Siempre Soy Quien Capitula

SIEMPRE SOY QUIEN CAPITULA Hace un año que dije a mis lectores, no recuerdo en qué periódico, que era casado, y que mi d

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SIEMPRE SOY QUIEN CAPITULA Hace un año que dije a mis lectores, no recuerdo en qué periódico, que era casado, y que mi dichosa consorte tenía un geniecito tal, como muchas que se harán desentendidas leyendo este mi artículo, y que me echarán mil maldiciones porque saco a plaza sus quisquillas. Pero ¡cómo ha de ser! la memoria es frágil, y no es extraño que no se acuerden ya de lo que entonces les conté, mucho menos cuando, en el año transcurrido, han pasado cosas que no estaban en sus libros (pero sí en los míos) que pasasen. Por lo tanto, pues, y antes de entrar en materia, me veo en la necesidad de hacer un recordéis sobre las gracias de mi mujer, y sobre la resignación con que las sufro; sin que esto perjudique en nada su buena opinión y fama; pues, a decir verdad, no me ha sido infiel nunca, o por lo menos no he tenido noticia de que lo haya sido; que es a todo lo que puede aspirar un hombre de mi estado, si quiere vivir tranquilo en esta parte. No sé si diga si en mala o buena hora me casé; porque, como al cabo del día tengo tantos pareceres sobre el particular, seria arriesgadísimo afirmar ahora una cosa que podría desmentir luego: dejo por consiguiente esta parte de mi artículo a la consideración de los que me ayudan a llevar la cruz, los que, estoy seguro, me harán justicia, si estiman a sus prendas como yo a la mía. El último paseo que hice el año pasado con mi esposa, y de que di cuenta al público, fue, si no me equivoco, el de la Vieja. Entonces me juró y re juró, por todos los santos del cielo, no ser tan paseandera en lo sucesivo, y yo tan bueno que casi le daba crédito; porque soy como el Perú, que cuando ve desvanecida una tempestad se le figura que no ha de asomar otra. En todo el tiempo que duraron sus propósitos, que solo fue el preciso para reparar el cansancio del camino, me prodigó tantas caricias y me atendió de tal manera, que echaba yo la baba de contento; pero poco a poco fue volviendo a las andadas, y últimamente no bastaron ni consejos, ni mis ruegos, para que no estuviera todo el día con la saya puesta. Y como la niña es tan comadrera que nunca le faltan á su lado cuatro o seis camaradas, que viven y engordan á mis costillas, siempre tiene quien la acompañe a todas partes, y quien le dé cuenta y razón de cuánto hay que ver en Lima: que así dejará ella de ir a todo, como yo volverme turco. Si alguna vez le hago presente sus deberes, o la reconvengo, cuando vuelve de sus paseos, ese día ni se come, ni se duerme en casa; porque todo él se la lleva regañando con los criados, conmigo, con sus camaradas, y con cuantos se le acercan. Todo lo tira, todo lo rompe, llora, patea, y en fin, permanecería en tal estado toda su vida, si yo no solicitase la paz; la que no consigo nunca sino

haciendo mil sacrificios. Si por el contrario, no le digo una palabra, me sale entonces con que no la quiero, y que por eso no se me da nada de que se la lleven los demonios; y siempre los mismos pleitos, y siempre las mismas paces, y siempre solicitadas por mí. Si me estoy en casa más de lo acostumbrarlo, a cada rato me está diciendo: Jesús ¡que pegaste es usted! ¡Parece que hubiera usted nacido junto conmigo! ¡Ni me deja usted resollar! Si es a la inversa, me recibe como una furia con estas u otras palabras: ¡Que poco se le da á usted de las cosas de su casa! Toda la carga me la echa usted a mí. Es usted muy pechugón, muy indecente. No tiene usted más oficio que aplanar las calles. Poco le importa a usted de que una se caiga muerta si mis negocios particulares exigen alguna meditación, y me pongo pensativo, me dice con cierta risita amenazante: ¡Qué picardías estará usted pensando ahí! no será cosa buena. El mal humor para su casa, eso es lo que sabe usted: el fin es amolarme, si estoy alegre, entonces me dice muy agestada: Me parece usted un gracejo de comedia. De todo se ha de reír usted. Jesús ¡Qué simplonazo! ¡Qué cándido! ¡Qué dominguejo! ¡Qué pánfilo! Todas estas contrariedades, todas estas sandeces, las tolero con resignación cristiana, por no armar escándalo, o hablando francamente, porque no tengo calzones para sostener mi dignidad; pues cuando quiero hacer del gallo, tengo que salir corriendo, y que volver a pedir la paz, aunque siempre soy el agraviado. Por otra parte, con dificultad se encontrará en Lima una mujer más gastadora que la mía. Las islas del guano, no serían suficientes para satisfacer sus antojos, o sus caprichos, si las pusiesen a su disposición. Baste decir que en cigarros, en jazmines y en olores, gastará diariamente tres o cuatro pesos, por lo menos: así es que yo ando siempre como un mata-perros, y debiendo a las once mil vírgenes, y a cada santo un peso cuando empezaron las óperas, le entró tal furor, como dice ella, por cantar como la Pantanelli que no quedó maestro, exceptuando los del país, que no llamase; pero como para nada tiene paciencia, ni firmeza, los despedía al poco tiempo, porque no le metían de golpe en la cabeza cuantas arias y dúos había oído. Toda la casa estaba entonces regada de papeles de música, que había pagado a qué quieres boca, y que los criados, ignorantes de su valor, iban arrojando uno por uno a la basura. El peinado, el vestido, y el calzado, todo había de ser a la Rossi, y conforme se los ponía esta cantatriz en los diversos papeles que representaba; así es que muchos de ellos no se los pone, ni se los ha puesto nunca, por antiguos y extravagantes, pero los conserva aún por Vanidad; y para mostrárselos a sus amigas. Mucho tiempo ha estado indecisa, este año, sobre si iría al Chorrillo o Callao a pasar la temporada, y los sucesos políticos, que no han dejado de asustarla, han contribuido en mucha parte a mantenerla irresoluta; pero el lunes pasado se resolvió definitivamente a marchar al primer punto, después de que ella y yo representamos la siguiente escena. Las cuatro de la tarde habían dado ya, cuando me retiró a mi casa en ese día. Entro, pregunto por mi mujer, y no se me da otra contestación sino que había salido desde la una, y que probablemente no volvería hasta las seis. La mesa estaba puesta; yo tenía un hambre que me

moría, y por añadidura, que hacer una diligencia precisa a las cinco y media; pero no podía comer porque se había llevado la llave del armario en que se guardan los cubiertos y los platos. Aguarda, y más aguarda, nada. Dieron por fin las cinco, y ya tenía yo el sombrero puesto para mandarme mudar a la calle, cuando entró mi dichosa mujercita, paso entre paso, y quejándose amargamente de los callos, ¿Es posible, hija mía, le dije cariñosamente, que me tengas hasta esta hora sin comer? ¿Por qué te has demorado tanto? — ¡Jesús, qué fastidioso está usted! me contestó, dándome un torcido y levantándome la voz. ¡Pues no faltaba más, sino que una se había de estar todo el día pudriéndose en su casa! ¡Por un momento que una sale, tanta cantaleta! ¡Pues yo no sé cómo se mete usted conmigo conociendo mi genio! — Nada de eso viene al caso, hija. Calla, por Dios, que no tengo el humor para pelear. Vamos a comer, y dejémosnos de simplezas. — Coma usted solo, yo no tengo gana. — Toma alguna cosa, niña, le dijo una de sus amigas, que entró con ella. ¿No ves que estás en ayunas, y te puede dar fatiga? — Déjame: no me digas nada que tengo el estómago muy revuelto: contestó mi mujer sentándose en el sofá. — Bien te decía yo que no fuéramos a ver los fusilados. — ¿Y has tenido valor, mujer de Dios, repuse yo, de presenciar un espectáculo de esa naturaleza? — ¿Qué juicio se podrá formar de una persona que se recrea en las desgracias de sus semejantes? — No, no es eso lo que me tiene enferma, sino la cicatería de usted. — ¡Mi cicatería! ¿En qué te falto yo? — En todo: sí señor, en todo. Ya estamos a mediados de febrero, y todavía no me ha tomado usted rancho en Chorrillos, sabiendo la falta que me hacen a mí los baños. ¡Ya se ve! ¿Qué le importa a usted que yo me muera? mejor se casará usted con otra. Pero un demonio le aguantará a usted nadie lo que yo le aguanto. — Pero ven acá, hija mía ¿de dónde quieres que hagamos esos gastos? ¡Sabe Dios como nos vemos para comer!— ¡Ya empiezan las lamentaciones! Nada saca usted con eso. ¡Al Chorrillo! ¡Al Chorrillo! o habrá aquí una de todos los diablos. Ahora mismo vaya usted a hacer las diligencias. Y me agarró, diciendo esto, por un brazo, tirándome con todas sus fuerzas para que me levantase. Yo me enojé; alce la voz; e hice mil tentativas, tanto por bien cuanto por mal, para disuadirla de su intento: todo en vano, porque, a medida que yo hablaba recio, ella gritaba, maldecía, lloraba; y en fin llegó la cosa a tal extremo que se abalanzó sobre raí como una furia con el objeto de arañarme; mas viendo que no pudo lograr BUS miras, porque yo la contuve por el brazo, tiró entonces del mantel por una punta y echó a tierra los platos y la comida, que ya estaba sobre la mesa. Luego se tiró sobre un sofá, le dio la pataleta, y empezó a repartir trompadas y puntapiés a cuantos se le aproximaban, los criados corrían de aquí para allí, trayendo agua, espíritus, y que sé yo. Las camaradas la barraban una del dedo índice, otra de los pies, otra de la cintura; y todas le acudían con remedios, y todas me maldecían; y todas daban órdenes a lo criados; porque debo advertir que mi casa es como cierto país del mundo, en donde todos mandan menos sus dueños. Por último, la cosa vino a parar en lo que para siempre; en que yo solicitase la paz, y en que ella me la concediese bajo condición de llevarla esta semana a los Chorrillos. ¿Qué hombre tan sinvergüenza? dirán algunos que lean este artículo, y de quienes, tal vez, harán cera y pabilo sus mujeres. ¡Qué buen marido! ¡Me vendría de perilla! exclamarán, dando un suspiro, aquellas de mis paisanitas que aún no han atrapado tino de tantos. ¡De esto no hay en este tiempo! ¡Qué hombre tan de bien! ¡Qué prudente! ¡Qué cristiano! así dirán, poniendo la cara triste, las a que ha tocado en suerte uno que

no aguante pulgas. En fin, dirán cuanto les dé la gana y harán muy bien; y como yo no les he de tapar la boca, pueden estar charlando hasta la conclusión de la guerra; á bien que no soy yo solo del que se habla en este mundo, ni el que sufre el que se le diga hasta ¡tamba canuta!, porque hay hombres, y aún hay naciones, que aguantan esto y mucho mas. Por otra parte el fin de toda guerra, como dijo el otro, es hacer la paz; y nada sacaría yo con batir en brecha a mi mujer, si al fin y al cabo tendría que capitular con ella. Vivamos 011 pa 2 y en as con todo bicho viviente; aunque venga Barrabas, y nos sople un fierro ardiente por delante y por detrás.

LOS TRES MOTIVOS DEL OIDOR El 27 de octubre de 1544, entró en Lima Francisco de Carbajal, puso en prisión a los hombres cercanos del virrey Blasco Núñez de Vela y amenazó a ahorcar a cuantos sea necesario hasta que se reconozca por gobernador del Perú a Gonzalo Pizarro. En la Real Audiencia, los oidores convocaron a los notables a cabildo, se discutió muy rápidamente el asunto y se extendió el acta que reconocía a Gonzalo Pizarro como gobernador. Cuando le llegó su turno al oidor Zárate, antes de firmar escribió: “Juro a Dios y a esta cruz que firmo por tres motivos: por miedo, por miedo y por miedo.” El oidor Zárate vivía con su hija Teresa, muchacha de veinte años linda desde el zapato hasta la peineta y que tenía su quebradero de cabeza con Blasco de Soto, alférez de las tropas de Carbajal. Cuando Blasco pidió la mano de Teresa a su padre, se vio rechazado. No se rindió, sino que le contó a Carbajal. — ¡Como se entiende! —Grito furioso don Francisco— Vamos, que como soy Francisco de Carbajal, mañana te casas. Yo apadrino tu boda y basta. Carbajal llegó a casa del oidor y sin andarse con rodeos pidió la mano de su hija para su alférez. El pobre Zárate, acorralado, escribió ante el notario su consentimiento: “Conste por esta señal de la cruz que consiento por tres motivos: por miedo, por miedo y por miedo”. Así se hizo proverbial en Lima esta frase: Los tres motivos del oidor. Cuentan que poco después del matrimonio de la hija, Zárate cayó gravemente enfermo y cuando recibió la Extremaunción llegó a visitarlo Carbajal y le dijo: —Vuestra merced se muere porque quiere. —No, mi señor don Francisco —contestó el enfermo—; me muero, no por mi voluntad, sino por tres motivos… —No los diga que los sé —interrumpió Carbajal y salió riéndose del aposento.

EL AMIGO BRAULIO En ese tiempo era yo interno en San Carlos. Frisaba en los diez y ocho años y tenía compuestos algunos centenares de versos, sin que se me hubiera ocurrido publicar ninguno ni confesar a nadie mis aficiones poéticas. Disfrutaba una especie de voluptuosidad en creerme un gran poeta inédito. Repentinamente nacieron en mí los deseos de ver en letras de molde algunos versos míos. Por entonces se publicaba en Lima un semanario ilustrado que gozaba de mucha popularidad y era leído y comentado los lunes entre los aficionados del colegio: se llamaba El Una Ilustrado. Después de leer veinte veces mi colección de poemas, comparar su mérito y rechazar hoy por malísimo lo que ayer había creído muy bueno, concluí por elegir uno, copiarlo en fino papel y con la mejor de mis letras. Temblando como reo que se dirige al patíbulo, me encaminé un domingo por la mañana a la imprenta de El Lima Ilustrado. Más de una vez quise regresarme; pero una fuerza secreta me impedía. Con el sombrero en la mano y haciendo mil reverencias penetré en una habitación llena de chibaletes galeras cajas tipos de imprenta. ¿El señor Director? -pregunté queriendo mostrar serenidad, pero temblando. -Soy yo, joven. Me dio la respuesta un coloso de cabellera crespa, color aceitunado, mirada inteligente y modales desembarazados y francos. En mangas de camisa, con un mandil azul, cubierto de sudor y manchado de tinta, se ocupaba en colar fajas y pegar direcciones. -Me han encargado le entregue a usted una composición en verso. -Pasemos al escritorio. Ahí se cala las gafas, me quita el papel de las manos y sin sentarse ni acordarse de convidarme asiento, se pone a leer con la mayor atención.

Era la primera vez que ojos profanos se fijaban en mis lucubraciones poéticas. Los que no han manejado una pluma no alcanzan a concebir lo que siente un hombre al ver violada, por decirlo así, la virginidad de su pensamiento. Yo seguía, yo espiaba la fisonomía del director para ir adivinando el efecto que le causaban mis versos: unas veces me parecía que se entusiasmaba, otras que me censuraba acremente. -¿Y quién es el autor? -me dijo, concluida la lectura. Me puse a tartamudear, a querer decir algún nombre supuesto, a murmurar palabras ininteligibles, hasta que concluí por enmudecer y tornarme como una grana -¿Cómo se llama usted, joven? -Roque Roca. -Pues bien: yo publicaré la composición en el Próximo número y pondré el nombre de usted, porque usted es el autor: se lo conozco en la cara. Verdad? No pude negarlo, mucho más cuando el buen coloso me daba una palmada en el hombro, me convidó asiento y se puso a conversar conmigo como si hubiéramos sido amigos de muchos años. Al salir de la imprenta, yo habría deseado poseer los millones de Rothschild para elevar una estatua de oro al director de El Lima Ilustrado. II Cuando el semanario salió a luz con mis versos, produjo en San Carlos el efecto de una bomba. ¡Poetam habemus!, gritó un muchacho que se acordaba de no haber podido aprender latín. En el comedor, en los patios, en el dormitorio y hasta en la capilla escuchaba yo alguna vocecilla tenaz y burlona que entonaba a gritos o me repetía por lo bajo una estrofa, un verso, un hemistiquio, un adjetivo de mi composición. La insolencia de un condiscípulo mío llegó a tanto que al pedirle el profesor de literatura un ejemplo de versos pareados, indicó los siguientes: El poeta Roque Roca Echa llores por la boca. Con decir que el mismo profesor lanzó una carcajada y me dirigió una pulla, basta para comprender el maravilloso efecto de los dos pareados: a la media hora les sabía de memoria todo el colegio y andaban escritos con lápiz negro en las paredes blanca y con polvos blancos en las pizarras negras. No faltaban variantes, como:

El poeta Roque Roca Echa coles por la boca; El poeta Roque Roca Echa sapos por la boca. Un bardo anónimo, no muy versado en la colocación de los acentos, escribió: El poeta Roca Roque Es un inconmensurable alcornoque. Agotada la paciencia recurrí a las trompadas; mas como el remedio empeoraba el mal, acabé por decidir que el partido más cuerdo era no hacerles caso y no volver a publicar una sola línea. Sólo encontré una voz amiga. Había un muchacho a quien llamábamos el Metafórico, por su manera extraña y alegórica de expresarse. El Metafórico me llamó a un lado y me dijo con la mejor buena fe: -Mira, no les hagas caso y sigue montando en el Pegaso: el ruiseñor no responde a los asnos; poeta-aurora, desprecia a los hombres-coces. Las palabras me consolaron, aunque venían de un chiflado. ¿Qué voz no suena dulce y agradablemente cuando se duele de nuestras desgracias y nos sostiene en nuestras horas de flaqueza? Yo contaba con un amigo de corazón: Braulio Pérez. Juntos habíamos entrado al colegio, seguíamos las mismas asignaturas y durante cinco años habíamos estudiado en compañía. En cierta ocasión, una enfermedad le retrasó en sus cursos: yo velé dos o tres meses para que no perdiera el año. ¿Quién sino él estaría conmigo? Como ni palabra me había dicho sobre mis versos ni salido a mi defensa, su conducta me pareció extraña y le hablé con la mayor franqueza. -¿Qué dices de lo que pasa? -Hombre -me contestó- ¿por qué publicar los versos sin consultarte con algún amigo? - De veras. -Tú sabes que yo... -Cierto.

-Estoy hasta resentido de tu reserva conmigo. -Lo hice de pura vergüenza. -Si alguna vez vuelves a publicar algo... -¿Publicar?, antes me degüellan. Mantuve mi resolución un mes, y la habría mantenido mil años, si el director de El Lima Ilustrado no se hubiera aparecido en el colegio a decirme que se hallaba escaso de originales en verso y que me exigía mi colaboración semanal. Quise excusarme; pero el hombre -lisonjerome comprometió a enviarle cada miércoles una composición en verso. Acudí al amigo Braulio, le conté lo sucedido y le enseñé todo mi cuaderno de versos para que me escogiera los menos malos; pero no logramos quedar de acuerdo: todas mis inspiraciones le parecían flojas, vulgares, indignas de ver la luz pública en un semanario donde colaboraban los primeros literatos de Lima. Imposible sacarle de la frase: "Todas están malas". A escondidas del amigo Braulio, copié los versos que me parecieron mejores y se los remití al director de El Lima Ilustrado. La tormenta se renovó con mi segunda publicación; pero fue amainando con la tercera y cuarta: a la quinta, las burlas habían disminuido, y sólo de cuando en cuando algún majadero me endilgaba los pareados o me dirigía una pulla de mal gusto. El único implacable era el amigo Braulio, convertido en mi Aristarco severo, todo por amistad, como solía repetírmelo. Apenas recibía el número de El Lima Ilustrado, se instalaba en un rincón solitario y, lápiz en mano, se ensañaba en la crítica de mis versos: uno era cojo, el otro patilargo; éste carecía de acentos aquél los tenía de más. En cuanto al fondo, peor que la forma. -Mira -me lanzó en una de esas expansiones íntimas que sólo se concibe en la juventud-, mira, el hombre no sólo se deshonra con robar y matar, sino también con escribir malos versos. A ladrones o asesinos nos pueden obligar las circunstancias; pero ¿qué nos obliga a ser poetas ridículos? Hacía dos meses que publicaba yo mis versos, cuando en el (sino semanario apareció un nuevo colaborador que firmaba sus m composiciones con el seudónimo de Genaro Latino. Mi amigo Braulio empezó a comparar mis versos con los de Genaro Latino. -Cuando escribas así, tendrás derecho a publicar -me dijo sin el menor reparo. Fui constantemente inmolado en aras de mi rival poético: él era Homero, Virgilio y Dante; yo, un coplero de mala muerte. Cuando mi nombre desapareció de El Lima Ilustrado para ceder el sitio al de Genaro Latino, muchos de mis condiscípulos me reconocieron el mérito de haber admitido

mi nulidad y sabido retirarme a tiempo. Sin embargo, algunos insinuaron que el director del semanario me había negado la hospitalidad. Todos creían envenenarme las bilis con leerme los versos de mi rival, figurándose que la envidia me devoraba el corazón Braulio mismo me atacaba ya de frente, y se le atribuía la paternidad de este nuevo pareado: Ante Genaro Latino Roque Roca es un pollino. Un día, Braulio, triunfante y blandiendo un papel, se instala sobre una silla, pide la atención de los oyentes y empieza a leer una silva de Genaro Latino, publicada en el último número de El Lima Ilustrado. De pronto, cambia de color, se muerde los labios, estruja el periódico y le guarda en el bolsillo. -¿Por qué no sigue leyendo? -le pregunta una voz estentórea-. Era el Metafórico. -(Que siga, que siga! -exclamaron algunos. -Yo seguiré -dijo el Metafórico. Se encaramó en la silla que el amigo Braulio acababa de abandonar y leyó: Nota de la Dirección. Como, hay personas que se atribuyen la paternidad de obras ajenas, avisamos al público (a riesgo de herir la modestia del autor) que los versos publicados en El Lima Ilustrado con el seudónimo de Genaro Latino son escritos por nuestro antiguo colaborador el joven estudiante de jurisprudencia don Roque Roca.