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JOSE LUIS MARTÍN DESCALZO UN CURA SE CONFIESA EDICIONES SIGUEME SALAMANCA 2007 Cubierta diseñada por Christian Hugo Mar

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JOSE LUIS MARTÍN DESCALZO

UN CURA SE CONFIESA EDICIONES SIGUEME SALAMANCA 2007 Cubierta diseñada por Christian Hugo Martín Ediciones Sígueme S.A.U., 2003 C/ García Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca / España Tlf.: (34) 923 218 203 - Fax: (34) 923 270 563 e-mail: [email protected] www.sigueme.es ISBN: 978-84-301-1503-7 Depósito legal: S. 1113-2007 Impreso en España / Unión Europea Imprime: Gráficas Varona S.A. Polígono El Montalvo, Salamanca 2007 Este libro ha sido escrito para vosotros, sacerdotes conocidos y desconocidos de España y del mundo entero. Sin embargo, quiero que esta dedicatoria sea para vosotros porque sois los únicos que podéis comprender que estas páginas no son fruto de la imaginación.

UN BICHO RARO Acababa yo de abandonar uno de esos trenecillos vascos que cruzan por unos campos que dan la impresión de estar siempre recién pintados. Había llovido y se metía por todas partes aquel olor hondísimo a tierra húmeda. Yo me sentía contento, sin saber precisamente por qué. Acaso por acompañar al paisaje en su alegría. Como entre tren y tren había una hora —debía coger a las ocho el exprés hacia Madrid— me fui a dar una vuelta por el pueblo. Me pareció pequeño. Era, prácticamente, una sola calle bastante larga que iba desde la estación a la iglesia. Comencé a andar por ella. Pasaban muchos mozos en bicicleta hablándose a gritos. La iglesia estaba casi desierta; sólo dos muchachas arrodilladas juntas en uno de los primeros bancos y una vieja en un reclinatorio. Yo me senté en el fondo de la iglesia. Se estaba bien allí. En la fresca penumbra descansaban ojos, los oídos y el alma. Me fue fácil orar. Nunca he sido un hombre de grandes complicaciones en mi vida y para mí orar es sencillamente hablar con El que está en el Sagrario. Así charlamos un rato y luego —sin darme cuenta— se me fue la cabeza y me puse a pensar que iba a casa. Sonreí. Sí, había motivos para estar contento. Dos años lejos de la familia y ahora volvía para tres meses. Tres meses de permiso, que dicen los soldados. Recordé los cuatro días pasados en Loyola con mi hermana. El hábito le sentaba muy bien, aunque le hacía mayor. Tenía los ojos más alegres que nunca. Sí, estaba en su sitio. Recordé que habíamos estado más de la mitad del tiempo contándonos chistes; chistes que ella apuntaba en un cuadernito para contárselos a las demás novicias en el recreo. «Tengo tan mala memoria —me decía— que dentro de media hora no recordaría ninguno». No, no estaba ñoña. Hablaba tan natural como antes, y más si cabe, porque hasta las cosas más serias y tremendas las decía con un tono de ingenua delicioso. Hablábamos de todo: de lo que les daban de comer, de que tenían el huerto atestado de manzanas, de sus horas de oración, de sus misas. Y todo me lo decía sin el mínimo énfasis. Y os aseguro que resultaba mejor el nombre de Dios dicho con el mismo tono con que decía, por ejemplo, manzana. Resultaba más natural y al alcance de la mano. Estaba distraído pensando en estas cosas y no había advertido que una de las dos muchachas que estaban arrodilladas delante había venido hasta mí: —Padre, ¿podría confesarnos? —¡Oh! —dije. —Yo no soy sacerdote todavía. Soy seminarista. Ella se puso roja y se alejó pidiendo mil perdones. Esta pequeña anécdota me divirtió muchísimo. Hubiera estado bueno haberme puesto serio y haberlas confesado. Pero éstas son cosas con las que no se puede jugar ni andar con bromas. Rechacé el pensamiento como una tentación, pero la verdad es que me ilusionó muchísimo que me hubiesen tomado ya por cura. Pensé: «¿Tendré ya cara de hombre serio?». Y me llevé la mano a la mejilla. «Claro, estoy sin afeitar hace dos días... Voy ahora mismo a una barbería». Me levanté, sin más, y sin decir una palabra de despedida al Señor me dirigí a la puerta. Al-coger agua en la pila me di cuenta de mi descortesía y desde allí, riéndome, le dije:

—Perdona, soy un tonto. Ya comprendes. * Cuando salí de la barbería —con cara ya más niña— fui hacia la estación porque iba siendo la hora. Sentí hambre y me dije: «Tendré que comprarme algo para cenar. Hasta las dos no llego». Entré en uno de esos comercios que tienen trazas de venderlo todo y pedí, perfectamente a bulto: —Cien gramos de embutido. La señora debió conocérmelo en la cara y me dijo. —¿Es para un bocadillo? —Sí. —Con cincuenta le basta. —Bien, pues ponga cincuenta. Dije cien, gracias, por decir algo. Me los cortó en rodajas. —¿Pan quiere? ¡Ah!, ¿lo venden también aquí? Mejor. Póngalo, sí. —¿Le hago el bocadillo? —Sí, gracias. —¿Quiere fruta? —Sí, póngame algo. —¿Dos plátanos? —Bien. —O no. Mejor un plátano y una pera. ¿Unas pastas? —Bueno. —¿Cuatro? —Sí. La dejé hacer, Se sentía ya un poco madre mía y yo no tenía la más mínima idea de lo que iba a pedir. No he sabido jamás lo que como. La señora del comercio debió pensar que daba gusto servir a personas tan contentadizas y me pagó ese dejarla hacer preparándome con cariño el paquete. Casi como me lo hubiera hecho mi madre. Con el paquete de la merienda por todo equipaje -el resto lo había facturado desde Irún— subí al exprés iba bastante lleno. Pero encontré sitio.

Mi departamento era uno de esos que es fácil encontrar en el exprés de Irún. Junto a la ventanilla iba una pareja de novios o recién casados italianos que se pasaron el viaje haciendo crucigramas en colaboración. Frente a ellos un matrimonio valenciano que fue dos horas comienzo rizo, otras dos hablando valenciano y otras dos engullendo queso. En colaboración también. Los otros seis hicimos corro único. Frente a mí dos muchachos ingleses y una chica española que estaba en Inglaterra desde niña. A mi derecha un español con trazas de zapatero, que volvía a España tras diecisiete años en Francia, y a mi izquierda un muchacho de unos veinticinco años, bien vestido y que después supe estaba haciendo los estudios de ingeniería. Y yo, que caía exactamente enfrente española-inglesa. Ella iba vestida vulgarmente y sin en absoluto. Pálida, y con todo el pelo cayéndole hacia atrás en cola de caballo. La conversación se mantenía a trancas y barrancas en (el único que lo dominaba bien era mi vecino de derecha), pero ésta era la única manera de no dejar aislados a los dos chicos ingleses que, bien o mal, algo de francés hablaban. Y siempre había la solución de acudir a la muchacha que hablaba con ellos en inglés y con nosotros en español, un español casi perfecto, pronunciado con mucha suavidad y oliendo un poquito a diccionario. Pero, suavemente, la conversación fue pasando del francés al español y terminamos arrinconando a los dos ingleses, que se encerraron en sus pensamientos. Hablan de lo que se habla siempre que se viene del extranjero: los trenes españoles. —Sin embargo, no puede negarse que estamos mejorando. Este tren en que vamos no está precisamente mal. —No, desde luego. Hay una mejoría indiscutible en muchas cosas. Siempre da gusto venir y encontrarse cosas nuevas. Mientras yo decía esto metí la mano en el bolsillo en busca del pañuelo y tropecé con una cosa fría: una moneda. La saqué y dije: —Los duros, por ejemplo. Y, cambiando rápidamente de idea, continúe: —Por cierto, que ayer me pasó una cosa muy curiosa con ellos. Vengo ahora a Loyola donde tengo una hermana religiosa, y el otro día me preguntó muy intrigada si había ya duros de plata. Por lo visto habían discutido en el recreo, porque una de las novicias que acababa de entrar decía que los había visto y las demás decían que después de la guerra no había vuelto a haberlos. —¿Tiene usted una hermana religiosa? —me preguntó la muchacha sentada frente a mí. —Sí, novicia. Aquí, en Loyola.

—Yo también tengo dos tías en Inglaterra. Por cierto, que... —Se detuvo como arrepentida de lo que había comenzado a decir. Pero siguió: —No quisiera molestarle a usted, pero siempre que voy a verlas me dan pena. —¿Pena? —Sí, hablan desde otro mundo, como seres distintos de nosotros. Entraron casi niñas en el convento y no tienen idea de la vida. No hablan nuestro lenguaje, no nos comprenden en absoluto. El mundo corre y ellas están muertas —Pero son felices. —Son felices porque no conocen. Son como niños que tienen un vaso de agua y se creen que tienen toda el agua del mundo porque no han visto más. Me dan pena, le digo. No saben nada de la vida. Y no son felices, se creen que lo son. Siempre que voy a verlas salgo de allí muy triste. Me parecen vidas perdidas inútiles, allí encerradas siempre. —Eso depende de lo que usted entienda por «la vida» —La vida es esto —y abría los brazos como no sabiendo explicarse—, la vida es todo esto que hay delante ojos. ¿Por qué se meten monjas? Nunca he esto. Yo pienso que es por miedo o por ingenuidad be todos modos, siempre resultan seres extraños, arrancados de todo. El tema me hacía daño y ella lo comprendió, Por se detuvo y yo no hice la pregunta que tenía en los labios. Entonces tampoco comprenderá por qué me hago yo cura. Hubo un silencio embarazoso. En el departamento ahora todos nos escuchaban. Yo hubiera debido dar una res. puesta, decir la palabra necesaria. Pero me sentí triste Hablé de la otra vida, de la verdadera vida. Pero debí hacerlo como quien cita un libro, como si hablase de me moría. Se había hecho de noche y yo busqué tras los cristales en el pasillo, aquel paisaje que pocas horas antes me había llenado de alegría. Y no estaba. Tampoco la alegría estaba en mi corazón, y sentía un gris desaliento, una secreta rabia, un extraño deseo de llorar El tren pasaba rápidamente dejando atrás las lucecitas temblorosas de los pueblos perdidos en la noche y, conforme nos acercábamos a Castilla, se veían en el cielo más estrellas. Yo apoyaba mi barbilla en el níquel de la barra que cruzaba la ventana y repetía con rabia — masticándolas— las palabras que había dicho la muchacha. Sí, yo era un extraño, un bicho raro llovido de otro mundo, yo no tenía nada que ver con todos aquellos hombres que iban en el tren. Mi sotana era como una campana neumática que iría disecando poco a poco mi corazón. ¿Por qué esto así? Sabían que no, que no éramos distintos, que nuestra carne es igual que la suya, que teníamos idénticas pasiones, idénticas manías, que amábamos la vida: sí, la vida, eso que veíamos, todo cuanto era hermoso. ¿Será verdad que nuestras vidas son inútiles, vacías, que hemos renunciado a vivir por cobardía? ¡Por cobardía!

Sentí cómo en la boca se apretaban los dientes, cómo se clavaban mis manos en el níquel. El tren seguía cruzando campos y campos, iluminándolos unos instantes con la luz de los coches. Yo veía la sombra de mi cuerpo lanzada contra el suelo y persiguiéndonos, y decía: «En efecto, sí debo ser un fantasma. Lo dicen todos, todos». * Conforme nos acercábamos a Valladolid se me fueron serenando las ideas. La espina, eso sí, estaba dentro, pero yo ahora pensaba que tenía tres meses delante, Hacía dos años que no veía a mi familia y esto para mí era mucho. Siempre había sido niño faldero y al entrar en casa me aliviaba de todos los problemas. En la estación me esperaba media familia. No hay por qué describir los abrazos y besos de llegada que no creo que sean distintos los de un cura que los de otro cualquiera. —¿Y la niña, Crucita? —En casa. —¿Cómo es? —Ya lo verás, Con los abrazos casi no había visto a Faustina, la criada que me había conocido de niño, vieja ya en la casa, Faustina. ¿cómo está? Me miraba toda asustada. —Bien, ¿y usted, señorito? Yo me eché a reír: —¡Uy! Me trata de usted —Es que ahora es usted tan… distinto. ¿Por qué? ¿Por qué ahora repetía Faustina las palabras de la muchacha inglesa? ¿Es que todo el mundo estaba ahora de acuerdo para apartarse de mí? Me duró poco tiempo el desaliento y quizá fue sólo un arrugar de cejas. Luego todos dijeron que yo estaba más gordo, que Roma me sentaba muy bien y que estaba muy guapo con sotana. Era la primera vez que me veían con ella. * Cuando llegué a casa, sin atender a nadie fui corriendo al cuarto de mi hermana. En el cestón, dormida, estaba la niña. No pude resistirme y la saqué para comérmela a besos y abrazos. La niña se quejó suavemente, se restregó los ojos, luego estuvo mirándome un rato largo,

desconociéndome; me miró la sotana y la teja —sobre todo la teja— y rompió en el más desconsolado de los llantos. Me acosté triste y pensé que también a la niña le resultaba extraño. * A la mañana me levanté cansado, con las espaldas doloridas, pues el colchón estaba demasiado blando y yo estaba acostumbrado a dormir en cama dura. Contemplé unos instantes mi cuarto desde la cama. Fui recordando todos los objetos uno a uno y respiré contento. Desde la cocina llegó la voz de mi madre que jugaba con la niña: «¡Quita, que la pillo!». Y salté de la cama. Calcé unas zapatillas, me eché sobre el pijama la sotana y corrí a la cocina. Y no hubo manera de que la niña me quisiera. Le di galletas, caramelos, le dije que le iba a comprar una pelota, que en la feria la montaría en los caballitos, que... Inútil. La niña me miraba largamente y no abría los labios. Cuando yo la cogía decía sólo: ¡No!, y retiraba la cabeza para que no pudiera besarla, —Besa a tu tío Is, no seas boba. —Que es tu tío Is, que ha venido en un tren muy lago, muy lago. Pero todo fue inútil. * Después de oír misa me puse a ver la casa. Estaba muy cambiada. Yo la había dejado dos años atrás sin niños y ahora aquella pequeñuja de año y medio lo invadía todo. También mis padres estaban muy cambiados. Los encontré más niños, más ingenuos. Luego recorrí todos los cuartos, uno a uno. Recordé el piano de mis tiempos de chiquillo. Di los buenos días a dos bustos horribles que había en el comedor y acaricié los lomos de mis libros alineados como siempre en sus estanterías. Como no tenía mucho que hacer, decidí irme a dar una vuelta por la ciudad. Al abrir la puerta de la calle salí a una plazoleta llena de sol, una placita redonda e íntima con todas las porteras sentadas a las puertas. Apenas había dado cuatro pasos cuando cruzó la plaza uno de esos autobuses renqueantes y temblones de nuestra ciudad. Iba lleno hasta los estribos. Lo vi coger la curva, crujiéndole todas las maderas como si fuera a desarmarse, y desaparecer por la calle María de Molina. Tras el autobús entré yo en ella, Estaba recién regad y brillante. Casi tropecé al dar la vuelta a la esquina con un grupo de chicas que venían hablando a gritos. Era cuatro, con tipo de modistas, y una niña pequeña con abriguito azul. Oí perfectamente: ¿Os fijasteis qué curita más joven?

Y luego la niña que gritaba: ¡Curaaaaaa! Y las chicas riéndose: —¡Calla, boba! No supe si debía reírme. Más bien sentí un malestar que no sé definir. Creo que fue entonces cuando por vez primera me di cuenta perfecta de que llevaba sotana. Se me cruzaba entre las piernas sin dejarme andar. Sí, había que convencerse; yo estaba inscrito en la categoría; para el mundo yo era un «cura» más o menos joven. * En la plaza de Zorrilla estaban levantando una los obreros subían y bajaban por los andamios, Me mirando la casa, pero no contemplaba el edificio aquellos hombres diminutos que parecía jugaban en el aire. ¿Qué pensarían ellos de mí ahora? ¿Me odiarían? ¡Oh, si al menos me odiaran! Tengo que confesaros esta manía mía. No sé si nació entonces, pero esta vez es la primera que recuerdo haberme planteado en serio la pregunta: «¿Qué pensarán de mí?». Desde entonces cuando voy en los trenes, por las calles, siempre que una persona me mira fijamente me nace la pregunta: «¿Qué pensarían de mí, es decir, de nosotros los cutas? ¡Oh, si nos odiasen! El odiar una cosa es amarla en el fondo, darle importancia. No creo que nadie odie las hormigas. Más me dolería el desconocimiento, un telón de silencio entre unos y otros, sin comprendernos cuan estamos tan cerca». Desde aquel día la sensación de tristeza me invadió. Al estar en el Campo Grande y sentarme en un banco yo comprendía que todo el jardín se ponía más serio, que yo era un bicho raro entre los que poblaban el parque, entre las parejas de novios que hablaban en voz baja, entre los grupos de chicas que reían a gritos y se tiraban agua, entre los niños, sobre todo. Y, sin embargo, yo me sentía tan cercano a ellos... Y me daba rabia cuando alguna chacha estúpida le decía a los niños: «Mira, si no eres bueno te llevará ese señor». Y no podía saber que en el fondo yo iba al jardín a ver jugar a los niños, que si llevaba un libro era para que «los mayores» no pensasen que perdía mi tiempo. * No, de los niños no puedo quejarme. ¿Cómo me voy a quejar si al salir del Campo me invadía cada día una panda de quince a veinte que me besaban la mano y me la llenaban de mocos? Yo no era sacerdote todavía, pero les dejaba hacer; ellos no distinguían de órdenes mayores y menores, y todo el que llevaba sotana era cura. Uno a uno, muy serios, desfilaban ante mí para escapar después a toda prisa a continuar el juego interrumpido. Yo casi sentía ganas de llorar. mis manos tenían algo especial, algo tan grande que por besarlas merecía la pena interrumpir los juegos y abandonar las risas un instante. Mis manos no eran todavía nada, pero ellos, con una intuición prodigiosa, besaban lo que iba a venir.

Y no pude menos de reírme cuando la última niña le dijo a la penúltima: —Ganamos muchas indulgencias, ¿sabes?

TODOS CRUZARON EL RIO A la mañana siguiente llegó Luis, compañero de curso y mi mejor amigo. Un muchachote alto, de pelo rubio —casi siempre despeinado— y con cara de alemán. Fue a decir misa al santuario de la Gran Promesa y en todo el camino no pensé otra cosa que por qué no podría decir misa yo como él en vez de contentarme con ayudarle. Porque yo había terminado mis estudios y todos mis compañeros de curso habían cantado misa hacía tres meses. Sólo yo me quedé sin ordenarme por demasiado joven. Y durante la misa resultó imposible esquivar el pensamiento. Volvía a ver nuestra entrada en la basílica vaticana —ojeroso de no dormir— con una maletita colgando del brazo. Me vi en la sacristía ayudándoles a revestirse, extendiéndoles los ornamentos, poniéndoselos casi porque ellos no veían de emoción, mientras los miraba lleno de envidia y a punto de llorar. Entramos en la basílica, que aquel día se me hizo más enorme que nunca. «Cuando salgamos todos serán sacer dotes menos yo». Y tenía que morderme los labios. Ellos marchaban firmes hacia el altar, como sin darse cuenta. El cardenal se revistió. Sonaron sus nombres en la basílica, sus diecinueve nombres. Fueron rebotando por las paredes hasta perderse en lo ancho de la cúpula. Sentí una angustia al no escuchar mi nombre que se había escapado de la lista; yo solo me quedaba atrás, en la otra orilla. Se postraron en tierra y comenzó el canto de las letanías. Los nombres de los santos iban y venían como en oleadas. Ellos, tumbados, como muertos, vestidos de blanco, como recién nacidos, me decían a gritos la gran lección: estaban muriendo en este instante para nacer distintos. Yo, que los conocía uno a uno, que sabía sus pequeñas manías, sus muletillas, todo, los veía alejarse de mi lado, entrar nadando en el gran amor de Dios, cada instante más lejos de la orilla. No pude resistir el espectáculo. Salí del ábside y comencé a vagar por las inmensas naves. Desde el fondo de la iglesia se oía el subir y bajar de la letanía igual que en una playa la marea. Se sentía a los santos allí, venían a llamarlos, se posaban un instante sobre las cabezas de mis compañeros y se retiraban para dar paso a otros y otros santos. En la basílica no cesaba de entrar y salir gente. Husmeaban la iglesia, provistos todos de sus guías, admiraban la Piedad de Miguel Ángel, los mosaicos de los altares, el baldaquino, la cúpula. Se asomaban al ábside, preguntaban: «¿Qué es?». Y cuando les decía: «Una ordenación», contestaba: y se santiguaban devotamente para seguir mirando los sepulcros de los papas, las joyas del tesoro. yo sentía ganas de agarrarles por la solapa, de decirles gritos que lo que allí pasaba era algo tremendo, que importaba un bledo todo el arte del globo frente al espectáculo de diecinueve hombres que iban a convertirse en Cristo. Pero no, ellos querían tener esa cultura barata con que presumir luego, algo que poder contar a los amigos, parecer importantes media hora una tarde. Desde luego que viste más hablar de la Capilla Sixtina que de una ordenación sacerdotal... Terminaron las letanías y yo volví al altar. Ahora llegaba el momento estupendo de los milagros. Quise verlo de cerca y pedí al encargado de la palmatoria que se cambiara conmigo.

Y así colocado a la misma derecha del cardenal, vi arrodillados delante del altar a todos mis amigos. Luego, los vi subir uno a uno con las manos temblorosas tendidas, los vi ponerlas sobre las rodillas del cardenal, vi cómo éste las cruzaba con el óleo sagrado y sentí que las lágrimas subían a mis ojos. Julio, Ángel, Carlos, Manolo, Antonio, José María... todos, uno tras otro. Y yo iba pensando que esas manos que habían jugado con las mías tantas veces al ping-pong, que aquellas manos que escribían versos, que tocaban el piano, que dibujaban, eran desde ahora manos de Cristo. Y contemplé las mías, mis pobres manos tristes, sudorosas, que se clavaban en la palmatoria hasta hacerse daño; sentí cómo caía sobre ellas la cera derretida, las lágrimas. Y ellos estaban frente a mí, ya tan lejanos. La gente seguía entrando en la basílica, curioseaba un momento todo, se iba sin comprender. Y ellos estaban ya en la otra orilla. Y yo seguía llorando como un niño que ve desde la playa el barco que se va. Y ellos estaban en la otra orilla. Y me sentía más niño que nunca, más pequeño, tonto, más inútil. Y ellos estaban en la otra orilla. Y supe que eran ellos, mis amigos, mis poco más que yo. Pero que estaban en la otra orilla. Y miré en torno mío pensando que era un sueño, que había sido todo demasiado rápido para ser verdadero, busqué una realidad a que agarrarme, algo que me dijera que aquello no pasaba de ser una fábula emocionante. Pero lo cierto es que ellos estaban ya muy lejos, mirándome llorar, desde la otra orilla. * Luis acabó su misa y salimos a la ciudad. La calle brillaba bajo el sol, casi hacía daño a los ojos. —Luis, parece mentira. —Sí, parece mentira. Nos callamos. Fuimos un rato largo sin decirnos labra, como embargados por la gran verdad. —Estoy alegre, no puedes comprender lo alegre que estoy —dijo él. —Sí, comprendo. *

—¿Sabes a quién he visto anteayer? A Gonzalo. —¿A Gonzalo? —Sí, en Barcelona. ¡Gonzalo! Tampoco él había cruzado el río. Se tres meses antes. Cuando escribo estas líneas me parece que le veo, con los ojos atestados de lágrimas y un cigarro apretado con entre los dientes, mientras esperábamos la partida del tren. Me impresionó muchísimo su ida porque era un buen amigo. Cuando la noche anterior, mordiéndose los labios, dijo que se iba y nos pidió perdón por todo el daño nos hubiera hecho, yo exploté: «¡Calla, bobo!». Nos mirándonos unos instantes sabiendo de sobra que no había nada de qué pedir perdón y que acaso nosotros teníamos la culpa de lo que ahora pasaba. Fuimos todos a ayudarle y a hacer las maletas. Había en su cuarto un silencio impresionante. Se trataba simplemente de despedirse y no había manera de abreviar. Acaso él quería quedarse solo y le estábamos molestando, pero parecía necesario estar allí. Recuerdo que José María estaba sentado en un rincón y sin decir palabra, como un bulto negro. Gonzalo fue tirando la ropa en las maletas colocándolo todo como iba saliendo. Recuerdo que del cajón de la mesilla salió un cilicio, y él dijo apretando los dientes. —¿Quién quiere «esto»? ¡Para lo que me va a servir! —No, guárdalo. Gonzalo, no seas bobo —dijo Manolo— Se lo cogió de la mano y lo puso en un rincón de la maleta. Gonzalo dejó hacer. «Bobo, bobo», dijo después Manolo poniéndole la mano en la cabeza. Paco y yo no habíamos rezado el rosario aquella tarde. Salimos a rezarlo a la terraza. Había una luna enorme y las nubes pasaban a la carrera. Era difícil rezar; difícil y fácil. Yo creo que recé, pero no con las frases del rosario, porque mientras decía maquinalmente las avemarías yo iba por dentro rezando otras oraciones. ¿Por qué se iba Gonzalo? ¿Por qué se habían ido quedando tantos en el camino? Comencé a recordar y saqué en un momento más de cuarenta nombres. Algunos lo habían dejado de chiquillos sencillamente porque en el seminario hacía frío o se comía peor que en sus casas. Otros lo habían dejado de muchachos en los años de filosofía, enamorados de unos ojos azules o de una melena rubia. Los menos ya —y los más dolorosos— en los años de teología quizá en lucha brutal con las pasiones, quizá por otras causas más profundas. Y Gonzalo, ¿por qué se iba ahora? ¿Por qué cuando ya sólo faltaban tres meses y ya tenía todos los papeles para las órdenes? Dios lo sabe. Lo cierto es que tampoco él había cruzado el río. * Bruno sí lo cruzó. ¡Y hasta el fondo! Lo cruzó con tal ímpetu que se fue para siempre de entre nosotros, Bruno ya lee estas líneas desde el cielo. Yo recuerdo sus lágrimas el día de la ordenación. Su no saber llorar, su cara casi divertida en medio del llanto porque quería llorar mucho a la vez y parecía que lloraba por los ojos, por las narices y por la boca.

Acaso nadie soñó el sacerdocio tanto como él. Se hizo mucho más humano aquellos días, menos cuadriculado y matemático, menos casuista y minucioso. Bruno temblará al decir misa como si fuera a caerse de un momento a otro. Y sólo dijo treinta. Le trajeron a España gravemente enfermo de un cáncer de estómago y quince días después nos llegó la noticia: «Bruno ha muerto». Bruno está celebrando sus misas en el cielo. Nos queda esta alegría. Pero el hueco está abierto, vacía su habitación, su altar sin misa. La muerte está también en casa. El primero se ha ido y alguien será el segundo. Ni decir misa salva de la muerte. Pero hay una alegría: saber que al otro lado Bruno seguirá siendo sacerdote por los siglos de los siglos.

SER SACERDOTE ERA... Aquel verano estuvo para mí lleno de descubrimientos. Pero, sin duda, el más grande de todos fue el del sacerdocio. Podrá parecer extraño, pero fue así. ¿Cómo es posible que después de doce años de estudio para ser sacerdote, descubriese ahora el sacerdocio? Pues sí; las cosas grandes, cuando están lejos, no es fácil imaginarlas, en seguida nos huele a retórica todo cuanto de ellas se nos dice. Yo había oído, había pensado, había dicho mil veces que el sacerdote era mediador entre Dios y los hombres, que era otro Cristo, que nuestro oficio era llevar el mundo a Dios, pero creo que nunca había sentido seriamente todo esto. Ser sacerdote era ser mediador entre Dios y los hombres. ¡Casi nada! Mediador, es decir, escogido por Dios para hablar con los hombres y escogido por los hombres para comunicarse con Dios. Mediador entre Dios y el mundo, es decir, hombre de Dios y hombre del mundo, con mucho de hombre y otro mucho de Dios. Todas estas cosas me fueron entrando suavemente en la cabeza hasta obsesionarme. Puedo deciros que me atormentaron y que cuando pensaba en lo enorme de la cosa y en lo pequeño de mi realidad no podía menos de ponerme a temblar. ¡Hombre de Dios! ¿Es que éramos nosotros hombres de Dios? ¿Es que teníamos ante El algún influjo para por los hombres? ¿Es que habíamos hecho algún para conseguir un «enchufe» tan grande? ¿Es que sabíamos, al menos, hablar con Dios? ¿Es que entendíamos a Dios lo suficiente para transmitir su grandeza a los hombres? Y, sobre todo, ¿es que a los hombres les importaba Dios? ¿Es que tenían interés por estar unidos a Él? Cuando iba por las calles y veía a los hombres ir deprisa a sus asuntos con la cara escondida detrás de sus periódicos cuando los veía riéndose con el cigarrillo entre los dedos, saliendo de los cines o entrando en los bares y las heladerías, «¿es que piensan en Dios alguna vez?», me preguntaba. Cuando iba a las misas de doce y los veía con los ojos clavados en el techo, contando las vigas o los rosetones, pensaba: «Estos son los raquíticos minutos que dedican a Dios». Y siempre terminaba preguntándome: «Si Dios les importa tan poco, ¿qué puedo significar yo en la vida de estos hombres?». Claro es que no todos pensaban y vivían así, pero eran tantos los que rodaban por la vida sin saberlo siquiera... Me dolía todo esto; me dolía mucho más todavía el pensar que yo era mediador de los hombres ante Dios. Yo era —yo iba a ser— como su representante, como su diputado, ¿por qué, pues, me sentía tan lejos de todos ellos? ¿Por qué mi modo de ver la vida, mis preocupaciones, los temas de mi charla, el modo de gastar mis horas, eran tan diferentes de los suyos? ¿Por qué aquella barrera de ignorancia entre unos y otros? ¿Por qué, por ejemplo, cuando me sentaron en aquel convite en una mesa de chicos y de chicas les deshice y me deshice la comida, aunque estuve toda ella esforzándome para serles simpático? ¿Por qué cuando yo estaba en un departamento del tren la gente al verme prefería seguir buscando sitio, aunque hubiese en el mío siete plazas vacías? ¡Su diputado!

Sí; os confieso que he sufrido mucho, por todo esto; porque ésta es la verdad: que somos casta. No hay que hacer demasiado dramática la cosa, pero es indiscutible que hay que morderse muchas veces el corazón debajo de la sotana. Nos respetan, sí, es verdad; nos ceden de vez en cuando el sitio en los tranvías, hay muchos todavía que nos aman, pero nos aman como a cosas distintas, como puede quererse a un rey, por ejemplo, y no como a un amigo. No falta quien nos odia, quien nos confunde con el coco —porque dicen que prohibimos todo, que no les dejamos «vivir»— quien nos cree unos frescos que nos aprovechamos de la fe de la gente para vivir más cómodos, quien piensa que buscamos un puesto alto en la sociedad, quien dice... Pero mejor será que dejemos estas cosas... Y bien; ¿por qué esto así? Me hice cien mil veces esta pregunta. Me di cien mil respuestas que eran muy suficientes para convencerme. Pero el corazón no se cura con razones. La verdad es que nunca he amado a los hombres tanto como en aquellos días. Sí, por ellos me hacía sacerdote y sólo por ellos. Os aseguro que me hubiera sido más cómodo hacerme abogado, médico o periodista, que acaso hubiera sido más feliz humanamente con una mujer y unos hijos —de esto aún hemos de hablar— que mi vida hubiera sido quizá más divertida porque me gusta el cine y me encantan los toros y no creo tener vocación de solitario. Bien, pero el hombre —aunque no lo supiese— necesitaba mi ayuda —aunque no la pidiese— el hombre precisaba de mi sotana negra que le gritase siempre que Dios está arriba; era preciso que yo me privase de cien mil goces lícitos para que ellos recordasen que éstos no eran los definitivos. Hagamos, pues, todo lo que sea por el hombre; pero... ¿no podría él al menos comprender estas cosas? Recuerdo que una mañana mientras oía misa así se lo grité a Dios. Pero pensé en seguida que amor con recompensa —y ya es bastante el ser reconocido— no es demasiado amor porque en el fondo es fácil. «Es verdad —contesté—, pero uno es en hombre y quisiera que al menos…». * Ser sacerdote era ser otro Cristo. Ninguna frase machaconamente repetida en toda mi carrera: Sacerdos alter Christus. El sacerdote es otro Cristo. Los sacerdotes son Cristo en la tierra. Y lo peor —y lo mejor— es que esto era verdad. No era una frase hueca, no; era verdad. El sacerdote usurpa la persona de Cristo, continúa tras él en la brecha. Cuando absuelve no dice: «Cristo, por medio mío, te perdona los pecados», sino «yo te perdono». ¿Y quién puede perdonar los pecados sino Dios? Y cuando consagra no dice: «Este es el cuerpo de Cristo», sino «éste es mi cuerpo». Pero esto tan enorme y tan consolador era a la vez motivo de temblores, porque Cristo es Cristo, y nosotros ¿qué somos? ¿Es que podían compararse nuestras manos con las manos de Cristo? ¿Es que quien ha pecado puede llamarse Cristo? Y yo había pecado. ¡Oh, no! Los curas no matan, no roban, oyen misa cada día, ayunan cuando manda la Santa Madre Iglesia, pero son unos pobres hijos de pecado, pueden pecar y pecan. No estoy hablando ahora a los que se complacen en inventa calumnias, hablo sólo a los hombres de

buena voluntad Y ni trato siquiera del pecado mortal en el que puede un día caer el sacerdote porque es de carne igual que los demás, hablo de la idiotez de las minucias, de la vulgaridad, de las pequeñas canalladas, de las roñoserías, de las envidias bobas, de las murmuraciones chiquitas, de las infidelidades tontas, de las indelicadezas con Dios y con los hombres, hablo de todo eso. De todas esas cosas que le duelen a Dios más que toda la ristra de pecados del mundo, porque al menos nosotros sabemos que pecamos. Sí, en el mundo se peca; hay seres que se arrastran por el vicio, pero ¿qué formación han recibido, qué saben del pecado, qué de Dios? Viven como animales, embrutecidos por el dinero, el vino o la cochambre, y a última hora es de creer que no saben lo que hacen. Pero nosotros, sí, nosotros lo sabemos; nos han formado minuciosamente, hemos visto al Amor, y aún andamos con idioteces que han de dolerle a Dios en carne viva. Todo esto era verdad, yo lo sabía aquel verano y sufría por ello. Hemos sufrido todos y yo os juro que queremos cambiarlo, pero somos de carne y egoísmo y no es fácil ser Cristo en la tierra. Haced si no la prueba. Una cosa os digo: Aquel verano me tropecé con bastantes que me dijeron cosas de los sacerdotes, pero ni uno de esos charlatanes de oficio se daba disciplina por nosotros y quizá en el fondo preferían que nosotros fuéramos como somos para encontrar disculpas a su vida. Ser sacerdote era amar. Sí, amar, no me he equivocado. Aunque Nietzsche escribiera que «los sacerdotes son los mayores odiadores del mundo», aunque parezcamos —y quizá seamos— hoscos, y aunque ponemos muchos amores al árbol de nuestra vida, la verdad es que ser sacerdote es amar, porque amar es la esencia del cristianismo y un sacerdote debe ser un cristiano intensificado. También sufrí por esto, porque siendo, como iba a ser, ministro del amor, yo no sabía amar. Quiero contaros algo que me hizo pensar mucho. Sucedió así: Hacía un día espléndido. Serían más o menos las cinco de la tarde. Se estaba bien a esta hora en el Parque del Este. Me gustaba sentarme con un libro en la mano en aquel parque fresco y luminoso. Iba todas las tardes. Un libro bajo el brazo, allí me dirigía apenas terminaba de comer y me estaba leyendo hasta las seis. Porque a las seis la cosa se ponía difícil: el jardín se llenaba de chiquillos, crujían los columpios y la tarde se inundaba de gritos. ¡Ya valeeee…! Yo entonces continuaba con mi libro en la mano y era casi un placer el comparar la vida de sus páginas con aquella otra vida tan fresca y saltarina. El día de que os hablo, mi libro iba a salir malparado: una novela gris, con muchos personajes anormales, mucho odio, mucha envidia, mucha vulgaridad, poco sol y un tremendo vacío en cada alma. A medida que pasaba sus páginas, me sublevaba: No, no, no es así. No es verdad que la vida sea así. Hace sol en el mundo. Tenemos almas claras, niños, fuentes. Dios existe entre los hombres. El hombre sabe amar, yo estoy amando.

Y era verdad: la tarde estaba clara, soplaba un viento suave y era un placer estarse mirando la caída del sol sobre las curvas de las mangas de riego. ¡Qué juego de colores! ¡Qué estupendo arco iris artificial...! Yo no le vi venir. Acaso llevaba mucho tiempo sentado en el banco vecino cuando advertí su presencia. Le conocí en seguida. Era Juan. Sí, Juan el tartamudo. Y recordé la escena de mi pueblo: cuando el dueño de la tienda de ultramarinos estalló porque Juan tardaba media hora en darle un recado: —¡Basta, largo de aquí! Yo no puedo tener de dependiente un hombre inútil. No había vuelto a verle desde entonces. Sabía, sí, que había venido a la ciudad y que estaba de sacristán en Santa Clara. Y ahora estaba allí cerca, casi a mi lado. «Mejor que no me vea —pensé—. Resulta insoportable hablar con él». Pero la manga de riego llegaba ya a su banco. —Podría, por favor… —le dijo el jardinero— Él se levantó. Le vi venir hacia mí, sentarse en banco (¿Le saludo? ¡Si no me conociera!) —Bu-bu-bu-buenas ta-tardes. —Muy buenas. Un silencio. Luego rompió a hablar (¡Vaya, me ha conocido!). No tuve más remedio que continuar el diálogo, escucharle. Yo le cortaba rápido apenas iniciaba la primera palabra, me adelantaba a él adivinándole lo que iba a decir. Pero él continuaba inflexible su pregunta. —¿Qué-qué-qué-qué sabe de-de-de-de… —¿De Castrillo? —Sí, de-de-de… —De Castrillo. —…de Ca-ca-ca-ca-ca-Castrillo. Le hablé mucho del pueblo, le hablé sin descansar, temiendo en el vacío ver venir su pregunta, aquel tartamudeo espantoso que me ponía nervioso. Señaló mi novela y me dijo si estaba estudiando. Mentí, le dije que sí. Lo recalqué bien fuerte sólo para decirle que me estaba estorbando, miré mucho el reloj. Le pregunté a qué hora abrían Santa Clara; me dijo que a las cinco y yo le enseñé el reloj diciéndole: —Ya es hora. —Es-es-es-es lo mismo. Se agarraba a mi diálogo, acaso hacía años que no encontraba a nadie de su tiempo de niño, años tristes los suyos, siempre el que pagaba los platos rotos de toda la pandilla. Lo notaba

en sus ojos, que brillaban de gozo al pronunciar yo un nombre conocido. Le hablé de medio pueblo. Le hablé con rabia, inventando, mintiendo… sólo porque no hablase. Eran casi las seis cuando se fue. Se alejaba encorvado con aquel traje negro me parecía un fantasma del mundo del ayer. Respiré y me dio pena, una pena terrible de ver su paso torpe, su cansancio, verle luego volverse para decirme adiós como queriendo asirse aún a mi hipócrita charla. Seguía haciendo sol. Llegaban los primeros chiquillos y los hombres podían llamar bella a la vida, Le seguí con los ojos hasta la puerta del jardín, necesitaba llamarle, hablar con él, decirle lo canalla que yo había sido, acompañarle un rato, dejarle preguntarme —aunque doliese, sí, aunque doliese— cómo iba la cosecha este año en el pueblo. Y no tuve valor. Aquella tarde, cuando hice la Visita al Santísimo, le pedí a Dios muy fervorosamente por las primeras almas que pondría en mis manos, por el primer pecador que yo absolvería, por mi primer cristiano, por el primer difunto a quien yo abriría las puertas del cielo, por el primer mu. chacho a quien yo consolase. Y me sentí en una iglesia, en una iglesia clara y pueblerina con un pueblo escuchándome mientras yo les hablaba de Dios y del amor. (Y me sentía al hacerlo un poco héroe). Y de pronto la iglesia estuvo sola, y la sentí vacía hasta los huesos, y vi cómo la puerta se abría lentamente y entraba Juan, y entraba triste y dolorido, y se encontraba solo, y rezaba al Señor tartamudeando, ahora más que nunca, porque las lágrimas le entraban en la boca y no podía hablar. Creo que yo también lloré aquella tarde. Creo que hablé a gritos, que pedía a Dios que me librase de papanatismos, de vivir tan en el cielo que pisaba los pies a mis vecinos. Le pedí que me clavara en el alma que ser sacerdote era amar, amar sin consideraciones, y, cuando más costase amar, más, y, cuanto más lo necesitasen, más; no fuera a sucederme que pasase mis días pensando ser otro Cristo el día de mañana y hoy hiciese sufrir a mis vecinos. Sí, creo que yo también lloré aquella tarde. Los días sucesivos volvía al Parque del Este sólo para encontrarle. Pero Juan no volvió. * Ser sacerdote era tener fe. Siempre he creído que ésta debe ser nuestra virtud característica: la fe, una fe enorme, desorbitada, dispuesta a arrodillarse ante todo lo que huela a Dios. El sacerdote vive entre milagros, los palpa, los hace como si tal cosa y se necesita mucha fe para ver lo infinito tras cosas tan pequeñas. Este verano comencé a emocionarme ya en la misa, comencé a comprender que nos jugamos demasiado en ella para quedarnos fríos. Siempre al llegar la consagración, mientras el sacerdote elevaba la hostia, yo miraba mis manos y pensaba: «Dentro de siete meses...». Y despacio, con disimulo, las llevaba hasta mis labios y besaba las puntas de los dedos. Y pedí a Dios con toda el alma que nos hiciera creer,

que aniñase nuestro espíritu para que pudiéramos comprender estas cosas, los tremendos designios que guardaba para nuestras manos, para nuestros labios. Recuerdo que una mañana fui tarde a misa —había venido de viaje la noche antes—. Cuando casi todos los fieles se habían ido, presencié un espectáculo que me emocionó dolorosamente. Había en la ciudad —ya ha muerto— un sacerdote viejecito que había estado en el manicomio y tenía prohibido decir misa. Yo siempre había sentido hacia él un cariño especial, mezclado con una íntima pena. Aquella mañana estaba arrodillado en el presbiterio. Cuando en la iglesia sólo quedábamos dos o tres personas, se levantó, cogió del altar el misal, juntó tres reclinatorios y puso el libro abierto en el de la derecha. Retrocedió dos pasos y, sin ornamentos. con la sotana, sólo y sin monaguillo, empezó «su misa». Yo le veía inclinarse, persignarse, cumplir una por una y con toda exactitud las ceremonias. Luego subió al altar —es decir, se acercó a los reclinatorios— besó el centro y se fue al misal a rezar el «Introito» haciendo exactamente las inclinaciones al inexistente crucifijo. Yo no salía de mi asombro. Me quedé pensando que haría al llegar a la consagración. Él seguía su misa. Al llegar al ofertorio extendió manos y ofreció una patena y una hostia inexistentes. Luego se sirvió vino haciendo como que cogía la vinajera y la vaciaba en el cáliz y volvió a tender al cielo las manos vacías. Yo no podía respirar de emoción. Comprendí lo dramático de aquella misa hueca. Pero él seguía avanzando. Cuando llegó a la consagración estábamos los dos solos en la iglesia. Se inclinó. Y yo vi perfectamente que sus labios se movían y pronunciaban sobre el aire las terribles palabras: Este es mi Cuerpo, y luego: Este es el cáliz de mi sangre. Y levantó lentamente sus manos como sosteniendo algo. Una mano me apretaba la garganta. Le veía creyendo, inclinándose reverente ante el aire, queriendo, necesitando, consagrar a Cristo, sentir entre sus manos el milagro. En nada se le notaba que «aquello» no fuese misa, todo lo hacía con su parsimonia, como cosa normal. Y así llegó el momento de la comunión y se llevó las manos a la boca y movía las muelas como masticando algo; y luego elevó el cáliz —el cáliz de sus manos vacías— y yo vi estremecerse su garganta igual que si por ella pasase la sangre de Cristo. No pude esperar más. Salí huyendo de la iglesia, como si algo terrible me hubiera sucedido. No, no puedo explicaros la emoción que sentí, no sé si fue horror o alegría, o si dolor, o lástima. Sólo sé que al salir de aquella iglesia apenas podía respirar y que le grité a Cristo: «Señor, que tus milagros en mis manos no sucedan jamás en pantomima». Y hasta llegué a pensar si Dios no habría inventado algún modo especial —alguna nueva transubstanciación del aire— para venir hasta el alma de aquel curita que levantaba sus manos vacías, con los labios temblándole de fe y de milagro. *

Ser sacerdote era ser alegre. Acaso no compartan todos, esta idea conmigo, pero yo he de decirles que o no entienden la alegría o no entienden qué es ser sacerdote. No lo entendía Nietzsche cuando escribía que nuestro oficio era «ensombrecer el cielo, extinguir el sol, hacer sospechosa la alegría, desvalorar la esperanza, paralizar las manos activas». No, no lo entiendo en absoluto. Ser sacerdote era tener fe en Dios Padre y esperanza en el siglo venidero. No creo que estas dos cosas sean fuentes de tristeza. De mí he de deciros que soy un hombre alegre, aunque quizá no demasiado. Ahora es otra cosa, pero el verano de que os estoy hablando no fue precisamente mi vida un optimismo. Acaso fue sencillamente el choque con la vida lo que me hizo replegar, acaso me amargó la incomprensión, pero lo cierto es que mi cabeza estuvo muchas horas barajando nostalgias y amarguras. Me dolía el mundo, me hacía daño el pecado, me daba asco el vacío y me sentía solo y pobre e impotente. Sólo con las enormes inyecciones de Dios que he recibido en los últimos meses he comenzado a ver las cosas en su punto exacto de vista. Pero de esto hemos de hablar mucho, mucho. * Y así, entre todas estas cosas y otras muchas que contaros, se pasaron los meses de verano y me llegó la hora de volver al Colegio. Los días precedentes al viaje me los pasé muy serio pensando en lo que iba a ser para mí este año. Cuando pasaba por las calles, cuando subía las escaleras de casa, cuando tocaba el piano, pensaba: Cuando vuelva a pasar por aquí seré sacerdote; cuando suba dentro de unos meses estas escaleras, las subiré como sacerdote; tocaré el piano y lo tocaré con manos de sacerdote. La tarde antes de irme fui a la iglesia en que había de decir mi primera misa. Me senté en un banco y estuve largo rato sin pronunciar palabra. Me veía subiendo, vestido de casulla, las gradas del altar, elevando la hostia, veía a los fieles postrados de rodillas ante el misterio enorme de mis manos, oía la campanilla que avisaba el milagro. Me miraba las manos, las estrujaba, frotaba bien las puntas para limpiarlas, las ensayaba para el gran momento. En la estación mi madre me las besó también. Y cuando el tren partió de los andenes yo las saqué enseñándoselas para que las vieran bien, para que aprendieran su forma exacta y siete meses después pudieran compararlas con mis manos de Cristo.

ADIOS A LA VIDA Cuando a las seis de la mañana sonó el timbre, me desperté asustado. Me estiré en la cama. Tenía molidas las espaldas. Me incorporé y sentado en las almohadas contemplé una por una las paredes de mi cuarto. Sí, estaban demasiado blancas, había que adornarlas. Me sentía cansado, había tardado mucho en dormirme la noche antes. Pensé: Estoy alegre. ¿Por qué estaría triste ayer noche? El viaje, sin duda, el cansancio. Ahora no me entristecía aquel cuarto, tan chico, aquellas paredes tan frías y la cama, que habría de hacer yo cada mañana. Abrí la ventana. No tenía un paisaje muy halagüeño, pero se veía un buen trozo de cielo. Me bastaba. Me lavé a chorro y volví a la ventana silbando. «Bien, todo el año aquí. Mañana contaré las baldosas del suelo. Por lo demás, bien poco hay que contar». Sí, estaba definitivamente contento, no sabía por qué. Al afeitarme le hice al espejo una mueca como a un viejo amigo: «¡Hola muchacho!» Al abrir el cajón de la mesilla me topé con el calendario. de junio. «Un poco retrasado, ¿eh?». Y aquel número a tinta debajo de la fecha, 268, ¿qué significaba? ¡Ah, ya! «Los días que faltan para San José. Es decir, que faltaban. Desde junio hemos dado un empujón». Arranqué casi cien hojas. «Hoy, 5 de octubre», y luego escribí «171». Sí, hoy estoy definitivamente alegre. Bajé a la capilla pensando: «Un buen número 171. Capicúa». Y luego: «Con un 4 delante, el teléfono de José Mari. Buen número». La Virgen de la Clemencia tenía un algo especial siempre había que saludarla sonriendo. Como a mi madre Tenía un rostro dulcísimo, quería tener algo de bizantino, pero era italiana cien por cien. Era fácil quererla. Y luego el nombre, el dulcísimo nombre: Santa María de la Clemencia. Haciendo la meditación pensé: «¡Eh chico! Dentro de un mes subdiácono. Esto es serio». Y recordé las frases del ritual para la ordenación de los subdiáconos. «Mientras aún tenéis tiempo, pensadlo. Si aceptáis, sabed que no os podréis volver atrás». Se trataba, pues, de pensar, y muy seriamente. Y así, pensé en Marisa. * Marisa... La recordé bordando detrás de la ventana, con las dos trenzas negras cayéndole a plomo sobre el pecho de niña. Me vino a la memoria el día exacto en que la conocí, cuando, a los pocos días de llegar a mi pueblo, tras estudiar segundo de filosofía, estaba yo apoyado de codos en el balcón y se abrió la ventana de la casa de enfrente y se asomó Marisa como una aparición. Recuerdo exactamente el color de sus ojos: aquel negro azabache comparable tan sólo al de su pelo. La miré. «¡Qué bonita!», pensé. Ella se sonrió y se metió hacia dentro. Yo hubiera querido sonreír, pero no supe. Me quedé como tonto.

Desde aquella tarde el cuarto del balcón fue mi sala de estar y alguna vez, desde mi silla, la veía bordando, ella también sentada frente a la ventana. «Es el amor», me dije. Y lo dije precisamente con esta frase tan cursi que sólo un crío como yo podía decir. Yo del amor no sabía nada que no hubiera leído en las novelas; había sido el típico niño pegado a las faldas de su madre, y jamás había podido pensar que una chica fuese distinta del chaval. Y había sido precisamente aquel año cuando había descubierto en mi vida dos fenómenos divertidamente aproximados: el nacimiento de la barba y el comenzar a pensar al pasar delante de una chica si era bonita o fea. Pero la verdad es que jamás había mantenido una mirada durante cinco segundos, ni había sentido latir el corazón con tanta fuerza como ahora, cuando, sentado ante la mesa y con un libro en la mano, levantaba incesante la cabeza por si ella aparecía. Pocos días después la sentí cerca. Fue cuando los novillos. Desde la torre de la iglesia se veía todo el campo de los alrededores del pueblo y era un lugar privilegiado para presenciar el encierro. Debajo de la enorme campana «Nicolasa», nos juntábamos toda la patulea de monaguillos y seminaristas junto con el párroco. Fue entonces cuando —¿por qué? — llegó Marisa. Sentí como si toda la mañana se pusiese más clara. Y cuando el párroco nos dijo: «Dejad sitio a estas niñas», yo me di cuenta de que me apretaba contra la pared y que mis ojos le señalaban un sitio junto Estábamos todos muy apretados y cuando los novillos aparecieron en el horizonte, dieciséis manos los señalaron desde la torre. El campanero gritó: «Taparse los oídos», y tiró del badajo: Parecía que toda la torre temblase, y nosotros mirábamos temerosos hacia el bronce y, apretando con los dedos los oídos, reíamos a coro. Marisa estaba frente a mí y se reía sin descanso (se reía con todo el cuerpo); yo no podía saber qué me pasaba. Ya me importaba un pepino el encierro. «¡Qué bonita es, Señor, qué bonita!» Y pensé: «Dieciocho años, debe tener dieciocho años». Y las trenzas. Me obsesiona aquella trenza que caía sobre mi hombro derecho. Tocarla, ¡oh, si pudiera acariciar esa trenza! Y acercaba mi mano temblorosa cuando de nuevo la campana empezó a tocar y ella se volvió de repente riéndose y gritando. Pasaron los novillos bajo la torre, y sólo en ese instante aparté la mirada de ella. Luego bajamos. Yo deseaba hablarle. —¿Quieres venir a mi balcón? Se ve mejor. —No, no puedo; me voy con mis amigas. Ahora me miraba. Luego me dijo: —El otro día te vi ayudar a misa. Estabas muy… Me sentí enrojecer. Y le dije: —Marisa. Pero ella ya corría detrás de sus amigas.

No hizo falta que nos pusiéramos de acuerdo para comprender ambos que la mejor hora para vernos era la de la siesta. Indefectiblemente todos los días, a la misma hora, ella con sus bordados y yo con algún libro íbamos a sentarnos en la ventana ella y yo en el balcón. No nos hablábamos casi nunca, sólo nos mirábamos y nos sonreíamos. Únicamente cuando se acababa el verano y llegó la hora de volver al seminario, ella me dijo triste: «No me olvides». Y yo muy seriamente: «No te olvido». No deja de ser curioso el hecho de que hasta no estar en el seminario no me diera cuenta de que todas estas niñerías no estaban muy de acuerdo con mis sueños sacerdotales. Sentía, sí, un extraño temor, pero el amor a lo desconocido me hacía pasar por encima de ello. Ya en el seminario comencé a reírme de mí mismo y si bien no olvidé a Marisa, comenzó a ser para mí algo lejano y divertido, y creo que la hubiera olvidado totalmente de no haber vuelto a verla. Cuando el verano siguiente cogí el tren para el pueblo lo hice con verdadero miedo. Recuerdo que al despedirme de la capilla le dije a la Virgen temblando de emoción: «Que vuelva, Madre, que vuelva». Y al despedirme del seminario lo hice como si nunca hubiera de volver. Al acercarme al pueblo hice la promesa de no ver a Marisa, pero una promesa tan radical había de llevarme forzosamente a verla. Y la vi. Pero en el primer instante comprendí que todo había cambiado. Ella se había cortado ya las trenzas y tenía todo el aspecto de muchacha que se hace mujer; y en mi mirada ya no había aquella inocente sorpresa del año anterior, ahora yo comprendía que aquello no iba bien, que no era ése el camino para ser sacerdote. Y me alejé rabioso conmigo mismo, y en la iglesia, a la tarde, me mordía los labios de rabia en el reclinatorio al hacer la Visita. Y esta rabia fue haciendo su labor. De vez en cuando sí, volvía a verla, pero sabía que a la tarde volvería a enfadarme conmigo mismo y que aquel enfado iba a alejarme del balcón ocho días, y luego diez y luego quince. El día que cogí el tren para ir por vez primera a Roma, lo hice sin despedirme de ella y en la estación de Burgos deposité una carta: «Marisa, tienes que perdonarme. Debía decidir y he decidido. No podía seguir jugando así». Nada más llegar a Roma entramos en ejercicios espirituales. Ocho días que dediqué íntegramente a pensar en el problema de mi vocación. Expuse todo mi problema al director de los ejercicios y al acabarlos escribí una carta cuya copia conservo. Dice así: Marisa: Creo que necesito escribirte, que es necesario que hablemos una vez, aunque nos duela. Hace diez días habrás recibido unas letras mías que te habrán hecho sufrir. Ahora pienso que fueron demasiado bruscas. Perdóname. Lo siento, te lo aseguro, porque la verdad es ésta: que te sigo queriendo todavía. No, no interpretes mal estas palabras; no es que haya cambiado de idea. Lo ha terminado totalmente, no debes hacerte ilusiones. Pero quiero que sepas que si esto termina no es porque yo haya perdido tu cariño, es porque me he dado cuenta de que en mi alma hay un cariño mayor. No sé si comprendes, Marisa; es difícil comprende lo sé de sobra, quizá ni yo mismo lo comprendo del todo. Mira, he pensado mucho estos días en ello, he pensado y calibrado todo

con minuciosidad, sin arranques impulsivos, con una serenidad que casi me maravilla. Debes comprenderlo. No se trataba de quererte o no quererte. Se trataba de darme enteramente a ti o a Otro. No era la lucha de tu amor con mi comodidad o mi carrera. Era la lucha entre tu amor y otro Amor. Ha vencido el más grande. Perdóname, niña mía, pero así es. Me hace sufrir el pensar que quizá te haya hecho daño, que he dejado nacer en ti unas ilusiones que hoy tengo que arrancar sin consideración. Pero debes comprender esta equivocación mía. Yo también soy un niño o lo he sido hasta ahora. He soñado contigo y te aseguro que no me ha sido fácil arrancar este sueño. Me preguntarás qué puede haber capaz de merecer tamaño sacrificio. Para contestarte tendría que hablarte del sacerdocio y de Cristo con palabras que ni yo mismo entiendo todavía, pero que —sin la más pequeña de las dudas— sé que comprenderé un día no lejano. Y tú también comprenderás, Marisa, lo has de ver. No quisiera que llorases al leer esta carta. Sábete que te quiero, que te sigo queriendo; de una manera muy distinta, sí, pero también más pura. Quizá estás pensando Que estoy muy tranquilo, que tengo hasta la serenidad de hacer retórica cuando te digo adiós. Sabe que te equivocas si lo piensas. Una vez más la procesión va por dentro. Y ahora voy a empezar mi mayor sacrificio. Mi director espiritual me ha dicho: «Procura olvidarla. Pero sábete que no lo conseguirás nunca del todo. Por eso debes acostumbrarte a no verla como una tentación sino como a una hermana. Cuando te venga su imagen al pensamiento, piensa que eres sacerdote y que le vas a dar la comunión». Quizá te parezca extraño el consejo, pero él es muy viejo y así me lo ha dicho. Por la pequeña experiencia de estos días, yo puedo asegurarte que siento al hacerlo una inexplicable sensación de ternura que no tiene en absoluto nada que ver con el pecado. Debo decirte adiós. Esta va a ser la última carta que te escribo. Preferiría también que no me contestaras. ¿Para qué continuar una cosa que no va a ninguna parte? Procura olvidarme y no sufras inútilmente. Yo sé que encontrarás al hombre que te hará feliz, porque tú lo mereces y yo se lo voy a pedir constantemente a Dios. Mira, hay que creer en El, en El, que es quien me arranca de tus manos, pero que cuando lo hace es porque esto es lo que más nos conviene a los dos, aunque nosotros no lo comprendamos y suframos por ello. Verás cómo un día estaremos los dos orgullosos de esta decisión. Pide por mí, Marisa, pide a Dios que consiga olvidarte, haz por mí este supremo sacrificio de pedir que te olvide. Muéstrame así tu cariño. Yo voy a hacer lo mismo para que tú me olvides. No sé cómo decirte para acabar sin frases de tragedia. Digamos sencillamente: Adiós, Marisa. *

Esa fue, por así decirlo, «mi entrada en el amor». Ese ir retrasando el conocer la vida, ese asustarme todo al llegar el momento de ser hombre, una pequeña historia sentimental y un comenzar de pronto a pensar seriamente en las cosas. La pasión vino enseguida, vino el sueño obsesivo la carne ya sin sueños, el estrujarse los ojos con los puños, la tentación retórica, los deseos más o menos brutales y la hombría. El asquearse de todo, la tristeza, el cerrarse del alma, el entender la vida con un sentido trágico, el hacerse la iglesia la tortura mayor, el comulgar sin que supiese nada. El pensar que pesaba la sotana, decirse muchas veces. «Esto se viene abajo». No sé si esto les pasaba a mis compañeros. Quizá todos vivieron lo mismo antes o después, porque en el fondo la vida es igual para todos, y quien ha vivido una vida hasta el fondo puede decir que las ha vivido todas. Sí, hemos sentido casi todo lo que vosotros habéis sentido, porque no son las calles lo que hacen la vida sino la propia alma. Y en nosotros todo esto ha sido quizá más doloroso que en el resto del mundo porque ha ido siempre cruzado con ese otro mundo de ideal, de espera de cosas tan enormes. La tentación es dura, sí, pero duele mil veces más la conciencia de la propia idiotez, cuando uno sabe a dónde va su vida. Lo doloroso no es amar la carne, ni siquiera sentir que uno la ama, lo tremendo es saber que uno va a ser sacerdote, que quiere serlo con todas las células de su alma, y que la parte más baja de nosotros, pero al cabo, nuestra, no deja por eso de amar y desear la carne. Creo que ese momento de desesperación y rabia lo hemos sentido todos. Ese dolor de ver que nuestra vida, que debía ser una pura línea de luz, sube y baja como un corcho en el mar. Sentir que uno, por la mañana, promete a Dios salvar el mundo, y a mediodía se le escapan los ojos al paso de una chica, sin que por eso deje de querer salvar el mundo. Ser santo es muy difícil. Quizá ya es bastante quererlo. Pero la gran dificultad no está en ser santo sino en llegar a serlo, en todo ese camino de vacío y de hueco, de estar siempre jugando al escondite con Dios y con el diablo. ¡Oh, las tacañerías en la entrega, cómo duelen! * No os he hablado todavía de la soledad, ni de los hijos. Suele hablarse demasiado del placer, de la carne, a la que los sacerdotes renuncian, como si el celibato fuese sólo la renuncia a los placeres carnales. Es ésta una idea demasiado ingenua. Quizá lo verdaderamente doloroso de la renuncia es mucho más humano, más hondo: es la soledad. Siempre ha sido para mí estremecedor el ir a los cementerios y comprobar que las únicas tumbas que no visita nadie, las que no tienen flores son... las nuestras. Nos damos a los hombres, tan a todos los hombres que nadie se siente aludido al ver el abandono de nuestros sepulcros. No, ya sabemos que con tener flores en la tumba no se gana nada, pero siempre se sueña que alguien nos llorará tras nuestra muerte. Y ¿quién quiere a los sacerdotes viejos? Cuando mueren su madre o sus hermanas y la casa comienza a llenarse polvo y las sotanas a tener jirones, los sacerdotes deben de recordar mucho su ordenación de subdiácono. Sí, también ellos soñaron en la casa caliente, en la comida puesta, unos hijos a quienes poder besar, unas zapatillas calientes al levantarse.

Cuando yo sea viejo y a la tarde venga soplándome los dedos tras cuatro horas de confesionario, ¿cómo estará mi casa? Yo sé que no podré abrir la puerta y gritar desde ella: y sentir unos pasos de chiquilla —porque nuestra hija se llamaría como ella— y toda una locura de besos en mi cara. Ni después vendrá ella con sus ojazos negros y verá desde lejos que nuestra hija me quiere. Yo sé que no nos sentaremos juntos a la mesa y que no vendrá Antonio —que estudia ya segundo de Medicina— y Marianín, que hace cuarto de bachillerato. Yo estaré solo comiendo unas judías mal guisadas, mordisqueando el pan con rabia y no podré decir a nadie mis tristezas, que se quedarán dentro para irme amargando. Luego dirán, que tengo mal genio y hasta mis coadjutores pensarán que chocheo. Pero, Marisa, ven. ¿Cómo no vienes? La casa está tan sola... ¿No podría venir a ponerme unas flores en la ventana? Yo soy un pobre viejo, ¿cómo quieres que sepa cuándo hay que regar los tiestos y cuándo hay que sacarlos al balcón? Mis libros tienen polvo. Sí, Felisa... Ya sabes que Felisa nunca ha sido muy limpia. Está vieja, además. Somos dos pobres viejos perdidos en un caserón más viejo que nosotros. ¿No podría venir alguno de nuestros hijos a reírse? Hace falta que alguien se ría en esta casa. La risa es como un barniz sobre los muebles. Y aquí no se ríe nadie hace ya años. Voy a encontrarme muy solo esta tarde, Marisa. Como tantas otras tardes. Entonces éramos unos chiquillos, Yo renuncié a ti con la más absoluta de las conciencias. No, no es que ahora me pese. Sabía esto de sobra. Sí, sí, la soledad la conocía. Me quejo por quejarme, pero esto lo sabía de sobra. Sí, ya lo sé, Marisa, que no comprendes el porqué de este sacrificio. Lo comprenden muy pocos. Ni yo mismo lo comprendo del todo. DIOS, SI. * Todo esto lo recordaba ahora y no lo recordaba con un aire de tristeza, me parecían cosas que no tuvieran nada que ver conmigo, que fueran la historia de otro. Marisa quedaba en esa zona vaga de la fábula o del sueño que no podemos precisar cuándo hemos tenido. Porque, después del dolor Y de la época romántica, la tranquilidad había ido viniendo poco a poco. Mi oración había ido pareciéndose más a un diálogo de enamorados y el amor a Dios que unos años antes se me hacía una cosa difícil y lejana ahora me cada vez más de carne y hasta diría que más parecido a mi amor a Marisa, pero sin el temblor aquel del corazón. Esta renuncia a la hora de hacerla, no era aquel desgarrarse de cuatro años antes, sino algo muy sencillo, elemental: darse sin más contemplaciones. * Una tarde de aquéllas —faltarían diez o doce días las órdenes—, Alfredo me leyó su poema «Víspera subdiaconado». Alfredo era el mayor de nuestro curso. Había sido médico y ahora soñaba en el sacerdocio con la misma ilusión que los más chiquillos de nosotros. Yo sabía qué hacía versos, pero nunca creí que fuera tan buen poeta. Por eso mientras iba leyéndome su poema y yo sentía todo mi corazón saltaba ante aquellas estrofas, no pude contener mi asombro. En el poema iba contando cómo aquella noche —precisamente la víspera de su

subdiaconado— había sentido estremecida su carne por todos los gritos de sus hijos que le llamaban desde la nada. Y musité sus nombres. Uno se llama Alfredo, como yo. Su cabello rizado se desvanecía por entre las estrellas. ¡Qué bullicio en sus manos al yo llevarle aquel perrazo rojo que vi ayer tarde en la juguetería de la esquina! A otro le puse Federico; como mi padre, como mi abuelo. Y una hijita de ojos vivarachos se llama ya en la nada como mi madre. Sí, allí estaban nuestros hijos, allí, con carne ya y con nombre. Allí, soñando ya en sus juegos. Nuestros hijos que nunca nacerían. Palpé en la noche sus cabezas llorosas atormentadas por el ansia brutal de ser. Terrible enfermedad la de la nada. Removían frenéticos sus manos de sombra, queriendo palpar sus cuerpos doloridos y no los encontraban. Sus gargantas —que nunca conocieron el milagro de un sorbo de agua fresa— me gritaban febriles con rojos alaridos porque nunca serían ya nada más que nada Aquel poema removió todo el fondo de mi alma. Los hijos, sí se habla poco de ellos. Y ellos son los que más duelen a la hora de dar el gran paso, Yo, que siempre he querido con locura a los niños, ¿qué no daría por tener un hijo, sentir entre mis manos un trozo de mi carne? Y recordé la tarde aquella del verano cuando me eché la siesta y a mi lado dormía la niña de Crucita. Allí, aquel cuerpecito de poco más de un año, viendo alzar y bajarse su diminuto pecho, con el pelito rubio, rizado y brillante, sobre la almohada blanca…

No dormí aquella tarde, comencé a acariciarla suavemente y sentí que el llanto se acercaba a mis ojos. Hubiera dado la vida por saberla hija mía. He sufrido mucho por esto, os lo confieso. Al ver a mis hermanos jugando con sus hijos, al ver que son los niños el centro de sus vidas, al ver mi casa alegre y chorreando cariño por todos los rincones, uno no puede menos de pensar ciertas cosas. Sí, a todo esto, había que renunciar, y para siempre. * Os he dicho esto no para darme bombo y haceros pensar que uno es héroe y todo eso. Lo digo simplemente porque hay quién nos cree cobardes e inconscientes. Y no; yo os aseguro que los curas no somos los fracasados de la vida, no somos los pobres seres que nacieron con los ojos cerrados. Yo al menos no lo soy, estoy bien cierto. Me hubiera sido fácil construir un hogar y hasta vivir con relativa comodidad en él. Mis hermanos lo han hecho. ¿La carne? Sí, me tira. ¿Los hijos? Si, me duelen; no soy un descastado. ¿El amor? He cerrado las puertas al del mundo por un amor más grande. A los veintitrés años uno sabe más o menos en qué mundo pisa. * Y uno, ¿por qué se hace cura? ¿Qué hay, qué puede haber que merezca y exija todas esas renuncias? ¿Se hace uno cura para vivir más cónmodo? ¿Para ocupar un puesto elegante en la sociedad? ¿Para tener asegurado el cielo? ¿Para no trabajar? Yo no puedo deciros por qué se hacían curas todos mis compañeros. De mí puedo deciros que me hice cura por vosotros, por tenderos la mano a los hombres, para ser quizá en medio de vuestras vidas una espina que os haga recordar sin descanso que Dios existe arriba y que hay una sangre que se derramó por nosotros. Recuerdo aquel film de Delanoy —tan discutible como estupendo— que se titulaba «Dios tiene necesidad de los hombres». Discutimos mucho si sería más exacto el título «Los hombres tienen necesidad de Dios» fin convinimos en que la frase que encerraría toda la idea del film sería ésta: «Dios tiene necesidad de hombres que le ayuden a salvar a los hombres que tienen necesidad de Dios». Sí, ésa es la cosa. Ese es el sacerdocio. Hace ya dos mil años que suena esa trompeta, esa maravillosa necesidad de Dios. ¡Oh, nuestro Dios sin manos, nuestro Dios maniatado, que precisa de nosotros como de muletas pan llegar al resto de la humanidad! iOh, el mundo de las almas, seco, duro, como la tierra de Castilla, y nosotros, mis manos, como canales por los que Dios viene, por los que Dios quiere venir; Dios, como un inmenso ciego que viene a darnos luz, pero que necesita que le ayude una mano a atravesar la calle! Sí, de eso se trata, de esa maravillosa cosa de prestarle a Dios los ojos y las manos, los pies y las palabras para que pueda llegar hasta nosotros. Cuando pensaba esto, ¡me parecía tan ridículo el hablar de renuncia! ¡Pero renuncia de qué! ¿De qué, Dios Santo? ¡Renunciar a la paternidad! Yo me reí. ¡Si ahora me siento padre en

todo el sentido de esta estupenda palabra! Y recordé el poema de Alfredo, y yo dije con él que mi destino es Coger a la gente vulgar y cotidiana que pasa por mi lado contando sus monedas para el leve billete del tranvía, mascando chicle y leyendo periódicos, olvidados de Ti y de sí mismos, siendo sólo vagas figuras de tu esquema de hombres, cogerles y decirles que tienen aún que nacer de nuevo para ser Hombres como Tú lo mandas. ¡Y que voy a ser yo quien les engendre hombres completos! Y así, después, cuando en sus dedos se haya abierto del todo la rosa de tu Gracia y el corazón les suene a esquila con rocío, y el mundo les parezca nuevo, sonará en mis oídos frescamente la anhelada y alegre cantinela con que me llamarán: «Padre... Padre... Padre...». Señor, yo te voy a poblar el Cielo con esos hijos de mis manos bautistas y perdonadoras y dadoras de Pan. Así tu enorme Casa estará llena de los hijos de mis hijos, y nietos de mis nietos, * Ahora quiero deciros esto: que yo estaba contento a pesar de todo, yo estaba muy contento. Suele siempre al subdiaconado un aire funerario. Es verdad la renuncia es dura, pero yo no tenía la impresión de nada, de quedar mutilado, sino, muy al contrario, de llenarme como

nunca. No, no me sentía un héroe al a Dios mi castidad. Quizá un aprovechado que daba dos y recibía diez. Recuerdo que la noche antes de Cristo Rey, mientras lo lógico hubiera sido pensar en lo decisivo del paso él día siguiente, yo subí a la terraza —había un cielo atestado de estrellas— y me puse a silbar, como un chiquillo. Hablé con Dios de tú a tú, sentí ganas de cantar, de saltar. Tenía una alegría interior indefinible, como si en vez de sangre corriera por mis venas un agua juguetona. Íbamos a dar un paso decisivo, en el vacío; pero en un vacío conocido — el vacío de Dios— y allí podía uno tirarse de cabeza sin pensarlo. Cuando en la sacristía, por la tarde, nos dieron los ornamentos para el día siguiente, dije: «Esto va en serio». Y sentí al decirlo un gozo inenarrable. * Con las blancas albas hasta los pies —vestidos angélicos que nos hablaban de pureza— entramos procesionalmente en la iglesia barroca. Era una iglesia poco devota y muy destartalada. Hermosa, sí, pero me daba la impresión de una sala de fiestas; un cielo a bóveda, brillante de dorados y una gran nave espejeante de mármoles. Mas aquel día yo me sentía extraordinariamente contento. Sabía la importancia de la hora, y al ver que me adentraba en el presbiterio pensaba que la balaustrada de mármol que me separaba de las ochenta a cien personas que había en la iglesia era como un gran río que estábamos cruzando y por el que nos adentrábamos en los mares de Dios y nos alejábamos del mundo. El Obispo era físicamente muy poca cosa: pequeño y delgaducho, miraba detrás de unos lentes dorados y su mirada era profunda e indagadora, pero dejando siempre una sonrisa al fondo, como de reserva. Hacía las ceremonias con normalidad, como quien las ha hecho muchas veces, pero sin rutina, y el latín en su boca no tenía un tono de salmodia dormida sino de algo vivo y con sentido. Precedieron las órdenes menores y yo recordé las mías de hacía un año. Mi tonsura en la iglesia de Propaganda Fide, cuando rodeado de negros y chinos pasé a formar parte del ejército de Dios, y las cuatro menores, recibidas de dos en dos en la capilla del colegio, como otros tantos escalones que me acercaron a la puerta que ahora iba a traspasar. Cuando un monseñor gordo y calvo nos llamó con voz chillona: Acérquense los que han de ordenarse de subdiáconos y después nos citó por el nombre a cada uno, yo recuerdo la alegría con que contesté mi Adsum. Heme aquí. Aquello que parecía una fórmula manida y rutinaria, era para mí un sueño acariciado hacía trece años. Era la llamada oficial que Cristo me hacía por la boca del Obispo para ser ministro suyo; me invitaba definitivamente a un estado que yo podía aún aceptar o rechazar. Ahora sí que podía decir que yo tenía vocación al sacerdocio. Recordé en aquel instante mis años infantiles cuando por vez primera quise ir al seminario sin saber aún por qué concretamente, quizá sólo porque el seminario tenía unos patios muy grandes y en Navidades unas comedias en las que uno se mondaba de risa. Recordé mis años de filosofía, en que los sacerdotes se me presentaban como héroes de leyenda, y mis primeros años de teología, en

los que éramos los arrancados de la vida, los desterrados del presente. Y ahora, ya tranquilo, sintiendo el sacerdocio como era, sin tremendas palabras, pero con toda la enormidad de su grandeza. Nos pusimos en fila delante del Obispo, que nos así: «Hijos míos queridísimos que vais a ser elevados al subdiaconado, debéis considerar una y otra vez y con gran atención la carga que espontáneamente tomáis en vuestros hombros. Mirad que hasta hoy sois libres y que está a vuestro arbitrio todavía tomarla o volver al estado seglar. y ved que si recibís esta Orden ya no podréis jamás volveros atrás, sino que deberéis servir a Dios —cuyo servicio es un reinado— guardar perpetuamente castidad y estar siempre adictos al servicio de la Iglesia. Pensadlo, pues, mientras aún tenéis tiempo, y si permanecéis en vuestra idea, acercaos en el nombre de Dios». El Obispo pronunció estas palabras con toda la seriedad que su texto exigía y con la misma seriedad las escuchamos nosotros. Como catorce autómatas avanzamos un paso. Todo estaba cumplido, el río cruzado, la libertad rota, el abismo de Dios salvado. Ahora todo el mundo sonaba ya lejano; aquellos ruidos de coches que comenzaban de mañana a cruzar la ciudad y cuyos motores hacían temblar los cristales de la iglesia, parecían venir de otro planeta. Todo quedaba ya a la espalda. La puerta estaba abierta. Y a cien metros tan sólo —a cien días— el sacerdocio. Marisa, te aseguro que no me fuiste dolorosa en este instante. Perdóname. Te vi como una niña, como entonces con las trenzas morenas cayendo por la espalda, te sonreí como puedo sonreír a mi hermana; te vi después vestida de blanco en una iglesia llena de azucenas, mientras yo ponía tu mano en la del hombre que va a hacerte feliz, y tú llorabas mirándome, al comprender qué bien ha hecho Dios todas las cosas; y vi tu casa, vi a tus hijos corriendo por la estancia —¿me dejarás que el día de Reyes les ponga algún juguete en mi ventana?— y te veré enseñándoles el Ave María o llevándoles de la mano y vestidos de blanco a un reclinatorio al que bajaré yo con el blanco pan en la mano. Tú, ahora, no sabes que yo he dado este paso, pero sin duda en el pueblo ha nevado y tú habrás salido a la ventana y verás mi balcón lleno de nieve, blanco como mi alba. Yo sé que hoy no estás triste. Mi nombre se te ha olvidado un poco porque hay otro nombre que lo cubre. Y sonríes. * Ahora estamos postrados los catorce y todos los que van a ordenarse de diáconos y sacerdotes juntamente. El presbiterio está también como nevado, cubierto por los cuarenta cuerpos revestidos de blanco. Allí estamos como muertos o como recién nacidos, sepultados con Cristo y prestos a nacer hombres nuevos. El coro ha comenzado a cantar la letanía y de pronto la iglesia se llena de misterio. Acuden al conjuro todos los santos y hay un temblor de alas por todas las bóvedas de la iglesia. Los sentimos como grandes oleadas que pasaran sobre nuestras cabezas.

Santa María —y viene Ella con su color de lirio (de su mano viene mi madre) — San Miguel —ya está aquí la defensa de nuestra espalda; nos calza la armadura— San Gabriel —ya el anuncio de nuestro sacerdocio: Benditas serán tus manos entre todas las manos— San Pedro —¡Oh, tú, firmeza de piedra solidísima! San Pablo —con la espada vibrante de su palabra viva San Esteban, San Lorenzo, San Vicente, San Gregorio, San Benito, San Francisco, Santa Inés, Santa Cecilia, todos, todos los santos iban y venían sobre nuestras cabezas; el mismo Dios estaba allí junto a nosotros, podía sentirse su peso en nuestra espalda, bastaría levantar la cabeza para verle. Y ahora es la alegría que cruzaba nuestras venas como un gozoso relámpago, porque al fin la puerta estaba abierta y ya no había más que tender la mano. Arrodillados ahora todos los subdiáconos delante del altar, el Obispo nos iba explicando cómo nuestro oficio estaba en las proximidades del altar: preparar el agua y el vino para el sacrificio de la misa, recibir las ofrendas y ofrecer al celebrante el pan para la misa. Los oficios de diácono y subdiácono tuvieron su ver. dadero sentido en los primeros siglos de la Iglesia, en los que eran auténticos auxiliares del sacerdote en su ministerio y en su apostolado. Hoy las dos órdenes tienen un mero significado de escalones hacia el sacerdocio, de diversos grados de entrega y recepción de Cristo. Por eso todo tiene en estas ceremonias un significado místico y simbólico, y son para los ordenandos dos clarinazos de atención ante la realidad que se avecina. Dice así el ritual: Si hasta ahora fuisteis tibios y perezosos en la asistencia al templo, debéis ser asiduos en adelante; si hasta aquí soñolientos, despiertos en lo sucesivo; si hasta ahora destemplados, en adelante sobrios; si hasta ahora inhonestos, desde hoy castos. Que el Dios que vive y reina por los siglos de los siglos os lo conceda. Entonces nos levantamos todos, y arrodillados de dos en dos, delante del Obispo, puestas las manos sobre el cáliz y la patena, oímos que nos decía: Fijaos bien en el ministerio que se os entrega. Por ello estad atentos, de modo que vuestra conducta agrade a Dios. Y después de rezar por nosotros dos oraciones pidiendo a Dios que nos hiciese esforzados y vigilantes centinelas de la milicia celestial y que descendiesen sobre nosotros los dones del Espíritu Santo, el señor Obispo nos impuso uno a uno los ornamentos del subdiaconado. —Recibe el amito, que significa la mortificación en el hablar. —Y nos lo impuso sobre la cabeza. —Recibe el manípulo, símbolo de las buenas obras. —Y nos lo ató al brazo.

—El Señor te vista la túnica del regocijo y la vestidura de la alegría. —Y todo nuestro cuerpo se sintió revestido de la armadura de Dios. Y después de poner nuestras manos en el libro de la epístola volvimos a nuestros sitios con los ojos brillantes de alegría. ¿Por qué, Señor, por qué precisamente en este momento que puede parecer doloroso, es cuando nos vistes la túnica del regocijo y la vestidura de la alegría? Suele decirse que el sacerdocio y el diaconado son las horas de recibir y que el subdiaconado es la hora de dar, y dar siempre es costoso. Mas yo puedo aseguraros que no hice tragedias de renuncia. Damos, sí, y hasta, visto desde la tierra, puede parecer bastante, pero ¿no era ridículo ponerse gallito cuando al dárselo a Dios Él ya nos enseñaba de cerca todo lo que nos iba a dar pocos días después? Estuve muy alegre, os lo digo. Ya no había elección posible, ni libertad, pero al salir de la iglesia, mientras toda la ciudad corría precipitada por las calles, uno se sentía más libre y más entero que nunca, como desembarazado de un aburrido peso.

RECIBE EL ESPIRITU SANTO La verdad es que la ordenación de diácono me impresionó muy poco. Me importó mucho más lo que tuvo de promesa que lo que tenía en sí de realidad. No es que yo no me diese cuenta de lo estupendo que es recibir el Espíritu Santo, pero tenía tan cerca el sacerdocio que todo me olía ya a la próxima ordenación. Así, cuando me postré en las letanías, pensé: «Ya sólo falta otra vez». Y cuando el Obispo me imponía las manos sobre la cabeza, yo dije: «La próxima vez que me las imponga. Comprendo que no debía de ser así, pero así fue. Quizá fue que aquel día no estaba yo en forma, quizá fue que el ambiente de la gran basílica —lo recibí en San Juan de Letrán— no se prestaba al recogimiento (sin embargo, me alegro de haberme ordenado allí, porque San Juan de Letrán es la iglesia cabeza y madre de todas las iglesias del mundo; hoy, al recordarlo, pienso que mi ordenación de diácono es el símbolo de mi unión con la iglesia universal, de mi catolicismo). Claro que tampoco hay que exagerar. No es verdad que no me emocionase al sentir al Espíritu que invadía mi alma como un mar, sin dejar un rincón que no llenase; pero todo tuvo para mí ese aire que tienen las vísperas de fiesta. Además, era el día de Navidad y yo no he conseguido en mi vida estarme serio ese día. Así no me extrañó que durante la comida nadie hablase de la ordenación de diáconos, sino todos del año que pronto iba a empezar y que iba a ser el año más importante de nuestra vida. Fue entonces cuando Antonio se subió al púlpito hay en el comedor y nos leyó un estupendo pregón que dejó a todos pasmados, porque nadie creía que escribiera tan bien. (Yo creo que fue cosa del Espíritu Santo quiso demostramos que Él sabía inspirar, aunque todos le habíamos hechos bastante poco caso por la mañana). El pregón fue estupendo, porque entonó la cosa, supo combinar la alegría con la espiritualidad, el jaleo con la Gracia. Creo que, después de escucharle, todos nos sentíamos mejor. El pregón decía así: Pregón de la Navidad Os anunciamos un gozo magno: ha nacido para nosotros el Hijo de Dios en ciento veinte pesebres. Os anunciamos una paz honda: La paz de veinte muchachos que muy pronto van a ser ministros del altar. ¡Os anunciamos una alegría muy grande! Alegraos, pues, como los almendros cuando se sienten tronco de pureza. Alegraos como las pajas cuando se sienten colchón de Dios. Alegraos como los corazones cuando se sienten seno de madre. Alegraos como las manos cuando se sienten montañas con sol. ¿Sabéis qué dice el Rey? Que hoy nos nacerá un Niño y mañana nos nacerá una Misa. Son éstas las navidades que repiten el pesebre y anuncian una hostia. iAlegraos! ¡iAlegraos! iAlegraos!

Y sucederá que: Habrá turrones. Gloria a Dios en las alturas. pero continuará el niéguese a sí mismo. Más gloria a Dios en las alturas. Habrá concursos de juegos. Gloria a Dios en las alturas. Pero habrá más llamadas a la gracia. Más gloria a Dios en las alturas. Habrá cine. Gloria a Dios en las alturas. Pero habrá también superinvitaciones al recogimiento. Más gloria a Dios en las alturas. Habrá libros cerrados. Gloria a Dios en las alturas. Pero habrá establos abiertos. Más gloria a Dios en las alturas. Hoy día veinticuatro sale este pregón. Adeste. Después inauguraremos las fiestas en el refectorio. Fideles. Habrá adorno de hogares y aplausos en el martirologio. Laeti. Y misa solemne. Triunfantes. Los programas oficiales ya lo sabéis. Venite. Los días de retiro y las horas de oración no las ignoráis. Adoremus. Y el día uno de enero, dedicado al año de nuestro sacerdocio, será nuestra alegría. Dominum. Esto dice el Rey, os lo repetimos: Llegaron las navidades del año 1952. Lo que significa: Llegaron las navidades previas al sacerdocio. Acordaos de dar los corazones al Niño y jugad al ping-pong. Exteriorizados en la alegría bullanguera pero sabiendo que ella no es El. Acordaos de los turrones de la cocina, pero también de los niños de las barracas. Oíd la radio, pero no dejéis de escuchar ni un momento el corazón Y sobre todo acordaos del día diecinueve de marzo, sabed que este año sontos pura espera; juntad pesebre y altar, que son amigos buenos, y decid muchas veces cuando le hinquéis al pollo: Gloria a Dios en las alturas. iAlegraos! ¡iAlegraos! iAlegraos! Nos ha nacido un Niño y esta vez la Virgen lo pondrá en nuestras manos. Y así fue como empezaron nuestras navidades, esas estupendas navidades que se pueden pasar en un seminario (con un poco de nostalgia, eso sí) cuando hay en el ambiente un verdadero amor y un calor de familia. Y vimos otra vez a los superiores jugando al corro y tocando la pandereta; e hicimos el ganso el día de Inocentes y discutimos de cine: y cantamos

villancicos ante un Niño que tenía la mano mutilada y un San José con una divertidísima cara de ingenuo. La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y —¡ay! — no volveremos más.

MIL NOVECIENTOS CINCUENTA Y TRES 31 de diciembre de 1952. Esta tarde en el retiro he decidido hacer diario durante estos primeros meses del año de mi sacerdocio. No es que crea demasiado en los diarios, pues sé por experiencia lo estúpidos que son. Pero de todos modos me resulta ahora divertido coger aquellas páginas que emborroné en mis años de filosofía. Pienso además que estos tres meses son algo fuera de serie en mi vida y que dentro de algunos años no me faltarán momentos en que agarrarme a ellos sea para mí una tabla de salvación. No puedo despreciar el sentimiento por temor al sentimentalismo, y pienso que todo lo que amontone en estos meses en mi corazón es terreno ganado para los días vacíos que vendrán. 1 de enero. Gran día. Hoy hemos celebrado la fiesta de nuestro año. 1953. Hay que aprenderse bien este número. La cosa ha consistido en lo siguiente: Después de comer, inauguración del marcador. En el hogar hemos puesto un gran tablero verde y sobre él dos números rojos de casi medio metro. 77. Son los días que faltan para San José. Cada día los números irán descendiendo una unidad y nuestro temblor irá subiendo de grados al compás que el marcador baje de números. Después de la siesta hemos tenido un acto en la capilla, que ha sido lo mejor de día. Hemos querido hacer como una «pre-visión» o «previvencia» de la ceremonia de la ordenación, y así hemos ido siguiendo el ritual, aunque muy reducido. Nos hemos arrodillado los veinticuatro que nos ordenaremos este año 1953 (en San José o en otras fechas) ante el altar en que seremos ordenados. El señor Rector ha subido al presbiterio y desde allí, como si fuera el obispo nos ha leído la oración Consecrandi filii carissimi, que es como el comienzo de la ordenación. En ella nos ha exhortado a pensar lo que es el sacerdocio y la tremenda dignidad que comporta. Después las letanías. Pero hemos hecho unas letanías muy curiosas. Después de las invocaciones de entrada, como en el ritual, cada uno ha hecho una petición, su petición en las vísperas del sacerdocio. Ninguno sabíamos las de los demás y ha resultado emocionante. Cada uno ha leído la suya —y era estupendo ver cómo se reflejaba en ella todo su carácter, toda su alma— cada uno la ha leído con su tono de voz, pero todos temblando levemente. Había en la capilla un silencio terrible, pues estábamos nosotros solos, y todos habíamos puesto allí nuestra alma al desnudo. Después hemos recogido las peticiones y sale una letanía muy bonita, sobre todo porque en ella se ve qué es lo que piden a Dios veinticuatro muchachos a la hora de ir a ordenarse sacerdotes. Claro que lo mejor de la letanía es ver a cada individuo retratado en su petición y esto sólo nosotros lo sabemos. La letanía dice así: Señor, ten piedad de nosotros. Cristo, ten piedad de nosotros.

Señor, ten piedad de nosotros. Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos. Dios Padre que estás en los cielos. Ten misericordia de nosotros. Dios Hijo, Redentor del mundo. Ten misericordia de nosotros. Dios Espíritu Santo. Ten misericordia de nosotros. Trinidad una y Santa. Ten misericordia de nosotros. Santa María. Ruega por nosotros. Todos los santos del cielo. Rogad por nosotros. Pecadores. Te rogamos, óyenos. Para que te dignes bendecir a estos elegidos. Te rogamos, óyenos. Para que te dignes bendecir y santificar a estos elegidos. Te rogamos, óyenos. Para que te dignes bendecir, santificar y consagrar a estos elegidos. Te rogamos, óyenos. Hasta aquí el ritual. Y después comenzamos con nuestras peticiones uno por uno y contestando todos: Para que realicemos con espíritu evangélico todos los afanes soñados para nuestro sacerdocio. Te rogamos, óyenos. Para que nuestro sacerdocio sea auténticamente misionero, testimonio de nuestra catolicidad romana. Te rogamos, óyenos. Para que se nos aumente el Espíritu de fe. Te rogamos, óyenos. Para que seamos veinticuatro sacerdotes humildes. Te rogamos, óyenos. Para que el «Ad Deum qui laetificat inventutem meam» de nuestra última misa sea tan verdad como el de la primera Te rogamos, óyenos. Para que no te cobremos comisiones. Te rogamos, óyenos. Para que cuando sacerdotes queramos ser amigos de los seminarios y ayudarles. Te rogamos, óyenos. Para que vivamos de cara a la realidad, pero recordando siempre que Tú eres la primera realidad, Te rogamos, óyenos. Para que aprovechemos bien nuestro tiempo para mayor gloria de Dios y salvación de las almas. Te rogamos, óyenos. Para que pensemos en sentido católico y universal. Te rogamos, óyenos. Para que siempre y en todo palpemos tu divina Providencia. Te rogamos, óyenos. Para que no queramos otro gozo que el de vivir clavados contigo. Te rogamos, óyenos. Para que nos recuerdes siempre nuestras miserias y nunca nos creamos algo sin Ti. Te rogamos, óyenos. Para que nuestra vida sea un SI dado a Cristo. Te rogamos, óyenos. Para que nunca te digamos NO. Te rogamos, óyenos. Para que cumplamos en cada momento tu santísima voluntad. Te rogamos, óyenos. Para que nos des el optimismo de una entrega total sin complejos de tragedia. Te rogamos, óyenos. Para que nunca estorbemos tu acción en las almas. Te rogamos, óyenos. Para que no nos extrañen los milagros que tendremos en las manos, para que nunca

dudemos de tu omnipotencia y nuestra omnipotencia. Te rogamos, óyenos. Para que vivamos siempre el dogma de la comunión de los santos. Te rogamos, óyenos. Para que nuestro cuerpo y nuestra alma sean afinados instrumentos para tu voz, para tu milagro. Te rogamos, óyenos. Para que nunca olvidemos que nos haces sacerdotes por tu Iglesia y para tu Iglesia. Te rogamos, óyenos. Para que sigas teniendo misericordia de nosotros. Te rogamos, óyenos. Para que te dignes escucharnos. Te rogamos, óyenos. Hijo de Dios. Te rogamos, óyenos. Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos. Señor, ten piedad de nosotros. Cristo, ten piedad de nosotros. Señor, ten piedad de nosotros. Después de la letanía hemos permanecido unos minutos en silencio pensando que en este instante subiremos todos, uno tras otro, al altar y el señor obispo nos impondrá las manos. Será el momento. Después todos en pie hemos cantando el «Veni Creator» pidiendo al Espíritu Santo que viniese sobre nosotros en estos meses que faltan. Luego ha llegado el momento de la consagración de las manos y entonces hemos leído una oración compuesta por nosotros y que ha resultado emocionante. Dice así: ¡Oh, Señor! Tú, que conoces minuciosamente la historia y geografía de nuestras pobres manos, escucha hoy la oración elevamos por ellas. Tú, que desde la eternidad has soñado en el día en que iban a alzarte; Tú, que las has visto recién nacidas temblorosas e inermes; Tú, que has sonreído al verlas cargadas de juguetes, que la has gozado al verlas hundidas en las manos de nuestras madres; Tú, que las has visto elevadas a Ti en nuestras primeras oraciones y apretadas sobre nuestros pechos en el día de nuestra primera comunión; Tú, que has llorado al verlas desmandarse por primera vez, y luego, las has visto, con gozo, retorcerse de rabia en el confesonario; Tú, que las has visto desde tu Sagrario extenderse hacia Ti, sudar y estremecerse en los momentos de la lucha juvenil. Tú, que sabes de nuestro temblor al tocar por primera vez la patena y al abrir el Sagrario en el primer día de nuestro diaconado; Tú, que ves con qué devoción y reverencia las miramos ahora, cómo ya las sentimos como algo divino, algo que ya no es nuestro; Tú, que pronto vas a encontrarte en ellas como en tu propia casa; Tú, Señor. Haz que en estos pocos días que faltan para tu venida se preparen estas indignas manos

para no hacerte daño, para que, al estar en ellas, añores lo menos posible las manos de tu Madre. Pero Tú bien conoces lo pequeños que somos; Tú bien sabes lo inútil de nuestros esfuerzos si Tú no te derrumbas sobre ellas con toda tu infinita omnipotencia. Ea, pues, Señor, bendice, consagra, santifica estas manos que hoy elevamos temblorosas a Ti para que todas las cosas que bendigan queden benditas y las que consagren queden consagradas y santificadas en el nombre de tu Hijo y Señor Nuestro que en unión con el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. Mientras Eugenio leía en nombre de todos, la oración, había en la capilla un aire tenso y creo que hubiera sido posible distinguir la respiración de cada uno. Después nos hemos quedado un momento en silencio —todos nos apretábamos las manos— y finalmente hemos cantado el Te Deum con la impresión de ser ya un poco sacerdotes. La cosa ha durado sólo media hora, pero ha sido muy densa. Hemos salido todos muy contentos. La fiesta ha terminado con una gran merienda en la que la alegría ha corrido con abundancia. Hace un rato —son las diez de la noche— he puesto el 76 en el marcador (soy yo el encargado de cambiar cada noche los números). Ya se fue un día más. Es decir: ya falta un día menos. 3 de enero. Esta mañana, viniendo de paseo en el autobús —veníamos como sardinas—, ha entrado una niña con seis globos, cada uno mayor que ella. Gritaba «¡Che macello!» (¡Qué matadero!) y todos presentíamos de un momento a otro el estallido y el consiguiente llanto. La gente se apretaba para no romperlos, como ante un enfermo, y la niña miraba sus globos con angustia. Su hermanita mayor no podía reprimir la risa y comentaba con pequeños chillidos las olas de la gente a cada curva. Todavía estoy maravillado de la solidaridad de la gente: todo el autobús estaba pendiente de los globos. Y yo he bajado en la esquina del corso, los seis globos —¡milagro! — proseguían boyantes su viaje. 6 de enero. Mediodía. Esta mañana me he llevado una verdadera desilusión cuando, al tocar el timbre, he saltado corriendo de la cama y me he encontrado vacíos los zapatos que había puesto a la puerta. «Unos caramelos al menos...». Nada. Este año los Reyes han estado bien sosos. Otros años ponían un calendario, un silbato, una de esas vidas de Santos que ninguno leíamos, pero algo era algo y… en el fondo bastaba. Lo importante era que los Reyes existiesen. He pasado de mal humor toda la mañana. Siete de la tarde. Los reyes han debido arrepentirse, porque hoy a la comida nos han puesto su regalo en el plato. Había un montón de globos y silbatos. Todo el mundo se ha puesto a silbar y aún me duelen los oídos. También era estupendo ver a Manzanares —con toda su reverenda abogacía a cuestas— pasearse con un globo atado al meñique. Pienso que los curas somos los hombres que más cerca estamos de los niños. (No sé por qué diablos se me ocurre esto ahora. Además, no debe de ser muy cierto. Por desgracia).

10 de enero. Hoy la cúpula de San Pedro tiene no sé qué de raro que le da un tono distinto al de otros días. El sol por detrás la hace transparente y como de alabastro. Además, ha perdido toda sensación de volumen y parece recortada en cartón. Se me ocurre de pronto que acaso hayan llevado la auténtica al taller de. reparación y han puesto de momento una de cartón piedra para que no se note. 11 de enero. Hoy —fiesta de la Sagrada Familia— hemos tenido un homenaje al señor Rector del Colegio. Ha estado movidísimo. Realmente es estupendo el ambiente de familia que hay en la casa. No sé qué pensaría la gente de estas pequeñas «juergas» que armamos aquí, pero yo podría jurar que jamás he visto alegría más auténtica. Los hombres tenemos un brillar en los ojos que acredita en seguida qué estilo de alegría gasta cada uno. 16 de enero. Esta tarde, antes de empezar a rezar el rosario, el señor Rector nos ha dicho que un sacerdote jesuita ha apostatado en Roma. Por lo visto ha aparecido un extenso artículo suyo en la prensa comunista de esta tarde donde dice que en el comunismo ha encontrado la verdadera fe. El señor Rector lo ha dicho casi llorando, y por toda la capilla ha corrido un trallazo de emoción. Después hemos rezado el rosario mejor que nunca, casi a gritos. Era de ver cómo la gente remachaba el Ruega por nosotros, pecadores, y el No nos dejes caer en la tentación. Al salir hemos ido corriendo a comprar «II quotidiano» para ver la noticia, pero no dice casi nada. Se dijo que era un profesor de la Gregoriana, pero no debe ser cierto porque ninguno de nosotros le conoce. Esta noche todas las conversaciones giraban en torno al caso. Y es curioso que, así como rezando hemos gritado todos, el tono de las conversaciones del comedor era más bajo que nunca. Como si hubiese algo encima que no dejase hablar. 17 de enero. Hoy hemos tenido alguna noticia más, aunque no muy concreta. Se trata de un sacerdote de cuarenta y tantos años, que llevaba muy pocos de jesuita pues, por lo visto, se convirtió a los veintitrés años. Hasta esa edad, en que hizo la primera comunión, había vivido indiferente, sin formación religiosa alguna. Vivía, en efecto, en la Gregoriana, pero no era profesor de la universidad sino de un curso de religión para seglares que hay adjunto. Sobre el porqué de este viraje cada uno dice una cosa. Sea como sea, lo cierto es que es un dolor para Cristo y para la Iglesia. Durante todo el día de hoy no he podido apartar el pensamiento de esto y he hecho la meditación sobre los sacerdotes «perdidos». Me maravillo cómo muchos que se llaman cristianos se complacen en hablar de estas cosas y revolver estos escándalos con ligereza, cuando son algo tan enormemente doloroso. No puede decirse que ame a Cristo ni a la Iglesia quien no los acompañe en este sentimiento, el más rudo golpe que pueden recibir. Porque, si que profanen una hostia es algo dolorosísimo, muchas veces el profanador no sabe lo que hace; pero el que

una hostia (que eso es un sacerdote) se profane a sí misma es algo que no puede humanamente comprenderse. Aunque es cierto que la carne y el orgullo pesan mucho en el hombre. Me pregunto las causas de estas caídas y veo que en el fondo está siempre el orgullo. Recuerdo el caso dolorosísimo, que hace un mes estudiamos, de la apostasía de Lamennais. Ha sido una de las pocas veces que una ola de verdadera emoción ha corrido en una de mis clases. Conteníamos todos el aliento cuando el P. Grisar hablaba de las tentativas que para convertirle en el lecho de muerte hizo su hermano. Y el jadeo podía notarse físicamente en la clase cuando el profesor leyó aquella frase de Jean Marie de Lamennais al saber la muerte de su hermano: «Feliciano, Feliciano, ¿dónde estás?». Pienso en el estado de convulsión en que debe encontrarse un alma sacerdotal alejada de la Iglesia, y recuerdo la figura del cura «casado» de la novela de Grahan Greene que sabe que, a pesar de todo, él es sacerdote. 18 de enero. Esta mañana he vuelto a meditar en lo mismo de ayer y he temblado pensando que es posible que me pase a mí una cosa semejante. Soy hombre y no precisamente un santo. Y estar en medio del fango sin marcharse no debe ser muy fácil. Sesenta días. He levantado los ojos a la Virgen de la Clemencia —la veía borrosa en medio de las lágrimas— y le he pedido que me ayude en los días que faltan, en los poquísimos días que faltan. He recordado después aquella oración del protagonista de Boy que decía más o menos: «Átame, Señor, y así no habrá peligro». Me pregunto si no sería mejor dar de una vez la libertad a Dios; pero este yugo de ser libres hay que llevarlo a cuestas, aunque duela. Al ir a comulgar he repetido quince o veinte veces: «No permitas, Señor, que jamás me separe de Ti». Diez de la noche. Volviendo sobre los pensamientos de la mañana se me ha ocurrido el lema de la cinta que me atará las manos en la ordenación. Hoy he escrito a mi hermana mandándole los modelos y el lema. Será de un metro y medio de longitud y a todo lo largo la frase «Átame, Señor, y eternamente seré tuyo», en latín, y en las iniciales cinco grandes medallones que representarán el Corazón de Jesús, la Virgen, un Crucifijo, un diácono llevando la Eucaristía y en el primero unos ángeles tocando las trompetas como convocando a la alegría. A ver qué tal me la pinta. 20 de enero. Hoy, rezando el breviario, me ha dado un salto de alegría el corazón al leer la escena en que Cristo pregunta a sus discípulos quién dicen los hombres que es El. Y en cuanto he terminado de rezar he venido a mi cuarto y he escrito en un recorte de papel: «Cristo curioso por lo que pensaban de Él». Esto para mí es un consuelo. He pensado mucho si obsesión por lo que los seglares pensarán de nosotros, los curas, vendría del orgullo, Y ahora me alegra el comprobar que a Cristo también debió picarle la curiosidad de saberlo. Aunque no estoy muy seguro de que los fines que Cristo se proponía al preguntarlo y los que hay en el fondo de mi preocupación sean los

mismos. Además, El, antes de preguntarlo, ya sabía la respuesta; pero, en fin, me agrada imaginarme a Cristo curioso. 21 de enero. Esta tarde hemos estado rezando vísperas en San Pedro. Se sentía un temblor especial arrodillándose en medio del espacio y notando bajo las rodillas el calor de los huesos del Apóstol. Cuando estábamos a medio rezo entró una peregrinación alemana cantando desde el fondo (como ya quisiera yo que cantaran los españoles) y después se apiñaron en torno nuestro mirando y sin hablar una palabra. Me daba la impresión de conocerlos a todos; no sé por qué en la basílica toda la gente me resulta conocida, como si todos fuéramos del mismo pueblo. 22 de enero. Hoy he recibido una carta de Santos y Cristóbal que me hace mucha gracia. Resulta que escribí un artículo en Incunable comentando lo que Gironella dice de los seminarios en «Los cipreses creen en Dios» y ahora me dicen estos dos seminaristas que mi defensa de los seminarios me salió muy mal y que lo malo es que Gironella tiene razón. Santos me dice: «Acabo de leer en Incunable tu artículo discutiendo lo que Gironella dice de los seminarios y me pregunto: ¿Quién lleva razón? Gironella no la debe perder. Habla de 1930. Por las mirillas que aún quedan en puertas arrinconadas, por las crónicas de "Correo Josefino" y por los ' 'buenos consejos" que nos dan podemos deducir que la historia no es tan leyenda ni mucho menos. Otra cosa sería el eterno problema del escándalo. Pero Gironella salva la tesis ¿no es así? A propósito, te contaré una anécdota. El año pasado, en la campaña ' 'pro seminario" se me encargó un articulito para la prensa local. Yo, a pesar de todo, lo escribí conto todos los que veo sobre el tema. Si quieres, acentuando la nota alegre de nosotros, que también es un tópico. (Entre paréntesis: tú me conoces vamos, no me comprarías para eterno anunciante de pasta de dientes). Bueno, el artículo lo titulaba así: "Muchachos con sotana". Hasta recuerdo que decía estas mismas palabras: medias negras y pelo al rape —rechazándolas, naturalmente—. Vaya por delante que yo no escribí con sinceridad. No podía hacerlo honradamente sin prudencia y sin escándalo. Por tanto, casi defendía la del "indio feliz". Yo pregunto: ¿A qué tanta comedia? ¿No sería mejor empezar a presentarnos como somos, cautela, desde luego, y que todos nos ayuden con sus observaciones o con sus puyas? Como ves, te he echado todos los santos abajo de un plumazo... Aunque lo cierto es que la gente se va cansando de nuestra novela rosa y de nuestra escayola. Luego, las decepciones... Sí, José Luis, yo he llevado medias negras, pelo al rape, comida escasa, frío, he jugado con pelotas de trapo y de lana, etc., etc. Hasta hace unos años los lectores de mi refectorio tenían un tonillo especial. Mira, hace dos años yo llevé un diariejo y lo tuve que dejar a los dos meses. Aquello era muy duro. Y si no, sólo escribía sueños y sentimentalismos. Yo te desafío a que escribas tu vida de seminario como la has vivido, no como la hubieras querido vivir, y verás... La figura menos fuerte que había de ocurrírsete en buena literatura sería de hospiciano… lechuzo en la noche astorgana. Santos sigue hablando mucho porque es muy charlatán Cristóbal es más parco, pero dice lo mismo: que estuvieron de acuerdo con lo que dice Gironella y que creen que acaso se quedó

corto. Ten en cuenta —dice que si yo escribiera una novela sería tan claro que diría muchas cosas que Gironella no dice. Leí esta carta con más tristeza que alegría, pero ahora al releerla no deja de hacerme gracia. Me pregunto si yo no seré un bicho raro o si no habré sido un pobre chaval ciego, porque lo cierto es que mi novela del seminario no sería tan triste ni se me hubiera ocurrido imaginarme hospiciano o lechuzo. Y, desde luego, hablo con toda sinceridad. Cuando ahora, que me faltan dos meses para ser sacerdote, me vuelvo a contemplar mis trece años de estudios, siento más aún sensación de alegría que de otra cosa. No sé si será que lo hermoso de esta hora que estoy viviendo me lo transfigura todo y pienso que este gozo da por bien pagados todos los sufrimientos, o es sencillamente que tales sufrimientos no han existido. No es que no le vea pegas a mi vida de seminario. Veo muchas, y el artículo que yo mandé a Incunable ponía unas cuantas (que una mano de censor limó bastante), pero no creo que fuesen más de las que en cualquier parte me hubiera tropezado. Pelo al rape no he llevado nunca (aunque, eso sí, nos dejaban tan poco que apenas se veía; pero, ¡menudo orgullosos que estábamos nosotros con nuestro mechoncete!). Medias negras no llevé nunca tampoco. Con pelotas de trapo sólo juego ahora (y es porque jugamos en la terraza al fútbol y si botasen se nos irían todas a la calle y no ganaríamos para reemplazarlas). Frío pasé, pero quizá en el son bastante pocos los que no 10 pasan. Algo de sí se pasaba, y lo malo no es que diesen poco, sino lo que daban resultaba intragable. Sí, desde luego, en mis primeros años no se puede decir que mi seminario fuese un colegio de nobles, pero yo os aseguro que lo pasé muy bien, y que hoy me resultaría juzgar el seminario por ese montón indiscutiblemente existente de detalles oscuros. Hoy creo que los seminarios españoles no están más bajos en general que un colegio normal de bachilleres. Siempre habrá superiores que miren torvamente, incomprensivos que nos hagan llorar alguna vez, y no faltarán los edificios viejos, medio destartalados. Sí, amigo, sí; aunque no lo creas yo fui hombre feliz en el seminario. Quizá es que yo era un inconsciente, fui feliz y no tengo por qué inventarme ahora una tragedia. Lloré algunas veces, pero ésa es la vida y siempre hay que ensañarse contra alguien. Los muchachos de fuera nos hablan de los fúnebres colegios en que realmente pasaron unos años estupendos, y nosotros voceamos nuestro oficio de lechuzos. También eso es la vida. ¡Ah, no! Yo no defiendo la tesis del indio feliz ni creo que el hecho de que los sacerdotes se formen para la santidad justifique el que los corredores sean sombríos o que los pupitres de las clases sean incómodos, pero creo que siempre y por mucho que tengamos vamos a seguir soñando que somos unos mártires. Es un papel bonito por lo demás. Y barato. Y ahora me vais a permitir que os eche mi sermón; y es que, ¡caray!, siempre hablando de los pobres y los desheredados y después nos jeringan las lentejas. Cuando yo entré en el seminario era casi un niño repipi con llantina diaria en las comidas. Hoy no tendría

inconveniente en comer las alubias peor condimentadas de cualquier pobre Juan. Y puede que de que yo haga esto dependa un día la salvación de un alma. Y ahora quiero decirte que no puedes imaginarte lo violento que me resulta hablar de estas minucias cuando me faltan dos meses para ser sacerdote. Esta alegría de que ahora gozo daría por pagados quince años de prisión. y mucho más si tal prisión no existe. Si yo me pusiera a sumar el montón de alegrías que en el seminario he tenido los amigos espléndidos que he encontrado, los superiores comprensivos que me han caído en suerte, no acabaría pronto. Dejadme ahora que os hable de la sólida formación que nos han dado. Sí, ya sé que temes y temo a los tópicos y que se habla mucho de la cacareada formación. Sin embargo, a la hora de la verdad, yo os aseguro que la creo más profunda de cuantas reciben ordinariamente los seglares y que exige mucho menos esfuerzo personal en nosotros que en ellos. Quizá en el fondo la formación propia siempre ha de hacerla uno, pero en el seminario se encuentra — yo he encontrado— ambiente muy propicio. Lo malo es que apenas salimos del seminario colgamos nuestros libros, nos frotamos las manos y pensamos: ya soy un hombre. Y, aun así, se encuentra uno por ahí cada cura estupendo que hace pensar. A casi todos les falta ese barniz, ese saber decir que muchas veces da el hojear las revistas y leer cuatro novelas. Quizá sea por esto por lo que lucimos mucho menos que ellos. Aparte de ese complejo de inferioridad que nos hace pensar que nuestras ideas no valen la pena de ser comunicadas. Cuántos sermones he oído más profundos que muchos libros que ruedan por ahí (aunque, eso sí, ¡tan mal dichos...!) Quiero hablaros también de la alegría. No conozco demasiado los ambientes de fuera, pero creo sinceramente que los jóvenes más alegres que he encontrado son mis compañeros. Era, es verdad, una alegría sui generis, de la que no alborota, pero siempre deja buen sabor. La tristeza de los curas viene después, cuando se encuentran solos, y no pocos avinagran su espíritu. Sí, querido Santos, creo que aquí hay que dar la gran batalla. No es alegre el que puede sino el que quiere. Es la paz del espíritu y no la esplendidez de la comida la que da la alegría. Y esta paz del espíritu —este saber a Dios a nuestro lado— es lo que hay que intensificar con toda el alma ahora que la vida es fácil entre las cuatro paredes de nuestro seminario. Después viene la vida y es una triste pena encontrarse esa cantidad de curas amargados que parecen descontentos de su sacerdocio. Y esto no es, no puede ser verdad. 25 de enero. Hoy estaba rezando el breviario en la Galería del Pilar cuando la gente volvía de clase. Acababa de rezar Sexta y cerré el libro unos minutos antes de empezar Nona. Me paseaba con las manos cruzadas a la espalda cuando vi que en el centro del patio estaba el niño de Mauricio. Estaba tumbado en la silla —no se tiene sentado todavía— agitando los bracines y los pies. Entraba entonces un grupo de colegiales y me puse a observar las reacciones de cada uno. Morales, nada más verle, echó a correr hacia el crío y estuvo cuatro o cinco minutos haciéndole monadas y dejándose arañar. Pepe y Julio Manuel se acercaron un minuto, chascaron los dedos, pero no se pararon. Esteban pasó sin mirarle y noté que casi se hacía violencia (es demasiado bueno y le ha dado por los escrúpulos). Luego vino José Mari y le cogió en brazos, le puso la teja e intentó hacerle andar (tiene seis meses y no sabe ni echar el

pie). Luego Sebastián y Robles también pasaron de largo sin darle importancia y Méndez, que iba corriendo —como siempre—, creo que ni le vio. Me divirtió el espectáculo y luego, en cuanto cruzaba uno la puerta, yo decía: éste se detendrá, éste pasará de largo, éste le hará un guiño, pero sin detenerse. Era casi un deporte y acertaba la mayor parte de las veces. He observado que, en general, a muchos curas jóvenes nos resulta violento jugar con niños pequeños en público Al menos a mí así me sucede; con mis sobrinos, en casa juego y soy más crío que ellos. Pero en la calle me resulta una tortura tener que ponerme serio y no cogerles en brazos, ni hacerles monadas. Comprendo que es una idiotez porque la gente comprenderá de sobra, pero hay algo, una cosa extraña, inexplicable, que me pone violento. Cuando ha tocado el timbre no había empezado Nona. 28 de enero. Parece mentira que estemos en invierno. Hace sol y Roma va tomando ese «color de hoja seca» de que habla Valverde. Pienso que quizá la tarde de hoy ha sido trasplantada desde la primavera. Por la calle cruza ahora un pelotón de tropa al ritmo de una marcha militar que ha perdido —bajo el sol de esta tarde— todo lo que pudiera tener de delicioso. He repetido el verso de Guillén: El mundo está bien hecho, y el de Rosales, y todo se restaña en la alegría. Luego, para confirmarme en la idea, he subido a la terraza, pero he bajado a escape porque no soportaba el ruido de las Vespas. El mundo está bien hecho, pero los motores no. 30 de enero. Carta a Dios pidiéndole un milagro. Querido Señor: El motivo de esta carta de hoy es un motivo raro; no escribe uno cartas todos los días pidiendo un milagro. Pero la verdad es que se trata de un milagro pequeñito y así creo que no te extrañará demasiado mi audacia. Se trata simplemente de pedirte que el día de San José amanezca la ciudad cubierta de nieve. ¿Te ríes? Es en serio. No busco simbolismos ni mística. Bien estaría que toda la pureza de la tierra se juntase ese día en torno mío, pero te lo pido sólo por un ingenuo romanticismo. ¡Sería tan magnífico, al abrir la ventana, recordar en la nieve toda mi antigua vida! Hace ya cinco años que no veo la nieve y esto es demasiado. No sé si en Nazaret habría nieve cuando Tú fuiste niño, pero ya recordarás cómo se quieren todas esas cosas que jugaron un papel importante en nuestra infancia. Y para mí quizá el recuerdo más representativo de mis primeros años es la ciudad de Astorga recién nevada. Aquel salir por las mañanas camino del seminario cuando repicaban las primeras campanas y encontrarse la calle inmaculada, recién creada y nueva, toda para nosotros. Para nosotros: para mi madre y para mí. —Hijo, pon los pies donde yo.

Y allá marchábamos —uno, dos; uno, dos; uno, dos; —juntándose pisada con pisada. Después, cuando saliesen los primeros vecinos, nadie adivinaría quién había salido, qué zapatos tenían aquella forma extraña con tacón de mujer y tachuela de niño. Me río al pensar lo que estarás diciendo al oírme contar todas estas cosas que te sabes de carrerilla. Pero son cosas que uno necesita decir. O se revienta. Además, ¿quién sabe si no te enternecerán y acabarás concediéndome el milagro? Por lo demás la cosa es bien sencilla: entre tantos milagros como harás ese día, ¿qué te cuesta uno más? Bueno, adiós. Besos de José Luis P. D. Ahora me parece recordar que la idea no es muy original. Y hasta aseguraría que esto lo pidió Santa Teresita el día de su profesión. O el de su primera comunión, no sé. Y Dios se lo concedió. Claro que Santa Teresita era Santa Teresita, y yo... Creo sinceramente que no hay peligro de que Dios me conceda este milagro. Las autoridades eclesiásticas pueden dormir tranquilas. 1 de febrero. ¡Ya me ha llegado la dispensa de edad! No es que temiera que no llegase, pues nunca he dudado de que llegaría a tiempo —sin ninguna razón, lo comprendo, porque perfectamente podía no venir—, pero de todos modos se respira ahora más tranquilo. Me alegro sobre todo por tío Paco. Parece mentira cómo prepara las cosas la Providencia: que precisamente mi primera misa coincida con las bodas de oro de la primera suya. Recuerdo la emoción que los dos sentimos cuando nos dimos cuenta de esta extraordinaria coincidencia que ahora llega. En la última carta que me escribió me decía que esto era su relevo, pero yo voy a escribirle diciéndole que no, que es la alternativa. Que es el torero que, en plenitud de facultades, abre el paso al novato, pero sin retirarse él de los ruedos. Me he emocionado al pensar que en mi primera misa estará él a mi derecha y que cuando yo diga: «Me acercaré al altar de Dios», será él quien conteste: «Al Dios que es la alegría de mi juventud». 3 de febrero. Hablaba el otro día con Ángel del pesimismo y optimismo sacerdotales. Recuerdo ahora con qué carga de retórica hablaba yo de estas cosas en mis años de filosofillo, cuando escribía quintillas rimando «miel» con «hiel», «amor» con «dolor» y «espinas» con «divinas». Y sin embargo no son cosas para andar con bobadas. ¿Adónde va el mundo de hoy? ¿Qué rumbo lleva? ¿Qué de nosotros? Gracias a Dios no podemos conocer el futuro. Sería horrible. Le dije a Ángel que sinceramente creía que no nos queda más salida que el martirio, que nuestra ordenación es casi como un bono para que nos fusilen dentro de cuatro años. El mundo va como no puede continuar. Vamos ciertamente hacia una nueva época, un mundo nuevo está rompiendo, va a brotar de un momento a otro, y no sabemos si tendrá el signo de Dios o el del demonio. Sabemos, eso sí, que la victoria final ha de ser nuestra.

Si la gente quisiera comprender que estamos viviendo unos momentos cruciales, todo sería más fácil y aun sin lucha podría nacer el nuevo mundo. Pero me temo que la solución sea una gran catástrofe, una nueva invasión de los bárbaros que reduzca a cenizas el mundo occidental, tan vacío como soberbio. Pero quizá sean éstos los caminos de Dios y otra vez, como hace dieciséis siglos, los vencidos conquistarán a los vencedores y Malenkof, o quien sea, será el nuevo Clodoveo. Sí, puede ser que entonces nazca para el mundo una nueva Edad Media, un siglo cristiano bajo el signo de la justicia. Pero para llegar a ello serían precisos muchos mártires. Y, desde luego, los curas no seremos los últimos en morir. Pero quizá este martirio es demasiado bonito. ¡Ah, el otro martirio, el cotidiano...! 5 de febrero. Hoy, no sé por qué, me he puesto a hacer unas greguerías en torno a la primera misa. Dicen así: Poniendo una hostia al trasluz ha de verse a Dios forzosamente. Los sacerdotes deberían quedarse ciegos después de primera misa. No comprendo cómo los músicos no han hecho de la campanilla un instrumento solista de orquesta. Las velas de la última misa que se diga en el mundo se quedarán ardiendo por toda la eternidad como la zarza de Moisés. El misal se muere de envidia por los sacerdotes. Se sabe todas las palabras, pero no puede decirlas. Los sacerdotes que se mueran diciendo misa no serán juzgados inmediatamente, porque la misa no puede interrumpirse. Terminarán de decirla en el cielo (¡no la van a acabar en el infierno!) y luego tendrán que quedarse allí forzosamente, porque del cielo no puede salirse. Dios, antes de hacer los dedos de Adán, debió ensayarlo mucho para que resultara estética la hostia entre las manos. El agua parece que siempre lleva prisa, y cuando está parada no lo hace sin protestas interiores. Por ella iría siempre de camino. Es que ya dijo alguien que muchas gotas corren, pero una sola llega al cáliz. Si el manto de Dios tuviese esquilas como el de los sacerdotes de Israel, le sentiríamos temblar en la consagración. Las lágrimas lloraban de rabia en el Antiguo Testamento: se sentían inútiles. La noche del Jueves Santo se dieron cuenta de que servían para algo. La noche lucha desesperadamente con el alba porque siempre quiere quedarse a oír misa. Pero el alba, glotona, las quiere todas para ella. Sólo en Navidad la noche se siente a gusto y se queda a oír tres misas seguidas.

En todas las puertas y ventanas de las iglesias debería haber un ángel que no dejara entrar los ruidos hasta que todas las misas hubieran terminado. Si no fuera por la multilocación, el cuerpo de Cristo protestaría siempre. No le deja descanso el teléfono del cielo, porque a cada minuto le llaman de un altar. También el ara del altar tuvo su anunciación: «Y bendita tú eres entre todas las piedras». Cuando Adán inventó el primer sistema de numeración no podía ni soñar que los números servirían para algo tan sagrado como contar las misas que se llevan dichas. 7 de febrero. En la plaza del Tritone nos cogió un chubasco fenomenal, de los mayores que he visto en Roma. Todos corrían a los portales y hasta el guardián del tránsito se fue. Fueron unos momentos estupendos. Las gotas rebotando al caer formaban un espectáculo mágico de estalagmitas de cristal. Daba la impresión de que la plaza era una laguna. Cuando un coche pasaba dejaba dos roderas, profundas como cauces, que las gotas después iban borrando. Me acordé de lo triste que me ponía la lluvia hace un par de años, cuando yo estaba en el culmen de mi romanticismo. Hoy la sensación era bien distinta, y sentía unas ganas de reír cuya causa no he logrado comprender todavía. 10 de febrero. Cada día admiro más a los curas de pueblo. Acaso la novela nos ha envenenado un poco y uno ya admira más a los curas heroicos. Pienso que el cura de Bernanos, en el Diario de un cura rural, no es un cura rural. Bernanos ha acertado al señalar el tedio como el mayor tormento de los curas de pueblo, pero no «ese tedio», sino otro mucho más vulgar. El cura de Ambricourt es en el fondo un héroe, un caso extraordinario; y un tedio excesivo llega a no ser tedio, sino dolor. Lo peor es ese tedio del que apenas se da uno cuenta. Lo peor del aburrimiento es que uno se aburra sin sentirlo. Por eso admiro mucho a esos curitas de pueblo que están siempre contentos y como recién bautizados. No tienen ya esa fiebre de trabajo de los años primeros, que tantas veces lleva al desgaste y al surco. Pero tienen una visión de la vida anclada en Dios, que ya quisiera yo para mí y para todos mis compañeros. Les sale el apostolado sin forzarse y con naturalidad, como si ya estuviesen en el reino de los cielos. Pienso que nosotros —los curas jóvenes de hoy— acaso no lleguemos a esa serenidad. Quizá es malo que se nos pinte un sacerdocio heroico, que se presta al cine y a la novela, y luego nos topamos con que la realidad es muy distinta. Me consuelo pensando que todo esto es cosa de la edad y de la vida. 12 de febrero. Antonio me ha dicho que no se ordenará ahora. No le han concedido la dispensa de edad. He estado triste toda la tarde porque él lo esperaba con toda la ilusión. Pienso que le pasa exactamente igual que a mí el año pasado. Quizá siempre tiene que haber uno que sufra.

15 de febrero. He estado discutiendo con Mariano más de dos horas sobre los curas de novela. Me maravilla el ver que todos los curas españoles que hablan de este tema se refieren siempre y sólo al Diario de un cura rural, de Bernanos, y quizás a Los santos van al infierno. Esta visión es, sin duda, muy parcial, y comprendo que en España no haya caído bien, sobre todo si se entiende que Bernanos ha querido decir que los curas «son así», o más aún «deban ser así», cosas que ni pasaron por la imaginación del novelista francés. La visión sería más completa si estudiásemos los diversos grupos de novelas de curas: Las novelas negras (Bernanos, Coccioli, Gesbron, Joannon); las novelas blancas (Marshal, Trese, Merton); las novelas rojas (Greene). las novelas rosas (Morton Robinson). Me pregunto por qué este alud de novelas de curas. La respuesta es bien clara: porque el cura interesa, o quizá porque interesa el problema religioso y el novelista ve en el cura el personaje-tipo que vive el problema religioso con más intensidad. Pero, ¿no habrá algo de verdad en lo que dice Álvarez de Miranda que escribía en Revista (creo) que esto era índice de la irreligiosidad de la época? Es cierto que en las épocas de mayor religiosidad el cura era un ser fuera del mundo, admirado, pero jamás puesto ante el microscopio. Del cura interesaba su aspecto de representante de Dios, nunca se pensaba en él como sujeto humano de análisis. Es preciso que la religiosidad descienda para que el sacerdote acentúe su carácter humano. Pero, ¿cuál de las dos visiones es más completa? El cura tiene algo de Dios y algo de hombre; el acentuar cualquiera de los dos extremos en perjuicio del otro es desfigurar su verdadera personalidad. ¿El estudiar a Cristo como hombre es menos religioso que el verle y admirarle como Dios? Y ya la última pregunta: ¿Serán más verdaderamente religiosas las religiones que ven a Dios como distante e inalcanzable que la cristiana, que le siente en la mano, que sabe es uno de nuestra raza? La verdad, me quedo con lo segundo. 17 de febrero. Siempre me ponen triste los días de Carnaval. Malos días. Y ridículos. La farsa un día sin careta, la farsa descubierta y a la vista de todos. Hemos hecho una Hora Santa de desagravio por los pecados que hoy se cometerán en Roma y he estado medio distraído. ¡Vaya manera de desagraviar! Si los días sonasen como campanas, estos días sonarían a hueco, a postizo, como campanas de papel de plata. 18 de febrero. Estoy contento a pesar de la seriedad de la fecha: miércoles de Ceniza. La ceremonia de la imposición de la ceniza ha tenido para mí este año un sabor muy distinto al de los pasados. Cuando el señor Rector me la impuso («Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te convertirás») yo traduje: «Acuérdate, José Luis, de que eres polvo y en Cristo te convertirás». Luego al volver a mi sitio casi no podía evitar una risa intempestiva. He estado toda la ceremonia repitiéndome la frase y cada vez me daban más ganas de saltar en el banco. Luego la corregí un poco y la hice así: «Acuérdate de que eres polvo y en Cristo te convertirán». Sí, porque toda la transformación vendrá de fuera, y yo no tendré más que estarme quieto. Pensé: como la harina en el horno o la carne en la manzana. Dios me irá madurando y cociendo; yo no tendré más que dejarle hacer, estarme callado y quietecito. Me

daba la impresión de que volasen sobre mi cabeza cuatro o cinco varitas mágicas. Y pensé: Sésamo, ábrete. Definitivamente, estoy contento. Ayer pusimos el número 30 en la escalera. Antes lo poníamos sólo en nuestro hogar y ahora ha saltado a las dos escaleras porque la ordenación no es sólo fiesta de los que nos ordenamos sino de todo el colegio. Siempre que subo y bajo hago un rodeo para verlo dos veces. Y, cuando estoy solo, paso y acaricio los números. Con miedo, no me vean y se rían. 20 de febrero. Sigo soñando en bajar resbalando, sentado en la barandilla, la escalera del comedor. Me resulta imposible bajar solo sin sentir la tentación de hacerlo. Pero aún no lo he hecho nunca. Recuerdo que hace unos años pensé hacer un guion cinematográfico sobre la vida del seminario, y uno de los personajes -— ¡naturalmente! — era yo. Y la presentación de este tipo era la siguiente: «La cámara situada en el ángulo superior de la escalera fotografiaba a un seminarista que bajaba la escalera corriendo y silbando. De pronto se detenía. Miraba hacia arriba y al ver que no venía nadie se montaba en la baranda y… ssss… hasta abajo». Bien, a lo mejor mañana lo hago. Lo malo es si se rompe la baranda, que no debe estar acostumbrada a estos tutes; aunque creo que no. Ya he probado su seguridad más de una vez. Claro que esto vengo haciéndolo ya hace cinco años y aún no me he decidido a… ssss… 25 de febrero. No sé qué da ir cada mañana a clase cuando uno espera cosas tan enormes. Pero en el fondo me parece estupendo que Dios entre en nosotros sin estruendo, poco a poco, mientras hacemos el camino ordinario a la universidad. Lo que no podré evitar es sorprenderme más de una vez distraído pensando en lo que me espera, mientras el Padre Kempf habla de Carlomagno con una seriedad impresionante. ¡Ah! ¿Pero existió Carlomagno? 26 de febrero. Releyendo este diario veo que el día 15 de este mes digo que la novela, tomada ampliamente, retrata la realidad de los curas, pero hoy pienso que esta afirmación es demasiado halagüeña. Yo mismo me pregunto si entiendo a los curas, y tengo que contestarme forzosamente que no, y que cuanto más me acerco al sacerdocio más incomprensibles se me hacen. Llevo una temporada que no puedo ver a uno de mis compañeros sacerdotes sin que me salten a la cabeza quince o veinte preguntas: ¿En qué se diferencian de mí y del resto de los hombres? ¿Qué tienen sus manos que no tengan las mías? Y, ¿por qué unas cuantas palabras suyas hacen milagros y las mismas palabras dichas por mí son una pantomima? Y, a pesar de todo, yo sé que no es lo mismo, y me parecería un sacrilegio comparar mis ensayos con sus misas. Recuerdo ahora aquella frase del Cura de Ars: «Al sacerdote sólo se le comprenderá en el cielo».

Si, acaso sea eso. Acaso en el cielo los sacerdotes llevarán una cruz roja en el pecho y en el alma y la irán mostrando a todo el mundo como la más gloriosa de las condecoraciones. 27 de febrero. He ido con Fidel a las catacumbas de San Calixto a prenotar para él el altar de los papas para el 20 de marzo. Yo no sé qué sentí al coger el autobús y pensar que la primera vez que volviera a hacer este camino sería ya sacerdote. Nos miramos y me di cuenta de que él pensaba lo mismo. Al apuntarnos, el encargado nos dijo que el día 19 celebraba un salesiano en ese mismo altar el 75 aniversario de su primera misa. Fidel y yo nos miramos como asustados, Nada más salir, yo cogí un lápiz y multipliqué: 27,375 misas. —Y dieciocho bisiestos —dijo Fidel— —Y tres misas los días de Navidad y difuntos. —Y las binaciones... —¡Casi 30,000 misas...! —Me va a dar miedo celebrar después la mía primera... Volvimos paseando entre los pinos. No nos hablamos casi en todo el camino. 1 de marzo. Me han escrito de casa una carta que me ha hecho reír: están todos chavetas. Todos dicen igual y con las mismas palabras. Siento no conservar todas las cartas de mi madre en estos meses y comprobar que son idénticas; me escriben mucho ahora, casi dos veces por semana, y no hacen más que repetirme que cómo le he de dar gracias a Dios. Lolita me dice que mi madre se pasa el día llorando, que está haciendo punto y se queda con los ojos perdidos a lo lejos, sin moverse cuatro o cinco minutos. Ella y Crucita se callan y acaban llorando las tres. 2 de marzo. Me maravillo al ver que en este diario todavía no he dicho nada de la Virgen de la Clemencia cuando ella es la obsesión de estos días. Nunca creí que se pudiera tomar tanto cariño a una imagen concreta. La tengo ahora delante de mi mesa y me hace sonreír sólo el mirarla. No sé, acaso sea mejor no decir nada. No voy a saber hablar de ella. Siempre resulta más difícil expresar la alegría que el dolor. Cuando uno está triste va comendo a contárselo a otro, o a escribirlo, si es poeta. Pero las alegrías más piden gritar y saltar que ponerse a escribir. Y no puedo dudar un instante que mi mayor alegría de estos días es mirar a la Virgen. 3 de marzo. Hoy comencé a ensayar en serio la misa, Nunca creí que fuera tan complicada, llena de infinitos detalles: inclinaciones de cabeza, besos al altar, manos que se abren y cierran... Y, sin embargo, cada cosa tiene su razón de ser y es precioso. Me maravilla cómo nuestras misas no resultan estéticas como la mejor de las representaciones. 4 de marzo. Gonzalo me dice que el mayor tormento es el murmullo que hay en la capilla durante las misas. Hay en casa sesenta sacerdotes, y, como la primera clase es muy pronto, a

las ocho y media, hay que decir la misa en tres tandas de 20. Para ello hay una capilla, que llamamos la basílica, que es un corredor con pequeñas capillas a la derecha e izquierda. Aunque todos procuran decir la misa en voz baja —y esto tiene que fastidiar bastante— hay un abejorreo que resulta molesto. Y eso que hemos suprimido todos los toques de campanillas. Si no, ¡menuda fiesta! Pienso que me va a costar trabajo decir la misa en voz baja; las palabras oídas resultan más profundas. De todos modos, es maravilloso que tengamos en casa sesenta misas diarias; como para pinchar las paredes y que saliese un chorro de santidad. También es bueno el pensar, cuando vamos a clase, todavía están medio desiertas las calles, que nosotros ya hemos tenido nuestra hora con Dios. Quizá ésta sea la hora más santa de la ciudad. Pasadas ya las horas del vicio, Dios viene en Roma a diez mil altares. 5 de marzo. Estoy que me armo un taco con los dedos. Tengo la obsesión de que después de la consagración hay que tener juntos el índice y el pulgar, y a veces me sorprendo a la hora de comer o en estudio con ellos juntos y apretando como un bárbaro, casi haciéndome daño. Estos días no soy responsable de mis manos. 6 de marzo. Esta tarde se estaba bien en la terraza. Parecía que en la calle hubiera menos ruidos y en las terrazas vecinas sólo unas muchachas sacudían entre risas unas mantas. Luego, al ir oscureciendo, han disminuido más los ruidos y las campanas de San Agustín se oían claras y limpias, sin ese metralleteo de los coches y las Vespas que tantas veces me hace huir de la terraza. Cuando se ha hecho oscuro del todo, he cerrado el breviario y me he puesto a repasar las oraciones de la misa, que ya me sé de memoria. No es que haga falta aprender todas, porque para eso está el misal, pero prefiero aprenderlas, porque luego es un lío estar siempre pendiente del libro y de las sacras. Estas oraciones de la misa tienen un encanto especial distinto del de todas las otras. Las rezaba con los ojos cerrados y las manos cruzadas a la espalda y me encontraba como satisfecho, como lleno. Son escuetas, precisas, casi secas. Van a decir lo que tienen que decir, y lo dicen sin floreos retóricos. Pienso que si yo tuviera que componerme «mi misa» las hubiera hecho mucho más liosas. No soy tan tonto que me crea capaz de hacerlas más bonitas; ya la misma palabra «bonita» me suena a raro. Sí, no cabe duda que es mucho mejor que sean tan sencillas y tan elementales, ya que no por eso están faltas de sabor, a la vez que sirven para todos. Luego, a la hora de decirlas, aun diciendo las mismas palabras, cada sacerdote reza una oración distinta, acentuando unas u otras palabras, o dando a cada frase su sentido personal. Y así, con fórmulas idénticas, cada uno habla a Dios con sus propias palabras. Otra ventaja tienen, y es que salen al paso del sentimentalismo, sin que cierren la puerta al sentimiento. ¡Buenos estaríamos si la misa estuviera hecha en ese estilo de oraciones de caramelo que uno lee en los devocionarios!

7 de marzo. Hoy, después del ensayo de la misa, se me ocurrió una cosa bien extraña. Me parecía como si la forma que yo había usado para el ensayo me llamase a gritos y me dijese: «Desde que nací en el grano estuve siempre soñando en llegar a ser cuerpo de Cristo; soñé en el molino, en el saco, y por fin ya veía mis sueños a punto de realizarse cuando me recortaron para ir al altar. Y ahora tú de pronto, me coges, engañándome; haces todo lo mismo que si fueras a hacer el milagro, y al llegar el momento de la consagración yo estoy esperando con el aliento contenido el instante de pasar a ser Cristo y de pronto comprendo que no tienes el tono de los sacerdotes, que tus palabras no son como las suyas, y que todo en mis entrañas continúa lo mismo. Y después tú me partes, me tragas, adiós para siempre el sueño de mi vida. Para ti este ensayo será alegre, pero para mí ha sido ensayo de tragedia». 8 de marzo. Esta mañana he estado pensando qué distinta es mi postura de ahora a la de antes, cuando ayudo a misa. Ahora estoy siempre alerta y fijándome en todos los detalles para aprender a decirla. Creo que al sacerdote le debe resultar violenta esta mirada inquisitoria mía. Ahora cualquier detalle me parece interesante y le he encontrado en las ceremonias defectos que no había notado nunca. Por ejemplo, en el Ofertorio está todo el rato mirando al Crucifijo, cuando sólo debe mirarse un momento y bajar luego los ojos a la patena. Pero en conjunto dice bien la misa, y con verdadera devoción. Quizá le falte un poco de humanidad en las ceremonias, que resultan un poco rígidas; pero esto es cosa del carácter y no le será fácil evitarlo. 9 de marzo. Ahora que estoy aprendiendo a decir misa siento una pena mayor cuando veo a un sacerdote que la dice deprisa. Las ceremonias hechas con desgarbo tienen un aire de caricatura y casi de mofa. Me agrada este hacer un rito hasta de las cosas más sencillas, como ese saludo del «Dominus vobiscum» (que en el fondo no es más que un «buenos días» o un «Dios te guarde») que se hace lentamente, casi como un saludo japonés. Si supiéramos sacarles bien el jugo a todas estas ceremonias, no me cabe la menor duda de que los fieles —y nosotros— sentiríamos a Dios más cercano, tangible. Recordaré siempre la expresión de tristeza con que don Pablo nos contaba aquella frase de una muchacha inglesa que escribía a sus hermanas de Londres: «Me decís que tenga cuidado no me vaya a hacer católica bajo el influjo del ambiente español. No hay peligro. ¡Si vierais cómo dicen la misa los sacerdotes católicos no tendríais miedo de que me convirtiese!». La frase es, sin duda, exagerada —y además nada tiene que ver la verdad de una religión con los defectos de sus ministros— pero es cierto que a veces se dice la misa como por oficio. (Me asusta el pensar que yo pueda decirla un día así). 10 de marzo. Tarde. En la comida Antonio nos ha leído un Pregón tan bueno como el que leyó el día de Navidad. Le hemos oído en un silencio contenido y había en el ambiente un no sé qué de indefinible. El pregón es así: Pregón de la Víspera

¡Hermanos os anunciamos el mayor gozo del año! Ya el cono va hacia el punto ya el firmamento corre hacia la clave de bóveda ya el calendario tiene sólo números rojos de una cifra ya las cifras tienden hacia el tres hacia el dos hacia el uno ya no parece, sino que la unión con el uno sea la más formidable de todas las verdades. Hermanos, si no fuera Cuaresma… si no fuera cierto que ni aún las epopeyas son dignas del sacerdocio si no fuera cierto que aquí no se trata de pregones sino de la identificación con la cruz de Cristo... Pero a pesar de todo alegraos! Como la Virgen se alegró y exultó como los santos se alegraron y exultaron al subir al monte que no tiene nada en los caminos, ni siquiera caminos como todas las criaturas se tuercen de gozo exultante cuando la Trinidad las eleva porque entonces se rompe totalmente el tallo y el mismo quebrarse del ser es el gozo sustancial. Así alegraos vosotros y exultad porque vino el día del resquebrajamiento total, de la ausencia de sí mismos, del no importaros ni importar ya nada los meros nosotros a nadie porque ya sólo importamos a la luz de Dios eterno. Alegraos: en el mar de la nada somos criaturas. Alegraos: en el mar de las criaturas somos hombres. Alegraos: en la turbia laguna de la humanidad somos cristianos. Alegraos: en el lago remansado de la cristiandad somos sacerdotes. ¡Sacerdotes! ¡Sacerdotes! ¡Sacerdotes! ¿Es que queréis algo más? ¿Es que, después que ya se lo es, puede haber quien desee otra cosa? ¡Sacerdotes! ¡Sacerdotes! ¡Sacerdotes! ¡Cristo prolongado en trescientos mil hombres consagrados! ¡Cristo misericordiosamente transferido en trescientos mil hombres paradójicos! La humildad de Cristo en vosotros,

la obediencia de Cristo en vosotros, la caridad de Cristo en vosotros, la cruz de Cristo clavada en vuestra espalda. ¡¡¡Cristo!!! ¡¡¡Cristo!!! ¡¡¡Cristo!!! Porque no hay más porque sólo hay un Hijo y todos los demás nos salvamos a condición de ser hijos; porque sólo hay un encarnado y todos los demás se salvan yendo por su vía a la Divinidad. Porque sólo hay un hombre que fue Dios, que pueda decir con los ojos en total mansedumbre azul, que todos los atribulados vayan a Él Alegraos y alegrad a los hombres, Id a decirles que miren alto que piensen hondo que amen locamente que hemos sido salvados a base de puro amor. Id a ellos con la palabra en temple con la pluma en ristre a través de las ondas o de las rejas de hierro y de mimbre en las chozas y en los palacios allí donde haya el más incipiente animal racional. Id a decidles que ya lo del «animal racional» pasó a la historia, que ya la única definición que aprueba el Maestro es la de «Hijos de Dios». Id, pero cuando vayáis, por Dios, quedaos cuando habléis, por Dios, escuchaos cuando prediquéis, por Dios, castigad vuestro cuerpo cuando deis, por Dios, enriqueceros cuando abráis el corazón, por Dios, cerradlo con siete llaves cuando seáis Cristo, por Dios, sedlo. Cristo, Cristo, Cristo. Por Él, con Él, en Él. Nada más por Él, con Él, en Él. Que toda otra cosa es absurda loca vana Que todo lo que no sea Cristo cansa atormenta

oscurece entibia ensucia enflaquece ¡Cristo! ¡Cristo! ¡Cristo! Vosotros en Cristo Cristo por vosotros en los demás ¡Cristo! ¡Cristo! ¡Cristo! Para que cuando venga el Señor de la gloria —que por ahora a vosotros quiere continuar viniendo sólo en cruz— para que cuando venga entre cuarenta pares de ojos en tensión, bajo cuarenta pares de manos en imposición encuentre lo que os venga a dar: Cristo. 10 de marzo. Noche. Esta tarde hemos empezado los Ejercicios Espirituales. Ocho días del más absoluto silencio y de soledad con Dios. Lo estaba necesitando. Descansar para repasar mi vida, revisar mis ideas a la luz del misterio que se acerca. Ocho días para rezar y rezar, y sacarle gusto al sagrario. N pasarán por mi alma sin dejar huella. Ayúdame Tú, Señor a aprovecharlos. (Aquí mi diario se hace cada vez más extenso, cada vez menos literario, y pasa a ser un diálogo. Pero me parece que no tengo valor para transcribirlo).

LA HORA DE LAS LAGRIMAS Y así llegó la noche del 18. ¿Cómo podré contaros todo esto? ¿Es que va a ser posible que entendáis toda la emoción, todo el gozo de aquellos momentos? La hora de las lágrimas había sonado en el reloj de mi vida. ¿Cuánto tiempo hacía ya que no lloraba? No puedo precisarlo. Quizá después de mi infancia sólo había vuelto a llorar en serio en la ordenación de mis compañeros un año antes. Ahora sí, en los últimos meses que precedieron a mi ordenación, me encontraba como tonto, y las lágrimas subían a los ojos sólo con pensar en el día 19. Y ahora estaba allí, abriendo ya la puerta, el día de las lágrimas. Lloré por primera vez al poner el número 0 en el marcador. Recuerdo que me daba miedo el ponerlo. Tanto soñar este instante y ahora que llegaba me imponía. Otros días prefería hacer el cambio de números cuando todos lo vieran, cuando en la escalera había más gente. Pero aquella noche no tuve valor. Esperé a que todos subieran a sus cuartos, y bajé a ponerlo sigiloso, como si fuera a cometer un crimen. Me temblaban las manos al desclavar el l, y cuando puse el 0 sentí que mis ojos se nublaban por las lágrimas. Los superiores nos habían dicho que nos acostásemos pronto, si no acaso alguno de nosotros se hubiera pasado la noche en la capilla y a la mañana siguiente hubiera estado deshecho. Pero aun así las luces debieron apagarse muy tarde en nuestros cuartos. Cuando cerré la puerta pensé que aquel día tenía mí todo un carácter definitivo. Pensaba: cuando mañana la abra, será para ir a ordenarme. Y también: cuando mañana me limpie los zapatos seré sacerdote. Y todo habrá cambiado mañana al acostarme. No sé por qué recuerdo ahora todo esto con la más absoluta precisión de detalles. Podría repetir mis pasos uno a uno, los sitios donde estuve, todo. Estaba como hueco iba de un sitio para otro dentro del cuarto sin objeto alguno como si me movieran con hilos desde el cielo. Me asomé a la ventana y estuve largo rato mirando las estrellas mientras rezaba Avemarías sin tener noción del tiempo. Me senté a la mesa y comencé a escribir en aquel diario que había comenzado tres meses atrás y que hoy se concluía. Hoy me río —y me emociono— al leer la página que entonces escribí: toda llena de repeticiones —¡qué de veces la palabra «ya»! — cortada extrañamente, saltando de unas ideas a otras, sin fijación alguna. Dice así: «Ya. Dentro de pocos momentos, cuando acabe de escribir estas líneas, me iré a la cama, tardaré en dormirme, pero me dormiré. Después despertaré y ya estaremos en la otra orilla, en la orilla de Cristo. Mañana la primera música del alba será ya el comienzo de mi sacerdocio, despertaré a otro día, consagrado ya. Ahora estoy cansado, pero soy feliz, soy infinitamente feliz. Sé que es inútil que yo intente expresar mis sentimientos, Me pesa la cabeza de alegría y no sabría sino repetir esto siempre: soy feliz, soy feliz, soy terriblemente feliz. Me da ahora la impresión de ser un condenado a muerte que está escribiendo sus últimas palabras. Realmente algo va a morir en mí. Mañana el José Luis pequeño, niño, ingenuo,

habrá ya muerto. El chiquillo se despertará a otra realidad más grande que hará estallar al niño de otras fechas. Algo muy grande va a hacer nacer en mí. Cuando escribo estas líneas están hablando a mi puerta. Oigo la máquina de clavar grapas —que usamos para poner los carteles— sonando en mi pared. Mañana el corredor aparecerá todo cambiado, lleno de dibujos y músicas. Y nosotros ¡qué cambiados, Dios Santo! Acaso ésta es la idea que más me estremece en estos días: Todo seguirá igual y todo será distinto. Todo seguirá igual, seguiremos con las mismas manías, haciendo las mismas cosas, teniendo las tentaciones de siempre y caídas idénticas. Todo seguirá igual. Nos verá la gente por la calle igual que ayer y lo mismo que mañana. Todo será distinto. Esta es la gran verdad, la verdad que esta noche me hace temblar de gozo al pensar que lo cierto es que, a pesar de todo, yo ya no seré el mismo, que toda esa igualdad será verdad y mentira a la vez, porque ya estará Cristo en mis palabras, en mis manos, en todo cuanto tengo. Se trata de la fe, de creer que todo será verdad, y no una fábula más, o será una fábula de las verdaderas, de esas que hay que resucitar después de todo un mundo tan de mentira. Los misterios se ven; mañana yo veré este misterio de sentirte a mi lado, físicamente visible. Todas las cosas me dirán que es cierto. Y, aunque me maraville, no podré dudar que son, sí, milagros lo que yo tengo entre las manos. Ya nada será imposible para mí, porque Cristo estará a mi vera y mis palabras tienen un nuevo sentido. Yo sé que ya bendeciré de veras, que mi bendición será la del Señor, que verdaderamente bendeciré en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En su nombre. ¿Cómo decir hoy a los hombres esta verdad, tan claramente visible? ¡Qué pocos la comprenden y aun nosotros somos torpes y tardos de corazón! Dame, Señor, más fe; que crea en Ti sin verte, pero, por si acaso, toca mi corazón de modo que te sepa con certeza, A estas horas se estarán cometiendo en el mundo pecados y pecados, En Roma. Y yo espero la venida sobre mi alma. Quisiera que tu entrada en mi alma coste hiciera olvidar de todo esto, toda esta suciedad que infesta nuestra vida. Hoy se cumplen todos mis anhelos. Tantos años de espera y por fin ya llegamos a la meta. esta noche he puesto un 0 en el marcador, Muchos sueños han sido necesarios, Siempre es así, el tiempo. Hace ahora trece años comenzaba yo a ir al seminario en aquellas mañanas de diciembre, con el abrigo hasta las orejas y poniendo los pies donde mi madre hasta llegar a la plaza de Higiene, donde ella me besaba y se iba a Santa Marta a misa, mientras yo entraba en la plaza del Carbón, hacia el seminario, volviendo muchas veces la cabeza hasta que al fin mi madre se perdía en una de las innumerables revueltas de la calle de la Culebra. Todo esto llega ahora a la cima; en esta mañana luminosa de San José todo va a tomar cuerpo. Mañana el «Aleluya» de Haendel va a estallar en mi alma como la voz de Dios removiendo sus más profundos interiores. Me levantaré de la cama diciéndote el «Te Deum»; en él quiero

ponerte toda mi alma de niño, posar en mi mirada todo el cariño de mi vida, hablarte con la palabra ingenua que hoy quisiera tener. Sí, estoy viviendo una infancia entre real y fabricada poéticamente. Sería tan espléndido llegar hasta tu altar con un alma tan clara como la que me finjo... Poca historia tengo, pero no es desde luego la que yo quisiera presentarte. De todos modos, el hacerse uno niño estos días es la única manera de poder comprender algo de lo que me sucede, Es algo tan distante de la lógica… Mis manos, me obsesionan. Hoy he recibido una carta de mi hermana religiosa que ha hecho llorar mucho. Únela, Dios mío, a todos mis trabajos; ella será la que haga fructificar mi sacerdocio. Si sacase un solo fruto de estos ejercicios ya sería bastante; me refiero a la ternura auténtica hacia mi preciosa Virgen de la Clemencia. Ella va a iluminar mi vida sacerdotal. Que sea clara como tu sonrisa. Me siento muy cansado. Voy a acostarme (son ya las doce y media). Protege, Señor, este mi sueño que hoy es terriblemente sagrado. Pienso ahora que podría morirme esta noche. ¡Sería espantoso, oh, Dios mío! ¡Oh, no, no, ¡no es posible morirme así…! No, vélamelo, ponte muy cerca de mi corazón para que no se pierda uno solo de sus latidos, y despiértame a un día lleno de sol, de tu Sol». Escrito esto me acerqué a la cama. Quité al calendario la hoja del 18 y apareció el rojo 19 de marzo de 1953. Me acerqué y le di un beso; luego me reí de lo cursi del gesto. Me acosté y desde la cama, con la luz encendida, todavía contemplé largamente aquella fecha, luego pasé los ojos por las cuatro paredes de mi cuarto y me sentí feliz. Llevé las manos a los labios y las besé casi vorazmente. Me sentía contento cuando apagué la luz. * A las tres y media de la mañana estaba ya despierto. Era aún de noche y continúe en la cama. Di vueltas y más vueltas sin conseguir dormirme. Miré el calendario. 19. Ya. Sin embargo —no sé por qué— recuerdo que pensé que el día no entraría propiamente hasta que el altavoz rompiese a cantar el Aleluya. La noche anterior toda la casa se había llenado de altavoces conectados con el tocadiscos de la galería y sería el «Alleluia» de Haendel el que nos comunicase la noticia: «Ea, el día está aquí, ya podéis alegraos». Así esperé en la cama a que tocase. Pocos minutos antes de las seis y media comenzó a crujir el altavoz, Dije: lo están probando. Y ahora sí que comenzó a correr el corazón como un caballo. Sonaba físicamente, me hacía daño; noté que jadeaba, y cuando la música rompió en el altavoz ya habían subido a mis ojos las primeras lágrimas. Tremendamente emocionado me incorporé en la cama sin. tiendo algo indefinible: una mezcla de agradecimiento, de gozo; una sensación de seguridad, de llegada, de puerto, de haber cumplido todo. Sentí cómo caía mi llanto sobre las sábanas, era un llanto profundo y ya sereno. Recliné la cabeza sobre la

almohada y me dejé llorar a todo lo largo del Alleluia, creo que, sin pensar en nada, llorando nada más. Me levanté de un salto. Me lavé y me afeité. Ante el espejo se me cortó el llanto y me vino la risa al ver lo divertido de mi cara llena de lágrimas y jabón. Saludé gozosamente a mi doble del espejo y hasta tuve fuerzas para reñirle: «¡Este crío…!». Mientras, seguía sonando la música por todos los pasillos. Tras el Alleluia vino el Himno del Papa tocado por las trompetas de plata y, tras él, una Coral y una Fuga de Bach. Por último, el Ave María de Somma. Cada una de estas piezas iba haciendo saltar mis emociones desde la alegría estallante de Haendel hasta el himno triunfal —YO recordaba y veía en este momento tantas funciones en el Vaticano-- y de ahí a la piadosa música de la coral y la juguetona de la fuga para acabar en la oración dulcísima que yo canté al compás del altavoz. Cuando abrí la puerta de mi cuarto mis ojos con un gran XR (Cristo) y debajo en letras rojas: TU ES SACERDOS IN AETERNUM (Tú eres sacerdote eternamente) y el quicio de mi puerta señalado con una gran cruz roja —dos largos trazos de sangre— y unas líneas que decían: JOSÉ EL ÁNGEL DEL SEÑOR HA PASADO POR TU PUERTA Y LA HA SEÑALADO. DESDE HOY SERÁS SACERDOTE ETERNAMENTE. Yo recordé la escena de la Biblia en la que los judíos señalaban con sangre del cordero sus puertas, de modo que cuando, a la mañana siguiente, pasó el ángel exterminador, sólo las casas que tenían la puerta señalada se libraron de la horrenda matanza de los primogénitos. Nuestras puertas también estaban ahora señaladas con señales de vida, de la nueva vida que iba a comenzar. Y recorrí el pasillo, y fui deteniéndome en cada una de las puertas señaladas con sangre. En la de Cipriano, en la de Mateo, en la de Fidel, en la de José María, en la de Alfredo... ¡Qué temblor en la sangre! ¡Qué sentirse llamados… ahora ya sin dudas! Este signo nos marca contra la espada de la muerte. La Señal en mi puerta se borrará quizá dentro de cuatro días, pero en mi alma va a durarme siglos y siglos, y siglos, y siglos. Durará eternamente, porque es sangre de Dios la que nos ha marcado, la sangre del Cordero que nos salva. Habían adornado toda la casa. La escalera estaba llena de pergaminos con todas las frases bíblicas referentes al sacerdocio, y a su lado dibujos de campanas, iglesias, cálices... Y recorrí la casa complaciéndome en verla como si no la conociese. Necesitaba caminar, andar, moverme, estar tranquilo. Después fui a la capilla de los Sacerdotes, me senté en un rincón y fui leyendo el rito de la ordenación, mientras por segunda vez me llenaba de lágrimas. Estaba diciendo misa Ángel, y al pensar que dos horas después yo haría lo mismo, sentía que una mano me apretaba la garganta. Cuando elevó sus manos y la hostia temblorosa apareció detrás de su cabeza, yo sentí que mis uñas se clavaban en mis palmas. Aquello era verdad, verdad, verdad.

Recuerdo que miré muchas veces el reloj en la hora que estuve allí, y cuando dieron las siete y media salí corriendo como si fuera a llegar tarde y tuve luego que estarme un cuarto de hora paseándome por la galería para hacer tiempo. En el bolsillo, enrollada, llevaba la cinta pintada por mi hermana, que había recibido la tarde anterior y que iba a atarme las manos tras la unción. Yo la estrujaba entre mi palma. Me sudaban las manos. Eran las ocho menos cuarto cuando entramos todos a revestirnos. Éramos dieciocho, dieciocho pobres muchachos, temblorosos, pálidos, tartamudeantes, con los ojos luminosos de lágrimas y el corazón cargado de alegría. Tuvieron que ayudarnos a vestirnos, porque solos no hubiéramos acertado. Recuerdo matemáticamente dónde fue. No lo olvidaré nunca. Allí estábamos los dieciocho, vestidos de blanco, mirándonos sin vernos, sin conocernos; sabiendo que la hora había llegado, que dentro de unos pocos minutos todo se habría cumplido. Cuando salimos a la galería faltaban seis minutos para las ocho. Era un mañana clara y el sol que entraba por los arcos blanqueaba aún más nuestras albas. Cuando llegó el Obispo, en el patio izaban la bandera de España al lado de la del Papa. Comenzamos a andar hacia la iglesia y yo sabía que ahora cada paso nuestro era una cosa muy seria: eran pasos que nos llevaban a Cristo, que nos llevaban a morir y a nacer de nuevo. En el coro comenzaron a cantar y toda la emoción me subió a la garganta: «Filioli mei», decían: Hijos míos, he aquí que yo estoy con vosotros. No pude escuchar más. Esta sí que era la hora de las lágrimas. Avancé repitiendo «Hijitos, hijitos míos». Y Recordé la fiase que yo había escogido por lema de mi ordenación: «Et tu puer Propheta altissimi vocaberis», «Y niño, serás llamado profeta del Altísimo». Y me pareció que Él me la repitiera traducida: «Tú, niño mío, chaval vas a ser hoy llamado profeta del Altísimo. Pero no he aquí que yo estoy a tu lado y para siempre, Yo estoy con vosotros. YO». Jamás me he sentido tan solo frente a Dios. Se le veía. le podía tocar, allí entre nosotros. No me acordé de nada en este instante, de nada, ni de nadie. Dios estaba latiendo allí en la iglesia y lo llenaba todo, hasta los últimos rincones de la vida. Nos colocamos en el presbiterio y a mí me tocó en el ángulo, con los ojos cayendo en el centro del altar en que la Virgen de la Clemencia sonreía preciosa, esta Virgen que ya era una parte esencial de mi existencia. ¡Cuánto sabía de mí! ¡Cuánto de mis miedos, de mis tentaciones, de mis caídas, de mis frialdades, de mis fervores! Había llegado con ella a la oración esencial: a la sonrisa, y ya me resultaba fácil hablar con ella. Por eso esta mañana yo tenía los ojos clavados en los suyos en espera de que Ella hablase. Y me habló; me dijo con los ojos que había llegado la hora de la alegría y que pronto podría sentarme en sus rodillas frente a frente con Cristo. Se revistió el Obispo y comenzó la ceremonia como una misa ordinaria. Se ordenaron los tonsurados, los subdiáconos y juntamente con ellos nos postramos en tierra.

La capilla era estrecha y estábamos pegando los unos a los otros, como haciendo una alfombra, Mientras las letanías subían y bajaban en oleadas, yo llamé a Dios, grité; fue una oración dramática, pidiendo que viniese, que tuviese misericordia de nosotros, que se dignase oírnos. Me escocían los ojos y mis manos arañaban la alfombra pidiendo su venida. A mi izquierda Luis estaba más tranquilo, podía oírle perfectamente que cantaba. Yo no podía cantar, salía mi oración entre jadeos, con voz ronca y suplicante. Se levantó el Obispo y su palabra de repente serenó mi espíritu: Que te dignes bendecir a estos elegidos, cantó. Y mientras en el coro contestaban: «Te rogamos, óyenos», yo sentí la alegría correr por mis entrañas al repetir con júbilo: Elegidos, elegidos, elegidos… Y por segunda vez: Que te dignes bendecir y santificar a estos elegidos. Y yo como un eco: Elegidos, elegidos… Y por tercera: Que te dignes bendecir, santificar y consagrar a estos elegidos. Y mis ojos se abrían ante el gozo y el pasmo de la palabra enorme ¡Elegido! Siguió la letanía y me sentí sereno: Era Él, Él, quien no elegía, no los hombres. Qué tremenda certeza la de sabernos suyos porque Él lo ha querido. Él, que nos conocía tal y como éramos, nos llamaba, y nos llamaba con nuestro modo de ser, con nuestros defectos. Él vería lo que hacía después con «su chatarra». Nos levantamos y mientras se ordenaron los subdiáconos y diáconos yo miraba el reloj para grabar bien la hora, la gran hora. Ya. Ya. Ya. Ya. Comenzó a correr el corazón igual que por la mañana cuando entró el Alleluia por el alma. Vertiginoso. El reloj: Las nueve y media. Nos llamaron uno por uno. Contestábamos: «Adsum». Y yo escuché mi nombre, la llamada inconfundible, con los dos apellidos. Y contesté sencillamente mi «Heme aquí». Ya estaba hecha la entrega en los brazos de Dios. Cuando estuvimos todos colocados en semicírculo ante el señor Obispo, se adelantó don Jaime y le pidió en nombre de la Iglesia que nos ordenase sacerdotes. Y contestó el Obispo con la enorme pregunta: ¿Sabes si son dignos? Y el Señor Rector: En cuanto a la fragilidad humana puede conocerlo, yo atestiguo que lo son. Y entonces el Obispo a todo el pueblo: Ved, hijos míos, que a todos interesa que la nave de la Iglesia esté gobernada por buenos pilotos. Por eso, si alguno tiene algo que decir sobre alguno de éstos, que se adelante sin temor y lo diga. Y tras unos segundos de silencio se dirigió a nosotros y nos dijo: Hijos míos queridísimos que vais a recibir el orden sagrado del presbiterado, ved bien de recibirlo dignamente y de ejercerlo con esmero una vez recibido. Porque propio es del

sacerdote ofrecer el Santo Sacrificio, bendecir, presidir, bautizar; y a grado tan alto debe subirse con gran temor y deben los elegidos para ello estar llenos de sabiduría celestial, de buenas costumbres y de virtud. Los ministros de la Iglesia deben ser perfectos en la fe y en las obras y estar fundados y bien arraigados en la virtud de la doble caridad, es decir, en el amor al prójimo y en el amor a Dios. Estudiad bien lo que hacéis, imitad lo que tenéis entre manos, de forma que, celebrando el misterio de la muerte del Señor, procuréis mortificar vuestra carne apartándoos de los vicios y de toda concupiscencia. Que vuestra enseñanza sirva de medicina espiritual al pueblo de Dios. Que el olor de vuestra vida haga las delicias de la Iglesia de Cristo, de modo que con la predicación y con el ejemplo edifiquéis la casa de Dios, de modo que ni yo por haberos elevado a tan alto grado, ni vosotros por haber aceptado tan grave oficio, merezcamos ser condenados por el Señor, sino más bien premiados. Que Él por su Gracia nos lo conceda. Amén. Toda esta oración la dijo el Obispo lentamente, poniendo toda el alma en cada frase. Yo apenas me di cuenta de nada. Todo esto lo sabía ya de haberlo leído cien veces, pero entonces me fue imposible Controlar el que voceaba: Ya, ya, ya, ya... Y llegó el momento. Nos levantamos, nos pusimos fila de dos en dos. No, jamás me he sentido más en a Dios, más solo ante Él, más lleno de Él. Una certeza terrible de que toda mi vida estaba cambiando, de que yo era ya Cristo. Y cuando Mariano y yo nos arrodillamos ante el señor Obispo y él nos puso las manos sobre la cabeza fue como si se abrieran las compuertas del alma y entrase el mar de Dios derribándolo todo. Y de nuevo las lágrimas hondas de la mañana, unas lágrimas estremecidamente alegres, saliéndome desde lo más profundo de mi ser. Y comenzaron a pasar los sacerdotes uno tras otro imponiéndonos las manos sobre la cabeza. Uno, dos, tres, cuatro, diez, veinte, treinta, sesenta, ochenta... Fue una lluvia de manos. Yo no sabía qué hacer, lloraba simplemente, me sentía tan aparatosamente feliz... En la casulla, que colgaba en mi brazo, se notaba la mancha húmeda del llanto; la corrí y dejé que las lágrimas cayeran en mis manos como anuncio del óleo sagrado. Ahora. Ya. Ya de verdad. Soy, soy, soy sacerdote. Por los siglos de los siglos. No, no es un cargo, un oficio, es una marca roja en el centro del ser. Pensé: ETERNAMENTE. Aunque vaya al infierno —me estremecí— seguiré siendo allí sacerdote. Los errados de Dios, eternamente. Fue —y debo decirlo y repetirlo siempre— el momento más lleno de mi vida, el momento en que comprendí el mundo, la razón de las cosas, el meollo de la existencia misma. Todo tomaba de repente sentido en tomo mío. Me estrujaba las manos con cariño. Y no pude dudar ni un segundo que eran manos de Cristo. Cuando terminaron de pasar los sacerdotes todos se quedaron haciendo círculo en tomo nuestro, con las manos extendidas sobre nuestras cabezas —como un techo y, en el silencio más absoluto, el Obispo rezó:

«Roguemos, hermanos queridísimos, a Dios Padre todopoderoso que multiplique sus dones celestiales sobre estos sus siervos que ha elegido para el oficio del presbiterado que con su auxilio consigan todos los efectos de este don que de su bondad reciben. Por Cristo Nuestro Señor, Amén. Te suplicamos, Señor Dios nuestro, que nos escuches e infundas en el corazón de estos tus siervos la bendición del Espíritu Santo y la fuerza de la gracia del Sacerdocio. Te pedimos con el más humilde de los respetos, ¡oh Podre omnipotente!» que des la dignidad del presbiterado a estos tus siervos, renueve en sus entrañas el espíritu de santidad pura que obtengan, recibido de tu divina mano, el don del sacerdocio. Sean diligentes cooperadores de nuestro orden episcopal, brille en ellos toda justicia, para que habiendo de dar cuenta del ministerio que se les ha confiado, consigan el premio de la eterna bienaventuranza.» Durante estas oraciones mi alma comenzaba a calmarse. Era la retirada de la ola. Una paz infinita corría por mis venas. Era el frescor matutino de la playa, del Señor ya cierto y poseído. Y entonces una alegría tonta, un echarme a reír intempestivo, levantar los ojos a la Señora que sonreía desde el centro del altar... ¡Qué serenidad me daba en momentos el mirarla…! Yo era ya el pobre niño que mucho dormir en su regazo sin que ella extrañase mucho el peso de su Hijo. Después de estas oraciones otra vez nos pusimos en fila y nos fuimos acercando al prelado uno tras otro. Él me cruzó ante el pecho la estola diciendo: Recibe el yugo del Señor. Yugo suave es y su carga ligera. Y luego la casulla —con la parte posterior recogida en los hombros con dos alfileres— diciendo: Recibe la vestidura sacerdotal en la que se simboliza la caridad. Poderoso es Dios para que acreciente tu caridad y la perfección de tus obras. Ya con los ornamentos sacerdotales volvimos a nuestros sitios y, estando todos de rodillas, leyó el Obispo esta hermosa oración: ¡Oh, Dios, autor de toda santificación —yo recordé que estas frases estaban escritas en un friso a lo largo de toda la capilla de mi seminario— y de quien viene la verdadera consagración y la bendición cumplida! Tú, ¡oh, Señor!, derrama tu bendición sobre estos tus siervos que hoy elevamos al honor del presbiterado, para que con la seriedad de sus acciones y compostura de su vida prueben ser verdaderamente presbíteros, o ancianos, bien instruidos en las reglas que San Pablo expuso en las epístolas a Tito y Timoteo. Para que, meditando día y noche en tu divina ley, crean lo que leyeren, enseñen lo que creyeren, lleven a la práctica lo que enseñaren y sean un modelo de justicia, constancia, misericordia, fortaleza y de todas las demás virtudes. Vayan delante de los demás con su ejemplo, confírmenlos con sus consejos y conserven puro y sin mancha el don de su sagrado ministerio. Transformen, para el bien de tu pueblo, el pan y el vino en el Cuerpo Y Sangre de tu Hijo con su bendición y, creciendo por la caridad sin tacha hasta el estado del varón perfecto a la medida de la plena madurez de Cristo, resuciten en el día del justo y eterno juicio de Dios con la conciencia pura, con la fe verdadera y llenos del Espíritu Santo. Por los méritos de Cristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en unidad del Espíritu Santo, Dios por todos los siglos de los siglos. Así sea.

Todo este tiempo yo seguía sin darme cuenta de nada como loco de alegría. Repetía una y mil veces en mi interior: «Soy sacerdote, soy sacerdote.» Y esto me bastaba. Entonces el Obispo, arrodillado, entonó el «Veni Creator». Era la Iglesia que llamaba al Espíritu Santo para que bajase sobre mis manos que iban a ser ungidas un instante después. Y fue ahora cuando me acordé de mi familia, de mis amigos. En la primera parte de mi ordenación estuve solo con Dios, absolutamente solo; pero ahora, ¿cómo mirar mis manos sin acordarme de mis padres? ¿Cómo tocar la cinta sin pensar en mi hermana que la había pintado? Me sentí rodeado de todos cuantos estaban llorando a más de mil kilómetros, atados por la misma cinta que iba a unir mis manos dentro de unos segundos. Y ahora sí que oré por mis manos, ahora que recordé su historia, sí que pedía a Dios que las llenase, porque yo... Le pedía una vez más que me atase, que no anduviese con contemplaciones; le dije que se lo pedía por egoísmo, por comodidad, que no hacía ningún sacrificio al entregarle mi libertad. Nos acercamos. Yo pensé que ahora iba a estallar en llanto, porque siempre las manos han sido mi obsesión. Y no fue así; temblaba, sí, pero me había invadido una felicidad tan grande que ya ni el llanto permitía. Acaso se me habían acabado las lágrimas en la imposición de manos. Me arrodillé ante el señor Obispo tendiéndole las dos palmas unidas. El, ungido su pulgar en el santo aceite, me las cruzó con una gran X que iba desde la punta del índice de mi mano izquierda hasta el montículo de la palma de mi mano derecha, y desde la punta del índice de la derecha hasta la palma de la izquierda. Yo miraba, sin pestañear, aquel camino de aceite que las cruzaba y las transformaba por toda la eternidad. «Dígnate, Señor, consagrar y santificar estas para que todo cuanto bendigan quede bendito y cuanto consagren quede consagrado y santificado en el de Nuestro Señor Jesucristo». Junté las palmas sintiendo la suavidad del aceite y don Jaime, con la cinta de mi hermana, las ató. Entre los pliegues del nudo podía ver la sonrisa de la Virgen que mi hermana había copiado en la cinta. Y otra vez de rodillas ante el Obispo: «Recibe la potestad de ofrecer sacrificios a Dios y celebrar misas tanto por los vivos como por los difuntos». Después —ya todo, ya todo— fuimos pasando a la sacristía a lavarnos las manos. Apenas podíamos rebullirnos allí todos. Me las lavé con limón y luego con jabón. Luego me echaron sobre ellas un abundante chorro de colonia. Salimos otra vez al altar. Respiramos ya con el gozo de la vida plena, ya hombres nuevos y enormes. ¡Mis manos! Yo las miraba con ojos de asombro sin comprender cómo era posible lo que acababa de pasar en ellas. Sí, eran las de siempre, las de jugar a las canicas, las de tomar apuntes y escribir a mi casa, las aburridas de tocar el piano... y ahora ¡cielo santo! Las acerqué despacio hasta mis labios y las besé en las puntas. Nadie me vio. Quizá la Virgen.

La ordenación como tal había terminado; ahora todos juntos diríamos la misa junto con el Obispo. Y así, al tiempo que él, íbamos todos recitando en voz alta las oraciones. Las gritábamos, queriendo dar sentido a todas y a cada una de las palabras. El maestro de ceremonias nos decía con la mano: más bajo, más bajo. Y nosotros bajábamos de tono durante unos instantes para empezar a gritar otra vez. Sí, era preciso poner toda nuestra alma en cada palabra, decir las oraciones, al menos hoy, sintiéndolas. En el «Memento» ofrecí la misa por las intenciones del Obispo ordenante y después por mí, por mi sacerdocio recién nacido. Pedí después por los dieciocho, le pedí a Dios que fuéramos sacerdotes sin más aditamentos, sin entendederas, sin contemplaciones. Pedí por mis padres, por mis hermanos, por toda mi familia, por todos cuantos en mi vida se habían de cruzar con mi sacerdocio. Se acercaba la consagración, la primera consagración de nuestra vida. Cada uno desde nuestro sitio, uniendo nuestras voces a la voz del Obispo, íbamos a consagrar el pan y el vino que había sobre el altar. Me creció la emoción. por un momento temí que las lágrimas no me iban a dejar pronunciar las palabras, pero no fue así. Fue una emoción serena, una paz y una alegría como no volveré a sentir en la vida. Y sobre todo una certeza, una fe inamovible en lo que iba a hacer. La transubstanciación, el convertir el pan en Carne y el vino en Sangre no era ya ese misterio difícil de los tratados de teología, sino algo tan sencillo, tan a la mano... Dijimos la palabra, gritamos las palabras: HOC EST EMM CORPUS MEUM. Y no pude dudar un instante que yo había hecho el milagro de convertir en el cuerpo de Cristo aquella forma que el Obispo levantaba entre sus manos. Y cuando elevó el cáliz, todos nosotros, temblorosos, adoramos los milagros de nuestros propios labios. Yo levanté mis ojos a la Virgen y le dije: «Mira qué travesura más tremenda he hecho». Sí, no había duda; habíamos hecho la más tremenda travesura que un hombre ha soñado jamás llevar a cabo. Sí, los misterios se ven, basta tener los ojos limpios para saber que todo es verdad; basta abrir los ojos para escuchar que todas las cosas gritan con su muda presencia: «Sí, sí, sí, sí, Ese es Dios, Dios, y tú le has hecho venir con tu palabra». Y así siguió la misa y al llegar la comunión realizamos la expresión más plástica que pueda existir del cuerpo místico. El señor Obispo nos dio la comunión y cada uno de nosotros comulgó con una hostia consagrada por los dieciocho. En el coro cantaron: «Desde hoy ya no os llamaré siervos, sino amigos, porque conocéis todos mis secretos. Recibid el Espíritu Santo». Y todos puestos en pie y a una voz recitamos el Credo. Nunca me ha sido tan fácil creer como aquella mañana, teniendo todavía las manos chorreando de misterios. Y finalmente todos pasamos delante del Obispo, que volvió a ponernos las manos en la cabeza y nos concedió el tremendo privilegio de perdonar los pecados. Nos estiraron la casulla —recogida hasta ahora— como símbolo de que todo había terminado; hicimos la

promesa de obediencia al Obispo y recibimos el beso de paz. Ahora sí que estaba todo concluido. Nuestra vida pasada comenzaba ya a olvidarse y unos nuevos caminos se abrían ante el alma. En mi rincón volví a llorar de nuevo; un llanto alegre, de quien se siente en casa, llanto final, ya dulce y sosegado. Eran las doce menos veinte cuando salimos. Temblorosos. No hacía cuatro horas que habíamos entrado y ya se había trastornado el mundo. Ahora sí que era cierto aquel cantar del principio: «Hijitos míos, he aquí que Yo estoy con vosotros, en el mismísimo centro de vuestro ser». Luego en la galería, todos en semicírculo en torno al Obispo, nos sacaron muchas fotografías —yo tenía todavía los ojos encarnados—. Y después la explosión de la alegría. Miles de brazos que te estrujaban, que te atraían y llevaban de un lado para otro; y uno sin sentir nada, reposando un instante la cabeza en cada hombro, dejándose querer y no sabiendo si había que reír 0 llorar. Y equivocarse al dar las primeras bendiciones; y sentir muy lógico que te besaran las manos, esas manos de Dios que eran las nuestras; y toda la casa estallando de nuevo en Aleluyas musicales, y subir la escalera y encontrar en nuestro marcador rojo no ya el 0 sino el «+ 1, 2, 3, 4.... y eternamente». Cuando pude escapar de la alegría, me refugié de nuevo en la capilla y allí estuve en un rincón sin decir nada, sin pensar nada, mirando solamente el lugar donde yo había estado arrodillado. Me dolía la cabeza y subí a rezar a la terraza. Aquel día los salmos del oficio me resultaron más sabrosos que nunca, llenos por todas partes de símbolos. Hacía un día espléndido y el sol doraba las fachadas y las barnizaba de alegría. Abajo, por la calle, iba el mundo: coches, coches y autobuses; hombres que iban de prisa, parejas con los brazos cosidos y niños que jugaban con pelotas de trapo. Yo, desde arriba, los veía moverse, como hormiguitas sin descanso, afanarse, correr ir a sus cosas, y sentía que una leve tristeza se mezclaba a mi gozo. Para eso me había hecho sacerdote: para enseñarles a mirar el cielo, para explicarles que el mundo es muy hermoso y que no es preciso romperse la cabeza en busca de la felicidad por el mundo cuando el paraíso está dentro de nosotros si queremos mirar. Durante la comida, apenas me di cuenta de lo que comía y toda aquella tarde estuvo llena de una alegría elemental e inexplicable. Luego salí a buscar billete para coger el tren hacia España al día siguiente, y las calles se me hicieron distintas y desconocidas. Tenía miedo a la circulación. Pensé: «Si hoy me matara un coche...». Y dije: «En el fondo ya no me importa mucho, mi vida ya está llena». (Pero pedía a Dios unos días al menos para poder decir mi misa rodeado de toda mi familia). Hice de prisa mi maleta, tirando las cosas unas de otras sin el más mínimo orden. Y así se me fue el día. Era de noche cuando subí a la terraza a rezar el rosario: mi acción de gracias a la Virgen por «lo de la mañana». Serían las doce cuando fui a acostarme. Sobre mi estaban todos los números de los dos marcadores.

Cogí una silla y escribí una cifra que corría tres de las cuatro paredes de mi cuarto. Dentro de 47.613.925.804.127.209 años yo seguiré siendo sacerdote. Una vez en la cama me acordé de que aquel día no había hecho diario ni escrito una línea con mis pensamientos. En pijama me senté a la mesa. Me sentía rendido y sin ganas de escribir, sabía además que este 19 de marzo no podía resumirse de ninguna manera. Cogí la pluma y escribí una página que ahora tengo delante. Dice así: 19 de marzo de 1953. Doce y cuarto de la noche. Alabad al Señor todas las gentes alabadle todos los pueblos. Porque su misericordia se ha manifestado sobre nosotros y la verdad del Señor permanece eternamente. Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Así sea. Otra vez en la cama contemplé las paredes de mi cuarto y la gloriosa cifra. Y cuanto estuve a oscuras comencé a rezar: A Ti, ¡oh Dios todopoderoso! A Ti te confesamos, Señor. A Ti padre Eterno, te venera toda la tierra. A Ti todos los ángeles, a Ti los cielos y todas las angélicas potestades. A Ti los querubines y los serafines te proclaman con acordes voces: Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los…

ESTE ES Ml CUERPO Debí salir muy pálido al altar. Sí, recuerdo con precisión que quise echar una ojeada por la iglesia y toda me pareció borrosa y como llena de lágrimas. Pensé: «Voy a marearme». Pero me tuve en pie, hubiera estado en pie horas y horas con la fuerza que sentía debajo de mis plantas. Recuerdo que sentía calor, que me pesaban el alba y la casulla y me daba la impresión de no saber andar. Cuando llegué al altar creo que mi tío me levantó el alba al subir las escalerillas del presbiterio. Los cuatro —Facundo, don Victoriano, mi tío y yo— nos paramos delante del altar. Después me dijeron que todo el presbiterio brillaba como una ascua, que la música estalló en el coro; yo no vi nada, no escuché nada. Dije: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», y lo dije despacio, sabiendo que decía algo cierto; que todo lo que allí iba a pasar pasaría en el nombre sacrosanto de Dios y no en el mío. Hubiera querido repetirlo: En el nombre del Padre... pero seguí: Me acercaré al altar de Dios, y oí que a mi derecha respondía mi tío: Al Dios que es la alegría de mi juventud. Yo escuché su voz firme pero ya un poco cascada y comprendí el tremendo misterio que nos juntaba allí. Le noté que temblaba, desde la cima de sus 18.000 misas recordaba sin duda su primera misa, inundada de lágrimas como la mía de ahora y pensaba quizá que un día se me concedería a mí la misma gracia. Sí, no importamos nada, ninguno de nosotros pesa nada, lo único que dura, lo único que importa es el sacerdocio, ese que desde hace veinte siglos se transmiten los hombres que está hoy tan fresco como el primer día. Pensé: ahora están pensando en lo mismo, en esta que nos une». Y recordé el abrazo que nos dimos bajé del tren, noté su mano todavía sobre mi cabeza, y voz: «Hijo mío...», Seguí: Hazme justicia, ¡oh, Dios!, y defiende mi causa contra los malvados, líbrame de los perversos. Porque Tú eres mi fortaleza. Te alabaré al son de la cítara, ¡oh, Dios, oh, Dios mío! Y otra vez: Me acercaré al altar de Dios de Dios que es la alegría de mi juventud. Y después: Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Dije estas palabras voceando; quería que me oyeran, que me oyeran todos los que estaban en la iglesia, hubiera querido salir y detener a todos por la calle, parar todos los coches, entrar en los comercios, subir a los autobuses, golpear las puertas de las tabernas, despertar a todos los que dormían, llegarme a todas las oficinas, detener un instante a todos los hombres de la tierra y forzarles a dar gracias conmigo, unir su voz a la mía, gritar a pleno pulmón el nombre de Dios, porque era grande, porque había sido bueno con los hombres, bueno sobre todo conmigo. Gloria, dije esta palabra saboreándola, sintiéndome torpe y diminuto para hablar con Él y dándome cuenta a la vez de que Él estaba al alcance de la mano. Luego me incliné. «Sí, José Luis, tú también eres pecador; si no lo fueras no serías buen sacerdote», recordé lo que me escribía Paco en su carta, «Pecador», dije. Hubiera querido que mi alma fuera entonces transparente, que vieran todos lo raquítica que era, lo sucio de mi historia, toda mi vulgaridad. No me importaba nada de lo que pudieran pensar. Sí, ellos ahora me miran como un santo.

No lo soy. Y eso debieran saberlo todos para que comprendieran mejor lo inexplicable de lo que me sucede: Dios, que no se equivoca, ante quien no hay buenas ni malas famas, sino la verdad a secas, me hace ministro suyo sabiendo que mi vida no es la vida de un santo ni muchísimo menos. Y recordé aquella frase —que creo que es de León Bloy —una frase que se dice mil veces cada día pero que yo en aquel momento comprendía que era más que tópico. «Realmente la única pena en esta vida es la de ser santos». Sí —me mordí los labios—, Dios no va a estar ahora muy a gusto entre mis manos. Mientras pensaba todo esto iba diciendo lentamente «Yo pecador». Cuando acabé, los tres asistentes me contestaron: «Dios Todopoderoso tenga misericordia de ti, y, perdonados tus pecados, te lleve a la vida eterna». «Así sea», respondí yo; y mientras ellos recitaban a la vez el Confíteor yo levanté los ojos al Corazón de Jesús que campeaba en medio del altar. Vi sus brazos abiertos, y sonreí. Sí, acaso lo verdaderamente importante no es que nosotros seamos buenos, sino que Él esté siempre dispuesto a perdonarnos... Llenos de esta confianza entablamos el diálogo: —Vuélvete a nosotros y nos darás vida. —Y tu pueblo se alegrará en Ti. —Muéstranos tu misericordia. —Y danos tu Salvador. —Escucha, Señor, mi oración. —Y llegue a Ti mi clamor. Subí al altar con un gesto que dijeron mis amigos que no se sabía si era risa o lágrimas, Fueron cuatro pasos que medí lentamente sabiendo que me acercaban definitivamente al gran misterio. Ahora sí que sí. Ya estaba cruzando la puerta, el velo estaba roto. Me incliné, besé el altar sobre el ara en que están encerradas las reliquias de los mártires y una vez más pedí perdón a Dios por mis pecados celebrar con pureza el Santo Sacrificio. para Don Victoriano —el diácono— me acercó el incensario y mi tío me ofreció la naveta con el incienso. Tres veces lo esparcí con la cucharilla sobre las brasas y una larga columna de humo se retorció hasta el techo. Y mientras incensaba el altar me parecía que estaba repitiendo las palabras del Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y entre el humo y el sonido de las cadenillas, dije: iOh Dios, oh Dios, oh Dios! Desde el brazo derecho del altar recé el introito: «Me alegraré en el Señor; en Dios, mi Salvador, me regocijaré. Dios es mi fortaleza. Aclamad todos a Dios que es nuestro protector, celebrad al Dios de Jacob». Desde el centro recé los Kiries. Me parecía que otra vez estaba postrado en tierra como en la ordenación. Señor, ten misericordia de nosotros. Cristo, ten misericordia de nosotros. Sí, una vez más había que pedir a Dios que nos purificase porque lo que íbamos a emprender era muy grande y había que llegarse con el alma más blanca que las vestiduras que llegaban hasta nuestros pies. En el coro comenzaron el canto del Gloria. Nos sentamos. Me parecía que también hoy como en Belén, habían bajado los ángeles a organizar la fiesta. Una alegría de recién nacido corría

por los bancos y por mi corazón. Y yo veía aquel belén de carne con muchos pastores que venían a ver el nacimiento de Dios en el portal de mis manos y por uno de aquellos caminitos de harina bajaba mi madre con un chiquillo a cuestas, un chiquillo que podía ser un hermanito mío menor porque era igual que yo, o que acaso era yo, porque mi madre le llamaba con mi mismo nombre y vestía con aquel abriguito que yo vestí en los años de latín, y acaso aquella ciudad que brillaba al fondo no era Jerusalén sino Astorga y aquellos niños que jugaban al balón éramos mis amigos y yo, y acaso el castillo de Herodes no era el castillo de Herodes sino la catedral o el palacio del Obispo o el Ayuntamiento, y aquellos soldados bigotudos que guardaban las puertas eran los mismos que bajaron aquel 18 de julio y pasaron por las calles ante mis ojos desorbitados. Y aquella casa grande tenía todo el aspecto del colegio de los Hermanos con la casa de Julio enfrente y el mirador desde el que su madre nos tiraba de vez en cuando chocolate, y la plazoleta aquella era la del Centro de Higiene en que tanto jugábamos al balón y de la que de vez en cuando había que correr porque habíamos roto un cristal y salía don Paco gritando; don paco, el de los bigotes, que esgrimía un bastón y blasfemaba, y entonces nosotros nos alegrábamos de haberle roto el cristal porque uno que blasfema se lo merece todo; y a la vuelta de la esquina estaba la casa de Moncho y por aquella calle era por donde nosotros pasábamos comendo tantos días apostándonos a ver quién llegaba antes cuando lo que importaba era llegar antes de que el Hermano Rogelio cerrara la puerta y nos pusiera falta, y luego había que aburrirse en la clase del Hermano Sebastián y llenar todos los bordes de los libros de monos y dibujos; y cuando llegaba Navidad había que hacer el Belén y las casas tenían que ser como las nuestras, porque no nos imaginábamos que en el mundo pudiera haber otras casas distintas de las nuestras y no comprendíamos que en Belén no hubiera catedral y había que preguntarle al Hermano si no eran cristianos en Belén, y al enterarse de que no, venían las ganas de estar allí para romperles a todos los cristales, pero en el fondo era lo mismo, porque a todos los habitantes de Belén se les quiere, por lo menos a los pastores, todos con sus nombres como amigos de siempre. Y ahora, de pronto, se encontraba uno con que había que preparar otro Belén, otro nacimiento y uno ya no tenía fantasía porque la infancia quedaba muy lejos, pero había que hacer a toda costa un camino por el que pudiera venir Dios, y hacer una cueva, como fuera, aunque sólo fuera con el hueco de las manos, y quizá era esto lo que habían venido a hacer los ángeles, y si yo apretaba las dos manos ahora a lo mejor cogía uno porque no cabía duda de ellos estaban trabajando en mis manos, haciendo unos enormes trabajos de descombro y después barriéndolas y haciendo en ellas caminos para que viniera Dios y dándoles calor de nido para que el Niño no se encontrara incómodo en ellas... Ya en el altar, me volví hacia el pueblo: El Señor sea con vosotros. Y vi que mi sobrina corría por el centro de la iglesia. Me dio la impresión de que fuera un ángel que se hubiera quedado rezagado en Belén. Durante la Epístola y el Evangelio sentí como respeto al leer la palabra de Dios. Me parecía oír aquel «descálzate» que oyó Moisés ante la zarza ardiendo. Como si me dijeran: Descalza tus palabras, límpialas de la escoria del camino que esta tierra que pisas, que estas líneas que lees son santas. «El testamento de Dios —nos decía un profesor— eso es la Escritura». Y

añadía: «Hoy la gente se pirra por leer las memorias de Von Papen, de Mussolini y se aburre leyendo las memorias de Dios». Después del Evangelio me encontraba muy cansado y agradecía el podernos sentar durante el sermón. No puedo recordar apenas nada de lo que en él se dijo. Mi alma era una playa demasiada pisada y cada ola borraba la anterior. Y así las palabras llegaban a mi oído, me hacían temblar un instante y huían para dar paso a otras. Recuerdo que lloré, que apretaba mis manos y que cuando volví la vista hacia la iglesia pude ver que también mi madre lloraba. Mi padre estaba allí, aparentemente sereno, pues sus ojos estaban perdidos en el vacío y daba la impresión de que no pisase la tierra. No tuve serenidad para seguir mirando al resto en familia y así cerré los ojos y dejé que las palabras del sermón entrasen suavemente en mi alma. Nos levantamos después y entoné el credo y ahora mi alma se fue a las catacumbas, recordé aquella misa que tres meses antes había oído con un grupo de chicos peregrinos de Madrid. Yo les hablé, y les hablé temblando: Mirad aquí se ha muerto. Sí, se ha muerto y no con esa cosa retórica con que solemos ver revestidos a los mártires. Porque lo cierto es que ellos eran hombres, hombres como vosotros, como yo. Hombres que comprendían que la fe era un riesgo, un jugarse la piel a cada instante y no es esa cosa fofa que hoy llamamos fe. Me da pena, os lo digo, esa piedad raquítica y dulzarrona de que tanto se habla, cuando la fe es algo tan serio y tan humano como la misma sangre, como el entregarse con cuerpo y alma a una gran causa. Oled estas palabras. Saben a humanidad, a juventud, a vida y no a retórica. Ya está bien hablar de la era de los mártires como de algo pasado». «Y ahora —seguí diciéndoles— vamos a rezar todos juntos el credo, vamos a rezarlo despacio, deteniéndonos en cada una de las palabras». Creo en Dios padre Todopoderoso (era un trueno de voces juveniles quien lo afirmaba) creador del cielo y de la tierra (de esta tierra caliente que pisamos, de toda la belleza de la ciudad que hay sobre estos sótanos). Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor (¡Oh, decir estas cosas como quien jura una bandera!) que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de María Virgen (Tú no podías faltar en este nuestro credo, blanca Señora; Tú como ternura que para nada reblandece la fuerza masculina de este credo) padeció bajo el poder de Poncio Pilato (Padeció, era hombre como tú y como yo), fue crucificado, muerto y sepultado (Morir nunca ha sido fácil, ni siquiera para El) descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos (¡Oh, tu gloria, preludio de la nuestra!) subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre (esperándonos). Creo que desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos (acuérdate de este credo entonces, Juez y Padre). Creo en el Espíritu Santo (creo, creo, creo en el Amor), la resurrección de la carne (en este hermoso cuerpo que no nació precisamente para llenarse de fango), la remisión de los indicados y la vida perdurable (cuando todos estemos en casa finalmente). Así sea.

Yo ahora recordaba todo esto. Lo recordaba con sencillez y sin esfuerzo. Me detuve un momento: ¿Pero puede llamarse creer a esto? Fe es creer lo que no vemos. Y todo esto yo lo veo, lo estoy tocando. Y me volví: El Señor sea con vosotros. El Ofertorio es para mí uno de los momentos más bellos de la misa. Con la patena sobre los dedos y elevando las manos en un gesto bellísimo de acercamiento a Dios se dice esa oración, impresionante por lo sencilla, que llamamos el «Suscipe». Una oración que escapa de todo comentario, que no tiene ni una fórmula poética, pero que tiene la fuerza estremecedora de estar apretujada de verdades, de las verdades más dispares y enormes. Recibe, Padre Santo Omnipotente, Dios eterno, esta hostia inmaculada que yo, indigno siervo tuyo, te ofrezco a Ti, vivo y verdadero Dios mío, por mis innumerables pecados, ofensas y pequeñeces, y por cuantos me rodean y por todos los fieles cristianos, vivos y difuntos para que a mí y a ellos nos sirva para la salvación en la vida eterna. Así sea. Luego elevando el cáliz: Te ofrecemos, Señor, este cáliz de salvación suplicando a tu clemencia que suba hasta Ti, en olor de suavidad para nuestra salud y la de todo el mundo. Así sea. Con espíritu humilde y alma contrita te pedimos, Señor, que nuestro sacrificio se haga ante tu presencia de manera que resulte agradable a Ti, Señor Dios. Ven, ¡oh, Santificador Todopoderoso, Dios eterno!, y bendice este sacrificio que en nombre tuyo hemos preparado. Dije todas estas palabras con una sensación de realidad que hoy me asombra. Yo sabía que aquí cada palabra respondía a su objeto: que el pecador era pecador, y el Eterno era Eterno; que el siervo indigno era indigno y que Dios era un ser vivo y verdadero; que la hostia era inmaculada y mis pecados eran innumerables. Por eso cuando lavé mis manos comprendí lo profundo de aquel rito, supe que no era en vano que toda la primera parte de la misa estuviese llena de peticiones de pureza, y que si me lavaba las manos era porque necesitaba lavarme una vez más el alma para entrar, si no limpio, sí, al menos, no tan sucio en el gran sacrosanto del misterio. El prefacio está lleno de aleteos de ángeles. Sonreí comprendiendo que volvía a la infancia, que mi fe en estos instantes no era una fe de hombre, ni de un joven —una fe de dientes

cosidos y manos prietas—; era una fe normal, sencilla y sin esfuerzo. Comprendía que había ángeles con la misma normalidad con que sabía que había árboles o piedras o manzanas. Los ángeles estaban rodeándome y no podía dudarse de su presencia como no podía dudar de la presencia del coro de cantores. Era como si, al pronto, retornase a la fábula y el mundo fuera —era— en realidad como mi madre me decía de niño. Sentí en este momento con una fuerza mayor esa sensación de verdad que había gustado claramente en los últimos meses, este comprender las palabras con un nuevo sentido, palabras como recién nacidas, recién acuñadas. Cuando un hombre en su diálogo habla de los ángeles lo dice con «tonillo», con un matiz de tópico, de palabra gastada, que bastan para convencernos de que no está muy seguro de que existan. Ahora, en cambio, yo encontraba las palabras tan frescas, me resultaba tan natural decir que Dios es digno de alabanza y que yo, que le alabo lo hago a la vez que una innumerable tropa de ángeles y de arcángeles... Tras el prefacio el misal tiene siempre una página en blanco y otra con un dibujo de la crucifixión. Esto me había dado siempre la impresión de que aquí había que pararse, algo como si fuera una puerta que se abre y hay que mirar antes de poner el pie, no sea que tras ella haya algún escalón. Y tras la puerta había, en efecto, un escalón, un escalón terriblemente alto que había que subir: el escalón de Dios. Todo hasta ahora había sido pórtico, ahora entrábamos en las mismas entrañas del prodigio. Me detuve por eso un instante antes de iniciar el «Te igitur» y pensé: «Amigo mío, ya no se trata de una pequeña historia tuya, no se trata de que el corazón corra más o menos de prisa, se trata de algo importante en la historia del mundo. En tus manos va a suceder algo que hará girar la historia, que no porque se repita cada mañana deja de ser terriblemente revolucionario. Sí, amigo, no se trata de quemar un cordero en honor del Altísimo, ni siquiera de entregarle tu vida, se trata de que Él va a venir a la tierra a continuar aquel Viernes Santo. El que venga a tus manos o a las manos de otro no tiene en el fondo demasiada importancia». Pensé: «Y esto sucede cada mañana, y yo sin darme cuenta. Cada mañana pasa y sólo ahora —ahora que lo toco— me doy cuenta de lo asombroso que es esto...». Durante el Memento debí estar mucho tiempo recordando la cadena de todos mis amigos. Aquella mañana había abierto un enorme montón de correspondencia y todos me decían: «Hazme un rinconcito en tus oraciones.» Y ahora yo llegaba cargado con el peso de todos mis amigos, no me sentía solo, todos allí tendíamos las manos hacia Cristo porque —me decía Gonzalo— Dios no puede negar lo que se le pide en la primera misa. El Communicantes me llenó de alegría. No sé si por estar en él el nombre de la Virgen o por esa hermandad de llamar a los santos por sus nombres. Fui diciéndolos despacio, recordando la historia de cada uno como viejos amigos. Recuerdo que hace algo más de un mes escribí un poema que luego rompí porque no me gustaba y del que ahora no consigo recordar más que un verso. Dice así: «Hay una campanilla que taladra la historia»

No sé lo que iba delante, ni lo que le seguía, pero puedo aseguraros que este verso no es retórico, que aquella campanilla que sonó cuando yo puse mis manos sobre el cáliz taladraba no ya sólo mi historia sino la misma historia, era una campanilla multiplicada por mil, por cien mil cada mañana, pero siempre la misma e importantísima. Pienso que si a los ángeles les fuera dado conservar un recuerdo —uno sólo— de este mundo en que vivimos, escogerían esa campanilla que les llama, incesante, desde todos los rincones del mundo, esa campanilla que no les deja descansar, que les hace temblar de día y de noche. Yo, por mi parte, os aseguro que recordaría su sonido entre el de cien mil otras. Anunciaba una cosa demasiado importante para que pasara por mi alma sin dejar huella. Y ahora yo sentía una impresión extraña. Algo como si estuviera viendo una película y el operador se hubiera equivocado y mezclara los trozos de tres cintas ¿Dónde estábamos? ¿Estábamos en el Calvario mientras Cristo perdía su sangre gota a gota? ¿Estábamos en la última cena? ¿O era yo el que actuaba en el altar? Si hasta las palabras me salían mezcladas. No podía saberse si era yo quien hablaba o si era Cristo. Decía: Este es mi cuerpo, ¿Pero el cuerpo de quién? Esta es mi sangre. ¿Qué sangre, ¡oh Dios!, qué sangre? Y de pronto inclinar la cabeza y decir que es lo mismo, que todo es ya lo mismo porque hemos entrado en el bosque del milagro y ya no puede sorprendernos el que los ciervos hablen, ni que el pan sea carne, ni que a mis pobres manos se las llame de pronto santas y venerables. Sentía un gozo inmenso, algo como si en un instante me hubiesen vaciado por dentro y me hubieran metido un ser distinto, un ser todo de sueño y de alegría, acaso el mismo Ser de Cristo. Sí, hay que convencerse, pequeño, pequeño mío, tienes que decir estas palabras con toda normalidad. Sí, ése es tu cuerpo, es decir: El Cuerpo de Cristo, tu cuerpo, exactamente. Otro Cristo. ¡Dios mío, cuántas veces he oído esta frase con la impresión de ser algo bonito, más o menos retórico! Y ahora... Vamos, coge el pan en las manos —sí, todavía pan, pero ya por muy pocos instantes-- cógelo y ve diciendo: Antes de padecer cogió el pan en sus santas y venerables manos y levantó los ojos hacia el cielo y dándote gracias a Ti, Padre omnipotente, bendijo este pan, lo partió y se lo dio a sus discípulos diciendo: Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo. Me arrodillé. Hoy no puedo deciros si temblaba, si lloraba, si reía. Todo aquello pasó en otro mundo que hoy no consigo recordar. Creo que en el coro sonaba suave el órgano, supongo que sonó la campanilla, me imagino que fueron muchos los que lloraron cuando elevé la hostia, pienso que temblarían mis manos al hacerlo. Pero todo esto pasaba en un mundo que en aquellos instantes no era el mío. Lo que verdaderamente pasaba entre mis manos quedaba más allá, mucho más allá de cuanto yo pueda deciros. Luego elevé la Sangre. ¡La Sangre! La Sangre que redime y que cambia el rumbo de la historia. La Sangre que nos hizo hijos de Dios. Apretaba el cáliz por miedo a derramarla y casi se me cae con el afán de asegurarlo bien. La Sangre... ¿Por qué otra vez volvía a equivocarse el tiempo y sonaban de nuevo los martillos como en Jerusalén hace dos mil años? Pensé: «¿Qué importa el tiempo delante del misterio? Todo se transfigura y nada ha pasado hoy ni hace dos mil años, todo es siempre lo mismo, hoy y mañana.»

Después de arrodillarme por segunda vez ante el cáliz, me detuve un instante como abrumado por el peso de cuanto acababa de hacer. No tenía ni fuerzas para levantar los brazos, me había quedado sin respiración, Y no era miedo, no, lo que sentía, era una sensación de realidad aplastante la que me invadía, algo absolutamente distinto de cuanto había sentido hasta este momento, algo que no podré describir porque nunca acabaré de comprenderlo. Tuvieron casi que empujarme para que siguiera. Y así seguí: Unde et mémores, Domine... A los pocos segundos me sentí más tranquilo, ya en bajada, como si acabase de escalar una cumbre y ahora ya fuera fácil descender hacia el valle, aunque, eso sí, sabiendo, ya por siempre, subida la montaña. Sentía una impresión como de juego al trazar bendiciones sobre el Cuerpo y la Sangre, me parecía una tremenda broma mi pobre mano bendijera el Cuerpo de Jesucristo. Y con esta alegría, saboreando cada una de las palabras, hasta el lago claro de la comunión. Me detuve a la orilla para pedir de nuevo —como al principio de la misa— perdón por mis pecados. Sentía ahora una sensación extraña al volver a hablar de mi miseria tras de las cosas enormes que había hecho. Dije, por eso, las oraciones ante la comunión con más normalidad que al principio de la misa, aunque en el fondo se repetían lo mismo. Creo que siempre que pedimos perdón por los pecados nos sentimos en el fondo un poco héroes. ¡Resulta tan bonito llamarse pecador, saberse arrepentido…! Creo que mi penitencia de ahora no tenía esa presunción de sentirse pequeño, pedía a Dios que no me permitiera que me separara de Él como pediría de pequeño a mi madre que me limpiara los mocos, o algo así. Señor, yo no soy digno. Me resulta un poco ridículo darme golpes de pecho para decirlo. Pensaba: Para decir «Señor, yo no soy rey» no necesitaría tambores y trompetas… Sólo volví a temblar cuando sentí la Sangre corriendo por mis venas. Quizá por ser más nuevo sentía más verdaderamente a Dios nadando por mis venas. La Sangre, repetí… Y la gran alegría vino entonces: Cuando con la hostia blanca entre los dedos me dirigí hacia el comulgatorio en que estaban mis padres. Corpus Domini Nostri, dije. Madre, ¿recuerdas cuando hace catorce años te dije que quería ser sacerdote? Doce años, pensabas... Y, ya ves, ya está aquí. Corpus Domini Nostri... Madre, que es el cuerpo de Cristo lo que te doy a cambio de mi cuerpo. Pensé: ¡Qué paradojas! Yo doy a quien me hizo el cuerpo de Quien la hizo. Y después: ¿Recuerdas la despedida cada año al ir al seminario? Segundo ya, tercer… Y luego: Faltan siete, y cuatro, y dos. Y luego llorar cada misa nueva que veías, y pensar: Dentro de nueve meses, de seis meses, de tres… Y ahora, madre, Todo. Ahora, sí tu hora. Ya merece vivir para ver esto. Que el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo custodie tu alma para la vida eterna madre mía. Así deja que pase la hostia blanca, que yo he consagrado, entre dos ríos de lágrimas, de las más dulces lágrimas de tu vida. Corpus Domini Nostri, dije. Padre, tú sin llorar, pero con los labios prietos serenando la emoción; tú siempre un poco al fondo de la casa, un poco gris, pero todos sabiendo que tú

estabas allí, que tu mano estaba allí para cuando fuera necesaria. Tú lejos de la casa, pero sabiendo que la casa vive gracias a esta tu lejanía. Tú escribiendo siempre, pero sabiendo que ahora idos estaba entre tus padres. No tiembles ahora, padre, abre los ojos bien. Sí, es tu hijo, el más pequeño de todos tus hijos el que pone la Hostia sobre tu lengua, sobre tu lengua temblorosa. Corpus Domini Nostri, dije también para ti, Paquito, para ti, que ahora me miras con unos ojos infinitamente abiertos, unos ojos que pudieran parecer llenos de ignorancia cuando lo que tienen es una plenitud de certeza. Que Él custodie tu alma, tu alma diminuta y blanca como quisiera tenerla yo ahora. Sí, es tu tío el que te da la comunión, el mismo que ayer tarde jugaba contigo tirado por el suelo. Sí, con mis manos, las mismas que ayer te arreglaron el mecano. Me comprendes, acaso eres aquí tú el que más comprendes de todos porque eres el que más cerca estás todavía de Dios. Que el Cuerpo de Cristo custodie vuestras almas, dije, sobre todos vosotros, hermanos, tíos, familiares y amigos míos que recibís temblando la comunión de mis manos. Que Cristo esté con nosotros por los siglos de los siglos. El resto de la misa me pareció ya un juego. Dije las oraciones casi corriendo, con incomprensible prisa. Cuando ahora me pregunto por qué fue así no consigo explicármelo, pero así fue. Tampoco me di cuenta del besamanos ni de los abrazos y apretones de manos en la sacristía. Quizá es que tenía necesidad de que llegase el momento de sentarme en aquel ángulo cuando todos se fueron y, una tras otra, se apagaron las luces de la iglesia y yo me quedé solo, sin rezar, sin mirar a ningún sitio, sin pensar nada, sin darme apenas cuenta de que estaba llorando.

NUEVE CARTAS RECIBIDAS En los días de mi ordenación y primera misa recibí infinidad de cartas. Creo que aquellos días apenas las leí. pero ahora al releerlas siento ante ellas una emoción extraña. Me divierte el ver cómo siente cada uno mi sacerdocio, desde qué ángulos tan diversos puede verse. Voy a escoger algunas que me parecen interesantes. 1 Queridísimo hijo: Recibimos tu carta y nos llena de alegría la feliz disposición en que te hayas en las vísperas de recibir la ordenación sacerdotal. Hoy echamos al buzón esta carta con la seguridad de que te llegará exactamente el día de tu ordenación para comunicarte los sentimientos que nos embargan a la vista del más grande acontecimiento familiar. Es emocionante el ver cómo siempre hizo la Providencia que llegaran las cartas en el momento exacto, Recuerda cómo llegaron en punto tus cartas en las bodas de tus hermanos y en la toma de hábito de tu hermana Angelines. Así ésta yo sé que va a llegarte exactamente en la fecha histórica del 19 de marzo que ya se aproxima. José Luis, querido, si vieras cómo estamos estos días tu madre y yo. Tú no puedes ni soñar lo que para nosotros es esto. Tú sabes que siempre soñamos tener un hijo sacerdote, pero nunca podrás imaginarte la zozobra con que veíamos pasarse los años temiendo que el Señor no nos fuera a otorgar tanta dicha. Doce años... Pero, ¿«será posible, Señor, que lo veamos? Ahora sí que nuestra alma descansa tranquila. Lo tenemos a la vista y pronto será verdad. Podemos estar satisfechos como padres cristianos. Con resignación ofrecimos al cielo el primero de nuestros frutos y allí ha estado siempre intercediendo por nosotros el ángel que no nació para la tierra. Después, de los hijos vivos le ofrecimos el 50 por 100. Un hijo y una hija para el mundo a fin de que pueda perpetuarse nuestro espíritu familiar y un hijo y una hija para Dios. ¿No es también esto un apostolado? Nuestra vida no ha sido del todo estéril pues esperamos que nuestros hijos sabrán completar nuestra obra que en definitiva no queremos sea otra que la gloria de Dios. Y mira qué coincidencia maravillosa —¿recuerdas que decía Crucita que Dios nos protege descaradamente? — A tu madre, a la misma hora de tu ordenación le impondrán un distintivo de madre de sacerdote. Así podremos participar de un modo tangible de las emociones de esta fecha. Bien merecido lo tiene tu madre porque ella supo moldear tu alma desde pequeñito para que llegaras a serlo. Nos dices que por Radio Vaticano daréis los nuevos sacerdotes vuestra primera bendición. Quiera Dios que podamos oír la tuya, pero, aunque así no fuera sabemos que llegará hasta nosotros como llegarán hasta tus manos consagradas los besos emocionados de tus padres. Valeriano Queridísimo hijito: Nunca he sentido con tanta emoción como ahora la extraordinaria gracia con que el Señor quiere favorecernos; sí, hijo del alma, hoy recibo un aviso de mi centro de Acción Católica diciéndome que el día 19 me será impuesta la insignia de madre de sacerdote. Es casualidad, es Providencia; en el mismo día en que tú serás ordenado sacerdote

de Cristo, tu madre ostentará en su pecho la insignia más grande, más emotiva, más ansiada; sí, hijo mío, gracias a Dios llegas a la meta y ahora vas a dejarme que te recuerde algunos detalles de tu vida de niño. Por una pura casualidad fuiste bautizado con agua traída de Palestina, de donde acababan de llegar tus padrinos; ya desde aquel 30 de agosto de 1930 a todos nos parecía que tú serías el elegido. ¡Ah, y no creas que fuiste ningún ángel, sino que eras muy travieso y revoltoso! Corriendo los años y cuando tenías nueve y en el colegio de los Hermanos te preparaban para el ingreso en el Instituto, tú me viniste un día a casa diciendo que donde querías ir era al seminario. Yo me quedé sin saber qué decirte y llena de emoción se lo dije a tu padre. Papá decía que mejor que cursases antes unos años en el Instituto y que después veríamos si seguías con la misma idea. Pero tú te pusiste terco: «Yo quiero ir ahora al seminario». Yo te describí lo que era la vida sacerdotal, vida de sacrificio y de austeridad; te hablé del seminario que, recién acabada la guerra, estaba bastante mal; te hablé del frío, de las comidas…, y tú muy seriecito me contestaste (parece que te estoy oyendo): «Yo, mamá, al seminario». Y en octubre ingresaste recién cumplidos los diez años. Aquel año estudiaste externo todavía. Recuerdo que fue un invierno muy frío y que todas las mañanas al llegar la hora de llamarte: ¡Dios mío, cómo ha nevado y son las seis y media!… Pero, ¿cómo no hacerlo? Te vestía muy aprisa y te ponía el pasamontaña y el abrigo Y te acompañaba hasta el seminario (ni un solo día te acompañaron las muchachas) tu madre siempre, y luego me iba a misa de siete a la parroquia. De tu vida de seminario, ¡cuántas cosas te recordaría! Aquello del abrigo, lo del jersey blanco, lo de la sotana de Santibáñez…Sería interminable ¡Qué trabajo me costó luego cuando te fuiste al seminario de Valladolid y mucho más luego cuando te fuiste a Roma! Pero ahora todo pasó y todo está presente en mí. Y ahora, ¿qué es lo que va a suceder? ¿Tú lo has pensado bien, hijo mío? Mira, hijo, el hacerte sacerdote no es hacerte abogado, médico o así. Esto es algo mucho más sublime, superior a todo lo de este mundo, es ser sencillamente otro Cristo, vivir, hablar, enseñar, predicar y hacerlo todo, como Él lo hacía. Esto y únicamente esto tienes que ser tú, mi pequeño. Puedes creerme que me parece un sueño, sí, un sueño todavía pero que dentro de tres días tú habrás hecho el milagro de los milagros... Pero ¿es posible que aquellas manos tan pequeñitas que yo cuidaba y lavaba tengan ahora este poder divino? Pero, Dios mío, ¿qué he hecho yo para que me concedas esto? No puedo pensar en el día de tu primera misa cuando depositarás a Cristo en mi boca. Yo sé que consagrarás esa forma pensando que es para que Jesús venga a mí por ti. No comprendo, hijo mío, cómo sabiendo esto hay tantas madres que regatean a Dios sus hijos (tú recuerdas el caso de los Suárez). No, hijo mío, yo te puedo certificar ahora —y quisiera poder decírselo a todas las madres de la tierra— que no hay alegría como ésta en el mundo, que el sentirse colaboradora de Dios en esa catedral humana que es un sacerdote es la cosa más grande que se puede soñar en una madre. Ya es maravilloso dar hijos para el cielo, pero que un hijo de nuestras entrañas vaya a convertirse en Cristo es algo que queda más allá de todos los sueños de una madre. Sí, hijo mío, esta satisfacción de saberte sacerdote, paga sobradamente todos los sacrificios de ml vida de madre. Yo te llevé en mi seno. ¡Benditos los dolores que me costaste!

Nada más, ya. Que te prepares bien para el gran día. Pide mucho a Dios que estos días calen hondo en mi alma, y los con tal intensidad que olvide lo humano para ver solamente lo divino que hay en ellos. Te abraza tu madre, que ya sabes que te quiere, Pepita 2 Pepe Luis amigo: Bendíceme y dame un abrazo. Tan tonto soy que no sé qué decirte ahora que llegas tú también. Desde ahora te explicarás por qué desde el 19-V-51 me interesaron menos la ciencia y los títulos y hasta la misma poesía. Acabo de terminar la tercera tanda consecutiva de Ejercicios y aún no está mediado el programa d Cuaresma. Con la gracia de dios y «Diformil» a pasto, todo se realizará. Este es, definitivamente, querido y querible Pepe Luis, este es el sacerdocio, esa cosa tan bonita y dolorosa que te va a traer San José. Vamos a hablar, si quieres. Mira, aprovecha el primer mes de misas pasa hacerte santo para siempre. Que luego todo son amargores y quejumbronerías cuando uno nota la piel endurecida para el tacto de Cristo y de las almas. Me da vergüenza, créelo, hablar con alguien que todavía pueda dar todo. Yo no sé, gracias al Señor, lo que es un sacerdocio tronchado. Pero te puedo certificar que el robarle a Dios, aunque sea una migaja diaria es infinitamente amargo. Una vez nos decíamos —apoyados ambos en la ventana tan recordada y familiar— que la única pena auténtica es la de no ser santos. Y lo decíamos no citando una frase, sino viviéndola. Y luego es lo único que queda, ya lo verás. Digo, no lo verás. Porque te tienes que hacer santo a fuerza. Se lo estoy pidiendo a Jesús de una manera impertinente y glotona y, además dándole razones que creo que le convencerán. También se lo van a pedir muchas almas que Él mismo me va dando: los setenta muchachos que confesé ayer tarde al fin de Ejercicios; las tres enfermas que van a operar a las doce, la muchachita me pidió esta mañana intención para las penitencias de esta semana, y todos los que vayan llegando. También entrarás en la intención de una niña de siete años que se pasa la semana pidiendo por los pecadores. A fin de cuentas, todos somos pecadores, y tú también, Pepe Luis bendito que, si no, no podrías ser buen sacerdote. Un ángel sentado en un confesonario sería una tortura para los pobres hombres. Me das estremecimiento y respeto. Y no es sólo tu nuevo carácter pontifical; esto, por desgracia, por tan repetido, llega a no impresionarnos. (Bueno, a mí sí me impresiona, ¡qué diantre! Tan vulgar no soy). Pero bueno, me refiero al presbítero José Luis, a todas las cosas tuyas que podría repetirte y no repito, y todo ello al servicio de la gran tarea redentora que comienzas. Al verte de casulla, pienso en los tremendos programas que te reserva el Señor y me tienta la profecía. Te veo correr por los hombres y llorar enormemente y tropezar con Dios a diario para tu consuelo. No estimes, José Luis hermano, no estimes ningún título ni ningún valor criado al lado de tu sacerdocio. Ya verás cómo a pesar de nuestro ansiado humanismo, el sacerdocio te hace extraño a todos, a ti mismo inclusive, e incluso extraño a Dios cuando los hombres —tú mismo— no te den nada que llevarle. No creas, por Dios, que esto es literatura. Lo vivo cada minuto y nos parecemos demasiado para que crea que no te va a ocurrir a ti otro tanto. También lo dijimos otra vez: La virtud del sacerdote no es específicamente la pureza o la caridad; es la fe. Apúntalo y recuérdalo.

(La carta, hasta aquí escrita a máquina, sigue a mano y con una letra endemoniada). No lo querrás creer, pero hace ocho días que empecé esta carta y a estas horas no he tenido cinco minutos materiales para proseguirla. Ha estado mi párroco nueve días fuera y esto ha coincidido con mi primera semana de actuación en el hospital. Total, un infierno. Hoy te escribo a mil por hora porque a las siete tengo que estar confesando en un Colegio Mayor y luego predicar en la iglesia de las Angustias y por último preparar a mis operandos de mañana. Esto es dulcísimo y burral. Dios es estupendo, a pesar de todo. Quiero llegar contigo mañana de verdad. Mi misa será íntegra y exclusiva para ti y procuraré disparar mi imaginación hasta el Colegio con la mayor asiduidad posible. Diles a todos los compañeros que los quiero mucho y que pido a Dios todo lo bueno para ellos. Os oiré con devoción por la radio. Os encomiendo a la Virgen. Pide por mí, Pepe Luis. Que Dios te pague tu carta última. Yo no te he pagado con esta birria y te prometo prepararte algo cuando las aleluyas pascuales (verás qué misas más dulces, verás, qué misas) me saquen de este torbellino de verdades eternas que ahora respiro. Porque a pesar de tanto novísimo tengo unas ganas de jaleo fantásticas. Llevo tres meses sin contar un chiste y sin que me hagan una trastada. Me siento —no me desprecies— persona mayor en el peor sentido de la palabra. La gente no se acuerda de los curas más que cuando tienen pegas. Por eso todo el cupo de buen humor lo vengo habitualmente empleando en consolar viudas y similares. ¡Cuánto gozaría haciendo gansadas por ahí, aunque fuese sólo una hora! Bueno, ya está. Perdona este fárrago vertiginoso y ten piedad de mí. Beso mucho tus manos. Adiós. Tuyo, Paco 3 Querido José Luis: He estado mucho tiempo pensando cómo empezar esta carta y por fin he empezado como me ha salido. La verdad es que no sé si debería escribirte porque quizá mi carta te ponga triste. pero te agradecí tanto el que me mandases la invitación que me creo obligada a escribirte unas letras. No sé, no puedes imaginarte la sensación extraña que siento al saberte sacerdote. Pero te ruego que no creas que es tristeza; es ciertamente alegría, pero una alegría muy rara. He pensado muchas veces en ti, más de una he llorado, pero eso ya fue hace mucho, hace cinco años por lo menos. Cuando recuerdo ahora el verano en que nos conocimos me parece que fuese ya una cosa vieja, sucedida hace siglos. Mira, en el fondo estoy como orgullosa de verte sacerdote y no sé qué daría por poder ir a tu misa. Comprendo que no lo debo hacer, pero sé que lloraría de gozo si fuera y que sería para mí un recuerdo imborrable. Es muy difícil decirte lo que siento, creo que no lo comprenderás nunca. Es casi lo que sentiría por un hermano mío. Pero, tan distinto...

No, no creas que estoy triste. Te diré: Tengo novio. Ayer le dije que había recibido tu invitación y le dije que hacía cinco años yo había soñado contigo. Él se puso un poco celoso al principio, pero luego nos reímos mucho los dos y hemos decidido que tienes que casarnos. Él quiere conocerte. Pero nunca me llegaste a dar una foto tuya. Es igual, ya te conocerá; porque espero que vengas pronto al pueblo a decir misa. No sé qué voy a sentir cuando te vea en el altar, y sueño en el momento en que me darás la comunión. Creo que entonces comprenderemos todo, cuáles son los caminos de Dios. Sí, sólo entonces lo comprenderemos. Recuerdo lo que lloré cuando me dijiste que todo había terminado. Creo que entonces odiaba el sacerdocio y casi hasta dejé de comulgar. Pero después la rabia se me fue pasando y comencé a ver todo más normal. Me sentía celosa de Cristo que había podido más que yo, pero en el fondo me sentía feliz de verme vencida por este enemigo tan estupendo. Si me hubieras dejado por otra chica creo que no lo hubiera soportado. Bueno, no debía decirte estas cosas que despertarán en ti recuerdos dolorosos en el más emocionante de tus días. Perdóname y pide por mí. Creo sinceramente que me quieres todavía pero que tu amor es ahora más puro que nunca porque te ha costado muchos sacrificios. Acuérdate de mí en tu primera misa y, cuando vengas, perdóname si estoy muy nerviosa. Ya comprendes. Nada más. Que seas muy feliz, tan feliz como lo soy yo. Reza por mí para que lo sea como Dios quiere. No te olvida, Marisa 4 Inolvidable Pepe Luis: No sé por dónde empezar. La fausta noticia de tu primera misa me ha cogido tan lejos... ¡Qué pena! Y yo querría haberme encontrado allí para palpar tu emoción, y estar junto a ti para sentir más cerca las palpitaciones más íntimas y saber qué decías a Jesús presente en tus manos nuevas y acabadas de estrenar. Todos desfilarán por tu imaginación... y al elevar el cáliz «pro totius mundi salute», ¿estaba yo presente? ¿Te acuerdas? Soy el que jugaba contigo... Sí, rezábamos juntos, estudiábamos juntos Y en el paseo también íbamos juntos (porque éramos los más bajos del curso) y hasta las mantecadas Y las chocolatinas las saboreábamos juntos. Cuando anoche, por una de esas estupendas casualidades de los seminarios, oí tu bendición por la radio el alegrón fue de pánico. Nada más abrir, uno de Madrid y tú. Yo creo que bailé de gozo y desde luego no pude seguir escuchando más. Mira, Pepe Luis, cuatro veces me ha ardido la cara de emoción: Una por un acontecimiento familiar, otra con la venida de la Virgen de Fátima a España, otra en la definición de la Asunción. La cuarta ha sido esta vez. Nunca creí que se pudiera gozar tanto. Podría repetirte todo lo que dijiste porque nada más oírte corrí a mi cuarto a escribirlo: «Soy feliz, soy terriblemente feliz porque mi alma se ha llenado de Dios y de sol, soy feliz porque al bendeciros sé que no se trata de un juego más,

sino que tengo a Dios a mi vera y puedo bendeciros y os bendigo en el Nombre (y recalcaste mucho esta palabra) del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Oír tu voz desde miles de kilómetros de distancia, tu voz archiconocida, la misma con que gritabas: «¡Chuta!», en los partidos de fútbol cuando rompíamos zapatos en la plaza del Carbón. ¿Te acuerdas de los años de la guerra, de la mañana aquella de 19 de julio cuando al volver de jugar de Manjarín nos encontramos la plaza llena de mineros en camionetas, todos armados, y echamos a correr llenos de miedo sin comprender qué podía ser aquello? Y luego el tiroteo del día siguiente cuando mataron a Gerardo, y luego ya en seguida la paz, pero una paz a medias porque cuando íbamos a jugar al balón faltaba siempre el delantero centro y parecía que salían mal todas las combinaciones. Luego cuando íbamos al seminario en las mañanas llenas de nieve, intactas todavía las calles y a las seis y media de la mañana, y había que calentarse a bolazos. Y luego cuando nos tirábamos papeles en el estudio, de pupitre a pupitre, no por decirnos nada sino por burlar la vigilancia del pasante sencillamente. Y el jaleo que armábamos cuando se apagaba la luz (o la hacíamos apagarse, que no es lo mismo). ¡Qué vida, Dios mío! Y ahora ya ves, Pepe Luis mío, ahora ya eres cura. Y yo casi. Total, ¿qué son dos años? Chico, no sé qué me parece… Mi madre me decía: Doce años, doce años... Y luego: ocho años todavía. Y ahora sólo dos, total, como quien dice, pasado mañana. Esto es maravilloso. Hijo, tengo unas ganas que no me caben en el cuerpo. Todos los días digo: Mañana empiezo a aprender a decir misa. Claro que, la verdad, es que nunca lo hago, pero es una manera de entretener la espera. Bueno, José Luis, no te escribo más porque comprendo que no estás estos días para escuchar palabrería, y todo cuanto te he escrito es palabrería frente a las cosas estupendas que traes entre manos. Pide por mí, sé bueno. Lo necesito mucho. Tengo a Dios a las puertas y sigo siendo tan canalla como siempre; me da rabia, de veras, andar con regateos con Dios ahora que está tan cerca. Bueno, quizá en el fondo vaya a ser siempre así y siempre estaremos un poco huecos y tendrá que ser Dios el que llene este nuestro baúl. Pídeselo para mí. Lo necesito, en serio. Mientras, recibe el más cariñoso de mis abrazos y déjame besar tus manos ungidas. Tuyo en Cristo, Mariano 5 Querido amigo: Si he de serte sincero ninguna carta me ha sido tan difícil de escribir como ésta de hoy. Mira que tengo años de vida y he tenido jaleos de los que más o menos he salido siempre airoso... Pero hoy es otra cosa. HOY es tener que hablarte emocionado por una cosa en la que yo no creo. Y guando digo «emocionado» es porque realmente lo estoy, no porque yo me «imponga» el estarlo. Mi oficio de escritor me ha hecho ponerme muchas veces en trajes que no siento, hacer hablar por mi boca a personajes que odio, pero al hacerlo yo sabía que ese que hablaba no era yo, era mi personaje. Hoy es otra cosa: Hoy es que

verdaderamente me hace temblar algo que va contra todas mis convicciones, algo que me parece absurdo, Además, este miedo a lastimarte. Comprendo que estos días tienes el alma en carne viva y cualquier cosa puede hacerte daño, pero no obstante creo que es mejor que sufras por mi sinceridad que por mi insinceridad. Me sería fácil escribirte una carta de cumplido, decirte que «has escogido la mejor parte» y que «te deseo un fecundo apostolado», Pero tú comprenderías de sobra que eso era mentira. Y mentir no es mi fuerte, ya lo sabes. Me ha hecho pensar mucho la comunicación de tu primera misa y he llegado a la conclusión de que nuestra amistad es algo inexplicable. ¿Cómo pensando de modos tan opuestos hemos podido escribirnos las cartas que nos hemos escrito? Recuerdo ahora la primera vez que nos conocimos y estoy seguro de que entonces te parecí incorrecto y mal educado ya que realmente no estuve muy complaciente que digamos, Pero creo que era necesario, una vez delimitados los campos un poco crudamente todo marcharía mucho mejor. Para mí, en tu primera visita, eras un «enviado» de tus superiores para «convertirme» y me pareció que la sinceridad me obligaba a mostrarte que por ahí no había nada que hacer, que yo me encontraba —como me encuentro- bien donde estoy y no tenía el más mínimo deseo de abrazar unas convicciones que no siento. Como ves, realmente en este terreno has avanzado muy poco y no digo que nada porque has conseguido un tanto: hoy os siento algo menos fanáticos, hoy creo posible que un cura respete la libertad de su vecino y no odie —porque toda intransigencia se basa en el odio— a los que cree equivocados, hoy creo posible hablar, discutir los más hondos problemas religiosos sin sectarismos, sin que te empeñes en confesarme a la vuelta de la primera conversación (aunque la verdad es que eres el primer cura que trato profundamente). Creo también por mi parte haber ganado un tanto contigo y es demostrarte que no todos los que no piensan como vosotros son uno de esos abominables cocos que vosotros inventáis, que se puede ser honrado y trabajar por el amor entre los hombres sin ser cura. Pienso que muchas veces lo que realmente nos separa es el no conocernos, no el pensar de manera distinta. Leo ahora tus cartas con placer, en ellas me dices sin tapujos que estoy en el error y esto me gusta. Veo que en el fondo tú también quieres «convertirme» pero no lo haces como los demás, tú tienes la elegancia de no romper conmigo por el hecho de que llevemos ya dos años discutiendo sin que me haya acercado ni un centímetro. Otro cura, tras unos pocos esfuerzos, me habría colgado el adjetivo «malo» y se hubiera olvidado de mí hasta la hora de la muerte. Tú no has considerado mi amistad peligrosa para tu «alma» y yo por mi parte no he hecho ese oficio de «tentador» que suelen hacer los malos en los dramas de vuestros benditos autores. Mis cartas no creo que hayan tenido nunca ese carácter de insidia demoníaca, de redes hábilmente tendidas. Nunca he intentado «convertirte» a mi opinión. Pienso que quizá lo importante es que cada uno sirva a Dios desde su fe. Tú dirás que esto es un espantoso error teológico, porque fe verdadera no hay más que una, pero quizá en el fondo

tú también comprendas que es mejor ser fiel al error que traidor a la verdad, como son tantos dentro de vuestro campo. Bueno, aún no te he dicho nada de tu sacerdocio. Tú sabes que yo no creo en él ni en ninguno de vuestros ministerios, pero sé respetar tu temblor al recibirlo y hasta creo poder decir que lo comparto un poco. Llegas al logro de todas tus ilusiones, y yo, que soy tu amigo, debo alegrarme por ello, aunque crea vacías todas esas ilusiones. O quizá no vacías del todo porque, aunque yo crea que todos esos ritos son signos en el aire, sé que en ese día habrá mucho amor a Dios en tu alma y esto es algo muy positivo. No me excluyas de ese amor, te ruego. Pídele a Dios por mi, no para que me convierta sino para que le ame, que es lo que — creo— importa. Y hasta si quieres te dejo que en este día le pidas a Dios que me convierta. Siempre que vengan del amor te permito que hagas disparates. Te quiere, tú lo sabes, tu amigo, E. Martínez Marcos 6 José Luis del alma: cuando recibas esta carta ya habrás visto la cinta. Entre sus pinceladas puedes leer muchas cosas que yo ahora soy incapaz de decirte. ¡Cuántas veces, al irla pintando, he repetido la frase que has querido que te ponga en ella!, pero un poco corregida: «Cinge me, Domine, et in aeternum ero tecum». Átame, Señor... No, átame no, átanos a los dos y permaneceremos siempre contigo. Tu ordenación es un nuevo lazo que nos ata. ¿Quieres dejarme la ilusión de creer que yo también tengo parte en tu sacerdocio? ¡Cuántas veces ha soñado tu hermana en este día! Bien sabes que mis sueños eran algo más que una carta. Sólo Dios es digno de este sacrificio de no estar a tu lado y éstos son los que hay que ofrecerle con alegría, porque cuestan. Sin embargo, Él es padre y hace que me sienta muy cerca de ti. Estas distancias, que a veces pesan tanto, parece como si de repente se hubieran roto y te siento a mi lado. Más cerca que cuando de pequeños leíamos juntos los cuentos del Tío Femando, o jugábamos al ajedrez y tú me ganabas siempre. Es un mismo ideal el que nos une. Tu vida y mi vida tienen un mismo fin, nos entristecen y alegran las mismas cosas, vibramos ante idénticos acontecimientos. Tú vives tu sacerdocio y yo lo vivo contigo. Santa Teresita suspiró por unir su vida a la de un hermano sacerdote y se tuvo que contentar con unirla a la de unos misioneros que nunca había conocido. Yo, sin ser Teresita, tengo la dicha que ella no tuvo: ¡¡Tú serás sacerdote!! Y dentro de unos días tus manos, esas manos que veo temblar al sostener mi carta, podrán ofrecerle al Padre junto a una hostia grande muy blanca, otra pequeñita, blanca también, que todos los días, en mi ofrecimiento de obras, coloco yo en tu patena. Y al hacerlo estoy persuadida de que las palabras de tu misa no son pura fórmula, que son una incomprensible pero grandiosa realidad. «Este es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre...». Luego, tú no eres tú, ni te perteneces. Si me uno a ti, a Cristo me uno y a las almas me entrego, a esas almas que el Señor te destina para que les enseñes que tienen un Padre en el cielo, que es bueno y que las ama.

No sé por qué recuerdo una frase que nos dijeron en una meditación: «Los curas son el motor de la Iglesia, las monjas la gasolina». Desde hoy con mi oración yo me encargo de que nunca te quedes sin combustible. Este es mi regalo. Esto es lo que esa cinta ata. De esta manera quiero vivir tu sacerdocio. ¿Estás contento? Créeme, José Luis, que no tengo otro pensamiento que éste: ¿Qué va a hacer Dios con mi hermano? ¿Qué va a hacer con nosotros? Mi imaginación corre y te ve con aquella primera sotanita, los primeros sacrificios de la separación… ¡Cuántas cosas que Él solo sabe y que han venido forjando este día! ¡Qué buen pagador es el Señor! ¿Qué vale todo aquello ante esta infinita alegría de ahora? Estoy recibiendo estos días muchas cartas de todos y en todas me dicen lo mismo. Todos piensan en ti. Crucita y Antonio no me hablan de los niños, parece que ante lo tuyo sus hijos han pasado a segundo lugar. Los papás…están como locos de alegría. ¡Qué bien están viviendo la grandeza de un hijo sacerdote! Realmente no hacen ahora más que recoger lo que han sembrado. Ellos son los que han moldeado con sus manos nuestras vocaciones, porque antes lo habían hecho en su corazón. ¡Qué regalo nos hizo el Señor al dárnoslos por padres! Si yo no supiera que Dios es bueno y que nos ama y que porque es perfecto comunica a sus criaturas sus perfecciones, al verlos a ellos lo intuiría. ¡Y pensar que con tu sacerdocio puedes recompensarles con creces todo lo que han hecho por nosotros...! ¿Qué más quieres que te diga, si no encuentro nada que pueda hacerte comprender lo que pasa por mí al saberte casi sacerdote? José Luis, que seas lo que tu dignidad te exige. Que siendo hombre no puedes ya ser como los demás hombres. Toma por modelo al que siendo Dios se hizo hombre sin dejar de ser Dio. Tú eres hombre y pronto vas a ser Cristo sin dejar de ser hombre, pero debes serlo de manera que tu ser hombre no impida nunca a los demás el ver que eres Cristo. Para esto necesitas no pequeña unión con Él. Viviendo tu misa lo conseguirás, El día de la ordenación y la primera misa no te acuerdes de mí más que para alegrarte. Que nuestra separación no enturbie lo más mínimo ese día. Sabes que soy feliz, feliz, felicísima y que el sentirte Cristo me llena totalmente, sin que pueda echar nada de menos. Un montón de besos muy grandes para tus manos. Dáselos tú por mí. No te importe mojarlas con las lágrimas porque si estuvieras a mi lado ahora lo haría yo. Una bendición de sacerdote para tu hermana que se siente orgullosa de ti y está más unida a ti que nunca, M. de los Ángeles 7 Muy estimado amigo: Anteayer he recibido tu carta. No sé cómo decirte la emoción que me produjo, una emoción extraña, totalmente fuera de serie. No sé siquiera decirte si me alegró o me entristeció; lo que sí puedo asegurarte es que agradecí inmensamente el que te hayas acordado de mí en fecha tan memorable.

Te digo que no sé si me causó alegría o tristeza porque la misma tarjeta que anunciaba tu llegada al sacerdocio era para mí el anuncio de mi fracaso, si es que así se le puede llamar. ¡Cuántas veces me he preguntado si al abandonar el seminario cometí un error, cedí a la comodidad o si aquello fue una victoria! Perdóname si hoy no puedo contemplar serenamente tu llegada a la meta de tus aspiraciones sin ver ese fantasma de mi vida pasada que tantas veces intenté en vano olvidar. Mi vida de ahora no sé si merece contarse. Estudio Farmacia y para el año próximo terminaré. Con los años he cambiado mucho, desgraciadamente mucho en algunos sentidos. Posiblemente no merezca el que me sigas considerando amigo tuyo. Es triste tener que hablarte de una forma tan pesimista. NO lo haría si no te considerase el mejor de mis amigos. No es que la vida me haya sido del todo adversa, pero he visto tantas cosas, tantas injusticias que realmente hay veces en que me siento escéptico, derrotado. Has seguido un camino consagrado a Dios y que a El conduce. ¡Qué Él te guíe para no desviarte jamás! Cuando leas mi carta, si todavía soy tu amigo, puedes contestarme con la seguridad de que colmarás mi espíritu de la más íntima satisfacción. Te envía un saludo y b. t. m., Arturo Rosales 8 Querido José Luis: Siempre te he llamado mi Benjamín, pero hoy al escribir tu nombre me ha impresionado el «José». ¿Por qué en lugar de mi Benjamín no has de ser mi José? Como Jacob, te distinguí con mi cariño entre todos los muchachos de mi catecismo hace ya trece años. Si hubiesen podido penetrar en mi corazón te hubieran visto en él vestido con una túnica de bellos colores. Yo siempre creí en tus sueños de niño ambicioso, santamente ambicioso, y no me he equivocado: hoy la luna y las estrellas adorarán a mi José. También yo podría decir con el Patriarca: «Iré y le veré y bajaré a la tumba», pero el Señor me conserva la vida para contemplar mejores milagros: Tú no eres el símbolo de Cristo, eres la realidad de Cristo mismo. Quiera Dios que esa realidad sea palpable aun a los ojos de la carne. Créeme José Luis que he llorado ayer al recibir la comunicación de tu próxima ordenación, que he llorado como fuera a ordenarse un hijo o un nieto mío. Me siento solo y viejo pero la alegría de ver tu nombre junto a la palabra sacerdote va a prolongar mi vida y mis energías varios años. Mira, aunque soy viejo, pienso todavía a veces en la paternidad. Es verdad que el ser padre de las almas es enormemente dulce, que sentirse llamar padre por setecientas bocas consuela de ese polvo que hay sobre mis muebles, pero hay momentos en que la soledad es muy honda y me viene la tentación de pensar que nuestras vidas son inútiles. Por eso hoy, José Luis, me da la impresión de que tú eres el fruto de esta soledad mía, tú mi hijo. Tengo setenta y un años, el pelo blanco y tres piernas, porque ya no puedo ir sin bastón. Y ya ves tú por dónde tengo a esta edad el hermoso de todos mis hijos. ¿Me dejas que me enorgullezca pensando que fui yo quien despertó tu vocación, que fueron aquellas horas de catecismo las que te hicieron pensar en el seminario? Recuerdo como si fuera hoy el día en

que después de ayudar a misa me dijiste: «Es bonito ser cura». Yo no te dije nada, pero al día siguiente, cuando dije mi misa, tuve la seguridad de que te vería subir al altar. Pero pensé: Doce años son muchos años. Y ya ves, ya está aquí. Ahora me da la impresión de que este tu sacerdocio bastaría para dar sentido a mi vida, ya habría hecho bastante con dejar tras de mí tu sangre joven que siga manteniéndose en la brecha. Anoche pensé mucho en estas cosas y he hecho una estadística para vencer la tentación del desaliento. Desde ahora siempre que me venga la idea de que mi vida ha sido inútil iré, la leeré y me pondré contento. Mi lista dice así: 1 sacerdote. 7 religiosas. 17.000 misas. 3.000 matrimonios. 6.000 bautizos. 100.000 confesiones (aproximadamente). 1.000.000 de pecados perdonados (o más). 5.000 sermones. 17.000 horas de breviario. 17.000 horas de meditación. 3.000 personas acompañadas a la hora de la muerte. Millares de cartas de dirección espiritual. Millares de horas de catecismo. Millares de visitas a los enfermos. He hecho esta estadística un poco así, a la buena, pero pienso hacerla con todo detalle. ¡Oh, no, no por soberbia! Yo sé que todo es gracia y que no he merecido decir ni una misa, pero ¡qué caray! las he dicho y eso no me lo quita nadie. ¿Tú sabes, también, lo que es haber hecho 6.000 cristianos, seis mil personas que sin mí no hubieran podido ir al cielo? José Luis, José Luis querido, eso es lo que te espera. Horas de tristeza (muchas, sí, no hay que negarlo) y muchas más horas de alegría. Y sobre todo la satisfacción de haberse dado todo, de no tener nada nuestro; que hemos dado a Dios nuestro árbol, aunque a veces nos quedemos con alguna manzana. Mira, el sacerdocio es maravilloso, te lo digo yo que soy un viejo. ¿Tú sabes lo que es eso de bautizar un crío y luego verle crecer y enseñarle el nombre de Dios, y luego ver sus ojos llenos de una fe admirable cuando comulga por primera vez, y perdonarle los pecados (muchos, ya lo veras), pero saber que ama a Cristo, a ese Cristo que tú le has enseñado, y que cuando peca le duele, y es que la vida es dura, y luego verle formar una familia cristiana y otra vez empezar la rueda, y uno siempre elevando, siempre apuntando al cielo? Sí, el cielo de los curas tiene que ser muy grande, quizá arriba estemos distribuidos por parroquias, conociéndonos todos definitivamente. Ahora no comprenden, hay que llevarlos al cielo casi a rastras, pero, cuando arriba comprendan, van a llenar de lágrimas nuestros pies. Claro que entonces nosotros vamos a tener que decirles que no fuimos nosotros sino Cristo, pero estando en el fondo contentos como lo estarían los canales si se diesen cuenta de que nos traen el agua que bebemos.

Cuando te escribo es de noche. Toda mi gente duerme ya, quizá alguno esté pecando porque la carne es débil, y yo estoy todavía al borde del cañón, más de una vez han llamado a mi puerta a estas horas: «Pasaba por ahí, vi la encendida y pensé si podría confesarme...» Ha dado la una en el reloj de la iglesia. Ahora repetiré todas las noches con los labios pegados al Crucifijo: «Tanquam jumentum factus sum apud te (pero no temas, señor) sed semper ero Tecum» (como un borriquillo soy a tu lado, pero siempre estaré contigo). Y esta noche no dormiré pensando en tu sacerdocio de dentro de ocho días. Y mañana en mi misa habrá un nuevo temblor en mis palabras y me parecerá que estoy diciendo otra vez mi primera misa (¡diecisiete mil ya, Cristo mío!) rodeado de todos los míos (que me esperan ya en el cielo) en la iglesita de mi pueblo, con los mozos cantando en el coro y todo el altar lleno de luces. Yo sé que lloraré gracias a ti, gracias a Cristo, que continúa teniendo misericordia de nosotros. No sé cómo acabar. Tengo unas ganas locas de que vengas para poderte ayudar como monaguillo a una de tus primeras misas y recordar cuando tú me ayudabas hace catorce años. ¡Ah! Entonces sí que podré yo decir lo de Abraham: «Te veré y bajaré a la tumba» o lo de Simeón: «Nunc dimittis servum tuum Domine, secundum verbum tuum in pace, quia viderunt oculi mei salutare tuum. Quod ante faciem omnium populorum. Lumen ad revegentium et gloriam plebis tuae Israel» (Ahora, Señor, puedes dejar ir a tu siervo en paz según tu palabra; porque han visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos, luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo). No digas, que chocheo, porque es cierto que tú eres mi gloria y mi orgullo, o quizá no eres tú sino Cristo, pero todas estas cosas son tan misteriosas que yo no consigo distinguir ya de quién se trata. Lo dejo. Mañana a las seis he de estar sentado ya en mi confesionario y mi pobre cuerpo no está para estos tutes, pero hoy tenía necesidad de soltar estas cosas. Acuérdate de mí en tu primera misa. Y ten la seguridad de que yo no te olvido. Y ahora quiero terminar mi carta llamándote hermano porque, cuando la recibas, el sacerdocio nos habrá igualado. Adiós, querido. Tu hermano en Cristo, Gerardo 9 Querido José Luis: Sólo te deseo una cosa: Que seas siempre Sacerdote, Sacerdote, Sacerdote, Sacerdote, Sacerdote, Sacerdote, Sacerdote, Sacerdote, Sacerdote, Sacerdote. Y que después, lejos, muy lejos, porque somos tantos lo que lo necesitamos, te acuerdes de rezar por mí; ya que siempre los sacerdotes rezáis siempre cerca, muy cerca. Dios te bendiga siempre como hoy. Tuyo, Antonio

YO TE ABSUELVO (Al empezar a escribir este capítulo me detengo un instante a admirar la frescura que se necesita para escribir sobre la confesión sabiendo lo poquísimo que yo sé de ella. Usted debería escribir este capítulo, don Gerardo, y no yo; usted con sus cien mil confesiones y su millón de pecados perdonados... Pero pienso quizá que en este defecto van cayendo ya todas las páginas de este libro. Porque, ¿qué puedo decir yo del sacerdocio? ¿Qué de la misa? Quizá es la ingenuidad la que me salva. Porque aquí no se trata de venir dogmatizando, de decir que el sacerdocio sea así, o deba ser así. Se trata simplemente de poner sobre la mesa estas primeras impresiones, este latido fresco de las primeras horas. O a lo mejor es que he debido esperar veinte años para escribir este libro. Pero quizá entonces no tendría —¡ay! —este temblor de ahora). Pocos días después de mi primera misa volví a dejar España y a reanudar mi vida cotidiana de estudiante. Sin embargo, yo sentía que me faltaba algo para ser plenamente sacerdote: confesar. Algo así como aquella sensación que había sentido en la ordenación cuando sólo al final de la misa nos estiraban la casulla y nos daban la potestad de perdonar los pecados. Una vez ya en Italia —y pasada la época de Pascua en la que los alumnos del colegio solíamos ayudar a los párrocos de Roma— no esperaba que se me presentase ocasión de hacerlo. Pero la ocasión vino. Fue una noche cuando, ya en pleno mes de mayo —y por tanto muy cerca de los exámenes— el señor Rector nos dijo que le habían pedido confesores para un pueblecito cerca de Roma en el que habían tenido una Misión solemne. Fuimos casi todos curas nuevos los que nos ofrecimos y yo fui uno de ellos. Aquella tarde cerré mis libros de historia y abrí los de moral que tenía cerrados hacía tres años. Al compás que pasaba sus páginas me iba llenando de miedo al pensar que ya no sabía nada de cuanto había estudiado. Estuve casi a punto de ir a la rectoral para retirar mi nombre de la lista, pero no tuve valor para renunciar a un sueño tan acariciado. Me estuve estudiando hasta las dos de la madrugada y encomendé a Dios el buen éxito de mis confesiones. Durante las clases de la mañana no creo haber atendido a ninguna de las explicaciones. Me sentía por vez primera padre y veía las caras de cuantos iban a acercarse a mi confesonario. Esta impresión creció a la tarde cuando en el autobús íbamos todos callados, sin atrevernos a hablar para no comunicarnos mutuamente los temores. Yo me sentía metido más que nunca entre la humanidad —el autobús iba atestado—, más hermano de aquellos obreros que quizá me miraban con los ojos cargados de prejuicios, de aquella mujer con su cesto de fruta, del chófer que desplegaba ante mis ojos el periódico comunista todo lo grande que era. Volvió otra vez la idea de la sangre. Recordé aquella frase de no sé quién. «Los curas sois los administradores de la Sangre». Y ahora yo iba a repartirla con no menos verdad que en la comunión. Me estremecí al pensar en la cosa tremenda que iba a hacer, otra vez en el bosque

del milagro. Cuando yo levantara mi mano iba a romperse en el cielo una página del libro de una vida; no iba a hacer un rito más o menos bonito, ni a consolar con dulces palabras llenas de esperanza; iba a llenar mis manos de milagros no menores que curar a un enfermo o decir a un paralítico que ande. Porque, ¿quién puede perdonar los pecados sino Dios? Me obsesiona esta idea: Los hombres hemos perdido la idea del milagro. Milagro nos parece aquello que vemos como útil: Milagro es detener una inundación o un incendio, milagro es volver a los muertos a la vida, milagro es multiplicar los panes. Pero el que una ofensa que hemos hecho a Dios y que sería suficiente para hacernos infelices por toda la eternidad, se aniquile como si nunca hubiera existido no nos parece que sea cosa de tocar las campanas. Quizá hubiera convenido —no sé cómo— que Dios hiciera que de algún modo viésemos cómo se borraban nuestros pecados, algo como la mano en el convite del Rey Baltasar. Llegamos al pueblecito a las seis de la tarde y el párroco nos esperaba ya. Respiró al vernos y dijo. «Cuatro, bien. Serán necesarios. Esta noche espero que haya tute para todos». Subimos a la casa rectoral y tomamos una taza de leche. Dijo: «Ahora vendrán los niños y las niñas hasta las nueve. A las diez tendremos adoración nocturna para todos los hombres y los jóvenes y espero que habrá confesiones hasta las dos, que es la misa. Mañana a la mañana las mujeres». Era un hombre simpático y nos miraba un poco como a hijos. Los cuatro nos mirábamos bastante asustados mientras en el bolsillo apretábamos el rosario. Dijimos: «Cuando quiera». La iglesia era pequeña y más bien pobre, pero tenía unas espléndidas vidrieras que daban a la iglesia un extraño colorido que invitaba a rezar, Él nos las con orgullo: «son regalo de un americano a quien en guerra le mataron aquí un hijo. Fueron el estipendio de una misa». Sonreía. Nos señaló nuestros confesonarios. Eran estrechos y el asiento era duro. Un ruido precipitado de pasos nos anunció que habían abierto la puerta y una riada de chiquillos había entrado en la iglesia. Yo respiré hondamente. Fueron dos horas felices, Al principio tartamudeé un poco mi elemental italiano, pero luego todo fue sobre ruedas, Puedo asegurar que a la segunda confesión habían desaparecido mis temores y sentía una paz inexplicable. Llegaban, me soltaban sus pecados corriendo y con cuidado de no olvidar ninguno, se notaba la lista preparada, Yo entonces achicaba mis palabras, procuraba hablarles en un lenguaje suyo y sobre todo que salieran contentos de mi confesonario, Sería una triste gracia que la confesión hecha para perdonar, sirviera para llenar de intranquilidades. En fin, salí contento. Sobre todo, una cosa me alegró inmensamente: el ver que tenían fe, que no iban allí a cumplir un requisito, que iban creyendo que todos sus pecados serían perdonados y me hablaban lo mismo que le hablan a Dios. Ya es bastante esto para llorar de gozo.

Pero fue a la noche cuando me sentí de veras confesor. Fue una riada de hombres, de muchachos, de mozos, Hoy que lo veo de lejos conservo la impresión de que yo era una playa y que una tras otra venía las oleadas a dejarme su residuo de escoria, toda la suciedad de bajamar que traían. Yo ahora estaba sentado en una silla y ellos se arrodillaban en un reclinatorio porque no había bastantes confesonarios, y así estábamos los dos, mano a mano viéndonos bien las caras. Quizá para ellos fuese un poquito más duro —no mucho porque yo era un desconocido en el pueblo— pero para mí era mucho mejor; detrás de la rejilla me da la impresión de hablar a un fantasma. Eran gente sencilla, todos con pecados idénticos y había que hablarles en su lenguaje, de sus cosas. Creo que sus pecados no venían de malicia sino de esa pereza terriblemente aburrida de los pueblos o de ese burdo materialismo que da ese mirar cotidiano a las cosas de la tierra. Y levantar la mano y ver que se marchaban contentos y que por lo menos durante unos días estarían en gracia del Señor. Y explicarles que la confesión es algo muy sencillo; que el confesor comprende porque también es hombre y no va a escandalizarse por debilidades cuyo peso puede muy bien conocer; y exhortarles a no dormir en pecado, a venir en seguida que sucede cualquier cosa porque entonces todo será más bello. Y ver que sí, que, sobre todo los muchachos, comprenden que es más bella una vida sin mancha, porque se les ve en la cara la tristeza del vivir suciamente. Eran las dos y media de la madrugada cuando me levanté de la silla. Rendido de cansancio, pero contento, empapado de una alegría que no puedo definir. Queriendo ya a todos aquellos muchachos y sintiendo la tristeza de verlos alejarse, quizá hasta el año próximo, y no poder seguirles ni ayudarles en la vida, ayudarles siquiera a levantarse porque la vida es dura y el demonio no duerme. Cuando me acosté aquella noche y repasé mi día comprendí que era el más lleno de mi vida. Cien almas habían dado aquella tarde un paso hacia Dios. Y esto... por mis manos. No me sentí orgulloso porque sabía que yo no era digno de aquel don inmenso, pero no pude menos de sentir mi alma llena y pensar que valía la pena de vivir. A las siete de la mañana —muerto de sueño— estaba otra vez en el confesonario, ahora para confesar mujeres. Puedo decir que fue algo totalmente distinto. El confesar a los hombres me había acercado a Dios, el confesar a mujeres me acercaba a la vida, a la pobre faena cotidiana a la cocina y al patio de la casa. Y aquí había que llenarles la vida de sentido, luchar para que vieran a Dios en sus pucheros y no se dejasen consumir por un aburrimiento que haría su vida, si no pecadora, sí estéril, y llena de cominerías. Y también había —sí, hay que decirlo— las confesiones que te dejaban temblando: las mujeres cristianas que sabían sufrir y por qué sufrían; los hombres que no cedían un palmo al egoísmo; los viejos que se pasaban la vida rezando por el mundo; los jóvenes que se conservaban puros en medio de un ambiente de pecado.

Y entonces había que decirle a Dios que por qué permitía que nosotros estuviéramos sentados y ellos de rodillas cuando quizá eran ellos los que debían absolvernos a nosotros. Y oír la voz de Dios que se reía: «Tonto, tonto. En el fondo, ¿qué pone tu mano al absolver? Soy yo, debes saberlo, quien perdona. ¿O es que hay alguien digno de absolver los pecados?» A las doce, cuando dije mi misa y me volví a decir el «Dominus vobiscum», recorrí de una mirada toda la iglesia y me dio la impresión de ser un poco mía, de que todos aquellos eran un poco mis hijos temporales, mis hijos por el tiempo que dura un relámpago. En el autobús volvíamos los cuatro con muchas más ganas de hablar. Todos queríamos contarnos nuestras impresiones, que eran siempre las mismas: la alegría, el sentimiento de paternidad espiritual, las ganas de comenzar a trabajar en serio. Todos cuidamos muy bien de no hablar para nada de la materia de la confesión. Y uno se quedaba con ganas de contar las pequeñas confusiones al hablar italiano que daban lugar a divertidos errores. Sabíamos de sobra que eso podía decirse porque sólo es de los pecados de lo que se debe observar el secreto, pero en esta materia preferíamos todos ser exagerados y no cometer ni la más leve indiscreción. El autobús ahora nos alejaba del pueblecito, y los cuatro, como de acuerdo, volvimos nuestros ojos a la iglesia y la grabamos bien en la memoria como si fuese un poco la primera parroquia de nuestro apostolado. Una hora más tarde entrábamos en el tráfico de la ciudad, entre millares de hombres que nunca podrían comprender el exacto porqué de nuestro gozo. * La segunda vez que confesé lo hice en circunstancias bien diferentes de esta primera. Y ahora sí que fue sin esperarlo. Cuando terminó el curso decidí pasar un par de meses en un pueblecito francés para descansar y practicar a la vez una lengua que conocía más o menos de gramática, pero en la que nunca había dicho cuatro frases seguidas. Así fue como vine a este pueblecito francés no muy lejos de Lyon desde el que escribo estas líneas. Cuando llegué y vi la paz de este paisaje y el silencio aldeano de este pueblo estaba muy lejos de imaginar lo que dos días más tarde me iba a suceder, y creo que si alguien me hubiera contado lo que voy a narrar lo hubiese juzgado inverosímil como lo juzgará —no me cabe duda— el cincuenta por ciento de los lectores de este libro. La verdad es que la cosa fue así: Serían las ocho y diez cuando yo estaba cenando tranquilamente en el minúsculo comedor del convento en que hacía las veces de capellán. Fue entonces cuando sonó la sirena. Un sonido largo y que me hizo detener la cuchara en el aire a medio camino entre el plato y mi boca. Cuando entró la demandadera que me servía la cena pregunté, como pude, en algo que parecía francés, qué sucedía.

—No sé. Grave —me dijo--. Tres pitidos es grave. Fue entonces cuando entró la madre superiora y me dijo que acababan de telefonear de la parroquia. Había habido un accidente de ferrocarril y el párroco me rogaba que lo acompañara, si podía. Ya sentado a su lado en el fondo del taxi yo comprendí tras muchos circunloquios que se trataba de un accidente gravísimo sucedido en las inmediaciones de Chateaubourg, a unos cuatro kilómetros de Tournon, donde estábamos. —¿Muertos? —Parece que sí. Muchos. ¿Cómo podré describir el horrible espectáculo, aquel montón de hierros retorcidos que se amontonaban sobre el calor de la tarde que acababa de ponerse? —¿Cómo ha sido? —La «Michelin» venía a setenta. Una confusión de líneas mandó al «mercancías» por la misma vía. Por la curva no se vieron. Los guardias habían trazado con alambre espinado una valla para evitar que la gente se acercara al lugar del siniestro. La «Michelin» tenía cuatro coches que debían ir casi totalmente llenos de viajeros. La máquina del «mercancías» había entrado en el primero, que la cubría como la funda de un libro, con todo el interior pulverizado. El segundo estaba apretado como un acordeón. El tercero se había montado sobre los dos primeros. El cuarto estaba intacto levemente salido de la vía. Yo sentí que la sangre se agolpaba en mi frente; llegaban los gemidos dominados por el pitido largo de la locomotora, —Vamos— me dijo el párroco. Yo caminaba casi como un autómata. Al llegar a la valla el guarda nos detuvo. Yo le oí que hablaba precipitadamente a mi acompañante en frases que no pude comprender. Sólo conseguí entender repetidas obsesionantemente las palabras «caldera» y «peligro». Mi acompañante tenía los labios apretados y sacaba hacia adelante la barbilla como haciéndose fuerza. Me explicó: —Hay peligro. La caldera de la locomotora ha quedado aprisionada bajo el primer vagón y podría estallar. Están intentando abrir una válvula de escape. Pero tardarán. Si estallase volaríamos todos. —¿Qué se hace? No me respondió. Pero los dos supimos que la respuesta estaba dada mucho tiempo atrás. También el guarda debió comprenderlo porque cuando los dos a la vez, como movidos por un mecanismo, echamos el pie hacia adelante apenas inició un gesto para detenernos. Yo dije:

—Mi francés... —Haz lo que puedas —me contestó—. No necesitas saber francés para perdonar los pecados. Sí, tuve miedo, un miedo que quizá era más fuerte que yo mismo. Aquel quejido lento de la locomotora era como una espina que se fuera clavando lentamente en la carne. «Podemos saltar por los aires», repetí. Y también: «Yo te absuelvo para la vida eterna...» Le dije: «¿Quiere absolverme por si pasase algo?» Me arrodillé y recibí el perdón de Dios. Luego lo hizo él y fue mi mano la que trazó el signo de la remisión de los pecados. Nos acercamos al trágico convoy. El párroco de Chateaubourg, respiró al vernos. Tenía la cara sucia de carbón Y de sangre. Dijo: «En el primer coche no hay nada que hacer. Uno que suba conmigo a este segundo y otro que escale hasta el tercero». Por el agujero de un cristal que acababan de quebrar a martillazos entramos en aquella cárcel de hierros y de escombros que era el segundo coche. «Aquí, padre, aquí». Respiré hondamente al extender mi mano para trazar una absolución sobre aquella cara aplastada como un pan. Y luego sobre aquellos ojos me miraban desde debajo de un asiento que dos hombres intentaban romper a hachazos. Y sobre aquella mujer que se apretaba el estómago para contener aquel chorro de sangre que le corría por entre las dos piernas mientras decía algo que yo creí entender: «Padre, iba a Valence a oír la misa de funeral por mi madre...» Y sobre la muchacha a quien un velo trágicamente rojo ocultaba la cara. Y sobre aquella cabeza rubia separada de un cuerpo de ocho años… Dios, Dios. Decía esta palabra muchas veces. Y estas otras sueltas: «rece», «perdón», «pecados». Palabras sueltas, frases que nunca me parecieron más inútiles al lado de aquellas estupendas: «Ego te absolvo...» Y ahora saber que sí, que eran estas pocas palabras envejecidas las únicas que a la hora de la verdad servían para algo. Y aquel pitido de la locomotora que se seguía clavando en nuestra carne. «Podemos saltar por los aires de un momento a otro» ¿Qué era la muerte? ¿Qué significaba ahora esta palabra «morir»? Tuve que saltar sobre algo que había sido asiento y ahora era un montón de astillas para llegar a dar la absolución sobre aquel cadáver de pelo blanco, antes de que le descolgaran por la ventanilla. Y luego a aquella mujer que sepultada bajo un montón ingente de maletas repetía obsesionadamente: «Mi hija, mi hija. ¿La han visto? Tiene un año, un año». Eran las once y media de la noche cuando cesó el pitido de la locomotora. A mi lado un muchacho con casco de bombero me miró. Respiramos. —Han abierto un respiradero. —Sí— dije, mientras pasaba mi mano por la frente. Y fue entonces cuando me sentí débil, cuando tuve que agarrarme para no caer en tierra. Tal vez hasta entonces me habían sostenido como los nervios, pero ahora me encontraba sin fuerzas, como huego. —Padre, salga y respire un poco. Se va a ahogar usted en este infierno. Cuando me sentí fuera repetí: Este infierno...

Vino una enfermera. No sé qué le respondí, ni qué me había preguntado. Debió comprender que yo no era francés. Me señaló la cara. «Sangre», me dijo. Yo agité la cabeza negativamente. Me cogió de la mano y en la carretera me señaló un cubo de agua. Debió creerme estúpido porque me quedé quieto sin moverme. Ella empapó unas vendas en el agua y las llevó a mi frente. Sentí que poco a poco me volvía la sangre a la cabeza y aparté su mano. «Gracias», dije —creo que en español— y metí la cabeza —toda— en el cubo de agua. Fue entonces cuando llegaron cuatro curas de Valence y dos de Saint Peray. «Ya no es usted necesario. Siéntese aquí. Descanse». Corría un viento suave y la noche era oscura, cerrada, como si todo el cielo fuera una enorme capa de terciopelo negro. —¿Cuántos muertos? -—Diecisiete hasta ahora, y unos noventa heridos. Pero el primer coche aún no ha podido abrirse. Se teme que en él estén muertos todos. No hay manera de separar la carrocería de la máquina del «mercancías». Han ido a Lyon por una grúa para abrirlo como un abanico. Fue entonces cuando me di cuenta de que casi toda la gente que a las ocho rodeaba el convoy se había ido. Quedaban ahora un centenar de hombres que hormigueaban en torno de los coches y un par de docenas de enfermeras que corrían de una parte a otra. La noche se hizo ahora más lenta. Había un silencio impresionante. Sólo de rato en rato partía una ambulancia dando un largo pitido, con su carga de sangre. Yo estaba sentado junto a la carretera, inmóvil lo mismo que estatua, sin pestañear siquiera, como si tuviera hechas de mármol las pupilas. Sería la una cuando llegó de Lyon la grúa y un gran juego de focos que permitían —al fin— ver cómo se bajaba. Creo que todos temíamos el instante en que abrirían aquel primer vagón. Vimos los ganchos que entraban por ambos lados en las extremidades, la rueda que giraba, lentamente, lentamente, el metal que comenzaba a doblarse, crujiendo, los cristales que saltaban hechos trizas y aquella carga trágica —manos, maletas, cabezas, libros, gabardinas, periódicos y piernas— que caían rodando sobre los dos costados de la vía. Yo apreté los dientes. Me subía la comida a la boca. A mi lado una enfermera joven lanzó un chillido largo. Luego la grúa depositó aquel montón de hierros sobre la carretera. Eran las dos de la madrugada cuando me hundí de nuevo en el fondo del coche. A mi lado iba mi compañero sin hablar una sola palabra. Creo que aquellos diez minutos que tardamos en llegar a nuestro pueblecito fueron la más intensa oración de mi vida. Recé por ellos, por todos los muertos —treinta y siete dijeron al día siguiente los periódicos— como si hubieran sido mis hermanos. Y me sentí tan cerca de los hombres... Miré mis manos: «Ya están en el cielo... Quizá alguno ya está en el cielo gracias a estas manos...»

Y fue entonces cuando yo supe lo que era confesar cuando mi parte humana no existía, cuando yo no sabía decir cuatro palabras y era sólo Cristo el que usaba mis manos para perdonar los pecados. ¿Qué importaba aquel poco de consuelo que yo daba a las almas, qué aquel sermoncito con que les exhortaba a ser mejores, frente a la magnitud de aquellas pocas palabras y aquel signo que trazaba mi mano en el aire y que abría las puertas de la felicidad eternamente?

EPILOGO. CIENTO DIECISIETE MISAS Tournon, 15 de julio de 1953. Antonio querido: No puedes imaginarte la tremenda alegría que pruebo al sentarme a escribirte estas letras. Cuando las leas ya serás sacerdote. ¿Sabes que tiemblo al decirte esta hermosa palabra? Antonio mío, ahora comprenderás muchas cosas; comprenderás mis lágrimas de hace tres meses, comprenderás por qué me ponía tan pelma hablándote del sacerdocio y diciéndote que te ordenaras pronto. Te digo la verdad, tartamudeo al escribirte esta carta, tenía ganas locas de escribirte, pensaba decirte, un montón de cosas y ahora no sé qué decirte, ni por dónde empezar, ni cómo hablarte. Pienso que estos días quizá es pecado el robarte un momento, porque la verdadera alegría no te la van a dar mis letras, sino los minutos que pases hablando con El y pensando en lo que Eres. Mira, he escrito Eres con mayúscula, no sé por qué. Tú, filosofote grandísimo, estarás estos días tremendamente emocionado al ver que de pronto sirve para algo la esencia: para que tú te des cuenta de que el cambio que has sufrido es un cambio esencial y no un vestido. Me gustaría hablarte ahora de mi experiencia sacerdotal y me parece ridículo. Pero ¿me dejas que me ponga un poco cursi y te diga algo de estos meses que llevo de cura, de estas 117 misas que llevo dichas? Quiero decirte ante todo y sobre todo que estoy orgulloso de mi sacerdocio y que cada día doy más gracias al Señor por él. Uno es un canalla y no es santo ni mucho menos; te tengo que confesar que no he sacado al sacerdocio todo el brillo que debía, pero aun así han sido tales los montones de alegría que me ha proporcionado que no cambiaría este año por ninguno de los veintidós que van delante. Te diré que me considero otro hombre, que veo el mundo con otro color y que hablo a Dios de otra manera. Mis misas... no, no tengo ya el temblor de las primeras y mis vulgaridades y mis distracciones son tantas que para ti resultarían incomprensibles, pero te juro que tampoco cambiaría esta media hora de la mañana por la media hora dulce de mi vida. Porque, la verdad, amigo Antonio, es que la misa —sin tópicos— es algo como para llorar de gozo. Mira, te pasará, dentro de unos meses saldrás de la iglesia descontento de ti mismo, pero ni uno solo, ni uno solo saldrás descontento de Dios. Él, te lo aseguro, pondrá toda la carne en el asador, estará todo lo cerca de ti que se precisa para que le agarres y le tiendas la mano; y, aunque tengas un mar de distracciones, no faltará el momento en que se te meta de refilón por el alma y te llene de alegría y de jugo para todo el resto de la jornada. Pienso, Antonio, que mi misa de pasado mañana no será tan enorme corno la tuya, yo no temblaré como tú y no tendré el corazón tan grande como el tuyo, pero lo verdaderamente maravilloso es que tú, con todas tus emociones y todas las lágrimas no podrás en tu misa ni un adarme, porque todo lo va a poner Él y lo mismo en tu misa que en la mía que en la del Papa. No sé qué pensarás de todo esto, pero a mí me resulta tremendamente consolador saber, con la más absoluta de las certezas, que en la misa no pesamos ni un pepino, que pongamos

el calor que pongamos Él vendrá y todo sucederá con la misma verdad con que sucedió en las manos de Cristo el primer Jueves Santo. Quizá esto pudiera parecer una disculpa para nuestra vulgaridad, pero es una verdad como un templo. Es posible que te parezca imprudente hablarte a ti de esto en las vísperas de tu primera misa, pero te estoy hablando desde hace tres meses y para dentro de unos años. Mi pequeña experiencia quiere darte este consuelo: No te preocupes, amigo mío; no te atestes la cabeza con preguntas (¿diré siempre así la misa?, ¿Seré siempre tan fiel como ahora?) estas preguntas en los momentos que tú vives serían casi un pecado. Lo verdaderamente importante, convéncete, es que Él te ha elegido, que Él no se equivoca y que Él va a venir todas las mañanas a tus manos. Otra cosa es tu preocupación porque tus manos estén cada mañana más limpias; pero mira, convéncete a priori de que en realidad nunca estarán limpias por tu parte, pero siempre lo estarán por su estupenda bondad. No quiero cortarles las alas a tus propósitos de santidad, quiere advertirte contra un posible orgullo y sueño de angelismos para los que no hemos sido llamados. Lo importante es Él, sólo Él. Mira, antes me daba pena cuando la gente nos consideraba distintos de los demás hombres y ahora pienso que no sólo tienen razón, sino que eso es lo mejor de nuestra existencia, eso que tenemos de diversos, eso que de no nuestro hay en nosotros. ¿Consejos? No sé, no puedo darte muchos. Permíteme uno. Abre bien el alma estos días que pueden ser decisivos en tu vida. Después cuando venga el aburguesamiento —que antes o después vendrá— y cuando venga la tentación —que también vendrá, no lo dudes— tan quemada y tan en carne viva que te bastará levantar un poco la piel de los recuerdos para que te salte a flor la sangre del sacerdocio que te salve de todo. Y ahora no creo que sea necesario decirte que me voy a acordar mucho de ti dentro de tres días. Voy a decir mi misa cuando ya estés tú vestido de blanco y esperando tu hora con el corazón corriendo como un loco. Y cuando rece mi breviario a la orilla del río se me va a escapar muchas veces el corazón hasta esa iglesia en que tú estarás siendo sacerdote. Y creo que hasta mis manos se van a escapar para posarse sobre tu cabeza. Ayer interrumpí aquí la carta y hoy la continúo. Me doy cuenta de que aún no te he explicado porqué te escribo desde ese pueblo de nombre tan raro. Y a lo mejor estás pensando que ya estoy destinado a una parroquia. Pero el nombre ya te habrá dicho que se trata de un pueblecito francés. Así es, en efecto: Tournon es un pueblo situado entre el Ródano y la montaña; unos seis mil habitantes y un paisaje maravilloso. Hace veinte días que terminamos el curso y me encontraba cansado. Y, como no es de esperar que den inmediatamente los destinos en mi diócesis, decidí venir a descansar aquí supliendo a un capellán de monjas y practicando a la vez un poco el francés. Esto es un colegio de niñas que en invierno debe tener un jaleo imponente, pero que ahora goza de un admirable silencio. Sólo quince monjitas que van y vienen de puntillas y me saludan con profundas reverencias, El convento es un caserón viejo sin demasiadas

comodidades, Erro con algo que no cambiaría yo por todo el confort: un jardín sobre la montaña y una tenaza desde la que se domina todo el valle. Aquí —te escribo desde el jardín— me paso todo el día paseando, leyendo y escribiendo. Y creo que te debo decir que estoy escribiendo un libro. Un libro extraño sobre el sacerdocio. Se titula «Un cura se confiesa» y ni yo mismo sé lo que es. Por un lado, parece una novela, por otro una autobiografía, por otro un sermón. Más bien de todo un poco. Si me preguntas por qué escribo este libro te diré que tampoco lo sé. Quizá la razón sea aquella de la Escritura: «Non possumus quae vidimus et audivimus non loqui» (Hch 4, 20). Ya recuerdas cuándo es: cuando los judíos han apresado a Pedro y a Juan, pero por miedo a una revolución popular les sueltan, pero prohibiéndoles hablar. A lo que Pedro y Juan contestan que no pueden callarse lo que han visto y oído. Quizá es algo así lo que me pasa. Creo que este año he vivido cosas tan grandes que no sería capaz de callarlas. Pienso que el sacerdocio es un darse completo a los demás. Y cada uno se da como sabe: yo, hoy, escribiendo. Pero quizá la razón más honda de este libro es la tristeza que me da el ver lo poco que la gente conoce de estas cosas. Lo habrás visto mil veces: Se hace en las catedrales españolas una ordenación sacerdotal y asisten ciento veinte personas, estrictamente los familiares de los que se ordenan. Y creo sinceramente que no hay en toda la liturgia de la Iglesia una ceremonia más bella ni más impresionante. Además, si te has fijado, todos los libros que hoy se escriben sobre el sacerdocio o están hechos desde un ángulo ascético y, por lo tanto, abstracto o se escriben sobre el sacerdote ya en funciones, sobre el sacerdote en tono menor, digamos. No sé si me explico. Todas las novelas sobre el sacerdote, hoy tan abundantes, comienzan con su actividad sacerdotal. Y esto es algo absurdo. No se puede conocer la psicología de un sacerdote sin conocer este terremoto espiritual que significa la ordenación. El novelista que estudie al sacerdote en su parroquia se encontrará en su protagonista un removimiento de tierras —proveniente de la ordenación— que él jamás podrá explicarse. En todas ellas por eso figura mucho más el hombre que Dios. Las más profundas se atreven a poner al hombre en sus relaciones con Dios, pero en ninguna es Dios el protagonista a través del sacerdote. Y creo que, tras la ordenación, en el sacerdote queda mucho más de sobrenatural que de humano. En cuanto a lo mío lo estoy ya terminando. Pero no acabo de decidirme a lanzarlo al público. Mira, se ha hecho en torno de nosotros tal bache de silencio, de respetos humanos, que un cura ya no puede decir nunca lo que verdaderamente siente. Es muy duro volver las palabras a su pureza original, despojarse de toda la escoria del convencionalismo. Y no he sido lo suficientemente valiente. He hecho una confesión, pero una confesión a medias. En realidad, no soy yo quien se confiesa sino un sacerdote en quien he reunido todas las experiencias que conozco de los compañeros. Tuya también hay alguna. Hay en el libro poco de literario, poco de inventado, pero no todo lo que en él se dice se refiere a mí. El José Luis del libro no soy

yo, es el resultado de la suma de José Luis + Ricardo + Manuel + Alfredo + Julio + Fidel + etc., etc. Es éste un libro vivido en comunidad y casi también en comunidad escrito. Todo lo que aquí se vive ha sido vivido por nosotros, pero no siempre por mí. Y hasta las cartas recibidas han sido escritas para uno de los del grupo, pero no todas para mí. Sólo he tenido que camuflar los nombres para dar más unidad al relato. (Espero que los lectores de mi libro, si aparece, me sabrán perdonar esta mala partida). Para quienes no me conozcan es lo mismo. Se inventarán un tipo que creerán que corresponde a mí; pero con ello no se pierde mucho. Y los que me conocen se romperán un poco la cabeza descifrando qué es mío y qué no es mío. Peor para ellos, perderán su tiempo inútilmente y no sacarán fruto de este libro. Porque la verdad es que no soy yo, que no es nadie concreto quien se confiesa, es sencillamente «un cura». De todos modos, te aseguro que no es un libro cómodo y que más de una vez siento tentaciones de sepultar en mi mesa el manuscrito. Pero quizá no tenemos derecho a guardarnos tanta alegría. Me pregunto por qué te escribo esto y quizá es que necesito justificarme delante de alguien. Perdóname y dejémoslo. Me parece un crimen robarte hoy tu tiempo hablándote de cosas tan minúsculas. Bien amigo Antonio, amigo sacerdote. Hoy recuerdo tu carta: Sacerdote, Sacerdote, Sacerdote... ¿Verdad que es estupendo? Sí, hay que convencerse, los hombres seremos como seamos; pero Dios es magnífico. Es una triste lata que todos nos esforcemos en sacarle brillo a eso que llamamos los valores humanos y que ahora a la luz de estas alturas resultan cómicos y ridículos. Claro que hay que evitar el convertirnos en los «nuevos ricos de Dios» como nos llamaba un amigo mío; pero ¿cómo podremos evitar el ser ricos si lo somos? Ahora nos falta saber serlo, que no es fácil. Saber darse y darle, sobre todo. Me escribía hace días Paco que los curas estamos encargados de llevar a Cristo y a su Madre a las almas y nos estamos contentando con llevarles estupendos montones de palabras. Yo le contestaba que ése es el problema: que para darles a Cristo y a su Madre no tenemos más medio que esos pobres montones de palabras. (Bueno, y los sacramentos. Pero eso es de Dios, sin nada nuestro). Y nada más. ¿Me dejas que termine recordándote la definición del sacerdocio que el señor Rector nos recordaba en el Colegio casi cada día? «Segregatus a peccatoribus (separado —y sacado de entre-- los pecadores) et excelsior coelis factus (Y subido por encima de los cielos). Ab hominibus assumptus (Escogido de entre los hombres) pro hominibus constitutus (Y constituido en servicio de los hombres) ut offerat dona et sacrificia pro peccatis (Para que ofrezca dones y sacrificios por los pecados). Qui condolere possit (que sepa compadecerse) quoniam et ipse circundatus est infirmitate (porque también a él le abraza la enfermedad)». Así, sin comentarios. Todo esto y mucho más tú lo comprendes hay como sólo se comprende en la mañana de la ordenación. Maravilloso. Déjame que te estruje bien las manos contra mis labios porque definitivamente y para siempre son manos que merecen besarse. No sé si recordarás que hace meses te decía que cuando te

ordenases verías lo que es bueno. Ya lo habrás visto, y mucho, pero yo te aseguro que en tu vida comienza ahora la gran cadena de alegrías y también de magníficos dolores. Que sólo siendo sacerdote se sabe lo que es bueno. En todos los sentidos. Mis 117 días de sacerdocio te lo certifican. Y así mil, y cien mil, y… hasta la eternidad. ¿Recuerdas el cartel de la escalera en la mañana aquella de San José, la mañana más grande de la historia?