Souriau, "Los diferentes modos de existencia"

Puedo –“un fruto, y luego otro fruto”, como dice Mahoma– degustar diversos tipos de existencia; constituir eso que sueño

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Puedo –“un fruto, y luego otro fruto”, como dice Mahoma– degustar diversos tipos de existencia; constituir eso que sueño, primero en el orden del sueño, luego en el de la existencia física y concreta. Puedo deshacerme del hombre viejo y ensayar, bajo mi propio riesgo, una vida nueva en un mundo todavía no intentado por mí, y totalmente distinto. Pero lo que hay que ver, es que cada una de esas tentativas es, en tanto que camino de existencia, un partido tomado absoluto, una opción metafísicamente definitiva. El ser así instaurado es totalmente, fundamentalmente lo que es, es decir de tal o cual modo. No se anda con subterfugios ante esta deidad, la existencia; no se la engaña con palabras capciosas, enmascarando una opción no tomada. Ser, y no ser tal, no vale. Tállate en la estofa de existencia que quieras, pero hace falta tallar, y así haber elegido ser de seda o de sayal. Étienne Souriau

Étienne Souriau LOS DIFERENTES MODOS DE EXISTENCIA seguido por Del modo de existencia de la obra por hacer

Presentación de Isabelle Stengers y Bruno Latour

Traducción de Sebastián Puente

Editorial Cactus Perenne

Souriau, Étienne Los diferentes modos de existencia / Étienne Souriau; prefacio de Bruno Latour; Isabelle Stengers 1a ed. volumen combinado. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Cactus, 2017. 256 p.; 20 x 14 cm. - (Perenne) Traducción de: Sebastián Puente ISBN 978-987-3831-20-1 1. Filosofía. 2. Estética. 3. Filosofía del Arte. I. Latour, Bruno, pref. II. Stengers, Isabelle, pref. III. Puente, Sebastián, trad. IV. Título. cdd 121

Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d'Aide à la Publication Victoria Ocampo, bénéficie du soutien de l’Institut Français.

Esta obra, publicada en el marco del programa de Ayuda a la Publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo del Institut Français.

Título original: Les différents modes d’existence (1943) Autor: Étienne Souriau © Presses Universitaires de France, 2009 Primera edición en castellano © Editorial Cactus, 2017 Traducción: Sebastián Puente Ðiseño de interior y tapa: Manuel Adduci

Imagen de tapa: Rembrandt, La incredulidad de Tomás (1654), detalle de dibujo

Impresión: Talleres Gráficos Elías Porter y Cía. srl Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723 ISBN: 978-987-3831-20-1 impreso en argentina / printed in argentina [email protected] www.editorialcactus.com.ar

ÍNDICE

La esfinge de la obra, por Isabelle Stengers y Bruno Latour������������������������������������������������������������� 7

Étienne Souriau Los diferentes modos de existencia Capítulo I – Planteamiento del problema���������������������������������������������������������������������95 Monismo óntico y pluralismo existencial. Pluralismo óntico y monismo existencial. Sus relaciones, sus combinaciones. Consecuencias filosóficas: riqueza o pobreza del ser; las exclusiones deseadas. Aspectos metafísicos, morales, científicos y prácticos del problema. Cuestiones de método.

Capítulo II – Los modos intensivos de existencia������������������������������������������������107 Espíritus duros y espíritus tiernos. Todo o Nada. El devenir y lo posible como grados de existencia. Entre el ser y el no-ser: niveles, distancias y efectos de perspectiva. La existencia pura y la existencia comparada. La ocupación óntica de los niveles. Existencia pura y aseidad. Existencia y realidad.

Capítulo III – Los modos específicos de existencia������������������������������������������� 133 Sección I: El fenómeno; la cosa; óntica e identidad; universales y singulares. Lo psíquico y lo corporal – lo imaginario y lo solicitudinario – lo posible, lo virtual – el problema de lo nouménico. Sección II: El problema de la trascendencia. Existir y comparecer. Existencia en sí y existencia para sí. La transición. Sección III: Semantemas y morfemas. El acontecimiento; el tiempo, la causa. El orden sináptico y la cópula. ¿Es posible un cuadro exhaustivo de los modos de existencia?

Capítulo IV - De la sobreexistencia������������������������������������������������������������������������������������ 193 Los problemas de la unificación; la participación simultánea en varios géneros de existencia; la unión sustancial. La sobreexistencia en valores; existencia cualificada o axiológica; separación de la existencia y de la realidad como valores. El segundo grado. El Über-Sein de Eckart y lo Uno de Plotino; las antinomias kantianas; la convergencia de las consumaciones; el tercer grado. El estatus de lo sobreexistente; su relación con la existencia. Conclusiones.

Apéndice

Del modo de existencia de la obra por hacer

por Étienne Souriau��������������������������������������������������������������������������������������������������������������������������������225

La esfinge de la obra (Selección) por Isabelle Stengers1 y Bruno Latour2

He aquí el libro olvidado de un filósofo olvidado. Pero no de un filósofo maldito que crea en su buhardilla, ignorado por todos, una teoría radical que habría sido objeto de una burla general antes de conocer un éxito tardío. Al contrario, Étienne Souriau (1892-1979) hizo carrera, conoció cargos y honores, sacó provecho de todas las recompensas 1  Le debo el descubrimiento de Souriau, a pesar del olvido que se ha engullido su obra, a un buceador de aguas profundas, Marcos Mateos Diaz, quien inesperadamente, durante una estadía en las Cevenas, puso entre mis manos La instauración filosófica. Desde entonces, la cuestión planteada por Souriau, su obra y su destino, no han dejado de suscitar entre nosotros reflexiones, envites, conversaciones –“confidencias sin interlocutor posible”, escribe Deleuze–. Que este prefacio no interrumpa su curso. 2  Deslumbrado por este libro que Isabelle Stengers me había hecho conocer, lo tomé ante todo como la única tentativa cercana a esa investigación sobre los modos de existencia que persigo desde hace casi un cuarto de siglo y le hice muy rápidamente un primer comentario demasiado interesado por ser fiel (ver el artículo inédito http://www.bruno-latour.fr/articles/article/98-SOURIAU.pdf ). Cuando se trató de prologar la reedición de este libro candente, naturalmente le pedí auxilio a Isabelle y no conservé más que algunos parágrafos de mi comentario. 7

Isabelle Stengers y Bruno Latour

que la República reserva para sus hijos beneméritos. Y sin embargo, su nombre y su obra han desaparecido de las memorias, a la manera de un navío, zozobrando en su lugar, sobre el cual se hubiera cerrado el mar calmo. Tan solo se recuerda que fue responsable del desarrollo en Francia de esa rama de la filosofía que se llama la estética. No se explica que haya sido tan conocido, que haya estado tan instalado, y que haya después desaparecido tan completamente. Sobre eso estamos reducidos a las hipótesis, tal es el silencio que pesa sobre él después de los años 803. Es verdad que su estilo es pomposo, envarado, a menudo técnico; que hace un uso altivo de la erudición; que excluye despiadadamente a los lectores que no comparten su saber enciclopédico. Es verdad también que Souriau encarna todo lo que, después de la Segunda Guerra mundial, enseñan a detestar los jóvenes encolerizados que quieren decir “no” al mundo, desde la raíz que hace vomitar a Roquentin hasta las seguridades del pensamiento burgués, pasando por las virtudes de la moral y de la razón. No cabe duda, forma parte de esos filósofos mandarines que odiaba Paul Nizan, de esos maestros de la Sorbonne que ya denunciaba Péguy. Por oposición a todos los pensadores de esa época, que son todavía célebres hoy en día, el camino de Souriau es insolentemente patrimonial. Saca provecho ilimitado de un vasto legado de progresos en las ciencias y en las artes, en el seno del cual deambula con complacencia a la manera de su primer maestro, Léon Brunschvicg, quien definía el avance de las ciencias como una suerte de gabinete de curiosidades donde el filósofo podría despejar a gusto, bajo una forma siempre más pura, las leyes del pensamiento. Étienne Souriau no es el pensador de la tabla rasa. Esta complacencia no basta para explicar el olvido que marca su obra, un olvido todavía más radical que aquel que golpea a Brunschvicg o a André Lalande –y del cual Gaston Bachelard ha escapado solamente porque puso la razón bajo el signo del “no”–. 3  La obra colectiva in memoriam, L’art instaurateur (Col. 1980), es apenas más esclarecedora que la tesis de una de sus discípulas (Luce de Virty-Maubrey, 1974). 8

La esfinge de la obra

Todo sucede como si, incluso para aquellos de sus contemporáneos que no participaban en la furia de la ruptura, Souriau, cargado de honores, hubiera sido no obstante percibido como “inclasificable”, persiguiendo un trayecto que nadie osaba apropiarse para comentarlo, situarlo, prolongarlo o saquearlo. Como si, de una manera u otra, hubiera “asustado” y hecho poco a poco, por lo tanto, un vacío, un vacío respetuoso, a su alrededor. En cualquier caso, el libro que hoy se reedita debió afectar de una total incomprensión a los pocos filósofos que pensaban, no obstante, que “conocían” a Souriau. Como si, en 170 páginas densas, publicado en 1943 sobre el papel malo de las restricciones de guerra, volviera a poner en juego, sin no obstante traicionarlo, el sentido mismo de esa tradición en la cual deambulaba con seguridad. Como si esa tradición se transformara de repente hasta el punto de hacer que balbuceen todas las certezas. Reeditar Los diferentes modos de existencia agregándole la conferencia “Sobre el modo de existencia de la obra por hacer”, entregada trece años más tarde a la Sociedad francesa de filosofía, que constituye una forma de epílogo4, es apostar a que Souriau pueda recuperar toda la audacia que tenía entonces. Gilles Deleuze no se equivocó, como van a descubrir los que tienen alguna familiaridad con el autor de Diferencia y repetición5. Hay que esperar a una nota in extremis en ¿Qué es la filosofía? para el reconocimiento de una afinidad, no obstante tan evidente como la famosa letra robada de Poe6. Es cierto que admitiendo su deuda para con Souriau, Deleuze no solo se habría inspirado en el más original de 4  Étienne Souriau, “Del modo de existencia de la obra por hacer” (Souriau, 1956), texto reproducido como apéndice a este volumen. 5  Un ejemplo entre otros, ese “problema de la obra de arte por hacer”, que en Diferencia y repetición (Deleuze, 1968, p. 253) se remite a Proust, pero abre un desarrollo que efectúa nupcias extraordinarias entre Mallarmé y Souriau. Ver también, pág. 274, la definición de lo virtual como tarea por cumplir. 6  Se trata de la nota 6, p. 44, de ¿Qué es la filosofía? (Deleuze y Guattari, 1992). 9

Isabelle Stengers y Bruno Latour

los oponentes de Bergson, sino que se habría adherido también a esa vieja Sorbonne a la cual quería darle resueltamente la espalda. Hoy en día esa Sorbonne ha zozobrado y el aire está saturado de pequeñas querellas, cuya cacofonía no podían prever ni Souriau ni Deleuze. Más allá del estilo anticuado del libro de 1943, el impacto proviene de allí en más, sobre todo, del encuentro con un filósofo que, con soberbia y sin temor, “hace” filosofía, construye el problema respondiendo a lo que llama una “situación interrogante”, una situación que lo conmina a responder, que implica un verdadero cuerpo a cuerpo del pensamiento y que rechaza todo efecto de censura a propósito de aquello de lo que “sabemos bien” que conviene no hablar más –por ejemplo Dios, el alma o incluso la obra de arte–. Sin haber estado nunca de moda, Souriau es definitivamente un filósofo “pasado de moda”. Y sin embargo su texto ha adquirido hoy en día la potencia de una pregunta insistente: ¿qué han hecho ustedes de la filosofía? Primero hay que volver audible esa pregunta. Pues Los diferentes modos de existencia es un libro apretado, concentrado, casi amontonado, en el cual es fácil perderse, tan densos son los acontecimientos de pensamiento, las perspectivas vertiginosas que, sin cesar, pueden poner al lector en retirada. Si proponemos este largo comentario es porque nosotros también nos hemos perdido a menudo en él... Hemos considerado que quizás logremos (¡de a dos!) que el lector no tome este libro por un aerolito caído en el desierto. Para hacer de él algo distinto a un extraño tratado de complejidad desconcertante, hace falta primero ponerlo en tensión recordando la trayectoria en la que se sitúa. Y justamente, en Souriau todo es cuestión de trayectoria, o más bien de trayecto.

“Adivina o serás devorado” Las grandes filosofías solo son difíciles por la extrema simplicidad de las experiencias que buscan captar y para las cuales no encuentran en el sentido común más que conceptos prefabricados. Esto es lo que sucede con 10

La esfinge de la obra

Souriau. Su ejemplo favorito, aquel sobre el cual vuelve a cada momento, es el de la obra de arte, el de la obra de arte en vías de hacerse o, como en el título de su conferencia retomado por Deleuze, el de la obra por hacer. Es el crisol en el que no cesa de volver a poner en juego su filosofía durante su trabajo, es la piedra filosofal de su gran obra. Se encuentra esta experientia crucis tanto en su libro de 1943, como en la conferencia de 1956 bajo una forma todavía más depurada. Se presenta primero bajo las apariencias de una sorprendente banalidad, al límite del cliché: Un montón de arcilla sobre el banco del escultor. Existencia reica indiscutible, total, consumada. Pero existencia nula del ser estético que debe eclosionar. Cada presión de las manos, de los pulgares, cada acción del desbastador consuma la obra. No miren el desbastador, miren la estatua. En cada acción del demiurgo, la estatua poco a poco sale de su limbo. Va hacia la existencia –hacia esa existencia que al final estallará de presencia actual, intensa y consumada–. La masa de tierra es estatua solamente en tanto que está consagrada a ser esa obra. Primero débilmente existente, por su relación lejana con el objeto final que le da su alma, la estatua poco a poco se extrae, se forma, existe. Primero el escultor solo la presiente, poco a poco la consuma a través de cada una de esas determinaciones que le da a la arcilla. ¿Cuándo estará acabada? Cuando la convergencia sea completa, cuando la realidad física de esa cosa material y la realidad espiritual de la obra por hacer estén reunidas, y coincidan perfectamente; de modo que al mismo tiempo en la existencia física y en la existencia espiritual, comulgará íntimamente consigo misma, siendo una el espejo lúcido de la otra. [p. 128-129]

Se dirá que Souriau se pone él mismo la soga al cuello: el escultor ante su montón de arcilla es el topos por excelencia de la libre creación que impone su forma a la materia informe. ¿Qué utilidad puede tener un ejemplo tan clásico? Sobre todo si es para volver a la vieja idea platónica de una “realidad espiritual” a cuyo modelo se ajusta la 11

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obra. ¿Por qué Souriau coquetea así con la posibilidad de lo que es de hecho un malentendido monumental? Porque para él lo que cuenta es la construcción del problema, no las garantías que exige el espíritu de época, la seguridad de que estamos de acuerdo en cuanto al rechazo del modelo platónico. Lo que busca en el ejemplo es hacer que el pensamiento trace un camino en apariencia simple, para esforzarse después en descartar uno tras otro todos los modelos utilizados a lo largo de la historia de la filosofía para dar cuenta de él. La banalidad del cliché es lo que va a hacer que resalte la originalidad del tratamiento. Va a someter a su lector a una prueba particularmente difícil de soportar (podemos dar testimonio): recorrer hasta el final el largo trayecto que va desde el bosquejo hasta la obra, sin recurrir a ninguno de los modelos conocidos de realización, de construcción, de creación, de emergencia o de planificación. Para que el lector tenga oportunidad de pasar la prueba, no estaría mal que lea primero la conferencia de 1956 que se reproduce aquí. Es con ella, en efecto, que Souriau intenta que se interesen en su pensamiento las viejas barbas de la Sociedad de filosofía (Gaston Berger, Gabriel Marcel, Jacques Maritain, todos un poco olvidados hoy en día) que se hacen de su disciplina una idea muy diferente de la que ocupa entonces a las vanguardias del arte, del pensamiento o de la política. Souriau comienza por una generalización extrema de la noción de bosquejo: Con el fin de plantear bien mi problema, partiré de una observación banal a fin de cuentas, y que ustedes sin duda me concederán sin dificultad. Esa observación, y es también un gran hecho, es el inacabamiento existencial de toda cosa. Nada, ni siquiera nosotros, nos es dado de otra manera que en una suerte de media luz, en una penumbra donde se bosqueja lo inacabado, donde nada tiene ni plenitud de presencia, ni patuidad evidente, ni consumación total, ni existencia plenaria. [p. 228] 12

La esfinge de la obra

El trayecto que va del bosquejo a la obra, se ve, no se limita al montón de arcilla y al escultor o el alfarero. Todo es bosquejo; todo demanda consumación: la simple percepción, pero también la vida interior, la sociedad. El mundo de los bosquejos espera que lo retomemos pero sin prometernos nada y sin dictarnos nada. Y aquí está otra vez el montón de arcilla: El bloque de arcilla ya moldeado, ya delineado por el desbastador, está allí sobre el banco del escultor, y sin embargo no es todavía más que un bosquejo. Por supuesto, desde el origen y hasta el acabamiento, ese bloque, en su existencia física, estará siempre tan presente, tan completo, tan dado como puede exigirlo esa existencia física. El escultor lo lleva progresivamente, sin embargo, hacia ese último toque de desbastador que hará posible la alienación completa de la obra en tanto que tal. Y a lo largo de todo el camino, evalúa sin cesar mentalmente, de una manera evidentemente global y aproximativa, la distancia que todavía separa ese bosquejo de la obra acabada. Distancia que disminuye sin cesar: esa progresión de la obra es el acercamiento progresivo de los dos aspectos existenciales de la obra, por hacer o hecha. Llega ese último toque de desbastador, en ese momento toda distancia es abolida. La arcilla modelada es como el espejo fiel de la obra por hacer, y la obra por hacer está como encarnada en el bloque de arcilla. No forman más que un único y mismo ser. [p. 245-246]

El error de interpretación consistiría en creer que Souriau describe aquí el pasaje de una forma a una materia, pasando el ideal de la forma progresivamente a la realidad, como una potencialidad que devendría simplemente real a través de la mediación del artista, más o menos inspirado. El trayecto del que nos habla es, además, el exacto contrario de un proyecto. Si se tratara de un proyecto, el acabamiento no sería más que la coincidencia final entre un plan y una realidad finalmente conforme. Ahora bien, el acabamiento no es la sumisión de la arcilla a la imagen de lo que, como contrapartida, podría ser concebido como modelo ideal o posible imaginado. Es el acabamiento mismo lo que 13

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termina por crear una estatua hecha a imagen... ¿a imagen de qué? De nada: la imagen y su modelo alcanzan juntas la existencia. Hay que modificar por completo la imagen del espejo, puesto que es el acabamiento de la copia lo que hace que el original llegue a mirarse en ella. No hay semejanza, sino coincidencia, abolición de la distancia entre la obra por hacer y la obra hecha. Toda la cuestión consiste en aprender a pasar del bosquejo a su acabamiento prescindiendo de todos los reflejos de la filosofía de lo mimético. Nada está dado de antemano. Todo se juega en el camino. El lector comienza a comprender que, a pesar del estilo tan pasado de moda, no se trata para nada de un retorno al Ideal de lo Bello cuya expresión sería la obra y cuyo médium sería el artista. Inútil contar con el planificador, el creador, el realizador, e incluso con el artista. En los comandos, no hay autor. No hay piloto a lo largo de ese trayecto. No cuenten con un humano que andaría sobre los caminos de la libertad. En pleno existencialismo, Souriau invierte las proposiciones de Sartre: un mundo de contingencias en el cual solamente brillaría la libertad del hombre, que llevaría la pesada carga de hacerse a sí mismo. Todo es efectivamente contingente en Souriau, o más bien está bosquejado, pero sobre el hombre pesa la carga de la obra por hacer –y sin embargo, la obra no le da ningún original que copiar–. Todo sucede en él como si la raíz de Roquentin exigiera de este que se ponga a trabajar, que se ponga en marcha para completar su boceto. Se ve que la prueba que comenzaba por el cliché banal de la arcilla y el escultor, ya se vuelve más difícil. Ninguna connivencia que temer con la noción de creación, o peor, de creatividad. Se podría objetar que Souriau no hace más que identificar el más banal de los problemas, y que si la realización de un proyecto se choca, lo sabemos bien, con los reajustes de lo real, con las resistencias de la materia, uno siempre va mal o bien de lo uno a lo otro, esperando a que el original y la copia coincidan. Ahora bien, Souriau no indica para nada ese andar tranquilo. Señala con el dedo algo vertiginoso, algo que los planificadores, los realizadores, los creadores, los constructores se 14

La esfinge de la obra

cuidan de destacar: todo, en cualquier momento, puede malograrse, tanto la obra como el artista. Souriau va a transformar el trayecto aparentemente tan simple que iba desde la idea a su realización, en un verdadero recorrido del combatiente, por la excelente razón de que en todo momento la obra está en peligro, tanto como el artista –y el mundo mismo–. Sí, con Souriau el mundo puede malograrse... Sin actividad, sin inquietud, sin error, no hay obra, no hay ser. La obra no es un plan, un ideal, un proyecto: es un monstruo que somete al agente a un interrogatorio. Esto es lo que dramatiza, en 1956, bajo la invocación de un personaje conceptual al que llama la esfinge de la obra y al cual le atribuye esta máxima fulminante: “Adivina o serás devorado”. Insisto sobre esta idea de que mientras la obra está en construcción, está en peligro. En cada momento, en cada acto del artista, o más bien por cada acto del artista, puede vivir o morir. Ágil coreografía del improvisador que se da cuenta y resuelve en el mismo instante los problemas que le plantea ese avance apresurado de la obra; ansiedad del fresquista que sabe que ninguna equivocación será reparable y que todo debe hacerse en la hora que le queda antes de que el estuco haya secado; o trabajos del compositor o del literato en su mesa, con el derecho a meditar a gusto, a retocar, a rehacer, sin otro espoleo o aguijoneo más que el gasto de su tiempo, de sus fuerzas, de su poder; no deja de ser cierto que tanto unos como otros tienen que responder sin cesar, en una lenta o rápida progresión, a las preguntas siempre renovadas de la esfinge –adivina, o serás devorado–. Pero es la obra la que florece o se desvanece, es ella la que progresa o es devorada. [p. 238]

Tanto para el artista como para el lector, la prueba se vuelve, lo vemos, mucho más peligrosa. El camino recto que proponía el trayecto es sustituido por la vertiginosa vacilación marcada en todo su curso por lo que Souriau llama la “errabilidad” fundamental del trayecto. Se dirá que esta errabilidad solo vale para el artista, siempre un poco alocado, pero que si le preguntaran a un ingeniero, a un científico, a 15

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un empresario, a un arquitecto, seguramente ellos sabrían planificar, prever, crear, construir dominando poco a poco la resistencia imprevista de la materia. Souriau no lo cree. Si habla de la obra y del artista, es porque necesita el ejemplo más tópico, el más elocuente: el que provee metáforas, contrastes u oposiciones en cualquier otra parte. Pero “en cualquier otra parte” se trata definitivamente para él de hacer trayecto, pues en todas partes el “por hacer” responde a ese gran hecho que es el inacabamiento existencial. Se ve la ironía de esa etiqueta de esteticista que le atribuyen aquellos para quienes el nombre de Souriau no es simplemente desconocido. Es cierto, en efecto, que es el autor principal (con su hija) del Vocabulario de estética y que enseñó por un largo tiempo esa rama de la filosofía7. Y sin embargo, cosa sorprendente para el fundador de la estética, ¡ignora el arte contemporáneo con la misma magnífica indiferencia que el existencialismo! Marcel Duchamp no lo hace pensar más que Jean-Paul Sartre. Con tranquilidad universitaria, habla de la obra por hacer en el momento mismo en que todos los artistas pelean por la libertad suprema del artista al grito de “¡Abajo la obra de arte!”. Este pensador totalmente inactual en plena Sorbona, persiguiendo una obra extraña a las pasiones del artista contemporáneo en combate con los avatares de la iconoclasia, ofrece el caso ejemplar de un idiota en el sentido de Deleuze, aquel para quien “hay algo más importante” que le impide adherir a lo que moviliza a los demás. Souriau busca en el ejemplo más caricaturesco del artista demodé ante su montón de arcilla demodé el secreto de un trayecto que nunca debe permitir que se desestime el enigma de la Esfinge capaz de devorar. Cuidémonos, por otra parte, de ver allí un elogio de la libertad del artista. Ninguna libertad en esto, el artista debe consagrarse a la obra, pero esta obra no le anuncia, ni le prepara nada. Lo inquieta, lo acosa, lo despierta a la noche, es todo exigencia. Pero es muda. No muda como la raíz de Roquentin, cuya inercia misma es un insulto a la libertad del 7  Souriau & Souriau, 1999. Es la única obra de Souriau todavía disponible. 16

La esfinge de la obra

hombre. Muda como la Esfinge de la obra. Y he aquí que Roquentin ya no vomita, sino que se pone a temblar por el miedo de no estar a la altura de esa raíz muda como un bosquejo que exige ser acabado. El lector ya comprende que va a encontrarse ante al menos dos enigmas: el que propone la Esfinge, y el que propone Souriau para comprender el trayecto de la obra sin transformarlo inmediatamente en proyecto. Para designar esta trayectoria, para evitar que se la confunda con una idea completamente distinta –creación, emergencia, fabricación, planificación, construcción– va muy tempranamente a proponer la bella palabra instauración, y después, más enigmática todavía, la de progresión o experiencia anafórica8. De una manera general, se puede decir que para saber lo que es un ser, hay que instaurarlo, incluso construirlo, ya sea directamente (¡afortunados, en este aspecto, los que hacen cosas!), ya sea indirectamente y por representación, hasta el momento en que, elevado hasta su punto más alto de presencia real, y enteramente determinado por lo que deviene entonces, se manifiesta en su entera consumación, en su verdad propia9.

Hablar de “instauración” es preparar el espíritu para abordar la cuestión de la obra por el revés exacto del constructivismo en el sentido marcado de manera indeleble por una controversia en torno a la responsabilidad. Instaurar y construir son quizás términos cercanos, 8  La anáfora, figura de estilo que practica la reanudación y la repetición, y esto particularmente para suscitar un aumento en intensidad que se apodera del lector, del oyente, pero también del propio locutor, es eso cuya eficacia conocen los lectores de Péguy. Pero también es Péguy quien habla en Clio de la “espantosa responsabilidad” del lector, de quien depende el destino de la obra: “Por nuestras manos, por nuestros cuidados, por nuestras solas manos ella recibe una consumación incesantemente inacabada” (Péguy, 1987, p. 118). Péguy, pensador por excelencia de la anáfora, es decir de la repetición creadora, y gran bergsoniano ante lo eterno. 9  Souriau, 1938, p. 25. 17

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pero la instauración tiene la insigne ventaja de que no está atestada con todo el bagaje metafórico del constructivismo –un bagaje que puede llamarse “nihilista”, pues siempre se trata de negar lo que podría impedir la atribución de una responsabilidad exclusiva a un término, cualquiera sea ese término, por otra parte–. Si el llamado al tema de la “construcción” aporta siempre un sonido crítico, es porque es utilizado preferentemente no por aquellos que se presentan como creadores, reivindicando esa exclusiva responsabilidad, sino contra aquellos que pretenderían atribuir la responsabilidad de lo que hacen a algo distinto a ellos mismos. Pero todo comienza quizás con el modelo del alfarero –o con el Dios alfarero– que impone una voluntad unilateral a una arcilla que debe suponerse indiferente –e incluso inexistente con el Dios creador ex nihilo–. El mundo ya no pertenece siquiera al lodo capturado por el soplo divino. ¡Fiat! Y con ese alfarero vuelve a empezar Souriau cuando evoca su escultor y su montón de arcilla. Decir de una obra de arte que es “instaurada”, es prepararse para hacer del alfarero aquel que acoge, recoge, prepara, explora, inventa –como se inventa un tesoro– la forma de la obra. Si vienen de un bosquejo, entonces las obras soportan, resisten, obligan –y los humanos, sus autores, deben consagrarse a ellas, lo cual sin embargo no quiere decir que les sirvan de simple conducto–10. Ha pasado el tiempo de las Musas, y la cuestión de la responsabilidad ha cambiado. Si el escultor es responsable, es en el sentido de “tener que responder por”, y es ante esa arcilla que no supo ayudar a consumarse que tendrá que responder. Para Souriau todos los seres deben ser instaurados, tanto el alma como el cuerpo, tanto la obra de arte como el existente científico, electrón o virus. Ningún ser tiene sustancia; si subsisten, es que son instaurados. Metan la instauración en las ciencias, van a cambiar toda la epistemología; metan la instauración en la cuestión de Dios, van a cambiar toda la teología; metan la instauración en el arte, van a cambiar toda la 10  Esa misma relación es la que uno de nosotros ha intentado designar con el neologismo de “factiche”. Ver Latour, 2009. 18

La esfinge de la obra

estética; metan las instauración en la cuestión del alma, van a cambiar toda la psicología. Lo que cae, en todos los casos, es la idea, en el fondo bastante estrafalaria, de un espíritu que estaría en el origen de la acción y cuya consistencia se trasladaría luego, de rebote, a una materia que no tendría otra solidez, otra dignidad ontológica, más que la que uno consentiría en otorgarle. La alternativa, llamada erróneamente “realista”, no es más que el rebote de ese mismo rebote, o más bien su retorno por efecto búmeran: la obra, el hecho, lo divino, el psiquismo imponiéndose entonces y ofreciendo su consistencia a lo humano despojado de toda capacidad de invención. La instauración permite intercambios de dones bastante interesantes, transacciones con muchos otros tipos de seres, y esto en ciencia, en religión, en psicología, tanto como en arte. Los conceptos que instala Souriau, no cesará de repetirlo, no tienen sentido independientemente de la experiencia que los requiere, solo tienen valor por lo que puede llamarse su potencia de dramatización. Se podría decir de Souriau que busca renovar el empirismo, pero su empirismo no es en absoluto el que le debemos a Hume y a sus numerosísimos sucesores. Que haya ante mí una mancha blanca, y yo pueda inferir que se trata de una piedra, no presenta para él ningún interés. Lo que lo hace pensar, es lo que requiere la experiencia del “obrar” captada en su irreductibilidad a todo condicionamiento sociológico, psicológico o estético. Souriau en eso es discípulo de James: nada más que la experiencia, de acuerdo, pero entonces toda la experiencia. Definitivamente, lo que se llama realidad todavía carece cruelmente de realismo.

Un proyecto monumental Comenzamos a adivinar adónde va Souriau, lo que lo habita, la Esfinge o lo que llama también el “Ángel de la obra” (p. 239). ¿Pero de dónde viene? La biografía intelectual de Souriau, uno lo sospecha, no puede seguir otro trayecto que el de su pensamiento de la obra por hacer: 19

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sigue un camino, por supuesto, pero que no podría ser la realización de un proyecto. De hecho, si no ha cesado de pensar la vinculación entre la cuestión de la realidad y la de la obra, es para retomar constantemente su fórmula. En su tesis publicada en 1925, Pensamiento viviente y perfección formal 11, aparece, sin ser tematizada en tanto que tal, la palabra “instauración”, a la que renueva totalmente en 1943 antes de presentarla de manera estabilizada en 1956. La instauración, hasta allí simple conquista de la realidad, impone entonces la cuestión de los modos de existencia12. Consideremos en primer lugar el tema de la realidad como conquista. Es a propósito de la ciencia que Souriau ha explorado primero esta posición que lo convierte en el filósofo más explícitamente y más positivamente antibergsoniano. Así presenta en aquel momento su investigación: Quien dice ciencia, dice obra abstracta y colectiva, vida superior y social del espíritu humano, explotación expansiva de la victoria ya conseguida en los más humildes combates, que ha permitido a la ideación individual, fenómeno entre los fenómenos, acontecimiento singular envuelto en el aluvión de los lugares y de las horas, morder al mismo tiempo en puntos e instantes distintos, romper los marcos del hic y del nunc, sin dejar no obstante de tomar su ser y su savia en el seno de la realidad13.

El pensamiento no tiene que deplorar su abstracción, la manera en la que conquista una inteligencia de las cosas, que es obra de razón, lo cual significa estabilidad, constancia, inflexibilidad del razonamiento. Es que así opera su propia consumación. “La conquista de nuestro 11  Souriau, 1925. 12  Modo de existencia, expresión de moda más adelante: ver Gilbert Simondon, Du mode d’existence des objects techniques (Simondon, 1958) y Haumont, 2002, p. 67-68. 13  Souriau, 1925, p. x. 20

La esfinge de la obra

propio pensamiento va a la par con la del mundo exterior, son una única y misma operación”14. Pensar no basta, ni tampoco tener una idea, que puede, en el instante posterior, escapársenos. Si tener conciencia es ser capaz de vivir la vida en (relativa) continuidad, acordarse “aquí y ahora” de lo que se pensaba en otra parte y un poco antes, la conciencia es ella también una conquista. Lo que llamamos conservar un pensamiento en nuestro espíritu, es rehacerlo para todas las necesidades de él que podemos tener, y lo que llamamos rehacerlo, es hacer de él otro que sea de la misma forma15.

La primera fórmula que le da Souriau al trayecto de la consumación es entonces la de esta forma que acaba de aparecer aquí y que se presenta como la clave de una continuidad que no está dada de antemano, sino que se trata de conquistar. Pero las formas no van a constituir el privilegio de la epistemología. Hay que volver sobre el Souriau esteticista, pero esta vez para precisar que si ha obrado a contracorriente, es también porque tenía respecto de la estética una gran ambición, un proyecto monumental que se delinea desde 1925. La estética debería convertirse en una disciplina de tipo científica referida a la multitud de esos seres diversos que son las obras, concebidas desde el punto de vista de las formas que realizan. Las obras forman entonces lo que Souriau llama un pléroma16, un mundo de seres instaurados en “patuidad”: cada uno en su esplendor total, en su presencia a la vez singular y esencial. Le corresponde a la estética volverse capaz de despejar sus leyes arquitectónicas, exacta14  Souriau, 1925, p. 232. Volveremos a encontrarnos con este tema capital en la definición de los reicos, p. 38 y siguientes. 15  Souriau, 1925, p. 234. 16 Término de filosofía antigua que significa “plenitud”. Existen numerosos pléromas para Souriau, y por ejemplo el de los “filosofemas”, que hace existir la labor de los filósofos –ver Souriau, 1939–. 21

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mente como hacen las ciencias de la naturaleza para el mundo de las cosas. Más precisamente, al igual que los fisiólogos y los anatomistas han comprendido lo que hace que se sostenga un cuerpo comparando la multiplicidad de los vivientes, la estética enseñaría a explorar el pléroma de las obras, dotadas ellas también de un orden, de una jerarquía, de normas constitutivas. Souriau quiere ser algo así como el Cuvier o el Claude Bernard de esos extraños vivientes que son las obras. Esta ambición, que ocupa todavía al Vocabulario de estética que quedó en proceso de realización a su muerte en 1979, implica una idea de la obra que es precisamente la que deconstruían sus contemporáneos: Souriau es indiscutiblemente el filósofo de la monumentalidad17, una monumentalidad de tipo orgánico, coherente, que se conquista a través de terminaciones progresivas y ordenadas. Pues la realidad es legible, es decir sus leyes pueden ser descifradas, en la medida en que es monumental. Lo verificaremos en la lectura de este texto. Y sin embargo, el libro que vamos a leer no es más de estética que de epistemología. Para comprender hasta qué punto se trata de un libro de filosofía, de metafísica, hay que evitar la trampa que ligaría de manera privilegiada las formas a lo cognoscible, a riesgo de reducir el trayecto del conocimiento a la simple cooperación del sujeto cognoscente y del objeto conocido –atribuyéndole las responsabilidades a veces a uno, a veces al otro–. Si las formas no pertenecen a la percepción o al pensamiento a la manera de condiciones de posibilidad, tampoco pertenecen a la cosa en la cual residirían tranquilamente a la espera de ser descubiertas. Pertenecen a la problemática de la realización concebida como una conquista. Se manifiestan en la operación misma gracias a la cual tanto el pensamiento como lo que es pensado ganan conjuntamente su 17  Por otra parte, el capítulo consagrado al “plano de inmanencia” en ¿Qué es la filosofía? puede leerse como una extraordinaria tentativa por salvar la instauración del “filosofema” de la concepción monumental, que es la de Souriau (Deleuze y Guattari, 1992). El plano de inmanencia también ha de instaurarse, pero por creación de conceptos en zigzag y experimentaciones a tientas, y él mismo, corte sobre el caos, jamás será identificable con los conceptos que lo pueblan. 22

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solidez. Las formas, escribirá Souriau en La instauración filosófica, tienen “las llaves de la realidad”18. Pero esas llaves no abren ninguna puerta, puesto que la realidad debe ser instaurada. Las llaves designan más bien el enigma cuya realización es solución. Antes de darle proyecto a una disciplina, sea científica, psicológica, estética o filosófica, las formas son, a ojos de Souriau, lo que liga la noción de realidad con la de éxito. Eso es lo que le falta siempre al empirismo clásico: la captura puede fallar. Ninguna garantía está dada. Si la realización debe adecuarse a la exigencia de las formas, la satisfacción de dicha exigencia no puede asimilarse a la simple sumisión a condiciones generales, cualesquiera sean. Demanda elecciones, renuncias, decisiones. Ella es lo que lanza a la ventura y pone a trabajar al agente instaurador. Esto ya es cierto del científico, que no proyecta ni descubre, sino que instaura y que lo hace desplegando “la eficacia del arte de plantear preguntas”19. La instauración, en este caso, designa los dispositivos experimentales, la preparación activa de la observación, la producción de hechos dotados del poder de mostrar si la forma realizada por un dispositivo es o no capaz de captarlos. Pero es cierto también del artista. A cada tipo de instauración corresponde un tipo de eficacia que decide la realización de un ser. El único rasgo común es que la instauración demanda del agente aquello cuya recompensa es la realización: fervor y lucidez. Tal es el “blasón espiritual” que va a regalarse Souriau. Ese blasón Souriau lo quiere antibergsoniano. Retomando el tema de la antitipia, tradicionalmente asociada a la impenetrabilidad de los seres extensos, que ocupan un lugar bajo un modo que excluye a todos los otros, afirma la incompatibilidad de las formas entre sí. Una realización implica sacrificios y renuncias. Se trata de meterse con fervor, pero hay que discriminar con lucidez. Y es al filósofo de la compenetrabilidad, de la ósmosis, al crítico de lo que separa y selecciona, que se dirige cuando escribe: 18  Souriau, 1939, p. 18. 19  Souriau, 1925, p. 248. 23

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Hay que ser un filósofo, un cerebralizado, un buscador de bellas construcciones abstractas, para llegar a concebir al tiempo como un enriquecimiento que, conservando integralmente el pasado, lo completa sin cesar por integración de un presente totalmente nuevo. Para los que viven, para los que se chocan con los ángulos de la vida, que se lastiman con sus duros sacudones, el tiempo está hecho de anonadamiento20.

Souriau, gran lector de Bergson, se rehúsa a seguirlo porque discierne en la evolución creadora y en la noción de duración el riesgo de un cierto dejarse llevar. Para él, se trata de conquistar, no de coincidir. Lo que lo hace pensar no es la simpatía bergsoniana, sino el propio Bergson, en el cuerpo a cuerpo con las palabras, el ritmo de la frase, el arabesco del desarrollo21. Es que el mundo de Souriau es un mundo en el cual los proyectos se rompen, en el cual los sueños se desmoronan, en el cual las almas sufren heridas y menoscabo, e incluso anonadamiento. Pero es bruscamente, en las últimas páginas de su tesis, que el joven filósofo despliega de manera inesperada una ambición que excede de manera vertiginosa el calmo dominio, ya sea de ascendencia aristotélica o kantiana, en el cual son habituales las formas. Es allí que, de un solo golpe, Souriau extiende la noción de instauración a la existencia vivida misma. Una vida también debe ser instaurada, es decir sostenida por una forma: Tomar nota de sí mismo en una de esas formas que la armonía y la perfección preservan de toda decadencia y de toda desviación, es la condición inicial de la vida plena, de la vida sublime, de una vida auténticamente digna de ese nombre. Mantener esa forma 20  Souriau, 1925, p. 153. 21  Así, en La instauración filosófica: “¡Bergson! No hace falta recordar cuán consumada, acabada ad unguem es toda su filosofía; y cuán ligada está su enormidad de destrucción filosófica, su rechazo a encargarse de una multitud de aspectos del mundo y de la existencia, a la terminación completa de la determinación de lo que acepta” (Souriau, 1939, p. 358). 24

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en toda aventura, en todo suceso, es de allí en más el acto fundamental de esa vida: su nombre es también Fidelidad22.

Ya no se trata para nada de saber científico, de creación artística, sino de fidelidad a sí mismo. El ejemplo ahora ya no es el de la ciencia o el del arte, sino, extrañamente, el del drama que se juega al final de la adolescencia, cuando “ese impulso vago de la juventud en busca de vida debe hacer lugar a la vida misma”, cuando la potencia de sueño comienza a disminuir; la vivacidad de ilusión, la riqueza de invención, la nebulosa que cubre las lagunas, la nube púrpura que oculta lo objetivo, todo eso se marchita y se empobrece […]. Es entonces que muchos castran el sueño, se abandonan al azar, reniegan de sí mismos, y así renuncian a vivir, puesto que, como se ve, renegar de sí es cometer la única falta mortal. Mal que bien, sustituyen la primera forma por otra, intentan con lo que les queda una nueva vida, y consumen la duración de su cuerpo sin llegar a vivir”23.

Retomando algunos temas del estoicismo, Souriau llama a devenir “hijos de sus obras”, allí donde la magia bergsoniana podría, como Circe, sugerir el abandono a las delicias de un devenir que se enriquecería por sí mismo. Se trata para el alma de “hacer acto de presencia”, y de apostar a lo único que puede conferir a la acción, a la obra eficaz de realización, una estructura tan sólida y tan generadora de nobles votos que no es nada más que la potencia de la fidelidad jurada, de la promesa hecha a uno mismo24.

22  Souriau, 1925, p. 273. 23  Souriau, 1925, p. 274. 24  Souriau, 1925, p. 273. 25

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Y dará de esa promesa una fórmula lapidaria en las últimas líneas de Tener un alma, publicado en 1938, cuando será movilizado por segunda vez25: No está en el poder propio de un alma hacerse inmortal. Está en su poder solamente ser digna de ello. Si perecemos en nuestro número esencial, está al menos en nuestro poder hacer que eso sea injusto. Tener un alma, es hacer de suerte que, si debe perecer, su último grito […] pueda ser con todo derecho el suspiro de ultratumba de Desdémona: ¡oh, injustamente, injustamente asesinada! O, falsely, falsely murder’d! 26

Al pie de la obra Estamos ahora en el umbral de los Diferentes modos de existencia. La prueba está bien definida: se trate de ciencia, de arte o del alma, será preciso ir del bosquejo a la realidad sin poder contar con ningún lineamiento que se realizaría en secreto y como a hurtadillas: una sustancia, un plan, un proyecto, una evolución, una providencia, una creación. Y sin embargo, tampoco hay que confiar nunca el tesoro de la invención de los seres a la sola libertad humana perdida en un mundo 25  Durante la Primera guerra Souriau pasó algunos años en cautiverio. En su Abstracción sentimental (Souriau, 1925), donde pretende entregarse a un estudio objetivo de la vida afectiva, elige estudiar, a modo de documento, un texto que responde a las exigencias de la objetividad porque, explica, no ha sido escrito como respuesta a esa pregunta. Ese texto no es otra cosa que sus propios cuadernos de cautiverio. Y lo que cuentan los largos fragmentos extraídos de esos cuadernos, es de hecho eminentemente más legible que las tesis a las que sirven de soporte: se trata de una lucha cotidiana por aceptar una vida interrumpida, en la plena dureza de esa interrupción, es decir sin ceder a las quimeras y melancolías que pueblan de sueños la vida del prisionero, es decir del “desobrado”. Es posible que el filósofo que hace, contra Bergson, la elección de la dureza y de la fidelidad jurada, haya nacido en las fortalezas de Ingolstadt. 26  Souriau, 1938. 26

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simplemente contingente. Tal es la trayectoria en la cual se inserta este libro. Queda a nuestro cargo marchar también nosotros, e intentar la prueba pasando sobre los mismos carbones ardientes. Por un lado, uno tiene la impresión de que Souriau sigue pensando siempre el mismo movimiento de la realidad; por otro, que modifica de repente todo su aparataje. Como si volviera a lanzar los dados, convencido de que la prueba fracasa a cada intento si no se vuelve a jugar la partida entera. Establezcamos el punto en el que estamos. La posición del problema ya está ganada desde 1938, cuando en Tener un alma Souriau define lo que será el principio de su búsqueda, búsqueda que parece no obstante pertenecer al dominio de la psicología (el autor aparece allí a la escucha de estudiantes y de amigos que vienen a buscar consejo o a confiar sus tormentos): No se tiene derecho a hablar filosóficamente de un ser como real, si al mismo tiempo que se dice la especie de verdad directa o intrínseca que se le ha encontrado (quiero decir, su manera de ser en su máximo estado de presencia lúcida), no se dice también sobre qué plano de existencia, por así decirlo, se le ha dado caza; sobre qué dominio se lo ha alcanzado y forzado27.

Es sorprendente el contraste entre esta exigencia y la manera en que se refería a la existencia en La instauración filosófica, publicado no obstante en el mismo año, pero preparado desde largo tiempo atrás28. En esta obra, “existir” era simplemente sinónimo de lo que en 1925 llamaba “vivir”:

27  Souriau, 1938, p. 23. 28  Es posible que, previendo que iba a ser movilizado (por segunda vez), Souriau haya redactado a las apuradas Tener un alma, extraña composición entre filosofía y estudios psicológicos, terminando la obra con una ráfaga de proposiciones no elaboradas. ¿Testimonio “por si acaso” de lo que hubiera podido ser? 27

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Ustedes suponen, niños, que ustedes existen, que el mundo existe; y deducen vuestro conocimiento de lo que es, como una simple combinación, como una simple adaptación mutua de esas dos cosas. Ahora bien, yo no digo que ustedes no existen en absoluto, sino que solo existen imperfectamente, de una manera confusa, a medio camino entre la existencia real y esa ausencia de realidad, que acarrea incluso, quizás, la ausencia de existencia. Pues la existencia misma necesita realidad para ser verdadera existencia, y existencia de algo o de alguien. O al menos son muchas las maneras de existencia. Pero nuestra existencia real, concreta e individual, se presenta casi siempre como a consumar. Ustedes consumarían su realidad si pudieran ser, manifiestamente y para ustedes mismos, en vuestra “aseidad”29 como decía Prémontval; en la “patuidad” de vuestro ser, como decía Strada, en su esplendor total, en su presencia a la vez singular y esencial –y esto plantea un problema de verdad–. Así, ustedes mismos, que creen que existen, solo existen en la medida en que participan más o menos de lo que sería vuestra existencia real; y existen, ustedes, presentemente, simplemente en relación a lo que ella sería30.

Otro contraste, que veremos que es correlativo del primero: en Los diferentes modos de existencia, Souriau no va a referirse en primer lugar a la instauración, sino, como ya lo hemos subrayado, a la “variación anafórica”. Mientras que la instauración apunta hacia el realizador y la realización, la variación anafórica dramatiza la progresión de lo que en el punto de partida era montón de arcilla y se termina como obra. Aquí, el hombre es aquel que debe consagrarse. Y lo que constituirá el tema principal del planteamiento de 1956 es eso que requiere y eso de lo que da testimonio esa consagración, esa ayuda eficaz que se le proporciona a la anáfora. 29  La aseidad, la existencia por sí mismo –término de escolástica–, se opone a la abaliedad (ab alio) –la existencia por referencia o dependencia de otro–. 30  Souriau, 1939, p. 6. 28

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Los diferentes modos de existencia introduce la búsqueda en un camino indiscutiblemente metafísico. No se trata de una conversión puesto que, lo hemos visto, Souriau proseguirá su proyecto monumental de una ciencia de la estética. El propio Souriau alega una continuidad, afirmando en 1952 que sus diferentes obras siguen “la lista de los grandes problemas que ha tenido que abordar, durante toda su carrera de filósofo, en un cierto orden”31. ¿Pero la memoria no aplana los acontecimientos? ¿O no será entonces que Souriau está produciendo una versión “monumental” de sí mismo? De hecho, es en vano preguntarse si esta entrada en la metafísica pertenece al trayecto de los “grandes problemas” que Souriau tenía previsto abordar desde sus inicios, o si responde a circunstancias externas (la guerra de nuevo, o quizás la nueva generación de filósofos que se apartan con desprecio de las ambiciones de los viejos –¡abajo Brunschvicg y Bergson!– para pensar con el Hegel de Alexandre Kojève, con Husserl y Heidegger). Ya que aunque Souriau definió la lista de los problemas que tendría que abordar, no se trata de la concepción de un programa que solo quedaría ejecutar, lo cual sería totalmente contradictorio con la noción misma de instauración. No hay línea punteada a la que bastaría repasar con lápiz. Souriau es el hombre del trayecto, y no del proyecto, y el “cierto orden” significa también “es por el momento demasiado grande para mí”. Lo único que podemos decir es que ese pequeño libro denso, aparentemente laberíntico, extrañamente breve, escrito en el período de la mayor incertidumbre, debe haber respondido a la experiencia viva de un “¡es ahora, o sino quizás jamás!”, es ahora que se trata de hacer metafísica, es decir de inventar (como se “inventa” un tesoro); de descubrir modos positivos de existencia, que vienen a nuestro encuentro con sus laureles, para acoger nuestras esperanzas, nuestras intenciones o

31  Souriau, 1925, p. xiii. La cita interviene en un texto intitulado “Treinta años después”, escrito por Souriau en 1952, con motivo de la reedición de su libro. 29

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nuestras especulaciones problemáticas, para recogerlas y reconfortarlas. Toda otra búsqueda es hambruna metafísica. [p. 166]

(fin de la selección)

30

apéndice Étienne Souriau del MODO DE EXISTENCIA de la obra por hacer

Apéndice Del modo de existencia de la obra por hacer1

Anhelo poner a prueba aquí algunas ideas que me son caras. Me son caras, y sin embargo anhelo ponerlas a prueba, ofreciéndolas a vuestra discusión. ¿Por qué? Porque no son de esas en las que uno deba entregarse demasiado fácilmente al placer de afirmar. Planteo un problema. Digo que nos concierne a todos, en tanto que hombres y en tanto que filósofos. ¿Cómo podría decirlo, si no obtengo el asentimiento de otros filósofos, de formación y de ideales tan diversos como sea posible, de acuerdo conmigo para afirmar la urgencia y la universalidad de este problema? Y para intentar resolver ese problema, intento apelar a una experiencia de un cierto género. Pero cuanto más crucial y preciada me parece esa experiencia, y más me parece que interviene en la trama íntima de 1  Extraído del Bulletin de la Société française de philosophie, 50 (1), sesión del 25 de febrero de 1956, p. 4–24. 33

Apéndice

la vida y del pensamiento para sostenerlos y guiarlos, más me importa permanecer vigilante ante mí mismo, con el fin de no entregarme a una suerte de ensueño supersticioso, creyendo encontrar allí apoyo y dirección. ¿Qué filósofo querría afirmar que un cierto género de experiencia existe, si no puede despertar en los demás el recuerdo y la conciencia de una experiencia semejante? Tal es el fruto preciado para mí, el que aquí busco. Con el fin de plantear bien mi problema, partiré de una observación banal a fin de cuentas, y que ustedes sin duda me concederán sin dificultad. Esa observación, y es también un gran hecho, es el inacabamiento existencial de toda cosa. Nada, ni siquiera nosotros, nos es dado de otra manera que en una suerte de media luz, en una penumbra donde se bosqueja lo inacabado, donde nada tiene ni plenitud de presencia, ni patuidad evidente, ni consumación total, ni existencia plenaria. Esta mesa que toco, esos muros que nos cercan, yo que les hablo y cada uno de ustedes si se interrogan a este respecto, nada de todo eso tiene una existencia pronunciada con suficiente fuerza como para que podamos considerarla de una intensidad satisfactoria. En la atmósfera de la experiencia concreta, un ser cualquiera nunca es captado o experimentado más que a medio camino de una oscilación entre ese mínimo y ese máximo de su existencia (para hablar como Giordano Bruno) que, a decir verdad, apenas nos son sugeridos por el sentimiento de dicha oscilación, del incremento o de la disminución de las luces o de las tinieblas de esa media luz, de esa penumbra existencial de la que hablaba hace un momento. ¿Es la existencia un bien que alguna vez se posee? ¿No es más bien una pretensión y una esperanza? De modo que a la pregunta “¿Ese ser existe?”, es prudente admitir que casi no se puede responder según la pareja del Sí o No, sino más bien según la del Más o Menos. Esto es evidente para nosotros mismos en lo que nos concierne. Todos sabemos que cada uno de nosotros es el bosquejo de un ser mejor, más bello, más grande, más intenso, más consumado, y que sin embargo es, él mismo, Ser a realizar, y cuya realización le incum34

Del modo de existencia de la obra por hacer

be. De tal suerte que aquí la existencia consumada no es solo una esperanza, responde también a un poder. Exige un hacer, una acción instauradora. Este ser consumado del que hablaba hace un momento, es obra por hacer. Y como el acceso a una existencia más real tiene ese precio, no podemos escapar, en lo que nos concierne a nosotros mismos, a la necesidad de interrogarnos sobre el modo de existencia de esta obra por hacer. Nos concierne. Es decir que tal como somos aquí, somos concernidos por ella, sufrimos a través de un verdadero padecer el actuar que expresa el verbo activo de esta fórmula: la obra nos concierne. Y por supuesto, lo sabemos todos, lo mismo sucede si, en lugar de pensar en nuestra persona, pensamos en el Hombre en tanto que está por instaurar. Pero he dicho hace un momento que así sucede con todo. He dicho que esta mesa, estos muros, están en una condición semejante y tal que solo se puede responder a la pregunta “¿Esto existe?” por Más o Menos, no por Sí o No. Y me dirán ustedes que me equivoco o que exagero, siendo que esas cosas tienen una existencia física, positiva, no susceptible de más o menos, y tal que hay que responder: físicamente sí, esas cosas existen. Es verdad. Puedo responder por sí o por no a la pregunta de existencia, pero solamente porque el sí da testimonio de una suerte de mínimo exigible, de una naturaleza casi puramente pragmática, apenas controlada un poco por algunas de las disciplinas más elementales del físico, a escala macroscópica. Carece de utilidad para mi propósito suscitar las preguntas más sutiles que se plantearían si hiciera intervenir este punto de vista del físico, pero a otra escala que la macroscópica. Tales problemas podrían hacer que nos perdamos. Tenemos que quedarnos en el tenor de una experiencia común, concreta, humanamente vivida. Es desde este punto de vista que digo que esta mesa, a pesar de su existencia física suficiente, todavía permanece apenas bosquejada, si pienso en las consumaciones espirituales que le faltan. Consumaciones intelectuales, por ejemplo. ¡Pensemos en lo que sería ante un espíritu capaz de discernir todas las 35

Apéndice

particularidades y las significaciones humanas, históricas, económicas, sociales y culturales de una mesa de la Sorbona! Significaciones que le son con seguridad inherentes, y sin embargo todas virtuales, en tanto que no se encuentre un espíritu capaz de englobar, de asumir la existencia intelectual consumada de esta mesa, de abrirle campo a esa consumación, de ejercer un esfuerzo para promover en ese sentido la existencia de tal objeto. Además, esta consumación puramente intelectual no es más que un aspecto del problema. Hay otras formas de la consumación espiritual. Pensemos en la aventura que podría vivir esta mesa si su destino fuera ser recuperada por un espíritu de artista y perseguir en un cuadro la existencia objetiva (en el sentido en que todos sabemos que Descartes tomaba ese término) con la cual podría gratificarla un pintor. Intentemos la experiencia. Imaginemos esta mesa tratada en el estilo de intimidad, y casi de interioridad, cuyo secreto tiene un Vermeer; o bien, en la manera en que aparecería como accesorio de un Coloquio de Filósofos pintado por un Tiziano o por un Rembrandt. O evoquémosla en la resplandeciente indigencia o la misteriosa evidencia que un Van Gogh expone un poco bruscamente en sus representaciones de tal silla o de tal mesa en un pequeño cuarto de Arlés. Se trataría en efecto de promociones de existencia. El artista, en tales casos, es responsable de las almas frente a seres que todavía no tienen un alma, que solo tienen la simple y llana existencia física. Descubre lo que todavía le faltaba a esa cosa en este sentido. La consumación que le confiere, es en efecto la consumación auténtica de un ser que solo ocupaba, por así decirlo, el lugar reservado para él en el modo de existencia físico, pero que seguía siendo pobre y estando por hacer en otros modos de existencia. De modo que si esta mesa físicamente está hecha, por el carpintero, está todavía por hacer en lo que concierne al artista o al filósofo. Y si alguno de ustedes tendiera a pensar que esta consumación por el artista es un poco un lujo, una tarea innecesaria y a la que el objeto mismo no llama para nada, creo que ninguno de ustedes querría decir que su consumación por el filósofo es un lujo y una tarea innecesaria. Así, por ejemplo, sentimos bien 36

Del modo de existencia de la obra por hacer

que entre esas diversas consumaciones artísticas que bosquejé hace un momento en la imaginación, hay probablemente una que sería, sino más verdadera, al menos más auténtica que otra, pues se efectúa según una vía en la que el objeto llama, sin poder dársela a sí mismo, la línea de su destino existencial. Y sentimos también que no podemos restarle importancia a esa consumación intelectual de las significaciones, de la que hablé primero, en lo que respecta a la consumación filosófica del objeto. ¿Y seremos nosotros auténticamente filósofos si no nos sentimos concernidos por la obra que representa la promoción espiritual de objetos de este género? ¿No está allí nuestra tarea? ¿No nos sentimos responsables de esa tarea, un poco de la misma manera que el artista se siente responsable frente al género de consumación que busca por su lado? Cuando hablábamos hace un momento de la persona o del hombre como obras por hacer, constatábamos simplemente que aquellos a los que concierne dicha obra encuentran en ellos mismos también, creen encontrar o creen sentir, un poder que responde a una suerte de deber. Mientras que ahora nos enfrentamos a seres cuyo tenor existencial, reducido a ese mínimo que es la existencia física, no puede terminar de consumarse sino es por el poder de otro ser. Diferencia seguramente profunda, y que modifica las condiciones prácticas del problema, pero sin modificar su esencia. Estos tipos de seres también deben ser considerados bajo el aspecto de la obra por hacer, y de una obra frente a la cual no estamos exentos de responsabilidad. Pero dejemos de lado por el momento este asunto de la responsabilidad. Que quede aquí como un punto de apoyo. Volveremos a él al terminar. Lo que acabo de decir basta para plantear el problema, o más exactamente para constatar cómo se plantea el problema. Si es verdad, como acabamos de ver, que la obra todavía no hecha se impone sin embargo como una urgencia existencial, es decir: al mismo tiempo como carencia y como presencia de un ser a consumar y que se manifiesta como tal, con un derecho sobre nosotros. Si esto es verdad, la manera misma en que existe la obra por hacer y el problema que abordo aquí, son una sola y misma cosa. 37

Apéndice

No puedo sin embargo resguardarme aquí de una preocupación. Ciertamente, aquel que ve bien de frente el hecho que acabamos de exponer, aquel que siente cómo cada ser, confusa y mediocremente captado sobre un plano de existencia, está como acompañado sobre otros planos por presencias o ausencias de sí mismo, se redobla en ellas buscándose, y quizás así se postula de la manera más intensa en su verdadera existencia; aquel podrá maravillarse por la riqueza de una realidad multiplicada así a través de tantos planos de existencia. Pero cuando hablo de las obras por hacer como de seres reales, cuando admito que un ser físico –dije hace un momento esta mesa, podría haber dicho también una montaña, una ola, una planta, una piedra– está como doblado encima de sí mismo por imágenes de él cada vez más sublimes, carecería de vigilancia filosófica si no me preguntara también: “¿No estoy poblando este mundo, que me aparece así tan rico, tan ennoblecido por tantas respuestas en ecos, y tan patético por tantas ausencias de respuesta; no estoy poblándolo de entidades imaginarias?”. Puesto que a fin de cuentas nosotros, filósofos, estamos todos alarmados por el recuerdo de la famosa navaja de Ockham, y adiestrados para preguntar hasta qué punto podemos multiplicar sin necesidad los seres. Yo afirmo, o creí poder afirmar, que había una necesidad para esta multiplicación, y que no es en absoluto una necesidad lógica, sino una necesidad que sentimos y que padecemos. Pero siempre tendré miedo de dejarme llevar por ese género de superstición que me alarmaba desde el principio de esta charla, si no logro encontrar un contacto experiencial con el modo de existencia de la obra por hacer, y con los seres que existen (es al menos lo que supongo) según ese modo. Con total honestidad filosófica, solo puedo llamar virtual a esa consumación, en tanto que en lo concreto la obra está todavía por hacer. Debo confesar inmediatamente –y esto completa mis puntos de partida– que perderíamos el tiempo si intentáramos tener una experiencia ya sea directa, ya sea representativa, del contenido de esas carencias, de esas lagunas a colmar, de ese complemento de existencia al que llaman 38

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todas las cosas que no existen más que a medias. Admitiendo que todo esto cae bajo la ley de una suerte de intuición intelectual, arriesgaría caer en la fantasía o la superstición filosófica. Tomaré igualmente severas precauciones. Evitaré toda apelación a la idea de finalidad, veremos en un rato por qué, pues volveré sobre ello. Buscando la relación entre la existencia virtual y la existencia concreta (les pido que me permitan estos términos provisorios, necesarios para que no avance en nada que no sea positivo y seguro), me parece que no tengo aquí más que un único asidero existencial, el del pasaje de un modo al otro, y de esa transposición progresiva por la cual, en un proceso instaurativo, lo que primero solo estaba en lo virtual, se metamorfosea estableciéndose progresivamente en el mundo de la existencia concreta. Una metamorfosis... Conocen sin duda ese texto tan delicioso del filósofo chino Tchouang Tseu: una noche, Tchouang Tseu soñó que era una mariposa que revoloteaba sin preocupación. Después se despertó, y se dio cuenta de que era el miserable Tchouang Tseu. “Ahora bien –agrega– no se puede saber si Tchouang Tseu se ha despertado después de haber soñado que era una mariposa, o si la mariposa ha soñado que se convertía en Tchouang Tseu despierto. Pero pese a ello –agrega el filósofo– entre Tchouang Tseu y la mariposa hay una demarcación. Esa demarcación es un devenir, un pasaje, el acto de una metamorfosis”. Nada es más filosófico. Y pensándolo como hay que pensarlo, tengo aquí efectivamente el principio de una solución a mi problema. No puedo captar separadamente ni la existencia llana y simple de la cosa física, por ejemplo, en cualquier caso dada concretamente, sin su halo de llamadas hacia una consumación; ni la virtualidad pura de esa consumación, sin los datos confusos que la bosquejan y la llaman en lo concreto. Pero en la experiencia del hacer, capto la metamorfosis progresiva de una a otra, veo cómo esa existencia virtual se transforma poco a poco en existencia concreta. Mirando obrar al estatuario, veo cómo la estatua, primero obra por hacer absolutamente distinta del bloque de mármol, se encarna poco a poco en el mármol con cada golpe del cincel y del mazo. Poco a poco el mármol se metamorfosea 39

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en estatua. Poco a poco la obra virtual se transforma en obra real. Cada acto del estatuario, cada golpe del cincel sobre la piedra, constituye la demarcación móvil del pasaje gradual de un modo de existencia a otro. Más aún, si examino al estatuario, ¿no tengo verdaderamente dicha experiencia? Es el propio estatuario quien, consumando poco a poco sus procesos instaurativos, guía esa metamorfosis y a la vez la experimenta en sus senderos. No quisiera arriesgarme hasta el punto de decir que esta experiencia instaurativa es la única sobre la cual podemos apoyarnos aquí. No debería afirmar, tampoco lo creo, que esta experiencia activa del hacer, tal como la experimenta el estatuario, explora la única vía de la consumación. No quisiera apartar del horizonte filosófico el género de acontecimiento al que otros han creído poder apelar cuando se preocupaban por problemas análogos: crecimiento, evolución, esquema dinámico, desarrollo conducente a una emergencia. Todo lo que implican estas palabras es muy digno de atención. Pero por mucho que sea el esfuerzo que se pueda hacer para adquirir una suerte de sentimiento íntimo y concreto de lo que podría llamarse el hilo de la corriente interior de las instauraciones espontáneas, no hay nada allí que pueda ser a la vez tan directo, tan íntimo, tan vivido en la experiencia de sus regulaciones, como lo que encontramos en la experiencia personal del hacer. Y qué peligros, desde el momento en que pretendemos asistir en nosotros, con conciencia, a una instauración un poco pánica cuyos poderes, y cuyos actos, no son verdaderamente nuestros. Lo repito: no descarto como imposibles o ilusorias tales experiencias, ni como falsas o supersticiosas las filosofías que han buscado apoyarse sobre una conciencia tal. Digo solamente que me inquietan. Susceptibles de aparecer a primera vista más grandiosas, porque buscan comunión no solamente con devenires particulares, sino incluso con vastos devenires cósmicos (al menos en el orden de la vida), podemos estar seguros de que buscan en ellos ante todo una reconstitución conjetural que se aleja en la misma medida de la experiencia directa y vivida que postulan. Mientras que la experiencia del hacer instaurativo, íntimamente ligada a la génesis 40

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de un ser singular, es una experiencia directa e incontestable para el agente instaurador, de los actos, de las condiciones y de los procesos según los cuales un ser pasa de un modo de existencia enigmático y lejano, pero intenso como dije hace un rato, a la existencia sobre el plano de lo concreto. Es por esto también que descarto de entre los datos de este problema la idea de finalidad. No niego para nada que sea una concepción filosófica válida. Digo solamente que aquí no es de ninguna ayuda. Ella designa y resume, simplemente, la hipótesis según la cual en los procesos del agente instaurador que ejerce su poder de hacer, estaría en ejercicio el mismo principio de vección que en los procesos espontáneos, hasta un cierto punto análogos formalmente a los del hacer, pero en los cuales no están implicados ni son detectables por experiencia la libertad y la eficacia de tal agente. No digo por lo tanto nada malo de todas las atractivas especulaciones que se puedan emprender en los dominios que acabo de evocar. Pero parece absolutamente cierto que es en el ejercicio del hacer, tal como el agente instaurador lo practica y lo siente, que reside la única experiencia íntima, inmediata y directa de la que disponemos en el problema que abordo. Allí donde nos hacemos cargo, a través de nuestra eficacia personal, del hecho de que un ser desemboque en una presencia concreta tan plena como sea posible, allí lidiamos con un género de existencia cuya incidencia sobre el vasto problema que planteaba al comenzar, ustedes lo sienten, es evidente. Y de entrada se manifiestan en ese agente instaurador tres caracteres sobre los cuales hay que poner nuestra atención. Los enumero: libertad, eficacia, errabilidad. Primero la libertad: al menos una libertad práctica, un poder de elegir en la indiferencia. El pintor tiene en la punta de su pincel una pizca de color; es libre, sobre su tela, de ponerla aquí o allí; es libre, sobre su paleta, de elegir azul o rojo, y es en esta libertad entera de elegir que comienza, de una manera u otra, cualquiera sea la obra a instaurar, la acción de este agente instaurador. 41

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Otro ejemplo, si me disculpan una comparación o un pasaje un poco abrupto; la dialéctica descendente de Platón y el problema que planteaba Aristóteles, al afirmar que era un silogismo enervado. Sigamos a Platón cuando, en un proceso demiúrgico, instaura para definirlo, al Sofista. O bien cuando, a modo de modelo, instaura al pescador, añadiéndole incesantemente determinaciones nuevas, por ejemplo, el hombre que capta otros seres, ya sea por la astucia, ya sea por la violencia, y así sucesivamente. ¿Por qué elige una antes que otra? Responder a la pregunta es indagar si existe una dialéctica de la instauración. Pero, en cualquier caso, no cabe ninguna duda de que cualquiera sea el hilo director de esa instauración, el instaurador aquí es libre de elegir. Es por otra parte lo que Ramon Llull le respondía a Aristóteles. Una experiencia, que analizaremos más adelante, guía esta elección, permitiendo captar el avance del ser, que está entre nuestras manos para ser acabado, hacia su consumación. El pintor tiene sus razones para elegir de su paleta el color que va a emplear. Pero elegir está en su poder. En segundo lugar, la eficacia. Ya sea que actúe manualmente o espiritualmente, el instaurador, el creador (si me permiten emplear indiferentemente estas dos palabras para aligerar mi exposición), el creador, digo, opera la creación. Al mostrarles, como intento hacerlo, que hay un ser de la estatua antes de que el escultor la haya hecho, no niego para nada, por el contrario, que el estatuario era libre de no hacerla, y que es efectivamente quien la ha hecho. Fichte decía: toda determinación es producción. La estatua no se hará a sí misma; la humanidad futura tampoco. El alma de una sociedad nueva no se hace a sí misma, hace falta que se la trabaje, y aquellos que la trabajan operan efectivamente su génesis. Florecimiento de un ser en el mundo, de acuerdo; pero florecimiento que no es posible si no se nutre, por así decirlo, del esfuerzo, del acto del agente. Si nuestro escultor, agotado, habiendo perdido la fe en su obra, incapaz de resolver los problemas artísticos que se le plantean para avanzar, deja caer el desbastador, o deja de golpear el mazo sobre 42

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el cincel, la obra por hacer permanece en su limbo, a medio camino, como abortada... Eugène Delacroix decía que si tantas obras de Miguel Ángel quedaron inacabadas, es porque acometía problemas insolubles. No sentía, para usar otro vocabulario, que había en su proyecto una suerte de “carácter letal”. Diferencia, precisamente, entre el proyecto y el trayecto instaurativo. Pero volveré sobre eso en un momento. Una cosa es segura. Si, incapaz de resolver el problema que tiene ante él en una etapa precisa de la creación, incapaz de decisión, de invención o de acción, el creador para de actuar, entonces la criatura deja de venir al mundo. Ella solo progresa al precio de ese esfuerzo del creador. Y he anunciado en tercer lugar: errabilidad. Hay allí un punto esencial. Insisto en él tanto más en la medida en que, en todo lo que he leído sobre la cuestión de la que hablo, me ha parecido que era uno de los puntos que más se omitía, en todo caso sobre los cuales no se ponía suficiente atención. Después de haber aportado su libertad y su eficacia, el agente aporta también su errabilidad, su falibilidad, su sumisión a la prueba de lo bien jugado o mal jugado. Puede, he dicho, poner libremente donde quiera su pincelada. Pero si la pone mal, todo está perdido, todo se derrumba. El uso que hace de su libertad puede ser bueno o malo. Su eficacia puede consistir en promover o en arruinar. Después de haber actuado, puede escuchar la voz misteriosa que dice: “¡Harold, te equivocaste!”. Y esta voz misteriosa, es esa constatación trágica que conocen bien todos los que han practicado las artes: la obra que se malogra, que se desploma miserablemente cuando parecía tan bien encaminada, porque hubo un error en la elección de las palabras, en el trazo, en las mil relaciones de conveniencia que hay que calcular instantáneamente, en suma, porque esa mala jugada de la que hablaba hace un momento tuvo por sanción inmediata un aborto, un retroceso existencial, el cese de esa promoción del ser que aseguraba sin cesar el creador patéticamente inclinado sobre esa frágil génesis. Y no hablo simplemente de la pequeña aventura del acuarelista cuya pincelada ha secado demasiado rápido, o del escultor que hace estallar 43

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su mármol acometiendo sobre un mal plano de clivaje. Pienso en cosas tales como esta: Novalis decía que hay series de acontecimientos ideales que corren paralelamente a los acontecimientos reales. “Así sucedió con la reforma, en lugar del protestantismo llegó el luteranismo”. Pienso también en esa apuesta de Pascal, cuyo espíritu no consiste en decirnos que hay que optar, si no en asegurarnos que una vez que hemos optado, estamos expuestos a haberlo hecho bien o mal. Insisto sobre esta idea de que mientras la obra está en construcción, está en peligro. En cada momento, en cada acto del artista, o más bien por cada acto del artista, puede vivir o morir. Ágil coreografía del improvisador que se da cuenta y resuelve en el mismo instante los problemas que le plantea ese avance apresurado de la obra; ansiedad del fresquista que sabe que ninguna equivocación será reparable y que todo debe hacerse en la hora que le queda antes de que el estuco haya secado; o trabajos del compositor o del literato en su mesa, con el derecho a meditar a gusto, a retocar, a rehacer, sin otro espoleo o aguijoneo más que el gasto de su tiempo, de sus fuerzas, de su poder; no deja de ser cierto que tanto unos como otros tienen que responder sin cesar, en una lenta o rápida progresión, a las preguntas siempre renovadas de la esfinge –adivina, o serás devorado–. Pero es la obra la que florece o se desvanece, es ella la que progresa o es devorada. Progresión patética a través de las tinieblas en las cuales se avanza a tientas, como alguien que escalara una montaña en la noche, siempre inseguro de si su pie no va a encontrar un abismo, constantemente guiado por el lento ascenso que lo hará caminar hasta la cima. Dramática y perpetua exploración, más que abandono al recorrido espontáneo de un destino... Si lo que les digo les parece justo, ven que nos encontramos frente a una suerte de drama con tres personajes. Por un lado, la obra por hacer, todavía virtual y en el limbo; por otro lado, la obra en el modo de presencia concreta donde se realiza; por último, el hombre que tiene la responsabilidad de todo eso, que a través de sus actos intenta realizar la misteriosa eclosión del ser del que se ha hecho responsable. 44

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Me veo llevado así, en este drama de tres personajes, a hablar de la obra por hacer como de un personaje. Casi me atrevería a decir una persona, a menos que sentir tan fuerte como lo hago ese carácter de persona que tiene la obra por hacer sea un poco una de mis supersticiones. En cualquier caso, esta dualidad de la obra que está en el limbo y de la obra que ya está más o menos esculpida, escrita, trazada bajo la mirada o en las almas de los hombres, esta dualidad me parece esencial a la problemática de la instauración bajo sus formas más importantes y en todos los dominios. Pero cómo designar, cómo nombrar, cómo describir a esta obra todavía por hacer, en tanto que interviene como uno de los términos del problema, si no es como uno de los personajes del drama. No digamos que es un “proyecto”, por razones que les pido que me permitan explicar más tarde; no digamos que es una futuridad, puesto que ese futuro puede no llegar si hay aborto. Les propongo un término cuya conveniencia sé muy bien que puede discutirse, y que por otra parte someto a vuestra crítica: hablo de la “forma espiritual” de la obra. En otro lado, se me ha ocurrido hablar de “El ángel de la obra”, simplemente para responder a la idea de algo que parece venir de otro mundo y jugar un rol anunciador. Pero por supuesto, ustedes se imaginan que no pronuncio esa palabra, si no es acompañándola con todos los “de cierta manera” filosóficos que correspondan. Y sin duda, para esta comparación de la forma espiritual y del ángel, podría escudarme detrás de la autoridad de William Blake. De hecho, y para hablar un lenguaje más severo y más técnico, digo en efecto que la obra por hacer tiene una cierta forma. Una forma acompañada por una suerte de halo de esperanza y de admiración, cuyo reflejo es para nosotros como un norte. Todas cosas que evidentemente se pueden comentar a través de una comparación con el amor. Y, de hecho, si el poeta no amara ya un poco el poema antes de haberlo escrito, si todos los que piensan un mundo futuro por hacer nacer no encontraran en sus sueños al respecto algún presentimiento maravillado de la presencia llamada, si en suma la espera de la obra fuera amorfa, sin duda no 45

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habría creación. No me dejo llevar aquí por una suerte de mística del esfuerzo creador, constato simplemente que el creador casi no escapa a esta suerte de mística por la cual se justifica su esfuerzo. Particularmente en la creación artística, habría una suerte de prostitución en el hecho de hacer de la humanidad propia un medio para la obra, si no hubiera en la obra algo que parece ameritar el don de un alma, y a veces de una vida; en cualquier caso, de inmensos trabajos. Es eso efectivamente lo que permite hablar como de una realidad de esa obra que todavía no existe, y que quizás nunca se haga. No postulo lo que está en discusión cuando supongo el ser de la obra en esta doble existencia, si realmente sostengo a esta última en ese acto de la metamorfosis que intento captar. Es por esto que, como les he dicho, para designar esta forma espiritual dejo completamente de lado todo lo que podría remitirse a la idea de proyecto. Al igual que por un lado he descartado la idea de finalidad, con la futuridad de la obra lograda, descarto asimismo por otro lado el proyecto, es decir lo que bosqueja en nosotros mismos la obra en una suerte de impulso, y por así decirlo la arroja hacia adelante de nosotros para volver a encontrarla en el momento de la consumación. Pues al hablar así, se suprimen de otra manera, de los datos de la cuestión, toda experiencia sentida en el transcurso del hacer. Particularmente se desconoce la experiencia, tan importante, del avance progresivo de la obra hacia su existencia concreta en el transcurso del trayecto que conduce hacia ella. Permítanme retomar aquí una idea que me es cara desde hace un largo tiempo (la he presentado desde la primera obra que publiqué), oponiendo así el proyecto y el trayecto. Al considerar solamente el proyecto, se suprime el descubrimiento, la exploración, y todo el aporte experiencial que adviene a lo largo del decurso historial del avance de la obra. La trayectoria así descripta no es simplemente el impulso que nos hemos dado. Es también la resultante de todos los encuentros. Una forma esencial de mí mismo, que asumo como estructura y como fundamento de mi persona, no está, en el transcurso de mi trayecto vital, sin exigir constantemente mil esfuerzos de fidelidad, mil aceptaciones dolorosas de lo que capta esta forma a través 46

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del mundo y mil rechazos onerosos de lo que no es compatible con ella. Pero particularmente, en lo que concierne al decurso del proceso instaurativo, no puedo olvidar que advienen, en el transcurso mismo del trayecto de consumación, muchos actos absolutamente innovadores, muchas proposiciones concretas improvisadas repentinamente en respuesta a la problemática momentánea de cada etapa. Sin olvidar toda la motivación que adviene en el transcurso de cada decisión, y la que agrega esta misma decisión. Instaurar es seguir una vía. Determinamos el ser por venir explorando su camino. El ser en eclosión reclama su propia existencia. En todo esto, el agente tiene que inclinarse ante la voluntad propia de la obra, tiene que adivinar dicha voluntad, tiene que abnegarse en favor de ese ser autónomo que busca promover según su propio derecho a la existencia. Nada es más importante en todas las formas de creación que esta abnegación del sujeto creador respecto de la obra por hacer. En el orden de la instauración moral, es la obligación de dejar al hombre viejo para encontrar al hombre nuevo. En el orden social, es el conjunto de los sacrificios que exige de cada participante la elaboración del alma de conjunto que se trata de instaurar. Podría decir cosas análogas en lo que concierne a la instauración intelectual. Si entre todo esto tomo frecuentemente como ejemplo la instauración artística, es simplemente porque es quizás la más pura de todas, la más directa, aquella en la cual la experiencia que busco es más accesible y más claramente vivida. Pero no olvidemos que lo que tenemos que encontrar es válido en todos los dominios de la instauración. Abracemos más de cerca esa experiencia. ¿Por qué nos permite, sin superstición, sin complacencia hacia hipótesis frágiles, hablar de esa forma espiritual que acabamos de tratar como de una realidad positiva, experimental, que resiste al espíritu, sobre la cual el espíritu se apoya, y frente a la cual el espíritu intercambia interrelaciones activas y pasivas? Otra vez, hay tres puntos esenciales por discernir. En ese diálogo del hombre y de la obra, una de las presencias más notables de la obra por hacer es el hecho de que ella postula y mantiene una situación interrogante. 47

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Pues no lo olvidemos, la acción de la obra sobre el hombre no tiene jamás el aspecto de una revelación. La obra por hacer jamás nos dice: esto es lo que soy, esto es lo que debo ser, modelo que no tienes más que copiar. Diálogo mudo en el que la obra, enigmática, casi irónica, parece decir: ¿y ahora qué vas a hacer? ¿Mediante qué acción vas a promoverme o a deteriorarme? ¿Qué vas a hacer? Imagino que esto es un poco lo que nombra el hombre para Dios, ese hombre a quien ha dado la libertad de hacer lo que quiera, pero que depende del acto para estar perdido o salvado. De igual modo la obra, de una manera un poco divina en esto, nos exige elegir, responder. ¿Qué vas a hacer? Nos obliga a adivinar como el deus absconditus. Escuchemos el monólogo interior del pintor, monólogo que es en realidad un diálogo: “Esta esquina de mi cuadro sigue estando un poco apagada, haría falta aquí un toque vivo, un destello de color. ¿Un azul intenso? ¿Un toque anaranjado?... Aquí una región está insuficientemente llena; ¿pondré un personaje? ¿Un detalle de paisaje? ¿O puedo, por el contrario, suprimir estos personajes que hay aquí, de manera que resalte mejor el oscuro espacio ambiente?”. Lo mismo el literato: “Aquí me haría falta un epíteto extraño, raro, o inesperado... Allá un sustantivo que resuene con ecos profundos e íntimos... Después de lo que acaba de decir mi personaje, en la boca del otro hace falta una réplica capaz de operar un vuelco dramático... O bien aquí, lo que hace falta poner en su boca es una ocurrencia ingeniosa...”. Esa ocurrencia ingeniosa está totalmente por inventarse. Y sin embargo, es necesaria. La obra, esfinge irónica, no nos ayuda. Nunca nos evita una invención. Beethoven compone la 5° sinfonía. Último movimiento del andante, se hace poco a poco el silencio. Solo una palpitación de los timbales lo llena y lo hace vivir. Y ahora hace falta que se eleve, desde los violonchelos, al unísono, una gran frase en el canto calmo y sublime. Pero esta exigencia, que es segura, que la situación postula intensamente, es también un vacío por llenar. Un vacío donde la invención puede cruelmente faltar, puede agotarse en intentos vanos y sin virtud. Quizá un instante bendito deje florecer como espontáneamente la frase que exige la obra. Quizá 48

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el músico llene y llene durante un largo tiempo sus páginas, su libreta de bosquejos, busque en el revoltijo de los bocetos ya hechos o de las obras parcialmente reutilizables el canto que debe ascender allí. Inmensa espera que parece incolmable, y que sin embargo deberá colmarse, pues en esos momentos, el error no se perdona. La obra nos espera allí, y si le fallamos, la obra ya no falla en su escarmiento Si no damos la respuesta justa, de inmediato se derrumba, se va, se vuelve al limbo lejano del que comenzaba a salir. Pues es de esta manera cruelmente enigmática que la obra nos interroga, y de esta manera que nos responde: te equivocaste. Algunas veces también la situación interrogante se presenta así. El artista siente que lo que acaba de hacer es válido, pero que todavía eso no es todo. Haría falta un nuevo impulso. Habría que pasar a un nivel artístico superior. Pensemos en los tres estados del Quirón de Hölderlin; primero la espera del día; luego la reanudación del poema transformado en espera de la muerte; luego finalmente, la sed de la imposible muerte para el inmortal. En esos dos primeros estados, ya el poema es bello. Pero no es sublime. El poeta, que relee su poema en su segundo estado, siente con una certeza absoluta, con una experiencia directa y flagrante, que todavía hay una transformación que operar, un último motivo por introducir como un fermento nuevo en la obra, y que la establecerá en pleno cielo como una cima elevada. Pero lo repito, por clara y evidente que sea esta exigencia de la obra, para nada dispensa al inventor de inventar. Todo está todavía por hacer, como le dice el pintor de Balzac a su discípulo: “Solo cuenta la última pincelada”. Algunos, menos grandes que Beethoven o que Hölderlin, han sentido a veces ese momento trágico en el que la obra parece decir: “Allá estoy, realizada en apariencia, pero uno más grande que tú sabría que todavía no he alcanzado mi resplandor supremo, que todavía hay algo por hacer que tú no sabes hacer”. Es por eso que, muy a menudo, podemos decirlo, el genio adviene en el último minuto, en ese momento supremo en el que el último retoque, o una revisión total, decide el acceso de la obra a su magnitud suprema. No olvidemos que Rembrandt volvió a empezar muchas veces Los peregrinos de Emaús antes de desembocar 49

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en el único de esos Emaús que revienta el techo habitual del arte y nos transporta en plena sublimidad. Tal es esta primera forma de la experiencia de la obra por hacer, que he llamado la situación interrogante. La forma espiritual postula y define con precisión la naturaleza de una respuesta que no es insuflada al artista por ella, sino que ella exige de él. En segundo lugar, señalaré lo que llamo la explotación del hombre por la obra. Esa proposición que deberá hacer el artista en respuesta a la pregunta planteada por la obra, evidentemente la saca de sí mismo. Galvaniza todas sus potencias de imaginación o de recuerdo, hurga en su vida y en su alma para encontrar en ellas la respuesta buscada. Sabemos (hice alusión a esto hace un momento) que cuando Beethoven buscaba el motivo musical que precede en la Novena al Himno a la alegría, terminó por encontrarlo en una obra que ya había hecho, un “divertimento” sin mucho alcance, pero al que un simple cambio de ritmo lo elevó a la altura que exigía la obra. Bajo la pluma de Goethe, Charlotte está hecha con rememoraciones de sus amores con Frédérique Brion o con Charlote Buff, y así sucesivamente. Pero es la novela que está escribiendo la que hurga en su alma, la que toma los recuerdos y las experiencias utilizables para nutrirse. ¿Se debe decir que Dante utilizó en la Divina Comedia las experiencias de su exilio, o que la Divina Comedia necesitaba el exilio de Dante? Cuando Wagner se enamora de Mathilde, ¿no es Tristán la que necesita a Wagner enamorado? Pues así es que somos concernidos y empleados por la obra, y que arrojamos a su crisol todo lo que encontramos en nosotros que pueda responder a su demanda, a su llamado. Todas las grandes obras toman al hombre en su totalidad, y el hombre ya no es más que el servidor de la obra, ese monstruo que hay que alimentar. Científicamente hablando, se puede hablar de un verdadero parasitismo de la obra respecto del hombre. Y ese llamado de la obra, es un poco como ese llamado del niño que despierta a su madre en pleno sueño. Ella siente de inmediato que él la necesita. Ese llamado de la obra lo conoce todo el mundo, porque 50

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todo el mundo ha tenido que responder a él. Nos despierta a la noche para hacernos sentir que el tiempo corre, que nos queda estrictamente el tiempo contado para hacer todo lo que nos queda por hacer. Él es el que hacía llorar a César al pensar que a su edad Alejandro estaba muerto. Él es el que de noche hace bajar al escultor a su taller, para darle al bloque de arcilla todavía húmedo los tres toques de desbastador que todavía necesita. Es él también, en la instauración moral, el que despierta de noche a los que se sienten responsables por los sufrimientos o los males de otros. Decía hace un rato, al comenzar, que es esencial para nuestro problema sentir que la obra por hacer nos concierne. Y así lo sentimos. Digo que nos concierne: somos concernidos por ella. Nos sentimos concernidos. Y esa es la experiencia misma de este llamado de la obra. Es a través de este llamado que nos explota. Y si pongo en juego aquí, quizás, algunas supersticiones personales, creo que aunque me nieguen esta idea de que la obra es una persona, al menos no pueden negarme la idea de que, respecto de nosotros, cuando está acabada, es un ser autónomo; autónomo de hecho y por destinación –y sin embargo, mientras que se acaba y para que se acabe, alimentado por todo lo mejor que hay en nosotros–. Este parasitismo espiritual del que hablaba, esta explotación del hombre por la obra, es la otra cara de esa abnegación por la cual aceptamos muchos sufrimientos y penas, en razón de ese derecho a la existencia del que presume la obra ante nosotros, en su llamado. Finalmente, en último lugar, procuraría discernir un último contenido de la experiencia instaurativa, cuya expresión es menos concreta y forzosamente más especulativa que los dos contenidos que acabo de inventariar. Es lo que llamaré la necesaria referencia existencial de la obra concreta a la obra por hacer. O si me permiten un término pedantesco, la relación diastemática de una con la otra. He aquí lo que quiero decir. Mientras la obra está en progreso... Precisamos. El bloque de arcilla ya moldeado, ya delineado por el desbastador, está allí sobre el banco del escultor, y sin embargo no es todavía más que un bosquejo. Por supuesto, desde el origen y hasta 51

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el acabamiento, ese bloque, en su existencia física, estará siempre tan presente, tan completo, tan dado como puede exigirlo esa existencia física. El escultor lo lleva progresivamente, sin embargo, hacia ese último toque de desbastador que hará posible la alienación completa de la obra en tanto que tal. Y a lo largo de todo el camino, evalúa sin cesar mentalmente, de una manera evidentemente global y aproximativa, la distancia que todavía separa ese bosquejo de la obra acabada. Distancia que disminuye sin cesar: esa progresión de la obra es el acercamiento progresivo de los dos aspectos existenciales de la obra, por hacer o hecha. Llega ese último toque de desbastador, en ese momento toda distancia es abolida. La arcilla modelada es como el espejo fiel de la obra por hacer, y la obra por hacer está como encarnada en el bloque de arcilla. No forman más que un único y mismo ser. ¡Oh, nunca totalmente, por supuesto! Espejo turbio, donde la obra por hacer se mira, según las palabras pablianas, per speculum in ænigmate, pues hay siempre una dimensión de fracaso en toda realización, cualquiera sea. Ya sea en el arte, ya sea, y más aún, en las grandes obras de la instauración de sí mismo o de alguna gran obra moral o social, hay que contentarse con una suerte de armonía, de analogía suficiente, de evidente y estable reflejo en la obra hecha de lo que era la obra por hacer. Para que la obra pueda decirse acabada, basta con una suerte de proximidad de las dos presencias del ser a instaurar sobre los dos planos de existencia, que llegan así casi al contacto. Pero finalmente, esta proximidad suficiente define el acabamiento. No se podría dar cuenta de él sin este sentimiento, esta experiencia de una distancia más o menos grande, que hace que el bosquejo esté todavía demasiado lejos de la estatua. Y esta apreciación de una distancia, que mide espiritualmente la extensión de la tarea a proseguir, no podría confundirse con ninguna evaluación concreta de determinaciones positivas. No confundamos la evidencia del acabamiento con cualquier acabado de ejecución, con una estilística de lo que se llama vulgarmente, o en términos de industria o de comercio, la “terminación”. Confusión grosera a la que han sucumbido a veces, en algunas 52

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épocas, los artistas cuyos bosquejos o bocetos son mejores que las obras terminales. No creamos tampoco que se trata, como llegado el caso podría pensarse que se trata en la dialéctica platónica, de una adición sucesiva de determinaciones, de suerte que su número mediría la distancia, no respecto del acabamiento, sino respecto del punto de partida. Todos sabemos que a veces el bosquejo, más complicado, físicamente, geométricamente, tiene formas mucho menos simples que la obra terminal, con frecuencia más despojada y más pura en sus formas. Por lo tanto, uno pensaría un poco rústicamente si buscara cualquier solución de este tipo al problema del acabamiento. Ahora bien, no necesito decirles que este problema del acabamiento es muy a menudo la piedra con la que tropieza toda teoría de la instauración. Ni siquiera recuerdo haber leído nada que responda a este problema del acabamiento, no digo de una manera suficiente, sino solamente de una manera cualquiera, en ninguno de los autores filosóficos o en otros que han abordado este problema de la dialéctica instaurativa. Ni en Hegel, ni en Hamelin. No ocurre, por otra parte, que incluso el artista más experimentado o más genial no tenga sus inquietudes y sus errores al respecto. Un Da Vinci era de los que no se decidían a abandonar la obra. Y se puede pensar que un Rodin, a veces, por temor a ir demasiado lejos, ha abandonado en un momento demasiado temprano. Estimación difícil, en la cual luchan confusamente entre sí factores tales como la pena por alienar completamente la obra, por cortar el cordón umbilical, por decir: ahora no soy nada para ella. O también la nostalgia de la obra soñada, el horror a esa inevitable dimensión de fracaso de la que hablaba hace un momento. Y a veces también el miedo a estropear la obra ya satisfactoria, por un error de último momento. Pero a través de todos estos tormentos del último momento que no quisiera ser el último, o que teme extralimitarse, no deja de ser cierto que es efectivamente una experiencia directa la que interviene, en ese último momento. Experiencia cuyo contenido, de cualquier manera que se lo interprete, supone siempre esa referencia 53

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mutua de la obra por hacer y de la obra hecha, en la estimación de su distancia decreciente y finalmente casi abolida. No solo estos tres aspectos de la experiencia instaurativa justifican profundamente, espero, esa presencia real de la obra por hacer que buscaba ante ustedes, y cuyos tres aspectos ella ofrece como tres rayos de una misma luz. Sino que creo que el último aspecto que acabamos de considerar, comenta de una manera no solo positiva, sino verdaderamente patética, me atrevería a decir, esa riqueza de lo real en esos diversos planos de existencia de los que hablaba al plantear mi problema. Puesto que no se trata de una simple correspondencia armónica de cada ser consigo mismo, tal como está en presencia o en carencia a través de esos diversos planos, que les pido que conciban un poco a la manera de los atributos spinozianos donde los modos se corresponden. Sino que hay que pensar que no solo hay correspondencias, ecos, sino también acciones, acontecimientos por los cuales esas correspondencias se hacen o se deshacen, se intensifican como en la resonancia de un acorde nutrido, o se desligan y se deshacen. Allí donde un alma humana, con todas sus fuerzas, se ha hecho cargo de la obra por hacer, allí, sobre un punto patético, a través de esa alma dos seres que no hacen más que uno, exiliados uno del otro a través de la pluralidad de los modos de existencia, se miran mutuamente de manera nostálgica y dan un paso, uno hacia el otro. Ahora bien, en tal caso, esa alma humana ayuda, lúcidamente, apasionadamente, a que se reúna ese ser separado de sí mismo. Pero no olvidemos que en esa labor ella también recibe ayuda. Cuando creamos, no estamos solos. En ese diálogo en que la obra nos interroga, nos llama, ella nos guía y nos conduce, en el sentido de que exploramos con ella y para ella los caminos que la llevan a su presencia concreta final. Sí, cara a cara con la obra, no estamos solos. Pero el poema tampoco está solo, si encuentra a su poeta. El gran, el inmenso poema que colmaría al hombre de hoy, que despertaría al hombre por venir, ese poema está ahí, sólo espera a su poeta. ¿Quién de nosotros lo escribirá? 54

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Y esto me lleva a mis conclusiones. Es aquí que vuelvo a encontrar esa responsabilidad de la que hablaba al comenzar, y que nos incumbe a propósito de todo lo inacabado del mundo. Nuestro problema, en efecto, no se plantea solamente en el futuro; aunque seguramente se presente de la manera más evidente a nuestros ojos, y nos atraiga de la manera más inmediata, bajo el aspecto de una instauración futura. Pero lo que hemos dicho nos da una aproximación filosófica universal a toda realidad. Y en primer lugar, esto nos enseña a discernir con este aspecto de obra, en todo lo que se nos presenta como ya hecho, en el presente o en el pasado, un movimiento hacia la existencia que pone en cuestión, más acá, fuerzas instaurativas, más allá, llamados y nortes; en suma, toda una ayuda recibida cuyo testimonio es el objeto, en apariencia inerte. El aspecto patético del mundo, patético o dramático, del que hablaba hace un rato y que aparece tan claramente en el proceso instaurativo, subsiste como drama resuelto, terminado hasta cierto punto, en todos los datos reales. Y ciertamente no carece de importancia filosófica llegar a sentirlo. Pero hay más. Lo que captamos en el estado de ya hecho, de existencia suficientemente pronunciada, se ha quedado sin embargo, desde cierto punto de vista, hasta un cierto punto, en el camino, y a medio camino. Tenemos responsabilidad ante este inacabamiento, si nos es posible, particularmente a través de la instauración filosófica, de conferirle una consumación que todavía no está adquirida. No hay que someterse demasiado a esa tendencia temporalista, a esa tendencia a considerar demasiado todas las cosas bajo el aspecto de un desarrollo en el tiempo a través de una sucesión de etapas espontáneas, de impulsos que se prolongan por sí mismos del pasado al porvenir. Es demasiado fácil decir: “Esto se abortó en el pasado, no hablemos más de eso... Lo que vino después es mejor”. Lo he dicho recién, muchas cosas han quedado a medio camino, en el estado de bosquejo. No quiere decir que no sean recuperables, hasta un cierto punto, para acabamientos que todavía nos incumben. Me explico. Somos responsables ante el niño, el adolescente que hemos sido, por 55

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todo lo que obró una vía por la cual no hemos avanzado; por todo lo que dibujaba fuerzas más tarde inutilizadas, anquilosadas, desecadas por la vida, que no siempre es consumación. Y si pensamos en un mundo terrenal digno de ser habitado por el hombre verdaderamente consumado, ese Hombre consumado, llegado a su estadio sublime y convertido en el maestro de los destinos de todos los demás seres de ese mundo, toma a su cargo esos destinos. Me gustaría haberles hecho sentir un poco conmigo este tema que filosóficamente me obsesiona, que desde este punto de vista, no hay ningún ser –la mínima nube, la flor más pequeña, el pájaro más pequeño, una roca, una montaña, una ola del mar– que no dibuje tanto como el hombre, por encima de sí mismo, un posible estado sublime, y que de esta manera no tenga aquí algo que decir por los derechos que tiene sobre el hombre en tanto que este se haga responsable de la consumación del mundo. No solo la consumación filosófica, lo cual es evidente, sino incluso la consumación concreta de la Gran Obra. Podría comentar estas cosas planteando problemas más técnicamente filosóficos. Por ejemplo, evocando el Cogito bajo ese aspecto de obra, con todo lo que implica de hacer, y de ayuda recibida; mostrando todas las solidaridades que dibuja entre nosotros, el Yo del Cogito, y todos los datos cósmicos que cooperan con su obra, en una experiencia común donde todo junto busca su camino a la existencia. Pero esto es otra historia. No quisiera caer aquí en ese pan de cada día, a veces un poco seco, de las discusiones filosóficas técnicas en las que con demasiada facilidad perdemos de vista el aspecto más vital de nuestros problemas. Quisiera haber contribuido un poco a poner aquí el acento sobre lo que tiene efectivamente de vital la cuestión que he querido someter a vuestras reflexiones. Dije que sometía estas ideas a vuestras reflexiones para mi beneficio personal. Pero lo que más me cautiva, es lo que aquí no tiene nada de personal, es lo que, por el contrario, debe ser compartido entre todos, sentido por todos ustedes, si todo lo que he bosquejado ante ustedes es exacto. Hablo de ese llamado que se dirige 56

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tan instantáneamente a cada uno de nosotros, desde que se siente en la intersección de dos modos de existencia, desde que siente al vivirlos –y esa es su vida misma– esa oscilación, ese equilibrio inestable, ese estremecimiento patético de toda realidad entre fuerzas que la sostienen más acá y una transparencia en sublimidad que se dibuja más allá.

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Esta primera edición en castellano se terminó de imprimir en los Talleres Gráficos Elías Porter y Cía. srl, Plaza 1202, Buenos Aires, Argentina, en el mes de julio del año dos mil diecisiete.