Trance: Un glosario

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TRANCE Un glosario

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Colección dirigida por Graciela Batticuore

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ALAN PAULS

TRANCE Un glosario

Buenos Aires

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Pauls, Alan Trance : un glosario / Alan Pauls. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ampersand, 2018. 131 p. ; 20 x 12 cm. - (Lector&s / Batticuore, Graciela; 6) ISBN 978-987-4161-06-2 1. Libros. 2. Cultura. 3. Literatura. I. Título. CDD 807

Fecha de catalogación: 27/2/18 Colección Lector&s Primera edición, Ampersand, 2018. Derechos exclusivos de la edición en español reservados para todo el mundo. Cavia 2985 (C1425CFF) Ciudad Autónoma de Buenos Aires www.edicionesampersand.com (c) 2018 Alan Pauls (c) 2018 de la presente edición en español, Esperluette SRL, para su sello editorial Ampersand Edición al cuidado de Diego Erlan Corrección: Belén Petrecolla Diseño de colección y de tapa: Thölon Kunst Maquetación: Tomás Fadel ISBN 978-987-4161-06-2 Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723 Impreso en la Argentina. Printed in Argentina Imprenta: Gráfica MPS SRL Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante el alquiler o el préstamo públicos.

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Para Gustavo A.

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Descubre muy temprano que nada le importa más que leer. Lee todo lo que puede, lo que encuentra. Lee hasta lo que no entiende. Poco a poco, sin duda porque dura más de lo razonable, su comportamiento, hasta entonces ensalzado como un ejemplo de juicio, madurez, civilización, cobra una cierta presencia, se vuelve demasiado visible. Los demás, misteriosamente, se sienten llamados a intervenir. El asedio ha comenzado. Primero, por las buenas: le acomodan el velador, le corrigen la postura, le abren o cierran la ventana, le sacan o ponen de prepo el pulóver. Llegan a sugerirle lecturas. Más tarde, dada la resistencia desafectada que opone a las reformas, su deseo de leer, de seguir leyendo, se vuelve incómodo, perturbador, como un acto de soberbia, un pavoneo, el recordatorio de una negligencia o una deuda impaga. Más que como un ejemplo, ahora lo ven como una anomalía, síntoma de una asocialidad peligrosa. Los métodos cambian. Ya no quieren mejorar su placer; sólo reprimirlo. Irrumpen en su habitación, le hablan en voz alta, le recuerdan todo lo incalculablemente valioso que olvida, que posterga, que reemplaza por estar ahí tirado con sus libritos. Le exigen que haga algo. Él, en el único rapto de inspiración que tendrá en su vida, decide ser escritor. Los escritores leen, piensa. Les da lo que quieren (un hacer) para quedarse él, en secreto, invulnerable, con lo que él quiere: un gozar. Milagrosamente, la cosa funciona. Declarar la deuda infinita que escribir (esa compulsión estratégica) tiene con leer (ese vicio gratuito, benéfico, generoso) es el propósito de este glosario.

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abc. Puesto a reducir al máximo el arsenal de herramientas, conceptos, técnicas y tics a los que recurre, a sabiendas o a ciegas, a lo largo de su vida de lector –un ejercicio tan inútil y apasionante como el que se impone con su biblioteca siempre que le toca mudarse–, se queda con dos ideas básicas, irreductibles, que son las que se activan siempre que se dispone a leer, no importa si lo que tiene entre manos es el periódico independiente El homeopático, las fragantes, sangrientas primicias de un portal de chismes o un tratado de filosofía, y las que atraviesan intactas, sin un rasguño, como el material del que está hecho el monolito de 2001: Odisea del espacio, más de medio siglo de quemar letras impresas: una, que lo que importa no son las palabras sino lo que hay entre ellas; dos, que en todo lo que está escrito siempre hay algo no escrito, o bien porque no se lo quiere escribir, o bien porque no se puede escribirlo. Tan fundadas (es y será siempre un hijo de La interpretación de los sueños) como discutibles (basta de hecho de que las consigne por escrito para desconfiar de ellas), esas evidencias son, más que sus principios, sus supersticiones de lector. No le costaría nada reconocer sus debilidades; tampoco aceptar que haya otras mejores, menos recelosas o más fértiles.

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Pero como sucede con los fetichistas –los únicos creyentes en los que cree–, renunciar a ellas, por fuerte que sea la tentación, está fuera de su alcance. Su lema, ciego pero enternecedor, es el del que prefiere adorar el zapato antes que el pie que alguna vez lo calzó: “Ya lo sé, pero aun así...”.

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abuso. ¿Cuál es el límite de una lectura? ¿Hasta dónde ir en la interpretación de lo que se lee? La cuestión no ha dejado de fascinarlo. El problema, piensa, es que la historia no es ecuánime: las lecturas que sobreviven suelen ser las que forman o se incorporan al sentido común, la tradición, el legado cultural; las otras, las abusivas, tienden a olvidarse, relegadas al estatus de alardes o excentricidades. Hay lecturas que pegan por su pertinencia: ponen las cosas en su lugar, reponen la porción de historia o de política que faltaba, blanquean las deudas pasadas por alto por asientos contables negligentes. Pero hay otras que sacuden justamente por el efecto inverso, porque desubican lo que estaba demasiado en su lugar, ensimismado, protegido por cualquiera de las identidades probadas –“clásico”, “radical”, “comprometido”, “trágico”, etc.– que hacen que un texto esté más o menos donde se espera encontrarlo. Cuando Deleuze y ­Guattari recuerdan las carcajadas que Kafka arrancaba al leer el primer capítulo de El proceso en el puñado de espectadores/ lectores que se apiñaban en el living de un sobrecalefaccionado departamento de Praga, lo que hacen es dar por tierra, exhumando apenas un modesto comentario de la biografía de Kafka de Max Brod –centinela de sentido

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ejemplar–, décadas y décadas de kafkismo triste, atormentado, débil, y propulsar la ficción de K ­ afka a la órbita de risa radical de la que había sido secuestrado por el club de los amigos del sufrir. (Sin querer, o disimulándolo con una discreción humillante, el gran Reiner Stach da un ejemplo de lo que debió haber sido la radicalidad de esa risa al evocar los años escolares de Kafka, en particular su calvario con las matemáticas, que año tras año afeaban un boletín más bien irreprochable. Al parecer, el tormento llegaba a su clímax cuando el profesor llamaba a Kafka a resolver un problema en el pizarrón, ante toda la clase, y el supliciado permanecía inmóvil, tiza en mano, los ojos clavados en el piso, un largo rato agónico, hasta que el maestro, confiscándole la tiza, lo devolvía a su banco al grito de: “¡Cocodrilo!”. Deducimos que el apelativo tenía valor de humillación por el lugar que ocupa en la anécdota, y también porque Kafka, de vuelta en su banco, se ponía a llorar. Pero recién entendemos la manera idiosincrática en que el mismo Kafka lo leía, revirtiendo su valor de estigma, usándolo para su propio provecho, cuando Stach agrega que sólo la compasión que año tras año inspiraban esas lágrimas disuadió a los maestros de desaprobar a Kafka en matemáticas. Krokodilstränen!).

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acertar. Contrapeso mezquino de la doctrina del abuso, se ensalza a menudo la puntería como virtud suprema de la lectura. Como si leer bien fuera acertar. Supongamos que sí, pero ¿acertar a qué? ¿En el centro de qué blanco dan las lecturas que se jactan de poner la bala donde ponen el ojo? No en el del sentido, en todo caso, en la medida en que el sentido nunca es un punto quieto –la presa que una mira telescópica congela por el mero hecho de apuntarle– sino un rastro o una sombra, algo que no existe antes, ni siquiera en el antes del deseo del cazador, algo que nace y se hace y deshace en el encuentro entre un texto y un deseo de leer.

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ajedrez. De allí viene, tal vez, el primer impulso de anotar lo que lee, y también la primera técnica de notación que emplea: de la sección ajedrez de los diarios. A principios de los años setenta, el ajedrez funcionaba como simulador de más de un diferendo contemporáneo –la Guerra Fría, sin ir más lejos– y los diarios, menos adictos a la rápida imbecilidad que ahora pero alérgicos a la menor promesa de tedio, encontraban perfectamente natural dedicar a dos sujetos cejijuntos pulseando inmóviles y en silencio durante horas alrededor de un tablero de madera el espacio que ya ocupaban ídolos del deporte más carismáticos, choferes de fórmula uno al volante de sus frágiles bólidos, siempre con ese sol de nieve en la piel, pesos pesados en busca de la corona faltante o injustamente arrebatada, estrellas del básquet altas como mangrullos, nadadores. El ajedrez era clave porque era quieto, cerebral, maquinado, un prodigio de especularidad y sigilo, a imagen y semejanza, pensaba él –a coro con los cientos de espectadores que en 1971 colmaron el teatro San Martín para ver en vivo el match entre el norteamericano Bobby Fischer y el soviético Tigran Petrosian, una de las lidias épicas de la época–, de los miles de complots urdidos, llevados a cabo o cancelados

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a último momento, oprimiendo un botón tan poca cosa como el que apretaban por turno, una vez movida la pieza, Fischer y Petrosian en sus respectivos relojes, por agentes de inteligencia y contrainteligencia tan mal vestidos y poco mundanos como esas dos glorias del juego-ciencia. Él, vaya uno a saber por qué, cae en la volada. Entre los diez y los trece, grosso modo, su deporte es el ajedrez –él, que nada odia tanto como el deporte, ni siquiera al nazi de incógnito que le corta el pelo en un subsuelo del Automóvil Club Argentino; él, que recién repara en sus músculos cuando se le duermen, y que si alguna vez se aviene a fingir que juega al fútbol es sólo para sobrevivir a ese servicio militar escolar atroz, prodigio que logra gracias a una inspiración genial, profusamente recomendada, ya de grande, cada vez que se tope con una joven víctima del brete del que él pudo escapar: postularse para arquero, puesto del que todos huyen como de la peste y nadie, por lo tanto, sabría cubrir mejor que la nulidad que es él. Es, fuera de leer, la única actividad que no considera una frivolidad o un escándalo. El ajedrez –con su efecto de abducción, su autarquía y su soberana soledad, tan parecidos a los que experimenta cuando lee– y toda su parafernalia: sus tableros de noble madera y sus kits de viaje, con esos imancitos funcionales y fugitivos, su historia, su panteón de exóticas celebridades, sus antagonismos inmortales (ah, el título mundial que ­Alekhine le gana a Capablanca –y a las seis muelas que le arrancan durante el match– en Buenos Aires en 1927), sus clubes de autómatas autistas y sus plazas de jubilados, su bibliografía especializada y sus teóricos, sus tímidos Sun Tzus de traje y corbata, su acervo de nombres propios, remotos y eufónicos como dolencias de otro siglo (Ponziani, Nimzowitsch-Larsen, Philidor –con su eco ­

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gombrowicziano–, Caro-Kann), sus “problemas” (“juegan las blancas y dan mate en tres”), sus stock de metáforas (ahogado, celada, clavada, coronación, sacrificio), sus personajes conceptuales (el genio loco, el obrero de la partida, el científico, el acróbata espectacular, el matemático elegante –¿habrá menos mujeres en la historia del ajedrez que en la de la filosofía?), y, por supuesto, su literatura. No hace lo que se dice carrera. A los catorce, el hipopótamo de Mikhail Tal, mago de Riga, o las ocho simultáneas a ciegas que Paul Morphy da en La Habana bailando el rigodón ya habrán pasado a la historia para él. Pero esos tres años duchampianos le bastan para paladear lo que sería una vida entregada a las escaramuzas de esos gladiadores en miniatura. Se hace socio del Club Argentino de ajedrez. Los fines de semana vapulea ancianos torvos en los tableros de hormigón de Barrancas de Belgrano, a la sombra de los ombúes. Sale tercero en el único torneo del que participará (después de ser el único en ganarle al campeón, el impasible Silvestri, y de perder con Schönfeld, viejo avaro de cejas hirsutas, opaco y paciente, que aprovecha el único error que comete y le arrebata una partida que tenía ganada) y usa el tórrido verano que pasa encerrado en el primer piso de una casa sin pileta que alquila su padre con su flamante segunda mujer para saquear el canasto de libros de ajedrez en oferta de la librería de la estación de Vicente López y emprender un puñado de partidas por correspondencia que quedan truncas –cortesía del correo argentino– antes de que los corresponsales lleguen a entrar en calor. Lo que importa es otra cosa: jugar ajedrez es la continuación por otros medios de una vocación literaria precoz. (De golpe, en esos relámpagos de lucidez ­acorralada que iluminan la adolescencia, se desvela a las

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cuatro de la mañana y, sentado en la cama con el cuerpo en noventa grados, piensa: “Si nada funciona, siempre puedo dedicarme al ajedrez”). Jugar es leer, y cada partida un relato del que una narratología rudimentaria pero eficaz precisa las articulaciones: apertura, medio juego, final, variantes, combinaciones, remates. De buenas a primeras, como en una fiebre –la segunda que sufre–, se pone a leer todo escrito que involucre un tablero, treinta y dos piezas y ese horizonte de posibilidades beligerantes que le corta el aliento cada vez que se dispone a empezar una partida, desde crónicas de contiendas entre grandes maestros internacionales hasta antologías de partidas-chasco entre oscuros amateurs de provincia, pasando por enciclopedias ilustradas, manuales de aperturas, defensas, gambitos diabólicos, ardides para desbloquear medio juegos trabados o apurar finales lánguidos. En ese sentido, la prensa diaria era a las publicaciones especializadas un poco lo que las reseñas periodísticas eran (ya no, hélas, ni siquiera eso) a la crítica literaria: un ersatz sobrio, sin mayores luces ni ambición, que se limitaba a reproducir partidas de torneos importantes o a evocar hitos decisivos de la historia de la disciplina. Solo que las partidas estaban comentadas. Ese comentario es el primer modelo de exégesis del que tenga memoria. Completado por una o dos ilustraciones donde el tablero se veía desde arriba, en una perspectiva cenital, congelado en alguna posición particularmente crítica o en el final, con la suerte ya echada, el comentario, eminentemente verbal, acompañaba paso a paso la sucesión de movimientos y cada tanto la suspendía con breves remansos de reflexión que el comentarista, por lo general un gran maestro, Miguel Najdorf, por ejemplo, o Miguel Quinteros, aprovechaba para explicar, en la medida de lo posible, cada decisión de los

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jugadores. Era una explicación técnica, atenta a la lógica interna de la partida, que citaba variantes alguna vez ensayadas antes en una posición similar o desarrollaba otras que la posición admitía también pero habían sido descartadas, sin duda en razón de los cataclismos inexorables que acarrearían y que el comentarista, con mal reprimida fruición, se complacía en detallar. Pero ciertos momentos álgidos o desconcertantes de la partida daban pie a veces a insights psicológicos furtivos, fundados en el historial del jugador y el contexto específico de la partida, que el comentarista, fiel a alguna ética tácita de la disciplina, que ordenaba reservar las afirmaciones categóricas para los asuntos técnicos, siempre formulaba en puntas de pie, casi avergonzado, con ese tono tímido y conjetural que adoptan los devotos de las disciplinas duras cuando se rinden a la única tentación a la que deberían ser inmunes: la interpretación ad hominem. Así, entrenados como máquinas de matar, aun los campeones mundiales tenían miedo, sufrían raptos de amnesia, temblaban de nervios y no hacían lo que se esperaba de ellos. La decepción del comentarista era matizada: iba del mero desliz (que se describía con un escueto signo de pregunta cerrado: ?) al error garrafal (lapidado por dos, tres y hasta cuatro atónitos ????), pasando por el desconcierto, su reacción de lector preferida, que el código de notación, de manera ejemplar, comentaba con una combinación de signo de interrogación y signo de exclamación (?!), bello dúo aberrante que prometía toda clase de jugosas consecuencias. Este (?!) fue el primer signo que importó del ajedrez a la lectura: su primer ícono de glosa, económico, de una eficacia gráfica inmejorable, ideal para marcar, y volver inmediatamente visibles en caso de una relectura posterior, los pasajes de texto con los que literalmente tropezaba, que

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no se decidía a admirar ni a objetar pero ante los cuales le era imposible seguir de largo, y que seguían rondándolo mucho después de que el libro se los hubiera tragado. Recién más tarde, porque le parecían poco poéticas, demasiado fáciles y funcionales, adoptó también las interjecciones de reparo (?) y las de escarnio (???), con el tiempo magnificadas en los márgenes de los libros por unas tipografías pop desmesuradas, como salidas de las escenas de pelea de Batman, y naturalmente su contrapartida entusiasta, formulada con signos de exclamación: uno solo (!) para ensalzar una jugada inteligente y resuelta (que él usaba, más que nada, cuando lo que leía enunciaba algo que él creía haber pensado antes, solo que dicho con tal precisión que su propia idea, si es que había una, por el simple hecho de reflejarse en su doble perfecto, parecía limpiarse de todas las torpezas e imperfecciones que la arruinaban), dos o a veces tres (!!!) ante la gran jugada, la jugada-acontecimiento, una entre cientos, imprevista, que desairaba a la tradición, liquidaba la partida con una rápida sarta de golpes de gracia y encima era de una elegancia deslumbrante. Esa exageración, ese éxtasis, él los reservaba para los trances de lectura sublimes: los que agregaban mundos al mundo.