WAYNE MULLER-Vivir con el Corazon

1 WAYNE MULLER Vivir con el corazón Las ventajas espirituales de haber conocido el sufrimiento en la infancia EDICI

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WAYNE MULLER

Vivir con el corazón

Las ventajas espirituales de haber conocido el sufrimiento en la infancia

EDICIONES URANO Argentina - Chile - Colombia - España México Venezuela 2

Título original: Lcyrt ef &e Heert Editor original: Simón & Schuster, Nueva York Traducción: Amelia Brito A Reseñados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones estableadas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. © 1992; Wayne Muller © De la traducción 1997 by Amelia Brito A. © 1997 by Ediciones Urano, S. A. Aribau, 142, Pral. - 08036 Barcelona [email protected] ISBN: 84-7953-198-3 Depósito legal: B. 5228-98 » Fotocomposíción: Alejo Torres - C. de Sants, 168 - 08028 Barcelona Impreso por Romanyá Valls, S. A. - Verdaguer, 1 - 08786 Capellades (Barcelona) Impreso en España Printed in Spam

Este libro ha salido a la luz gracias al cariñoso apoyo de Christine Tiernan, mi esposa, mi mejor amiga, mi camarada y compañera espiritual. Cada palabra contiene el sonido de su voz, sin su sabiduría y orientación este proyecto no se habría hecho realidad jamás. En cada paso ella me ha indicado dónde buscar, cómo escuchar y qué recordar, siempre con inmenso amor e inagotable paciencia. Ella me ha abierto la mente, el corazón y el espíritu. Con profundo amor y gratitud dedico este libro a Christine. Lo ofrezco acompañado de una plegaria para que aporte su grano de arena en el alivio del sufrimiento de todos los seres. Para información sobre cintas, seminarios y retiros, escribir a: Wayne Muller P.O. Box 6627 Santa Fe (Nuevo México) «7502-661 Erados Unidos Parte de los beneficios de este libro se destinarán a la organización no Lucrativa: read for the Journey", que asiste a personas y comunidades pobreza, hambre o enfermedades graves de larga duración.

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Índice Agradecimientos……………………………………………………………………..6 Preludio: Volver a despertar………………………………………………………....7 1.

Sufrimiento y perdón……………………………….……………………….11

Ejercicio: Un lugar de refugio……………………………………………………......23 Meditación: Dejar atrás el sufrimiento familiar……………………………………...24 2.

Miedo y fe…………………………………………………………………...27

Meditación: Cultivar un lugar seguro…………………………………………….…43 Ejercicio: Exploración del miedo del cuerpo……………………………………….45 3.

Comportamiento y sensación de hogar……………………………………...47

Ejercicio: Observar la experiencia de pertenecer a un hogar……………………….56 Meditación: Encontrar la sensación de hogar en la respiración…………………….57 4.

Escasez y abundancia………………………………………………………..59

Meditación: Cultivar la sensación de abundancia…………………………………..67 5.

Crítica y clemencia………………………………………………………….70

Ejercicio: Exploración de la mente crítica………………………………………….. 80 Meditación: Cultivar la clemencia………………………………………………...81 6.

Grandiosidad y humildad…………………………………………………..83

Ejercicio: La práctica de ser normal………………………………………………92 7.

Drama y simplicidad……………………………………………………….94

Ejercicio: Meditación caminando

………………………………………………...106

Ejercicio: Exploración de la vida de simplicidad…………………………………108 8.

Ajetreo y quietud…………………………………………………………...109

Ejercicio: La práctica de la conversación atenta

………………………………….122

Meditación: Exploración de la quietud del cuerpo………………………………122 4

Ejercicio: Un día de silencio………………………………………………………123 9.

Decepción y desapego……………………………………………………...126

Ejercicio: Observar el movimiento hacia la decepción

…………………………..140

Meditación: Meditación de gratitud……………………………………………….141 10.

Hábito y presencia mental………………………………………………….143

Ejercicio: Identificación de los hábitos emocionales……………………………...157 Meditación: Ampliar la práctica de la presencia Mental........................................158 Ejercicio: Desarrollo de la atención cotidiana…………………………………….160 11. Aislamiento e intimidad………………………………………………………161 Ejercicio: Decir la verdad…………………………………………………………176 Meditación: Conectar con el sufrimiento de los demás….......................................177 12. Obligación y amabilidad amorosa………………………………………...…..180

Notas bibliográficas……………………………………………………………….195 Otras lecturas……………………………………………………………………...199

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Agradecimientos En mi vida he tenido tantos profesores, amigos y orientadores, todos ellos maravillosos, que sería imposible citarlos a todos aquí. Tal vez las voces más fuertes pertenecen a las mujeres y los hombres que a lo largo de los años han depositado en mí su confianza para trabajar juntos en sanar sus heridas más profundas. Estoy en deuda de gratitud con todos ellos por lo que aprendimos juntos sobre curación, valor y amor. Hay también muchas personas que cuando entraron en mi vida traían consigo justamente lo que yo necesitaba aprender. Dentón Roberts, con su sabiduría, fue el primero que me enseñó cómo toma forma en nuestra vida adulta lo que ocurre en el interior de la mente infantil; el personal del Centro de Educación y Orientación Familiar, sobre todo la doctora Lynn Cantlay, me abrieron sus corazones, me aceptaron y me enseñaron que la terapia puede ser un proceso alegre, estimulante y sanador para todos sus participantes; los doctores Steve Aizenstat y Gary Linker me permitieron generosamente usar el Instituto de Relaciones Humanas de Santa Barbara para mis interminables investigaciones sobre la naturaleza de la psicología, de la comunidad y el espíritu y me apoyaron incondicionalmente en cada paso del camino; Judy Hay, Valerie Russell, David King, Bill Webber y Harvey Cox me enseñaron, cada uno a su manera, que la curación espiritual sólo se convierte en flor madura en la curación de la comunidad humana más grande; el padre Henri Nouwen me recordó amablemente que siempre equilibrara la práctica de la psicología con la práctica del espíritu; Erik y Joan Erikson me ayudaron a comprender que todo lo psíquico está en última instancia arraigado en el cuerpo, en el corazón y el espíritu; y Jack Kornfield, bondadoso maestro que habla desde el corazón de Buda, me enseñó a sentarme en silencio y quietud y a es-cuchar con humildad, humor y compasión. Muchas personas amables me han acompañado en el viaje de este libro. Stephen y Ondrea Levine han sido extraordinariamente generosos con su amistad, con su cariñosa compañía y su amable ayuda en esta tarea. Sus trabajos en el campo de la curación sirvieron para preparar el terreno del que nació este libro. Ram Dass, que a muchos nos ha enseñado la forma de ser juguetonamente curiosos respecto a los asuntos del corazón, me ofreció sus comentarios y apoyo en el momento preciso en que yo comenzaba a estar muy necesitado de seguridad en mí miaño: Daniel Goleman me prestó valiosa ayuda, consejos orientación desde el principio; el doctor Richard Heckler, que veinte años me ha acompañado en diversos puntos de este naje, me ha ofrecido cariño, humor y compasiva colaboración; Peter fue el primero que me animó a escribir este libro en 1974; Dianna Whidey se encargó de que lo enviara a la persona adecuada; la hermana Mary Lou Kownacki, de Pax Christi, colaboró con algunas de las citas: y Jai Lakshman, cuya amistad, amables atenciones y entusiasta apoyo en su calidad de hermano de dharma y contrincante en el golf continúan incomparablemente fuertes.

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También deseo agradecer especialmente a Liz Perle, mi editora y publicista, su creativa forma de enseñarme a escuchar mi propia obra y su percepción para distinguir una joya en el lodo; y, finalmente, doy las gracias a Loretta Barret, mi agente y amiga, por creer en mí cuando nadie podría haberlo esperado. Su amabilidad, sabiduría y esmero han sido un alivio v una bendición. Hemos de aprender a despertar de nuevo y a mantenernos despiertos, no con artilugios mecánicos, sino con la infinita esperanza de la aurora que no nos abandona nunca, ni siquiera cuando estamos más profundamente dormidos… Henry David Thoreau1"" Las llamadas de notas con número remiten a «Notas bibliográficas», pp. 255-259. (N. del E.) Preludio Volver a despertar Cuando nos hacen daño en la infancia es posible que aprendamos rápidamente a considerarnos destrozados, lisiados o defectuosos de un cierto modo esencial. Cuando recordamos con nítida precisión las violencias e injusticias que hirieron nuestros tiernos corazones infantiles llegamos a considerar nuestra infancia un terrible y doloroso error. A veces es tan grande el sufrimiento de la infancia que puede que nos sintamos impotentes, decepcionados y desesperados. Durante los pasados dieciocho años he trabajado en centros de terapia familiar, hospitales, escuelas, cárceles, iglesias y en mi cónsul-particular, exclusivamente con adultos que se criaron en familias con problemas. En mi calidad de terapeuta y pastor, he tenido el privilegio de ver la inmensa valentía de mujeres y hombres, ricos y pobres, negros y blancos, hispanos e indios, homosexuales y heterosexuales, que deseaban curar la dolorosa herencia de los sufrimientos de su infancia. Incluso mientras se esforzaban por liberarse, los ecos de la desgracia familiar continuaban afectando sus vidas de adultos, sus amores e incluso sus sueños. Sin embargo, al mismo tiempo he observado también que los adultos que fueron maltratados de niños demostraban tener una fuerza especial, una profunda sabiduría interior y una extraordinaria creatividad y percepción. Justo debajo de la herida subyace una fuerte vitalidad espiritual, un callado conocimiento, una forma propia de percibir lo que es hermoso, correcto y verdadero. Dado que las experiencias de sus primeros años fueron tan oscuras y dolo rosas, estos adultos han pasado gran parte de su vida buscando la amabilidad, el amor y la paz que sólo podían imaginar en la intimidad de sus corazones. 7

Una infancia difícil siempre centra la atención en la vida interior. Como respuesta al sufrimiento de la infancia, aprendemos a cultivar una mayor atención y a agudizar la capacidad para discernir cambios y movimientos en nuestro entorno. El sufrimiento de la infancia nos estimula a observar con más detenimiento las cosas, a escuchar mejor, a prestar atención a los sutiles desequilibrios que surgen en nuestro interior y más allá de nosotros. Desarrollamos una exquisita capacidad para captar los sentimientos de los demás y para tomar conciencia de cada conflicto, de cada indicio de esperanza o desesperación, de cada información que pueda enseñarnos algo. Así pues, el sufrimiento familiar ha forzado a nuestro corazón a iniciar un peregrinaje en busca del amor, la sensación de hogar, la seguridad, la abundancia, la dicha y la paz que no tuvimos en nuestra infancia. Visto desde esta perspectiva, el sufrimiento familiar no es solamente una herida dolo-rosa que hay que sobrellevar, analizar y tratar; puede ser la semilla de la que surja nuestra curación y el despertar espiritual. Comenzar la práctica Comprendo que es necesario un gran acto de fe para imaginar que la propia infancia, marcada por el dolor, el pesar y el sufrimiento, pueda ser de hecho un regalo. Ciertamente la infelicidad que sentimos no era de suyo algo bueno; pero como reacción a ese dolor aprendimos a desarrollar una potente intuición, una fuerte sensibilidad y una apasionada dedicación a curar y a amar que arde en lo profundo de nuestro interior. Esos son regalos que se pueden reconocer, honrar y cultivar. No estás destrozado; el sufrimiento de la infancia no es una herida mortal ni ha marcado de forma irrevocable tu destino. No es necesario eliminar, destruir ni romper nada de ti mismo para construir algo nuevo. El reto es vivir sin tratar de reparar lo dañado; el tratamiento es volver a despertar a lo que ya es sabio, fuerte y entero en tu interior, cultivar esas cualidades del corazón y el espíritu que tienes ahora. Tu vida no es un problema que hay que resolver, sino un regalo que hay que abrir. Así como las heridas, el dolor y el sufrimiento de la infancia fueron muy reales también lo es la palpable resistencia de tu Espíritu, igualmente vital y vivo. Este libro te servirá para volver a despertar esa fuerza interior y descubrir una veraz sensación de seguridad, integración y paz. En este libro esbozo doce manifestaciones claras del sufrimiento infantil: heridas persistentes que se manifiestan como puntos de tensión entre nuestra historia emocional y nuestro desarrollo espiritual, la capítulo comienza por examinar la forma de una determinada herida y revela de qué modo la cicatriz de esa herida afecta nuestra «ida emocional y espiritual. Después observamos, exploramos y cuidamos esos lugares en los que nos sentimos atrapados, en los que estamos dispuestos a crecer y ansiamos ser libres. Y 8

finalmente escuchamos a los maestros espirituales del mundo definir esos mismos puntos de tensión como puertas del espíritu, puertas que pueden conducirnos a la curación y la liberación. La búsqueda espiritual que heredamos en cuanto hijos del sufrimiento familiar es un diálogo con nuestro corazón y nuestro espíritu, diálogo que es al mismo tiempo desconcertante, estimulante e íntimo. En efecto, las persistentes preguntas que obsesionan el corazón del niño herido son invariablemente las mismas que se han hecho los santos, los investigadores y los maestros espirituales del mundo. ¿Por qué hemos de sufrir? ¿De dónde procedemos? ¿Qué es lo más importante de nuestra vida? ¿Cómo reconocer lo bello y verdadero? ¿Cómo ser dichosos? ¿Cómo aprender a amar? Cuando éramos niños nos resultaba difícil hacer esas preguntas, y responderlas era imposible. Aislados, solos y desorientados en nuestro interior nos daba miedo pedirle a alguien que nos ayudara a entender las infinitas complejidades de ser humanos. Ahora, ya adultos, sentimos el deseo de sanar; es posible que nos resistamos a la idea de que esas mismas preguntas sean las semillas de nuestro nuevo despertar. Puedes aprovechar estas enseñanzas espirituales para fomentar la curación que ya está presente en ti. Puedes explorar las prácticas que se adapten concretamente a tus heridas de la infancia y utilizarlas para descubrir y volver a activar los recursos que ya tienes para sanar y crecer. Por último, podrás explorar tu sufrimiento de la infancia en el contexto de la familia humana más grande, dejando que tu pasado te sitúe en compasivo parentesco con otras personas que sufren pérdidas, heridas, aflicción o injusticias. A medida que avances en la lectura de este libro puede que empieces a reactivar la energía, la curiosidad y la admiración naturales en ti y que redescubras un lugar de tu interior donde eres fuerte, sereno y sano. A este lugar algunas personas lo llaman alma o espíritu; otras lo llaman luz interior, que disipa la oscuridad del corazón. Otras lo llaman lo Divino o lo Bienamado; y otros lo definen como nuestra verdadera naturaleza, o naturaleza Buda. Y muchas sencillamente lo llamamos Dios. A lo largo del libro incluyo enseñanzas de las tradiciones cristiana, budista, hebrea, sufí, hindú e indígena norteamericana. También he incluido pensamientos de escritores y pensadores de nuestra cultura contemporánea que hablan del corazón y el espíritu con cierta precisión. Estos santos y guías no son la respuesta a nuestra búsqueda, simplemente nos indican el camino, como un dedo que apunta. A la luna. Nos ayudan a ver y nos muestran dónde buscar. Tómate tu tiempo; ten paciencia contigo mismo mientras lees este libro. Las cicatrices de la infancia producen largas y profundas sombras en el corazón, y parece que no están dispuestas a marcharse. Toda curación precisa amabilidad, atención y cariño. Pero ten 9

presente que no necesitas repararte, reconstruirte ni rehacerte para convertirte en otra persona. Tu tarea consiste simplemente en volver a despertar lo que ya es sabio y fuerte en ti, recuperar lo que te es pro-fundo y verdadero, redescubrir tu intuición, encontrar el equilibrio interior y reafirmar tu integridad intrínseca a los ojos cíe Dios. Todo lo que necesitaremos en la vida lo podemos encontrar en nuestro cuerpo, nuestro corazón y nuestro espíritu. La tarea más difícil es creer en uno mismo. Con las prácticas, ejercicios y meditaciones que presento al final de cada capítulo tal vez aprendas a recuperar esa confianza en tu sabiduría, en tu valor y en tu creatividad. Hacemos este trabajo en nombre del amor, el amor por nosotros mismos, amor por nuestros familiares y amigos, amor por todos los niños de la Tierra que han sufrido. A medida que aumentamos nuestra capacidad de amar, nuestro amor, amabilidad y generosidad llegan más a los demás, y la familia de la Tierra tiene urgente necesidad de nuestro amor, de nuestro interés y nuestra participación en el crecimiento y curación de todos. Este libro te invita a sanar, a volver a despertar el espíritu de vida que hay en ti, a hacer realidad los sueños de tu corazón y a recuperar el lugar que te corresponde en la familia humana como miembro valiente y amoroso.

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1 Sufrimiento y perdón Todos hemos sufrido cuando éramos niños. Ya fuera provocando el dolor con intención o sin intensión, sin duda lo experimentamos en cierto grado en nuestras familias. Para algunas personas fue el dolor físico de la enfermedad, de un accidente o de la violencia familiar. Para otras fue el sufrimiento emocional de la muerte de un progenitor, del divorcio de los padres, de un maltrato o de una negligencia. Y en otros casos puede haber sido simplemente la angustia de hacerse mayores o la pena de las inevitables perdidas y desilusiones que abundan en la infancia. Cuando sufrimos pena o dolor es inevitable que surjan preguntas en la mente: ¿Por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué me ha ocurrido esto? ¿Qué he hecho para merecerlo? Cuando estamos inmersos en el dolor flexionamos en busca del porqué, convencidos de que si encontramos la causa tal vez de la alguna manera podemos evitar más sufrimiento. ¿Pero y si no está en nuestra mano evitarlo? ¿Qué es el dolor a fin de cuentas, y cuál es su función en nuestra vida? ¿Es siempre un error, una especie de desequilibrio que hay que corregir? ¿O es simplemente una injusticia, algo infligido desde el exterior contra lo cual hay que luchar y protegerse a toda costa? ¿Es un castigo por mal comportamiento o es más bien una recompensa, algo que , que se nos da para que desarrollemos fortaleza y carácter? Y a la inversa, ¿sirve de algo suponer que el dolor tiene otra función que la de hacernos sentir que hemos sufrido un daño? ¿Cómo podemos entender el sufrimiento? El dolor Psíquico y emocional se presenta de muchas formas y reaccionamos a ellas de diversas maneras. Más importante aún nuestra creencia sobre la naturaleza del dolor puede de hecho cambiar nuestras reacciones al sufrimiento. Si pensamos que el dolor que se nos causa lo motiva una violencia contra nosotros o un maltrato, si lo consideramos una injusticia, nos endurecemos, luchamos contra él y nos enfurecemos con la persona o situación que nos ha causado. Por otra parte, si creemos que es ese dolor ayudara al bebe a salir del vientre y a traerlo a nuestro regazo, de algún modo encontramos lugar en nuestro corazón para él. El dolor sigue allí, terrible, agudísimo, pero en el momento del parto la mujer rara vez siente enfurecida o traicionada; piensa qué es sencillamente el dolor que acompaña la vida. El psicólogo y escritor Daniel Goleman ha observado: . ¿Por qué Sufrir? Al final de su vida, Jesús fue arrestado por las fuerzas que ocupaban Jerusalén y condenado a muerte. Le colocaron una corona de espinas en la cabeza y lo obligaron a cargar una cruz hasta la cima del monte donde seria crucificado; allí atravesaron su pecho con una lanza y lo ridiculizaron mientras moría lentamente. Antes de perecer, Jesús clamó:. Todos hemos pasado por momentos en que agobiados por el dolor y el sufrimiento hemos sentido surgir ese mismo grito de la garganta. Todos nos hemos sentido profundamente dolidos, heridos o traicionados por alguna persona, por algún acontecimiento o tragedia. Y sin duda hemos tratado de saber por qué nos ha ocurrido. El dolor y el sufrimiento no son ajenos a la condición humana; son actores inevitables en el drama de la vida. El sufrimiento se presenta en miles de formas, a través de una sinfonía de acontecimientos inesperados que nos perjudican, afligen, duelen, decepcionan y deprimen. Igual que el enfado, el miedo o la alegría, el dolor sólo es un ingrediente más del guiso emocional, un ingrediente que necesitamos explicarnos desesperadamente. ¿Cuál es la causa del dolor o el sufrimiento? Cuando éramos niños vivíamos tratando de explicar el porqué del dolor que sentíamos; queríamos entender por qué nos dolía el corazón cuando alguien nos chillaba o cuando perdíamos algo querido y valioso. ¿Por qué me ha gritado mi madre? ¿Por qué me ha pegado mi padre? ¿Por qué no han sido capaces de escucharme? ¿Por qué no me abrazan? ¿Por qué se enfadan tanto? ¿Por qué no me dejan en paz? Cada incidente doloroso nos renovaba el deseo y el empeño por explicarnos las causas del sufrimiento. Tal vez mi padre se ha enfadado porque no saque buenas notas en la escuela. ¿O será que tuvo un mal día en el trabajo, o había bebido demasiado? Tal vez mi madre me chillo porque le ayude poco en la cocina, o quizá estaba enfadada con mi padre, o se sentía indispuesta. Tal vez mi hermano me pego por que no fui simpática con sus amigos. ¿O será que tuvo problemas en la escuela o con su chica? La mente trata desesperadamente de encontrar alivio buscando cierta certeza, alguna causa del dolor que nos rompió el corazón, nos magullo el cuerpo y calladamente nos desgarro el espíritu. Nos consuela descubrir alguna explicación lógica del sufrimiento, ya que el dolor es de suyo muy desagradable. Utilizamos esas explicaciones infantiles de las causas del sufrimiento para dar forma a la trayectoria de nuestra vida. Si creo que mi sufrimiento se debió a que no era muy capaz, 12

voy a pasarme la vida esforzándome por mejorar. Por otra parte, si me hacía daño porque no era lo suficientemente atento o simpático, entonces tal vez deba dedicarme a ayudar a la gente que me rodea. Si sufrí porque el mundo era un lugar peligroso o las personas eran malas, indignas de confianza, me protegeré entonces y no intimare con nadie. A veces nuestra cultura psíquica es presa de la idea de que es el sufrimiento de la infancia lo que nos causa dolor en la vida. Sufrimos ahora porque sufrimos cuando éramos niños; si no nos hubieran hecho daño en la infancia ahora no sufriríamos, por lo tanto, discurrimos, si podemos superar lo que nos ocurrió en la infancia superaremos el dolor que nos aflige ahora. Sufro, por lo tanto tiene que haber algo roto en mí; si lo reparo tal vez ya no vuelva a sufrir. Así, todas las explicaciones que dimos al dolor cuando éramos niños se convierten en una especie de tecnología secreta destinada a prevenir más sufrimiento. El sufrimiento de la infancia Cualquier niño que se hace daño busca consuelo en el amor de sus padres. Pero muchas familias no creen que el niño sufra tanto o simulan que el dolor no es real, que no tiene motivos y es injustificado, y por lo tanto lo niegan o lo desatienden. La experiencia del dolor es tan fuerte que cuando los demás no hacen caso parecen que duela más. Esto enfurece al niño, que entonces intensifica los esfuerzos identificar su sufrimiento y descubrir su verdadera causa. Así, al dolor inicial le añadimos la rabia porque no nos hacen caso, o le añadimos confusión o vergüenza. De esta forma nos apegamos aún más a nuestro sufrimiento, como si fuera lo más verdadero de nuestra vida: sufrí, me hicieron daño. El recuerdo de ese sufrimiento es tan fuerte que impregna lo que hemos sido y da forma a lo que somos. El recuerdo de que nos han hecho sufrir es uno de los lazos que con más firmeza nos une a nuestra familia. Pocos obstáculos condicionan tanto la libertad emocional como la fascinación obsesiva que ponemos en las injusticias, las agresiones y los sufrimientos que nos infligieron nuestros padres biológicos cuando éramos niños. Si bien es importantísimo identificar y superar esos puntos sensibles, cuando analizamos minuciosamente nuestra niñez puede que nos veamos involucrados en una búsqueda interminable de aquello que perdimos cuando éramos pequeños, sea lo que sea. Esta obsesión por descubrir los motivos ocultos de las injusticias que sufríamos de niños puede a veces cerrarnos el corazón a las inmensas oportunidades de curación y liberación que se nos ofrecen en este mismo momento. Pero es muy difícil abandonar la búsqueda de las respuestas a las preguntas ¿Por qué sufrí? ¿Por qué yo? Hurgamos en nuestras heridas, en las cicatrices del corazón en espera de una respuesta que tal vez no llegue jamás. ¿Por qué yo? 13

Un día llego María a mi consulta. Cuando era niña su padre tenía frecuentes ataques de furia, al parecer sin causa justificable, que solía desahogar propinándole tremendas palizas. Con cierto orgullo me dijo que ella jamás lloraba cuando el gritaba y la golpeaba, pero después, cuando todo había pasado, se iba a su habitación y allí lloraba, se consolaba y se repetía una y otra vez la misma pregunta: > Juntos maría y yo exploramos muchos momentos dolorosos, entre los cuales había también otra formas de violencia y formas más íntimas de maltrato y abuso. Cada vez preguntaba: > --“¿Cómo es posible que me haya ocurrido esto? Yo trataba de portarme bien, de estar callada, de no causar problemas, de no molestarlo, y de todas maneras me maltrataba, una y otra vez. Era horrible; pero era aún más horrible porque yo no lograba entender por qué lo hacía.” Un día le pedí que me hablara de su padre y que me contara lo que había sufrido él. Ella estuvo un rato en silencio y después me conto que su padre había sido adoptado, que no conocía a sus verdaderos padres y que de niño su padre adoptivo lo golpeaba con frecuencia. Le pedí entonces que me hablara del padre de su padre, y me dijo que era un alcohólico, que muchas veces se quedaba sin empleo y se deprimía. --“¿Por qué te golpeaba? – le pregunte entonces -¿Era por culpa tuya, por no hacerte a un lado con la suficiente rapidez? ¿Era culpa de él, porque no conseguía dominar su mal genio ante su frágil hija? ¿Era culpa de su padre por ser un alcohólico? ¿Y quién tenía la culpa del alcoholismo de su padre?” Mientras María continuaba haciéndose la pregunta >, Evitaba sutilmente la muy dolorosa realidad de que le corrió eso. -- “María – le dije a un día --, eso ocurrió. Fuiste profundamente maltratada, terriblemente violada. ¿Por qué ocurrió? No lo sé. Lamento que ocurriera, pero ocurrió. Por un momento imagínate que dejas de lado la pregunta > y te limitas a decir >. Nada más, simplemente repite la frase unas cuantas veces, lentamente: .” Al principio se resistió; insistió en que necesitaba saber el motivo de que la hubieran hecho sufrir cuando era pequeña. Ningún niño debería sufrir tan terriblemente, decía. Pero muy lentamente comenzó a musitar las palabras . Y poco a poco comenzó a sollozos fuertes, desgarrados, pues lloraba el terrible dolor de su corazón. Lo sintió la tristeza, el dolor, la herida. Le dolía. Preferimos explicar el dolor a sentirlo. A muchas personas les resulta más fácil decir que decir , simplemente. 14

Cuando éramos pequeños añadíamos historias a nuestros sufrimientos, historias sobre el cómo y porqué sufríamos. Y así ahora, siempre que estamos dolidos o sufrimos, no solo tenemos la sensación del dolor; sentimos además la historia de nuestro sufrimiento. Cuando vivimos tan intensamente esas viejas historias infantiles nos resulta difícil sentir la verdad de nuestro dolor en el momento presente. Nuestro trabajo en la terapia sirvió para que María comprendiera las causas de ciertos incidentes de su pasado que fueron muy dolorosos para ella. Logramos que aprendiera a aceptar la rabia, el miedo y la opresión de su corazón nacidos de esos momentos dolorosos. Pero lo más importante fue que los sufrimientos de su infancia se habían convertido en la verdad más profunda del altar de su vida. Y para liberarla de su padre, de su familia, de los límites de su vida en casa, teníamos que dejar atrás la vieja historia de injusticia y malos padres, aunque fuera cierta, e invitarla a entrar en el dolor mismo. Tuvo que comenzar sencillamente a llorar y a dolerse, solo entonces pudo permitirse abrir su corazón, sentir la profunda curación de rendirse suavemente a sus más hondos sentimientos, no de buscar explicaciones o culpas a la injusticia, sino simplemente de sentir el indecible dolor de una niña. Cuando se nos hace sufrir Vivimos en una época en que muchos nos identificamos con aquellas formas de desgracia que nos han hecho sufrir. Decimos que somos alcohólicos, hijos adultos de alcohólicos, hijos adultos de familias desestructuradas, drogodependientes o codependientes. Nos ponemos etiquetas según los acontecimientos que nos hicieron sufrir y, si es posible, las personas que causaron ese sufrimiento. Pero oculto en este proceso de ponernos etiquetas está el principio sutil de que el dolor o sufrimiento es un error. Nos decimos: Es una reacción muy humana al dolor. Un asistente social que atendía a personas moribundas me conto que fue a ver a una anciana de 96 años que tenía una enfermedad terminal; él se imaginaba que se encontraría con una persona que había vivido una vida plena y que se preparaba para morir. Pero en lugar de querer reflexionar y rememorar las alegrías y penas de su vida, la anciana se sentía consternada por su desgracia y dispuesta a protestar. >, preguntaba. Incluso a los 96 años queremos saber por qué tenemos que morir. ¿Y si simplemente se nos da el sufrimiento y la muerte como se nos da la alegría, el asombro, el hambre y el éxtasis? ¿Y si el dolor no es una injusticia, no es algo que deba solucionarse, no es culpa de nadie? 15

Buda decía que en esta vida experimentamos diez mil alegrías y diez mil penas. Entendía que el sufrimiento es un hilo que se extiende por toda la tela de nuestra vida. Cualquier cosa que deseemos, cualquier cosa que poseamos, cualquier cosa que ambicionemos, pasara. Todo lo que tenemos acabara algún día, incluso nuestra vida. Aun en el caso de que consigamos lo que deseamos, nos preocupa el día en que todo desaparecerá. Y así todos experimentamos sufrimiento. Esta es la primera verdad noble, dijo Buda. Jesús lo expreso de otra manera:>. Sabía que a los hijos de la creación nos vendrían penas y sufrimientos, que entre nosotros y que ni siquiera él podría escapar al dolor que el mundo le iba a causar. Pero en lugar de aceptar el dolor que se nos da simplemente como un momento entre otros, habitualmente nos empeñamos en culpar a las personas que nos este o aquel dolor, como si pudiéramos ahorrarnos todo dolor o sufrimiento de no ser por ellas. Un día mi hija de cinco años derramo un poco de leche fuera de su plato de cereales; inmediatamente miro a su alrededor, vio a mi esposa en el otro extremo de la habitación y le dijo: El deseo de encontrar a alguien a quien culpar de nuestras desgracias puede parecer divertido en una niña. Pero en el caso de personas a quienes les ha tocado sufrir mucho en la vida, la búsqueda de alguien a quien culpar suele aumentar la desgracia. Esto lo he visto comprobado trágicamente en la vida de algunos enfermos de sida que han venido a verme. Con frecuencia sienten profunda vergüenza y rabia por su enfermedad: Estas personas se han convencido de que están enfermas debidas a lo que son, por su carácter, por su sexualidad. Por lo visto, también el mundo se da mucha prisa en dar validez a ese juicio. Si podemos discutir sobre la moralidad o el aspecto sociopolítico de la enfermedad, tal vez podamos desviar la atención para evitar el terrible dolor de ver sufrir y morir a miles de nuestros hermanos y hermanas. Yo suelo preguntar: >. Para aceptar el dolor que se nos da necesitamos ablandar el corazón y permitir que el dolor rompa lo abra, reconocer y llorar la terrible tristeza que acompaña al abandono, el dolor, la enfermedad y las decepciones. En ese momento nos podemos sentir casi humanos, emparentados con todas las personas que han sufrido la profunda desesperación de un corazón roto. No es una resignación furiosa nacida de la derrota, sino una aceptación 16

profunda y llena de amor de que lo que se nos ha dado se ha convertido en nuestro compañero y maestro, al margen de lo doloroso o injusto que pueda ser. Un día me llamaron al lecho de muerte de un anciano hispano, carpintero. Había pasado la mayor parte de su vida ayudando a sus vecinos a construir sus casas y durante esos años no había tenido tiempo de terminar de construir la suya. Así pues, entre en una casa llana de cajas con paredes y suelo de madera a medio terminar. El hombre tenía el sida y era probable que muriera al cabo de unos días. Un asistente social me había dicho que este hombre negaba su enfermedad y necesitaba un terapeuta que lo ayudara a enfrentar sus sentimientos respecto a la muerte. Pero cuando entre en aquella habitación a medio terminar, no quiso de ninguna manera hablar de sus . --Usted es pastor, ¿verdad? --Sí --¿Por qué no se sienta entonces y reza conmigo? Me senté y rece con él. Cuando terminamos la oración le hice algunas preguntas sobre su enfermedad: porque creía que tenía el sida, porque creía que se le había dado esa enfermedad. Él pensó un momento en mis preguntas y después se volvió lentamente hacia mí. --para que tuviera más tiempo para pensar en Jesús –contestó. ¿Quién sabia por que tenía el sida, de quien era la culpa o quien se lo había contagiado? Lo único que podía hacer, dado lo profundo de su miedo y su abatimiento, era escuchar la voz clemente de Dios. Se está muriendo en medio de fuertes dolores. Pero en ese atroz momento él estaba atento a una curación más profunda, al amor y la fe que llenarían de gracia su corazón mientras emprendía el camino de vuelta a casa. Cuando vieron a un ciego de nacimiento, los discípulos le preguntaron a Jesús: . Deseaban saber por qué había caído esta terrible maldición sobre ese hombre. Y Jesús contestó: >. Les dijo que no se preguntaran por que se produce el sufrimiento, sino que atendieran a lo que el sufrimiento podía enseñarles. Jesús enseño que nuestros sufrimientos no son castigo, no son culpa de nadie. Cuando buscamos a quien culpar nos desviamos de una maravillosa oportunidad para prestar atención, para ver incluso en ese dolor una gracia, un momento de promesa y curación espiritual. Freud explico una vez que cuando se mira un cristal, el lugar por donde está roto es el que revela más claramente su estructura. Podemos descubrir su esencial examinando el lugar por donde se ha quebrado. Del mismo modo, nuestras heridas pueden servirnos para 17

explorar nuestra naturaleza esencial, ya que nos revelan las texturas más profundas del corazón y el alma, si las acompañamos, nos abrimos al dolor y nos permitimos aprender, sin reservas, sin culpar. Hace muchos años, en California, me pidieron que formara parte de una comisión para evaluar y hacer recomendaciones sobre los problemas de la delincuencia juvenil y la justicia. Antes de aceptar la tarea pregunté a varias personas interesadas por el problema que consideraban necesario hacer. La mayoría me dijo que la tarea era imposible y expresaron gran escepticismo respecto al sistema en general. Descubrí que los comerciantes culpaban a la escuela por no impedir que los niños anduvieran por las calles y dejaran en paz las tiendas; los profesores culpaban a los padres por no vigilar con más atención a sus hijos; los padres culpaban a los niños por no hacerles caso, los niños culpaban a la policía por darles la tabarra, y la policía culpaba a los niños, a los profesores y a los padres. Era evidente que teníamos un gran problema. Volví a la comisión y les dije que aceptaría el trabajo con la condición de que adoptáramos de inmediato el principio de “el sufrimiento no es culpa de nadie”. En segundo lugar, dije, debíamos tener enseguida una reunión con representantes de cada grupo de cada comunidad. Creo que en privado pensaron que yo estaba loco, pero de todos modos accedieron a adoptar esos principios y me dieron el trabajo. Lo que ocurrió en aquella reunión fue hermoso. Una vez superado el problema de tener que acusar o de ser acusados del problema de la delincuencia, los representantes quedaron libres para abrir las mentes y los corazones y colaborar encantados en algunas iniciativas muy estimulantes e innovadoras. Tuvimos reuniones en las que profesores, policías, delincuentes juveniles, padres, oficiales de libertad provisional, miembros de bandas de delincuentes y estudiantes, todos trabajaron juntos para idear estrategias que todavía están en vigor después de diez años, porque las personas que las crearon en ningún momento tuvieron que decidir . Tan pronto aceptamos que todos sufríamos inmenso dolor y que grandes eran nuestra aflicción y nuestra decepción, quedamos libres para trabajar en calidad de aliados, para crear métodos nuevos que calmaran la turbulencia de nuestra comunidad. La aflicción y nuestros padres Si nadie tiene la culpa del dolor, entonces no es culpable el padre alcohólico ni la madre negligente. Nuestro sufrimiento es simplemente un viento que cruza nuestra vida, una potente meditación que nos abre a lo más profundo de emociones y sensaciones. Una vez que eliminamos la pregunta > podemos ver nuestro dolor cara a cara y aceptarnos por lo que es. Entonces podemos comenzar a llorar realmente, lo cual alivia el dolor. La herida, la rabia y la tristeza profundas pueden entonces conducirnos a olvidar, a 18

personar y sanar Stephen Levine, que con su esposa Ondrea ha hecho un maravilloso trabajo con personas que sufren, escribe en su libro Healing into Life an Death: Al examinar lo que sentimos, no al analizar el porqué, descubrimos los modelos laberinticos de nuestra aflicción y de los temas pendientes […] Lo que nos parecía intocable en el pasado lo acunamos en los brazos del perdón y la compasión, y la armadura comienza a desvanecerse. El camino hacia el corazón se endereza y despeja, y así descubrimos que esta exploración del dolor, de la expresión de nuestros viejos sufrimientos, conduce a la alegría. Cuando abandonamos la infancia se nos invita a llorar lo que he perdido. Pero muchas de las personas que exploran su infancia no están dispuestas a olvidar las viejas historias. En algunos casos, la ira contra los padres se ha convertido en fuente de poder personal; hemos sido maltratados y ahora merecemos ser oídos. Igual que María, guardamos un profundo recuerdo de cómo deberían haber sido las cosas, y deseamos convencer a nuestros padres de que nos pidan disculpas, que nos amen, que corrijan lo que estuvo tan horriblemente mal. Aun intentamos solucionar la misma vieja problemática, corregirla, encontrar un final feliz para los protagonistas de aquella época insatisfactoria. Tal vez no tuvimos el padre que deseábamos, la amble caricia de un hombre que nos acunara en sus fuertes brazos, que se sentara a escucharnos cuando hablamos de lo difícil que es ser pequeño y tener miedo. O tal vez no tuvimos una madre que nos amara de verdad, que nos secara las lágrimas, que nos preparara fiestas o nos hiciera reír simplemente porque le encantaba vernos felices. ¿Qué podemos hacer para aceptar que esa carencia es sencillamente cierta, para sentir la verdad de nuestra orfandad emocional y saber que no ha cambiado y que probablemente nunca cambiara? Comenzamos por reconocer que ya pasó esa vieja historia. ¿Cuánto tiempo vamos a continuar buscando a alguien que pueda cambiarlo todo totalmente? El reto es simplemente dejar que lo cierto sea cierto: se nos hizo daño, sufrimos; nunca tuvimos los padres que deseábamos, nunca nos leyeron cuentos para dormirnos. Se nos negó el padre perfecto con que soñábamos, nunca tuvimos exactamente la madre que deseábamos. Cuando sentimos la honda tristeza de esa carencia, el dolor y la soledad, simplemente lloramos la perdida de nuestra infancia, la niñez que nunca fue y nunca será. Esa historia ya acabo. A algunos nos cuesta creer que en realidad somos capaces de mirar cara a cara a nuestro dolor. Nos hemos convencido de que el dolor es demasiado profundo, demasiado tremendo, que es algo que hay que evitar a toda costa. Pero si finalmente nos permitimos sentir la profundidad de esa pena para que nos abra suavemente el corazón, podemos sentir una

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fabulosa libertad, una verdadera sensación de alivio y paz, porque por fin hemos dejado de huir de nosotros mismos y del dolor que mora en nuestro interior. Cuando finalmente aceptamos nuestro dolor, comenzamos a percibir que no hemos sido elegidos para un castigo especial. Simplemente sentimos, como dijo Pierre Teilhard de Chardin, . Al sentir ese dolor afirmamos nuestra pertenencia a una nueva familia, la familia numerosa y rica de todas las personas que hay gozado y han sufrido, que han cantado y llorado igual que nosotros. En la quietud y el silencio de nuestra pena podríamos incluso sentir que nos abrimos al sufrimiento de otras personas que fueron maltratadas cuando eran pequeñas. El maestro sufí Pir Vilayat Khan nos insta a considerar el dolor del modo siguiente: Superar la amargura que te produce no estar a la altura de la magnitud del dolor que se te ha confiado. Como la madre del mundo, que lleva en su corazón el dolor del mundo, todos y cada uno de nosotros, por formar parte de su corazón, estamos dotados de una cierta medida de dolor cósmico. Participamos de la totalidad de ese dolor. Estamos llamados a recibirlo con alegría, no con autocompasión. El perdón Damos un enorme paso hacia la libertad y el despertar cuando imaginamos que podemos personar a nuestros padres, los responsables de nuestro sufrimiento. Esta suele ser una práctica muy difícil, pues se precisan fuerza, valor y una buena cantidad de tiempo. Porque perdonar a quienes nos han hecho daño es abandonar nuestra identidad de maltratados, violados, destrozados. Da la impresión de que los malos quedan impunes mientras nosotros soportamos la carga del sufrimiento. Pero el perdón no es solo para ellos. No se trata solo de liberarlos a ellos. El perdón, sobre todo de nosotros mismos, nos permite liberarnos del ciclo interminable de dolor, rabia y recriminaciones que nos mantienen prisioneros de sufrimiento. ¿Qué necesitamos para perdonar? La persona que ha sido terriblemente maltratada desea saber hasta qué punto ha de personar y con qué rapidez. ¿Debo de veras perdonar este o aquel maltrato, aquella injusticia o la tremenda violencia? Aun no estoy preparado, es demasiado pronto. Todavía me duele demasiado para decir que lo ocurrido ya ha pasado y que ahora todo va muy bien. Lo que perdonamos no es el acto, no es la violencia, la negligencia, el incesto, el divorcio, el maltrato, el acoso. Personamos a los actores, a las personas que nos fueron capaces de respetar y querer a sus hijos, a su cónyuge o a su propia vida, con cariño y amabilidad. Les personamos su sufrimiento, su confusión, su torpeza, su desesperación y su humanidad. 20

Mientras nos aferramos al modo en que esa persona nos hizo daño o deshonro, permanecemos atrapados en el baile del sufrimiento con esa persona. Cada vez que esa persona entra en nuestros pensamientos volvemos a sentir el maltrato o el abuso. Una y otra vez revivimos ese sufrimiento, lo evocamos repetidamente, como si con esa repetición es reforzar, ahondar, esa huella habitual de la angustia que nos desgarra la psique. Nos liberamos de ese ciclo de sufrimiento cuando perdonamos a nuestros padres y les permitimos ser quienes son, nada más ni nada menos. Menos que la madre o el padre ideal, tal vez, pero hijos de Dios de todos modos, con todos sus sufrimientos y angustias, que necesitan para sí de toda la gracia y clemencia posibles. Mediante el perdón todos quedamos libres para andar cada uno su camino y según cada uno su destino. Pedro le pregunto una vez a Jesús: . Pedro sabía que la ley antigua decía que había que perdonar cualquier ofensa a las menos tres veces; mas ya era pasarse de rosca. Por eso cuando pregunto > se imaginó que Jesús se maravillaría de su generosidad, peros Jesús le dijo: . No se nos pide que seamos tan generosos porque el maltrato sufrido no sea doloroso, sino porque es el perdón el que nos libera, el que sana nuestras heridas indecibles, el que nos permite crecer en corazón y espíritu. Cuanto más profunda sea la herida y más grande la injusticia, más se nos invita a llorarla, a sumergirnos en nuestro dolor y a dejarla marchar con el perdón. Quienes rezan el padre nuestro piden Dios . Cuando nos perdonamos mutuamente las torpezas, nos liberamos del pasado y quedamos libres para renacer en este momento, sin las interminables luchas con las viejas historias. El perdón no es algo fácil de pedir. ¿Deben los negros de Sudáfrica y de Estados Unidos perdonar a los blancos que los oprimieron y esclavizaron? ¿Deben los indígenas americanos perdonar a los conquistadores españoles? ¿Deben los judíos perdonar a los nazis que mataron a sus padres e hijos en cámaras de gas? Jack Kornfield, amable y bondadoso profesor de budismo, cuenta que una vez acompaño a Maha Gosananda, respetado monje camboyano, a los campos de refugiados a donde habían huido miles de camboyanos del terrible genocidio dirigido por Pol Pot. Todas las familias habían perdido hijos, cónyuges o padres, y sus casas y templo habían sido destruidos. Haha Gosananda anuncio a los refugiados que el día siguiente se celebraría una ceremonia budista y que todos los que desearan asistir serian bienvenidos. Puesto de Pol Pot había prohibido y profanado el budismo, la gente sentía curiosidad por ver si iba a asistir alguien. Al día siguiente se congregaron más de diez mil refugiados en el 21

lugar elegido para participar en la ceremonia. Fue una reunión multitudinaria. Maha Gosananda estuvo sentado un rato en silencio sobre un estrado, delante de la muchedumbre. Después comenzó a entonar las invocaciones que daban inicio a la ceremonia budista y todos los presentes empezaron a llorar. Habían sufrido tantas penurias, tantas dificultades, que el solo hecho de ori aquellas conocidas palabras no tenían precio. Algunos se preguntaban que iba a decir Maha Gosananda. ¿Qué se podía decir aquella comunidad? Lo que hizo, en compañía de miles de refugiados, fue empezar a repetir el siguiente verso del Dhammapada, libro sagrado budista: El odio jamás se acaba con el odio; Solo lo sana el amor Esta es una ley antigua y sagrada. Repitió este verso una y otra vez. Eran personas que tenían tantos motivos para odiar como cualquiera en la tierra. Pero mientras estaba sentado allí y repetía este verso, una a una se fueron uniendo a él miles de voces, repitiendo al unísono: >. De las bocas de las miles de personas que habían sido maltratadas, oprimidas, despojadas de sus casas, agraviadas y destrozadas por el dolor de la guerra, se elevó una oración que proclamaba la antigua verdad del amor, verdad que era superior a todos los sufrimientos que habían visto y sentido. . Esta cita del Bhagavad-Gita nos recuerda lo terriblemente difícil que es perdonar a quienes nos han hecho daño. Exige una inmensa cantidad de valentía y no se consigue fácilmente. No esperes que el perdón surja simplemente por que acabas de leer este capítulo. El perdón puede ser muy difícil, para algunas personas el viaje será largo y lleno de dificultades. El los retiros que dirijo con mi esposa Christine, cuando hablamos del perdón, algunas personas que fueron violadas o maltratadas se resisten a perdonar, e incluso se enfadan ante la sugerencia de que haya que perdonar al agresor. Es cierto que las agresiones y el abuso sexual de niñas o niños son actos horribles, y que debemos hacer todo lo posible por impedir esos terribles malos tratos a los niños. Para el perdón, si bien puede traer consigo la curación, hay un momento. Hay que buscar y favorecer ese momento, pero jamás forzarlo. Mientras estén ahí, hay que respetar y sentir como auténticos los sentimientos de miedo y rabia. El corazón sabe cuándo está preparado para perdonar: El antiguo idioma griego tiene dos palabras para referirse al tiempo. La primera, cronos, define el tiempo cronológico, su medida en minutos, horas y años. La segunda, kairos, 22

define lo que en la biblia se traduce por >. Esta percepción de tiempo define la inmediata disponibilidad de las cosas para nacer y florecer a su debido tiempo. Eso ocurre con el perdón. Ette Hillesum, víctima de un campo de concentración nazi, escribe sobre el efecto curativo de someterse a la aflicción y al perdón. Y tienes que ser capaz de soportar la aflicción; aunque te parezca que te aplasta, será capaz de incorporarte nuevamente, porque los seres humanos somos muy fuertes, y el sufrimiento debe convertirse en parte de ti; no debes huir de él. No desahogues tus sentimientos mediante el odio, no desees vengarte en todos los alemanes, porque ellos también sufren en estos momentos. Dale a tu aflicción todo el espacio que le es debido en ti, porque si todos soportamos la aflicción con sinceridad y valor, la aflicción que ahora llena el mundo acabara. Pero si guardas la mayor parte de tu espacio interior para el odio y las ideas de venganza, de donde nacerán nuevos sufrimientos para otros, entonces el sufrimiento jamás acabara en este mundo. Y si le has dado a la aflicción todo el espacio que exige, entonces podrás decir con verdad: la vida es hermosa y exquisita. Tan hermosa y exquisita que hace que desees creer en Dios. EJERCICIO Un lugar de refugio Al comenzar esta serie de ejercicios y meditaciones, te será útil crea te un lugar de refugio en tu casa, un lugar donde te sientas seguro recogido. Elige un pequeño rincón de tu cuarto o de algún otro lugar tranquilo de la casa. Este será tu refugio, tu santuario espiritual personal, luchas prácticas espirituales se utiliza algún tipo de altar, imagen sagrada para centrar la atención en el corazón y el espíritu, una mesita, un banco o incluso una caja de cartón, fórrala con la tela o papel agradable y úsala como punto focal para tu viaje. Siéntate delante de la mesita y permanece en silencio un momento. Visualiza lo que es más hermoso, inspirador o sagrado en tu vida, cosas que representan la curación, el viaje interior de tu corazón. No es necesario que sean símbolos religiosos, sino sólo que tengan algún significado profundo para ti y para la vida que deseas llevar. Con los ojos abiertos pero siempre en silencio, comienza a recoger unos cuantos de esos objetos significativos y colócalos sobre la mesa. Tal vez te convenga incluir fotografías de personas queridas, alproverbio o frase especial, flores, una vela o algo de la naturaleza. Disponlo todo del modo que te parezca adecuado. A continuación, y durante varios minutos, permanece sentado, quieto, delante de la mesa y entabla una conversación silenciosa con cosas que reflejan las voces de tu corazón. Siente 23

su presencia y te nutrir y querer por ellas. Este es tu refugio, tu hogar. Bien ve Tal vez te apetezca recitar un poema, una oración o una canción especial. Siéntete libre para seguir los impulsos que surjan de tu interior. Este es un momento para que te sientas como en casa en tu cuerpo, en tu espíritu, en tu vida. Dedica un tiempo cada día a estar sentado en tu refugio. Tal vez í ocurra que poco a poco deseas pasar más tiempo allí, aunque habrá que pasarás menos tiempo. De todas formas, procura que esto se invierta en una práctica diaria. En este lugar no tienes nada que hacer. No es necesario que soluciones nada, ni que arregles algo roto ni que busques iluminación. Lo único que necesitas es estar sentado, sentir y escuchar. Permite que este sea un lugar sin juicios ni expectativas, un nuevo hogar, un lugar de reposo. Meditación DEJAR ATRÁS EL SUFRIMIENTO FAMILIAR A lo largo del libro usaremos la meditación con la finalidad de fomentar la presencia mental y hacer más profunda y amplía la conciencia de la fuerza y sabiduría de nuestro espíritu. La meditación es una práctica que nos permite centrar la atención, aguzar la concentración, abrir lo que está cerrado, explorar lo que está oculto y restablecer el centro de gravedad cuando estamos distraídos o con la atención dispersa. Mediante la meditación podemos estar más presente para recibir la multitud de sensaciones que nos acompañan por solo hecho de ser seres humanos. Al fomentar un estado de conciencia atenta, podemos explorar la profundidad y amplitud de nuestra verdadera naturaleza y empezar a entablar una relación compasiva con el espíritu interior. Muchas formas de meditación usan la respiración como mee para enfocar la atención. Dejar reposar la mente en la respirada puede generar una experiencia de ese lugar interior en el que nos encontramos a gusto. Utilizaremos estas técnicas de meditación a lo largo del libro. Haz una lista de los recuerdos más dolorosos de tu infancia. En la puedes poner los nombres de las personas que te causaron sufrimiento fuertes sentimientos de pérdida o decepción, o las situaciones concretas, los incidentes o acontecimientos que te produjeron tristeza o dolor Busca fotografías, recuerdos u objetos simbólicos que te acerquen a esas personas o acontecimientos. Si hay alguna persona o situación de la que no tengas ninguna fotografía u objeto que te la recuerde, coge lápices de colores y en una hoja de papel haz un dibujo de la situación tal como la recuerdas. Ahora siéntate ante tu mesa en tu refugio, pon junto a ti esos jetos y fotografías y comienza por elegir aquel que te resulte particularmente doloroso, el que te produzca más aflicción, 24

más ira, más tristeza. Tal vez te convenga comenzar por la persona que te hi profundamente cuando eras niño/a, tal vez tu padre o tu madre, loca su fotografía o el objeto que te la recuerda sobre la mesa y sentado/a en silencio posa tus ojos en ella. Siente los recuerdos a medida que inundan tu corazón. Percibe las sensaciones que surgen en tu cuerpo al mirar esa foto o ese objeto, siente la opresión en el pecho, respiración forzada, la rabia, la desilusión y la tristeza. Deja que la conciencia explore y reconozca, con suavidad y sentimiento, todo el sufrimiento y la aflicción que han vivido dentro de ti. Siente la resistencia al dolor, la armadura que te has forjado, la renuencia a sentir la profundidad de tu tristeza. Deja entrar el dolor en tu corazón para que éste sienta la honda pena que te causan esos recuerdos. Siente la aflicción que has reprimido durante tanto tiempo, hazle sitio, inspírala hacia tu corazón. Continúa inspirando el dolor hasta que experimentes en su totalidad todo el que has guardado dentro de ti. Después, mirando a tu madre (o padre), comienza lentamente a despedirte. «Mamá (o papá), me hiciste mucho daño. Ya fuera con intención o no, me hiciste sufrir. Pero no voy a sufrir eternamente por lo que ocurrió entre nosotros. No voy a sufrir por el dolor que me causaste. Es hora de que me marche; es hora de que te diga adiós, de que diga adiós al dolor que me causaste, a lo que me hiciste. Adiós, mamá, adiós. Te libero como madre. Tal vez nunca vuelva a ser tu hijo/a. Dejo que te vayas como madre. Adiós, mamá. Ya no soy tu hijo/a herido/a. Te dejo libre. Ojalá hubiera sido diferente, pero ha sido tan doloroso que tengo que dejarte marchar. Adiós, mamá, adiós, adiós. Estás libre, yo estoy libre; estoy libre de ti, estoy libre del dolor que compartirnos.» Mientras te despides, deja que el dolor se vaya con tus padres; expulso el dolor de toda una vida con cada respiración, con cada espiración. Despídete de ellos en cuantos padres y permíteles que sigan su propio camino. Libéralos y libérate. Ya no eres su hijo/a. «Soy hijo/a de la Tierra, hijo/a de la Creación, hijo/a de Dios. Ocupo mi lugar entre ellos. Y te libero para que ocupes tu lugar, para que sigas tu camino». Continúa este ejercicio hasta que comiences a sentir una verdadera sensación de liberación. Después comenzaremos a inducir un perdón sanador en nuestra relación. El perdón es la enzima que hace posible nuestra libertad y nos libra del sufrimiento y el dolor familiar. Para algunas personas, ésta puede ser la parte más difícil de su liberación. Ten paciencia y sé amable contigo mismo/a. Deja que las palabras salgan con lentitud, respeta tu resistencia, pero arriésgate a imaginar que nace el verdadero perdón en tu corazón. «Por todo lo que puedas haber hecho que me causara sufrimiento, con o sin intención, con tus actos, palabras o pensamientos, pe mucho que fuera el dolor que me causara lo que hiciste o dejaste hacer, te perdono. Te perdono. Te libero.» Haz una pausa un me mentó 25

para que ese perdón llegue, para que sean perdonado o pe donada. Derriba los muros del rencor para que tu corazón pueda libre y tu vida dichosa. Siente la resistencia a perdonar. Siente cómo tu corazón intenta endurecerse y retener la rabia, el miedo y el odio. Cuando notes que surge el miedo o la resistencia, suavemente centra la atención en tu respiración, tómate un momento para sentirte a gusto en la suave elevación y descenso del pecho al respirar. Incluso en medio de una resistencia comprensible y natural, podemos hacer que se suavicen emociones. Después vuelve a comenzar: «Te perdono, te perdone Permítete un corazón blando. Deja que se vayan tus padres. Pon fin la guerra entre vosotros. Libéralos. Libérate. «Al perdonarte, te líber Al perdonarte, me libero. Ocupo mi lugar como hijo/a de Dios y dejo marchar. Ya no estamos en guerra. Ya no lucho contra el dolor i ti en mi corazón. Te dejo libre. Estoy libre. Dios te bendiga, ve en pa2 Tómate todo el tiempo que necesites para que surjan en ti toe los sentimientos de tristeza y liberación. Continúa con esa persona situación hasta que la sensación de alivio te inunde el corazón y cuerpo. Tal vez te convenga repetir este ejercicio cada día durante y semana, centrándote en una persona. Puede que sean necesarias n chas sesiones para tener una profunda sensación de conclusión y vio. Repite la meditación hasta que sientas que has completado la y rea con esa persona o acontecimiento. Puedes repetir la meditación con todas las personas, incidente acontecimientos que necesites. Es posible que para cada persona necesites hacer muchas veces el ejercicio en tu refugio. Eso está bien Perdón tiene su momento oportuno y no se puede apresurar. Toma todo el tiempo que necesites. Perdonar, liberar, dejar marchar, quiere tiempo, valor y compasión. No hay ninguna prisa ni ningún 1 gar adonde llegar. Es sencillamente una invitación a liberarse del sufrimiento de la infancia y a crearse un nuevo hogar en el propio cuerpo, en el corazón y el espíritu.

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2. MIEDO Y FE Una escritora me pidió una vez que le ayudara a explorar algunas emociones desagradables que aparecían de forma periódica en su vida. Comencé por pedirle que escribiera un relato corto acerca de su infancia. Cuando a la semana siguiente me lo presentó, me impresionó el título: “Esta es la historia de cómo aprendí a ser miedosa y a qué tenerle miedo” El relato de su infancia era una historia de miedos. Hija de alcohólica y después alcohólica ella misma, el miedo era un tema constante en su vida. “Tengo miedo de que me conozcan, de que me vean, de que intimen conmigo”, escribía. Igual que el dolor, el miedo es algo que todos experimentamos. Siendo seres humanos, es natural que sintamos miedo de pasar hambre, de sufrir carencias, de las enfermedades y las heridas. En el plano emocional, nos asusta el abandono, la crítica, la intimidad y la pena. También, las penurias económicas y la deshonra social y todos tememos el momento en que llega la enfermedad o la muerte, a nosotros o a nuestros seres queridos. Cuando surge el miedo solemos endurecer el cuerpo y el corazón, cerrándonos por dentro para protegernos. A veces nos sentimos tensos, paralizados, incapaces de movernos; otras, es posible que corramos para convertirnos en un blanco móvil, que es difícil de acertar. Construimos murallas y barreras, formamos ejércitos y pagamos a compañías de seguro, mutuas médicas y al gobierno para que nos protejan del peligro, tratando de reducir al mínimo los riesgos de ser humanos. Cuando vivimos con miedo a todo lo que nos podría perjudicar o causar dolor, en realidad nos aislamos de la propia vida, porque el dolor, la pena, la enfermedad y la muerte son ingredientes inevitables de la vida. Pese a todas las medidas que tomamos a causa del miedo, muchas cosas que nos asustan llegarán en algún momento y de alguna manera. Además de los miedos inherentes al ser humano, también experimentamos otros miedos, temores aterradores que heredamos de la infancia, esos recuerdos dolorosos que se niegan a desaparecer. La historia de la escritora continuaba: “Lo que me causaba más miedo era de qué humor estaría mi madre cualquier día, en cualquier momento. Tenía miedo de que me castigara por algo, tenía miedo de que me sorprendieran haciendo… casi cualquier cosa, según el día y la hora”. Recordamos cada momento en su mínimo detalle, la traición, las mentiras, el maltrato, las peleas, la negligencia, el abandono. El tierno corazón del niño pequeño es como una página en la que se imprime de forma indeleble cada transgresión. Para el niño que ha sido 27

maltratado, el miedo no es simplemente una vaga preocupación sobre la posibilidad de sentir dolor o sufrir; se convierte en una reacción refleja a la certeza de peligro. Cuando Zenia era niña, su padre solía llegar muy tarde a casa, cuando ya los bares habían cerrado. Vagaba vociferando y maldiciendo por la casa en la oscuridad hasta que por fin lograba llegar a la cama. Desde el momento en que su padre entraba en casa, ella yacía despierta aferrada a los laterales de la cama, mirando la puerta, paralizado por el miedo de que él irrumpiera en su cuarto. Sólo cuando escuchaba que por fin se desplomaba en la cama podía relajarse lo suficiente para dormir. Ahora Zenia tiene más de cuarenta años y todavía siente cuando se acuesta la misma angustia que sentía de niña. Esta mujer lleva en su interior un miedo implacable nacido en la tierna infancia que aún la perturba durante el sueño y la vigilia. Los niños criados en la confusión y la incertidumbre familiar llegan a experimentar miedos profundos y duraderos que se alojan en su cuerpo y corazón. Todos sus momentos están saturados por la sensación de peligro inminente; no experimentan ningún instante sin miedo; incluso en los ambientes más acogedores o amenos tienen la impresión de que hay una invisible amenaza de peligro. El miedo puede tener muchas caras. Nancy, de quien abusó sexualmente un tío que después se suicidó, recordaba los trayectos en coche con él, cuando era pequeña. Aterrada por la idea de que él la tocara, no soltaba la manilla de la puerta, lista para saltar fuera. Todavía siente como si se aferrara a aquella palanca en muchos momentos de su vida. Richard, a quien su madre acosaba sexualmente, me contó que cuando una mujer se acercaba a él o trataba de entablar una relación se sentía paralizado por el terror. Ese miedo acabó con su matrimonio. La madre de Carla era maníaco-depresiva y solía tener terribles cambios de personalidad. Era una madre tierna y cariñosa y al instante chillaba, gritaba y tiraba de sus cabellos. Sin ningún aviso, lo que era agradable y seguro se convertía en terrible y peligroso. Ya adulta, Carla vivía con una enorme tensión en el cuerpo, para protegerse constantemente de los violentos ataques que podían llegar de un mundo imprevisible. ¿Por qué al hacernos mayores continuamos tan firmemente aferrados a lo que nos aterraba de niños? Porque las heridas fueron hondas y graves, y las recibimos cuando éramos niños tiernos y vulnerables. Cuando éramos pequeños teníamos que depender de poderes superiores a nosotros para todas nuestras necesidades: alimento, ropa, techo, abrigo y seguridad. Nuestra vida dependía totalmente de las personas mayores. Así pues, cuando la madre se fue de casa, o cuando murió el padre, o cuando los padres reñían o se golpeaban o divorciaron, o uno de ellos se iba para no volver, los sentíamos como una verdadera amenaza para nuestra vida. Sentíamos miedo de no poder sobrevivir. 28

Nuestros miedos de la infancia se agravaban precisamente porque las personas que debían velar por nuestra seguridad eran las que nos causaban sufrimiento. El padre que aseguraba que siempre estaría con nosotros era el mismo que se marchó de casa y nos abandonó. La madre que decía que jamás permitiría que nadie nos hiciera daño era la misma que nos regañaba y gritaba. Así, al mismo tiempo que aprendíamos a tener miedo también llegábamos a creer que no podíamos confiar en nadie para que nos diera cobijo. Hay quienes intentaron reducir al mínimo el peligro tratando de controlarlo todo en su entorno. Tal vez si consigo evitar que mis padres se peleen o beban, tal vez si les ayudo a llevarse mejor, o si me encargo de que la cena esté preparada a tiempo, o si doblo bien las servilletas, o si estoy atento para que no se quemen las tostadas, entonces todo iría bien y yo estaría a salvo de cualquier posible estallido. Una vez toda organizado, firmemente controlada todas las cosas que podrían ir mal en la familia, quizá podríamos estar a salvo. Agotadísimos pero seguros. Desgraciadamente, la existencia del dolor y el sufrimiento en nuestra familia era algo que se escapaba de nuestro control. El sufrimiento, la confusión, la rabia o la aflicción de nuestros padres estaban unidos inextricablemente a nuestra historia familiar común, y era muy poco o nada lo que podríamos haber hecho para impedir que tomar forma en nuestra vida. Su dolor podía estallar como agresividad, rabia o abandono en cualquier momento. Y al margen de lo mucho que hubiéramos organizado las cosas para protegernos, siempre nos olvidaríamos de algo, descuidaríamos algo que no vimos, y vuelta a comenzar el drama. Un niño no podía hacer nada para impedirlo. Abrumada por una inseguridad generalizada durante la mayor parte de su vida, Christy me pidió que le ayudara a descubrir alguna sensación de seguridad, alguna experiencia de refugio donde encontrarse a salvo. Comenzamos por explorar los miedos infantiles producidos por su problemática familiar y después le sugerí que hiciéramos una meditación dirigida. Después de ayudarla a relajarse para entrar en un estado meditativo, la insté a que dejara surgir una imagen de seguridad, la imagen de un lugar donde se sintiera total y absolutamente a salvo, y luego descansara un rato en el bienestar inducido por esa imagen. Cuando acabó la meditación, le pedí que me describiera su imagen de seguridad. -“Era maravillosa- me dijo- .Estaba muerta y en el espacio exterior.” Las dos nos echamos a reír por lo lejos que tuvo que ir para tener la sensación de seguridad. Aquella fuerte sensación de peligro había impregnado tan profundamente las células de su cuerpo que solo se podía imaginar a salvo cuando estaba muerta en el espacio exterior. Ciertamente el miedo se había convertido en una de las voces más potentes del coro de su psique. El precio del miedo 29

Los miedos nos hacen sentir impotentes y vulnerables y por eso elaboramos todas las estrategias posibles para protegernos. Si la persona cree que sus verdaderos sentimientos podrían ser destructivos, aprende a ocultarlos; si ve que alguien se enfada o se incomoda, al instante deja de ser ella misma y simula ser lo que la otra persona desea, sea lo que sea; incluso puede simular amor si es amor lo que se le exige. Por miedo y desesperación aprendemos a cultivar la insinceridad emocional y espiritual para protegernos del dolor. El miedo se convierte en el principal inspirador de muchos de nuestros comportamientos. Para algunos, el miedo se convierte en el sentimiento más normal y fiable. Pero poco a poco, e indiscutiblemente, este tipo de miedo nos va corroyendo la vida. El doctor Herbert Benson, profesor de medicina en la Facultad de Medicina de Harvard y autor del libro La Relajación, ha explorado la reacción de lucha o huida propia de los seres humanos y animales. Cuando se siente miedo, el cuerpo reacciona con cambios concretos de ritmo cardiaco y la respiración y secreta ciertas hormonas. El cuerpo se prepara para defenderse o huir. Esta es una reacción biológica muy útil cuando hay un verdadero peligro, por ejemplo cuando nos atacan físicamente o hemos de actuar con rapidez para impedir que un niño se ahogue. Pero Benson advierte que muchas personas mantienen regularmente un nivel de miedo o estrés excesivamente elevado, incluso cuando no se encuentran ante un verdadero peligro. Los miedos psíquicos crónicos que conservamos desde la infancia producen un elevado grado de estrés que invita a entrar en el cuerpo a todo tipo de enfermedades y dolencias. Cuando vivimos con miedo, al margen de si esos miedos corresponden a un peligro real o imaginario, nuestra resistencia a la enfermedad disminuye y de hecho producimos las enfermedades que más tememos. Además, nuestra cultura reproduce muy bien nuestras preocupaciones infantiles sobre el miedo y la seguridad. Vivimos en una sociedad peligrosa que nos estimula muchísimo a protegernos de cualquier peligro. En Estados Unidos se gastan más de 50.000 millones de dólares al año en equipos de seguridad para proteger casas y propiedades. En cuanta nación gastamos más de trescientos mil millones de dólares al año en armas nucleares, carros de combate, armamento y soldados que nos protejan de todos los demás habitantes del planeta. Gastamos incontables miles de millones en mutuas médicas y seguros de vida para evitarnos los costos de la enfermedad y la muerte. Y con todos estos gastos, miles de dólares por hombre, mujer y niño, prácticamente nadie en Estados Unidos se siente verdaderamente a salvo. Todavía seguimos escuchando ruidos misteriosos de cosas que caen por la noche. “Cuando hay miedo perdemos el rumbo de nuestro espíritu” dijo el Mahatma Gandhi. Cuando sentimos miedo concentramos toda la atención en el peligro y perdemos la capacidad de encontrar valor, seguridad o paz interior. Nos obsesionamos tanto con lo que 30

nos amenaza que fuerza del corazón resulta inaudible. Tal vez por eso en el Nuevo Testamento se encuentra más de trescientas veces la frase “No temáis”. Cuando tenemos miedo perdemos la capacidad de sentir nuestra fuerza interior y la angustia ahoga cosas que para nuestro interior son preciosas y esenciales. Cuando nos pasamos los días preocupados por cómo van a ir las cosas, haciendo planes por si no tenemos suficiente alimento, ropa, dinero o amor, ¿qué tipo de vida protegemos? Pese a nuestros planes y estrategias, nunca nos sentimos en paz. La perpetuación del peligro En los años cincuenta se descubrió un grupo de soldados japoneses en unas remotas islas del Pacífico, que aún combatían en la Segunda Guerra Mundial, que en realidad había acabado hacia años. Fue difícil convencer a esos pobres combatientes de que la guerra ya había acabado y que podían volver a casa sin ningún temor. ¿Cómo saber cuándo ha terminado la guerra? ¿Cómo saber cuándo protegernos del peligro y cuándo permitirnos sentirnos a salvo?: Las personas que han crecido en familias problemáticas no saben distinguir bien entre miedos justificados (miedo a la violación sexual o la guerra nuclear) y miedos fantasmas de su infancia, miedos que no tienen ninguna base real. Los miedos de la infancia arrojan sombras tan largas en la psique que pasado un tiempo casi cualquier cosa puede generar una reacción en ellos. Incluso aprendemos a esperar que llegue el problema: la pelea, la palabra airada, el portazo; es casi un alivio que llegue, tan segura consideramos su llegada. Nuestra sabiduría intuitiva y nuestra sensibilidad emocional tienen por misión predecir cuándo se va a descargar el golpe, para que podamos hacer lo que hacemos mejor: tratar de protegernos del daño o del sufrimiento. El problema es el siguiente: las habilidades aprendidas durante una situación de peligro exigen la presencia del peligro para ser eficaces. Si nuestra mayor habilidad es escapar de los problemas, entonces nos encontramos en nuestro ambiente cuando descubrimos algún problema del cual escapar. De forma extraña, nos sentimos más seguros durante los momentos de miedo y peligro que durante los momentos de tranquilidad, porque sabemos sobrevivir al peligro. No sabemos arreglárnoslas con la paz. Para muchos de los jóvenes que combatieron en Vietnam, lo más real que les ha sucedido fue la guerra, las trampas explosivas, la muerte durante la noche. Los que lograron volver habían aprendido a sobrevivir a situaciones de enorme peligro e inmenso terror. Cuando volvieron a casa, a muchos les resultó difícil adaptarse a la vida “normal”; sólo podían aplicar sus habilidades en las peligrosas selvas del sudeste de Asia. Poco a poco, muchos llegaron a recrearse una vida de temerario peligro, buscando terrenos conocidos en los

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cuales combatir a los enemigos que conocían mejor. Otros quedaron con muchos extenuantes miedos que aterrorizaban su vida interior.

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¿Cómo saber cuándo nuestros miedos y terrores no nos dicen la verdad, que no es necesario estar en guardia en todo momento? ¿Y cómo saber cuándo estamos lo suficientemente a salvo para dejar de lado los miedos y arriesgarnos a tener la vulnerabilidad propia y natural de un ser humano? El miedo sin peligro Cuando nos criamos con sufrimiento familiar aprendemos a tener miedo a muchas cosas; nos da miedo que todo cambie; nos preocupa lo que los demás piensen de nosotros; tememos el dolor que produce la agresión verbal o física, y tememos el abandono y el rechazo. Incluso nos preocupamos por nosotros mismos, temerosos de que lo que tenemos dentro no sea suficiente, que no esté a la altura de la tarea de vivir. Tenemos miedo de que nuestros dones, nuestra intuición e incluso nuestro espíritu sean trágicamente insuficientes. En consecuencia, cuando nos hacemos mayores, siempre que sentimos miedo suponemos de forma natural que tenemos miedo de algo. Suponemos que hay una persona, una circunstancia, un defecto o un acontecimiento que de verdad pone en peligro nuestro bienestar. Tan pronto nos sentimos asustados, solemos tratar de identificar un peligro concreto para justificar el miedo. Si no hay ninguna amenaza inmediata y aparente, incluso podríamos inventarnos una para darle credibilidad al miedo. Las personas que sintieron miedo en su infancia suelen relacionar sus miedos con algún recuerdo del pasado; cuando surge el miedo de inmediato buscan una explicación en su infancia. “Tengo miedo porque mi padre me pegaba”, o “Tengo miedo porque mi madre jamás me protegió”. En nuestra prisa por calmar nuestro temor solemos citar primero nuestra infancia para explicarlo o justificarlo. Pero ahora ya no somos pequeños ni vulnerables y que sintamos miedo no indica necesariamente que estemos en peligro real. Podría tratarse sólo de una reacción de una falsa percepción de peligro. Es posible que no haya ningún peligro en absoluto; la angustia puede ser sencillamente una señal de que algo requiere nuestra atención en ese momento. Algo de nuestro cuerpo, de nuestras emociones o nuestro entorno podría verse en cierto modo alterado o desequilibrado y necesita que le prestemos atención. Tal vez en ese momento el miedo sólo nos pide que prestemos atención, nos indica la necesidad de observar algo que está ocurriendo y que tal vez no hayamos observando con suficiente cuidado. El miedo puede presentarse por muchos motivos: tal vez la persona se siente cansada, débil o frágil ese día, o tal vez esté preocupada, o necesita atención amorosa, o dedicar un instante a un sentimiento que ha estado rechazando. Es posible que no exista ningún peligro 32

real externo, sino sólo una sensación de angustia que surge del interior. Jack Kornfield dice que la presencia del miedo en el que “estamos a punto de abrirnos a algo más grande que el mundo que experimentamos normalmente”. De niños tenemos lo que nos puede hacer daño, pero de adultos muchas veces surge cuando nos encontramos inesperadamente ante algo que quiere sanarnos. Cuenta la historia que cuando nació Jesús en un pequeño pueblo, había en la región unos pastores que pernoctaban al raso y por la noche hacían turnos para vigilar sus rebaños. Esa noche se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió con su luz, quedando ellos sobrecogidos y con gran temor. Les dijo el ángel: “No temáis…”. Los pastores se encontraron ante algo que no habían visto nunca en su vida, y aunque era un momento milagroso, luminoso, que anunciaba el nacimiento del niño Cristo, de todos modos tuvieron miedo. Pero el hecho de que sintieran miedo no significaba que estuvieran en peligro. Se quedaron aterrados simplemente porque se vieron ante algo ajeno a su experiencia: sin darse cuenta se habían encontrado con Dios. Si el miedo, entonces, no siempre es un indicador de peligro, ¿qué podemos hacer cuando surge? Enfrentados a nuestra angustia, al miedo y al terror, ¿qué hacer para cultivar la sensación de seguridad, de fe en que todo iría bien, de que disponemos de un refugio en el cual reposar? Miedo y Fe Puesto que rara vez nos encontramos ante un peligro mortal, podemos deducir que la mayoría de nuestros miedos los genera la mente. La mayoría de nosotros gozamos de la suerte de tener suficiente para comer, suficiente ropa para abrigarnos y un lugar donde dormir por la noche. Y aun cuando estamos razonablemente seguros y provistos, pasamos por nuestra vida asustada y agitada. ¿Por qué? No tememos al presente sino al futuro. Casi siempre logramos arreglárnoslas con lo que se nos da en el presente, pero suponemos que algún día se nos dará algo que supere nuestra capacidad y nos aterra la idea de que será más de lo que podemos soportar. Hemos visto cómo el dolor del pasado puede hacer nacer amargura, rabia y aflicción. Así como sentimos aflicción como respuesta al dolor del pasado, el miedo es nuestra respuesta al dolor del futuro. Así pues, si queremos comprender nuestros miedos y aprender a sanar lo que nos asusta, primero tenemos que explorar nuestras respuestas ante la expectativa del dolor. El miedo surge cuando creemos que no vamos a tener la fuerza para sobrellevar el dolor que se nos dará. En cuántos hijos de familias con problemas, recibimos muchas agresiones y nos sentimos muy pequeños y frágiles; aprendimos poderosas lecciones sobre los tipos de 33

dolor profundo capaces de desgarrarnos el corazón y el cuerpo. Experimentamos lo mucho que duele el rechazo de nuestros padres, los gritos y las recriminaciones, los golpes o sencillamente el olvido o la negligencia. Hubo veces en que no sabíamos si seríamos capaces de soportar más sufrimiento, en que creímos que si empeoraba podríamos renunciar a intentarlo. No sabíamos si tendríamos la capacidad de sobrevivir a las palizas físicas y emocionales que recibíamos por ser niños, por ser miembros de nuestra familia. Ya de adultos seguimos teniendo esa incertidumbre en nuestro interior. Todavía no estamos convencidos de que somos capaces de soportar todos los malestares, las pérdidas y los tormentos que nos reserva esta vida. A veces no nos sentimos lo suficientemente fuertes para ser humanos, para ser grandes, para ser adultos. Nos seguimos considerando pequeños, no tenemos fe en nosotros mismos, no creemos en nuestra capacidad de aguantar los sufrimientos y penas que nos puede deparar el mundo. Cuando nos sentimos inseguros e indecisos respecto a nuestra capacidad para sobrellevar el dolor de ser humanos, nos preocupamos y tememos. Cuando nos sentimos frágiles o débiles, cuando estamos convencidos de que el próximo rechazo, fracaso o pérdida va a ser el que nos parta en dos, nos enfrentamos cada día de nuestra vida a una inquietud terrible. En el Evangelio se cuenta la historia de Jesús y sus discípulos mientras atravesaban el mar de Galilea en una pequeña barca. De pronto se levantó un fuerte vendaval que empezó a zarandear de un lado a otro la barca y a llenarla de agua. Jesús, mientras, dormía en la popa sobre un cabezal. Aterrados, los discípulos le despertaron gritando “Maestro, ¿no te preocupa que perezcamos?”. Jesús despertó y les dijo: “¿Por qué teméis, hombres de poca fe?”. Ante tan gran peligro, Jesús permanecía en paz. Los discípulos no estarían tranquilos hasta que no hubiera pasado el peligro, mientras que la sensación de seguridad de Jesús se asentaba en la fe profunda de que todo iría bien, aun en medio de una peligrosa tempestad. ¿Qué queremos decir cuando empleamos la palabra fe? A muchos, esta palabra nos puede resultar incómoda, desagradable de oír o entender, e incluso más difícil de emplear, porque durante siglos ciertas tradiciones religiosas la han interpretado como una prueba de fuego en la valía espiritual. En estas tradiciones se ha usado una cierta cantidad de “fe” a modo de requisito de entrada en el reino de Dios. Si la persona tiene “suficiente” fe puede ir al cielo, es hija de Dios y se le concede todo lo que desea. Si ora lo suficiente, si tiene fe en Dios y en las doctrinas en la Iglesia, si afirma su “fe” en esas enseñanzas, entonces es digno se la escucha y atiende y Dios vela su vida. Esta anticuada definición enseñaba que si teníamos suficiente fe podíamos cambiar el mundo que nos rodeaba para hacerlo más de nuestro gusto. Con suficiente fe podíamos vencer nuestros miedos simplemente haciendo desaparecer como por milagro aquellas 34

cosas que nos asustaban. Si eras pobre, la fe podía traerte más dinero; si estabas enfermo, la fe podría curarte; si estabas solo, la fe te proporcionaba compañía; si te sentías inútil, la fe te daría una próspera profesión. Una buena provisión de fe nos aseguraba que todo saldría tal como lo deseábamos. Sin embargo, con demasiada frecuencia se ha utilizado la celosa aplicación de esta máxima religiosa para separar a los “fieles” de los “infieles”, como una forma de distinguir entre los “buenos” y los “malos”. Muchas personas han sufrido agresiones por parte de otras que se sentían en la obligación moral de juzgar la valía espiritual de los demás según su “fe”. Esta actitud ha sido particularmente injuriosa al aplicarse a personas pobres, hambrientas, “diferentes” en lo cultural o social, o enfermas terminales de cáncer o sida. Con demasiada frecuencia la religión afirma que si estas “desgraciadas” personas tuvieran suficiente “fe”, Dios las alimentaría, las vestiría y sanaría su “perversión sexual”, su cáncer o sida. Si el sida o el cáncer no desparecen, entonces la culpa tiene que ser de la víctima; seguro que no tenía suficiente fe. Así, muchas personas hemos experimentado la “fe” como un arma en nuestra contra en un juicio implacable y sin piedad, experiencia nada distinta al dolor que sufrimos en la infancia. ¿Cómo podemos recuperar la palabra fe para utilizarla en nuestra curación? Podemos comenzar por observar que en los textos sagrados más antiguos la palabra fe no tiene función de sustantivo sino de verbo. La fe no es algo que una persona “tiene” y otra no, la fe no es un objeto que se pueda valorar ni poseer. La fe es una forma de ser. Es una práctica espiritual, una forma de descubrir lo que es fidedigno y verdadero, una manera de aumentar la confianza en nuestra sabiduría interior. Es un espacio interior en el que nos relacionamos íntimamente con lo que es fuerte y sano en nosotros, en donde podemos escuchar las calladas vocecitas de nuestro corazón y nuestra alma. Cuando seguimos un camino de fe estamos en conversación íntima con lo más profundo en nuestra mente, en nuestro corazón y nuestro espíritu. Para los hebreos la fe entrañaba una profunda confianza en el amor vigilante de Dios por sus hijos. Según el profeta Isaías, aun en medio de las circunstancias más terribles, aquellos que confían en la fiel protección de Dios “renuevan sus fuerzas, echan alas como de águila, corren sin cansarse y caminan sin fatigarse”. La palabra budista sraddha (“fe”) también sugiere mucho más que la creencia en una doctrina teológica. Literalmente significa “poner el corazón en” e implica confianza, claridad y seguridad. Etimológicamente está emparentada con la palabra latina cor, de la que deriva los términos corazón y coraje. Así pues, la práctica de un corazón fuerte y valiente. “Si es fiel tu corazón te sentirás seguro y no temerás, reposarás tranquilo sin que nadie te inquiete”, dice el libro de Job. 35

Otra enseñanza budista sobre la fe la encontramos en el concepto de ecuanimidad. La ecuanimidad es la capacidad de experimentar los cambios, circunstancias y sentimientos permaneciendo serenos, tranquilos e impasibles. La imagen que suele usarse con más frecuencia para ilustrar esta cualidad es la de una montaña. La montaña está allí cuando brilla el sol, cuando la moja la lluvia, la cubre con la nieve y la golpea el rayo. En medio de todo esto, de todas las cambiantes condiciones, la montaña permanece firme, inquebrantable. Cuando fomentamos la ecuanimidad aprendemos a parecernos más a la montaña, encontramos ese lugar de fuerza y valor en nuestro interior que nos capacita para soportar las piedras y las flechas de la condición humana sin sentirnos abrumados por el miedo. Cuando exploramos la práctica de la fe, sraddha, y ecuanimidad, una cosa queda clara. La verdadera fe nace de la capacidad de confiar en lo que es más fundamentalmente verdadero en nosotros mismos. Las circunstancias cambiarán, y vendrán y desaparecerán toda clase de cosas agradables y desagradables; a veces llegará a nuestra vida la alegría y otras recibiremos enorme dolor y sufrimiento. Muchas veces sentiremos miedo, pero el objetivo de la fe no es eliminar las circunstancias difíciles, ni tampoco es fe confiar en un Dios que nos apartará del sufrimiento o nos hará las cosas más fáciles si creemos con la suficiente fuerza. Cuando inevitablemente se presentan en nuestro camino el dolor y la pérdida, ¿retrocedemos temerosos de ser destruidos o intensificamos la confianza en nuestra capacidad innata para resistirlos? Esa es la auténtica pregunta acerca de la fe. ¿Podemos encontrar un corazón fuerte y valiente, un lugar interior de claridad e integridad en el cual podamos poner nuestra confianza y permitir, con tranquilidad, que el miedo y el dolor simplemente pasen por nosotros? La fe es una reacción tranquilizadora. La búsqueda de la fe es la búsqueda de nuestra verdadera naturaleza, del espíritu interior, de la fuerza divina que vive en lo más profundo de nuestro corazón. Cuando éramos pequeños buscábamos la seguridad tratando de controlar los peligros que poblaban nuestra vida cotidiana. Vivíamos pendientes de que todo estuviera bien, de que todos se hubieran dormido, de que acabara la pelea. Pero cuando llegamos a adultos descubrimos que los peligros y malestares que nos amenazan jamás desaparecen totalmente de nuestra vida. Comenzamos a comprender que la verdadera seguridad no es la ausencia del peligro, sino la presencia de un sentimiento de fe que surge el corazón y es alimentado por un espíritu de serenidad, confianza y coraje. Si buscamos la seguridad dentro de nosotros y no en la manipulación de nuestro entorno y de nuestras circunstancias, entonces nuestra práctica se convierte en peregrinaje hacia el descubrimiento de una fe profunda y eterna en nuestros propios dones, nuestras fuerzas y nuestro espíritu. 36

Enfrentarnos al miedo Si la fe refleja la confianza en la propia fuerza interior, entonces cuando cultivamos la fe somos más capaces de aceptar cualquier cosa que nos suceda. Al margen de si se nos causa placer o dolor, sufrimiento o dicha, poco a poco adquirimos la confianza de que somos lo suficientemente fuertes, resistentes y creativos para sobrevivir y soportar los peligros de ser humanos. El primer reto es aprender a enfrentar los miedos cara a cara. Con frecuencia la primera reacción al miedo es sentir la propia vulnerabilidad y por lo tanto huir y esconderse, hacerse invisible e inaccesible al presunto peligro, sea cual sea, exagerando así la experiencia del miedo. Cuando huimos de las circunstancias que consideramos peligrosas generamos más miedo y ansiedad. ¿Me he alejado lo suficiente? ¿Me pueden ver aún? ¿He pensado en todo? ¿Estoy a salvo ya? Todavía preferimos encontrar la seguridad eliminando los peligros externos en lugar de ir hacia nuestros recursos interiores en busca de amparo y protección. Podríamos descubrir que en realidad nos sentimos más seguros cuando avanzamos hacia esas cosas que nos asustan que cuando huimos de ellas. Daniel era un hombre que de pequeño había sido acosado sexualmente por su madre, y por ello en su vida adulta tenía dificultad para mantener relaciones duraderas con mujeres. Siempre llegaba un momento en que le parecía que querían intimar más, se le acercaban demasiado, y tenía miedo. En esos momentos sentía la necesidad de huir y generalmente ahí acaba la relación. Durante una terapia de grupo explicó que estaba saliendo con una mujer a la que quería mucho, de modo que deseaba resolver su problema del miedo. Esa mujer era muy cariñosa y comprensiva y él se sentía muy amado. Al mismo tiempo, ya comenzaba a sentir el impulso de huir, de esconderse, de acabar la relación. ¿De qué modo podía protegerse y sentirse seguro con ella cariñoso y receptivo? Le pedí que eligiera una mujer del grupo para que hiciera el papel de la mujer que quería. Después hice que se colocaran bastante separados y le pregunté a Dan como se sentía. - Bien, un poco asustado, pero fundamentalmente bien. Le pedí que se acercara hasta situarse a un metro de ella. - ¿Cómo te sientes ahora? - Todavía bien, pero se me está formando un nudo en el estómago. Estoy un poco más nervioso. Le pedí que se acercara otro poco, hasta quedar a unos sesenta centímetros de ella. - Esto me da más miedo. Me siento muy violento. Comienzo a sentirme paralizado, deseo desaparecer, echar a correr. Continúe pidiéndole que se acercara más hasta que estuvieron cara a cara, separados por unos cuarenta centímetros. 37

- Ahora me siento muy mal. Lo único que deseo es escapar, estar en otra parte. Me siento paralizado, siento náuseas y estoy muy asustado. En ese momento el cuerpo le temblaba visiblemente y noté que lo único que deseaba era acabar el ejercicio, volver a su asiento y olvidar todo el asunto. - Acércate otro poco – le dije. Le pedí a la mujer que colocar su mano en la de él. En ese momento sus cuerpos casi se tocaban y Dan estaba a punto de dar media vuelta y echar a correr. Pero pasado un momento en esa posición noté un cambio. Poco a poco todos vimos cómo se iba relajando y parecía mucho más tranquilo, e incluso asomó una sonrisa en sus labios. - Así me siento mucho mejor – reconoció - . A esta distancia le puedo ver lo ojos, y con su mano en la mía me siento bien. No estoy pensando en ella, simplemente estoy con ella. No sé por qué, pero así me siento más seguro. Daniel se había pasado toda la vida huyendo de lo que le causaba miedo. Debido al abuso sexual de su infancia, lo imprevisible de la intimidad le producía tanto miedo en el cuerpo que siempre huía. Pero cada vez que huía generaba tanta preocupación y tantas fantasías angustiosas que inevitablemente creaba más miedo para la siguiente ocasión. Jamás se le había ocurrido que acercarse más, avanzar hacia ella en lugar de huir, podría producirle una sensación de seguridad. Cuando se acercó vio en sus ojos algo que le produjo alivio y serenidad; vio temor, profundo interés por él, incertidumbre y la disposición a ser humana y vulnerable. Al cambiar su relación con lo que le asustaba descubrió una fe más profunda en sí mismo, la sensación de que era capaz de arreglárselas en cualquier situación. Cuando crecemos sintiéndonos pequeños y asustados, llegamos a creer que sólo podemos tener serenidad y sentirnos protegidos cuando creamos mecanismos infalibles para alejar el peligro, para ocultarnos, para huir, para no abrirnos a lo que podría hacernos daño. Pero cuando nos acercamos a nuestros miedos, cuando los aceptamos, los exploramos y examinamos nuestra respuesta ante la inminencia del peligro, podemos comenzar a descubrir que lo que tenemos en nuestro interior es lo único que necesitamos para sentirnos protegidos y seguros. Muchas veces, cuando nos enfrentamos cara a cara con lo que nos asusta, descubrimos nuestra capacidad para sobrevivir a cualquier circunstancia. Cuanto más presentes estamos con nosotros mismos durante el miedo, sin huir, sin escondernos ni envolvernos en armaduras, más confianza desarrollamos en nuestros recursos, en creatividad, resistencia y sabiduría. Poco a poco comenzamos a cultivar una fe mucho más profunda en que, pese a las heridas y desilusiones sufridas, de alguna manera todo irá bien en nuestro interior. Fe en nosotros mismos Por desgracia, en la infancia muchos aprendimos a desconfiar de nosotros mismos. Si sus familiares rara vez hablan de sus sentimientos, el niño aprende a desconfiar de la validez de sus emociones. Si sus padres se sienten violentos, son incapaces de o no están dispuestos a 38

decir la verdad, el niño comienza a desconfiar de sus percepciones de lo que es verdadero. Y si continuamente se siente en peligro, aprende a desconfiar de su capacidad para protegerse. Incluso cuando somos adultos, siempre que sentimos miedo de inmediato centramos la atención en nuestra debilidad y vulnerabilidad, muy conscientes de la disparidad entre la potente amenaza del peligro externo y la frágil, vulnerable e incapaz persona interior. No obstante, la verdad es que con frecuencia somos mucho más fuertes que lo que imaginamos. Es curioso cómo muy pocos comprendemos cuánta fuerza necesitamos simplemente para crecer en nuestra familia. Cuando éramos niños hicimos uso de una tremenda determinación, de ánimo y valor por proseguir nuestra vida cotidiana, para sobrevivir a las repetidas ofensas y protegernos del peligro. Desarrollamos una intuición increíble para captar cualquier desequilibrio o irregularidad en nosotros mismos y en los demás; desarrollamos espíritu de observación y conciencia de los sutiles cambios en la lealtad, en las estrategias o intenciones de las personas que nos rodeaban, y nos hicimos expertos en replantear nuevas estrategias en cualquier momento. Además, en respuesta a las incertidumbres emocionales de nuestros familiares, muchos nos las arreglamos para descubrir un refugio en lo más profundo de nuestro interior donde encontrábamos una fuente de fortaleza y consuelo, incluso estando en un ambiente en el que no había sustento, apoyo ni cariño suficientes. Para muchos, este extraordinario lugar secreto de fortaleza interior ha sido en realidad nuestro aliado más íntimo y fiable la mayor parte de nuestra vida y, sin embargo, es un lugar al que acudimos muy poco. Es un lugar que rara vez tiene el privilegio de ver otras personas. Solamente cuando nos sentimos terriblemente dolidos, asustados o inseguros de poder sobrevivir bajamos al fondo de ese lugar interior. Es un lugar al que nos dirigimos cuando nos parece que todo está perdido, cuando han fracasado todas nuestras estrategias y manipulaciones y el mundo se ha vuelto inmanejable. Entonces, desesperados, miramos hacia dentro en busca de nuestra fuerza más profunda. Por desgracia, muchos de nosotros seremos aniquilados por algún momento trágico antes de poner, a regañadientes, nuestra confianza en lo más profundo de nuestro ser. Jamás nos imaginamos lo inmensa que es la fuerza interior que tenemos hasta que nos encontramos ante una enfermedad terminal, un divorcio, la muerte del cónyuge, un amigo o un hijo. Enfrentados con una tragedia, con la enfermedad o la muerte, en realidad nos hacemos menos temerosos, no porque la vida sea menos peligrosa, sino porque en esos momentos nos vemos catapultados hacia el interior para recurrir a aquello que es fuerte, fiable e íntegro dentro de nuestro corazón, en nuestro espíritu. Incluso inmersos en un infierno personal redescubrimos dentro de nosotros un corazón valiente.

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Bob es un amigo muy querido que recibe tratamiento a causa de su alcoholismo. Gran parte de su vida la ha dedicado a realizar grandes cosas, a acumular riqueza y a cultivar puestos de poder. Pero en medio de todo eso siempre temía no ser muy capaz y en cierto modo trataba de demostrar su valía mediante sus éxitos. Siempre se esforzaba por calmar sus miedos e inquietudes interiores y rara vez se sentía fuerte o en paz en su interior. Hace dos años su hijo murió de sida y él y su esposa llevan algún tiempo trabajando con el problema de la muerte. Su valiente disposición a convertir sus sufrimientos en enseñanzas para otras personas les ha servido para tener menos miedo respecto de sus propias vidas; son muy queridos en su comunidad, muy apreciados porque sus vecinos pueden visitarlos con su sufrimiento y son siempre bien recibidos. Una mañana, no hace mucho, me llamó Bob para contarme que le habían diagnosticado un cáncer terminal; los médicos le dijeron que le quedaban pocos meses de vida. -“Siempre he deseado y rogado tener serenidad y fuerza interior – me dijo -. He asistido a seminarios, he leído libros y he pedido a Dios todos los días que me dé serenidad y paz. Pero ahora que sé que podría morir muy pronto no siento ningún miedo. Es extraño, pero me siento muy tranquilo. Después de haber soportado la muerte de mi hijo y al estar ahora tan cerca de mi muerte, algo en mí se siente por fin en paz. Ciertamente no deseo morir, pero estoy dispuesto a marcharme si es mi hora. Al sentirme tan cerca de la muerte tengo una fuerte sensación de fe, de que alguna manera, pase lo que pase, todo irá bien, precisamente lo que he deseado toda mi vida.” Tal vez el mayor temor es a la propia muerte. Sin embargo, muchos hemos visto a personas que mientras sufrían las consecuencias del cáncer, del sida o de otras enfermedades que son un riesgo para la vida, en realidad van volviéndose más serenas y apacibles a medida que se acerca su muerte. Cuanto más cerca están del momento real de su muerte menos miedos sienten. Es como si al aproximarse a lo que más temen surgieran de su interior como respuesta una conciencia de su inmenso valor. Parece una eficaz y fiable ecuación: a medida que nos acercamos incondicionalmente a lo que más tememos aparece en nosotros una reserva fuerza que le hace frente, y ya nos eclipsa el temor. No es sólo el miedo el que nos hace buscar ese lugar, también es la disposición a enfrentar cara a cara los miedos, abriendo así en nosotros todas las capacidades latentes de nuestro corazón valiente. Entonces nos dirigimos a nuestro interior para redescubrir ese lugar de fe, de sraddha, para sentir el consuelo y el poder de nuestro espíritu, nuestra verdadera naturaleza, que incluso ante la muerte se presenta como un aliado leal y digno de confianza.

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¿Cuántos de nosotros hemos perdido ese lugar de fe? ¿Cuántos hemos extraviado esta fe en nosotros mismos, está firme confianza en nuestra fuerza interior? En realidad nunca perdemos ese lugar de fuerza interior, pero cuando nos invade el miedo al peligro, en lugar de recurrir a él, desesperados ponemos la confianza en nuestras estrategias externas para disipar y neutralizar los peligros del mundo. Nos fiamos de nuestras complejas manipulaciones psicológicas con el fin de reconstruir un mundo sin dolores ni riesgos, y tendemos a no ver la realidad constante de nuestra propia fuerza interior. Nuestras experiencias de la infancia nos enseñaron muchas cosas acerca de nosotros mismos y nos obligaron a desarrollar diversas habilidades de percepción, flexibilidad, creatividad, resistencia y resolución, todas las cuales continúan estando a nuestra disposición, si queremos aprovecharlas. Criarnos en nuestras familias nos enseñó a entender cosas de las que nadie nos habló jamás, a ver lo que nadie decía haber visto, a buscar consejo en nosotros mismos en la soledad y a sustentarnos y cuidarnos cuando nos hacían daño, nos olvidaban o nos desatendían. Este lugar íntimo y apacible de fuerza interior oculta es el lugar donde vive Dios, donde lo que es eterno y fidedigno ha sido nuestro aliado y compañero secreto. Cuando vivimos la vida actuando a partir de este lugar profundo de conocimiento, cuando escuchamos las voces que nos hablan desde ese refugio interior, podemos comenzar verdaderamente la práctica de la fe. Buda enseñaba a sus discípulos: Sed lámparas para vosotros mismos; sed vuestra propia seguridad; ateneos a la verdad de vuestro interior”. ¿Estamos dispuestos a confiar en este lugar interior? ¿Estamos dispuestos a poner nuestra confianza en la sabiduría del corazón y del espíritu? ¿Y si cuando sentimos miedo o confusión confiáramos en nuestra intuición? Dado que desconfiamos de nosotros mismos, solemos poner en duda nuestros sentimientos y percepciones. Pero ¿y si confiáramos en nosotros mismos, en nuestras capacidades, en nuestra voz interior? ¿Y si supiéramos que nuestros sentimientos o sensaciones son correctos y quieren decirnos algo sobre nosotros mismos y el mundo? ¿Y si confiáramos en nuestro corazón, en nuestra sensibilidad para captar información de las personas que nos rodean y actuáramos como si lo que sentimos fuera cierto? Cuánto más valientes seríamos si pensáramos que todas las percepciones del corazón, la mente y el espíritu están intactas, son totalmente funcionales y actúan perfectamente para nuestro bien. El siguiente es un ejercicio que ha ido muy bien a muchas personas. Les propongo que prueben el siguiente comportamiento durante un día: Decide pasar todo un día suponiendo que eres digno/a de confianza, que todas tus sensaciones son fiables, que todas tus percepciones e intuiciones son correctas. Al encontrarte ante una persona o una situación hazte las preguntas: “Si estuviera seguro de que soy absolutamente digno de confianza, ¿cómo manejaría este momento? ¿Qué haría? ¿Qué podría decir que fuera cierto? ¿Cuál sería el acto correcto para resolver esta situación con claridad y sin peligro?”. Resulta sorprendente comprobar que, tan pronto comenzamos a imaginar que en nuestro interior 41

tenemos todo lo que necesitamos para responder a los interrogantes de la vida, empiezan a disolverse rápidamente nuestros miedos habituales. Fe, aceptación y serenidad A lo largo de la vida los trabajos cambian, el cuerpo envejece, las personas vienen y se van, y tenemos éxitos y fracasos, salud y enfermedad. Nada nos pertenece, nada permanece, nada continúa igual. Y, sin embargo, en medio de todo eso, continuamos respirando, sigue latiéndonos el corazón, los días duran desde la mañana a la noche y continuamos presentes y vivos. Con la ecuanimidad de la montaña, el corazón valiente lo siente todo y sigue fiel y convencido de que todo irá bien en nuestro interior. En la tradición zen se cuenta la historia de un general que, durante una guerra civil, llevó a sus tropas por los campo arrasándolo todo y a todos a su paso. Enterados de estos actos de crueldad, los habitantes de un pueblo, atemorizados porque supieron que el general avanzaba en dirección a ellos, huyeron y se escondieron en las montañas. El general entró en el pueblo desocupado y envió a sus soldados a buscar a todas las personas que quedaran. Algunos soldados volvieron a decirle que sólo quedaba una persona en todo el pueblo, un monje zen. El general se dirigió a grandes zancadas hacia el templo y al entrar sacó la espada y dijo el monje: - ¿No sabes quién soy? Soy el que puede atravesarte con esta espada sin pestañear. El maestro zen lo miró y contestó tranquilamente. - Y yo señor, soy aquel que puede ser atravesado sin pestañear. Al oír eso el general le hizo una inclinación de cabeza y salió del templo. La fe no es una fortaleza contra el peligro; la fe se despliega como una flor de loto, que reposa en lo más recóndito de nuestro interior, en un lugar de quietud y confianza. No es una fórmula mágica que previene del sufrimiento; es un lugar de fuerza en donde nos sentimos más presentes en corazón y en espíritu. Hijos del dolor familiar, aprendimos a soportar los acontecimientos y circunstancias cambiantes que nos encontramos en la vida. Adultos ahora, podemos redescubrir esa misma fuerza interior y utilizarla para cultivar la fe en nuestro espíritu, en nuestra verdadera naturaleza y en nuestra profunda sabiduría interior. Cuando nos concentramos en aquello que es más profundo en nosotros, poco a poco descubrimos ese lugar de serenidad en el que ni siquiera el recuerdo de un padre borracho o de una madre furiosa puede agitar las aguas tranquilas de nuestra alma. A muchos nos resulta muy difícil encontrar ese lugar, y más difícil aún continuar en él. Podemos fomentar la fe con la práctica diaria de la oración o la meditación, que nos permiten visitar continuamente ese lugar interior que tiene la fuerza suficiente incluso para dominar lo que nos asusta y para soportar las penurias de ser humanos. Thomas Merton, monje, poeta y sabio espiritual, decía que mediante la oración y la meditación podemos encontrar un 42

refugio en los momentos terribles, aquellos en los que encontrar un refugio en los momentos terribles, aquellos en los que encontrar un refugio parecía imposible. En diálogo con esas voces del corazón y el espíritu nos refugiamos en Buda, en el corazón de Jesús, en lo que llamamos nuestro “Dios interior”. Y con la práctica aprendemos a poner la confianza y la fe en esas voces interiores de claridad, fuerza e integridad. Por último, incluso podemos descubrir que el sentido del humor, la capacidad para reírnos de nosotros mismos y de nuestros miedos, puede servirnos para inducir una alegre sensación de fe en que pese a los golpes y dardos de la vida todo irá bien. Sally vino a verme porque tenía un miedo terrible a muchas cosas de su vida y deseaba encontrar la manera de sentirse más segura y tranquila. Pasamos muchas horas explorando las heridas de su infancia, el dolor provocado por sus padres; hicimos varias meditaciones guiadas, un diario, dibujos y collages, en fin, todo lo que se nos ocurrió para lograr que se sintiera protegida. Pero a pesar de todo nuestro trabajo, seguía sintiendo mucho miedo. Resulta que un día Sally entró en mi consulta muy animada y con paso ágil, una gran sonrisa en la cara y unas zapatillas de caña alta y alegre color frambuesa. - Me las compré ayer y me las he puesto porque pensé que llevar zapatillas color frambuesa ciertamente me protegería. De ahora en adelante llevaré zapatillas frambuesa todos los días para sentirme segura. Los dos nos reímos, disfrutando de la libertad que encontró a dejar que su alegría y valor disiparan algunos de los miedos que le atenazaban el corazón. Rumi, el poeta sufí, habla del momento en que enfrentamos los miedos con fe, alegría y amor: Hoy, como todos los días Nos despertamos vacíos y asustados No abras la puerta del estudio para comenzar a leer Descuelga el dulcémele Permite que la belleza que amamos sea lo que hacemos Hay cientos de formas de arrodillarse y besar el suelo Meditación CULTIVAR UN LUGAR SEGURO Siéntate en una posición cómoda en tu refugio. Dedica unos momentos a relajarte, después cierra los ojos y suavemente dirige la atención a tu respiración, observando las sensaciones de elevación y descenso del pecho y abdomen mientras el aire entra y sale de tu cuerpo. 43

Siente cómo el ritmo de tu respiración genera tranquilidad y quietud en tu cuerpo y en tu mente. Dedica unos momentos a explorar tu cuerpo desde dentro, Comenzando desde la cabeza y avanzando lentamente hacia abajo, fija en las diversas sensaciones que se van produciendo en tu cuerpo Siente la parte superior del cráneo, la frente, los ojos, la boca, la le gua y los dientes. Siente los huesos y músculos de las mandíbulas, cuello y los hombros. Tómate todo el tiempo que necesites en caer parte del cuerpo y notando cualquier tensión o relajación que se produzca al centrar tu atención en ella. La atención discurre ahora por el pecho, espalda, brazos, muñecas, manos y dedos y luego pasa a los órganos internos, el estómago, los riñones y los intestinos. Siente la parte inferior de la espalda, y pelvis, la presión de las nalgas contra el suelo. Toma conciencia los muslos, rodillas, tobillos, pies y dedos de los pies. Continúa observando cualquier sensación que descubras al hacer este viaje por te tu cuerpo. Cuando hayas acabado, vuelve a centrar suavemente la atención en tu respiración durante unos instantes. Después de haber estado i talmente concentrado/a en la respiración, podrías intentar hacer la siguiente meditación. Pídele a tu mente que haga surgir una imagen de seguridad de tu interior. Deja surgir una imagen en la que te sientes absoluta y Completamente seguro/a. Puede ser un lugar, una persona o una época o momento de tu vida. Sencillamente permite que surja una imagen conciencia en la cual te sientas totalmente protegido/a y a salvo de cualquier peligro. A medida que surge esa imagen fíjate cómo es. ¿Qué observas respecto al color, la temperatura y la textura? ¿Estás a solas o con al-: -Qué sientes cuando estás en esa imagen? Déjate envolver por rienda como si fuera una túnica suave y quédate en ella varios s sintiendo el total agrado y comodidad de estar absolutamente a salvo y protegido/a. Pasado un rato elige una parte de tu cuerpo donde puedas anclar en. Imagínate que de verdad colocas esa imagen en algún lugar de tu cuerpo, un lugar donde se quedará y te acompañará siempre. Puede en el pecho, en el corazón, en un brazo, pierna o una mano, es decir, en cualquier parte donde creas que te será más útil, puedas acceder a ella siempre que lo necesites. Asegúrala bien para que sea tu compañera constante. Cuando creas que tienes la imagen bien instalada en tu interior, vuelve centrar lenta y suavemente la atención en tu respiración, haciendo que esa imagen se convierta en parte de ti. Ya vive dentro de o se separará jamás. Con cada respiración esa imagen encuentra lugar permanente en tu cuerpo. 44

Después de unos momentos, y mientras sigues concentrado/a en respiración, puedes abrir suavemente los ojos. Cuando hayas acabado, podría convenirte dibujar la imagen de seguridad que ha surgido en ti. Con actitud relajada y festiva, dedica minutos a registrar visualmente tu experiencia con algunos sencillos útiles de dibujo, como lápices de colores o pastel. No importa que no sepas dibujar muy bien, simplemente elige las imágenes y comas relevantes y dibuja lo que viste y sentiste. Si te gusta el dibujo podrías colocarlo en algún sitio donde lo veas menudo, por ejemplo, en tu dormitorio. Úsalo como recordatorio del lugar de seguridad que llevas dentro constantemente. EJERCICIO Exploración del miedo el cuerpo La próxima vez que sientas miedo, en lugar de estar pendiente de un peligro exterior concéntrate en tu respiración un momento. Convierte la respiración en tu foco de atención y toma conciencia de la sensación física de respirar, cómo sube y baja tu abdomen, cómo se expanden y se contraen tus pulmones. Cuando comiences a relajarte deja que alcance tu corazón el objeto de tu miedo. Sin dejarte vencer por él, deja que lo que sea que te lo causa simplemente exista como imagen en tu mente, sin hacer juicios ni tratar de cambiarlo o eliminarlo. No tienes por qué protegerte de este momento. Al mismo tiempo, mantén la atención centrada en tu respiración, que tu respiración sea la montaña de ecuanimidad, el lugar interior que continúa inalterable. Cuando se presente el miedo simplemente advierte su existencia: «Ah, el miedo, ya vuelve a estar aquí». Después podemos explorar las sensaciones que surgen. ¿Dónde es más fuerte la sensación? ¿En el pecho, en los músculos, en el vientre? ¿Qué otras imágenes surgen junto con el miedo? Observa dónde se queda más tiempo, fíjate en qué momento comienza a disminuir. Sencillamente explora, investiga ese miedo, haciendo las paces con las sensaciones que surjan. Si resistes el deseo de protegerte y te introduces suavemente en la experiencia del miedo, ¿qué otras sensaciones o impulsos surgen? A medida que aparezca cada impresión o sensación, reconócela en silencio para tus adentros: «Temor, temor» u «opresión, opresión». También podrías tomar nota de tus pensamientos: «Desesperación» o «ruina». Con cada respiración comienza a hacer las paces con lo que te ha sido dado, abre el corazón a la posibilidad de que eso podría no ser un desastre sino simplemente una inesperada/variación de color o textura de tu día. Tal vez no haya ningún peligro, sino un simple cambio de sensaciones. Practica esto durante varios minutos, observando cómo reaccionan tu cuerpo y tu corazón al introducir una presencia mental consciente en tus sensaciones de miedo. 45

Podrías acabar el ejercicio con una meditación sobre la ecuanimidad. Podrías recitar esta oración por la serenidad: «Dios mío, concédeme la serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo cambiar y la sabiduría para discernir entre ellas». También podrías repetir para ti mismo, en silencio, las siguientes frases: «Tenga yo equilibrio y paz. Que no me alteren los cambiantes: acontecimientos de mi vida ni el mundo que me rodea. Que tenga fe en mí mismo. Que tenga fe en la fuerza del espíritu que vive en mí». Reconoce que todas las cosas creadas vienen y pasan, las alegrías y las penas, los acontecimientos agradables y los desagradables, los amigos, los seres queridos, e incluso naciones enteras se forman y desaparecen. «Aprenda yo a ver con ecuanimidad y equilibrio el surgir y morir de todas las cosas. Que tenga fe en el espíritu que vive en mí. Que sea receptivo, valiente y sereno».

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3 Comportamiento y sensación de hogar Cuando nace un niño, toda la creación se abre para hacerle sitio. Ricos o pobres, blancos o negros, dotados o tontos, todos somos hijos de Dios y como tales heredamos un lugar legítimo en el cual vivir y desarrollarnos, libres y sin condiciones. Pero muchos niños criados en familias desestructuradas rara vez experimentan esa sensación de pertenecer a un hogar, de tener un ambiente propio y natural. Al mar-; en de lo cariñosos o atentos que pudieran haber parecido nuestros familiares, continuamos sintiéndonos importunos en nuestra casa. Uno de nuestros mayores temores era no contar jamás con un sitio seguro y acogedor que pudiéramos considerar nuestro hogar. Ciertamente las personas cuyos padres tenían problemas o eran inestables, agresivos o alcohólicos, rara vez se sintieron en su casa en ninguna parte. Tal vez al nacer se les concedió un sitio propio, pero muy pronto descubrieron que su familia ofrecía muy poca seguridad y refugio; eso no era un hogar. La experiencia infantil de pertenencia a un hogar parecía condicionada al comportamiento, servicio o prestaciones. Pronto aprendimos a estar atentos para satisfacer exigencias ridículas, a adivinar lo que deseaban nuestros padres antes que lo pidieran y a tratar siempre de hacerlo todo bien, simplemente para que nos permitieran continuar en casa. Pero todos los éxitos eran temporales; siempre surgía una nueva amenaza a nuestra tenue sensación de tener un hogar, y rara vez era éste un cobijo, nunca había un descanso. Agradecíamos que se nos permitiera vivir allí, y el miedo y la gratitud se mezclaban en una letanía secreta y confusa que recitábamos en el interior del corazón: Me dejan vivir aquí porque siempre procuro que mi madre se sienta mejor. Me tienen aquí porque me ocupo de mis hermanos. Cuando pelean y acompaño a mi madre cuando llora. Tienen que quererme porque cuando mi padre me chilla no lloro ni me defiendo. Me quieren porque nunca pido nada. Sé que me quieren porque me dejan vivir aquí. Nos sentíamos como si sólo se nos valorara porque no dábamos guerra. Tratábamos de ser inofensivos y lo menos indeseables posible amputándonos el corazón y reprimiendo los sentimientos. Sólo entonces podíamos ocupar espacio. Es difícil sentir que se tiene un hogar cuando los padres son tan inconscientes, tan adictos a algo y están tan heridos que, inmersos en su desgracia, no pueden hacer un hueco a sus hijos en sus vidas. Ellos también tienen que haber experimentado mucho sufrimiento y desilusión al no poder disfrutar de la alegría, de los juegos y de la cariñosa compañía de sus hijos.

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Así, aunque tal vez se nos hubiera prometido un lugar legítimo al cual pertenecer, no siempre fue fácil saber cuál era ese lugar. Aprendimos a imaginarlo, a adivinar cuál sería, e intentamos ganárnoslo de alguna manera. Pero jamás tuvimos la sensación de haberlo encontrado; era como si en cualquier momento nos pudieran expulsar y enviar al exilio. Por lo tanto aprendimos a aferramos a cualquier rincón que se nos ofreciera, agradecidos de que se nos permitiera alojar en alguna parte, en cualquiera. Y así fue como aprendimos a definir la sensación de hogar: la prórroga temporal de cierto destierro. Algunos intentaron ganarse su sitio siendo el payaso, el salvador o el invisible de la familia, y continuaron con esas estrategias en su vida adulta. Alex, un vendedor, aprendió a transformarse en la persona con quien hablaba; era capaz de imitarlo todo, la postura, el mismo acento al hablar, el vocabulario. Así tenía la impresión de que todos lo aceptaban y querían y se sentía en su ambiente con ellos. Sheila j estudió con gran empeño y durante mucho tiempo para ser una actriz porque sólo un teatro lleno de aplausos podía convencerla de que era querida. Claudia me contó que cuando era niña se convenció a sí misma cié que era adoptada; por lo que a ella tocaba, no tenía nada que ver 3t» las personas que la estaban criando. Todas las mañanas contemplaba la calle por la ventana de la casa de sus padres «para elegir una familia más agradable. Cada día escogía una distinta». Después se pasaba el día simulando que vivía con su nueva familia. «Me moría de ganas de que me raptaran.» Hemos atiborrado nuestras vidas con estrategias para ganarnos un hogar, probando combinaciones de comportamientos e ingenio para hacernos atractivos y valiosos a las personas que realmente están en su casa para que nos permitan vivir con ellas. Pero querer ganarse un puesto legítimo en el hogar complaciendo a los demás es como tratar de recoger mercurio con un tenedor; por mucho que trabajemos siempre se escurre y nos quedamos con la sensación de no tener casa, de que carecemos de un lugar al que podamos llamar propio. Aparcería La promesa de un lugar propio es difícil de resistir, sea cual sea su precio. Muchas veces haremos casi cualquier cosa a cambio de un lugar que podamos considerar nuestro. Pero encontrar un lugar en el que se nos permite quedarnos no es lo mismo que tener un hogar. Las terribles condiciones en que vivían los aparceros en el siglo XIX nos demuestran cómo el miedo puede inducir a las personas a hacer tratos desfavorables simplemente por tener un lugar donde vivir. Los aparceros en Estados Unidos eran pobres, con frecuencia negros, y trabajaban la tierra que pertenecía de otro a cambio de una pequeña parte de la cosecha que producían. No les pertenecía nada y cualquier cosa que no declararan al dueño tenían que mantenerla en secreto. Tenían muy pocos derechos y el propietario podía disponer a su 48

antojo de la casa y las pertenencias del aparcero. Se les concedía un lugar donde vivir con la condición de someterse a las exigencias del propietario. Así hablaba en 1907 un aparcero negro llamado Nate Shaw, que trabajaba la tierra de un propietario blanco, refiriéndose al contrato del aparcero: Encuentro correcto que yo le pague por usar lo que es suyo, la tierra, los aperos, el arado y el abono. Pero ¿cuánto debo pagar? La respuesta debe estudiarse muy detenidamente. ¿Cuánto debe pagar un hombre? ¿La mitad de su cosecha? ¿Una tercera parte de su cosecha? ¿Y cuánto debe quedarse para él? Usted tiene derecho a su parte, el alquiler, y yo tengo derecho a la mía. ¿Pero quién es el que debe decidir cuánto? ¿El que posee la tierra o el que la trabaja? En este corto párrafo, Nate Shaw explica claramente un terrible contrato por el cual sólo se le permite vivir allí si continúa siendo el cuidador de los bienes de otra persona. No tiene casa, no tiene refugio, no tiene un lugar al que pueda llamar legítimamente suyo. Ese es el contrato del aparcero. Y a semejanza del aparcero, muchos niños criados en el sufrimiento familiar sienten que no tienen lugar propio. También piensan en su corazón que deben algo a alguien por su derecho a ocupar un lugar, derecho que les puede ser arrebatado en cualquier momento y en cualquier lugar. Si no hacen a todos felices, podrían expulsarlos del planeta. Igual que el aparcero, viven con el temor de que jamás se les va a permitir pertenecer a ninguna parte. El escondite En la familia con problemas, pertenecer de forma condicional al hogar equivalía a trabajar una tierra que exigía mucho sacrificio y producía muy poca cosecha. Por lo tanto, algunos buscamos otras formas de sobrevivir. Si no lográbamos complacer lo suficiente a nuestros padres para ganarnos la seguridad del hogar propio, entonces adoptábamos lo que nos parecía ser la única otra alternativa: el exilio autoimpuesto. Teniendo un buen escondite podíamos desaparecer en secreto, evitando así el problema de pertenecer a un hogar. Había quien se escondía en su cuarto y quien lo hacía en los libros; algunos se ocultaban en el bosque o en el ático, otros se creaban su propio mundo con los animales domésticos, e incluso otros se refugiaban en la televisión. La mayoría encontramos un lugar secreto i el que creíamos que había menos posibilidades de ser maltratados, lugar al que pertenecíamos sólo nosotros y nadie más. Brad me contó todas las noches sus padres se enzarzaban en una riña después de unas cuantas copas. Y así, este niño, a partir de los cinco años, a hurtadillas de la casa, se subía al coche de la familia y se sentaba allí a esperar que sus padres dejaran de pelear y se fueran a la cama. Incluso en invierno, ése era su refugio.

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María hizo un dibujo de una de las cosas que hacía con más frecuencia en su infancia. Dibujó a una niñita sentada sola en un escalón la puerta de una casa, con la cara apoyada en las manos. En esos momentos, explicó, sus padres reñían dentro de la casa y ella espera-fea \ deseaba que acabara la pelea. A veces tenía que esperar a que dejaran de golpear a su hermano. A veces simplemente esperaba. Cuando estamos escondidos, a veces la espera ocupa el lugar de la sensación de pertenecer al hogar: esperas que te descubran, esperas que te digan que entres, esperas que pase el peligro. Esperar y esconderse son las estrategias de la impotencia, y entonces la sensación de logar depende de que no te descubran, depende de que acabe la pe-jea. Dependeré cuándo va a acabar esta horrorosa noche. Algunos niños eligen esconderse en lo profundo de su cuerpo. Están presentes físicamente, pero se han retirado tan hondo en su inferior que da la impresión de que no hubiera nadie. Los niños maltratados cultivaron la habilidad de simular que prestaban atención, aunque por dentro estaban muy, muy lejos. Elizabeth La primera vez que Elizabeth vino a verme, hace unos años, nada más sentarse dijo: —No deseo estar aquí. Al decir «aquí» no se refería a mi consulta, sino al ámbito de la raza humana. No se consideraba miembro de la raza humana ni deseaba serlo, me dijo. No lograba explicarse la necesidad de pertenecer a una especie tan dañina y peligrosa. En cierto modo yo podía estar de acuerdo con ese argumento. El Mundo siempre me había parecido penosamente necesitado de curación, y llevaba años trabajando a mi modesta manera para ayudar a personas e instituciones a tratarse con más comprensión y compasión entre ellas. Pero para Elizabeth el problema no estaba en el grado de peligro o seguridad que existía en el mundo. Su problema era que desde hacía mucho tiempo no se sentía segura ni siquiera en su cuerpo. Elizabeth practicaba en serio la meditación y era muy respetada como profesora, sanadora y amiga. Pero desde siempre había albergado en el corazón un malestar, un dolor profundo, y deseaba que yo la ayudara «a librarse de él». Los dos suponíamos que había habido algo traumático en su infancia, y pronto descubrimos recuerdos reprimidos de abusos sexuales por parte de su padre alcohólico cuando era muy pequeña. Al verse desamparada por su madre, y por todos los demás, por lo visto decidió a esa temprana edad que era demasiado aterrador y peligroso ocupar totalmente su cuerpo. Si este mundo es un lugar donde las niñas de tres años pueden ser 50

violadas tan dolorosamente, prefería no estar aquí, gracias. Decidió no estar presente en su vida. Al igual que muchas víctimas de violencia familiar, la niña Elizabeth desapareció. El terror de su infancia le enseñó a ocultarse, a rechazar la invitación de pertenecer a este mundo. —Recuerdo que no deseaba aceptar mi encarnación en este cuerpo. Deseaba poder retroceder, empezar de nuevo, volver al tiempo anterior a la violación. Me sentía rota. Durante bastante tiempo trabajamos muchísimo y descubrimos mucho dolor. Durante una dolorosa sesión, debatiéndose con las imágenes de la violación de su padre, gritó llorando: « ¡Quítate de encima! ¡No quiero tenerte encima!». Elizabeth era muy valiente y fuerte. Juntos trabajamos paciente y suavemente el terreno de los recuerdos de su corazón, sintiendo el terror, la rabia y el miedo que le causaba estar aquí y la idea de volver a ser alguna vez el blanco de ese tipo de violencia. Cuando llegamos al fondo de su dolor, como todos los hijos víctimas de abusos, Elizabeth tuvo que tomar una decisión. Podía aprender a sentirse más a gusto escondiéndose, una alternativa ciertamente compasiva y justificable, o decidir estar presente en su cuerpo, aceptar su herencia como hija de la creación y ocupar su lugar en la tierra. Deliberamos detenidamente sobre el peligro que sentía cuando estaba presente en su cuerpo. Juntos ideamos estrategias para que se sintiera segura. Hicimos meditaciones que le permitían experimentar diferentes formas de estar presente, explorar las sensaciones físicas de miedo y seguridad que surgían a cada paso que daba hacia la meta de sentirse plenamente viva. Poco a poco comenzó a sentirse ligeramente más a gusto consigo misma. De todos modos le llevó mucho tiempo concebir que ocupar su lugar en el mundo era preferible a escapar de él totalmente. Años después de haber acabado nuestros trabajos juntos, le diagnosticaron un cáncer de mama particularmente difícil. Tuvo que so-portar un largo periodo de recuperación a causa de los efectos tóxicos de la radioterapia y la quimioterapia. Cuando fui a visitarla al hospital le pregunté cómo se sentía en su cuerpo ahora que sufría tantos dolores. —Siento que por fin estoy aquí —me dijo—. Y no sólo eso, «de-seo» estar aquí. Es curioso, sobre todo ahora que tengo este cáncer, pero estoy contenta de estar aquí, contenta de estar viva en este cuerpo. Creo que aceptar finalmente mi lugar aquí será lo que me ayudará a sanar. —Cerró los ojos y los dos estuvimos en silencio unos minutos. Después, con tranquila fuerza en su voz, añadió—: Ahora me siento más segura. Aprender a aceptar mi vida me ha proporcionado una especie de refugio. Tengo un lugar para mi espíritu, incluso en este cuerpo.

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¿Cómo sentirnos respecto a nuestra pertenecía a un hogar o a un lugar? Si tenemos que trabajar arduamente para que nos permitan quedarnos en casa, o simplemente ocultarnos y desaparecer, rara vez sentimos que podemos estar en paz y seguridad perteneciendo a un hogar o a un lugar. Es normal que este tipo de decisiones produzcan una gran ambigüedad respecto a si deseamos o no pertenecer a algo o alguien. Algunas de las personas que vienen a consultarme están tan cansadas de intentar ser de alguna parte que están a punto de abandonarlo todo y buscarse una cabaña en el bosque para esconderse durante el resto de su vida. Otras me han dicho riendo que el único lugar para ellas debe de ser un convento o un monasterio, un templo o asram, donde no tengan que hablar ni relacionarse con nadie, algún lugar aislado del mundo donde puedan encontrar su lugar de seguridad Cuando dudamos respecto a pertenecer o no a un lugar, probablemente somos cautivos de la idea de que tenemos que ganarnos ese puesto, porque pensamos que en el mundo no hay sitio para nosotros. Hay varias maneras de superar esta ambivalencia. En primer lugar, podemos aceptarla y bendecir nuestra resistencia a abrirnos al dolor del exilio y del rechazo. Que tengamos miedo es comprensible: estamos heridos, y muy profundamente. Si nos obligamos a participar plenamente de la vida en un lugar donde todavía no nos sentimos a gusto, en nuestro ambiente, no respetamos-ni hacemos caso de ese dolor. Por el momento podemos permitirnos seguir dudando. No hay ninguna prisa, no hay ningún lugar adonde ir. En segundo lugar, podemos considerar nuestra pertenencia a un hogar desde una perspectiva más amplia. Para ello es necesario re-considerar nuestro linaje, nuestra familia: dejamos de ser simplemente hijos exiliados de una familia que nos hace sufrir y comenzamos a pertenecer a toda la familia humana, como hijos de la creación. Dar este paso resulta difícil al principio, y requiere práctica, pero nos permite descubrir un hogar o un lugar propio, mucho más profundo y rico. Sin negar el dolor real de nuestra infancia, poco a poco comenzamos a considerar que podemos recuperar el lugar legítimo que nos corresponde en la familia humana. La familia más numerosa Si movemos lentamente la cámara para captar un panorama más amplio de nuestra vida, comprobaremos que nuestra familia de la infancia no es el único escenario de la batalla por pertenecer a un hogar Nuestra herencia no consiste sólo en nuestros padres, papá y mamá ni en la forma como nos trataron ni lo que sentíamos respecto a elle El sentimiento de pertenencia tiene que ver también con el lugar que nos corresponde en la familia humana, más numerosa, con la que compartimos nuestro legado común. Visto de este modo, la tela de nuestra historia en cuanto especie está tejida con los conflictos entre personas que buscan y han busca do un lugar legítimo donde vivir. Ya 52

fueran los israelitas en lucha ce los egipcios, los griegos con los romanos, los indígenas americanos con los conquistadores españoles, los aparceros con los terratenientes, los negros con los bóers, los hindúes con los musulmanes, los ji dios con los nazis, las mujeres con los hombres, los ricos con los pobres o los hijos con sus padres, hemos sido terriblemente torpe cuando se trataba de adjudicar un lugar legítimo a todos los hijos de Id creación. Todos necesitamos un lugar en el cual sentirnos seguros, integrados; todos buscamos refugio. Nuestros corazones anhelan un hogar. Incluso la historia de la natividad de Jesús, una de las más conocidas del cristianismo, es la historia de un niño al que se le negó un lugar donde nacer: José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David que se llama Belén [...] para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Estando allí se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en la posada. El mundo no le concedió un lugar, y así el bebé Jesús nació como un refugiado en un pesebre de granja, sin hogar entre su propia gente. Tiempo después Jesús hablaría del tipo de hogar que le proporcionó el mundo: «Las raposas tienen cuevas y las aves del cielo nidos», dijo, pero él «no tiene dónde reclinar su cabeza». La seguridad y la sensación de pertenencia a un hogar no las concede liberalmente el mundo. Los millones de personas sin hogar de nuestras ciudades son testimonio de la perdurable verdad de la declaración de Jesús. Cientos de miles de refugiados de África, Sudamérica y Oriente Medio revelan nuestra incapacidad, o tal vez la falta de voluntad, para proporcionar hogar a todos nuestros hijos. Cualquier niño que sufre afirma su parentesco con todos los de-más que viven exiliados de su verdadero hogar. Estamos fuertemente unidos a todas las personas que sufren y anhelan amor. ¿Es que no vemos que esta es nuestra familia y que no estamos solos? Por el solo hecho de nacer heredamos un lugar legítimo en la familia humana. Aceptar esa familia como nuestra y afirmar nuestro lugar en ella es un paso importantísimo en la curación. Este parentesco resulta difícil de sentir, difícil de imaginar, a quienes hemos sentido el exilio y aislamiento emocional en nuestras familias de la infancia, pero está en el corazón de nuestro viaje. Cuanto mayor es el trabajo, más profunda es la promesa Cuando dudamos acerca de nuestra pertenencia a un hogar nos desesperamos y aprendemos a aferramos casi a cualquier cosa (un trabajo, una pareja sexual, un estilo de vida) y hacemos de ella nuestro hogar. En nuestra desesperación, perdemos la serenidad y la sensibilidad hacia las necesidades de los demás. Si necesito de tu compañía para sentir que 53

pertenezco a un hogar, entonces me preocupo más de cómo hacerme admirar por ti que de tus necesidades y deseos personales. Te conviertes en un mero vehículo para mi sensación de pertenencia, en agente de mi comodidad, ya no eres un hijo de la creación con esperanzas y anhelos propios. Cuando me acerco a ti no es a ti a quien toco sino a mi desesperación. Sin embargo, ningún ser humano puede darnos esa sensación de pertenencia a un hogar. Los demás no tienen por qué garantizarnos un lugar aquí, puesto que ese lugar ya nos ha sido dado. El desafío, La tarea, consiste en honrar y respetar el lugar que ocupamos en estos momentos, inspirar y asimilar el regalo incondicional de hogar. La búsqueda de un hogar es una antiquísima metáfora espiritual. Como relata el libro del Éxodo, los israelitas, esclavizados y maltratados en Egipto, gemían bajo el duro yugo de la servidumbre. Sus clamores llegaron a Dios, que dijo a Moisés: «He visto la aflicción de mi pueblo, conozco sus angustias, y he bajado para sacarlo de allí y llevarlo a una tierra fértil y vasta, una tierra que mana en leche y miel». La tierra prometida fue dada incondicionalmente a los israelitas. Por infiel y sacrílego que fuera su comportamiento durante el camino, por mucho que se quejara de las dificultades del viaje, el don de la tierra propia nunca les fue quitado. No se les dio la tierra en recompensa por su comportamiento, se les dio porque necesitaban un hogar. Puesto que sois los hijos de la Tierra, les dijo su Dios, podéis vivir en la tierra con mi bendición. Jelaluddin Rumi, poeta sufí del siglo XIII, describe bellamente la naturaleza incondicional del don del hogar propio: Ven aquí, ven aquí, dondequiera que estés, Viajero errante, adorador, aficionado a marcharte; Ven, la nuestra no es una caravana de desesperación; Aunque hayas quebrantado mil veces tus promesas, ven, vuelve.2 La invitación a pertenecer a un hogar se nos hace una y otra vez, pero hemos de ser capaces de oír la promesa y aceptar el regalo. Para encontrar una tierra propia los israelitas tuvieron primero que abandonar Egipto, la tierra donde vivían con miedo y en servidumbre. Es necesario mucho valor para dejar atrás nuestros miedos y hábitos, nuestras estrategias ya conocidas y nuestras magníficas actuaciones destinadas a impresionar; a los demás. Nos cuesta creer que se nos naya otorgado incondicionalmente un lugar, un hogar al que de verdad pertenecer y hace falta no menos valor para creer que somos dignos de semejante regalo. Lógicamente, el viaje hacia nuestro nuevo hogar no tiene por qué llevarnos siempre a otro país o casa. A veces nos lleva a una vocecita suave del interior de nuestra alma, a un refugio u hogar tan seguro y sereno como la respiración, Los hebreos empleaban la misma 54

palabra, ruach, para referirse al espíritu y a la respiración o aliento. Cuando en el cuerpo hay un sitio para el aire que respiramos, hay un hogar para nuestro espíritu. Podemos comenzar a sentir nuestro hogar en la respiración, en ella podemos hacer nuestro refugio, en ella comenzamos a sentir nuestro lugar en la creación. Refugiándonos en cada respiración, en cada latido del corazón, encontramos un lugar de paz al cual pertenecer. Las caóticas exigencias de un mundo imprevisible no nos dan ni nos arrebatan este refugio, este santuario. Ese lugar nos pertenece y nosotros pertenecemos a él. Allí es donde hacemos nuestro hogar. La sensación de pertenencia a un hogar comienza en ese lugar profundo de quietud en el que nuestro espíritu vive con nosotros. sentirte. Es posible que a veces te sientas inseguro y pienses: «No sé si deseo ser de aquí o no». No intentes alterar esa ambivalencia. Observa como es esa sensación de inseguridad respecto a si estás o no a gusto, integrado. Deja que te impregne esta ambivalencia, y que en este momento centre ella tu meditación. Procura que esto sea simplemente un experimento, un interesante ejercicio que te revele cómo te sientes respecto a tu sensación de pertenencia a un hogar o integración. No te obligues a sentirte integrado. Toma conciencia del miedo, de la incertidumbre o la cautela, y respeta cada sentimiento a medida que surja. Que esa toma de conciencia sea amable, comprensiva, compasiva, simplemente reconociéndote a ti mismo y a tus sentimientos de exilio o integración tales y como son. 56

Con este ejercicio no nos obligamos a sentir que pertenecemos a ningún sitio. Simplemente observamos nuestra experiencia. Eso será suficiente por el momento. Meditación ENCONTRAR LA SENSACIÓN DE HOGAR EN LA RESPIRACIÓN Comienza por ir al refugio que te has hecho y delante de la mesita siéntate en posición cómoda, en el suelo, sobre un cojín o en una silla. Procura tener la espalda, el cuello y la cabeza en una línea relativamente recta. Coloca las manos relajadas sobre el regazo o colgando sueltas a los lados. Colócate en una posición en la que puedas sentirte cómodo durante quince minutos. Cierra los ojos. Suavemente centra la atención en tu respiración. No se trata de pensar en la respiración, sino de experimentar la sensación física del aire que entra y sale de tu cuerpo. No hay nada que hacer, ningún lugar adonde ir. Sencillamente toma conciencia de las sensaciones de respirar. Siente el recorrido del aire, cómo pasa por tu nariz, por la garganta, el pecho y el abdomen. Experimenta la corriente natural del aire al entrar y salir. Sin tratar de controlar ni cambiar la respiración, déjala ser tal como es, que la respiración respire, sin comentarios. Si es lenta, que sea lenta, si es superficial, que sea superficial, si es rápida o profunda, que sea rápida o profunda. No se trata de cambiar la respiración sino de tomar plena conciencia de su textura, tempera-tura, forma y color, de todas las cualidades del aire que inspiras y espiras. Percibe cada una de las sensaciones que acompañan la respiración. Observa el intervalo entre la inspiración y la espiración, percibe la intención de volver a inspirar; momento a momento ve tomando más conciencia de la calidad de cada respiración. Busca el lugar del abdomen, justo debajo de las costillas, que sube y baja a medida que respiras. Lleva a ese punto la atención. Cada vez que el abdomen se eleve piensa en silencio «se eleva», y cada vez que baja, observa «baja». Se eleva..., baja..., se eleva..., baja. Si surgen pensamientos, déjalos marchar amablemente y vuelve a centrar la atención en la respiración. Deja que todos los demás pensamientos pasen, manteniendo suavemente la atención centrada en la respiración, en el suave movimiento de subir y bajar. No te desanimes. Al principio tu pensamiento divagará muchas veces. Cada vez que lo haga sencillamente adviértelo y vuelve a concentrarte en la respiración. También es posible que te distraigan la atención sensaciones de incomodidad corporal. Tal como has hecho con los pensamientos, ente vuelve la atención a la elevación y descenso, elevación y descenso del abdomen con cada respiración. Cuando estés íntimamente familiarizado con las sensaciones corporales producidas por la respiración, permítete comenzar a sentirte a gusto, en casa, en tu respiración. Cuando 57

tengas la sensación de la inspiración, el aire que entra por la nariz y se precipita a los pulmones elevación y descenso del abdomen, puedes comenzar a sentir que Espiración pertenece a tu cuerpo, que allí el aire encuentra su lugar natural. Siente la forma de ese lugar, toma conciencia del lugar de interior donde el aire hace su hogar. Al espirar, siente la relajación lodo el cuerpo que sigue a la respiración. Imagínate que creas tu hogar en la respiración. Nota la sensación de hogar en ese lugar del abdomen donde reside el aire inspirado, abierto ese espacio de tu cuerpo y recibe el aliento que lo hace tu hogar. Pasado un rato podrías acompañar en silencio la espiración a palabra «hogar». Observa cuando tengas la sensación de hogar; observa cómo se eleva y baja esa sensación de hogar. La respiración es un ancla en medio de las mareas dé circunstancias emociones que no cesan de cambiar. La respiración es nuestra compañera constante, algo que nos acompañará en todo momento de nuestra vida. Cuando creamos nuestro hogar en la respiración nos refugiamos en el espíritu eterno que vive en nuestro interior. Nadie nos puede arrebatar ese lugar propio. Es nuestro, es nuestro hogar; allí es donde vivimos. M practicas esta meditación todos los días, aunque sólo sea durante quince minutos, tal vez descubras que poco a poco te sientes lis a gusto, más seguro y familiarizado con la experiencia de sentirte B casa en tu respiración. Allí siempre puedes encontrar refugio, ocupar tu lugar en tu santuario de integración profunda, interior. Estás • casa.

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4 Escasez y abundancia Una vez, durante un retiro, Marty comenzó a sentirse muy triste. Criado con un padre irascible y dominante, había desarrollado una resistencia habitual a expresar sus sentimientos. Pero hacia poco lo había dejado su esposa y en ese momento comenzó a sentir nostalgia de ella. Me acerque a él, le coloque la mano en el pecho y le pedí que respirara lentamente, hacia el corazón. Se echó a llorar. Le pedí que expresara los sentimientos que le surgían allí. --Siento como si nunca fuera a haber suficiente para mí –dijo entre sollozos. Cuando dijo esas palabras tuve la impresión de que era lo más verdadero que podía decir sobre su vida. Le pedí que repitiera esas palabras unas cuantas veces. Con cada repetición se fue abriendo más y más, tocando esa terrible tristeza, sintiendo la desesperada aflicción de un niño que jamás tuvo amor que necesitaba. Criados en terrible desesperación, nos convencimos de que el amor y la atención están fuera de los límites de nuestra vida. El corazón se nos contagió de una profunda sensación de escasez; junto con aprender a tener que no existiera ningún lugar legitimo para que nosotros, aprendiéramos también a temer que nunca hubiera suficiente cariño. Al margen de lo cariñoso y generoso que intentaran ser nuestros padres, a veces puede que hayamos sentido que nunca teníamos suficiente cariño, atención, caricias, seguridad, alegría o amor. Llegamos a creer incluso que le cariño era escaso. Era algo que se expresaba con frugalidad, no se prodigaba, no había nada con que contar. De niños no enteramos de lo que es la escasez y la abundancia en el mercado del afecto familiar. Criados en la creencia de que nunca había suficiente para nosotros, calibramos nuestros sueños según lo que suponíamos no tendríamos nunca. Simplemente dejamos de pedir amor, atención y afecto. Había demasiado poco a nuestra disposición. Se nos creó así una disyuntiva: si no hay suficiente cariño, entonces hay que decidir, ¿Quién recibe el cariño, tu o yo? Si hay tan poco amor, ¿Quién lo recibe? En una familia en la que se raciona el amor como el agua en un bote salvavidas, ¿Quién bebe primero? ¿Y quién lo decide? Cuando el amor es escaso, parece imposible que todos reciban cariño en la familia. Si lo cojo yo me voy a sentir mezquino y egoísta, voy a hacer sufrir a otro. Por otra parte, si cedo el amor, no me voy a sentir querido. Así originamos el contrato de la escasez. Yo te querré

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si tú prometes quererme. Nos intercambiamos unas gotas de cariño y nunca nos sentimos satisfechos, rara vez nos sentimos amados. Cuando crecemos pensando que el amor se agota rápidamente, es inevitable que cualquier relación de cariño nos exija elegir quién va a ser el que reciba el cariño. No tenemos ninguna percepción de que hay suficiente para todos, no tenemos ningún recuerdo ni experiencia que nos diga que hay suficiente para llenar los corazones de todos lo que lo pidan, suficiente para que nos llene y rebose. El amor se da o se quita. Y todos llevamos la cuenta. Esta terrible sensación de escasez nos lleva a veces a aferrarnos a cualquier persona o cosa que nos presente, solo para tener algo en la vida. Bárbara, criada con padres alcohólicos, lleva diez años con su marido y aunque se sentía desgraciada en su matrimonio estaba convencida de que nunca encontraría algo mejor. , me decía, . Para ella la felicidad era un sueño y se sentía indigna de desear más de lo que tenía. >, solía decir. La percepción de la escasez se hace tan crónica y habitual que influye en la manera de tomar decisiones. Ante las decisiones importantes tenemos que una elección equivocada cause un desastre y nos aleje aún más de cualquier posibilidad de cariño y abundancia. Cada nueva decisión supone la necesidad de tener aún menos de lo que tenemos, por lo tanto debemos tener mucho cuidado de tomar la decisión correcta. Pero si comenzamos a liberarlos del miedo llegamos a ver que sea cual sea el camino elegido, siempre puede conducirnos al amor y la abundancia, a Dios. El espíritu de amor y creación no es tan escaso que lo perdamos para siempre si tómanos una decisión equivocada. Sea lo que sea lo que elijamos, allí donde vayamos habrá siempre alguna puerta, alguna oportunidad, alguna persona o situación que nos proporcione lo que necesitamos. ¿Cuánto es suficiente? Jesús solía hablar de la abundancia: Pedid y se os dará; buscad y hallareis; llamad y se os abrirá. Porque quien pide, recibe; quien busca, halla, y quien llama, se le abre. Pues ¿Quién de vosotros si su hijo le pide pan le dará piedra o si le pide pescado le dará una serpiente? Siendo así que vosotros sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿Cuánto más Dios dará cosas buenas a quien se las pide? Los padres saben dar pan y pescado a sus hijos cuando tienen hambre. Pero hay ocasiones en que un hijo necesita algo más que pan o pescado, hay veces necesita amor o amabilidad o seguridad, cosas difíciles de explicar, imposibles despedir. ¿Y todos esos profundos 60

anhelos del corazón tierno de cosas que nunca llegaron, cosas que nuestros padres nunca nos dieron? ¿A qué puerta llamar, como buscar lo que nunca nos dieron? ¿Y qué podemos pedir sin sentirnos egoístas? Cuando estamos convencidos de que podemos contar con muy poco, nos sentimos confusos respecto a cuanto es suficiente. ¿Cuánto podemos pedir, que podemos esperar? Cuando nos resignamos a una vida en la que nunca abunda el amor ni la alegría, reducimos las dimensiones de o que nos es posible, y hacemos nuestra vida pequeña u escasa. > suena falso en un corazón que se ha acostumbrado a esperar cada vez menos. Jamás habrá suficiente, ¿para qué molestarse en pedir? Cuando reducimos las dimensiones de nuestros sueños nos incapacitamos cada vez más para explicar lo que verdaderamente necesitamos. ¿De veras somos capaces de pedir lo que necesitamos o solo sabemos pedir lo que esperamos recibir? Cuando reducimos las dimensiones de nuestros sueños nos incapacitamos cada vez más para explicar lo que verdaderamente necesitamos. ¿De veras somos capaces de pedir lo que necesitamos o solo sabemos pedir lo que esperamos recibir? Nuestras peticiones están moderadas por nuestra creencia en la escasez: puesto que hay tan poco, aprendemos a pasar son ello. Pero esa no es una aceptación serena de lo que se nos da. En el fondo hay rabia y dolor, nos sentimos engañados y despojados. Algunos tratamos de corregir esta sensación de escasez volviéndonos más agresivos cuando se trata de pedir lo que necesitamos, tratando de crearnos abundancia exigiendo que nos den lo que nos merecemos. Cuando éramos pequeños no había suficiente, por lo tanto aprendimos a ceder nuestra parte; ahora que somos adultos somos más fuertes y queremos que se nos devuelva nuestra parte. Pero si bien esta estrategia es relativamente eficaz, de todos modos en nuestra petición hay un toque de desesperación que revela una convicción no desaparecida de que todavía no hay suficiente. No hemos llegado a creer en la abundancia, simplemente hemos cambiado nuestra reacción ante la escasez: en lugar de ceder lo poco que hay para ti, me lo quedaré yo. Eso no es un acto de abundancia, sigue siendo un acto de temor. Aprender a pedir lo que deseamos, al tiempo que damos una sensación de poder a nuestra vida, puede enmascarar sutilmente el hecho de que todavía nos hace falta creer que en realidad haya suficiente para todos. Radicados en una teología de escasez, todavía no hemos llegado a ese punto en el que creemos que de verdad hay suficiente atención, sustento y cariño para todos. Muchas terapias comienzan, comprensiblemente, por ayudarnos a escuchar nuestras calladas necesidades interiores, necesidades que no han sido posibles reconocer ni expresar. Entonces aprendemos a expresar esas necesidades y deseos en compañía de otras personas, pidiendo lo que necesitamos y deseamos. Cuando identificamos y ponemos nombre a esas 61

necesidades interiores, defendiendo los deseos de nuestro corazón, comenzamos a sanar, corrigiendo las viejas injusticias y negociando para obtener lo que nunca recibimos. Pero obtener todo lo que deseamos no es la culminación de la curación, ni esta nace necesariamente de una sensación de plenitud. Si así se lo permitíamos, la mente seguirá generando toda una vida de necesidades y deseos, deseara siempre más y más y nunca estará totalmente satisfecha. Una experiencia de abundancia no depende de número de cosas que podamos acumular. No importa cuántos empleos, parejas, elogios, casas que ni cuánto dinero podamos conseguir para demostrar que finalmente hay suficiente para nosotros. La práctica de la abundancia no tiene que ver con cuanto podemos obtener; la experiencia de la abundancia surge cuando sentimos que lo que tenemos es suficiente. El hermano David Steindl-Rast, monje benedictino que ha estudiado espiritualidad oriental y occidental, dice que la abundancia . Muchos damos la forma de miedo y habito a este . Rara vez examinamos con detenimiento y atención lo que realmente necesitamos para ser felices y serenos. Cuando nos criamos en la escasez, el impulso es sanar deseando y obteniendo cada vez más. Tal vez no sintamos satisfechos si ahora podemos tener lo que no pudimos tener entonces. Pero cuando empezamos a examinar la naturaleza de nuestros deseos y necesidades descubrimos que tal vez podríamos aumentar las posibilidades de sentir la abundancia dejando que se disuelvan algunos de nuestros deseos. Todos tenemos deseos y necesidades; pero si esperamos que los deseos sean siempre satisfechos, ciertamente vamos a experimentar decepciones. Cuando controlamos cuidadosamente la proliferación de deseos, reduciendo poco a poco el , nos abrimos a la abundancia. G. K. Chesterton dijo: >. Henry David Thoreau lo expresa e otra manera:

Cuando Jesús dijo , no prometió a sus seguidores que siempre tendrían todo lo que deseaban. Se refería a la abundancia que tenemos cuando logramos ver lo que está a nuestra disposición con otros ojos, con la mente y el corazón abiertos. Si nos aferramos a los deseos frustrados de la infancia, anhelando el amor que no nos dieron nuestros padres ni nuestra familia, entonces aplazamos indefinidamente nuestra capacidad de satisfacernos en este momento. Muchos continuamos en el umbral de la infancia esperando la compresión, el cariño y la aprobación que nunca recibimos. Lo que nos dieron, fuera lo que fuera, no fue suficiente, no era lo que necesitábamos, no era lo que esperábamos. Pero cuando continuamos 62

esperando indefinidamente que se satisfagan los deseos de la infancia, nos perdemos la abundancia del aliento de este instante de vida. ¿Y el cuidado que tiene la tierra por nosotros en este momento, la belleza que hay en la luz del amanecer, la puesta del sol, el color del cielo? Hay enorme cariño en la sensación de la hierba bajo los pies, profundo sustento en el agua que nos refresca los labios, tremendo sustento en el aire que nos llena los pulmones. Mientras esperamos sentados las necesidades insatisfechas de la infancia, que nuestros padres por fin nos den el cariño y atención con que soñábamos, solo sentiremos la escasez de lo que hemos perdido para siempre. Pero si comenzamos a dejar marchar las desilusiones de la infancia nos liberaremos para sumergirnos en un mar de atención, sustento y cariño que está a nuestra disposición para saturar todo los momentos de nuestra vida. La abundancia puede manifestarse cuando cambiamos la percepción. , dijo Jesús. El amor y la abundancia apresen cuando atendemos, con admiración y curiosidad, a lo que ya se nos ha dado. Cuando vivimos pendiente de los lugares de donde nunca nono el amor, tendemos a sentir una abrumadora escasez. Pero cuando abrimos los ojos al fértil jardín del momento presente podemos sentir que la tierra no abraza en su amor, como dice el poema Wendell Berry: Como una marejada, Ola tras ola de follaje y frutos, Cultivados y silvestres, Vienen de la luz a esta playa. De su prodigalidad danos forma Al vigoroso contorno de lo suficiente. A veces nos sentamos a saborear una suculenta comida y nada sabe tal como nos gusta; nos sentimos insatisfechos. Otras veces, después de un ayuno o una larga meditación, un trozo de pan y un sorbo de agua nos sabe a banquete. ¿Cuál es la abundancia, la suculenta comida o el trozo de pan y el sorbo de agua? ¿O es la atención que presentamos a lo que se nos da lo que nos sirve para determinar nuestra riqueza? Thich Nhat Hahn, bondadoso maestro budista vietnamita, sugiere que podemos cambiar de precepciones para dar forma a nuestra experiencia de riqueza y pobreza: El ser humano es como un televisor con millones de canales. Si ponemos el canal de Buda, somos Buda; si ponemos el de las tristezas, somos tristezas; si ponemos el de la sonrisa, somos sonrisa. No debemos permitir que nos domine un solo canal. Témenos en nosotros semillas de todo y hemos de aprovechar las situaciones que se nos presentan para recuperar nuestra soberanía propia. ¿Qué nos pertenece? 63

El concepto de propiedad complica nuestra sensación de escasez y abundancia. Se nos enseña a creer que ciertas cosas nos pertenecen y otras no. Este terreno, este cónyuge, este hijo y este alimento me pertenecen. Esas otras cosas te pertenecen a ti. Lo que me pertenece a mí lo llamo . Lo que te pertenece a ti. Lo que me pertenece a ti lo llamo . ¿Pero y su nada pertenece a nadie? Mahatma Gandhi decía que cuando compramos o vendemos algo, simplemente contribuimos a la ilusión e propiedad. Según narra el Antiguo testamento, Dios ordeno a los hebreos que observara el sábado como día de descanso y contemplación, un día para pesar en la multitud de dones y bendiciones que había recibido de Dios. También se les exigía hacer un año sabático, un año en el que nadie podía plantar, ni recoger semillas ni cosechas. Durante ese año todos tenían que depender de los alimentos que crecieran solo en los campos. Eso era para recordarles que no Vivian solamente gracias a su trabajo, sino que Dios y la tierra los alimentaban. Además, cada siete años sabáticos, cada 49 años, debían celebrar el año del jubileo, durante el cual todas las tierras que habían sido vendidas o confiscadas debían devolverse a sus anteriores propietarios, había que cancelar todas las deudas. Era como el final de una partida de Monopoly, cuando todos lo recuperan todo y tienen que comenzar de nuevo. De ese modo se les recordara a los hebreos que en realidad nada pertenece a nadie. Todo era un préstamo de Dios. Muchas tradiciones espirituales recomiendan poseer lo menos posible. Después de la muerte de Buda se decidió prohibir a los monjes guardar comida para el día siguiente. Cada día tenía que mendigar el alimento para ese día, para que tuvieran presente que dependían de lo que Dios les diera. De igual forma, cuando los israelitas estaban en el desierto camino de la tierra prometida, Dios los alimentaba con el alimento caído del cielo, el maná. Estaba prohibido guardar maná para el día siguiente, pues debían confiar en que Dios les daría alimento nuevo cada día. Solo necesitaban alimento para un día; exigir más era desconfiar del cuidado de Dios. Hace muchos años un turista estadounidense hizo una visita al famoso rabino polaco Hofetz Chaim. Le sorprendió ver que la casa del rabino estaba totalmente vacía; era una casa muy sencilla en la que solo había unos cuantos libros, una mesa y un banco. --¿Dónde están sus muebles, rabí? – le pregunto. --¿Dónde están los suyos? – contesto el rabino. --¿los míos? – pregunto extrañado el estadounidense --. Pero si yo estoy solo de paso. --yo también –dijo sonriendo el rabino. 64

No podeos medir la abundancia por lo que acumulamos. La abundancia es una experiencia del corazón, un viento que sopla a través de nosotros, como si fuéramos una flauta. No hay nada que asir; ¿Quién puede asir la música?, flota en el aire. Nuestros tesoros están en los ojos, los oídos y el corazón que sienten la maravilla de las cosas. , dijo Jesús. Hace unos años fui a Perú a visitar al padre Pedro Ruggiere, sacerdote de Maryknoll que trabajaba con los pobres de pamplona Alta, barrió de las afueras de Lima. Salimos a recorrer el barrio y todos los niños se acercaban corriendo a saludarnos, nos cogían las manos y gritaban, riendo felices: . Todos querían a ese sacerdote que vivía y trabajaba junto a ellos, que los acompañaba en las enfermedades, en los partos, en la pobreza y la opresión. El domingo por la mañana nos dirigimos a la iglesia para la misa y pasamos por las polvorientas calles, por las cloacas abiertas y entre la basura que se amontonaba en las callejuelas del barrio. La iglesia era una chabola de hormigón medio derruida, con cristales rotos por el suelo, en la que solo había una mesa al fondo que servía de altar y nada más. Comenzó a entrar la gente del barrio, cantando y tocando quenas y tambores peruanos. Cuando todo el mundo estuvo instalado, el padre Pedro conto la parábola del grano de mostaza. --El reino de Dios es como un grano de mostaza –comenzó--, que cuando se siembra es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero cuando ha crecido es la más grande de todas las hortalizas y llega a hacerse un árbol con grandes ramas en donde las aves del cielo hacen sus nidos. Una semilla de mostaza –continúo—es tan pequeñas que si no tienes cuidado se cae, la puedes perder. Hemos de cuidar muy bien de las cosas pequeñas, porque pueden crecer hasta ser las más maravillosas. Pedro llevaba mucho tiempo viviendo con esa gente conocía muy bien su pobreza y desesperación. Pero también conocía su valor y su alegría, y sabía que el manantial del espíritu del cual debían era profundo rico. También sabía que a pesar de la terrible pobreza, de las injusticias y las carencias, había una enorme sensación de abundancia en esa comunidad, en esa iglesia improvisada. Cuando me estaba despidiendo para volver a Estados Unidos, un chico se quitó del cuello el crucifijo y me lo regalo. Me dijo que debía quedármelo porque había hecho un viaje tan largo para estar con ellos. Se lo agradecí con lágrimas en los ojos, conmovido, abrumado por la generosidad de alguien que tenía tan poco. ¿Qué es suficiente para nosotros? ¿Cómo saber que somos amados, que señal buscamos? Muchos pensamos que puesto que no se nos dio suficiente cuando éramos niños, a nuestros padres les corresponde equilibrar la balanza dándonos más amor, o pidiéndonos disculpas, 65

o haciendo algo para restituir lo que nunca recibimos. Pero hay amor para nosotros aquí y ahora, en las cosas más pequeñas, basta con querer verlas. Si tenemos de rehenes a nuestros padres, negándonos a sentirnos amados mientras el amor no nos venga directamente e ellos, tal vez nos veamos los bienes que están a nuestro alcance en nuestra vida en este preciso instante. Así pues, comenzamos a conocer la abundancia cuando nos vaciamos de los deseos insatisfechos de la infancia. Hay otras semillas, otros lugares donde podemos buscar amor, armonía y sustento. Nuestros padres no estaban destinados a ser nuestra única fuente de cariño y abundancia. , dice el Eclesiastés. La familia más numerosa Si bien la abundancia no se mide necesariamente por lo que poseemos, hay con todo millones de niños y familias que experimentan una escasez muy real en sus necesidades básicas. Cuarenta mil niños, el equivalente a una ciudad de tamaño medio, mueren cada día de hambre y enfermedades causadas por el hambre. Muchos mueren porque no tienen vacunas ridículamente baratas. Para esos niños la escasez es un manantial autentico y papable de sufrimientos. Cuando los que vivimos una vida más cómoda estamos llenos de sentimientos de escasez, caemos en la tentación de coger más de lo que necesitamos, de acumular más de lo que podemos usar, y de gastar miles de millones en protegernos de las carencias y perdidas. Por ejemplo, lo que en Estados Unidos gastamos en armamentos en un día financiaría los programas para el hambre de las Naciones Unidas durante un año. Si fuéramos capaces de superar nuestros miedos respecto a la escasez y la abundancia podríamos atender plenamente la carencia de todas las personas necesitadas. Gandhi dijo que Dios inevitablemente llega a los hambrientos en forma de alimento: Está muy bien hablar de Dios cuando estamos sentados después de un buen desayuno y la espera de una comida mejor aún, pero ¿Cómo voy a hablar de Dios a los millones de personas que tienen que vivir sin dos comidas al día? Para ellos Dios solo puede aparecer en forma de pan con mantequilla. […] No siempre conocemos nuestras verdaderas necesidades, la mayoría las multiplicamos indebidamente, y así, sin darnos cuenta, nos hacemos ladrones de nosotros mismos. Si reflexionamos un poco sobre esto, descubriremos que podemos liberarnos de un buen número de necesidades. Reduciendo nuestras necesidades podemos ser más conscientes de las necesidades de los que nos rodean. Si siento una terrible escasez en mi vida, entonces todos los demás serán 66

competidores, contrincantes en el campo de batalla de la supervivencia. Pero si me siento lleno por lo que he recibido, sea lo que sea, todos los demás serán mis hermanas y hermanos. Hay suficiente para todos y mi trabajo es contribuir a que todos sean alimentados. En realidad necesitamos poco para sentirnos llenos, colmados. Cuando prestamos atención, una simple respiración puede llenarnos a rebosar, la caricia de un ser querido o un momento de luz del sol puede deleitarnos el corazón. El simple gesto de la mano de alguien posada en la nuestra, una simple palabra de amabilidad, o un regalo de aprecio puede ser lo único que necesitamos para tener una inmensa sensación de cariño y bienestar. Necesitamos muy poco para sentirnos amados, lo único que tenemos que hacer es comenzar a advertir la multitud de regalitos y pequeños milagros que se suceden cada día de nuestra vida. Muchas de las religiones del mundo nacieron en el desierto, lugar donde hay muy poco alimento y agua. Sin embargo, generaciones de mujeres y hombres han descubierto que mediante la práctica espiritual y atención consciente a los exquisitos dones de la tierra pueden experimentar, incluso en medio del desierto, un maravilloso espíritu de abundancia, como canta Isaías: El hermano David dice: . Al abrir las manos para desprendernos del temor infantil a la escasez, podemos aprender a beber de un manantial infinito de cariño y cuidados, cariño que podemos sentir y saborear, que nos llena y sustenta. El poeta Kabir escribe: Tú me has hecho infinito y ese es tu placer Tú vacías una y otra vez este frágil vaso Y lo llenas siempre con vida nueva. El tiempo pasa y tú sigues vaciando Para que siempre haya espacio para llenar.

Meditación CULTIVAR LA SENSACIÓN DE ABUNDANCIA Experiencia de la escasez y la abundancia depende de lo que consideremos «suficiente» en un momento dado. Cuando nos quedamos atrapados en la «carencia» nos vemos impulsados al miedo y la escasez, y buscamos desesperados a la persona o la cosa que lo ha de solucionar. Ay, si tuviera el trabajo perfecto, la relación perfecta, más dinero, más tiempo, menos dolor en el cuerpo, entonces todo iría bien. 67

La «mente necesitada» es causa de mucho sufrimiento; es un hábito que se perpetúa a sí mismo y nos impide experimentar la plenitud del lugar donde estamos y de lo que tenernos en este momento, induciéndonos a aferramos con desesperación a otra cosa, a algo distinto. Nos dice que cuando estamos en el aquí y el ahora estamos en cierto modo incompletos, y que lo que ya tenemos no será nunca suficiente. Nos aparta de la abundancia del momento. En estas meditaciones, a medida que exploramos atentamente nuestros deseos y necesidades comienza a cambiar la percepción de lo que consideramos «suficiente». Cuando observamos el incesante juego de los deseos sin identificarnos con ellos, podemos empezar a percibir un nuevo espíritu interior de libertad y acercarnos más a la experiencia de la abundancia. Primera parte Observación de los deseos Instálate cómodamente en tu lugar de quietud y refugio y adopta una postura para meditar durante Alrededor de unos diez minutos. Deja de nuevo que tu atención descanse en tu respiración. Permite duran-te unos momentos que la atención esté centrada y sea clara. Cuando ya estés concentrado en las sensaciones que te produce el aire al elevar y bajar el abdomen, dirige lentamente la atención a los deseos y necesidades que surgen en tu mente. Durante esos diez minutos, observa cada necesidad y deseo que surja. Puede que se presenten en forma de imágenes, palabras, sentimientos o sensaciones corporales. Espera la aparición de cada deseo con la mente en blanco, como un cielo despejado, como el gato que espera al ratón junto a su madriguera. Puede que al principio se hagan esperar, pero aparecerán. Cuando surja un deseo toma nota mentalmente: «un deseo, un deseo». Dirige toda la atención al examen de ese deseo. Ya sea un deseo de comer, de mover las piernas, de acabar una tarea, de dormir o de meditar mejor, trata de verlo con la mayor claridad posible. Observa que tipo de cosas son las que deseas. ¿Es algo material, son cambios en tu vida, en tus estados emocionales o afectivos? En silencio fíjate en cada deseo tal como se presenta: «deseo moverme», «deseo comer», «deseo ir al lavabo». ¿Cómo lo sientes en el cuerpo? ¿Cómo lo sientes en el corazón? Continúa observando y anotando mentalmente cada «deseo, deseo» hasta que se desvanezca de forma natural. Después vuelve a dirigir suavemente la atención a tu respiración hasta que surja el siguiente deseo. Presta mucha atención mientras esperas el siguiente deseo. Algunos se presentan con un suave susurro y otros llegan gritando con voz pene e imperiosa. Fíjate en cada uno y observa su naturaleza hasta ce se retire y el cielo quede nuevamente despejado. Pasados diez minutos relájate y haz un corto descanso. 68

Segunda parte Cultivar la sensación de «suficiente» Acomódate nuevamente en una posición de meditación. Espera a que se acalle tu mente concentrándote en tu respiración. Durante este periodo visualiza que el aire que inspiras va directamente a tu corazón. A medida que inspires experimenta el aire como el sustento que entra en tu cuerpo y alimenta todas y cada una de tus células. Siente cómo se ensancha y cede la cavidad torácica, relajando expandiendo el tejido muscular. Al espirar siente cómo la relajación te recorre todo el cuerpo. A medida que sale el espíritu-aliento, toma mental de «suficiente». Junto con la inspiración experimenta la plenitud y totalidad de momento. Junto con la espiración, pensando «suficiente, suficiente», sumérgete aún más en la sensación de total satisfacción. En momento, en esta respiración, hay suficiente para ti. Todo lo que te, todo lo que necesitas, está aquí a tu disposición en este momento. Deja que tu corazón y tu cuerpo se llenen de la plena sensación de «suficiente». Relájate suavemente bebiendo del cariño y atención que se te proporciona en esta respiración, en este momento. De vez en cuando puede que surjan deseos y necesidades. Igual que antes, obsérvalos en silencio pensando «deseo, deseo» y vuelve la atención a tu respiración. Al espirar deja salir la palabra «suficiente» junto con el aire. ¿Qué notas? ¿Qué sensación te produce decir «suficiente»? ¿Cuánto te dura? ¿Qué ocupa su lugar cuando desaparece? Dedica varios minutos a aprovechar la respiración a modo de herramienta para explorar lo que podría producirte en el cuerpo la sensación de «suficiente». Después puedes abrir lenta y suavemente los ojos. Cuando ensanchamos y ahondamos la capacidad para experimentar la sensación de «suficiente» encontramos en nuestro interior un manantial ilimitado de sustento y paz, que nos proporciona una apacible sensación de abundancia. En este momento, en esta respiración, hay suficiente para nosotros. No se necesita nada más. Lo único que necesitamos está aquí, en este momento. Suficiente.

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5 Crítica y clemencia —Qué fea eres. —Eres una tonta. —Todos nos avergonzamos de ti. —Nunca haces nada bien. —Estás sucia. —Lo único que sabes hacer es darnos problemas. -Vete. En medio del círculo estaba sentada Beverly, escuchando los maliciosos juicios de las demás personas que participaban en la terapia: grupo. Una a una le decían cosas hirientes respecto a su talento, su inteligencia y su apariencia, criticándole todo. —No eres digna de estar aquí. —Eres una farsante. —No vales nada. Beverly lloraba al escucharlo todo. En este ejercicio lo que hacían los miembros del grupo era repetir lo que ella les había dicho que dijeran. Simplemente hacían sonar el coro de voces que habitaba la mente de ella. —Vivo escuchándolas —dijo al grupo—. Me dicen que soy fea, tonta, incapaz, etcétera, etcétera. Lo mismo que decís ahora es lo que dice mi mente. No para nunca. Criada en una familia agresiva y caótica, Beverly había asimilado incontables insultos, críticas y juicios negativos. Esas voces se habían alojado en su psique y habían sido sus compañeras íntimas durante la mayor parte de su vida. Mientras estábamos ahí sentados, repitiendo como loros las críticas que albergaba su mente, oíamos lo crueles e implacables que eran. Pasado un rato, la intensidad repetitiva de las voces comenzó a sonar ridícula, imposible de escuchar. De repente Beverly se echó a reír y muy pronto todos nos reímos a carcajadas de lo ridículo de la situación. ¿Cómo podía tomarse aquello en serio? Beverly 70

era una buena madre, una esposa atenta y cariñosa, miembro activo de la comunidad, excelente pintora y generosa con sus amigos y familiares. Por unos instantes, perdió fuerza y se desvaneció un tanto la persuasiva autoridad de su mente crítica con la alegre y liberadora risa. La mayor barrera para nuestra curación no es el sufrimiento, el dolor o la violencia que nos infligieron cuando éramos niños. El mayor obstáculo es nuestra perenne capacidad para juzgar, criticar y causarnos enorme daño a nosotros mismos y entre nosotros. Al mismo tiempo que endurecemos el corazón ante nosotros mismos y acogemos nuestros más tiernos sentimientos con rabia y condena, creamos una barrera para evitar la posibilidad de amabilidad, amor y curación. Por desgracia, los niños que se han criado con malos tratos aprenden a esperar lo doloroso. En las familias que había situaciones dolorosas o desagradables, sus miembros comentaban frecuentemente, con elocuencia, lo desagradables que llegaban a ser: el padre no tenía un buen trabajo, y por ello se sentía miserable; la madre se sentía insatisfecha del padre; los hijos no eran muy inteligentes, no se aplicaban mucho, no eran respetuosos. La familia no era feliz porque había algo malo en alguien: si no fuera por los hijos, el padre no bebería; si no fuera por el mal humor de la madre, la familia estaría más contenta; si no fuera por tal o cual problema, las notas escolares, el vecino o cualquier circunstancia, todos seríamos felices. El catecismo familiar estaba claro: hay sufrimiento porque las cosas van mal. Así pues, aprendimos a cultivar una mente crítica, una mente capaz de analizar cada momento y hurgar hasta encontrar las] cosas, personas o acontecimientos que robaban la felicidad familiar. Creemos que si pudiéramos descubrir e identificar todo lo que estaba mal, que no funcionó o que era imperfecto o insatisfactorio en nuestra vida, de algún modo podríamos mejorarlo todo. Incluso aprendimos a sentir alivio cuando descubríamos algún defecto o malignidad en nosotros mismos, porque al descubrir lo que teníamos de malo, al erradicar todo defecto, tal vez podríamos finalmente ganarnos el derecho a ser felices. Nos juzgamos y criticamos porque creemos que así vamos a ser más perfectos y más aceptables ante nuestros padres, ante Dios y nosotros mismos. Aprendimos a criticarnos todo: los sentimientos de dolor, la alegría, las habilidades, el intelecto, la apariencia, la valía, las •perfecciones. Buscábamos todo lo que fuera humano, frágil o sensible en nosotros y lo atacábamos con furia e impaciencia. Si yo fuera mejor, menos débil, más perfecto, podría por fin sentirme bien acogido, amado. Pero en la inútil búsqueda de la aceptación, la violencia de nuestros juicios nos desgarró los corazones y trajo muy poca felicidad a todos.

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También aprendimos a juzgarnos a modo de defensa propia: si lográbamos erradicar nuestros defectos antes que nuestros padres los descubrieran, si lográbamos librarnos de defectos y errores, tal vez se enfadarían menos con nosotros y se desilusionarían menos. Nos criticábamos con ingenio y entusiasmo, con la esperanza de impedir que los demás lo hicieran con más dureza. La mayoría de los niños que sufrieron en sus familias conocen esta voz: «Soy débil, no valgo mucho, soy mentiroso, jamás lo conseguiré, no tengo lo que se necesita para triunfar, ni siquiera tengo lo que se necesita para ser plenamente humano». Al cabo de un tiempo, las críticas más dolorosas son las que parecen más ciertas, las más creíbles. Nos apresuramos a creer en lo que está mal o lo que hay que remediar, y somos mucho menos propensos a tomarnos en serio cualquier fuerza o don que podamos poseer. De forma implacable, nos juzgamos comparándonos con lo que deberíamos ser, y rara vez nos aceptamos tal como somos. Sea lo que sea lo que sintamos en este momento lo juzgamos en relación con algún ideal mítico de cómo deberíamos sentir, que deberíamos hacer o ser. Si sentimos dolor pensamos que ya deberíamos estar curados; si -.timos miedo pensamos que deberíamos ser más fuertes; si nos sentimos tristes pensamos que deberíamos sentirnos felices. Sutilmente juzgamos inaceptable cada momento, cada aliento de nuestra vida. Nos medimos por el rasero de lo que deberíamos ser ya, y por ello siempre nos sentimos deficientes. ¿Pero y si los sentimientos que surgen en nosotros cada día, incluso las sensaciones de tristeza, dolor o desagrado en el corazón y el cuerpo, tienen su propio valor y contienen alguna enseñanza? Si «no debemos» sentirnos tristes y reaccionamos con rabia o impaciencia ante esa tristeza, entonces no podremos escuchar lo que esa tristeza podría enseñarnos. Al no poder sentir esa tristeza, la consideramos un error, algo malo, algo de lo que hay que librarse. ¿Pero y si esa tristeza no es una prueba contra nosotros, no es una condena ante la lentitud de nuestra curación, sino sencillamente un momento de tristeza, un instante de pena que ha surgido en el cuerpo? ¿Y si esa tristeza contiene la semilla de algo olvidado, de algo que requiere nuestra atención? ¿Quién la va a escuchar? ¿Cómo podemos permitirnos ser humanos, sentir que sufrimos a veces y no recibir esos sentimientos con crítica y violencia? ¿Podemos abrazar nuestro dolor y recibirlo con clemencia y cariño? La mente crítica insiste en que seamos diferentes de lo que somos y caemos presa de la violencia de esa exigencia. Si nunca somos quienes deberíamos ser, nunca sentimos lo que deberíamos sentir, quiere decir que siempre estamos haciendo algo equivocado. El padre de Tom lo criticaba con frecuencia cuando era pequeño. Siempre le decía que estaba equivocado, que valía muy poco, que era una continua decepción para él. Por cada pequeño error le chillaba y a veces usaba el cinturón para acentuar la crítica. Tom nunca podía enfadarse con su padre por la forma como lo trataba, eso sólo provocaba otra paliza. Así 72

pues, aprendió a dirigir contra sí mismo esa violencia, y ya adulto se criticaba constantemente y se daba palizas verbales. Había aprendido a tratarse igual como lo trataba su padre, a juzgarse un ser imperfecto e inaceptable, él mismo y sus sentimientos. Cuando vino a mi consulta por primera vez, Tom llevaba en su cuerpo muchísimo miedo, y rabia. —Siempre tengo la impresión de que lo fastidio todo —me dijo—. En el trabajo, con mis amigos e incluso cuando estoy solo, me siento estúpido, creo que no hago nada bien. Esas críticas las sentía como un nudo en el estómago y en el gar-ganta. En los peores momentos casi no podía respirar, se sentía ahogado por las incesantes críticas y el miedo que le causaban. —Creo que nunca serviré para nada Por mi culpa India dicen que cuando un ladronzuelo se encuentra con un santo sólo le ve los bolsillos. De igual manera, cuando nos miramos a nosotros mismos y miramos el mundo a través de ojos críticos, buscan-o sólo lo que está mal o es imperfecto, sólo vemos una pequeñísima parte de lo que tenemos delante. Cuando estamos sintonizados para captar una determinada frecuencia, no oímos la sinfonía de lo que somos ni de lo que hemos llegado a ser. A la mente crítica no le interesa explorar toda la verdad, ni tampoco está hecha para valorar la riqueza de todo lo que se nos ha dado. Por el contrario, nuestros ojos críticos suelen mutilarnos los aspectos sensibles, luminosos, alegres y Bondadosos. Nos concentramos exclusivamente en los aspectos que o nos gustan y solemos dejar de lado, por inoportunos, los conteni-3os más sensibles y amables de nuestro corazón y nuestro espíritu. Efectivamente, tal vez nos sentimos perplejos cuando nos encontramos con personas que nos ofrecen ternura y amor. Cuando oímos a alguien hablar con amabilidad y comprensión, cuando alguien se nos acerca con el corazón abierto, sentimos desconfianza, sospéchanos. Tal vez esa persona quiere algo o simplemente no reconoce sus verdaderos sentimientos. En el pasado, las palabras de cariño casi siempre ocultaban algún peligro o crítica. El verdadero afecto era algo excepcional, y sigue siendo difícil de aceptar.

Criados en el dolor familiar, nos cuesta desprendernos de nuestra mente crítica. Cuando deseamos conocer lo más verdadero, el primer impulso es buscar lo que está mal o es débil, lo que es oscuro y problemático, los defectos. Creemos que desprendernos de la mente crítica es algo así como renunciar a saber lo que podría hacernos daño, entregar nuestra arma más potente de supervivencia. Si dejamos de juzgarnos a nosotros mismos y de juzgar 73

a todos los demás con tanto rigor, ¿cómo vamos a saber lo que es cierto? ¿Cómo nos vamos a proteger del peligro? Cuando Sandra vino a verme se sentía atrapada en su matrimonio. Ya no amaba a su marido, me dijo, pero no quería separarse por no herirlo, y sobre todo no quería que sufrieran sus tres hijos. Si hacía caso a sus necesidades y deseos, arruinaría la vida de todos, y sería culpa suya, por ser incapaz de amar Hablamos largo y tendido sobre su infancia y pasamos muchísimo tiempo explorando la relación con su padre. Había abusado sexualmente de ella cuando era muy pequeña, y creía que eso también había sido culpa de ella. Podría haberse protegido de alguna manera, debería haber impedido que ocurriera. Estaba convencida de que habría podido impedírselo. Sandra se juzgaba sin piedad por haberse dejado violar por su padre. Siempre que hablábamos de eso se negaba a considerar la posibilidad de que no hubiera sido culpa suya. —No parecerá lógico, pero sé que fue por mi culpa. Tengo la impresión de que nunca he hecho nada bien. Debería haber sido más fuerte cuando era pequeña, debería haber sido capaz de corregir las cosas. Y ahora, a causa de lo mal que estoy, mi familia está amenazada. Su mente estaba anclada en el abuso sufrido en la infancia, y lo usaba como juicio contra toda su vida. Cuanto más trataba yo de explicarle que una niña de cinco años era impotente ante un hombre de treinta, más se afirmaba en su espíritu su mente crítica. Al término de muchas sesiones, ella se mostraba más convencida que nunca de que tenía la culpa de sus sufrimientos. —Nada de lo que me diga me va a convencer de que no hice algo malo. Un día, hacia el final de la sesión, le pregunté por sus hijos, un niño y dos niñas a los que yo sabía que quería muchísimo. Sus hijas tenían tres y siete años respectivamente. — ¿Y si un día llegaran tus hijas a casa y te dijeran que un hombre las ha manoseado y las ha obligado a hacer cosas que no querían hacer? ¿Las castigarías, las reprenderías por dejar que ocurriera eso? ¿Les dirías que tienen la culpa? — ¡Por supuesto que no! —exclamó horrorizada—. ¡Cómo...! son tan pequeñas, son sólo niñitas, jamás podría ser culpa de ellas. Las abrazaría, las protegería, las defendería, por supuesto que no podría ser culpa de ellas...

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En ese momento, al sentir lleno el corazón de tristeza y compasión, comenzó a llorar por sus hijas, por sí misma y por toda la violencia y los prejuicios que había conservado durante tanto tiempo. Al desprenderse de las críticas contra sí misma, Sandra comenzó a sentir con más intensidad todas las cosas de su infancia que eran ciertas. La habían herido terriblemente, su padre era violento, su madre no la protegía, ella era incapaz de protegerse, y tenía en su interior una tristeza que ansiaba ser llorada. Pero también era fuerte, intuitiva f creativa, y digna de cariño, clemencia y amor. Y aunque su mente crítica condenaba su incapacidad para amar, en realidad era muy capaz de amar, y fue el enorme amor por sus hijos lo que le permitió liberarse. El pecado del yo El amor es el ingrediente que da origen a la clemencia. Thomas Merton decía que el corazón de la práctica espiritual es «la búsqueda de k verdad que nace del amor».1 Para curarnos tenemos que saber primero dónde estamos heridos, descubrir los lugares interiores donde >os sentimos rotos o incompletos. Pero en lugar de tocar esos lugares con violencia y crítica, podemos aprender a tratarlos con amabilidad y amor. En cuántos hijos de Dios, miembros de la familia de la Tierra, tenemos necesidad de cariño y cuidados y somos dignos de amabilidad y amor. El poeta Rainer María Rilke dijo: «Lo que ocurre en tu ser más íntimo es digno de todo tu amor». Por desgracia, los momentos en que nos sentimos más rotos o in-completos son también aquellos en que nos sentimos más indignos de amor. Pensamos que el dolor, la confusión o el miedo que sentimos i prueba evidente de que debemos de estar haciendo algo muy mal, y de que hemos de esforzarnos lo indecible para que nos acepten y ganarnos el derecho a ser amados. Pero la realidad es al revés: es justa-mente cuando nos sentimos rotos cuando necesitamos más amor. La pena es que muchos aprendemos a amarnos con lentitud y de mala gana. Betty solía pasar la primera hora de sus visitas disculpándose por haber venido. «Sé que no debería necesitar venir», decía. Es increíble que todavía sienta tanto miedo. Estoy hecha un lío.» De niña, esta mujer había sido profundamente herida por unos padres muy perturbados emocionalmente, y a sus treinta años se avergonzaba porque aún se sentía dolida y confusa. —En realidad no fue para tanto. Yo debería ser más fuerte, debería ser capaz de continuar con mi vida. ¿Por qué soy tan débil, por qué me duele tanto todavía? Algunos pensamos que detrás de nuestros sufrimientos hay algún pecado, alguna imperfección; estamos convencidos de que si fuéramos. Es interesante observar que en griego la palabra es Hamartia, antiguo termino que entre los arqueros 75

quería decir . Puesto que por el simple hecho de ser de forma periódica erraremos el blanco, por definición todos somos . Pero en esta palabra no hay implícito ningún juicio, solo indica la necesidad de concentrarnos más en la práctica. Si somos clementes con nosotros mismos, si tratamos con clemencia y amabilidad nuestros fallos e imperfecciones, estaremos en condiciones de aprovechar nuestros como parte del aprendizaje para crecer. No necesitamos ser perfectos para ganarnos el derecho a ser amaos. El amor y la clemencia no son premios a la buena conducta; sin ingredientes que nos permiten sanar y ser más plenamente humanos. Verdad, clemencia y no violencia La clemencia es una cualidad e la mente que permite que nos aceptemos tal como somos, amándonos, sin juicios ni violencia. Con un corazón clemente somos capaces de aceptar con amor y compasión nuestros éxitos y fracasos, nuestros dones y defectos. Podemos acceder a los aspectos que más duelen con amabilidad, suavidad y sin violencia. Con los ojos e la clemencia nos liberamos para explorar la tristeza, la torpeza, la alegría, el buen humor, la confusión, la tensión, el hambre, la risa, y el buen humor, la confusión, la tensión, el hambre, la risa, y palparlo todo con amor incondicional. Cuanto más nos tratemos con amor en lugar de violencia y crítica, más disponibles y receptivos estaremos a ser vistos conocidos e íntimamente atendidos y cuidados por nosotros mismos y por los demás. Cuando somos clementes aceptamos con amor incondicional la totalidad de quienes somos. Nos abrazamos sin críticas, sin condiciones y con total perdón. Nos vemos a nosotros mismos y vemos a los demás con , como dice Stephen Levine. No con ojos que deformen o nieguen, sino con ojos que atiendan más amablemente a todo el espectro de lo que es verdadero. Cuando juzgamos, cuando odiamos, cuando endurecemos los ojos y el corazón, perpetuamos un gran daño a nosotros mismos y al mundo, y nos desviamos del camino de la paz y la curación. La práctica de la clemencia nos abre un camino que está arraigado en la paz, amor y la verdad, no en la violencia. Cuando Jesús enseñaba a sus discípulos a no juzgar a los demás ni a sí mismos, no quería decir simplemente que fueran «simpáticos»; se refería a la violencia sutil que introducimos en nuestra vida cuando juzgamos y criticamos y también a la profunda curación que surge en nuestro interior cuando caminamos por el camino de evitar el dolor. Es inevitable que los juicios den origen a la crueldad; la clemencia y la no violencia producen curación y paz. En sánscrito existe la palabra ahimsa, que se podría traducir por «no dañino» o «no hiriente». Para Gandhi, ahimsa era la piedra angular de su campaña de resistencia no violenta a los británicos en India. Cuando comenzó su campaña para la independencia de India, la llamó «el movimiento de la verdad sin daño». El movimiento satyagraba difundía 76

la creencia de que sólo se puede ver la verdad más profunda en las personas y acontecimientos a través de los ojos de la no violencia y la compasión. Sabía que si combatían la violencia con la violencia, la guerra continuaría eternamente. Enfrentados a esa violencia, sólo un ardiente compromiso con la práctica de no hacer daño podía traer la paz y la libertad para todos. A la luz de ese compromiso inconmovible a ahimsa por encima de todo lo demás, estaba claro que a Gandhi no le interesaba tanto la victoria política como tratar a los amigos y enemigos con respecto, amabilidad y clemencia. Así ocurre en nuestra curación. La verdadera curación y el desarrollo de la amabilidad verdadera son imposibles si no emprendemos primero la práctica de ahimsa, de no herir. No herir es un ingrediente esencial de la clemencia. Mediante la práctica de la clemencia y del no herir, nos negamos a juzgar, odiar o condenar a nosotros mismos y nuestros sentimientos más profundos. Para poder sanar, para aprender a amar, primero hemos de detener la guerra en nuestro interior. En el budismo, la práctica de ahimsa es uno de los principales receptos espirituales. Todos pertenecemos a una familia, todos formamos una comunidad, todos somos interdependientes con todo lo que vive, en una profunda ecología de cuerpo y espíritu. Como forma de respetar y honrar nuestro parentesco mutuo y en reconocimiento de lo preciosos que somos todos los seres vivos, los budistas hacen el voto de evitar todo daño, de tratar a todos los seres sensibles con respeto, amor y delicadeza. Creen que en cuanto hijos de la creación, cada uno de nosotros somos seres preciosos dignos de afecto, cuidado y amabilidad. ¿Cómo podemos cultivar en el corazón esta no violencia? Podríamos comenzar por reconocer el daño que todo juicio o crítica genera en nuestro corazón y en nuestro espíritu. Si nos herimos a nosotros mismos o a otras personas, restos de esa violencia permanecen en el cuerpo y en el corazón como un virus e impiden la curación, aprisionan el espíritu. No importa que hagamos daño a los demás o a nosotros mismos, el resultado es el mismo: sin darnos cuenta, perpetuamos la violencia que nos causó sufrimiento cuando éramos niños. Cualquier pensamiento, sentimiento o acto de violencia que cometamos contra nosotros mismos simplemente origina más violencia en la Tierra; en lugar de sanar los sufrimientos de la infancia los aumentamos. Del mismo modo, cualquier violencia que concibamos contra otras personas acrecienta inevitablemente la reserva de dolor que llevamos dentro, ¿Cómo nos sentimos cuando odiamos a alguien? ¿Cómo se siente nuestro cuerpo? Cuando juzgamos a otra persona y definimos como «hostil» alguna cualidad o el comportamiento de alguien, normalmente nos preparamos para recibir aversión y odio. Soportamos el tremendo dolor de nuestra rabia, nos cerramos y endurecemos, y sólo oímos cómo se repite una y otra vez en nuestra mente el eco de ese dolor y de esa rabia. Por dentro nos sentimos agredidos cada vez que surge el odio o la crítica. La rabia y las críticas 77

contra los demás, dice Thomas Merton, sólo nos provocan más pena en el corazón. «El arma con la que queremos destruir al enemigo debe pasar por nuestro corazón para llegar a él», dice. Nuestros abuelos transmitieron sus sufrimientos a nuestros padres, y nuestros padres a su vez introdujeron sus sufrimientos en nuestra familia. ¿Cuánto tiempo vamos a seguir aferrados a la rabia, a la impaciencia y a las críticas violentas que hay en nuestros corazones y en nuestras mentes? ¿Cuándo vamos a encontrar el valor para ser amables y la sabiduría para tomar el camino de la no violencia, del no hacer daño, para que nuestros hijos puedan comenzar a aprender los hábitos de la amabilidad, de la curación y la paz? Gandhi decía que «la no violencia no es un traje que uno se pone y se quita a voluntad. Su sede está en el corazón y debe ser una parte inseparable de nuestro ser». En el BhagavadGita de Gandhi, en el precepto de Jesús de amar a nuestros enemigos o en el voto de no dañar que proponía Buda, se nos dice que el camino hacia la curación y la paz comienza con la amabilidad y la no violencia hacia nosotros mismos y los demás. Podemos empezar a sanar la violencia de nuestra mente Crítica rancio de poner en práctica el precepto no hacer daño o herir, Durante cierto periodo del día podríamos dedicarnos a observar cuántas veces juzgamos, criticamos o menospreciamos nuestros sentimientos exactos. Cada vez que te observes criticar o juzgar de alguna manera, haz nuevamente la promesa de no utilizar ninguna forma de violencia. Observa cuántas veces y de qué maneras hieres tus sentimientos y a ti mismo. Jamie, que era particularmente propensa a juzgarse y criticarse, me dijo que haría la promesa de no herirse durante toda una semana. En la siguiente sesión me comentó que se había sorprendido al comprobar con qué frecuencia era hiriente y cruel consigo misma. —Ha sido la semana más ocupada de mi vida —me dijo—. No tenía idea de lo mucho que me meto conmigo misma por todo. Pero ha sido un alivio notarlo, y tratar de superarlo. De vez en cuando lograba parar la guerra en mi cabeza y conseguía paz y quietud. Ha sido fabuloso. Fomentar la no violencia hacia nosotros mismos es un paso gigantesco para permitir que el amor sanador entre en nuestros corazones rotos, sobre todo para quienes, con la punzada del dolor físico o emocional sufrido en la infancia, hemos interiorizado en el alma gran parte de esas críticas y de esa violencia. Estamos muy necesitados de clemencia y cariño y somos muy torpes para hacerlos nacer en nuestra vida. Del mismo modo, mientras trabajamos para fomentar la práctica de no herir a otras personas, necesitamos muchísimo valor para enfrentar el clima de violencia que impregna nuestra cultura. Mi amigo y colega Walter Murray fue el primer director negro de Acción Afirmativa en la Universidad Vanderbilt. Un día en que estábamos analizando el 78

movimiento satyagraba de Gandhi y sus efectos en la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, me contó la siguiente historia: Nos preparábamos para participar en la marcha por los derechos civiles en Birmingham (Alabama) cuando estaba en plena efervescencia el conflicto entre los defensores de los derechos civiles y la policía de esta ciudad. Habíamos programado una manifestación no violenta por la ciudad, pero Bull Connor (concejal de seguridad ciudadana) había preparado a sus hombres y perros para un enfrentamiento con los manifestantes. Yo ocupé mi lugar en la fila. A mi lado iba un buen amigo mío, un futbolista altísimo, acompañado por su novia, que era bajita y no le llegaba ni a los hombros. Iniciamos la marcha. A medida que avanzábamos la gente se fue congregando junto a nosotros y empezó a gritarnos e insultarnos. La muchedumbre fue aumentando y también el enardecimiento, y muchos comenzamos a temer que nos atacarían y podríamos acabar heridos o incluso muertos. Pero nos habíamos comprometido a hacerlo sin violencia, pasara lo que pasara, así que continuamos la marcha en silencio. De pronto, los policías y los perros recibieron la orden de atacar y en un instante todo a nuestro alrededor eran porras re-partiendo golpes a diestro y siniestro. Un policía golpeó en la cabeza a la chica de mi amigo, que cayó desvanecida al suelo. El futbolista, que la vio caer, se quedó mirando fijamente al policía. Sólo lo miró a los ojos, profundamente, durante un rato que a mí j me pareció larguísimo. Después se agachó, la recogió, la acomodó entre sus musculosos brazos y continuó caminando. Fue increíble su fuerza de voluntad y su compromiso. Y así tenía que ser; sabíamos que teníamos que atenernos a la no violencia. Era nuestra única esperanza de conseguir un cambio. Practicar la clemencia puede obrar un verdadero cambio en un mundo violento. Los movimientos apacibles de verdad y curación' sólo florecen en los corazones de mujeres y hombres consagrados a. amor, al respeto mutuo y a la no violencia. San Francisco, que consagró su vida a la paz, enseñaba a sus seguidores a conservar la paz en sus vidas mientras trabajaban por la curación de otros. «Mientras proclamas la paz con tus labios, procura tenerla incluso más plena-mente en tu corazón», decía. Los sufíes dicen que la verdad siempre se expresa con amor, y que cada palabra Que decimos debe pasar primero por tres puertas: , si lo son, las dejamos pasar. En la segunda puerta preguntamos >

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Y eso hemos de preguntarnos, ¿somos amables? ¿Somos capaces de tratarnos con amabilidad, de ser cariñosos y afectuosos con nosotros mismos, con nuestra torpeza, con nuestra lentitud para cambiar, nuestros hábitos, con nuestros corazones sensibles y dolidos? Gandhi, que consagró su vida a la curación y la paz, creía fervientemente que la amabilidad, la clemencia y la actitud no hiriente las únicas vías para sanar la propia causa de la violencia, vale decir, los corazones endurecidos y rotos de mujeres y hombres: "Mi optimismo se apoya en mi fe en las posibilidades infinitas de la persona para desarrollar la no violencia. Cuanto más la desarrollemos en nuestro corazón, más contagiosa se hará, hasta que inunde nuestro entorno y así, después, inundará y arrastrará el mundo. EJERCICIO Exploración de la mente crítica Este ejercicio consta de dos partes. En la primera exploraremos las formas en que somos violentos con nosotros mismos. En la segunda, comenzaremos a fomentar la práctica de la actitud no hiriente. Proponte hacer este ejercicio durante todo un día. Puedes hacerlo cualquier día, un día laborable, un día que estés en casa con tu familia o durante un viaje. Desde la mañana a la noche, simplemente explorarás las formas en que te críticas, juzgas o te hieres a ti mismo. Vas a comenzar desde el momento en que te levantas por la mañana y dedicar la primera mitad del día a observar cada vez que te juzgas o críticas por algo, por cualquier cosa. Observa con qué frecuencia te juzgas por retrasarte, por tu apariencia o por lo que sientes. Pon atención a la forma como críticas lo que haces y juzgas tus palabras y actos. Está atento a todas las voces críticas a medida que surjan. En silenció, podrías decirte «crítica, crítica» cada vez que te surge un pensamiento crítico. ¿Cómo te sientes? ¿Te hacen sentir más relajado o más tenso? Presta atención a lo que ocurre en tu cuerpo cuando están presentes esos pensamientos. En esta fase nuestra finalidad no es eliminar esas voces sino entenderlas con atención receptiva y consciente. Fíjate con qué frecuencia te juzgas, incluso por las cosas más in-significantes. ¿Ocurren estas críticas algunas veces cada hora? ¿Cada pocos minutos? Observa cualquier periodo de tiempo en que no haya ninguna crítica importante. ¿Qué le ocurre a tu cuerpo cuando esas voces están calladas? Es posible que comiences a sentir cierto desagrado o agitación al tomar más conciencia de la letanía de juicios que a veces llenan tus horas de vigilia. Tal vez empieces a enfadarte o experimentes incluso una sensación de náuseas al darte cuenta de la violencia de ese maltrato incesante. Esa es la forma como te tratas cada día. Al escuchar esas voces críticas 80

sin eliminarlas puedes tomar conciencia de hasta qué punto esas críticas constantes bombardean sin piedad tu corazón y tu cuerpo. Cuando haya transcurrido la mitad del día y estés familiarizado con la clase y frecuencia de estos juicios, podrías comenzar a practicar la actitud no hiriente. Dedica un momento a prometerte en silencio que a partir de este momento vas a practicar la no violencia en palabras, pensamientos y obras. Haz el voto de dejar de usar cualquier tipo de juicio o crítica para herirte. Si te sorprendes juzgándote, simplemente para, acalla las voces respira hondo y vuelve a hacer la promesa. Podrías decir: Es posible que necesites volver a hacer la promesa unas cien veces al día para experimentar algún alivio. Procura no juzgarte por criticarte, eso sólo mantiene ocupada la mente crítica. Cada vez que adviertas una voz crítica, simplemente reafirma tu promesa de no herirte. Presta atención a la calidad de tu experiencia cada vez que te haces la promesa. ¿Afecta a tu cuerpo la promesa? ¿Se van alargando paulatinamente los periodos sin crítica con cada reafirmación de la promesa? ¿Qué notas en tus sentimientos hacia ti al practicar la no violencia interior? ¿Qué observas en tus sentimientos hacia los demás? Fomentar la actitud no hiriente es uno de los pasos más eficaces camino de la clemencia, de la curación y la liberación. Cuando comienza a desvanecerse la cacofonía de voces críticas, hacemos las paces con nosotros mismos e inducimos una clemente comprensión en el corazón, el cuerpo y el espíritu. Meditación CULTIVAR LA CLEMENCIA (Meditación de la bondad de amor) Esta meditación se puede practicar en cualquier momento y sólo lleva unos minutos. Está basada en la práctica budista metta, y se usa para enviar bondad de amor a todos los seres que habitan la Tierra. Con este ejercicio dirigiremos la bondad de amor hacia nosotros mismos. Comienza por acomodarte delante de la mesa de tu refugio. Dedica un rato a relajarte y a encontrar una posición cómoda y después cierra suavemente los ojos. Dirige la atención hacia tu respiración, encentrándote en las sensaciones de elevación y descenso del abdomen al inspirar y espirar. Sírvete de la respiración para instalarte en tu cuerpo, encontrar tu lugar propio, tu hogar interior donde descansar.

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Después di las siguientes palabras en silencio, o grábalas en una cinta y escúchalas para repetirlas: Quiero habitar en mi corazón, Quiero sanar, Llenarme de amor, Liberarme de sufrimientos, Ser feliz, Estar en paz. Repite lentamente cada frase, aprovechando cada respiración para intensificar la capacidad de tu corazón para escuchar, para oír cada palabra. Déjate ir, suavizar, recibe el sustento y calor del amor de la bondad. Acunado en tu cariño y cuidados, puedes susurrar una y otra vez estas frases hasta que comiences a sentir una verdadera sensación de clemencia y amor por ti mismo. Esta oración para meditar del amor de la bondad puede convertirse en parte de tu práctica diaria. Con ella puedes favorecer tu práctica de la actitud no hiriente y fomentar una conciencia meditativa de ti como hijo de la creación, un ser precioso que recibe los dones de la clemencia y el amor.

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6 Grandiosidad y humildad Muchos aferramos a la idea de que tenemos terribles heridas. Pues que sufrimos alguna forma de daño cuando éramos niños, sentimos que hemos sido especialmente maltratados, especialmente escogidos para el sufrimiento. Tenemos la impresión de que nadie podrá conocer jamás la intensidad de nuestro dolor. Es como si nuestras heridas nos hicieran especiales, víctimas únicas de una terrible injusticia, y nos sentíamos aislados, en cierto modo diferentes de todos los demás. Pero al mismo tiempo éramos particularmente sensibles a la dinámica de nuestros sufrimientos familiares, lo cual hacía que nos sintiéramos también especiales dotados, capaces de reparar lo roto, en cierto modo elegidos para arreglar lo que estaba mal. Veíamos lo que nadie más era capaz de ver y nos sentíamos particularmente responsables de hacer algo al respecto. En consecuencia, aprendimos a considerarnos diferentes del resto del mundo, tanto por esos dones únicos como por los terribles sufrimientos que nos hicieron experimentar. En el camino hacia la libertad y la curación, muchas veces nos resistimos a abandonar esa profunda convicción de que somos especiales. Al margen de si nos sentimos especialmente dotados o especialmente heridos, nuestro ser «especial» considera que es su derecho, un motivo secreto de orgullo, saber que nadie se va a sentir jamás exactamente igual a nosotros. Pero si somos diferentes a todos los demás, entonces la curación, la sensación de pertenencia a un hogar, de protección, que está al alcance de todos, estará siempre fuera de nuestro alcance. Si existe alguna manera de obtener alivio, para nosotros será imposible, pues nuestras heridas son especiales, diferentes, terminantemente únicas Aferrados a la particularidad de nuestro sufrimiento nos situamos fuera del círculo del resto de la humanidad, con nuestras dotes y heridas. Siendo casos especiales, no funcionan para nosotros los tratamientos y milagros que funcionan para las personas «normales», y por lo tanto nos sentimos condenados a sufrir solos. Grandiosidad y humildad La primera lección sobre ser especiales la aprendimos siendo actores secundarios en el escenario familiar. El mundo del niño se construye a base de causas y efectos. Cuando el niño sonríe, sus padres sonríen; cuando al niño se le cae al suelo una botella, sus padres la recogen. Cuando el niño llora, alguien acude a ver qué le pasa. El niño piensa naturalmente que él crea el mundo con sus actos y deseos, y comienza a sentirse poderoso. 83

Esa es la grandiosidad del niño. Llegamos a creer que lo que ocurrió en nuestra familia fue a causa de algo que hicimos o que no hicimos, de algo que dijimos o que no dijimos. Al sentirnos el centro del drama familiar pensábamos que si reprimíamos nuestros deseos y necesidades podríamos generar paz. Si calmo la furia de mi madre las cosas no se descontrolarán; si hago feliz a mi padre no se deprimirá ni beberá. Si los complazco a los dos podría evitar una pelea durante la cena. Nos sentíamos poderosos e importantes, responsables de mí tener de alguna manera las cosas en orden. Pensábamos que eran nuestros actos y nuestro comportamiento lo que hacía girar la rueda de la familia y nos sentíamos los elegidos para ver lo que nadie más era capaz de ver. Pero si todas esas cosas corrían debido a lo que hacíamos ¿cómo podíamos explicar entonces la situación cuando las cosas iban terriblemente mal? ¿De quién era la culpa de que el padre se enfadara o de que la madre bebiera demasiado, o de que nos maltratar violaran de alguna manera? Una explicación era que sencillamente nuestros padres escapaban a nuestro control, y que nos podrían hacer daño en cualquier mentó. En nuestra familia el sufrimiento llegaba al azar. Pero para el niño que depende totalmente de sus padres para su sustento, incluso para vivir, la idea de un ambiente amenazante o imprevisible era algo demasiado aterrador, de modo que la explicación preferida, la que a cierta sensación de control, era que el sufrimiento llegaba que habíamos hecho. Si era así por ser quienes éramos, entonces podíamos rectificar, enmendarnos, para evitar que volviera a ocurrir. Fomentamos la ilusión de control decidiendo que éramos los principales arquitectos de nuestra experiencia en la familia. Con un exagerado sentimiento de importancia, suponíamos que accionaban a lo que hacíamos y observaban nuestro comportamiento. Al hacernos mayores comenzamos a sentirnos responsables de todo que acontecía alrededor de nosotros: la felicidad y el sufrimiento de nuestros padres, del cónyuge, de los hijos, los amigos y colegas. El motivo de que aprendiéramos a juzgarnos tan implacablemente es que nos considerábamos muy por encima del resto de la humanidad. Los demás podían flaquear, fallar, buscar la ayuda de otros, pero nosotros no, teníamos que hacerlo todo a la perfección, sin cometer ni un solo error, y sin la ayuda de nadie. Bill era psiquiatra y tenía muchísimo trabajo. Trabajaba muchas para diversos centros de tratamiento y se obligaba a ser un esposo y un padre cariñoso y atento para su familia. Pero decía que había muy poca alegría en su vida, ya que se sentía agobiado por sus responsabilidades. Se entregaba tanto a las necesidades de tantas personas que le quedaba muy poco para él. Y aunque se sintiera abrumado jamás pedía ayuda ni a familiares ni a amigos; creía que debía todo él solo. La primera vez que vino a verme me dijo que se agotado. 84

Hijo de un padre alcohólico y de mal genio, había aprendido a escenario todo solo. Creía que era su responsabilidad hacerlo todo bien, jamás pedir ayuda y procurar que todos estuvieran bien atendidos. De este modo había aprendido a sentirse importantísimo, tan importante que no podía permitir que nadie le ayudara a llevar su carga. Durante una sesión le pedí que cerrara los ojos y explorara en sí-su cuerpo en busca de alguna sensación fuerte. Me dijo que notaba que el corazón le latía con fuerza, que trabajaba mucho. —Dígame qué le dice su corazón. Si pudiera hacer que hablara, ¿qué diría? Estuvo en silencio un momento, prestando atención a la voz de corazón. Después dijo lo que escuchó: —Estoy cansado. Siento que debo estar siempre latiendo, siempre trabajando, si no todo morirá. Nunca puedo descansar. Estoy siempre esforzándome para mantenerlos vivos a todos. Todo depende de mí. No puedo abandonarlos. No puedo parar nunca. Comenzó a sollozar. Le pedí que con los ojos todavía cerrados se imaginara un color capaz de calmar la tensión del corazón, que respirara ese color y lo llevara hacia las cavidades y vasos sanguíneos de su corazón. —Deje que el corazón descanse y se relaje. Sienta cómo la sensación de alivio de la tensión llega a todas las células y músculos cardiacos. Permita que descanse. Cuando dejó que la inspiración sanadora le abriera y dilatara la tensión que rodeaba el corazón, comenzó a respirar más pausadamente, de forma más uniforme. Pareció más relajado. Después de la meditación me contó que hacía poco había ido al médico porque se le había presentado una arritmia en el corazón, periódicamente se saltaba un latido. Le recomendaron que se medicara, pero él no quería tomar nada, y en ese momento comprendió que el trastorno del corazón reflejaba el trastorno de su vida. —Da la impresión —dijo—, de que cuando mi corazón se salta un latido es el único momento en que puede descansar. Vio con claridad el esfuerzo que se exigía, a sí mismo y a su corazón, al cargar con tan tremenda responsabilidad. Su insistencia en ser la fuente de toda vida para los que lo rodeaban le había producido graves consecuencias físicas y emocionales. Tras algunas semanas de hacer meditación junta le desapareció la arritmia. Bertrand Russell dijo una vez que «una de las señales de un colapso nervioso inminente es la creencia de que nuestro trabajo es terriblemente importante». Cuando nos ponemos el manto de «especiales», invariablemente nos engañamos con la medida de nuestra importancia. Seducidos por la idea de que nuestro trabajo es indispensable para la 85

continuación de la especie, nos sentimos siempre cansados, asustados y solos, aferrados a un profundo sufrimiento secreto que nadie puede comprender. Sólo abandonando esa exagerada sensación de importancia podemos comenzar a encontrar la compañía y la curación que se produce al ser sencillamente seres humanos. Grandiosidad y sufrimiento Una segunda forma, más sutil, de grandiosidad nace de nuestra experiencia de sentirnos rotos. Cuando comenzamos una terapia, cuando étimos a seminarios o leemos libros y hablamos con amigos, nuestro tema más frecuente de conversación es nuestra calidad de rotos. Nuestras heridas, dolores y sufrimientos se convierten en nuestra ida, en algo que llevamos como presente al altar. Cuando éramos y nos hacían daño, nada nos parecía tan real o sagrado como nuestro dolor. Estamos convencidos de que los sufrimientos de la infancia nos incapacitan. Doug tiene treinta y tantos años y es albino. Sus cabellos, que se los ha dejado crecer hasta los hombros, son blancos como la nieve, y también su barba. Tiene la piel muy blanca y su apariencia general es llamativa, incluso atractiva, aunque él siente más vergüenza que orgullo por su apariencia. Con ese color de piel podría quemarse muy fácilmente si permaneciera mucho rato bajo el sol. Sin embargo, cuando era niño su padre lo llevaba regularmente a la playa y lo obligaba a tomar el sol para que «se endureciera un poco». En la escuela los niños solían pegarle por su apariencia; cuando se lo contaba a sus padres, éstos no le daban importancia y no hacían nada al respecto. Sufría mucho y nadie le hacía caso. En una de las sesiones, mientras explorábamos los sufrimientos de su infancia, me dijo que temía que nunca encontraría consuelo a su trastorno físico y al dolor de su infancia. Su afección era muy evidente, todo el mundo se lo quedaba mirando y él no podía hacer nada para cambiarlo. Creía que sus problemas particulares eran demasiado únicos, demasiado especiales para que una terapia pudiera aliviarlos. —En realidad, Doug —le dije un día—, yo te encuentro bastan-te normal. Al oír la palabra «normal» se enfureció. —Usted no tiene idea de lo mucho que he sufrido, de lo difícil que ha sido. «Soy» diferente, no tiene más que mirarme. La gente se para a mirarme. No puedo salir a la calle en verano, y cuando era niño me pegaban casi todos los días. Tengo problemas que nadie puede entender siquiera. Doug había transformado su herida en algo sagrado e importan te. Su herida se había convertido en su compañera más íntima, el cris-tal a través del cual contemplaba la vida. Su herida lo identificaba y lo hacía especial. 86

A cualquiera le resulta difícil dejar de sentirse roto. Mientras sintamos cierto orgullo por lo heridos y mal comprendidos que fuimos como hijos de una familia desestructurada, nos aferraremos con tenacidad a la convicción de que somos especiales. Pero ¿y si ya no estamos enfermos, si ya no somos discapacitados? ¿Y si sencillamente nos hemos hecho adictos a la idea de estar especialmente enfermos, hasta el extremo de ofendernos si alguien nos dice que somos personas corrientes, sin necesidades ni problemas especiales? Durante varias semanas insistí ante Doug, en tono desenfadado que era la persona más normal que había conocido en mi vida. Un día entró en la consulta y me dijo: — ¿Sabe? He estado probando la idea de ser «comente». Al principio me sentí insignificante y asustado, furioso de que nadie se fijara en mí. Pero cuando dejé de esforzarme tanto por ser especial, me di cuenta de que en realidad nadie se fijaba en mí, y que podía ser simplemente yo mismo. Comencé a sentirme relajado, incluso sereno en mi interior. Y aunque sólo duró unos minutos, me sentí increíblemente libre. Nadie especial «En nuestra vida cotidiana —dijo el maestro zen Suzuki Roshi—, m noventa y nueve por ciento de nuestros pensamientos están centrado en nosotros mismos: "¿Por qué tengo que sufrir?", "¿por qué tengo problemas?".» Este tipo de pensamientos hace que sintamos apego a la idea de que somos importantes, a lo importante que debe de sed nuestro sufrimiento. «Uno es simplemente uno mismo, nada especial.» Cuando éramos pequeños, rara vez (si hubo alguna) nuestros miliares hablaban con franqueza de sus sentimientos más vulnerables, de sus emociones. Así, cuando sentíamos tristeza o miedo suponíamos que éramos los únicos que sentían esas cosas. Pero todos sentían algún sufrimiento, aunque no lo supiéramos nosotros; nuestros padres, nuestras hermanas y hermanos, todos ellos, sentían miedo, tristeza, soledad y confusión de cuando en cuando. Aunque no se expresaban, los sentimientos dolorosos los sentían todos en casa. Puesto que guardábamos en secreto nuestros sentimientos, pensábamos que nuestras heridas nos separaban de nuestros seres queridos. En silencio nos apropiábamos de la tristeza o el miedo y lo convertíamos en mi tristeza, mi miedo, míos y de nadie más. Lo que no podíamos saber era que todo niño experimenta esos mismos sentimientos. La forma en que recibimos ese dolor no tiene por qué distinguirnos. Por el contrario, puede invitarnos a entrar en comunión más íntima con todos los seres vivos. Nuestro dolor no nos hace víctimas; nuestros dones no nos hacen importantes. Simplemente somos seres humanos, nada especial. Muchos sufrimos de lo que Walker Percy llama «la gran adulación del yo». Cuando creemos que el mundo ha conspirado para hacernos sufrir, sin duda sobrestimamos nuestra 87

importancia relativa en disposición planetaria de las cosas. Esta sugerencia podría ser considerada un insulto por algunas personas, pero también puede darnos una enorme libertad. Si no somos tan importantes, ya no tenemos la responsabilidad de vivir a la altura de expectativas imaginadas de un Universo encaprichado por cada uno de nuestros movimientos. Quedamos libres para vivir cada momento pendientes de lo que es cierto nuestro cuerpo, en el corazón, la mente y el espíritu, sin tener que buscar señales de grandeza en cada uno de nuestros actos o movimientos. Durante el siglo II de nuestra era, un buen número de monjes, a los que después se ha llamado Padres y Madres del Desierto, establecieron comunidades espirituales en el desierto de Egipto. Uno de estos padres, Abba Or, dijo: «Huye de la gente o ríete del mundo y de la gente que vive en él, y ponte en ridículo en muchas cosas». Cuando dejamos de tomarnos tan en serio nos liberamos para participar más alegremente en el mundo en que vivimos. Somos libres para explorar nuestros límites y para experimentar con lo que es posible. Cuando comenzamos a ser «nada especial», no tenemos nada que defender, podemos ser quienes quieran que seamos, libremente. Humildad Chuang Tze dijo: El hombre del Tao permanece desconocido. La virtud perfecta no produce nada. «Ningún yo» es el «Verdadero Yo», Y el hombre más sublime Es Nadie. Kurt Vonnegut dijo una vez que el ser humano es «un barro que se yergue». La palabra humildad procede de humus, que significa tierra o lodo. Ser «humildes» es sentirnos parte de la tierra, hechos polvo para volver al polvo. La tradición judía de la creación dice que Dios creó a los seres humanos mezclando tierra y espíritu. Así, incluso la palabra humano refleja nuestra unión con la tierra. Ha habido ocasiones en que me he sorprendido deseando mostrar a alguien en qué maravilloso y perceptivo profesor y sanador me he convertido. Deseo que la persona que esté conmigo admire ingenio y sabiduría como terapeuta y sutilmente la tengo de rehén hasta que se sienta adecuadamente conmovida por mi pericia y magia Represento al mago de Oz, con las luces, el humo y aun la voz atronadora, cuando en todo momento no soy más que un niño pequeño asustado que mueve palancas y pulsa botones con la esperanza de que todo salga bien, de que nadie suba el telón, de que nadie me sorprenda. Pero ya me he sorprendido, sorprendido deseando que esa personar sienta pena por mi dolor o que admire mi vida. En uno y otro caso, la he convertido en objeto de mi juego, no 88

en sujeto de mi corazón. Cuando necesito que alguien me considere especial, me concentro sobre todo en mi necesidad y no soy capaz de oír la profundidad y amplitud de quién es esa persona en ese momento. En mi urgencia por ser especial no respeto la humanidad común que me une con los demás. La verdad es que nadie es más especial que otra persona. Toda y cada uno recibimos una determinada combinación de agravios, dones, talentos e imperfecciones que simplemente dan textura a la calidad de nuestras experiencias. Nuestras heridas y dones no nos hacen diferentes, son simples cualidades humanas que nos unen. Joseph Campbell define esta cualidad de ser humano como una puerta hacia, el amor y la comprensión. «El punto umbilical, la humanidad, eso que nos hace humanos y no sobrenaturales ni inmortales, eso es lo de ser amado». Tal vez podríamos aprender a enfocar la vida como principiantes. Si no estamos bajo una presión constante para demostrar lo extraordinarios que somos, podremos comenzar el día con la mente de un aprendiz. Nadie es experto en estar vivo. Somos simples seres humanos, actores en la que a veces triunfamos y a veces no. Cuando fingimos tener más conocimiento, más talento o éxito del que realmente tenemos, nos desconectamos de la maravilla de nuestra curiosidad y del descubrimiento de nuevas experiencias. «En la mente del principiante hay muchas posibilidades —decía Suzuki Roshi—. En la mente del experto hay pocas.» Todos somos seres humanos que nacemos, tratamos de sobrevivir aprendemos a amar y nos preparamos para vivir y morir con dignidad y paz. Nada más ni nada menos. Aprender la humildad es respetar que tu sufrimiento y mi sufrimiento son uno, que mi vida y la tuya son piezas de la misma tela y que compartimos la amable comunión de ser humanos. Así como nos refugiamos en ser especiales, podemos aprender a refugiarnos en ser normales, en no estar al mando, en no ser el centro del Universo. En realidad, tal vez el primer paso para la curación es capaz de reconocer un cierto grado de ignorancia e impotencia en nuestra vida. ¿Cuántos sabemos de verdad lo que estamos haciendo? ¿Cuántos pensamos de verdad que somos expertos en la práctica de vida, que lo tenemos todo bien organizado? Rumi nos recuerda festivamente: ¿Crees que sé lo que hago? ¿Que por un instante o medio instante Me pertenezco? Tanto como sabe la pluma lo que escribe, O lo que puede imaginar la pelota Hacia dónde va a ir después. Humildad y consecución 89

Algunos tratamos de crearnos la ilusión de que somos importantes mediante nuestros logros en el mundo. Tratamos de elevar nuestra valía demostrando todo el trabajo que somos capaces de hacer y lo bien que sabemos hacerlo. Alcanzando más y más objetivos finalmente no, damos otra alternativa al mundo que reconocer nuestros talentos y dotes especiales. Es posible incluso que sintamos cierto orgullo secreto por lo eficaces y creativos que somos al hacer lo que otros no han sido capaces de hacer antes. Pero los que pretendemos sentirnos importantes mediante consecuciones hemos de tener especial cuidado. Cuando nos esforzamos por realizar más y más cosas tendemos a tomarnos muy en serio a nosotros mismos y nuestro trabajo, hasta que con el tiempo nos sentimos cada vez más cansados, poco valorados, agobiados y aislados. Cuanto más convencidos estamos de que nuestro trabajo es especia mente importante, menos capaces nos sentimos de pedir el apoyo, sustento o la compañía de los demás. El monje tibetano Tara Tulk Rinpoche advirtió una vez que «la intensidad de está directamente relacionada a ser impotentes». En algunas culturas, las personas que construyen, dirigen, enseñan o sanan son ciertamente consideradas importantes, pero no se les da más importancia ni tratamiento especial que a cualquier otra persona. Trabajar mucho y bien simplemente forma parte del trabajo corriente de ser seres humanos y no merece una recompensa especial doctor Richard Katz, antropólogo en Harvard, escribe acerca de sus experiencias entre los dirigentes tribales, maestros y sanadores de una comunidad de Fiji: «Ser sanador en Fiji no entraña ninguna recompensa económica ni mayor categoría social. Según diversos indicad res económicos y sociales, los sanadores son iguales que los no sanadores. No se les concede ningún privilegio especial para que realicen su trabajo de sanadores». La práctica de la humildad nos invita a considerar que si bien hay mucho trabajo importante que hacer en el mundo, nuestro trabajo i nos hace importantes. Nuestra importancia, nuestra valía y nuestra dignidad radican en el hecho de que somos hijos de Dios en la Tierra. No necesita nada más. Nosotros, como todas las personas, merecemos alimento, vestimenta, albergue y amor no porque seamos especiales, no porque hayamos realizado lo que nadie más logró realizar; merecemos nuestro lugar propio simplemente porque somos humanos. Kip Tiernan es una carismática y entregada organizadora social fundó Rosie's Place, un albergue para mujeres sin hogar en Boston. Un día asistió a una reunión en la que varios invitados hablábamos de los pobres de la ciudad y de la manera en que podíamos ayudarlos. Comenzó por contarnos sus primeras experiencias en Roxbury, un barrio de Boston con muchos problemas: Llegué a Roxbury a fines de los años sesenta. Fui con toneladas de documentos, pues suponía que entre ellos encontraría todas las respuestas para los problemas de Roxbury. Las gentes de allí me trataron con amable preocupación. Se reían de mí seriedad y me decían: 90

«No te preocupes, Kippy, nada va a cambiar mucho porque estés aquí, pero nos alegra que estés aquí». Fue una de las mejores lecciones que espero haber aprendido acerca de mí misma. Cometemos el error de pensar que llevamos en nuestros hombros los problemas de todo el mundo y que de nosotros de-pende solucionarlos. Bueno, pues no. Debo recordarme a mí misma que formo parte del problema y que lo único que realmente se espera de mí es que celebre las pequeñas victorias y que me divierta en el camino. Las palabras humildad y humor comparten la misma raíz. Mírarse bajo una amorosa luz humorista hace más difícil considerarse la medida de todas las cosas. Cuando alguien destaca y deja una huella evidente en nuestro mundo, por ejemplo Gandhí, que con una oportuna combinación de intuición, creatividad y devoción consiguió muchísimo en la fase humana, la historia suele juzgarla como a persona especial, diferente del resto de la comunidad de humanos de la cual procede. Pero la historia suele confundir éxito y consecución con importancia. Porque si bien los talentos de Gandhi eran ciertamente admirables y únicos, él mismo enseñaba que sus dotes no lo hacían más importante que cualquier otra persona entregada a la lucha por la libertad. Gandhi no atribuía más valor a su vida que el que atribuía a sus padres, que lo dieron a luz y lo educaron, a los agricultores que cultivaban los alimentos que lo nutrían o a sus seguidores que hacían una buena parte del trabajo. «Afirmo que no soy más que una persona normal, con menos capacidad que la normal», escribió. «No tengo ni una sombra de duda de que cualquier hombre o mujer puede hacer lo que yo he hecho si pone la misma cantidad de esfuerzo y cultiva la misma fe y la misma esperanza». Gandhi se creía simplemente otro peregrino más en el camino común de la paz. De igual modo, cualquiera de nosotros que lea sus escritos e intente a su manera cambiar el mundo en que vive es, igual que él, un hijo de la Tierra, capaz de grandes éxitos y grandes fracasos, capaz de dar y de recibir, capaz de tocar la chispa divina que tiene en lo más hondo, un ser humano corriente, bendecido por el tremendo don de la vida. Thomas Merton habla de las recompensas de considerar nuestra profesión, vocación, trabajo o práctica espiritual con esta misma medida de humildad. Cuanto más capaces somos de trabajar con espíritu desinteresa-do, más nos acercamos a trabajar por Dios en lugar de por nosotros mismos, y menos tensión generamos en nuestro sistema nervioso. No nos preocupan tanto las cosas y por lo tanto no nos confundimos ni agotamos tanto. En efecto, aprendemos a reconocer, por nuestras reaccione cuándo el amor propio, el orgullo, está tratando de domíname en el trabajo. Cuando estamos agotados, perturbados y 91

obsesionados por un trabajo que parece ir mal, quiere decir que estamos trabajando para nosotros mismos y estamos sufriendo las consecuencias. Pero cuando estamos libres trabajamos con una facilidad que nos pasma. La mitad de las veces, sin ninguna necesidad reflexión especial, parece que Dios nos elimina los obstáculos nos hace la mitad del trabajo. Cuando Dios quiere que se haga algo, la velocidad con que logra su conclusión y éxito casi nos deja mudos de asombro. EJERCICIO La práctica de ser normal En ejercicio se trata simplemente de advertir con qué frecuencia Céntimos especiales, diferentes o en cierto modo separados de las personas que nos rodean. Es un ejercicio que se puede practicar frecuentemente mientras se realizan las actividades cotidianas normales. Varias veces al día, estés donde estés, dedica un momento a examinar tu relación con las personas que te rodean. Ya vayas conduciendo por una carretera, estés en una reunión o en la cola del supermercado, observa cómo te ves en relación con las demás personas. ¿Te sientes especial, diferente en algo de todos los demás? ¿En qué? ¿Te sientes más inteligente, más complejo/a, más difícil de entender? ¿Te encuentras más introspectivo/a, más sensible, más profundo/a que los demás que están en la cola en el banco? Tal vez te sientes más herido, más intuitivo o tal vez sólo piensas que tienes más (o menos) opacidad latente que los demás. Observa con qué frecuencia, y de qué forma, te sientes cualitativamente diferente de tus colegas humanos ¿Qué sensaciones tienes cuando observas tu «calidad de especial»? ¿Sientes deseos de ocultarte o huir, o intimar, conectar de alguna manera? Una vez que hayas examinado la sensación de ser «especial», dedica un momento a imaginar la posibilidad de que en realidad podrías ser muy normal; que de hecho no eres nada especial. Imagínate diciéndole a la persona que tienes más cerca: «Soy igual que usted. Somos exactamente iguales. En mi no hay nada especial que me haga distinto/a de usted. Soy tan normal como todo el mundo». ¿Te resulta fácil (o difícil) decirlo? ¿En qué te quedas atrapado/a? Hazte la pregunta: « ¿A qué tendría que renunciar para ser normal, para ser igual a todos los demás? ¿De qué don único o sagrado, de qué herida o talento hago uso para impedirme reconocer de verdad que en realidad no soy especial?». Obsérvate en la experiencia de sentirte corriente. Observa la resistencia, el desagrado, el miedo o la incertidumbre que surja. ¿Qué posibilidades aparecen cuando te imaginas que eres normal, que no eres nadie especial? Si te liberaran de la carga y responsabilidad de ser 92

excepcionalmente único/a, y pudieras ser un ser humano normal y corriente, ¿cómo te sentaría la libertad para actuar? ¿De qué actividades normales, no excepcionales, disfrutarías hoy? Permítete actuar y divertirte con la libertad que da el ser normal y corriente, nadie especial. La presión desaparece, puedes relajarte, no se espera nada especial de ti, nadie te está vigilando. ¿Por qué habrían de vigilarte? Sólo eres un hijo más de la Tierra, perfectamente normal, perfecto/a tal como eres.

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7 Drama y simplicidad En nuestra búsqueda de la intimidad y la confianza con las personas que amamos, sea el conyugue, el novio o la novia, el amante, los amigos o los familiares, en realidad solo necesitamos dos habilidades de comunicación fundamentales. La primera es la capacidad de identificar y expresar los deseos y necesidades; saber decir lo que pasa por nuestro corazón de modo que nos oigan. Somos capaces de intercambiar pensamientos y sentimientos con otras personas y contamos con que nos entienda; aprendemos hablar con claridad y precisión no solo de lo que nos gusta, sino también de lo que consideramos difícil; y con nuestros amigos y con nuestra pareja compartimos el compromiso mutuo de prestar atención junto a lo que es verdadero y necesario. La habilidad de dar información entraña la capacidad de identificar y expresar los deseos y necesidades; saber decir lo que paso por nuestro corazón de modo que nos oigan. Somos capaces de intercambiar pensamientos y sentimientos con otras personas y contamos con que nos entienda; aprendemos a hablar con claridad y precisión no solo de lo que nos gusta, sino también de lo que consideramos el compromiso mutuo de prestar atención juntos a lo que es verdadero y necesario. Cuando intercambiamos cariño, expresamos nuestro amor mutuo sin miedo. Estamos atentos a lo que es doloroso o difícil y trabajamos junto con las personas que amamos para hacer los ajustes o adaptaciones que producirán la curación y la paz. Podríamos escuchar el corazón de la otra persona sin pensar que siempre se resta importancia a nuestras necesidades, y podríamos expresar nuestra verdadera preocupación y afecto por el bienestar de la otra persona de modo que sienta que puede confiar en nuestro cariño. En nuestra familia, sin embargo, tanto el intercambio de información como el de cariño iban siempre acompañados de mucho dramatismo y expresiones de emoción teatrales. En las familias en que las personas no tienen la capacidad de escucharse mutuamente con atención las manifestaciones de cualquier tipo van en aumento hasta que solo pueden oírse las más fuertes y explosivas. En consecuencia, los intentos serios por comunicar la verdad nuestros pensamientos o sentimientos solían recibirse con mucha resistencia, confusión o furia. Cualquier momento de afecto auténtico o de simple comunicación podía quedar marginados por la frágil autoestima de alguien, por su susceptibilidad o su facilidad para ofenderse, todo lo cual convertía al instante una simple expresión de sentimiento en una traición, produciendo furia, aislamiento o depresión. Nuestra tendencia a la grandiosidad, nuestra torpeza para 94

hablar y escuchar lo que simplemente era cierto y nuestra incapacidad para actuar los unos hacia los otros de forma amable, todo se combinaba para provocar un ambiente de intenso drama. Siempre que nos sentíamos desatendidos o no amados recurríamos al histrionismo, a las manipulaciones y las explosiones dramáticas. En lugar de intercambiar información, aprendimos a establecer argumentos y ganar peleas; en lugar de intercambiar cariño aprendimos a inspirar lástima por nosotros y por nuestras causas. Mediante explosiones de dramatismo todo el mundo trataba de manipular la información y los sentimientos para sacar ventaja. Así, tanto el cariño como los sentimientos verdaderos quedaban eclipsados por las representaciones teatrales familiares y rara vez nos sentíamos atendidos o queridos. El enfado, por ejemplo, rara vez era simple cuestión de diferencia de opiniones. Lo más seguro es que lo acompañaran las amenazas, las discusiones a gritos, el lanzamiento de objetos o los duros castigos. Mark me contó que su padre le gritaba durante media hora si se olvidaba de sacar la basura. Ellen recordaba una ocasión en que su padre, molesto por algo que había dicho su hermana durante la cena, volcó la mesa y salió hecho una furia. Cuando tememos que no nos van a es-cuchar, recurrimos a gestos cada vez más dramáticos para hacernos oír. Muchas personas tienen recuerdos de peleas familiares que acabaron en violencia, de niños sacados de casa durante la noche envueltos en una manta, de penosos divorcios, de espectaculares reconciliaciones y de fabulosas promesas de cosas que no iban a suceder jamás. Incluso el amor se puede expresar con mucho dramatismo. Anna me contó que todas las noches su madre le decía antes de que se acostara: «Anna, vas a ser la mejor bailarina del mundo». No le bastaba con apoyar simplemente la afición de la niña por el baile, no, tenía que ser la «mejor». A Sylvia su madre le decía que era «mucho mejor que todos los otros niños de su clase». Esas eran las mismas madres que se encolerizaban cuando sus hijas llegaban a casa con malas notas. Tanto el amor como la crítica eran expresados con una emotividad desproporcionada, inflada. Cuando estas peleas a gritos, las críticas amenazantes y las confesiones llorando salpican sin cesar la historia familiar, el oído se hace más receptivo al drama de gran intensidad. Sólo cuando la vida se intensifica hasta proporciones desmedidas logramos oír; el oído se nos ha acostumbrado a poner más atención en esos momentos para escuchar lo que es importante y significativo. En consecuencia, cuando nos hacemos mayores, nos precipitamos en una crisis tras otra, perfeccionando nuestra capacidad para extraer significado de los escombros de cada sucesivo terremoto emotivo. Aprendemos a provocar confrontaciones dramáticas, a aplazar nuestras tareas y responsabilidades hasta que alcancen proporciones de crisis y a soplar las llamas de la explosividad en nuestras relaciones amorosas y laborales. Los incidentes más dolorosos y dramáticos se convierten 95

en nuestros maestros más interesantes y dignos de confianza, mientras no prestamos atención ni hacemos caso a las vocecitas discretas de nuestro espíritu. Nuestra habitual fascinación por el drama puede contaminar el modo como experimentamos nuestro desarrollo. Mientras escribimos la historia de nuestra vida llenamos el escenario de tragedias e injusticias infladas que reflejan el fecundo y conflictivo teatro de nuestra in-rancia. Cada encaprichamiento se convierte en un maravilloso y gran amor; la desilusión se convierte en una horrible e insufrible catástrofe. Si todo el mundo es un escenario, todos los adictos al drama re-presentamos nuestro papel con entusiasmo. Drama y complejidad Para muchas personas la infancia no sólo fue dramática, sino también muy complicada. Con frecuencia los actos y frases más simples ocultaban complicados mensajes, y rápidamente aprendimos a descifrar todo tipo de significados en las palabras y gestos de las personas que nos rodeaban. Por ejemplo, si mamá decía que papá no era alcohólico, a veces quería decir: «Papá es alcohólico y todos lo sabemos, pero me da mucho miedo decirlo». Si alguien nos decía: «No te preocupes, todo va bien», igual quería decir que algo iba terriblemente mal. O si decían: «Limitémonos a pasarlo bien», generalmente significaba que se sentían fatal. Todo significaba otra cosa. La verdad no se encontraba en lo que se decía, estaba incorporada a lo que se decía, o a lo que no se decía. Oíamos las palabras, ¿pero qué significaban en realidad? Adquirimos bastante pericia en descifrar la complejidad de las cosas y en buscarle significados ocultos. Interpretando las complejidades de un momento dado aprendimos a adivinar motivos ocultos y segundas intenciones en cada acto: ¿Por qué hizo eso? ¿Qué quería en realidad? ¿Qué quiso decir con eso? Nuestros ojos escudriñaban en busca de lo no aparente, ya que nada era jamás lo que parecía ser. En estas familias, un juguete puesto en un lugar que no le correspondía se podía interpretar como una amenaza a la autoridad paterna; un cubo de basura olvidado podía convertirse en una terrible traición. Los sentimientos se expresaban con lenguaje complejo, y las verdades dolorosas se camuflaban en códigos emocionales secretos de la familia. Puesto que nadie decía con franqueza la verdad, todo se expresaba mediante un lenguaje simbólico: si uno quería A, en realidad era B; si decía X probablemente quería decir Y. Cada familia tenía su propio código. Cuando llegaba de la escuela, antes de entrar en casa, Susan se fi-jaba si las persianas estaban abiertas o cerradas. Si estaban cerradas quería decir que dentro había alguien 96

bebido, con resaca o enzarzado en una riña; si estaban abiertas, por lo general quería decir que no había ningún peligro. Bill aprendió a darse cuenta de si su padre estaba de buen o mal humor por la forma como colgaba la chaqueta. Todo se podía interpretar con el código familiar. Este lenguaje secreto suele quedar grabado en la historia familiar durante mucho tiempo, incluso cuando ya los hijos son adultos y se han marchado de casa. A sus 42 años, Paul fue a casa a visitar a su padre y su madrastra durante las vacaciones. Después de cenar cogió su plato y lo colocó en el fregadero, con la intención de lavarlo más tarde esa noche. Cuando su madrastra vio el plato sucio en el fregadero se enfureció. « ¿Cómo te atreves a dejar ese plato allí para que lo friegue yo? Siempre lo he sabido, ¡nunca me has respetado y por lo visto no me vas a respetar jamás!» Eso no es una pelea a causa de un plato. El plato es un mero símbolo que representa otra cosa, alguna herida no expresada o no resuelta que ha permanecido enterrada en la psique familiar durante generaciones. Y mientras continuemos comunicándonos con códigos familiares complejos, lo más probable es que sigamos sin expresar ni superar nuestros sufrimientos y temores, que seguirán ocultos en un fregadero sucio. Otro elemento de nuestro complejo drama familiar era su imprevisibilidad. Normalmente, una vez que aprendíamos los códigos de comunicación aprendíamos a predecir con exactitud el humor de papá, el comportamiento de mamá o el tono de la conversación durante la comida, el ánimo en que iban a estar cada uno y cómo iba a transcurrir la velada. Pero de vez en cuando nos topábamos con una frase o un comportamiento que nunca antes se había dado y que saltaba como una trampa para bobos, cogiéndonos totalmente por sorpresa. Algo que considerábamos un comentario inocente provocaba repentinamente una tremenda furia o reprimenda. Aprendimos a archivar rápidamente esa nueva información, jurando no repetir jamás el mismo error. Así nos creamos una clasificación enciclopédica Je palabras y gestos que parecían una cosa pero que en realidad significaban otra. Llegamos a pensar que todo en el mundo necesitaba traducción, que había que investigar todas las apariencias para desvelar su verdadero significado. Nos acostumbramos a considerar el mundo una sinfonía de signos y señales que sólo tenían importancia en la medida que revelaban lo que enmascaraban u ocultaban. El acto de preparar té, por ejemplo, sólo tiene importancia si logramos descubrir por qué se prepara, quién lo prepara y para quién es. Es una recompensa o un castigo; ¿el té es bueno o es del barato; es un regalo o un soborno; qué van a querer a cambio? Mientras la mente busca con desesperación entre las complicadas capas de intención y significado que envuelven a la persona que está preparando el té, no es posible disfrutar de la taza de té, ni apreciar el sonido del agua al caer en la taza o la imagen del vapor que se eleva suavemente o el aroma de hierba fresca empapada en el líquido caliente, el exquisito 97

color, la agradable sensación en la garganta al tragarlo. En la urgencia por explorar los significados más profundos y ocultos nos perdemos la delicadeza de esos simples momentos. En busca de la simplicidad Cuando nos habituamos a buscar dramas intensos, intrigados por la infinita complejidad de las cosas, solemos pasar por alto el poder sencillo de un acto, de una simple palabra o de un gesto no complicado. Pensamos que nada importante es nunca evidente, y que el valor de cualquier verdad reside en la dificultad de encontrarlo. Nos enorgullecemos de la complejidad de nuestra mente; encontramos consuelo en nuestra capacidad para mirar apariencias del pasado y descubrir la verdad oculta. Poco a poco establecemos una jerarquía en nuestra percepción de la realidad: cuanto más complicado o dramático es un acontecimiento más creemos en su valor intrínseco. Pero a medida que vamos elevando el grado de dramatismo y complejidad de nuestra vida nos cegamos a los dones y beneficios que podrían surgir cuando contemplamos el mundo de un modo más simple. Una vez un joven de ascendencia anglosajona quiso compartir las maravillas de la civilización con su padre adoptivo navajo, que nunca había visto un camino pavimentado ni un rascacielos. Un día le enseñó una fotografía del Empire State Building de Nueva York y comenzó a hablar de las complejidades arquitectónicas del edificio y de j otras características excepcionales. De pronto su padre lo interrumpió con la pregunta: « ¿Cuántas ovejas caben?». El joven, atrapado en la estimulante complejidad de la obra arquitectónica, no veía algo que su padre vio enseguida. Era el modo navajo más sencillo de calibrar el valor de las cosas. Sin dejarse distraer ni impresionar por los detalles dramáticos, el viejo pastor quería conocer primero su utilidad para guardar el rebaño. Criados en medio del drama y la complejidad perdemos la capacidad de ver con ojos sencillos. Nos aburren rápidamente las personas y acontecimientos que no entrañan alguna gran intriga o espectáculo. Pronto encontramos aburrida y poco interesante la compañía de personas que no nos ofrecen materia prima para nuestro melodrama. Atrapado por la tiranía del drama intenso, nuestro corazón comienza a perder interés en lo que es sencillo y no tiene adornos. Sin embargo, puede que en un momento de lucidez, las cosas sencillas y simples, como el contacto de la mano de un niño en la mejilla, el color del cielo en la puesta de sol, el olor de la lluvia en vera-no, el sabor de una fruta fresca, hagan vibrar las fibras de algo pro fundo y verdadero en el corazón. Muchas prácticas espirituales se basan en la sabiduría y belleza de esta simplicidad. En el budismo, por ejemplo, a los alumnos de meditación se les enseña a prestar atención a la entrada y salida del aire en la respiración. Nada más dramático o 98

complejo se necesita para comenzar a fomentar la presencia mental profunda. Observando la respiración, prestando atención a las sensaciones que producen la elevación y el descenso del abdomen dentro del cuerpo, podemos experimentar una enorme paz y serenidad. De igual modo, en el cristianismo, el centro mismo de la liturgia es el acto de la comunión, que consiste en compartir con otros un trocito de pan y un sorbo de vino. Muchos de los más sublimes sacramentos son actos de extraordinaria simplicidad. Pero nuestro corazón desconfía de la simplicidad. Cuando el amor se da solamente con condiciones secretas, la mente del niño aprende a analizar cada regalo en busca de su significado oculto. Todo acto es un caballo de Troya, toda palabra lleva disfraz. Mientras nuestros ojos intentan dejar al descubierto la complejidad oculta de todo momento, ¿cómo podemos aprender a ver con ojos sencillos y limpios? La dificultad de la simplicidad Aun en el caso de que la persona decida renunciar a la complejidad y a los dramas intensos, es posible que descubra que está muy apegada a su naturaleza complicada. No sólo hemos aprendido a considerar complicado el mundo, además hasta cierto punto nos enorgullecemos de nuestra propia complejidad. Nuestra autoestima queda reforzada por lo difícil que resulta entendernos, por lo complejos y sutiles que son nuestros problemas, por lo excepcionalmente complicada y enrevesada que es nuestra vida particular. Encontramos consuelo en nuestra complejidad, considerándonos especialmente rotos, excepcionalmente heridos, insondablemente problemáticos. Aprovechamos nuestro elevado grado de complejidad interior para permitirnos retrasar mucho nuestra curación, porque ¿cómo se puede pretender cambiar o ponerse bien cuando nuestros problemas son tan complicados y difíciles de entender? Las prácticas y soluciones que funcionan para otras personas ciertamente no van a servir en nuestro caso, porque nuestros dilemas son mucho más complejos que los de todos los demás. Los problemas de ellos son sencillos, los nuestros son complicados, delicados y requieren atención especial. Los padres de France se divorciaron cuando ella era muy pequeña. Vivía con su madre, pero su padre la visitaba regularmente y solía llevarla a pasear al parque por la tarde. Dado que su padre sufría de diversos trastornos mentales, las visitas solían acabar mal; siempre ocurría algo que lo molestaba o enfadaba; entonces le ordenaba que subiera al coche y la llevaba directamente a casa, la dejaba en la puerta y se marchaba sin decir palabra. Ella, que lo quería mucho, sé quedaba dolida y confusa. De adulta, France se sentía insegura respecto a lo que era en su interior y le parecía que jamás lograría entenderse. El amor, la seguridad, el afecto, todo eso lo encontraba muy complicado. El intercambió de cariño le parecía muy complejo, casi imposible. 99

Desesperada, muchas veces renunciaba a intentarlo y se retiraba a su apartamento, y pasaba triste y sola varios días. Trabajamos durante algunos meses los dolorosos recuerdos de su infancia, analizando los mensajes que recibía de su padre y tratando de captar lo que pensaba del amor. En una de nuestras sesiones le re-comendé la meditación; le expliqué que con la práctica de la respiración consciente podría comenzar a liberarse de esas viejas y complicadas historias y crearse un hogar lleno de amor en su propio cuerpo. Ante mi sorpresa, se le llenaron los ojos de lágrimas y me dijo que se sentía terriblemente herida. —Cuando me dice que trate de meditar tengo la impresión de que no me ve, de que no ve lo dolorosos y delicados que son mis problemas. ¿Cómo puedo hacerle entender que estos no son problemas normales, que son mucho más sutiles? Yo creía que usted comprendía lo complicados y difíciles que son mis sentimientos, pero cuando me dice que me limite a meditar, lo encuentro demasiado sencillo. Tengo la impresión de que no me comprende en absoluto. Francés había aprendido a encontrar cierto alivio y solaz en la dificultad y complejidad de su vida. Aunque se sentía sola y aislada en su sufrimiento, la compleja naturaleza de su aflicción se había convertido en aliada, en compañera de su viaje. Cosas tan sencillas como una cariñosa caricia, una familia segura o el amor de un padre le resultaban inimaginables; sus cosas eran más complicadas; no creía que algo tan sencillo pudiera sanarla y recelaba de cualquiera que le sugiriera que sí podía hacerlo. Así pues, esperamos una curación que, si llega, será espectacular y compleja, una curación que esté a la altura de la complicada naturaleza de nuestra aflicción. Una palabra o contacto, una respiración sanadora, la simple sinceridad de un momento de amor, todo eso pare-ce insuficiente, inadecuado. Nos sentimos impotentes ante nuestra complejidad; todo lo nuestro es demasiado complicado. No se nos puede responsabilizar de nuestra aflicción; por mucho que lo intentemos, esta es demasiado grande para sanarla. Así nos lavamos las manos y no nos responsabilizamos de nuestro destino. «Tal vez sería mucho más fácil si me hiciera una lobotomía», me decía Joseph. Siempre que llegábamos a un punto demasiado sensible durante nuestro trabajo junto, bromeaba con hacerse una lobotomía. Encontraba tan complicada y difícil su vida que la lobotomía le parecía una excelente solución a sus problemas. Un corte con el bisturí y todo iría bien. Lo irónico es que esta no era una petición poco común. A lo largo de los años me la habían sugerido en broma muchas otras personas, además de Joseph, sobre todo cuando el proceso de curación les parecía demasiado largo o doloroso. Lo que me choca del método «lobotomía» es su inherente teatralidad, el recurso al drama de gran intensidad como cura definitiva. «Lo que tengo —parece que quieren expresar— no es simple dolor y aflicción. 100

Lo que tengo es un mal funcionamiento emocional tóxico, potente, incurable, agresivamente complejo, absolutamente invencible. Necesitaré una operación especial, una magia poderosa, toda la tecnología de la medicina occidental y unos cuantos milagros para mejorar, porque lo que tengo es especial y terriblemente complicado.» En algún momento hemos de preguntar si estamos dispuestos a sanar. Seducidos por el laberinto infinito de nuestra patología, solemos oponer resistencia a cualquier método de curación que utilice palabras sencillas, colores y gestos comunes. Pero si continuamos enorgulleciéndonos de la calidad de único de nuestro drama individual, podríamos condenarnos a vagar aislados, frustrados y desilusionados. Sí logramos vencer nuestra adicción a la complejidad tal vez se nos podría persuadir de que somos simples seres humanos y que todos sufrimos, todos tenemos penas y todos estamos dolidos. A veces nos enamoramos de las historias que tejemos alrededor de nuestros sufrimientos: sufro debido a aquello y entonces ocurre esto y me hace sufrir y después viene otra cosa y también me hace sufrir, etcétera. Cuando alguien me habla así de sus sufrimientos suelo interrumpirlo y le pido que se limite a decir «sufro, me duele», sin añadir nada más, simplemente «sufro». Por eso muchas veces, cuan-do decimos simplemente eso, «sufro», salen las lágrimas libres y fácil-mente. Liberados de las historias e interpretaciones que hemos injertado en nuestro sufrimiento, cuando decimos «sufro» o «me duele», no se interpone nada, no hay ninguna complicación, sólo hay pena, dolor. Eso produce una tremenda sensación de alivio, como una bendición. Incluso el dolor puede sentirse como bendición cuando se ex-presa con sencillez y claridad. Hay una canción sobre la simplicidad que procede de la comunidad de Shakers. Muchos la aprendimos cuando éramos niños: Es un don ser sencillo; es un don ser libre, Es un don bajar adonde debemos estar. Y cuando nos encontremos en el lugar correcto, Estaremos en el valle del amor y el placer.

El problema del significado Otro obstáculo para la práctica de la sencillez es la creencia de que todo lo que tiene valor debe contener muchos planos de significado-Criados en la aflicción familiar, aprendemos a buscar el motivo en cada gesto. ¿Por qué estaban cerradas las persianas? ¿Por qué mi padre colgaba así la chaqueta? ¿Por qué ella decía eso y qué quería decir? Todo lo que decía o hacía cualquier persona tenía algún significado secreto y no podíamos sentirnos mejor si no descubríamos cuál era. 101

Nos quedamos atrapados con facilidad en los desesperados «porqués» de nuestra infancia. Carol, por ejemplo, criada en una familia de alcohólicos, había hecho un excelente trabajo en sanar las heridas! y hacer las paces consigo misma, pero de vez en cuando se veía atrapada en alguna dificultad o problema y venía a verme y me decía «Me siento muy decepcionada conmigo misma. Creía que había solucionado todas estas cosas y aquí estoy, nuevamente, como al comienzo. ¿Por qué hago esto? ¿Cómo es que me quedo atascada en lo mismo? ¿Qué me pasa? ¿Por qué no puedo solucionar esto de una vez por todas?». Cada vez que se sentía estancada, se reprendía con infinitos «porqués»: por qué hice esto, por qué soy así, por qué no lo consigo. Yo le recordaba amablemente que era posible que la aflicción y la pena siempre formaran parte de su vida, que fueran parte del trato. Tal vez el sentirse dolida, estancada o enfadada no tuviera nada que ver con ella misma, con su familia o con su infancia. Podía ser simplemente dolor, miedo o rabia, sentimientos humanos corrientes que surgen en un ser humano corriente. Tal vez sólo fuera su parte de dolor como ser humano, sentimientos que había observado en ella miles de veces antes. Pasado un tiempo logró dejar de lado las preguntas y acusaciones y los dos nos reímos de lo fácil que es quedarse atrapado en el deseo de saber primero el «porqué» para dejar que desaparezca cualquier cosa dolorosa o desagradable. En nuestra búsqueda del significado de la mínima irregularidad en la pantalla de nuestra vida, solemos quedarnos atrapados y atascados, deambulando por infinitos e insignificantes detalles, buscando el esquivo «porqué» que nos conducirá a la libertad. Una vez un hombre buscaba a Buda para hacerle unas cuantas preguntas, entre otras, si el Universo era eterno o no, si era infinito o finito, si el alma era igual o diferente al cuerpo. «Si el Buda sabe explicarme estas cosas, me quedaré y lo seguiré», decía. «Si no lo hace, sabré entonces que no es el Bendecido y me marcharé». Buda se enteró de esto, llamó al hombre y le contó una historia: —Supongamos que un hombre es herido por una flecha envenenada y sus amigos lo llevan al médico. Entonces el hombre dice: «No permitiré que me quiten la flecha mientras no sepa quién me la disparó, cómo se llama y de qué familia es, si es alto, bajo o de estatura mediana, si es negro, moreno o rubio, y de qué ciudad o pueblo pro-cede. No permitiré que me saquen esta flecha mientras no sepa con qué arco fue disparada, qué tipo de cuerda tenía el arco, de qué estaba hecha la flecha y la punta de la flecha y qué tipo de pluma llevaba». »Ciertamente, el hombre morirá sin saber ninguna de esas cosas —continuó Buda—. Sean cuales sean nuestras creencias respecto a estos temas, nacemos, envejecemos, morimos y sufrimos. Si insistimos en saber «por qué» antes de empezar, seguro que moriremos. No siempre es útil saber por qué. A veces tenemos que ponernos en acción, aprender a quitar la flecha, para liberarnos. 102

La claridad de acción la ilustra un famoso baiku (poema) japonés: Viejo estanque. La rana se zambulle de un salto. ¡Plop! Cuando somos adultos rara vez permitimos que una rana simple-mente se zambulla en un viejo estanque. Tenemos que saber primero por qué va a saltar, cómo llegó allí, qué más sucedió y qué significa todo para sentirnos cómodos dejando que salte y se zambulla en el estanque. De igual forma, en el proceso de desarrollo personal y de exploración de la infancia, solemos insistir en descifrar primero todos los aspectos problemáticos de nuestra vida para permitirnos sanar. Man-tenemos cautiva nuestra infancia para exprimirla y extraer de ella los muchos planos de significado, todas las respuestas a los enigmas de nuestra vida, para sólo entonces recuperar el derecho y el valor de vivir libre y plenamente. Thomas Merton dijo una vez que muchos perdemos un tiempo precioso explorando primero las complejidades de lo que somos y de lo que hemos sido para permitirnos sanar. «No hay ningún plano —dijo—. En cualquier momento podemos entrar en la unidad subyacente que es Dios.» Las semillas de la simplicidad Para ser capaces de ver con sencillez tenemos que desprendernos de la creencia Benque sólo las cosas dramáticas .tienen verdadero valor y que el verdadero sentido de las cosas reside en su complejidad. Sólo entonces empezaremos a descubrir que las cosas sencillas tienen enorme poder. Una pequeña cantidad de levadura es capaz de leudar un pan entero. Un simple grano de mostaza es capaz de transformarse en un árbol de inmensas proporciones. Suzuki Roshi acentúa el valor de la observación sencilla: «Una mala hierba, que para la mayoría de las personas no vale nada, para el alumno de zen es un tesoro. Con esta actitud, cualquier cosa que hagas se convierte en arte». William Blake se hace eco de esta llamada a atender los más pequeños detalles: Ver un mundo en un grano de arena Y un Cielo en una flor silvestre. Sostén el infinito en la palma de tu mano Y la eternidad en una hora. Los actos sencillos pueden convertirse en semillas plantadas en el jardín de nuestras vidas. Todo lo que crece lo hace a partir de semillas de alguna clase. La semilla inicia el proceso, induciendo el milagro del crecimiento para convertirse en flor completa. La semilla es 103

simplemente una maestra; sola no puede hacer crecer nada; necesita tierra, aire, sol y agua para florecer y dar fruto. El poder de la semilla está en que tiene la información: conoce la historia, la de la planta, la de su organismo, la de su ser, y puede enseñar esa historia a la tierra, al aire, al sol y al agua. La semilla hace de paciente narradora y los cuatro elementos, una vez oída la historia, reactivan y repiten la historia, una y otra vez, célula a célula, lenta y pacientemente, hasta que la historia se hace cierta, palpable, increíble e inexplicablemente cierta. Igual que la siembra de una semilla, la repetición de un solo acto puede dar origen a una nueva forma de vida, a una nueva forma de ser. Durante la parte más intensa de la campaña por la independencia de la India, Gandhi cogió una rueca y se puso a hilar. Dijo que si todos comenzaban a hilar su algodón, este sencillo acto de laboriosidad y creatividad podría encender los sueños de la nación. Esa rueca fue la semilla que creció y floreció en los corazones de todo un pueblo. Un acto solitario, como el de hilar algodón, la repetición de una corta oración o la preparación de una taza de té, puede convertirse en una semilla de enorme curación. Cuando dedicamos unos momentos a observar algo tan poco complicado como la entrada y salida de aire al respirar, se concentra más la atención, nos relajamos y despejamos la mente. Al prestar atención al simple acto de respirar, hablar, tocar y caminar, dejamos que se originen nuevas experiencias en nuestra vida y nuestro corazón, experiencias mucho menos dramáticas y complejas que las de nuestra infancia. Todos los actos que realizamos con presencia mental y cariño pueden sembrar una semilla de despertar. Los budistas dicen que incluso cortar leña y acarrear agua puede conducirnos a la curación e iluminación si ponemos en ello toda nuestra amorosa atención. La Madre Teresa dijo: «No hacemos grandes cosas; sólo hacemos cosas pequeñas, con mucho amor». La práctica de la simplicidad Durante un viaje por Sudamérica tuve la maravillosa oportunidad de estudiar con Gustavo Gutiérrez, sacerdote peruano muy querido y respetado por haber desarrollado una teología de la liberación para los pobres y oprimidos de Latinoamérica. Sentado en un aula de la Universidad Católica, llena de jóvenes peruanos deseosos de servir a los necesitados, escuché al padre Gutiérrez hablar de los comienzos de Jesús: —Todos los expertos decían «Nada bueno sale jamás de Galilea». Galilea era una región pequeña, demasiado primitiva para ser la cuna de un personaje importante. Todos insistían en que cuando viniera el Mesías, nacería en un lugar de gloria, de una familia de honor y refinamiento. Por eso, cuando Jesús nació en un pesebre y se crió en la pequeña Galilea nadie reconoció que Dios había nacido entre ellos. 104

»Por eso también —continuó—, ahora dicen que de los pobres de Latinoamérica, África y Asia no puede salir nada de valor. Pero no nos dejemos desanimar, porque el espíritu de Dios está en todas partes. Si graduamos los ojos para ver sólo las cosas dramáticas, refina-das o espectaculares, tal vez no veamos el nacimiento de algo fuerte, sencillo y hermoso delante de nuestras narices. Estamos envueltos en detalles, protegidos del contacto directo con el espíritu de vida. Pero cuando aprendemos a observar la respiración, la semilla, la taza de té o al recién nacido, comenzamos a valorar el inmenso poder del espíritu que toma forma en todo lo que vive. Cuando comenzamos la práctica espiritual, algunos esperamos transformaciones espectaculares y soñamos con exquisitas experiencias de iluminación. En un monasterio budista tienen un letrero cerca de la cocina que pone: «Las ollas y sartenes son el cuerpo de Buda». Esto nos recuerda que todos y cada uno de los objetos, todos los actos de coger, lavar, secar y limpiar, por pequeños e insignificantes que sean, forman parte de nuestra práctica, son el camino de la iluminación. Jesús se hacía eco de esto cuando dijo que el que es cuidadoso con las cosas pequeñas también lo es con las grandes. No es fácil poner en práctica la sencillez. Tendemos a desear que el viaje sea más atractivo, la meditación emocionante, nuestro progreso llamativo e impresionante. Incluso durante la meditación estamos pensando en lo bien que lo hacemos; durante la oración solemos criticar en secreto nuestro progreso espiritual desde la última vez que oramos. Sujata dijo: «Los santos son personas muy sencillas cuando caminan, caminan, cuando hablan, hablan y eso es todo. No piensan mientras escuchan, no sueñan mientras caminan, no ven mientras tocan. Eso es muy difícil, por eso son santos» Sé cuenta la historia de un Roshi [maestro] zen que siempre enseñaba a sus alumnos a practicar la simplicidad de acción y atención: cuando comas, come, cuando camines, camina. Una mañana un alumno lo encontró tomando el desayuno, comiendo cereales y leyendo el diario. Confundido, el alumno lo interpeló: —Siempre nos dices que actuemos con simplicidad, que pongamos atención: cuando comas, come; cuando camines, camina. ¿Cómo es que en este momento estás comiendo cereales y leyendo el diario al mismo tiempo? —Eso también es simple —le contestó el maestro sonriendo—. Verás, cuando comas y leas, pues come y lee. La práctica de la sencillez nos exige prestar atención. Cuando caminamos, comemos, nos movemos y hablamos, simplemente ponemos atención a cada momento. Si ponemos total atención al acto de coger una taza de té, o de decir una palabra de amabilidad, eso puede servirnos para estar despiertos en ese momento. Si estamos vivos en este instante nos es 105

mucho más difícil verlo a través de la óptica de nuestra infancia. Si dedicamos el tiempo a pensar en este momento nos podemos quedar atrapados analizando de qué modo este momento refleja nuestra infancia. Pero si sencillamente experimentamos este momento, atentos a la experiencia de caminar, respirar y tocar, entonces estamos libres de nuestra historia, estamos más completamente vivos. Ralph Waldo Emerson escribió: «Cuando la mente es simple es capaz de recibir sabiduría divina; las cosas viejas se desvanecen; vive el ahora y asimila el pasado y el futuro en la hora presente». En la simplicidad del momento presente, afirma, todas las cosas adquieren nueva vida, todas las cosas se hacen poderosas, ricas e incluso sagradas. «Avanza confiado en la dirección de tus sueños», recomendaba Henry David Thoreau. «Cuando simplifiques tu vida, las leyes del Universo serán más sencillas.» En todo momento podemos intentar simplificar la vida. En cada conversación, en cada pensamiento, en cada plan, en cada paso, podemos intentar tomar conciencia: ¿avanzamos hacia la complejidad o hacia la simplicidad? ¿De qué podemos desprendernos, cómo podemos vivir más sencillamente? ¿Qué podemos hacer para hablar y comunicarnos con más sinceridad, cómo po-demos enfocar el día con más atención a los simples momentos de estar totalmente vivos? Thich Nhat Hanh enseña a sus alumnos la práctica de la simplicidad de la atención animándolos a observar cada paso que dan. ¿Es rápido o lento? ¿Fuerte o suave? ¿Tímido o seguro? ¿Atento o desatento? Así describe la sencilla práctica budista de la meditación caminando: Coloca el pie sobre el suelo como un emperador colocaría su sello en un decreto real. Un decreto real puede llevar felicidad o desgracia al pueblo. Puede derramar gracia sobre ellos o arruinar sus vidas. Nuestros pasos pueden hacer lo mismo. Si son apacibles, el mundo tendrá paz. Si podemos dar un paso apacible, podemos dar dos. Podemos dar ciento ocho pasos apacibles. EJERCICIO Meditación caminando En este ejercicio vamos a caminar para practicar la simplicidad de la atención. Cuando caminamos, normalmente nuestra intención es ir de un lugar a otro, es decir, realizamos una tarea. Tal vez caminamos de prisa para llegar a una cita, o caminamos por una tienda mientras hacemos las compras, o caminamos a paso ligero para mantenernos en forma. Ahora vamos a caminar simplemente por caminar, para experimentar la sensación de caminar. 106

Esta meditación la puedes hacer dentro de casa o al aire libre. Comienza por buscar un lugar donde puedas estar de pie en silencio, concentrando la atención en tu cuerpo. Pasado un momento comienza a caminar con mucha lentitud, a una fracción de la velocidad con que caminas normalmente. Que cada paso dure unos cuantos segundos. Encuentra un ritmo que no sea tan lento que te haga perder el equilibrio, ni tan rápido que te haga difícil centrar la atención en cada paso. El objetivo no es llegar a alguna parte sino observar lo que sientes al caminar. Suavemente, toma conciencia de los tres movimientos distintos de que consta cada paso que das. El primer movimiento es levantar el pie del suelo. Al levantar el pie del suelo, hazte la observación silenciosa «levantando». El segundo movimiento es «mover», es decir, mueves el pie alzado para avanzar. Cuando esto ocurra, hazte también la observación «moviendo». Por último, cuando colocas el pie en el suelo y completas el paso, observas «colocando». Mientras avanzas lentamente, dirige la mirada a un punto a unos metros al frente. De lo que se trata es de no avanzar mirando de lado a lado como harías cuando das un paseo por el parque. El objeto de esta meditación es experimentar y estar atento a las muchas sensaciones que surgen cuando usamos el cuerpo sólo para caminar, paso a paso. Una vez hayas avanzado unos cuatro o cinco metros de esta forma, podrías girarte lentamente, diciéndote en silencio «giro» y volver al punto de donde comenzaste. Si vaga la mente, vuelve la atención con suavidad a las sensaciones de levantar, mover y colocar el pie. Puedes repetir este ciclo cuantas veces quieras. Pon atención a las características únicas de cada movimiento. Siente la simplicidad de cada acto de levantar, mover y apoyar el pie en el suelo. Observa las sensaciones que surgen en ti con cada movimiento. ¿Qué notas? Haz este ejercicio durante quince minutos. Observa lo que ocurre con tu concentración. Más adelante puedes pro-longar la práctica a media hora. Cuando te hayas familiarizado y te resulte cómoda la meditación caminando, podrías ampliar la práctica a otros movimientos corporales que haces cada día. Elige una actividad sencilla y regular que normalmente realices con el «piloto automático». Resuelve hacer de esa determinada actividad una meditación para la semana, un recordatorio para despertar, para cultivar la simplicidad de la atención. Por ejemplo, podrías elegir la actividad de preparar el té o el café, lavar los platos, limpiar la casa o darte un baño. Antes de la actividad, detente unos segundos y realízala con plena aplicación, atento a cada movimiento a medida que lo hagas: abrir el grifo, fregar, enjuagar, escurrir, secar. Que la simplicidad de cada gesto contenga su integridad.

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Así comenzamos a valorar cada acto no porque con él se consiga algo, sino porque la simplicidad del propio acto revela una belleza intrínseca. De este modo inducimos una profunda valoración de las cosas simples que embellecen nuestra vida cotidiana. EJERCICIO Exploración de la vida de simplicidad Dedica algo de tiempo a sentarte en tu refugio, delante de tu mesa. Relájate hasta estar tranquilo y reposado, usando la respiración para instalarte en tu cuerpo y corazón. Después, con sencillez, repasa tu vida actual. Trae a la mente varios aspectos importantes, entre ellos tu trabajo, tus relaciones o tu vida familiar, tu situación económica, tus actividades de ocio, tus per-tenencias, tus objetivos y tu vida espiritual. Uno a uno, a medida que estos aspectos acudan a tu mente, hazte las siguientes preguntas: ¿Qué supondría simplificar esta parte de mi vida? ¿De qué podría desprenderme, que podría hacer para hacer más tranquilo y sencillo este aspecto de mi vida? Deja que las imágenes y las respuestas surjan en tu mente. Continúa sentado en silencio, reflexionando sobre las elecciones que se te presentan. Observa qué te resulta inmediatamente agradable y qué te resulta difícil o temible. El objetivo no es cambiar nada de inmediato. En este momento sólo estás observando en qué aspecto de tu vida de-seas más simplicidad y darte cuenta de qué cambios podrías considerar para hacer sitio a esa simplicidad. Tómate todo el tiempo que necesites en cada aspecto de tu vida, tomando conciencia de los pasos que podrías dar, sean cuales sean. Después, toma la decisión de comenzar a hacer cambios conscientes en cada aspecto.

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8 Ajetreo y quietud En su poema «A callarse», el poeta chileno Pablo Neruda invita a un momento de quietud: Ahora contaremos doce Y nos quedamos todos quietos. Por una vez sobre la tierra No hablemos en ningún idioma Por un segundo detengámonos, No movamos tanto los brazos. Sería un minuto fragante, sin prisa, sin locomotoras, todos estaríamos juntos en una inquietud instantánea. Espera un momento, dice Neruda, escuchemos. Nuestra vida está contaminada por la continua prisa por movernos, por un ajetreo habitual y constante. Siempre hablamos demasiado, gesticulando con los brazos, llenando tiempo y espacio. Estamos saturados de ocupaciones, la vida gira y gira cada vez más rápido, al ritmo del acelerado mundo que nos rodea. Detengámonos un momento, dice, descansemos un poco en la quietud; explorémonos cada uno y el uno al otro. Tal vez entonces podamos escuchar con más claridad las calladas vocecitas de nuestras almas. Cuando éramos niños y nos sentíamos abrumados por el sufrimiento familiar aprendimos a huir de ese dolor. Aprendimos a movernos más rápido, a eludir el contacto íntimo, a convertirnos en blancos móviles porque son difíciles de acertar. Incluso empleábamos el drama intenso para protegernos de las heridas que salpicaban nuestra convivencia. Si nos quedábamos quietos nos sentíamos demasiado vulnerables y expuestos; el movimiento se convirtió en una defensa, en la estrategia para protegernos de los ataques del sufrimiento familiar. Cuanto más rápido nos movíamos, menos nos podían ver y conocer, más invisibles éramos y más seguros nos sentíamos. Nos refugiábamos en la velocidad, la productividad y el ajetreo; camuflados en la actividad implacable jamás nos quedábamos en un sitio el tiempo suficiente para ser cogidos. Eran raros los momentos de quietud y silencio en nuestra familia. Que las cosas estuvieran tranquilas solía ser el anuncio de que se ges-taba alguna crisis. En los momentos de silencio, cuando no estábamos ocupados en alguna actividad que nos distrajera, podía estallar una pelea o drama por cualquiera de las aflicciones, rencores o desagrados latentes en la familia. Así pues, todos huíamos de la quietud; era demasiado imprevisible, demasiado peligrosa. Aprendimos a llenar rápidamente esos momentos con actividades que 109

sirvieran para desviar la atención, de nosotros y de los demás, de esos sentimientos que podían surgir en la quietud. Intentábamos ocuparnos en alguna tarea, distracción o drama, nos dedicábamos plenamente a planear, pensar, ordenar, a cualquier cosa que amortiguara el sonido de las voces sensibles, de los miedos y las penas que nos preocupaban al corazón. Eran raros los momentos en que la familia podía sentarse junta en silencio a escuchar la suave y callada serenidad de ser simplemente una familia. Lo más habitual era encontrarnos en medio de alguna catástrofe en potencia que nos obligaría a escabullimos, en frenética reacción, con maniobras estratégicas o defensivas. A medida que la actividad y el ajetreo sé iban convirtiendo en nuestra vocación primordial, poco a poco fuimos perdiendo la capacidad de escuchar con atención las verdades más profundas acerca de nosotros mismos. La velocidad y la actividad nos hacían insensibles a los delicados anhelos de nuestro corazón y de nuestro espíritu. La actividad desesperada también podía enmascarar el miedo al vacío. Teníamos miedo de pararnos a escuchar con demasiada atención nuestro interior. Nos daba miedo la quietud, recelábamos de esos momentos en que estábamos a solas con nosotros mismos, vacíos y el silencio. Tal vez temíamos encontrarnos con algo oscuro y terrible dentro de nosotros o, peor aún, de descubrir lo que nos faltaba, un agujero negro, algún anhelo interior que no podíamos satisfacer. Y así, en lugar de aquietarnos y escuchar, aprendimos a vivir moviéndonos. Algunos también usábamos la velocidad y la productividad en una campaña destinada a demostrar nuestra valía. Aprendimos a trabajar arduamente para ganarnos nuestro lugar, para que nos permitieran pertenecer a un hogar, y así, de adultos continuamos con ese frenesí por realizar más y más cosas, en busca de la esquiva aprobación de todos los sustitutos de padres y hermanos que pueblan nuestra ajetreada vida. Tememos no haber hecho todavía lo suficiente para merecer nuestro lugar, por lo tanto nos exigimos hacer más cosas y hacerlas más rápido, cargándonos con tareas y responsabilidades ex-ira, en una desesperada carrera hacia la aceptación. Y así, nos resulta muy difícil instalarnos en la quietud. Cuando nos acercamos a un momento de paz, el primer impulso es echar a correr, generar actividades, justificarnos, señalar alguna consecución, aturdimos a toda costa. Cuando exploramos la práctica de la quietud, inevitablemente encontramos dos formas distintas de inquietud o desasosiego: la del cuerpo y la del habla. Inquietud del cuerpo Llevamos una vida muy ajetreada. Seamos médicos, obreros, pintores, maestros, camareras, sacerdotes, cocineros, terapeutas, a todos nos agrada pensar que nuestro trabajo es valioso y bueno. Cada uno se esmera por ser digno de confianza, productivo, útil a sus familiares, 110

amigos y vecinos. Pero es tanta nuestra impaciencia por ser productivos que tal vez nos hacemos cargo de demasiadas cosas, hasta que el trabajo nos agobia y el ajetreo es frenético, a tal punto que amenaza con ahogarnos el espíritu, nos debilita el entusiasmo y la vitalidad. «La vida consiste en algo más que en ir deprisa», decía Gandhi. Muchos creemos que esta velocidad nos liberará: cuanto más impresione y satisfaga a los demás, cuanto más cosas haga, mejor me voy a sentir. Cuanto más realice, más digno me sentiré de estar aquí y más pronto llegaré a la serenidad. Pero ciertamente jamás conseguiremos tenerlo todo hecho. Nos negamos a descansar alegando que hay demasiadas cosas que hacer, demasiadas personas que atender. Nuestro trabajo es tan esencial y nuestras responsabilidades tan importantes que dejar algo sin hacer serían irresponsables e impensables. Uno de los peligros del ajetreo y del exceso de trabajo es que perdemos la capacidad de percibir con claridad de que va realmente nuestro trabajo. En la prisa por movernos nos olvidamos de nuestros dones, nos desconectamos de nuestros talentos e intuiciones, hacemos oídos sordos a nuestra auténtica sabiduría interior. Thomas ton dice que cuando sucumbimos a este ajetreo, en realidad generamos una forma sutil de violencia: Hay una forma de violencia contemporánea generalizada [...] es el exceso de actividad y de trabajo. Las prisas y las urgencias de la vida moderna son una forma, tal vez la más común, de violencia innata. Entusiasmarse por una multitud de intereses encontrado rendirse a demasiadas exigencias, comprometerse a demasiadas tareas, querer ayudar a todo el mundo en todo, es sucumbir a la violencia. El frenesí de nuestra actividad neutraliza nuestro trabajo la paz; destruye nuestra capacidad interior para la paz, la fecundidad de nuestro trabajo, porque mata la raíz de la sabiduría interior que lo hace fructífero. El hermano David Steindl-Rast nos recuerda que la palabra china que significa «ocupado» está compuesta de dos caracteres: