Subirats, Joan - Los (Bienes) Comunes) Oportunidad o Espejismo

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Los (bienes)

comunes ¿Oportunidad o espejismo?

Joan Subirats César Rendueles

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LOS (BIENES) COMUNES

César Rendueles - Joan Subirats

LOS (BIENES) COMUNES ¿OPORTUNIDAD O ESPEJISMO?

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En profundidad es una invitación a ahondar en debates clave del momento histórico actual. Vivimos en tiempos complejos. So­ brevivir estos tiempos no es sencillo, requiere agilidad y al mismo tiempo no dejar de ser reflexivos. Debemos actuar en el presente, en lo concreto, procurando no perder profundidad de campo. En profundidad ofrece reflexiones compartidas de personas con miradas reveladoras sobre cuestiones clave para vislumbrar posibles tendencias de futuro.

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No se permite un uso comercial de la obra original ni de las posi­ bles obras derivadas, la distribución de las cuales se debe hacer con una licencia igual a la que regula la obra original.

© César Rendueles y Joan Subirats Diseño de la cubierta: Icaria © De esta edición Icaria editorial, s. a. Are de Sant Cristófol, 11 -23 08003 Barcelona www. icariaeditorial. com Primera edición: Septiembre de 2016 ISBN: 978-84-9888-736-3 Depósito legal: B 15573-2016 Fotocomposición: Text Gráfic Impreso en Romanyíi/Valls, s. a. Verdaguer, 1, Capellades (Barcelona) Printed in Spain. Impreso en España

César Rendueles (Girona, 1975) es sociólogo y ensayista. Doctoren filosofía, fue profesor asociado en la Universidad Carlos III y profesor invitado en la Universidad Nacional de Colombia y actualmente enseña Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Fue miembro fundador del colectivo de intervención cultural Ladinamo, que editaba la revista del mismo nombre. Dirigió proyectos cultura­ les durante ocho años en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. En sus obras trata especialmente de filosofía política y crítica cultural. Su ensayo Sociofobia: El cambio político en la era de la utopía digital (Capitán Swing, 2013) alcanzó una gran repercusión. En él el autor cuestiona, entre otros asuntos, la relevancia de las redes sociales e Internet en la acción política. Cuestiona, en primer lugar, el consenso ideológico respecto a la capacidad de las tecnologías de la comunicación para inducir dinámicas sociales positivas. En segundo lugar, hace un análisis de la sociedad capitalista como un sistema destructor de las relaciones comunitarias y sitúa a los ciudadanos aislados en el centro de la reivindicación política. Conceptos como ciberfetichismo o espejismo digital se derivan de esta manera de pensar. En 2015 publicó su segundo ensayo, Capitalismo canalla. Una historia personal del capitalismo a través de la literatura (Seix Barral). Joan Subirats Humet (Barcelona, 1951), doctor en Ciencias Eco­ nómicas por la Universidad de Barcelona. Fue director del Instituto Universitario de Gobierno y Políticas Públicas de la Universidad Autónoma de Barcelona desde su creación en julio de 2009. Ac­ tualmente es investigador del IGOP y profesor del Programé de Doctorado en Políticas Públicas en dicha institución. Es catedrático en Ciencia Política, especialista en temas de gobernanza, gestión pública y en el análisis de políticas públicas. También ha trabajado sobre temas de la exclusión social, problemas de innovación democrática y sociedad civil. Colabora habitualmente con diversos medios de comunicación. Sus últimos libros, como autor y como editor, son: Políticas urbanas en España (Icaria, 2011); Otra sociedad ¿Otra política? (Icaria, 2011); Decisiones públicas. El análisis y estudio de los procesos de decisión en políticas públicas, con Bruno Dente (Ariel, 2014) y España/Reset, con Fernando Vallespín (Ariel, 2015). Colabora habitualmente en diversos medios de comunicación como El País y El Periódico.

PRESENTACIÓN

«En común», «bienes comunes», «por el bien común». El con­ cepto «comunes» y todos sus posibles derivados son palabras que cada vez resuenan más en el mundo de las ideas políticas, económicas, culturales... ¿Por qué? ¿Qué tiene esta palabra de múltiples interpretaciones que llame tanto la atención? ¿Qué nos proporciona «lo común» en un momento tan complejo como el actual? Los bienes comunales son propiedades de toda una comu­ nidad, ni privados ni estatales, que acostumbran a proporcionar un bien necesario para todos sus miembros. Se trata de recursos (acuíferos, bosques, tierras...) que deben ser cuidados y gestio­ nados de manera colectiva porque son escasos y una explotación individualista de ellos puede llevar a su extinción. El acceso a los bienes comunales es un derecho de todos los miembros de una comunidad. Por otro lado lo común exige unos deberes: el trabajo y la gestión comunitaria. Lo común tiene reminiscencias muy antiguas y también dispersas. Es una realidad diseminada a lo largo del planeta y a lo largo de la historia. Sociedades tradicionales actuales como comunidades campesinas e indígenas tienen mecanismos po­ líticos y económicos de carácter comunal. También, de forma

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testimonial, encontramos formas de propiedad comunal en el mundo rural europeo que representan el eco de una derrota de doscientos años de antigüedad: la fagotización de lo comunal por el capitalismo emergente a lo largo del siglo XIX. Volviendo a la pregunta del principio, ¿qué nos seduce de la propuesta que supone la reivindicación de «lo común»? Posi­ blemente la falta de modelos teóricos transformadores, la mala experiencia estatista del «socialismo científico» y la barbarie neoliberal privatizadora que vivimos hoy en día. Al mismo tiempo es innegable que no estaríamos hablando de lo común sin la emergencia del mundo digital. Allí el discurso de los bienes comunes ha servido a muchas comunidades digitales para defender la libertad de expresión, para reivindicar el software libre y el libre acceso a la información y para luchar contra las restrictivas leyes del copyright. Para abordar este debate hemos invitado a dos investigadores de la sociedad actual, la cultura y las ideas. César Rendueles y Joan Subirats nos ofrecen en este libro una conversación dinámica pero llena de rigor desde múltiples campos del pensamiento: historia, ciencia política, economía, antropología... Ambos nos ayudarán a entender lo común en su riqueza y complejidad.

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Qué entendemos por comunes Joan Subirats: Para empezar, deberíamos explicar el propio concepto que nos reúne, ¿qué entendemos por comunes? Existe una cierta ambigüedad en cómo se está utilizando. Se acerca a lo que se denomina «concepto paraguas» o un «no concepto». ¿Por qué? Porque por un lado se habla de bienes comunes, que desde la teoría económica es un concepto bastante específico y delimi­ tado. Por otro lado, se habla de «lo común», que es mucho más genérico. Luego se habla del procomún, a veces simplemente para expresar mejor lo que suena extraño si hablamos simplemente de «común», o para poner el énfasis en la idea de acción, de propiciar lo común... En definitiva, existe una cierta dificultad en saber si se está hablando de algo material, de una forma de propiedad, de algo que precisamente se contrapone a la propiedad o si se está hablando de una aproximación ideológica o conceptual que intenta de alguna manera situarse entre el ámbito de lo público y el ámbito de lo privado. Por tanto, esta conversación nos puede ayudar a aclararlo. Si no del todo, sí, al menos, intentando aportar una serie de elementos que puedan servir para encuadrar mejor el debate conceptual. De entrada, una de las preguntas que podría plantearse es por qué ahora, de repente, todo el mundo habla de lo común o de los comunes. En ese sentido, sin detenernos demasiado ahora

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en averiguar de dónde proviene el concepto, podríamos estar de acuerdo en que en este entorno de globalización económica, con el refuerzo de la competitividad a nivel global, la percepción bastan­ te fundamentada es que existe un proceso de mercantilización que no tiene límites. A lo que se añade la sensación de que el Estado cuenta con menos herramientas para compensar los excesos, los efectos colaterales del mercado que provocan desigualdad. Si nos fijamos en todo ello, la búsqueda de respuestas en la pro­ mesa de «lo común» adquiere más sentido. Predomina la sensación de que hemos perdido los referentes de la segunda mitad del siglo XX en que la existencia de una economía de mercado, de una sociedad de mercado, contaba con una cierta capacidad de compensación por parte del Estado. Surge entonces la necesidad de recuperar algo que exprese lo colectivo, que nos acerque a una idea de lo público, sin que ello se confunda necesariamente con lo institucional-público. Lo común representaría entonces la necesidad de reconstruir ese espacio de vínculos, de relaciones y de elementos que conforman lo colectivo. Creo que esta es una explicación convincente de por qué estamos ahora hablando de un tema que tiene sin duda mucha historia detrás, pero que hoy reaparece con fuerza aunque sea a través de otras lecturas y significados. César Rendueles: Es realmente impresionante el modo en que en diez años se ha difundido el vocabulario relacionado con los bienes comunes entre personas que provienen de espacios sociales y tradiciones intelectuales muy diversas. Es evidente que se ha convertido en un elemento esencial del bagaje conceptual de ecologistas, tecnólogos, feministas, economistas heterodoxos, artistas, ciberactivistas... Pero es que incluso ha pasado a formar parte del léxico cotidiano de los agentes políticos y las institu­ ciones públicas. Incluso las empresas y los bancos lo emplean en su publicidad.

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Sin duda, una de las razones de esta popularidad es la crisis del modelo neoliberal y de las esperanzas que el mundo había depositado en la globalización económica y cultural. Los procesos de neomercantilización que se iniciaron en los años setenta nos prometieron no solo prosperidad material sino, más importante aún, un cierto proceso de despolitización, de superación de los conflictos colectivos que atravesaron la modernidad capitalista durante el siglo XX. El encanto del programa neoliberal es que entiende el vínculo social como una relación estrictamente elec­ tiva y, así, es perfectamente compatible con un cosmopolitismo banal y dulcemente individualista. La crisis económica y política ha vuelto a poner sobre la mesa la necesidad de pensar cuáles son las condiciones sociales del cambio político, cuáles son los com­ promisos y las normas que constituyen una comunidad política. Creo que el concepto de los comunes es la forma en que nuestra contemporaneidad se está planteando esta cuestión clásica. El problema que veo es que el coste de esta popularidad de los comunes es un impresionismo conceptual que no tiene que ver solo con una cierta indefinición, que al fin y al cabo se podría ir refinando, sino con que se está utilizando este reper­ torio teórico para eludir algunos problemas graves relativos a la articulación política concreta de esta nueva preocupación pór lo colectivo. Es evidente que en el planteamiento contemporáneo de los comunes subyace una clara voluntad de desprenderse de adherencias históricas de una parte de la izquierda tradicional, como la planificación estatal o la hipertrofia de la racionalidad burocrática. Pero a pesar de que me parece muy positivo, esta es una discusión compleja que plantea numerosos dilemas, y creo que a veces la idea de los comunes se utiliza para evitar estos mismos problemas. El común es un concepto amable y consensual, poco sospechoso de complicidad con la burocracia y con el mercado, y que siempre tiene resonancias cálidas: como

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recordaba Bauman,1 la gente culpa a la sociedad de sus males, pero no a la comunidad. Este impresionismo desproblematizador tiene efectos políti­ cos importantes, por ejemplo, en forma de afinidades monstruo­ sas. Al calor de lo común parece como si los conflictos materiales se disolvieran y los intereses de cierto tipo de empresariado coin­ cidieran con los programas de cierto tipo de activistas. Aprecio mucho esta nueva preocupación por lo colectivo tras una larguí­ sima oleada de nihilismo individualista, pero creo que es crucial tener en cuenta las limitaciones que tiene esta forma concreta de preocupación por lo colectivo. Si queremos poner en marcha políticas de recolectivización realistas, que realmente se puedan llevar a la práctica, tenemos que tener en cuenta que no son políticamente neutrales, sino que van a tener que pronunciarse respecto a intereses materiales enfrentados y que necesitan de una articulación institucional, que tampoco es políticamente neutra. J.S.: Quizás lo que está detrás de esta gran oleada en la utilización del término, de lo que tú llamas «impresionismo conceptual» que rodea al tema de lo común, es la sensación de que no existe una respuesta clara a los problemas sociales a los que nos enfrentamos, y menos si seguimos usando los instrumentos y mecanismos que antes podían sernos más o menos útiles... La respuesta que daba el Estado a los problemas colectivos está en cuestión. Primero, porque es menos capaz de responder de manera efectiva. La dinámica de la globalización económica genera un fuerte desequilibrio entre las instituciones estatales que tienen

1. Zygmunt Bauman (Poznañ, 1925) es un sociólogo, filósofo y ensayista polaco de origen judío. Su obra, entre otras cosas, trata de cuestiones como las clases sociales, el socialismo, el Holocausto, la hermenéutica, la modernidad y la posmodernidad, el consumismo, la globalización y la nueva pobreza. Desarrolló el concepto de la «modernidad líquida», y acuñó el término correspondiente.

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una base territorial muy clara. El mercado global no se enfrenta a un Estado global. Y ello es aún más grave en la sociedad digital, globalmente conectada. El resultado es un gran desequilibrio que se nota especialmente en la capacidad y la efectividad impositiva, en la capacidad de ofrecer una respuesta autónoma e individua­ lizada desde cada Estado a un problema que es estructural. Y además, predomina la sensación de que esa estructura estatal de respuesta —tú antes mencionabas la lógica burocrática— tiene una dimensión muy delegativa, de hacer en nombre de otros. Lo cual, de alguna manera, desmotiva la implicación de la gente en sus propios problemas colectivos. Lo que predomina en esa visión es la idea de que hay que confiar en que el Estado resuelva esos problemas y que no es necesaria la implicación personal. Recuerdo la película de Ken Loach, El espíritu del 45, en la que, a partir de las entrevistas a las personas que habían prota­ gonizado el período entre-guerras, se recordaba lo que había supuesto el triunfo del laborismo en 1945 y la puesta en marcha de un modelo de socialismo democrático que se intentó aplicar a partir de aquel momento. Las críticas que la película mostraba, anticipando el final del documental en el que se recoge el triunfo de Thatcher en 1979, aludían a que la ciudadanía que había provocado el triunfo de Attlee2 sobre Churchill pensó qu'e ya tenía resuelto el problema de la pobreza y la desigualdad desde el momento en que se disponía de un Estado que representaba al conjunto de la población. Ello provocó un alejamiento de la ciudadanía hacia lo colectivo, que acabó propiciando que en el período de Thatcher la gente acabara sintiéndose solo como

2. Clement Richard Attlee (Putney, 1883 - Westminster, 1967) fue un des­ tacado político británico, líder del Partido Laborista entre 1935 y 1955 y primer ministro del Reino Unido entre 1945 y 1951. Durante su mandato sentó las bases para el establecimiento del Estado del bienestar en su país creando, entre otras, la asistencia sanitaria universal y gratuita en Reino Unido.

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cliente de un Estado al que pagaban impuestos, votaban cuando tocaba y del que recibían servicios. Hoy día, esta idea de lo común, esta llamada a recuperar lo común, incorpora también esa idea de compromiso, de implica­ ción, de tener que arremangarte, por así decirlo, para defender lo que colectivamente se considera como un derecho. Y eso entronca con episodios de carácter histórico, como el propio de Barcelo­ na del anarcosindicalismo, del mutualismo, de la cooperación. En definitiva, en este concepto de lo común resuenan muchos elementos que algunos aprovechan, como decías, para sus pro­ pios fines, pero que propician una dinámica de acción y no una postura de estricta delegación a los que representan al conjunto de la sociedad. Para mí este es un tema importante. C.R.: Efectivamente, me parece que es el elemento central de las conceptualizaciones más interesantes de la política de los comu­ nes: una recepción empática pero crítica de distintas tradiciones emancipatorias, abierta a su legado pero también consciente de sus limitaciones. Lo que me resulta más oscuro es en qué medida sus elementos propositivos constituyen una alternativa realista hoy. La idea de comunes remite a sociedades pequeñas y frías, a comunidades donde ese conjunto de obligaciones y compromisos compartidos que llamamos comunes estaban claros y eran estables y en las que existían mecanismos de supervisión reconocidos y efectivos. Me resulta raro que ese modelo sea el que vaya a sustituir con ventaja al Estado en un entorno globalizado que, como tú señalabas, está crecientemente desterritorializado. Dicho de otra manera, para mí la clave es pensar en qué medida la idea de lo común —más allá de un uso meramente metafórico— tiene sentido en sociedades de masas, individua­ lizadas, multiculturales, con estilos de vida diversos y donde la complejidad técnica de muchos problemas también es mucho

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mayor que en las sociedades tradicionales. ¿Queremos tratar la totalidad de los asuntos públicos desde la lógica del apoyo mutuo, con sus exigencias de alta implicación personal? Tal vez sí pero, entonces, ¿qué recursos políticos, materiales, legales e institucionales se requieren? Creo que son preguntas que no nos estamos planteando. Estamos recurriendo a una retórica un poco almibarada acerca de lo colectivo y lo común. Pero lo colectivo en una sociedad de masas en la que existen altos niveles de liber­ tad individual y autonomía personal, a los que seguramente no queremos renunciar, tiene implicaciones muy distintas que en una pequeña sociedad campesina preindustrial. En realidad, creo que lo que estamos viviendo es una re­ aparición de dilemas que, en el fondo, atraviesan la tradición emancipatoria desde sus orígenes. Desde el siglo XIX ha existido entre los movimientos políticos de izquierdas una inquietud en torno a un problema embarazoso e inquietante: en qué medida los proyectos políticos socialistas son compatibles con los estándares de libertad propios de una sociedad industrial compleja o más bien exigen un retorno reaccionario a un comunitarismo atávico. J.S.: Lo cierto es que lo de los comunes no es ninguna novedad si incorporamos una cierta visión histórica. Parece evidente'que la existencia de propiedad en común, de bienes comunales, de espacios de responsabilidad y gestión compartida forma parte de cualquier análisis histórico que se haga sobre los sistemas de subsistencia y de organización colectiva. Para no irnos demasiado atrás, se menciona a menudo a los romanos como los que trataron de organizar el tema distinguiendo diversos tipos de propiedad. Pero la cosa subsiste en todo el período feudal, como se pone de manifiesto en la Carta Magna del siglo XIII en Inglaterra, o en tantas otras referencias sobre propiedades comunales aquí en España o en muchas comunidades de todo el mundo. Las tie-

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rías comunales sufrieron aquí como en muchas otras partes los impactos de las desamortizaciones o ya, más tarde, los famosos cercamientos o enclosure£ de los que tanto se habla con el inicio del capitalismo. Lo cierto es que, como luego recoge Ostrom,3 4 y ahora tantos otros, podemos ver continuidades y discontinuida­ des en la pervivencia de los bienes comunales o propiedades en común desde entonces hasta ahora. Y la cosa se ha complicado más con el tema de los comunes digitales... C.R.: No soy historiador ni antropólogo, pero me atrevería a decir que los comunes son una realidad casi universal en las sociedades preindustriales. La gestión colectiva de bienes y ser­ vicios esenciales para la comunidad no ha sido exactamente una opción para la mayor parte de los pueblos. Forma parte de esa clase de instituciones duraderas profundamente engranadas en las condiciones materiales de subsistencia. El dilema de los comunes —la posibilidad de una dinámica colectiva suicida que agote los recursos— ha sido una posibilidad ampliamente comprendida y muchísimas sociedades han sido lo bastante hábiles como para encontrar la manera de evitarlo. Creo que esta universalidad de los bienes comunes tiene mucho que ver con el igualitarismo característico de muchas de estas sociedades. El compromiso con el cuidado de los comunes se ha dado en lugares en los que la mayor parte de la gente tenía un acceso aproximadamente simi­ 3. El término cercamiento (enclosure) se refiere al cierre de los terrenos comu­ nales a favor de los terratenientes ocurrido en Inglaterra entre los siglos XVIII y XIX. Esta ley causó que todos los granjeros tuvieran que pagar para hacerse dueños de las tierras y también pagar para poderlas usar. Prácticamente todos las perdieron, pero en cambio se les dio un trabajo provisional aunque dejándolos prácticamente sin hogar. 4. Elinor Ostrom (Los Ángeles, 1933/2012) fue una politóloga estadouniden­ se, premio Nobel de Economía en 2009, compartido con Oliver E. Williamson, por «su análisis de la gobernanza económica, especialmente de los recursos com­ partidos». Se considera que Ostrom fue una de las estudiosas más destacadas en el área de recursos compartidos o bienes comunes (commons, en inglés).

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lar a los bienes y servicios socialmente valorados —al menos en comparación con las sociedades contemporáneas— y en las que las diferencias jerárquicas se basaban más en el estatus que en las desigualdad material o la capacidad de coerción. De todos modos, esta clase de consideraciones tan generales siempre son muy caricaturescas. Tendemos a pensar los bienes comunes desde una imagen romántica de las sociedades tradicio­ nales como si fueran institucionalmente homogéneas, cuando ha habido inmensas variaciones a lo largo del tiempo. Y también, por cierto, numerosos fracasos: sociedades incapaces de encontrar una forma viable de gestionar colectivamente su riqueza compartida. Ni siquiera tiene sentido tratar todos los recursos de uso común como si fueran iguales. Un banco de pesca, un recurso hídrico, un bosque, el trabajo colectivo de limpieza de los caminos... son cosas muy distintas cuya administración requiere condiciones sociales diferentes. Por razones cognitivas profundas tendemos a ser mucho más colaborativos y generosos con la información y los bienes inmateriales que con los bienes materiales y, dentro de estos últimos, somos más egoístas y menos colaborativos con los bienes de primera necesidad. Prestar atención a los matices es importante, además, para no idealizar los comunes históricos. Como explicó Polanyi,5 én la

5. Karl Polanyi (Viena, 1886-Pickering, 1964) científico social y filósofo que trabajó en el ámbito de la antropología económica y la crítica de la economía ortodoxa. En su libro publicado en 1944 La gran transformación: Critica del libe­ ralismo económico (The Great Transformation: The Political and Economic Origins ofOur Time) intenta explicar la gran crisis económica y social con la que, desde principios del siglo XX, concluyó en Occidente un período relativamente largo de paz y confianza en el librecambio. Concretamente, Polanyi busca las causas profundas de una amplia serie de conflictos y turbulencias que incluye dos guerras mundiales, la caída del patrón oro o el surgimiento de nuevos proyectos políticos totalitarios. En último término, La gran transformación caracteriza el liberalismo económico como un proyecto utópico cuya puesta en práctica habría destruido los cimientos materiales y políticos de la sociedad moderna.

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mayor parte de las sociedades han interactuado distintas formas de institucionalización de la economía y a veces el mercado ha tenido efectos muy positivos en términos de democratización. Por ejemplo, una de las grandes innovaciones políticas de Pericles en Atenas fue la creación de un mercado local de alimentos para quebrar las relaciones de dependencia aristocráticas. Cuando el rival aristócrata de Pericles, Cimón, trató de atraer a los ciudadanos menos acomodados permitiéndoles recoger frutos de sus tierras y ofreciéndoles una comida gratuita al día en su casa, Pericles respon­ dió patrocinando el mercado local de alimentos como una forma de romper con ese clientelismo. Los comunes son intrínsecamente conservadores y pueden contribuir a bloquear procesos positivos de cambio social y a estabilizar relaciones sociales patriarcales, clientelares o xenófobas características de muchas sociedades. Incluso deberíamos tener cuidado a la hora de analizar el proceso histórico de expropiación de los comunes. El texto fun­ dacional para analizar esta cuestión es el capítulo 24 del libro primero de El capital titulado «La acumulación originaria», en el que Marx, básicamente, explica cómo fue que millones de perso­ nas abandonaron sus medios de vida tradicionales para empezar a trabajar a cambio de un salario. Lo que Marx pretendía era refutar la mitología de la época sobre los emprendedores. Plantea que la aparición de inversores interesados en poner en marcha fábricas y negocios es solo una parte de la historia, la otra es que necesitan que haya un mercado de trabajo al que acuda gente dispuesta a trabajar en sus empresas en las condiciones que ellos establezcan. Y es una historia, dice Marx, violenta y llena de dolor. En su relato de ese proceso Marx hace mucho hincapié en la destruc­ ción a través de distintas intervenciones —políticas, legislativas, policiales— de bienes comunes esenciales para la supervivencia de las comunidades campesinas, lo que empujó a esas personas al salariado. En particular, Marx habla de los procesos seculares de

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enclosure, el cercamiento en Inglaterra de los terrenos comunales en beneficio de los terratenientes entre los siglos XVII y XIX. El análisis de Marx es crucial y, de hecho, es un proceso que se ha repetido en muchas ocasiones en todo el mundo. El problema es precisamente que es tan potente que corremos el riesgo de caricaturizar la propia diversidad histórica de los procesos de desaparición de los bienes comunes que, en realidad, ha sido un proceso heterogéneo y dilatado en el tiempo: a veces rápido, a veces lento, a veces deliberado y en otras un subproducto... No sé si tiene mucho sentido comparar los procesos españoles de desamortización6 con lasgame laws7 inglesas, la modificación del artículo 27 de la Constitución mexicana por el gobierno de Carlos Salinas en 19928 o la restricción del paso de la propiedad intelectual al dominio público, con lo que se conoce como Ley de protección de Mickey Mouse y otros cambios legislativos similares.9 6. La Desamortización española fue un largo proceso histórico, económico y social iniciado a finales del siglo XVIII con la denominada «Desamortización de Godoy» (1798) —aunque hubo un antecedente en el reinado de Carlos III de Espa­ ña— y cerrado bien entrado el siglo XX (diciembre de 1924). Consistió en poner en el mercado, previa expropiación forzosa y mediante una subasta pública, las tierras y bienes que hasta entonces no se podían enajenar (vender, hipotecar o ceder) y que se encontraban en poder de las llamadas «manos muertas», es decir, la Iglesia católica y las órdenes religiosas y los llamados baldíos y las tierras comunales de los municipios, que servían de complemento para la precaria economía de los campesinos. La Desamortización fue una de las armas políticas con la que los liberales modificaron el régimen de la propiedad del Antiguo Régimen para implantar el nuevo Estado liberal durante la primera mitad del siglo XIX. 7. La sgame laws inglesas fueron leyes que en los siglos XVIII y XIX autorizaban y regulaban la caza deportiva por parte de las élites al tiempo que prohibían, con penas durísimas, la caza tradicional dirigida a la subsistencia de los campesinos pobres. 8. En 1992, en el contexto de la incorporación de México al Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el gobierno de Carlos Salinas derogó el artículo 27 de la Constitución que protegía las tierras comunales. 9. En 1998 el presidente norteamericano Bill Clinton aprobó una ley que extendía la duración del copyright de una obra de autoría corporativa a 95 años después de su publicación. Se conoce como Ley de protección de Mickey Mouse por­ que se aprobó justo cuando Mickey Mouse estaba a punto de entrar en el dominio público según la legislación anterior.

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J.S.: Luego hablaremos más extensamente del debate Hardin10Ostrom, pero es cierto que a veces abusamos al releer la historia desde nuestras encrucijadas actuales. Eso creo que se ha hecho siempre. Y le ocurre en parte a Garrett Hardin cuando plantea la famosa «tragedia de los comunes». A Hardin, como ecologista que era, le preocupaba sobre todo la sobrepoblación del planeta, y para justificar su mirada partió de la estricta observación del ideal del homo economicus. Todos actuamos, siguiendo esa lógica, para maximizar nuestra utilidad, y por tanto estamos permanen­ temente en un estado de competencia con lo que nos rodea. Si se acepta esa perspectiva, la idea de lo común es muy naíf, muy ingenua. Lo natural sería abusar de lo que es de todos y al final no es de nadie. Para evitar que ello ocurra se deben institucionalizar de alguna manera los frenos a esa tendencia natural a actuar como free rider, como gorrón o polizón. La consecuencia lógica, como explicación a posteriori de lo que había sido el fenómeno de las enclosures o «cercamientos», es que es mejor, desde el punto de vista productivo, económico y colectivo, que cada uno de los miembros de la comunidad que gestionan lo común se ocupe de su propio espacio. Tú dices que existe un cierto romanticismo e ingenuidad cuando hablamos ahora de lo común, usando ejemplos históricos que poco tienen que ver con la realidad actual. Y quizás tengas razón. Pero si analizas históricamente la gestión de lo común aparecen ejemplos e ideas que muestran la flexibilidad y la capa­ cidad de adaptación del sistema en sus distintos formatos. Por ejemplo, en algunas regulaciones de propiedades de los bosques no se podían cortar árboles, pero se podían aprovechar las ramas caídas. ¿Quiénes podían aprovechar las ramas?, los que llevaban

10. Garret Hardin (1915-2003) fue un ecologista estadounidense que advirtió sobre los problemas de la sobrepoblación.

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tiempo viviendo ahí. De hecho, yo creo que en Galicia aún sigue habiendo algunas reglas por las cual se puede aprovechar la madera del bosque si en el último año ha salido humo de tu chimenea, que es una forma de demostrar que se sigue formando parte de la comunidad. En algunas comunidades de Oaxaca me comentaban que se había planteado el dilema de cómo compaginar los trabajos que todo miembro de la comunidad ha de llevar a cabo con el hecho que haya emigrado a los Estados Unidos. La obligación es que, si quieres seguir formando parte de lo común y utilizar los recursos comunes, tienes que hacer esos trabajos, pero si no estás, ¿puedes comprar el trabajo de otros para cumplir esa obli­ gación comunitaria? Si se puede comprar el trabajo estaríamos entrando en una lógica de ruptura de las obligaciones de lo co­ mún. Significaría la ruptura de la igualdad original que le sirvió a Locke npara justificar la deriva desde un estado de naturaleza igualitario y sin conflictos, a una situación de gran desigualdad social no atribuible a un sistema, sino a decisiones individuales tomadas muchos años atrás. Si miramos la historia y tomamos la Carta Magna de 1217 y la trasladamos al mundo actual,11 12 estamos sin duda comprimiendo muchísimos elementos históricos muy dilatados en el tiempo, y muy diversos entre sí, en una sola idea: la idea de lo común. 11. John Locke (Wrington, 1632-Essex, 1704) fue un filósofo y médico inglés considerado como uno de los más influyentes pensadores del Siglo de las Luces y conocido como el «Padre del Liberalismo Clásico». Sus escritos influyeron en Voltaire y Rousseau, muchos pensadores de la Ilustración escocesa, así como los revolucionarios estadounidenses. Sus contribuciones al republicanismo clásico y la teoría liberal se reflejan en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Locke fue el primero en definir el yo como una continuidad de la conciencia. Postuló que, al nacer, la mente era una pizarra o tabula rasa en blanco. Al contrario de la filosofía cartesiana —basada en conceptos preexistentes—, sostuvo que nace­ mos sin ¡deas innatas, y que, en cambio, el conocimiento solamente se determina por la experiencia derivada de la percepción sensorial. 12. El manifiesto de la Carta Magna. Comunes y libertades para el pueblo, de Peter Linebaugh, Traficantes de sueños, 2013.

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Sin embargo, a pesar de la simplificación que ello pueda generar y que pones de relieve acertadamente, es evidente que lo que al final interesa es la capacidad de movilización política que el tema tiene en momentos en que todo es mercado, mercado y mercado. Lo que estamos viendo, por tanto, es una popularización del concepto por varias razones: una porque se da ese proceso de nuevas enclosures o de nuevos cercamientos/privatizaciones. Es decir, la preocupación que genera que el mercado esté entrando en espacios en los cuales parecía que antes no entraba, como por ejemplo el cuidado, los servicios sociales, la acción comunitaria. Va creciendo la confusión entre lo público y lo privado, con conceptos como partenariado, concertación, prestación privada de servicios públicos... Es evidente que muchas veces se abusa al anunciar los peligros de la «privatización», confundiendo lo que es una prestación no pública de un servicio público, con el hecho de que se esté privatizando. No es sustancialmente negativo que los espacios institucionales y los espacios no estatales (sean o no mercantilizados) compartan responsabilidades y servicios. El problema está en la privatización o mercantilización de ciertos espacios que se consideraban esencialmente públicos o socialmen­ te básicos, y en los impactos que genera su puesta en manos de empresas que tienden a segmentar usuarios o a reducir costes más allá de los efectos sociales que ello pueda generar. El ejemplo más claro es el del agua, pero podríamos extenderlo a la vivienda o a la energía. Esta problemática también se da en el escenario digital. ¿Hasta qué punto el mercado puede llegar también a apropiarse y controlar ese nuevo espacio aparentemente más propicio a la reciprocidad, a la colaboración? Son temas que favorecen la po­ pularización del debate sobre lo común. Y por lo tanto aquí no es extraño que se busquen elementos de carácter histórico que conectan con lo que fue el período de las endosares del inicio del capitalismo del siglo XVIII y del XIX. Y es evidente asimismo que

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todo ello vuelve a darse de manera clara en los temas ambientales. El hecho de que le dieran el premio Nobel de economía a Elinor Ostrom, en 2009, siendo politóloga, no economista, tiene que ver con que buena parte de su trabajo quiere demostrar la mejor calidad y resiliencia ambiental de los espacios y bienes gestionados de manera comunal, en comparación con los gestionados desde la lógica mercantil o estatal. Por cierto, en español el título de su libro se tradujo como El gobierno de los bienes comunes, cuando en inglés era Governing the Commons. En los últimos años, lo que ha ido aconteciendo es la traslación de ese debate a la esfera digital. Lo hace la propia Ostrom en sus últimos trabajos, antes de morir, con la ayuda de Charlotte Hess.13 Pero, en esa misma estela encontramos también a David Bollier,14 Yochai Benkler15 o Lawrence

13. Charlotte Hess es una investigadora y escritora especializada en el tema de los comunes y en temas culturales, que durante años (1991-2012) colaboró con Elinor Ostrom en la Universidad de Indiana. 14. David Bollier es un activista estadounidense, escritor y estratega político. Bollier define su trabajo como «enfocado en promocionar los bienes comuna­ les, haciendo entender como las tecnologías digitales están cambiando la cultura democrática, luchando contra los excesos de las leyes de propiedad intelectual, fortaleciendo los derechos del consumidor y promoviendo el activismo sociál.» Es cofundador del grupo de interés público Public Knowledge donde actúa como miembro numerario. 15. Yochai Benkler ocupa la cátedra Jack N. and Lillian R. Berkman de De­ recho Empresarial en la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard y es autor de los libros La riqueza de las redes (Icaria, 2015) y El pingüino y el Leviatán (Deusto, 2012). El trabajo de investigación de Benkler se centra en enfoques basados en el procomún para la gestión de recursos en entornos en red. Acuñó la expre­ sión «producción entre iguales basada en el procomún» (también llamado «bien común», «bienes comunales» o «trabajo colaborativo») para describir iniciativas colaborativas, como el software libre o Wikipedia, que se basan en información compartida. También utiliza la expresión «economía de la información en red» {networked information economy). Su libro La Riqueza de las Redes estudia las maneras en que las tecnologías de la información posibilitan formas extensivas de colaboración que pueden tener consecuencias transformativas para la economía y la sociedad.

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Lessig16 hablando de commons y de esa idea de que en el ám­ bito de la sociedad de conocimiento los bienes no presentan la característica de rivalidad tan presente en otros ámbitos. Lo que, por lo tanto, permite establecer formas más compartidas, que son al mismo tiempo generadoras de más valor y de me­ jores resultados que si se mantienen lógicas de competencia. Si todo esto lo relacionamos con muchos debates actuales en los cuales hay una sensación de crisis, de incertidumbre, sobre cómo van a ir las cosas en el futuro, insisto, en esta exploración inicial que estamos haciendo, es normal que la gente se acerque a este concepto por lo que tiene de prometedor e ilusionante. Prometedor, porque da respuestas nuevas, que tienen al mismo tiempo un cierto arraigo histórico y que refuerzan esa idea de acción colectiva, de reacción en común frente a la decepción que está suponiendo para muchos la falta de respuesta adecuada de la esfera público-estatal, e ilusionante, ya que renueva el arsenal de respuestas con las que hasta ahora se operaba desde el campo de la defensa de la igualdad y de la solidaridad social. C.R.: Estoy de acuerdo, me parece prometedor, aunque solo sea como reacción al torbellino mercantilizador del que venimos. No obstante, yo creo que también hay zonas de sombra que tienen que ver, precisamente, con algunos aspectos nada novedosos de

16. Lawrence Lessig (Dakota del Sur, 1961) es un abogado y académico especializado en derecho informático, fundador del Centro para el Internet y la Sociedad en la Universidad de Stanford, y creador e impulsor de la iniciativa Creative Commons. Lessig es un reconocido crítico de los derechos de autor. Su libro Por una cultura libre (Traficantes de Sueños, 2005) defiende un modelo de flexibilización de los derechos de autor como nuevo paradigma para el desarrollo cultural y científico desde Internet, apoyándose en el movimiento del software libre de Richard Stallman. Es también autor de Remix. Cultura de la remezcla y derechos de autor en el entorno digital (Icaria, 2012), el apasionado alegato final con que Lessig concluye su dilatada defensa de los commons creativos frente a los cercamientos privativos.

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los debates contemporáneos en torno a los comunes, en parti­ cular por parte algunas de las voces más transversales y con un discurso aparentemente más innovador. Creo que, en ocasiones, a través de la retórica de los comunes se está colando de rondón una especie de actualización descafeinada de la crítica antiinsti­ tucional de finales de los años sesenta. Me parece, francamente, una herencia peligrosa. Ya me resulta ambigua en su contexto original, pero hoy en día suele ser elitista y cómplice de las diná­ micas mercantilizadoras. A veces parece como si la defensa de los comunes implicara un reconocimiento del rechazo neoliberal del Estado de bienestar. Soy muy crítico con las políticas estatalistas, pero creo que hay que desarrollar alternativas desde una posición radicalmente distinta a la de las élites económicas.

El debate Hardin-Ostrom C.R.: Es importante plantear bien cómo surgió la preocupación por los comunes y en qué consistió el debate original entre Hardin y Ostrom, porque además hay algunos matices históricos que a veces se pierden. La discusión comenzó con la publicación de un artículo de Garrett Hardin titulado «La tragedia de los comunes», en el que explicaba cómo la gestión de los recursos de uso corfiún se enfrenta a un dilema. Básicamente, si varios individuos que actúan racionalmente y motivados por su interés personal utilizan de forma independiente un recurso común limitado terminarán por sobreexplotarlo hasta agotarlo aunque, en realidad, a nin­ guno de ellos les convenga que sea así. Las dos soluciones que se suelen proponer a este dilema son o bien la privatización o bien la burocratización. La privatización hace que cada propietario del recurso cuide de la parte que le corresponde. La gestión bu­ rocrática hace que alguna agencia externa a los propios usuarios evite los abusos. La moraleja sería, según Hardin, que los bienes

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comunes solo pueden sobrevivir a través de la coerción o de la competencia. El artículo de Hardin fue el inicio de un larguísimo debate que llega hasta hoy. A lo mejor por eso se suele pasar por alto que la polémica comenzó en un contexto histórico muy concreto que marcó los términos de la discusión. Técnicamente «La tragedia de los comunes» únicamente propone una variación trivial del dilema del prisionero,17 que es un experimento mental muy bien conocido en ciencias sociales y con formulaciones muchísimo más sofisticadas. ¿Por qué, entonces, el texto de Hardin tuvo tanto impacto? Hardin publicó su artículo en 1968 para inter­ venir en los debates en torno a la sobrepoblación y los límites medioambientales al desarrollo económico que en aquella época empezaban a proliferar. Lo que ocurrió, sin embargo, es que el texto de Hardin ha sido discutido sobre todo por economistas, sociólogos y politólogos. La explicación, creo, tiene que ver con el contexto político e intelectual de los años setenta del siglo pa­ sado. Me refiero a que, por un lado, era un momento en el que el Estado de bienestar posterior a la Segunda Guerra Mundial parecía haberse topado con algunos límites internos importantes

17. El dilema del prisionero es un experimento mental típico de la teoría de la decisión racional. En su versión clásica dice así: «La policía detiene a dos sospechosos y los incomunica. No hay pruebas suficientes para condenarlos así que el fiscal les ofrece el mismo trato (por separado y sin que puedan hablar entre ellos). Si uno confiesa y su cómplice no, el cómplice será condenado a la pena total, diez años, y el primero será liberado. Si uno calla y el cómplice confiesa, el primero recibirá esa pena y será el cómplice quien salga libre. Si ambos confiesan, ambos serán condenados a seis años. Si ambos lo niegan, todo lo que podrán hacer será encerrarlos durante un año por un cargo menor». El dilema surge porque la mejor estrategia individual de cada detenido es confesar (sea cual sea la decisión de tu cómplice, reduces tu condena confesando). Pero si ambos detenidos se com­ portan como decisores racionales y confiesan obtendrán un resultado peor que si hubiesen cooperado sin confesar ninguno. Dicho de otra manera, la racionalidad práctica individual es incapaz de alcanzar resultados óptimos en al menos algunas interacciones.

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y los neoliberales estaban aprovechando esa ventana de oportu­ nidad para reaparecer con mucha fuerza reclamando una nueva mercantilización. Por otro lado, buena parte de la izquierda había concentrado sus esfuerzos en las políticas antiinstitucionales, en la crítica de las intervenciones autoritarias del Estado. Así que los neoliberales pudieron usar la parábola de Hardin en un momento en el que se estaba cuestionando de forma generalizada —tanto desde la izquierda como desde la derecha— el modelo de inter­ vención pública estatalista que había dominado en Occidente desde la Segunda Guerra Mundial. Dada la imposibilidad de la cooperación no autoritaria, la única alternativa no impositiva era la privatización. Esta situación histórica fue la que impidió e impide ver a mucha gente algo obvio, que la argumentación de Hardin se basa en una confusión total de los planos de análisis. El texto de Har­ din se basa en un razonamiento formal que aspira a demostrar la imposibilidad de que aparezca espontáneamente la colaboración eficaz. En cambio, la crisis histórica de los estados del bienestar apuntaba a algunas limitaciones de la forma concreta que había adoptado la organización del Estado tras la Segunda Guerra Mun­ dial. Los neoliberales difuminaron la distinción entre el análisis formal y el estudio histórico, de modo que una crisis política e institucional coyuntural parecía llevar inevitablemente a la idea de que la privatización es la única alternativa no autoritaria a la imposibilidad racional de la cooperación generalizada. Esta es la razón por la que la crítica de Elinor Ostrom fue tan poderosa. Lo que hizo fue confrontar la teoría de la elección racional con el análisis histórico y trasladar el peso de la prueba a la tesis de la tragedia de los comunes. Ostrom recordó que a lo largo de la historia existieron muchas sociedades que gesrionaron eficazmente los bienes comunes. Es Hardin el que tiene que ex­ plicar por qué la tragedia de los comunes es tan poco frecuente.

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Para mí, el problema del planteamiento de Ostrom es que, como ya he planteado, concedió demasiado a Hardin y a los neoliberales al excluir al menos algunas formas de organización pública del esquema de los comunes. Entender lo público-estatal necesariamente como externo y ajeno a lo común me parece un error, al menos en el contexto de sociedades de masas, complejas y culturalmente diversas. Ostrom se centró en refutar el modelo de racionalidad económica que subyacía al planteamiento de Hardin, pero se olvidó de criticar también los presupuestos his­ tóricos que subyacían a la comprensión de los comunes, de lo público y de lo privado de Hardin. J.S.: Y además las críticas que ha tenido Ostrom han ido llegan­ do de distintos lados. En cierta manera, Ostrom no ponía en cuestión el paradigma del que había partido Hardin. Es decir, respondía desde un paradigma compartido. En el fondo Ostrom da respuesta a Hardin desde sus propias bases conceptuales. Lo que explicita es que hemos de tener cuidado porque, a pesar de que la lógica de la racionalidad económica funcione, no siempre es mejor competir. Trata de demostrar que en ciertos casos es racionalmente mejor cooperar que competir. Esa es una de las críticas que se le han hecho. Otra, que me parece más consistente, es que Ostrom se refería solo a un tipo determinado de bienes en los que existía una clara asimetría entre los que estaban dentro de la comunidad que gestionaba el recurso y aquellos otros que estaban fuera, y que por tanto se mantenían ajenos a la posibili­ dad de usar ese recurso. Al mismo tiempo, Ostrom basaba toda su fundamentación en experiencias estrictamente locales, que de manera persistente a lo largo del tiempo habían sido capaces de mantener sus pautas de colaboración de manera coordinada. En la parte final de la vida de Ostrom, no obstante, es cierto que ella incorporó la idea de lo digital, que plantea otros dilemas,

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al no existir propiamente comunidad en el sentido limitado y circunscrito que su análisis de experiencias históricas mostraba. Pero es evidente que en gran parte de su obra se parte de la idea de que hay una clasificación de bienes basada en los dilemas de exclusión y rivalidad, típicos de la economía política clásica. En este sentido, limita su propia teoría a un determinado tipo de bienes, los bienes comunes. Y esa limitación hoy parece discutible o al menos excesivamente rígida si queremos incorporar todo el campo de la sociedad del conocimiento y de la información. C.R.: A mí me parecen razonables algunas críticas a la argumen­ tación de Ostrom. La primera crítica tiene que ver con que los debates basados en el dilema del prisionero suelen estar viciados de partida, porque no se entiende bien qué es lo que está en juego. En cualquiera de sus versiones —incluido el dilema de los comu­ nes—, el dilema del prisionero es un teorema de imposibilidad. Eso significa que no describe las limitaciones que tiene la gente de carne y hueso para colaborar, sino la incapacidad de la teoría de la elección racional para hacerse cargo de la forma en la que la gente realmente colabora en muchas ocasiones. Lo que realmente dice el dilema del prisionero es que «la gente coopera, paga impuestos, vota... y nuestro instrumental teórico individualista es incápaz de explicarlo». Por eso todas las llamadas «soluciones» al dilema del prisionero siempre hacen trampa, porque presuponen que, en última instancia, hay un deseo larvado de cooperación, que es algo que los términos iniciales del dilema excluyen de partida. Y esto es algo que también ocurre con Ostrom, al menos en algunos de sus textos: plantea que la sociabilidad es un fenómeno primario que no se puede descomponer en interacción individual, que no se puede reducir al subproducto del egoísmo racional. Es una posición muy razonable. Sin embargo, creo que cae en un error al intentar explicarlo en un lenguaje respetable académicamente,

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cercano al que manejan los teóricos de la elección racional. Me parece un error, creo que es mucho mejor denunciar que ese lenguaje sencillamente no sirve para describir aquellas áreas de nuestra vida social que no están basadas en la competencia. J.S.: En el fondo se obvian lógicas mucho más naturales de rela­ ción social. Podemos imaginar que los pastores al final hablarían entre ellos: «¿no te acuerdas cuando tu padre te contaba lo que ocurrió hace años cuando uno puso muchas más ovejas?» La gente aprende de lo que les pasó antes a otros. Es decir, hay una idea, un modelo de razonamiento utilitario, entendido siempre como prioritario y cerrado que, en el fondo, no responde a la realidad. C.R.: Exactamente. El dilema del prisionero se da de hecho en la realidad: en ocasiones sencillamente somos incapaces de cooperar aunque nos convenga y nos abandonamos a una competición autodestructiva. Muchas veces, es cierto, nos comportamos como egoístas maximizadores. Pero muchas otras veces no. Y lo interesante, al menos para mí, es justamente la investigación empírica de cómo se constituyen colectivamente esos contextos sociales en los que nos comportamos de una manera o de otra. Ostrom se dio cuenta de que la cooperación relacionada con los bienes comunes no era una especie de espontaneidad naíf sino que tenía una articulación institucional compleja. Tendemos a crear marcos normativos, sistemas de compromiso, en los que ponemos en suspenso la lógica del egoísta racional, la lógica de la competición y de la preferencia individual. Es algo muy cotidiano que hacemos constantemente. Si los padres y madres se pregun­ taran si «prefieren» levantarse a las tres de la mañana a darles el biberón a sus hijos o qué beneficio obtienen de ello, los bebés se morirían de hambre. Los intentos de algunos economistas de reducir esos sistemas de compromiso a una lógica competitiva

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basada en la ventaja individual, pienso en Gary Becker,18 resultan delirantes, completamente lisérgicos. Ostrom, en cambio, trató de sacar a la luz cómo esos entramados institucionales que limitan la tentación de defraudar se van elaborando a través de ajustes, procesos de diálogo y negociación, conflictos... J.S.: Ciertamente. Lo que creo que cabe resaltar es que Ostrom generó algo que es muy complicado: partiendo de elementos y aprendizajes suministrados por casos concretos, fue capaz de construir categorías analíticas que incorporan un sistema de reglas institucionales. Reglas que acaban explicando cómo se constru­ ye un sistema socialmente aceptable, productivo y resiliente. A partir de la acumulación y del análisis de muchísimos casos, logró construir un sistema de reglas institucionales y de análisis que muestra cómo se construye una ecología de relaciones que generan a la postre más incentivos a la cooperación entre actores que a la competencia entre ellos. C.R.: La segunda objeción, a la que antes tú también hacías refe­ rencia, está relacionada con la arbitrariedad de los tipos de bienes que analiza Ostrom. Esta me resulta interesante pero ambigua. La verdad es que la comprensión económica convencional dé los bienes comunes me parece razonable. Por recordarlo rápidamente, desde esta perspectiva, los bienes públicos —con independencia de su titularidad, sean estatales o no— son aquellos cuyo uso por parte de una persona no impide su uso simultáneo por otros

18. Recibió el Premio Nobel de Economía en 1992 por ampliar el dominio del análisis microeconómico a un mayor rango de comportamientos humanos fuera del mercado. Fue un destacado representante del liberalismo económico. Según el Modelo Simple de Crimen Racional, formulado por Becker, las personas, al sopesar costes y beneficios, no dejan margen a plantearse sobre lo correcto y lo incorrecto.

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individuos —como la luz de un faro o una señal de radio— y no es posible excluir de su uso a los usuarios que no han pagado por ellos. O, dicho en la teminología propia de los economistas, los bienes públicos son no rivales y no excluyentes. Los bienes privados serían los rivales y excluyentes, y los bienes comunes son no excluyentes pero sí rivales (es decir, no hay manera de impedir que alguien use ese bien y al mismo tiempo cada uso disminuye el uso que otros pueden hacer de él). La distinción tiene un punto de arbitrariedad, es cierto, pero ayuda a diferenciar cuándo se está aplicando de un modo puramente metafórico el concepto de bien común, que es lo que suele pasar en el ámbito digital. Buena parte de lo que se llama bienes comunes digitales son, en realidad, bienes públicos, porque son no rivales (mi uso de una película digitalizada no disminuye el uso que otros pueden hacer de ella). Y a lo mejor entonces el modelo de los comunes ya no vale para analizar esa realidad. Claro, se inventa un problema y se aplica esa solución que estaba diagnosticada para otra cosa. Lo que a mí me parece más sugerente de la propuesta de Ostrom es que no se limita ni a ha­ cer un esquema conceptual, como Hardin, ni a hacer un análisis histórico, sino que trata de hacer las dos cosas simultáneamente tratando de detectar algunas características generales de los sis­ temas de reglas que regulan los comunes. J.S.: Muchas veces trato de explicarlo de manera muy simple, uti­ lizando un ejemplo que tenemos muy cerca, que es el acuífero del delta del Llobregat. En el delta del Llobregat, donde está situado el aeropuerto, hay un acuífero muy importante que en ciertos momentos ha generado el 10% de toda el agua necesaria en la gran área metropolitana de Barcelona. ¿Qué ha pasado históricamente? Gracias a ese acuífero y a las afectaciones de terreno del aeropuer­ to o del puerto, se ha logrado mantener un importante parque

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agrario insólitamente cerca de Barcelona. Tanto el parque agrario como el municipio de El Prat del Llobregat usan esa agua para el riego o para el consumo de sus ciudadanos. Y en esa misma área se han instalado muchas empresas. Empresas textiles, cerveceras, o incluso la SEAT que extraían agua. El acuífero no se saliniza, a pesar de su proximidad al mar, si el nivel del acuífero se mantiene, y por tanto se mantiene la tensión entre volumen de agua salada y volumen de agua dulce. Pero si baja la presión o el volumen de agua dulce, entonces el acuífero tiende a salinizarse. Por lo tan­ to, si se extrae mucha agua del acuífero, surge el problema de la salinización. Es decir, siguiendo un poco la lógica de Hardin: en la medida en que cada usuario (empresas, regantes, población de El Prat...) solamente se ocupa de sacar el agua y no de gestionar el conjunto, el común, está contribuyendo a la ruina del sistema. Así ocurrió a mediados de los setenta, y empezaron a ponerse de acuerdo y a organizarse para reducir el consumo y para generar procesos de recarga del acuífero cuando escaseaba el agua. Es decir, se organizaron como colectividad, estableciendo una serie de reglas institucionales y de inversión para mantener el recurso. Muchas de las reglas de Ostrom, si las aplicas al caso del acuífero, funcionan perfectamente, con sanciones, incentivos, desincentivos, liderazgo, el riesgo de perderlo todo, los límites... y por lo tanto la reacción se produce no de manera totalmente natural, sino cuando existen ciertos límites que se sobrepasan y que nos obligan a reaccionar. En esta situación el nivel de obligatoriedad de estas reglas es muy alto, y da una fuerza espectacular a esas normas. C.R.: Efectivamente, los comunes no pueden ser entendidos solo como un sistema de derechos. Son un sistema de derechos y de obligaciones. Hace unos meses, unos antropólogos del País Vasco me explicaban que en el contexto de los movimientos municipalistas que están apareciendo en los últimos años se está

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produciendo una reivindicación muy fuerte del Batzarre,19 que era una asamblea democrática local que existía tradicionalmente en los pueblos vascos. Me decían que lo que la gente hoy suele ol­ vidar es que el Batzarre estaba vinculado al Auzolan,20 los trabajos comunales que daban derecho a participar en la asamblea. Creo que en las versiones contemporáneas de las políticas comunes a menudo falta este elemento de obligación. Se entiende la partici­ pación como una opción personal, como un derecho individual. Cuando la participación es más bien una obligación que cobra sentido al expresarse a través de instituciones colectivas. J.S.: Es lo mismo que decían en Oaxaca y que antes mencionaba. Tú puedes participar, y puedes decidir en la asamblea si has trabajado. Pero ello no está exento de problemas, por ejemplo, en Oaxaca, a pesar de que las mujeres trabajasen, no las dejaban participar porque no eran consideradas ciudadanas o «comuneras» de primera. Esto está relacionado con la escala política y administrativa a la que quieres aplicar una gestión comunitaria, cosa que ya hablaremos más adelante. El geógrafo crítico David Harvey21

19. El Batzarre (en sus diversas denominaciones: concejo, ccndea, anteiglesia, biltzar, etc.), o asamblea soberana de valle, comarca o «país», es la forma de poder colectivo surgida anteriormente a la creación de las formas estatales de poder en el occidente europeo, similar a formas que existían en nuestro entorno cercano y en el área alpina. 20. El «Auzo» es la unidad política básica de la organización sociopolítica y económica autóctona de Euskal Herria. El Auzo puede equivaler en muchos casos al territorio del Batzar del valle, en otros a un actual municipio, y en la mayoría de los casos a una subdivisión que hoy entenderíamos en castellano como algo similar a «barrio». El método del Auzolan, consiste en trabajar en grupo de forma gratuita ante una tarea que sobrepasa las capacidades de la persona, de la familia o de un colectivo. Una forma común a todas las sociedades preindustriales, y que sobrevive en aquellas partes de la vida social que no han sido monetarizadas (www.nabarralde.com). 21. David Harvey (1935, Gillingham, Kent) es un geógrafo y teórico social británico. Desde 2001, es catedrático de Antropología y Geografía en la City University of New York (CUNY) y Miliband Fcllow de la London School of Economics.

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hace una reflexión interesante sobre los ejemplos que Ostrom utiliza en su trabajo, en el cual nunca se plantea casos que vayan más allá de unos centenares de personas. Entonces ¿cómo utilizar ese capital analítico y conceptual en escalas y en sociedades más grandes? Este es un punto que es necesario aclarar, pero yo creo que el avance ha sido importante en el sentido de reglas insti­ tucionales, de derechos y de obligaciones relacionados con una construcción que, sin poder considerarla como «natural», lo es bastante más que la pretensión de considerar al mercado como la forma «natural» en que la gente se relaciona. Lo «común» es una construcción, pero tiene bases y recorrido histórico, y cuenta con el valor añadido que le ha dado el análisis institu­ cional de Ostrom. El problema que tenemos es que muchas veces queremos encontrar una solución que nos resuelva todos los problemas al mismo tiempo, y, como decías al principio, se trata de una gra­ dación que debemos ver en cada caso, utilizando ese eje continuo del que hablábamos. C.R.: De hecho, a mí me parece que esa dimensión compulsiva de los comunes tiene una fuerte relación con algunas tradiciones de la izquierda política. En los años treinta del siglo pasado', un historiador socialista cristiano comoTawney (1880-1962) decía que el auténtico lenguaje de la izquierda política no es el de los derechos sino el de las obligaciones. Lo que nos compromete con la emancipación, decía Tawney, son las responsabilidades compartidas que estamos dispuestos a asumir colectivamente. Es decir, existe una amplia tradición de apoyo mutuo, relacionada con el sindicalismo o el cooperativismo, en la que nos podemos basar para desarrollar políticas de los comunes en nuestras socie­ dades. Ahora bien, también es cierto que hay que tener en cuenta que los procesos de mercantilización no son fáciles de revertir.

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Una vez que se inicia la lógica individualista competitiva es muy complicado deshacer ese camino.

Capitalismo, comunes y gran transformación C.R.: La destrucción histórica de los comunes es un momento importante del proceso más amplio de construcción de formas de relación social específicamente capitalista. Hobsbawm22 explicaba que incluso en Inglaterra hubo que esperar hasta mediados del si­ glo XIX para que los empresarios y los trabajadores se comportasen realmente conforme a las reglas del mercado. Hasta ese momento existían factores no salariales muy importantes que influían en el comportamiento económico de los obreros: la preferencia por ciertos tipos de trabajo, el ocio, la capacidad de controlar el proceso laboral... Los trabajadores aprendieron a tratar su fuer­ za de trabajo como una mercancía que había que vender, pero siempre que podían seguían aplicando criterios no exactamente económicos para establecer su precio o la cantidad de trabajo que estaban dispuestos a realizar. Del lado de los empresarios, también ocurría algo parecido. Hoy nos resulta asombroso lo abiertamente que autores como Mandeville23 hablan de la necesidad de aplicar 22. Eric John Ernest Hobsbawm (Alejandría, 1917-Londres, 2012) fue un historiador marxista británico de origen judío. Considerado un «pensador clave de la historia del siglo XX», es conocido por su trilogía sobre las tres edades: La era de la revolución: Europa 1789-1848 (1962), La era del capital: 1848-1875 (1975) y La era del imperio: 1875-1914 (1987), a la cual en 1994 se añade The Age of Extremes, publicada en español como Historia del siglo XX (Crítica, 2013). 23. Bernard Mandeville (Rotterdam, 1670-Hackney, 1733) fue un filósofo y escritor satírico. Sus obras reflejan la teoría social según la cual el interés individual beneficia a la sociedad. Anticipó así la teoría económica del laissez-faire, que pro­ pugnaba el interés personal, la competencia y la menor interferencia posible de las autoridades en los quehaceres de la sociedad. En 1705 publicó el poema Zumbido de colmenas, que apareció en 1714 con el título La fábula de las abejas. El argumento de la obra desarrolla de forma satírica la tesis de la utilidad social del egoísmo.

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medidas violentas y coercitivas para que la gente se vea obligada a trabajar a cambio de un salario. Desde mediados del siglo XIX, en cambio, las reglas de la mercantilización generalizada ya han sido asumidas por trabajadores y patrones. Con la desaparición de los comunes se volatilizó una de las bases materiales de la resistencia a la mercantilización y de la necesidad de usar la vio­ lencia directa para disponer de fuerza de trabajo. Por eso Marx analiza el capitalismo asumiendo que la explotación se produce sin coerción directa, surge simplemente de las relaciones voluntarias en el mercado... Salvo, precisamente, cuando analiza el origen histórico de las relaciones salariales. El segundo momento de la historia del capitalismo en el que cobra una importancia crucial la destrucción de los comunes es cuando se produce la expansión colonial de las potencias capi­ talistas, a finales del siglo XIX. Los teóricos marxistas del impe­ rialismo, como Rosa Luxemburg o Lenin, entendieron que en ese proceso estaba en juego algo distinto y que es esencial en la comprensión contemporánea de los comunes: el capitalismo es un sistema increíblemente expansivo pero profundamente frágil que necesita estar alimentándose permanente de un afuera, de una realidad extracapitalista que parasita. El resultado de esta dinámica expansiva no es tanto una generalización de la subjeti­ vidad individualista competitiva, sino una subordinación de las formas de vida tradicionales al mercado en una forma degradada y dependiente. Como decía Wallerstein,24 lo sorprendente no es

24. Immanuel Wallerstein (Nueva York, 1930) es un sociólogo y científico social histórico estadounidense. Principal teórico del análisis de sistema-mundo. Wallerstein localiza el origen del moderno sistema mundial en el noroeste de Europa del siglo XVI. Una pequeña ventaja en la acumulación de capital en Gran Bretaña y Francia, debido a circunstancias políticas específicas al final del período del feudalismo, pusieron en movimiento un proceso gradual de expansión, dando como resultado: la red mundial, o sistema de intercambio económico que existe en la actualidad. Para Wallertstein, la transición al capitalismo se llevó a cabo

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lo mercantilizado que está el mundo, sino que no lo esté mucho más. La razón es que el mercado libre generalizado necesita vampirizar económicamente alguna realidad no mercantil: los comunes, el trabajo reproductivo de las mujeres...

Karl Polanyi C.R.:Tal vez el autor que mejor supo entender este proceso fue Karl Polanyi, seguramente el gran predecesor de Ostrom y que, curiosamente, no era marxista, no al menos en un sentido ortodoxo, pues era partidario del marginalismo y rechazaba la teoría del valor... J.S.: No puso el énfasis en la producción. Y esto da a Polanyi un vínculo con la realidad actual que le ha vuelto a convertir en un referente, setenta años después de escribir La gran transformación. C.R.: Polanyi se formó en la escuela weberiana e inicialmente sus críticas a los liberales austríacos se mueven en esa tradición intelec­ tual. No obstante, fue muy receptivo al marxismo centroeuropeo del período de entreguerras y al socialismo cristiano, un bagaje que enriqueció con su lecturas de autores de la época heroica de la antropología: Malinowski, Mauss... Con esos materiales ela­ boró una argumentación muy sencilla pero poderosa. El punto inicial de Polanyi es subrayar la exoticidad extrema de la sociedad

durante el «largo» siglo XVI con la previa «crisis» del modo de producción feudal, que englobaba causas climáticas, demográficas, políticas e incluso culturales, lo que obligó a los señores feudales de Inglaterra y del norte de Francia a conver­ tirse en capitalistas. Lo anterior llevó a la conformación de la economía-mundo capitalista que llegó a ocupar América y a convertirla en la periferia del sistema mundial y, consecuentemente, desecha la idea de «revolución burguesa» arraigada en el marxismo ortodoxo.

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de mercado. Ninguna sociedad hasta hoy ha estado organizada en torno a la competencia mercantil. El comercio siempre ha existido, por supuesto, pero con enormes limitaciones porque todas las sociedades pasadas entendieron que ciertos bienes y servicios esenciales debían quedar excluidos de la competición, que algunas realidades relacionadas con la subsistencia humana debían estar integradas en instituciones cooperativas. Creo que ese es el punto de partida también de Ostrom y de las reflexiones contemporáneas sobre los comunes. Es muy potente porque abre una vía para pensar el capitalismo como un modelo de sociedad cuya enorme expansividad no debería ser confundida con una demostración de su viabilidad histórica. La sociedad de mercado es un experimento reciente, antropológicamente insólito y muy probablemente fallido. J.S.: Ese es el punto clave y lo que le proporciona esa moderni­ dad brutal a Polanyi, que consigue que una obra escrita en 1944 sea hoy un elemento central en el debate. Cuando estudiaba económicas, recuerdo haberlo leído, pero no se le concedía la importancia que luego ha ido adquiriendo y que ha hecho que 70 años después se haya convertido en una especie de best se- , 11er. Esto demuestra su vigencia. Y ¿por qué tiene esa vigerícia? Por la razón que tú acabas de comentar. La idea del contraste con esa visión naturalizada de la economía, el mercado como única forma posible de relación entre las personas. Ese paso de la economía de mercado a la sociedad de mercado, el sistema mercantil como lo que lo explica todo, priorizando el móvil de la ganancia al móvil tradicional de la subsistencia, provocando que las bases de la existencia humana acaben convirtiéndose en mercancía. Destacaría la reflexión que hizo sobre elementos que él consideraba que no deberían haberse mercantilizado nunca, que si no recuerdo mal eran el trabajo, la tierra y el

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dinero. Incluir el dinero parece curioso, porque ¿cómo no va a mercantilizarse el dinero? Creo que estas consideraciones son hoy un elemento central, porque estamos viendo cómo el tra­ bajo se nos está disolviendo como concepto clave de la vida. Es muy interesante repensar cómo el trabajo, la tierra o el dinero, a pesar de ser elementos clave de nuestras vidas, no deberían convertirse en ejes centrales de la lógica mercantil. Para mí fue todo un redescubrimiento volver a leer sus aportaciones. C.R.: Creo que la razón por la que Polanyi resulta tan sugerente es porque, igual que Ostrom, inyecta en las consideraciones económicas asuntos que normalmente se consideran propios de otras disciplinas. Este es un elemento central de su teoría. Polanyi entiende la economía como una actividad intrínse­ camente institucionalizada, los procesos económicos tienen distintas posibilidades de organización social que en la mayor parte de sociedades conviven simultáneamente. Las más im­ portantes son la reciprocidad, la redistribución y el mercado. El secreto de este proceso de institucionalización económica, según Polanyi, es que en las sociedades tradicionales la econo­ mía no es una esfera separada, fácilmente identificable, sino un momento de un proceso social más amplio. Las relaciones económicas, del tipo que sean —mercantiles o no— están «empotradas», es decir, se dan en el interior de un continuo de vínculos familiares, culturales, políticos, religiosos... Un poco como aún pasa en nuestras familias, que son unidades sociales básicas para nuestra subsistencia material pero en las que no distinguimos una esfera específicamente económica de negociación y competencia: hacerle un regalo a tu madre en Navidad no se entiende como una transacción material, aunque lo sea, sino como una obligación propia de los buenos hijos y como un momento de celebración.

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Precisamente lo que Polanyi considera distintivo de los procesos de modernización es la escisión de la esfera económica y la subor­ dinación del resto de los ámbitos sociales al mercado a través de un proceso político disciplinario muy agresivo. El momento clave de esta historia es la generalización de tres mercados muy peculiares e históricamente insólitos, a los que tú antes aludías: el de la tierra, el dinero y el trabajo. Rcapropiándose de la terminología de Marx, Polanyi describe estas tres mercancías como «ficticias», porque tienen características muy peculiares y no han sido producidas para el mercado sino que proceden de una apropiación de recursos comunes relacionados con la vida misma: el trabajo son los propios seres humanos, la tierra es la naturaleza y el dinero es un signo social del poder adquisitivo. Pero, además, son ficticias porque el mercado libre autorregulado más que pernicioso es imposible, es una fantasía, literalmente una utopía. Nunca ha existido y seguramente nunca existirá. Porque, dice Polanyi, hay algo profundamente arraigado en nuestra subjetividad que nos impide vivir la vida a través de la pura competición. La cooperación no mercantil está profundamente incrustada en nuestra naturaleza. Por eso creo que Polanyi es un autor clave en la reflexión contemporánea de los comunes. Por un lado plantea la posibilidad de reintegrar la economía en un continuo más amplio de relaciones sociales que, al menos en parte, pueden ser colaborativas. Pero también se da cuenta de que esa integración ha de darse a través de distintas herramientas institucionales, incluido el mercado, no solo una, no solo la reciprocidad. J.S.: Es lo que tú pones de manifiesto en tus prólogos a los trabajos de Polanyi. Esos tres mecanismos básicos de relación económi­ ca, intercambio, reciprocidad y redistribución, acaban siendo absorbidos, de una manera en ningún caso natural, por la lógica hegemónica del intercambio a través de las relaciones mercantiles. Pero lo significativo, asimismo, es que el mercado tiene su propio

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espacio y no tiene por qué verse relegado por una economía pla­ nificada centralmente. En la dinámica de redistribución, el papel del Estado es clave. Pero ahora esa capacidad de redistribución se pone en cuestión debido al mismo desequilibrio que se pro­ duce entre la economía global y la capacidad de redistribución territorial, cuando esa capacidad está erosionada por dinámicas de evasión y elusión fiscal. Esa relación entre Estado-nación y mercado-nación tenía una base de beneficio mutuo, win win, o sea el mercado ganaba porque había una protección por parte del Estado, que aseguraba la protección arancelaria y, al mismo tiempo, el cumplimiento de las normas. El Estado, vía política fiscal, conseguía recursos de los más beneficiados por la lógica de mercado, y con esos recursos era capaz de redistribuir, favorecien­ do las condiciones de vida de la gente y evitando conflictos. Y el mercado acababa también ganando con ello ya que, al producirse la redistribución, la gente consumía más. En el momento en que eso falla porque la globalización altera esos equilibrios, entonces el factor de redistribución queda en cuestión. ¿No crees que en el fondo, a medida que esto se va comprobando, no se acaba gene­ rando la sensación de que necesitamos reforzar las capacidades de reciprocidad y redistribución autónomas por parte de los propios colectivos? Ya que en el fondo el instrumento que teníamos, la institución que teníamos que nos aseguraba ese proceso de redis­ tribución nos está fallando. Creo que Polanyi nos recuerda que si confiamos esencialmente en la redistribución como respuesta a los conflictos que genera la desigualdad y la necesidad de subsistir, deberá haber cierta autoridad central que sea capaz de redistribuir. C.R.: Es curioso, porque esa es una cuestión central en las reflexiones del Polanyi menos conocido, el anterior a La gran transformación. Cuando vivía en Viena, en los años veinte, Polanyi intervino en un largo debate entre la escuela austriaca

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liberal y socialistas como Otto Neurath25 acerca de la viabilidad de una economía compleja no dependiente del mercado. Polanyi, entendió bien los problemas de la economía centralizada, tanto el riesgo de autoritarismo como los errores y la imprecisión de una planificación que requeriría una increíble cantidad de infor­ mación. Nunca cayó en las ilusiones de algunos marxistas, que parecen creer que el socialismo surgirá del capitalismo sencilla­ mente prescindiendo de los capitalistas. De hecho, la propuesta de Polanyi de desmercantilización está muy cerca de las estrategias municipalistas contemporáneas. Habla de un sistema económico descentralizado y parcialmente deliberativo basado en un con­ junto de organizaciones que permitan que cada miembro de la sociedad esté representando en su doble faceta de consumidor y productor. Todo ello complementado con algunos principios de mercado, que permitan un cierto ajuste de la oferta y la demanda. Con independencia de los detalles de la propuesta de Polanyi, pienso que, como estrategia política, es una forma muy razona­ ble de afrontar los procesos de democratización de la economía. Dicho esto, creo que en la evaluación que a veces hacemos de las políticas estatalistas de la posguerra y de los límites de las políticas de redistribución hemos aceptado demasiado rápido la versión de los vencedores, de los neoliberales. El fin del Estado de bienestar no fue una especie de implosión de irracionalidades burocráticas sino un asalto político exitoso por parte de las clases altas. Es verdad que a finales de los años sesenta el modelo económico dominante desde la posguerra estaba agotado, era incapaz de satisfacer las aspiraciones tanto de las élites como de las clases trabajadoras. Pero existían distintas alternativas históricas, distintos caminos que

25. Otto Neurath (1882-1945) fue un filósofo y economista austríaco, exponente heterodoxo del marxismo al formar parte de la «izquierda» del célebre Círculo de Viena.

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podían haberse seguido. El 68 fue, en última instancia, el anuncio de una reactivación de la lucha de clases en todo el mundo: Chile, México, Francia, Italia, Egipto, Portugal, Argentina... Como recordaba Harvey, en Suecia el plan Rehn-Meidner26 proponía, literalmente, comprar de manera paulatina a los dueños de las empresas su participación en sus propios negocios y convertir el país en una democracia de trabajadores. Desde la redistribución se podía haber avanzado en distintas direcciones. El liberalismo venció esa batalla global, sí, pero podría no haberlo hecho. J.S.: En lo que también Polanyi aporta mucho es en todo el campo de los vínculos, de los lazos que la comunidad tenía con los que no eran capaces de generar riqueza, es decir, con los pobres. Se re­ fiere mucho a los acuerdos de Speenhamland27 y la decisión de los jueces a finales del siglo XVIII de establecer una especie de subsidio general para menesterosos. La eliminación de ese subsidio, si no recuerdo mal, constituyó el ataque directo a los amortiguadores sociales creados que protegían a la gente con menos recursos. La instauración del capitalismo exigía que la gente tuviera solo dos opciones, o trabajar, en las condiciones que les imponían, o morirse

26. El modelo Rehn-Meidner que desarrollaron a partir de 1951 los sindi­ calistas Gosta Rehn y Rudolf Meidner se considera el paradigma del Estado de bienestar escandinavo. En 1971 se propuso una extensión del modelo dirigida a colectivizar la propiedad de los medios de producción a través de un instrumento conocido como «fondos salariales de inversión» o L'óntagarfonderna. 27. El Sistema Speenhamland (o Acuerdos de Speenhamland) fue creado en 1795 por los jueces y personas de orden del distrito de Berkshire, quienes se reunieron en Speenhamland para debatir cómo hacer frente a la hambruna que estaba padeciendo la población del territorio como consecuencia de la inflación. Los magistrados descartaron la opción de establecer un salario mínimo para los trabajadores y en su lugar tomaron la decisión de crear un subsidio para los pobres. El sistema speenhamland tendría como finalidad la de complementar las rentas de las familias jornaleras cuyos ingresos no fueran suficientes para cubrir las necesidades básicas de alimentación y vivienda. El subsidio sería financiado con un impuesto negativo sobre la renta de los contribuyentes.

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de hambre. De esta manera se busca acabar con los elementos más propios del mutualismo, de la reciprocidad, rompiendo así las lógicas internas de equilibrio de esas comunidades. C.R.: Sí, en La gran transformación relata los conflictos que rodearon el proceso de creación de un mercado laboral y cómo desempeñan un papel esencial la destrucción de los sistemas de protección social, tanto los dependientes de la Iglesia o del Estado, como los basados en el apoyo mutuo. En La formación de la clase obrera en Inglaterra, E. E Thompson28 prolonga ese análisis. De hecho, es muy interesante que en toda Europa los orígenes del capitalismo estén relacionados con un endurecimiento atroz de las leyes que persiguen a los pobres y a los mendigos, cada vez más numerosos, en buena medida a causa de la expropiación de los comunes y de los sistemas mutualistas. No obstante, Polanyi plantea que este proceso de mercanti­ lización individualista no es irreversible, más bien al contrario. Desde su perspectiva, la mercantilización generalizada, la rela­ ción puramente competitiva, es incompatible con la naturaleza humana. Por eso los procesos de expansión mercantil generan reacciones sociales, lo que Polanyi llama «contramovimientos». La idea de «doble movimiento» —primero de mercantilización y después de protección social— alude a esta especie de proceso pendular, en el que la sociedad reacciona contra el proceso indi­ vidualista de fragilización social. Hay que tener en cuenta que Polanyi plantea esto en la Centroeuropa de los años treinta, en plena depresión económica y 28. Edward Palmer Thompson (Oxford, 1924-Worcester, 1993) fue un his­ toriador e intelectual británico. Influyó decisivamente en el pensamiento marxista británico, separándolo del europeo y dándole carácter propio, dentro de lo que se conoce como socialismo humanista. Su obra esencial es La formación de la clase obrera en Inglaterra (1963) (Ca­ pitán Swing, 2012), donde revisa la interpretación marxista tradicional desde un materialismo histórico no dogmático.

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durante el auge del fascismo. Esto significa, y Polanyi lo dice muy claramente, que nada garantiza que los efectos de esos contramo­ vimientos sean positivos en términos de una ganancia en libertad y democracia. Hace unos años se publicó un artículo muy bonito en el que unos sociólogos analizaban la evolución del capital social en la Alemania de los años treinta y concluían que los nazis obtu­ vieron sistemáticamente mejores resultados allí donde había más asociacionismo. La reacción colectiva contra el mercado puede ser emancipadora, igualitarista y democrática o autoritaria, identitaria y dirigida a blindar los privilegios de las élites. J.S.: Algunos piensan que el tipo de mensajes que lanza Marine Le Pen en Francia tienen algo de lo que que estamos hablando, con los para nada irrelevantes matices de xenofobia, claro. Utiliza una metáfora de este tipo: Francia es como una familia que vive en un gran apartamento y que si tiene la puerta cerrada podrá organizarse para vivir bien, ya que todos de alguna manera se co­ nocen, son «familia» y estarán dispuestos a lo que sea para seguir viviendo juntos, pero si se deja la puerta abierta del apartamento, entonces esos ajustes internos no serán posibles. C.R.: Creo que es una lección importante de autores como Jacques Donzelot25 y, más recientemente, Owen Jones.30 Ambos plantean que muchas veces la izquierda contemporánea está marcada por un 29 30 29. Jacques Donzelot (1943) es un sociólogo francés autor de libros como La policía ele las familias (1977) o La invención de lo social (1984). 30. Owen Jones, antes de convertirse en periodista y escritor, desempeñó labores de investigación y ejerció como sindicalista. Jones se dio a conocer al gran público con la publicación de su primer libro Chavs: The Demonization of the Working Class (2011) [Chavs: la demonización de la clase obrera (Capitán Swing, 2012)], donde denunciaba el estereotipo negativo al que ha sido reducida la clase obrera por parte de la élite política y los medios de comunicación, aparatos ideológicos que han intentado condenar a la clase trabajadora a costa del mito del mérito individual.

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elitismo que nos hace incapaces de hacemos cargo de los problemas de las clases trabajadoras. Ni siquiera tenemos un léxico adecuado para interpelar a personas que padecen un profundo malestar relacionado con la destrucción social que les rodea y para las que términos como cognitariado, multitud, lucha de clases o procomún no significan absolutamente nada. Esta incapacidad ha dejado la puerta abierta a la ultraderecha cuyas propuestas para solucionar esos problemas son catastróficas y moralmente inaceptables, pero que al menos los toma en consideración, no finge que no existen. Donzelot, por ejemplo, explicaba que el auge de la ultraderecha en Francia tiene que ver en parte con el modo en que la izquierda ha apelado sistemáticamente al multiculturalismo para ignorar los problemas de convivencia relacionados con la inmigración en los barrios pobres. La izquierda ha sido incapaz de ofrecer una respues­ ta antirracista y no xenófoba a esos problemas. Sencillamente ha hecho como si no existieran. Lo que quiero decir con esto es que estamos en un momento en el que se está produciendo un fuerte contramovimiento polanyiano y que de nosotros depende qué orientación política adquiera. J.S.: ¿Crees que estamos de nuevo en ese doble movimiento? I

C.R.: Sí, Polanyi escribe en un momento muy parecido al nuestro. J.S.: Pues entonces, si aceptamos que esa es la situación, en ese doble movimiento, el movimiento de reacción popular, social, ante ese ataque de nihilismo destructivo, lo que nos ha fallado es el instrumento que teníamos de protección que habíamos cons­ truido que era el Estado, al cual le habíamos dado esa función. C.R.: Sin duda. Pero me preocupa que la crítica antiautoritaria del Estado, que comparto en buena medida, acabe haciendo un

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servicio involuntario a los partidarios de la privatización extrema. Creo que es importante pensar con un poco de parsimonia en qué ha consistido, cómo nos ha fallado exactamente el Estado, en qué medida ese fallo tiene que ver con las propias limitaciones burocráticas y autoritarias de esa estructura y en qué medida es un efecto buscado de la contrarreforma neoliberal. En alguna ocasión Toni Doménech31 ha explicado cómo tendemos a ima­ ginar la globalización económica como un momento de extrema novedad e innovación cuando, en el fondo, supuso un retorno al capitalismo clásico manchesteriano,32 al capitalismo del laissez faire anterior a la Primera Guerra Mundial con bajos impuestos y escasa intervención estatal. Y de nuevo nos encontramos ante una crisis global, económica y política, de proporciones inmensas, asistiendo a la aparición de contramovimientos de distinto signo. Seguramente hoy la posición más cercana al fascismo autoritario se está viviendo en los países árabes en forma de integrismo. J.S.: Porque este integrismo al mismo tiempo que restringe libertad, protege.

31. Antoni Doinenech es catedrático de Filosofía de las Ciencias Sociales y Morales en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona. En 1989 publicó De la ética a la política. De la razón erótica a la razón inerte (Crítica. 1989). Quince años más tarde escribió El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista (Crítica, 2004). Ha sido confundador y redactro de varias revistas de intervención crítica y político-cultural, como Materiales (1977-1979) o mientrastanto (1979-1987). Es el editor general de la revista política internacional Sin Permiso (2005.) 32. La Escuela de Mánchester o capitalismo manchesteriano fue una escuela económica y un movimiento social y político librecambista y antiimperialista que surge en 1838 en la ciudad británica de Mánchester. Inspirada en la situación económica de la muy industrializada ciudad de Mánchester, surge como una doctrina económica liberal que promueve un libre cambio sin condiciones y una libertad económica ilimitada. Presupone como única fuerza motriz de la economía y de la sociedad el egoísmo.

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C.R.: Son expresiones neocomunitaristas muy potentes y que constituyen algo así como la contracara del neoliberalismo, como lleva explicando un par de décadas Santiago Alba Rico.33 En Las reglas del caos, un libro que se publicó en los años noventa, hablaba del integrismo comunitarista de los Hermanos Musul­ manes como la contracara del neoliberalismo en Egipto que, hay que recordarlo, ha sido un auténtico laboratorio del FMI en la región. Y precisamente la interpretación que ha hecho Alba Rico de los movimientos recientes del mundo árabe —en Túnez, Egipto, Libia o Siria— es la de contramovimientos con distintas posibilidades políticas en juego, con algunos actores con progra­ mas reaccionarios y represivos pero también con movimientos emancipadores. Y la tarea de la izquierda occidental debería ser distinguir entre esas distintas corrientes para apoyar las opciones democratizadoras. Creo que el debate de los comunes tiene que integrar esta perspectiva política que toma en consideración algunos peligros de los procesos de desmercantilización. J.S.: Pero deberíamos estar atentos a lo que Nancy Fraser34 ha definido como «triple movimiento», precisamente al hilo de la conceptualización de Polanyi. Fraser menciona la dificultad actual de estructurar el movimiento de protección y defensa social frente

33. Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) es un escritor, ensayista y filósofo español. De formación marxista y de izquierdas, ha publicado varios libros de en­ sayo sobre disciplinas como filosofía, antropología y política, además de colaborar como redactor en varias revistas y medios de comunicación. Entre sus obras destacan Dejar de pensar (Akal, 1986); Volver a pensar (Akal, 1989), ambas escritas junto a Carlos Fernández Liria; Las reglas del caos. Apuntes para una antropología del mercado (Anagrama, 1995); Islamofobia: nosotros, los otros, el miedo (Icaria, 2015). 34. Nancy Fraser es una intelectual feminista estadounidense, profesora de ciencias políticas y sociales en The New School de Nueva York. Fraser considera que la justicia es un concepto complejo que comprende varias dimensiones; la distribución de recursos, el reconocimiento y la representación.

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al movimiento mercan til izador, debido a la dilución notable de la base obrera y popular que caracterizaba la sociedad industrial. El capitalismo financiero es menos aprehensible, más capaz de des­ localizarse, reduciendo la fuerza de la huelga como mecanismo de defensa popular. Y pone de relieve además el hecho de que Polanyi no se refiere a otros temas, como los vinculados al cuidado o los más conectados con el reconocimiento de todo tipo de diversidad que hoy son muy significativos. Es en este sentido que Fraser habla de la necesidad de dar espacio a ese tercer «movimiento» emancipador, que complemente a la dinámica protectora que para ella tiene connotaciones jerárquicas y patriarcales. En este sentido no habría protección sin emancipación.

Distribución y renta básica J.S.: Pero, volviendo al tema de la «protección», podríamos consi­ derar que el debate actual sobre la renta básica, es decir, esa pres­ tación universal incondicionada, estaría conectado con esa idea de recuperar de alguna manera esos elementos precapitalistas a los que aludíamos refiriéndonos a Polanyi. De alguna manera se está argumentando que tenemos dificultades para conseguir mantener el trabajo como un elemento central, y ello tiene mucho que ver con un sistema de prestaciones sociales vinculadas al hecho de trabajar, y por otro lado nos falla la capacidad de redistribución que el Estado asumía. Por eso establecer una renta básica sería como recuperar desde el punto de vista institucional algo que colectivamente se había ido construyendo históricamente y que se ha perdido. C.R.: Me gusta la idea de conectar la propuesta de la renta básica con procesos históricos de larga duración. Por un lado, en buena

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medida el sindicalismo y los movimientos políticos emancipatorios surgieron históricamente como una reformulación moderna de las formas de solidaridad tradicionales, como una versión no meramente reactiva del apoyo mutuo comunitarista. Y, por otro lado, una parte de los dispositivos de ciudadanía social caracterís­ ticos de los estados del bienestar se inspiran en las innovaciones organizativas de la tradición política de izquierdas, como las cajas de resistencia. No obstante, creo que es importante una matización. De la misma forma en que la palabra «comunes» se ha convertido en un comodín, a veces la renta básica parece una especie de navaja multiusos que vale para todo: desde los problemas de remuneración de los artistas, a la crisis de los cui­ dados pasando por la precariedad laboral y la estigmatización de los receptores de ayudas. La renta básica es una herramienta para desvincular los dere­ chos sociales del mercado de trabajo. Es una tarea urgente porque en España las prestaciones más importantes son las contributivas y, sin embargo, tenemos un mercado de trabajo muy frágil. La consecuencia de ello es que, literalmente, el gasto público español aumenta la desigualdad, beneficia a los más ricos. La renta básica puede ser entendida como uno de los instrumentos disponibles para remediar esa situación y reducir de forma efectiva los efectos más nocivos de la desigualdad material, extendiendo el Estado de bienestar a los más desfavorecidos. Desde este punto de vista, la renta básica no tiene nada de revolucionario. Como mucho, es una especie de aceleración de caminos que han seguido países con modelos del Estado de bienestar distintos del continental, concretamente el escandinavo. J.S.: Tiene su lógica. Aquí venimos de una tradición más bismarckiana, es decir, la que se originó en la Prusia de finales del XIX, con los primeros sistemas de prestaciones en relación al paro,

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a la salud o a la jubilación, pero siempre vinculadas al hecho de trabajar. Pero hay otras tradiciones del Estado de bienestar que tienen bases distintas, menos centradas en la vinculación trabajo-protección, y más fundamentadas en una concepción universalista de los derechos. C.R.: Creo que, en última instancia, la renta básica debería ayudar a resignificar el trabajo, o sea, a crear un nuevo marco social en el que podamos decidir qué es trabajo y qué no y qué mecanismos empleamos para decidir quién lo realiza y en qué condiciones. Un marco en el que no sea el mercado la única institución que toma esas decisiones. Esto supone en parte, como decía, una prolongación de caminos que ya se han explorado. Pero no es esta la versión de la renta básica que se ha popularizado, que se suele asociar al debate de los comunes y que tiene, de nuevo, un fuerte sesgo antiinstitucional. Me parece llamativo y relevante que la difusión de las interpretaciones políticas más radicales de la renta básica sea contemporánea de la derrota sindical internacional entre finales de la década de los setenta y finales de la década de los ochenta. A medida que los sindicatos perdían capacidad de influencia y se limitaban las opciones de acción colectiva en los centros de trabajo, la renta básica ha ido pareciendo una opción cada vez más atractiva. Creo que eso significa que estamos interpretando implícitamente la renta básica como una herramienta de desmercantilización parcial del trabajo alternativa a la intervención sindical. Hay una parte de verdad en ello, en la medida en que, lógicamente, no verse sometido al miedo al hambre incrementa el poder de negociación de los trabajadores. La clave es en qué medida. La intervención sindical se expresaba a través de un meca­ nismo institucional específico, la negociación colectiva y, en

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algunos países, la cogestión de las empresas. Presuponía normas relacionadas con la cooperación, el diálogo y el conflicto entre intereses diversos. La renta básica, en cambio, es un derecho individual. La respuesta de los defensores políticos de la renta básica es que, liberados de la compulsión laboral, los trabajadores estarán libres de sindicarse, crear cooperativas o grupos de apoyo mutuo. Y es posible que sea así, por supuesto. Pero es diferente imaginar una herramienta directamente cooperativa que otra que simplemente puede ser una condición de posibilidad de la cooperación. Es más, también puede ser una fuente de pasividad e individualismo y conformismo y segregación.

Capital social/capital cultural

C.R.: A veces detecto un tufillo elitista en ciertas llamadas al uso de los comunes. Antes las relaciones sociales densas eran la riqueza de los pobres: las familias extensas, los amigos del barrio... Pero cada vez más son el privilegio de grupos sociales que acaparan un capital relacional valioso, con tiempo, dinero, y conocimiento para experimentar e intervenir en su entorno... í

J.S.: Eso tú ahora lo debes notar, ya que tienes hijos en edad escolar. Es algo que recuerdo haberlo vivido en las Asociaciones de Madres y Padres (AMPAS), por ejemplo. Hay escuelas donde las AMPAS son importantísimas y son muy capaces de responder a problemas de carácter colectivo a los que la propia escuela, como espacio institucional público, no llega. En cambio, las AMPAS, si son potentes, si el tejido social en que están encuadradas esas escuelas es fuerte, entonces están empoderadas, tienen recursos, dedican tiempo a la escuela. Cuando te preguntas, ¿qué escuelas funcionan bien en Barcelona? Pues te sale una lista de nombres

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de escuelas en las que las AMPAS son potentísimas. Están forma­ das por gente con un nivel de recursos relaciónales y culturales muy alto. Que es lo que explica Bourdieu35 cuando habla de desigualdades en capital cultural, en capacidad de distinción que no tienen una base solo económica, y que se transmite entre padres e hijos. En cambio, ves que en los barrios de Barcelona o de su área metropolitana con más problemas algunas escuelas públicas no tienen ni AMPA, ya que las familias que llevan a sus hijos a esas escuelas no disponen de los recursos necesarios ni para organizarse ni para contribuir a que la escuela funcione mejor. C.R.: Exactamente. Me encanta ese ejemplo. Las AMPA son centros de socialización extraordinarios, capaces de hacer labores de auroorganización inauditas: servicios de guardería, gestión de actividades extraescolares, organización de cooperativas de libros... Pero la realidad es que en esas AMPA la participación, por ejemplo, de padres inmigrantes es marginal, aunque sus hijos van a esas escuelas. Y eso afecta inevitablemente a cómo se configura la AMPA, qué problemas abordan y cuáles, en cambio, invisibilizan. J.S.: ¿Tú crees que es un problema de falta de lazos comunitarios, de sentirse solo implicados en lo que tiene que ver con la familia estricta? ¿O es problema de que sus preocupaciones son mucho más básicas, más centradas en su propia subsistencia? ¿O una mezcla de todo?

35. Pietre-Félix Bourdieu (Denguin, 1930-París, 2002) es uno de los más destacados representantes de la sociología contemporánea. Logró reflexionar sobre la sociedad, introdujo o rescató baterías de conceptos e investigó en forma sistemática lo que suele parecer trivial como parte de nuestra cotidianidad. Algunos conceptos claves de su teoría son los de «habitus», «campo social», «capital simbólico» o «ins­ tituciones». Su obra está dominada por un análisis sociológico de los mecanismos de reproducción de jerarquías sociales.

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C.R.: Imagino que es una mezcla de todo. Pero lo que me pare­ ce crucial es que la política de los comunes tiene que tomar en consideración este elitismo inercial tan difícil de revertir si no queremos que tenga efectos perversos. J.S.: Nosotros, desde IGOP, hemos hecho un trabajo sobre innova­ ción social y barrios en crisis que coordina Ismael Blanco,36 donde el objetivo central era intentar ver cómo se estaba respondiendo desde los barrios a la crisis económica y a las políticas de austeri­ dad, buscando ejemplos que fueran innovadores, para encontrar soluciones o respuestas distintas a las tradicionales. Y lo que se ha detectado, simplificando, es que hay mucha más innovación en los barrios de clase media que en los barrios populares. En los lugares con más recursos cognitivos, con más tejido social, se toman distintas iniciativas, desde redes de consumo colaborativo a bancos de tiempo, espacios de intercambio o huertos urbanos. Así vemos que este tipo de respuestas se pueden estar dando mucho más en barrios diríamos que de ciase media que en barrios de renta más baja. Por tanto, parecería demostrarse que esa capacidad, ese plus que exige trabajar en cooperación y en común no es algo que provenga de estrictamente de las bases materiales que generan el conflicto o la crisis, sino que existe un plus previo sin el 'cual resulta difícil estructurar, organizar e innovar de manera no con­ vencional. .. Las preguntas serían: ¿no hay repuestas innovadoras entre las clases populares a la situación creada por las políticas de austeridad?, o ¿existe un tipo de innovación que nosotros con nuestros instrumentos analíticos y nuestras lentes conceptuales no vemos? Siguiendo con tu ejemplo, si los inmigrantes no par­

36. Ismael Blanco, profesor de Ciencias Políticas en la UAB e investigador del IGOP, autor, junto con Ricard Gomá de El municipalisme de bé comú, Barcelona, Icaria, 2016.

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ticipan tan activamente en la AMPA, ¿existe alguna articulación entre ellos de carácter comunitario que no percibamos? Parece contradictorio que la gente que tiene más problemas desde el punto de vista de la subsistencia no actúe de manera cooperativa. Y es evidente que en el caso de la PAH (Plataforma de Afectados por la Hipoteca) tenemos un ejemplo de capacidad de lucha e innovación innegable que supo incorporar a todo tipo de personas y colectivos afectados por la crisis inmobiliaria. C.R.: Cierto. Algo que me impresionó al hablar con la gente de la fue que muchos afectados llegaron a la Plataforma buscando sencillamente asesoría, pero enseguida establecieron relaciones de apoyo mutuo y eso los cambió políticamente. Pienso que ese proceso es tan poco frecuente porque, como dices, a la gente PAH

que peor está le cuesta más unirse y colaborar. Creo que tiene que ver con que tal vez la gran victoria del neoliberalismo fue la destrucción de las bases sociales de la cooperación. Cuando Margaret Thatcher dijo aquello de «la sociedad no existe», lo que estaba planteando era un proyecto político de individualización de las relaciones sociales. J.S.: ¿No es también responsable la socialdemocracia? Lo digo en el sentido de mantener la lógica de delegación-cliente: «no te preocupes, delega en nosotros tu problema, nosotros te represen­ tamos y si estamos en el poder lo podremos resolver». C.R.: Sí, tienes razón. La socialdemocracia fue responsable de una parte de esa destrucción de las condiciones sociales del cambio político. Pero también es cierto que la historia de la socialde­ mocracia es compleja y diversa. No creo que sea comparable el laborismo inglés de los cincuenta con la socialdemocracia sueca de los sesenta o el PSOE español de los noventa. De hecho, el

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caso de España es muy extremo. A mí me parece que aquí hemos vivido una auténtica transición socialdemócrata al neoliberalis­ mo. El PSOE se anticipó a la tercera vía liderando un proceso de mercantilización que si hubiera impulsado la derecha hubiera incendiado el país. El resultado es que este país atraviesa una profunda crisis social, no solo política y económica, con tasas de asociacionismo o afiliación sindical ridiculas. Es un país donde los ciudadanos casi no tenemos instrumentos de intervención en la esfera pública y donde casi el único vínculo social importante es el familiar. J.S.: Pero existe un nivel poco visible de red social que sigue funcionando quizás en otras esferas. Si tomas la estructura de las redes sociales que pueden existir en Semana Santa en Sevilla o en las Fallas de Valencia, ves que son redes sociales muy vincula­ das a esos tipos de festejo, pero que no tienen tanto un carácter colectivo sino más bien de extensión familiar y barrial, pero que no empieza y acaba solo en las fiestas. Es algo que deberíamos ver con más detalle. Son redes distintas a las estructuras de coo­ peración a lo anglosajón. C.R.: Es verdad que el proceso de individualización no ha sido total ni homogéneo. En el País Vasco y, en menor medida, en Cataluña existe un entorno asociativo vigoroso. También exis­ ten redes como las que mencionas en otros lugares. Pero creo que la crisis ha mostrado que se trata de un tejido débil cuya capacidad para funcionar como red de seguridad es escasa, al menos si se compara con la solidaridad privada, con el entor­ no familiar. Soy muy partidario de las relaciones familiares de solidaridad, pero tienen límites obvios por lo que se refiere a la democratización y a la acción colectiva. Necesitamos que surjan dinámicas sociales que permitan superar ese nivel. No

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estoy seguro, pero tengo la impresión de que Estados Unidos, a pesar de su imagen de país ultraindividualista, en realidad, está mejor dotado en ese sentido. J.S.: Desde el punto de vista de tradición politológica los países anglosajones tienen una tradición de poder institucional construi­ do más de abajo a arriba. Y ello les da una tradición más popular o colectiva del poder. Aquí más bien tenemos la tradición contra­ ria: la estructuración del poder institucional ha sido siempre de arriba a abajo. Existe una cierta sensación en las sociedades latinas de que lo público es algo que es externo a la propia dimensión familiar, social y colectiva. Allí la tradición es distinta. No sé si esto se puede generalizar, pero sí que tantos años de dictadura o de autoritarismo han hecho que la esfera de lo público se vea como algo muy externo e, incluso, cuando como ahora hemos vivido un ya largo proceso de democratización, esa autonomía de la política sigue dándose, seguimos viendo a la política como algo externo a nosotros mismos. C.R.: No creo que sea una dinámica irreversible, ni mucho menos. Pero me parece que la construcción de una dinámica social de cooperación y apoyo mutuo generalizados es un trayecto de largo recorrido que seguramente nos llevará décadas. Es verdad que estamos viendo experiencias colaborativas muy explosivas, pero a veces las extrapolamos demasiado apresuradamente sin detectar, como decíamos antes, las condiciones sociales y materiales que las hacen posible. No creo que se vaya a producir ninguna clase de expansión viral de la cooperación y los comunes. Son procesos lentos y llenos de conflictos y contradicciones. Muchas veces los proyectos municipales de participación ciudadana que impulsan los ayuntamientos no acaban de funcionar porque en los barrios más abandonados la gente no participa.

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J.S.: Pero existe alguna excepción. Por ejemplo, aquí en Barcelona tenemos el barrio de Bellvitge, un barrio muy popular, nacido de un proceso de construcción y agregación muy rápido, justo al lado de L’Hospitalet, pero que desde el inicio contó con una red social bastante potente, en parte fundamentado en estructuras sindicales, con muchos trabajadores de la Seat y de otras fábricas, que fueron capaces de articularse también con las instituciones públicas. Y de manera distinta, pero igualmente significativa, encontraríamos otros ejemplos, como el barrio de Roquetas. C.R.: Sí, por supuesto que hay excepciones muy esperanzadoras de las que debemos aprender. La capacidad de autoorganización de las clases populares ha existido y seguro que volverá a aparecer. No quiero resultar pesimista o cínico. Solo me parece importante tener presente que la construcción social y la destrucción social no son procesos simétricos. Es mucho más fácil inocular indivi­ dualismo en una sociedad que crear solidaridad y cooperación a partir de la desconfianza, esa es la principal lección que nos enseña el dilema de los comunes.

Cooperativismo J.S.: En el ámbito económico, una de las cosas que me sorprende bastante y de la que deberíamos hablar, antes de entrar en el ámbi­ to digital, es el movimiento cooperativista. Un sector que tiende, al menos en Cataluña, a ver con un cierto escepticismo el debate sobre lo común; como si fuera algo que es extraño a su propia tradición. Es curioso, porque teóricamente el cooperativismo debería estar en sintonía con todo lo que representa el procomún. Es cierto que también la tradición de la izquierda sindical ha visto con mucha prevención el cooperativismo, porque de alguna

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manera en las cooperativas no hay patrón, y si no hay patrón la relación sindical no se puede establecer con claridad. Desde la izquierda más público-estatalista, por denominarla de alguna manera, se ha visto lo cooperativo como algo siempre periférico, marginal, que nunca va a poner en cuestión el funcionamiento del sistema, y que, por lo tanto, sirve para entretenerse, cuando lo importante es cambiar radicalmente el sistema económico. Entonces, me pregunto si ves dimensión estratégica al coopera­ tivismo económico. Porque también podríamos considerar que es como un mercado aparte que va tirando pero que nunca será capaz de sustituir el sistema en su conjunto. C.R.: La verdad es que, en general, resulta sorprendente esa invisibilización del cooperativismo en nuestro país, a pesar de que al menos en algunas zonas tiene una gran importancia. Recuerdo que la primera vez que oí hablar de la cooperativa Mondragón fue en los libros de Erik Olin Wright.37 Es increíble que un referente mundial en el ámbito del cooperativismo pase desapercibido en nuestro propio país. Aquí solo se ha hablado del modelo Mondragón para hacer acusaciones absurdas y repugnantes de connivencia con el terrorismo. Estoy de acuerdo en que el cooperativismo es el ejemplo que debería guiar la política de los comunes. Es un caso claro de un proceso de institucionalización concreto en un ámbito, el laboral, que tiende a generar compromisos profundos, porque tiene que ver con los medios de subsistencia, donde las obligaciones están claras y los derechos también. La apuesta por el cooperativismo es, además, una buena estrategia para llevar las dinámicas contempo­ 37. Erik Olin Wright (1947, Berkeley) es un sociólogo estadounidense, miembro destacado del marxismo analítico. Sus mayores contribuciones están relacionadas con su revisión de la teoría marxista de las clases sociales, así como con su esfuerzo por llevar esta revisión teórica al terreno de la investigación empírica.

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ráneas de cambio social al interior de los centros de trabajo, que es la barrera más importante con laque nos estamos enfrentando. En ese sentido, el cooperativismo sería casi un paradigma para otras experiencias relacionadas con lo común. El riesgo de estas iniciativas, que tampoco hay que olvidar, es el de caer en cierta despolitización elitista. El escepticismo sindical hacia las cooperativas que señalabas me parece absurdo. Pero sí creo que hay que tener presente, una vez más, que la mayor parte de los teleoperadores, dependientes, mozos de almacén o camareros no están en condiciones ni económicas ni sociales de crear cooperativas. Me parece bien tomar las cooperativas como uno de los modelos institucionales exitosos de las políticas de lo común pero sin olvidar la necesidad de conectarlas con disposi­ tivos de lucha laboral universalistas, que es a lo que aspiraba el sindicalismo clásico. J.S.: No sé si sabes que el barrio de Barcelona donde más se insiste y se trabaja en la perspectiva cooperativa es Sants. Y no creo que pueda separarse esa realidad del hecho de que la gente que lo está defendiendo parte de una mirada más anarcosindicalista, más de tradición anarquista y no desde la tradición de la izquierda más estatalista. C.R.: La verdad es que cada vez me interesan más las propuestas del socialismo gremial, de autores como G. D. H. Colé38 —quien, por cierto, influyó mucho a Polanyi— que trataron de buscar una mediación entre el anarcosindicalismo y la intervención pública estatal. En el modelo de Colé desempeña un papel muy importante,

38. George Douglas Howard Colé (1889-1939) fue un político teórico inglés, economista, escritor e historiador. Socialista libertario, fue miembro de la Sociedad Fabiana y defensor del movimiento cooperativo.

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una forma de cooperativismo abierto como vía de democratización de la economía. En efecto, creo que las políticas de los comunes tienen que inspirarse en ese bagaje político igualitarista que permite conectar lo mejor de las políticas de izquierdas tradicionales con las nuevas formas de intervención política que están apareciendo. J.S.: Yo también estoy de acuerdo. En los últimos años, gracias a una invitación de mi amigo el economista José Luis Coraggio de Buenos Aires, me volví a enfrentar a Polanyi y a su libro La gran transformación. Me invitaron a un Congreso de la Asociación de Estudios de Polanyi que dirige la hija de Polanyi, y que tiene su base en la Universidad de Concordia en Canadá. Fue gracias a esa invitación que me aventuré a establecer una relación entre Polanyi y Ostrom, tratando además de relacionar el cooperati­ vismo y los bienes digitales. Y me sorprendió percibir una cierta sorpresa de la gente al ver cómo relacionaba conceptos y relatos que parecían de entrada tan alejados. Seguramente era un poco exagerado y pretencioso por mi parte relacionar tantas cosas al mismo tiempo, pero gracias a esa invitación de Jean Louis Laville39 y de José Luis Coraggio, que que trabajan mucho en cooperativas en Latinoamérica y que insistieron en que yo trabajase la obra de Polanyi, pude hacer ese redescubrimiento.

39. Jean-Louis Laville es profesor en el Conservatorio Nacional de Artes y Oficios de París, catedrático de Economía Solidaria, investigador del Lise (Labo­ ratorio Interdisciplinar para la Sociología Económica, CNRS-cnam) y del IFRIS (Instituto de Investigación Innovación Sociedad de Paris). Presente en muchas redes internacionales en el sector de la investigación, es el coordinador europeo del Karl Polanyi Institute of Political Economy, miembro fundador de la red europea EMES (que investiga perspectivas socioeconómicas como la economía social, la economía solidaria, las organizaciones cooperativas, las mutualidades y asociaciones) y de la red latinoamericana RILESS (Red de Investigadores Latinoamericanos de Economía Social y Solidaria). Su último libro ha sido publicado en 2013 por Icaria: Asociarse para el bien común.

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Trabaja conmigo un estudiante de doctorado que está haciendo la tesis doctoral sobre cooperativismo de vivienda, comparando Dinamarca y Uruguay. En concreto, los casos de Copenhague y Montevideo. Y resulta que ahora acaba de regre­ sar de Copenhague y me dice que el gran volumen de vivienda pública colectiva que sigue existiendo en Copenhague proviene de las cooperativas, ya que el parque de viviendas públicas que existía fue privatizado cuando llegó al gobierno de la ciudad una formación política de derechas. Con lo cual ahora, gracias precisamente a no ser de propiedad público-estatal, sigue exis­ tiendo un capital cooperativo de viviendas que si no hubiera sido enajenado. Es curioso cómo la defensa de la vivienda pública en Copenhague, en la que ahora se alojan muchos inmigrantes, se ha situado en las cooperativas. Es el gran patrimonio de vivienda pública en Copenhague. Sin embargo, también es cierto que a veces las comunidades pueden llegar a ser excluyentes, y como muestra en este sentido me contaba que se há producido un cierto proceso de resistencia en ciertas cooperativas de Copenhague por no querer integrar inmigrantes en sus comunidades. C.R.: Es algo que también ocurre con las cooperativas educati­ vas creadas tanto por padres y madres como por profesore's. A menudo se plantean como una alternativa a las limitaciones de la escuela pública. Acuden a ellas familias que buscan pedagogías alternativas, una comunidad educativa más participativa y menos burocratizada, relaciones menos autoritarias con el centro educativo e incluso dinámicas más inclusivas con algunos estudiantes con dificultades. Todo eso es verdad. Pero también lo es que la realidad de las cooperativas educativas laicas es la de una profundísima segregación social, donde la mayor parte de familias son españolas de clase media alta y con estudios. Muchas veces estas iniciativas bien intencionadas se acaban convirtiendo en colegios de élite

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donde el número de estudiantes hijos de inmigrantes o de clase trabajadora es prácticamente nulo o testimonial. Y encima con la buena conciencia de que es una práctica colaborativa y progresista. A esto me refería antes cuando aludía al riesgo de elitización del cooperativismo. Es un peligro que existe pero que, insisto, no creo que deba llevarnos a renunciar a estas iniciativas. Sencillamente tenemos que conseguir que estén atravesadas por valores igualitaristas. Es una de las mejores opciones que tenemos, sobre todo en el ámbito productivo, tras la derrota global del sindicalismo. J.S.: Y además acaban siendo más resilientes. No dependen tanto de si gobiernan partidos de derechas o de izquierdas, opciones más propicias a privatizar o a expandir el campo de lo público. Son de dominio público, porque son de propiedad colectiva, no estatal. Cuando te das cuenta de lo arraigado que está el cooperati­ vismo, por ejemplo en lugares como Quebec o en otras partes, también en Uruguay, donde el movimiento cooperativista es sólido, entiendes la estabilidad social que ello genera. En muchos casos tiene que ver con un sistema bancario o de créditos a la vivienda de carácter público o cooperativo, y ello acaba generando un menor impacto de los vaivenes financieros. En este sentido tenemos un gran déficit en España. Las Cajas de Ahorros en algún momento tuvieron una estrecha relación con los territorios en las que estaban implantadas, o las cajas de cooperativas que han pasado por muchos problemas. La Caja Laboral o la del Colegio de Ingenieros son de las pocas que quedan, creo. Otro ejemplo es Fiare, que es un inten­ to de construir una banca ética de carácter cooperativo, pero que encuentra muchas dificultades para funcionar con la normalidad necesaria, y este es un problema importante que tenemos. Necesi­ tamos tener una base financiera autónoma que permita subsistir y hacer funcionar iniciativas comunitarias y cooperativas que muchas veces necesitan. Sin esa base todo es más difícil.

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C.R.: Quizás la clave sea justamente esa, que están muy vincula­ das, igual que los comunes tradicionales, a los procesos materiales de subsistencia. Mientras que en la cooperación cultural o sim­ bólica resulta menos clara la relación con la clase social, con el grupo social de pertenencia, en el cooperativismo es mucho más transparente. Y eso entraña riesgos pero también posibilidades de democratización muy poderosas.

Escalas J.S.: Incorporas aquí el tema de hasta que punto conviene vin­ cular el concepto de lo común con distintos campos sectoriales. Si entendemos que lo común no es algo necesariamente referido a un bien, a algo material, y lo relacionamos con un proceso instituyente, con un proceso de institucionalización, estamos cambiando la lógica y ya no es tan importante el campo de aplicación. El debate se da cuando entendemos que lo común es algo que naturalmente forma parte de un tipo específico de bien. En eso coincido contigo. Y ello pone de relieve la importancia de relacionar el concepto con la acción. Nos po­ nemos de acuerdo en que ante determinado tema necesitamos colaboración, implicación... Un esfuerzo que algunos llaihan «commoning.» (luchar para que algo sea común). Vinculando por tanto acción y proceso. Y de esta manera se podría también responder a algunas críticas que también se han hecho muy claras del concepto de comunidad. Teóricamente, en la lógica de Ostrom, la clave está en relacionar recurso y comunidad. Una comunidad determinada que gestiona un recurso especí­ fico. Ello condena ese concepto de lo común a una escala muy limitada, porque se hace necesario definir quiénes son los que se responsabilizan, qué reglas crean para gestionar este tema y, a partir de ahí, cómo se va institucionalizando el tema. Esa

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perspectiva hace difícil la escalabilidad. Es decir, el cómo pasar de una realidad muy específica (un recurso, una comunidad) a una escala mayor. Esta sigue siendo una de las dificultades, a la que también alude frecuentemente David Harvey cuando se refiere al tema de los comunes, el cómo pasar de la escala de huerto, bosque, espacio natural, a una escala de Estado o sociedad, capaz de asumir riesgos y dilemas más globales. El tema del Estado y lo común es una de las críticas más importantes. Es decir, plantear cómo se pasa del nivel local fácil­ mente comprensible, de estructuras de común local, a ámbitos más extensos. ¿Quién se ocupa de responder a estos cambios de escala? Creo que esto no está muy claro, y el otro tema que también es muy polémico es ¿quién es la comunidad? Es otro de los temas tradicionales. C.R.: El concepto de comunidad es consustancialmente proble­ mático. Cuando pensamos en la comunidad solemos imaginar una especie de entendimiento compartido que no hace falta explicitar ni construir, que se da por descontado y es la base misma de la convivencia de una colectividad. O sea, que no es el resultado de la deliberación pública sino lo que la precede, lo que antecede a cualquier tipo de acuerdo o discusión. Un poco como les pasa a los enamorados que, cuando se dicen «tenemos que hablar», lo que suele pasar es que ya no les queda nada de lo que hablar. Del mismo modo, cuando los sociólogos empezaron a teorizar sobre las comunidades fue directamente en términos de crisis, ya fuera para denunciarlas y celebrar su desaparición o para reivindicarlas nostálgicamente. En cierto sentido, el nacimiento de las ciencias sociales está directamente relacionado con esa crisis. Según una explicación muy extendida del surgimiento de la sociología, los trabajos pioneros de esta disciplina habrían sido una especie de respuesta teórica a la crisis fundacional de la modernidad, a las

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inestabilidades vinculadas al proceso de industrialización y mercantilización y al declive de las estructuras comunitarias seculares en beneficio de una vivencia individual de la realidad social. Y

lo mismo ocurre con buena parte del mejor arte del siglo XIX, pienso en Leopardi, Rilke o Dostoyevski. Tener que reivindicar o denunciar la comunidad es encon­ trarte en una situación histórica en la que seguramente no tengas los medios para establecer lazos comunitarios más que en una forma espuria y distorsionada, a través de políticas identitarias cegadas. Por eso Raymond Williams40 decía que la comunidad es algo que siempre «ha sido», una especie de pasado perdido que contrasta con nuestra realidad. Una vez que el individua­ lismo moderno corroe los lazos comunitarios tradicionales, no pueden volver a recomponerse en su forma original. La razón es que, como Durkheim41 entendió con mucha perspicacia, los vínculos sociales tradicionales están hechos de homogeneidad y estabilidad. Para mí ese es el punto ciego de la teoría de Ostrom, que analiza comunidades cerradas con una clara continuidad temporal y donde es fácil saber quién pertenece a una comunidad y quién

40. Raymond Williams (Llanfihangel Crucorncy, Gales, 1921-Saffron Walden, Essex, 1988), intelectual galés, perteneciente al denominado Círculo de Birmingham. Dichos intelectuales comienzan perteneciendo al partido comunista, del cual se alejan por diferencias con el sector ortodoxo. Dicho grupo se aboca, sobre todo, al desarrollo de una historia de tipo cultural. Especialmente influyente es su libro Culture andSociety 1780-1950, publicado en 1958. 41. Émile Durkheim (Épinal, 18 58-París, 1917) fue un sociólogo y filósofo francés. Estableció formalmente la sociología como disciplina académica y, junto con Karl Marx y Max Weber, es considerado uno de los padres fundadores de dicha ciencia. Durkheim fue el mayor exponente del funcionalismo estructuralista, una perspectiva fundacional tanto para la sociología como para la antropología. Según su visión, las ciencias sociales debían ser puramente holísticas; esto es, la sociología debía estudiar los fenómenos atribuidos a la sociedad en su totalidad, en lugar de centrarse en las acciones específicas de los individuos.

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no. En nuestras sociedades esto no solo es muy complicado sino seguramente indeseable: ¿queremos que exista la posibilidad de excluir a alguien de una comunidad de gestión de los recursos comunes sanitarios?, ¿de designar a algunas personas como ajenas a la gestión y uso de ciertos bienes o servicios esenciales? No se puede reivindicar la soberanía comunitaria sin, simultáneamente, establecer algunas dinámicas de exclusión de quien no pertenece a esa colectividad. Por suerte, disponemos de herramientas —bien es cierto que frágiles y contingentes— para no tener que elegir entre el comunitarismo excluyente tradicional y el universalismo individualista de ciertas comprensiones muy restringidas pero ampliamente difundidas de los estados liberales modernos. La verdad es que nuestras sociedades no son crasamente indivi­ dualistas. Dentro de las sociedades de masas hay una amplia gama de posibilidades de vínculo social. Como explicó Robert Putnam,42 en realidad, desde los años treinta del siglo XX hasta los setenta, los vínculos sociales —lo que él llama el «capital social»— se fueron fortaleciendo en todo Occidente. Nuestras sociedades no están condenadas a un proceso creciente de fragilización social. Si estamos experimentando ese proceso en los últimos cuarenta años no es por una dinámica endógena sino como consecuencia de la ofensiva política mercantilizadora. Lo que sí es cierto es que las sociedades de masas modulan su sociabilidad a través de estructuras complejas y diversas: institu­ ciones universalistas o excluyentes, privadas o públicas... Y no siempre es fácil establecer las fronteras entre ellas. Por ejemplo, existen organizaciones públicas —en el sentido de que son 42. Robert David Putnam (1941, Rochester, Nueva York) es un sociólogo y politólogo estadounidense. Ejerce como profesor en la Universidad de Harvard. En su trabajo ha tratado especialmente los temas de la confianza social, conciencia cívica y el capital social.

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abiertas, igualitarias, democráticas y sin ánimo de lucro— que no son estatales. Y organizaciones estatales que se comportan como si fueran privadas. J.S.: Quizás por eso se insiste en hablar más de commoning (de actuar para instituir lo común) que de commons (referido a ele­ mentos específicos que son por sí mismos «común»). Nos referi­ ríamos por tanto a la capacidad o la voluntad de hacer que algo sea común. La comunidad no sería así algo prefijado o estático, alrededor de un recurso. La «comunidad» serían aquellos que están interesados en defender el espacio o el recurso común. Los movilizados en torno a ese tema. Harvey aludía en una entrevista reciente a que el barrio se­ ría, simplificando, la fábrica actual. El espacio donde podemos encontrar hoy todas las contradicciones y espacios de conflicto. Esto se podría explorar un poco más. C.R.: La verdad es que esa conceptualización del barrio como espacio privilegiado de socialización e intervención no me parece muy realista. Como mínimo tenemos que pensar cuáles son sus limitaciones. Es decir, qué barrios son aquellos capaces de generar comunidad, qué condiciones sociales se dan en ellos. Una dé las cosas que señalaba Loí'c Wacquant43 en su análisis de los nuevos espacios de relegación urbana es que sus habitantes muchas veces no se identifican con su lugar de residencia, a diferencia de lo que pasaba con los barrios obreros tradicionales. Al contrario, la gente se avergüenza de vivir allí y quiere largarse lo antes posible. Él habla de casos extremos, de guetos y periferias degradadas, pero creo que ahí se manifiesta una realidad importante que en mayor

43. Lo'íc Wacquant (1960, Montpellier) es un sociólogo especializado en soci­ ología urbana, pobreza urbana, desigualdad racial, cuerpo, etnografía y teoría social.

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o menor medida atraviesa nuestras ciudades. Muchas veces los barrios socialmente más dinámicos no son los de las clases tra­ bajadoras que más están padeciendo la mercantilización. Como hablábamos antes, los colectivos urbanos más activos proceden a menudo de las clases medias educadas. Por así decirlo, el pre­ cariado no tiene barrio. J.S.: En Barcelona tenemos el caso de Roquetes al que antes aludía. Un barrio que se fundó en el momento de la inmigra­ ción de los años sesenta. Un barrio en el que la gente de forma comunitaria o colectiva construyó las cloacas, y cuando lucho por el transporte publico, secuestró un autobús para hacerlo subir allí y demostrar que era posible. Es decir, se construyó el barrio desde y con la gente. Cerca de Roquetes tenemos Ciutat Meridiana. Un barrio que se construyó todo de una vez, en poco tiempo. Llegó toda la gente de golpe y ahora en los últi­ mos cinco años la mitad de la gente se ha ido y ha venido otra nueva. Ciertamente así es muy difícil construir comunidad en el sentido clásico. Pero eso no implica que no estén haciendo comunidad actuando y luchando por sus derechos como lo vienen haciendo. C.R.: El tema de cómo afectan las nuevas realidades urbanas a la capacidad de participación democrática apunta, volviendo al tema de la escalabilidad, a que el problema de los comunes en las sociedades contemporáneas no tiene tanto que ver con el ta­ maño como con la dificultad de que en ciertos contextos sociales frágiles fructifiquen compromisos duraderos. Existen dinámicas masivas que generan compromisos muy sólidos, como algunos conflictos laborales. Y, al revés, hay microsituaciones en las que nos comportamos como extraños con nuestros vecinos, como en las reuniones de las comunidades de propietarios de viviendas.

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Yo creo que la posibilidad de los comunes depende no solo de la escala sino también de la capacidad de implicación y la continui­ dad. Los comunes fructifican allí donde no te puedes salir con facilidad de los compromisos asumidos, tanto porque no tienes incentivos para ello como porque no es material o socialmente sencillo hacerlo. J.S.: Esto sería contradictorio con expresiones que tienden a mezclar lo común con el sentido común, o lo común como sinónimo de bien común. La idea de «bien común», o bien nos lleva a una lógica más espiritualista, más moral o ética, de algo que está por encima de las voluntades e intereses personales, o nos lo acaba materializando y concretando mucho, y nos refe­ rimos a una reserva de agua o a un bosque. Por eso sería más partidario de hablar no de «bien común» sino de «lo común» o del «procomún». Lo cual resuelve en parte el tema pero lo complica por otra, ya que resulta más rebuscado. Pero, lo verda­ deramente importante es ese factor instituyente o institucional que mencionabas. Es decir, la voluntad de convertir aquello que tenemos entre manos en algo común, como expresión de esa voluntad de gestión colectiva. $

C.R.: Estoy de acuerdo. Desde mi punto de vista, una definición más precisa de los comunes pasa por pensarlos como realidades institucionales. La naturaleza de las instituciones no siempre se entiende bien, porque se suele confundir con la de las organiza­ ciones. Una institución es una manera de hacer, un conjunto de normas compartidas dirigidas a conseguir cierta finalidad. Una organización, en cambio, es un actor colectivo. Por ejemplo, la educación universitaria es una institución, la Universidad Complutense es una organización. Las instituciones a menudo se expresan a través de actores colectivos, las organizaciones, pero

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no se reducen a ellas. Como explicaba Hugh Heclo,44 pensar ins­ titucionalmente implica reflexionar y decidir cuáles son los fines de una organización más allá de sus normas de procedimiento. Eso, a su vez, significa comprometerse con una serie de valores propios que nos vinculan o nos oponen a otras instituciones. Pensar institucionalmente es entender nuestra participación en este proceso como una forma de recepción fiel de un proyecto colectivo con un sentido determinado. No como una contribu­ ción episódica, completamente electiva, sino como un proyecto común solo en parte elegido y solo en parte transformable con un trasfondo político y social y unos objetivos compartidos. Los comunes son instituciones, son sistemas de normas que nos atan a algunos compromisos colectivos y a formas concretas de abor­ darlos. Esos sistemas de normas no son completamente rígidos pero tampoco infinitamente maleables, no pueden ser pensados como un proceso constituyente indefinido. No puedes estar per­ manentemente reformulando las reglas de los comunes porque eso dinamita el compromiso que te une a esa colectividad, cuyo cemento son las normas compartidas. Por eso no es una anécdota histórica que los comunes sean característicos de las sociedades tradicionales cuyos cambios suelen ser relativamente lentos. J.S.: La pregunta que muchas veces se nos puede plantear es ¿qué ventajas tiene utilizar este término de lo común cuando ya tenemos al Estado como respuesta a los problemas colectivos? ¿Por qué estamos ahora dedicando tiempo a pensar y enraizar lo común cuando disponemos de algo que teóricamente es ya común a todos: el Estado?

44. Hugli Heclo (1943) es profesor Clarence J. Robinson de Asuntos Públi­ cos en la Universidad George Masón, en los Estados Unidos, es un experto en el desarrollo de los estados de bienestar modernos.

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C.R.: A mi juicio, para entender las posibles funciones del Esta­ do hay que partir de la comprensión de que la distancia entre lo común y lo público-estatal es la de un continuo. Contraponer lo común a lo público-estatal, como a veces se hace, es un sinsentido, una caricatura tanto de lo público como de los comunes. Porque, como antes señalaba, lo común no siempre es democrático y amigable y, por otro lado, no todas las organizaciones estatales son instituciones totales, como las cárceles o los manicomios. La intervención estatal se ha modulado históricamente de muy diversas maneras, y ha admitido distintos grados de participación y control democrático. El otro día me acordé de que cuando estudiaba EGB, el equivalente aproximado de la primaria actual, formé parte del consejo escolar de mi colegio. Es decir, no hace tanto, en este país, los niños de doce años participaban en los órganos de gobierno de sus escuelas. Eso también es el Estado, no solo las dinámicas orwellianas de control social o las estructuras plutocráticas. Cuando se matizan las distintas formas de parti­ cipación e intervención pública y también los distintos tipos de comunes, lo que sale a la luz es que, en buena medida, el estado social podría ser entendido como el modo en que las sociedades contemporáneas gestionan los bienes comunes relacionados con asuntos como la salud, la seguridad, la educación o el transpórte. Lo público-estatal solo se puede concebir como una interven­ ción estrictamente externa en las comunidades tradicionales. En cambio, en los estados liberales modernos las cosas son mucho más complejas, y una organización pública, como una escuela infantil, puede ser un centro de socialización y de creación de comunidad muy intenso. En nuestras sociedades el Estado y las organizaciones públicas forman parte de las herramientas que necesitamos para gestionar lo común. De hecho, entiendo que buena parte del interés reciente por los comunes tiene que ver justamente con un intento de recuperar esa capacidad de gestión

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democrática de lo colectivo sin sus adherencias más burocráti­ cas, más autoritarias. Pero creo que renunciar a las instituciones públicas como algo opuesto a lo común es un callejón sin salida. J.S.: Pero hemos de admitir que ha habido una creciente percep­ ción de que lo público, en su perspectiva más abierta y colectiva, ha sido expropiado por un aparato estatal que tiene finalidades propias y que no está respondiendo a lo que serían sus finalidades teóricas, de servicio a la colectividad. Esa especie de autonomía de la política, que tiene sus propias lógicas, acaba generando una sensación de «extrañeidad» en relación a los que se dedican a ello. Y así acaba uno hablando de casta o simplemente de élite política. De ahí la necesidad de reapropiarnos de las instituciones, de recuperar unas instituciones a las que hemos visto alejarse de sus obligaciones y colaborando en la expropiación de lo público. Es decir, hemos estado delegando recursos y capacidades a una institución, el Estado, que ha acabado teniendo vida propia y que ha acabado enajenándonos algo que en realidad era nuestro, y que ahora nos planteamos cómo recuperarlo. ¿Se trata solo de cambiar a quienes ocupan las instituciones o se trata de cambiar la forma en que esas instituciones operan? En definitiva, lo que vemos es que es muy difícil hablar de estos temas sin referirnos a las instituciones que definen y concretan esos conceptos a veces muy abstractos. Y de hecho ello estaba también en la base del debate entre Hardin y Ostrom del que hablábamos antes.

Comunes digitales J.S.: Deberíamos referirnos también a lo que ocurre en la esfera digital. De entrada, lo que resulta realmente atractivo de lo digi­ tal es que se trata de un campo de juego en el que los conceptos

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de rivalidad y exclusividad, que se utilizan habitualmente a la hora de establecer las categorías de bienes y también en el caso de los bienes comunes, no acaban de funcionar. Si hablamos de conocimiento y de información, la idea de rivalidad es bastante absurda. Y si se esfuerza uno en generar barreras de exclusión, acaba obteniendo peores resultados que si no lo hace. Estamos hablando de un ámbito, el digital, en el que parece confirmarse la idea de que la cooperación es mucho más potente que la competitividad, que la competencia. La información o el conocimiento no son solo «productos», sino también recursos básicos, insumos. La famosa frase de Newton, «si he logrado ver más lejos es porque he subido a los hombros de los gigantes», nos recuerda que la base de la investigación y el avance en ciencia y en conocimiento es partir de lo que otros ya han hecho y han construido. Cuando nos referimos a Wikipedia, ¿qué es Wikipedia? Por ejemplo, aquí en Cataluña tenemos Amical Wikimedia, que es una asociación de gente voluntaria que paga una cantidad muy pequeña al año y que han conseguido que la Wikipedia en catalán tenga la proporción más alta de conceptos y artículos disponibles (más de 500.000) en relación a las personas que hablan la lengua. Y lo hacen con una persona que trabaja media jornada a partir de cuotas que pagan los socios, unos 25 euros al año. Son muy pócos y son capaces de ayudar a coordinar y construir a través de un proceso colectivo amplio y voluntario, algo de un valor público y colectivo tremendo. Una construcción colectiva, común, que en otro contexto, en el espacio de lengua inglesa, ha obligado a que cierre la Enciclopedia Británica. Enciclopedia Británica ha cerrado su edición en papel, y aunque no sé si esta es la única razón, se ha dejado de publicar porque no pueden competir con Wikipedia en inglés ¿Por qué? Porque cuando alguien intenta tomar y apropiarse del contenido de Wikipedia, ya está perdiendo capacidad de adaptación. Porque Wikipedia sigue actualizando

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los datos y ellos han cerrado el contenido. Lo han convertido en competitivo y en accesible solo a unos cuantos, y al cerrarlo están perdiendo esa capacidad de adaptación constante. Por ejemplo, imaginemos que alguien decide hacer una guía de Barcelona utilizando todos los datos existentes en Wikipedia. La hacen y la publican. Pueden hacerlo, ya que el contenido de Wikipedia es libre y abierto. Se aprovecharían privadamente de lo que una comunidad ha generado. Pero, en cuanto la hayan publicado, ya estarán perdiendo capacidad de adaptación. Su guía no contará con el constante trabajo de puesta al día que hacen los voluntarios y usuarios de Wiquimedia. Su lógica competitiva y de negocio privado los hará ser más obsoletos que la dinámica abierta y colaborativa. Es lo que dice en tono divulgativo Jeremy Rifkin,45 en su libro de La sociedad de coste marginal cero, o el periodista británico Paul Masón, en su Postcapitalismo (Paidós, 2014), cuando afirman las dificultades que puede tener el capi­ talismo para adaptar su lógica competitiva y utilitarista en una sociedad en la que colaborar y compartir va a tener mucho más espacio. El futuro parece estar más situado en la capacidad de ge­ nerar y aprovechar conocimiento, que en controlar la producción y excluir a otros. Van a circular más archivos que productos, y los archivos pueden ser fácilmente compartidos. En este panorama ¿cuáles serán las amenazas? Son de diverso tipo. Unas son las derivadas de la enclosure digital, los cerramientos digitales que se pueden dar, desde el punto de vista de privatización, de la no neutralidad en la red. Otras tienen que ver con las alianzas que puedan darse entre grandes empresas tecnológicas y estados,

45. Jeremy Rifkin (1943, Denver) es un sociólogo, economista, escritor, ora­ dor, asesor político y activista estadounidense. Rifkin investiga el impacto de los cambios científicos y tecnológicos en la economía, la fuerza de trabajo, la sociedad y el medio ambiente. Uno de sus libros de más éxito y reconocimiento es El fin del trabajo, de 1995 (Paidós).

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aprovechando de manera jerárquica y cerrada el caudal de datos que vamos generando en cada paso que damos. Ese es el punto. Lo digital reconstruye o refuerza muchísimo el elemento de lo común, porque ataca, de alguna manera, al núcleo duro de uno de los puntos clave del capitalismo que parte de la idea de que la competencia siempre funciona mejor, siempre es más capaz de hacernos avanzar que la cooperación. Pero también es cierto que abre nuevos interrogantes y nos obliga a seguir debatiendo políticamente quién gana o quién pierde en cada caso y frente a cada iniciativa. C.R.: Me temo que soy bastante más escéptico que Rifkin en este punto. Las herramientas digitales reducen los costes de cierto tipo de cooperación y permiten que una clase muy específica de espontaneidad colaborativa se dé con más facilidad. Pero son fenómenos muy idiosincrásicos y difícilmente extrapolables. Lo que ocurre es que tendemos a depositar en el cambio tecnológi­ co unas expectativas desmesuradas, como si nos fueran a librar de afrontar nuestros problemas políticos urgentes. Como si un puñado de casos exitosos de uso colaborativo de la tecnología digital fuera una especie de semilla de un proceso expansivo que va a transformar la realidad histórica. Me parece una'tesis improbable porque lo que realmente observamos en el ámbito digital no es tanto la cooperación generalizada sino justamente lo contrario, unos niveles de monopolio y concentración brutales, seguramente sin parangón en la historia. En general, los ciberactivistas tienden a infravalorar la fragilización social contemporánea porque piensan que la propia tecnología produce un tipo peculiar de vínculo social. Entienden la cooperación como la participación en espacios comunicativos muy depurados de individuos unidos por sus intereses similares. No se trata de comunidades políticas basadas en compromisos

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duraderos o proyectos de vida común, sino del resultado de ciertos mecanismos agregativos que reúnen preferencias puntuales. La idea es que, de este modo, en el entorno digital las sociedades complejas e individualistas podrían acceder a las condiciones que en las sociedades tradicionales surgían de los vínculos densos. La cooperación generalizada podría darse sin la necesidad de una institucionalidad más o menos burocrática. Como si las normas compartidas que sustentaban las instituciones que regulaban los bienes comunes pudieran sustituirse por protocolos técnicos. Creo que estas aspiraciones son excesivas y, como antes co­ mentábamos, se basan en una confusión fundamental relacionada con el tipo de bienes que son objeto de cooperación digital. Como señalabas, técnicamente, la mayor parte de los artefactos digitales son bienes públicos, no comunes, es decir, no son ni rivales ni excluyentes. Eso, por un lado, es estupendo, porque significa que puedo compartirlos ilimitadamente pero, por otro lado, tiende a generar dilemas graves relacionados con la producción y la remuneración. Como los debates sobre estos temas han estado dominados por informáticos, que por lo general lo han tenido fácil para encontrar un trabajo asalariado con el que ganarse la vida, se ha tendido a obviar la cuestión de quién paga a quien produce todos esos bienes digitales y quién financia los proyectos a largo plazo. Es un problema típico de los bienes públicos. Se ha hablado mucho de aquel famoso estudio que comparaba Wikipedia con la Enciclopedia Británica con resultados favorables para la primera. La verdad es que ese estudio comparativo estaba limitado a las voces científicas. ¿Quién elabora en Wikipedia esos conceptos muy técnicos? Pues muchas veces profesores, investiga­ dores y, en general, gente formada en universidades e instituciones públicas. Lo que quiero decir es que la colaboración espontánea y episódica de quien colabora en Wikipedia unas horas al año parasita una gigantesca estructura pública educativa y cultural que

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tiene condiciones muy distintas. No me parece mal, al revés, pero creo que el tono de soberbia con el que algunos ciberactivistas hablan de las organizaciones públicas, como si fueran dinosaurios a punto de desaparecer, está de más. De hecho, creo que ocurre al revés: la cooperación digital necesita urgentemente un empujón desde el ámbito público para que esa forma de colaboración dé de sí todo lo que puede. J.S.: En ese sentido, economistas como Dani Rodrik o Mariana Mazzucato insisten mucho en la necesidad de la inversión pública en los procesos de innovación y, sobre todo, en la capacidad de controlar y disponer de los beneficios que ello pueda generar para seguir manteniendo la capacidad soberana y de dirección pública de este tipo de procesos. Pero déjame insistir en el tema de la comparación de Wikipedia con la Enciclopedia Británica, refiriéndome a la idea de la desintermediación. O sea, la mayor dificultad por parte de ciertas instituciones de mantener su esta­ tus, su posición de intermediación en estos nuevos tiempos. Lo digital permite en muchos casos hacer directamente lo que antes tenías que hacer a través de un intermediario. O tu intermediación sigue teniendo valor añadido o, si no, puedes acabar resultando innecesario. El ejemplo más simple que todos conocemos és el de las agencias viajes. No hace falta ir a una agencia de viajes para comprar un billete de avión, pero quizás sí a una especializada en viajes para visitar sitios complicados y sobre los que ellos tienen buenos contactos y te ofrecen servicios mucho más difíciles de conseguir mediante Internet. Esto no quiere decir que no se genere otra institucionalidad, otro espacio de intermediación. En el caso de Wikipedia se genera un tipo de institucionalidad distinta a la de la Enciclopedia Británica. No quiere decir que no haya institucionalidad, light, como tú decías, pero es una institu­ cionalidad que tiene otras bases. Y es ahí donde deberíamos ver

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hasta qué punto el aprovechar ese proceso de desintermediación y de nueva intermediación puede generar dinámicas distintas de las que teníamos. C.R.: Eso me parece muy interesante, porque justamente el gran fracaso de la cooperación digital se da en la mediación. A menudo es un tipo de cooperación espontánea y puramente procedimental, no regida por ningún criterio finalista, y eso introduce sesgos muy marcados. Por así decirlo, este formalismo de la cooperación digital reproduce la ideología dominante inadvertidamente. Los proyectos cooperativos analógicos tradicionales suelen estar res­ paldados por comunidades homogéneas en las que se dan interac­ ciones continuadas y que tienen normas éticas y políticas más o menos explícitas. Los proyectos colaborativos digitales son mucho más heterogéneos y episódicos. Las normas procedimentales son compatibles con esa diversidad y discontinuidad porque reducen al mínimo las necesidades de unanimidad sobre los contenidos sustantivos. Por ejemplo, en el caso de Wikipedia, los criterios procedimentales nos permiten colaborar sin que tengamos que llegar a un acuerdo acerca de una única visión concreta de cómo debería ser una enciclopedia. Hay quien participa en Wikipedia porque le interesa difundir un aspecto de su identidad cultural, hay quien lo hace por su carácter no comercial, hay quien está interesado en los proyectos de ciencia abierta... No tenemos que ponernos de acuerdo en nada de eso porque lo que nos une son ciertas normas sobre la manera en que se redactan las voces y su consideración legal. Y eso es muy bueno, pero también plantea algunos dilemas. El modelo granular y atomizado de colaboración, con es­ tructuras mínimas de mediación, tiende a reproducir, al menos en parte, el orden establecido. Por eso el conocimiento libre conserva los sesgos de género o de etnia que existen en nuestras

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sociedades: la espontaneidad colaborativa digital es de clase media, masculina y occidental. De igual modo, los mecanismos de financiación como el crowfunding funcionan muy bien para los proyectos resultones y con gancho mediático, pero fracasan sistemáticamente para otro tipo de iniciativas más oscuras, más antipáticas o aburridas. Esa es la grandeza de la mediación institucional: que permite atender a fines que consideramos importantes en el largo plazo aunque no coincidan con nuestras preferencias inmediatas. Y eso por no hablar de que la celebración de la espontaneidad colaborativa en el ámbito digital genera alianzas absurdas. La ideología tecnoutópica ha hecho que por primera vez en la historia circulen discursos similares en los círculos de la izquierda radical y en los think tanks anarcoliberales financiados por millonarios de Silicon Valley. J.S.: Sí, porque en el fondo lo que se da son episodios de crisis de las viejas intermediaciones o de las intermediaciones existentes. Y tras esas crisis no se sabe muy bien lo que emerge. Es decir, podríamos pensar que el Estado ya no es necesario porque ya se da la libre interacción de las personas, y entre ellas pueden re­ solver sus problemas comunes. Esta apreciación correspondería a la lógica de los libertarians o liberal-anárquicos americanos. Pero también podríamos plantearnos cómo quitarnos de encima espacios de intermediación claramente injustos, explotadores, opresores, etc. Espacios que podrían ser modificados a través de mecanismos que hasta ahora parecían imposibles de evitar por el nivel de costes que tenían. En un campo distinto, podía­ mos aludir al caso del 15-M. Días después del inicio del 15-M dirigentes de algún partido preguntaban a gente como yo, que teníamos cierta información sobre el tema, «tú que conoces esto, con quién tenemos que hablar, qué quieren exactamente y cómo

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los podemos incorporar». Tres preguntas equivocadas, ya que no había un claro portavoz, no se sabía exactamente qué querían, y evidentemente no los podían incorporar sin más. Pero claro, la reacción clásica de un intermediario político era decir: «una gente que no conozco, que de pronto han aparecido... ¿de dónde vienen?» Tenían la sensación de que se estaba alterando el campo de juego, se alteraba lo que estaba previsto que funcionase, que era que acudieran a un partido ya existente o que en todo caso montasen uno nuevo. Pero eso de reunirse por su cuenta y montar un lío... Si lo examinamos de manera más general, la irrupción de lo digital en la esfera de las relaciones, de los recursos de la gente a la hora de actuar más directamente, de cómo relacionarse con las instituciones, de cómo organizarse por cuenta propia, está siendo alterada muy profundamente. No creo que podamos seguir explicando la política y las políticas públicas de la misma manera como lo hacíamos hace diez o veinte años. Muchas de las zonas de confort de los partidos, las organi­ zaciones, los sindicatos, etc. se han alterado claramente. Aún no sabemos muy bien cómo se reconstituirán, si serán capaces de hacerlo, etc., pero lo que es evidente es la alteración producida porque han aparecido actores nuevos, que sin tener los recursos que eran necesarios antes son capaces de generar disrupciones en el sistema. Esto no quiere decir que el nuevo orden digital sea directamente emancipador. Los conflictos de poder en esa nueva esfera emergen y serán cada vez más importantes. Pero de momento lo que vemos es que se mueven las estructuras ante­ riores de poder y, en general, aparecen otras dinámicas distintas. Defiendo por tanto la capacidad disruptiva del orden anterior que se está generando, pero sigue en pie la duda de si el sistema tiene la capacidad de recuperarse en ese nuevo espacio, que es lo que está en parte sucediendo. Pero existe esa lógica disruptiva, creo que sí es cierto.

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C.R.: ¿Y no te parece que esa lógica disruptiva a veces tiene analogías poderosas con la capacidad disruptiva del mercado respecto a las instituciones tradicionales? Algunas versiones muy espontaneistas de la cooperación digital se parecen mucho a un mercado sin dinero, a un mercado donde puedes ser altruista, pero un mercado al fin y al cabo. Un lugar donde el equilibrio aparece automáticamente sin necesidad de procesos deliberativos que den lugar a alguna clase de unanimidad. Volviendo al ejemplo del 15-M, me parece significativo que haya sido un proceso muy potente desde el punto de vista expresivo pero que, reconozcá­ moslo, se enfrentó a grandes limitaciones organizativas y fue incapaz de dar el salto a las instituciones políticas o de traspasar las puertas de los centros de trabajo. Y por eso finalmente han tenido que aparecer herramientas de mediación —partidos, iniciativas ciudadanas...—, que no son exactamente las tradicionales, pero que desde luego tienen una estructura organizativa alejada de la espontaneidad digital. Lo mismo ocurre por lo que toca a los medios de comu­ nicación. La posición progresista tradicional sobre este tema era que necesitábamos medios públicos que garantizaran que nuestro acceso a la información no estuviera condicionado por intereses políticos o empresariales. Durante décadas ese proyecto desapareció de los programas antagonistas porque parecía que la cooperación digital espontánea era preferible. Se decía que no nos hacen falta televisiones públicas porque cada ciudadano con su smartphone es una microtelevisión pública en potencia. Me parece una posición muy poco realista y peligrosa, que ha facilitado que se produjera un proceso de concentración mediá­ tica sin precedentes y casi sin oposición. De hecho, es llamativo que con los procesos de cambio político que estamos viviendo la izquierda haya recuperado su capacidad para intervenir en los medios de comunicación tradicionales, como la televisión,

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que son las vías a través de las que la mayor parte de la gente se informa. Creo que cada vez está más claro que una persona con un móvil en la calle puede complementar, pero no suple a un pe­ riodista con oficio. El periodismo es un proceso de mediación complejo que requiere ciertas condiciones. Y otro tanto pasa con la educación. Una charla grabada no suple a un profesor, la mediación docente es otra cosa. J.S.: Sí, de acuerdo. Sin embargo, por ejemplo, lo que yo llamo la estructura «Fray Luis de León», un tipo en una tarima con cien personas abajo esperando que esa persona sea la ventana que les abra el acceso al saber que presuntamente no tienen, eso queda alterado. Te encuentras con que tienes delante 30 ordenadores abiertos, solamente hay un enchufe en clase que es para el aspi­ rador y, evidentemente, si no eres capaz de convertir esa clase en un cierto acontecimiento, si lo único que haces es repetir «lo que decíamos ayer», pasas a ser perfectamente prescindible. Cuando grabas un MOOC, un Massive Online Open Course, es realmente sorprendente los efectos que genera. Nosotros lo hicimos hace unos meses, con una introducción al análisis de políticas públicas. Tuvimos 16.000 alumnos de todo el mundo, de no sé cuántos países. Sé que esta no es una alternativa radical y profunda a lo que se venía haciendo. Podríamos decir que es fordismo educativo: un producto homogéneo y masivo, básicamente jerárquico, unilateral, indiferenciado, etc. Y no suple la riqueza potencial de una clase presencial. Pero una clase presencial no puede seguirse haciendo como antes. Hay que aprovechar precisamente que es presencial para enfocarla de manera mucho más inductiva y experimental. Si todos tienen ya acceso al curso on line, yo puedo aprovechar de otra manera el espacio de tiempo y lugar que comparto con ellos. En ese sentido tiene un claro potencial disruptivo.

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C.R.: Tienes razón, pero me parece importante recordar que esa crítica a la forma tradicional de hacer las cosas ya existía. Las pedagogías críticas existen desde hace más de cien años. Richard Stallman46 no ha inventado la cooperación y los inventado las pedagogías críticas.

MOOC

no han

J.S.: Claro. Simplemente el hecho de pasar de un método deductivo, uno sabe, el otro escucha, a un método inductivo, trabajemos juntos sobre casos, ya es un gran cambio. Pero ahora hay muchísimos más elementos y nuevas posibilidades. C.R.: El problema que veo es que nos tiende a deslumbrar la novedad técnica. Es evidente que la tecnología produce cambios históricos pero la verdad es que no tenemos ni idea de cuáles van a ser las tecnologías que finalmente se impondrán en el medio plazo ni cuáles van a ser sus efectos sociales. Se trata de procesos lentos y acumulativos que no tienen nada que ver con los fuegos de artificio del consumismo digital. En el mejor de los casos creo que podemos tratar de aprovechar innovaciones tecnológicas para impulsar y transformar estrategias cooperativas que hemos heredado, pero sabiendo que es una estrategia contingente donde lo que ignoramos es más de lo que sabemos. La idea de qué las tecnologías digitales nos abocan a un escenario completamente novedoso de cambio acelerado, que han limpiado nuestros escri­ torios y que, por tanto, hay que empezar de cero, me parece una versión amable —aunque ni siquiera muy amable— del nihilismo 46. Richard Matthew Stallman (Nueva York, 1953), con frecuencia abreviado como «rms», es programador y fundador del movimiento por el software libre en el mundo. Es también inventor del concepto de copyleft (aunque no del término), un método para licenciar software de tal forma que su uso y modificación permanezcan siempre libres y queden en la comunidad de usuarios y desarrolladores. En 1999 promovió la creación de una enciclopedia libre, la GNUPedia, considerada como un antecedente directo de Wikipedia.

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schumpeteriano. Por eso los teóricos del management con sus discursos sobre los emprendedores se sienten tan cómodos con las estrategias de cooperación digital aparentemente antagonistas. De hecho, creo que una perspectiva más continuista, más conservadora, si quieres decirlo así, permitiría aprovechar mejor las potencialidades colaborativas de los medios digitales. ¿Qué pasaría si propusiéramos desde las instituciones públicas una especie de plan Marshall para el copyleft? Se podrían hacer cosas extraordinarias. J.S.: Estoy totalmente de acuerdo. Una de las grandes poten­ cialidades que tiene esta nueva situación es que la capacidad de innovación se genera en muchos casos con dinero público, que luego no es utilizado. En muchísimos casos los avances tecnoló­ gicos más importantes se han debido a inversiones públicas muy potentes, en el ámbito de la carrera armamentista, de la carrera espacial..., pero en muchos casos no se ha capitalizado para los intereses públicos. Lo mismo ocurre por ejemplo con la industria farmacéutica y su capacidad de incrustarse en las dinámicas de investigación académica, nutriéndose de ella y luego extrayendo solo ellos las plusvalías. Antes mencionaba a Mariana Mazzucato y a Dani Rodrik que hablan mucho de esto, de la capitalización necesaria, de la innovación desde el punto de vista público, y de cómo rentabilizar posteriormente esa capacidad de innovación en benefició colectivo. Internet y el ámbito digital no son solo nuevas herramientas. Son la expresión de una nueva realidad so­ cial. De la misma manera que la máquina de vapor o el fordismo generaron unas estructuras sociales políticas y unas relaciones que eran de alguna manera distintas a las anteriores, con las conti­ nuidades y discontinuidades que comentábamos, la esfera digital puede tener una dimensión de cambio tan importante como las que significaron esos otros grandes cambios históricos. Lo que

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significó la máquina de vapor desde el punto de vista de cambio la estructura de producción del capitalismo, o lo que significó el fordismo desde el punto de vista de producción de masas, de acceso al consumo de masas. El tema es ver hasta qué punto el ámbito digital puede pro­ vocar también este tipo de cambios. Antes decías que no tiene un impacto material, de momento, si te he entendido bien. Pero, por ejemplo, lo que pueden implicar desde el punto productivo las impresoras de tres dimensiones no es irrelevante. Mira el movimiento de los makers,A7 que si bien pueden parecer esas co­ munidades tipo falansterio a lo Fourier, que fueron muy criticadas por lo que tenían de islas en medio de un sistema productivo explotador, empiezan a ser ahora experiencias conectadas entre sí que aprenden unas de otras. ¿No le ves a todo esto un papel transformador? Yo sí lo veo. Es cierto que el 15-M al final ha tenido que buscar unas formas institucionales a pesar de todas sus críticas, como tú decías. Pero por otro lado el

PSOE

y el

PP,

por poner ejemplos,

han tenido que contratar community managers; y sin embargo su estructura interna no se ha alterado. Entran en la esfera digital, pero mantienen su forma de funcionar de siempre. Eso les ge­ nera una contradicción constante entre la forma de operar del partido hacia fuera y la forma de operar del partido hacia dentro. Lo veo aquí en el caso de Barcelona en Comú. Hay unas formas que son al mismo tiempo de articulación a través del liderazgo indiscutible de Ada Colau, pero al mismo tiempo la estructura interna no tiene nada que ver con la forma de operar de los par­ tidos de la Transición, y ello tiene mucho que ver mucho con 47

47. La cultura hacedora, cultura del hacedor, cultura fabricante o cultura maker es una cultura o subcultura contemporánea que representa una extensión basada en la tecnología de la cultura DI Y (hágalo-usted-mismo).

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el instrumental, con el espacio digital en el que nos movemos. No puedo decir exactamente ni con precisión si esto es nueva política. Pero quizás te autolimitas en tu forma de ver el tema, poniendo más de relieve la parte negativa, que comparto, o las partes más críticas. No sé hasta qué punto valoras las partes de transformación positiva que puedan provocar. No digo que uno deba ser o tecnooptimista o tecnopesimista. Evgeny Morozov'*8 nos está advirtiendo todo el día con escritos y argumentos, y con toda la razón, de todos los males que nos pueden caer por este lado, pero, al mismo tiempo, él reconoce que también hay grandes potencialidades de transformación.

Elitismo e innovación social C.R.: Digamos que lo que cuestiono es esa idea generalizada de que estamos ante una especie de frontera histórica, incluso antro­ pológica, que tiene que ver con la revolución digital. No veo esa cesura histórica que se supone que está transformando nuestras relaciones sociales, la estructura económica, las manifestaciones culturales y nuestra autocomprensión política. La investigación empírica ha refutado ampliamente la teoría de la discontinuidad generacional, el tema de los famosos «nativos digitales». Como se dice a veces, la economía del conocimiento está en todas partes excepto en las cifras y en los datos: las transformaciones productivas que tantas veces se han augurado sencillamente no están teniendo lugar. En realidad, buena parte de la literatura sobre los negocios digitales se basa en un paradigma erróneo que sobrestima la capacidad de la economía digital para generar riqueza de una forma sostenida. Una parte muy significativa de

48

48. Evgeny Morozov es investigador y escritor bielorruso. Trata especialmente sobre temas políticos y las implicaciones sociales de la tecnología

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los negocios digitales son puramente especulativos. Otra parte importante se basa en formas sofisticadas de publicidad, una industria más o menos respetable pero que difícilmente puede ser el motor económico de una sociedad. Del mismo modo, los estudios demuestran que los efectos educativos de introducir en las aulas tecnologías digitales son, siendo muy generosos, ambi­ guos. Y la tesis de la ciudadanía digital es un mero deseo piadoso casi siempre conciliador que recuerda poderosamente a las tesis de Inglehart49 o Giddens.50 La sensación generalizada de que estamos ante una situación inevitable de cambio global tiende a camuflar carencias o sesgos muy antipáticos. Por ejemplo, la retórica de la innovación política, muy marcada por los discursos tecnoutópicos, está camuflando las corrientes de elitismo sociológico que siguen atravesando este ciclo político tan intenso que estamos viviendo. Cuando observas quié­ nes son las personas que estamos participando en los procesos de cambio político, a qué grupos sociales pertenecemos, te das cuenta de que hay una brutal sobrerrepresentación de las clases mediasaltas educadas. Recuerdo un artículo que publicó Isaac Rosa en las pasadas elecciones municipales en el que explicaba que por primera en su vida conocía personalmente o le resultaba muy afín buena parte de la gente que había salido elegida. A mí me pasó lo mi'smo y me aterró. Recuerdo que pensé: «qué desastre, pero si tengo el teléfono de la mitad de los concejales y diputados regionales». Y son gente que lo está haciendo muy bien y a la que aprecio mucho. Pero

49. Ronald F. Inglehart (Milwaukee, 1934) es un politólogo déla Universidad de Michigan. Es director de la Encuesta Mundial de Valores, una red global de científicos sociales que han desarrollado encuestas nacionales representativas de alrededor de ochenta sociedades. 30. Anthony Giddens (Londres, 1938) es un sociólogo inglés, reconocido por su teoría de la estructuración y su mirada holística de las sociedades modernas. También adquirió gran reconocimiento debido a su intento de renovación de la socialdemocracia a través de su teoría de la Tercera Vía.

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eso no es poder popular. Confiar en la potencia de los movimientos sociales en un país arrasado por el individualismo neoliberal es no solo iluso sino una vía segura para que minorías ideologizadas con una identidad sociológica bien definida obtengan un poder político muy por encima de su representatividad. J.S.: Pero en cambio, cuando se presentó la lista de los concejales de Barcelona en Comú, el comentario de las élites de siempre de Barcelona fue: no tenemos el teléfono de nadie. C.R.: Pero entre ellos sí lo tenían. J.S.: Quiero decir que las élites económicas, políticas y sociales de aquí eran otra gente. C.R.: Es otra gente, pero hay un cierto proceso de circulación de las élites. Lo digo con tanta crudeza porque me siento par­ tícipe de esa dinámica, es mi propio grupo social el que está sobrerrepresentado en la nueva política. Y esta realidad queda enmascarada por una retórica que las nuevas organizaciones han heredado del mundo digital. Me refiero a esa sobreutilización de términos como colaboración, nodos, redes... que disimula esa realidad sociológica tan antipática. Por supuesto, en los nuevos movimientos y partidos hay más horizontalidad y democracia que en la mayor parte de los antiguos, pero las herramientas digitales de deliberación no siempre contribuyen positivamente a la democratización. No quiero caricaturizar el uso que se está haciendo en Podemos o en Ganemos de Appgree o Reddit.51 En

51. Appgree y Reddit son plataformas que ofrecen la posibilidad de realizar debates y votaciones y enviar mensajes a tiempo real. Por tanto, promete agilidad en los debates aunque tengan participaciones masivas.

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parte es interesante y prometedor. Pero creo que a estas alturas sus límites también son evidentes y, de hecho, se corresponden con las limitaciones generales del proyecto tecnopolítico. Me refiero a que muchas veces el efecto de la deliberación digital espontánea es reforzar el poder de las cúpulas de las organizaciones limitan­ do el poder de los niveles intermedios y los militantes de base. La deliberación digital se acaba convirtiendo en una especie de proceso plebiscitario permanente. J.S.: Fíjate en otro ejemplo más material que afectaría a las clases populares. La capacidad que ha tenido Airbnb de poner en el mercado espacios vacíos o no utilizados, que para mucha gente ahora son básicos para su subsistencia familiar, y que si hubieran tenido que pasar a través de los canales de intervención clásicos no lo habrían conseguido. Esto ya existía históricamente, gente que alquilaba una habitación. En Barcelona, por ejemplo, que recibe un nivel de turismo espectacular, una de las grandes quejas que ha tenido el nuevo Ayuntamiento cuando ha inten­ tado limitar el número de turistas y el número de apartamentos turísticos es que, para mucha gente, una cosa es que se limite el número de hoteles o de apartamentos turísticos, y la otra es que se intente fastidiar a mucha gente que llega a final de mes con los ingresos por alquilar una habitación y que vehicula su oferta a través de la existencia de las redes. No es un ejemplo de economía colaborativa y del procomún, ya que Airbnb es una empresa que usa la economía colaborativa con ánimo extractivo, pero ¿y si fuera posible que desde el Ayuntamiento o desde la propia ciudadanía se generara una red de cooperación colectiva que utilizara esa capacidad? C.R.: Es un ejemplo excelente de cuáles son las salidas que hay al dilema de los comunes en sociedades mercantilizadas. Para evitar

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que la privatización del espacio urbano genere una dinámica autodestructiva hace falta alguna forma de institucionalización comunal, ya sea a través del Ayuntamiento o de alguna otra forma de gestión cooperativa. Precisamente si nos cuesta tanto aprovechar las potencialidades del espacio digital es porque lo entendemos como un espacio intrínsecamente desinstituciona­ lizado. Exactamente igual que el mercado, que hemos llegado a entender absurdamente como una realidad extrapolítica. J.S.: Esa es la duda que existe sobre el concepto de economía colaborativa que antes mencionaba, la llamada SharingEconomy. Hasta qué punto es una forma disfrazada de generar nuevos es­ pacios de apropiación de capital tradicional o son, o pueden ser, alternativas autónomas más sociales y populares de organizarse. Por ejemplo Uber también es una forma de utilizar el hecho de que haya gente que tiene un coche que no utiliza siempre. Pero lo que hace Uber, como empresa extractiva, es construir una flota de conductores sin respetar sus condiciones laborales. No paga impuestos. No cumple las condiciones de seguridad. Lo que ha­ cen Uber y Airbnb es extraer beneficio privado de la cooperación social. Se aprovechan de las dinámicas naturales de colaboración o reciprocidad y extraen su renta de ello. Es más economía ren­ tista que se aprovecha de la necesidad de la gente muy asfixiada por la crisis, que economía colaborativa. No podemos llamar a eso economía colaborativa desde la perspectiva del procomún. Pero lo que se trata de ver, y ahí vuelvo a tu tema que es clave, es hasta qué punto las instituciones son capaces de aprovechar esta oportunidad para generar dinámicas distintas de las que estaban planteadas desde el punto de vista del mercado. C.R.: Lo que me parece que tenemos que rechazar es esa idea de que en el ámbito digital hay algo así como una especie de germen

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cooperativo, que en los protocolos técnicos que regulan las recles sociales está incrustada una especie de compulsión colaborativa. Seguramente la fuente de error sea que en Internet hay muchas interacciones no monetarizadas, pero la cooperación es algo bastante más complejo socialmente. De ahí nuestra timidez a la hora de reivindicar formas colaborativas procedentes del pa­ sado que parecen lentas, sucias y engorrosas comparadas con la inmediatez digital. Pero es que la cooperación siempre es lenta, sucia y engorrosa. Los seres humanos somos así. Si hablo mucho de cooperativas y apoyo mutuo es precisamente porque en esos espacios resulta evidente esto: están llenos de fricción social, de asambleas eternas, conflictos personales y toda clase de miserias y grandezas. J.S.: Lo que tenemos que hacer es afinar el análisis y saber de qué estamos hablando cuando nos referimos al potencial trans­ formador de los nuevos procesos de producción descentralizados en los que la materia prima, la información y el conocimiento no son reducibles fácilmente a la lógica asimétrica que genera la propiedad. Eso es totalmente necesario, y gente como Benkler52 trata de hacerlo. Distingue por ejemplo entre bienes públicos puros para usar sin restricciones y que no requieren cooperación alguna, como la luz de los faros en las costas y el tránsito por los océanos, de aquellos otros que requieren ciertas normas sociales y culturales, cierta capacidad de cooperación para poderse usar

52. Yochai Benkler es profesor de Derecho Empresarial en la Universidad de Harvard, donde también codirige el Berkman Center for Internet and Society. Desde los noventa su investigación aborda la caracterización y defensa del proco­ mún (commons) en el ámbito de la información, con especial énfasis en el papel de la cooperación social. En 2013 testificó como experto en defensa de Chelsea Manning (nacida con el nombre de Bradley Manning) en el juicio militar por las filtraciones a Wikileaks. Además de La riqueza de las redes (Icaria, 2015) puede leerse en castellano El pingüino y el leviatán (Deusto, 2012).

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y producir, como por ejemplo transitar por las aceras, editar en Wikipedia o la evaluación entre iguales en la producción cientí­ fica. Pero además, la distinción importante que incorpora es la idea de hasta qué punto existe simetría o no en esas dinámicas de cooperación, en los modos de gobernar el bien en concreto, lo cual se relaciona con lo que tú ahora mencionabas de la fricción social que muchas veces rodea esos ejercicios de cooperación. Los casos que analiza Ostrom, por ejemplo, son más bien asimétricos, ya que excluyen a los que no forman parte de la comunidad en cuestión. En fin, reconozco que necesitamos constantemente una perspectiva crítica que nos evite espejismos. Necesitamos politizar esa fascinación tecnológica a la que te refieres, y saber distinguir mejor en qué casos podemos hablar de producción compartida de procomún y en qué casos estamos más bien describiendo nuevas formas de extracción de renta utilizando la colaboración y las necesidades de la gente. Es normal que desde el mundo del cooperativismo se vea este tema de la economía colaborativa con cierta desconfianza. Desconfían de la SharingEconomy porque la ven como un elemento que tergiversa el sentido originario de la cooperación y lo hace sobre bases que no acaban de tener claras. Ahora en Barcelona se está intentando potenciar la economía social y solidaria, la economía cooperativa, y en el Ayuntamiento hay nuevos responsables de esas áreas que, a pesar de proceder de la tradición cooperativa, están empezando a interrelacionarse con gente que viene y trabaja en el ámbito de lo digital. Y ello puede ser muy positivo, como ya se está viendo en algunas jornadas hechas hace poco sobre «Economía colaborativa y procomún» organizadas por el propio Ayuntamiento. En ese contexto entran Wiquimedia, de la que antes hablábamos, Goteo, que promueven el crowdfunding con perspectiva de procomún y la exigencia de código abierto, o la gente de Guifi.net, que extienden la red en

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ámbitos o territorios donde las empresas no intervienen por con­ siderarlos poco rentables. En este sentido es también interesante ver ejemplos como los de Open Street Maps, que trabajan en código abierto, y evidentemente todo lo vinculado a FLOSS53 y la potenciación de las licencias abiertas. A todas estas dinámicas les veo potencia transformadora. Lo que debería hacerse desde el ámbito público es fortalecer estas iniciativas y los sistemas de código abierto. En cambio, todas las instituciones, las universi­ dades también, acaban comprando ordenadores con Windows ya instalado, tienen que pagar las licencias de Windows, Microsoft, etc. Esta es parte de la batalla. En este sentido no podemos dejar de politizar este tema, ni dejar de discutir políticamente quién gana y quién pierde. C.R.: Como decía antes, creo que somos muy miopes para distinguir los auténticos efectos de la tecnología y cuáles son los cambios tecnológicos socialmente más significativos. Por ejemplo, el economista Ha-Joo Chang decía que los avances recientes en los medios de comunicación no son tan revolucionarios como la aparición de la telegrafía con hilos, en el sentido de que esta supuso un cambio mayor respecto a la tecnología inmediata­ mente anterior, que Internet respecto al fax. Del mismo modo, la revolución digital aún no ha sido tan importante en términos económicos como la que supusieron algunos electrodomésticos. Pensemos en lo que significó para la industria alimentaria la po­ sibilidad de mantener refrigerados en los hogares los productos perecederos.

53. El software libre y de código abierto (también conocido como FOSS o FLOSS, siglas de free/libre and open source software, en inglés) es el software que está licenciado de tal manera que los usuarios puedan estudiar, modificar y mejorar su diseño mediante la disponibilidad de su código fuente.

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Privacidad y control J.S.: Ahora ya entramos en el Internet de las cosas, de los wearables, dispositivos que se llevan en la ropa. Veremos qué efectos tiene. Más bien eso asusta. Más bien te da la sensación que el nivel de control aumenta muchísimo. Yo creo que las reflexiones de Ulrich Beck5,1 nos pueden ayu­ dar aquí también. Cuando hablaba de riesgo, algo que tú también señalas en Sociofobia, se refería al aumento del individualismo y de la autorresponsabilidad, algo que el cambio digital puede facilitar e incentivar. En Japón parece que ya existe alguna experiencia en el ámbito de la sanidad pública que va por ahí. Tú vas al médico y te dice: mire, usted con su edad, 60 años, y con los achaques que tiene encima, si estuviéramos en una mutua privada no lo admitiría­ mos, pero como estamos en la sanidad pública, transigimos. Pero, a cambio, usted tiene que comportarse bien. Tiene que cumplir con lo que le digamos, porque lo que no podemos hacer es que siga usted gastando tanto dinero en salud simplemente porque su comportamiento es irresponsable. Ya le hemos advertido que usted está comiendo cosas que no debería comer, etc., etc. Vamos a seguir con usted. Vamos a hacerle un seguimiento desde la sani­ dad pública. Al cabo de un mes, cuando vuelve, y se comprueba que las constantes están igual o peor, la persona quizás diría «no lo entiendo, pero si he hecho lo que usted me dijo». Y el médico 54

54. Ulrich Beck (Siupsk 1944 2015) fue un sociólogo alemán, profesor de la Universidad de Munich y de la London School of Economics. Beck estudió aspectos como la modernización, los problemas ecológicos, la individualización y la globalización. En los últimos tiempos se embarcó también en la exploración de las condiciones cambiantes del trabajo en un mundo de creciente capitalismo global, de pérdida de poder de los sindicatos y de flexibilización de los procesos del trabajo, una teoría enraizada en el concepto de cosmopolitismo. Beck también contribuyó con nuevos conceptos a la Sociología alemana, incluyendo la lamada «sociedad del riesgo» y la «segunda modernidad».

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puede contestarle: «No. Sabemos lo que comió usted ayer y en estas semanas pasadas. Tenemos constancia de sus gastos y de lo que usted ha estado haciendo. Y no ha cumplido con su parte de responsabilidad». Esa sería una vía de utilizar el Big Data, del que tanto se habla, para incriminar individualmente a las personas por su comportamiento. Sin embargo, lo que muchas veces está en juego es que los malos hábitos alimentarios de las personas pueden estar motivados por problemas económicos, ya que existen notables diferencias de precio entre productos más sanos y los que no lo son tanto. Podríamos estar asistiendo a una utilización de transfiriendo toda eso habla muchas las capacidades de

la tecnología para despolitizar la desigualdad, la responsabilidad al ámbito individual. De veces Morozov, de la capacidad de aumentar control y de reducir la esfera de la privacidad.

Constriñendo lo que tú puedes hacer o no hacer. C.R.: Por lo que toca a la privacidad, creo que se están produciendo dos dinámicas distintas, que a veces se cruzan. La primera se da en un nivel, por así decirlo, vivencial, y es un retorno a un modelo de privacidad debilitada típico de las sociedades preindustriales. Me refiero a que la privacidad extrema característica de las sociedades modernas es una creación reciente. Tiene que ver con el éxodo rural y el anonimato en las grandes ciudades que nos permite dividir nuestra vida en compartimentos estancos: el trabajo no se comunica con la vida familiar, nuestras aficiones son indepen­ dientes de nuestros estudios... En los pueblos, la gente siempre ha vivido mucho más expuesta, todo el mundo sabe más o menos lo que hacen los demás. De alguna manera estamos volviendo a ese modelo: nuestros vecinos pueden enterarse con relativa facilidad de que participamos ayer en una convención de juegos de rol y en el trabajo ven las fotos de nuestras vacaciones. La segunda dinámica, en cambio, es mucho más novedosa y también peligrosa. Tiene que

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ver con el uso por parte de grandes empresas de datos procedentes de nuestra vida íntima. Es una práctica que engrana con las estra­ tegias de control burocrático típicas de la modernidad pero que en el contexto digital y globalizado tienen un impacto mucho mayor. Creo que la principal amenaza a la protección de datos tiene que ver con la existencia de agentes económicos que quedan más allá del control democrático. Esa es una característica del capitalismo global en general, no es algo específico de las empresas que negocian con datos privados. Así que yo diría que lo que está amenazado no es tanto la privacidad individual —al fin y al cabo, a las empresas lo que les interesa es el uso agregado de estos datos y no la vigilancia panóptica55— como nuestra autonomía política, nuestra capacidad democrática de decisión colectiva. La izquierda política y el ciberactivismo han coincidido a la hora de elaborar una especie de fantasía panóptica de micropoderes ocultos que controlan el mundo desde la sombra. La verdad es que las medidas represivas más importante se publican en el BOE y los ministros hablan de ellas con orgullo. La labor de Julián Assange o Edward Snowden ha sido heroica y merece todo mi respeto: pero la verdad es que la principal amenaza a la libertad de expresión en nuestro país no han sido las redes de cibervigilancia global sino la Audiencia Nacional, una institución judicial heredada del régimen franquista, y la Guardia Civil. Fue la Audiencia Nacional la que decretó clausuras cautelares de me­ dios de comunicación como Egin, Egunkaria o Ardi Beltza. Fue la Guardia Civil la que torturó a Martxelo Otamendi, director de Egunkaria. La recopilación masiva de datos biométricos con fines policiales no es una posibilidad de ciencia ficción, se llama carnet de identidad. La pregunta es: ¿por qué aceptamos dócil­

55. Sistema de vigilancia diseñado por el filósofo utilitarista y teórico Jeremy Bentham. Se ideó como un sistema de vigilancia racionalista para prisiones.

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mente poner nuestras huellas dactilares en el DNI pero nos aterra el control de nuestros datos digitales? J.S.: Quizás porque, por ejemplo, con el uso generalizado de smartphones y de apps controladas por empresas cuasi monopolísticas la capacidad de seguimiento personalizado es gigantesca, y esa concentración de poder va en detrimento de nuestro grado de libertad. Los móviles, la nube, el Internet de las cosas al que aludías antes y lo que se denomina el marketing de las emociones son vueltas de tuerca que de manera articulada restringen las capacidades de decisión y de autonomía, y ello exige respuestas políticas que eviten los efectos negativos de esa reconcentración de poder en centros para nada controlables democráticamente.

Democracia directa-representativa J.S.: Pero entrando en la parte más estrictamente política y conectando con esto, desde mi punto de vista sí que hay un elemento que conecta lo digital con el debate de lo político, más institucional, que sería el tema de la representación. Este es un punto muy importante, porque la estructura de representación está pensada en claves que más o menos están presentes desde las revoluciones burguesas: entendiendo al representante como aquel que está presente en las instituciones representando a los ausentes. Y este representante no tiene por qué dar cuentas a los que lo han elegido. De hecho, su preocupación está más centrada en renovar su legitimidad, en las próximas elecciones, que en dar cuentas de lo que hace a los que lo eligieron. Con el 15-M y el «no nos representan» se ha cuestionado el exceso de autonomía de la política, y que es necesaria una cierta recuperación de su control, al mismo tiempo que se ha incorporado también la posibilidad

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de que la propia idea representación y de delegación pueda ser o bien sustituida o a lo mejor complementada con un ejercicio más directo de las decisiones colectivas. Este es hoy un gran debate que el fenómeno de lo digital no ha hecho sino incrementar. Es decir, por volver a los temas clásicos, ¿podríamos pensar que está siendo superada la distinción entre la «democracia de los antiguos», es decir, la democracia directa del ágora, y la «demoerada de los modernos», es decir, la democracia representativa? Si lo miramos desde la perspectiva digital, lo cierto es que no es complicado imaginar mecanismos que permitan transitar de la democracia representativa a fórmulas de democracia más directa, sea como lógica sustitutoria o simplemente complementaria. Lo que queda claro es que esto alteraría los sistemas de representación tradicionales. Se ha defendido que la delegación era inevitable, sea por problemas técnicos (todos juntos no pueden decidir), como por razones de conveniencia y capacidad técnica (dejar decidir a los que saben). Este era el razonamiento de Joseph Schumpeter y de otros «realistas». Y, ahora, con ese renovado interés y mayo­ res posibilidades por el ejercicio de la democracia directa, estas prevenciones clásicas reaparecen El debate sobre democracia y representación seguirá en pie, ya que la democracia se ha ido convirtiendo en algo simplemente legitimador, de los que mandan en el terreno de la política, sin que afloren valores más sustantivos, más propios de la justicia y de la igualdad que clásicamente se han asociado también a la democracia. Por tanto, hay razones de fondo, y hay razones más de oportunidad técnica: vemos que podríamos decidir más di­ rectamente, sin depender de una especie de delegados que hacen lo que quieren con nuestros votos. C.R.: Voy a hacer un poco de abogado del diablo. Hay un aspecto positivo de la representación que no tiene que ver con la sumisión

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tecnocrática a la autoridad de los supuestos expertos sino con que es un mecanismo político que tiene potencialidades políticas únicas y valiosas. Por ejemplo, permite la evaluación de trayectorias de actuaciones como una unidad consistente. La asamblea es soberana, los representantes no deberían serlo. Tienen que justificar públi­ camente sus decisiones a lo largo del tiempo como un proyecto coherente. De ese modo, permiten a los electores que los evalúan descubrir aspectos de sus propias convicciones políticas que ellos mismos desconocían. Lo mismo ocurre en la negociación. Aquellos que nos representan tienen que negociar con otros representantes y eso puede facilitar un proceso de mediación entre opciones que, de otro modo, tienden al antagonismo. También es cierto que no todas las asambleas son iguales. Hay cierto tipo de asamblea es­ puria que parece una mera agregación espontánea de preferencias individuales de las que nadie se responsabiliza, sobre las que nadie tiene que rendir cuentas. Las asambleas deberían ser dispositivos en los que se produjera un proceso deliberativo complejo en el que también la representación puede desempeñar un papel positivo, no solo como un mal menor. J.S.: Hay un libro que en este ámbito tuvo cierta resonancia. Se llama El Crucifijo y la democracia, de Gustavo Zagrebelsky, un magistrado del Tribunal Constitucional italiano. En el libro contaba que el primer referéndum del que tenemos noticias es aquel en que Pilatos preguntó a la gente a quién quería salvar, si a Barrabás o a Jesucristo. Y Zagrebelski lo explicaba diciendo que nunca conviene confundir democracia directa con democracia instantánea. Es decir, sin tiempo para la deliberación. C.R.: Lo que ocurre es que a veces llamamos participación a una especie de mercado político donde lo importante es que tengamos oportunidad de manifestar nuestras preferencias, que pueden ser

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todo lo volubles que queramos porque nada nos compromete con ellas. Internet tiende a generar esra ficción participativa en la que se confunde la deliberación con el modo en que decidimos en el mercado a través de nuestras compras.

Coproducción/ nuevas dinámicas participad vas /

CUIDADOS

J.S.: La gente que ha impulsado Democracia 4.056 habla más bien de procesos de complementariedad. De que exista una di­ námica de voto directo que complemente el voto representativo. Por varias razones. Por un lado para provocar que los propios partidos, que ahora solo se ocupan del acceso al poder, y, por tanto, solo rinden cuentas cuando están en campaña electoral, es decir hacia el futuro no hacia el pasado, tengan que estar más permanentemente preocupados por generar consenso e influir en las opiniones de la gente sobre temas concretos. Porque puede haber momentos en que esa combinación de democracia direc­ ta, democracia representativa, que tiene diversos mecanismos y que mantiene la deliberación, les exija estar más presentes en los debates y evite el gran problema que todos detectamos en la democracia actual. Esa especie de autonomía total de la política que, entonces, hace que acusemos a los representantes de que ni cumplen lo que dicen, ni viven como nosotros, ni sufren lo que la gente sufre.

56. Democracia 4.0 es una iniciativa española que tiene como objetivo im­ plantar en España un sistema de democracia directa por Internet con delegación de voto en los partidos políticos.

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C.R.: Me parece muy sugerente esa elaboración compleja de la complementariedad de los distintos dispositivos de inter­ vención democrática. Creo que es importante, en todo caso, tener en cuenta las limitaciones de cada uno de ellos. Como has señalado, la representación a veces fracasa, y lo mismo ocurre con las herramientas digitales. No deberíamos deslumbrarnos por la posibilidad de participar a distancia a bajo coste y en cualquier momento. Lo importante no es la tecnología en sí, sino la arquitectura política y sus condiciones sociales. Algo que ocurre en algunos procesos participativos es que inicialmente son muy explosivos y participa mucha gente en ellos, pero se deshinchan rápidamente y acaban siendo controlados por unas pocas personas, no por mala fe sino por desinterés de la mayoría. Es una situación peligrosa porque tiene todos los problemas de la representación sin los mecanismos de control que presupone la representación formal. J.S.: Es lo que dice Pierre Rossanvallon57 cuando habla de la «democracia de apropiación» o de «democracia de ejercicio». Es decir, cómo conseguir que la gente se apropie de los instru­ mentos democráticos disponibles, ejercitando sus posibilidades y buscando otras nuevas. Si «la política» (institucional) ’está desconectada de la cotidianeidad, de «lo político», como lo que vivimos en nuestra vida cotidiana, lo que estaría en juego no sería tanto cambiar una representación por otra, como combi­ nar vías de acción y representación, tanto institucionales como extra-institucionales. Esta sería la conexión con la democracia de

57. Pierre Rosanvallon (1948) es un historiador e intelectual. Su obra escrita y su tarea académica se refiere principalmente a la historia de la democracia, al modelo político francés, al papel del Estado y a la cuestión de la justicia social en las sociedades contemporáneas. Ha sido uno de los principales teóricos de la auto­ gestión, en su acepción de economía política. (El buen gobierno, Manatial, 2016.)

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lo común. ¿Cómo podríamos relacionar lo común con la idea de democracia? Intentando ver hasta qué punto hablamos de lo común como algo colectivo, compartido, que genera vínculos, que genera obligaciones, que genera derechos. ¿Cómo podemos trasladar ese compartir y coproducir a la gestión política? ¿Cómo lo relacionamos con espacios, con formas de conexión, en el que el recurso de lo público esté conectado con la comunidad, con una voluntad de ser comunidad? Ese commoningcomo expresión de acción, de voluntad de generar lo colectivo. Aquí es donde la combinación de factores será importante, entendiendo que no todo el mundo quiere participar constantemente, esto es impor­ tante y tiene que ver con lo que tú decías. Hoy se empieza a hablar más intensamente de coproducción de políticas. No se trataría de que la gente participara más o menos en las políticas que otros han pensado para ellos, sino de que la participación de la gente funcione desde la elaboración del propio diagnóstico asumiendo asimismo responsabilidades sobre el proceso de puesta en práctica. Un poco en la línea de la experiencia de los planes comunitarios. Lo primero es compartir el diagnóstico para poder luego avanzar juntos en la búsqueda de soluciones, compartiendo problemas y oportunidades. De ahí la idea de coproducir o codiseñar. No se trata de delegar en los que saben y luego quejarnos o no, sino de estar implicados en el proceso, o al menos, de poder estarlo en cualquier momento. Seguramente también esto presenta los problemas relativos al sesgo que implican las diferentes capacidades de la gente, desde el punto de vista de recursos, del capital cultural y relacional al que antes aludíamos. No es fácil salir de tu esfera más cotidiana para aportar en una esfera simbólica más general. Y ese salto del caso a la categoría, por así decirlo, siempre es complicado. Ahora bien, si se propone coproducir una política, lo que de hecho se está diciendo es que tenemos un problema,

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que no es de uno o de otro, sino que lo compartimos todos. ¿Cómo lo resolvemos? Ahora más bien lo que funciona es la estricta delegación. C.R.: No creo que haya una solución general, una especie de ingeniería democrática que establezca un equilibrio perfecto de delegación, representación, participación e intervención. Ejercer la democracia también es ir respondiendo permanentemente a los problemas formales que van surgiendo, por eso desconfío de las teorías de la democracia que dan demasiada importancia a las cuestiones procedimentales. De hecho, creo que son mucho más importantes las dimensiones sustantivas relacionadas, por ejemplo, con la existencia de un tejido asociativo rico que sea el terreno social sobre el que se puedan modular distintos niveles de intervención y participación. Me parecía muy bonito el ejemplo que ponías antes de las AMPA... Las AMPA funcionan muy bien porque la gente se siente de algún modo compelida a participar en esas asociaciones porque percibe que hay un interés material común: el bienestar de sus hijos. Y a partir de ahí las AMPA son centros de socialización extraordinarios. J.S.: Yo me acuerdo cuando era presidente del AMPA de la escuela a la que iban mis hijas, en la que teníamos reuniones el primer jueves de cada mes. Siempre éramos más o menos los mismos, porque el orden del día era del tipo: qué pasa en el comedor, la guerra de Irak, y qué pasa con la nueva regulación educativa. Y la gente se quejaba de que siempre éramos los mismos. Muchos no participaban. En cambio cuando preguntábamos a la gente: «quién sabe informática o quién puede ayudar en el tema cocina o en otros, porque tenemos un lío en el aula de informática o se necesita x», entonces aparecían padres o madres que nunca habían participado en las reuniones esas más generales del AMPA, pero que

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tenían habilidades específicas y que para ellos participar no era hablar en abstracto de lo que se tenía que hacer. Lo suyo era hacer. Y ese hacer, ese cambio de perspectiva, reduce probablemente esa distinción de clase y de recursos entre diferentes colectivos. En el momento en que tú incorporas más el «hacer» que no el hablar y discutir, generas dinámicas distintas. Creo que los formatos de los que hablamos genéricamente como participación también son diferentes. C.R.: Estoy completamente de acuerdo. Creo que ese es el camino, pero mucho me temo que va a ser un camino largo y difícil porque partimos de unas condiciones penosas. España tiene uno de los índices de asociacionismo más bajos de la Unión Europea. Sencillamente tenemos muy pocos espacios donde ese «hacer» del que hablas tenga alguna eficacia. Tenemos que construirlos. J.S.: El concepto de coproducción en ese sentido intenta saltar por encima del concepto de participación, y lo plantea más en relación a problemas concretos, no genéricos, a fin de establecer diagnósticos compartidos que generen obligaciones conjuntas de cada cual. Es como si en la reunión del AMPA trabajásemos no de forma voluntaria, sino con el objetivo de que respecto a los problemas concretos haya una cierta autoexigencia a que todos tengamos que participar y que, de alguna manera, se produzca, como decía Ostrom, una cierta vigilancia colectiva para que nadie se escaquee. Esto exige un nivel de compromiso o de implica­ ción. En la escuela que te comento, el nivel de implicación de los padres y las madres en el proceso era altísimo y generaba una dinámica de vigilancia. En el fondo era difícil escaquearse, porque al ir a recoger a los niños te pillaban y tú tenías que colaborar y participar de alguna manera.

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Por eso coincido en tu planteamiento sobre evitar esa idea de autonomía y de entender e incorporar la codependencia o la dependencia. Y es algo que es, de alguna manera, contraintuitivo, porque ahora todo el mundo quiere ser autónomo. Y la idea de interdependencia no acaba de gustar, ya que hemos aceptado que toda dependencia es algo negativo. Y es cierto que desde la perspectiva feminista hace tiempo que se advierte de la impor­ tancia del vínculo, de la dependencia como algo que considerar positivamente. Eso es lo que Silvia Federici58 ha introducido bien, relacionando el ámbito de lo común con el de los cuidados. Un tema muy importante. C.R.: Digamos que creo que con el problema de los cuidados sale a la luz otro problema más general que tiene mucho que ver con la cuestión de los comunes. Los cuidados simplemente no son elec­ tivos. Todos hemos sido cuidados y seguramente lo volveremos a ser en algún momento de nuestra vida. La codependencia forma parte de nuestra naturaleza y solo mediante un gigantesco esfuerzo ideológico llegamos a imaginarnos autónomos. Por supuesto, la autonomía individual es una ficción en otros muchos ámbitos. La manera en la que nos comportamos como si nuestras elecciones como consumidores carecieran de consecuencias colectivás es absurda. Lo que ocurre es que en el ámbito del cuidado salen a la luz de una manera explosiva los efectos de esa ficción. Al igual que las limitaciones de las soluciones puramente burocráticas a esos problemas. Por eso el ámbito de los cuidados es una plataforma tan buena para empezar a reflexionar sobre la modulación de las políticas de los comunes en las sociedades contemporáneas. 58. Silvia Federici (1942, Parma) es una escritora, profesora y activista femi­ nista italiana situada en el movimiento autónomo o autonomismo dentro de la tradición marxista. Es autora del conocido libro Calibány la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria (Traficantes de sueños, 2004).

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Para concluir

C.R.: Espero no haber parecido demasiado escéptico respecto a las posibilidades de los movimientos contemporáneos de reivin­ dicación de los comunes. Creo que su popularidad es, en buena medida, un reflejo de su potencia política. Pero también me parece que no debemos ser tímidos a la hora de señalar sus zonas de sombra. De otro modo, corremos el riesgo de que se reduzcan a deseos piadosos o, peor aún, que se conviertan en un camuflaje ético para iniciativas elitistas. La concepción más prometedora de los comunes engrana con la crítica de la tradición política emancipatoria al modo en que la sociedad moderna organiza su subsistencia material a través de procesos competitivos basados en el lucro individual. Rastrea un amplio bagaje de experien­ cias históricas de coordinación social en distintos ámbitos —la producción, la cultura, el trabajo reproductivo, la explotación responsable de los recursos naturales...— que podemos recuperar y reformular hoy. También plantea una crítica a la forma en que el Estado ha defraudado las expectativas de generar esa coordi­ nación de un modo democrático y participativo y a menudo se ha convertido en una estructura autoritaria y burocrática. Ahora bien, creo que también tenemos que tener presente que las po­ líticas de los comunes no son una panacea y se enfrentan a una limitación esencial: requieren unas condiciones de sociabilidad y compromiso insólitas en nuestras sociedades y cuyo desarrollo conlleva distintos peajes y riesgos. En general, las políticas de los comunes no deberían ser entendidas como una receta milagrosa para cualquier problema. Al revés, creo que más que como res­ puestas deberíamos pensarlas como preguntas: son una forma de problematizar tanto los procesos de mercantilización como las alternativas a esos procesos.

J.S.: En efecto, cada vez más oímos hablar más de los comunes, de los bienes comunes, del procomún, los comunes digitales..., e in­ cluso vemos cómo opciones políticas se refieren a lo común como una propuesta que las identifica. Yo creo que este reflorecimiento del concepto de lo común como categoría política distinta tiene mucho que ver con dos elementos: por un lado está la expansión del mercado en todos los aspectos de la vida, la conversión de una economía de mercado a una sociedad de mercado, lo que genera la necesidad de proteger ámbitos que tengan una dimensión más colectiva, más compartida, para que no acaben en un proceso de mercantilización. Y por otro lado, tenemos la sensación de una falta de defensa desde el ámbito estatal del terreno de lo público, lo que genera una confusión entre lo público y lo institucional o estatal. Esta situación hace necesaria una defensa de lo público que refleje más lo colectivo, lo común. Y seguramente ese es el motivo que explica, como decías, su potencia movilizadora, su potencia política, pero esa misma popularidad exige trabajar y profundizar mucho más en su conceptualización. Como ya hemos ido viendo, el mundo digital ha contribuido a este renacimiento de lo común; que como hemos visto tiene profundas raíces históricas. La idea de lo común digital, de los comunes, de la economía colaborativa, de la economía compartida están hoy en boca de todos por motivos y perspectivas no siempre coincidentes. Las plataformas del tipo Airbnb o Uber son ejemplos de algo que se nos presenta como cercano a esas nuevas potencialidades pero que acaba generando procesos de los que precisamente tratábamos de huir, con fomas nuevas de capitalismo extractivo de las diná­ micas de colaboración. En definitiva, bienvenida la posibilidad de debatir sobre un tema del que seguro seguiremos hablando y problematizando.

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Los editores queremos agradecer a Wikipedia y a todos sus cola­ boradores la gran ayuda que nos ha prestado para la edición de este libro [y de muchos más;-)].

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Xavier Doménech (entrevistat per SERGI PICAZO) CAMINS PER L’HEGEMONIA PENSANT HISTÓRICAMENT EL PRESENT I EL FUTUR DE CATALUNYA

Más Madera en profundidad ofrece reflexiones compartidas de pensadores que nos permiten ahondar en debates clave para comprender el momento histórico actual.

La propiedad privada resulta injusta y la propiedad pública presenta otros problemas, al enfrentarse a una ola privátizadora. ¿Es posible una gestión colectiva de los asuntos públicos que no sea privada ni estatal, sino comunal? ¿Una gestión participativa que genere derechos pero también exija deberes a los miembros de una comunidad en acción? Una de las funciones del poder político en nuestras sociedades es la defensa del bien público, pero a pesar de ello incumple a menudo esta función y acaba sometido a intereses particulares privados. El conjunto de la sociedad no tiene, por tanto, garan­ tías de que se estén tomando las decisiones justas y necesarias en relación a la gestión de recursos clave para nuestro bienestar y subsistencia:

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Al

mismo

tiempo, surgen alternativas para gestionar nuestra economía de manera horizontal y democrática. El concepto «común» ha aparecido con fuerza en el escenario político como un reflejo de la necesidad social de repensar la gestión de lo público. El politólogo Joan Subirats, especialista en gobernanza y gestión pública, y César Rendueles, filósofo y profesor de sociología, experto en filosofía política y gestión cultural, nos ofi^^ u del Lo*

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