Tragedias griegas

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Volver a vivir (a ver, a leer) las tragedias griegas nos hace volver a casa. A la casa de nuestra infancia y nuestra memoria, con nuestras familias, nuestros ancestros, con Edipo, con Fedra, con Electra, con las Bacantes. Hace cien años que Freud formuló su teoría sobre el complejo de Edipo, la atracción sexual que experimenta el niño por su madre. El complejo de Edipo pertenece a la categoría de profundos misterios de la psique, pero el hecho de que el gran psiquiatra vienés acudiera a un mito griego para describir un elemento de su teoría psicológica dice mucho más sobre los griegos que sobre Freud. Los antiguos griegos acudían a los teatros para encontrar explicaciones y alivio en un mundo de horror. Este alivio, esta catarsis, la buscamos ahora en pantallas y libros. Por eso, revisitar las tragedias griegas resulta tan beneficioso y aconsejable.

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AA. VV.

Tragedias griegas ePub r1.0 Titivillus 18.10.2018

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Título original: Tragedias griegas AA. VV., 2007 Retoque de cubierta: Titivillus Editor digital: Titivillus ePub base r2.0

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Índice de contenido Antígona y el cuerpo eléctrico Uno Dos Electra en tierras oscuras Prometeo medicado Medea o la destrucción Ellas, mañana, a partir de «Las bacantes» de Eurípides

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ANTÍGONA Y EL CUERPO ELÉCTRICO Juana Salabert

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JUANA SALABERT (París, 1962) Es licenciada en Filología Francesa por la Universidad de Toulouse Le-Mirail. Ha publicado las novelas: Varadero (Alfaguara, 1996), Arde lo que será (Destino, 1996, finalista del premio Nadal), Mar de los espejos (Plaza & Janés, 1998), Velódromo de invierno (Seix-Barral, 2001, premio Biblioteca Breve), La noche ciega (SeixBarral, 2004) y El bulevar del miedo (Alianza, 2007, premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones). Ha publicado también el ensayo Hijas de la ira: vidas rotas por la Guerra Civil (Plaza & Janés, 2005), el libro de relatos Aire nada más (Plaza & Janés, 1999) y la novela infantil La bruja marioneta (Espasa Calpe, 2001). Sus relatos han aparecido en diversas antologías.

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UNO

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No nacía para corresponder con odio, sino con amor. SÓFOCLES, Antígona Et par le pouvoir d’un mot je recommence ma vie. Paul ÉLUARD, Liberté

su cielo protector no había nada, eso respondieron siempre todos a sus antiguas preguntas de niña díscola e inquieta. Sólo la certidumbre de la peor de las muertes. Y le describían entonces, someros, pero no sin cierto deleite, la prometida fulminación del mal bubónico bajo la lluvia ácida que calcinó bosques y florestas y arrasó los vestigios del sucio mundo de sus predecesores, esos a quienes ningún enemigo alcanzó a derrotar porque ellos mismos, pobres estúpidos, se las ingeniaron en las postrimerías de su tiempo sórdido y remoto para aniquilarse entre sí. Sólo a un loco suicida, o a un criminal asocial de tipo aún no catalogado, se le podría ocurrir la idea de aventurarse más allá del microclima de salvaguarda que su civilización de vástagos de la fortuna y elegidos de la inteligencia supo merecerse con creces siglo y medio atrás, añadían exasperados. ¿Acaso ella, sobrina favorita del Gobernador Creonte, no tenía mejores asuntos en que pensar? A fin de cuentas, semejante curiosidad por los lugares condenados allende el vertedero resultaba malsana en una niña de su posición. Antígona comprendió desde muy pequeña que aquellos lugares y sombras sin nombre del espacio exterior inspiraban por doquier una especie de infinita aversión. Un temor vago y ominoso, también. Algunas gentes ni siquiera se atrevían a mencionar los parajes donde terminaba su sellado mundo feliz de bienaventurados y empezaba FUERA DE LAS INVISIBLES MURALLAS Y MÁS ALLÁ DE

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aquel otro, inhabitable y avasallado por la pestilencia, las enfermedades y un sinfín de males. En la ciudad-estado de Tebas, el infierno estaba afuera, arriba y abajo, a izquierda y a derecha de su cúpula aislante de retráctil fibra luminiscente, pero a nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido llamar con ese nombre a los ignotos espantos exteriores. A nadie salvo a Polinices, claro. Sólo que él llamaba secretamente, primero para sí y más tarde también para la audaz e insólita niña cuyo cuidado le encomendaron, «paraíso» a esos territorios situados del otro lado del vertedero, aún cobijados en su memoria. «Infierno» era, por lo demás, uno de tantos términos rápidamente caídos en el olvido desde que un par de décadas atrás se decidiera su exclusión del diccionario que anualmente se aprobaba por decreto. Una de esas muchas palabras antiguas y mordientes que a Antígona, quien las aprendió del propio Polinices, le gustaba repetir desde antaño en la privilegiada soledad de su dormitorio sin escuchas. Allí dentro, amparada por la ley que aseguraba el derecho a la absoluta privacidad de los miembros de la familia del Gobernador (de todas sus prebendas, aquella fue la que más apreció siempre), Antígona aprendió a construirse en silencio su morada secreta durante las escasas horas libres que le dejaban sus agotadoras jornadas de estudios matemáticos. Siempre que tuvo ocasión, rehuyó disimuladamente los juegos virtuales en equipo y la compañía animada de los mil y un juguetes personalizados que año tras año le obsequiaban, serviles, por las calendas de invierno los Consejeros y Procuradores de su tío, pero lo hizo con tanta habilidad que sus allegados apenas si se percataron de unas rarezas que enseguida habrían tachado de «desaires». En Tebas se desconfiaba de los solitarios e imaginativos, a quienes se juzgaba tan sólo un paso por delante de los «asociales». Pero en esa época, ni siquiera a Antígona se le hubiera ocurrido considerarse una «solitaria». Por aquel entonces, diez años atrás, ella era únicamente una criatura huérfana dotada de un asombroso talento matemático que enorgullecía a Creonte y llenaba de admiración a su guapo primo Hemón, más dado a las proezas deportivas que a las del intelecto. Una chiquilla brillante y ensimismada, mucho menos bella que su hermana Ismena, que sólo descubrió que llevaba años 10

asfixiándose de aburrimiento a los pocos días de que le regalaran por su octavo aniversario al híbrido al que llamó Polinices, fiel a su manía de ponerle nombre, en lugar de meras etiquetas numéricas, a todas las cosas y todos los seres, incluidos los artificiales de servicio. Antígona recordaba a la perfección aquel regalo de aniversario. Y el momento en que sus ojos se cruzaron con los del futuro Polinices. El híbrido era un nuevo y muy perfeccionado prototipo de la carísima serie de dóciles homúnculos articulados HB 546, que pronto sustituiría a la HB 346, la exitosísima serie que arrasó el mercado y envió a la ruina a los fabricantes de esos viejos Modus Excell que ni siquiera los más ínfimos operarios almacenaban ya en sus trasteros. Era tan bueno que de no muy cerca podía incluso confundírsele con una persona, aseveró el Ingeniero Genetista mientras su primer ayudante lo sacaba del lujoso envoltorio acolchado. «Impresionante», suspiró tras ella su primo Hemón. Y agachó la cabeza cuando su padre observó, enojado: «Tendrás uno igual cuando sepa que ganaste limpiamente, como ella, una Justa Matemática… Limpiamente, es decir no porque a los Jueces les impresione el hecho de que lleves mi apellido». Uno igual, recordaba ella ahora, furiosa y acongojada. No había, nunca podría haberlo, ningún otro igual a Polinices. Y no únicamente porque a éste alguien olvidó, simple y maravilloso error de cálculo que ella descubrió de inmediato, borrarle la memoria en los laboratorios y factorías de reprogramación y montaje, no. Ningún otro ser en el mundo (y repetía en voz alta, paladeándola con fruición, la palabra «ser») la había conducido tan lejos, a la otra orilla de sí misma. Ni siquiera su enamorado Hemón, en esas noches en que ambos se buscaban, tiritando de fiebre y deseo, por los corredores privados del inmenso Palacio Gubernamental hasta caer derribados por cualquier rincón libre del enfoque paciente de las cámaras, del zumbido eterno de los micrófonos. No, Polinices no se limitó nunca a comportarse como un simple ayo mecánico porque su reino no era de este mundo, un mundo acotado y huero, hubiera deseado imprecarle enfurecida a Creonte. Guardiana de las palabras, de su invicto fulgor de ruina, la memoria

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intacta de Polinices reestablecía a su través la desordenada belleza de su mundo perdido. De él había aprendido la nostalgia de lo desconocido. A imaginar la noche y el día al raso y destechados. Y el verde mecerse de la hierba libre y el fluir del agua entre peñas y riscos y el son hechizado del viento entre las ramas y los abandonados edificios de colores. Y el eco de las risas que nadie grabó antaño en esos antiguos lugares de paso, vestíbulos de estación grandes como templos, hoteles y cafés que él le describía fervoroso. Su memoria los atesoraba como sacros vestigios de lo que fue alguna vez y acaso continuaba siendo del otro lado de la línea de demarcación del vertedero: ¿quién, por muy Gobernador que fuese, conjeturaba a veces Polinices, podía de veras asegurar que allá fuera no quedaba nada, excepto basura, ponzoña y espanto? ¿Y si todos aquellos relatos apocalípticos sobre las tierras insalubres de allende el microclima salvador no fuesen sino una burda mentira, urdida por el miedo y la ignorancia, tramada por las autárquicas obsesiones de un Consejo sumido en lucha perpetua contra gérmenes e impurezas? En los últimos tiempos, Polinices había recurrido con frecuencia cada vez mayor a esa clase de peligrosos argumentos durante sus conciliábulos nocturnos. «No te hagas demasiadas ilusiones», lo atajaba ella, alarmada al sentir en su voz un ansia nueva y creciente de evasiones, un estímulo de quimeras y descubrimientos. Pero el homúnculo apenas la escuchaba. Sacudía la cabeza yerma y se abandonaba a sus ensueños, galvanizado por la rabia fértil de la esperanza. Con él aprendió a soñar, a mirar y a inventar. A elucubrar acerca de esa misteriosa vida que sin duda estaba fuera, en otra parte. También a compadecer el destino, programado de antemano, de los sin destino. A su lado, se convenció de que en ocasiones bastaba con el único poder de una sola palabra para recomenzar la vida. «Polinices, tu regalo, me regaló la curiosidad, un bien que ni tú ni ninguno de tus Consejeros os avendríais siquiera a considerar motor de subversiones, porque lo repudiáis y lo teméis como al más virulento de los bacilos», hubiera deseado gritarle a su tío. 12

Antígona había querido al homúnculo (y estaba segura de que ese sentimiento era mutuo, por mucho que los genetistas asegurasen que las emociones de los híbridos no pasaban nunca del estado primario) que velaba su descanso, organizaba el ritmo de sus jornadas, sus comidas, su aseo y su ropa, y le otorgó en secreto el caos, el sortilegio de unos recuerdos, salvados por el error de cálculo cometido por el propio Genetista Director o uno cualquiera de sus ayudantes más cualificados, que acaso ni siquiera fueron suyos alguna vez. Al ser que, al narrárselas a escondidas, le enseñó a disfrutar de las historias y le confió un vehemente «no quiero ser sólo un cuerpo eléctrico». Por eso, cuando todo se descubrió, lloró amargamente su previsible final. Pataleó y chilló después sin ninguna compostura a las puertas selladas de la cámara de desconexión, aunque luego se dejó conducir en silencio hasta su dormitorio por la guardia personal de su tío. Allí la esperaban un abrumado Hemón, que desde niño se reveló incapaz de soportar ni el más mínimo de sus sufrimientos, y su hermana, a quien mandó callar, porque su continuo repetir «no entiendo qué pretendes con este escándalo, a fin de cuentas sólo era un homúnculo, por mucho que se creyera persona, en buena medida por tu culpa, que con tu manera de tratarlo puede que hasta lo hayas incitado sin querer a la rebelión» le sulfuraba los nervios. Les rogó que la dejasen sola y apartó los ojos de la mirada de Hemón, decidida a no dejarse distraer por su solícita tristeza de enamorado. Antígona sabía que era inútil tratar de domeñar la voluntad de su tío. Como debió de saberlo, y cuán amargamente, en el instante exacto en que se le comunicó que su petición de indulto le había sido denegada, el Ingeniero Jefe Genetista que la mañana de sus ocho años le trajo a Palacio, por encargo familiar, la última maravilla en lo referente a híbridos salida de su laboratorio inmenso con factoría incorporada; esa misma mañana lo habían ejecutado mediante inyección letal por el cargo, probado y juzgado sumarísimamente, de «imprudencia temeraria con consecuencias muy graves para la seguridad nacional». Creonte era un dirigente que jamás perdonaba errores.

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Y ni mucho menos aquellos que ponían en peligro la buena marcha de su Gobierno y la sana estabilidad de la ciudad-estado de Tebas. Si ya era inconcebible que un homúnculo intentase huir, no de sus funciones, sino de su propia dueña, que debió de sustituirlo mucho tiempo atrás, cuando él en persona se lo aconsejó, porque no terminaba de gustarle esa terca fidelidad suya al juguete viejo dos o tres veces reparado, ¿qué se podía pensar cuando ese mismo híbrido desfasado trataba de sublevar a los homúnculos que acababan de capturarlo in fraganti? ¿Creía ella acaso, su sobrina, maldita sea, que no se le olvidara a quién le debía obediencia, agradecimiento y respeto, que semejante barbaridad era merecedora de honras fúnebres? O de medallas… —Tal vez a ti, Antígona, te parezca que una medalla es incluso poco para tu viejo ayo de juguete recién decapitado al que enseguida desconectaremos por delito de rebelión y subversión. Mejor le erigimos un monumento conmemorativo de su hazaña, claro que sí. Y otro, también, para ese hijo de la gangrena del genetista que lo fabricó, usando a manos llenas los restos podridos de alguna conservada memoria de esos sucios predecesores que lo prostituyeron todo, por qué no. De esa asquerosa raza inferior de homúnculos descendientes de los predecesores no quedarían ni los fósiles de no haberlos reprogramado nosotros, que se te meta bien en la cabeza. Si no nos hubiésemos preocupado de transformarlos en híbridos útiles, serían ya polvo contaminado sin más espacio vital a su alrededor que el de sus alientos pútridos —vociferó Creonte, luego de obligarla a presenciar tras la pantalla estanca cómo la cabeza de Polinices, serrada muy muy lentamente con instrumental antiguo, se convulsionaba sobre el tajo de fibra óptica. —Él sólo quería la libertad —repuso ella en voz muy baja. Mantenía los ojos clavados en la agonía de sus labios que articulaban, entre bocanadas de sangre y líquido artificiales, las vocales y consonantes de un mágico alfabeto. Y su tío simuló no oírla. Quizá, de haberlo hecho, se hubiese limitado a un breve encogerse de hombros. Libertad, sí, pero ¿para qué, para perecer por culpa de conspicuos gérmenes, de heredados

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bacilos, del moho derivado del viejo desorden de razas y castas entremezcladas?, habría gruñido, enojado. Eso, u otras cosas, podría haberle respondido Creonte, que no aborrecía el término, más o menos caído en desuso, de libertad, porque se limitaba a obviarlo, caso de haberla escuchado; de haber atendido a sus siguientes palabras, susurradas a su oído, justo antes de «exigirle» que se encargase ella misma de hacer desaparecer la cabeza del insólito homúnculo, Creonte hubiera sentido indudablemente cómo el corazón se le encabritaba en su pecho liso de anciano sin arrugas merced a las terapias de todo tipo que le prodigaba Eurídice, su concubina favorita y triunfal Directora del Nuevo Instituto de la Raza y la Juventud. Pero su tío, que tanto la había amado de pequeña, porque en el fondo siempre la prefirió a la rubia, bella y codiciada Ismena, a quien desasosegaba el vértigo de los logaritmos y entusiasmaba en cambio el brillo solar de los uniformes de la Guardia Palaciega, no acostumbraba casi nunca a escuchar a nadie. ¿Quién respetaría a un Gobernador débil y entregado a las habladurías y disquisiciones de unos y otros, se defendía iracundo cuando su hijo Hemón, de día en día menos acobardado ante su formidable presencia, lo instaba a no cerrar los ojos al descontento que traslucían ya, sin ambages, tantas miradas a su alrededor? Porque nadie hablaba de nada, a sabiendas de que incluso bajo las duchas desinfectantes espiaban sus palabras y movimientos las cámaras gubernamentales, aducía Hemón, pero los ojos… Los ojos de la gente dejaban adivinar muchas cosas, todas las no proferidas y también las que aún no eran sino disgustado revoloteo que todavía no alcanzaba rango de pensamientos, aseveró. No lleves, pues, dentro de ti una única forma de pensar, la de que lo que tú dices, y ninguna otra cosa, eso es lo correcto; pues el que piensa que él es el único que es sensato o que tiene una lengua o un alma que no tiene ningún otro, ese al ser descubierto se manifiesta vacío. Eso le dijo Hemón a su padre minutos antes de acompañar a su prometida frente al palco desde donde ambos presenciarían obligados la retransmitida decapitación del homúnculo rebelde y agitador. Y por vez primera su padre no lo amenazó con desheredarlo, ni con simples, 15

pero cumplidos, castigos de reclusión en sótanos de tedio y aislamiento. Por vez primera, y al igual que a su sobrina preferida, le aseguró la muerte en caso de flagrante desobediencia. «Si tengo que dar ejemplo a vuestra costa, lo haré, aunque ello me cueste una y mil reencarnaciones, las de mi eternidad entera», zanjó Creonte, con tono frío que desmentían el temblor de sus labios y la lividez de sus rasgos. Horas después, y al cabo de un amor tan lento como extraño y arrebatado, Hemón besó el rostro, de repente hermético y casi desconocido, de la muchacha a la que quiso sin remedio desde la mañana en que ella, entonces una cría de cinco años, lo derrotó al ajedrez de las mandrágoras eléctricas y en lugar de reírse de su falta de peripecia y tirarle del pelo, como solían hacer los hijos del Primer Ministro de su padre, sabedores de que este les reía las gracias y la rudeza de trato «formativa», le murmuró al oído que era el niño más guapo de todos los mundos. «Intenta descansar», así se despidió, cansado e inquieto, de Antígona. Pero ella no le respondió. Pensaba en Polinices, en sus labios exangües. En el último momento de sufrimiento esos labios lograron articular, para ella y sólo para ella, que lo observaba estremecida del otro lado de la pantalla inmensa, una suerte de visionaria contraseña. El nombre, recuperado en última instancia, del antiguo poseedor de su memoria del imperfecto, hermoso mundo antiguo que, ahora Antígona lo sabía con inequívoca certidumbre, sobrevivía a duras penas, oculto y miserable, pero todavía vibrante, más allá de la espantada orilla, muy lejos del temido vertedero. Tiresias. «Yo vuelvo a ser Tiresias», profirieron mudamente bajo el tormento los labios condenados de Polinices. «Tiresias, el ciego que todo lo ve, hasta lo que abomina, teme y pronostica». «Hasta nuestra destrucción y renacer pasados y futuros, los vuestros y los míos, los de todos nosotros, bajo otros nombres y otros destinos». 16

«Porque todos somos lo mismo y una misma raza ciega». No estaba dispuesta a dejar que arrojasen la inanimada cabeza —el cuerpo, criogenizado de inmediato, sería enseguida adjudicado en las factorías a uno cualquiera de los modernos y nuevos prototipos de híbridos— del prófugo y rebelde Polinices, que alguna vez pudo o creyó ser Tiresias, el vidente ciego, a la trituradora. De modo que ese amanecer Antígona trató de robar la cabeza de Polinices, decidida a cumplir con su honra fúnebre. A sabiendas de que no lo conseguiría, se enfrentó a gritos («igual que tú», le dijo a su recuerdo, orgullosa), apenas la descubrieron, con la Guardia Palaciega vestida de brillantes e impolutos uniformes que custodiaba la entrada de la cámara de desconexión. Y casi rió de pena al comprobar que su ayo homúnculo, el híbrido que no quiso elevarle canto alguno a la esclavitud del cuerpo eléctrico, el de la memoria cuentacuentos superviviente del mundo perdido, había tenido razón al mencionarle los esfuerzos inútiles que pese a todo no eran tales. Porque los dóciles y vigilantes híbridos que la apresaron en el pasillo de la recámara y la condujeron de inmediato ante su tío Creonte, quien convocó de urgencia al Consejo Jurídico en pleno, no dieron muestras de atender a ni una sola de sus palabras incitándolos a la revuelta. «Es inútil, por supuesto; están programados para no escuchar ni registrar ni una sola palabra que no sea una orden. Para no entender ni una sola palabra de las antiguas y defenestradas por las falsas ventanas de sus diccionarios, pero aun así hay que intentarlo», le explicó Polinices la noche antes de su fuga, que sabía a todas luces condenada. «Hay que decirles que hay otros mundos, siempre hay otros mundos, pero que están en este», le insistió a la atemorizada muchacha. Y a ella le conmovió el cálido relumbrar de sus ojos sin pupilas. Como asimismo, y en cierta medida —porque también Antígona quiso mucho de niña a Creonte—, le conmovió la desolación de la mirada de su tío cuando el juez más avezado del Consejo pronunció en voz alta su condena, luego de que ella se negase por tres veces al arrepentimiento público. Condenada a morir de hambre, dijo el hombre. Y lo repitió, tras un nervioso carraspeo, las tres veces protocolarias de rigor. Sería atada en

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el centro mismo de «Saciedad», el mejor y más afamado restaurante virtual de la ciudad-estado de Tebas. Y todos los comensales podrían verla y estudiar paso a paso su agonía, añadió, antes de atragantarse con un ataque de tos que hizo que el Ministro de la Salud allí presente lo observase con inquietud y una punta de recelo. Una sentencia novedosa y ejemplificadora, observó el Director del Boletín Gubernamental. No dejaría de agradar al pueblo, añadió. ¿Quién no se sentiría contento al comprobar que la Justicia Gubernamental funcionaba ecuánime y sin distingos, puesto que su brazo alcanzaba incluso a la sobrina del loado Gobernador, de todos conocido por Creonte el Magnánimo? Ella moriría de inanición mientras a su alrededor los mejores y más dignos habitantes de Tebas, cuya alimentación mediante píldoras y batidos energéticos exhaustivamente controlados por excelentes dietistas era un logro científico de primer orden, disfrutaban de mariscadas y soufflés virtuales. Nadie lo siguió por ese derrotero; ni uno solo de los jueces, de los escasos asistentes de gesto petrificado, secundó sus risitas de funcionario feliz. El silencio era total cuando Antígona se levantó de su asiento transparente de reo y profirió, con voz temblorosa: —Polinices o Tiresias, Tiresias-Polinices, como más os guste, lo dejó muy claro y lo sabéis tan bien como yo, ya que vuestras cámaras grabaron el movimiento de sus labios durante la ejecución. Si me matáis, mataréis vuestro propio destino, aunque eso ya no importa, porque todos estamos medio muertos, presos de una mentira a la que rendís estúpido culto desde hace mucho tiempo. Estamos muertos en vida bajo nuestra cúpula y al aire perfumado que respiramos lo vician el engaño y la tiranía, pero preferimos adormecernos el cerebro con elogios a nuestra pretendida superioridad racial, a nuestra supuesta supremacía moral e intelectual. Preferimos no advertir que pisamos cloacas, lechos de horror e inmundicias, creídos de que nos deslizamos sobre rico tapiz de felicidad perenne. El infierno somos nosotros, y nosotros, con la mentira a cuestas de nuestros ritos de perfección, nuestro recluso poder enajenado y nuestra tecnológica sabiduría 18

depredadora, somos a la vez todos los demás. Porque todos pertenecemos a esa misma especie, desdichada y esclavizada, a la que llevamos décadas tildando de «raza inferior de los homúnculos». Y nuestros libros de Historia de una maldita Causa General enseñada hasta la náusea están falseados desde que siglo y medio atrás el mundo viejo «casi» se destruyera a sí mismo. Unos pocos de sus sobrevivientes conquistaron al resto, organizaron el microclima y se encastillaron, soberbios y cobardes, bajo la cúpula. Los homúnculos genéticamente manipulados para convertirlos en eficientes servidores híbridos y las personas somos todos lo mismo, descendientes de aquellos predecesores. Parientes no tan remotos, a fin de cuentas, de esos otros seres que aún vagan furtivos por ahí, más allá del vertedero y atemorizados por una memoria aciaga de humillaciones y cautiverio. Tiresias los veía en sueños porque nunca dejó de recordarlos. Los vio hambrientos, desarrapados y huraños, pero vivos. —Ya basta, desnaturalizada. Estas heréticas palabras te condenan tanto como el acto del que no has querido arrepentirte y ni en cien reencarnaciones te verás absuelta de pecado. Creonte ordenó con un gesto de ira la expulsión de su sobrina de la sala capitular del Consejo. Al salir rechazó con furia a Eurídice, que se empecinaba en rogar clemencia en nombre de Hemón. Las manos le temblaban, aunque finalmente consintió en que su hijo y Antígona dispusiesen de unas últimas horas a solas. Habría miembros de su guardia personal a la puerta de la joven, pero se respetaría la intimidad de su despedida, aseguró. Y apartó de un empujón al Director del Boletín Gubernamental. De repente se le antojaba repulsiva la tersura de su faz. Tan repulsiva como el tono melifluo de su voz que porfiaba: «No en vano se le conoce por el Magnánimo, Excelencia». En su fuero interno decidió destituirlo incluso antes de la muerte de Antígona. La muerte de Antígona…, de la perturbadora y desconcertante muchacha a la que amó de niña más que a su propio hijo… La mera idea bastaba para romperle el corazón.

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Y durante un instante extraño y feroz, Creonte envidió a los homúnculos de memoria borrada en las factorías de montaje.

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DOS

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Vendrá la noche y tendrá tus ojos. Cesare PAVESE

«NO DESPERDICIEMOS EL TIEMPO EN LLANTOS», LE susurró Antígona al oído, y por unos segundos Hemón tornó a verla de nuevo niña, una criatura de barbilla afilada y mirada grave, inclinada sobre el tablero de las mandrágoras eléctricas, y lo confundió su voz de adulta que volvía a repetirle, tantos años después, que era el ser más bello del mundo, de todos los mundos posibles, insistía mientras lo desnudaba apremiante y lo instaba de nuevo a no llorar. Pero también su rostro estaba mojado, y sus manos que volaban sobre su sexo y sus rodillas y su cabello y sus párpados. Sus manos que lo abrasaban como su lengua, sobre la que luego deslizaría la suya la diminuta cápsula azul de la libranza del dolor y el compartido sueño eterno… Luego. Mejor no pensar en ese luego de maldición y coraje, se dijo Hemón, sólo en este ahora de esplendor, de lumbre y agua en que nos vamos juntos muy lejos, mi amor, una y dos y tres y mil veces más nos vamos, allí donde nadie nos encontró nunca y ya no somos ni tú ni yo, sino un único ser que se sumerge y asciende y vuelve a sumergirse y a ascender, un solo cuerpo encendido de dicha que tiembla y gime y grita y llora y ríe y todo lo deja atrás y adelante, todos los miedos y toda la rabia y la juventud que se nos terminará luego, pero no ahora, porque ahora somos invencibles. Es mejor no volver, murmuró Hemón después, todavía dentro de Antígona, tembloroso y mirándose en sus pupilas moteadas de luz. La vio asentir, sonriente y pálida, y segundos antes de deslizar en sus bocas unidas las dos cápsulas azules que hurtó horas atrás del despacho de Eurídice, dijo en voz alta y firme: —No me importa morir si la muerte tiene tus ojos. 22

Y ambos empezaron a moverse al unísono en pos del frenesí último.

Creonte escuchó gritos y pasos apresurados por el corredor y saltó del lecho donde llevaba más de cinco horas agitándose despierto, arrepentido de haber rechazado las pastillas de estramonio que le ofreció solícito su asistente personal. Abrió la puerta de la habitación que no compartía con nadie, ni siquiera Eurídice, más allá de las horas, de día en día más escasas, que le dedicaba semanalmente al placer, pero no tuvo tiempo de inquirir nada porque su Consejero de Economía y Salud se le adelantó con la noticia del suicidio de su hijo Hemón y de la condenada Antígona. —Se han envenenado, Excelencia. Acaban de confirmármelo. Supongo que su… que el joven Hemón debía de tenerlo todo bien planeado. Mala influencia, la de su antigua prometida, Excelencia. Yo…, todos nosotros lo sentimos mucho —concluyó. Creonte se llevó lentamente una mano a los ojos. De pronto se sentía muy cansado, viejo y, sí —se estremeció de asco—, enfermo. Le costaba mantenerse en pie, constató lleno de horror. Apenas si comprendía las palabras de su Consejero de Orden Público. —Y eso no es lo peor —le decía este… ¿Se había vuelto acaso más loco que un «asocial»? ¿Qué podía haber peor que saber muertos a su hijo y a su sobrina? «A ella ibas a matarla de todos modos», le corrigió enseguida, insolente e insidioso, su propio pensamiento… Hemón. Su único hijo. Había depositado en él tantas esperanzas, acariciaba incluso la idea de que lo sucediera en el cargo, desde luego no hereditario, pero eso hubiera tenido fácil arreglo, de Gobernador… Un hijo pletórico de fuerza, de belleza. Y ahora estaba muerto, se había suicidado por su culpa. Hizo un esfuerzo ímprobo por contener la oleada de náuseas. —Excelencia, tenemos indicios muy serios de revuelta. Ha debido de haber una filtración por alguna parte… El caso es que se murmura por ahí que un tal Tiresias, el homúnculo de su sobrina, ese híbrido 23

defectuoso, por supuesto, pero por lo visto eso no lo saben, o no quieren saberlo, los insurrectos, profetizó nuestra destrucción si Antígona era condenada. Necedades y exageraciones del populacho, que de todo hace un mundo, qué duda cabe, pero no le oculto que los ánimos están… alterados. Se comenta abiertamente incluso algo que siempre hemos negado: que la capa atmosférica bajo la cúpula podría estar… dañada. Y se culpa de ello a las industrias de su propiedad, Creonte. Ni siquiera le importaba saber cuál de sus Consejeros era el autor de la filtración, quién de ellos lo había traicionado… Que se aparezca de los destinos el más hermoso, para mí el postrer día trayendo, el mejor. ¡Otro día yo no contemple! ¿Era su voz la que así gimoteaba? ¿La que rogaba, llorosa, «llévenme con ellos, con mi hijo Hemón y con Antígona»? ¿Por qué yacía en el suelo? Los Consejeros intercambiaban entre sí miradas de estupor. «Excelencia, hay algunas medidas que…», empezó a decir precavidamente uno de ellos, el de Orden Público. Pero entonces surgió a sus espaldas el Director del Boletín Gubernamental y lo interrumpió, con inusitada rotundidad que nadie le había conocido hasta entonces: —Señores, no hay tiempo que perder. El Gobernador Creonte no se halla, ya lo ven, en condiciones de restablecer la autoridad. Que la Guardia se ocupe del embalsamado de los cuerpos de Hemón y Antígona. Rápido y sin honras de ninguna clase por ahora, hasta nueva y adecuada versión de los hechos. Creo que soy la persona idónea para asumir el mando, porque, no nos engañemos, yo manejo y distribuyo la información desde hace mucho tiempo. Y como bien saben ustedes, lo sé casi todo de todos. En realidad, todo —rectificó. Imbéciles… Los daños, bien reales, por otra parte, de la cúpula celadora del microclima no constituirían ningún problema, él era un experto propagandista y manipular esos datos fue tarea muy fácil durante los últimos años. No pensaba destinar ni una parte de su presupuesto a paliar esos daños que tanto acobardaban a dos o tres decenas de científicos pusilánimes. 24

Lo único importante era restaurar el orden y aniquilar a los descontentos. El implacable. No era un mal apodo para un Gobernador en ciernes. Y el Director —exdirector, se corrigió mentalmente al segundo— del Boletín Gubernamental sonrió mientras mandaba que se llevaran a Creonte fuera de Palacio, a la «Casa de Reposo» de los caídos en desgracia.

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ELECTRA EN TIERRAS OSCURAS Manuel García Rubio

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MANUEL GARCÍA RUBIO (Montevideo, 1956) Ha publicado las novelas: El sentido de las cosas (AZ Ediciones, 1989), El efecto devastador de la melancolía (1997), La garrapata (1998), Green (2000), España, España (2003), La edad de las bacterias (2005) y Las fronteras invisibles (2005), estas últimas en Lengua de Trapo. Sus relatos han sido publicados en diversas antologías. Es también autor del ensayo Marxismo y Derecho (1976, accésit del premio El Viejo Topo).

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ÁGUEDA LARRALDE PERMANECE A OSCURAS EN SU dormitorio, en la segunda planta de la casona de los Tellagorri, en Zarauz. Está sentada en el borde de la cama. Espera la llegada de su hermano Pernando, a quien Martín ha ido a recoger a su salida de la cárcel. De vez en cuando, la mujer agita el vaso de whisky como para confirmar en el tintineo del hielo que aún se halla despierta o, por lo menos, viva. De pronto, sobresaltada por el relámpago de una intuición, se levanta y camina hacia la ventana. Aparta el cortinón con el dorso de la mano y abre uno de los postigos. Es verano y aún no ha anochecido, pero del cielo cuelga un edredón de nubes negras, ácido y pesado, que oscurece la tarde. Lloverá intensamente. Apenas se aprecia movimiento en la calle, tan sólo un matrimonio mayor, habitual de aquellas horas, y algunos chicos del barrio. También un joven desconocido, de pelo muy corto pero con una fina coleta que le cuelga de la nuca y pantalones vaqueros muy ajustados a las piernas. Apoya su espalda y los antebrazos en la barandilla del paseo marítimo y, de vez en cuando, vuelve su cabeza hacia un vehículo pequeño, negro, aparcado no lejos de él. El ángulo de su visión no permite a Águeda saber si el coche está ocupado, por más que se ponga de puntillas o incline la cabeza a un lado y a otro, pero ella sabe que sí, que en su interior se oculta alguien, al acecho. Águeda conoce muy bien el modo de operar de esa gente, su insobornable paciencia para contener la furia a la espera de la primera oportunidad que la invoque; no en balde, de niña quiso ser uno de ellos. La asalta un vómito de odio, o de asco, o de miedo, el recuerdo de los tiempos en los que la más leve agitación de las hojas de un árbol podía ser el aviso de la tragedia inmediata. Debería abrir la ventana de par en par y desafiarlos con un grito, pero está aturdida y confusa. Por eso regresa al asiento de la cama, como avisada por la antigua costumbre de tomar lo peor por inevitable. Da un largo sorbo, que apura hasta que los cubitos caen sobre sus mejillas y las

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humedecen. Catalina, la criada, pregunta con un grito, desde la planta baja, si quiere merendar. Ella contesta, pero en un susurro: —¡No sabes cómo te odio, vieja estúpida! ¡Maldito el día en que te trajimos de Zamora, con lo bien que estabais todos por allá! Bate el aire con la mano. Al fin se levanta de nuevo y se dirige hacia el aparador. Su mirada no puede evitar el retrato del padre, su ídolo, en la foto un atractivo joven de pelo castaño, ojos claros y bigote ancho y poblado. Pasa los dedos levemente por el cristal. Luego toma la botella de whisky. Eructa. Se sirve otra copa mientras su mirada se pierde en la contemplación de la imagen que el espejo le devuelve, una mujer no muy lejos de la cincuentena, acaso hermosa en su juventud pero hoy abandonada al escarnio del tiempo, escuálida, de ojos vidriosos y piel cérea, de camisa negra cerrada hasta el cuello, el pelo recogido en un moño de canas. Intenta sonreír a su pesar. Se acuerda de Pernando, la noche que supo que su padre había muerto en Francia, víctima de un inexplicable accidente de tráfico. Ella tenía veinte años y no podía hacer nada, sólo aguardar a que las autoridades galas aclararan qué hacía en su país aquel individuo, Mikel Larralde, un cabecilla etarra al que suponían exiliado en México. Su hermanito acababa de cumplir los seis. Dormía a la intemperie, acostado entre dos castaños, en una hamaca del caserío paterno, ajeno a tan terrible noticia. También era agosto, un agosto tórrido. Varios murciélagos revoloteaban a su alrededor. A veces pasaban a muy pocos centímetros de su rostro. Águeda contemplaba la escena con el corazón apelmazado y dudaba si despertarlo, no fuera que alguno de aquellos bichos se ensañara sobre su garganta. No tardó en convencerse de que los murciélagos jamás tropezarían con él ni mucho menos le harían daño. ¿Para qué atemorizarlo, pues? Mejor, estar atenta y dejarlo dormir, feliz ignorante de todas las bestias con las que habría de convivir desde ese día, con las que ya convivía, grandes o pequeñas, voladoras o reptiles, animales o humanas. El niño no debería adquirir más miedos que los imprescindibles para la venganza a la que, de repente, estuvo abocado.

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Han pasado diez años desde que quitara la vida a su propia madre y a Garraiz, el compañero de esta; dos muertes brutales e inexplicadas, una década sombría, triste, sin esperanza. El viejo Martín, alto, enjuto, grave, espera ante el enrejado que abre el muro a la gran explanada interior de la penitenciaría. Al fondo, alguien empuja hacia fuera el portón principal de aquel edificio gris y aparece un hombre también alto, fuerte, de barba poblada, de poco más de treinta años, que emprende el camino de salida. Es Pernando Larralde, que lleva al hombro un petate casi vacío. Avanza por la vereda de guijo con pasos tímidos, la vista puesta en el suelo. La levanta y, al descubrir al otro lado de la verja al anciano que lo saluda con el brazo en alto y la mano franca, parece sonreír, pero no acelera la marcha. Sin duda está confuso, acaso desconfiado. Acaba de recibir de uno de los reclusos una noticia terrible, quién sabe si falsa o interesada pero odiosa hasta la náusea, que le resultará imposible apartar de su cabeza. Se para un instante. Observa el cielo y resopla, abrumado por aquel espacio sin límites que lo sorprende con un inesperado olor a azahar. Renuncia a mirar a su espalda. Vuelve a detenerse. Abren la puerta de hierro y el mocetón se abalanza sobre el viejo, lo abraza, se echa a llorar sin recato, grita, se llama a sí mismo traidor, pide perdón queriendo decir paz. Martín contiene sus lágrimas. Es un tipo acostumbrado a sujetar las emociones. Así, prendidos con fuerza, permanecen largo rato, hasta que el anciano aparta a Pernando y le golpea tiernamente la cabeza con los nudillos, en un gesto antiguo y cómplice. Pernando suelta una carcajada para festejar su libertad, Martín le responde con otra y, de esta forma, se declaran preparados para abordar el largo viaje que aún les queda por recorrer. Muy cerca, un hombre uniformado y de rasgos andinos, que los espera de pie junto a un flamante Mercedes gris, se apresura a hacerse con el macuto de Pernando al tiempo que abre la puerta trasera del vehículo. Es el nuevo chófer de la empresa. Las cosas van bien por casa, piensa el joven, que en aquel lujoso receptáculo se siente cómodo y seguro como nunca. Por suerte, Martín, hijo y nieto de capataces de los Tellagorri, venidos de Córdoba antes de la guerra, es un hombre fiel y eficaz. Ha crecido y se ha formado con ellos. Más que el gerente de la antigua forja de los Tellagorri, que protegió de las aventuras y el desinterés de los 30

herederos hasta convertirla en la cabecera de un potente grupo industrial, había sido el protector de la familia, el providencial patriarca que, muerto el padre y huida la madre, se hizo cargo de los dos hijos que restaban de aquel matrimonio roto. Y aquí está Martín, una vez más, siempre a su lado a pesar de todo, y no hace preguntas, sólo algún comentario sobre la sequedad de la tierra que van dejando atrás y, sin otros preámbulos, sobre algunos pormenores de las empresas que le preocupan. —Tú no dejas de trabajar nunca —dice Pernando con un tono confuso de broma y de queja. —Es mi vida. Estoy orgulloso de ella. El hombre lo avisa de que se encuentra viejo, de que quizá no le quede demasiado tiempo por delante —tonterías, refunfuña Pernando — y de que su hermana Águeda no está preparada para asumir responsabilidades al frente del grupo familiar. El joven habrá de ponerse al día cuanto antes. No tendrá muchos problemas. La corporación está en orden. E incluso lo que no está en orden es bien conocido de todos y se encuentra bajo control. —Eso quiere decir que has seguido pagándoles. —¿Qué podía hacer? Es un impuesto. —¡Vaya! ¿Te atreves a llamarlo así? —Es igual cómo lo llamemos… Pero ahora, al menos, está bien pagado. —¿Qué quieres decir? —No se atreverán a tocarte; no mientras estemos al día.

Catalina se enfada con Águeda. Pernando está a punto de llegar después de un viaje de setecientos kilómetros y ella sigue embutida en su camisola negra, con el aliento que apesta a alcohol. Águeda protesta, no quiere una madre encima de ella y menos esa vieja castellana que la increpa, la perra leal, intachable y sin espíritu a la que ha tenido que aguantar desde que se alojara en aquel vetusto inmueble junto a su hermano y el abuelo materno. Águeda apenas salía de aquel dormitorio si no era para cumplir como administrativa de la empresa principal, de vez en cuando. La verdad es que no importaba mucho 31

que acudiera con regularidad a su puesto de trabajo porque para eso era dueña de buena parte del negocio. Martín, que la amaba como a una hija, la prefería así, en casa, alejada de una rutina para la que no estaba preparada y que, además, aborrecía profundamente. Quizá Águeda habría sido una mujer de acción, como Mikel Larralde, su padre, o como su hermana Ignacia, la otra heroína de la familia: una gran patriota en primera línea de fuego. Pero su madre, que se disputaba el mismo título, le había adjudicado un destino diferente el día en que a su hermana mayor la destrozaron a golpes en una cárcel franquista. Así se cerraba el círculo: Rosa Tellagorri, acomodada en los brazos de su nuevo amorcito, se reservaba para sí el honor heredado de la lucha mientras la hija sobreviviente velaba por el patrimonio común, custodiándolo para cuando aquella necesitara sumar a los laureles de Gran Dama Viuda el alivio de una hacienda saneada. Era un plan repugnante, para Águeda mucho más insoportable desde el día en que tuvo la certeza de que el accidente que le había costado la vida a su padre había sido provocado por Garraiz en un crimen bien planeado por aquella siniestra mujer. De modo que le dice a Catalina que se largue, que la deje en paz, que ya sabe ella muy bien cómo ha de recibir a Pernando. Pero de nuevo a solas, ante el espejo, siente asco de sí misma y comprende que esa maldita zamorana está en lo cierto, que Pernando no debe encontrarla con esa facha deplorable, y que tendría que hacer algo con urgencia para evitarlo. El tedio, sin embargo, la domina; el tedio y el sopor, o un vahído que los confunde. Entonces la sorprende de nuevo la imagen de su hermano adolescente, un muchacho alto, sano y hermoso a quien el abuelo ha ido educando en los valores tradicionales de los Tellagorri, que eran los del pueblo euskaldún, y se pregunta si alguna vez ella tuvo derecho a espetarle que todo eso sonaba muy bien, que así se ganaría la confianza de los viejos de la tribu, que le darían unas palmaditas en la espalda y lo nombrarían hijo ejemplar, pero que su padre y su hermana mayor no habían muerto asesinados para subir a los altares, sino para llevar esas ideas a la realidad, y que la realidad exige sacrificios, lucha, guerra, sufrimientos, y no despachos enmoquetados como el que le estaban preparando en la empresa de la familia, o como el que ya ocupaban su madre y Garraiz 32

en el parlamento vasco, oportunos desertores de la clandestinidad, enarbolando, por cierto, las ideas que Mikel Larralde quiso defender cuando se lo quitaron de en medio con el pretexto de que pretendía traicionar el proyecto etarra. También se pregunta cómo será después de tantos años; si el tiempo y la cárcel se habrán ensañado con él; de qué forma habrá podido dar el salto desde la juventud a la madurez entre cuatro paredes oscuras y estrechas; en qué habrán quedado la candidez de sus ojos, la frescura de su sonrisa, la hermosa contradicción de su porte atlético, casi rudo, con la sugestiva ingenuidad y la largueza de miras que movían todos sus actos. Pero sobre todo la inquieta su ánimo, si vendrá orgulloso o humillado, qué necesitará para encarar el futuro —olvido, gratitud, perdón— y si ella podrá dárselo. Decide bañarse. Es lo menos que debe hacer por su hermano: estar fresca, oler bien. Y mientras se desnuda regresa al niño Pernando en su hamaca, acosado por una nube de murciélagos. Inesperadamente, la asalta un pensamiento caprichoso. El murciélago se guía por las ondas que emite. Para ubicarse en el mundo no tiene otro medio que el de escucharse a sí mismo en el eco que produce en los demás. Su vida, pues, depende de la inteligencia y de la franqueza de ese diálogo que tanto se parece a un monólogo. Bastaría un error de consideración, un autoengaño involuntario, por ejemplo, para que el animal recibiera réplicas inexactas del entorno y acabara estampado contra la pared. ¡Estampado contra la pared! La imagen le hace gracia. Suelta una carcajada, pero la quiebra cuando repara en que algo parecido nos ocurre a las personas, que, en función de lo que decimos, así nos responden. Eso mismo podría estar pasándole al joven que aguarda allá abajo, apoyado en la barandilla del paseo, y también al que se esconde en el interior del coche negro. Y ella no puede hacer nada, sino rebotarles su odio. Siente un respingo. En su visión, todos están ciegos y no tienen más remedio que comportarse como lo que son. Igual que los murciélagos, mutilados de luz, sólo confían en lo que oyen, y lo que oyen es su propio resentimiento. Por esfumar esa fantasía, vuelve a llenar su copa y se mete en la bañera. No es suficiente. Se masturba, y luego llora.

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Hace un rato que ha dejado de interesarse por los comentarios de Martín acerca de la casa y del negocio. El viejo sigue hablando, ahora de Águeda, pero Pernando está encerrado en sus pensamientos. La idea de tener que pagar a sus antiguos compañeros de lucha para salvaguardar la vida le resulta intolerable. Él, que se había dedicado a la recaudación para la causa, la considera de pronto un chantaje. Comprende: lo esencial permanece: dinero por tranquilidad, obediencia a cambio del derecho a sobrevivir, patria e impuestos: todo es lo mismo. Haber matado a dos de sus compañeros podría parecer una traición, pero sólo ejecutarían la sentencia de muerte el día que dejara de engrasarlos con dinero de curso legal, en billetes pequeños y de numeración no correlativa. —¿Por qué estás tan seguro de que no vendrán a por mí? —No, no estoy seguro, pero hemos tomado nuestras precauciones. Lo que parece claro es que, si no les pagamos, se lo habremos puesto más fácil. Ya no hablarían de venganza, sino de aplicación de las reglas. Nadie en ETA lo discutiría, ni siquiera los que han querido entenderte. Y todos, unos y otros, saben que no están los tiempos para abrir debates. «Los que han querido entenderte», retumba en la cabeza de Pernando. ¿Quiénes eran esos, sus inesperados baluartes? Seguramente los más fanáticos. Porque él había ajusticiado a los asesinos de su padre, pero aquellos que simpatizaban con su causa lo hacían, en realidad, porque tenían a Garraiz y a Rosa Tellagorri por unos peligrosos oportunistas. Al pasar a la legalidad, al jugar a estar en las instituciones, habían dejado con el paso cambiado a muchos compañeros con delitos de sangre que jamás podrían subirse a ese carro. Ahí estaba, pues, la razón de Estado que, de momento, podía salvarlo; la razón de Estado o, al menos, un adelanto de ella, a la espera de que ese Estado llegara a nacer algún día. Pero no era eso lo que tenía trastornado al joven. Al contrario, que pudieran matarlo no le importaba en absoluto; sólo el pretexto con el que seguramente lo harían le producía un repeluzno. Él aún purgaba su crimen, y no en la cárcel, de la que salía con un tercer grado, ni siquiera en ese sentimiento de odio hacia sí mismo que lo devoraba 34

por dentro, sino en todas y cada una de las noches que su madre y Garraiz se le presentaban en sueños. Venían arrastrándose, dando sacudidas con las piernas, entre sangre y excrementos, las cabezas destrozadas, no más que vasijas sucias por donde asoma la masa blanduzca y parda del cerebro, las cuencas sin ojos, la lengua azul colgando por el hueco que la nariz ha dejado al estallar en mil pedazos. De modo que acaso su muerte fuera el único expediente que lo indultara del suplicio, un suplicio que creyó infinito hasta hacía unas pocas horas, cuando un recluso se lo vino a agrandar con la duda que le golpea el estómago. Al fin se atreve a preguntar. Quiere saberlo todo desde el principio. Emplaza a Martín. Este carraspea, dice que ya le contó la historia decenas de veces, pero Pernando insiste. Hay algo que nunca quedó claro. El viejo resopla, se fija en los ojos del chofer, que le devuelven la mirada desde el retrovisor. Ordena detener el coche, no lejos de un bar. —Haga el favor de tomarse un café, Milton, y vuelva en veinte minutos. Es cierto que a Mikel Larralde y a Rosa Tellagorri los separaban muchas circunstancias. El hombre tenía doce años más que ella. Su fortuna era agraria, rural; la de la esposa, industrial y urbana. Además, Mikel era un intelectual riguroso y concienzudo; Rosa, en cambio, se había dedicado a vivir bien la vida, siempre muy independiente, hasta que se enamoró de él. Lo había conocido en la universidad. Él era profesor de Historia y había escrito algún libro sobre los orígenes del capitalismo vasco. Rosa asistía a sus clases embobada. No tardaron en casarse, ella casi una niña, y tuvieron tres hijos. La mayor, Ignacia, era el ojito derecho del padre; su vivo retrato, por otra parte: también muy estudiosa y comprometida. Luego vino Águeda y, mucho después, Pernando. Recién nacido el benjamín, Mikel ingresó en ETA y, al ser descubierto, se estableció clandestinamente en Francia, junto con su esposa. Algo más tarde, Ignacia se incorporó a la banda, pero permaneció en Euzkadi. En 1968 la hija sufrió una encerrona; alguien había avisado de una reunión en la iglesia de Baigorri, en la que habría de participar. La muchacha fue retenida y torturada por la Policía con el propósito de que su padre se entregara. Se sabe que Mikel estuvo a punto de rendirse, pero en aquel momento era una pieza muy 35

importante de la organización y le exigieron que no lo hiciera, por más que él asegurara que jamás daría información al enemigo. Ignacia murió y Rosa no pudo soportarlo. El matrimonio se deshizo. Mikel Larralde huyó a México. Allí empezó a dudar del camino que estaba siguiendo ETA. Él era de la vieja escuela, un teórico marxista que creía en la posibilidad del socialismo en un Estado vasco independiente. En cambio, a la organización se estaba incorporando gente aventurera, jóvenes sin ideario definido pero sugestionados por el espejismo de que la violencia podía ser un instrumento de purificación; a ellos se había sumado ya su propia esposa, seguramente herida por el rencor. Mikel Larralde decidió regresar a Francia en contra de la opinión de algunos compañeros. Venía dispuesto a cantar cuatro verdades después de la escisión de la Sexta Asamblea, pero su coche tuvo un percance cerca de Bagnères de Bigorre. Parece que se quedó sin frenos. —Esa tarde había estado con mi madre, ¿no es cierto? Martín suelta un bufido: —¡Sí, claro que sí, lo sabes muy bien! Pero no hagas conjeturas tan gratuitas. Con toda seguridad, se trató de un accidente. —Había gente a la que mi padre podía molestar por muchas razones. Por ejemplo, a Garraiz. —¡Déjalo, Pernando! ¡No tiene sentido seguir con esto! —Garraiz ya estaba liado con ella. —¡Por Dios! —Era mecánico, ¿verdad? Sabía bien cómo manipular un coche. Martín decide callar. Se muestra enfadado. Odia tener que repasar por enésima vez aquella historia no más que por tranquilizar la conciencia de Pernando, tragándose al mismo tiempo los reproches que aquel insolente se merecía. Piensa: mejor habría ido todo si aquella familia de señoritos se hubiera dedicado a trabajar por la hacienda común, en vez de ponerse a jugar a héroes y villanos. Naturalmente, luchar por la patria engrandece más que hacerlo por unos garbanzos, y el odio deja de ser vil cuando se viste de abnegación y se maquilla de historia. —Volvamos a lo importante —ruega el anciano con deje de protesta. 36

—¿Lo importante? ¡Eso es! Dímelo tú, que pareces saberlo. ¿Qué fue lo que pasó con Ignacia? ¿Por qué cayó tan fácilmente? ¿Y por qué nadie hizo nada por salvarla? El viejo se vuelve hacia Pernando desconcertado. Eran unas preguntas que nunca le había hecho antes, acaso porque la respuesta resultaba sencilla de suponer. —¡Ah, quién lo sabe, Pernando! La mató la Policía, eso es lo único cierto. En cuanto a que la sorprendieran en Baigorri, a mí nunca me extrañó. ETA trabajaba con demasiada ingenuidad en determinados asuntos. Creían que todo el mundo estaba con ellos y a veces desprotegían la información. Las citas podían circular de boca en boca sin demasiadas reservas. Yo mismo tuve noticia de alguna, y eso que nunca puse el oído. Pernando rumia aquellas palabras, que parece no comprender. Martín se adelanta a sus conclusiones: —De todas formas, no le des demasiadas vueltas. Tu padre hizo lo que debía, no podía entregarse. Y, bueno, sí, Rosa no quiso perdonárselo nunca, pero Ignacia estuvo condenada desde el mismo instante en que la prendieron. También es verdad que sabía dónde se metía. —Era una niña. —Sí, como tú cuando… Pernando volvió la vista hacia Martín: —Como yo cuando… ¿qué? El anciano resopló: —Malos tiempos son estos en los que sólo nos atrevemos a mirar hacia delante los que estamos cansados.

—¡Águeda, ya están aquí! —grita Catalina, alborozada, desde la planta baja. Águeda corre hacia la ventana. Hace un rato que comenzó a llover con intensidad. La calle está a oscuras. Aún no se han encendido las farolas. Incluso así, puede distinguir el Mercedes de la empresa, aparcado delante del caserón. Milton desciende raudo, abre un gran

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paraguas negro y se apresta a proteger a las personas que salen por la portezuela trasera del coche. La mujer sólo puede ver sus piernas. —¡Dios mío, qué pronto han llegado! Aún está desnuda, sin otro atuendo que una toalla asida a la altura del torso. Ni siquiera ha decidido qué ropa ponerse. Abre el armario. Coge unas bragas y un sujetador negros. Luego duda entre varias prendas. Opta por un pantalón, también negro. Ha adelgazado. La tela hace unos pliegues impertinentes a la altura de las nalgas. Se lo quita y prueba un vestido liso de color morado. Es bonito, pero le parece que huele a sudor. Tal vez lo había colgado sin lavar, en la primavera. Agueda mueve poco su vestuario. Está nerviosa. Bebe un trago de whisky y se pone un canesú, de un rojo muy vivo que contrasta con la blancura de su piel. La empalidece demasiado. Acaba decidiéndose por la camisola negra de siempre, que combina con un faldón beige. Es una fórmula estrambótica, que sin embargo encuentra aceptable para la ocasión. No se trata de ponerse de tiros largos, intenta convencerse: habría resultado frívolo. O quizá no. Da otro sorbo a su vaso, se mira en el espejo, se encuentra vieja y fea, se arroja sobre la cama para llorar. Así ha sido siempre, piensa: incapaz de tomar ninguna decisión, pusilánime, en el fondo cobarde. Querría tener otro carácter; el de su padre, por ejemplo, un tipo enérgico, valeroso, de ideas claras y consecuente con ellas. Sin embargo, había sido educada por un abuelo tan amoroso como incapaz, exigente hasta la tiranía con los varones, pero no así con las mujeres de la familia. Una Tellagorri, decía el anciano, debe limitarse a administrar la casa, y para eso no era necesaria otra cosa que dejar su gestión en buenas manos, siempre en busca del mejor provecho. Resultados a fin de año: esa era la única consigna. Y, si los había, si el patrimonio seguía dando sus frutos, no era preciso tocar nada, ni enredar, solamente dejar que fueran los otros los que siguieran remando. Y nada más, salvo amar a Dios sobre todas las cosas y a la tierra que los albergaba como a ellos mismos, que por algo habían nacido allí los bisabuelos de los bisabuelos de los bisabuelos, y así hasta el principio de los días. De esta forma le escribieron su vida. Con su madre habría ocurrido igual, pero Rosa Tellagorri supo muy temprano cómo cobijarse bajo un hombre noble e 38

idealista. Luego, cuando la arpía se lo quitó de encima, quiso ganar tiempo para Garraiz y sus veleidades patrióticas. Para escapar de los designios del abuelo sólo quedaba Águeda, la pobre Águeda. ¿Creería Rosa que podría matar a su padre y luego endosarle a ella el futuro del que había huido tan miserablemente? Tal vez sí, porque no contaba con que el pequeño de la familia heredara de Mikel Larralde su sentido de la honradez. Sólo bastó que ella, Águeda, mantuviera viva la memoria del progenitor para que en el niño se despertara un sentimiento innato de justicia. Como buen gudari, hijo de otro gudari gigante, Pernando haría lo que tenía que hacer. Águeda se concede una sonrisa. Le parece un milagro que su hermano esté esperándola en la planta baja de la casa, después de tanto tiempo. Siente unas ganas infinitas de abrazarlo, de besarlo, de darle las gracias por su sacrificio y por la entereza con que lo asumió. De repente advierte que no lo hizo nunca; ni cuando reparó la afrenta, ni al ser arrestado por la Policía en aquel mismo caserón, ante sus ojos, ni a lo largo de los diez años que había durado su encierro en la cárcel. Se le eriza el vello al preguntarse cómo ha podido ser tan injusta, tan cruel. De un golpe salta de la cama y se apresura a arreglarse el cabello, se perfuma. ¡Ahí está Pernando!, se repite con ansiedad. Toma un breve trago de whisky y se mira al espejo por última vez. Decide cerrar el postigo de la ventana, pero antes echa un vistazo a la calle. Ha anochecido y continúa lloviendo. Apenas pueden verse algunas figuras bajo el agua que cae a raudales y, muy cerca del Mercedes donde aguarda Milton, un breve chispazo: alguien ha encendido un pitillo en el interior del coche negro. Acaso el muchacho de la barandilla. Águeda levanta el puño. —¡No podréis con él, hijos de puta! —se carcajea, ebria y satisfecha.

Al oír la voz de Pernando, que le llega desde el salón, se desconcierta. Le resulta tan parecida a la de su padre que por un instante la confunde. Se ve en esa misma escalera, treinta años atrás. Escucha una discusión. Mikel Larralde reprocha a Rosa que no haga más caso de sus hijos; que los abandone al cuidado de su padre y de la 39

criada mientras ella da pábulo a sus veleidades patrioteras, que sólo cultiva en las reuniones parroquiales. La mujer protesta porque el hombre no confía más que en Ignacia, su diamante en bruto; ella también lo había sido de jovencita, en sus tiempos de cándida alumna, le reprocha, pero sólo le había servido para hacerle de clueca y darle tres polluelos. ¡Que aborreces!, le espeta Mikel Larralde, igual que esas palomas que reniegan de su nido. Águeda se apoya en el pasamanos. Ajena a su mareo, interviene Catalina, que enseña a Pernando una vieja foto de familia. Él la reconoce de inmediato. Es la del abuelo Tellagorri, sentado en una gran butaca de madera de roble. Sobre sus rodillas está el nieto recién nacido. A su derecha, Ignacia posa una mano sobre el hombro del anciano mientras sonríe aplicadamente a la cámara. Águeda, en cambio, con gesto huraño, esconde su cuerpo tras el respaldo del asiento, sorda al aviso del fotógrafo. —No parece muy contenta. —Todo lo contrario de Ignacia, que era un primor —aclara Catalina. Después de tantos años, Águeda aún no sabe qué sentimiento le produce ese retrato. De todas formas, tampoco es el momento de intentar descubrirlo. Por eso se sobrepone e irrumpe bruscamente en el salón, rompiendo la plática con un grito: —¡Pernando! Se arroja sobre su hermano, lo abraza hasta exprimirlo, llora, lo mira a los ojos con la urgencia de la sed, le acaricia la barba, que examina con extrañeza, como preguntándose por el jovencito que ella recordaba y que la contempla, curioso, diez años y un hartazgo después. Sólo en ese instante advierte que Pernando apenas la ha apretado contra su pecho. Le ha parecido que la recibió frío y nervioso, pero se ríe de sí misma para conjurar esa impresión. Su hermano está cansado; tal vez por un segundo se haya entregado a algún reproche. Por eso admite que Pernando desee aplazar las emociones, dejándolas para un lugar más íntimo. Después de todo, ni Martín ni Catalina son Tellagorri, y ellos tienen que hablar de muchas cosas que a esos dos testigos no les importan nada.

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En la salita de la segunda planta, ya a solas, Águeda vuelve a abrazar a su hermano. Pernando balbucea unas palabras. Pregunta por qué nunca ha ido a verlo a la cárcel. Águeda carraspea y, antes de responderle, le ofrece whisky. —Por nosotros dos —chocan los vasos. Luego le explica que no se encontró con fuerzas para ponerse frente a él. Se sentía responsable de lo pasado y creía que sólo ella se merecía el castigo, pero las cosas habían alcanzado un punto que no admitía marcha atrás. —¿Cómo mirarte a los ojos, Pernando? Si me atrevo ahora, es por mi egoísmo, porque lo necesito, porque te necesito. ¡Ay, si yo pudiera volverlo todo del revés, hacer que el mundo comenzara de nuevo! Te juro por lo más sagrado que nunca habrías ido a la cárcel. —¿Estás arrepentida de algo? —Sólo de no haber sido yo quien los sorprendiera en la cama y disparara la escopeta. Tú no te merecías tanto daño como te vino encima. —En la cárcel he oído de todo, hasta que nuestra venganza había sido un jueguecito burgués. Águeda no puede ocultar un gesto de enfado. —¿Burgués? ¡Ja! ¡Como si el camino que escogimos hubiera sido el más sencillo! ¡Como si lo burgués no fuera exactamente lo contrario, quedarse en casita mientras los demás te sacan las castañas del fuego! —Entonces, ¿por qué lo hicimos, Águeda? —¡Pues precisamente por eso, Pernando, porque tú y yo estamos marcados por el destino! ¿Cómo habríamos podido tolerar que los asesinos de nuestro padre usurparan su puesto, traicionaran primero sus ideas y luego las vendieran como propias para medrar? ¡Y, encima, que decidieran sobre nuestras vidas como si con nosotros no hubiera pasado nada, como si no tuviera importancia que nos hubiéramos quedado huérfanos del hombre más maravilloso del mundo, nada más que por el hecho de que a la amante de Garraiz, del verdugo, esa puta vividora, la tuviéramos por madre! Pernando la escucha, primero con atención, luego con repugnancia. 41

—No te recordaba con tanto odio. Ni siquiera cuando me exigiste que los matara te brillaba la mirada de esta forma. Los hermanos permanecen frente a frente. Águeda advierte que es la primera vez que le lanzan a la cara tamaña acusación. Es lógico, admite. ¿Quién habría podido hacerlo, más que alguien que la quisiera de verdad? Por eso agacha la cabeza y gime: —¿Por qué me dices eso? —¿Por qué no habría de decírtelo, si es cierto? Águeda se deja caer sobre una silla. Responde en un suspiro: —¡Porque tú eres lo único que tengo! Pernando piensa que debe arrodillarse ante su hermana y pedirle perdón, explicarle que guarda demasiada rabia y demasiado dolor en el pecho y que habrá de pasar mucho tiempo antes de que pueda acostumbrarse a la vida que le espera, tan distinta de la anterior pero con todos sus fantasmas a cuestas. Sin embargo, se mantiene en pie, impertérrito, decidido a no concederle, por el momento, el menor atisbo de un cariño que acaso no se merezca. —¿Qué te ocurre, Pernando? Estás muy reservón conmigo y lo entiendo, pero te pido un margen de confianza, aunque sólo sea por lo solos que estamos tú y yo. Pernando sabe que ha llegado el momento de encararse con la verdad. No quiere más dilaciones. Deja el vaso de whisky en una mesa. Camina hacia su hermana. La toma de los brazos y la pone en pie. La mira fijamente. —Hoy me han contado algo terrible, que necesito que me aclares. Águeda está asustada. Aun así, intenta comprender la actitud de Pernando, esa fuerza innecesaria de sus manos que la aprietan hasta causarle dolor. Quisiera imaginarse borracha para imputarle al alcohol todo el daño que la actitud de su hermano le está infligiendo, pero se siente lúcida y sin margen para la ilusión. —¿Qué te han dicho, Pernando? —Que tú fuiste quien delató a Ignacia. Águeda oye esas palabras con descreimiento. —Que me has utilizado… —balbucea Pernando, aguardando una respuesta que no llega.

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Águeda quiere protestar, pero no puede; se ahoga en una risa nerviosa. Pernando la contempla con espanto mientras a su mente acuden mil dudas antiguas: algún comentario oblicuo del abuelo, el misterio de un anuncio de su padre que jamás tuvo lugar, la recalcitrante negativa de Águeda a celebrar los aniversarios de la muerte de la hermana mayor; todo, incluso los recuerdos más vagos o confusos, se suma al desconcierto y a la inquina, y otorga al relato de su crimen un final que lo trastorna tanto como lo subyuga. Águeda adivina su pensamiento. Ella había imaginado que este día tendría que llegar, ignoraba cuándo y cómo, pero a medida que corría el tiempo iba ganándole la esperanza boba de un futuro diferente. Ahora advierte que la furia de los resentidos jamás podrá ser aplacada, y que los perseguirá hasta hacer su justicia. —Pernando —dice Águeda, de rodillas—, sólo puedo decirte que eso es mentira, pero ¿cómo podría demostrártelo? —Tenías envidia de Ignacia, ¿no es cierto? —¡No intentes convertirte en otra víctima, hermanito! ¡Jamás volverás a ser el niño bueno de la familia, por mucho que te empeñes! —grita Águeda, enfurecida; no soporta que la comparen con su hermana. —¡Contesta a mi pregunta! —insiste Pernando, como ajeno a aquel comentario que, en realidad, lo ha herido en lo más profundo de su alma—. ¡Contesta! ¡Es tan fácil como decir sí o no! Es verdad que la respuesta resulta tan sencilla que no servirá para nada. En el mundo oscuro que ambos ocupan no cabe otro medio de reconocerse que en el rebote de los mensajes lanzados por ellos mismos. Como los murciélagos. No caben dudas: la voz sin esperanza que Pernando emite se replica mil veces en un eco idéntico, intransitivo, fascinante en su perversa coherencia. Águeda lo comprende. Siente náuseas. Se abraza al hermano, pero sus rodillas le flaquean. Se desliza poco a poco hasta caer sobre el suelo. —Si quieres volver al redil, así no vas a conseguir que te perdonen —gime, y enseguida se arrepiente de lo que acaba de decir; luego vomita. Cuando logra ponerse en pie, Pernando ya ha bajado la escalera. Le oye preguntar a Martín si puede dormir esa noche en su casa. La 43

voz de Martín, confusa, no hace preguntas —como siempre, no hace preguntas—, sólo le responde que sí. Catalina intenta retenerlo fatuamente, pero la determinación de Pernando es firme. Poco después escucha un golpe fuerte y seco: es el portón de la casa, que se cierra. Águeda se encuentra aturdida, pero no como para olvidar que su hermano está siendo vigilado. Debe ponerlo sobre aviso, pese a todo. No lo piensa más. Corre a su dormitorio. Llamará a Milton al teléfono del coche, le dirá que tenga cuidado. Sin embargo, al acercarse a la mesita y descolgar el auricular, la sobrecoge la fatiga, un desconcertante deseo de que todo se acabe de una vez. Vuelve una arcada. Susurra: que viva sin miedos o que no viva. Deja el auricular sobre la mesita y camina hacia la ventana. Sigue lloviendo. La calle ya está iluminada por la luz de las farolas. El Mercedes gris acaba de arrancar. El pequeño coche negro, sin embargo, ha desaparecido de su vista. En su lugar, una enorme sombra extiende sus brazos alados, remonta el vuelo e inicia la persecución.

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PROMETEO MEDICADO David Torres

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DAVID TORRES (Madrid, 1956) Es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado las novelas: Nanga Parbat (Desnivel, 1999, premio de Literatura de Montaña, Viajes y Aventura), El gran silencio (Destino, 2002, finalista del premio Nadal), El mar en ruinas (Destino, 2005) y, en colaboración con Rafael Conde, Los huesos de Mallory (Desnivel, 2000). También es autor de los libros de relatos Donde no irán los navegantes (Sial, 1999, premio Sial de Narrativa) y Cuidado con el perro (La Bolsa de Pipas, 2002), así como del libro de viajes La sangre y el ámbar (Ediciones B, 2006). Es guionista de televisión para el programa de TVE Al filo de lo imposible.

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Hermes: Tales son los pensamientos y las palabras que es posible oír de seres dementes. ¿Qué falta a su suplicio para ser un delirio? Esquilo, Prometeo encadenado

—¿UN BUITRE? —Eso es lo que dijo. —Interesante. El doctor Jover escribió algo en la libreta y luego se golpeó levemente el borde de los dientes inferiores con el bolígrafo. Era un tic como otro cualquiera. Ya que en la clínica no podía fumar, Jover usaba el bolígrafo a la manera de una baqueta diminuta para calmar su ansia de tabaco. Cualquier freudiano estricto hubiera detectado en esos jugueteos unas cuantas pulsiones homosexuales profundas, pero Freud no era precisamente santo de su devoción. Ni de la suya ni de ningún otro médico de la clínica, que ella supiera. No había que buscarle significados ocultos a gestos cotidianos que no estaban diseñados más que para aparcar el nerviosismo. Ella misma, sin ir más lejos, acababa de arreglarse la solapa de la bata. Estévez carraspeó discretamente, intentando rellenar el silencio. Al fin, Jover pareció emerger de dondequiera que estuviera. Giró el bolígrafo entre los dedos y golpeó con un extremo el borde de la mesa. —Así que sugieres que suspendamos la medicación, ¿no? —De momento, creo que sería lo mejor, sí. —¿Por qué? ¿Por si se repiten las alucinaciones? —Me temo que no son alucinaciones.

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Jover se pasó una mano por la cabeza, como si se peinara el poco pelo que le iba quedando. —¿No? ¿Y qué crees tú que son? —No estoy segura. Los ojos de Jover se clavaron en ella como tachuelas, los mismos ojos verdes e intensos que la desarbolaban en las clases de la facultad. —Mira, Yolanda, cuando peligra la vida de un paciente, lo mejor es no andarse con experimentos. —Está atado y aislado. Desde esta mañana. —¿Atado? ¿En una de las celdas de seguridad? Yolanda asintió con la cabeza. —¿Tú firmaste la orden? ¿Sin consultarme? —No podía correr riesgos. Intenté localizarte pero tu avión no había aterrizado todavía. —De manera que decidiste aislarlo por tu cuenta y riesgo. Yolanda comprendió de repente que la reunión semanal del departamento se había convertido, como siempre en los últimos meses, en un duelo personal entre ella y Jover. Los otros cuatro doctores seguían sentados en sus sillas, como espectadores en un partido de tenis. —Desde que llegó no paraba de hablar. Estaba excitando a los demás pacientes de la sala. —Razón de más para seguir con la medicación. —La medicación podría interferir con sus visiones… —Yolanda titubeó, sin saber cómo seguir—. Creo que estamos ante algo muy extraño. —Todas las paranoias delirantes son extrañas, doctora Gálvez — Yolanda percibió el cambio de tono de Jover más que la supresión del tuteo—. Por eso mismo son tan difíciles de tratar. —No estoy tan segura del diagnóstico, doctor Jover. —¿No? Bueno, sabemos que todas las clasificaciones psiquiátricas son discutibles, doctora. Déjeme repasar el caso. —Jover leyó en voz alta, consultando el informe de la ambulancia y las notas de su libreta —: El paciente fue encontrado desnudo de cintura para arriba, atado de pies y manos en un banco del parque del Oeste. Presentaba un desgarrón bastante profundo en el costado derecho, con sangre 48

coagulada en los bordes. Carecía de cartera y documentos personales, y, cuando le preguntaron, no supo decir quién era. No dejaba de hablar sobre una roca en el Cáucaso y un ave que le estaba picoteando el hígado. Anoche, a usted —dijo, apuntándola con el bolígrafo—, le especificó que se trataba de un buitre. Según los enfermeros que le practicaron una cura de emergencia y que luego lo trajeron aquí, no es más que un vagabundo en avanzado estado de embriaguez, un pobre hombre al que hirieron con algún tipo de arma punzante. —¿Quiénes? —Qué sé yo. Otro vagabundo, unos críos borrachos. Eso no es asunto nuestro sino de la Policía. —Jover dejó la libreta y el informe sobre la mesa—. Doctora Gálvez, ¿puede explicarnos por qué ve algo tan extraño en un pobre borracho con un ataque de delirium tremens? Yolanda descruzó los brazos y se puso en pie. Creyó ver una risita de satisfacción en la cara de Estévez, una mueca que se propagó rápidamente por encima de las demás batas blancas. —Verá, doctor Jover. Anoche, cuando lo visité, el paciente me repitió punto por punto el mito de Prometeo. Un caso clásico de delirio paranoico, incluyendo el buitre, el hígado, la roca en el Cáucaso y las ataduras. El doctor Jover asintió con la cabeza, en típico ademán doctoral, animándola a continuar. —No me extrañó que a un borracho con pinta de vagabundo le dieran un navajazo y lo dejaran atado en un banco. Ni siquiera me extrañó su obcecación en repetir en voz alta un mito clásico. Al fin y al cabo, podría tratarse de un antiguo profesor de griego venido a menos. —Es lo más probable —terció Estévez. —Lo extraño —dijo Yolanda sin hacerle el menor caso, apoyando las manos sobre la mesa del doctor, que no dejaba de golpearse las uñas con el bolígrafo—, lo que no logro comprender es cómo esta mañana le sangraba otra vez el costado. —La herida habrá vuelto a abrirse —interrumpió Jover—. Probablemente los enfermeros, con las prisas… —No quiere escucharme, doctor —Yolanda se regodeó en el título —. La primera herida estaba bien, ni siquiera hizo falta cambiar los 49

vendajes. —¿La primera herida? —Había otra debajo. Algo como un picotazo.

—¿Un buitre? —Sí, señor. Así de grande. Yolanda y Estévez ya sabían que no tenía mucho sentido preguntarle al Boinas, que siempre veía bichos de todos los colores, más aún desde que se empeñaba en poner todos los documentales de naturaleza a la hora de la siesta. Pero era el único paciente de la sala capaz de mantener un discurso coherente y, por tanto, capaz de explicarles lo que había pasado aquella noche. También era el único paciente del hospital que aseguraba que estaba loco y, para confirmarlo, llevaba siempre un calcetín de cada color y una boina en la cabeza. —¿Quién —decía alzando los pantalones del pijama para enseñar los tobillos asimétricos—, salvo un loco, se vestiría así adrede? ¿Y quién, salvo un paracaidista, llevaría esta mierda en la cabeza? No la usaba por gusto ni por estar más elegante y jamás se quitaba la boina de encima. Aseguraba que, si alguna vez lo hiciera, la cabeza se le desenroscaría del cuello y caería al suelo como una calabaza. La boina era una especie de tapa de seguridad y, al mismo tiempo, una especie de test con el que demostraba su estado mental, la superioridad de su locura respecto a los demás pacientes, a quienes no consideraba más que un hatajo de farsantes. —Aquí no hay más loco que yo —solía decir—. Los demás son gilipollas. Una vez un paciente vasco le dijo que con aquella boina le recordaba a un pastor de su pueblo, y el Boinas, compungido, se metió bajo la cama durante tres días. Había costado Dios y ayuda convencerle de que el País Vasco había sido tomado por paracaidistas alemanes durante la Guerra Civil y que desde entonces les había quedado la costumbre de taparse la cabeza con boina. —Estaba revoloteando en la cama —dijo el Boinas, tirándose de las mangas del pijama, que le venía demasiado grande—. Entonces me 50

levanté y vi aquella cosa sentada a su lado… —¿No dices que era un buitre? —cortó Estévez. —Intento ser preciso, señor. En la oscuridad, con las alas plegadas y el pico metido en el costado de ese pobre hombre, podía haber sido una máquina de coser. —Ya entiendo —dijo Yolanda, que siempre trataba a los pacientes de usted—. Por favor, continúe. —Entonces me acerqué a ver qué pasaba y el bicho ese se asustó y desplegó las alas y yo me llevé un susto de cien pares de cojones. —¿Y luego qué? —Luego el buitre salió volando por la ventana. Sentado en cuclillas en la cama, con los calcetines de colores a la vista, el Boinas hizo un gesto vago con la mano, como si despidiera a alguien. Yolanda miró hacia la ventana, cerrada con una mampara de cristal doble y protegida por un alambre de metal trenzado. Harían falta un hacha y un soplete para atravesarla, de manera que el buitre prometeico debía de haber salido de la sala tan misteriosamente como entró. Por supuesto, el Boinas podía ser muy elocuente pero no hasta el grado de confesar, por ejemplo, que había sido él quien había apuñalado el costado del enfermo con el cuchillo de plástico de la cena. Estévez se empeñó en señalar las contradicciones evidentes de su testimonio: —¿Y cómo atravesó el buitre esa ventana tapiada? —Mira este. —El Boinas se rió a gusto—. Si lo supiera, iba yo a seguir aquí, hombre. Soy un loco, no un mago. ¿O es que te piensas que esto es una chistera?

La herida era superficial, un pequeño orificio con desgarros en la zona cercana al abdomen. El doctor Jover prefirió no avisar a la Policía para evitar ulteriores complicaciones. Como si acabara de ocurrírsele en ese mismo instante, sugirió que era una buena idea aislar e inmovilizar a Prometeo —así decidieron bautizar al nuevo—. De ese modo no presentaría más heridas. Añadió que probablemente se había autolesionado y Yolanda tuvo que contenerse para no replicar que, cuando lo encontraron en el parque, estaba atado de pies y manos con 51

una cuerda de tender la ropa. Debe de ser bastante complicado fabricarse un agujero en las costillas y luego atarse uno mismo a un banco. A lo mejor el Boinas tenía razón y el tipo era un mago que se sacaba buitres del hígado como un mago palomas del sombrero. Yolanda tuvo que morderse los labios. Las relaciones con Jover no pasaban por su mejor momento. Desde que su mujer había descubierto que se acostaban juntos, Jover había cortado en seco el romance y ya no la trataba con la familiaridad de antes, ni fuera de la clínica ni dentro. En cuestión de unas pocas semanas, el súbito enfriamiento de sus relaciones había dado paso a un periodo glacial. Los apasionados encuentros en el apartamento de Yolanda o en habitaciones de hotel se habían convertido en apresuradas charlas ante la máquina de café. La primera vez le dijo, cuchicheando en voz baja mientras removía velozmente el azúcar con la cucharilla, que su mujer había descubierto que estaban liados. Nunca había visto perder la calma a Jover y casi le pareció gracioso ver cómo derramaba unas gotas de café sobre la bata blanca. —Julio, no pasa nada. Seamos civilizados. —Nosotros somos civilizados. Pero mi mujer es otra historia. —Sí, es tu mujer. —No conoces a Amelia. —No. No tengo el gusto. —No sabes la suerte que tienes —dijo, bebiendo un trago de café —. Es brasileña, muy celosa. Celosa hasta límites insospechados. —¿Pretendes asustarme? Jover miró a derecha e izquierda, como si pudieran descubrirlos conspirando en mitad del pasillo. Yolanda comprendió que Jover no sólo estaba nervioso. Estaba aterrorizado. —Mira, ya he tenido otros líos antes y no quiero… —¿Lío? ¿Yo soy un lío? Jover no quiso dar más explicaciones. Se bebió de un trago lo que le quedaba de café y tiró el vaso de plástico a la papelera. Yolanda se quedó tan estupefacta que acabó contándole la historia a Antonia, una enfermera del turno de noche con la que tenía bastante confianza. —¿Un lío? Dudo mucho de que para ese cabrón alcances siquiera la categoría de lío. 52

Así se enteró de que ella sólo era la última de una larga lista de empleadas de limpieza, enfermeras y doctoras que —empezando por la propia Antonia— habían pasado por la cama del director. El tipo era una especie de follador en serie, un auténtico psicópata sexual, pero, en lo que respecta a su esposa, tenía motivos para estar asustado. Según le había contado a Antonia, una noche se despertó con un tacto húmedo en la cara. Descubrió que su mujer estaba encima de él con el camisón ensangrentado. En las manos sostenía un cuchillo y un pollo aleteante al que acababa de cortar el cuello: la sangre había rociado sus ropas, la sabana, la almohada y la cara de Jover. —Brujería —añadió Antonia—. O santería, vete a saber. Pero mira lo que encontré en el buzón unos cuantos días después. La mujer taconeó con sus zuecos hasta las taquillas de la primera planta. Aunque rechoncha y bajita, Yolanda admitió que emanaba de ella cierto atractivo animal. Bajo el uniforme de enfermera, ese atractivo parecía concentrado en los rizos de pelo afro que llevaba amarrados en una coleta. Abrió su taquilla y del interior de un sobre de color crema sacó una polaroid. Era una foto de Antonia a la salida del hospital. Alguien había recortado burdamente los pies con unas tijeras, dejando caer sobre la fotografía unas cuantas gotas rojas que, al salpicar sobre la bata blanca, la convirtieron en un chapucero vestido de lunares. Con el tiempo la sangre se había solidificado en unas cuantas pecas de color marrón. —Recibí después un paquete con las patas de un pollo envueltas en unas bragas. Me imagino que serían del pollo al que le cortó la cabeza encima de la cama. Esa mujer está para que la encierren. Está peor que todos los que hay aquí. —Deberías denunciarla. —Iba a hacerlo —dijo la mujer, guardando la fotografía otra vez en la taquilla—, pero el cabrón de Jover me convenció para que no lo hiciera. Ahora ya es tarde. En cualquier caso, conservé las fotos e hice bien. El muy cerdo siempre acaba despidiendo a todos sus ligues. Al parecer, Amelia había enviado una tanda de fotos siniestras a todas y cada una de las amantes de su marido: las suficientes como 53

para empapelar una pared. A veces les cortaba las manos o los pies; otras les quemaba los ojos con un cigarrillo. Yolanda le dio las gracias mientras sentía un sudor frío recorriéndole la nuca. No era sólo el miedo de estar en el punto de mira de una pareja de enfermos mentales, sino la certidumbre de haber sido utilizada y arrojada a la basura sin el menor escrúpulo. Había creído todas las palabras de amor, las historias de infelicidad conyugal e incluso las promesas de matrimonio, sin caer en la cuenta de que, para Jover, ella no era más que una tirita extraída de una caja de tiritas. Con su experiencia de décadas en lidiar con trastornos psicológicos, el famoso psiquiatra no tuvo el menor empacho en reciclar el fracaso de su aventura amorosa y transmutarlo en desprecio profesional. De la noche a la mañana, Yolanda se encontró sus diagnósticos puestos en duda, sus decisiones revocadas y sus tratamientos ridiculizados por aquella estrella de la psiquiatría que se pasaba por la clínica apenas una vez por semana, entre congreso y congreso. En las reuniones del departamento, Jover, que manipulaba las ambiciones de sus subordinados a su antojo, aprovechaba la menor ocasión para humillarla delante de Estévez y los otros colegas. En la clínica, la doctora Gálvez se sentía cada vez más y más sola, y para cuando llegó Prometeo —a quien habían traído una noche en que ella estaba de guardia— estaba a punto de pedir el traslado. Paranoia delirante. Jover hizo su diagnóstico leyendo la hoja de ingreso que ella misma había rellenado y el informe de los enfermeros que lo habían recogido en el parque. Ni siquiera se había molestado en echar un vistazo al paciente. —Hijo de puta —murmuró Yolanda antes de correr el pestillo y abrir la puerta.

Prometeo estaba echado boca arriba, en una sala sin ventanas, de paredes acolchadas y completamente blanca. Sobre la cama, cruzando el cuerpo, había dos grandes correajes de cuero con argollas de metal a los lados. Cuatro pequeños correajes más le ajustaban muñecas y tobillos. A Yolanda toda aquella parafernalia de seguridad le parecía innecesaria, máxime cuando el paciente se encontraba en una celda de 54

aislamiento. El pobre hombre ni siquiera podía mover una uña para abrirse las heridas del abdomen. Cuando oyó el sonido de la puerta, Prometeo volvió la cara y la miró a los ojos. Tenía mejor aspecto que a su llegada a la clínica, las enfermeras le habían afeitado y cortado el pelo. La palidez que antes le bañaba la cara, fruto de la borrachera y del abandono en que lo encontraron, había dado paso a una piel cobriza, roturada de arrugas. Pero no era tan viejo como Yolanda había calculado en un principio. Le asombró ver que, recuperado de la pérdida de sangre, con su pelo rubio y sus ojos claros, casi parecía un atractivo cincuentón, un gigoló maduro enterrado hasta el cuello en una playa. —Io, Io. Cuánto has tardado en llegar a esta roca escarpada. Tenía una hermosa voz, modulada en la cuerda del violonchelo. Yolanda pensó que tal vez se tratara de un actor en lugar de un profesor de clásicas. Prometeo le sonrió y le hizo un gesto para que tomara asiento, una extraña y engolada mueca que sonaba a teatro rancio. Yolanda le rodeó para examinar la herida del abdomen. —¿Cómo se encuentra? —Me encuentro solo, abandonado a mi suerte. Pero tal es mi destino y no me quejo. Las vendas estaban secas y limpias. No había ni rastro de sangre. —¿Cómo se hizo esas heridas? —¿Me preguntas por mi cruel castigo? Ah, infortunada Io, ¿acaso no sabes cuál es el tuyo, perseguida por los celos de la terrible esposa de Jover? Yolanda tuvo que sentarse en la silla que estaba al lado de la cama. ¿Había pronunciado verdaderamente el nombre de Jover o estaba ella tan obsesionada que había creído que salía de sus labios? Quizá Prometeo lo había oído en el diálogo de algunas de las enfermeras que le cuidaban. Quizá, mientras le creían adormilado y limpiaban y cambiaban las sábanas, él había escuchado alguna de esas historias que —ya no tenía la menor duda— circulaban en la clínica acerca de las aventuras amorosas del director. —¿Jover? —preguntó Yolanda—. ¿Qué sabes de Jover? Prometeo giró el rostro hacia el techo. Cuando habló, la voz parecía más ronca, como sacada de una caja. 55

—Créeme, Io. No saber lo que te pasa es mejor para ti que saberlo. La frase era una cita casi literal de la obra de Esquilo. La doctora Gálvez encontró una edición barata de su teatro completo en una biblioteca cercana a la clínica. Leer el Prometeo encadenado apenas le llevó una hora. Había pasado media mañana oyendo desvariar al hombre atado en la cama y le sorprendió descubrir que muchas de sus palabras repetían el dictado de un dramaturgo griego muerto en el siglo IV antes de Cristo. Las dos versiones no siempre coincidían: por ejemplo, llamaba Hefesto a la enfermera que le daba de comer, y confundía el nombre de Zeus con el de Jover. Pero Yolanda no estaba segura de que todo aquello fuesen confusiones. Incluso había aprovechado el nombre de la protagonista para fabricar un diminutivo con el suyo. El sentido de aquel drama remoto proyectaba una sombra malévola sobre su romance con el doctor Jover. En la obra de Esquilo, Prometeo es atado a una roca por orden de Zeus. Su delito: haber ayudado a los hombres y desobedecido al padre de los dioses. Prometeo parece saberlo todo acerca de su destino y del destino de todas las criaturas, incluido el propio Zeus, que no puede soportar el don de su clarividencia. Más tarde aparece lo, transformada en vaca por Hera, que ha descubierto su aventura amorosa con su marido, Zeus. Mezquina y vengativa, a la celosa Hera no le basta con esa humillante metamorfosis, sino que envía a la pobre Io un tábano que la atormenta sin cesar. Cuando encuentra a Prometeo atado a la roca, hace mucho tiempo que la errante Io huye hostigada por el zumbido del tábano que la persigue a todas partes. El titán encadenado le da a elegir entre conocer su propio futuro o conocer los detalles de la próxima caída de Zeus, Io elige conocer su destino y así descubre que sus sufrimientos acabarán pronto. En cuanto a Prometeo, sigue prisionero en la roca, desdeñando las promesas zalameras de Hermes, mensajero de los dioses, que intenta sonsacarle sin éxito. Al final, Zeus, furioso ante la terquedad del titán, lanza su rayo contra la roca y la montaña entera donde Prometeo está encadenado se resquebraja, hundiéndose en el océano. Cuando terminó de leer, Yolanda lamentó por primera vez no haber prestado más atención a la mitología en las clases de la facultad. Jover se declaraba un seguidor de la escuela cognitiva-conductual, un 56

discípulo de Eysenck, pero hasta que no empezó a trabajar con él, codo con codo, no descubrió que en realidad no era más que un perrillo faldero de la Asociación de Psiquiatras Americanos. En cuanto a ella, se declaraba una ferviente admiradora de los métodos de Franco Basaglia. Pero ni Basaglia ni Eysenck hubieran sabido muy bien qué hacer con todas aquellas coincidencias, salvo, tal vez, almacenarlas en el montón de las casualidades siniestras.

Aquella misma tarde decidió llamar a Martín, un viejo compañero de estudios que no había dejado de tirarle los tejos durante toda la carrera e incluso después. Siempre decía que su fracaso con ella había sido la causa de que se dedicara al psicoanálisis. Martín tenía una hora libre aquella misma tarde y no tuvo ningún problema en recibirla. Gordo, plácido, jovial, envuelto en la penumbra de su consulta, cruzó las manos sobre la barriga y escuchó la historia del vagabundo con esa sonrisa sacerdotal que tenía la virtud de calmar instantáneamente a sus pacientes. Yolanda refirió escuetamente todos los detalles del caso, excepto su relación personal con Jover. El psicoanalista escuchaba atentamente, sin dejar de masajearse la barriga o de tocarse de vez en cuando el lóbulo de la oreja. Yolanda se preguntó si conocía a algún psiquiatra que, al escuchar, pudiera tener las manos quietas. —Fascinante —dijo Martín cuando ella hubo acabado—. ¿Qué más puedo decir? Es el sueño dorado de cualquier junguiano. —Sabía que ibas a citar a Jung. Estaba segura. —¿Cómo no citarlo? —preguntó Martín, abriendo retóricamente las manos—. Jung hubiera dado lo que fuese por un caso así, que expresase tan claramente su teoría del inconsciente colectivo. —¿Tú crees que se trata de eso? Martín negó con la cabeza, sin dejar de sonreír. —Ni de coña. Más bien creo que nuestro amigo conocía de antemano el mito de Prometeo, antes de perder la chaveta, y ahora lo repite como un loro. Probablemente se trate de un historiador o un filólogo. —Yo había pensado en un actor.

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—Has estado sacando tus propias conclusiones, ¿eh? No te lo reprocho. Pero lo curioso del caso son las coincidencias. Curioso e inquietante. ¿De verdad pronunció el nombre de Jover? —Sí, pero pudo oírselo decir a alguna de las enfermeras. Martín se levantó y acarició levemente los visillos de la ventana. La persiana estaba echada dejando que la luz de la tarde apenas flotara en la habitación, una sólida penumbra propicia a las confidencias. —No importa dónde lo oyera. Me gustaría visitar a ese paciente. ¿Recuerdas un fenómeno que citaba Jung, la compulsión del nombre? —Vagamente. —Jung siempre se sintió atraído por las coincidencias en todos los órdenes. Le atraían misteriosamente y acabó elaborando todo un corpus de pensamiento, un sistema de conexión no causal, fuera de las categorías lógicas. —Me he perdido. —Mira, en principio parece una chorrada. Un tipo que se llama Lucio y le encanta la pesca. Un tipo que se apellida Botín y es banquero. Jung sospechaba que un nombre puede resumir o dirigir toda la carga psíquica del sujeto. Durante un tiempo me dio por recortar noticias de prensa con cosas parecidas. Si te fijas bien, vienen tantas que parece mentira. Una vez encontré una sobre un tipo que mató a su mujer de doce puñaladas. ¿Sabes cómo se llamaba el angelito? Manuel Rajo Rodríguez. —¿Y Jover? Martín se separó de la ventana y le cogió la mano. La miraba con la adoración de los viejos tiempos de la facultad, subrayada por una sonrisa de guasa. —Ah, si hubieras leído más a Homero en vez de tantas listas de antipsicóticos… Jover suena casi como Jove. Y Jove, en latín, es Júpiter, el nombre romano de Zeus.

La doctora Gálvez pudo comprobar en carne propia las resonancias de la compulsión del nombre: Jover manejaba las intrigas, triquiñuelas y pasillos de la clínica como si fuera el mismísimo Zeus mangoneando en el Olimpo. Le prohibió visitar nuevamente a Prometeo y le adjudicó 58

el caso a Estévez. Ya ni siquiera podía abrir la boca en las reuniones del departamento sin que le cayera encima una granizada de comentarios, burlas y risitas. Un día, después de aquella última campaña de descrédito, el director la llamó a su despacho y le pidió que firmara unos papeles. —¿Esto qué es? —preguntó. —Tu solicitud de traslado —dijo Jover, golpeando el borde de la mesa con su bolígrafo—. Mira, Yolanda, las cosas no pueden seguir así. Será un arreglo provisional, una especie de vacaciones pagadas hasta que las aguas vuelvan a su cauce. —¿Qué cauce, qué aguas, de qué coño estás hablando? —Mujer, cálmate. Lo he pensado bien. El centro está cerca de Santander, es tranquilo, con pocos pacientes y todos de postín. Una especie de balneario. —Estás completamente loco. Si crees que voy a firmar eso, es que necesitas una camisa de fuerza. —Lo hago por tu bien, créeme. —Verás, Julio —Yolanda apoyó las manos sobre la mesa—, creo que voy a denunciaros a todos. A ti y a la zorra de tu mujer. Para empezar, exijo que me permitas ver de nuevo a mi paciente. Estévez lo está atiborrando de haloperidol. Jover se echó atrás en su sillón, pero no pareció acusar el golpe. Los ojos se afilaron. Sin mover un solo músculo de la cara, cambió el bolígrafo de mano y empezó a tamborilear sobre su dedo índice. —No harás nada de eso, Yolanda. No es tu paciente, nunca lo fue. Y si se te ocurre empezar una guerra, tienes todas las de perder. Por ejemplo, puedo elevar un informe a la dirección de la clínica declarándote incompetente. Puedo llegar al colegio de médicos incluso, y contaría con todas las firmas necesarias. Eso acabaría con tu carrera, ni siquiera podrías ejercer en una escuela. Sintió que una oleada de lágrimas le subía a los ojos, pero pudo más la rabia. ¿Cómo había podido enamorarse de ese tipejo? —No dudo que lo harías. Es más, seguro que ya lo has hecho más de una vez, ¿a que sí? —Yoli, Yoli —dijo Jover, apelando al mote cariñoso de sus encuentros íntimos—. Venga, esto no puede terminar así. Te aseguro 59

que sólo serán unos pocos meses. Hasta que mi mujer entre en razón. «Entrar en razón». Tenía gracia que un psiquiatra de la fama de Jover utilizase semejante patochada. Sólo aquel gusto suyo por las frases hechas tenía que haberle servido de advertencia. Le quitó el bolígrafo de las manos, cogió la solicitud de traslado y firmó con tanta fuerza que casi desgarró el papel. —Eres el mayor hijo de puta que me he tropezado —dijo, y arrojó el bolígrafo al suelo, deseando que se despuntara—. Te lo digo como un cumplido.

Se encontraba en el taxi, de camino a la estación de tren, cuando Martín la llamó al móvil. En la clínica le habían dicho que ella ya no trabajaba allí. —¿Y a qué habías ido allí? ¿A pedirme una cita? —Podría ser. Lo cierto es que tenía una excusa perfecta. —¿Cuál? —preguntó Yolanda, observando a un anciano que cruzaba un paso de cebra a paso de tortuga. —Quería ver a Prometeo. Me cautivó tanto tu historia que no pude resistirme a echarle un vistazo. —¿Y qué te pareció? —No me dejaron pasar. Tendría que haber llevado mi diploma. Cuando les pregunté por ti, me dijeron que habías pedido la baja. Ya. —Un tal Estévez me dijo que el paciente había empeorado. —¿Empeorado? —Sí. Parecía muy nervioso, me preguntó si era familiar suyo. Me dijo que no respondía al tratamiento convencional y que iban a administrarle tioproperazina. El anciano terminó de cruzar y el taxi arrancó con una sacudida. Sintió como si se hubiera quedado pegada a aquellas rayas blancas mordisqueadas en el asfalto. —¿Yolanda? Creí que se había cortado la comunicación. En fin, tú eres la especialista en armas químicas, pero a mí ese medicamento no me suena muy bien.

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—Sé lo que es. La jodida bomba atómica. Prácticamente es el equivalente de una lobotomía. —Joder. Mira que pasan cosas raras en esa clínica. Ese chico, Estévez, tenía auténtico pánico. Apostaría lo que fuese a que se pensó que yo era policía. «Ojalá —pensó Yolanda—. Ojalá lo hubieras sido». Inmediatamente se corrigió: tampoco hubiera servido de nada. Un policía no tiene ninguna jurisdicción sobre la mente humana. Ése era el terreno de Jover. Recordó las especificaciones de la tioproperazina: más de diez miligramos al día podían provocar el efecto de un terremoto cerebral. En los nueve años que llevaba trabajando con enfermos mentales, nunca se había encontrado un solo caso que requiriese un tratamiento tan brutal. La tioproperazina equivalía a un cataclismo psíquico, un rayo de oscuridad, piedras y rocas cayendo sobre los océanos de la psique. Una administración continuada y Prometeo saldría de la clínica convertido en un zombi, si es que podía salir por su propio pie. —Pero lo peor ocurrió a la salida. Acababan de atropellar a una enfermera. Un coche le había pasado por encima. —Una enfermera —repitió Yolanda. —Sí, una mujer gordita, con el pelo a lo afro. El coche le pasó varias veces sobre los tobillos, le tronchó todos los huesos y después se dio a la fuga. Me dijeron que habría que amputarle las piernas. Recordó la foto que le había enseñado Antonia, la polaroid guardada en su taquilla. Primero le cortaron los pies y luego le enviaron las patas de un pollo muerto. —¿La conocías? Tardó un rato en contestar. «Ojalá le hubiera contado toda la historia entonces. Ahora no me creerá. Nadie podría creerlo». —No. No la conozco. Casi ni reconoció la voz que había salido de su boca. Se despidió de Martín, le dijo que hablarían más tarde y cortó la llamada. Hera, la celosa esposa de Zeus, nunca dejaba una afrenta sin castigo. Cuando llegaron a la estación, le costó un mundo salir del taxi. El conductor sacó sus tres maletas y las dejó sobre la acera. Tambaleándose por el peso de la culpa, Yolanda fue hasta la fila 61

donde se encadenaban los carritos. Cogió uno y, en el momento de abrir el bolso para buscar una moneda, vio las cartas que había sacado apresuradamente del buzón, antes de dejar su casa. Folletos de propaganda y extractos del banco. También había un sobre color crema y casi no se sorprendió cuando vio una polaroid donde estaba ella misma, en las escaleras de salida de la clínica. No era una foto muy buena: la frente, las mejillas y la boca aparecían picoteadas por la brasa de un cigarro. Entró en la estación de Atocha empujando el carrito como si arrastrara una penitencia. Una mosca buscó cobijo en su pelo y Yolanda sacudió la cabeza para espantarla. «Tendría que volver», pensó sin convicción mientras se ponía a la cola para comprar el billete. En la ordenada danza de números y letras vio que apenas le quedaban unos minutos para alcanzar su tren. Buscó la entrada a las vías casi sonámbula, acogotada por las luces, los ruidos y la muchedumbre que esperaba en la estación. Un soldado la ayudó con las maletas. En el andén apenas había gente. Cuando subía al vagón, la mosca regresó tercamente a su cara y Yolanda la apartó de un manotazo.

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MEDEA O LA DESTRUCCIÓN Lola Beccaria

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LOLA BECCARIA (Ferrol, 1963) Es doctora en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid. Trabaja como lexicógrafa y lingüista en la Real Academia Española, y colabora asiduamente en prensa. Es autora de las novelas La debutante (Alba, 1996), La luna en Jorge (Destino, 2001, finalista del premio Nadal), Una mujer desnuda (Anagrama, 2004) y Mariposas en la nieve (Anagrama, 2006). Sus relatos han sido recogidos en distintas antologías: Páginas amarillas (Lengua de Trapo, 1997) y Nuevos episodios nacionales (Edaf, 2000).

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Hermes: Tales son los pensamientos y las palabras que es posible oír de seres dementes. ¿Qué falta a su suplicio para ser un delirio? Esquilo, Prometeo encadenado

aeropuerto y me embarqué con destino a Islandia. Tuve que esperar tres días en la capital hasta que las tormentas amainaron y pude seguir ruta hacia el hielo de los fiordos. Había concertado una entrevista con Gabriela Birten. Era un entorno frío, y temí que también la conversación fuera a serlo. No me siento a gusto en la nieve si tengo que poner a trabajar mis neuronas. Íbamos envueltas en gruesos anoraks y paseábamos por un paraje helado. Dejábamos cada vez más lejos aquel edificio sobrio y funcional en cuya azotea me había abandonado a mi suerte un destartalado helicóptero. Pensé que en un momento dado nos perderíamos en el blanco del paisaje, tan blanco que no se dibujaba en él ni el horizonte. Sin cielo y sin tierra, aquel paseo parecía un viaje sin principio ni final. Sólo la mujer que tenía a mi lado era el ancla de mi aventura, la razón absoluta de que yo me atreviera a estar allí. Cuando empezó a hablar, el ambiente se caldeó de pronto. No contaba nada especial. Me explicaba su nuevo proyecto, que llevaba a cabo mano a mano con su marido, su segundo marido. Y lo hacía de tal modo que al mirarla a los ojos me di cuenta de que era justo en sus pupilas donde se podía ver nítidamente dibujada la raya del horizonte. Entonces dejé de tener aprensión. Yo esperaba poder ir al grano. Me pagaban aquel viaje para indagar en su vida pasada. Pero ella parecía no haber vivido otra vida más que la que ahora se percibía latiendo en su corazón y emanando CONFIRMÉ LA RESERVA EN EL MOSTRADOR DEL

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de su cuerpo. Y esa vida actual era tan poderosa que el pasado dejaba de tener sentido. Era como si al haber cambiado de nombre y de país hubiera conseguido renacer y ser otra mujer distinta de la anterior. Medea Radcliff había asesinado a la amante de su primer marido, y posteriormente había matado a los dos hijos que había tenido con él. Sin embargo, el fiscal no había podido reunir suficientes pruebas para llevarla a la silla eléctrica. Un error de procedimiento había logrado el milagro de su puesta en libertad sin cargos. La sentencia de inocencia no evitó que la masa se arremolinara a las puertas de los tribunales pidiendo venganza contra la parricida. Ella salió al exterior, sin pudor ni miedo, y se enfrentó a las cámaras de televisión que la esperaban fuera. No se negó a hacer declaraciones. Tampoco creo que sus palabras convencieran a nadie. Lo que hizo fue más enigmático. Sembró la duda. Silenció al gentío. Y por eso estoy yo aquí, al cabo de tres años de que esto sucediera. Medea cogió ese mismo día un avión que la llevó por los aires, que la elevó por encima de los mortales y la depositó en su nueva existencia. Actualmente dedica sus conocimientos a la ciencia. Entregada por entero, investiga para un modesto laboratorio médico, propiedad de su actual marido. Parece feliz, si es que la felicidad se puede medir en términos de brillo en la mirada. No cabe la menor duda de que Medea asesinó a sus víctimas sin compasión. Los datos son incontestables. Y, sin embargo, ¿por qué no siento estar ante una vil asesina? ¿Por qué esta mujer es tan juvenil y animosa, sin rastro de dolor o de culpa en su rostro? Sin arrugas externas que delaten lo tortuoso de su alma, sin el menor asomo de arrepentimiento o angustia, Gabriela camina por la nieve como una mariposa entusiasmada revoloteando sobre los pétalos helados del camino. —No consigo ver nada —grité, para hacerme oír. El viento me ensordecía y el blanco me cegaba—. ¿Cómo puede vivir en este lugar? Si yo pensara en exiliarme, desde luego, no elegiría este sitio jamás. Algo pareció apesadumbrar la ligereza de su paso, ensombrecer su diáfano discurso. Se paró en seco. Se dio la vuelta y me miró. —¿Exilio? —preguntó asombrada—. Este paisaje es lo más parecido a un hogar que he tenido nunca.

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—Bueno —dudé—, deduje que había huido usted del país por… los sucesos ocurridos. No quería ser demasiado explícita, pues temía una reacción de rechazo por su parte. —¿Dedujo? —me interrogó inclinando la cabeza hacia un lado y mirándome fijamente—. ¿Qué sabe usted de mí? Deduzco que una colección de prejuicios que se trae en la cartera. Y viene aquí en busca de datos que ratifiquen esa sarta de estupideces para dar carnaza a sus lectores. —Lo siento, no quería ofenderla —me temblaba la voz; me odiaba a mí misma porque en el fondo ella estaba en lo cierto y me había puesto en evidencia. —No creo en la humanidad, creo en el progreso. No creo en la inteligencia de los lectores de su periódico, pero mi soberbia es grande, y mi curiosidad infinita. Por eso mismo le voy a contar una historia. Haga con ella lo que quiera. La publique o no, cuando hayamos desaparecido todos de la faz del planeta, permanecerá, aunque sólo tenga por testigo imperecedero este viento que ahora nos golpea. Eso me basta. —Gracias —balbucí. No esperaba ese golpe de suerte, pero el precio pagado había sido ofensivo para mi amor propio. Enseguida entendí que no era momento de vanidades, sino de no perder el hilo de una sola sílaba. Me sentí como la cronista de un relato al que tendría que poner mi voz, lo más fiel posible. Comenzó a hablar. Su tono era suave y, por lo mismo, discordaba del contenido. Parecía estar dando una clase, pues miraba hacia el vacío como si estuviera subida a un estrado disertando ante un público invisible. Tal vez el público que en un futuro lejano habría de hacerse tangible para escuchar su voz, para oírla y comprenderla. —Las leyes están hechas para los mediocres. Cuando eres un superdotado, las normas no te valen. Tienes derecho a saltártelas, dado que la sociedad ya te hace pagar con dureza extrema tu gran capacidad, tu superioridad. Es inútil aspirar a ser como los demás. Aunque en un principio resulte doloroso darse cuenta de esa verdad, al final es un alivio, pues dejas de sufrir por no ser aceptado en el club de 67

lo vulgar y corriente y empiezas a sufrir por lo auténtico. Sufres porque no hay lugar para ti más que el que tú decides que sea tu lugar. Y en ese momento dejas de ser un exiliado. Medea Radcliff pertenecía a una familia poderosa. Su padre, Eetes Durden, era un alto magnate, propietario de una multinacional farmacológica. Ella había estudiado medicina y trabajaba en uno de sus laboratorios. Tras varios años de entrega sin descanso a la ciencia, descubrió finalmente una cura para la leucemia, y deseaba entregarla a los medios de comunicación. Su padre se lo negó. La encerró en la casa de la playa, le arrebató sus ideas, la dejó sin sus notas y sin herramientas de trabajo, y empezó a preparar la salida al mercado en exclusiva del invento de su hija. En esa coyuntura, apareció en su vida Jason Radcliff, un científico extranjero cuyo yate naufragó justo en la playa privada de los Durden, y con quien acabó casándose poco tiempo después. Lo que Gabriela Birten me contó en la nieve es otra historia…

Medea vive en la corte, como hija del rey de un territorio a orillas del mar Negro, la Cólquida. Comparte la vida cotidiana con sus hermanos y demás parentela. Sin embargo, la ociosidad cortesana le produce hastío. Sus intereses se centran en la sabiduría práctica. De su tía, la maga Circe, ha aprendido a fabricar pociones curativas. Todo el día metida en el laboratorio, es como una científica ensimismada en sus ensayos. Una sabia despistada, que nunca se ha planteado que existen varones de los que enamorarse. No sabe lo que es la pasión amorosa. Ella vive para los experimentos, las drogas y las pociones; de su nombre, Medea, procede nuestra palabra «medicina». Entre los que la rodean, nadie quiere ser mejor, más grande, nadie quiere investigar, saber más. Sólo ella y su querida tía atraviesan todos los días las puertas de lo incógnito, y con la antorcha de fuego de la inteligencia pasean negros túneles y sótanos, tratando de iluminar las zonas oscuras del conocimiento. Su padre, el rey Eetes, la considera una desobediente y la castiga encerrándola, porque ella se le enfrenta, condenando su falta de humanidad. 68

Medea ve al extranjero Jasón llegar a las playas de su tierra. Justo el día en que decide escapar de su encierro se da con él de bruces. Le gustan las costas de su patria, se serena a la vista de lo perfecto. Y nada hay más perfecto, hasta ese instante, que la perfecta línea del horizonte pintando el mar. Pero esa impecable línea se trunca en pedazos dando a luz una silueta jamás contemplada. Ella ama el océano, su color esmeralda. Se enamora de ese animal que pare el mar, en torrente, a lo bestia, la sobrecoge un temblor extasiado cuando lo ve por primera vez, se desfonda su frialdad sobre la arena. Pero es que además Jasón es para ella como un símbolo. Es como un espejo de sí misma. En el instante en que lo contempla por primera vez, es un hombre desarraigado, lejos de su patria. Así es como se siente Medea en su propia tierra. No entiende el modo en que su padre organiza el Estado. Le parece injusto, e injustas le parecen sus leyes, Jasón representa el visitante que trae noticias del mundo en toda su extensión. Viene de fuera, y la Cólquida es un lugar cerrado, asfixiante, donde no cabe un ápice de novedad, de progreso. Jasón abre una fisura en el mundo de Medea, una brecha por donde se introduce, como un veneno, la posibilidad de escapar. Así, Jasón no es exactamente un hombre con sus atributos de hombre puestos al servicio de la seducción de una doncella más o menos ansiosa de conocer a su sexo opuesto. Jasón es para Medea la alternativa de la revolución. Por eso decide ayudarlo en contra de su padre. Por eso será capaz de sabotear las estructuras de su país. Porque no soporta la injusticia y ha crecido con el saber innato del valor de la destrucción. Destruir es para ella construir. Medea intuye que sólo la destrucción puede librar a su pueblo de la tiranía de unos esquemas viejos e inservibles. Con su padre no sirve el diálogo. Y menos aún va a escuchar a una mujer. Medea no tiene armas de fuego a su disposición. Sólo tiene el poder de su magia. Aunque ni ella misma sea consciente de ello, se ha preparado para romper el yugo de los suyos. Pero Jasón viene ya con planes propios. El extranjero procede de su tierra con una misión metida entre ceja y ceja. En esta vida siempre hay jefes que otorgan sus favores de forma antojadiza, valorando generalmente la belleza o la sumisión, antes que el carácter o la 69

sabiduría. Pues bien, no ocurre de distinto modo entre los dioses. Son como directores generales, que se encaprichan con algún subordinado y gozan de su propio poder ayudándolo a escalar peldaños. La pretenciosa Hera, esposa de Zeus, esponsoriza a Jasón en el juego de rol que han organizado en el Olimpo, donde viven las divinidades. Y Jasón se deja querer, pues intuye que de ahí podrá obtener alguna gloria para ser inscrito en el mármol de la fama universal. Por eso se pone en marcha y sale de su país a cumplir la misión encomendada. No se hace preguntas. Se tira al mar y lleva su barco a tierras extranjeras. Otra diosa, Afrodita, es invitada a participar en el juego. Tiene buenos ases en la manga, son armas que arrasan en segundos. Ordena a su hijo, el relamido Eros, que clave su flecha en el corazón de Medea y lo doblegue, con el fin de aparearla con el banal Jasón. Un hombre atractivo, sin duda, que recorre el océano al mando de un plantel de marineros, los argonautas, y que no hace otra cosa en todo el viaje que meterse en líos. Un bruto sin seso, con mucho empaque y un navío que le viene grande. Un tipo de dudoso ingenio pero de despierta avidez, programado para apoderarse de una singular piel de carnero, mítico tesoro que custodia celosamente el rey Eetes. Es obvio, pues, que Jasón no arriba a las costas de la Cólquida predispuesto a enamorarse. Está muy centrado en su misión, y esa actitud no casa con el latido de un corazón libre, determinado a entregarse a la pasión sin cortapisas. Su ser está adulterado. Su corazón es una hipoteca. Así desembarca ya podrido por dentro. Con el Vellocino de oro grabado en la mente. Como un autómata preparado para cualquier transacción a cambio de su conquista. Podría parecer que Medea tampoco es libre de escoger, teledirigida desde un principio por la voluntad de los dioses y forzada a enamorarse del ambicioso extranjero. Y, sin embargo, resulta irrelevante que Afrodita, la diosa del amor, ordene a Eros que clave su flecha sentimental en el corazón de Medea. Porque Medea está ya preparada para amar, con Eros o sin él. Si un grande e intenso sentimiento ayuda al ser humano a emprender grandiosas acciones, el amor es justo la fuerza desordenada

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y caótica que puede ayudar a Medea en su revolución, en su golpe de Estado. Es la palanca que la impulsará a tomar la gran decisión. Mientras a Jasón lo mueven las ruedas de la codicia, a Medea, en cambio, la mueve el carro del amor. Él va por tierra, pegado al suelo; a ella le han nacido alas y puede volar. Instalados en distinto plano, ese desencuentro marcará sus vidas. Así las cosas, Medea planifica la traición a su padre y da las claves a Jasón para conseguir el Vellocino. Su enamorado le promete matrimonio y amor eterno. Huyen en el Argos perseguidos por la ira de Eetes. Jasón pretende volver a su tierra, Yolcos, y hacerse con el trono, pero sus planes se tuercen y se ve obligado a renunciar. Para poder salvarse, en un alto del camino consuma su boda con Medea, y de este modo burlan a su vengativo perseguidor. Finalmente se refugian en la ciudad de Corinto, donde se establecerán. Engendrarán hijos. Permanecerán allí por diez años.

—Traicionar al padre es un acto brutal —me estremezco ante mi propia afirmación—. ¿Cómo vivir con eso? ¿Y la conciencia? —Hay decisiones que hay que pagar en soledad, sin que nadie te acompañe, sin la más mínima ayuda, sin consuelo o justificación, sin exenciones o atenuantes ni por parte de las leyes ni por parte de los hombres. —Y aquí hizo una pausa—: Ni siquiera por parte de los seres queridos. —¿Y esa soledad, ese abandono del que usted habla, no será entonces justamente lo que demuestra que son actos equivocados, y que tienen un castigo merecido? ¿El rechazo consecuente, lógico, de la sociedad? —Es un sacrificio durísimo. Y uno tiene que estar muy seguro de lo que hace, pues lo va a pagar con la marginación de por vida, con la incomprensión de los demás. —¿Y el amor? —digo yo, sin pensarlo mucho. —¿El amor? —repite Gabriela—. Buena pregunta… Entonces su gesto divaga unos instantes y la nieve parece brillar con más intensidad bajo su mirada.

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—Cuando Jasón arriba a las costas de la Cólquida, Medea se enamora de él. Y en él centra tanto amor que a duras pena cabe en su pecho. Porque es el amor por él, pero también es el amor por su patria, es el amor por el conocimiento, por la verdad, por el saber, por la ciencia, por el futuro y el progreso. Hay tanto amor en ella que sus actos, a partir del momento en que se entrega a Jasón, van a ser actos jamás perdonados por la limitación de los mortales, pero sí entendidos por la vastedad de los dioses.

No puedo evitar imaginar la escena, aunque los mares cálidos queden ahora tan lejos del hielo que piso. Medea y Jason haciendo el amor sobre la playa. Él no ha naufragado allí por casualidad. Viene en busca de esa valiosa fórmula, y un camino para lograrla es la hija de Durden. La seduce, y no le cuesta nada enamorarse de ella. Su plan, que era una prueba esforzada y de dudosa consecución, se ha convertido en una aventura excitante, porque la mujer que halla en la costa concentra en su ser una fuerza misteriosa y apabullante. Sin ella no tiene ninguna opción. Se felicita a sí mismo por haber dado en el blanco. Medea es dinamita, tiene pólvora en la sangre, con la que hará saltar la caja fuerte. Jason Radcliff, en brazos de Medea, no se olvida de su cometido. Medea enardece su misión, le da esencia, y por eso le hace el amor con tanto delirio como entrega. No le da ningún significado al sentimiento, no lo reconoce como pasión amorosa. Medea es su amante, su cómplice, su solución. Casarse es lo mínimo que puede prometerle, y es el máximo premio en esas circunstancias. Casarse con su seguro de vida. Y él ama su vida por encima de todas las cosas. Pero no su vida simplemente, sino su vida enmarcada en el éxito es lo que ama Jason. ¿Cómo no amar a Medea? Sin duda, la ama, pero confunde las razones, las desordena y después las jerarquiza en función de su vanidad, de su avidez. Sigo reconstruyendo a tientas la vida de la mujer que tengo ante mí. Jason asalta el laboratorio siguiendo las indicaciones de Medea. Roban la fórmula a Durden y huyen. Jason convence a Medea para entregarla a los laboratorios para los que él trabaja. Ella accede.

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Durden es condenado por la sociedad y se arruina. Ellos se casan. Tienen hijos. Viven diez años juntos en otra ciudad. —¿Y Jasón? Quiero saber más del hombre capaz de arrastrar a una mujer como Medea. —Jasón es como los demás —explica mi entrevistada—. Ansía tener poder, riquezas, influencia, establecerse, ser un puntal de la comunidad. Es un ser social. No entiende las zozobras de Medea. No profundiza jamás. No se hace preguntas. No cuestiona los esquemas. Le parecen incluso adecuados, siempre y cuando el sol lo ilumine, mientras lo señale con los rayos de la popularidad. Toda su energía la pone al servicio de su imagen, de su posición. Vivir en armonía, ser amado y venerado, pronto empieza a no serle suficiente. El eco de su heroicidad se ha ido apagando. Hacerse con el Vellocino ya ha dejado de ser noticia. Y él siempre ha querido ser rey. Se sabe a sí mismo señalado por los dioses para tan alto porvenir. Pero su esposa carga con el pecado de ambos, y lo contamina. Y poco a poco va olvidando que sin Medea no habría conseguido lo que ahora posee. Llega el momento en que va a confundir su propia inteligencia con la de ella. Ha sonado la hora en que ya no la necesita. —Habla usted como si el espíritu de Medea se hubiera eclipsado tras el combate —aprovecho una pausa de su discurso para meter baza —. Como si Medea se hubiera resignado a ser la lugarteniente de su marido. Tengo los pies congelados, pero no puedo sustraerme al hilo de la conversación y pensar me despeja el sufrimiento. —Es cierto —la científica me observa detenidamente, interrumpiendo su plática, como si hubiera yo sintonizado una frecuencia alternativa, que subyaciese bajo la piel de sus razonamientos—. Déjeme que le explique… Lo que detesta Medea es esa vida sin fundamento, sin idealismo. Lo que detesta Jasón es que Medea no comparta sus intereses mundanos. Son dos seres errantes, cada uno a su manera y en direcciones opuestas. Medea está decepcionada, sus ideales han tocado fondo porque ya no tiene cómplice, pero sigue en la brecha de la pasión, esa pasión cada vez más desdibujada. Traicionar el amor no entra en sus consideraciones, a 73

pesar de que se va alejando, sin saberlo, de su pareja, que ha dinamitado la complicidad al revelar sus verdaderas aspiraciones. Al final de cada respiración de Gabriela oigo el eco de un gemido, que asocio con un dolor extremo. —A Medea sólo le queda el amor. Ese patrimonio le basta para seguir queriendo vivir. Pero Jasón nunca ha visto el amor como algo capaz de sustentar una vida. Medea ha pagado su precio, ha hecho su revolución y no pide más que amar y preservar su amor en el matrimonio con su pareja. Ha perdido su patria, pero su patria es el amor, es Jasón, allá donde vaya con él. Para Jasón, Medea no es patria alguna. Como nunca se hace preguntas, está anclado en el mismo lugar de siempre. Su aventura continúa, y si Medea es una carga o un impedimento para su ascensión, sencillamente no le preocupa en absoluto. Dejará que las sombras del olvido la devoren sin pestañear.

De nuevo, parto al otro lado del océano, donde las criaturas son de carne y hueso, y contemplo a un matrimonio corriente, en crisis terminal. La grandeza de los personajes se desploma al ver a Jason Radcliff conducir todos los días de la empresa a casa y de casa a la empresa. Al ver a Jason cenando en el comedor con su mujer y sus hijos. Al ver a Jason contestar compulsivamente el teléfono móvil y a Medea bostezar de aburrimiento cuando él le comenta sus aspiraciones de ascenso a la dirección de la empresa. No entiendo la tragedia. Eso pasa todos los días. Todos los días miles de matrimonios se hunden un centímetro más en el pozo del desencuentro. —Por fin le ha llegado a Jasón la oportunidad que esperaba. Se ha trabajado bien a Creonte, rey de Corinto. Lo ha seducido de tal modo, gracias a su expansivo carácter, su don de gentes, su grandilocuente porte, que este acaba por considerarlo como el perfecto yerno para su hija Creúsa, heredera del trono. Lo que le resta a Jasón es deshacerse de su esposa e hijos, enviarlos lejos, para poder estrenar su nueva vida sin incómodos testigos de su pasado. Gabriela prosigue su relato, y me devuelve a la ficción que está hilando sobre el manto de hielo que pisamos.

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—Lo que Medea no sabe es que una historia de amor puede tener final. Una sola persona no puede sostener un idilio. Necesita de la voluntad de dos. Cuando no entiendes de pasiones, sólo de fórmulas y pócimas, estás perdido. ¿Cómo asumir ese final? ¿Cómo terminar si no quieres que jamás acabe? —Para eso no tengo respuesta —afirmo desprevenidamente. Me ha salido del alma. Ella me mira, ausente, y escucho la nieve crujir bajo las suelas de nuestras botas. —Inevitablemente sus conversaciones con Jasón se convierten en un tira y afloja. «¿Ya no me quieres?», le pregunta. Y en ese instante, justo en el instante en que ha enunciado la frase, ya no le importa la respuesta de su marido. El mero hecho de haberse visto obligada a preguntar es tan humillante, tan patético, que Medea muere por dentro, se quema viva. Nunca volverá a preguntarle nada más. Queda sorda a las palabras de Jasón. Ni siquiera oye lo que él le responde. Se ha dado cuenta de que el final de una historia de amor es un diálogo en el que quien es abandonado debe hacer el papel más penoso. Porque no hay forma de irse dignamente, no hay vía de escape o de salvación que permita entender y no suplicar, que permita no caer en la autocompasión o el reproche. Gabriela sigue hablando sin parar. —Lo que siempre ha detestado Medea es ser una víctima de las circunstancias. Por eso ha antepuesto en todo momento el libre albedrío a las leyes de los hombres. Por eso ha tomado decisiones que conciencia alguna admitiría. Ella ha nacido para no obedecer, para no agachar la cabeza ante la injusticia y la opresión; ante el abuso ella está dispuesta a matar si es necesario. Es una guerrera, no una víctima. Y, sin embargo, la vida le tiende una trampa que ella no esperaba. «¿Ya no me quieres?», esa es la cuestión. Es una pregunta que uno no debería hacer jamás. Antes es mejor irse, claudicar. Pero Medea la ha hecho, porque no sabe rendirse. Y por hacerla merece un castigo. Hacer esa pregunta la ha llevado a la conmiseración, al fango. Es estúpida, débil, una demente insoportable. Odia ese papel, se odia a sí misma por haber caído en la vulgaridad. Ella no es como las demás mujeres. No juega con el victimismo. Ama a lo grande, sin 75

limitaciones, sin tópicos, sus sentimientos habitan fuera de las convenciones, y espera ser amada del mismo modo. No conoce el poder del chantaje, y si lo conociera, lo despreciaría. Sólo conoce la destrucción. No puedo soportar tanta vehemencia. Me desazona más que el frío, me viene grande. Pero sigo escuchando a la mujer que me guía a través del viento. —«¿Ya no me quieres?», se repite a sí misma. No es la respuesta de Jasón lo que la martiriza. Es su propia pregunta. Es asquerosa, es inútil. Ojalá no hubiera llegado ese momento. Pero ya es tarde. Lo ha hecho. Ha preguntado a Jasón lo que sin interrogaciones se convierte en la verdad: «Ya no me quieres». Si un Gobierno puede ser injusto, el amor no le queda a la zaga. El amor puede llegar a convertirse en una dictadura, un yugo, un oprobio, contra el que habrá entonces que luchar como contra la injusticia de un tirano. Y Medea sólo conoce la destrucción. Para ella destruir es construir. Estoy aterida. Casi no puedo abrir los ojos y mis músculos son una piedra que ya no siento. Maldigo el día en que me ofrecí a hacer esta entrevista. Y, sin embargo, no pierdo una palabra de Gabriela. Preferiría no escucharla, que no abriera una fisura en mis convicciones, que no me obligara a pensar. —Si un hombre es injusto con los suyos, merece no dormir por las noches, merece la infelicidad, merece ser desbancado, humillado, desprovisto de sus ilusiones y de su poder. Si un hombre no sabe amar, si un hombre traiciona la pasión a la que se ha comprometido, merece ser un desgraciado. Y la mujer que se ha dejado llevar hasta ese límite merece igualmente un castigo ejemplar. Si un hombre no sabe amar, es un impotente, un fantoche, un ser inferior, incompleto, un lisiado, una ruina. Jasón es un cobarde. Y amar a un cobarde es humillante. Medea no puede vivir con esa verdad. Piensa una y otra vez en el amor traicionado, pisoteado. Definitivamente este es un mundo imperfecto, nadie puede vivir en él y ser feliz. Es una reina destronada por el boicot más infame. Que alguien anteponga el poder al amor es una exacta prueba de imbecilidad. Y amar a un imbécil, traer al mundo su descendencia, es el peor pecado de una inteligencia superior.

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No puedo evitar vibrar con esas últimas frases. A pesar del distanciamiento, del rechazo, me enardecen sin que sepa exactamente por qué. Pero tampoco puedo evitar poner en duda todo este desmedido escenario. —Eso pasa todos los días. Todos los días un hombre deja a una mujer por otra, y también a la inversa. ¿Dónde está el drama? —¿Drama? —Gabriela parece aferrarse a esa última palabra—. ¡Necia mujer! —La imprevista ráfaga de ira me paraliza—. ¿Es que no entiendes nada? ¿Es que tu mundo es tan raso? ¿Es que estás hecha de corcho? —¿Qué tiene que ver el amor con la inteligencia? —Intento desviarla de la carrerilla de sus imprecaciones. Gabriela se ve cogida en una pregunta de alto nivel, y muerde ese bocado con parsimonia, como si hubiera dado en el clavo de la verdadera tragedia. Su cólera da paso a la demora de la reflexión. —Todo y nada —paladea la respuesta, disfruta con el reto intelectual que le propongo—. Tiene que ver con la elección. Elegir es un acto de la voluntad. Y la voluntad no es idiota. O no debería serlo. La voluntad puede a la irracionalidad. Amar es un acto de la voluntad. Por tanto, amar debería ser un acto inteligente. Si eliges mal, eres imbécil. Y si antepones otro valor al del amor, eres también un imbécil. Se hace un silencio, que a mí me sabe amargo. Los copos de nieve caen sin cesar sobre nuestras cabezas y Gabriela retoma el monólogo de la historia interrumpida por mi necesidad de comprender. —«Mal escogí», se dice una y otra vez Medea. Quiere morir, matarse. Pero algo en su interior la llama a preservar la vida. Es un don al que ha hecho afrenta, y no puede morir tirando por la borda su posibilidad de redención. Necesita darse una segunda oportunidad, poder volver a elegir, recuperar su voluntad. Si lo consigue, el logro ya no será para ella, en su beneficio, sino para entregarlo a los demás. «La próxima vez habrá que hacerlo mejor», decide finalmente atarse a este nuevo compromiso y eso le otorga una fuerza sobrehumana. Y mientras, sin darse cuenta, se está tejiendo un camino, un plan de actuación para enmendar los errores. Definitivamente ella no puede 77

quedarse al margen, dejar que el mundo le pase por encima y la apisone, la doblegue, le haga comerse sus actos y decisiones pasadas. Ella tiene que actuar, se exige actuar. Es así como se va gestando, en su ingenuo universo traicionado, la venganza contra su propia vergüenza… No puedo evitar volver a la carga. Me envalentono. Quiero conocer todas las respuestas, y algo se me ha quedado pendiente en el recuerdo inmediato. —Volvamos a Jasón —interrumpo el monólogo de Gabriela—. ¿Su falta de inteligencia justifica tal castigo? ¿No es otorgarle una importancia que un mediocre no merece? ¿No es rebajarse a su altura decidir pasarle la cuenta de su necedad? —Si usamos el amor como una moneda de cambio, y luego, llegado el momento, no queremos pagar los intereses del préstamo, ¿quién dice que no debamos satisfacer la deuda contraída mediante los bienes que hemos acumulado, mediante lo que nos es más preciado? —sentencia ella—. Es peligroso jugar mezquinamente con el amor. Se puede dejar de amar y seguir siendo un caballero. Lo peor son las maneras, el desprecio y la subestimación del otro. A mayor prepotencia y desprecio, mayor violencia y rabia se desencadenan. Lo peor de Jasón es, sin duda, su estilo. Eso no tiene perdón. Y la sociedad no se lo va a hacer pagar, porque no es un crimen contemplado por la ley, sino, como usted bien ha dicho, algo normal, que pasa todos los días. Y a modo de corolario añade: —El drama es justamente el pago del débito contraído. Quien no ha puesto precio a su amor, puede irse libremente. Pero quien lo ha tasado, y lo ha vendido, debe saldar su deuda. —Y los hijos, ¿qué culpa tienen los hijos? El sacrificio de la novia a duras penas me encaja, en ningún caso el de la prole. No obtengo respuesta. A cambio, Gabriela alza la vista y la dirige a un punto concreto del paisaje. Allí donde ella mira yo no soy capaz de distinguir nada. Vuelvo otra vez mis ojos hacia la impredecible mujer que tengo delante. Ahora está abriendo un bolsillo de su anorak,

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mete la mano enguantada y, cuando la saca, observo un revólver relucir en ella. Estoy tan dolorida por el frío que casi agradecería que Gabriela me sacrificara. Soy una persona corriente, limitada. Tanta pasión y tanta tragedia me dejan fría. No es un chiste, incitado por el entorno y por mi estado de congelación, es una verdad de peso. Aunque, si he de ser íntegramente sincera, a mí el frío lo que me da es miedo. Y, por tanto, entiendo que la pasión también me aterra. Más que la vista de un arma en manos de una homicida. —Lo demás no importa. Sólo importa quemar las naves y volver a empezar. Evitar sufrimientos inútiles. Destruir para construir —va recitando mientras avanza hacia ese punto invisible con la pistola apuntando hacia abajo. En efecto, allí hay algo. Sus ojos deben de estar acostumbrados a ver cosas que los demás no ven. Nos acercamos cada vez más y ya puedo reconocer una masa blanca sobre el hielo. No es exactamente blanca. Tiene un tono amarillo pálido, y se mueve imperceptiblemente. Conforme avanzamos voy distinguiendo las formas. Parece un animal tendido en la nieve. Junto a su cuerpo inerte dos bolas del mismo color, cubiertas de pelusilla, se apelotonan y tiemblan. —¿Qué es eso? —pregunto a gritos. —Un oso blanco. —¿Está muerto? —Ella sí —afirma Gabriela—. Pero sus crías aún viven. —¿Tienen alguna posibilidad? —No con su madre herida de muerte. —¿Y el padre? —¿Lo ve usted por aquí? —me inquiere, y simultáneamente dirige el revólver hacia las pequeñas criaturas. Dispara dos tiros. Tan certeros que las bolas de pelusa quedan petrificadas en el acto. No puedo levantar la vista de la escena. Dos puntos rojos manan sangre, señal de que había vida en esos tiernos cachorros, y ya no la hay. —Aquí tiene la prueba —me espeta Gabriela, tirando la pistola junto a los cuerpos acribillados de los oseznos. Después inicia la

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marcha, supongo que en dirección al campamento. Yo sigo allí, grapada al hielo, sin saber lo que siento. La tensión se ha soltado. Al horror sucede la calma. El viento ha dejado de soplar y el sol se ha abierto paso entre las nubes. Emprendo el regreso.

Abandoné el lugar sin recoger el arma, a pesar de aquella invitación velada. El espíritu de Medea me había retado. Me había puesto a prueba, tal vez con la intención de probarme que soy una mujer capaz de entender a otra mujer. Al volver a casa, me interesé por la vida del oso polar. Leí que raramente los osos blancos alcanzan Islandia. Solamente algunos llegan a los fiordos del norte, sobre icebergs a la deriva. Y allí su supervivencia es incierta, y su destino más previsible es la desnutrición y la muerte. Condenados al exilio, acaban sus días en soledad y en tierra extraña. Destino irremisible, por tanto, en el caso de una madre débil, desamparada, con dos crías recién nacidas. Sigo sin aceptar que nadie pueda matar a sus propios hijos, sigo sin aceptar que la vida tenga que dirimirse en ese duro territorio del sacrificio y de la inmolación. Pero lo que me parece más importante que los hechos, en sí terribles, es el deseo que los alentó, sin duda esperanzado. Tal vez algún día la voluntad de dejar de ser víctimas, y el rechazo a ser verdugos, nos lleve a encontrar mejores fórmulas de amar, y también de separarnos y decir adiós.

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ELLAS, MAÑANA A PARTIR DE «LAS BACANTES» DE EURÍPIDES Goran Tocilovac

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GORAN TOCILOVAC (Belgrado, 1955) Es licenciado en Literatura por la Universidad de San Marcos y doctorado por la Universidad de La Sorbona con una tesis sobre Los siete locos de Roberto Arlt. Hijo de diplomáticos, vivió durante largos años en Nueva York, Buenos Aires y Lima. Sus tres primeras novelas, Una noche no, Puede ser el tiempo y De la desolación, se publicaron en Perú en un solo volumen, Trilogía parisina (Peisa, Lima, 1996). Las mismas novelas, corregidas y revisadas por el autor, reaparecieron junto con otras dos inéditas, Cuerpo y olvido y El punto exacto, en Extraña comedia (Editorial San Marcos, Lima, 2001). 451 Editores ha recuperado Trilogía parisina en 2007.

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CUANDO A LAS DOCE EN PUNTO DE LA MAÑANA COMENZÓ a abrirse el panel de entrada, Vera lanzó una mirada cómplice a las dos niñas con las que había hecho camino hasta la Casa Mayor. La jornada había comenzado bajo los peores auspicios, pero habían acudido a la cita a la hora señalada, sorteando uno tras otro los obstáculos que no hacían más que multiplicarse desde que habían abandonado sus habitáculos con las primeras luces del día. El aire se había vuelto irrespirable tras la rotura de uno de los ventiladores centrales y a pesar de los ropajes térmicos el calor no bajaba de los cuarenta en el momento más fresco de la mañana. Nadie se quitaba la mascarilla del rostro, tras el anuncio de una nueva variante contagiosa de la enfermedad del sur. Y la cantidad de gente que circulaba por los tres niveles de la acera no dejaba de ser alarmante. Bajo la mirada amenazante de los harapientos que habían tomado posesión de un paso a nivel, la mayoría corría a ciegas —haciéndose camino a empellones, algunos incluso con cuchillas incrustadas en el ropaje—. La circulación estaba paralizada por una nueva ola de atentados, esta vez económicos (entorpecer al máximo el tránsito para promover una nueva vía de locomoción, las cuerdas temporales). Y entrar en alguno de los pocos vehículos comunales que pasaban representaba una auténtica proeza; no bastaban los golpes, había que perforar ropajes, sacar las mascarillas por sorpresa, hincar los dientes cuando los apretujones impedían el menor movimiento. Lo había logrado, se repetía Vera, y sus compañeras seguramente pensaban lo mismo, orgullosas de saber que a los quince años podían atravesar la urbe de un cabo a otro sin mayores pérdidas. Vera siguió a las niñas, que se adentraron en el interminable pasadizo de entrada. No podía salir de su asombro mientras avanzaba despacio, gozando a cada instante de la ceremonia tan esperada. Y todo estaba exactamente como se lo habían transmitido los suyos, desde la penumbra del

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corredor hasta la cegadora luz del inmenso salón. Un panel transparente las separaba de la pieza principal. Sabían que sólo se abriría cuando se sacaran los ropajes, el primer rito del despojamiento, para vestirse con una piel de fauno que las cubriría a duras penas, la guirnalda de retorcidas hiedras en la cabeza y avanzando a tientas con un tirso en la mano. El espacio era desmesurado y tardaron en salir de su asombro. Con una luz más intensa que la luz del sol: iluminaba de una manera particular, como derrochando alegría, pensó Vera. Una dulce melodía de flauta salía desde diversos rincones de la pieza, cuya decoración era sobria y monumental. Una mesa de mármol en pleno centro rodeada de una decena de estatuas de dioses helénicos (en el curso de iniciación las niñas tenían que aprender de memoria el nombre de cada uno) y una multiplicidad de inmensos espejos que tapizaban las paredes. Una fuente y el murmullo del agua haciendo eco a la flauta, cuatro begonias en las cuatro puntas del salón, una higuera cargada de frutos que se balanceaban a la altura de la mesa. Tres guardias entogados que desde el principio se habían mantenido en posición de firmes les indicaron sus respectivos lugares en la mesa. Por más que habían pasado largos años preparándose para el momento que les tocaba vivir, los nervios traicionaron a Ona y a Milena. Supieron actuar con dignidad, dejando que las lágrimas les resbalaran por el rostro sin alterarse. Los tres días en ayunas también estaban surtiendo su efecto, pero era un paso indispensable que habían aceptado de buen grado. Eran tantas las veces que habían ensayado manejar un cuchillo y un tenedor, que ahora que los tenían en mano les asustaba no saber servirse de ellos. Pesaban mucho más de lo previsto, así como también se sorprendieron con los platos de porcelana y las altas copas de vidrio biselado. En pleno centro, una hermosa cesta de fruta que evitaron mirar. Los guardias llenaron las copas de vino, que nunca habían probado en su vida. No cabían en sí de felicidad, parecían estar viviendo un sueño y querían prolongar cada instante de belleza que hasta entonces sólo habían podido imaginar. Estoy delirando de hambre, se dijo Vera, ansiosa tanto por la voz que se demoraba, como por la sucesión de calambres en el bajo vientre y por un fuerte olor a incienso que invadía la pieza.

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Soy Dionisos. Antes me consideraba un dios, ahora no lo sé. En todo caso soy el único que se transformó en hombre para estar con ustedes. La voz parecía emerger de cada espacio de la pieza, potente y al mismo tiempo quebradiza, como la definió Vera. Soy extranjero y nunca he dejado de serlo, siempre he venido de otras comarcas, aun cuando he permanecido en estas tierras durante siglos. Soy extranjero y vengo de tierras bárbaras, las que se encuentran fuera de mi mente y las que ustedes viven a diario, las tierras del caos, que las ha visto nacer. Pero aquí están a buen resguardo, aquí reina el orden, cada movimiento está previsto desde tiempos inmemoriales; afuera luchan sin cesar con lo desconocido, aquí saben a qué atenerse, lo han aprendido desde la más tierna edad… Nuestra respuesta a la barbarie es la cultura del control. Las niñas no podían apartar la vista de la cesta de fruta, estaban como hipnotizadas. Nunca habían visto tantas frutas reunidas. Ona, la niña de color extraño, tomó un largo sorbo de vino y se rió sacudiendo los hombros (un seno se había escapado de su piel de fauno). Y con el sonido de la flauta, que parecía haberse multiplicado, se dio inicio a la ceremonia de los manjares, el rito de la privación. Los guardias aparecieron con las bandejas humeantes que cargaban como un tesoro, cada uno encargado de servir y atender a su invitada. Casi pierden el conocimiento al distinguir como entre velos el contenido de las bandejas, verduras que sólo habían visto en algunas proyecciones de la pantalla, como la espinaca y la betarraga, junto con otras que habían podido observar desde lejos en el mercado central pero que resultaban inaccesibles a una gran mayoría, como los puerros y los espárragos. Los manjares fueron depositados con delicadeza en el plato respectivo, al tiempo que los guardias se pegaban a las espaldas de las niñas y les rozaban el cuello, los brazos y los senos cada vez que se hincaban hacia los platos. Ellas no se movían lo más mínimo, la mirada perdida en la profusión de colores de sus platos. Sólo Ona había tomado el único sorbo autorizado de vino, Vera y Milena prefirieron dejarlo para más adelante. No se precipitaron sobre el plato servido, habían aprendido demasiado bien la lección. Podían controlar, por ahora.

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Nuestro orden es el ritual de lo conocido. No dejarse llevar bajo ninguna circunstancia, no ceder a la tentación. Soy el dios de la necesidad, soy el dios de la contención. Pero no siempre ha sido así. En otras épocas he sido el dios del exceso, cuando el mundo que me había acogido se estaba desbaratando de inercia y vanidad, cuando el hombre creyó poder dominarlo con tan sólo el pensamiento. Fui puro instinto hasta que logré que abriera los ojos. Y luego fui cambiando sin cesar, soy el dios del movimiento continuo, el último que queda. Ahora el Olimpo no es más que una imagen de la vacuidad, el recuerdo de dioses tan temibles como estáticos cubiertos por una finísima capa de polvo y ceniza, dioses sepultados por un tiempo en irrupción constante, un volcán aterrador que nos puede enterrar antes de que logremos lanzar nuestro primer grito de pavor. Ellas no se movieron. Como el silencio se prolongaba, de común acuerdo iniciaron la comida, tratando de controlar el temblor de las manos. La cabeza en alto, masticando con una aplicación excesiva el único bocado mínimo de cada alimento que les servían en el plato. Cortado lo más finamente posible, de ser posible hasta la transparencia. Los guardias se retiraron a unos pasos para no perturbarlas. El esfuerzo y la tensión no dejaban de ser evidentes, a pesar de la buena voluntad para no permitir transparentar ninguna emoción, tal como lo habían practicado a diario en los últimos años, al tiempo que se entrenaban para cortar cada alimento como si usaran un bisturí; cuanto menor el trozo, mayor gloria para la niña. Y con la condición de que se alimentaran lo más lentamente posible. Las escasísimas porciones no sólo no aplacaban el hambre, sino que la exasperaban. Se miraban con discreción, como buscando apoyo. Soy el más viejo de los nuevos dioses, un hombre-bestia como no se ha visto hasta la fecha, el dios de la transformación que va creando ilusiones a cada paso. Y contemplo emocionado sus rostros inocentes y me digo que están sometidas a una lucha encarnizada, la eterna guerra entre la naturaleza y la cultura. La furia para comer a manos llenas el alimento que el cuerpo les reclama a gritos, y la férrea voluntad con la que se privan de este placer básico. La resistencia al placer es nuestra única alternativa. Mientras puedan morirse de hambre cortando en redondeles minúsculos cada alimento que les brindo 86

como una vil tentación pero también como homenaje, estamos a salvo. Un mísero grano de arroz, un sorbo único de vino, una uva seca, un pedacito de nuez… La flauta subió de volumen, las niñas se consultaron en silencio, como dándose valor. Milena estuvo a punto de ceder y levantó despacio su copa de vino hasta la altura de los labios, pero la bajó intacta al recordar que sólo las mejores la dejaban para el último bocado. Ona no podía seguir soportando la sed, lanzó una ojeada inquieta a los guardias y con los ojos interrogó a Vera. Estuvo a punto de hablar. Vera comprobó que la niña perdía pie con facilidad, al tiempo que ella misma sintió cierta confusa sofocación, el rostro le quemaba mientras una dulzura extraña invadía su cuerpo. Una dulzura que hacía caso omiso del doloroso vacío en la base del estómago, una sucesión de calambres cada vez más potentes. Pero no apuró sus gestos, segura de que no sucumbiría ante nadie ni nada. El mundo se ha vuelto loco pero todavía no ha perdido completamente la cabeza, el solo hecho de que estemos aquí reunidos lo demuestra. Y cuando el mundo se vuelve loco, al dios del delirio no le queda otra solución que pregonar la razón. Las niñas dejaron sus cubiertos sobre la mesa casi al mismo tiempo. Los guardias reaparecieron con fuentes que desbordaban de múltiples quesos, aceitunas y frutas secas, junto con hogazas de pan aún calientes. Sirvieron con parsimonia, y cada guardia permaneció con las manos en los hombros de su invitada. Ellas sintieron que esas manos las aplastaban al tiempo que les producían un bienestar único; tenían ganas de que las manos inmovilizadas se deslizaran por sus cuerpos, pero no se atrevieron a sugerirlo. Formamos parte de un todo, somos un todo, porque tenemos una meta y una razón de ser, trabajar incansablemente para el equilibrio. El arte es el mejor ejemplo de nuestra lucha: la violencia de la creación al servicio de un gesto paciente que la inmortaliza. Milena sonreía como embobada, la mano del guardia acariciando un seno. La guirnalda de retorcidas hiedras se deslizaba por la cabeza rapada que brillaba de sudor, y la niña meneaba ligeramente los hombros al masticar un pedacito de aceituna. Pero tanta ciencia nuestra de la mesura y la privación no tendría mayor valor si no tuviéramos que enfrentarla al mundo de afuera. Esas son y serán las dos máscaras de mi rostro, la sonrisa y la mueca 87

de dolor. Vera no entendía por qué estaba cada vez más mareada. Pensó que tenía que ver con el incienso cuyo olor resultaba tan penetrante. Sentía que su cuerpo se desmoronaba hacia adentro. Y que un súbito ardor le subía desde la base de la columna hasta alojarse a la altura de la boca. Pero seguía con la cabeza erguida, manejando el cuchillo y el tenedor con cada vez mayor destreza. Los guardias renovaron las fuentes de comida, y a medida que llenaban los platos no se privaron de acariciar a las invitadas con una grosería creciente. Ninguna de ellas desconocía el sexo, a los quince lo habían experimentado de múltiples maneras (virtual, compartido, agreste y cerrado), pero igual estaban algo desconcertadas. Por más que se habían preparado para cada detalle de la ceremonia, incluyendo la creciente excitación provocada por los guardias, no se les había ocurrido que controlar el hambre resultaba más fácil que controlar el placer del cuerpo. Y las caricias se volvían cada vez más apremiantes. Vera no bajó la cabeza en ningún momento, atenta a los movimientos de su boca y con la mirada fija en sus compañeras. Milena no pudo más y finalmente se tomó su sorbo de vino. Parecía, más que cansada, vencida. Cierra los ojos pero no te abandones aún, el vino que está deslizándose por tu garganta lo he creado para ti, la tierra estaba más que seca cuando vine a estos lares, y yo he sido el dios de la humedad, el creador de la viña y del néctar que libera los espíritus. Pero eran otros tiempos, cuando sólo el delirio podía llevar al hombre a la razón, el delirio destructivo, vengador, para poner en su lugar a tanta criatura imbuida de falsos poderes y certezas vacuas. Después de un silencio prolongado: La verdad está en el movimiento, sólo la muerte es estática como el mármol o como las estatuas que nos rodean. Ona se puso de pie, y sus compañeras se sobresaltaron. La piel de fauno cayó al piso. El guardia la sentó por la fuerza, ella ahogó un grito de furia. Poco después dejó que le enderezaran la espalda y le levantaran el mentón. El sonido de la flauta redoblaba. Al mismo ritmo que las ganas de las niñas de abalanzarse sobre los manjares. La sola idea del castigo las retenía y extremaban las precauciones, cortando retazos cada vez más menudos que luego masticaban con detenimiento como si masticaran aire.

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Y también las excitaciones de la piel las trastornaban. Habían aprendido a satisfacer sus necesidades con premura e inmediatez, pero ahora, con la promesa de un éxtasis venidero, tenían que mantener a distancia tanto a los guardias como a sus propias ganas de acabar cuanto antes. Dionisos es también sensualidad, una mano que recorre sus cuerpos con suavidad ahora y anuncia la posibilidad de un placer total, fulminante. Pero no, aquí nada culmina. Están en la plenitud de sus quince y tendrán decenas de años para vivir con frenesí. Pero este momento de retención, de arte que viven aquí conmigo, lo vivirán una sola vez. No hay mayor gloria que resistir al cuerpo, vencerlo. Palabra de un dios como pocos, un hombre de máscaras múltiples, la sonrisa y el dolor, el extranjero de siempre, el Otro que yace en cada una de ustedes cuando se dejan acariciar sin pudor por mis guardias cada vez más osados. Ninguna de las tres lograba disimular su embarazo. Ona estaba hecha un manojo de nervios, pensó Vera mientras le temblaba la barbilla. Milena no lograba pasar un minúsculo pedazo de tomate, le ardía la garganta y fijaba los ojos en su copa de vino como hipnotizada. Un súbito rayo de luz iluminó la mesa de mármol y Vera se dijo que toda la escena resultaba sobrenatural: la voz de Dionisos que parecía bajar de la bóveda y expandirse como si hablara al oído de cada niña, la procesión de alimentos que estaban seccionando con la mayor delicadeza de la que eran capaces, los guardias que las excitaban con cálculo y maldad. Las niñas estaban a punto de ceder. No debía de faltar mucho para el plato final, se repitió Vera. La sola idea la llenaba de emoción y estaba dispuesta a todo tipo de privaciones para no perderse el momento de sagrada comunión con Dionisos. Tanto Ona como Milena desfallecían, por más que se dejaban manosear sin inmutarse, exactamente como se les había enseñado, así como masticaban aplicadamente media frambuesa sin apuro. Pero sus ojos las traicionaban, se notaba el pánico. Y la flauta, la voz de Dionisos, el penetrante humo del incienso, la sucesión de manjares y las caricias no les dejaban un minuto de reposo. Me trataron como a un intruso cuando vine a este lugar que en algún momento se llamó Tebas. Nadie supo ver en mí al dios del delirio y la razón, al hombre de la máscara perpetua, la sonrisa y el dolor en un 89

solo movimiento del olvido. Los hombres vivían con los ojos cerrados, creyendo que los tenían abiertos. Sin la menor humildad. Pero conmigo aprendieron rápido: los destruí sin contemplaciones, condenándolos a una errancia sin fin… La voz se interrumpió cuando Ona llevó rápidamente su copa de vino a los labios. El guardia la levantó con brusquedad y la llevó en vilo hacia el corredor de salida, haciendo caso omiso de sus desesperados movimientos para liberarse. Vera observó la escena con tristeza, sin dejar de masticar en ningún momento. Y la misma historia se repite incansablemente a lo largo de los siglos, la misma incomprensión, la misma ceguera a la hora de enfrentarse a la sola verdad de tantos años de zozobra: soy el dios y el hombre que inventa y destruye, una sola verdad en cada individuo. Milena seguía las palabras de Dionisos con una dificultad creciente; las caricias del guardia se habían vuelto insoportables y por otro lado tenía ganas de gritar de hambre. Mis niñas me reconocen y me honran y no cometerán los errores de sus ancestros. Porque se entregan con toda sinceridad, lo veo y lo siento en cada uno de los movimientos de sus bocas que se abren y se cierran para masticar la sombra de un alimento fugaz mientras el cuerpo reclama a gritos una presa mayor. No tardaré en complacerlas. Vera trató de recordar si alguna vez había tenido la suerte de comer carne, y Milena se dijo que sólo había visto algunas imágenes en un programa histórico de la pantalla. Pero el mito del manjar absoluto persistía. Vera se sintió mareada y comprobó que Milena también tenía la vista nublada. Pensó que el incienso podía tener un efecto narcótico, junto con la flauta que las invitaba al relajo y al abandono. Resistir: repitió la palabra varias veces, ignorando las gotas de sudor que desde el cuero cabelludo resbalaban por su cuello y contorneaban los senos al descubierto. Milena no sabía cómo controlar las leves sacudidas de su cuerpo. El dios del equilibrio soy, este hombre de tierras bárbaras que va a integrarse en sus cuerpos juveniles. La voz hablaba más rápido, como cortando las palabras. Me entrego por completo a la bella juventud de la otrora Tebas. Porque han sabido respetar las reglas de esta suave orgía de los sentidos. Y ese es el mejor homenaje que han podido brindar a este dios de la precariedad, eterno porque 90

cambiante, eterno porque ilusorio. Vera se dijo que no iba a poder aguantar por más tiempo; una ojeada a Milena le confirmó que corrían el mismo peligro. Me entrego a mis ménades y mi carne será la suya y nunca dejaremos deformar parte de la misma ilusión hasta el final de nuestros días y tal vez un poco más. Con visible esfuerzo los guardias trajeron una fuente desmesurada con algo que se asemejaba a una fiera salvaje pero que ellas sabían que no lo era. Carne, el rostro tapado con un lienzo de algodón. Estaban a un paso de perder todo control y abalanzarse sobre la fuente para despedazar la carne con las manos y hundir la boca en la masa aún caliente y llenarse del manjar divino hasta saciar por completo el hambre que las debilitaba desde hacía más de tres días. Pero resistieron con sus últimas energías. Milena se levantó de su asiento y apoyándose en el tirso dio vuelta a la mesa para llegar a la fuente de las delicias. Con una lentitud exagerada, cortó una lonja finísima del pecho y regresó con paso inseguro a su lugar. Y con la misma lentitud —ahora sus ojos estaban duros, ausentes— se llevó la carne a la boca. Se le iluminó el rostro mientras masticaba y Vera no pudo apartar la vista de la niña que ya estaba en otro mundo, como flotando. Tuvo un escalofrío al pensar en el momento de magia y regocijo que la esperaba. Y se levantó como sonámbula para acercarse a la fuente. Sin pensarlo, escogió una parte de la pierna y ni siquiera necesitó del cuchillo, la carne se partía sola. Los guardias se retiraron a unos pasos, dejando que las niñas gozaran a solas. Estaban en trance, como arrebatadas, Milena moviendo los labios pausadamente, y Vera llevando la carne a la boca con una mano temblorosa. Después de un tiempo que le pareció infinito, tomó un sorbo de vino y se sintió como paralizada de emoción, sin fuerzas para oponerse a la ola de plenitud que arrastraba su cuerpo lejos del ritmo plañidero de la flauta y de la nube de incienso que escamoteaba las formas. Los guardias tuvieron que ayudarlas para encontrar el camino de salida. Avanzaban como en sueños, sin mayor conciencia de sus pasos. Se cambiaron en la entrada, dejando en el suelo el tirso, la piel de fauno y la guirnalda de retorcidas hiedras. Las empujaron con suavidad hasta el panel de salida.

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Una vez afuera, enseguida se colocaron las mascarillas para evitar la pestilencia. La temperatura había subido varios grados desde la mañana y tardaron en adaptarse. Los tres niveles de la acera estaban saturados y la multitud corría empujando ciegamente hacia adelante. Los harapientos se habían adueñado de un segundo paso a nivel, en medio del humo y el ruido ensordecedor de las máquinas. Las niñas sonrieron al mismo tiempo al evocar el dulce sonido de la flauta. Y luego se separaron con una mirada de afecto, cada una a la espera de su vehículo comunal. Los atentados seguían perturbando la circulación y, apenas llegó el primero, Vera avanzó pinchando ropajes a su paso al tiempo que salmodiaba: Dionisos está conmigo, Dionisos está en mí; Dionisos está conmigo, Dionisos está en mí…

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DESMADRE (EDIPO REY) José Carlos Somoza

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JOSÉ CARLOS SOMOZA (La Habana, 1959) Licenciado en Medicina, se especializó en Psiquiatría. Desde 1994 se dedica en exclusiva a escribir. Ha publicado las novelas: Planos (Caja de Ahorros del Mediterráneo, 1994, accésit del premio Gabriel Sijé), Silencio de Blanca (Tusquets, 1996, premio de Literatura Erótica La sonrisa vertical), Cartas de un asesino insignificante (Debate, 1999), La ventana pintada (Algaida, 1999, premio de Novela Café Gijón), La caverna de las ideas (Alfaguara, 2000), Dafne desvanecida (Destino, 2000, finalista del premio Nadal), Clara y la penumbra (Planeta, 2001, premio Fernando Lara), La dama número trece (Mondadori, 2003), La caja de marfil (Mondadori, 2004), El detalle: tres novelas breves (Mondadori, 2005) y Zigzag (Plaza & Janés, 2006). También es autor de la obra teatral Miguel Will (Fundación Autor, 1997, premio Miguel de Cervantes de Teatro).

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COMO SIEMPRE POR ESTAS FECHAS, ACECHO EN EL aparcamiento de un centro comercial la llegada de un matrimonio. Es fácil identificar a un matrimonio: van juntos pero no se tocan, o acaso ella lo coge del brazo y se deja arrastrar suavemente, como si él llevara un paraguas o un bastón apoyado en el hueco del codo; él camina con semblante decidido, hinchando el pecho, y ella, en simbólica armonía (yin y yang), se encorva un poco y siempre le deja marcar el ritmo, aunque bien podría, si así quisiera, rebasarlo y hasta salir corriendo y hacerle sudar con la lengua fuera, porque es más joven y se mantiene en mejor forma. Además, les oigo discutir. Y él lleva el carrito de la compra y ella el bolso. Y él tiene bigote. Lo del bigote es secundario. Hay matrimonios lampiños; en otros, lo tiene ella. Este año no he esperado mucho, lo cual se agradece por el frío. Él, con cazadora Burberry y pañuelo al cuello; ella, con gorrito de lana y bufanda, sus botas de tacones haciendo clap, clap. Mediana edad, entre cuarenta y cuarenta y cinco: la mejor, porque así no transportan bebés ni son tan mayores como para tener que recibir ayuda o quedarse en casa. Un matrimonio como Dios manda. El Audi, sumiso, les guiña con sus luces. Cuando comienzan a guardar las bolsas en el maletero me acerco. Antes me aseguro de que no haya nadie mirando. En caso contrario, espero al siguiente. No escasean los matrimonios a la salida de un centro comercial. De nuevo, la fortuna me sonríe. Sólo ellos dos y yo, sitiados de coches. Ante todo, no les miro las caras. Nunca, hasta el final. Espero a que guarden las cosas. El momento en que intervengo es cuando ella ya ha entrado y lucha con el cinturón de seguridad y él se entretiene en la puerta, quizá gozando de la visión de su magnífico coche, o limpiando el parabrisas con su mano enguantada o quitando

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los papelitos de propaganda. Instante breve, fugaz, pero con la práctica me he vuelto experto. —Oiga —le digo, acercándome, cuando se dispone a entrar—, ¿sabe lo que es esto? La luna fabrica destellos afilados en la hoja de acero que coloco en su gruesa garganta. Si no hay luna, las farolas. Y si no hay destellos, no los hay. Nada de eso importa, porque lo que importa es que la frase me quede bien cuando la escribo. Lo más peliagudo no es eso, sino el momento posterior, al obligarlo a entrar en el coche y situarse tras el volante mientras yo me siento detrás. Ahí me arriesgo a que ella grite, o él arranque bruscamente, o cualquiera de los dos oponga resistencia. Pero más peligrosas que mi cuchillo y más tristes que la posibilidad de ser degollado en un parking de centro comercial son mis palabras. Soy un mago de las palabras. —Sólo tenéis que hacer lo que yo os diga. Tú, conduce. Tú, calla. Yo, detrás. Y si esto les ha parecido una mierda de magia, oigan esto: —Estoy sentado detrás de ti. Esto que notas en tu seboso cuello es un cuchillo de caza. Lo he comprado esta mañana en Sánchez y Sánchez. Aleación titanio-acero, mango anatómico. Tu mujer lo puede ver, tú sólo lo notas. Si gritáis, si ella grita, si gritas tú, o los dos, no importa que sea a la vez o consecutivamente, voy a tatuarte la muerte en el cuello. No me miréis. No volváis la cabeza. Tú, conduce. Tú, calla. Yo, detrás. Primera fase: discusión de pareja. Él quiere sobornarme. Ella (luego dicen que son las «débiles») casi siempre protesta, se indigna. Como ahora. —Oye, chaval, ¿cuánto quieres? Puedo darte dinero… —Cállate, Joaquín. —Llévate lo que quieras, chico. —Que te calles. Se va a llevar lo que quiera de todas formas, ¿no te das cuenta? Yo no intervengo. Los dejo cocerse en su propia salsa matrimonial. La coincidencia del nombre (Joaquín) me parece muy dulce. Sigo apoyando la hoja del cuchillo en el cuello del hombre y a ratos hago de GPS y doy instrucciones mecánicas: 96

—A la derecha. En el semáforo, a la izquierda. Recto. Segunda fase: reunión familiar. Es la más divertida, pero en esta ocasión me parece una pasada. Me muerdo la mandíbula para no reír a lengua batiente (trastoco la expresión con vistas a una posible crítica literaria). —Seguro que lo haces por la droga —dice ella. —Cómo está España, Dios mío —dice él. —En la rotonda, a la izquierda —digo yo. —¿Qué crees que vas a conseguir con esto? —dice ella—. Hoy sacarás pasta, pero ¿cuánto tiempo vas a poder seguir así? ¿Por qué no piensas en hacer algo con tu vida? —Luisa, cariño, déjale —dice él. —Siga recto —digo yo. —Debes de ser muy joven —insiste ella—. ¿Dieciocho? ¿Diecinueve? No llegas a los veinte, seguro. ¿Por qué lo haces? ¿Por rebeldía? Tenemos un hijo de tu edad, y siempre estamos muy pendientes de él. Queríamos que entrara en la universidad, pero ha preferido dejar los estudios. —Se la nota enfurecida—. Quiere vivir encerrado en su cuarto, medio sordo con esa música rock que oye y medio idiota con sus juegos de ordenador. —Luisa, ya vale —dice él—, a este joven no le importa nuestro hijo. —Sé que nuestro hijo nos importa a muy pocos —corta ella—. En concreto, creo que sólo a mí. Por eso está como está. Padre ausente, falta de reglas, de orden, de disciplina. Acabará saliendo por las noches a hacer cualquier cosa. Quién sabe, quizá a atracar a parejas maduras. O a gente joven como nosotros. Porque en personas como nosotros ven un símbolo de sus propios padres. —Luisa… —dice él. —Todo recto —digo yo. —Los hijos a esas edades odian a sus padres —dice ella—. Lo he leído. El libro que me prestó Cristina, ¿te acuerdas que te lo comenté? El fenómeno Edipo. ¿Lo conoces tú, chico? —No respondo—. Pues deberías. No recuerdo el nombre de la autora, es una psicóloga alemana. Dice que todos los muchachos pasan por una etapa de odio hacia el padre y de deseo hacia la madre, y eso es natural. Las chicas, 97

en cambio, odian a la madre y desean al padre. Ellas son Electras y ellos Edipos, como los títulos de dos comedias de Sócrates. Yo no sé muy bien lo que soy, porque yo odiaba a mi padre y a mi madre y a quien deseaba era al cura del colegio. —Se ríe—. Y luego nos llaman «familias»… Y luego dicen que somos «familias»… —Lui… —dice él. —Frena —digo yo. Hemos tomado una desviación. Estamos totalmente desviados. El lugar que nos rodea, a la luz del día, sería un solar propicio para la especulación urbanística que devora Madrid y los paseos de jubilados, pero a estas horas de la noche bien puede recibir el nombre de «bosque», con todo lo que esta palabra tiene de húmeda, sombría, abrumadora. En plena oscuridad ya es más difícil controlar los nervios, sobre todo cuando un encapuchado con un cuchillo de caza te obliga a salir del coche y echarte al suelo, y saca un rollo de cinta adhesiva y una linterna. La realidad, entonces, se vuelve negra, y ni siquiera la luna sirve para tranquilizarnos. Tercera fase: inquietud. —Por favor, tengo que ir al baño —dice ella mientras la ato como a él, con la sola excepción de los tobillos, que dejo libres. —Conozco el truco, señora —digo yo. Cuarta fase —muy breve—: súplicas. «Por favor», «Escucha…», «¿Qué vas a…?», «No lo hagas…», constituyen las peticiones más comunes. Pero en algún momento de esta etapa los amordazo, de modo que el diálogo se convierte en un ruido de gangosos, o de marcianos de serie B: «Ummmmg», «Aaagggg», y poco más. No apto para ser descrito, en todo caso. Ya atados, amordazados y revolcándose en la tierra, la contemplo a ella: aún lleva el gorrito de lana, la bufanda la ha perdido. Veo su abrigo y su jersey de cuello vuelto tensado por pechos procreadores. Lástima que el vientre también sea procreador y abulte un poco. Muslos gruesos bajo pantalones de pana. Perfume que no huele a «cierra los ojos y adivina lo que es» sino a «otra vez el mismo condenado jodido perfume Opium». Una medallita de plata que sube y baja, baja y sube, brillando entre los pechos a la luz de la luna como un vagón de montaña rusa. Por supuesto, la cara no la miro. 98

La cara, sólo al final. Mientras hablo, para no perder tiempo, me voy abriendo la cremallera. —¿Sabe, señora? Me preguntó antes por qué hacía esto. Voy a decírselo, ¿quiere saberlo? Lo hago porque soy un hijo de la gran puta. —La vaca muge mientras desabrocho sus pantalones (dos tallas menos, para sentirse delgada) y se los bajo con grande esfuerzo, como dirían los clásicos—. Así de claro. Lo cual significa que mi madre es… Ya puede figurárselo. Todo lo que ha dicho de su hijo encaja conmigo, señora, incluyéndola a usted. Todo, salvo la edad, señora. — Lleva una complicada doble capa de prendas interiores que pelo como un plátano; descubro sus ingles. Ella lanza patadas—. No tengo dieciocho años sino treinta y dos. Mis padres se llaman Joaquín y Luisa, pero tienen más de sesenta tacos. Y sin embargo, sigo viviendo con ellos, señora. Nunca he salido con chicas, ahora ya no salgo con nadie. No tengo cojones para marcharme de casa de esos cabrones, señora. Mire qué cojones tengo, señora. —Se los enseño, incluso se los señalo, porque en la oscuridad es difícil verlos (seré sincero: no depende de la oscuridad, es que son pequeños)—. Mire qué birria de cojones tengo. Con estos cojones, ¿cómo voy a irme de casa de mis padres? Soy un marica castrado, señora. Mi vieja me usa para todo: limpio los baños, salgo a hacer la compra, les cocino, lavo sus ropas. «¿Has ido a hacer la compra, Joaquín?», me dice siempre. Se supone que ahora tendría que estar haciendo la jodida compra en vez de esto, señora. No pueden vivir sin mí, o será que yo no puedo vivir sin ellos. Es cierto que sólo me quedan el ordenador y la música, pero oigo únicamente música clásica, y sólo uso el ordenador para escribir tragedias y cuentecitos y leer a los griegos. ¿Cree usted que esto es vida, señora? ¡No se mueva tanto! Intente pensar, no es tan difícil: a su edad, seguro que es lo único que hace en estas circunstancias. Piense en mi vida, y comprenderá por qué todos los años, como siempre, por estas fechas, salgo y me cargo a un matrimonio mayor como ustedes, cada jodida Navidad salgo y me los como vivos. Soy un mal hijo de una mala madre. ¡Si estuviera en el pesebre, sería el hijo de la mula y el buey, señora!

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Aunque trato de portarme bestia, como siempre por estas fechas, mi pene parece un pañuelo: sólo está tieso si nadie lo toca. Me enfado, me levanto, me dirijo al hombre, que gime horrorizado. Ya no hablo, sólo desgarro. Uso el cuchillo, no las palabras. Me como sus ojos, me como su lengua, le escupo en las cuencas vacías y en la boca. Por fin me endurezco y regreso a ella. Medallita va, medallita viene, soplo y resoplo, me acerco y me alejo de la medallita a un ritmo mecánico mientras le estropeo doscientos euros de peluquería con un tirón que le arranca el gorrito y más de un gritito. No la hundo muy hondo porque la tengo pequeña, pero sí lo suficiente como para rozar la medallita con la nariz con cada acometida. Noto el placer acudiendo presuroso. Quinta fase: desmadre. El cuchillo en su cuello, la otra mano en su pelo, acelero el ritmo, grito, rujo, babeo, me estremezco. Sólo me detengo para aclararle: —Edipo y Electra, de Sófocles, 495 antes de Cristo, 406 antes de Cristo, no de Sócrates. Tragedias, no comedias. Berreo, vocifero, chillo, insulto al Gobierno. Y en ese instante me fijo en la medallita. No puede ser. Lo es. Contemplo el pequeño círculo de metal con una Virgen María amamantando a su hijo grabada en ella, y descubro que es idéntica a la que lleva mamá, incluyendo las mismas muescas en el borde. Alzo los ojos, le miro la cara… Bah, ¿para qué contarlo, si ya lo saben? Casi treinta años más joven, sí, pero no hay duda alguna de que es ella, o era ella. Y él era él. Ambos tienen la edad que tenían cuando me trajeron al mundo tras hacer lo mismo que yo ahora le estoy haciendo a ella. ¿Cómo ha sucedido esto? Pero qué importa, pienso, lo que importa es gozarlo. Le arranco de un tajo la puñetera medallita, aprieto los dientes y me quedo un rato así, crispado, sin moverme, sin poder siquiera seguir escribiendo pero sin apartar la vista de la pantalla del ordenador —ni con los ojos arrancados dejaría de mirarlo—, pensando: Desmadre total, en efecto, hasta que los golpes en la puerta del cuarto me devuelven a la realidad.

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—¿Has ido a hacer la compra, Joaquín? —dice mi madre con su voz sesentona. Contesto que enseguida voy. A toda prisa, archivo este cuento, lo guardo con los otros, apago el ordenador, me levanto, corro al baño, me limpio, corro a vestirme y salgo corriendo para no hallar mucha cola en el centro comercial y poder regresar corriendo, no sea que mamá se enfade.

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JOSÉ CARLOS SOMOZA ORTEGA (La Habana, Cuba, 1959). Escritor español, reside en España desde 1960, cuando se mudó con sus padres por motivos políticos. Reside en Madrid con su mujer y dos hijos. Tras estudiar medicina y psiquiatría, en 1994 se dedica a tiempo completo a la literatura. En su producción literaria toca diversos palos, como la novela corta (Palos, 1994), el guión radiofónico (Langostas, 1994, que le valió el premio de Teatro Radiofónico Margarita Xirgu), el teatro (Miguel Will, 1997) y por supuesto la novela, con títulos como Silencio de Blanca (premio La Sonrisa Vertical 1996), La ventana pintada (premio Café Gijón 1998), Clara y la penumbra (premio Fernando Lara 2001), La llave del abismo (premio Ciudad de Torrevieja 2007) o La dama número trece, de la que Jaume Balagueró está preparando una adaptación cinematográfica. Además ha colaborado en dos antologías de cuentos y es coautor de Tragedias griegas. Sus preferencias literarias personales pasan por la novela negra de John le Carré, William Shakespeare, John Connolly o Dashiell Hammett, y es socio de honor de Nocte (Asociación Española de Escritores de Terror). 102