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Simone Weil, a la espera de Dios en el umbral de la Iglesia SANTIAGO GUERRA Salamanca Pocas personalidades del siglo XX

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Simone Weil, a la espera de Dios en el umbral de la Iglesia SANTIAGO GUERRA Salamanca Pocas personalidades del siglo XX tan alucinantes y al mismo tiempo tan desconcertantes como Simone Weil, muerta voluntariamente a los treinta y cuatro años de edad y que en tan poco tiempo dejó tras de sí la huella de una vida, una acción y una producción intelectual que provoca el estupor. Parecería que la fuerza más salvaje de la naturaleza y la acción más contundente de la gracia se hubieran dado cita en ella para demostrar de qué es capaz un ser humano cuando es arrastrado y seducido por los más altos ideales, aunque el soporte físico de su existencia sea tan endeble como el de esta mujer, enfermiza y enferma de por vida 1. I.

LA

TRAYECTORIA VITAL DE UNA MUJER REBELDE Y PARADÓJICA

Nace Simone Weil en París, el día 3 de febrero de 1909, de una familia de raza judía. Profesó desde niña un amor tan grande a la 1

La biografía más completa, diríamos exhaustiva, de Simone Weil es la de su homónima, compañera de pupitre en el liceo Henry IV e íntima amiga SIMONE PÉTREMENT, Vida de Simone Weil, Madrid, Trotta, 1997, 734 p. A ella nos referiremos con las siglas S. P. Se lee también con mucho interés R. RONDANINA (= R. R.), Simone Weil. Mística y revolucionaria, Madrid, San Pablo, 2004, 380 p. El autor reconoce la deuda que, sobre todo en lo que toca a la biografía, tiene con Simone Pétrement. La Editorial Trotta, Madrid, ha publicado ya prácticamente todas las obras más importantes de Simone Weil. Una breve selección de sus escritos la hallamos en SIMONE WEIL, Escritos esenciales, Santander, Sal Terrae, 2000, 175 p. REVISTA

DE

ESPIRITUALIDAD 64 (2005), 463-503

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verdad que «prefería morir a vivir sin ella» 2. Y cultivó un raro espíritu estoico frente al propio sufrimiento que le acompañó desde la cuna en forma de frágil y quebradiza salud. Pero el sufrimiento de los desheredados de la sociedad le llegaba al alma. «Siendo aún niña, todo lo que leía u oía contar, me ponía siempre instintivamente, más por indignación que por piedad, en el lugar de los que eran víctima de una opresión» 3. Sus sentimientos solidarios la llevan a hacerse bolchevique a los diez años y a embeberse en la lectura de literatura comunista. Y lo que es más: entiende que la solidaridad con los pobres y desposeídos exigía de forma ineludible llevar una vida austera, rechazar el lujo y, en resumidas cuentas, vivir pobremente. Tenía Simone tres años cuando una prima suya le regaló una sortija: «No me gusta el lujo», respondió ella devolviéndosela. Sorprendente reacción de una chiquilla aún balbuciente que anunciaba una personalidad original siempre a contrapelo de lo convencional y con una innata inclinación anti-burguesa. Más tarde, al encontrarse con San Francisco, su ideal de pobreza solidaria, sin dejar de ser tal, será también el ideal de la pobreza como tal 4. Asoma también en su infancia un claro espíritu estético que se traduce en una fuerte atracción por la naturaleza. Estaba dispuesta a dejarlo todo por ver una puesta de sol. Y fue contemplando un paisaje de los Alpes cuando, a la edad de dieciséis años, la idea de la pureza, «con todo lo que esta palabra puede implicar para un cristiano», se adueñó de ella «tras haber atravesado durante algunos meses las inquietudes sentimentales propias de la adolescencia», y poco a poco se le impuso de manera irresistible 5. Permanecerá voluntariamente virgen toda la vida, y, cuando se implique más tarde en la lucha política desde una militancia de izquierdas, sus adversarios la apodarán «la virgen roja». 2 SIMONE WEIL, A la espera de Dios, Madrid, Trotta, 1993, p. 39. La frase hace recordar la de Santa Teresa: «Era el Señor servido me quedase en esta niñez impreso el camino de la verdad». Libro de la vida, 1, 4. 3 R. R., p. 33. 4 «Me sentí fascinada por San Francisco desde que tuve noticia de él. Siempre he creído y esperado que la suerte me llevaría un día por la fuerza a ese estado de vagabundeo y mendicidad en que él entró libremente». A la espera..., p. 39. 5 Ib.

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A los catorce años sufrió una crisis tan aguda que tuvo tentaciones de suicidio 6. La causa no fue otra que el sentirse intelectualmente mediocre al lado de su genial hermano Andrés, que a los ocho años leía ya a Euclides y resolvía difíciles teoremas y ecuaciones, llegando a ser uno de los matemáticos más brillantes de su tiempo. No era envidia, sino el pensar que sólo los genios como él tenían acceso al reino de la verdad que ella amaba más que la vida. Hasta que descubrió que, aunque se carezca de talento, también se puede acceder a ella tan sólo deseándola de verdad y haciendo un continuo esfuerzo de atención por alcanzarla 7. Fue una crisis muy extraña, porque Simone fue desde niña todo menos intelectualmente mediocre. Pasó por los diversos liceos dejando la impresión de ser un ser superior por su inteligencia y la llegarán a apodar «monstruo intelectual». El filósofo Alain, a quien Simone tuvo de profesor en el liceo Henry IV y que fue decisivo para su pensamiento y vida, la apellidaba la marciana y le auguró «resultados brillantes y que iban a asombrar» 8. Obtiene el primer puesto en el examen de ingreso en la Escuela Normal Superior, reservada a los alumnos de élite, y en 1931, conseguida la licencia en filosofía, obtendrá su primer puesto como profesora en el Liceo Femenino Le Puy de París. 1.

La crucificada en vida

A su precaria salud desde la cuna se va a añadir al final de su estancia en la Escuela Normal Superior, hacia sus veinte años, la aparición de una terrible migraña cuyo origen nunca pudo saberse y que le acompañará desde ahora hasta la muerte. Estremece leer la descripción que ella misma hace de ésta su dolencia. «Desde hace doce años estoy habitada por un dolor situado en torno al punto central del sistema nervioso, en el punto de unión del alma y el cuerpo que perdura a través del sueño y que nunca se ha visto suspendido ni por un instante. Durante diez años, ese dolor y la 6 7 8

«Pensé seriamente en morir», ib., p. 38. Ib., p. 39. S. P., p. 79.

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sensación de agotamiento que me acompañaba ha sido tal que, muy frecuentemente, mis esfuerzos de atención y de trabajo intelectual parecían tan carentes de esperanza como los de un condenado a muerte que debiera ser ejecutado al día siguiente. A menudo incluso más, cuando se mostraban completamente estériles y sin fruto inmediato alguno... Llegó un momento en que, debido al agotamiento y a la agudización del dolor, me creí amenazada por una decadencia tan horrible de toda mi alma que durante semanas me pregunté con angustia si morir no era para mí el más imperioso de los deberes, aunque me parecía espantoso que mi vida debiera terminar en el horror... Sólo una resolución de muerte condicional y a plazo me ha devuelto la serenidad» 9. La migraña no sólo no se suavizará, sino que se hará aún más dolorosa desde el año 1934. Pero por una especie de milagro no disminuirá aquella asombrosa actividad intelectual y político-social que va a desarrollar precisamente desde el tiempo de la aparición de la enfermedad. Y, autoeducada desde la infancia en el espíritu estoico y en convertir las desgracias en provecho, llegará a considerar, a pesar de todo, su terrible enfermedad como una «ventaja», porque aportará a su pensamiento y a su vida una sabiduría que, según su propia confesión, no habría logrado sin ella 10. A pesar de su valerosa y estoica aceptación de la enfermedad, la existencia se le hará cada vez más difícil y menos atractiva. «La vida es hermosa, dirá un día, pero no para mí».

9 «Carta a Joë Bousquet», en Pensamientos desordenados, Madrid, Trotta, 1995, p. 57. Puede leerse también esta carta en Escritos esenciales, pp. 44-52. Joë Bousquet era un poeta postrado en cama desde el año 1918 en que quedó tetrapléjico por una herida en la columna vertebral durante la primera guerra mundial. Simone Weil le conocerá en 1942 y entablará con él tal amistad que sólo a él, después de al P. Perrin, comunicará su experiencia de Solesmes y otras igualmente íntimas. Su relación no pudo durar mucho, porque al año siguiente moría Simone Weil. Con su correspondencia, ésta pretendía elevar el tono de su espiritualidad en medio y a través de su desgracia, y será sin duda un personaje que estará anónima, pero vivamente presente en sus reflexiones sobre «el amor de Dios y la desdicha». Cfr. SIMONE WEIL/JOË BOUSQUET, Correspondance, Laussane, 1982. 10 R. R., p. 75.

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2.

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La profesora revolucionaria

Su aversión visceral a todo lo que iba contra la justicia, la dignidad y la libertad de la persona ponía en movimiento, como por un resorte mágico, todas sus fuerzas y facultades. Brindará su solidaridad incondicional a la clase obrera. Una solidaridad que va a pasar en la práctica por una gradación que la llevará por una lógica inexorable de menos a más hasta el sacrificio de su propia vida. Primero será, en sus años de estudiante, la oferta de su tiempo para dar clases gratuitas a mineros, ferroviarios y cualquier otra profesión obrera. Con esta finalidad formará con su hermano Andrés el «Grupo de Educación Social» que funcionará hasta el año 1931 en que tiene su primer destino como profesora. Y será sobre todo desde este momento, a sus veintidós años, cuando Simone dará vía libre al fuego revolucionario que le quemaba por dentro y que a duras penas había podido contener no sin que asomara ya a su cabeza en los años del Henry IV y de la Escuela Normal Superior. Los años 1931-1934 son la crónica de una intelectual permanentemente envuelta en organización de huelgas de desempleados, mineros, ferroviarios, y colaborando con grupos extremistas revolucionarios como la CNT, aunque se considerará sobre todo una entusiasta del movimiento sindical, independiente de cualquier partido político; nunca se afilió a ninguno por su repugnancia a todo lo que significara institución, estructura de poder, aparato burocrático. Pronto se irá dando cuenta de las grietas del marxismo-comunismo elevado a régimen político en Rusia, y al que Simone Weil consideraba traidor a la causa de la liberación obrera por haberse convertido en la otra cara del totalitarismo. Hospedará en su casa a Trostky el día 31 de diciembre de 1933, mantendrá con él agrias discusiones sobre la doctrina marxista y le negará que el Estado ruso sea un Estado obrero. Progresivamente se irá distanciando del comunismo hasta llegar a una oposición total 11. Y aunque su activismo 11 «En ningún país, ni siquiera en Japón, las masas trabajadoras son más miserables, están más oprimidas y envilecidas que en Rusia... Todas las obras literarias que datan de estos últimos tiempos están llenas de mentiras… Los escritores que allí se niegan a mentir son enviados a Siberia, donde se les deja sin ningún recurso para vivir» (S. P., 313).

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proletario no disminuirá, a medida que su análisis del movimiento revolucionario se va haciendo más agudo, va convenciéndose más del fracaso al que está abocado. El año 1934, a sus veinticinco años, escribirá una de sus obras más lúcidas: Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social 12. El título del prólogo no puede ser más revelador: La revolución: ¿una palabra? Y más tarde dirá: «No la religión, sino la revolución es el opio del pueblo». Su compromiso con los obreros no se detiene en el análisis de las causas de su opresión y en el activismo sindical. Se siente urgida a vivir pobremente como ellos: comparte con los parados su módico salario, renuncia a vivir en un piso cómodo y escoge vivir en una buhardilla, se niega a calentar su estancia en el crudo invierno pensando que tampoco los parados pueden calentarla, etc... Pero todavía va a dar un paso más que supondrá un antes y un después en su vida. El año 1934 deja la enseñanza para trabajar en una fábrica. Se siente impulsada a ello por una exigencia interior no sólo de conocer más de cerca la vida del obrero, sino de vivir sus mismas condiciones de trabajo. La experiencia dura un año, porque su salud se debilita cada vez más, le faltan fuerzas físicas y habilidad para tales trabajos y los dolores de cabeza se intensifican debido al ruido de las máquinas. Por todo ello no rinde lo que se le exige y es despedida en 1935. El trabajo en la fábrica estuvo acompañado como siempre por aquella vida sistemáticamente pobre y ascética que ella consideraba parte esencial de su compromiso con el obrero: a pesar del insuficiente salario que correspondía a su insuficiente rendimiento, no aceptó nunca la ayuda económica que sus padres querían prestarle, si comía con ellos les pagaba siempre el coste de la comida, y cuando no tenía suficiente dinero para comer no comía. La satisfacción que le producía compartir la dura vida del trabajador no impidió que ese año la traumatizara, matara su juventud y la aplastara no sólo físicamente, sino también emocionalmente: «Lo que allí sufrí me marcó de tal forma que, todavía hoy, cuando alguien me habla sin brutalidad, no puedo evitar la impresión de que 12 Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, Madrid, Trotta, 1995.

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debe haber un error y que, sin duda, ese error va desgraciadamente a disiparse. He recibido para siempre la marca de la esclavitud como la marca de hierro candente que los romanos ponían en la frente de sus esclavos más despreciados. Desde entonces, me he considerado siempre una esclava» 13. Estaba comprobando de forma sangrante lo que ya había intuido y expuesto en sus Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, obra escrita poco antes de su ingreso en la fábrica: que el marxismo como camino de liberación del proletariado caminaba hacia el fracaso porque se fundaba en un análisis reduccionista de la causa de la opresión y del remedio de la misma al considerar que la causa eran los medios de producción en manos del capitalismo, y el remedio la lucha de clases y la abolición de la propiedad privada, olvidando otros motivos por lo menos tan fundamentales derivados del mundo de la gran industria y de los fundamentos mismos de la vida social. La confianza ciega en el poder de la máquina, es decir, de la técnica, tanto en el capitalismo como en el comunismo, había dado muerte a la auténtica revolución que debía perseguir la libertad y dignidad humanas y que quedaba ahora reducida a «una palabra por la que se mata, por la que se muere, pero que ya no tiene ningún contenido». Había descubierto que la fábrica convertía a los seres humanos en cosas, en meras herramientas de producción. Los que no habían estado nunca en una fábrica no podían tener la más ligera idea de las condiciones reales que determinan la servidumbre o la libertad de los obreros. Por eso, afirma, «cuando pienso que los grandes jefes bolcheviques pretendían crear una clase obrera libre, y que ninguno de ellos —Trostky desde luego no, y Lenin probablemente tampoco— había puesto un pie en una fábrica (...), la política me resulta una broma siniestra» 14. La experiencia de la fábrica fue para Simone una encarnación en las profundidades de la infelicidad humana. Pero, a la vez, fue el punto de inflexión de su visión de sí misma: lentamente había reconquistado, precisamente a través de la experiencia de la esclavi13 14

A la espera..., p. 40. «Carta a Albertine Thévenon», en S. P., p. 360.

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tud, el sentido de su dignidad de ser humano, un sentido que ahora ya no se basaba en algo exterior a sí misma y que nada ni nadie podría ya destruir. Y con el sentido de la dignidad de su persona, también del sentido de la existencia y el acercamiento a la experiencia interior. Habían sido ya muchas las desilusiones: el marxismo, el propio movimiento sindical, el trabajo en la fábrica... eran torres que se habían ido derribando. No abandonará, por ello, su preocupación social, porque, según propia confesión, en la fábrica la desgracia y el dolor de los demás entró en su propia carne, y por eso ya nada podría separarla de la «masa desgraciada». Pero la preocupación y la lucha por la libertad y dignidad del obrero toman ahora un aspecto más intelectual. Diario de fábrica y La clase obrera serán dos obras alumbradas por la experiencia de ese año. Aún le esperaba otra experiencia que la confirmaría definitivamente en aquel pesimismo en relación con el ser humano que había ido haciendo presa en ella como consecuencia de las sucesivas frustraciones. Al año siguiente de dejar la fábrica estalla la Guerra Civil española (1936). Ya había estado en España el año 1933 y entró entonces en contacto con los militantes de la Federación Comunista Ibérica, disidente del Partido Comunista de España. Ahora, tras vencer las objeciones que le presentaba aquel su denodado pacifismo, que la llevó ya en sus tiempos de estudiante a emprender iniciativas de ese género, decidió participar en la contienda desde el lado republicano y se alistó en un grupo internacional anarquista que luchó en el frente de Aragón a las órdenes de Durruti. Aprendió a disparar, pero nunca quiso hacerlo. Poco duró, sin embargo, su participación. A las pocas semanas de incorporarse, el día 19 de agosto, metió distraídamente el pie en una olla de aceite hirviendo que estaba sobre un brasero enterrado para que no lo viera el enemigo y se quemó desde la parte inferior de la pierna hasta la rodilla. Como consecuencia hubo de abandonar el frente y regresar a Francia. Una vez curada no quiso volver. ¿Por qué? «Abandoné España a mi pesar y con la intención de regresar; más tarde, voluntariamente no hice nada de esto. No sentía ninguna necesidad interior de participar en una guerra que ya no era, como me había parecido en principio, una guerra de campesinos hambrientos contra los propietarios de la tierra y un clero

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cómplice de los latifundistas, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia» 15. En esa contienda armada descubre el rostro insensato de la guerra, de cualquier guerra, y se le revela por primera vez de forma aplastante la fascinación demoníaca que produce la fuerza al servicio de la violencia y la crueldad. Ni el más mínimo sentimiento humanitario hacia el adversario, sólo la consigna y el gusto de matar, y la celebración festiva del éxito de las cacerías. En medio de una comida oye contar a sus camaradas entre risas de satisfacción el número de «fascistas» o de curas que habían matado 16. Se entera también de que habiendo hecho prisionero a un muchacho de quince años que combatía como falangista y que se negó a pasarse a sus filas, Durruti le mandó fusilar 17. Dos anarquistas le cuentan cómo habían capturado y matado a dos curas; ellos se ríen y se extrañan de que ella permanezca seria 18. En otra ocasión no sólo no aprueba con su risa, sino que sus altas miras morales y humanitarias y su insobornable rectitud de conciencia son puestas seriamente a prueba. Estaba presente cuando iban a ejecutar a un cura, pero un hecho fortuito lo impidió. Posteriormente vino a decir a un amigo que el remordimiento no le habría dejado vivir si le hubieran matado sin que ella hubiera intervenido para defenderle. Tras la participación en la guerra vuelve a la enseñanza, pero por sus dolores de cabeza, cada vez más intensos, ha de pedir una y otra vez permisos que se harán definitivos en 1937. Por otra parte, el desengaño definitivo de la revolución producido por la experiencia española va a contribuir a que el giro que se inició tras la experiencia de la fábrica se afiance ahora más y más. Abandona poco a poco el interés por la política activa y pasa a ocupar el primer lugar 15 Cfr. E. BEA, «Simone Weil en España», en Sal Terrae, 84, 1996, p. 591. «Uno va como voluntario, pertrechado con ideas de sacrificio, y se ve envuelto en una guerra que se asemeja a una guerra de mercenarios, con demasiadas crueldades y muy poco sentido de las consideraciones debidas al enemigo» (ib.). 16 R. R., p. 161. 17 «La muerte de este pequeño héroe no ha dejado desde entonces de gravitar sobre mi conciencia, aunque me enterara después de ocurrida». Écrits historiques et politiques, Paris, 1960, p. 222. 18 R. R., 160.

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el interés por el sentido de la existencia y la búsqueda de experiencia interior.

3.

La agnóstica tomada por Cristo

De admirable y ejemplar para un cristiano puede calificarse justamente la vida de Simone Weil que hemos visto hasta ahora. Su identificación con los más pequeños de la sociedad, su solidaridad a toda prueba con ellos no sólo luchando por su liberación, sino repartiendo con ellos su tiempo y su escaso dinero, compartiendo la dureza de su vida laboral y viviendo como ellos y aún peor que ellos en una buscada y voluntaria pobreza, su heroica capacidad para soportar la migraña que torturó su vida día y noche desde su juventud, su férrea voluntad para vivir y actuar como si tal constante tortura no existiese, la programática autonegación y ascesis que presidió toda su forma de vivir, el amor a la verdad si fuera preciso hasta el martirio («hay que escoger entre la verdad y la muerte, o entre la mentira y la vida»), la intachable integridad de sus costumbres, y hasta el ideal de la castidad, tan extraño e incluso esperpéntico en el mundo anarquista libertario en el que se movió y encarnó, harían pensar en una persona movida por una profunda fe cristiana. Y sin embargo Simone Weil, educada por sus padres en el más frío agnosticismo y formada posteriormente en una mentalidad racionalista, vivió consciente y tozudamente su vida personal y su solidaridad con la clase obrera al margen de cualquier forma de fe religiosa, y nunca intentó salir de esa actitud. Pero su agnosticismo racionalista comenzó a quebrarse tras la experiencia de la fábrica, no como consecuencia de la misma, pero tampoco sin ella. Simone Weil habla de «tres contactos con el catolicismo verdaderamente cruciales» 19. El primero tiene lugar el año 1935 en un paupérrimo pueblo portugués de pescadores. A Portugal había llegado pasando por España en un viaje de descanso para reponerse de la extenuación física en la que se encontraba tras la destructiva experiencia de la fábrica. Contemplando una procesión y escuchan19

A la espera…, p. 40.

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do los cánticos llenos de una tristeza desgarradora de las mujeres de los pescadores, tiene de repente la certeza de que «el cristianismo era por excelencia la religión de los esclavos, de que los esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos» 20. Si este primer contacto se había desarrollado en un contexto de pobreza, el segundo se desarrolla en un entorno de pobreza y belleza. Tiene lugar en Asís durante un viaje a Italia en 1937. «Pasé en Asís dos días maravillosos. Allí, sola en la pequeña capilla románica del siglo XII de Santa María degli Angeli, incomparable maravilla de pureza, donde tan a menudo rezó San Francisco, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas» 21. El tercer contacto se desarrolla simultáneamente en el contexto de la desdicha y de la belleza. La desdicha era la de sus terribles dolores de cabeza, y la belleza la de la liturgia católica y del canto gregoriano de la Abadía benedictina de Solesmes (Francia). Hacia la liturgia católica y el canto gregoriano se sentía fuertemente atraída sobre todo desde su primer contacto con el catolicismo en el pueblecito portugués de pescadores, así como hacia los cantos religiosos antiguos, por el gozo estético que le procuraban. Tras la experiencia portuguesa, Simone vuelve a la enseñanza en Bourges desde el otoño y asiste con frecuencia a la misa matinal de la catedral para poder oír canto gregoriano, según ella misma testifica en una carta a su madre. Estando en Roma durante su viaje a Italia en 1937, acude igualmente a diversos oficios y conciertos religiosos que le dejan «un hermoso sentimiento», y busca tan ávida como inútilmente un misal latino. Pero, repitámoslo, le mueve el amor y el gozo de la belleza: «No hay cosa más bella que los textos de la liturgia católica», escribirá más tarde. Pero ahora la belleza de la liturgia y el canto gregoriano se van a convertir en la puerta de acceso inmediato a la experiencia de la fe. «En 1938 pasé diez días en Solesmes, del domingo de Ramos al martes de Pascua, siguiendo los oficios. Tenía intensos dolores de cabeza y cada sonido me dañaba como si fuera un golpe; un esfuerzo extremo de atención me permitía salir de esta carne miserable, 20 21

Ib. Ib., pp. 40-41.

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dejarla sufrir sola, abandonada en su rincón, y encontrar una alegría pura y perfecta en la insólita belleza del canto y las palabras. Esta experiencia me permitió comprender mejor, por analogía, la posibilidad de amar el amor divino a través de la desdicha. Evidentemente, en el transcurso de estos oficios, el pensamiento de la Pasión de Cristo entró en mí de una vez y para siempre» 22. Sólo necesitará otro pequeño empujón de la gracia, otra providencial circunstancia, para que no sólo el pensamiento de la pasión de Cristo, sino su persona misma, y por lo mismo la fe, se apoderen de ella para siempre. Esa providencial circunstancia la constituyó un joven católico inglés que asistía como ella a la liturgia de Semana Santa en la iglesia del citado monasterio. Este joven católico le transmitió «por primera vez la idea de la virtud sobrenatural de los sacramentos mediante el resplandor verdaderamente angélico de que parecía revestido después de haber comulgado», y será para ella un verdadero mensajero 23. Le dio a conocer la existencia de los llamados poetas metafísicos ingleses del siglo XVII, entre los que descubrió la poesía de George Herbert titulada «Amor» 24. 22

Ib., p. 41. Ib. 24 Se la puede leer en A la espera de Dios, p. 41, nota 1, y en Escritos esenciales, p.43. Para comodidad del lector, la transcribimos aquí: 23

«El amor me acogió, mas mi alma se apartaba culpable de polvo y de pecado, pero el amor que todo lo ve, observando mi vacilante entrada, se acercó hasta mí, diciéndome con dulzura: ¿Hay algo que eches en falta? Un invitado, respondí, digno de encontrarse aquí. Tú serás ese invitado, dijo el Amor. ¿Yo, el malvado, el ingrato? ¡Ah, mi Amado! Ya no puedo mirarte. El amor tomó mi mano y replicó sonriente: ¿Quién ha hecho esos ojos, sino yo? Es cierto, Señor, pero yo los ensucié; que mi vergüenza vaya donde se merece. ¿Y no sabes, dijo el Amor, quién ha tomado sobre sí la culpa? ¡Mi amado! Entonces podré quedarme. Siéntate, dijo clamor, y degusta mis manjares. Así que me senté y comí».

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Simone nos dice que lo aprendió de memoria, y a menudo, en el momento culminante de las violentas crisis de los dolores de cabeza, se dedicaba a recitarlo poniendo en él toda su atención y abriendo su alma a la ternura que encierra. «Creía repetirlo solamente como se repite un hermoso poema, pero, sin que yo lo supiera, esa recitación tenía la virtud de una oración. Fue en el curso de una de esas recitaciones cuando Cristo mismo descendió y me tomó... En este súbito descenso de Cristo sobre mí, ni los sentidos ni la imaginación tuvieron parte alguna, sentí solamente, a través del sufrimiento, la presencia de un amor análogo al que se lee en la sonrisa de un rostro amado» 25. Sólo en otra ocasión volverá a hablar directamente de esta experiencia y lo hará casi con las mismas palabras 26. Siempre paradójica y desconcertante, durante dos años y medio se niega a dirigir una sola palabra al Dios y al Cristo que la había tomado en sus brazos para siempre, es decir, se niega a rezar; teme que la oración sea sugestión y prefiere soslayar el peligro 27. Durante ese mismo espacio de tiempo tampoco comunica a nadie la gran experiencia que había cambiado su vida. Tampoco aludirá a ella en ninguno de sus escritos. En 1940 las tropas alemanas entran en París y Simone se traslada en octubre con su familia a Marsella, es decir, a una ciudad bajo el régimen francés de Vichy. Allí permanece hasta mayo de 1942. Es un tiempo de gran fecundidad literaria ya orientada decididamente hacia el tema místico-religioso. Aquí escribirá los cuatro volúmenes de sus famosos Cuadernos 28 y otros muchos apuntes que serán publicados tras su muerte con diversos títulos, como La fuente griega, Intuiciones precristianas, Pensamientos desordenados, La gravedad y la gracia. Conecta también con la Juventud 25

A la espera..., pp. 41-42 (el subrayado es nuestro). Cfr. «Carta a Joë Bousquet», en Pensamientos desordenados, p. 58. Para un juicio sobre la autenticidad de la experiencia mística de Simone Weil, cfr. R. KÜHN, «Vom Rationalismus zur personalen Transzendenz. Simone Weils religiöse Entwickung», en Teresianum, 36, 1985, 83-120, especialmente pp. 101 y ss. 27 «Hasta el pasado mes de septiembre (1940) jamás había rezado, ni tan siquiera una vez, al menos en el sentido literal del término. Jamás había dirigido palabras a Dios, mentalmente o en voz alta». A la espera…, pp. 42-43. 28 Sentimos no haber podido tener acceso a ellos. 26

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Obrera Cristiana en la que ve realizado su ideal de un movimiento obrero autónomo 29, y colaborará en su revista Temoignage Chrétien, así como en Cahiers du Sud. Y seguirá implicada, como siempre, en ayudar a marginados, emigrantes, etc... Pero Marsella es también el tiempo en que comunicará por primera vez a alguien su experiencia de 1938. El destinatario va a ser el P. J.-M. Perrin, prior de los dominicos de aquella ciudad. Con él entrará en contacto a través de Héléne Honnorat, profesora del instituto femenino de Marsella y ferviente católica. Simone experimenta inmediatamente una gran confianza y amistad con «aquel sacerdote casi ciego, de una delgadez ascética y que hablaba con gran dulzura» 30. No se puede hacer mayor alabanza de una amistad que la que la propia Simone hace de la del P. Perrin con ella: «Al apoderarse de mi amistad mediante una caridad cuyo equivalente jamás había conocido, me procuró la fuente de inspiración más poderosa y más pura que pueda encontrarse entre las cosas humanas. Pues ninguna de ellas es tan provechosa para mantener siempre la mirada intensamente en Dios como la amistad por los amigos de Dios» 31. Al P. Perrin, del que llegó a sentirse verdadera hija, acude frecuentemente Simone para dialogar sobre sus problemas e inquietudes religiosas, y para escuchar de los labios de este sabio dominico el contenido de la fe católica que ella ignoraba, pues su cristianismo era sólo el de la experiencia de su encuentro personal con Cristo, sin que se hubiera preocupado desde que la tuvo de una formación doctrinal en la fe cristiana ni de conectar con comunidad cristiana alguna. Tras un tiempo de conversaciones, el P. Perrin cree llegado el momento de proponerle el bautismo. Pero Simone lo rechaza. Más abajo dedicaremos un apartado a este tema. Su negativa a bautizarse no afectará lo más mínimo a la relación de confianza y amistad entre los dos. Simone seguirá abriendo sin reservas su alma al santo dominico, bajo su dirección irá iluminando 29 «La J.O.C es la primera realización de esta clase. El vínculo inimitable de sus miembros con Cristo radica en el pensamiento del Cristo obrero. Este pensamiento les embarga y les lleva a un grado de pureza increíble en nuestra época». «El cristianismo y la vida rural», en Pensamientos desordenados, p. 27. 30 S. P., 583. 31 A la espera…, p. 44.

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muchas dudas, solucionando muchas preguntas, entrando en niveles cada vez más profundos de experiencia cristiana, y hasta se irá acercando cada vez más a la fe específicamente católica y a todas las manifestaciones de la misma. Poco después de llegar a Marsella le había dicho a su amiga Hélène Honnorat: «Estoy lo más cerca que pueda estarse del catolicismo sin llegar a ser sin embargo católica» 32. Y, al dejar Marsella volverá a decirle: «No creía que pudiera estarse ya más cerca del catolicismo y sin embargo me he acercado aún más» 33. Pero... sin ser miembro de la Iglesia visible. Estando en Marsella, Simone expresa al P. Perrin su deseo de compartir el trabajo con los obreros del campo. El P. Perrin le pone en comunicación con Gustave Thibon, conocido escritor católico que era dueño de una granja agrícola. La incomprensión mutua presidió las primeras relaciones, porque a Thibon no le cabía en la cabeza el comportamiento de Simone, que rechazaba toda comodidad, dormía en tierra, quería trabajar como los otros campesinos soportando toda la fatiga del día a pesar de sus pocas fuerzas y se negaba a comer lo que ellos no podían comer; además era terca en sus puntos de vista, de forma que el diálogo se hacía imposible. Pero pronto la incomprensión se tornó en tierna amistad y en mutua ayuda intelectual y humana. G. Thibon le dio a conocer a San Juan de la Cruz, de cuya doctrina se enamoró 34. Por su parte, Simone le ayudó a leer a Platón en griego y le tradujo del griego el Padre Nuestro «palabra por palabra» 35. Lo que en un primer momento fue un ejercicio de traducción, se convirtió para Simone en la experiencia de una dimensión de la fe cristiana que le faltaba: la de la oración. Fue como una nueva revelación. «La dulzura infinita de aquel texto griego me impresionó de tal modo que durante algunos días no pude dejar de repetirlo incesantemente... Me impuse por única práctica 32

S. P., p. 560. Ib. Escribiendo a su hermano Andrés, le dice: «¿Has leído a San Juan de la Cruz? En estos momentos esa es mi principal ocupación». S. P., p. 624. Y en carta a un amigo: «San Juan de la Cruz es una mezcla de poesía y de prosa, ambas de extrema belleza», ib., p. 622. Lamentando que la belleza estuviera casi ausente de la tradición cristiana, citará como excepciones a San Francisco y a San Juan de la Cruz. A la espera…, p. 100. 35 A la espera..., p. 43. 33 34

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recitarlo cada día con total atención» 36. Y recitándolo entraba a veces en un estado de arrebato místico: «A veces ya las primeras palabras arrancan mi pensamiento de mi cuerpo y lo trasladan a un lugar más allá del espacio en el que no hay ni perspectiva ni punto de vista» 37. O se repetía, intensificada, la experiencia de Solesmes: «A veces también, durante esta recitación o en otros momentos, Cristo en persona está presente, pero con una presencia infinitamente más real, más punzante, más clara y más llena de amor que aquella primera vez en que se apoderó de mí» 38. Todavía hay otro asunto digno de subrayarse durante su estancia en Marsella. Comienza a trazar el Proyecto para la formación de enfermeras de primera línea que se tirarían en paracaídas en Francia para asistir y confortar en el mismo lugar del combate a los franceses heridos en la guerra 39. Una vocación de heroísmo que animaría a la vez la conciencia moral de los combatientes. Y quería realizarlo personalmente. Para ello necesitaba salir de Francia y unirse a las fuerzas de la Resistencia Francesa que comandaba el General De Gaulle.

4.

De Marsella a Londres vía Nueva York

Logra, por fin, pasar a Casablanca con sus padres y viajar de allí a Nueva York. También aquí su inmensa compasión le lleva a compartir la suerte de los desheredados. «Exploro Harlem —escribe a un amigo—, y todos los domingos voy a una iglesia bautista en la que, salvo yo, no hay ningún blanco» 40. Entabló amistad con muchachas negras y las invitaba a su casa. «Si Simone se hubiera quedado en Nueva York se habría hecho negra», comentaba ese mismo amigo 41. 36

Ib. Ib. Ib. 39 Encontramos este proyecto en la exposición que de él hace a Maurice Schumann desde Nueva York. Cfr. «Carta a Schumann», en Escritos de Londres y últimas cartas, Madrid, Trotta, 2000, pp. 145-152. 40 Cfr. J.-M. PERRIN, «Prólogo» al libro de S. WEIL, A la espera de Dios, p. 21. 41 Ib. 37 38

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Pero Nueva York es sólo una escala para pasar a Londres, donde se halla el Cuartel General de la Resistencia Francesa. No soporta estar lejos de los compatriotas que luchan por una Francia libre y quiere colaborar con ellos. Consigue ir a Londres y espera poder realizar su proyecto de Enfermeras de primera línea. Pero su proyecto no es aceptado —De Gaulle lo considera una locura— y se la emplea, en cambio, como redactora en los oficios del Servicio Civil para examinar los documentos provenientes de la Resistencia francesa en los que se iban haciendo propuestas políticas para la reorganización de Francia una vez liberada. En este tiempo escribe numerosos textos que serán reunidos después de su muerte con los títulos de Escritos de Londres y Echar raíces, donde demuestra de nuevo su lucidez en el análisis de los problemas políticos y sociales y en la propuesta de soluciones, todo animado ya desde su fe cristiana. Se siente frustrada por el rechazo a su proyecto que suponía una mayor implicación en los peligros de la guerra, y por lo mismo no le satisface un trabajo en la retaguardia tan alejado de todo riesgo mientras otros caían en el campo de batalla. Como consecuencia termina renunciando a él, a pesar de que de él dependía su sueldo. Enferma y agotada, una mañana la encuentran desvanecida en su casa. Trasladada a un hospital y después a un sanatorio, se le diagnostica una tuberculosis muy avanzada que al parecer había contraído ya estando en Nueva York 42. A pesar de todo, los médicos creen posible salvarla. Pero Simone se niega a alimentarse, como exigía su enfermedad, al parecer para solidarizarse con los franceses, especialmente con los niños, que en la Francia ocupada pasaban hambre 43. Y muere el 24 de agosto de 1943 a los treinta y cuatro años de edad. Fue enterrada en el cementerio de Ashford, Kent, en la parte reservada a los católicos, y a su entierro asistieron sólo ocho personas. Se habló de suicidio por privación de alimento. Pero los que la conocían bien sabían que Simone ni tenía inclinación alguna al 42 En el apartado «religión» del formulario que han de llenar todos los enfermos al ingresar, ella no puso nada. 43 «No puedo sentirme feliz ni comer a gusto cuando siento que mi pueblo sufre» (S. P., p. 708).

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suicidio ni se hubiera suicidado nunca, sino que probablemente se dejó morir en un sacrificio voluntario por solidaridad con los que morían en la guerra. La solidaridad hasta el extremo fue el lema de su vida, para ella quería vivir y por ella quería morir. II.

LA

FILÓSOFA MÍSTICA

Casi toda la producción intelectual de Simone Weil fue publicada después de su muerte. Por ello en ese momento era muy poco conocida como filósofa y pensadora. Poco a poco fueron editándose sus manuscritos y, finalmente, se publicaron sus obras completas 44. Pronto Simone Weil adquirió renombre internacional y fue considerada, por no pocos, como uno de los pensadores más brillantes de su época. Simone Weil vivió su fe cristiana con la misma y aún mayor intensidad que su anterior compromiso revolucionario. Y esa vivencia tuvo un carácter místico. Sintió, además, como siempre, la necesidad de traducir a pensamiento sus experiencias. Y si antes esa necesidad le inspiró los escritos de temática ético-social, ahora su contenido va a ser casi exclusivamente religioso-místico. Sus escritos religiosos no tienen rigor sistemático ni pretenden tampoco elaborar un sistema a base de un método científico-argumentativo, sino que nacen de la intuición y a golpes de ingenio. Por su carácter fragmentario no es fácil captarlos nítidamente en un primer contacto y se necesita ir penetrando en ellos hasta familiarizarse con la constelación de sus ideas y el nervio conductor que las anima. Se acerca a todos los temas con un toque de originalidad que justifica hablar de un «estilo weiliano» difícilmente encasillable, como su vida, en categorías conocidas. Se palpa no el talento, que para ella no era ningún valor, sino el genio, que ella equiparaba con la penetración en el reino de la verdad. El amor, la verdad, la belleza, la desdicha, Dios, Cristo, son los temas alrededor de los cuales gira fundamentalmente la rueda de sus reflexiones. Pero tras su conversión todos ellos se arraciman en 44 SIMONE WEIL, Oeuvres complétes. Publiées sous la direction d’André A. Devaux et de Florence de Lussy, Galllimard, Paris, 1988-1997, 6 v.

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torno a los dos últimos y en ellos adquieren su pleno significado. Son la verdadera clave hermenéutica de todo su universo intelectual, como lo son de su vida de conversa. A esos dos vamos a referirnos. 1.

No buscar, sino esperar a Dios

«Puedo decir que en toda mi vida, jamás, en ningún momento he buscado a Dios» 45. Pero insiste además en que es un error que el hombre le busque. Lo dice con su estilo inquietante y turbador: «El hombre no tiene que buscar, ni siquiera tiene que creer en Dios... No hay pregunta que formularse ni búsqueda que llevar a cabo» 46. Pero el «no buscar» tiene tres sentidos distintos. El primero es el sentido que le da el agnóstico puro que no sólo no busca a Dios porque cree que el problema de Dios es racionalmente insoluble, sino que además está convencido de que la razón es la única fuente de conocimiento. La Simone Weil agnóstica no sólo no buscaba a Dios por ser un problema racionalmente insoluble, sino que además consideraba el no buscarle o, como ella dice, el «no plantearse» ese problema como la única forma segura de no resolverlo mal, «lo que me parecería el peor de los males» 47. Por eso, dejando a un lado la inutilidad de tal planteamiento, pensaba que lo importante, «puesto que estamos en este mundo, era adoptar la mejor actitud posible respecto a los problemas del mundo» 48 sin relacionarlos con convicción religiosa alguna. Proclamaba, por tanto, lo que hoy llamamos una ética laica, y vivía una solidaridad puramente horizontal 49. El segundo sentido del «no buscar a Dios» es el que le da la Simone Weil convertida a la fe. Sigue afirmando que el problema de Dios es racionalmente insoluble y que por tanto no hay que buscarle por la vía racional, pero para ella Dios ya no es un problema que, en cuanto tal, pertenece al orden de la razón aristotélica o kantiana, sino «el misterio del amor personal» que pertenece al orden de la 45

A la espera…, p. 37. «Reflexiones desordenadas acerca del amor de Dios», en Pensamientos desordenados, pp. 33-34. 47 A la espera…, 38. 48 Ib. 49 Una ética que, una vez convertida, criticará duramente. 46

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existencia; en cuanto tal, la razón ni lo niega ni lo demuestra, porque no es ni puede ser objeto de su investigación, sino que él se muestra desde sí mismo al que se le abre receptiva y existencialmente subvirtiendo y transformando su vida. «Cristo descendió y me tomó». Desde esta experiencia la razón de no buscar a Dios es que «el que busca dificulta la operación de Dios más de lo que la facilita» 50. Ahora la alternativa, o mejor, la otra cara del «no buscar» no es «adoptar la mejor actitud posible respecto a los problemas de este mundo», sino el «esperar». Con el título de A la espera de Dios publicó póstumamente el P. Perrin las cartas que Simone Weil le había dirigido 51. Un título que refleja con fidelidad su actitud espiritual y su mensaje. Sentía una especial predilección por la parábola de los siervos que esperan a su señor velando y no quedan defraudados, porque éste «les pondrá sobre toda su hacienda» (Mt 24,47). Para Simone Weil no buscar es encontrar, pero con la condición de pasar por la «espera», y la espera vigilante. Ésta se fundamenta en que probablemente en la vida de todo ser humano ha habido algún momento en el que se ha confesado a sí mismo con claridad que no hay bien en este mundo, sea éste pasado, presente o futuro, real o imaginario, capaz de satisfacer el deseo de bien infinito y perfecto que arde perpetuamente en nosotros 52. Pero «en cuanto se percibe esta verdad se la recubre de mentira. Muchos que jamás han podido soportar el mirarla de frente por más de un segundo se complacen en proclamarla buscando en la tristeza un placer mórbido. Los hombres perciben que hay un peligro mortal en mirar de frente esta verdad durante un tiempo prolongado. Y es 50

Pensamientos desordenados…, p. 34. El libro contiene también varios ensayos, otra carta a G. Thibon y un resumen muy breve de una carta a Maurice Schumann (uno de los fundadores de la Comunidad Europea, a quien Simone tuvo como compañero de pupitre en el Henry IV, que será el jefe de la resistencia francesa en Londres y con el que allí tratará Simone el proyecto de las enfermeras de primera línea rogándole que interviniera a favor del mismo ante De Gaulle. Simone y Schumann mantendrán una estrecha amistad; él estará muy cerca de ella en los días de la enfermedad que la llevó a la muerte y será una de las ocho personas que asistieron a su entierro. El proyecto de beatificación de M. Schumann está incoado. 52 «El amor implícito y el amor explícito», en A la espera…, p. 128 y Pensamientos desordenados, p. 33. 51

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cierto: ese conocimiento es más mortífero que una espada, la muerte que inflige produce más miedo que la muerte carnal. Con el tiempo, mata en nosotros todo lo que llamamos yo. Para sostener esa mirada hay que amar la verdad más que la vida. Quienes son capaces de hacerlo se apartan con toda el alma de lo transitorio, según la expresión de Platón» 53. Con ello nos ha dicho ya lo que es la espera. Ésta comienza cuando, en vez de desviar la mirada y el oído de la verdad que nos hace conscientes de la insuficiencia de lo finito y de traducirla burlonamente por el a vivir que son dos días, por el carpe diem o la Áurea mediocritas de los epicúreos, o por el no te pierdas las pequeñas alegrías por buscar la gran felicidad de la mentalidad postmoderna, el hombre aguanta su veneno mortal (porque la verdad termina matando el yo), escucha su voz y se ejercita en el desprendimiento de todo lo transitorio, «permaneciendo inmóvil, esperando no se sabe el qué, sordo a las solicitaciones y a las amenazas, inconmovible a las sacudidas» 54. No vale decir: no sé si existe el Bien Infinito. No importa. Inmóvil, atenta y esperando sin moverse, «en el período preparatorio el alma ama el vacío; no sabe si algo real responde a su amor. Puede creer que lo sabe, pero creer no es saber. Tal creencia no ayuda. El alma sólo sabe con certeza que tiene hambre y lo importante es que grite su hambre. Un niño no deja de gritar porque se le sugiere que quizá no haya pan. Gritará de todas formas. El peligro no es que el alma dude, sino que se deje persuadir de que no tiene hambre» 55. Profunda conocedora y apasionada amante de la cultura y mitología griegas 56, va a recurrir al mito de Orestes y Electra para aclarar bien su pensamiento. «Cuando Electra cree que Orestes ya no existe, que no está en ninguna parte, no por eso se acerca a los que la rodean, sino que se aparta con mayor repulsión. Prefiere la ausencia de Orestes a la presencia de cualquier otro» 57. Sólo Orestes 53

«El amor implícito», en A la espera…, p. 128. La cursiva es nuestra. «El amor implícito», en E. D., p. 128. 55 Ib., p. 127. El subrayado es nuestro. 56 Puede comprobarse esto, por ejemplo, en Intuiciones precristianas, Madrid, Trotta, 2004, 158 p. 57 «El amor implícito y explícito», en E. D., p. 129. 54

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podría liberarla de toda esclavitud y sólo él podría llenarla; no quiere otra abundancia ni otra consideración. «Todo lo que desea es no existir desde el momento en que Orestes no existe. En ese momento, Orestes no puede más. Nada puede evitar que se dé a conocer. Le ofrece la prueba incuestionable de que él es Orestes. Electra le ve, le oye, le toca» 58. Así también, un día u otro Dios vendrá a aquél que persiste en la negativa a poner el amor en las cosas de esta vida «sin excepción». «Como Electra con Orestes, verá, oirá, abrazará a Dios, tendrá la certeza de una realidad irrecusable» 59. Y entonces se realizará el tercer sentido, el más genuino, del «no buscar». Porque ahora no es que no se deba buscar sino esperar, es que ya no se busca porque se ha encontrado. Por eso no le convence la conocida y alabada frase de Pascal puesta en boca de Dios: «no me buscarías si no me hubieras encontrado», ya que al encontrar cesa la búsqueda. La capacidad de dudar acompaña siempre al hombre, pero «la duda relativa a la realidad de Dios es una duda abstracta y verbal para cualquiera que haya sido tomado por Dios, mucho más abstracta y verbal que la duda sobre la realidad de las cosas sensibles» 60. No era posible que Simone olvidara nunca que su sorprendente encuentro con Cristo como presencia de Dios se dio sin ninguna preparación por su parte, sin haber buscado jamás a Dios, y sin que previera siquiera la posibilidad de un encuentro de Dios con el hombre 61. Hasta consideraba que Dios le había impedido misericordiosamente leer a los místicos «a fin de que fuera evidente que ella no había fabricado ese contacto absolutamente inesperado» 62. Pero, si habla desde su experiencia, deberemos suponer que, aunque no buscó a Dios, vivió el preparatorio desprendimiento de todo lo transitorio, y que si se desprendió de todo no fue simplemente por llegar a aquella apatheia o indiferencia aristocrática de los estoicos ante los vaivenes del gozo y del dolor (aunque desde niña 58 59 60 61 62

Ib. Pensamientos desordenados…, p. 34. Ib. A la espera…, pp. 41-42. Ib.

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tuvo una mentalidad y una actitud estoica ante la vida), ni tampoco solamente por motivos de solidaridad (no tener lo que no pueden tener otros, no comer lo que no pueden comer otros, etc.), sino porque era la forma de «gritar su hambre», aunque no supiera si existía el pan. Debemos, pues, deducir que, ya en su época agnóstica, sobre todo desde la experiencia decepcionante de la fábrica, de la guerra y de la revolución, Simone Weil comenzó a entender que aquella verdad, por la cual no sólo estaba dispuesta a dar la vida, sino que prefería morir a no tenerla, era mucho más que una verdad social, que la verdad equivalía a aquel Bien trascendente de su venerado Platón que ella identificaría más tarde con el amor de Dios. Había comenzado a ser aquella peregrina del Absoluto, como la definió el filósofo católico Gabriel Marcel, que sin embargo no compartía su mensaje doctrinal. Y también podemos pensar, como alguien ha dicho, que fue la exigencia de su caridad devoradora la que le abrió a la invasión de la fe.

2.

Esperar al Dios débil y mendigo

Si la experiencia de su encuentro con Dios en Cristo hizo a Simone Weil testigo del Dios descendente, de su gratuidad, como a aquel otro «agarrado por Cristo» (Fil 3,12), el fariseo Pablo de Tarso, otra experiencia la va a llevar a ver en Dios el débil y el mendigo por excelencia. Había podido constatar Simone que la sociedad en todas sus manifestaciones era un parto de la fuerza, y que ésta era un fetiche que deslumbraba al individuo y a los grupos sociales de tal forma que acumular más y más fuerza y poder se convertía en el objetivo final de sus afanes y desvelos; observaba su carácter demoníaco, su mecanismo ciego y petrificante que reduce al hombre a cadáver y aplasta a los individuos y a los pueblos; había padecido la inhumanidad del poder de la máquina, contemplando la barbarie en que se convierte la fuerza de las armas en la guerra, la opresión y alienación de los obreros a manos de la gran industria, los abismos de injusticia abiertos por la gran economía, el poder político y militar convertido en el expansionismo hitleriano, en el totalitarismo ruso y

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en el colonialismo europeo; y los avances de la tecnología presagiaban un crecimiento cada vez más monstruoso de los aparatos estatales, militares y económicos y la consiguiente reducción a la nada de la dignidad y libertad de los individuos. La fuerza, finalmente, se arroga un carácter absoluto, es decir, idolátrico. Y exige, como todo ídolo, sumisión ,sumisión, adoración y reconocimiento de su ilusorio prestigio. Será especialmente en Reflexiones sobre los orígenes del hitlerismo y en La Ilíada o el poema de la fuerza donde ésta será sometida a examen y desenmascarada. Observa también cómo el culto a la fuerza ha llevado al cristianismo (al que ella se siente ya pertenecer), olvidando su nacimiento de un impotente Dios crucificado, a revestir la imagen divina de los atributos de poder elevados al infinito. Dios es el todopoderoso y supremo propietario del mundo que hace de los hombres sus súbditos, el Dios amor se transforma en el Dios amo y se constituye en el doble del Rey y el Emperador o más bien éstos son los representantes en la tierra del autoritarismo divino, puesto que su autoridad les viene (les venía) de Dios. La historia de la Iglesia manifiesta las consecuencias que en ella ha tenido esta imagen de Dios, y esa historia será una de las grandes dificultades que impedirán a Simone Weil entrar a formar parte de ella. Para ella tal Dios es una trágica transposición del ídolo de la fuerza y tiene sus mismas características: robustez, plétora, sensación de plenitud, auto-posesión, presencia asfixiante y aniquiladora de la legítima autonomía y libertad de su objeto, exhibición y poder expansivo y opresivo. Desde una fe centrada por una parte en la Pasión de Jesús y por otra en la afirmación central neotestamentaria Dios es amor, Simone va a elaborar, siempre a golpe de intuiciones, su imagen de Dios creador: «Dios ha creado por el amor y para el amor. Dios no ha creado otra cosa que el amor y los medios del amor» 63. Pero el amor es lo contrario de la fuerza; luego Dios como amor creador es debilidad. Ya su maestro Alain le había enseñado que, a diferencia de los dioses paganos, el Dios de los cristianos es débil, al tiempo que lamentaba que éstos hubieran puesto en Dios el atributo del poder. 63

A la espera…, p. 79.

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«Representarse a Dios todopoderoso es representarse a sí mismo en el estado de falsa divinidad». Esta debilidad de Dios como contrario al ídolo de la fuerza, la expresa Simone contraponiendo las características de ambos. Si la fuerza es exhibición, Dios como amor creador sólo puede ser ocultamiento, retiro y renuncia 64. Dios ha podido crear sólo escondiéndose de sí mismo. «Existe una fuerza deífuga. Si no, todo sería Dios» 65. Si la fuerza es plétora y sensación de plenitud, crear Dios amorosamente sólo puede ser vaciamiento y abdicación de sí mismo; si la fuerza es expansiva, Dios como amor sólo puede crear limitándose, porque sólo puede crear lo limitado y no otro sí mismo; si la fuerza es presencia asfixiante y aniquiladora de la autonomía y libertad de su objeto, Dios como amor creador sólo puede ser distancia y ausencia para que el mundo pueda ser el mundo y no una mera copia de Dios o el simple espacio-títere de la caprichosa intervención divina. «Amar puramente es consentir en la distancia». La presencia de Dios en el mundo se da como ausencia... «Dios sólo puede estar presente en la creación en forma de ausencia... Hay que estar en el desierto. Pues aquél al que hay que amar está ausente 66. Cuando se hace de Dios un factor mundano internamente constatable, concurrente cuando no sustituto de la causalidad intramundana, se está haciendo de Dios un trozo del mundo y por lo mismo se niega su real trascendencia. Karl Rahner lo ha recalcado una y otra vez: «La moderna experiencia de Dios (que es experiencia de ausencia) es mucho más clara y radicalmente experiencia de la trascendencia que desdiviniza el mundo y así deja a Dios ser Dios» 67. Y añade en otra parte: «El aterrarse ante la ausencia de Dios en el mundo, el sobresalto por su silencio, por la reclusión de Dios en su propia lejanía, por la absurda secularización del mundo, por las leyes del mundo ciegas y sin rostro, esta experiencia, que parecería deber interpretarse a sí misma como ateísmo, es una genuina expe64

La gravedad y la gracia, p. 86. Ib., p. 81. La gravedad…, p. 147. 67 K. RAHNER, «Gotteserfahrung heute», en Schriften zur Theologie, IX, p. 173. 65 66

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riencia de profunda existencia de la cual el pensar y el hablar corriente del cristiano están aún muy lejos de ser conscientes» 68. La teología ha hablado de la kénosis o autovaciamiento de Jesús, quien, existiendo en la forma de Dios, se anonadó, se hizo siervo y se humilló hasta la muerte de cruz (Fil 2,6-8). Pero nunca habló de la kénosis del Padre, sino de su omnipotencia. El «Padre de Nuestro Señor Jesucristo» pasó a ser sencillamente el «Padre todopoderoso» que como tal es el creador del cielo y de la tierra. Simone Weil ve la kénosis de la Cruz plantada ya en el momento de la creación divina. La Encarnación y la Cruz serán su pleno cumplimiento. La respuesta a la creación de Dios la califica Simone Weil como descreación, un neologismo que ella toma de Charles Péguy. «Nuestra existencia no está hecha sino de la espera de Dios, de nuestro consentimiento para no existir. Nos mendiga perpetuamente esa existencia que nos da. Nos da para mendigárnosla» 69. «El se vació de su divinidad. Nosotros hemos de vaciarnos de la falsa divinidad con la que hemos nacido. Una vez se ha comprendido que no se es nada, el objetivo de todos los esfuerzos es convertirse en nada... A medida que me voy convirtiendo en nada, Dios se ama a través mío... Convertirse en nada hasta un grado vegetativo; es entonces cuando Dios se convierte en pan» 70. «Dios mío, concédeme que me convierta en nada» 71. Y convertirse en nada es morir al pecado que es el yo, al pecado «que en mí dice yo» 72. Mi yo es el personaje indiscreto que se interfiere en la conversación íntima entre dos personas. Que se retire mi yo para que puedan comunicarse el creador y la criatura sin ninguna presencia indiscreta» 73. Esta es la descreación: hacer el vacío, dejar el espacio libre para que Dios pueda llenarle; pero porque se tiene miedo a que Dios ocupe el lugar de nuestro yo, la imaginación trabaja por colmar el vacío con sus mentiras. Es preciso suspender el trabajo de la imaginación para «vaciar el vacío» 74. 68 K. RAHNER, Bilanz des Glaubens (Hrsg. Paul Imhof), München, 1983, p. 107. 69 La gravedad y la gracia, p. 81. 70 Ib., pp. 82 y 84. 71 Ib., p. 82. 72 Ib., p. 78. 73 Ib., p. 88. 74 «La imaginación colmadora», en La gravedad y la gracia, pp. 67-68.

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Simone se mueve en el lenguaje y doctrina de los místicos. Hablará de la imagen del pájaro atado a un hilo utilizada por San Juan de la Cruz y de sus noches oscuras como caminos de purificación y desapego; pero también mostrará el influjo de las místicas orientales.

3.

Amar a Dios a través de la desdicha 75

La experiencia de Solesmes en medio de intensos dolores de cabeza le permitió «comprender mejor, por analogía, la posibilidad de amar el amor divino a través de la desdicha» 76. Escribiendo desde Nueva York a Maurice Schumann, Simone le confiesa que «experimenta un desgarro que se agrava sin cesar, a la vez en la inteligencia y en el centro del corazón, por la incapacidad en que me encuentro de pensar al mismo tiempo, dentro de la verdad, la desgracia de los hombres, la perfección de Dios y el vínculo entre ambos» 77. Sólo encuentra la curación de ese desgarro mirando a la cruz de Jesús. Llega a entender que el grito de Jesús en ella: «Padre, ¿por qué me has abandonado?», es la realización suprema del amor creador de Dios que en nombre de ese amor se esconde de sí mismo, se distancia de sí mismo y de la criatura y se hace presente en ésta sólo como ausente. Y por ese supremo escondimiento y ausencia, el amor creador se convierte en amor redentor. La asimilación vital de estos pensamientos lleva a Simone a no tener más anhelo ni desear otra gracia que la de estar crucificada junto a Jesús. «Cuantas veces pienso en la crucifixión de Cristo cometo el pecado de envidia» 78. «Si no me es dado merecer algún día la participación en la cruz de Cristo, sea, al menos, en la del buen ladrón. De todos los personajes, aparte de Cristo, que aparecen en el evangelio, el buen ladrón es con mucho al que más envidio. 75

«El amor a Dios y la desdicha», en Pensamientos desordenados, pp. 6173; «Nuevas reflexiones sobre el amor a Dios y la desdicha», ib., pp. 75-89. 76 A la espera…, p. 41. 77 «Carta a M. Schumann», en Escritos de Londres y últimas cartas, Madrid, Trotta, 2000, p. 165. 78 A la espera…, p. 50.

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Haber estado junto a Cristo, en su misma situación, durante la crucifixión, me parece un privilegio mucho más envidiable que estar a su derecha en su gloria» 79. Simone Weil empleó por vez primera la palabra «desdicha» para describir la situación del obrero fabril, tal como ella lo había experimentado, y más tarde la considerará como una realidad ontológica universal que afecta al ser humano como tal. La desdicha no es todavía el solo dolor físico por intenso que sea, sino un dolor que afecta también al alma. Es la esclavitud y la humillación del obrero que llega a sentirse indigno de ningún derecho, es la experiencia del callejón sin salida, de la náusea en que se convierte la vida cuando se percibe de forma lacerante su sin sentido, es el horror ante la muerte, es el miedo y pavor que invade el alma en tantas situaciones, es el inocente maldito y aplastado, como Cristo en la cruz, que no murió como los mártires que podían entrar cantando en la arena donde iban a ser devorados por las fieras, sino como un criminal de derecho común, mezclado con los ladrones, «hecho maldición» 80; es, finalmente, la experiencia de una total oscuridad y desorientación cuando se experimenta de forma trágica la ausencia de Dios. «La desdicha hace que Dios esté ausente durante un tiempo, más ausente que un muerto, más ausente que la luz en una oscura mazmorra. Una especie de horror inunda toda el alma, y durante esta ausencia no hay nada que amar. Y lo más terrible es que si, en estas tinieblas en las que no hay nada que amar, el alma deja de amar, la ausencia de Dios se hace definitiva. Es preciso que el alma continúe amando en el vacío, o que, al menos, desee amar, aunque sea con una parte infinitesimal de sí misma. Entonces Dios vendrá un día a mostrársele y a revelarle la belleza del mundo, como ocurrió en el caso de Job. Pero si el alma deja de amar, cae en algo muy semejante al infierno» 81. Hay que mirar la desdicha como un aspecto de la necesidad que rige el mundo en la voluntaria ausencia de Dios por amor, y vivir la experiencia de Dios que se hace a través del sufrimiento, porque Dios se quiere dejar ver precisamente también por aquellos que no 79 80 81

Ib., p. 36. «El amor a Dios y la desdicha», en o.c., p. 66. «El amor a Dios y la desdicha», en Pensamientos desordenados, pp. 63-74.

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pueden escapar del sufrimiento. El sufriente está cerca de Dios de otra manera. Como el crucificado en el patíbulo de la maldición, que es al mismo tiempo el más noble y hermoso de todos los árboles. Estamos ante una pensadora y una mística de la cruz que se cierra cualquier salida que esquive o rodee las realidades más duras, que huye de edulcorarlas y que rechaza, por tanto, la religión como fuente de consuelo. «La religión como fuente de consuelo constituye un obstáculo para la verdadera fe; en ese sentido, el ateísmo es una purificación» 82. El que cree en la cercanía de Dios y en el protosacramento de su amor, no puede hacer desaparecer de su campo visual la posibilidad del abandono de Dios, su amorosa presencia en forma de frecuente y desoladora ausencia. Pero abrazarla sin pulimento o alivio alguno, en su cruda realidad, puede terminar, como en Simone, en «la presencia de un amor análogo al que se lee en la sonrisa de un rostro amado» 83. Escribió el filósofo W. Weischedel: «En el oscuro fondo de la copa aparece la nada de la luz. El brillo oscuro de la deidad es así: la luz de la nada». Y todas las místicas hablaron de la salida del sol a media noche. Simone nos dice que su pertenencia al cristianismo se debe a que en él puede amar a Dios a través de la desdicha, que la grandeza del cristianismo está no en que busca un remedio al sufrimiento, sino en que hace un uso sobrenatural de él, y que la cruz es el centro del cristianismo, rechazando la interpretación que Nietzsche hizo del mismo desde su contraposición entre Dionisos y el Crucificado.

III.

LLAMADA

A ESPERAR EN EL UMBRAL

Es en este tema donde se revela con más claridad el carácter desconcertante y paradójico de esta singular mujer. Y sin embargo, su postura obedece a una rigurosa lógica. 82

La gravedad y la gracia, p. 151. «Rechazar las creencias colmadoras de vacíos que endulzan las amarguras. La de la inmortalidad. La de la utilidad de los pecados: etiam peccata. La del orden providencial de los acontecimientos, en una palabra, los consuelos que comúnmente se buscan en la religión». La gravedad y la gracia, p. 64. 83 A la espera…, p. 42.

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En el Último texto 84, que puede considerarse su testamento espiritual, aunque no lo redactara con esa intención, hallamos esta profesión de fe: «Creo en Dios, en la trinidad, en la encarnación, en la redención, en la eucaristía, en las enseñanzas del evangelio» 85. En una de sus cartas al P. Perrin, le escribe: «Amo a Dios, a Cristo y la fe católica tanto como a un ser tan miserablemente insuficiente le es dado amarles. Amo a los santos a través de sus textos y de los escritos relativos a sus vidas... Amo la liturgia, los cánticos, la arquitectura, los ritos y las ceremonias católicas. Pero no siento en modo alguno amor a la Iglesia propiamente dicha, al margen de su relación con todas esas cosas a las que amo» 86. Esa falta de amor a la Iglesia se tradujo en una negativa a recibir el bautismo que le haría miembro visible de la misma. Tras su conversión a la persona de Cristo (y no sólo ni en primer lugar a su doctrina), ni siquiera se planteó bautizarse. Vivió su experiencia de forma privada y solitaria, como la outsider que era por naturaleza. «De no haberle conocido (al P. Perrin), jamás me habría planteado el bautismo como problema práctico» 87. Desde entonces ese problema será recurrente en su correspondencia con diversas personas: el P. Perrin, el también dominico P. Couturier, con quien Jacques Maritain la pondrá en comunicación en Nueva York; el benedictino Dom Clement Jacob, que no le ocultará que, a su parecer, algunas de sus posiciones doctrinales rayaban la herejía; G. Thibon, Maurice Schumann, etc... Pero siempre tocaba el tema para razonar los motivos de su negativa a bautizarse. En la Carta a un religioso, dirigida al P. Couturier, le enumera las treinta y cinco objeciones que le impiden hacerlo. Le hubiera gustado poder complacer a las personas que le animaban a bautizarse, en especial al P. Perrin Perrin 88, pero no lo hizo, aunque le causaba dolor, porque hubiera sido traicionar su conciencia. La frase más estremecedora la encontramos en una carta a G. Thibon: 84

En Pensamientos desordenados, pp. 99-101. Ib., p. 99. 86 «Vacilaciones ante el bautismo», en A la espera de Dios, pp. 28-29. 87 A la espera…, p. 42. 88 «Me apena que me diga que mi bautismo sería para usted una gran alegría». A la espera..., p. 57. 85

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«En este momento estaría más dispuesta a morir por la Iglesia, si algún día hubiera necesidad de morir por ella, que a entrar en ella. Morir no compromete a nada, por decirlo de algún modo, no entraña mentira alguna» 89. ¿Cómo se explica entonces que no cejara hasta conseguir que su hermano y su cuñada bautizaran a sus dos hijos? 90 Según la hermosa frase del P. Perrin, se pareció a la campana que llama a los fieles sin entrar ella en el santuario. Aunque sí entraba en el santuario físico, pues asistía a misa todos los domingos y a veces durante la semana. Según sus propias palabras, su corazón había sido transportado para siempre al Santo Sacramento expuesto en el altar 91 y anhelaba ardientemente recibir la comunión. «Experimento desde hace ya mucho tiempo un deseo intenso y perpetuamente creciente de la comunión» 92. Pero pasaba indiferente ante la pila bautismal que le hubiera dado acceso a la comunión. Eucaristía sí, bautismo no. Imposible de entender para los demás, pero para ella consecuencia de aquella probidad intelectual de la que tenía «una noción extremadamente rigurosa» 93. Creemos que las treinta y cinco objeciones expuestas en la Carta a un religioso pueden agruparse en las siguientes:

1.ª

El anathema sit

«Me adhiero totalmente a los misterios de la fe cristiana, con la especie de adhesión que me parece que es la única que conviene a los misterios; esta adhesión es de amor, no afirmación. Ciertamente, pertenezco a Cristo. Por lo menos es lo que me gusta creer. Pero me mantengo fuera de la Iglesia por dificultades irreductibles, me temo, de orden filosófico que conciernen no a los propios misterios, sino a las precisiones con las que la Iglesia ha creído que debía rodearlos 89

«Carta a Gustave Thibon», en A la espera…, pp. 153-154. S. P., p. 661. «Si tuviera un hijo, yo no dudaría un solo momento en que un sacerdote le bautizara». Ib. 91 A la espera…, p. 46. 92 Ib., p. 100. 93 Ib., p. 40. 90

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a lo largo de los siglos, y sobre todo el uso que, a este respecto, ha hecho de las palabras anatema sit» 94. En el Último texto, también después de su profesión de fe, hace unas matizaciones parecidas: «Al decir creo quiero expresar, no que hago mío lo que la Iglesia dice sobre estos puntos para afirmarlo como se afirman hechos de experiencia o teoremas de geometría, sino que me adhiero por amor a la verdad perfecta, inaprensible, encerrada en el interior de estos misterios y que trato de abrirle mi alma para dejar penetrar su luz en mí» 95. Se adhiere «con adhesión de amor» o se adhiere «por amor» a los «misterios» en cuanto tales, y les abre su alma para dejar penetrar su luz en ella, pero no se adhiere con su cabeza a los «dogmas», que son los «misterios» no sólo en cuanto declarados por la Iglesia como materias de fe, sino también determinados de tal manera en su estricto contenido y sentido que el que se niegue a creerlos tal como son propuestos y precisados es declarado hereje y expulsado de la Iglesia con la fórmula del anathema sit. Simone Weil reconoce a la Iglesia el derecho de formular decisiones y, como depositaria de los sacramentos, de dar directrices sobre algunos puntos esenciales, pero sólo a título de indicación para los fieles; no le reconoce, en cambio, «ningún derecho a limitar las operaciones de la inteligencia o las iluminaciones del amor en el dominio del pensamiento» 96. La Iglesia se hizo «ortodoxia», pero Cristo no dijo: «Yo soy la ortodoxia», sino «Yo soy la verdad». Esa rigidez dogmática que obliga a inmovilizar las inteligencias y a paralizar las iluminaciones del pensamiento por el amor fue para Simone el principio del que se derivó el autoritarismo y totalitarismo de la Iglesia y la consiguiente historia de su sistemática represión de toda disensión, llegando hasta la eliminación física de los así llamados herejes; la Iglesia se hace Imperio, persecución, Inquisición, abriendo así el camino a los regímenes totalitarios del siglo XX 97. 94 «Carta a M. Schumann», en Escritos de Londres y últimas cartas, Madrid, Trotta, 2000, pp. 154-155. Cfr. también A la espera…, p. 46. 95 «Último texto», l.c., p. 99. 96 Ib. 97 «Cuando leo el catecismo del Concilio de Trento, me parece no tener nada en común con la religión allí expuesta. Cuando leo el Nuevo Testamento,

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Simone insistía en que se reconociera que las definiciones conciliares van unidas al entorno histórico-cultural por añadidura con frecuencia muy difícil de reconocer. Ni los sacerdotes mismos sabían decirle muchas veces qué era y qué no era «de fe estricta» 98. Si eso se reconociera, los anathema sit pertenecerían nada más a la historia y carecerían de actualidad... Desaparecido el anathema sit, «la fe cristiana, sin peligro de que la Iglesia ejerciera tiranía alguna sobre los espíritus, podría ser colocada en el centro de la vida profana y de cada una de las actividades que la componen, impregnando todo, absolutamente todo, con su luz. Vía única de salvación para los desdichados hombres de hoy» 99. Bastaría con proclamar oficialmente lo que ya es más o menos realidad práctica: que una adhesión de corazón a los misterios de la trinidad, la encarnación, la redención, la eucaristía y el carácter revelado del Nuevo Testamento, es la única condición para el acceso a los sacramentos 100. ¿Es una manera de defender su derecho a la eucaristía aunque no estuviera bautizada? Quizá en su pensamiento el bautismo era sólo la condición para pertenecer a la Iglesia como realidad social, es decir, como institución, a la Iglesia del anathema sit; pero «con razón o sin ella, no creo estar fuera de la Iglesia en el sentido en que constituye una fuente de vida sacramental, sino sólo fuera de la Iglesia como realidad social» 101. Y a sus ojos, «un sacramento cristiano es un contacto con Dios a través de un signo sensible» que, aunque normalmente promulgado oficialmente por la Iglesia, puede no tener que serlo para los que se sienten constreñidos por motivos legítimos a permanecer fuera de ella. «Está claro que, según creo, ese es mi caso» 102. Su noble corazón le lleva los místicos, la liturgia, cuando voy a la celebración de la misa, siento con una especie de certeza que esta fe es la mía» (Carta a un religioso). 98 Estando en Marsella no cesaba de plantear preguntas a los hombres de Iglesia buscando conocer exactamente los dogmas de la misma y comprobando que no todos estaban de acuerdo en lo que era estrictamente de fe. Según su amiga Hélène Honnorat, «quedó especialmente impresionada por las conversaciones que tuvo en los carmelitas descalzos con el P. Marie-Eugêne y las tenidas también con un sacerdote ortodoxo», S. P., p. 621. 99 «Último texto», l.c., p. 101. 100 Ib., p. 101 (cursiva nuestra). 101 «Carta a M. Schumann», en Escritos de Londres y últimas cartas, p. 160. 102 Ib., p. 159.

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a aclarar a continuación que «por legítimos entiendo legítimos en relación a mí y a mi vocación particular. No censuraré jamás a los que están dentro, más bien me inclinaría a tenerles envidia» 103. En el rechazo de la naturaleza social o institucional de la Iglesia influía, sin duda, aquel espíritu anarquista que la llevó a no adherirse a ningún partido en su época revolucionaria. «Hoy, para un hijo de padres judíos o ateos, ser bautizado constituye una adhesión a un grupo social que es la Iglesia, como tomar el carné de un partido constituye una adhesión a él». Pero influyó probablemente más el idealismo filosófico platónico que retrataba a la sociedad en el mito del Gran Animal 104. Es el ser humano el que merece nuestra atención, no la sociedad, el gran animal que se constituye en el Ersatz (= sustituto) de Dios y le roba su centralidad. Ejemplo máximo de ello lo constituía el colectivismo marxista esencialmente ateo. Consideraba que la Iglesia como «cosa social» estuvo siempre en peligro, y sucumbió a él, de sustituir también la centralidad de Dios por ella misma y por su autoridad o autoritarismo y de constituirse en una patria. «Tengo miedo de ese patriotismo de la Iglesia que existe en los medios católicos» 105. Sabe que es inevitable que la Iglesia sea también una realidad social, pero «en tanto cosa social, pertenece al Príncipe de este mundo» 106.

2.ª

El amor a tantas cosas que están fuera de la Iglesia

Y las enumera: «Toda la inmensidad de los siglos pasados a excepción de los veinte últimos siglos, todos los países habitados por razas de color, toda la vida profana en los países de raza blanca y, en su historia, todas las tradiciones acusadas de herejía, como la maniquea y la albigense» 107. En esas tantas cosas «se incluían también el hinduismo, el budismo, el taoísmo, la religión griega de 103

Ib. Véase el capítulo «El gran animal», en La gravedad y la gracia, pp. 191-195. 105 S. P., p. 629. 106 Ib. 107 A la espera..., 45. 104

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Homero y de los grandes trágicos, la religión egipcia, etc. No se trataba sólo de que viera en todos ellos una preparación para el cristianismo, unos semina Verbi, sino de que consideraba que estaban llenos de luz cristiana, que incluso muchos de ellos tenían un conocimiento de las cosas divinas superior al del cristianismo histórico (no al de Jesús, al que consideraba único mediador, ni al del primitivo cristianismo). Hasta llegó a afirmar que el Verbo se podía haber encarnado en alguna de ellas. Y sobre todo su admiración por Platón, al que consideraba «el primer místico de Occidente» y el mejor puente para el cristianismo. Pero será tras su conversión cuando sintió «que Platón es un místico y que toda La Ilíada está bañada de luz cristiana y que Dionysos y Osiris son en cierto sentido el propio Cristo, y mi amor por él se vio así acrecentado» 108. Apreció también de forma especial la espiritualidad cátara oficialmente herética, que influyó notablemente en la suya propia 109. El entrar en la Iglesia la separaría, además «de la inmensa y desgraciada masa de los no creyentes», y nada le apenaría más que esa separación. Hasta cree que nunca entraría en una orden religiosa por no separarse a través de un hábito del común de los hombres» 110.

3.ª

Dios no lo quería

Fue quizá la principal razón para no entrar en la Iglesia. No sólo no se sentía llamada a entrar, sino que se sentía llamada a no entrar. Escribiendo al P. Perrin, le dice: «Creo que en este momento puedo, por fin, concluir que Dios no me quiere en la Iglesia. No tenga, 108

A la espera…, p. 42. Puede verse la «Carta a Déodat Roché», en Pensamientos desordenados, pp. 47-49. Le escribió entusiasmada tras haber leído un folleto suyo sobre el catarismo. La carta fue publicada en Cahiers d’études cathares después de su muerte (1949) y en ella le dice que está particularmente interesada por los cátaros. Para este tema, cfr. R. KÜHN, «Okzitanisch-Franziskanische Inspiration: Wider den Ungeist der Macht. Griechisch-romanische Synthese und Dualismus bei Simone Weil als Kulturkritik», en Franziskanische Studien, 64 (1982), pp. 150-187. Será su biógrafa y amiga, Simone Pétrement, la que le dé a conocer el gnosticismo y el catarismo. 110 S. P., p. 629. 109

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pues, ningún pesar» 111. Es una convicción que repite una y otra vez. Se confirma en esa creencia porque «no se deja sentir con menos fuerza en los momentos de atención, de amor y de oración que en los restantes» 112. Y la obediencia a la voluntad de Dios era para ella tan fundamental que «si fuera concebible que uno se condenara obedeciendo a Dios y se salvara desobedeciéndole, elegiría de todas formas la obediencia» 113. Que Dios no la quería dentro de la Iglesia, significaba para ella que Dios la quería católica de hecho, no como la Iglesia institucional que sólo lo era de derecho por sus anatemas y su exclusión de «tantas cosas que Dios ama» 114. Intelectualmente se sentía llamada a contribuir a la reconciliación de las diversas culturas religiosas, y más especialmente aún del cristianismo y de la cultura religiosa helénica, con Platón a la cabeza. Por insistencia del P. Perrin escribió Intuiciones precristianas, donde con enorme erudición trata de hallar el contenido cristiano de la cultura griega. «A través del descubrimiento cada vez más personal del evangelio y de una creciente adhesión a Jesús, había llegado a percibir a Cristo como el mediador de todos, con el cual podía encontrarse a través de todas las formas religiosas» (P. Perrin). Y como siempre acompañó la vida con la acción, la llamada intelectual era también para ella llamada a vivir en las fronteras de la gentilidad y de la Iglesia, en el punto de intersección del cristianismo y de lo que no lo era, esperando a la puerta de la Iglesia en el atrio de los gentiles y en el nártex de los catecúmenos, y desde allí mirando con amor hacia dentro, porque «aún estando fuera de la Iglesia, o más exactamente en el umbral, no puedo dejar de tener el sentimiento de que, en realidad estoy de todas maneras dentro. Nada me resulta más cercano que quienes están dentro. Es una posición espiritual difícil de definir y de hacer entender. Harían falta páginas y más páginas, o un libro» 115.

111 112 113 114 115

A la espera…, p. 45. Ib., p. 27. Ib. Ib., p. 45. «Carta a M. Schumann», l.c., p. 155.

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No obstante, dice en otro lugar que se siente tan cerca de la Iglesia que está a la puerta, y que era muy posible que un día sintiera el impulso irresistible de solicitar inmediatamente el bautismo y que fuera corriendo a pedirlo, «pues oculto y silencioso es el camino por el que la gracia se adentra en los corazones... Pero puede ocurrir que mi vida llegue a su término sin haber experimentado jamás ese impulso» 116. Y ese impulso no llegó.

IV.

JUDÍA

A SU PESAR

Tocamos el tema más oscuro y discutible de la vida y pensamiento de Simone Weil. Se habrá observado que entre tantas culturas y civilizaciones como alaba e incorpora a su universalismo, nunca aparecen ni Roma ni Israel (tampoco el Islam, pero éste no aparece ni para ser alabado ni para ser denostado). En su profesión de fe incluye «el carácter revelado del Nuevo Testamento» 117, pero no del Antiguo. Aunque sabedora de su sangre judía, nunca se sintió tal, lo cual puede explicarse por descender sus padres de aquellos judíos que asimilaron la Ilustración europea y saliendo de sus ghettos físicos, culturales y religiosos, se integraron plenamente en su entorno y se comenzaron a sentir mucho más europeos que hijos de Israel. «Antes cárcel que ghetto», dirá un día Simone Weil. Cuando estando en Marsella, Simone pide al gobierno de Vichy un puesto de profesora en Argelia, se le niega por ser judía, ya que el «Estatuto de los judíos» elaborado por dicho Gobierno, colaboracionista con las fuerzas de ocupación alemanas, prohibía a los judíos enseñar. Escribe entonces una carta al comisario de asuntos judíos en la que, además de tratar de probarle que en ella no se dan los requisitos para ser considerada oficialmente judía (tres generaciones), le declara su total desconexión de esa religión. «Aunque personalmente no me considere judía, puesto que nunca he entrado en una sinagoga y he sido educada sin práctica religiosa alguna por 116 117

Ib., p. 29. «Último texto», l.c., p. 101.

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padres librepensadores, no siento la menor atracción por la religión judía y no tengo ningún vínculo con la tradición de esa religión» 118. Llama la atención que aquella estudiante que lloró al enterarse de que en China había habido un terremoto, y que, en carta a M. Schumann le confesaba que la desdicha extendida sobre la superficie del globo terrestre la obsesionaba hasta el punto de anular sus facultades, y que no podía recuperarlas y librarse de esa obsesión sino participando en el peligro y sufrimiento, ahora que sus hermanos de raza estaban sufriendo los horrores del antisemitismo nazi, parece no preocuparse sino de su suerte personal. Es verdad que el pedir un puesto de profesora tenía la finalidad de poder pasar a Estados Unidos para desde allí incorporarse a la resistencia francesa en Inglaterra a través de su proyecto de enfermeras de primera línea. Se trataba de unirse a los que luchaban por una Francia libre. La suerte de los judíos no parece preocuparle, o al menos es un tema que no aparece ni en su acción ni en sus escritos, a pesar de que dedique uno a criticar duramente al régimen hitleriano por lo que tenía de totalitarismo. Pero es que, además, en medio del infierno del pueblo judío, privado de todos sus derechos y condenado a los hornos crematorios, Simone Weil lanza contra el Israel del Antiguo Testamento y su religión las acusaciones más degradantes y los ataques más violentos. Roma e Israel, que en sus escritos aparecen muchas veces juntos en el banquillo de los acusados y descritos con los mismos calificativos, son para Simone los mayores criminales de la humanidad antigua y el veneno más mortífero para la historia posterior. Ambos son «el gran animal». Roma es el gran animal ateo, materialista, que sólo se adora a sí mismo. Israel es el gran animal religioso. «Ni uno ni otro son dignos de ser amados. El gran animal es siempre asqueroso» 119. El Imperio Romano es el fenómeno más funesto para el desarrollo de la Humanidad que se puede encontrar en la historia 120, pueblo privado de toda espiritualidad, idólatra del Estado y de la fuerza, siniestro paradigma de todos los imperialismos depredadores, y que 118 119 120

S. P., pp. 618-619. La gravedad y la gracia, p. 193. R. R., p. 214.

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«no aportará otra contribución a la historia de la ciencia que la muerte de Arquímedes» 121. Israel fue un puñado de gente desarraigada que ha causado el desarraigo de todo el planeta; pueblo impío, idólatra y adorador del poder, cuyo Dios manda destruir las ciudades y masacrar los pueblos; pueblo que confunde a Dios con el diablo hasta el exilio, mientras el conocimiento de Dios se daba ya en la élite de la mayor parte de los restantes pueblos 122. En resumidas cuentas, Israel es simplemente «el mal» 123, el «pueblo elegido para la ceguera, para ser verdugo de Cristo» 124. De este severísimo juicio sobre el Antiguo Testamento, que llevó a E. Lévinas a juzgar su actitud de «pasión antibíblica», salva Simone a algunos profetas, especialmente al deutero-Isaías 125, a algunos salmos, al libro de Job y algunos restos más. Simone comparte la idea de los gnósticos (con Marción a la cabeza) y de los cátaros que veían en el Dios del Antiguo Testamento a un Dios malo. Gnósticos, maniqueos y cátaros, que además se negaban a llevar armas, habrían sido para Simone los únicos en mantenerse realmente fieles al pensamiento del que surgió el espíritu cristiano 126. En cambio, «por efecto de un doble infortunio histórico, la doble tentación judía y romana ahoga en gran medida desde hace dos mil años la inspiración divina del cristianismo» 127. La Iglesia de Roma se hizo la heredera del Israel carnal, sediento de sangre y nacionalista. Habiendo nacido verdaderamente universal, al inspirarse en el judaísmo perdió su catolicismo de hecho para quedarse sólo en catolicismo de derecho. «Todo lo que en el cristianismo está inspirado en el Antiguo Testamento es malo» 128. 121 Arquímedes, nacido en Siracusa, colonia griega, murió atravesado por la espada de un soldado cuando los romanos la invadieron. 122 Cfr. «Cuestionario», en Pensamientos desordenados, p. 51. 123 «Todo es sucio y atroz..., como para señalar explícitamente: ¡Cuidado, ahí está el mal». «Israel», en La gravedad y la gracia, p. 199. 124 Ib. 125 «Isaías: el primero en proporcionar luz pura». «Israel», en La gravedad y la gracia, p. 198. 126 Carta a Déodat Roché, p. 48. 127 R. R., p. 227. 128 «Israel y los gentiles», en Pensamientos desordenados, p. 40.

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CONCLUSIÓN La vida de Simone Weil fue muy breve. Para muchos de los que la conocieron de cerca fue una santa; y no han faltado voces dentro de la Iglesia que hayan sugerido su canonización como signo de catolicidad (así el teólogo J. I. González Faus). Quizá el mejor panegírico de su vida religioso-mística lo hizo G. Thibon, que editó con el título de La gravedad y la gracia, los manuscritos que ella le entregó al dejar Marsella: «Un misticismo sin rebaba emanaba de ella; yo no he encontrado en un ser humano semejante familiaridad con los misterios religiosos; jamás la palabra sobrenatural me ha resultado tan henchida de realidad como en contacto con ella» 129. Otros la consideran como un verdadero faro en el convulso siglo XX. Albert Camus la calificó como «el único espíritu grande de nuestro tiempo»; E. M. Cioran, representante del nihilismo más radical, no dudó en afirmar que «de la generación de Sartre-Bataille, Simone Weil es casi la única que me interesa»; André Gide la consideró como «la más espiritual de los escritores del siglo XX», y Th. S. Elliot, uno de los poetas ingleses más originales e influyentes, la definió como «una mujer genial, de un tipo de genio cercano al de los santos». Los reparos vienen sobre todo de parte de teólogos y pensadores cristianos en relación con su doctrina religioso-mística, no sólo esencialmente autodidacta, sino también obstinadamente independiente. Fue una viajera solitaria. Por eso no fue capaz de pensar dentro de la secular doctrina católica y optó por un catolicismo místico que, además de su propia experiencia, se inspiraba lo mismo en San Juan de la Cruz que en los cátaros, estando mucho más cerca de éstos que de aquél en su visión general del cristianismo. Charles Moeller, el célebre autor de Literatura del siglo XX y cristianismo 130, reconociendo sin ambages la grandeza de su vida («Mártir de la caridad») y que por ella se puede creer que está en 129 En el libro de J.-M. PERRIN-G. THIBON, Simone Weil telle que nous l’avons connu, París, 1952, ambos contarán su experiencia con ella en Marsella. 130 CHARLES MOELLER, Literatura del siglo XX y cristianismo, Madrid, Gredos, 1955. Dedica a Simone Weil el capítulo II del tomo I con el título: «Simone Weil y la incredulidad de los creyentes», pp. 302-349.

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la paz de Cristo, no ve en su pensamiento más que una doctrina y una mística de la herejía cátara. Y llega a decir: «El pensamiento de Simone Weil, nuevo catarismo, constituye uno de los peligros más grandes con que pueden enfrentarse las conciencias cristianas. Era necesario denunciarlo» 131. En relación con su universalismo, el teólogo patrístico y excelente conocedor de los misterios paganos, y después cardenal J. Danielou, afirma: «Lo que oscurece su juicio son las falsas analogías que le hacen creer que el contenido de la Buena Nueva, la Encarnación, la Resurrección, la Trinidad, son ya conocidas por las religiones paganas». ¿Cómo y hacia dónde pudo haber evolucionado su fe religiosomística? ¿Se habría, finalmente, bautizado? ¿Su universalismo religioso habría podido cuajar en un pensamiento que hubiera ayudado a preparar el movimiento ecuménico del Vaticano II? ¿O habría caído sobre ella el odiado anathema sit entre otras cosas por separar de Jesús al Verbo?, puesto que afirmó que, del mismo modo que éste se encarnó en este hombre de la religión judía, podía haberse encarnado en otras religiones. Es evidente que desconoció lo que significa realmente el Antiguo Testamento, que no llegó a captar lo que es la Iglesia como comunidad de bautizados y como Cuerpo de su cabeza Cristo, y que sus ideas filosófico-teológicas no tenían como punto de referencia la tradición de veinte siglos de la Iglesia, sino que salían de sus propias reflexiones sobre algunos puntos que tocaban más directamente a su experiencia y preocupaciones personales. Quizá se pueda prever que su mensaje está llamado, además de a severas y razonadas críticas doctrinales, a suscitar profundas reflexiones en los que desde el campo del estudio buscan un nuevo tipo de Iglesia o de sociedad. Y todos tendremos que aprender de ella a armonizar nuestro pensamiento con nuestra vida.

131

Ib., p. 348.