Tierra de Hombres - Saint Exupery

Tierra de hombres En su labor el campesino arranca de a poco algunos secretos a la naturaleza y la verdad que desprende

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Tierra de hombres En su labor el campesino arranca de a poco algunos secretos a la naturaleza y la verdad que desprende es universal. Asimismo el avión, el útil de las líneas aéreas, mezcla al hombre con todos los viejos problemas. Siempre he tenido ante mis ojos la imagen de mi primera noche de vuelo en la Argentina; una noche sombría en que centelleaban, solas como estrellas, las pocas luces dispersas en la llanura. Cada una señalaba, en ese océano de tinieblas, el milagro de una conciencia. En aquel hogar leían, o reflexionaban o proseguían las confidencias. En aquel otro, quizá, intentaban sondear el espacio o se fatigaban efectuando cálculos sobre la nebulosa de Andrómaca. Allá amaban. De distancia en distancia brillaban esos fuegos que reclamaban su alimento. Hasta los más discretos: los del poeta, los del maestro, los del carpintero. Pero, entre esas estrellas vivientes, cuántas ventanas cerradas, cuántas estrellas. apagadas, cuántos hombres dormidos... La tierra nos informa más ampliamente acerca de nosotros que todos los libros. Porque nos resiste. El hombre se descubre cuando se mide con el obstáculo. Pero, para dominarlo, le es menester un útil. Le es menester una garlopa o un arado. Es preciso alcanzarlos. Es preciso tratar de comunicarse con algunos de esos fuegos que arden, de distancia en distancia, en el campo.

I LA LÍNEA Era en 1926. Acababa de entrar como joven piloto de línea en la Sociedad Latécoère que aseguró, antes de la Aeropostal —luego la Air France— la línea Toulouse-Dakar. Allí yo aprendía el oficio. A mi vez, como los demás camaradas, sufría yo el noviciado que los jóvenes soportan antes de tener el honor de pilotear en la línea. Ensayos de aviones, desplazamientos entre Toulouse y Perpignan, tristes lecciones de meteorología en el fondo de un hangar glacial. Vivíamos en el temor de las montañas de España que aún no conocíamos y en el respeto por los veteranos. A esos veteranos los hallábamos en el restaurante: bruscos, un poco distantes, dándonos consejos, validos de su superioridad. Y cuando uno de ellos, que volvía de Alicante o de Casablanca, llegaba retrasado, con su saco de cuero empapado de lluvia, al ser interrogado, tímidamente, por uno de nosotros acerca de su viaje, sus respuestas breves, en días tempestuosos, nos construían un mundo fabuloso, lleno de lazos, de trampas, de precipicios que surgían bruscamente, y de remolinos que hubiesen desarraigado cedros. Dragones negros defendían la entrada de los valles, haces de relámpagos coronaban las crestas. Esos veteranos mantenían, hábilmente, nuestro respeto. Pero, de vez en cuando, respetable para la eternidad, uno de ellos no volvía más. De tal modo, recuerdo un regreso de Bury, que se mató, tiempo después, en Corbières. Ese viejo piloto acababa de sentarse en medio de nosotros y comía, pesadamente, en silencio, con los hombros aún aplastados por el esfuerzo. Era la tarde de uno de esos malos días cuando, de un extremo al otro de la línea, el cielo está podrido, cuando todas las montañas le parecen al piloto que ruedan en la mugre como esos cañones que, habiendo roto sus amarras, labraban los puentes de los veleros de antaño. Miré a Bury, tragué saliva y me atreví a preguntarle, finalmente, si su vuelo había sido duro. Bury, con el ceño fruncido no escuchaba, inclinado en el asiento. A bordo de los aviones descubiertos había que inclinarse durante el mal tiempo, fuera del parabrisas, para ver mejor y las bofetadas del viento silbaban durante mucho tiempo en los oídos. Finalmente Bury alzó la cabeza y pareció escucharme y recordar. Súbitamente estalló en una risa clara. Y esa risa me maravilló pues Bury reía poco; me maravilló esa breve risa que iluminaba su fatiga. No dio ninguna explicación acerca de su victoria, inclinó la cabeza y continuó masticando en silencio. Pero, entre la bruma del restaurante, entre los funcionarios que reparan aquí las humildes fatigas del día, ese camarada de pesados hombros me pareció de una extraña nobleza; dejaba asomar, bajo su ruda apariencia el ángel que había vencido al dragón. Llegó, finalmente, el día en que fui, a mi vez, llamado a la oficina del director. Me dijo simplemente: —Partirá usted mañana. Permanecí allí, de pie, a la espera que me despidiese. Pero después de un silencio añadió: —¿Conoce bien las consignas? Los motores, en esa época, no ofrecen la seguridad de los motores actuales. A menudo nos abandonaban, súbitamente, sin prevenirnos, con gran bochinche de vajilla rota. Y había que enfilar hacia la corteza rocosa de España que apenas ofrecía un refugio. «Aquí, decíamos, cuando el motor se rompe, el avión, por desgracia, no tarda en hacer otro tanto». Pero un avión se remplaza. Lo importante era, ante todo, no abordar la roca ciegamente. Por ello se nos prohibía, bajo pena de sanciones gravísimas, el sobrevolar los mares de nubes por encima de zonas montañosas. En caso de avería el piloto, al hundirse en la blanca estopa, hubiera embestido las cimas sin verlas.

Por ello, aquella tarde, una lenta voz insistía una última vez sobre la consigna: —Es muy lindo navegar con brújula en España por encima de mares de nubes, es muy elegante, pero… Y más lentamente aún: —… pero recuerde: por debajo de los mares de nubes está la eternidad. He aquí que bruscamente, ese mundo calmo, tan unido, tan simple que se descubre cuando se emerge de las nubes, adquiría para mí, un valor desconocido. Esa dulzura se transformaba en una trampa. Imaginaba a esa inmensa trampa blanca recostada allá bajo mis pies. Por debajo no reinaba, como se pudiera creer, ni la agitación de los hombres, ni el tumulto, ni el viviente traqueteo de las ciudades; sino un silencio más absoluto aún, una paz más definitiva. Ese pega-pega blanco se trocaba para mí, en la frontera entre lo real y lo irreal, entre lo conocido y lo desconocido. Y adivinaba ya que un espectáculo no tiene sentido sino a través de una cultura, una civilización, un oficio. Los montañeses conocían también los mares de nubes. Ellos no descubrirían, no obstante, ese fabuloso telón. Cuando salí de esa oficina experimenté un orgullo pueril. Iba a ser, a mi vez, a partir del alba, responsable de un cargamento de pasajeros, responsable del correo de África. Pero experimenté también una gran humildad. Me sentía mal preparado. España era pobre en refugios; temía, ante la amenazadora avería no saber buscar la acogida de un terreno de auxilio. Me había inclinado sobre la aridez de los mapas sin descubrir los informes necesarios. Por ello, con el corazón pleno de esa mezcla de timidez y de orgullo me fui a pasar esa vela de armas con mi camarada Guillaumet. Guillaumet me había precedido por esas rutas. Guillaumet conocía los trucos que entregan las llaves de España. Me era menester ser iniciado por Guillaumet. Cuando entré en su cuarto, sonrió: —Sé la noticia. ¿Estás contento? Se dirigió hasta el placard a buscar el oporto y los vasos, luego se acercó hasta mí, sonriendo siempre: —Echaremos un trago. Ya verás que todo marchará bien. Ese camarada que debía más tarde batir el record de travesías postales de la Cordillera de los Andes y de las del Atlántico Sur. Algunos años antes —esta tarde— en mangas de camisa, con los brazos cruzados baja la lámpara, sonriendo con la más acogedora de las sonrisas, me dijo simplemente: «Alguna vez te fastidiarán las tormentas, la bruma, la nieve. Piensa entonces en todos los que han conocido eso antes de ti y dite simplemente: lo que otros han logrado siempre se puede lograr». No obstante desenrollé mis mapas y le pedí, con todo, estudiar conmigo el viaje. Y luego, inclinado bajo la lámpara, apoyado en el hombro del veterano, recobré la paz del colegio. ¡Pero qué extraña lección de geografía recibí! Guillaumet no me enseñaba España; hacía de España una amiga mía. No me hablaba ni de hidrografía, ni de poblaciones, ni de arrendamientos. No me hablaba del Guádix sino de los tres naranjos que cerca del Guádix bordean un campo: «Desconfía de ello, márcalos en el mapa…» Y los tres naranjos tenían más importancia en el mapa que la Sierra Nevada. No me hablaba de Lorca sino de una simple granja cerca de Lorca. De una granja viviente. Y de su granjero. Y de su granjera. Y esa pareja adquiría, perdida en el espacio, a quinientos kilómetros de nosotros, una desmesurada importancia. Bien instalados en la pendiente de la montaba, semejantes a guardianes en un faro, se hallaban listos, bajo sus estrellas, a socorrer a los hombres. Extraíamos así de su olvido, de su inconcebible alejamiento, detalles ignorados por todos los geógrafos del mundo. Pues sólo el Ebro, que abreva grandes ciudades, interesa a los geógrafos. Pero no ese arrollo oculto bajo las hierbas al oeste de Motril, ese padre nutricio de una treintena de flores. «Desconfía del arroyo, echa a perder el

campo… márcalo también en tu mapa». ¡Ah, me acordaré de la serpiente de Motril! Parecía poquita cosa, apenas sí, con su ligero murmullo, encantaba a algunas ranas, pero sólo descansaba con un ojo. En el paraíso del campo de auxilio, tendido bajo las hierbas, me acechaba a dos mil kilómetros de aquí. A la primera ocasión me transformaría en haz de llamas. También aguardaba a pie firme a esos treinta corderos de combate, dispuestos allí, en el flanco de la colina, listos para atacar: «Crees que está libre ese prado y de pronto ¡paf! he aquí tus treinta corderos que se arrojan bajo tus ruedas…» Y yo respondía con una sonrisa maravillada a una amenaza tan pérfida. Y, poco a poco, la España de mi mapa se transformaba bajo la lámpara en un país de cuentos de hadas. Balizaba con una cruz los refugios y las trampas. Balizaba la granja, los treinta corderos, el arroyo. Situaba en su exacto lugar a esa pastora desdeñada por los geógrafos. Cuando me despedí de Guillaumet experimenté —durante esta noche helada de invierno— la necesidad de caminar. Alcé el cuello de mi capa y caminé entre los transeúntes ajenos a mis preocupaciones paseando un joven fervor. Estaba orgulloso de codearme con esos desconocidos, con mi secreto en el corazón. Esos bárbaros me ignoraban, pero a mí me confiarían al alba, con la carga de las bolsas postales, sus inquietudes y esfuerzos. En mis manos depositarían sus esperanzas. De tal modo arropado en mi capa andaba entre ellos con paso protector, pero nada sabían de mi solicitud. Tampoco recibían los mensajes que yo recibía de la noche. Pues esa tempestad de nieve que quizá se preparaba y que complicaría mi primer viaje, interesaba mi misma carne. ¿Cómo hubiesen sabido esos transeúntes que las estrellas se extinguían una tras otra? Me hallaba solo en la confidencia. Se me comunicaban las posiciones del enemigo antes de la batalla... No obstante, esas palabras de orden que tan gravemente me comprometían yo las recibía cerca de las vidrieras iluminadas donde lucían los regalos de Navidad. Allí parecían expuestos, en la noche, todos los bienes de la tierra y yo gustaba la orgullosa embriaguez del renunciamiento. Yo era un guerrero amenazado: ¡qué me importaban esos espejeantes cristales destinados a las fiestas de la noche, esas pantallas de lámparas, esos libros! Yo ya me bañaba en el rocío del mar, yo ya mordía, piloto de línea, la amarga pulpa de las noches de vuelo. Eran las tres de la mañana cuando se me despertó. Abrí con un golpe seco las persianas, observé que llovía sobre la ciudad y con gravedad me vestí. Media hora más tarde, sentado sobre mi valijita esperé, a mi vez, sobre la calzada brillosa por la lluvia, que el ómnibus pasase a recogerme. ¡Cuántos camaradas, antes que yo, habían soportado esa misma espera con el corazón un poco apretado, el día de la consagración! Al fin, el ómnibus surgió por un rincón de la calle, ese vehículo antañón que difundía .un ruido de hierro viejo, y tuve que apretarme, como los demás camaradas, erguido en el banquillo, entre el aduanero mal despierto y algunos burócratas. Ese ómnibus olía a encierro, a la polvorienta administración, a la vieja oficina donde se hunde la vida de un hombre. Paraba cada quinientos metros para cargar un secretario más, a un aduanero más, a un inspector. Los que ya se habían adormecido respondían con un vago gruñido al saludo del recién llegado que se acomodaba como podía y que, en seguida, se dormía a su vez. Era, sobre el desigual pavimento de Toulouse, una especie de triste acarreo; y el piloto de línea, mezclado con los funcionarios, apenas se distinguía de ellos... Pero los reverberos desfilaban, pero el terreno se acercaba, pero ese viejo ómnibus bamboleante, sólo era un crisálida gris de la cual salía transfigurado el hombre. De tal modo cada camarada, en una mañana semejante, había sentido en sí mismo, bajo el vulnerable subalterno sometido aún al rebaño del inspector, que nacía el

responsable del Correo de España y de África, que nacía aquel que, tres horas más tarde, afrontaría entre relámpagos al dragón del Hospitalet… aquel que, cuatro horas más tarde, habiéndolo vencido, decidiría, en plena libertad, con plenos poderes, el rodeo por mar o el asalto directo de los macizos de Alcoy; aquel que discutiría con la tempestad, la montaña y el océano. De ese modo cada camarada confundido en el equipo anónimo bajo el sombrío cielo de invierno de Toulouse, había sentido, en una mañana semejante crecer en él al soberano que, cinco horas más tarde, abandonando tras sí, las lluvias y nieves del Norte, repudiando el invierno, reduciría la marcha del motor y comenzaría su descenso, en pleno estío, bajo el brillante sol de Alicante. Ese viejo ómnibus ha desaparecido pero su austeridad, su incomodidad han permanecido vivos en mi recuerdo. Simbolizaba bien la necesaria preparación para las duras alegrías de nuestro oficio. Todo adquiría allí una sorprendente sobriedad. Y recuerdo haberme enterado, tres años más tarde, sin que se hubiesen intercalado diez palabras, la muerte del piloto Lécrivain, uno de los cien camaradas de la línea que, un día o una noche de bruma tomaron su eterno retiro. Eran así las tres de la mañana, reinando el mismo silencio, cuando escuchamos al director, invisible en la sombra, alzar su voz hacia el inspector: —Lécrivain no ha aterrizado esta noche en Casablanca. —¡Ah! —respondió el inspector—. ¿Ah? Y arrancado de su sueño se esforzó en despertarse, para mostrar su celo y añadió: —¡Ah! ¿Sí? ¿No ha logrado pasar? ¿Dio media vuelta? A lo cual, desde el fondo del ómnibus, se le respondió simplemente: «No». Aguardamos la continuación pero no sobrevino ninguna palabra. Y a medida que los segundos pasaban se hacía más evidente que ese «no» no sería seguido de ninguna otra palabra, que ese «no» era inapelable, que Lécrivain no solamente no había aterrizado sino que jamás aterrizaría en ninguna parte. Así, esa mañana, en el alba de mi primer correo, me sometía, a mi vez, a los ritos sagrados del oficio y sentía que me abandonaba la confianza al mirar, a través de los vidrios, el brillante macadam donde se reflejaban los reverberos. Se veían, en los charcos de agua, correr los ramalazos del viento. Y pensaba: «por ser mi primer correo… verdaderamente… tengo poca suerte». Alcé la mirada hacia el inspector: «¿Mal tiempo me espera?» El inspector lanzó una cansada mirada a través del vidrio: «Eso no prueba nada», gruñó finalmente. Y yo me preguntaba bajo qué signos se reconocía el mal tiempo. Guillaumet había borrado, la víspera por la tarde, con una sonrisa, todos los funestos presagios con los cuales nos abrumaban los veteranos. Pero aquéllos volvían a mi memoria: «Compadezco al que no conoce la línea guijarro por guijarro, si tropieza con una tempestad de nieve. ¡Ah! ¡Sí! Lo compadezco...» Les era preciso salvaguardar el prestigio y meneaban la cabeza mirándonos con piedad un tanto molesta, como si se compadecieran del inocente candor nuestro. Y, en efecto, ¿para cuántos de nosotros ese ómnibus había servido ya de postrer refugio? ¿Sesenta?, ¿ochenta? Conducidos por el mismo chofer taciturno, una mañana de lluvia. Miraba en torno de mí: puntos luminosos lucían en la sombra, los cigarrillos puntaban las meditaciones. Humildes meditaciones de envejecidos empleados. ¿A cuántos de nosotros esos compañeros habían servido de último cortejo? Sorprendía también las confidencias que se cambiaban en voz baja. Se referían a enfermedades, a dinero, a tristes preocupaciones domésticas. Mostraban los muros deslucidos de la prisión entre las cuales se habían encerrado esos hombres. Y, bruscamente, se me presentó el rostro del destino. Viejo burócrata, mi camarada aquí presente, nadie te ha permitido evadirte y de ello no eres responsable. Has construido tu paz a fuerza de bloquear con cemento, como lo hacen las termitas, todas las salidas hacia la luz. Has rodado como una bola en tu

seguridad burguesa; en tus rutinas, en los ritos asfixiantes de tu vida provincial, has alzado esa humilde muralla contra los vientos y las mareas y las estrellas. No quieres inquietarte con los graves problemas, bastante trabajo has tenido con olvidar tu condición de hombre. No eres el habitante de un planeta errante, no planteas preguntas sin respuesta, eres un pequeño burgués de Toulouse. Nadie te ha sacudido por los hombros cuando aún era tiempo. Ahora la arcilla con la cual estás hecho se ha secado y endurecido y nada en ti podría, en adelante, despertar al músico dormido, o al poeta, o al astrónomo que quizá te habitaban al principio. Ya no me quejo de las ráfagas de lluvia. La magia del oficio me abre un mundo donde afrontaré, antes de dos horas, los negros dragones y las crestas coronadas de relámpagos azules, donde, al llegar la noche, liberado leeré mi camino en los astros. Así se desarrollaba mi bautismo profesional y así comenzábamos a volar. Esos viajes, a menudo, carecían de historia. Descendíamos en paz, como buzos de oficio, en las profundidades de nuestro dominio. Hoy está bien explorado. El piloto, el mecánico y el radiotelegrafista no intentan ya una aventura sino que se encierran en un laboratorio. Obedecen al movimiento de las agujas no ya al suceder de los paisajes. Afuera las montañas están sumergidas en las tinieblas, pero ya no son montañas. Son invisibles potencias cuya cercanía hay que calcular. El radiotelegrafista, prudentemente, bajo la lámpara, anota cifras, el mecánico hace señales en el mapa y el piloto corrige su ruta si las montañas han derivado, si las cimas que él deseaba doblar por la izquierda se han desplegado frente a él en el silencio y el secreto de los preparativos militares. En cuanto a los radiotelegrafistas, en vela en tierra, trazan prudentemente, en sus cuadernos, en el mismo instante, el mismo dictado de su camarada: «Una menos veinte. Ruta al 230. Todo va bien a bordo». De ese modo viaja ahora la tripulación. No siente que se halla en movimiento. Se halla lejísimos, como de noche en el mar, de todo hito. Pero los motores llenan con un estremecimiento que cambia la sustancia de ese cuarto iluminado. Pero el tiempo transcurre. Continúa en esos cuadrantes, en esas lámparas de radio, en esas agujas toda una invisible alquimia. Segundos tras segundos, esos gestos secretos, esas palabras ahogadas, esa atención preparan el milagro. Y cuando ha llegado la hora el piloto puede pegar con certeza, su frente contra el vidrio. Ha nacido de la Nada el oro, resplandece allí en los fuegos de la escala. Y, no obstante, todos hemos conocido viajes en que, súbitamente, a la luz de un punto de vista particular, a dos horas de la escala, hemos experimentado nuestro alejamiento como no lo hubiéramos experimentado en las Indias y de donde no hubiéramos esperado regresar más. Así, cuando Mermoz, por vez primera, franqueó el Atlántico Sud en hidroavión abordó, hacia la caída de la tarde, la región del Pot-au-noir. Vio, frente a él, estrecharse, de minuto en minuto, las colas de los tornados como se ve construirse un muro, luego a la noche estableciéndose sobre esos preparativos disimulándolos. Y cuando, una hora más tarde, se escurrió entre las nubes desembarcó en un reino fantástico. Trombas marinas se alzaban allí acumuladas y en apariencia inmóviles como los pilares negros de un templo. Ellas soportaban, hinchadas en sus extremos, la bóveda sombría y baja de la tempestad, pero, a través de las desgarraduras de la bóveda, lienzos de luz caían y la luna llena brillaba entre los pilares sobre las frías losas del mar. Y Mermoz proseguía su camino a través de esas deshabitadas ruinas, oblicuando de un canal de luz al otro, contorneando esos pilares gigantes donde, sin duda, resonaba la ascensión del mar, marcando cuatro horas, a lo largo de esos chorros de luna, hacia la salida del templo. Y ese espectáculo era tan extraordinario que Mermoz, una vez franqueado el Pot-au-noir, se dio cuenta que no había tenido miedo.

Recuerdo, asimismo, una de esas horas en que uno franquea los límites del mundo real: los relevamientos radiogoniométricos comunicados por las escalas saharianas fueron erróneos toda esa noche y nos habían confundido gravemente al radiotelegrafista Néri y a mí. Cuando, habiendo visto brillar el agua en el fondo de una grieta de bruma, viré bruscamente en dirección de la costa no podíamos saber desde cuándo nos adentrábamos hacia alta mar. Ya no nos hallábamos seguros de alcanzar la costa, pues quizá el combustible faltaría. Pero, una vez alcanzada la costa, nos hubiera sido preciso encontrar la escala. Era el momento de la puesta de la luna. Sin datos. Angulares, ya sordos, nos volvíamos, poco a poco, ciegos. La luna acababa de extinguirse como una pálida brasa en una bruma semejante a un banco de nieve. El cielo, por encima de nosotros se cubría, a su vez, de nubes y navegábamos, a partir de entonces, entre esas nubes y esa bruma, en un mundo vacío de toda luz y de toda sustancia. Las escalas que nos respondían renunciaban a informarnos sobre nuestra posición: «Nada de relevamientos... nada de relevamientos...», pues nuestra voz les llegaba de todas y de ninguna parte. Y, bruscamente, cuando ya desesperábamos, un punto brillante se descubrió en el horizonte, enfrente y a la izquierda. Experimenté una tumultuosa alegría y Néri se inclinó hacia mí, y ¡escuché que cantaba! No podía ser otra cosa que la escala y esa luz no podía ser otra cosa que su faro, pues el Sahara por la noche se apaga totalmente y forma un gran territorio muerto. No obstante, la luz titiló un poco y luego se extinguió. Habíamos puesto proa hacia una estrella, visible en su ocaso, y sólo por pocos segundos, en el Horizonte, entre la capa de brumas y las nubes. Entonces vimos alzarse otras luces y pusimos, con sarda esperanza, la proa sobre cada una de ellas alternativamente. Y cuando el fuego se prolongaba intentamos la vital experiencia: «Luz a la vista —ordenaba Néri a la escala de Cisneros—, apaguen el faro y enciéndalo tres veces». Cisneros apagaba e iluminaba su faro pero la luz dura que acechábamos no guiñaba: incorruptible estrella. A pesar del combustible que se agotaba mordíamos siempre esos anzuelos dorados: era, cada vez, la verdadera luz de un faro, era, cada vez, la escala y la vida, pero, al cabo, debíamos cambiar de estrella. A partir de entonces nos sentimos perdidos en el espacio interplanetario entre cien planetas inaccesibles, en busca del único planeta verdadero, del nuestro: del único que contenía nuestros paisajes familiares, nuestras casas amigas, nuestras ternuras. Del único que contenía... Os hablaré de la imagen que se me presentó que os parecerá pueril quizá. Pero en la misma entraña del peligro se conservan las preocupaciones de hombre y yo tenía sed y yo tenía hambre. Si hallábamos a Cisneros proseguiríamos el viaje una vez lleno el tanque de combustible y aterrizaríamos en Casablanca, en la frescura del amanecer. ¡Trabajo terminado! Néri y yo descenderíamos en la ciudad. Al alba, ya se encuentran pequeños bares abiertos... Néri y yo nos sentaríamos a la mesa, ya en seguridad, riéndonos de la pasada noche ante las medias lunas calientes y el café con leche. Néri y yo recibiríamos ese regalo matinal de la vida. La vieja campesina llega, así, hasta su dios, sólo a través de una imagen pintada, una ingenua medalla, un rosario: es preciso que se nos hable con sencillo lenguaje para que entendamos. De tal modo la alegría de vivir se concentra, para mí, en ese primer trago mediante los cuales se comulga con los pastos en calma, las exóticas plantaciones y las cosechas, mediante las cuales se comulga con toda la tierra. Entre tantas estrellas sólo existía una que compusiese, para colocarse a nuestro alcance, esa fragante pastilla del desayuno del alba. Pero infranqueables distancias se acumulan entre nuestro navío y esa tierra habitada. Todas las riquezas del mundo se alojaban en un grano de polvo perdido entre las

constelaciones. Y el astrólogo Néri, que trataba de reconocerlo, suplicaba, constantemente, a las estrellas. Su puño, repentinamente, empujó mi hombro. Sobre el papel que me anunciaba esa barbaridad leí: «Todo va bien; recibo un magnífico mensaje…» Y aguardé que acabase de transcribirme las cinco o seis palabras que nos salvarían. Finalmente, recibí ese don del cielo. Estaba fechado en Casablanca que habíamos abandonado la víspera por la tarde. Retrasado en las transmisiones nos alcanzaba, de pronto, dos mil kilómetros más lejos entre las nubes y la bruma y perdidos en el mar. Ese mensaje provenía del representante del Estado en el aeropuerto de Casablanca. Y leí: «Señor de Saint Exupéry, me veo obligado a solicitar para usted una sanción en París: ha virado usted demasiado cerca de los Hangares a la salida de Casablanca». Era verdad que había virado demasiado cerca de los Hangares. Era verdad, también, que ese hombre cumplía su tarea enojándose por ello. Hubiese sufrido ese reproche con humildad en una oficina del aeropuerto. Pero nos llegaba allí donde no debía llegarnos. Desentonaba entre esas escasas estrellas, ese lecho de bruma, ese gusto amenazador del mar. Teníamos entre manos nuestros destinos, el del correo y el de nuestro navío; teníamos demasiado trabajo en guiar para vivir y ese hombre desahogaba sobre nosotros sus pequeños rencores. Pero lejos de irritarnos experimentamos Néri y yo un amplio y repentino jubilo. Aquí éramos los amos y él nos lo hacía descubrir. ¿No había visto, por consiguiente, en nuestras mangas, ese cabo que habíamos ascendido a capitanes? Nos molestaba en nuestro sueño cuando recorría más gravemente el camino entre la Osa Mayor y el Sagitario, cuando el único asunto a nuestra medida y que podía preocuparnos era esa traición de la luna. El deber inmediato, el único deber del planeta donde se manifiesta ese hombre, era suministrarnos cifras exactas para nuestros cálculos entre los astros. Y ésos eran, falsos. Por lo demás, provisoriamente, el planeta sólo tenía que callarse. Y Néri me escribía: «en lugar de divertirse con tonterías harían mejor con conducirnos a alguna parte…» «Ellos» resumía para él todos los pueblos del globo, con sus parlamentos, sus senados, sus marinas, sus ejércitos y sus emperadores. Y, releyendo ese mensaje de un insensato que pretendía vérselas con nosotros, viramos hacia Mercurio. Fuimos salvados por el más extraño de los azares: llegó la hora en que, sacrificando la esperanza de alcanzar alguna vez Cisneros y virando perpendicularmente en dirección a la costa, decidí mantenerme hasta agotar el combustible. Me reservaba, de ese modo, alguna posibilidad de hundirme en el mar. Desdichadamente los faros de engañifa me habían atraído Dios sabe dónde. Desdichadamente también, la bruma espesa en la cual nos veríamos obligados, en el mejor de los casos, a hundirnos en plena noche, nos dejaba pocas ocasiones de abordar el suelo sin una catástrofe. Pero yo no podía escoger. La situación era tan clara que alcé melancólicamente los hombros cuando Néri me deslizó un mensaje que, una hora más tarde, nos hubiera salvado: «Cisneros se decide a indicarnos nuestra posición. Cisneros señala: doscientos dieciséis dudosos…» Cisneros ya no estaba hundida en las tinieblas, Cisneros se repelaba allí, tangible, a nuestra izquierda. Sí, pero ¿a qué distancia? Entablamos, Néri y yo, una breve conversación. Demasiado tarde. Estábamos de acuerdo. Navegando hacia Cisneros agravábamos los peligros de no llegar a la costa. Y Néri respondió: «Tenemos combustible para una hora. Mantenemos proa hacia noventa y tres». No obstante las escalas se revelaban una tras otra. A nuestro diálogo se mezclaban las voces de Agadir, Casablanca y Dakar. Los puestos de radio de cada ciudad habían alertado a los aeródromos. Los jefes de los aeropuertos habían alertado a los camaradas. Y poco a poco se reunían en torno de nosotros como en torno del lecho de un enfermo. Inútil calor pero calor a pesar de todo. Estériles consejos, ¡pero cuán tiernos! Y bruscamente Toulouse surgió. Toulouse cabecera de línea, perdida allá, a cuatro mil kilómetros. Toulouse se instaló súbitamente entre nosotros y, sin preámbulo:

«¿Aparato que pilotean no es el F…? (he olvidado la matrícula). —Sí. —Disponen, por consiguiente, de dos horas de combustible. El tanque de reserva de ese aparato no es un tanque standard. Rumbo a Cisneros». De ese modo las necesidades que impone un oficio transforman y enriquecen el mundo. Ni siquiera es necesario una noche semejante para que el piloto de línea descubra un nuevo sentido en los viejos espectáculos. El monótono paisaje que fatiga al pasajero es ya distinto para la tripulación. Esa nubosa masa que cierra el horizonte cesa para él de ser un decorado: interesarán a sus músculos y le planteará problemas. Ya la tiene en cuenta, la mide, un verdadero lenguaje la vincula a él. He aquí un pico aún lejano: ¿qué rostro mostrará? En el claro de luna será un cómodo hito. Pero si el piloto vuela ciegamente, si corrige ciegamente su desviación y duda de su posición el pico se trocará en un explosivo y llenará con su amenaza la noche entera lo mismo que una sola mina sumergida, llevada por las corrientes, echa a perder todo el mar. Así varían los océanos. Para los simples viajeros la tempestad permanece invisible observadas de tal alto las olas no ofrecen relieves y los paquetes de las espesas neblinas parecen inmóviles. Sólo grandes palmas blancas se muestran marcadas de nervaduras y aristas, presas en una especie de hielo. Pero la tripulación juzga que allí todo amaraje es imposible. Esas palmas son para él semejantes a grandes flores venosas. E incluso si el viaje es un viaje feliz, el piloto que navega rumbo a alguna parte, en un tramo de la ruta, no asiste a un simple espectáculo. Colores de la tierra y del cielo, huellas del viento sobre el mar, doradas nubes del crepúsculo, no los admira sino que los medita. Semejante al campesino que recorre sus tierras que prevé, por mil señales, la marcha de la primavera, la amenaza del hielo, el anuncio de la lluvia, el piloto de oficio, también él, descifra los signos de nieve, los signos de la bruma, los signos de la noche bienaventurada. La máquina, que al principio parecía apartarlo, lo somete con más rigor aun a los grandes problemas naturales. Sólo en medio del vasto tribunal que un cielo de tempestad le compone, ese piloto disputa su correo a tres divinidades elementales: la montaña, la mar y la tempestad.

II LOS CAMARADAS Algunos camaradas, Mermoz entre ellos, fundaron la línea francesa de Casablanca a Dakar a través del Sahara insumiso. Los motores de entonces apenas resistían y una avería hizo caer en manos de los moros a Mermoz. Ellos dudaron si matarlo y lo guardaron quince días prisionero; luego lo entregaron por dinero y Mermoz continuó llevando el correo sobre los mismos territorios. Cuando se inauguró la línea de América. Mermoz siempre en la vanguardia fue encargado de estudiar el tramo de Buenos aires a Santiago y, después de construir un puente por encima de los Andes. Se le confió un avión que tenía un «plafond» de cinco mil doscientos metros. Las crestas de la Cordillera se elevan a siete mil metros. Y Mermoz decoló para buscar las brechas. Después de la arena Mermoz, afrontó la montaña, esos picos que, en el viento, abandonan sus chales de nieve, ese palidecer de las cosas antes de la tempestad, esos remolinos tan fuertes que soportados entre dos murallas de rocas, obligan al piloto a una especie de lucha a cuchillo. Mermoz se mezclaba en estos combates sin conocer para nada al adversario, sin saber si se sale con vida de semejantes abrazos. Mermoz «ensayaba» para los demás. Finalmente un día, a fuerza de «ensañar» se halló prisionero de los Andes. Caídos sobre una meseta de verticales paredes a cuatro mil metros de altura, su mecánico y él trataron durante dos días de evadirse. Estaban prisioneros. Entonces jugaron su última suerte: lanzaron el avión hacia el vacío, rebotaron duramente sobre el desigual suelo hasta el precipicio donde cayeron. El avión en la caída adquirió velocidad suficiente para obedecer, nuevamente, a los comandos. Mermoz lo elevó frente a una cresta, la tocó y el agua huyendo de todas las tuberías provocadas por el hielo durante la noche, ya en «panne» después de siete minutos de vuelo, descubrió la planicie chilena bajo él, como una tierra prometida. Al día siguiente recomenzaba. Cuando los Andes fueron bien explorados, una vez la técnica de las travesías bien a punto. Mermoz confío ese tramo a su camarada Guillaumet y se fue a explorar la noche. La iluminación de nuestras escalas aún no se había realizado y en los campos de aterrizaje, en la negra noche, se alineaban frente a Mermoz, la magra iluminación de tres luces. Tuvo éxito y abrió la ruta. Cuando la noche estuvo bien domeñada, Mermoz intentó el océano. Y, por primera vez, el correo desde 1931, fue transportado, en cuatro días, de Toulouse a Buenos Aires. Al retorno, Mermoz sufrió una «panne» de aceite en medio del Atlántico Sud y sobre un mar agitado. Una nave lo salvó a él, al correo y a la tripulación. Así Mermoz había roturado las arenas, la montaña, la noche y el mar. Se había hundido más de una vez en las arenas, la montaña, la noche y el mar. Y cuando regresaba era siempre para volver a partir. Finalmente, después de doce años de trabajo, al sobrevolar una vez más el Atlántico Sud, indicó con un breve mensaje que se detenía el motor derecho. Luego el silencio. La nueva parecía apenas inquietante y, no obstante, después de diez minutos de silencio todos los puestos de radio de la línea de París hasta Buenos Aires comenzaron su angustiosa vela. Pues si diez minutos de retardo apenas tiene sentido en la vida diaria, adquieren en la aviación postal un grave significado. En el corazón de ese tiempo muerto se halla encerrado un acontecimiento aún desconocido. Insignificante o desdichado ha terminado no obstante. El destino ha pronunciado su juicio y contra ese juicio no hay apelación: .una mano de hierro ha gobernado a una tripulación hacia el amaraje sin consecuencia o al aniquilamiento. Pero el veredicto no ha sido mostrado a los que esperan.

¿Quién de nosotros no ha conocido esas esperanzas cada vez más frágiles, ese silencio que empeora, minuto tras minuto, como una enfermedad fatal? Esperábamos; luego las horas han transcurrido y poco a poco, se ha hecho tarde. No ha sido necesario comprender que nuestros camaradas ya no volverían, que descansarían en ese Atlántico Sud donde tan a menudo habían labrado el cielo. Mermoz, decididamente, se había atrincherado detrás de su obra semejante al segador que habiendo atado bien su haz, se tiende en el campo. Cuando un compañero muere de ese modo, su muerte parece aún un acto que se sitúa en el orden del oficio, y al principio, hiere menos que otra muerte. Ciertamente que se ha alejado, habiendo experimentado su último cambio de escala, pero su presencia no nos falta aún en profundidad como podría faltarnos el pan. Tenemos, en efecto, la costumbre de aguardar largo tiempo los encuentros. Pues los camaradas de la línea se hallan dispersos por el mundo, de París a Santiago de Chile, aislado un poco como centinelas que apenas se hablaran. Es menester el azar de los viajes para reunir, aquí o allí, a los miembros dispersos de la gran familia profesional. En torno de una mesa en una noche ocasional, en Casablanca, Dakar, Buenos Aires, se reanudan, luego de años de silencio, esas ininterrumpidas conversaciones, se reanudan los viejos recuerdos. Luego se vuelve a partir. La tierra, así, es a la vez desierta y rica. Rica de esos jardines secretos, ocultos, difíciles de alcanzar pero a los cuales el oficio nos lleva siempre un día u otro. Quizá la vida nos aleja o nos impide pensar mucho en los camaradas, pero ellos se hallan en alguna parte, no se sabe dónde, silenciosos u olvidados pero ¡cuán fieles! Y si nos cruzamos en su camino, nos sacuden los hombros con fuertes demostraciones de alegría. Efectivamente, tenemos la costumbre de esperar... Pero, poco a poco, descubrimos que la clara risa de aquellos ya no la escucharemos jamás, descubrimos que ese jardín se nos prohíbe para siempre. Entonces comienza nuestro verdadero duelo, que no es desgarrador sino un tanto amargo. Nada, en efecto, reemplazará al compañero perdido. Uno se crea viejos camaradas. Nada vale como el tesoro de tantos recuerdos comunes, de tantas malas horas vividas juntos, de tantos enojos, reconciliaciones, afectos. No se reconstruyen esas amistades. Es inútil, confiar en refugiarse inmediatamente bajo su follaje. Así es la vida. Nos hemos enriquecido al principio, hemos plantado durante años, pero llegan los años cuando el tiempo desmonta y deshace ese trabajo. Los camaradas, uno tras otro, nos retiran su sombra. Y a nuestros duelos se mezcla en adelante la oculta pena de envejecer. Tal es la moral que Mermoz y otros nos han enseñado. La grandeza de un oficio es, quizás, ante todo, unir a los hombres: sólo hay un lujo verdadero y es el de las relaciones humanas. Trabajando por los únicos bienes materiales construimos nosotros mismos nuestra prisión. Nos encerramos solitarios con nuestra moneda de ceniza que no procura nada que valga la pena de vivir. Si busco en mis recuerdos aquellos que me han dejado un gusto durable, si hago el balance de las horas que han contado, con seguridad que vuelvo a hallar las que ninguna fortuna me ha procurado. No se compra la amistad de un Mermoz, de un compañero a quien nos ha unido para siempre las pruebas vividas juntos. Esa noche de vuelo y sus cien mil estrellas, esa serenidad, esa soberanía de algunas horas, el dinero no las compra. Ese aspecto nuevo del mundo después de la etapa difícil, esos árboles, esas flores, esas mujeres, esas sonrisas frescamente coloreada por la vida que acaban de sernos devueltas al alba, ese concierto de pequeñas cosas que nos recompensan, el dinero no las compra. Ni esa noche vivida entre los rebeldes y cuyo recuerdo vuelve hasta mí.

Éramos tres tripulaciones de la Aeropostal caídas al atardecer sobre la costa de Río de Oro. Mi camarada Riguelle se había posado primero a consecuencia de una ruptura de biela; otro camarada Bourgat había aterrizado a su vez para recoger a la anterior tripulación, pero una avería sin gravedad lo había, asimismo, clavado en tierra. Finalmente yo aterricé, pero ya la noche caía. Decidimos salvar el avión de Bourgat y al cabo, para repararlo bien, esperar el día. Un año antes nuestros camaradas Gourp y Erable a causa de una avería exactamente en el mismo lugar, habían sido masacrados por los rebeldes. Sabíamos que hoy también un «rezzou» de trescientos fusiles acampaba en alguna parte en Bojador. Nuestros tres aterrizaje, visibles desde lejos, los había, quizás, alertado y nosotros comenzamos una vela que podía ser la última. Nos hemos instalado, por lo tanto, para pasar la noche. Habiendo descendido de los compartimentos de equipaje cinco o seis cajas de mercaderías, las hemos vaciado y dispuesto en círculo y en el fondo de cada una de ellas, como en el hueco de una garita, hemos encendido una pobre bujía, mal protegida contra el viento. Así, en pleno desierto, sobre la desnuda corteza del planeta, en el aislamiento de los primeros años del mundo, liemos construido un pueblo de hombres. Agrupados para pasar la noche sobre esa gran plaza de nuestro pueblo, ese retazo de arena donde las luces de nuestras cajas vertían una temblorosa luz, hemos aguardado. Hemos aguardado al alba que nos salvaría o a los moros. E ignoro lo que daba a esta noche su sabor a Navidad. Nos contábamos recuerdos, bromeábamos y cantábamos. Gustábamos ese mismo leve fervor que reside en e1 corazón de una fiesta bien preparada. Y, no obstante, nos hallábamos infinitamente pobres. Viento, arena, estrellas. Un estilo duro para trapistas. Pero sobre esa capa mal iluminada seis o siete hombres que no poseían ya nada en el mundo sino sus recuerdos y compartiendo invisibles riquezas. Finalmente nos habíamos vuelto a encontrar. Se camina largo tiempo, lado a lado, encerrado en su propio silencio o bien se intercambian palabras que ya nada llevan. Pero he aquí la hora del peligro. Entonces nos palmeamos mutuamente. Se descubre que se pertenece a la misma comunidad. El corazón se agranda al descubrir otras conciencias. Nos miramos con amplia sonrisa. Se es semejante a ese prisionero liberado que se maravilla ante la inmensidad del mar. II Guillaumet: diría algunas palabras de ti, pero apenas te molestaré si insisto sobre tu coraje o sobre tu valor profesional. Otra cosa es lo que quisiera describir al narrar la más bella de tus aventuras. Existe una cualidad que no tiene nombre. Quizás es la «gravedad» pero el nombre no satisface. Pues esa cualidad puede acompañarse con la más sonriente de las alegrías. Es la misma alegría del carpintero que se instala de igual a igual frente a un trozo de madera, lo palpa, lo mide y, lejos de tratarlo a la ligera, reúne, y para atacarlo, todos sus talentos. He leído otrora, Guillaumet, un relato en donde se celebra tu aventura y tengo una vieja cuenta que arreglar con esa imagen infiel. Se veía allí expresar salidas de pilluelo, como si el coraje consistiese en rebajarse a burlas de colegial, en medio de los peores peligros y en la hora de la muerte. No se te conocía allí, Guillaumet. No experimentas, antes de afrontarlos, la necesidad de rebajara tus adversarios. Frente a una mala tempestad, juzgas: «He aquí una mala tempestad». La aceptas y la mides. Te entrego, aquí Guillaumet, el testimonio de mis recuerdos. Habías desaparecido desde hacía cincuenta horas, en invierno, durante el transcurso de una travesía de los Andes. Volviendo de lo hondo de la Patagonia me uní al piloto

Deley en Mendoza. Ambos, durante cinco días, registramos, en avión, ese amontonamiento de montañas, pero sin descubrir nada. Nuestros dos aparatos apenas bastaban. Nos parecía que cien escuadrillas, navegando durante cien años no hubiesen acabado de explorar ese enorme macizo cuyas crestas se elevan hasta siete mil metros. Habíamos perdido toda esperanza. Los mismos contrabandistas, los bandidos que allí, se atreven a cometer un crimen por cinco francos, rehusaban aventurarse en los contrafuertes de la montaña formando caravanas de auxilio: «no arriesgaremos nuestra vida» nos decían: «Los Andes en invierno no devuelven a los hombres». Cuando Deley y yo aterrizamos en Santiago también los oficiales chilenos nos aconsejaban suspender nuestras exploraciones. «Es invierno. Vuestro camarada, aun si ha sobrevivido a la caída, no ha sobrevivido a la noche. Allá arriba cuando la noche pasa sobre el hombre lo transforma en hielo». Y cuando, nuevamente, me deslicé entre las paredes y los gigantes pilares de los Andes, me parecía no ya buscarte sino velar tu cuerpo, en silencio, en una catedral de nieve. Finalmente, al cabo del séptimo día, mientras almorzaba entre dos travesías, en un restaurante de Mendoza, un hombre empujó la puerta y gritó: (¡Oh! poca cosa); —Guillaumet… ¡vivo! Y todos los desconocidos que se hallaban allí se abrazaron. Diez minutos más tarde ya había decolado con dos mecánicos a bordo: Lefebvre y Abri. Cuarenta minutos más tarde había aterrizado a lo largo de un camino al reconocer, yo no sé como, el vehículo que le llevaba, ignoro hacia dónde, hacia el lado de San Rafael. Fue un hermoso encuentro; .todos llorábamos y te aplastábamos en nuestros brazos, vivo, resucitado, autor de tu propio milagro. Es entonces cuando expresaste, y ésa fue tu primera frase inteligible, un admirable orgullo, de hombre: «Lo que yo hice, te lo juro, nunca, ningún animal, lo hubiera hecho». Más tarde nos contaste el accidente. Frente a una tempestad que desplomó cinco metros de espesor de nieve en cuarenta y ocho horas, sobre la vertiente chilena de los Andes, obstruyendo todo el espacio, los americanos de la Pan Air habían dado media vuelta. No obstante tú decolaste en busca de un desgarrón en el cielo. Hallaste esa trampa un poco más al sud y ahora, a seis mil quinientos metros, dominando las nubes que plafoneaban a seis mil metros y de las cuales emergían sólo las altas cimas, pusiste proa hacia Argentina. Las corrientes descendentes dan, a veces, a los pilotos una extraña sensación de malestar. El motor sigue girando y sin embargo uno se hunde. Uno se empina para ganar altura pero el avión pierde velocidad y afloja y continúa hundiéndose. Se teme ahora haberse empinado demasiado y se deja derivar al avión a derecha o izquierda para adosarse a la cima favorable, la que recibe los vientos como un trampolín, pero uno sigue hundiéndose. Es el cielo entero el que parece descender. Uno se siente preso entonces en una especie de accidente cósmico. Ya no hay refugio. Se intenta en vano dar media vuelta para alcanzar, atrás, las zonas donde al aire sostiene, sólido y pleno como un pilar. Pero ya no hay pilar. Todo se descompone y uno se desliza en un descalabramiento universal hacia la nube que sube muellemente, se alza hasta vosotros y os absorbe. «Por poco me había clavado ya, nos decías, pero aún no me había convencido. Se encuentran corrientes descendentes por encima de nubes que parecen estables, por la simple razón que a la misma altura se rehacen indefinidamente. Todo es muy extraño en alta montaña…» ¡Y qué nubes!... «De tal modo preso abandoné los comandos, aferrándome al asiento para no dejarme proyectar afuera. Las sacudidas eran tan duras que las correas me herían en los hombros y hubiesen saltado. Además, la escarcha me había privado de todo horizonte

instrumental y fui arrastrado, como un sombrero, de seis mil a tres mil quinientos metros. «A tres mil quinientos divisé una masa negra, horizontal, que me permitió restablecer el avión. Era un estanque que reconocí: La Laguna Diamante. La sabía alojada en el fondo de un embudo, uno de cuyos flancos, el volcán Maipú, se eleva a seis mil novecientos metros. Aunque libre de la nube aún me hallaba enceguecido por espesos torbellinos de nube y no podía abandonar mi lago sin aplastarme contra uno de los flancos del embudo. Giré por lo tanto, alrededor de la laguna a treinta metros de altura hasta agotar el combustible. Después de dos horas de picadero me posé y capoté. Cuando abandoné el avión la tempestad me derribó. Me puse de pie y otra vez me derribó. Me vi obligado a deslizarme bajo la carlinga y a cavar un abrigo en la nieve. Me envolví con las bolsas postales y durante cuarenta y ocho horas esperé. »Después de lo cual, una vez aplacada la tempestad, me puse en marcha. Caminé cinco días y cuatro noches». Pero ¿qué quedaba de ti Guillaumet? ¡Te hallábamos bien pero calcinado, apergaminarlo, encogido como una vieja! La misma tarde, en avión te llevé a Mendoza donde sábanas blancas se derramaban sobre ti como un bálsamo. Pero no te curaban. Te hallabas congestionado por ese cuerpo derrengado al que dabas vueltas y más vueltas sin lograr acomodarlo en el sueño. Tu cuerpo no olvidaba las rocas ni las nieves. Ellas te marcaban. Observé tu rostro negro, tumefacto, semejante a un fruto pasado que ha recibido golpes. Estabas muy feo y miserable habiendo perdido el uso de los bellos útiles de tu trabajo: tus manos permanecían entumecidas y cuando para respirar te sentabas al borde del lecho tus pies helados colgaban como dos pesos muertos. Aún no habías terminado tu viaje, aún jadeabas y cuando te arrojabas contra la almohada para buscar paz entonces una procesión de imágenes que no podías retener, una procesión que se impacientaba entre bastidores, se ponía, súbitamente, en danza bajo tu cráneo. Y desfilaba. Y reemprendías veinte veces el combate contra los enemigos que resucitaban de sus cenizas. Yo te llenaba con tisanas: —Bebe, viejo. —Lo que más me ha sorprendido, sabes... Boxeador vencedor, pero marcado por los grandes golpes recibidos, revivías tu extraña aventura y te librabas de ella por migajas. Y yo te descubría a través de tu nocturno relato, marchando, sin bastón de alpinista, sin sogas, sin víveres, escalando cuellos de cuatro mil quinientos metros o progresando a lo largo de paredes verticales, sangrando por pies, rodillas y manos bajo cuarenta grados bajo cero. Vaciando, poco a poco, de tu sangre, de tus fuerzas, de tu razón, avanzabas con testarudez de hormiga, volviendo sobre tus pasos para costear el obstáculo, levantándote después de las caídas o trepando por pendientes que sólo desembocaban en el abismo, no concediéndote ningún reposo, pues no te hubieras levantado del lecho de nieve. Y, en efecto, cuando te deslizabas debías alzarte rápidamente a fin de no verte trocado en piedra. El frío te petrificaba segundo tras segundo y por haber gustado, después de la caída, un minuto de reposo de más, debías accionar, para alzarte, músculos muertos. Resistías a las tentaciones. «En la nieve, me decías, se pierde todo instinto de conservación. Después de dos, tres o cuatro días de marcha sólo se desea el sueño. Yo lo deseaba pero me decía: si mi mujer cree que vivo cree que camino. Los compañeros creen que camino. Todos tienen confianza en mí y yo soy un canalla si no camino». Y tú caminabas y con la punta del cortaplumas rebanabas, cada día un poco más, el empeine de tus zapatos para que tus pies que se helaban y se hinchaban resistiesen. Me hiciste esta extraña confidencia:

«A partir del segundo día, ya ves, mi mayor trabajo fue impedirme pensar. Sufría demasiado y mi situación era demasiado desesperada. Para tener el valor de caminar no debía considerarla. Desdichadamente controlaba mal mi cerebro que trabajaba como una turbina. Pero aún podía escogerle sus imágenes. Lo embarcaba en un “film” o un libro. Y el “film” o el libro desfilaba en mí a toda velocidad. Luego eso me volvía a transportar a mi situación presente. Implacablemente. Entonces lo lanzaba hacia otros recuerdos...» No obstante una vez, habiéndote resbalado, tirado a lo largo, de boca, en la nieve, renunciaste a levantarte. Era, semejante al boxeador que vaciado de un puñetazo de toda pasión escucha caer los segundos uno tras otro, en un universo extraño, hasta el décimo que es del definitivo. «He hecho lo que he podido y ya no tengo esperanzas, ¿por qué obstinarme en este martirio?» Te bastaba cerrar los ojos para lograr la paz en el mundo. Para borrar del mundo las rocas, los hielos y las nieves. Apenas cerradas esas milagrosas pupilas ya no habría ni golpes, ni caídas, ni músculos desgarrados, ni quemantes hielos, ni ese peso de la vida que hay que arrastrar cuando uno va como un buey y que se vuelve más pesado que un carro. Ya gustabas ese frío transformado en veneno y que, semejante a la morfina, te colmaba, ahora, de felicidad. Tu vida se refugiaba en torno a tu corazón. Algo de dulce y de precioso se acurrucaba en el centro de ti mismo. Tu conciencia abandonaba poco a poco las lejanas regiones de ese cuerpo que hasta entonces atragantado de sufrimientos, participaba ya de la indiferencia del mármol. Hasta tus escrúpulos se calmaban. Nuestros llamados ya no te alcanzaban o, más exactamente, se trocaban para ti en llamados del sueño. Respondías, feliz, con un desfile del sueño, a largos trancos fáciles que te presentaban, sin esfuerzo, las delicias de las llanuras. ¡Con cuánta facilidad te deslizabas en un mundo que se había vuelto tan tierno para ti! Decidías Guillaumet rehusarnos, como un avaro, tu retorno. Los remordimientos llegaron desde el trasfondo de tu conciencia. Al sueño se mezclaban, repentinamente, detalles precisos. «Pensaba en mi mujer. Mi póliza de seguros le evitaría la miseria. Sí, pero el seguro…» En el caso de una desaparición la muerte legal es diferida por cuatro años. Ese detalle se te presentó en primer plano borrando las demás imágenes. Ahora bien, tu cuerpo se hallaba tendido de boca sobre una pronunciada pendiente de la nieve. Tu cuerpo, al llegar el verano, rodaría con ese barro hacia uno de los miles abismos de los Andes. Lo sabías. Pero también sabías que una roca emergía a cincuenta metros delante de ti: «Pensé: si me levanto podré, quizás alcanzarla. Y si pego mi cuerpo a la piedra, al llegar el verano me encontrarán». Una vez de pie caminaste dos noches y tres días. Pero no pensabas ir muy lejos: «Adiviné el fin por muchas señales. He aquí una de ellas. Estaba obligado a detenerme cada dos horas más o menos para abrir un poco más mis zapatos, friccionar de nieve mis pies que se hinchaban o, simplemente, para que reposase mi corazón. Pero hacia los últimos días perdí la memoria. Bastante tiempo después de haber reemprendido la marcha me daba cuenta, súbitamente, que había olvidado, cada vez, algo. La primera vez un guante. ¡Lo que era grave por el frío! Lo había colocado delante de mí y había partido sin recogerlo. Luego fue mi reloj. Más tarde mi cortaplumas. Seguidamente mi brújula. En cada etapa me empobrecía. «Lo que salva es dar un paso. Otro paso más. Es siempre el mismo paso que se vuelve a dar…» «Lo que hice, te lo juro, ningún animal lo hubiera hecho». Esa frase, la más noble que yo conozca, esa frase que sitúa al hombre, que honra, que restablece las verdaderas jerarquías me volvía a la memoria. Finalmente te adormeciste, con la conciencia abolida, pero de ese cuerpo desmantelado, arrugado, quemado, ella iba a renacer al

despertar para dominar, nuevamente, a ese cuerpo. El cuerpo entonces, no es sino un buen útil. También sabías expresar, Guillaumet, el orgullo antes ese buen útil: «Privado de alimento ya te imaginas que al tercer día de marcha… mi corazón no andaba muy bien. ¡Pues mira! Mientras ascendía una pendiente vertical suspendida por encima de un vacío, cavando agujeros para acomodar mis puños, he aquí que mi corazón se descompone. Titubea, vuelve a andar. Late caprichosamente. Si titubea un segundo más yo abandono. No me muevo y escucho en mí. Nunca —¿me entiendes?— nunca en avión me he sentido tan cerca de mi motor, como me sentí durante esos pocos minutos, pendiente de mi corazón. Yo le decía: ¡Vamos, un esfuerzo más! Trata de latir un poco más… ¡Pero era un corazón de buena calidad! Titubeaba, luego volvía a comenzar nuevamente... ¡Si supieras qué orgulloso estaba de ese corazón!» En la habitación de Mendoza donde te velaba te dormiste, finalmente, con un sueño anheloso. Y yo pensaba: Si se le hablase de su coraje, Guillaumet se alzaría de hombros. Pero también se lo traicionaría si se celebrase su modestia. Se sitúa mucho más allá de esa mediocre cualidad. Si alza sus hombros es por sabiduría. Sabe que una vez mezclado en los acontecimientos los hombres ya no se espantan. Sólo lo desconocido espanta a los hombres. Pero para cualquiera que lo afronta ya no es más lo desconocido. Sobre todo si se lo observa con esa grave lucidez. El coraje de Guillaumet, ante todo, es un efecto de su rectitud. Su verdadera calidad no reside allí. Su grandeza es de sentirse responsable. Responsable de él, del correo y de los camaradas que lo esperan. Tiene en sus manos las penas y alegrías de ellos. Responsable de lo que se construya de nuevo, allá entre los vivos, y en lo cual debe participar. Responsable, un poco, del destino de los hombres en la medida de su trabajo. Forma parte de los amplios seres que aceptan cubrir amplios horizontes con sus follajes. Ser hombre es, precisamente, ser responsable. Es conocer la vergüenza frente a una miseria que no parece depender de uno. Es estar orgullosos de una victoria que los camaradas han obtenido. Es sentir, pesando uno su piedra, que se contribuye a construir el mundo. Se quiere confundir a tales hombres con toreros o jugadores. Se pondera su desprecio por la muerte. Pero bien que me río del desprecio por la muerte; si no extrae sus raíces de una aceptada responsabilidad no es sino signo de pobreza o de exceso de juventud. He conocido a un joven suicida. No sé qué pena de amor lo había impulsado a dispararse, cuidadosamente, una bala en el corazón. No sé qué tentación literaria había cedido revistiendo sus manos con guantes blancos, pero recuerdo haber experimentado frente a esa triste ostentación una impresión, no de nobleza, sino de miseria. De ese modo, tras ese rostro amable, bajo ese cráneo de hombre no había habido nada sino la imagen de alguna tontita semejante a otras. Frente a ese magro destino recordé una verdadera muerte de hombre. La de un jardinero que me decía: «Sabe… a veces sudaba cuando cavaba. Mi reumatismo me endurecía la pierna y yo maldecía esa esclavitud. Pues bien, ahora quisiera cavar, cavar en la tierra. ¡Qué hermoso es cavar! ¡Qué libre es uno cuando cava! Y después; ¿quién va a podar mis árboles?» Dejaba una tierra en barbecho. Dejaba un planeta en barbecho. Estaba ligado por el amor a todas las tierras y a todos los árboles de la tierra. ¡Era él el generoso, el pródigo, el gran señor! Era él, como Guillaumet, el hombre corajudo cuando luchaba, en nombre de su Creación, contra la muerte.

III El AVIÓN Qué importa, Guillaumet, si tus jornadas y tus noches de trabajo transcurren controlando manómetros, buscando el equilibrio mediante giróscopos, auscultando respiraciones de motores, apoyándote contra quince toneladas de metal: los problemas que se te plantean son, al fin de cuentas, problemas de hombre y tú alcanzas, de primer intento, al mismo nivel, la nobleza del montañés. Tan bien como un poeta sabes saborear el anuncio del alba. Del fondo del abismo de las noches difíciles has deseado muchas veces la aparición de ese pálido ramillete, de esa claridad que surge, al Este, de las tierras negras. Esa milagrosa, fuente, algunas veces, frente a ti, se ha deshelado con lentitud y te ha curado cuando creías morir. El uso de un sabio instrumento no ha hecho de ti un técnico frío. Me parece que confunden fin y medios lo que se espantan demasiado de nuestros progresos técnicos. Quienquiera que lucha con la única esperanza de los bienes materiales no recoge, en efecto, nada, que valga la pena vivir. Pero la máquina no es un fin. El avión no es un fin: es un útil. Un útil como el arado. Si creemos que la máquina hunde al hombre es porque quizás, nos falta un poco de retroceso para juzgar los efectos de transformaciones tan rápidas cómo las que hemos sufrido. ¿Qué son los cien años de la historia de la máquina frente a los doscientos mil años de la historia del hombre? Apenas nos hemos instalado en ese paisaje de minas y centrales eléctricas. Apenas si hemos comenzado, por habitar esa nueva casa que ni siquiera henos acabado de construir. ¡Todo ha cambiado tan rápido alrededor de nosotros: relaciones humanas, condiciones de trabajo, costumbres! Nuestra misma psicología ha sido conmovida en sus fundamentos más íntimos. Las nociones de separación, de ausencia, de distancia, de retorno, si las palabras han seguido siendo las mismas ya no contienen las mismas realidades. Para aprehender al mundo, en la actualidad, usamos un lenguaje que fue establecido para el mundo de ayer. Y la vida del pasado nos parece responder, mejor a nuestra naturaleza por la única razón que responde mejor a nuestro lenguaje. Cada progreso nos ha lanzado un poco más lejos fuera de nuestros hábitos que apenas habíamos adquirido, y somos, verdaderamente, emigrantes que aún no han fundado su patria. Somos todos jóvenes bárbaros que aún se maravillan ante sus nuevos juguetes. La marcha de nuestros aviones no tienen otro sentido: aquél sube más alto y marcha más rápido. Olvidamos para qué lo hacemos correr. La marcha, provisoriamente, supera su objeto. Y así sucede siempre. Para el colonizador que funda un imperio el sentido de la vida es conquistar. El soldado desdeña al colonizador. ¿Pero el fin de esa conquista no era el establecimiento de ese colonizador? De ese modo, en la exaltación de nuestros progresos, hemos hecho servir a los hombres en la tarea de establecer vías férreas, en la erección de fábricas, en la perforación de pozos petrolíferos. Hemos olvidado, un poco, que levantábamos esas construcciones para servir a los hombres. Nuestra moral fue, durante la duración de la conquista, una moral de soldados. Pero nos es menester, ahora, colonizar. Nos es menester vivificar esa casa nueva que aún carece de rostro. La verdad, para uno, fue construir, para otro la de habitar. Nuestra casa se hará sin duda, poco a poco, más humana. Más se perfecciona la misma maquina más desaparece detrás de su papel. Parece que todo el esfuerzo industrial del hombre, todo sus cálculos, todas sus noches en vela sobre los planos, no rematan, como signos visibles, sino en la sola simplicidad como si fuera preciso la experiencia de varias generaciones para despejar, poco a poco, la curva de una columna, de una quilla, o de un fuselaje de avión hasta devolverles la elemental pureza de la curva de un seno o de un hombro. Parece por lo tanto, que el trabajo de los ingenieros,

de los dibujantes, de los calculistas de la oficina técnica no sea, en apariencia, sino pulir, alisar y suavizar un acoplamiento, equilibrar un ala hasta que ya no se la note, hasta que no haya más un ala unida a un fuselaje sino una forma perfectamente lograda, finalmente desprendida de su ganga, una especie de conjunto espontáneo, misteriosamente unido y de la misma calidad que el poema. Parece que la perfección se alcanza, no cuando ya no hay nada que añadir, sino cuando ya no hay nada que suprimir. Al término de su evolución la máquina se disimula. La perfección de la invención confina, así, con la ausencia de invención. Y, lo mismo que en el instrumento, toda mecánica visible se ha borrado poco a poco y se nos entrega un objeto tan natural como un guijarro pulido por el mar, así es igualmente admirable que en su mismo uso la máquina poco a poco se haga olvidar. Nos hallábamos antes en contacto con una fábrica complicada. Pero hoy nos olvidamos que un motor anda. Cumple, al cabo, con su función que es andar, como late el corazón al que tampoco prestamos atención. Esa atención ya no es absorbida por el útil. Más allá del útil y a través de él hallamos la vieja naturaleza del jardinero, del navegante o del poeta. Es con el agua, es con aire que el piloto que despega entra en contacto. Cuando los motores comienzan a funcionar, cuando ya el aparato surca el mar y el casco suena como un gong a causa del duro oleaje el hombre puede seguir ese trabajo con el sacudimiento de sus riñones. Siente que el hidroavión, segundo tras segundo, a medida que gana velocidad, se carga de poder. Siente prepararse en esas quince toneladas de materia, esa madurez que posibilita el vuelo. E1 piloto aprieta las manos sobre los comandos y, poco a poco, en el hueco de sus palmas, recibe ese poder como un don. Los órganos del metal de los comandos a medida que ese don le es acordado, se vuelven los mensajeros de aquel poder. Cuando está maduro, con un movimiento más suave que el de cortar flores, el piloto separa el avión de las aguas y lo instala en los aires.

IV EL AVIÓN Y EL PLANETA I El avión es una máquina, sin duda, ¡pero qué instrumento de análisis! Ese instrumento nos permitió descubrir la verdadera faz de la tierra. En efecto, las rutas nos han engañado durante siglos. Nos parecemos a esa soberana que deseó visitar a sus súbditos y conocer si se alegraban de su reinado. Los cortesanos, a fin de engañarla, alzaron en el camino que ella iba a recorrer algunos oportunos decorados y contrataron a figurantes para que danzasen. Fuera del delgado hilo conductor ella no entrevió nada de su reino y no se enteró que, por los campos, aquellos que morían de hambre la maldecían. De ese modo andamos a lo largo do sinuosas rutas. Ellas evitan las tierras estériles, las rocas y las arenas; siguen las necesidades del hombre y van de fuente en fuente. Conducen a los campesinos de sus granjas a las tierras de trigo, reciben en los umbrales de los establos al rebaño aún dormido y lo vierten, al alba, en los alfalfares. Ellas unen este pueblo con aquel otro para posibilitar los matrimonios. Y si aun una de ellas se aventura a franquear un desierto, hela aquí que da veinte vueltas para volver a gozar en los oasis. De ese modo, engañados por sus inflexiones como por otras tantas mentiras indulgentes, habiendo costeado, a lo largo de nuestros viajes, tantas tierras bien regadas, tantos vergeles, tantas praderas, durante mucho tiempo hemos embellecido la imagen de nuestra prisión. Hemos creído que este planeta era húmedo y tierno. Pero nuestra vida se ha aguzado y hemos cumplido un cruel progreso. Con el avión hemos aprendido la línea recta. Apenas hemos decolado, dejamos esos caminos que se inclinan hacia los abrevaderos y los establos o serpentean de ciudad en ciudad. Liberados, en adelante, de las tan amadas servidumbres, rescatados de las necesidades de las fuentes, ponemos proa hacia lejanas metas. Solamente entonces, desde lo alto de nuestras rectilíneas trayectorias, descubrimos el esencial basamento, el cimiento de rocas, de arena y de sal donde la vida, algunas veces, como si fuera un poco de musgo en los huecos de las ruinas, se arriesga a florecer. Henos aquí, por consiguiente, trocados en físicos, en biólogos, examinando las civilizaciones que adornan los valles y que, a veces, por milagro, se desarrollan como a través de instrumentos de estudio. Henos aquí, por consiguiente, juzgando al hombre según la escala cósmica, observándolo a través de nuestras ventanillas como a través de instrumentos de estudio. Henos aquí releyendo nuestra historia. II El piloto que se dirige hacia el estrecho de Magallanes sobrevuela un poco al sur de Río Gallegos una antigua vertiente de lava. Esos escombros pesan sobre la planicie con sus veinte metros de espesor. Luego se halla una segunda vertiente, al cabo una tercera y, no obstante, cada jiba del suelo, cada protuberancia de doscientos metros posee en el flanco su cráter. Nada del orgulloso Vesubio: situados en la misma planicie, bocas de obuses. Pero hoy la calma se ha producido. Se la experimenta con sorpresa en este paisaje inhóspito donde mil volcanes se respondían cuando escupían sus fuegos. Y se sobrevuela una tierra en adelante muda, adornada de negros glaciares. Pero, más lejos, los volcanes más antiguos están ya revestidos con un césped dorado. A veces un árbol crece en las hondonadas como una flor en un viejo pote. Bajo una luz color de crepúsculo la planicie se vuelve lujosa como un parque civilizado por la corta hierba y

apenas se comba alrededor de sus gigantes gargantas. Se alza una liebre, vuela un pájaro, la vida ha tomado posesión de un nuevo planeta donde la buena pasta de la tierra se ha depositado, al fin, sobre el astro. Al cabo, un poco antes de Punta Arenas, los últimos cráteres se rellenan. Una continua alfombra de hierba abraza las curvas de los volcanes: en adelante se han vuelto todo dulzura. Cada fisura es recosida por ese tierno lino. La tierra es lisa, las pendientes son débiles y uno olvida sus orígenes. Esa alfombra borra, del flanco de las colinas, la sombría señal. Y he aquí la ciudad más austral del mundo, posibilitada por el azar de un poco de barro entre las lavas originales y los hielos australes. ¡Qué bien se siente el milagro del hombre tan cerca de las vertientes negras de lava! ¡Qué extraño encuentro! No se sabe cómo, no se sabe por qué ese pasajero visita esos jardines preparados, habitables durante tan breve tiempo, esa época geológica, un día bendito entre todos los demás. He aterrizado en la dulzura del día. ¡Punta Arenas! Me arrimo a una fuente y miro a las jóvenes. A dos pasos de sus gracias experimento mejor aun el misterio humano. En un mundo en que la vida se une tan bien con la vida, en que las flores, en el minino lecho del viento, se mezclan a las flores, en que el cisne conoce a todos los cisnes, sólo los hombres construyen su soledad. ¡Qué espacio reserva entre ellos su parte espiritual! Un sueño de muchacha la aísla de mí. ¿Cómo alcanzarla? ¿Qué se puede conocer de una joven que vuelve a su casa, a paso lento, con los ojos bajos y sonriéndose a sí misma y ya plena de invenciones y de adorables mentiras? Ella ha podido, con los pensamientos, la voz y los silencios de un amante, formarse un Reino y desde entonces no existen ya para ella, fuera de él, sino los bárbaros. Mejor que en otro planeta la siento encerrada en su secreto, en sus hábitos, en los cantarines ecos de su memoria. Nacida ayer de los volcanes o de la salmuera de los mares, hela aquí a medias divina. ¡Punta Arenas! Me arrimo a una fuente. Las ancianas llegan a sacar agua; de sus dramas sólo conoceré esos sus movimientos de sirvientas. Un niño, con la nuca en la pared, llora en silencio; sólo subsistirá de él, en mi recuerdo, un hermoso niño para siempre inconsolable. Soy un extranjero. Nada sé. No penetro en sus imperios. ¡En qué débil decorado se representa ese vasto juego de los odios, de las amistades y de las alegrías humanas! ¿De dónde los hombres extraerían ese gusto de eternidad, aventurados como lo están sobre una lava aún tibia y ya amenazados por las futuras arenas? Sus civilizaciones no son sino frágiles enchapaduras: un volcán las borra, un mar nuevo, un viento de arena. Esta ciudad parece reposar sobre un verdadero suelo que uno cree que es rico en profundidad como una tierra de Beauce. Se olvida que la vida, aquí como en cualquier parte, es un lujo y que no existe en ninguna parte tierra tan profunda bajo los pasos de los hombres. Pero conozco, a diez kilómetros de Punta Arenas, un estanque que nos lo demuestra. Cercado de árboles achaparrados y de casas bajas, humilde como un charco en el corral de una granja, sufre, inexplicablemente, las mareas. Prosiguiendo día y noche su lenta respiración entre tantas apacibles realidades —esas cañas, esos niños que juegan—, obedece a otras leyes. Bajo la tersa superficie, bajo el inmóvil hielo, bajo la única barca descalabrada, opera la energía de la luna. Remolinos marinos trabajan, en sus profundidades, a esa negra masa, extrañas digestiones actúan allí en sus profundidades, bajo la ligera capa de hierba y de flores. Ese charco de cien metros de ancho, a las puertas de una ciudad donde uno cree estar en su casa, bien establecida sobre la tierra de los hombres, late con el pulso del mar. III

Habitamos un planeta errante. De cuando en cuando, gracias al avión, ese planeta nos muestra su origen: un charco en relación con la luna revela ocultos parentescos. Pero lo he reconocido por otras señales. Se sobrevuela, de tarde en tarde, sobre la costa del Sahara entre Cabo Juby y Cisneros, mesetas en forma de troncos de cono, cuya anchura varía de algunos centenares de pasos a una treintena de kilómetros. Su altura, notablemente uniforme, es de trescientos metros. Pero además de esa igualdad de nivel presentan los mismos matices, el mismo grano de suelo, el mismo modelo de sus escarpaduras. Lo mismo que las columnas de un templo, que emergen solas de la arena, muestran aún los vestigios de techos que se han desmoronado, así esos solitarios pilares son el testimonio de una vasta meseta que otrora las unía. En el transcurso de los primeros años de la línea Casablanca-Dakar, en la época en que el material era frágil, las averías, las búsquedas y los salvatajes nos obligaban a aterrizar, a menudo, en territorio rebelde. Pues bien, la arena es engañadora; se la cree firme y uno se hunde. En cuanto a las antiguas salinas que parecen presentar la rigidez del asfalto y suenan duro bajo el talón, ceden a veces bajo el peso de las ruedas. La blanca corteza de sal se hunde, entonces, en la fetidez de un pantano negro. De tal modo escogíamos, cuando las circunstancias lo permitían, las lisas superficies de esas mesetas: ellas jamás disimulaban trampas. Esa garantía era debida a la presencia de una arena resistente, a los granos gruesos: enorme amasijo de minúsculas conchillas. Intactas aún en la superficie de la meseta, uno descubría que se fragmentaban y se aglomeraban a medida que se descendía a lo largo de una arista. En el depósito más antiguo, en la base del macizo, formaban ya para caliza. Pues bien, en la época del cautiverio de Reine y Serre —camaradas que habían caído prisioneros de los rebeldes—, sucedió que habiendo aterrizado en uno de aquellos refugios a fin de dejar a un mensajero moro, busqué con él, antes de abandonarlo, si existía un camino por donde pudiera descenderse. Pero nuestra terraza desembocaba por todas partes en escarpaduras que caían verticalmente en el abismo con pliegues de telas. Toda evasión era imposible. Y, no obstante, antes de despegar para buscar en otro terreno, me demoré en el sitio. Experimenté una alegría quizá pueril al señalar con mis pasos un territorio que nadie aún, ni animal ni hombre, había hollado. Ningún moro hubiera podido lanzarse al asalto de ese castillo fuerte. Ningún europeo jamás había explorado ese territorio. Medía con mis pasos una arena infinitamente virgen. Era el primero en derramar de una mano a la otra, como un precioso oro, ese polo de conchillas. El primero en turbar ese silencio. Sobre esta especie de banco polar que, desde la eternidad, no había formado ni una brizna de hierba, era yo como una semilla aportada por los vientos, el primer testimonio de la vida. Una estrella lucía ya y la contemplaba. Pensaba que esa superficie blanca había permanecido abierta a los solitarios astros durante centenares de millares de años. Lienzo inmaculado tendido bajo el puro cielo. Y recibí un golpe en el corazón, como en el umbral de un gran hallazgo, cuando descubrí en ese lienzo, a quince o veinte metros de mí, un negro guijarro. Descansaba sobre trescientos metros de espesor de conchillas. El enorme estrato se oponía, íntegramente, como una perentoria prueba, a la presencia de toda piedra. Los sílex dormían, quizás, en las profundidades subterráneas, salidos de las lentas digestiones del globo, ¿pero qué milagro hubiera hecho remontar a uno de ellos hasta esta novísima superficie? Con el corazón palpitante recogí, entonces, mi hallazgo: un guijarro duro, negro, del tamaño del puño, pesado como el metal y vaciado en forma de lámina.

Un lienzo tendido bajo un manzano no puede recibir sino manzanas; un lienzo tendido bajo las estrellas no puede recibir sino polvo de astros; nunca un aerolito había mostrado con tal evidencia su origen. Y, muy naturalmente, alzando la cabeza, pensé que de lo alto de ese celeste manzano debían haber caído otros frutos. Yo los hallaría en el mismo lugar de su caída, ya que durante centenares de millares de años nada había podido moverlos. Ya que no se confundirían con otros materiales. E inmediatamente me puse a explorar para verificar mi hipótesis. Ella se verificó. Coleccioné mis hallazgos al ritmo de una piedra, más o menos, por hectárea. Siempre ese aspecto de lava amasada. Siempre esa dureza de diamante negro. Y asistí de ese mudo, en sorprendente compendio, desde lo alto de mi pluviómetro de estrellas, a ese lento chubasco de fuego. IV Pero lo más maravilloso era que hubiese allí, de pie, sobre la redonda espalda del planeta, entre ese lienzo imantado y esas estrellas, una conciencia de hombre en la cual esta lluvia pudiese reflejarse como en un espejo. Sobre un estrato de minerales un sueño es un milagro. Y yo recuerdo un sueño… Caído en otra ocasión en una región de espesas arenas, aguardé el alba. Las colinas de oro ofrecían a la luna sus luminosas pendientes, y de las pendientes en sombra subían hasta las líneas divisorias con la luz. Sobre ese desierto taller de sombra y de luna reinaba una paz de trabajo suspendido y, asimismo, un silencio de trampa, en el corazón del cual me dormí. Cuando me desperté, sólo vi la fuente del cielo nocturno, pues me hallaba tendido sobre una cima, los brazos en cruz, de cara a ese vivero de estrellas. No habiendo comprendido aún cuáles eran esas profundidades, fui presa del vértigo a falta de una raíz a la cual asirme, a falta de un techo, de una rama de árbol entre esas profundidades, y yo, ahora desatado, entregado a la caída como un buzo. Pero no caí. De la nuca a los talones me hallé atado en tierra. Experimenté una especie de apaciguamiento al abandonarle mi peso. La gravitación se me presentaba soberana como el amor. Sentí la tierra apuntalar mis riñones, sostenerme, levantarme, transportarme en el espacio nocturno. Me descubría pegado al astro por un peso semejante al que en los virajes os pega al carruaje; gustaba ese admirable respaldo, esa solidez, esa seguridad, y adivinaba, bajo mi cuerpo, el puente curvo de mi navío. Tenía tanta conciencia de ser llevado que hubiese escuchado, sin sorpresa, subir, del fondo de las tierras, la queja de los materiales que se reajustan en el escuerzo, ese gemido de los viejos veleros que buscan sus refugios, ese largo grito agrio que exhalan las pinazas contrariadas. Pero el silencio duraba en el espesor de las tierras. Pero ese peso se revelaba en mis hombros, armonioso, sostenido, igual para la eternidad. Habitaba esta patria, como los cuerpos de los galeotes muertos, lastrados con plomo, en las profundidades de los mares. Y medité sobre mi condición, perdido en el desierto y amenazado, desnudo entre las arenas y las estrellas, alejado de los polos de mi vida por excesivo silencio. Pues sabía que gastaría, para llegar a esos polos, días, semanas y meses, si algún avión no me encontraba, si los moros, mañana, no me masacraban. Aquí no poseía ya nada en el mundo. No era sino un mortal perdido entre la vena y las estrellas, consciente de la única dulzura de respirar… Y, no obstante, me descubrí lleno de sueños. Llegaron hasta mí, sin ruido, como las aguas de una fuente, y no comprendí inmediatamente la dulzura que me invadía.

No hubo ni voces ni imágenes, sino el sentimiento de una presencia, de una amistad muy cercana y ya, a medias, adivinada. Luego comprendí y me abandoné, con los ojos cerrados, a los encantos de mi memoria. Existía, en alguna parte, un parque lleno de abetos negros y de tilos y una vieja casa que yo amaba. Poco importaba que estuviese alejada o próxima, que no pudiese revivir en mi carne, ni abrigarme, reducida, aquí, al papel de sueño; bastaba que existiese para colmar mi noche con su presencia. Ya no era ese cuerpo caído sobre un arenal; yo me orientaba, yo era el hijo de esa casa, pleno del recuerdo de sus olores, pleno de la frescura de sus vestíbulos, pleno de las voces que la habían animado. Y hasta el canto de las ranas en los pantanos llegaba hasta mí. Tenía necesidad de esas mil señales para reconocerme a mí mismo, para descubrir de qué ausencias estaba hecho el gusto de ese desierto, para encontrar un sentido a ese silencio formado de mil silencios donde las mismas ranas se callaban. No, ya no me alojaba entre la arena y las estrellas. Ya no recibía del decorado sino un frío mensaje. Y hallaba, ahora, el origen de ese mismo gusto de eternidad que había creído recibir de ese decorado. Volvía a ver los grandes y solemnes armarios de la casa. Se abrían y mostraban pilas de sábanas blancas como la nieve. Se entreabrían y mostraban provisiones frescas como la nieve. La anciana ama de casa trotaba como una rata de uno a otro armario, siempre verificando, desplegando, replegando, recontando los blancos lienzos y exclamando: «¡Ah, Dios mío, qué desdicha!», a cada muestra de deterioro, que amenazaba la eternidad de la casa, corriendo, en seguida, a quemarse las pestañas bajo alguna lámpara, para reparar la trama de esos manteles de altar, y para remendar esas velas de bergantín, para servir algo, uno sé qué, más grande que ella: un Dios o un navío. ¡Ah! Te debo una página. Cuando retornaba de mis primeros viajes, señorita, te volvía a ver con la aguja en la mano, sumida hasta las rodillas en tus blancas sobrepellices, cada año un poco más arrugada, un poco más encanecida, preparando siempre con tus manos esos manteles inconsútiles para nuestras comidas, fiestas de cristal y de luz. Te visitaba en tu lencería, me sentaba frente a ti, te contaba mis peligros de muerte para conmoverte, para abrirte los ojos al mundo, para corromperte. Me decías que yo apenas había cambiado. De niño yo ya agujereaba mis camisas —¡qué desgracia! — y me desollaba las rodillas; luego volvía a la casa para que me vendasen, como esta noche. ¡Pero no, pero no, señorita, ya no era del fondo del parque que volvía, sino del extremo del mundo, y traía conmigo el acre olor de las soledades, el torbellino de los vientos de arena, las brillantes lunas de los trópicos! Sin duda, me decías, los muchachos corren, se rompen los huesos y se creen muy fuertes. ¡Pero no, pero no, señorita, he visto más allá que este parque! ¡Si supieras qué poco vale esa umbría! ¡Qué perdida parece ante las arenas, los granitos, los bosques vírgenes, las ciénagas de la tierra! ¿Sabes acaso que existen territorios en que los hombres al encontrarte te apuntan enseguida con sus carabinas? ¿Sabes que hasta existen desiertos en que se duerme en la helada noche, sin techo, señorita, sin lecho, sin sábanas?… ¡Ah! ¡Bárbaro!, decías. No conmovía su fe más de lo que hubiera conmovido la fe de una beata. Y me lamentaba de su humilde destino que la hacía ciega y sorda... Pero esa noche, en el Sahara, desnudo entre la arena y las estrellas, le rendí justicia. No sé lo que sucede en mí. Esta pesadez me ata al suelo cuando tantas estrellas están imantadas. Otra pesadez me devuelve a mí mismo. ¡Siento mi peso que me arrastra a tantas cosas! Mis sueños son más reales que esas dunas, que esta luna, que esas presencias. ¡Ah! lo maravilloso de una casa no es que nos abrigue o nos caliente ni que uno posea sus paredes. Sino que haya lentamente depositado en nosotros esas provisiones de dulzura. Que ella forme, en el fondo del corazón, el oscuro macizo donde nacen, como las aguas de una fuente, los sueños…

¡Oh Sahara, Sahara mío, hete aquí plenariamente encantado por una hilandera de lana!

V OASIS Tanto os hablé del desierto que antes de seguir hablando de él me gustaría describir un oasis. La imagen que tengo de él no está perdida en el fondo del Sahara. Pero otro milagro del avión es que os sumerge directamente en el corazón del misterio. Erais un biólogo, estudiando, tras el tragaluz, el hormiguero humano; consideráis, fríamente, esas ciudades asentadas en la planicie, en el centro de los caminos que se abren en forma de estrellas y las alimentan, a la manera de arterias, con el jugo de los campos. Pero una aguja ha temblado en un manómetro y esa verde espesura se ha vuelto un universo. Sois prisionero de un césped en un parque adormecido. No es la distancia la que mide el alejamiento. La pared de un jardín de nuestra casa puede encerrar más secretos que la Muralla China, y el alma de una niña está mejor protegida por el silencio, que lo están los oasis saharianos por el espesor de las arenas. Me referiré a una breve escala en alguna parte en el mundo. Era cerca de Concordia, en la Argentina, pero hubiera podido ser en cualquier otro lugar: de tal modo está difundido el hemisferio. Había aterrizado en un campo y no sabia que iba a vivir un cuento de hadas. El viejo Ford en el cual rodaba no ofrecía nada de particular ni tampoco la familia que me había recogido. —Pasará usted la noche en nuestra casa... Pero en un recodo del camino se descubrió, a la luz de la luna, un bosquecillo y, detrás de esos árboles, una casa. ¡Qué cosa extraña! Compacta, maciza, casi una ciudadela. Castillo de leyenda que ofrecía, al trasponer el porche, un refugio tan apacible, tan seguro, tan protegido como un monasterio. Entonces aparecieron dos muchachas. Me consideraron gravemente, como dos jueces apostados en el umbral de un reino prohibido. La más joven hizo una mueca de enojo y castigó el suelo con una varilla de madera verde. Una vez presentado, ellas me tendieron sus manos en silencio, con un aire de curioso desafío, y desaparecieron. Estaba divertido y encantado a la vez. Todo ello era simple, silencioso y furtivo como la primera palabra de un secreto. —¡Eh! ¡Eh!, son salvajes —dijo sencillamente el padre. Y entramos. Me atraía, en el Paraguay, esa hierba irónica que muestra la nariz entre el pavimento de la capital y que, de parte de los invisibles bosques vírgenes, llega a ver si los hombres mantienen aún la ciudad, si no ha llegado la hora de sacudir un poco todas las piedras. Me atraía esa forma de deterioro que no expresa sino una riqueza demasiado grande. Pero aquí quedé maravillado. Pues todo estaba ruinoso, y lo estaba adorablemente, a la manera de un viejo árbol cubierto de musgo al que la edad ha resquebrajado un poco, a la manera del banco de madera donde los enamorados van a sentarse desde hace diez generaciones. Los revestimientos de madera estaban gastados, los batientes estaban raídos, las sillas patizambas. Pero si aquí no se reparaba nada, en cambio se limpiaba con fervor. Todo estaba pulcro, encerado, brillante. El salón adquiría un rostro de extraordinaria intensidad como el de una anciana con arrugas. Yo admiraba todo: las grietas de las paredes, las desgarraduras en el techo y, por encima de todo, ese piso hundido aquí, bamboleándose allá, como una pasarela, pero siempre bruñido, barnizado, lustrado. Curiosa casa, pues no evocaba ninguna negligencia, ningún abandono, sino un extraordinario respeto. Cada año añadía, sin duda, algo a su encanto, a la complejidad de su rostro, al fervor de su atmósfera amiga, y también a los peligros del viaje que era preciso emprender para pasar de la sala al comedor.

¡Atención! Era un agujero. Se me hizo observar que en semejante agujero me hubiese roto fácilmente las piernas. Nadie era responsable de ese agujero: era la obra del tiempo. Tenía un aspecto muy de gran señor, ese soberano desprecio por toda excusa. No se me decía: «Podríamos tapar todos esos agujeros, somos ricos, pero…» No se me decía tampoco —lo que sin embargo era verdad—: «A la ciudad alquilamos esto por treinta años. Le compete a ella repararlo. Todos nos empecinamos…» Se desdeñaban las explicaciones y tanta soltura me encantaba. A lo más se me hizo observar: —¡Eh! ¡Eh!, está un tanto descalabrado… Pero ello con un tono tan ligero que yo sospechaba que mis amigos se entristecían poco ante el hecho. ¿Se imaginan ustedes a un equipo de albañiles, de carpinteros, de ebanistas, de revocadores instalando, en semejante pasado, su sacrílega utilería y rehaciéndonos en ocho días una casa que uno nunca hubiera conocido y donde uno se creería de visita? ¿Una casa sin misterios, sin rincones, sin trampas bajo los pies, sin escondrijos? ¿Una especie de salón municipal? De un modo muy natural habían desaparecido las jóvenes en esa casa de prestidigitación. ¡Cómo debían ser los desvanes cuando el salón contenía ya las riquezas de un granero! ¡Cuando ya se adivinaba que de la menor alacena entreabierta caerían paquetes de cartas amarillas, recibos del bisabuelo, más llaves que cerraduras existen en la casa y de las cuales ninguna, con seguridad, correspondería a cerradura alguna! Llaves maravillosamente inútiles que confunden la razón y que hacen sonar con subterráneos, con cofres enterrados, con luises de oro. —¿Pasamos a la mesa, si gusta usted? Pasamos a la mesa. Aspiraba, de una a otra pieza, esparcido como incienso, ese olor de vieja biblioteca que vale por todos los perfumes del mundo. Y sobre todo me atraía el transporte de las lámparas. Verdaderas lámparas pesadas que se acarreaban de una pieza a la otra, como en los más profundos tiempos de mi infancia y que movían, en las paredes, maravillosas sombras. Se alzaban, con ellas, ramilletes de luz y palma negras. Luego, una vez en su sitio las lámparas, se inmovilizaban las playas de claridad y esas vastas reservas de noche, en derredor, donde crujían las maderas. Las dos jóvenes reaparecieron tan misteriosamente, tan silenciosamente como se habían desvanecido. Se sentaron a la mesa con gravedad. Sin duda habían alimentado a sus perros, a sus pájaros, abierto sus ventanas a la noche clara y gustado en el viento de la noche el olor de las plantas. Ahora, al desplegar sus servilletas, me vigilaban con e1 rabillo del ojo, con prudencia, preguntándose si me clasificarían o no en el número de sus animales familiares, pues ellas poseían también una iguana, una mangosta, un zorro, un mono y abejas. Todos ellos viviendo entremezclados, entendiéndose maravillosamente, componiendo un nuevo paraíso terrestre. Reinaban sobre todos los animales de la creación, encantándolos con sus mancillas, alimentándolos, dándoles de beber y contándoles historias que, desde la mangosta; a las abejas, todos escuchaban. Y yo esperaba ver a dos jóvenes tan vivaces poniendo en juego todo su espíritu crítico, toda la finura de que eran capaces para formular un juicio rápido, secreto y definitivo sobre el ser masculino que las enfrentaba. En mi infancia, mis hermanas atribuían, del mismo modo, notas a los invitados que por primera vez honraban nuestra mesa. Y cuando la conversación decaía se escuchaba, repentinamente, en el silencio, resonar un: —¡Once! Del cual nadie, salvo mis hermanas y yo, gustaba el encanto. —Mi experiencia de ese juego me turbaba un poco. Y yo me sentía más molesto al sentir tan despiertos a mis jueces. Jueces que saben distinguir los animalitos que engasan de los animales ingenuos; que saben leer en los pasos del zorro si está o no de

humor abordable, que poseen un grandísimo conocimiento de los movimientos interiores. Amaba esos ojos tan agudos y esas almitas tan rectas, pero cómo hubiera preferido que ellas cambiasen de juego. Sin embargo, bajamente y por mido del «once» yo les alcanzaba la sal, les servía vino, pero encontraba, al alzar la mirada, su dulce gravedad de jueces que no se venden. Hasta la misma lisonja hubiera sido inútil: ellas ignoraban la vanidad. La vanidad pero no el hermoso orgullo. Y pensaban de sí mismas, sin mi ayuda, mejor de lo que me hubiera atrevido a decir. No pensaba siquiera en extraer prestigio de mi oficio, pues es también audacia el trepar hasta las últimas ramas de un plátano y ello simplemente para controlar si la nidada de pájaros crece sin tropiezos y pare saludar a los amigos. Y mis dos silenciosas hadas vigilaban siempre tan bien mi comida, con tanta frecuencia hallaba sus miradas furtivas, que cesé de hablar. Se produjo un silencio y durante el mismo algo silbó ligeramente sobre el piso, murmuró bajo la mesa y luego se calló. Alcé una intrigada mirada. Entonces, sin duda satisfecha de su examen, pero usando de la última piedra de toque y mordiendo el pan con sus jóvenes dientes salvajes, la menor me explicó simplemente, con un candor con el cual confiaba, por lo demás, dejar estupefacto al bárbaro si acaso yo era uno de ellos: —Son las víboras. Y se calló, satisfecha, como si la explicación hubiera debido bastar a cualquiera que no fuera demasiado tonto. Su hermana lanzó una rapidísima mirada para juzgar mi primer movimiento y ambas inclinaron sobre sus platos los rostros más dulces e ingenuos del mundo. —¡Ah!..., son las víboras... Naturalmente que se me escaparon esas palabras. Aquello que se me había deslizado por mis piernas, que había rozado mis pantorrillas, eran las víboras... Felizmente para mí, sonreí. Y sin forzarme, pues las jóvenes lo hubiesen descubierto. Sonreía porque estaba alegre, porque esta casa me gustaba, decididamente, más a medida que pasaban los minutos y porque yo también experimentaba el deseo de saber algo más acerca de las víboras. La mayor vino en mi ayuda: —Ellas tienen su nido en un agujero bajo la mesa. —Alrededor de las diez de la noche vuelven —añadió la hermana—. Cazan de día. A mi vez, a hurtadillas, miré a las jóvenes. Su finura, su risa silenciosa detrás de los rostros apacibles. Y admiré esa realeza que ejercían... Ahora, sueño. Todo ello está muy lejos. ¿Qué se ha hecho de esas dos jóvenes? Sin duda se han casado. Pero, entonces, ¿han cambiado? Es muy serio pasar del estado de muchachas al de mujer. ¿Qué hacen en una casa nueva? ¿Qué se ha hecho de sus relaciones con las hierbas locas y las serpientes? Estaban mezcladas a algo universal. Pero llega un día en que la mujer se despierta en la joven. Una sueña con otorgar, finalmente, un diecinueve. Un diecinueve pesa en el fondo del corazón. Entonces se presenta un imbécil. Por primera vez su aguda mirada se equivoca y se ilumina con bellos colores. Al imbécil, si dice versos, se lo cree poeta. Se piensa que comprende los pisos agujereados, se cree que ama a las mangostas. Se cree que lo halaga la confianza de una víbora que cimbrea bajo la mesa entre las piernas. Se le entrega el corazón que es un jardín salvaje, a él, que sólo ama los parques cuidados. Y el imbécil lleva, en esclavitud, a la princesa.

EN EL DESIERTO I Semejantes dulzuras nos estaban prohibidas cuando, por semanas, meses, años, nos hallábamos, pilotos de la línea del Sahara, prisioneros de las arenas, navegando de un fortín al otro, sin retornar. Este desierto no ofrecía semejante oasis. ¿Jardines jóvenes? ¡Qué leyenda! Con seguridad, muy lejos, allí donde podíamos volver a vivir, una vez acabado nuestro trabajo, mil muchachas nos esperaban. Con seguridad, allá, entre las mangostas y sus libros, ellas adquirían pacientemente modales graves. Con seguridad, ellas se embellecían... Pero yo conozco la soledad. Tres años de desierto me han enseñado el sabor de aquélla. Uno no se espanta allí de ver a una juventud que se gasta en un paisaje mineral, pero sucede que, lejos de uno, el mundo entero es el que envejece. Los árboles han formado sus frutos, las tierras han extraído su trigo, las mujeres ya son bellas. Pero la estación avanza y es menester apresurarse a volver... Pero la estación avanza y uno está retenido lejos... Y los bienes de la tierra se deslizan entre los dedos como la arena fina de las dunas. El transcurrir del tiempo no es experimentado, comúnmente por los hombres. Ellos viven en una paz provisoria. Pero he aquí que lo experimentamos, una vez alcanzada la etapa, cuando pesan sobre nosotros esos vientos alisios siempre en marcha. Tramos semejantes a ese viajero del rápido, lleno del ruido de los ejes que laten en la noche y que adivina, por los puñados de luz dilapidados tras los vidrios, el transcurrir de los campos, de sus pueblos, de sus encantados dominios de los cuales nada puede retener porque se halla en viaje. Nosotros también, animados de una ligera fiebre, con los oídos que silban aún por los ruidos del vuelo, nos sentimos en camino a pesar de la calma de la etapa. Reconocemos, también nosotros, que somos llevados hacia un futuro ignorado, a través del pensamiento de los vientos, por los latidos de nuestros corazones. La sublevación se añadía al desierto. Las noches de Cabo Juby, cada cuarto de hora, eran cortadas como por el gong de un reloj: los centinelas, progresivamente, se alertaban mutuamente con el fuerte grito reglamentario. El fuerte español de Cabo Juby, perdido en terreno rebelde, se cuidaba, de ese modo, de amenazas que no mostraban el rostro. Y nosotros los pasajeros de ese ciego navío escuchábamos crecer gradualmente y describir sobre nosotros órbitas de pájaros de mar. Y, no obstante, hemos amado el desierto. Si al principio, él, sólo es vacío y silencio es porque no se ofrece a los amantes de un día. Hasta un sencillo pueblo nuestro oculta su secreto. Si no renunciamos en su beneficio al resto del mundo, si no penetramos en sus tradiciones, en sus costumbres, en sus rivalidades, ignoramos todo de la patria que para algunos constituye. Más aún, a dos pasos de nosotros, el hombre que se ha encerrado en su claustro y vive según reglas que nos son desconocidas sólo emerge, verdaderamente, en las soledades tibetanas, en un apartamiento al cual ningún avión nos llevará jamás. ¡Para qué vamos a visitar su celda! Está vacía. El imperio del hombre es interior. Así el desierto no está formado de arena ni de «tauregs», ni aun de moros armados de un fusil... Pero he aquí que hoy hemos experimentado sed. Y ese pozo que conocíamos, sólo hoy descubrimos que resplandece sobre la extensión. De ese modo una invisible mujer puede encantar una casa. Un pozo lleva lejos, como el amor. Las arenas están, al principio, desiertas; luego llega el día en que temiendo la proximidad de un «rezzou», alisamos los pliegues del gran manto con el que se envuelve. El «rezzou» también transfigura a las arenas.

Hemos aceptado la regla del juego; el juego nos forma a su imagen. Es en nosotros donde se muestra el Sahara. Abordarlo no significa visitar el oasis, es hacer nuestra religión de una fuente. II Desde mi primer viaje he conocido el gusto del desierto. Nos habíamos visto obligados a aterrizar, Riguelle, Guillaumet y yo, cerca del fortín de Nouatchott. Este puestito de la Mauritania estaba, entonces, tan aislado de toda vida como un islote perdido en el mar. Un viejo sargento vivía allí encerrado con sus quinces senegaleses. Nos recibió como enviados del cielo. —¡Ah! ¡Es algo para mí, hablarles! ¡Es algo para mí! Era algo para él: lloraba. —Son ustedes los primeros desde hace seis meses. Cada seis meses me reabastecen. Unas veces es el subteniente. Otras el capitán. La última vez era el capitán… Aún nos sentíamos aturdidos. A dos horas de Dakar, donde se prepara el almuerzo, salta el bielaje y se cambia de destino. Uno juega el papel de fantasma ante un viejo sargento que llora. —¡Ah!, beban. ¡Cómo me causa placer ofrecerles vino! ¡Piensen un poco! Cuando el capitán pasó ya no tenía más vino para el capitán. He contado eso en un libro, pero no era novela. Nos ha dicho: —La última vez ni siquiera he podido brindar... Y tanta vergüenza he tenido que he pedido mi relevo. ¡Brindar! ¡Chocar los vasos con el otro que salta del camello chorreando sudor! Durante seis meses se ha vivido para este minuto. Desde un mes antes se lustraban las armas, se acicalaba el puesto desde el sótano al granero. Y ya, durante varios días, sintiendo la proximidad del bendito día se vigilaba desde lo alto de la terraza, incansablemente, el horizonte, a fin de descubrir ese polvo con el cual se ha de cubrir, cuando aparezca, el pelotón móvil de Atar… Pero falta el vino: no se puede celebrar la fiesta. Uno se encuentra deshonrado... —Tengo prisa de que vuelva. Lo espero... —¿Dónde está, sargento? Y el sargento, señalando las arenas: —No se sabe, ¡está en todas partes el capitán! Fue real también esa noche pasada en la terraza del fortín hablando de las estrellas. No había otra cosa que vigilar. Estaban allá sin que faltase ninguna, como cuando se viaja en avión, pero estáticas. En avión, cuando la noche es demasiado hermosa, uno se deja ir; apenas se pilotea y el avión poco a poco se inclina a la izquierda. Uno se cree todavía en posición horizontal cuando uno encuentra bajo el ala derecha un pueblo. En el desierto no existen pueblos. Acaso una flotilla pesquera en el mar. Pero en la extensión del Sahara no existe flotilla pesquera. ¿Entonces? Entonces uno sonríe ante el error. Dulcemente se endereza el avión. Y el pueblo vuelve a su sitio. Se vuelve a colgar en la panoplia la constelación que se había dejado caer. ¿Pueblo? Sí. Pueblo de estrellas. Pero desde lo alto del fortín sólo existe un desierto helado con olas de arena sin movimiento. Las constelaciones están bien colgadas. Y el sargento nos habla de ellas: —¡Vaya! Conozco bien mis direcciones... ¡Rumbo hacia esa estrella y derecho a Túnez! —¿Eres de Túnez? —No. Mi prima. Se produce un prolongado silencio. Pero el sargento no se atreve a ocultarnos nada: —Un día iré a Túnez.

Con seguridad que por otro camino que marchando derecho bajo esa estrella. A menos que un día de expedición un pozo tapado no lo entregue a la poesía del delirio. Entonces la estrella, la prima y Túnez se confundirán. Entonces comenzará esa marcha inspirada que los profanos creen dolorosa. —He pedido una vez permiso al capitán para ir a Túnez y conversar con mi prima. Y me ha contestado... —¿Qué ha contestado?… —Me ha contestado: «Está, el mundo lleno de primas». Y, como estaba menos lejos, me envió a Dakar. —¿Era hermosa tu prima? —¿La de Túnez? Ya lo creo. Era rubia. —No, la de Dakar. Sargento, te hubiéramos abrazado por tu respuesta un poco despechada y melancólica: —Era negra... ¿Qué era el Sahara para ti, Sargento? Era un Dios perpetuamente en marcha hacia ti. Era también la dulzura de una prima rubia detrás de cinco mil kilómetros de arena. El desierto ¿qué era para nosotros? Era lo que nacía en nosotros. Lo que aprendíamos sobre nosotros. También nosotros, esa noche, estábamos prendados de una prima de un capitán… III Situado en el límite de los territorios insumisos, Port-Etienne no es una ciudad. Se hallan allí un hangar y una barraca de madera para nuestras tripulaciones. El desierto, en torno, es tan absoluto que, a pesar de sus débiles recursos militares, Port-Etienne es casi invencible. Es preciso franquear, para atacarlo, tal cintura de arena y de fuego que los «rezzous» no pueden alcanzarlo sino al cabo de las fuerzas, después del agotamiento de las provisiones de agua. No obstante, en la memoria de los hombres siempre ha habido, en alguna parte en el norte, un «rezzou» en marcha sobre Port-Etienne. Cada vez que el capitán gobernador viene a beber con nosotros una taza de té nos muestra la marcha de ese «rezzou» en los mapas como se cuenta la leyenda de una hermosa princesa. Pero ese «rezzou» no llega jamás, tapado por la misma arena como por un río. Y lo llamamos el «rezzou» fantasma. Las granadas y los cartuchos que el gobierno nos distribuye por la noche duermen al pie de nuestras camas en sus cajas. Y no tenemos un enemigo con quien luchar: el sueño protegido ante todo por nuestra miseria. Y Lucas, jefe del aeropuerto, hace sonar día y noche el gramófono que, muy lejos de la vida, nos habla un lenguaje perdido a medias y provoca una melancolía sin objeto que se parece, curiosamente, a la sed. Esa noche hemos cenado en el fuerte y el capitán gobernador nos hace admirar su jardín. En efecto, ha recibido de Francia tres cajas llenas de verdadera tierra que han franqueado cuatro mil kilómetros. Crecen allí tres hojas verdes y las acariciamos con el dedo como si fueran joyas. El capitán, cuando habla de ellas, dice: «Es mi parque». Y cuando sopla el viento de arena que lo seca todo, desciende el parque al sótano. Habitamos a un kilómetro del fuerte y volvemos a nuestro refugio bajo el claro de luna, después de cenar. Bajo la luna la arena es rosa. Pero un llamado del centinela restablece en el mundo lo patético. Es todo el Sahara el que se espanta ante nuestras sombras y que nos interroga porque un «rezzou» está en marcha. En el grito del centinela resuenan todas las voces del desierto. El desierto no es ya una casa vacía: una caravana mora magnetiza la noche.

Podríamos creernos en seguridad. ¡Y no obstante! Enfermedad, accidente, «rezzou», ¡cuántas amenazas caminan! El hombre es, en la tierra, blanco de secretos tiradores. Pero el centinela senegalés, como un profeta, nos lo recuerda. Respondemos: «¡Franceses!» y pasamos ante el ángel negro. Y respiramos mejor. ¡Qué nobleza nos ha devuelto esa amenaza! Oh, aún muy lejana, poco urgente, muy amortiguada por las arenas. Pero el mundo ya no es el mismo. Y ese desierto se vuelve suntuoso. Un «rezzou» en marcha en alguna parte, y que no ha de llegar jamás, constituye su divinidad. Son ahora las once de la noche. Lucas vuelve del puesto de radio y me anuncia, para medianoche, el avión de Dakar. Todo va bien a bordo. En mi avión, a las veinticuatro y diez se habrá transbordado el correo y despegaré hacia el norte. Ante un espejo deteriorado me afeito cuidadosamente. De cuando en cuando, con la servilleta como esponja en torno al cuello, voy hasta la puerta y miro la arena desnuda: hay buen tiempo pero el viento disminuye. Vuelvo al espejo. Pienso. Un viento fijado para durar meses, si cae, desarregla a veces todo el cielo. Y ahora me enjaezo: mis lámparas de auxilio atadas a la cintura, mi altímetro, mis lápices. Me llego hasta Néri que será esta noche mi radio operador de a bordo. También se afeita. Le digo: «¿Marcha eso?» Por el momento marcha. Esa operación preliminar es la menos difícil del vuelo. Pero oigo un chasquido: una libélula ha chocado contra mi lámpara. Sin que sepa por qué siento una punzada en el corazón. Salgo otra vez y miro: todo es puro. Un murallón que bordea el terreno se destaca sobre el cielo como si fuera de día. En el desierto reina un gran silencio de casa en orden. Pero he aquí que una gran mariposa verde y dos libélulas tropiezan contra mi lámpara y experimento, nuevamente, un sordo sentimiento que es quizás alegría, quizás temor, pero que llega desde lo hondo de mí mismo aún tan oscuro que apenas se anuncia. Alguien me habla desde muy lejos. ¿Es instinto? Salgo otra vez: el viento ha desaparecido totalmente. Continúa el fresco. Pero he recibido una advertencia. Adivino, creo adivinar lo que aguardo: ¿tengo razón? Ni el cielo ni la arena me han hecho ninguna señal, pero las dos libélulas me han hablado y asimismo una mariposa verde. Subo a una duna y me siento frente al Este. Si tengo razón «eso» no va a tardar mucho tiempo. ¿Qué buscarían aquí esas libélulas a centenares de kilómetros de los oasis del interior? Los frágiles restos acarreados hasta las playas prueban que un ciclón hizo estragos en el mar. Asimismo esos insectos me muestran que una tempestad de arena está en marcha, una tempestad del Este y que ha expulsado a las verdes mariposas de sus palmerales lejanos. Su espuma me ha rozado. Y solemne porque es una grave amenaza, porque contiene una tempestad, el viento del Este crece. Apenas si me alcanza su débil suspiro. Soy el límite extremo que lame la ola. A veinte metros detrás de mí ninguna tela se hubiera movido. La quemadura me ha envuelto una vez, una sola vez, con una caricia que parecía muerta. Pero sé bien, durante los segundos que siguen, que el Sahara recobra su aliento y va a lanzar su segundo suspiro. Y que antes de tres minutos la manga de aire de nuestro hangar va a agitarse. Y que antes de diez minutos la arena llenará el cielo. Dentro de unos instantes despegaremos en medio de ese fuego, de ese retorcerse de las llamas del desierto. Pero no es eso lo que me conmueve. Lo que me llena de una bárbara alegría es haber comprendido con medias palabras un lenguaje secreto, es haber venteado la huella como un primitivo para quien todo el futuro se anuncia ron débiles rumores, es haber leído esa cólera en el batir de las alas de una libélula. IV Estábamos allá en contacto con los moros rebeldes. Emergían del fondo de los territorios prohibidos, de esos territorios que franqueábamos en nuestros vuelos; se

aventuraban hasta los fortines de Juby o de Cisneros para comprar panes de azúcar o de té y luego se volvían a hundir en su misterio. Y nosotros, a su paso, intentábamos domesticar a algunos de ellos. Cuando se trataba de jefes influyentes los embarcábamos, a veces, a bordo, de acuerdo con la dirección de nuestras líneas, para mostrarles el mundo. Intentábase así extinguir su orgullo, pues era por desprecio antes que por miedo que asesinaban a los prisioneros. Si se cruzaban con nosotros en los accesos a los fortines ni siquiera nos injuriaban. Se apartaban de nosotros y escupían y extraían ese orgullo de la ilusión de su poder. Cuántos de ellos me han repetido, habiendo alzado en pie de guerra un ejército de trescientos fusiles: «¡En Francia tenéis la suerte de hallaros a más de cien días de camino!…» Los paseábamos, por lo tanto, y así sucedió que tres de ellos visitaron esa Francia desconocida. Pertenecían a la raza de aquellos que, habiéndome una vez acompañado al Senegal, lloraron al descubrir árboles. Cuando los volví a encontrar bajo sus tiendas ellos celebraban los «music-hall» donde mujeres desnudas danzaban entre flores. He aquí hombres que no hablan visto nunca un árbol, ni una fuente, ni una rosa; que sólo por el Corán conocían la existencia de jardines por donde corren arroyos porque así se nombra en él al Paraíso. Ese Paraíso con sus bellas cautivas se lo gana mediante una amarga muerte en las arenas, con un disparo de fusil de infiel, después de treinta años de miseria. Pero Dios los engaña, puesto que a los franceses, a quienes les son concedidos todos esos tesoros, no les exige ni el rescate de la sed ni el de la muerte. Y por eso sueñan, ahora, los viejos jefes. Y por ello, al contemplar al Sahara que se extiende desierto alrededor de sus tiendas y que hasta la muerte les proporcionará tan débiles placeres, se entregan a las confidencias. —Sabes…, el Dios de los franceses… es más generoso para los franceses que el Dios de los moros para los moros. Algunas semanas antes se los paseaba por Saboya. Su guía los condujo frente a una gran cascada, una especie de columna erguida que bramaba: —¡Probad! —les dijo. Y era agua dulce. ¡Agua! ¡Cuántos días de marcha son necesarios para llegar hasta el pozo más próximo y, si se encuentra, cuántas horas para desalojar la arena que lo llena hasta encontrar un barro mezclado con orina de camello! ¡E1 agua! En Cabo Juby, en Cisneros, en Port-Etienne, los hijitos de los moros no piden dinero; con una caja de conserva en la mano, piden agua: —Dame un poco de agua, dame... —Si eres bueno. ¡El agua que vale un peso en oro, el agua cuya menor gota extrae de la arena la chispa verde de una brizna de hierba! Si ha llovido en algún lugar un gran éxodo anima el Sahara. Las tribus van hacia la hierba que brotará trescientos kilómetros más lejos… Y esta agua tan avara, de la que no había caído ni una gota en Port-Etienne, desde hacía diez años, bramaba allí como si habiendo reventado una cisterna se esparciese de ella toda la provisión de agua del mundo. —Volvamos —les decía el guía. Pero ellos no se movían. —Déjenos un poco más... Se callaban y asistían gravemente y mudos al desarrollo de aquel solemne misterio. Lo que de ese modo manaba del vientre de la montaña era la vida, era la sangre misma de los hombres. El caudal de un segundo hubiera resucitado a caravanas enteras que, ebrias de sed, se habían hundido para siempre en el infinito de los lagos de sal y de los espejismos. Dios se manifestaba aquí, no se podía volverle la espalda. Dios abría sus esclusas y mostraba su poder: los tres moros permanecían inmóviles. —¿Qué más vais a ver? Vamos…

—Es preciso esperar. —¿Esperar qué? —El fin. Querían esperar hasta el momento en que Dios se fatigase de su locura. Él se arrepiente pronto; es avaro. —¡Pero esta agua corre desde hace mil años!… De tal modo, esa noche, no insistían acerca de la cascada. Más vale callar ciertos milagros. Más vale, incluso, no pensar en ellos demasiado, pues, si no, ya no se comprende nada. Pues, si no, se duda de Dios... —Sabes, el Dios de los franceses. Pero yo conozco bien a mis amigos bárbaros. Están allí, turbados en su fe, desconcertados, dispuestos a someterse en adelante. Suenan con ser abastecidos con cebada por la intendencia francesa y protegidos en su seguridad por nuestras tropas saharianas. Es evidente que una vez sometidos habrán ganado en bienes materiales. Pero los tres son de la sangre de El Mammoun, emir de los Trarza. (Temo equivocarme acerca del nombre). He conocido a aquél cuando era nuestro vasallo, Admitido a los honores oficiales por los servicios prestados, enriquecido por los gobernadores y respetado por las tribus no le faltaba nada, al parecer, de las riquezas visibles. Pero una noche, sin que ninguna señal lo hubiera hecho prever, asesinó a los oficiales que lo acompañaban en el desierto, se apoderó de los camellos, de los fusiles y se unió a las tribus rebeldes. Se denomina traiciones a esas repentinas rebeliones, a esas fugas, a la vez heroicas y desesperadas, de un jefe en adelante proscrito en el desierto, a esa breve gloria que muy pronto ha de extinguirse como un cohete contra la barrera del pelotón móvil de Atar. Y uno se sorprende ante esos arranques de locura. Y, no obstante, la historia de El Mammoun fue la de muchos otros árabes. Envejecía. Cuando se envejece se medita. De ese modo descubrió una noche que había traicionado al Dios del islam y que había ensuciado su mano, tendiéndola a los cristianos al sellar un trueque en que él lo perdía todo. Y, en efecto, ¿qué importaban para él la cebada y la paz? Guerrero venido a menos y vuelto pastor, he aquí que se acuerda de haber habitado un Sahara donde cada pliegue de arena disimulaba tesoros de amenazas, donde el campamento avanzado en la noche destacaba en su punta los vigías, donde las noticias, que informaban acerca de los movimientos de los enemigos, hacían latir los corazones en torno a los fuegos nocturnos. Recuerda un gusto de pleamar que si ha sido saboreado alguna vez por el hombre, jamás se olvida. He aquí que hoy yerra sin gloria en una extensión pacificada, vacía de todo prestigio. Ahora es cuando el Sahara es ya sólo un desierto. Quizá veneraba a los oficiales que asesinara. Pero el amor de Alá es primero. —Buenas noches, El Mammoun. —¡Que Dios te proteja! Los oficiales se arropan en sus mantas, tendidos en la arena como sobre una balsa, de cara a los astros. He aquí todas las estrellas que giran lentamente, un cielo entero que señala la hora. He aquí la luna que se inclina hacia las arenas, vuelta a la nada por su Sabiduría. Los cristianos van a dormirse de un momento a otro. Unos pocos minutos más y ya sólo lucirán las estrellas. Entonces, para que las tribus bastardeadas sean repuestas en su pasado esplendor, para que vuelvan a emprender aquellas incursiones — lo único que hace resplandecer las arenas— bastará el débil grito de estos cristianos, a los que se ahogará en su propio sueño. Y se masacra a los buenos tenientes dormidos. V

En Juby, Kemal y su hermano Mouyane me han invitado hoy, y bebo té en su tienda. Mouyane me mira en silencio y, con el velo azul sobre los labios, conserva una salvaje reserva. Sólo Kemal me habla y hace los honores. —Mi tienda, mis camellos, mis mujeres, mis esclavos te pertenecen. Mouyane, sin quitarme un instante los ojos de encima, se inclina hacia su hermano, pronuncia algunas palabras y vuelve a su silencio. —¿Qué dice? —Dice: «Bonnafous ha robado mil camellos a los R’Guïbat». Yo no conocía a ese capitán Bonnafous, oficial meharista de los pelotones de Atar. Pero conocía su gran leyenda gracias a los moros. Ellos hablan de él con cólera pero como de una especie de Dios. Su presencia da a la arena su valor. Acaba de surgir, hoy mismo, no se sabe cómo, a la retaguardia de los «rezzous» que marchaban hacia el Sur, robando sus camellos por centenares, obligándoles, para salvar sus tesoros, que creían a salvo, a replegarse contra él. Y ahora, habiendo salvado a Atar con su aparición de arcángel, habiendo plantado su campamento sobre una altiplanicie calcárea, permanece allí erguido, como una prenda por tomar, y su resplandor es tal que obliga a las tribus a ponerse en marcha hacia su espada. Mouyane me mira más duramente y sigue hablando. —¿Qué dice? —Dice: «Partiremos mañana en “rezzou” contra Bonnafous. Trescientos fusiles». Yo había adivinado algo. Esos camellos que se traen a los pozos desde hace tres días, esas palabras, ese fervor. Parece que se apareja un invisible velero. Y ya circula el viento de alta mar que ha de impulsarlo. A causa de Bonnafous cada paso hacia el Sur se vuelve un paso rico en gloria. Y yo no sé ya cómo deslindar lo que semejantes partidas tienen de odio y de amor. Es suntuoso poseer en el mundo tan hermoso enemigo para asesinar. Allí donde surge, las tribus próximas pliegan sus tiendas, reúnen sus camellos y huyen temblando de hallarle cara a cara, pero las tribus más lejanas son presas del mismo vértigo que en el amor. Uno se arranca de la paz de las tiendas, de los abrazos de las mujeres, del sueño feliz; descubre que nada en el mundo valdría, después de dos meses de marcha agotadora hacia el Sur, de quemante sed, de esperar en cuclillas bajo los vientos de arena, como caer por sorpresa, al amanecer, sobre el pelotón móvil de Atar y allí, si Dios lo permite, asesinar al capitán Bonnafous. —Bonnafous es fuerte —me confiesa Renal. Conozco ahora su secreto. Como esos hombres que al desear una mujer sueñan con su andar indiferente y se revuelven toda la noche, heridos, quemados por el paseo indiferente que ella prosigue en el ensueño, de ese modo ellos eran atormentados por el paso lejano de Bonnafous. Obligando a los «rezzous» a lanzarse contra él, ese cristiano vestido como moro, a la cabeza de sus doscientos moros piratas, ha penetrado en la rebelión, allí donde el último de sus propios hombres, libre de la sujeción francesa, podría despertar de su servidumbre y sacrificarlo a su Dios sobre las mesas de piedra; allí donde sólo su prestigio los retiene, donde su misma debilidad los aterra. Y esta noche, en medio del ronco sueno de sus hombres, él va y viene indiferente y su paso suena hasta en el corazón del desierto. Mouyane medita, siempre inmóvil en el fondo de la tienda como un bajorrelieve de granito azul. Sólo brillan sus ojos y su puñal de plata que ya no es un juguete. ¡Cómo ha cambiado desde que se unió al «rezzou»! Siente como nunca su propia nobleza y me aplasta con su desprecio, pues él va a subir hasta donde está Bonnafous porque se pondrá en marcha al amanecer empujado por un odio que posee todos los signos del amor. Aún se inclina, una vez más, hacia su hermano, habla en voz muy baja y me mira:

—¿Qué dice? —Dice que disparará sobre ti si te encuentra lejos del fuerte. —¿Por qué? —Él dice: «Tú tienes aviones y telegrafía sin hilos; tú tienes a Bonnafous, pero no posees la verdad». Mouyane, inmóvil bajo sus velos azules de pliegues de estatua, me juzga: —Él dice: «Tú comes ensalada como las cabras y cerdo como los cerdos. Tus impúdicas mujeres muestran sus caras». Él lo ha visto. Y dice: «Tú no rezas nunca». Y dice: «Para qué te sirven tus aviones, tu telégrafo sin hilos, tu Bonnafous, si no posees la verdad». Y admiro a ese moro que no defiende su libertad —porque en el desierto siempre se es libre—, que no defiende sus visibles tesoros, pues el desierto está desnudo, sino que defiende un reino secreto. En el silencio de las olas de arena, Bonnafous guía su pelotón como un viejo corsario y, gracias a él, este campamento de Cabo Juby ya no es un hogar de ociosos pastores. La tempestad de Bonnafous pesa contra su flanco y a causa de él se recogen las tiendas por la noche. ¡Qué punzante es, en el Sur, el silencio: es el silencio de Bonnafous! Y Mouyane, viejo cazador, lo escucha marchar en el viento. Cuando Bonnafous vuelva a Francia, sus enemigos, lejos de regocijarse, le llorarán como si su partida quitara al desierto uno de sus polos, a su existencia un poco de prestigio, y me dirán: —¿Por qué se va tu Bonnafous? —No lo sé... Ha jugado su vida contra la de ellos durante años. Con las reglas de ellos ha hecho sus propias reglas. Ha dormido con la cabeza apoyada contra sus piedras. Durante la eterna persecución ha conocido, como ellos, noches de la Biblia, hechas de estrellas y de viento. Y he aquí que muestra al irse que no jugaba a un juego esencial. Abandona la mesa con desenvoltura. Y los moros, a los que él deja ahora jugar solos, pierden confianza en un sentido de la vida que ya no compromete a los hombres hasta la raíz de su carne. Quieren, sin embargo, creer en él. —Tu Bonnafous volverá. —No lo sé. Volverá, piensan los moros. Los juegos de Europa ya no podrán satisfacerlo, ni los bridges en las guarniciones, ni los ascensos, ni las mujeres. Volverá atormentado por su perdida nobleza, allá donde cada paso hace latir el corazón, como un paso hacia el amor. Habrá creído no vivir aquí sino una aventura y volver a encontrar allá lo esencial, pero descubrirá con disgusto que las únicas rique7as verdaderas las ha poseído aquí, en el desierto: este encantamiento de la arena, la noche, este silencio, esta patria de viento y de estrellas. Y si Bonnafous vuelve un día, la noticia se esparcirá, desde la primera noche, por las tierras en rebeldía. Los moros sabrán que él duerme en alguna parte en el Sahara en medio de sus doscientos piratas. Entonces, en silencio, llevarán a los pozos las tropas de camellos, prepararan las provisiones de cebada, revisarán las culatas, impulsados por este odio o por este amor. VI —Escóndeme en un avión para Marrakech… Cada noche, en Juby, aquel esclavo de los moros me dirigirá su breve súplica. Luego de lo cual, habiendo hecho lo posible por su vida, se sentaba con las piernas cruzadas y preparaba mi té. Apaciguado ya durante un día por haberse confiado, según creía él, al único médico que hubiera podido curarlo y por haber ahora recurrido al único Dios que hubiera podido salvarlo. Rumiando, ahora inclinado sobre la marmita, las imágenes simples de su vida, las tierras negras de Marrakech, sus casas rosadas, los elementales

bienes de los que se hallaba desposeído. No me guardaba rencor por mi silencio ni por mi tardanza en darle vida: yo no era un hombre semejante a él, sino una fuerza por poner en marcha, sino algo como un viento favorable que se levantaría un día sobre su destino. Sin embargo, simple piloto, jefe de aeropuerto por algunos meses en Cabo Juby, disponiendo por toda fortuna de una barraca adosada al fuerte español y, en esta barraca, de una jofaina, de mi jarro de agua salada, de un lecho demasiado corto, yo me hacía menos ilusiones en cuanto a mi poder. —Ya veremos, viejo Bark… Todos los esclavos se llamaban Bark; él se llamaba, por consiguiente, Bark. A pesar de cuatro años de cautiverio aún no se había resignado: él se acordaba de haber sido rey. —¿Qué hacías, Bark, en Marrakech? En Marrakech, donde su mujer y sus tres hijos vivían, sin duda aún, había ejercido un oficio magnífico. —¡Yo era conductor de rebaños y me llamaba Mohamed! Allá los caídes lo convocaban: —Tengo unos bueyes para vender, Mohamed. Ve a buscarlos a las montañas. O en cambio: —Tengo mil carneros en el llano, llévalos más arriba, hacia los pastizales. Y Bark, armado de un cetro de olivo, gobernaba su éxodo. Único responsable de un pueblo de ovejas, conteniendo a las más ágiles a causa de las ovejas que habían de nacer y sacudiendo un poco a las perezosas, marchaba con la confianza y la obediencia de todos. El único en saber hacia qué tierras prometidas subían, el único en leer su ruta en los astros, grávido de una ciencia que no era compartida por las ovejas, decidía por sí solo, en su prudencia, la hora del reposo, la hora de las fuentes. Y por la noche, de pie entre ellas, en medio de su sueño, prendado de ternura por tanta debilidad ignorante, y bañado de luna hasta las rodillas, Bark, médico, profeta y rey, rogaba por su pueblo. Un día los árabes lo habían abordado: —Ven con nosotros a buscar ganado al Sur. Lo habían obligado a marchar mucho tiempo y cuando, al cabo de tres días, estuvo bien metido en un hondo camino de la montaña en los confines de las tierras en rebeldía, le pusieron, simplemente, la mano sobre el hombro, lo bautizaron Bark y lo vendieron. Yo conocía otros esclavos. Iba a tomar todos los días el té bajo las tiendas. Allí, tendido con los pies desnudos sobre la alfombra de alta lana que es el lujo del nómada, yo saboreaba el viaje del día. En el desierto uno siente el correr del tiempo. Bajo la quemazón del sol uno se siente en marcha hacia el atardecer, hacia ese viento fresco que bañará los miembros y lavará todo sudor. Bajo la quemazón del sol bestias y hombres, tan seguramente como hacia la muerte, avanzan hacia ese gran abrevadero. De tal modo no es vana nunca la ociosidad. Y toda jornada parece bella como esas rutas que van hacia el mar. Yo conocía a esos esclavos. Entran bajo la tienda cuando el jefe ha sacado de la caja de tesoros el calentador, la cazuela y los vasos; de esa pesada caja de objetos absurdos, de cadenas sin llaves, de floreros sin flores, de espejos baratos, de armas viejas y que, encallados, así, en plena arena, hacen pensar en los despojos de un naufragio. Entonces el esclavo, mudo, carga la cocinilla de ramitas secas, sopla sobre la brasa, llena la cazuela, pone en acción, para trabajos de muchacha, músculos que desarraigarían un cedro. Está tranquilo. Prendido por el juego: preparar té, cuidar los camellos, comer. Bajo el ardor del día, caminar hacia la noche, y bajo el cielo de las desnudas estrellas, desear el ardor del día. Felices los países del Norte en los cuales las estaciones componen, en el verano, una leyenda de nieve; en el invierno, una leyenda de sol; tristes los trópicos en cuya estufa apenas hay cambios; pero feliz, también, este

Sahara en que el día y la noche balancean tan simplemente a los hombres de una esperanza a otra. A veces el esclavo negro, en cuclillas ante la puerta, goza del viento del atardecer. En ese cuerpo pesado de cautivo los recuerdos ya no acuden. Apenas recuerda la hora del rapto, aquellos golpes, aquellos gritos, aquellos brazos de hombre que lo han derribado en su noche presente. Se hunde, a partir de aquella hora, en un extraño sueño, privado como un ciego de sus ríos lentos del Senegal o de sus ciudades blancas del Marruecos Sur; privado como un sordo de las voces familiares. No es desdichado ese negro sino inválido. Caído un día en el ciclo de vida de los nómadas, ligado a sus migraciones, atado por la vida a las órbitas que ellos describen en el desierto, ¿qué conservará en adelante de común con un pasado, con un hogar, con una mujer e hijos que están para él tan muertos como los muertos? Hombres que han vivido mucho tiempo con un gran amor y que después fueron privados de él, se cansan, a veces, de su solitaria nobleza. Se acercan de nuevo y humildemente a la vida, y de un mediocre amor hacen su felicidad. Han hallado que era dulce abdicar, hacerse serviles y entrar en la paz de las cosas. El esclavo forma su orgullo con la brasa del amo. —Anda, toma —dice, a veces, el jefe al cautivo. Es la hora en que el amo es bueno para el esclavo a causa de esa remisión de todas las fatigas, de todos loa ardores, a causa de ese entrar, hombro con hombro, en la frescura. Y le concede un vaso de té. Y el cautivo aturdido de agradecimiento besaría, a causa de ese vaso de té, las rodillas del amo. El esclavo nunca está cargado de cadenas. ¡Qué poco las necesita! ¡Qué fiel es! ¡Cómo reniega en él, prudentemente, del negro rey desposeído!: no es ya sino un feliz cautivo. Sin embargo, un día, se libertará. Cuando sea demasiado viejo, que ya no valga su alimento o sus vestidos, se le concederá una libertad desmesurada. Durante tres días se ofrecerá en vano, de tienda en tienda, cada día más débil, y hacia el fin del tercer día, siempre prudentemente se acostará en la arena. De ese modo los he visto morir desnudos, en Juby. Los moros se codeaban con esa larga agonía, pero sin crueldad, y los pequeños de los moros jugaban cerca del oscuro despojo y a cada amanecer corrían, por jugar, a ver si todavía se movía, pero sin reírse del viejo servidor. Aquello estaba en el orden natural. Era cono si le hubiese dicho: «Has trabajado bastante, tienes derecho al sueño, ve a dormir». Él, siempre tendido, experimenta el hambre, que no es más que un vértigo, pero no la injusticia que es lo que atormenta. Se mezcla poco a poco con la tierra. Secado por el sol y recibido por la tierra. Treinta años de trabajo; después pues, este derecho al sueño y a la tierra. Al primero que hallé no le oí gemir: pero él no tenía contra qué gemir. Yo adivinaba en él una especie de oscuro consentimiento, el del montañés perdido, al cabo de sus fuerzas, que se acuesta en la nieve y se envuelve en sus sueltos y en la nieve. No fue su sufrimiento lo que me atormentó. Apenas creía en él. Pero, en la muerte de un hombre, un desconocido inundo muere, y yo me preguntaba qué imágenes eran las que en él zozobraban. Qué plantaciones del Senegal, qué ciudades blancas del Marruecos Sur se hundían, poco a poco, en el olvido. Yo no podía saber si en aquella masa negra se extinguían simplemente preocupaciones miserables: preparar el té, llevar las bestias a los pozos. Si se adormecía un alma de esclavo o si, resucitado por un reflejo de recuerdos, el hombre moría en su grandeza. El hueso duro del cráneo era semejante, para mí, a la vieja caja de los tesoros. No sabía qué sedas de color, qué imágenes de fiestas, qué vestigios aquí tan inusitados, tan inútiles en este desierto, habrían escapado allí al naufragio. Esa caja estaba allí, cerrada y pesada. Yo no sabía qué parte del mundo se deshacía en el hombre durante el gigantesco sueño de los últimos días, en aquella conciencia, en aquella carne que, poco a poco, volvía a ser noche y raíz. —Yo era conductor de rebaños y me llamaba Mohamed...

Bark, cautivo negro, fue el primero, de los que conocí que haya resistido. No importa que los moros hubiesen violado su libertad y le hubiesen dejado, un día, más desnudo sobre la tierra que un recién nacido. Hay de Dios que arrasan, así, en una hora, las mieses de un hombre. Pero, más profundamente que en sus bienes, los moros le amenazaban en su personalidad. ¡Y Bark no abdicaba cuando tantos otros cautivos habrían dejado tan fácilmente morir en ellos a un pobre conductor de bestias que trabajaba todo el año para ganar su pan! Bark no se instalaba en la servidumbre como otros, cansados de esperar, se instalan en una mediocre felicidad. No quería hacerse unas alegrías de esclavo con las bondades del dueño, Él conservaba para el ausente Mohamed la casa que ese Mohamed había habitado en su pecho. Una casa triste por estar vacía, pero que no habitaría ningún otro. Bark era semejante a ese guardián encanecido que en las hierbas de las avenidas y en el hastío del silencio muere de felicidad. No decía: Soy Mohamed ben Lhaussin, sino «Yo me llamaba Mohamed», soñando con el día en que este olvidado personaje resucitase, barriendo con su sola resurrección la apariencia de esclavo. A veces, en el silencio de la noche, todos sus recuerdos le eran restituidos con la plenitud de un canto de infancia. «En medio de la noche, nos contaba nuestro intérprete moro, en medio de la noche, ha hablado de Marrakech y ha llorado». Nadie escapa en la soledad a estos retornos. El otro se despertaba en él sin aviso, se estiraba en sus propios miembros, buscaba a la mujer contra su flanco, en este desierto en que jamás mujer alguna se aproximó a Bark, escuchaba cantar el agua de las fuentes, allí donde jamás corrió una fuente. Y Bark, con los ojos cerrados, creía habitar una blanca casa, asentada todas las noches bajo la misma estrella, allí donde los hombres habitan casas de tela y persiguen al viento. Cargado de viejas ternuras misteriosamente redivivas como si su polo hubiese estado próximo, Bark venía hacia mí. Quería decirme que estaba dispuesto, que todas sus ternuras estaban dispuestas y que no tenía ya para distribuirlas, sino que volver a entrar en su casa. Y bastaría una señal mía. Y Bark sonreía, me indicaba el truco que a mí, sin duda, no se me habría ocurrido: —Mañana es el correo. Tú me escondes en e1 avión para Agadir… ¡Pobre viejo Bark! Pues vivíamos en territorio rebelde. ¿Cómo ayudarle a huir? Los moros, al día siguiente, hubieran vengado, con sabe Dios qué masacre, el robo y la injuria. Yo había intentado comprarlo, ayudado por los mecánicos de la escala, Laubergue, Marchan, Abgrall, pero los moros no encuentran todos los días europeos que necesiten un esclavo. Y ellos abusan de eso. —Vale veinte mil francos. —¿Te burlas de nosotros? —Mira qué fuertes brazos tiene... Y así pasaron meses. Finalmente las pretensiones de los moros bajaron y, ayudado por amigos de Francia a los que yo había escrito, me hallé en situación de comprar al viejo Bark. Hubo grandes negociaciones. Duraron ocho días. Los pasamos sentados en rueda en la arena, quince moros y yo. Un amigo del propietario y que era también amigo mío, Zin Ould Rhattari, un bandido, me ayudaba secretamente: —Véndelo, pues de todos modos lo perderás —le decía por sugestión mía—. Está enfermo. La enfermedad no se ve a primera vista pero la lleva dentro. Llega un día, súbitamente, que uno se hincha. Véndeselo cuanto antes al francés. Yo había prometido una comisión a otro bandido, Raggi, si me ayudaba a concluir la compra, y Raggi tentaba al propietario: —Con el dinero comprarás camellos, fusiles y balas. Podrás con eso partir en «rezzou» y guerrear contra los franceses. De ese modo traerás de Atar tres o cuatro esclavos completamente nuevos. Liquida a ese viejo.

Y Bark me fue vendido. Lo tuve guardado bajo llave durante seis días en nuestra barraca, pues si hubiera vagabundeado antes de llegar el avión, los moros lo hubiesen apresado nuevamente y revendido más lejos. Pero yo lo liberé de su estado de esclavo. Fue ésa también una hermosa ceremonia. Vinieron el morabito, el antiguo propietario e Ibrahim, el caíd de Juby. Estos tres piratas, que le hubiesen cortado la cabeza gustosos a veinte metros de la muralla del fuerte, sólo por el placer de jugarme una mala partida, le abrazaron calurosamente y firmaron un acta oficial. —Ahora tú eres hijo nuestro. Lo era también mío, según la ley. Y Bark abrazó a todos sus padres. Vivió en nuestra barraca un dulce cautiverio hasta la hora de partir. Se hacía describir veinte veces por día el fácil viaje: descendería del avión en Agadri y se le daría, en esta escala, un billete de autocar para Marrakech. Bark jugaba al hombre libre como un niño juego al explorador: ¡aquella marcha hacia la vida, el autocar, las multitudes, las ciudades que él iba a ver nuevamente! Laubergue vino a buscarme en nombre de Marchal y de Abgrall. Había que impedir que Bark se muriese de hambre al llegar. Me dieron mil francos para él; Bark podría así buscar trabajo. Y yo pensaba en esas viejas damas de las buenas obras que «hacen caridad», dan veinte francos y exigen las gracias por ello. Laubergue, Marchal, Abgrall, mecánicos de aviación, daban mil, no hacían la caridad y menos aún exigían las gracias. No obraban tampoco por piedad como esas mismas damas que sueñan con la felicidad. Contribuían simplemente a devolver a un hombre su dignidad de hombre. Sabían harto bien, como yo mismo, que una vez pasada la embriaguez del regreso, la primera amiga fiel que se llegan hasta Bark sería la miseria y que antes de tres meses estaría agobiado de trabajo, en alguna parte, sobre las vías del ferrocarril, arrancando traviesas. Sería menos feliz que en el desierto con nosotros. Pero tenía derecho a ser él mismo entre los suyos. —Vamos, viejo Bark, vete y sé un hombre. El avión vibraba dispuesto a partir. Bark se inclinaba por última vez hacia la inmensa desolación de Cabo Juby. Doscientos moros se habían agrupado para ver qué cara pone un esclavo a las puertas de la vida. Le recobrarían un poco más lejos en caso de desperfectos. Y nosotros hacíamos señales de despedida a nuestro recién nacido de cincuenta años, un tanto turbados al verlo aventurarse en el mundo. —¡Adiós, Bark! —No. —¿Cómo, no? —No. Yo soy Mohamed ben Lhaussin. Tuvimos por última vez noticias de él por el árabe Abdallah, el cual, a pedido nuestro, asistió a Bark en Agadir. El autocar no partía hasta el atardecer. Bark disponía de ese modo de un día. Erró al principio tanto tiempo, en silencio, por la pequeña ciudad, que Abdallah le supuso inquieto y se conmovió: —¿Qué hay? —Nada… Bark, demasiado a sus anchas en aquellas vacaciones repentinas, no sentía aún su resurrección. Experimentaba, sí, una sorda felicidad pero apenas había diferencia, aparte esa felicidad, entre el Bark de ayer y el Bark de hoy. Compartía, no obstante, desde ahora, en igualdad con los demás hombres, este sol y el derecho de sentarse ahí, bajo ese pabellón del café árabe. Y se sentó. Pidió té para Abdallah y él. Era su primer gesto de señor. Su poder hubiese debido transfigurarle. Pero el camarero le sirvió el té sin

sorpresa, como si el gesto fuera habitual. No se daba cuenta de que al servir aquel té glorificaba a un hombre libre. —Vámonos a otra parte —dijo Bark. Subieron hasta la Kasbah, que domina Agadir. Las pequeñas danzarinas berberiscas se les acercaron. Mostraban tanta dulzura amaestrada que Bark creyó que iba a revivir: eran ellas las que sin saberlo le acogerían en la vida. Habiéndole tomado por la mano le ofrecieron, pues, el té, gentilmente, pero como lo hubiesen ofrecido a cualquier otro. Bark quiso contar su resurrección. Ellas rieron dulcemente. Estaban contentas por él, puesto que él estaba contento. Añadió para maravillarlas: «Yo soy Mohamed Gen Lhaussin. Pero eso no les causó sorpresa. Todos los hombres tienen un nombre y muchos vienen de tan lejos... Arrastró de nuevo a Abdallah hacia la ciudad. Erró ante las tiendas judías, miró el mar, pensó que podía marchar a su gusto en no importa qué dirección, que era libre... Pero esa libertad le pareció amarga: le descubría sobre todo hasta qué punto le faltaban lazos con el mundo. Entonces, como pasara un niño, Bark le acarició dulcemente la mejilla. El niño sonrió. Aquél no era un hijo del dueño al que se adula. Era un niño débil a quien Bark concedía una caricia. Y que sonreía. Y aquel niño despertó a Bark y Bark se descubrió un poco más importante sobre la tierra a causa de un niño débil que le debía a él el haber sonreído. Comenzaba a entrever algo y caminaba a trancos. —¿Qué buscas? —preguntaba Abdallah. —Nada —respondía Bark. Pero cuando al volver una esquina tropezó con un grupo de niños que jugaban, se detuvo. Era allí. Los miró en silencio. Después, habiéndose alejado hacia las tiendas judías, volvió con los brazos cargados de presentes. Abdallah se irritaba: —¡Imbécil, guarda tu dinero! Pero Bark ya no escuchaba. Gravemente hizo una señal a cada uno. Y las manecillas se tendieron hacia los juguetes, los brazaletes, las babuchas bordadas de oro. Y cada niño, en cuanto tenía seguro su tesoro, huía como un salvaje. Los demás niños de Agadir, al saber la noticia, corrían hacia él. Bark los calzó con babuchas de oro. Y en los alrededores de Agadir, otros niños, tetados a su vez por este rumor, se levantaron y subieron con gritos hacia el Dios negro y, colgados de sus viejos vestidos de esclavo, reclamaban su parte. Bark se arruinaba. Abdallah lo creyó «loco de alegría». Pero no creo que se tratase para Bark de hacer compartir un exceso de alegría. Poseía, puesto que era libre, los bienes esenciales, el derecho de hacerse amar, de marchar hacia el Norte o hacia el Sur y de ganar su pan con su trabajo. Para qué este dinero… Por lo tanto lo que experimentaba, como se experimenta una profunda hambre, era la necesidad de ser un hombre entre los hombres, ligado a los hombres. Las danzarinas de Agadir se habían mostrado tiernas con el viejo Bark, pero se había despedido de ellas sin esfuerzo tal como había llegado; no lo necesitaban. Aquel tendero árabe, aquellos transeúntes, todos respetaban en él al hombre libre, compartían con él su sol igualitariamente, pero ninguno había mostrado tampoco necesitarlo. Era libre, pero infinitamente, hasta el punto de no sentirse pesar ya sobre la tierra. Le faltaba ese peso de las relaciones humanas que embaraza la marcha, esas lágrimas, esos adioses, esos reproches, esas alegrías, todo lo que un hombre acaricia o desgarra cada vez que esboza un ademán, esos mil lazos que le atan a los otros y le hacen grávido. Pero sobre Bark pesaban ya mil experiencias… Y el reino de Bark comenzaba en aquella gloria del sol poniente sobre Agadir, en aquel frescor que durante tanto tiempo había sido para él la única dulzura por alcanzar, la única estable. Y como se acercaba la hora de la partida Bark avanzaba bañado en esa marea de niños, como antes por sus ovejas, cavando su primer surco en el mundo. A1

día siguiente volvería a la miseria de los suyos, responsable de más vidas de las que podrían quizá nutrir sus viejos brazos; pero ya aquí pesaba ahora con su verdadero peso. Como un arcángel demasiado ligero para vivir la vida de los hombres pero que, como ardid, se hubiese cosido plomo a la cintura, Bark daba pasos difíciles, atraído hacia el suelo por mil niños que tantas ganas tenían de babuchas de oro. VII Tal es el desierto. Un Corán que sólo es una regla de juego convierte la arena en Imperio. En el fondo de un Sahara que parecería vacío, se representa una pieza secreta que mueve las pasiones de los hombres. La verdadera vida del desierto no se compone de éxodos de tribus en busca de pastizales, sino también del juego que allí se representa. ¡Qué diferencia de materia entre el arenal sumiso y el otro! ¿Y no sucede lo mismo con todos los hombres? Ante este desierto transfigurado, recuerdo mis juegos de infancia, el parque umbroso y dorado que nosotros habíamos poblado de dioses, el reino sin límites que extraíamos de aquel kilómetro cuadrado nunca enteramente conocido, nunca del todo escudriñado. Nosotros constituíamos una civilización cerrada en donde los pasos poseían un gusto, donde las cosas poseían un sentido que no eran permitidos en ninguna otra. ¿Qué queda, cuando al hacerse hombre vive uno bajo otras leyes, del parque umbrío de la infancia, mágico, helado, ardiente, cuyo pequeño muro de piedras grises, al volver ahora, bordeamos por fuera con una especie de desesperación, atónitos de hallar encerrada en tan estrecho recinto una provincia con la cual se había hecho uno su infinito y comprendiendo que en ese infinito ya nunca se entrará nuevamente, porque es en el juego, no en el parque, donde habría que entrar? Pero ya no hay rebelión. Cabo Juby, Cisneros, Puerto Cansado, la Saguet-El Hamra, Dora, Smarra, carecen ya de misterio. Los horizontes hacia los que habíamos corrido se han extinguido uno tras otro, como esos insectos que pierden sus colores una vez presos en el cepo de las manos tibias. Pero el que los perseguía no era juguete de una ilusión. No nos engañábamos cuando corríamos a esas exploraciones. Tampoco el sultán de las Mil y una noches, que perseguía materia tan sutil, cuyas bellas cautivas se extinguían una tras otra, al amanecer, en sus brazos, habiendo perdido apenas tocadas el oro de sus alas. Nos hemos alimentado con la magia de los arenales, otros quizás abrirán sus pozos de petróleo y se enriquecerán con sus mercaderías. Pero habrán llegado demasiado tarde. Pues los palmerales prohibidos o el polvo virgen de las conchas nos han entregado su parte más preciosa: no ofrecían sino una hora de fervor y nosotros la hemos vivido. ¿E1 desierto? Un día me fue dado abordarle por el lado del corazón. En el transcurso de un raid hacia la Indochina, en 1935, me hallé en Egipto, en los confines de Libia, preso en las arenas como en una liga, y creí morir. He aquí la historia.

VII EN EL CENTRO DEL DESIERTO I Al abordar el Mediterráneo encontré unas nubes bajas. Descendí hasta veinte metros de la superficie. Los chubascos se aplastan contra el parabrisas y el mar humea. Realizo grandes esfuerzos para divisar algo y no embestir un mástil de navío. Mi mecánico, André Prévot, me enciende cigarrillos. —Café... Desaparece en el fondo del avión y vuelve con el termo. De cuando en cuando doy golpecitos a la manecilla de los gases para mantener dos mil cien revoluciones. Barro con una mirada mis cuadrantes: mis súbditos son obedientes; cada aguja está en su puesto preciso. Lanzo una ojeada sobre el mar que, bajo la lluvia, desprende vapores como una gran olla caliente. Si fuese en hidroavión lamentada que el mar estuviese tan «ahuecado». Pero yo voy en avión. Ahuecado o no, no puedo posarme. Y eso me procura, no sé por qué, un absurdo sentimiento de seguridad. El mar forma parte de un mundo que no es el mío. El desperfecto no me concierne, ni siquiera me amenaza: no estoy aparejado para el mar. Después de una hora y media de vuelo la lluvia se calma. Las nubes continúan muy bajas, pero la luz las atraviesa ya como una gran sonrisa. Admiro esta lenta preparación del buen tiempo. Adivino ya sobre mi cabeza un débil espesor de algodón. Sesgo para evitar una turbonada; no es necesario pasar a través de su corazón. Y he aquí la primera desgarradura... La ha he presentido sin verla, pues advierto frente a mí, sobre el mar, un largo rastro color de pradera, una especie de oasis de un verde luminoso y profundo semejante al de los campos de cebada que pellizcaban mi corazón en el Marruecos Sur, cuando volvía del Senegal después de tres mil kilómetros de arena. Aquí también tengo la sensación de abordar una habitable provincia y experimento una ligera alegría. Me vuelvo hacia Prévot. —Ha terminado. ¡Esto va bien! —Sí, esto marcha... Túnez. Mientras se llenan los tanques firmo unos papales. Pero en el momento de abandonar la oficina escucho como un «pluf» de zambullida. Uno de esos ruidos sordos, sin eco. Recuerdo instantáneamente haber oído, en otra ocasión, un ruido semejante; una explosión en un garaje. Dos hombres habían muerto a causa de esa ronca voz. Me vuelvo hacia la carretera que bordea la pista: un polvo humea, dos rápidos vehículos han chocado, presos, súbitamente, en la inmovilidad como en los hielos. Corren unos hombres hacia ellos, otros corren hacia nosotros: —Telefonee… un médico… la cabeza… Siento que se me aprieta el corazón. La fatalidad, en la tranquila luz de la tarde, acaba de consumar un golpe de mano. Una belleza arrasada, una inteligencia o una vida… De igual modo han avanzado los piratas del desierto y nadie oyó sus pasos elásticos sobre la arena. De ese modo se presentó en el campamento el breve rumor de la razzia. Después, todo volvió a caer en el mismo silencio. Alguien, cerca de mí, habla de una fractura del cráneo. Nada quiero saber de esa frente inerte y sangrienta; vuelvo la espada al camino y retorno al avión. Pero me queda en el corazón una impresión de amenaza. Y ese ruido lo reconoceré en seguida. Cuando roce mi planicie negra a doscientos setenta kilómetros por hora, reconoceré la misma tos ronca, el mismo «¡han!» del destino que nos espera en la cita. En ruta hacia Benghazi.

II En ruta. Dos horas de día aún. He renunciado ya a mis anteojos negros cuando abordo la Tripolitania. Y la arena se dora. ¡Dios mío, este planeta está desierto, pues! Una vez más los ríos, las umbrías y las habitaciones de los hombres nos parecen debidos a conjunciones del dichoso azar. ¡Qué inmensa la parte de roca y arena! Mas todo ello me es extraño; yo vivo en el dominio del vuelo. Siento venir la noche en la que uno se encierra como en un templo. En lo que uno se encierra, en el secreto de los ritos esenciales, dentro de una meditación sin socorros. Todo ese mundo profano se desvanece ya, va a desaparecer. Todo ese paisaje está aún alimentado de una luz rubia pero algo en él ya se disipa. Y yo no conozco nada y digo: nada que valga como esta hora. Y aquellos que han sufrido el inexplicable amor del vuelo me comprenderán. Poco a poco renuncio, pues, al sol. Renuncio a las grandes superficies doradas que me habrían acogido en caso de desperfecto… Renuncio a los puntos de referencia que me habrían guiado. Renuncio a los perfiles de las montañas sobre el cielo que me habrían evitado los escollos. Entro en la noche. Navego. Sólo tengo para mí a las estrellas. Esta muerte del mundo se cumple lentamente. La luz me va faltando gradualmente. La tierra y el cielo se confunden poco a poco. Esta tierra sube y parece extenderse como un vapor. Los primeros astros tiemblan como en una agua verde. Es menester esperar mucho tiempo hasta que se conviertan en duros diamantes. Me será preciso esperar para asistir a los juegos silenciosos de las estrellas fugaces. En el corazón de ciertas noches he visto correr tantas chispas que me parecía que un gran viento soplaba entre las estrellas. Prévot ensayaba lámparas fijas y lámparas de auxilio. Envolvimos las bombillas con papel rojo. —Un poco más de papel... Prévot añade una nueva capa; establece contacto. La luz es aún demasiado clara. Velaría —como en el taller del fotógrafo— la pálida imagen del mundo exterior. Destruiría esa pulpa ligera que, a veces, en la noche, se adhiere todavía a las cosas. Se hace noche. Pero aún no es la verdadera. Una luna creciente subsiste. Prévot se dirige hacia el fondo y vuelve con un emparedado. Yo pellizco un racimo de uvas. No tengo hambre. No tengo hambre ni sed. No siento la menor fatiga y me parece que podría pilotear así durante diez anos. La luna está muerta. Benghazi se anuncia en la negra noche. Reposa en el fondo de una oscuridad tan profunda que no se adorna ron ningún halo. Divisé la ciudad en el instante de llegar a ella. Buscaba el terreno, pero he aquí que se enciende su rojo embaladizo. Las luces recortan un negro rectángulo. Viro. La luz de un faro apuntando hacia el cielo sube recta como un chorro de una bomba de incendios, gira y traza sobre el campo una ruta de oro. Sigo virando aún para observar bien los obstáculos. Esta escala nocturna está admirablemente equipada. Aminoro y comienzo la inmersión, como en el agua negra. A las 23, hora local, aterrizo. Ruedo hacia el faro. Oficiales y soldados, los más corteses del mundo, pasan de la sombra a la luz dura del proyector, alternativamente visibles o invisibles. Entrego mis papeles y comienza el llenar de los tanques. El registro de mi paso estará en regla dentro de veinte minutos. —Realice un viraje y pase sobre nosotros; si no, no sabremos si ha despegado bien.

En ruta. Ruedo sobre el camino de oro hacia un claro sin obstáculo. Mi avión tipo «Simoun» despega su sobrecarga mucho antes de haber agotado e1 área disponible. El proyector me sigue y me molesta para virar. Finalmente me abandona, pues ha adivinada que me encandilaba. Doy media vuelta y el proyector me da, nuevamente, de lleno en la cara, pero apenas me ha tocado huye y dirige a otra parte su larga flauta de oro. Siento a través de todos esos cuidados una extrema cortesía. Y ahora viro de nuevo hacia el desierto. Las estaciones meteorológicas de Paris, Túnez y Benghazi me han anunciado viento en popa de treinta a cuarenta kilómetros por hora. Cuento con trescientos kilómetros por hora de crucero. Pongo rumbo hacia el centro del segmento de recta que une Alejandría con El Cairo. Evitaré, de ese modo, las zonas prohibidas de la costa y, a pesar de las derivas desconocidas que deba experimentar, seré balizado, sea a derecha o a izquierda, por las luces de una u otra de aquellas ciudades o, más generalmente, por las del valle del Nilo. Navegaré tres horas veinte minutos si no ha variado el viento. Tres horas cuarenta y cinco si éste amaina. Y comienzo a absorber mil cincuenta kilómetros de desierto. No más luna. Un negro betún que se ha dilatado hasta las estrellas. No divisaré una sola luz, no me beneficiaré con ninguna señal de referencia; salvo por la radio no recibiré del hombre señal ninguna antes de llegar al Nilo. No intento siquiera observar otra cosa que mi compás y mi Sperry. No me intereso ya en nada sino en el lento período de respiración, sobre la oscura pantalla del instrumento, de una estrecha línea de rádium. Cuando Prévot se desplaza yo corrijo suavemente las variaciones del centrado. Me elevo a 2.000 metros, allí donde los vientos —según se me ha señalado— son favorables. A largos intervalos enciendo una lámpara para observar los indicadores del motor, que no son todos luminosos, pero la mayor parte del tiempo me encierro en las tinieblas, entre mis minúsculas constelaciones que esparcen la misma luz mineral que las estrellas, la misma luz permanente y secreta que hablan el mismo lenguaje. También yo, como los astrónomos, leo un libro de mecánica celeste. También yo me siento estudioso y puro. Todo se ha extinguido en el mundo exterior. Existe Prévot, que se duerme después de haber resistirlo bastante y yo gozo mejor de mi soledad. Existe el dulce ronquido del motor y, frente a mí, sobre el tablero de a bordo, todas esas estrellas calmas. Medito entre tanto. No tenemos luna y estamos privados de radio. Ningún vínculo, ni el más tenue, nos ligará ya al mundo hasta que nos demos de frente contra la red de luz del Nilo. Estamos fuera de todo y sólo nuestro motor nos suspende y nos hace permanecer en este betún. Atravesamos el gran valle negro de los cuentos de hadas, el de la prueba. Aquí, nada de socorro. Aquí, nada de perdón para los errores. Estamos encomendados a la voluntad de Dios. Un rayo de luz se filtra por una juntura del standard eléctrico. Despierto a Prévot para que lo apague, Prévot se revuelve en la sombra como un oso; resopla y se adelanta. Se absorbe en no sé qué combinación de pañuelos y de papel negro. Mi rayo de luz ha desaparecido. Formaba un pliegue en este mundo. No era de la misma calidad que la pálida y lejana luz del rádium. Era una luz de mesilla de noche y no una luz de estrella. Pero, sobre todo, me encandilaba y borraba los demás fulgores. Tres horas de vuelo. Una claridad que me pareció viva saltó a mi derecha. Miro. Una larga estela luminosa que hasta entonces no se me había hecho visible, se prende a la lámpara del ala. Es un resplandor intermitente, ora acentuado, ora desvanecido: he aquí que penetro en una nube. Es ella la que refleja mi lámpara. En la cercanía de mis seriales de referencia hubiera preferido un cielo puro. El ala se aclara bajo el halo. La luz se instala, se fija y resplandece y forma allí un ramo color de rosa. Remolinos profundos me hacen bascular. Navego en el vientre de un cúmulo cuyo espesor desconozco. Así elevo hasta dos mil cinco metros y no emerjo. Desciendo nuevamente a

mil metros. El ramo de flores está siempre allí, inmóvil y cada vez más brillante. Bueno. La cosa marcha. Tanto peor. Pienso en otra cosa. Ya veremos cómo se sale de esto. Pero no me gusta esa luz de mal aspecto. Calculo: «Aquí danzo un poco y es normal, pero he sufrido remolinos a todo lo largo de la ruta a pesar del cielo puro y de la altura. E1 viento no ha amainado y no debo sobrepasar la velocidad de trescientos kilómetros por hora». Después de todo no sé nada preciso; intentaré orientarme cuando salga de la nube. Y se sale de ella. El ramo ha desaparecido súbitamente. Su desaparición me anuncia el acontecimiento. Miro hacia adelante y diviso, hasta donde se puede divisar algo, un estrecho valle de cielo y el muro del próximo cúmulo. El ramo ya ha vuelto a revivir. Ya no saldré de esta liga salvo por pocos segundos. Después de tres horas y media de vuelo comienza a inquietarme porque si avanzo como imagino me estoy aproximando al Nilo. Podría quizá descubrirlo con un poco de suerte a través de los corredores, pero éstos no son nada numerosos. No me atrevo a descender aún; si por casualidad voy menos rápido de lo que supongo, podría estar volando aún sobre las tierras elevadas. No experimento, de todos modos, ninguna preocupación. Temo simplemente arriesgarme a una pérdida de tiempo. Pero fijo un límite a mi serenidad: cuatro horas quince de vuelo. Transcurrido ese plazo, aun con ningún viento, y eso es improbable, habré pasado el valle del Nilo. Cuando llego a los flecos de la nube, e1 ramo lanza sus luces con eclipses cada vez más precipitados; después se apaga de golpe. A mí no me gustan esas comunicaciones cifradas con los demonios de la noche. Una estrella verde emerge ante mí, radiante como un faro. ¿Es una estrella o un faro? No me gusta tampoco esa claridad sobrenatural, ese astro de rey mago, esa peligrosa invitación. Prévot se ha despertado e ilumina los cuadrantes del motor. Los rechazo a él y su lámpara. Acabo de abordar una falla entre dos nubes y la aprovecho para mirar hacia abajo. Prévot vuelve a dormirse. Por lo demás no hay nada que mirar. Cuatro o cinco horas de vuelo. Prévot ha vuelto a sentarse junto a mí. —Debíamos haber llegado al Cairo. —Así me parece... —¿Aquello es una estrella o un faro? He reducido un poco el régimen del motor y sin duda es ello lo que ha despertado a Prévot. Es sensible a todas las variaciones de los ruidos del vuelo. Comienzo un lento descenso para deslizarme bajo la masa de nubes. He consultado mi mapa. De todos modos he llegado a las cotas 0; no arriesgo nada. Sigo descendiendo y viro de lleno al Norte. Así recibiré en mis ventanillas las luces de las ciudades. Sin duda las he pasado; por lo tanto se me presentarán a mi izquierda. Vuelo ahora bajo los cúmulos. Pero bordeo otra nube que desciende más abajo, sobre mi izquierda. Viro para no dejarme prender en su fleco y rumbeo Nord-Noroeste. Esa nube desciende, sin duda, más abajo y me tapa todo el horizonte. No me atrevo a perder más altura. He alcanzado la cota 400 de mi altímetro, pero ignoro aquí la presión. Prévot se inclina. Yo le grito: «Voy a enfilar hasta el mar. Completaré el descenso allí por prudencia…» Nada prueba, por lo demás, que no haya derivado ya hacia el mar. La oscuridad bajo esta noche es rigurosamente impenetrable. Me aprieto contra mi ventanilla. Trato de leer allá abajo. Intento descubrir luces, señales. Soy un hombre que hurga cenizas. Soy un hombre que se esfuerza por hallar las brasas de la vida en el fondo de un fogón. —¡Un faro marino! ¡Ambos hemos visto al mismo tiempo aquella celada con eclipses!

¡Qué locura! ¿Dónde estaba ese faro fantasma, esa invención de la noche? Pues fue en el mismo instante en que Prévot y yo nos inclinábamos para buscarlo nuevamente, cuando bruscamente... —¡Ah! No creo haber dicho otra cosa. Ni creo haber sentido otra cosa que un formidable crujido que sacudió nuestro mundo sobre sus bases. A doscientos setenta kilómetros por hora habíamos martillado contra el suelo. No creo haber esperado otra cosa, en la centésima parte del segundo que siguió, que la gran estrella púrpura de la explosión en que íbamos los dos a confundirnos. Ni Prévot ni yo hemos experimentado la menor emoción. Yo no observé en mí sino una espera desmesurada, la espera de esta estrella resplandeciente en que íbamos los dos a desvanecernos en aquel mismo instante. Pero no hubo estrella púrpura. Hubo una especie de temblor de tierra que arrasó nuestra cabina arrancando las ventanillas, enviando las planchas a cien metros, llenándonos hasta las entrañas con su rugido. El avión vibraba como un cuchillo hincado desde lejos en la madera dura. Y estábamos zarandeados por esta cólera. Un segundo, dos segundos… El avión seguía temblando y yo esperaba con impaciencia monstruosa que sus provisiones de energía le hiciesen estallar como una granada. Pero las sacudidas subterráneas se prolongaban sin llegar a la definitiva erupción. Y yo nada comprendía de ese invisible trabajo. No comprendía ni este temblor, ni esta cólera, ni este plazo interminable..., cinco segundos, seis segundos... Y, bruscamente, experimentamos una sensación de rotación, un choque que proyectó aún, por la ventanilla, nuestros cigarrillos, pulverizando el ala derecha; después nada. Nada más que una helada inmovilidad. Grité a Prévot: —Salte, ¡pronto! É1 gritó al mismo tiempo: —¡Fuego! Y ya nos hablamos dejado caer por la ventanilla arrancada. Estábamos de pie, a veinte metros. Dije a Prévot: —¿Ningún daño? Respondió: —¡Ningún daño! Pero se frotaba la rodilla. Yo le decía: —Pálpese, muévase, júreme que nada tiene roto... Y él me respondía: —No es nada, es la bomba de auxilio. Yo pensaba que iría a desplomarse bruscamente, abierto de la cabeza al ombligo, pero él me respondía con la mirada fija: —Es la bomba de auxilio… Pensaba para mí: se ha vuelto loco; va a ponerse a bailar... Pero desviando al fin su mirada del avión que estaba ya salvado del fuego, me miró y continuó: —No es nada; es la bomba de auxilio que se me enganchó en la rodilla. III Es inexplicable que estemos vivos. Sigo, con mi lámpara eléctrica en la mano, las huellas del avión en el suelo. A doscientos cincuenta metros del punto en que se detuvo, hallamos ya planchas y herrajes retorcidos con que salpicó la arena a todo lo largo de su recorrido. Cuando llegue el día sabremos que habíamos embestido, casi tangencialmente, una suave pendiente sobre la cuna de una desierta meseta. En el sitio del impacto, un agujero en la arena parece el producido por el choque de una reja de

arado. El avión, sin volcarse, efectuó su trayecto sobre el vientre, con cóleras y movimientos de cola de reptil. Se había arrastrado a una velocidad de doscientos setenta kilómetros por hora. Debíamos, sin duda, la vida a estas piedras negras y redondas que ruedan libremente por la arena y que hicieron de cojinete. Prévot arranca los acumuladores para evitar un tardío incendio por corto circuito. Arrimado al motor reflexiono: He podido soportar, en altura, un viento de cincuenta kilómetros por hora y, en efecto, fui sacudido por él. Pero si ha variado respecto a las previsiones ignoro en absoluto la dirección que ha tomado. Me sitúo, por lo tanto, en un cuadrado de cuatrocientos kilómetros de largo. Prévot viene a sentarse junto a mí y me dice: —Es extraordinario estar vivos... Yo no le respondo nada y no experimento ninguna alegría. Se me ha ocurrido una pequeña idea que anda en mi cabeza y que ya me atormenta ligeramente. Le ruego a Prévot que encienda su lámpara para servir de referencia y me marcho en línea recta con mi lámpara eléctrica en la mano. Miro al suelo con atención. Avanzo lentamente, hago un amplio semicírculo, cambio varias veces de orientación. Constantemente hurgo en el suelo como si buscase una joya extraviada. De ese modo, hace un instante, buscaba la brasa. Avanzo siempre en la oscuridad, inclinado sobre el disco blanco que poseo. Es precisamente esto..., es precisamente esto... Vuelvo lentamente al avión. Me siento cerca de la cabina y medito. Buscaba un motivo de esperanza y no lo hallé. Buscaba una señal ofrecida por la vida y la vida no me ha hecho ninguna señal. —Prévot, no he hallado una sola brizna de hierba... Prévot se calla, no sé si me ha comprendido. Volveremos a hablar de ello al levantarse el telón, cuando llegue el día. Experimento una gran lasitud, y pienso: «¡A cuatrocientos kilómetros en el desierto!…» De un salto me pongo en pie: —¡El agua! Los depósitos de esencia y los de aceite han reventado. También nuestras reservas de agua. La arena se lo ha bebido todo. Encontramos medio litro de café en el fondo de un termo roto, un cuarto litro de vino blanco en el fondo de otro. Filtramos estos líquidos y los mezclamos. Hallamos, asimismo, algo de uvas y una naranja. Pero calculo: «Con cinco horas de marcha, bajo el sol, en el desierto, esto se agota…» Nos instalamos en la cabina para esperar el día. Me tiendo a dormir. Mientras me duermo hago el balance de nuestra aventura: todo lo ignoramos respecto a nuestra posición. No tenemos un litro de líquido. Si nos hemos situado sobre la línea recta se nos hallará dentro de ocho días; nada mejor podemos esperar y ello será demasiado tarde. Si hemos derivado oblicuamente se nos hallará dentro de seis meses. No hay que contar con los aviones: nos buscarán sobre tres mil kilómetros. —¡Ah!, qué lástima... —me dice Prévot. —¿Por qué? —¡Tan bien como se podía haber terminado de un golpe!... Pero no hay que abdicar tan pronto. Prévot y yo nos recobramos. No hay que abandonar la probabilidad, por débil que sea, de un salvamento milagroso por aire. Tampoco hay que quedarse aquí y perder, quizás, un oasis próximo. Caminaremos durante todo el día. Y volveremos a nuestro aparato y escribiremos, antes de partir, nuestro programa en grandes mayúsculas sobre la arena. Me acomodo, pues, hecho un ovillo para dormir hasta el alba. Y me siento feliz de dormirme. Mi fatiga me envuelve como una múltiple presencia. Yo no estoy, solo en el desierto; mi duermevela está poblada de voces, de recuerdos y de confidencias cuchicheadas. Aún no tengo sed, me siento bien y me entrego al sueño como a la aventura. La realidad pierde terreno ante los sueños…

¡Ah! !Qué diferente fue cuando el día llegó!

IV He amado mucho el Sahara. He pasado noches en terreno rebelde. He despertado en esa extensión rupia donde el viento marca su oleaje como sobre el mar. He esperado allí el auxilio durmiendo bajo las alas, pero todo ello no era comparable. Caminamos por la vertiente de curvas colinas. El suelo está compuesto de arena enteramente cubierta de guijarros brillantes y negros. Se dirían escamas de metal y todas las bóvedas que nos rodean brillan como armaduras. Hemos venido a caer en un mundo mineral. Estamos encerrados en un país de hierro. Franqueada la primera cresta se anuncia, más lejos, otra cresta parecida, brillante y negra. Caminamos raspando el sucio con los pies, inscribiendo un hilo conductor, para poder volver más tarde. Avanzamos de cara al sol. Contra toda lógica me he decidido a tomar sin vacilar al Este. Pues todo me incita a creer que he sobrepasado el Nilo: la meteorología, mi tiempo de vuelo. Pero realicé una breve tentativa hacia el Oeste y he sentido un inexplicable malestar. Entonces he dejado el Oeste para mañana. Y he sacrificado provisionalmente el Norte que, sin embargo, lleva al mar. Tres días más tarde, cuando en un semi delirio tomamos la decisión de abandonar nuestro aparato y seguir adelante hasta caernos, fue de nuevo hacia el Este que hubimos de partir. Más exactamente hacia el Este-Noroeste. Y ello, además, contra toda razón e incluso contra toda esperanza. Y descubrimos, una vez en salvo, que ninguna otra dirección nos hubiera permitido volver, pues hacia el Norte, demasiado agotados, no hubiéramos tampoco alcanzado el mar. Por absurdo que me parezca hoy, creo que si elegí aquella dirección sin dato alguno que pudiera pesar en nosotros para ello, fue por la única razón de haber sido la que salvó a mi amigo Guillaumet en los Ancles, donde yo tanto lo busqué. Se había convertido para mí, confusamente, en la dirección de la vida. Después de cinco horas de marcha el paisaje cambia. Un río de arena parece correr en un valle y nosotros nos dirigimos por ese fondo de valle. Caminamos a grandes pasos ya que nos es preciso ir lo más lejos posible y volver antes de la noche si no hemos descubierto nada. De pronto me detengo: —Prévot. —¿Qué? —Las huellas… ¿Desde cuándo habíamos olvidado dejar un surco tras de nosotros? Si no volvemos a encontrarlo es la muerte. Retornamos sobre nuestros pasos, pero sesgando hacia la derecha. Cuando hayamos andado bastante viraremos perpendicularmente a nuestra dirección inicial y volveremos a encontrar nuestras huellas allí donde todavía las señalábamos.

Reanudado de ese modo el hilo, continuamos marchando. Crece el calor y con él vienen los espejismos. Pero no son aún sino espejismos elementales. Grandes lagos se forman y se desvanecen cuando avanzamos. Decidimos franquear el valle de arena y escalar el montículo más elevado a fin de observar el horizonte. Caminamos desde hace ya seis horas. Hemos debido totalizar, a grandes zancadas, treinta y cinco kilómetros. Llegamos a esa negra grupa donde nos sentamos en silencio. El valle de arena, a nuestros pies, desemboca en un desierto de arena sin piedras cuya luz resplandeciente quema los ojos. Hasta donde alcanza la mirada todo está vacío. Pero, en el horizonte, juegos de luces componen espejismos ya más turbadores. Fortalezas y minaretes, masas geométricas de líneas verticales. Observo, asimismo, una gran mancha negra que simula vegetación, pero está dominada por la última de esas nubes que se han disuelto en el día y que van a renacer esta noche. Sólo es la sombra de un cúmulo. Es inútil avanzar más; esta tentativa no conduce a ninguna parte. Es menester volver a nuestro avión, esa baliza roja y blanca que quizás será observada por los camaradas. Aunque no deposite esperanza alguna en las búsquedas, ellas se me aparecen como la única probabilidad de salvación. Pero sobre todo hemos dejado allá nuestras últimas gotas de líquido y ya nos es de absoluta necesidad beberlas. Tenemos que volver para vivir. Somos prisioneros de este círculo de hierro: la breve autonomía de nuestra sed. ¡Pero qué difícil es volver cuando acaso se caminaba hacia la vida! Quizá más allá de los espejismos el horizonte abunda en ciudades verdaderas, en canales de agua dulce y en praderas. Sé que lo razonable es volver. Y tengo, sin embargo, la impresión de zozobrar cuando hago este terrible viraje. Nos hemos acostado junto al avión. Hemos recorrido más de sesenta kilómetros. Hemos agotado nuestras provisiones de líquido. Nada hemos descubierto hacia el Este ni ningún camarada ha volado sobre este territorio. ¿Cuánto tiempo resistiremos? Tenemos tanta sed... Construimos una gran hoguera con algunos despojos del ala pulverizada. Preparamos el combustible y las planchas de magnesio que dan un duro fulgor blanco. Hemos esperado a que fuese completamente de noche para encender nuestra hoguera… Pero, ¿dónde están los hombres? Ahora la llama sube. Religiosamente vemos arder nuestro faro en el desierto. Contemplamos cómo resplandece en la noche nuestro silencioso y radiante mensaje. Y pienso que si hay en él una llamada ya patética, hay también mucho de amor. Pedimos de beber, pero pedimos también comunicarnos. Que otro fuego se encienda en la noche, sólo los hombres disponen del fuego, ¡que ellos nos respondan! Vuelvo a ver los ojos de mi mujer. Ya no veré sino a esos ojos. Interrogan. Toda una asamblea de miradas reprocha mi silencio. ¡Yo respondo! Respondo con todas mis fuerzas, ¡no puedo lanzar llama más radiante en la noche! He hecho lo que he podido. Hemos hecho lo que hemos podido: sesenta kilómetros casi sin beber. Ahora ya no beberemos más. ¿Es culpa nuestra si no podemos esperar mucho más tiempo? Nos hubiéramos quedado allí, tan juiciosamente, chupando de nuestras cantimploras. Pero desde el momento en que aspiré a fondo del cubilete de estaño, un reloj se puso en marcha. Desde el instante en que absorbí la última gota, comencé a descender una pendiente. ¿Qué puedo hacer si el tiempo me arrastra como un río? Prévot llora. Le doy, unas palmadas en el hombro. Le digo para consolarlo: —Si uno se embroma, se embroma... Me responde: —Si cree usted que es por mí que lloro...

¡Ah, no hay duda, he descubierto ya esta evidencia! Nada es intolerable. Aprenderé mañana y pasado mañana que nada, decididamente, es intolerable. Sólo creo a medias en el suplicio. He hecho ya esta reflexión. He creído, un día, que me ahogaba, prisionero en una cabina, y no he sufrido mucho. He creído a veces romperme la cara y no me ha parecido un acontecimiento considerable. Tampoco aquí conoceré apenas la angustia. Mañana sabré a ese respecto, cosas más extrañas todavía. ¡Y sabe Dios si no habré ya renunciado a hacerme oír de los hombres pese a mi gran hoguera!… «Si cree usted que es por mí...» Sí, sí, ahí está lo intolerable. Cada vez que vuelvo a ver estos ojos que esperan siento una quemazón, se apodera de mí el súbito deseo de levantarme y de echar a correr adelante. Allá claman auxilio, ¡naufragan! Es una extraña tergiversación de papeles, pero siempre he pensado que ello es así. No obstante, tenía necesidad de Prévot para estar completamente seguro. Pues bien, Prévot no encontrará tampoco esta angustia ante la muerte con que nos remachan los oídos. Pero hay algo que él no soporta ni yo tampoco. ¡Ah! Acepto dormirme, dormirme por la noche o por los siglos. Si me duermo no sé la diferencia. Y después, ¡qué paz! Pero esos gritos que van a lanzar allá, esas grandes llamas de desesperación... No soporto tales imágenes. No puedo cruzarme de brazos ante esos naufragios. Cada segundo de silencio asesina un poco a los que amo. Y una enorme rabia camina en mí: ¿por qué estas cadenas que me impiden llegar a tiempo y socorrer a los que zozobran? ¿Por qué nuestro incendio no lleva nuestro grito al fin del mundo? ¡Paciencia!... ¡Llegamos!… ¡Llegamos!... ¡Somos los salvadores! El magnesio se ha consumido y nuestro fuego enrojece. Sólo hay aquí un montón de brasa sobre el cual, inclinados, nos calentamos. Se acabó nuestro gran mensaje luminoso. ¿Qué ha puesto él en marcha en el mundo? ¡Ah! Bien sé que nada ha puesto en marcha. Se trataba de una oración que no ha sido oída. Está bien. Me iré a dormir. V A1 amanecer recogimos de las alas, enjugándolas con un trapo, rocío mezclado con pintura y aceite: sólo el fondo de un vaso. Era repulsivo, pero lo bebimos. A falta de de nada mejor habremos, al menos, mojado nuestros labios. Después de este festín, Prévot me dice: —Felizmente tenemos el revólver. Me siento bruscamente agresivo y me vuelvo hacia él con dura hostilidad. Nada odiaría tanto, en este momento, como una efusión sentimental. Tengo una extrema necesidad de considerar que todo es sencillo. Es simple nacer. Es simple crecer. Y simple es morir de sed. Y observo de reojo a Prévot, estoy dispuesto a agraviarlo, si es necesario, para que se calle. Pero Prévot me hablaba con tranquilidad. Se refería a una cuestión de higiene. Había acordado el asunto como si me dijera: «Tendríamos que lavarnos las manos». Por lo tanto estamos de acuerdo. Ayer ya he meditado reparando en la funda de cuero. Mis reflexiones eran razonables y no patéticas. Sólo es patético lo social. Nuestra impotencia para confortar a aquellos de los que somos responsables. Y no el revólver. No se nos busca todavía o, mas exactamente, se nos busca sin duda en otra parte. Probablemente en Arabia. No oiremos, por lo demás, a ningún avión antes de mañana, cuando ya habremos abandonado el nuestro. Ese único paso, tan lejano, nos dejará, por consiguiente, indiferentes. Puntos negros mezclados a mil puntos negros en el desierto. No podremos pretender ser divisados. Nada de las reflexiones que se me atribuirán sobre tal suplicio es exacto. No soportaré ningún suplicio. Los salvadores me parecerán circular en otro universo.

Son necesarios quince días de búsqueda para hallar en el desierto un avión del que nada se sabe, pues se nos busca probablemente de la Tripolitania a Persia. No obstante, hoy me reservo aún esta débil probabilidad ya que no existe otra. Y, cambiando de táctica, me decido a ir solo en exploración. Prévot preparará un fuego y lo encenderá en caso de visita, pero no seremos visitados. Me voy por consiguiente, y no sé siquiera si tendré fuerzas para regresar. Me viene a la memoria lo que sé del desierto de Libia. En el Sahara subsiste un 40% de humedad mientras que aquí baja hasta 18%. Y la vida se disipa cono un vapor. Los beduinos, los viajeros, los oficiales coloniales enseñan que se resisten diecinueve horas sin beber. Después de veinte horas los ojos se llenan de luz y el fin comienza: la marcha de la sed es fulminante. Pero ese viento del Noroeste, ese viento anormal que nos ha engañado, que en contra de toda previsión nos ha clavado en esta planicie, sin duda ahora nos mantiene. Pero, ¿qué plazo nos concederá antes de la hora de las primeras luces? Me voy, pues, pero me parece que me embarco en canoa sobre el océano. Y, sin embargo, gracias a la aurora este decorado me parece menos fúnebre. Y marcho al principio con las manos en los bolsillos como un merodeador. Ayer por la noche hemos tendido lazos en el orificio de algunas misteriosas madrigueras y el cazador furtivo se despierta en mí. Me voy primeramente a inspeccionar los lazos: están vacíos. No beberé, pues, sangre. A decir verdad, no lo esperaba. Si no decepcionado, estoy, en cambio, intrigado. ¿De qué viven esos animales en el desierto? Se trata, sin duda, de «fenechs» o zorros de arenales, pequeños carnívoros gruesos como conejos y con enormes orejas. No resisto mi deseo de seguir las huellas de uno de ellos. Me llevan hasta un estrecho río de arena donde todos los pasos se imprimen claramente. Admiro la linda palma que forman tres dedos en abanico. Imagino a mi amigo trotando suavemente al alba y lamiendo el rocío de las piedras. Aquí las huellas se espacian: mi «fenech» ha corrido. Aquí un compañero ha venido a juntársele y han trotado lentos. Asisto, así, con extraña alegría a ese paco matinal. Amo estas seriales de vida. Y olvido un poco que tengo sed… Finalmente llego a la despensa de mis zorros. Emerge aquí a ras de la arena, cada cien metros, un minúsculo arbusto seco, de la talla de una sopera, con los troncos cargados de caracolitos dorados. El «fenech» va, con el alba, a aprovisionarse. Y tropiezo aquí con un gran misterio natural. Mi «fenech» no se detiene en todos los arbustos. Hay algunos cargados de caracoles que él desdeña. Otros a los que rodea con visible circunspección. Otros que aborda pero sin devastarlos. Retira de ellos dos o tres conchas y luego cambia de restaurante. ¿Juega a no apaciguar el hambre de una vez para gozar de un placer más duradero en su paseo matinal? No lo creo. Su juego coincide demasiado bien con una táctica indispensable. Si el «fenech» se saciase con los productos del primer arbusto, aniquilaría su cría. Pero el «fenech» se cuida de perjudicar la sementera. No sólo se dirige a un centenar de esas ramazones, sino que, además, nunca toma dos conchas vecinas en la misma rama. Todo sucede como si tuviera conciencia del riesgo. Si se saciase sin precaución dejaría de haber caracoles. Si allí no hubiese caracoles no habría «fenech». Las huellas me llevan a la madriguera. Sin duda el «fenech» está allí y me escucha, espantado, por el estruendo de mis pasos. Y yo le digo: «Mi zorrito, estoy embromado, pero es curioso, ello no me ha impedido interesarme por tu humor…» Y me quedo allí soñando y me parece que uno se adapta a todo. La idea de morir acaso dentro de treinta años no malogra las alegrías de un hombre. Treinta años. Tres días..., es una cuestión de perspectiva. Pero hay que olvidar ciertas imágenes...

Ahora prosigo mi camino y ya, con la fatiga, algo en mí comienza a transformarse. Si no hay espejismos los invento... —¡Eh! He alzado los brazos gritando, pero ese hombre que gesticulaba sólo era un negro peñasco. Todo se anima ya en el desierto. He querido despertar a ese beduino que dormía y se ha cambiado en tronco de árbol negro. ¿En tronco de árbol? Esta presencia me sorprende y me inclino. Quiero levantar una rama rota: ¡es de mármol! Me enderezo y miro en torno mío y advierto otros mármoles negros. El suelo está sembrado de una selva antediluviana de fustes rotos que se ha desmoronado como una catedral, hace cien mil años, bajo un huracán del génesis. Y los siglos han hecho rodar hasta mí esos troncos de giganta columnas, pulidos como piezas de acero, petrificadas, vitrificadas, color de tinta. Distingo aún el nudo de las ramas, percibo las torsiones de la vida, cuento los anillos del tronco. Esta selva que estuvo llena de pájaros y de música ha sido tocada por la maldición y cambiada en sal. Y siento que este paisaje me es hostil. Más negras que aquella armadura de hierro de las colinas, estos despojos solemnes me rechazan. ¿Qué tengo yo que hacer aquí, yo, vivo, entre estos mármoles incorruptibles? Yo, perecedero, yo, cuyo cuerpo se disolverá, ¿qué tengo que hacer aquí en la eternidad? Desde ayer he recorrido ya cerca de ochenta kilómetros. Debo sin duda a la sed este vértigo. O al sol. Brilla sobre estos fustes que parecen carámbanos de aceite. Brilla sobre esta caparazón universal. No hay aquí ya sino un inmenso yunque. Y siento en mi cabeza retumbar el sol. ¡Ah! Allí… —¡Eh! ¡Eh! —No hay nada allí; no te agites, es el delirio. Me hablo así a mí mismo, porque tengo necesidad de hacer un llamado a mi razón. Tan difícil me es rehusar lo que veo. Tan difícil es no correr hacia esa caravana en marcha..., ¡allí..., ves!... —Imbécil, sabes bien que eres tú quien lo inventas... —Entonces, nada en el mundo es verdadero... Nada es verdadero, sino aquella cruz a veinte kilómetros de mí sobre la colina. Cruz o faro… Pero esa no es la dirección del mar. Por lo tanto es una cruz. Toda la noche he estudiado el mapa. Mi trabajo era inútil ya que ignoraba mi posición. Pero me inclinaba sobre todas las señales que me indicaban la presencia del hombre. Y, en alguna parte, he descubierto un circulillo coronado por una cruz parecida. Busqué la leyenda y leí: «Establecimiento religioso». Al lado de 1a cruz vi un punto negro y leí: «Pozo permanente». Recibí un gran choque en el corazón y releí en voz alta: «Pozo permanente... Pozo permanente... ¡Pozo permanente!» Alí Baba y sus tesoros, ¿qué cuenta eso comparado con un pozo permanente? Un poco más lejos observé dos círculos blancos. Leí sobre la leyenda: «Pozo temporal». Eso ya era menos hermoso. Después de todo en torno no había nada. Nada. —¡He aquí mi establecimiento religioso! ¡Los monjes han erigido una gran cruz sobre la colina para llamar a los náufragos! Y sólo tengo que marchar hacia ella. Sólo tengo que correr hacia esos dominicanos... —Pero sólo hay monasterios coptos en Libia... —...Hacia esos dominicanos estudiosos. Ellos poseen una bella cocina fresca, de rojas baldosas, y en el patio una maravillosa bomba oxidada. Bajo la bomba oxidada... bajo la bomba oxidada, ya lo habréis adivinado…, ¡bajo la bomba oxidada está el pozo permanente! ¡Qué fiesta cuando vaya yo a llamar a la puerta, cuando vaya a hacer sonar la gran campana…! —Imbécil, describes una casa de Provenza, donde, por otra parte, no hay campana.

—…¡Cuando vaya a hacer sonar la gran campana! El portero alzará los brazos al cielo y me gritará: «Sois un enviado del Señor», y llamará a todos los monjes. Y ellos se precipitarán. Y me festejarán como a un niño pobre. Y me empujarán hacia la cocina. Y me dirán: «Un segundo, un segundo nada más, hijo mío..., vamos corriendo al pozo permanente...» Y yo, yo temblaré de felicidad... —Pero no, no quiero llorar, por la única razón de que no hay ya cruz sobre la colina... Las promesas del Oeste sólo son mentiras. He virado de lleno al Nordeste. E1 Nordeste, al menos, está henchido del canto del mar. ¡Ah! Franqueada esta cresta, el horizonte se despliega. He aquí la más bella ciudad del mundo. —Sabes bien que es un espejismo… Yo sé muy bien que es un espejismo. ¡A mí no se me engaña! Pero, ¿y si me gusta hundirme hacia un espejismo? ¿Si me gusta a mí esperar? ¿Si me place amar esta ciudad almenada y toda empavesada de sol? ¿Si me place marchar en línea recta con ágiles pasos, puesto que ya no siento fatiga, puesto que soy feliz...? ¡Prévot y su revólver! ¡Permitid que me ría! Prefiero mi embriaguez. ¡Estoy ebrio! ¡Muero de sed! El crepúsculo me serenó. Me detuve bruscamente, aterrado de sentirme tan lejos. Al llegar el crepúsculo, mueren los espejismos. El horizonte se desnuda de su pompa, de sus palacios, de sus vestidos sacerdotales. Es un horizonte de desierto. —¡Estás arreglado! Se te viene la noche encima, tendrás que esperar al día, y mañana tus huellas estarán borradas y no estarás ya en ninguna parte. —Entonces lo mismo da seguir adelante... ¿Para qué volver? No quiero hacer ese viaje cuando podría estar a punto de abrir, cuando ya abría los brazos sobre el mar... —¿Dónde has visto tú el mar? Por lo demás, no lo alcanzarás nunca. Trescientos kilómetros sin duda te separan de él. ¡Y Prévot acecha cerca del «Simoun»! Y él ha sido, quizás, advertido por una caravana... Sí, voy a volver, pero voy primero a llamar a los hombres: —¡Eh! Este planeta, buen Dios, está, sin embargo, habitado… —¡Eh! ¡hombre!... Me quedo ronco. No tengo voz. Me siento ridículo de gritar así... Lanzo una vez más: —¡Hombres! Resulta un sonido enfático y presuntuoso. Y doy media vuelta. Después de dos horas de marcha, diviso las llamas que Prévot, que se espantaba de creerme perdido, lanza hacia el cielo. ¡Ah!..., eso me es absolutamente indiferente... Todavía una hora de marcha... Todavía quinientos metros... Todavía cien metros. Todavía cincuenta. —¡Ah! Me he detenido estupefacto. La alegría va a inundarme el corazón y contengo su violencia. Prévot, iluminado por el brasero, habla con dos árabes arrimados al motor. Todavía no me ha divisado. Está demasiado ocupado con su propia alegría. ¡Ah! ¡Si yo hubiera esperado como él..., estaría ya liberado! Grito alegremente: —¡Eh! Los dos beduinos se sobresaltan y me miran. Prévot les deja y avanza solo ante mí. Abro los brazos. Prévot me retiene por el codo. ¿Iba, pues, a caerme? Le digo: —En fin, ¡ya está! ¿Qué?

—¡Los árabes! —¿Qué árabes? —¡Los árabes que están ahí, con usted!.... Prévot me mira extrañado y tengo la impresión de que me confía, a su pesar, un gran secreto: —Aquí no hay árabes... Sin duda, esta vez, voy a llorar. VI Se vive aquí diecinueve horas sin agua, y ¿qué hemos bebido nosotros desde ayer noche? ¡Algunas gotas de rocío al alba! Pero el viento del Noroeste reina siempre y hace un poco más lenta nuestra evaporación. Esta pantalla favorece además, en el cielo, las altas construcciones de nubes. ¡Si derivasen hasta nosotros, si pudiese llover! Pero no llueve nunca en el desierto. —Prévot, cortemos en triángulos un paracaídas. Fijaremos con piedras esos faros al suelo. Y, si el viento no ha cambiado, al amanecer, torciendo nuestros lienzos, recoseremos el rocío en uno de los depósitos de esencia. Hemos alineado los seis paños blancos bajo las estrellas. Prévot desmanteló un depósito. Sólo nos resta aguardar el día. Prévot descubre entre los despojos una naranja milagrosa. Nos la repartimos. Con tan poca cosa estoy alborozado, cuando necesitaríamos veinte litros de agua. Tendido cerca de nuestro fuego nocturno miro este fruto luminoso y digo: «Los hombres no saben lo que es una naranja...» Me digo también: «Estamos condenados y una vez más siento que esta certeza no me frustra el placer. Esta media naranja que aprieto en la mano me causa una de las más grandes alegrías de mi vida…» Me tiendo de espaldas, saboreo la fruta, cuento las estrellas errantes. Heme aquí, por un momento, infinitamente feliz. Y me digo aún: «El mundo en cuyo orden vivimos no se puede adivinar si uno mismo no está encerrado en él». Sólo hoy comprendo el cigarrillo y el vaso de ron del condenado. Yo no concebía que aceptase esa miseria. Y sin embargo él halla en eso un gran placer. Si este hombre sonríe, uno se lo imagina valeroso. Pero él sonríe de beber su ron. No sabe uno que él ha cambiado ya de perspectiva y ha hecho de esta última hora toda una vida humana. Hemos recogido una enorme cantidad de agua: dos litros, acaso. ¡Se acabó la sed! ¡Estamos salvados, al fin vamos a beber! Tomo del depósito el contenido de un vaso de estaño, pero esta agua es de un bello color verde amarillo y, al primer sorbo, la encuentro de un gusto tan espantoso que, a pesar de la sed que me atormenta, antes de acabar el trago, tomo aliento. Bebería barro, sin embargo, pero este gusto de metal envenenado es más fuerte que mi sed. Miro a Prévot que vuelve en redondo los ojos al suelo, como si buscase atentamente alguna cosa. Simultáneamente se inclina y vomita, sin interrumpir su mirar giratorio. Treinta segundos más tarde, me llega mi turno. Soy presa de tales convulsiones que caigo de rodillas, con los dedos hundidos en la arena. No nos hablamos; durante un cuarto de hora, permanecemos así, sacudidos, sin devolver más que un poco de bilis. Eso acabó. No siento ya más que una náusea lejana. Pero hemos perdido nuestra última esperanza. Ignoro si nuestro fracaso es debido al apresto de nuestro paracaídas o al sedimento de tetracloruro de carbono que deja un sarro en el depósito. Hubiéramos necesitado otros recipientes y otros lienzos. ¡Entonces, larguémonos! Es de día. ¡En marcha! Vamos a huir de esta planicie maldita y a marchar adelante, derechamente, a grandes pasos, hasta caernos. Sigo así el ejemplo de Guillaumet en los Andes; desde ayer yo pienso mucho en él. Infrinjo la consigna formal de permanecer aquí, junto al despojo. Aquí ya no nos buscarán.

Una vez más descubrimos que no somos nosotros los náufragos. ¡Los náufragos son los que esperan! Aquellos a quienes amenaza nuestro silencio. Aquellos que están ya desgarrados por un abominable error. No puede uno menos de correr hacia ellos. ¡Guillaumet también, al regreso de los Andes, me ha contado que él corría hacia los náufragos! Esta es una verdad universal. —Si yo estuviera solo en el mundo —me dijo Prévot— me hubiera acostado. Y seguimos adelante hacia el Este Nordeste. Si el Nilo ha sido franqueado, cada paso que damos nos sumerge más profundamente en el espesor del desierto de Arabia. De esta jornada ya no recuerdo más. ¡Sólo me acuerdo de mi prisa! Mi prisa hacia no importa qué, hacia el instante de caerme. Recuerdo también haber marchado mirando a tierra; yo estaba hastiado de los espejismos. De cuando en cuando rectificábamos con la brújula nuestra dirección. Algunas veces nos hemos echado para tomar aliento. En alguna parte he arrojado mi impermeable, que conservaba para la noche. Y no sé nada más. Mis recuerdos no se reanudan sino con el frescor del atardecer. Yo también era como arena, y todo en mí se ha borrado. Al ponerse el sol, decidimos acampar. Yo bien sé que deberíamos seguir la marcha: esta noche sin agua acabará con nosotros. Pero hemos traído los paños de tela del paracaídas. Si el veneno no procede del apresto, podría ser que mañana de mañana consiguiéramos beber. Tenemos que tender una vez más nuestros lazos al rocío, bajo las estrellas. Pero esta tarde el cielo está limpio de nubes hacia el Norte. El viento ha cambiado de sabor. Ha cambiado también de dirección. Somos rozados ya por el soplo caliente del desierto. ¡Es el despertar de la fiera! Siento ya que nos lame las manos y la cara... Pero si continúo marchando no haré diez kilómetros. Desde hace tres días, sin beber, he cubierto más de ciento ochenta… Pero, en el instante de hacer alto: —Le juro que eso es un lago —me dijo Prévot. —¡Está usted loco! —¿A esta hora, en el crepúsculo, puede ser eso un espejismo? Nada respondo. He renunciado desde hace tiempo a creer en mis ojos. Eso no es un espejismo, pero entonces es una invención de nuestra locura. ¿Cómo cree Prévot en él todavía? Prévot se obstina: —Está a veinte minutos, voy a ver...: Esa terquedad me irrita: —Vaya usted a ver, vaya a tomar el aire..., es excelente para la salud. Pero si su lago existe será salado, sépalo bien. Salado o no, está en el quinto infierno. Y sobre todo, no existe. Prévot, con los ojos fijos, se aleja ya. ¡Conozco ya estas atracciones soberanas! Y pienso: «Hay también sonámbulos que van derechos a arrojarse bajo las locomotoras». Sé que Prévot no volverá. El vértigo del vacío se adueñará de él y no podrá ya volverse atrás. Y caerá un poco más lejos. Y él morirá por su lado, y yo por el mío. ¡Y todo eso tiene tan poca importancia...! Yo no estimo de muy buen agüero esta indiferencia que me ha invadido. A punto de ahogarme, he sentido otra vez la misma paz. Pero la aprovecho para escribir una carta póstuma, tendido boca abajo sobre las piedras. Mi letra es bellísima. Muy digna. Prodigo allí sabios consejos. Experimento al leerla un vago placer de vanidad. Se dirá de ella: «¡He aquí una admirable carta póstuma! ¡Lástima que haya muerto!» También quisiera saber dónde estoy. Intento hacer saliva: ¿cuántas horas hace que no he salivado? No tengo ya saliva. Si mantengo la boca cerrada, una materia viscosa sella mis labios. Se seca y forma exteriormente un duro relleno. Sin embargo, triunfo aún en

mis tentativas de deglución. Y mis ojos no se llenan todavía de luces. Cuando ese radiante espectáculo se me ofrezca, será que tengo para dos horas. Es de noche. La luna ha crecido desde la noche última. Prévot no vuelve. Estoy tendido sobre la espalda y maduro estas evidencias. Encuentro en mí una vieja impresión. Intento definírmela. Estoy..., estoy... ¡Estoy embarcado! Iba hacia América del Sur y me había tendido así sobre el puente superior. La punta del mástil se paseaba oscilando muy lentamente entre las estrellas. Falta aquí un mástil, pero yo estoy embarcado lo mismo, hacia un destino que no depende ya de mis esfuerzos. Unos negreros me lanzaron, ligado, sobre un navío. Pienso en Prévot que no vuelve. No le he oído quejarse una sola vez. Esto está bien. Me hubiera sido insoportable oír gemir. Prévot es un hombre. ¡Ah! ¡Helo allí a quinientos metros agitando su lámpara! ¡Ha perdido sus huellas! Yo no tengo lámpara para responderle, me levanto, grito, pero el no oye... Una segunda lámpara se enciende a doscientos metros de la suya, una tercera... ¡Buen Dios, esto es una batida, se me busca! Grito: —¡Eh! Pero no se me oye. Las tres lámparas prosiguen sus señales de llamada. No estoy loco, esta noche. Me siento bien. Estoy en paz. Miro con atención. Hay tres lámparas a quinientos metros. —¡Eh! Pero siguen sin oírme. Entonces soy presa de un breve pánico. El único que conoceré. ¡Todavía puedo correr! «Esperad... Esperad...» ¡Se van a ir! Van a alejarse, a buscar por otra parte, ¡y voy a caer! ¡Voy a caer sobre el umbral de la vida, cuando había brazos para recibirme!… —¡Eh! ¡Eh! —¡Eh! Me han oído. Me ahogo, me ahogo, pero corro todavía. Corro en la dirección de la voz: «¡Eh!», advierto a Prévot y caigo. —¡Ah! ¡Cuando he visto todas esas lámparas…! —¿Qué lámparas? Es exacto, él está solo. Esta vez no experimento ninguna desesperación, sino una sorda cólera. —¿Y su lago? —Se alejaba a medida que yo avanzaba. Y marché hacia él durante media hora. Después de media hora estaba demasiado lejos. Y he vuelto. Pero ahora estoy seguro de que es un lago... —Está usted loco, absolutamente loco. ¿Por qué ha hecho usted eso?... ¿Por qué? ¿Qué ha hecho él? ¿Por qué lo ha hecho? Yo lloraría de indignación e ignoro por qué estoy indignado. Y Prévot me explica con voz estrangulada: —¡Cómo hubiera querido hallar de beber!… ¡Tiene usted los labios tan blancos! —¡Ah! Mi cólera desaparece… Paso una mano por la frente cómo si despertase y me siento triste. Y narro suavemente. —Yo he visto, como lo veo a usted ahora, he visto claramente, sin error posible, tres luces... ¡Le dijo a usted que las he vista, Prévot! Prévot se calla al principio: —Pues sí —confiesa al cabo—. Esto va mal. La tierra irradia rápidamente, bajo esta atmósfera sin vapor de agua. Hace ya mucho frío. Me levanto y camino. Pero en seguida soy presa de un insoportable temblor. Mi

deshidratada sangre circula muy mal y me penetra un frío glacial que no es solamente el frío de la noche. Mis mandíbulas castañetean y todo mi cuerpo es agitado por estremecimientos. No puedo servirme ya de una lámpara eléctrica, hasta tal punto mi mano la sacude. Jamás he sido sensible al frío y, no obstante, voy a morir de frío: ¡qué extraño efecto el de la sed! He dejado caer mi impermeable, cansado de llevarlo durante el calor. Y el viento poco a poco empeora. Y descubro que en el desierto no hay refugio. El desierto es liso como un mármol. No ofrece sombra durante el día y por la noche nos entrega totalmente desnudos al viento. Ni un árbol, ni un seto, ni una piedra que me pudiera cobijar. El viento carga sobre mí como una caballería en terreno abierto. Giro en redondo para huirle. Me acuesto y me vuelvo a levantar. Acostado o de pie estoy expuesto a este látigo de hielo. ¡No puedo correr, no tengo ya fuerzas, no puedo huir de los asesinos y caigo de rodillas, la cabeza entre las manos, bajo el azote de la arena! Me doy cuenta un poco más tarde de ello; me he levantado y marcho adelante siempre tiritando. ¿Dónde estoy? ¡Acabo de partir, oigo a Prévot! Son sus llamadas las que me han despertado... Vuelvo hacia él, siempre agitado por este temblor, por este hipo de todo el cuerpo. Y me digo: «Esto no es el frío. Es otra cosa. Es el fin». Estoy ya demasiado deshidratado. ¡He caminado tanto anteayer y ayer cuando iba solo! Me apena el hecho de acabar por el frío. Hubiera preferido mis espejismos interiores. Aquella cruz, los árboles, las lámparas. Después de todo, eso comenzaba a interesarme. No me gusta ser flagelado como un esclavo... Heme aquí nuevamente de rodillas. Hemos traído un pequeño botiquín. Cien gramos de éter puro, cien gramos de alcohol a 90° y un frasco de yodo. Intento beber dos o tres sorbos de éter puro. Es como si tragase cuchillos. Después un poco de alcohol de 9O°, pero eso me cierra la garganta. Cavo una fosa en la arena y me acuesto en ella. Me recubro de arena. Sólo emerge mi cara. Prévot ha descubierto unas briznas y enciende un fuego cuyas llamas han de extinguirse bien pronto. Prévot rehusa enterrarse bajo la arena. Prefiere saltar. Es un error. Mi garganta permanece cerrada; es una mala señal y, sin embargo, me siento mejor. Me siento tranquilo. Tranquilo más allá de toda esperanza. A mi pesar me voy de viaje, atado sobre el puente de mi bajel de negreros, bajo las estrellas. Pero quizá no soy muy desgraciado... No siento ya trío a condición de no mover un músculo. Entonces olvido mi cuerpo dormido bajo la arena. No me moveré más y así dejaré de sufrir. Por lo demás, en verdad se sufre tan poco... Hay detrás de todos estos tormentos la orquestación de la fatiga y del delirio. Y todo se convierte en libros de imágenes, en cuanto de hadas un tanto cruel… Poco antes el viento me acostaba y para huirle giraba en redondo como una bestia. Después me costaba respirar: una rodilla me aplastaba el pecho. Una rodilla. Y me debatía contra el peso del ángel. Yo nunca estuve solo en el desierto. Ahora que ya no creo en lo que me rodea me recojo en mí, cierro los ojos y no muevo ya ni una pestaña. Siento que todo ese torrente de imágenes me lleva hacia un tranquilo sueño; los ríos se calman en el espesor del mar. Adiós, vosotros a quien amo. No es culpa mía si el cuerpo humano no puede resistir tres días sin beber. No creía ser de tal modo prisionero de las fuentes. No sospechaba una tan breve autonomía. Se cree que el hombre puede irse derechamente hacia adelante. Se cree que el hombre es libre… No se ve la cuerda que lo ata al pozo; que lo ata, como un cordón umbilical, al vientre de la tierra. Si da un paco más, se muere. Aparte vuestro sufrimiento, yo no lamento nada. A fin de cuentas he tenido la mejor parte. Si yo volviese recomenzaría. Tengo necesidad de vivir. En las ciudades no hay ya vida humana.

No se trata aquí de aviación. El avión no es un fin, es un medio. No es por el avión que uno arriesga la vida. Tampoco por su arado el campesino labra. Pero gracias al avión deja uno las ciudades y sus responsables y vuelve a encontrarse con una verdad campesina. Hace uno un trabajo de hombre y sabe de preocupaciones de hombre. Está en contacto con el viento, con las estrellas, con la noche, con la arena, con el mar. Lucha con astucia con las fuerzas naturales. Espera el alba, como un jardinero la primavera. Espera la escala como una tierra prometida y busca uno su verdad en las estrellas. No me quejaré. Durante tres días he cambiado, he tenido sed, he seguido pistas en la arena, he hecho del rocío mi esperanza. He intentado reunirme con mi especie, de la cual había olvidado el lugar donde se alojaba en tierra. Y son esas preocupaciones de seres vivientes. No puedo dejar de juzgarlas más importantes que la elección, por la noche, de un «music-hall». No comprendo ya esa muchedumbre de los trenes de suburbio; esos hombres que se creen hombres y que están, sin embargo, reducidos por una presión que no sienten, como las hormigas, a los usos que les han fijado. ¿De qué colman, cuando están libres, sus absurdos dominguitos? Cierta vez, en Rusia, he oído tocar Mozart en una fábrica. Escribí sobre ello. Recibí doscientas cartas de injurias. No guardo rencor a los que prefieren el cafetín cantante. No conocen otro canto. Guardo rencor al propietario de ese cafetín. No me gusta que arruinen a los hombres. Soy feliz con mi oficio. Me siento como un campesino de las escalas. En el tren de suburbio siento mi agonía de muy distinto modo que aquí. Aquí, al fin de cuentas, ¡qué lujo!... No lamento nada. He jugado, he perdido. Ello está en el orden de mi oficio. Pero, al menos, he respirado el viento del mar. Aquellos que lo han gustado una vez no olvidan ese alimento. ¿No es así, camaradas? Y no se trata de vivir peligrosamente. Esa fórmula es presuntuosa. Los toreros me gustan poco. No es el peligro lo que amo. Sé lo que amo. Es la vida. Me parece que el cielo va a clarear. Saco un brazo de la arena. Tengo un lienzo al alcance de la mano, lo toco, pero está seco. Esperemos. El rocío se deposita al alba. Pero el amanecer aclara sin mojar nuestros lienzos. Entonces mis reflexiones se embrollan un tanto y me oigo decir: «¡Hay aquí un corazón seco…, un corazón seco…, un corazón seco que no sabe formar lágrimas!…» —¡En marcha, Prévot! Nuestras gargantas no están cerradas todavía: hay que seguir. VII Sopla ese viento del Oeste que seca al hombre en diecinueve horas. Mi esófago no está cerrado aún, pero está duro y dolorido. Adivino ya allí algo que raspa. Pronto comenzará esa tos que se me ha descrito y que espero. La lengua me molesta, pero lo más grave es que ya percibo manchas brillantes. Girando se transforman en llamas, me acostaré. Andamos de prisa. Aprovechamos la frescura del amanecer. Sabemos bien; que a pleno sol, como se dice, no marcharemos. A pleno sol... No tenemos el derecho de transpirar, ni siquiera el de esperar. Ese frescor no es sino un frescor con un 18% de humedad. Este viento que sopla, viento del desierto. Y, bajo esta caricia misteriosa y tierna, nuestra sangre se evapora. Hemos comido unas pocas uvas el primer día. En tres días, media naranja y media mandarina. ¿Con qué saliva hubiésemos masticado nuestro alimento? Pero yo no experimento ningún hambre, sólo experimento sed. Y me parece que, desde ahora, más que la sed experimento los efectos de la sed. Esta dura garganta. Esta lengua de yeso. Esta aspereza y este espantoso gusto en la boca. Estas sensaciones son nuevas para mí.

Sin duda el agua las curaría, pero yo no siento ya nostalgias que les asocien a ese remedio. La sed se convierte cada vez más en una enfermedad y menos cada vez en un deseo. Me parece que las fuentes y los frutos me ofrecen ya imágenes menos desgarradoras. Olvido el resplandor de la naranja, como me parece haber olvidado ya mis ternuras. Quizá lo olvido ya todo. Nos hemos sentado, pero hay que volver a partir. Renunciamos a las largas etapas. Después de quinientos metros de marcha nos desplomamos de fatiga y experimento una gran alegría al tenderme. Pero es preciso continuar. El paisaje cambia. Las piedras se espacian. Caminamos ahora sobre arena. A dos kilómetros ante nosotros, las dunas. Sobre esas dunas, algunas manchas de vegetación achaparrada. A la armadura de acero prefiero la arena. Es el desierto rubio. Es el Sahara. Creo reconocerlo... Ahora nos agotamos al cabo de doscientos metros. —Vamos a seguir de todos modos, al menos hasta aquellos arbustos. Es un límite extremo. Comprobaremos en coche, cuando remontemos nuestras huellas ocho días más tarde para buscar el «Simoun», que la última tentativa había sido de ochenta kilómetros. Yo he cubierto, pues, cerca de doscientos. ¿Cómo podré seguir? Ayer marchaba yo sin esperanza. Hoy estas palabras carecen de sentido. Hoy marchamos porque marchamos. Así los bueyes, sin duda, en la labor. Soñaba ayer con paraísos de naranjos. Pero hoy para mí no hay ya paraíso. No creo en la existencia de las naranjas. No descubro ya nada en mí, sino una gran sequedad de corazón. Voy a caer y no conozco la desesperación. Ni siquiera tengo pena. Lo lamento. La pena me parecería dulce como el agua. Uno tiene piedad de sí mismo y se autocompadece como un amigo. Pero no tengo ya amigo en el mundo. Cuando se me encuentre, con los ojos abrasados, se imaginará que he clamado mucho y mucho he sufrido. Pero los impulsos, las penas, los tiernos sufrimientos, son todavía riquezas. Y yo carezco de riquezas. Las frescas muchachas, en la noche de su primer amor, conocen la pena y lloran. La pena esta ligada a los estremecimientos de la vida. Y yo carezco ya de pena... El desierto soy yo. No formo ya saliva, pero no formo, tampoco, las dulces imágenes por cuya lejanía hubiera podido gemir. El sol ha secado en mí la fuente de las lágrimas. Y, sin embargo, ¿qué es esto que acabo de percibir? Un soplo de esperanza ha pasado sobre mí como una racha de viento sobre el mar. ¿Qué signo es el que acaba de poner alerta mi instinto antes de golpear en mi conciencia? Nada ha cambiado y, sin embargo, todo ha cambiado. Esta sabana de arena, estos cerros y estas ligeras planchas de verdor no componen ya un paisaje, sino un escenario. Un escenario vacío aún pero con todo preparado. Miro a Prévot. Ha sido tocado de la misma extrañeza que yo, pero no comprende tampoco lo que experimenta. Os juro que algo va a pasar... Os juro que el desierto se ha animado. Os juro que esta ausencia, que este silencio, son de repente más emocionantes que un tumulto de plaza pública... ¡Estamos salvados, hay huellas en la arena!... ¡Ah! Habíamos perdido la pista de la especie humana, estábamos desgajados de la tribu, nos habíamos encontrado solos en el mundo, olvidados por una migración universal, y he aquí que hallamos, impresa en la arena, la milagrosa planta de un hombre. —Aquí, Prévot, dos hombres se han separado... —Aquí, un camello se ha arrodillado... —Aquí...

Y, sin embargo, no estamos salvados aún. No nos basta esperar. Pasadas algunas horas ya no será posible socorrernos. La marcha de la sed, una vez comenzada la tos, es demasiado rápida. Y nuestra garganta... Pero creo en esta caravana que se balancea en alguna parte, en el desierto. Hemos, pues, continuado tu marcha y, súbitamente, escucho el canto de un gallo. Guillaumet me había dicho: «Hacia el fin, oía gallos en los Andes. Oía también trenes…» Me acuerdo de su relato en el mismo instante en que canta el gallo y me digo: «Son mis ojos los que primero me han engañado. Sin duda es el efecto de la sed. Mis oídos han resistido mejor…» Pero Prévot me ha tomado del brazo: —¿Ha oído usted? —¿Qué? —¿El gallo? —Entonces... Entonces... Entonces, claro, imbécil, es la vida... He tenido una íntima alucinación: la de tres perros que se perseguían. Prévot, que también miraba, nada ha visto. Pero ahora somos dos para tender los brazos hacia ese beduino. Somos dos para consumir hacia él todo el aliento de nuestros pechos. ¡Somos dos en reír de felicidad!… Pero nuestras dos voces no llegan a treinta metros. Nuestras cuerdas vocales están ya secas. ¡Nos hablábamos en voz bajísima el uno al otro y ni lo habíamos notado! Pero ese beduino y su camello, que acaban de descubrirse por detrás de la colina, he aquí que lentamente se alejan. Quizás ese hombre está solo. Un cruel demonio nos lo ha mostrado y lo retira... ¡Y ya no podríamos correr! Otro árabe aparece de perfil sobre la duna. Aullamos, pero muy bajo. Entonces agitamos los brazos y tenemos la impresión de llenar el cielo de inmensas señales. Pero el beduino siempre mira hacia la derecha. Y he aquí que, sin brisa, ha iniciado un cuarto de vuelta. En el preciso instante en que se presente de cara, todo estará cumplido. En el instante preciso en que mire hacia nosotros, habrá borrado en nosotros la sed, la muerte y los espejismos. Ha iniciado un cuarto de vuelta que cambia el mundo. Con sólo mover el busto, con sólo pasear su mirada, ha creado la vida y me parece semejante a un dios... Es un milagro… Marcha hacia nosotros sobre la arena, como un dios sobre el mar... El árabe nos ha mirado, simplemente. Nos ha empujado con las manos en nuestros hombros, y hemos obedecido. Nos hemos tendido. No hay aquí ni razas, ni lengua, ni divisiones... Hay este nómada pobre que ha posado sobre nuestros hombros manos de arcángel. Hemos esperado, con la frente en la arena. Y ahora bebemos de bruces, la cabeza en el cuenco, como terneros. El beduino se espanta y nos obliga, a cada instante, a interrumpirnos. Pero en cuanto nos deja, volvemos a hundir de nuevo todo el rostro en el agua. ¡El agua! Agua: no tienes gusto, ni color, ni aroma, no se te puede definir, se te gusta sin conocerte. No eres necesaria para la vida: eres la vida misma. Nos penetras de un placer que no se explica por los sentidos. Contigo vuelven a nosotros todos los poderes a los que habíamos renunciado. Por tu gracia se abren en nosotros todas las fuentes secas de nuestro corazón. ¡Eres la mayor riqueza que puede haber en el mundo, y eres también la más delicada, tú, tan pura, en el vientre de la tierra! Se puede morir sobre una fuente de agua magnesiada. Se puede morir a dos pasos de un lago salado. Se puede morir a pesar de

dos litros de rocío que contienen, en suspensión, algunas sales. No aceptas mezclas, no soportas alteración, eres una espantadiza divinidad... Pero difundes en nosotros una dicha infinitamente simple. En cuanto a ti que nos salvas, beduino de Libia, te borrarás, sin embargo, para siempre de mi memoria. No me acordaré nunca de tu rostro. Tú eres el Hombre y te me apareces con la cara de todos los hombres. Nunca fijaste la mirada para examinarnos, y nos has reconocido. Eres el hermano bien amado. Y, a mi vez, yo te reconozco en todos los hombres. Te me apareces bañado de nobleza y de benevolencia, como gran Señor que tienes el poder de dar de beber. Todos mis amigos, todos mis enemigos, en ti marchan hacia mí, y yo tengo ya un solo enemigo en el mundo.

VIII LOS HOMBRES I Una vez más he bordeado una verdad que no he comprendido. Me he creído perdido, he creído tocar el fondo de la desesperación y, una vez aceptado el renunciamiento, he conocido la paz. Parece, a esas horas, que uno se descubriera a sí mismo y que uno se transformara en su propio amigo. Nada podría ya prevalecer contra un sentimiento de plenitud que satisface en nosotros no sé qué necesidad esencial que no conocimos. Me imagino que Bonnafous, que se gastaba corriendo contra el viento, ha conocido esa serenidad. También Guillaumet en su nieve. ¿Y cómo olvidar que yo mismo, hundido en la arena hasta la nuca, y lentamente estrangulado por la sed, he tenido tan cálido corazón bajo mi pelerina de estrellas? ¿Cómo favorecer en nosotros esa especie de liberación? Ya se sabe que todo es paradójico en el hombre. Se asegura el pan de aquél para permitirle crear y él se duerme; el victorioso conquistador se ablanda; el generoso, si se enriquece, se vuelve tacaño. ¿Qué nos importan las doctrinas políticas que pretenden desarrollar a los hombres, si no conocemos, ante todo, qué tipo de hombre desarrollarán? ¿Quien va a nacer? Nosotros no somos ganado de engorde y la aparición de un Pascal pobre pesa más que la de algunos anónimos prósperos. Lo esencial no sabemos preverlo. Cada uno de nosotros ha conocido las alegrías más cálidas, allí donde nada las prometería. Y nos han dejado tal nostalgia que incluso añorarnos nuestra miseria si éstas las han hecho posible. Todos nosotros hemos gustado, al volver a encontrar a los camaradas, el encanto de los malos recuerdos. ¿Qué sabemos nosotros, sino que hay condiciones desconocidas que nos fertilizan? ¿Dónde se aloja la verdad del hombre? La verdad no es lo que se demuestra. Si en tal terreno, y no en otro, los naranjos despliegan sólidas raíces y se cargan de frutos, ese terreno es la verdad de los naranjos. Si tal religión, si tal cultura, si tal escala de valores, si tal forma de actividad y no tales otras favorecen en el hombre esa plenitud, liberan en él a un gran señor que se ignoraba, es que esa escala de valores, esa cultura, esa forma de actividad son la verdad del hombre. ¿La lógica? Que se despabile para que dé cuenta de la vida. A lo largo de este libro he citado a algunos que, al parecer, han obedecido a una vocación soberana, de los que han escogido el desierto o la línea como otros hubiesen escogido el monasterio; pero habría traicionado mi propósito si pareciese induciros a admirar, ante todo, a los hombres. Lo que, ante todo, es admirable es el terreno que los ha fundado. Sin duda las vocaciones representan un papel. Los unos se encierran en sus tiendas. Otros cumplen su camino, imperiosamente, en una necesaria dirección: en la historia de su infancia hallamos en germen los impulsos que explicarán su destino. Pero la Historia, vista después, crea ilusiones. Aquellos impulsos los hallaríamos en casi todos. Todos hemos conocido tenderos que, en el curso de alguna noche de naufragio o de incendio, se han revelado más grandes que elles mismos. Ellos no se engañan sobre la calidad de su plenitud: ese incendio quedará como la noche de su vida. Pero, a falta de nuevas ocasiones, a falta de terreno favorable, a falta de religión exigente, se ha vuelto a dormir sin haber creído en su propia grandeza. Cierto, las vocaciones ayudan al hombre a liberarse, pero es igualmente necesario liberar las vocaciones. Noches aéreas, noches del desierto..., son estas ocasiones raras que no se ofrecen a todos los hombres. Y, sin embargo, cuando las circunstancias los animan muestran todos las mismas necesidades. No me separo de mi tema si relato una noche de España que

me ha instruido sobre ello. He hablado demasiado de algunos y me gustaría hablar de todos. Me hallaba en el frente de Madrid que visitaba como cronista. Comí aquella noche en el fondo de un abrigo subterráneo, en la mesa de un joven capitán. II Estábamos conversando cuando sonó el teléfono. Un largo diálogo se entabló. Se trata de un ataque local cuya orden comunica el P. C.; un ataque absurdo y desesperado para tomar, en ese barrio obrero, algunas casas trocadas en fortalezas de cemento. El capitán alza los hombros y vuelve a reunírsenos: «Los primeros de nosotros que se asomen…», dice; luego tiende dos vasos de coñac hacia un sargento que se halla aquí presente, y a mí: —Tú sales primero, conmigo —dice al sargento—. Bebe y vete a dormir. El sargento se va a dormir. En torno a la mesa somos una decena que vela. En esta habitación bien calafateada de la cual no se filtra ninguna luz, la claridad es tan dura que guiño los ojos. He deslizado una mirada, hace cinco minutos, a través de una tronera. Apartando el trapo que cubría la abertura percibí, sumidas bajo un claro de luna que esparcía una luz abismal, ruinas de casas atormentadas. Cuando he puesto de nuevo en su sitio el trapo, me ha parecido enjugar el rayo de luna como una ola de aceite. Y conservo ahora en los ojos la imagen de glaucas fortalezas. Estos soldados no volverán, sin duda, pero se callan por pudor. El asalto está en el orden de las cosas. Se escoge de una provisión de hombres. Se escoge de un granero. Se lanza un puñado de granos para las siembras. Y bebemos nuestro coñac. A mi derecha se disputa una partida de ajedrez. A mi izquierda se bromea. ¿Dónde estoy? Entra un hombre medio ebrio. Acaricia una barba hirsuta y hace rodar sobre nosotros unos ojos tiernos. La mirada se desliza sobre el coñac, se desvía, vuelve al coñac; vira, suplicante, hacia el capitán. El capitán ríe por lo bajo. El hombre, tocado de esperanza, ríe también. Una ligera risa gana a los espectadores. El capitán retrae suavemente la botella; la mirada del hombre simula desesperación y un juego pueril se inicia así, una especie de silencioso ballet que, a través del humo espeso de los cigarrillos, la marchitez de la noche en vela, la imagen del próximo ataque, tiene algo de sueño. Y jugamos a buen resguardo en la cara de nuestro navío, y sin embargo, afuera redoblan las explosiones como golpes del mar. Esos hombres se librarán, muy pronto, de su sudor, de su alcohol, del tizne de su espera, en el agua regia de la noche de guerra. ¡Los siento tan cerca de ser purificados! Pero ellos danzan aún, tanto como puedan hacerlo, el ballet del borracho y de la botella. Ellos prosiguen, mientras puedan proseguirla, esa partida de ajedrez. Hacen seguir la vida en tanto puedan. Pero ellos han puesto en hora un despertador que atruena sobre un anaquel. El repique sonará, pues. Entonces esos hombres se levantarán, se estirarán y ajustarán sus cinturones. El capitán descolgará, entonces, su revólver. El ebrio, entonces, se despejará. Entonces todos tomarán, sin apresurarse demasiado, ese corredor que sube en pendiente suave hasta un rectángulo azul de luna. Dirán cualquier cosa sencilla como: «¡Maldito ataque!...» o «¡Hace frío!» Luego se sumergirán. Llegada la hora asistí al despertar del sargento. Dormía tendido sobre un lecho de hierro en los escombros de un sótano. Y yo le miraba dormir. Me parecía conocer el gusto de ese sueño no angustiado, por el contrario, tan feliz. Me recordaba aquella primera jornada de Libia durante la cual Prévot y yo, después de la caída, sin agua y condenados, pudimos, antes de experimentar una sed demasiado viva, dormir una vez, una sola, durante dos horas. Yo había tenido el sentimiento de usar, al dormirme, de un admirable poder: el de negar el mundo presente. Propietario de un cuerpo que me dejaba

todavía en paz, mi noche, una vez que hube hundido el rostro entre los brazos, en nada se diferenció ya, para mí, de una dichosa noche. Así el sargento reposaba hecho un ovillo, sin forma humana, y cuando los que vinieron a despertarlo hubieron encendido una bujía y la fijaron sobre el gollete de la botella, yo no distinguía al principio nada que emergiese del montón informe salvo los zapatones. Enormes zapatones claveteados, herrados; zapatones de jornalero o de changador. Este hombre estaba calzado con instrumentos de trabajo y todo su cuerpo no era sino instrumentos: cartucheras, revólveres, tirantes de cuero, cinturón. Llevaba la albarda, la collera, todos los arneses del caballo de labor. En el fondo de las bodegas, en Marruecos, puede uno ver muelas tiradas por caballos ciegos. Aquí, en el resplandor tembloroso y rojizo de la bujía, se despertaba también a un caballo ciego, a fin de que tirase de la muela. —¡Eh, sargento! Se removió lentamente, mostrando aún su cara adormecida y farfullando no sé qué. Pero se volvió hacia la pared no queriendo despertarse, volviéndose a hundir en las profundidades del sueño como en la paz de un vientre materno, como bajo aguas profundas, agarrándose con los puños, que él abría y cerraba, a no sé qué algas negras. Fue preciso desanudarle los dedos. Nos sentamos sobre su lecho; uno de nosotros pasó suavemente un brazo por detrás de su cuello y, sonriendo, levantó la pesada cabeza. Y fue aquello como dulzura de caballos que se acarician el pescuezo en la tibieza del establo. «¡Eh, compañero!» No he visto en mi vida nada más tierno. El sargento hizo un último esfuerzo para volver a entrar en sus suecos felices, para rehusar nuestro universo de dinamita, de agotamiento y de noche helada; pero demasiado tarde, algo que venía de afuera se imponía. De ese modo, la campana del colegio, el domingo, despierta al nido castigado. Había olvidado el pupitre, el encerado y la lección de penitencia. Soñaba con los juegos en el campo; en vano. La campana sigue sonando y le devuelve, inexorable, a la injusticia de los hombres. Semejante a él, el sargento volvía, poco a poco, a hacerse cargo de este cuerpo gastado por la fatiga, este cuerpo del cual no quería saber nada y que, en el frío del despertar, conocería muy pronto esos triste dolores de las coyunturas y luego el peso del equipo, y, al cabo, la pesada carrera, y la muerte. No tanto la muerte como esa viscosidad de la sangre en que se bañan las manos al querer alzarse; esa respiración difícil, ese hielo en torno; no tanto la muerte como la molestia de morir. Y yo seguía pensando, al mirarlo, en la desolación de mi propio despertar, en ese instante en que volvía a la carga la sed, el sol y la arena, en ese instante en que vuelve a la carga la vida, ese sueño que uno no ha elegido. Pero he aquí que de pie nos mira directamente a los ojos. —¿Es la hora? Es aquí cuando el hombre aparece. Es aquí cuando escapa a las previsiones de la lógica: el sargento sonreía. ¿Qué tentación es esta, pues? Me acuerdo de una noche de París en que Mermoz y yo, después de festejar con algunos amigos no sé qué aniversario, nos encontramos, al apuntar el día, en el umbral de un bar, hartos de haber hablado tanto, de haber bebido tanto, de estar inútilmente tan cansarlos. Pero como el cielo ya aclaraba, Mermoz, bruscamente, me apretó el brazo tan fuerte que sentí sus unas: «Mira…, es la hora en que, en Dakar…» Era la hora en que los mecánicos se frotan los ojos y retiran las fundas de las hélices, en que el piloto va a consultar los datos meteorológicos, en que la tierra no está poblada sino de camaradas. Ya el cielo coloreaba, ya se preparaba la fiesta —pero para otros—, ya se tendía el mantel de un festín del cual no seríamos los invitados. Otros correrían su riesgo… —Aquí, qué porquería… —acabó diciendo Mermoz. Y tú, sargento, ¿a qué banquete que valiera la pena morir estabas convidado? Ya había recibido yo tus confidencias. Me habías contado tu historia: pequeño contador en

cualquier parte, en Barcelona, alineabas antes cifras sin preocuparte mucha de las divisiones de tu país. Pero un camarada se alistó, después un segundo camarada, después un tercero y tú sufriste con sorpresa una extraña transformación: tus preocupaciones, poco a poco, te parecieron fútiles. Tus placeres, tus preocupaciones, tu pequeño confort, todo eso era de otra época. Allí no residía lo importante. Vino, al cabo, la noticia de la muerte de uno de los vuestros, muerto en la zona de Málaga. No se trataba de un amigo que hubieras deseado vengar. En cuanto a la política, jamás te había turbado. Y, no obstante, esa noticia pasó sobre vosotros, sobre vuestros estrechos destinos, como una ráfaga del mar. Un camarada te miró aquella mañana: —Habría que ir... —Hay que ir. Y «habéis» ido. Me acuden algunas imágenes para explicarme esa verdad que tú no has sabido traducir en palabras, pero cuya evidencia te ha gobernado. Cuando pasan los patos salvajes, en la época de las migraciones, provocan curiosas mareas sobre los territorios que dominan. Los patos domésticos, como atraídos por el gran vuelo triangular, amagan un salto inhábil. La llamada cerril ha despertado en ellos no sé qué vestigio salvaje. Y he aquí los patos de la granja convertidos por un instante en aves migratorias. He aquí que en esa pequeña cabeza dura en que circulan humildes imágenes de chacras, de gusanos, de corral, se desenvuelven las extensiones continentales, el sabor de los vientos de alta mar y la geografía de los mares. El animal ignoraba que su cerebro fuese bastante vasto para contener tantas maravillas, pero he aquí que él bate las alas, desprecia el grano, desprecia los gusanos y quiere ser pato salvaje. Pero, sobre todo, veo de nuevo mis gacelas: yo he criado gacelas en Juby. Todos hemos criado allí gacelas. Las encerrábamos en un recinto enrejado al aire libre, pues es indispensable a las gacelas el agua corriente de los vientos y nada es tan frágil como ellas. Capturadas muy jóvenes, viven, sin embargo, y comen de vuestra mano. Se dejan acariciar y hunden su húmedo hocico en el hueco de la palma. Y uno las cree domesticadas. Se las cree al abrigo de la desconocida pena que extingue silenciosamente a las gacelas dándoles la más tierna de las muertes… Pero llega un día en que las encontramos empujando con sus cuernecillos contra el vallado, en dirección al desierto. Están imantadas. No saben que os huyen. Llegan a beber la leche que les traéis. Se dejan acariciar todavía, hunden más tiernamente aún su hocico en vuestra palma... Pero apenas las soltáis descubrís que, después de algo parecido a un dichoso galope, van atraídas hacia el enrejado. Y si no intervenís permanecen allí sin intentar siquiera luchar contra la barrera; por el contrario, haciendo descansar simplemente contra ella, con la cerviz doblada, sus cuernecillos, hasta morir. ¿Es la estación de los amores, o la simple necesidad de un gran galope, hasta perder el aliento? Lo ignoran. Sus ojos aún no se han abierto cuando ya la habéis capturado. Ignoran todo de la libertad de las arenas, como del olor del macho. Pero vosotros sois mucho más inteligentes que ellas. Lo que ellas buscan, vosotros lo sabéis. Es la extensión lo que les permitirá realizarse. Quieren convertirse en gacelas y danzar su danza. A ciento treinta kilómetros por hora quieren conocer la fuga rectilínea, cortada de bruscos saltos, como si aquí y allá se escapasen llamas de la arena. ¡Poco importan los chacales si la verdad de las gacelas es gustar el miedo que las obliga a superarse y extrae de ellas las más altas volteretas! ¡Qué importa el león, si la verdad de las gacelas es ser abiertas de un zarpazo bajo el sol! Las miráis y pensáis: helas aquí presas de nostalgia. La nostalgia es el deseo cíe no se sabe qué... Existe, sí, el objeto del deseo, pero no existen palabras para expresarlo. Y a nosotros, ¿qué nos falta?

¿Qué hallabas tú allí, sargento, que te aportase el sentimiento de no traicionar tu destino? ¿Quizás ese brazo fraterno que alza tu cabeza dormida, quizás esa tierna sonrisa que no compadece, sino que comparte? «¡Eh, camarada!...» Compadecer es todavía ser dos. Es estar aun divididos. Pero existe una altura de relaciones en que el agradecimiento, como la piedad, pierden sentido. Es allí donde uno respira como un prisionero liberado. Hemos conocido esa unión cuando franqueábamos, en equipo de dos aviones, un Río de Oro aún no sometido, jamás he oído al náufrago dar las gracias a su salvador. Hasta, con mayor frecuencia, nos insultábamos durante el agobiador trasbordo, de un avión al otro, de las bolsas de correspondencia: «¡Canallas!» «¡Si he tenido un desperfecto es por tu culpa, con tu manía de volar a dos mil metros, en plena corriente contraria! Si me hubieras seguido más abajo, estaríamos ya en Port-Etienne», y el otro, que ofrecía su vida, se sentía de pronto avergonzado de ser un canalla. Por otra parte, ¿por qué darle las gracias? Él tenía derecho, también, a nuestra vida. Éramos ramas de un mismo árbol. ¡Y yo estaba tan orgulloso de ti que me salvabas! ¿Por qué te hubiese compadecido, sargento, el que te preparaba para la muerte? Asumíais ese riesgo los unos por los otros. Se halla en ese minuto la unidad que ya no tiene necesidad de lenguaje. He comprendido tu partida. Si en Barcelona te sentías pobre, quizás solo después del trabajo, si tu mismo cuerpo carecía de refugio, aquí, en cambio, experimentabas el sentimiento de realizarte; Negabas hasta lo universal. He aquí que tú el paria eras recibido por el amor. No me importa conocer si eran sinceras o no, lógicas o no, las grandes frases de los políticos que te han sembrado quizás. Si ellas han prendido en ti, como germinan las simientes, es que respondían a tus necesidades. Tú eres el único juez. Son las tierras las que saben reconocer el trigo. III Sólo cuando estamos ligados a nuestros hermanos por un fin común y que se sitúa fuera de nosotros, sólo entonces respiramos, y la experiencia nos muestra que amar no es mirarnos el uno al otro sino mirar juntos en la misma dirección. No hay verdaderos camaradas sino cuando se unen en la misma línea hacia la misma cima en que han de encontrarse. En caso contrario, ¿por qué en el siglo mismo del confort hallamos tan pleno gozo al compartir nuestros últimos víveres en el desierto? ¿Qué valen contra esto las previsiones de los sociólogos? A todos aquellos de entre nosotros que han conocido la gran alegría de los salvamentos saharianos, cualquier otro placer les parece fútil. Ello es quizá porque el mundo de hoy comienza a crujir en torno nuestro. Cada uno se exalta por religiones que le prometen esta plenitud. Todos, bajo palabras contradictorias, experimentamos los mismos impulsos. Nos dividimos sobre métodos que son fruto de nuestros razonamientos, no sobre los fines; éstos son los mismos. De ese modo, pues, no nos extrañemos. Aquel que no sospechaba en su interior al desconocido dormido en él, pero que lo ha sentido despertarse una sola vez en un sótano de anarquistas en Barcelona a causa del sacrificio, de la mutua ayuda, de una imagen rígida de la justicia, ése no conocerá sino una verdad: la verdad de los anarquistas. Y aquel que haya montado una vez la guardia para proteger un pueblo de monjitas arrodilladas y espantadas en los monasterios de España, ése morirá por la iglesia. Si cuando Mermoz descendía hacia la vertiente chilena de los Andes, con su victoria en el corazón, le hubierais objetado que se equivocaba, que quizás una carta de comerciante no valía el riesgo de su vida, Mermoz se habría reído de vosotros. La verdad es el hombre que en él nacía cuando pasaba los Andes. Si queréis convencer del horror de la guerra a quien no rehúsa la guerra, no le tratéis de bárbaro: intentad comprenderle antes de juzgarle.

Considerad a ese oficial del Sur que mandaba, cuando la guerra del Rif, un puesto avanzado plantado en cuña entre dos montañas en rebeldía. Recibía él una noche a unos parlamentarios enemigos que habían bajado del macizo del Oeste. Y se bebía el té como se debe cuando comenzaron a disparar. Las tribus del macizo del Este atacaban el puesto. A1 capitán que para combatir los expulsaba, respondieron los parlamentarios: «Nosotros somos hoy tus huéspedes. Dios no permite que se te abandone…» Se unieron, pues, a sus hombres y salvaron el puesto; después volvieron a su nido de águilas. Pero la víspera del día en que, a su vez, ellos se preparaban a asaltarle, enviaron embajadores al capitán: —La otra noche te hemos ayudado... —Es verdad... —Hemos quemado por ti trescientos cartuchos... —Es verdad... —Sería justo que se nos devolvieran. Y el capitán, gran señor, no puede explotar una ventaja que él habría obtenido de la nobleza de ellos. Y les devuelve unos cartuchos que iban a ser usados contra él. La verdad para el hombre es lo que hace de él un hombre. Cuando el que ha conocido esa dignidad en las relaciones, esa lealtad en el juego, ese mutuo don de una estima que compromete la vida, compara esa elevación con la mediocre campechanía del demagogo —que habría expresado su fraternidad a los mismos árabes con grandes palmadas en el hombro y les habría adulado pero también humillado— no experimentará hacia vosotros, si razonáis contra él, sino una piedad un tanto despectiva. Y es él quien tendrá razón. Pero vosotros tendréis igualmente razón para odiar la guerra. Para comprender al hombre y sus necesidades, para conocerle en lo que tiene de esencial, no hay que oponer entre se la evidencia de vuestras verdades. Sí, tenéis razón, tenéis todos razón. La lógica lo demuestra todo. Tiene razón, incluso, aquel que carga en la cuenta de los jorobados las desdichas del mundo. Si declaramos la guerra a los jorobados pronto aprenderemos a exaltarnos. Vengaremos los crímenes de los jorobados. Y, ciertamente, los jorobados también cometen crímenes. Si se intenta extraer lo esencial es preciso olvidar un instante las divisiones que, una vez admitidas, arrastran todo un Corán de verdades inquebrantables y el fanatismo que de allí deriva. Se puede alinear a los hombres en hombres de derecha y hombres de izquierda, en jorobados y no jorobados, en fascistas y demócratas y estas distinciones son inatacables. Pero la verdad, vosotros lo sabéis, es lo que simplifica el mundo y no lo que crea el caos. La verdad es el lenguaje que se desprende de lo universal. Newton no ha «descubierto» una ley largo tiempo disimulada a la manera de una adivinanza. Newton ha efectuado una operación creadora. Ha fundado un lenguaje de hombre que pudiese expresar a la vez la caída de la manzana en un prado o la ascensión del sol: la verdad no es lo que se demuestra, es lo que simplifica. ¡Para qué discutir las ideologías! Si todas se demuestran, todas también se oponen y tales discusiones hacen desesperar de la salvación del hombre. Mientras que el hombre en todas partes, a nuestro alrededor, presenta las mismas necesidades. Nosotros queremos ser liberados. El que da un golpe de azadón quiere conocer el sentido de su golpe de azadón. Y el golpe de azadón del presidiario, que humilla al presidiario, no es el mismo que el del explorador, que engrandece al explorador. El presidio no reside allí donde se dan golpes de azadón. No se trata de horror material. El presidio reside allí donde se dan golpes de azadón que carecen de sentido, que no vinculan a quienes los dan con la comunidad de los hombres. Y queremos evadirnos del presidio.

Existen doscientos millones de hombres en Europa que carecen de sentido y que quisieran nacer. La industria los ha arrancado al lenguaje de los linajes campesinos y los ha encerrado en esos ghettos enormes que se parecen a estaciones de clasificación, llenas de ruinas de vagones negros. Del fondo de las ciudades obreras quisieran ser despertados. Hay otros, presos en el engranaje de todos los oficios, para los que están vedadas las alegrías del «pionnier», las alegrías religiosas, las alegrías del sabio. Se ha creído que para engrandecerlos era suficiente vestirlos, alimentarlos, subvenir a todas sus necesidades. Y poco a poco se ha fundado en ellos el pequeño burgués de Courteline, el político de aldea, el técnico cerrado a la vicia interior. Si se les instruye bien, no por eso se les cultiva más. Tiene de la cultura una pobre opinión quien cree que ella consiste en la memoria de las fórmulas. Un mal alumno del curso de Especiales sabe más sobre la naturaleza y sobre las leyes que Descartes y Pascal. ¿Pero es capaz de las mismas andanzas del espíritu? Todos, más o menos confusamente, experimentan la necesidad de nacer. Pero hay soluciones que engañan. Ciertamente, se puede animar a los hombres vistiéndolos de uniforme. Entonces entonarán sus cantos de guerra y partirán el pan entre camaradas. Habrán encontrado lo que buscan, el gusto de lo universal. Pero, del pan que se les ofrece, van a morir. Se puede desterrar los ídolos de madera y resucitar los viejos mitos que, bien o mal, han cumplido su tarea; se puede resucitar a los místicos del pangermanismo o del Imperio Romano. Se puede embriagar a los alemanes de la embriaguez de ser alemanes y compatriotas de Beethoven. Uno se puede emborrachar de ello hasta el cuello. Esto es, ciertamente, más fácil que extraer de la nada un Beethoven. Pero semejantes ídolos son ídolos carnívoros. El que muere por el progreso de los conocimientos o por la curación de las enfermedades sirve a la vida al mismo tiempo que muere. Quizás es hermoso morir por la expansión de un territorio, pero la guerra de hoy destruye lo que pretende favorecer. No se trata hoy de sacrificar un poco de sangre para vivificar toda una raza. Una guerra, desde que se usa la hiperita y los aviones, no es sino una sangrienta cirugía. Cada uno se instala al abrigo de un muro de cemento, cada uno, a falta de algo mejor, lanza, noche tras noche, escuadrillas que bombardean al otro en sus entrañas, hacen saltar sus centros vitales, paralizan su producción y sus intercambios. La victoria pertenece a quien se pudra último. Y los dos adversarios se pudren al mismo tiempo. En un mundo que se ha convertido en desierto tenemos sed de hallar camaradas: el gusto del pan partido entre camaradas nos ha hecho aceptar los valores de la guerra. Pero no tenemos necesidad de la guerra para hallar el calor de los hombros amigos en una carrera hacia el mismo fin. La guerra nos engaña. El odio nada agrega a la exaltación de la carrera. ¿Por qué odiarnos? Somos solidarios, llevados por el mismo planeta, tripulación de un mismo navío. Y si es bueno que unas civilizaciones se opongan a otras para favorecer nuevas síntesis, es monstruoso que se devoren entre sí. Ya que para liberarnos bruta que nos ayudemos a adquirir conciencia de un fin que nos ligue unos a otros, y buscarle allí donde nos une a todos. E1 cirujano que cumple su visita no escucha las quejas de aquel a quien ausculta: a través de ellas es al hombre al que trata de curar. El cirujano habla un lenguaje universal. Asimismo el físico cuando medita en sus ecuaciones casi divinas, mediante las cuales aprehende, a la vez, al átomo y a la nebulosa. Y hasta el simple pastor. Porque el que vigila modestamente algunos carneros bajo las estrellas, si toma conciencia de su papel, se reconoce algo más que un servidor. Es un centinela. Y cada centinela es responsable de todo el imperio. ¿Cree usted que ese pastor no desea tomar conciencia? He visitado en el frente de Madrid una escuela instalada a quinientos metros de las trincheras, detrás de un pequeño muro de piedras sobre una colina. Un cabo enseñaba allí botánica. Desmontando con

sus manos los frágiles órganos de una amapola, atraía hacia sí a peregrinos barbudos que, en todo aquel contorno, se desprendían del barro, y subían con él, a pesar de los obuses, en peregrinación. Una vez alineados en torno al cabo, escuchaban, sentados a lo sastre, con el mentón en el puño. Fruncían el ceño, apretaban los dientes, apenas comprendían algo de la lección. Pero se les había dicho: «¡Sois unos brutos, acabáis de salir de vuestras guaridas, es menester volver a hallar a la humanidad!» Y se apresuraban a alcanzarla con sus pesados pasos. Sólo cuando tengamos conciencia de nuestro papel, aun el más borroso, solamente entonces seremos felices. Sólo entonces podremos vivir en paz y morir en paz, pues lo que da sentido a la vida da un sentido a la muerte. ¡Ella es tan dulce cuando se halla en el orden de las cosas, cuando el viejo campesino de Provenza, al término de su reino, entrega en depósito a sus hijos su lote de cabras y de olivos, a fin de que los transmitan, a su vez, a los hijos de sus hijos! Sólo se muere a medias en un linaje campesino. Cada existencia se abre a su vez como una vaina y entrega sus granos. Cierta vez he estado junto a tres campesinos, ante el lecho de muerte de su madre. Y en verdad que era doloroso. Por segunda vez se cortaba el cordón umbilical. Por segunda vez se deshacía un nudo: el que liga una generación con la otra. Estos tres hijos se hallaban, de pronto, solos, teniendo que aprenderlo todo, privados de una mesa familiar donde reunirse los días de fiesta, privados del polo donde se encontraban todos. Pero descubrí, también, en esa ruptura, que la vida puede ser dada por segunda vez. Esos hijos, también ellos, a su vez, se harían cabezas de fila, puntos de reunión y patriarcas, hasta el momento en que les llegase el turno de transmitir el mando a la camada de pequeños que jugaban en el patio. Miraba a la madre, a esa vieja campesina de apacible y duro rostro, de labios apretados, un rostro convertido en máscara de piedra. Y reconocía en ella el rostro de sus hijos. Esa máscara había servido para imprimir la de ellos. Aquel cuerpo había servido para imprimir estos cuerpos, estos hermosos ejemplares de hombres. Y ahora ella reposaba rota, pero tamo una ganga de la que se ha sacado el fruto. A su vez, hijos e hijas de su carne, imprimirían pequeños hombres. No se muere en la granja. La madre ha muerto, ¡viva la madre! Dolorosa, sí, pero tan simple esta imagen del linaje, abandonando uno tras otro, sobre su camino, los hermosos despojos de cabellos blancos, marchando hacia vaya a saber uno qué verdad, a través de sus metamorfosis. Por ello, esa misma noche, la campana de los muertos de la aldea me pareció cargada, no de desesperación, sino de una alegría discreta y tierna. Ella que celebraba con la misma voz los entierros y los bautismos, anunciaba una vez más el paso de una generación a otra. Y sólo se experimentaba una gran paz al oír cantar los esponsales de una pobre vieja con la tierra. Lo que se transmitía así, de generación en generación, con el lento progreso de un crecimiento de árbol, era la vida, pero era también la conciencia. ¡Qué misteriosa ascensión! De una lava en fusión, de una pasta de estrella, de una célula viva germinada por milagro hemos brotado, y, poco a poco, nos hemos elevado hasta escribir cantatas y pesar vías lácteas. La madre no había transmitido sólo la vida: ella había enseñado un lenguaje. Había confiado a sus hijos el caudal tan lentamente acumulado en el curso de los siglos, el patrimonio espiritual que ella misma había recibido en depósito, ese pequeño lote de tradiciones, de conceptos y de mitos que constituye toda la diferencia que separa a Newton o Shakespeare del bruto de las cavernas. Lo que sentimos cuando tenemos hambre, esa hambre que impulsaba a los soldados de España bajo los disparos hacia la lección de botánica, que impulsó a Mermoz hacia el Atlántico Sur, que impulsa a alguien hacia su poema, es que el Génesis no está acabado

y que necesitamos alcanzar conciencia de nosotros mismos y del universo. Tenemos que tender pasarelas en la noche. Esto lo ignoran sólo aquellos que forman su sabiduría de una indiferencia que creen egoísta. ¡Pero todo desmiente a esa sabiduría! Camaradas, camaradas míos, yo os tomo por testigos: ¿cuándo nos hemos sentido felices? IV Y he aquí que recuerdo, en la última página de este libro, a esos burócratas envejecidos que nos sirvieron de cortejo, en el alba de nuestro primer correo, cuando nos preparábamos a trocarnos en hombres, a causa de haber tenido la suerte de haber sido designados. Eran, sin embargo, semejantes a nosotros, pero no sabían que tenían hambre. A demasiados de ellos se deja dormir. Hace algunos años, en el curso de un largo viaje en tren, al querer visitar la patria en marcha en que me había encerrado por tres días, prisionero durante tres días de ese estruendo de guijarros arrollados por el mar, me levanté del asiento. Atravesé, cerca de la una de la mañana, todo el tren. Las butacas pullman estaban vacías. Los coches de primera estaban vacíos. Pero los coches de tercera encerraban a centenares de obreros polacos despedidos de Francia y que volvían a su Polonia. Y caminé por los corredores, pasando por encima de los cuerpos. Me detuve para mirar. De pie, bajo las lamparillas, divisé, en ese vagón sin divisiones y que se parecía a un rancho, que olía a cuartel o comisaría, a toda una población confusa y agitada por los movimientos del rápido. Todo un pueblo hundido en pesadillas y que regresaba a su miseria. Grandes cabezas afeitadas rodaban sobre la madera de las banquetas. Hombres, mujeres, niños, todos se revolvían de derecha a izquierda, como atacados por todos esos ruidos, por todas esas sacudidas que los amenazaban en su olvido. No habían hallado la hospitalidad de un buen sueño. Y he aquí que me parecían haber perdido, a medias, la cualidad humana, traqueteados de un extremo a otro de Europa por las corrientes económicas, arrancados a la casita del Norte, al minúsculo jardín, a los tres potes de geranios que en otro tiempo yo había observado en la ventana de los mineros polacos. No habían recogido sino los utensilios de cocina, las mantas y las cortinas, en paquetes mal atados y llenos de hernias. Pero todo lo que habían acariciado o encantado, todo lo que habían logrado domesticar en cuatro o cinco años de residencia en Francia —el gato, el perro y el geranio— habían debido sacrificarlos y sólo llevaban consigo esas baterías de cocina. Un niño mamaba de una madre tan cansada que parecía dormida. La vida se transmitía en el absurdo y el desorden del viaje. Miré al padre. Un cráneo pesado y desnudo como una piedra. Un cuerpo plegado en el incómodo sueño, aprisionado en la vestimenta de trabajo, hecho de bultos y de huecos. El hombre era semejante a un montón de arcilla. De ese apodo, despojos que carecen de forma, pesan sobre los bancos de los mercados. Y pensaba: el problema no reside en esta miseria, en esta suciedad, ni en esta fealdad. Pero este mismo hombre y esta misma mujer un día se han conocido y el hombre ha sonreído sin duda a la mujer: le ha traído, sin duda, flores después del trabajo. Tímido y torpe, temblaba quizás de verse desdeñado. Pero la mujer, por natural coquetería, la mujer segura de su gracia, se complacía, quizás, en inquietarlo. Y el otro, que hoy no es ya sino una máquina de cavar o golpear, experimentaba también, en su corazón, una deliciosa angustia. El misterio es que se hayan convertido en esos paquetes de arcilla. ¿Por qué molde terrible han pasado, marcados por él como por una máquina de troquelar? Un animal envejecido conserva su gracia. ¿Por qué esta hermosa arcilla humana se ha malogrado? Y proseguí mi viaje, entre ese pueblo cuyo sueño era turbio como un lupanar. Flotaba un ruido vago hecho de broncos ronquidos, de oscuras quejas, del roce de los zapatones

de aquellos que, destrozados de un lado, ensayan el otro. Y, siempre en sordina, ese inextinguible acompañamiento de guijarros arrollados por el mar. Me senté frente a una pareja. Entre el hombre y la mujer, el niño bien o mal había hecho un hueco y dormía. Pero se dio vuelta entre sueños y su cara se mostró bajo la lamparilla. ¡Ah, qué rostro adorable! Había nacido de esa pareja una especie de fruto dorado. Había nacido de esa tosca manada este logro de encanto y de gracia. Me incliné sobre esta frente lisa, sobre este dulce ademán de los labios y me dije: he aquí un rostro de músico, he aquí Mozart niño, he aquí una hermosa promesa de vida. Los principitos de leyenda no eran diferentes a él: protegido, roncado, cultivado. ¡Qué no llegaría a ser! Cuando por mutación nace en los jardines una nueva rosa, todos los jardineros se conmueven. Se aísla la rosa, se la cultiva, se la favorece. Pero no hay jardinero para los hombres. Mozart niño será marcado como los otros por la máquina de troquelar. Mozart hará sus más altas alegrías de la música podrida en la fetidez de los cafés cantantes. Mozart está condenado. Y regresé a mi vagón. Me decía: esa gente apenas sufre de su suerte. No es la caridad la que me atormenta. No se trata de enternecerse sobre una llaga eternamente reabierta. Los que la llevan no la sienten. Es algo como la especie humana y no el individuo el que es herido aquí, el que es lesionado. Apenas creo en la piedad. Lo que me atormenta es el punto de vista del jardinero. Lo que me atormenta no es esta miseria en la cual, después de todo, uno se instala tan bien como en la pereza. Generaciones de orientales viven en la mugre y se complacen en ella. Lo que me atormenta no lo curan las sopas populares. Lo que atormenta no son ni esos huecos, ni esos bultos, ni esa fealdad. Es, en esos hombres, un poco, Mozart asesinado. Sólo el Espíritu, si sopla sobre la arcilla, puede crear al Hombre.