Storytelling para el éxito

Storytelling para el éxito por Peter Guber Conecta, persuade y triunfa gracias al poder oculto de las historias Introdu

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Storytelling para el éxito por Peter Guber Conecta, persuade y triunfa gracias al poder oculto de las historias

Introducción Desde hace más de diez mil años, los seres humanos han estado contando y escuchando relatos orales. Esta veneración por el relato es una fuerza tan poderosa y permanente que ha dado forma a culturas, religiones y civilizaciones enteras. Durante demasiado tiempo el mundo empresarial ha ignorado o minimizado el poder de la narración oral. Los ejecutivos prefieren usar presentaciones de PowerPoint, datos, cifras y hechos. Pero, a medida que el volumen del ruido de nuestra vida moderna se convierte en cacofonía, la capacidad de contar historias que puedan escucharse se solicita cada vez más. Además, en una época de intensa incertidumbre económica y de rápidos cambios tecnológicos como la nuestra, los relatos de éxito tienen más poder sobre los oyentes que los ceros y los unos de la revolución digital. El éxito depende cada vez más de las historias que sepamos crear para influir en empleados, socios, accionistas o clientes. Peter Guber nos muestra como un buen storytelling acerca de una empresa, producto o persona puede ser la mejor herramienta para conseguir buenos resultados empresariales.

El final... PERMÍTAME QUE LE DESVELE EL FINAL DE ESTE LIBRO... Hay un tesoro por descubrir, y está dentro de usted. Inserto en su ADN lleva condensados los más de diez mil años de historia durante los cuales los seres humanos han estado contando y escuchando relatos orales. Esta veneración por el relato es una fuerza tan poderosa y permanente que ha dado forma a culturas, religiones, civilizaciones enteras. Ahora, por medio del storytelling para alcanzar el éxito, cada uno puede controlar esta fuerza para alcanzar sus metas más anheladas. Yo descubrí este secreto que lleva al éxito gracias a que conté muchos relatos con propósito, cara a cara (y a veces inconscientemente), a lo largo de una dilatada carrera profesional. En este libro mi misión es ser su catalizador, entrenador y adalid, transmitiéndole herramientas y técnicas que he ido entresacando no sólo de mis propias experiencias, sino también al solicitar la sabiduría de personas a las que considero maestros de la narración. Le llevaré de adelante atrás por toda mi carrera, para demostrarle cómo estas habilidades, si se usan bien, tienen el potencial para cambiar inmediatamente su vida. Durante demasiado tiempo el mundo empresarial ha ignorado o minimizado el poder que tiene la narración oral, prefiriendo usar presentaciones de PowerPoint, datos, cifras y hechos. Pero a medida que el volumen del ruido de nuestra vida moderna se ha convertido en una cacofonía, cada vez se solicita más la capacidad de contar una historia con propósito que realmente pueda escucharse. Además, en esta era de intensa incertidumbre económica y de rápidos cambios tecnológicos, lo que ofrece la mejor oportunidad de superar el miedo o de incitar a los oyentes a actuar para alcanzar un objetivo digno no son los ceros y los unos de la revolución digital, sino más bien los «¡oooh!» y «¡aaah!» de contar un relato para alcanzar el éxito. Cuando echo la vista atrás, a mis cuatro décadas profesionales, veo que convencer a los clientes, empleados, accionistas, medios de comunicación y socios por medio del storytelling ha supuesto mi ventaja competitiva más importante. Y quiero dedicar este libro a conseguir que sea también la suya. Primera parte: si no hay relato, no hay negocio POR QUÉ EL STORYTELLING PARA EL ÉXITO ES SU INSTRUMENTO DEFINITIVO PARA TRIUNFAR 1 ¡Es la historia, imbécil! El «boom» en Las Vegas fue nuestra oportunidad de oro. Éste era el pensamiento que daba alas a mis pies mientras avanzaba por el Strip para reunirme con el guardián político de las puertas de la ciudad, el alcalde Oscar Goodman. En mi calidad de presidente de Mandalay Entertainment Group, estaba decidido a aprovechar la inercia que había convertido Sin City en un lugar ideal para las familias. A principios de la década de 2000 habían llegado a Las Vegas tantísimos residentes nuevos atraídos por la ciudad que a la grúa de construcción la llamaban, bromeando, «el ave oficial de la ciudad», y aquella expansión tan saludable garantizaba prácticamente el home run empresarial que yo estaba a punto de conseguir para la división de béisbol profesional de mi compañía. Nuestra propuesta: construir el estadio de béisbol más moderno del mundo en la capital del ocio más famosa del planeta. Nuestra agenda: elevar nuestro negocio de ocio deportivo a la

escena nacional. Nuestro éxito dependía de mi capacidad para convencer al principal político de Las Vegas para que dirigiese la campaña de una emisión de bonos municipales que financiara aquel proyecto urbano multimillonario. Pero dado que esta ciudad, enorme e icónica, carecía de estadio profesional de calidad, y mucho menos de las instalaciones de última generación que eran la especialidad de Mandalay, seguro que la propuesta que iba a hacerle al alcalde no se la tendría ni que pensar. O eso creía yo. En aquel momento, Mandalay Baseball era propietaria de cinco franquicias profesionales de la liga menor repartida por todo el país, incluyendo equipos Single-A, Double-A y Triple-A, y entre nuestros socios se contaban la superestrella del baloncesto Magic Johnson; el ganador del trofeo Heisman, Archie Griffin; y Tom Hicks, propietario de los Texas Rangers. En el negocio de las ligas menores no hay nada que sea menor, dado que atraen a más de 40 millones de fans cada año, y nuestros beneficios lo justificaban. Teníamos la reputación bien ganada de atraer los fondos públicos, obtener el respaldo local y construir estadios de máxima categoría. Hacía poco que habíamos adquirido la franquicia Las Vegas Triple-A de los legendarios LA Dodgers. Ahora queríamos acrecentarla trasladando su sede de Cashman Field, el campo universitario anticuado donde jugaban en aquella época, a un estadio recién construido, de calibre mundial y propio del siglo XXI, que el equipo local de Las Vegas se merecía con creces. Cuando llegué a las oficinas del alcalde, pensé: Vale, ¡vamos a jugar duro! Aunque yo llegaba tarde, el alcalde me hizo esperar. Goodman manejaba el poder con astucia. La decoración de su antesala transmitía la idea de que uno trataba con alguien metido en el negocio del espectáculo; su negocio se reflejaba dondequiera que uno mirase, desde la réplica de todo un icono, la señal de Las Vegas donde se leía BIENVENIDO A LA FABULOSA OFICINA DEL ALCALDE GOODMAN, hasta las vitrinas expositoras que contenían más premios y oropeles de los que podía contar. Había fotos de Goodman con todo el mundo, desde el presidente Bill Clinton hasta Michael Jackson, y los actores Tony Curtis y Steven Seagal. Incluso vi un par de guantes de boxeo de Muhammad Alí. Si uno prestaba atención, cada detalle de aquella sala gritaba ¡Major League! Al final el alcalde pudo recibirme. Pero antes de que pudiera decirle una sola palabra, me bombardeó con una charla sobre las películas que yo había producido, como productor, productor ejecutivo o supervisor, sobre todo las dos que se hicieron en Las Vegas (Rain Man y Bugsy). Me preguntó si tenía planes para rodar otra película en su hermosa ciudad. Luego citó las cifras de recaudación de taquilla que habían disparado a Batman a la estratosfera. Interpreté todo este juego previo como un indicio de que Goodman era mi público idóneo para mi charla perfecta. Le dije que había venido para obtener otro exitazo para Las Vegas, esta vez no con las películas, sino con el béisbol. Como prueba de ello, le solté de un tirón todos los datos que, estaba seguro, le iban a encandilar: cifras que demostraban que Mandalay mantenía bajo control los costes de diseño y de construcción, potenciaba la calidad y acababa sus proyectos a tiempo. Nuestro estadio más reciente, construido para nuestro único equipo en la Single-A, los Cincinnati Reds, situado en Dayton, Ohio, incluía servicios como asientos

en el piso superior y suites de lujo, convirtiéndolo en un caso único entre los estadios de las ligas menores de aquel momento. Hice un gesto hacia la ventana, desde donde se veían las grúas que avanzaban por el desierto. —Todos esos fans nuevos de Las Vegas se merecen el legado de un equipo y un estadio propios. El alcalde meditó sobre esta afirmación. Luego me preguntó: —¿Puede introducir aquí un equipo de la liga mayor? ¿Alguien le había doblado la voz cuando dijo «mayor»? Había dejado de escucharme en cuanto dije «ligas menores», pero yo estaba tan obnubilado con mis datos y cifras que pensé que se había confundido. —Se trata de béisbol profesional, todos los afiliados a las ligas mayores —le aseguré—. Podrá subirse a cuestas del equipo más veterano de la historia del béisbol profesional, Los Angeles Dodgers. Meneó la cabeza. —Ya hace mucho que deberíamos haber encontrado algo que sea muy, muy grande. —Lo que yo le propongo es enorme — insistí—. En los años que han transcurrido desde que abrimos nuestros estadio en Dayton, hemos vendido todas las entradas para cada uno de los partidos. Es un fenómeno sin precedentes. Y tenemos la intención de superarnos aquí. Goodman me lanzó una mirada gélida. —Esto no es Dayton, chico. Aunque me reuní con el alcalde en otras ocasiones, llevándole a mi casa de Los Ángeles y exponiéndole algunos rimeros más de datos aplastantes, mis esfuerzos sólo demostraron que uno nunca tiene una segunda oportunidad para causar una primera impresión. Y nunca llegué ni a la primera base con mi home run (jonrón) «garantizado». Ese fracaso me dejó huella. ¿Cómo me las había arreglado para convertir nuestro boleto ganador en una pérdida en Las Vegas? Estaba claro que la culpa no era del sistema. Poco después de fallar el tiro con Goodman, un vendedor de coches de Detroit llamado Derek Stevens asistió a un partido en Cashman Field y se emocionó con exactamente la misma visión que tuvimos nosotros: construir en Las Vegas un estadio de béisbol profesional. ¡Buena suerte! Le vendimos nuestra franquicia Triple-A de Las Vegas por lo que entonces era un precio récord, obteniendo así un sabroso beneficio para Mandalay. Pero el objetivo de mi negocio había sido convertir Las Vegas en el motor que elevase nuestra empresa al siguiente nivel. Los beneficios inesperados eran un magro consuelo. Había perdido el partido que fui a disputar. Sin embargo, el fracaso es un callejón sin salida inevitable en el camino que lleva al éxito. Cuando empezamos a pergeñar una nueva estrategia, uno de mis colegas en Mandalay comentó: «Tendremos que cambiar nuestra historia». Y fue entonces cuando se me encendió la bombilla: ¡Aaaah, claro! ¡Se te olvidó contar una historia, imbécil! Había torpedeado a Goodman con una lluvia implacable de cruda realidad (datos, récords, previsiones), pero no la organicé de ninguna manera que implicase sus emociones. ¡No era de extrañar que hubiera rechazado mi oferta! El apelativo «imbécil» era el correcto. ¡Estoy en el negocio del entretenimiento! Si alguien debe conocer la diferencia estratégica entre un aluvión de datos y una historia ganadora, ése soy yo. He producido docenas de películas y de programas televisivos. Antes de empezar en Mandalay, había sido jefe de estudio en Columbia Pictures, copresidente de Casablanca Record and Filmworks, consejero delegado de Polygram Pictures, y director ejecutivo y consejero delegado de Sony Pictures Entertainment. ¡La esencia de mi negocio era contar historias para mover a la gente! Además, en mi calidad de profesor en la UCLA School of Theater,

Film and Television, había enseñado prácticamente todas las facetas posibles de este negocio a los estudiantes licenciados de cine, empresariales y derecho, y la lección número uno era distinguir una descarga de datos de una historia bien contada. ¿Cuántas veces les había machacado todas las cosas que no son historias? Las historias no son listas, plantillas, PowerPoints, rotafolios, conferencias, peticiones, instrucciones, reglamentos, manifiestos, cálculos, esquemas lectivos, amenazas, estadísticas, evidencias, órdenes o hechos puros y duros. Aunque prácticamente cualquier forma de comunicación humana puede contener historias, la mayoría de las conversaciones y de los discursos no son, en y por sí mismos, historias. ¿Cuál es la diferencia esencial? Las «no historias» pueden proporcionar información, pero las historias tienen la capacidad única de conmover los corazones, las mentes, los pies y las carteras orientándolos en la dirección que imprime el narrador. Ahora que lo pienso, si no fuera por la historia que conté para emocionar a mis oyentes en Dayton, ¡ni siquiera hubiera dispuesto de todos aquellos baremos para demostrar a Goodman los progresos de Mandalay! Al principio, Dayton había parecido un tiro al aire, tanto como Las Vegas parecía una apuesta segura. Los medios de comunicación de Ohio habían sugerido que el desmantelado centro de la ciudad era un socavón irrecuperable del paisaje, y que no merecía la inversión ni de un solo dólar. Pocos de los oficiales de Dayton creían que los fans suburbanos se aventurasen a salir por el centro tras caer la noche, y los habitantes urbanos, supuestamente, no podían permitirse el lujo de asistir a un partido de béisbol. Además, insinuaba la prensa, aquellas dos culturas nunca podrían combinarse. Pero moldeamos la historia perfecta para dar la vuelta a esta actitud. Les contamos la historia básica de Campo de sueños, película en la que al personaje de Kevin Costner, Ray Kinsella, lo tratan de loco por construir un campo de béisbol en mitad de un campo de maíz. Capté su atención instantáneamente. Luego disparé su imaginación presentando nuestro nuevo estadio como el catalizador de un renacimiento del centro urbano. «Si lo construimos —les dije—, ellos vendrán.» Nuestra historia consiguió que incluso quienes se oponían al proyecto creyeran que nuestro estadio realmente devolvería el comercio al centro de la ciudad. Juntos seríamos capaces de crear ese tipo de experiencia de entretenimiento sano para toda la familia que era la especialidad de Mandalay. Y si teníamos éxito, esto conferiría a la ciudad una historia y una marca nuevas y únicas. Contamos la misma historia (que estábamos construyendo un Campo de Sueños en la vida real) para convencer a Magic Johnson y a Archie Griffin de que invirtieran en el proyecto. Luego seguimos contando la historia juntos, hasta que los líderes urbanos de Dayton patrocinaron una emisión de bonos municipales como la que yo había necesitado en Las Vegas. Por supuesto, para transmitir nuestra propuesta para Las Vegas a Oscar Goodman hubiera hecho falta una historia totalmente distinta. Aunque en aquel momento no me di cuenta, Las Vegas empezaba a transformar su marca de ser una ciudad orientada a las familias, para la que el béisbol familiar era una oferta perfecta, a la actitud «lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas». Así que, aunque me hubiese dado cuenta de que mi historia iba a cambiar el juego, ¡tendría que haberle contado a Goodman una historia que le ofreciera las ligas mayores con M mayúscula! Lamentablemente, no le conté ninguna historia, ¡y mucho menos la adecuada!

De entre todas las personas, yo tendría que haberlo sabido, y en cambio recurrí por defecto al procedimiento operativo estándar de los negocios en Estados Unidos, basándome solamente en hablar de puntos y de modelos económicos. ¡Si es que las cifras eran estupendas! ¿Cómo es posible que el alcalde Goodman no se quedara con la boca abierta? No fue un problema suyo. Fue mío, y lo repetí varias veces. No logré captar el interés de mi interlocutor. No logré escuchar a mi audiencia. Y no conseguí contarle una historia. ¿Cómo podía haberme equivocado tanto? A lo mejor... ¿No sería que había apuntado a la cabeza y a la cartera de Goodman en vez de a su corazón? En el negocio del cine eso supone un suicidio estratégico. Siendo cineasta, si uno no acierta en el corazón de su público, la única cartera que se verá afectada será la propia. Esto se debe a que, en una narración, el corazón es siempre el primer objetivo. Pero mi fracaso en Las Vegas sugería que esta norma trascendía el negocio del espectáculo. ¿Qué pasaría si alcanzar el corazón del público fuera esencial para cualquier tipo de negocio? ¿Y SI CONTAR HISTORIAS FUERA LO QUE MARCASE LA DIFERENCIA PARA USTED? A lo largo de mi vida he obtenido grandes éxitos en diversos negocios e industrias, pero también he cosechado un aluvión de pifias profesionales, patinazos económicos, desastres administrativos y tropezones creativos. He defendido productos que me han dejado pelada la cuenta bancaria, y mi garaje hasta arriba de artículos por vender. He iniciado compañías musicales que desafinaron, y compré el Las Vegas Thunder, un equipo de hockey profesional que se metió de lleno en una racha de derrotas de cinco años seguidos frente a un público más frío que el hielo. Aparte, no todas mis películas fueron bien. La gente intentaba huir de la sala cuando pasaban La hoguera de las vanidades, incluso cuando la proyectaban en un avión; y, sin duda, tuve mis más y mis menos en Sony. Esas pérdidas me resultaron económica y emocionalmente dolorosas, y a menudo fueron de dominio público. Encima, mis numerosos éxitos conseguían que los fracasos fuesen mucho más desconcertantes. Durante años me pregunté: ¿será que todo es cuestión de suerte? ¿O quizás había por ahí un factor clave que ampliase mi objetivo, aguzara mi trayectoria, acelerase mi impulso y redujera la distancia hasta mi meta? ¿No sería estupendo que ese factor crítico aumentase también la alegría del negocio? Si alguien inventase una tecnología que lograra todo eso, ¡se haría de oro! Después de mi fracaso en Las Vegas, se me ocurrió que todos los que se dedican a los negocios comparten un problema universal: para tener éxito, usted tiene que convencer a otros para que respalden su visión, su sueño o su causa. Tanto si desea motivar a sus ejecutivos como organizar a sus accionistas, dar forma a sus medios de comunicación, involucrar a sus clientes, obtener nuevos inversores o conseguir un empleo, tendrá que emitir una llamada inequívoca que capte la atención de sus oyentes, insufle emociones a su objetivo para que sea el de ellos, y los motive para que actúen a su favor. Tiene que llegar a sus corazones tanto como a sus mentes, ¡y esto es precisamente lo que hace el storytelling! ¿Qué pasaría si el storytelling con un propósito claro fuera ese elemento transformador que yo siempre había buscado? Había enseñado durante más de treinta años que las historias explican, ejemplifican, unen y motivan al transportar emocionalmente a los interlocutores. Muchas de mis películas, incluyendo Rain Man, Gorilas en la niebla y El expreso de medianoche, invitaban

decididamente a la acción, cosas que trascendían con mucho el mero entretenimiento. Como los miembros del público se sentían conmovidos emocionalmente por el mensaje central de la película, lo transmitían a otros al contarles y repetirles la historia de su propia experiencia del filme. Y ese boca a boca movió más millones a medida que la historia se iba transmitiendo oralmente por todo el mundo. Cada vez que se contaba el mensaje, se ampliaba el alcance y el impacto de la historia original, pero al mismo tiempo cada narrador convertía la historia en algo nuevo y diferente al añadirle sus propias emociones; esto demuestra que para contar una historia conmovedora no hace falta ser profesional. Todo el mundo puede hacerlo, ¡y lo hace! A medida que entendí que el storytelling era la salsa secreta para el éxito, cada vez me fui entusiasmando más. Usted no necesita ningún título para contar la historia de su empresa, su marca o su producto, convirtiéndolo en una poderosa llamada a la acción. Tampoco necesita dinero ni privilegios. ¡En realidad, se trata de una habilidad natural disponible para todo el mundo! Además, contar historias es una fuente de alegría, no sólo de éxito. Es como un placer vergonzante que además es lucrativo. ¿Qué podría ser mejor? Pero si esto es así, ¿cómo era posible que en mi propia carrera yo no hubiera detectado la importancia estratégica de narrar para ganar? ¿O sí lo había hecho? ¿Era posible que me hubiera beneficiado de este arte sin siquiera darme cuenta? De repente me sentí como alcanzado por un rayo. ERA A PRINCIPIOS DE LOS AÑOS NOVENTA. Acababan de nombrarme director general de una adquisición reciente de Sony, Columbia Pictures Entertainment. Ese conglomerado mundial de medios, de muchos miles de millones, fue una encarnación posterior de Columbia Pictures, donde yo había trabajado como jefe de estudio veinte años antes, de manera que al principio asumir ese nuevo cargo fue como volver a casa. Pero no pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que la empresa había perdido el norte. Durante años, antes de la llegada de Sony, Columbia se dedicó al negocio de quedarse sin negocio; todas sus divisiones estaban engrasadas y aceitadas para su venta al mejor postor. Aunque en aquella época el mayor generador de ingresos en la industria del cine era el vídeo, habían vendido la distribuidora de vídeos de Columbia y TriStar a RCA, y que luego, antes de mi llegada, adquirió General Electric. La venta de aquel activo fue una rémora para la moral y la productividad de la compañía. Además, no había una dirección o una visión unificada que conectara las divisiones supervivientes. Los activos de la adquisición de Sony incluían dos estudios cinematográficos (TriStar y Columbia Pictures), operaciones de televisión globales, y el circuito de cines Loews. Sus ejecutivos estaban repartidos por instalaciones alquiladas de costa a costa, y los equipos de producción y dirección de los estudios ocupaban el plató de MGM, importante en otros tiempos pero ahora destartalado. El león del cartel situado en un edificio adyacente, que aún era propiedad de MGM, parecía reflexionar sobre nuestro futuro. Nuestros nuevos propietarios japoneses no sólo estaban separados de nosotros por más de 11.000 kilómetros y una brecha cultural importante, sino que la historia reciente había demostrado que cada vez que una corporación extranjera como Sony compraba una empresa de entretenimiento estadounidense, no tardaba mucho

en volver a colgar de la puerta el cartel de «Se vende». Dado que nuestros ingresos estaban en caída libre, muchos de los ejecutivos veteranos de Columbia habían trasladado a Sony sus beneficios como accionistas de la venta, y ahora buscaban oportunidades más sólidas en otros lugares. Y como Columbia ya no era pública, ni siquiera podíamos ofrecerles stock para incentivarlos incentivarlos a quedarse. Mi única opción de tener éxito radicaba en encontrar otra forma más creativa de convencer tanto a Sony como al grupo dispar de ejecutivos, descontentos pero talentosos, que yo había heredado, para que colaborasen y luchasen por su futuro. Pero, ¿cómo? Ésta era la pregunta que me consumía cuando, a última hora de una tarde, me llamaron por teléfono para que ofreciese una presentación de PowerPoint de índole financiera en las entrañas del histórico Thalberg Building (bautizado así, por supuesto, por Irving Thalberg, el jefe de estudio de MGM que tuvo un éxito inmenso en los años veinte y treinta del siglo XX). En esa época no existían los teléfonos móviles, y el teléfono más cercano estaba en un almacén del sótano; pero dado que la llamada provenía de mis colegas japoneses, me senté dispuesto a escuchar. Como no podía concentrarme en el debate vacilante en dos idiomas, inglés y japonés, me entretuve hojeando algunos fotogramas que estaban apilados junto a la pared, cuando de repente me llamó la atención una fotografía de Peter O’Toole vestido con una túnica blanca holgada. Reconocí la imagen como perteneciente a una de las películas más queridas de Columbia Pictures, Lawrence de Arabia. En aquella escena, Lawrence meditaba sobre cómo abordar un desafío que me resultaba sobrecogedoramente familiar: ¿cómo voy a conseguir que un grupo variopinto luche por su futuro cuando ninguno de ellos cree que pueda o deba colaborar con los demás? El personaje de O’Toole, T. E. Lawrence, fue un oficial militar británico y experto en asuntos árabes durante los primeros años de la década de 1900, cuando el rival de Gran Bretaña, el Imperio otomano turco, gobernaba Arabia. Lawrence se dio cuenta de que la única manera de expulsar a los turcos de la región era uniendo a las tribus árabes en contra de ellos. Pero las tribus poseían distintos valores, creencias y reglas. Y Lawrence, como representante de otro imperio extranjero, era considerado sospechoso. Los británicos que vivían en Arabia en aquellos tiempos eran los equivalentes de los japoneses en Culver City [sede de la MGM]: los toleraban, pero no los comprendían. A pesar de todo, Lawrence creía que si lograba convencer a las tribus de su propio poder para conseguir lo imposible, actuando juntas, se unirían como un solo hombre. Su epifanía fue: «¡Aqaba!». Aqaba, la ciudad portuaria tremendamente fortificada y situada en el extremo de la península Arábiga, estaba protegida al norte por el desierto de Nefud, aparentemente infranqueable. Los turcos, convencidos de que nunca podrían atacarlos desde el desierto, habían situado toda su artillería apuntando al mar Rojo. Pero el plan de Lawrence era hacer lo imposible: marchar cruzando el desierto y sorprender a los turcos por la retaguardia. «Si queréis, lo haré», desafió a los líderes tribales. Y lo hicieron. Al arremeter contra la espalda desprotegida de Aqaba, aplastaron a los turcos y compartieron el oro y la gloria. La historia de aquel milagro se contó una y otra vez por toda Arabia y por el mundo, convirtiendo una oscura batalla en una leyenda inmortal. Esta historia mágica de alcanzar lo imposible se convirtió en el catalizador de un nuevo orden mundial. ¿Podría ser aquella la respuesta que

yo andaba buscando? Acabé rápidamente mi conversación telefónica y volví a ver la película entera. ¡Sí! Aquella historia podía ser perfecta para inspirar a los trabajadores de esta compañía a reclamar su venerable herencia y su rentabilidad. Empecé contando la historia de Aqaba a nuestros empleados durante nuestra gigantesca fiesta anual de Navidad. Les mostré aquella fotografía crucial de Lawrence y, como recordatorio de nuestra misión, repartí copias de ella, enmarcadas en plexiglás, a unos cuantos ejecutivos elegidos. «Esto es lo que somos —les dije—. Somos un grupo variopinto de empresas, pero una sola tribu. Hemos de creer que podemos hacer posible lo imposible.» La historia de Aqaba, convertida en el nuevo mantra de Columbia, se propagó entre los empleados como un virus. Contribuyó a invertir el esquema mental de la organización, reformar actitudes y encuadrar nuestro estado emocional colectivo. La historia de Lawrence impulsó a nuestra tribu a imaginar un futuro integrado que atrajese los recursos japoneses, evitando su retirada. Ahora me tocaba incitar a mis oyentes a actuar, alineando los corazones con los pies y las carteras. La historia era la llamada a la acción, el factor transformador crucial, pero aquel sólo era el principio. Teníamos que coger aquella historia y correr con ella... ¡a Aqaba! Nuestro primer asunto por tratar fue establecer una base de operaciones tan importante y tan tangible como lo había sido Aqaba para las tribus de Lawrence. Para continuar con la misión de Sony, que era construir un imperio de última generación del ocio y de la tecnología, invertimos cien millones de dólares para ampliar nuestro desastrado estudio de Culver City convirtiéndolo en una sede vanguardista que evidenciara toda la potencia tecnológica de Sony, y donde se pudiera albergar a toda nuestra tribu en un solo lugar. Entonces izamos la bandera de la unidad. Compramos el edificio colindante, descolgamos la pancarta del león y la sustituimos por la insignia de Sony. Esto anunció a todos los visitantes que Columbia y Sony eran una sola. Y como la junta directiva japonesa de Sony, tremendamente protectora, no pensaba incluirnos en su marca de fama mundial a menos que nos considerasen parte de su tribu, la colocación de aquel logo también garantizaba el compromiso de nuestros nuevos propietarios con los empleados. El éxodo de ejecutivos se invirtió. Pronto habíamos convencido a Sony para que rebautizase a la compañía, llamándola Sony Pictures Entertainment. Volvimos a comprar la videoteca del director de General Electric, Jack Welch, y colocamos la marca registrada de Sony como un imprimátur unificador en cada vídeo, y en todo lo que poseíamos o producíamos. Al integrar el sonido SDDS de Sony, una proeza tecnológica, y los sistemas IMAX en nuevos y relucientes complejos en New York City, Chicago y San Francisco, aplicamos a nuestro circuito de cines Loews, tan mortecino, una pátina radicalmente exitosa, bautizándolo como Sony Theaters. Ahora que la tribu iba cerrando filas, nuestros estudios empezaron a conseguir lo imposible, produciendo una serie de éxitos que incluyeron Philadelphia, Algo para recordar, Terminator 2, El día de la marmota, Algunos hombres buenos, Ellas dan el golpe, Los chicos del barrio y Despertares. Los filmes de Columbia y TriStar recibieron más de cien nominaciones a los Oscar, el total cuatrienal más elevado para un estudio en la historia del cine hasta aquel momento, y en 1991 obtuvimos la mejor cuota de taquilla del mercado doméstico. El resultado neto de todos estos cambios es que, mientras que el rival de Sony,

Matsushita, controló a nuestro competidor Universal Pictures durante sólo cinco años antes de abandonarlo, Sony ha mantenido el rumbo. Aunque yo me fui en 1995, habiendo experimentado tanto el éxito como el fracaso, hoy Sony Pictures Entertainment se ha transformado en una compañía estadounidense que sigue teniendo su sede mundial en New York City, y un director general que no es japonés, Howard Stringer. Genera unas ventas anuales de más de 7.000 millones de dólares, y su filmoteca de más de 3.500 películas sigue aumentando. Mientras avanzábamos en nuestro viaje increíble, yo me reunía regularmente con los ejecutivos que se habían cohesionado para alcanzar nuestra victoria «en Aqaba». Allá en sus despachos, rodeados por las fotos de sus familias, figuraba la fotografía de O’Toole caracterizado como Lawrence de Arabia. No cabía duda de que esa historia dio forma a la dirección de nuestra compañía. ¿Cómo? Induciendo a todos los miembros de nuestra tribu a sentir, y por consiguiente a creer, que trabajando juntos podríamos mejorar nuestra seguridad, aumentar las oportunidades, obtener más éxitos y aumentar nuestro orgullo. AL MIRAR ATRÁS me di cuenta de que mi experiencia en Sony demostraba que contar cara a cara la historia adecuada, en el entorno preciso, en el momento idóneo y de la manera más pertinente, puede inducir a los oyentes a actuar, y también puede modificar la trayectoria de éxitos del narrador. ¡Esto tenía que haberme convertido en un apóstol del arte del storytelling con un propósito claro veinte años antes! Sin embargo, durante los dos primeros actos de mi carrera, por lo general había sucumbido al supuesto dominante en nuestra cultura: que las decisiones empresariales difíciles están gobernadas exclusivamente por las cifras, las tácticas, los conceptos, los datos en bruto, «las cosas reales». Sólo ahora, en mi tercer acto, mientras volvía a pensar en Aqaba a la luz del papel que desempeñó en Dayton el storytelling oral y con propósito (y también en Las Vegas, aunque por su ausencia), había adquirido la perspectiva suficiente para ser un creyente. Aun así, necesitaba más evidencias que estas experiencias aisladas. Mis amigos y mis colegas ¿habrían descubierto también que la narración orientada al éxito cambiaba sus carreras? Esta herramienta de la narración interpersonal ¿era igual de poderosa en todos los sectores de la industria? ¿Había algún peligro del que precaverse? Mi misión no consistía en realizar un estudio científico ni en escribir un relato lineal de mi carrera. Lo que me interesaba era el descubrimiento, no la cronología. Pero sí quería averiguar si la evidencia respaldaba mi opinión sobre el poder del relato oral. También quería descodificar los elementos esenciales de ese poder. Entonces, otros profesionales podrían beneficiarse, en sus actos I y II, de lo que yo sólo había aprendido en el acto III. Empecé a viajar atrás y adelante en el tiempo, buscando otros relatos que había contado durante el curso de mi carrera, y analizando las motivaciones y las maneras en que habían funcionado o no para propiciar el éxito. También repasé historias que habían contado otros para instruirme, convencerme o motivarme. ¿Cómo y por qué habían sido eficaces? ¿Qué había dotado a esas historias de su fuerza? ¿Qué podía aprender de tales recuerdos? Me sorprendió descubrir con cuánta claridad recordaba esas historias, ¡en algunos casos después de cuarenta años o más! Sí, es posible

que en mi memoria se hayan difuminado las fechas exactas y los detalles circunstanciales, pero los relatos en sí mismos siguen vívidos, claros y practicables. ¡Eso, por sí solo, es un tributo al relato para tener éxito! Después me concentré en otros líderes empresariales (sobre todo los que estaban fuera del negocio del entretenimiento), para descubrir qué les parecía mi epifanía. Mi red personal y profesional abarca una amplia variedad de industrias y campos académicos, e incluye a muchas de las personas de más éxito en Estados Unidos. Así que empecé a actuar como un detective, introduciendo en las conversaciones con mis amigos y colegas las historias que me habían contado personalmente (o que otros les habían contado a ellos) y que influyeron en sus carreras. Escuché sus relatos, les pregunté qué era lo que pensaban que había hecho que esas narraciones fueran impactantes e indujeran a la acción, y reuní informalmente sus puntos de vista. También celebré una serie de cónclaves en los que expertos en psicología, medicina narrativa y relato empresarial compartieron su investigación y sus opiniones. Invité a éstos y a otros expertos a mis clases en la UCLA, para hablar sobre las siguientes preguntas: el storytelling con un propósito decidido, ¿era un instrumento vital para el éxito en los negocios que, por error, no se había tenido en cuenta? Si era así, ¿cuáles eran las claves para narrar y obtener el éxito, y cuál era la mejor manera de emplearlas? ¿De dónde procedía, en realidad, el deseo de contar historias y escucharlas? Y, además, ¿narrar para ganar podría ayudar a alguien a tener éxito, o requería un talento especial? Si las respuestas a estas preguntas demostraban que yo tenía razón sobre el poder estratégico de la narrativa oral, entonces ese factor trascendental seguro que convertía los negocios en algo mucho más divertido, interesante y provechoso... y mucho menos agobiante. Pero había una pregunta acuciante que había que responder antes que las demás: ¿qué es exactamente una historia? ¡AJÁ! • Conmueva los corazones de sus oyentes, y sus pies y sus carteras irán detrás. • Los aluviones de datos no son historias: ¡vomítelos, no los narre! • La historia no es la guinda del pastel, es el pastel. • No salga de casa sin ella... sin su historia, quiero decir. 2 ¿Tiene una historia? Yo tenía un problema: responsabilidad civil por defunción. En el río Colorado, abundante en rápidos y siempre emocionante, que discurre en lo profundo del Gran Cañón, había organizado una excursión fluvial de cinco días para diez amigos, y los chicos se habían desmadrado durante mi guardia. Entre nuestro colectivo (todo hombres) figuraban motores económicos del tipo A, con el presidente y director general de la NFL Network, Steve Bornstein, el director administrativo de Bear Stearns, Dennis Miller, el presidente y director de Onex, Gerry Schwartz, Pierce Brosnan (alias James Bond), el genio programador de ESPN, Mark Shapiro, el presidente de New Line, Toby Emmerich, el estratega vital y escritor Tony

Robbins, y el bullicioso Joe Francis, que había encauzado su carrera por los rápidos de Girls Gone Wild. El grupo entero se había pasado los dos primeros días tirándose botellas de agua unos a otros, saltando de una barca a otra y, en general, pasando olímpicamente de los guías de nuestra expedición. A 1.500 metros por debajo del borde de una de las siete maravillas naturales del mundo, se lo estaban pasando de muerte en el Big Wild Red, pero yo ya había bajado por el Colorado en otras ocasiones. Sabía lo que se avecinaba, y la perspectiva de perder alguna vida empezaba a presentarse como un peligro claro y tangible. Richard Bangs, uno de los invitados a la expedición, también había estado vigilando a los más descontrolados del grupo. A diferencia de todos los neófitos en nuestra barca, Richard era un aventurero genuino. Había sido el primero en descender 35 ríos en todo el mundo, incluido el Yangtsé en China y el Zambeze en el sur de África. Fundó Sobek Expeditions, una de las primeras empresas de viajes de aventura en Estados Unidos, y en 1980 ofreció su supervisión profesional durante las escenas de persecución en un río, tremendamente peligrosas, en una película que producíamos titulada The Pursuit of D. B. Cooper, sobre el secuestrador de aviones que saltó de un 727 cargado con 200.000 dólares recibidos por el rescate, y del que nunca más se supo. La persecución por un río lleno de rápidos en aquella película hizo correr un gran riesgo a los actores Robert Duvall y Treat Williams, así como a sus dobles, pero Richard consiguió que todos salieran ilesos. Pero en esos momentos me dijo: «Hemos de conseguir que estos tíos se sosieguen. Ahora mismo». Entonces, cuando atracamos en la orilla al tercer día, Dennis volvió la cabeza hacia un rugido amortiguado que se oía a lo lejos. —Escuchad eso —dijo—. ¡No sabía que por aquí pasaban trenes! Aquella era la oportunidad que había estado esperando Richard. —Dejadme que os enseñe ese tren —dijo. Nos condujo por el lateral del cañón hasta un precipicio que daba al temible Lava Falls, un rápido de nivel 10 y origen del tonante estruendo. En ese punto el río tenía un desnivel de más de once metros en tan sólo unos cientos, lo cual lo convierte en las aguas bravas más temibles de todo el cañón. El bramido de aquella locomotora hizo que el grupo guardara un silencio de muerte, hasta que Steve Bornstein comentó: —Ahora es cuando me entran ganas de volverme a casita. —Lo decía en broma... en parte. —Pues no hay otra forma de seguir que por ahí —dijo Richard, con lo cual captó nuestra atención de forma indivisible—. El riesgo puede transformar la vida, pero sólo si uno sobrevive. Sí, aquel era precisamente el pensamiento que me había dado vueltas y vueltas en la cabeza. Me sentí aliviado cuando Richard añadió: —Yo me dedico a la gestión de riesgos. Siguió diciendo: — El motivo de que bautizase a mi empresa de viajes de aventura como Sobek, la antigua deidad que protegía a los barcos que iban por el Nilo, fue la siguiente historia. ¡Escuchad! »Hace tres mil años, el primer rey de Egipto (un famoso gilipollas) estaba haciendo el idiota durante una partida de caza, y cabreó tanto a sus perros que al final éstos se volvieron contra él. La jauría lo estuvo persiguiendo hasta llegar al Nilo, que estaba infestado de cocodrilos. Uno de estos grandes reptiles estaba tomando el sol en la orilla. Se ofreció a llevar al rey al otro lado del río, y éste estaba tan desesperado que accedió. Para su sorpresa, el cocodrilo le llevó sano y salvo a la otra orilla, pero entonces el saurio salvador reveló que era Sobek, el espíritu del cocodrilo. A cambio de haber salvado la vida del faraón, le exigió

que hiciera algunos cambios importantes en su vida. El rey tenía que dejar de ser un tarambana, y hacer que su pueblo tratase el río y a sus criaturas con respeto. Mientras los humanos lo honrasen, sus barcos transitarían por el río con total seguridad. En este punto, Richard echó un vistazo al Lava Falls y alzó la voz sombríamente. —Sólo una vez, unos dos mil años más tarde, hubo una flotilla militar que olvidó apaciguar a Sobek. Durante la travesía el río se cobró mil vidas. —¿Y ahora hay cocodrilos en el Colorado? —preguntó Pierce, intentando quitar hierro al asunto. —No. Pero si no los respetáis, esos rápidos os harán trizas como si fueran cocodrilos —concluyó Richard. En esas palabras subyacía el mensaje de que la naturaleza puede ser feroz. Para sobrevivir y medrar, debemos respetar el entorno. Mientras volvíamos a pie al campamento, el grupo guardaba silencio. Bangs había transmitido su mensaje en el momento justo, y por primera vez colaboramos para decidir la estrategia del día siguiente. Nos fuimos a dormir pronto, y a la mañana siguiente todo el mundo estaba silencioso y concentrado cuando cargamos los bártulos e iniciamos el lento recorrido hacia el precipicio. Pronto, debido al creciente volumen de los rápidos, se nos disparó la adrenalina. Cuando nos acercábamos al borde de la cascada, Gerry Schwartz gritó: «¡Vale, cocos, ahí vamos!». Y tras eso los rápidos nos aferraron, sacudiendo nuestros botes de un lado para otro. Remamos a la una, frenéticos, para evitar las rocas de la derecha, afiladas como cuchillos. Los botes se inclinaron, poniéndose casi verticales, y luego cayeron pesadamente sobre sus bordas en un remolino tranquilo, antes de sumirse en un socavón del lecho fluvial que nos lanzó al aire como una bala. Dos centímetros a la derecha y estábamos listos, pero paleamos y nos apiñamos como si nos fuera la vida en ello... ¡y gracias a Sobek, sabíamos que así era! Richard tenía toda la razón del mundo. El entusiasmo era tan intenso que, tras la experiencia, todos nos sentimos transformados. Por eso tuvo sentido que a la tarde siguiente Richard me dijese que Mountain Travel, que se fusionó con su empresa en 1991, decidiera no sólo mantenerlo a él como socio, sino también conservar el nombre Sobek. «La leyenda de Sobek fue el factor decisivo del negocio —dijo Richard—. Yo quería que entendiesen que yo no me dedicaba al negocio del transporte de personas, sino a la transformación de humanos. Contarles esa historia fue la mejor manera posible de que lo comprendieran.» ¿POR QUÉ ÉSA ES UNA HISTORIA CON UN PROPÓSITO CLARO? Cinco años después, al rememorar aquel viaje por el río, todavía recuerdo cada detalle de la leyenda de Sobek que nos contó Richard. Recuerdo que todos tuvimos que inclinarnos hacia delante para escuchar su voz, debido al rugido de la cascada, y la manera en que estuvimos pendientes de sus palabras para descubrir qué pasaría luego. Al mirar atrás, me doy cuenta de que nuestra transformación empezó en el momento en que dijo «historia». Esa palabra fue como una campana que nos indujo a escuchar. Desde la infancia todos estábamos condicionados a esperar que una historia ofreciese una recompensa mental, y esa expectativa nos mantuvo embelesados. Pero ¿qué convertía exactamente la leyenda de Sobek en una «historia»? ¿Hubiera sido lo mismo si Richard no hubiese mencionado al rey? ¿Si nos hubiera dado una conferencia de una hora sobre los cocodrilos y la creencia de los egipcios en sus dioses, o si

hubiera diseccionado la estrategia de Sobek para cambiar la conducta del faraón? ¿Hubiera seguido siendo una historia si Sobek hubiese sido un mero cocodrilo que se hubiera zampado al rey? Acudí a buscar respuestas a Robert Rosen, ex decano de la School of Theater, Film and Television de la UCLA, que impartía junto a mí la asignatura «El tránsito por el mundo narrativo». Rosen me dijo: «Las historias sitúan todos los datos clave en un contexto emocional. La información de una historia no está allí quieta, como lo estaría en una proposición lógica. En lugar de ello, está construida para generar suspense». Y los elementos que construyen todas las historias atractivas, ya sea que se cuenten oralmente o a través de las páginas de un libro, por medio de actores en una pantalla o en un monitor, son el reto, la lucha y la resolución. Por lo tanto, así es como se construye una historia: • Primero... capte la atención de sus oyentes con un reto o una pregunta inesperados. • Luego... ofrezca a sus oyentes una experiencia emocional al narrar la lucha para superar aquel desafío, o para encontrar la respuesta a la pregunta introductoria. • Por último... dispare la respuesta de sus oyentes con una resolución reveladora, que los llame a actuar. Aplicando este esquema a la leyenda de Sobek, me di cuenta de que la historia comenzaba con el reto para sobrevivir al que se enfrentaba el faraón, que le hizo buscar una salvación. El punto medio de la historia le obligaba a luchar con tres elecciones en apariencia imposibles: confiar en un cocodrilo, saltar al río sin protección alguna, o enfrentarse a sus propios perros, sedientos de sangre. Y el final resolvía la lucha del rey al transformarle del tipo de persona capaz de cabrear a su propia jauría en un guardián honrado del código fluvial, que sus descendientes respetarían a partir de ese momento. ¿Hubiera funcionado la historia si se hubieran dispuesto de otra forma el principio, el medio y el final? A menudo los cineastas y los escritores juegan con el orden en que se revela la información, a veces consiguiendo grandes efectos. Pero yo sabía, gracias a mis años transcurridos en la industria del cine, que si no ofrecen el esquema tripartito de historia-experiencia de escucha, que el público parece esperar instintivamente, están perdidos. Los oyentes raras veces se enganchan a un relato si no detectan al principio un cierto reto atractivo. No permanecerán atentos si no les emociona la lucha de la fase central. No recordarán la historia, ni actuarán en consecuencia, a menos que su solución final los deje hipnotizados. El modo en que Richard Bangs nos contó la leyenda de Sobek demostró que las historias no tienen por qué ser largas ni tortuosas. Lo que sí tienen que hacer es sorprendernos. El relato de Sobek primero nos preparó para que el rey tuviera que enfrentarse a sus perros, ¡pero en lugar de eso se encontró con un cocodrilo! Por lógica, esperaríamos que el cocodrilo se lo comiera, ¡pero en lugar de eso le ofreció protección! Entonces podríamos esperar que el rey o el cocodrilo se engañasen mutuamente, pero en lugar de eso el espíritu de los cocodrilos antropófagos se convirtió en el nuevo mejor amigo del hombre... ¡siempre que éste le rindiera homenaje! Todo aquel que haya leído una novela o haya visto una película sabe que la historia que no sorprende está muerta de antemano. La misma regla es aplicable a las historias que una persona cuenta en directo ante un público empresarial. El valor de la sorpresa puede concretarse en algo tan sutil como un encogimiento de hombros o una punzada de arrepentimiento. No todos los relatos emocionan ni embelesan, pero si no

incluye alguna sorpresa, usted perderá la atención de sus oyentes. ¿Por qué? Al pensar que en nuestro cerebro debe haber algo que anhela que le sorprendan, consulté con mi amigo de la UCLA, un neurocientífico llamado Dan Siegel, para hallar la respuesta. Siegel, codirector del Mindsight Institute de la UCLA y autor de libros científicos muy aclamados, The Developing Mind (La mente en desarrollo, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2007) y The Mindful Brain (Cerebro y «mindfulness», Paidós, Barcelona, 2010), me explicó la secuencia esencial de la sorpresa como expectativa + violación de la expectativa. Citó a Jerome Bruner, uno de los padres de la psicología cognitiva, que dijo: «La narrativa surge de la violación de la expectativa». Entonces Siegel me puso un ejemplo. «Tienes expectativas en tu cabeza; yo tengo otras en la mía. Nos sentamos a desayunar. Yo te digo: “Esta mañana me he levantado, he ido al baño, he cogido el cepillo de dientes y le he puesto dentífrico, bla, bla, bla”. Nuestras expectativas tienen una sincronía total. No hay violación alguna. Son aburridas. No son dignas de ser recordadas.» Esta enumeración no sorprende, ¡y por tanto no es una historia! ¿Por qué Bangs no optó por darnos una conferencia sobre la seguridad fluvial? Dada nuestra condición y nuestra actitud, ambas despreocupadas, seguramente le hubiéramos tirado a él al río. ¡Las conferencias son tan aburridas como las historias del perro que mordió a su dueño! En lugar de eso, Bangs captó nuestra atención con una historia totalmente impredecible: un hombre que se hace amigo de un cocodrilo. Este relato sorprendente nos hizo llegar exactamente adonde él quería, no como un perro que ladra o un cocodrilo que asusta, sino como un caballo de Troya. Según el mito del caballo de Troya, los antiguos griegos estaban hartos del asedio al que durante diez años habían sometido a aquella ciudad, de modo que construyeron un gran caballo de madera, hueco, que dejaron a las puertas de la ciudad de Troya. Luego fingieron marcharse en sus naves. Pensando que el caballo era un trofeo de victoria, los troyanos lo metieron en la ciudad. Aquella noche, una tropa de soldados griegos salió de su escondrijo dentro del caballo y abrió las puertas. Entonces el ejército griego en pleno entró a saco en la ciudad, sorprendiendo a los troyanos y ganando la guerra. El caballo de Troya era un vehículo de transporte disfrazado. Las historias con propósito también lo son. De una forma astuta, contienen información, ideas, acicates emocionales y propuestas de valor que el narrador quiere infiltrar en los corazones y las mentes de los oyentes. Gracias a su construcción mágica y a su atractivo, las historias transportan emocionalmente al público, de modo que éste no se apercibe siquiera de que está recibiendo un mensaje oculto. Sólo después de haber escuchado el relato saben que han escuchado y sentido una llamada a la acción que les ha transmitido el narrador. Son numerosas las llamadas a la acción que puede transmitir un relato con propósito. Si es usted vendedor, quizá su objetivo sea convencer a su cliente de que adquiera más productos. La meta de un director de recursos humanos puede ser inducir a los empleados a respaldar las normas y valores empresariales. Un director creativo querrá inspirar creatividad a su personal; un abogado, convencer a un jurado de que condene o absuelva a su cliente. El objetivo de un político es obtener votos; el de un cómico, provocar la risa del público; el de una ONG, conseguir donativos. En cada caso, su éxito

dependerá de su capacidad de transmitir su intención a sus oyentes de una manera que los induzca a actuar. ¿Qué mejor instrumento para conseguir esto que contar una historia? Hace unos años estaba cenando por primera vez en un restaurante cerca de mi casa, que se llama Border Grill. Las propietarias del Grill, Susan Feniger y Mary Sue Milliken, tenían sus propios programas televisivos en Food Network, una línea de alimentos preparados bajo su marca Border Girls, y habían escrito juntas cinco libros de cocina. Además, tenían varios restaurantes en Los Ángeles, además de uno en Las Vegas. Como sentía curiosidad por saber cómo habían construido su imperio culinario, pedí un «taco» de pescado. El sabor me dejó pasmado. Como vio mi expresión, el camarero se me acercó para charlar. «¿Sabe —me dijo—, dentro de ese taco hay toda una aventura.» Me contó cómo, hace veinte años, Mary Sue y Susan se habían encontrado tiradas a las cuatro de la mañana en una aldea costera de Yucatán. Lo único que estaba abierto era un pequeño puesto de tacos, y las dos se quedaron impresionadas por la gran cantidad de ingredientes frescos que ofrecía: langosta, salmón, pepino en tiras, una botella de aceite de oliva. «El dueño elaboraba las tortillas de maíz con sus propias manos, que eran enormes», añadió el camarero, haciendo un gesto con sus palmas. Me explicó cómo Susan y Mary se quedaron allí durante una hora, con un bloc de notas, intentando averiguar qué hacía aquel hombre, cuáles eran los ingredientes y qué le daba al taco aquel sabor espectacular. Entonces el hombre salió y las invitó a un par de cervezas y a dos tacos más. Acabaron comiéndose todo lo que preparó, y las invitó a volver al día siguiente. A estas alturas yo ya estaba embobado. «Era domingo —prosiguió el camarero—. El puesto estaba cerrado, pero el vendedor preparó, sólo para ellas, un impresionante estofado de judías pintas en salsa.» Me señaló la foto del plato en el menú del Border Grill, e inmediatamente le indiqué con un gesto de la cabeza que me lo trajese. «¡Se pasaron toda la tarde con aquella familia mexicana!» Me sentí como si hubiera disfrutado de mi propia aventura culinaria sin haberme movido de la mesa. Me tragué la historia y la comida con el mismo placer. La experiencia me impresionó tanto que más tarde le pedí a Susan Feniger que visitara nuestra clase en la UCLA, y que explicase cómo anima a los camareros a contar historias con propósito, como aquella. Ella me dijo que el storytelling constituye una parte esencial de la formación de sus empleados. Ella y Milliken viajan por el mundo para descubrir los auténticos sabores y culturas, colores, alimentos, música y arquitectura que distinguen el Border Grill, así como su restaurante posterior, el Ciudad. Utilizan los relatos de sus aventuras como caballos de Troya, para transmitir su pasión a los miembros de su personal. «Si les emociona lo que hacemos, quieren que los clientes conozcan la historia de dónde conseguimos esa receta, y cómo nos influyó.» Entonces, esos clientes cuentan esa historia a sus amigos. De esta manera, los relatos de Feniger y Milliken convierten tanto a su personal como a su clientela en operadores de marketing viral.[1] Feniger me subrayó que la marca Border Grill no se centra sólo en el sabor, la calidad o la cantidad de comida, o ni siquiera en la atmósfera o la clientela de sus restaurantes. En Los Ángeles hay cientos de restaurantes que ofrecen una cocina excelente y un estilo único. Lo que siempre han enfatizado Feniger y su socia es la pasión que invierten en sus restaurantes. Su llamada a la acción no es simplemente que los clientes vengan y coman,

sino también que compartan su experiencia emocional. Los relatos orales son únicos para transmitir esta llamada, porque cuando escuchan una historia, las personas quieren sentirse emocionadas. ¿CUÁL ES EL ALIMENTO DEL TRANSPORTE EMOCIONAL? Stacey Snider, que fuera presidenta de Universal Pictures y que hoy es copresidenta de DreamWorks Studios, fue la primera que me dijo, cuando era presidenta de mi empresa hace más de veinte años: «Las mejores historias tiran del corazón, no de la mente». Esta revelación me impresionó de inmediato. ¡Por supuesto! Dentro del mundo de los negocios existe una presión constante para potenciar la tecnología puntera, pero sin que medie una propulsión emocional, ningún grado de efectos digitales ni de artilugios hará que el público se entusiasme de verdad. ¿Qué quiero decir con «transporte emocional»? Estoy hablando del complejo sistema de acción y reacción que tiene lugar dentro de un relato, y que conmueve a los oyentes. Son historias que «activan» el transporte emocional de quien las escucha. Nos incitan a reír, llorar, contener el aliento, suspirar o gritar con una rabia fruto de la empatía, y todo oyente, intuitivamente, exige esta propulsión emocional. Es importante recordar que esto es así incluso dentro del contexto empresarial. Los hombres de negocios son seres humanos, que crecieron escuchando relatos, como todo el mundo. Por lo tanto, en cualquier negocio, como en el del espectáculo, si uno no consigue transportar emocionalmente a sus oyentes, los perderá. Pierda a sus oyentes, y su caballo de Troya no podrá transmitir, de ninguna manera, su llamada a la acción. Pero la estructura tripartita de reto, lucha y resolución sólo dota al relato de una forma. ¿Cuál es el combustible que mueve este vehículo? Mientras reflexionaba sobre los relatos empresariales con propósito que me habían conmovido más durante mi carrera, me di cuenta de que el transporte emocional depende de cuatro elementos esenciales. 1. Los verdaderos héroes son personajes simpáticos y reconocibles Intente imaginar una historia donde no haya, como mínimo, un personaje. Es imposible. ¿De parte de quién se pondrá usted? ¿Quién desarrolla la historia? ¿Quién hace que las cosas cambien? ¿Y por qué nos iba a importar lo que sucediera si no le pasa a un personaje con el que podamos identificarnos o simpatizar? Da lo mismo que sea un hombre, una mujer, un animal, un grupo, una tribu, un producto o el Gigante Jolly Green: ese personaje es nuestro héroe. Si la historia es un transporte emocional, el héroe es el conductor. Cuanto más cercano nos resulte ese personaje, más nos atrapará la historia; pero esto no quiere decir que el personaje tenga que ser mono y tierno, ni siquiera agradable. ¡Y no confundamos simpático con patético! La mejor manera de resumir la empatía es con la frase «siento tu dolor». Las audiencias sienten empatía por los personajes cuyas luchas e inquietudes los hace parecer auténticos y vulnerables. Las emociones como la esperanza, el amor, la determinación y el anhelo hacen mucho más por los héroes atractivos que la inteligencia, el aspecto físico, la fuerza o su estilo. Si no me cree, piense en cómo reacciona usted a las historias auténticas que representan los personales reales que están a su alrededor todos los días. Estos sucesos

observados no sólo nos enseñan, al nivel visceral, cómo funciona el transporte emocional, sino que a menudo se convierten en relatos poderosos que contaremos una y otra vez, con diversos propósitos, a lo largo de nuestras vidas. Un caso concreto: uno de los personajes más heroicos que he conocido en mi vida fue un niño que padecía una enfermedad degenerativa paralizante, que era mi vecino cuando vivía en Boston. Se embrollaba al hablar. No podía caminar, ni tampoco asistir al colegio con todos los demás niños del barrio. Pero le veía cada día, asomado a la ventana, mientras nosotros pedaleábamos en nuestras bicicletas por la manzana. Un día, su padre apareció en la acera sujetando una bicicleta con ruedecitas de seguridad laterales en ambas ruedas, delantera y trasera. Parecía que en aquel vehículo de seis ruedas hubiera podido subirse un elefante sin romperlo. Mientras yo miraba por mi ventana, el padre del chico salió con él en brazos y lo sentó en aquel invento. Entonces el padre volvió a entrar en casa. El chico empezó a pedalear, y al cabo de un minuto la bicicleta volcó. Vi que su padre lo observaba desde la ventana. El chaval también lo vio. El adulto lo miró mientras estaba allí tirado, y no hizo nada. Al final el chico se enderezó y se sentó en la bici. Avanzó cosa de metro y medio y volvió a morder el polvo. Una vez más, su padre se limitó a observarlo. Durante semanas, aquel muchacho estuvo probando suerte y cayéndose, y su padre no movió un dedo. Yo se lo conté a mi madre, preocupado, pero ella me dijo que me metiera en mis cosas. Yo no podía: aquel drama resultaba demasiado impresionante. Un domingo por la mañana, el chico se cayó de la acera. No tuve más remedio que ir. Pero cuando alcancé el bordillo, él me indicó con un gesto que no me acercase. Entonces su padre dio unos golpecitos en el cristal de la ventana y me indicó con el dedo que me fuese a casa. Convencido de que aquel hombre era una especie de monstruo, dejé al muchacho intentando levantarse solo y corrí de vuelta a mi casa. Entonces, un par de días más tarde, el chaval volvía a estar en la calle. Se cayó una vez; se levantó. Y otra vez. Pero entonces, de repente, ¡comenzó a avanzar! Logró recorrer unos veinte metros... y luego giró el manillar. ¡Y volvió al punto de partida sin caerse! Miré a su casa y vi a su padre sonriendo a su hijo. Miré al chico, y estaba sonriéndole a su padre. Luego los dos se echaron a reír y a hacer aspavientos como un par de locos. Y yo me puse a llorar. ¡Al final lo entendí! Los dos sabían que el chico necesitaba enfrentarse al reto, luchar y superarlo solo. Precisaba ser su propio agente del cambio, participar activamente en su propio rescate. Si su padre lo hacía por él, el chaval no se sentiría un héroe. Y sólo si fuera un héroe esta victoria trascendental le capacitaría para enfrentarse a los otros desafíos, inevitables y monumentales, que le aguardaban en el futuro. Lo único mejor que ser el héroe de su propia historia era ser el héroe de su propia vida; y aquel día aprendí hasta qué punto están entrelazadas ambas cosas. La alegría que sentí al ver el recorrido de cuarenta metros de aquel chico fue impresionante. Mi experiencia de su reto, su lucha y su triunfo, todos únicos, se convirtieron en un relato arquetípico sobre la persistencia, que me repetía cada vez que mis notas empeoraban en la escuela, unos matones me zarandeaban, o fracasaba en algún proyecto. La historia del chico en la bici me enseñó que el fracaso no es más que una banda rugosa en el camino al éxito. Los héroes no tiran la toalla, de modo que el único fracaso genuino es la incapacidad de levantarse. La llamada a la acción de esta

historia era que siempre hay que levantarse. Aproveché ese episodio para superar muchos fracasos en mi carrera, sobre todo al principio. Cuando apenas tenía treinta años, Columbia Pictures me ascendió a director del estudio. Estaba aterrado, no sólo por la responsabilidad, sino por el resentimiento que me profesaban otros hombres mayores, con más experiencia, que querían mi puesto y habían albergado la esperanza de conseguirlo. Uno de esos hombres era John Veitch, el jefe de producción física de Columbia en aquel momento. John, un verdadero héroe de guerra, había resultado herido mientras luchaba en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Podía oler el miedo a dos kilómetros, y sabía que no es una buena cualidad para un líder. No hace falta decir que fue capaz de detectar mi angustia y mi temor después del estreno decepcionante de Horizontes perdidos. Lamentablemente, en mi calidad de ejecutivo más joven, yo había apoyado desde su comienzo aquel vergonzante musical para las que entonces eran dos superestrellas, Burt Bacharach y Hal David. Sabiendo que aquella podía ser su oportunidad para pasar por encima de mí y llegar a la cumbre de la compañía, Veitch se me acercó mientras todo el mundo iba saliendo de la sala donde se había estrenado ese fiasco. Me preguntó: «Bueno, ¿tienes miedo de lo que pueda pasar?» Yo sabía que John era duro, pero también que apreciaba la firmeza en otros. Reflexioné unos instantes y contesté: «Por supuesto». Y le conté mi historia del chico y la bici. «Es posible que me caiga —concluí—, pero mientras siga respirando y tenga fuerzas para seguir esforzándome, me levantaré. La historia de aquel chico me enseñó que si me centro en algo, crece y determina dónde voy a acabar, no lo que se interponga en mi camino». Aquella historia consiguió que John pasara de ser mi competidor a colaborar conmigo. Le demostró que yo apreciaba las cualidades necesarias para obtener el éxito. Y me demuestra, ahora, que los héroes atractivos y las historias con propósito acechan en los rincones de nuestras vidas, listas para que las contemos. 2. El drama pone en marcha su historia Una vez que tenga su héroe, ¿qué activa la emoción? ¿Qué hace que nos quedemos absortos, pidiendo más? Michael Jackson me lo enseñó de una forma inconfundible: la respuesta es «el drama». Allá por 1991, Jackson ya era una fuerza que tener en cuenta. Después de renovar su contrato con Sony por una cifra récord de 65 millones de dólares, publicó su octavo álbum, Dangerous, con los singles «Black or White» y «Remember the Time»; ambos dominaron las listas de música pop. En mi calidad de director ejecutivo de Sony Pictures, había estado presente en el estudio de producción de aquel disco, y me quedé impresionado por la intensidad creativa de Michael y por su perfeccionismo. Su ambición no conocía límites. Pero cuando el valor musical más importante de Sony me invitó a su casa en Encino para hablar de sus planes de entrar en el cine y en la televisión, me pilló por sorpresa. Michael había demostrado que sabía todo lo que podía saberse de la música pop, pero las películas eran una historia muy diferente. Quería producir, no sólo actuar. Eso suponía contar historias. ¿Sería capaz de hacerlo? Ni siquiera tuve que preguntárselo. «Tanto en las películas como en la música —me dijo Michael—, tienes que saber dónde está el drama, y cómo exponerlo. —Me dirigió una larga e intensa mirada y, de repente, se puso en pie—. Permíteme que te lo enseñe.» Subimos al piso de arriba, al pasillo que estaba fuera de su habitación, donde se detuvo delante de un

enorme terrario acristalado. «Ésta es Muscles», me dijo. Dentro, una enorme serpiente estaba enrollada en una rama. El reptil movía la cabeza, siguiendo algo que estaba situado en la esquina opuesta del terrario. Michael señaló con el dedo el objeto que acaparaba la atención de Muscles. Un diminuto ratón blanco intentaba esconderse detrás de un montoncito de virutas de madera. Le pregunté, esperanzado: —¿Son amigos? —¿Tienen pinta de serlo? —No. El ratón está temblando. Michael me dijo: —A Muscles, tenemos que darle ratones vivos, porque de lo contrario se negaría a comérselos. Los muertos no le llaman la atención. —Entonces, ¿por qué no lo atrapa y se lo come? Me contestó: —Porque le gusta jugar. Primero usa el miedo para captar la atención del ratón, y luego aguarda, creando tensión. Por último, cuando el ratón esté tan aterrorizado que no pueda ni moverse, lo atacará. La serpiente había captado la atención de aquel ratón, y el ratón la de la serpiente... y Michael Jackson tenía la mía. —Esto es el drama —me dijo. —¡Desde luego! —contesté—. Esta historia lo tiene todo: interés, suspense, fuerza, muerte, el bien y el mal, la inocencia y el peligro. No lo soporto. Pero tampoco puedo dejar de mirar. —Exacto — contestó él—. ¿Qué pasará luego? Incluso aunque lo sepas, no sabes cómo o cuándo sucederá. —Quizás el ratón logre escapar. Michael soltó una de sus risas agudas y extrañas. —Quizá. Si yo había albergado alguna duda sobre el dominio de Jackson del arte del narrador de historias, aquel día se evaporó. Su storytelling para alcanzar una meta me enseñó, clara y profundamente, que nada atrapa más rápido nuestra atención que la necesidad de saber qué pasará después. De vuelta en la UCLA, pedí a Dan Siegel que me ayudase a comprender, desde su posición como neurocientífico, por qué a las personas las atrae tanto el drama. Siegel me contó que las emociones no surgen espontáneamente. Como sabe cualquier actor, tampoco se las puede invocar a voluntad. Las emociones hay que despertarlas. «Y ese proceso se agudiza —añadió— cuando te das cuenta de cosas como: No sé si el puma seguirá ahí; No sé si la nave espacial regresará; No estoy seguro de que gane esa carrera. Hay que introducir tensión entre la expectativa y la incertidumbre. La tensión emocional nos induce a pensar que quizá la cosa vaya así, pero puede salir de otra manera, lo cual nos hace preguntarnos qué pasará luego.» Cuanto más nos preguntemos qué sucederá después, más atención prestamos. Y cuanta más atención prestemos, más escucharemos, percibiremos y retendremos. Uno de los motivos por los que me quedé tan rotundamente hipnotizado cuando vi el ratón y la serpiente de Michael es que ambos estaban inmersos en una historia de deseo y miedo primigenios. En algún punto, en lo más hondo de nuestro ADN, acecha la misma historia, porque en algún momento de nuestra evolución, si no en nuestra existencia más inmediata, vivimos esa historia. Fuimos la presa más débil que se ocultaba en la cueva, temblando, frente al tigre dientes de sable que acechaba fuera. Por supuesto, la mayoría de narradores en el mundo de la empresa no necesita presentar factores tan dramáticos como la muerte y la supervivencia. Pero incluso las historias en ese campo se cuentan mejor si activan el conflicto entre el miedo y el deseo. El deseo es una necesidad esencial humana, que dentro del mundo empresarial puede traducirse en conseguir un trabajo, motivar a los empleados, llevar las cuentas, impresionar a un jefe, lanzar con éxito un producto o garantizar una marca. Cuanto más deseamos algo,

mayor es nuestro miedo a no conseguirlo. Y esa tensión emocional involucra a nuestro público, porque se pregunta «qué saca en realidad de todo esto». Lo que produce este impacto no es la cantidad de palabras. Incluso un relato rápido puede generar una tensión dramática. Por ejemplo, hace poco Charles Collier me contó la historia que utilizó él para motivar a sus empleados cuando le nombraron presidente de AMC, esa red de películas clásicas que distribuyó la dilatada serie televisiva Shootout, que yo presenté junto a Peter Bart. Collier quería llevar la red por cable en una nueva dirección, que incluyese espectáculos originales y emocionantes como Mad Men, además de seguir ofreciendo su dosis establecida de películas antiguas, pero tenía un problema. La actitud de muchos de sus empleados hacia el trabajo se limitaba a fichar al entrar y salir, y si no conseguía cambiar esa actitud de piloto automático en esas personas, nunca alteraría la aptitud de la organización. De manera que les contó una historia muy sencilla, explicándoles que cuando él era niño y sus padres le hacían asistir a clases de piano, tenía esa actitud de fichar y punto. Se pasaba las horas muertas moviendo los dedos. Estaba allí, pero al mismo tiempo no estaba allí: su mente siempre hacía novillos. Años más tarde se dio cuenta de cuánto le costó aquella actitud, tanto en experiencia como en tiempo. Desperdició la oportunidad de obtener la habilidad suficiente como para disfrutar tocando el piano, y jamás pudo recuperar aquellas horas. Pero sí que podía aprender de aquella pérdida. Podía cambiar. Ahora se había comprometido a estar presente, no sólo física sino también mentalmente. Dijo a sus empleados que, si no lo hacía, sabía que iba a salir perdiendo. La historia de Collier traslucía que si sus empleados no cambiaban de actitud, tanto sus empleos como la supervivencia de AMC tenían los días contados. Collier entendió que «la historia es importante». De hecho, esa frase se convirtió en el mensaje central de su red por cable. La historia de Collier ilustra una de las ventajas básicas del storytelling que Steve Denning ha identificado desde que lleva siguiéndole la pista a esta técnica de narrativa empresarial. Denning fue director de gestión del conocimiento en el Banco Mundial, escritor de los libros galardonados The Secret Language of Leadership y The Leader’s Guide to Storytelling, así como una autoridad reconocida en estrategias de liderazgo. Invité a Steve a participar en uno de los conciliábulos sobre narrativa que organicé en 2008, donde él señaló que la brevedad de un relato puede proporcionar a un líder una ventaja clara en un entorno empresarial. «Es posible que no dispongan más que de minutos, de segundos —dijo—, pero una historia oral puede conseguir que se haga el trabajo, incluso en un marco temporal tan estrecho.» Además, Denning ha descubierto que cuando los oyentes se enteran de que viene una historia (en lugar de un aluvión de datos), suelen darle la bienvenida. Se relajan, centran rápido su atención y se concentran en el narrador. No se mueven inquietos ni se ocupan en enviar SMS, como he visto hacer a tantos empleados y estudiantes cuando empieza una presentación de PowerPoint o una clase sobre estrategias. Sumidos en ese estado participativo, los oyentes también son más receptivos a las verdades emocionales y humanas contenidas en el relato del narrador. De hecho, el público empresarial confiará en un narrador como Collier, que admite su propia fragilidad humana, más de lo que lo haría si él fingiera ser cierto tipo de divinidad ejecutiva incapaz de equivocarse. Las historias sobre

la perfección fracasan estrepitosamente porque no suenan ciertas. Pero cuando un líder emplea un drama auténtico para revelar la verdad oculta sobre un problema al que se enfrenta su negocio, induce al público a sentir que son ellos mismos quienes descubren la verdad. Un drama convincente deja claro a los oyentes que el narrador tiene corazón. 3. Me ha pillado en el ¡Ajá! El momento de la verdad para su historia es ese clímax que galvaniza al oyente, cuando el «¡ah!» que usted proporciona se une al «¡ja!» del público para convertirse en ese mágico «¡ajá!» unificador. En este momento de «eureka», su caballo de Troya abre la trampilla y suelta la carga. Su oyente experimenta la misma descarga impactante de emoción, propósito y sentido que sintió usted cuando tuvo su epifanía original. Su llamada a la acción llega al blanco con un resonante «¡Lo entendí!» Yo fui el receptor de una llamada así a principios de los años noventa, cuando la superestrella del baloncesto Magic Johnson y su socio Ken Lombard vinieron a mi despacho en Sony, a petición de mi director jefe de operaciones, para hablar de un proyecto de negocios. ¿Cómo iba a decirle que no a Magic Johnson? Era una de las ventajas de mi trabajo. Lo primero que me dijo Ken fue: —Cierra los ojos. Voy a contarte una historia sobre un país extranjero. Me parecía un proceder poco ortodoxo, pero le hice caso y cerré los ojos. —Ahora —prosiguió—, piensa en una ciudad con una cartera de clientes sólida, bien situada geográficamente y con inversores cualificados. Sabes cómo construir cines en Europa, Asia y Sudamérica, ¿no? Por supuesto que sabía. Como director de Sony, tenía la responsabilidad última del enorme circuito de cines Loews. —Sabes cómo invertir en países extranjeros que tienen idiomas, culturas y problemas diferentes. Lo que haces, Peter, es encontrar un socio de aquel país, que hable el idioma, conozca la cultura y sepa gestionar los problemas locales. ¿Es así? Asentí, con los ojos aún cerrados. Sony tenía sedes por todo el mundo. —Muy bien —prosiguió Ken—, ¿qué tal si te digo que existe una Tierra Prometida donde ya hablan inglés, donde les encantan las películas, tiene muchísimos solares disponibles y no hay competencia? Esa tierra prometida está a unos diez kilómetros de donde nos encontramos ahora mismo. Abrí los ojos como platos. Todos sabíamos que Loews siempre andaba buscando nuevos lugares y oportunidades para expandirse. Ken echó una mirada a Magic, quien me regaló su sonrisa de un millón de dólares. Ken siguió diciendo: —Yo crecí en esa tierra, en una familia que formaba una pequeña empresa. No ganábamos mucho dinero, pero siempre estuvimos presentes en el vecindario, hacíamos limpiezas en seco... Mi abuelo tenía una camioneta para el transporte de hielo, una locura. Teníamos un intenso espíritu empresarial. Lo que me estaba diciendo era que su cara era la misma cara del público que yo anhelaba tener. Me preguntó si sabía que una cuarta parte de las personas que van al cine son afroamericanas. Y ese público, el de Magic y el de Ken, tenía su propia comunidad floreciente, a la que yo, como hombre de negocios blanco y rico, no podía llegar. —¡Ajá! — exclamé. ¡Ya lo pillo! Aquella Tierra Prometida estaba en mitad de Los Ángeles, y la historia de Ken y de Magic revelaba que ellos serían los héroes locales perfectos para que construyéramos cines en aquella zona—. Pero esperad un momento —dije, recordando la

película Los chicos del barrio, de Columbia, aquel drama de John Singleton dirigido a jóvenes negros menores de veinticinco años, y que había sido un gran éxito para Sony—. En esas zonas urbanas, los cines se convirtieron en el pararrayos de las bandas callejeras, que asustaban a los vendedores del centro comercial y a otras personas que iban a ver los pases. Magic me explicó que buena parte de la rabia que todos habíamos presenciado en las comunidades negras tenía que ver con el hecho de que aquellos barrios eran propiedad de forasteros. La piedra angular de la historia central de Magic Johnson era su creencia en la propiedad de los habitantes locales. Todo lo que él y Ken pensaban construir iba a ser de la gente, dirigido por la gente y para la gente de su comunidad. —Proteges a los tuyos —dijo Magic—, porque son tu equipo. —Y si alguien sabía cosas sobre el trabajo en equipo, era la estrella de la NBA Magic Johnson. Me estaba diciendo que ellos dos estarían en la brecha, y dirían a los Crips y a los Bloods, o a cualquiera que intentase sabotear nuestra labor en aquella Tierra Prometida: «No durante mi guardia». Hicimos el trato. El colofón de esta historia es que, afortunadamente, Ken y Magic estaban realmente preparados para proteger su (nuestra) Tierra Prometida, porque en cuanto comenzó la construcción, las bandas hicieron acto de presencia. «Intenté ser educado —recordaba Ken cuando unos años más tarde contaba esta historia a mis alumnos de la UCLA—. Le dije al cabecilla: “Mira, tío, tenemos que hablar”. Él me contestó: “¡Vete a la puta mierda! Tengo otras cosas que hacer”. Bueno, resulta que uno de mis guardias de seguridad había sido guardaespaldas de Mike Tyson. Así que se levantó y dijo: “Mira, tienes que hablar con mi colega. Porque, ¿sabes una cosa? Este tío controla”. El jefe se lo tomó como un desafío. Los dos estaban a punto de liarse, y los otros treinta y cinco tíos empezaron a rodearnos. En aquel momento dije: “Mirad, si lo que queréis son trabajos, hablemos de trabajos. Pero si queréis bronca, tú tienes a tus treinta y cinco, y yo a mis seis. Os garantizo que la mitad de vosotros hoy dormirá en el hospital.» ¡Y lo captaron! «Una vez que vieron que pensábamos defender nuestro territorio, los tíos se echaron para atrás y dijeron: “Vale, si nos vais a dar trabajo, para eso hemos venido”.» Ken contrató a un par de docenas de los miembros de aquella banda, y la mitad de ellos permanecieron en la empresa constructora incluso después de que se hubiera edificado el cine. En sus primeras cuatro semanas aquel Magic Johnson Theater fue uno de los cinco más rentables de toda la cadena de Sony. Al final Lombard transmitió esta historia. Ken y Magic contaron a Howard Schultz, el fundador de Starbucks, la misma historia que a mí. Querían que Starbucks gozase del mismo éxito que obtuvo Sony por pensar globalmente, actuar localmente, y confiar a Ken y a Magic el papel de héroes locales. Schultz les permitió abrir el único Starbucks de toda la cadena que tiene dos propietarios. Ellos entonces siguieron aprovechando la misma historia para conseguir una sociedad al cincuenta por ciento con T. G. I. Friday’s y Washington Mutual, aportando restaurantes y centros de préstamos hipotecarios en zonas donde no existía ninguno. Los resultados fueron tan imponentes que en 2004 Howard Schultz contrató a Ken Lombard para que fuese el director de Starbucks Entertainment.

4. El factor yo-a-nosotros Las historias más impulsoras dentro del mundo de los negocios proyectan luz sobre un interés, un objetivo o un problema que comparten tanto el narrador como el público. El poder de esos relatos nace de la intensa relación yo-a-nosotros que se forma en cuanto el oyente se da cuenta de que el narrador le está hablando de un sentimiento o una situación que él mismo, como receptor del mensaje, también ha experimentado. Este vínculo activa la empatía del público, garantiza su confianza en el narrador y su interés por el llamamiento a la acción. Un relato que ha dado origen a una compañía de miles de millones de dólares gracias al factor yo-a-nosotros es el de YouTube. En una de nuestras conferencias sobre narrativa, el fundador de YouTube, Chad Hurley, compartió esta historia, que él y su socio Steve Chen contaban a sus patrocinadores y clientes potenciales, y a los medios de comunicación, mientras intentaban poner en marcha su proyecto en 2005, justo un año antes de que vendieran la empresa a Google por 1.600 millones de dólares. «Durante la era previa a la existencia de YouTube, estábamos celebrando una fiesta en San Francisco. Habíamos hecho unos vídeos estupendos de nuestros invitados, que queríamos colgar en Internet para compartirlos con otros amigos y con la familia. Nuestro problema es que queríamos colgarlos de inmediato. Pero el proceso era complejo y exigía mucho tiempo, y el resultado final, penoso. Eso disipó nuestro entusiasmo, y se esfumó la diversión del momento.» Entonces se dieron cuenta de que cualquiera que se viera en semejante circunstancia se sentiría igual, ya que el impulso de compartir de inmediato experiencias positivas es universal. Esta revelación les hizo ver que su problema contenía una oportunidad. Si lograran idear la manera de colgar vídeos en la red, libremente y con velocidad, facilidad y calidad, todo el mundo querría usar ese servicio. Aceptaron el reto, se pusieron manos a la obra y crearon un vehículo eficaz, rápido y fácil de usar, que pudiera compartir cualquier persona en cualquier lugar, incluso si todos colgaban sus vídeos al mismo tiempo. El final feliz de la historia fue la creación exitosa de YouTube. Cuando en una historia el factor yo-a-nosotros es fuerte, el beneficio primario para el narrador es la empatía. La historia de Hurley y Chen decía a sus oyentes, en esencia: «Yo soy tú. Tengo los mismos problemas y frustraciones que tú». Su primer público de inversores confió que Hurley y Chen eran gente «corriente», que entendían las frustraciones que ellos mismos sentían, y que realmente aquellos dos tipos se asegurarían de que su solución de YouTube resultara fácil de usar para todo el mundo. Cuando se lanzó YouTube, los socios siguieron contando su historia, reduciendo así la posible resistencia de los clientes a la tecnología nueva, y fomentando el anhelo de su público para probar su nueva solución. En 2006, en YouTube se visualizaban diariamente cien millones de vídeos, y cada 24 horas se colgaban 65.000 vídeos nuevos. El segundo beneficio del factor yo-a-nosotros es que hace que las historias sean más digeribles y accesibles. Cuanto más rápidamente establece una historia un terreno común entre usted y su oyente, más proporción de la historia asimilará éste, tanto emocional como intelectualmente. Si su público no se identifica con su problema, es probable que no les interese escuchar la resolución de su historia. Por otro lado, una vez

que sienten como propia la experiencia contenida en su relato, su atención es automática. La respuesta a la historia de YouTube fue prácticamente instantánea, y como la historia era tan universal, los usuarios y casi cualquier cobertura mediática de la compañía la repitieron una y otra vez. LO MÁS HERMOSO DEL FACTOR yo-a-nosotros es que subraya la esencia del storytelling para ganar como una experiencia compartida. Contar una historia es un proceso bidireccional, que hace participar e, idealmente, beneficia tanto al narrador como al oyente. Pero ¿significa eso también que los oyentes y los narradores son igual de capaces de contar historias? Si esto es así, eso significaría que el storytelling para el triunfo es un instrumento que puede usar cualquiera, y no sólo una ventaja para unos pocos afortunados. Ahora que ya comprendía mejor lo que define una historia, decidí explorar más a fondo esta práctica de narrar. Quería descubrir dónde se origina la habilidad narrativa, quién la tiene realmente y por qué. ¡AJÁ! • Una historia con un propósito claro es una llamada a la acción: asegúrese de emitirlo. • Una historia sin estructura no cumple su objetivo... – Elabore su principio para proyectar luz sobre su reto o su problema. – Haga girar el centro en torno al esfuerzo para superar ese desafío. – Concluya con una resolución que active en el oyente su llamada a la acción. • Haga que su audiencia se ponga en el lugar de su héroe. • Dirija desde el corazón, no desde la cabeza. • Utilice el factor sorpresa. • Las historias con éxito convierten el «yo» en «nosotros»: ¡armonice sus intereses! • Asegúrese que su historia les deje claro cómo se van a beneficiar. • No habrá concluido su tarea hasta que digan «¡Ajá! ¡Ya lo entiendo!» 1 Tipo de marketing que anima a las personas a transmitir a otras personas un mensaje comercial mediante el boca a boca o por Internet, produciendo así un aumento exponencial en la difusión de una marca. (N. de la T.) 3 ¡Ya lo ha pillado! Papúa Nueva Guinea me ofreció el eslabón perdido. Más del 80 por ciento de su población aún vivía como cazadoresrecolectores tribales, igual que lo hicieron sus ancestros de la Edad de Piedra. Incluso en 2005, algunos de sus habitantes no habían visto a una persona blanca en toda su vida. Y a pesar del hecho de que sus 800 lenguas indígenas representan una quinta parte de todos los idiomas hablados en el mundo, la mayoría de esas tribus no tenía un lenguaje escrito. Todo esto significaba que Nueva Guinea me podría acercar a los orígenes de la narración oral todo lo que sería posible hacerlo en el siglo XXI. Hice las maletas y me marché al otro extremo del planeta. Lo que descubrí superó todas mis expectativas. El vestido propio de los papúes incluía llevar un hueso atravesado en la nariz, y pelucas del tamaño de Chicago. Algunas tribus cazaban arañas como exquisitez alimenticia. Otros se pintaban el cuerpo con barro. Tan sólo unas décadas antes, hubiera tenido que considerar la amenaza del canibalismo, lo cual no resultaba muy reconfortante. Pero descubrí que las máquinas Polaroid antiguas eran una forma estupenda de hacer amigos. Entregaba a los nativos las fotos de revelado instantáneo, y se quedaban tan alucinados al ver cómo aparecía lentamente la imagen de sus personas, que se las sujetaban en las cintas que llevaban en la cabeza para enseñarse mutuamente quiénes eran. Me dio la sensación de que contarían a

las generaciones venideras la historia de aquellas fotos. Resultó que contar historias era una forma de vida en Nueva Guinea. Cada tribu tenía distintos vestuarios, hábitats, alimentos, rituales de caza y creencias espirituales, y cada uno de esos factores estaba vinculado con la cultura a lo largo de su historia. Esto suponía que la supervivencia de cada tribu dependía de que las generaciones más jóvenes aprendiesen esas historias y vivieran según ellas, las más importantes de las cuales se transmitían durante los ritos iniciáticos. En la aldea de los Hombres Cocodrilo, que vivían junto al río Blackwater, me invitaron a entrar en una cabaña alargada y con el techo de paja, para presenciar uno de esos ritos. La iniciación masculina en la tribu conllevaba un truculento calvario de cortes de cuchillo, que dejaban cicatrices con la forma de la piel del cocodrilo. Mientras los muchachos sangraban y sus heridas cicatrizaban, los ancianos les contaban historias que daban sentido a sus cicatrices. La mayoría de esos relatos estaban vinculados con el origen mítico de la tribu, que me recordó la leyenda egipcia del espíritu del cocodrilo que nos contó Richard Bangs. Pero los Hombres Cocodrilo llamaban a su espíritu Nashut. Mi guía me tradujo la narración del líder de la tribu, que dotaba de significado al ritual. El héroe de la historia era un ancestro tribal a quien se le había caído la lanza al río. Se zambulló en su busca, y descubrió una casa mágica en el fondo del lago. Cuando entró en ella, el espíritu del cocodrilo lo atrapó. Durante un mes, Nashut mantuvo prisionero a aquel hombre, enseñándole todo lo que necesitaba saber sobre la guerra, la caza de cabezas, el cultivo de la tierra y la construcción. El espíritu también le dijo que si el hombre se hacía cortes para asemejarse al cocodrilo (en la práctica, si adoptaba la marca de Nashut), absorbería el poder de éste, y se convertiría en el guerrero más fuerte y feroz de todo el río. Entonces dejó que el guerrero se marchase, con la condición de que contase a su pueblo todo lo que él le había enseñado. Me di cuenta de que este mito era el caballo de Troya de los Hombres Cocodrilo. No sólo contenía la historia de la tribu, sino que, a través de sus cientos de secuelas y variantes, ofrecía todas las habilidades que el grupo debía dominar para sobrevivir. Aquellas gentes usaban la mitología como una tecnología de la información. Pensaban mediante relatos. Recordaban por medio de ellos. Se comunicaban con historias. Se relacionaban a través de ellas. Incluso su verbo «hablar» significaba, literalmente «narrar». Cada miembro de la tribu era tanto un oyente de la historia como un narrador natural de relatos. A pesar de que no pude entender las palabras exactas del narrador en la Casa de los Espíritus, sentí que la interacción de persona a persona potenciaba la magia. Los sonidos vocales que emitía el narrador, que manifestaban sorpresa, dolor y anhelo, además de sus conatos de embestida y sus posturas con los brazos abiertos de par en par, así como del contacto visual directo con los oyentes, tenían a su audiencia embelesada. Contadores y oyentes se mecían a la vez. Se desmayaban. Proferían gritos ahogados: «¡Ajá!» Como un puente entre el uno y los muchos, cada narrador transmitía su historia por medio de todo su cuerpo y su espíritu, directa a los corazones de sus oyentes. Me di cuenta, sorprendido, de que esta experiencia física plena, en tiempo real, es la que dota a todos los relatos orales de su ventaja persuasiva frente a las historias escritas, rodadas o transmitidas

por otro medio. Incluso dentro de un contexto empresarial moderno, cuando usted cuenta una historia directamente a una sala llena de oyentes, sintoniza su cuerpo de forma natural con ellos, y ellos se vinculan con su experiencia del mismo modo instintivo. ¡Es un reflejo natural! Así que, aunque es posible que la historia que usted cuente en una negociación, entrevista o conferencia de ventas no requiera el mismo grado de teatralidad que los relatos de los Hombres Cocodrilo, todo relato oral es, por definición, interactivo. La inmediatez física incita al narrador y a su público a percibirse unos a otros como participantes activos, no pasivos. Y esta interrelación sigue activa incluso durante las pausas en silencio, incluso a través de un contacto tan sutil como mirarse a los ojos. Es como un juego en el que la pelota del relato va pasando constantemente del narrador al oyente y viceversa. Cuando abandoné Nueva Guinea, estaba convencido de que la habilidad para contar historias y el proceso de hacerlo están codificados en lo profundo de nuestro ADN. La narración oral, las historias contadas cara a cara y en una sala, es la tecnología de la información básica, ¡y todos disponemos de ella! PERO ¿ES POSIBLE QUE NUESTRA CONEXIÓN con los relatos sea demasiado intensa? Éste fue el argumento que adoptó Chris Anderson, editor jefe de la revista Wired y autor de los superventas Gratis y La economía Long Tail [Urano, Barcelona, 2009], cuando visitó uno de mis cursos en la UCLA. Nuestra conversación empezó a calentarse cuando Chris dijo: — Nuestra hambre, nuestro apetito de historias, de un principio, un punto medio y un final, es un circuito integrado en nuestro cerebro. —Explicó que los relatos asumen determinados patrones lógicos que (¡desde la Edad de Piedra!) el ser humano está preparado para anticipar gracias a la evolución. Durante el transcurso de un relato, esperamos que suceda algo o que cambie algo que afecte a un personaje o personajes con los que podemos identificarnos. Suponemos que el resultado se deberá a lo que suceda durante el argumento narrativo. No sólo queremos que la historia tenga sentido, sino que suponemos que los acontecimientos que tienen lugar en ella tendrán más sentido para nosotros tras la conclusión del relato. Chris admitió: «Es nuestra estructura cerebral, una habilidad evolutiva que nos ha permitido enseñarnos unos a otros y crecer, forjar redes sociales y una cultura, pero que es una distorsión de la verdad». Pero, desafié a Chris, si el storytelling fuera una técnica errónea, sin duda la evolución la habría erradicado de nuestro sistema hace mucho tiempo. —Por el contrario, la investigación demuestra que estamos predispuestos a las historias. ¡Si hasta los niños de dos años son capaces de contar y seguir un relato! Chris me señaló que los relatos son accesibles porque son concretos, activos, visuales; en otras palabras, digeribles fácilmente. —¡Exacto! —dije yo—. Los relatos toman porciones de la realidad y, por medio de la magia del transporte emocional, nos encauzan hacia la ilusión de una verdad mucho más amplia de lo que podrían ofrecernos los datos por sí solos. Esto explica la certidumbre que sentimos después de escuchar un relato eficaz. También explica el peligro que te preocupa, Chris. En cuanto suspendemos nuestro juicio, se abre un vacío que el narrador puede llenar de esperanza o de odio, de compasión o de venganza, y de una energía que puede ser constructiva o destructiva, según las intenciones

del narrador. La paradoja radica en que, como tecnología, el storytelling es agnóstico respecto a los mensajes, valores y creencias que se transmiten en las historias. Como un coche o una bicicleta, es un vehículo de igualdad de oportunidades, al que le importa un bledo quién sube en él o qué carga transporta. Chris me sorprendió cuando justificó mis razones. —Mi argumento no es que la narrativa no sea importante —me aclaró—. Es que nos sentimos atraídos de una manera tan intrínseca por el storytelling que a menudo pasamos por alto el azar estadístico presente en esta vida, porque no encaja en nuestro sentido de cómo debería desarrollarse la historia. La tragedia de nuestra especie es que estamos predispuestos a la narración, aunque vivimos en un mundo sin orden ni concierto. —Pero —no pude contenerme—, el proceso evolutivo es mucho más lento que la tecnología, de modo que si los seres humanos estamos programados de esta manera, ¡para ser eficaces hemos de narrar los datos y las cifras! Sobre todo en el mundo de la empresa, hemos de ofrecer un vehículo con carburante emocional para transmitir los datos a otros. Además —señalé—, nadie sabe esto mejor que tú, Chris. ¡Si escribes libros y diriges una revista llena de historias! Se encogió de hombros. —El mercado quiere historias. Yo les doy relatos que transmiten ideas complejas en unos términos que hallen eco en las personas. La narrativa es una herramienta imperfecta, pero increíblemente poderosa. Mi conversación con Chris me dio fuerzas para continuar con mi labor detectivesca en nuevas direcciones. ¿Exactamente cómo se había convertido el storytelling en un instrumento evolutivo tan poderoso? ¿Cuál fue su origen? Empecé a contactar no sólo con mis conocidos en el entorno empresarial, sino también con científicos, psicólogos y expertos en el storytelling empresarial, personas que pudieran ayudarme a responder a estas preguntas. DE LAS CONVERSACIONES DE ALCOBA CON EL MÓVIL AL STORYTELLING PARA EL ÉXITO Empecé pidiendo a mi amigo Gentry Lee que me ayudara a comprender cómo se convirtieron los humanos, por primera vez, en máquinas de narrar. Gentry es un científico magistral y único que puede traducir las complejidades del cosmos a un lenguaje que todo el mundo puede entender y con el que se emociona. Hace años tuve el privilegio de presentar a Gentry al gran maestro de la ciencia-ficción Arthur C. Clarke. Más tarde, Gentry colaboró en algún libro con Clarke. Actualmente, como ingeniero jefe para el Solar System Exploration Directorate en el Jet Propulsion Laboratory (JPL), es responsable de la integridad de la ingeniería de las misiones planetarias robóticas, entre las que figuran la misión Phoenix, que aterrizó en el Ártico marciano en mayo de 2008; las dos misiones gemelas Rover a Marte, que aterrizaron en enero de 2004; y las misiones Deep Impact y Stardust, de la NASA. Me imaginé que si Gentry era capaz de plantar un robot en Marte, seguramente sabría de dónde vienen las historias. Como era de esperar, me explicó la ciencia contándome un relato. «Durante tres mil millones de años —dijo Gentry—, todo lo que vivía en el planeta Tierra era unicelular. Uno de los grandes misterios en los que todos deberíamos reflexionar (porque si no, no estaríamos en este mundo) es qué hizo que esas células de repente se combinasen y compartieran funciones, hicieran trabajos distintos y se comunicaran entre sí. Si eres unicelular, para reproducirte no tienes más que dividirte, y

listo. Si tienes dos células que intentan reproducirse, la cosa se complica mucho. Pero de alguna manera las células primitivas lograron comunicarse, y de repente se volvieron más eficaces. Las criaturas multicelulares sobrevivieron porque compartían su funcionalidad, y la elevaron a un grado superior.» Gentry me dijo que esa persuasión reproductora y el hecho de compartir la funcionalidad eran el equivalente metafórico al storytelling. «Nosotros compartimos ideas. Dividimos nuestras funciones en varias partes y las compartimos. El resultado directo es que, al intercambiar historias, mejoramos como grupo.» Pero ¿cómo es que el hecho de contar y escuchar historias había permitido el salto evolutivo de las conversaciones de alcoba celulares a la narrativa humana? Marco Iacoboni, profesor de psiquiatría y ciencias bioconductuales en la UCLA, proporcionó a mis alumnos de posgrado una respuesta probable cuando vino a mi clase para describir su investigación pionera en las neuronas espejo. Esas células cerebrales son los descendientes modernos de las células interactivas originarias de las que me habló Gentry Lee. Nos permiten leer los actos y los sentimientos de otros como si penetrásemos y viviéramos la experiencia de esas personas. Las neuronas espejo nos permiten imitar, aprender e intuir los objetivos de otros, por medio de sentimientos de empatía y vinculación. «Sin ellas —explicó Iacoboni—, es probable que fuéramos ciegos a los actos, intenciones y emociones de otras personas.» Tampoco captaríamos el significado de las historias, dado que éstas funcionan cuando las neuronas espejo tanto del narrador como del oyente se activan y se sintonizan. Iacoboni dijo: «La evolución conformó nuestros cerebros para que aprendiesen por medio de la narrativa». El impacto de un relato se intensifica durante la narración oral, porque estas células también se activan mediante los sonidos físicos, las expresiones, los aromas y los movimientos de las personas a nuestro alrededor. Tanto el narrador como el oyente sienten este efecto espejo. «Nuestros gestos, expresiones faciales y posturas son señales sociales —dijo Iacoboni—. Cuando te veo sonreír, mis neuronas espejo para sonreír también se activan, iniciando así una cascada de actividad neuronal. De forma inmediata y sin esfuerzo, experimento lo mismo que tú.» Esta sintonización bilateral de las neuronas espejo crea el estado óptimo para contar una historia. Si un relato se cuenta bien, tanto el narrador como el oyente permanecerán sumidos en ese estado hasta llegar al «¡Ajá!» compartido, cuando el oyente experimentará la epifanía originaria del narrador como su propio «eureka». El valor que añade la sintonización sugiere una ventaja esencial que se pierden los hombres de negocios cuando se comunican por medio de documentos y presentaciones mediáticas, en lugar de recurrir a la narrativa oral. EL ESLABÓN PERDIDO EN LA EMPRESA En una de las reuniones sobre narrativa que celebré en 2009, nuestro conferenciante invitado fue Michael Wesch, antropólogo cultural en la Kansas State University, y experto en tecnología de la información, desde las culturas indígenas hasta los medios de comunicación más modernos. Fue él quien fortaleció mi sospecha de que el eslabón perdido en la empresa es el storytelling para el éxito. Además de activar las neuronas espejo, dijo Wesch, contar y escuchar relatos pone en marcha las regiones cerebrales que procesan el significado. ¿Por qué es importante esto? «Porque los humanos somos personas que buscan significado. No se trata meramente de absorber información. No podemos recordar nada a lo que no

dotemos de significado.» Wesch describió la importancia que tiene el relato en una ecuación verbal: significado + memoria = conocimiento-habilidad. Dijo que el significado surge cuando establecemos conexiones entre fragmentos de información. ¿Por qué perdimos 200.000 dólares el último trimestre? ¿En qué se diferencia el nuevo director del anterior? ¿Cómo es que hemos ganado doce millones de dólares más con ese producto que con aquel otro? Este tipo de vínculos es el cargamento oculto en las narrativas con propósito. Los relatos condensan estas conexiones y, cuando se cuentan, activan a los oyentes por medio de una tecnología «de última emoción». La recompensa emocional de la historia facilita el recuerdo de las conexiones, y cada vez que pensamos en ella, también experimentamos por qué es importante la información contenida en el relato. Por el contrario, ¿qué significado adscribe usted a una lista de números en un PowerPoint? ¡Cero! Por eso las listas de cifras o de datos no son dignas de ser recordadas. Wesch concluyó diciendo: «Si queréis transmitir ideas e influir en las personas, deberéis ser capaces de contar una historia». Pero un relato contado oralmente de persona a persona, ¿es más persuasivo dentro de las organizaciones que su equivalente impreso o filmado? En otro de nuestros cónclaves, Steve Denning recordaba cómo había formulado la misma pregunta cuando era director del banco de conocimientos en el Banco Mundial. Para hallar la respuesta, hizo que su equipo presentase veinticinco relatos bien construidos sobre la innovación a miembros del personal del Banco Mundial, a través de diversos medios. Las personas que leyeron las historias en folletos o boletines informativos o las vieron en vídeo, apenas las mencionaron a sus colegas. Dijeron que no se fiaban de esas presentaciones empaquetadas procedentes del «sistema», porque no les parecían genuinas o auténticas. Sin embargo, cuando las mismas historias se relataron cara a cara, los oyentes las escucharon atentamente y se las repitieron unos a otros. Cuanto más confiaba la audiencia en el orador, más confiaba en la autenticidad de la narración, y mayor era la capacidad de influencia de ésta. «No era la historia la que tenía impacto —se apercibió Steve— sino la narración oral.» El descubrimiento de Denning me recordó un comentario que el afamado financiero Mike Milken me hizo una vez acerca de su éxito en Wall Street. «Yo solía conectar a los chicos de los datos con los buenos narradores —me dijo—. Así es como alcanzamos muchos objetivos.» El éxito de Milken con esta estrategia refleja el hecho de que cuando alguien nos cuenta una historia que contiene una serie de datos, nuestros cerebros adscriben con gran inteligencia dichos datos a los sentimientos que experimentamos mientras escuchamos la historia. Entonces, cuando la recordamos, sentimos lo mismo que cuando la escuchamos. Cuanto más satisfactoria haya sido nuestra experiencia de aquel momento, más positiva será probablemente nuestra actitud frente a los datos. Por lo tanto, un narrador capaz de transmitir una experiencia emocional positiva, haciendo que el público se relaje, haciéndoles reír, proferir exclamaciones, cantar, bailar, o incluso soltar un par de lagrimillas, ofrece un incentivo añadido para que los oyentes asimilen la información contenida en el relato. Entonces, pregunté a Steve Denning, ¿por qué tantos hombres de negocios menosprecian o ignoran completamente este potente instrumento empresarial? Él me dijo que nuestro sistema educativo concede una gran importancia al razonamiento

intelectual a expensas de la emoción. El aprendizaje se vuelve cada vez más conceptual e impersonal a medida que uno avanza en sus estudios universitarios. Y como el mundo profesional está dominado por licenciados universitarios, hoy los empresarios dan por hecho que los modelos teóricos y estadísticos valen más que las historias. ¡Pero eso no quiere decir que los relatos desaparezcan! «Siempre que nos relajamos con nuestros amigos, fuera de clase o en la oficina —dijo Steve—, recaemos en la narración de historias. Nos sentimos a gusto haciéndolo. Entonces, ¿por qué no comunicarse con las personas en su lengua materna?» Los comentarios de Denning me recordaron un incidente que tuvo lugar en una de mis clases en la UCLA, y que demostró esta idea muy a las claras. Aquel semestre impartía la asignatura de administración de la producción a un grupo lleno de lo que yo llamo «multi-amenazas»: aspirantes a guionistas-directores-productores y alumnos de MBA matriculados en el Programa de Producción y Dirección de la UCLA, tremendamente competitivo. Un día, justo antes de clase, escuché por casualidad lo que decía una alumna, una joven que había puesto su mente y su corazón en el negocio cinematográfico. Le contaba a una amiga que había elegido esa carrera porque su padre no sabía leer. La amiga se la quedó mirando con incredulidad. «¿Qué?» La voz de mi alumna se enterneció. No respondió directamente a la pregunta. En lugar de ello, explicó que su padre, que era granjero, sabía leer las imágenes: lograba distinguir las señales de Stop gracias a su forma. «Cuando era pequeña, en los restaurantes veía a mi padre con el menú en la mano, que le temblaba un poco cuando se acercaba la camarera. Nunca nos explicó qué le pasaba. Nunca pidió ayuda. En lugar de eso, deslizaba el índice por la columna que tenía la foto de una hamburguesa en la cabecera, y a mitad de camino se detenía en otro símbolo visual y se lo señalaba a la camarera. Mi madre me dijo que era demasiado orgulloso como para volver al colegio, y a lo mejor le daba miedo. Pero no era tonto, y no permitió que nada se interpusiera en mi educación.» La angustia y el amor que sentía aquella joven por su padre la habían motivado a estudiar alfabetización visual, para poder contar la historia de su padre y ayudar a otros como él. No permitiría que se interpusiera nada en su camino hacia aquel objetivo. ¡Menuda historia! Contenía dolor, lucha, amor, deseo, y hasta un elemento de suspense. Yo quería que aquella joven tuviera éxito. Quería ver qué podría producir aquel tipo de pasión genuina. Al final del semestre, los alumnos tenían que hacer una exposición en clase subrayando sus calificaciones profesionales, sus objetivos artísticos y su motivación personal. Para que aquella ocasión fuera algo más que una prueba de vestuario como en el teatro, invité a un par de ejecutivos de New Line y Paramount para que se sentaran entre el público. Siempre andaban a la caza de nuevos talentos, y aquella era una forma de ayudar a los estudiantes más prometedores a entrar en el mercado creativo. Estaba seguro de que la hija del granjero nos iba a dejar con la boca abierta. Pero cuando le llegó el turno, se puso en pie y nos ofreció su currículum. Hizo una lista de sus títulos y de las escuelas a las que había asistido, anunció su nota media, y resumió un par de artículos que había publicado. Presentó algunos videoclips de sus películas como estudiante. Y se sentó. Me quedé anonadado y desconsolado. Sentí el impulso de aferrarla por los hombros y gritarle: «¿Ésa es la historia que vas a contarme para

que quiera contratarte, para hacerme salir corriendo a cantar tus alabanzas, a insistir para que mis amigos te den trabajo?» ¿Qué había pasado? Allí estaba una chica que podía contar una historia de un modo que resultaba tremendamente persuasivo y conmovedor. Sin embargo, cuando se presentó al público que podía ayudarla a hacer realidad sus sueños, lo único que hizo fue regurgitar sus escasos méritos y credenciales. Era como si se hubiera olvidado de que las personas en el mundo de los negocios son también humanas. ¡Aaay! Por muy frecuente que sea este error, no altera el hecho de que las relaciones son las piedras angulares de toda carrera. Y las relaciones son, fundamentalmente, conexiones emocionales e intuitivas, creadas por medio del intercambio bilateral de empatía. Si no hay empatía, no hay relación. Los currículos y los gráficos, ¿suscitan empatía? ¡No! ¿Y el storytelling? ¡Puede apostar que sí! De manera que si un narrador nato es incapaz de contar historias con propósito en los negocios, comete un error mayúsculo. Pero ¿qué hay de las personas que no son narradores natos? Muchas personas insisten en que no serían capaces de contar una historia aunque les fuera en ello la vida. Y muchas de esas personas viven y trabajan en el mundo de la empresa. Algunos llegan a lo más alto de su industria. ¿Es cierto que tienen éxito sin contar historias? Para descubrirlo, consulté con algunos de los no narradores de más éxito que conocía.

Biografía del autor

Peter Guber ha tenido una exitosa y variada carrera profesional. Ha sido jefe de estudio de Columbia Pictures, copresidente de Casablanca Records y Filmworks, CEO de Polygram Entertaiment y presidente de Sony Pictures. Actualmente es CEO de Mandalay Entertaiment Group. Asimismo es profesor en la UCLA, colaborador de la Harvard Business Review y dueño del equipo de la NBA Golden State Warriors, así como de algunos equipos de béisbol profesional.