Viviendo Juntos - Carlos Valles

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Carlos G. Valles Colección

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VIVIENDO JUNTOS 2.» EDICIÓN

Editorial SALTERRAE Santander

ÍNDICE

© 1984 by Carlos G. Valles, S. J. St. Xavier's College, Ahmedabad © 1985 by Editorial Sal Terrae Guevara, 20 - 39001 Santander Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain

I.S.B.N.: 84-293-07-07-9

Depósito Legal: SA. 151-1986

A. G. Resma-Prl. M. de la Hermida, s/n. - 39011 Santander

EL AUTOR EL LIBRO A EDITORES Y LECTORES

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SUEÑO Y REALIDAD ÉXODO AMISTAD INTIMIDAD COMPETICIÓN PLURALISMO TRABAJO DIALOGO DELICADEZA PODER HECHOS UN PUEBLO DE ALABANZA

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El autor El INDIAN EXPRESS del 6 de febrero de 1980 publicaba en su primera página la siguiente noticia: «La Academia de la Lengua Gujarati ha concedido al conocido escritor Carlos G. Valles la MEDALLA DE ORO RANJITRAM, supremo galardón de la literatura gujarati. La decisión fue unánime». Era la primera vez en la historia que ese prestigioso premio iba a parar a manos de un escritor extranjero cuya lengua madre no era el gujarati. Anteriormente, el mismo autor había recibido la MEDALLA DE ORO AUROBINDO en 1968, y la MEDALLA DE PLATA KUMAR en 1966. Su primer libro fue escogido como LIBRO DEL AÑO por la «Asociación de Escritores Gujaratis» cuando apareció en 1960, y ha sido editado catorce veces. Al autor se le considera el primer ensayista gujarati en la época que viene desde la independencia india; ha publicado más de cuarenta libros, y una encuesta reciente lo sitúa como el escritor más popular de prosa no-ficción en el Gujarat de hoy. Se le conoció primero en el Gujarat como profesor de matemáticas y pionero de la nueva matemática. El fue quien dio el primer curso de verano a profesores de universidad sobre matemática moderna, dirigió la comisión que fijó la terminología de las matemáticas en gujarati, escribió el primer libro de matemáticas superiores en una lengua india y representó a la India en

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congresos internacionales de matemáticas en Moscú, Niza, Exeter... Junto con la docencia y la publicación de libros, se ha dedicado hace muchos años a la dirección de ejercicios espirituales para jesuítas, y en especial de los ejercicios de mes en la 'Tercera Probación', y es profesor de espiritualidad india en el teologado regional de la provincia del Gujarat. Pasó diez años de su vida viviendo con familias hindúes en los barrios pobres de la ciudad, pidiendo hospitalidad día a día de casa en casa, compartiendo totalmente su vida como uno más de la familia, haciéndose uno con ellos en todo. Esa experiencia no común, junto con su popular columna todos los domingos en el diario gujarati más importante de la capital, le han abierto las puertas de la sociedad hindú y le han convertido en el representante del cristianismo más conocido y amado entre ellos. Sus amigos hindúes aseguran que, según su creencia en la reencarnación, él habría nacido en su vida anterior en la India, y eso explica su afinidad con ellos ahora. En todo caso, en su vida presente nació en España en 1925. Se hizo jesuíta en 1941 y pasó a la India en 1949 a fundar una universidad en la ciudad de Ahmedabad. Allí reside ahora dedicado a la enseñanza, la dirección de jóvenes y la publicación de libros.

El libro No se trata de una guía que explique cómo vivir juntos. No hay manual de instrucciones ni libro de texto que pueda hacer justicia a la compleja realidad de un grupo de personas que se pasan la vida entera compartiendo el mismo alojamiento y sentándose a diario a la misma mesa, mientras trabajan con toda su alma para hacer realidad los más nobles ideales de amor y servicio a todos los hombres. Lo que este libro sobre el vivir juntos presenta es una panorámica rápida de la dinámica interna de la vida en común, destellos, análisis, situaciones, reflexiones, orientaciones, inspiración. La selección de textos es original, valiente y actual. INTIMIDAD, COMPETICIÓN, DIALOGO, PLURALISMO, TRABAJO, PODER. La lista habla por sí sola. Esos son los temas candentes en cualquier grupo activo, y cada uno de ellos viene a ser tratado con profundidad de pensamiento y abundancia de ejemplos, con tacto y con claridad. El libro tiene ideas bien definidas y mantiene, al mismo tiempo, un respeto total a toda opinión. Su estilo es a la vez vigoroso y delicado. El libro se sitúa en un marco bíblico, con el ÉXODO por modelo de la formación de un pueblo, y los HECHOS DE LOS APOSTÓLES como la experiencia cristiana de la vida en común. La luz de la fe ilumina las reflexiones de la experiencia y profundiza sus hallazgos.

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Para un individuo en el grupo, para los que dirigen comunidades y, sencilla y principalmente, para todos los miembros de cualquier grupo religioso que quieran mejorar la calidad de su vida común, este libro puede proporcionar ayuda valiosa, dirección y ánimo para aprender mejor a vivir juntos.

A editores y lectores Mis editores, a quienes Dios bendiga, me han comunicado cariñosamente su temor de que este libro sea demasiado 'jesuíta' y han sugerido delicadamente que un enfoque más general me ganaría más lectores. Nadie más interesado que yo en ganar lectores y agradar a mis editores; pero, al mismo tiempo, no dejo de sentir en mí una clara y fuerte resistencia a velar mi identidad y esconder la cara. Quitar la palabra 'jesuíta' de este libro equivaldría a allanar su prosa, estropear sus anécdotas y enturbiar mi propia imagen. No pierdo generalidad al afirmarme a mí mismo. Al contrario, cuanto más soy yo mismo, mejor me relaciono con los demás. De eso precisamente trata este libro. Y no me vendrá mal practicar —por una vez en la vida— lo que predico. Un paralelo. En mis escritos no oculto el hecho de que soy hombre; y confío y espero que mis libros los lean y los disfruten también mujeres. Si escribiera una prosa neutra para no revelar si el escritor es hombre c mujer, no me leerían ni hombres ni mujeres. Yo he disfrutado con muchos libros escritos por mujeres, y espero que las mujeres disfruten con los míos. Yo bien claro tengo para mí que no estoy escribiendo sólo para jesuitas, ni siquiera para sacerdotes, religiosos, católicos o cristianos, sino para todo aquel que esté interesado en ver cómo funciona un grupo —que en mi caso es un grupo de jesuitas— y reflexionar sobre

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su propia vida en su propio grupo —sea el que sea—. De hecho, la inmensa mayoría de los lectores de mis libros en lengua gujarati son hindúes —que saben perfectamente que yo soy cristiano—. Creo tener derecho a esperar la misma generosidad de parte de mis lectores en castellano —aunque conozcan el horrendo secreto de mi identidad como jesuíta—. De este libro soy yo a un tiempo autor y traductor. Lo escribí primero en inglés, y en inglés se ha publicado en la India y en EE.UU.; y luego, a la vista del texto inglés, lo he vuelto a escribir yo mismo en castellano. Tiene la ventaja de la libertad absoluta que he tenido y he aprovechado para retocar y enriquecer el texto; y la desventaja de que en algún pasaje la sombra del inglés habrá caído inevitablemente sobre el castellano. La iniciativa de la edición castellana se la debo y agradezco a Sal Terrae, cuyo interés rápido y eficiente en mi libro ha traído una gran alegría a mi vida de escritor; y la urgencia de preparar el texto castellano ha venido de la petición de Edicóes Loyola, de Sao Paulo, de preparar la versión portuguesa del libro. Estaban dispuestos a hacerlo del inglés, pero prefiero que la traducción portuguesa se haga del castellano, por hermandad lingüística; y celebro haber podido satisfacer así dos peticiones y a mí mismo. Publicar un libro en España después de treinta y cinco años de ausencia es una satisfacción intensa cuyo gozo me llena el alma al escribir esto. Mi gratitud a los que me han dado esa satisfacción. Carlos G. Valles, S. J. St. Xavier's College Ahmedabad, 380 009

India.

SUEÑO Y REALIDAD Solzenitsyn dice de un personaje en una de sus novelas: «Tenía el mayor amor y consideración posible por la humanidad, y por eso mismo odiaba fieramente a cualquier ser humano que afeara ese ideal tan horriblemente.» Bertrand Russell escribe de un amigo suyo que tenía «un gran amor por la humanidad, junto con un odio desdeñoso hacia la mayor parte de los hombres.» Y Snoopy lo ha dicho aún con mayor concisión: «Amo a la humanidad. A quien no puedo aguantar es a la gente.» Un compañero jesuita, que probablemente no conocía esas citas, me dijo una vez con gran sentimiento y verdadera preocupación: «Yo amo a la Compañía de Jesús con toda mi alma; incluso puedo llegar a decir con verdad que es el mayor amor de mi vida. Por eso mismo no puedo aguantar a estos jesuítas jóvenes que se portan de manera tan distinta de las tradiciones que nos enseñaron a nosotros. Estoy encargado aquí de algunos de ellos y me resulta una situación insostenible.» Amaba tanto a la Compañía ideal de sus sueños que había llegado a rechazar la Compañía real de su vida diaria. Amaba las reglas y las constituciones, pero sentía animadversión hacia jesuítas de carne y hueso. Amaba la historia de la Compañía, pero repudiaba su presente. Se había olvidado de que la mejor manera, la única manera de amar a la Compañía de Jesús, es amar a je-

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suitas, y a jesuítas vivos, reales y jóvenes. Había dejado que su imagen de la Compañía ideal se entrometiera y, al final, acabara con sus relaciones con jesuítas de verdad. Sé muy bien lo mal que lo pasó —y se lo hizo pasar a los demás—. Dietrich Bonhoeffer fue director de un seminario en Finkenwalde antes de la guerra. Allí él, que más tarde habría de conocer la soledad de una celda en la prisión, tuvo ocasión de ver y vivir plenamente la realidad de la vida en común, reflexionó sobre ella y trasladó más tarde a un libro las lecciones de esa experiencia privilegiada. Su primera lección es precisamente el peligro de soñar con la comunidad ideal y el efecto desastroso que puede tener en la vida de cualquier grupo religioso. «Quien ama a su sueño de la comunidad más que a la misma comunidad cristiana, la destruye». Quien tal hace, juzga, acusa, condena. Declara sus esperanzas fallidas y acusa a los demás del fallo. Exige que su sueño sea realizado, y lo exige en nombre de Dios, que, según él, es quien ha dado origen a ese sueño. Y por fin, acaba quejándose de Dios mismo, que no se preocupa lo bastante de su pueblo y no le obliga a hacer lo que ciertamente sería mejor para todos. En vez de unir, divide; en vez de animar, ataca, y no para hasta destruir la hermandad misma que profesa servir. «Son innumerables las veces en que una comunidad cristiana se ha deshecho porque había nacido de un puro sueño.» Un jesuíta joven me descubrió una vez la primera gran crisis de su vida religiosa. Había entrado en el noviciado con plena inocencia, creyendo que cada jesuíta era un santo, y cada casa de jesuítas un paraíso, y se las había arreglado para mantener tan elevada idea de la orden hasta que le tocó ir a una casa donde se

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encontró atrapado en una lucha de poder a poder entre dos padres con sendas autoridades conflictivas; y en su tierna inexperiencia pudo ver en ellos algunos de los aspectos más ruines de la naturaleza humana cuando se desmanda. Se quedó de una pieza. ¿Dónde estaba ahora? ¿Dónde estaba la 'Compañía de amor' en que él había entrado? ¿Dónde estaba su sueño? Se encontraba deshecho, angustiado, desconcertado. Necesitaba consuelo y ánimo, más que consejo o dirección. Entre otras cosas que le dije, le conté a modo de parábola cómo una vez asusté a un joven que me pedía consejo sobre su matrimonio en peligro, diciéndole que la única solución que tenía era el divorcio. No se había imaginado que su situación era tan desesperada, y en todo caso no se esperaba semejante salida de una persona «oficial» como yo. Le expliqué: Tenía que divorciarse de la mujer con quien se había casado, es decir, del sueño de mujer con que se había casado, de la imagen ideal de la esposa perfecta que él mismo se había formado en su mente y había llevado de la mano al altar en pura fantasía romántica. Había adorado siempre la imagen que él mismo se había creado de su mujer y se había ido distanciando poco a poco de la mujer de carne y hueso que era su esposa. Lo que ahora tenía que hacer era divorciarse del sueño y volverse a casar con su propia mujer —que era una persona admirable y capaz de hacerle feliz una vez que le permitiese entrar en su vida tal como ella era—. Luego le aconsejé a aquel joven jesuíta que renovase mentalmente sus votos, su entrega a la Compañía, a la Compañía auténtica y real que estaba comenzando a conocer, no tan ideal, pero tampoco menos maravillosa que la que él había soñado. La entrega tendría ahora

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mayor valor, porque se haría con más conocimiento de causa. El joven comprendió enseguida. El sueño de la comunidad ideal es el primer enemigo de la comunidad real. El segundo enemigo viene de la dirección opuesta, aunque en la práctica acarrea un peligro muy similar, y al final causa los mismos estragos. Ese enemigo es una actitud de pesimismo, desaliento, desesperación por no llegar nunca a poder hacer algo para crear una verdadera unión de mentes y corazones y una vida de comunidad auténtica. En su peor aspecto, esa actitud se hace cinismo y se ríe con desdén de todo esfuerzo por fomentar la unión, ya sean documentos de Roma o sesiones de dinámica de grupo. Todo se ha probado y nada ha dado resultado. Inútil volver a intentarlo. Pura pérdida de tiempo y adulación servil a las autoridades, que insisten en que se haga algo y a quienes hay que enviar de cuando en cuando un informe oficial de lo que se ha hecho a tal efecto. La vida de comunidad no funciona, y más vale dejarla en paz. Guarda distancias, deja en paz a los demás, defiende tu derecho a que los demás te dejen en paz, y vive tu vida. Un provincial jesuíta me dijo una vez en persona las siguientes palabras: «Este es el consejo que les doy a mis subditos: Si quieres afecto en la Compañía... ¡cómprate un perro! » Quizá no sabía que la voz 'cínico' viene de una palabra griega que quiere decir 'perro' y describe la mueca de quien gruñe como los perros. La vida célibe, una formación ascética, el duro trabajo y la competencia que no perdona pueden hasta cierto punto endurecer los sentimientos de una persona y dañar su vida afectiva. Pero, por el contrario, una mente virgen, un corazón abierto, una afectividad intacta y el carisma de amor universal que el sacerdocio y los

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votos traen consigo pueden aumentar la sensibilidad, enriquecer el afecto y contribuir con una profundidad desusada y una belleza nueva a las relaciones humanas de una persona consagrada a Dios. Para todo hombre o mujer que ha hecho unos votos, es aventura íntima y personal encontrar en su vida el equilibrio delicado y gozoso entre la entrega y la renuncia, entre el dejar y el pertenecer, entre la amistad humana y la soledad del corazón, entre la sociedad y la clausura. La vida consagrada es un feliz anticipo en este mundo de lo que ha de ser la vida en la Ciudad de Dios y, como tal, lleva en sí misma la semilla de las relaciones más verdaderas y del mejor amor. Hacer que esa semilla crezca y florezca y fructifique es el gran reto —y el gran privilegio— de la vida religiosa. La realidad en la vida de un grupo religioso está a medio camino entre el ideal imposible y el cínico desdén. Reconocer y aceptar esta realidad es la condición básica para enfocar hacia el éxito cualquier esfuerzo de entendimiento mutuo y de vida en común. El ideal soñado tiene una idea demasiado alta de la comunidad, mientras que el desprecio cínico tiene una idea demasiado baja de sus miembros, y ambas actitudes consiguen el mismo lamentable resultado de hacer imposible en la práctica la vida compartida del grupo. No sólo es la política la que es el arte de lo posible, sino la vida misma. Lo posible es lo real, y a ello hay que atenerse. El grupo que conozca sus propias dificultades, acepte sus limitaciones, no olvide frustraciones y fracasos pasados, y al mismo tiempo tenga conciencia serena de su propio valer, reconozca las cualidades innegables de cada uno de sus miembros y valore positivamente cada esfuerzo y cada avance hacia una mayor comunidad de pensamiento, de trabajo y de vida, tiene la mejor ga-

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randa de que llegará a encontrarse a sí mismo y a seguir avanzando en el camino de la unidad. El realismo sincero es la base primera del éxito. En nuestro caso, el realismo, además, se encuentra reforzado por la fe. No somos una sociedad de negocios que busca ganancias materiales. No somos una oficina ni una fábrica. Nuestro objetivo no es la eficiencia ni la productividad. No nos juntamos al azar ni nos elegimos unos a otros. Nos empuja en nuestra vida una fuerza común, en la que reconocemos una llamada, una providencia, una vocación. No son nuestras preferencias personales las que nos unen. Oí una vez que se proyectaba abrir una casa religiosa en cierto sitio de la siguiente manera: se escogería primero al que iba a ser superior de la nueva comunidad; luego él escogería a un amigo suyo como segundo miembro del grupo, y ambos juntos invitarían a un amigo común a que se les uniera, repitiéndose el proceso hasta completar el número. No sé si se llevó a cabo el proyecto, pero quiero comentar que, aparte de que el sistema no parece práctico y causaría reacciones adversas por parte de otros grupos, ésa no es nuestra manera de acercarnos unos a otros y formar grupo. No es probable que Simón el Zelote hubiera escogido a Mateo, el recaudador de impuestos: uno era un patriota ardiente, y el otro un odiado colaboracionista. Nada les podía haber hecho acercarse el uno al otro y vivir en paz. Pero fue otra voz la que les llamó, y ambos se sentaron juntos al lado de Jesús. Incluso cuando la amistad contribuye a formar un grupo, como sabemos que lo hizo en el caso de Ignacio y sus compañeros, adivinamos allí también la actividad callada de un orden superior. Las circunstancias son los dedos de la mano de Dios, y un encuentro accidental

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es providencia eterna. Por muy personales que sean las circunstancias de nuestra vocación individual, más tarde o más temprano vamos cayendo en la cuenta de que no era una llamada aislada, de que nuestras vidas estaban llamadas a encontrarse, y de que es con otros y a través de otros a nuestro lado como hemos de hacer realidad nuestras esperanzas, librar nuestras batallas y alcanzar nuestra meta. La acción de Dios entre los hombres, desde el 'pueblo errante' hasta el 'pequeño rebaño', se ha actualizado con preferencia a través de un grupo, una familia, un pueblo. Esa es nuestra herencia. En esa tradición nos colocamos. En esa continuidad se basa nuestra esperanza de vivir como hermanos. En un mundo que está herido, dividido, dispersado, Dios establece, en la múltiple maravilla de su poder, células de gracia para unir y reconciliar y sanar como signo de su presencia actual y de su voluntad de salvar. Eso es lo que somos: una imagen, una muestra, una prenda de lo que ha de ser la vida en. la casa del Padre. Somos un signo, una garantía, una parábola, una promesa. Y esa promesa es nuestra vida. Por mínimo que sea nuestro grupo y por frágil que sea nuestra unión, representamos la palabra de Dios, encarnamos su providencia, mediatizamos su acción. Vivimos en una tienda batida por el viento en un desierto hostil. Pero el desierto es Sinaí, y la tienda abriga a hijos del pueblo de la esperanza.

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El libro del Éxodo es contexto indispensable para quienes quieren vivir juntos en nombre de Dios, quieren realizar su presencia y dar testimonio en grupo. Los lazos que nos unen a nosotros son en esencia los mismos que unían al primer Pueblo de Dios. Es ya signo para nosotros, y ánimo en nuestro deseo de unirnos, el hecho de que el primer Pueblo de Dios no estaba en manera alguna compuesto solamente de israelitas, que ya entre sí se diferenciaban bastante en tipo y en edad, sino también de «una muchedumbre abigarrada» (Ex 12, 38) que se unió a ellos al emigrar, y que incluía gentes que no eran descendientes de Jacob, ni siquiera semitas, e incluso algunos egipcios (Lev 24, 10). El distintivo para un judío ya no sería en adelante la 'descendencia de Abraham, Isaac y Jacob', sino el hecho de 'haber sido sacados juntos de Egipto'. La identidad para un israelita se derivaba de su concepto de Dios (como también su concepto de Dios reflejaba su manera de percibir su propia identidad); y el concepto de Dios como 'el Dios de Abraham, Isaac y Jacob' da paso, ya desde el Sinaí, al nuevo concepto de 'el Señor tu Dios que te ha sacado de Egipto' (Ex 20, 1). Eso era lo que les unía y lo que les definía: eran un pueblo liberado conjuntamente, es decir, formaban un pueblo porque habían sido liberados conjuntamente. Una acción que une. Una experiencia que hace a un pueblo. Tanto es

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así que cuando, en generaciones venideras, los israelitas ya no tengan la experiencia de haber sido sacados personalmente de Egipto, la Mishna les seguirá ordenando en obediencia tradicional: «Cada hombre y en cada generación ha de considerar que él mismo ha salido personalmente de Egipto. No sólo fueron nuestros padres los que fueron salvados por el Santo de Israel, cuyo nombre sea bendito, sino nosotros mismos.» Una liberación común en origen era y había de seguir siempre siendo su identidad como Pueblo. El mismo es nuestro caso. La base de nuestra unión es que hemos sido llamados juntos: primero a la Iglesia, heredera y plenitud del primer Pueblo de Dios; y dentro de la Iglesia, a familias religiosas concretas, llamadas a la experiencia y al testimonio de la unión en entrega especial. Tradicionalmente, nuestra vocación nos lleva del 'mundo' a la 'vida religiosa', con muros de monasterios como testigos de la separación, de la distancia y de la unión de los que viven dentro. Hoy, más bien sin esos muros, nos esforzamos en conseguir una unión aún mayor entre nosotros, permaneciendo al mismo tiempo en contacto con la sociedad de nuestros días y formando parte viva de ella. Las salvaguardas externas de la unión han disminuido; a nosotros nos toca reforzar los lazos internos en alegre compensación. La común vocación trae consigo una común historia hecha de vivencias, memorias, nombres en común. Esto ocurre no sólo con el grupo en general (con su respaldo de siglos y su memoria de generaciones), sino también con cada grupo concreto que vive y camina año tras año en esfuerzo unido. Cruzar juntos el desierto une. Trabajar juntos une. Hacer frente a dificultades juntos une. Hace algunos años, en la universidad de jesuítas en

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que trabajo, tuvimos que sufrir una huelga de estudiantes, exclusivamente dirigida contra nuestra universidad, que duró muchos días y obtuvo una gran publicidad contra nosotros en toda la ciudad. Era penoso hasta el tomar el periódico aquellos días, con la certeza de que en alguna página traería algún reportaje contra nosotros, alguna denuncia, algún ataque. Aun para andar por la calle hacía falta valor aquellos días, sabiendo que todos estaban hablando de nosotros y nos señalaban con el dedo. Fueron días de puro desierto. Y nos unieron a todos nosotros más que cualquier otro suceso o ejercicio en toda nuestra historia. Presentamos un frente unido; nos defendimos unos a otros y todos a todos; nos olvidamos de nuestras discrepancias; nos negamos rotundamente a acusar a nadie o a buscar víctimas; y nos unimos en llevar juntos el peso de la protesta y el insulto de que nuestros mismos alumnos nos hacían objeto. Aquellos días fuimos todos uno como nunca lo habíamos sido; y aun por mucho tiempo después de acabada la huelga, seguimos sintiendo en nosotros la ligadura de unión que el sufrimiento en común había establecido. El desierto une. El Sinaí también une. Liderazgo, legislación, la búsqueda en común de la voluntad de Dios y aun la experiencia humillante de fallar en su cumplimiento y buscar el perdón juntos. Las reglas y constituciones que hemos aprendido forman un marco de referencia mental que facilita la comunicación rápida y el entendimiento inmediato a través de una terminología, un vocabulario, una multitud de citas implícitas y alusiones ocultas, un clima espiritual y un fondo intelectual en que participan todos los miembros del grupo mientras permanece inaccesible a los de fuera. Una vez, dos psicólogos hindúes vinieron a dirigir-

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nos a un grupo de jesuítas en una serie de sesiones de dinámica de grupo y formación de sensibilidad; y lo primero que tuvieron que hacer, y lo hicieron con un empeño profesional que les honró, fue leerse nuestros libros, estudiar nuestra historia y aprenderse nuestro vocabulario. Nosotros damos por supuesto ese vocabulario esotérico, pero es una fuente de confusión para quien no esté iniciado en él. Palabras como 'comunidad', 'ministro', 'distribución', 'ejercicios' tienen para nosotros un sentido inmediato distinto del que tienen para el resto del mundo, y nos identifican y caracterizan como grupo aparte. El lenguaje es el gran lazo de unión del grupo, ingrediente básico de la identidad social del individuo, característica distintiva del grupo a que pertenece; y nosotros poseemos tal lenguaje en el sentido más pleno y profundo de la palabra, y lo usamos entre nosotros aun sin caer en la cuenta. Aunque ya no nos lean las reglas todos los meses mientras comemos, sus frases, sus expresiones, sus citas, su idioma nos siguen sonando en los oídos y se asoman a nuestros labios para enviar señales cifradas de amistad y aceptación a todos aquellos que las han aprendido como nosotros. Su espíritu anima nuestra vida, y su expresión modela nuestra conducta y engendra un sentir de familia entre todos los que comparten la misma tradición. El principal factor de la unidad entre los israelitas, tanto en símbolo como en realidad, era la Tienda del Tabernáculo, descrita con detalle, erigida con cariño, colocada con cuidado en medio del campamento, hogar de la nube y del fuego que guiaban la marcha de día y de noche, centro de culto, de consejo y dirección, consultada a diario y celosamente custodiada y llevada a través de largos años hasta que descansó en la tierra prometida y se hizo Templo que dio sentido y fuerza

y cohesión a un pueblo. Una liturgia, un culto, una Presencia. Y aun un alimento simbolizado en el maná, la diaria invitación matutina a salir juntos y recibir el 'pan del cielo' en la mesa común del desierto. La capilla más humilde en la más pequeña de nuestras casas es todo eso y mucho más; y una Eucaristía concelebrada de corazón por los miembros de un grupo es al mismo tiempo signo y causa de su mejor unión. Y luego, como parte aún de la liturgia, el Sábado. El día de descanso, la vacación, la fiesta. Re-crearse es volver a crearse. Disfrutar del ocio es un gran medio de unión. Vacaciones en común, una excursión juntos, un juego de cartas, un viaje de amigos para asistir a la ordenación de un compañero; o sencillamente, la sabiduría de descansar juntos, de charlar en las comidas, de tomarse un café sin prisas comentando los quehaceres del día, de ensayar los placeres de la sobremesa. Si el desayuno se toma leyendo el periódico, el almuerzo se traga de negocio a negocio, el té se sorbe de pie mientras alguien espera, y la cena se toma... en bandeja ante el televisor para no perderse el programa de noche, la vida en común no tiene por dónde salir. El comedor es, después de la capilla, el gran centro de unión. Asistencia a las comidas, puntualidad en ellas, no aceptar con facilidad invitaciones a comer fuera, no levantarse antes que los demás... todo eso demuestra respeto al grupo y fomenta la vida común. La hermandad de la mesa es importante porque es diaria, ocupa al hombre entero, presenta la oportunidad repetida de juntarse y charlar y disfrutar del buen yantar mientras nos enteramos de todo lo que pasa en el grupo y en la ciudad y en el mundo entero, entre noticias y bromas y simple cotilleo. La comida en familia ayuda a la vida en familia. El alimento es importante para la vida, y la

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manera como lo tomamos es importante para la vida en común. La entidad física de la Tierra Prometida fue siempre y continúa siendo hasta el día de hoy el lazo de unión más estrecho entre el pueblo judío. Como meta lejana, como campo de batalla, como patria espiritual y como estado soberano, ha dominado su historia y ha unido sus corazones. El libro de Josué atribuye a Moisés la distribución detallada, con nombres y fronteras, del nuevo territorio a las tribus de Israel. «Moisés había dado a la tribu de los hijos de Rubén una parte por clanes. Su territorio fue desde Aroer, que está a orillas del torrente Arnón, incluida la ciudad que está en medio de la vaguada, y todo el llano hasta Medbá; Jesbón, con todas las ciudades situadas en el llano; Dibón, Bamot-Baal, Bet-Baal-Meón, Tahas, Quedemot, Mefaat, Quiryatáyim, Sibmá, y Séret-has-Sájar, en el monte del valle; Bet-Peor, las laderas del Pisgá, Bet-ha-Yesimot, todas las ciudades del llano y todo el reino de Sijón, rey de los amorreos...» (Jos 13, 15-21), y así siete capítulos de nombres y ciudades y límites y valles. Al nombrar cada parcela de terreno, Moisés toma posesión de ella para su pueblo, de la misma manera que al nombrar a los animales en el origen de la creación Adán adquirió podet sobre ellos. La larga lista de nombres extraños suena a letanía sagrada, la geografía se hace teología y un trozo de tierra se hace patria. También en nuestras vidas podemos descubrir la geografía como lazo de unión. Es verdad que, como jesuítas, entramos en la Compañía de Jesús universal que abarca al mundo entero; y, de hecho, no nos quedamos cortos en viajar con toda la frecuencia y a la mayor distancia que podemos, pero también es verdad que la mayor parte de nuestra vida la pasamos y traba-

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jamos en una 'provincia' concreta a la que pertenecemos y en cuyo catálogo estamos inscritos. El territorio de esa provincia es nuestra unidad topográfica, la 'porción' prometida de la herencia bíblica, el escenario de nuestro trabajo, el marco físico de nuestra vida y nuestras actividades. Viajar a lo largo y a lo ancho de esa tierra, conocer los nombres de sus pueblos y el polvo de sus caminos, palpar su geografía y beber sus paisajes, visitar a compañeros en los puestos lejanos en que viven y recorrer con ellos las tierras de su celo, empaparse con las lluvias de los monzones que inundan el campo, y sudar juntos bajo el sol implacable de cada día... todo eso nos acerca y nos junta y nos une. Este año, por error de imprenta, el mapa de la provincia no se imprimió en el catálogo de la nuestra y, cuando yo lo noté, sentí que faltaba una página esencial. El lazo de unión de.la tierra, a un tiempo entidad física y concepto teológico, es importante para nuestra unión. La historia de la salvación no puede escribirse sin una geografía de la salvación. El título para poseer la tierra de promisión es la entrega personal que juntos hacemos al Señor, cuya herencia es. Cuando Josué se supo a punto de morir, congregó a todas las tribus de Israel en Siquem, les recordó todo lo que el Señor había hecho por ellos desde Egipto hasta el Jordán, y los llevó a renovar en común su opción fundamental del Dios de Israel por encima de todos los dioses de los pueblos entre quienes vivían. «Josué dijo a todo el pueblo: 'Ahora, pues, temed al Señor y servidle perfectamente, con fidelidad; apartaos de los dioses a los que sirvieron vuestros padres más allá del Río y en Egipto, y servid al Señor. Pero, si no os parece bien servir al Señor, elegid hoy a quién habéis de servir, o a los dioses a quienes

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servían vuestros padres más allá del Río, o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitáis ahora. Que yo y mi familia serviremos al Señor'. El pueblo respondió: 'Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses. Porque el Señor nuestro Dios es el que nos sacó, a nosotros y a nuestros padres, de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre, y el que delante de v nuestros ojos obró tan grandes señales y nos guardó por todo el camino que recorrimos y en todos los pueblos por los que pasamos. Además, el Señor expulsó delante de nosotros a todos esos pueblos y a los amorreos que habitaban en el país. También nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios'. Aquel día, Josué pactó una alianza para el pueblo; le impuso decretos y normas en Siquem. Josué escribió estas palabras en el libro de la Ley de Dios. Tomó luego una gran piedra y la plantó allí, al pie de la encina que hay en el santuario del Señor. Josué dijo a todo el pueblo: 'Mirad, esta piedra será testigo contra nosotros, pues ha oído todas las palabras que el Señor ha hablado con vosotros; ella será testigo contra vosotros para que no reneguéis de vuestro Dios'. Por fin, Josué despidió al pueblo y cada uno volvió a su heredad» (Jos 24). Nuestra alianza son nuestros votos. Una decisión personal y comunitaria, un acto público, una entrega perpetua. Los votos nos unen al darnos la base de una mentalidad común; al dejarnos libres para el servicio conjunto de los hombres; al separarnos de los demás conservando, sin embargo, contacto íntimo con todos; al inspirarnos, con su sentido y su observancia, las normas y la práctica de la vida en común: la pobreza nos sienta alrededor de la mesa común, la castidad nos integra en una familia, la obediencia nos reúne bajo una cabeza. Un amigo mío hindú que estuvo presente en

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la ceremonia de la profesión de cuatro jesuítas me dijo: «Lo que me ha chocado es que uno tras otro los cuatro han leído la misma fórmula.» Y añadió: «No es extraño que todos seáis de la misma marca.» Sí que lo somos. Los lazos que nos unen son tantos, tan definidos y tan firmes, que podemos a veces llegar a abusar de ellos, y de hecho se nos ha acusado en este sentido. Grupismo, exclusivismo, esoterismo. Orgullo jesuítico, filas cerradas, complejo de superioridad. Mientras reconocemos nuestros fallos en lograr la unidad, nos puede alentar el saber que algunos creen que tenemos demasiada. Ortega y Gasset, alumno de los jesuitas, denunció años más tarde la formación que había recibido en su colegio en un célebre artículo de El Imparcial, en el que, después de otras acusaciones, llega así a la condena final: «Aún esto fuera pasadero si la desmoralización a que conduce la pedagogía jesuítica se detuviera ante la idea de la fraternidad humana. Pero... apenas entra Bertuco en el colegio escucha de labios de aquellos benditos padres una palabra feroz, incalculable, anárquica: los nuestros. Los nuestros no son los hombres todos: los nuestros son ellos solos. Bertuco verá la humanidad escindida en dos porciones: los jesuitas y luego los demás. Y oirá una vez y otra que los demás son gente falsa, viciosa, dispuesta a venderse por poco dinero, ignorante, sin idealismo, sin mérito alguno apreciable. Por el contrario, los nuestros, los jesuitas, son de tal condición específica que, a lo que parece, no se ha condenado ninguno todavía. Saldrá Bertuco del colegio inutilizado para la esperanza: por muy graves esfuerzos de reflexión que haga, jamás logrará vencer una desconfianza original, un desdén apriorístico ante los demás hombres. En cambio, estudios un

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poco más serios, meditaciones más vigorosas le harán insoportable el recuerdo de los nuestros.» Ortega era el primer pensador de España cuando yo me formaba allí de jesuíta, y no se me permitió leer sus libros. Muchos años más tarde, cuando el mundo cambió y yo con él, leí sus obras y me encontré con ese pasaje. El pasaje me dolió profundamente, y el dolor venía del hecho de que en parte era verdad. Mis primeros años de jesuíta quedaron marcados por un acento constante sobre los nuestros, la palabra misma se nos repetía veces sin cuento a diario, y yo llegué a adquirir un 'complejo jesuítico' que conllevaba un infinito orgullo de grupo y, si no desprecio, al menos una actitud de protección y condescendencia hacia el resto de los hombres que no compartían nuestra excelsa vocación. Liberarme de ese complejo me llevó muchos años y muchos encuentros con la realidad. Resulta extraño tener que decirlo ahora, y hasta uri poco humillante, pero el hecho es que, para mí, entonces los jesuítas no éramos como el resto de los hombres, ni siquiera como otros sacerdotes o religiosos. Eramos clase aparte. A mi maestro de novicios le gustaba levantar con una mano el fajín que llevábamos a la cintura y nos distinguía de otros sacerdotes o religiosos, y repetir una y otra vez: «Lo que importa es el fajín.» El mensaje estaba claro. Ahora me sonrío al pensar que hace muchos años no he vuelto a llevar el fajín. Junto con el fajín, otros lazos externos de unión han desaparecido en todo o en parte. La sotana, la clausura, la campana, el horario, la uniformidad y la regularidad ya no ocupan entre nosotros el lugar que un día ocuparon. Pero, por otro lado, las oportunidades para el contacto personal entre nosotros han aumentado, y se ha establecido un clima nuevo de mayor apertura

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y comprensión y aprecio de la intimidad. Ahora nos podemos acercar unos a otros mucho más que antes, y estamos aprendiendo con alegría a aprovecharnos de esta invitación a la amistad en la mejor de las causas. Por lo que yo sé y vivo, los lazos de relación personal entre nosotros, el contacto de hombre a hombre, de corazón a corazón, el aprecio directo y el afecto sincero, en una palabra, la amistad entre jesuítas, han aumentado grandemente en esta generación. Estamos de enhorabuena.

AMISTAD «De París llegaron aquí nueve amigos míos en el Señor.» Así es como Ignacio describe su grupo en carta a Juan Verdolay desde Venecia el 24 de julio de 1537. Amigos en el Señor. No hay definición mejor. El lazo de la amistad humana consagrado por la presencia del Señor, que también llamó amigos a los hombres más cercanos a él. Todos los demás lazos de unión, divinos o humanos, encuentran su mejor expresión y su práctica diaria en esta relación privilegiada de amistad en el Señor. Cuando yo reflexiono y pienso qué es lo que supone para mí ser jesuíta hoy, la primera idea que se levanta con fuerza en mi mente es que mis mejores amigos son jesuítas. A eso conduce, a través de los años, la vocación compartida, la larga formación, el trabajo, la oración, el descanso en común, los votos y los ejercicios, las reglas y las constituciones. Amigos íntimos con los que se puede compartir toda experiencia y a quienes se puede confiar todo pensamiento, porque el fondo común de fe y perspectiva protege y valoriza el mutuo entendimiento y el sentimiento sincero, que forman la mejor de las relaciones entre hombres. Esos amigos jesuítas íntimos son pocos por definición, pero a través de ellos se establece un lazo vital con todo el cuerpo de la Compañía. Los lazos jurídicos se hacen carne y sangre y afecto y gozo a través de amigos personales en el Señor.

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Y no es que el camino de la amistad entre jesuítas fuese fácil, no. En mi noviciado éramos ciento ocho novicios bajo un solo maestro. El nos instruyó y amonestó que cada uno de nosotros teníamos que querer a los ciento siete restantes por igual. No era tarea fácil. El número derrota al afecto. La democracia no funciona en los sentimientos. Esforzarse en tener a todos el mismo afecto pronto degeneraba en resignarse a tener a todos el mínimo afecto. Y apartarse de ese canon mínimo era hacerse sospechoso, hacerse acusar de exclusivismo, de sentimentalismo y del crimen horrendo de 'amistades particulares'. El espectro de las 'amistades particulares', con sus insinuaciones homosexuales, amenazaba a cualquier relación y viciaba cualquier amistad en un clima de escrúpulos y sospechas. Se nos insistía en ese tema año tras año en público y en privado, y no había ejercicios anuales o triduo de renovación de votos completo sin una instrucción detallada y amenazante sobre la materia. Una vez tuve que aguantar un triduo entero sobre el tema. Esta vigilancia oficial a la que se nos sometía testifica, por un lado, la solicitud con que nuestros superiores velaban sobre nosotros; y por otro, la necesidad insistente del hombre joven de acercarse más a unos que a otros, entre los compañeros con quienes vive. Había que ser valiente para hacer eso entonces. Esa desconfianza inicial hacia la amistad que se nos inculcó desde el principio de nuestra formación se siguió manifestando, pasados los años, en una especie de resistencia oculta a entablar amistad profunda aun con compañeros jesuitas. Esa resistencia puede tomar muchas formas. Inercia afectiva, miedo a cambiar, desconfianza de los propios sentimientos, reserva intelectual, aislamiento espiritual... Oí decir a un jesuíta: «Yo soy duro de pe-

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lar. Me las arreglo solo. He vivido cuarenta años sin amigos y puedo vivir otros cuarenta sin ellos.» También hay quien puede vivir sin sonreír. ¿Por qué será que elegimos a veces la esterilidad en nombre de la santidad? Para otros, el grupo, de una manera general e impersonal, ocupa el lugar del amigo personal, y aseguran que el grupo como tal les proporciona toda la atención y el cuidado que necesitan en la vida. Oí decir a un compañero, a quien aprecio con toda mi alma: «La comunidad es mi mejor amigo.» Hay algo muy profundo y muy bello en esa actitud, y ojalá la tuviéramos todos en lo que tiene de positivo; pero, con toda su belleza y profundidad, se equivoca en lo esencial. Aquí es donde diez personas no pueden sustituir a una; donde compañerismo no es intimidad ni camaradería es afecto; y donde echar una mano de ayuda no es lo mismo que ponerla con cariño sobre el hombro del amigo cuando la necesidad se hace sentir. El grupo nunca puede reemplazar a la persona. Otros, por fin, van a encontrar refugio en la popularidad fácil, la vida social, fiestas, diversión, contactos superficiales, relaciones públicas. Todo eso queda a flor de piel y nunca llega al corazón. Una vez más, los muchos no pueden sustituir a los pocos. Y luego viene el trabajo, la actividad, la prisa, el estar siempre ocupado, siempre en acción, siempre en movimiento, que es el sustituto más general y más peligroso del afecto y la amistad. Aún no he oído a nadie decir esto de hecho, pero no me extrañaría si algún misionero eficiente me dijera algún día: «Mi jeep es mi mejor amigo.» Una vez sí que oí a uno decirme, mostrándome su guitarra: «Mi guitarra es mi mejor amigo.» Y yo amóla música. Pero me dio pena. Otra objeción a amistades concretas, muelo más

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sutil y espiritualizada, es el profesar que nuestro corazón está consagrado al Señor, y él sabe lo