningún provecho real que sacar con vistas a una restauración del espíritu tradicional, es siempre otro tanto ganado para el enemigo; las reflexiones que hemos ya hecho en otra ocasión, con relación a ciertas ilusiones de orden político y social, encontrarían igualmente su aplicación en semejante caso. Desde ese punto de vista filosófico, ocurre también a veces, digámoslo de pasada, que las cosas toman un giro más bien divertido: nos referimos a las “reacciones” de ciertos “discutidores” de este tipo, cuando se encuentran alguna rara vez en presencia de alguien que rechace formalmente seguirlos en ese terreno, y de la estupefacción mezclada con despecho, hasta incluso con rabia, que sienten al comprobar que toda su argumentación cae en el vacío, a lo cual pueden resignarse tanto menos cuanto que son evidentemente incapaces de comprender las razones de ello. Hemos incluso tratado con gente que pretendía obligarnos a conceder, a las pequeñas construcciones de su propia fantasía individual, un interés que debemos reservar exclusivamente para las solas verdades tradicionales; no podíamos naturalmente más que oponerles una negativa rotunda, de

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donde accesos de furor verdaderamente indescriptibles; entonces, ¡no es solamente el sentido de las proporciones el que falta, sino también el sentido del ridículo! Pero volvamos a cosas más serias: puesto que se trata aquí de errores de perspectiva, señalaremos todavía uno que, a decir verdad, es de un orden muy distinto, pues es en el dominio tradicional mismo donde se produce; y no es en suma más que un caso particular de la dificultad que generalmente tienen los hombres para admitir lo que sobrepasa su propio punto de vista. Que algunos, que son incluso la mayoría, tengan su horizonte limitado a una sola forma tradicional, o incluso a un determinado aspecto de esta forma, y que estén por consiguiente encerrados en un punto de vista que se podría decir más o menos estrechamente “local”, es algo perfectamente legítimo en sí, y además totalmente inevitable; pero lo que, por el contrario, no es aceptable en absoluto, es que ellos se imaginan que ese mismo punto de vista, con todas las limitaciones que le son inherentes, debe ser igualmente el de todos sin excepción, comprendidos los que han tomado conciencia de la unidad esencial de todas las tradiciones. Contra aquellos, cualesquiera que sean, que demuestran tal incomprehensión, debemos mantener, de la manera más inquebrantable, los derechos de aquellos que se han elevado a un nivel superior, desde donde la perspectiva es forzosamente diferente por completo; que se inclinen ante lo que son, actualmente al menos, incapaces de comprender ellos mismos, y que no se mezclen en nada que no es de su competencia, tal es en el fondo todo lo que les pedimos. Reconocemos de buen grado, por lo demás, en lo que concierne a su punto de vista limitado, que no carece de ciertas ventajas, primero porque les permite atenerse intelectualmente a algo bastante simple y encontrarse satisfechos con ello, y seguidamente porque, dada la posición totalmente “local” en la cual se han acantonado, no son seguramente molestados por nadie, lo que les evita que se levanten contra ellos fuerzas hostiles a las cuales les sería imposible resistir.

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21b.- EXPLORACIONES EN LA OTRA ORILLA* La idea de que existen unas cosas puramente “materiales”, es una concepción completamente moderna, cuyo sentido, por lo demás, queda indeterminado, ya que la noción misma de materia como se entiende actualmente, es muy poco clara y nada se encuentra en las doctrinas tradicionales que corresponda verdaderamente a ella. Pero, en el fondo, se puede comprender de qué se trata sin empeñarse en todas las complicaciones propias de las doctrinas especiales de los físicos: se trata, en efecto de la simple idea de que existen seres y cosas que sólo son corpóreos y cuya existencia y constitución no implican ningún elemento de un orden diferente a éste. Es entonces fácil percatarse de que tal idea está vinculada directamente con el punto de vista “profano”, tal como se afirma en las ciencias modernas. Estas ciencias se caracterizan esencialmente por la ausencia de toda referencia a principios de orden superior. Igualmente, los fenómenos que toman como objeto de su estudio son concebidos como desprovistos ellos mismos de tal relación e incluso podría decirse que se trata de una condición para que la ciencia se adecue a su objeto ya que, si llegase a admitir que las cosas van de otra manera, debería por ello mismo reconocer que la verdadera naturaleza de este objeto se le escapa. Fuerzas “sutiles” Tal vez es precisamente por esta razón por la que los “cientificistas” se han empeñado en desacreditar toda concepción diferente de ésta, presentándola como una “superstición” emanada de la imaginación de los “primitivos”, que para ellos no son más que salvajes u hombres de mentalidad infantil, como afirman las teorías de los “evolucionistas”. De manera que, tanto si se trata de incomprehensión pura por su parte o bien de una parcialidad voluntaria, de hecho consiguen dar de esas razas una idea suficientemente caricaturesca como para que semejante apreciación pueda parecer justificada a los ojos de los que los creen bajo palabra, es decir, de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos. Queremos aludir aquí en particular a las teorías de lo que los etnólogos han dado en llamar “animismo”. El mundo corpóreo no puede en modo alguno ser considerado como un todo autosuficiente, ni como algo aislado en el conjunto de la manifestación universal. Por el contrario, procede directamente de una realidad más sutil, en la que tiene, digámoslo así, su principio inmediato y por cuya mediación se integra a un mundo espiritual. Si no fuese así, su existencia no podría ser más que una ilusión pura y simple, una especie de fantasmagoría sin nada detrás. En tales condiciones no puede haber, en el mundo corpóreo, ninguna cosa cuya existencia en definitiva no repose en elementos de orden “sutil”, y, más allá de éstos, sobre un principio que podría llamarse “espiritual”, en cuya ausencia ninguna manifestación sería posible. Limitándonos ahora a la consideración de los elementos sutiles que de esta forma deben estar presentes por todas partes en este mundo, podemos decir que corresponden a cuanto constituye el orden “psíquico” en el ser humano. Mediante una extensión perfectamente natural del concepto, y que no implica ningún “antropomorfismo”, sino sólo una analogía legítima, podemos llamarlos por tanto “psíquicos” o también “anímicos”, pues estas dos palabras, si nos referimos a su sentido original, según su derivación respectivamente griega y latina, son sinónimas en el fondo. De aquí se deduce el hecho de que, a pesar de todas las apariencias, no puedan existir objetos verdaderamente “inanimados”; y, por otra parte, tal es la razón de que la “vida” constituya una de las condiciones a las que queda sometida toda existencia corpórea sin excepción. Y a ello se debe igualmente que nadie haya podido llegar a definir de forma satisfactoria la distinción *

"Esplorazioni sull'altra sponda" (31 de marzo de 1939). Reproduce con escasas variaciones el artículo “A propos du animisme et de chamanisme” (“A propósito de animismo y de Chamanismo”), publicado en Études Traditionnelles, marzo de 1937 y recopilado en Articles et Comptes Rendus I. Traducción italiana en La Tradizione e le tradizioni. Reescrito por el autor para el capítulo XXVI: “Chamanismo y brujería” de Le Règne de la Quantité, París, 1945.

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entre lo “viviente” y lo “no-viviente”, por no ser este problema, como tantos otros de la filosofía y la ciencia modernas, insoluble sino en la medida en que verdaderamente no existe ninguna razón para plantearlo. Por tanto, si así se desea, puede llamarse “animismo” a esta forma de considerar las cosas, siempre que por esta palabra no se entienda ni más ni menos que la afirmación que en ella tiene lugar de los elementos “anímicos”. Y es por lo demás evidente que tal concepción es “primitiva”, en el sentido de ser elementalmente verdadera, lo que es casi exactamente lo contrario de aquello que los “evolucionistas” entienden cuando la califican de esta manera. Al mismo tiempo y por la misma razón, esta concepción es necesariamente común a todas las doctrinas tradicionales; por tanto, también podríamos decir que es “normal”, mientras que la idea opuesta, la de las cosas “inanimadas”, representa una verdadera anomalía, como ocurre en lo referente a todas las ideas específicamente modernas. No obstante, debemos darnos cuenta que no se trata con todo esto de una “personificación” de las fuerzas naturales, y todavía menos de su culto, como lo pretenden aquellos que no consideran el “animismo” sino como una mera “religión primitiva”. En realidad, éstas son consideraciones que únicamente dependen del ámbito de la cosmología y que pueden hallar su aplicación en diversas ciencias tradicionales, fuera de toda “superstición” o “religión”. Es obvio, con todo, que, cuando se trata de elementos “psíquicos” inherentes a las cosas, o de fuerzas de este orden que se expresan y se manifiestan a través de ellas, todo ello carece por completo de carácter “espiritual”; la confusión de ambos ámbitos es también completamente moderna y sin duda no es extraña a la idea de convertir en “religión” lo que es ciencia en la más estricta acepción de la palabra. Primitivismo y degeneración Ahora bien, es preciso destacar que los etnólogos suelen considerar “primitivas” unas formas que, por el contrario, son degenerativas en un grado u otro. Es cierto, sin embargo, bastante a menudo, que no pertenecen a un nivel tan bajo como el sugerido por sus interpretaciones; mas, sea como fuere, ello explica que el animismo, que en definitiva no constituye más que un punto particular de una doctrina bastante más vasta, haya podido escogerse para caracterizar a esta última plenamente. Efectivamente, en los casos de degeneración, lo que naturalmente desaparece es la parte superior de la doctrina, es decir, su lado metafísico y propiamente espiritual. Por consiguiente, aquello que originariamente se limitaba a un papel secundario, es decir, el lado cosmológico y “psíquico” al que pertenecen el animismo y sus aplicaciones, asume una importancia preponderante. El resto, incluso si todavía subsiste en cierta medida, puede escapársele fácilmente a un observador superficial, tanto más cuanto que este observador, al ignorar la profunda significación de los ritos y de los símbolos, se revela incapaz de reconocer en ello cuanto depende de un orden superior, y cree poder explicarlo todo en términos de “magia” e incluso, a veces, de pura y simple “brujería”. Puede hallarse un ejemplo muy claro de lo que acabamos de indicar en un caso como el del “chamanismo”, que es considerado en general como una de las formas típicas del “animismo”. Esta denominación, de origen bastante incierto, si designa propiamente estrictamente al conjunto de las doctrinas y de las prácticas tradicionales de ciertos pueblos mongoles de Siberia, algunos lo hacen extensivo a todo lo que presenta unas características más o menos similares. Para muchos, el chamanismo es casi sinónimo de brujería, lo que con seguridad es inexacto: esta palabra parece que ha sufrido una desviación en sentido inverso a la de “fetichismo”, que etimológicamente efectivamente significa brujería, pero que ha sido aplicada a unas prácticas bien poco relacionadas con ésta. Señalemos a este respecto que la distinción que algunos han querido establecer entre “chamanismo” y “fetichismo”, considerados como dos variedades del “animismo”, no es tal vez tan clara ni tan importante como ellos piensan. Ya se trate de seres humanos, como en el caso del chamanismo, o de objetos cualesquiera, como en el segundo caso, que sirvan sobre todo de “soportes” o de “condensadores” -si se nos permite tal expresión- a determinadas influencias sutiles, es una simple diferencia de modalidades “técnicas” que, en definitiva, no se refiere a nada esencial. Los condensadores de “influencias”

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Si se considera ahora el chamanismo propiamente dicho, se repara en la existencia en él de una cosmología muy desarrollada y que podría dar lugar a comparaciones con puntos de vista verdaderamente tradicionales. Al mismo tiempo, también pueden encontrarse en él ritos similares a algunos de los pertenecientes a las tradiciones de orden más elevado: algunos, por ejemplo, recuerdan de manera notable el ritual de los Vêdas, y también otros procedentes directamente de la tradición primordial, como aquellos en los que los símbolos del árbol y del cisne desempeñan el papel principal. Por tanto, no puede dudarse de la presencia en este conjunto de una serie de cosas que, al menos en sus orígenes, constituían una forma tradicional tan regular como normal. Por otra parte, se ha conservado hasta la época actual, una determinada “transmisión” de los poderes necesarios para el ejercicio de las funciones de “chamán”: no obstante, cuando se ve que éste consagra su actividad a las ciencias tradicionales más inferiores, como la magia o la adivinación, puede llegarse a sospechar que aquí se produce una degeneración muy tangible y asimismo es perfectamente legítimo preguntarse si acaso no llegaría ésta a constituir una verdadera desviación. A este respecto se producen indicios bastante inquietantes. Los “chamanes” distinguen las influencias con las que trabajan en dos categorías, unas benéficas y otras maléficas, y como no es de temer evidentemente nada de las primeras, se preocupan de manera casi exclusiva de las segundas. Al menos, tal parece ser el caso más frecuente, pues puede ocurrir que el “chamanismo” comprenda una serie de formas bastante variadas y entre las cuales habría que distinguir. Por otra parte, en modo alguno se trata de un “culto” tributado a tales influencias maléficas y que vendría a ser una especie de “satanismo” consciente, como a veces se ha llegado a suponer erróneamente; se trata sencillamente de impedir que ejerzan una influencia perniciosa, de neutralizar o desviar su acción. Por lo demás, de manera general, no resulta en absoluto verosímil que el verdadero “satanismo” pueda ser profesado por todo un pueblo. No es menos cierto el contacto, por así decir, constante con tales fuerzas psíquicas inferiores y entre las más peligrosas, primero para el mismo “chamán”, como puede comprenderse, y después también desde otro punto de vista de interés más general y menos “localizado”. Pues, efectivamente, puede ocurrir que algunos, operando de manera más consciente y con mayores conocimientos, lo que no significa que estos sean de un orden más elevado, utilicen estas mismas fuerzas con fines completamente distintos, a espaldas de los “chamanes” o de todos aquellos que, con diversas evocaciones, actúan como ellos y que no desempeñan más papel que el de simples instrumentos para la acumulación de las fuerzas en cuestión en unos puntos determinados. Sabemos que, para eso, existen en el mundo cierto número de “depósitos” de influencias oscuras, cuya repartición sin duda no es en absoluto “fortuita” y que se prestan demasiado bien para los planes de las fuerzas secretas tendentes a promover todo tipo de subversión y de destrucción espiritual.

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LA VERSIÓN DE BASE: 21a.- A PROPÓSITO DE “ANIMISMO” Y DE “CHAMANISMO”* La idea de que existen cosas puramente "materiales", es una concepción completamente moderna, y de la que sería, por lo demás, muy difícil precisar bien el sentido, pues la noción misma de “materia”, tal como se entiende actualmente, es muy poco clara, y, como hemos señalado en ocasiones diversas, nada se encuentra en las doctrinas tradicionales que corresponda verdaderamente a ella. Pero, en el fondo, se puede comprender de qué se trata sin empeñarse en todas las complicaciones propias de las teorías especiales de los físicos: se trata, en efecto de la simple idea de que existen seres y cosas que sólo son corpóreos y cuya existencia y constitución no implican ningún elemento de un orden diferente a éste. Es entonces fácil percatarse de que tal idea está vinculada directamente con el punto de vista “profano”, tal como se afirma en las ciencias modernas: éstas se caracterizan esencialmente por la ausencia de toda referencia a principios de orden superior; igualmente, las cosas que toman como objeto de su estudio son consideradas ellas mismas como carentes de tal relación e incluso podría decirse que se trata de una condición para que la ciencia se adecue a su objeto ya que, si llegase a admitir que las cosas van de otra manera, debería por ello mismo reconocer que la verdadera naturaleza de este objeto se le escapa. Tal vez es precisamente por esta razón por la que los "cientificistas" se han encarnizado en desacreditar toda concepción diferente de ésta, presentándola como una "superstición" debida a la imaginación de los "primitivos", que para ellos no son más que salvajes u hombres de mentalidad infantil, como afirman las teorías "evolucionistas"; de manera que, tanto si se trata de incomprehensión pura por su parte o bien de una parcialidad voluntaria, de hecho consiguen dar de aquellos una idea suficientemente caricaturesca como para que semejante apreciación pueda parecer justificada a los ojos de los que los creen bajo palabra, es decir, de la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos. Queremos aludir aquí en particular a las teorías de lo que los etnólogos han dado en llamar "animismo"; tal término podría por otra parte, tener en rigor un sentido aceptable, pero, entiéndase bien, a condición de comprenderlo de forma muy distinta a como lo hacen ellos y no viendo ahí más que lo que puede significar etimológicamente, y ese es el punto que intentaremos explicar tan claramente como sea posible. El mundo corpóreo, en realidad, no debe ser considerado como un todo autosuficiente, ni como algo aislado en el conjunto de la manifestación universal. Por el contrario, como hemos expuesto ampliamente en otra parte, procede completamente del orden sutil, en la que tiene, digámoslo así, su principio inmediato y por cuya mediación se integra, de grado en grado, a la manifestación no-formal, y después a lo no-manifestado; si no fuese así, su existencia no podría ser más que una ilusión pura y simple, una especie de fantasmagoría sin nada detrás. En tales condiciones no puede haber, en el mundo corpóreo, ninguna cosa cuya existencia en definitiva no repose en elementos de orden "sutil", y, más allá de éstos, sobre un principio que podría llamarse "espiritual", en cuya ausencia ninguna manifestación sería posible. Si nos atenemos a la consideración de los elementos sutiles, que de esta forma deben estar presentes en todas las cosas de este mundo, podemos decir que corresponden a cuanto constituye el orden "psíquico" en el ser humano; mediante una extensión perfectamente natural del concepto, y que no implica ningún "antropomorfismo", sino sólo una analogía legítima, podemos llamarles por tanto "psíquicos" o también "anímicos", pues estas dos palabras, si nos referimos a su sentido original, según su derivación respectivamente griega y latina, son sinónimas en el fondo. De aquí se deduce el hecho de que, a pesar de todas las apariencias, no puedan existir objetos verdaderamente "inanimados"; y, por otra parte, tal es la razón de que la "vida" constituya una de las condiciones a las que queda sometida toda existencia corpórea sin

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Publicado en Études Traditionnelles, marzo de 1937. Reescrito por el autor para el capítulo XXVI de Le Règne de la Quantité: “Chamanismo y brujería”. Traducido al italiano sin variaciones en La Tradizione e le tradizioni, Mediterranee, Roma, 2003. Reproducido con escasas variaciones en "Diorama", con el título “Esplorazioni sull'altra sponda”, 31 marzo de 1939. Nota del Traductor.

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excepción; y a ello se debe igualmente que nadie haya podido llegar a definir de forma satisfactoria la distinción entre lo "viviente" y lo "no-viviente", por no ser este problema, como tantos otros de la filosofía y la ciencia modernas, insoluble sino en la medida en que verdaderamente no existe ninguna razón para plantearlo verdaderamente, puesto que lo “no-viviente” no tiene lugar en el dominio considerado, y en suma todo se reduce a este respecto a simples diferencias de grado. Por tanto, si así se desea, puede llamarse "animismo" a esta forma de considerar las cosas, siempre que por esta palabra no se entienda ni más ni menos que la afirmación que en ella tiene lugar de los elementos "anímicos"; y es, por lo demás, evidente que tal concepción es "primitiva", en el sentido de ser verdadera, lo que es casi exactamente lo contrario de aquello que los "evolucionistas" entienden cuando la califican de esta manera. Al mismo tiempo y por la misma razón, esta concepción es necesariamente común a todas las doctrinas tradicionales; por tanto, también podríamos decir que es "normal", mientras que la idea opuesta, la de las cosas "inanimadas", representa una verdadera anomalía, como ocurre en lo referente a todas las ideas específicamente modernas. No obstante, debemos darnos cuenta que no se trata con todo esto de una "personificación" de las fuerzas naturales, y todavía menos de su “adoración”, como lo pretenden aquellos que no consideran el "animismo" sino como una mera "religión primitiva"; en realidad, éstas son consideraciones que únicamente dependen del ámbito de la cosmología y que pueden hallar su aplicación en diversas ciencias tradicionales. Es obvio, con todo, que, cuando se trata de elementos "psíquicos" inherentes a las cosas, o de fuerzas de este orden que se expresan y se manifiestan a través de ellas, todo ello carece por completo de carácter "espiritual"; la confusión de ambos ámbitos es también completamente moderna y sin duda no es extraña a la idea de convertir en "religión" lo que es ciencia en la más estricta acepción de la palabra; a pesar de su pretensión de “ideas claras”, nuestros contemporáneos mezclan de manera bien singular ¡las cosas más heterogéneas y más esencialmente distintas! Ahora bien, es preciso señalar que los etnólogos suelen considerar "primitivas" unas formas que, por el contrario, son degenerativas en un grado u otro; es cierto, sin embargo, bastante a menudo, que no pertenecen a un nivel tan bajo como el sugerido por sus interpretaciones; pero, sea como fuere, ello explica que el “animismo”, que en definitiva no constituye más que un punto particular de una doctrina, haya podido escogerse para caracterizar a esta última plenamente. Efectivamente, en los casos de degeneración, es la parte superior de la doctrina, es decir, su lado metafísico y “espiritual”, el que desaparece siempre más o menos completamente; por consiguiente, aquello que originariamente se limitaba a un papel secundario, es decir, el lado cosmológico y "psíquico" al que pertenecen el “animismo” y sus aplicaciones, asume una importancia preponderante; el resto, incluso si todavía subsiste en cierta medida, puede escapársele fácilmente a un observador superficial, tanto más cuanto que este observador, al ignorar la profunda significación de los ritos y de los símbolos, se revela incapaz de reconocer en ello cuanto depende de un orden superior, y cree poder explicarlo todo en términos de "magia" e incluso, a veces, de pura y simple "brujería". Puede hallarse un ejemplo muy claro de lo que acabamos de indicar en un caso como el del "chamanismo", que es considerado en general como una de las formas típicas del "animismo". Esta denominación, de origen bastante incierto, designa propiamente al conjunto de las doctrinas y de las prácticas tradicionales de ciertos pueblos mongoles de Siberia; pero algunos lo hacen extensivo a todo lo que presenta unas características más o menos similares. Para muchos, el chamanismo es casi sinónimo de brujería, lo que con seguridad inexacto, pues ahí hay algo muy distinto; esta palabra ha sufrido una desviación en sentido inverso a la de "fetichismo", que etimológicamente significa efectivamente brujería, pero que ha sido aplicada a cosas con las que nada tiene que ver. Señalemos a este respecto que la distinción que algunos han querido establecer entre "chamanismo" y "fetichismo", considerados como dos variedades del "animismo", no es tal vez tan clara ni tan importante como ellos piensan; ya se trate de seres humanos, como en el caso del primero, o de objetos cualesquiera, como en el segundo, que sirvan sobre todo de "soportes" o de "condensadores", si se nos permite tal expresión, a determinadas

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influencias sutiles, es una simple diferencia de modalidades "técnicas" que, en definitiva, no se refiere a nada esencial1. Si se considera ahora el “chamanismo” propiamente dicho, se comprueba la existencia en él de una cosmología muy desarrollada, y que podría dar lugar a comparaciones con las de otras tradiciones en numerosos puntos, comenzando por la división de los “tres mundos” que parece constituir su misma base. Por otra parte, se encuentran igualmente ritos similares a algunos de los pertenecientes a las tradiciones de orden más elevado: algunos, por ejemplo, recuerdan de manera notable el ritual de los Vêdas, y también otros procedentes directamente de la tradición primordial, como aquellos en los que los símbolos del árbol y del cisne desempeñan el papel principal. Por tanto, no puede dudarse de la presencia en este conjunto de una serie de cosas que, al menos en sus orígenes, constituían una forma tradicional tan regular como normal; por otra parte, se ha conservado hasta la época actual, una determinada "transmisión" de los poderes necesarios para el ejercicio de las funciones de "chamán": no obstante, cuando se ve que éste consagra su actividad a las ciencias tradicionales más inferiores, como la magia o la adivinación, puede llegarse a sospechar que aquí se produce una degeneración muy tangible y asimismo es perfectamente legítimo preguntarse si acaso no llegaría ésta a constituir una verdadera desviación, a la cual las cosas de este orden, cuando toman un desarrollo tan excesivo, pueden dar lugar demasiado fácilmente. A este respecto se producen indicios bastante inquietantes. Uno de ellos es el lazo establecido entre el “chamán” y un animal, lazo concerniente exclusivamente al individuo, y que, por consiguiente, no es de ningún modo asimilable al lazo colectivo que constituye lo que se llama equivocadamente o con razón, el “totemismo”. Debemos decir por otro lado que aquello de lo que aquí se trata podría, en sí mismo, ser susceptible de otra interpretación totalmente legítima y sin ninguna relación con la brujería; pero lo que le da un carácter más sospechoso, es que en ciertos pueblos, si no en todos, el animal es considerado entonces, en cierto modo, como una forma del “chamán” mismo; y, una parecida identificación a la “licantropía”, tal como existe sobre todo en pueblos de raza negra, no está quizás demasiado lejos. Pero aún hay otra cosa: los "chamanes" distinguen las influencias con las que trabajan en dos categorías, unas benéficas y otras maléficas, y como no es de temer evidentemente nada de las primeras, se preocupan de manera casi exclusiva de las segundas; al menos, tal parece ser el caso más frecuente, pues puede ocurrir que al "chamanismo" comprenda una serie de formas bastante variadas y entre las cuales habría que distinguir. Por otra parte, en modo alguno se trata de un "culto" tributado a tales influencias maléficas y que vendría a ser una especie de "satanismo" consciente, como a veces se ha llegado a suponer erróneamente; se trata sencillamente de impedir que ejerzan una influencia perniciosa, de neutralizar o desviar su acción. La misma observación podría aplicarse también a otros pretendidos “adoradores del diablo” que existen en diversas regiones; de manera general, no resulta en absoluto verosímil que el verdadero “satanismo” pueda ser profesado por todo un pueblo. No es menos cierto el contacto, por así decir, constante con tales fuerzas psíquicas inferiores y entre las más peligrosas, primero para el mismo "chamán", como puede comprenderse, y después también desde otro punto de vista de interés más general y menos "localizado". Pues, efectivamente, puede ocurrir que algunos, operando de manera más consciente y con mayores conocimientos, lo que no significa que estos sean de un orden más elevado, utilicen estas mismas fuerzas con fines completamente distintos, a espaldas de los "chamanes" o con diversas evocaciones, actúan como ellos y que no desempeñan más papel que el de simples instrumentos para la acumulación de las fuerzas en cuestión en unos puntos determinados. Sabemos que, para eso, existen en el mundo cierto número de "depósitos" de influencias oscuras, cuya repartición sin duda no es en absoluto fortuita y que se prestan demasiado bien para los designios de la “contra-iniciación”. 22b.- GUERRA SECRETA* 1

En cuanto sigue, tomaremos una serie de indicaciones referentes al "chamanismo" de un trabajo titulado Shamanism of the Natives of Siberia, cuyo autor es I. M. Casanowicz (incluido en el Smithsonian Report for 1924), cuyo conocimiento hemos de agradecer a la gentileza de A. K. Coomaraswamy.

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En nuestro anterior artículo de Diorama, hemos señalado que es propio de una visión completa, tradicional, del mundo, más allá de la realidad corpórea, y antes de la propiamente espiritual, un orden intermedio de fuerzas e influencias “sutiles” y también hemos dicho lo que hay que pensar con respecto a ciertas concepciones atribuidas por los etnólogos a los “primitivos”. Hemos también hablado del “chamanismo” y, en esta ocasión, aludimos a la utilización posible de ciertas fuerzas, en casos de ese tipo, por parte de potencias enfocadas a la subversión y a la destrucción tradicional. Residuos psíquicos Creemos oportuno precisar ahora esta idea, cosa que nos permitirá entrar en un orden de problemas que pueden interesar ya más de cerca de los lectores de esta página. En efecto, podría sorprender que los vestigios de lo que fue originariamente una tradición auténtica, en ciertos casos se presten a una verdadera y propia acción de “subversión”. Tal caso se puede parangonar sin más al de cuando los restos psíquicos que deja un ser humano tras de sí al pasar, con la muerte, a otro estado que, abandonados a partir de ese momento, por el “espíritu”, pueden ser usados del modo que sea. Espiritismo y magia tienen que ver esencialmente con residuos de este tipo. Ya sean utilizados conscientemente por un “mago”, o bien inconscientemente por los espiritistas, que creen ingenuamente estar tratando con las ánimas de los difuntos, los efectos más o menos maléficos que pueden resultar de ello no tienen evidentemente nada que ver con la cualidad propia del ser al que estos elementos han pertenecido con anterioridad. Ya no se trata más que de una categoría especial de fuerzas ni materiales ni espirituales, que nosotros llamamos influencias errantes, residuos psíquicos que, como máximo, conservan solamente la apariencia ilusoria de aquel ser. Lo que hay que tener en cuenta para comprender tal similitud, es que las influencias espirituales en sentido propio, es decir, trascendente, deben encontrar cierto número de “soportes” apropiados para entrar en acción en nuestro mundo, primero en el orden psíquico y posteriormente en el corpóreo, de manera que aquí se produce algo análogo a lo que presenta el ser humano en la jerarquía de sus elementos. Si posteriormente se retiran tales influencias, sea cual fuere la razón, sus antiguos “soportes” corpóreos, ya se trate de lugares o de objetos, pueden quedar cargados de elementos psíquicos, que serán incluso tanto más fuertes y persistentes cuanto más poderoso fuese el elemento espiritual que de ellos hizo uso. De esto se sigue lógicamente que el caso en el que se trata de centros tradicionales importantes, extinguidos desde hace más o menos tiempo, en definitiva es el que mayores peligros supone a este respecto, sea porque simples imprudentes provoquen reacciones violentas de los “conglomerados” psíquicos que subsisten, o bien, y sobre todo, cuando se trata de personas que se adueñan de dichos residuos para manejarlos a su antojo y obtener resultados de conformidad con sus designios. Uso de los residuos El primero de los dos casos que acabamos de indicar basta para explicar, al menos en parte, el carácter nocivo que presentan ciertos vestigios de civilizaciones desaparecidas cuando son exhumados por gentes que, al igual que los modernos arqueólogos, ignoran todo lo referente a estos asuntos y por ello mismo se comportan como verdaderos imprudentes. Ello no quiere decir que no pueda haber a veces otro tipo de cosas. Una antigua civilización ha podido degenerar en su último período y sus restos conservarán entonces la huella de este hecho bajo la forma de influencias psíquicas del orden más inferior. También puede ocurrir que, incluso al margen de todo proceso degenerativo como el anteriormente descrito, haya lugares u objetos preparados especialmente para prevenir cualquier posible violación: ya que tales precauciones no tienen en sí nada de ilegítimas, si bien el hecho de conferirles demasiada importancia no sea un indicio de los *

“Guerra Segreta” (18 de abril de 1939). Reescrito por el autor para el capítulo XXVII: “Résidus psychiques” (“Residuos psíquicos”) de Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, París, 1945.

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más favorables por la prueba que supone de la existencia de unas preocupaciones bastante alejadas de la pura espiritualidad, y tal vez incluso de cierto desconocimiento del propio poder que en ella reside, sin que se necesite recurrir a tales ayudas. Mas, aparte de todo esto, las influencias psíquicas subsistentes, desprovistas del “espíritu” que antes les dirigía y reducidas de esta forma a una especie de estado “larvario” (las larvas antiguamente eran consideradas precisamente como residuos psíquicos de los muertos), pueden reaccionar perfectamente por sí mismas ante una provocación cualquiera, por muy involuntaria que ésta sea, de manera más o menos desordenada, y que, en todo caso, no tiene relación alguna con las intenciones de quienes las utilizaron anteriormente para acciones muy distintas: como, en otro orden de cosas, más o menos ocurre con las incoherentes manifestaciones de los “cadáveres psíquicos” que a veces intervienen en las sesiones de espiritismo y cuyo comportamiento carece de la menor relación con lo que, en cualquier circunstancia, habrían podido o querido hacer las individualidades de las que constituyen los vestigios y de las cuales reflejan aproximadamente la “identidad” póstuma, con gran estupor de los ingenuos que creen seriamente estar tratando con los “espíritus” de los muertos. Por lo tanto, las influencias en cuestión pueden en muchas ocasiones ser ya suficientemente nocivas por el hecho de haber sido abandonadas a sí mismas; ello obedece sencillamente a la propia naturaleza de estas fuerzas del “mundo intermedio” y nadie puede evitar que así ocurra, de la misma forma que tampoco se puede evitar que las fuerzas físicas, corpóreas, en ciertos casos produzcan accidentes, de los cuales ninguna voluntad humana ha de considerarse responsable. Mas, por otra parte, estas mismas influencias se encuentran a disposición de quien sepa captarlas, como también ocurre con las fuerzas físicas. Es por tanto natural que unas y otras puedan servir para los designios más diversos, e incluso opuestos, según sean las intenciones de aquel que se haya adueñado de ellas y las dirija. Y si pertenece al frente de las potencias oscuras, es evidente que se les dará utilización completamente diferente de la que originariamente podrían haberles dado los representantes cualificados de una tradición regular. Tradiciones semiextinguidas Todo cuanto hemos dicho hasta ahora se aplica a los vestigios dejados por una tradición completamente extinguida. Mas, paralelamente a este caso, conviene considerar otro: el de una antigua civilización tradicional que se sobrevive, digámoslo así, a sí misma, en la medida que su degeneración ha sido llevada hasta tal punto que el “espíritu” habrá terminado por retirarse definitivamente: determinados conocimientos, que en sí mismos no tienen nada de “espiritual” y que no dependen más que del orden de las aplicaciones contingentes, podrán seguir transmitiéndose, sobre todo los más inferiores; mas, naturalmente, serán desde entonces susceptibles de todo tipo de desviaciones, pues ellos tampoco representan más que meros “residuos” de otro tipo, al haber desaparecido la doctrina pura de la que debían normalmente depender. En semejante caso de “supervivencia”, las influencias psíquicas anteriormente puestas en acción por los representantes de la tradición podrán volver a ser “captadas”, incluso al margen de sus continuadores aparentes, pero en adelante ilegítimos. Aquellos que verdaderamente hayan de utilizarlas a través de éstos tendrán de esta forma la ventaja de contar, como instrumentos inconscientes de la acción que pretenden ejercer, no solamente con una serie de objetos supuestamente “inanimados”, sino también con hombres vivos que igualmente pueden servir de “soportes” a tales influencias, y cuya existencia actual les confiere naturalmente una “vitalidad” mucho mayor. Este era precisamente el punto al que aludíamos al considerar un ejemplo como el del “chamanismo”, si bien, por supuesto, con la reserva de que tales significados no se pueden aplicar indistintamente a todo cuanto se quiere clasificar con esta designación más bien convencional.

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Guerra secreta Una tradición que se ha desviado hasta hacer posible semejantes abusos, está verdaderamente muerta como tal, en la misma medida que aquella para la que no existe ninguna visible continuación. Si todavía estuviese viva, por poco que fuese, semejante “subversión”, que en definitiva no es más que una inversión de cuanto subsiste para poderlo utilizar en un sentido antitradicional por definición, evidentemente no podría producirse en modo alguno. Conviene, sin embargo, añadir que incluso antes de que las cosas llegasen hasta ese punto, y a partir del momento en que las organizaciones tradicionales están disminuidas y debilitadas como para no ser capaces de una resistencia adecuada, agentes más o menos directos de la subversión pueden introducirse en ella y trabajar para apresurar el momento en que tal “subversión” sea posible. No está claro que lo consigan en todos los casos, pues todo lo que todavía conserva algo de vida puede recuperarse; mas si en el ínterin sobreviene la muerte, el enemigo ya se encontrará en la plaza, valga la expresión, y estará perfectamente dispuesto a sacar partido de ello y a utilizar para sus propios fines el “cadáver” de tal tradición. Los representantes de todo cuanto, en Occidente, todavía posee un carácter tradicional auténtico, en nuestra opinión, harían bien en prestar la máxima atención a maniobras de este tipo, ahora que todavía es tiempo, ya que, a su alrededor, los signos amenazadores constitutivos de las “infiltraciones” de este tipo se manifiestan con toda claridad a aquel que sabe reconocerlas. Otra consideración que no carece de importancia es la siguiente: si toda fuerza oscura tiene interés en adueñarse de los lugares que fueron sede de antiguos centros espirituales, tantas veces como pueda, no es únicamente por causa de las influencias psíquicas que en ellos se acumulan y que hasta cierto punto permanecen “disponibles”; es también por la situación particular de estos lugares, pues resulta evidente que no fueron escogidos arbitrariamente por el papel que les fuese asignado en una época u otra y respecto a una u otra forma tradicional. La “geografía sagrada”, cuyo conocimiento determina tal elección es, como cualquier otra ciencia tradicional de orden contingente, susceptible de ser desviada de su uso legítimo para ser aplicada al revés. Si un punto resulta “privilegiado” para servir a la emisión y a la dirección de ciertas influencias psíquicas cuando éstas constituyen el vehículo de una acción espiritual, no lo será menos cuando estas mismas influencias psíquicas sean utilizadas de una manera completamente diferente para unos fines contrarios a toda espiritualidad. Tal peligro de desviación de ciertos conocimientos, del que tenemos ocasión de considerar un ejemplo particularmente claro, explica –digámoslo de pasada- gran número de reservas que son perfectamente naturales en una civilización normal, pero que los modernos demuestran ser perfectamente incapaces de comprender, puesto que en general atribuyen a una voluntad determinada el hecho de “monopolizar” tales conocimientos, lo que en realidad no es más que una medida destinada a impedir que se abuse de ellos en la medida de lo posible. Por otra parte, y a decir verdad, esta medida pierde su eficacia en el caso de que las organizaciones depositarias de tales conocimientos, dejen penetrar en su seno a una serie de individuos no cualificados e incluso, como acabamos de decir, a agentes de la subversión, uno de cuyos más inmediatos objetivos será entonces precisamente el de comprender tales conocimientos. De cualquier forma, ya se trate de los propios lugares, de las influencias que permanezcan vinculadas a ellos o bien de unos conocimientos del tipo de los que acabamos de mencionar, puede recordarse a este respecto el antiguo adagio que reza: ”corruptio optimi pessima”. Y es precisamente de “corrupción” de lo que es el caso hablar, incluso en el sentido más literal de la palabra, ya que los “residuos” de que se trata, como ya decíamos, son en este caso comparables a los productos de la descomposición de lo que fue un ser viviente. Se trata en suma de una especie de “necromancia” que actúa con restos psíquicos diferentes a los de las individualidades humanas y que ciertamente no es menos peligrosa que la otra, ya que con ello dispone de unas posibilidades de acción mucho más extensas que las de la vulgar brujería. El mundo de las tradiciones y de las fuerzas, de las cuales depende el destino de la civilización, todo aquello de lo cual los

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acontecimientos históricos y los cambios visibles no son más que el efecto, tal es el campo en el cual se desenvuelven tales maniobras tenebrosas; y hace falta precisamente decir que nuestros contemporáneos están ciegos, al no tener ni sospecha de esta guerra, aunque ellos sean los primeros en sufrir sus efectos destructores.

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LA VERSIÓN POSTERIOR: 22a.- Capítulo XXVII de Le Règne de la Quantité: RESIDUOS PSÍQUICOS Para comprender lo que hemos dicho en último lugar a propósito del “chamanismo”, y que es en suma la razón principal por la que hemos dado aquí esta apreciación de él, es menester destacar que este caso de los vestigios que subsisten de una tradición degenerada y cuya parte superior o “espiritual” ha desaparecido es, en el fondo, completamente comparable al de los restos psíquicos que un ser humano deja tras de sí al pasar a otro estado, y que, desde que han sido abandonados así por el “espíritu”, pueden servir también a no importa qué; por lo demás, que sean utilizados conscientemente por un mago o un brujo, o inconscientemente por espiritistas, los efectos más o menos maléficos que pueden resultar de ello no tienen nada que ver evidentemente con la cualidad propia del ser al cual esos elementos han pertenecido anteriormente; ya no son más que una categoría especial de “influencias errantes”, según la expresión empleada por la tradición extremo oriental, que, todo lo más, han guardado de ese ser sólo una apariencia puramente ilusoria. Aquello de lo que es menester darse cuenta para comprender bien tal similitud, es que las influencias espirituales mismas, para entrar en acción en nuestro mundo, deben tomar necesariamente “soportes” apropiados, primeramente en el orden psíquico, y después en el orden corporal mismo, de suerte que en eso hay algo análogo a la constitución de un ser humano. Si estas influencias espirituales se retiran después, por una razón cualquiera, sus antiguos “soportes” corporales, lugares u objetos (y, cuando se trata de lugares, su situación está en relación naturalmente con la “geografía sagrada” de la que hemos hablado antes), no por ello permanecerán menos cargados de elementos psíquicos, los cuales serán incluso tanto más fuertes y más persistentes cuanto más poderosa haya sido la acción a la que hayan servido de intermediarios y de instrumentos. De eso se podría concluir lógicamente que el caso donde se trata de centros tradicionales e iniciáticos importantes, extinguidos desde un tiempo más o menos largo, es en suma el que presenta los mayores peligros a este respecto, ya sea que simples imprudencias provoquen reacciones violentas de “conglomerados” psíquicos que subsisten en ellos, ya sea sobre todo que “magos negros”, para emplear la expresión corrientemente admitida, se apoderen de éstos para manejarlos a su antojo y obtener de ellos efectos conformes a sus designios. El primero de los dos casos que acabamos de indicar basta para explicar, al menos en una buena parte, el carácter nocivo que presentan algunos vestigios de civilizaciones desaparecidas, cuando vienen a ser exhumados por gentes que, como los arqueólogos modernos, al ignorar todo de estas cosas, actúan forzosamente como imprudentes por eso mismo. Esto no quiere decir que a veces no pueda haber ahí otra cosa también: así, tal o cual civilización antigua, en su último periodo, ha podido degenerar por un desarrollo excesivo de la magia1, y sus restos guardarán entonces su huella naturalmente, bajo la forma de influencias psíquicas de un orden muy inferior. Puede ocurrir también que, incluso fuera de toda degeneración de este tipo, algunos lugares u objetos hayan sido preparados especialmente con vistas a una acción defensiva contra aquellos que los toquen indebidamente, ya que tales precauciones no tienen en sí nada de ilegítimo, aunque, no obstante, el hecho de vincularles una importancia demasiado grande no sea un indicio de los más favorables, puesto que da testimonio de preocupaciones bastante alejadas de la pura espiritualidad, e incluso quizás de cierto desconocimiento del poder propio que ésta posee en sí misma y sin que haya necesidad de recurrir a semejantes “ayudas”. Pero, si dejamos aparte todo eso, las influencias psíquicas subsistentes, desprovistas del “espíritu” que las dirigía antaño y reducidas así a una especie de estado “larvario”, pueden muy bien reaccionar por sí mismas a una provocación cualquiera, por involuntaria que sea, de una manera más o menos desordenada y que, en todo caso, no tiene ninguna relación con las intenciones de aquellos que las emplearon en el pasado en una acción de un orden diferente, como tampoco las manifestaciones grotescas de los “cadáveres” psíquicos que intervienen a veces en las sesiones espiritistas tienen ninguna relación con lo que hubieran podido hacer o querer hacer, en no importa cuál 1

Bien parece que este caso haya sido, en particular, el del Egipto antiguo.

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circunstancia, las individualidades de las que constituyeron la forma sutil y de las cuales simulan todavía mal que bien la “identidad” póstuma, para gran maravilla de los ingenuos que quieren tomarlos por “espíritus”. Así pues, las influencias en cuestión, en muchas ocasiones, pueden ser ya suficientemente malhechoras cuando están simplemente libradas a sí mismas; eso es un hecho que no resulta de nada más que de la naturaleza misma de estas fuerzas del “mundo intermediario”, y en el cual nadie puede nada, como tampoco se puede impedir que la acción de las fuerzas “físicas”, queremos decir, de las que pertenecen al orden corporal y de las cuales se ocupan los físicos, cause también, en algunas condiciones, accidentes de los cuales ninguna voluntad humana podría ser hecha responsable; únicamente, por esto mismo se puede comprender la verdadera significación de las excavaciones modernas y el papel que desempeñan efectivamente para abrir algunas de esas “fisuras” de las que hemos hablado. Pero, además, esas mismas influencias están a merced de quienquiera que sepa “captarlas”, como las fuerzas “físicas” lo están igualmente; ni que decir tiene que las unas y las otras podrán servir entonces a los fines más diversos e incluso más opuestos, según las intenciones de quien se haya apoderado de ellas y que las dirigirá como quiera; y, en lo que concierne a las influencias sutiles, si se encuentra que ése sea un “mago negro”, es muy evidente que hará de ellas un uso completamente contrario al que han podido hacer, en el origen, los representantes cualificados de una tradición regular. Todo lo que hemos dicho hasta aquí se aplica a los vestigios dejados por una tradición enteramente extinguida; pero, junto a este caso, hay lugar a considerar otro: el de una antigua civilización tradicional que se sobrevive por así decir a sí misma, en el sentido de que su degeneración ha sido llevada hasta un punto tal que el “espíritu” haya acabado por retirarse totalmente de ella; algunos conocimientos, que no tienen en sí mismos nada de “espiritual” y que no dependen más que del orden de las aplicaciones contingentes, podrán todavía continuar transmitiéndose, sobre todo los más inferiores de entre ellos, pero, naturalmente, desde entonces serán susceptibles de todas las desviaciones, ya que, ellos también, no representan más que “residuos” de otro tipo, al haber desaparecido la doctrina pura de la que debían depender normalmente. En un parecido caso de “supervivencia”, las influencias psíquicas anteriormente puestas en acción por los representantes de la tradición podrán ser “captadas” todavía, incluso sin saberlo sus continuadores aparentes, pero en adelante ilegítimos y desprovistos de toda verdadera autoridad; aquellos que se servirán realmente de ellas a su través tendrán así la ventaja de tener a su disposición, como instrumentos inconscientes de la acción que quieren ejercer, ya no solamente objetos llamados “inanimados”, sino también hombres vivos que sirven igualmente de “soportes” a esas influencias, y cuya existencia actual confiere naturalmente a éstas una vitalidad mucho mayor. Eso es muy exactamente lo que teníamos en mente al considerar un ejemplo como el del “chamanismo”, con la reserva, entiéndase bien, de que esto no puede aplicarse indistintamente a todo lo que se tiene el hábito de colocar bajo esta designación un poco convencional, y de que, de hecho, quizás no ha llegado a un igual grado de decadencia. Una tradición que está desviada así está verdaderamente muerta como tal, tanto como aquella para la cual ya no existe ninguna apariencia de continuación; por lo demás, si estuviera todavía viva, por poco que esto fuera, una semejante “subversión”, que no es en suma otra cosa que un vuelco de lo que subsiste de ella para hacerlo servir en un sentido antitradicional por definición misma, evidentemente no podría tener lugar de ninguna manera. No obstante, conviene agregar que, antes incluso de que las cosas estén en ese punto, y desde que algunas organizaciones tradicionales están suficientemente disminuidas y debilitadas como para no ser ya capaces de una resistencia suficiente, agentes más o menos directos del “adversario”2 pueden introducirse ya en ellas a fin de trabajar para apresurar el momento en el que la “subversión” será posible; no es cierto que lo logren en todos los casos, ya que todo lo que tiene todavía alguna vida siempre puede rehacerse; pero, si se produce la muerte, el enemigo se encontrará así en el lugar, se podría decir, completamente preparado para sacar partido de ello y para utilizar de inmediato el “cadáver” para sus propios fines. Los representantes de todo lo que, en el 2

Se sabe que “adversario” es el sentido literal de la palabra hebrea “Shatan”, y aquí se trata en efecto de “poderes” cuyo carácter es verdaderamente “satánico”.

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mundo occidental, posee todavía actualmente un carácter tradicional auténtico, tanto en el dominio exotérico como en el dominio iniciático, tendrían, pensamos, el mayor interés en aprovechar esta última observación mientras todavía hay tiempo, ya que, a su alrededor, los signos amenazadores que constituyen las “infiltraciones” de este tipo no faltan por desgracia para quien sabe percibirlos. Otra consideración que tiene también su importancia es ésta: si el “adversario” (cuya naturaleza intentaremos precisar un poco después) tiene ventaja en apoderarse de los lugares que fueron la sede de antiguos centros espirituales, siempre que puede, no es únicamente a causa de las influencias psíquicas que están acumuladas en ellos y que se encuentran en cierto modo “disponibles”; es también en razón misma de la situación particular de estos lugares, ya que, bien entendido, no fueron elegidos arbitrariamente para el papel que les fue asignado en una u otra época y con relación a tal o a cual forma tradicional. La “geografía sagrada”, cuyo conocimiento determina tal elección del lugar, es, como toda otra ciencia tradicional de orden contingente, susceptible de ser desviada de su uso legítimo y aplicada “al revés”: si un punto es “privilegiado” para servir a la emisión y a la dirección de las influencias psíquicas cuando éstas son el vehículo de una acción espiritual, no lo será menos cuando estas mismas influencias psíquicas sean utilizadas de manera muy diferente y para fines contrarios a toda espiritualidad. Este peligro de desviación de algunos conocimientos, del que encontramos aquí un ejemplo muy claro, explica por otra parte, notémoslo de pasada, muchas de las reservas que son algo completamente natural en una civilización normal, pero que los modernos se muestran enteramente incapaces de comprender, puesto que atribuyen comúnmente a una voluntad de “monopolizar” esos conocimientos lo que no es en realidad más que una medida destinada a impedir el abuso de ellos tanto como sea posible. Por lo demás, a decir verdad esta medida no deja de ser eficaz más que en el caso en el que las organizaciones depositarias de los conocimientos en cuestión dejen penetrar en su seno a individuos no cualificados, o incluso, como acabamos de decirlo, a agentes del “adversario”, uno de cuyos fines más inmediatos será entonces precisamente descubrir esos secretos. Todo ello no tiene ciertamente ninguna relación directa con el verdadero secreto iniciático, que, así como lo hemos dicho antes, reside exclusivamente en lo “inefable” y en lo “incomunicable”, y que, evidentemente, está por eso mismo al abrigo de toda investigación indiscreta; pero, aunque no se trate aquí más que de cosas contingentes, no obstante, se deberá reconocer que las precauciones que pueden tomarse en este orden para evitar toda desviación, y por consiguiente toda acción malhechora que es susceptible de resultar de ella, están lejos de no tener prácticamente más que un interés desdeñable. De todas maneras, ya sea que se trate de los lugares mismos, de las influencias que permanecen vinculados a ellos, o incluso de los conocimientos del género de los que acabamos de mencionar, se puede recordar a este respecto el adagio antiguo: “corruptio optimi pessima”, que se aplica quizás más exactamente todavía aquí que en cualquier otro caso; es de “corrupción” de lo que conviene hablar en efecto, incluso en el sentido más literal de esta palabra, puesto que los “residuos” que están en causa aquí, como lo decíamos al comienzo, son comparables a los productos de la descomposición de lo que fue un ser vivo; y, como toda corrupción es en cierto modo contagiosa, esos productos de la disolución de las cosas pasadas tendrán ellos mismos, por todas partes donde sean “proyectados” una acción particularmente disolvente y desagregante, sobre todo si son utilizados por una voluntad claramente consciente de sus fines. Hay en eso, se podría decir, una suerte de “necromancia” que pone en acción restos psíquicos muy diferentes de los de las individualidades humanas, y no es ciertamente la menos temible, ya que tiene por eso posibilidades de acción mucho más extensas que las de la vulgar brujería, y no hay siquiera ninguna comparación posible en este aspecto; ¡Por lo demás, en el punto en que están las cosas hoy día, es menester que nuestros contemporáneos estén verdaderamente muy ciegos para no tener siquiera la menor sospecha de ello!

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23b.- MÁS ALLÁ DEL PLANO “MENTAL”* En nuestros escritos, como además, también en los de los diversos colaboradores de esta página especial, se ha insistido siempre sobre un punto, es decir, sobre la insuficiencia del elemento “mental” con respecto a un conocimiento de carácter verdaderamente espiritual. Este punto no ha sido siempre comprendido justamente y también a causa de las preguntas hechas por algunos lectores es bueno que, aquí, nos expliquemos, a este respecto, con más precisión. Razón, inspiración, revelación Como premisa, diremos que preferimos adoptar la expresión “elemento mental” más que cualquier otra, porque corresponde al término sánscrito manas, al que se vincula etimológicamente por su raíz. El término manas, a su vez, designa el conjunto de todas las facultades cognoscitivas específicamente características del hombre (el cual, por esto, es llamado en diversas lenguas con palabras que tienen la misma raíz –por ejemplo- man o Mensch-). De tal capacidad cognoscitiva, naturalmente, la principal es la razón. No insistiremos aquí sobre la distinción entre razón e intelecto puro y supraindividual, distinción que, al menos teóricamente, ha sido reconocida por ciertos filósofos, como Aristóteles y los escolásticos, los cuales, sin embargo, no parecen haber sabido extraer todas las consecuencias de ello. Solamente diremos que el conocimiento metafísico o espiritual, siendo de orden universal, sería imposible por definición para todos nosotros si no hubiera una facultad del mismo orden y de la misma dignidad, luego trascendente con relación al individuo. Y esta facultad la llamamos intuición intelectual. En el campo espiritual todo conocimiento es esencialmente una identificación, un asimilarse a la cosa conocida. Por tanto, es evidente que el individuo, como tal, no puede alcanzar el conocimiento de lo que está más allá del dominio individual, lo que sería la misma contradicción. Este conocimiento no es posible sino porque el ser que es un individuo humano en un determinado estado contingente de manifestación es también otra cosa al mismo tiempo. Sería absurdo decir que el hombre, en tanto que hombre y por sus medios humanos, puede superarse a sí mismo; pero el ser que aparece en este mundo como en la especie hombre es, en realidad, algo completamente distinto debido al principio permanente e inmutable que lo constituye en su esencia profunda. Y todo conocimiento verdaderamente espiritual resulta de una comunicación establecida conscientemente con los estados superiores, que las modalidades puramente individuales del sentido de sí, dejan caer fuera de la zona a la que se refiere especialmente el propio “yo”. Entendidos en su verdadero sentido y no teniendo en cuenta el abuso que a veces se ha hecho de ellos, términos como “inspiración y “revelación”, no aluden a otra cosa sino a tal comunicación. El símbolo y la realización El conocimiento directo del orden trascendente, con la certeza absoluta que ello implica, es evidentemente, en sí mismo, incomunicable e inexpresable; toda expresión, siendo necesariamente formal por definición, y, en consecuencia, individual, le es por ello inadecuada y no puede ofrecer, en cierto modo, sino un reflejo en el orden humano. Este reflejo puede ayudar a algunos seres a alcanzar realmente este conocimiento, despertando en ellos las facultades superiores: pero no podría en forma alguna dispensarles de hacer personalmente lo que nadie puede hacer por ellos. Es únicamente un “soporte” para su trabajo interior. Y ésta es la función de los símbolos, que son el *

"Al di là del piano mentale" (16 de julio de 1939). Reproduce con variaciones el artículo “Les limites du mental” (“Los límites de lo mental”), publicado en Le Voile d´Isis, octubre de 1930 y retomado por el autor para el capítulo XXXII: “Les limites du mental” de Aperçus sur l´Initiation, París, 1945.

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medio de expresión más adecuado para la enseñanza espiritual. Y ésta puede ser también la función del mismo lenguaje común, el cual, cuando va a referirse a verdades de este orden, asume él mismo un valor puramente simbólico. No obstante, estando ligado el lenguaje humano, por su constitución misma, al ejercicio de la facultad racional, resulta que todo lo que es expresado o traducido por medio de este lenguaje toma forzosamente, la forma de un “razonamiento”. Pero debe comprenderse que no puede sin embargo haber sino una similitud puramente aparente y exterior, similitud de forma y no de sustancia, entre el razonamiento común, concerniente a las cosas del dominio individual, y el que está destinado a reflejar, tanto como le sea posible, algo de las verdades de orden supra-individual. Hay que darse cuenta de que, aquel que, mediante el estudio de una exposición dialéctica cualquiera, alcanza un conocimiento teórico de algunas verdades de este último orden, no tiene sin embargo todavía en absoluto por ello un conocimiento real “realizado”, con vistas al cual dicha teoría no puede constituir nada más que una simple preparación. Esta preparación teórica, por indispensable que sea de hecho, una vez excluidos ciertos casos excepcionales, no tiene sino un valor contingente y ocasional. En tanto que nos atengamos a ello, no se podría hablar de un conocimiento trascendente o “tradicional”, ni siquiera en el grado más elemental. Si no hubiera aparte nada más, no habría aquí en suma sino lo análogo, en un orden más elevado, de lo que es la filosofía en cualquier otra “especulación” del mismo tipo, pues tal conocimiento simplemente teórico toca únicamente el elemento “mental”, mientras que el conocimiento efectivo se cumple mediante el “espíritu” y el “alma”. Ésta es además la razón de que, incluso los simples “místicos”, en el sentido que esta palabra ha asumido generalmente en el mundo occidental, al no sobrepasar los límites del dominio individual, son no obstante, indudablemente superiores no sólo a los filósofos, sino incluso a los teólogos, pues la menor parcela de conocimiento efectivo vale incomparablemente más que todos los razonamientos procedentes de la facultad mental. Precisando, diremos, no obstante, que esta superioridad de los místicos se refiere solamente a su estado interior; puede ocurrir que ellos, a falta de preparación teórica, sean incapaces de expresar un conocimiento cualquiera en forma inteligible. Por otra parte, la realización de estos místicos sólo puede ser fragmentaria e incompleta: pero, considerándolo todo, es todo lo que aún resta en cuanto a realización en el caso en el cual una civilización no tenga una tradición regular, conteniendo la doctrina en estado vivo. Reflejos y conocimiento verdadero En tanto que el conocimiento se verifique solamente por medio del elemento mental, no es más que un simple conocimiento “por reflejo”, como aquel de las sombras que ven los prisioneros de la caverna simbólica de Platón, luego un conocimiento indirecto y completamente exterior. Pasar de la sombra a la realidad, asirla directamente en sí misma, es pasar de lo “exterior” a lo “interior”. Esta travesía implica la renuncia al elemento mental, es decir, a toda facultad “discursiva”, que en adelante se convierte en impotente, puesto que no podría franquear los límites que por su propia naturaleza le son impuestos. Sólo lo que hemos llamado “intuición intelectual”, puede conducir más allá de tales límites. Se puede decir, empleando el simbolismo tradicional, que el centro del conocimiento debe ser entonces transferido del “cerebro” al “corazón”; para esta transferencia, toda especulación y toda dialéctica no podrían evidentemente ser de ninguna utilidad: y solamente ahora es posible hablar realmente de conocimiento superior. Hay que advertir que este simbolismo no debe inducir a ninguno a creer que esto sea pasar a un mundo de sentimientos, de emociones y de sensaciones confusas, mundo que, hay que decirlo firme y rigurosamente, tiene un carácter igualmente “individual” y “humano”, y, por tanto, igualmente alejado del conocimiento, pues aquí se trata del mismo elemento mental: ya que, hablando de “corazón”, más bien demasiados modernos son inducidos a esta interpretación errada. No así los antiguos, que veían en el “corazón” la sede del elemento “solar” en el hombre, el punto en el cual puede efectuarse el tránsito a los estados supraindividuales del conocimiento antes mencionados.

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El punto en el cual comienza el conocimiento superior, en todo caso, se sitúa entonces mucho más allá de donde acaba todo lo que puede haber de relativamente válido en las teorías de los filósofos. Entre una cosa y otra hay un verdadero abismo, que, como se ha dicho, puede sobrepasarse solamente liberándose del elemento mental y renunciando, por así decir, a ello, excepto para después reasumirlo como instrumento de una expresión contingente. Quien se apegue al razonamiento permanece prisionero de las formas, es decir, de las limitaciones mediante la que se define el estado individual, el modo puramente humano de aparecer del ente. Así no se irá nunca más allá, más allá de aquello que, en el sentido más general y “exterior”, es fenómeno. En tanto, se debe reconocer la necesidad de usar el instrumento mental allá donde se trata de este orden exterior y humano (para el cual, ninguna de nuestras palabras debe servir como incentivo para un “irracionalismo”, un fantasear y un divagar allá donde, al contrario, es el caso de pensar exactamente y límpidamente), al mismo tiempo debe reconocerse el impedimento y el límite que eso significa, allí donde se trata de verdadero conocimiento espiritual. El paso de lo “exterior” a lo “interior” es también el paso de la “multiplicidad” a la unidad, de la circunferencia al centro, al punto único desde donde le es posible al ser humano, restaurado en las prerrogativas del “estado primordial”, elevarse a los estados superiores, y, mediante la realización total de su verdadera esencia, trascendente al tiempo. Quien realiza en estos términos la verdad de sí mismo, participa en el estado incondicionado, y, sin la menor exageración, puede decirse que no tiene ya medida común con todos aquellos que desarrollan sus posibilidades en el ámbito cerrado del mundo mental e individual humano, por altas que sean, con relación a tal ámbito, sus virtudes y cualificaciones. Partiendo de estas consideraciones, aparecerá quizá más clara la idea, sobre la cual tan frecuentemente hemos vuelto en nuestras obras y en estos mismos artículos, es decir, que la capacidad de la intuición intelectual y la existencia efectiva de una élite que la posea, constituyen la condición imprescindible para toda verdadera forma de autoridad espiritual y de orden jerárquico: todo tipo diferente de autoridad y de jerarquía es, por ello mismo, necesariamente, revocable y contingente.

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LA VERSIÓN POSTERIOR: 23a.-LOS LÍMITES DE LO MENTAL (O “DE LA MENTE”)* Hablábamos antes de la mentalidad necesaria para la adquisición del conocimiento iniciático, mentalidad totalmente diferente de la mentalidad profana, y a cuya formación contribuye en gran medida la observancia de los ritos y de las formas exteriores en uso en las organizaciones tradicionales, sin perjuicio de sus restantes efectos de orden más profundo; pero debe comprenderse que no se trata sino de un estadio preliminar, correspondiente a una preparación todavía totalmente teórica, y no de la iniciación efectiva. Cabría, en efecto, insistir sobre la insuficiencia de lo mental con respecto a todo conocimiento de orden propiamente metafísico e iniciático; estamos obligados a emplear el término “mente”, con preferencia sobre cualquier otro, como equivalente al sánscrito manas, puesto que están vinculados por su raíz; entendemos entonces con ello el conjunto de las facultades de conocimiento que son específicamente características del individuo humano (designado también él mismo, en diversas lenguas, mediante palabras que tienen la misma raíz), la principal de las cuales es la razón. Hemos precisado a menudo la distinción entre la razón, facultad de orden puramente individual, y el intelecto puro, que es por el contrario supra-individual, por lo que es inútil volver aquí sobre ello; únicamente recordaremos que el conocimiento metafísico, en el verdadero sentido de la palabra, siendo de orden universal, sería imposible si no hubiera en el ser una facultad del mismo orden, luego trascendente en relación con el individuo: esta facultad es propiamente la intuición intelectual. En efecto, siendo todo conocimiento esencialmente una identificación, es evidente que el individuo, como tal, no puede alcanzar el conocimiento de lo que está más allá del dominio individual, lo que sería contradictorio; este conocimiento no es posible sino porque el ser que es un individuo humano en un determinado estado contingente de manifestación es también otra cosa al mismo tiempo; sería absurdo decir que el hombre, en tanto que hombre y por sus medios humanos, puede superarse a sí mismo; pero el ser que aparece en este mundo como un hombre es, en realidad, algo completamente distinto debido al principio permanente e inmutable que lo constituye en su esencia profunda1. Todo conocimiento que pueda ser llamado realmente iniciático resulta de una comunicación establecida conscientemente con los estados superiores; y es a tal comunicación a lo que se refieren claramente, si se los entiende en su verdadero sentido y sin tener en cuenta el abuso que demasiado a menudo se comete en el lenguaje ordinario de nuestra época, términos como los de “inspiración” y “revelación”2. El conocimiento directo del orden trascendente, con la certeza absoluta que ello implica, es evidentemente, en sí mismo, incomunicable e inexpresable; toda expresión, siendo necesariamente formal por definición, y en consecuencia individual3, le es por ello inadecuada y no puede ofrecer, en cierto modo, sino un reflejo en el orden humano. Este reflejo puede ayudar a algunos seres a alcanzar realmente este conocimiento, despertando en ellos las facultades superiores, pero, tal y como ya hemos mencionado, no podría en forma alguna dispensarles de hacer personalmente lo que nadie puede hacer por ellos; es únicamente un “soporte” para su trabajo interior. Hay que establecer a este respecto una gran diferencia, como medios de expresión, entre los símbolos y el lenguaje ordinario; hemos explicado antes que los símbolos, debido a su carácter *

Primera versión publicada en Le Voile d´Isis , octubre de 1930.

1

Se trata aquí de la distinción fundamental entre el "Sí" y el "yo", o entre la personalidad y la individualidad, que está en el principio mismo de la teoría metafísica de los estados múltiples del ser. 2

Ambas palabras designan en el fondo lo mismo, considerado desde dos puntos de vista algo diferentes: lo que es "inspiración" para el ser que la recibe se transforma en "revelación" para los demás seres a quienes se le transmite, en la medida en que ello es posible, manifestándolo exteriormente mediante un modo de expresión cualquiera. 3

Recordaremos que la forma es, entre las condiciones de la existencia manifestada, la que propiamente caracteriza a todo estado individual como tal.

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esencialmente sintético, son particularmente aptos para servir de punto de apoyo a la intuición intelectual, mientras que el lenguaje, que es esencialmente analítico, no es propiamente sino el instrumento del pensamiento discursivo y racional. Todavía es preciso añadir que los símbolos, por su elemento “no-humano”, llevan en ellos mismos una influencia cuya acción es susceptible de despertar directamente la facultad intuitiva entre quienes meditan sobre ellos de manera apropiada; pero esto se refiere únicamente a su uso en cierto modo ritual como soporte para la meditación, y no a los comentarios verbales que es posible hacer sobre su significado, y que no representan en cualquier caso sino un estudio todavía exterior4. Estando estrechamente ligado el lenguaje humano, por su constitución, al ejercicio de la facultad racional, resulta que todo lo que es expresado o traducido por medio de este lenguaje toma forzosamente, de manera más o menos explícita, una forma de “razonamiento”; pero debe comprenderse que no puede sin embargo haber sino una similitud puramente aparente y exterior, similitud de forma y no de fondo, entre el razonamiento ordinario, concerniente a las cosas del dominio individual a las cuales es propia y directamente aplicable, y el que está destinado a reflejar, tanto como le sea posible, algo de las verdades de orden supra-individual. Esta es la razón de que hayamos dicho que la enseñanza iniciática no debía tomar jamás una forma “sistemática”, sino que debía siempre por el contrario abrirse sobre posibilidades ilimitadas, de manera que preserve la parte de lo inexpresable, que es en realidad todo lo esencial; y, por ello, el lenguaje, cuando es aplicado a las verdades de este orden, participa en cierto modo del carácter de los símbolos propiamente dichos5. Sea como fuere, aquel que, mediante el estudio de una exposición dialéctica cualquiera, alcanza un conocimiento teórico de algunas de estas verdades, no tiene sin embargo todavía en absoluto por ello un conocimiento directo y real (o más exactamente “realizado”), con vistas al cual este conocimiento discursivo y teórico no podría constituir nada más que una simple preparación. Esta preparación teórica, por indispensable que sea de hecho, no tiene no obstante en sí misma sino un valor de medio contingente y accidental; en tanto que nos atengamos a ello, no se podría hablar de iniciación efectiva, ni siquiera en el grado más elemental. Si no hubiera aparte nada más, no habría aquí en suma sino lo análogo, en un orden más elevado, de lo que es una “especulación” cualquiera refiriéndose a otro dominio6, pues tal conocimiento, simplemente teórico, no es sino para lo mental, mientras que el conocimiento efectivo es “para el espíritu y el alma”, es decir, en suma, para el ser al completo. Esta es además la razón de que, incluso fuera del punto de vista iniciático, los simples místicos, sin sobrepasar los límites del dominio individual, son no obstante, en su orden, que es el de la tradición exotérica, indudablemente superiores no sólo a los filósofos, sino incluso a los teólogos, pues la menor parcela de conocimiento efectivo vale incomparablemente más que todos los razonamientos procedentes de la mente7.

4

Esto no significa, por supuesto, que quien explique los símbolos sirviéndose del lenguaje ordinario tenga forzosamente un conocimiento exterior, sino únicamente que esto es todo lo que puede comunicar a los demás mediante tales explicaciones. 5

Este empleo superior del lenguaje es sobre todo posible cuando se trata de lenguas sagradas, que precisamente son tales porque están constituidas de forma que llevan sobre sí mismas este carácter propiamente simbólico; es naturalmente mucho más difícil con las lenguas ordinarias, especialmente cuando éstas no son empleadas habitualmente mas que para expresar puntos de vista profanos, como es el caso de las lenguas modernas. 6

Podría compararse tal "especulación", en el orden esotérico, no a la filosofía, que no se refiere sino a un punto de vista por completo profano, sino más bien a lo que es la teología en el orden tradicional exotérico y religioso. 7

Debemos precisar que esta superioridad de los místicos debe entenderse exclusivamente en cuanto a su estado interior, pues, por otro lado, puede ocurrir, como ya hemos indicado, que, a falta de preparación teórica, sean incapaces de expresar algo de forma inteligible; y, además, es preciso tener en cuenta el hecho de que, a pesar de lo que verdaderamente hayan "realizado", corren siempre el riesgo de extraviarse, ya que no pueden sobrepasar las posibilidades del orden individual.

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En tanto que el conocimiento no es sino para lo mental, no es más que un simple conocimiento “por reflejo”, como aquel de las sombras que ven los prisioneros de la caverna simbólica de Platón, luego un conocimiento indirecto y completamente exterior; pasar de la sombra a la realidad, asirla directamente, es propiamente pasar de lo “exterior” a lo “interior”, y también, bajo el punto de vista en que más particularmente nos situamos aquí, de la iniciación virtual a la iniciación efectiva. Este paso implica la renuncia a lo mental, es decir, a toda facultad discursiva, que en adelante se convierte en impotente, puesto que no podría franquear los límites que por su propia naturaleza le son impuestos8; la intuición intelectual es lo único que está más allá de estos límites, ya que no pertenece al orden de las facultades individuales. Se puede decir, empleando el simbolismo tradicional fundado sobre las correspondencias orgánicas, que el centro de la conciencia debe ser entonces transferido del “cerebro” al “corazón”9; para esta transferencia, toda “especulación” y toda dialéctica no podrían evidentemente ser de ninguna utilidad; y es solamente a partir de ahora que es posible hablar realmente de iniciación efectiva. El punto en el cual ésta comienza se sitúa entonces más allá de donde acaba todo lo que puede haber de relativamente válido en una “especulación” cualquiera; entre ambas hay un verdadero abismo, al cual sólo la renuncia a lo mental, como acabamos de decir, permite superar. Quien se apegue al razonamiento y no lo supere en el momento requerido permanece prisionero de la forma, que es la limitación mediante la que se define el estado individual; no sobrepasará entonces jamás a ésta, y nunca irá más lejos de lo “exterior”, es decir, permanecerá unido al ciclo indefinido de la manifestación. El paso de lo “exterior” a lo “interior” es también el paso de la “multiplicidad” a la unidad, de la circunferencia al centro, al punto único desde donde le es posible al ser humano, restaurado en las prerrogativas del “estado primordial”, elevarse a los estados superiores10 y, mediante la realización total de su verdadera esencia, ser en fin efectiva y actualmente lo que es desde toda eternidad potencialmente. Quien se conoce a sí mismo en la “verdad” de la “Esencia” eterna e infinita11 conoce y posee todas las cosas en sí mismo y por sí mismo, pues ha alcanzado el estado incondicionado que no deja fuera de sí ninguna posibilidad, y este estado, con respecto al cual todos los demás, por elevados que sean, no son realmente sino estadios preliminares sin ninguna medida común con él12, este estado, que es el fin último de toda iniciación, es propiamente lo que debe entenderse por la “Identidad Suprema”.

8

Esta renuncia no significa en modo alguno que el conocimiento del cual se trata entonces sea en cierto modo contrario u opuesto al conocimiento mental, en tanto que éste sea válido y legítimo en su orden relativo, es decir, en el dominio individual; se podría repetir de nuevo, para evitar todo equívoco a este respecto, que lo suprarracional no tiene nada en común con lo "irracional". 9

Apenas hay necesidad de recordar que el "corazón", tomado simbólicamente para representar el centro de la individualidad humana considerada en su integridad, está siempre en correspondencia, en todas las tradiciones, con el intelecto puro, lo que no tiene absolutamente ninguna relación con el "sentimentalismo" que le atribuyen las concepciones profanas de los modernos. 10

Cf. L'Esotérisme de Dante, págs. 58-61.

11

Tomamos aquí el término "verdad" en el sentido del árabe haqîqah, y la palabra "Esencia" en el sentido de Edh-Dhât. -A esto se refiere en la tradición islámica este hadîth: "Quien se conoce a sí mismo conoce a su Señor" (Man arafa nafhasu faqad arafa Rabbahu); y este conocimiento es obtenido a través de lo que se denomina el "ojo del corazón" (aynul-qalb), que no es sino la intuición intelectual, como expresan estas palabras de El-Hallâj: "Yo vi a mi Señor mediante el ojo de mi corazón, y dije: ¿quién eres? El dijo: Tú" (Raaytu Rabbî bi-ayni albî, faqultu man anta, qâla anta). 12

Con esto no deben entenderse únicamente los estados que corresponden a extensiones de la individualidad, sino también los estados supra-individuales todavía condicionados.

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24b.- SOBRE LA PERVERSIÓN “PSICOANALÍTICA”* Con el término “psicologismo” queremos indicar la tendencia a remitir todo orden de fenómenos sistemáticamente a explicaciones de orden psicológico. Esta tendencia no es totalmente nueva en el mundo occidental. No es, en el fondo, más que un simple caso particular del “humanismo”, entendido, según el sentido propio de la palabra, como reducción de todas las cosas a elementos puramente humanos. Pero no es eso todo, ese “psicologismo” implica una concepción muy restringida del individuo humano mismo y de sus posibilidades, pues la psicología “clásica” se limitaba a considerar algunas de las manifestaciones más exteriores y más superficiales del elemento “mental”. Ahí está, digámoslo de pasada, la razón por la cual siempre hacemos una diferenciación entre los dos términos “psicológico” y “psíquico”, guardando para este último su acepción etimológica, incomparablemente más extensa, puesto que puede comprender todos los elementos sutiles de la individualidad, mientras que sólo una porción verdaderamente ínfima de éstas entra en el dominio “psicológico”. En tales condiciones, no hay que sorprenderse del carácter verdaderamente infantil que revisten lo más frecuentemente las explicaciones sacadas de la psicología y pretendiendo aplicarse a cosas que no están de ningún modo en su competencia, como la religión, por ejemplo. Pero el término “infantil” no debe hacer pensar que sean nunca enteramente inofensivas: pues tienen en todo caso su lugar entre los esfuerzos hechos por el espíritu antitradicional para destruir la noción de toda realidad suprahumana. Pero, hoy en día, hay que considerar todavía otra cosa: la situación no es ya simplemente como acabamos de indicar, sino que se ha agravado sensiblemente tras la invasión del subconsciente en la psicología, que, extendiendo su dominio en un determinado sentido, pero únicamente por lo bajo, arriesga mezclar todo lo que toca con las peores manifestaciones del psiquismo más inferior. A este propósito, haremos una observación de alcance más general. Hay “tradicionalistas” mal avisados que se alegran inconsideradamente al ver que la ciencia moderna sale de los estrechos límites en donde sus concepciones se encerraban hasta ahora, y toma una actitud menos “materialista” que la que tenía en el último siglo. Aquello de lo que no se dan cuenta, es que se trata en realidad de una nueva etapa en el desarrollo perfectamente lógico del plan según el cual se cumple la desviación progresiva del mundo moderno. El materialismo ha jugado ahí su papel, pero, ahora, la negación pura y simple que éste representa resulta insuficiente. Ha servido eficazmente para impedir al hombre el acceso a posibilidades de orden superior, pero no podría desencadenar las fuerzas inferiores, que son las únicas que pueden impulsar a su punto final la obra de desorden y de disolución. La actitud materialista, por su limitación misma, no presenta todavía más que un peligro igualmente limitado: su “espesor”, si así puede decirse, pone al que en él se mantiene, al abrigo de ciertas influencias sutiles, y le da al respecto una inmunidad bastante comparable a la del molusco que permanece estrictamente encerrado en su concha. Pero, si se hace a esta concha -que representa aquí el conjunto de las concepciones científicas convencionalmente admitidas- una abertura por abajo, como lo decíamos a propósito de las nuevas tendencias de la psicología, esas tendencias destructivas penetrarán ahí enseguida, y tanto más fácilmente cuanto que, tras el trabajo negativo cumplido en la fase precedente, ningún elemento de orden superior podrá intervenir para oponerse a su acción.

*

"Sulla perversione «psicanalitica»". (19 de diciembre de 1939). Reproduce, con escasas variaciones el artículo “L´erreur du «psychologisme»” (“El error del «psicologismo»”), publicado en Études Traditionnelles, enero y febrero de 1938 y recopilado en Articles et Comptes Rendus I. Traducción italiana de este último en La Tradizione e le tradizioni. Reescrito por el autor para el capítulo XXXIV: “Les méfaits de la psychanalyse” (“Los desmanes del psicoanálisis”) de Le Règne de la Quantité et les Signes des Temps, París, 1945.

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La fase materialista y la subversiva Incluso se podría decir que el período del materialismo no constituye más que una especie de preparación teórica, mientras que la del psiquismo inferior que le sucede, comporta una fase activa que se desarrolla en una inversión de la verdadera realización espiritual. Hay mucho más que una cuestión de vocabulario en el hecho, ya en sí mismo muy significativo, de que la psicología actual considera sólo el “subconsciente”, y nunca el “supraconsciente” que debería ser lógicamente su correlativo. Aunque aquellos que usan tal terminología no se den cuenta, está ahí la expresión de una extensión que se opera únicamente hacia abajo. Algunos adoptan incluso, como sinónimo o equivalente de “subconsciente”, el término de “inconsciente”, que, tomado a la letra, parecería referirse a un nivel todavía inferior, pero que, a decir verdad, corresponde más o menos al mismo orden de cosas. Si aquello de lo que se trata fuera verdaderamente inconsciente, no vemos incluso cómo sería posible hablar de ello, y sobre todo en términos psicológicos. Como quiera que sea, lo que es todavía digno de observación, es la extraña ilusión en virtud de la cual los psicólogos llegan a considerar unos estados como tanto más “profundos” cuanto más inferiores son. ¿No hay ya ahí como un indicio de la tendencia a ir frente a la espiritualidad, única que puede ser llamada verdaderamente profunda, puesto que sólo ella toca al principio y al centro mismo del ser? Apuntemos asimismo que, al apelar al “subconsciente”, la psicología tiende gradualmente a reunirse con la “metapsíquica”, en la cual, por una coincidencia al menos extravagante, algunos “espiritualistas” ponen hoy esperanzas tan injustificadas como la que les inspira la nueva orientación de la ciencia ordinaria. Y, en la misma medida, la “ciencia del subconsciente”, también se aproxima inevitablemente al espiritismo y a otras cuestiones más o menos similares que se apoyan, en definitiva, sobre los mismos elementos oscuros del psiquismo inferior. Dada esta dirección, el “supraconsciente”, le permanece más totalmente extraño y cerrado que nunca; y, cuando le llega encontrar algo con él relacionado, en lugar de reconocer su ignorancia a este respecto, pretende anexionárselo pura y simplemente asimilándolo al “subconsciente”. Encontramos aquí de nuevo esta confusión de lo psíquico con lo espiritual sobre la cual ya hemos atraído la atención, agravada aún por el hecho de producirse con lo que hay más bajo en el dominio psíquico; en ello reside la “subversión” a la que aludíamos al principio. Este carácter “subversivo”, por no decir “satánico” sin más, aparece con particular claridad en las interpretaciones psicoanalíticas de los símbolos. Es cierto que los psicólogos de las escuelas anteriores ya habían intentado con frecuencia explicar el simbolismo a su manera y reducirlo a la medida de sus propias concepciones. En tales casos, si se trataba de símbolos verdaderos, tradicionales, las explicaciones, sacadas de elementos puramente humanos, desconocían lo que constituye su esencia. Pero si se trataba verdaderamente de cosas humanas, no era el caso de hablar de simbolismo, y ya al usar este término se traicionaba el error cometido en orden a la naturaleza misma de la materia a interpretar. Psiquismo subhumano Esto se aplica igualmente a las consideraciones a las que se dedican los psicoanalistas, con la diferencia de que entonces no sólo hay que hablar de lo humano, sino también y en gran medida de lo “infrahumano”. Por lo tanto, en esta ocasión nos encontramos en presencia no ya de una simple degradación, sino de una completa subversión: además, toda subversión, incluso cuando no se debe -inmediatamente al menos- más que a la incomprehensión y a la ignorancia, es siempre en sí misma propiamente “satánica”. Por lo demás, el carácter generalmente innoble y repugnante de las interpretaciones psicoanalíticas constituye a este respecto un “signo” perfectamente inequívoco. Y lo que es todavía más significativo desde nuestro punto de vista es que el mismo “signo” se encuentre precisamente en algunas de las manifestaciones espiritistas: ciertamente, sería necesaria una buena dosis de buena voluntad, por no decir una completa ceguera para no ver aquí más que una mera “coincidencia”. Naturalmente, en la mayoría de los casos, los psicoanalistas pueden ser tan inconscientes como los espiritistas respecto a lo que realmente hay debajo de todo esto; sin embargo, unos y otros parecen igualmente “dirigidos” por una voluntad subversiva que en ambos casos utiliza elementos del mismo

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orden, cuando no exactamente idénticos, voluntad que, sean cuales fueren los entes en los que se encarna, ciertamente resulta perfectamente consciente, al menos entre éstos, respondiendo a unas intenciones harto diferentes de cuanto pueden imaginar los que sólo son meros instrumentos inconscientes de su acción. Los bajos fondos del alma En tales condiciones resulta evidente que el uso principal del psicoanálisis, que es su aplicación terapéutica, por fuerza tiene que ser considerablemente peligroso para los que se someten a ella, e incluso para los que lo ejercen, pues estos asuntos pertenecen al tipo de los que no se dejan manejar impunemente. No resultaría exagerado ver en dichas prácticas uno de los medios más característicos que se ponen en acción con el fin de agudizar lo más posible el desequilibrio del mundo moderno. Los que practican estos métodos están, sin duda, persuadidos del carácter benéfico de los resultados obtenidos. Mas es precisamente esta ilusión la que hace posible su difusión, viéndose así toda la diferencia que existe entre las intenciones de estos “practicantes” y la voluntad directora de la empresa de la que no son más que ciegos colaboradores. En realidad, el psicoanálisis sólo puede conseguir un acercamiento al nivel de la clara conciencia de todo el contenido de tales “bajos fondos” del ser, constitutivos de lo que con toda propiedad se llama el subconsciente. Por otra parte, este ser ya es psíquicamente débil por hipótesis puesto que, si no fuera así, en modo alguno sentiría la necesidad de recurrir a este tipo de tratamiento. Por ello resulta tanto menos capaz de resistir el embate de esta “subversión” y corre el riesgo de hundirse irremediablemente en el caos de fuerzas tenebrosas imprudentemente desencadenadas; de modo que, si a pesar de todo llega a poderse zafar de ellas, conservará al menos, durante toda su vida, una huella que será, en ella, como una “mancha” indeleble. Sabemos que ciertas personas, como objeción, invocarán la semejanza con el “descenso a los infiernos” de que se habla en los antiguos Misterios, donde era la fase preparatoria para la realización sobrenatural de la personalidad. Mas tal asimilación resulta perfectamente errada, ya que sus objetivos respectivos nada tienen en común, como, por lo demás, ocurre con las condiciones del sujeto en ambos casos. Tal vez sólo pudiera hablarse de una especie de parodia profana con lo que bastaría para conferir a aquello de lo que se trata un carácter de “falsificación” más bien inquietante. La verdad es que este “descenso a los Infiernos” al que no sigue ningún “reascenso”, no es más que una “caída en el cenagal”, por denominarla de la misma forma que algunos Misterios antiguos: como se sabe, este “cenagal” existía de hecho en el camino que llevaba a Eleusis y aquellos que caían en él eran considerados como profanos que aspiraban a la iniciación sin estar debidamente cualificados para recibirla, con lo que resultaban víctimas de su propia imprudencia. Durante el “descenso a los Infiernos”, el ser agota definitivamente ciertas posibilidades inferiores para poder elevarse posteriormente a los estados superiores; por el contrario, en la “caída en el cenagal”, las posibilidades inferiores se apoderan de él, lo dominan y acaban sumergiéndolo por completo. Los “sacramentos del diablo” Acabamos de aludir a la “falsificación”. Esta impresión queda reforzada por otro tipo de observaciones como la de la desnaturalización del simbolismo que ya ha sido señalada y que, además, tiende a extenderse a todo lo que comporta esencialmente elementos suprahumanos, como lo demuestra la actitud tomada respecto a las doctrinas de orden metafísico e incluso iniciático; se puede indicar, por ejemplo, la interpretación que Jung hace sufrir al texto taoísta que se titula El secreto de la flor de oro, y la dada por Silberer a los símbolos herméticos. Pero eso no es todo y hay incluso otra cosa que, en este aspecto, es quizás todavía más digno de señalar: y es la necesidad, impuesta a todo aquel que aspira a practicar profesionalmente el psicoanálisis, de ser “psicoanalizado” previamente. Ante todo, ello implica el reconocimiento del hecho de que el individuo que ha padecido esta operación nunca vuelve a ser como antes, o bien que, como decíamos antes, ésta deja en él una huella indeleble, al igual que la iniciación, si bien en sentido inverso, ya que en lugar de un desarrollo espiritual se trata de un desarrollo del psiquismo inferior. Por otra parte, hay

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aquí una manifiesta imitación de una transmisión espiritual y casi tradicional: mas, dada la diferente naturaleza de las influencias que intervienen y al producirse no obstante un resultado efectivo que no permite considerar la cosa como reducida a un simple simulacro sin ninguna influencia, en realidad esta transmisión sería más comparable a la practicada en un ámbito como el de la magia y la misma brujería. Existe además un punto bastante oscuro en lo referente al propio origen de esta transmisión: como, evidentemente, resulta imposible dar a los demás lo que uno mismo no posee y como el descubrimiento del psicoanálisis es muy reciente, cabe preguntarse: ¿quién ha conferido a los primeros psicoanalistas los “poderes” que transmiten a sus discípulos y quién ha podido “psicoanalizarlos” a ellos en un principio? Esta cuestión, que se plantea con toda naturalidad, al menos para todo aquel que sea capaz de reflexión, es probablemente muy indiscreta y es muy poco probable que alguna vez llegue a darse una respuesta satisfactoria; pero tampoco es indispensable eso para reconocer, en tal transmisión psíquica, otro “signo” verdaderamente siniestro si se consideran las asociaciones a las que da lugar: el psicoanálisis presenta en este aspecto, un parecido preocupante con lo que podemos bien llamar los “sacramentos del diablo”.

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LA VERSIÓN DE BASE:

24a.- EL ERROR DEL “PSICOLOGISMO”*

Hemos tenido ya frecuentemente que señalar los disfraces diversos que, consciente o inconscientemente, los occidentales hacen sufrir a las doctrinas orientales que pretenden estudiar: inconscientemente cuando, no se trata más que de una incomprehensión totalmente involuntaria, debida simplemente a la influencia de ciertas ideas preconcebidas de las que les es imposible desprenderse; conscientemente, al menos en algún grado, cuando a eso se añade la voluntad, sea de depreciar esas doctrinas, sea utilizarlas con vistas a una propaganda cualquiera. En este último caso entra especialmente la tentativa hecha, desde hace algunos años, para transformar en “misticismo” las doctrinas de que se trata y más especialmente sus aspectos de orden esotérico o iniciático, bien que, naturalmente, todos los que aceptan esta interpretación no se dan cuenta de los designios a los cuales responde en realidad. En los tiempos más recientes, hemos subrayado la difusión creciente de aún otra interpretación, que, a decir verdad, nos parece que entra más bien en la categoría de las deformaciones inconscientes, pero que no por ello es menos errónea ni quizás menos peligrosa, y que presenta incluso vertientes singularmente inquietantes: nos referimos a la interpretación en términos “psicológicos”, sobre todo cuando es concebida según las teorías de las escuelas más recientes, pues entonces no se trata ya solamente de una insuficiencia manifiesta, sino de una verdadera “subversión”. Sin duda, lo que podemos llamar el “psicologismo”, es decir, la tendencia a remitir todo sistemáticamente a explicaciones de orden psicológico, no es algo totalmente nuevo en el mundo occidental; ése no es, en el fondo, más que un simple caso particular del “humanismo”, entendido, según el sentido propio de la palabra, como reducción de todas las cosas a elementos puramente humanos. Además, ese “psicologismo” implica una concepción muy restringida del individuo humano mismo y de sus posibilidades, pues la psicología “clásica” se limitaba a considerar algunas de las manifestaciones más exteriores y más superficiales de lo “mental”, las que están en relación más o menos directa con la modalidad corporal del individuo. Ahí está, digámoslo de pasada, la razón por la cual siempre hacemos una diferenciación entre los dos términos "psicológico” y “psíquico”, guardando para este último su acepción etimológica, incomparablemente más extensa, puesto que puede comprender todos los elementos sutiles de la individualidad, mientras que sólo una porción verdaderamente ínfima de éstas entra en el dominio “psicológico”. En tales condiciones, no hay que sorprenderse del carácter verdaderamente infantil que revisten lo más frecuentemente las explicaciones sacadas de la psicología y pretendiendo aplicarse a cosas que no están de ningún modo en su competencia, como la religión, por ejemplo; por otra parte, eso no quiere decir que sean nunca enteramente inofensivas, pues tienen en todo caso su lugar entre los esfuerzos hechos por el espíritu antitradicional para destruir la noción de toda realidad supra-humana. Pero, hoy en día, hay que considerar todavía otra cosa: la situación no es ya simplemente como acabamos de indicar, sino que se ha agravado sensiblemente tras la invasión del “subconsciente” en la psicología, que, extendiendo su dominio en un determinado sentido, pero únicamente por lo bajo, arriesga mezclar todo lo que toca con las peores manifestaciones del psiquismo más inferior. A este propósito, haremos una observación de alcance más general: hay “tradicionalistas” mal informados que se alegran ignorantemente al ver la ciencia moderna, en sus diferentes ramas, salir de los estrechos límites en donde sus concepciones se encerraban hasta ahora, y tomar una actitud menos groseramente “materialista” que la que tenía en el último siglo; se imaginan incluso de buena gana que, en cierto modo, la ciencia profana terminará así por reunirse con la ciencia tradicional, lo que, por razones de principio, es cosa totalmente imposible. Aquello de lo que no se dan cuenta, es que se trata en realidad de una nueva etapa en el desarrollo perfectamente lógico del plan según el cual se cumple la desviación progresiva del mundo moderno; el materialismo ha jugado *

Publicado en Études Traditionnelles, enero y febrero de 1938. Recopilado posteriormente en Articles et Comptes Rendus I, París, 2002.

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ahí su papel, pero, ahora, la negación pura y simple que éste representa, resulta insuficiente; ha servido eficazmente para impedir al hombre el acceso a posibilidades de orden superior, pero no podría desencadenar las fuerzas inferiores, que son las únicas que pueden impulsar a su punto final la obra de desorden y de disolución. La actitud materialista, por su limitación misma, no presenta todavía más que un peligro igualmente limitado; su “espesor”, si así puede decirse, pone al que en ella se mantiene, al abrigo de ciertas influencias sutiles, y le da al respecto una inmunidad bastante comparable a la del molusco que permanece estrictamente encerrado en su concha; pero, si se hace a esta concha, que representa aquí el conjunto de las concepciones científicas convencionalmente admitidas, una abertura por abajo, como lo decíamos a propósito de las nuevas tendencias de la psicología, esas tendencias destructivas penetrarán ahí enseguida, y tanto más fácilmente cuanto que, tras el trabajo negativo cumplido en la fase precedente, ningún elemento de orden superior podrá intervenir para oponerse a su acción. Incluso se podría decir que el período del materialismo no constituye más que una especie de preparación teórica, mientras que la del psiquismo inferior que le sucede, comporta una “pseudo-realización”, dirigida al contrario de una verdadera realización espiritual, e imitando así, en la medida que lo permite la condición del mundo profano como tal, la realización propiamente “infernal” que es la de la “contra-iniciación”, luego siendo casi para ésta lo que es la parte exotérica de una tradición con relación a su parte esotérica. Se podría así concluir de todo ello, entre otras cosas, que la “contra-iniciación”, tras haber preparado al mundo inculcándole por sugestión todas las ideas falsas o ilusorias que forman la mentalidad específicamente moderna, estima venido el momento de apelar a una “participación” más directa, si no más consciente, y constituir así una “contra-tradición” completa para la cual sería ella misma, lo que es la iniciación con respecto a toda tradición verdadera, teniendo en cuenta, evidentemente, que la espiritualidad falta aquí totalmente; y se puede muy bien decir que, también en eso, el diablo aparece verdaderamente como “El simio de Dios”. Está claro, por lo demás, que las dos fases de las que acabamos de hablar, no están siempre rigurosamente separadas de hecho y que actualmente se puede comprobar su coexistencia en muchos casos; sería, en efecto, muy exagerado pretender que la ciencia materialista ha desaparecido enteramente, y, como mínimo, podrá sin duda sobrevivir largo tiempo todavía en los manuales de enseñanza y en las obras de vulgarización. Es así especialmente en el campo de la psicología, de cuyas consideraciones nos hemos alejado mucho menos de lo que podría creerse, pues ahí encuentran precisamente una de sus aplicaciones más claras y más flagrantes; cierta “psicología de laboratorio”, logro del proceso de limitación y de materialización en el cual la psicología “filosófico-literaria” de la enseñanza universitaria no representa más que un estadio menos avanzado, y que ya no es realmente más que una rama accesoria de la fisiología, coexiste aún con las teorías y los métodos nuevos, de los cuales los más “representativos”, desde el punto de vista en que nos emplazamos, son los que se conoce con la designación general de “psicoanálisis”; e incluso añadiremos que un “psicoanalista” puede muy bien ser todavía materialista, por efecto de su educación anterior y por la ignorancia en que está sobre la verdadera naturaleza de los elementos que estudia o que pone en juego; una de las características más singulares de la ciencia moderna ¿no es el no saber nunca exactamente de lo que trata en realidad? Hay sin duda más que una simple cuestión de vocabulario en el hecho, muy significativo en sí mismo, de que la psicología actual no considera nunca más que el “subconsciente”, y no el “supraconsciente”, que debería ser lógicamente su correlativo; está ahí, sin dudarlo, e incluso si los que emplean tal terminología no se dan cuenta, la expresión de una extensión que se opera únicamente hacia abajo. Algunos adoptan incluso, como sinónimo o equivalente de “subconsciente”, el término de “inconsciente”, que, tomado a la letra, parecería referirse a un nivel todavía inferior, pero que, a decir verdad, corresponde menos exactamente a la realidad; si aquello de lo que se trata fuera verdaderamente inconsciente, no vemos incluso cómo sería posible hablar de ello, y sobre todo en términos psicológicos. Como quiera que sea, lo que es todavía digno de observación, es la extraña ilusión en virtud de la cual los psicólogos llegan a considerar unos estados como tanto más “profundos” cuanto más inferiores son; ¿no hay ya ahí

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como un indicio de la tendencia a ir frente a la espiritualidad, única que puede ser llamada verdaderamente profunda, puesto que sólo ella toca al principio y al centro mismo del ser? Señalemos asimismo que, al apelar al "subconsciente", la psicología tiende gradualmente a reunirse con la "metapsíquica", en la cual, por una coincidencia al menos extraña, algunos "tradicionalistas" ponen hoy esperanzas tan injustificadas como la que les inspira la nueva orientación de la ciencia ordinaria; y, en la misma medida, también se aproxima inevitablemente al espiritismo y a otras cuestiones más o menos similares que se apoyan, en definitiva, sobre los mismos elementos oscuros del psiquismo inferior. Si tales cosas, de origen y carácter más que sospechoso, se convierten de esta forma en movimientos "precursores" de la psicología reciente y si ésta llega, aunque sea dando un rodeo, a introducir los elementos en cuestión en el ámbito de lo que se admite como ciencia "oficial", es muy difícil pensar que, en el presente estado del mundo, el verdadero papel de esta psicología pueda ser otro que el que indicábamos antes. No estando el dominio de la psicología extendido hasta lo alto, lo “supra-consciente”, como decíamos en todo momento, le permanece más totalmente extraño y cerrado que nunca; y, cuando le llega encontrar algo con él relacionado, en lugar de reconocer su ignorancia a este respecto, pretende anexionárselo pura y simplemente asimilándolo al “subconsciente”. Encontramos aquí de nuevo esta confusión de lo psíquico con lo espiritual sobre la cual ya hemos atraído la atención, agravada aún por el hecho de producirse con lo que hay más bajo en el dominio psíquico; en ello reside la “subversión” a la que aludíamos al principio, y es lo que ocurre especialmente, como explicaremos a continuación más completamente, en el caso de la interpretación psicológica de las doctrinas orientales. * * * Hemos hecho notar, en anteriores ocasiones, que las más groseras deformaciones, entre las que circulan por el Occidente, como, por ejemplo, aquella que pretende ver en los métodos del Yoga una especie de "cultura física" o de terapéutica de carácter puramente fisiológico, son, por su propia tosquedad, menos peligrosas que las que adoptan aspectos más sutiles. La razón de que así ocurra no reside únicamente en el hecho de que estas últimas arriesgan seducir a espíritus sobre los cuales las otras no tendrían ninguna influencia; tal razón existe, pero también hay otra de un alcance mucho más general, que es aquella misma en cuyo caso, y como ya hemos explicado anteriormente, las concepciones materialistas resultan mucho menos peligrosas que las que invocan el psiquismo inferior. Ahora bien, no es contestable que, donde interviene el más bajo psiquismo, hay que colocar las que pretenden establecer una comparación e incluso una asimilación más o menos completa entre los mismos métodos del Yoga y las más recientes técnicas de la tecnología occidental, nos referimos a las que proceden de las diversas variedades del "psicoanálisis". Entiéndase bien, el fin puramente espiritual, único que constituye esencialmente el Yoga como tal, y sin el cual el empleo mismo de esta palabra no es más que una verdadera irrisión, no es menos totalmente desconocido en este último caso, que en aquel que sólo trata de "cultura física": el Yoga no es más una terapéutica psíquica que una terapéutica corporal; sus procedimientos en ningún momento pueden ser considerados como un tratamiento para cualquier tipo de enfermos o desequilibrados; muy al contrario, exclusivamente se dirige a seres que, para poder realizar el desarrollo espiritual que constituye su única razón de ser, dadas sus meras disposiciones naturales, deben encontrarse ya tan perfectamente equilibrados como sea posible; como es fácil entender, se exigen aquí una serie de condiciones que entran por completo en el terreno de las cualificaciones iniciáticas. Apenas hace falta añadir que no se trata tampoco de ejercicios "pedagógicos": la educación profana no tiene desde luego nada que ver con la iniciación, ni con la espiritualidad, a la cual tendería más bien a apagar; y destacaremos solamente aún, a este propósito, el sorprendente contrasentido que consiste en tomar por una "ciencia de la vida" lo que no está precisamente destinado más que a permitir al ser sobrepasar la vida, tanto como todas las demás limitaciones de la existencia condicionada. Esas consideraciones bastan ampliamente para mostrar todo lo que hay de erróneo en la pretensión del "psicologismo" de anexionarse ciertas doctrinas orientales y sus métodos propios de "realización"; pero ése no es aún más que lo que podríamos denominar su vertiente infantil, de una ingenuidad que llega a veces hasta la estupidez,

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pero incomparablemente menos grave que la vertiente verdaderamente "satánica" sobre el cual vamos a volver ahora de manera más precisa. Este carácter "satánico" aparece con particular claridad en las interpretaciones psicoanalíticas del simbolismo o de lo que se presenta como tal con razón o sin ella; establecemos esta restricción porque, sobre este punto como sobre tantos otros, si pretendiésemos entrar en detalles habría muchas distinciones que hacer y muchas confusiones que disipar: así, por tomar solamente un ejemplo típico, resulta que un ensueño en el que se expresa alguna inspiración "suprahumana" es verdaderamente simbólico mientras que un sueño corriente no lo es en modo alguno, sean cuales fueren las apariencias exteriores. Es evidente que los psicólogos de las escuelas anteriores ya habían intentado con frecuencia explicar el simbolismo a su manera y reducirlo a la medida de sus propias concepciones; en tal caso, si verdaderamente se trata de simbolismos, tales explicaciones que utilizan elementos puramente humanos, aquí como en cualquier otra cuestión en que se consideren asuntos de carácter tradicional, desconocen de manera sistemática lo más esencial; si, por el contrario, sólo se trata de cosas humanas, ya no hay más que un falso simbolismo, pero el hecho mismo de designarlo por este nombre implica una vez más el mismo error acerca de la verdadera naturaleza de éste. Esto se aplica igualmente a las consideraciones a las que se dedican los psicoanalistas, con la diferencia de que entonces no sólo hay que hablar de lo humano, sino también y en gran medida de lo "infrahumano"; por lo tanto, en esta ocasión nos encontramos en presencia no ya de una simple reducción, sino de una completa subversión; además, toda subversión, incluso cuando no se debe, inmediatamente al menos, más que a la incomprehensión y a la ignorancia, es siempre en sí misma propiamente "satánica". Por lo demás, el carácter generalmente innoble y repugnante de las interpretaciones psicoanalíticas constituye a este respecto una "marca" perfectamente inequívoca; además, también resulta particularmente significativo desde nuestro punto de vista el hecho de que, como hemos dicho en otra parte, esta misma "marca" se encuentre también en algunas de las manifestaciones espiritistas; ciertamente, sería necesaria una buena dosis de buena voluntad, por no decir una completa ceguera para no ver aquí más que una mera "coincidencia". Naturalmente, en la mayoría de los casos, los psicoanalistas pueden ser tan inconscientes como los espiritistas respecto a lo que realmente hay debajo de todo esto; sin embargo, unos y otros parecen igualmente "dirigidos" por una voluntad subversiva que en ambos casos utiliza elementos del mismo orden, cuando no exactamente idénticos, voluntad que, sean cuales fueren los entes en los que se encarna, ciertamente resulta perfectamente consciente, al menos entre estos, respondiendo a unas intenciones harto diferentes de cuanto pueden imaginar los que sólo son meros instrumentos inconscientes de su acción. En tales condiciones resulta evidente que el uso principal del psicoanálisis, que es su aplicación terapéutica, por fuerza tiene que ser considerablemente peligrosa para los que se someten a ella, e incluso para los que la ejercen, pues estos asuntos pertenecen al tipo de los que no se dejan manejar impunemente; no resultaría excesivamente exagerado ver en dichas prácticas uno de los medios más característicos que se ponen en acción con el fin de agudizar lo más posible el desequilibrio del mundo moderno y de los cuales otro ejemplo nos lo proporciona el uso similar de la "radiestesia", pues también ahí son elementos psíquicos de la misma calidad los que entran en juego. Los que practican estos métodos están, sin duda, persuadidos del carácter benéfico de los resultados obtenidos; pero es precisamente esta ilusión la que hace posible su difusión, viéndose así toda la diferencia que existe entre las intenciones de estos "practicantes" y la voluntad directora de la empresa de la que no son más que ciegos colaboradores. En realidad, el psicoanálisis sólo puede conseguir un acercamiento al nivel de la clara conciencia de todo el contenido de tales "bajos fondos" del ser, constitutivos de lo que con toda propiedad se llama el subconsciente; por otra parte este ser ya es psíquicamente débil por hipótesis puesto que, si no fuera así, en modo alguno sentiría la necesidad de recurrir a este tipo de tratamiento; por ello resulta tanto menos capaz de resistir el embate de esta "subversión" y corre el riesgo de hundirse irremediablemente en el caos de fuerzas tenebrosas imprudentemente desencadenadas; de modo que, si a pesar de todo llega a poderse zafar de ellas, conservará al menos, durante toda su vida, una huella tan indeleble como la peor "ofensa".

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De sobra sabemos que, invocando cierta semejanza con el "descenso a los Infiernos", tal como se considera en las fases preliminares del proceso iniciático, podrían objetarse los argumentos expuestos; mas tal asimilación resulta perfectamente falsa, ya que sus objetivos respectivos nada tienen en común, como, por lo demás, ocurre con las condiciones del "sujeto" en ambos casos; tal vez sólo pudiera hablarse de una especie de parodia profana con lo que bastaría para conferir a aquello de lo que se trata un carácter de "falsificación" más bien inquietante. En realidad, ese supuesto "descenso a los Infiernos" al que no sigue ninguna vuelta a la superficie, no es más que una "caída en el cenagal", por denominarla de la misma forma que algunos Misterios de la Antigüedad; como se sabe, este "cenagal" existía de hecho en el camino que llevaba a Eleusis y aquellos que caían en él eran considerados como profanos que aspiraban a la iniciación sin estar debidamente cualificados para recibirla, con lo que resultaban víctimas de su propia imprudencia. Nos limitaremos a añadir que efectivamente existen tales "cenagales" tanto en el orden macrocósmico como en el microcósmico; todo esto se relaciona directamente con la cuestión de las "tinieblas exteriores" a la cual hemos hecho alusión recientemente; y se podrían recordar, a este respecto, determinados textos evangélicos cuyo sentido concuerda exactamente con cuanto acabamos de indicar. Durante el "descenso a los Infiernos", el ser agota definitivamente ciertas posibilidades inferiores para poder elevarse posteriormente a los estados superiores; por el contrario, en la "caída en el cenagal", las posibilidades inferiores se apoderan de él, lo dominan y acaban sumergiéndolo por completo. Una vez más acabamos de aludir a la "falsificación"; esta impresión queda reforzada por otro tipo de observaciones como la de desnaturalización del simbolismo que ya ha sido señalada y que, además, tiende a extenderse a todo lo que comporta esencialmente elementos "supra-humanos", como lo demuestra la actitud tomada respecto a las doctrinas de orden metafísico e iniciático como el Yoga, actitud que precisamente nos ha impulsado a desarrollar las presentes consideraciones. Pero eso no es todo y hay incluso otra cosa que, en este aspecto, es quizás todavía más digno de señalar: y es la necesidad, impuesta a todo aquel que aspira a practicar profesionalmente el psicoanálisis, de ser "psicoanalizado" previamente. Ante todo, ello implica el reconocimiento del hecho de que el individuo que ha padecido esta operación nunca vuelve a ser como antes, o bien que, como decíamos más arriba, ésta deja en él una huella indeleble, al igual que la iniciación, si bien en sentido inverso, ya que en lugar de un desarrollo espiritual se trata de un desarrollo del psiquismo inferior. Por otra parte, hay aquí una manifiesta imitación de la transmisión iniciática; pero, dada la diferente naturaleza de las influencias que intervienen y al producirse no obstante un resultado efectivo que no permite considerar la cosa como reducida a un simple simulacro sin ninguna influencia, en realidad esta transmisión sería más comparable a la practicada en un ámbito como el de la magia y, más concretamente, en el de la brujería. Existe además un punto bastante oscuro en lo referente al propio origen de esta transmisión: como, evidentemente, resulta imposible dar a los demás lo que uno mismo no posee y como el descubrimiento del psicoanálisis es muy reciente, cabe preguntarse: ¿quién ha conferido a los primeros psicoanalistas los "poderes" que transmiten a sus discípulos y quién ha podido "psicoanalizarlos" a ellos en un principio? Esta cuestión, que se plantea con toda naturalidad, al menos para todo aquel que sea capaz de reflexión, es probablemente muy indiscreta y es muy poco probable que alguna vez llegue a darse una respuesta satisfactoria; pero tampoco es indispensable eso para reconocer, en tal transmisión psíquica, otra "marca" verdaderamente siniestra si se consideran las asociaciones a las que da lugar: ¡El psicoanálisis presenta en este aspecto, un parecido más bien aterrador con algunos "sacramentos del diablo"!

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25b.- SOBRE LA AUTORIDAD ESPIRITUAL* Las enseñanzas de todas las doctrinas tradicionales son unánimes en afirmar la supremacía de lo espiritual sobre lo temporal y en no considerar como normal y legítima sino una organización social en la que se reconozca esta supremacía y se traduzca en las relaciones entre los poderes correspondientes a ambos dominios. Por otra parte, la historia nos muestra claramente que el desconocimiento de este orden jerárquico entraña siempre y en todas partes las mismas consecuencias: desequilibrio social, confusión de las funciones, dominio de los elementos inferiores, y también degeneración intelectual, olvido de los principios trascendentes, primero, para llegar después, de caída en caída, hasta la negación de todo verdadero conocimiento. La doctrina, que permite prever que todo deba irremediablemente ocurrir de este modo, no tiene necesidad, en sí misma, de tal confirmación a posteriori. Si, en nuestras obras, la hemos ilustrado frecuentemente con ejemplos históricos, es con el fin de que nuestros contemporáneos, que tanto vigilan los “hechos”, puedan al menos extraer de tales ejemplos el incentivo para reflexionar seriamente y ser conducidos sobre todo por tal camino a reconocer la verdad de la doctrina. Y si esta verdad fuese reconocida aunque sólo fuese por un pequeño grupo, ello constituiría ya un resultado importante, puesto que sería el punto de partida de un cambio de orientación apto para conducir a una restauración del orden normal. Y esta restauración, cualesquiera que puedan ser sus vías y modalidades, se realizará, tarde o temprano, necesariamente: cosa que vale la pena aclarar. Límites del desorden El poder temporal, hemos dicho, concierne al mundo de la acción y del cambio. Ahora bien, no poseyendo el cambio en sí mismo su propio principio, debe recibir de un principio superior su ley, por medio de la cual se integra en el orden universal. Si, por el contrario, pretende hacerse independiente de todo principio superior, por ello mismo asume el carácter de un puro y simple desorden. El desorden es, en el fondo, lo mismo que el desequilibrio, y, en el dominio humano, el desequilibrio se manifiesta por lo que se llama la injusticia, pues hay identidad entre los conceptos de justicia, orden, equilibrio, armonía, si no se quiere decir, más precisamente, que no son más que distintos aspectos de una sola y misma cosa, considerada de diferentes y múltiples maneras según los dominios en los que se manifiesta. Es propia de la doctrina extremo-oriental la idea de que la justicia está hecha de la suma de todas las injusticias; en el orden total, todo desorden se compensa por otro desorden. He aquí por qué motivo la revolución que eliminó a la realeza secularizada y absolutista es, al mismo tiempo, una lógica consecuencia y un castigo, es decir, una compensación de la anterior revuelta de esta misma realeza contra la autoridad espiritual. La ley es negada desde el instante en que se niega el principio mismo del que ella emana; pero sus negadores no han podido realmente suprimirla, y se vuelve así contra ellos; de este modo, el desorden debe finalmente entrar en el orden, al cual nada podría oponerse, si no es tan sólo en apariencia y de una forma totalmente ilusoria. Se podrá objetar que la revolución, por medio de la cual clases sociales inferiores han suplantado a la realeza secularizada y a la aristocracia guerrera a ella ligada, no es más que una agravación del desorden, y, con seguridad, ello es cierto si no se consideran más que los aspectos inmediatos; pero es precisamente esta misma agravación lo que impide al desorden perpetuarse indefinidamente. Si el poder temporal no perdiera su estabilidad al ignorar su subordinación con respecto a la autoridad espiritual, no habría ninguna razón para que cesara el desorden en un punto determinado, una vez se hubiera introducido en la organización social. El hecho es que cada vez que se acentúa el desorden, el *

"Sull'autorità spirituale" (15 de febrero de 1940). Contiene, con algún añadido, la mayor parte del capítulo IX: “La Loi Immuable” (“La Ley inmutable”.) de Autorité spirituelle et pouvoir temporel, París, 1929.

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movimiento se acelera, pues se da un paso más en el sentido del cambio puro y de la "instantaneidad". Por ello, cuanto más inferior es el orden de los elementos sociales que predominan, menos duradero es su dominio. Al igual que todo lo que no tiene más que una existencia negativa, el desorden se destruye a sí mismo: es en su propio exceso donde puede encontrarse el remedio a los casos más desesperados, puesto que la rapidez creciente del cambio necesariamente tendrá un término; y, frente a la crisis actual, ¿no comienzan muchos a sentir más o menos confusamente que las cosas no podrán continuar así indefinidamente? Un ciclo se cierra Aunque si, dado el estado en que se encuentra gran parte del mundo contemporáneo, una “rectificación” no fuese posible sin algún acontecimiento brusco y trágico, ésta no sería una razón suficiente para no plantearse tal género de problemas; de otra forma ¿no se mostraría así, por otra vía, el olvido de aquellos principios inmutables, que están más allá de todas las vicisitudes del mundo temporal que, en consecuencia, no pueden ser alterados por ninguna contingencia? Hemos tenido frecuentemente ocasión de mostrar que la humanidad jamás ha estado tan alejada de su estado primordial y normal como actualmente lo está. Pero, sin embargo, no debe olvidarse que el fin de un ciclo coincide con el comienzo de otro. También en las visiones simbólicas contenidas en el Apocalipsis, es en el límite extremo del desorden, casi en la aparente destrucción del "mundo exterior", cuando debe producirse el advenimiento de la "Jerusalén celestial", que representa, para un nuevo período de la historia humana, lo análogo al "paraíso terrestre" del estado primordial perdido por una humanidad, que terminará en ese mismo momento. La identidad entre los caracteres de la época moderna y aquellos que las doctrinas tradicionales indican para la fase final de la llamada “edad oscura” -Kali-Yuga- permiten pensar, sin equivocarse demasiado, que esta eventualidad no debe excluirse en absoluto. Si tales previsiones parecen demasiado aventuradas para quien no posea suficientes datos tradicionales para apoyarlas, pueden al menos recordarse los ejemplos del pasado. Así, podemos aludir al fin del Budismo en la India, desaparecido completamente precisamente cuando habría podido creerse definitivamente establecido, y la victoria, al contrario de la ortodoxia tradicional brahmánica tras una especie de eclipse que duró varios siglos. Es lo que acaece fatalmente a todo lo que se apoya solamente sobre lo contingente y sobre lo transitorio; es así como se anula el desorden y como se restablece al final el orden. También si a veces el desorden parece triunfar, este triunfo no podrá ser más que pasajero y tanto más efímero cuanto mayor haya sido el propio desorden. Sin duda así irán las cosas, tarde o temprano, y quizá más temprano de lo que se podría suponer, en el mundo occidental, donde el desorden, sobre todo en el dominio espiritual, ha llegado actualmente hasta un grado que no tiene precedentes. También aquí conviene esperar el fin. Y, sobre todo, si, como en nuestro caso, nos emplazamos en el punto de vista de las realidades espirituales, puede esperarse con calma y durante tanto tiempo como haga falta, puesto que tales realidades pertenecen al dominio de lo inmutable y de lo eterno. El ansia febril tan característica de nuestra época prueba que, en el fondo, nuestros contemporáneos se mantienen siempre en el punto de vista temporal, incluso cuando creen haberlo superado, y, a pesar de las pretensiones de algunos a este respecto, apenas saben lo que es la espiritualidad pura. Piedras de toque Por lo demás, entre aquellos mismos que se esfuerzan en reaccionar contra el "materialismo" moderno, ¿cuántos hay que sean capaces de concebir esa espiritualidad fuera de toda forma especial, y más particularmente de una forma religiosa, y extraer los principios de toda aplicación a circunstancias contingentes? Entre quienes se erigen en defensores de la autoridad espiritual, ¿cuántos sospechan lo que puede ser esta autoridad en estado puro, tal y como anteriormente dijimos, y se dan verdaderamente cuenta de lo que son sus funciones esenciales, sin detenerse en las apariencias externas, sin reducirlo todo a una simple cuestión de ritos, cuyas razones

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profundas le son por otra parte totalmente incomprendidas, o de "jurisprudencia", que es algo absolutamente temporal? Entre aquellos que quisieran intentar una restauración de la intelectualidad, ¿cuántos hay que no la rebajen al nivel de una simple "filosofía", entendida esta vez en el sentido habitual, laico y "profano" de la palabra, y que comprenden que, en su esencia y en su realidad profunda, intelectualidad y espiritualidad son una sola y la misma cosa bajo dos diferentes denominaciones? Entre aquellos que han mantenido a pesar de todo algo del espíritu tradicional –y hablamos solamente de éstos, ya que son los únicos cuyo pensamiento puede tener para nosotros algún peso- ¿cuántos hay que consideran la verdad por sí misma, de una forma enteramente desinteresada, independiente de toda preocupación sentimental, de toda pasión de partido o de escuela, de todo deseo de dominación o de proselitismo? Entre quienes, para escapar del caos social en que se debate el mundo occidental, comprenden que es preciso ante todo denunciar la vanidad de las ilusiones "democráticas" e "igualitarias", ¿cuántos poseen la noción de una verdadera jerarquía, esencialmente basada en las diferencias inherentes a la naturaleza propia de los seres humanos y en los grados de conocimiento a los que éstos efectivamente han llegado? Entre aquellos que se declaran adversarios del "individualismo", ¿cuántos hay que tengan conciencia de una realidad trascendente con respecto a los individuos? Si planteamos aquí todas estas preguntas es para permitir a todos aquellos que quieran reflexionar sobre ellas, encontrar la explicación de la inutilidad de ciertos esfuerzos, a pesar de las excelentes intenciones que sin duda animan a quienes los emprenden, y también la de todas las discusiones y de todos los malentendidos que se evidencian en tantos conflictos y tantas polémicas de hoy. Hay que tener bien claro todo eso, si se quiere proceder a una acción verdaderamente reconstructiva. "Patiens quia aeterna", dice a veces la autoridad espiritual, y justamente, no porque ninguna de las formas exteriores que pueda revestir sea eterna, pues toda forma no es sino contingente y transitoria, sino porque, en sí misma, en su verdadera esencia, participa de la eternidad y de la inmutabilidad de los principios. Y ésta es la razón por la cual dondequiera que unas fuerzas, siguiendo un instinto oscuro pero sin embargo muy preciso, se han levantado contra las formas más agudas y visibles del mal, de las cuales sufre el mundo moderno, tomaran como punto de referencia verdadero esta autoridad, se puede estar seguro de que, cualesquiera que sean las apariencias y las vicisitudes alternadas de los conflictos, tocará sólo a ellas decir la última palabra.

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LA VERSIÓN DE BASE: 25a.- Capítulo IX de Autorité Spirituelle et Pouvoir Temporel: LA LEY INMUTABLE Las enseñanzas de todas las doctrinas tradicionales son, como se ha visto, unánimes en afirmar la supremacía de lo espiritual sobre lo temporal y en no considerar como normal y legítima sino una organización social en la que se reconozca esta supremacía y se traduzca en las relaciones entre los poderes correspondientes a ambos dominios. Por lo demás, la historia muestra claramente que el desconocimiento de este orden jerárquico entraña siempre y en todas partes las mismas consecuencias: desequilibrio social, confusión de las funciones, dominio de los elementos inferiores, y también degeneración intelectual, olvido de los principios trascendentes, primero, para llegar después, de caída en caída, hasta la negación de todo verdadero conocimiento. Es preciso, por otra parte, insistir en que la doctrina, que permite prever que todo deba irremediablemente ocurrir de este modo, no tiene necesidad, en sí misma, de tal confirmación a posteriori; pero si, no obstante, creemos deber insistir sobre ello, es porque, siendo nuestros contemporáneos particularmente sensibles a los hechos, en razón de sus tendencias y de sus costumbres mentales, hay aquí algo que les incita a reflexionar seriamente, y quizá sobre todo por ello, pueden ser llevados a reconocer la verdad de la doctrina. Si esta verdad fuera reconocida, aunque tan sólo por una minoría, sería ya un resultado de una importancia considerable, ya que no es sino de esta forma como puede comenzar un cambio de orientación tendente a una restauración del orden normal; y esta restauración, sean cuales sean sus medios y modalidades, necesariamente se producirá tarde o temprano; sobre este último punto debemos dar aún algunas explicaciones. El poder temporal, hemos dicho, concierne al mundo de la acción y del cambio; ahora bien, no poseyendo el cambio en sí mismo su razón suficiente1, debe recibir de un principio superior su ley, tan sólo por la cual se integra en el orden universal; si, por el contrario, se pretende independiente de todo principio superior, ya no es, por ello mismo, sino puro y simple desorden. El desorden es, en el fondo, lo mismo que el desequilibrio, y, en el dominio humano, se manifiesta por lo que se llama la injusticia, pues hay identidad entre las nociones de justicia, orden, equilibrio, armonía... o, más precisamente, todo esto no son más que distintos aspectos de una sola y misma cosa, considerada de diferentes y múltiples maneras según los dominios en los que se aplique2. Ahora bien, según la doctrina extremo-oriental, la justicia está hecha de la suma de todas las injusticias, y, en el orden total, todo desorden se compensa por otro desorden; por ello, la revolución que eliminó a la realeza fue a la vez su consecuencia lógica y su castigo, es decir, la compensación de la anterior revuelta de esta misma realeza contra la autoridad espiritual. La ley es negada desde el instante en que se niega el principio mismo del que ella emana; pero sus negadores no han podido realmente suprimirla, y se vuelve así contra ellos; de este modo, el desorden debe finalmente entrar en el orden, al cual nada podría oponerse, si no es tan sólo en apariencia y de una forma totalmente ilusoria. Se objetará sin duda que la revolución, sustituyendo el poder de los Chatrias por el de las castas inferiores, no es más que una agravación del desorden, y, con seguridad, ello es cierto si no se consideran más que los resultados inmediatos; pero es precisamente esta misma agravación lo que impide al desorden perpetuarse indefinidamente. Si el poder temporal no perdiera su estabilidad al ignorar su subordinación con respecto a la autoridad espiritual, no habría ninguna razón para que cesara el desorden una vez se 1

Es ésta, propiamente, la definición misma de la contingencia

2

Todos estos sentidos, y también el de "ley", están comprendidos en lo que la doctrina hindú designa con el término dharma; el cumplimiento por cada ser de la función que conviene a su naturaleza propia, sobre la cual descansa la distinción de las castas, es llamado swadharma, y podría relacionarse esto con lo que Dante, en el texto que hemos citado y comentado en el anterior capítulo, designa como el "ejercicio de la virtud propia". Retomamos así, a propósito de ello, lo que en otro lugar dijimos acerca de la "justicia" considerada como uno de los atributos fundamentales del "Rey del Mundo" y sobre sus relaciones con la "paz".

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hubiera introducido en la organización social; pero hablar de la estabilidad del desorden es una contradicción en los términos, ya que no es en suma, si puede decirse, sino el cambio reducido a sí mismo; sería como pretender encontrar la inmovilidad en el movimiento. Cada vez que se acentúa el desorden, el movimiento se acelera, pues se da un paso más en el sentido del cambio puro y de la "instantaneidad"; por ello, como antes dijimos, cuanto más inferior es el orden de los elementos sociales que predominan, menos duradero es su dominio. Al igual que todo lo que no tiene más que una existencia negativa, el desorden se destruye a sí mismo; es en su propio exceso donde puede encontrarse el remedio a los casos más desesperados, puesto que la rapidez creciente del cambio necesariamente tendrá un término; y, en la actualidad, ¿no comienzan muchos a sentir más o menos confusamente que las cosas no podrán continuar así indefinidamente? Incluso aunque en el punto en que está el mundo no sea ya posible un enderezamiento sin una catástrofe, ¿es ésta una razón suficiente para no considerarlo a pesar de todo? Y, si ello se rechazara, ¿no constituiría ésta una forma del olvido de los principios inmutables, que están más allá de todas las vicisitudes de lo "temporal" y que, en consecuencia, ninguna catástrofe podría afectar? Anteriormente dijimos que la humanidad jamás ha estado tan alejada del "Paraíso terrestre" de como actualmente lo está; pero, sin embargo, no debe olvidarse que el fin de un ciclo coincide con el comienzo de otro; por lo demás, si nos remitimos al Apocalipsis, se verá que es en el límite extremo del desorden, casi en la aparente destrucción del "mundo exterior", cuando debe producirse el advenimiento de la "Jerusalén celestial", que será, para un nuevo período de la historia de la humanidad, lo análogo de lo que fue el "Paraíso terrestre" para aquel que terminará en ese mismo momento3. La identidad entre los caracteres de la época moderna y aquellos que las doctrinas tradicionales indican para la fase final del Kali-Yuga permiten pensar, sin demasiado engaño, que esta eventualidad podría no ser demasiado lejana; y éste sería, con seguridad, tras el presente oscurecimiento, el completo triunfo de lo espiritual4. Si tales previsiones parecen demasiado aventuradas, como en efecto pueden parecerlo a quien no posea suficientes datos tradicionales para apoyarlas, pueden al menos recordarse los ejemplos del pasado, que claramente demuestran que todo lo que no se basa sino en lo contingente y lo transitorio pasa fatalmente, que siempre el desorden se desvanece y el orden finalmente se restaura, de modo que, incluso aunque a veces el desorden parezca triunfar, este triunfo no podría ser sino pasajero, y tanto más efímero cuanto mayor sea el desorden. Sin duda ocurrirá lo mismo, tarde o temprano, y quizá más temprano de lo que se estaría tentado de suponer, en el mundo occidental, donde el desorden, en todos los dominios, se ha llevado actualmente más lejos de lo que jamás lo ha estado en parte alguna; también aquí conviene esperar el fin; e, incluso aunque, como hay motivos para temer, este desorden debiera extenderse durante algún tiempo sobre toda la tierra, ello no bastaría para modificar nuestras conclusiones, pues no sería más que la confirmación de las previsiones que antes indicábamos en cuanto al fin de un ciclo histórico, y la restauración del orden debería solamente operarse, en este caso, en una escala mucho más vasta que en todos los ejemplos conocidos, pero, por ello mismo, sería incomparablemente más profunda e integral, ya que llegaría hasta ese retorno al "estado primordial" del que hablan todas las tradiciones5.

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Sobre las relaciones entre el "Paraíso terrenal" y la "Jerusalén celestial", ver L'Ésotérisme de Dante, págs. 91-93. 4

Sería además, según ciertas tradiciones del esoterismo occidental vinculadas a la corriente a la que Dante pertenecía, la verdadera realización del "Sacro Imperio"; y, en efecto, la humanidad habría entonces reencontrado el "Paraíso terrestre", lo que, por otra parte, implicaría la reunión de los poderes espiritual y temporal en su principio, manifestándose éste de nuevo visiblemente tal como lo estuvo en el origen. 5

Debe quedar claro que la restauración del "estado primordial" siempre es posible para ciertos hombres, pero no constituyen entonces sino casos excepcionales; se trata aquí de esta restauración considerada en cuanto a la humanidad tomada colectivamente y en su conjunto.

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Por otra parte, cuando uno se sitúa, como hacemos nosotros, en el punto de vista de las realidades espirituales, puede esperarse sin turbación y durante tanto tiempo como haga falta, pues éste es, como hemos dicho, el dominio de lo inmutable y de lo eterno; la agitación febril tan característica de nuestra época prueba que, en el fondo, nuestros contemporáneos se mantienen siempre en el punto de vista temporal, incluso cuando creen haberlo superado, y, a pesar de las pretensiones de algunos a este respecto, apenas saben lo que es la espiritualidad pura. Por lo demás, entre aquellos mismos que se esfuerzan en reaccionar contra el "materialismo" moderno, ¿cuántos hay que sean capaces de concebir esa espiritualidad fuera de toda forma especial, y más particularmente de una forma religiosa, y extraer los principios de toda aplicación a circunstancias contingentes? Entre quienes se erigen en defensores de la autoridad espiritual, ¿cuántos sospechan lo que puede ser esta autoridad en estado puro, tal y como anteriormente dijimos, y se dan verdaderamente cuenta de lo que son sus funciones esenciales, sin detenerse en las apariencias externas, sin reducirlo todo a una simple cuestión de ritos, cuyas razones profundas le son por otra parte totalmente incomprendidas, o de "jurisprudencia", que es algo absolutamente temporal? Entre aquellos que quisieran intentar una restauración de la intelectualidad, ¿cuántos hay que no la rebajen al nivel de una simple "filosofía", entendida esta vez en el sentido habitual y "profano" de la palabra, y que comprenden que, en su esencia y en su realidad profunda, intelectualidad y espiritualidad son una sola y la misma cosa bajo dos diferentes denominaciones? Entre aquellos que han mantenido a pesar de todo algo del espíritu tradicional, y no hablamos aquí sino para éstos, ya que son los únicos cuyo pensamiento puede tener para nosotros algún valor, ¿cuántos hay que consideran la verdad por sí misma, de una forma enteramente desinteresada, independiente de toda preocupación sentimental, de toda pasión de partido o de escuela, de todo deseo de dominación o de proselitismo? Entre quienes, para escapar del caos social en que se debate el mundo occidental, comprenden que es preciso ante todo denunciar la vanidad de las ilusiones "democráticas" e "igualitarias", ¿cuántos poseen la noción de una verdadera jerarquía, esencialmente basada en las diferencias inherentes a la naturaleza propia de los seres humanos y en los grados de conocimiento a los que éstos efectivamente han llegado? Entre aquellos que se declaran adversarios del "individualismo", ¿cuántos hay que tengan conciencia de una realidad trascendente con respecto a los individuos? Si planteamos aquí todas estas preguntas es porque permitirán, a quienes quieran reflexionar sobre ellas, encontrar la explicación de la inutilidad de ciertos esfuerzos, a pesar de las excelentes intenciones que sin duda animan a quienes los emprenden, y también la de todas las discusiones a las que aludíamos en las primeras páginas de este libro. No obstante, en tanto que subsista una autoridad espiritual regularmente constituida, aunque sea ignorada por casi todos e incluso por sus propios representantes, aunque esté reducida a no ser más que la sombra de sí misma, esta autoridad tendrá siempre la mejor parte, y esta parte no podría serle arrebatada6, porque en ella hay algo más alto 6

Pensamos aquí en el conocido relato evangélico, en el que María y Marta pueden efectivamente ser consideradas como simbolizando respectivamente lo espiritual y lo temporal, en tanto que corresponden a la vida contemplativa y a la vida activa. Según san Agustín (Contra Faustum, XX, 52-58), se encuentra el mismo simbolismo en las dos esposas de Jacob: Lia (laborans) representa la vida activa, y Raquel (visum principium), la vida contemplativa. Además, en la "Justicia" se resumen todas las virtudes de la vida activa, mientras que en la "Paz" se realiza la perfección de la vida contemplativa; y se hallan aquí los dos atributos fundamentales de Melquisedec, es decir, del principio común de los dos poderes espiritual y temporal, que respectivamente rigen el dominio de la vida activa y el de la vida contemplativa. Por otra parte, también para san Agustín (Sermo XLIII de Verbis Isaiae, c. 2), la razón está en la cúspide de la parte inferior del alma (sentido, memoria y cogitación), y el intelecto en la cumbre de su parte superior (que conoce las ideas eternas que son las razones inmutables de las cosas); a la primera pertenece la ciencia (de las cosas terrestres y transitorias), y a la segunda la Sabiduría (el conocimiento de lo absoluto y de lo inmutable); la primera se refiere a la vida activa, la segunda a la vida contemplativa. Esta distinción equivale a la existente entre las facultades individuales y supra-individuales, y a la de los dos órdenes de conocimiento que respectivamente les corresponden; y aún puede relacionarse con ello este texto de Santo Tomás de Aquino: "Dicendum quod sicut rationabiliter procedere attribuitur naturali philosophiae, quia in ipsa observatur maxime modus rationis, ita intellectualiter procedere attribuitur divinae scientiae, eo quod in ipsa observatur

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que las posibilidades puramente humanas, ya que, incluso debilitada o dormida, todavía encarna "lo único necesario", lo único que no pasa. "Patiens quia aeterna", se dice a veces de la autoridad espiritual, y muy justamente, no porque ninguna de las formas exteriores que pueda revestir sea eterna, pues toda forma no es sino contingente y transitoria, sino porque, en sí misma, en su verdadera esencia, participa de la eternidad y de la inmutabilidad de los principios; y es por ello que, en todos los conflictos que enfrenten al poder temporal con la autoridad espiritual, se puede estar seguro de que, sean cuales puedan ser las apariencias, siempre es ésta la que tendrá la última palabra.

maxime modus intellectus" (In Boetium de Trinitate, q. 6, art. 1, ad. 3). Anteriormente se ha visto que, según Dante, el poder temporal se ejerce según la "filosofía" o la "ciencia" racional, y el poder espiritual según la "Revelación" o la "Sabiduría" suprarracional, lo que corresponde muy exactamente a esta distinción entre las partes inferior y superior del alma.

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ANEXOS DOCUMENTALES 1.- PRÓLOGO A LA EDICIÓN ARGENTINA Ojalá que tengamos suerte con este libro, ojalá que ayudemos a modificar la imagen que se tiene de René Guénon. Hasta ahora se habían dado varias versiones del mismo de acuerdo a las afinidades electivas que tuviera en vida. Lo tuvimos así al Guénon gnóstico, por haber llegado a ser obispo de tal iglesia, al masón, por haber sido afiliado a tal organización, al hinduista por haber escrito libros sobre dicha religión, al musulmán por haber sido un converso del Islam, al católico por haber considerado a la Iglesia como el gran reservorio de la Tradición en el Occidente, y hasta tiempo atrás llegamos a escuchar hablar del marxista por razones que sería burdo señalar aquí. Faltaba sólo el que difundimos ahora en este libro, el fascista, respecto de lo cual esperamos al menos ayudar a cambiar ciertas ideas en relación a dicho autor. Se trata aquí en esta obra de la recopilación, que por primera vez se hace en nuestra lengua, de artículos escritos en el suplemento literario del periódico Il Regime Fascista que se editaba en Cremona, y que era dirigido por el jerarca Roberto Farinacci, que se titulaba Diorama Filosofico y estaba a cargo en su dirección de su gran amigo Julius Evola, respecto del cual varios capciosos, especialmente masones actuales, se han cansado de insistirnos en sus diferencias. Estos artículos no fueron una cosa ocasional, sino que abarcaron un importante período de seis años, entre 1934 y 1940 y los mismos fueron firmados algunas veces bajo el pseudónimo de Ignitus y otras directamente por el mismo René Guénon, quien demostró así no tener inconveniente alguno en figurar en tal publicación. Resaltemos además que Diorama Filosófico no era simplemente una publicación de entretenimiento literario, sino que tenía por meta, en un plano estrictamente intelectual, realizar la misma obra que Farinacci pretendía efectuar en una esfera política, la de darle al fascismo un contenido revolucionario y conservador desvistiéndolo así de aquellas vetas populistas, clericales y burguesas que fueron las que en última instancia determinaron su fracaso. Es decir la meta de tales publicaciones era la de convertir a tal movimiento en una cosa decididamente anti-moderna y tradicional. De este modo esperamos que con este libro ayudemos a hacer desaparecer también esa imagen del Guénon aséptico, apolítico, fatalista y meramente contemplativo a la que ha ayudado enormemente a construir el sistema. Para los que han querido edificarnos la imagen del Guénon masón digamos que Diorama Filosófico era una publicación abiertamente antimasónica, viendo en tal organización al instrumento utilizado por la Modernidad para destruir los vestigios de la Tradición, tal como nuestro autor brillantemente expone en sus escritos sobre la Guerra Secreta. Del mismo modo, para los que desde una orilla en apariencias opuesta nos han querido pintar a un Guénon güelfo y clerical simplemente por haber valorado ciertas vetas tradicionales en el catolicismo, la colaboración con una publicación dirigida por un autor que se opusiera a la firma del Concordato con la Iglesia representa una nueva desmentida. Tal como sostenía el grupo de pensadores actuantes en el movimiento de la Revolución Conservadora, se trataba pues de influir sobre el Fascismo y el Nacional Socialismo a fin de que el mismo en algún momento pudiese llegar a asumir posturas decididamente anti-modernas y tradicionales. Lo cual lamentablemente no pudo suceder, pero ello no le quita valor al intento y sirve principalmente para mostrarnos que ser un hombre de la Tradición no es quedar sometido pasivamente a los cursos pretendidamente fatales y cíclicos de la historia, sino tratar en cambio de producir una rectificación en los acontecimientos. Este proyecto contó con la colaboración de otros importantes autores simpatizantes de los fines de dicho movimiento. Podemos señalar a Rohan, Dodsworth, Stapel, Benn, De Reynold, Valéry, Scaligero, Pavese, Günther y Díaz de Santillana entre otros, junto por supuesto a los aludidos Evola y Guénon quienes produjeron la mayor cantidad de artículos, habiéndose convertido dicha publicación en la más importante de tal tipo en el período de pre-guerra. La recopilación que aquí presentamos fue editada en Italia por Ediciones Ar en 1988. Los

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artículos de Guénon que publicamos lo fueron en las fechas que seguidamente enumeramos, aclarando que donde no se dice nada los mismos llevaban su firma. 1) Conocimiento espiritual y «cultura profana» (2 de febrero 1934). 2) Sobre la enseñanza «tradicional» y sobre el sentido de los símbolos (2 de marzo 1934). 3) Significado del «folk-lore» (16 de marzo 1934, bajo la sigla R. G.) 4) Dos mitos: civilización y progreso (18 de abril 1934, con la firma de Ignitus). 5) El mito del progreso (2 de mayo 1934, bajo el pseudónimo de Ignitus) 6) Aquello a lo que se reduce la «religión» de un filósofo (1 de junio 1934) 7) El mito moralista-sentimental (16 de junio 1934, bajo el pseudónimo de Ignitus). 8) La superstición de la «ciencia» (1 de julio de 1934, bajo el pseudónimo de Ignitus). 9) Cientificismo moderno y conocimiento tradicional (19 de julio 1934, bajo el pseudónimo de Ignitus) 10) La superstición de la «vulgarización» (2 de agosto 1934, bajo el pseudónimo de Ignitus). 11) La superstición de la «vida» (24 de agosto 1934, bajo el pseudónimo de Ignitus). 12) Precisiones necesarias: dos ciencias (17 de octubre 1934) 13) El problema de los «principios» (16 de noviembre 1934, bajo el pseudónimo de Ignitus). 14) El problema de la constitución de la élite (18 de enero 1935). 15) Orientaciones: fin de un mundo (10 de mayo 1935). 16) Sobre la concepción tradicional de las artes (9 de julio 1935, bajo el pseudónimo de Ignitus). 17) Crítica del individualismo (17 de septiembre 1935). 18) Tradición y tradicionalismo (17 de noviembre 1936). 19) Sobre los peligros de lo «espiritual» (27 de abril 1937). 20) Sobre el sentido de las proporciones (15 de febrero 1939). 21) Exploraciones sobre la otra orilla (31 de marzo 1939). 22) Guerra secreta (18 de abril 1939). 23) Más allá del plano «mental»(16 de julio 1939). 24) Sobre la perversión «psicoanalítica» (19 de diciembre 1939). 25) Sobre la autoridad espiritual (15 de febrero 1940). También se reproduce aquí la Glosa compuesta por Evola para el escrito Guerra secreta, publicada el 2/05/1934, así como son también de tal autor las notas que aparecen al pie de algunos artículos de Guénon. Marcos Ghio

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2.- ADENDA (EN RESPUESTA AL PRÓLOGO ANTERIOR) “Siéndonos el dominio de la política totalmente ajeno, rechazamos formalmente asociarnos a toda consecuencia de este orden que se pretendiera sacar de nuestros escritos, en el sentido que sea, y, por consiguiente, suponiendo que la circunstancia se produzca, no seremos de ello sin duda más responsable, a ojos de toda persona de buena fe y de sano juicio, de lo que lo somos de ciertas frases que nos ha atribuido a veces gratuitamente la fértil imaginación del Sr. paul le cour”. De la reseña de René Guénon al nº de Atlantis de febrero de 1936. Recopilada en René Guénon, Comptes Rendus, Éditions Traditionnelles, París, 1973. *

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“Quizá todo esto sea un esfuerzo vano, dada la mentalidad de esa gente, pero igualmente es posible que algo llegue a algunas personas susceptibles de comprender”. De la carta a Julius Evola del 27 de enero de 1934 sobre su participación en II regime fascista de Cremona. Citada en Pietro Nutrizio ¿Implicaciones políticas en la obra de René Guénon? Artículo publicado en el nº 39 (julio-agosto de 1973) de la Rivista di Studi Tradizionali de Turín. *

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“En cuanto a la ‘Guardia de Hierro’, lo que me dice no me parece completamente tranquilizador; desconfío siempre de ciertas ‘revelaciones’ y ‘misiones’ (no he visto sino demasiadas cosas de esa clase); y no pienso que actualmente un movimiento ‘exterior’ cualquiera, en Europa, pueda realmente estar fundado sobre principios tradicionales. Me parece lo mejor el mantenerse todo lo posible al margen de todas esas actividades, que no pueden ser más que inútilmente peligrosas.” De la carta de R. Guénon a Vasile Lovinescu del 28 de agosto de 1936. Publicada en la desaparecida Symbolos, nº 17-18, Guatemala, 1999. Facsímil del original en: Lettere a Vasile Lovinescu, All Insegna del Veltro, Parma, 1996. *

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“Los Cahiers de l'Ordre, órgano antimasónico, que habían interrumpido su publicación a principios de año, la han retomado en septiembre. Vemos en él el anuncio de un ‘Partido nacional-popular’ francés anti-judío, que, a imitación de los ‘racistas’ alemanes, ha tomado como emblema la esvástica; ¿a qué no podrán servir los símbolos cuando ya no se los comprende?” Reseña publicada en Le Voile d´Isis, octubre de 1930. Recopilada en Études sur la FrancMaçonnerie et le Compagnonnage I, Ed. Traditionnelles, París.

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3.- Por si alguien alegara para su tesis de que existe también “Un René Guénon fascista”, cabe señalar que el artículo “Sugestiones sociales, democracia y élite”, no es más que una reelaboración del capítulo “El Caos Social” de La Crise du Monde Moderne, luego tampoco es ninguna novedad. A continuación se reproducen ambas versiones. SUGESTIONES SOCIALES, DEMOCRACIA y "ÉLITE"* De acuerdo a las concepciones a las cuales se conforma el conjunto de nuestra actividad, todo interés desde un punto de vista simplemente "social" no puede ser sino indirecto, puesto que representa sólo una aplicación bastante lejana de los principios fundamentales y puesto que, en consecuencia, no es en tal dominio donde podría comenzar una verdadera "rectificación" del mundo moderno. En efecto, si tal "rectificación" fuese ejecutada al revés, es decir partiendo de las consecuencias en vez de partir de los principios, la misma carecería fatalmente de una base seria y sería totalmente ilusoria; de ella no podría nunca resultar nada estable y se debería comenzar a cada momento de nuevo, puesto que se habría descuidado un acuerdo preliminar sobre verdades esenciales. Por ello nos resulta imposible conceder a las contingencias políticas, aun dando a tal palabra su sentido más amplio, un valor diferente del de simples signos exteriores de la mentalidad de una época; pero, aunque fuese sólo a tal respecto, no sería ni siquiera posible pasar totalmente en silencio las manifestaciones del desorden moderno en el dominio social propiamente dicho. En el estado actual del mundo occidental, ya nadie se encuentra más en el lugar que normalmente le correspondería de acuerdo a su naturaleza propia. Es aquello que se expresa cuando se dice que las castas no existen ya, puesto que la casta, entendida en su verdadero sentido tradicional, no es otra cosa que la misma naturaleza individual, con todo el conjunto de actitudes especiales que ella implica y que predisponen a cada hombre al cumplimiento de una determinada función. Desde el momento en el cual el acceso a especiales funciones no es ya controlado por ninguna regla legítima, resulta de ello necesariamente que cada uno se encontrará llevado a hacer cualquier cosa, y muchas veces a aquellas cosas para las cuales él está menos cualificado. La parte que tendrá en la sociedad estará determinada sólo por aquello que se denomina casualidad, es decir, por el entrecruzamiento de cualquier tipo de circunstancias accidentales. Lo que menos intervendrá será justamente el único factor que debería contar en tales casos, es decir, la diferencia efectiva de naturaleza existente entre los hombres. La causa de todo este desorden es la negación de esas mismas diferencias, la cual implica la de toda verdadera jerarquía social; y tal negación puede ser primero apenas consciente y más práctica que teórica, puesto que la confusión de las castas ha precedido a su abolición completa: o, en otros términos, antes de no tener en absoluto en cuenta la naturaleza de los individuos, se ha comenzado desconociéndola, y esta negación seguidamente ha sido dada por los modernos bajo la forma del pseudo-principio de "igualdad". Sería demasiado fácil mostrar que, por el contrario, la igualdad no puede existir en ningún nivel, por la simple razón de que dos seres al mismo tiempo realmente distintos y totalmente similares no pueden existir bajo ningún punto de vista; no sería menos fácil poner de relieve todas las consecuencias absurdas que derivan de tal idea quimérica, en nombre de la cual se ha pretendido imponer por doquier una uniformidad completa, por ejemplo distribuyendo a todos una idéntica enseñanza, como si todos fuesen por igual aptos para comprender las cosas, y que los mismos métodos fuesen indistintamente válidos para todos. Por otra parte, nos podemos preguntar si no se trata de "aprender" más que de "comprender" en serio, es decir, si la memoria no ha sustituido *

"Suggestioni soziali, democrazia ed elite". Publicado en Lo Stato, VII, 4, abril de 1936. Retomado en Julius Evola-René Guénon, Gerarchia e Democrazia, Edizioni di Ar, Padua, 1970, 1977, 1987. Traducción al español: Jerarquía y democracia, Teseo, Buenos Aires, 1997. En realidad es una reelaboración del capítulo VI de La Crise du Monde moderne: "El caos social".

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a la inteligencia en la concepción totalmente verbal y "libresca" de la actual enseñanza, en donde se apunta tan sólo a acumular nociones rudimentarias y heteróclitas, y en donde la cualidad es enteramente sacrificada a la cantidad. A tal respecto, habría muchas cosas que decir con relación a los desastres producidos por la "instrucción obligatoria", pero éste no es el lugar para insistir sobre esas cosas y, para no salirnos de los límites que nos hemos impuesto, debemos contentarnos con señalar de pasada esta particular consecuencia de la teoría "igualitaria", como uno de aquellos instrumentos de desorden que hoy son demasiado numerosos como para que se pueda pretender enumerarlos sin omitir ninguno. Naturalmente, cuando nos encontramos frente a una idea como la de la "igualdad", o como la de "progreso", o como los otros dogmas laicos que casi todos nuestros contemporáneos aceptan ciegamente, y la mayoría de los cuales han comenzado a formularse claramente en el transcurso del siglo XVIII, no es posible admitir que tales ideas hayan nacido espontáneamente. Se trata en suma de verdaderas sugestiones, en el sentido más estricto de la palabra, las que por lo demás no habrían podido actuar sino en un ambiente ya preparado para recibirlas; las mismas no sólo han creado en su conjunto un estado de ánimo que caracteriza a la época moderna, sino que han ampliamente contribuido a alimentarlo y a desarrollarlo hasta un límite que sin duda no habría podido nunca ser alcanzado sin su accionar. Si tales sugestiones se desvaneciesen, la mentalidad general cambiaría pronto de orientación: y por esto las mismas son cuidadosamente mantenidas por todos aquellos que tienen un interés determinado en conservar el desorden, si no en agravarlo, y es también por esto que en una época en la cual se pretende someterlo todo a discusión, tales ideas son las únicas que, y, desde hace largo tiempo, no nos está permitido discutir, y que hasta el día de hoy no han sido discutidas sino en aquellos aspectos en el fondo parciales y de consecuencias. Por otro lado, es difícil establecer con exactitud el grado de sinceridad propio de todos aquellos que han difundido tales ideas; saber en qué medida algunos hayan terminado creyendo en las propias mentiras, sugestionándose al mismo tiempo que sugestionaban a los demás. Y en una propaganda así, los ilusos son muchas veces los mejores instrumentos, puesto que ellos llevan una convicción que los otros tan sólo fatigosamente alcanzan a disimular y que es fácilmente contagiosa. Pero, detrás de todo esto, y por lo menos originariamente, tiene que existir una acción claramente conciente, un plan que puede provenir sólo de hombres que conocen perfectamente el alcance de las ideas que ellos ponen en circulación. Hemos hablado de "ideas", pero tal palabra es aquí aplicada en forma sumamente impropia, siendo evidente que no se trata en absoluto de ideas puras y ni siquiera de alguna cosa que pueda ser en cierto modo referible al orden intelectual. Se trata, si se quiere, de ideas falsas, mejor todavía, de "pseudo-ideas", destinadas principalmente a provocar reacciones sentimentales, cosa que en efecto constituye el medio más eficaz y más fácil para actuar sobre las masas. A tal respecto, la palabra tiene además una importancia sumamente más grande que la noción que la misma debería representar, y la gran mayoría de los "ídolos" modernos no son en verdad sino palabras, produciéndose aquí el singular fenómeno conocido bajo el nombre de "verbalismo", en donde la sonoridad de las palabras es suficiente como para crear la ilusión del pensamiento. La influencia que los oradores demagógicos ejercen sobre las turbas es aquí particularmente característica, y no es necesario estudiarla de cerca para darse cuenta de que se trata justamente de un procedimiento de sugestión comparable sin más al de los hipnotizadores. Pero, sin detenernos sobre este orden de consideraciones, volvemos a las consecuencias de la negación de toda verdadera jerarquía y notamos que, en el estado actual de las cosas, no sólo un hombre no satisface, sino excepcionalmente y casi accidentalmente, su función propia, mientras que, justamente al contrario, debería normalmente ser la excepción, sino que acontece incluso que la misma persona sea llamada a ejercer sucesivamente funciones totalmente diferentes, como si sus aptitudes pudiesen variar a voluntad. Ello puede parecer paradójico en una época de "especialización" a ultranza como la actual, y sin embargo las cosas se encuentran justamente así, en especial en el campo político: si la competencia de los "especialistas" muchas veces es ilusoria y en cualquier caso limitada a un campo sumamente restringido, creer en tal competencia es sin embargo un hecho, y nos podemos preguntar cómo es

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que tal creencia no ha tenido ya ningún papel cuando se ha tratado de los hombres políticos de regímenes anteriores, en donde la incompetencia más completa raramente ha constituido un obstáculo. Sin embargo, si se reflexiona, nos damos cuenta fácilmente de que no hay que asombrarse del asunto, de que en suma se trata de un resultado muy natural de la concepción "democrática", en virtud de la cual el poder viene de abajo y se apoya esencialmente sobre la mayoría, lo cual tiene necesariamente por corolario la exclusión de cualquier verdadera competencia: la competencia es siempre una superioridad por lo menos relativa, que puede ser pertenencia sólo de una minoría. Pero lo que nosotros hemos mencionado con relación a un poder adquirido únicamente a través de procedimientos de sugestión nos permite también reconocer que el mal no pocas veces subsiste también cuando se trata de sistemas que en apariencias tengan formas autoritarias. En lo que se refiere a la "democracia", vale la pena recordar aquí el argumento decisivo en su contra: lo superior no puede venir de lo inferior. Es necesario hacer notar también que el mismo argumento, aplicado en otro orden, vale también en contra del "materialismo": y esta concordancia no es fortuita, siendo las dos cosas más solidarias de lo que podría parecer a primera vista. Es demasiado evidente que el pueblo no puede conferir un poder que él mismo no posee; el verdadero poder puede sólo emanar de lo alto, y por esto -digámoslo de paso- el mismo sólo puede ser legitimado por la sanción de alguna cosa que sea superior al orden social, es decir de una autoridad espiritual: de otra manera, no es sino una falsificación del poder, un estado de hecho no susceptible de justificarse en función de un principio, y, por ende, sólo capaz de dar lugar a desorden y a confusión. Esta subversión de toda jerarquía normal tiene su comienzo desde el momento en el cual el poder temporal quiere hacerse independiente de la autoridad espiritual, y luego busca subordinarla a sí, pretendiendo que la misma tenga que servir a fines políticos, en el sentido más bajo y condicionado del término. Ésta es la primera usurpación, que abre la vía a todas las demás, y así se podría por ejemplo mostrar que la monarquía francesa, partiendo del siglo XIV, ha trabajado inconscientemente para preparar ella misma la Revolución que tenía que derribarla. Quizás en otra ocasión podremos desarrollar como se merece este punto que aquí sólo puede ser mencionado. Si se define como "democracia" el autogobierno del pueblo, con ello se evoca una imposibilidad, algo que no puede ni siquiera tener una simple existencia de hecho, ni hoy ni en cualquier otra época. No hay que dejarse engañar con las palabras: es contradictorio admitir que los mismos hombres pueden ser a un mismo tiempo gobernantes y gobernados, puesto que, para usar el lenguaje aristotélico, un mismo ser no puede estar, simultáneamente y en la misma relación, "en acto" y "en potencia". Ésta es una relación que supone necesariamente dos términos: no hay gobernados allí donde no haya gobernantes, aun ilegítimos y que no tuviesen otro derecho al poder, fuera del que ellos mismos se han atribuido. Pero la gran habilidad de los dirigentes en el mundo moderno es la de hacer creer al pueblo que éste se gobierna por sí mismo; y el pueblo se deja persuadir gustosamente, por el hecho de que así se siente alabado y por otro lado es incapaz de la reflexión necesaria para darse cuenta de que la cosa es imposible. Con la finalidad de crear tal ilusión ha sido inventado el "sufragio universal": es la opinión de la mayoría la que se supone que hace la ley, y no se dan cuenta de que la opinión es algo muy fácil de dirigir y de modificar. Con apropiadas sugestiones, se pueden provocar siempre corrientes en un sentido o en otro. No recordamos ahora quién ha hablado de una "fabricación de la opinión", expresión verdaderamente justa, si bien hay que decir que no son siempre los dirigentes aparentes los que tienen en realidad a su disposición los medios necesarios para obtener este resultado. Esto nos lleva directamente a decir en cuáles términos la idea de que la mayoría tenga que hacer la ley, sea esencialmente errónea, puesto que aun si, por la fuerza de las cosas, esta idea es sobre todo teórica y no puede corresponder a una realidad efectiva, queda sin embargo por explicar cómo es que la misma ha podido echar raíz en el espíritu moderno, cuáles son las tendencias de este último a las que corresponde y que ella, por lo menos en apariencias, satisface. El defecto más visible es el aquí indicado: la opinión de la mayoría no puede ser sino la expresión de una incompetencia que resulta de una falta de inteligencia y de la ignorancia pura y simple. A tal respecto se podrían hacer intervenir también ciertas observaciones en materia de "psicología colectiva", y recordar sobre todo el hecho sumamente conocido de que, en una turba, el conjunto de las

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reacciones mentales producidas por los individuos que la componen forma una resultante, la cual no corresponde ni siquiera al nivel medio, sino al de los elementos más inferiores. Habría que hacer notar también que algunos filósofos modernos han querido transportar hacia el orden intelectual la teoría "democrática", haciendo de aquello que ellos denominan el "consenso universal" un pretendido "criterio de verdad". Aun suponiendo que haya en verdad cuestiones sobre las cuales los hombres estén de acuerdo, este acuerdo, por sí mismo, no tendría ningún valor. En este dominio, aparece aún más claramente que la teoría carece de base, puesto que es más fácil prescindir de la influencia del sentimiento, la cual en vez entra casi inevitablemente en acción cuando se trata del dominio político: y esta influencia es uno de los principales obstáculos para la comprehensión de ciertas cosas, aun entre quienes tuviesen una capacidad intelectual en verdad suficiente para arribar sin trabajo a tal comprehensión: los impulsos emotivos impiden la reflexión, y una de las habilidades más vulgares de la baja política es aquella que consiste en sacar partido de tal incapacidad. Pero vayamos más al fondo de la cuestión: ¿qué es exactamente esta ley del mayor número invocada por los regímenes modernos no sólo bajo el signo de la democracia de ayer, sino también bajo el de las diferentes corrientes "sociales", "colectivistas" o "totalitarias" de hoy en día? Es simplemente la ley de la materia y de la fuerza bruta, la ley misma en virtud de la cual una masa transportada por su peso aplasta todo aquello que encuentra en su camino. Es aquí donde se presenta la intersección entre la concepción democrático-colectivista y el materialismo, y no es casualidad que esta última concepción esté tan estrechamente ligada a la mentalidad actual. Es la completa subversión del orden normal, siendo la proclamación de la supremacía de la multiplicidad como tal, supremacía que, de hecho, existe sólo en el mundo material, (numerus stat ex parte materiae, advertía ya Santo Tomás de Aquino). En el mundo espiritual, e incluso más simplemente en el orden universal, es, sin embargo, la unidad lo que está en lo más alto de la jerarquía, puesto que ella constituye el principio del cual deriva toda multiplicidad. Pero cuando el principio es negado, o bien perdido de vista, queda sólo la multiplicidad pura, que se identifica con la misma materia. Por otra parte, la alusión hecha por nosotros al peso es más que una simple semejanza, el peso representa efectivamente en el dominio de las fuerzas físicas la tendencia descendente y compresiva, que crea en el ser una limitación cada vez mayor, la cual va simultáneamente en el sentido de la multiplicidad, representada aquí por una densidad cada vez mayor: y esta tendencia da la dirección en conformidad con la cual la actividad humana se ha desarrollado a partir del principio de la era moderna. Además, si se puede señalar que la materia por su poder de división y al mismo tiempo de limitación es aquello que la escolástica denomina el "principio de individuación", ello remite las consideraciones aquí expuestas a lo que en otra parte! hemos dicho a propósito del individualismo moderno: justamente la tendencia aquí indicada es, podría decirse, la tendencia "individualizante", aquella según la cual se efectúa lo que la tradición católica designa como "caída" de los seres que se separaron de la unidad originaria. La multiplicidad considerada afuera de su principio, y que por ende no puede más ser referida a la unidad es, en el orden social, la colectividad concebida como la simple suma de los individuos que la componen, y que efectivamente no es nada más que esto cuando no se vincula más a algún principio superior a los individuos; la ley de la colectividad, bajo tal aspecto, es justamente la ley del mayor número sobre el cual se basan las diferentes formas de democratismo y de colectivismo. Aquí es necesario detenernos para prevenir una posible confusión. Tomando el término "individualismo" en su acepción más estricta, se estaría tentado a oponer la colectividad al individuo y a pensar que los fenómenos relativos a la colectivización y a la centralización de algunas formas políticas modernas indican una tendencia opuesta al individualismo. El asunto sin embargo no se plantea así, puesto que la colectividad, no siendo otra cosa sino la suma de los individuos, no puede ser opuesta a estos últimos: del mismo modo que a éstos no puede siquiera ser opuesta cualquier forma de Estado que, en tanto no refleja ningún principio superior, por más centralizado que sea, en una manera u otra, permanece siempre como una manifestación colectiva (ejemplo típico: el colectivismo autoritario-centralista soviético). Ahora bien, es precisamente en la negación de todo principio supra-individual en lo que consiste verdaderamente el individualismo. Por lo tanto, si en el dominio social se verifican conflictos entre diferentes tendencias todas por igual pertenecientes al espíritu moderno, estos conflictos no son entre el

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individualismo y otra cosa, sino simplemente entre las variedades múltiples de las cuales el mismo individualismo es susceptible, o, en fin, entre fuerzas que tienen en el individualismo, tal como lo hemos definido, su punto de partida. Y es fácil darse cuenta de que, con la ausencia de todo principio capaz de unificar realmente la multiplicidad, tales conflictos en nuestra época tienen que ser más graves y más numerosos de lo que antes pudo acontecer. Quien dice individualismo dice necesariamente división, y esta división, con el caos que deriva de ella, es la fatal consecuencia de una civilización esencialmente material, siendo la materia misma la raíz de la división y de la multiplicidad. Dicho esto, es necesario insistir en una consecuencia inmediata de la idea democrático-colectivista, que es la negación de la élite comprendida en su única acepción legítima. No es por nada que la "democracia" se opone a la "aristocracia", designando este último término precisamente, por lo menos en su sentido etimológico, el poder de la élite. Ésta, por definición, no puede ser sino una minoría, y su poder, o mejor dicho, su autoridad, que deriva de una superioridad intelectual y espiritual, no tiene nada en común con la fuerza numérica sobre la que se basa la "democracia" y con las fuerzas irracionales del colectivismo, tendencias, cuyo carácter esencial es sacrificar la minoría a la mayoría, así como la calidad a la cantidad, y la élite a la masa. Así pues, la función directiva de una verdadera élite y su misma existencia -dado que ella, si existe, ejercerá necesariamente tal función- son radicalmente incompatibles con cualquier forma de "democracia" y de colectivismo, siendo presupuesto de tales formas la negación de cualquier jerarquía: el principio mismo de la idea democrático-colectivista es que un individuo cualquiera equivale al otro, puesto que ellos son iguales numéricamente, o bien, puesto que se elige un principio cualquiera, que siempre posee el valor de "mito", el cual le hace considerar como irreal o subordinada cualquier diferencia. Una verdadera élite no puede ser sino espiritual e intelectual. Por esto, la democracia y el colectivismo, pueden instaurarse sólo allí donde la pura intelectualidad no existe ya, o ha perdido totalmente su carácter suprarracional tradicional, como es justamente el caso para el mundo moderno. Tan sólo que la igualdad, al ser imposible de hecho y no pudiéndose suprimir automáticamente toda diferencia entre los hombres, para injuria de cualquier esfuerzo de nivelación, se arriba por un curioso ilogismo a inventar falsas élites, por lo demás múltiples, que pretenden sustituir a la única élite real, y estas falsas élites están basadas en la consideración de superioridades eminentemente relativas y contingentes, siempre de orden puramente material. Nos podemos fácilmente dar cuenta de ello notando que la distinción social que todavía hoy en muchos países cuenta más es la que se basa en los bienes, es decir sobre una superioridad totalmente externa y de orden exclusivamente cuantitativo, la única, en suma, que es conciliable con la "democracia", puesto que ella procede del mismo punto de vista de esta última. No podemos por lo demás agregar sino que también muchos de quienes actualmente se han unido en contra de este estado de cosas, y que se dicen antidemocráticos y antiindividualistas, cualquiera sea la bondad de sus intenciones, cuando no saben hacer intervenir ningún principio de orden superior, permanecen en el fondo incapaces de remediar eficazmente un desorden semejante, ello cuando no arriesguen agravarlo avanzando siempre en el mismo sentido. Nosotros hemos ya mencionado el ejemplo que nos ofrece el sovietismo, en el cual el anti-individualismo y la antidemocracia se acoplan con una exasperación de la tendencia igualitaria hasta la degeneración de todo punto de referencia de orden superior. Estas simples reflexiones pueden bastar para caracterizar el estado social en el cual, a pesar de todo, se encuentran todavía partes del mundo contemporáneo y para mostrar al mismo tiempo que, en tal dominio así como en todos los demás, hay un solo modo para salir del caos: restaurar la intelectualidad en su significado espiritual y supraindividual que siempre tuvo en cualquier civilización normal y, por ende, reconstituir una élite ahora totalmente inexistente en Occidente, puesto que tal nombre no puede darse a algún elemento aislado sin cohesión, que no representa, en cierto modo, sino una posibilidad no desarrollada. En efecto, estos elementos en general tienen sólo tendencias o aspiraciones, que sin duda los conducen a reaccionar en contra del espíritu moderno, pero sin que su influencia pueda ejercerse en modo efectivo. Lo que les falta es el verdadero conocimiento, son los datos tradicionales, los cuales no se improvisan, y a los cuales un intelecto abandonado a sí mismo, sobre todo en circunstancias en todos los

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aspectos desfavorables, no puede más suplantar sino de manera imperfectísima y en bien débil medida. Se trata pues sólo de esfuerzos dispersos que muchas veces van al fracaso a causa de la falta de principios y de dirección espiritual. Se podría decir que el mundo moderno se defiende por medio de su misma dispersión, de la cual sus mismos adversarios no logran sustraerse y así irán las cosas mientras éstos se mantengan sobre el terreno "profano", en donde el espíritu moderno tiene una evidente ventaja, puesto que el mismo es su dominio propio y exclusivo. y, por otra parte, si ellos se mantienen en tal terreno, esto quiere decir que semejante espíritu, a pesar de todo, ejerce sobre ellos una fuerte influencia. Por todo esto, muchos, que sin embargo están animados de una incontestable buena voluntad, son incapaces de comprender que hay que comenzar necesariamente por los principios, y en cambio se obstinan en disipar sus fuerzas en éste o en aquel dominio relativo, social, económico, etc., en donde nada duradero y real puede ser realizado en nuestras actuales condiciones. La verdadera élite, sin embargo, no deberá intervenir directamente en estos dominios ni mezclarse en la acción externa. Ella dirigirá todo mediante una influencia inasible para el hombre vulgar, y tanto más profunda en cuanto la misma será menos aparente. Si se piensa en el poderío de las sugestiones sociales, de las que hablábamos antes, y que sin embargo no presuponen ninguna verdadera fuerza espiritual, se puede sospechar de aquello que con mayor razón sería el poder de una influencia como la que se ejercita por su misma naturaleza en manera aun más escondida y que recaba su origen de la intelectualidad pura: potencia que, por otra parte, en vez que ser disminuida por la división inherente a la multiplicidad y por la debilidad ínsita en todo lo que es mentira o ilusión, sería, al contrario, intensificada por la concentración en la unidad del principio y se identificaría a la fuerza misma de la verdad.

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LA VERSIÓN DE BASE: Capítulo VI de La Crise du Monde Moderne: EL CAOS SOCIAL En este estudio, no pretendemos dedicarnos especialmente al punto de vista social, que no nos interesa sino muy secundariamente, porque no representa más que una aplicación bastante lejana de los principios fundamentales, y porque, por consiguiente, no es en ese dominio donde, en todo caso, podría comenzar un enderezamiento del mundo moderno. En efecto, si este enderezamiento se emprendiera así al revés, es decir, partiendo de las consecuencias en lugar de partir de los principios, carecería forzosamente de base seria y sería completamente ilusorio; nada estable podría resultar nunca de él, y habría que recomenzar todo incesantemente, porque se habría descuidado entenderse ante todo sobre las verdades esenciales. Por eso no nos es posible conceder a las contingencias políticas, ni siquiera dando a esta palabra su sentido más amplio, otro valor que el de simples signos exteriores de la mentalidad de una época; pero, en este mismo aspecto, no podemos tampoco pasar enteramente bajo silencio las manifestaciones del desorden moderno en el dominio social propiamente dicho. Como lo indicábamos hace un momento, nadie, en el estado presente del mundo occidental, se encuentra ya en el lugar que le conviene normalmente en razón de su naturaleza propia; es lo que se expresa al decir que las castas ya no existen, ya que la casta, entendida en su verdadero sentido tradicional, no es otra cosa que la naturaleza individual misma, con todo el conjunto de las aptitudes especiales que conlleva y que predisponen a cada hombre al cumplimiento de tal o de cual función determinada. Desde que el acceso a funciones cualesquiera ya no está sometido a ninguna regla legítima, de ello resulta inevitablemente que cada uno se encontrará llevado a hacer no importa qué, y frecuentemente aquello para lo cual es el menos cualificado; el papel que desempeñará en la sociedad estará determinado, no por el azar, que no existe en realidad20, sino por lo que puede dar la ilusión del azar, es decir, por el enredo de toda suerte de circunstancias accidentales; lo que menos intervendrá en eso, será precisamente el único factor que debería contar en parecido caso, queremos decir, las diferencias de naturaleza que existen entre los hombres. La causa de todo este desorden, es la negación de estas diferencias mismas, negación que entraña la de toda jerarquía social; y esta negación, es primero quizás apenas consciente y más práctica que teórica, ya que la confusión de las castas ha precedido a su supresión completa, o, en otros términos, se ha menospreciado la naturaleza de los individuos antes de llegar a no tenerla ya en cuenta; esta negación, decimos, ha sido después erigida por los modernos en pseudo principio bajo el nombre de “igualdad”. Sería muy fácil mostrar que la igualdad no puede existir en ninguna parte, por la simple razón de que no podría haber dos seres que sean a la vez realmente distintos y enteramente semejantes entre sí bajo todos los aspectos; y sería no menos fácil hacer resaltar todas las consecuencias absurdas que se desprenden de esta idea quimérica, en el nombre de la cual se pretende imponer por todas partes una uniformidad completa, por ejemplo, distribuyendo a todos una enseñanza idéntica, como si todos fueran igualmente aptos para comprender las mismas cosas, y como si, para hacerles comprender, los mismos métodos convinieran a todos indistintamente. Por lo demás, uno puede preguntarse si no se trata más bien de “aprender” que de “comprender” verdaderamente, es decir, si la memoria no ha sustituido a la inteligencia en la concepción completamente verbal y “libresca” de la enseñanza actual, donde no se apunta más que a la acumulación de nociones rudimentarias y heteróclitas, y donde la calidad es enteramente sacrificada a la cantidad, así como se produce por todas partes en el mundo moderno por razones que explicaremos más completamente después: es siempre la dispersión en la multiplicidad. A este propósito, habría muchas cosas que decir sobre los desmanes de la “instrucción obligatoria”; pero éste no es el lugar para insistir sobre ello, y, para no salirnos del cuadro que nos hemos trazado, debemos contentarnos con señalar de pasada esta consecuencia especial de las teorías “igualitarias”, como uno de esos elementos del desorden que hoy día son demasiado numerosos como para que se pueda siquiera tener la pretensión de enumerarlos todos sin omitir ninguno. 20

Lo que los hombres llaman el azar es simplemente su ignorancia de las causas; si, diciendo que algo ocurre por azar, se pretendiera querer decir que no hay causa, eso sería una suposición contradictoria en sí misma.

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Naturalmente, cuando nos encontramos en presencia de una idea como la de “igualdad”, o como la de “progreso”, o como los demás “dogmas laicos” que casi todos nuestros contemporáneos aceptan ciegamente, y cuya mayor parte han comenzado a formularse claramente en el curso del siglo XVIII, no nos es posible admitir que tales ideas hayan nacido espontáneamente. Son en suma verdaderas “sugestiones”, en el sentido más estricto de esta palabra, que no podían producir su efecto más que en un medio ya preparado para recibirlas; no han creado el estado de espíritu que caracteriza a la época moderna, pero han contribuido ampliamente a mantenerlo y a desarrollarlo hasta un punto que sin duda no habría alcanzado sin ellas. Si estas sugestiones llegaran a desvanecerse, la mentalidad general estaría muy cerca de cambiar de orientación; por eso son tan cuidadosamente mantenidas por todos aquellos que tienen algún interés en mantener el desorden, cuando no en agravarlo todavía, y es también por eso por lo que, en un tiempo donde se pretende someter todo a discusión, estas sugestiones son las únicas cosas que nadie se permite discutir jamás. Por otra parte, es muy difícil determinar exactamente el grado de sinceridad de aquellos que se hacen los propagadores de semejantes ideas, saber en qué medida algunos hombres llegan a enamorarse de sus propias mentiras y a sugestionarse ellos mismos al sugestionar a los demás; e incluso, en una propaganda de este género, aquellos que desempeñan un papel de engañados son frecuentemente los mejores instrumentos, porque le aportan una convicción que a los otros les habría dado algún trabajo simular, y que es fácilmente contagiosa; pero, detrás de todo eso, y al menos en el origen, es menester una acción mucho más consciente, una dirección que no puede venir más que de hombres que saben perfectamente a lo que atenerse sobre las ideas que lanzan así a la circulación. Hemos hablado de “ideas”, pero es sólo muy impropiamente como esta palabra puede aplicarse aquí, ya que es muy evidente que no se trata de ninguna manera de ideas puras, y ni siquiera de algo que pertenece de cerca o de lejos al orden intelectual; son, si se quiere, ideas falsas, pero sería mejor llamarlas “pseudo-ideas”, destinadas principalmente a provocar reacciones sentimentales, lo que es en efecto el medio más eficaz y el más cómodo para actuar sobre las masas. A este respecto, la palabra tiene una importancia mayor que la noción que pretende representar, y la mayor parte de los “ídolos” modernos no son verdaderamente más que palabras, ya que aquí se produce ese singular fenómeno conocido bajo el nombre de “verbalismo”, donde la sonoridad de las palabras basta para dar la ilusión del pensamiento; la influencia que los oradores ejercen sobre las muchedumbres es particularmente característica bajo este aspecto, y no hay necesidad de estudiarla muy de cerca para darse cuenta de que se trata efectivamente de un procedimiento de sugestión completamente comparable a los de los hipnotizadores. Pero, sin extendernos más sobre estas consideraciones, volvamos de nuevo a las consecuencias que entraña la negación de toda verdadera jerarquía, y notemos que, en el presente estado de cosas, no sólo ningún hombre desempeña ya su función propia más que excepcionalmente y como por accidente, mientras que el caso contrario es el que debería ser la excepción normalmente, sino que ocurre también que el mismo hombre sea llamado a ejercer sucesivamente funciones completamente diferentes, como si pudiera cambiar de aptitudes a voluntad. Eso puede parecer paradójico en una época de “especialización” a ultranza, y sin embargo ello es efectivamente así, sobre todo en el orden político; si la competencia de los “especialistas” es frecuentemente muy ilusoria, y en todo caso limitada a un dominio muy estrecho, la creencia en esta competencia es no obstante un hecho, y uno se puede preguntar cómo es posible que esta creencia no juegue ya ningún papel cuando se trata de la carrera de los hombres políticos, donde la incompetencia más completa es raramente un obstáculo. Sin embargo, si se reflexiona en ello, uno percibe fácilmente que en eso no hay nada de lo que uno deba sorprenderse, y de que no es en suma más que un resultado muy natural de la concepción “democrática”, en virtud de la cual el poder viene de abajo y se apoya esencialmente sobre la mayoría, lo que tiene necesariamente como corolario la exclusión de toda verdadera competencia, porque la competencia es siempre una superioridad, al menos relativa, y no puede ser más que el patrimonio de una minoría. Aquí, no serán inútiles algunas explicaciones para destacar, por una parte, los sofismas que se ocultan bajo la idea “democrática”, y, por otra, los lazos que atan esta misma idea a todo el conjunto de la mentalidad moderna; por lo demás, es casi superfluo, dado el punto de vista donde nos colocamos, hacer destacar que estas observaciones

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serán formuladas al margen de todas las cuestiones de partidos y de todas las querellas políticas, a las que no pretendemos mezclarnos ni de cerca ni de lejos. Consideramos las cosas de una manera absolutamente desinteresada, como podríamos hacerlo para no importa cuál otro objeto de estudio, y buscando solamente darnos cuenta tan claramente como sea posible de lo que hay en el fondo de todo eso, lo que, por lo demás, es la condición necesaria y suficiente para que se disipen todas las ilusiones que nuestros contemporáneos se hacen sobre este punto. En eso también, se trata verdaderamente de “sugestión”, como lo decíamos hace un momento para ideas un poco diferentes, pero sin embargo conexas, y, desde que se sabe que no es más que una sugestión, desde que se comprende cómo actúa, ya no puede ejercerse más; contra cosas de este género, un examen algo profundo y puramente “objetivo”, como se dice hoy día en la jerga especial que se ha tomado de los filósofos alemanes, se encuentra que es mucho más eficaz que todas las declamaciones sentimentales y todas las polémicas de partido, que no prueban nada y que no son más que la expresión de simples preferencias individuales. El argumento más decisivo contra la “democracia” se resume en pocas palabras: lo superior no puede emanar de lo inferior, porque lo “más” no puede salir de lo “menos”; ello es de un rigor matemático absoluto, contra el cual no podría prevalecer nada. Importa destacar que es precisamente el mismo argumento el que, aplicado en un orden diferente, vale también contra el “materialismo”; no hay nada fortuito en esta concordancia, y las dos cosas son mucho más estrechamente solidarias de lo que podría parecer a primera vista. Es muy evidente que el pueblo no puede conferir un poder que él mismo no posee; el poder verdadero no puede venir más que de lo alto, y es por lo que, lo decimos de pasada, no puede ser legitimado sino por la sanción de algo superior al orden social, es decir, de una autoridad espiritual; si la cosa es de un modo diferente, entonces no es más que una falsificación de poder, un estado de hecho que es injustificable por falta de principio, y donde no puede haber más que desorden y confusión. Esta inversión de toda jerarquía comienza desde que el poder temporal quiere hacerse independiente de la autoridad espiritual, y después subordinársela pretendiendo hacerla servir a fines políticos; en eso hay una primera usurpación que abre la vía a todas las demás, y así se podría mostrar que, por ejemplo, la realeza francesa, desde el siglo XIV, ha trabajado inconscientemente en preparar la Revolución que debía derrocarla; quizás tendremos algún día la ocasión de desarrollar como lo merecería este punto de vista que, por el momento, no podemos más que indicar de una manera muy sumaria. Si se define la “democracia” como el gobierno del pueblo por sí mismo, en eso hay una verdadera imposibilidad, una cosa que no puede tener siquiera una simple existencia de hecho, tanto en nuestra época como en cualquier otra; es menester no dejarse engañar por las palabras, y es contradictorio admitir que los mismos hombres puedan ser a la vez gobernantes y gobernados, porque, para emplear el lenguaje aristotélico, un mismo ser no puede estar “en acto” y “en potencia” al mismo tiempo y en el mismo aspecto. Hay ahí una relación que supone necesariamente la presencia de dos términos: no podría haber gobernados si no hubiera gobernantes, aunque sean ilegítimos y sin otro derecho al poder que el que se han atribuido ellos mismos; pero la gran habilidad de los dirigentes, en el mundo moderno, es hacer creer al pueblo que se gobierna a sí mismo; y el pueblo se deja persuadir de ello tanto más voluntariamente cuanto más halagado se siente y cuanto más incapaz es de reflexionar lo bastante para ver lo imposible que es. Es para crear esta ilusión por lo que se ha inventado el “sufragio universal”. Es la opinión de la mayoría lo que se supone que hace la ley; pero aquello de lo que nadie se da cuenta, es de que la opinión es algo que se puede dirigir y modificar muy fácilmente; con la ayuda de sugestiones apropiadas, siempre se pueden provocar en ella corrientes que vayan en tal o cual sentido determinado; no sabemos tampoco quien ha hablado de “fabricar la opinión”, y esta expresión es completamente justa, aunque hay que decir, por lo demás, que no son siempre los dirigentes aparentes quienes tienen en realidad a su disposición los medios necesarios para obtener este resultado. Esta última precisión da sin duda la razón por la cual la incompetencia de los políticos más “visibles” parece no tener más que una importancia muy relativa; pero, como aquí no se trata de desmontar los engranajes de lo que se podría llamar la “máquina de gobernar”, nos limitaremos a señalar que esta incompetencia misma ofrece la ventaja de mantener la ilusión de la que acabamos de hablar: en efecto, es solamente en estas condiciones como los políticos en cuestión pueden aparecer como la emanación de la mayoría, puesto que son así a su imagen, ya

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que la mayoría, sobre no importa cuál tema que se la llame a dar su opinión, está siempre constituida por los incompetentes, cuyo número es incomparablemente más grande que el de los hombres que son capaces de pronunciarse con perfecto conocimiento de causa. Esto nos lleva inmediatamente a decir en qué es esencialmente errónea la idea de que la mayoría debe hacer la ley, ya que, incluso, si esta idea, por la fuerza de las cosas, es sobre todo teórica y no puede corresponder a una realidad efectiva, queda por explicar no obstante cómo ha podido implantarse en el espíritu moderno, y cuáles son las tendencias de éste a las que corresponde y que satisface al menos en apariencia. El defecto más visible, es ese mismo que indicábamos hace un instante: la opinión de la mayoría no puede ser más que la expresión de la incompetencia, ya sea que ésta resulte de la falta de inteligencia o de la ignorancia pura y simple; se podrían hacer intervenir a este propósito algunas observaciones de “psicología colectiva”, y recordar concretamente ese hecho bastante conocido de que, en una muchedumbre, el conjunto de las reacciones mentales que se producen entre los individuos que lo componen desemboca en la formación de una suerte de resultante que está, no ya al nivel de la media, sino al de los elementos más inferiores. Habría lugar también a hacer destacar, por otra parte, cómo algunos filósofos modernos han querido transportar al orden intelectual la teoría “democrática” que hace prevalecer la opinión de la mayoría, haciendo de lo que ellos llaman el “consentimiento universal” un pretendido “criterio de la verdad”: suponiendo incluso que haya efectivamente una cuestión sobre la que todos los hombres estén de acuerdo, este acuerdo no probaría nada por sí mismo; pero, además, si esta unanimidad existiera realmente, lo que es tanto más dudoso cuanto que siempre hay muchos hombres que no tienen ninguna opinión sobre una cuestión cualquiera y que ni siquiera se la han planteado jamás, sería en todo caso imposible comprobarla de hecho, de suerte que lo que se invoca en favor de una opinión y como signo de su verdad se reduce a no ser más que el consentimiento del mayor número, y todavía limitándose a un medio forzosamente muy limitado en el espacio y en el tiempo. En este dominio, aparece más claramente todavía que la teoría carece de base, porque es más fácil sustraerla de la influencia del sentimiento, que, por el contrario, entra en juego casi inevitablemente cuando se trata del dominio político; y esta influencia es uno de los principales obstáculos a la comprehensión de algunas cosas, incluso en aquellos que tendrían una capacidad intelectual ampliamente suficiente para llegar sin esfuerzo a esta comprehensión; los impulsos emotivos impiden la reflexión, y es una de las más vulgares habilidades de la política la que consiste en sacar partido de esta incompatibilidad. Pero vayamos más al fondo de la cuestión: ¿qué es exactamente esta ley del mayor número que invocan los gobiernos modernos y de la que pretenden sacar su única justificación? Es simplemente la ley de la materia y de la fuerza bruta, la ley misma en virtud de la cual una masa arrastrada por su peso aplasta todo lo que se encuentra a su paso; ahí se encuentra precisamente el punto de unión entre la concepción “democrática” y el “materialismo”, y es eso también lo que hace que esta misma concepción esté tan estrechamente ligada a la mentalidad actual. Es la inversión completa del orden normal, puesto que es la proclamación de la supremacía de la multiplicidad como tal, supremacía que, de hecho, no existe más que en el mundo material21; por el contrario, en el mundo espiritual, y más simplemente todavía en el orden universal, es la unidad lo que está en la cima de la jerarquía, ya que es ella la que es el principio del que sale toda multiplicidad22; pero, cuando el principio es negado o perdido de vista, ya no queda más que la multiplicidad pura, que se identifica a la materia misma. Por otra parte, la alusión que acabamos de hacer a la pesantez implica algo más que una simple comparación, ya que la pesantez representa efectivamente, en el dominio de las fuerzas físicas en el sentido más ordinario de esta palabra, la tendencia descendente y compresiva, que entraña para el ser una limitación cada vez más estrecha, y que va al mismo tiempo en el sentido de la multiplicidad, figurada aquí por una densidad cada vez mayor23; y esta tendencia es esa 21

Basta leer a Santo Tomás de Aquino para ver que “numerus stat ex parte materiae”.

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De un orden de realidad al otro, la analogía, aquí como en todos los casos similares, se aplica estrictamente en sentido inverso.

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Esta tendencia es la que la doctrina hindú llama tamas, y que ella asimila a la ignorancia y a la oscuridad: se observará que, según lo que decíamos hace un momento sobre la aplicación de la

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misma que marca la dirección según la cual se ha desarrollado la actividad humana desde el comienzo de la época moderna. Además, hay lugar a destacar que la materia, por su poder de división y de limitación a la vez, es lo que la doctrina escolástica llama el “principio de individuación”, y esto pone en relación las consideraciones que exponemos ahora con lo que hemos dicho anteriormente sobre el tema del individualismo; esta misma tendencia que acabamos de tratar es también, se podría decir, la tendencia “individualizante”, ésa según la cual se efectúa lo que la tradición judeocristiana designa como “caída” de los seres que se han separado de la unidad original24. La multiplicidad, considerada fuera de su principio, y que así ya no puede ser reducida a la unidad, es, en el orden social, la colectividad concebida simplemente como la suma aritmética de los individuos que la componen, y que no es en efecto más que eso desde que no se vincula a ningún principio superior a los individuos; y la ley de la colectividad, en este aspecto, es efectivamente esa ley del mayor número sobre la cual se funda la idea “democrática”. Aquí, hace falta detenerse un instante para disipar una confusión posible: al hablar del individualismo moderno, hemos considerado casi exclusivamente sus manifestaciones en el orden intelectual; se podría creer que, en lo que concierne al orden social, el caso es completamente diferente. En efecto, si se tomara esta palabra de “individualismo” en su acepción más estrecha, se podrá estar tentado a oponer la colectividad al individuo, y a pensar que hechos tales como el papel cada vez más invasor del Estado y la complejidad creciente de las instituciones sociales son la marca de una tendencia contraria al individualismo. En realidad, no hay nada de eso, ya que la colectividad, al no ser otra cosa que la suma de los individuos, no puede ser opuesta a éstos, como tampoco lo puede ser el Estado mismo concebido a la manera moderna, es decir, como simple representación de la masa, donde no se refleja ningún principio superior; ahora bien, es precisamente en la negación de todo principio supraindividual en lo que consiste verdaderamente el individualismo tal como lo hemos definido. Por consiguiente, si en el dominio social hay conflictos entre diversas tendencias que pertenecen todas igualmente al espíritu moderno, esos conflictos no son entre el individualismo y alguna otra cosa, sino simplemente entre las variedades múltiples de las que el individualismo mismo es susceptible; y es fácil darse cuenta de que, en la ausencia de todo principio capaz de unificar realmente la multiplicidad, tales conflictos deben ser más numerosos y más graves en nuestra época de lo que lo han sido jamás, ya que quien dice individualismo dice necesariamente división; y esta división, con el estado caótico que engendra, es la consecuencia fatal de una civilización completamente material, puesto que es la materia misma la que es propiamente la raíz de la división y la multiplicidad. Dicho esto, nos es menester todavía insistir sobre una consecuencia inmediata de la idea “democrática”, que es la negación de la élite entendida en su única acepción legítima; no es en vano que “democracia” se opone a “aristocracia”, puesto que esta última palabra designa precisamente, al menos cuando se toma en su sentido etimológico, el poder de la élite. Ésta, por definición en cierto modo, no puede ser más que el pequeño número, y su poder, su autoridad más bien, que no viene más que de su superioridad intelectual, no tiene nada en común con la fuerza numérica sobre la que reposa la “democracia”, cuyo carácter esencial es sacrificar la minoría a la mayoría, y también, por eso mismo, como lo decíamos antes, la cualidad a la cantidad, y por consiguiente la élite a la masa. Así, el papel director de una verdadera élite y su existencia misma, ya que desempeña forzosamente este papel desde que existe, son radicalmente incompatibles con la “democracia”, que está íntimamente ligada a la concepción “igualitaria”, es decir, a la negación de toda jerarquía: el fondo mismo de la idea “democrática”, es que un individuo cualquiera vale lo que cualquier otro, porque son numéricamente iguales, y analogía, la compresión o condensación de que se trata está en el opuesto de la concentración considerada en el orden espiritual o intelectual, de suerte que, por singular que eso pueda parecer a primera vista, ella es en realidad correlativa de la división y de la dispersión en la multiplicidad. Ocurre lo mismo con la uniformidad realizada por abajo, en el nivel más inferior, según la concepción “igualitaria”, y que está en el extremo opuesto de la unidad superior y principial. 24

Por eso Dante coloca la morada simbólica de Lucifer en el centro de la tierra, es decir, en el punto donde convergen de todas partes las fuerzas de la pesantez; desde este punto de vista, es la inversa del centro de la atracción espiritual o “celestial”, que es simbolizado por el sol en la mayor parte de las doctrinas tradicionales.

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aunque jamás puedan serlo más que numéricamente. Una élite verdadera, ya lo hemos dicho, no puede ser más que intelectual; por eso la “democracia” no puede instaurarse más que allí donde la pura intelectualidad ya no existe, lo que es efectivamente el caso del mundo moderno. Ahora bien, como la igualdad es imposible de hecho, y como no se puede suprimir en la práctica toda diferencia entre los hombres, a pesar de todos los esfuerzos de nivelación, se llega, por un curioso ilogismo, a inventar falsas élites, por lo demás múltiples, que pretenden sustituir a la única élite real; y esas falsas élites se basan sobre la consideración de superioridades cualesquiera, eminentemente relativas y contingentes, y siempre de orden puramente material. Uno puede percatarse de ello fácilmente observando que la distinción social que más cuenta, en el presente estado de cosas, es la que se funda sobre la fortuna, es decir, sobre una superioridad completamente exterior y de orden exclusivamente cuantitativo, la única en suma que sea conciliable con la “democracia”, porque procede del mismo punto de vista. Por lo demás, agregaremos que aquellos mismos que se colocan actualmente como adversarios de este estado de cosas, al no hacer intervenir tampoco ningún principio de orden superior, son incapaces de remediar eficazmente un desorden, si no corren incluso el riesgo de aumentarle más al ir siempre más lejos en el mismo sentido; la lucha es sólo entre dos variedades de la “democracia”, que acentúan más o menos la tendencia “igualitaria”, como ocurre, así como lo hemos dicho, entre variedades del individualismo, lo que, por lo demás, equivale exactamente a lo mismo. Estas pocas reflexiones nos parecen suficientes para caracterizar el estado social del mundo contemporáneo, y para mostrar al mismo tiempo que, en este dominio tanto como en todos los demás, no puede haber más que un solo medio de salir del caos: la restauración de la intelectualidad y, por consiguiente, la reconstitución de una élite, que, actualmente, debe considerarse como inexistente en Occidente, ya que no se puede dar este nombre a algunos elementos aislados y sin cohesión, que no representan en cierto modo más que posibilidades no desarrolladas. En efecto, estos elementos no tienen en general más que tendencias o aspiraciones, que les llevan sin duda a reaccionar contra el espíritu moderno, pero sin que su influencia pueda ejercerse de una manera efectiva; lo que les falta es el verdadero conocimiento, son los datos tradicionales que no se improvisan, y a los cuales una inteligencia librada a sí misma, sobre todo en circunstancias tan desfavorables a todos los respectos, no puede suplir sino muy imperfectamente y en una medida muy débil. Así pues, no hay más que esfuerzos dispersos y que frecuentemente se extravían, a falta de principios y de dirección doctrinal: se podría decir que el mundo moderno se defiende por su propia dispersión, a la que sus adversarios mismos no llegan a sustraerse. Ello será así mientras éstos se queden sobre el terreno “profano”, donde el espíritu moderno tiene una ventaja evidente, puesto que tal es su dominio propio y exclusivo; y, por lo demás, si se quedan ahí, es porque este espíritu mantiene todavía sobre ellos, a pesar de todo, una fortísima atracción. Por eso tantas gentes, animadas no obstante, de una buena voluntad incontestable, son incapaces de comprender que es menester necesariamente comenzar por los principios, y se obstinan en malgastar sus fuerzas en tal o cual dominio relativo, social u otro, donde en estas condiciones, no puede llevarse a cabo nada real ni duradero. La élite verdadera, al contrario, no tendría que intervenir directamente en esos dominios ni mezclarse con la acción exterior; dirigiría todo por una influencia inasequible al vulgo, y tanto más profunda cuanto menos aparente fuera. Si se piensa en el poder de las sugestiones de las que hablábamos más atrás, y que, sin embargo, no suponen ninguna intelectualidad verdadera, se puede sospechar lo que sería, con mayor razón, el poder de una influencia como ésa, ejerciéndose de una manera todavía más oculta en razón de su naturaleza misma, y tomando su fuente en la intelectualidad pura, poder que, por lo demás, en lugar de ser disminuido por la división inherente a la multiplicidad y por la debilidad que conlleva todo lo que es mentira o ilusión, sería al contrario intensificado por la concentración en la unidad principial y se identificaría a la fuerza misma de la verdad.

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