Vilchez, Jose - Dios Nuestro Amigo

José Vílchez DIOS, NUESTRO AMIGO Título y Prólogo 1 Amistad humana 2. La amistad humana en el Antiguo Testamento hebreo

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José Vílchez DIOS, NUESTRO AMIGO Título y Prólogo 1 Amistad humana 2. La amistad humana en el Antiguo Testamento hebreo 3. La amistad humana en el Antiguo Testamento griego 4. Dios ¿amigo? 5. Lo que Dios quiere para sus amigos Plan proyecto... 6. La amistad en el Nuevo Testamento 7. Jesús, el fiel amigo: I. Su vida privada 8. Jesús, el fiel amigo: II. El ministerio público 9. Jesús sella su amistad con la muerte 10. La amistad supera la muerte

Prólogo En nuestro tiempo muchos piensan que creer en Dios pertenece al pasado y es una rémora para el progreso; otros, sin embargo, creen en Dios, se sienten parte activa de la corriente histórica que avanza imparable hacia el futuro y están plenamente convencidos de que la fe en Dios no es un freno para el verdadero progreso del mundo, sino más bien un motivo para seguir luchando por el establecimiento de los verdaderos valores que sostienen y elevan la dignidad del hombre: la justicia, la libertad, la solidaridad... La fe en Dios crea realmente entre el creyente y Dios una relación especial de simpatía, que no se da en la persona que no cree. A esta relación la podemos llamar “objetiva”, en cuanto puede ser “objeto” sometido a examen. A ella nos vamos a aproximar en las reflexiones que siguen, valiéndonos del sentimiento humano que más se parece a esta corriente de simpatía, el de la amistad. De hecho, así lo hacen los autores sagrados que aplican a Dios la categoría de la amistad. Pero ¿es posible, siquiera, imaginar este tipo de relación entre Dios y los hombres, sin atentar contra la trascendencia y la majestad divinas? Aristóteles negaba la posibilidad de la amistad entre Dios (los dioses) y los hombres por la distancia tan excesiva que los separaba: «Cuando la distancia es tan excesivamente grande, como la que media entre los dioses y el hombre, la amistad no puede ya subsistir»1; también negaba Aristóteles la posibilidad de reciprocidad de afectos: «Algunos creen que puede haber amistad con Dios y con los seres inanimados. Es un error. Creemos que sólo puede haber amistad donde hay reciprocidad de afectos. Pero ni la amistad con Dios ni su amor admiten esta reciprocidad; sería realmente un absurdo que alguno dijera que ama a Júpiter»2. El judaismo y el cristianismo mantienen, sin embargo, como consecuencia de su fe en Dios personal la posibilidad y realidad de la amistad 1. Ética a Nicómaco, VIII,9[7]: 1159a.

entre Dios, creador del mundo, y el hombre, al que él mismo ha creado a su imagen y semejanza, y con el que se ha relacionado de manera especial a lo largo de la historia en el seno del pueblo de Israel. Efectivamente, Dios, el Señor invisible, se revela en los acontecimientos visibles de la historia humana. Para el creyente judío y el cristiano el lugar privilegiado de esta revelación ha sido y es la historia de Israel según aparece en los escritos que componen lo que llamamos sagrada Escritura o Antiguo Testamento. En esta larga historia descubre el creyente, a través de los múltiples episodios que en ella se narran, lo que Dios quiere comunicamos, los mensajes trascendentes a los que debe conformarse la vida humana, según los estadios que históricamente se van recorriendo. El no creyente podrá leer la Escritura y comprenderla en su profanidad; pero la revelación en cuanto tal le estará sellada. El lector profano de la Escritura podría, por ejemplo, escribir un tratado sobre la amistad, según aparece en ella, y comparar sus resultados con escritos de la misma época o de tiempos posteriores. De estos mismos paradigmas se servirán los autores sagrados, especialmente los del NT, para introducirnos en el universo de Dios. De las relaciones que practicaban los miembros del pueblo entre sí, la que por ahora nos interesa subrayar es la de la amistad. La Sagrada Escritura es un testimonio magnífico de cómo el hombre antiguo concebía el complejo mundo de las relaciones entre los hombres y de éstos con la divinidad. En el presente estudio vamos a pasar revista a los pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento en que se nos habla de amistad de los hombres entre sí y de los hombres con el Señor. El análisis de estos venerables textos nos ayudará a bucear en el misterio insondable del amor gratuito de Dios a su criatura predilecta, el ser humano: hombre y mujer, y a atisbar y vislumbrar, de alguna manera, la grandeza del destino y de la vocación del hombre: llegar a ser amigo de Dios para siempre, es decir, llegar a participar eternamente de su misma intimidad. Granada, Navidad de 2002 José Vílchez S.J.

2. La gran Moral, II,11: 1208b.

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La amistad humana Lo primero que pretendemos con el trabajo que ahora comenzamos es tratar de explicar el significado de su título: “Dios, nuestro amigo”; lo segundo, pero no menos importante, es dar las razones que lo justifican. Estas razones están inspiradas principalmente en la fuente de nuestra fe cristiana, la sagrada Escritura; en buena parte también están fundadas en una experiencia que podemos calificar de universal: es más que probable que todos conozcamos por experiencia propia qué es la amistad y por qué ha merecido el unánime reconocimiento de su bondad. La memoria colectiva de los pueblos se deleita recordando ejemplos memorables de amigos; autores de todos los tiempos -profanos y sagrados- han dedicado grandes alabanzas a la amistad. Por este motivo trataremos en primer lugar de lo universalmente conocido, de la amistad humana, aduciendo testimonios de autores profanos y de autores sagrados; más adelante daremos un salto a lo misterioso y desconocido, a la amistad con Dios. 1. La categoría de la amistad humana ¿Quién no ha tenido alguna vez en su vida un amigo? Al menos durante la infancia un compañero se distinguía entre los demás. Sin él nada tenía sabor, la luz no iluminaba, la música chirriaba, la soledad oprimía; con él todo era diferente: los estudios no pesaban, los juegos divertían, el tiempo corría demasiado de prisa; todo era hermoso, pero frágil, como el cristal. Es muy probable que también hayamos establecido relaciones de amistad con otras personas en otros estadios de nuestra vida, aunque hayan sido breves y superficiales. En todo caso el tema de la amistad no nos es indiferente. El hombre está llamado a vivir en sociedad, en compañía de otros individuos singulares y afines. Es cierto que se puede vivir sin amigos, como se puede vivir solitariamente en la ciudad o en el desierto. El hombre puede sentirse solo en medio de la multitud, extraño entre extraños. Pero hay que reconocer que no tener amigos es una desgracia y que tenerlos es una bendición; porque el amigo en la vida de un hombre es tan necesario como la luz y el calor. La presencia de un amigo es una delicia; por ella la inmensidad del mundo está llena y es luminosa, un paisaje alpino se humaniza: es cálido en invierno y fresco en verano; sin ella todo es frío, tenebroso y vacío. Decir hermano es decir cercanía, ayuda, cariño, igualdad; decir amigo es decir hermano por libre elección. Si el hermano es amigo, es dos veces hermano, pero si no es amigo, ¿de qué sirve ser hermano? Mejor es amigo cerca que hermano lejos. El amigo verdadero jamás abandona al amigo; el hermano siempre es hermano, pero a veces abandona al hermano cuando éste más lo necesita. El amigo es más que un hermano, es una réplica de sí mismo, es otro yo, al que se quiere tanto o más que a uno mismo. Recordemos a Eurípides, que escribió páginas sublimes sobre la amistad entre Orestes y Pílades. Pílades debe morir para que se salve Orestes, pero Orestes no consiente en que muera su amigo, por esto le dice a Ifígenia, su hermana aún no reconocida: «Sería para mí un dolor cruel que se degollase a éste [Pílades]... No es justo, pues, que te haga yo este servicio [llevar una carta a Argos] y escape del peligro, dejándole a él morir». Y cambia la propuesta: «Dale esa carta: él la llevará a Argos y quedarás satisfecha. En cuanto a mí, que me maten si quieren. Sería una cobardía magna salvarse uno a sí mismo sumiendo en la desgracia a un amigo. Éste es amigo mío y quiero que vea la luz no menos que yo»3. Pílades, por su parte, manifiesta sus nobles sentimientos de amigo verdadero: 3. Ifigenia en Táuride, 598-608. (Traducción de Leconte de Lisle / G. Gómez de la Mata,

«No hay felicidad para un amigo que ve morir a su amigo»... «Es vergonzoso que, muerto tú [Orestes], vea yo la luz,... es preciso que yo muera contigo»4. Aquí la amistad es elevada a la más alta cima posible de los sentimientos humanos, y es un preludio literario de la sublime sentencia de Jesús: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13). La generosidad del amigo ha sido comparada a la sangre: «El amigo verdadero / ha de ser como la sangre, / que acude luego a la herida, / sin esperar que la llamen». El amigo no sólo socorre al amigo herido, como un buen samaritano, sino que prefiere la vida del amigo a la propia. Al pertenecer la amistad a nuestras vivencias personales, sólo el que ha saboreado su dulzura conoce su alto valor positivo y puede hablar de ella con autoridad. Desde la antigüedad más clásica: la griega y la romana, autores tan esclarecidos como Platón, Aristóteles y Cicerón han escrito tratados y ensayos sobre la amistad. De ella han dicho cosas maravillosas, que nos sirven de punto de apoyo para dar el salto a consideraciones más elevadas de la amistad de Dios con nosotros y de nosotros con Dios, de que nos hablan los autores sagrados y no los paganos. 2. La amistad no es una mercancía Nadie en su sano juicio pone precio a un hijo, porque su valor no puede apreciarse en monedas de cambio. Algunos bienes patrimoniales no tienen precio, por ejemplo, el cuadro de las Meninas de Velázquez o el Palacio de la Alhambra de Granada. Tampoco la amistad es un bien cuantificable; si se le asignara un precio, dejaría de ser amistad, se convertiría en un sentimiento interesado, semejante a un objeto-mercancía intercambiable. Si la amistad fuera una mercancía, se podría fabricar y vender y comprar con un precio determinado. El que fuera más rico, tendría más amigos, y verdaderamente haría un buen negocio si cambiara dinero en metálico por personas amigas. En la vida real se constata con demasiada frecuencia que muchos acuden a la sombra del dinero y, con gran descaro, se llaman a sí mismos amigos del afortunado. Los vividores permanecen bajo esta sombra, mientras les sirve de protección, es decir, mientras pueden medrar y aprovecharse del bien ajeno, como parásitos aduladores que son. Si sobreviene un cambio adverso de la fortuna, nada les importará abandonar en la desgracia al que llaman su amigo, demostrando que ellos son amigos verdaderos de las riquezas y falsos amigos del que las posee. Como ratas que huyen del barco que se hunde, así son los falsos amigos del rico que se arruina. La verdadera amistad, sin embargo, nada tiene que ver con sentimientos interesados y bastardos. 3. La amistad es una unión afectiva no excluyente Una definición aproximada de la amistad podría enunciarse de la siguiente manera: La amistad es un sentimiento espiritual que tiende a la unión afectiva entre dos o más personas, sin llegar a ser excluyente. El sentimiento espiritual va más allá de la mera atracción sexual, si bien no es incompatible con ella. Por esto puede darse entre novios y esposos, y sería deseable que siempre se diera. Esta unión afectiva o amor mutuo se distingue de la atracción sexual entre personas del mismo o distinto sexo en que no es posesiva, en que no excluye a terceras personas, más bien queda abierta a todas las posibles relaciones afectivas de la persona en los ámbitos humano y divino. en Colección Austral, 623. Espasa - Calpe). 4. Ifigenia en Táuride, 650.674-675.

La amistad pertenece, por tanto, al ámbito de la afectividad humana, y como a ésta hay que cuidarla y cultivarla con esmero. Como cualquier otro sentimiento espiritual nace, se desarrolla, culmina; también puede disminuir y fenecer. Es una especie del amor de benevolencia, que busca desinteresadamente el mayor bien de la persona amada, del amigo, no la satisfacción personal propia; es una salida de sí -éxtasis- para entrar en el mundo del otro. Por esto mismo el amor de benevolencia, o excéntrico, es un movimiento contracorriente, porque lo espontáneo en el medio afectivo es el movimiento egocéntrico, centrípeto, no el movimiento centrífugo o anti-egoísmo. Cultivar la amistad supone, pues, un duro ejercicio ascético continuo, para purificar el corazón de las bastardas inclinaciones y orientar la voluntad de modo altruista al bien del otro. Vale la pena, sin embargo, realizar cualquier esfuerzo en favor de la amistad, porque ella está entre los mejores bienes de que puede disponer el ser humano. Los que a lo largo del tiempo han escrito sobre la amistad se recrean en su exaltación, comparándola con las cosas más bellas y nobles de la naturaleza, y prefiriéndola a todas ellas. Platón pone en boca de Sócrates estas palabras: «Yo preferiría un amigo a todo el oro de Darío y a Darío mismo. ¡Tan apetecible y tan digna me parece la amistad!»5. Su discípulo Aristóteles hace la siguiente reflexión: «Cuando se supone que el hombre dichoso tiene todos los bienes, evidentemente es un absurdo no concederle también los amigos, porque los amigos son ciertamente el más precioso de los bienes exteriores»6. El sol es necesario para la vida en nuestro universo; es fuente de vida, de luz, de calor, y en sí mismo es bello. Pues de la amistad afirma Cicerón: «Parece que suprimen del mundo el sol, los que quitan de la vida la amistad»7. Una vida sin amistad es noche perpetua sin luz ni calor; un hombre sin amigos no vive como un ser plenamente humano. La amistad es la luz, el calor, la salsa de la vida, «lo mejor y más dulce que de los dioses inmortales hemos recibido», en opinión de Cicerón8; el mayor regalo que la vida y Dios pueden hacernos. A este respecto sienten unánimemente la antigüedad y la modernidad. J. Ortega y Gasset, por ejemplo, dice hermosamente: «Deleitosa es la pintura o la música; pero ¿qué son ambas emparejadas con una amistad delicadamente cincelada, con un amor pulido y perfecto?»9. 4. Notas específicas de la verdadera amistad -La reciprocidad. La amistad es un sentimiento compartido, al menos entre dos personas que afectivamente sienten de la misma manera. No puede existir amistad donde no hay reciprocidad. En esto se diferencia la amistad del amor, en que el amor no necesita ser correspondido y la amistad sí10. La amistad es como una conversación telefónica entre dos personas que se quieren bien: mientras se dé la conexión, fluirá el diálogo; si se corta la 5. Lisis, 211e. 6. Ética a Nicómaco, IX,9: 1169b. 7. Laelius, XIII,47. 8. Ibídem. 9. Para un museo romántico, en Obras, I (Madrid 1943), 549. 10. Cf. J. Marías, Una amistad delicadamente cincelada, en Obras, III (Madrid 1964), 234.

conexión, cesará automáticamente la comunicación. En la amistad el vínculo afectivo es la conexión que une a los amigos y provoca la reciprocidad o respuesta. Si ese vinculo afectivo se rompe, cesa la reciprocidad, porque ha dejado de existir la amistad. -La confianza mutua. En la relación interpersonal tiene mucha importancia el conocimiento que un participante tiene del otro. Cuanto más amplio y profundo es el conocimiento mutuo, tanto más firmes serán los lazos que pueden surgir entre ambos. En la relación de amistad los vínculos o lazos entre los amigos se fundamentan en este mutuo conocimiento. De él surge la estima, el aprecio afectuoso y, sobre todo, la confianza. Sin la confianza no puede pensarse la amistad, ni mucho menos que se afiance y que progrese. El amigo confía en el amigo, porque sabe que le será fiel. A su vez la fidelidad y lealtad probadas confirman la confianza inicial, aseguran su firmeza y reafirman los íntimos vínculos de la amistad. Así, con el tiempo, la amistad gana en calidad, como el vino: amigo viejo y vino añejo. -La intercomunicación. Es esencial a la amistad la transferencia o comunicación íntima de sentimientos en uno y otro sentido. La intimidad de las personas es un santuario al que no se puede acceder sin permiso expreso del dueño. Los amigos son aquellos que pueden traspasar el umbral de la intimidad personal. Pero la intimidad de la persona no es una superficie plana, sino que tiene una profundidad sin fondo. A mayor amistad, mayor penetración en esa intimidad profunda, hasta llegar a la sensación de la fusión de las almas, salvando siempre la identidad de las personas. Los amigos verdaderos caminan juntos hacia un mismo horizonte espiritual en busca de una misma meta, de un mismo ideal, porque se sienten unidos en lo más profundo de su ser: un solo corazón, una sola alma. La comunicación en los bienes materiales externos es un pálido reflejo de esa otra comunicación en el espíritu y una conclusión lógica y natural. Entre los amigos verdaderos no hay tuyo ni mío, sino nuestro11. En ellos se cumple al pie de la letra el dicho del Señor: «Hay más felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,35). Se es más feliz viendo que el amigo disfruta de los propios bienes que disfrutar uno mismo de ellos. -El respeto. Está claro que la amistad, al menos, es cosa de dos. Por mucha unión de voluntades que haya, nunca se podrá llegar a la fusión de dos sujetos en uno, a la unidad absoluta, eliminando uno de los centros de intimidad personal. Al amigo se puede aplicar el proverbio de A. Machado, que dice: «Enseña el Cristo: A tu prójimo / amarás como a ti mismo, / mas nunca olvides que es otro»12. El respeto a las personas no está reñido con el afecto, por el contrario, es una exigencia de él. Precisamente porque se quiere y se estima al amigo, se tiene un gran respeto, un sagrado respeto, por su persona. Si se falta al respeto entre los amigos, «se despoja a la amistad de su mejor ornato» 13. En la amistad, como en el amor, no hay cosas pequeñas; más bien las cosas pequeñas se valoran grandemente, y las personas exceden toda medida. Por lo tanto, merecen el máximo respeto. -La sinceridad y la franqueza. La amistad es como el agua cristalina y transparente; por esto a la amistad sólo le conviene la claridad, la transparencia, el candor, la honestidad, la franqueza, es decir, la verdad pura no disimulada. El trato entre los amigos no tolera el engaño, el fraude, la mentira, la doblez de espíritu, la simulación, la hipocresía. El verdadero 11. Aristóteles decía: «Es muy exacto el proverbio que dice: “Todo es común entre amigos”» (Ética a Nicómaco, VIII,11[9]: 1159b). 12. Proverbios y Cantares, XLII. 13. Cicerón, Laelius, XXII,82.

amigo nunca dejará de ser sincero con el amigo de verdad, sobre todo cuando tiene que reprenderle o amonestarle por una acción o actitud determinada. Entonces debe demostrarle con la libertad de expresión el alto aprecio en que lo tiene. Si el amigo acepta con humildad y sencillez la palabra del amigo, franca y sincera, pero dolorosa, es signo manifiesto de que el vínculo entre ambos es de auténtica amistad. La prueba ha sido el fuego que ha purificado la relación amistosa y la ha consolidado. -La igualdad. La amistad normalmente surge entre iguales. El pueblo así lo ha entendido y así lo ha formulado en sus sabias sentencias: «La amistad entre iguales es la que vale», o «amistad durable, entre dos iguales». Por el contrario, no se apuesta por la amistad entre personas de esferas sociales y culturales diferentes: «La amistad entre desiguales, poco dura y menos vale»14. A veces, sin embargo, la amistad nace entre desiguales, y no sólo durante la niñez, que no entiende de diferencias sociales, sino también en las etapas siguientes de la vida. Literariamente se ha cultivado la amistad entre el Príncipe y el mendigo. Sin descartar, en absoluto, esta posibilidad, los amigos desiguales pertenecen simplemente a clases sociales y culturales diferentes, o a edades bien dispares. La amistad, de hecho, tiende a hacer iguales. El superior desciende para ponerse al mismo nivel que el inferior, sin que esto suponga una humillación para ninguno15. Un amigo verdadero jamás se sentirá superior a su amigo, aunque socialmente lo sea, porque en él verá la mitad de su alma16, su propia imagen17, la repetición de sí mismo18. No debe, pues, extrañamos que se haga mención de la armonía de pareceres y sentimientos, cuando se trata de verdaderos amigos. -Recapitulando. La amistad, como cualquier actividad humana, tiene su historia, que puede ser descrita por uno de los protagonistas que sea buen observador. Toda amistad sigue un proceso temporal: nace, se desarrolla -no siempre en una dirección ascendente- y, si es duradera, alcanza su plenitud o punto más alto, en el que se mantiene hasta la muerte de uno de los amigos. En este caso la amistad es más fuerte que la misma muerte, pues la supera y pervive en el amigo que queda. David recuerda la amistad que lo unía a Jonatán, ya muerto, en su celebérrima lamentación: «¡Cómo sufro por ti, Jonatán, hermano mío! ¡Ay, cómo te quería! Tu amor era para mí más maravilloso que el amor de las mujeres» (2 Sam 1,26). Eurípides pone en boca de Pílades, el amigo entrañable de Orestes, estas palabras: «Muerto [Orestes], serás para mí más querido aún que vivo»19. El proceso de la amistad, sin embargo, es frágil, como todo lo humano, y en cualquier momento se puede romper, quedando todo en una bella historia interrumpida, en algo que pudo haber sido y no fue. Para que el proceso de amistad supere todas las dificultades que 14. También opinaba así Aristóteles, que por esto negaba la posibilidad de amistad entre los hombres y los dioses (cf. Ética a Nicómaco, VIII,9[7]: 1159a). 15. Por esta razón el cristianismo cree en la amistad de Dios con el hombre en contra de la opinión de filósofos paganos como Aristóteles. 16. Como decía Horacio de Virgilio: «Animae dimidium meae» (Odas I,3,8; cf. Ovidio, Trist., IV,4,72). 17. «El que contempla a un amigo verdadero, ve en él como a su propia imagen» (Cicerón, Laelius, VII,23). 18. «Como otro yo», lo llamará Cicerón (Laelius, XXI,80). 19. Ifigenia en Táuride, 717-718. Ver también San Agustín, Confesiones, IV,6,11.

surgen en el largo camino de las relaciones interpersonales se requiere en los protagonistas la madurez psicológica, que se va forjando al paso de los años con el ejercicio continuado de muchas virtudes, como la bondad, la comprensión, la tolerancia, la constancia, el desinterés. Por esta razón la amistad entre los niños y los adolescentes sólo puede ser el inicio, nunca la cima de una relación, porque tiene que afianzarse y madurar con los años. Muchas amistades que vienen de la infancia son de las mejores, pero las más decisivas suelen formarse en los años de la juventud, la época de la ilusión y de los grandes proyectos. 5. Los testimonios más valiosos sobre la amistad En realidad, este apartado tiene una única función: servir de puente o paso para los capítulos que siguen, dedicados todos ellos a investigar lo que en la sagrada Escritura, A y NT, nos dicen los autores sobre la amistad. Podemos adelantar que la Escritura confirma todo lo bueno y bello que los autores profanos han dicho sobre la amistad; pero, además, añaden lo que aquéllos jamás comprendieron y expresamente negaron: el establecimiento de relaciones amistosas entre Dios y los hombres. A lo largo de la Escritura son tantos los testimonios que encontramos sobre la amistad que no tenemos más remedio que ordenarlos, si es que de verdad queremos saborearlos todos. El orden más adecuado parece ser el que mejor se acerque al de los mismos libros de la Escritura. Por consiguiente, trataremos primero de los testimonios de los libros del AT escritos en hebreo; en segundo lugar de los testimonios de los libros griegos del AT y, por último, nos explayaremos largamente en el estudio del NT, ya que él nos introduce en lo más sublime de la amistad de Dios con los hombres, en lo que jamás ha podido soñar el mejor amigo para sus amigos.

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2 El amigo en el Antiguo Testamento hebreo El que estudie sin prejuicios la historia del antiguo Israel observará que la vida de los israelitas no se diferencia apenas de la de los pueblos de su entorno. Israel, como pueblo, está inserto en la cultura e historia de los pueblos que habitan la franja de tierra comprendida entre el borde noroeste del desierto Siro-arábigo y la costa oriental del Mediterráneo, es decir, el centro del gran arco del Creciente Fértil, cuyos extremos son Mesopotamia (Iraq) al este y Egipto en el suroeste. Conocemos el desarrollo cultural de estos pueblos por los testimonios escritos desde el segundo milenio a.C. y los monumentos que han desenterrado los arqueólogos durante los dos últimos siglos. En cuanto a las relaciones entre sus miembros prevalece la visión colectiva a la puramente individual. La comunidad está sobre el individuo; el individuo en función de la colectividad; ésta es la que identifica al pueblo y garantiza su permanencia y perseverancia. No hay mayor castigo para un individuo que la expulsión del cuerpo social, dejándolo a su suerte fuera de la comunidad, fuera del campamento, fuera de la ciudad, donde morirá con toda seguridad. De las relaciones que practicaban los miembros del pueblo entre sí, la que por ahora nos interesa subrayar es la de la amistad. La Sagrada Escritura es un testimonio magnífico de cómo el hombre antiguo concebía el complejo mundo de las relaciones entre los hombres y de éstos con la divinidad. En el presente capítulo pasaremos revista a los pasajes del Antiguo Testamento hebreo, en los que se nos habla de amistad de los hombres entre sí. La relación de amistad se expresa en hebreo con el vocablo r_‘a / m_r_‘a (en adelante: rea, merea), presente prácticamente en todos los libros del Texto Masorético (TM). Como el número de testimonios en que aparece el término rea es muy elevado, ofrecemos una síntesis sistematizada de sus acepciones. El núcleo significativo original es el de cercanía, como se advierte en el compendio siguiente: el otro, que está ahí enfrente; el prójimo o persona cercana; el compañero en la convivencia de cada día; finalmente, el que comparte el afecto, la intimidad, es decir, el amigo. El contexto inmediato de los pasajes en hebreo nos revelará si se trata de verdadera o de falsa amistad, de compañeros auténticos o sólo circunstanciales, de amigos falsos o de verdaderos amigos 1. La alteridad del otro En primer lugar rea puede significar simplemente la alteridad, estar en lugar del otro o de los otros en un contexto en el que se enfrentan, al menos, dos individuos, uno conocido o con nombre propio, el otro -los otros- conocido o desconocido, pero ahí presente y cercano. El hombre vive rodeado de cosas inanimadas y de seres vivientes, en el seno de una sociedad o comunidad de semejantes a él. La experiencia de la alteridad, de lo otro, del otro es, pues, primaria. Por ella tenemos conciencia de nuestros límites, de nuestro entorno y podemos afirmarnos a nosotros mismos. No pretendemos hacer un estudio filosófico de nuestra

10 alteridad; simplemente nos limitamos al estudio del término rea en la sagrada Escritura, que ilumina muchos de los aspectos de esa alteridad. 1.1. La pura alteridad Empezamos por señalar los pasajes en que aparece afirmada la pura alteridad del otro o de los otros, como esas doce parejas de jóvenes israelitas que se desafiaron con fiereza, pues «cada uno agarró la cabeza del otro y hundió la espada en el costado» (2 Sam 2,16); o ese rival sin nombre de Oseas del que se nos habla en Os 3,1: «Vete otra vez, ama a una mujer amante de otro». En el ámbito judicial, cuando se habla en general o no se conocen los nombres de los contendientes, se utilizan los pronombres indefinidos “uno y otro”. Moisés responde a una pregunta de su suegro Jetró sobre su manera de administrar justicia: «Cuando tienen un pleito, vienen a mí y yo decido entre unos y otros» (Éx 18,16). El profeta Jeremías se dirige a los habitantes de Jerusalén: «Si hacéis justicia entre unos y otros...» (Jer 7,5). También un proverbio nos introduce en un juicio y nombra a una de las partes como el otro: «El primero que se defiende tiene razón, hasta que llega el otro y lo interroga» (Prov 18,17). La expresión no cambia, cuando se refiere a personas conocidas, como en el caso de David y Jonatán, donde se subraya el nivel de igualdad entre ambos, pues «se besaron el uno al otro y lloraron uno junto al otro» (1 Sam 20,41). 1.2. Como término de diálogo Se puede hablar consigo mismo, reflexionando en voz alta -monólogo-; pero lo normal, cuando se habla, es dirigir la palabra a uno o más interlocutores, establecer un diálogo con otro u otros que puedan oír y responder. Si no se tienen medios técnicos para hablar a distancia, es necesaria la cercanía, la presencia entre los dialogantes para comunicarse mutuamente -unos a otros- los mensajes por medio de la palabra. Así, por ejemplo, antes de empezar la construcción de la torre de Babel, «se dijeron unos a otros: Vamos a fabricar ladrillos» (Gén 11,3)20. Ver, también, un ejemplo de saludo afectuoso e íntimo entre Moisés y su suegro Jetró: «Moisés salió al encuentro de su suegro, se prosternó, lo besó y se saludaron el uno al otro, y entraron en la tienda» (Éx 18,7). 1.3. Como término de una acción negativa El hombre, sujeto activo y pasivo, establece comunicación con otros sujetos pasivos y activos de su mismo medio. Las personas que nos rodean, las más cercanas: rea, son el término de las acciones nuestras, que llamamos positivas, si causan en ellas algún bien, y negativas, si producen algún efecto malo. En este apartado de nuestro estudio sobre rea en la sagrada Escritura reseñamos las acciones que explícitamente tienen como sujeto receptor de 20. Es frecuente en la sagrada Escritura el uso de rea con los verbos de decir y con la expresión: «se dijeron unos a otros», o una muy parecida. Véanse Jue 6,29; 10,18; 1 Sam 10,11; 2 Re 7,3.9; Is 34,14 (animales entre sí); Jer 22,8; 23,27; 36,16; Jonás 1,7; Zac 3,10; Mal 3,16; Sal 12,3.

11 algún mal al otro. Ordenamos los pasajes de la Escritura según sea menor o mayor el efecto negativo que causa la acción de uno(s) contra otro(s). Empezamos con el alejamiento, que nos parece el menor de los males: «Que el Señor nos vigile a los dos [Labán y Jacob], cuando nos alejemos el uno del otro» (Gén 31,49). Las maquinaciones, como proyecto para hacer daño, deben evitarse: «No tramar males unos contra otros» (Zac 8,17). La palabra que pronuncia el profeta verdadero en nombre del Señor es santa e inviolable. Si uno, que no es profeta, se presenta como tal, repitiendo las palabras del profeta verdadero, es un farsante y el Señor lo condena: «Aquí estoy contra los profetas -oráculo del Señor- pues se roban unos a otros mis palabras» (Jer 23,30). Hacer daño a otro, lógicamente también lo condena el Señor. Salomón ora al Señor: «Cuando uno peque contra otro, ... condena al culpable... y absuelve al inocente» (1 Re 8,3132). En los días de la edificación del segundo templo -ya se habían echado los cimientos- el profeta Zacarías alza su voz: «Hasta esos días no había paga ni para hombres ni para el ganado; no había paz para hacer una vida normal a causa del enemigo, pues yo enfrentaba a unos contra otros» (Zac 8,10; cf. Jer 46,16). En Isaías llegan a las manos: en Jerusalén «se atacará la gente mutuamente, unos contra otros» (Is 3,5). De los filisteos leemos en 1 Sam 14,20 que «la espada de cada uno se volvía contra el otro». En la Ley se habla no sólo de las heridas entre los hombres: «Cuando surja una riña entre dos hombres y uno hiera al otro a puñetazos...» (Éx 21,18), sino también entre animales: «Cuando el toro de alguien hiere al toro de otro» (Ex 21,35). La escala que presentamos culmina con la aniquilación: «Los amonitas y moabitas decidieron destruir y aniquilar a los de Seír y, cuando terminaron con ellos, se ayudaron unos a otros en la matanza» (2 Crón 20,23), y con la muerte: «Los reyes [de Edom, de Judá y de Israel] se han acuchillado, se han matado unos a otros» (2 Re 3,23). 1.4. Como término de una acción no negativa En el intercambio de acciones, que es la vida humana, son más abundantes las acciones buenas o positivas que las malas o negativas; lo cual vale lo mismo para la actualidad que para los tiempos bíblicos. Sin embargo, en el relato de la historia lo malo ocupa más espacio que lo bueno; lo negativo parece eclipsar a lo positivo, tal vez porque se sale de la norma. La sagrada Escritura no es una excepción. Hemos visto ya los testimonios negativos a propósito de rea; los positivos son menos numerosos, pero considerables, como vemos a continuación. En primer lugar colocamos los términos de acciones mutuas no negativas, en segundo lugar los de acciones no mutuas. a) Término de una acción mutua no negativa

12 Los dos primeros ejemplos muestran asombro y espanto respectivamente, pero las acciones no tienen por qué ser necesariamente reprensibles: los hermanos de José «se miraban unos a otros asombrados» (Gén 43,33); en el día del Señor los gentiles «se mirarán espantados unos a otros...» (Is 13,8). El tercer testimonio subraya bien a las claras la significación de cercanía de rea: Rut ha dormido a los pies de Boaz en la era «y se levantó antes de que uno pueda reconocer a otro» (Rut 3,14), aunque esté muy cerca a causa de la obscuridad aún reinante antes del amanecer. La ayuda mutua que se presta un artífice a otro, aunque sea de ídolos, nos descubre también la proximidad de los ánimos: «Se ayudan uno al otro» (Is 41,6). La misma proximidad se supone entre maestro y discípulos: en el tiempo que ha de venir, los israelitas «ya no tendrán que enseñarse unos a otros» (Jer 31,34). El motivo festivo del último testimonio es un cierre magnífico de esta sección, en que la alteridad del otro no aleja, sino acerca: en la fiesta de los Purim, los judíos «se hacen regalos los unos a los otros» (Est 9,19; ver también Est 9,22). b) Término de una acción no mutua Los cinco testimonios que nos ofrece la sagrada Escritura en este apartado tienen en común que tratan de la acción de dar o entregar uno a otro objetos muy variados, como son: Una sandalia: «Antiguamente había esta costumbre en Israel, cuando se trataba de rescate y de permuta: para ratificar cualquier asunto uno se quitaba la sandalia y se la daba al otro. Así se daba testimonio en Israel» (Rut 4,7). Las mujeres de David: «Así dice el Señor: Haré que de tu propia casa nazca tu desgracia, te arrebataré tus mujeres ante tus ojos y se las daré a otro que se acostará con ellas a la luz del sol» (2 Sam 12,11). El título de reina: Asuero debe publicar un decreto «prohibiendo que Vasti se presente ante el rey Asuero y otorgando el título de reina a otra mejor que ella» (Est 1,19). El reino de Israel: «Samuel dijo: Hoy te ha desgarrado el Señor el reino de Israel y se lo ha dado a otro mejor que tú» (1 Sam 15,28; ver también 1 Sam 28,17). 2. El prójimo Llamamos próximo a todo aquello que dista poco de nosotros en el espacio o en el tiempo; transformado en prójimo se refiere a cualquier persona que, por formar parte del género humano, está próxima a todas las demás con las que constituye radicalmente una familia solidaria. En este sentido todas las relaciones humanas interpersonales son relaciones entre prójimos o con el prójimo. La sagrada Escritura se mueve en este ámbito; el vocablo rea adquiere aquí todo su esplendor: el otro es ya el prójimo, a cuya compleja gama de matizaciones nos vamos a acercar en este párrafo segundo. 2.1. El cercano o vecino

13 La cercanía o poca distancia en el espacio es la primera y más fácil acepción de vecino: rea, que determina y precisa aún más la alteridad, vista en el párrafo anterior. La sagrada Escritura nos habla de los vecinos egipcios, que tenían los israelitas durante su estancia en Egipto antes de su liberación. A ellos se refiere con claridad la palabra del Señor que ordena a Moisés: «Habla a todo el pueblo: que cada uno pida a su vecino y cada mujer a su vecina objetos de plata y objetos de oro» (Éx 11,2). El profeta Jeremías utiliza también la palabra en femenino en vísperas de la trágica dispersión del pueblo «por naciones desconocidas de ellos y de sus padres» (Jer 9,15). Ante la desgracia que se avecina no bastarán el llanto y las lamentaciones de las plañideras profesionales. Todos deberán derramar lágrimas y lamentarse con las terribles palabras del profeta que anuncian lo que va a venir: «Enseñad a vuestras hijas una endecha, cada una a su vecina una elegía» (Jer 9,19). También el profeta Zacarías anuncia desgracias cercanas, que manifestarán el disgusto del Señor por la conducta reprobable de su pueblo: «No volveré a perdonar a los habitantes del país - oráculo del Señor-; entregaré a cada uno en manos de su vecino y en manos de su rey» (Zac 11,6). Por esto mismo reinará en todo el país el miedo, el espanto, el desconcierto general: «Agarrará cada uno la mano de su vecino y alzará su mano contra la mano de su vecino» (Zac 14,13). En el libro de los Proverbios se recoge una observación humorística, que bien pudo pertenecer al medio rural, donde todos se conocen y se dan los buenos días: «Quien saluda al vecino de madrugada y a voces es como si lo maldijera» (Prov 27,14). En ese mismo medio rural hay costumbres entre vecinos que se deben observar con todo rigor. El código legal las recopila unas veces en forma condicional: «Si entras en la viña de tu vecino, podrás comer las uvas que quieras, pero no meterás nada en tu cesta. Si entras en las mieses de tu vecino, podrás recoger espigas con la mano, pero no meterás la hoz en la mies de tu vecino» (Dt 23,25-26); otras veces en forma apodíctica: «Maldito quien desplace los mojones de su vecino» (Dt 27,17), pues se considera sagrada la repartición de la tierra. La buena convivencia entre vecinos es una bendición de Dios, pero no siempre se consigue, como declara Job: «Soy el hazmerreír de mi vecino» (Job 12,4); sin embargo, vale la pena hacer cualquier sacrificio por mantenerla. Se impone una vigilancia prudente; por esto el sabio aconseja: «No entres a menudo en casa de tu vecino, no sea que se harte y te aborrezca» (Prov 25,17). 2.2. El prójimo como individuo y persona La naturaleza del hombre es tal que no se realiza si no vive en sociedad, en comunidad con otros como él. No es suficiente, por tanto, que se le considere un individuo cercano, vecino; es necesario que sea reconocido como individuo, semejante en todo a los miembros constitutivos de la comunidad, del grupo, con todas sus consecuencias; es decir, que sea reconocido como persona. La mayor dignidad del ser humano es ser persona, sujeto de derechos y obligaciones que ninguna instancia humana, por alta y poderosa que sea, puede eliminar. Él ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1,26-27) y, por esto, es el referente obligado de todo derecho. El AT suele hablar del hombre como individuo concreto y como persona. Lo veremos en el párrafo presente y también en los siguientes. Una de las metas más altas del AT, al hablar de las relaciones interpersonales, la propone el pasaje de Lev 19,18: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», pues introduce al prójimo, aunque éste sea el israelita, en el ámbito de la propia persona: «como a ti mismo». Prov 21,10

14 atestigua una terrible realidad: «Afán del malvado es desear el mal, mira sin piedad a su prójimo»; porque es verdad que nadie se odia a si mismo, ni planea mal alguno contra si mismo; consecuentemente ordena la ley: «No demandes (en juicio) contra la vida de tu prójimo» (Lev 19,16), y el sabio aconseja: «No trames daños contra tu prójimo, mientras vive confiado contigo» (Prov 3,29). El salmista se pregunta, hablando directamente con el Señor: «¿Quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo?» (Sal 15,1). Él mismo da la respuesta: «El que no hace mal a su prójimo ni difama a su vecino» (Sal 15,3), pues el que así actúa es digno de estar en la presencia del Señor. Sin embargo, «quien desprecia a su prójimo, peca» y «es un insensato» (Prov 14,21 y 11,12), exponiéndose a que caiga sobre él la maldición del ofendido (cf. 1 Re 8,31; 2 Crón 6,22). Los maestros de sabiduría enseñan el correcto proceder entre unos y otros, pues en el trato mutuo se forjan los caracteres: «El hierro afila al hierro, el hombre el perfil de su prójimo» (Prov 27,17). Tan diferente es el influjo del justo y del malvado que «el justo sirve de guía a su prójimo» (Prov 12,26), mientras que «el hombre que adula a su prójimo tiende una red a sus pasos» (Prov 29,5), y «el hombre violento seduce a su prójimo y lo lleva por mal camino» (Prov 16,29). Capítulo especial merecen la difamación, la mentira, el engaño; en general, el mal uso de la palabra, de la lengua: «El impío arruina a su prójimo con la boca» (Prov 11,9). El profeta Jeremías se lamenta de la depravación general en el país y previene cautelarmente: «Guárdese cada uno de su prójimo, no os fiéis del hermano; el hermano pone zancadillas y el prójimo anda difamando. Cada uno se burla de su prójimo y no dice la verdad, entrenan sus lenguas en la mentira... Su lengua es flecha afilada; su boca dice mentiras, saludan con la paz al prójimo y por dentro le traman asechanzas» (Jer 9,3-4.7; cf. Sal 28,3). El Señor reprueba hasta la difamación secreta; dice en Sal 101,5: «Al que en secreto difama a su prójimo, lo haré callar»; cuánto más la acción consumada: «¡Ay del que emborracha a su prójimo, lo embriaga con una copa drogada, para remirarlo desnudo!» (Hab 2,15). Pero sobre todo el Señor desaprueba y reprende la acción contra el desamparado e indigente: «No oprimirás a tu prójimo, ni lo explotarás. El salario del jornalero no pasará la noche contigo hasta la mañana siguiente» (Lev 19,13), entre otras razones porque es pobre y lo necesita para vivir (cf. Dt 24,15), y porque en él debes mirarte a ti mismo, como si fuera tu otro yo, según lo dicho en Lev 19,18: «a tu prójimo como a ti mismo». 2.3. El prójimo propietario De lo anterior se deduce que la convivencia en paz con nuestro prójimo es el fundamento y el ideal de nuestra vida en sociedad. Si esta convivencia deja de ser pacífica, es que se ha establecido entre nosotros la discordia, la ruptura violenta, el enfrentamiento de los ánimos, la destrucción de la unidad y de los sentimientos solidarios. Si desaparece el respeto a nuestro prójimo, a su individualidad e intimidad, aparece el deseo de invasión y de apropiación de todo lo suyo. Por esto la Ley pone barreras que no se deben superar: «No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo» (Éx 20,17; cf. Dt 5,21). Nos sorprende sobremanera que en la concepción que subyace a esta legislación, al menos en la versión del Éxodo, la mujer sea como uno más de los objetos que posee el varón, pues en la lista de bienes que no se pueden codiciar la mujer ocupa un lugar no diferenciado entre la casa de su prójimo, y su esclavo, su esclava, su buey, su asno y cualquier otra cosa que sea de su prójimo. La mujer es,

15 por tanto, objeto-propiedad del varón, no su igual. Ésta es la concepción dominante en las culturas del tiempo; muy lejana, por cierto, a la que refleja el texto de Gén 1,27: «Y creó Dios al hombre a su imagen y semejanza; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó», donde el varón y la mujer aparecen al mismo nivel, con la misma dignidad. La misma concepción se confirma en Gén 2,24: «El hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne». Dt 5,21 también se diferencia de Éx 20,17, al anteponer lo relativo a la mujer a la lista de cosas, esclavos y animales que no se pueden codiciar. En el profeta Jeremías, el prójimo adquiere el pleno sentido, la plena dignidad de miembro del pueblo, oprimido por el hecho inhumano de la esclavitud. Mientras el ejército de Nabucadonosor tenía puesto el cerco a Jerusalén y a otras ciudades importantes de Judea, el rey Sedecías llegó a un acuerdo con el pueblo de Jerusalén para dejar en libertad a los esclavos y esclavas hebreos, sometidos a la esclavitud. El acuerdo lo pusieron en práctica; pero, aliviado el asedio por parte del ejército babilonio, se arrepintieron y volvieron a someter a esclavitud a los que poco antes habían manumitido (cf. Jer 34,8-11). Jeremías recuerda entonces la legislación antigua: «Yo pacté con vuestros padres cuando los saqué de Egipto, de la esclavitud, diciendo: Al cabo de cada siete años, todos dejarán libre a su hermano hebreo que hayan comprado y que les haya servido seis años: lo despedirán en libertad» (Jer 34, 1314; cf. Éx 21,2-11; Lev 25,39-42; Dt 15,12). Mientras el rey Sedecías y los habitantes de Jerusalén actúan conforme a la ley, merecen la aprobación de Jeremías: «Vosotros os habíais convertido hoy haciendo lo que yo apruebo, proclamando cada cual la manumisión para su prójimo, y habíais hecho un pacto ante mí, en el templo que lleva mi nombre» (Jer 34,15). Al echarse atrás y volver a someter a esclavitud a los que acababan de poner en libertad, han imitado a sus antepasados, que no quisieron escuchar al Señor ni poner en práctica sus leyes y normas justas y misericordiosas con los hermanos más desfavorecidos. Por esto Jeremías levanta de nuevo su voz amenazante en nombre del Señor: «Así dice el Señor: Vosotros no me habéis hecho caso, proclamando cada cual la manumisión para su compatriota y cada cual para su prójimo; pues mirad, yo proclamo la manumisión -oráculo del Señor- para la espada y el hambre y la peste, y os haré escarmiento de todos los reyes de la tierra» (Jer 34,17). Si ellos no han querido hacer la voluntad del Señor, dejando en libertad a sus hermanos, a su prójimo, merecidamente el Señor va a dejar libres en su contra las armas exterminadoras de los enemigos para escarmiento de toda la posteridad. 2.4. El prójimo en un contexto judicial El individuo, reconocido como tal en una sociedad, goza de unos derechos que puede defender ante los tribunales de justicia de la sociedad a la que pertenece, si cree que le han sido conculcados. El ideal es que los administradores de la justicia: los jueces y magistrados, sean como el fiel de una balanza: imparciales, sin inclinarse ni a un lado ni al otro; ni en favor del que acusa ni del acusado. En Israel la justicia se administra en nombre del Señor, como proclama el rey Josafat al nombrar los jueces de su territorio: «Cuidado con lo que hacéis, porque no juzgaréis en nombre de los hombres, sino en nombre del Señor, que estará con vosotros cuando pronunciéis sentencia. Por tanto, temed al Señor y proceded con cuidado, porque el Señor, nuestro Dios, no admite injusticias, favoritismos ni sobornos» (2 Crón 19,67). De todas formas, lo más prudente siempre será evitar tener que recurrir a los tribunales de justicia para resolver los desacuerdos, como nos aconseja Prov 25,9: «Arregla el pleito con tu

16 prójimo y no reveles secretos ajenos» (cf. Mt 5,25; Lc 12,58). Esta medida de prudencia debería también observarse aun en los casos en que el litigante cree que lo tiene todo a su favor: «Sobre lo que han visto tus ojos no tengas prisa en pleitear, pues qué harás al final, cuando tu prójimo te deje confundido?» (Prov 25,7-8). Muchas veces las apariencias engañan y el juez dicta sentencia en contra del que ingenuamente ha confiado en lo que sus ojos han visto. Al final de todo, el condenado tendrá que pagar las costas del juicio y quedará en ridículo ante los demás. Los profetas se encargan de mostrar a chicos y grandes cuál es el proceder adecuado en las relaciones interpersonales y, muy en especial, cuando tengan que ir a los tribunales. Zacarías habla con claridad a posibles litigantes, a magistrados y jueces: «Esto es lo que tenéis que hacer: Decir la verdad al prójimo, juzgar con integridad en los tribunales, no tramar males unos contra otros, no aficionaros al perjurio. -Que yo detesto todo eso- oráculo del Señor» (Zac 8,16-17; cf. 7,9-10). Es tanto lo que el Señor detesta el perjurio y el falso testimonio que está explícito en los códigos legales más sagrados y solemnes: «No darás testimonio falso contra tu prójimo» (Éx 20,16; Dt 5,20; cf. Prov 24,28). También está relacionado con lo judicial salir fiador de otro, dar préstamos o dejar algo en depósito. Los autores están claramente a favor del trato justo y caritativo con los más débiles; pero se muestran contrarios y reacios a la hora de salir fiadores o de hacer préstamos. Sobre lo primero nos dice el profeta Zacarías: «Así dice el Señor de los ejércitos: Juzgad según derecho, que cada uno trate a su hermano con piedad y compasión, no oprimáis a viudas, huérfanos, emigrantes y necesitados, que nadie maquine maldades contra su hermano» (Zac 7,9-10). En cuanto a salir fiador de otro, Prov 17,18 es rotundo: «Es un insensato el que choca la mano y sale fiador de su prójimo». Se entiende que el deudor es el prójimo, amigo o vecino del fiador ingenuo que, por amistad o por cualquier otro motivo de interés personal, estrecha la mano del acreedor, un extraño, y con este gesto se compromete seriamente con el acreedor. La triste realidad demuestra que en la mayoría de los casos el fiador es el perdedor, como nos dice el sabio en Prov 6,1-3: «Hijo mío, si has salido fiador de tu prójimo, si has chocado tu mano con el extranjero, si has dado tu palabra y te has dejado atrapar por tu boca, haz esto...». El fiador se convierte paradójicamente en víctima del prójimo deudor, y éste en un carcelero y cazador del bienintencionado fiador, como constata de nuevo el sabio: «Haz esto, hijo mío, para librarte, pues has caído en manos de tu prójimo: Ve, insiste y acosa a tu prójimo. No te entregues al sueño ni te des un momento de reposo, escapa como gacela de la trampa, como pájaro de la red del cazador» (Prov 6,3-5). En caso de préstamos o depósitos de dinero, utensilios o animales al conocido, vecino o prójimo, la casuística se multiplica; la solución se encontrará en el mutuo acuerdo o en los tribunales ordinarios de justicia (cf. Éx 22,6-13). Es muy significativa la última alusión al prójimo en esta larga lista de preceptos condicionales: «Si tomas en prenda la capa de tu prójimo, se la devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo y para acostarse. Si grita a mí, yo lo escucharé, porque yo soy compasivo» (Éx 22,2526). El Deuteronomio incluye también este precepto, pero en un contexto más amplio sobre préstamos: «Si haces a tu prójimo un préstamo cualquiera, no entres en su casa a recuperar la prenda; espera afuera, y el prestatario saldrá a devolverte la prenda. Y si es pobre, no te acostarás sobre la prenda; se la devolverás a la caída del sol, y así se acostará sobre su manto y te bendecirá, y tuyo será el mérito ante el Señor, tu Dios» (Dt 24,10-13).

17 2.5. El prójimo y el adulterio Existe una conexión estrecha entre el adulterio y el quebrantamiento del derecho de propiedad, al menos en la redacción de Éx 20,17, como ya hemos visto en el párrafo 2.3.: «No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo» (Éx 20,17; cf., sin embargo, Dt 5,20). En efecto, el adulterio o apropiación indebida de la mujer del prójimo se equipara a la apropiación también indebida de la casa del prójimo y de cualquier otra cosa que le pertenezca. Pero sin que se niegue que la esposa pertenece al esposo, las relaciones entre marido y mujer no se reducen exclusivamente a las de la propiedad. A la mujer se la considera también en sí misma, formando parte de un orden social establecido, querido, bendecido y sancionado por Dios. Sobre el que quebrante este ordenamiento jurídico, le caerá encima el peso de la Ley divina y humana: el adúltero es rechazado de la sociedad de los hombres y de la cercanía de Dios. Job 31 enumera una serie de pecados y delitos en contra del prójimo, pero que Job no ha cometido: embustes, mentiras, atropellos en los tribunales contra los esclavos y los inocentes, no atender al pobre, a la viuda, al vagabundo, al desnudo, no pagar el salario a los braceros, confiar en las riquezas, alegrarse de las desgracias de los enemigos... Al adulterio lo considera un pecado muy grave por la hipotética pena que tendría que sufrir Job si lo hubiera cometido: «Si me dejé seducir por una mujer y aceché a la puerta de mi vecino, ¡que mi mujer muela para un extraño y que otros se acuesten con ella» (Job 31,9-10). Para Jeremías el adulterio es una perversión, una infamia en Israel. De los malvados y pervertidos habitantes de Jerusalén hace esta afirmación: «Son caballos cebados y lascivos que relinchan cada cual por la mujer de su prójimo» (Jer 5,8). El mismo Jeremías anuncia de antemano la muerte de dos falsos profetas que han profetizado mentiras en nombre del Señor a los judíos desterrados en Babilonia; y la razón que da es que «hicieron una infamia en Israel, cometieron adulterio con la mujer del prójimo y contaron embustes en mi nombre sin que yo los mandase» (Jer 29,23). El profeta Ezequiel juzga de la misma manera a la ciudad sanguinaria, Jerusalén. Entre sus crímenes frecuentes está también que «hay quien comete adulterio con la mujer de su prójimo» (Ez 22,11). En otros lugares Ezequiel considera el adulterio una profanación de la mujer del prójimo (cf. Ez 18,6.11.15; 33,26). Por todo esto, el que comete adulterio será castigado severamente: «¿Podrá uno llevar fuego en el seno sin que se le queme la ropa? ¿Podrá uno caminar sobre ascuas sin abrasarse los pies? Pues lo mismo el que se junta con la mujer del prójimo, no quedará impune nadie que la toque» (Prov 6,27-29). La Ley impone la pena de muerte a los adúlteros: «Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, serán castigados con la muerte: el adúltero y la adúltera» (Lev 20,10). 2.6. El prójimo y los delitos de sangre Existía en Israel una institución singular, heredada de los tiempos del desierto, que regulaba lo relativo a los delitos de sangre; esta institución era la del g_’_l de sangre, la del vengador

18 de la sangre derramada voluntariamente (asesinato) o involuntariamente (simple homicidio). A continuación transcribo lo que acerca del g_’_l del pariente asesinado escribí en mi libro Rut21. «La legislación [israelita] a este respecto es muy detallada y escrupulosa, pues se trata del mayor crimen que un hombre puede cometer: matar a otro hombre22, y ningún crimen, en especial el de sangre, puede quedar impune. La sangre es la vida (cf. Lev 17,10-14; Dt 12,23) y la vida es sólo de Dios, que la da y la quita (cf. Dt 32,39; 1 Sam 2,6; Sab 16,13.15). La sangre de un hombre, derramada injustamente, clama al cielo. La voz del Señor se dirige a Caín, el asesino de su hermano Abel: “¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde la tierra” (Gén 4,10). La tierra personificada también protesta y reclama al recibir en su seno la sangre inocente (cf. Gén 4,11-12). La presencia invisible del Señor lo santifica todo, también la tierra en la que él habita y todos los israelitas. Pero esta tierra puede ser profanada: “Con la sangre se profana la tierra” (Núm 35,33b), con la sangre inicuamente derramada de un ser humano. Por la aplicación de la ley del talión (cf. Dt 19,21) se comprende la terrible sentencia de Núm 35,33b, que sigue a la anteriormente citada: “Por la sangre derramada en la tierra no hay más expiación que la sangre del que la derramó”. En esta concepción se fundaban los israelitas que se habían reunido para vengar el crimen de los benjaminitas que habían dado muerte a la mujer del levita efraimita en Guibeá (cf. Jue 19): “¿Qué crimen es ése que se ha cometido entre vosotros? ¡Venga! Entregadnos a esos pervertidos de Guibeá, que los matemos y se borre así este crimen de en medio de Israel” (Jue 20,13). Los efraimitas no accedieron a la entrega de los culpables y se declaró una guerra fratricida en la que la tribu de Benjamín estuvo a punto de desaparecer23. Era, pues, urgente y necesario poner coto a tantos desmanes24, estableciendo leyes y asentando costumbres severas a las que atenerse en los gravísimos casos de asesinato y homicidio. Los autores sagrados hacen remontar la legislación a Moisés; pero es claro que ésta se fue determinando con el tiempo, a medida que Israel se iba asentando en Canaán. Así se creó el derecho de asilo, determinando ciudades estratégicamente repartidas en todo el territorio25. En casi todos los pasajes en que se habla de las ciudades de refugio se señala con 21. Rut y Ester (Estella 1998), 151-153. 22. La muerte de la mujer del levita de Efraín a causa de los abusos y malos tratos de los habitantes benjaminitas de Guibeá y sus terribles consecuencias, como se relata minuciosamente en Jue 19-20, es un caso tan terrible que los israelitas han procurado que no se repita. Para eso los legisladores han aquilatado al máximo las instrucciones y normas, como las de Núm 35,9-34 sobre las ciudades de asilo y sobre las condiciones en que puede actuar legítimamente el g_’_l o vengador de la sangre. 23. En aquella guerra perecieron más de 38,000 israelitas (cf. Jue 20,21.25.31) y 50,100 benjaminitas (cf. Jue 20,35.44.46), y se cometieron crímenes atroces: «Los israelitas se volvieron contra los de Benjamín. Los pasaron a cuchillo, desde las personas hasta el ganado y todo lo que encontraban; todas las ciudades que encontraron las incendiaron» (Jue 20,48). El autor sagrado da como excusa de tales aberraciones que «por entonces no había rey en Israel; cada uno hacía lo que le parecía bien» (Jue 21,25; cf. 19,1). 24. Ver el caso fingido de la mujer de Técoa en 2 Sam 14,1-7. 25. En Núm 35,6-7 se especifica que de las 48 ciudades que se han de dar a los levitas seis

19 suficiente claridad la finalidad de esta institución, a saber: defender a los homicidas involuntarios de la venganza de los familiares del muerto, especialmente del g_’_l o vengador de sangre (cf. Núm 35,6.11-12.15; Dt 4,41; 19,4-6.10; Jos 20,1-6.9). Las leyes distinguen bien entre el homicida involuntario (cf. Éx 21,13; Núm 35,11.15.2223.31; Dt 19,5; Jos 20,3.5) y el homicida voluntario o asesino (cf. Éx 21,14; Núm 35,20-21; Dt 19,11). Los dos son reos de muerte y, de suyo, deben morir (cf. Éx 21,12; Núm 35,1618.21). Para evitar que los individuos o familias se tomen la justicia por su mano, aunque sea por medio del g_’_l de sangre, familiar al que corresponde legítimamente vengar al muerto (cf. Núm 35,19.21.25; Dt 19,6; Jos 20,3-5), se debe celebrar un juicio en toda regla. Mientras tanto, el homicida se refugiará en una de las ciudades de asilo (cf. Éx 21,13; Núm 35,11.15; Dt 19,5; Jos 20,4.9), donde se celebrará el juicio ante los jueces o ancianos de la ciudad y en el lugar acostumbrado (cf. Núm 35,12.24; Dt 19,12; Jos 20,4) y con dos testigos al menos (cf. Núm 35,30; Dt 19,15). Si el tribunal declara culpable de asesinato al imputado, éste deberá morir sin remedio (cf. Núm 35,30; Dt 19,12-13), sin que valga para nada ni la ciudad de refugio, donde se encuentra, ni aun siquiera el altar al que se acoja el infeliz (cf. Éx 21,14; 1 Re 2,28-34; 1,50-53). El ejecutor de la sentencia de muerte puede ser el g_’_l de sangre (cf. Dt 19,12). Pero si el imputado es declarado solamente culpable de homicidio involuntario, se salvará de la muerte si permanece en la ciudad designada por los jueces (cf. Núm 35,25.28). El g_’_l de sangre podrá matarlo, si el homicida sale de la ciudad (cf. Núm 35,26-27). La situación de reclusión en la ciudad de asilo bajo pena de muerte durará hasta la muerte del sumo sacerdote que esté en funciones en aquel momento (cf. Núm 35,25.28.32; Jos 20,6), sin que se prevea una posible revocación de la condena por ningún medio o rescate (cf. Núm 35,31-32)»26. En todo este asunto la víctima siempre es el prójimo; explícitamente se habla de él como víctima de homicidio involuntario (cf. Dt 4,41-42; 19,4-5; Jos 20.5) y como víctima de asesinato (cf. Éx 21,14; Dt 19,11; 27,24). 2.7. El prójimo, el necesitado En una sociedad donde impera la ley del más fuerte, en la que los poderosos triunfan y los débiles pierden siempre, no tienen cabida ni la justicia, ni la bondad, ni la verdad. Clamar en contra es como dar voces en el desierto. Es lo que les sucedía a Jeremías y Ezequiel en vísperas de la catástrofe del 586 a.C., poco antes de que las Instituciones seculares de Israel fueran eliminadas violentamente por la fuerza del ejército babilonio. Porque la violencia e injusticia no se implantaron en el pequeño reino de Judá por la fuerza opresora del invasor que venía del este, sino que ya estaban establecidas en el corazón de Judá, en Jerusalén. El profeta Ezequiel es testigo privilegiado de la orgía de sangre y de las iniquidades de la sociedad de sus días en Jerusalén. Así habla el profeta: «Mira, los príncipes de Israel derraman en ti sangre a serán ciudades de asilo; y Núm 35,13-15 determina que de las seis ciudades de refugio, tres estarán al este del Jordán y las otras tres en Canaán, pero no las nombra. Josué recuerda que hay que poner en práctica lo ordenado por Moisés, determinando cuáles son en concreto las seis ciudades de refugio (cf. Jos 20,1-6). Los israelitas añaden a las tres de Transjordania, conocidas por Dt 4,43: Béser, Ramot de Galaad y Golán de Basán, otras tres de Canaán: Cades de Galilea, Siquén en Efraín y Hebrón en Judá (cf. Jos 20,7-8). 26. Hasta aquí la cita tomada de mi libro Rut en Rut y Ester (Estella 1998), 151-153.

20 porfía. En ti despojan al padre y a la madre, en ti atropellan al forastero, en ti explotan al huérfano y a la viuda. Menosprecias mis cosas santas, y profanas mis sábados. En ti hay hombres que calumnian para derramar sangre: en ti van a comer a los montes [cultos idolátricos], en ti cometen infamias. En ti hay quien peca con su madrastra, en ti quien violenta a la mujer en su regla. En ti unos cometen abominaciones con la mujer del prójimo; otros abusan infamemente de su nuera, otros violentan a su hermana, hija de su mismo padre» (Ez 22,6-11). En este contexto de iniquidad no podía faltar la mención a la opresión de los débiles, es decir, del prójimo: «En ti [Jerusalén] se practica el soborno para derramar sangre; cobras interés usurario, explotas a tu prójimo con violencia» (Ez 22,12). Jeremías no le va a la zaga a Ezequiel; los dos son testigos de los mismos atropellos e injusticias. Jeremías clama en plena calle, ante el palacio real, para que todos escuchen su voz: «Practicad la justicia y el derecho, librad al oprimido del opresor, no explotéis al emigrante, al huérfano y a la viuda, no derraméis sin piedad sangre inocente en este lugar» (Jer 22,3). Al impío rey Joaquin dirige singularmente esta lamentación: «¡Ay del que edifica su casa con injusticia, piso a piso, inicuamente! Hace trabajar de balde a su prójimo sin pagarle el salario» (Jer 22,13). Sin embargo, de Josías, padre de Joaquín, el profeta Jeremías hace esta magnífica semblanza: «Si tu padre comió y bebió y le fue bien, es porque practicó la justicia y el derecho; hizo justicia a pobres e indigentes, y eso sí que es conocerme -oráculo del Señor-» (Jer 22,1516). La misma sensibilidad de los profetas en favor de los más desvalidos de la sociedad injusta y violenta, ha quedado plasmada en algunas normas e instituciones de la Ley. La misericordia compasiva del Señor es el modelo y fundamento de la conducta compasiva y misericordiosa de todo hombre con el prójimo menesteroso: «Si tomas en prenda la capa de tu prójimo, se la devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo y para acostarse. Si grita a mí, yo le escucharé, porque yo soy compasivo» (Éx 22,25-26; ver el texto de Dt 24,10-13: «Si haces a tu prójimo un préstamo... », citado al final del § 2.4.). La institución de la remisión total de las deudas cada siete años es más un sueño, un ideal, que una realidad; manifiesta el deseo del legislador, lo que debería ser y, por desgracia, no es: «Cada siete años harás la remisión. En esto consiste la remisión: En que todo acreedor que ha hecho un préstamo a su prójimo, le haga remisión; no apremiará a su prójimo ni a su hermano, porque se ha proclamado la remisión en honor del Señor» (Dt 15,1-2). El texto se refiere exclusivamente a los compatriotas israelitas, como aclara el verso siguiente: «Podrás apremiar al extranjero, pero lo que hayas prestado a tu hermano lo condonarás» (Dt 15,3). Desde una perspectiva posterior, también extrabíblica, en que caen por tierra las barreras de separación entre los hombres, el espíritu que inspira la institución de la remisión alcanza a todos los hombres. Por eso en nuestros días es un clamor universal que los países ricos deben perdonar la insoportable deuda externa de los países pobres, o, por lo menos, dar facilidades para que los países pobres puedan devolver total o parcialmente su deuda externa y no sucumban por el peso de esa carga que cada día aumenta más por los intereses acumulados. El mismo espíritu de solidaridad respira Prov 3,28: «Si tienes, no digas al prójimo: Vete y vuelve, mañana te lo daré». Tal vez mañana sea tarde, porque el prójimo ya no exista 3. El compañero

21 Se ha repetido hasta la saciedad que el hombre es un ser social, no sólo porque forma parte de una sociedad en concreto, sino porque constitucionalmente tiene necesidad de comunicarse con su entorno por medio del diálogo. Naturalmente el ser humano sólo puede dialogar con otros seres semejantes a él, los cuales puedan responder a sus preguntas y esperar también ellos que se les responda a las suyas. En el presente estudio tratamos del entorno humano de cada individuo, lo que el AT expresa con el vocablo rea. Este entorno está formado por círculos concéntricos, de los que ya hemos desarrollado dos; el primero el del otro, el de los otros: esa masa de personas o individuos que están ahí rodeándonos y afectándonos unas veces positivamente y otras negativamente; el segundo círculo de personas, más cercano que el de los otros, es el del prójimo: personas con rostro conocido, familiar, generalmente (no siempre) maltratadas, al menos así aparece en los numerosos pasajes analizados del AT. Saltamos ahora a un nuevo círculo concéntrico, el tercero, más cercano al centro donde está instalado el hombre al que interpela la sagrada Escritura. Es el círculo de los compañeros o personas bien conocidas, que intervienen directa y cercanamente en la vida diaria de cada uno. Presentamos ordenadamente los testimonios de la sagrada Escritura, que hemos catalogado en esta categoría. Notablemente son menos numerosos que los del círculo anterior, pero muy dignos también de ser tenidos en cuenta. El compañero, por definición, es un ser cercano que comparte generalmente el mismo género de vida con otros. La diferencia entre compañero y compañero está en el grado y la forma de participación. Cuando se habla de compañeros, normalmente se hace referencia a personas de un mismo nivel; pero no es extraño que alguna vez compañero/a se refiera a los animales con alguna connotación a las personas. En la gran alegoría de pastores y ovejas del profeta Zacarías, unas veces el pastor es el Señor, otras, los reyes y gobernantes; las ovejas son siempre el pueblo de Israel. Cansado el pastor (el Señor) de las rebeldías de sus ovejas, llega a decir: «No quiero seguir pastoreando con vosotros. Si una se muere, que se muera; si una perece, que perezca; las que queden devore cada una la carne de su compañera» (Zac 11,9). Relectura alegórica de la historia del pueblo infiel. Otra forma de hablar de compañerismo es la metafórica, como la que manifiesta el sufriente Job cuando afirma: «Me he vuelto hermano de los chacales y compañero de los avestruces» (Job 30,29). La formulación es una expresión poética del sumo abandono del que está obligado a vivir en un desierto, lejos de la convivencia con sus semejantes y cercado de animales salvajes, representados aquí por “chacales” y “avestruces”; o también, una expresión literariamente vigorosa del que se siente perseguido por sus semejantes, que le rodean como fieras salvajes: “chacales” y “avestruces”. Sin embargo, la mayoría de las veces se llama compañero a otra persona que desarrolla la misma actividad laboral. En Gén 11,7 el Señor se anima a sí mismo antropomórficamente y, ante el orgullo y la soberbia de los constructores de la torre de Babel, dice: «Vamos a bajar y a confundir su lengua, de modo que uno no entienda la lengua de su compañero». Por su parte, el sabio Eclesiastés observa también «que todo trabajo y todo éxito en las empresas no es sino rivalidad entre compañeros» (Ecl 4,4), porque debajo de la actividad febril del hombre que busca la riqueza y el prestigio en todo lo que emprende se esconde una rivalidad agresiva que todo lo convierte en una lucha sin cuartel; en esta lucha ya no cuenta para nada lo que entre los hombres normalmente más se suele estimar: la amistad, el compañerismo. En todo hombre se descubre a un rival que hay que vencer; por lo que la vida se convierte en un estadio de competición o en un campo de batalla.

22 Compañero también es el compatriota, como en Éx 2,13: «Cuando Moisés [después de matar al egipcio] salió al día siguiente, estaban riñendo dos hebreos. Dijo al culpable: por qué pegas a tu compañero»; el condiscípulo: «Un hombre, discípulo de los profetas, dijo a su compañero por orden del Señor: “hiéreme”; pero el hombre no quiso herirle» (1 Re 20,35); el conmilitón o camarada de armas: en el campamento enemigo de Madián «se acercó Gedeón y he aquí que un hombre contaba un sueño a su compañero; decía... Su compañero le respondió: Esto no puede significar más que la espada de Gedeón...» (Jue 7,13-14). Un poco más adelante, después de poner en práctica la estratagema de las trompetas, los cántaros y las antorchas encendidas, «mientras los trescientos tocaban las trompetas, el Señor volvió la espada de cada uno contra su compañero por todo el campamento» (Jue 7,22). Más frecuentemente compañero es el que comparte la vida normal y corriente: «Hay compañeros que se pelean y amigos (amantes) más unidos que hermanos» (Prov 18,24); «Así habéis de decir cada uno a su compañero, cada uno a su hermano» (Jer 23,35; cf. Is 19,2; Miq 7,5). Compañeros también son los que comparten con el novio los momentos especiales antes de la boda. Así, los que acompañan a Sansón en sus peripecias con su primera mujer filistea. Los filisteos «cuando lo vieron, eligieron a treinta compañeros que se cuidaran de él» (Jue 14,11), pues le tenían mucho miedo. Después de que Sansón perdiera la apuesta con estos compañeros, porque su mujer le sonsacó, «la mujer de Sansón pasó a ser de un compañero (m_r_‘a) suyo, al que había tenido de compañero (rea)» (Jue 14,20). Cuando Sansón quiso llegarse a ella, «el padre de ella no le dejó entrar, y le dijo: “Yo pensé que ya no la querías y se la di a tu compañero”» (Jue 15,1-2). Como venganza, Sansón prendió fuego a las cosechas de los filisteos, valiéndose de las trescientas zorras. «Los filisteos preguntaron: “¿Quién ha hecho esto?” Les respondieron: “Sansón, el yerno del timnita, porque éste tomó a su mujer y se la dio a su compañero» (Jue 15,6). El último testimonio es el de Zac 3,8, que subraya la característica de la igualdad: «Escucha, Josué, sumo sacerdote, tú y tus compañeros que están sentados delante de ti». Se confirma, pues, que el núcleo fundamental del significado de rea es el de la igualdad o el de la tendencia hacia ella. 4. El amigo En el concepto de amigo se integran las tres acepciones de que hemos hablado hasta aquí: la alteridad de su persona, por la que se distingue de todo lo que le rodea y la identifica en sí mismo; el ser prójimo, que lo acerca como semejante que pertenece a la misma familia humana; el ser compañero acorta las distancias y lo coloca en el mismo nivel de actividades y convivencias. La afectividad mutua eleva las tres acepciones anteriores a la categoría de la amistad. El amigo es, pues, aquel semejante que ha sido elegido entre muchos para compartir la intimidad y el afecto. Ciertamente hay grados en la participación del afecto y de la intimidad; el tiempo y las circunstancias hacen que se manifieste la verdadera naturaleza de los afectos,

23 su autenticidad o falsedad. Por esto también en este apartado presentamos los testimonios de la sagrada Escritura según una valoración diferenciada y ascendente. 4.1. El amigo normal A esta categoría pertenecen todos aquellos a los que uno ha elegido entre muchos para convivir y compartir afectos, pero sin una matización especial. De éstos son abundantes los testimonios de la Escritura, porque en la vida real también hay muchos que se llaman amigos. Job clama con sinceridad y confianza: «¡Piedad, piedad de mí, amigos míos, que me ha herido la mano de Dios!» (Job 19,21; cf. 32,3; 35,4). En la adversidad, sin embargo, no todos superan las pruebas de la amistad (cf. Job 6,27; 16,21), y dejan de serlo o manifiestan que nunca han sido amigos de verdad. Los hijos de Israel en el desierto están unidos entre sí por los lazos de la sangre, de la cercanía, de la amistad. Moisés ordena a los levitas: «Ciña cada uno la espada al muslo, pasad y repasad el campamento de puerta en puerta, matando, aunque sea a su hermano, a su amigo y a su pariente» (Éx 32,27; cf. Jer 6,21). Más intimidad afectiva parece que une a la hija de Jefté con sus compañeras y amigas. Por esto, después que ha conocido que por el juramento de su padre ella debe ser sacrificada en honor del Señor, pide a su padre: «Que se me conceda esta gracia: Déjame dos meses para ir a vagar por las montañas y llorar mi virginidad con mis amigas. Él le dijo: Vete. Y la dejó marchar dos meses. Ella se fue con sus amigas y estuvo llorando su virginidad por los montes» (Jue 11,37-38). Un sentimiento común de piedad, de compasión, de afecto sincero aglutina a aquellas jóvenes en torno a su compañera y amiga querida, la hija del jefe Jefté. El vínculo de la sangre, la pertenencia a una familia, a una tribu son motivos para establecer lazos de amistad. Por esto David llama a los ancianos de Judá «sus amigos» (1 Sam 30,26; cf. Sal 35,14; 122,8). Es un tópico en la Escritura y fuera de ella que la riqueza multiplica los amigos y la pobreza o la desgracia los espanta: «La riqueza procura muchos amigos, al pobre lo abandonan sus amigos... Muchos halagan al hombre generoso y todos son amigos del dadivoso. El pobre es odioso a sus hermanos; cuánto más se distanciarán de él los amigos» (Prov 19,4.6-7; cf. 14,20; Sal 38,12; 88,19; Lam 1,2). Peor aún es burlarse del amigo en la desgracia, de lo que se lamenta Job: «Mis amigos se burlan de mí» (Job 16,20); engañarlo: «Como un loco que dispara flechas y saetas mortales, así es el que engaña a su amigo» (Prov 26,18-19); o testificar falsamente contra él: «Maza y espada y flecha aguda el testigo falso contra su amigo» (Prov 25,18; cf. Job 17,5). 4.2. Amigo ocasional Llamamos amigo ocasional al que lo es por un tiempo determinado, como es el de la juventud, el de una aventura y el del noviazgo.

24 Como amigo de juventud tenemos el caso de Jonadab, primo hermano de Amnón, el hijo de David, como leemos en 2 Sam 13,3: «Tenía Amnón un amigo llamado Jonadab, hijo de Simá, hermano de David». Este amigo fue un mal consejero en todo el turbio asunto entre Amnón y su hermana Tamar (cf. 2 Sam 13,4-5). También interviene un compañero y amigo de Judá en la aventura amorosa que éste tuvo con su nuera Tamar, sin que él la reconociera: «Cuando Judá se hubo consolado [de la muerte de su esposa Sua], subió a Timná para el trasquileo de su rebaño, junto con Jirá, amigo suyo, adulamita» (Gén 38,12). Avisada Tamar de la llegada de su suegro, le tiende una trampa, disfrazándose de prostituta, en la que Judá cae. El pago convenido es un cabrito. «Judá envió el cabrito por medio de su amigo, el adulamita» (Gén 38,20). Una amistad limpia y pura es la del tiempo del noviazgo, como se proclama en el Cantar de los Cantares. Mientras el novio y la novia disfrutan de su felicidad, los compañeros del novio son invitados: «Comed, amigos, bebed, queridos, embriagaos» (Cant 5,1). La novia se deleita en la descripción pausada de su amado (cf. Cant 5,10-16), cuando sus compañeras le preguntan por las señas que le distinguen por encima de los demás: «Así es mi amado, mi amigo, muchachas de Jerusalén» (Cant 5,16). Nueve veces llama el novio a su amada ra‘ey_tî: mi amiga, mi amada, entre otros muchos piropos: «A una yegua del tiro del faraón te pareces, amiga mía» (Cant 1,9; la misma expresión: amiga mía, amada mía, en Cant 1,15; 2,2.10.13; 4,1.7; 5,2 y 6,4). 4.3. Amigo verdadero Del amigo verdadero habla como nadie Jesús ben Sira, el Eclesiástico; lo veremos más adelante. Adelantamos ahora cuatro sentencias: «Dichoso el que encuentra un amigo» (Eclo 25,9a); «el que lo encuentra, encuentra un tesoro» (Eclo 6,14b), y más que un tesoro: «Un amigo fiel no tiene precio ni se puede pagar su valor; un amigo fiel es un talismán» (Eclo 6,1516a). El amigo fiel es aquel que no falla, el que mantiene su fidelidad también en los momentos de la desgracia, como hicieron los tres amigos de Job según aparece en el prólogo y en el epílogo del libro: «Al enterarse de la desgracia que había sufrido, salieron de su lugar y se reunieron para ir a compartir su pena y consolarlo» (Job 2,11; cf. 42,7 y 10). El clásico decía de su amigo que era la mitad de sí mismo27. El Deuteronomio dice aún más: «Tu amigo, que es como tu propia alma» (Dt 13,7). Por esto el amigo verdadero jamás abandonará a su amigo, porque «el amigo ama en toda ocasión» (Prov 17,17a); en justa reciprocidad, el sabio te aconseja que «no abandones al amigo tuyo y de tu padre» (Prov 27,10), al amigo viejo que ha superado dos generaciones y ha creado unos vínculos tan sagrados que el que los rompe es como si los rompiera con Dios: «Quien retira la compasión al amigo, abandona el temor del Todopoderoso» (Job 6,14). En toda la cultura antigua el rey está vinculado de alguna manera con la esfera de la divinidad. En Israel el rey es el elegido por excelencia, el ungido del Señor (cf. Sal 2; 110). Por eso es tan importante formar parte de su entorno, sin hablar del influjo social que esto puede suponer. El círculo más cercano al rey lo forman sus consejeros y ministros, en los que el rey tiene puesta su confianza y son sus amigos. Aludiendo a ellos, y como un ideal, dice Prov 22,11: «Quien ama un corazón limpio y unos labios afables es amigo del rey». “Amigo 27. Horacio de Virgilio: «animae dimidium meae» (Odas I,3,8).

25 del Rey” fue un título honorífico en tiempos helenísticos (cf. 1 Mac 10,20); en realidad existió siempre el círculo de los amigos del rey. Así se llamaban los íntimos colaboradores y consejeros del rey. Se mencionan de paso en Gén 26,26 (Ajuzat, amigo de Abimélec); en 2 Sam 3,8 (amigos de Saúl); en 1 Re 16,11 (amigos de Basá). Directamente se habla de «Jusay, amigo de David» en 2 Sam 15,37; 16,16-17 y en 1 Crón 27,33; de «Zabud, hijo de Natán, amigo del rey» en 1 Re 4,5. El rey ideal debe rodearse de sus mejores amigos, porque ellos lo quieren bien y le ayudarán como mejor saben en el gobierno del reino. A ellos debe aplicarse el dicho de Prov 27,9: «Perfume e incienso alegran el corazón, el consejo del amigo endulza el ánimo». Del paradigma de la amistad verdadera, que iguala las diferencias entre los amigos, se vale excepcionalmente un autor sagrado para hablar de la relación confiada y afectuosa que existía entre Moisés y el Señor: «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (Éx 33,11). 5. Apéndice Añadimos este pequeño apéndice para completar el estudio sobre el término hebreo rea. De los amigos y compañeros también se habla en pasajes del AT, sin que se utilice expresamente el vocablo rea. Aducimos algunos de ellos. h._b_r puede ser sinónimo de rea, con la significación de compañero. El sentido será negativo o positivo según sean los acompañantes o aquellos con quienes se junta el aludido; negativo en Prov 28,24: «El que roba a sus padres... es compañero de delincuentes»; positivo en todos los demás lugares, como en Sal 119,63: «Amigo soy de los que te temen y observan tus decretos»; y en los dos pasajes del Cantar de los Cantares, 1,7 y 8,13: “los compañeros” del novio. y_dîd es el amigo del profeta Isaías, en cuyo nombre dedica una canción a su viña: «Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña. Mi amigo tenía una viña en fértil collado» (Is 5,1). El mismo profeta nos da la clave de interpretación: «La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel, son los hombres de Judá su plantel preferido» (Is 5,7). dôd es el amigo de la novia, de la esposa, el amado en el Cantar (cf. 1,13.14.16; 2,3.810.16; 4,16; 5,2.4.8-10; 6,2; 7,11 y 8,14). También el amor es indispensable en la verdadera amistad, como se demuestra en el caso de Jonatán y David: «Jonatán hizo jurar también a David por el amor que le tenía, porque lo quería con toda su alma» (1 Sam 20,17). David lamenta así la muerte de su amigo Jonatán: «¡Cómo sufro por ti, Jonatán, hermano mío! ¡Ay, cómo te quería! Tu amor era para mí más maravilloso que el amor de las mujeres» (2 Sam 1,26).

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3 El amigo en el Antiguo Testamento griego En el capítulo segundo hemos presentado todos los pasajes del AT hebreo en que aparece el vocablo r_‘a; los pasajes han sido distribuidos en cuatro grupos: 1. La alteridad del otro; 2. El prójimo; 3. El compañero; 4. El amigo. En este tercer capítulo vamos a realizar un trabajo similar, pero en las partes griegas del AT. Nos centramos exclusivamente en los términos φίλoς (amigo) y φιλία (amistad)28. El salto del hebreo al griego en la sagrada Escritura no es un simple cambio de lengua, sino un cambio radical de cultura; es un giro nuevo en la concepción de la vida. El helenismo es una nueva forma de vivir en abierto contraste con el judaísmo. Según el modo tradicional de pensar de los israelitas Dios ocupa el centro y es el punto de referencia de todo: teocentrismo; hasta el mismo hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios. En el helenismo, sin embargo, prevalece la visión antropocéntrica; la sentencia de Protágoras podría ser su lema: «El hombre es la medida de todas las cosas»29. Esta forma de pensar se refleja también en el tema que nos ocupa, ya que es en griego como aparece por primera vez en la Biblia el concepto abstracto de amistad: φιλία, genuina herencia del mundo griego. Jesús ben Sira, el Eclesiástico, es el autor que trata con más amplitud el tema de la amistad: Eclo 6,5-17 se puede considerar una especie de tratadito sobre la amistad en general. El primer libro de los Macabeos se centra más en las relaciones amistosas del Estado nacional emergente con otros Estados. En nuestro trabajo trataremos en primer lugar del amigo y después de la amistad. 1. El amigo Una de las preocupaciones más importantes de los maestros de sabiduría de los tiempos antiguos, y también de los modernos, es la de preparar al alumno para la vida que le espera en la sociedad de su tiempo. Porque la realidad de la vida en sociedad no es fácil, es una lucha sin cuartel, en la que sobrevivirá el más fuerte, el mejor preparado en todos los sentidos. Es de vital importancia que el hombre en general y el joven en particular sepa distinguir dónde está el peligro y dónde no lo está, quién le puede hacer daño y quién le puede ayudar; con otras palabras, quién es enemigo y quién amigo. Pues muchas veces las apariencias engañan: no es oro todo lo que reluce, ni son verdaderos amigos los que parecen serlo. 28. Advertimos que los libros del AT, escritos originariamente en griego, pertenecen al grupo de los llamados déutero-canónicos, que, según los judíos y protestantes, no pertenecen al canon de libros sagrados; según los católicos, sí. Del Eclesiástico utilizamos solamente la versión griega por su uniformidad. 29. Platón, Teeteto, 178b; cf. 152a; 183b.

27 Los textos que vamos a ver nos demuestran que también sus autores estaban muy preocupados por proporcionar a los inexpertos los conocimientos adecuados, los medios y las claves de interpretación de la realidad, para desenmascarar a los falsos amigos y descubrir los rasgos de la verdadera amistad. Por esto ordenamos los testimonios escriturísticos de que disponemos desde lo más amplio a lo más restringido, desde el amigo en general hasta el más concreto amigo verdadero. 1.1. El amigo en general En griego el amigo es, sobre todo, el φίλoς. Cuando se hace referencia al amigo o los amigos sin más explicación, hay que suponer que se trata de amigos contrastados y probados; por lo tanto amigo tiene pleno sentido, con los amigos se convive y se comparten sentimientos, como el padre de Eclo 30,3: «El que instruye a su hijo, dará envidia a su enemigo, y ante sus amigos se sentirá satisfecho»; con éstos se vive en paz y armonía, que el malvado intentará deshacer: «El pecador enzarza a los amigos, siembra discordia entre los que están en paz» (Eclo 28,9), y el hombre honrado debe mantener: «No faltes ni en lo grande ni en lo pequeño, ni de amigo te vuelvas enemigo» (Eclo 5,15); y aún procurar aumentar el número de ellos con la dulzura en el trato y en el modo de hablar, porque «las palabras amables multiplican los amigos, la lengua afable multiplica los saludos» (Eclo 6,5). También se acude a los amigos en busca de consejo. Amán así lo hizo. En la cima de su poder, despechado porque el judío Mardoqueo lo ignoraba y despreciaba, «se aguantó, entró en su casa, e hizo venir a sus amigos y a Zares, su mujer» (Est 5,10). Ante ellos abrió su corazón amargado, a pesar de los altísimos favores a los que le habían elevado el rey y la reina, «y le dijeron su mujer Zares y todos sus amigos: Que preparen un madero de cincuenta codos de altura y por la mañana pide al rey que cuelguen en él a Mardoqueo» (Est 5,14). Después, humillado Amán por haber tenido que cooperar en público al ensalzamiento de su más odiado enemigo, Mardoqueo, vuelve a casa derrotado y triste y «contó a Zares, su mujer, y a todos sus amigos lo que le había sucedido, y le dijeron sus amigos y Zares, su mujer» (Est 6,13) que aquello era el principio del fin. Los autores reconocen que es difícil conseguir amigos de verdad; por eso recomiendan tener mucha prudencia y paciencia, sin precipitaciones ni prisas: «Si te echas un amigo, hazlo con tiento y no tengas prisas en confiarte a él» (Eclo 6,7); sobre todo si se trata de algún chisme o rumor infundado: «No se lo cuentes ni a amigo ni a enemigo, y no lo descubras, a no ser que incurras en pecado» (Eclo 19,8). Más cuidado aún se ha de tener en cuanto a la renuncia de la administración de los bienes y de la libertad personal; eso ni a los más cercanos parientes: «Ni a hijo ni a mujer, ni a hermano ni a amigo des poder sobre ti mientras vivas, ni entregues lo tuyo a otro» (Eclo 33,20). Y si es difícil hacer amigos, mucho más difícil es recuperarlos, después de haberlos perdido: «Quien tira piedras a los pájaros los espanta, quien critica a un amigo destruye la amistad. Aunque hayas empuñado la espada contra el amigo, no pierdas la esperanza, que aún hay remedio; aunque hayas abierto la boca contra el amigo, no temas, puedes reconciliarte» (Eclo 22,20-22a). Pero todo tiene un límite; el engaño y la traición no encajan con la amistad: «Insultos, arrogancia, descubrir secretos y golpes a traición ahuyentan al amigo» (Eclo 22,22b).

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1.2. El amigo ocasional Anteriormente llamamos amigo ocasional al que lo era por un tiempo determinado, y pusimos como ejemplo a los amigos del novio. También aparece en griego un pasaje en el que se describe el encuentro entre el cortejo de un novio con el de una novia: «Al alzar los ojos, vieron que avanzaba en medio de confusa algazara una numerosa caravana, y que a su encuentro venía el novio, acompañado de sus amigos y hermanos, con tambores, música y gran aparato» (1 Mac 9,39). El testimonio es único. Pero hay otros amigos ocasionales, relacionados con las armas o con el poder político a tono con los temas de los libros donde aparecen, los libros de los Macabeos. a) Compañeros de armas no judíos Después de las primeras victorias de Judas Macabeo, Filipo, lugarteniente del rey Antíoco en Jerusalén, pidió refuerzos a Ptolomeo, gobernador de Celesiria y Fenicia: «Éste designó enseguida a Nicanor, hijo de Patroclo, uno de sus primeros amigos y lo envió al frente de no menos de veinte mil hombres» (2 Mac 8,9). «Cuando Trifón aspiraba a reinar en Asia» (1 Mac 12,39), vino hasta Betsán para eliminar a Jonatán, pero antes «lo recibió con honores, le presentó a todos sus amigos, le hizo regalos y dio orden a sus amigos y a sus tropas que le obedeciesen como a él mismo» (1 Mac 12,43). Poco después Trifón tendió una trampa en la que Jonatán cayó ingenuamente y fue asesinado. b) Compañeros de armas judíos No siempre estos compañeros de armas judíos fueron fieles a los intereses del pueblo, como en el caso de Alcimo. Siendo rey Demetrio, Alcimo, que había sido Sumo Sacerdote, acusó a Judas Macabeo ante el rey de ser el único culpable de la rebelión de los judíos (cf. 2 Mac 14,10): «En cuanto él [Alcimo] dijo esto, los demás amigos, que sentían aversión hacia lo de Judas, se apresuraron a encender más el ánimo de Demetrio» (2 Mac 14,11). Después que muchos judíos fueron abatidos por no quebrantar el descanso del sábado, «lo supieron Matatías y sus amigos y sintieron por ellos gran pesar» (1 Mac 2,39). Más adelante, como represalia, «Matatías y sus amigos hicieron correrías destruyendo altares...» (1 Mac 2,45). En aquel tiempo las asechanzas estaban a la orden del día. Báquides, uno de los grandes del reino de Demetrio, recibió a un grupo de asideos que deseaban la paz y los engañó, a pesar de mediar un juramento solemne: «Habló con ellos amistosamente y les aseguró bajo juramento: “No intentaremos haceros mal ni a vosotros ni a vuestros amigos”» (1 Mac 7,15). Pero los mató a todos. El mismo Báquides dirigió la batalla en la que cayó heroicamente Judas Macabeo (cf. 1 Mac 9,1-18). Desaparecido Judas, siguió la caza de sus amigos: «Báquides escogió hombres impíos y los puso al frente del país. Se dieron éstos a buscar con toda suerte de pesquisas a los amigos de Judas y los llevaban a Báquides, que los castigaba y escarnecía» (1 Mac 9,25-26). «Entonces todos los amigos de Judas se reunieron» (1 Mac 9,28) y eligieron a Jonatán como sucesor de su hermano y jefe del pueblo.

29 c) El amigo aliado En este apartado se trata de las alianzas entre los pueblos, pues dos pueblos aliados son dos pueblos amigos. Los motivos de las alianzas entre los Estados o naciones son muy variados. Generalmente el menos fuerte busca la protección del más fuerte, y el poderoso hacerse aún más fuerte; la aportación económica del pequeño al grande, en metálico o en especie, están siempre presentes en este intercambio (cf. 1 Mac 14,24; 15,18). Después de una batalla en la que el ejército de Judas vence al de Lisias, ministro del rey Antíoco V, Lisias «propuso a los judíos por una embajada la reconciliación bajo toda clase de condiciones justas, y que, además, obligaría al rey a hacerse amigo de ellos» (2 Mac 11,14; cf. 1 Mac 4,34-35; 6,57-61). Los romanos fueron maestros en el arte de las alianzas con los pueblos en beneficio propio: Eran implacables con los enemigos, «en cambio, a sus amigos y a los que en ellos buscaron apoyo, les mantuvieron su amistad» (1 Mac 8,11). Los Macabeos sabían esto muy bien, pues «la fama de los romanos llegó a oídos de Judas. Decían que eran poderosos, se mostraban benévolos con todos los que se les unían, establecían amistad con cuantos acudían a ellos» (1 Mac 8,1). Desde el principio Judas Macabeo intentó crear buenos lazos de amistad y para ello envió a Roma dos representantes, a Eupólemo y a Jasón, «para sacudirse el yugo de encima, porque veían que el reino de los griegos tenía a Israel sometido a servidumbre» (1 Mac 8,18). Llegados a Roma, se presentaron en el Senado y dijeron: «Judas, llamado Macabeo, sus hermanos y el pueblo judío nos han enviado donde vosotros para concertar con vosotros alianza y paz y para que nos inscribáis en el número de vuestros aliados y amigos» (1 Mac 8,20). El Senado aceptó y estableció alianza con los judíos, como consta por la carta que los romanos enviaron a Jerusalén, cuya copia se transmite en 1 Mac 8,23-32. Parte de esta carta dice: «En cuanto a los males que el rey Demetrio les ha causado, le hemos escrito diciéndole: “¿Por qué has hecho sentir pesadamente tu yugo sobre nuestros amigos y aliados los judíos?”» (1 Mac 8,31). Tal vez este hecho influyera en el cambio de política del rey Demetrio con los judíos. Lo cierto es que Demetrio se reconcilió con los judíos y con su cabeza visible, Jonatán: «El rey Demetrio saluda a su hermano Jonatán y a la nación de los judíos. (...) Por sus buenas disposiciones hacia nosotros hemos decidido conceder favores a la nación de los judíos, que son amigos nuestros» (1 Mac 11,30.33). Simón renovó la alianza con los romanos, como leemos en 1 Mac 15,15-17: «Regresaron de Roma Numenio y sus acompañantes, trayendo cartas para los reyes y países, escritas de este modo: “Lucio, cónsul de los romanos, saluda al rey Ptolomeo. Han venido a nosotros, en calidad de amigos y aliados nuestros, los embajadores de los judíos para renovar nuestra antigua amistad y alianza, enviados por el sumo sacerdote Simón y por el pueblo de los judíos”». Esta alianza repercutió también en las relaciones entre el rey Demetrio y Simón: «El rey Demetrio le concedió (a Simón) el sumo sacerdocio, lo contó en el número de sus amigos y le colmó de honores, pues había sabido que los romanos llamaban a los judíos amigos, aliados y hermanos, que habían recibido con honor a los embajadores de Simón» (1 Mac 14,38-40). Los Macabeos establecieron, además, alianzas y pactos con otros reinos vecinos y lejanos. Con los nabateos. En un momento de apuro «Jonatán envió a su hermano (Juan), jefe de la tropa, a pedir a sus amigos los nabateos autorización para dejar con ellos su impedimenta, que

30 era mucha» (1 Mac 9,35). Con el rey Alejandro, opositor de Demetrio: «El rey Alejandro se enteró de los ofrecimientos que Demetrio había hecho a Jonatán... y dijo: “¿Podremos hallar otro hombre como éste? Hagamos de él un amigo y un aliado nuestro”. Le escribió, pues, y le envió una carta redactada en los siguientes términos: (...) Hemos oído que eres un valiente guerrero y digno de ser amigo nuestro. Por eso te nombramos hoy sumo sacerdote de tu nación y te concedemos el título de amigo del rey» (1 Mac 10,15-20). Con los espartanos. Jonatán cierra también un pacto de alianza con los espartanos (cf. 1 Mac 12,5-23). En su carta a los espartanos, entre otras cosas, dice: «Nos alegramos de vuestra gloria. A nosotros, en cambio, nos han rodeado muchas tribulaciones y guerras, pues nos hemos visto atacados por los reyes vecinos. Pero en estas luchas no hemos querido molestaros a vosotros ni a los demás aliados y amigos nuestros» (1Mac 12,12-14). 1.3. El amigo del rey El rey es la primera persona del reino, la que está a la cabeza de él, la que lo dirige y gobierna; detrás de él todos los demás. Pero el rey no gobierna en solitario, el rey se rodea de cooperadores directos en los que confía y a los que encomienda tareas de responsabilidad. Éstos forman la corte del rey, sus ministros y consejeros; suelen ser familiares suyos o de familias nobles y poderosas; tienen el privilegio de estar cerca del rey y “ver su rostro” (cf. Est 1,14; 2 Re 25,19); cada día,o muy frecuentemente, acuden al rey para recibir instrucciones que afectan al gobierno y a la administración del Estado. Ellos son los altos funcionarios del reino: ministros, secretarios, consejeros, guardias y servidores personales del rey; de ellos salen los gobernadores de las provincias y los jefes supremos del ejército; en una palabra, ellos son los amigos del rey. Lisias era un «personaje de la nobleza y de la familia real», estaba «al frente de los negocios del rey desde el río Éufrates hasta la frontera de Egipto»; a él se le había confiado la tutela del hijo de Antíoco Epífanes (cf. 1 Mac 3,32-33). Pues bien, «Lisias eligió a Ptolomeo, hijo de Dorimeno, a Nicanor y a Gorgias, hombres poderosos entre los amigos del rey» (1 Mac 3,38). Judas Macabeo había cercado la ciudad de Jerusalén y estaba a punto de tomarla: «Al oírlo el rey [Antíoco V], montó en cólera y convocó a todos sus amigos, capitanes del ejército y comandantes de la caballería» (1 Mac 6,28). En todo caso los amigos del rey constituyen el círculo más cercano al rey y, por ello, el grupo más estimado e influyente del reino (cf. 1 Mac 7,6): «El rey [Demetrio II] trató a Jonatán como lo habían tratado sus predecesores y lo honró en presencia de todos sus amigos. Lo confirmó en el sumo sacerdocio y en todos los honores que antes tenía, e hizo que se contara entre sus primeros amigos» (1 Mac 11,26-27). De estos círculos provenían también las más peligrosas acusaciones. Ptolomeo Macrón había sido justo con los judíos, «por ello fue acusado ante Eupátor [Antíoco V] por los amigos del rey» (2 Mac 10,13). Entre los amigos del rey algunos se distinguían por encima de los demás. Ya hemos hablado de Lisias, favorecido en extremo por Antíoco Epífanes y por su hijo y sucesor Antíoco Eupátor, que lo «puso al frente de sus asuntos» (2 Mac 10,11). También fue valido de Antíoco Epífanes un tal Filipo: estando en el lecho de muerte (cf. 1 Mac 6,10; 2 Mac 1,14),

31 Antíoco Epífanes «llamó a Filipo, uno de sus amigos, y lo puso al frente de todo su reino. Le dio su diadema, sus vestidos y su anillo, encargándole que educara a su hijo Antíoco y lo preparara para que fuese rey» (1 Mac 6,14-15; cf. 6,55). Báquides fue distinguido por el rey Demetrio I, según cuenta 1 Mac 7,8: «El rey [Demetrio] eligió a Báquides, uno de los amigos del rey, gobernador de Transeufratina, grande en el reino y fiel al rey». Los hasmoneos Jonatán y Simón se encuentran también entre los amigos especiales de los reyes sirios. El rey Alejandro Balas, con ocasión de su boda con la hija de Ptolomeo VI Filométor, invitó a Jonatán a que fuera a verlo en Ptolemaida: «Partió éste [Jonatán] con gran pompa hacia Ptolemaida, se entrevistó con los reyes [Alejandro Balas y Ptolomeo Filométor], les dio a ellos y a sus amigos plata y oro, les hizo numerosos presentes y halló gracia a sus ojos». «El rey, queriendo honrarle, le inscribió entre sus primeros amigos» (1 Mac 10,60.65). También fue honrado Jonatán por Antíoco VI: «El joven Antíoco escribió a Jonatán diciéndole: “Te confirmo en el sumo sacerdocio, te pongo al frente de los cuatro distritos y quiero que te cuentes entre los amigos del rey”» (1Mac 11,57). Por su parte Simón fue honrado por Demetrio II y considerado amigo suyo: «El rey Demetrio saluda a Simón, sumo sacerdote y amigo de reyes, a los ancianos y a la nación de los judíos» (1 Mac 13,36); poco más adelante se nos dice que «el rey Demetrio le concedió el sumo sacerdocio, lo contó en el número de sus amigos y lo colmó de honores» (1 Mac 14,38-39). Con el tiempo amigo del rey llega a ser un título que el rey concedía libérrimamente a los que quería honrar. El rey Alejandro Balas quiere ganar para su causa a Jonatán y le escribe una carta en la que decía: «Hemos oído que eres un valiente guerrero y digno de ser amigo nuestro. Por eso te nombramos hoy sumo sacerdote de tu nación y te concedemos el título de amigo del rey» (1 Mac 10,19-20). El título de amigo del rey elevaba automáticamente al que lo poseía a la más alta categoría social. Así se explica que los enviados del rey Antíoco lo utilizaran como señuelo para hacer caer a Matatías: «Acércate el primero y cumple la orden del rey... Entonces tú y tus hijos seréis contados entre los amigos del rey» (1 Mac 2,18). El mismo rey Antíoco trata de ganarse al más pequeño de los siete hermanos mártires con la misma promesa: «Con juramentos le proponía hacerlo rico y muy feliz, con tal de que abandonara las tradiciones de sus padres; le haría su amigo y le confiaría altos cargos» (2 Mac 7,24). 1.4. El amigo falso Decir que un amigo es falso parece una contradicción, porque si es falso ya no es amigo. La explicación puede estar en lo que decíamos al comienzo del párrafo 1: «Muchas veces las apariencias engañan: no es oro todo lo que reluce, ni son verdaderos amigos los que parecen serlo». El amigo falso es aquel que aparenta ser amigo, pero en realidad no lo es: hasta puede ser un enemigo disfrazado de amigo, como el lobo con piel de oveja o la moneda falsa que es moneda sólo en apariencia. Es un error muy grave que una oveja confunda a un lobo con una oveja, pues puede costarle la vida; también lo es aceptar como amigo al que en realidad es un enemigo. Por esto hay que tener mucho cuidado al elegir los amigos: «Si te echas un amigo, hazlo con tiento y no tengas prisa en confiarte a él» (Eclo 6,7; cf. 6,13), porque «todo amigo dice: “también yo soy tu amigo”, pero hay amigo que lo es sólo de nombre» (Eclo 37,1; cf. 33,6).

32 Entonces ¿cuándo se puede llegar a saber si uno es un falso amigo? Ciertamente no en tiempo de prosperidad, como expresamente leemos en Eclo 12,8a: «No se conoce al amigo en la prosperidad», «porque hay amigos de ocasión» (Eclo 6,8), que utilizan circunstancialmente al amigo en beneficio propio (cf. Eclo 37,5) con tanto descaro que, «cuando las cosas van bien se identifican contigo [como otro tú]» (Eclo 6,11). Estos amigos están siempre dispuestos a disfrutar de las alegrías del amigo, sobre todo de las que ofrece la buena mesa (cf. Eclo 37,4a; 6,10a), y «hasta el enemigo se hace amigo [G dice: “se entristece”]» (Eclo 12,9). Sin embargo, en la adversidad el enemigo se muestra a las claras (cf. Eclo 12,8b) y el falso amigo descubre su verdadero rostro. Los que hace poco proclamaban a los cuatro vientos que eran tus amigos, «te abandonan el día de la desgracia» (Eclo 6,8b.10b; cf. 12,9b; 13,21b) y, peor aún, «se convierten en enemigos» (Eclo 6,9; cf. 6,12; 37,2.4b; 20,23). Un ejemplo de auténtico enemigo que se disfraza de amigo -el falso amigo- lo tenemos en Trifón: «Trifón aspiraba a reinar en Asia, «ceñirse la diadema y extender su mano contra el rey Antíoco [VI]. Temiendo que Jonatán se lo estorbara y le hiciera la guerra, trataba de apoderarse de él [de Jonatán] y matarlo» (1 Mac 12,39-40). No lo hizo de frente, sino arteramente. Jonatán vino a su encuentro con un gran ejército, «lo recibió con todos los honores, lo recomendó a todos sus generales, le hizo regalos y ordenó a sus generales y soldados que le obedecieran como a él mismo» (1 Mac 12,43). Trifón engaña a Jonatán, que cae en la trampa de Ptolemaida, lo hace prisionero y más tarde lo asesina (cf. 1 Mac 12,44-48; 13,23). El falso amigo sólo es amigo de sí mismo, de su medro personal y no de los demás. Hasta el necio protesta: «Dice el necio: “no tengo ni un amigo, nadie agradece mis favores”» (Eclo 20,16). Encerrado en sí mismo, el falso amigo está apresado en el círculo de la muerte, de la que paradójicamente sí es amigo (cf. Sab 1,16). 1.5. El amigo verdadero El amigo verdadero es aquel que no falla. Todos estamos necesitados de él, como del suelo firme para poder caminar en la vida con total seguridad y confianza. Por lo tanto, si no lo tenemos ya, habrá que buscarlo, aunque la empresa no sea nada fácil. Si tenemos la suerte de encontrar un amigo fiel y verdadero, podemos considerarnos felices, dichosos, afortunados, porque «quien lo encuentra, encuentra un tesoro» (Eclo 6,14b) de valor incalculable: «Un amigo fiel no tiene precio ni se puede pagar su valor» (Eclo 6,15). La alegría del afortunado se parece a la del hombre del evangelio que descubre el tesoro escondido, o la perla preciosa, vende todo lo que tiene y los compra (cf. Mt 13,44-46). Porque «el amigo fiel es un refugio seguro», «una medicina de vida», una ayuda eficaz (Eclo 6,14a.16a; cf. 40,23). El amigo verdadero es como el vino, mejora con el tiempo: «No abandones a un viejo amigo, porque el nuevo nunca será igual. Vino nuevo es el amigo nuevo, cuando sea añejo, lo beberás con fruición» (Eclo 9,10). Vale la pena, por tanto, que «no te olvides de tu amigo, ni dejes de recordarlo cuando seas rico» (Eclo 37,6), ni de protegerlo en la necesidad (cf. Eclo 22,25). Por el contrario, «antes de morir, haz el bien a tu amigo; sé generoso con él según tus posibilidades» (Eclo 14,13). No te importe gastar tu dinero para conservar el amor del hermano y la amistad del amigo; que el amor y la amistad valen más que el dinero. Por esto aconseja el sabio: «Pierde tu dinero por el hermano y el amigo, no dejes que se oxide bajo una piedra» (Eclo 29,10); pero jamás se lo recuerdes, «ni le eches en cara lo que le has dado» (Eclo 41,25b). Con los amigos de verdad los hijos seguirán después el ejemplo de sus padres

33 (cf. Eclo 30,6b). La fidelidad del amigo sólo se paga con fidelidad (cf. Eclo 27,17). Ante rumores y maledicencias en contra del amigo la respuesta es la confianza: «Pregunta a tu amigo por si no ha hecho nada malo y si lo ha hecho, para que no lo repita... Pregunta a tu amigo, porque es frecuente la calumnia, y no hay que creer todo lo que se dice» (Eclo 19,13.15). El que insulta a un amigo o le es desleal se debe avergonzar (cf. Eclo 41,19.25a), y tal vez lo recupere; pero se pierde a un amigo para siempre, cuando se rompe el velo del secreto: «El que revela secretos, se desacredita ante todos, y nunca encontrará un amigo de verdad. Ama a tu amigo y pon tu confianza en él, pero si revelas sus secretos, no vayas tras él; porque como el asesino elimina a su víctima, así tú has destruido la amistad de tu prójimo. Como pájaro que has dejado escapar de tu mano, así has perdido a tu amigo y no lo recobrarás» (Eclo 27,1619). En Sab 7,27 leemos: la Sabiduría, «siendo una, todo lo puede; sin cambiar en nada, renueva el universo, va haciendo amigos de Dios y profetas». El versículo pertenece a la estrofa central de la segunda parte del libro de la Sabiduría, dedicada al elogio de la Sabiduría divina. Nos hemos trasladado, por tanto, al ámbito de lo divino en la plena trascendencia. La Sabiduría de Dios se manifiesta en sus obras y éstas son fundamentalmente dos: la creación como un todo o universo (7,27ab), y el hombre como criatura privilegiada (7,27cd). En cuanto a lo primero o creación del universo, la Sabiduría es simplicísima: una, pero todo lo puede (cf. Sab 11,23a de Dios). «Renueva el universo, porque está presente y toma parte activa en la renovación continua de la creación (cf. Sab 7,21; Sal 104,30), como lo estuvo al principio (cf. Sab 9,9)... La Sabiduría tiene, sin embargo, predilección por el hombre, como la tiene Dios (cf. Prov 8,31). Por esto la acción de la Sabiduría en el ámbito del hombre tiene una significación especial y el autor la hace resaltar. Donde está el espíritu de Dios, allí está la Sabiduría. Las almas buenas, los justos, son objeto de especialísima providencia (cf. Sab 3,9). La Sabiduría entra, se comunica, penetra en ellas y las transforma en amigos de Dios (cf. Sab 7,14). Profeta es el hombre que habla como portavoz de otra persona, habla en su nombre y transmite su mensaje. El que posee la Sabiduría es guiado por ella; puede, por tanto, hablar en nombre de Dios»30. En Sab 7,27 amigos tiene, excepcionalmente, sentido religioso (ver, también, Éx 33,11). 2. La amistad Al estudio sobre el amigo (φίλoς) sigue el de la amistad (φιλία); a lo concreto, lo abstracto. Decíamos al comienzo del capítulo, y ahora repetimos, que la amistad o φιλία era un concepto abstracto que el mundo semita había heredado del mundo griego, concretamente del helenismo. Efectivamente, en la época helenista se multiplicaron en la ecumene los círculos que practicaban la amistad, y, al mismo tiempo, se escribieron muchos tratados y ensayos sobre la amistad 31. Dividimos temáticamente este apartado 2 sobre la amistad en dos partes: 1) La amistad como alianza política o entre los pueblos y 2) La amistad entre las personas. 30. José Vílchez, Sabiduría (Estella 1990), 262-263. 31. Ver, especialmente, los de Platón, Aristóteles y Cicerón, citados en el capítulo VII.

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2.1. La amistad como alianza política La pauta nos la marca el primer libro de los Macabeos. En el anterior apartado sobre el amigo Jesús ben Sira -el Eclesiástico- se mostraba como el verdadero maestro y guía; en éste sobre la amistad es 1 Mac el que se eleva sobre todos con una orientación política inconfundible, y nos habla de pactos y alianzas entre naciones y príncipes. Estos pactos y alianzas se establecen entre partes desiguales o partes iguales, con características muy distintas en unos u otros casos, como veremos enseguida. a) Pacto de amistad entre desiguales Los que sellan el pacto de amistad son dos Estados o príncipes, pero uno es el poderoso, el fuerte; el otro, el pequeño, el débil. El débil busca la protección del fuerte frente al peligro cierto de enemigos más poderosos que él; a cambio de esta ayuda ofrece vasallaje y dinero. - Pactos entre judíos y romanos. Judas Macabeo lucha en contra del poder opresor de Antíoco Epífanes, rey de Siria. En su soledad busca afanosamente ayuda de los romanos: «Judas había oído hablar de los romanos: que eran muy poderosos, benévolos con sus aliados y que hacían pacto de amistad con cuantos acudían a ellos» (1 Mac 8,1). De hecho, los romanos habían extendido su influjo y poder en toda la cuenca mediterránea y por el este habían llegado hasta la India (cf. 1 Mac 8,2-10). «Aniquilaron y esclavizaron los restantes reinos, las islas, a cuantos les opusieron resistencia; en cambio, mantuvieron su amistad a sus amigos y a los que se ponían bajo su protección» (1 Mac 8,11-12). Por todo esto «Judas Macabeo eligió a Eupólemo, hijo de Juan, hijo de Hacós, y a Jasón, hijo de Eleazar, y los envió a Roma a concertar amistad y alianza, para sacudirse el yugo de encima, porque veían que el reino de los griegos tenía a Israel sometido a servidumbre» (1 Mac 8,17-18; cf. 2 Mac 4,11). Los romanos aceptan (cf. 1 Mac 8,20-32). Judas conocía las condiciones onerosas de un pacto de esta categoría; sabía que la ayuda de un poder extranjero, como el de los romanos, hipotecaba su autonomía política y financiera. Tenemos constancia del pago de los tributos a Roma en tiempos de Simón (cf. 1 Mac 14,24). El pacto de amistad que Judas ha firmado con los romanos lo renovarán sucesivamente sus hermanos Jonatán y Simón. «Viendo Jonatán que las circunstancias le eran favorables, escogió hombres y los envió a Roma con el fin de confirmar y renovar la amistad con ellos. (...) Se fueron, pues, a Roma y entrando en el Senado dijeron: “Jonatán, sumo sacerdote, y la nación de los judíos nos han enviado para que se renueve con ellos la amistad y la alianza como antes» (1 Mac 12,1.3; cf. v.16). Una vez que Simón sucedió en el poder y sumo sacerdocio a su hermano Jonatán (cf. 1 Mac 14,17), «envió Simón a Roma a Numenio con un gran escudo de oro de mil minas de peso32 para ratificar el pacto con los romanos» (1 Mac 14,24). Los romanos aceptaron, como se confirma en la carta que trajeron de Roma los embajadores: «Han venido a nosotros, en calidad de amigos y aliados nuestros, los embajadores de los judíos [Numenio y Antípatros], para renovar nuestra antigua amistad y alianza, enviados por el sumo sacerdote y por el pueblo de los judíos, y nos han traído un escudo de oro de mil minas. (...) Hemos decidido aceptar de ellos el escudo» (1 Mac 15,17-18.20; cf. 14,22). 32. Que equivaldrían a unos 600 kilos. Para una orientación aproximada véase R. de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento, cap. VIII,4 (Barcelona 1964), 281-285.

35 -Pactos entre judíos y espartanos. Los embajadores que Jonatán envía a Roma deben aprovechar el viaje para acercarse a Esparta y renovar también con ellos el pacto de amistad que los unía desde antiguo: «Viendo Jonatán que las circunstancias le eran favorables, escogió hombres y los envió a Roma con el fin de confirmar y renovar la amistad con ellos. Con el mismo objeto envió cartas a los espartanos y a otros lugares» (1 Mac 12,1-2). La carta a los espartanos decía: «Jonatán, sumo sacerdote, el senado de la nación, los sacerdotes y el resto del pueblo judío saludan a sus hermanos los espartanos. Ya en tiempos pasados, Areios, que reinaba entre vosotros, envió una carta al sumo sacerdote Onías en que le decía que erais vosotros hermanos nuestros, como lo atestigua la copia adjunta. Onías recibió con honores al embajador y tomó la carta que hablaba claramente de alianza y amistad» (1 Mac 12,6-8). En 1 Mac 12,20-23 se transcribe la carta de Areios a Onías: «Areios, rey de los espartanos, saluda a Onías, sumo sacerdote. Se ha encontrado un documento relativo a espartanos y judíos de que son hermanos y que son de la raza de Abrahán. Y ahora que estamos enterados de esto, haréis bien escribiéndonos sobre vuestro bienestar. Nosotros, por nuestra parte, os escribimos: Vuestro ganado y vuestros bienes son nuestros, y los nuestros vuestros. Damos orden de que se os envíe un mensaje en tal sentido». Es más que probable que la carta sea fingida; pero las buenas relaciones diplomáticas entre judíos y espartanos pudieron darse en el tiempo indicado, puesto que Onías I fue sumo sacerdote judío del 320 al 290 a.C., y Areios fue rey de Esparta del 309 al 265 a.C. Jonatán desea renovar esta antigua amistad -real o ficticia- con los espartanos: nosotros «hemos procurado enviaros embajadores para renovar la fraternidad y la amistad con vosotros y evitar que vengamos a seros extraños, pues ha pasado mucho tiempo ya desde que nos enviasteis vuestra embajada. (...) Hemos elegido a Numenio, hijo de Antíoco, y a Antípatros, hijo de Jasón, y los hemos enviado a los romanos para renovar la amistad y la alianza que antes teníamos, y les hemos dado orden de pasar también donde vosotros para saludaros y entregaros nuestra carta sobre la renovación de nuestra fraternidad» (1 Mac 12,10.16-17). Simón hizo con Esparta lo mismo que había hecho con Roma: renovar los pactos de amistad; así consta en la carta enviada por los espartanos: «Los magistrados y la ciudad de los espartanos saludan al sumo sacerdote Simón, a los ancianos, a los sacerdotes y al resto del pueblo de los judíos, nuestros hermanos. Los embajadores enviados a nuestro pueblo nos han informado de vuestra gloria y honor y nos hemos alegrado con su venida. Hemos registrado sus declaraciones entre las decisiones del pueblo en estos términos: Numenio, hijo de Antíoco, y Antípatros, hijo de Jasón, embajadores de los judíos, se nos han presentado para renovar la amistad con nosotros. Ha sido del agrado del pueblo recibir con honor a estos personajes y depositar la copia de sus discursos en los archivos públicos para que el pueblo espartano conserve su recuerdo. Se ha sacado una copia de esto para el sumo sacerdote Simón» (1 Mac 14,20-23; cf. 14,18). b) Pacto de amistad entre iguales A veces no es el débil el que busca sellar un pacto de amistad con el más fuerte, sino el igual con el igual o casi igual, para aumentar las propias fuerzas e impedir que el adversario se fortalezca. Alejandro Balas y Demetrio II se disputan el reino de Siria. En medio de los dos, como en un fuego cruzado, está Jonatán, que gobierna parte de Palestina y goza de una paz transitoria después de las luchas con Báquides, «gobernador de Transeufratina» (1 Mac 7,8; cf. 1 Mac 9,70-73). Los dos quieren ganarse a Jonatán. Se adelanta Demetrio: «Envió Demetrio una carta amistosa a Jonatán en que prometía engrandecerle, porque se decía:

36 “Adelantémonos a hacer la paz con ellos antes de que Jonatán la haga con Alejandro contra nosotros, al recordar los males que le causamos a él, a sus hermanos y a su nación”» (1 Mac 10,3-5). El rey Demetrio hace buenas concesiones a Jonatán, que se traslada a Jerusalén (cf. 1 Mac 10,6-14). Al enterarse Alejandro de los ofrecimientos que Demetrio había hecho a Jonatán y de los antecedentes de Jonatán, exclamó: «¿Podremos hallar otro hombre como éste? Hagamos de él un amigo y un aliado nuestro» (1 Mac 10,16). Y lo nombró sumo sacerdote, le concedió el título de amigo del rey, le regaló «una clámide de púrpura y una corona de oro», y añadió: «Por tu parte, haz tuya nuestra causa y guárdanos tu amistad» (1 Mac 10,20). Pero Demetrio contraataca: «Al saber lo sucedido, dijo disgustado: “¿Qué hemos hecho para que Alejandro se nos haya adelantado en ganar la amistad y el apoyo de los judíos? Les escribiré también yo con ofrecimientos de dignidades y riquezas para que sean auxiliares míos”» (1 Mac 10,22-24). La carta de Demetrio es un claro ejemplo de falsedad y doblez: «El rey Demetrio saluda a la nación de los judíos. Nos hemos enterado con satisfacción de que habéis guardado los términos de nuestra alianza y perseverado en nuestra amistad sin pasaros al bando de nuestros enemigos. Continuad, pues, guardándonos fidelidad y os recompensaremos por todo lo que por nosotros hagáis» (1 Mac 10, 26-27). Sigue una enumeración tan exagerada de exenciones y privilegios (cf. 1 Mac 10,28-45) que ni Jonatán ni el pueblo le dieron crédito alguno; por el contrario, «se decidieron por Alejandro que les ofrecía mayores ventajas y fueron siempre sus aliados» (1 Mac 10,47). Ejemplo típico de pacto de amistad entre iguales es el que sellan Alejandro de Antioquía y Ptolomeo VI de Egipto. Muerto Demetrio, y asentado Alejandro en el trono de Antioquía, envía éste embajadores a Ptolomeo para pedir la mano de su hija Cleopatra Tea: «Establezcamos, pues, vínculos de amistad entre nosotros y dame a tu hija por esposa; seré tu yerno y te haré, como a ella, presentes dignos de ti» (1 Mac 10,54). Ningún vasallaje, ningún tributo, sino regalos de igual a igual. 2.2. La amistad entre personas Después de tratar de la amistad entre los pueblos y sus príncipes, descendemos a las estrictas relaciones personales e individuales en las que se realiza el ideal más atractivo de la amistad. Como son pocos los pasajes de la Escritura que nos hablan de la amistad en abstracto, nos remitimos al anterior apartado 1.5, donde hemos tratado del amigo verdadero, encarnación visible y tangible del abstracto concepto de la amistad. Señalamos, sin embargo, los dos ámbitos o medios en que se desarrolla la amistad según la sagrada Escritura: el ámbito o medio horizontal entre los hombres y el medio vertical entre el hombre y Dios. a) La amistad entre los hombres De esta amistad hemos tratado hasta ahora prácticamente en todo nuestro estudio. Lo blanco resalta más frente a lo negro, también la verdadera amistad frente a la falsa. Falsa o, al menos, sospechosa amistad es para Jesús ben Sira la que se da entre un hombre y la mujer [casada], por esto sentencia: «Muchos se perdieron por la belleza de la mujer y su amistad quema como fuego» (Eclo 9,8). Según él, por tanto, no puede ser buena y verdadera amistad la que pone en peligro la integridad moral de los presuntos amigos.

37 Más dudosa es aún la autenticidad de la amistad entre el anciano Eleazar y sus antiguos compañeros que le invitaban a simular que comía carne de los sacrificios paganos, cuando en realidad comía carne preparada por él mismo, y que le era lícita, «para que, obrando así, se librara de la muerte, y por su antigua amistad hacia ellos alcanzara la benevolencia» (2 Mac 6,22). Pero él considera que ese afecto y amistad son trampa que le lleva a un fingimiento innoble: «A nuestra edad no es digno fingir, no sea que muchos jóvenes, creyendo que Eleazar, a sus noventa años, se ha pasado a las costumbres paganas, también ellos por mi simulación y por mi apego a este breve resto de vida, se desvíen por mi culpa y yo traiga mancha y deshonra a mi vejez» (2 Mac 6,24-25). Sin embargo, no puede haber duda de la amistad de aquel que ordena su vida según la voluntad del Señor, pues con toda seguridad la persona elegida para ser su amigo será también respetuosa y temerosa del Señor: «El que teme al Señor orienta bien su amistad, porque, según sea él, así será su amigo» (Eclo 6,17). La verdadera amistad está entre los bienes deseables en esta vida, como horizonte y meta puestos por Dios al hombre: «Tres cosas desea mi alma que agradan al Señor y a los hombres: concordia entre hermanos, amistad entre vecinos y marido y mujer bien avenidos» (Eclo 25,1). Tres cosas que tienen en común la paz, el entendimiento mutuo, la confianza y el amor; bienes máximos en la convivencia humana. Pero la amistad entre los hombres no tiene garantía de perpetuidad, es frágil como el hombre mismo y puede romperse como el cristal: «Quien tira piedras a un pájaro, lo espanta; quien afrenta a un amigo, rompe la amistad» (Eclo 22,20). La afrenta está por cualquier acción que dañe o traicione al amigo. Es bueno saberlo para cuidar y conservar mejor lo que tanto vale que no tiene precio, la amistad verdadera. b) La amistad entre el hombre y Dios Dos son los pasajes del AT griego que nos hablan de la amistad con Dios, con la Sabiduría, y pertenecen al libro de la Sabiduría, a saber, Sab 7,14 y 8,1833. El contexto inmediatamente anterior a Sab 7,14 es una canto de alabanza a la Sabiduría en sí misma, que supera lo más estimado de los hombres: el poder, la riqueza, la salud, la belleza. Esta Sabiduría no pertenece a la naturaleza humana, ni es propiedad de reyes o gobernantes. Por esto Salomón tiene que pedirla a Dios para poder conseguirla. En Sab 7,14 el presunto Salomón sigue alabando a la Sabiduría en sí misma, en realidad identificada con Dios: la Sabiduría «es un tesoro inagotable para los hombres: los que la adquieren se atraen la amistad de Dios». Al decir que la Sabiduría es un tesoro inagotable se está identificando a la Sabiduría con su fuente original, Dios, pues sólo de él se puede decir que es inagotable. Sabemos que la amistad es la relación interpersonal más gratificante que se puede imaginar. Amigo, amado de Dios, era el apelativo más honroso de los grandes hombres de la historia del pueblo elegido34. Dios no se ha alejado de su pueblo, porque a la Sabiduría «los que van buscándola, la encuentran; ella misma se da a conocer a los que la desean» (Sab 6,12-13), y los que la poseen se atraen la amistad de Dios. El trato íntimo con la Sabiduría, que es trato 33. Otros dos pasajes del AT hablan de “amigo de Dios”; uno en hebreo: Éx 33,11, otro en griego: Sab 7,27, de los que ya hablamos en su lugar correspondiente. 34. De Abrahán: Is 41,8 y 2 Crón 20,7 (cf. Sant 2,23); de Moisés: Éx 33,11.

38 íntimo con Dios, engendra una amistad maravillosa entre Dios y el hombre; esta amistad «es noble deleite» (Sab 8,18).

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4 Dios, ¿amigo? Si Dios ha creado el cielo, la tierra y todo lo que contienen, es, sin duda, el Dueño y Señor de la creación entera y de todo lo que en ella acontece en todos los órdenes: en lo puramente material y mecánico y en el ámbito de la libertad o de la historia del hombre. La visión de la fe nos ofrece un mundo transparente en el que la presencia invisible y activa de Dios es como el esqueleto de un cuerpo al que sustenta o como la corriente sanguínea oculta que vivifica, sin que Dios sea el mundo o parte de él. De todas formas, la presencia de Dios en el mundo es tan real como el mismo mundo al que da existencia y consistencia. Conocemos el texto de Col 1,16-17, que habla de Cristo, el Señor: «Porque en él fueron creadas todas las cosas... Todo fue creado por él y para él; él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia». Y en Hech 17,28 Pablo dice a los atenienses de Dios: «En él vivimos, nos movemos y existimos». 1. Ante la cruda realidad Sin la acción creadora y sustentadora de Dios el mundo y todo lo que contiene se disiparían como el humo, dejarían de existir. ¿Tenemos, por esto, que imaginarnos a Dios como un gigantesco atlante que lleva sobre sus hombros la ingente mole del universo? En su conjunto, el universo no tiene sentimientos. El curso de los acontecimientos se asemeja a una riada impetuosa que arrastra indistintamente a piedras gigantescas, árboles y troncos destrozados, casas, animales, hombres. También se puede comparar a un fuerte huracán que barre la superficie de la tierra; el hombre no es más que una brizna, un tamo, una pluma que el violento torbellino arrastra arriba y abajo y, al final, destroza como a un pelele inútil. ¿Dónde se esconde la acción providente de Dios, su sabiduría, su fuerza, su bondad? ¿Acaso Dios ha creado una fuerza monstruosa que ni él mismo puede ya controlar? 1.1. Dificultades contra la bondad de Dios Leemos en el A y NT lo que nadie podría sospechar si no estuviera allí escrito: que Dios es amigo de los hombres, de Noé, de Abrahán, de Moisés, de los Profetas, de los Apóstoles, de los discípulos y de todo aquel que quiera abrirle su corazón. Las mentes más preclaras del mundo antiguo pagano consideraban una insensatez pensar que los dioses o el dios supremo de su panteón, Júpiter, pudieran ser amigos de los mortales. A los dioses se les temía, no se les amaba. En nuestro tiempo no ha cambiado el modo de pensar del hombre a este respecto. La autosuficiencia de los contemporáneos en general es tan grande que no se dignan nombrar respetuosamente al Señor y Dios nuestro; cuando lo nombran es para reírse de él, o perdonarle la vida, permitiéndole que siga habitando los espacios siderales; o para despreciarlo, como se desprecia un trapo sucio, un cacharro inútil, un estorbo en medio del camino. Al no

40 comprender los misterios de la naturaleza y de la historia, se preguntan quién puede ser el responsable de los desastres que tienen lugar en una y otra; y responden que no puede ser otro que el que se auto-proclama Señor de la naturaleza y de la historia. Ante los enormes desastres de la naturaleza: terremotos, inundaciones, tifones..., se considera que Dios es el único responsable y culpable, porque es el único que puede evitarlos, si verdaderamente es todopoderoso. Si, a pesar de eso, no los evita y deja sufrir y morir a los más débiles, ¿cómo deberíamos calificarlo? ¿Qué padre, bueno y poderoso, iba a permitir que uno solo de sus hijos padeciera y sufriera lo que padecen y sufren millares y millares de inocentes, como vemos que sucede en las enormes catástrofes naturales? ¿Qué clase de ser superior es ése que permite que hombres sin corazón dejen morir de hambre a mujeres y niños indefensos, mientras ellos se llevan los alimentos para cambiarlos por armas de fuego y de muerte que les dan el poder sobre los supervivientes? ¿Cómo no confunde con su presunto poder a los traficantes de drogas mortíferas, causantes de la muerte de tantos millones de jóvenes? Si el Señor Jesús es misericordioso y poderoso, ¿cómo no pone remedio a tantas desgracias como padece esta humanidad, de la que él es miembro principal? Si Dios es el Señor de la vida ¿por qué no para esta inundación de muerte que azota a la humanidad doliente? Preguntas y más preguntas. Ante esta realidad el incrédulo se confirma en la increencia, el creyente o pierde la fe en Dios o se confiesa incapaz de comprender lo que sucede ante nuestros ojos. Pero ¿quién ha dicho que el hombre tiene que dar respuesta a todos los enigmas de la vida? ¿Quién ha establecido que nosotros tenemos que saberlo todo y dar solución a todo? ¿Quién puede exigirnos entrar en el misterio para iluminarlo? ¿Quién nos ha constituido en jueces de la historia y del Señor de la naturaleza y de la historia? ¿Quiénes somos nosotros para pedirle cuentas a Dios o decirle lo que tiene que hacer o permitir? ¿Quién puede enfrentarse al Señor y decirle: por qué haces esto o aquello, o por qué dejas de hacer esto o aquello (cf. Rom 11,34-35)? ¿Quién ha dispuesto que no puede haber desórdenes en la naturaleza? ¿Quién ha dicho que Dios es el responsable de todas las monstruosidades de la historia? ¿Quién ha determinado que el mundo ideal es aquél en el que no hay mal, desorden, muerte? ¿Quién ha decretado que todo sentimiento que surge en nuestro corazón tiene que tener un reflejo en la vida real que no depende de nosotros? a) Si Dios existe: actitud del hombre Si Dios existe, nuestro aliento ha tenido que venir de él, y todo cuanto existe lo ha tenido que poner él en la existencia. De lo contrario, habría junto a él otro u otros seres sobre los que no tendría poder alguno, y ya no sería Dios. Si Dios existe, no puede ser como nosotros, ni siquiera infinitamente superior a nosotros, pues nosotros hemos sido creados y él no, nosotros somos limitados y él no, nosotros somos deficientes y él es plenitud. Él no puede ser juzgado por nosotros, sus criaturas; ni puede ser condenado por nosotros. ¿A qué le vamos a condenar? Si Dios existe, el hombre no debe enfrentarse a él, pues si es un absurdo que una mota de polvo se levante contra el universo entero, mucho más que el hombre, menos que el polvo, se levante contra Dios, creador del universo y del hombre. El hombre, criatura suya, debería confesar su nada ante su Creador, hincarse de rodillas ante él y adorarlo, proclamarlo Señor y respetarlo con todo su ser. Pues rebelarse ante él no es propio de seres racionales, sino de

41 irracionales, ilógicos, locos, necios, absurdos y todo lo demás que no injurie a los brutos animales. b) Si Dios no existe: consecuencias En cambio, si Dios no existe, ¿cómo y por qué existimos nosotros y el mundo entero? ¿Cómo explicamos racionalmente lo que existe nosotros, seres racionales, que no somos Dios ni parte de él, porque si lo fuéramos ya no podríamos decir que Dios no existe? Si Dios no existe, no hay nada personal, superior a nosotros personas, que piense y sienta y quiera y sea libre. ¿De dónde, pues, habría surgido la racionalidad, el pensamiento, la libertad? Porque, si Dios no existe y existimos nosotros, somos parte de una cadena irreversible, ilimitada, infinita, que ya ha sido lo que seremos en el futuro. Lo cual es una contradicción y un absurdo detrás de otro. Todo el conjunto de cosas y acontecimientos en el presente y en el pasado sería como una bola en el vacío, sin pender de nada ni de nadie; ¿no sería esto proclamarlo un ser divino? Pero llamar dios al mundo y a sus componentes sería rebajarse al nivel de los antiguos que declaraban dioses a las cosas más absurdas y a las fuerzas ciegas de la naturaleza. Así que, si se niega la existencia de un Dios, se está obligado a afirmar la existencia de muchos dioses. Si Dios no existe, podemos hacer lo que nos parezca a costa de los demás, sin que por esto nos tenga que remorder la conciencia. ¿Dónde estaría la frontera entre lo permitido y lo no permitido? ¿Quién debería señalar tal frontera? ¿Qué valor puede tener la vida humana que no se diferencia en dignidad de un insecto, del humo de la paja quemada? Si Dios no existe, no podemos quejarnos de nada a nadie, porque todo está bien hecho, pues cada cosa es modelo de sí misma, aun las conductas más aberrantes. No sería mejor lo bueno que lo malo, lo sublime que lo rastrero, un Francisco de Asís que un terrorista violador y sanguinario. ¿Por qué razón no habría de serlo? ¿Qué código habría que observar? ¿Quién marcaría ese código? ¿Cuál sería la diferencia entre la justicia y la injusticia, entre la víctima y el verdugo, entre el oprimido y el opresor...? 1.2. Pero Dios existe Ésta es nuestra fe y nuestra racionalidad: Dios existe. Visto lo visto, más racional es afirmar que Dios existe que afirmar que Dios no existe. Y si Dios existe, ¿cómo podemos conocerlo y hablar de él? ¿Qué podemos conocer de él y qué no? Nosotros no hemos inventado a Dios, y no tenemos poder para quitar y poner. Hemos recibido gratis el don de la vida; con ella hemos recibido también una herencia espiritual y cultural, unos valores en los que se apoya nuestra dignidad, que tenemos que cultivar, cuidar, respetar, conservar, transmitir y acrecentar. Si Dios existe, él tiene que estar de parte del bien y de la vida, porque son valores en sí y no contravalores. Y Dios es el fundamento de todos los valores. 2. Dios, ¿amigo del hombre? ¿Por qué ponemos el signo de interrogación? Porque es tal la distancia entre Dios y el hombre -infinita- que no parece razonable que se pueda establecer una relación que supone la

42 igualdad. Los autores sagrados se extrañan de que el Señor se preocupe del hombre: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que te ocupes de él» (Sal 8,5; cf. Sal 144,3). Para la teología del yahvista el paradigma principal del pecado o rebelión contra Dios es la aspiración, el deseo de ser como Dios (cf. Gén 3,4-5). En estas circunstancias ¿tiene sentido hablar de amistad? Los clásicos griegos consideraban una impiedad el intento del hombre por acceder al ámbito de la divinidad. Este es el gran pecado de Prometeo. Isaías, por su parte, reprende a los hijos de Israel porque se alejan del Señor, el Santo de Israel, y ponen su confianza en el auxilio que viene de Egipto, porque «los egipcios son hombres y no dios, sus caballos son carne y no espíritu» (Is 31,3). El profeta Ezequiel fustiga sin piedad la soberbia del príncipe de Tiro -la ciudad de Tiro-, porque se atreve a decir: «Soy Dios, entronizado en solio de dioses en el corazón del mar», y no reconoce la realidad: «Tú eres hombre y no dios» (Ez 28,2; ver también v. 9). Es inútil y contraproducente que el hombre se empeñe en ser más de lo que es, y mucho peor que se enfrente a Dios, que «es más grande que el hombre» (Job 33,12); por este camino jamás se conseguirá que Dios sea amigo del hombre. 3. Dios, amigo del hombre El hombre ha madurado como persona con el paso lento pero inflexible del tiempo. La historia humana ha seguido una línea ascendente indiscutible. En los últimos tres milenios el hombre ha producido grandes culturas en todos los rincones de la tierra, que testimonian su poder intelectual y lo elevan por encima de las otras especies animales que han quedado ancladas indefinidamente en el pasado. El progreso intelectual se manifiesta en las creaciones del espíritu y en el proceso cada vez más perfecto del dominio de la materia. Si comparamos el sistema de vida de las sociedades más avanzadas de nuestro tiempo con los vestigios que han llegado hasta nosotros de las culturas rudimentarias del pasado más lejano y no tan lejano, nos quedamos sin palabras para describir la diferencia tan abismal que nos separa. El ritmo del progreso técnico es cada día más acelerado. La imaginación ya no es capaz de seguir este ritmo tan endiablado. Pero el progreso científico y técnico -ilimitado- no corresponde a un progreso humanizador intelectual, ético y moral. El saber más, el poder más no significa ser mejores. A veces es todo lo contrario: a más saber, más poder; a más poder, más deshumanización. En el último siglo nunca se había llegado tan alto en el desarrollo de la ciencia; paralelamente nunca se han cometido mayores atrocidades entre los hombres. El avance en el orden del conocimiento no es un avance automático en el orden de la convivencia humana, ni en lo religioso y moral. Pero afortunadamente también contamos con una corriente paralela de humanización en todos los órdenes que nos lleva y empuja a una mayor conciencia de hermandad y solidaridad. El Espíritu del Señor no está amordazado: no hay fuerza en el mundo que lo pueda eliminar. Él está presente en el corazón de todos los hombres, y en todos actúa directamente, haciendo que seamos personas responsables y actuemos en consecuencia. El Señor sigue dándonos lecciones por medio de su palabra. Sab 7,27 dice de la Sabiduría: «Siendo una, todo lo puede; sin cambiar en nada, renueva el universo, y, entrando en las almas buenas de cada generación, va haciendo amigos de Dios y profetas». La Sabiduría es un atributo divino, como lo es la bondad, el poder, etc. Leemos en Job

43 12,13: Dios «posee sabiduría y poder». El hombre de fe la descubre en su obra, la creación: «Cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con sabiduría» (Sal 104,24); «El Señor cimentó la tierra con sabiduría y afirmó el cielo con inteligencia» (Prov 3,19). Con relación al hombre: «Todo lo creaste con tu palabra y formaste al hombre con sabiduría» (Sab 9,1-2). De manera especial se subraya el carácter divino de la Sabiduría en el libro que lleva su nombre, cuando se personifica y aparece sustituyendo al mismo Dios: «Artífice del cosmos» se le llama en Sab 7,22; «Artífice de los seres» en 8,6, como en Sab 13,1 se dice de Dios «el que es», «el Artífice». La Escritura no conoce más que un Creador y Hacedor de todo (cf. Gén 1,1), Dios único, cuyo nombre es el Señor (cf. Dt 6,4; Is 45,5). La Sabiduría, que lo ha hecho todo, está presente en todo lugar y sabiamente dirige la marcha del universo, «alcanza con vigor de extremo a extremo y gobierna el universo con acierto» (Sab 8,1). Casi con las mismas palabras se afirma de Dios en Sab 15,1: «Pero tú, Dios nuestro, gobiernas el universo con misericordia». No hay duda, pues, de que la Sabiduría es de orden estrictamente divino. Siendo una, todo lo puede, pues en su unidad simplicísima se identifica con el atributo divino de la omnipotencia. La Sabiduría, como Dios, no cambia en sí misma ni se transmuta, pero puede cambiarlo y renovarlo todo. La renovación de todo nos recuerda el poder creador y recreador de Dios en la naturaleza y en la historia de salvación. Habla Dios en Isaías: «Lo antiguo ya ha sucedido y algo nuevo yo anuncio, antes de que brote yo os lo comunico» (Is 42,9); y poco más adelante: «Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?» (Is 43,19). Palabras parecidas pone el vidente del Apocalipsis de Juan en boca de Dios Padre, «sentado en el trono», ya en el estadio definitivo escatológico: «Mira, hago nuevas todas las cosas» (Apoc 21,5). La Sabiduría divina, como el Espíritu, todo lo invade y lo penetra con su presencia activa y benéfica (cf. Sab 1,7); pero tiene predilección por el hombre (cf. Prov 8,31), que ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza para poder dialogar con él y hacerlo partícipe de sus dones y de sí mismo. Si el hombre, simple criatura, no puede ascender y ponerse a la altura de su Creador, él sí puede descender y ponerse al nivel de su criatura. El lenguaje metafórico expresa una realidad, inalcanzable a la mente humana: que Dios, el Señor, infinito y trascendente, quiere dialogar con el hombre y tratarlo como si fuera su igual, respetando su libertad. Jesucristo es la prueba irrefutable de la seriedad de esta voluntad divina, de este plan maravilloso de salvación: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la condición de hijos. Y, como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo: y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Gál 4,4-7). Las tres divinas personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, intervienen en la obra de la exaltación y salvación del hombre. El Padre nos da a su propio Hijo (ver también Jn 3,16); con el Hijo nos da también el Espíritu de su Hijo, que nos hace sentirnos y ser hijos suyos con todos los derechos de herencia. Por la encarnación del Hijo el hombre es elevado a la esfera divina: Jesucristo puede decir: «Yo y el Padre somos uno», lo que a los oídos de los judíos suena a blasfemia, «porque tú, siendo hombre te haces Dios» (Jn 10,30.33). Pero, como les responde Jesús, «si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras, y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10,37-38). Jesucristo, el Señor resucitado, sigue actuando en el corazón de todos los hombres de un modo oculto y callado, como la Sabiduría divina, que entra en las almas buenas; pero jamás

44 de modo violento. Él llama antes de entrar y espera que se le abra libre y gustosamente la puerta de la intimidad personal, según leemos en el Apocalipsis: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Apoc 3,20). Si el Señor llama a la puerta de nuestro corazón, ya nos está dando la posibilidad de que le abramos libremente, de que le demos una respuesta positiva a su invitación, y así él entre y tome posesión de nuestra intimidad. Desde ese momento la vida divina nos inunda y nuestra vida ya no es nuestra, sino de Dios: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2,20). Jesús compara su vida íntima y divina a la savia del tronco de la vid; por esta savia vive el tronco y los sarmientos que están unidos a él; así nosotros, nuevos sarmientos, también viviremos, si estamos unidos a Cristo: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos» (Jn 15,5). Por la participación en la vida divina nos convertimos en amigos de Dios y profetas. La Sabiduría de Dios, según la antigua alianza; Jesucristo, la verdadera sabiduría de Dios en la nueva alianza (cf. 1 Cor 1,24.30), nos elevan a la altísima categoría de “amigos de Dios y profetas”. La amistad une a los que son diferentes y hace iguales a los que no lo son, aquí nada menos que a Dios y al hombre.

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5 Lo que Dios ha dispuesto para sus amigos Acabamos de decir que Dios nos ha elevado a la categoría de sus amigos. Si Dios no nos lo hubiera revelado primero por medio de sus enviados y, últimamente, por medio de su Hijo en persona, nuestro Señor Jesucristo, no podríamos ni siquiera imaginarlo. ¡Tan alta es la dignidad, tan grande es el honor! En el presente capítulo vamos a intentar asomarnos al abismo de los designios de divinos sobre el hombre, no por soberbia ni orgullo desmesurado (_βρις), sino porque Dios mismo nos invita a ello, como aprendemos de la lectura de la sagrada Escritura: Dios nos ha regalado una existencia, abierta a un horizonte ilimitado, infinito; al crear el mundo y al hombre en el mundo, ha iniciado un diálogo con el hombre; diálogo que él quiere continuar amigablemente con cada uno de nosotros y con los que nos sucedan hasta el final de los tiempos en este suelo nuestro, que llamamos tierra, y en la casa del Padre, que llamamos cielo o vida eterna. 1. Iniciativa de Dios en su plan-proyecto En este primer apartado queremos aclarar dos grandes conceptos fundamentales, que condicionan nuestras reflexiones de fe y están presentes en todo lo que ha de venir; éstos conceptos son: Iniciativa de Dios y plan-proyecto de Dios 1.1. Iniciativa de Dios Al hablar de iniciativa de Dios, queremos significar que él ha sido el primero en actuar y nadie ni nada ha podido precederle, pues Dios es el primero en todo: «Antes que naciesen los montes, o fuera engendrado el orbe de la tierra, desde siempre y por siempre tú eres Dios» (Sal 90,2). Dios no tiene principio, todo lo demás sí, como nos dice la Escritura en su mismo inicio: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gén 1,1). Por esta misma razón el mundo está bien fundamentado y asentado en todos los órdenes de la lógica más exigente. Dios se presenta en la Ley y los Profetas como un ser libre y personal. Esta presentación o manifestación de Dios no sucede de repente, sino paulatinamente a través de la historia de los pueblos. Los acontecimientos de la historia son interpretados por hombres llenos del espíritu del Señor, de fe profunda, que descubren la presencia invisible del Señor donde otros no la ven. Para el pueblo judío primero, y después para el cristiano, el lugar privilegiado de la manifestación de esta presencia del Señor ha sido y es la historia del pueblo de Israel y del Israel de Dios, la Iglesia (cf. Gál 6,16). No excluimos, naturalmente, la presencia activa del Señor de ninguna parte de su creación ni de momento alguno de la prehistoria e historia humanas (cf. Gén 1-11).

46 En los relatos de creación Dios manifiesta solemnemente su libertad y soberanidad: «Dijo Dios...; y vio Dios.... Hagamos al hombre... Y vio Dios todo lo que había hecho; y era muy bueno» (Gén 1). En Sal 135,6 leemos: «El Señor todo lo que quiere lo hace: en el cielo y en la tierra, en los mares y en los océanos». Los autores sagrados afirman la existencia de relaciones especiales entre los hombres y Dios en las diferentes etapas de la historia humana. El establecimiento de estas relaciones de amistad se concretan en pactos bilaterales entre Dios y hombres elegidos, que son dignos representantes de la raza humana. La iniciativa en estos pactos entre partes tan desiguales -Dios y el hombre- corresponde siempre a Dios que, por amor a su criatura, se digna ponerse a su nivel, como el padre que desde el suelo eleva a su hijo pequeño para que éste pueda besarlo. Implícitamente hay un pacto entre Dios, que crea, y el ser humano -varón y hembra-, que es creado a su imagen y semejanza y es bendecido por él para que se multiplique sobre la tierra que generosamente le regala (cf. Gén 1,26-31). El pacto es explícito entre Dios y Noé con sus hijos: la nueva humanidad y el mundo entero en la mente del autor sagrado: «Dijo Dios a Noé y sus hijos: Yo hago un pacto con vosotros y con vuestros descendientes, con todos los animales que os acompañaron: aves, ganado y fieras; con todos los que salieron del arca y ahora viven en la tierra. Hago un pacto con vosotros» (Gén 9,8-11). El pacto garantiza para siempre la permanencia de la vida sobre la tierra. El arco iris servirá de recordatorio perpetuo de este pacto solemne: «Ésta es la señal del pacto que hago con vosotros y con todo lo que vive con vosotros, para todas las edades: Pondré mi arco en el cielo, como señal de mi pacto con la tierra. Cuando yo envíe nubes sobre la tierra, aparecerá en las nubes el arco, y recordaré mi pacto con vosotros y con todos los animales, y el diluvio no volverá a destruir los vivientes. Saldrá el arco en las nubes, y al verlo recordaré mi pacto perpetuo. Pacto de Dios con todos los seres vivos, con todo lo que vive en la tierra. Dios dijo a Noé: Ésta es la señal del pacto que hago con todo lo que vive en la tierra» (Gén 9,12-17). Dios, Señor libre y soberano de todo, elige a quien quiere y lo convierte en signo visible de su amor universal de padre/madre sin exclusivismos. Abrahán y sus descendientes son elegidos por Dios para que en ellos se manifieste ante todos los pueblos de la tierra que el amor de Dios hacia los hombres es inquebrantable, porque él es fiel a sí mismo: «Mira, éste es mi pacto contigo: serás padre de una multitud de pueblos. ... Mantendré mi pacto contigo y con tu descendencia en futuras generaciones, como pacto perpetuo. Seré tu Dios y el de tus descendientes futuros» (Gén 17,4-7). El pacto que Dios hace con Abrahán y sus descendientes persiste, aunque lo quebranten unilateralmente los hombres. Esto queda plasmado en las confesiones del Deuteronomio: «Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió no fue por ser vosotros más numerosos que los demás -porque sois el pueblo más pequeño-, sino que por puro amor vuestro, por mantener el juramento que había hecho a vuestros padres, os sacó el Señor de Egipto con mano fuerte y os rescató de la esclavitud, del dominio del faraón, rey de Egipto. Así sabrás que el Señor, tu Dios, es Dios, un Dios fiel» (Dt 7,7-9; ver también 9,5-8). El segundo Isaías proclama también la libertad del Señor, el único Soberano, que elige al pueblo creado por él para que sea signo visible de su amor inalterable a su creación: «Así dice el Señor Dios, que creó y desplegó el cielo, afianzó la tierra con su vegetación, dio respiro al

47 pueblo que la habita y el aliento a los que se mueven en ella. Yo, el Señor, te he llamado para la justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas: Yo soy el Señor, éste es mi nombre, no cedo mi gloria a nadie ni mi honor a los ídolos. Lo antiguo ya ha sucedido, y algo nuevo yo anuncio, antes de que brote os lo comunico» (Is 42,5-9). El Señor domina y guía la historia, a veces paradójicamente, sirviéndose de los que se proclaman a sí mismos señores y dueños del destino de los pueblos: «Así dice el Señor a su ungido, Ciro, a quien lleva de la mano: Doblegaré ante él las naciones, desceñiré las cinturas de los reyes, abriré ante él las puertas, los batientes no se le cerrarán. Yo iré delante de ti allanándote cerros; haré trizas las puertas de bronce, arrancaré los cerrojos de hierro, te daré tesoros ocultos, caudales escondidos. Así sabrás que yo soy el Señor, que te llamo por tu nombre, el Dios de Israel» (Is 45,1-3). Cuando parece que Dios ha abandonado a su pueblo, sumido en las desdichas, se oyen voces, como la de Ageo, que proclaman el nombre de Dios: «¡A la obra!, que yo estoy con vosotros -oráculo del Señor de los ejércitos-. El pacto que hice con vosotros cuando salisteis de Egipto y mi espíritu sigue entre vosotros; no temáis. (...) Mía es la plata, mío es el oro -oráculo del Señor de los ejércitos-. La gloria de este segundo templo [el de Zorobabel] será mayor que la del primero [el de Salomón] -dice el Señor de los ejércitos-. En este sitio daré la paz -oráculo del Señor de los ejércitos-» (Ageo 2,4-5.8-9).. 1.2. Plan-proyecto de Dios Del hombre decimos que tiene sus planes y proyectos de futuro; de los seres irracionales jamás se nos ocurrirá decir lo mismo, aunque haya algunos como el caballo, el perro, el delfín, que parece que proceden con inteligencia. A los arquitectos se les puede encargar hacer una urbanización; a los ingenieros una autopista. Ellos estudiarán el terreno, harán sus primeros esbozos y, después de muchas correcciones, presentarán unos planos donde se verán plasmadas las ideas que se les hayan ocurrido y el modo práctico de llevarlas a cabo. Al conjunto de estos trabajos previos a la realización de las obras se les llama un proyecto. Pero ni los planos en detalle, ni los proyectos en su conjunto sirven para nada, si no se realizan, si no se llevan a la práctica. Los planes o proyectos pueden referirse también a la realización en el tiempo de otras acciones humanas, como hacer un viaje, escribir un libro, contraer matrimonio, etc. Se pueden señalar algunas diferencias de matiz entre plan (los planes, los planos) y proyecto. El plan parece algo más estático; el proyecto, en cambio, sugiere algo dinámico, en movimiento: algo que sólo existe en la cabeza, en los papeles, pero que con el paso del tiempo hay que llevar a la práctica. «A Dios nadie le ha visto jamás» (Jn 1,18a), «ni le puede ver» (1 Tim 6,16 cf. Éx 33,20; Jn 6,46; 1 Jn 4,12); de él sólo podemos hablar analógicamente. En la sagrada Escritura se nos ha revelado como ser personal. De él, como de su Padre, nos ha hablado con toda propiedad nuestro Señor Jesucristo. Los escritos de san Juan y san Pablo son un maravilloso testimonio de ello (cf. Jn 1,18; 5,19-47; 6,32-66; 8,31-59; 14-17; Rom 1,1-4; 8,14-17.28-39; 2 Cor 1,1-4; Gál 4,4-7; Ef 1,3-6; 4,16; etc.). Es verdad que nunca hemos visto a Dios; pero no sólo se puede hablar legítimamente de lo que hemos visto personalmente, también hablamos de lo que se nos ha comunicado por testigos fidedignos. San Juan nos dice al comienzo de su primera carta: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de vida, -pues la

48 Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba junto al Padre y que se nos manifestó- lo hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,1-3). Confiados en estos testimonios nos atrevemos a hablar de Dios y de su plan de salvación, y a intentar descubrir algo de sus ocultas intenciones, al crear. Nos imaginamos a Dios como un ser personal, que piensa, hace planes y proyectos como hacemos nosotros. Y es que de Dios sólo podemos hablar a nuestro modo, antropomórficamente, que es como hablar a tientas (cf. Hch 17,27). De todas formas, preferimos llamar al plan de Dios sobre su creación plan-proyecto, para subrayar su aspecto dinámico, orientado a la realización de su contenido en el espacio y en el tiempo, constitutivos esenciales de todos los seres creados, de la creación en sí. El Señor es fiel a su palabra y cumple las promesas que ha hecho, aunque parezcan imposibles: «Así dice el Señor de los ejércitos: Yo salvaré a mi pueblo y lo traeré de los países de levante y poniente, para que habite en Jerusalén. Ellos serán mi pueblo, yo seré su Dios auténtico y legítimo» (Zac 8,7-8). La fe de Israel en su Señor se ha mantenido firme como una roca a través de los siglos, especialmente en los momentos más difíciles. El libro de Judit es todo un símbolo del testimonio de esta fe, purificada con las pruebas y persecuciones siempre presentes. Dios es el Señor del cielo, de la tierra, del hombre y de su historia. Él está al principio y al fin, porque es principio y fin de todo, o mejor, porque no tiene principio ni fin, sino es presente eterno, como dice Judit en su oración al Señor: «Porque tú hiciste lo de antes y aquello y lo de después; proyectas el presente y el futuro, y ocurre lo que pensaste. Tus proyectos se presentan y dicen: “Mira, aquí estamos”. Pues todos tus caminos están preparados, y tu decisión, prevista de antemano» (Jdt 9,5-6). Judit acaba de recordar en 9,2 la sangrienta acción de su antepasado Simeón (cf. Gén 34), pero atribuida en todo momento al Señor: Tú hiciste aquello, convirtiendo aquel momento en el centro y gozne del tiempo y de los acontecimientos de la historia de Israel. También hiciste lo de antes, «lo anterior a aquello». Dios es Señor de toda la historia y prehistoria de Israel y de todos los pueblos desde el comienzo. Porque a él se debe el comienzo de todo, al crear el cielo, la tierra y al hombre en ella. La repoblación de la tierra por parte del hombre está dentro de los planes de Dios: «Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (Gén 1,28); «El Altísimo dio a cada pueblo su heredad, y distribuyó a los hijos de Adán, trazando las fronteras de las naciones, según el número de los hijos de Dios» (Dt 32,8). La historia sigue su curso, que el hombre no puede controlar; el poder real, pero oculto, del Señor sí puede controlarlo. Tú hiciste lo de después, incluidos el desastre mayor de Israel en tiempos de Nabucodonosor y la posterior restauración del pueblo. Las formulaciones del autor en boca de Judit alcanzan una precisión teológica sobresaliente. La voluntad del Señor son sus proyectos, que abarcan el pasado, el presente y el futuro del hombre, del pueblo de Israel y de todos los pueblos. En Is 48,3 oímos que Dios proclama: «El pasado lo predije de antemano: de mi boca salió y lo anuncié; de repente lo realicé y sucedió». Como Dueño y Señor del tiempo y del espacio, añade el autor de Judit: Tú proyectas el presente y el futuro; siguiendo el pensamiento del segundo Isaías, que hace hablar a Dios: «De antemano yo anuncio el futuro; por adelantado lo que aún no ha sucedido. Digo: “Mi designio se cumplirá, mi voluntad la realizo”» (Is 46,10; cf. 42,9; 44,7-8; 65,17-25). No puede haber, pues, para el Señor sorpresa alguna: Ocurre lo que pensaste; si no fuera

49 así, Dios no sería Dios; algo quedaría fuera de la órbita de su dominio absoluto. El autor desciende de las afirmaciones abstractas a la personificación concreta de sus proyectos, que se presentan ante él como subordinados que obedecen a la voz de su señor: Mira, aquí estamos. Alguna vez aparecen personificados en la Escritura el cielo, la tierra, las estrellas y los elementos. El lenguaje es altamente poético. Así leemos en Is 48,13: «Mi mano cimentó la tierra, mi diestra desplegó el cielo; cuando yo los llamo comparecen juntos». No sólo obedecen a la llamada del Señor; también cumplen fielmente la función permanente que Dios les encomienda: «Las estrellas adornan la belleza del cielo y su luz resplandece en la altura divina; a una orden de Dios ocupan su puesto y no se cansan de hacer la guardia», como fieles soldados del ejército celestial (Eclo 43,9-10; cf. Is 40,26). Como si fueran seres inteligentes, hasta responden a la llamada de su Señor: «¿Despachas a los rayos y ellos vienen y te dicen: “Aquí estamos”?», dice Dios a Job (Job 38,35). Dice también Bar 3,32b-35: «El que creó la tierra para siempre y la llenó de animales cuadrúpedos, envía el rayo y él va, lo llama y le obedece temblando; a los astros que brillan gozosos en sus puestos de guardia, los llama y responden: “¡Presentes!”, y brillan gozosos para su Creador». La novedad que nos ofrece Judit es que quien se presenta ante el Señor, para saludarle y ponerse a su disposición, no es una criatura grandiosa y bella, sino sus propios proyectos, como si se tratara de un desdoblamiento de sí mismo. Los proyectos del Señor pueden entenderse en su máxima amplitud, como la expresión de su voluntad benéfica y universal en favor de todas las criaturas; con mayor razón en favor de su criatura racional sobre la tierra, el hombre. El plan de salvación del Señor es el camino que el hombre -todo hombre- ha de recorrer, según la voluntad expresa del Señor, ya preparado y señalado por el mismo Señor, y que todo hijo de Israel bien instruido lo identifica al momento con la Ley o Torá (cf. Sal 119), expresión escrita de las determinaciones y decisiones del Señor, que todo lo ve de antemano, «porque los ojos de Dios miran los caminos del hombre y vigilan todos sus pasos; no hay tinieblas ni sombras donde puedan esconderse los malhechores» (Job 34,21-22; cf. Sal 139,11-12). En el estadio último y definitivo de la revelación el Señor confirma la Escritura: la Ley y los Profetas. Claramente nos va a manifestar en qué consiste su plan-proyecto de salvación, al mismo tiempo que nos muestra la naturaleza del manantial de donde brota tanta bondad, pues «Dios es amor» y, consiguientemente, «todo el que ama es hijo de Dios y conoce a Dios» (1 Jn 4,7-8). El amor esencialmente es donación, como iniciativa o como respuesta. En Dios no cabe el amor como respuesta, pues Dios lleva la iniciativa en todo, él es el primero, como expresamente nos dice 1 Jn 4,19: «Podemos amar nosotros porque él nos amó primero». 2. Plan-proyecto de Dios sobre la creación en general Al preguntar sobre el plan-proyecto de Dios sobre la creación nos introducimos en lo más íntimo de él, en el misterio de sus intenciones. Nuestra actitud es la de sumo respeto y humildad, como la de san Pablo que, en un caso semejante, exclama: «¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y prudencia el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones, qué irrastreables sus caminos! ¿Quién conoce la mente de Dios?, ¿quién fue su consejero? ¿Quién le dio primero para recibir en cambio?» (Rom 11,33-35). Confiamos en la misericordia del Señor que libérrimamente ha querido hablarnos de sí mismo en las sagradas Escrituras por medio de sus enviados y profetas, y, últimamente, por medio de su propio Hijo, nuestro Señor Jesucristo (cf. Heb 1,1-4). Confesamos abiertamente que sólo podemos llegar a conocer el planproyecto de Dios sobre el mundo en su totalidad y, en estrecha relación con él, el plan de Dios

50 sobre el hombre, si Dios mismo nos lo revela. De hecho así ha sucedido: Dios se ha manifestado al hombre progresivamente en la que llamamos historia de la salvación. Creemos que la creación es la realización del plan-proyecto de Dios, que es un plan de salvación, porque es participación de la bondad y misericordia del Señor. Todo lo que es y tiene la criatura, en cuanto criatura, lo ha recibido de Dios, es un don de su Creador y Señor, el único que es por excelencia (cf. Éx 3,14; Sab 13,1), y del que procede todo ser y conjunto de seres en lo que llamamos creación, mundo, universo. Con toda razón el autor del libro de la Sabiduría puede decir de ella que «es un tesoro inagotable para los hombres» (Sab 7,14a), que en ella «había riquezas incontables» (Sab 7,11b; cf. Eclo 24,29). La Sabiduría, en este aspecto, participa de las propiedades de su fuente original: los dones de Dios son tan inagotables como Dios mismo, océano infinito en anchura y en profundidad. 2.1. La creación es participación de la plenitud de Dios La criatura, toda criatura, es un ser relativo, dice relación al ser que no es criatura, sino Creador y ser absoluto: Dios, que no depende de nada ni de nadie, se basta a sí mismo y ni siquiera necesita de las categorías de espacio y tiempo para ser. Nosotros, sin embargo, sí tenemos necesidad de estas categorías -el espacio y el tiempo- para imaginar cualquier cosa y pensar en ella, aunque, si se trata de Dios, tengamos que negarlas a renglón seguido: «Antes que naciesen los montes, o fuera engendrado el orbe de la tierra, desde siempre y por siempre tú eres Dios» (Sal 90,2). Cuando decimos que Dios existe fuera del espacio y del tiempo, queremos decir que Dios no es ni espacial ni temporal, como somos nosotros y todos los seres que nos rodean; ni que ocupa un espacio y un tiempo desconocidos para nosotros. Esto sería proyectar imaginativamente nuestro espacio y nuestro tiempo a otra dimensión no experimentable con la intención subrepticia de someter a nuestro control mental lo que no es controlable de ningún modo, engañándonos a nosotros mismos y cayendo en las redes de nuestra propia imaginación. Dios es Dios y no hombre, como nos recuerda el mismo Señor por medio de su profeta Oseas: «Porque yo soy Dios y no hombre» (Os 11,9). Nosotros, por el contrario, somos hombres y no Dios, aunque desde el principio aceche la tentación de considerarnos dioses, de intentar ser como Dios (cf. Gén 3,5). ¡A tan alto grado de necedad y soberbia es capaz de llegar el hombre! (cf. Ez 28,2.9). Al querer explicar en qué consiste la acción creativa de Dios, nuestra imaginación vuela de inmediato al origen primero de las cosas, como si la creación o acción creativa de Dios fuera ese primer impulso de Dios para que los seres empezaran a existir. Esto es lo que nos sugiere una interpretación demasiado común y simplista del primer capítulo del Génesis : «Al principio creó Dios el cielo y la tierra. (...) Y dijo Dios: “Hágase la luz”, y la luz fue hecha...» (Gén 1,13). Pero la acción creativa de Dios es algo más que un primer impulso de Dios para que empiece a existir lo que antes no existía. Porque lo que ha empezado una vez a existir sigue existiendo y requiriendo de parte de Dios la misma acción creadora del principio, ya que la criatura -lo creado- no deja de ser criatura en ningún momento de su existencia. A esta continuada acción creadora de Dios la llamamos acción sustentadora, de la misma naturaleza que la primera y no distinta de ella, pues es la misma presencia activa de Dios en su mundo, el medio divino en el que la creación entera se mantiene, como dice san Pablo al hablar de Dios a los curiosos y cultos atenienses: «Pues no está lejos de ninguno de nosotros, ya que en él vivimos, y nos movemos y existimos» (Hch 17,27-28).

51 Dios es plenitud, la plenitud del ser; en él toda posibilidad es realidad, o, como nos dice Jesús Ben Sira: «Él lo es todo» (Eclo 43,27), sin que por ello afirme el panteísmo que dice que “todo es Dios”, y no hace distinción entre las cosas y Dios. En el contexto de la sentencia del Sirácida se afirma todo lo contrario. La existencia del Señor, que «es más grande que todas sus obras» (Eclo 43,28), no excluye la multiplicidad de los seres que componen el mundo, sino todo lo contrario; precisamente la atrevida afirmación: “Él lo es todo”, es el colofón de una enumeración de criaturas y obras del Señor (cf. Eclo 42,15-43,26). Que la creación es participación de la plenitud de Dios es conclusión de un proceso intelectual. En este párrafo nos imponemos la tarea de recorrer paso a paso este proceso que no queremos que se quede en una pura especulación. Para esto recorreremos muchos de los pasajes de la sagrada Escritura que tratan de la llenura y plenitud en general, y de la llenura y plenitud de Dios en particular. a) La plenitud en general La contemplación del mar abierto, de la inmensa masa de agua limitada por la línea en círculo del horizonte, nos da la sensación de una plenitud total, porque «las aguas cubren el mar» (Is 11,9). Pero esta plenitud no es absoluta: el mar puede seguir recibiendo agua sin fin de la lluvia, de los ríos: «Todos los ríos caminan al mar y el mar no se llena» (Ecl 1,7). La simple observación del hombre no advierte cambio alguno en el nivel de las aguas. Aristófanes hacía la siguiente observación: «El mar no crece, aunque los ríos desembocan [en él] sin cesar» (Las Nubes, 1293-1294). El concepto de plenitud se expresa varias veces en los Salmos con el vocablo griego plήrwma, que abarca todo aquello que colma y llena un espacio determinado: La tierra: «Del Señor es la tierra y cuanto la llena [to. plh,rwma auvth/j], el orbe, y todos sus habitantes» (Sal 24,1). El orbe: «Si tuviera hambre, no te lo diría: pues el orbe y cuanto lo llena [to. plh,rwma auvthj] es mío» (Sal 50,12; ver también 89,12). El mar: «Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo llena [to. plh,rwma auvth/j]» (Sal 96,11; ver también Sal 98,7 y 1 Crón 16,32). El concepto de plenitud -plh,rwma- se aplicará en el NT a lo divino, especialmente con relación a Cristo. b) La plenitud en particular Son muchos los pasajes de la Escritura en que se habla metafóricamente de la plenitud de Dios, bien sea porque Dios lo llena todo, bien sea porque Dios mismo es la plenitud. Dios lo llena todo. El Éxodo habla de la presencia activa del Señor en medio de su pueblo con la metáfora de la nube: «No se apartó del pueblo ni la columna de nube por el día, ni la columna de fuego por la noche» (Éx 13,22; ver también 19,16). La nube está por la gloria del Señor o su manifestación: «Después Moisés subió al monte. La nube cubría el monte. La gloria del Señor descansaba sobre el monte Sinaí y la nube lo cubrió durante seis días. Al

52 séptimo día, el Señor llamó a Moisés de en medio de la nube» (Éx 24,15-16). Los autores sagrados: historiadores, cronistas, profetas, se servirán de la misma tradición para reafirmar la fe en la presencia viva y activa del Señor en el lugar reducido del templo y en el universal del cielo y de la tierra, del universo entero. La presencia del Señor llena el templo. «Cuando los sacerdotes salieron del templo, -pues la nube había llenado el templo del Señor-, los sacerdotes no pudieron permanecer ante la nube para completar el servicio, pues la gloria del Señor llenaba el templo del Señor» (1 Re 8,10-11; cf. 2 Crón 5,13-14; 7,1). Ezequiel habla también de la presencia de la gloria del Señor en el antiguo templo de Salomón antes de su total destrucción: «Los querubines estaban parados a la derecha del templo cuando entró el hombre, y la nube llenaba el atrio interior. La gloria del Señor se elevó de encima de los querubines hacia el umbral del templo, que se llenó de la nube, mientras el atrio estaba lleno del resplandor de la gloria del Señor» (Ez 10,3-4; cf. 11,22-25). Ezequiel vuelve a hablar del segundo templo y de su gloria, como signo de esperanza en la perenne protección del Señor sobre su pueblo: «El espíritu me levantó y me introdujo en el atrio interior, y he aquí que la gloria del Señor llenaba el templo» (Ez 43,5; cf. 44,4). En la célebre visión de Isaías se une el templo con la tierra entera: «El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y la orla de su manto llenaba el templo. ... Y se gritaban [los dos querubines] el uno al otro: “Santo, santo, santo, el Señor Sebaot: llena está toda la tierra de su gloria”» (Is 6,1.3). Como un eco de esta visión de Isaías resuena vibrante la palabra de Habacuc: «Viene Dios de Temán, el Santo, del monte Parán. Su majestad cubre los cielos, de su gloria está llena la tierra» (Hab 3,3; cf. Sal 72,19). Y por si alguno pone en duda la presencia del Señor en su universo, Jeremías se pregunta y, al mismo tiempo, responde: «¿Soy yo un Dios sólo de cerca -oráculo del Señor- y no soy de lejos? ¿O se esconderá alguno en escondite donde yo no le vea? -oráculo del Señor-. ¿Los cielos y la tierra no los lleno yo? -oráculo del Señor» (Jer 23,23-24). A la gloria o esplendor del Señor sustituye alguna vez su bondad o misericordia, como en Sal 33,5: «La bondad del Señor llena la tierra», y en Sal 119,64: «Señor, de tu bondad está llena la tierra». En los umbrales del NT es firme en todo Israel la convicción de que el Señor, o su Espíritu, está presente en el universo y lo llena, como leemos en el libro de la Sabiduría: «Porque el Espíritu del Señor llena la tierra y, como da consistencia al universo, no ignora ningún sonido» (Sab 1,7). El Espíritu del Señor cubría los abismos antes de que Dios pusiera orden en el universo (cf. Gén 1,2); en Sab el Espíritu del Señor llena, penetra toda la tierra (cf. Sab 7,24: 8,1), está presente en el mundo conocido y habitado por el hombre. Es una enseñanza tradicional el dogma de la omnipresencia divina: Que Dios está presente en todo lugar y que lo llena todo (cf. Jer 23,24). Por esta omnipresencia Dios conoce todo lo que ocurre entre los hombres y en todo el universo (cf. Job 28,24; Sal 139,1-12; Prov 15,11; Eclo 42,18-20; Dan 13,42, etc.). El Espíritu del Señor mantiene la cohesión de todo el cosmos: Él le da consistencia y unidad por ser su Creador y Conservador, sin que por esto llegue a ser alma del mundo en sentido platónico. 2.2. Plan-proyecto de Dios sobre el hombre Dios, en la plenitud de su ser bueno, generoso, feliz, ha querido hacer partícipes de sí

53 mismo a los seres que libre y amorosamente ha creado. Cada una de las criaturas participa de Dios según su modo de ser o naturaleza: las criaturas irracionales como irracionales, el hombre como hombre. Los autores sagrados, a veces, hacen actuar como seres personales y conscientes a los que no lo son; los convierten en observantes perfectos de la Ley de Dios, porque en ellos se cumplen las leyes de la naturaleza: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra» (Sal 19,2-3). También aparece la naturaleza como un colaborador consciente en las manos de Dios, para corregir a los malvados o bendecir a los justos: «La creación, sirviéndote a ti, su Hacedor, se tensa para castigar a los malvados y se distiende para beneficiar a los que confían en ti» (Sab 16,24). Atrevidamente emplea el autor la metáfora del arco tenso o aflojado, como signo de guerra o de paz, de amenaza o de reconciliación. a) Dios crea al hombre “a su imagen y semejanza” Tenemos que confesar que el único ser de nuestro universo que es capaz de conocer al Señor y de reconocer sus beneficios es el hombre. Sin embargo, la experiencia nos enseña que somos seres muy limitados en el orden físico, intelectual y moral. Nuestras capacidades se agotan con frecuencia, dejando al descubierto nuestras carencias, cuyo fundamento nos lo descubren de consuno la luz de la razón y de la fe. Nosotros no somos seres absolutos, autónomos, independientes, sino relativos, dependientes, seres magníficos entre los magníficos, pero criaturas de Dios, obra de sus manos. En su plan maravilloso Dios ha querido crear una criatura a la que pueda comunicarse como persona y de la que pueda recibir también una respuesta como persona. Esta criatura es el hombre, ser personal y libre; en cierto sentido una réplica de Dios mismo en miniatura y a escala creatural, pues ha sido creado por Dios “a su imagen y semejanza” (cf. Gén 1,26-27). La miniatura es tan perfecta que los autores inspirados exclaman asombrados: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? Lo hiciste poco inferior a un dios, lo coronaste de gloria y dignidad» (Sal 8,4-6; cf. Sal 144,3; Eclo 18,3). Si el hombre contempla el cielo y capta su grandiosidad y belleza, es que es más que el cielo; si enumera las obras incontables que llenan el cielo y la tierra, si trasciende el espacio inmenso que todo lo engloba, si descubre detrás de todas las cosas al Creador de ellas, es que el hombre se trasciende a sí mismo y va más allá de todas las cosas, es algo muy grande y desconocido, por lo que pregunta al que puede responderle, por ser su principio y origen, quien lo ha concebido y creado “a su imagen y semejanza”. Desde que el hombre aprendió a manejar el barro con sus manos y dar formas bellas a lo informe, los autores inspirados contaron con una nueva imagen para explicar mejor a sus oyentes y lectores que el hombre era criatura de Dios, hechura de sus manos. La imagen del alfarero que trabaja la arcilla en su taller debió de ser muy familiar en todos los pueblos desde el descubrimiento de la cerámica. Aún hoy día llama la atención su destreza en el modelado del barro bien preparado. Jer 18,2-4 y Eclo 38,29-30 nos describen al alfarero en plena acción. Al Señor se le concibe como un alfarero que modela al hombre del barro de la tierra: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo» (Gén 2,7). El autor se mueve en el mundo de las imágenes; no pretende, por tanto, con esta imagen -la del alfarero- darnos noticia de cómo apareció por primera vez el hombre sobre la tierra. Una prueba de esto es que otros autores

54 bíblicos posteriores, que conocieron el relato de Gén 2,7, dan otras versiones del hecho o se lo aplican a sí mismos y a todos los hombres (cf. Gén 1,26-27; Job 10,8-9; 33,4.6; Sal 103,14; Is 64,7; Ecl 12,7; Eclo 17,1-3; 33,10.13; Sab 15,8.11; etc.). Con la viñeta del Dios-alfarero el autor de Gén 2,7 nos comunica cosas muy importantes, de ellas subrayamos cuatro: 1. Debilidad del hombre: Con la imagen polvo de la tierra el autor sagrado expresa la realidad del hombre ante Dios: es como un poco de barro en manos del alfarero, es polvo y ceniza delante del poder y de la santidad de Dios. 2. Trascendencia de Dios: Junto al barro modelado sin vida está Dios, cuyo querer es poder, origen de la vida y Señor absoluto del hombre, hechura de sus manos. 3. Grandeza del hombre, no precisamente por lo que tiene de tierra, sino por el espíritu de vida que ha recibido de Dios y porque su Hacedor es el Señor. 4. Solidaridad humana: Por la igualdad en el origen y término todos los hombres somos iguales, en nuestra pequeñez y en nuestra grandeza. La imagen del movimiento circular: venimos de la tierra y pronto volveremos a ella, expresa gráficamente lo efímero de la vida humana. Pero el hombre no es sólo este ser hijo de la tierra y destinado a disolverse en ella. Por ser, además de tierra, espíritu, puede elevarse al ámbito de lo divino y entablar diálogo con Dios. El alma, principio vital, proviene de Dios, es como un empréstito de Dios. Del alfarero de ídolos dice Sab 15,8: «Con el mismo barro modela un dios falso, el que poco antes nació de la tierra, para volver en breve allí de donde fue sacado, cuando le reclamen la vida prestada» (ver, además, Sab 15,16). Es frecuente entre griegos y romanos la concepción del alma como un préstamo, como una deuda que se devuelve o se paga al morir: «La vida a nadie se da en propiedad, a todos en usufructo»35. Cicerón escribe: «La naturaleza te dio el usufructo de la vida como se da el dinero, sin señalar día para el pago. ¿Por qué te quejas cuando te reclama lo que es suyo? Con esa condición lo habías recibido»36. Cuando «el espíritu vuelve a Dios» (Ecl 12,7b), el hombre deberá rendir cuentas de su vida. También es un tópico helenístico el tema del artesano que de la misma materia fabrica utensilios u objetos para usos nobles y comunes, santos y profanos (cf. Sab 13,11-13). Horacio escribe satíricamente: «Era yo en otros tiempos un tronco de higuera, un leño inútil, cuando un artesano, dudando de si hacer conmigo un taburete o un Príapo [dios rústico de origen asiático], prefirió convertirme en el dios. Dios desde entonces, soy el supremo terror de ladrones y aves...»37. El mismo tópico será explotado por los apologetas cristianos: «En cuanto a vuestras estatuas o simulacros, yo no veo otra cosa que materias gemelas de las de los vasos e instrumentos comunes, o bien materia que proviene de esa misma vajilla y mobiliario, aunque cambiada de destino por la consagración, merced a la libertad del arte que cambia la forma»38. 35. LUCRECIO, De rerum natura, III 971. 36. Tusculana, I 39,93. 37. Sátiras I, 8,1-4. 38. TERTULIANO, Apologeticum, 12,2; cf. ATENÁGORAS, Supplicatio pro christianis, 26;

55 b) Dios encierra al hombre en “el misterio” Pero Dios ha creado al hombre con un destino determinado que descubrimos en los textos sagrados del A y NT; podemos, pues, hablar de un plan-proyecto de Dios sobre el hombre. La Escritura acostumbra a hablar de este plan con el término misterio (μυστήριov), por pertenecer a lo más oculto del Señor, pues por misterio entendemos siempre algo secreto, no descubierto, que puede tener un sentido meramente profano y también un sentido religioso dentro y fuera de la Escritura. 1) Sentido profano de “misterio” El sentido primario de misterio es el de algo secreto, no descubierto. Como las prácticas religiosas de los cultos helénicos y helenísticos eran secretas y estaban reservadas a los iniciados, se les llamó misterios. Nadie puede conocer el interior de una persona: cuáles son sus pensamientos y sentimientos, si esa persona no lo saca a la luz del día, comunicándolo a otros con gestos o palabras. Un estratega militar oculta celosamente al enemigo sus planes de acción. En la medida en que son desconocidos esos planes son un misterio. Así llama la Escritura al plan secreto del rey: Nabucodonosor «convocó a todos sus ministros y grandes del reino, les expuso el misterio de su voluntad y decretó la destrucción de la tierra» (Jdt 2,2). Mientras que Nabucodonosor mantuvo en secreto sus intenciones de destrucción, éstas fueron un verdadero “misterio”; al comunicárselas a sus ministros, éstos participan de las intimidades del rey, de su misterio escondido. De ahí su dignidad y gran responsabilidad: por estar identificados con los intereses del rey y por fidelidad están obligados a no revelar a nadie el misterio o secreto del rey. En el libro de Tobías se recomienda la misma enseñanza. Dos veces aparece el vocablo misterio con la significación profana de secreto, sin connotación alguna a los misterios religiosos. Leemos en Tob 12,7: «Es bueno guardar oculto el misterio del rey»; pues sería una indignidad que un amigo y consejero regio hiciera público lo que el rey le ha confiado en la intimidad (ver también Tob 12,11). Los espías de guerra, sin embargo, rompen todas las reglas del juego por llegar a conocer los secretos o misterios mejor guardados y comunicarlos a los enemigos con evidente peligro de la vida, como le sucede al judío Ródoco, según 2 Mac 13,21: «Pero Ródoco, uno del ejército judío, revelaba los secretos a los enemigos; fue buscado, capturado y ejecutado». Jesús Ben Sira o Eclesiástico, tratando de los amigos, tres veces habla del rompimiento de los secretos del amigo, con las graves consecuencias de la pérdida de la amistad. En 22,22 dice: «Aunque hayas abierto la boca contra el amigo, no temas, puedes reconciliarte; en cambio, insultos, arrogancias, descubrir secretos y golpes a traición, ahuyentan al amigo». La misma idea la repite en 27,16-17: «El que descubre secretos destruye la confianza y no encontrará un amigo de verdad; ama a tu amigo y séle fiel, pero si revelas su secreto no vayas en su busca», y en 27,21: «Se puede vendar una herida, se puede remediar un insulto; el que revela secretos no tiene esperanza». 2) Sentido religioso de “misterio” El profeta Isaías, hablando con Dios, decía: «Verdaderamente tú eres un Dios escondido» (Is 45,15). Dios está presente en todo momento y lugar, pero no lo vemos; de él se puede decir con toda propiedad que es misterio, el misterio por excelencia. En el AT el sustantivo

56 misterio se emplea con bastante frecuencia en sentido religioso; en el NT exclusivamente en este sentido. En el AT. Anteriormente aludimos de pasada a los misterios helenísticos, centro de la vida religiosa de los individuos y de las comunidades en el ámbito grecorromano. El libro de la Sabiduría es un claro testimonio de la vigencia de estos cultos cuando nos habla de un caso particular: «Un padre, desconsolado por un luto prematuro, hace una imagen del hijo malogrado, y al que antes era un hombre muerto, ahora lo venera como un dios, instituye misterios e iniciaciones para sus subordinados» (Sab 14,15). Las religiones mistéricas estaban aún en su apogeo en la época del autor. Al conjunto de doctrinas y ceremonias religiosas, generalmente secretas, se les llamaba misterios, y tomaban su nombre de la divinidad a la que estaban consagrados. Iniciaciones eran más bien las ceremonias mismas que consagraban al nuevo fiel y le conducían progresivamente hasta la unión mística con el dios. En Sab 14,23 se habla de la celebración de secretos mistéricos, es decir, de cultos mistéricos que, provenientes de Oriente, se habían aclimatado perfectamente al carácter egipcio y grecorromano. Nos consta que al comienzo de la era cristiana estaban extendidos por toda la cuenca mediterránea y eran renombrados los celebrados en honor de Deméter o Ceres, Isis, Serapis, Diónisos o Baco, Orfeo, Mitra, etc. Como generalmente el secreto rodeaba las celebraciones litúrgicas, que se celebraban de noche, los excesos no tenían límite; sus bacanales y orgías han quedado como tipo de la máxima corrupción. El autor del libro de la Sabiduría, influido por el ambiente religioso de los cultos mistéricos, nos habla de la Sabiduría divina con términos habituales en estos medios: «Os voy a explicar lo que es la Sabiduría y cuál es su origen, sin ocultaros ningún secreto; me voy a remontar al comienzo de la creación, dándola a conocer claramente, sin pasar por alto la verdad» (Sab 6,22). El seudo-Salomón propone brevemente y en general la materia de su discurso: qué es la Sabiduría, su naturaleza y cuál es su origen. Esta doble pregunta se hace comúnmente ante realidades misteriosas: es el caso de los discursos o tratados sobre los dioses y cosas divinas en el ámbito helenístico de los cultos mistéricos. Pero la diferencia es considerable: mientras que en los ambientes mistéricos la norma es el secreto y ocultamiento para los no iniciados, aquí el autor va a manifestar sin restricciones a todo el mundo lo que sabe acerca de la Sabiduría. La fuente de sus conocimientos es la tradición multisecular judía y su contacto con la polifacética tradición de las escuelas filosófico-religiosas en el ámbito helenístico en que se mueve con familiaridad. Los autores apocalípticos del tiempo helenístico se presentan como los únicos conocedores del futuro histórico, reservado naturalmente a Dios, Señor de la historia, y comunicado a ellos por medio de ángeles o de personajes famosos en la historia de Israel: Noé, Lamec, Henoc, Baruc, Daniel, Esdras, etc. En la literatura canónica Daniel es el elegido por el Dios del Cielo para que sea él el único intérprete auténtico de los misterios ocultos del futuro próximo y lejano, como se nos cuenta en el libro que lleva su nombre a propósito del sueño de Nabucodonosor. El rey pretende que los adivinos y sabios de Babilonia le expliquen “el sueño y su interpretación”, sin que él se lo cuente primero. Los adivinos confiesan su impotencia y el rey ordena que sean ejecutados los sabios de Babilonia, incluidos Daniel y sus compañeros. Daniel consigue del rey que se demore la ejecución de la sentencia, y acude al Señor del Cielo para que se le revele el misterio que sólo él conoce, como dice el relato: «Daniel regresó a su casa e informó del caso a sus compañeros Ananías, Misael y Azarías, invitándoles a implorar la misericordia del Dios del Cielo sobre aquel misterio, para que no pereciesen Daniel y sus compañeros con el resto de los sabios de Babilonia. El misterio le fue revelado a Daniel en una

57 visión nocturna» (Dan 2,17-19). Daniel da gracias al Señor, porque le ha revelado lo que le había pedido (cf. Dan 2,20-23), y se hace presentar ante el rey que le pregunta: «¿De modo que eres capaz de contarme el sueño y de explicarme su sentido?» (Dan 2,26). Daniel responde al rey con una magnífica confesión de fe en su Dios, el Dios del Cielo, el único que conoce el misterio del futuro y puede revelarlo a quien quiera, como lo ha hecho con él que, humildemente, se lo había pedido: «No hay sabios, adivinos, magos o astrólogos capaces de descifrar el misterio que el rey quiere saber; pero hay un Dios en el cielo, que revela los misterios y que ha dado a conocer al rey Nabucodonosor lo que sucederá al fin de los tiempo. Éstos eran el sueño y las visiones que tuviste mientras dormías: Tú, oh rey, reflexionabas en tu lecho sobre lo que ocurrirá en el futuro, y el que revela los misterios te ha dado a conocer lo que sucederá. A mí se me ha revelado este misterio, no porque yo sea más sabio que el resto de los vivientes, sino para descifrar al rey su interpretación y para que tú comprendas las preocupaciones de tu mente» (Dan 2,27-30; cf. Dan[Th] 4,9). A continuación cuenta al rey su sueño (Dan 2,31-35) y añade su explicación (Dan 2,36-45). A lo que el rey responde: «Verdaderamente vuestro Dios es el Dios de los dioses, el señor de los reyes y el revelador de los misterios ya que tú has logrado revelar este misterio» (Dan 2,47). El libro de Daniel es un libro apocalíptico, pero no al estilo de los apocalipsis apócrifos judíos ni del Apocalipsis de Juan en el NT. La relación entre Daniel y Dios es directa, sin intervención de personajes celestiales intermedios; el misterio no es algo divino, sino el enigma del tiempo futuro, cuyo conocimiento está reservado a Dios, que puede descubrirlo a quien quiera; en este caso a Daniel. El sentido religioso de misterio adquiere una nueva dimensión en Sab 2,22. En esta nueva dimensión se instalará el NT y será iluminada con la revelación en Cristo. Dice Sab 2,22: Los malvados «no conocen los secretos de Dios, no esperan el premio de la virtud ni valoran el galardón de una vida intachable». Por secretos deben entenderse los designios misteriosos de Dios acerca del justo y del malvado, que el hombre puede llegar a conocer en líneas muy generales, si su mente no está obcecada por la malicia del corazón (cf. Sal 73,17). A los planes misteriosos de Dios pertenece que el horizonte de la esperanza quede abierto. En la concepción de los malvados se niega toda esperanza en un futuro más allá del corto espacio de tiempo que dura la vida presente (cf. Sab 2,9). Por esto no esperan recompensa o premio alguno, porque tras la muerte nos espera, según ellos, el vacío absoluto. Para el justo, sin embargo, el futuro más allá de la muerte es esperanzador, porque está en las manos de Dios, plenitud de vida y felicidad, que nos regala la inmortalidad (cf. Sab 2,23; 3,1-9). San Pablo escribirá en 1 Tes 4,13: «Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los que mueren, para que no os aflijáis como esos otros que no tienen esperanza» (ver también Ef 2,12). En el NT. La esperanza cristiana está fundada en la vida y en las enseñanzas del Señor Jesús, tal y como se reflejan en la fe de los Apóstoles y primeros discípulos del Señor, en las Escrituras sagradas y canónicas que llamamos NT, y en el testimonio vivo de la comunidad cristiana que se extiende ininterrumpidamente desde los primeros tiempos de la Iglesia hasta nuestros días. La palabra misterio es clave en el estudio del mensaje cristiano, aunque ella sola no es suficiente para explicar el contenido inagotable de ese mensaje, centrado en Cristo, Dios y hombre verdadero. Pero son tales los matices que ofrece el uso de misterio en el NT que sólo el recuento de ellos puede introducirnos en lo más íntimo del plan-proyecto salvador de Dios.

58 Sólo tres veces aparece misterio en los Evangelios sinópticos, a propósito del modo de hablar del Señor en parábolas: Mt 13,11; Mc 4,10 y Lc 8,10. Los matices son variados, si bien el mensaje parece ser único. En el evangelio de Marcos, al final de la pequeña serie de parábolas, leemos: «Y les anunciaba la palabra con muchas parábolas como éstas, según podían entenderle; no les hablaba sin parábolas, pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo en privado» (Mc 4,33-34). Mateo, en el lugar paralelo, dice: «Todo esto dijo Jesús en parábolas a la gente y nada les hablaba sin parábolas» (Mt 13,34); y añade: «Para que se cumpliese lo dicho por el profeta: “Abriré con parábolas mi boca, publicaré lo que estaba oculto desde la creación del mundo”» (Mt 13,35). Jesús utilizaba el método de las parábolas -ejemplos de la vida normal de sus oyentes- para que sus enseñanzas fueran captadas con más facilidad por la gente sencilla. Pero la facilidad para comprender el ejemplo o núcleo de la parábola no garantizaba automáticamente la comprensión de la enseñanza de Jesús, pues había que dar un salto lógico del sentido directo de la parábola al significado profundo de la enseñanza concreta que Jesús quería transmitir. No todos estaban capacitados para dar este salto lógico, por lo que necesitaban una explicación de parte del Maestro. Los discípulos se la pedían al Señor en privado; de ella habla Mc 4,34: «A sus discípulos se lo explicaba todo en privado». Un caso concreto se da después de la parábola de la cizaña. Mateo nos lo cuenta: Jesús despide a la muchedumbre, «y se fue a casa. Y se le acercaron sus discípulos diciendo: “Explícanos la parábola de la cizaña del campo”» (Mt 13,36). Con estos antecedentes comprenderemos mejor los pasajes de los Sinópticos que hablan del misterio. El momento en que aparece misterio/os es el mismo en los tres evangelios sinópticos: después de la parábola del sembrador, y pertenece al ciclo de las enseñanzas privadas del Señor a sus discípulos. Efectivamente, terminada la enseñanza pública con la exposición de la parábola del sembrador (cf. Mt 13,3-9; Mc 4,3-9 y Lc 8,5-8), Jesús se retira con sus discípulos, apartado de la muchedumbre. Marcos lo dice expresamente: «Cuando (Jesús) quedó a solas, los que le seguían a una con los Doce le preguntaban sobre las parábolas» (Mc 4,10). La pregunta de los discípulos no es la misma en los tres evangelistas; según Marcos, los discípulos preguntan «sobre las parábolas»; según Lucas, «le preguntaban sus discípulos qué significaba esta parábola», la del sembrador (Lc 8,9); pero en Mateo se plantea al Señor otro problema: «Y acercándose los discípulos le dijeron: “¿Por qué les hablas en parábolas?”» (Mt 13,10). Por tanto, son dos las preguntas de los discípulos: la primera es puramente circunstancial y busca la comprensión de la parábola o parábolas que acaban de escuchar (en Marcos y Lucas); la segunda (en Mateo) es trascendental, se refiere al motivo por el que el Señor habla a la gente en parábolas. Jesús responderá a las dos preguntas. En la redacción de los tres evangelios se ha conservado una explicación de la parábola del sembrador, por lo que la primera pregunta sobre la significación de la parábola queda respondida, si bien en Mateo no corresponde a ninguna pregunta previa (cf. Mt 13,18-23; Mc 4,13-20 y Lc 8,11-15). La respuesta a la segunda pregunta, la de Mt 13,10: «¿Por qué les hablas en parábolas», la transmiten los tres evangelistas, y en ella aparece el término misterio, objeto de nuestro estudio. Según el parecer más común entre los comentaristas, la respuesta de los tres evangelistas supone la situación de la primera comunidad cristiana. Así se explicaría mejor la oposición tan radical entre los discípulos-vosotros-los doce y ellos-los que están fuera-los demás. Los discípulos son los que de hecho han aceptado el mensaje de Jesús; los que están fuera son los que después de escuchar la palabra y el mensaje del Señor lo han rechazado, no han aceptado a Jesús como el enviado de Dios. Jesús no sólo ha anunciado la llegada del reino de Dios (cf. Mt 4,17; Lc 17,21), sino que con su venida se han cumplido las antiguas promesas de Dios a su pueblo y a todos los pueblos (cf. Lc 4,21); en él y en su

59 predicación se ha desvelado el misterio/los misterios de Dios, lo que Dios quiere para el hombre, cuál es su plan de salvación: el misterio del reino de Dios, en expresión de Marcos, o los misterios del reino de los cielos, de Dios, según Mateo y Lucas. Los evangelistas reconocen que nadie, por sabio y entendido que sea, puede penetrar por sus propias fuerzas en “los misterios del reino de Dios”; esto es puro don del Señor: A vosotros se os dado conocer... equivale a “Dios os ha regalado conocer...”. Así que al conocer gratuitamente los misterios o el misterio del reino de Dios se entra espiritualmente en el mundo oculto y sobrenatural de Dios. Los discípulos y seguidores de Jesús no son más sabios ni mejores que “los otros” o “los que están fuera”; pero ellos pueden aplicarse la palabra de Jesús en Mt 11,25-27: «En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». No se trata de méritos personales, sino de ser objeto de un amor personal del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. San Pablo es el que más habla en el NT de misterio/misterios con una gama de significados muy amplia; pero en todos los casos, directa o indirectamente, hay una referencia al ámbito de lo divino, lo que presta a la expresión un significado arcano, oscuro, profundo, religioso, trascendente. Como el significado que tiene, cuando se refiere al don de lenguas: «Pues el que habla en lenguas no habla a los hombres, sino a Dios; en efecto, nadie lo entiende, pues movido por el espíritu dice cosas misteriosas [dice misterios]» (1 Cor 14,2), sólo al alcance de Dios y de aquellos que están iluminados por el Espíritu de Dios. Poco antes del himno a la caridad san Pablo da a misterio un sentido amplísimo, todo lo divino y humano: «Aunque tenga el don de profecía y conozca todos los misterios y toda la ciencia» (1 Cor 13,2), es decir, todo lo que aún está oculto, pertenezca al mundo de Dios o de los hombres, y todo lo ya conocido. También se refiere san Pablo únicamente al ámbito insondable e indivisible de Dios, como el hombre lo puede conocer, es decir, parcialmente, poniendo plurales donde sólo hay singular: «Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1 Cor 4,1). De algunos de estos misterios en particular trata san Pablo en diversas ocasiones. La suerte definitiva de los judíos, según san Pablo, es un misterio, algo reservado al Señor de la historia: «Pues no quiero que ignoréis, hermanos, este misterio, no sea que presumáis de sabios: el endurecimiento parcial que sobrevino a Israel durará hasta que entre la totalidad de los gentiles» (Rom 11,25). También lo es la muerte, pero Pablo lo desvela, iluminado por la resurrección del Señor: «¡Mirad! Os revelo un misterio: No moriremos todos, mas todos seremos transformados» (1 Cor 15,51). Y, sobre todo, el imperio del mal en el mundo o «misterio de la iniquidad» (2 Tes 2,7), que Dios permite según sus planes ocultos e incomprensibles para todo hombre, incluso el cristiano. En el Apocalipsis de san Juan tres veces aparece misterio con el significado de enigma, siguiendo la escuela de Daniel (cf. Apc 1,20; 17,5.7). En realidad sólo hay un misterio para el hombre; éste es Dios en sí mismo. El hombre nunca podrá comprehender a Dios, porque su capacidad es limitada y Dios no tiene límites; el hombre se mueve entre conceptos recortados, categoriales, y Dios supera los conceptos y las categorías: es trascendente. No tenemos que esperar al NT para conocer la trascendencia

60 divina; ya en el AT se subraya la trascendencia de Dios con relación al hombre y a toda la creación, aunque con expresiones más concretas que abstractas. El profeta Habacuc dice: «El Señor está en su santo templo: ¡Silencio en su presencia!» (Hab 2,20), y en Sofonías leemos: «¡Silencio en presencia del Señor!» (Sof 1,7). Este silencio que reclaman los profetas ante Dios no es más que la expresión de una sublime confesión de la grandeza y trascendencia divinas por parte del hombre que se siente muy pequeño ante la majestad divina. Qohélet está plenamente de acuerdo con esta visión de Dios y lo expresa no tan poéticamente como los profetas, sino a su manera, con una sentencia lapidaria: «Dios está en el cielo y tú en la tierra» (Ecl 5,1). El contenido de Qohélet no es original, la unión de los dos extremos y su expresión sí; compárese si no con lo que confiesa el salmista: «El cielo pertenece al Señor, la tierra se la ha dado a los hombres» (Sal 115,16). Ciertamente Qohélet quiere subrayar la diversidad irreconciliable que existe entre el ámbito o mundo de Dios y el ámbito o mundo de los hombres. Dios y su mundo son absolutamente inalcanzables por el hombre, aunque éste viva siempre bajo la tentación de querer atraparlos con las manos o con el pensamiento, y así llegar a ser como Dios (cf. Gén 3,5.22). Pues «Dios es Dios y no hombre» (Os 11,9; cf. Is 31,3; Ez 28,2.9), o, como leemos en Job: «Dios es más grande que el hombre» (33,12). Con todas estas expresiones los autores sagrados quieren decirnos lo que nosotros entendemos por trascendencia absoluta de Dios con relación al hombre. Lo más frecuente es que recurran a la imagen espacial vertical del arriba y abajo: el arriba o cielo siempre está reservado a Dios; el abajo (abismo y tierra) a sus criaturas, especialmente al hombre. Sin embargo, el misterio de Dios en san Pablo dice referencia no al ser de Dios en sí mismo, sino a las intenciones de su voluntad sobre el destino del hombre, intenciones que han estado ocultas primero y se han manifestado después en Cristo Jesús, al llegar la plenitud de los tiempos. La predicación de Pablo versa toda ella alrededor del misterio de Dios, como dice a los Corintios: «Pues yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciaros el misterio de Dios» (1 Cor 2,1). También llama Pablo a este misterio de Dios «misterio del Evangelio», porque está contenido en el anuncio de la buena nueva: rogad por mí «para que me sea dada la palabra al abrir mi boca para dar a conocer con valentía el misterio del Evangelio, del cual soy embajador entre cadenas, y pueda hablar de él valientemente como conviene» (Ef 6,19-20). Al prestigio de la sabiduría humana, fundamentada solamente en la fuerza de las palabras, contrapone san Pablo «la demostración del Espíritu y de la fuerza» (1 Cor 2,4), «la sabiduría de Dios, encerrada en el misterio, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra, desconocida de todos los jefes de este mundo -pues de haberla conocido no hubieran crucificado al Señor de la Gloria» (1 Cor 2,7-8). 3) Cristo es la revelación del misterio de Dios Varias veces recuerda san Pablo que el plan salvador de Dios ha estado oculto en las edades pasadas hasta la llegada de nuestro Señor Jesucristo: «A Aquel que puede consolidaros conforme al Evangelio mío y la predicación de Jesucristo: revelación de un misterio (musthri,ou) mantenido en secreto durante siglos eternos, pero manifestado al presente, por las Escrituras que lo predicen, por disposición del Dios eterno, dado a conocer a todos los gentiles para obediencia de la fe» (Rom 16,25-26); ver, también, Ef 1,9; 3,4-7; Col 1,26).

61 El misterio del que habla Pablo se centra en Cristo: «Según esto, por la lectura de la carta, podéis entender mi conocimiento del misterio de Cristo» (Ef 3,4). En Col 2,1-3 leemos: «Quiero que sepáis cuán dura lucha estoy sosteniendo por vosotros y por los de Laodicea, y por todos los que no me han visto personalmente, para que sus corazones reciban ánimo y, unidos íntimamente en el amor, alcancen en toda su riqueza la plena inteligencia y perfecto conocimiento del misterio de Dios, que es Cristo, en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia»; y en Col 4,2-4: «Sed perseverantes en la oración, velando en ella con acción de gracias; orad al mismo tiempo también por nosotros para que Dios nos abra la puerta a la palabra, y podamos anunciar el misterio de Cristo, por cuya causa estoy encarcelado, para darlo a conocer anunciándolo como debo». Este misterio de Cristo es el mismo misterio de la piedad, en el que se cifra la predicación de los Apóstoles y de la Iglesia primitiva, según testifica el himno a Cristo, conservado en 1 Tim 3,16: «Y sin duda alguna, grande es el misterio de la piedad: Él ha sido manifestado en la carne, justificado en el Espíritu, aparecido a los ángeles, proclamado a los gentiles, creído en el mundo, levantado a la gloria» (cf. Flp 2,5-11). El misterio en san Pablo se amplía a las relaciones entre Cristo y su Iglesia, como leemos en Ef 5,29-32: «Porque nadie aborrece jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su cuerpo. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia». Ésta es la voluntad del Señor, una voluntad de salvación universal de todos los hombres desde antes de la creación del mundo, el misterio de su voluntad: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1,3-10). Lo que más adelante se explicita de nuevo con más claridad: que todos, sin excepción, puedan llegar a ser miembros del cuerpo de Cristo y herederos de sus promesas: «(Por lo cual yo, Pablo, el prisionero de Cristo por vosotros los gentiles... si es que conocéis la misión de la gracia que Dios me concedió en provecho vuestro): como me fue comunicado por una revelación el conocimiento del misterio, tal como brevemente acabo de exponeros. Según esto, por la lectura de la carta, podéis entender mi conocimiento del misterio de Cristo; el cual (misterio) en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio, del cual he llegado a ser ministro, conforme al don de la gracia de Dios a mí concedida por la fuerza de su poder. A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la insondable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el misterio escondido desde siglos en Dios, creador del universo, para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada a los principados y a las potestades en los cielos, mediante la Iglesia, conforme al designio eterno realizado en

62 Cristo Jesús, Señor nuestro» (Ef 3,1-11). Realizado todo ello, especialmente, en la Iglesia de los gentiles: «Por disposición de Dios he sido nombrado ministro de ella (la Iglesia) a vuestro servicio para dar cumplimiento a la palabra de Dios, al misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria, al cual nosotros anunciamos, amonestando e instruyendo a todos los hombres con toda sabiduría, a fin de presentarlos a todos perfectos en Cristo» (Col 1,25-28). Muy cercano a este sentido de universalidad en la historia está el pasaje de Apc 10,7, que habla de la consumación definitiva del misterio de Dios: «En los días en que se oiga la voz del séptimo ángel, cuando se ponga a tocar la trompeta, se habrá consumado el misterio de Dios, según lo había anunciado como buena nueva a sus siervos los profetas». 4) El plan de Dios culmina en Cristo, plenitud de Dios Hablamos a nuestro modo. Dios, antes de la creación del mundo, dispone la creación del hombre, criatura libre y personal, para comunicarse con él, haciéndolo hijo y amigo suyo por elección. Lo que de formas veladas manifiesta el Señor a las generaciones pasadas, cuando llega la cima y plenitud de los tiempos (cf. Gál 4,4), lo manifiesta claramente con el envío de su Hijo, hecho hombre en el seno de María. Los Evangelios tienen por objeto presentarnos al protagonista del plan de Dios sobre el hombre y la creación, que es Jesucristo, nuestro Señor. En efecto, Jesucristo es la presencia real de Dios entre nosotros, y, por tanto, la revelación del misterio escondido de Dios. «Señor, muéstranos al Padre y nos basta», le dice Felipe a Jesús; a lo que Jesús contesta: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre?”» (Jn 14,8-9). San Pablo no conoció a Jesús en su vida mortal; no fue discípulo suyo, mientras Jesús anunciaba la buena nueva antes de su muerte y resurrección. Pero por esto no se consideró menos afortunado que los demás apóstoles, pues conoció a Jesús resucitado en la majestad de su gloria, en la plenitud de su divinidad. San Pablo ha penetrado en el misterio de Jesús resucitado; en sus escritos nos transmite la comprensión que él tiene del misterio insondable de Dios: de sus planes sobre la humanidad (cf. Ef 3,1-11) y de la profundidad y altura de la naturaleza misma de Dios que Jesucristo nos revela en virtud del Espíritu Santo. De Jesucristo puede decir Pablo: «Él es el mismo ayer, hoy y por los siglos» (Heb 13,8), y está tan identificado con él que exclama: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2,20). Porque la vida de Cristo es un manantial inagotable, como la misma vida divina del Padre, con el que se identifica según la expresión de san Juan: «El Padre y yo somos uno» (Jn 10,30), y por el que vive: «El Padre vive y yo vivo por el Padre, y el que me come vivirá por mí» (Jn 6,57). Si de Dios (Padre) decimos que es la plenitud, de Cristo afirma san Pablo: «Pues (Dios) tuvo a bien hacer residir en él (Cristo) toda la plenitud» (Col 1,19). Por el contexto toda la plenitud lo incluye todo y no excluye nada de los ámbitos de Dios y del mundo, pues Cristo es el Hijo querido del Padre, la imagen visible de Dios invisible, el primero de toda la creación y el Creador de ella, a la vez preexistente, sustentador y meta de toda la creación. En sus reflexiones sucesivas Pablo especificará aún más la plenitud de que está lleno Jesucristo: «En él reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). La plenitud de la

63 divinidad no porque la divinidad pueda darse total o parcialmente, en un grado mayor o menor. La divinidad no tiene partes; si se da, se da como es en su totalidad. Cristo tiene, pues, la plenitud de la divinidad, porque está lleno de ella (sentido pasivo de plenitud) o porque la divinidad llena a Cristo (sentido activo de plenitud). La presentación de Cristo en Colosenses parece una paráfrasis de Jn 1,14: «La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros». La Palabra, que era Dios como el Padre y preexistía junto a él, se hizo carne, se hizo hombre: misterio de la Encarnación. El Hijo de Dios se hace uno de nosotros en el seno de María y desde entonces acampa entre nosotros, pertenece a la historia por su propia naturaleza humana, como cualquiera de nosotros, es un número más en la cadena interminable de criaturas que se suceden en el espacio y en el tiempo. Sin dejar de ser Dios, Hijo del Padre, se hace hombre, hijo del hombre. Misterio insondable de Cristo, el Señor, que no se divide en su interior esquizofrénicamente, sino que es uno e indivisible: el Verbo encarnado, «lleno de gracia y de verdad». La naturaleza humana en él llega a la máxima expresión y realización según el plan misericordioso del Señor; sus límites agotan las posibilidades de su capacidad, porque la persona divina del Hijo asume todo lo humano y lo hace suyo de tal manera que pone su yo en todas las acciones y dice con verdad: “yo tengo sed”, “yo me canso, tengo hambre, tengo miedo, estoy triste”, “yo vivo”, “yo muero”, “yo resucito”, yo soy vuestro abogado e intercedo por vosotros ante el Padre”, etc. San Pablo está enamorado de este Cristo humano-divino, que vive gloriosamente y para el que ya no existen distancias espacio-temporales; por esto está presente y llena también toda su creación. El apóstol Pablo no se cansa de enumerar las excelencias humanas y divinas de Cristo. Por esto pide con humildad e insistencia al Padre del que todo procede y mediante la acción gratuita y eficaz del Espíritu Santo que Cristo habite en el corazón de todos los fieles, para que lleguen a conocer por su gracia lo que jamás podrán conocer por sus propias fuerzas: el amor inconmensurable de Jesucristo que se les da gratuitamente y sin reservas, «y os llenéis de toda la plenitud de Dios» (Ef 3,19). El inabarcable e inconmensurable Cristo, lleno de Dios, la plenitud de Dios, colmará a rebosar la capacidad limitada del corazón humano que le abre sus puertas. De esta plenitud rebosante en Cristo «todos hemos recibido» (Jn 1,16), o, como leemos en Col 1,10: «Vosotros en él estáis cumplidamente llenos». Todo lo que somos y tenemos, y seguiremos recibiendo en el futuro sin término, lo recibimos de la plenitud de Cristo que perpetuamente rebosa y se da, sin que se agote ni merme un ápice. La metáfora del llenar o estar lleno no debe entenebrecer más la oscuridad del misterio real, del misterio del Verbo encarnado. El adverbio corporalmente en Col 2,9 no se contrapone a “espiritualmente”, sino que hace referencia a la realidad corporal-material de la existencia de Cristo: nada de ficción o meras apariencias. Cristo existe corporalmente en su estadio pre-pascual y también post-pascual. Cristo resucitado no ha renunciado a su ser corporal-material, no se ha convertido en un puro espíritu. Cristo resucitado sigue con su cuerpo, si bien transformado en cuerpo celeste (cf. 1 Cor 15,42-53). Cuerpo no tiene aquí sentido metafórico: es el cuerpo singular y único de Cristo en su estado actual de resucitado. Pero cuerpo de Cristo en san Pablo puede emplearse también metafóricamente, como cuando dice que Dios «constituyó a Cristo cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo» (Ef 1,22b-23a; ver también Col 1,24). La Iglesia, comunidad visible de cristianos, es un cuerpo que se va construyendo por iniciativa del mismo Cristo (cf. Ef 4,12), en cuanto la pluralidad de individuos-cristianos está asumida en una unidad superior por la fuerza unitiva del Espíritu del Señor, el Espíritu Santo. Este cuerpo está, pues, lleno de Cristo, es «la plenitud de Cristo, que lo llena todo en todos» (Ef 1,23). A Cristo glorificado se

64 aplica lo que el libro de la Sabiduría dice del Espíritu: «El espíritu del Señor llena la tierra y... da consistencia al universo» (Sab 1,7), y de la Sabiduría, que «alcanza con vigor de extremo a extremo y gobierna el universo con acierto» (Sab 8,1). Como todo cuerpo, el cuerpo de la Iglesia exige una cabeza; la cabeza del cuerpo de Cristo no puede ser otra que Cristo. En Col 1,22-23 lo acabamos de ver; Col 1,18 dice: «Cristo es también la cabeza del cuerpo de la Iglesia». Como es metafórico en este contexto el sentido de cuerpo, también lo es el de cabeza. Cabeza es símbolo de dominio, de potestad; en el caso de Cristo no es de dominio despótico, sino de amor generoso y de donación: «El marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, el salvador del cuerpo» (Ef 5,23). El plan salvador de Cristo sobre su cuerpo, la Iglesia, está orientado a la máxima perfección de cada uno de sus miembros, «hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, el estado del hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).

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6 El amigo en el Nuevo Testamento Nosotros, como los judíos, aceptamos el AT como palabra de Dios, pues «muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas» (Hebr 1,1); pero, como cristianos, creemos también que Dios «en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Hebr 1,2), nuestro Señor Jesucristo, palabra viva y presente del Padre. Hasta nosotros han llegado sus palabras, interpretadas acertadamente por aquellos que lo acompañaron en su ministerio público, fueron testigos privilegiados de sus enseñanzas, de su vida, pasión, muerte y resurrección, y por los discípulos de la segunda y tercera generación en la comunidad cristiana primitiva. Todos ellos procuraron que se transmitiera con fidelidad la esencia de la Buena Nueva o Evangelio, de palabra y por escrito, a las generaciones posteriores (cf. 1 Cor 11,23; Gál 1,6-9; Lc 1,1-4). El mensaje evangélico tiene infinitas caras, como la vida misma en la que se ha encarnado. La meditación diaria de los cristianos tiene por objeto degustar la riqueza inagotable de su contenido y descubrir aspectos inexplorados, todavía no degustados personalmente. Porque los conocimientos se acumulan y se transmiten, pero la experiencia es un bien personal e intransferible. En el presente capítulo estudio hemos limitado el campo de investigación al Nuevo Testamento, y en él al tema concreto de las relaciones interpersonales positivas, buenas, que llamamos comúnmente amistosas. Deseamos recorrer todos los pasajes en que aparece la amistad en abstracto y el amigo o los amigos en concreto, en todas las coordenadas posibles, horizontales o verticales, entre los hombres y mujeres o entre Dios y los hombres, sean verdaderas o auténticas, sean aparentes o falsas. Presuponemos, por tanto y con todo derecho, todo lo que hasta este momento hemos escrito sobre la amistad y los amigos en el Antiguo Testamento, pues la fe que vive la comunidad cristiana se enraíza en él; pero nace, crece y se renueva constantemente por la nueva savia que brota de Cristo y se expande a toda la humanidad, manifestándose de modo sacramental en su cuerpo visible que es la Iglesia. El Señor quiere que se establezcan como norma las relaciones amistosas de los hombres entre sí y de los hombres con Dios. Todo lo cual se verá abundantemente probado por los testimonios directos que vamos a presentar y analizar en apartados sucesivos: 1) Amigo en sentido general; 2) Amigos en particular y 3) Jesús amigo. También hay otros pasajes del NT en los que, sin aparecer el término amigo (φίλoς), se habla claramente de la realidad de la amistad. No dedicamos ningún apartado concreto a la amistad en el NT, porque, a diferencia de lo que ocurre en el AT, la amistad o ϕιλία aparece una sola vez en todo el NT y con un sentido muy negativo. Probablemente la causa de esta anomalía está en que en los ambientes paganos greco-romanos del siglo primero la ϕιλία estaba relacionada con la reprobable costumbre de la pederastia. Leemos en Sant 4,4: «¡Adúlteros!, ¿no sabéis que la amistad (ϕιλία) con el mundo Epistola ad Diognetem, 2,2; MINUCIUS FÉLIX, 24,6-7; JUSTINO, Apologia I, 9,2-3.

66 es enemistad con Dios?». Como la amistad es lo opuesto a la enemistad, así es el mundo -los criterios por los que se rige el mundo- con relación a Dios. Adúlteros son todos aquellos que, adhiriéndose a los criterios del mundo, contrarios a los mandatos del Señor, rompen la alianza del pueblo con Dios, pacto matrimonial según la concepción de los profetas. 1. Amigo en sentido general en el NT El ambiente social que se refleja en los escritos del NT es el vigente durante el siglo I de nuestra era en los países ribereños del Mediterráneo oriental y central. La cultura grecoromana, desde hacía varios siglos, florecía en toda la región. Alejandro Magno, en el último tercio del siglo IV a.C., había preparado el terreno con la implantación del helenismo en su vasto imperio desde Egipto a la India. Habían pasado ya los tiempos de máximo esplendor en la Grecia clásica y en la Roma de la República tardía y del primer Imperio. Las legiones imperiales habían impuesto por la fuerza la autoridad de Roma. Con el poder de los ejércitos iba también unido el poder de la cultura, que daba uniformidad a la diversidad de los pueblos sometidos por la simplificación de las lenguas -el griego y el latín- y por la imposición de las mismas costumbres. A la extensión de esta cultura común ayudaba también el intenso tráfico comercial que llegaba hasta los rincones más apartados del Imperio. Entre los rincones perdidos del Imperio romano se puede contar el no muy lejano territorio de la alta Galilea, de donde era Jesús. Efectivamente, Nazaret era un pueblecito del interior de Galilea, no muy distante de algunos centros relativamente importantes del comercio y de la cultura, como eran Cafarnaún y Tiberíades, en la margen occidental del lago de Genesaret. En Nazaret vivió y creció Jesús en el seno de una familia de artesanos modestos. Poco a poco, al ritmo lento de los días, Jesús en Nazaret se va haciendo un hombre, y allí permanece hasta que llega a su madurez, a la edad adulta (cf. Lc 3,23). Es muy probable que en más de una ocasión Jesús tuviera que desplazarse desde su diminuto Nazaret a los grandes centros urbanos a orillas del lago, como solían hacer todos los pequeños artesanos, por razón de su trabajo: para comprar materiales nuevos o para llevar los encargos terminados. Jesús estuvo siempre en contacto directo con la naturaleza, de la que tanto aprendió, y con las personas de su entorno. Él asimiló por ósmosis la cultura de su tiempo, como se asimilan las costumbres de familia, la lengua, la sabiduría popular. La gente que poblaba Nazaret y sus alrededores pertenecía en su mayoría a la misma clase social de Jesús: artesanos, agricultores modestos, pastores y asalariados. Las mujeres ayudaban en las labores del campo y, principalmente, en los quehaceres domésticos. Más adelante Jesús, en su actividad como maestro, acudirá con frecuencia a temas relacionados con el género de vida rural, familiar y social, como son los temas amables de los amigos y los desagradables de los enemigos. A continuación damos cuenta de los lugares del NT (sólo en Lucas), que hablan del amigo / de los amigos, sin más especificación, es decir, en sentido general. Al ambiente entre jóvenes de la misma edad hace referencia Jesús en la segunda parte de su relato parabólico del “hijo pródigo”. El hijo mayor vuelve del campo y oye el ruido de la fiesta, que el padre ha organizado por la vuelta del hijo menor; en total desacuerdo con el proceder del padre, se niega a tomar parte en la fiesta en honor de su hermano, y protesta desairadamente ante su padre: «Mira, tantos años llevo sirviéndote, sin desobedecer una orden tuya, y nunca me has dado un cabrito para comérmelo con mis amigos» (Lc 15,29). Estos amigos son los compañeros de juegos y diversiones en la vida normal de un joven cualquiera.

67 La escena del pastor que guía a sus ovejas pertenecía al paisaje que Jesús veía cada día en Nazaret y sus alrededores. Más de una vez ha debido oír que a fulano se le ha perdido una oveja, y que, al encontrarla, «se la pone muy contento sobre los hombros y, llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos y les dice: “Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido”» (Lc 15,6). Y, sin duda, todos se alegrarían y le darían la enhorabuena, porque en los pueblos pequeños todos son “amigos y vecinos”, y, salvo raras excepciones, todos se aprecian y se quieren. Otra escena familiar es la de la mujer que administra los pocos dineros de la casa, a la que se le ha perdido una moneda. Esta mujer podría haber sido su propia madre. ¿Qué hacer en estas circunstancias? Si no hay luz suficiente, encender una lámpara, barrer la casa y buscar cuidadosamente por todos los rincones, «y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas y les dice: “Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido”» (Lc 15,9). Jesús ha hecho de lo simple y cotidiano una alegoría que lo eleva a la categoría de una realidad trascendente. ¿Quién no ha participado alguna vez en un banquete de bodas? Los invitados o son familiares de los novios, o son amigos, o pertenecen a ese grupo indeterminado de conocidos: vecinos, compañeros de estudios, de trabajo, de club, etc. A todos ellos se los considera “oficialmente” amigos, y por eso han sido invitados a la ceremonia de la boda y al banquete que sigue después. Como se trata de un acto social, en el banquete se observa el protocolo habitual. En el relato de Lucas Jesús aconseja la modestia personal al elegir el puesto, prefiriendo no llegar a pasarse del lugar que a uno le corresponde: «Cuando te inviten, ve y ocupa el último puesto. Así, cuando llegue el que te invitó, te dirá: Amigo, sube a un puesto superior. Y quedarás honrado en presencia de todos los invitados» (Lc 14,10). En este contexto del pasaje de Lucas Jesús aprovecha la ocasión para exponer una enseñanza que va mucho más allá del cumplimiento de unos compromisos sociales, puramente convencionales, en los que nos movemos habitualmente. La enseñanza es llamativa y descubre la trascendencia del maestro que la enseña: «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez y tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder» (Lc 14,12-13). También pertenece a la convivencia de cada día en una población pequeña algún episodio como el que se nos narra en Lc 11,5-8: «Supongamos que uno tiene un amigo que acude a él a media noche y le pide: amigo, préstame tres panes, que se ha presentado de viaje un amigo mío y no tengo qué ofrecerle. El otro desde dentro le responde: no me vengas con molestias;... Os digo que, si no se levanta a dárselo por ser su amigo, se levantará por su importunidad a darle cuanto necesita». En la vida real también hay personas que se dicen amigos, pero traicionan y matan. Por esto Jesús pone en guardia a sus discípulos y, aleccionado por la dura y cruel experiencia, les avisa de antemano: «Hasta vuestros padres y hermanos, parientes y amigos os entregarán y harán morir a algunos de vosotros» (Lc 21,16). No faltan, sin embargo, ejemplos sublimes de amistad, de amigos que hacen honor a este nombre, y entregan desinteresadamente por el amigo lo más valioso que poseen, la propia vida: «Nadie tiene mayor amor que el que da la

68 vida por sus amigos» (Jn 15,13). Jesús mismo será el modelo de esta verdadera amistad, como veremos más adelante. Entretanto Jesús nos habla de otro género de amigos, a los que no encontramos en este mundo. Después de referirse al proceder tan peculiar del administrador infiel de la parábola (cf. Lc 16,1-8), Jesús nos dice directamente: «Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas» (Lc 16,9). El salto que da Jesús en esta breve sentencia es de una trascendencia total; supone una enseñanza nueva acerca de «las eternas moradas», nuestro cielo, donde esperan esos nuevos amigos, que se han conseguido por el uso justo y debido del dinero (¿siempre injusto?), que la mayoría de las veces se acumula injustamente. 2. Amigos en particular Incluimos en este apartado todos aquellos pasajes del NT que especifican los nombres propios o los cargos de los que se dicen amigos o hacen referencia a los amigos de tales personajes. La variedad es grande y bien representativa, pues va de las relaciones de conveniencia estrictamente políticas entre Herodes y Pilato a las relaciones íntimamente personales y trascendentes entre Abrahán y Dios. En primer lugar asistimos a un espectáculo de hipocresía la mañana del viernes santo. Pilato no descubre nada digno de condenación en las acusaciones de las autoridades judías contra Jesús e intenta liberarse del proceso. Con ocasión de las fiestas de Pascua Herodes se encontraba en Jerusalén; Pilato le envía a Jesús por pura deferencia política. Herodes, después de despreciar a Jesús y de burlarse de él, lo devuelve otra vez a Pilato. Irónicamente nos dice el evangelista: «Aquel día Herodes y Pilato se hicieron amigos, pues antes estaban enemistados» (Lc 23,12). Según la doctrina teológica de Pablo, Cristo, el Señor, va a cumplir el plan de Dios Padre de reconciliar consigo la humanidad y el universo entero con su pasión y su muerte (cf. 2 Cor 5,18-19; Col 1,20-22; Ef 2,14-16; Rom 5,10-11). ¡Qué menos que reconciliar entre sí y hacerlos amigos a los que han sido en parte considerable responsables directos de la pasión y muerte del Señor! El evangelista Juan indirectamente da a Pilato el apreciado título político de “amigo del César” en un momento de vacilación de Pilato ante la evidente injusticia que se va a cometer con Jesús: «Pero los judíos gritaron: “Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César”» (Jn 19,12). En los siguientes testimonios amigo adquiere el sentido positivo de las relaciones que deben existir entre los miembros de la comunidad cristiana y entre ellos y el Señor. La Iglesia primera guarda un buen recuerdo de varios centuriones romanos que trataron bien a los discípulos (cf. Hch 27,3) o se hicieron cristianos. De uno de ellos nos dice Lucas que tenía un siervo muy querido que se puso enfermo. «Habiendo oído hablar de Jesús, le envió unos notables judíos a pedirle que fuese a curar a su criado (...). Jesús marchó con ellos. No estaba lejos de la casa, cuando el centurión le envió unos amigos a decirle: –Señor, no te molestes; no soy digno de que entres bajo mi techo. Por eso yo tampoco me consideré digno de acercarme a ti. Pronuncia una palabra y mi criado quedará curado » (Lc 7,3.6-7). Del segundo, Cornelio, trata largamente el capítulo 10 de los Hechos de los Apóstoles. Cornelio llama a Pedro, y éste se pone en camino. «Al siguiente día entró [Pedro] en Cesarea, Cornelio lo estaba esperando. Había reunido a sus parientes y a los amigos íntimos» (Hch 10,24).

69 El apóstol Pablo a lo largo de sus viajes apostólicos había dejado tras de sí una buena estela de amigos. Entre éstos no sólo estaban los discípulos que se habían hecho cristianos, sino otros, que probablemente no lo eran. Así se demuestra por lo sucedido en el teatro de Éfeso durante la revuelta de los orfebres de Artemisa: «Pablo quiso entrar y presentarse al pueblo, pero se lo impidieron los discípulos. Incluso algunos de los asiarcas, que eran amigos suyos, le enviaron a rogar que no se arriesgase a ir al teatro» (Hch 19,30-31). Estos asiarcas eran representantes elegidos del pueblo, que se ocupaban del culto al emperador. Pablo, ya prisionero, se hace a la mar en Cesarea camino de Roma bajo la custodia de un centurión, llamado Julio. El relato en primera persona dice: «Al otro día arribamos a Sidón. Julio se portó humanamente con Pablo y le permitió ir a ver a sus amigos y ser atendido por ellos» (Hch 27,3). Aquí los amigos de Pablo son, sin duda, miembros de la comunidad cristiana de Sidón o de los alrededores, que se preocupan por la situación personal de Pablo, al que le ayudan según sus posibilidades. En las comunidades primitivas probablemente eran intercambiables los apelativos de “hermano” y de “amigo”. El autor de la tercera carta de Juan se despide así de su “querido Gayo”: «Los amigos te saludan. Saluda a los amigos, uno por uno» (3 Jn 15). Un título muy particular es el de amigo del novio; Juan el Bautista se lo aplica a sí mismo, al responder a una duda de sus discípulos, fundada en los celos por la actividad de Jesús. En la alegoría Jesús es el novio; Juan Bautista, su amigo: «El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud» (Jn 3,29). Finalmente el título de amigo alcanza una cumbre muy alta en el NT, comparable a la que ya conocemos de Éx 33,11, cuando «el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como un hombre habla con su amigo». En Sant 2,23 leemos: «Alcanzó pleno cumplimiento la Escritura que dice: “Creyó Abrahán en Dios y se le consideró como justicia” [Gén 15,6] y se le llamó amigo de Dios [cf. Is 41,8]». Ésta es la cumbre más alta a que se ha llegado entre los amigos, antes de llegar a la cima suprema, de la que trataremos en el párrafo siguiente. 3. Jesús amigo Jesús tuvo amigos, y amigos íntimos; de ello no nos cabe la menor duda, pues los documentos están ahí y son contundentes. Pero la amistad es una relación mutua: si Jesús tuvo amigos, él también fue amigo de sus amigos. Intentaremos calibrar, en la modesta medida de nuestras posibilidades, la calidad de su amistad, basándonos en los testimonios que nos ofrece el NT y en una sana y lógica presunción. 3.1. Los amigos de Jesús durante su vida mortal Las amistades entre los jóvenes empiezan a edades muy tempranas, sobre todo en los pequeños núcleos de población rural. La razón es bien sencilla: los pequeños viven más en la calle que en casa. Así fue siempre en cualquier parte y lugar; por supuesto también en la Palestina del tiempo de Jesús. Nazaret y su comarca vivían exclusivamente del campo y para el campo. Los niños y los jóvenes estaban en contacto directo y permanente con la naturaleza,

70 formando grupos y pandillas. Jesús, como un niño y un joven normal, se relacionaría con otros niños y jóvenes de su misma edad, que serían primos y vecinos suyos. Lo importante de estas suposiciones es que son normales y pertenecen al género de vida que, según todos los indicios, vivió Jesús durante los largos años de su vida privada en Nazaret. Jesús pasó desapercibido en todo momento; prueba de ello es la sorpresa que se llevaron sus paisanos, cuando Jesús comenzó a actuar de modo diferente al que estaban habituados, como aquel día que en la sinagoga de Nazaret afirmó que en él se cumplían las palabras del profeta Isaías que él mismo acababa de leer. Ellos creían que lo conocían bien; por esto exclaman: «¿No es éste el hijo de José?» (Lc 4,22). El episodio se transmitió en la Iglesia primera con algunas variantes, pero lo esencial se conserva en todas las tradiciones. «¿No es éste el hijo del carpintero?» (Mt 13,55); «¿No es éste el carpintero?» (Mc 6,3). El evangelista Juan nos habla también del asombro de sus paisanos al oír hablar a Jesús sobre el pan de vida en la sinagoga de Cafarnaún: «Los judíos murmuraban porque había dicho que era el pan bajado del cielo; y decían: “¿No es éste Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo dice que ha bajado del cielo?”». (Jn 6,41-42). Los familiares, conocidos y vecinos de Jesús estaban desconcertados y se escandalizaban (ver también Mc 3,21 y Jn 7,5). Para el período que llamamos su vida pública, es decir, a partir de su bautismo por Juan, ya no tenemos que suponer nada; los testimonios se multiplican. Una de las cosas que más llamó la atención en la conducta de Jesús fue su comportamiento en la vida social. Los judíos observantes de la Ley estaban acostumbrados a ver a sus maestros, a sus rabinos, alejados de todos aquellos que en la práctica quebrantaban la Ley del Señor y, por ello, los consideraban pecadores, infieles, amigos de paganos. Jesús, sin embargo, se mezclaba con todos sin distinción, lo que le valió la reprobación de parte de los letrados y fariseos. Jesús llamó a Mateo (Leví), cobrador de contribuciones, para que le siguiera como discípulo suyo. Mateo organizó en honor a Jesús un banquete, al que fueron invitados sus amigos y compañeros de profesión: «Estando (Jesús) en la casa, sentado a la mesa, muchos recaudadores y pecadores llegaron y se sentaron con Jesús y sus discípulos. Al verlo, los fariseos dijeron a los discípulos: “¿Por qué come vuestro maestro con recaudadores y pecadores?” Él lo oyó y contestó: “No tienen necesidad del médico los sanos, sino los enfermos. Id, pues, a aprender lo que significa misericordia quiero y no sacrificios. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9,10-13; cf. Mc 2,15-17; Lc 5,29-31). Ante las críticas mordaces de sus adversarios Jesús responde directamente: «Ha venido Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: “Tiene demonio”. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: “Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de recaudadores y pecadores”» (Lc 7,34; ver Mt 11,18-19). Jesús era amigo de la gente despreciada, porque se juntaba con ellos y les ofrecía la oportunidad de regenerar su vida y de sentirse personas dignas, al servicio de la sociedad y no al servicio de los propios intereses. Esto se cumplió en Zaqueo, «jefe de recaudadores y muy rico» (ver Lc 19,1-10). Jesús tuvo amigos íntimos; entre éstos hay que contar muy especialmente a los tres hermanos de Betania: Lázaro, Marta y María. Jesús debió de ser huésped frecuente de esta familia. La intimidad y familiaridad de Jesús con ellos se refleja en varios episodios de los evangelios (cf. Lc 10,38-42; Jn 12,1-3). Cuando Lázaro enfermó, las hermanas enviaron a Jesús este cariñoso y confiado mensaje: «Señor, aquel a quien amas está enfermo» (Jn 11,3). El evangelista confirma que «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro» (Jn 11,5); y Jesús mismo lo manifiesta en el comentario que hace, al recibir la noticia: «Nuestro amigo

71 Lázaro duerme; voy a despertarlo» (Jn 11,11). Jesús consideró amigos suyos a sus principales discípulos, los que lo acompañaron hasta el final de su vida y después continuaron su obra. A ellos dirigió en el cenáculo sus últimas palabras, como si fueran su testamento: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15,14); a ellos los eligió él personalmente, a cada uno en particular y a todos en conjunto: «No me elegisteis vosotros; yo os elegí y os destiné a ir y dar fruto» (Jn 15,16). Entre los verdaderos amigos no hay secretos; entre Jesús y sus amigos tampoco los hay. Por esto el Señor Jesús puede decir: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace el amo. A vosotros os he llamado amigos, porque os comuniqué cuanto escuché a mi Padre» (Jn 15,15): el mensaje que han de propagar por toda la tierra ellos y los que crean por ellos, como nosotros. En esta empresa encontrarán sus amigos tantas dificultades como las ha encontrado él. Por esto los anima: «A vosotros mis amigos os digo que no temáis a los que matan el cuerpo y después no pueden hacer nada más» (Lc 12,4). Así tendrán ocasión de demostrar lo que él ha demostrado, al ir voluntariamente a la muerte (ver Jn 10,17-18): «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Jesús dio su vida por sus amigos, por aquellos a los que él quería y que le querían a él; sus amigos también dieron su vida por él. 3.2. Jesús sigue siendo amigo La amistad de Jesús no terminó con su muerte ni con la muerte de sus amigos; ha continuado y continúa en la historia, porque él resucitó de entre los muertos, él está vivo, y sus amigos se han multiplicado, continúan ininterrumpidamente desde su tiempo hasta nuestros días. Lo que escribía Pedro a los cristianos de Asia Menor vale también para nosotros: «No lo habéis visto [a Jesucristo], y lo amáis; sin verlo, creéis en él y os alegráis con gozo indecible y glorioso» (1 Pe 1,8). «Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y por los siglos» (Heb 13,8); su palabra dada en la amistad se mantiene firme ahora y siempre; su fidelidad permanece porque él es el sí de Dios: «El Hijo de Dios, Cristo Jesús... no fue sí y no; en él no hubo más que sí. Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él» (2 Cor 1,20). En esto nos fundamos para decir que Jesús sigue ejercitando la amistad. Él nunca nos ha necesitado; ahora menos. Pero su amor es plenamente gratuito y jamás se olvida de nosotros y de su palabra en favor nuestro. Al despedirse definitivamente Jesús de sus discípulos, nos dejó la promesa de su permanente presencia invisible entre nosotros: «Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Presencia que ya antes había asegurado, cuando dijo: «Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo, en medio de ellos» (Mt 18,20). El Señor, con su encarnación, se había identificado con nuestra humanidad: el Hijo verdadero de Dios se hace verdadero hombre; el Creador y Señor se identifica con la debilidad de su criatura. No puede extrañarnos que continúe identificándose con los más débiles y pobres y necesitados: «Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y acudisteis a mí. Entonces los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? Cuándo te vimos forastero, y te acogimos o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y acudimos a ti?” Y el rey les dirá: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”» (Mt 25,35-40; ver, además, 25,41-45).

72 Para inmenso consuelo de los fieles seguidores de Jesús, sabemos que el Señor sigue llamando a la puerta de nuestro corazón, para que le invitemos a entrar: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Apoc 3,20). Si tomamos conciencia de esta sublime e incomprensible realidad, podemos decir con san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2,20). Jesús nos repitió insistentemente su irrevocable decisión de estar de nuestra parte: «Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré...» (Jn 14,13-14; ver 16,23-24). Decisión y disposición que mantiene y mantendrá por siempre jamás. El anciano Juan escribe a sus discípulos: «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos un abogado ante el Padre: a Jesucristo, el Justo» (1 Jn 2,1). La firme voluntad de Jesús es que no nos separemos de él; lo dice en su oración final: «Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado porque me has amado antes de la creación del mundo» (Jn 17,24). Pues para esto se nos adelantó: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,2-3). Realidad de la que gozan los que mueren en Cristo, si se lo piden, como el buen ladrón: «“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Y le dijo [Jesús]: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”» (Lc 23,4243), donde la felicidad será plena y sin término (cf. Apoc 21,1-5). 4. Expresiones indirectas sobre los amigos en el NT No siempre que se habla de los amigos en el NT se emplea el vocablo amigo; algunas veces se utiliza el sinónimo compañero (_τα_ρoς), o una expresión compuesta con un elemento sinónimo de amigo, o simplemente se subraya el afecto connatural a la verdadera amistad, es decir, el amor que une las voluntades. Tres veces aparece en el NT el vocativo _τα_ρε: amigo, compañero, con un matiz negativo de reprensión. En la parábola de los jornaleros de la viña el amo responde así a los que protestan por su extraño modo de proceder: «Amigo, no te hago injusticia; ¿no nos apalabramos en un denario? Pues toma lo tuyo y vete. Que yo quiero dar al último lo mismo que a ti» (Mt 20,13-14). En la parábola del banquete de bodas del hijo del rey el intruso oye de boca del rey este reproche: «Amigo, ¿cómo has entrado sin traje apropiado?» (Mt 22,12). Y en la triste noche del prendimiento de Jesús en Getsemaní al falso saludo de Judas a Jesús: «¡Salve, Maestro! Y le dio un beso», Jesús le contestó: «Amigo, ¿a qué has venido?» (Mt 26,49-50). En los tres casos el autor del primer evangelio ha utilizado intencionadamente _τα_ρε en vez de φίλε. Pablo, cautivado por la persona de Jesús, no comprende que pueda haber alguien que conozca a Jesús y no le ame. Por esto escribe con apasionamiento a los cristianos de Corinto: «Si alguno no ama al Señor, sea maldito. ¡Ven, Señor!» (1 Cor 16,22); que podríamos cambiar por “Si alguno no es amigo del Señor...”, pues los amigos de verdad se quieren sinceramente (ver Jn 11,3.36; 20,2; 21,15-17; Tit 3,15; Apoc 3,19). Los autores del NT expresan este amor sincero entre los cristianos amigos con palabras compuestas, donde uno de los elementos es φιλ-, emparentado con φίλoς: amigo39. 39. Un elenco de ellos es el siguiente: - φιλάγαθov: amigo del bien (Tit 1,8);

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- φιλαδελφία: amor fraterno (Rom 12,10; 1 Tes 4,9; Heb 13,1; 1 Pe 1,22; 2 Pe 1,7); - φιλάδελφoς: amante del hermano (1 Pe 3,8); - φίλαvδρoς: amante del marido (Tit 2,4); - φιλαvθρωπία: amor benévolo del hombre, benignidad, humanidad (Hch 28,2; Tit 3,4); - φιλαvθρώπως: humanamente (Hch 27,3); φιλόξεvov, amante del extranjero, hospitalario (Tit 1,8);. - φιλότεκvov: amante de los hijos (Tit 2,4); - φιλoφρόvως: amigablemente (Hch 28,7). A la misma familia pertenece φίλημα: beso, muy utilizado en los saludos finales de las cartas (cf. Rom 16,16; 1 Cor 16,20; 2 Cor 13,12; 1 Tes 5,26 y 1 Pe 5,14).

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7 Jesús, el fiel amigo (I). Su vida privada Siempre se ha relacionado el conocimiento con la luz y la ignorancia con las tinieblas. San Juan, el evangelista, lo sabe y va mucho más allá en el uso de la alegoría luz/tinieblas, identificando a Dios y su ámbito con la luz. En su primera carta dice: «Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5), y en el prólogo a su evangelio dice del Verbo o Palabra de Dios: «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9) por el hecho de ser persona con inteligencia y voluntad, capaz de recibir esa iluminación interior. La Palabra, hecha carne (Jn 1,14), es luz visible y tangible en Jesucristo, como él mismo dice en primera persona: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12; ver también 9,5; 12,46). Por esto mismo sus seguidores o discípulos, también luz del mundo (cf. Mt 5,14), podrán iluminar a los demás con la luz de Cristo. Sin luz no se puede ver; sin Cristo, luz verdadera, no podemos llegar al conocimiento del Dios verdadero; menos aún a la unión y comunión de vida con Dios: «Si decimos que estamos en comunión con él (Dios), y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado» (1 Jn 1,67). Tampoco podemos hacer nada separados de Cristo, como la rama separada del tronco del árbol o el sarmiento de la cepa de la vid (cf. Jn 15,5). Jesucristo es el único y necesario mediador entre Dios y los hombres. En 1 Tim 2,5-6 leemos: «Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos». Estas palabras nos recuerdan la enseñanza del Señor en san Juan: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). Paradójicamente nadie puede acercarse a Jesús, si primero el Padre no lo ha llevado de la mano, como confiesa Jesús mismo: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae» (Jn 6,44). El Padre así lo ha querido y así lo ha revelado por medio de Jesucristo, nuestro Señor y único salvador, «porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4,12; cf. Rom 10,9). En este capítulo y en el siguiente intentamos presentar una semblanza de Jesús, nuestro hermano mayor, nuestro guía y maestro, nuestro mejor amigo, según aparece en los escritos del NT, principalmente en los evangelios. 1. Proemio Los cuatro evangelios canónicos (Mt, Mc, Lc y Jn) son las únicas fuentes literarias imprescindibles y casi únicas, a las cuales tenemos que acudir para descubrir cómo fue Jesús durante la etapa de su vida mortal. Jesús no es un fantasma, ni una creación del hombre religioso cristiano, sino el Hijo de Dios hecho hombre, que vino en una época histórica determinada, murió, resucitó y actualmente vive en la gloria de Dios, fuera de las categorías espacio temporales mensurables, pero coexistentes con ellas. Jesús glorioso ha asumido

75 realmente toda su historia, de tal manera que destruiríamos la imagen actual de Jesús si prescindiéramos de su humanidad. Los evangelistas son escritores que presentan una historia realmente acontecida, pero interpretada a la luz de la fe en la resurrección del Señor. Esta fe es clave de interpretación de una realidad histórica, que está ahí con todo su valor. Los evangelistas, pues, no manipulan la realidad, sino que leen en sus profundidades y descubren facetas no perceptibles por el simple historiador. En ellos se ha cumplido lo que el autor de Efesios pedía para sus destinatarios: «Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, Padre de la gloria, os conceda un Espíritu de sabiduría y revelación que os lo haga conocer y os ilumine los ojos de vuestro corazón para apreciar la esperanza a la que os llama, la espléndida riqueza de la herencia que promete a los consagrados y la grandeza extraordinaria de su poder a favor de nosotros los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa» (Ef 1,17-19). Sin este saber, sin esta revelación interior e iluminación de los ojos del alma, de nada les hubiera valido todos sus conocimientos acerca de Jesús “en carne”. Pablo formula esta convicción con una frase enigmática: «Nosotros desde ahora no conocemos a nadie según la carne [según las apariencias históricas], y aunque hemos valorado a Cristo según la carne, ahora ya no lo valoramos» (2 Cor 5,16). Según Pablo no están en mejores condiciones para juzgar de Jesucristo los que le conocieron y trataron en su vida mortal que los que le han aceptado por la fe después de su resurrección. Esto nos recuerda la reprensión de Jesús a Tomás por su incredulidad: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que creerán sin haber visto» (Jn 20,29). Todavía es preciso recordar que los evangelios no son una biografía del Señor, ni siquiera aproximada; tampoco han sido escritos para convencer a nadie. Ellos fueron compuestos para confirmar y fortalecer la fe ya existente. Lucas escribe en el prólogo a su evangelio: «También yo he pensado, ilustre Teófilo, escribirte todo por orden y exactamente, comenzando desde el principio; así comprenderás con certeza las enseñanzas que has recibido» (Lc 1,3-4). 2. El tiempo de la plenitud Con Jesús ha llegado el tiempo de la plenitud; con él la historia -este eón, que el Padre controla y dirige-, ha llegado a su momento de madurez, a “la plenitud de los tiempos” (Gál 4,4; Ef 1,10). Con él llega el tiempo del cumplimiento de las promesas de Dios, porque él mismo es el cumplimiento de esas promesas. La primera palabra que Marcos pone en boca de Jesús es ésta: «Se ha cumplido el tiempo» (Mc l,15). Mateo describe la actividad de Jesús valiéndose de la profecía de Isaías: «Jesús se marchó de allí. Lo seguían muchos; curaba a todos y les encarecía que no lo divulgaran. Así se cumplió lo que anunció el profeta Isaías: Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él pondré mi Espíritu para que anuncie el derecho a las naciones. No altercará, no gritará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pabilo humeante no lo apagará. Promoverá eficazmente el derecho. En su nombre esperarán las naciones» (Mt 12,15-21; cita a Is 42,1-4). A la pregunta de Juan el Bautista: «¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?»,

76 Jesús responde con obras que confirman las palabras proféticas de Isaías: «Entonces Jesús curó a muchos de enfermedades, achaques y malos espíritus; y devolvió la vista a muchos ciegos. Después les respondió: -Id a informar a Juan lo que habéis visto y oído: ciegos recobran la vista, cojos caminan, leprosos quedan limpios, sordos oyen, muertos resucitan, pobres reciben la buena noticia. Y dichoso el que no se escandalice de mí» (Lc 7,21-23). Ejemplo de puesta en acción de la profecía de Is 35,5-6 y 61,1. Pero el ejemplo más solemne de todos nos lo ofrece Lc 4,l6-2l, pórtico del ministerio público del Señor: «Fue a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre entró un sábado en la sinagoga y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías. Lo desenrrolló y dio con el texto que dice: El Espíritu del Señor sobre mí, porque él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor [Is 61,1-2]. Lo enrolló, se lo entregó al empleado y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Él empezó diciéndoles: -Hoy, en presencia vuestra, se ha cumplido esta Escritura». Este hoy de Jesús es el hoy del cumplimiento mesiánico; con él toda promesa de Dios se hace presente; como dice san Pablo, Jesús es el sí a Dios: «El Hijo de Dios, Cristo Jesús, el que nosotros con Silvano y Timoteo predicamos, no fue un sí y un no, ya que en él se cumplió el Sí, porque todas las promesas de Dios en él cumplieron el sí» (2 Cor 1,19-20). En el momento histórico oportuno, previsto por el Señor, «envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Gál 4,4), como uno más de su pueblo Israel sin excepciones ni privilegios. Hay una afirmación en la carta a los Hebreos que es válida para toda la vida del Señor: «Porque no tenemos un Sumo Sacerdote [Jesús en el cielo] incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno probado en todo igual que nosotros, excluido el pecado» (Heb 4,15). La misma convicción, que es unánime en todo el NT, la expresa Juan dramáticamente, al hacer decir a Jesús en plena polémica con sus más terribles enemigos aquella palabra que sólo la ha podido decir él en toda la historia de los hombres: «¿Quién de vosotros me puede convencer de pecado?» (Jn 8,46). A Jesús le acusaron muchas veces durante su vida mortal los que se sintieron perjudicados por su forma de concebir la vida y de interpretar las sagradas Escrituras, expresión de la voluntad de Dios. Sus enemigos no cejaron en su empeño hasta eliminarlo totalmente matándolo; pero tuvieron que valerse de la falsedad, de la mentira y de la violencia del poder establecido. Para los creyentes la resurrección de Jesús de entre los muertos, entre otras cosas, fue el acto por el cual Dios Padre hacía justicia y ponía las cosas en su sitio: restituía a Jesús lo que le pertenecía, su señorío universal, proclamaba ante todos su inocencia y su dignidad de enviado: «Por tanto, que toda la casa de Israel reconozca que a este Jesús, que habéis crucificado, Dios lo ha nombrado Señor y Mesías» (Hch 2,36). El que fue juzgado y condenado injustamente es constituido por Dios juez universal: «Dios... exhorta ahora a todos los hombres en todas partes a que se arrepientan; pues ha señalado una fecha para juzgar con

77 justicia al mundo por medio de un hombre designado. Y lo ha acreditado ante todos resucitándolo de la muerte» (Hch 17,30-31). 3. Vida privada de Jesús hasta su ministerio público Los Evangelios no son biografías del Señor, pero contienen muchos datos biográficos de él. En concreto hablan poco de los años que Jesús pasó en su hogar de Nazaret, del largo período de su vida antes del bautismo en el Jordán. Suponemos que la niñez, juventud y edad adulta de Jesús, aproximadamente hasta los 30 años de su vida (ver Lc 3,23), se desarrollaron con toda normalidad en el seno de una familia de Nazaret, ciudad de Galilea. La suposición está más que probada por los testimonios de los cuatro evangelistas. 3.1. Jesús vivió en Nazaret hasta la hora de su ministerio Jesús estuvo ligado a Nazaret durante toda su vida. María y José vivían en Nazaret desde antes de nacer Jesús; probablemente eran naturales de allí o de su entorno. En Nazaret anuncia el ángel Gabriel a María la concepción de su hijo Jesús: «El sexto mes [desde la concepción de Juan el Bautista] envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen prometida a un hombre llamado José, de la familia de David: la virgen se llamaba María» (Lc 1,26-27). Desde Nazaret salen José y María, camino de Belén, según el mismo relato de Lucas: «José subió de Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David en Judea llamada Belén -pues pertenecía a la Casa y familia de David- a inscribirse con María, su esposa, que estaba encinta» (Lc 2,4-5). El evangelio de la infancia de Jesús, según la versión lucana, presenta a la sagrada familia como el modelo perfecto de la familia judía; por esto el relato se centra en el templo de Jerusalén, para que en él María y José realicen lo que ordena la Ley de Moisés: la purificación de la madre y la presentación del niño al Señor: «Cumplidos todos los preceptos de la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret» (Lc 2,39). En esto coincide el relato de Mateo con el de Lucas, pues a Nazaret vuelve toda la familia después de lo de Egipto: José, «al oír que Arquelao había sucedido a su padre Herodes como rey de Judá, temió dirigirse allá. Y, avisado en sueños, se retiró a la provincia de Galilea y se estableció en una población llamada Nazaret» (Mt 2,22-23). En Nazaret permaneció Jesús durante toda su infancia. Allí lo coloca Lucas en los relatos de su evangelio. Hemos visto que la sagrada familia se ha asentado en Nazaret después de la presentación del niño en el templo (cf. Lc 2,39); lo mismo se repetirá cuando Jesús, al cumplir los doce años, suba al templo de Jerusalén para celebrar su primera Pascua y vuelva al seno de la familia después de la dolorosa experiencia de los tres días: Jesús «bajó con ellos, fue a Nazaret y siguió bajo su autoridad... Jesús progresaba en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres» (Lc 2,51-52). La sentencia final repite lo que dijo anteriormente después de que volvieran a Nazaret, una vez presentado el niño Jesús en el templo: «El niño crecía y se fortalecía, llenándose de saber; y el favor de Dios lo acompañaba» (Lc 2,40). La expresión abarca toda la infancia y juventud de Jesús. Lucas recordará más adelante que Nazaret había sido el escenario de toda la vida de Jesús antes de su manifestación como enviado de Dios, precisamente en la sinagoga de Nazaret: Jesús «fue a Nazaret, donde se había criado» (Lc 4,16a); Mateo dirá que vino «a su patria» (Mt 13,54). Efectivamente, en Nazaret vivió y habitó Jesús, hasta que sintió la llamada interior con ocasión de la predicación de Juan junto al Jordán: «Por entonces vino Jesús de Nazaret de Galilea y se hizo bautizar por

78 Juan en el Jordán» (Mc 1,9). Jesús tendría unos treinta años (cf. Lc 3,23). Como sucede con los grandes personajes, a Jesús se le conoce por su lugar de origen, Nazaret. A pesar de ser un pueblo sin historia y menospreciado por sus vecinos, como se expresa «Natanael, el de Caná de Galilea» (Jn 21,2): «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Pues sí que salió, y desde entonces Nazaret ha sido querido y famoso a causa de Jesús, su más ilustre hijo. Jesús quedó para siempre marcado por Nazaret. Hacia el final de su vida, cuando Jesús entra en Jerusalén, rodeado y vitoreado por sus discípulos, los que aún no le conocían «preguntaban: “¿Quién es éste?” Y la multitud contestaba: “Éste es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea”» (Mt 21,10-11). Y Pedro así lo recuerda en casa de Cornelio: «Vosotros conocéis lo sucedido por toda la Judea, empezando por Galilea, a partir del bautismo que predicaba Juan. A Jesús de Nazaret lo ungió Dios con Espíritu Santo y poder: discurrió haciendo el bien y curando a los poseídos del diablo. Porque Dios estaba con él» (Hch 10,37-38). Jesús está tan unido a Nazaret que, generalmente, se le conoce por el gentilicio “el Nazareno”, es decir, el natural de Nazaret por excelencia sin rasgo alguno despectivo, pues todos lo llaman así40, desde el evangelista Mateo hasta el mismo Jesús: El evangelista Mateo, que ve en el nombre Nazareno el cumplimiento de «lo dicho por los profetas» (Mt 2,23). Los adversarios y enemigos: «Un hombre poseído por un espíritu inmundo» (ver Mc 1,2324); los que van a apresarlo en Getsemaní (ver Jn 18,4-8); una de las criadas del sumo sacerdote (ver Mc 14,66-67; Mt 26,71); Pilato según la inscripción que puso sobre la cruz (ver Jn 19,19); los enemigos de Esteban en el juicio (ver Hch 6,13-14). Beneficiarios de Jesús: El ciego de Jericó (ver Mc 10,47; Lc 18,37). Discípulos de Jesús: Los de Emaús (ver Lc 24,18-19); Pedro el día de Pentecostés (ver Hch 2,22) y al tullido en el templo (ver Hch 3,6; 4,10); Pablo ante el rey Agripa (ver Hch 26,9). Seres celestiales: El ángel a las mujeres (ver Mc 16,6-7). El mismo Jesús a Pablo (ver Hch 22,7-8). Por último, nazarenos fueron llamados los discípulos de Jesús por los judíos de Palestina (ver Hch 24,5). 3.2. Normalidad absoluta de la vida privada de Jesús En los Evangelios descubrimos que la vida de Jesús en Nazaret fue la de un israelita 40. En griego el gentilicio de Jesús tiene dos formas equivalentes: _ Ναζαρηνός = el Nazareno (ver Mc 1,24; 10,47; 14,67; 16,6; Lc 4,34; 24,19) y _ Ναζωρα_ος = el Nazoreo o Nazareno (ver Mt 2,23, 26,71; Lc 18,37; Jn 18,5.7; 19,19: Hch 2,22; 3,6; 4,10; 6,14; 22,8; 24,5 y 26,9).

79 normal. Sus paisanos lo conocen perfectamente y así lo expresan los cuatro evangelistas: «¿No es éste el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago y José, Judas y Simón? ¿No viven aquí entre nosotros, sus hermanas?» (Mc 6,3). Mateo alude a José, sin dar su nombre: «¿No es éste el hijo del carpintero?, ¿no se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas ¿no viven entre nosotros?» (Mt 13, 55-56). Lucas es más escueto: «Pero ¿no es éste el hijo de José?» (Lc 4,22). Juan da los mismos datos: Felipe habla de «Jesús, hijo de José, natural de Nazaret» (Jn l,45), y los dirigentes judíos preguntan: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre» (Jn 6,42). Así, pues, Jesús es conocido como miembro de una familia. Jesús es el carpintero-albañil del pueblo (Mc 6,3), oficio que ha aprendido de su padre, el carpintero (Mt 13,55), como mandaba la costumbre. Que Marcos llame a Jesús “el carpintero” y no “el hijo del carpintero” y, además, no nombre a José, sino sólo a María (cf. Mc 6,3), es indicio casi seguro de que José ya había muerto. Por documentos rabínicos, cercanos a la época de Jesús, nos consta que el trabajo de los artesanos era tenido en gran estima. Sabemos por la historia que grandes rabinos fueron artesanos, lo cual quiere decir que podían compaginar perfectamente su trabajo con el estudio de la Ley. De Jesús no nos consta que asistiera a escuela rabínica alguna, más bien todo lo contrario. Juan nos dice: «Mediada la fiesta [de las Chozas] subió Jesús al templo a enseñar. Los judíos comentaban sorprendidos: ¿Como tiene ése tal cultura si no tiene instrucción?» (Jn 7,14-15). Esto mismo demuestra el asombro de los paisanos de Jesús, al oírlo hablar en la sinagoga de su pueblo, Nazaret, donde tantas veces habría asistido los sábados (cf. Lc 4,l6): «La multitud que lo escuchaba comentaba asombrada: -¿De dónde saca éste todo eso? ¿Qué clase de saber se le ha dado?» (Mc 6,2; cf. Mt 13,54-57). Lo mismo está implícitamente contenido en la pregunta despectiva de Natanael a Felipe: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Los parientes de Jesús, sus allegados, los que han convivido con él durante tantos años en Nazaret, lógicamente son los que mejor le conocen. Por esto se alarman tanto cuando la fama de Jesús se extiende más y más. Marcos nos cuenta que Jesús «entró en casa, y se reunió tal multitud, que no podían ni comer. Sus familiares, que lo oyeron, salieron a sujetarlo, pues decían que estaba fuera de sí» (Mc 3,20-21). Y un poco más adelante nos informa de nuevo Marcos de otro intento de sus familiares de llevarse a Jesús: «Fueron su madre y sus hermanos, se detuvieron fuera y le enviaron un recado llamándolo. La gente estaba sentada en torno y le dicen: -Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan» (Mc 3,31-32; cf. Mt 12,46-47; Lc 8,19s). En Jesús se cumplía su propia palabra: «A un profeta lo desprecian sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa» (Mc 6,4). A Jesús no le comprendieron sus familiares, ni aun siquiera creían en él; Juan es tajante: «Pues ni sus parientes creían en él» (Jn 7,5). Todo lo cual demuestra a las claras que Jesús ha llevado una vida totalmente normal y corriente durante los treinta años que ha vivido en Nazaret. Desde una visión de fe podemos afirmar que la actitud de Jesús, durante su vida “oculta” en Nazaret, es reveladora. Dios asume la vida humana en su trivialidad y la hace suya; lo ordinario y corriente es la norma; Dios no violenta las leyes de la naturaleza, es más, forma parte de este mundo, de esta historia. Jesús en su persona, en su vida, en sus actos, es la divinización manifestada en la bondad de lo normal de la vida humana. Esto, sin embargo, no es comprendido por los que buscan la gloria, los honores, el medro personal, sino que es causa de escándalo (cf. Jn 7,3-4). Por esto Jesús, el auténtico Jesús, será siempre «para los judíos

80 escándalo, para los paganos locura; pero para los llamados, judíos y griegos, un Mesías que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,23-24).

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8 Jesús, el fiel amigo (II). El ministerio público La grandeza inconmensurable de Jesús, su infinitud insondable en profundidad, en altura y en anchura, su inefable misterio, estaban presentes en un ser humano que andaba, respiraba, comía, lloraba, reía, sufría y gozaba como cualquier otro ser humano, que poseía unas huellas dactilares irrepetibles que le identificaban por dondequiera que anduviese. Y aquí radica el auténtico misterio: ¿cómo es posible que aquel hombre, Jesús, el carpintero de Nazaret, pudiera contener en sí, pudiera llevar dentro de su finitud la plenitud total de la divinidad (cf. Col 2,9)? A la luz de la fe post-pascual los evangelistas escriben sobre el Jesús pre-pascual. y describen su múltiple actividad. Por un lado tocan la realidad de un Jesús sometido a las leyes del espacio y tiempo; por otro saben que ese mismo Jesús trasciende infinitamente esas mismas dimensiones. Cómo actuara de hecho Jesús, tal vez sea de muy poca importancia. La intuición de los evangelistas está en descubrirnos la actitud profunda de Jesús en las circunstancias más variadas, el espíritu que siempre le anima en sus múltiples actuaciones. Todo esto nos lo comunican por medio de la expresión escrita más o menos literaria, pero siempre acertada. A esta expresión escrita nos acercamos para intentar hacer una semblanza de Jesús durante el período de su ministerio público, desde su bautismo en el Jordán hasta el momento cumbre de su muerte en cruz. Casi al comienzo de su vida pública Jesús creyó conveniente cambiar de domicilio y establecerse en Cafarnaún, ciudad importante de Galilea a la orilla del lago, y hacer de ella el centro de sus correrías apostólicas. El evangelista Mateo relaciona esta decisión de Jesús con el encarcelamiento de Juan el Bautista: «Al enterarse de que Juan había sido arrestado, Jesús se retiró a Galilea, salió de Nazaret y se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en territorio de Zabulón y Neftalí» (Mt 4,12-13). Sin embargo, parece ser que la razón principal del cambio de domicilio fue de naturaleza estratégica, como demuestra el hecho de que Jesús vuelva siempre a su “casa” en Cafarnaún (cf. Mt 9,28; 13,1; 17,24-25; Mc 9,33; 10,10), y por ello se llame a Cafarnaún «su ciudad» (Mt 9,1). 1. Solidaridad de Jesús con los pecadores Jesús comienza su vida pública con un acto penitencial, con el bautismo en el Jordán, de hondo sentido teológico: Jesús se identifica con los pecadores. Lucas ve así a Jesús, perdido entre la multitud de penitentes que han venido de toda Palestina para oír la voz del profeta que ha surgido en el desierto, Juan el Bautista. Jesús es uno más entre ellos: «Mientras todo el pueblo se bautizaba, también Jesús se bautizó» (Lc 3,21). El relato de Marcos es pura crónica: «Por entonces vino Jesús de Nazaret de Galilea y se hizo bautizar por Juan en el Jordán» (Mc 1,9); la interpretación teológica viene después, la teofanía (cf. Mc 1,10-11). Mateo adelanta el

82 momento de la revelación, y hace que Juan y Jesús sostengan un dialogo: «Por entonces fue Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Juan se lo impedía diciendo: -Soy yo quien necesito que me bautices tú, ¿y tú acudes a mí? Jesús le respondió: -Ahora cede, pues de ese modo conviene que realicemos la justicia plena. Ante esto accedió» (Mt 3,13-15). Los tres sinópticos coinciden en el hecho fundamental: Jesús se somete a un bautismo de penitencia, cuya significación teológica es la misma: auténtica solidaridad de Jesús con el hombre, participación en el mismo destino histórico. Pablo dice que Dios envió a su propio Hijo, «asemejado a nuestra condición pecadora» (Rom 8,3). Jesús es realmente uno de nosotros. Con el bautismo en el Jordán Jesús inicia su actividad como un pecador; su ministerio lo terminará en la cruz como un malhechor. Sin embargo, Jesús no es un pecador; la voz del Padre resuena: «Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto» (Mc 1,11; Mt 3,17; Lc 3,22); tampoco es un malhechor: el Padre lo resucita de entre los muertos. Con palabras de san Pablo podemos exponer esta realidad misteriosa: «A quien no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que nosotros viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor 5,21). Jesús acepta y realiza con plena libertad la voluntad del Padre, suprema norma de toda su vida. 2. Jesús prefiere a la gente sencilla Jesús es uno del pueblo llano, un trabajador manual: carpintero-albañil, con manos endurecidas, callosas por el trabajo. Sus primeros discípulos son pescadores, hombres avezados al trabajo duro, a la brega de la mar (cf. Mc 1,16-20 y sus lugares paralelos Mt 4,1822; Lc 5,l-11), hombres rudos pero sencillos. Las gentes a las que normalmente Jesús dirige su palabra son el pueblo mismo: aldeanos, pescadores, artesanos, que le siguen con una pequeña bolsa o sin nada para comer: «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando la buena noticia del Reino y curando toda clase de enfermedades y dolencias. Viendo a la multitud, se conmovió por ellos, porque andaban maltrechos y postrados, como ovejas sin pastor» (Mt 9,35-36). Y también: «Se fueron solos en barca a un paraje despoblado. Pero muchos los vieron marcharse y cayeron en la cuenta. De todos los poblados fueron corriendo a pie hasta allá y se les adelantaron. Al desembarcar, vio una gran multitud y sintió lástima, porque eran como ovejas sin pastor. Y se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6,32-34). Su modo de hablar es también sencillo, como el auditorio al que se dirige. En la época de Jesús, en Palestina es mayoritario el nivel medio bajo de la población, explotada generalmente por el poder político extranjero y por las clases privilegiadas del país. A esta mayoría sufrida pertenece él mismo, de este medio escoge a sus colaboradores mas íntimos y a este pueblo va dirigido en primer lugar su mensaje de esperanza y de liberación: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios» (Lc 6,20). 3. Jesús no excluye a nadie de su trato Jesús está abierto al trato y a la amistad con todos; por esto todo el mundo le buscaba (ver Mc 1,37). Su ambiente natural y preferido era el de los más modestos, sin excluir los otros ambientes en que también vivían las personas a las que había venido a ayudar y salvar. Sin dejar en ningún momento su estilo propio de vida, a veces trata con personas de posición

83 acomodada: «Jesús era amigo de Marta, de su hermana y de Lázaro» (Jn 11,5; cf. 11,36). Quizás Lc 10,38-41 se refiera a las mismas hermanas, y no es improbable que se hospedara en su casa de Betania siempre que pasara por allí (cf. Mt 21,17; Mc 11,11). Jesús acepta la invitación para comer en casa de personas ricas y de buena fama, como el fariseo de Lc 7,36; o el jefe de los fariseos de Lc 14,1; o Simón, el leproso de Betania (cf. Mt 26,6; Mc 14,3; Jn 12,1-2). Y aún tiene amigos entre los jefes de los judíos, personajes influyentes, sin que les obligue a hacer pública su amistad, como es el caso de Nicodemo (ver Jn 3,1; 7,50; 19,39) y de José de Arimatea (ver Jn 19,38). Jesús se mezcla también con las personas y clases de personas de mala fama. Entre sus discípulos hay un recaudador de contribuciones: Leví de Alfeo, a quien Jesús mismo ha llamado (ver Mc 2,13-14). En casa de Leví Jesús se sienta a la mesa con «muchos recaudadores y pecadores» (Mc 2,15), desafiando las criticas de los buenos y observantes que, escandalizados, preguntan: «¿Por qué come con recaudadores y pecadores?» (Mc 2,16). La figura de Jesús no es la de un asceta, en contraste con la de Juan el Bautista. Por esto no vive en el desierto, sino en los poblados y caminos, donde está, vive y transita habitualmente la gente. Jesús no tiene inconveniente en comer y beber con quien sea, por eso le motejan de «comilón y bebedor, amigo de recaudadores y pecadores» (Mt 11,19; ver Lc 7,34). Una escena que puede resumir muchas páginas y comentarios es la de Lc 19,1-10. Zaqueo quiere ver a Jesús y, a pesar de ser «jefe de recaudadores y muy rico», se sube a un sicomoro para verlo. «Cuando Jesús llegó al sitio, alzó la vista y le dijo: -Zaqueo, baja aprisa, pues hoy tengo que hospedarme en tu casa. Bajó a toda prisa y lo recibió muy contento. Al verlo, murmuraban todos porque entraba a hospedarse en casa de un pecador. Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor: -Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y a quien le haya defraudado le restituyo cuatro veces más. Jesús le dijo: -Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también él es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y salvar lo perdido» (Lc 19,5-10). Jesús conocía muy bien la situación real de su pueblo. Lo compara a un rebaño disperso y sin pastor que lo guíe: «Viendo a la multitud, se conmovió por ellos. porque andaban maltrechos y postrados, como ovejas sin pastor» (Mt 9,36); Marcos añade: «Y se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6,34). Es decir, que empezó a manifestarse como el pastor verdadero. Jesús realmente es el buen pastor que alimenta y defiende a sus ovejas, y está dispuesto a dar la vida por ellas (ver Jn 10,1-15). Al ver la actitud comprensiva y amable de Jesús con los que se tenían por públicos pecadores, no es de extrañar lo que nos dice el evangelista Lucas: «Todos los recaudadores y los pecadores se acercaban a escuchar», con la consiguiente réplica de fariseos y letrados: «Éste recibe a pecadores y come con ellos» (Lc 15,1-2). A esto Jesús responde con la parábola del buen pastor que deja noventa y nueve ovejas en el redil y va en busca de la que se ha perdido. «Al encontrarla se la echa a los hombros contento, se va a casa, llama a amigos y vecinos y les dice: Alegraos conmigo, porque encontré la oveja perdida» (Lc 15,5-6). Entre estas ovejas descarriadas habría muchos hijos pródigos, cuyo arquetipo es estudiado en una hermosa parábola, en la que se revela el corazón inmensamente grande de Jesús, como el de su Padre (cf. Lc 15,11-32). También son ovejas descarriadas, que Jesús, buen pastor, busca y acoge con ternura y

84 delicadeza infinitas, las mujeres de mala conducta pública. Dos ejemplos de la actitud de Jesús con estas mujeres los vemos en Lc 7, 36-50: la pecadora en casa de Simón el fariseo, y en Jn 8,2-11: la mujer sorprendida en adulterio. En ninguna ocasión justifica el pecado; en las dos acusa a los acusadores, defiende a las acusadas y las despide en paz casi con las mismas palabras: «Se te perdonan tus pecados... Tu fe te ha salvado. Vete en paz» (Lc 7,48-50); «Tampoco yo te condeno. Ve y en adelante no peques más» (Jn 8,11). Al comparar Jesús la actitud de unos y de otros ante la persona y el mensaje del Bautista y ante su propia persona y mensaje, tiene que reconocer: «Os aseguro que los recaudadores y las prostitutas entrarán antes que vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan, enseñando el camino de la honradez, y no le creísteis, mientras que los recaudadores y las prostitutas le creyeron. Y vosotros, aun después de verlo, no os habéis arrepentido ni le habéis creído» (Mt 21,31-32). 4. Jesús ante el dolor de los demás Más adelante veremos cuál es la actitud de Jesús cuando el dolor muerda en su propia carne, cuál es su respuesta cuando la muerte llame a su puerta. Ahora veamos qué nos dicen los evangelios de la actitud y reacción de Jesús ante la enfermedad y el sufrimiento de los demás, cuando él rebosa salud, vigor y vida por todos los poros de su cuerpo. Llama poderosamente la atención del lector moderno de los evangelios la constante acción curativa del Señor. Y no es para menos. Veamos, como ejemplo, el evangelio de Marcos. Cura en Cafarnaún a «un hombre poseído por un espíritu inmundo» (Mc 1,23); en una especie de resumen después de narrarnos la curación de la suegra de Simón (Mc 1,29-31), dice: «Al atardecer, cuando se puso el sol, le llevaban toda clase de enfermos y los endemoniados. Toda la población se agolpaba a la puerta. Él curó a muchos enfermos de dolencias diversas, expulsó muchos demonios» (Mc 1,32-34); cura a un leproso (Mc 1,4045), a un paralítico (Mc 2,1-12), a un hombre con un brazo atrofiado (Mc 3,1-6). Habiendo llegado a las riberas del lago, «Dijo a los discípulos que le tuvieran preparada una barca, para que el gentío no lo estrujase. Pues, como curaba a muchos, se le echaban encima los que sufrían achaques para tocarlo» (Mc 3,9-10). En la región de los gerasenos, al este del lago, cura a un hombre poseído por un espíritu inmundo (Mc 5,1-20). De nuevo en la parte occidental del lago cura a la hija de Jairo y a una mujer con hemorragias (Mc 5,21-43). En su visita a Nazaret, su pueblo, «no podía hacer allí ningún milagro, salvo unos pocos enfermos a quienes impuso las manos y curó. Y se extrañó de su incredulidad» (Mc 6,5-6). En las correrías de Jesús por todas aquellas comarcas de Galilea «le fueron llevando en camillas todos los enfermos, adonde oían que se encontraba. En cualquier aldea o ciudad adonde iba, colocaban a los enfermos en la plaza y le rogaban que les dejara tocar al menos la orla del manto. Y los que lo tocaban se curaban» (Mc 6,55-56). Los evangelios nos dan cuenta de una única salida de Jesús de la tierra judía a la región de Tiro; allí curó Jesús a una niña «poseída por un espíritu inmundo» a instancias de la madre (Mc 7,24-30). De nuevo cerca del lago cura a un sordo mudo (Mc 7,3l-37), y en Betsaida a un ciego (Mc 8,22-26); en otro lugar indeterminado a un niño epiléptico (Mc 9,14-29) y, casi en vísperas de su pasión, de paso por Jericó, devolvió la vista al mendigo ciego Bartimeo (Mc 10,46-52).

85 Las enfermedades en el evangelio según san Marcos son enfermedades reales, pero el evangelista, que en esto participa del modo de pensar de los judíos de su tiempo, ve en ellas la manifestación de un poder maléfico que domina al hombre; por esto casi todos los enfermos en Marcos están poseídos por espíritus inmundos. La misión fundamental de Jesús es la de liberar al hombre del pecado, de todos los yugos, de todas las fuerzas del mal, simbolizadas por las enfermedades. Los enemigos de Jesús, para desprestigiarlo, lo acusan de complicidad con el príncipe de los demonios; pero Jesús les replica: «¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Un reino dividido internamente no puede subsistir. Una casa dividida internamente no puede mantenerse. Si Satanás se alza contra sí y se divide, no puede subsistir, antes perece» (Mc 3,23-26). La actitud malévola de los acusadores de Jesús revela en ellos una ceguera voluntaria: no quieren ver la presencia activa de Dios en las obras y palabras de Jesús, blasfeman contra el Espíritu Santo y cierran su corazón al perdón de Dios; por esto dice Jesús: «Os aseguro que a los hombres se les pueden perdonar todos los pecados y las blasfemias que pronuncien. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tiene perdón jamás; antes es reo de un delito perdurable. Es que decían que tenía dentro un espíritu inmundo» (Mc 3,28-30). Mateo y Lucas han conservado una palabra de Jesús en esta controversia con los fariseos que Mc no ha recogido, pero que refleja muy bien su modo de pensar: «Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, es que ha llegado a vosotros el reinado de Dios» (Lc 11,20). Mt 12,28 sustituye “el dedo de Dios” por “el espíritu de Dios”. La significación es la misma: el poder de Dios, su espíritu, opera en Jesús. Por esto con Jesús ha comenzado ya el reinado de Dios. Uno de los signos mesiánicos, reconocido por los evangelistas, es precisamente la actividad de Jesús en contra de las enfermedades: «Al atardecer le trajeron muchos endemoniados. Él con una palabra expulsaba los demonios, y todos los enfermos se curaban. Así se cumplió lo anunciado por el profeta Isaías: “Él tomó nuestras debilidades y cargó con nuestras enfermedades” [Is 53,5]» (Mt 8,16-17). Ésta es, precisamente, la señal que Jesús da a Juan el Bautista para que le reconozca: «Id a informar a Juan de lo que habéis visto y oído: ciegos recobran la vista, cojos caminan, leprosos quedan limpios, sordos oyen, muertos resucitan, pobres reciben la buena noticia» (Lc 7,22). El contacto con el dolor seguirá siendo, también para los creyentes, un auténtico enigma a pesar de la acción de Dios en Jesús. Pero después de leer el evangelio una cosa está clara: que a Jesús no le es indiferente el dolor y la desgracia del prójimo. Él quiso experimentarlo y compartirlo hasta el máximo en la propia carne. Cayó como un valiente, pero el dolor le hizo estremecerse el alma. En Getsemaní supo lo que era el sufrimiento desgarrador del alma, la certeza de saber que iba a morir violentamente en la plenitud de la vida (ver Mc 14,33-36). En su pasión y muerte en cruz gustó la amargura del abandono, de la soledad, de la humillación, del dolor físico que le arrancó la vida; fue segado en la flor de la vida, el dolor lo mató. Pedro lo pone ante nuestros ojos así: «Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas. No había pecado ni hubo engaño en su boca; injuriado no respondía con injurias, padeciendo no amenazaba, antes se sometía al que juzga con justicia. Nuestros pecados él los llevó en su cuerpo al madero, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus cicatrices os curaron» (l Pe 2,21-24).

86 Este es el gran consuelo del creyente en los momentos de la dura prueba del dolor: Jesús también ha pasado horas amargas y sabe lo que es sufrir: «El sumo sacerdote que tenemos no es insensible a nuestra debilidad, ya que, como nosotros, ha sido probado en todo excepto el pecado» (Heb 4,15). 5. Jesús ante las necesidades de los demás Ya sabemos cómo reacciona Jesús ante la enfermedad de los otros, una de las situaciones que más claramente expresan la debilidad humana y, por tanto, su estado permanente de necesidad de ayuda. Por su importancia dedicamos un apartado a este punto. Nos referimos a las situaciones que tienen como denominador común la indigencia, la impotencia, la debilidad humanas de orden físico y moral. Ante todo debe quedar claro cuál es la estima que Jesús tiene del hombre, cuál es el puesto que le corresponde al hombre en la creación de Dios según su escala de valores. Jesús ha sido educado en el ambiente religioso del AT. Infinidad de veces habrá oído y repetido los pasajes de la Ley en que se prohíben las imágenes de Dios (cf. Éx 20, 4-5; Dt 4,15-20). Pero también sabe que según el relato de Gén 1,26-27 el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y muchas veces repetiría lo del Salmo: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que te ocupes de él? Lo hiciste poco menos que un dios, lo coronaste de gloria y dignidad» (Sal 8,5-6). En los evangelios ha quedado constancia de lo que Jesús pensaba sobre e! hombre. Jesús amaba mucho la naturaleza, como todos los que están en contacto directo con ella, pero también porque Dios, su Padre, la cuida y la ama. El hombre es la porción más exquisita de esta naturaleza: «¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno de ellos se olvida Dios. Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados todos. No tengáis miedo, que valéis más que muchos gorriones» (Lc 12,6-7). En el episodio del endemoniado de Gerasa, narrado por los tres Sinópticos (Mt 8,28-34; Mc 5,1-20 y Lc 8,26-39), prescindiendo ahora de las variantes secundarias, los tres evangelistas coinciden en un punto central: un hombre, aun el más inútil, vale más que todas las riquezas de este mundo. El hombre endemoniado o poseído por un espíritu inmundo, insociable, indomable, sin vestidos, que habitaba en despoblado, en los sepulcros, con espíritu de autodestrucción: «se pasaba el día y la noche en los sepulcros o por los montes, dando gritos y golpeándose con piedras» (Mc 5,5); peligroso para los demás, pues por su peligrosidad «nadie se atrevía a pasar por aquel camino» (Mt 8,28); este desecho de la sociedad vale más, en opinión de Jesús, que cualquier bien de este mundo, simbolizado por esa gran piara de cerca de dos mil cerdos. Una de las instituciones más sagradas entre los judíos, antes y después de Jesús, es el sábado, es decir, la observancia del descanso en día de sábado (cf. Mt 24,20). Pues Jesús declara solemnemente que el hombre es más que el sábado: «El sábado se hizo para el hombre, no el hombre para el sábado. Así que el hombre es señor también del sábado» (Mc 2,27-28). Para Jesús el hombre es algo muy querido con el que se siente totalmente identificado, especialmente si se trata de los más débiles e indefensos (cf. Mt 25,35-45).

87 Jesús tenía un conocimiento profundo del hombre, aun sin necesidad de acudir a su misterio divino. Jesús era un hombre perfectamente equilibrado y maduro; sabía muy bien cómo podría reaccionar el corazón humano en las circunstancias diversas de la vida. Por esto san Juan anota muy acertadamente en su evangelio: «Estando en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en él al ver las señales que hacía. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos; no necesitaba informes de nadie, pues él sabía lo que hay dentro del hombre» (Jn 2,23-25). Conocía como nadie al hombre y por eso podía compadecerse de él y ayudarle. Jesús se conmueve profundamente y llora al ver sufrir a las hermanas Marta y María por la muerte de su hermano Lázaro (cf. Jn 11,33-38). En los pasajes que a continuación citamos los evangelistas sinópticos utilizan siempre el mismo verbo (σπλαγχvίζoμαι) para expresar los sentimientos de Jesús o de los personajes de sus narraciones y que significa una fuerte conmoción de las entrañas. Ante una madre viuda que va a enterrar a su hijo, «al verla el Señor, sintió compasión (se le enterneció el corazón) y le dijo: -No llores» (Lc 7,13). Se compadece profundamente de un leproso (Mc 1,41), de los dos ciegos de Jericó (Mt 20,34) y los cura. En las narraciones del buen samaritano y del hijo pródigo vemos retratado a Jesús en el samaritano al que, al ver al malherido, «se le enterneció el corazón» (Lc 10, 33) y en el padre del hijo que vuelve a casa: «su padre lo vio de lejos y se enterneció; salió corriendo, se le echó al cuello y lo besó» (Lc 15,20). Ante el espectáculo de las masas que le seguían incansables, hambrientas de pan y de orientación, Jesús se conmueve, «viendo a la multitud, se conmovió (se le enternecieron las entrañas) por ellos» (Mt 9,36; cf. Mc 6,34). En otra ocasión parecida, «Se reunió otra vez mucha gente y no tenían qué comer. Llama a los discípulos y les dice: -Me da lástima esa gente, pues llevan tres días junto a mí y no tienen qué comer. Si los despido a casa en ayunas, desfallecerán por el camino; y algunos han venido de lejos» (Mc 8,1-3). Y les dio de comer en descampado. Jesús da a los demás todo lo que tiene, nada se reserva para sí: se compadece de todos y comparte con todos su tiempo, su trabajo, su descanso. Al final se dará a sí mismo, su propia vida: «Pues el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos» (Mc 10,45). 6. Jesús y los bienes de este mundo Durante el período de su vida privada Jesús ha vivido honestamente de su propio trabajo, como un artesano carpintero-albañil. No creo que nadara en la abundancia, pero tampoco debió de vivir míseramente. Su oficio le daba para vivir. El panorama cambia durante su ministerio público. Vive única y exclusivamente para el ministerio. Él no posee nada, absolutamente nada: «Mientras iban de camino, uno le dijo: -Te seguiré adonde vayas. Jesús le contestó -Los zorros tienen madrigueras, las aves tienen nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde recostar la cabeza» (Lc 9,57-58; cf. Mt 8,19-20). ¿Cómo se mantenían Jesús y sus acompañantes permanentes? Por testimonio de Jn 12,6 y 13,29 sabemos que tenían bolsa común y que Judas era el administrador. ¿De dónde provenía el dinero? Jesús había aconsejado a los doce en su primera misión: «No llevéis en el cinturón

88 oro ni plata ni cobre, ni alforja para el camino ni dos túnicas ni sandalia, ni bastón. Que el obrero tiene derecho al sustento» (Mt 10,9-10; cf. Mc 6,7-11; Lc 9,2-5; 10,2-12). Entre los que seguían a Jesús algunos aportaban parte de sus bienes, especialmente mujeres: «Lo acompañaban los doce y algunas mujeres que había curado de espíritus inmundos y de enfermedades: María Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, mayordomo de Herodes; Susana y otras muchas que los atendían con sus bienes» (Lc 8,2-3). Este dato importante lo confirman Mt 27,55-56 y Mc 15,40-41. Jesús no tenía el dinero, pero podía ordenar sobre su uso, por ejemplo, dar limosnas a los pobres: «Algunos pensaron que, como Judas tenía la bolsa, Jesús le había encargado comprar lo necesario para la fiesta o dar algo a los pobres» (Jn 13,29). Jesús, antes de aconsejar, va delante con el ejemplo. Él manifiesta en su forma de vivir que tiene un espíritu completamente libre: ni el dinero, ni los bienes de este mundo lo aprisionan. Él puede decir con autoridad: «No acumuléis riquezas en la tierra» (Mt 6,19); «No podéis estar al servicio de Dios y del dinero» (Mt 6,24), pues son incompatibles; si se sirve al dinero, éste se convierte en dios-ídolo, en un tirano, que destruye la libertad del espíritu, hace esclavos a sus servidores y endurece los corazones hasta la inmisericordia (cf. Mt 19, 23-26; Mc 10,2327; Lc 18,24-27). Jesús es libre como los pájaros, alegre y sin preocupaciones como los lirios y flores silvestres, porque sabe que el Padre del cielo cuida de ellos y él nos ama más que a los pájaros y a las flores (cf. Mt 6,25-33). Esta libertad de espíritu y esta plenitud de alegría es la que quiere para el joven rico que se acercó a él (cf. Mt 19,16-22). Jesús pone una única condición para que en nosotros se realice este sueño de libertad y de liberación de todos los problemas económicos: «Buscad ante todo el reinado de Dios y su justicia, y lo demás os lo darán por añadidura» (Mt 6,33; cf. Lc 12,31). La solución de Jesús es válida para todos los tiempos, también para el nuestro. Si más de la mitad de la humanidad sufre hambre, desnudez, miseria material y espiritual, es porque no buscamos que reine la justicia -que es la justicia de Dios-, porque el corazón humano es duro e inmisericorde. El criterio que impera en nuestra sociedad es el del poseer más y más, por lo que cada día somos más poseídos y más esclavos del diosdinero y su corte, y somos menos libres, menos humanos y, por eso mismo, no más seguros: «Guardaos de toda codicia, que, por más rico que uno sea, la vida no depende de los bienes» (Lc 12,15). Jesús demostró prácticamente con la multiplicación de los panes que la solución, aun económica, está en el compartir lo que se tiene. A escala mundial hay más que suficientes recursos naturales, de manera que, bien repartidos, hay para todos y aún sobra. Pero habrá que reconocer que, mientras no imitemos a Jesús en su actitud ante el dinero y los bienes de este mundo, los problemas que nos acucian no solamente no tendrán solución, sino que se irán agravando cada vez más. 7. Jesús ante lo establecido Sólo apuntaremos lo más elemental, pero también lo más fundamental, en la vida de Jesús; lo que define su postura ante las costumbres consagradas, el poder político y las instituciones religiosas. En el fondo subyace la concepción que Jesús tiene del hombre y el convencimiento

89 de que su misión en este mundo es la de favorecer y salvar al hombre. Qué significa el hombre para Jesús, ya lo hemos visto anteriormente; que la misión de Jesús sea la de salvar al hombre en todos los órdenes, aflora en casi todas las páginas del evangelio. Santiago y Juan, al ver que los habitantes de una aldea de Samaría no querían recibirlos, propusieron: «Señor, ¿quieres que mandemos que caiga un rayo del cielo y acabe con ellos. Él se revolvió y los reprendió» (Lc 9,54-55). Algunos códices, tanto griegos como latinos, del evangelio de Lucas añaden una frase en boca de Jesús: «Y dijo: No sabéis de qué espíritu sois vosotros, porque el Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos». Esta maravillosa sentencia, aunque no sea auténtica, expresa muy bien el espíritu de Jesús. En múltiples pasajes de los evangelios leemos algo semejante. En el mismo Lucas está escrito: «El Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo perdido» (Lc l9,10). Y en Juan habla Jesús: «No he venido a juzgar al mundo, sino a salvarlo» (Jn 12,47; cf. 3,17 y Mc 10,45). El mundo es el hombre y todo lo suyo. Jesús viene a liberar al hombre de sus prejuicios, de sus propias cadenas, en clave religiosa: de sus pecados. Jesús se identifica con el hombre, pero no con sus cadenas; de lo contrario sería un encadenado más y no podría liberarnos de ellas. Jesús es el que verdaderamente nos hace libres. El evangelio de Juan tiene unas reflexiones sobre el tema: «A los judíos que habían creído en él les dijo Jesús: -Si os mantenéis fieles a mi palabra, seréis realmente discípulos míos, entenderéis la verdad y la verdad os hará libres... si el Hijo os da la libertad seréis realmente libres» (Jn 8, 31-36). San Pablo sintoniza perfectamente con esta teología de Juan: «Donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Cor 3,17). La alegría desbordante en los relatos de Lucas, a propósito de la recuperación de los que se habían extraviado, refleja también la alegría de Jesús, al ver que el hombre recupera su orientación trascendente en la vida (cf. Lc 15,6-7.9-10.22-32). 7.1. Actitud fundamental de Jesús ante los compromisos de la sociedad Entendemos por compromisos de la sociedad lo comúnmente aceptado, es decir, los hábitos y las costumbres “profanas” en general. Jesús es libre y se manifiesta realmente como persona libre en una sociedad en la que todo, o casi todo, estaba regulado. No tiene inconveniente en saltarse a la torera normas y costumbres consagradas, siempre que ello suponga un reconocimiento del valor de la persona. Del trato de Jesús con personas de mala fama ya hemos hablado anteriormente. A Jesús no le agrada que la gente busque los primeros puestos en bodas y banquetes; por esto aconseja que se escoja el último puesto, «así, cuando llegue el que te invitó, te dirá: Amigo sube a un puesto superior. Y quedarás honrado en presencia de todos los invitados. Pues quien se ensalza será humillado, quien se humilla será ensalzado» (Lc 14,10-11). Tampoco le importa mucho a Jesús observar ciertas costumbres, y no precisamente por ser él de pueblo. En concreto el lavarse las manos antes de comer. Prescindimos en este momento de la implicación religiosa que pudiera darse a esta costumbre en los ambientes farisaicos. Invitado Jesús a comer en casa de un fariseo, «nada más entrar, se recostó a la mesa. El fariseo, que lo vio, se extrañó de que no se lavase antes de comer. Pero el Señor le dijo: -Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, cuando por dentro estáis llenos de robos y malicia. ¡Necios! El que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de dentro? Dad, más bien, lo interior en limosna y tendréis todo limpio» (Lc 11,37-41).

90 Jesús no solamente no tiene en cuenta costumbres, más o menos extendidas en la sociedad de su tiempo, sino que va a quebrantar algo que algunos podrían calificar de orgullo nacional. La rivalidad entre judíos y samaritanos era secular. Juan simplemente dice: «Los judíos no se tratan con los samaritanos» (Jn 4,9). Por esta causa los mismos samaritanos se muestran hostiles a Jesús y a sus acompañantes: «Yendo de camino entraron en una aldea de samaritanos para prepararle alojamiento. Pero éstos no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén» (Lc 9,52-53). En un momento de gran tensión entre Jesús y los dirigentes judíos la mayor injuria que a éstos se les ocurre dirigir a Jesús, en opinión de Juan, es precisamente ésta: «¿No tenemos razón al decir que eres samaritano y que estás endemoniado?» (Jn 8,48). Jesús sabía todo esto, y aun reconocía que los samaritanos eran extranjeros con relación a los judíos (cf. Lc 17,16-17). Tal vez por esto Jesús escoge la figura de un samaritano para enseñarnos quién es nuestro prójimo y quién se hace prójimo de los que más nos necesitan. La proposición modélica del buen samaritano a un auditorio judío es aún más significativa, si pensamos que en el relato quedan muy mal parados los sacerdotes y levitas (cf. Lc 10,33-35). No estaba bien visto que un hombre hablase en solitario con una mujer. Los discípulos encuentran a Jesús dialogando con ¡una samaritana! «Y se maravillaron de verlo hablar con una mujer. Pero ninguno le preguntó qué buscaba o por qué hablaba con ella» (Jn 4,27). También se extrañó, y muy mucho, el fariseo que invitó a Jesús a comer en su casa, y vio que Jesús permitía que una mujer, conocida como pecadora en la ciudad, le regara los pies con sus lágrimas, se los secara con el pelo, los cubriera de besos y se los ungiera con perfume. «Al verlo, el fariseo que lo había invitado, dijo para sus adentros: Si éste fuera profeta, sabría quién es y qué clase de mujer lo está tocando, que es una pecadora» (Lc 7,39, cf. todo el pasaje 7,36-50). Con su actitud Jesús quería dar al traste con la concepción de una sociedad puritana, en la que se estimaba más la observancia de ciertas normas humanas o divinas que el respeto debido a toda persona, aun a la más débil, inútil e insignificante. Rompe también Jesús con toda la tradición de las escuelas, al establecer entre maestro y discípulos relaciones tan estrechas como las que se dan entre amigos: «A vosotros mis amigos os digo» (Lc 12,4); «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace el amo. A vosotros os he llamado amigos porque os comuniqué cuanto escuché a mi Padre» (Jn 15,15). Jesús es el Maestro; de esto nadie duda: «Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy» (Jn 13,13). Pero Jesús no quiere que en su círculo y comunidad rijan los mismos criterios y normas que en la sociedad, donde el influjo del poder, del saber o del dinero, es el que se impone a todo lo demás: «Los reyes de las naciones las dominan, y los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores. Vosotros no seáis así; antes bien, el más importante entre vosotros sea como el más joven y el que manda como el que sirve. ¿Quién es mayor?, ¿el que está a la mesa o el que sirve? ¿no lo es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como quien sirve» (Lc 22,25-27). 7.2. Actitud de Jesús ante las instituciones de significación política La misión de Jesús no es de signo político; ésta es la razón fundamental del llamado secreto mesiánico. Jesús quería evitar a toda costa dar motivo de malas interpretaciones del sentido

91 transcendental de su misión. Según el evangelio de Juan en un momento de entusiasmo popular la gente quiso proclamarlo rey; pero «Jesús, conociendo que pensaban venir para llevárselo y proclamarlo rey, se retiró de nuevo al monte, él solo» (Jn 6,15). Jesús no ha venido para que sea proclamado rey de sus connacionales; tampoco es hombre de partidos, y aún menos de partidos nacionalistas. Jesús es de todos y para todos, sin distinción de nacionalidad o ideologías, de tiempo o de espacio. El programa de Jesús es primordialmente un programa de servicio a los demás, y también quiere que lo sea el de todo aquel que se declare seguidor suyo. Cuando dos de sus discípulos predilectos piden para ellos los mejores puestos en el día de su gloria, Jesús les declara solemnemente: «Sabéis que entre los paganos los que son tenidos por jefes tienen sometidos a los súbditos y los poderosos imponen su autoridad. No será así entre vosotros; antes bien, quien quiera entre vosotros ser grande que se haga vuestro servidor; y quien quiera ser el primero que se haga vuestro esclavo. Pues el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos» (Mc 10,42-45). Jesús no es un cortesano. Lo que dice de Juan el Bautista es válido también para él: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto?, ¿una caña sacudida por el viento? ¿Qué salisteis a ver?, ¿un hombre elegantemente vestido? Mirad, los que visten con elegancia y disfrutan de comodidades habitan en palacios reales» (Lc 7,24-25; cf. Mt 11,8-9). Jesús, durante su ministerio público, estuvo sometido a dos jurisdicciones políticas: a la de los romanos, que detentaba el gobernador Poncio Pilato (años 26-36), y a la de Herodes Antipas (4 a.C.-40 d.C.). Existían fuertes corrientes antirromanas, ahogadas a veces en sangre (cf. Lc 13,1-2). La situación de Jesús, políticamente hablando, era muy delicada. No era fácil mantenerse al margen de la política activa sin ser acusado de traidor abierto a la causa del pueblo oprimido por el extranjero, o, al menos, de colaboracionista solapado, al no decir una palabra en contra de los dominadores. Jesús no fue un revolucionario zelota, aunque entre sus discípulos sí hubiera alguno: Simón el Zelota (cf. Lc 6,15 y Hch 1,13), y falsa e hipócritamente se le acusara de ello ante Pilato: «Hemos encontrado a éste agitando a nuestra nación, oponiéndose a que paguen tributo al César» (Lc 23,2). En una ocasión los adversarios de Jesús le plantearon el problema dificilísimo del tributo al César. Problema sin solución, pues entre los judíos nadie quería pagar este tributo: unos por razones políticas, otros por razones religiosas. Por otro lado negarse a pagarlo, o apoyar esta postura, era incurrir en el crimen de rebelión ante los tribunales de los romanos (cf. Lc 23,2). Los enemigos de Jesús quieren cazarlo con una pregunta (cf. Mc 12,13). Lucas nos describe magistralmente la escena: «Entonces, puestos al acecho, le enviaron unos agentes, fingiendo ser gente de bien, para atraparlo en sus palabras y poderlo entregar a la autoridad y jurisdicción del gobernador» (Lc 20,20). A la pregunta en abstracto: «¿Es lícito pagar tributo al César o no?» Marcos añade algo más concreto y comprometido: «¿Lo pagamos o no?» (Mc 12,14). Jesús no se deja atrapar por el dilema: pide una moneda con la efigie del César, y pronuncia su célebre sentencia: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mc 12,17). Jesús deja las cosas como estaban. Tal vez se pueda entrever aquí la difícil postura de la Iglesia primitiva: muchos cristianos se sentían ciudadanos romanos de pleno derecho, a los que a veces se les exigían demostraciones de tipo religioso contrarias a su fe, indebidamente y en nombre de la ciudadanía. En cuanto a sus relaciones con Herodes algo nos han conservado los evangelios. Lc 9,9

92 dice de Herodes que «deseaba verlo», pues su fama se extendía por Galilea y algunos -también el mismo Herodes según Mc 6,16- lo confundían con Juan el Bautista, a quien Herodes había mandado matar. Jesús, en una sentencia un poco enigmática de Marcos, pone en guardia a sus discípulos en contra de los fariseos y de Herodes: «¡Atención! Absteneos de la levadura de los fariseos y de la de Herodes» (Mc 8,15). Sin embargo, no todos los fariseos eran adversarios de Jesús. En una ocasión «se acercaron [a Jesús] unos fariseos a decirle: Márchate de aquí, porque Herodes intenta darte muerte» (Lc 13,31). No habría sido la primera vez que Jesús huyera de Herodes. Cuando la muerte de Juan el Bautista, «al enterarse, Jesús se marchó de allí en barca, él solo, a un paraje despoblado» (Mt 14,13). Lucas nos refiere una palabra de Jesús, reacción al aviso amistoso de los fariseos sobre las intenciones malévolas de Herodes: «Id a decirle a ese zorro: mira, hoy y mañana expulso demonios y realizo curaciones; pasado mañana terminaré. Con todo, hoy y mañana y pasado tengo que seguir mi viaje, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13,32-33). El zorro de Herodes tuvo a Jesús ante su vista, como regalo y cortesía de Pilato, el día de viernes santo. A la curiosidad de Herodes Jesús no correspondió; en venganza «Herodes con sus soldados lo trató con desprecio y burlas, y echándole encima un vestido espléndido, lo remitió a Pilato» (Lc 23,11). El silencio de Jesús ante Herodes es más elocuente que cualquier palabra. Jesús va de tribunal en tribunal y ninguno le hace justicia. Al final la justicia humana sentencia pena de muerte para Jesús. Su presencia es una amenaza constante (cf. Sab 2,1220); Jesús no merece vivir en nuestra sociedad, y la sociedad lo expulsa de su seno como un aborto. Su muerte es dictaminada por la autoridad constituida que no ha podido soportar su reto. Es la salida fácil de los criminales y cobardes. 7.3. Actitud de Jesús ante las instituciones religiosas Aunque no leyéramos otra vez el evangelio con la única finalidad de descubrir cuál es la actitud de Jesús ante el fenómeno de la religión establecida y expresada en las formas concretas del judaísmo de su tiempo, ya tendríamos muchos elementos de juicio, los que se derivan de la actitud fundamental de Jesús ante el hombre. Es más que evidente que la religión, entendida como compendio de leyes, prescripciones e instituciones anejas: Ley, templo, culto, etc., no tiene más valor que el hombre. Todo debe estar al servicio del hombre, también el templo y el culto, y no al revés: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado, de suerte que el Hijo del hombre es también señor del sábado» (Mc 2,27-28). Jesús, que ha venido a liberarnos de todas nuestras cadenas, también ha venido a liberarnos de la religión, si el hombre la ha convertido en cadenas, como era el caso de los jefes judíos a los que Jesús se enfrenta, y el de los judaizantes del tiempo apostólico contra los que luchará incansablemente Pablo. Pero vamos a leer de nuevo el evangelio, porque tiene muchas cosas que decirnos sobre Jesús y las instituciones religiosas o la religión instituida, Nadie debe renegar de su propia estirpe, de su pueblo, de la historia de sus antepasados, de sus propias raíces (cf. Rom 9,1-5). Jesús, en esto, también es semejante a nosotros. Él fue

93 judío y jamás se avergonzó de ello. Durante la mayor parte de su vida no tuvo el menor roce con las autoridades político-religiosas de su tiempo; fue un israelita modelo. Pero llegó la hora de su manifestación y entonces se enfrentó con instituciones seculares, con las autoridades de su pueblo que terminaron juzgándolo como rebelde y condenándolo como blasfemo (Mc l4,63-64; Mt 26,65-66). ¿Qué fue lo que ocurrió? ¿Cuál fue realmente la actitud de Jesús ante la Ley? El evangelio está escrito desde una perspectiva cristiana, y quizás haya que aquilatar mucho algunas afirmaciones. Sobre todo si tenemos en cuenta que las circunstancias políticoreligiosas en Palestina han cambiado mucho desde el tiempo de la vida del Señor hasta el momento en que se redactan los evangelios. Los evangelistas escriben para los cristianos de sus comunidades y reflejan las controversias con los jefes religiosos judíos de su tiempo (ver, especialmente, Mt 23). Todo esto hay que tenerlo en cuenta, al intentar emitir un juicio sobre la actitud de Jesús. a) Jesús y la Ley de Moisés: Testimonios a favor Conviene hacer una distinción entre la Ley mosaica escrita en sentido estricto o Torá y lo que llamamos la economía de gracia del AT. La voluntad salvadora de Dios con relación al hombre es la misma antes y después de la venida del Señor; pero la manifestación de esta voluntad ha seguido el ritmo de la historia y, de hecho, el pueblo de Israel ha jugado un papel muy importante. Expresión histórica de esta revelación de Dios ha sido la historia del pueblo, que por eso se llama pueblo elegido, y la Ley mosaica marca un hito importante en esta historia, aunque no el único, pues también están, por ejemplo, los Profetas (cf. Heb 1,1) Con la venida de Jesús la manifestación de Dios y de su voluntad llegan a su punto más alto. De ahora en adelante el Maestro ya no será Moisés, sino Jesús (cf. Heb 1,2; Jn 1,17). Es lógico, pues, que la Ley de Moisés sea sometida a crítica por el mismo Jesús. Pues no todo en la Ley puede considerarse del mismo valor, ni todo puede quedar anulado, ni todo asumido. Se impone una revisión rigurosa a la luz de Cristo, o si se prefiere de otra manera y adelantándonos al desarrollo ulterior, ya que es evidente que por la Ley de Moisés nadie se rehabilita ante Dios (Gál 3,11). Puesto que el pueblo de Dios es nuevo (cf. Mt 21,43), es necesario que este nuevo pueblo se rija por una nueva constitución: la ley del Señor, «la del Reino» (Sant 2,8), «la de hombres libres» (Sant 2,12), «la ley de Cristo» (Gál 6,2), «la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rom 8,2). Sobre la actitud fundamental de Jesús ante la Ley debió de haber discusión en la Iglesia apostólica. No debieron de ver claro desde el principio. Testigo de ello son las disputas entre la comunidad de Antioquía y la de Jerusalén, es decir, entre Pablo y Bernabé por un lado y parte de la comunidad apostólica de Jerusalén por otro (cf. Hch 15). El eco de las voces que defendían una postura más conciliadora nos ha llegado por Mt 5,17-20: «No penséis que he venido a abolir la ley o los profetas. No vine para abolir, sino para cumplir. Os aseguro que, mientras duren el cielo y la tierra, ni una i ni una tilde de la ley dejará de realizarse. Por tanto, quien quebrante el más mínimo de estos preceptos y enseñe a otros a hacerlo será considerado mínimo en el reino de Dios. Pero quien lo cumpla y lo enseñe será considerado grande en el reino de Dios. Porque os digo que si vuestra justicia no supera a la de los letrados y fariseos, no entraréis en el Reino de Dios». Aunque estas palabras no respaldan incondicionalmente la postura extrema de los judaizantes que «enseñaban a los hermanos que, si no se circuncidaban conforme a la tradición de Moisés, no podían salvarse» (Hch 15,1). Contra esta postura tuvo que luchar más de una vez Pablo (cf. Gál 2). También Lucas ha conservado una palabra, atribuida a Jesús, en favor de la Ley: «Es más

94 fácil que pasen cielo y tierra que no que falle un acento de la Ley» (Lc l6,17). Y al jurista que pregunta a Jesús qué ha de hacer para heredar la vida eterna, Jesús le contesta: «¿Qué está escrito en la Ley?, ¿qué es lo que lees? Replicó: -Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo. Le respondió: -Has respondido correctamente: hazlo y vivirás» (Lc 10,26-28). Para Juan la Ley es un testimonio más en favor de Jesús: «Estudiáis la Escritura pensando que encierra vida eterna: pues ella da testimonio de mí... No penséis que seré yo quien os a acuse ante el Padre; os acusará Moisés, en quien confiáis. Pues si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque él escribió acerca de mí. Y si no creéis lo que él escribió, ¿cómo vais a creer mis palabras?» (Jn 5,39-47). La tendencia conciliadora puede resumirse en la sentencia de Mt 23,23: «¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas!, que pagáis el diezmo de la menta y el anís y el comino, y descuidáis lo más grave de la ley, la justicia y la misericordia y la lealtad. Eso es lo que hay que observar, sin descuidar lo otro» (ver, también, Lc 11,42). b) Jesús y las interpretaciones de la Ley En los evangelios prevalecen, sin embargo, las manifestaciones de Jesús, de palabra y de obra, por las que anula, corrige o completa prescripciones de la Ley mosaica; aunque la mayoría de las veces lo que corrige es la interpretación de los mayores a la Torá, es decir, las tradiciones. El más famoso de los pasajes es el de Mt 5,21ss, en el que al «Habéis oído que se dijo a los antiguos...», contrapone: «Pues yo os digo». Entre las correcciones de la Ley recordaremos en especial las que se refieren al divorcio (cf. Mt 5,31-32; 19,3-9). La casuística de los rabinos no tenía límites. Pero lo peor de todo era que la doctrina de los rabinos creaba jurisprudencia, por lo que la interpretación de los mayores era ley para los descendientes. En tiempo de Jesús eran ya incontables las prescripciones sobre las purificaciones, sobre los alimentos puros e impuros, y sobre el descanso sabático entre otros capítulos. c) Sobre las purificaciones Anteriormente notamos que algunas veces Jesús no observaba costumbres admitidas, como la de lavarse las manos antes de comer; este detalle lo trae únicamente Lucas (cf. 11,38). Mateo y Marcos hablan no de Jesús, sino de sus discípulos. Pero Jesús los defiende: «Se reunieron junto a él [Jesús] los fariseos y algunos letrados, venidos de Jerusalén. Vieron que algunos de sus discípulos tomaban alimentos con manos profanas, es decir, sin lavárselas. (Es de saber que los fariseos, y los judíos en general, no comen sin antes lavarse las manos restregando, siguiendo la tradición de los ancianos; cuando vuelven del mercado, no comen sin antes lavarse; y observan otras muchas reglas tradicionales, abluciones de copas, jarras y ollas)» (Mc 7,1-4). Por el contexto parece que se puede hablar de purificaciones en sentido religioso. De todas formas es un magnífico testimonio de las costumbres de los judíos en tiempos de Jesús, y que justifica la enseñanza de Jesús. Los fariseos y expertos en la Ley, escandalizados por lo que veían y porque Jesús lo permitía, se acercaron a Jesús y le preguntaron: «¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de los mayores? Pues no se lavan las manos antes de comer. Él les respondió: -¿Y por qué vosotros quebrantáis el precepto de Díos en nombre de vuestra

95 tradición?» (Mt 15, 2-3). Marcos acentúa aún más el contraste, pues repite dos veces la segunda parte de la respuesta de Jesús: «Descuidáis el mandato de Dios y mantenéis la tradición de los hombres. Y añadió: -Qué bien despreciáis el mandato de Dios para observar vuestra tradición» (Mc 7,8-9). Siguen ejemplos en los que la tradición humana ha invalidado preceptos contenidos en la Ley de Moisés, y termina Marcos con esta apostilla: «Y de ésas [tradiciones] hacéis otras muchas» (Mc 7,13). De esta manera hacían insoportable el peso de la Ley. Por lo que está muy justificado el ¡ay! de Lucas: «¡Ay de vosotros también juristas!, que cargáis a los hombres con cargas insoportables mientras vosotros no arrimáis un dedo a las cargas» (Lc 11,46; cf. Mt 23,4). Jesús aligera la carga, eliminando los preceptos puramente humanos. Así se puede entender bien aquella sentencia de Jesús: «Acercaos a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón y os sentiréis aliviados. Pues mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,28-30; cf. Hch 15,10). d) Jesús declara puros todos los alimentos. Sobre los animales (terrestres, acuáticos, volátiles, insectos, etc.) que se pueden legalmente comer, existía una legislación minuciosa, empezando por Lev 11 y Dt 14,3-21. Jesús abroga totalmente estas leyes. La razón que da a nosotros nos parece evidente: «Escuchad todos y atended. No hay nada fuera del hombre que, al entrar en él, pueda contaminarlo. Lo que sale del hombre es lo que contamina al hombre» (Mc 7,14-15; cf. Mt 15,11). Pero los discípulos no entendieron a Jesús, por eso se lo tiene que explicar más llanamente: «¿No comprendéis que lo que entra en el hombre desde fuera no puede contaminarlo, porque no le entra en el corazón, sino en el vientre y después se expulsa en el retrete? (Con lo cual declaraba puros todos los alimentos). Y les añadía: -Lo que sale del hombre es lo que contamina al hombre. De dentro, del corazón del hombre, salen los malos pensamientos, fornicación, robos, asesinatos, adulterios, codicia, malicia, fraude, desenfreno, envidia, calumnia, arrogancia, desatino. Todas esas maldades salen de dentro y contaminan al hombre» (Mc 7,18-23; cf. Mt 15,17-20). La tradición y costumbre pesó mucho todavía en la Iglesia apostó!ica, pues vemos que Pedro reacciona violentamente ante la invitación a comer animales impuros (cf. Hch 10,9-15). Y en la carta que envían los reunidos en Jerusalén a las comunidades de Antioquía, Siria y Cilicia todavía les recomiendan: «Absteneros de alimentos ofrecidos a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de la fornicación. Haréis bien en absteneros de todos ellos» (Hch 15,29). Para Pablo, sin embargo, no constituía dificultad alguna en sí el comer carne de cualquier especie u origen: «Comed todo lo que se vende en la carnicería sin hacer problema de conciencia, pues del Señor es la tierra y cuanto contiene» (l Cor 10,25-26). e) Sobre el descanso en día de sábado La legislación era clara y tajante sobre el descanso del sábado: «El Señor habló a Moisés: Di a los israelitas: Guardaréis mis sábados, porque el sábado es la señal convenida entre yo y vosotros, por todas vuestras generaciones, por la que conoceréis que yo soy el Señor, que os santifica. Guardaréis el sábado porque es día santo para vosotros; el que lo profane es reo de muerte; el que trabaje será excluido de su pueblo. Seis días podéis trabajar; el séptimo es día

96 de descanso solemne dedicado al Señor. El que trabaje en sábado es reo de muerte. Los israelitas guardarán el sábado en todas sus generaciones como alianza perpetua. Será la señal perpetua entre yo y los israelitas, porque el Señor hizo el cielo y la tierra en seis días y el séptimo descansó» (Éx 31,12-17; cf. Lev 23,3; Dt 5,12-15). Un buen israelita debería, por tanto, atenerse al mandato de Dios. La casuística se había multiplicado hasta lo indecible. Jesús, sin embargo, no observa lo que estaba prescrito. Cura en sábado (Mc 3,1-5; Lc 13,10-17; 14,1-6; Jn 5,l-l8; 9,6-16), justifica a los discípulos que han quebrantado el sábado (Mc 2,23-28 y paralelos). Jesús se justifica ante los escandalizados fariseos: Vosotros mismos circuncidáis en sábado (Jn 7,22s); «¿No habéis leído en la Ley [cf. Núm 23,9-10] que, en el templo y en sábado, los sacerdotes quebrantan el reposo sin incurrir en culpa?» (Mt 12,5). ¿Quién no salva una oveja si ha caído en una zanja (Mt 12,11-12), o un burro o un buey (Lc 14,5), aunque sea en sábado? «Pues cuánto más vale un hombre que una oveja. Por tanto, está permitido en sábado hacer el bien» (Mt 12,12). El jefe de una sinagoga, «indignado porque Jesús había curado en sábado, intervino para decir a la gente: -Hay seis días en que se debe trabajar: venid esos días a curaros y no en sábado. El Señor le replicó: -¡Hipócritas! ¿No suelta cualquiera de vosotros al buey o al asno del pesebre para llevarlo a beber? Pues a esta hija de Abrahán, que Satanás ha tenido atada diez y ocho años, ¿no había que soltarle las ataduras en sábado?» (Lc 13,14-l6). La razón suprema la ha dado Jesús en su primer enfrentamiento con los fariseos: «El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado: así que el Hijo del hombre es señor también del sábado» (Mc 2,27-28). Juan acude también a su Cristología para justificar las acciones de Jesús en sábado: «Mi Padre sigue trabajando y yo también trabajo. Por lo cual los judíos con más ganas intentaban darle muerte, porque no sólo violaba el sábado, sino además llamaba a Dios Padre suyo, igualándose a Dios» (Jn 5,17-18). f) Jesús y el templo Jesús se muestra respetuoso con el templo: lo visita y enseña en él según testimonio de los cuatro evangelistas (cf. Mc 11,11.15.27; 14,49 y lugares paralelos); paga el impuesto del templo (Mt 17,24-27); expulsa a los mercaderes y traficantes, recordando las palabras de los Profetas: «Mi casa será casa de oración para todos los pueblos, mientras que vosotros la habéis convertido en una cueva de bandidos» (Mc 11,17). Con los sacerdotes del templo no tiene relación alguna, ni con el culto que en él se celebraba. En ninguna ocasión se nos dice que Jesús orase en el templo, ni que ofreciera allí sacrificios. En el diálogo con la samaritana Jesús aboga por un culto universal y espiritual: «Llega la hora, ya ha llegado, en que los que dan culto auténtico darán culto al Padre en espíritu y de verdad. Tal es el culto que busca el Padre. Dios es Espíritu y los que le dan culto lo han de hacer en espíritu y de verdad» (Jn 4,23-24; cf. Rom 12,1 y Heb 13,15-16). Jesús predice la destrucción del templo (Mc 13,2), pero las acusaciones que le hacen a este propósito durante la Pasión son falsas (cf. Mc 14,53-59). g) Jesús no cumple algunas otras prescripciones de la Ley Jesús toca a leprosos (Mc 1,41) y los cura, toca un cadáver (Mc 5,4l) y le da vida; pero no se preocupa de la impureza legal que contrae ni de su purificación (cf. Lev 13,45; Núm 19,10-

97 13). Tampoco se preocupa por dar cumplimiento a una prescripción grave muy determinada: apedrear a la mujer sorprendida en adulterio (cf. Jn 8,4-11). No le importan ni poco ni mucho las costumbres de los que se consideraban modelos y maestros de la Ley. No impone a sus discípulos ni ayunos ni penitencias con escándalo, naturalmente, de los que ayunaban (cf. Mc 2,18 y paralelos). Jesús inaugura, pues, una forma de expresar los sentimientos religiosos, libre de las prescripciones de la Ley antigua y de las tradiciones humanas añadidas. Es más espontánea, más natural, más humana; no se circunscribe ni a espacios consagrados, ni a tiempos especiales; se identifica con la vida misma. Dos veces se cita en Mateo a Os 6,6: «Misericordia quiero y no sacrificios». En las dos veces la sentencia está en boca de Jesús. La primera incluida en la respuesta que Jesús da a los fariseos que le criticaban porque comía con gente no religiosa y de mala vida: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. Id a estudiar lo que significa misericordia quiero y no sacrificios; porque no vine a llamar justos, sino a pecadores» (Mt 9,12-13). La segunda, forma parte también de una respuesta de Jesús a los fariseos a propósito de la controversia sobre la violación del sábado: «¿No habéis leído en la Ley que, en el templo y en sábado, los sacerdotes quebrantan el sábado sin incurrir en culpa? Pues os digo que hay aquí alguien mayor que el templo. Si comprendierais lo que significa misericordia quiero y no sacrificios, no condenaríais a los inocentes. Porque el Hijo del hombre es señor del sábado» (Mt 12,5-8). Lo que a Jesús le importa, ya lo hemos dicho: es el hombre. Todo lo demás, absolutamente todo, es secundario y tiene sentido en tanto en cuanto le sirve para cumplir la voluntad de Dios, que es nuestro Padre, al que se le debe rendir culto, pero en espíritu y en verdad. 8. Jesús y el Padre Varias veces lo hemos recordado, pero en este apartado no es posible olvidarlo: los evangelios están escritos por creyentes en la divinidad de Jesús. El Jesús que ellos presentan es el Jesús glorificado y manifestado en su plenitud. A los evangelistas en general hay que aplicar con pleno sentido lo que en el evangelio de Juan se dice de los creyentes que habrían de recibir el Espíritu Santo: «Me quedan por deciros muchas cosas, pero no podéis con ellas por ahora. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que oye y os anunciará el futuro. Él me dará gloria porque recibirá de lo mío y os lo explicará. Todo lo que tiene el Padre es mío, por eso os dije que recibirá de lo mío y os lo explicará» (Jn 16,12-15). 8.1. Confianza de Hijo en todo momento Jesús habla mucho de Dios; el tono dominante es de familiaridad y de confianza; jamás aflora el miedo o el temor. Impresiona el contraste que nos presenta Lucas entre la figura de Juan el Bautista y la de Jesús. A las multitudes que iban a escuchar a Juan, éste les decía: «¡Camada de víboras! ¿Quién os ha enseñado a escapar de la condena que se avecina? Dad fruto válido de arrepentimiento y no os pongáis a deciros: Nuestro padre es Abrahán; pues os digo que de esas piedras puede sacar Dios hijos para Abrahán. El hacha está ya aplicada a la cepa del árbol: árbol que no produzca frutos buenos será cortado y echado al fuego» (Lc 3,79; cf. Mt 3,7-10). Las gentes no podían menos de temblar ante estas palabras. El precursor de Jesús es un auténtico profeta apocalíptico. Por esto anuncia también a Jesús con rasgos

98 terroríficos: «Yo os bautizo con agua, pero está para llegar el que tiene más autoridad que yo, y yo no tengo derecho a desatarle la correa de las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Ya empuña el bieldo para aventar su era: el trigo lo reunirá en el granero, la paja la quemará en un fuego que no se apaga» (Lc 3,16-17; cf. Mt 3,11-12). Pero Jesús no es así. En otro lugar ya hemos comentado cómo se presenta Jesús en su pueblo natal, Nazaret. Es la primera escena de su ministerio público, narrada por Lucas (cf. Lc 4,l6-19). El texto de Is 61,1-2, que Jesús se aplica a sí mismo, está truncado; las últimas palabras que cita son: «Me ha enviado... para proclamar el año de gracia del Señor». El texto de Isaías continúa: «el día del desquite de nuestro Dios». Ciertamente la omisión de esta parte del verso ha sido intencionada; el Espíritu de Jesús no es espíritu de venganza, ni Jesús ha venido para proclamar “el día del desquite de nuestro Dios”, sino todo lo contrario: “el año de gracia”, “la buena noticia”, especialmente dirigida a los pobres (cf. Lc 7, 22), o en expresión de Juan: a «esa gente, que no conoce la ley» y que está maldita (Jn 7,49). Jesús habla con tal dulzura de Dios que lo hace amable. Por eso le siguen especialmente hombres y mujeres que han llevado una vida desgarrada y han recuperado la fe y la confianza en Dios bueno. El compendio más maravilloso de su doctrina sobre Dios lo tenemos en e! sermón del monte, en el que son notas dominantes las de familiaridad con Dios, confianza en Dios, cercanía de Dios; ver si no las bienaventuranzas (Mt 5,3-12); las correcciones a las tradiciones de los mayores (Mt 5,21ss); la oración que nos enseña: «Padre nuestro...» (Mt 6,913); la exhortación para confiar en Dios y no andar agobiados (Mt 6,25-34), etc. Jesús tiene tal confianza en su Padre que está seguro de que siempre lo escucha: «Te doy gracias, Padre, porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas, pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me enviaste» (Jn 11,41-42). El «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34) no es un grito de desesperación, sino el comienzo del Salmo 22, que Jesús recita en un momento de angustia. Lucas pone en labios de Jesús moribundo palabras de compasión: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34), y de confianza ilimitada: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). En el último momento de su vida Jesús realiza lo que había predicado: fiarse de Dios, su Padre, y ponerse incondicionalmente en sus manos (cf. Lc 12,22-31). 8.2. Jesús ora con frecuencia al Padre En la enseñanza de Jesús ocupa un lugar preferente que tenemos que orar con frecuencia, y hasta les proponía parábolas a sus oyentes para que comprendieran la necesidad de orar (Lc 18,1-8). Si critica a hipócritas y paganos cuando oran, es porque lo hacen mal (cf. Mt 6,5-18). Jesús ora también al Padre, no sólo para darnos ejemplo, sino porque para él era una necesidad como el comer o beber. a) Jesús ora en público al Padre En la narración de la primera multiplicación de los panes y de los peces los evangelistas todos siguen un esquema ritual, casi de celebración eucarística: «Tomó los cinco panes y los dos peces, alzó la vista al cielo, bendijo y partió los panes y se los fue dando a los discípulos para que los sirvieran» (Mc 6,41; cf. Mt 14,19; Lc 9,16; Jn 6,11). La segunda multiplicación

99 es un calco de la primera (cf. Mc 8,6-7; Mt 15,36). Al curar Jesús a un sordomudo, «levantó la vista al cielo, gimió y le dijo: -Effatha (que significa ábrete)» (Mc 7,34). Los setenta y dos discípulos regresan de su misión, rebosantes de alegría. Jesús se contagia y surge en él espontáneamente la acción de gracias al Padre: «En aquella ocasión, con el júbilo del Espíritu Santo, dijo: -¡Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra!, porque, ocultando estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a los sencillos. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Lc 10,21; cf. Mt 11,25-26). La más solemne oración pública de Jesús, según los Sinópticos, es la de la última cena del Señor, en la que instituye la Eucaristía (cf. Mt 26,26-28; Mc 14,22-24; Lc 22,19-20). Jn 17 es más bien una composición del evangelista. La cena terminó con el canto de los Salmos 115118 (cf. Mc 14,26 y Mt 26,33). b) Jesús ora en privado al Padre La oración privada de Jesús al Padre es una clara manifestación de su condición de criatura, de su ser humano, necesitado como el nuestro del aliento del Padre y de la vida divina, pues es piedra fundamental del misterio de Jesús que en todo es igual a nosotros, menos en el pecado (cf. Heb 4,15). El testimonio de los evangelios es sumamente elocuente. Notemos desde el principio que Jesús escoge siempre lugares solitarios, al aire libre y no cubiertos, para su oración privada. Comparando los pasajes paralelos de los evangelistas, advertimos también que si Jesús se marcha a un sitio solitario, a un descampado, aunque no lo diga expresamente, es para orar. Jesús procura aislarse de vez en cuando para orar. No tiene tiempo fijo, pero el preferido es la noche. Cuando su fama empieza a extenderse y no dispone de tiempo libre durante el día, acorta el tiempo dedicado al sueño: «Se levantó muy de madrugada, salió y se dirigió a un lugar despoblado, donde estuvo orando» (Mc 1,35; cf. Lc 4,42). «Su fama se difundía, de suerte que grandes multitudes acudían a escucharlo y a curarse de sus enfermedades. Pero él se retiraba a lugares solitarios a orar» (Lc 5,16; cf. Mc 1,45). Lucas es el evangelista que más veces nos habla de Jesús orante. Generalmente antes de un acontecimiento trascendental, Jesús se retira a orar, a hablar con el Padre. La primera vez que oímos la voz del Padre, declarando: «Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto», ocurre, en la versión de Lucas, «mientras oraba» (Lc 3,21-22). Antes de elegir a los doce, Jesús «salió a una montaña a orar y se pasó la noche orando a Dios» (Lc 6,12; cf. Mc 3,13). Después de la multiplicación de los panes la muchedumbre debió pensar que estaba cerca el reino mesiánico en el que soñaban: «Jesús, conociendo que pensaban venir para llevárselo y proclamarlo rey, se retiró de nuevo al monte, él solo» (Jn 6,15). Mateo y Marcos nos especifican para qué se retiró al monte y por cuanto tiempo: «Después de despedir a la gente, subió él solo al monte a orar. Al anochecer estaba él solo allí» (Mt 14,23; cf. Mc 6,4647). Hacia la mitad de su ministerio público quiso Jesús hacer balance de su actividad. La pregunta viene en los tres sinópticos; el detalle de la oración de Jesús solamente en Lucas: «Estando él una vez orando a solas, se le acercaron los discípulos y él los interrogó: ¿Quién dice la gente que soy yo?» (Lc 9,18).

100 La manifestación de su gloria, en íntima unión con el anuncio de su pasión y muerte, la realiza también Jesús mientras oraba: «Ocho días después de estos discursos, tomó a Pedro, Juan y Santiago y subió a un monte a orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos resplandecían de blancura» (Lc 9,28-29). La oración del Padre nuestro la relaciona Lucas con la oración personal de Jesús así: «Una vez estaba en un lugar orando. Cuando terminó, uno de los discípulos le pidió: -Señor, enséñanos a orar como Juan enseñó a sus discípulos. Les contestó: -Cuando oréis, decid: Padre...» (Lc 11,1-2; cf. Mt 6,7ss). Por fin, para la más decisiva de sus horas Jesús se prepara orando. El monte de los Olivos, cercano a Jerusalén, es el lugar escogido y en él un huerto, el de Getsemaní. Lucas, después del relato de la cena, dice que «salió y se dirigió según costumbre al monte de los Olivos» (Lc 22,39); y es que durante los días que Jesús estuvo en Jerusalén, según el relato de Lucas: «De día enseñaba; de noche salía y se quedaba en el monte de los Olivos» (Lc 21,37). «Judas, el traidor, conocía el lugar, porque muchas veces se había reunido allí Jesús con sus discípulos» (Jn l8,2; cf. 8,1). La humanidad de Jesús se muestra en toda su desnudez en la escena de Getsemaní. Jesús siente horror, angustia, tristeza de muerte, soledad (Mc 14,32-42; cf. Mt 26,36-46 y Lc 22,39-46). La resolución con que sale Jesús al encuentro de sus verdugos demuestra que el Padre no lo abandona y que él se somete a la voluntad suprema del Padre. 8.3. Relaciones especiales entre Jesús y Dios: Jesús es el Hijo Los cuatro evangelistas están de acuerdo. Distinguen perfectamente nuestras relaciones con Dios-Padre de las relaciones de Jesús con el Padre. Ni una sola vez incluyen a Jesús en un nosotros ante Dios. Mi Padre - vuestro Padre es forma constante de hablar, sin una sola excepción. Prescindimos de las escenas teofánicas del bautismo y transfiguración, y prácticamente de todo el evangelio de Juan, en el que la divinidad de Jesús está abiertamente proclamada en la reflexión teológica: ver el prólogo del evangelio, o, como simple muestra: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30; también 14,8-10). a) Jesús habla de “mi Padre” En 16 ocasiones habla Jesús de “mi Padre” en el evangelio según san Mateo 41; ni una sola vez en Marcos; cuatro veces en Lucas, de las cuales una, Lc 10,22, es lugar paralelo de Mt 11,27: «Todo me lo ha encomendado mi Padre. Nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre, y quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo». Las otras tres son exclusivas de Lucas. Una pertenece al relato de la pasión: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en las pruebas, y yo os encomiendo el reino como mi Padre me lo encomendó» (Lc 22,28-29); otra al relato de la infancia (cf. Lc 2,49), y la última pertenece a la etapa del resucitado (cf. Lc 24,49). Sin embargo, el pasaje de Mc 8,38: «Si uno se avergüenza de mí y de mis palabras, ante esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre se avergonzará de él cuando venga con la gloria de su Padre y acompañado de sus santos ángeles», lo atestiguan también Mt 41. Cfr. Mt 7,21; 10,32.33; 11,27; 12,50; 15,13; 16,17; 18,10.14.19.35; 20,23; 26.29.39.42.53; se puede ver también Mt 25,34.41, de la parábola del juicio de las naciones.

101 16,27 y Lc 9,26 con notables variantes. La fórmula que emplea Marcos en la oración del huerto: «Abbá, Padre» (Mc 14,36), es de tanta intimidad como la de Mt 26,39: “Padre mío”. b) Jesús habla de vuestro (tu) Padre De los evangelistas sinópticos también es Mateo el que más veces atestigua la sentencia “vuestro Padre” en boca de Jesús42. Otras cinco veces se dice “tu Padre”, con el mismo sentido que “vuestro Padre”: Mt 6,4.6 (dos veces).l8 (dos veces). Una sola vez se dice “Padre nuestro” (Mt 6,9), pero va precedido de la palabra de Jesús: «vosotros rezad así: Padre nuestro». Lucas emplea la sentencia “vuestro Padre” solamente tres veces, de las que dos son lugares paralelos de Mt: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo» (Lc 6,36, cf. con Mt 5,48); y «No andéis buscando qué comer o qué beber; no estéis pendientes de ello. Todo eso son cosas que busca la gente del mundo. En cuanto a vosotros, vuestro Padre sabe que os hace falta» (Lc 12,29-30; cf. con Mt 6,31-32). Una es exclusiva de Lucas: «No temas, rebañito menudo, que vuestro Padre ha decidido daros el reino» (Lc 12,32). En Marcos aparece una sola vez : «Cuando os pongáis de pie para orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas» (Mc 11,25; cf. con Mt 6,14). La diferencia tan marcada en la forma de hablar de la comunidad apostólica (mi Padre vuestro Padre) hunde sus raíces ciertamente en la enseñanza de Jesús. Es verdad que se observa una tendencia cada vez más decidida a subrayar esta diferencia, porque se reflexiona más explícitamente sobre la personalidad de Jesús y de sus relaciones con el Padre. En este aspecto la distancia entre Marcos y Juan es muy notable; pero también lo es entre Mateo y Lucas, y entre Lucas y Marcos. Así que se puede trazar una línea ascendente que va de Marcos a Juan pasando por Lucas y Mateo, línea imaginaria, pues creemos que Mc precede a Lc y Mt, aunque Mc no sea la única fuente común a Lc y Mt. Pero tanto Lc como Mt evolucionan independientemente. Jn sigue derroteros propios. Los cuatro evangelistas, sin embargo, se alimentan de un tronco común: la tradición que se enraíza en Palestina. El origen uno y único no es otro que Jesús mismo y el primer núcleo de discípulos, cuyos máximos representantes son los Doce. Estos son los «primeros testigos presenciales, puestos al servicio de la palabra» (Lc 1,2), que reúnen las cualidades que Pedro exigía para el sustituto de Judas: Testigo de la resurrección del Señor y de los hechos del Señor desde los tiempos del bautismo de Juan (cf. Hch 1,21-22). Que los escritores tienen conciencia de explicitar lo que en Jesús se manifiesta solamente en germen, lo confiesa el mismo Juan con su peculiar estilo en el pasaje que citamos anteriormente (Jn 16,12-15). El Espíritu, que es el Espíritu de Jesús, es el que da vida a la Iglesia, y actúa diversamente en cada uno de sus miembros (cf. 1 Cor 12,3-11). Él es el que hace que los creyentes en Cristo vayan descubriendo en Jesús, en el Jesús de Nazaret, lo que estaba latente en él, que le hacía tan semejante a nosotros y a la vez tan distinto, pero que no podía manifestarse hasta que no hubiera sido glorificado por la resurrección, según el designio de Dios.

42. Cf. Mt 5,16.45.48; 6,1.8.14.15.26.32; 7,11; 10,20.29 y 23,9.

102

9 Jesús sella su amistad con la muerte De la amistad humana que llega a su plenitud decíamos que era más fuerte que la muerte, porque la superaba al pervivir en el amigo que queda. Poníamos como ejemplo a dos personajes, uno histórico: David, y otro literario: Pílades. David, recordando a su amigo del alma Jonatán, muerto en combate, decía en su lamentación: «¡Cómo sufro por ti, Jonatán, hermano mío! ¡Ay, cómo te quería!» (2 Sam 1,26). El trágico Eurípides, hablando de la amistad inquebrantable entre Pílades y Orestes, pone en boca de Pílades estas palabras: «Muerto [Orestes], serás para mí más querido aún que vivo» [Ifigenia en Táuride, 717-718]. Jesús hace añicos hasta los más sublimes modelos humanos de amistad. Por un lado sella con su muerte la amistad que profesa a sus amigos, dando cumplimiento a sus propias palabras: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13); por otro, su amistad supera a la muerte, porque sigue siendo amigo de sus amigos aún después de morir, por su victoria sobre la muerte con su resurrección. Hablaremos primero de la suprema muestra de su amistad con nosotros, de su muerte; después, en el último capítulo, trataremos de su anistad más allá de la muerte. 1. Destino trágico de Jesús Jesús vino a cambiar muchas cosas, a dar una orientación nueva, la definitiva, a la existencia humana, individual y colectivamente. Esta misión le costó nada menos que su propia vida. Al recordar ahora esta misión, estamos ante la hora de la verdad de Jesús, ante la prueba inequívoca de la sinceridad de su vida, ante su muerte o el destino trágico de su existencia. Los hechos son evidentes por sí mismos. Durante un período máximo de tres años, Jesús ha recorrido en todas direcciones el pequeño territorio judío de Galilea, Samaría y Judea, enseñando la doctrina del Reino de Dios, suscitando la esperanza en los corazones, la alegría de vivir, el amor fraterno, o, como dicen los Hechos: «haciendo el bien y curando a los poseídos del diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Después, Jesús muere en una cruz, trágicamente ajusticiado. En su ministerio público Jesús ha gozado de la estima del pueblo al que se dirigía. Al final, el mismo pueblo que lo aclamaba en su entrada a Jerusalén (cf. Mc 11,9-10), pocos días después, gritaba que lo crucificaran (cf. Mc 15,13-14), o estaba callado cobardemente. El impacto que causó la muerte de Jesús en sus discípulos fue terrible, como si en una manada de ovejas el lobo matara al pastor: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas» (Mc 14,27). Unos días después de la muerte del Señor dos discípulos iban camino de Emaús y, aturdidos todavía del golpetazo, comentaban con uno que se les había unido en el camino:

103 «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que desconoces lo que ha sucedido allí estos días? Preguntó: -¿Qué? Le contestaron: Lo de Jesús Nazareno, que era un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo. Los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. ¡Y nosotros que esperábamos que iba a ser él el liberador de Israel!» (Lc 24,18-21). Jesús emprendió con nobleza, quijotescamente, una lucha en la que sucumbió. No luchó contra castillos imaginarios, sino contra todas las fuerzas y poderes constituidos que dominan la sociedad, porque él quería instaurar un nuevo orden, total reverso del imperante. Jesús juega limpio y por eso se somete a las reglas del juego: estuvo sujeto a las leyes y costumbres de su tiempo y pueblo determinados. Cuando creyó oportuno mostrar el nuevo camino, manifestarse como el enviado de parte de Dios, lo tomaron por un loco (cf. Jn 8,48), por un chiflado (cf. Mc 3,21), y, últimamente, por un amotinador peligroso (cf. Lc 23,5) y por un blasfemo (cf. Mc 14,64). Muchos, sin embargo, creyeron en él. Para éstos su muerte supuso una gran prueba que consiguieron superar después de bastante tiempo. Por esta razón se escribió relativamente pronto el relato de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Era de todo punto necesario demostrar que lo que le pasó a Jesús no era de ninguna manera un imprevisto, sino todo lo contrario, incluido en los planes secretos de Dios: «¡Qué necios y torpes para creer cuanto dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar en su gloria?» (Lc 24,25-26). 2. Jesús podía prever su fin trágico Jesús no era ningún iluso; sabía muy bien adonde iba y lo que quería. Del hombre tenía conocimientos que los había adquirido en la larga experiencia de la vida de cada día. Gran observador de todo, como aparece en el género parabólico con ejemplares nunca superados. Juan nos dice expresamente que «Jesús... los conocía a todos; no necesitaba informes de nadie, pues él sabía lo que hay dentro del hombre» (Jn 2,24-25). La actitud radical de Jesús ante cuestiones tan candentes en Israel como las religiosas: la Ley, el sábado, el templo, el sacerdocio, las tradiciones de los mayores, etc.; su crítica no disimulada de las autoridades políticas, no podían generar admiración por parte de los poderes político-religiosos, sino astucia y represalias. Jesús no iba a ceder, tampoco el poder establecido; luego el desenlace tendría que ser fatal, y Jesús lo sabía. Es muy difícil, por no decir imposible, llegar a saber con certeza lo que en realidad Jesús dio a entender que preveía, porque lo que los evangelistas cuentan está escrito bastantes años después de lo que sucedió. Sin embargo, podemos rastrear algo. Las alusiones de Jesús a su desenlace final no debieron de ser hechas al principio de su ministerio, sino después de algunos enfrentamientos con los fariseos y letrados y autoridades locales a propósito de ciertas atribuciones, del trato con los “pecadores”, de las observancias legales: purificaciones, descanso en día de sábado, etc. Las preguntas que aparecen en el evangelio de Marcos son elocuentes. «¿Cómo habla éste así? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo?» (Mc 2,7). «¿Por qué come con recaudadores y pecadores?» (Mc 2,16).

104 «Los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos estaban de ayuno. Van y le dicen: ¿Por qué los discípulos de Juan y los fariseos ayunan y tus discípulos no ayunan?» (Mc 2,18). «¡Mira!, ¿por qué hacen en sábado lo que no está permitido?» (Mc 2,24). «¿Por qué no siguen tus discípulos la tradición de los mayores, sino que comen con manos impuras?» (Mc 7,5). Al mismo tiempo se va fraguando la conspiración para eliminar a Jesús: «Entró otra vez en la sinagoga, donde había un hombre que tenía la mano atrofiada. Lo vigilaban para ver si lo curaba en sábado, con intención de acusarlo» (Mc 3,1-2). Una vez que Jesús ha curado en sábado: «Los fariseos salieron inmediatamente y deliberaron con los herodianos cómo acabar con él» (Mc 3,6). Jesús se va dando cuenta y de vez en cuando hace alguna alusión a su muerte, al principio muy veladamente: «¿Pueden los compañeros del novio ayunar mientras el novio está con ellos? Mientras tienen al novio con ellos, no pueden ayunar. Llegará un día en que les arrebaten el novio, y aquel día ayunarán» (Mc 2,19-20). Más adelante con más claridad, aunque no con tantos detalles como en los tres anuncios de su pasión, muerte y resurrección (cf. Mc 8,31; 9,31; 10,32-34). No sólo pretenden eliminar a Jesús los fariseos, letrados, sacerdotes, sino también el mismo rey Herodes (cf. Lc 13,31). Los últimos días de Jesús en Jerusalén se rompen las hostilidades abiertamente (cf. Mc 1112). Jesús acusa directamente, aunque sea en parábolas, pero el mensaje es captado: «Intentaron arrestarlo, pues comprendieron que la parábola iba por ellos. Pero, como temían a la gente, lo dejaron y se fueron» (Mc 12,12). Los enemigos mortales de Jesús buscaban desesperadamente una ocasión oportuna: «Faltaban dos días para la Pascua y los Ázimos. Los sumos sacerdotes y los letrados buscaban apoderarse de él con una estratagema y darle muerte. Pero decían que no debía ser durante las fiestas, para que no se amotinase el pueblo» (Mc 14,1-2). Jesús ya no duda de su muerte cercana. Está completamente rodeado. Es imposible salir y además él no quiere. Por esto la unción en Betanía tiene un sentido tan simbólico. A los reproches que algunos hacen a la mujer que lo unge, Jesús responde: «Dejadla, ¿por qué la molestáis? Ha hecho una buena obra conmigo. A los pobres los tenéis siempre entre vosotros y podéis socorrerlos cuando queráis; en cambio, a mí no siempre me tenéis. Ha hecho lo que podía: Se ha adelantado a ungir mi cuerpo para la sepultura» (Mc 14,6-8). Por fin se presenta la ocasión propicia para atrapar a Jesús y no la dejan escapar, aunque no entrara en sus cálculos anteriores (cf. Mc 14,l0-11). Nada de esto sorprende a Jesús. Los discípulos se lo temían, pues ya habían manifestado también sus sospechas: «Iban de camino, subiendo hacia Jerusalén. Jesús se les adelantó y ellos se sorprendían; los que seguían iban con miedo» (Mc 10,32). Y en el relato de Juan, cuando Jesús manifiesta: «Vamos otra vez a Judea. Los discípulos le replicaron: -Rabí, hace poco intentaban apedrearte los judíos, ¿y quieres volver allá?» (Jn 11,7-8). Resuelto Jesús a subir a Judea, los discípulos, sacando

105 fuerzas de flaqueza, deciden acompañarle: «Entonces Tomás, llamado el mellizo, dijo a los demás discípulos: Vamos también nosotros a morir con él» (Jn 11,16; ver, también, vv. 5354). 3. La hora de la verdad de Jesús Psicológicamente Jesús está preparado para enfrentarse a la batalla final; en opinión de Lucas desea vivamente que llegue el momento. Poco tiempo antes de que se abra el fuego, Jesús abre su corazón a los discípulos: «Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles y les dijo: -Cuánto he deseado comer con vosotros esta víctima pascual antes de mi pasión» (Lc 22,14-15). Momentos después Jesús apuraba hasta el fondo el vaso de amargura, la muerte anticipada, en el preludio de Getsemaní. Paso a paso recorre su vía dolorosa desde el huerto a la cruz. En unas pocas horas le arrancan violentamente la vida. En plena juventud, en plena lucidez, va gustando el trago amargo de la muerte, hasta que en el último momento muere dando gritos, como lo atestiguan los tres sinópticos: «A media tarde Jesús gritó con fuerte voz: Eloi, Eloi... Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34; cf. Mt 27,46). Muy poco después: «Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró» (Mc 15,37; cf. Mt 27,50). Lucas también lo afirma, pero atenúa lo trágico del momento, transformando el grito inarticulado de Mt y Mc en las palabras del Salmo 31,6: «Jesús gritó con voz fuerte: Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu. Dicho lo cual, expiró» (Lc 23,46). Jesús, pues, no ha retrocedido ante la hora de la verdad. Y no vale decir que a él le era fácil sufrir y morir porque era Dios. Jesús jamás se escuda en su ser de Dios para nada, y el que así lo piense, no habla del Jesús que conocemos por los evangelios y por el resto del NT. La primera parte del himno de la carta a los Filipenses dice: «Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús, el cual a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, una muerte en cruz» (Flp 2,5-8). Y Heb 5,7 dice también: «Durante su vida mortal dirigió peticiones y súplicas, con clamores y lágrimas, al que podía librarlo de la muerte, y por esa actitud reverente fue escuchado. Aun siendo hijo, aprendió sufriendo lo que es obedecer». 4. Significación trascendente de la muerte de Jesús Entre los evangelistas el que más ha insistido en la trascendencia de la muerte de Jesús ha sido san Juan; él la considera un momento clave del plan salvador de Dios Padre: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea no perezca, sino tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él» (Jn 3,16-17). Un símbolo de salvación en el AT, la serpiente de bronce en el desierto (cf. Núm 21,6-9; Sab 16,5-6), se convierte en punto de comparación de la muerte de Jesús en la cruz: «Como Moisés en el desierto levantó la serpiente, así ha de ser levantado el Hijo del hombre, para que quien crea en él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15). Al mismo género de muerte se refiere Jesús hacia el final de su vida: «Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Lo decía indicando de qué muerte iba a morir» (Jn 12,3233).

106 4.1. Jesús muere por todos La muerte de Jesús en la cruz no es una muerte cualquiera, una muerte más entre tantas muertes inútiles e injustas; ni siquiera es la muerte de un justo normal: cosa horrenda. En la muerte real de Jesús en la cruz se representa, además, la suerte trágica de todo un pueblo. Es lo que dijo el sumo sacerdote Caifás ante el Consejo supremo de los judíos. Éstos se preguntaban perplejos qué harían ante la fama creciente de Jesús, considerada por ellos una amenaza para la nación judía: «Uno de ellos, llamado Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: -No entendéis nada. ¿No veis que es mejor que muera uno solo por el pueblo y que no perezca toda la nación?» (Jn 11,49-50). San Juan descubre un sentido profético en estas palabras de Caifás, de las que se sirve él mismo para exponer magníficamente y en compendio su propia interpretación de la muerte de Jesús: «No lo dijo por cuenta propia, sino que, siendo sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús moriría por la nación. Y no sólo por la nación, sino para congregar a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11,51-52). Jesús es condenado a la pena capital, no por los crímenes que él ha cometido -él es inocente-, sino por los crímenes de aquellos con los que él se ha identificado, por los crímenes de todos los hombres, sus hermanos, «los hijos de Dios dispersos». El mismo sentido se desprende de las palabras que Jesús pronunció, al dar el pan y el vino a sus discípulos durante la cena de Pascua, como nos recuerda san Pablo: «Yo recibí del Señor lo que os transmití: que el Señor Jesús, la noche que era entregado, tomó pan, dando gracias lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. Lo mismo, después de cenar, tomó la copa y dijo: esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre. Haced esto cada vez que la bebéis en memoria mía. En efecto, siempre que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1 Cor 11,23-26). Históricamente la muerte real de Jesús fue una muerte profana, y tan profana que tuvo lugar fuera de la ciudad para que ésta no fuera profanada. Sin embargo, muy pronto la primera generación cristiana le dio un sentido ritual, trascendental, como nos ha recordado el texto de san Pablo a los Corintios, que es el más antiguo que poseemos al respecto, y que refleja una práctica litúrgica ya arraigada. El relato es anterior a los mismos evangelios y está emparentado con la tradición que recoge Lc 22,19-20 (ver, además, Mt 26,28 y Mc 14,24). San Pablo conoce la realidad de la sustitución vicaria, la sustitución de uno por otro, de uno por muchos o por todos. En un plano de igualdad o de los hombres entre sí: «Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres», «por el delito de uno murieron todos», «por el delito de uno reinó la muerte», «el delito de uno atrajo sobre todos los hombres la condenación», «por la desobediencia de un hombre, todos fueron constituidos pecadores» (Rom 5,12.15.17-19). Entre Jesús y los hombres: «¡Cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos!», «¡con cuánta más razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia, reinarán en la vida por uno, por Jesucristo!», «la obra de justicia de uno procura a todos la justificación que da la vida», «por la obediencia de uno todos serán constituidos justos» (Rom 5,15.17-19). Y con suma claridad el texto de 2 Cor 5,14-15: «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos murieron. Y murió por todos, para que los que viven no vivan para sí, sino para quien por ellos murió y resucitó».

107 La muerte de Jesús pone fin a la economía antigua de los sacrificios rituales; el crucificado una sola vez sustituye a todas las víctimas y hace inútil el culto del templo. Este hecho crea un problema real en la comunidad cristiana. Las primeras generaciones de cristianos que venían del judaísmo echaban de menos en las austeras celebraciones litúrgicas de los cristianos la majestuosidad y el esplendor del recordado culto del templo. El autor de la carta a los Hebreos intenta contrarrestar la añoranza de estos judíos conversos con la consoladora enseñanza de que Jesús ha sustituido con su muerte todos los sacrificios antiguos. Al mismo tiempo convierte al Jesús resucitado y glorioso, presente en las asambleas cristianas, en Sumo Sacerdote de la perenne liturgia celeste (cf. Heb 2,17-18; 4,14-15; 8,1; 9,11-12; 10,12; etc). Aludiendo al sacrificio expiatorio de la antigua liturgia, dice: «De los animales, el sumo sacerdote introduce la sangre en el santuario para expiar pecados y los cuerpos se queman fuera del campamento. Por eso Jesús, para consagrar con su sangre al pueblo, padeció fuera de las puertas. Salgamos, pues, hacia él fuera del campamento, cargando con sus afrentas; pues no tenemos ciudad permanente, sino que buscamos la futura. Por medio de él ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de unos labios que confiesan su nombre. No descuidéis la beneficencia y la solidaridad: tales son los sacrificios que agradan a Dios» (Heb 13,11-16). Es muy probable que Jesús aludiera en la enseñanza a sus discípulos al sentido de su vida y, por tanto, al de su muerte. De todas formas, su sentencia general: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por los amigos» (Jn 15,13)», tiene en él plena aplicación. Lo que se confirma con esta otra más personalizada, que cuadraría muy bien hacia el final de su ministerio: «El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45; cf. Mt 20,28). Así pues, Jesús tenía conciencia de su misión, sabía por lo que luchaba y a lo que se exponía defendiéndolo, a saber: convertir su vida y su muerte en una inmolación por todos nosotros en obediencia a la voluntad y designios del Padre. 4.2. Jesús vence a la muerte con su muerte La afirmación es paradójica, pues el que muere queda eliminado, vencido. Literariamente se ha personificado a la muerte, representándola como un esqueleto humano autómata con una guadaña en las manos. En esta representación puramente imaginativa se juega con la contradicción que implica que la muerte venza a la vida. No es así como Jesús vence a la muerte con su muerte. Jesús se compara al grano de trigo que cae en tierra y muere para resurgir con mayor fuerza y vigor en una nueva vida. San Pablo escribía a propósito de la discusión sobre el cuerpo de los resucitados: «¡Necio! Lo que tú siembras no cobra vida si antes no muere» (1 Cor 15,36). La ilustración está tomada del medio agrícola, que los lectores y oyentes conocían bien. La misma ilustración la utiliza Jesús al hablar de su glorificación, es decir, de su muerte y resurrección: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que, si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda él solo; si muere, da mucho fruto» (Jn 12,23-24). La muerte del grano de trigo es condición indispensable para que surja la nueva planta, la nueva vida. Jesús con su muerte y sepultura imita al grano de trigo que, enterrado en tierra, muere, se corrompe. La transformación del grano de trigo corrompido -muerto- en el nuevo germen, en la nueva planta viva, es un magnífico símil del nuevo estado del Señor resucitado. La comparación es luminosa para los que han aceptado el mensaje de la resurrección del Señor, como Pedro anunciaba una mañana de abril a los habitantes de Jerusalén: «Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante vosotros...

108 A éste, entregado según el plan previsto por Dios, lo crucificasteis por mano de gente sin ley y le disteis muerte. Pero Dios, liberándolo de los rigores de la muerte, lo resucitó, pues la muerte no podía retenerlo» (Hch 2,22-24). Esto es lo que experimentaron las mujeres aquel primer día de la semana, cuando, de madrugada, fueron al sepulcro llevando los perfumes preparados para ungir el cadáver de Jesús. Pero en él no encontraron el cuerpo del Señor, sino a un(os) mensajero(s) que les dijo: «No os espantéis. Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí. Mirad el lugar donde lo habían puesto» (Mc 16,6; cf. Mt 28,5-6). En la versión de Lucas suena un leve reproche en boca de los mensajeros celestiales: «¿Por qué buscáis al vivo entre los muertos?» (Lc 24,5). El alegre mensaje de Pascua es que Jesús, al que muchos vecinos de Jerusalén vieron cómo moría en la cruz, está vivo, que ha vencido a la muerte. Algunos discípulos privilegiados son testigos de esta realidad única. Pedro, rodeado de los apóstoles (cf. Hch 2,14), proclama exultante: «A este Jesús lo resucitó Dios y todos nosotros somos testigos de ello. Exaltado a la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado. Es lo que estáis viendo y oyendo... Por tanto, que toda la casa de Israel reconozca que a este Jesús que habéis crucificado Dios lo ha nombrado Señor y Mesías» (Hch 2,32-36). San Pablo, que vio personalmente a Cristo resucitado (cf. Hch 9,3-5; 22,6-8; 26,12-18; Gál 1,15-16), enumera un grupo muy numeroso de testigos de la resurrección del Señor (cf. 1 Cor 15,3-9). En el último libro del NT, el Apocalipsis de san Juan, encontramos un maravilloso testimonio del que se presenta como autor del libro y receptor de los mensajes de parte del Señor resucitado. En la primera visión Jesús se le presenta majestuoso, radiante. Él mismo nos lo cuenta: «Nada más verlo, caí a sus pies como muerto, pero él, poniéndome encima la mano, me dijo: -No temas. Yo soy el primero y el último, el que vive; estuve muerto y ahora ves que estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo» (Apc 1,1718). 4.3. Frutos de la muerte en cruz de Jesús a) Exaltación de Jesús El primer fruto de la muerte de Jesús en la cruz es la glorificación y exaltación del mismo Jesucristo, como leemos en la carta a los Hebreos: «Vemos a Jesús coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte» (Heb 2,9; cf. 13,20; Apc 19,13). En su pasión y muerte Jesús bajó a lo más profundo de la debilidad y miseria humanas, adonde llegan los individuos más despreciables y malvados: vaciado de sí y estigmatizado, como un malhechor, sufrió una muerte humillante, reservada a los esclavos, la muerte en cruz. Por esto mismo «Dios lo exaltó y le concedió el nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo; y toda lengua confiese ¡Jesucristo es Señor! para gloria de Dios Padre» (Flp 2,9-11). Y para siempre jamás, pues, «sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no vuelve a morir, la muerte no tiene ya poder sobre él» (Rom 6,9). b) El perdón de nuestros pecados

109 Pero los frutos de la muerte de Jesús, como una pleamar, rebosan los límites de su humanidad gloriosa y alcanzan a todos los hombres, sus hermanos, venciendo al enemigo capital de todos sin excepción: «Como los hijos comparten carne y sangre, lo mismo las compartió él, para anular con su muerte al que controlaba la muerte, es decir, al diablo, y para liberar a los que, por miedo a la muerte, pasaban la vida como esclavos» (Heb 2,14-15); y eliminando completa y absolutamente la causa de nuestra condena: «A vosotros, que estabais muertos por vuestros pecados..., (Dios) os ha vivificado juntamente con él, perdonándoos todos vuestros pecados. Canceló el documento de nuestra deuda con sus cláusulas adversas a nosotros, y lo quitó de en medio clavándolo en la cruz» (Col 2,13-14). En otro lugar lo explica san Pablo más crudamente, pero con mayor claridad, identificando a Jesús crucificado con la maldición vigente contra nosotros: «Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, pues está escrito: “Maldito el que cuelga de un madero” [Dt 21,23]» (Gál 3,13). Jesucristo se ha solidarizado de tal manera con el hombre que, hecho hombre, sale fiador de todas sus deudas ante Dios Padre, es decir, de todos su pecados, pues «al que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que nosotros, por su medio, fuéramos inocentes ante Dios» (2 Cor 5,21). Jesucristo en la cruz es, ciertamente, la imagen más descarnada de lo que es el pecado -el fruto del pecado- ante Dios y los hombres. Esto supuesto, san Pablo escribe que lo que el hombre jamás podrá conseguir, dada la fragilidad de sus fuerzas y la ineficacia de la ley, «Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó al pecado en la carne» (Rom 8,3), es decir, en la carne de nuestro Señor Jesucristo. Y si es válida la afirmación general de que «por la desobediencia de un hombre, todos fueron constituidos pecadores», lo mismo o más válido aún será que «por la obediencia de uno todos serán constituidos justos» (Rom 5,19). Obediencia al Padre que Jesús manifiesta de forma sublime en su muerte en cruz: «Se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte en cruz» (Flp 2,8). c) La reconciliación universal Para nosotros, pues, el fruto más hermoso de la muerte del Señor en la cruz es la reconciliación, objetivo principal de la misión universal de Jesús. Jesús viene en son de paz; él quiere establecer la paz y armonía en el universo entero: Dios Padre decidió «que por medio de él todo fuera reconciliado consigo, haciendo las paces por la sangre de la cruz entre las criaturas de la tierra y del cielo» (Col 1,20), «pues Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo» (2 Cor 5,19). Jesús viene a crear una nueva humanidad, un nuevo estilo de convivencia entre los hombres, eliminando las barreras de la intolerancia, el odio, la enemistad: «Porque él es nuestra paz, el que de los dos pueblos [el judío y el gentil] hizo uno, derribando el muro divisorio de la enemistad, anulando en su carne la Ley con sus mandamientos y su decretos, para crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo, haciendo las paces, y reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad» (Ef 2,14-16). De esta manera reconcilia a todos los hombres con Dios: «Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, con mayor razón, ya reconciliados, nos salvará su vida» (Rom 5,10). Esta enseñanza la repite y amplía san Pablo en su segunda carta a los Corintios: «Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, no apuntándole las transgresiones, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación» (2 Cor 5,18-19). El mismo san Pablo escribe también a los Colosenses: «A vosotros, que en otro tiempo erais extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas obras, os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte en

110 su cuerpo de carne» (Col 2,21-22). La doctrina es patrimonio común de los autores del NT, pues en la primera carta de san Pedro leemos: «Cristo murió una vez por los pecados, el justo por los injustos para conduciros a Dios, muerto en la carne, vivificado en el espíritu» (1 Pe 3,18). Con toda razón, pues, Cristo es el instaurador y mediador de la nueva alianza en virtud de su muerte y sangre derramada (cf. Mt 26,28; Mc 14,24; Lc 22,20; 1 Tim 2,5; Heb 8,6; 9,15; 12,24). d) Expresión del amor de Dios a los hombres En la conversación que Jesús mantiene con Nicodemo, aquella noche de confidencias, dice Jesús: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea no perezca, sino tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él» (Jn 3,16-17). El Padre entrega, envía, nos da a su propio Hijo: lo más grande que tiene. El Hijo que había dicho: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,14), entregó su vida, se dio a sí mismo por nosotros, como él mismo nos dice: «El hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos» (Mc 10,45;Mt 20,28), sin tener que pagar nada a nadie, sino por puro amor a nosotros y a su Padre. Lo que confirma san Pablo a los efesios: «Proceded con amor, como Cristo os amó hasta entregarse por vosotros a Dios como ofrenda y sacrificio de aroma agradable» (Ef 5,2). De ello estaba plenamente convencido san Pablo que, por eso, procura que esta convicción sea lo que dé forma y oriente su vida personal: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y mientras vivo en carne mortal, vivo de fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20), y también la vida de la comunidad cristiana: «Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos murieron. Y murió por todos para que los que viven no vivan para sí, sino para quien por ellos murió y resucitó» (2 Cor 5,16-17); «Hombres, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5,25). Después de la glorificación del Señor en su resurrección ya no es posible ofrecer a Dios sacrificios cruentos que le sean agradables; sólo vale ante Dios el auténtico memorial de la muerte y resurrección del Señor en la celebración de la eucaristía, como hemos aprendido de los Evangelios y de San Pablo. La comunidad cristiana, que nace en Jerusalén y llega hasta nosotros a través de los siglos, no ha cesado de celebrar la muerte y resurrección del Señor alrededor del altar en casas particulares (cf. Hch 2,42; 1 Cor 11,20.33), en templos humildes y grandiosos, en iglesias de pueblo y en catedrales.

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10 La amistad de Jesús más allá de la muerte Entre los verdaderos amigos la amistad es perdurable; el paso del tiempo no la perjudica, ni la desvirtúa, sino que la fortalece, la purifica, la hace ser más auténtica. Por eso la amistad verdadera, aun la humana, es incomparable, no tiene precio. ¿Qué debemos decir de la amistad de Jesús? ¿Que es perdurable? Más que perdurable: es inmortal, puesto que él no cambia, es siempre el mismo, como está escrito en la carta a los Hebreos: «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos» (Heb 13,9). Si a sus discípulos dijo: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15,14), lo mismo sigue repitiendo a todos aquellos que acepten de corazón su oferta incondicional de amistad. Los amigos quieren estar siempre cerca; por esto los discípulos de Jesús, la noche de su despedida, se entristecen y temen, porque Jesús se les va. Pero él los anima con estas consoladoras palabras: «Vosotros ahora estáis tristes; pero os volveré a visitar y os llenaréis de alegría, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16,22). La partida de Jesús es irremediable, pero a sus amigos no los olvida, sino todo lo contrario: «En casa de mi Padre hay muchas estancias; si no, os lo habría dicho, pues voy a prepararos un puesto. Cuando vaya y os lo tenga preparado, volveré a llevaros conmigo, para que estéis donde yo estoy» (Jn 14,2-3). Jesús está hablando de lo que nosotros, a nuestro modo, llamamos “el cielo”: el “lugar natural” del Señor, que él llena con su infinita y gozosa presencia, a donde van todos los que en armonía con Dios han pasado las barreras de la muerte, y donde siguen viviendo plenamente felices. Admitir la existencia del cielo pertenece al ámbito de la fe cristiana, es una consecuencia de la fe en la resurrección de nuestro Señor Jesucristo y en la nuestra propia. Por la revelación en Jesucristo sabemos que lo que nosotros no podemos por nosotros mismos, lo podemos por Dios. Jesucristo, el amigo de los hombres, es el puente que Dios Padre ha construido y nos ha regalado para que nosotros lleguemos a él, como el mismo Jesucristo dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre si no es por mí» (Jn 14,6). 1. La utopía que se realiza El corazón humano no se sacia con nada de este mundo: su capacidad es ilimitada; san Agustín nos diría que es infinita, porque está hecho a la medida de Dios: «Nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» [Confesiones, I,1]. El gozo y la alegría son nuestro destino definitivo, no el sufrimiento y la tristeza; aunque, por desgracia, en nuestra condición presente son más frecuentes de lo deseado los momentos en que nos toca sufrir y sufrir. Por esta razón creemos que estamos atrapados en una contradicción permanente: la naturaleza nos impone una tendencia irrefrenable a la felicidad, pero la dura realidad nos obliga a luchar a brazo partido con la infelicidad; somos un ser contradictorio. La voz iluminadora de los antiguos profetas proponía al pueblo elegido como límite de sus esperanzas históricas futuras una realidad utópica -una utopía- que solamente la hemos comprendido a la

112 luz de la revelación en Cristo. Isaías proponía un cuadro, increíblemente ideal -la verdadera utopía- en estos términos: «Mirad, yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva; de lo pasado no habrá recuerdo ni vendrá pensamiento, sino que habrá gozo y alegría perpetua por lo que voy a crear; mirad, voy a transformar a Jerusalén en alegría y a su población en gozo; me alegraré de Jerusalén y me gozaré de mi pueblo, y ya no se oirán en ella gemidos ni llantos; ya no habrá allí niños malogrados ni adultos que no colmen sus años, pues será joven el que muera a los cien años... Antes de que me llamen yo les responderé, aún estarán hablando y los habré escuchado. El lobo y el cordero pastarán juntos, el león como el buey comerá paja. No harán daño ni estrago por todo mi Monte Santo -dice el Señor-» (Is 65,17-25). Las bellas imágenes del profeta presentan un mundo totalmente desconocido: “un cielo nuevo, una tierra nueva”, pero hondamente deseado y esperado; para que se realice, mucho tienen que cambiar las cosas. En otro lugar el profeta Isaías utiliza las metáforas de la purificación con fuego, de la destrucción y de la muerte para indicarnos la naturaleza del cambio, sólo realizable por el único que tiene poder creador: «El Señor llegará con fuego y sus carros como torbellino, para desfogar con furor su ira y su indignación con llamas. Porque el Señor va a juzgar con su fuego y con su espada a todo mortal: serán muchas las víctimas del Señor» (Is 66,15-16). El Señor enviará emisarios a todas las naciones de la tierra, porque todos los habitantes de la tierra, encabezados por los hijos dispersos de Israel, están invitados a participar en la gloriosa fiesta final del Señor universal: «Como el cielo nuevo y la tierra nueva, que voy a hacer, durarán ante mí -oráculo del Señor-, así durará vuestra estirpe y vuestro nombre. Cada luna nueva y cada sábado vendrá todo mortal a postrarse ante mí -dice el Señor-» (Is 66,22-23). El profeta empeña su palabra, que sabe que es palabra del Señor, en que Dios sale garante de que ese mundo nuevo será una realidad: los verbos en futuro son rotundos, incondicionales. Los judíos que oyeron aquellas palabras, y los que las repitieron después durante siglos, estaban convencidos de que llegaría un día, sólo conocido por Dios, en que lo anunciado, que era lo soñado, sería una realidad, como lo es que el sol sale por oriente cada nueva mañana. La primitiva comunidad cristiana ha vivido una experiencia única e irrepetible; sus principales protagonistas dan fiel testimonio de ella con palabras y por escrito, que han llegado hasta nosotros. Los Doce y otros muchos discípulos han sido testigos de los hechos y palabras del Señor Jesús antes de su muerte y después de su resurrección. En los Hechos de los Apóstoles Pedro, en nombre de aquel pequeño grupo de discípulos, alza la voz y proclama a todo Israel y al mundo entero: «Israelitas, escuchad mis palabras. Jesús de Nazaret fue un hombre acreditado por Dios ante vosotros con los milagros, prodigios y señales que Dios realizó por su medio, como bien sabéis. A éste, entregado según el plan previsto por Dios, lo crucificasteis por mano de gente sin ley y le disteis muerte. Pero Dios, liberándolo de los rigores de la muerte, lo resucitó, pues la muerte no podía retenerlo. (...). A este Jesús lo resucitó Dios y todos nosotros somos testigos de ello. Exaltado a la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado. Es lo que estáis viendo y oyendo. (...) Por tanto, que toda la Casa de Israel reconozca que a este Jesús que habéis crucificado, Dios lo ha nombrado Señor y Mesías» (Hch 2,22-24.32-33.36). A la luz esplendorosa de Cristo resucitado, superadas ya las contradicciones de este mundo, los autores del NT releen las antiguas profecías, que contienen las promesas de Dios a su pueblo y a todas las naciones de la tierra, y descubren el significado profundo y trascendente, no descifrado hasta entonces. Se cae en la cuenta de que “el final de los tiempos” tiene dos caras: el del lado de acá o tiempos últimos, y el del lado de allá o más allá

113 del tiempo. Las consecuencias son muy importantes. Lo que se interpretaba como la promesa de una utopía para el final de los tiempos de nuestro mundo, se entiende ahora como la promesa de una utopía que se ha de realizar más allá del tiempo, fuera del control de nuestras categorías espacio-temporales. Los autores del NT utilizan los mismos símbolos, las mismas metáforas del AT, pero el significado es plenamente simbólico y metafórico. Veamos cómo se expresa el autor de la segunda carta de Pedro: «El Señor no se retrasa en cumplir su promesa, como algunos piensan, sino que tiene paciencia con vosotros, pues no quiere que se pierda nadie, sino que todos se arrepientan. Llegará como un ladrón el día del Señor. Entonces el cielo desaparecerá con estruendo, los elementos se desharán en llamas, la tierra con sus obras quedará patente. Y si todo se ha de deshacer de ese modo, ¿cómo debéis ser vosotros? En la conducta santos y religiosos, esperando y apresurando la venida del día de Dios, cuando el cielo se deshará en el fuego y los elementos se derretirán abrasados. De acuerdo con su promesa, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en los que habitará la justicia» (2 Pe 3,9-13). Este cielo nuevo y esta tierra nueva no pertenecen a este mundo nuestro, donde jamás ha habitado la justicia en el pasado ni tampoco habitará en el futuro. El cielo nuevo y la tierra nueva son una nueva creación, como leemos en el Apocalipsis: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva. El primer cielo y la primera tierra han desaparecido, el mar ya no existe. Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, bajando del cielo, de Dios, preparada como novia que se arregla para el novio. Oí una voz potente que salía del trono: Mira la morada de Dios entre los hombres: morará con ellos; ellos serán sus pueblos y Dios mismo estará con ellos. Les enjugará las lágrimas de los ojos. Ya no habrá muerte ni pena ni llanto ni dolor. Todo lo antiguo ha pasado. El que estaba sentado en el trono dijo: Mira, renuevo el universo» (Apc 21,1-5). El universo renovado es la realización de la utopía anunciada; la semilla, enterrada por Dios en el corazón de todo hombre, que germina, florece y madura; el sueño imposible hecho realidad. 2. La gloria incomprensible Intentemos acercarnos a esa utopía celeste, a ese sueño realizado. En este intento podría pasarnos lo que le ocurrió a Moisés en el desierto, cuando, sin él saberlo, entró en el ámbito divino: «El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse. Moisés dijo: –Voy a acercarme a mirar este espectáculo tan admirable: cómo es que no se quema la zarza. Viendo el Señor que Moisés se acercaba a mirar, lo llamó desde la zarza: –Moisés, Moisés. Respondió él: –Aquí estoy. Dijo Dios: –No te acerques. Quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado» (Éx 3,25).

114 Un lugar acotado del desierto Dios lo declara “terreno sagrado”, porque en él quiere manifestarse a Moisés, su profeta elegido. Con tanta o mayor razón nosotros podemos llamar al cielo “lugar sagrado”. En Sab 9,10 Salomón pide a Dios que le conceda su Sabiduría con estas palabras: «Envíala desde el cielo sagrado, mándala desde tu trono de gloria, para que esté a mi lado y trabaje conmigo». El cielo es sagrado porque, en lenguaje bíblico, se considera la morada de Dios. En Dt 26,15 dice el orante, hablando con Dios: «Vuelve los ojos desde tu santa morada, desde el cielo, y bendice a tu pueblo, Israel». Y el salmista afirma: «Nuestro Dios está en el cielo e hizo cuanto quiso. (...) El cielo pertenece al Señor, la tierra se la ha dado a los hombres» (Sal 115,3.16). Isaías utiliza con valentía una grandiosa metáfora cósmica en boca de Dios: «El cielo es mi trono, y la tierra, el estrado de mis pies» (Is 61,1). El trono de Dios es glorioso, porque lo envuelve su gloria, su presencia. Por todo esto creemos que es un gran atrevimiento de nuestra parte entrar en la gloria celeste o cielo; pero a ello nos invita el evangelio «que es una fuerza divina de salvación para todo el que cree» (Rom 1,16). Nuestra experiencia nos ayuda a explorar campos desconocidos en el orden del conocimiento. Pero ¿qué pueden servirnos nuestros pequeños y fugaces momentos de felicidad, inmersos todos ellos, como gotas de agua, en el mar sin fronteras de una vida atormentada, azarosa e infeliz? Al menos podríamos imaginarnos el cielo, por contraste, como lo opuesto a toda experiencia dolorosa. Sin embargo, san Pablo es categórico: «Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no tienen proporción con la gloria que se ha de revelar en nosotros» (Rom 8,18). A esta gloria de san Pablo nosotros llamamos “cielo”, cielo ahora oculto, escondido, no revelado. Como le ocurría a Jesús durante su vida mortal. El evangelio nos refiere que en una ocasión Jesús dejó ver algo de su gloria interior: «Toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (Mt 17,1-2; cf. Mc 9,2-3; Lc 9,28-29). Pero esto no fue más que un atisbo analógico de algo infinitamente superior y distinto, puesto que pertenecía a la experiencia del hombre mortal, no a la visión del Señor en su gloria definitiva. Después de cualquier experiencia que el hombre mortal pueda tener de Dios o de sus misterios, incluidas las más elevadas experiencias místicas posibles, se debe repetir la enseñanza de san Pablo: «Como está escrito: Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni mente humana concibió, lo que Dios preparó para quienes lo aman» (1 Cor 2,9), para sus amigos, aclaramos nosotros. San Pablo no cita por citar a la Escritura. Él tuvo una experiencia personal que confirma lo que enseña; la cuenta en su segunda carta a los corintios: «Sé de un cristiano que hace catorce años –no sé si con el cuerpo o sin el cuerpo, Dios lo sabe– fue arrebatado hasta el tercer cielo; y sé que ese individuo –con el cuerpo o sin el cuerpo, Dios lo sabe– fue arrebatado al paraíso y escuchó palabras inefables, que ningún hombre puede pronunciar» (2 Cor 12,2-4). Después de todo eso, si no es posible ver, oír o concebir lo que Dios nos tiene preparado, ni existen palabras humanas que puedan expresar lo que Dios comunica a los suyos en lenguaje divino, ¿cómo es que seguimos intentando hablar de ello? La respuesta nos la da el mismo san Pablo: «A nosotros nos lo ha revelado Dios por medio de su Espíritu; pues el Espíritu lo explora todo, incluso las profundidades de Dios» (1 Cor 2,10). A Dios, pues, debemos acudir para que nos conceda gratuitamente lo que nosotros jamás podríamos conseguir con nuestras fuerzas. Es lo que hace san Pablo en favor de los cristianos de Éfeso: «Doblo las rodillas ante el Padre... para que os conceda por la riqueza de su gloria: fortaleceros internamente con el Espíritu, que por la fe resida Cristo en vuestro corazón, que estéis arraigados y cimentados en el amor, de modo que logréis comprender, junto con todos

115 los consagrados, la anchura y longitud y altura y profundidad, y conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento. Así os llenaréis del todo de la plenitud de Dios. El que, actuando eficazmente en nosotros, puede realizar muchísimo más de lo que pedimos o pensamos, reciba de la Iglesia y de Cristo Jesús la gloria en todas las generaciones por los siglos de los siglos» (Éf 3,14-21). Ninguno de nosotros puede decir que conoce a Dios, ni siquiera medianamente. Nuestro conocimiento de Dios, aun el más profundo y auténtico, como es el de los místicos, no es más que una humilde aproximación al camino que nos lleva a él, sin que descubramos jamás su verdadero rostro. La Escritura, a este respecto, no deja lugar a la duda. Nos dice san Juan en el prólogo a su evangelio: «Nadie ha visto jamás a Dios» (Jn 1,18a; cf. 1 Jn 4,12). San Pablo añade aún que nadie podrá verlo: «El bienaventurado y único Soberano, el Rey de reyes y Señor de señores, el único inmortal que habita en la luz inaccesible, que ningún hombre ha visto ni puede ver» (1 Tim 6,15-16). Pero el mismo Señor nos concede revelársenos por medio de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, como nos comunica san Juan: «Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, Dios, que estaba al lado del Padre, lo ha explicado» (Jn 1,18), y en el discurso del pan de vida: «No es que alguien haya visto al Padre; sino aquel que ha venido de Dios, ése ha visto al Padre» (Jn 6,46). Más sosegadamente Jesús nos lo enseña al menos en dos ocasiones. Hablando con el Padre en un momento de expansión gozosa, Jesús exclama: «¡Te bendigo, Padre, Señor de cielo y tierra!, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, ese ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre: nadie conoce al Hijo sino el Padre, nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,25-27). En el diálogo que Jesús mantiene con sus discípulos después de la última cena sobre su próxima partida al Padre, dice Jesús: «Sabéis el camino para ir adonde yo voy. Le dice Tomás: –Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos conocer el camino? Le dice Jesús: –Yo soy el camino, la verdad y la vida: nadie va al Padre si no es por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora lo conocéis y lo habéis visto. Le dice Felipe: –Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Le responde Jesús: –Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre: ¿cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”?» (Jn 14,4-9; cf. Jn 12,45). Jesús mismo da la razón de su queja y por qué hay que creer en su palabra: «¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os digo no las digo por mi cuenta; el Padre que está en mí realiza sus propias obras. Creedme que yo estoy en el Padre y el Padre en mí, si no, creed por las mismas obras» (Jn 14,10-11). Para el verdadero creyente éstas sí son razones poderosas que legitiman internarse en los misterios de Dios. 3. Jesucristo, el mediador permanente El imposible acceso a Dios se nos ha abierto por Jesucristo, mediador entre él y los hombres (cf. 1 Tim 2,5; Heb 8,6; 9,15; 12,24). El Altísimo ha descendido a nuestro nivel y ha conversado con nosotros, no de forma alegórica o simbólica, sino real y verdaderamente en Jesucristo, nuestro hermano, nuestro amigo, nuestro maestro, nuestro Señor. Él es el don del Padre, el don de sí mismo, el don también del Espíritu, pues «nadie puede decir ¡Señor Jesús! Si no es movido por el Espíritu Santo» (1 Cor 12,3; cf. Lc 1,35). El Señor Jesús se estableció entre nosotros (cf. Jn 1,14), y desde entonces no nos ha abandonado ni nos abandonará jamás: «Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28,20), pues, aunque todo cambia, él permanece siempre fiel a sí mismo: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos» (Heb

116 13,8); su mensaje, lo mismo: «En esto consiste la vida eterna: en conocerte a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). De esta manera el Señor nos abre las puertas del cielo y el cielo mismo. Hablando con Marta, la hermana de Lázaro, Jesús declara: «Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y quien vive y cree en mí no morirá para siempre» (Jn 11,25-26). 4. Estar con Cristo en el cielo Nos imaginamos el cielo como un lugar maravilloso, aun a sabiendas de que no es un espacio que se pueda medir. El mismo Jesús aplica al cielo categorías espaciales; no puede ser de otra manera, si es que de verdad quiere ser entendido. Despidiéndose de sus amigos, los discípulos, les dirige estas entrañables palabras: «En casa de mi Padre hay muchas estancias; si no, os lo habría dicho, pues voy a prepararos un puesto. Cuando vaya y os lo tenga preparado, volveré a llevaros conmigo, para que estéis donde yo estoy» (Jn 14,2-3). Inmensa casa solariega, donde todos cabemos y no nos sentimos extraños, porque es nuestro hogar, nuestra «vivienda..., no construida por manos humanas» (2 Cor 5,1), en la que el padre de familia es Dios, nuestro Padre. El pasaje contiene algunos de los elementos más significativos del cielo en sentido cristiano. Con las metáforas de la casa solariega, del viaje de ida y vuelta de Jesús, se nos comunica lo más importante de nuestro destino definitivo: estar siempre con el Señor, participando de su gloria. Esto mismo pedía el Señor para los suyos la víspera de su muerte: «Padre, los que me confiaste, quiero que estén conmigo, donde yo estoy; para que contemplen mi gloria; la que me diste, porque me amaste antes de la creación del mundo» (Jn 17,24); «Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre» (Jn 16,28; cf. 17,11.13; 20,17). San Pablo consideraba la vida presente un destierro (cf. 2 Cor 5,6), por esto anhelaba el momento de la muerte: «Mi vida es Cristo y morir es ganancia... mi deseo es morir y estar con Cristo» (Flp 1,21-23). Allí el Señor nos transformará a imagen y semejanza de su cuerpo de gloria: «Nosotros... somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos recibir al Señor Jesucristo; el cual transformará nuestro cuerpo humilde en la forma de su cuerpo glorioso, con la eficacia con que puede someterse todo» (Flp 3,20-21); «Cuando se manifieste Cristo, vida vuestra, entonces vosotros apareceréis gloriosos junto a él» (Col 3,4); «Y así estaremos siempre con el Señor» (1 Tes 4,17). El deseo expreso del Señor es que no nos separemos jamás de él, sino que, como verdaderos amigos, estemos siempre unidos a él aquí en la tierra primero y después definitivamente en el cielo. San Pablo escribía a los tesalonicenses: «A nosotros Dios no nos ha destinado al castigo, sino a poseer la salvación por medio del Señor nuestro Jesucristo, el cual murió por nosotros, de modo que, despiertos o dormidos, vivamos siempre con él» (1 Tes 5,9-10). El sentarse a la misma mesa es signo de amistad e intimidad. Por esto el banquete, como género literario, ha sido tan utilizado por los clásicos en los tratados sobre la amistad. También aparece en la Escritura la imagen del banquete escatológico para significar la felicidad. El autor del Apocalipsis pone en boca de Jesús estas palabras: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Apc 3,20). La saciedad en el hambre y en la sed completa el colmo de la felicidad; pero la auténtica saciedad solamente la puede dar el que dijo: «Yo soy el pan de la vida: el que acude a mí no pasará hambre, el que cree en mí no pasará nunca sed» (Jn 6,35; cf. 4,13-14).

117 También sentarse en el mismo trono expresa la participación en el poder del que reina por derecho. Jesús participa del poder del Padre y a los discípulos, que se sientan con él en el trono celeste, los hace partícipes de su poder regio. A una pregunta de Pedro sobre el futuro escatológico responde Jesús: «Os aseguro que vosotros, los que me habéis seguido, en el mundo renovado, cuando el Hijo del Hombre se siente en su trono de gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos para regir las doce tribus de Israel» (Mt 19,28). Y en el Apocalipsis leemos: «Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, igual que yo vencí y me senté junto a mi Padre en su trono» (Apc 3,21). 5. Mirar cara a cara Si hay una fórmula que exprese lo que entendemos por “cielo”, ésta es “ver a Dios cara a cara”. De ella se deriva la expresión técnica “visión beatífica” o que hace feliz. En la vida normal y con un sentido positivo se miran cara a cara el superior al inferior y los iguales en categoría. Un inferior no mira a su superior cara a cara; si lo hace, se considera una provocación. Mirar o hablar cara a cara es ya una frase hecha, una expresión consagrada, que, en un contexto pacífico, significa familiaridad. De Moisés se dice que «el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo» (Éx 33,11; cf. Núm 12,6-8; Dt 34,10). Apoyado en la familiaridad que el Señor le había mostrado, aún se atrevió Moisés a pedirle que le mostrara su gloria. El Señor le respondió: «Yo haré pasar ante ti toda mi bondad y pronunciaré ante ti el nombre “Señor”, porque yo me compadezco de quien quiero y favorezco a quien quiero; pero mi rostro no lo puedes ver, porque nadie puede verlo y quedar con vida» (Éx 33,19-20). En este pasaje se refleja una larga tradición popular, que mantenía que no se podía tener una experiencia directa de Dios -ver a Dios- y seguir con vida. En medio de la gran teofanía de Dios en el Sinaí: «Todo el pueblo percibía los truenos y relámpagos, el sonar de la trompeta y la montaña humeante. Y el pueblo estaba aterrorizado, y se mantenía a distancia. Y dijeron a Moisés: -Háblanos tú y te escucharemos; que no nos hable Dios, que moriremos» (Éx 20,18-19); «Porque, ¿qué mortal es capaz de oír, como nosotros, la voz de un Dios vivo, hablando desde el fuego, y salir con vida?» (Dt 5,26; cf. 18,16). Sin embargo, en la prolongada historia del pueblo de Israel prevalece la convicción de que el hombre puede sobrevivir a las fuertes experiencias del contacto con el mundo sobrenatural, como le ocurrió a tantos antepasados, según cuentan los libros sagrados. De Jacob se cuenta que estuvo luchando con un personaje misterioso durante toda una noche. Al rayar el alba le preguntó por su nombre; pero sólo obtuvo una bendición por respuesta: «Jacob llamó al lugar Penuel, diciendo: –He visto a Dios cara a cara, y he salido vivo» (Gén 32,31). Moisés recuerda a los israelitas en las mismas puertas de Canaán, «al otro lado del Jordán» (Dt 4,46): «Al escuchar la voz que salía de la tiniebla, mientras el monte ardía, se acercaron a mí vuestros jefes de tribu y autoridades, y me dijeron: El Señor, nuestro Dios, nos ha mostrado su gloria y su grandeza, hemos oído su voz que salía del fuego. Hoy vemos que puede Dios hablar a un hombre y seguir éste con vida» (Dt 5,23-24; cf. Éx 24,11). Recordamos, además, dos preciosos relatos, enmarcados en el tiempo de los Jueces. El primero tiene como protagonista a Gedeón, al que el Señor, por medio de su enviado, ordena que vaya a salvar a Israel de manos de Madián. «Cuando Gedeón vio que se trataba del ángel del Señor, exclamó: -¡Ay Dios mío, que he visto al ángel del Señor cara a cara! Pero el Señor

118 le dijo: -¡Paz, no temas, no morirás!» (Jue 6,22-23). El segundo relato se refiere a los padres de Sansón. Éstos reciben la visita de un desconocido, que les anuncia en nombre de Dios que van a tener un hijo. Como en el caso de Gedeón ellos reconocen al enviado del Señor, mientras ofrecen al Señor un sacrificio. Entonces Manoj dijo a su mujer: «¡Vamos a morir, porque hemos visto a Dios! Pero su mujer repuso: -Si el Señor hubiera querido matarnos no habría aceptado nuestro sacrificio y nuestra ofrenda, no nos habría mostrado todo esto ni nos habría comunicado una cosa así» (Jue 13,22-23). La cercanía de lo sobrenatural produce temor, como en el caso de Moisés junto a la zarza ardiendo: «Moisés se tapó la cara porque temía ver a Dios» (Éx 3,6). Elías, al sentir la tenue brisa en el monte Horeb, «se tapó el rostro con el manto» (1 Re 19,13). También el profeta Isaías grita, asustado, al oír la voz del Señor que resuena en el templo: «¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos» (Is 6,5). Pero llegará un día, ésta es nuestra fe, en que la luz del alba irá creciendo y jamás tendrá ocaso. Desaparecerán para siempre las tinieblas de la noche en todos los sentidos, material y espiritual. Ya no habrá lugar para el temor. San Pablo contrapone el estadio presente al futuro y definitivo, como lo imperfecto a lo perfecto: «Ahora vemos como enigmas en un espejo, entonces veremos cara a cara» (1 Cor 13,12a). El objeto de este ver cara a cara es el medio divino, en el que estaremos inmersos en plena claridad. Guardando siempre las distancias entre Dios y nosotros, sus criaturas, el apóstol llega a decir que «ahora conozco a medias, entonces conoceré [a Dios] tan bien como soy conocido [por Dios]» (1 Cor 13,12b). La primera carta de san Juan nos traslada al estadio definitivo o cielo, sin sacarnos de nuestro estadio actual, sino estableciendo el puente de unión o la roca fundamental de nuestra fe cristiana: «Ved qué grande amor nos ha mostrado el Padre: que nos llamamos hijos de Dios y lo somos. Por eso el mundo no nos reconoce, porque no lo reconoce a él. Queridos, ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos. Nos consta que, cuando aparezca, seremos semejantes a él y lo veremos como él es» (1 Jn 3,1-2). De las muchas interpretaciones que se han dado de 1 Jn 3,2, damos cuenta de dos, porque representan dos maneras de concebir nuestras relaciones con Dios y con Jesucristo en el cielo. La primera lee así el texto: «Todavía no se ha manifestado lo que seremos. Nos consta que, cuando aparezca [lo que seremos], seremos semejantes a él [a Dios] y lo veremos como él [Dios] es». En esta interpretación nada se dice de la función de Jesucristo glorioso en el cielo y supone una construcción teológica sobre la visión directa de Dios por parte de los bienaventurados. La segunda interpretación lee así el texto: «Todavía no se ha manifestado lo que seremos. Nos consta que, cuando aparezca [Cristo glorioso], seremos semejantes a él [a Cristo glorioso] y lo veremos como él es». La razón principal de esta lectura es que el verbo aparecer se considera término técnico para referirse a la parusía o segunda venida de Cristo. Precisamente san Juan acaba de decirnos en 1 Jn 2,28: «Ahora pues, hijitos, permaneced con él [con Cristo], y así, cuando aparezca [Cristo] tendremos confianza y no nos avergonzaremos de él cuando venga [Cristo]». Se subraya de forma admirable la función mediadora de Cristo glorioso en el cielo y no hay que inventar ninguna teoría teológica sobre la visión directa de Dios. 6. Entra en el gozo de tu Señor

119 En el último párrafo de este capítulo trataremos de analizar lo que, a nuestro parecer, constituye el núcleo central de la felicidad del cielo, y la sagrada Escritura presenta como el gozo pleno y la alegría compartida por todos los bienaventurados en la casa o ciudad común de nuestro Padre Dios. La parábola de los talentos, según Mt 25,14-30, ofrece los rasgos esenciales de la vida humana en una visión escatológica: el hombre libre y capacitado, el ancho mundo como campo de acción y Dios, el Señor, que se presume lejano, pero siempre a punto de llegar. Nos interesa subrayar el momento de la vuelta del Señor -el de nuestro encuentro definitivo con él-, y las palabras que dirige a los que han trabajado fielmente durante la ausencia de su Señor: «Entra en el gozo de tu señor» (Mt 25,21.23). El Señor abre las puertas del paraíso e invita a sus criados, que son sus amigos, sus hijos, todos nosotros, a tomar parte activa y pasiva en su fiesta permanente, gozo perfecto y sin medida. Allí se entra para no salir jamás, porque los límites y fronteras han desaparecido. Jesús dijo a sus discípulos la última noche que pasó con ellos: «Vosotros ahora estáis tristes; pero os volveré a visitar y os llenaréis de alegría, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16,22). Porque él quiere que la alegría de ellos se identifique con la suya, como dice a su Padre: «Ahora voy hacia ti; y todavía en el mundo digo esto para que posean mi alegría completa» (Jn 17,13). Un día esta alegría completa será una realidad indefectible, como afirma san Pedro: «Cuando se revele su gloria [la de Cristo], vuestro gozo estará colmado» (1 Pe 4,13), pues, como escribe más adelante: «El Dios de toda gracia... por Cristo os llamó a su gloria eterna» (1 Pe 5,10). Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento conciben el mundo futuro con Dios colectivamente. El profeta Isaías hace cantar al pueblo como novio/novia camino de la felicidad: «Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona o novia que se adorna con sus joyas» (Is 61,10). La metáfora de los desposorios se aplica al pueblo elegido, representado por la Jerusalén idealizada del futuro: «Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán “la Abandonada” ni a tu tierra “la Devastada”, a ti te llamarán “Mi Preferida” y a tu tierra “La Desposada”, porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá marido. Como un joven se casa con una doncella, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa la encontrará tu Dios contigo» (Is 62,3-5). El NT habla con toda claridad y sin ambigüedades de nuestra patria futura, el cielo, «pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la futura» (Heb 13,14). El Apocalipsis hereda la metáfora isaiana de la ciudad, transformada conscientemente en una ciudad irreal, perteneciente a una nueva creación: cielo nuevo y tierra nueva (cf. Apc 21,1). En esta ciudad está el trono de Dios y del Cordero. Un río de agua viva, que mana del trono de Dios, atraviesa la ciudad entera, dando la vida a todos sus habitantes (cf. Apc 22,1-2). Allí la noche no existe, siempre es de día, «porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero» (Apc 21,23; cf. 22,5); tampoco hay en esta ciudad templo alguno, «porque el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero son su templo» (Apc 21,22). Allí se cumplirán los más hondos deseos de felicidad del corazón humano y serán ahuyentadas todas las sombras del mal, pues aquella ciudad es «la morada de Dios entre los hombres: morará con ellos; ellos serán sus pueblos y Dios mismo estará con ellos. Les enjugará las lágrimas de los ojos. Ya no habrá

120 muerte ni pena ni llanto ni dolor. Todo lo antiguo ha pasado. El que estaba sentado en el trono dijo: Mira, renuevo el universo. Y añadió: Escribe, que estas palabras mías son verdaderas y fidedignas. Y me dijo: Se acabó. Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin. Al sediento le daré a beber de balde del manantial de la vida. El vencedor heredará todo esto. Yo seré su Dios y él será mi hijo» (Apc 21,3-7). Éste es el bellísimo horizonte al que aspiramos con toda razón, confiados en la palabra firme de Dios, que nos habla en la Escritura sagrada: «Ninguno vive para sí, ninguno muere para sí. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor. Para eso murió el Mesías y resucitó: para ser Señor de muertos y vivos» (Rom 14,7-9). Y no hay dificultad posible que nos aparte del Señor, si nos fiamos del amor que Dios nos ha manifestado en su Hijo, nuestro Señor Jesucristo: «¿Quién nos apartará del amor de Cristo?, ¿tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada? Como dice el texto: Por tu causa estamos a la muerte todo el día, nos tratan como a ovejas de matanza. En todas esas circunstancias vencemos de sobra gracias al que nos amó. Estoy persuadido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni presente ni futuro, ni poderes ni altura ni hondura, ni criatura alguna nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom 8,35-39).

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Índice general Prólogo .................................................................................................. Capítulo I. La amistad humana ......................................................... 1. La categoría de la amistad humana ................................................... 2. La amistad no es una mercancía ....................................................... 3. La amistad es una unión afectiva no excluyente .............................. 4. Notas específicas de la verdadera amistad ....................................... 5. Los testimonios más valiosos sobre la amistad ................................ Capítulo II. El amigo en el Antiguo Testamento hebreo ................. 1. La alteridad del otro ......................................................................... 1.1. La pura alteridad ...................................................................... 1.2. Como término de diálogo ........................................................ 1.3. Como término de una acción negativa .................................... 1.4. Como término de una acción no negativa ............................... a) Término de una acción mutua no negativa ......................... b) Término de una acción no mutua ....................................... 2. El prójimo ....................................................................................... 2.1. El cercano o vecino ................................................................. 2.2. El prójimo como individuo y persona ..................................... 2.3. El prójimo propietario ............................................................. 2.4. El prójimo en un contexto judicial .......................................... 2.5. El prójimo y el adulterio .......................................................... 2.6. El prójimo y los delitos de sangre ............................................ 2.7. El prójimo, el necesitado .......................................................... 3. El compañero .................................................................................... 4. El amigo ............................................................................................ 4.1. El amigo normal ........................................................................ 4.2. Amigo ocasional ........................................................................ 4.3. Amigo verdadero ....................................................................... 5. Apéndice ............................................................................................ Capítulo III. El amigo en el Antiguo Testamento griego ................. 1. El amigo ............................................................................................. 1.1. El amigo en general .................................................................... 1.2. El amigo ocasional ..................................................................... a) Compañeros de armas no judíos ............................................ b) Compañeros de armas judíos ................................................. c) El amigo aliado ...................................................................... 1.3. El amigo del rey ......................................................................... 1.4. El amigo falso ............................................................................ 1.5. El amigo verdadero .................................................................... 2. La amistad .......................................................................................... 2.1. La amistad como alianza política ...............................................

122 a) Pacto de amistad entre desiguales .......................................... b) Pacto de amistad entre iguales ............................................... 2.2. La amistad entre personas ........................................................... a) La amistad entre los hombres ................................................. b) La amistad entre el hombre y Dios ......................................... Capítulo IV. Dios, ¿amigo? ................................................................... 1. Ante la cruda realidad ......................................................................... 1.1. Dificultades contra la bondad de Dios ........................................ a) Si Dios existe: actitud del hombre .......................................... b) Si Dios no existe: consecuencias ............................................ 1.2. Pero Dios existe ........................................................................... 2. Dios, ¿amigo del hombre? ................................................................... 3. Dios, amigo del hombre ...................................................................... Capítulo V. Lo que Dios ha dispuesto para sus amigos ...................... 1. Iniciativa de Dios en su plan-proyecto ................................................ 1.1. Iniciativa de Dios ......................................................................... 1.2. Plan-proyecto de Dios .................................................................. 2. Plan-proyecto de Dios sobre la creación en general ............................ 2.1. La creación es participación de la plenitud de Dios .................... a) La plenitud en general ............................................................. b) La plenitud en particular ......................................................... 2.2. Plan-proyecto de Dios sobre el hombre ...................................... a) Dios crea al hombre “a su imagen y semejanza” ................... b) Dios encierra al hombre en “el misterio” .............................. Capítulo VI. El amigo en el Nuevo Testamento ................................. 1. Amigo en sentido general en el NT ................................................... 2. Amigos en particular ......................................................................... 3. Jesús amigo ....................................................................................... 3.1. Los amigos de Jesús durante su vida mortal ............................. 3.2. Jesús sigue siendo amigo .......................................................... 4. Expresiones indirectas sobre los amigos en el NT ........................... Capítulo VII. Jesús, el fiel amigo (I). Su vida privada ..................... 1. Proemio ............................................................................................. 2. El tiempo de la plenitud .................................................................... 3. Vida privada de Jesús hasta su ministerio público ........................... 3.1. Jesús vivió en Nazaret hasta la hora de su ministerio ............... 3.2. Normalidad absoluta de la vida privada de Jesús ..................... Capítulo VIII. Jesús, el fiel amigo (II). El ministerio público ......... 1. Solidaridad de Jesús con los pecadores ............................................ 2. Jesús prefiere a la gente sencilla ....................................................... 3. Jesús no excluye a nadie de su trato .................................................. 4. Jesús ante el dolor de los demás ........................................................ 5. Jesús ante las necesidades de los demás ............................................ 6. Jesús y los bienes de este mundo .......................................................

123 7. Jesús ante lo establecido .................................................................... 7.1. Actitud fundamental de Jesús ante los compromisos de la sociedad ............................................................................. 7.2. Actitud de Jesús ante las instituciones de significación política ....................................................................................... 7.3. Actitud de Jesús ante las instituciones religiosas ...................... a) Jesús y la Ley de Moisés: Testimonios a favor ..................... b) Jesús y las interpretaciones de la Ley ................................... c) Sobre las purificaciones ........................................................ d) Jesús declara puros todos los alimentos. .............................. e) Sobre el descanso en día de sábado ...................................... f) Jesús y el templo ................................................................... g) Jesús no cumple algunas otras prescripciones de la Ley ...... 8. Jesús y el Padre ................................................................................. 8.1. Confianza de Hijo en todo momento ........................................ 8.2. Jesús ora con frecuencia al Padre ............................................. a) Jesús ora en público al Padre ............................................... b) Jesús ora en privado al Padre ............................................... 8.3. Relaciones especiales entre Jesús y Dios: Jesús es el Hijo ...... a) Jesús habla de “mi Padre” .................................................... b) Jesús habla de vuestro (tu) Padre ......................................... Capítulo IX. Jesús sella su amistad con la muerte ........................... 1. Destino trágico de Jesús ................................................................... 2. Jesús podía prever su fin trágico ...................................................... 3. La hora de la verdad de Jesús ........................................................... 4. Significación trascendente de la muerte de Jesús ............................ 4.1. Jesús muere por todos .............................................................. 4.2. Jesús vence a la muerte con su muerte .................................... 4.3. Frutos de la muerte en cruz de Jesús ....................................... a) Exaltación de Jesús ............................................................. b) El perdón de nuestros pecados ............................................ c) La reconciliación universal ................................................. d) Expresión del amor de Dios a los hombres ........................ Capítulo X. La amistad de Jesús más allá de la muerte ................. 1. La utopía que se realiza ................................................................... 2. La gloria incomprensible ................................................................. 3. Jesucristo, el mediador permanente ................................................ 4. Estar con Cristo en el cielo ............................................................. 5. Mirar cara a cara ............................................................................. 6. Entra en el gozo de tu Señor ...........................................................