WEIL Simone - A La Espera de Dios

c ISBN 978-84-87699-60-3 i A la espera d e D io s es exp resió n de la a ctitu d a te n ta y vigilante, p ero tam bi

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ISBN 978-84-87699-60-3

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A la espera d e D io s es exp resió n de la a ctitu d a te n ta y vigilante, p ero tam bién del c a r á c te r siem pre in a ca b a ­ d o de una búsqueda e x ig e n te de v e rd a d , c o m o la o b ra y la vida de Sim one W eil. Las cartas y ensayos re co g id o s en este v o lu m en y publicados p o stu m am en te en 1 9 4 9 , fu e ro n e s c ri­ to s en tre en ero y junio de 1 9 4 2 y re co g e n m u ch as de las claves que m arcan la o b ra de 'Weil: ra d icalid a d d esco n certan te, p rob id ad y c o h e re n c ia in telectu ales, a m o r y p ro fu n d o co n o c im ie n to de los clásico s g rie ­ g o s, id en tificación c o n los v e n c id o s , v o ca ció n « c a tó ­ lica» de sim patía con to d o s los h o m b re s, e x p e rie n c ia m ística...

; A la espera de Dios

II' lí. J A la espera de Dios Simone Weil

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C O N T E N ID O

C O L E C C IÓ N E S T R U C T U R A S Y P R O C E S O S S e r ie R e lig ió n

Prólogo: C a rlos O r te g a ..........................................................................................................

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Prefacio: ]. M . P e r r in .............................................................................................................

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CARTAS Primera Segunda Tercera Cuarto Quinta

edición: edición: edición: edición: edición:

1993 1996 2000 2004 2009

Título original: Altente de Dleu © Editorial Trotta, S.A ., 1993, 1996, 2 0 0 0 , 2 0 0 4 , 2009 Ferraz, 55 . 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-moil: [email protected] hftp://www.trofta.es © Libroirie Arthéme Fayard, 1966 I M a ría Tobuyo y Agustín López, para la traducción, 1993 © Carlos Ortega, para el prólogo, 1993

Vacilaciones ante el bautismo ...........................................................................................

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En el u m b ral...............................................................................................................................

31

Algo me dice que debo p a rtir..............................................................................................

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A u to b io g ra fía ............................................................................................................................

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Vocación in te le ctu a l...............................................................................................................

51

Últimos pensam ientos.............................................................................................................

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EN SA YO S Reflexiones sobre el buen uso de los estudios escolares como medio de cultivar el amor a D i o s ..................................................................................................................

67

El amor a Dios y la desdich a..............................................................................................

75

Formas del amor implícito a D i o s .................................................................................... E l amor al p r ó jim o ....................................................................................................... E l amor al orden del m undo...................................................................................... E l amor a las prácticas re lig io sa s............................................................................ La am istad ......................................................................................................................... El amor implícito y el amor ex p lícito ....................................................................

87 88 98 111 122 127

Sobre el «Padre nuestro» .....................................................................................................

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Diseño Joaquín Gallego

Los tres hijos de Noé y la historia de la civilización m ed iterrán ea....................

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ISBN: 97 8-8 4.87699-60-3 Depósito Legal: M -46.212-2009

APÉNDICE Carta a J . M . P e rrin .............................................................................................................. Carta a Gustave T b ib o n ....................................................................................................... Carta a Maurice S c h u m a n n ................................................................................................

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Impresión Fernandez Ciudad, S.L.

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P R O LO G O ■■

«En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo».

k !, no tiene respuesta p orq ue el universo carece de finalidad. L a ausencia de finalidad es el reino de la necesidad. L as cosas tienen cau sas y no fines. L os que creen discernir designios p articu lares de la providencia se parecen a los profesores que a expensas de un bello poem a se entre­ gan a lo que ellos llam an análisis del te x to . E l equivalente en el arte a este reino de la necesidad es la resisten­ cia de la m ateria y las reglas arb itrarias. L a rim a im pone al p oeta una orientación en la elección de las p alab ras absolu tam en te extra ñ a a la secuencia de las ideas. Tiene en poesía una función quizás análoga a la de la desdicha en la vida. L a desdicha obliga a sentir con tod a el alm a la ausencia de finalidad. Si la orientación del alm a es el a m o r, cu an to m ás se contem pla la necesidad, cu anto m ás se aprieta co n tra sí, c o n tra la p rop ia carn e, su dureza y su frío m etálicos, m ás se a p ro xim a uno a la belleza del m undo. E sto es lo que Jo b exp erim enta. Y p o r ser tan honesto en su sufrim iento, por no adm itir en sí m ism o ningún pensam iento suscep­ tible de alterar la v erd ad . Dios descendió h asta él p ara revelarle la belleza del m undo. Precisam ente porque la ausencia de finalidad y de intención es la esencia de la belleza del m undo. Cristo nos ha incitado a observar cóm o la lluvia y la luz del sol descienden indistintam ente sobre justos y p eca­ dores. Y esto nos recu erd a el grito suprem o de P rom eteo; «Cielo en el que p ara todos gira la luz com ú n ». C risto nos ordena im itar esa belleza. Platón en el T im eo nos aconseja tam bién h acern os sem ejan­ tes a la belleza del m u n do p or m edio de la con tem p lación , semejantes a la arm onía de los m ovim ientos circulares que determ inan la suce­ sión y el retorn o de los días y las n oches, de los m eses, las estaciones y los años. E n estos m ovim ientos circulares y en su com b in ación , la ausencia de intención y finalidad es m anifiesta y la belleza pura res­ plandece en ellos. E l universo es una p atria porque es herm oso y puede ser am ado p o r n o so tro s. E s n uestra única p atria en esta v id a. E ste pensam iento es la esencia de la sabiduría de los estoicos. T en em o s una p atria celes­ tial. Pero en cierto sentido es dem asiado difícil de am ar, puesto que

n o la con ocem os; p e ro , tam bién y sobre to d o , es, en o tro sentido, dem asiado fácil de a m a r, p o rq u e podem os im aginarla co m o nos p lazca. Y así correm os el peligro de am ar una ficción. Si el a m o r a esta ficción es lo bastan te fu erte, hace que to d a virtud resulte fácil, p ero tam bién de escaso v a lo r. A m em os la p atria de aquí ab ajo. E sta p atria es real. Y se resiste al a m o r . Es ella la que Dios n os ha dado p a ra que sea amada por n osotros. É l ha querido que am arla fuese difícil p ero posible. En este m undo nos sentimos extran jero s, desarraigados, exiliados. C o m o Ulises, al que unos m arineros habían trasladado de sitio durante el sueño y despertaba en un lu g a r desconocido anhelando Itaca con u n deseo que le d esgarrab a el a lm a . De rep en te. A tenea le abrió los ojos y se dio cuenta de que estab a en íta ca . A sí, tam bién, to d o h o m ­ b re que desea incansablem ente su p atria, que n o se distrae de su des­ tin o ni p o r C alypso ni p o r las siren as, se da cuenta de repente un día d e que se encuentra en su p a tria . L a im itación de la belleza del m undo, la respuesta a la ausencia de finalidad, de intención, de d iscrim inación, es la ausencia de inten­ ción en n osotros, la renuncia a la volu n tad prop ia. Ser perfectam ente obedientes es ser p erfectos co m o perfecto es n uestro Padre celestial. Entre los hombres, un esclavo n o se h ace semejante a su señor obe­ deciéndole. Por el co n tra rio , cu a n to más se som ete, m ay o r es la dis­ tan cia entre esclavo y señor. Entre hom bre y D io s, la situ ació n es distinta. U n a criatu ra ra c io ­ n a l se convierte ta n to co m o le corresponde en im agen perfecta del T o d o p o d ero so cuando es absolutam ente obediente. Lo que en el hom bre es im agen de D ios es algo que está unido en nosotros al hecho de ser p e rso n a s, pero no ese hecho en sí m ism o. E s la facultad de renunciar a la p erson a, la obediencia. Siempre que un hom bre se eleva a U n grad o de excelencia que lo convierte p o r participación en un ser divino, aparece en él algo im per­ so n al, anónim o. Su voz se ro d e a de silencio. E sto es m anifiesto en las grandes obras del arte y el pensam ien to, en las grandes acciones y palabras de los santos. E s pues verdad en un sentido que hay que concebir a Dios com o im personal; en el sentido de que es el m odelo divino de una persona que se autotrasciende al ren u n ciar a sí m ism a. C oncebirlo co m o una person a tod op oderosa o , con el nom bre de C risto , co m o una persona h um ana, es excluirse del verd ad ero am or a D ios. Por eso hay que am ar la perfección del Padre celestial en la im parcial difusión de la luz del sol. El m odelo divino, a b so lu to , de esta renuncia en n o so tro s es la obediencia; éste es el principio cre a d o r y ord en ador del universo y ésta es la plenitud del ser. Es porque la renuncia a ser u n a persona hace del hom bre el reflejo de Dios, p o r lo que resulta tan horrible reducir a los hom bres al estado de m ateria inerte sum iéndolos en la desdicha. C on la condición de

p erson a hum ana se les quita la posibilidad de ren u nciar a ella, salvo en el caso de quienes estén ya suficientem ente p rep arad o s. Así com o D ios ha cread o nuestra au ton om ía p ara que ten gam os la posibihdad de ren u nciar a ella p o r am o r, p or la m ism a razó n debem os querer la con servación de la u ton om ía en nuestros sem ejantes. Q uien es p er­ fectam ente obediente considera infinitam ente p reciosa la facultad hum ana de libre elección. De la m ism a fo rm a, no existe co n trad icció n entre el am or a la belleza del m undo y la com pasión. E ste am o r no impide sufrir cuando se es desdichado ni impide sufrir p orq u e o tro s lo sean. E l am or a la belleza del m undo se sitúa en un p lan o distinto al sufrim iento. E sta form a de am or, sin dejar de ser universal, supone co m o form a secundaria y subordinada el am or a to d as las cosas p recio sas que la m ala fortu na puede destruir. L as cosas verd ad eram en te p reciosas son las que constituyen escalones hacia la belleza del m u n d o , aperturas o rientadas h acia ella. Quien ha llegado m ás lejos, h asta la belleza m ism a del m u n d o, no siente p o r ellas un am o r m en or, sino m ucho m ás grande que antes. E n tre estas cosas están las realizaciones puras y au tén ticas del arte y de la ciencia. Y de m anera m ucho m ás general, tod o lo que envuelve de poesía la vida hum ana a través de tod as las capas sociales. T o d o ser hum ano está arraigado en este mundo por una cierta poesía terrena, reflejo de la luz celestial que es su vín cu lo, sentido de fo rm a m ás o m enos v a g a , con su p atria universal. L a desdicha es el desarraigo. L as ciudades h um anas, sobre to d o , cad a una en un nivel m ayor o m en or según su nivel de p erfección , envuelven de p oesía la vida de sus habitantes. Son im ágenes y reflejos de la ciudad del m u n d o. P o r o tra p a rte , cu an to m ás form a de n ación tienen, cu an to m ás preten ­ den ser p a tria s, m ás deform ada y m an ch ad a es la im agen que ofre­ cen. Pero destruir estas ciudades, ya sea m aterial o m oralm en te, o excluir a los seres hum anos de la ciudad precipitándoles en tre los dese­ chos sociales, es co rta r tod o n exo de poesía y de am or en tre las alm as hum anas y el universo. E s sum irlas p o r la fuerza en el h o rro r de la fealdad. Difícilmente puede im aginarse un crim en m ay o r. T o d o s p a r­ ticipam os co m o cóm plices en una can tid ad casi innum erable de estos crímenes. Si pudiésemos com prenderlo, lloraríam os lágrim as de sangre.

E L A M O R A L A S P R A C T IC A S R E L IG IO S A S

E l a m o r a la religión instituida no es en sí m ism o un a m o r explícito a Dios sino im plícito, p o r m ás que el nom bre de Dios esté n ecesaria­ m ente presente en ella, pues n o im plica un co n ta cto d irecto o inm e­ diato co n D ios. C uan d o las p rácticas religiosas son p u ra s. Dios está presente en ellas de la m ism a m an era que en el prójim o y en la belleza del m u n d o; no m ás.

L a form a que el am or a la religión ad o p ta en el alm a difiere m ucho según las circunstancias de la v id a. Ciertas circunstancias pueden impe­ dir el nacim iento de este a m o r o pueden m atarlo antes de que haya llegado a adquirir suficiente fu erza. En la desdicha, algunos hom bres desarrollan, a su p esar, odio y desprecio h acia la religión, debido a que la crueldad, el orgullo o la corru p ción de algunos de sus m inis­ tros les ha hecho sufrir. O tro s han sido educados desde la infancia en un medio im pregnado de este espíritu. H ay que creer que el am or al prójim o y a la belleza del m u n d o , si son bastan te intensos y p u ro s, son suficientes en tales caso s, p o r la m isericord ia de D ios, p a ra co n ­ ducir al alm a a cualquier altu ra . E l am or a la religión in stituida tiene norm alm ente co m o objeto la religión establecida en el país o el m edio en que se ha sido educado. Es en ella en la que tod o h o m b re piensa en un principio, p o r efecto de un hábito que en tra en el alm a con la vid a, cuando piensa en el servicio de D ios. L a virtud de las prácticas religiosas puede ser entendida según la tradición budista referentes a la recitación del nom bre del Señor. Se dice que Buda habría fo rm u lad o el voto de elevar hasta él, en la T ie­ rra P u ra, a todos aquéllos que recitasen su nom bre con el deseo de ser salvados y que, en virtud de este v o to , la recitación del nom bre del Señor tiene realm ente la virtu d de tran sfo rm ar el alm a. L a religión no es m ás que esta prom esa de D ios. T o d a p ráctica religiosa, todo rito , toda litu rg ia, es una fo rm a de recitación del n om ­ bre del Señor y debe, en p rin cip io , tener u n a virtud: la virtud de sal­ var a cualquiera que se entregue a ella co n ese deseo. T o d as las religiones p ron u n cian en su lengua el nom bre del Señor. E n la m ayor p arte de los c a s o s , es preferible in vocar el nom bre de Dios en la lengua n atal y no en una lengua extran jera. Salvo ex ce p ­ ciones, el alm a es incapaz de ab an d on arse p o r com pleto si tiene que im ponerse el pequeño esfuerzo de buscar las p alab ras en una lengua extranjera aunque sea bien co n o cid a. Un escritor cuya lengua n a ta l es p o b re, p o co dúctil y escasam ente difundida puede sentirse m uy tentado de ad o p tar o tra . H a y algunos casos de éxitos brillantes, c o m o C o n rad , pero son m uy ra ro s. Salvo excepciones, este cam bio es n egativo, pues degrada el pensam iento y el estilo; el escritor se siente in cóm odo en la lengua ad op tad a y su obra resulta m ediocre. U n cam bio de religión es p a ra el alm a lo que un cam bio de len­ guaje p ara un escrito r. E s cie rto que no to d as las religiones son igual­ mente aptas p a ra la co rrecta recitació n del nom bre del Señor. Algu­ nas son, sin duda, instrum entos m uy im perfectos. L a religión de Israel, por ejemplo, ha debido ser un m edio muy im perfecto p ara que se haya podido crucificar a C risto. L a religión de los rom anos ni siquiera mere­ cía, quizá en ningún g rad o , el nom bre de religión.

P e ro , de m an era general, establecer una jerarquía entre las reli­ giones es algo m uy difícil, casi im posible o , a ca so , totalm en te im posi­ ble. Pues una religión se conoce desde el interior. L o s católicos lo afir­ man del catolicism o, pero es una verdad válida p ara cualquier religión. L a religión es un alim ento. E s difícil ap reciar p o r la m irada el sabor y el v a lo r nutritivo de un alim ento que n un ca se h a p ro b ad o . L a co m p aració n entre las diversas religiones sólo es p osible, en una cierta m ed id a, p or la virtud m ilagrosa de la sim patía. Se puede en algún grad o co n o cer a los hom bres si, al m ism o tiem po que se les observa desde fuera, se proyecta tem poralm ente en ellos la propia alma a fuerza de sim patía. Del m ism o m o d o , el estudio de las diferentes religiones sólo conduce a un conocim iento si uno entra tem poralm ente, p o r la fe, al cen tro m ism o de la religión que se está estudiando. Por la fe, en el sentido m ás intenso de la p alab ra. Y esto no sucede casi n un ca. Pues unos no tienen fe y otros tienen fe exclusivam ente en una religión y n o con ceden a las dem ás m ay or atención que la que se presta a unas con ch as de form as p in torescas. T am b ién h ay quienes se creen cap aces de im parcialid ad p orq ue tie­ nen una vaga religiosidad que pueden orientar indistintamente en cual­ quier dirección. P ero es preciso h aber puesto tod a la aten ción , toda la fe, to d o el a m o r, en una religión p articu lar p ara p oder pensar en las dem ás con el m ism o grado de aten ción , de fe y de am or que ellas m ism as co m p o rtan . Del m ism o m o d o , quienes son cap aces de am istad y no los otiros son los que pueden interesarse de to d o co ra z ó n p o r la suerte de un d esconocido. E n cualquier terreno, el am or sólo es real si está dirigido a un objeto p articu lar; se h ace universal sin dejar de ser real sólo por efecto de la analogía y la transferencia. D icho sea de p a so , el con ocim iento de la analogía y la transferen ­ cia, con ocim iento p ara el que las m atem áticas, las diversas ciencias y la filosofía son una p rep aració n , tienen así una relación d irecta con el am o r. A ctualm ente, en E uropa y quizá en tod o el m undo, el conocimiento com p arad o de las religiones es p rácticam en te nulo. N i siquiera se co n ­ cibe la posibilidad de tal con ocim ien to. Aun sin los prejuicios que nos ob stacu lizan , el presentim iento de ese con ocim iento es ya algo muy difícil. H a y entre las diferentes form as de vida religiosa, com o co m ­ pensación parcial de las diferencias visibles, ciertas equivalencias ocul­ tas que quizá el m ás fino discernim iento sólo puede vislum brar. C ada religión es una com b in ación original de verdades explícitas en otra. L a adhesión im plícita a una verdad puede en cerrar tan ta virtud com o una adhesión explícita y a veces incluso m ás. Aquél que co n o ce el secreto de los corazones es el único que con oce tam bién el secreto de las diferentes form as de fe. Y , dígase lo que se diga, no nos h a reve­ lado ese secreto.

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Cuando se h a nacido en u n a religión que n o es dem asiado im pro­ pia para la p ro n u n ciació n del nombre del S eñor, cu an d o se am a esa religión natal co n un a m o r bien orientado y p u ro , es difícil concebir un motivo legítimo p ara ab andonarla, antes de que un con tacto directo con Dios som eta al alm a a la p ro p ia voluntad divina. M ás allá de este um bral, el cam b io no es legítim o más que p o r obediencia. L a historia muestra que, de h ech o , esto se produce raras veces. C on gran frecuen­ cia, quizá siem pre, el alm a que. ha llegado a las regiones espirituales m ás altas es co n firm ad a en el am or a la tracjición que le h a servido de escala. Si la im perfección de la religión n atal es dem asiado grande o si aparece en el m edio n atal b a jo una form a dem asiado co rro m p id a, o si las circun stan cias han im pedido nacer o han m atad o el a m o r a esa religión, la ad o p ció n de o tra religión es legítim a. Legítim a y necesaria p ara algunos, aunque no p a ra todos. O tro tan to puede decirse res­ pecto a quienes han sido educados al m argen de cualquier p ráctica religiosa. En todos los demás casos, cam biar de religión es una decisión extre­ m adam ente grave y aún lo es m ás el em pujar a o tro a que lo h aga. Infinitamente m ás grave to d a v ía es ejercer en este sentido u n a presión oficial en países co n q u istad o s. Por el c o n tra rio , a pesar d e las divergencias que existen entre los territorios de E u ro p a y A m érica, puede decirse que p o r derecho, directa o indirectam ente, de ce rca o d e lejos, la religión cató lica es el medio espiritual natal de todos los hom bres de raza b lanca. La virtud de las p rácticas religiosas consiste en la eficacia del co n ­ tacto con lo que es p erfectam en te puro p a ra la destrucción del m al. N ad a en este m undo es p erfectam ente p u ro salvo la belleza total del universo, que n o podem os exp erim entar directam ente h asta haber avanzado considerablem ente e n el cam ino de-la perfección. Por o tra parte, esa belleza total n o e stá encerrada en n ada sensible, aunque sea sensible en cierto sentido. L as cosas religiosas son co s a s sensibles p articu lares, que existen en este m undo, y que son sin em bargo perfectam en te p uras. N o p o r su form a de ser p ro p ia , pues la iglesia puede ser fea, los can tos sonar a falso, el sacerd ote estar co rro m p id o y los fieles d istraídos, p ero , en cierto sentido, eso no tiene ninguna im p ortan cia. E s lo m ism o que si un geóm etra, p a ra ilustrar u na d em ostración co rre cta , traza una figura en la que las rectas están torcidas y los círculos ach atad o s: todo eso carece de im p o rtan cia. L as cosas religosas son puras p o r d erech o, teóricam ente, p o r hipótesis, p o r definición, p o r convención. Así pues, su pureza es in con dicion ad a. N ingu n a m an ch a puede alcan zarla. Por eso es perfecta. P e ro no p e rfe cta a la m an era de la yegua de R o lan d , que con todas las cualidades posibles tenía el inconveniente de no exis­ tir. Las convenciones h um anas carecen de eficacia a m enos que se les añadan móviles que impulsen a los hom bres a observarlas. E n sí m is­

m a s, son simples ab straccion es; son irreales y no op eran n a d a . P ero la convención según la cu al las cosas rehgiosas son p u ras está ratifi­ cad a p o r el p ropio D ios. P or eso es una convención eficaz, u n a c o n ­ vención que encierra una virtu d, que es o p erativa p o r sí m ism a. E sta pureza es in condicionada y perfecta y al m ism o tiem po real. E s ésa una verd ad de hecho que, p o r consiguiente, n o es suscepti­ ble de d em o stració n ; tan só lo, de verificación exp erim ental. De h ech o , la pureza de las cosas religiosas se m anifiesta casi siem­ pre bajo la form a de belleza cuando la fe y el am o r no están ausentes. A sí, las palabras de la liturgia son m aravillosam ente bellas; y sobre todo es perfecta la oración que para nosotros salió de los propios labios de C risto . T am b ién la arq u itectura ro m án ica o el ca n to gregorian o son m aravillosam ente h erm osos. Pero en el cen tro m ism o hay algo que está enteram ente d espro­ visto de belleza, donde n ada m anifiesta la p u reza, algo que es única­ mente convención. E s preciso que así sea. L a arq u itectu ra, los can ­ to s, el lenguaje, aun cuando las p alab ras h ayan sido reunidas por C risto, son algo distinto a la pureza ab solu ta. L a pureza absoluta pre­ sente aquí abajo a nuestros sentidos terrestres com o co sa p articu lar no puede ser más que una convención que sea convención y n ad a m ás. E sa convención situada en el punto cen tral es la eucaristía. L o absurdo del dogm a de la p resencia real constituye su virtud. E xcep tu an d o el sim bolism o tan con m oved or del alim ento, n ad a hay en un trozo de pan a lo que el pensam iento orientado h acia D ios pueda fijarse. Así pues, el carácter convencional de la presencia divina es evi­ dente. C risto no puede estar presente en un objeto así sino p o r co n ­ vención. Y por eso m ism o, puede estar p erfectam ente p resente. Dios sólo puede estar presente aquí abajo en lo secreto. Su p resencia en la eucaristía es verdaderam ente secreta, puesto que ninguna p a rte de nuestro pensam iento es adm itida en lo secreto. Por eso es to ta l. N adie se sorprende lo m ás m ínim o ante el hecho de que ra z o n a ­ m ientos llevados a cab o sobre rectas perfectas y círculos p erfectos que no existen tengan aplicaciones efectivas en la técn ica. Sin em b arg o , es algo incom prensible. L a realidad de la presencia divina en la eu ca­ ristía es m ás m aravillosa pero no m ás incom prensible. Podría decirse en un sentido, p o r an alogía, que C risto está p re­ sente en la hostia con sagrad a p o r hipótesis, de la m ism a fo rm a que un geóm etra dice que un determinado triángulo tiene dos ángulos igua­ les p o r hipótesis. E s p o r tratarse de una convención p o r lo que lo único im portan te es la form a de la consagración, no el estado espiritual del que consagra. Si no se tratase de una con vención, sería algo h u m an o, al menos p arcialm en te, y no totalm ente divino. U n a convención real es una arm onía sobrenam ral, entendiendo «arm onía» en el sentido pitagórico. Sólo una convención puede realizar en este m undo la perfección de la pureza, pues to d a pureza no convencional es más o menos im per­

fecta. Q ue una con vención p u ed a ser real es un m ilagro de la miseri­ cordia divina. La idea budista de la recitación del nom bre del Señor tiene el mismo contenido, pues un n om b re tam bién es una convención. Sin em b argo, el hábito de identificar m entalm ente las cosas con sus nom bres hace olvidarlo fácilm ente. L a eu caristía es con vencional en el grado m ás alto. Incluso la presencia h u m an a y carnal de C risto era algo distinto a la pureza perfecta, p o r eso él m ism o corrigió a quien le llam aba bueno y dijo adem ás: «O s conviene que yo m e v a y a » . Probablem ente está presente de form a m ás co m p le ta en un tro zo de pan co n sag rad o . Su presencia es m ás co m p leta en la medida en que es m ás secreta. Sin em b arg o , esta p resen cia fue sin duda aún m ás com p leta en su cuerpo carn a l, y tam bién m ás secreta to d a v ía , desde el m o m en to en que to m aro n su cuerpo p o r el d e un crim inal. T am b ién entonces fue abandonado por todos. Estab a demasiado presente y eso para los hom ­ bres no resultaba sop ortab le. L a convención de la eu caristía o alguna o tra convención análoga es indispensable, pues indispensable le es al hom bre la presencia sen­ sible de la pureza p erfecta. El hom bre no puede dirigir la plenitud de la atención sino sobre u n a cosa sensible. Y tiene necesidad de dirigir en ocasiones su aten ción a la pureza p erfecta. Sólo este a cto puede permitirle, mediante una operación de transferencia, destruir una parte del mal que hay en él. P o r eso la hostia es realm en te el C o rd ero de Dios que quita los p ecados. T o d o el m undo percibe el m a l dentro de sí, siente h o rro r y quiere librarse de él. Fu era de n o s o tro s , vemos el m al bajo dos form as dis­ tintas, sufrim iento y p ecad o . P e ro en la percepción que de nosotros mismos tenem os esta distinción no aparece sino ab stractam en te y p o r reflexión. Sentimos en n o so tro s algo que no es ni sufrim iento ni p ecad o, que es a la vez lo uno y lo o tr o , la raíz com ú n de am bos, una mezcla indistinta de los d o s , m ancha y d olor al m ism o tiem po. E s el mal en n o so tro s. E s la fealdad en n o so tro s. E n la m edida en que lo sentim os, nos p ro d u ce h o rro r. E l alm a lo rech aza co m o si qui­ siera vom itarlo y lo p ro y ecta p o r una o p eración de transferen cia a las cosas que nos rod ean . P e ro , tornándose entonces feas y m an ch adas a nuestros o jo s, las co sas nos devuelven el m al que en ellas habíam os puesto. N os lo devuelven au m en tad o, pues, en el in tercam b io, el m al que está en n o so tro s se a cre cie n ta . Nos p arece entonces que los luga­ res en los que estam os, el m edio en que vivim os, nos aprisionan p ro ­ gresivam ente en el m al. E s ésa u n a angustia terrible. C u an d o el alm a, agotad a p or la an gustia, deja finalm ente de sen tirla, hay p o ca espe­ ran za de salvación p a ra ella. E s así co m o un enferm o llega a sentir odio y rech azo p o r su habi­ tación y lo que le ro d e a , un condenado p o r su prisión y , co n m ucha frecuencia, un ob rero p o r su fáb rica.

De nada sirve p rocu rar cosas herm osas a quienes están en esa situa­ ción . Pues con el tiem po tod o term ina p o r quedar m an ch ad o hasta p rod u cir h o rro r p o r esa op eración de transferen cia. Sólo la pureza perfecta no puede ser m an cillad a. Si en el m om ento en que el alm a es invadida p or el m al se dirige la aten ción hacia un objeto perfectam ente p u ro , transfiriendo sobre él una p arte del m al, ese objeto no resulta alterad o. N o devuelve el m al. D e esta fo rm a, cad a m inuto de una atención así destruye realm en te algo de mal. L o que los hebreos tratab an de realizar p o r m edio de una especie de ritual m ágico con el chivo em isario sólo puede ser op erad o p o r la pureza p erfecta. E l verdadero chivo exp iato rio es el C ord ero. E l día en que un ser perfectam ente p u ro se m anifiesta en este m undo en fo rm a h um ana se con cen tra sobre él, au to m áticam en te, en form a de sufrim iento, la m ayor cantidad posible del m al que de form a difusa se en cuen tra a su alrededor. E n aquella é p o ca, en tiem pos del Im perio ro m a n o , la m ayor desdicha y el m ay o r crim en de los hom ­ bres era la esclavitud. Por eso Cristo sufrió un suplicio que era el grado extrem o de desdicha de la esclavitud. E sta transferencia constituye mis­ teriosam ente la R edención. A sí, tam bién, cu and o un ser hum ano dirige su m irad a y su aten­ ción sobre el C ordero de Dios presente en el pan consagrado, una parte del m al que lleva dentro de sí va h acia la pureza perfecta y queda allí destruida. M ás que una destrucción es una tran sm u tació n . E l co n tacto con la pureza p erfecta disocia la m ezcla indisoluble de sufrimiento y p ecad o . L a parte de m al contenida en el alm a que ha sido quem ada p o r el fuego de este con tacto se convierte en sufrimiento; en sufrimiento im pregnado de am or. De la m ism a fo rm a, to d o el m al que existía de form a difusa en el Im perio ro m an o y que se con cen tró en C risto , se convirtió en él solam ente en sufrim iento. Si no existiera en este m undo p ureza p erfecta e infinita, si sólo hubiera pureza finita que el con tacto del m al agota con el tiem po, jamás podríam os ser salvados. L a justicia penal proporciona una espantosa ilustración de esta ver­ d ad. E n principio se tra ta de algo p u ro que tiene p o r objeto el bien, pero es una pureza im perfecta, finita, hum ana. E l con tacto ininterrum­ pido con la m ezcla de crim en y desdicha agota esa pureza y establece en su lugar una m an ch a semejante a la totalid ad del crim en , una m an­ cha que sobrepasa con m ucho la de un crim inal p articu lar. L o s hom bres desdeñan beber en la fuente de la p ureza, p ero la creación sería un a cto de crueldad si esa fuente no b ro tara allí donde hay crim en y desdicha. Si el crim en y la desdicha n o se extendieran m ás allá de los dos mil últim os añ os, ni a los países no tocad o s por las misiones, se podría creer que la Iglesia tiene el m onopolio de Cristo y los sacram entos. ¿C óm o se puede, sin acu sar a D ios, sop ortar la

evocación de un solo esclavo cru cificad o h ace veintidós siglos, si se piensa que C risto no estaba p resen te en aquel tiempo y que to d o sacra­ m en to era d esconocid o? Apenas se piensa en los esclavos cru cificad os h ace veintidós siglos. C uando se ha aprendido a d irigir la m irad a a la p ureza p erfecta, sólo la d uración lim itada de la v id a hum ana impide e star seguro de que, a menos de traición, se alcan zará aquí abajo la perfección. Somos seres finitos y tam bién el m al en n osotros es finito. L a p ureza que se ofrece a nuestros ojos es in fin ita. Por p o co m al que destruyésem os en cada m irad a , sería indudable, si no hubiese límite de tiem p o , que repitiendo la o p eración con la frecuencia suficiente llegaría el día en que todo el m al habría sido destru id o. H ab ríam o s llegado entonces al extrem o del m al, según la espléndida expresión de la BhagavadGita. H ab ríam o s destruido el m a l para el Señor de la V e rd a d y le llevaríam os la v erd ad , co m o dice el Libro d e los m uertos de los egip­ cios. U n a de las verdades cap itales del cristian ism o, hoy olvidada de to d o s, es que lo que salva es la m ira d a . L a serpiente de b ro n ce ha sido elevada a fin de que los hom bres que yacen m utilados al fondo de la degradación la miren y se salven . E s en los m om entos en que u n o se en cuen tra, co m o suele decirse, m al dispuesto o incapaz de la elevación espiritual que conviene a las cosas sagrad as, cuando la m irad a dirigida a la pureza p erfecta es m ás eficaz. Pues es entonces cuando e l m al, o m ás bien la m ed iocrid ad, aflora a la superficie del alma en la s mejores condiciones p a ra ser que­ m ada al co n ta cto con el fuego. Pero tam bién el a cto de m ira r es entonces casi im posible. T o d a la parte m ediocre del alm a, tem ien d o la m uerte con un te m o r m ás vio­ lento que el p ro v o cad o por la p ro xim id ad de la m uerte c o rp o ra l, se revuelve y suscita m entiras p a ra protegerse. El esfuerzo p or no escu ch ar esas m entiras, aunque n o se pueda evitar creer en ellas, el esfuerzo d e m irar la pureza, es entonces algo m uy violento p ero , sin e m b a rg o , absolutam ente distinto a lo que com únm ente se llam a esfuerzo, violencia sobre sí, a cto de voluntad. Serían necesarias otras palabras p a ra describirlo, pero el lenguaje carece de ellas. El esfuerzo p o r el que el alm a se salva se asemeja al esfuerzo p o r el que se m ira , p or el que se e scu ch a , p o r el que una n ovia dice sí. E s un acto de atención y de con sentim iento. Por el co n tra rio , lo que suele llam arse voluntad es algo an álo g o al esfuerzo m u scu lar. La voluntad corresponde al nivel de la p arte n atu ral del alm a. El co rrecto ejercicio de la voluntad es una condición n ecesaria de salva­ ció n , sin d u d a , pero lejana, in fe rio r, muy subordinada, puram ente negativa. E l esfuerzo m uscular realizad o p o r el cam pesino sirve para arran car las m alas h ierbas, p ero só lo el sol y el agua hacen crecer el trigo. L a voluntad no opera en el alma ningún bien.

L o s esfuerzos de la voluntad sólo ocu p an un lugar en el cum pli­ m ien to -d e las obligaciones estrictas. Allí donde n o hay oW igación estricta hay que seguir, sea la inclinación n a tu ra l, sea la v o ca ció n , es d ecir, el m an d ato de D ios. L o s acto s que p roced en de la inclinación n atu ral no son evidentemente esfuerzos de la volu n tad . Y en los actos de obediencia a Dios se es p asiv o; cualesquiera que sean las fatigas que los acom p añ en, cualquiera que sea el despliegue aparente de acti­ vid ad , no se produce en el alm a nada an álogo al esfuerzo m u scu lar; hay solam ente espera, atención, silencio, irunovilidad a través del sufri­ m iento y la alegría. L a cru cifixión de C risto es el m odelo de todos los a cto s de obediencia. E s ta especie de actividad p asiva, la fo rm a m ás elevada de activi­ d ad , ap arece perfectam ente descrita en la Bhagavad-Gita y en L ao T sé. T am b ién ahí hay unidad sob ren atu ral de los co n tra rio s, a rm o ­ nía en el sentido p itagórico. E l esfuerzo de la voluntad hacia el bien es una de las m entiras segre­ gadas p o r la parte m ediocre de n osotros m ism os en su m iedo a ser d estruida. E ste esfuerzo no la am enaza de ningún m o d o , ni siquiera disminuye su com od id ad , p or m ás que se acom p añ e de abundante fatiga y sufrim iento. Pues la p arte m ed iocre de n osotros m ism os no tem e la fatiga y el sufrim iento, lo que tem e es la m u erte. H a y quienes tratan de elevar su alm a co m o quien se dedica a sal­ ta r con tin u am en te, con la esperanza de q u e, a fuerza de saltar cada vez m ás alto , llegue el día en que alcance el cielo p ara n o volver a caer. O cu p ad o en ello, no puede m irar al cielo. L o s seres húm anos no p odem os d ar un solo paso h acia el cielo. L a dirección vertical nos está proh ib id a. Pero si m iram os largam en te al cielo. Dios desciende y nos to m a fácilm ente. C o m o dice E sq u ilo: «Lo divino es ajeno al esfuerzo». H ay en la salvación una facilidad m ás difícil p ara n osotros que to d o s los esfuerzos. E n un cuento de G rim m se celebra un con cu rso de fuerza entre un gigante y un sastrecillo. E l gigante lanza una piedra a una altura tal que ta rd a m ucho tiem po en caer. E l sastrecillo suelta un pájaro que n o cae. L o que no tiene alas acab a siem pre p o r caer. D ad o que la voluntad es im potente p a ra op erar la salvación , la n o ció n de m oral laica es un ab surdo. Pues lo que se llam a m oral no apela m ás que a la voluntad y a lo que ésta tiene, p o r decirlo así, de m ás m u scu lar. L a religión, p o r el co n tra rio , corresponde al deseo y es el deseo lo que salva. L a caricatura rom ana del estoicismo apela también a la fuerza mus­ cu lar. Pero el verdadero estoicism o, el estoicism o griego, del que san Ju a n , o quizá C risto, ha tom ado los térm inos de «logos» y «pneum a», es únicam ente deseo, piedad y a m o r, y está lleno de hum ildad. E l cristianism o de h oy, en este p un to co m o en otros m u ch os, se ha dejado contam inar por sus adversarios. L a m etáfora de la búsqueda de Dios sugiere un esfuerzo m uscular de la volu n tad . Sin duda Pascal

ha contribuido al buen éxito de la m etáfora y h a com etido ciertos erro­ res, en especial el de con fu n d ir, en cierta m ed id a, la fe con la au tosu ­ gestión. E n las grandes im ágenes de la m itología y el folklore, en las p a rá ­ bolas del evangelio, es D ios quien busca al h o m b re. «Q uaerens m e sedisti lassus». E n ningún p a sa je del evangelio se habla de búsquedas em prendidas p o r el hom b re. E l hom bre no d a un p aso a m enos que sea em pujado o exp resam en te llam ad o . E l papel de la futura esposa es esperar. E l esclavo espera y v ela mientras el señor está en la fiesta. E l que va p o r los cam inos no se invita a sí m ism o al banquete nup­ cial, ni pide que se le invite; se le lleva casi p o r so rp resa, lo único que debe hacer es vestirse de fo rm a adecuada. El h om b re que ha encon­ trad o una perla en un cam p o vende to d o s sus b ijn es p ara co m p rar ese terren o; no tiene necesidad d e volver al ca m p ó co n la azad a p ara desenterrar la p e rla , le b asta v en d er todos sus bienes. D esear a Dios y renunciar a to d o lo dem ás es lo único que salva. La actitud que lleva a la salvación no se p arece a ninguna activi­ dad. Viene exp resad a por la p a la b ra griega h u p o m o n e que patientia traduce bastante m al. E s la e sp e ra , la inm ovilidad aten ta y fiel que se prolonga indefinidam ente y a la que ningún im pacto puede hacer estrem ecer. E l esclavo que e scu ch a junto a la p uerta p ara ab rir en cuanto el señor llam e es su m ejor imagen. Debe estar dispuesto a m orir de ham bre y agotam ien to antes que cam biar de actitu d . A un cuando sus am igos puedan llam arle, h ab larle, zaran d earle, deberá h a ce r caso om iso sin m over siquiera la ca b e z a . Aun cu and o le digan que el señor ha m u erto, y aun cuando lo c r e a , no deberá m overse. Aunque se le diga que el señor está enojado c o n él y que le golpeará a su vuelta, y aunque lo c re a , no se m o v e rá . La búsqueda activ a es p erju d icial, no sólo p a ra el a m o r, sino tam ­ bién para la inteligencia cuyas leyes imitan las del am o r. E s preciso esperar sim plemente a que la solución de un p rob lem a de geom etría o el sentido de una frase latina o griega surjan en el espíritu. C on m ayor razón cuando se tra ta de una v erd ad científica nueva o de un herm oso poem a. L a búsqueda lleva al e rr o r. Y lo m ism o puede decirse respecto a cualquier clase de bien v e rd a d e ro . E l h om b re no debe h acer otra cosa que esperar el bien y re c h a z a r el m al. N o debe h acer esfuerzo m uscular si no es p a ra evitar la s sacudidas del m al. E n la inversión que constituye la con dición h u m a n a , la virtud autén tica en tod os los dom inios es algo n egativo, al m en o s en ap arien cia. Pero esta espera del bien y la verd ad es m ás in ten sa que cualquier búsqueda. Las nociones de gracia p o r oposición a la virtud v o lu n taria y de inspiración p o r op osición al tra b a jo intelectual o artístico , exp resan , si son bien entendidas, esa eficacia de la espera y el deseo. Las prácticas religiosas están íntegramente constituidas p o r la aten­ ción anim ada por el deseo. P o r eso ninguna m oral puede reem plazar­ las. Pero la parte m ediocre del alm a tiene en su arsenal abundantes

m entiras capaces de protegerla incluso durante la oració n o la p artici­ p ación en los sacram entos. E n tre la m irad a y la presencia de la pureza perfecta coloca velos a los que con habilidad o to rg a el nom bre de Dios. E sto s velos son , p or ejem plo, los estados an ím icos, las fuentes de ale­ grías sensibles, de esperanza, alivio, consuelo o apaciguam iento, o tam ­ bién determ inados conjuntos de h áb itos, uno o varios seres hum anos o un m edio social. U n a tram p a difícil de evitar es el esfuerzo p o r im aginar la p erfec­ ción divina que la religión nos ofrece co m o ob jeto p ara ser am ad o. E n ningún caso podem os im aginar n ad a m ás p erfecto que n osotros m ism os. E ste esfuerzo h ace inútil la m aravilla de la eucaristía. E s precisa una cierta form ación de la inteligencia p ara p oder co n ­ tem plar en la eucaristía sólo aquello que p o r definición está co n te­ nido en ella; es d ecir, algo que ign oram os to talm en te, de lo que sólo sab em os, co m o dice P latón , que es algo y que en ningún m od o puede desearse o tra cosa salvo p o r error. L a tram p a de las tram p as, la tram p a casi inevitable, es la tram p a social. Siem pre, en tod as las co sas, el sentim iento social p ro p o rcio n a una im itación perfecta de la fe, es decir, algo perfectam ente engañoso. E s ta im itación tiene la gran ventaja de co n ten tar a to d as las partes del alm a. L a que desea el bien cree ser alim en tad a. L a que es m edio­ cre no resulta herida p o r la luz y se encuentra com p letam en te a gusto. T o d o el m undo está de acu erd o , el alm a está en paz. Pero C risto dijo que no venía a traer la paz sino la esp ada, la espada que co rta en d os, co m o dice Esquilo. Es casi imposible diferenciar la fe de su im itación social. T a n to m ás cu anto que puede haber en el alm a una p arte de fe au tén tica y o tra de im itación de la fe. E s casi im posible pero no im posible. E n las actuales circunstancias, rech azar la im itación social es quizá p a ra la fe una cuestión de vida o m uerte. L a necesidad de una presencia p erfectam en te p u ra p ara quitar las m an ch as no está restringida a las iglesias. L as gentes llevan sus m an ­ ch as a las iglesias y eso está m uy bien. Pero m u ch o m ás aco rd e con el espíritu cristiano sería que, adem ás de ello. C risto hiciese acto de presencia en los lugares m ás m an ch ados de vergü en za, m iseria, cri­ men y desdicha, en cárceles, tribunales y albergues de miserables. U na sesión judicial debería em pezar y term in ar con una o ración com ún de m agistrad os, policías, acu sad o y p ú b h co. C risto n o debería estar ausente de los lugares en que se trab aja o estudia. T o d o s los seres h u m an o s, hagan lo que h agan o sean quienes sean, deberían tener la posibilidad de m antener fija la m irad a a lo largo de to d o el día en la serpiente de bronce. Pero tam bién debería recon ocerse pública y oficialm ente que la religión consiste tan sólo en una m irad a. E n tan to p retenda ser o tra c o sa , es inevitable que esté en cerrad a en el in terior de las iglesias o que asfixie tod o en tod as p artes. L a religión n o debe pretender ocu ­

p ar en la sociedad m ás lugar que el que conviene al am o r sob ren atu ­ ra l en el alm a. P ero tam bién es verdad que m u ch os degradan la ca ri­ dad en ellos m ism os queriendo hacerle o cu p ar en su alma un lugar dem asiado grande y visible. El Padre reside sólo en lo secreto. E l am or v a siem pre aco m p añ ad o del p u d o r. L a fe verd ad era implica una gran discreción incluso p ara co n u n o m ism o. E s un secreto entre D ios y n osotros en el que casi n o p articip am os. E l am or al p ró jim o , el a m o r a la belleza del m u n d o , el a m o r a la religión, son form as de am or en cierto sentido com pletam ente im per­ sonales. E l am o r a la religión p o d ría fácilm ente n o serlo, pues la reli­ gión tiene relación con un m ed io social. E s preciso que la naturaleza de las p rácticas religiosas lo rem edie. E n el cen tro de la religión c a tó ­ lica se encuentra un tro zo de m ateria sin fo rm a , un pedazo de p an. E l am or dirigido hacia ese tro zo de m ateria es forzosam ente im perso­ nal. N o es la p erson a hum ana de C risto tal co m o nos la im aginam os, ni la persona divina del P a d re , sujeta tam bién en n o so tro s a los e rro ­ res de la im agin ación , sino ese fragm ento de la m ateria lo que está en el centro de la religión c a tó lic a . E sto es lo que en ella resulta m ás escandaloso y en lo que reside su m ás m aravillosa virtud. E n todas las form as auténticas de vida religiosa hay algo que garantiza su ca rá c­ ter im personal. E l am or a Dios debe ser im p erson al, en tan to no ha habido todavía co n ta cto directo y personal; de o tro m o d o , es un am or im aginario. D espués deberá ser personal y a la vez im personal aun­ que en un sentido más elevado.

L A A M IS T A D

P ero hay un a m o r personal y h um ano que es p u ro y que encierra un presentim iento y un reflejo del a m o r divino. E s la am istad , siempre que esta palabra se utilice rigurosam ente en el sentido que le es propio. L a preferencia p o r un ser hum ano determ inado es necesariam ente algo distinto a la carid ad . L a carid ad es indiscrim inada. Si se detiene de form a m ás p articu lar en algo, la única causa de ello es el in tercam ­ b io de com pasión y gratitud suscitado p o r el azar de la desdicha. E stá igualm ente ab ierta a tod os los seres hum anos puesto que la desdicha puede prop oner a todos esa clase de intercam bio. L a preferencia personal p o r un ser hum ano determ inado puede ser de dos clases. O se busca en el otro un cierto b ien, o se tiene nece­ sidad de él. E n térm inos g en erales, todos los apegos posibles se rep ar­ ten entre estas dos clases. U n o se dirige hacia alg o , o porque busca en ello un bien, o porque no p uede pasar sin ello. E n ocasiones, los dos móviles co in cid en , pero con frecuencia no es así. E n sí mismos son distintos y com p letam en te independientes. Se co m e un alim ento repugnante, si n o se tiene o tr o , p orq ue no queda m ás solución. Un hom bre m oderadam ente refin ad o en sus gustos busca cosas apeteci­

bles, p ero puede p asar sin ellas fácilm ente. Si falta el aire, uno se asfi­ x ia y se debate entonces p ara e n co n tra rlo , n o p orq u e de ello se espere un bien, sino p orq ue se tiene necesidad de él. Se va a resp irar el aire del m ar sin ser em pujado p o r ninguna n ecesid ad , p o r p lacer. C on fre­ cuencia el cu rso del tiem po hace suceder au to m áticam en te el segundo móvil al p rim ero. E s uno de los grandes d ram as hum anos. U n h om ­ bre fum a opio p ara tener acceso a un estad o especial que cree supe­ rio r; p o sterio rm en te, el opio le co lo ca a m en u do en un estado penoso y que siente degradante; pero ya no puede p asarse sin él. A rnolphe co m p ró a Agnés a su m adre adoptiva p orq ue le p areció que era p ara él un bien tener en su casa a una m u ch ach a a la que p o co a p o co iría con virtiendo en una buena esposa. M ás tarde le cau sará un dolor envi­ lecedor y d esgarran te. C on el tiem po su apego p o r ella se convierte en un vínculo vital que le lleva a p ro n u n ciar el verso terrible: Pero siento en m i interior la necesidad d e estallar... H arp ag o n com en zó considerando el o ro co m o un bien. M ás ade­ lante no era m ás que el objeto de u na obsesión que le atorm en tab a, pero un objeto cuya privación le h aría m o rir. C o m o dice P lató n , hay una gran diferencia entre la esencia de lo necesario y la del bien. N o h ay ninguna con trad icción entre acercarse a un ser hum ano buscando un bien y desearle a ese ser h um ano lo m ejor. Por esta m ism a razó n , cu an d o el m óvil que empuja h acia una p erson a es solam ente la búsqueda de un bien, las condiciones de la am istad no se realizan. La am istad es una arm onía sob ren atu ral, una unión de los con trarios. C u an d o un ser hum ano resulta en alguna m edida n ecesario, no se puede desear su bien a menos de dejar de desear el propio. Allí donde hay necesidad, hay co acció n y dom in ación . Se está a m erced de aque­ llo de lo que se tiene necesidad a m enos de ser su dueño. E l bien prin­ cipal de to d o hom bre es la libre disposición de sí. O se renuncia a ello, lo que es un crim en de idolatría pues no se tiene derecho a renun­ ciar salvo en favor de D ios, o se desea que el ser del que se tiene nece­ sidad se vea privad o de ella. Son múltiples los m ecanism os que pueden establecer entre los seres hum anos vínculos afectivos d otad os de la férrea dureza de la necesi­ dad. El a m o r m aternal es a menudo de esta n atu raleza; a veces el am or p atern al, co m o en Fapá G oriot de B alzac; tam bién el am or carn al en su form a m ás in tensa, co m o en E scuela de m u jeres y en Fed ra ; m uy frecuentem ente el am o r conyugal, sobre to d o p o r efecto de la costu m ­ b re; m ás raram en te el am or filial o fratern o . Por o tra p a rte, en la necesidad hay grad os. E s necesario en algún grad o to d o aquello cuya pérdida causa realm ente una dism inución de energía vital, en el sentido preciso, riguroso, que esta expresión podría tener si el estudio de los fenómenos vitales estuviera tan avanzado com o el de la caíd a de los cuerpos. E n el g rad o extrem o de la necesidad,

la p rivación en trañ a la m uerte. E s el caso cu an d o toda la energía vital de un ser está vinculada a o tro p o r un ap ego. A niveles m en o res, la privación en trañ a un debilitam iento m ás o m enos considerable. A sí, la p rivación to tal de alim ento en tra ñ a la m u erte, m ientras que la p ri­ vación p arcial en trañ a solam ente un debilitam iento. Sin em b arg o , se considera necesaria tod a la ca n tid a d de alim ento por debajo de la cual un ser hum ano com ienza a debilitarse. L a causa m ás frecuente de necesidad en los lazos afectivos es una cierta com b in ación de sim patía y h ábito. C o m o en los casos de a v a ri­ cia o de in to x ica ció n , lo que en principio era búsqueda de un bien se tran sform a en necesidad p o r el simple transcu rso del tiem po. Pero la diferencia co n la av aricia, la in to x ica ció n y to d o s los demás vicios consiste en que en los lazos afectivos los dos m óviles, búsqueda de un bien y n ecesidad, pueden p erfectam en te co existir. T am b ién pue­ den estar sep arad os. C uando el apego de un ser hum ano a o tro está constituido sólo p o r la n ecesid ad , es algo a tro z . P ocas cosas en el m undo pueden alcan zar ese g ra d o de fealdad y de h o rro r. H ay siem ­ pre algo horrible en tod as las circu n stan cias en las que un ser hum ano busca el bien y encuentra solam ente necesidad. L o s cuentos en los que un ser am ado ap arece de rep en te con ro stro de m u erto son la m ejor im agen de ello. E l alm a h um ana posee, ciertam en te, to d o un arsenal de m entiras p ara protegerse c o n tra esta fealdad y fabricarse en la im a­ ginación falsos bienes donde só lo hay necesidad. Por eso la fealdad es un m al, porque fuerza a la m en tira. E n términos generales, hay desdicha siempre que la necesidad, bajo cualquier fo rm a , se h ace sentir ta n intensamente que su dureza so b re­ p asa la capacidad de m entira del que sufre el choque. P o r eso los seres m ás puros son los m ás exp uestos a la desdicha. Para quien es cap az de im pedir la reacció n au to m á tica de p rotección que tiende a aum en­ ta r en el alm a la capacidad de mentira^ la desdicha no es un m al, aun­ que sea siem pre una herida y , en cierto sentido, una degradación. C uando un ser hum ano está vin cu lad o a o tro por un lazo afectivo que conlleva en algún grado la n ecesid ad , es im posible que desee la conservación de la autonom ía a la vez en sí m ism o y en el o tro . Im po­ sible en virtud de los m ecan ism os de la n atu raleza. Pero posible p o r la intervención m ilagrosa de lo sobrenatural. E ste m ilagro es la am istad. «L a am istad es una igualdad hecha de a rm o n ía», decían los p ita ­ g ó ricos. H ay arm on ía porque h a y unidad sobrenatural entre dos co n ­ trarios que son la necesidad y la libertad , esos dos con trarios que Dios h a com binado al cre a r el m undo y los hom bres. H ay igualdad porque se desea la con servación de la facu ltad de libre consentim iento en sí m ism o y en el o tro . C uando alguien desea tener a un ser hum ano co m o subordinado o acep ta subordinarse a él, o no h a y rastro de am istad. E l Pílades de R acin e.no es el am igo de O restes. N o hay am istad en la desigualdad.

U n a cierta reciprocidad es esencial en la am istad. Si tod a benevo­ lencia está totalmente ausente de uno de los dos lados, el otro debe supri­ m ir el afecto p o r respeto al libre consentim iento, al que no debe tener intención de cau sar daño. Si en una de las dos p artes no hay respeto hacia la autonom ía de la o tra , ésta debe co rta r el vínculo p o r respeto a sí m ism a. Del m ism o m od o, quien acep ta som eterse no puede acce­ der a la am istad. Pero la necesidad en cerrad a en el lazo afectivo puede existir sólo en una de las p artes y en tal caso no hay am istad m ás que de un lado, si se tom a la palab ra en un sentido preciso y riguroso. U n a am istad está m an ch ad a desde que la necesidad prevalece, aun­ que sea p o r un instante, sobre el deseo de con servar en uno y en otro la facultad de libre consentimiento. E n todas las cosas hum anas la n ece­ sidad es el principio de la im pureza. Toda am istad es im pura si co n ­ tiene, aunque sea com o vestigio, el deseo de agrad ar o el deseo inverso. E n una am istad perfecta estos dos deseos están com pletam ente ausen­ tes. L os dos am igos aceptan totalm ente ser dos y no uno, respetan la distancia que entre ellos establece el hecho de ser dos criaturas distin­ tas. Sólo con Dios tiene el hom bre derecho a desear una unión directa. L a am istad es el m ilagro p or el cual un ser h u m an o acep ta m irar a distancia y sin aproxim arse al ser que le es necesario co m o alim ento. E s la fortaleza de que E v a careció , a pesar de que ella no tenía necesi­ dad del fruto. Si en el m om ento de m irar el fruto hubiera tenido h am ­ bre y se hubiera quedado no obstante contem plándolo por tiempo inde­ finido, sin dar un p aso h acia él, h ab ría realizado un m ilagro análogo al de la perfecta am istad. P o r esta virtud sob ren atu ral de respeto a la au ton o m ía h um an a, la am istad es m uy sem ejante a las form as puras de la com pasión y la gratitu d suscitadas p o r la desdicha. E n am bos caso s, los con trarios que constituyen los térm inos de la arm onía son la necesidad y la liber­ tad , la subordinación y la igualdad. E sto s dos pares de co n trario s son equivalentes. C o m o el deseo de com p lacer y el deseo inverso están ausentes de la am istad p u ra, hay en ella, al igual que en el a fe cto , algo así com o una com pleta indiferencia. Aunque sea un lazo en tre dos personas, tiene algo de im personal; no m erm a la im p arcialid ad , no impide en m odo alguno im itar la perfección del Padre celestial que distribuye p o r to d as partes la luz del sol y la lluvia. P o r el co n tra rio , esta im ita­ ción y la am istad son condición m u tu a una de o tr a , al m enos con mucha frecuencia. Pues, com o tod o o casi tod o ser hum ano está ligado a otros p o r lazos afectivos que encierran algún g rad o de necesidad, no es posible acercarse a la perfección m ás que tran sform an d o este afecto en amistad. L a amistad tiene algo de universal. Consiste en am ar a un ser hum ano co m o se querría am ar en p articu lar a cad a uno de los com ponentes de la especie h u m an a. Así co m o un geóm etra mira una figura particular para deducir las propiedades universales del trián­ gulo, así tam bién quien sabe am ar dirige sobre un ser hum ano p arti­

cu lar un am o r universal. El consentim iento a la con servación de la autonom ía en sí m ism o y en lo s otros es p o r esencia algo universal. Desde que se desea esta co n serv ació n en m ás de un ser se la desea en tod os los seres, pues se deja d e disponer el orden del m undo según un círculo cu y o cen tro estaría aquí ab ajo. E l cen tro se traslad a m ás allá de los cielos. La am istad n o posee esta virtu d si los dos seres que se a m a n , p o r un uso ilegítimo del afecto , creen no ser m ás que uno. A h í no hay am istad en el v erd ad ero sentido de la p a la b ra . H a b ría , p o r decirlo así, una unión ad ú ltera, au nq u e se produjera entre esposos. N o hay am istad sino cu an d o se co n serv a y respeta la distancia. El simple h ech o de exp erim entar placer p or pensar sobre cualquier cosa de la m ism a form a que el ser am ad o , o el m ero hecho de desear tal con co rd an cia de opiniones, es un aten tad o co n tra la pureza de la am istad al m ism o tiem po que co n tra la probidad intelectual. E sto es m uy frecuente. Pero tam bién e s rara una am istad pura. Cuando los lazos de afecto y necesidad entre seres h um anos no son sobrenaturalm ente tran sfo rm ad o s en am istad , no sólo el afecto es impuro y bajo, sino que tam b ién se mezcla con el odio y la repulsión. E sto aparece m uy bien en E scu ela de m ujeres y en Fedra. El m ecanism o es el mismo cu an d o se tra ta de un afecto distinto al am or carn al; es fácil de entender: odiam os aquello de lo que dependem os, n o s asquea lo que depende de n osotros. A veces el afecto no sólo se m ezcla, sino que se transform a íntegramente e n odio y en asco. E n ocasiones, la trans­ form ación es casi inm ediata, d e m odo que casi ningún afecto tiene tiem po de ap arecer; es el caso cu an d o la necesidad se m anifiesta des­ nuda casi de inm ediato. C u a n d o la necesidad que vincula a los seres hum anos no es de naturaleza afectiva, cu an d o es fruto únicam ente de las circunstancias, la hostilidad surge a m enudo desde el principio. Cuando C risto decía a sus discípulos: «A m áos los unos a los otros», n o era el apego lo que estaba p rescribiendo. C o m o de hecho existían entre ellos lazos cau sad os p o r pensam ientos com u n es, p o r la vida en com ún y la co stu m b re, les prescribió que tran sfo rm aran esos lazos en amistad p a ra que no se con virtieran en apegos im puros o en odio. H abiendo p ron u n ciad o C risto estas p alab ras p o co antes de su muerte com o un nuevo m an d am ien to que venía a añadirse a los ya conocidos del a m o r al p rójim o y a D ios, cabe pensar que la am istad p u ra, com o la carid ad p ara c o n el p rójim o, encierra algo sem ejante a un sacram en to . A caso C risto quiso indicar esto respecto a la am is­ tad cristiana cuando dijo: «D onde estén dos o tres reunidos en mi nom ­ b re, allí estoy y o en m edio de ellos». L a am istad p ura es u na imagen de la amistad original y p erfecta que es la T rin id ad y que es la esencia m ism a de D ios. E s imposible que dos seres hum anos sean u no y sin em bargo respeten escrupulosam ente la distancia que los separa, si Dios n o está presente en cad a uno d e ellos. El p un to de encuentro de las paralelas está en el infinito.

E L A M O R IM P L IC IT O Y E L A M O R E X P L I C IT O

N i siquiera los católicos de criterio m ás estrech o se atreverían a afir­ m a r que la com p asión , la gratitu d , el am o r p o r la belleza del m u n do, el a m o r a las p rácticas religiosas, la a m ista d , son m on op olio de los siglos y los países en que ha estado presente la Iglesia. E stas form as de am o r en su pureza son raras, pero sería difícil afirm ar que han sido m ás frecuentes en esos siglos y en esos países que en los o tro s. C reer que pueden producirse donde C risto está ausente es em pequeñecer a C risto h asta u ltrajarlo ; es una im piedad, casi un sacrilegio. E sta s form as de am or son sobrenaturales y , en un sentido, absur­ d as, lo cas. E n tan to el alm a no h aya ten id o co n ta cto directo con la p erson a m ism a de Dios no pueden b asarse en ningún conocim iento fundado, sea la experiencia, sea el razonam iento. N o pueden pues ap o­ yarse en ninguna certeza a m enos que se em plee la p alab ra en un sen­ tido m etafórico p ara designar lo co n trario a la duda. Por consiguiente es preferible que no estén acom p añ adas de ninguna creencia. E sto es intelectualm ente m ás honesto y preserva m ejor la pureza del am o r; desde cualquier p un to de vista es m ás con veniente. E n relación a las cosas divinas, la creencia no es conveniente, sólo la certeza lo es. T o d o lo que está p o r debajo de la certeza es indigno de D ios. D u ran te el período p rep arato rio , estas expresiones indirectas del a m o r constituyen un m ovim iento ascendente del alm a, una m irada dirigida co n cierto esfuerzo hacia lo alto. U n a vez Dios ha venido en persona no sólo a visitar el alm a, com o lo hace en un principio durante m ucho tiem p o , sino a apoderarse de ella y a llevarla junto a sí, es algo m uy distinto. E l polluelo ha ro to la cá sca ra y está fuera del huevo del m u n do. L as form as iniciales de am or subsisten, son m ás intensas que an tes, pero diferentes. Quien ha sufrido esta aventura am a m ás que antes a los desdichados, a los que le ayu dan en la desdicha, a sus am igos, las prácticas religiosas y la belleza del m undo. Pero estas m ani­ festaciones de am or se han tran sform ad o en un m ovim iento descen­ dente co m o en el del propio D ios, un ra y o confundido co n la luz de D ios. Al m en o s, cabe im aginarlo así. E sta s expresiones indirectas del am o r son únicam ente la actitud h acia los seres y las cosas terrenas del alm a orien tad a al bien. P or sí m ism as no tienen p o r objeto un bien. N o h ay bien en este m undo. Así, pues, propiam ente hablando, no son am o r sino actitudes amantes. E n el período p rep arato rio , el alm a am a en el vacío ; no sabe si algo real responde a su am or. Puede creer que lo sabe, p ero creer no es saber. T a l creencia no ayuda. E l alm a sólo sabe con certeza que tiene ham bre y lo im portante es que grite su h am b re. Lfn niño no deja de g ritar porque se le sugiere que quizá no h aya p an . G ritará de todas form as. E l peligro n o es que el alm a dude de si h ay o no p an , sino que se deje persuadir p o r la m entira de que n o tiene ham bre. N o es posi­

ble persuadirla sino por u n a m en tira, pues la realidad de su ham bre no es u n a creencia sino una certeza. T o d o s sabem os que no h a y bien en este m u n do, que to d o lo que aquí ap arece com o bien es fin ito , lim itado, se agota y , una vez ago­ tad o , la necesidad se m uestra al desnudo. Prob ablem en te, en la vida de todo ser hum ano ha h ab id o algún m o m en to en el que se ha con fe­ sado a sí m ism o con clarid ad que no h a y bien en este m u n do. Pero en cuanto se percibe esta v e rd a d se la recubre de m en tira. M u ch o s que jam ás han podido s o p o rta r el m irarla de frente p o r m ás de un segundo se com placen en p ro cla m a rla b uscando en la tristeza un p la­ cer m órbido. Los hombres perciben que hay un peligro m ortal en m irar de frente esta verdad durante un tiem po p rolon gad o. Y es cierto : ese con ocim iento es m ás m o rtífero que una esp ada, la m u erte que inflige produce m ás miedo que la m u erte carnal. Con el tiem po, m ata en noso­ tros tod o lo que llam am os « 7 0 ». Para sostener esa m irad a h ay que am ar la verdad m ás que la v id a . Quienes son capaces de h acerlo se apartan co n toda el alma de lo tran sito rio , según la expresión de Platón. N o se vuelven hacia D io s. ¿C óm o p o d rían hacerlo en la tiniebla absoluta? D ios m ism o les im p rim e la o rien tación a d ecu ad a, p ero no se les m u estra hasta pasado m u c h o tiem po. Deben p erm an ecer in m ó­ viles, sin desviar la m irad a, sin dejar de escu ch ar, esperando no se sabe el q ué, sordos a las solicitaciones y a las am en azas, inconm ovi­ bles a las sacudidas. Si, tras u n a larga espera. Dios deja presentir v ag a­ mente su luz o incluso se re v e la en p erso n a, no es m ás que p o r un instante. D e nuevo hay que quedarse in m óvil, ate n to , y esperar sin m overse, llam an do sólo c u a n d o el deseo es dem asiado fuerte. N o depende de un alm a c re e r en la reaHdad de D ios si D ios no le revela esa realidad. O p on e el nom bre de D ios co m o etiqueta sobre o tra cosa y cae entonces en la id olatría, o la creencia en Dios queda com o algo ab stracto y verbal. A sí ocurre en países y en épocas en que poner en dud a el dogma religioso no se le ocurre a nadie. El estado de increencia es entonces lo q u e san Ju a n de la Cruz llam a «n oche». La creencia es verbal y no p e n e tra en el alm a. E n una ép oca co m o la nuestra, la increencia p uede ser un equivalente de la noche oscu ra de san Ju a n de la Cruz si el n o creyente am a a D ios, si es co m o el niño que n o sabe que hay p a n en alguna p a rte , p ero que grita que tiene ham b re. C uando se com e p an, o cu an d o se lo ha co m id o , se sabe que el pan es real. Se puede sin e m b a rg o poner en duda la realidad del pan. Los filósofos ponen en duda la realidad del m undo sensible. P ero es una duda puram en te verbal que no afecta a la certeza, que la hace incluso m ás m anifiesta p a ra u n espíritu bien orien tad o. Del m ism o m od o , aquél a quien Dios ha revelado su realidad puede sin inconve­ niente p on er en duda esa re a lid a d . Es u na duda puram en te v erb al, un ejercicio útil p ara la salud d e la inteligencia. Lo que es un crim en

de traició n , incluso antes de tal revelación , y m ucho m ás aún después, es p o n er en duda que Dios sea lo único que m erece ser am ad o. E so es desviar la m irad a. E l am or es la m irad a del alm a; es detenerse un in stan te, esperar y escuchar. Electra no busca a Orestes, le espera. C uando cree que ya no existe, que O restes no está en ninguna p arte, n o p o r eso se a ce rca a los que la ro d ean , sino que se ap arta con m ay o r repulsión. Prefiere la ausen­ cia de O restes a la presencia de cualquier o tro . O restes debería libe­ rarla de su esclavitud, de los h arap o s, del trab ajo servil, de la sucie­ d ad , del h am b re, de los golpes y las hum illaciones in con tab les. Y a no espera que eso o c u rra , pero ni p o r un instante piensa en recu rrir al o tro procedim iento que puede p ro cu rarle una vida lujosa y respe­ tab le, el procedim iento de la recon ciliación con los m ás fuertes. N o quiere alcanzar la abundancia y la consideración si no es Orestes quien se las p ro cu ra . N i siquiera dedica un pensam iento a esas co sas. T o d o lo que desea es no existir desde el m om ento en que O restes no existe. E n ese m o m en to , O restes no puede m ás. N o puede evitar darse a co n o ce r. Le ofrece la prueba incuestionable de que él es O restes. E le ctra le ve, le oye, le to ca . Y a no se p regu ntará m ás si su salvador existe. Aquél a quien le ha sucedido la aventura de E le c tr a , aquél que ha visto , oído y to cad o co n su propia alm a, reco n oce en D ios la reali­ dad de esas form as indirectas de am or que eran co m o reflejos. Dios es la belleza p ura. H a y en ello algo incom prensible, pues la belleza es sensible p o r esencia. H ab lar de una belleza no sensible parecerá un abuso de lenguaje a cualquiera que tenga un m ínim a exigencia de rig o r m en tal, y con razón . L a belleza es siem pre un m ilagro. Pero p o d ría hablarse de m ilagro elevado a la segunda p oten cia cuando un alm a recibe u n a im presión de belleza no sensible, si se tra ta no de una ab stracció n , sino de una im presión real y directa co m o la que p ro ­ duce un cán tico en el m om en to en que se oye. T o d o o cu rre co m o si, p o r efecto de un favor m ilagro so, se hiciera m anifiesto a la sensibili­ dad que el silencio no es ausencia de son id os, sino algo infinitam ente m ás real que los sonidos y la sede de una arm onía m ás p erfecta que la m ás herm osa com binación de sonidos que pueda im aginarse. T am ­ bién h ay g rad os en el silencio. H ay un silencio en la belleza del uni­ verso que es com o un ruido en relación al silencio de D ios. D ios es tam bién el verdadero p rójim o. El térm ino «persona» no se aplica con propiedad m ás que a D ios, lo m ism o que el término «im personal». Dios es el que se inclina sobre n o so tro s, seres desdi­ ch a d o s, reducidos a no ser m ás que un tro zo de carn e inerte y ensan­ g ren tad a. Pero al m ism o tiem po tam bién él es de alguna m anera ese desdichado que se nos m uestra solamente bajo el aspecto de un cuerpo inanim ado del que parece que todo pensam iento está ausente, ese des­ dichado cuyo nom bre y condición nadie con oce. E l cuerpo inanim ado es este universo cread o. E l am or que debem os a D ios y que será nues­

tra perfección suprem a, si pudiésem os alcan zarla, es el m odelo divino de la com pasión y la gratitu d a la vez. Dios es tam bién el am igo p o r excelencia. P a ra que pudiera haber entre él y n o so tro s, a través de la distancia infinita, algo p arecid o a una igualdad, ha querido p o n e r en sus criatu ras algo de ab solu to, la libertad absoluta de con sentir o no a la o rientación que nos im prim e h acia él. H a exten d id o tam b ién nuestras posibilidades de e rro r y de m entira h asta dejarnos la facu ltad de d om inar falsam ente en nuestra im aginación no só lo el u n iv erso y los h om b res, sino tam bién al p ro ­ pio D ios, en ta n to n o sabem os h a ce r un justo uso de ese n om b re. N os ha dado esa facu ltad de ilusión infinita p ara que ten g am o s la posibili­ dad de renunciar a ella p o r a m o r. E n últim a in stan cia, el co n ta c to con Dios es el verd ad ero sacra­ m ento. Pero se puede estar casi segu ro de que aquéllos en quienes el am or a Dios h a hecho d esaparecer la s expresiones p u ras del am o r p o r las cosas del m u n d o, son falsos am igos de Dios. E l p rójim o, los am ig o s, las cerem onias religiosas, la belleza del m undo, no quedan relegados al plano de las cosas irreales tras el co n ­ tacto directo del alm a co n D io s. Al co n trario , es solam ente entonces cuando las cosas se hacen reales. Antes eran casi co m o sueños. Antes no había reah d ad alguna.

SO B R E E L «PA D R E N U E S T R O »

náT8pfÍM ,(í)vó ¿V to íí; oópavoÍQ Padre nuestro, el q u e está en los cielos''' E s nuestro P ad re; nada real hay en n o so tro s que no p roced a de él. Som os suyos. N o s am a puesto que se am a y n o sotros le p ertenece­ m os. P ero es el Padre que está en los cielos, n o en o tra p arte; si cree­ m os tener un padre en este m u ndo, n o es él sino un falso D ios. N o podem os d ar un sólo p aso hacia él; n o se cam ina verticalm ente. P ode­ m os sólo dirigir hacia él nuestra m ira d a . N o hay que b uscarle, basta con cam b iar la orientación de la m ira d a ; a él es a quien corresponde b u scarn os. H a y que sentirse felices de saber que está infinitamente fuera de nuestro alcance. Tenem os así la certeza de que el m al que hay en n o so tro s, aun cuando invada nuestro ser, no m ancha de nin­ gún m od o la pureza, la felicidad y la perfección divinas.

á7iao0iÍT(D TÓ óvoná oou Sea santificado tu no m bre Sólo Dios tiene el poder de nom brarse a sí m ismo. Su nombre no puede ser p ro n un ciad o p or labios h um anos. Su nom bre es una p a la b ra , el V erb o . E l nom bre de un ser cualquiera es un elemento m ediador entre el espíritu hum ano y ese ser, la única vía por la cual el espíritu hum ano puede aprehender algo de él cuando está ausente. Dios está au sente; está en los cielos. Su nom bre es la ú n ica posibilidad p ara el h om b re de acced er a él. Así p ues, es el M ed iad o r. E l hom bre tiene acceso a

"■ N o ta d e lo s trad u ctores. Traducim os literalm ente las diversas cláusulas del Padrenuestro. La versión de Simone W eil no se ajusta tam poco a la form a habitual que esta oración tiene en len­ gua francesa.

ese nom b re, aunque sea trascen d en te. Brilla en la belleza y el orden del m undo y en la luz in terior del alm a hum ana. Ese n o m b re es la santidad m ism a; no h ay sa n tid a d fuera de él; no n e ce sita , p ues, que se le santifique. Al pedir su san tificació n , pedim os lo que es etern a­ m en te con una plenitud de re a lid a d a la que n o está en n uestro p oder añadir o sustraer ni tan siquiera u n a parte infinitamente pequeña. Pedir lo que es, lo que realmente es, infalible y eternam ente, de m an era to tal­ m ente independiente de n u estra petición, es la petición p erfecta. N o p odem os dejar de desear, s o m o s deseo; pero si lo vo lcam o s ín tegra­ m ente en nuestra petición, p o d e m o s transform ar ese deseo que nos clav a a lo im aginario, al tie m p o , al egoísm o, en una p alan ca que nos p erm ita p asar de lo im ag in ario a lo real, del tiem po a la eternidad, m ás allá de la prisión del y o .

áXOéTCo f) PaaiA,eía aou V en g a tu reino Se trata ah ora de algo que debe venir, que no está p resente. E l reino de Dios es el Espíritu Santo llenan d o p o r com pleto to d a el alm a de las criaturas inteligentes. E l E sp íritu sopla donde quiere; sólo p od e­ m os llam arle. N o hay ni que p e n sa r en llam arle de m a n e ra p articu lar p a ra uno m ism o, p ara unos o p a ra o tros, ni siquiera p a ra to d o s , sino llam arle pura y sim plem ente; que pensar en él sea una llam ad a y un g rito . Así com o cuando se e stá en el límite de la sed, m uriendo de sed , uno ya no se representa el a c to de beber en relación a sí m ism o , ni siquiera al acto de beber en general, sino tan sólo el agu a en sí; p ero esta imagen del agua es c o m o un grito de to d o el ser.

vevíiG-nTCO TÓ 9éA,ri|j,á oou H ágase tu voluntad N o estam os absoluta e infaliblem ente seguros de la volu n tad de Dios m ás que con respecto al p a s a d o . T o d o s los acontecim ientos que se h an prod ucido, cualesquiera q ue sean, son conform es a la voluntad del Padre tod op oderoso. E s to viene determ inado p o r la n o ció n de om nipotencia. Tam bién el p o rv e n ir, cualquiera que deba ser, u n a vez realizado, se habrá realizado co n fo rm e a la voluntad de D ios. N o pode­ m os añadir ni quitar n ada a esa conform idad. A sí, tras un im pulso de deseo hacia lo im posible, de nuevo, en esta fase, pedim os lo que es. Pero no ya una realidad ete rn a com o es la santidad del V e rb o ; aquí el objeto de nuestra petición es lo que se produce en el tiem p o . Pero pedim os la conform idad infalible y eterna de lo que se p ro d u ce en el tiem po con la voluntad divina. T ra s haber arrancado el deseo al tiempo co m o prim era petición para a p lica rlo a lo eterno y h aberlo p o r tan to

tran sfo rm ad o , reto m am os ese deseo, con vertido en cierto m od o en eterno, para aplicarlo de nuevo al tiem po. Entonces nuestro deseo atra­ viesa el tiem po p ara en co n trar detrás de él la eternidad . E s to es lo que ocurre cuando sabem os h acer de to d o acon tecim ien to cum plido, cualquiera que sea, un ob jeto de deseo. E s una actitu d m uy distinta a la resignación. L a p alab ra «acep tación » es incluso dem asiado débil. H a y que desear que to d o lo que ha sucedido h ay a sucedido y nada m ás. N o porque lo que h aya sucedido esté bien a nuestros o jo s, sino porque Dios lo ha perm itido y porque la obediencia del cu rso de los acontecim ientos a Dios es p o r sí m ism a un bien absoluto.

á)c, fev oópavcí) Kal ¿tci y^'tío; del vino que co rre cada día sobre el altar. Este vino es ej^ ^ ico re m e d io a la vergüenza que se apoderó de Adán y Eva. « Y iír tja m la desnudez de su padre y avisó a sus dos h erm an os». P ero ellos no quisieron verla. C ogieron un m an to y , cam inando h acia a trá v e u b fIe ro ñ ~ 3 ^ u p adre. u - — ----- ^ (E^ p t q j y ,Fenigiar^son hijos^3fc? ^ a m . J -lerod oto. con firm ad o p or num efosáé tradiciones y testim on ios, veía en E gip to el origen de la

religión y en los fenicios los agentes de su transm isión. L o s helenos recibieron to d o su pensam iento religioso de los pelasgos, que a su vez h abían recibido casi todo de E g ip to p o r m ediación de los fenicios. U n p asaje espléndido de Ezequiel con firm a tam bién a H e ro d o to , pues en él T iro es com p arad a al querubín que cu sto d ia el árbol de la vida en el E d é n , y E gip to al árbol m ism o — ese árb ol de vida que C risto co m ­ p a ra b a con el reino de los Cielos y que tuvo com o fruto el p rop io cu erp o de C risto colgado de la cruz. « E n to n a una elegía sobre el rey de T iro . Le dirás: ...E r e s el sello de u n a o b ra m a e stra ... E n el E d én estabas en el jardín de D io s ... Q ue­ rubín p erfecto de alas desplegadas te había hecho y o ... C am in ab as en tre piedras de fuego. Fuiste p erfecto en tu con du cta desde el día de tu creació n h asta el día en que se h alló en ti iniquidad». «Di al F a ra ó n : ¿A qué c o m p a ra r te ? ... A un ced ro del L íb an o de espléndido ra m a je ... E n tre las nubes despuntaba su co p a . L as aguas le hicieron c re c e r... E n sus ram as anidaban tod os los p ájaro s del cielo, b ajo su frond a parían todas las bestias del cam p o , a su som b ra se sen­ tab an naciones num erosas. E ra h erm oso en su gran d eza... porque sus raíces se alargaban hacia aguas abundantes. N o le igualaban los demás ced ros en el jardín de D io s... Y le envidiaban todos los árboles del E d é n , los del jardín de D io s... ¡L e he desechado! E xtran jero s, los m ás b árb aro s entre las n aciones, lo han talad o y lo han a b a n d o n a d o ... Sobre sus despojos se han posado todos los pájaros del cielo ... E n señal de duelo yo cerré sobre él el a b ism o ... y las aguas abundantes cesa­ ro n ; p o r causa de él, llené de som b ra el L íb an o». ¡Si las grandes naciones se en co n traran todavía a la som b ra de este árb o l! N u n ca desde entonces ha en con trad o E gip to una exp resión de dulzura tan d esgarrad ora p a ra reflejar la justicia y la m isericord ia sobrenaturales hacia los hom bres. U na inscripción que cuenta co n cu a­ tro m il años de antigüedad pone en b o ca de Dios estas p alab ras: «He cre a d o los cu atro vientos p a ra que to d o hom bre pueda resp irar com o su h erm an o ; las g rap d €sag u as p ara que el pobre pueda usar de ellas co m o lo hace si^«énor; he cread o a to d o hom bre sem ejante a su h er­ m an o . Y hg^-píohibido que com etan iniquidad, pero sus corazones han destrp^ado lo que mi p alab ra había o rd en ad o ». L a m uerte h acía de to d o h om b re, rico o m iserable, un D ios p ara la eternidad, un Osiris ju stificad o, si podía decir a O siris: «Señor de la v erd ad , te traigo la 'v e rd a d . H e destruido el m al p ara ti». P a ra eso, era preciso que pudiera decir: «Jam ás he antepuesto m i n om b re p a ra recibir h onores. N u n ca exigí que se trab ajara un tiem po suplem entario p ara m í. N o hice casI tigar a ningún esclavo por su am o. N o he p rovocad o ninguna m uerte. A nadie he dejado h am briento. A nadie he causado m iedo. A nadie he h echo llo rar. N u n ca alcé de fo rm a altiva la voz. N o he sido sordo a p alab ras justas y verdaderas». L a com p asión sobrenatural p ara los hom bres no puede ser sino una p articip ación en la com p asión de D ios, que es la Pasión. H ero -

d o to vio el lugar sag rad o , p ró x im o a un estanque red on do de piedra lleno de agu a, en que cad a año se celebraba una fiesta, a la que se llam ab a m isterio, que rep resen tab a la pasión de D ios. L o s egipcios sab ían que no nos es dado ver a D ios rnás que en el C o rd ero sacrifi­ ca d o . H ace aproxim adam ente veinte mil años, si hay que creer a H erod o to , un ser hum ano, pero san to y quizá divino, al que él llam a H e ra ­ cles, y que acaso es idéntico a N e m ro d , nieto de C a m , quiso ver a D ios cara a cara y le dirigió su súplica. Dios no quería acced er p ero , n o pudiendo resistirse a su o ra ció n , m ató y despellejó un carn ero , tom ó su cabeza com o m ásca ra , se revistió con su vellón y se le m o stró de esta form a. E n recuerdo del acon tecim ien to, una vez al añ o se m ataba en T eb as un carn ero y se cu bría la estatua de Z eus con su piel, m ien­ tra s el pueblo celebraba el d u e lo ; luego se en terraba el ca rn e ro en un sepulcro sagrado. E l conocim iento y el a m o r d e una segunda p erson a divina, dis­ tinta al Dios poderoso y cre a d o r y al mismo tiem po idéntica, sabidu­ ría y am or al m ism o tiem p o , ord en ad o ra de to d o el u niverso, in struc­ to ra de los hom b res, aunando en sí por la en carn ación la natu raleza h um ana y la divina, m ed iad o ra, sufriente, red en tora de alm as; esto es lo^_auejbs-pueblos e n co n tra ro n a la som bra del árbol m aravilloso ; C am . Si ése es el vino que em briagó a N oé cuando ___ y d esnu d o, p o d ía muy bien haber perdido la ver|ue-es. herencia de los h ijo s de A dán, jsh ejg n o s, hijos de Tafet, que se habían negado a ver la desnu­ dez d e T ^ ^ , llegaron ignorantes a la tierra sagrad a de G recia. Así lo m anifiesta H erodoto y o tro s m u ch os testim onios. Pero los prim eros en llegar, los aqueos, bebieron co n avidez la enseñanza que se les ofrecía. E l dios que es distinto a l D io s supremo y al m ism o tiem po idén­ tico está en ellos oculto tra s múltiples nom bres que no lo velarían a nuestros ojos si no estuviésem os cegados p o r el p reju icio; en efecto, num erosas relaciones, alusiones, indicaciones, a m enudo m uy claras, m uestran la equivalencia de to d o s estos nom bres entre sí y con el de O siris. Algunos de estos n o m b res son; D yónisos, P ro m eteo , A m o r, A frod ita celeste. H ad es, C o ré , P erséfon a, M in o s, H erm es, A p o lo , A rtem isa, Alma del m undo. O tro nom bre que tuvo m agnífica fortuna es L o g o s, V erbo o , m ás bien. R elació n , M ed iación . Los griegos tenían adem ás co n o cim ien to , sin duda recibido ta m ­ bién de Egip to puesto que n o disponían de o tra fuente, de una tercera p erson a de la T rin id ad , relación entre las o tras dos. A p arece con fre­ cu encia en Platón y se la e n cu en tra ya en H e rá clito ; el him no a Z eus del estoico C lean to, inspirado en H eráclito , nos pone la T rin id ad ante los ojos: « ...T a l es la virtud del servidor que tienes en tus invencibles m anos. «Lo de doble filo, de fu eg o , lo eterno viviente, el r a y o ...

«P or ello diriges rectam en te el universal L o g o s a través de to d as las c o s a s ... « É l, engendrado tan g ran d e, rey suprem o del universo». T am b ién bajo varios n om b res, to d o s equivalentes a Isis, co n o cie­ ro n los griegos un ser fem enino, m atern al, virgen, in ta cto , no idén­ tico a Dios y sin em bargo divino, una M a d re de los hom bres y de las cosas, una M adre del M ed iad or. Platónxiabla claram en te^ g ^ lla, pero co m o en voz b aja, con tern u ra y tem o r. O tros pueblos surgidos de Jafet o de Sem recibieron , tardía p ero ávidam ente, la enseñanza que ofrecían los hijos de C am . É ste fue el caso de los celtas, que acep taron la d o ctrin a de los druidas, an terior ciertam en te a su llegada a la G alia, pues esta llegada fue tard ía y una tradición griega se refería a los druidas de G alia com o uno de los o rí­ genes de la filosofía griega. E l druidism o debió ser, p ues, la rehgión de los iberos. L o p o co que sabem os de esta d o ctrin a lo relacion a con Pitágoras. Los babilonios absorbieron la civilización de M esop otam ia. L o s asirios, pueblo salvaje, se m antuvieron sin duda m ás o m enos aje­ n os. L os ro m an o s fueron com pletam ente sord os y ciegos a to d o lo espiritual, hasta el día en que fueron h um anizados en m ayor o m enor grad o por el bautism o cristian o. P arece tam bién que las poblaciones germ ánicas sólo tuvieron acceso a alguna n o ción de lo sobrenatural al recibir el bautismo cristiano. Pero sin duda hay que hacer una excep­ ción con los g o d os, un pueblo de ju stos, sin duda tan tracio com o germ ano y em parentado con los getas, n ó m ad as locam ente en am o ra­ dos de la inm ortalidad y el o tro m undo. Israel rech azó la revelación so b ren atu ral, pues no necesitaba un D ios que hablara al alm a en lo secreto, sino un Dios presente en la colectividad n acion al y p ro tecto r en la g u erra. Israel b uscaba el poder y la prosperidad. A pesar de sus co n tacto s frecuentes y p rolongados con E g ip to , los hebreos se m antuvieron im perm eables a la fe de O s i - / ris, a la in m ortalid ad , a la salvación, a la identificación del alm a con Dios p or la carid ad . E ste rechazo hizo posible que se diera m uerte a C risto y se p rolon gó después de esta m uerte en la dispersión y el sufrim iento sin fin ... Sin em b argo, Israel recibió en algunos m om entos destellos de luz que perm itieron al cristianism o p artir de Jeru salén . Jo b era m esopota m io , no judío, pero sus palabras m aravillosas figuran en la Biblia; evoca el M ed iad or en esa función suprem a de árb itro entre Dios y el hom bre, función que Hesíodo atribuye a P rom eteo. Daniel, el prim ero, cron ológicam en te, entre los hebreos cu ya historia no está m an ch ada p o r algún rasgo a tro z , fue iniciado en el exilio a la sabiduría caldea y fue amigo de reyes medios y persas. Los persas, dice H erod oto, recha­ zaban to d a representación hum ana de la divinidad, pero ad o rab an , al lado de Z eu s, a la A frodita celeste b ajo el nom bre de M ith ra. E s ella sin duda la que ap arece en la Biblia con el nom bre de Sabiduría.

rT a m b ié n durante el exilio la n o ció n del justo sufriente, procedente de G recia, de Egip to o de o tra p a rte , se infiltró en Israel. M ás tarde el helenismo anegó p or breve tiem p o P alestina. G racias a to d o ello. Cristo pudo tener discípulos. ¡P ero qué larg a, paciente y prudente debió de ser su form ación ! E n ca m b io , el eunuco de la reina de E tio p ía , el país que aparece en La litada c o m o tierra elegida p o r los dioses, donde según H ero d o to se ad orab a únicam en te a Z eu s y D yónisos y donde la m itología griega, según el m ism o H e ro d o to , situaba el refugio en que fue ocu ltad o y preservadp-D yoíírsos n in o T ^ u e l eunuco no tuvo necesidad de ninguna p r q p ^ c i ó n . En cu an to oyó el relato de la vida y la m uerte de C risto rec'imóíSl-hsL Im períbirom ano era en ton ces verdaderam ente id ólatra. Su ídolo í a el E s t^ d c ^ e adoraba al em perador. D ebiendo estar tod as las forreligiosa subordinadas a ésa, ninguna de ellas podía ele­ varse por encim a de la id olatría. Se dio m uerte a tod os los druidas de la Galia. Se m ató y encarceló a lo s fieles de Dyónisos acusándoles de libertinaje, m otivo m uy p oco verosímil dado el nivel de libertinaje públi­ cam ente tolerado. Se persiguió a los p itagóricos, a los estoicos, a los filósofos. Lo que quedó era la b a ja idolatría y así los prejuicios de Israel transm itidos a los prim eros cristian os se veían corroborados p o r coin ­ cidencia. Los misterios griegos estaban desde hacía m ucho tiem po envi­ lecidos, los im portados de O rien te tenían aproxim adam ente la m ism a autenticidad que tienen hoy día las creencias de los teósofos. Así pudo acreditarse la fa lsan p eió n cle paganism o. N o nos dam os cuenta de que si los h eb reo s^ e-^ ^ ello s tiempos resucitasen entre noso­ tro s, su prim era re a c c ip ir^ ría m atarn o s a to d o s, incluidos los niños en su cu nas, y arcasár nuestras ciudades, acusándonos de crím enes de idolatría. JB in a n que C risto es un B aal y la Virgen una A starté. Sus perjuicios infiltrados en la sustancia m ism a del cristianism o d esarraigaron a E u ro p a , la sep araron de su p asado m ilenario y esta­ blecieron una separación a b so lu ta , infranqueable, entre la vida reli­ giosa y la vida p rofan a, siendo ésta última herencia íntegra de la época p agan a. Este desarraigo alca n z ó un m a y o r grado de profundidad cu an d o, más ta rd e , E u ro p a se sep aró en una am plia m edida de la p ro ­ pia tradición cristiana sin posibilidad de restablecer ningún vínculo espiritual con la antigüedad. Posteriorm ente h a Llegado hasta los demás continentes del globo p ara d esarraigarlos a su vez p o r las arm as, el d in ero, la técnica y la p ro p a g a n d a religiosa. A h o ra puede quizá afir­ m arse ya que la totalidad del plan eta e ^ á desarraigado y huérfano de su pasado. Y todo ello porque c r i s tia n is m o naciente no supo sepa­ rarse de una tradición que^jio