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Obras selectas de Georges Duby Presentación y compilación de Beatriz Rojas HISTORIA D E L A S M E N T A L I D A D E S

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Obras selectas de Georges Duby Presentación y compilación de Beatriz Rojas

HISTORIA D E L A S M E N T A L I D A D E S

II. H I S T O R I A D E L A S M E N T A L I D A D E S *

PSICOLÓGICA ha querido ser la historia desde sus comienzos. A veces se trataba del relato de acontecimientos singulares y, queriendo explicarlos de otro modo que por intervenciones mágicas, responsabilizaba de esos accidentes a algunos héroes, algunos hombres excepcionales; y la causa profunda de sus actos había que buscarla en sus designios o en sus pasiones. Otras veces, como genealogía o crónica escrita para mayor gloria de u n linaje o de una comunidad, se preocupaba por distinguir a los jefes del grupo por sus v i r t u des o defectos individuales. Así pues naturalmente, ingenuamente, la historia se presenta como u n estudio de comportamientos y actitudes mentales, tanto cuando es drama, red de intrigas, o bien biografía, modelo que es preciso imitar o ejemplo que no se debe seguir, o también cuando se esfuerza por desenredar los hilos de las negociaciones,entre las potencias. Entretenido o ejemplar, diplomático o moralizante, el relato histórico —tanto el de Plutarco o de Joinville como el de C o m m y n e s — se presenta pues como u n análisis más o menos sutil de estados de ánimo.

L A EXPLICACIÓN POR LA PSICOLOGÍA

Sin embargo, como se ve, la psicología interviene desde el exterior, como elemento de explicación, de interpretación subjetiva: el historiador, para comprender y hacer comprender a otros la conducta de su héroe, le atribuye determinado deseo, determinado movimiento de humor que a él le parece natural, conforme a la que sería su propia reacción en las mismas circunstancias. Si da muestras de cierta sutileza la maniobra no es demasiado peligrosa, a condición de que la historia que^ relata sea contemporánea y se sitúe en u n medio similar a los que le son familiares. Así, las actitudes de san Luis no aparecen demasiado deformadas a través de Joinville n i las de Luis X I a través de Commynes, porque héroes y testigos, pertenecientes a la misma generación, o casi, desenvolviéndose en ambientes similares, compartían sin duda los mismos modos de sentir y de pensar. Pero Plutarco, cuando traza el retrato de Alejandro o el de Epaminondas, ¿tiene derecho a prestarles sus pasiones y sus prejuicios personales? Su testimonio podría servir a una his* "Histoire des mentalités", en Charles Samaran, Pléiade, Gallin\ard, París, 1961, pp. 937-966.

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L'histoirc et ses mcthodes, Encyclopédie

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loria preocupada por la exacdtud para conocer mejor la mentalidad del propio Plutarco, y a través de él la dte los hombres de su tiempo, de su país y de su nivel cultural, pero no — a l menos no sin una crítica rigurosa— la de sus héroes. Porque es sospechoso de ese anacronismo psicológico que L u cien Febvre consideraba "el peor de todos, el más insidioso", y yo añadiría también el más natural para quien no tiene el sentido del cambio histórico o lo limita a lo superficial sin extenderlo a los movimientos del espíritu, para quien no piensa que los sentimientos, las emociones, los valores morales, los propios camir(OS del razonamiento también pueden tener su historia. Error común, tenaz, que hay que temer siempre. No prestaremos atención a esa seudohistoria que se ofrece descaradamente al público con el pretexto de "grandes figuras", "mujeres célebres" o "bastardos ilustres". Abramos, por ejemplo, los Eludes sur le regne de Robert le Pieux de Christian Pfister, u n libro publicado en 1885 por la École des Hautes Études, que quiere representar la historia más seria, la más voluntariamente científica, y que para eso somete el contenido de las fuentes al método crítico más escrupuloso. Sin embargo, el autor ubica en el corazón de su obra la figura de u n héroe cuyos gestos es preciso explicar. Sucede que el rey Roberto se casó con ima mujer que era a la vez su comadre y su pariente; despreciando todas las prohibiciones religiosas, osó cometer lo que en la época se consideraba incesto. ¿La razón de ese extravío? Pfister responde: la pasión amorosa: "dominado por un amor insensato [ . . . ] . Roberto h i z o todo lo necesario para perder al marido" de la mujer con quien a continuación se casó, y "todo nos indica que por su afecto por Bertha causó una p r o f u n d a tristeza a sus padres" (pp. 47 y 50). Así, el comportamiento del rey del año 1000 se supone comparable al de uno de los personajes de los dramas q u e el historiador científico podía aplaudir en cualquier teatro. Pero a nuestros ojos esa interpretación parece ingenua e imprudente, puesto que investígaciones recientes nos permiten entrever que en la época de Roberto el m a t r i m o n i o , asunto que atañía a toda la parentela, se concertaba sin intervención de los sentimientos de los contrayentes, puesto que es difícil para nosotros imaginar al hijo del rey de Francia escogiendo a su esposa, la madre del f u t u r o soberano, sin el consentímiento de su padre; si Ip hubiese hecho, el p a d r e no hubiera sentído tristeza sino ira. t n suma, en el siglo x el amor —o l o que hiciera las veces de a m o r — no era entico al sentimiento que Pfister y sus contemporáneos designaban con ^se nombre, y sobre todo no desempeñaba la misma función en las relacio"^es sociales. Anacronismo... Sin embargo, el abate Mably, meditando sobre ^'ertas prescripciones de las costumbres feudales, ya adivinaba que las relai^es entre los sexos no siempre habían estado ligadas a las mismas disPosiciones afectívas (Observalions sur l'histoire de Frunce, ed. de KehI, 1788,

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HISTORIA D E L A S MENTALIDADES

HACIA UNA HISTORIA DE LAS MENTALIDADES

En efecto, durante el siglo xviii empezó a insinuarse en una conciencia histórica afinada la idea de que, igual que las costumbres y las maneras de vivir, quizá la achtud psicológica de los hombres no había sido la misma cu todas las épocas. Simple aplicación de la idea común de progreso: si se admitía que las sociedades humanas se habían liberado poco a poco del salvajismo para acceder a la civilización, era importante observar las etapas de esa educación progresiva, y por eso se sintió la necesidad de una "historin del espíritu humano". Como es sabido, Voltaire soñó con escribirla, pero en realidad el primer esbozo se hizo mucho más tarde. Y los comienzos de la empresa se limitaron al estudio de las facultades superiores del alma; en efecto, en el último tercio del siglo xix fue el lento perfeccionamiento de la historia de las artes, de la historia de las literaturas, lo que preparó el camino a una historia de las sensibilidades, que por lo demás por mucho tiempo fue torpe, subjetiva, imperfecta. A l mismo tiempo, la nueva atención prestada a la relatividad de los fenómenos religiosos invitaba a considerar las creencias en su evolución, y por consiguiente a explorar igualmente en el tiempo otros campos de la vida interior. N o obstante, esas investigaciones permanecieron mucho tiempo trabadas por las tradiciones de una historiateatro, drama desarrollado entre algunos protagonistas de primer plano, por la idea misma de personaje histórico cuya presencia modifica el curso de los acontecimientos, y también por la idea simplista de u n progreso continuo, lineal, identificado fácilmente con lo que se supoma entonces del crecimiento de los individuos desde la infancia hasta la madurez. Pero las frenó aún más el avance insuficiente de la ciencia psicológica, que no propom'a sino modelos individuales y abstractos. Fue el impulso de las jóvenes ciencias del hombre lo que, en fecha mucho más reciente, le permitió arrancar de verdad. Mientras que m u y lentamente, en los inicios del siglo xx, el nuevo interés por los fenómenos sociales, así como la infiltración de las concepciones marxistas, desgastaban en el espíritu de los historiadores la consideración acordada a los grandes hombres y los invitaban a desplazar su atención del i n d i v i d u o hacia el grupo, a observar los movimientos colectivos, a olvidar los simples acontecimientos, los accidentes superficiales, les hacían perceptible otro ritmo de la historia, de oscilación mucho más amplia, en ese momento nacía la sociología. Con sus primeros progresos se difundió la idea lanzada por Durkheim de "conciencia colectiva", idea tosca pero estimulante, que los psicólogos retomaron y refinaron. Sus trabajos hicieron que ingresara al uso el propio término " m e n t a l i d a d " ("término de la filosoft'a", dice todavía Littré, y cita en apoyo u n pasaje de u n tratado de filosofía positiva publicado en 1877). Pero nombrar "la manera general de pensar que prevalece en

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sociedad" era ya preparar u n estudio de las actitudes mentales ya no ^nsideradas únicamente como particulares de determinado individuo, lino como comunes a todo u n grupo. Era vincular fuertemente las representaciones colectivas y las conductas personales al estado de una sociedad; es decir, a su historia. Incluso el concepto de pueblos " p r i m i t i v o s " y pueblos evolucionados, por criticable que fuese, situaba esas investigaciones en la duración. En 1928, Charles Blondel, en su Introduction d la psychologie collective, afirmaba que "sería imposible obstinarse en determinar de plano maneras universales de sentir, de pensar y de actiaar". Así se le pasó la pelota a los historiadores. La respuesta vino de Lucien Febvre. En la Revue de sxjnlliése historique se había liberado de la concepción de una pura historia de los acontecimientos y había sentido la necesidad de ima estrecha colaboración de los historiadores con los otros observadores de los fenómenos humanos; especialmente atento a la psicología por la orientación de sus investigaciones hacia las ideas y las creencias, también había proclamado desde 1922 la superioridad de ' una historia social: "no el hombre, jamás el hombre, las sociedades humanas, los grupos organizados" (La Terre et l'évolution humaine. Introduction géographique a l'histoire, París, 1922). Eso hizo de su Lulero, publicado en 1928, el modelo de los biógrafos, ya que ese "destino" i n d i v i d u a l parecía determinado a la vez por el desarrollo de una personalidad y por su respuesta a las presiones, los rechazos, las ofertas de u n ambiente intelectual y afectivo minuciosamente analizado. Unido por lazos de amistad a los psicólogos Charles Blondel y Heru-i Wallon y esforzándose por d i f u n d i r entre los historiadores los resultados de sus h-abajos, Lucien Febvre terminó por esbozar las grandes líneas directivas de una historia de las mentalidades en dos artículos metodológicos que publicó, uno — " L a Psychologie et l ' h i s t o i r e " — en 1938 en el tomo vm de la Encyclopédie franijaise, el oh-o — " L a Sensibilité dans l'histoire"— en 1941 en los Annales d'histoire sociale (artículos reproducidos en Combáis pour l'histoire, París, 1953, con los ti'tiilos "Une vue d'ensemble. Histoire et psychologie" y "Comment reconstituer la vie affective d auh-efois? La sensibilité et l'histoire"). Invito al lector a examinar estos dos "«portantes textos: sin duda no haría falta agregar nada si los rápidos progresos realizados en los últimos años por algunas ciencias del hombre no hicieran necesario prolongar aquí y allá las perspectivas que abren.

L A APORTACIÓN DE LA PSICOLOGÍA SOCIAL

Es entonces aliándose a las disciplinas vecinas (Lucien Febvre no dejó de juchar por esa alianza) y apremiándolas, así como esforzándose por respona sus interrogaciones y a sus proposiciones, como progresa la historia, y

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tanto más rápido ei\o sus aliadas la arrastran y la empujan con más fuerza. Ahora bien: en el pelotón de los compañeros de camino los historiadores deben, al parecer, acordar una atención m u y especial a una de las ciencias que arrastran, particularmente joven y conquistadora: la psicología social. Fundada en los Estados Unidos e introducida hace m u y poco en Francia, formada por completo de manera empírica, frente a problemas prácticos y concretos de publicidad, de educación o de propaganda, llegó de inmediato a considerar que toda conducta individual responde a cierta "situación", y en consecuencia no es posible comprenderla sin examinar en detalle el medio que la rodea. Se puede encontrar una exposición sugestiva del método en el tratado principal de G. H . Mead, Mind, Self, and Society, sobre el cual se puede consultar a su vez la obra de D. Victorpff, G. H . Mead, sociologue^ et philosophe. En realidad, la psicología social enseña que no es posible aislar una personalidad del grupo que la circunda, o más bien de los grupos, ya que son múltiples e imbricados. El hombre en el seno del grupo, ése es su objeto. Por lo tanto, la psicología social podría ofrecer a los historiadores ante todo nuevas técnicas de observación, o más precisamente, medios más perfeccionados de probar e interpretar los testimonios. Como intenta captar al hombre de hoy, que vive en sociedad, y como se dedica en particular al estudio de la "información", es decir, de las comunicaciones entre el i n d i v i d u o y el grupo, sus dos instrumentos predilectos son la entrevista y el cuestionario. Pero como tiene que interrogar a numerosos testigos, se encuentra frente a u n material documental superabundante. De esa masa de respuestas tiene que extraer algunas enseñanzas sencillas, cuidándose de no alterar el testimonio en el curso de esa simplificación necesaria, esforzándose por conservar su pureza y su diversidad. Esa doble necesidad ha llevado a los psicosociólogos, con el concurso de los matemáticos y también de los l i n güistas, a mejorar singularmente los métodos de investigación. Por u n lado, a f i n de confrontar con utilidad una m u l t i t u d de indicios y también para confiar el escrutinio ya sea a máquinas o a auxiliares en el trabajo en equipo, buscaron — y todavía buscan— los medios de aislar elementos documentales que puedan contarse y que tengan el mismo valor, de reducir su información a unidades susceptibles de utilización estadística. A eso se añade el deseo de evitar que la interrogación misma no deforme el testimonio, ya sea por la intervención de la personalidad del propio investigador —que por el modo de plantear las preguntas corre el riesgo de orientar i n conscientemente las respuestas— o por la pura influencia del interrogatorio, que coloca al testigo en una situación desacostumbrada y modifica su comportamiento. A ese deseo de objetividad, a esa necesidad de selección cuantitativa responden, por ejemplo, el "análisis de contenido" perfeccionado por los especialistas de la opinión pública y de la propaganda (en par-

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ticular por B. Berelson en u n artículo publicado en Handbook of Social Psychologyi compilado por G. Lindzey en Cambridge, Mass.) o el "análisis de las estructuras latentes" de P. F. Lazarsfeld (en The American Soldier, t. iv, Princeton, 1950, y en Mathematical Thinking in the Social Sciences) que intenta alcanzar en profundidad, bajo el velo de respuestas falseadas por el mecaj^smo mismo de la encuesta, las "actitudes latentes" auténticas. Ciertamente, las inquietudes del historiador no son las mismas. Salvo excepciones, los testimonios que explota son mucho menos abundantes; cuando le llegan están sin vida, inmóviles, y las preguntas que les dirige no corren el riesgo de alterar su contenido. Y si el ejemplo de la historia económica y de otras ciencias humanas invita a buscar más exactitud recurriendo al número, ¿es útil reducir a la fuerza todos los fenómenos sociales a cifras y a cantidades medibles? Sin embargo, esas técnicas, pese a su complejidad, a su pesadez, a esa lentitud de ejecución que es actualmente su mayor defecto, merecen gran atención, sobre todo de parte de los historiadores del pasado cercano que tienen que manejar una documentación más abundante y que disponen de series cuantificables. A reserva de adaptarlos a las condiciones particulares de la investigación histórica, esos métodos aún imperfectos pueden facilitar la interpretación de ciertos datos y en particular la utilización de esa fuente tan rica que es el vocabulario. Por último, los historiadores de las mentalidades no podrían permanecer indiferentes a las cautivantes investigaciones que realizan los especialistas en las matemáticas sociales: los esquemas, los "modelos" que construyen pueden aislar y observar mejor ciertas conductas de psicología colectiva, por lo menos aquellas que en el comportamiento de la sociedad participan de la lógica, es decir, de la ceremonia y del rito. En todo caso, ese contacto con los psicosociólogos permite a la historia de las actitudes mentales y de los comportamientos ampliar singularmente el campo de su observación; la incita a plantearse otras preguntas, a seguir pistas nuevas. Ya no puede contentarse con el concepto demasiado simple de conciencia colectiva", porque la psicología social muestra que lo importante es el diálogo entre yo y otro, la relación entre psiquismo individual y ambiente social; pone de manifiesto la acción que ejercen sobre la formación de las personalidades los marcos de actividad mental propuestos por el grupo a todos los individuos que lo componen; permite entrever menos conusamente cómo, en algunos casos, son las respuestas individuales las que por su lado modifican el medio cultural (véase M . Dufrenne, La Personnalité ^ i>ase). Dialéctica sutil; y en la medida misma en que la estudia, la psicología social se prolonga naturalmente en una historia de las mentalidades que ^ri realidad no es otra cosa que la observación, pero a mayor distancia y con otros ritmos, de las situaciones, de las relaciones entre las personas y l o s ^ r u Pos y de las modificaciones que generan. Una historia de este tipo adoptará

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pues, en la medida en que su material documental le proporcione los medios, ese mismo movimiento dialéctico; atenderá alternativamente, o más bien simultáneamente, a los "modelos" culturales y a las reacciones personales; observará en sus relaciones las civilizaciones y los destinos i n d i v i d u a les. Y para volver a Roberto el Piadoso y a su matrimonio (tomaré la mayor parte de mis ejemplos de la Francia medieval que me es más familiar), esa historia sabrá conducir la investigación sobre las estructuras familiares en Francia justo después del año 1000, es decir, sobre los marcos que se imponen a todos, pero al mismo tiempo distinguirá la personalidad del soberano y lo que, en sus sucesivas alianzas, tiene que ver no sólo con sus elecciones sino con su situación particular de ungido del Señor (que no puede hacer u n mal casamiento, pero que también debe respetar ciertas reglas religiosas más estrictas, y que tampoco ha sido educado como cualquiera de sus contemporáneos); observará por fin las repercusiones de las decisiones regias y se dedicará a medir en el ambiente, por ejemplo, las resonancias del " i n cesto", el grado de escándalo, las fuerzas de resistencia y cómo el recuerdo de ese acontecimiento p u d o orientar de ahí en adelante la evolución de los espíritus. Desde luego, una actividad de ese tipo, ese continuo vaivén entre lo colectivo y lo personal, sólo es posible cuando las fuentes de información lo permiten. De hecho, la empresa está contenida entre límites m u y restringidos, porque en cuanto nos alejamos u n poco de la época contemporánea el número de hombres cuyo comportamiento puede ser analizado con suficiente precisión disminuye m u y rápido. Lo que queda son personalidades de excepción, personajes célebres, jefes, santos o genios: Lutero o Roberto el Piadoso. Este último, como era rey, tuvo sus biógrafos, pero los contemporáneos suyos que podrían ser vistos tan de cerca, en la cristiandad occidental, se cuentan con los dedos de una mano. Personalidades de excepción, esto es, anormales. ¿Qué pensaba, qué sentía, cómo reaccionaba el hombre común? Aquí, la investigación casi siempre se hunde en tinieblas insondables.

E L ESTUDIO DE LOS GRUPOS

Por lo menos el medio que rodea a esos pocos personajes se presta mejor a la observación: por ese lado, los documentos son más locuaces, o más bien son infinitamente más numerosos, de manera que las luces que arrojan se unen, se complementan y todas juntas disipan la oscuridad. Ese es pues el campo de elección de la liistoria de las actitudes mentales. Por lo demás, la palabra " m e d i o " es engañosa: es preciso hablar de diversos medios. Porque si tomamos de los psicosociólogos el concepto cómodo de situación, percibimos que en u n mismo momento todos los individuos

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¿e\o conjunto social, si éste presenta u n mínimo de complejidad, no están colocados en una situación comparable, no están sometidos a las misj^as influencias exteriores, y que el mismo individuo, integrado a grupos múltiples y diversos, sufre de parte de ellos presiones diferentes. Tomo el caso de dos hombres del siglo xi, cuya personalidad se puede adivinar porque dejaron una obra escrita: Raoul Glaber y Helgaud. Tenían más o menos la misma edad, y los dos quisieron contar lo que sabían de la historia de su tiempo y hablaron, en particular, de Roberto el Piadoso; ambos eran monjes, y en monasterios m u y importantes; sin duda habían recibido una formación intelectiial análoga, y sin embargo sus libros revelan sentimientos, ideas y reacciones distintas. Raoul Glaber está totalmente abierto sobre el vasto mundo; ha viajado, ha conocido a muchos hombres del primer plano; ha visto, oído y retenido mucho, y como también ha leído mucho, y obras de todo tipo, quiere introducir sus recuerdos en el marco ambicioso de una filosofía de la historia y escribirlos en u n lenguaje complejo, hinchado de preciosismos. El otro, Helgaud, de Saint-Benoit-sur-Loire, se limita a relatar la liistoria del rey de Francia benefactor de su monasterio, medio hermano de su abad, y no le interesa nada fuera de la liturgia y la religión. ¿Diferencia de personalidad? Ciertamente, pero sobre todo diferencia de clima: de u n lado una comunidad de horizontes amplios, la voluntad de proseguir la tradición de gran cultura instituida en la época carolingia; del otro, por el contrario, el retiro en el claustro y la salmodia, el rechazo... Y se trata de dos medios m u y cercanos y que se ubican en el mismo nivel cultural. Habitualmente, las oposiciones entre los grupos son mucho más marcadas. Veamos el caso de dos hermanos, nacidos de una familia noble en el siglo xii. Uno de ellos entró a la Iglesia y sucedió a uno de sus ti'os en el capítulo de la catedral de la diócesis; el otro, a los 14 años recibió las armas y fue admitido en la banda de los caballeros vasallos de u n castillo cercano. Continúan encontrándose con frecuencia, se ocupan juntos de los asuntos del linaje; la manera de v i v i r de ambos es casi idéntica. Sin embargo, no hablan el mismo lenguaje, porque el primero, por su función, por la formación especializada que recibió en la escuela capitular, por los libros que sabe leer, 'a gente con quien se codea, por la costumbre que adquiere de trasponer su dialecto en lati'n, entra en u n universo mental particular, que cuenta con su propia lógica y sus propias representaciones. ¿Más complejo y más rico? N o riecesariamente. En efecto, su hermano, que permaneció en el m u n d o m i l i tar, si participa con u n pequeño grupo de compañeros en la aventura de la ^ruzada, o bien si en la corte de su señor donde reside cuando sesiona el t r i ^rial se inicia en las sutilezas de las costumbres jurídicas, si en las grandes ^^urüones mundanas percibe algunos reflejos de las diversiones cortesanas incluso simplemente al hacerse más experto en la caza, en la guerra, en el Manejo de los caballos, también puede equipar su espíritu, afinar su sensi-

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bilidad, enriqucer su vocabulario. De todas maneras, la actividad mental tanto de uno como del otro es sin duda mucho mayor que la de su hermana, que no se casó y permaneció en la casa paterna viviendo con los sirvientes, y mucho más rica que la de los campesinos que trabajan la tierra de todos ellos y cuya jerga les cuesta entender; sin embargo, participan con ellos en la comurüdad del pueblo y van con ellos a ciertas ceremonias religiosas. Hay otras diferencias que se refieren también a la geografía, a la situación en relación con las corrientes de relaciones. Como hemos dicho al hablar de Helgaud, hay medios culturales cerrados, que deliberadamente vuelven la espalda al m u n d o , pero también rincones apartados, mal conectados con las grandes rutas, y grandes encrucijadas adonde por el contrario todo llega y donde el espíritu más obtuso recibe alguna luz desde el exterior. Oposición a lo largo de toda la historia, y para cada uno de los niveles donde la fortuna ubica a los hombres, entre una mentalidad rústica y una urbana. Pero oposición igualmente franca entre ciudades de regiones activas y ciudades de zonas replegadas. Así, vemos por los trabajos de Philippe Wolff (Commerces et marchands de Toulouse) y de A r m a n d o Sapori (Le Marchand italien au Moyen age) que los comerciantes tolosanos de fines del siglo xiv estaban lejos de compartir todos los gustos, todas las curiosidades, todos los apetitos de los comerciantes de Florencia. Hay pues medios geográficos que siguen lentamente y otros — e l París de Alberto el Grande, el Aviñón de Petrarca y de Simone M a r t i n i — que están en la primera fila de la vanguardia. El historiador debe .evitar cuidadosamente dejarse fascinar por ellos si no quiere, también aquí, escribir sólo la historia de lo excepcional. Su atención no debe desviarse de todo lo que esos centros activos arrastran con mayor o menor rapidez. ¡Y qué estudio apasionante es precisamente el de ese arrastre! Cómo el movimiento se propaga a partir de ciertos puntos de elección, cómo penetra a profundidad a través de los niveles culturales superpuestos. Y al precio de qué abandonos, de qué deformaciones. Así, cabe imaginar lo que podría ser una investigación sobre el sentido de la precisión numérica, interesada en captar su afinación progresiva en los diversos grupos sociales por la adopción —¿con qué retraso?— de los usos, en primer término, en el pequeño m u n d o de los intelectuales, en los ambientes de las finanzas y el comercio, por la difusión de las cifras y de los instrumentos de medición — d e l espacio, del tiempo, de la masa—, por la costumbre al cálculo, por la modificación de los hábitos mentales y de los ritmos de vida que determina-

Los DIFERENTES RITMOS

Pero tener en cuenta de ese modo la diversidad de los grupos, es decir, cierta estratificación social, al mismo tiempo que una variable plastícidad del

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ambiente geográfico, conduce de inmediato — y por la idea misma de vanguardia y tropas que siguen— a tomar en cuenta otra dimensión, ésta propia de la historia: la duración. Lo que permite a los historiadores pagar su deuda, ayudar a su vez a psicólogos y sociólogos a perfeccionar sus métodos, a plantear mejor sus problemas, invitándolos a pasar naturalmente de la diversidad de los grupos a la diversidad de los ritmos. Es conveniente aplicar al estudio de las mentalidades el esquema propuesto por Fernand Braudel, que invita a distinguir en el tiempo pasado diferentes niveles y especialmente tres grandes ritmos de la duración, en otras palabras, tres historias ("Histoire et sciences sociales: la longue durée", en úlhmo lugar, en Annales, Économies, Sociétés, Cívilisations, y en Traite de sociologie, compilado por G. Gurvitch, Histoire et sociologie). Microhistoria, "atenta al corto plazo, al individuo, al acontecimiento", la del hecho especial y del drama, la de la superficie; historia con oscilaciones de a m p l i t u d mediana, escandidas por cortes de algunos decenios, que podríamos llamar " c o y u n t u r a l " tomando el término de los historiadores económicos, que fueron los primeros en observarla, y una historia más profunda, "de larga e incluso de m u y larga duración", que cuenta por siglos. Porque los movimientos que i m p u l san la evolución de los comportamientos y de las actitudes mentales también son más o menos rápidos. Algunos son vivos y superficiales: enriquecimiento de los recuerdos del día, resonancia de determinado accidente, de determinada percepción insólita que crece poco a poco. Ese nivel de la corta duración es el de los tumultos bruscos, emociones populares de origen político o religioso, agitaciones de la opirüón pública, resonancias de u n discurso, de u n sermón, del simple tránsito de una personalidad excepcional que por su presencia, por lo que irradia a su alrededor, libera una pasión, hace brotar de la conciencia u n concepto aún inexpresado, éxito de u n libro en u n estrecho círculo de sabios o de pensadores, escándalo de una pintura en un pequeño grupo de artistas. Es sobre todo a rúvel de esa "microhistoria" que se establecen relaciones entre los grupos y los individuos: reacción del medio colectivo a la acción de u n individuo, reacción del i n d i v i d u o a las presiones exteriores. Ya he dicho que la escasez y más aún la densidad desigual de los documentos hacen m u y difícil la observación de las épocas antiguas. Pero cuando por casualidad puede ser precisa, el estudio es singularTiente revelador. Hecho especial: el 2 de marzo de 1127 Carlos el Bueno, conde de Flandes, es asesinado; Galberto de Brujas emprende el relato del drama; es un hombre instruido, que sabe mirar, inteligente pero no más, uen representante del numeroso grupo de los administradores de condición eclesiástica. Analizando su relato, Jean Dhondt ha llegado a poner en c aro ciertos movimientos de su espíritxi: a través de esa respuesta i n d i v i d u a l ^' estímulo de un acontecimiento se revela toda una región de la mentalidad ^omún ("Une mentalité d u XII* siécle, Galbert de Bruges", en Revue du Nord,

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y "Les solidantes medievales. Une société en transition: la Flandre en 11271128", en Aúnales, E. S. C). Casi abajo de ésta procede una evolución de ritmo mucho menos precipitado, cuyas ondas m u y amplias animan en este caso a todos los grupos, que se dejan llevar con mayor o menor facilidad. Van de acuerdo con la marcha de la civilización entera, reaccionan a las modificaciones concomitantes de los marcos económicos, sociales, políticos. Estos movimientos se aceleran o se retardan según los periodos, pero en general son suaves, sin sacudidas perceptibles, y no los perturban las tempestades súbitas que agitan la superficie. Es por influencia de ellos que los hijos no razonan como los padres, orientan hacia otros objetos sus entusiasmos o su agresividad, y esos cambios sólo pueden captarse mediante sondeos a intervalos bastante prolongados. Por ejemplo, si examinamos primero en 1180 y después en 1250 las maneras de sentir, de pensar y de expresarse del caballero francés, o mejor del caballero de tal o cual provincia de Francia, aparecen transformaciones m u y profundas: al primer envío de la sonda nadie o casi nadie sabe leer, mientras que al segundo todos o casi todos saben. Y qué contraste en la tonalidad del sentimiento religioso, después de las primeras infiltraciones de la predicación franciscana. Transformaciones que es conveniente relacionar a continuación con las demás modificaciones de toda la forma de vida, tanto del lugar de residencia —casa rural o morada urbana— como de las condiciones de la información, modos de educación, encuentros, viajes. Esos sondeos son menos difíciles e inciertos que el estudio de los accidentes, porque el campo de observación está mucho más abierto y los documentos menos dispersos. Es así como podemos seguir, en los medios evolucionados, en la producción de los artistas y los literatos preocupados por responder a las expectativas de su público, los cambios de la moda y del gusto, y "el gusto, en su forma consciente, merece atraer la atención del historiadoiv porque propone una acfitud espiritual ante el problema del m i m d o " (véase Combáis, de L. Febvre). Y también se puede utilizar, en esta etapa de la duración, el precioso tesfimonio del lenguaje, cuyas transformaciones están ligadas a las de las mentalidades, a condición de medir m u y de cerca las discordancias que siempre existen, en u n senfido o en otro, entre la evolución semántica y los cambios de psicología que expresa o su.scita. Quedan por último los marcos mentales más resistentes a los m o v i m i e n tos, esas "prisiones de larga duración" de que habla Fernand Braudel, que durante siglos determinan, generación tras generación, las actitudes profundas y las conductas de los individuos. Herencia cultural —la presión, por ejemplo, que ejercen los "autores", los "clásicos", las obras maestras ejemplares—, sistemas del mundo y creencias —representaciones religiosas—, modelos de comportamiento, virtudes, como el patriotismo y el honor. Reunidos, confieren, a cada fase larga de la historia de una civilización su tinte

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particular. Así, Lucien Febvre se pregimtaba, a propósito del hermoso libro en que antaño Huizinga trató de resucitar el espíritu del otoño de la Edad Media, si no era posible reconocer en la historia "periodos de vida intelectual predominante que siguen a periodos de vida afectiva particularmente desarrollada" (Combáis). En efecto, esos marcos no están del todo inmóviles; también ellos conocen sus cambios, pero son mucho más lentos. Parecen proceder por mutaciones bruscas separadas por intervalos m u y largos; llegan momentos en que las envolturas, decididamente resecas, caen por sí mismas y descubren entonces las cortezas nuevas que se han formado en lo profundo en respuesta a necesidades más recientes, pero que a su vez se endurecerán, envejecerán y se desprenderán. "Grandes revoluciones de mentalidades que escanden la historia de la h u m a n i d a d " (Combáis). Y por último, aún más abajo, las estructuras mentales que, ligadas a las condiciones biológicas, están inmóviles o al menos se modifican al mismo tiempo que las características de la especie, es decir, con u n movimiento tan lento que se nos escapa. Diversidad de grupos, diversidad de ritmos. Yo añadiría: diversidad de ritmos a todos los niveles de la duración y para cada sector del espacio, para cada una de las múltiples capas que componen una sociedad... Como se ve, el instrumento de observación exige, además de una atención extrema, retoques constantes: la historia de las mentalidades no es pues la más fácil, n i siquiera en el nivel de la larga duración, que sin embargo es el más accesible. Además, uno no puede meterse de entrada en u n terreno no preparado, sin indagaciones preparatorias realizadas en contacto con otros campos de la investigación histórica, en alianza con disciplinas de apoyo. N o todas las épocas n i todos los ambientes exigen la misma preparación, pues ésta depende del estado de la documentación, y cada estudio, evidentemente, debe establecer sus propias preguntas, avanzar a su propio paso. A l menos parece posible proponer una limpieza previa del terreno en tres direcciones p r i n cipales. E L INSTRUMENTAL MENTAL

luna primera avenida (de hecho la primera abierta, porque aún es demasia(do temprano para sugerir un orden de prospección, así como para proponer reglas metodológicas particulares a la historia de las mentalidades) conduce al examen de lo que, en el título del primer volumen de la Encyclopédie n^aise, Lucien Febvre denominaba, ya en 1935, el instrumental mental, ventariar ante todo en detalle, y después recomponer, para la época diada, el material mental de que disponían los hombres de esa época" ombats). Lucien Febvre intentó hacerlo en su Rabelais, en unas pocas decenas páginas admirables, para Francia a comienzos del siglo xvi (Le Probleme

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de l'incroyance au XVl' siécle. La religión de Rabelais); algún tiempo antes Marc Bloch, ubicando la sociedad feudal en su "atmósfera mental", había dado comienzo a la investigación (La Société féodale. La formation des liens de dépendance). Entre los "instrumentos" cuyo estudio se impone se cuenta en primer término el lenguaje, y por lenguaje entendemos los diversos medios de expresión que el i n d i v i d u o recibe del grupo social en que vive y que sirven de marco a toda su vida mental. ¿Cómo penetrar en la conciencia de los hombres de u n ambiente determinado, cómo explicar su conducta, las relaciones que tienen, tratar de ver el m u n d o y a los demás por los ojos de ellos, sin conocer bien el vocabulario que utilizan —o más bien los vocabularios, porque muchos hombres emplean varios, adaptados a los diferentes grupos a los que pertenecen—, sin disponer de u n inventario sistemático y cronológico de las palabras? Así, la historia de las mentalidades no puede avanzar sin el concurso de los lexicólogos. Espera de ellos — y con impaciencia, urgiéndolos a utilizar todos los nuevos recursos de la mecanografía— las listas, las enumeraciones de vocablos. A la historia toca sacar partido de esos datos fundamentales y, aprovechando los progresos recientes de la lingüística, en particular el concepto de campo semántico, ocuparse no de los términos aislados, sino de los agrupamientos, descubrir las expresiones clave y lo que las rodea, para poner de manifiesto las constelaciones verbales.a las que se vinculan las principales articulaciones de la psicología colectiva. Encontramos ejemplos de aplicación para la Edad Media en la obra de J. Trier, Der deutsche Wortschatz im Sinnbezirk der Verstanden; en la de HoUyhian, Le développernent du vocabulaire féodal en France pendant le Haut Moyen Age. Étude séinantique, y en m i artículo en Annales, E. S. C. (1958). Además, es necesario esforzarse por captar ese vocabulario en su movimiento, observar entonces en cada ambiente cultural su enriquecimiento, o más exactamente su renovación, porque los olvidos y los abandonos son tan interesantes como las adquisiciones, y ubicar así los momentos en que de pronto se introducen grupos de términos nuevos, forjados o tomados de otras lenguas, mientras que ciertas palabras, lentamente, se dejan de usar. Sin duda esos momentos de mutación lingüística están relacionados con las grandes oscilaciones de la mentalidad. Pero con frecuencia — y entonces la investigación se vuelve más s u t i l — el cambio se opera de manera menos evidente: las palabras quedan, mientras que bajo la envoltura invariable el sentido se modifica insensiblemente.

girven a manera de molde al pensamiento común; ya se trate del len•3"^. las inscripciones monumentales o del de los actos oficiales O'las pie^ ^ d e los archivos, prisionero de las fórmulas, o del de las obras literarias, n ^ o de artificios, se trata siempre de u n ropaje de ceremonia, que no ajusta rfectamente y cae mal. Consideremos el vocabulario del m u n d o feudal, ue ya h 3 objeto de algunos estudios iniciales (La Société féodale, 1.1, de yi Bloch, o Qu'est-ce que la féodalité?, de F. L. Ganshof), sin duda porque los niedievalistas tienen la ventaja de poder utilizar diccionarios, m u y imperfectos pero sin embargo preciosos: el inestimable D u Cange, el Blaise, el Godefroy, el recién aparecido Niermeyer. A través de esos estudios comenzamos a discernir la historia de algunas expresiones principales; en particular, las vemos penetrar en el uso en la época carolingia e instalarse en él por largos siglos; se adivina sobre todo las perspectivas de una investigación mucho más sistemática, más atenta a los préstamos, a las deformaciones semánticas, más cuidadosa de fecharlas con exactitud y de observar en su diversidad regional una evolución que está lejos de haber sido uniforme en todas partes. Sin embargo, todas las palabras que han llegado hasta nosotros son las de los profesionales de la escritura, redactores de documentos, cronistas o poetas, y que siempre han traspuesto, traducido, cuando evidentemente, pensando en vulgar, escribían en latín esforzándose por alcanzar la elocuencia o respetar ritos verbales, pero también cuando se expresaban en la lengua artíficial de las obras literarias. Por supuesto, el vocabulario de las lenguas escritas se ha ido adaptando para corresponder mejor al de las habladas, pero sin que la diferencia desapareciese nunca del todo, sin atrapar jamás en su propio y continuo cambio el habla de todos los días. Rezago de la evolución pues, pero ¿cómo evaluarlo? Si los especialistas que daban forma a las actas públicas en la Borgoña meridional poco después de 1100 dejaron de emplear la palabra servus para designar a los campesinos que dependían por completo de u n amo, es porque el lenguaje corriente y en particular el de las asambleas de justicia había abandonado la palabra que se acostumbraba traducir así. Pero es imposible saber cuándo se había perdido f u uso, y por cuántos años la inercia, la fidelidad a las fórmulas tradicionales la mantenido, fijado en la escritura u n concepto que ya no era comprentod° ^"^'"P^^ subsiste una pantalla, y es imposible medir su espesor. En j j ° ^^so, la distancia es tanto mayor cuanto más alejados estaban los h o m U^h^^^^^ ^''presión espontánea desearíamos alcanzar de la cultíira escrita, 'ó ] teología del siglo xiii permite captar sin demasiada deforma-

De todos modos, la interpretación del vocabulario es tanto más dehcada cuanto más antigua es la época, y frente a los datos del lenguaje, la posición del historiador no es en absoluto similar a la del observador del m u n d o presente. Porque el vocabulario que sus fuentes le entregan es siempre ficticiO' estilizado, m u y diferente de los dialectos empleados en la vida cotidiana V

^ los mecanismos mentales de su autor, que sin duda pensaba en las forlen^ "^'^"^^^ '^^ redacción. Ya el testamento que u n caballero dicta, en su 'sc^K^' ^^