Vida y viajes de San Pablo

Conformémonos, pues, con lo que San Lucas y el mismo San Pablo nos dicen de su vida, de la vida del apóstol de los genti

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ENRIQUE DE OBREGÓN

VIDA Y VIAJES DE SAN PABLO

Barcelona 1964

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Ilustraciones interiores: Juan Cobos.

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ÍNDI CE

PRÓLOGO....................................................................................................................5 CAPÍTULO I....................................................................................................................9 Pablo de Tarso...............................................................................................................9 CAPÍTULO II.................................................................................................................13 Jerusalén......................................................................................................................13 CAPÍTULO III................................................................................................................15 El sanedrín...................................................................................................................15 CAPÍTULO IV...............................................................................................................21 El martirio de San Esteban..........................................................................................21 CAPÍTULO V.................................................................................................................25 La conversión de Pablo...............................................................................................25 CAPÍTULO VI................................................................................................................29 Ananías........................................................................................................................29 CAPÍTULO VII..............................................................................................................32 Bernabé........................................................................................................................32 CAPÍTULO VIII.............................................................................................................37 El primer viaje.............................................................................................................37 CAPÍTULO IX...............................................................................................................48 La obligación de la ley................................................................................................48 CAPÍTULO X.................................................................................................................54 El segundo viaje..........................................................................................................54 CAPÍTULO XI...............................................................................................................62 Tesalónica....................................................................................................................62 CAPÍTULO XII..............................................................................................................66 Atenas..........................................................................................................................66 CAPÍTULO XIII.............................................................................................................71 Corinto.........................................................................................................................71 CAPÍTULO XIV.............................................................................................................80 El tercer viaje (Éfeso)..................................................................................................80 CAPÍTULO XV..............................................................................................................91 Viaje hacia Jerusalén...................................................................................................91 CAPÍTULO XVI...........................................................................................................102 La cautividad de Pablo..............................................................................................102

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CAPÍTULO XVII.........................................................................................................118 Malta..........................................................................................................................118 CAPÍTULO XVIII........................................................................................................124 Roma.........................................................................................................................124

PRÓLOGO

Los valores cristianos están hoy en crisis. Este hecho es palpable: con él nos topamos al asomamos al panorama de la civilización actual; pero no es incoercible: el triunfo de la Resurrección de Cristo anticipa y garantiza la victoria del Cristianismo en el mundo. Y ésta es la tarea del cristiano de hoy: poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas; renovar y remozar, poner al día los valores del Cristianismo, que en su esencia son eternos, pero cuya actualización diaria depende del esfuerzo constante de cada cristiano, uno por uno y día por día. Tres hechos juegan un papel importante en la perspectiva internacional actual y parecen herir con su potencia el vigor del Cristianismo. La mancha roja del comunismo y la ola de sensualismo y materialismo son las que parecen ahogar con su avance masivo la virtualidad de nuestra religión. ¿Significa esto el fracaso de Cristo? ¿Es cierto que los valores cristianos han perdido actualidad y vigencia? No; Cristo ni ha fracasado ni puede fracasar: su Resurrección evidencia de modo palmario su triunfo en y sobre lo terreno. Es tarea exclusiva de los cristianos esta revalorización de los principios que informan el Cristianismo, este remozar sus verdades y darle una concreción eficaz en la vida cotidiana. En las épocas de transición, de crisis, en que la Cristiandad parecía correr riesgos, un hombre santo parece siempre que nos sale al encuentro: Pablo. Así, tanto al entrar en el ciclo grecorromano, como en la situación crucial de las invasiones germánicas o en los comienzos de la edad moder4

na, es el apóstol de las gentes quien ilumina con su luz y su doctrina los fondos sombríos de la Historia. Por esto, en nuestros días, la figura de San Pablo, su vida y su obra, cobran relieves insospechados, capaces de despertar a los cristianos de su modorra espiritual. Es cierto que existen en el mercado numerosos libros sólidos y profundos sobre la teología paulina y diversas biografías enjundiosas que pintan con mano maestra los perfiles del apóstol. No podemos decir, por tanto, que esta Vida de San Pablo venga a llenar un hueco en la biografía actual. Pero no es menos cierto que la convivencia con los sucesos del converso de Damasco, el visitar las ciudades en que nació, estudió y predicó el Evangelio; las descripciones de sus largos y penosos viajes a Antioquía, Atenas, Corinto, Éfeso, Roma, etc., y el resumen de su doctrina epistolar, serán siempre rica fuente de fuerzas espirituales. Nos trasladamos a Jerusalén en la tarde del jueves de Pascua. En su discurso de despedida, Jesús habla amorosamente a sus discípulos, que le escuchan apenados por el dolor de su marcha: «—No se turbe vuestro corazón. Si me amáis, observad mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y os dará otro consolador, para que esté con vosotros eternamente» (Juan, XIV, 15-16). Las palabras del Señor son claras, explícitas. Ha encomendado a los apóstoles la misión maravillosa de predicar por toda la tierra la doctrina que les ha entregado, sin cambiarla en un ápice, conservándola íntegra, tal como la recibieron. No estarán solos; Jesús vuelve al Padre, pero les envía el Espíritu Santo. El Señor ha subido a los cielos y los apóstoles esperan confiados el cumplimiento de la promesa. Y cuando pasada la fiesta de Pentecostés empieza la predicación, Pedro habla a las turbas congregadas en Jerusalén y se convierten cerca de tres mil personas. A partir de este día, los apóstoles se transforman en otros hombres, más audaces, más seguros de sí mismos; aquellos rudos pescadores se dedicarán con valentía y audacia a propagar por el mundo el nombre y la doctrina de Cristo, sin miedo a las dificultades, sin amedrentarse ante las atroces persecuciones de que serán objeto. Es indudable que la configuración histórica les facilitó la tarea: la unificación política alcanzada por el Imperio romano dará a aquellos 5

primeros apóstoles la oportunidad de viajar por Oriente y Occidente y así extender la buena nueva por todas las tierras del mundo antiguo. Una de las cuestiones primordiales, suscitadas desde el comienzo de la predicación, fue la evangelización de los gentiles. El hombre que hará realidad esta difícil misión será Pablo de Tarso, llamado después «apóstol de los gentiles». Es decir: un hombre que no pertenece al grupo de los doce apóstoles, que no conoció a Jesús hasta el día de su conversión; un enemigo de la primera hora y un converso en el último instante, va a ser elegido, por designio de Jesucristo, apóstol de su Iglesia, y está destinado a lograr conversiones, a sentar los cimientos de la religión cristiana sobre las bases universales que la Redención de Cristo implica. La vida de San Pablo se estudia a través de tres fuentes: sus propias epístolas, los Hechos de los Apóstoles y la tradición. Es suficiente, pero en verdad no es mucho. Incluso las fechas que damos de los hechos más importantes de su vida no se conocen con exactitud y las damos aproximadas. En los Hechos de los Apóstoles ocurre como con los Evangelios: dicen la verdad, nos cuentan todos los hechos esenciales, pero al ávido lector le parecen cortos, se queda con ansia de saber más cosas. Evidentemente los apóstoles y los evangelistas pudieron decirnos más. Tal vez, atareados en su incansable labor de apostolado, no creyeron necesario añadir más capítulos, pues los primeros cristianos tendrían un rico caudal de tradiciones propagadas de viva voz, o bien en las terribles persecuciones de los primeros siglos de la Iglesia se perdieron escritos evangélicos inestimables. Lo cierto es que, como dice San Juan en el punto final de su evangelio, «Muchas otras cosas hizo Jesús, que, si se escribiesen una por una, creo que este mundo no podría contener los libros». Lo mismo puede decirse de la vida de San Pablo. Un hombre tan activo, tan inquieto, tan lleno de celo evangélico y siempre dispuesto a la polémica, rompiendo lanzas en pro de su fe, que fue perseguido y encarcelado, que hizo varios largos viajes, que visitó tantas ciudades e incluso naufragó, podría habernos dicho mucho, mucho más de sí mismo. Podría haberlo dicho igualmente su biógrafo San Lucas. Ni un solo punto que toque a la fe queda descuidado ni poco comentado en los Evangelios, en los Hechos de los Apóstoles o en las Epístolas. Ése fue el principio que animó a aquellos escritores sagrados: sacrificaron lo superfluo o lo que ellos consideraron secundario, para no cansar al creyente o al probable converso, que muy bien podría ser una persona no muy docta, con una maraña de datos, con un mar de hechos historiados, y se limitaron a 6

predicarle escuetamente una fe, a la manera sencilla, cordial, que hace tan atractiva nuestra religión para los sencillos de corazón. Conformémonos, pues, con lo que San Lucas y el mismo San Pablo nos dicen de su vida, de la vida del apóstol de los gentiles. Redondeemos este relato con las referencias de la tradición e incluso permítasenos que añadamos algo de nuestra parte para crear el suficiente ambiente de época y de lugar. Y así tendremos la vida del glorioso apóstol, que selló con su muerte el triunfo de la religión del amor, en la Roma pagana e imperial de los primeros años de la era cristiana.

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Capítulo I

PABLO DE TARSO

Tarso, capital de Cilicia, es una animada y próspera ciudad en los primeros años de nuestra era. Situada en una amplia planicie, entre las montañas del Tauro y el mar, la cruzan varias importantes vías comerciales. Una de ellas, empleada por las caravanas, cruza el desfiladero llamado Puertas Cilicianas. Otra, hacia el este, atraviesa los montes de Amano por las Puertas de Siria. Las calles de la ciudad se ven animadas por una multitud formada por gálatas, griegos, romanos, egipcios, fenicios y judíos. El puerto de Tarso está situado en un lago que cruza el río Cydnus. La ciudad cuenta con hermosos palacios, teatros, foros y escuelas; entre todos estos edificios se destaca el templo del dios tutelar, Sardanápalo, un ídolo al que disfrazan de mujer y en cuyo pedestal se lee la siguiente inscripción: «Bebe, come, goza. Lo demás no es nada.» La ciudad tiene tanto de oriental como de occidental, de semítica como de grecorromana; sus habitantes son en gran parte bilingües: hablan el arameo y el griego. La misma disparidad existe en las formas de vestir: los transeúntes llevan un abigarrado muestrario de túnicas, togas o velos. La vida de Tarso es bulliciosa y acogedora: en los teatros se representan grandiosos dramas griegos, donde no faltan los espléndidos juegos atléticos de procedencia griega. En esta ciudad y en el año 12 de nuestra era nace Saulo, el apóstol de los gentiles. Apenas sabemos nada de su infancia. Perteneciente a una familia judía de la secta de los fariseos —de la tribu de Benjamín, oriunda de Gischala en Galilea—, Saulo conserva sin embargo el privilegio de ciudadano romano, concedido a su abuelo por Pompeyo, en agradecimiento a los servicios recibidos a su paso por la ciudad. Es fácil 8

imaginar la niñez de Saulo, parecida a la de otros niños de su misma raza y época. Desde pequeño hablaría indistintamente el arameo y el griego, y es posible que muy pronto comenzase a aprender los rudimentos de la ley mosaica y el significado de las grandes fiestas religiosas. Pero esta formación no bastaba; necesitaba completar sus conocimientos en la vieja ciudad santa, cuna del judaismo; por esto, el padre de Saulo decide que su hijo acuda a Jerusalén para estudiar la doctrina contenida en el Talmud, y de este modo hacer de él un perfecto rabino, guardián eficaz de la fe religiosa de su pueblo. Siguiendo el hilo de las suposiciones es posible que Pablo para ir a Jerusalén tomase el camino de la costa y llegase a los pocos días a la rica ciudad de Antioquía. Situada a orillas del río Orontes —cuya corriente baja impetuosa de las montañas, para desembocar a poco en el Mediterráneo por el puerto de Seleucia—, entre el monte Pieria y los montes Ansarieh, últimas estribaciones del Líbano, posee una vega fértil y rica, y su movimiento comercial es muy intenso. Los viajeros pasan por la avenida Plateia, ancha y enlosada de mármol, de una longitud de unos treinta estadios (aproximadamente siete kilómetros), que fue mandada construir por Herodes el Grande, bordeada de soberbios edificios con pórticos de mármol, adornados con estatuas griegas. Una cuádruple columnata de mármol, formada por calles paralelas; la de en medio, más ancha, para los carros; y las de la derecha e izquierda para los peatones, jinetes, carruajes y literas de los elegantes. Después atravesó la parte baja de la ciudad, la famosa Epifanía, donde están los monumentos más notables: panteones, templos, foros, basílicas, baños, circos y teatros. La ciudad, muy bien cercada de murallas, sube escalonadamente las faldas del monte Silpius, donde abundan las fuentes y jardines y las copas de los laureles, enredándose en las pérgolas los retorcidos emparrados. Y en lo más alto de la cima, una enorme estatua de Caronte, el famoso barquero del infierno. Pablo se siente atraído sin duda por el aspecto de esta ciudad. En Antioquía hay muchos judíos y una importante sinagoga. ¿Fue Pablo a visitarla? Posiblemente va a saludar a algunos hermanos de raza, de parte de su padre, y con esta ocasión empieza a tener amigos en una ciudad que tan importante papel ha de tener en su vida. De Antioquía Pablo pudo seguir el viaje bien por la costa o bien por el interior. Ambos trayectos eran muy interesantes. Si fue por la costa, pasaría por Sidón y Tiro, las viejas metrópolis del comercio fenicio, donde se rendía culto a los antiguos dioses semitas, El, Baal, Mot y Aleyin, y a las diosas Acherat, Astart, Elat y la sanguinaria Anat, a todos los cuales se les 9

ofrecían sacrificios humanos y de animales; los escasos espacios cultivables junto a los torrentes se aprovechaban para plantar viñas, olivos y almendros. En los hermosos días despejados, que eran frecuentes, podía verse a la derecha la inmensa extensión azul del Mediterráneo y a la izquierda las montañas del Líbano, buena parte del año coronadas por la nieve y que verdeaban por los espesos bosques de gigantescos cedros (los árboles de madera-olorosa y casi imputrescible, de donde los fenicios sacaban la madera para la construcción de sus navíos, con los cuales habían descubierto en sus viajes de exploración todas las tierras hasta lo que entonces se creía el confín del mundo).

Si Pablo tomó el otro camino, el del interior, pasaría por Damasco, la ciudad que se preciaba de ser una de las más antiguas e ilustres del mundo, al pie del Antilíbano, dominada a lo lejos por las nieves del monte Hermón, rodeada hacia el oeste por el patético y triste desierto de Siria, en medio de uno de los oasis más hermosos y fértiles del mundo. También 10

esta ciudad había de marcar en el futuro un hito en su vida: el de la conversión. Tomara la ruta que tomase, habría de cruzar la Galilea, la hermosa tierra de colinas verdeantes que encerraba el lago Genesaret, poblada de gente humilde y sencilla, agricultores, pescadores o pastores, la tierra de donde pocos años antes había partido Jesús de Nazareth. El viaje termina en tierras de Judea. No es ésta ya una tierra tan amena y fértil como las que hasta ahora ha cruzado. Árida, de colinas pedregosas y desnudas, color yeso, color ladrillo, color ceniza, sin más que algunos tristes matojos achaparrados, entre los que pastan los rebaños de ovejas; pero en Judea está Jerusalén, la ciudad santa celestial y una promesa de eternidad. A la izquierda, el Templo, con sus atrios, pórticos, puentes y terrazas y sus techumbres cubiertas de láminas resplandecientes. En una esquina el palacio de los Asmoneos, uno de los mejores de la población; enfrente, la vieja ciudad de David, donde está la piscina de Siloé, y a la derecha el palacio de Herodes. La ciudad está dominada por miradores, balcones, azoteas, torres y palomares y por aquella odiada Torre Antonia, que había sido elevada por los dominadores romanos para vigilar el recinto del Templo, foco de revueltas y sediciones; a su vez la ciudad preside, irguiéndose como una extraña mole, el valle del torrente Cedrón, a cuyo otro lado se levantan las colinas dispuestas escalonadamente para asentar algunos molinos de aceite y huertos (uno de los cuales se llamaba de Getsemaní) y algunas tumbas suntuosas. Finalmente el horizonte quedaba cerrado, por la parte de oriente, por el monte de los Olivos, y frente de él, al oeste, el rocoso y aplastado monte Moría, sobre el que se hallaba emplazado el Templo.

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Capítulo II

JERUSALÉN

Jerusalén no se parecía en nada a su ciudad natal. Si bien era un importante centro comercial, la ciudad destacaba especialmente como centro sacerdotal y político, donde residía el procurador de Judea, que era nombrado por el César de Roma. Ya hacía tiempo que Israel había perdido su independencia y había pasado a ser una mera provincia del Imperio. A no ser por las águilas y estandartes de la fuerte guarnición nadie hubiera dicho que la ciudad pertenecía al Imperio romano. No había aquí teatros, termas, circos o gimnasios; apenas si se veían estatuas de mármol o se celebraban festivales, y la austera observancia del sábado se cumplía con celosa formalidad. De este modo Pablo tiene que amoldarse a un género de vida diferente. Pronto empieza a asistir a una de las escuelas más destacadas de Jerusalén. La dirige Gamaliel, un hombre de ideas moderadas, de carácter amable y bondadoso, que pertenece como Pablo a la secta de los fariseos. Allí aprende el hebreo, la lengua litúrgica de los libros sagrados, y quizá sus mismos condiscípulos comienzan a llamarle Saúl o Saulo en lugar de su nombre griego. Israel, y de modo especial Jerusalén, vive unos tiempos de exaltación religiosa y de exasperación política. El pueblo hebreo, sabiéndose elegido, se rebela contra la dominación romana y espera anhelante la llegada del Mesías que le liberase y devolviese el antiguo poder político. Este fue el gran error judío: su sueño de un Mesías guerrero de fuerte poder político que vendría a la tierra exclusivamente a favorecer sus intereses nacionales. Pablo vive intensamente esta atmósfera de mesianismo, de anhelos fervientes, de odios, de apasionamiento teológico. En Israel se respira una atmósfera de rebelión, que tras varios alzamientos fallidos arrastrará finalmente al pueblo judío al desastre y la dispersión. El estudiante de Tarso 12

frecuenta el templo y la plaza pública y escucha a los oradores que predican desde los pulpitos. Inconscientemente se adhiere a los prejuicios dominantes en el ambiente, y en su mentalidad entran en tropel los ingredientes de una época en fermento de ideologías apasionadas. Jerusalén es un hervidero de ideas y pasiones y aquella irresistible y asfixiante atmósfera puede en él más que todo. Los consejos de moderación, las doctas enseñanzas de un Gamaliel, quedan soterradas bajo el apasionamiento callejero y el ambiente de polémica, que empapan su exaltada mente juvenil. En los años que vivió en Jerusalén, Pablo terminará sus estudios. No se sabe si regresó a Tarso, pero sí puede afirmarse que no permaneció en la Ciudad Santa durante la Pasión de Cristo ni tan siquiera llega a conocerle. Sin embargo, el futuro apóstol de las gentes, imbuido en sus doctrinas fariseas, alimenta un odio amargo hacia los cristianos y está obsesionado por el tema de Jesús. No habiendo tenido ocasión de oír la voz del Redentor, de conocer bien su doctrina o de presenciar uno solo de sus milagros y viviendo en un ambiente fariseo, se intoxicó de su odio. Mas, para exasperación suya, todos en Jerusalén, discípulos, partidarios o enemigos, todas las cosas de la ciudad, hasta las piedras, hablan de Jesús. Aquí el palacio de Anás, allá el de Caifás, más lejos el Pretorio. En la ciudad los fariseos y saduceos hablan en voz baja. Los discípulos del Maestro proclaman a los cuatro vientos su Resurrección y su Ascensión a los cielos: prueban con un sinfín de datos que es el Mesías, el Hijo de Dios. La tensión es fuerte y hasta Poncio Pilatos, el procurador romano, siente ahora terribles remordimientos por su cobarde debilidad al acceder a la condena. Es inútil tratar de salir de la capital para huir de esta idea. Si se sale por oriente por cualquiera de las tres puertas que se abren por aquel lado de la muralla y se cruza el torrente Cedrón, allí está el huerto de Getsemaní y el camino que lleva a Betania, lugar de la Ascensión. Si se toma el camino del sur, todo recuerda que lleva a Belén, lugar de la Natividad; si el del norte, en la memoria aparece Samaria y Galilea, escenario de las predicaciones y milagros de Jesús. Por el oeste, bajando al valle Hinnom, la muralla de la ciudad sobre la que destaca el Palacio de Herodes, se alza la tenebrosa colina del Gólgota o monte Calvario. Y cuando el siroco sopla y arroja nubes de polvo sobre Jerusalén y las resecas colinas que miran hacia el mar

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Muerto aparecen más áridas y yermas que nunca, Pablo siente arder su mente por la fiebre de las persecuciones y piensa que debe acabar de un modo brutal e implacable con los discípulos de Jesús.

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Capítulo III

EL SANEDRÍN

Los discípulos de Jesús, entretanto, no están inactivos en Jerusalén. Tras la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés y cumpliendo las últimas palabras de Jesús momentos antes de la Ascensión: «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra», los discípulos, con el corazón exultante, inician una intensa labor de apostolado que no había de acabar hasta el día de su muerte. Ya en el memorable día de Pentecostés, los fieles preguntan ansiosamente a Pedro y a los demás apóstoles: — ¿Qué hemos de hacer, hermanos? Pedro, como reconocido príncipe de los apóstoles, es el que toma la palabra: su sermón, quizás el primero de la Iglesia militante, es todo un programa de evangelización a pesar de su sencillez: —Arrepentíos —les contestó— y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es esta promesa y para vuestros hijos y para todos los de lejos, cuantos llamare a sí el Señor, Dios nuestro. He aquí claramente expresado en esta frase: «para todos los de lejos, cuantos llamare a sí el Señor» el sentido católico, universal, de salvación y redención de la manifestación de Jesús como Mesías. El mismo día de Pentecostés, Pedro habla a la muchedumbre y se convierten unas tres mil almas. Como las ondas que se forman en el agua o en el aire, así la palabra de Dios se expande y aumenta vertiginosamente el número de conversos. De unas docenas que son inicialmente, en aquellos días en que el propio Jesús predica en Galilea, pasan a ser centenares, y muy pronto millares, los que se sienten impulsados por la fe hacia el 15

Crucificado. Y no transcurrirá mucho tiempo sin que se cuenten por millones los seguidores de Cristo. Estos primeros cristianos perseveran en oír la enseñanza de los apóstoles. Viven entre sí unidos, la mayoría de ellos en el barrio de Ofel, oran y comulgan juntos. Poseídos por un santo temor de Dios, a la vista de los muchos prodigios y señales que hacían los apóstoles, desafían las asechanzas del mundo y se sienten orgullosos de ser discípulos de Jesús: venden sus posesiones y haciendas y las distribuyen entre todos, según la necesidad de cada uno, teniendo todos sus bienes en común, al modo como más tarde harán las comunidades de monjes y monjas. Ayudados por la gracia sobrenatural pierden lentamente el miedo que algunos sentían a manifestar públicamente su fe, y comienzan a acudir con asiduidad al templo. Un día, a la hora de nona, Pedro y Juan suben hacia el Templo. Las calles están muy transitadas, como de ordinario en ciudad tan populosa ahogada entre murallas y aglomerada de caserío. En la puerta llamada popularmente la Hermosa, una de las que dan acceso al sagrado recinto, y cuando Pedro y Juan se disponen a entrar en el Templo, un hombre de unos cuarenta años, tullido de nacimiento, alarga su mano y les pide una limosna. Los dos apóstoles fijan en él los ojos y le dicen: — ¡Míranos! El mendigo les mira, todavía con la mano alargada, esperando recibir de ellos alguna cosa; Pedro le dice: —No tengo oro ni plata; lo que tengo, eso te doy. En nombre de Jesucristo Nazareno: ¡anda! Y diciendo esto, le toma de la diestra, le ayuda a levantarse y al punto los pies y los talones del tullido se afirman y con un gesto instintivo, dando un salto, se pone de pie y comienza a andar. El pobre mendigo no puede resistir el gozo que le había producido semejante milagro: salta exultante y agradecido alaba a gritos a Dios. Los rumores se suceden. El relato de lo acaecido corre de boca en boca y se esparce por Jerusalén. — ¿Pero no es ése el tullido que se sentaba a pedir limosna en la puerta Hermosa del Templo? —se preguntan los judíos que asistieron al milagro. Pedro y Juan se abren paso y llevan al mendigo con ellos hasta el pórtico de Salomón. Hecho el silencio, Pedro habla a la multitud: —Varones israelitas, ¿a qué os admiráis de esto o qué nos miráis a nosotros, como si por nuestro propio poder o por nuestra piedad hubiéramos hecho andar a éste? El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, 16

el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis en presencia de Pilatos cuando éste juzgaba que debía soltarle. Vosotros negasteis al Santo y al Justo y pedisteis que se os hiciera gracia de un homicida. Pedisteis la muerte para el autor de la vida, a quien Dios resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos. Por la fe en su nombre, éste, a quien veis y conocéis, ha sido por su nombre consolidado, y la fe que de Él nos viene, dio a éste la plena salud en presencia de todos vosotros. Ahora bien, hermanos, ya sé que por ignorancia habéis hecho esto, como también vuestros príncipes. Dios ha dado así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas, la pasión de su Cristo. Arrepentíos, pues, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados, a fin de que lleguen los tiempos del refrigerio de parte del Señor y envíe a Jesús, el Cristo que os ha sido destinado, a quien el cielo debía recibir hasta llegar los tiempos de la restauración de todas las cosas, de quien Dios habló desde antiguo por boca de sus santos profetas. (Hechos, III, 12-22). Estas palabras audaces, enérgicas y llenas de sentido sobrenatural son la semilla fecunda que induce a la conversión de cinco mil personas; pero también provocan la indignación de fariseos y saduceos, que logran encarcelar a los apóstoles. A la mañana siguiente se reúnen todos los príncipes, los ancianos y los escribas en Jerusalén, y Anás, el sumo sacerdote, y Caifás, y Juan y Alejandro y cuantos eran del linaje pontifical, para juzgar a los detenidos. — ¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho esto vosotros? —preguntan los jueces. La pregunta es gratuita: ellos saben bien la respuesta. Pedro y Juan son muy conocidos en Jerusalén: todos los han visto acompañando a Jesús como sus más fieles discípulos y desde la Ascensión del Maestro son los jefes visibles de la nueva comunidad de creyentes. Es obvia la respuesta a «con qué poder» o «en nombre de quién» hacen esas cosas, pero los príncipes, sacerdotes, ancianos y escribas cumplen las fórmulas oficiales y fingen que lo ignoran todo. Entonces Pedro, inspirado por el Espíritu Santo, aprovecha la ocasión que se le brinda y comienza un solemne discurso: —Príncipes del pueblo y ancianos. Ya que somos hoy interrogados sobre la curación de este inválido, por quién haya sido éste curado, sea manifiesto a todos vosotros y a todo el pueblo de Israel que en nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros habéis crucificado, a quien Dios 17

resucitó de entre los muertos, por Él, éste se halla sano ante vosotros. Él es la piedra rechazada por vosotros, los constructores, que ha venido a ser piedra angular. En ningún otro hay salud, pues ningún otro hombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos (Hechos, IV, 7-10). El silencio pesa en el ambiente: nadie le ha interrumpido. Todos están asombrados del contenido que encierran las palabras del apóstol y del tono enérgico con que las ha expuesto. Cuando se hallan solos, los príncipes del pueblo y los ancianos se plantean la siguiente pregunta: — ¿Qué haremos con estos hombres? El milagro que han hecho es manifiesto, notorio, a todos los habitantes de Jerusalén, y no puede ser negado; pero para que no se difunda más el suceso entre el pueblo, acuerdan conminarles a que no hablen del suceso. Los llaman a su presencia y los intiman a no enseñar a nadie en el nombre de Jesús. Pedro y Juan se atreven a responderles: —Juzgad por vosotros mismos si es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a Él; porque nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído. Aquella tenacidad desconcierta a los príncipes del pueblo y a los ancianos. Por su gusto hubieran condenado a aquellos dos hombres que a sus ojos eran unos rebeldes; pero viendo la tensión que reinaba entre el pueblo y no hallando un motivo para castigarlos, los despiden con amenazas. Los apóstoles, despedidos, se reúnen con los suyos y les comunican las órdenes recibidas de parte de los pontífices y ancianos. Aquel mismo día, los discípulos de Jesús se alegran en sus corazones por aquel favor tan manifiesto del cielo y elevan a una sus oraciones hacia el «Señor que hizo el cielo y la tierra, y el mar y cuanto en ellos hay». Aquella primera comunidad de creyentes, que ya podía admitir el calificativo de «muchedumbre», tenía, según nos refieren los Hechos de los Apóstoles, «un corazón y un alma sola, y ninguno tenía por propia cosa alguna; antes todo lo tenían en común». La palabra de los apóstoles anunciando la Resurrección del Señor había tenido una gran resonancia, un gran poder, y por su vida modesta y virtuosa los fieles gozaban de gran estima, contraste más notorio por el materialismo imperante en el mundo que los rodeaba. No había entre ellos indigentes, pues cuantos eran dueños 18

de haciendas o casas las vendían y llevaban el precio de lo vendido a los pies de los de los apóstoles y a cada uno se le repartía según su necesidad. No tenemos ninguna referencia que nos permita saber cuál era la actitud de Pablo en estas circunstancias, pero por lo más tarde ocurrido, no hay duda de que mantuvo su odio contra los apóstoles y sus seguidores. No obstante, ocurrió un hecho que a él debió causarle una gran conmoción: José, un antiguo condiscípulo de la escuela de Gamaliel, sin duda convencido por la actuación y la predicación de los apóstoles, cree en Jesús y se hace discípulo suyo: será llamado Bernabé, que significa «Hijo de la Consolación». El autor de los Hechos de los Apóstoles cuenta que «eran muchos los milagros y prodigios que se realizaban en el pueblo por obra de los apóstoles». A pesar del incidente que habían tenido con el sanedrín, los apóstoles vuelven a congregarse un día público en el mismo pórtico de Salomón. Aquella vez nadie se atreve a unirse a los fieles de Jesús, por temor a las represalias de las autoridades. El número de fieles crece cada día más y ya forman una gran muchedumbre de hombres y mujeres. Pronto se extiende la costumbre de sacar a la calle a los enfermos: los ponen en lechos y camillas, para que, al pasar, Pedro les dé aunque sea tan sólo su sombra, «y todos eran curados», nos dice San Lucas. La situación había llegado ya a un punto de tensión intolerable para el sanedrín. Encarcelados los apóstoles son libertados milagrosamente por un ángel. De este modo, cuando al día siguiente el Sumo Sacerdote y el Consejo se reúnen para juzgar a los presos se asombran de que no estén en la cárcel. El asombro se transforma en estupor cuando un hombre adicto a los sacerdotes les comunica: — ¡Los hombres esos que habéis metido en la prisión están en el templo enseñando al pueblo! El sumo sacerdote ordena al oficial que vaya con sus alguaciles y traiga a los detenidos. Sin embargo, la fama de Pedro y Juan era ya tanta, tan elevado su prestigio, que el oficial no se atreve a hacerles fuerza. Los apóstoles se dejan conducir de nuevo ante el sanedrín. —Solemnemente os hemos ordenado que no enseñéis sobre este hombre, y habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina y queréis traer sobre nosotros la sangre de ese hombre. A las palabras del Sumo Sacerdote, Pedro y los apóstoles responden con valentía y sentido sobrenatural: 19

—Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros habéis dado muerte suspendiéndole de un madero. Pues a ése le ha levantado Dios a su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel penitencia y la remisión de sus pecados. Nosotros somos testigos de esto, y lo es también el Espíritu Santo que Dios otorgó a los que le obedecen (Hechos, V, 29-31). El discurso de Pedro suscita en los miembros del sanedrín un mayor odio a los apóstoles, quienes se libran de la cárcel sólo por los consejos llenos de ponderación y prudencia del maestro Gamaliel, hombre estimado por todos, que empezó pidiendo sacaran por un momento a los apóstoles y entonces habló así: —Varones israelitas, mirad bien lo que vais a hacer con estos hombres. Ahora os digo: dejad a estos hombres, dejadlos; porque si esto es consejo u obra de hombres, se disolverá; pero si viene de Dios, no podréis disolverlo, y quizás algún día os halléis con que habéis hecho la guerra a Dios (Hechos, V, 34-39). De este modo, los apóstoles, audaces y recios, van extendiendo, suave pero eficazmente, la Buena Nueva de Cristo por todas las ciudades.

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Capítulo IV

EL MARTIRIO DE SAN ESTEBAN

La perplejidad de San Pablo aumenta de día en día: en poco tiempo había visto a su mejor amigo convertido en discípulo de Jesús, y a su maestro Gamaliel aconsejar la moderación y la espera a la vista de las actividades de los apóstoles, por si aquello «venía de Dios». Pero el joven de Tarso hace tiempo que ha desbordado los límites de las doctrinas de su maestro y ha adoptado todos los prejuicios y el odio de los más exaltados fariseos; no se conforma con esa quietud conformista y es uno de los cabecillas de las bandas juveniles de alborotadores, que molestaban en todo lo posible a los discípulos de Jesús. Su participación en el martirio de San Esteban es una muestra palpable de este hecho. Los Hechos de los Apóstoles relatan la investidura de Esteban, las causas que motivaron su martirio y la actuación de Pablo ante su muerte. Surgidas en el seno del naciente Cristianismo algunas disensiones y discrepancias entre los helenistas y los hebreos acerca de la desigual atención que recibían las viudas de unos y otros, convocan los doce a la multitud de los discípulos y les proponen elegir entre ellos a siete varones llenos del Espíritu Santo, con el fin de que atiendan a la alimentación de todas las viudas. Uno de éstos fue Esteban, «varón lleno de fe y del Espíritu Santo». «Elegid pues cuidadosamente, hermanos, siete varones de entre vosotros, bien vistos, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, a los cuales encomendaremos este servicio (servir las mesas), y nosotros perseveraremos en la oración y en el ministerio de la palabra.» Y leemos en los Hechos que «agradó la proposición a toda la multitud y eligieron a Esteban, varón 21

lleno de fe y del Espíritu Santo, y a Felipe y Prócoro, a Nicanor y a Timón, a Pármenas y a Nicolás, prosélito antioqueno» (Hechos, A. VI, 1-6). Todos eran judíos helenistas y los siete reciben las consagración como diáconos, directamente de los apóstoles: «los presentaron ante los apóstoles y orando les impusieron las manos» (Hechos, VI, 1-7). La imposición de las manos, símbolo antiguo de transmisión de poder o gracia, indica que los diáconos recibían poder espiritual, lo que se confirma luego por su actuación. Pese a la prohibición oficial del sanedrín, pequeño muro burocrático y deleznable, la palabra de Dios fructificaba, torrente incontenible de la verdad, y en Jerusalén se multiplicó grandemente el número de discípulos, y hasta numerosos sacerdotes del antiguo culto, hecho grave para el sanedrín, se sienten arrastrados por la fe en Cristo. Esteban se muestra digno del nombramiento recaído en su persona. Lleno de gracia y de virtudes, del fervor y la fogosidad de la juventud, hace numerosos prodigios y grandes señales entre el pueblo. Quizás su cultura griega le prestaría algo del amor a la libre discusión, de la habilidad para la controversia, tan característica de la civilización helena. Lo cierto es que los enemigos de Cristo, temerosos de su facilidad dialéctica y recelosos de sus cualidades personales, tratan de que exprese una confesión demasiado atrevida, que les diera pie para denunciarle como blasfemo ante el sanedrín. Los Hechos de los Apóstoles narran cómo se levantaron «algunos de la sinagoga llamada de los libertos, cirenenses y alejandrinos, a disputar con Esteban». Creyeron tener la partida ganada, abrumándole con argumentos teológicos sacados de los libros santos, de las profecías, pero no pudieron resistir a la sabiduría y al espíritu con que hablaba el joven helenista. Pero la confabulación ya estaba en marcha y esta vez sí que tenemos pruebas de que Pablo participó en ella. Los derrotados polemistas buscaron testigos falsos y en efecto encontraron algunos que se dejaron sobornar: «Nosotros hemos oído a éste proferir palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios»; y una cosa era afirmar los milagros y la resurrección de Jesús y otra cosa era el ser acusado de blasfemar contra Dios. El pueblo, siempre ingenuo y pronto a las emociones, cree a los falsarios y estalló un tumulto. Los más exaltados se apoderan a la fuerza de Esteban y le llevan ante el sanedrín. Hechas las preguntas pertinentes, los testigos falsos declaran: 22

—Este hombre no cesa de proferir palabras contra el lugar santo y contra la ley; y nosotros le hemos oído decir que ese Jesús de Nazareth destruirá este lugar y mudará las costumbres que nos dio Moisés. «Todos los presentes fijaron sus ojos en el acusado y algunos testigos manifestaron luego que su rostro estaba transfigurado como el de un ángel» (Hechos, VI, 13-15). — ¿Es como éstos dicen? —interroga el pontífice. A la pregunta del Sumo Sacerdote, Esteban contesta exponiendo las razones de su fe. —Hermanos y padres, escuchad: Dios de la gloría se apareció a nuestro padre Abrahán cuando moraba en Mesopotamia... Su discurso comprende tres partes: la primera trata de los patriarcas, citando a José, el escogido de Dios; la segunda parte resalta la excelsa figura de Moisés, y habla de los planes de Dios para con el pueblo elegido; finalmente en la tercera comienza por Josué y hace referencia a los últimos tiempos del judaismo. Esto nada tiene de blasfemia. En realidad, todos se hallan de acuerdo en la interpretación de la historia bíblica. Pero ahora Esteban tiene que pasar al punto más delicado: a la afirmación de la plenitud de la revelación, del cumplimiento en Jesús de las profecías del Antiguo Testamento. —Duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos —les increpa —, vosotros siempre habéis resistido al Espíritu Santo. Como vuestros padres, así también vosotros. ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Dieron muerte a los que anunciaban la venida del Justo, a quien vosotros habéis ahora traicionado y crucificado, vosotros, que recibisteis por ministerio de los ángeles la ley y no la guardasteis (Hechos, VII, 5153).' A estas palabras valientes y enérgicas se une la visión que dice tener en los cielos, que suscita una mayor indignación en los judíos: — ¡Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre en pie, a la diestra de Dios! Sus palabras se toman por una blasfemia inaudita, insoportable para ellos. Dan gritos y grandes voces; se tapan los oídos y se arrojan contra él. Sin que nadie acuda en su defensa, le llevan a rastras y a empujones por las calles y le sacan fuera de la ciudad por la puerta Dorada, frente a Getsemaní. Nadie habla de hacerle un proceso regular, todos se deciden a 23

lapidarle, el viejo castigo hebreo para los blasfemos que prescribía el Deuteronomio. Las manos de los testigos fueron las primeras en alzarse. Pablo estaba allí; San Lucas nos dice que los testigos, para tener las manos más libres, se quitaron lo mantos y los depositaron a los pies de un joven llamado Saulo. Mientras le apedrean, Esteban ora antes de que el fuerte golpe en el cráneo le deje sin conocimiento. —Recibe mi espíritu, Señor Jesús. Aún tiene tiempo de ponerse de rodillas y de gritar con fuerte voz: — ¡No les imputes este pecado, Señor! Son las últimas palabras del mártir antes de caer desplomado. Una vez muerto, su rostro sangrante muestra un gesto de tanta dulzura que le creen dormido. Pablo aprueba su muerte; al fin ve su rencor satisfecho. Ha corrido la sangre del primer mártir del Cristianismo.

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Capítulo V

LA CONVERSIÓN DE PABLO

«Surgió en aquel día una gran persecución contra la Iglesia de Jerusalén; y todos excepto los apóstoles se dispersaron por las regiones de Judea y Samaría. Y a Esteban le enterraron unos varones piadosos, e hicieron sobre él gran luto. Saulo, en cambio, asolaba la Iglesia entrando por las casas, y arrastrando hombres y mujeres los hacía encarcelar» (Hechos, VIII, 1-3). De este modo, San Lucas nos habla de la actuación de San Pablo en estas fechas: no le basta su participación en la muerte de San Esteban, ni se ha conmovido por la santidad de este primer mártir cristiano; el odio y la incomprensión que siente por los seguidores de Cristo le lleva a dirigir personalmente la persecución. Elegido jefe de un grupo de fanáticos fariseos —la mayoría jóvenes como él—, entra en las casas de los cristianos, violenta los hogares y encarcela a numerosas familias. La dispersión de los perseguidos llega a ser casi total; pero eso no hace más que extender el número de prosélitos. Llegan noticias de la ciudad de Samaría: el diácono Felipe ha conseguido grandes éxitos en su predicación y ha logrado muchas conversiones. Pedro mientras tanto recorre Judea, Samaría y Galilea. Después de la huida de los discípulos de Jesús de Jerusalén, Pablo se encuentra que en la ciudad no tiene a nadie a quien perseguir. Muchos de aquéllos se han refugiado en Damasco; le llegan noticias no sólo de los éxitos de Felipe en Samaría, sino también de los frutos de los apóstoles y sus diáconos por otros lugares. Pablo decide ir a Damasco; llevará cartas del Sumo Sacerdote con poderes para apresar a cuantos encuentre, hombres o mujeres, que «sigan ese camino» (la fe de Cristo); solicitará el 25

permiso y la colaboración de las autoridades para traerlos atados a Jerusalén. Pablo toma de nuevo el camino por él tan conocido, el que cruza Samaría por Siquem, y Galilea por Cafarnaúm, bordeando el lago de Genesaret. Es agradable dejar atrás las tierras áridas y angustiosas de Judea y trepar por las redondeadas y verdeantes colinas galileas, ver la cima del monte Tabor a lo lejos, los reflejos del sol en las aguas del lago, la vida pastoril y bucólica de sus habitantes, las aldeas encaramadas en los cerros como si fueran decorados pintados en relieve. Cierto que el país ya no conserva puras sus tradiciones y por todas partes aparecen templos paganos y ciudades de costumbres griegas, como intrusos incrustados. Hasta los nombres recuerdan quién era, quién gobernaba al mundo: aquí Tiberiades, nombrada así en honor de Tiberio (el César viejo y calvo, con el cuerpo cubierto de úlceras, que había muerto a poco en su refugio de la isla de Caprea). Más allá, pasado el lago Merón, un camino se desvía a la izquierda hacia Cesárea de Filipo. El nombre del César parece abarcarlo todo, pero en realidad sólo puede coger con sus garras lo material; se le escapa lo espiritual. En aquellos orgullosos templos de piedra, de pórticos de mármol, se veneraba como dios al emperador de Roma: un mortal con ínfulas divinas, que precisamente por su egolatría y por su monomaniaca grandeza de ser semejante a la divinidad, resulta tan incomparablemente ridículo. Cloaca de miserias e inmundicias humanas. Eso era un Tiberio, como lo es Calígula, su sucesor, como lo serán más tarde Claudio y Nerón. ¿Pero cómo iban a saber aquellos ensoberbecidos tiranos que, como había dicho Jesucristo, «si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos»? Dejada atrás Galilea, los campos vuelven a verse secos; se suceden altozanos pedregosos, donde abundan los matorrales de espinos. Pablo y los hombres que le acompañan han debido detenerse ante un arroyuelo que baja saltando de las montañas. Hay que aprovecharlo porque ahora van a atravesar una región semidesértica y sin manantiales. En un remanso, el agua cristalina sirve de espejo a los juncos, las adelfas y los sauces. Pablo se agacha a beber y se asusta de su rostro: polvoriento, arrugado; un rostro contraído por el odio, una boca que sufre una sed que aquella agua clara no logra apagar. Sed de algo más claro y más alto, de algo que quite la sed del alma. Prosiguen su camino por la vía Maris. Cruzan la Iturea, una vieja zona volcánica de piedras de lava negra, cortadas a pico, de estrechas 26

gargantas, donde no se ve un pájaro ni un espacio de verdor. El sol cae a plomo y el polvo reseca la lengua, A lo lejos, hacia la izquierda, la mole lejana del monte Hermón, coronado de nieves relucientes. Hoy parece brillar más que nunca. «De repente le circundó un resplandor del cielo y cayendo a tierra oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿a qué me persigues? Duro te es dar coces contra el aguijón”» (Hechos, IX, 3-5). Al sentirse llamar en hebreo por su nombre familiar, se incorpora un poco, se descubre los ojos y contesta: — ¿Quién eres, Señor? No sabe quién le habla y espera expectante. —Yo soy Jesús, a quién tú persigues. Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que has de hacer (Hechos, IX, 5-7). Pablo siente en lo hondo de su alma una paz inmensa que le inunda por entero. ¡Es verdad que Jesús había resucitado! ¡Que es el Mesías tan largos siglos esperado por el pueblo de Israel! La gracia sobrenatural penetra en su espíritu, y de improviso en breves momentos disipa la negra mente cargada de odio hacia los cristianos; es un milagro evidente: tal cambio de actitud es explicable únicamente a la luz de la fe. Los hombres que le acompañan están atónitos por lo ocurrido. Han visto la luz; nada más. Los que están más cerca oyeron la voz, pero sin entender las palabras. Pablo se incorpora con dificultad y se frota los ojos: la luz seguía deslumbrándole. Ya no ve la figura que se le ha aparecido, y excepto las palabras de asombro de sus acompañantes nada se oye. Vuelve a frotarse los ojos y sigue sin ver nada. Se da cuenta de que está ciego. Dos hombres le toman por el brazo y le ayudan a proseguir el camino. Los pies le sangran cuando llega a Damasco. Cruzan la puerta de la muralla y le conducen a una posada judía que pertenecía a un tal Judas, situada en la calle Recta. Nada habló Pablo durante todo el camino. Todas las potencias de su inteligencia las necesitaba para meditar, para que se obrara en él el maravilloso milagro de su conversión. En Damasco se han encendido las luces y el ruido se apaga en la calles. Cuando la ciudad está envuelta en las sombras se siente iluminado por una luz interior, hasta ahora desconocida para él. Su vida recibe un viraje brusco pero fecundo: el perseguidor de los cristianos ha recibido la llamada de Cristo, y como él mismo dirá más tarde: su «única mira es ya, olvidando las cosas de atrás y atendiendo sólo 27

y mirando a las de delante, ir corriendo hacia la meta, para ganar el premio a que Dios llama desde lo alto por Jesucristo» (Epístola a los Filipenses, III, 13-14).

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Capítulo VI

ANANÍAS

Al día siguiente la ciudad vuelve a la vida: las calles se llenan de personas, de caravanas de camellos y de recuas de asnos. Las norias empiezan a dar soñolientamente vueltas y más vueltas, y sacan las frescas aguas del Barada y del Farfar. Mientras tanto, Pablo permanece sin salir de su aposento. Ora y medita. Es inútil que sus hombres entren una y otra vez y le lleven alimento. San Lucas nos dice que «estuvo tres días sin ver y ni comió ni bebió». Son tres días de expectación y de espera en el cumplimiento de la promesa de Jesús: «se te dirá lo que has de hacer». Ananías, uno de los discípulos del Señor, hombre sencillo y temeroso de Dios, que vive en Damasco, recibe un mandato expreso de Jesús: — ¡Ananías! Pasado el sobresalto del primer instante, arrodillado ante la extraordinaria visión, responde humildemente: —Heme aquí, Señor. Volvió Jesús a hablarle: —Levántate y vete a la calle llamada Recta, y busca en casa de Judas a Saulo de Tarso, que está orando. Ananías no creyó comprender en el primer instante, pero en seguida repuso: —Señor, he oído decir a muchos que este hombre ha causado muchos males a tus santos en Jerusalén, y que ha venido aquí con poder de los 29

príncipes de los sacerdotes para prender a cuantos invocan tu nombre. Pero Jesús le dijo: —Ve, porque éste es para mí vaso de elección, para que lleve mi nombre ante las naciones y los reyes y los hijos de Israel, Yo le mostraré cuánto habrá de padecer por mi nombre (Hechos, IX, 10-16). Presuroso sale Ananías de su casa. Las estrechas calles de Damasco, algunas entoldadas de cañas o palmas secas para librarlas de los efectos de los rayos del sol, están en una semipenumbra. De los patios viene el ruido de las fuentes, de las esquinas, la voz estentórea de los vendedores callejeros. Ananías llega a la calle Recta, como indica su nombre, de un kilómetro de larga, bulliciosa y clara y adornada con columnatas de orden corintio al gusto de la época. Al llegar a la posada de Judas, Ananías pide ver a Saulo de Tarso. El posadero cree que la visita es inútil, pues aquel extraño huésped no quiere hablar con nadie. Pablo oye sus pasos; aun sin verle, ya sabe de quién se trata. El apóstol se arrodilla inmediatamente, con lágrimas en los ojos, y Ananías tiene que impedir que se abrace a sus pies. —Hermano Saulo —le dice—. El Señor Jesús, que se te apareció en el camino, me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo. Y en seguida —prosigue San Lucas— «cayeron de sus ojos unas como escamas y recobró la vista». Levantándose, deja que las manos callosas de Ananías le viertan las aguas del bautismo. Poco después le traen alimentos y agua y se restablece por completo. No se sabe qué coloquio mantienen entre ellos, pero sí que ambos se consideran ya hermanos en Cristo. En las jornadas siguientes, Ananías presenta a Pablo a los discípulos residentes en Damasco, con los que permanece unos días. Un sábado —pasado un corto período de su conversión—, Pablo decide presentarse en una sinagoga. Tiene necesidad de revelar públicamente el cambio sufrido en su interior. Él, Pablo de Tarso, tan notorio enemigo de los creyentes en Jesús. Se da cuenta de que propalar la doctrina de Cristo le proporcionará desprecios, enemistades y persecuciones. Por Ananías sabe que Jesús le va a mostrar cuánto tiene que padecer. Como él dirá más tarde, «por la misma ley había muerto a la ley, por vivir para Dios; y estaba crucificado con Cristo. Ya no vivía, sino que era Cristo que vivía en él» (Gálatas, 2-14). 30

Pero se enfrenta con las dificultades con espíritu deportivo y alegre; su meta es lograr que Cristo sea glorificado en su cuerpo. Sus primeras predicaciones tratan de Jesús como Hijo de Dios. Proclama la divinidad de Cristo abiertamente, con valentía y audacia. Sus discursos suscitan la confusión de los oyentes, que no comprenden este cambio. Y se pasmaban cuantos le oían y decían: — ¿No es éste el que en Jerusalén perseguía a cuantos invocaban este nombre, y que a esto venía aquí, para llevarlos atados a los sumos sacerdotes? (Hechos, A, 21). Los judíos adictos a la ley le llenan de insultos y amenazas. Le conminan para que no vuelva; pero él insiste una y otra vez sobre la plenitud de las esperanzas mesiánicas del pueblo de Israel, en Jesús, Redentor de toda la Humanidad sin distinción de razas. Por otra parte, la comunidad de discípulos de Jesús en Damasco no deja tampoco de sentir recelos contra Pablo, a pesar de las garantías y afirmaciones de Ananías. Todos recuerdan al judío de Tarso como un terrible perseguidor, como un implacable enemigo. Decide dejar Damasco, quizá con un poco de pesar. A lo largo de su azarosa vida, ¡tendrá que dejar tantas ciudades por él amadas! ¿Y adonde ir? ¿A Jerusalén? No. Él mismo nos lo dice en su Epístola a los Gálatas: «no subí a Jerusalén a los apóstoles que eran antes de mí, sino que partí para la Arabia». Es decir, al desierto. Tres años pasa en estas tierras yermas y de nuevo vuelve a Damasco. Había muerto Tiberio, y el nuevo emperador Claudio no pudo impedir que Siria se sacudiese la tutela de Roma. Entonces la ciudad pertenecía a Aretas IV, un árabe de Petra, rey de los nabateos. Con el celo apostólico que le caracteriza, reanuda su predicación con palabras convincentes que provocan diversos roces con los rabinos. «Pero Saulo cobraba cada día más fuerzas —nos dice San Lucas— y confundía c los judíos de Damasco, demostrando que éste (Jesús) es el Mesías» (Hechos, A, IX, 22). Las discusiones se suceden con frecuencia y toman cada vez mayor acritud y aspereza; pronto se acuerda una conjuración contra el apóstol. Advertido Pablo decide escapar de la ciudad; pero sus enemigos ya han designado varios vigilantes que hacen guardia en las puertas de la muralla. Por esto, el apóstol se ve obligado a atravesar en la oscuridad las calles estrechas y apartadas que le conducen a la muralla, y desde allí le descuelgan sus discípulos por encima del muro y dentro de una espuerta. 31

Una vez en tierra se dirige con paso firme a Jerusalén, adonde Dios le llama.

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Capítulo VII

BERNABÉ

Es inútil insistir en los deseos que debía sentir Pablo de conocer personalmente a los otros apóstoles; le acucia la noble intención de beber en la fuente de las tradiciones de la iglesia madre de Jerusalén: conocer sus ritos y costumbres. Ansia oír de labios de Pedro o de Juan su versión personal de los momento que pasaron junto a Jesús, tanto en Galilea como en el huerto de los Olivos y en el Cenáculo. Así es cómo en circunstancias tan diferentes vuelve a hacer el camino de Damasco, pero a la inversa. Ahora es cuando, siguiendo por la vía Maris, se complace en pensar en todos aquellos lugares de Galilea que evocan el paso del Señor. Galilea era como un evangelio de piedra abierto: el lago de Genesaret, donde Jesús escogió sus pescadores de hombres; Cafarnaúm, cuya sinagoga había oído dentro de sus muros una doctrina «nueva y revestida de autoridad»; Caná, donde había tenido lugar el milagro de las bodas; Nazareth, patria del glorioso patriarca San José y la bendita Virgen María, donde Jesús había vivido de niño; Naín, donde resucitó al hijo único de una viuda; Corazeín y Betsaida, las ciudades incrédulas. Aquel camino que llevaba a Cesárea de Filipo, donde Pedro dijo por primera vez a Jesús: «Tú eres el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios vivo.» El Monte de las Bienaventuranzas... Y luego Samaría. Cerca de Siquem pasaría por el pozo de Jacob en el que la samaritana dio de beber a Jesús, y en el que éste profetizó: «Créeme, mujer, que es llegada la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre.» ¡Qué sentido más sublime tienen ahora estas palabras, cuando pasa por allí el hombre cuyo corazón le arde en ansias de extender el Evangelio por todo un mundo de gentiles! Desde ahora no habrá un Templo, habrá miles, luego millones de corazones que será cada 33

uno de ellos un templo consagrada a Jesús. Almas que conocerán a Dios verdaderamente «y adorarán al Padre en espíritu y en verdad». Es indudable que Pablo se ve afectado por los sentimientos más contradictorios a su entrada en Jerusalén. Le asaltan los recuerdos del pasado: sus persecuciones despiadadas y su inhumana participación en el sangriento martirio de San Esteban. Pero el apóstol está firmemente decidido a borrar con el ejemplo de su vida y la luz de su doctrina los errores cometidos en otro tiempo. Sin embargo, al entrar en la Ciudad Santa tropieza con la inevitable desconfianza de los discípulos: «Llegado a Jerusalén intentaba unirse a los discípulos, y todos le temen no creyendo que fuera discípulo. Entonces Bernabé le tomó consigo y le llevó a los apóstoles; y les refirió cómo en el camino vio al Señor y le habló y cómo en Damasco había hablado paladinamente en el nombre de Jesús» (Hechos, IX, 26 y 27). En efecto, es Bernabé, el chipriota, su antiguo compañero de estudios, el que acierta a introducirle en el círculo de los apóstoles. Los días que está en Jerusalén, Pablo se muestra activo, y predica sin cesar el nombre del Señor. Pero su situación es violenta y el ambiente le es hostil. Los helenistas son los que más oposición y recelo le manifiestan: no cabe duda que no han olvidado la muerte de Esteban. Es inútil que les repita la historia de su conversión y trate de dar muestras de arrepentimiento, abnegación y buena fe. No le creen. En estos días oye que el Señor le dice: —Date prisa y sal pronto de Jerusalén, porque no recibirán tu testimonio acerca de mí. Responde el apóstol: —Señor, ellos saben que yo era el que encarcelaba y azotaba en las sinagogas a los que creían en Ti, y cuando fue derramada la sangre de tu testigo Esteban, yo estaba presente, y me gozaba y guardaba los vestidos de los que le mataban. Mas Jesús insistió: —Vete, porque yo quiero enviarte a naciones lejanas. A su regreso a casa de los apóstoles, éstos le informan confidencialmente que algunos helenistas intentan matarle y decide huir de Jerusalén. Sus hermanos le conducen al puerto de Cesárea; Pablo aprovecha el viaje para anunciar por toda la región de Judea la penitencia y 34

la conversión a Dios por obras dignas de penitencia (Hechos, XXVI, 20). Sin embargo, sin duda siguiendo instrucciones de Pedro y para pasar inadvertido, no saluda a ninguna de las comunidades de fieles, «que le habrían tomado por enemigo, y de las cuales fue personalmente desconocido» (Gálatas, I, 22). Era Cesárea una pequeña ciudad que Herodes el Grande había convertido en un importante puerto marítimo, rodeándola de una amplia y fuerte muralla. «Quiero enviarte a naciones lejanas», le había dicho Cristo. Y aquí está Pablo en el muelle de piedra, junto a montones de fardos y pilas de cargamentos, esperando ir adonde Jesús quiera. Él, algún día, en sus ansias de apostolado, querrá llegar hasta los confines del mundo conocido, hasta el Extremo Occidente, hasta España. Es el año 39 después de Jesucristo. Pablo ha subido río Cydnus arriba en una frágil embarcación. Ha ido costeando las costas de Fenicia, de Siria y de Cilicia, pasajero en pequeños barcos de cabotaje. De nuevo se halla en Tarso, su patria. Otra vez pisa el pavimento de las calles amadas, vuelve a ver a los parientes y a los amigos. Pero tampoco aquí nadie comprende el cambio de ideas que ha sufrido. ¿No es éste Pablo, el que se fue de aquí para estudiar el Talmud en Jerusalén y hacerse rabino? ¿El hijo de aquel rico fariseo, fabricante de lonas, que eran tan estricto en el cumplimiento de la ley? Ignoramos si su padre había muerto. Sólo sabemos que los que le atienden son sus amados parientes Andrónica, Junia y Herodiano, quienes ya le habían precedido en la fe de Cristo (Romanos, XVI, 7). En efecto, en Tarso, en Antioquía y en otras ciudades importantes de la gentilidad ya había grupos de comunidades creyentes en Jesús. Los primeros discípulos habían llegado a estas regiones con motivo de la persecución desencadenada después de la muerte de Esteban (Hechos, XI, 19) y suponemos que Pablo entra en contacto con ellos. Pasa varios años retirado en su ciudad natal. Quizá trabaja en algún taller de tejedores de lonas, como obrero asalariado. Una tradición afirma que se retiró a una cueva de las cercanías a llevar una vida de ermitaño y a hacer penitencia. Las dispersas comunidades de creyentes, brotadas del trono de la iglesia madre de Jerusalén, han extendido sus actividades por la costa de Fenicia, la isla de Chipre y Antioquía. Estos creyentes, judíos ellos mismos, no predican más que a judíos; pero algunos cristianos, oriundos 35

de Chipre y de Cirene, al llegar a Antioquía, predican también a los griegos, anunciando al Señor Jesús. Y dice San Lucas «que la mano del Señor estaba con ellos y un gran número creyó y se convirtió al Señor». No tardan en llegar estas buenas noticias a oídos de la iglesia de Jerusalén y los apóstoles decidieron enviar a Bernabé como representante a Antioquía. Cuando Bernabé llega a Antioquía se lleva una grata sorpresa: aquella comunidad era más numerosa, activa en su proselitismo y firme en la fe de lo que él supone. Pronto sus trabajos apostólicos cuajan en fruto: las conversiones a la fe de Cristo aumentan prodigiosamente y la tarea de atender espiritualmente a los nuevos creyentes se hace insostenible para un hombre solo, para quien son pocas las veinticuatro horas del día. Bernabé se acuerda de Pablo. ¡Aquél era el hombre que se necesitaba en Antioquía! Un hombre decidido, inteligente, lleno del espíritu de caridad, de fe ardiente. ¡Un hombre elegido por el propio Cristo! Bernabé hace el viaje en pocos días: y es fácil hallar a Pablo: juntos regresan a Antioquía. ¡Antioquía! He aquí a Pablo otra vez en la ciudad del Orontes, que se había hecho famosa por sus vicios y que de ahora en adelante será redimida, ganada para Cristo. Allá a lo lejos se ven las trescientas torres de su muralla, sobre la cual hay la anchura suficiente para que pueda correr una cuadriga; aquellas torres, algunas de las cuales tenían más de veinticinco metros de altura. Y el Palacio Real, que habían construido los Seleúcidas, herederos de Alejandro Magno, situado en una isla en medio del Orontes, y que ahora ocupaba el gobernador romano. Antioquía, con su medio millón de habitantes, la tercera ciudad del Imperio, sólo inferior a Roma y Alejandría. Pablo y Bernabé entran en la ciudad por la famosa avenida Plateia o calle de las Columnas, que Pablo ya había pisado en su primer viaje. Bernabé se dirige directamente con su amigo a la calle Singón, a una casa que sirve de centro de reunión a los jefes de la comunidad de creyentes en Jesús. El apóstol es presentado a Simeón, que también era llamado Níger, y a Lucio de Cireno y a Manahem, quienes le aceptan como hermano y como huésped. Un año se queda con ellos, según nos dice San Lucas, e instruyeron a una muchedumbre numerosa, tanta, que en Antioquía reciben los creyentes por primera vez el nombre de cristianos. La vida de Pablo en la comunidad antioqueña discurre llena de actividad y alegría. Pero en el año 44, reinando el emperador Claudio, se 36

extiende un hambre devastadora desde Antioquía a Judea. El hecho da ocasión a los cristianos de ambas comunidades para llevar a la práctica la virtud sobrenatural de la caridad. Al llegar a Antioquía la noticia de las necesidades que sufren los fieles de la Iglesia de Jerusalén, resuelven los cristianos antioqueños enviar a sus hermanos los oportunos socorros. Para llevar a cabo tal empresa eligen a Pablo, Bernabé y Tito, gentil converso, que había de ser más adelante uno de los discípulos más leales del apóstol. Con prontitud y diligencia emprenden el camino hacia Jerusalén. Poco antes había tenido lugar en la Ciudad Santa una sangrienta persecución decretada por el rey Herodes Agripa I, nieto de aquel otro Herodes, el infanticida de Belén. Educado en Roma, había recibido de Calígula el reino que ya fue de su familia, y como rey vasallo sustituyó al procurador Marcelo en el año 40. Herodes Agripa quiso congraciarse con los judíos, mediante el hostigamiento de los cristianos. Algunos miembros de la Iglesia fueron apresados y atormentados en sus mazmorras: el apóstol Santiago el Mayor, hermano de Juan e hijo de Zebedeo, sufrió el martirio y el mismo Pedro fue encarcelado. Esta vez Pablo fue recibido por Santiago el Menor, hijo de Alfeo, primo de Jesús, que era llamado «el hermano del Señor». «Y Bernabé y Saulo —dice San Lucas— volvieron de Jerusalén, cumplido su servicio, tomando consigo a Juan, apellidado Marcos» Hechos, A, XII, 25).

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Capítulo VIII

EL PRIMER VIAJE

En la primavera del año 45 la Iglesia cristiana de Antioquía es una realidad floreciente y esperanzadora. El influjo beneficioso ejercido sobre las comunidades de fieles de Siria, de Chipre y de Cilicia muestra su crecimiento apostólico. Los creyentes se distinguen por sus costumbres sanas y morales, así como por el amor fraterno que les une; celebran cuidadosamente la liturgia en honor del Señor y guardan con esmero los ajamos. La dirección espiritual la llevan entre Bernabé y Simeón (Níger), Lucio de Cireno, Manahem y Saulo. Pero es preciso avanzar en la labor emprendida: son muchas las almas que esperan la redención de Cristo. El Espíritu Santo inspira a aquellos santos varones; separan a Bernabé y a Pablo y los destinan a la obra para la cual habían sido llamados: la conversión de los gentiles. Un día, después de orar y ayunar, celebran la solemne ceremonia de la consagración y mediante la imposición de las manos reciben la plenitud del sacerdocio. Éste es conocido como el primer viaje de San Pablo: es su primera expedición apostólica. Le acompañan Bernabé y Juan Marcos, el sobrino de Bernabé que vino con ellos de Jerusalén. Toman el camino del puerto de Seleucia. La vista de aquellos abigarrados muelles, de las naves ancladas, del trajín de la carga y descarga, de los curtidos marinos que entraban y salían de las tabernas, es un espectáculo conocido de Pablo. Tras una corta navegación llegan a la isla de Chipre. Desembarcan en el puerto de Salamina; es la ciudad natal de Bernabé, y éste pronto tiene ocasión de saludar a sus familiares y amigos y de presentarles a Pablo. Esperan anhelantes la llegada del sábado: el día en que irán por vez primera a una sinagoga chipriota a proclamar la divinidad de Jesús. Estas sinagogas están construidas ajustándose a las líneas clásicas de dichos edi38

ficios; aún la Iglesia cristiana alimenta la esperanza de convertir a los judíos, ansia que los fieles a la antigua ley mosaica crean que Jesús es el Mesías. En estos primeros tiempos tienen prestado el local y el púlpito: apenas si hay construidas iglesias cristianas. Forzadas a vivir rozando la ilegalidad, las comunidades cristianas han de reunirse en edificios civiles: en las casas de los fieles, en posadas, graneros, almacenes o fincas retiradas; en épocas de persecución tienen que ocultarse en las catacumbas. A la entrada, la pila de las abluciones, para cumplir con el rito de la purificación, seguida del recinto dedicado a la oración; el altar está recubierto de una cortina verde. Allí están colocados los estuches que contienen los rollos de la Biblia, No falta el candelabro de los siete brazos, fiel reproducción del que hay en el templo de Jerusalén. En el centro, sobre una rampa, está el atril. Una especie de balconada, tras un enrejado o celosía de madera, es el lugar destinado a las mujeres. De los techos cuelgan lámparas votivas. En estos templos que tantas veces habían sido testigos de las explicaciones rabínicas sobre la ley mosaica, resuenan potentes las voces enérgicas de Pablo, Bernabé y Juan Marcos, anunciando la Buena Nueva del Hijo de Dios. Una vez sembrada la semilla, los tres hombres reanudan su viaje. Suben por el curso del río Pedeo, camino de las montañas: abundan aquí los judíos desde que Herodes el Grande arrendó a Augusto la explotación de las minas de cobre. A lo lejos el mar, cuna de la diosa Venus, según el conocido mito griego. Los montes están cubiertos de cipreses, a los que la isla debe el nombre: el Cyprus; están consagrados a Plutón, a la muerte y a las divinidades infernales, y es símbolo de luto. Más tarde será cristianizado y aparecerá su aguja verde, como símbolo de la oración, dando sombra a las tumbas de los cristianos muertos. Toman la antigua vía romana que lleva a Pafos. Al pasar cerca del monte Amato, divisan a lo lejos el santuario de Venus. La ciudad está dividida en dos: la vieja y la nueva. El gobernador romano de Chipre tiene su residencia en la Nueva Pafos. Ocupa este cargo el procónsul Sergio Paulo, un romano de noble estirpe, muy entendido en ciencias naturales, obras hidráulicas, filosofía, religión y aficionado a la magia y al ocultismo; hombre de gustos refinados, tiene el prurito de ser un gobernante justo y eficaz. Vive rodeado, según era la costumbre, de una corte de jóvenes romanos, hijos de patricios, que de este modo aprenden el gobierno de las provincias y se preparan para su futura carrera política. San Lucas no duda en decir de él 39

que «era un varón prudente». Le sirve un mago judío llamado Barjesús, que enseña al procónsul las viejas artes de las ciencias ocultas. Sin embargo, apenas llegados Pablo y Bernabé a la ciudad, Sergio Paulo se siente interesado por la doctrina apostólica y —atraído siempre por los temas filosóficos y religiosos— los llama a palacio. Es la primera vez en la historia —a excepción del breve diálogo de Jesús y Pilatos— que un alto funcionario romano escucha la palabra evangélica. Bs Pablo, como ciudadano romano, quien le habla de Dios; con voz apasionada y enérgica, expone los puntos fundamentales de la fe cristiana. Barjesús advierte el interés con que el procónsul sigue las explicaciones, e interrumpe al apóstol para apartar al gobernador de la fe. «Mas Saulo, llamado también Pablo, lleno del Espíritu Santo, clavando en él los ojos, dijo: “¡Oh, lleno de todo engaño, y de toda maldad, hijo del diablo, enemigo de toda justicia, ¿no cesarás de trastornar los caminos rectos del Señor? Pues ahora, he aquí la mano del Señor sobre ti, y quedarás ciego, sin ver el sol por cierto tiempo.” Y al instante —dice San Lucas— cayó sobre él la oscuridad y las tinieblas, y dando vueltas, buscaba quien le llevase de la mano» (Hechos, XIÍ, 9-12). En efecto, Pablo quiere dejar constancia de la superioridad del Cristianismo y de su diferencia con la magia. Por esto, no vacila en pedir un milagro al Señor. El procónsul permanece atónito ante la realidad sobrenatural del hecho y ayudado por la gracia recibe la virtud de la fe: por primera vez el Cristianismo ha penetrado en la alta sociedad romana. Después de la conversión del procónsul, Pablo y Bernabé deciden abandonar Chipre. Otra vez se hacen a la vela y cruzan el mar: navegan cerca de la desierta costa de Panfilia, que se despliega a la derecha, desabrigada de refugios o puertos. Unas horas más de navegación y llegan a Atalia, en la desembocadura del Cestrus. En el puerto, unas descoloridas barcas pesqueras aparecen varadas indolentemente. Las casas están cerradas, las calles desiertas. Hace calor. La malaria azota estas costas pantanosas; sus habitantes temen las fiebres y abandonan sus tierras en verano. Pablo decide proseguir: cruzarán las montañas del Tauro y llegarán al interior de] país. Ese interior que Pablo ha tenido siempre tantos deseos de conocer, desde los años de su infancia en Tarso; pero irán sólo Pablo y Bernabé: Juan Marcos vuelve a Jerusalén. 40

De Atalia se dirigen, río arriba, a Perge de Panfilia. Otra ciudad desierta. De aquí parte un estrecho y peligroso camino que franquea las gargantas del Tauro. EJ camino es duro y penoso. Pablo y Bernabé tienen que cruzar una región abrupta y peligrosa, entre las cuencas de lo ríos Cestrus y Erimidón. Sólo encuentran en su camino a pastores, con sus rebaños de ovejas y cabras; pero ninguno se muestra amistoso ni hospitalario. Al cabo de unos días, llegan a la otra vertiente, y admiran entusiasmados el panorama: un extenso valle, con un apacible lago de profundas aguas, encuadrado por un arco de lejanas montañas azules, coronadas por el macizo del Sultán-Dagh. Tal vez cruzan el lago en una de las barcas de los pescadores o quizá bordean sus orillas hasta llegar a la ciudad de Antioquía de Pisidia. La ciudad pertenece a la provincia de Galacia. Antiguamente infestada de bandidos, los emperadores Augusto y Claudio habían fundado ciudades y establecieron aquí como colonos a veteranos de las legiones. La mayor parte de sus habitantes procedían de la legión Alauda, reclutados por Julio César entre los celtas de las Galias. También vivían numerosos judíos dedicados al comercio. La ciudad, dominada por la Acrópolis, estaba consagrada al dios Men o Lunus, símbolo de la luna. La conducta de Pablo y Bernabé es la acostumbrada. Esperan el sábado y entran en la sinagoga, tomando asiento en uno de los bancos. Uno de los ayudantes abre uno de los estuches y saca los rollos que contienen los textos sagrados. Hecha la lectura de la ley y de los profetas, los jefes de la sinagoga les invitan: —Hermanos, si tenéis alguna palabra de exhortación al pueblo, decidla. Entonces se levanta Pablo, hace con la mano la señal de silencio y comienza a hablar: —Varones israelitas y vosotros los que teméis a Dios, escuchad. Estas palabras que encabezan el discurso son una clara indicación de que sus oyentes no sólo son judíos, sino también conversos y simpatizantes gentiles, que eran conocidos con el ambiguo nombre «los que temen a Dios». —El Dios de este pueblo de Israel —prosiguió Pablo— eligió a nuestros padres y acrecentó al pueblo durante su estancia en la tierra de Egipto y con brazo fuerte los sacó de ella. Durante unos cuarenta años los soportó en el desierto; y destruyendo a siete naciones de la tierra de Canán se la dio en heredad al cabo de unos cuatrocientos cincuenta años. Después 41

les dio jueces, hasta el profeta Samuel. Luego pidieron rey, y les dio a Saúl, hijo de Cis, de la tribu de Benjamín, por espacio de cuarenta años. Rechazado éste, alzó por rey a David, de quien dio testimonio diciendo: «He hallado a David, hijo de José, varón según mi corazón, que hará en todo mi voluntad.» Este preámbulo de la Historia Sagrada da pie al apóstol para abordar definitivamente el tema de su predicación: el cumplimiento de las promesas mesiánicas en Jesús. —Del linaje de éste (David), según su promesa, suscitó Dios para Israel un salvador, Jesús, precedido por Juan, que predicó, antes de la llegada de aquél, el bautismo de penitencia, a todo el pueblo de Israel. Cuando Juan estaba para acabar su carrera dijo: «No soy yo el que vosotros pensáis; otro viene después de mí, a quien no soy digno de desatar el calzado. Hermanos, hijos de Abrahán y los que entre vosotros temen a Dios, a nosotros se nos envía este mensaje de salud.» »En efecto, los moradores de Jerusalén y sus príncipes le rechazaron y condenaron, dando así cumplimiento a las palabras de los profesores que se leen cada sábado, y sin haber hallado ninguna causa de muerte pidieron a Pilato que le quitase la vida. Cumplido todo lo que de Él estaba escrito, le bajaron del leño y le depositaron en un sepulcro; pero Dios le resucitó de entre los muertos, y durante muchos días se apareció a los que con Él habían subido de Galilea a Jerusalén, que son ahora sus testigos ante el pueblo. Nosotros os anunciamos el cumplimiento de la promesa hecha a nuestros padres, que Dios cumplió en nosotros, sus hijos, resucitando a Jesús, según está escrito en el salmo segundo: «Tú eres mi hijo, yo te engendré hoy», pues le resucitó de entre los muertos, para no volver a la corrupción. También dijo: «Yo os cumpliré la promesas santas y firmes hechas a David.» Por lo cual, en otra parte dice: «No permitirás que tu Santo vea la corrupción.» Pues bien, David, habiendo hecho durante su vida la voluntad de Dios, se durmió y fue a reunirse con sus padres y experimentó la corrupción; pero aquel a quien Dios había resucitado, ése no vio la corrupción. »Sabed, pues, hermanos, que por éste se os anuncia la remisión de los pecados y de todo cuanto por la ley de Moisés no podíais ser justificados. Todo el que en £1 creyere será justificado. Mirad, pues, que no se cumpla en vosotros lo dicho por los profetas:

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»Mirad, menospreciadores, admiraos y anonadaos, porque voy a ejecutar en vuestros días una obra tal que no la creeríais si os la contaran» (Hechos, 17, 41). Con voz firme y apasionada, Pablo ha sabido dar una exposición completa, clara y rápida de la Historia Sagrada y de su culminación en Jesús, el Mesías anunciado por los profetas. El discurso tiene favorable acogida y los miembros más destacados de la sinagoga les ruegan que reanuden sus explicaciones el sábado siguiente, y «disuelta la reunión — leemos en San Lucas— seguían muchos judíos y prosélitos religiosos a Pablo y a Bernabé, los cuales les hablaban persuadiéndoles a permanecer en la gracia de Dios. Y al próximo sábado casi toda la ciudad se congregó para escuchar la palabra de Dios» (Hechos, 43 y 44). En efecto, el sábado siguiente los apóstoles se sorprenden de que casi toda la población esté congregada en el templo para escuchar la palabra de Dios. Esta doctrina de esperanza, que por primera vez no hace distingos entre judíos y gentiles, llena de caridad y de comprensión con el poderoso y con el pobre, arrebata a todos. ¿Qué habitante de Antioquía de Pisidia podría permanecer indiferente ante lo que iba a dilucidarse en la sinagoga? Los presentes se muestran reservados y manifiestan cierto desagrado. No era esto lo que ellos quieren. Este hombre viene a echar por tierra con sus palabras la superioridad moral que ellos, como hijos de Israel, creen tener. Los judíos, al ver la muchedumbre atraída por la nueva doctrina, se llenan de envidia y empiezan a insultar y a contradecir a Pablo. Pero los apóstoles, ayudados por el Espíritu Santo, responden con energía: —A vosotros os habíamos de hablar primero de la palabra de Dios, mas puesto que la rechazáis y os juzgáis indignos de la vida eterna, nos volveremos a los gentiles. Porque así nos lo ordenó el Señor: «Te he hecho luz de las gentes para ser su salud hasta los confines de la tierra» (Hechos, XII, 46-48). Estas palabras provocan la ira de los judíos y a la vez una profunda alegría entre los gentiles, quienes «glorificaban la palabra de Dios y creyeron cuantos estaban ordenados a la vida eterna» (Hechos XIII, 48). Pablo tiene ocasión de ver claramente lo que será el porvenir: se ganará el odio de sus hermanos de raza, que le considerarán un apóstata; en cambio ganará sus mejores prosélitos y amigos entre los gentiles; el rebaño que le ha destinado el Señor. 43

Ya no asisten más a la sinagoga. Se buscan otro local y fundan una iglesia en esta Antioquía, como la habían fundado en la otra. Pronto tuvieron discípulos por toda la región. Pablo se referirá más tarde, en su Epístola a los Gálatas, a los afanes que entre ellos pasó; afirma que le recibieron con afecto, como a un ángel de Dios, como si hubiera sido el mismo Cristo Jesús, y que de haber sido posible, hasta los ojos se habrían arrancado para dárselos. ¡Qué amor no llegó a suscitar aquel apóstol de tan ardiente celo apostólico! Sin embargo, los judíos conspiran entretanto. Incitan a unas mujeres «religiosas y nobles» para que promuevan un tumulto; después de provocar los disturbios, acuden a las autoridades romanas, y se quejan de que aquellos dos extranjeros suponen un peligro para la ciudad y ocasionan trastornos entre el pueblo. La garra de la persecución recae sobre Pablo y Bernabé. Pero los apóstoles, ayudados con la gracia, y sabiendo ver los acontecimientos externos y las contradicciones desde un prisma sobrenatural, se comportan con las virtudes propias de su cargo, con estos rasgos que más tarde escribirá San Pablo: «en todo nos presentamos ministros de Dios, con una gran paciencia en las tribulaciones, necesidades, angustias, en los azotes, cárceles, sediciones, fatigas, desvelos, ayunos, en la castidad, ciencia, longanimidad, bondad, en el Espíritu Santo, en caridad sincera, en la palabra de veracidad, en el poder de Dios, mediante las armas de la justicia, en la derecha y en la izquierda, en medio de la gloría y de la ignominia, de la calumnia y de la buena fama; como impostores, aunque veraces; como desconocidos, aunque conocidos; como moribundos, y he aquí que vivimos; como castigados, aunque no condenados a muerte; como tristes, pero siempre alegres; como pobres, pero enriqueciendo a muchos; como quienes nada tienen, poseyéndolo todo» (II, Corintios, VI, 4-10). Toman la vía Sebaste, dejan atrás la verde campiña de Antioquía; ahora pisan una alta meseta, una estepa árida y gris, en que se alternan las tierras pantanosas y salinas y donde las tormentas cubren de polvo la llanura, rodeada de gigantescas montañas —algunas con cumbres nevadas, o con volcanes apagados—: al norte el Sultán-Dagh, al sur la alargada cadena del Tauro, al sudeste el Karadagh (volcán extinguido que se eleva solo, mole cónica y gris en la llanura), y hacia al este el Karadscha-Dagh. A unos 120 kilómetros de distancia, llegan a la cima de Iconio. En medio de un oasis, como Damasco, la población estaba situada a 1.130 metros sobre el nivel del mar. Los habitantes procedían de una colonia de veteranos romanos que mandó establecer aquí el emperador Claudio, de 44

gálatas helenizados y de judíos; se dedicaban a la agricultura y a la fabricación de tejidos de lana. Los altos cargos estaban ocupados por arcontes romanos. Por estas tierras había pasado el verano del año 51 antes de Jesucristo el célebre orador romano Cicerón, cuando era procónsul de Cicilia. En la sinagoga, los apóstoles hablan de Dios a una numerosa multitud de judíos y de griegos. También aquí los judíos, aferrados a la vieja ley, se muestran incrédulos y excitan los ánimos de los gentiles contra ellos.

Sin embargo, Pablo y Bernabé, con la firmeza y energía de los que poseen la verdad, deciden quedarse. «Se detuvieron, sí —dijo San Lucas—, bastante tiempo, plenamente confiados en el Señor, que testifica en favor de su gracia, concediéndoles obrar signos y prodigios.» A este respecto cuenta la tradición que en esta ciudad tuvo lugar la conversión de una joven pagana que más tarde sufrirá el martirio: Santa Tecla. La dura oposición de los judíos provoca la división del pueblo: se produce un tumulto y un grupo de judíos y gentiles deciden apedrear a los 45

apóstoles. Advertidos Pablo y Bernabé abandonan la ciudad y se dirigen a Licaonia. Se adentran de nuevo en la estepa solitaria, sólo cruzada por algún pastor con su rebaño. Pronto alcanzan —quizás a través de un estrecho camino que bordea las Montañas Negras y el Kara-Dagh— otra de las colonias establecidas por los romanos. La ciudad estaba consagrada a Júpiter. La leyenda cuenta cómo el dios romano había transformado en árboles a Filemón y Baucis, para que siempre permanecieran juntos: en efecto, los dos tilos centenarios entrelazaban sus ramajes, simbolizando de este modo la unión de los dos ancianos. Una familia judía, residente en la ciudad, se apresura a saludarlos y les brinda hospitalidad. Es Loida, una anciana israelita, que guarda piadosamente la fe de sus mayores, y vive con su hija Eunice, viuda de un gentil, y un hijo de ésta de quince años de edad, llamado Timoteo. Tomando aquella casa como centro de sus actividades, Pablo y Bernabé extienden su apostolado a las regiones vecinas. El conocimiento que Timoteo tiene del país debe ser muy útil a los apóstoles, a quienes sin duda acompaña en sus idas y venidas por los alrededores. Pablo le toma gran estima y el joven le paga con su solícita devoción, y será futuro acompañante en los viajes del apóstol. De él escribirá más adelante «que no tiene a nadie tan unido a él», y «que, como un hijo a su padre, lo sirvió en el Evangelio» (Filipenses, II, 20-22). Había en la ciudad un hombre inválido de los pies, cojo de nacimiento; en una ocasión en que Pablo predicaba, éste fija los ojos en él y, viendo por su expresión que tenía fe para ser salvo, le dice en alta voz: —Levántate, ponte derecho sobre tus pies. —Y dio un salto y echó a andar (Hechos, XIV, 10). La muchedumbre se asombra de lo sucedido y todos los testigos del milagro afirman en lengua licaónica que los dioses, tomando forma humana, habían descendido a la tierra. En su puerilidad llegan casi a lo cómico: toman a Bernabé, con su barba y su cabello oscuro, por Júpiter (en griego Zeus) y a Pablo, más bajo de estatura, le identifican con Hermes, el audaz e ingenioso hijo de Júpiter. La multitud corre a informar al sacerdote del milagro ocurrido, con la original y errónea conclusión que del mismo han sacado. A continuación coronan dos toros con guirnaldas de flores, y tañendo flautas los llevan en procesión hacia el templo de Júpiter, que estaba junto a una de las puertas 46

de la muralla. Los apóstoles logran salir de la perplejidad que les produjo lo inesperado del hecho; y al saber que querían ofrecerles un sacrificio, se rasgan las vestiduras y a viva fuerza se hacen con la multitud diciéndoles: — ¡Hombres!, ¿qué es lo que hacéis? Nosotros somos hombres iguales a vosotros, y os predicamos para convertiros de estas vanidades al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto hay en ellos; que en las pasadas generaciones permitió que todas las naciones siguieran su camino, aunque no las dejó sin testimonio de sí haciendo el bien y dispensando desde el cielo las lluvias y las estaciones fructíferas, llenando de alimentos y de alegría vuestros corazones. «Apenas con estas palabras —prosigue San Lucas— desistieron las turbas de ofrecerles sacrificios» (Hechos, XIV, 15-18). A partir de este suceso el ambiente en Listra se hace hostil y el pueblo adopta una actitud de recelo y desdén hacia los apóstoles. Si no eran dioses, ¿qué eran? El odio crece por la llegada a la ciudad de unos judíos procedentes de Antioquía de Pisidia y de Iconio, que al reconocer a los apóstoles incitan a la muchedumbre en contra de ellos. Una vez más se promueve el tumulto, pero en esta ocasión la masa sufre un contagio colectivo y traspasa el límite de lo acordado en un principio: las turbas apedrean a Pablo y le arrastran fuera de la ciudad, dándole por muerto. Bernabé, Timoteo y algunos otros discípulos hallan a Pablo malherido; aprovechando las sombras de la noche le conducen a casa de Loida para curarle. Sin embargo ya no es posible quedarse en Listra. Al día siguiente, Pablo sale con Bernabé camino de Derbe; posiblemente Timoteo les acompaña también. Son 40 kilómetros sufriendo los violentos traqueteos de un mal camino, a través de un desierto salino, en el que no hay posibilidad de encontrar agua ni apenas existe vegetación. Llegan a Derbe, una pequeña ciudad en las montañas, en los confines de Galacia. Aquí parece que los dos apóstoles son acogidos en casa de un tal Gayo, que más tarde será discípulo y compañero de viaje de Pablo. (Hechos, XX, 4). Pablo tuvo que guardar cama muchos días. Quizá se le reprodujeran las fiebres; pero nada pudo impedir que continuase su admirable labor de evangelización. San Lucas dice que allí hicieron muchos discípulos. Sin duda la casa de Gayo sería el centro de reunión y Bernabé recorrería en misión los alrededores. Algunos autores afirman que los dos apóstoles permanecen allí cosa de un año y Pablo aprovecha aquella pausa para no perder contacto con las comunidades por él fundadas en las ciudades que había cruzado anteriormente. Timoteo le sería en esto de suma utilidad, como fiel mensajero. 47

No era necesario cruzar los montes Tauro y dirigirse hacia Tarso, o tomar el camino del norte hacia Capadocia, donde ya había comunidades cristianas (1, San Pedro, 1). Todo lo que les restara por hacer era regresar por donde habían venido, visitar de nuevo las comunidades ya fundadas y confirmarlas en la fe. Y así es como otra vez pasaron por Listra, Iconio y Antioquía de Pisidia, desandando lo andado. Nadie les persigue en esta ocasión. Han pasado muchos meses desde que los conocieron por primera vez, y gracias a Timoteo y otros conversos, paisanos suyos, se dan cuenta los habitantes de tales poblaciones de que aquellos hombres, que en un momento de ofuscación habían hostigado tomándoles por seres malignos y peligrosos, sólo pretendían predicar una religión de amor. Es indudable que este viaje de regreso de los apóstoles es fecundo. El evangelista nos dice que pasan «confortando los ánimos de los discípulos, exhortándolos a permanecer en la fe y diciéndoles que por muchas tribulaciones hemos de entrar en el reino de los cielos» (Hechos, XIV, 22). Posiblemente Pablo les repetirá una y otra vez las palabras que dirige en su epístola Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum. Para los que aman a Dios todas las cosas son para bien: frase que resume el porqué de la alegría cristiana; su sólido cimiento en la filiación divina. Asimismo, por la ceremonia de la imposición de las manos, constituyen presbíteros en cada iglesia, y «después de haber orado y ayunado, los encomendaron al Señor en quien habían creído» (Hechos, XXV, 23). Otra vez atraviesan las montañas de Pisidia. Llevan el corazón lleno de gozo y en sus oraciones dan continuamente gracias a Dios. De nuevo, a cruzar la llanura pantanosa de Panfilia. Ahora no hay epidemia de fiebres y hallan a Perge habitado y lleno de animación. Pablo aprovecha la ocasión para predicar la palabra de Dios. Bajan por el río Cestrus y alcanzan Ataba. Daba gozo ver el puerto. De nuevo la tarea de siempre: buscar a algún patrón que zarpe y quiera llevarles. Encuentran a uno que se dirige a Antioquía y en su nave embarcan. El viaje es feliz. En los días largos y monótonos de navegación, ven a la izquierda las costas de Cilicia y el telón azul de los montes Tauro; y a la derecha la recortada costa de Chipre. Y aunque el evangelista no lo exprese, estamos seguros que el largo viaje está lleno de oración y de actos de amor a Dios, con los que ambos encomiendan con fuerza las nuevas comunidades de fieles y los habitantes de las regiones que divisan. 48

Al fin atracan en Seleucia. Unas horas más de camino y divisan el monte Silpio. Cuando llegan a la ciudad, se presentan a los miembros de su iglesia, y, en la primera reunión celebrada, cuentan cuanto había hecho Dios con ellos, y cómo han abierto a los gentiles la puerta de la fe. Y San Lucas nos dice «que moraron con los discípulos bastante tiempo» (Hechos, XIV, 2S).

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Capítulo IX

LA OBLIGACIÓN DE LA LEY

Salta a la vista el prodigioso desarrollo alcanzado por la iglesia de Antioquía en los cuatro años en que Pablo estuvo ausente. Por toda Siria y Cilicia florecían las comunidades cristianas, nacidas todas ellas gracias a los esfuerzos de esta joven Iglesia antioqueña, dinámica, llena de fe y abandono en Dios. En efecto, la extensión del Cristianismo entre los gentiles crece a tal ritmo, que la mayoría de los discípulos de Jesús provienen ya de la gentilidad. Pero los judíos conversos, especialmente los que proceden de la secta de los fariseos, con su centro en Jerusalén, creen que los gentiles conversos no son verdaderos cristianos y que no se debe administrar el bautismo sin antes hacerles aceptar la ley mosaica. Para ellos, la vieja ley seguía vigente. De este modo algunos de estos judíos, procedentes de Judea, afirman a los demás cristianos: —Si no os circuncidáis conforme a la ley de Moisés, no podéis salvaros. Dice San Lucas que con esto se produjo «un altercado y discusión no pequeña». Pablo y Bernabé rechazan tal mosaísmo: sólo el bautismo es necesario, en los convertidos a la fe, para merecer el nombre de cristianos. Este apego de los judíos conversos a la ley mosaica provoca una gran agitación en la Iglesia de Antioquía. ¿Es que se va a producir un cisma? Obligar a los cristianos de la gentilidad a aceptar la ley y someterse a la circuncisión significa encerrar el Cristianismo en los estrechos límites de la sinagoga y negar la universalidad de la Redención. Es volver al nacionalismo religioso de los judíos. Tampoco se les puede admitir como cristianos a medias o de segunda clase: es incompatible con las enseñanzas 50

de Jesús, que no hizo distingos y sólo pidió el arrepentimiento de los pecados, la sencillez de vida, la humildad de corazón, el amor hacia el prójimo y el abandonarse a los designios de Dios con fe absoluta. De modo inconsciente, los cristianos procedentes de la secta farisaica tratan de transmitir a la Iglesia toda la estrechez de miras que tenía su secta. Eran cristianos que seguían observando escrupulosamente las prescripciones de la ley: la circuncisión, la festividad del sábado, la abstención de comer carnes inmoladas a los ídolos o de animales ahogados, sangre, y todo lo demás considerado impuro. Es cierto que Jesús ha nacido bajo la ley mosaica y la ha observado con esmero; incluso en una ocasión advirtió que no venía a derogar la ley sino a darle cumplimiento. Pero a estos cristianos de culto farisaico les falta una perspectiva ancha y clara de la misión de Cristo y de los cristianos en el mundo. Sin embargo, el Señor sabe cuidar de los suyos y de la pureza de la doctrina: en estos momentos Pablo y Bernabé son meros instrumentos de Dios. El Espíritu Santo les ha clarificado la mirada para que tengan una visión amplia del problema: de este modo defenderán una franca apertura a la gentilidad, sin ningún lastre innecesario. Hoy, después de veinte siglos de historia del Cristianismo —en que la evangelización se ha realizado en todos los lugares—, esta actitud abierta y universal es fácil de mantener; pero en los tiempos de los primeros cristianos la cuestión era espinosa y presentaba cierta dificultad. Por tanto, se impone ir a Jerusalén y ponerse de acuerdo con los miembros de la comunidad de la Ciudad Santa, y especialmente escuchar la opinión de Pedro, jefe supremo de la Iglesia. Pablo y Bernabé se dirigen a Jerusalén, acompañados de otros ilustres miembros de la Iglesia antioqueña, entre ellos un joven llamado Tito, para expresar la validez de la conversión de los gentiles que no se habían sometido a las prescripciones de la ley. Antes de iniciar la marcha les ruegan que se acuerden de los pobres de Jerusalén. Toman el camino de Fenicia y de Samaría: por las ciudades que pasan se detienen a saludar a la comunidad cristiana y transmiten a los fieles la fecundidad del apostolado entre gentiles, hecho que es recibido con gran gozo. A su llegada a Jerusalén son acogidos cordialmente por los miembros de su Iglesia, especialmente por los apóstoles y sus presbíteros. Hacía catorce años que Pablo no pisaba las calles de la Ciudad Santa, ¡y qué cambiado encontraba todo! Ya no era recibido con hostilidad ni con 51

sospechas; ahora se le reconocía como un ilustre apóstol, que se había destacado por sus servicios a la Iglesia; como uno de los más firmes discípulos de Jesús. Pasado el breve preámbulo de las presentaciones y las visitas de cortesía, sin faltar naturalmente un recorrido por los lugares santos, obligado en todo cristiano que visita Jerusalén, no tardan en comenzar las reuniones para debatir el problema que tenían planteado. De este modo se celebra el Concilio de Jerusalén (año 48 o 49). Pablo y Bernabé cuentan cuanto había hecho Dios con ellos. Su relato de conversiones en masa de gentiles provoca una reacción contraria en algunos creyentes de la secta de los fariseos, quienes sostienen que los gentiles han de recibir la circuncisión y deben guardar la ley. El grupo que defiende esta estricta observancia de la ley mosaica trata de ampararse en Santiago el Menor. Aseguran que hablan en su nombre cuando proclaman que la doctrina de Jesús era la culminación y el cumplimiento de la ley, y que, por tanto, todo aquel que no observase ésta no era digno de comer a la misma mesa con un circunciso, ni podía aspirar a la Salvación. Extrañados de que Tito, gentil converso, es incircunciso, tratan de obligarle a que reciba la circuncisión. Tras una larga deliberación se levanta Pedro y nos cuenta San Lucas que dijo: «Hermanos, vosotros sabéis cómo, de mucho tiempo ha, determinó Dios aquí entre vosotros que por mi boca oyesen los gentiles la palabra del Evangelio y creyesen.» En su papel conciliador es muy oportuna esta alusión de Pedro. En efecto, él mismo, mucho antes que Pablo, ya ha comenzado la obra de la predicación entre los gentiles. En Cesárea había convertido a un centurión de la cohorte romana Itálica, llamado Cornelio. Más tarde había hecho una campaña de evangelización en Joppe, y al regresar a Jerusalén, lo mismo que ahora reprochaban a Pablo, le habían reprochado a él: «que había entrado en casa de los incircuncisos y comido con ellos». Pedro tuvo que porfiar con ellos y convencerles, y al final reconocieron «que Dios había concedido también a los gentiles la penitencia para la vida» (Apóstoles, 11, 18). —Dios, que conoce los corazones —prosigue Pedro—, ha testificado en su favor, dándoles el Espíritu Santo igual que a nosotros, y no haciendo diferencia alguna entre nosotros y ellos, purificando con la fe sus corazones. Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios queriendo imponer sobre 52

el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros fuimos capaces de soportar? Pero por la gracia del Señor Jesucristo creemos ser salvos nosotros, lo mismo que ellos (Hechos Apóstoles, XV, 7-11). El silencio es el eco que recoge la última frase de Pedro. Esperan inquietos los discursos de Pablo y Bernabé, quienes refieren de nuevo cuántas señales y prodigios había hecho Dios entre los gentiles por medio de ellos. Le corresponde hablar a Santiago: la expectación está en el ambiente. ¿Apoyaría, en efecto, el hijo de Alfeo a aquellos que se escudaban en su autoridad o los desautorizaría allí mismo? —Hermanos, oídme: Simón (él llamaba así a Pedro) nos ha dicho de qué modo Dios por primera vez visitó a los gentiles para consagrar de ellos un pueblo a su nombre. Con esto concuerdan las palabras de los profetas, según está escrito: «Después de eso volveré y edificaré la tienda de David, que está caída, y reedificaré sus ruinas y la levantaré a fin de que busquen los demás hombres al Señor, y todas las naciones sobre las cuales fue invocado mi nombre, dice el Señor, que ejecuta estas cosas, conocidas desde antiguo» (Hechos, XV, 13-18). Tras este preámbulo, Santiago expone que no debe inquietarse a los gentiles conversos; en efecto ésta era la voluntad de Dios. Sin embargo, propone escribirles, pidiendo a los nuevos cristianos que guarden todas aquellas observancias de la ley que a él le parecen aún imprescriptibles: el no comer carne sacrificada a los ídolos, ni de animales ahogados, ni comer sangre, el llevar una vida honesta y alejada de las acciones impuras. «Pues Moisés, terminó diciendo, desde antiguo tiene en cada ciudad quienes lo explican, leyéndolo en las sinagogas todos los sábados.» De este modo Santiago el Menor ha propuesto una solución de compromiso que parece bien a todos. Los apóstoles y los ancianos la aprueban con toda la Iglesia. Deciden que Pablo, Bernabé y Tito vuelvan a Antioquía, pero acompañados de otros cristianos. Resultan elegidos Judas, llamado también Barsabás —uno de los primeros cristianos que hubo en Jerusalén y al que se cree hermano del apóstol Matías— y Silas o Silvano —un helenista que, como Pablo, gozaba de la ciudadanía romana—, ambos varones principales de la comunidad de Jerusalén. San Lucas nos transcribe la carta que dirigen los apóstoles a los fieles gentiles: 53

«Los apóstoles y ancianos hermanos a sus hermanos de la gentilidad que moran en Antioquía, Siria y Cilicia, salud: Habiendo llegado a nuestros oídos que algunos salidos de entre nosotros, sin que nosotros les hubiéramos mandado, os han turbado con palabras y han agitado vuestras almas, de común acuerdo nos ha parecido enviaros varones escogidos en compañía de nuestros amados Bernabé y Pablo, hombres que han expuesto la vida por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo. Enviamos, pues, a Judas y a Silas para que os refieran de palabra estas cosas. Porque ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros ninguna otra carga más que estas necesarias: que os abstengáis de las carnes inmoladas a los ídolos, de sangre y de lo ahogado, y de fornicación, de lo cual haréis bien en guardaros. Pasadlo bien» (Hechos, 23-30). El tono familiar y fraterno de la carta pone de manifiesto el cariño sobrenatural y humano que empapa las relaciones de los primitivos cristianos. Acompañados de un considerable séquito, los enviados vuelven a Antioquía. Pronto reúnen a los fieles, quizás en el templo de la calle de Singón, que más tarde recibirá los títulos de basílica «antigua o apostólica». La carta les produce gran alegría y los llena de consuelo. Judas y Silas también exhortan a los hermanos y los confirman en la fe. Aquella Iglesia que ya tiene una labor crecida se afirma con el lazo de la unidad. Judas y Silas pasan algún tiempo con los hermanos de Antioquía; después Judas decide regresar a Jerusalén; por el contrario Silas permanece con Pablo y Bernabé en Antioquía, enseñando y evangelizando la palabra del Señor. No hay duda de que sentirían un gran amor por aquella gloriosa y floreciente Iglesia antioqueña, orgullo de la Cristiandad, a cuya formación ellos tanto habían contribuido. Poco después, los fieles antioqueños habrían de tener una gran alegría. Se anunció una visita de Pedro. Pedro, Cefas o Simón, piedra sobre la cual Jesús había dicho que fundaría su Iglesia, era quizás el más venerado de todos los apóstoles, el que tenía la gloriosa primacía de haber sido el primero en reconocer en Jesús al Mesías. Su visita a Antioquía nacería del deseo de conocer a la comunidad cristiana numéricamente más importante, más eficaz en la tarea de la evangelización y más fuerte económicamente. Y también del deseo de dar las gracias por la continua ayuda que ésta prestaba a la Iglesia de Jerusalén. 54

Pedro, que iba acompañado de Juan Marcos, fue muy bien recibido y se amoldó con facilidad a los usos y costumbres de los gentiles convertidos; fue invitado de honor en muchos hogares y comió con ellos. Sin embargo, como llegaran poco después de Jerusalén algunos de los llamados «de Santiago», fariseos convertidos, Pedro sintió inexplicables escrúpulos de lo que pudieran pensar de él, y se retrajo y apartó del trato con los gentiles, para que no le vieran con ellos los de la circuncisión. Otros judíos que ahora eran discípulos de Jesús consintieron también en la misma simulación, y el ejemplo fue tan fuerte, que hasta Bernabé se dejó arrastrar por él. Pablo se irritó y vio que no caminaban rectamente según la verdad del Evangelio. Es curiosa esta actitud de Pedro, pero no es un caso único y ya tenía antecedentes. Jesús, al elegir a este pescador de Galilea como apóstol, sabía que era un hombre recto, valeroso, de corazón puro; pero sabía también que de vez en cuando se sentía incomprensiblemente débil y se comportaba como un niño. Ya Jesús le vaticinó que le negaría tres veces. Éste era otro de esos extraños momentos de debilidad (nadie, ni los caracteres más fuertes, están exentos de ellos). Y Pablo le recriminó delante de todos los otros cristianos: —Si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿por qué obligas a los gentiles a judaizar? Nosotros somos judíos de nacimiento, no pecadores procedentes de la gentilidad, y sabiendo que no se justifica el hombre por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo, hemos creído también en Cristo Jesús, esperando ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, pues por éstas nadie se justifica. No hay duda de que Pedro rectificó. Aquel momento de debilidad debió ser pasajero. Su sobrenombre de Pedro quería decir «Piedra». Sólo un hombre de fuerte carácter puede merecer este título. Y se lo dio nada menos que el propio Jesucristo, que no podía equivocarse respecto al juicio que le merecían los hombres. La piedra, pues, volvería a ser piedra, y años más tarde encontraremos a este apóstol en Roma, cerca de Pablo, sellando ambos con el martirio el mutuo amor de hermanos que se profesaron. No mucho después, Pablo, como ya veremos, también tuvo otro momento de debilidad y ante la fuerte presión de los judíos conversos transigió con que su acompañante Timoteo fuera circuncidado, para evitar mayores males. Tan fuertes eran aún aquellos prejuicios. La rebelión de los judíos en el año 66 y la caída de Jerusalén en manos romanas en el año 70, con su consiguiente destrucción y la dispersión del pueblo judío, al acarrear asimismo la dispersión de la comunidad cristiana de Judea, 55

pondrá fin, al integrar a todos los cristianos en el mundo de la gentilidad, a estas disputas sobre el cumplimiento de la ley.

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Capítulo X

EL SEGUNDO VIAJE

Es un hecho evidente que la vibración apostólica crece al mismo ritmo que se intensifica el amor a Dios y el afán de santidad: no se concibe un hombre en contacto continuo con el Señor que no sienta la imperiosa necesidad de transmitir a los demás ese amor que lleva dentro. Así le sucede a San Pablo: ¡Ay de mí si no evangelizara!, dice en la I Epístola a los Corintios (16-17). Una vez afianzada la labor de la Iglesia de Antioquía propone a Bernabé: — ¿Por qué no volvemos a visitar a los hermanos por todas las ciudades en que hemos evangelizado la palabra del Señor y vemos cómo están? Bernabé acepta de buen grado, y manifiesta que quiere llevar consigo a su sobrino Juan Marcos. Pablo juzga que no debían llevarle, puesto que les abandonó en tierras de Panfilia. No es que sienta rencor personal, sino que quizá no le considera maduro para realizar tal empresa. Por el contrarío, Pablo, al final de su vida, cuando escribe a Timoteo desde la prisión de Roma, solicita la ayuda de Marcos. «Toma y trae contigo a Marcos, que me es muy útil para el ministerio.» Pero es posible que Pablo piense que Marcos es aún demasiado joven. No lo cree así Bernabé: juzga a su sobrino capaz de grandes empresas; está seguro de que sabrá desenvolverse a pesar de sus pocos años. A la vista de ese desacuerdo deciden separarse. Bernabé se marcha a Chipre con Juan Marcos. Entre sus queridos paisanos y condiscípulos ejerce una admirable labor hasta su muerte, acaecida, según cuenta la tradición, en su isla natal. 57

Pablo propone a Silas el viaje proyectado con Bernabé. Aquel hombre fiel y generoso, que había seguido a Pedro, aceptó ilusionado. Esta vez el recorrido lo harán por tierra. Se dirigen hacia el norte y bordean el lago de Antioquía; suben por el monte Amano; cruzan la sierra entre bosques de encinas y pinos. A 900 metros de altura, a la entrada del desfiladero llamado «Puertas de Siria», estaba el imponente castillo romano de Pagre. Atraviesan el desfiladero por una vía romana, cuyo pavimento estaba compuesto de negras piedras de basalto. Después bajan por un camino sinuoso y alcanzan la ciudad de Alejandreta, rodeada por un arco de bellas montañas (importante puerto que había sido fundado por Alejandro Magno, después de la batalla de Isos, que ganó en su alrededores el año 333 antes de Jesucristo, sobre Darío de Persia). En esta ciudad fuertemente helenizada visitan la comunidad cristiana y, tras dar a conocer los acuerdos de Jerusalén, «confirmaban la iglesia», es decir, les daban su refrendo y su aprobación. En todas partes tienen lugar las emotivas ceremonias litúrgicas en las que participan todos los fieles, tanto de origen gentil como judío. Bordean el golfo y llegan a Mopsuestia, ciudad dominada por una acrópolis y un castillo. De allí pasan a Adana; siguen por la fértil vega hasta Tarso. En esta ciudad compran lo necesario para el viaje y se disponen a cruzar el Tauro. Es el año 49 y las caravanas se han puesto en movimiento aprovechando la llegada del buen tiempo. El camino atraviesa estrechas gargantas y cruza profundos desfiladeros. Al fin llegan ante el desfiladero de las Puertas Cilicianas. En las rocas hay grabadas inscripciones que recuerdan el paso de Jerjes, Darío y Alejandro, los grandes conquistadores; pasadas las montañas, a la bajada, divisan la árida llanura de Capadocia, con sus cráteres apagados y sus páramos. Sin embargo, aquí había estado establecido el fabuloso imperio de los hititas. Quizás en alguna parte vieran todavía una inscripción de su dios Sandán, una tosca figura con racimos de uvas y espigas de trigo. Pasan por Cibistra y Heraclea —dos poblaciones melancólicas y pobres, donde tal vez ya había comunidades cristianas—, y al cabo de muchos días de camino llegan a la hospitalaria Derbe. Gayo les recibe con gran cariño. Los discípulos les acosan a preguntas sobre la doctrina de Cristo. El tesoro de su fe lo conservan en la memoria: aún no existe ningún documento cristiano que pueda orientarles acerca de la verdad; en efecto quedan muchos puntos por aclarar y sobre todo los discípulos solicitan de Pablo unas normas de conducta concreta para las diversas situaciones. 58

Aún mucho más entusiasta es la acogida que les proporcionan en Listra. Pablo encuentra de nuevo a Timoteo. El joven ha estudiado las Sagradas Escrituras y habla y escribe el griego a la perfección. Timoteo siente una ardiente vocación sacerdotal. Pablo habla con Loida y Eunice y convence a las dos mujeres para que Timoteo le acompañe; será un magnífico colaborador y secretario. Pablo le prepara debidamente para la ordenación sacerdotal, y la asamblea de ancianos, junto con Pablo y Silas, efectúa la ceremonia de la imposición de manos. La elección es certera. Para Pablo este joven gálata será siempre un verdadero hijo en la fe (1, Timoteo, 1, 2). Sin embargo, el apóstol se ve sometido a una gran presión por parte de los judíos conversos. ¿Cómo? ¿Un hijo de madre judía no estaba circuncidado? Éste no es el caso de Tito, hijo de paganos, cuando fueron al concilio de Jerusalén y allí le exigieron la circuncisión. Se niega en principio, pero quizá tropieza con los posibles escrúpulos de raza de Eunice y la anciana Loida. Pero aunque el hecho ocurriese así, Pablo el apóstol sabe ya qué corresponde hacer. Es en la I Epístola a los Corintios donde deslinda este tema espinoso. «Cada uno ande conforme con lo que Dios le ha dado, según Dios le ha llamado. Así lo dispongo a todas las Iglesias. ¿Ha sido llamado uno circunciso? No pretenda aparecer incircunciso. ¿Ha sido uno llamado siendo incircunciso? Que no se circuncide. Nada es la circuncisión y nada el prepucio, sino la observancia de los preceptos de Dios» (18-20). Al llegar a Apamea dudan sobre el itinerario a seguir: de aquí parten dos carreteras, y una de ellas lleva a la rica y famosísima ciudad de Éfeso. ¿Qué camino tomar? Pablo deja Éfeso para más adelante y toma la vía romana de la derecha, que pasaba por Sinada y Acroeno. Una vez cruzada la provincia de Frigia, donde se rendía culto a Cibeles, se internaron de nuevo en Galacia por Dorileo. Algunos comentaristas sugieren que aquí debió recaer San Pablo de su enfermedad. San Lucas nos dice que «el Espíritu Santo les prohibió predicar en Asia». En aquellos tiempos no se llamaba Asia al mayor continente del globo, sino a una pequeña región del noroeste de la península de Anatolia. Dirigiéndose de nuevo hacia el oeste, Pablo y sus acompañantes pasan por Aezani, donde había un soberbio templo dedicado a Júpiter y una caverna erigida en santuario dedicada a la diosa Cibeles. Luego cruzan el Rindaco por un sólido puente romano de piedra y pasan por Tiatira. En Pérgamo es posible que admiren el templo colosal dedicado a Zeus, 59

construcción escalonada, los restos de cuyas soberbias columnas, estatuas y relieves están hoy en gran parte en un museo de Berlín. Atraviesan bosques, prados y campos cultivados; a su izquierda, en una profunda bahía del Mediterráneo, divisan la pequeña villa de Adramittium, dominada por el monte Ida, desde el que contemplaron los dioses —según La Ilíada— la lucha de griegos y troyanos. A Bitinia tampoco le permite ir el Espíritu de Jesús: sin duda aquéllas eran provincias secundarias, y los designios de la Divina Providencia les ponían obstáculos insalvables para encaminarles, como ya veremos, hacia poblaciones de muchísima más importancia, donde su cosecha de almas sería más fructífera. En estos momentos Pablo debió de tener la impresión de andar errante, de que una fuerza irresistible le hace vacilar. Él y sus acompañantes pasaron de largo por Misia y bajaron a Tróade. ¡Cómo había cambiado el paisaje! Recorrían ahora una región verdaderamente amena y fértil: la campiña de Troya que Homero había cantado en sus versos. Tróade era un puerto muy activo, a la entrada misma del estrecho del Helesponto, al que nosotros llamamos ahora los Dardanelos. Frente a él, Pablo veía por primera vez las costas de Europa. Los autores coinciden en afirmar que Pablo encuentra aquí a Lucas, médico de profesión, natural de Antioquía, que al parecer era ya prosélito, y que será en adelante un fiel compañero del apóstol. Tiene el nuevo discípulo grandes aptitudes como escritor, y gracias a los informes fidedignos que reciben dos personas que han conocido a Jesús y a las confidencias e informes de San Pablo pudo escribir más tarde ese precioso documento, inestimable legado de los primeros años del Cristianismo: Los Hechos de los Apóstoles. Como médico griego, Lucas ha recorrido bastante mundo y al parecer tiene buenas amistades en Macedonia. En sus conversaciones con Pablo sin duda habla de esta región. Pablo mismo tiene una visión: un varón macedonio le ruega: «Pasa a Macedonia y ayúdanos.» Dice el evangelista que «luego que tuvo la visión, al momento intentamos pasar a Macedonia, deduciendo que Dios nos había llamado para evangelizarlos» (Hechos de los Apóstoles, XVI, 10). No les sería difícil hallar una nave en la que pudieran cruzar el mar. Pablo, al ver remar a los sudorosos esclavos, quizá piense que nunca han sido más provechosos sus esfuerzos y que, sin duda, aquellos trabajos y dolores les serán recompensados por Dios: sin saberlo, eran los instrumentos de la introducción de la fe de Cristo en Macedonia. Al zarpar de Tróade ven por el lado de estribor la bella embocadura del estrecho de Helesponto; pero ellos se dirigen a Samotracia, isla donde 60

siglos después se hallaría una bellísima estatua alada de la Victoria. Sí desde la cubierta la vieron elevada en alguna altura, la tomarían como buen augurio de su propia victoria, una victoria de fe, de paz y de amor. Al día siguiente llegan a Neápolis, poniendo, pues, por primera vez, los pies en Europa. Neápolis estaba situada en un saliente rocoso y dominada por un templo dedicado a Diana. Toman la vía Egnacia y luego un camino rocoso a la derecha. Se dirigen a la ciudad de Filipos, que algunos creen patria de Lucas: al llegar a la cumbre de los cerros de Pangeu, sembrados de olivares, un admirable panorama se extiende a sus pies; un verde valle ancho y fecundo de apretados huertos de manzanos y ricos prados de flores blancas, en la parte más alta la grandiosa cantera de mármol, y en la colina, apiñada, la pintoresca ciudad dominada por su Acrópolis. Filipos es una ciudad que jugó un importante papel en la Historia; en sus alrededores, junto al arroyo de Gongas o Cangites, mueren Bruto y Casio en el año 42 antes de Jesucristo en defensa de la República y la libertad de Roma. Allí se levanta ahora un Arco Triunfal conmemorativo de la victoria alcanzada por Marco Antonio y Octavio; éste fue el primer paso en pro del Imperio. A su lado hay una pequeña sinagoga judía. Pablo y sus acompañantes pasan unos días en esta atractiva ciudad. Al llegar el sábado cruzan la puerta de la muralla y se dirigen junto al río a esta sinagoga. El apóstol predica a los asistentes —-casi todos mujeres judías y gentiles, temerosas de Dios—; emplea un lenguaje sencillo, directo al corazón, apropiado al auditorio. El ambiente es de paz y de silencio; se oye el rumor del riachuelo cercano; el viento mueve los ramajes de los árboles; las plantas aromáticas exhalan su perfume. Las mujeres siguen interesadas las explicaciones del apóstol. Una es Lidia, pagana piadosa, oriunda de Tiatira de Lidia. El diálogo surge espontáneo entre Lidia y Pablo; la mujer cuenta al apóstol detalles de su vida y de su familia, de su profesión de purpuraría. Lidia escuchó atentamente las palabras del apóstol; el evangelista puntualiza que el Señor «abrió su corazón para que atendiese a las cosas que Pablo decía». La gracia de Dios toca su alma y recibe el don de la fe. Rápidamente corre presurosa a su casa y transmite a los suyos la fe de Cristo, de tal modo que se bautiza ella y toda su familia. En su casa se hospedan San Pablo y sus discípulos, quienes guardarán siempre un cariño especial por estos fieles de Filipos. 61

Pablo y Silas consiguen fundar una entusiasta comunidad de creyentes en esta excelente ciudad enclavada entre montañas. A veces los hermanos en Cristo se reúnen en casa de Lidia, en otras ocasiones lo hacen en un pequeño local con un huerto, a orillas del Gongas. Un día en que Pablo y sus discípulos se dirigen al lugar de oración se cruzan con una joven esclava, pitonisa, con cuyas adivinanzas obtenían sus amos fuertes ganancias; el encuentro provoca en la alucinada una tremenda crisis nerviosa y dando grandes gritos les sigue diciendo: — ¡Estos hombres son siervos de Dios altísimo y os anuncian el camino de la Salvación! El hecho produce un gran disturbio en la ciudad, «y hacía esto durante muchos días». Por esto Pablo decide intervenir; con la ayuda de la gracia expulsa al espíritu satánico que tenía la posesa: —En nombre de Jesucristo, te mando salir de ésta. En el acto el demonio salió de la mujer: la pitonisa recupera la razón y la paz de espíritu; su rostro, antes contraído y como hechizado, dulcificó sus rasgos, su voz se hace más dulce y unos leves sollozos estremecen su cuerpo. Los amos de la esclava al ver que había perdido sus artes espirituales temen perder esta segura fuente de ingresos. Son gente influyente, tal vez vinculada con los sacerdotes paganos del templo de Apolo, y no desean que sus intereses disminuyan por aquellos extranjeros desconocidos. Pero acusar a Pablo de haber anulado las artes mágicas de una pitonisa carece de fuste. ¿Qué motivos pueden achacar a Pablo y los suyos para castigarlos y expulsarlos? Con ayuda de unos amigos prenden a Pablo y a Silas y los llevan al foro ante los magistrados. Los presentan a los pretores. «Estos hombres perturban nuestra ciudad, porque siendo judíos predican costumbres que a nosotros no nos es lícito aceptar ni practicar, siendo como somos romanos» (Hechos de los Apóstoles, XVI, 20). La acusación de tipo político es la más eficiente: ante asuntos de religión los romanos se muestran indiferentes; pero las maquinaciones políticas están brutalmente castigadas; una acusación de este tipo es siempre bien recibida y escuchada por los jueces. La muchedumbre, excitada por los sacerdotes paganos, insulta a los apóstoles, manifestándose en contra de ellos. Los pretores no vacilan más y ordenan que, desnudos, Pablo y Silas sean azotados con varas. 62

El cruel castigo se ejecuta en el pórtico, frente a la plaza pública. Los apóstoles sangran abundantemente: sus cuerpos están llagados. Así, los encarcelan e intiman al carcelero a que los guarde con cuidado; un húmedo, sucio y oscuro calabozo excavado en la roca de la montaña será su prisión; les meten los pies en un cepo de madera que aseguran con tornillos; unas argollas de hierro en las muñecas y al cuello; les encadenan al muro.

A media noche en aquella horrible prisión empieza a oírse algo distinto de los gritos y maldiciones de los presos; algo que jamás se había oído allí: es el murmullo de las oraciones y cánticos de Pablo y Silas que están gozosos de sufrir por Cristo. Poco a poco, los demás presos, admirados, cesan en sus gritos y lamentos y se disponen a escucharles. ¿Quienes son aquellos extranjeros que se comportan de un modo tan insólito? ¿Quién era aquel Dios que les daba aquellas fuerzas de ánimo para convertir sus dolores en gozo y para aceptar por él con alegría todos los padecimientos? De repente la prisión se estremece por un ruido ensordecedor; las paredes se agrietan; el suelo tiembla; el techo parece que va a desplomarse; las jambas de las puertas ceden y los cerrojos saltan con penetrantes chirri63

dos; las cadenas se desprenden de las argollas; de todas partes se oyen gritos de espanto y terror. Son segundos angustiosos; al fin el temblor y el ruido han cesado. El carcelero al ver abiertas las puertas de la cárcel se atemoriza por el castigo y saca su espada para darse muerte. — ¡No te hagas ningún mal; que todos estamos aquí! —le dice Pablo. «Pidió una luz —cuenta San Lucas—, entró, y se echó temblando ante Saulo y Silas; los sacó fuera y dijo: “Señores, ¿qué debo hacer para salvarme?” Ellos le dijeron: “Cree en el Señor Jesús y serás salvo tú y tu casa.”» (Hechos de los Apóstoles, XVI, 29-31). Esta vez es un fuerte terremoto el medio humano empleado por el Señor para realizar la conversión del carcelero; y son San Pablo y Silas los instrumentos a través de los cuales se transmite a este hombre la gracia de la fe. Y de nuevo nos llama la atención la prisa que se da el recién convertido en comunicar a todos los que forman su familia la luz de la fe. Así leemos en San Lucas: «Y en aquella misma hora de la noche los tomó consigo, les lavó las heridas y fue bautizado él y todos los suyos» (H. A. XVI, 33). «Y subiéndolos a su casa puso la mesa y se regocijó con toda su familia por haber creído en Dios.» Es la alegría de los que se saben hijos de Dios; este optimismo radical, pero no irreflexivo, que se cimenta en la filiación divina. Al día siguiente los pretores se han dado cuenta de la inocencia de los reos. Envían unos lictores con la orden de libertad. Entra el carcelero en la celda y les comunica con alegría: —Los pretores han ordenado que seáis libertados. Ahora, pues, salid y marchad en paz. No, un hombre como Pablo no puede tolerar tal ligereza; sabe exigir sus derechos con firmeza: —Azotados públicamente sin juzgarnos, siendo ciudadanos romanos, nos echaron en la cárcel, ¿y ahora nos sacan ocultamente? Pues no; que vengan los pretores a sacarnos de la cárcel» (H. A., XVI, 37-38). Así es el hombre que dirá de sí mismo: «He combatido con valor, he concluido la carrera, he guardado la fe. Nada me resta sino aguardar aquel día como justo juez; y no sólo a mí, sino también a los que desean su venida» (Epístola II, Timoteo, IV, 7-8). Pero Pablo sabe que como ciudadano romano tenía derecho a un juicio: ha sido víctima de un atropello por parte 64

de las autoridades civiles, y éstas han de ir personalmente a la cárcel a rogarle que se marche. Los lictores comunican la noticia a los pretores, quienes, enterados de que los dos forasteros maltratados eran ciudadanos romanos, sienten temor de posibles consecuencias y acceden a ir a la cárcel. Les presentan excusas y les ruegan que abandonen la ciudad. Antes de dejar Filipos, Pablo y Silas se reúnen con los hermanos y los exhortan a permanecer firmes en la fe. Así de este modo, con dignidad y señorío, sale Pablo de la ciudad, en la que deja la Iglesia que considerará «la más amada».

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Capítulo XI

TESALÓNICA

«Yo, hermanos, no pienso haber tocado el fin de mi carrera, mi única mira es, olvidando las cosas de atrás y atendiendo sólo y mirando las de delante, ir corriendo hacia la meta, para ganar el premio a que Dios llama desde lo alto por Jesucristo» (Ep. Filipenses, III, 13-14). Estas palabras, dirigidas más tarde a los filipenses, son una realidad palpable en la diaria labor apostólica paulina. Otra vez se halla en camino. De nuevo a recorrer leguas y leguas de duros caminos de piedra; a cruzar bosques, subir montes o bajar llanos, unos enfangados y otros polvorientos, soportando el sol o pisando la nieve. Su vivir es el del caminante. Desde una perspectiva meramente humana, estas salidas, huidas casi siempre, de ciudades hostiles, en las que ha sido azotado y escarnecido, son un continuo fracaso. Sin embargo, desde un prisma sobrenatural, no son derrotas, sino triunfos, pues «el cristiano ha nacido para la lucha y cuando ésta es más encarnizada, tanto con el auxilio de Dios es más segura la victoria» (León XIII, ene. Sapientia Christianœ, N.° 19). En efecto, en cada ciudad, Pablo, escarnecido y sangrante, deja una comunidad de fieles, pequeña al principio, pero que dará pronto un cuajado fruto. Es la primavera del año 50; dolorido aún por los golpes recibidos y con las señales del cepo marcadas en sus pies, camina dando gracias a Dios por los fieles de Filipos, ahora bajo la guarda cuidadosa de Lucas. A su izquierda, las aguas azules del golfo Estrimónico, cerrado hacia el este por la pelada y rocosa isla de Thasos. Al cabo de dos días bajan de las montañas, al valle del río Estrimón, que cruza el cristalino lago de Taquino. A sus orillas, sobre una península, la pequeña ciudad de 66

Anfípolis, rodeada de abruptas montañas y asomada al mar Egeo. Pablo y Silas hallan una posada donde pasar la noche. La ciudad es muy rústica y pobre; y deciden continuar. Dos días de ruta, entre las montañas y el golfo Estrimónico, y atraviesan la península Calcídica. En el valle de Aretusa, rodeado de árboles centenarios, se levanta la tumba del gran Eurípides, el célebre autor dramático griego; un lugar melancólico que habla de muerte, sin esperanzas de vida ni resurrección. Al cuarto día, tras cruzar un bosque de castaños, llegan a Apolonia, situada sobre una colina en la orilla sur de otro lago, y muy cerca de la rocosa península de Athos. Fatigados, pero animosos e incansables, cruzan por la comarca de los pequeños lagos de Migdonia y al cabo de una semana de viaje, cuando el sol se ocultaba, cruzan la última sierra, antes de dar al hermoso golfo de Tesalónica. Enfrente el valle verde, ocupado por los cultivos y los huertos; a la izquierda, más allá del mar profundamente azul, como surgiendo de un mar de nubes misteriosas, la cumbre nevada del monte Olimpo, morada de los dioses, brillante y reluciente como nunca. Entran en la ciudad con las últimas luces. Tesalónica —llamada así en honor de la hermana de Alejandro Magno— era entonces como ahora la más importante ciudad de Macedonia. Su puerto es uno de los mayores del Mediterráneo y quizás el más seguro del mar Egeo: centenares de navíos atracan continuamente en él. Protegida por murallas ciclópeas, escalonadas en terrazas frente al mar, tiene soberbios templos, teatros, estadios y arcos de triunfo. Gobierna la ciudad un consejo de seis politarcas, elegidos cada año por los ciudadanos libres, sometido a la autoridad del gobernador romano. Los tesalonicenses tienen fama de ser informales en el comercio, tramposos y demasiado curiosos. La abigarrada población se compone de macedonios, griegos, oriundos del Asia Menor, egipcios, sirios, judíos y los inevitables funcionarios del Imperio y legionarios romanos. Pablo y Silas se dirigen al barrio de los judíos: buscan a Jasón, para quien traen una carta de recomendación de los fieles de Filipos. Jasón es propietario de una pequeña fábrica de paños y comercia en tejidos. Pablo, Silas y Timoteo son acogidos amistosamente: reciben alojamiento, comida e incluso trabajo. El apóstol sólo en contadas ocasiones —por estar enfermo o encarcelado— acepta la ayuda económica de los demás; aquí trabaja día y noche en el oficio de hacer tiendas. Pablo entra en la sinagoga y durante tres sábados discute con los judíos sobre las Escrituras: les explica la 67

necesidad de que el Mesías padeciese y resucitase de entre los muertos, y que este Mesías era Jesús, a quien él les anunciaba. Sus oyentes eran una mezcla heterogénea de judíos, griegos, «temerosos de Dios» o simples curiosos. Los sermones de la sinagoga sirven de preparación para una intensa campaña de evangelización de la ciudad. Pablo logra convencer a muchos de los miembros más ilustres de la sinagoga y a una gran muchedumbre de prosélitos griegos y no pocas mujeres de la alta sociedad. Aquella comunidad de Tesalónica —que habrá de pasar por muchas vicisitudes y soportar grandes persecuciones— será más tarde elogiada por el apóstol «por su paciencia y su fe». Allí encuentra también a dos de sus más fieles colaboradores: Segundo y Aristarco. Sin embargo, los judíos, movidos de envidia por el éxito alcanzado por Pablo y Silas, organizan un motín; reclutan gente de los barrios bajos —la canalla que se reunía en las tabernas cercanas al puerto—, que acuden a casa de Jasón en busca de los apóstoles, para conducirlos ante el pueblo; en vano registran la casa: no están; pero saquean la tienda y llevan a Jasón y a sus hermanos a la presencia de los politarcas y acusan a los apóstoles: — ¡Éstos son los que alborotan la tierra! Al llegar aquí han sido hospedados por Jasón, y todos obran contra los decretos del César, diciendo que hay otro rey: Jesús (Hechos, XVIII, 5-8). Al fin se calma el alboroto, y los politarcas, tras exigir a Jasón y a los demás una fianza, los dejan en libertad. Sin embargo, no es conveniente permanecer en la ciudad. Los ánimos están muy agitados y los judíos de la sinagoga maquinan contra ellos. Otro tropiezo ante los politarcas podría tener muy graves consecuencias, y aconsejados por los hermanos, Pablo y Silas deciden marcharse. En casa de Jasón se despiden de todos los cristianos de Tesalónica y aquella misma noche toman el camino de Berea. Hace frío. La brisa del mar les acaricia el rostro; a la izquierda, en la inmensidad oscura, como si fueran otras estrellas reflejadas, se ven las luces de las barcas de pesca. A mediados del día siguiente llegan a la pequeña población de Berea. Muy pintoresca, con abundantes fuentes y rodeada de espléndidas arboledas, viñedos y olivares, se recostaba en los cerros que culminaban allá al sur, en la mole nevada del Olimpo. Las gentes son más sencillas y nobles que en Tesalónica; algunos son de buena posición; los más pobres trabajan en las próximas canteras de mármol. Cuando Pablo inicia la predicación, reciben con avidez sus palabras y consultan diariamente las Escrituras, para ver si todo es tal 68

como el apóstol les ha dicho. Muchos de los judíos creen en Jesús, y además algunas mujeres griegas distinguidas y un grupo de gentiles. Funda el apóstol una comunidad, no numerosa, pero sí homogénea y muy unida por la fe. Sin embargo, comerciantes de Berea tienen estrechos contactos con los de Tesalónica y sin duda por alguna indiscreción informan a los judíos de la capital de Macedonia de la misión del apóstol y de la labor que viene realizando en Berea. Pronto mandan a unos enviados que agitan y alborotan a la plebe. Ante la amenaza de otro incidente, Pablo decide abandonar Berea. ¿Adonde dirigirse? Si siguen la vía Egnaciana pueden ir hasta el puerto de Dyrrachium, y cruzar el mar Adriático, hasta Italia; pero Pablo escoge tomar el camino del mar. Además ahora debería de caminar solo, pues Silas y Timoteo se quedan con los hermanos de Berea para confirmarlos en la fe. Otros discípulos se ofrecen para acompañar al apóstol en su viaje a la ciudad ateniense. Algunos de sus biógrafos creen que Pablo recayó de sus fiebres en la ciudad de Pydna, situada entre el Olimpo y el mar. Lo cierto es que, tras una breve jornada de unos 50 kilómetros, llegan al puerto de Dion, en el golfo Temaico, frente por frente a Tesalónica, situada al norte. De allí parten para Atenas.

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Capítulo XII

ATENAS

Durante tres o cuatro días, Pablo navegó por el mar Egeo. Tras el Olimpo, divisan las cumbres del Osa y el Pelión. Después se adentran en el ondulado y largo estrecho de Euripo, costeando a babor la alargada y rocosa isla de Eubea y a estribor las sinuosas costas del Ática, corazón de las tierras de Grecia. Pronto avistan la famosa llanura de Marathón, donde los griegos se cubrieron de gloria el año 490 antes de Jesucristo en defensa de su patria contra la „ invasión dirigida por Darío de Persia. Pablo, mecido por los suaves oleajes del estrecho, siente en lo más hondo de su alma una profunda paz, después de los últimos acontecimientos. Al vislumbrar estas tierras paganas es seguro que el apóstol encomienda a sus habitantes, pidiendo al Señor que pronto tengan la alegría de conocerle. En la mañana del último día de navegación, la nave dobla el cabo Sunión. E1 oleaje es más fuerte: hay un cambio de corriente. Desde una cima les saluda el templo del dios de los mares: Poseidón (o Neptuno). Lentamente, hinchadas las velas al viento, haciendo su último esfuerzo los remeros cruzan el golfo Sarónico y dejan atrás las famosas islas de Egina y Salamina, escenario ésta de la célebre batalla naval que los griegos ganaron a la flota persa el año 4S0 antes de Jesucristo. Finalmente arriban al puerto del Pireo. Cuando logran atracar y anclar en aquellos celebérrimos muelles, entre aquel bosque de mástiles y velas, reconocen en él a uno de los puertos de más antigua y hermosa tradición marinera. Lugar de donde salieron navegantes que, rivales de los de Sidón y Tiro, llevaron la civilización y el comercio a los más remotos países descubiertos hasta ahora. Hasta más allá de las mismas columnas de Hércules. 70

Aquí tuvo que despedirse Pablo de los que le habían acompañado desde Berea. Su corazón debió contristarse un momento al tener que quedarse solo y de su boca salió un postrer ruego: —Decid a Silas y a Timoteo que vengan lo antes posible. Un cuidado camino enlosado, rodeado de tumbas, los lleva a Atenas: ciudad madre de la cultura griega, intelecto del mundo, foro de la filosofía, cuna de la democracia, museo de arte, patria de los nobles deportes. Allá a lo lejos dominándola, reluciente bajo los rayos del sol, la colina de la Acrópolis, lugar en el que había más dioses que hombres. Cruzan el puente sobre el Cefiso y entran por la doble puerta llamada Dipilón. Por la calle de los Pórticos se dirigen sin duda al Cerámico, barrio donde habitan alfareros y judíos. La ciudad, aunque en plena decadencia política, reducida a ser una población más de la provincia romana de Acaya, seguía siendo el centro de la cultura del mundo conocido. Todos los intelectuales de la época tienen a gala visitar la ciudad, e incluso los grandes filósofos, historiadores o poetas, tales como Horacio, Virgilio, Cicerón y Ovidio, encuentran en ella la fuente de su inspiración. La Acrópolis preside la ciudad; Plutarco escribe que en su colina había más dioses que hombres. En el Partenón recibe culto la diosa Palas Atenea o Minerva. En el interior del templo estaba la imagen de la diosa: el rostro y las partes visibles de su cuerpo eran de marfil, los ojos de piedras preciosas y sus vestidos de oro puro; el edificio está rematado por otra estatua de la diosa de 20 metros de altura, hecha de cobre por el mismo Fidias. Á la luz del sol el casco y la punta de la lanza de la diosa brillaban de tal manera, que servían de señal para los buques que se acercaban al puerto del Pireo desde alta mar. Por todas partes colosales edificios, de los que no se sabía que admirar más, si su grandeza o su exquisita belleza. En el Erecteón arde sin interrupción una enorme lámpara de oro suspendida de una palmera de bronce; en su jardín está el olivo sagrado. Y hay un altar dedicado a la compasión. A la salida del Acrópolis, los Propileos, obra de Mnesiclés; cada cuatro años en este lugar se celebran las fiestas llamadas las Panateneas — en memoria de la fundación de la ciudad—; abundando los espectáculos con música, declamación y representación de obras dramáticas y los encuentros deportivos. Los vencedores reciben como trofeo las nobles coronas de laurel. 71

Atenas era una ciudad hecha por entero para recreación de los sentidos: el templo de Nike; la fuente de Clepsidra; la gruta de Pan; la Akademos (Academia) de Platón; el Valle del Iliso, sombreado por plátanos, donde los discípulos de Sócrates escuchaban admirados las novedades del método de enseñanza del Maestro; el Liceo de Aristóteles; el jardín del voluptuoso Epicuro; el pórtico de Zenón, etc. Y por todas partes estatuas, estatuas maravillosas de los más finos mármoles, cinceladas por lo mejores escultores de la Historia, que luego serán repetidas en infinitas copias y enviadas al mundo entero. Vista su grandeza monumental, Pablo tiene que sentir un dolor más intenso por el contraste con la idolatría que llena la ciudad. La religión era aquí mera cuestión de estatuaria, de superstición y de magia. La metrópoli es floreciente en filósofos y poetas, pero navega entre sofismas y mitos. Ignoran a Dios, cegados por sus falsos dioses, y sin embargo lo presienten, al modo como un niño presiente verdades que sólo conocerá cuando ya sea un persona mayor. Pablo descubre en uno de los templos un altar dedicado «al Dios desconocido»: será la idea básica y originaria para explicar la divinidad de Jesús. Tal vez en uno de sus paseos pase cerca de la prisión de Sócrates, y tenga un recuerdo para el filósofo que había creído en la inmortalidad del alma y había sabido combatir y morir por sus convicciones. Siguiendo su costumbre, Pablo se dirige a la sinagoga. Durante varios sábados disputa y porfía en ella con los judíos y los prosélitos. Los hebreos de Atenas, muy influidos por el ambiente pagano de la ciudad, no se mostraron muy deseosos de proseguir las discusiones. El materialismo les tenía ganados; ocupados con el comercio, habían colocado sus creencias religiosas en un lugar secundario. Pablo piensa pues que Atenas había que ganarla en el ágora. En aquel famoso lugar, en una colina consagrada a Marte, donde habían hablado los filósofos más famosos de la antigüedad, él se dirige a los transeúntes y a todo aquel que le salía al paso. Pablo sube con gesto digno los dieciséis peldaños de la escalinata abierta en la roca, desde donde se arista en una honda caridad el terrible Santuario de Euménides. Por allí hay siempre curiosos, que iban a escuchar a los oradores, al modo como hoy lo hace el público en el Hyde Park de Londres. Ciertos filósofos, tanto epicúreos como estoicos, se detienen a escucharle, y unos decían: — ¿Qué es lo que propala ese charlatán? Y otros contestan: —Parece ser un predicador de divinidades extranjeras. 72

Aquellos sofisticados atenienses, escuchando así, al paso, sin prestar mucha atención, toman a Jesús por un nuevo dios que aumentaría el número de sus dioses. Incluso algunos de los que allí están hacen burla de la figura de Pablo y de su acento de Tarso. La incomprensión es manifiesta ante el anuncio de la resurrección, algunos creen que con la palabra anastasis (resurrección) hace referencia a una diosa. Pablo, triste aunque no desalentado, abandona el ágora tras aquellas infructuosas jornadas. Quizá dirige una mirada a las estatuas de Licurgo, el legislador, de Píndaro, el poeta de las odas, de Demóstenes, el más famoso orador de Grecia, y piensa que sus oyentes tienen una cabeza aún más dura que aquellas estatuas de frío mármol. Unos días después arriba una nave al puerto del Pireo, y Pablo tiene la inmensa alegría de recibir a Timoteo, que viene de Berea, trayéndole noticias satisfactorias sobre aquella comunidad. Pablo cobra nuevo impulso y lleno de ilusión y de entusiasmo decide proseguir incansable en la predicación. Después de enviar a Timoteo a Tesalónica reanuda sus discusiones en la sinagoga los sábados y sus visitas al ágora. Un día, un grupo de filósofos le invitaron a hablar en el Areópago, el más antiguo tribunal de Atenas, que había condenado a Demóstenes. El Areópago de Atenas se reunía de noche en la colina de Ares. Una vez en el Areópago la pregunta fue: — ¿Podemos saber qué nueva doctrina es esta que enseñas? Pues eso es muy extraño a nuestros oídos: queremos saber qué quieres decir con esas cosas. Todos los atenienses y los forasteros aquí domiciliados no se ocupan de otra cosa que en decir y oír novedades. Ante estas palabras, Pablo, orgulloso de sentirse hijo de Dios, contempla el hermoso cielo estrellado del Ática; una mezcla de aroma de jardines y de sales marinas le trae la brisa. Es un momento solemne: se enfrentan por primera vez, de un modo oficial y académico, el nuevo cristianismo y el ya viejo y caduco paganismo. —Atenienses —dice—, veo que sois sobremanera religiosos; porque al pasar y contemplar los objetos de vuestro culto, he hallado un altar en el cual está escrito: «Al dios desconocido». Pues ese que sin conocerle veneráis es el que yo os anuncio. El dios que hizo al mundo y todas las cosas que hay en él, ése, siendo Señor del ciclo y de la tierra, no habita en templos hechos por la mano del hombre, ni por manos humanas es servido, como si necesitase de algo, siendo Él mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. Él hizo de uno todo el linaje humano, para poblar 73

toda la haz de la tierra. Él fijó las estaciones y los confines de los pueblos, para que busquen a Dios y siquiera a tientas le hallen, que no está lejos de nosotros porque en Él vivimos y nos movemos y existimos, como algunos de vuestros poetas han dicho: «porque somos linaje suyo». »Siendo, pues, linaje de Dios no debemos pensar que la divinidad es semejante al oro o la plata o a la piedra, obra del arte y del pensamiento humano. Dios, disimulando los tiempos de la ignorancia, intima ahora en todas partes a los hombres que se arrepientan, por cuanto tiene fijado el día en que juzgará la tierra con justicia, por medio de un Hombre, a quien ha constituido juez, acreditándole ante todos por su resurrección de entre los muertos» (H. A, XVII, 22-32). Hasta entonces habían oído con atención, pero al oír lo de la resurrección de entre los muertos unos se echan a reír y otros dicen: —Otra vez nos hablarás de esto. Ni siquiera le dejan pronunciar el nombre de Jesús. Los asistentes pierden interés en el discurso de Pablo. ¡Habían oído tantos discursos en su vida! Atenas estaba llena de discípulos de Aristóteles o Platón, de seudofilósofos pertenecientes a las escuelas epicúreas y estoicas. Creen que Pablo intenta crear otra escuela filosófica. Pablo abandona el Areópago, dejando tras sí una aburrida tertulia, en la que no faltaban grupos de cínicos que comentaban con ironía aquel lance. De regreso a la posada donde se alojaba, en el barrio de los alfareros, siente con sorpresa algunos pasos tras él y volviéndose ve que varias personas le seguían. ¡No! Sus palabras no han caído en el vacío. Incluso en la Atenas, saturada de filosofía y hastiada de doctrinas, la semilla de Cristo ha arraigado. Se presentaron ellos mismos: uno era un hombre de mirada serena llamado Dionisio, miembro del Areópago, por lo que era conocido como Dionisio Areopagita. Ella, una dama envuelta en un manto, de ojos profundos y mirada pensativa; se da a conocer como Damaris, y algunos otros más. Ellos fueron el escogido núcleo de una nueva gloriosa y floreciente comunidad cristiana, pequeña pero selecta. Después de todo esto, Pablo decide marcharse de aquella ciudad. Atenas, demasiado orgullosa de su cultura y de su fama, no ha tenido la mirada limpia para ver humildemente al Señor.

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Capítulo XIII

CORINTO

Otra vez a bordo de una nave griega, Pablo tiene tiempo de ordenar sus pensamientos en la corta travesía de El Pireo al puerto de Cencreas. El golfo Sarónico parece un lago rodeado casi por todas partes de orillas rocosas, sembrado de islas. A babor se ven las montañas de la isla de Egina con el alto templo de Afaia; se decía que en días claros se dominaba a la vez desde aquí la Acrópolis de Atenas y la ciudadela del Acrocorinto, en Corinto. A estribor las colinas de la isla de Salamina, y más allá los acantilados de Megara. Enfrente, las montañas de la Argólida, con sus bosques de pinos. Posiblemente Pablo va pensando en los obstáculos que la soberbia humana le ha opuesto en Atenas a la gracia de Dios. No será la única ni la última vez que la fe en Cristo se enfrente a la autosuficiencia de los hombres. En la lejanía se dibuja cada vez con más claridad la ciudad de Corinto. Situada estratégicamente en el istmo de su nombre —con dos puertos, uno en el mar Egeo y otro en el golfo de Corinto en el mar Jónico —, la ciudad había sido destruida por el general romano Mumio, el año 146 antes de Jesucristo. Julio César la reconstruyó y estableció en ella una colonia de libertos y veteranos de las legiones, a los que más tarde se agregan griegos, sirios, africanos y judíos. La ciudad se había desarrollado bajo la protección del águila romana y sus dos puertos de Lechaeum y Cencreas muestran un activo movimiento de naves mercantes con un floreciente comercio. En la época paulina, la ciudad posee una muralla de 21 kilómetros de circuito y ocupa unas 600 hectáreas. En su interior se levanta un abigarrado conjunto de edificios: veintitrés templos —entre los que destaca el 75

famoso templo del dios de la medicina Asklepios o Esculapio—, cinco grandes pórticos de columnas, varios mercados, cinco termas, dos basílicas, varios teatros y anfiteatros, uno de ellos con capacidad para veintidós mil espectadores sentados, etc. Y presidiéndolo todo, la ciudadela de Acrocorinto, donde se alza el templo de Afrodita a quien la -ciudad estaba consagrada. La nave se acerca a Cencreas, y poco después el apóstol pudo desembarcar. Cruza el pinar de Poseidón y camina tres horas a lo largo a lo largo del ameno valle de Haxamilia; a su derecha deja el recinto sagrado, donde se celebraban los famosos Juegos Istmicos; sube una suave cuesta, que atraviesa excelentes viñedos (las famosas uvas y pasas de Corinto), y entra en la ciudad. En el barrio judío hace amistad con un hebreo originario de Ponto, llamado Aquila, y con su mujer Priscila, quienes le ofrecen alojamiento en su casa. El matrimonio tiene un taller y una tienda de lonas y tapices, donde el apóstol trabaja. Ambos le cuentan su historia. También ellos han sufrido persecuciones: el emperador Claudio en el año 49 había ordenado la expulsión de los judíos residentes en Roma, por los alborotos promovidos por un tal Cresto: según refiere Tácito, hay fundados motivos para creer que se trata de las discusiones producidas en la sinagoga, originadas entre los que creen o no en Cristo. El apóstol sigue en esta ciudad el mismo plan apostólico empleado en otros lugares: los sábados deja su trabajo en el telar y se dirige a la sinagoga, donde «discutía y persuadía a judíos y griegos» (Hechos, XVII, 4). Un día tiene la alegría de recibir a Silas y Timoteo, que regresan de Macedonia; le traían buenas noticias de Tesalónica, así como una cantidad en dinero, fruto de la aportación de aquella noble comunidad de fieles. Él también les da buenas noticias: la situación ha cambiado y las conversiones menudean: Estéfanas, un hombre de posición acomodada, se ha convertido con toda su familia y algunos otros. Silas y Timoteo tienen pronto ocasión de presenciar nuevas conversiones: asisten al bautismo de Fortunato y Acaico, al que siguen otros de diversos ciudadanos, entre ellos Ticio Justo, dueño de una casa vecina a la sinagoga. Con la llegada de Silas y Timoteo, el apóstol puede dedicarse plenamente a la predicación, testificando a los judíos que Jesús era el Mesías. Los judíos se resisten y le insultan. Estos hijos de Israel no son tan sutiles, irónicos y escépticos como los atenienses; se apasionan ferozmente 76

y llegan fácilmente a la discusión violenta y al odio. Un día Pablo, en el curso de una de aquellas amargas controversias, se sacude sus vestiduras y con voz enérgica les dice: —Caiga vuestra sangre sobre vuestras cabezas: limpio soy yo de ella. Desde ahora me dirigiré a los gentiles (Hechos, XVIII, 6). Con paso firme y el orgullo santo de poseer la verdad, sale el apóstol de la sinagoga. Pasa la noche en casa de Ticio Justo y allí acude Crispo, el jefe de la sinagoga, a manifestarle su conversión y la de su familia. Son muchos los corintios que acuden a las reuniones celebradas en casa de Ticio Justo, donde la semilla de la fe fructifica abundantemente. Una noche, Pablo tiene una visión. Se le aparece el Señor y le dice: —No temas; habla y no calles; yo estoy contigo y nadie se atreverá a hacerte mal, porque tengo yo en esta ciudad un pueblo numeroso (Hechos, XVIII, 9-10). Aquella dulce visión infunde un vivificante calor en el alma del apóstol. Su abnegación evangélica se acrecienta de un modo extraordinario en aquellos momentos de místico éxtasis, confortado por las promesas de apoyo de Jesús. San Lucas nos dice que Pablo «se detuvo (en Corinto) un año y seis meses, enseñando entre ellos la palabra de Dios» (Hechos, XVIII, 11). Tan larga estancia se tradujo en el esplendor y cohesión de la comunidad cristiana de Corinto, que pudo ser bien adoctrinada y organizada. Aquellos cristianos, que el apóstol llamará más tarde «los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos» (1 Corintios, 1, 2), dieron un hermoso ejemplo a sus hermanos de las demás ciudades, y más adelante podrán vencer las dificultades con que tuvieron desgraciadamente que luchar. —Maran atha (el Señor viene). La gracia del Señor Jesús sea con todos vosotros... Así inicia Pablo sus exhortaciones a los fieles corintios. Aquí es donde la comunidad cristiana comienza a guardar la festividad del primer día de la semana —el domingo—, en lugar del sábado hasta entonces tradicional entre los judíos. Los actos de culto en el primitivo Cristianismo emocionan por la sencillez de sus fórmulas y la caridad que empapa las relaciones de los fieles. Las ceremonias se celebran a última hora de la tarde; asisten juntos —a diferencia de las sinagogas— hombres y mujeres; se narran hechos de la vida de Jesús y seguidamente Pablo o el que oficie la ceremonia 77

pronuncia un sermón sobre algún punto de la doctrina; los fieles cantan a coro algunos salmos e himnos; finalmente los asistentes se sientan en tomo a una mesa para cenar juntos: es el ágape o comida de fraternidad en la que participan pobres y ricos, esclavos y hombres libres, sin discriminación alguna, presididos por el oficiante y los ancianos más respetados. Tras la bendición de la mesa, se procede a tomar los sencillos alimentos. Al terminar el ágape, los catecúmenos, todavía no bautizados, se alejan y los bautizados se trasladan a otra sala principal, para celebrar el «banquete eucarístico». Se encienden las luces, y hombres y mujeres se acercan al altar con sus ofrendas, mientras el coro entona el Kyrie eleison. El oficiante toma parte del pan y del vino que ve en las ofrendas y hace la consagración. Al final de la función religiosa, los fieles se acercan uno tras otro, comulgan con las dos especies —pan de trigo consagrado y vino de uva—; reciben un ligero abrazo y el ósculo de paz. Los hombres se besan entre ellos y las mujeres igualmente entre sí. Lo sobrante de aquel santo banquete se reserva a los enfermos. La ceremonia se cierra con un himno de acción de gracias, llamado Eucaristía, del cual recibe su nombre toda la solemnidad. Las primitivas comunidades cristianas ya han tomado conciencia de que forman parte del cuerpo místico de Cristo. Dedicados todos durante el día a los más diversos menesteres, muchos de ellos esclavos condenados a un miserable destino, sólo al llegar el anochecer pueden aislarse de aquel mundo injusto y egoísta, que ha sustituido las más puras esencias religiosas por una parodia teatral y vana, y sentirse en sus banquetes eucarísticos verdaderamente hermanos de sus hermanos, en comunicación con Dios. A ellos, igual que a Pablo, todo aquel endiosamiento de la piedra y del mármol les deja indiferentes; es una sociedad que ha rebajado la espiritualidad hasta el punto de rendir culto a algunos animales o celebrar escandalosas orgías, so capa de ceremonias religiosas. Mucho consuela a Pablo la fidelidad de sus discípulos de Corinto; pero no por eso olvida a los de Macedonia, especialmente a los de Tesalónica, expuestos a tantos peligros. Por Timoteo sabe que siguen firmes en la fe; pero que algunos han interpretado mal las palabras de Pablo y creen que es inminente la vuelta del Señor y la resurrección de los muertos. Esta confusión de los fieles induce al apóstol a dirigirles su primera epístola. Escrita entre los años 50 y 52, son las primicias de Pablo y los primeros escritos del Nuevo Testamento. A través de sus páginas, se manifiesta la rica y extraordinaria psicología paulina y sus grandes 78

preocupaciones apostólicas, junto a su atención a los pequeños detalles de la vida íntima y de la organización de la naciente Cristiandad.

La originalidad radica en su carácter práctico y familiar. La forma literaria es intuitiva y gráfica. El tema central es —como hemos dicho— el relativo a la parusía. Se inicia la epístola con una salutación y tras la acción de gracias al Señor, les recuerda la forma en que realizó su ministerio entre ellos: «que nunca usó de lisonjas, ni procedió con propósitos de lucro, ni buscó la alabanza de los hombres»; les trae a la memoria sus penas y fatigas y cómo trabajaba día y noche para no ser gravoso a nadie. «Vosotros y Dios sois testigos —continúa el apóstol— de nuestra conducta sana, justa, irreprochable para con los que creíais. Sabéis que como un padre a sus hijos, así a cada uno os exhortábamos y alentábamos, y os conjurábamos a andar de modo digno de Dios, que os llamó a su reino y gloria» (Epístola I a los Tesalios, II, 10-12). A continuación el apóstol les manifiesta su deseo de volver a verles y la alegría que ha tenido al recibir buenas noticias de sus amados tesalonicenses. En la segunda parte de la epístola les hace una exhortación a la santidad, a la caridad y al trabajo: 79

«Tocante a la caridad fraterna no tenéis necesidad de que se os escriba, porque de Dios mismo habéis aprendido cómo debéis amaros unos a otros; y en efecto, así lo hacéis con todos los hermanos que viven en toda Macedonia. Sin embargo, todavía os exhortamos a que progreséis más y más y a que os afanéis en vivir pacíficamente, ocupándoos en lo vuestro y trabajando con vuestras propias manos, conforme os lo tenemos recomendado, a fin de que viváis decorosamente a los ojos de los demás y no padezcáis necesidad» (Epístola I a los Tesalios, IV, 9-12). Viene luego la parte más delicada de la epístola, aquella en que se refiere a la parusía, es decir, la segunda venida de Cristo y la resurrección de los muertos, problema que tanto turbaba a los cristianos de Tesalónica. Sobre esto Pablo les dice: «No queremos, hermanos, que ignoréis lo tocante a la suerte de los muertos, para que no os aflijáis como los demás que carecen de esperanza. Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios por Jesús tomará consigo a los que se durmieron en Él.» Y más adelante continúa: «Pues el mismo Señor, a una orden, a la voz del arcángel, al sonido de la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero; después nosotros, los vivos, los que quedamos, junto con ellos, seremos arrebatados en las nubes, al encuentro del Señor en los aires, y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras.» Finalmente les advierte que «en cuanto al tiempo y las circunstancias, no hay, hermanos, por qué escribir». Y les recuerda que el Señor llegará de improviso. (Epístola I a los Tesalios, V, 1-11). Cierran la epístola las amonestaciones y saludos de rigor: «Os rogamos, hermanos, que acatéis a los que laboran con vosotros presidiéndoos en el Señor y amonestándoos, y que tengáis con ellos la mayor caridad por su labor, y que entre vosotros viváis en paz»... Mirad que ninguno vuelva a nadie mal por mal, sino que en todo tiempo os hagáis el bien unos a otros y a todos. Estad siempre gozosos y orad sin cesar. Dad en todo gracias a Dios, porque tal es su voluntad en Cristo Jesús. »No apaguéis al Espíritu. No despreciéis las profecías. Probadlo todo y quedaos con lo bueno. Absteneos hasta de la apariencia de mal. El Dios de la paz os santifique cumplidamente, y que se conserve entero vuestro espíritu, vuestra alma y vuestro cuerpo sin mancha, para la venida de Nuestro Señor Jesucristo... Hermanos, orad por nosotros. Saludad a todos los hermanos con el ósculo santo. Os conjuro por Jesucristo que esta 80

epístola sea leída a todos los hermanos. La gracia de Nuestro Señor Jesucristo sea con vosotros» (Epístola I a los Tesalios, V, 12-28). A los tres meses de escribir esta admirable epístola, Pablo juzga conveniente enviar una segunda a los mismos fieles de Tesalónica, que siguen inquietos por el tema de la parusía. En esta segunda, Pablo, tras dar gracias a Dios y hacer los elogios y recomendaciones acostumbradas, pasa inmediatamente al tema que les preocupa: «Por lo que hace a la venida de Nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con Él, os rogamos, hermanos, que no os turbéis de ligero, perdiendo el buen sentido, y no os alarméis ni por espíritu, ni por discurso, ni por epístola, como si fuera nuestra, que digan que el día del Señor es inminente. Que nadie en modo alguno os engañe porque antes ha de venir la apostasía y ha de manifestarse el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición, que se opone y se alza contra todo lo que se dice Dios o es adorado, hasta sentarse en el templo de Dios y proclamarse dios a sí mismo» Epístola II a los Tesalios, II, 1-5). Es una referencia a la aparición del anticristo, de quien el apóstol ya ha hablado a sus discípulos en anteriores ocasiones. Termina Pablo exhortándolos, y en nombre de Nuestro Señor Jesucristo les manda apartarse de todo hermano que viva desordenadamente y no siga las enseñanzas que de él habían recibido. Insiste en que deben imitarle y no vivir en la ociosidad, ni comer de balde el pan de nadie. «Que el que no quiera trabajar que no coma», les vuelve a advertir. Y el apóstol se duele de «que ha oído que algunos viven entre vosotros en la ociosidad, sin hacer nada, sólo ocupados en curiosearlo todo». A éstos les aconseja que trabajen y si no lo hacen ruega a los demás que los corrijan «no como a enemigos, sino como a hermanos» (Epístola II a los Tesalios, III, 6-15). La despedida es afectuosa. «El mismo Señor de la paz os conceda vivir en paz siempre y dondequiera. El Señor sea con todos vosotros. La salutación es de mi puño y letra: Pablo. Y ésta es la señal en todas mis epístolas. Así escribo. La gracia de Nuestro Señor Jesucristo sea con todos vosotros» (Epístola II a los Tesalios, III, 16 y 17). Como no escribe sus cartas, sino que las dicta, se ve obligado a añadir unas palabras de su puño y letra, para que sirvan de señal y eviten que algún falsario trate de falsificar alguna epístola. Los frutos apostólicos del año y medio de estancia en Corinto crecen de día en día con admirables 81

resultados. De vez en cuanto acaecen conversiones de personas destacadas y de la clase alta de la ciudad. Después de un tal Gayo, que más tarde le daría hospedaje durante su estancia en Corinto, se convierten Sostenes y Zenas, un judío docto en derecho, y la viuda Cloe con su servidumbre; la conversión más resonante es la de Erasto, tesorero de la ciudad de Corinto, el cual solicita ser bautizado. Sin embargo, la mayoría de los nuevos discípulos pertenece a las esferas más bajas de la sociedad, tales como Tercio y Cuarto, ambos de condición modesta. Es la primavera del año 52. De Roma han venido noticias que parecen esperanzadoras: Claudio, por fin, se ha decidido a nombrar heredero del trono a su hijastro Nerón, a instancias de Agripina. Esta ambiciosa mujer, deseando lo mejor para su hijo, había mandado llamar al filósofo Lucio Anneo Séneca de su destierro en la isla de Córcega, y le nombra preceptor de su hijo. El nombre de Séneca, filósofo estoico, conocido por su moderación y bondad, era una garantía de que los asuntos públicos iban a mejorar en el Imperio. Roma, tras tanta irresponsabilidad, arbitrariedad y sadismo sanguinario, parece que por fin va a abrirse a un horizonte de justicia, de paz y de esperanza. El acceso de la familia Séneca al favor imperial no tarda en repercutir en Acaya. Cayo Gallón, el hermano del filósofo, fue nombrado nuevo procónsul. Los judíos, que confían en que el nuevo procónsul se ponga a su favor —dispuestos a todo trance a terminar con las actividades del apóstol (la defección de Crispo, jefe de su sinagoga, les ha exasperado especialmente) —, traman una conjuración y provocan un levantamiento del populacho contra él. Se apoderan de Pablo y le conducen a la fuerza ante el tribunal. Cayo Galión ya ha oído hablar de la propensión de los judíos a las querellas y al alboroto; pero le sorprende desagradablemente que, apenas iniciado su mandato, ya le planteen una de aquellas cuestiones que a él le parecen absurdas. El nuevo jefe de la sinagoga. Sostenes, se adelanta y formula la denuncia, con la inevitable implicación política: —Éste —dice señalando a Pablo— persuade a los hombres a dar culto a Dios de un modo contrario a la ley. —Si se tratase de alguna injusticia —responde Cayo Galión— o de algún grave crimen, ¡oh judíos!, razón seria que os escuchase; pero tratándose de cuestiones de doctrina, de nombre y de vuestra ley, allá 82

vosotros lo veáis, yo no quiero ser juez en tales cosas» (Hechos, XVII, 1416). Y los echó del tribunal. El prurito de ser justos de los gobernadores romanos ha salido una vez más por sus fueros. Lo que no sabía Cayo Galión es que este pequeño incidente le confiere el honor de ser el único español citado en el Nuevo Testamento. Expulsados de aquel modo del tribunal romano, no atreviéndose a agredir a Pablo, a quien amparaban en cierto modo las palabras pronunciadas por el procónsul, los judíos arremeten contra Sostenes; le golpean a la puerta del tribunal hasta dejarlo casi muerto, sin que Cayo Galión se cuidase de ello, ni hiciese intervenir a la guardia. Después de pasar «aún bastantes días» en la ciudad, Pablo decide proseguir su viaje. Se despide de los hermanos y en el puerto de Cencreas se rapa la cabeza en cumplimiento de un voto. Acompañado tan sólo de Priscila y Aquila, embarcan en una nave con rumbo a Siria. Cruzan el mar Egeo, pasan el puerto de Panormo, en la desembocadura del Caistro, y de allí un bote, por un canal de dos kilómetros de longitud, les conduce a Éfeso. Pablo se separa de sus acompañantes y se dirige a la sinagoga; aquí dialoga con los judíos más notables, quienes le ruegan que se quede más tiempo, pero el apóstol se despide de ellos con estas sencillas palabras: —Si Dios quiere, volveré a vosotros: La nave parte de Éfeso, dejando atrás la silueta de una ciudad rica y soberbia en edificios; pero no era éste el momento a ella destinado. Cruza el Mediterráneo oriental, y llega sin novedad a Cesárea. Pablo hace una vez más el camino de subida a Jerusalén y allí, tras tanto tiempo de separación y ausencia, saluda a los de su Iglesia. Después baja de nuevo y se dirige a su amada Antioquía.

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Capítulo XIV

EL TERCER VIAJE (ÉFESO)

Todo hace suponer que Pablo pasó el invierno en Antioquía, confortando con su presencia a sus hermanos en la fe. Aquí se encuentra probablemente con Pedro, Juan, Marcos y tal vez con Bernabé. Pero su inquietud apostólica le aguijonea de nuevo y busca un nuevo compañero. Silas ha vuelto al servicio de Pedro, Timoteo no está aquí. Entonces escoge a Tito, que ya le había acompañado, como sabemos, al Concilio de Jerusalén. Así es cómo inicia su tercer viaje de misión. Se despide emocionado de los hermanos antioqueños y de su amada ciudad, dejando tras de sí una floreciente comunidad de cristianos. Pablo atraviesa de nuevo el Tauro; aprovecha la primavera para cruzar otra vez las altas y áridas tierras del país de Galacia y de la Frigia, que tan bien conocía. Es el verano del año 53. En todas partes es bien acogido por los hermanos. En Derbe se le une Gayo de Derbe, que le acompaña en sus predicaciones, y Pablo confirma a los discípulos. Entonces tiene noticia de que estas regiones han sido recorridas por adversarios suyos, que trataron de destruir su obra. Asimismo cristianos a pseudocristianos entusiastas, llenos de buena fe, pero ingenuos y mal preparados —que no habían recibido órdenes sagradas ni eran enviados de los apóstoles—, habían predicado el Cristianismo a su manera. Uno de éstos era un alejandrino llamado Apolo, que enseñaba con exactitud lo tocante a Jesús, «pero sólo conocía el bautismo de Juan». Pablo, tras atravesar las regiones altas, decide llegarse a Éfeso, la hermosa ciudad del Asia griega. Éfeso, reconstruida totalmente por el rey Lisímaco, uno de los sucesores de Alejandro, era entonces una de las ciudades más bellas del 84

Imperio. Muchas poblaciones ha visto Pablo en sus viajes, pero pocas podían competir con ésta. La joya de la ciudad es el Artemisión o templo de Diana —una de las siete maravillas del mundo—; construido en las afueras de la ciudad, el edificio posee enormes proporciones; el techo está sostenido por ciento veintisiete columnas jónicas, que descansan sobre figuras de mármol muy artísticamente labradas. El santuario de la diosa es rico en obras maestras de arte. Hay esculturas de Fidias, Praxíteles y Apeles; la talla de la diosa hecha sobre madera ennegrecida poseía cierto poder sugestivo. Sirven a Diana un sinnúmero de sacerdotisas, cantores, músicos, hechiceros y guardianes, bajo la autoridad de un sumo sacerdote. Muchos peregrinos acuden al templo a depositar sus ofrendas. En la ciudad abundan talleres donde fabrican y venden imágenes de Diana, de oro, de plata o de madera. Recostada en las vertientes del Prión, del Gallesión y del Coressus, la ciudad se escalona hacia el lago azul, comunicada por un canal con el mar. Por todas partes aparecen villas rodeadas de jardines. Destacan por su grandiosidad y belleza el Serapeum y el Anfiteatro; la famosa vía Magnesia; el Pritaneo; el Foro y el templo de Apolo; el Gimnasio principal y el Gimnasio de Vedio, situado junto al Estadio; y en las inmediaciones de éste, la puerta Corésica, que por la avenida procesional conduce al templo de Diana. El viajero curioso que hoy quiera llegar a Éfeso no encuentra más que lamentables ruinas: nada ha quedado de aquella activa y abigarrada población de griegos, egipcios, judíos, romanos, sirios, gálatas y asiáticos de todo origen. Parece como si la hubieran devastado los siete jinetes del Apocalipsis. Lo único que permanece son los pantanos de las cercanías del lago, tan cantados por los poetas efesios. En la época paulina, la ciudad ofrecía una favorable acogida a cuantos se llegaban a ella: incluso era el refugio favorito de criminales y ladrones: el asilo que brindaba la diosa era inviolable. Sin embargo, en aquella ciudad tan paganizada esperan al apóstol sus amigos Aquila y Priscila y algunos discípulos; por otra parte en la sinagoga judía ya era conocido del viaje anterior y le muestran cierta deferencia. Pablo, informado acerca del confusionismo religioso que reina en esta región, pregunta a los cristianos: — ¿Habéis recibido el Espíritu Santo al abrazar la fe? Y ellos le contestaron: —No hemos oído nada del Espíritu Santo. 85

Les pregunta: —Pues ¿qué bautismo habéis recibido? Le sigue la respuesta escueta: —El bautismo de Juan. En el acto Pablo se aplica a deshacer el equívoco en que viven: —Juan —les explica— bautizó un bautismo de penitencia, diciendo al pueblo que creyese en el que venía detrás de él, esto es, en Jesús. Aclaradas estas cuestiones los fieles se apresuraron a recibir el bautismo en nombre del Señor Jesús. Pablo les impone las manos y en ese instante desciende sobre ellos el Espíritu Santo (Hechos, XIX, 2-7). Poco después Priscila y Aquila le refieren lo ocurrido con Apolo. Este alejandrino había hablado en Éfeso con gran fervor de espíritu, y enseñó con exactitud lo tocante a Jesús —si se exceptúa su malentendido respecto al bautismo de Juan—; pero Priscila y Aquila, después de oírle, le exponen a solas el camino de Dios. Apolo reconoce noblemente su equivocación y les prometió rectificar aquel error en que había incurrido. Más tarde, al marchar a Acaya, lleva consigo diversas cartas para que los discípulos de esta ciudad le reciban. Posteriormente llegan noticias de aquella provincia, diciendo que hizo mucho provecho con su gracia, porque vigorosamente argüía a los judíos en público, demostrándoles por las Escrituras que Jesús era el Mesías. Cuando Pablo llega a Éfeso, los hermanos de aquí saben que Apolo se hallaba en Corinto. Entre los industriales efesios tiene el apóstol ocasión de trabajar en su oficio: alterna las horas destinadas al telar con las dedicadas a la labor apostólica. San Lucas nos dice que por «espacio de tres meses habló con libertad en la sinagoga, conferenciando y discutiendo acerca del reino de Dios. Pero así que algunos endurecidos e incrédulos comenzaron a maldecir del camino del Señor delante de la muchedumbre, se retiró de ellos separando a los discípulos» (Hechos, XIX, 8-10). Aquí, como en tantas otras ciudades, acaba por no poder utilizar la sinagoga como centro de sus predicaciones. Tiene que buscar otro local: en adelante enseñará en casa de un gramático llamado Tirano, que le alquila su espaciosa aula. Dos años estuvo predicando allí, «de una manera que todos los habitantes de Asia oyeron la palabra del Señor, tanto los judíos como los griegos» (Hechos, XIX, 8-10). La repercusión de sus sermones y enseñanzas será enorme. Por mano de Pablo obra Dios milagros extraordinarios, de suerte que «hasta los 86

pañuelos y delantales que habían tocado su cuerpo, aplicados a los enfermos, hacían desaparecer de ellos las enfermedades y salir a los espíritus malignos» (Hechos, XIX, 11-12). Aquel éxito tuvo una derivación insospechada: algunos exorcistas judíos, ambulantes, comienzan a invocar sobre los que tenían espíritus malignos el nombre del Señor Jesús, diciendo: —Os conjuro por Jesús, a quien Pablo predica. Descubren que quienes exorcizan de este modo son los siete hijos de Esceva, un judío de familia pontifical. Aquel blasfemo intento de invocar el nombre de Jesús para fines personales les falla estrepitosamente. Un día, dos de ellos se presentan a exorcizar a un enfermo que padece espasmos, una crisis nerviosa o algún estado de parálisis, pero el enfermo reacciona negativamente contra ellos diciéndoles indignado: —Conozco a Jesús y sé quién es Pablo; pero vosotros, ¿quiénes sois? Y arrojándose sobre ellos, se apodera de los dos en un alarde de fuerza muscular y los sujeta de modo que desnudos y heridos tienen que huir de aquella casa. Final con ribetes cómicos de un burdo intento de vulgar hechicería. «El hecho acaecido a los dos hijos de Esceva fue conocido por todos los judíos y griegos que moraban en Éfeso, apoderándose de todos un gran temor, siendo glorificado el nombre del Señor Jesús. Muchos de los que habían creído, venían, confesaban y manifestaban sus prácticas supersticiosas, y bastantes de los que habían profesado las artes mágicas traían libros y los quemaban en público, llegando a calcularse el precio de los quemados en cincuenta mil monedas de plata; tan poderosamente crecía y se robustecía la palabra del Señor» (Hechos, XIX, 17-20.) La iglesia de Éfeso, entretanto, ha crecido tanto en número y se halla tan robustecida, que Pablo piensa en una más perfecta organización. Para ello instituye una corporación de presbíteros, a los cuales da el título episkopoi. Esta palabra, que en un principio tenía un significado de «superintendentes» en la vida civil de las ciudades griegas, toma desde entonces un significado religioso, que es como llega a nosotros. La comunidad cristiana de Éfeso tiene ya una noble tradición, que muchos comentaristas suponen anterior incluso a Pablo. Es cierto que el Espíritu Santo le prohibió a Pablo predicar en Asia en el curso de su segundo viaje. Una razón muy plausible que se alega es que allí ya había fundado una comunidad cristiana el propio San Juan, uno de los más ilustres apóstoles y una de las columnas de la Iglesia de Jerusalén. Como 87

San Juan recibió el honrosísimo encargo de Jesús, cuando pendía de la cruz en el Calvario, de que se hiciera cargo de la guarda y protección de su Madre Santísima, la tradición indica con insistencia que la Virgen María fue llevada por San Juan a Éfeso, y que hacia el año 48 tuvo allí lugar su Asunción en cuerpo y alma a los cielos. Hoy día se enseña en las ruinas de Éfeso la Casa de la Virgen, en el lugar conocido como Panaya Kapulu. Sin embargo, la estancia del apóstol en Éfeso fue muy fructífera para la Iglesia en toda Asia. Las Iglesias de Grecia y Macedonia le envían emisarios, y así es como Pablo recibe a Gayo, Aristarco, Segundo de Tesalónica y Sópatro de Berea. De Galacia no cesa de recibir mensajes, y Lucas, desde Filipos, le envía relaciones puntuales sobre la situación de aquella floreciente comunidad. Apolo, el alejandrino, regresa desde Corinto deseoso de conocer al apóstol, y asimismo vienen a ofrecer sus respetos dos personajes tan eminentes como Erasto, tesorero de la ciudad y Sóstenes, el antiguo presidente de aquella sinagoga. Pablo no carece de colaboradores y de amigos. «Os mandan saludos las Iglesias de Asia», podrá decir en una de sus epístolas a los corintios. Entretanto el territorio de misión de la Iglesia se había extendido mucho. En todas las ciudades grandes e incluso pequeñas había ya predicadores del Evangelio. Una de ellas, Colosas, se distingue por su floreciente comunidad cristiana, fundada por Epafras, un griego ganado a la fe de Cristo por San Pablo. Los colosenses merecerían más tarde el singular privilegio de recibir una de las contadas epístolas del apóstol. A través de Epafras, Pablo se hace amigo de Filemón, distinguido ciudadano de Colosas, así como de su esposa Apfia, quienes ponen su casa a disposición de la comunidad. A su vez Filemón hace la presentación a Pablo de un pariente o amigo suyo llamado Arquipo, que por sus buenas cualidades llegará a ser el presbítero de Colosas. Pablo le llamará más tarde «su amado y colaborador» (Filemón, 2). Epafras funda asimismo en la ciudad de Laodicea una comunidad de creyentes, que se reúne en casa de un llamado Linfas, y que fue objeto más tarde de graves amonestaciones. La última fundación misionera del incansable Epafras fue la comunidad de Hierápolis. Pablo, generoso, se había desprendido de sus mejores colaboradores: Timoteo, Tito y Erasto habían ido a Macedonia y Grecia. No es extraño que a veces tenga momentos en que toca de cerca la soledad v siente el abatimiento. Sobre sus hombros pesan las tribulaciones que sufren algunas de las comunidades fundadas por él. Para desahogar los sentimientos que en tropel agitan su alma, Pablo recurre de nuevo a la pluma: se suceden de 88

este modo varias de sus epístolas dirigidas a los fieles de las comunidades cristianas. La Epístola a los Gálatas obedeció al cambio acaecido en aquellas Iglesias por la predicación de ciertos cristianos judaizantes; eran éstos una minoría de fariseos medio convertidos, que predicaban la necesidad de la circuncisión para obtener la salvación, aquellos con los que Pablo y Bernabé habían tenido que discutir y que resistir en el Concilio de Jerusalén. Colaboradores inconscientes de los judíos puros, estos pseudocristianos lograron convencer a los gálatas de que aceptasen la circuncisión como un complemento del Evangelio. Algunos autores creen que la Epístola a los Gálatas fue escrita en Antioquía, incluso antes del Concilio de Jerusalén, pero la mayor parte de los comentaristas presumen que la escribió en Macedonia o en Corinto. San Pablo insiste en ella en que sólo hay un Evangelio; reafirma que los judíos convertidos están exentos del cumplimiento de la ley, y que por la fe y no por la ley recibieron los judíos el Espíritu Santo. «Cristo nos redimió de la maldición de la ley», aclara el apóstol, y, tras hacer una breve alusión a la situación de los hombres hasta el advenimiento de Jesucristo, afirma que «someterse a la ley, seria volver a la servidumbre», y que «El Evangelio reemplaza a la ley». En la tercera parte, en sus exhortaciones, llega a varias conclusiones: ya no caben mixtificaciones ni confusiones: o se es judío o se es cristiano, y finalmente acaba con la aseveración de que la caridad suple a la ley: «Porque toda la ley se resume en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Epístola a los Gálatas, IVI). Como se ve, una epístola eminentemente doctrinal, como fueron casi todas las de San Pablo. Sólo más tarde, cuando escriba a Timoteo, a Tito, a Filemón, el apóstol adoptará un estilo más familiar, más íntimo, en cuyas breves páginas casi sentimos el palpitar de aquel corazón tan noble, tan generoso, tan grande, como fue el de Pablo de Tarso. En la primera Epístola a los Corintios —escrita en Éfeso, durante la estancia de tres años en esta ciudad, en el curso del tercer viaje—, el apóstol, se propone subsanar la situación poco satisfactoria por la que atraviesa esta cristiandad y responder a las consultas propuestas por sus fieles. Tras la salutación —que dirige en su nombre y en el del amanuense Sóstenes, antiguo presidente del consejo de la sinagoga—, y después de la acción de gracias por los dones concedidos a los corintios y una 89

exhortación a la caridad, les recuerda el contraste entre la sabiduría del mundo y la de Dios. En la primera parte no faltan las reprensiones a los corintios. «¿Dónde está el sabio?», pregunta. Los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría. La predicación de Cristo Crucificado resulta escándalo para los judíos y locura para los gentiles. Pero la locura de Dios es más sabia que la de los hombres y la flaqueza de Dios más poderosa que la de los hombres. «Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes... y lo que no es nada, lo eligió Dios para destruir lo que es, para que nadie pueda gloriarse ante Dios. Por Él sois en Cristo Jesús, que ha venido a seros, de parte de Dios, sabiduría, santificación y redención...» (Epístola I a los Corintios, I, 1-3). Casi atropelladamente, Pablo dicta las frases con dicción clara y tono cálido: «Yo, hermanos —prosigue—, llegué a anunciaros el testimonio de Dios no con sublimidad de elocuencia o de sabiduría, que nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo...» (Epístola a los Corintios, II). Pablo pasa seguidamente a enjuiciar con visión paternal los roces surgidos en la iglesia de Corinto: si, pues, hay entre vosotros envidia y discordias, ¿no prueba esto que vivís a lo humano?» Fustiga luego a los que dicen: yo soy partidario de Pablo o soy partidario de Apolo, el alejandrino; «¿Qué es Apolo y que es Pablo? »Unos ministros de Aquel en quien habéis creído, y eso según el don que a cada uno ha concedido el Señor. Yo planté, Apolo regó, pero Dios es quien ha dado el crecer y hacer fruto. Y así ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios, que es el que hace crecer y fructificar. Tanto el que planta como el que riega vienen a ser una misma cosa. Pero cada uno recibirá su propio salario a medida de su trabajo. Porque nosotros somos unos coadjutores de Dios: vosotros sois el campo que Dios cultiva, sois el edificio que Dios fabrica. »Yo, según la gracia que Dios me ha dado, eché, cual perito arquitecto, el cimiento del edificio: otro edifica sobre el. Pero mire bien cada uno cómo alza la fábrica o qué doctrina enseña. Pues nadie puede poner otro fundamento que el que ya ha sido puesto, el cual es Jesucristo» (Epístola a los Corintios, III, 1-12). De este modo rebate la absurda creencia acerca de la distinta fe en Cristo predicada por Apolo y por él. 90

A continuación les exhorta a la humildad y enumera las dificultades y tribulaciones de los apóstoles: «¡Oh!, ¿qué cosa tienes tú que no la hayas recibido de Dios? Y si todo lo que tienes lo has recibido de Él ¿de qué te jactas, como si no lo hubieses recibido?... Pues yo, para mí, tengo que Dios a nosotros, los apóstoles, nos trata como a los últimos hombres, como a los condenados a muerte: haciéndonos servir de espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres. Nosotros somos reputados como unos necios, pero somos de Cristo; mas vosotros sois los prudentes en Cristo: nosotros flacos, vosotros fuertes, vosotros sois honrados, nosotros viles y despreciados. Hasta la hora presente andamos sufriendo el hambre, la desnudez, los malos tratamientos, y no tenemos dónde fijar nuestro domicilio. Y nos afanamos trabajando con nuestras propias manos; nos maldicen y bendecimos; padecemos persecución y la sufrimos con paciencia; nos ultrajan y retornamos súplicas; somos, en fin, tratados hasta el presente como la basura del mundo, como la escoria de todos. »No os escribo estas cosas porque quiera sonrojaros, sino que os amonesto como a hijos míos muy queridos» (Epístola a los Corintios, 714). Se extiende después prolijamente sobre el estado moral de la Iglesia de Corinto, y les insta a que glorifiquen a Dios con la pureza de su cuerpo; responde luego a las preguntas de los corintios sobre el matrimonio y acerca de las carnes sacrificadas a los ídolos. El mismo apóstol se propone como ejemplo a los corintios con estas frases ardientes: — ¿No soy libre yo? ¿No soy apóstol? ¿No he visto a Jesús Nuestro Señor? ¿No sois vosotros mi obra en el Señor?... Siendo del todo libre, me hago siervo de todos para ganarlos a todos... Me hice flaco con los flacos, por ganar a los flacos. Me hice todo para todos, por salvarlos a todos. Todo lo cual hago por amor al Evangelio, a fin de participar de sus promesas. (Epístola a los Corintios, IX, 1-23). Finalmente, hace una breve alusión a la historia de Israel, para enseñanza de los fieles; se refiere al papel de la mujer en la Iglesia y recomienda que se cubra con un velo en el templo, como señal de respeto propio de su sexo; da instrucciones sobre el modo de celebrar los ágapes y se refiere a los dones espirituales, la caridad, el don de lenguas y el de profecía y la resurrección; y acaba con un epílogo, en que recuerda el deber de una colecta en favor de los fieles de Jerusalén, cerrando la epístola con sus ya típicos encargos, exhortaciones y saludos : «La gracia 91

del Señor Jesús sea con todos vosotros. Mi amor está con todos vosotros en Cristo Jesús.» Es ésta una de las epístolas más completas, riquísima en doctrina, verdadero filón, no sólo para aquellos fieles corintios, sino para todos los cristianos de todos los tiempos. Pero ha llegado el momento de emprender otro viaje de misión. Este hombre incansable, para quien las leguas y la fatiga parecen no suponer nada, se decide a ir primero a Jerusalén, atravesando Macedonia y Acaya, y planea desde allí ir a Roma. Roma era para él una obsesión; la sabía capital del mundo, del mundo antiguo se supone. Roma era la plataforma indispensable que había que conquistar pacíficamente, con las armas típicas del Cristianismo; el proselitismo por el amor y la esperanza en una vida eterna. Pero Pablo aún tuvo que quedarse cierto tiempo en Asia, aunque hizo un corto viaje a Corinto, y mandó delante de sí, preparándole el camino, a sus dos colaboradores Timoteo y Erasto. Este retraso estuvo a punto de serle fatal, como ahora veremos. Es el mes de mayo del año 57. En este mes se celebraban en Efeso, cada cuatro años, las fiestas de Artemisión, en honor de la diosa Diana o Artemisa. Millares de peregrinos de todas las ciudades del Asia y de Grecia solían acudir por entonces; las posadas se llenaban de huéspedes, y muchos visitantes tenían que alojarse en casas particulares. Durante todo el mes se hacían sacrificios a la diosa, y se celebran procesiones, mascaradas, luchas atléticas, y por las noches serenatas, bailes y banquetes. Para sufragar los gastos de Artemisión se nombraba una junta de diez ricos ciudadanos, llamados los diez asiarcas. El dinero corría abundantemente en estos días. Los que hacían más pingües ganancias —aparte de los sacerdotes, adivinos, magos, astrólogos y comediantes— eran los comerciantes del gremio de plateros, que en aquellas jomadas vendían miles de imágenes de la diosa o reproducciones del templo hechas de metal. Cada peregrino quería llevarse un recuerdo; pero aquel año el negocio fue malo, no acudieron los peregrinos como solían. Parte de la población se había hecho cristiana, y por tanto se mantuvo apartada de aquellas celebraciones paganas, que tan a menudo acababan en escandalosas orgías. Además perduraba el recuerdo de la quema de los libros de magia, y después de los éxitos resonantes obtenidos por las predicaciones de Pablo, el ocultismo había quedado bastante desacreditado. Un platero llamado Demetrio, en cuyo taller se fabricaban reproducciones en plata del templo de Artemisa, fue el que reaccionó primero, demostrándose muy sensible ante aquella situación, y dio la voz 92

de alarma a sus congéneres. Pronto se armó un gran alboroto y Demetrio, convocando a todos los artífices, así como a todos los obreros de aquel ramo, les dijo: —Bien sabéis que nuestro negocio depende de este oficio. Asimismo estáis viendo y oyendo que no sólo en Éfeso, sino en casi toda el Asia, este Pablo ha persuadido y llevado tras sí a una gran muchedumbre, diciendo que no son dioses los hechos por manos de hombres. Esto no solamente es un peligro para nuestra industria, sino que es en descrédito del templo de la gran diosa Artemisa, que será reputada en nada, y vendrá a quedar despojada de su majestad aquella a quien veneran todo el Asia y el orbe entero. Al oír esto se llenaron de ira los presentes y comenzaron a gritar: — ¡Grande es la Artemisa de los efesios! Primero en el barrio de los artesanos y luego en toda la ciudad se produjo una gran confusión. Alguien gritó: — ¡Al teatro! ¡AI teatro! ¡Vamos a por Pablo! ¡Llevémosle ante el tribunal popular! Otros gritaban desaforados: — ¡Echemos a Pablo a las fieras del circo! Los efesios habían adoptado la costumbre romana de las luchas de gladiadores y de fieras en el circo, y en las jaulas de aquél rugían en aquel momento leones, tigres, osos y otras bestias feroces traídas de los más remotos lugares de Africa y Asia. La muchedumbre, enloquecida, atraviesa el barrio de los judíos, asola y devasta lo que encuentra en su camino: tiendas y puestos de mercaderes. Salen de las casas hombres y mujeres de todo tipo y se añaden al motín. Los amotinados se apoderan de Gayo y Aristarco, los dos macedonios cristianos, colaboradores de San Pablo; les golpean hasta hacerles sangrar; y les obligan a ir con ellos hasta el teatro, enclavado en la colina de Pion. Pablo, que seguramente en aquel momento estaba en la escuela de Tirano, se salva de que le linchase el populacho en lo primeros momentos de furor, cuando se precipitó a saquear su casa. Cuando le llevan noticia de lo que pasaba, en vez de pensar en huir o en esconderse, quiso partir inmediatamente para el teatro, y tratar de hablar a la muchedumbre y calmarla; pero sus discípulos se oponen: ir allí en aquellos instantes es exponerse a una muerte segura. 93

Entre los asiarcas encargados de las fieras hay algunos amigos de Pablo, y éstos, asimismo, tuvieron el gesto noble de mandarle recado, rogándole que fuese prudente y no se presentase en el teatro. Mientras tanto, en el teatro del Pion la confusión es cada vez mayor. Todos gritan y nadie escucha: cada uno dice una cosa diferente. Muchos de los asistentes ignoran por qué están allí y el motivo de la reunión. Los intentos del judío Alejandro de hacerse escuchar fracasan. Al iniciar las señas de que quiere hablar le reprenden: — ¡Ése es un judío! Todos levantan la voz y por espacio de dos horas gritan: — ¡Grande es la Artemisa de los efesios! ¡Grande es la Artemisa de los efesios! Por fin un secretario logra calmar a la muchedumbre, y cuando, con gran dificultad, se hace el silencio dice a las inquietas turbas: —Efesios, ¿quién no sabe que la ciudad de Éfeso es la guardiana de la gran Artemisa y de su estatua bajada del cielo? Siendo esto incontestable conviene que os aquietéis y no os precipitéis. ¿Por qué habéis traído a estos hombres que ni son sacrílegos ni blasfemos contra vuestra diosa? Si Demetrio y los de su profesión tienen alguna queja contra alguno, públicas asambleas se celebran y procónsules hay; que recurran a la justicia para defender cada uno su derecho. Si algo más pretendéis, debe tratarse eso en una asamblea legal, porque hay peligro de que seamos acusados de sedición por lo de este día, pues no hay motivo alguno para justificar esta reunión tumultuosa (Hechos, XIX, 35-39). Seguidamente, el secretario ordena disolver la asamblea. Al anochecer ya ha cesado el alboroto. La ciudad enciende sus luces de fiesta, y pronto sobre todos los ruidos nocturnos se oye el pulsar de cítaras, el resonar de flautas y el entrechocar de copas en los alegres brindis que en terrazas y jardines celebran los efesios. En una casa, sin embargo, no hay fiesta. Pablo ha hecho llamar a los discípulos: los cristianos más responsables de la comunidad tienen ocasión de oír las palabras de despedida del apóstol. Su estancia en la ciudad ya resulta arriesgada: no quiere poner en peligro la obra que tanto le ha costado. Hoy su nombre en Éfeso es signo de abierto desafío al paganismo, simbolizado en Artemisa. Además le esperaban sus amadas iglesias de tantos lugares y aquella Roma que era su deseo y la lejana España..., y antes ha de ir a Jerusalén. 94

Cuando deja Efeso, para no volver más a ella, acompañado de Timoteo, Gayo de Derbe, Aristarco, Segundo y los asianos Tíquico y Trófimo, quizás con las luces del alba se volviera desde las colinas para ver por última vez aquella ciudad tan orgullosa de sus piedras. Nueve concilios había de celebrar la Iglesia dentro de sus muros y en el año 431 se definirá aquí la Maternidad Divina de María. Por sus miserias y sus grandezas Éfeso pagará un alto precio: testimonio de ello son sus ruinas melancólicas.

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Capítulo XV

VIAJE HACIA JERUSALÉN

Tras dejar Éfeso, Pablo cruza, acompañado de sus fieles compañeros, las tierras de Asia y de Lidia. Al pasar por Pérgamo —es la segunda vez que pisa sus calles— las grandezas arquitectónicas de esta ciudad le recuerdan algo Éfeso que acababa de dejar. Finalmente llega al puerto de Tróade a la entrada del Helesponto. Siente no haberse encontrado aquí con Tito, que estaba en Corinto con cartas para los fieles de aquella ciudad, preciosos documentos que se perdieron y no han llegado a nosotros. Acordaron encontrarse a la salida de Éfeso, en el puerto de Tróade; pero como el motín del platero Demetrio había anticipado la marcha del apóstol, Tito aún no había llegado. En su corta estancia en Tróade Pablo se hospeda en casa de un tal Carpio. Impaciente, el apóstol abandona Tróade a los siete días y se encamina a Macedonia, adelantándose así al encuentro con Tito. La primera ciudad que visita es Filipos, y allí tras largos años de separación tiene la alegría de encontrarse de nuevo con su amigo Lucas. Otro momento feliz es su risita a casa de Lidia, la generosa mujer cristiana que había entregado su fortuna en bien de los hermanos. En Filipos es donde Tito encuentra a San Pablo; le trae buenas noticias de Corinto: las dificultades por que ha pasado aquella comunidad estaban ya arregladas, aunque seguía existiendo la amenaza de los enemigos de San Pablo, que le injuriaban y calumniaban constantemente. Pablo se alegra y da gracias a Dios, y poseído de entusiasmo escribe su segunda Epístola a los Corintios. La epístola es irregular. Pablo la escribió a trozos con diversos estados de ánimo. Ora quisiera amonestar, ora quisiera bendecir, ora quisiera enseñar. Algunos comentaristas creen que en realidad es una 96

composición de varias cartas paulinas. Tras la salutación y la invocación de los consuelos de Dios, hace una protesta de la sinceridad de sus sentimientos para con ellos. Les explica el plan de su viaje: ir a Corinto para pasar a Macedonia, y desde allí volver a Corinto para embarcarse con destino a Judea; les explica que no quiso ir a Corinto primero porque «había hecho propósito de no ir otra vez a vosotros en tristeza»...; «les escribe en medio de una gran tribulación y ansiedad de corazón»; perdona a los que se han mostrado rebeldes; les cuenta sucesos gratos que le han acaecido; se presenta a sí mismo como ministro de la nueva alianza, y hace un canto de la libertad cristiana: «Donde está el espíritu del Señor, está la libertad.» Se reitera a sí mismo como heraldo de la verdad y comenta la debilidad y fortaleza de los ministros del Evangelio, «que llevan un tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no parezca nuestra». Pablo desahoga más adelante su corazón, pues les habla como a hijos, y como a hijos les pide que le confiesen sus tribulaciones. Les aconseja que huyan de la sociedad pagana; elogia las buenas cualidades y virtudes de los corintios; a continuación les invita a una colecta para los pobres de Jerusalén, animándoles con el ejemplo generoso. Más adelante, en un párrafo que trasciende amargura y a la vez un santo orgullo de haber padecido por Cristo, Pablo enumera, como si hubiera recibido condecoraciones a lo divino, que «cinco veces recibí de los judíos cuarenta 5 menos uno. Tres veces fui azotado con varas, una vez fui apedreado, tres veces padecí naufragio, un día y una noche pasé en los abismos del mar; muchas veces en viaje me vi en peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre los falsos hermanos, trabajos y miserias, en prolongadas vigilias, en hambre y en sed, en ayunos frecuentes, en frío y en desnudez; esto sin hablar de otras cosas, de mis cuidados de cada día, de la preocupación por todas las Iglesias» (Epístola II a los Corintios, XI, 24-29). Abruma esta lectura de las vicisitudes que sufrió el apóstol. Sigue diciendo con solicitud de padre, refiriéndose a sus discípulos todos, no sólo éstos de Corinto a quienes escribía esta epístola: «¿Quien desfallece que no desfallezca yo? ¿Quién se escandaliza que yo no me abrase?» Y declara que se complace en las enfermedades, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias, por Cristo; «pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte». Y les anuncia que por tercera vez va a ir a visitarles, y que no les será gravoso...; «yo de muy buena gana me gastaré hasta agotarme por vuestra alma, aunque, 97

amándoos con mayor amor, sea menos amado» (Epístola II a los Corintios, XII, 10-15). Y así llega a la conclusión, especialmente tierna y optimista: «Por lo demás, hermanos, alegraos, perfeccionaos, exhortaos, tened un mismo sentir, vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz será con vosotros» (Epístola II a los Corintios, XIII, 11). Esta carta, como anuncia Pablo, fue enviada por medio de Tito, al que tal vez acompañan en este viaje Lucas y Aristarco.

El apóstol, incansable, al cabo de pocos días se dispone a proseguir sus campañas de evangelización. Por él mismo sabemos que llegó cruzando el norte de Grecia, siguiendo la vía Egnacia, hasta el puerto de Dyrrhachium (hoy Durazzo), en la costa del Adriático. También parece ser que fundó una congregación en Nicópolis del Epiro, en la que diez años más tarde pasaría un invierno. A últimos del año 57 se sabe que recorrió Macedonia y Grecia, acompañado por Sópatros de Pirro, originario de Berea, los tesalonicenses Aristarco y Segundo, Gayo de Derbe, Timoteo y los asianos Tíquico y Trófimo. Precedido por su segunda Epístola a los Corintios, Pablo llega a Corinto, donde es recibido por un grupo de amigos. Los corintios le acogen con cariño y Pablo se aloja en casa de Gayo, al que él mismo había bautizado durante su estancia anterior en la ciudad del istmo. 98

Lo más crudo del invierno lo pasó allí. Pero si sus músculos descansaban, no así su mente. No deja de pensar en Roma; tiene el presentimiento de que aquella ciudad está destinada por Dios para ser el centro de su Iglesia. Desde el año 54 es emperador Nerón y el edicto de Claudio, expulsando a los judíos, se considera ya prescrito. La comunidad cristiana vuelve a florecer. Por aquella época se supone que ya está en Roma el apóstol San Pedro, acompañado de su fiel Marcos. Pablo, que ya hacía tiempo deseaba conocer nuevas tierras de misión, se decide a escribir una epístola a los fieles romanos, para entrar en contacto con ellos. A falta de trato directo con aquellos cristianos, la epístola de Pablo resulta menos familiar que las otras, aunque sí más rica en doctrina. La obra de Pablo era ya conocida en Roma. Como veremos en la despedida de esta carta, muchos amigos del apóstol habían emigrado a la capital del Imperio hablando de él. Viviendo por lo general en los mismos barrios y aun en las mismas casas, aquellos discípulos habían hecho fructificar firmemente la semilla de Cristo en la capital del Imperio, y de este modo prepararon el terreno para la visita de Pablo. Tras saludarles, Pablo les expone en su carta cuánto desea verlos, para comunicarles algún don espiritual, para confirmarles o, mejor aún, para consolarse con ellos por la mutua comunicación de su fe común. «No quiero que ignoréis, hermanos —les dice—, que muchas veces me he propuesto ir a veros, pero he sido impedido hasta el presente para recoger algún fruto también entre vosotros, como en las demás gentes. Me debo tanto a los griegos como a los bárbaros, tanto a los sabios como a los ignorantes. Así que en cuanto en mí está, pronto estoy a evangelizaros también a vosotros los de Roma» (Epístola I a los Romanos, I, 12-14). La epístola tiene una larga parte dogmática, a la que sólo podemos aludir brevemente aquí. El apóstol escribe abundantemente sobre los temas de la gentilidad, la ley, la salud, otorgada a la humanidad por Cristo, la potencia maligna del pecado, la vida del espíritu, el plan de Dios sobre los elegidos, la obediencia a los poderes públicos, y la perfección de la caridad. En resumen: puede afirmarse que es un tratado teológico sobre la nueva situación planteada al género humano respecto de Dios y el advenimiento de Cristo. En el epílogo, Pablo advierte que se ha predicado el Evangelio donde Cristo no era conocido, pero que ahora, no teniendo ya campo en estas 99

regiones y deseando ir a verlos desde hace bastantes años, espera verles al pasar cuando vaya a España. Anuncia su próxima marcha a Jerusalén, para llevar la colecta hecha por las gentes de Macedonia y Acaya, y que una vez cumplido este oficio, pasando por Roma se encaminaría hacia España. Finalmente, les recomienda a la hermana Febe, diaconisa de la Iglesia de Cencres, que por tener que ir a Roma por asuntos particulares era la encargada de llevar la carta. Al comenzar las recomendaciones y saludos que cierran la epístola, nos enteramos que Aquila y Priscila (a la que él llama familiarmente Frisca) habían vuelto de nuevo a Roma, lugar donde sin duda su negocio tenía mejores posibilidades y en cuya casa habían establecido un centro donde se reunían cristianos. Manda Pablo también saludos para Epéneti, uno de los primeros conversos de Asia, que asimismo se había ido a vivir a la capital del Imperio, y a una tal María, «que soportó muchas penas por nosotros», a Andrónico y a Junia, sus parientes, a Ampliato, Urbano, «cooperador en Cristo», a Estaquis, a Apeles, «probado en Cristo», a los de la casa de Aristóbulo y a su pariente Herodiano; a la familia de Narciso, a Trifena y a Trifosa, «que pasaron muchas penas en el Señor», a Pérsida, «muy amada», a Rufo, «el elegido del Señor», y a su madre, que el apóstol tenía por suya; a Asíncrito y Flegón, Hermes, Patroba, Hermas y a los hermanos que vivían con ellos, a Filólogo y a Julia, a Nereo y a su hermana, y a Olimpia y a todos los hermanos que vivían en la misma casa. ¿No sugiere esto la existencia de una comunidad muy unida por los sentimientos fraternos inspirados por la misma fe? Igualmente cariñosos son los saludos que mandan los compañeros del apóstol que en aquellos momentos le rodeaban en Corinto: Timoteo, su colaborador y Lucio, Jasón y Sosípatro, sus parientes, y Cayo, huésped de Pablo y de toda la Iglesia; Erasto, tesorero de la ciudad, y el humilde hermano Cuarto. Y no falta, detalle ingenuo y conmovedor a la vez, la frase: «Os saludo yo. Tercio, que escribo esta epístola en el Señor». Este Tercio, quizás un esclavo, tuvo la suerte de pasar a la Historia con el honor de haber sido elegido por Pablo, como amanuense de una de sus más importantes epístolas, y añadió tal frase para que se supiera que también é\ quería saludar a los cristianos de Roma. Un bello ejemplo de la sencillez de costumbres de aquellos primitivos fieles en Cristo. Tres meses dice San Lucas que Pablo permaneció en Grecia. A la llegada de la primavera decide abandonar Corinto, acompañado de los mismos colaboradores antes citados: ha pensado embarcarse como otras veces en alguna nave que se dirija a Siria. Los barcos que salen por 100

aquellos días están llenos de judíos, que se dirigen a celebrar la Pascua en Jerusalén. Pero advertido Pablo de que los judíos intentan asesinarle decide tomar el camino de tierra y dirigirse por Macedonia. Para disimular y despistar a sus enemigos, sus acompañantes se embarcan hacia Efeso, y quedan luego en salir en su busca en el puerto de Tróade. Pablo tiene que partir solo; pero en Filipos se le agrega, solícito, Lucas. Después de celebrar la fiesta de los Ácimos, ambos parten de Filipos —tras despedirse de la fiel Lidia—, y en el puerto de Neápolis hallan una pequeña nave de carga que les llevó a Tróade. Cinco días les lleva el viaje. En Tróade hallan a los demás que les estaban esperando. Todos juntos, permanecen allí una semana. El último día de su estancia era domingo —al día siguiente debía Pablo partir muy temprano—, y estaban todos reunidos para practicar la ceremonia de la fracción del pan; Pablo, que está con ellos, prolonga su discurso hasta la medianoche. Había muchas lámparas de aceite encendidas en la habitación donde la reunión se celebraba. La plática se ha alargado mucho, ¡tenía tantas cosas que decirles y el tiempo de que disponían era tan breve! Un joven llamado Eutico, que estaba sentado en una ventana, tuvo sueño: rendido de cansancio, no comprendiendo muchos de los puntos de la plática de Pablo se durmió, perdió el equilibrio y cayó a la calle desde un tercer piso. Todos le dan por muerto. Pablo baja presto y abrazando al muchacho les dice: —No os turbéis, porque está vivo. En efecto, el joven se incorpora como si sólo hubiera sufrido un ligero desvanecimiento. Le acuestan y Pablo reanuda la ceremonia de la partición del pan hasta el amanecer. Cuando el sol aparece sobre los montes de Misia, se despide de todos. Toma el camino de Assos o Asón, bordeando la costa. Unos 25 kilómetros a pie, cruzando bosques de encinas, bordeando el Ida, el monte sagrado de los dioses. En Assos embarca hasta Mitilene, en la isla de Lesbos. El mar Jónico es como un lago salpicado de islas. Los navegantes que lo cruzan se sorprenden cada día del aspecto siempre cambiante de sus panoramos. A babor, a estribor, a popa y a proa, surgen y desaparecen islas e islitas fantasmales, rocosas, de las formas más caprichosas y extrañas, y es raro ver libre la redondez del horizonte del mar. Incluso la costa de Asia se recorta aquí en alargados y estrechos golfos, penínsulas, calas y rías. Los amaneceres y atardeceres son especialmente de una belleza increíble, y los oros del sol reflejándose sobre el mar y el aroma salino, quizás influyan algo en la belleza 101

nostálgica y melancólica de las canciones que cantaban los pescadores y marineros de aquellos archipiélagos. De Mitilene, donde pasan la noche, navegan al día siguiente, pasando frente a la isla de Quío. Dos días más tarde se les aparece Éfeso por la banda de babor, coronada allá en la colina por el templo de Artemisa (Diana), y Pablo quizá piensa con tristeza en los sucesos ocurridos el año anterior. Al tercer día llegan a la isla de Samos y al cuarto día atracan la nave en Mileto, en la costa de tierra firme. Ha resuello pasar de largo por Éfeso, a fin de no retardarse en Asia, pues quería, a ser posible, estar en Jerusalén el día de Pentecostés. Desde Mileto manda llamar a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso. No quería dejar de saludarles y darles sus postreras instrucciones. El recado quizá fuera llevado por sus fieles Tíquico y Trófimo. El discurso de despedida es largo, solemne y emocionante. Pablo les dice cuando estuvieron todos reunidos ante él: —Vosotros sabéis bien cómo me conduje con vosotros todo el tiempo desde que llegué a Asia, sirviendo al Señor con toda humildad, con lágrimas y en tentaciones que me venían de las asechanzas de los judíos; cómo no omití nada de cuanto os fuera de provecho, predicándoos y enseñándoos en público y en privado, dando testimonio a judíos y a griegos sobre la conversión a Dios y a la fe en Nuestro Señor Jesús (Hechos, XX, 19-22). Al leer los discursos y escritos paulinos resalta la insistencia que tiene el apóstol en justificarse y en poner de manifiesto lo honesto de su conducta: de este modo pone de relieve la diferencia que hay entre la conducta de un verdadero apóstol de Cristo y un falsario, uno de aquellos taumaturgos aventureros que entonces tanto abundaban, o de los enviados de los pseudocristianos judaizantes de Jerusalén, que, pegados como la sombra al cuerpo, iban por todas partes tratando de destruir la obra de Pablo. Pablo se siente ahora encadenado por el Espíritu, «que le lleva a Jerusalén», y, con palabras que harían correr un escalofrío de emoción por el espinazo de sus oyentes, dice «que no sabe lo que allí le sucederá». Él tiene tristes presentimientos, pues confiesa que en todas las ciudades el Espíritu Santo le advierte que le esperan cadenas y tribulaciones. Pero Pablo declara entonces ante sus atónitos oyentes: —Mas yo no hago ninguna estima de mi vida con tal de acabar mi carrera y el ministerio, que recibí del Señor Jesús, de anunciar el Evangelio 102

de la gracia de Dios. Sé que no veréis más mi rostro, vosotros todos por quienes he pasado predicando el reino de Dios; por lo cual en este día os testifico que estoy limpio de la sangre de todos, pues os he anunciado plenamente el consejo de Dios. Mirad por vosotros y por todo el rebaño, sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos, para apacentar la Iglesia de Dios, que Él adquirió con su sangre. Yo sé que después de mi partida vendrán a vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño, y que de entre vosotros mismos se levantarán hombres que enseñen doctrinas perversas, para arrastrar a los discípulos en su seguimiento. Velad, pues, acordándoos de que por tres años, noche y día, no cesé de exhortaros a cada uno con lágrimas. Yo os encomiendo al Señor y a la palabra de su gracia; al que puede edificar y dar la herencia a todos los que han sido santificados. No he codiciado plata, oro o vestidos de nadie. Vosotros sabéis que a mis necesidades y a las de los que me acompañan han suministrado estas manos. En todo os he dado ejemplo, mostrándoos cómo, trabajando así, socorréis a los necesitados, recordando las palabras del Señor Jesús, que Él mismo dijo: «Mejor es dar que recibir» (Hechos, XX, 24-36). Tras decir estas palabras inolvidables, Pablo se pone de rodillas, y con él todos los asistentes, y comienzan a hacer oración. San Lucas nos dice que «se levantó un gran llanto de todos, que echándose al cuello de Pablo le besaban, afligidos sobre todo por lo que les había dicho de que no volverían a ver su rostro. Y le acompañaron hasta la nave» (Hechos, 3638). Separándose de ellos, Pablo y sus acompañantes se embarcan y poco después zarpó la pequeña nave. Es el mes de abril, sopla una brisa suave, y gracias a aquel viento favorable, ponen proa a la isla de Cos, teniendo a babor la estrecha y alargada península del Quersoneso de Gnido, especie de dedo acusador de una mano descamada. Al día siguiente, la nave, velas blancas hinchadas al viento, llega a Rodas, la llamada «Isla de las Rosas», de la que se decía (parece un slogan moderno de turismo) que en ella no había ningún día del año sin sol. Tras un breve descanso, aprovechando el bonancible estado del mar aquellos días, Pablo y los suyos reanudan la navegación; llegan hasta Páttara, en la costa de Licia, donde terminan las últimas estribaciones del Tauro. Aquí ya había que dar el gran salto a través del Mediterráneo Occidental, y una pequeña nave de cabotaje les resulta inadecuada. Encuentran una nave de más alto bordo que hace la travesía de Fenicia; se ajustan con el patrón y se hacen a la mar. 103

Ahora, en los largos días de serena navegación, sólo cielo y agua infinitos les sirven de dosel y de base. El silencio del atardecer sólo es interrumpido por los varoniles cánticos de los marineros o por los fantásticos relatos de aventuras increíbles en remotas tierras o de sirenas o fabulosos monstruos marinos hallados en ignotos mares. Algunos de ellos, en la espumosa cresta de las olas, asegurarían haber visto al mismísimo dios Neptuno en su carro tirado por corceles impetuosos, armado de su tridente. Y se producirían las discusiones de siempre. Un día avistan las costas de la isla de Chipre. Al ver a lo lejos el blanco caserío de Pafos, Pablo se acuerda del procónsul Sergio Paulo. ¿Habría perseverado en la fe de Cristo? También piensa en su querido amigo Bernabé. ¿Qué haría en estos momentos? Viniendo del sur, se cruzan con alguna nave egipcia procedente de la rica y fabulosa Alejandría, la del enorme faro, una de las siete maravillas del universo. Todo el mundo habla con respeto de la tierra de Egipto, de su religión misteriosa, de sus cultos inteligibles sólo para los iniciados, de su ciencia, de sus médicos y magos poderosos, de sus templos, palacios y jardines de maravilla. Nadie se explica cómo se producen las crecidas del Nilo y se cuentan historias fabulosas acerca de las gigantescas pirámides y esfinges de piedra. La nave prosigue ligera, rompiendo veloz con su proa las olas ahora algo más crecidas. Chipre queda atrás, a la izquierda. De nuevo, sólo mar y cielo. Pero muy pronto, el vuelo de bandadas de gaviotas, los alegres saltos de bandadas de delfines: la aparición en el horizonte de numerosas velas de naves fenicias indica a los viajeros que ya están cerca de las costas de Siria. Un amanecer, con gran gozo, divisan la mole nevada del bellísimo Líbano, tan cantada por los poetas, y luego, la cosía casi rectilínea de Fenicia, en cuyos promontorios se apiñan las ciudades madres del comercio internacional. La nave se acerca majestuosa, apresurándose en un último esfuerzo los remeros, y aquella misma tarde anclan en Tiro, el rico emporio de los astilleros y el comercio de la púrpura. Aquí es donde la nave debía dejar su carga. Pablo y sus discípulos pisan satisfechos el muelle y las empedradas y empinadas calles de la ciudad. En las floridas terrazas de las blancas casas se asoman bellas mujeres y elegantes caballeros ociosos, que se distraen viendo a los recién desembarcados. Por todas partes hay un intenso ajetreo y los vendedores ambulantes abundan. Y a pesar de que los tiempos de esplendor de Tiro eran ya mero recuerdo y habían pasado a la historia, cada hueco es una tienda: se venden sedas y alfombras del Oriente, 104

bellísimas cerámicas y vajillas de plata y cristal, collares y pulseras de ámbar, pomos y pebeteros con perfumes de la lejana Arabia, perlas de la exótica Etiopía, pulidos espejos de plata o cobre reluciente. En algunas calles se oye el continuo ricrac en los aserraderos que trabajan la madera de cedro traída del cercano Líbano. Camellos y asnos andan por las calles y algún rebuzno distrae al comerciante que está haciendo cuentas con su abaco, contando los sacos de trigo o de sal o los pellejos de vino y aceite que acaban de entrar o salir de su almacén. En ningún lugar el innegable talento de la raza semita para los negocios tenía una más cabal expresión que aquí en la rica Tiro. Pero aún en un lugar tan dedicado pura y exclusivamente a afanes tan materialistas hay una comunidad de cristianos y Pablo y sus acompañantes se dirigen a saludarles. Con ellos permanecen siete días. Cuando Pablo les dice que quiere ir a Jerusalén, aquellos cristianos, movidos del Espíritu Santo, le ruegan encarecidamente que desista de su propósito. Jerusalén se ha vuelto cada vez más una ciudad siniestra: su ambiente de odio y rebelión es claramente amenazador y los sicarios cometen innumerables asesinatos. Pero Pablo insiste: le acucia el Espíritu Santo. Los cristianos, acompañados de sus mujeres e hijos, le despiden en la playa. La nave zarpa haciendo proa hacia Tolemaida, puerto situado ya en la costa de la evangélica Galilea. Allí también van a saludar a los hermanos, con los que se quedan un día. Al amanecer siguiente reanudan todos el viaje, esta vez por tierra y a pie. Dos semanas antes de Pentecostés llegan a Cesárea, la antigua Torre de Estratón, puerto secundario, dominado por el siniestro castillo de Herodes, donde Pablo se embarcó un día hacia su ciudad natal de Tarso. Pablo se dirige a casa de Felipe, llamado modestamente «el evangelista», o sea, apóstol de segundo orden, también conocido por «uno de los siete», que fue discípulo de Esteban. Felipe les invita cordialmente a aposentarse en su casa, y Pablo y los suyos aceptan gustosos. Más tarde, sentados en la terraza de su casa, que tenía vistas al mar, Felipe les presenta a sus cuatro hijas; éstas viven intensamente el ambiente cristiano, casi monástico. Un día, estando todavía allí Pablo, baja de Judea un profeta llamado Apolo, el cual visita a Felipe y al ver a Pablo —al que conocía desde el tiempo de su estancia en Antioquía— y enterado de sus propósitos trata de disuadirle de que vaya a Jerusalén, y para dar más fuerza a sus palabras 105

hizo un gesto dramático. Tomó el cinto de Pablo y se ató los pies y las manos con él diciendo: —Esto dice el Espíritu Santo: así atarán los judíos en Jerusalén al varón cuyo cinto sea ése, y le entregarán en poder de los gentiles. Al oír esto, tanto los acompañantes de Pablo, como Felipe y otros del lugar allí presentes, instaron al apóstol a que no subiera a Jerusalén. — ¿Qué hacéis con llorar y quebrantar mi corazón? Pues pronto estoy, no sólo a ser atado, sino a morir en Jerusalén por nombre del Señor Jesús. Todos insisten, y al final uno de los allí presentes dijo: —Hágase la voluntad del Señor. Y esta frase fue coreada por todos. El último día de su estancia en Cesárea, Pablo y lo suyos lo pasan comprando cosas que necesitan para el viaje, y una vez que ya se consideran lo suficientemente provistos, despidiéndose de todos, inician la marcha. «Subía a Jerusalén». Esta frase era muy empleada por los judíos, que le daban dos sentidos: uno real y otro figurado. Situada en la meseta de Judea, para ir a Jerusalén, cualquier viajero que acceda a ella desde el Mediterráneo, el mar Muerto o cualquier otro camino por la parte de tierra, tiene que «subir» a ella, subir cuestas, trepar montes. Pero en sentido figurado, el peregrino que iba a la Ciudad Santa no podía «ir» hacia ella simplemente, tenía que «subir», escalando las etapas que le separaban de la colina santa donde el Templo de Dios se asentaba. Unos cien kilómetros separan a Cesárea de Jerusalén, y Pablo y sus compañeros los cubren en tres días. Dejada atrás la fértil llanura de Sarón, donde el viento ondulaba los trigales, ya prestos para la siega, en Antipútrida se despiden de algunos de los de Cesarea, que amables se han brindado a acompañarles hasta aquí, mientras otros de la misma ciudad insisten en seguir con ellos. Luego el camino empieza a retorcerse en vueltas y más vueltas. A pesar de ser primavera, los arroyos están secos y las barrancas parecen fauces que claman por la sed. La rocosa y árida tierra de Judea se despliega a la vista. Algunos olivos achaparrados permanecen tristes en los bancales construidos dificultosamente acarreando piedras. Se agradece la vista de un pozo o una cisterna, indicados a lo lejos por los penachos de algunas palmeras, sombreados por algunas higueras. 106

Los caminos que llevan a Jerusalén se ven cada vez más y más llenos de una jubilosa muchedumbre de peregrinos venidos de todas partes, dispuestos a celebrar alegremente la Pascua, como habían hecho sus antepasados durante siglos. Algunos, arreando delante sus rebaños de cabras, ovejas y temeros; otros, llevando gavillas de espigas de trigo en los brazos; las mujeres, con velos multicolores en la cabeza y ramos de flores en sus manos; muchos, cantando cánticos de alabanza. Al ver por fin en la lejanía alzarse las murallas de Jerusalén la muchedumbre irrumpe en gritos de júbilo: — ¡Jerusalén! ¡Jerusalén! Pero Pablo piensa en lo que ha dicho en su Epístola a los Gálatas: «La Jerusalén actual es, en efecto, esclava con sus hijos. Pero la Jerusalén de arriba es libre, ésa es nuestra madre.» Bella alusión a la Jerusalén celestial, que siempre será un ideal cautivador en el ánimo de la Cristiandad, en contraposición a la Jerusalén terrenal y deicida, «la ciudad que apedreaba a los profetas». Por quinta vez en su vida Pablo cruza una de las puertas que dan entrada a la Ciudad Santa.

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Capítulo XVI

LA CAUTIVIDAD DE PABLO

El grupo de discípulos de Cesárea, que ha acompañado a Pablo y a los suyos hasta Jerusalén, les conduce a casa de Mnasón, chipriota, y antiguo discípulo. La noticia de la llegada del apóstol se extiende pronto por la ciudad. Pablo recibe una gran alegría al poder abrazar y besar a su hermana, residente en Jerusalén, y a su sobrino, muchacho muy despierto, que pronto le será muy útil en sus labores apostólicas. Muchos cristianos acuden presurosos a la casa en que se hospeda para presentarle sus respetos y besar su mano. Le advierten que los zelotes están aquellos días agitados y le recomiendan que no vaya solo por las calles. Al día siguiente, Pablo, acompañado de todo su pequeño séquito, va a visitar al apóstol Santiago; a la reunión acuden también todos los presbíteros de la Iglesia local. Pablo, después de saludarles con afecto, empieza a contarles todas las cosas que Dios había obrado entre los gentiles por su mano. Sus oyentes le escuchan en silencio y cuando Pablo termina todos alaban a Dios; le dicen: —Ya ves, hermano, cuántos millares de creyentes hay entre los judíos. El Cristianismo ha tomado su punto de arranque en Jerusalén y hay en efecto una floreciente comunidad cristiana. Los judíos han sido llamados por Jesús para ganar la salvación, como otro pueblo cualquiera; más aún, han sido llamados primero: es el pueblo elegido para conservar y transmitir durante milenios el mensaje de la divinidad del Mesías; pero el orgullo les ciega; así como entre los griegos su admirable filosofía era como un bosque que no les dejaba ver los árboles, los judíos en su 108

mayoría, incluso los cristianizados, eran incapaces de desprenderse de los prejuicios de la ley. —Pero todos esos creyentes son celadores de la ley —le dicen. Por esto los judaizantes le advierten al apóstol que todos esos creyentes son celadores de la ley. «Ahora, pues —prosiguen los asistentes —, éstos han oído decir que tú enseñas a los judíos de la dispersión, que hay que renunciar a Moisés y les dices que no circunciden a sus hijos ni sigan las costumbres mosaicas. ¿Qué es pues lo que se ha de hacer? Sin duda se reunirá toda esta multitud de gente, porque luego han de saber que has venido» (Hechos, XXI, 21-22). La Iglesia de Jerusalén, en efecto, aún no es libre, vive sojuzgada por la sinagoga, lo mismo que la sinagoga vive cohibida por la Torre Antonia, desde la que los soldados romanos vigilan constantemente el Templo. —Haz lo que vamos a decirte —continuaron diciéndole—. Tenemos cuatro varones que han hecho el llamado voto de nazareato; tómalos, purifícate con ellos y págales los gastos para que se rasuren la cabeza, y así todos conocerán que no hay nada de cuanto oyeron sobre ti, sino que sigues en la observancia de la ley. En cuanto a los gentiles que han creído, ya les hemos escrito nuestra sentencia de que se abstengan de las carnes sacrificadas a los ídolos, de la sangre, de lo ahogado y de los actos impuros (Hechos, 23-25). Pablo trata de oponerse con energía; pero ve fijas en él las miradas ansiosas y severas de toda la asamblea. Lo del voto del nazareno — tradicional costumbre judía— no es grave en sí; él mismo había hecho voto en Corinto y se había rapado la cabeza en el puerto de Cencreas; tampoco le importa —aunque siempre andaba escaso de dinero— tener que pagar los gastos a los otros cuatro, además de los suyos: unas quince ovejas, varios cestos de pan, tortas y pasteles de aceite, unos quince cántaros de vino y la manutención de cinco personas durante una semana. Lo que le indigna es tener que someterse exteriormente a los ritos de la ley judía a la que él ha renunciado desde hace tiempo ¿Qué dirían sus fieles discípulos de Galacia, de Asia, de Macedonia y de Grecia si lo vieran? ¿Es que estos judaizantes de Jerusalén no ven que sólo existe un tipo de cristianos sin distinciones entre judíos y gentiles? Pero Pablo accede; ama a la Iglesia de Jerusalén y sabe que ésta le corresponde; sin embargo, siente tristeza al comprobar la dificultad del pueblo de Judea para que en él brote el Cristianismo: es su apego a la letra 109

de la ley lo que le incapacita a remontar esta letra y ahondar en su espíritu, que es el que vivifica. En efecto: es tradicionalismo ritualista y formal el que obstaculiza al hebreo para comprender plenamente la divinidad de Cristo, impidiéndole su apertura franca al Cristianismo. Al día siguiente, una vez cumplido el rito de la purificación, entra en el Templo; le acompaña un amigo suyo de Éfeso, llamado Trófimo. Penetran en el atrio de los gentiles; reina una gran confusión de gente: cambistas de moneda, comerciantes, peregrinos y curiosos; se oyen los balidos y mugidos de las reses destinadas al sacrificio. Una escalinata de mármol de catorce peldaños conduce a la puerta Hermosa, donde Pedro había curado al paralítico de nacimiento; la escalinata da acceso al Atrio de los Judíos: un gran patio cuadrangular adornado con columnatas, con un lugar reservado para las mujeres; este atrio guarda el arca de las ofrendas. Ante el edificio del Templo —situado en un lugar algo elevado— se levanta el altar de los holocaustos: es el llamado Atrio de los Sacerdotes. La puerta que daba acceso del recinto exterior al interior era de bronce y sólo podía ser movida por veinte hombres. En una barrera cercana hay varios postes con tablas, en las que en latín y griego se advierte a los extranjeros que se abstengan de penetrar, so pena de incurrir en la pena de muerte, ley ratificada por las autoridades romanas. Pablo deja a Trófimo en el recinto exterior y penetra hasta el altar de las ofrendas; hay en el ambiente un fuerte olor a sangre. Los sacerdotes con sus vestiduras celebran los sacrificios; los levitas les servían de ayudantes. El apóstol anuncia a los sacerdotes la fecha de cumplimiento de la consagración; pregunta también el día correspondiente a la ofrenda suya y a la de sus acompañantes. Con este ritual testificaba el apóstol sus deseos de penitencia, según las reglas jurídicas. Cuando se acerca la fecha de terminación, unos judíos de Asia reconocen a Pablo, e incitan a la muchedumbre contra el que ellos creen un renegado peligroso. Se organiza el inevitable motín: algunos, los más exaltados, se abalanzan sobre él y empiezan a gritar: — ¡Israelitas, ayudadnos; éste es el hombre que por todas partes anda enseñando a todos contra el pueblo, contra la ley y contra este lugar, y como si fuera poco, ha introducido a los gentiles en el Templo y ha profanado este lugar santo! 110

Al decir esto, se refieren a Trófimo : erróneamente creen que el apóstol le ha introducido en el recinto interior del Templo. El tumulto aumenta en intensidad; la muchedumbre estaba excitada y furiosa; los levitas tocan las trompetas; los guardas cierran la puerta de bronce. Pablo, arrojado al suelo, es golpeado con saña por la multitud. Sin embargo, el hecho de que aquél es un lugar santo hace vacilar a la multitud. Los centinelas romanos de la Torre Antonia dan la voz de alarma; informan en seguida al tribuno de la cohorte sobre el tumulto. Llegan las fuerzas romanas; la muchedumbre se aparta aterrorizada; los soldados encadenan a Pablo y le conducen al cuartel en medio del vocerío de la multitud que grita: — ¡Que maten a ése! ¡Que le maten! El tribuno se siente por un instante confundido; Pablo aprovecha la confusión para rogarle en griego: — ¿Me permites decirte una cosa? El tribuno se queda sorprendido, y le contesta en la misma lengua: —Pero ¿hablas griego? ¿No eres tú acaso el egipcio que hace algunos días promovió una sedición y llevó al desierto cuatro mil sicarios? Pablo comprende que el tribuno Claudio Lisias le permite hablar; él se apresura a contestar: —Yo soy judío, originario de Tarso, ciudad ilustre de la Cilicia. Te suplico que me permitas hablar al pueblo. Claudio Lisias se siente a su vez aliviado. Todo lo que pudiera aplacar a aquel monstruo de mil cabezas, que era la muchedumbre excitada, le parece bien. A los funcionarios romanos no les hace gracia tener que enfrentarse con un pueblo tan polemista como el judío: a más de uno le había costado el cargo el chocar contra la multitud en uno de los tumultos. Si aquel detenido, que no parece un delincuente, habla a la muchedumbre, quizá se disuelva el motín. Sin duda debe tratarse de un asunto religioso, o de algún punto doctrinal, que tantos litigios provocaba entre los judíos. —Habla al pueblo, si quieres. Te lo permito —dijo el tribuno. El poder tomar la palabra le da a Pablo una buena oportunidad de defenderse. Asciende a lo más alto de las escaleras; logrado el silencio, habla en hebreo: —Hermanos y padres, escuchadme la defensa que ahora os dirijo. 111

Al oír la multitud que les habla en lengua familiar, el silencio se hace completo. Pablo prosigue: —Yo soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, educado en esta ciudad e instruido a los pies de Gamaliel, según el rigor de la ley patria, celador de Dios, como todos vosotros lo sois hoy... (Hechos, XXII, 1-21). Pablo les cuenta su historia. Los allí congregados le escuchan con atención; su dialéctica es sugestiva y convincente. Pero cuando refirió la visión que había tenido en el templo de Jerusalén, a su regreso a esta ciudad después de su conversión, en la que Cristo le dijera: «Vete, porque yo quiero enviarte a naciones lejanas», la muchedumbre se escandaliza y a grandes voces dice: — ¡Quita a ése de la Tierra, que no merece vivir! Y San Lucas escribe que «prosiguiendo ellos en sus alaridos, y echando de sí enfurecidos sus vestidos, y arrojando puñados de polvo al aire», inducen al tribuno a actuar con rapidez: ordena el encarcelamiento de Pablo y que sea azotado. Llevan al apóstol a través de patios y corredores hasta la sala del tormento y allí le atan las manos a unas argollas incrustadas en una columna de piedra, que servía para azotar a los condenados. Llaman al verdugo; le arrancan las vestiduras, dejándole al descubierto la espalda y la cintura; en el momento en que el verdugo empuña el látigo para descargarlo con furia sobre Pablo, éste sereno y enérgico advierte en griego al centurión que dirige el castigo: — ¿Os es lícito azotar a un ciudadano romano sin haberle juzgado? Al oír esto, el centurión queda perplejo: ordena al verdugo que retrase la flagelación hasta que vuelva de hablar con el tribuno. Advertido Claudio Lisias acude inmediatamente a la sala del tormento; el respeto a la ley, o por lo menos a las formalidades de la ley, ha sido muy inculcado a los funcionarios del Imperio, y Claudio Lisias teme en aquel momento cometer una infracción que luego afecte a su carrera política. Pregunta a Pablo: — ¿Eres romano? —Sí —responde el apóstol. El tribuno vacila. No es probable que el prisionero le mienta: hacer la declaración de ciudadanía en falso está castigado con la pena de muerte. —Yo adquirí esta ciudadanía pagando una gran suma —dice Claudio Lisias. A lo que Pablo responde: 112

—Pues yo la tengo por nacimiento. Al oír estas palabras se apartan de él los que iban a darle tormento; el mismo tribuno se siente atemorizado: ha encadenado a un romano. Al día siguiente, el tribuno quiere saber con seguridad cuál es la acusación hecha por los judíos; manda que le pongan en libertad. Ordena que se reúnan los príncipes de los sacerdotes y todo el sanedrín, y llevan a su presencia a Pablo, escoltado por los soldados. Tampoco aquí pierde el apóstol su presencia de ánimo. Nada de esto puede sorprenderle. Él ya sabe que al venir a Jerusalén le esperan muy duras pruebas. Pablo clava su mirada en el sanedrín, aquel consejo de setenta y un miembros, y en los jefes de los sacerdotes. Era el mismo tribunal religioso que en otro tiempo había condenado a Jesús y al primer mártir cristiano: Esteban. El sumo sacerdote era entonces Ananías. A pesar de su aparente gravedad, la autoridad y prestigio del sanedrín han decaído. Seguro de que las miradas de todos aquellos personajes sacerdotales le eran hostiles y de que en muchos ojos brillaba un intenso odio, Pablo, con la seguridad que sólo el estar haciendo la Voluntad de Dios confiere, dice: —Hermanos, siempre hasta hoy me he conducido delante de Dios con toda rectitud de conciencia. Al oír esto el pontífice Ananías ordena a uno de los soldados que abofetee al reo en la boca. El apóstol reacciona en el acto con dignidad: —Dios te herirá a ti, pared blanqueada. Tú, en virtud de la ley, te sientas aquí como juez, ¿y contra la ley mandas herirme? Aquellas frases suenan enérgicas en el silencio del juicio. — ¿Así injurias al pontífice de Dios? —le responden. Y Pablo, que hasta entonces no ha reconocido a Ananías, se excusa: —No sabía, hermanos, que fuese el pontífice. Escrito está: «No injuriarás al príncipe de tu pueblo.» Pablo se da cuenta de que la situación está tomando unos derroteros delicados; sabe que entre los miembros del tribunal hay fariseos y saduceos, divididos entre sí por opiniones contrarias sobre los dogmas religiosos. El apóstol aprovecha con oportunidad tal separación religiosa: 113

—Hermanos, yo soy fariseo e hijo de fariseos. Por la esperanza en la resurrección de los muertos soy ahora juzgado. Apenas acaba de decir esto se produce un gran alboroto en la sala, y fariseos y saduceos comienzan a disputar entre sí: la asamblea se divide. Los saduceos porfían en negar la resurrección y la existencia de ángeles y espíritus, mientras que los fariseos creen en ambas cosas. En medio de un gran griterío se levantan algunos doctores de la secta de los fariseos y dicen: — ¡Este hombre no es culpable! ¿Es que acaso no le puede haber hablado algún espíritu o ángel? ¿Y si fuera verdad lo que dice? El tumulto se agrava y algunos saduceos e incluso fariseos exaltados tratan de agredir a Pablo; el tribuno ordena a los soldados que le lleven fuera de aquella confusión y le conduzcan al cuartel. Una vez más se da el caso de que un funcionario romano se declare impotente para comprender los matices y complejidades de un tumulto entre judíos. Otras dos noches pasa encerrado Pablo en el mismo calabozo de la Torre Antonia; pero en la del segundo día, en medio de sus terribles pesares y sufrimientos, cuando vuelven a aquejarle las flaquezas de su no muy robusta salud, tiene el consuelo de la aparición del Señor: «Ten ánimo, porque como has dado testimonio de mí en Jerusalén, así también has de darlo en Roma.»

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Aquella noche hay muchos que no duermen en Jerusalén. En casa de Mnasón las lámparas de aceite no se apagan, y mientras la luna clara del cielo de Judea arranca pálidos reflejos azulados de las encaladas terrazas y fulgores misteriosos a las lejanas colinas desnudas, los fieles Lucas, Timoteo, Tito y Trófimo están en oración. En otras casas de la vieja ciudad de David, o en las callejuelas en torno a las terrazas del Templo, grupos de judíos traman la muerte del apóstol. Es una conjuración en toda regla. Aquella noche, las calles iluminadas por la luna ven pasar figuras extrañas y silenciosas. Más de uno abre cauteloso el ventanuco de su alcoba para verlas pasar, y por rendijas y celosías, misteriosos ojos orientales ven cómo los conjurados van a visitar a los pontífices y ancianos. Como pronto se supo, cuarenta hombres conjurados se habían comprometido a no gustar cosa alguna, ni a comer ni beber, hasta matar a Pablo y pidieron a los altos sacerdotes, a los ancianos y por medio de estos al sanedrín, que rogaran al tribuno romano que condujese a Pablo ante ellos, alegando que necesitaban averiguar con más exactitud algo acerca de él, y que ellos estarían prontos para matarle antes de que se acercara. El sobrino de Pablo tiene noticia de esta asechanza.

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En la confusión e inquietud que predomina en Jerusalén nadie se da cuenta de la presencia del muchacho. Éste acude al cuartel romano y manifiesta al centinela que tiene que hablar urgentemente con su tío. Informado Pablo de lo que traman contra él llama al centurión y pide a éste que lleve el joven al tribuno, porque tiene algo importante que comunicarle: —El preso Pablo me ha llamado y rogado que te trajera a este joven, que tiene algo que decirte —explicó el centurión. Claudio Lisias se muestra amable: — ¿Qué es lo que tienes que decirme? El sobrino le explica lo que ocurre y le ruega que no acceda a la petición de los judíos de llevar a Pablo ante el sanedrín. El tribuno llama a dos centuriones: —Preparad doscientos infantes, setenta jinetes y doscientos lanceros, para que vayan por el camino de Cesárea. Harán el viaje de noche para más seguridad. Asimismo preparad cabalgaduras para Pablo. Le llevaréis al procurador Félix, al que haréis entrega de él. San Lucas nos transcribe el texto de la carta: «Claudio Lisias al muy excelente procurador Félix, salud: «Estando el hombre que te envío a punto de ser muerto por los judíos, llegué con la tropa y le arranqué de sus manos. Supe entonces que era ciudadano romano, y para conocer el crimen de que le acusaban le conduje ante su sanedrín, y hallé que era acusado de cuestiones de su ley, pero que no había cometido delito digno de muerte o prisión, y habiéndome sido revelado que se habían conjurado para matarle, al instante resolví enviártelo a ti, comunicando también a los acusadores que expongan ante tu tribunal lo que tengan contra él. Ten salud.» (Hechos, 26-30). Antes de las diez de la noche, la pequeña comitiva estuvo preparada, y con el máximo sigilo posible cruza una de las puertas de la ciudad. La noche es cerrada y oscura; el grupo avanza en silencio; sólo se oyen los aullidos de los perros en alguna casa de campo, el sonar de los cencerros de algún rebaño y los entrecortados relinchos de los caballos, junto con el pausado y rítmico entrechocar de sus cascos. Ninguno de los hombres tiene ganas de hablar. Tras casi doce horas a caballo, por campos pedregosos, para acortar camino, utilizando sólo a trozos la empedrada calzada romana, la comitiva llega a Antipátrida. Aquí Pablo está a salvo. 116

En aquella población, al pie mismo de las montañas y asomada al mar, pasan todo el día siguiente. Los doscientos infantes tenían que regresar a Jerusalén, cumpliendo las órdenes que les había dado Claudio Lisias; pero los setenta jinetes y los lanceros prosiguen el camino. Pronto cruza la pequeña comitiva los límites de Samaría y cabalga con viveza por la llanura de Sarón. A la izquierda se oye de continuo un sordo rumor: son las olas que rompen en la alargada playa arenosa. A últimas horas de la tarde llegan a Cesárea. La comitiva entra en la pequeña ciudad y el chocar de los cascos de los caballos en el empedrado anuncia su llegada a este importante puesto militar romano, guarnecido por cinco cohortes de infantes y un ala de caballería. El centurión de la caballería se presenta ante Antonio Félix, el procurador, y saludándole con el brazo en alto, al estilo romano, le entrega la carta de Claudio Lisias y le presenta el preso. Félix lee la epístola sin demasiado interés y pregunta a Pablo: — ¿De qué provincia eres? Cuando se enteró de que era de Cilicia, le dijo secamente: —Te oiré cuando lleguen tus acusadores. Inmediatamente da orden de prisión en uno de los calabozos del palacio. Conocido con el nombre de Pretorio de Herodes, el palacio tenía una fama siniestra y todo el mundo contaba en voz baja los crímenes que Herodes cometía dentro de sus muros. Tampoco él procurador Félix goza de buena fama: había sido un esclavo al que Antonia, la madre del emperador Claudio, había concedido la libertad. Con el apoyo de su hermano Palante —favorito y ministro todopoderoso de Claudio y de Nerón— había hecho una rápida y brillante carrera política; su mujer, Drusila, era judía, hija del rey Herodes Agripa I y hermana de Herodes Agripa II y de Berenice; famosa por sus vicios y su amor al lujo, morirá en Pompeya, sepultada por la erupción del Vesubio. Cinco días después llega a Cesárea el sumo sacerdote Ananías con algunos ancianos y un orador llamado Tértulo, como portavoz. Acuden a palacio, y, tras rendir sus respetos al procurador, le presentan la acusación contra Pablo. Félix manda citar a Pablo: Tértulo se apresura a recitar su alegato entretejido de adulación hacia el gobernador romano: —Gracias a ti, óptimo Félix, gozamos de mucha paz y por tu providencia se han hecho en esta nación convenientes reformas, que en todo y por todo hemos recibido de ti con suma gratitud. No te molestaré 117

más; sólo te ruego que me escuches con tu acostumbrada bondad. Pues bien, hemos hallado en este hombre una peste que excita a sedición a todos los judíos del orbe y es el jefe de la secta de los nazarenos. Le prendimos cuando intentaba profanar el Templo, y quisimos juzgarle según nuestra ley; pero llegó Lisias, el tribuno, con mucha fuerza y le arrebató de nuestras manos, mandando a los acusadores que se presentasen a ti. Puedes, si quieres, interrogarle tú mismo, y sabrás así por él de qué le acusamos nosotros» (Hechos, XXIV, 2-9). Los judíos que acompañan a Ana- nías se apresuran a confirmar lo dicho por Tértulo en su declaración. Félix, por su mujer, conoce bastante la mentalidad y los problemas de los judíos. No obstante, simula interesarse en el asunto y trata de aparecer ante la asamblea con la dignidad de un juez: alza la mano, e indica a Pablo que le corresponde defenderse. —Sabiendo que desde hace muchos años eres juez de este pueblo — le dice el apóstol— hablaré confiadamente en defensa mía. Puedes averiguar que sólo hace doce días que subí a Jerusalén para adorar, y que ni en el Templo, ni en las sinagogas, ni en la ciudad, me encontraron disputando con nadie y promoviendo tumultos en la turba, ni pueden presentarte pruebas de las cosas de que ahora me acusan. »Te confieso que sirvo al Dios de mis padres con plena fe en todas las cosas escritas en la ley y en los profetas, según el camino que ellos llaman secta, y con la esperanza que ellos mismos tienen en la resurrección de los justos y de los malos. Según esto, he procurado en todo momento tener una conciencia irreprensible para con Dios y para con los hombres. Después de muchos años he venido para traer limosnas a los de mi nación, y a presentar mis obligaciones. En esos días me encontraron purificado en el Templo, no con turbas, ni produciendo alborotos. Son algunos judíos de Asia los que deberían hallarse aquí presentes para acusarme, si algo tienen contra mí. Y si no, que estos mismos digan si cuando comparecí ante el sanedrín hallaron delito alguno contra mí, como no fuera la declaración que hice en medio de ellos: «Por la resurrección de los muertos soy juzgado hoy ante vosotros» (Hechos, XXIV, 10-22). Félix se queda perplejo; ha oído hablar antes de aquella «secta de los nazarenos», como algunos judíos llaman a los cristianos; tal vez sienta hasta simpatía por ellos: al menos son distintos del detestado sanedrín; sin embargo, no quiere enemistarse con los judíos: teme el espíritu de venganza de los sicarios (él mismo se había servido de ellos para sus 118

inconfesables fines particulares), y además, codicioso, quiere averiguar si puede sacar dinero a Pablo. Por estas razones decide diferir la causa: —Cuando venga el tribuno Lisias examinaré vuestra causa. —A continuación los despide. Manda que Pablo permanezca en prisión preventiva dentro del recinto del Pretorio: le da cierta libertad y le permite recibir visitas. El procurador cuenta a su esposa lo ocurrido: Drusila se interesa y quiere conocer al reo. El apóstol en presencia de ambos aprovecha la ocasión para hablarles de la fe en Cristo. Drusila no parece conmoverse: el materialismo que empapa su vida pagana no le permite un hueco para las inquietudes espirituales. Por el contrario, Félix dialoga con el apóstol sobre la justicia, la continencia y el juicio venidero; en algún momento llega a sentir temor en su alma. Pero sacude esta pequeña inquietud y sin recato propone a Pablo un cambalache en toda regla. Pero el apóstol no tiene dinero, el que trajo de Jerusalén lo entregó a la Iglesia de la Ciudad Santa. —Por ahora, retírate —terminó por decirle Félix, con su característico gesto de fastidio—; cuando tenga tiempo volveré a llamarte. En varias ocasiones le llama y cada vez se muestra más exigente con respecto al dinero. Así transcurren dos años. Meses de forzado reposo, de meditación y oración. Desde las torres del Pretorio de Herodes, Pablo ve las naves del puerto, los relevos y las marchas de las cohortes de la guarnición. En la llanura de Sarón, el paso de las estaciones colorea los campos: se suceden el pardo de las tierras aradas, el verde de los sembrados de cereales y el amarillo de los trigales maduros, a punto para la siega. La política romana era cruel. Palante pierde el favoritismo del emperador romano y Félix es destituido. Todos esperan ansiosos la llegada del nuevo procurador Porcio Festo. A principios del otoño del año 60 Porcio llega a Cesárea. Al desembarcar en el puerto recibe los máximos honores militares de la guarnición; tiene fama de ser un hombre firme y recto, descendiente de una ilustre familia de senadores. Le informan del asunto de Pablo, pero decide no actuar hasta no conseguir una información más completa. Al cabo de tres días, Porcio Festo, acompañado de una fuerte escolta militar, sale de Cesárea y emprende el camino de Jerusalén. En la capital 119

de Judea, los príncipes de los sacerdotes y los principales de los judíos le presentan sus respetos y aprovechan la ocasión para reiterar sus acusaciones contra Pablo. Le piden que le reintegre a Jerusalén: de este modo, el ambiente hostil de la ciudad favorecería la condena. Festo no accede a su petición; por el contrario, apegado a los procedimientos judiciales romanos, cree más conveniente que los principales jefes judíos vayan con él para acusarle. Con esta tajante decisión, Pablo Festo, si bien tolerante y contemporizador, deja claro dónde reside la autoridad. Ocho o diez días permanece Porcio Festo en Jerusalén; al cabo de los cuales emprende el camino descendente hacia la costa. Al día siguiente de su llegada abre una sesión. De nuevo Pablo se presenta ante el tribunal; los judíos que han venido de Jerusalén le rodean, le amenazan y le insultan. Sin duda quieren influir en el ánimo del procurador romano. Al fin, Pablo se hace escuchar y se defiende mediante la afirmación de que ni contra la ley de los judíos, ni contra el Templo, ni contra el César ha cometido delito alguno. Festo oye estas declaraciones, pero tiene lagunas difíciles de subsanar: él no es judío sino romano y por tanto difícilmente puede comprender el asunto. Para librarse de él por vía legal propone al apóstol: — ¿Quieres subir a Jerusalén y ser allí juzgado ante mí de todas estas acusaciones? Con este traspaso de jurisdicción, Porcio Festo delega en un tribunal religioso judío toda la responsabilidad. Pero Pablo, que sabe que el sanedrín ya le ha condenado de antemano, responde consciente de sus derechos: —Estoy ante el tribunal del César; en él debo ser juzgado. Ninguna injuria he hecho a los judíos, como tú bien sabes. Si he cometido alguna injusticia o crimen digno de muerte, no rehúso morir. Pero si no hay nada de todo eso de que me acusan, nadie puede entregarme a ellos. Apelo al César (Hechos, XXV, 10-12). Estas solemnes palabras causan un impacto profundo en el tribunal. La apelación al César —la máxima autoridad de Roma— no se puede negar a ningún ciudadano romano. Festo consulta con los de su consejo, y por fin dice con la misma solemnidad: —Has apelado al César; al César irás. Porcio Festo respira. De todos modos, se ha librado del asunto. 120

Ahora ya sólo le queda ordenar el traslado de Pablo a Roma; tiene que esperar que se organice algún transporte de presos a Roma, y escribir un informe. De todas las provincias se envían, regularmente, a la capital expediciones de reos, que luego luchan contra las fieras en el circo. Aquel espectáculo sangriento exige víctimas de continuo y, sin embargo, para aquellos desgraciados siempre hay una esperanza de salvar la vida y recobrar la libertad. Entretanto Pablo sigue preso. Aquellos dos años pasados en Cesárea, en semicautividad y en semilibertad, no son estériles para el apostolado cristiano. En los largos momentos de ocio forzado, quizá paseando junto a las almenas de aquella fortaleza que miran al mar, tiene frecuentes conversaciones con Lucas, su amigo fiel; en estos diálogos recibe el evangelista una amplia información de la vida y de las actividades del apóstol, que serán transcritas en los Hechos de los Apóstoles, ese precioso documento que es ahora de un valor inestimable para todo cristiano, verdadero complemento, con las epístolas apostólicas, del Evangelio de Jesús. Transcurridos algunos días llegan a Cesárea dos visitantes de alta categoría: el rey Herodes Agripa II y su hermana Berenice. Reyezuelo del norte de Palestina, por graciosa concesión de Roma, Herodes, monarca feudatario, cuñado del anterior procurador Félix, ha intercedido en Roma para que Porcio Festo sea el nuevo procurador. Ahora viene en visita de cortesía a saludar a Festo. Al llegar a aquel sombrío palacio todos recuerdan los hechos acaecidos entre sus muros a la dinastía herodiana. En esta fortaleza había muerto Herodes Agripa I, el que mandó matar al apóstol Santiago y persiguió a Pedro. Toda esta familia parece destinada a tratar de oponerse a los designios de Dios y a chocar con la religión de Cristo: su bisabuelo, otro Herodes, mandó la degollación de los niños de Belén; sus tíos Herodes Antipas, el tetrarca, y la tristemente famosa Herodías, llevaron a cabo la decapitación de Juan el Bautista. V ahora, de nuevo el palacio encierra a un discípulo de Cristo. Porcio Festo pide consejo a Herodes sobre el asunto paulino. Agripa se siente atraído por el caso: —Tendría gusto en oír a ese hombre. —Pues mañana lo oirás —promete el procurador romano. Al día siguiente se celebra una brillante fiesta en el palacio del gobernador. Festo vestido con su toga blanca recibe a los visitantes: los tribunos y personalidades de la ciudad acompañados de sus esposas. Poco 121

después sube la escalinata del palacio el joven rey, vestido con su manto de púrpura, recamado de oro y plata, acompañado de su hermana Berenice. Se celebra un banquete; tras los numerosos brindis, Festo ordena a uno de los centuriones de la guardia que Pablo comparezca ante ellos. El procurador romano se levanta al ver a Pablo; inmediatamente se hace un absoluto silencio. —Rey Agripa —dice dirigiéndose a Herodes— y todos los que estáis presentes. He aquí a este hombre, contra quien toda la muchedumbre de los judíos, en Jerusalén y aquí, me instaba gritando que no es digno de la vida. Pero yo no he hallado en él nada que le haga reo de muerte. Del cual nada cierto tengo que escribir al señor. Por esto le he mandado conducir ante vosotros y especialmente ante ti, rey Agripa, a fin de que con esta inquisición tenga yo qué poder escribir; porque me parece fuera de razón enviar a un preso y no informar acerca de las acusaciones que sobre él pesan (Hechos, XXV, 24-27). El rey Agripa hace un gesto con la mano y dice a Pablo: —Se te permite hablar en tu defensa. Pablo se irguió, con aquel gesto de nobleza que tanto le caracterizaba. Con sus ropas estropeadas, atado por una cadena a un soldado, tenía sin embargo tanta majestad como aquel rey judío y como aquel gobernador romano juntos. Y el apóstol, sereno, extiende la mano en gesto de saludo y expone: —Por dichoso me tengo, rey Agripa, de poder defenderme hoy ante ti de todas las acusaciones de los judíos; sobre todo, porque tú conoces todas las costumbres de ellos y sus controversias. Te pido, pues, que me escuches con paciencia. Todos los judíos conocen cómo he vivido yo desde el principio de mi juventud en Jerusalén, en medio de mi pueblo; y si quisieran dar testimonio saben que de mucho tiempo atrás viví como fariseo, según la secta más estricta de nuestra religión. Al presente estoy sometido a juicio por la esperanza en las promesas hechas por Dios a nuestros padres, cuyo cumplimiento nuestras doce tribus, sirviendo continuamente a Dios, día y noche, esperan alcanzar. Pues por esta esperanza, ¡oh, rey!, soy yo acusado por los judíos. »¿Tenéis por increíble que Dios resucite a los muertos? Yo me creí en el deber de hacer mucho contra el nombre de Jesús Nazareno, y lo hice en Jerusalén... (Hechos, XXVI, 1-9). Pablo hace un relato de las persecuciones a que sometió a los cristianos y de su conversión en el camino de Damasco; después resume la 122

doctrina cristiana de modo adecuado a la mentalidad de los asistentes. Le escuchan con atención; pero no disimulan su incredulidad al decir el apóstol: «...y no enseñando otra cosa sino lo que los profetas y Moisés han dicho que debía suceder; que el Mesías había de padecer, que siendo el primero en la resurrección de los muertos, había de anunciar la luz al pueblo y a los gentiles...». Festo le interrumpe: — ¡Tú deliras, Pablo! Las muchas letras te han sorbido el juicio. Es una exclamación típica de un pagano. No conoce apenas nada de la religión de los judíos; comprende sólo a medias lo que Pablo ha dicho: aquella oratoria del apóstol a él le resulta fastidiosa. Pero Pablo le contesta con tono razonable: —No deliro, nobilísimo Festo; lo que digo son palabras de verdad y de sensatez. Bien sabe el rey estas cosas, y a él hablé confiadamente, porque estoy persuadido de que nada de esto ignora, pues no son cosas que se hayan hecho en un rincón. Y dirigiéndose de pronto hacia el rey, le dirige una pregunta que ningún judío podía contestar negativamente: — ¿Crees, rey Agripa, en los profetas? Yo sé que crees. Herodes Agripa se revuelve incómodo en su sillón, y forzando una sonrisa repuso: —Poco más, y me persuades a que me haga cristiano. Pablo le contestó con un tono de exaltación en su voz: —Por poco más o por mucho más pluguiese a Dios que no sólo tú, sino todos los que me oyen se hicieran; hay tales como lo soy yo, aunque sin estas cadenas (Hechos, XXVI, 9-29). —Este hombre no ha hecho nada que merezca la muerte o la prisión. Agripa está bien impresionado de la entrevista y expresa su opinión sobre el preso: —Se podría poner en libertad a este hombre, si no hubiese apelado al emperador. El gobernador hace según esto el dictamen para Roma, facilitando así la absolución de Nerón. Los escritos de San Lucas destacan por la delicadeza y la fuerza de sus descripciones psicológicas. Se leen entre líneas los aldabonazos de la gracia sobrenatural y la llamada del Señor al corazón humano. De nuevo presenta el empuje de lo sobrenatural frente a lo natural: las dos leyes, los 123

dos mundos, los dos hombres que San Pablo describe en su Epístola a los Romanos. Festo es el hombre autosuficiente con valores humanos, pero materialista y apegado a lo mundano y a sus comodidades; lo sobrenatural está cerrado para él, como para el ciego el mundo de los colores. Por el contrario, la personalidad de Agripa dibujada por San Lucas es la del espíritu refinado, hirviente de inquietudes espirituales, pero frío y escéptico respecto a lo religioso. Se puede ser un gran teólogo y a la vez carecer de piedad, y no ser santo; tener un espíritu que penetre hasta lo profundo de los problemas religiosos, sin que estos principios informen operativamente nuestra vida diaria. La razón obedece a que el Cristianismo no es una mera filosofía, sino un modo de vida. Por esto, Agripa ha sabido seguir interesado el hilo del discurso de Pablo, pero no traspasó la frontera de lo intelectual a lo religioso, y su conversión no se realiza.

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Capítulo XVII

MALTA

Ha comenzado el otoño del año 60; y al fin el tribuno Porcio Festo, ansioso de terminar con el sumario de Pablo, organiza un envío de presos a Roma. Reúne un abigarrado grupo de criminales y de presos políticos, al que añade al apóstol. Encarga al centurión Julio, de la cohorte Augusta, jefe de la expedición, que trate a Pablo con especiales consideraciones; incluso permite que le acompañen sus amigos Timoteo, Lucas y Aristarco de Macedonia. Las tropas acordonan el muelle y comienza el embarque de presos en una nave de Adramicia, que lleva el rumbo de los puertos de Asia. Hechas las operaciones de desatraque, la nave leva anclas y hace proa a la bocana del puerto. Costeando la acantilada costa de Samaría, los viajeros ven a estribor la ingente mole del monte Carmelo. Poco después costean la recortada Fenicia; pasan de largo por la rica Tiro —cuyas luces vieron en el horizonte—; cerca de Sidón (la rival de Tiro en el comercio) amanece. La nave fondea en este puerto; el centurión Julio permite a Pablo y sus acompañantes que visiten a sus amigos. Tras descargar y cargar mercancías, la nave leva anclas y deja atrás las costas de Asia. Profundos sentimientos deben arder en el alma de Pablo mientras contempla, desde la cubierta de popa, el perfil cada vez más desdibujado de las montañas del Líbano, verdadero trono de la gloria del Antiguo Testamento. Allá atrás, muy atrás, queda Damasco, y hacia el sur, Galilea y Jerusalén; sin embargo, una mirada hacia el norte le hace presentir la cercanía de Antioquía y Tarso. Otra noche en el mar; esta vez sin tener tierra a la vista. El viento se les muestra contrario: hay marejadilla. La proa de la nave se alza y baja 125

rítmicamente al compás de las olas; la quilla cruje con suaves gemidos bajo la presión de los embates del oleaje. Varios días luchan contra los vientos del oeste. Además la nave está demasiado cargada de mercancías y trigo y sobrecargada por las numerosas personas que van a bordo; sus movimientos son lentos y pesados; a veces las olas barren la cubierta. Avistan, por la banda de estribor, la costa de Chipre; navegan a lo largo de ella favorecidos por una corriente. La dejan atrás y cruzan ante las costas de Cilicia y de Panfilia; al cabo de quince días llegan a Mira de Licia —pequeño puerto comercial del trigo—, lugar de arribada de la nave. Pronto el centurión Julio hace gestiones y encuentra una nave alejandrina que se dispone a zarpar rumbo a Italia. Una vez trasladados los presos y los pasajeros, el centurión se hace cargo del mando de la nave. Durante varios días navegan lentamente y con dificultad: cruzan el peligroso estrecho entre la isla de Rodas y la costa de Licia; arriban frente a Gnido, pero el viento les es contrario y rechazados hacia el sudoeste, cruzan el laberinto de islas que salpican el mar Egeo, en tomo a Rodas; con constante peligro de ser arrojados contra una costa y de naufragar pueden alcanzar la isla de Creta, junto al cabo Salmona; después de costear penosamente esta alargada isla, se ponen a salvo de las tempestades del norte, y arriban a Kaloí Limenes —conocida por Puerto Bueno, junto a la pequeña ciudad de Lasea—, donde echan el ancla: esperarán que mejore el tiempo. Es ya el mes de noviembre. El 28 de octubre han celebrado los judíos del mundo entero la fiesta de Yom Kippur, fiesta de la Expiación o Gran Ayuno. Existe una tradición marinera que prohíbe lanzarse a la navegación, pasadas esas fechas, y recomienda invernar en cualquier puerto seguro hasta la llegada de la primavera. El centurión Julio se impacienta por la espera y consulta sobre la conveniencia de reanudar el viaje con el patrón de la nave, el capitán y el timonel; también pide consejo a Pablo, pues lo ve hombre de letras y muy sensato. El patrón es partidario de proseguir, en pro de la venta de su cargamento. Por el contrario, el apóstol aconseja aguardar la vuelta de la primavera. Julio da más crédito a la opinión del piloto y decide continuar, al menos hasta Fenice, puerto más abrigado contra los vientos del nordeste y del sudeste. 126

Levan anclas y favorecidos por el viento solano costean los doscientos kilómetros de Creta; pero de repente se levanta un impetuoso viento del nordeste llamado euroaquilón, que arrastra la nave sin rumbo fijo. El monte Ida —principal cumbre de la isla de Creta— aparece cubierto de negras nubes. Doblan el cabo de Matala y se ven empujados hacia la acantilada y peligrosa isla de Cauda. La bordean y protegidos por ella parece que el viento se ha calmado. La nave arrastraba hasta entonces un pequeño esquife; pero por el temor de naufragar, deciden ceñirla por debajo con cables, y así aseguran un poco más su tablazón. Pasan una noche angustiosa. El cielo está nublado; no hay estrellas que sirvan de guía en la ruta. El patrón manda plegar velas y se deja arrastrar por los vientos y las corrientes. En la oscuridad, el temor que ahora les asalta es el de encallar o chocar contra las costas africanas de la Sirte, la actual Cirenaica. Suavemente amanece el día: como la tempestad arrecia, el patrón ordena arrojar por la borda todo lo que no sea imprescindible; tiran una buena parte de cargamento. Al tercer día de navegación advierten que esto no es suficiente, y arrojan los aparejos; pértigas, vergas y jarcias se hunden bajo las aguas. Cansados, sin poder dormir, sin haber apenas comido en varios días, refugiados en la bodega, pues las olas barren la cubierta, apenas tienen esperanzas. En varios días no ven más que la tempestad gigantesca que parece no cejar hasta destruirlos. En tan difíciles momentos sólo un hombre conserva la alegría y la serenidad; Pablo. No deja de encomendar la situación que padecen, y abandonado en los brazos de Dios, espera anhelante la ayuda de su padre del Cielo. La actitud del apóstol asombra a cuantos le rodean: cuando la desesperanza muerde en el ánimo de todos, la esperanza de Pablo cobra nuevas fuerzas con las palabras del Señor: «No temas, Pablo, tú has de comparecer ante el César», y San Lucas describe cómo el apóstol anima y exhorta a los viajeros: —Mejor os hubiera sido, amigos, atender a mis consejos; no hubiéramos partido de Creta, y nos hubiésemos ahorrado estos peligros y daños. Pero cobrad ánimo, porque sólo la nave perecerá. Esta noche se me ha aparecido un ángel de Dios, a quien sirvo, y me ha dicho: «No temas, Pablo; comparecerás ante el César y Dios te hará gracia de todos los que navegan contigo.» Por lo cual, cobrad ánimo, amigos, que yo confío en Dios que así sucederá como se me ha dicho. Sin duda, no tardaremos en dar con una isla... (Hechos, XXVII, 21-26). 127

Es la decimocuarta noche de viaje sin rumbo. El patrón y el timonel creen que están en aguas del Adriático. Hacia la medianoche, los marineros sospechan, por algunos indicios, que se hallan cerca de tierra y para cerciorarse echan la sonda: da veinte brazas. El oleaje es aquí un poco menos fuerte, aunque se oye el ruido de las olas al chocar en los rompientes. Los marineros, temerosos de ir a dar contra algún bajío, echan a popa cuatro áncoras, para detener un poco la nave, y esperan a que se haga de día. Pero algunos sienten cobardía, y con el pretexto de que necesitan maniobrar para echar las áncoras de proa tratan de botar el esquife al agua y huir en él de la nave. Pablo advierte al centurión y a los soldados diciéndoles: —Si éstos no se quedan en la nave, vosotros no podréis salvaros. Entonces Julio manda a los soldados cortar los cables del esquife, que cae al agua y se aleja, arrastrado por las revueltas olas. Mientras aguardan el amanecer, el apóstol exhorta a todos a tomar alimento; —Catorce días hace hoy que estamos ayunos, pues no hemos comido casi nada. Os exhorto a tomar alimento, que nos es necesario para nuestra salud, pues estad seguros de que ni un solo cabello de vuestra cabeza perecerá (Hechos, XXVII, 33-35). Amaneció poco a poco un día oscuro. La cubierta del buque está húmeda por las olas que la han mojado durante tantas jornadas. Está muy nublado y cae una ligera llovizna; a lo lejos se ve una isla rocosa, de aspecto árido. Nadie la reconoce; tiene una ensenada con playa, y deciden encallar aquí la nave: sueltan las anclas, desatan las amarras de los timones, izan el arrimón, y empujados suavemente por la brisa se dirigen a la playa. Todos tienen tenso el ánimo; el momento del choque se aproxima. La brisa los empuja hacia un saliente arenoso de la costa, y de pronto, con una violenta sacudida, que derribó al suelo a algunos, encalla la nave, hincando la proa en la arena, quedando inmóvil, mientras que la popa es azotada violentamente por el oleaje. Algunos de los soldados proponen al centurión Julio matar a los presos para que ninguno escape a nado; pero el centurión se opone a tal propósito y ordena que quienes sepan nadar se arrojen los primeros y salten a tierra; los demás, ayudados por los despojos de la nave, también alcanzan la isla: ninguno ha perecido. Los náufragos se encuentran en una playa desconocida. Están mojados, tiritan de frío, pálidos, debilitados por el hambre y los esfuerzos en el manejo de la nave. De nuevo es Pablo el que conserva la serenidad de ánimo y la claridad de ideas. 128

Llegan en tropel los habitantes de la isla, atraídos por la noticia del naufragio; son bárbaros, es decir, hablan una lengua desconocida. Con gran trabajo logran entenderse y se informan que están en la isla de Malta. Los «bárbaros» se muestran compasivos: encienden varias hogueras y les invitan a acercarse a ellas para que sequen sus ropas; les traen alimentos y bebidas calientes. Las hogueras consumen pronto la leña que hay en la playa; el apóstol con otros va a buscar más leña; cerca hay una viña de donde coge sarmientos secos; junta un buen montón de ramaje; calentada por el calor del fuego, una víbora venenosa salta y le muerde en la mano. Cuando los habitantes supersticiosos ven el reptil colgado de su mano piensan que es un homicida, a quien la diosa de la venganza persiguió en el mar y ahora en la tierra. Pero Pablo, con un gesto enérgico, sacude al reptil sobre el fuego; pasan unos minutos de violenta tensión. Los malteses le miran con ojos muy abiertos, esperando que se hinche el brazo y caiga muerto al suelo. Al ver que nada extraño le sucede, llevados de sus infantiles supersticiones, llenos de asombro, toman a Pablo por un dios. Quizás esta ingenua superstición de los isleños da pie al apóstol para predicar acerca de que los que creen en Cristo cogerán las serpientes sin daño alguno (Mc. XVI, 18). Lo cierto es que los piadosos malteses creen todavía hoy que por la oración del apóstol han desaparecido las serpientes venenosas de su isla. Malta es una parte de la provincia de Sicilia. El supremo funcionario romano les da una favorable acogida y se muestra dispuesto a ayudar a los náufragos: durante tres días se albergan en su casa hasta que hallan un cuartel de invierno, al cual se trasladan todos. De modo especial Publio hace amistad con Pablo: le comunica que su padre está enfermo, afligido por fiebres y disentería. El apóstol se ofrece a visitarle: ora ante el enfermo, le impone las manos y le sana. La noticia de este suceso, rápidamente propagada por la isla, facilita la labor de almas. Nada nos dice San Lucas sobre el intento de fundar aquí una comunidad de cristianos. Sólo nos transmite cómo todos los que padecían enfermedades «acudían a él (Pablo) y eran curados». Tres meses permanecieron en Malta. Al cabo de ellos, el clima característico de la zona mediterránea mejora y favorece el viaje. Últimos días de febrero del año 61. Una nave alejandrina que había invernado en la isla iba a zarpar pocos días después con un cargamento de trigo. Anclada en el puerto de La Valetta lleva en su popa, como signo de buen augurio, la divisa de los dióscoros Castor y Pólux —divinidades protectoras de la navegación—; en ella embarcan Jos náufragos. Pablo ha 129

vivido un nuevo episodio; ha escrito, otra vez en el libro de su vida, unas páginas apretadas y densas de amor a Dios y de caridad con los demás. Ahora va rumbo a Roma con el alma llena de vibración y de celo por los gentiles que le aguardan.

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Capítulo XVIII

ROMA

Otra vez Pablo está en el mar. Pasea por la cubierta de la relativamente espaciosa nave alejandrina; respira con agrado el aire marino; el mar y el cielo son deliciosamente azules, y hacia el norte, muy pronto empieza a dibujarse la recortada costa de la montañosa isla de Sicilia. Antigua tierra colonizada y civilizada por lo griegos, más tarde poseída por los cartagineses, conquistada finalmente por los romanos, en ella confluyen las civilizaciones griega y latina como en ninguna otra región del Imperio. Doblado el extremo de un cabo, pronto arriban al puerto de Siracusa. Escalonada del mar a las montañas, rodeada de huertos y jardines, con bellos edificios de soberbias columnatas de mármol, Siracusa era una bella ciudad que conservaba el recuerdo del desastre de la expedición del general griego Alcibíades y de la gloria y los inventos del célebre matemático Arquímedes. Pablo permanece tres días en esta ciudad. Las famosas canteras de las colinas tal vez le traen a la memoria la gruta de los alrededores de Tarso, donde él se retiró un tiempo a meditar. Hechas las labores de carga y descarga, la nave continúa muy pegada a la costa; a la izquierda, surge majestuosa la mole nevada del volcán Etna. Después, el paso del estrecho de Mesina. A la derecha, ya se ve la costa de Italia. Allí tocan en el puerto de Regium (hoy Reggio Calabria), donde aguardan un día; a la mañana siguiente favorecidos por el viento del sur se hinchan las velas y reanudan la navegación: al cabo de dos días se adentran en el golfo de Nápoles. Por la banda de estribor han dejado la bellísima isla de Capri (en la que estaba el famoso palacio de mármol del emperador Tiberio)... Cuando al doblar un cabo se presenta ante su vista el golfo de Neápolis (hoy Nápoles), quedan asombrados de tanta belleza. Aún existe el 131

dicho: «ver Nápoles y después morir». Como una concha dorada en la que Dios hubiera derramado sus gracias, la comisa napolitana era una sucesión ininterrumpida de playas deliciosas, de acantilados de formas caprichosas, sobre los que colgaban las flores de las terrazas de las innumerables villas de placer que aquí se habían mandado construir los patricios y los ricos romanos. Pueblos a cual más bonito y pintoresco. Allá a lo lejos el monte Vesubio cubierto de bosques de pinos y a sus pies, Pompeya y Herculano, las elegantes ciudades donde los ricos comerciantes y los afortunados iban a pasar su veraneo. ¡Qué ajenas estaban al desastre que pocos años después les esperaba, cuando el volcán tuviera una erupción de repente que las sepultaría bajo sus cenizas! Al norte del golfo de Nápoles, el de Pozzuoli, igualmente bello, cerrado por las islas de Prócida, Isquia y Nisida. Al acercarse a esta costa, venían a La memoria noticias horribles oídas en los puertos últimamente tocados. En una villa situada junto a este golfo, Nerón había hecho, poco antes, asesinar a su madre Agripina. La vieja intrigante, que antes había hecho a su vez asesinar al desgraciado Británico para dar paso al trono a su hijo, se había vuelto últimamente contra éste y Nerón decidió acabar de una vez para siempre con el peligro que ella representaba. Más tarde, en el promontorio Miseno, fue ahogado el emperador Tiberio bajo un montón de ropas por su liberto Macrón. Acercarse a Roma era como acercarse a la cloaca de la política y aquellos tiempos, especialmente, fueron ricos en ofrecer monstruos humanos, que tenían en sus manos un poder absoluto sobre vidas y haciendas. Pero en aquel día de cielo azul y temperatura agradable, cuando la nave enfiló majestuosamente, con velas desplegadas, enarbolando orgullosamente su bandera, la bocana del puerto de Pozzuoli, los pasajeros ven desde cubierta que el pueblo se aglomera en el muelle para recibirlos. La llegada de las naves alejandrinas siempre se consideraba un acontecimiento de buen augurio, y el arribo de una flota era uno de los espectáculos favoritos de los ciudadanos ociosos. Además, la llegada de aquellas naves suponía la llegada de trigo, y una garantía de que no habría carestía de pan y por tanto no habría la amenaza del hambre. Pero en aquella nave, y eso nadie de los que estaban allí en el muelle aguardando podía saberlo, iba también otro «pan de vida», cuyas virtudes tenían un sentido muchísimo más profundo y espiritual. El puerto de Pozzuoli estaba muy ajetreado aquel día. No sólo se descargaban víveres. Roma era como un parásito insaciable que todo lo devoraba. En unas jaulas se estaban desembarcando de una nave fieras salvajes destinadas al circo. ¡Qué estremecimiento recorre los cuerpos de 132

algunos presos! ¿Morirían desgarrados por aquellas garras y devorados por aquellas fauces que rugían? De otro barco desembarcan, con el auxilio de rodillos, bellas estatuas de puro mármol, venidas de los más afamados talleres de Grecia; en el muelle se apoya un obelisco egipcio, con piedras talladas de curiosos jeroglíficos, que espera sin duda el traslado a algún lugar de Roma, para servir como motivo de adorno; ánforas y fardos con las mas heterogéneas mercancías se apilan en un rincón. No en vano Roma era la más grande consumidora del mundo.

Al pisar tierra, Pablo tiene una sensación extraña. Acostumbrado al mundo y al ambiente griegos, aquí por primera vez sólo oye hablar en latín. El centurión Julio se muestra generoso con él y le deja en libertad para que salude a la comunidad cristiana de Pozzuoli. Pablo y sus acompañantes son bien recibidos; les ruegan que permanezcan con ellos algunos días. El centurión Julio accede: se quedarán allí una semana, mientras él arregla todo lo necesario para proseguir el viaje. Los cristianos de Pozzuoli, entretanto, envían cartas a los hermanos de Roma anunciando la buena nueva de la próxima llegada de Pablo. De Pozzuoli a Roma (208 kilómetros) se va por una magnífica calzada empedrada con grandes losas. En Capua, «la ciudad de las delicias», alcanzan la ancha y magnífica via Appia, la más famosa, sin duda, de todas las vías de piedra construidas por los romanos. Cruzan ahora una campiña amena y fértil: olivares, viñedos, trigales muy bien 133

cuidados, forman parte de extensas fincas propiedad de los grandes terratenientes romanos; en estas tierras trabajan miles de esclavos, a las órdenes de capataces, pobres hombres embrutecidos que reciben un trato peor que si fueran animales. La abolición de la esclavitud proclamada por el Cristianismo será uno de los puntos doctrinales que más cueste aceptar a los conversos y la piedra de escándalo de los paganos. El viaje de Pozzuoli a Roma se hacía en seis o siete etapas. En una de ellas, Pablo, Julio y los demás se detienen en Formia. Aquí estaba la casa en que vivió Cicerón, el célebre orador, y se enseñaba su sepulcro; a lo lejos se ve el hermoso panorama del mar, con el golfo de Gaeta. Más allá de Terracina empezaba la serie de pantanos conocidos como Lagunas Pontinas. Ya estaban cerca de la llanura del Lacio, en la que se asienta Roma. A lo lejos se ven los montes Albanos y Sabinos, amoratados por la lejanía, con las manchas verdeoscuras de sus frondosos bosques de encinas y castaños, que tantas veces inspiraron al poeta Virgilio. No muchos años antes, a lo largo de la via Appia fueron crucificados dieciséis mil esclavos, prisioneros tras el fallido levantamiento de Espartaco. Roma no sabe que el que ahora se acercaba paso a paso hacia ella trae consigo un significado muy diferente para aquel madero en cruz, que hasta entonces no había sido más que un ignominioso instrumento de suplicio. Ya llegan a Forum Appi (el Foro de Apio). Al lado de la carretera, cruzando los pantanos, iba un canal recto que Augusto había mandado construir. La puesta del sol tiene una belleza serena en la campiña romana y las Lagunas Pontinas, teñidas por el ocaso, parecían espejos de sangre. En el Foro de Apio, otra estación 4e posta con posadas, buscan un albergue para pasar la noche. Avisados por carta, por los hermanos de Pozzuoli, un grupo de cristianos de Roma se ha adelantado a saludar al apóstol. Aquella noche, sobre los ruidos vulgares de aquella posada, se oye el rumor de las oraciones de estos hermanos en la fe que se han encontrado. A muchos los conoce Pablo sólo de nombre. Puede que entre ellos se encuentren gozosos los siempre fieles Aquila y Priscila, a quienes abrazaría afectuosamente. A partir de aquí el viaje hacia Roma tiene un aire casi triunfal. La siguiente estación de posta era Tres Tabernæ (Tres Tabernas), donde le saluda otro grupo de cristianos aún más numeroso. Pablo cobra ánimos al verlos y da gracias a Dios. El centurión Julio está asombrado del influjo espiritual de aquel hombre, al que cualquiera, al verle mal vestido y 134

encadenado, tomaría por un hombre vulgar si no se fijaba bien en su rostro o no le oía hablar. Cerca de aquel lugar estaba la hermosa casa que poseía el filósofo estoico Séneca, preceptor y consejero de Nerón, a cuyos buenos influjos se atribuían los mejores actos de clemencia y buen gobierno del emperador. En Aricia, penúltima etapa de su viaje, hacen noche. Ya están en el sagrado suelo del Lacio, la tierra de donde brotó la cultura latina. A la mañana siguiente, bien temprano, se disponen a recorrer la última etapa. En la pequeña caravana hay cierto nerviosismo. Pocas horas más, pocas leguas más, y estarían en la capital del mundo conocido. La via Appia, ancha y espléndida, resulta sin embargo más pequeña por el tránsito cada vez mayor de carros de todos tipos, desde los más rústicos a los más refinados y elegantes, y de jinetes montados en hermosos caballos de raza. Tolos los viajeros parecen contagiados de la misma nerviosidad por alcanzar cuanto antes la capital del Imperio. La via Appia, muchas leguas antes de llegar a Roma, aparece ya como una verdadera via triumphalis del Imperio, antesala que prepara el ánimo del viajero para contemplar la grandeza de Roma. A ambos lados había suntuosos sepulcros de mármol, con inscripciones conmovedoras, de las familias más ilustres. La primavera había cubierto las cunetas de flores y soplaba una brisa muy agradable. En los montículos, la graciosa silueta en forma de parasol de los pinos piñoneros. Gigantescos acueductos de piedra: el Aqua Appia, el Claudia, el Marcia, zigzagueaban por la llanura, proclamando orgullosos el ingenio de los arquitectos romanos. al fin Roma se deja ver, confusa, poco a poco; más claramente luego, encaramada sobre las siete colinas en las que se asienta, con un color amarillento oscuro, del que sobresalen, majestuosos, dorados por el sol, el templo Capitolino y el Palacio Imperial. Las villas son cada vez más suntuosas y sus tapias se unen de modo que la via Appia se ve limitada a ambos lados por dos muros sin solución de continuidad. Las terrazas son espléndidas; la vegetación, lujuriante c incluso exótica: árboles raros, como aquellos naranjos y limoneros que atrevidos aventureros habían traído de lejanos países de Asia, y cuyos frutos estaban relacionados con las leyendas de las manzanas de oro. Finalmente la via Appia pasa junto a una hondonada en la que había unas célebres catacumbas. No pasará mucho tiempo sin que los cristianos se refugien en ellas, para escapar de las sangrientas persecuciones. Por ahí está el lugar donde, como hoy recuerda la iglesia de Domine Quo Vadis?, 135

Jesús se aparecerá más tarde a Pedro, reprochándole dulcemente su huida de la ciudad en aquellos momentos. Pablo y los que iban con él entran en Roma por la puerta Capena. La ciudad parece sucia y ruidosa; sus calles están congestionadas por la innumerable multitud, junto con los caballos, literas, carrozas y pesados carros, que a veces se atascan en los pasos más estrechos. A pesar de la célebre Cloaca Máxima, de la que Roma se enorgullecía, lo cierto es que la capital del Imperio huele mal. Abundan las tabernas. ¿Cuántos habitantes tiene aquella ciudad inmensa? ¿Es cierto, como se afirma, que un millón? Muchísimos miles de entre ellos eran vagos profesionales, la canalla más numerosa e indeseable del Imperio, que viven de aclamar y adular al emperador y de los repartos gratuitos de trigo. El rápido crecimiento de la población hizo que se añadiesen a las casas cada vez más y más pisos, que hacían más sombrías y estrechas las calles. Los ricos romanos viven en hermosos palacios que ocupan manzanas enteras: poseen patios cuadrangulares, atrios, en cuyo centro hay estanques; más allá los peristilos, rodeados de hermosas columnatas de mármol. Ninguna casa rica carece de un aposento donde se guardan en cera las imágenes de los antepasados; los penates o genios familiares se guardan en pequeños armarios en forma de capillitas, empotrados en la pared; se les rinde un supersticioso culto. Julio hace atravesar a Pablo parte de la ciudad para llegar al campamento de los pretorianos en el monte Celio. Allí entrega el prisionero al jefe del mismo o estratopedarca; es entonces prefecto de los pretorianos Afranio Burrho, amigo de Séneca, hábil estadista, buen general y hombre muy querido del pueblo por su moderación y prudencia. A presencia de éste fue llevado Pablo. Burrho oye el relato del centurión Julio y lee la carta de Porcio Festo —ambos favorables al apóstol— y ordena que le traten con cierta consideración. Durante diez días le custodia la guardia del campamento; para estas fechas ya estará constituido el tribunal que investigará el derecho del reo a apelar al César. Le conceden la gracia de la custodia libera, es decir: que podría irse a vivir al lugar de Roma que eligiera, pero bajo la vigilancia constante de un centurión. Pablo alquila un piso en una casa humilde, no lejos del campamento, y como carece de recursos los cristianos de Roma se ofrecen gustosos a sufragar el alquiler. Los dos días siguientes los dedica Pablo a recorrer un poco la ciudad de Roma y a aprender y a orientarse por ella. Entre visita y visita de los hermanos en la fe, Pablo tiene ocasión de admirar los grandiosos 136

monumentos de aquella capital: el Circo Máximo, con cabida para cien mil espectadores, siempre ebrios de sangre, lugar en donde muy pronto tendría lugar el martirio de los cristianos. Allá el monte Palatino, con el palacio de los Césares; la vía Sacra, la más rica y populosa de la ciudad; el Forum, el famoso Foro romano, con sus pórticos, templos y basílicas, estatuas y más estatuas, que son como la Plaza Mayor del Imperio; como fondo el Capitolio, la Colina sagrada sede del templo de Júpiter Capitolino, el de Saturno, el de la Concordia y el Tabulario o Archivo de Estado. Esparcidos por la ciudad hay otros monumentos notables como el mausoleo de Augusto y la Ara Pacis. Los famosos jardines de Mecenas, la vía Longa, con el Viminal a un lado y al otro el Quirinal, ya en las cercanías de la Suburra, el barrio de peor fama de Roma; pasada la muralla de Servio Tulio se encuentra el cuartel general de los pretorianos, en la vía Nomentana. Algunos autores afirman que es aquí donde fue llevado Pablo, y no al campamento del monte Celio. El apóstol, acompañado de Timoteo y Lucas, se ha establecido definitivamente en una humilde casa romana. Al cabo de tres días convoca en su domicilio a los primates de los judíos. Muchos de ellos acudieron extrañados, pues ni siquiera habían oído hablar de Pablo. Recuperándose poco a poco del antiguo decreto de expulsión, la comunidad judía de Roma cuenta entonces con unos veinte mil o treinta mil judíos. Todos están muy unidos, y la novedad de una convocatoria, aunque fuera la de un desconocido, les hace acudir. Una vez reunidos, Pablo cuenta a todos su historia, y les dice: —Yo, hermanos, no he hecho nada contra el pueblo ni contra las costumbres patrias. Preso en Jerusalén, fui entregado a los romanos, los cuales, después de haberme interrogado, quisieron ponerme en libertad, por no haber en mí causa ninguna de muerte; oponiéndose a ello los judíos, me vi obligado a apelar al César, no para acusar de nada a mi pueblo. Por esto he querido veros y hablaros. Sólo por la esperanza de Israel llevo estas cadenas. El más ilustre miembro de la comunidad judía toma la palabra y le contesta: —Nosotros ninguna carta hemos recibido de Judea acerca de ti, ni ha llegado ningún hermano que nos comunicase cosa contra ti. Querríamos oír de ti lo que sientes, porque de esta secta sabemos que en todas partes se la contradice. 137

Le señalaron entonces un día, para que les diese una conferencia acerca de los principios defendidos por lo que ellos llamaban «secta», y San Lucas nos dice que vinieron muchos a su casa. Sin duda, dado que el piso donde residía Pablo no podía ser muy espacioso, la reunión se celebraría en algún patio. Pablo expuso la doctrina del reino de Dios y de la mañana a la noche les estuvo persuadiendo en aquella memorable reunión acerca de la verdad de Jesús por la ley de Moisés y por los profetas. Como ocurría siempre, unos creyeron lo que les decía y otros rehusaron creer. Como no llegaran a un acuerdo entre ellos se separaron, y Pablo les dijo como despedida las siguientes palabras: —Bien habló el Espíritu Santo por el profeta Isaías a nuestros padres, diciendo: «Vete a ese pueblo y diles: Con los oídos oiréis, pero no entenderéis; mirando miraréis, pero no veréis; porque se ha embotado el corazón de este pueblo y sus oídos se han vuelto torpes para oír, y sus ojos se han cerrado, para que no vean con los ojos ni oigan con los oídos, ni con el corazón entiendan, y se conviertan y los sane. »Sabed, pues, que esta salud de Dios ha sido ya comunicada a los gentiles y éstos oirán.» Dicho esto, los judíos salieron de aquella casa, y durante un buen trecho fueron discutiendo entre sí hasta que sus ecos se perdieron en la calle. «Dos años enteros permaneció en una casa alquilada, donde recibía a todos los que venían a él, predicando el reino de Dios y enseñando con toda libertad y sin obstáculo lo tocante al Señor Jesucristo» (Hechos, XXVIII, 16-30). Con estas palabras termina San Lucas su relación de los Hechos de los Apóstoles. Al lector, a quien queda en su mente la hermosa y duradera impresión de estas páginas, no puede por menos de dolerle que la historia no continúe. Uno tiene derecho a preguntarse: Y bien, ¿qué es lo que pasó después? Esto sólo lo sabemos por la tradición, por conjeturas y por las deducciones sacadas de los últimos escritos evangélicos de Pablo: sus epístolas de la cautividad. Porque en aquellos años de forzado reposo, la mente de Pablo estuvo más despierta que nunca, y por manos de sus amanuenses, o bien por su propia pluma, nos dejó una colección de escritos edificantes y admirables, llenos de la emotividad más entrañable. Roma se afana de día, y festeja sus escandalosas orgías por la noche, donde corría con abundancia el vino de Falerno: los músicos y danzantes divierten a los ociosos ricos, sintiéndose aún en las calles las charangas de 138

los sacerdotes mendicantes de Isis y Cibeles que hacen sonar platillos y cascabeles; los esclavos y los libres sufren y gozan en medio de aquel triste mundo pagano. Entretanto, los primeros cristianos desarrollan una gran labor apostólica y se extienden por toda la ciudad imperial. Roma oficialmente los ignora, pero la semilla de Cristo ha sido plantada en buena tierra y aquí, regada pronto con su propia y generosa sangre, ha de fructificar espléndidamente para florecer en miles de millones de cristianos. Corren rumores de que incluso entre la servidumbre del Palacio Imperial y la guardia pretoriana hay ya hermanos en la fe. Cada día viene un nuevo soldado a mantener a Pablo bajo su vigilancia, y así no es de extrañar que el apóstol llegue a influir en algunos de ellos y por tanto se conviertan al Cristianismo. A Lucas la presencia de Marcos en Roma le es útil. En sus constantes conversaciones con él toma valiosísimos datos sobre la vida de Jesús, transmitidos por vía oral. Así es como en la Roma de los Césares se preparan estos dos valiosos documentos: el segundo y el tercer evangelio. Lucas también pudo prestar muy buenos servicios a la comunidad cristiana por su calidad de médico. Los romanos no tenían mucha fe en la medicina, que casi siempre era ejercida por esclavos o por individuos procedentes de Oriente. A pesar de que en Roma aún perduraba el recuerdo del famoso médico Celso y de las obras médicas de Plinio y Dioscórides no hacía muchos años había publicado su libro Materia médica, los romanos se aferraban al uso de las hierbas medicinales y de las recetas caseras y se apreciaba más el libro de Escribonio Largo en que reunía una colección de recetas farmacológicas. Pablo y sus amigos hacen una \ida sencilla. Casi no permite otra cosa la deficiente iluminación de las lámparas de aceite: los hachones de cera son un lujo para ricos; pero en tan penosas circunstancias, semipreso, Pablo sigue siendo la cabeza de una ramificada organización. Muchos cristianos en muchas ciudades oraban por él y le enviaban afectuosas cartas. También recibe emisarios: Aristarco de Macedonia; Timoteo de Galacia; Tíquico de Éfeso; Epafras de Colosas; y Epafrodito de Filipos. Fruto de estos contactos permanentes es en primer lugar la Epístola a los Efesios, que es llevada a éstos por Tíquico, «hermano amado y fiel ministro en el Señor, quien recibe el encargo de informarles del estado de su causa. Esta epístola resulta muy valiosa, porque entre los temas de doctrina que toca están los referentes al matrimonio y a los deberes de los cónyuges. El matrimonio, considerado hasta entonces como institución 139

puramente natural, en que el papel de la mujer resultaba bastante menospreciado, tendrá a partir de ahora el carisma de la santidad cristiana. La visita de Epafras a Roma, adonde fue a pedir consejo al apóstol, dio a éste la ocasión para escribir su Epístola a los Colosenses, En ella pide a los fieles de Colosas que perseveren inconmovibles en la fe; habla del misterio de la cruz; los exhorta a que se guarden de los errores y de los vicios antiguos; finalmente ensalza las virtudes cristianas y les recuerda los deberes familiares, exhortándoles a la oración y a la prudencia. La carta la lleva Tíquico, que regresaba a Asia. Por esta carta nos enteramos que Epafras se quedó en Roma con Pablo, junto a los fieles Lucas y Marcos. Antes de que Tíquico parta para Éfeso, en casa de Pablo se recibe una insólita visita: un joven esclavo huido se presenta al apóstol y le pide socorro y protección. Se llama Onésimo, y pertenece a Filemón y a su esposa Apia. Afortunadamente, estos dos eran cristianos de Colosas, y tal vez habían sido convertidos por el propio Epafras. El apóstol le tranquiliza y le acoge en su casa. Si le descubren le marcarán en la frente la efe de fugitivus con un hierro candente, y devuelto a su amo, éste podía hacerle azotar hasta matarle. Onésimo entra al servicio de Pablo y queda deslumbrado por el ambiente de aquella santa casa; pronto se convierte: el apóstol mismo le administra el bautismo. Cuando Tíquico ya estuvo listo para partir, manda al muchacho que vuelva con sus amos, a los que escribe la emocionada carta conocida hoy por la Epístola de Filemón, El cuerpo central de la carta lo constituye la petición del perdón para el esclavo. A esto añade algunas observaciones doctrinales y varios consejos a los fieles de Colosas. La cautividad de Pablo causaba muchas congojas a los fieles de todas las comunidades por él fundadas. Quizás una de las más adictas era la de Filipos: sus fieles, informados de las dificultades del apóstol, le envían un emisario: Epafrodito, portador de una importante ofrenda en dinero. Casi se percibe en este gesto que detrás estaba el alma sensible y femenina de Lidia. Pablo acepta aquel dinero; el emisario trae instrucciones de quedarse al servicio del apóstol, pero el clima de Roma perjudica la salud de Epafrodito, que enferma gravemente. La noticia aflige mucho a los filipenses, y Pablo aprovecha el regreso de Epafrodito para enviar una carta a los fieles de esta ciudad. 140

En la Epístola a los Filipenses, el apóstol afirma que sus cadenas contribuyen a la difusión del Evangelio y los exhorta a vivir dignamente e incluso a olvidarse de sí mismos en el servicio al prójimo. Anuncia que enviará pronto a Timoteo, de quien elogia su probada fidelidad a Jesucristo. Les advierte que deben guardarse de los judaizantes y los exhorta a la alegría y a la paz, dándoles las gracias por la generosidad que con el habían demostrado. Llevaba Pablo ya cuatro años en Roma y su situación no había cambiado. El noble Afranio Burrho había muerto (el pueblo decía que envenenado) y Nerón repartió el cargo de prefecto de los pretorianos entre Tigelino, cómplice de sus peores crímenes, y Fenio Rufo, hombre honrado, pero de carácter débil, verdadero hombre de paja del emperador. Séneca se había retirado de la vida pública. Es el verano del año 63 y Pablo obtiene al fin la absolución. La cuestión religiosa entre judíos no interesa en Roma y no se considera crimen de Estado. Tuvo suerte: si hubiera caído en manos de Tigelino, un año más tarde, habría sido arrojado a las fieras del circo. Pablo ha dejado de ser vigilado día y noche por un soldado. Lucas ya no está en Roma para contar su liberación. ¿Adonde se dirigió el apóstol? Parece ser que retrasó su plan primitivo de ir a España. Su obsesión era el Oriente, donde la situación de las comunidades cristianas le causaba muchos desvelos. Se cree que navegó hasta la isla de Creta, donde dejó a Tito para que continuase su labor. Entretanto el apóstol Pedro había ido a Roma. Pronto llegan noticias terribles de la capital. Entre julio y agosto del año 64, en los barrios pobres de Roma se dieron gritos de fuego. Las llamas densas se elevan de un barrio, por la parte del Circo Máximo, entre los montes Palatino y Celio. Allí había muchos almacenes con mercancías y pronto empezaron a derrumbarse techumbres y a crujir vigas. Entre el ruido que formaban en el empedrada los carros que se retiraban, los pasos de la gente que huía, los relinchos de los caballos, los gritos, los ayes de dolor, el humo y el crepitar de las llamas, el pánico se extendió por Roma. Hacía calor y el Tíber iba escaso de agua. El fuego se extendió de manera rapidísima. Mucha gente murió asfixiada o aplastada en las estrechas callejas. Las angustiadas madres buscaban a sus hijos. Pronto los barrios próximos al Palatino —el Velabro, el Foriun y las Carinas— fueron un montón de cenizas humeantes. Las bocas monstruosas del fuego avanzaban y se tragaron el Santuario, consagrado a la Luna por Servio Tulio, el altar de Hércules, el templo de Júpiter Stator, el palacio de Numa, el sa141

grado templo de Vesta, los Penates del Pueblo, los trofeos y los libros sibilinos. Roma entera se consumía con su pasado glorioso. Nerón, entretanto, contemplaba entusiasmado d espectáculo, mientras tocaba la lira y cantaba versos de La Ilíada referentes al incendio de Troya. Al sexto día, el fuego ha llegado ya a las proximidades do las Esquilias. La gente se refugia en los jardines del Vaticano o en barracones improvisados en las afueras. El pueblo se alegró al enterarse de que también había ardido la casa del odioso Tigelino. Cuando terminó el desastre, tres cuartas partes de la ciudad estaban reducidas a carbón y cenizas o a paredes ennegrecidas sin techo. La gente de los barrios miserables, como el Transtaverio, la Suburra o la Puerta Capena, estaban desesperadas. Empezaron a correr rumores ominosos; se decía que la ciudad había sido incendiada por orden de Nerón y que se había visto a sirvientes del palacio imperial propagando las llamas con antorchas. Cuando estos rumores llegan al Palacio Imperial, Nerón se asusta: el monstruo es cobarde; sabe que el mismo populacho que le aclama cuando se presenta disfrazado para actuar como actor en los teatros, no vacilará en sublevarse y asesinarle. Hace falta encontrar pronto un culpable. Los rumores hablan ahora de los cristianos. ¿Quiénes eran los cristianos? Se dice que forman una secta extraña, cuyos miembros se reúnen de noche para adorar algo desconocido. En las paredes de Roma se ven numerosos letreros burlescos e insultantes contra ellos. Nerón ordena que los cristianos sean arrojados a las fieras. Tigelino se apresura a cumplir la orden. Para diversión de los romanos, el genio sádico de Nerón imagina escenas sacadas de la mitología, y los cristianos le sirvieron a pedir de boca para tal objeto. El Circo Máximo necesitaba nuevos espectáculos sangrientos, y así a los mártires cristianos se les obliga a representar a Hércules en las llamas; Orfeo devorado por un oso; Pasifae entregada a las furias de un toro, arrastrada por el suelo. Otros, desnudos o vistiendo pieles de animales, son arrojados a la voracidad de los tigres, leones y perros salvajes que hacía varios días no habían comido. AI llegar la noche, aún se ofreció al populacho romano otro terrible espectáculo en los jardines del Vaticano. Atados o crucificados a los postes, con los vestidos embreados, a los cristianos se les prendió fuego para que sirvieran de antorchas vivientes. Aquella noche Roma olió a carne humana quemada. ¿Cuántos murieron en aquellas terribles jornadas? Nunca se sabrá. Cayeron muchos; hombres, mujeres y niños. En el desastre, en el que 142

quedó casi aniquilada la cristiandad romana, pereció el apóstol Pedro, crucificado cabeza abajo, pues no se consideró digno de morir como el Señor. Tan terribles noticias le llegan a Pablo a Oriente. Con lágrimas en los ojos se acuerda de todos aquellos hermanos a quienes él ha saludado en su Epístola a los Romanos. Su misión ha terminado en Oriente y parece ser que desde Éfeso se dirige a España, pasando por Massilia (Marsella). Casi nada sabemos de este viaje, que conocemos por una referencia de Clemente de Roma, que afirma que Pablo llevó la fe «hasta el término o confín de Occidente». En España existen diversas tradiciones paulinas y se cree que Pablo desembarcó en Tarraco (Tarragona) o quizás en Tortosa. El que Lucas no continuara su obra de biógrafo es un gran obstáculo al tratar de explicar este período de la vida del apóstol. En la primavera del año 66, Pablo se halla de nuevo en Oriente: visitó Creta, donde deja a Tito. Luego fue a Corinto y de allí pasa a Macedonia, y por Éfeso y Mileto llega a Tróade, donde mora en casa de Carpo, regresando de nuevo a Macedonia. Desde aquí, al parecer, escribió su primera epístola personal a Timoteo, que había quedado como legado suyo en Éfeso y que terminaba con aquellas palabras de paternal exhortación: «¡Oh Timoteo!, guarda el depósito a ti confiado, evitando las vanidades impías y las contradicciones de la falsa ciencia, que algunos profesan extraviándose de la fe.» Pablo se nota ya cansado y anciano. Su voz se ha debilitado y so siente incapaz de hacer largos viajes a píe. Las amarguras y las persecuciones han acrisolado su fe, pero han arruinado su salud. Corría el año 66 y ya el otoño daba un matiz dorado al color de los campos. Las noticias que recibe Pablo son más bien melancólicas: Trófimo ha enfermado en Mileto, pero se halla rodeado de fieles amigos entre los que destaca el noble Lucas. Estaba en Nicópolis, la ciudad y colonia romana más importante del Epiro. Allí decidió pasar el invierno. Luego quería ir a Iliria (hoy Dalmacia, en la costa de I mar Adriático), y de allí pasar a Roma. Esta comunidad, diezmada, estaba muy necesitada de consuelo. En el camino de Nicópolis, Pablo escribió una Epístola a Tito pidiendo que viniera a verle en esa ciudad, prometiendo enviarle un sustituto, que al perecer fue un tal Artemas. En esta carta, Pablo habla de la condición de los obispos; acerca de los cretenses y da normas para tratar a 143

los ancianos, a los jóvenes y a los siervos; le manda que inculque en todos la sujeción a las autoridades y dedica dos líneas a los falsos doctores que tanto abundaban en Asia. Tito llegó finalmente y pasó el resto del invierno con Pablo. El apóstol arde en deseos de regresar a Roma, a pesar de los peligros que lleva consigo la entrada en la ciudad; pero ya nada puede sorprenderle. Algunos biógrafos sospechan que Pablo es detenido en Nicópolis; pero lo más probable es que Pablo fuera a Roma, cruzando el Adriático y tomando de nuevo la vía Appia, por su propia voluntad, en la primavera del año 67. En la capital del Imperio se esforzó por restablecer la maltrecha comunidad. Una antiquísima tradición nos dice que Pablo se albergó en una casa del distrito 11, en la orilla izquierda del Tíber, y que predicaba en un almacén de trigo vacío cerca de la Porta Ostiensis, en un barrio habitado por curtidores, alfareros, hortelanos, barqueros y comerciantes al por menor. Con esta actitud apostólica abierta, el apóstol se está adentrando personalmente en las puertas del martirio. Detenido por la policía imperial, muy celosa entonces a la caza de enemigos, le encierran en la cárcel Mamertina, al pie del Capitolino. Esta vez no es tratado bien: atado con cadenas, como un criminal, le arrojan a una mazmorra inmunda, junto con otros muchos detenidos, faltos de luz, en medio de una suciedad insoportable, siendo objeto de malos tratos y recibiendo una comida pésima. Es ya anciano, y le falta de todo; sus amigos cristianos van a visitarle; Eubulo, Prudente, Lino y Claudio entre otros; otro cristiano, Demas, hace apostasía para librarse de la persecución y se marcha a Tesalónica. Sólo Lucas va a visitarle regularmente. Pablo no puede escribir ni leer, y esto para él debió ser un gran tormento. Un día recibe una visita consoladora: era Onesíforo, un ciudadano de Éfeso, que no se había olvidado de él y que buscó en todas las cárceles hasta encontrar al apóstol. Los días se suceden largos y pesados: monótonos. Pero el apóstol sabe renovar cada jornada con numerosos actos de amor a Dios que colorean las horas con tonos distintos. En medio de aquel sufrimiento continuo, con el cuerpo dolorido, mal alimentado y poco cuidado, este anciano sabe conservar la reciedumbre, la valentía y el optimismo que siempre poseyó. En estos momentos de forzosa inactividad Pablo continúa creciendo para dentro: su vida interior es ahora más poderosa que nunca. Después de tantos años de acción apostólica y de oración continua, Pablo se siente seguro y firme en su fe. Ha combatido con valor y espera anhelante el premio: ha corrido en el estadio y desea ganar el trofeo. 144

Por fin se celebra la vista del proceso de Pablo ante el tribunal del emperador. Nerón está ausente de Roma; recorre Grecia como comediante en un teatro, cubriéndose de ridículo y recibiendo los seguros aplausos de su clan de aduladores. El tribunal lo preside Elio. La primera actuación judicial se celebra en uno de los grandes edificios tipo basílica, en el Foro, destinado a los tribunales. En el ábside se sentó el tribunal y Pablo en el lugar destinado a los presos. No tuvo abogado defensor, ni testigos de descargo. Fue acusado del «crimen» de ser cristiano y de «encubridor» o «incitador» de los incendiarios de Roma. Pablo se defendió con serenidad y su brillante oratoria no dejó de impresionar a sus jueces. El proceso fue demorado hasta la celebración de una segunda vista. De vuelta a su infecto calabozo, Pablo dedica unos pensamientos a Timoteo, al que escribió la segunda de sus epístolas, que puede considerarse como su testamento. En ella exhorta a su discípulo a conservar la sana doctrina que recibió. «Vela tú en todo, soporta los trabajos, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio.» Luego Pablo escribe su despedida: «En cuanto a mí a punto estoy de derramarme en libación, siendo ya inminente el tiempo de mi partida. He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Ya me está preparada la corona de la justicia, que me otorgará aquel día el Señor, justo Juez, y no sólo a mí, sino a todos los que aman su venida.» Pero a continuación, como si su fin no fuera tan inminente, dice a Timoteo, adivinándose en estas palabras una nota de angustia: «Date prisa a venir a mí, porque Demas me ha olvidado por amor de este siglo, y se marchó a Tesalónica, Crescente a Galacia y Tito a Dalmacia. Sólo Lucas está conmigo. A Marcos tómale y tráele contigo que me es muy útil para el ministerio. A Tíquico le mandé a Éfeso. Luego vienen las recomendaciones personales: «El capote que dejé en Tróade, en casa de Carpio, tráelo al venir, y asimismo los libros, sobre todo los pergaminos.» Vienen a continuación las noticias amargas: «Alejandro, el herrero, me ha hecho mucho mal. El Señor le dará la paga según sus obras. Tú guárdate de él, porque ha mostrado gran resistencia a nuestras palabras. ¿Sería éste Alejandro quizás el que denunció al apóstol o uno que actuó como testigo de cargo? «En mi primera defensa nadie me asistió, antes me desampararon todos», se queja amargamente el apóstol. «No les sea tomado en cuenta», escribe seguidamente, otorgándoles su cristiano perdón. «El Señor me asistió y me dio fuerzas para que por mí fuese cumplida la predicación y todas las naciones la oigan. Así fui librado de la boca del 145

león. El Señor me librará de todo mal y me guardará para su reino celestial. A El sea la gloría por los siglos de los siglos. Amén.» Las lágrimas acudirán a los ojos de Timoteo al recibir este mensaje, y se apresta para partir inmediatamente en dirección a Roma (Hebreos, 13, 23). En la segunda vista de su causa, Pablo es condenado a muerte. El ser cristiano ya era un delito imperdonable en la Roma de Nerón. Una mañana muy temprano le sacan de su celda y le conducen por el camino de Ostia. Cruzan la muralla por la Porta Trigémina, pasando junto a la célebre pirámide de Cestio. Toman un camino lateral, hacia la izquierda: atraviesan campos de pastoreo y llegan a la via Laurenciana, Al cabo de media hora de caminar, sin que mediasen palabras entre el prisionero y sus guardianes, bajan a la hondonada donde está la laguna Salvia, llamada Aqiue Salvice; allí, Pablo es decapitado. Unos piadosos cristianos recogieron el cuerpo de Pablo y le sepultaron a dos millas del lugar de su suplicio, en la hacienda de una matrona romana llamada Lucina. En este lugar se alza ahora la basílica de San Pablo Extramuros. Así acaba la vida terrenal del glorioso «Apóstol de los Gentiles», pero su obra ha perdurado hasta nuestros días y perdurará siempre apoyada en la firme promesa de Jesucristo. Lo mismo que su vida había sido un tejer y destejer de intranquilidades, tampoco en la muerte su cuerpo halló el reposo absoluto. En el siglo III, en tiempos del emperador Valeriano, se hizo una tentativa de robarlo y profanarlo, como parte de la persecución entonces desatada. Los paganos creían que en las tumbas cristianas había enterrados tesoros. Los fieles trasladaron los cuerpos de los apóstoles Pedro y Pablo a las catacumbas de San Sebastián, cerca de la vía Apia. El papa San Silvestre I devolvió ambos cuerpos a sus sepulturas primitivas y en el año 395 se terminó la hermosa basílica de San Pablo Extramuros, uno de los edificios más bellos de la Cristiandad antigua. En el año 1823 este templo resultó destruido por un terrible incendio, pero se salvó el sepulcro del apóstol, siendo reconstruida la basílica. Todavía los bombardeos aéreos en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) la pusieron en peligro. Pablo participa con brillo especial de la gloria de los santos. En efecto, tal como él vaticinó, el Señor le ha guardado para su reino celestial. Su valimiento nunca ha faltado a la Iglesia, y ya poco después de su muerte, su doctrina aún inspiró a un discípulo o discípulos suyos para 146

nosotros no bien conocidos, que escribieron este importante tratado que es la Epístola a los Hebreos. Esa doctrina, desarrollo lógico de las enseñanzas de Jesús, que él puso al alcance de todos los humanos. Si Pablo no hubiera existido, Dios sin duda habría suscitado a otro u otros hombres para que hicieran su misma labor. Pero el Señor lo quiso así; el mérito es pues de aquel infatigable Pablo de Tarso. El hombre santo que fue el heraldo del Evangelio, el hombre sencillo que nunca tuvo vanagloria, alcanzó la gloria inmarcesible que solamente alcanzan los hombres auténticamente grandes: no sólo la palma del martirio, sino más bien la heroicidad de vivir día a día, minuto a minuto, entregado al servicio del Señor. Su vida y su muerte fue rica y fecunda: supo dejar en todas sus acciones, grandes y pequeñas, el paso firme y seguro que sólo el Amor de Cristo logra infundir.

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