Savater Fernando Mira Por Donde

«¿Escribir tu autobiografía? Pero ¿no eres demasiado joven?». Fernando Savater reconoce que le encanta este reproche, pu

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«¿Escribir tu autobiografía? Pero ¿no eres demasiado joven?». Fernando Savater reconoce que le encanta este reproche, pues significa que todavía le queda algo para lo que «no es demasiado mayor»; aunque ganarse el piropo le haya costado escribir un volumen de memorias. Con una mezcla de ternura, ironía, melancolía, acidez y sentido del humor, el filósofo relata la historia de su vida, o más bien «lo que el tiempo ha hecho conmigo», como él prefiere describirlo. La primera parte se ocupa de su infancia en San Sebastián, la etapa más feliz de su vida, que llega hasta los doce años cuando su familia se trasladó a Madrid. La segunda recoge sus recuerdos de adolescencia y primera juventud, hasta la muerte de Franco cuando Savater contaba veintiocho años. La tercera parte abarca hasta hoy mismo, y se centra en su compromiso político, pues «hacer política cuando la democracia está amenazada es precisamente la primera obligación de una conciencia sana». El autor se explaya en sus gustos, sus aficiones y sus preferencias, porque como él dice «estamos unidos a este mundo y a la vida por cuanto aprobamos, no por nuestra capacidad de detestar». Las lecturas de infancia, las carreras de caballos, los filósofos que siempre le acompañan o los lugares y las personas que ama forman parte de esta historia. En esta obra única, cargada de saber y sentimiento, el autor mira los tramos del camino recorrido, consciente de que uno no lo puede contar todo de sí mismo: «no refiero toda la verdad, pero creo que lo que digo es bastante verdadero siempre».

Fernando Savater

Mira por donde Autobiografía razonada ePub r1.0 Titivillus 23.1.15

Fernando Savater, 2003 Diseño de cubierta: Pep Carrió y Sonia Sánchez Fotografía de cubierta: Foto del autor a los diez años, tomada por su padre Editor digital: Titivillus ePub base r1.2

A Sara: mira, mi vida

Cada día vemos novedades y las oímos y las pasamos y las dejamos atrás. Disminúyelas el tiempo, hácelas contingibles. ¿Qué tanto te maravillarías si dijesen: la tierra tembló, u otra semejante cosa, que no te olvidases luego? Así como: helado está el río, el ciego ve ya, muerto es tu padre, un rayo cayó, ganada es Granada, el rey entra hoy, el turco es vencido, eclipse hay mañana, la puente es llevada, aquél es ya obispo, a Pedro robaron, Inés se ahorcó. ¿Qué me dirás sino que a tres días pasados, o a la segunda visita, no hay quien de algo se maraville? Todo es así, todo pasa de esta manera, todo se olvida, todo queda atrás. FERNANDO DE ROJAS, La Celestina

Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia como si ésta ya fuera ceniza en la memoria. JORGE LUIS BORGES

PRÓLOGO

DESPUÉS DE TODO Cuando me paro a contemplar mi estado, y a ver los pasos por do me han traído, hallo, según por do anduve perdido, que a mayor mal pudiera haber llegado.

GARCILASO

E

n el comienzo… en el comienzo estuvo siempre mi firme propósito de no trabajar. No puedo por menos de reírme frecuentemente cuando admiradores desinformados —valga el pleonasmo— encomian mi capacidad de trabajo y comentan: «¡No sé de dónde sacas tiempo para trabajar tanto!». ¿Cómo aclararles que nunca —bueno, casi nunca, poquísimas veces tristemente inolvidables— he aceptado trabajar y siempre he considerado tal sumisión a la condena de Adán —«amasarás el pan con el sudor de tu frente», menuda guarrada— un indecente fracaso? ¿Cómo precisar que en efecto soy un buen administrador de mi tiempo, concienzudo y nada caprichoso, pero solamente en nombre del difícil arte de evitar el trabajo no por la pasión de ejercerlo? Como en tantas otras ocasiones, se trata de un malentendido fundamentalmente terminológico, aunque con implicaciones conceptuales y hasta morales. La doctrina vulgar —difundida maliciosamente por los propagandistas de la inevitabilidad del trabajo— establece que cualquier

«actividad» productiva es trabajo, sobre todo si por medio de ella se consigue una remuneración y el imprescindible sustento para cubrir las necesidades de la vida. Mi punto de vista (y me atrevo a creer que el de toda persona con auténtica vocación de libertad y escasa afición a la servidumbre, en la traza de aquel espíritu rebelde que le escupió en la cara su non serviam al mismísimo Trabajoso Hacedor) consiste en distinguir entre la actividad que «hace cosas» y el desempeño propiamente laboral. La diferencia no estriba en cobrar o no cobrar por lo que se hace, sino en hacer cosas para cobrar y hacer cosas cobrando pero que uno haría también sin remuneración, en ocasiones hasta pagando por el privilegio de llevarlas a cabo. El trabajo es una obligación, hija de la necesidad, mientras que la actividad es el ejercicio alegre del deseo. Desde luego no soy indolente, ni apático… pero tampoco trabajador. El problema fundamental de las personas con tantas ocupaciones y proyectos que no tenemos tiempo para trabajar es cómo ganarnos la vida. Salvo una fabulosa herencia o la lotería (el asalto a bancos y la estafa a viudas son por supuesto trabajos como los demás), el único medio es lograr escenificare el trabajo sin practicarlo de veras, o sea lograr que nos paguen por hacer —como si nos costase gran esfuerzo— aquello que haríamos encantados también si no nos pagasen. Se requieren grandes dotes dramáticas, facilidad por ejemplo para rechazar la invitación a un cóctel o a un estreno (que nos seducen tan escasamente como los encantos de la guillotina a María Antonieta) murmurando en tono abrumado: «No puedo ir, tengo mucho trabajo». Sobre todo hay que saber fulminar con una mirada cargada de dolorido desdén al incauto que nos propone la charla que nos encantaría dar o el artículo que rabiamos por escribir pero omite el tema de los honorarios pretextando: «A ti eso no te cuesta nada». ¡Claro que no me cuesta nada! Pero si cedo aquí, haciendo lo que me gusta gratis, terminaré teniendo que cobrar por hacer lo que no me gusta. Y no es plan, francamente. De modo que hay que aprender a fingir que se trabaja mientras se goza, para poder seguir activamente gozando sin trabajar, y sin pasar privaciones, que —digan lo que quieran los ascetas— nunca mejoran a nadie. Quien es activo pero rebelde al trabajo debe tener tino para seleccionar entre sus juegos favoritos aquel o aquellos que prometen rentabilidad. En este campo, algunos somos desdichadamente bastante limitados: ¡bienaventurados los superdotados para la holganza creadora, como Pavarotti o Picasso! Tras descartar la lectura, la siesta y la afición a las carreras de caballos, pronto me convencí de que a mí sólo me quedaban dos recursos, placenteros pero

inciertamente remunerados: hablar y escribir. Inevitablemente, a ellos debía atenerme para conseguir una suficiente prosperidad, y lograrla ha sido el único triunfo notable de mi vida, cuyo definitivo refrendo probablemente es la benevolente paciencia con la que el lector ocasional atienda a estas páginas. Ninguna otra hazaña voy a comentarle de aquí en adelante, ni siquiera fechorías más famosas: sólo mi rumia por fin desprejuiciada de un puñado de anécdotas o de querencias, por encima de todo, mi único éxito, mi gran triunfo: a diferencia de ti que me lees, yo he logrado arreglármelas bastante bien sin trabajar (o casi). No me guardes rencor y sobre todo no pretendas imitarme si no estás seguro de tus fuerzas o de tu desparpajo… A mí, precisamente, el ejemplo a contrario de lo que no debía hacer en la vida me lo ofreció una de las personas a las que más he querido, mi padre. Así, rechazando su ejemplo en lugar de seguirlo, también se aprende de quienes amamos… y precisamente así demostramos nuestro amor. Porque amamos la nobleza de lo que no pudieron ser tanto como apreciamos la hermosa dignidad de lo que fueron. Mi padre era notario y vivió rodeado de escrituras y papeles legales que detestaba para sacar adelante a su familia, sacrificando su vocación literaria, incluso poética. Luego hablaré de él. Baste decir ahora que yo le vi durante muchos años abrumado de jaquecas y preso de los aranceles —aunque alegre y animoso—, tirando con rabia diariamente a la papelera los insoportables legajos que luego buscaba por la noche vaciándola sobre la mesa del comedor, porque iba a necesitarlos al día siguiente… y él había aceptado la responsabilidad de pensar siempre en el día siguiente. De pequeños, a mis hermanos y a mí nos gustaba jugar en la oficina de papá, prolongación institucional del hogar, territorio familiar y a la vez intimidatorio, ajeno, público. Esperábamos a que los últimos clientes se hubieran marchado, y cuando ya sólo quedaba alguno de los oficiales —todos bonachones y amigos, como «de casa»— practicábamos el escondite bajo las mesas de madera olorosa manchadas de tinta (los muebles metálicos llegaron mucho después) y entre los enormes tomos encuadernados en pergamino amarillo del «protocolo», que ahora recuerdo como libros de horas o grimorios medievales. Ese reino encantado de los adultos, maravilloso porque resultaba incomprensible y también porque era el dominio indisputado de mi padre, me resultaba especialmente emocionante como palestra de juegos, pero nunca atractivo como futuro destino. Y mi padre nunca hizo nada para tentarme a conquistarlo: «Un día todo esto que ves aquí será tuyo…». No, él sólo se resignaba a los papeles

tras haberse enfadado con ellos, nos recomendaba a los traviesos que no tirásemos nada de las mesas y se tomaba un optalidón para su maldita, su eterna jaqueca. Cuando fui algo mayor puse letra al basso ostinato de mi rechazo laboral. Sin palabras, mi padre me había dado a entender que trabajar en lo que a uno no le gusta (es decir, trabajar cuando a uno lo que le gustan son actividades no oficialmente consideradas «trabajos») es cosa quizá circunstancialmente obligada pero desde luego poco deseable: a evitar en cuanto sea posible. Y yo me prometí enseguida que quizá me emplease a ratos, por razones crematísticas, pero que nunca, nunca sería definitiva e inequívocamente «un empleado». A veces me presto pero nunca me doy, decía a este respecto Montaigne. Y muchos años después leí este párrafo en una carta de Flaubert a Louise Collet, que me llegó al alma: «Sigo sin comprender cómo se puede existir siendo notario, cómo puede uno ser empleado de un despacho, cómo alguien puede levantarse antes de las diez y acostarse antes de medianoche, y me cuestiono seriamente que haya seres en la tierra que se dediquen a algo que no sea alinear frases y buscar adjetivos». Salvo lo de levantarme a las diez, porque siempre he sido madrugador, el resto corresponde perfectamente a mi forma de pensar, de sentir y de vivir. Es curioso, pero no recuerdo haber dudado nunca de mi vocación literaria, entendida como llamada a expresar algo sublime o inédito sino como capacidad de arreglármelas para vivir leyendo y escribiendo, pero sin trabajar Incluso en los momentos juveniles menos promisorios, sin reconocimiento aún porque nada había hecho digno de ser reconocido, bajo una dictadura gazmoña enemiga de la palabra libre expulsado de la universidad, siempre supe que con una máquina de escribir y papel podría ganarme mejor o peor, la vida. No estaba seguro de la calidad de lo que produjese —ni lo estoy ahora— pero nunca dudé que podría seducir… sin verme obligado a pegar sellos y rubricar escrituras o cosa parecida. Y, si no algo más elevado, eso al menos lo he conseguido (por favor, que nadie espere cosas «elevadas» de mí, soy alérgico a las alturas encomiásticas). El niño, el adolescente, se salió con la suya. Como triunfo, me basta. Ahora, envejecido, me miro al espejo y descubro en mis rasgos ramalazos de semejanza con los de mi padre, al que siempre conocí muy mayor. Me enternecen y me perturban más de lo que podría expresar con palabras. Gracias en buena medida a que él no fue como yo, a que renunció a escribir y se empeñó en trabajar a que fue responsable y no meramente respondón como yo soy, he tenido un punto de partida suficientemente cómodo para burlar la maldición

laboral y ahora, impunemente, pavonearme ante ustedes. Pero en cualquier caso me enorgullece haberme librado de la maldición de las jaquecas y en silencio, como un ramillete de flores imposibles, le ofrezco esa revancha. Mi modesta rebeldía hedonista es la victoria de su causa. No trabajar significa cultivar la fidelidad a aquello que causa placer… y lograr rentabilizarlo. Hay que degradarlo a ratos un poco, claro, pero ese pequeño sacrificio pragmático se compensa con la satisfacción que produce recordar que estamos obteniendo el rescate económico habitualmente pagado por el tiempo en que estamos secuestrados por algún capataz sin que nadie de veras nos haya raptado del goce. En mi caso, el goce esencial es leer. ¡Ah, si leer estuviese convenientemente retribuido! ¡Si algún Estado realmente filántropo pagase por página leída y automáticamente la cuenta bancaria se engrosara tras cada novela policíaca o cada tratado de metafísica que concluimos! Yo sería hoy mucho más rico y creo que habría vivido desde la niñez más contento: probablemente nunca me habría molestado en hacer otra cosa. Pero, como solo por leer no pagan, me tuve que resignar a escribir: una actividad no precisamente desagradable, pero desde luego incomparable con la suprema libertad absorta de la lectura. A la escritura pragmática me he sometido siempre de modo nada caprichoso: soy muy disciplinado cuando se trata de evitar hacer lo que no me apetece y nunca escribo cien páginas si me han pedido dos ni compongo sonetos mallarmeanos en lugar de artículos inteligibles. Me privo fácilmente del placer costoso de dar síntomas constantes de genialidad. Claro que, como suelen recordarse unos a otros los periodistas cuando por la redacción cunde el descontento ante alguna de las inconveniencias de su profesión, «¡peor sería tener que trabajar honradamente!». Periodístico es, en efecto, la mayor parte de lo que he escrito, desde que me inicié en las redacciones y revistillas colegiales. Abiertamente periodístico o disimuladamente periodístico, disfrazado por algún ropaje académico, si la ocasión lo requería. Y como tal, irrevocablemente transitorio, pegado a la urgencia del día, de ligereza necesaria, puesto que es inútil hacerse gravoso cuando se está a punto de ser barrido por el mañana. Muy bien lo estableció Charles Péguy: «No hay nada más viejo que el periódico de ayer, y Homero siempre es joven…». Quizá si yo hubiera sido más concienzudo, más «trabajador», como suele decirse, habría logrado fabricar algo menos perecedero. Sinceramente opino que cualidades para ello no me faltan. Quizá en el terreno de la filosofía, por ejemplo… Pero la verdad es que precisamente en

filosofía todo lo grandioso y alambicado me repele un tanto; especialmente cuando aspira sin ironía a «cimentar», a «fundamentar», a encontrar la clave que lo explica todo. La vocación de sistema no sólo me parece un fraude, como alguien con mayor autoridad que yo dijo, sino una auténtica ridiculez. Se la perdono a los griegos —que a ratos fueron sistemáticos sin creérselo por completo, espontáneamente, como los niños juegan a ser arquitectos con trocitos coloreados de madera— y también a Spinoza, incluso a Schopenhauer… pero ya a nadie más. Que alguien hoy aspire a construir un sistema filosófico me parece tan pretencioso como el sapo empeñado en hincharse e hincharse hasta alcanzar el tamaño del buey. A ese sapo ninguna bella dama le convertirá en príncipe con un beso oportuno: reventará miserablemente. ¡Cómo va a descubrir cuál es la clave o el sentido del mundo alguien tan bobo como para creerse que lo ha descubierto, que puede descubrirlo! Incluso los filósofos auténticos, los mejores, me impresionan a veces desagradablemente por su fatuidad. No todos ellos son simpáticamente vanidosos, como Schopenhauer, en plan cascarrabias o sarcástico y alucinadamente vanidosos como Nietzsche, a quien casi nadie hacía caso y que en su soledad padecía una suerte de hiperestesia ante lo real. No digamos, pues lo insoportables que resultan algunos mediocres, epígonos de epígonos, que no pierden ocasión de ser risiblemente autorreferenciales y citan orgullosamente «su obra» cada vez que alguien comete el error de preguntarles por algún acontecimiento histórico o una novedad social: «Ese fenómeno ya lo expliqué en mi segundo libro, capítulo tercero… Para comprender eso que usted menciona suelo yo aplicar mi concepto de tal y tal…» (como quien recomienda agua de seltz y frotar para quitar una mancha). ¡La vacua presunción de los dómines, sólo comparable a la de ciertos poetas! El otro día, mi amigo Juan Cruz me hablaba de un poeta muy venerado por los espiritualistas y las damas de la caridad, tan (infundadamente, ay) consciente de su importancia que se le puede atrapar con la más sencilla broma. Si le saludas, por ejemplo, con un «¡Buenos días, Fulano, como bien dices tú en uno de tus poemas!», de inmediato pica, se esponja y lame con fruición la orina del halago: «¡Ah, sí!, ese “buenos días”… Te gustó, ¿verdad? También tengo otro que se llama “Buenas tardes”. Pertenece a un libro inédito. Y preparo otro, “Buenas noches”, que es una réplica a Leopardi…», Etcétera. En filosofía también abunda el caso: «Desde luego, lo del “humanismo cósmico” o la “episteme inconsútil” ya lo dejé claro en… Ahora, si te interesa la cientificidad de la cientología científica, estoy preparando…». Qué

fastidio y qué vergüenza. Vergüenza ni siquiera ajena. A veces me encuentro incomodado porque otro maneja sin citarme alguna fórmula que sé de mi cosecha (es decir, cosechada por mí, lo que no equivale a decir que yo la haya sembrado); o busco sin poderlo evitar mi nombre entre la lista de sabios o de éxitos amañada por cualquier suplemento cultural para llenar dos páginas esa semana. Siento como una ofensa que me ignoren en el hit parade (realmente el shit parade) del momento. ¡Qué humillación, creer que se ha despertado al menos de «eso» y luego darse cuenta de que tampoco, de que sigue uno suplicando hasta la caricia más mercenaria! Todo el que nos censura nos parece sectario o malevolente, pero el más trivial de los halagos hace que concibamos una especie de impaciente simpatía incluso por quienes conocemos sin controversia como acendrados cretinos. Con suerte y esfuerzo he podido purgarme de las manifestaciones externas más estruendosas de la manía de darse importancia, pero la perra en el alma sigue pidiendo que la masturben. Ojalá hubiera almas desechables, como ciertos bolígrafos o encendedores… Lo que verdaderamente me apasiona de la filosofía son las preguntas. Dentro de la pregunta misma incluyo también las respuestas ingeniosas, sean tajantes o dubitativas. Las que mantienen abierta la pregunta y aun la ensanchan, no las que pretenden cerrarla. Por ejemplo, si a la cuestión «¿qué es la vida?» se me contesta: «nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir», me han respondido sin respuesta de clausura, me impulsan a seguir preguntándome de modo aún más rico. Y más enigmático, aunque menos obvio. Los ríos, el fluir, la muerte y el mar: no tengo solución al interrogante, pero a partir de ahora lo plantearé de modo menos inocente. Es eso lo que espero del pensador, sea filósofo o poeta. Con la diferencia de que en el segundo acepto sin más lo fulgurante y en el primero agradezco la paciencia del desmenuzamiento, los peldaños del razonamiento que llevan unos a otros hasta algún descansillo en su ascenso (o su descenso), pero nunca al descanso. En cuanto queda establecido que «ya hemos llegado», acaba el filosofar y tropezamos con el sistema es decir, con el anquilosamiento doctoral del pensar libre. En el fondo de mi fondo no hay fondo: está el escepticismo. El escepticismo de fondo respecto al fondo. Cuentan que las últimas palabras del admirable Diderot fueron: «El escepticismo es el comienzo de la sabiduría». Para mí ha sido no tanto el comienzo sino el final de la «sabiduría», es decir, las comillas irónicas que la enmarcan y por tanto vedan que tenga nunca precisamente final o descanso. Ojalá que nunca lo requiera, ni

lo admita, por cansados que estemos y por trascendentalmente halagador o cómodo que sea el supremo desenlace que se nos ofrece… ¡Qué asco me dan los que a través de la filosofía desembocan en la religión, sofisticada —eso sí— cuanto se pueda, evidentemente porque nunca salieron de ella! Espero que se me entienda bien: mi escepticismo no es renunciar a la verdad, ni a su búsqueda ni a la confrontación que sopesa las opiniones y elige las de mayor sustancia racional. Al contrario, esos empeños me parecen indispensables: si renunciásemos posmodernamente a ellos, agravaríamos enormemente nuestra condición. Pero hay que acometerlos sabiendo que tampoco eso nos rescatará de casi nada en términos absolutos, que nuestra área de certeza (o de verosimilitud racional) es sumamente angosta, que podemos empeorar hasta el fondo de las tinieblas pero no ascender en gloria y majestad hacia el trono de la luz. Podemos conocer bastante en lo tocante a «mecanismos» (físicos, biológicos, incluso sociales) y también sobre motivos y contramotivos del alma, que la literatura explora, de los que el arte vive. Somos relativamente expertos en lo que nos condiciona y lo que nos desazona: pero nada más. No somos dueños de ningún porqué; ni siquiera creo que sea lícito poner nombre, cara e intención a cualquiera de los que se nos escapan. Estamos encerrados en el cuarto de jugar del palacio desconocido. A veces, demasiado frecuentemente, buscamos como el borracho del chiste las llaves perdidas que abren todas las puertas allí donde ilumina nuestra farola (socioeconómica, psicoanalítica, genética, etcétera), no porque sea en esa mínima zona de luz donde las hemos extraviado sino sólo porque en ella creemos ver mejor. Y los peores borrachos son quienes ni siquiera se acercan a la farola y dan tumbos disparatados en la sombra, proclamando que ven lo que no saben o que saben por qué no ven: ciertos filósofos y los curas de cualquier tamaño y condición. En fin, admito que podría haberme esforzado más, podría haber estudiado más, podría… ¡podría haber aprendido alemán, pasaporte filológico para la filosofía! Y debería seguramente haberme leído todas las revistas de mi especialidad, en lugar de tebeos o cuentos de fantasmas. Pero no me ha dado la gana, sencillamente. Por eso sólo escribo para niños o para ignorantes, para cómplices modestos y devotos con quienes conecto porque comprendo su perplejidad, su confusión; y las comparto. Detesto a quienes se toman la vida como si fuera una oposición a cátedra y procuran acumular doctorados, méritos diversos, certificados, cursos de aquello o de lo otro, de lo que sea. En ese mundo académico, del que también me he lucrado aunque siempre

escaqueándome ante sus tediosos requisitos, sólo he sido un infiltrado. Nunca me lo he tomado en serio y, afortunada y legítimamente, tampoco mis colegas me han tomado nunca demasiado en serio a mí. En realidad, en el fondo, carezco de verdaderos títulos (de esos que se tatúan con letra de molde en el alma del sabio oficial) y poseo pocas destrezas, salvo las intuitivas e irregulares. Como la vida me cogió de improviso, nunca he creído en las técnicas de prepararse para ella. Mi reino, de modestos vuelos, es ante todo la improvisación, complementada por justas dosis de entusiasmo (el entusiasmo me es tan connatural que casi me atrevería a decir que me lo puedo provocar a voluntad, como la masturbación). He escrito y pensado para vivir mejor, un poco a tientas: me dirijo a quienes quieren vivir algo mejor, sin dejar de tantear y sin tener prisa por hacer pie en lo incontrovertible. Supongo que eso precisamente es el periodismo, en su vertiente filosófica. Pese a las halagadoras reediciones a lo largo de los años de algunos de mis libros, admito sin protesta que todo lo que he firmado es irrevocablemente fugacísimo, que lleva fecha urgente de caducidad, que probablemente ya ha caducado en gran parte. A fuer de sincero —y eso sí que siempre, si no recuerdo mal, he procurado serlo— no me duele este designio transitorio. Casi al contrario. Me fastidiaría segregar perennidad no siendo perenne; que lo que he hecho durase más de lo que soy. La fama imputrescible de nuestras obras no me parece una compensación para los que nos vamos poco a poco pudriendo, sino algo así como un recochineo en nuestra maldición. Pero ya tendré ocasión más adelante, mucho más adelante, de volver sobre estas cuestiones. Entonces ¿por qué y para quién hacer memoria? No descarto la presunción, claro, ni el narcisismo que quiere halagarse hasta el final, hasta lo imposible… sobre todo en lo imposible. Pero tal vez estas páginas no sean más que otro mensaje de uno que se va a los que luego también van a irse. Mirar los tramos del camino recorrido, aunque sólo sea para comprobar que ya no está, que ha desaparecido dejando tenues e irrelevantes sombras. A cualquiera le pasa, desde luego, pero no deja de ser impresionante. A eso, a lo perdido, a la perdición constante, nunca me acostumbraré; y me pasma que los demás, mal que bien, parezcan acostumbrados… Memoria ¿de qué? No desde luego de «mi obra», de su gestación y sus motivos: francamente, me da igual. Como dijo el bueno de Sartre, «no me siento vinculado en absoluto a lo que he escrito pero no reniego de nada de lo que he escrito». Cada línea, cada página tienen su qué, su porqué y sobre todo su fecha. Estoy seguro de que en su día cumplieron una función, en

mi vida o en la de otros. Si tuviese que releerme, encontraría ahí probablemente cosas apreciables, multitud de disparates y algunas fidelidades obsesivas… pero no pienso releerme ni mucho menos incitar a nadie a que me relea. Que cada cual obre según su vicio. Puedo contar lo esencial de mi vida entera sin una sola referencia a las páginas que he escrito; me sería imposible, en cambio, sin hablar de las que he leído. ¿Rememoraré ahora mis gustos, mis aficiones, mis preferencias? Es lo que más me tienta. Estoy seguro de que estamos unidos a este mundo y a la vida por cuanto aprobamos, no por nuestra capacidad de detestar… por elocuente que sea. Si yo fuese dueño y señor de lo que a partir de ahora voy a escribir en este libro (no lo soy, porque cada libro se escribe en gran parte contra nuestra voluntad o es mero plagio) no admitiría en él más que alabanzas. En su poema dedicado a la memoria de W. B. Yeats incluye Auden esta gratitud: «En la cárcel de sus días / enseña al hombre libre a elogiar». Yo, que he tenido fama de criticón, me enorgullezco sobre todo de saber elogiar y de saber que es preciso elogiar, para ser libre. Muchas veces he señalado que lo verdaderamente admirable que hay en nosotros es nuestra capacidad de admirar (la característica y también el último refugio del esclavo es la queja, pero nunca su liberación). Lo malo es que sobre lo que admiro y prefiero ya he escrito mucho. He dedicado libros, mejores o peores a la narrativa juvenil, a Cioran, a Nietzsche, a Schopenhauer, a Borges, a las carreras de caballos y a San Sebastián, junto a mil artículos encomiando el vino, los cigarros puros, el cine de aventuras y la alegría, yo qué sé. Si vuelvo sobre estas cuestiones placenteras —cuando vuelva, porque seguramente volveré —, me estaré inevitablemente repitiendo. En fin, qué más da, escribo este libro solo para quienes no me conocen en absoluto —y lo han comprado por equivocación— y para quienes me conocen demasiado, pero se resignan a mí. ¿Revelaré secretos? No, porque los que tengo no son revelables, son secretos de verdad. ¿Cotillerías? Soy el último que se entera de todas, y por tanto el menos adecuado para propalarlas. ¿Enigmas históricos? ¿Entresijos inéditos del poder o de la cultura? Niñerías a las que ni siquiera mi infantilismo consiente: soy pueril, pero no imbécil. Para colmo mi memoria anecdótica es mala, cada vez peor. Casi todas las mejores anécdotas que sé de mí me las han contado. Según Flaubert, la historia es como el mar, grande por lo que borra. A mi memoria le pasa lo mismo… Por eso pensé al principio llamar a estas notas «recuerdos conjeturales» (en homenaje a Borges, desde luego), porque son reconstrucciones literarias a partir de algunos granitos de arena enquistados en

mi registro del pasado y que me empeño en convertir en perlas. Cultivadas, artificiales si hace falta. Miento mal a los demás, pero probablemente mejoro cuando lo hago para mí mismo… Pero fundamentalmente creo que todo lo que narro es verdad, aunque no siempre sea exacto. He agrupado estas «perlas» en tres partes, como Hegel nos manda. La primera ocupa mi infancia en San Sebastián, hasta que a los doce años mi familia se trasladó a Madrid. La segunda se ocupa de mi adolescencia y primera juventud, hasta la muerte de Franco cuando yo contaba veintiocho años. La tercera llegará más o menos hasta el día en que acabe estas páginas, si es que las acabo. Los periodos cronológicos van de más breve a más largo, mientras que la importancia de lo narrado para mí está en proporción inversa. Por supuesto abundarán los saltos atrás y adelante, las interpolaciones, las interferencias: vivimos en orden sucesivo pero no rememoramos lo vivido del mismo modo… afortunadamente. La estricta cronología no es mucho menos arbitraria que el orden alfabético, cuando de una biografía humana se trata. Y tampoco voy a empeñarme en dar con exactitud los datos de mi currículum, lo que algún guasón llamaba el «ridiculum vitae». El curioso o malicioso empeñado en obtenerlos puede recurrir a Internet, donde casi todo está equivocado pero nimbado de prestigio tecnológico. No, en las páginas sucesivas sólo recogeré restos del naufragio, lo que trae la marea, lo que aún no se ha llevado la resaca. Las fechorías del tiempo… Este libro no trata de mí, sino de lo que el tiempo ha hecho conmigo. Hablaré de mis contratiempos.

PRIMERA PARTE

CABALLITOS DE MADERA ¡Alegrías infantiles que cuestan una moneda de cobre, lindos pegasos, caballitos de madera!

ANTONIO MACHADO

1

FICHA (CASI) POLICIAL Je suis né pour moi.

LOUIS SCUTENAIRE

M

i nombre completo es Fernando Fernández-Savater Martín. A mi padre (Fernando Fernández Savater) todo el mundo le conocía por Savater y por eso unificó sus dos apellidos, a fin de que los hijos pudiéramos seguir beneficiándonos de esa denominación de origen un poco más característica que el anodino Fernández Martín que nos hubiera correspondido sin tal modificación. Mi madre, María Victoria Martín, tiene un Ecenarro en su genealogía, mi único apellido vasco que yo sepa. Por lo demás soy fruto del más denodado mestizaje hispánico: padre granadino, madre madrileña, abuela materna nacida en Buenos Aires, tatarabuelos catalanes y nací en el País Vasco. Si fuese un perro sería uno de esos «mil leches» callejeros que tienen aire tan despierto, no un estólido ejemplar de pura raza de los que ganan con indolencia los concursos, repeinados y perfumados por dueños no menos fastidiosamente estólidos que ellos mismos. Con una ascendencia tan heterogénea como la mía, los partidarios de las «raíces» y las «identidades» bien perfiladas lo tienen difícil para reclutarme. Estoy seguro de que cada cual proviene de la intersección azarosa e injustificable

de otras biografías individuales, no del macizo de la historia ni de la entraña popular del terruño. Creo que el mestizaje y el desarraigo, lejos de ser lamentables perturbaciones a remediar, constituyen perspectivas privilegiadas para comprender la condición humana. No tengo raíces asentadas en una nación sino que sólo puedo reclamarme de semillas volanderas barajadas por los artificios administrativos de un Estado plurinacional y transcontinental —lo que llamamos «España»— que ha potenciado amalgamas y favorecido híbridos, a menudo a pesar de sus administradores más unanimistas. Y veo hoy con lógica simpatía a los inmigrantes marroquíes, polacos o subsaharianos que harán cada vez más imposible la España castiza, libre de contagios exóticos. Ningún Estado es del todo puramente nacional, por mucho que lo pretendan los nostálgicos de ideologías decimonónicas: esperemos también que ninguna nación de las que ahora se pretenden homogéneas (por revancha integrista y excluyente) dentro de los Estados plurales realmente existentes, logre fatalmente estatalizarse. En mi familia, además, siempre predominaron los lazos personales sobre los de la sangre o los apellidos. Sólo contábamos realmente como «parientes» los que convivíamos juntos, con relaciones actuales y de primer grado. En cuanto a consanguíneos más remotos, jamás oí a mis padres hacer la mínima disquisición genealógica o comentar sus orígenes no ya con jactancia sino simplemente como algo relevante fuera de lo estrictamente anecdótico. No había mucho interés en casa por ampliar nuestra pequeña tribu de intimidad. A los antecesores muertos nadie los echaba de menos ni creo que siquiera se los recordase en el plano legendario; en cuanto a fallecidos generacionalmente más próximos, su memoria dependía de la integridad del trato. Conocí a tres de mis abuelos, cuya relevancia familiar provenía de que estaban presentes entre nosotros más que de su mero parentesco; en cambio mi abuelo paterno Miguel, lo más parecido a un prócer de nuestro inmediato linaje pero que falleció antes de que yo naciera (aunque precisamente junto al hipódromo de Lasarte, una tarde de carreras, lo que siempre le mereció mi simpatía póstuma), era ya sólo un fantasma respetable sin apenas vigencia en el imaginario doméstico. De él sólo sé que fue gobernador en Córdoba y Segovia durante la monarquía de Alfonso XIII, que escribió un libro titulado La cuestión obrera prologado por don Antonio Maura y que aún tiene en Segovia —cerca del acueducto— una calle con su nombre, «calle del Gobernador Fernández Jiménez», popularmente conocida tan sólo como calle del Gobernador. Mi padre me hizo también saber que fundó un centro escolar y que puso una placa a la entrada de la villa con la siguiente inscripción: «En esta

ciudad quedan prohibidas la mendicidad y la blasfemia». Un bando enérgico pero poco realista, pues ambas transgresiones son imperecederas, la primera mientras exista el dinero y la segunda mientras alguien crea que existe Dios. Respecto a primos, sobrinos y otros parientes menos acuciantes (de los que debía de haber bastantes, pues aunque mi madre fue hija única, mi padre en cambio tuvo doce o trece hermanos) sabíamos poco y nos esforzábamos por no saber mucho más. De vez en cuando aparecían algunos, con quienes el trato era cordial pero no empalagoso. Hace pocos años, tras una conferencia en la ciudad argentina de La Plata, se me acercó una señora mayor y se presentó como tía mía. Era una hermana menor de mi padre que llevaba más de medio siglo viviendo en Argentina: como prueba de parentesco, me enseñó una foto mía recién nacido, con una nota manuscrita al dorso en la letra inconfundible de papá. Francamente, no recordaba que nadie me la hubiese mencionado, pero seguro que no se trataba de una impostora. Fue una confirmación más de que en casa no consideraban obligatoria la atención a los parientes, salvo que conviviésemos cotidianamente con ellos. No por despego, sino por comodidad: preferíamos una familia manejable, aunque entre los realmente próximos los lazos del clan fuesen muy fuertes. De esta afición a lo confortable como rasgo compartido en la familia ya tendré ocasión de hablar luego algo más. Nací el 21 de junio de 1947 en la calle Garibay de San Sebastián, muy cerca de la Avenida que entonces se llamaba «de España» y luego «de la Libertad». Flanqueaban el portal de mi casa una tienda de decoración llamada Pyc y el viejo cine Novedades, en el que más tarde asistí a estrenos tan memorables como Los cinco mil dedos del doctor T y Japón bajo el terror del monstruo. Ahora el cine ha desaparecido y su lugar lo ocupa un banco. Habitábamos dos pisos en el inmueble, uno como vivienda y el de abajo como notaría de mi padre: la oficina. Esa palabra, «oficina», que cuenta entre las menos exaltantes y más rutinarias del idioma, a mí aún me conmueve un poco con antigua ternura cuando la oigo desprevenido. Aunque no creo en el destino y aprendí de Georges Brassens que «todos los imbéciles han nacido en alguna parte», nunca he logrado dejar de pensar que mi destino es irremediablemente donostiarra. Años después, cuando yo contaba seis o siete, mis padres cruzaron la Avenida y se trasladaron al número 3 de la calle Fuenterrabía, junto al Banco Guipuzcoano y frente a una fuente luminosa cuyos chorros de agua cambiaban de color por la noche, del azul al verde y del verde a un rojo que parecía ensangrentarla. Por entonces yo sólo admiraba el fenómeno, sin inquietarme proféticamente ante esta última

metamorfosis ominosa. También ahora vivíamos en dos pisos, pero en la misma planta y comunicados: la oficina de papá tenía su entrada por la calle Guetaria, paralela a Fuenterrabía. A la vuelta de la esquina con la Avenida había una elegante tienda de ropa masculina llamada Derby. Fue el primer derby de mi vida, en la que luego hubo afortunadamente tantos. Dentro de nuestra casa bifronte, fronteras sencillas pero inequívocas (una puerta, el sonido de la máquina de escribir a un lado y el de la máquina de coser al otro) separaban el espacio público del privado: los niños estábamos dispuestos a violarlas a la primera ocasión. Corríamos de pronto desde la íntima cocina al despacho abarrotado de tomos de jurisprudencia y, aunque la mecanógrafa nos decía con alarma «¡Qué tiene visita!», asomábamos la cabeza reclamándole: «¿Papá?». De la casa de Garibay recuerdo poco, casi nada más bien. Sólo un pasillo que iba desde un extremo a otro, al que daban las puertas de la mayoría de las habitaciones y que yo solía recorrer en triciclo. Arriba y abajo, veloz y peligroso en mi triciclo… Al final del pasillo estaba el cuarto oscuro, un simple trastero sin ningún rasgo de especial espanto, pero temido porque en él me encerraron durante unos minutos alguna vez cuando me puse especialmente inaguantable. Conociendo a mis padres, seguro que el castigo no se prolongó cruelmente. Pero lo imponente era el mismo título de la condena: ¡encerrado en el cuarto oscuro! Más que la prisión, me intimidaba su nombre. Por eso, en mi ir y venir por el pasillo, cuando llegaba al extremo limitado por la puerta del cuarto oscuro, daba vuelta a toda velocidad y me identificaba con algún gran ciclista, como Louison Bobet o Fausto Coppi, disparado en el sprint definitivo. Lo curioso es que no dejaba de gustarme que allí hubiese un cuarto oscuro, al final del camino, al que acercarme con un leve estremecimiento y del que luego huir, inalcanzable y a salvo. El cuarto oscuro da su sabor y su pavor al pasillo por el que pedaleamos… aunque allí en Garibay yo todavía no era plenamente consciente de que no siempre podremos escapar victoriosos de él. Por lo demás, todo lo que me viene a la memoria respecto a esa primera morada son referencias de su entorno, algunas ya desaparecidas como el mencionado cine Novedades y otras todavía hoy bien presentes: la iglesia de los jesuitas (donde fui bautizado y en donde me topé por primera vez con un cadáver), la farmacia Casadevante que ahora regenta mi amiga de toda la vida y compañera de juegos Arantxa, la pastelería Otaegi, en donde mi madre compraba unos pasteles hojaldrados y natosos llamados «rusos» que rubricaban en la mesa familiar las grandes ocasiones: «¡Hoy tenemos de postre rusos de

Otaegi!». En cambio, de la casa bifronte de Fuenterrabía y Guetaria tengo —o creo tener— rememoraciones más precisas. ¿Recuerdos o sueños? Porque a veces, soñando, sé que estoy en Fuenterrabía: el entorno es vago, la sensación inequívoca. Estoy en Fuenterrabía y nada malo puede pasarme, ya que todo lo malo me ha pasado, me pasa y me pasará fuera de allí. Quizá mi recuerdo es sueño, el sueño de un recuerdo. Pero sin embargo algunas imágenes me resisto a creer que sean meros embelecos de la nostalgia. Por ejemplo, por encima de todas las demás, la del gabinete. O quizá deba escribirlo con mayúscula: el Gabinete. Era la habitación fronteriza entre lo público y lo íntimo, puesto que pertenecía «institucionalmente» a la oficina pero también solía ser utilizada por miembros de la familia como lugar de sosiego, charla o encuentro con amistades. Por las tardes, al volver del colegio y desde luego los días festivos, era mi lugar predilecto para leer. Soy de los que leen horizontalmente: para mí un diván no evoca al psicoanalista sino una buena novela policíaca y cuando veo una cama lo primero que busco es la lámpara de lectura en la mesilla. En el Gabinete había un cómodo tresillo cuyo sofá tenía el tamaño ideal para tumbarme en compañía de Salgari o Karl May. Lo hacía siempre que podía, aislado de mis hermanos queridos pero bulliciosos y de la obsesión materna por vigilar mi escaso celo escolar: «¡No leas, estudia!». En aquellos tiempos, a diferencia de ahora, los chavales teníamos clara la distinción entre leer y estudiar… Recuerdo el Gabinete como un lugar silencioso, alfombrado con una espesa moqueta de color gris perla y una lámpara de pie convenientemente dispuesta que alumbraba la página y respetaba la penumbra. Allí pasé horas apasionadas, de cuyo encanto aún me alimento. De vez en cuando, una visita inoportuna me expulsaba de mi modesto paraíso —que también era sala de espera de la notaría— y otras veces llegaba, inexorable, la hora del baño antes de cenar. Me resignaba a la interrupción del júbilo como parte inevitable del propio júbilo. Hay otro rincón de esa casa que recuerdo muy bien (¿sospechosamente bien?): esta vez se trata verdaderamente de un rincón, no de una habitación ni de un pasillo. ¿Un pasadizo, quizá, un escondrijo? Entre el despacho de mi padre y el de Pedro, su primer oficial, no había una puerta sino dos. Se abría la primera y se entraba en un hueco o vano, forrado de madera, de algo menos de un metro de ancho, que precedía a la segunda puerta. Cuando ambas estaban cerradas, uno — siempre que «uno» no fuese demasiado voluminoso— podía permanecer allí emparedado, en la oscuridad de tacto liso y olor a caoba. ¿Para qué? Para nada, para no ser visto por el momento, para que quien nos busca diga: «¡No está en

este despacho… ni en éste tampoco!». Perplejidad mínima, quizá exagerada un poco más de lo estrictamente necesario por los adultos para dar gusto al niño, idiota de pura felicidad, que repite por enésima vez la monería. Otras veces ya no pretendía esconderme, me gustaba estar ahí dentro a sabiendas de todos. Les pedía que cerrasen las puertas paralelas de mi cápsula con toda seriedad, como si fuesen las de un batiscafo que se dispusiera a descender hasta la noche eterna del fondo marino. Me pregunto (otra bobada pueril, una niñería póstuma) cuántas veces estuve en esa clausura voluntaria, si fueron cincuenta, cien o trescientas, y cuál fue la última de todas, la que yo no sabía que sería la última. También me pregunto por qué recuerdo esa pequeñez después de haber olvidado misericordiosamente tantas. El caso es que siempre, en todas las casas en que he vivido o por las que he pasado, he tenido predilección por esos espacios intersticiales y carentes de función práctica, repisas bajo una ventana en las que cabe una silla, caprichosos rellanos que ensanchan brevemente un pasillo, alacenas inútiles que sólo pretenden salvar una irregularidad arquitectónica, etcétera. Instalarme un rato en esos oasis arbitrarios me produce un placer singular, como si fuesen lo más propiamente «casa» de las casas. Por favor, absténganse los psicoanalistas de darme su docta versión de esta manía porque ya la conozco y me trae al pairo. En esas moradas pasé mi infancia. Allí, en San Sebastián, mejor dicho: en el cogollo de San Sebastián. En esa repisa urbana, cuyas calles son unánimemente inolvidables porque todas concluyen en el monte o el mar Todas tienen un más allá extraurbano, una promesa de paisaje. La puerta verde del monte, la azul del mar y en medio, apretadas, las calles, las plazas, los parques. Nunca saldré de esa prisión coqueta, un poquito relamida, que mendiga ingenuamente el arrobo del «¡qué bonita es!». Cuando la deje para siempre seguiré en ella, en los sueños del exilio o desde la muerte. ¡Cómo comprendo a los fantasmas obstinados, que arrastran siglo tras siglo sus sábanas raídas y sus cadenas herrumbrosas por las almenas del mismo castillo irremediable! San Sebastián, el de mi infancia, es mi Canterville. Los niños implacables, los jóvenes emprendedores y crueles se reirán del espectro, pero el espectro no se irá. Proclamar la dicha de la infancia es ya un tópico manido, un desafío impotente y rutinario, la más vulgar de las compensaciones narcisistas. Qué le vamos a hacer. Comprendo que sería literariamente más «fuerte» decir que detesto mi infancia, como hicieron provocadoramente Malraux o Sartre. Debería insinuar hábilmente que ya entonces presentí los

cimientos de opresión en que se instalaba mi dicha —las cárceles, la dictadura, la desigualdad clasista— o que la dulzura cotidiana era sencillamente complacencia con afectos que esclavizan y mutilan. Nadie mejor que yo podría testimoniar hasta qué punto condiciona y por tanto limita una infancia declaradamente feliz. Peor: acompañada frecuentemente de la conciencia angustiosa de que eso era la felicidad, o al menos así lo recuerdo. Sin embargo, mentiría como un bellaco si formulase reservas o protestas retrospectivas. No lo viví así, la dicha infantil me pilló desprevenido y siempre he tardado demasiado en desconfiar. Ya otras veces he tenido ocasión de repetir la confesión de Merleau-Ponty, que suscribo: «Nunca me repondré de mi incomparable infancia». En efecto, el resto de la vida ha sido nada más que convalecencia, por tanto aquello tuvo que ser una enfermedad: gravísima, incurable. Pero no puedo renegar de ella. Si me instan a la contrición, renegaré de lo demás. Y todo porque allí comenzó el hechizo. El sarcástico y fundamentalmente adusto Quevedo reconoció un día, quizá a regañadientes: «Nada me desengaña; el mundo me ha hechizado». También a mí, pero yo además sé cuándo ocurrió, dónde y casi — sólo casi— por qué.

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SOBRE MIS PADRES

C

omo el de Salvador Dalí, el de Julio Verne y el de Voltaire, mi padre era notario. Desde luego, creo que no vocacional. En el supuesto, claro está, de que alguien pueda tener vocación de notario… En su juventud le gustó escribir: fundó y dirigió una efímera revista cultural llamada Sinceridad, de la que encontré algún número olvidado entre sus papeles (era muy pudoroso y discreto en estas cosas). Recuerdo en particular un comentario suyo a Senos de Ramón Gómez de la Serna, en el que se refería «a esas atractivas protuberancias femeninas». No fingiré imparcialidad de juicio, pero me parece que no tenía mala mano para la prosa. Sin embargo lo que más le gustaba era la poesía, mejor dicho, los versos bien rimados y sonoros: Rubén Darío. Supongo que mi adicción temprana y sempiterna al modernismo proviene en gran parte de las poesías que me recitaba —y muy bien, por cierto— cuando yo aún no tenía ni diez años. Disfrutábamos especialmente, él declamando y yo bebiendo la música verbal del nicaragüense, con el cortejo y los claros clarines de La marcha triunfal, así como con las quejas del lobo de Gubbia, rebelde con causa: «Hermano Francisco, no te acerques mucho…». Una recomendación que parece pensada para los ecologistas partidarios de los derechos de los animales. Nuestra trova favorita, en cualquier caso, era Sonatina, a la que llamábamos familiarmente «Margarita»: «El aire está cargado de esencia sutil de azahar; / Margarita, te voy a contar un cuento». Cuando llegaba aquel redoble sentía un

emocionado cosquilleo en la espina dorsal: «Y el rey hizo desfilar / cuatrocientos elefantes a la orilla de la mar». Aquí estoy todavía, en la orilla (que para mí era y sigue siendo la playa de la Concha), esperando ver pasar mis cuatrocientos elefantes y oyendo a lo lejos la alharaca orgullosa de su trompeteo. Pero fue otro verso de esa misma composición el que me hizo sentir por vez primera la fuerza de un adjetivo atinado: «los cisnes unánimes en el lago de azur». Al principio, la unanimidad de los cisnes sólo me resultó verbal, no evidente, porque ni siquiera estaba familiarizado con lo que significaba la palabra. Pero una tarde, en el minúsculo estanque de la plaza de Guipúzcoa que entonces albergaba varios cisnes, me detuve a verlos pasar deslizándose en paralelo sin agitar el agua. Y comprendí de pronto, con revelación fulgurante, que eran unánimes y sólo unánimes serían ya para siempre. ¡De modo que la palabra podía transfigurar a la cosa! El pabellón de malaquita y el gran manto de tisú no eran sino hermosos sonidos, pero la unanimidad predicada de los cisnes descubría y precisaba su verdad dormida. Me enseñaba a ver la realidad, no sólo a nombrarla. ¿Cómo renunciar ya a ese hechizo prodigioso de la palabra justa, una vez descubierto? A veces sospecho que en ocasiones mi padre incluía alguna composición propia en sus recitales. Hay una por ejemplo, El barranco del lobo, sobre un desastre de las tropas españolas en la guerra de Marruecos, que nunca he visto impresa en ninguna parte y que le atribuyo sin mayor fundamento que su reiteración entusiasta. Me parece recordarle poniendo en ella un énfasis hecho de timidez y orgullo, nunca presente en sus vibrantes interpretaciones de Rubén Darío. Pero pueden ser figuraciones mías retrospectivas. También solía contarme cuentos, protagonizados por un perrito llamado «Pirulo» que acompañaba y ayudaba al gran «Rin-tin-tín». Como se prodigaba en estas sesiones narrativas mucho menos que mi madre, me eran doblemente preciosas. Con todo, los versos declamados —declamados sólo para mí— me gustaban aún más. Tenía una voz más expresiva que bonita, cálida, suavizada en ciertos momentos por un casi imperceptible acento andaluz, ya que como dije antes era granadino, aunque no ejercía de tal. La inmensa mayoría de mis primeros libros me los compró mi madre, la lectora de la casa (a papá, en cambio, nunca le vi leer más que el periódico; en él la literatura era ya pura memoria, por eso probablemente prefería las rimas a otras formas poéticas). Pero fue mi padre quien me regaló Platero y yo, el mismo año en que dieron el Nobel a Juan Ramón Jiménez. Guardé el volumen, pequeño y compacto, de tapas azules con la silueta blanca de un borriquito, muchos años, hasta perderlo en algún traslado o arrebatado por esa

marea invisible, invencible, que nos quita cuanto alguna vez hemos amado. Sólo nos queda la memoria y luego, probablemente, ni eso. Me resisto a considerar el afán de leer una simple «afición» entre otras: es una pasión, aún más, una forma de vida. Se entra en la lectura como se entra en el sacerdocio: para siempre. Del mismo modo que otras pocas, muy pocas opciones igualmente irrevocables, leer nos proporciona satisfacciones que nada puede sustituir pero también limitaciones no menos duraderas. Un verdadero lector es un lisiado feliz. Mis padres me vieron precipitarme en ese abismo con una combinación primero de complicidad y de orgullo, luego de cierta alarma. Aprendí a leer prácticamente solo, como Tarzán, a una edad muy temprana, desde luego bastante antes de los cinco años en que empecé a ir intermitentemente a un parvulario. El método de aprendizaje fue sencillo y supongo que ha sido utilizado muchas veces antes y después. Mi madre solía leerme un cuento ilustrado de animales parlantes, protagonizado por un león soberbio finalmente castigado, que yo escuché una y mil veces hasta aprendérmelo de memoria. Un día tomé el librito de sus manos y diciendo «mira, mamá, ya sé leer» lo repetí de pe a pa. Claro que sólo fingía descifrar las letras (en realidad me lo sabía par coeur, según la hermosa expresión francesa) pero a partir de ese momento, conociendo los sonidos y las palabras, terminé leyendo de verdad. De modo que llevo medio siglo leyendo, más o menos. Se me ha hecho corto. Para probar mi vocación lectora, que se había convertido en una halagadora leyenda familiar, mi padre me llevó un día a su des pacho y me dio a elegir entre dos regalos: mil pesetas (una fortuna entonces inconmensurable, el equivalente infantil a «todo el oro del mundo») o una colección de libros, una enciclopedia que se me recomendaba como «estupenda». Reconozco que dudé en mi interior, porque con mil pesetas también podría comprarme libros, tebeos y todos los juguetes imaginables: pero, fiel a lo que se esperaba de mí y a que mi padre no podía equivocarse, opté por la enciclopedia. Con una sonrisa de satisfacción (y de cierto alivio) papá me dijo que, como estaba seguro de cuál iba a ser mi elección, ya me la había comprado. Uno a uno, desenvolví los diez o doce volúmenes azules de El tesoro de la juventud, probablemente la mayor fuente escrita de información y deleite que he tenido en mi vida. Cada uno de los tomos incluía secciones fijas: cuentos, leyendas, narraciones históricas, zoología, juegos de manos, instrucciones para construir acuarios, herbolarios y mil cosas más. Quizá mi favorita fuese El libro de los por qué, lecciones de cosas que

respondía a preguntas tan urgentes como «¿por qué las montañas lejanas son azules?» o «¿por qué flotan los barcos?». La perspectiva del tiempo puede ser engañosa (tiene que serlo, este libro lo probará de mil maneras) pero ahora estoy convencido de que esa elección fue determinante en mi vida, como aquella de los doce de la fama cuando cruzaron la raya trazada por el conquistador en el suelo para irse con él en busca de Eldorado. Por nada del mundo quisiera haberme quedado con los vacilantes que no dieron el paso decisivo, con los remisos, con los que prefieren las mil pesetas contantes y sonantes. Entre mis padres había una notable diferencia de edad: cuando se casaron, él rebasaba ampliamente la cincuentena y ella andaba por los treinta y dos. Este desajuste tiene una explicación histórica. Mi madre había sido la novia de Carlos, un hermano menor de papá, que fue asesinado a los diecinueve años durante la guerra civil en el Madrid republicano. Sus verdugos fueron un puñado de salvajes de los muchos que allí cometieron fechorías mientras la capital estaba asediada por quienes después impondrían su propio salvajismo represivo. No había más cargo inteligible contra él, si es que tal cosa hiciera falta en aquella turbulencia, que el de ser un estudiante de Acción Católica aunque sin especial compromiso político. Lo fusilaron, como a tantos otros, en RivasVaciamadrid y el polvo de su osamenta juvenil, mezclada con la de muchos desdichados, debe de haber ido a parar años más tarde desde la fosa común al seudofaraónico Valle de los Caídos. Después de la contienda, el hermano mayor —que en su día tuvo que identificar el cadáver martirizado— fue convocado por las nuevas autoridades para acusar a uno de los responsables de la ejecución. Los triunfadores se lo ofrecieron para que descargase en él su revancha y, por un momento, quien luego sería mi padre levantó una mano vengativa contra el reo: pero no pudo descargar el golpe y se retiró llorando del expeditivo tribunal y de la nueva crueldad que no enmendaba sino que prolongaba y aumentaba las viejas atrocidades. A partir de entonces abandonó cualquier veleidad política (había saludado con alborozo la proclamación de la República), renunció a sus pruritos literarios y se refugió definitivamente en la rutina de su notaría. También se hizo cargo de la novia del hermano muerto, de mi madre, al principio de modo meramente protector hasta que años después se casó con ella. De algún modo creo que quería reparar una culpa difusa en la que se sentía inmerso. La culpabilidad del superviviente, alzado con alivio de entre los muertos ejecutados por el rencor y el despiadado azar. A mi modo, también yo soy un niño de la guerra. Recuerdo vagamente las

cartillas de racionamiento y unos emblemas coloreados que las adornaban, como cromos. No sé de qué modo me determinó todo esto. Mis padres eran «del régimen», claro, pero no me educaron en el entusiasmo ciego por la política victoriosa: más bien en el horror a la discordia civil y sobre todo a la violencia contra los vecinos, que pretende exterminar brutalmente en otros un adversario que llevamos dentro. Muchos, muchos años más tarde, mi padre fue el notario ante el que Franco hizo su testamento (el personal, claro, no el político que escribió casi moribundo y que después se hizo público). En casa rodaba por los cajones una foto del Caudillo autografiada en tal ocasión, que mi madre se apresuró a poner en la cómoda de la entrada la noche en que vinieron por primera vez a detenerme, en el estado de excepción del 69. Sirvió de poco. Pero estos antecedentes explican o imponen quizá que nunca haya sido del todo «ni de los hunos ni de los otros», como hubiera dicho Unamuno. Sólo los que fusilan, los que torturan, los que buscan aterrar y desdeñan convencer, me han tenido siempre visceralmente en contra. Lo llevo en la sangre: es decir, en la parte de mi sangre que comparto con alguien que la derramó injustificablemente, tiránicamente, cuando era más joven de lo que hoy es mi hijo: alguien que enamoró la juventud de mi madre. Desde nuestro punto de vista infantil, mi padre era el «bueno» por excelencia de la casa. Su edad, sus preocupaciones de trabajo, su carácter cachazudo, todo le predisponía a mantenerse cuidadosamente al margen de las pequeñas disputas domésticas. Detestaba llevar la contraria y a los niños nos consentía cualquier capricho salvo cuando suponía que podía ser peligroso para la salud (me recomendaba como una norma de importancia vital que, al levantarme, me pusiera antes que nada los calcetines, para no pisar el suelo con los pies desnudos). En realidad, ya lo he dicho, era más un abuelo que un padre. Mi madre, animosa y polémica, tenía que representar los aspectos menos simpáticos de la autoridad familiar, sin los cuales por cierto no hay familia, ni educación, ni nada de nada. Por eso con mi madre estábamos a veces enfadados y con mi padre nunca: ella nos contrariaba de vez en cuando el gusto y él prefería dejarlo correr. En la casa llena de chavales bulliciosos, ancianas maniáticas y chachas afanosas, solía buscar santuario en el retrete, al que devolvía el sentido gálico de su nombre, aún presente en nuestro castellano clásico: se refugiaba allí para estar solo y leer el periódico sin interrupciones, sentado sobre la tapa cerrada de la taza; después, al salir, tiraba discretamente de la cadena para disimular. Sólo recuerdo una vez realmente enfadado conmigo: yo me las había arreglado para

hacer llorar a mi hermana y seguía martirizándola ya no sé de qué modo, entonces papá se me vino encima como una némesis vengadora, me arrastró del brazo fuera de la habitación y hasta me lanzó una patada que no logró alcanzarme pero que —por lo inusual del gesto— me dejó tan traumatizado como si me hubiera pegado un tiro. Aún veo su figura, que entonces me parecía gigantesca, hacer aquel movimiento desordenado y agresivo que resultaba incompatible con su habitual compostura benévola, persiguiéndome. Estoy seguro de que para exasperarle hasta ese punto debí de ponerme realmente insufrible. Pero con razón habló el escritor brasileño Machado de Assis de «los callejones oscuros de la memoria, vieja ciudad de traiciones»: guardo mil recuerdos tan gratos y dulcísimos como borrosos de aquel hombre amable y, sin embargo, ninguno es tan acusadoramente nítido como el del único día que intentó pegarme. Descubriendo o despertando mi avidez de milagros, inventó un sistema de prodigármelos en formato de bolsillo. A mí me gustaban muchísimo las colecciones de cromos, que compraba semanalmente en el quiosco de los tebeos para luego irlos pegando con un engrudo blanco de apetitoso olor a almendras en sus correspondientes álbumes. Mis preferidos eran los cromos de animales (una de aquellas series, De la selva profunda a los abismos del mar, me resulta especialmente memorable) pero sin desdeñar los que versaban sobre la policía montada del Canadá, las peripecias submarinas del comandante Cousteau, el lejano Oeste o la película Ben-Hur. En el colegio, durante los recreos, cambiábamos los cromos repetidos con quienes compartían nuestro empeño de coleccionistas, que solían ser la mayoría. Esos trueques inocentemente recelosos —junto a los de canicas, tres de barro por una de cristal— nos iniciaban en las transacciones comerciales, que luego constituyen gran parte de la vida. A veces dábamos dos estampas y hasta tres por una especialmente difícil, cuya reputación aseguraba: «¡Éste nunca sale!». Al final, yo nunca lograba acabar el álbum, siempre quedaban unos pocos huecos en sus páginas, pero es que aparecía otra colección aún más irresistible y me pasaba a ella con armas y bagajes. Otros niños lograban completarlos minuciosamente (cuando ya les faltaban pocos cromos, sus padres escribían a la editorial para solicitarlos) y luego guardaban los álbumes, bien repletos, archivados con un escrúpulo que hubiese enorgullecido a cualquier hemeroteca. Pertenecían al modelo establecido por Humbertito Lañe (si usted no sabe quién es Humberto Lañe ni Guillermo Brown, temo que esté leyendo el libro equivocado). Pero yo no, yo era un

desastrado, como decía tolerantemente mi madre. No terminaba las colecciones de cromos, no guardaba ni encuadernaba los tebeos que tanto me encandilaban en el momento de leerlos, nunca he logrado ordenar convenientemente mis bibliotecas, jamás he conservado un recorte de periódico que hablase de mí o de lo que escribo, las aficiones y los amores a los que un instante tanto me dediqué se me han ido luego nadie sabe adonde, como el agua entre los dedos. «Desastrado», hermosa palabra, inexorable destino, el mío. Todas las limitaciones de lo que he hecho y la infinitud de lo que he dejado sin hacer se explican sencillamente porque fui, soy y seré un desastrado. Me asomo por los huecos vacíos de mis álbumes, de los que estas notas constituyen el penúltimo avatar. Quedará incompleto, se perderá también y es justo que así sea. Pero espero sin cesar el advenimiento redentor de la maravilla y papá fue mi primer cómplice, quizá el culpable de esta absurda enfermedad de la esperanza en lo que dentro de un instante llamará a la puerta o encontraré a la vuelta de la esquina. Me compraba mis cromos favoritos, pero no me los daba sencillamente, como mi madre o mi abuelo. Al contrario, cuando iba ilusionado a pedírselos, me aseguraba que se le habían olvidado pero que —quién sabe, quién puede nunca saber…— intentase buscar por su despacho. Aprendí dónde, en el hueco para las piernas de su macizo escritorio, sobrecargado de papeles urgentes y anuarios de referencia. Gateaba en esa caverna de caoba y encontraba un montoncito de sobres, con los cromos anhelados. Mi padre parecía asombrarse del hallazgo tanto como yo y compartía con él mi júbilo, tan agradecido por el regalo como por la prevista sorpresa. Es él quien tiene la culpa de que aún se me acelere el pulso cuando encuentro que en una habitación de hotel, durante la noche, alguien me ha pasado bajo la puerta el periódico del nuevo día o una carta. ¡Llega lo inesperado que siempre espero, el insólito y requerido milagro! Lo trivial se engalana con el resplandor de la promesa realizada. Lo que en el niño fue inocente picardía, en el adulto se ha transformado en patética estulticia, pero de las que ayudan a ir tirando enmascarando la esterilidad de la rutina, sin conocer nunca del todo la faz de la amargura. ¿Se puede ser más tonto que yo? ¿Más desastrado? La salud de papá siempre constituyó una preocupación familiar central. De joven había padecido una tuberculosis que le dejó afectado el corazón. Se fatigaba con facilidad y de vez en cuando —sobre todo por las noches— quedaba agobiado por lo que mi madre llamaba «el ahogo», que le impedía conciliar el sueño. Casi ni respirar podía. Entonces permanecía incorporado en la cama, con dos o tres almohadas tras la espalda, mirando a su

preocupada mujer con una expresión asustada pero nunca carente de un punto de humorística resignación. Al poco de casarse, el prestigioso doctor Jiménez Díaz informó a la joven esposa de que sólo si lo cuidaba mucho y no le exigía demasiado tendría marido para unos cuantos años: vivieron felizmente juntos más de treinta. Por mi parte, interioricé desde pequeño el pánico a los ahogos de papá y aprendí a reconocer como señal de alarma no oír, llegada la hora debida, el fragor regular y potente de sus ronquidos que rubricaban cotidianamente la calma nocturna, igual que su firma ininteligible y perfecta certificaba la autenticidad de los documentos que pasaban por su mesa (por cierto, roncar con estruendo forma parte de mi herencia genética, como con desconsiderada vehemencia me han hecho saber tantas y tantos con quienes he compartido dormitorio). A estos achaques habría que añadir sus frecuentes jaquecas, ya mencionadas antes, y su pánico a las corrientes de aire, para las que tenia una sensibilidad de alta precisión. Él mismo solía contar con regocijo el chiste que a su costa acuñó alguno de sus amigos: «Fernando muere y poco después fallece su colega; este último, ansioso de compañía en la ultratumba, le busca por el Cielo pero para su sorpresa allí nada saben de él; también registra infructuosamente el purgatorio y finalmente se atreve a bajar al infierno; estremecido, abre cautelosamente la cancela de hierro tras la que arden en el horno eterno los condenados y de inmediato le saluda desde el fondo un aullido bien conocido: “¡Esa puerta, que hay corriente!”». También fue muy propenso —y luego yo, en su traza— a los cólicos nefríticos. En cierta ocasión, cuando yo tenía unos once años, un pedrusco particularmente acerbo se le atravesó en el uréter y resultó imprescindible intervenir quirúrgicamente. El problema era que tal operación requería entonces una anestesia total de más de una hora, sumamente peligrosa dado el estado frágil de su corazón. Tuvo que trasladarse con mi madre a Barcelona, donde el genial Puigvert se comprometió a extraerle el cálculo en menos de media hora y cumplió su promesa. En casa, los críos habíamos pasado bastante zozobra, sobre todo yo, por mi edad algo más consciente del riesgo que implicaba la intervención. Convencí a mis hermanos de que debíamos prepararle un gran recibimiento cuando volviese al hogar, de un tamaño no menor que nuestro alivio al saberle fuera de peligro. Durante todo un día, trabajamos preparando rústicas guirnaldas de papel y carteles con leyendas humorísticamente triunfales: «El aldeano tiró, tiró la piedra tiró…». Verle entrar de nuevo por la puerta de casa fue uno de los momentos más dichosos de mi

infancia, pero con la alegría recortada sobre el fondo mortal de la angustia, que ya entonces comprendí que sólo podemos aplazar, nunca erradicar. Cuarenta años después, yo también padecí una operación idéntica a la de mi padre, una piedra en el uréter que amenazaba con paralizar la función renal; aunque hoy esas cosas suelen resolverse sin abrir al paciente, por medio del láser o algo semejante, en mi caso la litotricia resultó impracticable y no hubo más remedio que recurrir al sanguinario procedimiento tradicional del bisturí. Pero en algo noté el progreso de los tiempos: la anestesia epidural me permitió estar consciente durante la intervención (que duró sin embargo algo más que la obra maestra de Puigvert) y así pude escucharles a los dos cirujanos que me hurgaban comentarios displicentes sobre mis vísceras, sin duda perfectamente justificados aunque de todos modos bastante humillantes. En fin, el menor de los trastornos iatrogénicos que se pescan en los quirófanos no lo constituyen las heridas narcisistas… Papá combatía o prevenía sus distintas dolencias con una amplia farmacopea. Abundaba en pastillas, antes y después de las comidas. En los peores momentos del cólico nefrítico utilizaba liberalmente la morfina, que entonces se adquiría sin mayores trámites en cualquier farmacia. Ahora en ocasiones se les regatea incluso a enfermos terminales, por respeto a la inicua superstición que persigue a las llamadas «drogas» en esta época que demasiadas veces autoriza el libertinaje y proscribe la libertad. Supongo que mi padre murió más o menos «drogadicto»: eso sí, a los ochenta años, trabajando con plena aceptación social hasta el final de su vida y sin tener nunca que reclamar su dosis, probablemente adulterada, a ninguna mafia de traficantes ni de burócratas. Otros tiempos… Como los doctores le habían recomendado pasear a fin de agilizar suavemente su corazón y él no tenía tiempo ni afición para los ejercicios al aire libre, deambulaba todas las noches después de cenar por el pasillo de casa, pausado y grave, como un embajador que fuese a presentar credenciales. Arriba, abajo, arriba, abajo… igual que yo solía hacer por las tardes con mi triciclo. Le oía desde mi cama y me arrullaban sus pasos, como poco más tarde sus ronquidos mezclados con el sonido de la radio que mi madre dejaba encendida hasta que me dormía. A mi padre le gustaban las rancheras mexicanas, que oíamos frecuentemente en el pick-up doméstico, en la voz de Jorge Negrete. Junto a las grabaciones del irundarra Luis Mariano y los trinos de Mario Lanza, eran su música preferida y por tanto también la mía. Aunque no solía frecuentar los conciertos, no faltó al recital que ofreció en nuestra ciudad la famosa Irma Vila. Con esos viejos vinilos

de setenta y ocho revoluciones comenzó mi afición a México, que después los viajes y la amistad se encargaron de consolidar. Papá y yo pocas veces estábamos a solas fuera del hogar: nuestra complicidad más habitual era el hipódromo, como en mis libros hípicos he tenido ocasión de contar. El resto de las expediciones festivas —a las palomeras de Etxalar, a los idílicos paisajes de Articuza— eran siempre colectivas de toda la familia. Pero también solía llevarme de vez en cuando a sus visitas profesionales a las fábricas de papel de algunos clientes, cuyos desechos —en aquellos tiempos preecológicos— contaminaban apestosamente el río Urumea. De esas expediciones regresaba cargado de recortes tornasolados de celofanes rojos, verdes y amarillos, así como un poco abrumado por el incomprensible ajetreo al que había asistido en las espaciosas naves colmadas por el estruendo de las máquinas. Muchos de los clientes de mi padre eran acomodados burgueses a los que se suponía simpatías con el proscrito nacionalismo vasco: cuando se aproximaban las fechas estivales, acudían a su despacho para acelerar la firma de las escrituras más urgentes, porque mientras el dictador veraneaba en San Sebastián —el yate Azor fondeaba habitualmente con arrogancia en la Concha— ellos debían permanecer obligatoriamente «alejados» de la capital donostiarra. Los hijos, nietos y biznietos de estos próceres absurdamente maltratados llevan nutriendo las filas de ETA desde hace casi cuatro décadas… Lo cierto es que hablé poco con mi padre, no de hombre a hombre (como suele risiblemente decirse) sino de hijo a padre, lo que me parece más importante. De pequeño tuve más trato con él pero después, cuando crecí, la diferencia de edad se hizo notar de modo prohibitivo. Además yo era un adolescente polémico y a él no le gustaba discutir (no le gustaba ya discutir): le venía de pronto el ahogo y mi impertinencia fanfarrona se lo hubiera provocado a cada paso. Delegó la tarea del debate en mi madre, que compartía mi afición batallona y nunca estaba falta de aliento ni de argumentos. A veces pienso que la experiencia le había transformado de idealista en escéptico. Sin embargo, una vez me sorprendió con una inusual profesión de fe. Vivíamos ya en Madrid y yo bajé a la oficina quizá para buscar un libro (la colección encuadernada en piel de los premios Nobel, a la que mi pedante ingenuidad me hizo adicto, se guardaba en su despacho). Todo estaba oscuro, salvo la luz en una de las mesas de los oficiales en la que le encontré trabajando. Por decir algo, pregunté: «¿Qué hay, papá? ¿Estás aquí solo?». Y me contestó con una leve sonrisa: «No, hijo, estoy con Dios». Esa respuesta, su tono, me resultaron inusuales y me desconcertaron

un poco. Como si de pronto hubiera vuelto a recitarme alguna de las viejas poesías de mi infancia: «Hermano Francisco, no te acerques mucho…». No sé si buscó impresionarme por un momento o enseñarme algo, la última lección necesaria. Con mi madre, en cambio, las cosas fueron siempre de modo muy distinto. Hace poco más de un año, tras visitarla en la residencia de ancianos en que pasa sus últimos días, escribí sobre ella unas páginas de reconocimiento que transcribo a continuación sin intentar enmendarlas ni mejorarlas.

3

LO QUE TE DEBO Porque allí nace alegre el Niño engendrado con horrendo dolor; igual que recogemos con alegría el fruto que sembramos con amargas lágrimas.

WILLIAM BLAKE, El viajero mental

Q

uerida mamá, te escribo esta carta ficticia en torpe compensación por tantas cartas verdaderas no escritas —ahora que lo pienso, no recuerdo haberte dirigido nunca una carta personal verdaderamente a ti, algo que fuera más allá de postales o misivas familiares, donde quedabas englobada como destinataria en un «queridos todos» o cosa parecida— y por tantas palabras nunca dichas o, aún peor quizá, mal dichas… malditas. Te la escribo ahora que aún estás pero ya no estás, es decir cuando todavía formas parte de mis preocupaciones pero yo ya no estoy en las tuyas, de las que tantas veces —¡ay! — fui protagonista. ¿Sigues teniendo hoy preocupaciones de algún tipo, pese al mal de Alzheimer, la arteriosclerosis o como quieran llamar a la dolencia que te ha robado la mente los doctos que no pueden curarla? Supongo que sí, sean provocadas por el frío, el calor, el hambre o cualquier otra incomodidad, es decir siempre relativas a la privación de los pocos goces meramente negativos que aún te quedan. Nada tendrán que ver ya con el amor ni el cuidado por los tuyos, que

fueron ocupación central de tu vida, pero aun así serán cuidados personales de uno u otro tipo, porque mientras dura la vida podemos perderlo todo menos el apremio tibio y sin embargo inexorable de cuidarnos. Sólo la muerte nos descuida por completo al cogernos por descuido. Cuando voy a verte a la residencia con alguno de mis hermanos, de vez en cuando me sonríes al saludarte con un beso. Y creo que te brilla en los ojos una chispita de la antigua ironía, algo que podría ser un atisbo de reconocimiento. ¿No decían siempre que yo era tu preferido, el que más se parecía a ti en lo físico y también espiritualmente, en la mala leche polémica? Quizá al verme piensas hacerme alguna broma sobre lo viejo que estoy, sobre lo blanca que tengo la barba, sobre lo asustado que llego a esa antesala de la muerte que es el hogar de ancianos (Mors. O quam amara est memoria tua), sobre lo poquísimo que me parezco ya al niño cabezón y nervioso de enormes orejas despegadas al que tú mimabas; piensas alguna pulla o algún consuelo para mí, pero luego se te olvida y sigues sin hablar. Habría tanto que decir que las palabras se han vuelto imposibles. Sólo de vez en cuando farfullas algo poco inteligible, cuando te enoja nuestra obsequiosidad o estás fastidiada por cualquier motivo que sólo tú conoces. Por lo menos aún te quedan ganas de protestar. También le pasa a otras, como esa compañera de achaques sentada al fondo de la sala de visitas que al oírnos hablar contigo repite una y otra vez en voz muy alta: «¿Y lo mío, lo mío, lo mío qué? ¿Y lo mío, lo mío?». Nadie le responde porque no hay respuesta. Es un terrible lugar la residencia, aunque sea de lujo y estés muy bien atendida. No objetivamente terrible para quienes allí están, sino subjetivamente para el que viene de fuera y quizá también para ti misma, a ratos. Es el espanto de lo irremediable. De allí jamás podremos salir, ni tú ni tampoco yo desde que fui a verte por primera vez. Sé de lo que hablo, porque estuve hace más de treinta años en la cárcel unos cuantos días y ya nunca me he librado de ella por completo; ahora estoy seguro de que tampoco de esta residencia —ajardinada, cómoda, inexpugnable— volveré a irme del todo, hasta que quizá un día me instalen en un lugar semejante a esperar el final. Mientras la otra señora insiste en su queja inútil, que es imposible no compartir —«¿y lo mío, lo mío, lo mío?»—, porque ninguno sabemos adonde se fue todo ni cómo se va yendo lo que nos queda, yo por hacer algo te doy una revista. Y entonces lees los titulares con voz clara y entonada, con la voz de siempre. ¡Qué fiero y cruel prodigio: se te ha olvidado hablar pero aún sabes leer! Ya sólo puedo oírte como antes cuando me lees en voz alta, como me leías hace medio siglo aquellos cuentos

que yo me aprendía de memoria para después fingir leerlos a mi vez en el libro infantil antes de haber aprendido siquiera las primeras letras, asombrando a algunas visitas crédulas. Tu voz precisa y entonada de lectora, la que yo más he amado, es la última que aún se resiste a abandonarte. Ninguna madre tiene derecho a quejarse de que sus hijos nunca lean o lean a regañadientes si ella no ha sido capaz de leerles de vez en cuando como tú me leías a mí… incluso mucho después de que supiese ya leer perfectamente, sólo por darme gusto. No hay cosa que más deteste ahora que verme obligado a soportar una lectura de poemas o un capítulo de novela balbuceado con narcisismo incompetente por su autor o una conferencia leída (que frente a una espontáneamente recitada es algo así como alimentarse con guisos enlatados en lugar de tomar alimentos frescos): pero si tú aún pudieras leer para mí cuentos de hadas o historias de animales que hablan, me acostaría a escucharte como cuando tenía fiebre. Para siempre. No fuiste una intelectual —te recuerdo defectos pero no pedanterías… y así quisiera que me recordasen a mí— aunque en cambio te gustó siempre muchísimo leer. Te gustaba leer y por tanto leías por gusto. No te imagino leyendo algo ilustre pero aburrido y a mí me sedujiste a la lectura sin proponerme jamás un programa cultural. Para convencerme de que leer es algo maravilloso e imprescindible me bastó ver el entusiasmo con que comprabas la última novela de Agatha Christie aparecida en editorial Molino. Si te hubiera oído citar a Dante o a Proust seguramente me hubiese dedicado al fútbol. Según un ritual pueril que no sé si aún se practica, cada diente que se me caía debía ponerlo debajo de la almohada para que un misterioso ratón[1] me trajese un regalo. Siempre fueron libros y así obtuve por primera vez El candor del padre Brown de Chesterton y La montaña de luz de Salgari, entre tantos otros como dientes de leche cambié por colmillos más adultos. ¿Cómo podrían agradecerse suficientemente tales regalos? Determinaron mi vida entera, mis aficiones: me hiciste el alma. También me condenaste, desde luego, a seguir buscando sin cesar —volumen tras volumen— la reconquista de aquella felicidad primera. Nunca te equivocabas en lo que iba a gustarme ni nunca dudé de tu criterio. Cuando mostraba interés por algunas de las novelas de Plaza que tú leías con fruición, como Viki Baum, Pearl S. Buck o Cecil Roberts, te limitabas a decirme: «Éste no es para ti». ¡Cuánta razón tenías! Aún hoy siguen sin serlo. En cambio me pasabas después de haberlas leído otras como El ataúd griego de John

Dickson Carr (quizá fuese de Ellery Queen, lo único que recuerdo bien es que en el intrigante féretro había das cadáveres en lugar de uno) o alguna de S. S. Van Dine, el alimento imaginario que yo precisamente necesitaba. Con el tiempo he ido ampliando el ámbito de mis lecturas y creo haber hecho algunos descubrimientos esenciales en ese campo por mí mismo: pero los primeros libros que tú elegiste para mí componen el disco duro de mi alma literaria y no han dejado de gustarme nunca. Sólo una vez me diste un terrible disgusto literario, pero fruto no de un error sino de tu mayor acierto. Muchos de aquellos obsequios preciosos, como los libros de Chesterton, los Cuentos de las colinas de Kipling o las Novelas de pavor y misterio de Stevenson (que incluían a Jekyll y Hyde junto a la espeluznante historia de Juana la Cuellituerta), me llegaban en las primorosas ediciones de la colección Crisol de Aguilar, mi preferida entre todas, encuadernadas en piel de diferentes colores según los géneros y con hojas de papel biblia impresas en letra diminuta. Por entonces comencé a tener problemas de visión y se descubrió que tenía un ojo con mucha mayor miopía que el otro, casi atrofiado a fuerza de no utilizarlo. Hube de ponerme gafas y comenzaste a vigilar para que no leyera con poca luz o un tipo de letra que me obligara a forzar demasiado la vista. Y fue precisamente entonces cuando me hablaste de Sherlock Holmes y encontré en nuestra pequeña librería Paternina de la calle Fuenterrabía, frente a casa, el primer volumen de las obras completas de sir Arthur Conan Doyle, en la colección Joya de Aguilar, hermana mayor de Crisol pero con el mismo papel finísimo y la misma letra microscópica. Empecé Estudio en escarlata y supe desde el primer momento que me adentraba en un paraíso donde serían comestibles no sólo las manzanas prohibidas sino hasta las serpientes tentadoras. Pero entonces, al verme aferrado al volumen congestionado de más de mil páginas y renglones minúsculos, te entró un escrúpulo oftalmológico y me dijiste que debía devolver el libro: ya me buscarías una edición más legible de las andanzas del gran detective. ¡Renunciar a Sherlock Holmes ahora que lo tenía todo junto en la mano! ¡Ser declarado inútil total para Baker Street —donde ya había decidido vivir hasta el fin de los tiempos— por culpa de mi vista, que luego no me sirvió ni siquiera para evitar la mili! Monté tan dramática zapatiesta que volví a recuperar el amado volumen — sólo estuvo fuera de mi tutela unas cuantas horas— y hasta conseguí que me compraras sucesiva y espaciadamente los otros cuatro que formaban las obras completas de sir Arthur. El afán que no admite demoras ni cortapisas por un

libro, eso es algo que tú podías entender. Y yo soy tu hijo ante todo porque fuiste capaz de comprender eso y no sólo por haber salido de tu vientre. También eras capaz de discutir, artera e incansablemente. Nunca he tenido mejor adversario polémico que tú, es decir nunca lo he tenido peor. Después de haber cruzado armas verbales contigo durante años, todas las batallas dialécticas me parecen sosas. Tenías la honradez básica de aceptar de inmediato el núcleo de lo que se debatía en cada caso, para luego desplegar todas las artimañas imaginables capaces de debilitar la posición contraria. Percibías infaliblemente la más pequeña grieta en la armadura del adversario y arremetías sin contemplaciones. En especial fuiste siempre magistral en el manejo de la ironía demoledora y en el subrayado de ese aspecto ridículo o enclenque de nuestra posición que todos evitamos poner a la luz. Me temo que también en esta peligrosa habilidad he sido un discípulo tuyo incluso demasiado aventajado… Nuestros torneos tenían lugar por las mañanas, en el cuarto de baño, mientras tú completabas tu aseo personal. Yo me sentaba en la tapa del retrete mientras ibas y venías ritualmente entre esponjas, polvos y lociones. La cuestión en litigio era lo de menos, aunque solía pertenecer al campo de la teología y —un poco más tarde— al de la política. Como toda polemista de raza, preferías los temas infinitos, imposibles de resolver. Aceptabas y hasta propiciabas de buen grado las digresiones, pero no tolerabas las inconsecuencias. Todavía hoy, cuando discuto con algún incauto y le cuelo de rondón cualquier argumento con mera apariencia de solidez, suelo pensar: «Éste mi madre no me lo hubiera dejado pasar». Me adiestraste insuperablemente para refutar, aunque quizá tanto a ti como a mí nos ha faltado siempre humilde disponibilidad para aceptar ser refutados. Otras dos cosas más aprendí de ti o merced a ti. Con todo lo que tenías de crítica y discutidora en cuestiones de opinión, siempre fuiste fácil de conformar en los asuntos prácticos. Ante el plato dudoso de comida, ante la habitación mediocre del hotel o la butaca con mala visibilidad en el teatro, procurabas siempre conformarte (¡y conformarnos!) celebrando con entusiasmo contagioso las excelencias imaginarias de lo que no las tenía reales. Nunca te interesó lo suntuoso ni lo refinado, ese énfasis ridículo en lo accesorio que desde entonces para mí siempre ha despertado sospechas de estrechez de alma. Soporto el buen gusto, pero no las ínfulas de quienes creen tenerlo. Preferiste lo confortable a lo exquisito, lo cordial a lo sublime, lo habitual a lo insólito y sobre todo lo que hay (y de momento basta) al nuevo instrumento mágico que recomiendan los

creadores de falsas necesidades. Pese a pertenecer a una familia acomodada y vivir estupendamente, nunca tuve sensación en mi infancia o adolescencia de que el derroche superfluo fuese cosa recomendable, ni siquiera decente. Resultaba lógico comprarse un libro interesante aunque fuese caro, porque los libros importan, pero era absurdo gastarse más de lo debido en una camisa, si las hay buenas y baratas, o beber Veuve Clicot en Navidad cuando el cava rosado del Ampurdán está también riquísimo y lo que más importa es la buena compañía. A fin de cuentas, casi nada es insoportablemente malo para quien contempla las cosas con ojos de coraje y alegría. Un personaje de Shakespeare (en El Rey Lear, si la memoria no me falla otra vez) dice: «Aún no está ocurriendo lo peor cuando uno puede decir: esto es lo peor». Así pensabas y así pienso yo también y de aquí debería partir todo verdadero inconformismo no melindroso. Quiero pensar que incluso si hubieras podido verte hoy plácidamente demente en la residencia de la muerte no hubieras cambiado de criterio. En cuanto a lo que me concierne o, mejor, concernirá, también lo afirmo. Mientras dure la vida y el dolor resulte soportable, no hay que dar por perdida la aventura. Durante años te vi sacrificarte y también rebelarte contra la necesidad del sacrificio: otra importante lección para mí. Te casaste aún joven con un hombre mucho más viejo que tú, hermano mayor del novio casi adolescente que te asesinaron en la guerra civil. Se trataba además de un enfermo crónico —aunque lleno de buen humor y capacidad de trabajo— al que debías cuidar mucho para que llegara a ver crecer a sus hijos. Y los hijos fueron nada más ni nada menos que cuatro. Añadamos a esta nómina de responsabilidades tu extremadamente anciana suegra y tus propios padres, pues todos acabaron viviendo y muriendo contigo, bajo tu tutela. No hay juventud que resista tantas obligaciones, tantas renuncias a viajes y diversiones que pudieran apartarte demasiado tiempo de la trinchera donde debías combatir contra todas esas alarmas diferentes. Y sin embargo nunca llegué entonces a verte marchita, siempre me pareció que conservabas una animosa y hasta agresiva lozanía. Se notaba, sin embargo, que eras consciente de cada una de tus renuncias y por supuesto que no te gustaba renunciar. Creo que viviste la mayor parte de tu vida atrapada en tu deber y, sobre todo, prisionera de una concepción de la mujer que convierte demasiadas necesidades hospitalarias en tristes virtudes femeninas. Cumpliste escrupulosamente hasta el final pero se te escapaban con frecuencia no tanto gritos de protesta como miradas y suspiros de rebelión. Yo te

explotaba como los demás —¡más quizá que los demás!— pero a la vez vigilaba y comprendía tu ocasional descontento. Incluso tu inconsciente rencor contra lo inevitable, que barnizabas con la desmejorada purpurina de la resignación cristiana. Mis ojos paganos leyeron tu ejemplo al revés, seguramente porque soy mucho peor que tú: decidí enseguida no sacrificarme jamás o por lo menos no confundir la excelencia con la renuncia, demasiadas veces inevitable para no incurrir en mera inhumanidad. En efecto, lo inhumano debe ser evitado aunque a veces nos cueste mucho pero la gloria de lo humano reside en un lugar muy diferente, bajo el sol de lo jubilosamente apetecible que sólo condesciende a regañadientes y en dosis mínimas a lo irremediable… Así, pobre querida mía, con egoísmo triunfal y reivindicativo, fui terriblemente feliz a costa tuya. En su hoy injustamente preterido librito El arte de amar, Erich Fromm comenta —al hablar del amor materno— la metáfora bíblica de la tierra que mana «leche y miel». Y dice: «La leche es el símbolo del primer aspecto del amor, el de cuidado y afirmación. La miel simboliza la dulzura de la vida, el amor por ella y la felicidad de estar vivo». La buena madre, como la mejor tierra prometida, es la que no sólo da leche a sus hijos, sino también miel. La que les contagia su amor a la vida y no sólo los protege o asegura su subsistencia. Concluye Fromm: «Es posible distinguir, entre los niños —y los adultos— los que sólo recibieron “leche” y los que recibieron “leche y miel”». Yo recibí leche y miel antes, ay, de abandonar la tierra prometida. Cuando me relamo, madre, aún siento bañados en indeleble dulzura los labios que alimentaste. Creías en mí, en la fuerza que había en mí; mejor dicho, en mí llegó a haber cierta fuerza porque tú me convenciste de que creías en ella. Te enfrentabas con mis rebeliones, incluso rabiosamente a veces, pero nunca me desalentabas. Recibí aliento hasta de tus menos razonables intransigencias. De modo que te debo radicalmente mi alegría, ese secreto trágico que suelen envidiarme; porque nadie, ni la muerte futura y ya presente, puede debilitar la alegría de quien se ha sabido de veras amado —no mimado, no adulado— por su madre, de quien ha notado crecer su propia inteligencia en inteligencia con ella. Cuando las cosas han comenzado tan estupendamente, nada sabrá nunca ya ir mal del todo. Aún sigo rodando, gozando y combatiendo gracias al empellón fabuloso con que me proyectaste a un mundo transgresor en cuyos vicios mayores sólo pudiste participar a través de las novelas. A veces quiero creer que te he vengado, de algún modo… Pero ya da igual, porque la fricción inmisericorde del tiempo y la realidad van frenando poco a poco la inercia confiada, generosa, arrolladora que

supiste darme. Ahora llego estremecido a esta residencia y te veo muda, liberada de todos los cuidados que te abrumaron pero esclavizada del todo, indescifrable. Y siento un último instinto depredador, un afán de rapiña desesperada: sentarme a tu lado, cogerte las manos frías y reclamarte injustamente al oído: «Mamá, ¿y lo mío, lo mío, lo mío?».

4

MI ABUELO ANTONIO

N

o se puede tener suerte siempre en cuestiones de parentesco: yo la tuve excelente con mis padres y con mis hermanos, pero las abuelas me fallaron un poco. La paterna, Victoria, era una andaluza señorialmente decimonónica (o tal me lo parece con la presbicia del tiempo distante) que había tenido más de una docena de hijos de los que sólo guardaba a mi padre. Era muy anciana y aún más vieja en ideas y costumbres: la verdad es que me dio poco juego. Conservaba jamón, rosquillas y otros alimentos en su armario ropero, que olía a rancio como un almacén de ultramarinos averiados. Por las noches, antes de acostarse, cumplía distintos rituales para exorcizar a duendes y trasgos malignos: yo los oía desde mi cuarto contiguo, pues uno de esos ensalmos consistía en abrir y cerrar la puerta de la habitación —que rechinaba— un número cabalístico de veces. De vez en cuando me daba un poco de dinero (calculaba el valor de la moneda y el precio de las cosas de acuerdo con haremos de antes de la guerra) para mis insaciables gastos en libros o tebeos, aunque asombrándose de que aún quisiera comprar más «con todos los que tienes ya». El resto del tiempo la recuerdo dormida, en un sueño profundísimo, con la cabeza caída sobre el pecho o echada hacia atrás con la boca desdentada abierta y sin aliento perceptible, exactamente igual que muerta. Me aterraba verla así, sobre todo porque a veces era casi imposible despertarla y mis padres debían zarandearla largo rato hasta que recuperaba la consciencia. Yo siempre suponía

que esta vez iba de veras, que ya no volvía de la otra orilla del Leteo. Una noche, en efecto, no volvió. Fue cuando ya vivíamos en Madrid, en el maldito Madrid donde ocurrieron todas mis muertes familiares y donde por nada del mundo quiero morir yo. Aunque supongo que, a fin de cuentas, debe de dar igual. Hacía ya tiempo que no salía de su cuarto y los niños apenas la veíamos. Murió mientras cenaba, tras una cucharada del puré con que la alimentaban parsimoniosamente. Se quedó otra vez dormida pero ésta sin remedio. Los hermanos estábamos entretenidos con la televisión, disfrutando con un estupendo programa de Narciso Ibáñez Serrador sobre una historia de Ray Bradbury, ésa en la que, para perpetuar la civilización, alguien roba la sonrisa de la Gioconda. Entonces hubo un ir y venir cuchicheante, mis padres salieron de la sala y nos dejaron solos, con la puerta cerrada. Al rato apareció mi padre llorando, cosa que nunca le había visto hacer, y me abrazó diciendo: «¡Hijo, es ley de vida!». Incluso entonces me chocó esa expresión tan resignada, me sublevó. Amo la vida pero detesto sus leyes, sobre todo ésa, la de la muerte: me parece inicua tiranía. Más tarde me he llegado a preguntar si entonces puede decirse que realmente amo la vida… Mi abuela materna. Martina tampoco resultó un éxito… desde el punto de vista interesado del nieto, claro está. Siempre la conocí muy nerviosa, intemperante: «rara». Quizá tales incomodidades de carácter se debiesen a las primeras fases de la demencia senil progresiva que le sobrevino, una dolencia que por entonces el vulgo no llamaba todavía «Alzheimer». Cada vez se fue volviendo más anómala, más discordante, fuente de interminables querellas domésticas en cuanto nuestros padres se ausentaban de casa. Luego, en las etapas finales de la enfermedad, perdida ya del todo la palabra coherente y la comprensión, vagaba interminablemente por los pasillos, arriba y abajo, con los brazos caídos y los ojos desenfocados: un espectro familiar, un alma en pena pero de la que había que ocuparse en sus lamentables aspectos corporales, causa para todos de piedad, de fastidio y de horror. Temo ese destino, con aprensión vagamente científica. He visto «perder la cabeza» (¡Santa María Antonieta, ruega por nosotros!) a mi abuela, a mi padre y a mi madre, sea por mal de Alzheimer propiamente dicho, por infartos cerebrales sucesivos o por arteriosclerosis: el rubro clínico de la condena es lo de menos, lo único que importa es la pena, lo inexorable de la pena. Según parece, esas maldiciones son genéticas, se trasmiten de padres a hijos como un pecado poco original hasta quién sabe qué generación. Espero mi parte en la cadena nefasta y vislumbro su

llegada en cada nombre que olvido o en cada cita que equivoco. Y me obsesiona Jonathan Swift, deán lúcido de un siglo especialmente lúcido, que en cierta ocasión, al pasar junto a un árbol cuya copa había sido fulminada por el rayo, comentó proféticamente a sus amigos: «A mí me pasará como a éste: comenzaré a morir por la cabeza». En esta ocasión y sólo en ésta, discrepo de Groucho Marx, cuando respondía en sus últimos años a quienes le preguntaban por su salud: «Estoy estupendamente de todo menos de la cabeza, que es lo que menos importa…». En fin, que mis abuelos me dejaron un poco descontento y a mi abuelo paterno ni siquiera le conocí, aunque la hazaña de morirse a las puertas de un hipódromo y nada menos que el de Lasarte le gana ya mi estima a título póstumo. Pero todas estas deficiencias en el parentesco me las compensó con creces mi abuelo Antonio, el padre de mi madre. Ése no sólo me salió bueno: ¡fue un auténtico premio extraordinario aunque no «fin de carrera» sino en mi caso «comienzo de carrera»! Era bajito, vivo, ágil, calvo pero con un simpático bigotillo de coronel inglés retirado. Tenía marcha: no lo sabría decir mejor, era un abuelo «marchoso» (aunque la palabra aún no se empleaba en esa época). En cierta forma, mi pausado papá —poco dado a rodar en exteriores— me parecía casi más viejo que mi abuelo Antonio, siempre dispuesto a dar un paseo, bajar a la playa o acompañarme al cine, al circo, a donde hiciera falta. Yo le adoraba, aún más: le necesitaba. Era un auténtico compañero, nunca dado a las reconvenciones, voluntarioso encubridor de travesuras, siempre dispuesto para la próxima expedición. Cogíamos el autobús juntos y nos íbamos a Rentería, a Pasajes, a Lezo, a Zarauz, hasta Guetaria. Me gustaba especialmente visitar el Cristo de Lezo, con su iglesita llena de exvotos: las muletas de los milagrosamente sanados, las maquetas de barcos ofrecidas por aquellos que gracias a su intercesión llegaron a puerto sanos y salvos pese a la tormenta. De bien nacidos es ser agradecidos… Hace muchísimos años que no voy a Lezo, actualmente un siniestro reducto de abertzales devoradores de hombres, donde el milagro para mí sería salir incólume de semejante vecindad. Y sin embargo, a veces pienso que quizá yo le debo también un exvoto al Cristo de Lezo, tras una larga vida de impiedad, aunque todavía no me decido por qué cosa debería colgar en su capilla: ¿una máquina de escribir?, ¿una lengua de madera dorada con purpurina?, ¿un pequeño payaso, emblema de la alegría que pese a todos los pesares la tormenta no logró ahogar?

Mi abuelo Antonio era madrileño y de su modesto pisito de la calle Fernández de la Hoz, donde mi madre había nacido, son los mejores —¡y remotísimos!— recuerdos que guardo de esta capital que nunca me resultó simpática. Cuando íbamos a ver a los abuelos en Madrid, con lo que más disfrutaba era con los tranvías y con la nieve, dos cosas que yo nunca había visto en San Sebastián. Sobre todo había un tranvía, que transcurría por una calle adyacente (¿quizá Almagro?) y que iba hasta la Moncloa, zona suburbial de arena y desmontes. En mi imaginario privado, la mención de «Moncloa» me trae dunas y casi camellos, desierto en cualquier caso, como «Sáhara», que según creo en árabe significa «nada» (así me lo aseguró por lo menos muy serio Peter O’Toole en una entrevista que le hice durante un festival de cine de San Sebastián, y él debería saberlo). Pues bien, yo de pequeño iba de Fernández de la Hoz a la nada en tranvía, con mi abuelo. Disfrutando del viaje, sobre todo en el momento crucial en que la marcha se revertía y el conductor del tranvía —que era un vehículo capicúa, es decir con dos cabezas como algunas serpientes mitológicas— retiraba las dos manivelas que le servían para conducir de la cabina de mandos de proa y se las llevaba a la simétrica de popa, a fin de iniciar el retorno. Aún recuerdo perfectamente el chasquido y la forma de esas llaves bruñidas, así como la experta nonchalance con que las manejaba el operario cuando enfilaba las vías a través del a mi juicio vertiginoso tráfico madrileño (¡a comienzo de los años cincuenta del siglo pasado!). La casa de mis abuelos madrileños era pequeñita y quizá por eso a mí me gustaba más que la nuestra en Donosti. No tenía ascensor, sino una empinada escalera de madera. En el minúsculo portal ocupaba su garita la portera, muy vieja y muy gorda, que se llamaba Severiana (nombre que aún sigue pareciéndome más tolerable que los de Tamara o Vanesa). En las noches de calor salíamos al balconcito de la sala y yo me sentaba a ver las estrellas en un taburete de enea. ¡Cuántas estrellas había entonces en el cielo de Madrid! Más que en San Sebastián, pero ellos no tenían el mar ni la playa. Cosas que recuerdo de esa morada: la cocina, de fogón y leña, con cacerolas, peroles y sartenes enormes, pesadísimas; la cortina que separaba la sala de la cama de matrimonio, con una cretona ilustrada por un dibujo de algo parecido a peonzas; una estupenda colección de fascículos con las aventuras de Búfalo Bill, que debía de haber pertenecido a mi madre, y de tebeos argentinos de Biliken que eran de mi abuela, nacida en Buenos Aires. Por lo demás, el hogar discreto y honrado de un empleado: mi abuelo era un jubilado de la empresa suiza Brown Bowery,

fabricantes de material ferroviario, de cuya filial madrileña había sido contable. Estaba muy orgulloso, sin alharacas, de sus muchos años de servicio, del aprecio de sus jefes extranjeros y de un reloj de oro grabado con su nombre que le regalaron al retirarse. Hasta que toda la familia se reunió en Madrid —y yo comencé mi exilio—, sólo veía a mi abuelo Antonio unos pocos días al año, durante los veranos, en la breve temporada que solían pasar en San Sebastián. La ocasión de devolverle la visita a veces se demoraba mucho tiempo: el viaje por carretera a la capital era entonces larguísimo, jalonado de frecuentes paradas para «estirar las piernas» (los mayores) y «hacer pipí» (los pequeños), amén de llenar el depósito en la gasolinera (el coche) y comer (casi siempre en Burgos, en el hostal Landa o en el del Cid). A mí el calvario automovilístico se me hacía insoportablemente largo, de modo que ingenié un modo autohipnótico de abreviarlo: desde que salíamos de casa, me negaba a leer los mojones que señalaban los kilómetros ni los carteles que indicaban los lugares por los que pasábamos. Sólo preguntaba cincuenta veces a mis padres: «Todavía estamos en San Sebastián, ¿verdad?». Ellos se resignaban a confirmármelo una y otra vez, hasta que por fin, triunfalmente, me revelaban: «¡No! ¡Ya hemos llegado a Madrid!». Entonces, anulado mágicamente el largo trayecto y sus incidencias, yo berreaba: «¿Que ya estamos en Madrid? ¡Qué corto se me ha hecho!». En el regreso, otra vez lo mismo pero al revés («Aún no hemos salido de Madrid, ¿verdad?») hasta que mi padre, siempre poeta, respondía a mi enésima pregunta: San Sebastián corrusco de pan, botella de vino, ¡se acabó el camino! En cualquier caso, el traslado llevaba su tiempo, de modo que yo procuraba aprovechar al máximo las estancias donostiarras de mi abuelo Antonio. Siempre me parecían demasiado cortas. Iba a buscarme al colegio y, de camino a casa, comprábamos en una panadería especialidades caprichosas como las «flautas» —largas y quebradizas— o «carteras», mis preferidas, una suerte de cruasanes de pan, que compartíamos mientras caminábamos. ¡Qué rico el pan crujiente, cuando se tiene hambre! Aún hoy, en cuanto protesta el estómago vacío, no

pienso en platos complicados sino en blancos pedazos de pan, de corteza tostada. Tanto si se trataba de paseos, de películas, de la compra de pequeños caprichos o de subidas al parque de atracciones del monte Igueldo, mi abuelo fue el cómplice perfecto que nunca me defraudó. A veces mi madre le regañaba un poco por ser demasiado complaciente conmigo y él soportaba la dulce bronca con el heroico estoicismo de los auténticos amigos. Por eso yo de ningún modo quería que se fuese y cuando se acercaba el día de su partida sentía la desazón fatal de los grandes abandonos. Una tarde estaban todos los mayores sentados en el salón de Fuenterrabía, haciendo una ligera merienda cena antes de que los abuelos partiesen hacia la estación para tomar el tren nocturno que debía llevarles de vuelta a Madrid. Los niños jugábamos gateando entre ellos y yo, discretamente, fui atando con un largo bramante sacado de no sé dónde los tobillos de mi abuelo a los de mi padre y mi madre. Incluso creí que nadie advertía mi maniobra. De modo que cuando llegó la hora de marchar y se levantaron, sentí un placer agridulce con el asombro y protesta que mostraban al verse así amarrados unos a otros. «¡Este niño qué cosas tiene! ¡Les vas a hacer perder el tren!». Pero, claro está, no lo perdieron: el tren de la partida es el único que nunca se pierde. Como mis abuelas, también mi abuelo Antonio murió a los pocos años de instalarnos en Madrid. Los tres vivían ya permanentemente con nosotros en la gran casa de General Mola 69, la mayor que habíamos tenido nunca. A mitad de trayecto en el largo pasillo que llevaba desde los dormitorios al comedor y al salón había un curioso ensanchamiento, una plazoleta doméstica. Allí, en torno a una mesa camilla, pasaron sus últimas horas los tres: mi abuela Victoria dormitando, mi abuela Martina permanentemente desasosegada y mi abuelo acompañándolas pacientemente, como un veterano paladín que montase guardia —solo y tenaz— contra el dragón de las tinieblas. El resto de la familia discurría yendo y viniendo junto a ellos, lanzándoles alguna palabra de cariño o rutina y apretando el paso. Al abuelo se le declaró un cáncer de estómago: le operaron pero lo tenía tan extendido que la intervención fue, como suele siniestramente decirse, mero «abrir y cerrar». El día antes de que muriera me otorgaron un premio —un lote de libros— por la mejor redacción en un concurso entre los colegios de Madrid. Yo estaba a punto de cumplir dieciséis años y, como si fuese un exvoto, un testimonio de fidelidad, se los llevé al lecho de enfermo donde yacía, demacrado y casi irreconocible. Con la boca sumida, sin dentadura, por la que asomaba una lengua seminegra, murmuró: «¡Muy bien, muy bien, sigue así!

¡Que nadie te haga nunca callar! ¡No dejes que te hagan callar!». Y yo le prometí entonces seguir y seguir y no consentir a nadie que me hurtase la palabra. A la mañana siguiente, muy temprano, oí desde la cama ese azoro de idas y venidas cuchicheantes que ya había aprendido a relacionar con desgracias definitivas. Y luego mi madre exclamó en voz alta: «¡Es que está vomitando sangre!». Quisiera ser capaz de expresar con precisión todos los tonos de su queja casi llorosa: alarma, protesta algo infantil (la angustia le aniñaba la voz), indignación ante lo irremediable, desconsuelo, piedad. Dijo «¡es que está vomitando sangre!» como si dijera también: «Nadie me había informado de que la vida iba a traer esto; me habéis tenido engañada, para que siguiera viviendo sumisa, con ilusiones». Mi abuelo murió a primera hora de aquella misma tarde, más o menos hace cuarenta años.

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JUEGOS REUNIDOS Algún día escribiré un ensayo filosófico sobre los juguetes. Es un tema que me tienta, pero que no me atrevo a abordar sin una larga y seria preparación.

ANATOLE FRANCE

S

i alguien asegura en contra mía que nunca he hecho en mi vida otra cosa que jugar, me temo que no podré desmentirle. Mirando hacia atrás, ésa es precisamente la impresión que tengo. Pero me atrevería a hacerle algunas precisiones de matiz sobre lo que entiendo por «jugar». En mi concepto, lo esencial del juego nunca estriba en el desnudo afán de competición o en la voluntad avasalladora de ganar. Tampoco consiste en demostrar fehacientemente algún tipo especial de habilidad, ni en una apertura desprevenida a los caprichos del azar, ni por supuesto en un ánimo festivo o ligero, de mero pasatiempo (nada es más grave que el pasar del tiempo). Si se me conmina a ello, reconozco que esos rasgos —en mayor o menor medida— suelen siempre estar presentes en gran parte de los juegos, aunque afortunadamente no en todos, sin agotarlos nunca ni constituir su verdadera entraña: del mismo modo que las casas acostumbran a tener techo, suelo, puertas y ventanas pero ni el más descuidado identificaría tales ventajas con lo propio de un hogar.

Cuando los que ya peinamos canas (o tenemos cada día menos que peinar) hablamos de juegos, nos referimos prioritariamente a los esparcimientos lúdicos de los adultos, acicateados por los premios o sobornados por la conquista de prestigio. En cualquier caso dóciles al reparto del tiempo entre trabajo y diversión, entre producción y derroche, entre lucha por solventar lo necesario y ocio para recuperarse del esfuerzo. Si en cambio atendemos al ejemplo de los niños vemos que en sus aplicados ejercicios espontáneos competición, azar, habilidad, victoria o derrota son siempre meros ingredientes de un empeño simbólico que se recompensa ante todo a sí mismo en su trámite, no en su resultado. El niño nunca juega «para» conseguir algo (hasta que las aclamaciones de los espectadores adultos le pervierten) ni tampoco contrapone el tiempo del juego al tiempo de la necesidad: jugará también a tomarse la aborrecida sopa. Para los niños, el juego es la forma de comprender la vida y también el mejor modo de desatender sus urgencias, desentendiéndose y sobreponiéndose a ellas. Por medio del juego se crea una maqueta manejable y simbólicamente estilizada de nuestras tareas, nuestros deseos y nuestras frustraciones. No sólo es un aprendizaje para la vida, sino una posibilidad de vivir con menos contraindicaciones y con un amable realce poético empeños que en la realidad suponen mayor agobio. En fin, que el juego —para los herederos adultos del ánimo infantil— es el mejor modo de vivir, no el mejor modo de pasar el rato. De este modo creo haber jugado yo siempre, a todo, con todo: así jugué a escribir, a filosofar, a ser profesor, a enamorarme, a hacer política y jugué en la cárcel, en las aulas, en salones encumbrados y en tabernas populares. He jugado a llorar y a reír, a ser padre, a ser huérfano. Todo ha sido profundamente real, aunque siempre jugando. Nada he agradecido tanto como encontrar compañeros de juego, pero nunca creo haber jugado a costa de los demás, aunque quizá, quién sabe… ¡perdón, perdón! Juego a mis expensas, hoy a envejecer, mañana a morirme y en todos mis juegos sólo habré ganado, al final, la suma de mis pérdidas. Ahora quiero hablar exclusivamente de los juegos digamos «oficiales», de los juegos de mi infancia. Y en este punto es obligado que empiece mencionando a mis hermanos, porque ellos han sido mis mejores cofrades lúdicos, mi tribu esencial del país de Nunca Jamás, mis cómplices insustituibles, los escuderos de mis ensoñaciones y temo, ay, que demasiadas veces las víctimas de mi arrogancia de hermano mayor. Pero nunca les perdonaré que hayan crecido y que así me hayan obligado también a crecer, que hayan seguido su propio camino y

que entre todos hayamos disuelto la banda de los cuatro. Porque éramos cuatro y yo el primero, el ojeador en la vida inexplicable. El segundo fue mi hermano José Antonio, Josecho en la jerga de nuestra tribu, el que más me ha padecido y con quien más he disfrutado, el más hondo y permanente de mis cariños. La única vez que recuerdo haberme enfrentado físicamente a mi madre, siendo muy pequeño, fue un día que le dio un azote a Josecho por no sé qué travesura que habíamos hecho juntos y yo intenté pegarle a ella para defenderle. Luego vino Mariví, la única chica, a quien yo martirizaba negándole mis tebeos cuando no me obedecía con prontitud… lo que no hacía nunca, porque tuvo desde pequeña el carácter enérgico de mi madre —como yo— pero también su lado acogedor y pragmático, que en mí fue siempre obstinación quisquillosa. Y para concluir el pequeño, Juan Carlos o Carlis en nuestra jerga familiar, desde siempre con vocación artística de santo humorista, el que mejor ha sabido defenderse hasta hoy mismo del triste requerimiento de convertirse en adulto productivo y respetable. Con ellos, primero con uno, luego con dos, después con tres, jugué durante muchos años. Próximos en edad, formamos un clan y preferíamos nuestra mutua compañía a la de «los otros», aunque no desdeñásemos cada cual nuestras propias amistades. Nunca he comprendido a quien no cultiva y valora a sus amigos, aún ahora que la vida me ha desengañado de tantos: pero a quien de veras compadezco es al que no tiene hermanos. Abel, muchacho, siento haberte olvidado: me refiero, claro está, a hermanos como los míos… Jugábamos a casitas: cada uno edificaba la suya con mantas y sillas en un rincón del cuarto, preparábamos extrañas comidas invisibles e impaladeables en vajillas de liliputienses y nos invitábamos al almuerzo unos a otros: luego apagábamos la luz, era de noche, había que dormir y roncar para que los demás supiesen que dormíamos. Éramos gnomos del bosque o, más frecuentemente, animales parlantes: el señor Oso, el señor Cuervo, la señora Leona… Inaugurábamos casas del miedo, con la habitación en penumbra iluminada apenas por lámparas encapuchadas, esqueletos ondulantes recortados en papel, fantasmas aterradores hijos de dos sillas tapadas por una manta y rematadas con una careta, agresores inesperados —nosotros, desde luego, bajo diversas advocaciones espectrales— que ululaban amenazas, trampas ingenuas que amenazaban más las espinillas que la cordura de los visitantes. Cobrábamos barata la entrada. Representábamos en los cumpleaños minidramas directamente salidos de algún cuento que yo acababa de leer o del acervo eterno de malos y buenos que constituye el sustrato de nuestro imaginario colectivo: nuestros

disfraces preferían lo abigarrado y oportunista a la exactitud histórica, el público lo formaban padres resignados y beatíficos, el reparto de las piezas se completaba con compañeros de colegio invitados a la fiesta. En ocasiones señaladas, como Navidad, nuestro espectáculo para adultos consistía en una suerte de karaoke anticipado en que dramatizábamos la música de algún disco fingiendo cantarlo o incluso bailarlo: yo prefería el drama a la comedia y me enorgullecía de mi imitación de Gilbert Becaud en Et maintenant, sentado a horcajadas en una silla con el respaldo hacia los espectadores y esgrimiendo con torpeza un cigarrillo apagado en la mano desconsolada. Afortunadamente, también había números más risueños, inspirados en canciones navideñas de Nat King Cole o en una simpática grabación francesa que proponía el himno oficial de Tintín y Milú, junto al burlesco del Capitán Haddock. Ya sin mirones, los tres hermanos —Mariví estaba excluida generalmente por nuestro machismo o por su buen gusto— jugábamos a hacer «aventuras» (muchos años después leí en las novelas de Juan Marsé su descripción de las «aventis» que me resultó entrañablemente familiar). Éramos tres vaqueros del Oeste, o tres policías en Chicago, o tres espadachines, o tres exploradores de la jungla o tres comandos enfrentados al Ejército nazi, como los de los tebeos de Hazañas Bélicas dibujados por Boixcar. Por lo general yo era un sheriff llamado Ned Kelly (antes fui el pistolero Hook Milton, nombre adoptado de una novelita de Marcial Lafuente Estefanía), Josecho era mi ayudante Walter Wurlay —tan hercúleo como fiel— y Carlis el pequeño pero despierto Babalí. Ambos se resignaban a ser negros, pero no por ello menos hermanos del blanco protagonista representado por mí. Algunos relatos de Kipling se basan en un principio de fraternidad racial jerarquizada semejante… Por supuesto, también éramos por turnos los villanos de cada una de nuestras peripecias, que escaseaban en diálogos y abundaban en prolongados tiroteos y sobre todo interminables combates cuerpo a cuerpo. Siempre acabábamos vencedores, tras haber sido gravemente heridos. A veces, las aventuras se miniaturizaban y nos las escenificábamos unos a otros, por capítulos de serial y riguroso orden de edad, con nuestras cajas de soldados de plástico, en las que teníamos vaqueros, romanos, figuras de la saga del Capitán Trueno y del Jabato, guerreros medievales, fieras de todo tamaño y pelaje, etcétera. El decorado en interiores estaba hecho de alfombras y patas de mesa, en el exterior de rocas y matojos naturales. Cada uno era autor, director y público de la historieta, según le correspondiese. Tomaba mis argumentos de Salgari, de Julio Verne, de Tarzán,

de Walter Scott, de Agatha Christie y también por supuesto de nuestros tebeos favoritos; mis hermanos pequeños, menos leídos pero no menos entusiastas, los imitaban lo mejor que podían. La televisión aún estaba lejos, no la vi por primera vez hasta llegar a Madrid, con casi trece años; pero algunas películas disfrutadas en el «Novedades» o el «Pequeño Casino» los jueves por la tarde aportaron tramas, actitudes o personajes a nuestras escenificaciones sin escenario (debo mucho especialmente a los episodios de la serie de indios y vaqueros protagonizada por Kit Carson, de los que veíamos tres por sesión, por lo que colijo que quizá fuesen primitivos telefilms gringos arrejuntados para constituir una sesión cinematográfica). También la radio, con seriales que me gustaban tanto como Diego Valor, nuestro Flash Gordon nacional, El criminal nunca gana (título de optimismo conminatorio que ahora me hace sonreír, pues mi impresión a estas alturas de la vida es que gana casi siempre) o Dos hombres buenos, de José Mallorquí. Dice Schopenhauer que los sueños constituyen una especie de representación teatral en la que somos a la vez guionistas, intérpretes y público. Nuestras «aventuras» de entonces eran lo más parecido a sueños intersubjetivos, materializados a partir de nuestros propios cuerpos o por medio de figuritas de caucho y plástico. Nunca he sido un «creador» literario, me hubiera gustado pero no he podido aunque me fascinan quienes lo son, y sin embargo creo haber seguido modestamente en tales días infantiles la tradición de los mejores de entre ellos: fui un trujamán, como el Maese Pedro de don Quijote, y nunca creo haber logrado superiores cotas inventivas que en esas representaciones plagiarlas de mil fuentes, puestas en escena con mis hermanos y para mis hermanos, sobre todo para nuestro placer. También jugábamos de vez en cuando con los adultos a los juegos que llamábamos «de caja», es decir que nos venían ya empaquetados de fábrica con planteamiento, tablero, piezas y normas no dictadas por nosotros. Los más tradicionales eran los «Juegos reunidos» de la casa Geyper, pequeño baúl de maravillas que incluía clásicos de tanta solera como el parchís, la Oca o Escaleras y Serpientes, junto a algunas de sus principales variantes modernizadas con aviones o automóviles. La simetría mortífera del ajedrez o las damas me fascinaba, pero siempre fueron demasiado áridamente geométricos para mis capacidades torpes en el cálculo. La única vez que recuerdo haberme emocionado en una partida de ajedrez fue jugando con mi padre, que siempre me ganaba pero que tampoco debía de ser precisamente un gran maestro: en un

avance decisivo sacrificó brillantemente un alfil, exclamando «¡Así mueren los alfiles valientes!». Me atravesó la punzada heroica, la conmoción romántica que siempre —hasta contra mi voluntad racional— ha sellado mi vida, la que quizá Capablanca o Andersen eran capaces de sentir a través del drama combinatorio y no de la exaltación verbal. Pero nuestros juegos «de caja» favoritos eran los de la casa Crone, como «Detectives», «Turistas y piratas» o «Safari». No conozco obra de arte plástico más hechicera que esos tableros de cartón destinados a servir de palestra: el plano de las habitaciones donde había ocurrido el crimen y por las que teníamos que deambular buscando la solución del caso, el mapamundi por cuyos mares transportábamos fletes mientras abordábamos a nuestros competidores, la selva en miniatura con senderos marcados por huellas que llevaban hasta las piezas de caza (leones, panteras, elefantes y el único hipopótamo chapoteando aislado en su diminuto estanque azul). Cuando hoy adultos biempensantes predican contra los videojuegos que apartan a los chicos de la lectura, me siento hipócrita si me uno a ellos: estoy seguro de que esos decorados tridimensionales, pródigos en fantasmas y bestias feroces que surgen de improviso, me entusiasmarían si tuviese diez o doce años. Descubrí la imaginación heroica del sobresalto y el exotismo a través de los libros, lo que me convirtió en el lector compulsivo que soy desde entonces; sin embargo no puedo estar seguro de lo que habría sido de mí si en el momento más peligroso se me hubiera ofrecido la tentación de las playstations: quizá hubiese leído menos… o a otras horas. Pero en cualquier caso no creo que las propuestas móviles e hiperrealistas de la pantalla lúdica me hicieran nunca descartar los libros, ni siquiera que llegasen a gustarme más —a permitirme soñar mejor— que los tableros bidimensionales de mis juegos infantiles. Lo que allí se proyectaba era la búsqueda del tesoro sobre el mapa que indica su escondite, la isla que lo oculta, el mar que la circunda y el viaje que lo precede. No otra es la lección de la novela de Stevenson. El tablero es un espacio diminuto y mágico, donde cada paso está cargado de sentido y puede hallarse cuartel pero no insipidez: ninguna pulgada de su territorio carece de riesgo o de vecindad con la recompensa… aunque se trate del parchís o del «palé». A pesar de los desvelos del padre Peyton, agobiante clérigo irlandés cuyo proselitismo hizo furor en la burguesía franquista, nunca terminé de creerme que «la familia que reza unida permanece unida». Mi madre siempre se empeñó en hacer bueno su dictamen, con más perseverancia que fanatismo, pero sigo creyendo que nuestra familia rezaba unida en las ocasiones de rigor (con

silenciadas reticencias y fastidio por parte de alguno de sus miembros) porque estaba unida y no al revés. Sin embargo estoy convencido de que la familia que juega unida permanece unida. Y nosotros, papá y mamá, los abuelos, los hijos, jugamos muchísimo juntos a lo largo de los años: a «Detectives», por ejemplo, descubriendo que la culpable era la señora Prado con veneno en el salón o el señor Negrete con una llave inglesa en el garaje, a la brisca y la canasta si de naipes se trataba, al croquet mucho después, en el jardín de la villa de Torrelodones. Jugaban mis padres a disfrazarse de Santa Claus en Nochebuena y era un juego la maravillosa aparición de los regalos en la mañana de Reyes («he oído un ruido en el salón, parecía el estornudo de un camello…»), escenificábamos los niños mínimas representaciones para los adultos, compartíamos hasta con la abuela más despistada los incidentes del parchís. Todo podía convertirse en juego: mi madre, que durante tantos años nos frotó la espalda y nos lavó la cabeza («¡cuidado, cierra los ojos para que no te entre jabón!»), siempre se aseguraba de que hubiese flotando en las espumosas turbulencias de la bañera un barquito o un pato insumergible, para que también la higiene fuese ocasión lúdica. Mi padre nos metía en la boca los pedacitos de pan con mantequilla en el desayuno fingiendo que eran palomas que atrapábamos al vuelo. Pero sobre todo siempre jugamos verbalmente, con chistes, con juegos de palabras, con pequeños lemas mil veces reiterados de doble sentido familiar, fingiendo enfado cuando no lo sentíamos o imitando las voces de personas conocidas en nuestro entorno: el hogar como teatro permanente de variedades, la familia como irresistible e imprescindible broma que no puede cesar. Es un hábito que se convierte en vicio: hasta hoy, con esposas, amantes, amigos o incluso con las compañías más ocasionales (en la celda de la cárcel, en el cuartel, en la habitación del hospital), nunca he sabido vivir de otro modo. Me es imposible encontrarme encerrado con alguien entre cuatro paredes y no intentar con él o ella una partida, una pequeña farsa, al menos una greguería sin apenas malicia… También jugaba, claro, con los compañeros del colegio. Menos al fútbol, al que he sido alérgico desde pequeño (la amenaza del pesado balón de cuero cubierto de barro zumbando de aquí para allá como una bala de cañón era la constante pesadilla de mis recreos), a cualquier cosa. Guardo una fotografía de mi clase de primero de bachillerato, en los marianistas de Aldapeta, en la que oculto bajo el jersey el bulto de un brazo enyesado: me lo había roto jugando a la cadeneta o látigo en el patio, cuando me tocó ir el último de la hilera y salí

despedido contra un muro. Gajes del oficio. En la foto tengo al lado a Iñaki Anasagasti, que solía ser el primero del curso y con quien he compartido en casa muchos cumpleaños. Antes de ese accidente recuerdo una épica temporada en la que jugábamos a bandas y yo, insospechadamente, fui el jefe de una de ellas. Galopábamos entre los absortos futbolistas, lanzando gritos apaches y procurando hacer prisioneros en la facción contraria, que quedaban confinados bajo palabra en un rincón del patio. Mi segundo en el mando era un chico alto, desgarbado, al que en mis confusos recuerdos apellido Maculet. Contra todo pronóstico razonable (yo sobresalía más en la elocuencia de la arenga que en el fragor de la batalla), mi banda llegó a ser la más poderosa en aquel universo de los recreos, que sólo duraba veinte minutos y luego quedaba en suspenso hasta que acababa la próxima clase. Logramos tener cautivos a la mayor parte de los miembros del clan rival y entonces cometí el primero de los numerosos errores políticos de mi vida. En vez de aprovechar la ventaja adquirida y aniquilar al enemigo diezmado, ofrecí a nuestros prisioneros la posibilidad de regresar libremente con sus huestes derrotadas o elegir entre unirse a nuestro victorioso escuadrón. No me movía la magnanimidad, sino el fastidio de tener que estar pendiente de nuestro incruento campo de concentración. Los cautivos son una rémora, aburren más de lo que enorgullecen; los enemigos, en cambio, prometen incesante inquietud y diversión. Siempre he funcionado mal como soldado pero bien como guerrero, porque el soldado quiere vencer mientras que el guerrero lo que pretende es seguir luchando. De ahí que toda mi vida yo haya sido, sin contradicción infranqueable, antimilitarista convencido y belicoso de corazón. Por lo demás, creí ingenuamente que el prestigio de nuestra gloria atraería a la mayor parte de los recién liberados: no fue así. Casi todos volvieron presurosos bajo sus antiguos estandartes, llenos de ansias de revancha. Y lo peor fue que con ellos empezaron a irse gran parte de mis mesnadas, decepcionadas por un jefe que rentabilizaba tan mal el triunfo. Siguieron las escaramuzas y las batallas, pero a cada recreo veía mi bando más y más reducido. Hubo un momento en el que sólo el fiel Maculet respondía a mi voz de mando; al instante siguiente, él también engrosó las filas abrumadoras del adversario. Entonces cargué sólo contra todos ellos, amargado y estéril, suicida, sabiendo por fin cuál era mi destino… Pero el destino no llegó. Nadie me hizo caso, el juego se dio por acabado. Empezaba entonces, creo recordar, la temporada de las canicas. El más notable de los juegos, cultivado amorosamente durante años, tuvo como cómplice esencial a mi amigo y compañero Jesús Muñoz Baroja, que es

algo así como un sobrino-nieto de don Pío. Ambos coleccionábamos figuritas de goma de vaqueros, animales, romanos y los más diversos tipos de soldados en miniatura. Cada uno inventó un país en cuyo territorio viviesen y se organizasen nuestros heterogéneos pupilos. El mío se llamaba Zoolandia, porque en sus orígenes históricos fueron animales los reyes fundadores (creo recordar al gorila Gori-Gori como primer monarca). El suyo era Pailandia, más antropomorfo, e incorporamos a nuestra nómina de naciones virtuales otras regidas por algunos amigos y la de mi hermano Josecho, cuyo pueblo fue mi previsible y eterno aliado (también previsiblemente, se llamaba Joslandia). Jesús y yo nos pasábamos los recreos comunicándonos noticias de nuestros reinos e incluso componíamos semanalmente periódicos que informasen de sus avatares. Pailandia era una nación bastante estable y altamente civilizada, pero Zoolandia sufría (según mi criterio, gozaba) un permanente caos político, en cuyo Gobierno se sucedían —siempre tras cruentos golpes de mano o intrigas palaciegas dignas del Shakespeare más sangriento— Césares atroces y orgiásticos, presidentes chinos a cuyo lado Fu Manchú hubiera parecido un nuevo Thomas Jefferson o generales poseídos de frenesí imperialista. Creo que nunca me consentí la debilidad de encumbrar a ningún líder sensato o decente, es decir trivial. De vez en cuando, y era el momento más apreciado, nos lanzábamos a la guerra. La inquietud por el resultado de la contienda (en la que podíamos perder porciones de nuestro territorio imaginario) formaba parte esencial de la diversión, hasta el punto de que en una ocasión memorable uno de nuestros jerarcas envió a su rival un telegrama conminatorio que comenzaba diciendo: «Te declaro la guerra, pero con una condición…». Las batallas tenían lugar en el salón de alguna de nuestras casas. Cada uno disponía su ejército y el de sus aliados en un extremo de la habitación, resguardado tras las patas de los muebles; y las fortificaciones se improvisaban con piezas de construcciones de madera; movíamos las figuras por turnos, utilizando dados y midiendo la distancia en palmos: los proyectiles eran las canicas más grandes que podíamos encontrar. Zoolandia venció en la madre de todas las batallas gracias a un enorme cañón que disparaba irresistibles proyectiles de plástico, arma secreta que yo había pedido a los Reyes en su día con las peores intenciones. ¡Cuánto fragor, formidable pero inocente! Nuestros seres imaginarios perecían y renacían hasta extinguirse, se hundieron los imperios de papel, mientras Jesús y yo seguíamos siendo amigos. Hasta hoy. Como la caprichosa obsesión de mi vida, desde los cinco años, han sido las carreras de caballos, siempre he buscado el juego perfecto que me permitiese ser

propietario, entrenador, jockey y público, todo sin salir de casa. He conocido muchos, desde modestos tableros titulados Gran Derby o cosas semejantes, con fichas como botones que se movían a golpe de dado y volvían al punto de partida si caían en la casilla de un obstáculo, hasta diseños mucho más sofisticados de hipódromos bidimensionales en los que compiten pequeñas figuritas de plástico equinas y se pueden comprar purasangres en subastas, apostar o incluso hacer trampas frenando al favorito durante la carrera. También por supuesto aquel otro, con una pista en forma de alfombra rodante movida por un sencillo mecanismo por la que se deslizaban a trompicones purasangres metálicos (mi juguete preferido durante años), y el resto de los más o menos automatizados hasta llegar al juego de ordenador Stable Masters, que ahora me da la posibilidad de comprar caballos, entrenarlos, matricularlos según sus características en las distintas pruebas de diversos hipódromos virtuales, contratar jinetes y darles instrucciones sobre cómo montar en la carrera, apostar, especular con ellos, verles correr con razonable realismo, etcétera. Con todo, lo que me gustó por encima de todo y de todos era «hacer carreras» por el suelo de algún cuarto casero con caballos tomados de nuestras colecciones de indios y vaqueros de goma, contra la cuadra de mi hermano Josecho. Cada ejemplar tenía su nombre, tomado de los que de veras veíamos cada domingo correr en Lasarte o Madrid, y lo mismo ocurría con sus jinetes, pese a que su apariencia se asemejaba más a la de Búfalo Bill que a la de Lester Piggott o Carudel. Las pruebas se acomodaban en época del año y distancia a las reales: programadas en una revista de uso ya no interno sino íntimo (sólo tenía dos lectores) en las que aparecían los participantes, sus montas y los pronósticos oportunos. No sabría decir exactamente cuánto tiempo jugamos a hacer carreras: como mínimo diez o doce años. De la etapa en San Sebastián recuerdo un gran premio en el Paseo Nuevo, junto a la hoy demolida ermita de Elcano, en la que también participaron campeones de mi amigo Juan Berraondo y que ganó la yegua «Samarella», reina indiscutible de mi cuadra. Fue mi mayor éxito hípico, quizá el mayor de toda mi vida en términos absolutos. Cuando nos desterraron a Madrid, seguimos con nuestro hipódromo hogareño. El pantalón corto se hizo largo pero mi hermano y yo continuábamos a gatas por el salón, tirando los dados y haciendo avanzar nuestros perennes purasangres. En más de una ocasión, ya en la facultad de Filosofía, volví deprisa a casa tras una manifestación estudiantil (a veces con algún porrazo de los grises en la espalda), para celebrar el Premio Villamejor programado para ese día, en el que tenía dos

o tres participantes con buenas probabilidades… Luego, muy luego, José y yo dejamos de hacer carreras, casi sin notarlo, sin apenas saber por qué: como mañana dejaremos de hacer lo que hoy aún creemos imprescindible, con la misma inevitable despreocupación, con igual atroz fatalidad.

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TEBEOS

S

é que a muchas personas les gusta leer tebeos, pero ¿habrá habido alguna vez alguien a quien le gustase leer tebeos más que a mí? Los leí hasta ayer mismo, como quien dice, aunque cada vez de modo más selectivo. Todavía recaigo de vez en cuando en mi afición, aunque ya sólo durante esos ratos pensativos que pasa uno sentado en la taza del retrete (la poesía también es adecuada para ese interludio entrañable, salvo que se trate de largos poemas épicos). Suele decirse que quien ha leído tebeos en su niñez después leerá libros, pero yo frecuenté desde el principio unos y otros sin remilgos discriminatorios. Durante bastante tiempo mi ideal fueron los volúmenes de la colección «Historias», que recogían obras clásicas de la narrativa tradicionalmente considerada «juvenil» (Walter Scott, Stevenson, Mayne Reid, Alejandro Dumas, Karl May, etcétera) en versiones algo aligeradas y acompañando cada página de la correspondiente versión en cómic del relato. El libro y el tebeo en una sola pieza, delicia doble. Pero también me encantaba disfrutar ambos gozos por separado. Gracias a los tebeos aprendí dos cosas fundamentales en mi vida, aunque ninguna de ellas he llegado a dominarla con la debida competencia. La primera es que se necesita dinero para obtener ciertos placeres y que es preciso saber administrarlo bien para no contrariar la urgencia, siempre jerarquizante, de nuestros deseos. El total de mis pagas semanales se me fue durante muchos años

invertido en tebeos, así como el monto de algunas propinas conseguidas de mis abuelos e incluso el fraudulento botín de pequeñas sisas en el monedero que mi madre nunca se molestaba demasiado en resguardar. Cuando los recursos económicos son escasos, su gestión adecuada se convierte en un arte. Si por mí fuese, me hubiera llevado todas las historietas que se exhibían en el quiosco de la Luisa, situado en la Avenida en su intersección con Garibay. Pero como solo llevaba dos duros y en ocasiones extraordinarias tres, no había más remedio que seleccionar cuidadosamente el material (hablo de una época en que los tebeos costaban por lo general una peseta con cincuenta céntimos). La mayoría de mis favoritos eran semanales y aparecían los sábados (entonces también había colegio el sábado por la mañana), de modo que ése era el día señalado para realizar la cosecha. Algunos títulos eran obligatorios: nadie en su sano juicio podía prescindir de El Capitán Trueno o El Jabato, por ejemplo. Las dudas empezaban con los demás. Las aventuras de Diego Valor era mejor seguirlas por la radio, de modo que las sacrificaba sin esfuerzo, así como las de El Guerrero del antifaz y Roberto Alcázar, que solían resultarme algo anticuadas y repetitivas. El inspector Dan no aparecía todas las semanas, pero cuando llegaba al quiosco era para mí un must inexcusable. Elegir entre El cosaco verde, Piel de Lobo y Don Z, en cambio, ya representaba un más frecuente y mayor compromiso. Y El cachorro, desde luego, no lo olvidemos… yo fui devoto del obeso y ensortijado Morgan. También había que incluir en la remesa, junto a los cuadernos de aventuras, alguna revista de personajes humorísticos como Dumbo, la de Walt Disney y sus clásicos, Pumby (con su «Conejito atómico»), el antonomásico TBO (lleno de pequeñas maravillas, encabezadas por las peripecias del explorador Morcillón y el negrito Babalí) o Pulgarcito. Ésta era la oferta española, pero para complicar más la cosa estaban por añadidura los tebeos de la mexicana Novaro, mucho más caros aunque presentando un reparto irresistible: primero, la saga de los grandes vaqueros que para mí encabezaba Hopalong Cassidy (luego supe que en la pantalla lo encarnaba William Boyd y hoy mismo he leído en el artículo semanal de Arturo Pérez-Reverte que también su preferido era el sheriff de Dos Ríos), seguido por Roy Rogers, Gene Autry, Red Rider y por supuesto El Llanero Solitario. Al mencionar sus nombres, me parece estar hablando de mi verdadera familia. El lenguaje para nosotros exótico con el que traducían en México estos tebeos gringos contribuía a su encanto: los personajes siempre se trataban de usted, salvo el Llanero cuando hablaba con su indio de compañía, los malos eran

siempre «pillos» y de vez en cuando, ya más especializados, «abigeos»; en cuanto a los revólveres siempre ladraban «¡blam, blam!», nunca «¡pun, pun!». Después se me ofrecían los superhéroes: el primero de los que conocí y al que siempre permanecí fiel por encima de todos era el auténtico Capitán Marvel, musculoso personaje irónicamente semiomnipotente en el que se convertía el adolescente locutor Billy Batson tras pronunciar la palabra mágica: ¡Shazam! El Capitán Marvel llevaba un ceñido uniforme rojigualdo —pura coincidencia, desde luego— y lucía en el pecho el signo del relámpago que luego heredaría en la frente Harry Potter: sus facciones eran una inspirada caricatura del actor Fred McMurray. Como cualquier superhéroe que se precie disfrutaba de la animadversión de un archienemigo llamado Sivana, un sabio demente de enorme cráneo calvo y risa colérica. Las aventuras de este Capitán fueron en su día una réplica algo humorística de las de Superman, que también luego frecuenté — junto con las de Batman— aunque nunca lograron entusiasmarme tanto. En cambio fui adicto a las de Super-Ratón, un ultrarroedor volante que se enfrentaba a tremendas conspiraciones de gatos maléficos uniformado como el Capitán Marvel. A veces creo que toda mi vida no ha sido más que una nota a pie de página no de los diálogos platónicos sino de los tebeos de Super-Ratón. Pero mis personajes favoritos de todas las categorías fueron los que animaban dos series humorísticas: los de La Zorra y el Cuervo y La pequeña Lulú. El Cuervo era astuto, impertinente y vivía en un árbol hueco que sigue representando para mí la morada definitivamente envidiable: masticaba una eterna colilla de puro, signo ya de su inconformismo visceral, y se disfrazaba de mil modos para incordiar a su estólido vecino el zorro —feminizado en el título de la revista en homenaje a la versión española de la fábula— que habitaba frente a él un chalet bastante repipi. En cuanto a Lulú… ¡ah, Lulú, reina sin corona de la travesura consciente por encima de Toby, que la amaba sin saberlo, y el resto de los chicos que trataban de marginarla por su sexo! Con el mayor respeto para el admirado Quino, ni Mafalda ni nadie han podido compararse para mí a Lulú, que escribía sus anotaciones cotidianas empezadas por un «Querido Diario» y se enfrentaba de vez en cuando a su reverso oscuro, la brujita Ágata con su risa de hechicera pueril: ¡cacle, cacle! Cuando medio siglo después he leído las aventuras de Harry Potter, siempre me he imaginado a la concienzuda Hermione Granger con los tirabuzones de «mi» Lulú. ¡Cuántas incitaciones al gasto! Si para colmo consideramos a algunos outsiders, como Turok, el guerrero de piedra indio obligado a enfrentarse

cotidianamente con dinosaurios, será fácil comprender la complejidad de mi conflicto económico hebdomadario: ¡tanta dicha en oferta y sólo tres duros, en el mejor de los casos, para satisfacerla! Menos mal que de vez en cuando algún adulto comprensivo ayudaba a una compra extraordinaria. Como Dios —según dicen las almas piadosas y yo apenas he tenido ocasión de verificar— aprieta pero no ahoga, los cómics aún más caros de Features Syndicate, El hombre enmascarado, Flash Gordon, Rip Kirby y Ben Bolt, no aparecieron en mi vida hasta mucho después, cuando la paga semanal era ya bastante más saneada… Pero mencioné antes que fueron dos las cosas fundamentales que aprendí gracias a los tebeos. La segunda fue a hablar en francés. Y esta otra habilidad — en mi caso, mera capacidad torpe, porque siempre la practicaré con acento de vache espagnole— se la debo, junto a tantos otros júbilos y beneficios, a Tintín. Sus aventuras constituyeron también para mí una inmediata adicción. Pero aún no estaban traducidas al castellano y llegué a ellas como texto básico con el que practicaba la lectura en francés con mi inolvidable mademoiselle Felitxu Eraso, de quien quizá luego diga algo más porque lo merece. Leer un idioma nunca me ha costado demasiado: en el caso de la lengua francesa ha constituido uno de los más antiguos y duraderos placeres de mi vida. Quisiera que la última página que leyesen mis ojos estuviera escrita en francés. Pero «hablarlo» ya es otra cosa: me gusta tanto hablar, disfruto en tal medida con los giros y los juegos de palabras, que me aturullo en cuanto salgo de mi idioma por no resignarme a la modestia de utilizar frases sencillas, sin rebuscamientos. Me siento como una película doblada con los subtítulos redactados por un incompetente. De modo que leí muy pronto en la lengua de Voltaire pero mis labios permanecían sellados a la hora de pronunciarla. Mi madre disolvió la obstrucción, con Tintín como cebo. Los sábados solía «pasar a Francia» con mis padres: íbamos a Hendaya, a San Juan de Luz, a Biarritz. Paseábamos y comprábamos cosas ahora triviales que entonces escaseaban o eran de peor calidad en la España de posguerra, como el café o las aspirinas. También hacíamos un alto obligado en los quioscos de prensa, donde mi madre adquiría Elle o París Match y yo babeaba de anhelo ante El cetro de Ottokar, La isla negra y Los cigarros del Faraón. Entonces, inflexible, ella me decía: «Si quieres que te compre otro Tintín, tienes que pedirlo tú mismo». No bastaba con señalarlo con el dedo, ni con gemir inaudiblemente dos sílabas. Tenía que formular mi demanda de manera completa, que poco a poco se fue enriqueciendo con peticiones de números atrasados o busca de información acerca de cuándo llegaría el próximo. Así,

balbuceando y atragantándome pero firme en mi deseo, me fui soltando a hablar la única otra lengua en la que no me he sentido nunca del todo forastero. Y de paso me hice amigo del capitán Haddock y de la Castafiore… Cada sábado calculaba, sopesaba, elegía y descartaba, tras angustiosa y larga deliberación que Luisa, la quiosquera, soportaba con la impavidez que da el hábito. Finalmente, conseguía reunir el botín de la semana y me lo llevaba a casa. ¿Me ponía inmediatamente a leerlos, como mi avidez hubiera querido? Nada de eso. Siempre he sido un discípulo de Tántalo, un maestro en el aplazamiento del placer inminente, ya materialmente conseguido y cuya demora por tanto resulta deliciosa. He querido saberme dueño y maestro de ceremonias de mis goces, restarles lo impulsivo, añadirles deliberación. No ser poseído por la delicia sino poseerla y suministrármela. Una novia que tuve hace mucho me llamaba «calculador» (sin duda he intentado serlo, la mayoría de las veces infructuosamente) y se irritaba al comprobar que, cuando pedía un filete con patatas fritas, lograba victorioso hacer coincidir el último bocado de carne con la última patata. Me temo que también se quejaba implícitamente de que en otros campos fuese en cambio mucho más arrebatado, hasta el apresuramiento. Cuando en el 68 adopté junto a otros el ingenuo lema Paradise now, en el fondo de mis entretelas sabía que estaba haciendo trampa porque mi auténtica divisa a este respecto es la de Voltaire: Le paradis terrestre est où je suis. El paraíso está donde estoy yo, el paraíso consciente: y Freud que se las arregle como pueda. Vuelvo a los tebeos, no me he olvidado de ellos, pero aclaro que tampoco los leía en cuanto llegaba a casa. No, debían ser leídos en la cama. Es en la cama donde más disfruto y todo lo que puede hacerse en la cama seguro que no querré hacerlo fuera de ella. Hasta la muerte, si me llega acostado y arropado, quizá me resulte tolerable… al menos por una vez. De modo que esperaba hasta la hora de acostarme, mucho tiempo después de haberlos comprado, para gozar de mis tesoros. Eso sí, miraba y remiraba las portadas de los cuadernos, que avanzaban alguna de las peripecias que iba a encontrarme luego en ellos. Me imaginaba a mi aire estas aventuras, hasta la hora de confrontar mi fantasía con la del autor del argumento dibujado. Después, disponía el montoncito de revistas en un orden inexorable y supremamente equilibrado: no todos serían deglutidos en la noche del sábado, tenía que guardar algunos para la hora especialmente dichosa de la mañana del domingo. De modo que ponía encima uno de los más apetecibles (casi siempre el del Capitán Trueno), luego otro menos codiciado, después un tercero

comparativamente indiferente, debajo uno de risa, luego el de aventuras, el más corto, el más largo, etcétera. And so on… Quizá era aún más feliz organizando mi felicidad que disfrutándola. Paladear una y otra vez los tebeos de la noche del sábado y luego dormirme recordándolos e imaginando los de la mañana del domingo… Creo que entonces ya vislumbraba que nunca la vida me daría nada mejor. No me lo ha dado.

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MONSTRUOS EN LA PELUQUERÍA

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no de los principios de nuestro savoir vivre familiar siempre fue que cuanto puede hacerse en casa o en la calle debe preferentemente hacerse en casa. Yo y mis dos primeros hermanos nacimos en el dormitorio materno, no en un paritorio. Si hubiese dependido de mi padre, nunca habríamos ido a la escuela: mejor que los maestros acudiesen todos los días al domicilio, como don Gorgonio. De ese modo, en caso de mal tiempo, que los constipados fueran ellos y no los niños. También venía a casa un par de veces por semana la costurera, para arreglar pantalones y coser camisas (el traqueteo de la máquina de coser, la Sigma, que jamás probablemente volveré a oír, representó algo así como el basso ostinato de mi hogar); por supuesto los cumpleaños y festejos infantiles se celebraban en casa, aunque fuese poniéndola patas arriba, con cine a domicilio de alquiler y hasta payasos domésticos; la manicura y la callista eran figuras que pertenecían por la misma regla de tres al tarot hogareño, etcétera. Y, desde luego, el peluquero: ¡vaya ganas, salir de casita para ir a cortarse el pelo! Esta adicción a la domus aurea es el principal rasgo feudal que recuerdo en mi muy burguesa familia: la gente de bien vive a todos los efectos en su morada, que por lo común sólo abandona en caso de incendio o para satisfacer algún vicio inconfesable. En el fondo, creo que sigo pensando exactamente así, cada vez más. Por ejemplo, nunca he logrado sentirme a gusto en una biblioteca pública porque siento que leer, leer de verdad, es algo que no puedo hacer con

provecho fuera de mi cuarto. ¡Cuánto comprendo a la anciana beata agonizante que, cuando el cura trataba de aligerar su tránsito encomiándole los gozos celestiales que pronto iba a disfrutar, respondió: «Sí, muy bien, pero desengáñese, padre… ¡como en casa, en ningún sitio!»!. El peluquero que nos visitaba semanalmente a domicilio se llamaba Orencio. Nunca he conocido a ninguna otra persona con tal nombre, por lo que estoy autorizado a pensar que en su caso el individuo agotaba la especie, como ocurre entre los ángeles: otra prueba más de su naturaleza celestial, de la que sigo estando firmemente convencido. Orencio era un ángel narrador, mil veces preferible a tronos, potestades y dominaciones. He tenido la inmensa suerte de que tanto mi padre como mi madre me contasen cuentos, pero no cuentos de terror: la narración macabra entró en mi vida con este milagroso peluquero. La improvisada peluquería se instalaba en el cuarto de baño: el cabeza de familia, que era más calvo que otra cosa, solía ser atendido en primer lugar y no tardaba mucho en quedar aviado. Luego veníamos los niños: sobre la silla de cocina que oficiaba como sillón de barbero se acumulaban más o menos cojines de acuerdo con nuestra edad y tamaño. Como éramos inquietos, impacientes y levantiscos (es decir, propensos a levantarnos a mitad de la faena depilatoria), Orencio tenía que ingeniárselas para entretenernos, a cada cual a su estilo, ayudado en ocasiones especialmente turbulentas por el ama María o nuestra madre. Pero mi caso era el que menos problemas planteaba y no, bien lo sabe Dios, porque al ser el mayor resultase más formalito que los demás: en casi todos los aspectos siempre fui más impertinente e histérico que cualquiera de mis hermanos. Sin embargo, en la peluquería casera de Orencio me portaba mejor de lo que me he portado nunca en ningún sitio. No sólo no me impacientaba durante el corte de pelo ni quería abreviarlo con pataletas, sino que lo hubiera prolongado hasta el doble o el triple de su duración. Y ello por los relatos de Orencio, que —como modesta Scheherezade capilar— descubrió el hechizo narrativo gracias al cual me dejaría cortar el pelo sin rechistar mil noches y una y cuantas más hicieran falta. Respecto al origen ancestral de los cuentos de la célebre recopilación arábiga, hay diversas opiniones eruditas; también discrepan los estudiosos sobre cuáles fueron las fuentes donde obtuvieron su inspiración Jacob Grimm o Charles Perrault. El caso de Orencio, para mí más importante, no ofrece en cambio ningún enigma: lo que me contaba una y otra vez, allí, frente al lavabo de Garibay o Fuenterrabía, mientras me esquilaba, no eran ni más ni menos que

los argumentos de las viejas películas de la Universal: las protagonizadas por Drácula, Frankenstein y el hombre-lobo, ya fuera solos o combinados en duetos y tríos trágicos. Este origen cinematográfico, Orencio no lo ocultaba, al contrario: lo subrayaba como el principal interés de sus relatos. No me contaba meros cuentos sino… ¡películas! Advirtiéndome: «Tú aún no puedes verlas, porque eres pequeño». No podía verlas, pero ya podía oírlas y, sobre todo, imaginármelas. Así soñé por vez primera con esas terribles y desventuradas criaturas que nunca me han abandonado desde entonces. En el espejo del cuarto de baño, en el que sólo se reflejaba un niño con un ancho babero al cuello para recoger los pelos recién podados, yo veía la noche llena de antorchas y gritos por la que el vacilante monstruo hecho de cadáveres huía sin esperanza de la jauría vengadora que le acosaba; y la luna llena y fatal de Larry Talbot y el siniestro conde, en lo alto de la escalera transilvana, escuchando aullar a los hijos de las tinieblas… Nunca me cansaba de oír las mismas alarmantes crónicas: esperaba los incidentes ya familiares con la misma devoción con que mucho después he visto mil veces esas películas y mil veces esperé conteniendo el aliento que la niña inocente fuese enviada por el inocente monstruo a hundirse con las flores en el lago. No creo que la mera nostalgia me haga equivocarme: Orencio era un estupendo narrador. De vez en cuando, en momentos especialmente cruciales, suspendía su tarea y se abismaba en el relato, apartándose un poco para que yo le viera mejor y subrayando sus palabras con el cliqueteo de la tijera en el vacío como si fuesen los acordes sombríos de la música del film. Además de los grandes artistas cuyas obras perduran y son celebradas por las generaciones, supongo que hay cientos de artistas momentáneos, que realizan pequeñas miniaturas de orfebrería mientras charlan con los amigos en el café o cortan el pelo a un niño. Y quizá estas obras de arte que tienen pocos testigos y duran minutos contribuyan no menos a embellecer la vida de los humanos que las de Miguel Ángel o Shakespeare. Un poeta modernista colombiano, Porfirio Barba Jacob, escribió esta súplica que con fervor hago mía: Dame, ¡oh Noche!, tus alas de Misterio para volar al cielo de los Monstruos… Orencio, el ángel narrador de la peluquería, me prestó mis primeras alas

misteriosas con las que he revoloteado después hasta hoy mismo. Por eso le dedico esta página de homenaje.

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EL ORIGEN DE LA MENTIRA

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o creo tener mayor tendencia a mentir que el común de mis congéneres. Si no recuerdo mal, fue Goethe quien señaló que Dios concedió a los humanos el lenguaje para que ocultasen su pensamiento y yo me someto a esa práctica habitual más o menos como todo el mundo, con excepción de los fanáticos y los muy groseros. Pero aunque no siempre soy franco (y temo a los que siempre se ufanan de serlo) rara vez soy deliberadamente falso. Admito lo absurdo de esta confidencia, que cualquier mentiroso suscribiría con el mejor de los ánimos. De modo que el lector hará bien en suspender de momento su juicio y seguir atendiéndome como si me oyese parlotear a solas o silbar en el baño. No sólo no me gusta mentir, sino que me da un poco de miedo hacerlo. A desentrañar el origen de ese temor van dedicadas estas líneas. Pero antes aclararé lo que entiendo por «mentira», que no sólo es tergiversar a sabiendas aquello que consideramos verdad, sino principalmente escamoteársela a quienes tienen derecho a esperarla de nosotros sobre determinados asuntos. Por ejemplo, creo que el presidente Clinton no mintió al negar sus relaciones sexuales con tal o cual señorita ante el público, porque nada humanamente respetable le obligaba a ser sincero con semejantes chismosos respecto a ese tema; si la inquisidora hubiera sido Hillary, en cambio, su desmentido ya hubiera sido una auténtica mentira… aunque no menos comprensible a mi juicio. A veces me he divertido contando historietas sobre mí a gente a quien podían entretener, aunque les daba

exactamente igual que fuesen ciertas o falsas. Recuerdo que hace bastantes años tuve una amiga en cuya casa —en cuya cama, para ser más exactos— solía recalar dos o tres noches a la semana. Después de esos agradables episodios, solía volver a horas muy tempranas del día siguiente a mi domicilio, notablemente distante del suyo. No sé por qué se me desarrolló la costumbre de contarle al taxista de turno alguna historia fantástica sobre los motivos de ese paseo madrugador: si llevaba mi cartera solía ser un médico llamado con urgencia por un cliente habitual que había empeorado, pero en otras ocasiones fui un periodista que estaba documentándome para un reportaje sobre la noche en las barriadas madrileñas y hasta un sacerdote que acudía con los santos óleos a la cabecera de un moribundo. Creo que alguna vez me proclamé sencillamente un amante satisfecho, identidad que fue acogida con mayor escepticismo que cualquiera de las otras. Pues bien, mientras improvisaba tales ficciones tenía tan escasa conciencia de mentir como el novelista en su mesa de trabajo. Pero volvamos al miedo que me despierta falsear la verdad cuando debería legalmente proclamarla. Es el sano temor a ser descubierto y puesto en la picota, resabio muy formativo que sin duda proviene del escarmiento que sufrí a raíz de mi debut oficial como mentiroso. Yo debía de tener seis años y mis padres, tras una efímera estancia de días en los parvulitos de un colegio de monjas, saldada desastrosamente, habían preferido ponerme un preceptor particular en casa que me enseñara durante unos meses cuentas y caligrafía antes de intentar por segunda vez y más en serio el camino de la escuela. ¡Cuentas y caligrafía! No hay dos disciplinas para las que haya sido más inepto, desde aquellos días hasta el de la fecha. El encargado de desasnarme fue un maestro jubilado muy anciano, que respondía al a todas luces prodigioso nombre de don Gorgonio, propio de cualquier personaje de Tolkien o de un semidiós de leyenda helénica. Don Gorgonio era de una bondad senil, reforzada por una paciencia que al santo Job le hubiera venido que ni de perlas durante su paso por el muladar. Bregaba lento, minucioso, incansable con mi impaciencia palabrera y desatenta. Siempre he tenido una prodigiosa capacidad para distraerme cuando algo no me interesa: soy capaz de dar una clase o de soportar la regañina de una amante despechada mientras sopeso mentalmente las probabilidades de victoria de los participantes en la tercera carrera del próximo domingo. Cuando don Gorgonio se esforzaba en lograr que acabara las sumas o completara la plana de redondilla, yo intentaba con no menor tesón distraerle y distraerme con mil preguntas sobre cuestiones incongruentes o reclamando que me obligara a leer en voz alta, lo

único que hacía bien sin esfuerzo. Mi objetivo final es que terminara de una vez la hora de clase, aquella tortura incomprensible en cuya sevicia mis padres insistían, para poder volver a mis soldados, a mis tebeos y a las aventuras radiofónicas de Diego Valor, el piloto del futuro. En una palabra, a la vida real, suspendida durante un rato por el estado de excepción impuesto por don Gorgonio (preferible, en todo caso, a las aborrecibles monjitas y los aún más aborrecibles compañeritos con guardapolvos del parvulario). Por fin acababa la lección. Con la excepción del PNV, la historia demuestra que no hay mal que cien años dure. Pero don Gorgonio era un maestro a la antigua usanza, como cualquiera con mayor experiencia que la mía hubiera deducido enseguida de su edad y de su nombre mitológico. Y esos pedagogos veterotestamentarios nunca renuncian a poner tareas. ¡Cómo he odiado, cómo odio esas palabras: las tareas, los deberes! El buenísimo don Gorgonio —un «santo» según mi madre, opinión confirmada por mi actual y más imparcial visión retrospectiva— me imponía como penitencia, digo como tareas, unas cuantas cuentitas y unas pocas planas de caligrafía. Nada mínimamente gravoso pero que a mí me resultaba una esclavitud peor que los más implacables trabajos forzados en la más atroz penitenciaría. Suficientemente malo era soportar que me secuestrasen durante una hora de mis incesantes y necesarios deleites, pero no estaba dispuesto a aceptar invasiones complementarias del resto de mi tiempo. De modo que decidí rebelarme y, a falta de arma más heroica, elegí la mentira. Al final de cada una de aquellas sesiones de docencia que tanto me agobiaban, mientras le acompañaba hacia la puerta de la calle con indisimulada premura, don Gorgonio —¡bendita sea su alma paciente y pedagógica!— me preguntaba si mis padres estaban satisfechos de lo que él denominaba «nuestro trabajo». Y yo, luciferino, le respondía con aire cándido que muchísimo, pero que a su parecer las tareas que me ponía eran excesivas. «¿A tus padres no les gustan los deberes?», me preguntaba resignadamente comprensivo don Gorgonio; y yo, sin el menor remordimiento, feliz por el éxito de mi ardid, le confirmaba que a mis padres los deberes les gustaban poquísimo, tan poco… como a mí. Antes se coge al mentiroso que al cojo, asevera la inmisericorde sabiduría popular. Un día mi madre salió a la puerta a despedir a don Gorgonio y le preguntó por mi rendimiento académico. El buen maestro exageró mis méritos y luego, horror, añadió que procuraba reducir mis tareas al mínimo, tal como mis padres preferían. Mientras el universo y todas sus constelaciones caían sobre mi

cabeza en una sola mirada fulminante, mi madre comentó con frialdad terrible que por su parte no existía la mínima objeción a cualquier tipo y cantidad de deberes; al contrario, que los consideraba imprescindibles. Después de que don Gorgonio se marchó, con una melancólica y comprensiva sonrisa en los labios, sufrí una de las primeras y siempre merecidas reprimendas serias de mi infancia. Quedé convencido de que mentir no sólo es moralmente abominable, eso puede pasar, sino peligroso y a la larga inútil. No mejoré en cuentas ni en caligrafía con don Gorgonio, pero gracias a él aprendí a no mentir. Se las arregló casi involuntariamente para hacerme un poco mejor: mucho más no puede pedirse de ningún maestro.

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EN LA PLAYA El cielo azul es la visión primordial a que remite la idea más general de la alegría: todas las alegrías son como el cielo azul.

RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

L

a playa de la Concha fue para mí una sede de incansables maravillas en la que podían además comerse patatas fritas. Salvador Dalí solía afirmar con su habitual certeza campanuda —si mi amigo Luis Racionero no me engaña— que el centro del planeta está situado exactamente bajo la estación de Perpiñán. ¿Habría dicho hoy lo mismo o preferiría ya como punto de referencia cósmico el aeropuerto de Barcelona? Sea como fuere, se equivocaba… al menos en lo que me corresponde. Porque para mí el mágico onfalós del universo entero, el punto en que los lugares confluyen y refluyen hasta convertirse en el Lugar, desde cuyo repliegue esencial parte de nuevo la redistribución del espacio, siempre ha sido y seguirá siendo la playa de San Sebastián. Ahí se remansa, minúscula y potente, la marea del mundo. ¿La Concha, Ondarreta? Ante el peso esencial del destino cósmico, rechazo cualquier secesionismo: hay sólo una playa donostiarra, dividida en dos por el estilismo rocoso del Pico del Loro, cuyo nombre siempre me ha evocado la boca de esos calamares gigantes que suelen obsesionarme. Una sola playa formada por dos en la bahía única, a la que se asoman uno tras

otro desde hace más de medio siglo mis yoes sucesivos con ilusión, con asombro, con nostalgia y con fatiga. El tamaño del paraíso, que el alma no abarca, cabe sin embargo en poco más de una cáscara de nuez. ¡Y además comíamos patatas fritas allí, sobre la arena y cerca del mar! No patatas cualesquiera, desde luego, como si todas fuesen iguales. Mis padres eran bastante remilgados en lo tocante a vendedores callejeros y nos desaconsejaban vivamente comprar chucherías en los puestecillos (las «cestas», las llamábamos) de esas astutas matronas que rentabilizaban ínfimos emporios de chicles, regaliz y pipas de girasol. ¡Quién sabe cómo las guardarían, a qué contagios nos expondría su consumo! Y tampoco se fiaban sin más de las vendedoras de patatas fritas que nos asediaban en la playa. Por la Concha deambulaban muchas, voceando su mercancía: «¡Pa-ta-taaaa! ¡Pa-ta-taaaa!». Con la cesta bajo el brazo, llena de paquetitos de papel amarillo, levemente impregnado de grasa. «¡Recién hechas!». Nosotros (el infranqueable «nosotros» familiar, formado por mi madre, que nos acompañaba al borde del mar cuando nos bañábamos los niños y luego se sentaba en una silla con las piernas descubiertas para que se le tostasen un poquito, después por mi padre, que llegaba al final de la mañana de la oficina, con chaqueta, corbata y chaleco, sin quitarse nunca los zapatos para pisar la arena) dejábamos pasar una y otra vez a las engañosas patateras vulgares, hasta que llegaba la nuestra, la única, superior a todas las demás: la patatera blanca. La llamábamos así no porque las demás fuesen de otro color —la inmigración apenas existía entonces, éramos los españoles quienes emigrábamos en esa época—, sino porque el papel de sus bolsas de patatas era de color blanco. Sosteníamos firmemente la clara excelencia de sus patatas de forro blanco sobre el peligro amarillo representado por las demás. En nuestro toldo (el toldo familiar, alquilado año tras año desde tiempos inmemoriales, proyección mínima de la sombra del hogar sobre la playa) sólo se consumían rebanadas fritas de tubérculo aportados por la patatera blanca. En Inglaterra, los proveedores de la real casa tienen derecho a adornar sus productos con el escudo de la reina: la patatera blanca hubiera podido realzar sus bolsas con el emblema genealógico de la casa Savater (zapato dorado sobre fondo de azur o algo parecido) si esa distinción nobiliaria le hubiese sido de algún provecho. A veces los niños, más glotones que exquisitos, nos impacientábamos un poco al ver que la privilegiada no terminaba de llegar y el hambre azuzaba: «¡Mamá, queremos patatas!», suplicábamos al oír el reclamo de cualquier otra vendedora. Y mi madre, consecuente y algo escandalizada, calmaba nuestro apremio: «Esperad un poco,

que va a venir la blanca». Por fin llegaba, efectivamente, y comprábamos un par de bolsas, que compartíamos todos en rigurosos turnos: cada uno metía la mano en la estrecha embocadura y tanteaba rápidamente hasta escoger la patata que parecía más grande, pero que a veces se rompía y nos dejaba frustrados. «¡Qué pequeña era la mía! ¡Mira, éste ha cogido dos!». Ninguna justicia distributiva es perfecta, pero la que así reinaba en la Concha era mejor que la mayoría. Utilizando los cubos como moldes hacíamos flanes de arena mojada; y murallas aparentemente infranqueables tras las que nos guarecíamos gritando y riendo para esperar la subida de la marea. Después corríamos a ver pasar la carreta en la que se acumulaban los desperdicios playeros, tirada por dos bueyes enormes, lentísimos, con un flequillo de cordones rojos colgando sobre los ojos y un hilo de baba resbalando de los belfos. Y, claro está, nos bañábamos. Primero con torpes y jubilosos chapoteos en la orilla, luego con flotadores de todas las formas y tamaños, más tarde ya libres de cualquier restricción, sueltos, ágilmente autónomos, nadando cada vez más lejos, hasta el gabarrón primero, hasta las boyas, hasta la isla de Santa Clara… el infinito acuático en una simple Concha. «No me gusta que os vayáis tan lejos», nos decía mi madre cuando volvíamos a la orilla y nos la encontrábamos con pamela de paja, gafas de sol y la falda remangada para no mojarse, yendo y viniendo por la orilla con el agua lamiendo su calcañar, haciendo esfuerzos para no perder de vista nuestras cabecitas. Pero le encantaba vernos nadar, a lo lejos. En ciertas épocas me dio por llevar adminículos de escafandrista, imitados de uno de mis ídolos: el comandante Cousteau. ¿Para qué quieres esas aletas? ¡Para nadarte mejor! ¿Para qué quieres esas gafas submarinas? ¡Para bucearte mejor! Pero aún mejor es no llevar nada, sentirse ingrávido, saber que el agua te sostiene y se pliega a tus caprichos, que conoces en parte el secreto mudo de los peces. De vez en cuando, bienaventuradamente, había un día de olas. Nosotros las «cogíamos», es decir, nos amparábamos rectos y fijos como tablas en su hueco turbulento a punto de romper para que nos llevasen en un vértigo de espumas hasta la orilla. ¡Ah, coger bien las olas es todo un arte! Yo lo dominé en su día y ahora ya lo he perdido. No hay que subirse en ellas ni demasiado pronto ni demasiado tarde: siempre el kairós, el instante oportuno en el que todo se pierde o se gana. Saltábamos con el agua a la altura del pecho para avizorar si la ola que venía era cabalgable o no. «¡Ésta no! ¡La de atrás, la de atrás!». Y cuando por fin se alzaba ante nosotros la cima móvil, rugiendo temible y acogedora, la que esperábamos, lanzábamos el grito animoso del abordaje: «¡Txampa! ¡txampa!».

Luego el vértigo de la velocidad, el sabernos proyectil propulsado por lo indomable, contener la respiración hasta que la tripa raspaba la arena y nos levantábamos, zarandeados y triunfantes, mirando a nuestro alrededor para comprobar si algún valiente había llegado aún más lejos montado en el torbellino. Muchas cosas he temido en mi vida y temo desde luego al mar, porque he nadado mucho: conozco su fuerza enmascarada de belleza risueña, sus traiciones. Pero nunca he temido las olas de la Concha ni espero daño alguno de sus galernas y resacas. Cuando me empuja y arrebata su abrazo, vuelvo al hogar. Recuerdos de la Concha: aquel día en que evolucionó sobre la bahía, haciendo arriesgadas piruetas con su avioneta, un piloto artístico llamado Príncipe Cantacuzeno, que había sido un as de la aviación alemana en la guerra y debía estrellarse poco después contra otra playa, en Santander. Y el escándalo que provocó una francesa osada, exhibiéndose en bikini (¡francesa tenía que ser!) en nuestra púdica ribera, hasta que la policía municipal puso coto a tanto descaro: en esa época, allá por Benidorm o Torremolinos, ya había mujeres que mostraban felices sus pechos al aire… y también en Biarritz, la única playa a la que siendo adolescente me gustaba ir a mirar en vez de a bañarme. La Concha, la playa redonda y abarrotada, los toldos familiares, la marea que sube y derrota todas las murallas de arena, el griterío de los bañistas que corren salpicando y fingiendo una primera impresión de frío terrible por la orilla, el sol que cabrillea sobre el agua de topacio, la isla al fondo con su faro, tan nuestra, tan verde y urbana, tan infantil (Blas de Otero dijo en un verso que en la Concha la mar se hace niña), mis hermanos pequeños sentados en un charco con el cubo y la palita, los zapatones de mi padre sobre la arena y las piernas al sol de mi madre, la voz a lo lejos que nos alerta: «¡Pata-taaaa!». Ya llega, por fin, otra vez, la patatera blanca.

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EL VIAJE A ÁFRICA Un león, un caballo, una cebra, un tigre; y sobre el león, el caballo, la cebra, el tigre, niños. En el tigre, enorme, de Bengala, voy yo, veloz, espoleándolo, sujeta la brida fuerte no se me vaya a escapar dejándome sentado en el viento…

FERNANDO VALLEJO

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icen algunos antropólogos que los animales fueron los primeros dioses de las tribus humanas. No sé si este dictamen será tan fiable como opina Gustavo Bueno en El animal divino, pero desde luego se confirma en mi modesto caso personal. Durante mi niñez y primera adolescencia, nada en el mundo me interesaba tanto como los bichos: cuanto más grandes y fieros, mejor. Leía todo lo que caía en mis manos sobre animales de tierra, mar o aire; las colecciones de cromos que versaban sobre zoología y cazadores eran con mucho mis predilectas. Me aprendí de memoria los nombres latinos de Linneo y suscitaba atónitas risotadas en clase de ciencias naturales asegurando al profesor que el elefante se llama científicamente Loxodonta africana y el búfalo Sincerus cafer. Hasta hace muy poco, lo primero que visitaba de una ciudad era su parque zoológico (la antigua Casa de Fieras era casi lo único que admiraba de Madrid). Incluso mi afición a las carreras de caballos sospecho que no es sino un corolario de mi pasión zoológica… ¿Por qué me gustaban tanto los animales? Supongo

que porque podían ser a la vez crueles e inocentes y porque les bastaba con vivir: no pedían nada más. Como señala Senancour en alguna página de sus Revenes, buscan lo necesario para la existencia sin preocuparse por intentar hacerla soportable. Idolatré las aventuras de Tarzán y los tebeos de Jim de la Jungla, pero también las novelas del hoy creo que olvidado James Oliver Curwood (Kazán, perro lobo; Bari, hijo de Kazán; El rey de los osos —muchos años después llevada al cine por Jean-Jacques Annaud— y Los cazadores de lobos). Por supuesto El libro de las tierras vírgenes de Rudyard Kipling estuvo durante años en mi cabecera: amé la negra forma flexible y ferozmente tierna de Bagheera («¡Acuérdate de que Bagheera te quería!», le ruge como despedida a Mowgli cuando éste elige irse a vivir entre los hombres y con una mujer), así como el coraje de la mangosta Rikki-ti-tavi cuando se enfrenta a la cobra real en un combate a muerte sin espectadores. También devoré completa la serie de breves biografías de animales salvajes compuesta por Bernard Rutley (Inkosi, el león; Timur, el tigre; Kra, el mandril; Chag, elcaribú, etcétera), que publicó con estupendas ilustraciones de Stuart Tresilian la bendita editorial Molino de Barcelona. Y las obras de aquel ecologista avant la lettre que fue Ernest Thomson Seton y El libro de los animales llamados salvajes, de André Demaison, en uno de cuyos relatos una hormiga soldado consigue matar a un elefante… De animales y selvas exóticas hablaba sin cansarme con mi querido Enrique Cormenzana, a quien mis padres habían encargado darme lecciones particulares de matemáticas para intentar paliar mi incurable incompetencia en la materia. Don Enrique era un estupendo pedagogo, que logró enseñarme casi todo menos las dichosas cuentas. Dedicábamos la primera parte de la clase a despachar las tareas de aritmética del día siguiente, que eran mi pesadilla (sueño todavía con cierta frecuencia que aún debo examinarme por última vez de la abominable materia y ya no le tengo cerca para ayudarme), pero después nos entregábamos gozosamente a discutir sobre el ancho universo. Para mí, don Enrique era el compendio viviente de todos los saberes: leía y hablaba en cuatro o cinco lenguas, disertaba lo mismo sobre geografía que sobre botánica o astronomía, conocía la prensa del mundo entero. Cuando más tarde me hablaron del prestigioso MIT bostoniano, lo imaginé como una especie de Enrique Cormenzana colectivo. Era teniente de aviación y meteorólogo: años después, se presentó a un concurso para ocupar una plaza en la sede de Ginebra de la

Organización Meteorológica Mundial, en el que competían aspirantes de toda Europa. Consiguió el puesto (nunca dudé que lo lograría y hasta me sorprendió que él pareciese considerarlo una admirable chiripa) y poco a poco ocupó los más altos puestos del organismo internacional. Sigue viviendo en Ginebra, adonde voy a visitarlo de vez en cuando. Me suscribió a la revista National Geographic, cuyos textos en inglés me ayudaba a descifrar y de la que naturalmente sólo me interesaron los reportajes en que había animales de por medio… Mis héroes entonces eran los grandes exploradores del momento: Edmund Hillary y el sherpa Tensing, que escalaron el Everest y vieron las huellas del Yeti; el profesor Auguste Piccard, cuyo batiscafo reveló criaturas abisales en las tinieblas marinas; el comandante Cousteau y su admirable mundo silencioso; Tohr Heyerdahl —ayer mismo murió, que las sombras sean piadosas con su sombra aventurera—, cuyo libro sobre la travesía de la balsa Kon-Tiki he releído docenas de veces y donde tropecé con la primera mención del manso aunque imponente tiburón-ballena. Pero sobre todo, con perdón de lo que hoy la ecología ha convertido en políticamente correcto incluso para mí, admiraba a los protagonistas de la caza mayor. Los míticos pioneros de la aventura africana, como Frederick Selous o sir Samuel Baker, algunos de los cuales cazaban leones y elefantes a caballo, los émulos más recientes del Alan Quatermain acuñado por Rider Haggard y desde luego aquellos otros ingleses que acechaban en la India a los tigres devoradores de hombres, como Kenneth Anderson o Jim Corbett… Entiéndaseme bien: salvo en los casos en que eliminaban fieras dañinas o mataban para comer, yo no admiraba a los cazadores por las piezas cobradas sino porque pasaban la mayor parte de su tiempo en la permanente proximidad de enormes y hermosos animales. Mi ideal era vivir como un gran cazador y no cazar nunca nada. En mis fantasías, yo acechaba durante horas junto al abrevadero o me acercaba a las grandes bestias a favor del viento, les apuntaba con mi rifle a la paletilla, un poco por encima del brazuelo de la pata delantera, disparaba pero no las mataba. Del fusil salía un dardo adormecedor que las derribaba por un rato (justo lo suficiente para acercarme a ellas y acariciar sus pieles aterciopeladas o rugosas de olor montaraz), hasta que luego volvían a levantarse íntegras y sanas, como antes. Yo quería su vecindad y entrar en pugilato con esos seres prodigiosos, pero abominaba de los trofeos disecados. Por eso cuando leí El último paraíso de los animales salvajes, escrito por Bernard Grizmek, naturalista que fundó el parque zoológico de Hamburgo (¿o

era el de Berlín?) y exploró el cráter del Ngorongoro en busca de especímenes para su institución, sin matar nunca ningún bicho y respetando su equilibrio natural, creí haber encontrado una suerte de ideal. Más tarde me enteré de que podían acometerse safaris fotográficos y, aunque casi nunca he logrado hacer una fotografía decente más que por casualidad, me apunté con entusiasmo a esta caza virtual. Pero yo era un niño, claro, y vivía en San Sebastián… donde aún no había fieras. Me habían enseñado que después de comulgar debíamos recogernos por unos minutos, para dar gracias a Dios y solicitar que nos concediese los bienes que necesitábamos. Tras las habituales rogativas por la salud de mis padres, hermanos y abuelos, siempre hacía la misma súplica: «¡Que algún día —pronto si es posible— pueda ir a África!». La verdad es que no ponía demasiada confianza en tal petición, porque intuía que la divinidad la consideraría un mero capricho, como hacían todos los que me rodeaban. Pero yo la reiteraba una y otra vez, con la misma leve esperanza tongue in cheek con que el viajero arroja una moneda a la Fontana di Trevi pidiendo volver pronto a Roma… Un día, en el periódico ABC que yo leía con perversidad precoz en busca de artículos de González Ruano o Pemán y sucesos raros, tropecé con un anuncio asombroso. Lo ilustraba el dibujo de un elefante encampanado y proponía un viaje a Tanganica, especificando que sería un «safari fotográfico». Dentro de mi ingenuidad enfermiza, siempre tuve claro que había una distancia imposible de franquear entre mis ensoñaciones cinegéticas y la realidad cotidiana que me correspondía. Ir a África de verdad únicamente estaba al alcance de seres cortados al talle de Alan Quatermain, personajes mitológicos entre los que sólo la conjunción de dos milagros, el favorable de la concesión divina y el necesario del paso del tiempo, podrían alguna remota vez hacerme figurar… en el más afortunado de los casos. Pero de pronto ahí estaba mansa y trivial la oferta de realizar mi anhelo, sin requisitos más difíciles de cumplir que rellenar un formulario y pagar una cantidad de dinero, como si se tratase de unas simples vacaciones en Benidorm. Quedé medio anonadado por el asombro y el gozo. De inmediato, corrí a darle la buena nueva a mi padre, con quien tantas charlas sobre leones y rinocerontes había mantenido. Por supuesto no dudé ni por un momento de que acogería con el mismo entusiasmo que yo esta inesperada oportunidad de conocer en carne mortal el paraíso. Y aquí cometió un pecado la bondad, el exceso de cariño, la peligrosa ternura. Porque papá me dijo que estupendo, que iríamos (siempre di por hecho que él me acompañaría), que

dejara el asunto en sus manos para que respondiese debidamente a la convocatoria. No quiso decepcionarme de golpe, supuso que unos días más tarde ya se me habría pasado el arrebato inicial y estaría encaprichado con otra cosa. Pero ¿cómo pensar ya en ninguna otra cosa? Cuando esa noche volvió de la oficina, mi madre alarmada le llevó a mi cuarto, donde yo estaba atareado preparando el equipaje. Tenía abierta sobre la cama mi pequeña maleta de cartón, en la que ya había metido la cantimplora de las excursiones colegiales, mi pistola de aire comprimido con su munición de corchos (uno nunca sabe cómo reaccionará un búfalo cuando nos acercamos para fotografiarle), un par de libros de Rider Haggard y una gorra playera que con buena voluntad podía parecerse tanto a un salacot como la bacía de barbero al yelmo de don Quijote. De la ropa esperaba que se ocupase mi madre, más experta que yo en cuestiones de intendencia menor. Seguía afanándome en los preparativos cuando de pronto suspendí mi ir y venir: mis padres me miraban desde el quicio de la puerta, con embarazado cariño. Al ver su expresión, lo comprendí todo. No habría viaje a África: el milagro seguía siendo milagro y por tanto no sucedería. Lentamente, negándome con una sonrisilla amarga a escuchar explicaciones razonables, deshice mi hatillo y me fui a cenar con los hermanos. Estaba a punto de llorar, pero no cedí a las lágrimas hasta más tarde, en la cama, a oscuras, mientras oía la radio que mi madre dejaba encendida en su dormitorio para calmar mis terrores nocturnos. Entonces lloré y cómo lloré. No lloré por no ir a África sino porque la realidad era lo que parecía, nada más, nunca otra cosa. Lloré contra el sentido común y esas lágrimas, como las de Miguel Strogoff en la novela de Julio Verne, salvaron mis ojos del cauterio atroz de lo necesario. Gracias a su humedad redentora mis ojos siempre han seguido viendo la verosimilitud vital de lo inverosímil: detrás de la mesa cubierta de papeles, de los horarios, de la nómina, aún veo las palmeras y el abrevadero, los ojos del león en la sombra… La libertad de África.

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LAS HADAS MADRINAS

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i el adjetivo «suculenta» puede aplicarse alguna vez con tino a la prosa de un escritor, la primera candidata —a mi juicio— es la de Chateaubriand en Memorias de ultratumba: «Fuera de la religión, no tengo ninguna creencia. Fuese pastor o rey, ¿qué hubiese hecho con mi cetro o con mi cayado? Me habría fatigado igualmente de la gloria y del genio, del trabajo y del ocio, de la prosperidad y del infortunio. Todo me cansa: remolco penosamente mi hastío junto a mis días y voy por doquiera bostezando mi vida». Bueno, en francés suena todavía mejor. Al comienzo de su gran obra, rememora a su abuela, junto a la hermana de la anciana señora y a algunas de las amigas que formaban tertulia con ellas, las cuales fueron desapareciendo todas en los años de su niñez. Comenta de pasada, en su inimitable tono confidencial y solemne: «Soy quizá el único hombre en el mundo que sabe que esas personas han existido». Es una observación que me conmueve extrañamente. Cada uno de nosotros constituye el monumento viviente, el último enlace conmemorativo con lo humano, de gente que morirá por segunda vez con nosotros y cuyo rastro se extinguirá definitivamente cuando perdamos nuestro último aliento. En la mayoría de los casos, ni siquiera sabemos que somos la urna postrera de tales cenizas, compuestas de vagas imágenes y amortiguados sentimientos. Yo aún me acuerdo, por ejemplo, de Nazaria. Era la casera que nos traía cada mañana la leche fresca a Garibay, en aquellos días en que no existían el tetrabrik

ni los supermercados. La leche venía en herméticos recipientes metálicos, uno grande conteniendo la que consumían los mayores y otro menor para la más exquisita, la de los niños, ordeñada de una vaca especial. Cuando la volcaban en las jarras se cubría de una nata untuosa, amarillenta, que debía ser colada cuidadosamente para evitar arcadas infantiles. Nuestra casera también traía verduras recién cortadas, mantequilla y queso. Un lujo hoy ya inalcanzable para la mayoría de los urbanitas. Pero a mí lo que más me impresionaba de Nazaria era su medio de transporte, en el que viajaba desde el caserío situado en las proximidades de San Sebastián. Venía en un carro, cubierto por una capota de un gris verdoso y tirado por un caballito mustio, lleno de mataduras. Todas las caseras bajaban a la ciudad en carricoches semejantes. Podía vérselos estacionados en torno al mercado de San Martín, cuya imagen es lo primero que siempre me viene a la cabeza cuando pienso en San Sebastián (incluso antes que la tópica estampa de la Concha). Ahora van a derribar ese mercado, cuyo valor sentimental es mucho más alto —supongo yo— que el arquitectónico. Los carros de las caseras garantizaban un aire rural a Donosti, subrayado por el verde de los montes que se vislumbra al final de casi todas sus calles principales. En una ocasión, mis padres me autorizaron a acompañar a Nazaria en el carro hasta el caserío y luego volver con ella al mercado. Yo iba en el pescante, llevando las riendas y manejando con mimo el látigo para estimular al sufrido trotón. Jamás ningún príncipe se sintió tan feliz y orgulloso en su carroza de oro como yo entonces, mientras detrás de mí se entrechocaban alegremente las lecheras vacías… Recuerdo también a María, que en realidad se llamaba Bárbara pero no quería que le diesen ese nombre (con razón, no le cuadraba en absoluto). Sirvió durante muchísimos años en nuestra casa, donde por lo general las criadas solían serlo realmente, es decir que entraban en casa muy jovencitas, mi madre les enseñaba a cocinar y a coser, hasta que un día se casaban. Se «criaban» en casa y nunca, ni siquiera después de casarse, rompían del todo la relación con la familia de la que de modo ancilar habían formado parte. Por lo común nuestras «muchachas» provenían de Navarra, llegaban a casa tímidas y un poquito hurañas pero al final se marchaban convertidas en amables y desenvueltas señoritas. Todo ello pertenece a un orden patriarcal que ahora parece remotísimo pero que según mi memoria aún estaba vigente ayer mismo… El caso de María era distinto. No era tan joven cuando entró en la familia (tenía la misma edad que mi madre) y provenía de Lasarte, un nombre que sólo puedo oír con fondo

de galopes. Hace unos meses presentamos en San Sebastián un libro conmemorativo de los ochenta y cinco años del hipódromo donostiarra, ocasión que nuestro ínclito alcalde Odón Elorza aprovechó para regañar a quienes nos empeñamos en seguir llamando «Lasarte» a un recinto que ahora administrativamente pertenece a Zubieta, localidad que hoy está dentro de su responsabilidad municipal. Pero es que Elorza ha llegado hace poco al hipódromo (y a casi todo lo demás): para quienes hemos visto carreras allí desde hace cincuenta años, siempre será Lasarte, como «Lasarte» se llamaba la primera revista hípica que muchos tuvimos en nuestras manos de pequeños. Los ediles pueden dar órdenes para mañana, pero tienen poco poder en lo tocante a modificar el pasado… Así que María era lasartearra, como el primer hipódromo de mis amores. Y mi madre no logró casarla: se jubiló soltera, cuando nos fuimos a vivir en Madrid. Era callada, a veces un poquito brusca pero infinitamente cariñosa con nosotros, los niños, sobre todo con mi hermano Josecho. Nos vestía, nos lavaba, nos llevaba a la playa, al parque y al colegio. Todos la queríamos, sin duda también todos la utilizábamos con el ingenuo y culpable egoísmo de los niños ricos. La memoria no me alcanza para contar anécdotas suyas, aunque tantas debería recordar. La guardo a lo lejos, envuelta en un aura invulnerable de tierna gratitud. Cuando nos disponíamos a marchar a Madrid, yo le pregunté a mi madre: «¿Y qué hará María?». Ella me aseguró que María no quería venir, que ya estaba mayor, que prefería quedarse en Lasarte. Nos fuimos sin ella. Volvimos a verla luego dos o tres veces, cuando regresábamos a Donosti y nos acercábamos a visitarla. Años después, ya sin familia y enferma, creo que ingresó en una residencia de ancianos. Durante mucho tiempo me sucedió que en ocasiones pensaba en ella de repente, sin pretexto alguno, con una punzada de nostalgia y remordimiento: «¿Qué hará María?». ¿Y las hermanas Paternina? Eran las dueñas de la pequeña librería de la calle Fuenterrabía, justo frente a mi casa. Siempre entré en ella con un estremecimiento parecido al de Alí Baba cuando dio su primer paso dentro de la guarida rebosante donde guardaban su botín los cuarenta ladrones. Me sorprendía como algo estupendo y generoso que para convertirse en dueño de cualquiera de aquellos volúmenes que prometían tantos contentos no hubiera que arrostrar pruebas iniciáticas ni alancear dragones vigilantes: bastaba con un poco del por lo demás superfluo dinero. Yo no tenía dinero, claro, pero me impacientaba bastante ante la parsimonia con que mis mayores lo gastaban a la

hora de comprar libros. ¿Para qué lo querían, entonces? ¿Qué alegría proporciona un billete de banco o unas cuantas monedas en la cartera? Ninguna. ¡En cambio El asesinato de Rogelio Akroyd de Agatha Christie es una forma indiscutible de felicidad! Como el local era pequeño, gran parte de sus fondos se almacenaban en la trastienda. Las hermanas me permitían acceder a ese sanctasantórum y yo fisgaba interminablemente entre las hileras de novelas de Salgari, las aventuras de Guillermo Brown, los relatos de Karl May y Mayne Reid, de Oliver Curwood, de Zane Grey… o los pequeños tomitos de Crisol, encuadernados en piel roja (¿hace falta más?) que contenían mensajes maravillosos de Chesterton y Stevenson. Las dos hermanas eran de mediana edad, muy parecidas, de idéntico pelo recogido y entrecano, entrañables con sus rebecas de punto y sus risitas discretas. Me trataban con gran amabilidad y algo del asombro que se dedica a los fenómenos circenses. Cuando yo, histérico por la proximidad de tantos placeres como el libertino en el burdel, excéntrico, descontrolado, chillaba alguna pedantería genialoide, comentaban afectuosamente: «¡Qué famoso!». Y felicitaban a mi madre por el simpático y atosigante monstruito que tenía en casa. Luego, con el tono turbador de complicidad que usan los vendedores de postales pornográficas para proponer su mercancía, una de ellas me susurraba: «Acaban de llegar dos nuevas de Ellery Queen». Y a mí se me acentuaba la epilepsia al diversificarse la oferta… Si hay algo en este mundo que me ha gustado más que leer, debe de ser comprar libros. Allí, en la librería Paternina, celebré mis primeras orgías y me revolqué en los delicados delirios de las vísperas del placer… Y aquellas dos recatadas señoritas oficiaron como matronas del único local de lenocinio que rememoro sin empacho ni hastío… Benditas sean. Como lo sabía todo y leía el futuro, mi madre decidió enseguida que yo debía aprender francés cuanto antes. Si no he sido imbécil del todo, como cualquier otro hijo del franquismo, ello se debe sin duda a la lengua francesa. Y esa iniciación fundamental, imprescindible, tuvo como sacerdotisa a Felitxu Eraso. Corrijo enseguida la calumnia edificante que encierra lo de «sacerdotisa»: Felitxu era probablemente santa, pero con la santidad robusta, transgresora, combativa y herética de Juana de Arco. Me enseñó francés con textos clásicos: los álbumes de Tintín y Milú. Era soltera y guapetona, vitalísima, carismática. Después me he enamorado de mujeres que ahora veo que se le parecían, pero primero la quise a ella. Quizá por su culpa siempre he buscado en mi vida mujeres enérgicas, independientes, indómitas, nunca convencionalmente

femeninas, sin concesiones a la coquetería de la fragilidad: que fuesen más listas pero sobre todo más valientes que los hombres. (La espontaneidad de los melindres femeninos sólo me ha atraído de veras en algunos varones). La verdad es que no ha sido una búsqueda difícil, porque lo son casi todas, aunque finjan por modestia o estrategia. En la sociedad pacata y pudibundamente hedionda del franquismo, Felitxu era espontánea, irreverente, sanamente liberal. Caía simpática pero también escandalizaba un poquito. En cierta ocasión, hablando con palabras veladas de temas indecibles, mi madre hizo un comentario sobre la promiscuidad de algunos hombres y ella repuso, sonriente: «Bueno, siempre hay gente que tiene más apetito que los demás…». En tierra de patrioterismos, era cosmopolita y universalista, sin dejar de ser vasca por los cuatro costados. En mi cuaderno me dibujó un corro de figuritas enlazadas danzando en círculo y me enseñó la coplilla popular en francés: Si todos los chicos y chicas del mundo quisieran darse la mano… A Felitxu Eraso le dediqué, nadie sabrá nunca con cuánta devoción y cuánto merecimiento, mi primera traducción de Voltaire… Nazaria, María, las hermanas Paternina, Felitxu Eraso, todas fueron mis hadas madrinas, que se inclinaron generosas sobre la incertidumbre de mis primeros años, derramando sus dones vivificantes sobre mi cabeza. Mientras yo aliente, no habrán muerto del todo.

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UN PASO AL FRENTE Antes de recorrer mi camino yo era mi camino.

ANTONIO PORCHIA

S

alvo los más instintivos, todos nuestros goces son aprendidos, es decir: imitados. Copiamos nuestros placeres, añadiéndoles apenas un toquecito personal (lo que suele llamarse «perversiones», el único estrechísimo y culpabilizador margen de originalidad de que somos capaces). La Rochefoucauld aseguró demoledoramente que nadie se enamoraría si no hubiese oído hablar del amor. Aún menos nadie escribiría, pintaría o compondría música si careciese de los indispensables modelos jubilosos. Para mí, querer escribir consistió en primer lugar en una forma de mostrar fidelidad a lo que me hacía disfrutar. Empecé por repetir en voz alta, mientras jugaba a aventuras con mis hermanos o urdía representaciones para los mayores, las frases más emocionantes o conmovedoras que me habían impresionado en mis lecturas. Por ejemplo, el comienzo de El corazón delator de Edgar Allan Poe («Soy nervioso, muy nervioso, pero no estoy loco»), el grito feroz de Achab en su última hora («¡Hacia ti avanzo, cachalote destructor e inconquistable!») o el estribillo que repetía un marino sueco en una de las aventuras de Tarzán cada vez que se avecinaba un peligro y que murmura como despedida cuando está herido de

muerte: «Parece que vamos a tener viento duro». Todo ello, por supuesto, junto a los versos sonoros de Rubén. La literatura como declamación paladeable, como entusiasmo oral que no se avergüenza de causar efecto con la invención ajena: siempre me sentí dueño del botín robado por mi entusiasmo. Pasaron bastantes años antes de que Borges me confirmara que quien repite con plena convicción y arrobo una línea de Shakespeare es también Shakespeare… Luego me atreví a escribir novelitas en minúsculos cuadernos colegiales. Aún guardo alguna. Son aplicados plagios, transcripciones casi, de relatos de Silver Kane, Marcial Lafuente Estefanía o Edgar Rice Borroughs. A veces intentaba ilustrarlas con dibujos propios, como hacía con las suyas mi amigo Jesús Muñoz Baroja, pero mi talento pictórico era tan evidentemente inferior al suyo que preferí recortar imágenes de los tebeos y pegarlas en mis cuadernitos… lo que reforzaba también la necesidad de permanecer fiel a argumentos ajenos. Jesús y yo nos pasábamos nuestras obras en clase, hasta que fuimos descubiertos. Un profesor, probablemente no mal intencionado, me hizo leer una de mis obras maestras —memorablemente titulada Arenas rojas y que transcurría en el Oeste— ante mis compañeros. Ni siquiera mi pueril exhibicionismo disfrutó del todo con el percance, que se saldó con abundantes risitas y un notorio refuerzo de mi bien ganada fama de chalado. Las rarezas incoativamente artísticas despiertan poca admiración a esa edad. Por lo demás, nunca fui precisamente un alumno aventajado en nada. Era nulo en aritmética, con una nulidad abrumadora e inconmensurable como nunca he conocido en nadie, y distraído en todo lo demás. En el colegio de Santa María de Aldapeta, las notas que obteníamos cada semana para control paterno venían escritas en hojas orladas en cuatro colores distintos: dorado para el primero de la clase y sus sobresalientes (casi siempre Iñaki Anasagasti o Javier Echeverría), rojas para los diez siguientes, verdes y moradas para los sucesivos rezagados. De vez en cuando se contaba que hubo quien recibió notas con orla negra, como esquelas, que precedían a la expulsión del curso (debían de ser algo así como las infamantes banderillas negras que se les ponen a algunos toros de especial mala casta). Yo solía mantenerme en el límite de las rojas, con alguna caída ocasional en las verdes que despertaba la indignación de mi madre y su inevitable visita a mis profesores, los cuales solían hacer vagos encomios de mis dones naturales estropeados por mi nula aplicación. Cierto día, el profesor anunció que por primera vez, en lugar del habitual dictado, íbamos a hacer una redacción. Pánico general, porque nadie sabía de

qué iba la cosa. ¿Qué es redactar? ¿Inventar, adivinar, componer, patentar? Yo intuí qué significaba: escribir. El tema era libre, al menos para los demás, seres felices que escribieron según modelos propuestos sobre su pupitre, su colegio, su casa o sus amigos. Negado desde pequeñito para los placeres del costumbrismo, no había libertad posible para mí, que debía someterme a rasgos obligatorios y compulsivos: la jungla, cazadores, los riesgos del acecho, un tigre. En un folio lleno de borrones (nunca logré hacer buenas migas con la plumilla y el tintero) narré condenadamente un episodio como los que vivía en la India mi admirado Kenneth Anderson, implacable enemigo de los devoradores de hombres ante los ojos del Altísimo. Debió de constituir una nota de exotismo torpe y arrebatado entre los razonables informes de mis compañeros. Pero mientras rasgueaba sobre el papel con la lengua fuera y el secante presto, comprendí que por fin estaba en mi elemento. Me sentía libre, seguro, pero sobre todo me sentía fuerte. Nada podía desanimarme ya. Cuando el dómine comentó nuestros ejercicios, al llegar al mío enarboló una sonrisilla irónica. Nos había prevenido contra la utilización abusiva de adjetivos (el modelo del buen redactor era siempre una especie de Azorín devaluado) y leyó en voz alta, con retintín, un pasaje de mi pieza del que yo estaba particularmente contento, allí donde mencionaba «el discordante concierto de los ojeadores». ¿No me daba cuenta de la contradicción existente entre «discordante» y «concierto»? Entonces fui yo quien sonreí para mis adentros, aunque poniendo cara de humilde confusión: sin argumentos ni justificaciones, comprendí que por una vez, por primera vez, sabía más que mis maestros. El concierto de los ojeadores era discordante, vaya que sí. Es más, escribir consistía en saber que hay conciertos discordantes y desconcertantes… y lectores desconcertados. Tuve la revelación de que por fin tenía un arma a mi alcance para impresionar y destacar, para no ser devorado por la rutina colectiva. Me propuse perseverar en los adjetivos paradójicos, en las noticias de lo nunca visto, en el acoso de los tigres. Un par de años después, mis padres me regalaron mi primera máquina de escribir, una Remington portátil, pavonada, plata pura con teclas verdes, con una cinta capaz de escribir en rojo (para los títulos) y en negro sin borrones todo lo demás. Adiós a tinteros y portaplumas, paso al frenesí mecánico que martillea su mensaje de asombro línea tras línea. Paso a la literatura, por muy infantil que fuese… o que siga siendo. Décadas después, el truculento profesor Gustavo Bueno proclamó derogatoriamente que yo sólo era capaz de escribir «redacciones». Bueno, tiene razón, pero no me parece poco. Rara vez me

enamoro de las cosas, quizá aún menos de las herramientas, pero nunca he sentido tanto afecto por algo como por aquella primera, liberadora y perdida Remington portátil. Fue la puerta por la que me escapé.

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EL GORILA

¿C

ómo se eligen los chivos expiatorios? Antropólogos, sociólogos, filósofos de la religión como René Girard, etcétera, han estudiado los procedimientos persecutorios destinados a lograr la catarsis colectiva y han ofrecido interesantes teorías al respecto, que no tengo competencia ni ganas — seré franco— para discutir Si continúo con mi franqueza, debo resumir mi forma de pensar al respecto en una fórmula contundente: la sociedad es frecuentemente sublime pero la masa es siempre abyecta. Cuando digo «masa» no me refiero a lo práctico-inerte estudiado trabajosamente por el Sartre de Crítica de la razón dialéctica, sino a la multitud unida por el deseo de escapar de los males individuales cometiendo atrocidades colectivas. Quien más aproximadamente ha descrito el fenómeno creo que es Elías Canetti en Masa y poder. Pero ni siquiera él ha subrayado tanto como yo quisiera la cobardía y la vesania del mastodonte policéfalo, su vocación apisonadora frente a las víctimas, la miseria moral comunitaria que se entusiasma con el hedor de sus propias heces, el cretinismo ufano de sus legitimaciones ideológicas… Ningún individuo sabría ser tan cruel y tan imbécil por sí solo como llega a serlo cuando recibe la patente de corso del enjambre. Masa es cuando los humanos se juntan para hipotecar sus cerebros individuales en un ganglio común agresivo, compuesto de mierda más o menos pura. Y esa ameba hedionda se ceba con repulsiva alacridad en la debilidad del supuestamente «raro», del considerado diferente por capricho o por decreto, del

forastero, del semejante condenado a ser «extraño» tras haber pecado mortalmente contra la rutina o la mediocridad… La masa no tiene enemigos sino que elige presas. Y dentro de ella sus peores corpúsculos son los menos activos, los que la adoptan como refugio sin sentir su arrebato, los que viajan como polizones en la nave de los locos suspirando ante sus atropellos y haciendo melindres pero sacando provecho de la protección mañosa. Escenario del drama: el parque de Alderdi Eder, uno de los corazones del esparcimiento infantil donostiarra, con sus emboscados cenadores y su minúsculo estanque, flanqueado por el paseo de la Concha hasta concluir en el club Náutico y rematado por la mole del Ayuntamiento que antes fue gran casino. Allí íbamos a jugar casi todas las tardes cuando éramos más pequeños, yo acompañado de María, y Juan Berraondo de su ama Irene o con nuestras respectivas madres. Aunque nuestras casas estuviesen francamente próximas al parque, el ultraproteccionismo familiar exageraba la distancia como si fuese una travesía infranqueable, llena de peligrosos cruces en los que acechaban conductores borrachos o psicópatas. De modo que teníamos severamente prohibido tanto ir como volver solos del parque. Esa estricta ley sólo admitía una excepción: que nos «perdiésemos». En el caso de catástrofe tan excepcional y sólo en ella, podíamos arriesgarnos a volver solos a casa. Según la norma familiar, uno estaba legalmente «perdido» cuando durante un plazo razonable de tiempo no podía localizar al adulto encargado de acompañarle. Cualquiera que conozca Alderdi Eder, lugar bastante menor y menos frondoso que la selva del Amazonas, puede darse cuenta de lo improbable que resulta perderse allí. De modo que yo solía poner mucho de mi parte para llegar a esa rara y supuestamente peligrosa situación. Fingiendo jugar o jugando de veras me retiraba del banco donde esperaba pacientemente el ser querido, hasta ponerme fuera de su vista: a tal efecto, era útil situarse tras un árbol o un seto. Una vez allí, me preguntaba con honradez fingida: ¿veo a mi madre? o ¿veo a María? Pues no, la verdad es que no las veo. ¡Luego estoy perdido! ¡Horror! Pero no perdamos también la cabeza… lo mejor será volver sólo a casa cuanto antes. Y allá que me iba, deliciosamente estremecido de pavor y coraje mezclados, cruzando las calles y subiendo finalmente sin compañía en el ascensor, como los mayores. Cuando me abrían la puerta, proclamaba en tono trágico, quizá fingiendo un puchero: «¡Me he perdido en el parque!». Al rato llegaba mi protectora, mucho más preocupada que yo por el incidente, pero cuando la abrazaba como quien arriba finalmente a puerto ella sólo podía refunfuñar con

alivio: «¡Qué perdido ni qué…!». En temporada llevábamos nuestras cajas de cromos para competir en las escaleras de piedra con los rivales que se ofreciesen: cada contendiente ponía su cromo en el suelo boca abajo, uno sobre otro, y luego golpeábamos encima con la palma de la mano ahuecada para «volverlos». Quien conseguía darles la vuelta a los dos, se quedaba con ambos. Luego formábamos un gran grupo con otros niños y niñas del parque, la mayoría desconocidos, y jugábamos al escondite. Se hacía el corro para determinar por medio de una cantilena que giraba a razón de una palabra por persona quién debía quedarse en la farola central, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada sobre los brazos, contando hasta cien. Los demás nos escondíamos, nunca demasiado lejos. Al terminar la cuenta, el buscador emprendía la caza y, en cuanto divisaba a alguien, corría rumbo a la farola, lo que también hacía el recién descubierto o cualquier otro que aprovechase el alejamiento del vigilante. Los que lograban tocar el fuste metálico gritando «¡safo!»(supongo que del latín «a salvo»: ¡para que luego digan que el País Vasco no fue romanizado…!) ganaban su libertad, hasta que el buscador era más rápido que alguno de ellos y éste debía sustituirle en la farola, mientras el resto volvía a esconderse. En tales contiendas yo siempre era mucho más entusiasta que hábil o rápido. Admiraba la destreza de los mejores y adoraba en secreto a los chicos bien parecidos, incluso a alguna chica especialmente enérgica. Pero a veces, sin saber del todo por qué, el grupo de compañeros que apenas me prestaba atención reparaba en mí y se transformaba en jauría. Al principio empezaban a hostigarme dos o tres con bromas insultantes, zancadillas y empujones. Yo intentaba resistir pero enseguida optaba por la retirada, el error fatal de todas las víctimas. A los primeros verdugos se iban uniendo otros, riendo y chillando, como convocados por un misterioso tam-tam o como tiburones atraídos por la sangre. Yo echaba a correr y la jauría me perseguía, gritando: «¡Gorila, gorila!». Supongo que lo que me convertía en gorila no eran sólo mis grandes orejas despegadas del cráneo o mi fealdad, sino todo un conjunto inocultable de rarezas combinadas: los extraños movimientos hacia atrás y en círculos que hago involuntariamente con la cabeza (probablemente reliquia de la difícil extracción con fórceps del vientre de mi madre, una coacción traumática que me dejó marcas rojizas en las sienes durante mis primeros meses), mi forma de andar levemente espástica y nerviosa, mi ojo bizco (tardaron demasiado en advertir que apenas veía con él y que se me iba atrofiando poco a poco) y sobre todo mi tendencia pueril a lanzar largas peroratas histriónicas con voz tonante y

palabras rebuscadas, lo que ante públicos no muy letrados concita escasas simpatías. Y mi acento: en Donosti yo hablaba como «uno de fuera» pero luego, en el colegio del Pilar madrileño, volví a padecer persecución plebeya porque tenía demasiado tonillo vasco, que los imbéciles del lugar parodiaban con cruel delectación. También mucho más tarde, en el servicio militar, me convertí por idénticos motivos en el reclamo de obtusos matones (perdonen el pleonasmo). Durante años me debatí entre la tendencia al exhibicionismo y el miedo a llamar la atención de la mayoría incontrolable que siempre he tenido por hostil. Aún hoy aspiro al reconocimiento pero detesto que me conozcan, quisiera impresionar a la multitud… y desaparecer de inmediato: volver a una casa en penumbra, cuya ubicación nadie sepa, y pasear a tientas por sus habitaciones recordando los recientes vítores, en silencio y descalzo. Invulnerable. Aullaban tras de mí: «¡Gorila, gorila!». Y yo, tras unos torpes intentos de reconciliación sumisa con los feroces, tras buscar luego apoyos en algún rostro un poco más afable entre los de quienes me hostigaban, terminaba por escapar en busca de refugio bajo las faldas de María o en cualquier otra autoridad adulta que pudiese respaldarme. La norma no escrita del coraje individual proscribe estos santuarios: hay que pelear «para no ser una nena». Pero yo no quería pelear así, a trompazos, hubiera querido que los brutos babeantes se me enfrentaran en mi campo verbal: el campo de la verdad. Mientras tanto, prefería el amparo de los garantes institucionales del orden, aunque soñaba con ser capaz de bastarme por mí mismo contra los matones. Toda mi vida he dudado si frente a ellos hay que optar por la vía legal de James Stewart en El hombre que mató a Liberty Valance o por el procedimiento más expeditivo de John Wayne en la misma película, cuya memorable patada en la jeta a un bribón rampante sigue pareciéndome un hito envidiable. Ahora acepto ambos procedimientos y lo único que rechazo es ceder el paso ante la grey de Liberty Valance o «dialogar» con los sayones. Detesto por encima de todo a los que abusan del rarito o del disidente sin más justificación que la superioridad de su fuerza o de su número. Desconfío de todos los colectivos masificados, de los entusiasmos gremiales, de las identidades homogéneas, de cuantos se sienten exaltados en el grupo porque se parecen a los demás: yo nunca me he parecido a ellos ni quiero parecerme. En su espléndida autobiografía, Bertrand Russell cuenta que siendo niño su abuela le regaló una biblia en la que había subrayado el precepto: «No seguirás a la multitud para hacer el mal». Es una norma adecuada pero que me parece redundante porque ¿qué otra razón vas a tener para seguir a la multitud, sino

hacer el mal? Quiero morir gorila, solitario en lo más alto, luchando y perdiendo pero sin dejar de amar desesperadamente: como King Kong.

SEGUNDA PARTE

INSINUACIONES DE AZAR En confusión, a su lado bullía turba impaciente. ¿De qué? Sentí resbalar insinuaciones de azar.

JORGE GUILLEN

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MUDANZA Y TURBACIÓN Haber tenido una infancia feliz es un serio obstáculo para el resto de la vida. Sólo se puede ir a peor.

RAMÓN EDER

Q

ue los padres no se preocupen por la educación de los hijos es malísimo; pero que se preocupen demasiado puede tener también algunos efectos colaterales negativos. En mi caso, casi todos los desvelos paternos resultaron sin duda beneficiosos menos uno, que en su día trajo lo que consideré entonces una catástrofe y hoy sencillamente una perturbación, quizá hasta saludable: nos fuimos de San Sebastián. La mudanza se debió a que en el País Vasco no había aún universidad pública y mi padre, ya en el último tramo de su carrera notarial, quería asegurarnos estudios de nivel superior que no nos obligasen a alejarnos de la familia. Se le presentó una posibilidad de traslado a Madrid por razón de antigüedad y decidió aprovecharla, intuyo que tras bastantes vacilaciones. Y eso aunque el mayor del los hermanos, que era yo, estaba todavía muy lejos de tener edad universitaria, porque contaba sólo doce años recién cumplidos. Así tendría tiempo de completar mi bachillerato y «ambientarme» en la capital antes de ir a la facultad. Después de todo, mi madre era madrileña y en Madrid vivían mis abuelos maternos, deseosos de incorporarse full time a nuestra pequeña tribu.

Además nunca pensaron abandonar del todo el txoko donostiarra: siempre quedó claro que de uno u otro modo no dejaríamos de «tener casa» también en San Sebastián. Soy de los que se impacientan exageradamente con las pequeñas contrariedades de la vida pero luego afrontan con razonable coraje y buen humor las mayores. O por lo menos creo que así fui en mis años mozos, si no recuerdo mal. De modo que encaré con sobresaltado buen ánimo la mudanza a Madrid, pero sin dejar de experimentarla como el primer auténtico drama de mi corta existencia, demasiado fácil y demasiado, ay, demasiado feliz… si es que se puede ser «demasiado» feliz. Aunque quizá la felicidad siempre sea un efecto excesivo, una demasía que el tiempo se encarga inexorablemente de corregir. Casi a la vez salí de San Sebastián y salí de la niñez «oficial» (que oficiosamente se mantuvo sin embargo latente en mí casi hasta ayer mismo), para entrar en la capital, en la adolescencia, en el reino de la muerte efectiva y los confusos anhelos de la carne: me alejé del mar. Este traslado, paradójicamente, resguardó mi imagen del paraíso donostiarra contra el contagio humillante del tiempo y el flagelo de la realidad adulta. Madrid cargó con el peso de la pérdida y la angustia, se convirtió en el primer escenario de la invasión de lo obligatorio. Allí me alcanzaron males ciertos y bienes dudosos que también me hubieran afligido si no me hubiese movido de la calle Fuenterrabía. Con rencor que no admite razonamientos sensatos, siempre le he guardado ese agravio. Para mí, es decir para el yo que dentro de mí me ve vivir y patalea contra las cláusulas irremediables de la vida, Madrid sigue siendo el cepo gris y San Sebastián la libertad azul. Aún hoy, cuando volver a mi txoko es arrostrar los mayores riesgos y amenazas, todavía siento una absurda bocanada de optimismo al reencontrarme con la bahía y con Igueldo. En alguno de sus apasionantes libros, Oliver Sacks comenta el caso de personas a quienes se les amputa una extremidad y siguen sintiéndola hormiguear como si aún la tuvieran: la única forma de que logren caminar con la pierna ortopédica es hacer coincidir la sensación del miembro fantasma con el manejo de la prótesis. Lejos de San Sebastián me siento mutilado pero lo perdido sigue latiendo como más presente que lo presente y no me acomodo a muletas ni miembros postizos. Hasta que vuelvo a Donosti, no dejo de cojear. El primer gran trastorno ocurrido al llegar a Madrid fue la irrupción efectiva de la muerte en mi vida. Por supuesto, desde mucho antes había tomado conciencia abstracta —pero perturbadora— de esa fatalidad definitiva. Recuerdo

con alucinada precisión una noche en la que me senté en la cama, con el corazón desbocado en el pecho. La casa estaba tranquila, sonaba a lo lejos la radio tranquilizadora en el cuarto de mis padres y la puerta de nuestro dormitorio, abierta, dejaba entrar la luz suave del pasillo que convertía en penumbra la tiniebla. Yo jadeaba de angustia pero a la vez intentaba con todas mis fuerzas pensar, darme cuenta, comprender la amenaza de lo real. Debía de tener ocho o nueve años, todo lo más. Mi reflexión había comenzado con una triste y excesivamente vivida certeza: mi abuelo y mis abuelas, mis padres, todos esos aparentemente invulnerables dioses tutelares de mi existencia, antes o después tenían que morir. Lo que es peor, yo iba a asistir al momento espeluznante de su muerte. Ningún consuelo religioso me ayudaba a soportar esa revelación: morirse era morirse, desaparecer, marcharse definitivamente… aunque el alma se acomodase luego en cualquier otro hogar ultramundano. Yo quería a mi familia junto a mí, no en el Cielo: ¡desengáñese usted, padre, como en casa en ninguna parte!, que diría la beata. Intenté paliar esa desventura suponiendo que quizá al menos no tuviera que presenciar esas agonías, que todos mis seres queridos probablemente muriesen cuando yo fuera ya adulto y estuviese lejos, gozando de una vida autosuficiente y emancipada. Pero este torpe lenitivo egoísta me llevó a algo aún peor, porque a continuación comprendí que había al menos una muerte a la cual debería asistir sin remedio ni excusa: la mía propia. ¡Susto mayúsculo! ¿Sería posible? ¿También yo? La profundidad metafísica de mis cogitaciones perdió bastante dignidad cuando advertí que había vuelto a mojar la cama, tras un par de años en dique seco. También por aquellos días tropecé un domingo en ABC con un relato de José María Gironella titulado «Carta de un gusano a Jesucristo». De tal misiva improbable recuerdo lo que merece, es decir poco o nada, pero aún no se me ha borrado de las mientes el dibujo de Goñi que ilustraba la narración: un enorme y pútrido cadáver en su tumba, de cuyos jugos se alimentaba el anélido corresponsal. Ninguna imagen me ha despertado jamás fantasías tan horripilantes, que retornaban noche tras noche. Obligaba a mi madre a mantener la luz encendida y la radio funcionando en la habitación contigua hasta altas horas de la madrugada; cuando la buena mujer apagaba por fin, creyéndome ya dormido, yo balaba arrebujado entre las sábanas: «¡Mamá, tráeme agua, que tengo miedo!». Pero entonces la muerte aún no era más que una sombra ominosa, una

perspectiva tan siniestra como retórica, la calavera en el festín delicioso de los días azules que gruñe castañeteando las descarnadas mandíbulas: Et in Arcadia, ego! Al poco tiempo de llegar a Madrid, empero, la amenaza cobró cuerpo: cuerpo presente, insepulto. Fueron muriendo en inexorable procesión mis abuelas, después mi querido abuelo y algo más tarde mi padre. También mi padre. La muerte se había venido a vivir en casa y de alarmante hipótesis pasó a ser un hábito atroz. A partir de ese momento, siempre que salí del hogar temí al volver no encontrar vivos a todos los que vivos había dejado horas antes. Y en cada uno de mis viajes llamaba mil veces a la familia —sigo haciéndolo— temiendo siempre escuchar al otro lado de la línea el sollozo que preludia la noticia fatal. Luego comprobé que esta aprensión puede ser hereditaria. Muchos años después, cuando mi hijo de seis o siete años pasaba unas vacaciones conmigo, le hice llamar a la casa de su madre. El crío empezó inmediatamente, casi sin saludar, a contarle sus últimas proezas en la piscina. Familiarmente correcto, le insté a que preguntara por su abuela y él, digno retoño mío, inquirió sin rodeos: «¿Se ha muerto ya la abuela?». De modo que también a él, sonriente y aparentemente despreocupado, le trabajaba el ancestral espanto… Al menos ingenuo de los epígonos marxistas, Antonio Gramsci, le he leído esta displicencia asombrosa: «Hacerse preguntas sobre la muerte no es moderno… son residuos inorgánicos de estados de ánimo ya superados». Pues resulta que tampoco en esto soy moderno y por lo visto se trata de un defecto familiar. A causa de esta insalvable actitud prejuiciosa (Madrid nunca me ha gustado porque no es San Sebastián), no he logrado tampoco llevarme bien estéticamente con la capital del reino. Como ya he dicho, lo más bonito de Madrid eran para mí los tranvías y la nieve, dos maravillas de las que no disfrutábamos los donostiarras. Hasta que nos mudamos, nunca había visto grandes nevadas, de esas que te impiden ir al colegio y te permiten visitar un parque del Retiro hechizado por la espuma congelada de los cielos y jugar al bombardeo con frágiles bolas blancas. Hoy ya no hay tranvías y hasta me parece que nieva menos, sin cuajar del todo, con una nieve sucia y molesta pero que apenas permite jugar… a quienes aún pueden jugar, ay. Mis dos lugares madrileños favoritos fueron la Casa de Fieras del Retiro y el hipódromo de la Zarzuela. A la primera iba con mi abuelo siempre que podía y me sabía de memoria la ubicación de cada uno de sus resignados pensionistas: leones y tigres primero, luego el oso blanco cumpliendo incansable su paseo neurótico que acababa con una pata en alto, como un granadero en el exilio que intenta rememorar los pasos

de la parada antaño gloriosa… Y la tumultuosa jaula de los monos, y las llamas de mirada burlona y algo fatua, y el viejísimo elefante cuya trompa aspiraba delicadamente los cacahuetes. Ahora la Casa de Fieras está vacía y las hierbas salvajes asoman por las rendijas del suelo en las jaulas deshabitadas. Ha sido sustituida por un parque zoológico moderno, de cuyas virtudes ecológicas no dudo pero que ya nada tiene que ver conmigo ni con mis sueños. A veces, paseando alguna mañana por el Retiro, vuelvo a recorrer las ruinas del viejo recinto y escucho brumosamente los pasos afelpados y los hondos gruñidos de los fantasmas prisioneros que aún no han partido del todo. El hipódromo me acompañó muchas temporadas y fue el espacio sagrado que me reconciliaba con la ciudad aborrecida. Pero hace unos años la especulación y la incuria lo cerraron. Algunos luchamos ahora por recuperarlo y quizá mañana, quizá algún día… cuando vuelvan a él los galopes y los gritos de entusiasmo… yo volveré a encontrarme por un momento feliz en Madrid.

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LA INVENCIÓN DE LA INTIMIDAD

V

irginia Woolf estableció famosamente que las dos cosas fundamentales que necesita una mujer para escribir son una habitación propia y quinientas libras de renta. Supongo que la renta debería ser hoy bastante más alta para garantizar la tranquilidad, pero la habitación propia sigue siendo imprescindible, sea el candidato a escritor hombre o mujer. Ésa fue precisamente la conquista más notable que me aportó nuestra mudanza familiar a Madrid. Hasta entonces había compartido felizmente cuarto con mis hermanos Josecho y Carlis. Y debo subrayar lo de «felizmente» porque lo pasábamos bien juntos, hasta casi la indecencia. Pero cuando uno se acerca a los trece años descubre poco a poco el vértigo tentador de la autonomía: marcar distancias con quienes queremos sin dejar de quererles y con quienes necesitamos sin dejar de necesitarles. Nietzsche habló del pathos de la distancia, ascendiendo aquí como en tantos otros casos a concepto un resabio del carácter adolescente. Yo no quería crecer, eso no. Cuando me preguntaban «¿Qué quieres ser de mayor?» respondía cualquier bobada pero por dentro pensaba: «¡Pequeño!». Había cosas de la vida adulta que me intrigaban y otras me resultaban oscuramente turbadoras, pero ninguna me parecía envidiable. Constato que sigo pensando igual, ya desveladas las intrigas y desvanecidas las turbaciones. Ni entonces ni nunca quise ser mayor, ni nada de lo que son los mayores. Pero a mediados de mis doce años descubrí que quería estar solo: mejor dicho, poder estar solo.

Claro que aún me faltaba mucho tiempo para comprender que en eso precisamente, en poder estar solo y en no tener más remedio que estarlo, consiste precisamente ser mayor. Fue entonces, al llegar a la nueva casa madrileña, cuando me enteré de que tendría habitación propia. Para explorar cauteloso los comienzos de la soledad… El cuarto era muy pequeño (me lo agrandaron años más tarde, cuando murió mi abuela Victoria que ocupaba la habitación contigua) pero contaba con lo esencial: la cama y la mesilla de noche con la lamparita que permitía leer hasta tan tarde como quisiera, un secreter con su correspondiente silla para poder escribir cómodamente (mi madre decía: para estudiar) y una librería. Mi primera librería, un mueble hecho a medida que ocupaba uno de los ángulos de la habitación, con estantes de diversos tamaños para los libros y cajones para guardar tebeos. Desde la cama yo miraba antes de apagar la luz por las noches a mi librería en penumbra, adivinando por el tamaño y el color del lomo tal o cual título familiar, mis viejos amigos llenos de aventuras y maravillas. En un rincón, pequeños, iguales, encuadernados en piel roja fileteada de oro, los cinco tomos de las obras completas de sir Arthur Conan Doyle… Me despedía de ellos antes de cerrar los ojos como quien lanza una tierna mirada de «¡hasta mañana!» al rostro amado que reposa en la almohada, junto a nosotros. Los estantes abarrotados de libros —de mis libros— siempre fueron para mí a partir de aquellos días la decoración más hermosa: dormir en una biblioteca es habitar en la Capilla Sixtina, rodeados por el ímpetu divinamente humano de la creación de mundos. Pero también se me despertaron otros afanes decorativos al sentirme dueño de una habitación propia. No soy precisamente exquisito en gustos estéticos (ni en nada, por otra parte). Me encanta verme rodeado de cosas e imágenes que me resultan bellas sobre todo porque me son entrañables. Prefiero la estampa que ilustra uno de mis sueños alborozados o el bibelot de Tarzán con Chita, aunque carezcan de valor intrínseco, que una obra de arte original de alto precio. Por lo demás, cualquier cosa que me regala alguien a quien quiero adquiere de inmediato para mí estatuto de fetiche. De modo que colgué en las paredes una lámina con tres cabezas de caballos en el esfuerzo final (que conservo todavía), la silueta en hierro forjado de don Quijote y Sancho, una miniatura que representaba el trofeo de una gamuza que yo nunca cazaré, una pequeña vista en relieve del Patio de los Leones de la Alhambra (que me encantaba), banderines italianos o de lugares remotos… Con el tiempo me hice un poquito más pedante

sin dejar de ser ingenuo: incorporé la inevitable reproducción del Guemica, un retrato melancólico de Joan Baez y recorté una fotografía de Bertrand Russell que después me molesté en pegar con papel celo y mucho celo sobre un soporte de cartón para ponerla encima del escritorio (uno de los únicos trabajos manuales de mi torpe existencia). Nunca he pretendido vivir en un entorno admirable para cualquiera sino grato para mí: sólo aprecio moradas que se me parezcan. No de inmediato, pero creo recordar que bastante pronto, completé mi recién inaugurada intimidad con un tocadiscos portátil (lo portátil era por aquellos años algo mayor y más pesado que lo fijo en nuestros días). A mis ojos era un adminículo precioso, de formas aerodinámicas y colores apastelados, crema y verde, lo más moderno que había entonces en el mercado, es decir lo que ahora llamamos una pieza de museo. En nuestra casa donostiarra, el pick-up (aún no teníamos la confianza suficiente como para llamarlo «tocadiscos») era un entretenimiento comunal, que uno nunca disfrutaba sólo sino siempre en compañía de los demás y que estaba entronizado en una de las habitaciones asamblearias de la casa, como después en Madrid la televisión, de cuyo descubrimiento hablaré más adelante. Oír juntos música, por ejemplo Luis Mariano o Jorge Negrete, y también grabaciones de cuentos o poesías, constituía una de nuestras ceremonias familiares, mil veces repetidas sin pérdida de encanto. Por cierto, uno de los dones que conservo de mi carácter infantil es el de disfrutar una y mil veces con la misma tonada, el mismo relato o la misma película: los niños, que aman sin desfallecimientos la vida, son espontáneamente nietzscheanos y piden que retorne sin cesar lo que les arroba: da capo! Sólo los adultos reticentes ante el placer de la existencia buscan sin cesar novedades, para aburrirse de inmediato de ellas en cuanto las conocen. De modo que en San Sebastián casi nadie nunca ponía a funcionar el pick-up aislado y lo que íbamos a escuchar en cada caso solía decidirse por aclamación mayoritaria. Sólo cuando conté en Madrid con un tocadiscos para mi uso personal pude entregarme a preferencias idiosincrásicas no pactadas con los demás. Tengo poquísimo oído para la música, deficiencia que mi madre resumía en una fórmula derogatoria algo enigmática: «Tienes un oído enfrente del otro». En la capilla del colegio, cuando la clase debía entonar algún canto coral de índole piadosa, el profesor que agitaba los brazos dirigiéndonos nos exhortaba a participar con entusiasmo pero introduciendo una salvedad humillante: «¡Canten todos, todos, ahora, más fuerte… no, Savater, usted, no!». Una pena, porque mis

desentonados alaridos eran los más animosos del conjunto… Al calor de las copas, he disfrutado participando en improvisaciones báquicas que mis amigos, más tolerantes que aquel profesor, nunca se han decidido a moderar. Tener buena voz es una de las cosas que más me hubiesen gustado en el mundo: como tantas otras carencias he intentado remediarla alucinatoriamente, haciendo gestos espectaculares en play-off mientras sonaba un disco de Beniamino Gigli o John McCormack. Mis gustos siempre han sido melódicos, nunca rítmicos. Además, en la niñez y adolescencia exigía canciones cuya letra pudiera entender, lo que me apartó de la moda anglosajona y me inclinó por hispanos, latinoamericanos y franceses, sobre todo franceses. Cuando alguien se empeña en recordarme que pertenezco a la generación de los Beatles y los Rolling Stones, no puedo por menos de sonreír, porque no significan nada para mí. Mis ídolos se llamaron Gilbert Becaud (su Le bateau blanc es lo más parecido a un himno personal que he tenido en mi vida), Aznavour, Jacques Brel o Georges Brassens, la sublime Edith Piaf y su Yves Montand, junto a deidades menores como el canadiense Paul Anka, Dalila o Françoise Hardy. Por supuesto al lado de Chavela Vargas, Paco Ibáñez y Serrat. Entre los que toleraba sin comprender nada más allá del estribillo, sólo puedo citar con verdadero aprecio a Joan Baez, algunas cosas de Bob Dylan, cualquier cosa de Nat King Colé (sobre todo sus graciosos intentos de cantar en español «Aquellos ojos verdes» y tonadas semejantes), sin olvidar a Ray Charles y años después, ya más políticamente comprometido, a Pete Seeger. El de Seeger fue uno de los únicos recitales a los que he asistido; el otro fue el de Chavela Vargas y Serrat en San Sebastián. No, lo siento, a Elvis tampoco le frecuenté. A la música llamada clásica fui llegando lentamente pero, como estoy condenado al tópico, preferí al principio los grandes conjuntos sinfónicos que yo fingía también dirigir con movimientos más dramáticos que acompasados durante horas en la soledad sin indiscreciones de mi cuarto. ¿Intimidad? Adoraba estar eventualmente sólo en mi pequeño recinto, dedicado a mis manías y a mis vicios, pero sabiendo que bastaba abrir la puerta para salir al pasillo por donde llegar a los seres queridos que latían con sus propias vidas a mi alrededor. La soledad en compañía, la soledad para echar de menos a quienes no me faltaban, a quienes tenía al alcance de la mano, con quienes había de reunirme al poco tiempo. También ahora disfruto estando sólo pero siempre que pueda llamar por teléfono cien veces en media hora a quien amo. Me gusta optar por estar sólo a ratos pero no soporto que me dejen solo. Que pasado mañana me incineren con mi teléfono móvil, por favor.

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LA TELEVISIÓN COMO INOCENCIA

¿A

qué edad empieza a ver hoy por primera vez la televisión un niño? ¿A los dos o tres años? ¿En la incubadora? ¿Antes de salir del vientre de su madre, por algún agujerito? Desde luego, antes de hablar y de aprender a leer. Yo no la vi hasta pasados los doce años, cuando ya hablaba como una cotorra, recitaba poesías de Rubén Darío y conocía de memoria las peripecias de John Silver o Tarzán. Ya era casi todo lo que soy ahora, aunque un poco mejor, pero sin embargo la televisión me impresionó, me encantó: no me quitó nada de lo que afortunadamente ya tenía y sin embargo me proporcionó muchas cosas nuevas. Fue sin duda uno de los mayores y mejores hallazgos que me aportó la mudanza a Madrid. El aparato mágico quedó entronizado en el cuarto de estar y mi padre nos lo presentó con la ceremonia entusiasta con la que solíamos saludar a los coches nuevos cada cinco o seis años y, antes, a los recién nacidos que se incorporaban a la familia. Todos nos sentamos en corro, los niños en el suelo y los mayores en butacas; papá empezó a manipular los mandos con gestos de ilusionista, siguiendo de vez en cuando las nerviosas precisiones de mi madre, que se había leído mejor las instrucciones. La pantalla crepitó, se iluminó (en blanco y negro, no hace falta ni decirlo) hasta que al fin apareció… un señor entrado en carnes, que luego supimos que se llamaba Mariano Medina, ante un mapa meteorológico de España, hablando de borrascas e isóbaras. Tuvo el mismo éxito clamoroso

que si hubiera sido Aristóteles revelándonos que el ser se dice de muchas maneras. El siguiente programa, no se me olvida, fue una versión cinematográfica bastante anticuada de El abanico de Lady Windermere, de Oscar Wilde. La soportamos, al menos los mayores, con idéntica devoción. Luego el cacharro se estropeó y tardamos varios días en poder volver a disfrutar de él. Esos fallos, entonces frecuentísimos, no hicieron perder prestigio a la tele ante nuestros ojos sino que la revestían de una fragilidad aún más preciosa, angustiada, esencial. Probablemente hoy la televisión es una fatalidad, una condena, lo insoslayable, por lo que junto a muchas adhesiones inquebrantables no deja de granjearse bastantes antipatías: para mí, como para muchos de mi edad, comenzó siendo sin embargo privilegio y maravilla, consiguiendo un aura positiva que nunca ha perdido del todo. La veo poco pero no reniego de ella y nunca me ha parecido un progreso moral ni cultural alardear de evitarla como si fuese la mayor corrupción del siglo. En aquellos días primigenios, al menos en mi casa, no era un factor de desunión familiar, sino más bien de reencuentro periódico, como el rosario en familia o los cumpleaños: «La familia que ve la televisión unida permanece unida», diría yo, parafraseando el antaño célebre lema del también antaño famoso y ya mencionado padre Peyton. Veíamos la televisión todos juntos, haciéndonos comentarios y chistes, ayudándonos a disfrutarla o padecerla. Ahora, cuando me preguntan si considero nocivo que los niños vean televisión, lo primero que exijo saber es si la ven solos o acompañados de familiares adultos, sensatos y con buen humor. En este último caso no creo que haya peligro real, por violenta o pornográfica que sea la imagen; de otro modo, incluso la vida de Gandhi o San Francisco pueden convertirse en malos ejemplos… En casa, no todos disfrutábamos de la televisión en el mismo grado. Algunos la cogieron ya tarde y nunca lograron entenderla del todo. Por ejemplo, mi abuela Victoria solía comentarle a mi madre cuando varios locuaces bustos llevaban largo rato debatiendo: «Maruja, me parece que estos señores querrán tomar algo…». De entonces hasta ahora, sin duda su función social ha cambiado. En la década de los sesenta del pasado siglo, con una sola cadena de televisión funcionando en España, constituía un elemento aunador de la dispersión social. Cada mañana la gente discutía del telefilme de Perry Mason o El fugitivo visto la noche anterior, porque era un fragmento imaginario del mundo que todos habíamos compartido a la misma hora. Se hablaba de los programas de

televisión como hoy se habla del tiempo, porque es algo que todo el mundo padece o disfruta por igual y que permite un acercamiento sin compromisos ideológicos a los demás, un reconocimiento de nuestra condición común, un factor lúdico de comunidad. Ahora, con la proliferación digital de canales y la invención del vídeo, sólo los grandes partidos de fútbol y fenómenos como Gran Hermano o quizá Operación Triunfo se acercan débilmente a una unanimidad parecida. Pero ya con mayores melindres y resabios… Mis favoritos infantiles fueron Investigador submarino, protagonizado por Lloyd Bridges, la serie de espías Cinco dedos y Dimensión desconocida, seguidas luego por las inevitables Bonanza, El Santo, Los Vengadores, etcétera. Los sábados, en horario de tarde infantil, disfrutábamos con las casposas adaptaciones nacionales de clásicos de la aventura escritos por Julio Verne o Salgari, escenificadas con mucho entusiasmo y poquísimos medios en estudios de Barcelona o Madrid. Los efectos especiales eran especialísimos, hasta el punto de requerir todo el apoyo de la imaginación del espectador para funcionar. En una peripecia hindú, recuerdo una cobra saliendo de la cesta en obediencia a la flauta del chamán y alzada por un cordel —maroma más bien— que parecía más grueso y evidente que el propio ofidio. Vaya desde aquí mi agradecida bendición a los héroes que protagonizaron esas gestas de cartón: Paco Morán, Ignacio de Paúl, Joaquín Pamplona, Pablo Sanz, Pedro Sempson, José María Escuer, tantos y tan esforzadamente generosos. El niño que os admiró no os olvida. Ni tampoco al gran Narciso Ibáñez Serrador, cuyas Historias para no dormir (solían estar interpretadas por su padre, el truculento y magnífico Narciso Ibáñez Menta) prolongaron los estremecimientos terroríficos inaugurados en San Sebastián por Orencio, el peluquero que reinventó narrativamente ese género para mi deleite personal. No discuto que hoy la televisión pueda tener algunos de los efectos venenosos en los niños de los que tanto nos hablan los educadores preocupados y los pelmazos en busca de quejas sublimes contra la cotidianidad moderna: para mí, en aquellos tiernos años (tan duros a veces en su ternura, ay), fue otra forma de liberación y éxtasis, como los tebeos o los libros… o los sueños.

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EL COLEGIO NUEVO Allá donde no se apelara a mi interés, mi entendimiento o mi fantasía, yo no quería o no sabía aprender.

WINSTON CHURCHILL

A

ciertas edades, rondando la adolescencia, cambiar de colegio puede ser algo casi tan traumático como verse obligado a empezar en un nuevo trabajo a los cincuenta años. Así resultó para mí el paso de los marianistas de Santa María de Aldapeta, en Donosti, al colegio del Pilar madrileño. No por desmedido afecto al viejo centro escolar (la verdad es que en todos los lugares de estudio o disciplina siempre he entrado con aprensión y he salido con alivio) sino por inquietud ante cambios que podían resultar peligrosos. En el Pilar no tenía amigos, ni referencias conocidas: el propio aire neogótico del edificio principal, que ahora me resulta absurdamente conmovedor, al principio me pareció ominoso. Luego he sabido que por ese colegio pasaron en aquellos años todo género de alevines distinguidos, que fueron después figuras principales del periodismo, las finanzas o la política. Me congratulo de ello retrospectivamente, pero la verdad es que mis inicios en esa nueva Atenas resultaron humillantes y dolorosos. Aunque mis padres no eran vascos, por lo visto mi acento y mi forma de hablar resultaban chocantes en la capital. No tardaron en hacérmelo notar mis

nuevos compañeros y no precisamente de forma cariñosa. Otra vez me sentí bicho raro: lo había sido en Donosti por hablar como los de fuera y ahora volvía a serlo por lo mismo pero al revés en Madrid; buen entrenamiento para no compartir nunca los prejuicios de «los de aquí» contra el involuntariamente diferente… La mala racha duró sólo los dos primeros años (hasta que tuve la suerte de que expulsaran a un obtuso cretino que la había tomado conmigo y se dedicaba a hostigarme con una minuciosa insistencia más propia del instinto zoológico que de la voluntad humana; afortunadamente su rendimiento académico no cubría mínimos y por fin le dieron la justa patada hacia las tinieblas exteriores, a la que uno ahora la mía de todo corazón). Esos dos años se me hicieron indeciblemente largos. Me refugiaba con alivio en casa, en compañía de mis hermanos, jugando a «hacer aventuras» y carreras de caballos por la pista encerada del salón. Tenía pocos amigos pero tampoco los echaba demasiado de menos, porque el exilio me había convertido en algo así como un abertzale familiar. Con quien me llevaba mejor era con dos compañeros que también iban al hipódromo de la Zarzuela los domingos, Enrique Migoya y José Muñoz. El padre de Muñoz incluso oficiaba como comisario de carreras, dignidad que yo consideraba de las más altas a que puede aspirar el ser humano. Murió poco después y su hijo me contó que en las largas horas de agonía sólo parecía calmarse cuando balbucía instrucciones febriles a caballos y jinetes que nadie más que él podía ver. Si tengo suerte, también yo en la última hora regresaré al hipódromo y no escucharé rezos o diagnósticos sino galopes. La Zarzuela —el recinto hípico, no el palacio— es lo único que yo salvaría de Madrid en caso de un bombardeo nuclear. Allí he compartido carreras con Eddie Constantine y Jack Palance, con Jorge Rigaud y con Di Stéfano, con Katia Loritz y Sofía Loren (que dieron pábulo a deliciosas masturbaciones, como tantos otros estímulos menos ilustres). Y por supuesto estaba siempre papá, junto a mis dos amigos. ¡Migoya y Muñoz! Así prefiero llamarlos, porque entonces manejábamos sólo los apellidos de los colegas de aula, según eterna práctica colegial. Hace tanto que no les veo que me cuesta admitir que ahora serán dos semiviejos, como yo. Después de ese periodo de aclimatación, cambió para bien mi fortuna. El momento decisivo fue la reválida de cuarto, que entonces se hacía en torno a los catorce años y que separaba definitivamente los caminos de «los de ciencias» y «los de letras». El examen decisivo se hacía sumando la nota de matemáticas con la de literatura y dividiendo por dos. Pero se daba por supuesto que para aprobar

había que demostrar cierta competencia mínima en ambos campos. Después de las pruebas, el tribunal me llamó aparte: había obtenido el único diez en literatura y el único cero en matemáticas de los doscientos o trescientos examinados esa jornada. Mi calificación presentaba un problema de índole moral. Me hicieron dos o tres preguntas benévolas, para comprobar que distinguía los números y al menos sabía las cuatro reglas aritméticas. Luego me dejaron por imposible y me concedieron a regañadientes un cinco, el aprobado mínimo. Así pude entrar para siempre en el mundo de las letras, aunque Platón me hubiera repudiado con razón de su academia por mi ignorancia en geometría. En el nuevo curso, con otros compañeros que también comenzaban su itinerario desde el primer paso como yo, podía intentar el despliegue de habilidades que me consiguieran un respetable lugar bajo el sol. Y a ello me dediqué con ahínco. Tampoco tenía demasiados dones entre los que elegir. En las dos asignaturas características de letras, latín y griego, era discretito tirando a malo. Como nunca falta consuelo al que quiere aceptarlo, recordaré que Churchill también era muy deficiente tanto en matemáticas como en latín (cuando se presentó al examen de ingreso en Harrow entregó en blanco las hojas de esas dos materias)… aunque desde luego tenía habilidades compensatorias de las que yo carezco. En fin, mis padres me pusieron un profesor particular de latín, un exseminarista aficionado a la literatura con el que me pasaba las clases hablando de cualquier cosa — teología, política, poesía…— menos de las aburridas declinaciones y los ablativos absolutos. Fue también mi primer consejero en materias sexuales y me proporcionó todas las informaciones que mis padres preferían hacerme llegar por persona interpuesta y algunas más que quizá ellos tampoco tenían demasiado frescas. De latín, ya digo, nunca supe demasiado y los exámenes de griego los resolví aprendiéndome la traducción de la Iliada de memoria, de modo que en cuanto descifraba las primeras palabras de un verso ya podía continuar traduciendo otros diez sin necesidad de consultar el diccionario ni apelar a la intrincada gramática. En historia, en arte, en literatura y en filosofía las cosas me iban bastante mejor. En esta última disciplina puedo consignar mi primera aportación al pensamiento occidental. Tratando de explicarnos la pregunta por el sentido de la vida humana, el profesor inquirió: «Vamos a ver, vosotros ¿para qué creéis que estamos en el mundo?». Un momento de atónito silencio y luego, ante mi propia sorpresa, me oí contestar con decisión: «Para ser felices». La clase soltó una risotada pero el profesor aprobó mi respuesta, no demasiado original aunque biográficamente premonitoria. En lengua francesa también era

bastante bueno, desde luego mejor que nuestro maestro, el cual me escandalizó un día corrigiendo mi traducción de la palabra fermier por «granjero»: ¡según él, significaba «enfermo»! Sin embargo en lo único donde yo destacaba sin esfuerzo era en las redacciones. Ahí sí que apenas tenía competidores de fuste: los demás componían mejor o peor un texto pero yo escribía. ¡Y con qué sensación de entusiasmo y libertad, con cuánta audacia! También con bastante embriaguez vanidosa, desde luego. Me acostumbré a que mi redacción fuese siempre una de las que se leían en público cuando el profesor nos las devolvía corregidas y llevaba muy a mal si algún día excepcional era pasada por alto e incluida en el anónimo montón. Me gustaba también leer en voz alta, con entonación, como solía decirse. Y declamar. Ya en San Sebastián había tenido ocasión de recitar versos en algún festejo colegial. Aprovechaba así las lecciones de mi padre, que me inculcó —a mí, tan negado hacia lo musical— oído para la sonoridad de la palabra y acierto para la elocución intensa. En una ocasión me hicieron aprender una interminable composición de Luis Fernández Ardavín titulada El llanto de los pinares con la que obtuve un cierto éxito público en un acto de fin de curso, impresionando no sé si por mi buena dicción o por mi buena memoria. En el Pilar llegué a convertirme en el rapsoda oficial del colegio, siendo el encargado de leer ofrendas a la Virgen, despedidas emotivas a directores jubilados y poemas celebratorios. También colaboraba en la revista Soy pilarista, que en preuniversitario llegué a dirigir con mi amigo Luis Audibert. Como nuestros corresponsales eran poco cumplidores, en ocasiones tuve que escribir varios artículos de urgencia con diversos seudónimos para que el número llegase a tiempo a la imprenta. Incluso cometí alguna crónica de hockey sobre patines, confuso deporte de cuyo reglamento era y sigo siendo escrupulosamente ignorante. Sabedores de esta forzosa fecundidad, algunos guasones llamaban a la revista «Soy Savater» en lugar de Soy pilarista… Aparte del halago narcisista, al que nunca he resultado precisamente inmune, estas capacidades verbales compensaron el resto de mis obvias deficiencias y me garantizaron cierta extravagante celebridad, haciéndome aceptable, incluso cotizado, entre mis compañeros. Por añadidura, conseguí además una loca confianza en mí mismo en estos campos que nunca me ha abandonado y gracias a la cual supongo que, por mal que vayan las cosas, si tengo papel para escribir o un auditorio ante el que disertar sabré arreglármelas. Este tipo de ingenuidades ayudan más en la vida que la

desapasionada lucidez… Ya me he lamentado de que encontré pocas complicidades para mis aficiones literarias entre los profesores y casi ninguna entre los alumnos. Mi único mentor fue un maestro al que tuve en dos cursos sucesivos, un año encargado de literatura y otro de historia del arte. Se llamaba don Antonio, pero se le conocía por «el Mari Tere», no por ninguna duda sobre su heterosexualidad sino por el nombre de una novia con la que luego se casó y a la que por lo visto años atrás mencionaba en clase con arrobo. Era licenciado en filosofía y letras, un poco pedante y se complacía en lanzar apotegmas vagamente wildeanos contra nuestras estólidas cabecitas en las que solían invariablemente rebotar las muestras sofisticadas de ingenio. A un alumno notablemente poco aplicado que se enorgullecía de tocar la batería en un conjunto de amigos y se había extralimitado con el vino en una excursión, le espetó un día en clase, tras haber tratado infructuosamente de tomarle la lección: «Fulano, debo reconocer que es usted por lo menos polifacético: se embriaga y toca el bombo». En otra ocasión fulminó a quien se desperezaba demasiado escandalosamente en su asiento: «Parece usted una odalisca ávida de placeres sensuales…». A mí, que por entonces leía El retrato de Donan Gray como si fuese un devocionario, estos mediocres aforismos me encandilaban. Era lo más parecido que había encontrado en el colegio a un alma gemela. Le recuerdo fumando en clase con gesto remilgado, mientras se abrochaba su raída blazer azul con botones de plata y aludía de pasada a su amistad con Carlos Muñiz o algún otro escritor «maldito» de la época. Se tenía —y yo también le consideraba así— por un exiliado del mundo del arte en la espesa rutina colegial. Por afecto a él me convertí por primera y última vez en delator. En cierta ocasión nos castigó a un grupo de charlatanes a volver un jueves por la tarde para copiar dos páginas de no se qué libro como penalización. Los condenados éramos ocho o nueve, pero sólo nos presentamos dos, yo especialmente contrito por ser culpable a ojos de mi único ídolo. Don Antonio se indignó ante las ausencias pero era incapaz de recordar los nombres de los rebeldes. Llevado por el afán de volver a congraciarme con él, de demostrarle que estaba de su lado, le facilité los que recordaba, ante la mirada cargada de reproche del otro compañero. Aún me avergüenzo de esa traición sin mayores consecuencias pero también me emociona mi secreto fervor. Años después, cuando había terminado ya el colegio y participé en el montaje de una representación de Macbeth, le encargamos una conferencia introductoria sobre Shakespeare para preparar a la afición. Repitió

con tono emocionado las opiniones de Victor Hugo en el prólogo de su obra sobre el gran trágico inglés (incluido el diálogo sublime entre padre e hijo ante el mar de Jersey: «¿Cómo pasaremos el tiempo de este exilio?». El padre: «Yo contemplaré el mar». El hijo: «Yo traduciré a Shakespeare»), pero olvidó mencionar que pertenecían al autor romántico. Probablemente yo era el único de la concurrencia que había leído el libro así pirateado y con ternura, casi con paternal cariño, le guardé el secreto. De todas las nuevas disciplinas del Pilar, la que más me hizo sufrir fue sin duda la gimnasia. El potro, el plinto, las espalderas, la manía de las flexiones, trepar por la cuerda, cada ejercicio formaba parte de una continuada forma de tortura. Especialmente los aparatos que había que saltar y que yo no salté jamás. Me negaba a ello: nunca he saltado. Llegaba corriendo torpemente hasta el obstáculo, apoyaba las manos sobre él y me detenía, con obstinación de mulo. Ni las amenazas, ni los castigos ni las burlas me hicieron jamás alzarme ni un palmo del suelo para afrontar la dureza disuasoria del cuadrúpedo artificial. El monitor me vaticinaba un futuro de horrores: «¡Ya verás cuando estés en la mili!». Bueno, pues me enorgullece aclarar que más tarde estuve en la mili y tampoco salté. Ni trepé, ni hice flexiones dignas de ese nombre. Siempre he sido un objetor gimnástico, no de conciencia sino de cuerpo. Tal fue la primera de mis rebeliones y la única en que he perseverado sin desmayo.

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GRAN TEATRO Y PEQUEÑO MUNDO Una sombra, que se pavonea y se agita por un momento sobre el escenario… y desaparece.

WILLIAM SHAKESPEARE

D

eclamatorio, narcisista, exhibicionista, ávido de aplausos y cálido reconocimiento, todo me predisponía desde pequeño a las candilejas, salvo lo antiestético de mi físico: mi ojo estrábico, el incontrolable vuelco espasmódico de mi cabezota, los andares de pato mareado… ¿Cómo puede uno dedicarse a representar siendo tan escasamente presentable? Pero, al principio, ninguna de estas evidencias conseguía desanimarme. Desde que pisé por primera vez un escenario, con ocho o nueve años, en una obrita colegial en la que no debía pronunciar más que una docena de palabras supuestamente graciosas, sentí correr por mis venas el veneno de Talía. Sobre el entablado polvoriento, bajo el agobio de los focos que nos alumbraban mal pero nos deslumbraban perfectamente, trepidaba con el deseo de intervenir y conquistar el proscenio; los demás actorcillos recitaban su parte con simpáticos gritos destemplados, mientras yo —que me sabía también de memoria sus papeles y no sólo el ínfimo que me correspondía— hubiera querido representar todos los personajes, lanzándome a parlotear sin tregua ni competencia desde que se alzó el telón. Con

prudencia que luego se reiteró numerosas veces, el director del espectáculo había reducido mi intervención hasta casi lo imperceptible. Esa mínima dosis halagadora bastó para emborracharme para siempre. Después, la declamación de poesías y la lectura de homenajes colegiales sirvieron para paliar un tanto mis afanes escénicos pero nunca saciaron por completo el anhelo del gran papel teatral que jamás obtuve… ni siquiera como secundario de lujo. En el Pilar había un profesor que se encargaba —más por vocación que por designación de las autoridades académicas y no siempre despertando el entusiasmo de éstas— de organizar y dirigir representaciones teatrales. Era Carlos Luis Aladro, maestro de párvulos, un jerezano que antes de venir a Madrid había trabajado con los alumnos del reformatorio de Cádiz. Pero Aladro no era un simple aficionado sino un verdadero artista, un auténtico hombre de teatro, un director de cuerpo entero. Fundó un interesantísimo grupo de teatro infantil, llamado «El ratón del alba», en el que niños menores de diez años no sólo representaban obritas y preparaban escenografías, sino que también escribían las piezas dramáticas. ¡Y qué dramas! Duraban pocos minutos, pero en ellas volcaban sus miedos y sus arrobos, sacando a pasear por el escenario las sombras puerilmente severas que rondaban sus cabecitas. Recuerdo en particular una pieza, brevísima, cuyo protagonista era un niño que se encuentra un conejo y lo convierte en su amigo; pero el conejo languidece hasta la muerte y el niño entonces comenta que él también se está muriendo de pena. Acaba diciendo, con sencillez trágica: «Ya no puedo respirar». De nuevo el fantasma desconsolado de Lear y su fatídico botón… «El ratón del alba» también representaba pequeñas piezas escritas por adultos especialmente para esa original compañía. Yo mismo compuse tres o cuatro, entre las que rememoro con difusa simpatía una que se titulaba Don Quijote o la espada de madera. Mi hermano pequeño, Juan Carlos, colaboraba como escenógrafo y figurinista. Luego Aladro también dirigió obras con chicos de mi edad (de dieciséis años para arriba), tanto en el viejo salón de actos del Pilar como después en algunos colegios mayores y hasta en el teatro María Guerrero de Madrid. Precisamente fue en este último donde interpreté el gran papel de mi vida, nada menos que un monólogo, que es lo más grato para acariciar el narcisismo: Sobre el daño que hace el tabaco, de Antón Chéjov. Me recuerdo con el pelo empolvado de blanco para aparentar más edad (algo así como lo tengo ahora, aunque mucho más abundante) y vestido con un ajado traje negro de conferenciante de provincias, deambulando encorvado sobre el enorme escenario para dar vida al pobre

charlista que intenta por un momento rebelarse contra su mísero destino. Merecimos un comentario en ABC firmado nada menos que por Alfredo Marqueríe, en que amablemente elogiaba la representación como «por encima del habitual nivel escolar», lo que supongo que equivale casi a una consagración… Pero lo más importante es que en las largas sesiones de ensayos, solos en el tenebroso salón de actos colegial después de las clases, Carlos y yo nos hicimos buenos amigos. Compartíamos el gusto por los libros, por las rebeliones de todo cuño, por ansias imprecisas que chocaban con la asfixia clericaloide y cuartelaria del franquismo, así como por el vino peleón. Hasta llegamos a ir juntos a alguna manifestación del Primero de Mayo (en cierta ocasión nos empeñamos en llegar a la cita clandestina en un autobús prudentemente vacío, que fue precisamente el que eligió un piquete de manifestantes para apedrear con un entusiasmo que casi nos descalabra). Con alumnos pilaristas de los últimos cursos y algunos que habían dejado hace poco el colegio, así como con sus imprescindibles hermanas y novias, montamos representaciones que gracias al talento y la paciencia de Aladro resultaron por lo general bastante aceptables: desde La barca sin pescador de Alejandro Casona hasta Sir Halewyn o Escurial de Michel de Ghelderode, pasando por Corrupción en el Palacio de Justicia de Ugo Betti (en la que yo tuve ocasión de morir en escena por primera vez, cubierto por un maquillaje tan oscuro que algunos espectadores debieron de creer que se trataba de un drama racial). También se representó una adaptación que hice para la escena del cuento La madriguera de Kafka, que terminaba con una frase de la que me sentía muy orgulloso: «¡Nadie es dueño de sus propias obras!». Supongo que Kafka la habría suscrito, como yo desde luego hago ahora con mucha más razón que entonces. Pronto me resultó dolorosamente claro que había otros chicos mucho mejor dotados para interpretar a los protagonistas que yo, que me resigné a papeles secundarios de anciano o cazurro, por lo común con un sesgo humorístico. ¡No es raro que después siempre haya admirado y simpatizado tanto con Walter Brennan! La verdad es que contábamos con algunos actores más que decentes, como Eduardo Normand —dotado de una voz estupenda— o Alberto Azqueta. Junto a otros compañeros de aficiones literarias, Ramón Gimeno o Juan Antonio Calvo (un chico de rasgos virilmente deliciosos, del que yo estaba secreta y pudorosamente un poco enamorado) formamos un grupo de amigos que iba más allá de los ensayos compartidos: nos leíamos poemas recién escritos, nos recomendábamos lecturas y nos emborrachábamos juntos con cierta

periodicidad. En realidad, lo más divertido de cada representación eran precisamente los periodos de ensayo, charlando interminablemente en voz baja en las butacas vacías de atrás, riendo y fumando a escondidas, mientras los más afortunados hacían manitas con alguna actriz especialmente complaciente. Era como una suerte de vida alternativa, que nada tenía que ver con estudios ni exámenes, ni con el ominoso futuro, ni con Franco y sus acólitos. Algo así como la cuadrilla de «La Bohéme» pero sin pasar hambre… De todos esos momentos dichosos, sin duda el periodo mejor fue el de la preparación de nuestro «más-difícil-todavía»: nada menos que Macbeth, la «obra escocesa» cuyo nombre nunca debe pronunciarse en voz alta según antigua superstición de los actores shakespearianos. La versión escénica, lógicamente abreviada y aligerada de arcaísmos, fue mi empeño dramático más arriesgado, que me ocupó un intenso y mágico mes de agosto en Torrelodones, disfrutado en compañía de Carlos Aladro. De los veranos en Torrelodones debo decir aunque no sea más que una palabra. Nuestros veraneos familiares se centraban como es lógico en el regreso a San Sebastián, con el que yo soñaba todo el año. Pero como mi padre sólo tenía un mes de vacaciones, durante junio y julio permanecíamos en algún refugio de la sierra madrileña, lo que le permitía reunirse con nosotros todos los días a la caída de la tarde, pasar la velada con nosotros y dormir sin verse sometido al agobiante calorín de la capital. Nuestro primer albergue fue el hostal La Berzosa, un enorme caserón que parecía salido de una novela de las Bronte, instalado en la finca de ese nombre propiedad de la familia Ruiz Jiménez. Que el lugar era tranquilo y sano lo prueba el que fuese allí donde solía concentrarse la selección nacional de fútbol antes de los partidos importantes. Comprendo que «La Berzosa» no es un nombre demasiado romántico para un sucedáneo terrenal del paraíso pero todos los recuerdos que logro invocar confirman que para mí lo fue. Desde la mañana temprano, después de desayunar, salíamos los cuatro hermanos a «explorar» acompañados de mi madre: recorríamos jarales y pinares, con un olor delicioso que se iba haciendo más penetrante según caía más fuerte el sol. Llegábamos hasta la vieja ermita en cuya veleta se posaban los grajos, chillando con intemperante júbilo; mi madre se sentaba en alguna sombra propicia, con su novela de Agatha Christie, y nosotros trepábamos por las rocas o rechazábamos en una hondonada cubierta de rojas agujas de pino el asalto feroz de los comanches. Un día, desde un arbusto, nos amenazó una culebra, pequeña e indeciblemente malvada. Regresábamos poco antes de la hora de comer para

darnos un chapuzón en la piscina y luego al restaurante, donde explotábamos con juvenil ahínco el carro de entremeses, del que yo prefería sobre todo la ensaladilla rusa y trocitos de una oblea con mucho orégano que jamás había probado antes, a la que llamaban «pizza». A la caída de la tarde, tras la maravillosa siesta, jugábamos a las cartas o en algún tablero Crone. Después, ya en la cama, yo leía las aventuras de Tintín en la luna, recién aparecidas, y cuentos de terror de Lovecraft o Arthur Machen. Creo que fue en esas noches nada lúgubres cuando leí El talismán de Set de Dennis Wheatley (su título original era The Devil Bidés Out), una de las novelas que más me han impresionado en mi vida. Por la finca solía correr un viejo caballo blanco, llamado «Palomo», que aparecía y desaparecía súbitamente, sin brida ni jinete. Luego, viendo Missing de Costa Gravas supe que era una alegoría espontánea de la libertad. No faltaba en esa Arcadia la presencia de lo alarmante: los conejos enfermos de mixomatosis, que se arrastraban lentamente a tropezones, con saltones glóbulos blancos y ciegos en el lugar de los ojos. Después de «La Berzosa», cuando nuestras estancias en la sierra se hicieron más prolongadas, mis padres comenzaron a alquilar villas con minúsculos jardines en Torrelodones o Becerril. Tenían por nombre «Aire y sol», cosas así, y en ellas jugábamos al croquet al final de la tarde, cuando llegaba mi padre, hasta que vencejos y murciélagos comenzaban sus veloces aventuras crepusculares. Yo leía, leía muchísimo, leía sin parar: ¡pensar que ahora hay chicos y chicas que no leen en verano «porque están de vacaciones»! Leía de todo, desde las novelas de Perry Masón hasta la Introducción a la lógica formal de Ferrater Mora. Siempre con idéntico agradecimiento y con el mismo ingenuo arrobo. Fue en una de las villas de Torrelodones donde pasé por primera vez un verano completo: era el de mi primer año en la Universidad y no acompañé a mi familia a San Sebastián porque el doctor Sebastián Mariner me había suspendido —con excesivo rigor pero no sin justicia— en latín vulgar. Mientras preparaba el examen de septiembre, escribí para Carlos Aladro y nuestra eventual compañía, la versión de Macbeth. Carlos pasó el mes de agosto conmigo en Torrelodones, charlando sin cesar horas y horas de Shakespeare, de Macbeth y su traición, de todas las restantes cosas del mundo, y otra vez de Shakespeare. Bebiendo, fumando, hablando y riendo. Macbeth, el asesino ambicioso, nuestro hermano oscuro, pedía el don de poder volver a dormir «a despecho del trueno», lo que le era negado. Aquellos truenos de literatura, de pensamiento, de paradojas y libertad, entre tanto, arrullaban mis sueños.

Quiero recordar que nuestro Macbeth fue un éxito, al menos de entusiasmo. A mí me tocó hacer de rey Duncan y me resigné a desaparecer a las pocas escenas de la tragedia. En la primera de todas, un actor que se nos había incorporado nada menos que desde la Escuela de Arte Dramático y que nos impresionaba por su capacidad de maquillarse con heridas de gran realismo, se trabucó el día del estreno al darme el parte de la batalla y en lugar de comunicarme las hazañas de Macbeth me informó de que éste había muerto, rajado de parte a parte por su enemigo. Le desmentí con enorme aplomo, asegurando que «nuestro noble primo» seguramente había obtenido una inequívoca victoria. Hay una foto de ese estreno en la que aparezco con la espada sobre los hombros de mi hijo Malcolm, arrodillado a mis pies, ambos vestidos con ropajes imposibles de Cornejo. Malcolm era interpretado por Luis Alberto de Cuenca, amigo de siempre que luego fue poeta y funcionario gubernamental: si entonces llego a saber que iba a componerle una letra al himno nacional, en lugar de nombrarle mi heredero le hubiese cortado sin rodeos la cabeza. Al final de la pieza, después de saludar los actores y el director, iluminábamos cenitalmente el trono vacío con la corona ensangrentada sobre él, mientras leíamos el elogio a Shakespeare de Ben Jonson: «¡No se te olvidará mientras haya hombres, dulce cisne del Avon!». A mí se me llenaban los ojos de lágrimas y se me quebraba la voz al decirlo, poseído por el arrobo de lo sublime tal como se paladea a los diecisiete años. Después, mi relación con el teatro se adelgazó pero nunca llegó a interrumpirse del todo. Fui un espectador asiduo y entusiasta de los estrenos de Adolfo Marsillach y José Luis Alonso, sin duda los dos hombres de teatro más inteligentes y arriesgados durante la última década de la dictadura. A Marsillach le admiraba también como actor: fue mi primer Hamlet sobre el escenario, lo que siempre supone una adhesión de por vida, pero además su Marat-Sade y su Tartufo constituyeron acontecimientos contestatarios que disfruté con la debida entrega de aquellos años. En particular la obra de Peter Weiss, representada en un teatro rodeado por la policía en previsión de disturbios: los espectadores pasamos de los grises que vigilaban fuera a los guardianes de Charenton de dentro casi sin solución de continuidad. Cuando Marat, interpretado por el gran José María Prada, abandonaba la escena a través del patio de butacas, desde el gallinero se lanzaron octavillas subversivas con la leyenda: «¡Viva Marat!». La función fue prohibida a los pocos días del estreno. Constituyó para mí una alegría y un orgullo que muchos años después Adolfo me encargase la versión de

El misántropo para la compañía de Teatro Clásico que entonces dirigía, su segunda aproximación a Moliere —ya sólo como director— desde aquel famoso Tartufo en que el Opus Dei quedaba quizá demasiado obviamente incriminado. Tanto en los escenarios como en la televisión, Marsillach representó una inteligencia activa y persuasiva, que nos ayudó a soportar con menor envilecimiento tiempos viles. Siempre le estaré agradecido. Otro excelente hombre de teatro, José Luis Gómez, que llegó de Alemania con un enorme y merecido prestigio tras la muerte de Franco, fue luego el «culpable» de que yo estrenase otra vez piezas teatrales, aunque ya no para niños. Por aquel entonces me encargaba de la crítica teatral en la revista Jano y había escrito una especie de drama histórico titulado Juliano en Eleusis, sobre mi apóstata preferido, que se editó pero nunca fue representado salvo alguna adaptación radiofónica. José Luis Gómez me encargó una obrita breve, un entremés, para representar en el teatro Español en una plataforma cuadrada situada en el patio de butacas, en horarios alternativos a las obras principales del teatro y sin interferir con los decorados de éstas en el escenario propiamente dicho. Como José Luis siempre ha tenido viva la pasión regeneracionista, me indicó que la compusiera a modo de comentario de la Sinapia, una utopía dieciochesca española que acaba de publicar la Editora Nacional. Así escribí Vente a Sinapia, que contó con un reparto de lujo encabezado por Juanjo Menéndez y Manuel Collado. El modesto juguete no fue mal recibido, a pesar de que el ABC de Anson —entonces en plenitud de sus manías persecutorias— aprovechó que la disposición de la plataforma no permitía al público ocupar más que los palcos para mostrar fotos del resto de las butacas vacías, como signo de mi terrible fracaso. En España, si no tienes buen humor para convertir este tipo de ataques en homenajes a sensu contrario, acabas echado a perder por culpa de la bilis. Pero lo más importante para mí de aquella función fue que conocí a María Ruiz. La verdad es que al principio yo no estaba muy convencido de aceptar el encargo, pero cuando José Luis me presentó a la joven directora aún casi desconocida que debía encargarse del montaje, ya no me hice de rogar. María no sólo tiene un enorme talento para el teatro sino que es una de las personas más inteligentes y con mayor encanto en todos los sentidos de la palabra que he tenido la dicha de conocer en mi vida. Desde el principio se estableció entre ambos una complicidad artística y humana que el paso de los años no ha disminuido sino todo lo contrario. A partir de entonces soy devoto de María no

sólo el mes de mayo, sino en todo momento y estación. Para que ella las dirigiera escribí mis restantes piezas dramáticas: Último desembarco, Catón y Guerrero en casa. María se encargó de cada una realzando con serenidad y buen gusto lo que pudieran tener de inteligente, mientras suprimía con una irresistible sonrisa inmisericorde el resto —arrebatos líricos o torpes intentos humorísticos — pese a mis vehementes protestas («¡pero si eso que vas a quitar es precisamente lo mejor de todo!»). La primera de las mencionadas, Último desembarco, sobre el episodio del retorno de Ulises a Itaca, es si no me equivoco precisamente lo mejor —o lo menos malo, para ser exactos— de cuanto he escrito en el terreno de la ficción. Su montaje en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, con Manuel de Blas, la inolvidable Mayrata O’Wisiedo y Enric Benavent haciendo de Atenea travestida en muchacho, con un decorado de Guillermo Pérez Villalta, me sigue pareciendo en la memoria una pequeña joya. Pero, claro, qué voy a decir yo… No sé si volveré alguna vez a estrenar teatro. Tengo inédita una larga pieza sobre César Borgia en la que me parece que hay trozos aprovechables, pero me da un poco de pereza revisarla. La costumbre de escribir libros y sobre todo artículos, géneros de gratificación casi inmediata en los que uno se siente deliciosamente autónomo, convierte las concesiones y aplazamientos de la escritura teatral en algo difícilmente soportable. ¡Hay que depender de tantas cosas y de tanta gente para subir una obra al escenario! Además, lo que a mí me gusta son las obras habladas, la palabra teatral, y lo que ahora suele prevalecer son la escenografía, las piruetas y el estruendo. A la gente le aburre escuchar y a mí me fastidian las luces y las contorsiones. En fin, sólo son pretextos. Si María quiere, aún creo que habrá otra vez, una última vez, el último saludo en el escenario. A veces siento, vivísima, la nostalgia no de los estrenos cuchicheantes y neuróticos sino la de los ensayos, demorados y casi sin testigos. Y recuerdo a los amigos —Alberto, Ramón…— que tan pronto abandonaron para siempre el tinglado de la antigua farsa. Es clásica la equivalencia —Addison, Schopenhauer — entre el teatro y los sueños, ese otro teatro en el que somos actores, autores y espectadores de una pieza que no comprendemos pese a que Freud ejerza de crítico. Prefiero valorar la existencia humana misma con parámetros de drama: salimos al escenario bullicioso donde ya está mediada una pieza cuyo argumento nadie logra explicarnos convincentemente, entre tropiezos y malentendidos intentamos enterarnos de qué papel se espera que representemos, luego atropelladamente intervenimos en unos cuantos diálogos o recitamos algún

monólogo, para ser después empujados hacia bambalinas y desaparecer antes de conocer el desenlace de la obra. Eso es todo, pero quizá haya que aceptarlo como suficiente.

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ADIÓS A DIOS No sólo no hay Dios sino que ¡intenta conseguir un electricista durante el fin de semana!

WOODY ALLEN

S

upongo que ahora unas páginas dedicadas a la angustia producida por las dudas religiosas de mi adolescencia, seguidas por una nostálgica despedida de la piedad infantil y una madura reflexión escéptica pero abierta a lo infinito, mejorarían el perfil espiritual de estas rememoraciones autobiográficas. Siento no poder facilitárselas al benévolo lector, porque serían insinceras y —por razones ya antes señaladas— no me gusta mentir. Además prefiero mantener más bien bajo el perfil espiritual de mis conjeturas personales, dada la sobreabundancia de inspirados sublimes que actualmente padecemos y la dudosa catadura de los que conozco más de cerca. De modo que me resignaré sin aspavientos a constatar que he carecido desde pequeño del tercer ojo, el que otea la trascendencia y nunca se conforma del todo a darla por nula y no avenida. En su Cuaderno amarillo, Salvador Pániker comenta amistosamente que soy la persona menos favorecida en ese terreno supraterreno que él ha conocido y, si de algo vale mi testimonio íntimo, creo que tiene bastante razón. Hace unos años, una señora se me acercó cuando firmaba ejemplares de mis libros en la feria

madrileña y me preguntó si yo «era creyente». Para no equivocar la respuesta, le respondí a mi vez con otra cuestión: «Creyente… ¿en qué?». Mi interlocutora se encogió sonriendo de hombros y me dijo: «Pues en lo corriente». Entonces, ya pisando suelo más firme, le repuse que en efecto creo en lo corriente; en lo que no creo es en lo sobrenatural. Me faltó añadir que tampoco creo que los que creen creer más que yo sepan en lo que creen. Es decir, que no sólo no soy «creyente» en el sentido religioso del término sino que tampoco creo que los creyentes crean. Un libro reciente que reúne diálogos entre el cardenal Martini y Umberto Eco lleva por título: En qué creen los que no creen. A mi juicio, esa pregunta es mucho más fácil de contestar que la insondablemente tenebrosa de «en qué creen los que creen». Supongo que creen que creen, pero el contenido de su creencia es aún menos inteligible que los motivos de su creencia… Y sin embargo, desde pequeño he sido fundamentalmente crédulo. Siempre he permanecido embobado ante lo improbable, aunque nunca ante lo imposible, y he asentido con romántica vehemencia a lo maravilloso. Creo en las sorpresas de lo real, en lo insólito, en lo asombroso que ya ha pasado pero procuramos olvidar para no alarmar nuestras rutinas, en lo desconcertante que puede llegar a pasar y que no admitimos para proseguir nuestro mísero concierto, en lo fascinante que espera ser descubierto por un ánimo entero y perspicaz. Creo que la vida es más de lo que conocemos y la muerte menos de lo que tememos, creo que las cosas naturales desdeñan el ahorro y admiten el prodigio, creo en el Yeti y el pulpo gigante, creo en los seres fabulosos, creo que todo ser es más o menos fabuloso y que las fábulas sustentadas en el no ser no sólo carecen de realidad sino de imaginación: creo en hazañas y portentos, aunque no en milagros. Incluso podría creer en milagros, si tal creencia no me obligara a creer en quienes los proclaman y rentabilizan… Por favor, uno puede creer en Dios, en el diablo, en la Santísima Virgen, en la Gorgona, en la resurrección de los muertos, pero ¿puede alguien creer en los curas o a los curas? ¿Se puede creer en pastores, obispos, rabinos, muecines o archimandritas? ¿Acaso no se les nota lo que son? Incluso a los buenos se les nota, aunque se nota también que son buenos, no por curas sino a pesar de serlo. Y los peores de todos los curas, los menos creíbles (los más increíblemente curas) son los filósofos empeñados en que el siglo XXI será religioso o no será y en que sólo un Dios puede salvarnos. Anatema sit! Vuelvo a mi infancia, de la que nunca he logrado salir. De niño creí en lo

corriente, en lo que se me decía, en las fábulas piadosas de profetas que caminan sobre las aguas (no más raros que el capitán Nemo, que navegaba por debajo de ellas) y en las aventuras post mortem del alma, aunque no entendía la gracia contemplativa del Cielo y la chaladura truculenta del infierno nunca me produjo ni frío ni calor. Me gustaban mucho los oficios de Semana Santa, semicantados en latín, sobre todo el momento en que Cristo crucificado murmura: «sitio», tengo sed. Es una réplica casi shakespeariana, como el «desabrochadme este botón» del moribundo Lear. También fui idólatra, vicio pagano que nunca he abandonado del todo: una rotunda imagen del Niño de la Bola que me cedió mi madre presidió durante años mi escritorio sin polemizar con la foto de Bertrand Russell ni con mis recuerdos hípicos. Como siempre me ha gustado ser minucioso y exacto, las confesiones semanales constituyeron durante mucho tiempo un fastidio morboso. Era por entonces todo un artista de ese género menor pero muy gratificante que es el onanismo y nunca tuve del todo jurídicamente claro si debía fragmentar el pecado en etapas cada una de por sí pecaminosa (búsqueda de la imagen o del párrafo excitante, elección del lugar y del momento oportunos, adopción de la postura inflamatoria —jamás utilizaba las manos, siempre sin manos, como en el circo—, reiteración del estímulo hasta las proximidades del paroxismo y luego pequeño descanso para empezar de nuevo, etcétera) o sencillamente englobar todo el proceso en un único y colosal delito. Dado que unas veces optaba por la enumeración sucesiva de culpables causas eficientes y otras por la globalización pecaminosa unitaria, desarrollé toda una estrategia para variar los distintos confesores a los que aburrir con mis cuitas sin dejar de sorprenderles. Con todo, mi preferido era el padre Cayo, cuyo nombre le predestinaba a su tarea de profesor de latín, que amén de otras virtudes disfrutaba de una ventajosa sordera, por lo que mis reiteraciones y contradicciones podían molestarle menos que a otros. Cierto día descargué mi conciencia con un cura nuevo, que me recomendó una oración piadosa «para los días de más turbación». Como pronunció las dos últimas palabras juntas, especificó embarazosamente «de más… turbación», insistiendo un par de veces en separar los pegajosos fonemas pero sin lograr nunca obviar el equívoco. A mí me entró la risa floja, que retuve apenas, y en ese mismo momento decidí no confesarme más. Me he mantenido más firme en ese propósito que en el de renunciar a masturbarme… También por entonces asumí que sólo concedía a las leyendas cristianas que me habían enseñado un estatuto puramente literario, en el cual nada había de

deshonroso, y que situaba al borrascoso Jehová entre Sherlock Holmes y Tarzán, lo cual probablemente era más de lo que merecía. No recuerdo haber sentido ni larga angustia ni pavores ancestrales, solamente alivio y una leve nostalgia, como cuando fui por primera vez a comprar regalos de Reyes al Corte Inglés aceptando así que era imprescindible la mediación humana para que tuviese efectivamente lugar la magia de los obsequios. Quedaba por solventar el problema de los rituales religiosos familiares. Afortunadamente, mi madre ya rara vez nos hacía rezar el rosario juntos (un fastidio insoportable que ahora añoro por los ausentes con quienes entonces lo compartía) pero la misa dominical presentaba un engorro bastante mayor. Con un par de amigos en semejante tesitura, Javier Echeverría y Pablo Fernández Flórez, pacté una solución conjunta: los tres nos íbamos de tertulia a un bar de la calle Goya la mañana del domingo, haciendo saber a nuestras familias que cumplíamos el precepto dominical juntos. Supongo que nadie nos creyó ni por un momento, o sólo por un momento, pero proveníamos de familias tolerantes que se conformaban con que cubriésemos al menos de palabra las piadosas apariencias. Aquellas tertulias fueron para mí un ritual no menos religioso que la propia misa pero mucho más fecundo e inspirador. Durante dos o tres horas cada mañana de domingo (¡y a lo largo de bastantes años!) charlábamos sobre todo lo humano mientras se suponía que nos dedicábamos a lo divino. De vez en cuando se nos incorporaba algún otro amigo con inquietudes culturales y capacidad humorística, dones imprescindibles para que la compañía fuese soportable. Tanto Javier como Pablo eran muy brillantes, cada cual en su estilo. En especial Pablo, hijo del escritor Darío Fernández-Flórez, autor de un best seller de la época titulado Lola, espejo oscuro; creo que Pablo fue el único chico más «leído» que yo de los que conocí y además el de mayor talento literario. Era inventivo, tierno, generoso en ideas y compulsivo en sus obsesiones: luchó consigo mismo y perdió demasiado pronto la batalla que nadie logra ganar. Ahora iba a anotar que murió joven pero me detiene a tiempo lo que Stevenson repuso al médico que le aconsejaba morigeración para no correr esa misma suerte: «¡Ay, doctor, todos los hombres mueren jóvenes!». Una mañana despotricábamos contra el clima social impuesto por la dictadura, hablando como siempre en un tono imprudentemente alto. Sobre todo yo, que exclamé con desesperación retórica: «¡A veces me gustaría ser chino o australiano!». Desde una mesa próxima, una voz suave comentó: «Yo me contentaría con ser suizo». Pasado el primer sobresalto, vimos que se trataba de

un señor mayor, atildado y con un aire gratamente picaresco, al que incorporamos de inmediato a nuestro pequeño pero selecto club. Acertamos, porque José Luis Pastora se convirtió en el más firme puntal de nuestras reuniones: podía haber sido nuestro abuelo pero fue nuestro compañero. Jubilado de un alto puesto en la empresa cristalera Saint-Gobain, reunía todas las virtudes, pues era anticlerical, republicano y había conocido personalmente a Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Ortega, Azaña, Julio Camba y cualquier prohombre de la cultura o la política anterior a la dictadura que pudiéramos desear. Era un conversador estupendo, ameno y agudo, cuyas viñetas orales sobre la sociedad de la España derrotada en la contienda civil nos resultaron de lo más formativo. Después de todo, nosotros veníamos de familias más bien derechistas y éste era el primer «rojo» auténtico con el que teníamos trato… aunque su perfecta sensatez le hiciera muy poco proclive a sublimar episodios revolucionarios que, más allá de la retórica, se revelaron enseguida fatales. Era uno de esos burgueses progresistas e ilustrados, un buen volteriano de corazón, algo poco común en nuestro arriscado país, aunque ellos han fundado la grandeza democrática de otros. Tenía el genio de la anécdota, que siempre he apreciado tanto, y a pesar de que solía repetirlas nunca me cansaba de oírselas contar. Todavía echo de menos —quizá ahora aún más que hace treinta años— su buena compañía. En este apartado no he querido contar la crisis religiosa en mi vida, sino explicar que nunca padecí tal «crisis» religiosa. A comienzos de mi carrera literaria pasé por una etapa de gran interés por el politeísmo clásico (¡hasta le puse como segundo nombre Julián a mi hijo Amador, en homenaje al emperador Juliano, cuyo enfrentamiento con el cristianismo me fascinó durante cierto tiempo!) y ese lenguaje legendario me parecía una forma útil de filosofía narrativa. La verdad, nada de eso me llevó muy lejos. Sólo en una ocasión recuerdo haber padecido una experiencia cuasi religiosa o, más bien, una aventura personal a través de la cual entrevi el origen de lo que otros llaman «experiencias» o necesidades religiosas. Mi hijo era entonces pequeño, tenía seis o siete años de edad. Pasaba parte del verano conmigo y luego yo lo llevaba en avión a Granada, donde se reunía con su madre. Cosas de padres separados. Nunca había dejado a Amador volar solo, pese a la atención que los niños suelen recibir en esos viajes por parte del personal de cabina: prefería hacer el trayecto de ida con él en el avión, charlando y jugando, para luego volverme inmediatamente sin siquiera salir del aeropuerto, pero seguro de que ya estaba en buenas manos. Un día llegamos tarde a Barbas y ya sólo quedaba una plaza

libre: además, el vuelo estaba a punto de embarcar. Me dieron todo tipo de seguridades y no tuve más remedio que resignarme a verle marchar de la mano de la azafata, con su peto identificatorio colgándole del cuello como un escapulario. Iba muy serio y decidido, probablemente hasta emocionado por la inesperada aventura. Me quedé embargado de orgullo por su coraje infantil, pero ahogándome de angustia, de incertidumbre irracional, de culpabilidad. Mientras le veía alejarse, sentí con fuerza abrumadora la urgencia de rogar una protección superior para él, de confiarle a otro Padre dignamente responsable e infalible, no como yo. Supongo que así nació la fe y la oración, porque yo ese día intenté orar y tener fe en defensa propia, en defensa de lo que más amaba. ¡Qué desesperante es no poder hacer nada por lo que se ama, más que seguir amándolo! ¿Cómo no añorar a Alguien que sirva de refuerzo y garantía de nuestro frágil amor? Por lo demás, el concepto de lo sagrado me interesó desde muy pronto y me interesa porque alude a la parte de la realidad que, sin ser sobrenatural, tampoco debiera moralmente ser manipulable. Creo que hay cosas que no debemos tocar, valores simbólicos por encima del juicio meramente utilitario: el rechazo de la tortura por ejemplo, o el respeto al azar y a la filiación en nuestro origen que nos veda, sean cuales fueren los avances biogenéticos, el programar huérfanos… o superhombres. Quienes polemizan conmigo en estas cuestiones suelen objetarme que se trata de prejuicios enmascaradamente religiosos y, aunque no creo en la validez de la objeción, tampoco logro refutarla convincentemente. A fin de cuentas, asumo todavía como un logro incontrovertiblemente civilizador parte de la tradición cristiana y su divinidad humanizada, individual y perecedera. Las supercherías eclesiales, en cambio, me repugnan cada vez más. Hace poco, tras una conferencia en que me referí al tema religioso, intervino un clérigo que se excusó sin que nadie se lo solicitara por los crímenes y abusos eclesiales a lo largo de la historia, para luego añadir muy ufano que si la Iglesia había sobrevivido tantos siglos a pesar de ellos, sin duda debía de tener algún respaldo sobrenatural a su favor. No, padre, al revés: que una institución perdure a base de traiciones a su ideario, halagos a los poderosos, bendiciones de ejércitos e inversiones en paraísos fiscales, no tiene nada de prodigioso. Despiadadas y oportunistas, así se lo montan siempre las mafias: cuanto peores son, menos envejecen. Apelan al irredentismo humano, a lo supersticioso y lo cruel, bazas seguras. Pero si una comunidad de fieles que maldijese a los grandes y ayudase a los pequeños, sin jerarquías, practicando la comunidad de bienes y condenando por igual los apetitos de la carne y los del intelecto, hubiera logrado persistir más

de dos mil años… ¡caramba, sería para empezar a creer en milagros! Afortunadamente para los escépticos y puede que desafortunadamente para la humanidad, tal cosa no ha ocurrido. Mientras acabo esta página oigo la noticia de que el Vaticano es el primer Estado que va a prohibir fumar en todo su territorio (aunque no vender tabaco, claro: genio y figura…). Me parece estupendo. ¡Otra razón más para, a pesar de Miguel Angel y Rafael, no volver nunca a la Sucia Sede!

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DE VISITA EN LA ACADEMIA Filósofos nutridos de sopa de convento contemplan impasibles el amplio firmamento.

ANTONIO MACHADO

L

a verdad es que yo nunca pretendí dedicarme a la filosofía. Todos somos a ratos filósofos sin saberlo, pero nadie llega a ser profesor de filosofía inadvertidamente: por lo menos no en nuestra época, quizá en Atenas las cosas sucediesen de otro modo. Yo filosofé a ratos, como cualquier otro niño o adolescente, porque a esas edades los hijos de familias acomodadas aún son bastante libres y cuando se es libre a uno le surgen inquietudes filosóficas espontáneamente. En cambio no estoy tan seguro de que las privaciones sean buen estímulo filosófico, sobre todo si aprietan de veras. En esta controversia, estoy del lado de Aristóteles —que preconizaba un ocio acomodado como requisito para dedicarse al pensamiento— y dudo del dictamen de Rocinante: «metafísico estáis…/ es que no como». A mí, niño rico y que comía excelentemente todos los días, me gustaba con locura discutir y argumentar — sobre todo con mi madre, que como ya comenté era una admirable polemista— y hasta podía ocurrírseme eventualmente alguna sentencia moral importante, como aquella vez que establecí que la felicidad es el destino de la existencia humana…

en clase de filosofía. En el Pilar, tanto las lecciones de filosofía general que nos daba don César como las de historia de la filosofía que recibíamos de don Prudencio me resultaron muy interesantes: las leyes del silogismo contaron con mi aprobación algo embarullada pero entusiasta y Kant me pareció enseguida un tío grande. De Sócrates con su cicuta y Diógenes con su candil, para qué hablar: formidables. Pero yo seguía orientado hacia lo mío; y lo mío, creyesen lo que creyesen los demás, era a ojos de mi corazón la literatura. El resto, es decir, mis padres, daban por sentado que yo iba a dedicarme al Derecho. ¿Qué otra cosa iba a estudiar, dada mi total y patética incompetencia científica? Primero sería abogado y después ya se vería: quizá notario, como mi padre (afortunadamente, mi propio padre era el que contemplaba con menos entusiasmo esta salida); o tal vez abogado del Estado, ejem, o podía intentar la carrera diplomática o ser juez o sencillamente abogado, defensor de inocentes y atribulados injustamente, como Perry Masón (era mi madre quien me proponía este ideal romántico, para animarme por la vía literaria). Yo les escuchaba, asentía cortésmente y me juraba a mí mismo que jamás de los jamases cursaría la carrera de Derecho. Si un amigo de la familia me preguntaba delante de mis padres a qué iba a dedicarme de mayor, soltaba con una sonrisa, a modo de globo sonda: «Me gustaría ser escritor». Mi madre corroboraba de inmediato: «Sí, eso también… pero harás la carrera de Derecho, ¿verdad?». Yo asentía, encogiéndome de hombros. A los quince años, cuando a uno le gusta leer y componer redacciones bonitas, puede decirse en voz alta, incluso con algo de desafío: voy a ser escritor. Pero ni siquiera en esas condiciones privilegiadas sería lógico esperar que el muchacho dijese: voy a ser filósofo. Y si alguien a tal edad proclama que piensa ser «profesor de filosofía», es como para catalogarle de monstruo. A mí, desde luego, ni se me pasaba por la cabeza. Y a mis padres, menos: querido, harás derecho, serás abogado… luego, ya veremos. En cuanto a escribir, ¿por qué no? Pero eso no es un trabajo, sino un pasatiempo. Yo también pensaba que escribir no era un trabajo y precisamente por eso lo consideraba mi vocación: escribir es un pasatiempo gracias al cual se puede vivir sin trabajar… con suerte, claro. Pero de que iba a tener suerte nunca dudé; y no dudar de la suerte es la única y verdadera buena suerte que puede tenerse. Empecé a hacer planes. Objetivo: convencer a mis padres de que debía cursar la carrera de Filosofía y Letras (a mí sólo me interesaban de ella las «Letras»), en lugar de derecho. Dificultades: oficialmente, se trataba de una carrera «de chicas» (mi madre había hecho un par de cursos antes de la guerra,

tras acabar Magisterio) o «de curas rebotados». Puestos a elegir, prefería ser chica. Además, era una carrera de la que no podías vivir, con la que «te morías de hambre», que «no tenía salidas». Todo el mundo parecía conocer alguna anécdota truculenta —el correlativo académico de las «leyendas urbanas»— protagonizada por un abrecoches doctor en románicas o un mendigo envuelto en cartones que confesaba entre sollozos e hipos de alcohólico su licenciatura en semíticas. Siguen corriendo todavía por los mentideros, de modo que puede que sean ciertas. Como carezco prodigiosamente de pulsiones suicidas, estas advertencias ominosas no dejaban de inquietarme, pero las descartaba con un razonamiento de optimismo maniático: que la carrera de Filosofía y Letras fuese laboralmente inútil era un detalle irrelevante, puesto que yo no pensaba vivir de ella. Sólo quería utilizarla a modo de escudo para escapar de la carrera de Derecho y como pretexto para dedicarme a escribir fingiendo estudiar: antes de concluirla habría alcanzado ya mi estado natural de escritor reconocido y podría dejarla de lado, como debemos hacer con la escalera que nos ha elevado hasta el conocimiento según el Tractatus de Wittgenstein. Este tipo de autohipnosis optimista es lo más parecido a la sensatez que suelo alcanzar cuando me pongo a ello. El paso siguiente era encontrar los aliados que pudieran valerme frente a mis padres, a quienes afortunadamente sabía nada tiránicos. Don Lucio, el profesor particular de latín con el que hablaba de todo menos de latín, era un apoyo seguro y respetado en la familia pero demasiado simpatizante —cómplice, incluso— de mis delirios antipragmáticos como para ser totalmente fiable. Además, también él era licenciado en Filosofía y Letras: que tuviese que ganarse trabajosamente la vida como preceptor de latín no constituía una gran recomendación respecto a las posibilidades crematísticas de esa carrera… Se imponía obtener el refrendo de alguien supuestamente más «objetivo», preferentemente vinculado al propio Colegio del Pilar, cuya autoridad educativa respetaban mis padres quizá incluso algo más de lo que hubiera sido prudente. Tras una cuidadosa evaluación de candidatos entre mis profesores de preuniversitario opté por uno que reunía los imprescindibles requisitos de modernidad liberal ideológica junto a respetabilidad clerical y confiado aprecio por mis dotes. Hablé «de hombre a hombre con él» (siempre se me ha dado bien la persuasión, al menos ante un público impresionable) y a su vez él se encargó de convencer a mis padres. Quedó establecido que mi vocación oficial no era abogado, nada de eso, sino profesor de literatura y mañana ya se vería… La

máxima concesión que consiguió mi madre de mí fue la promesa de que quizá más adelante empezaría también la carrera de Derecho, para completar mi currículum. Ante mí tenía vía libre hacia Filosofía y Letras, tan libre que el más inquieto de todos los implicados en el vodevil de mi futuro laboral empecé a ser yo mismo. El primer día que llegué a la Universidad de Madrid para matricularme en la facultad de Filosofía y Letras, en septiembre de 1964, la encontré tomada por efectivos de la policía, que controlaban la entrada a cada uno de los edificios. Después, a lo largo de todos los años que pasé estudiando allí, la imagen de los furgones policiales, las «lecheras» en que se transportaba a los detenidos, los coches con manguera para disolver manifestaciones, los guardias vestidos de gris a caballo y a pie, con sus cascos bien calados y las largas porras preparadas… se convirtieron en parte habitual del paisaje universitario. Todavía me extraña no verlos por allí, cuando ahora vuelvo a aquel viejo edificio de Filosofía, situado enfrente del de Derecho que mis padres hubieran querido para mí, el cual sigue idéntico a como estaba casi cuarenta años antes cuando lo pisé atemorizado por primera vez. Porque tal ha sido mi destino, salir de esas aulas en las que fui estudiante para regresar décadas después como profesor y dar clases en el mismo sitio en que las recibí. El eterno retorno o, mejor, el círculo vicioso que me encierra con su abrazo inevitable. Durante los dos primeros años de carrera, comunes a todas las especialidades, tuve ocasión de enterarme de que no existían los estudios literarios al modo en que yo los había soñado. Lo más parecido que había entonces era Filología Románica, la cual incluía materias tan poco apetecibles como latín vulgar —en la que contaba ya con un suspenso en mi primer año de universidad, yo que había hecho todo el bachillerato sin dejar nunca ninguna asignatura para septiembre— y diversas gramáticas, semióticas o jeroglíficos semejantes. Detesto los análisis gramaticales, las declinaciones, los aoristos y el complemento indirecto (este último creo que ya ha sido suprimido por decreto de la autoridad competente). Todos los aciertos verbales que pueda tener cuando escribo o hablo son meramente intuitivos y nada me interesa menos que la ortodoxia en cualquier sintaxis. No conozco a nadie que escriba literariamente bien (¡o que hable con elocuencia!) sin sacrificar lo correcto a lo expresivo. El tipo de crítico literario que valora ante todo en un texto el escrupuloso respeto a las «leyes» lingüísticas establecidas por los pedantes o los eunucos es como el moralista que estima la coyunda amorosa según cumpla o no las pautas del

misionero. Y siguiendo con esta misma —salaz— vena analógica, diré que el lenguaje es para mí como los genitales, en cuyo uso inflamado me refocilo pero cuyo estudio anatómico me aburre y hasta me causa un poquito de repelús. En fin, que tengo poca vocación de filólogo, románico o gótico. Ninguno de mis dos profesores de literatura española en comunes, Manuel Criado de Val en primero y don Ángel Valbuena Prat en segundo, lograron hacerme superar mis prejuicios (aunque a Criado le agradezco, por lo menos, la lección utilísima de que debía sin tardanza aprender a escribir a máquina, aunque fuera con cuatro dedos, como escribo ahora tantos años después). ¿Alternativas? La historia me gustaba, pero es cosa de mucho estudio y demasiada memoria; el arte decididamente me aburría y me aburre, al menos como disciplina académica; la geografía, el árabe (culpablemente elegido para huir de los rigores del griego y del que ahora no recuerdo ni las letras), por favor, vamos, seamos serios… Sólo me quedaba como camino practicable la filosofía. Pero ¿qué tenía yo que ver con la filosofía? En preuniversitario mis padres me habían regalado La sabiduría de Occidente, de Bertrand Russell, un divertido resumen de su famosa historia de la filosofía con abundantes ilustraciones (recuerdo en particular un retrato de Jean-Paul Sartre, en el que luce reloj de esfera negra, razón por la que mi primer reloj «de adulto» quise que fuera un Universal también de esfera negra: me lo robaron quince años después, en un asalto de madrugada frente al teatro María Guerrero de Madrid). Durante el primer curso de comunes, mi inopinado regalo de Reyes fueron los tres tomos de El mundo como voluntad y como representación de Schopenhauer en la edición de Aguilar traducida por Eduardo Ovejero, quien antes de la guerra civil había sido profesor de mi madre a su paso por la facultad de Filosofía (supongo que ésta fue la razón por la que eligió semejante obra como obsequio, pues los libros era siempre mi madre quien me los buscaba). Desde luego ya leía todo lo que encontraba de Jorge Luis Borges, por entonces una pasión bastante exclusiva y elitista, casi secreta, entre el público español. Me sirvió Borges como una especie de puente o etapa de transición entre literatura y filosofía: pero a fin de cuentas para mí todos eran escritores, Russell y Shakespeare, Borges y Schopenhauer, enseguida Nietzsche, Unamuno, Kafka… Y escribir era siempre hacer literatura, aunque variasen los estilos y los temas tratados. Hasta ese momento, cuando pensaba en mí como escritor me veía componiendo novelas como las de Joseph Conrad o Edgar Wallace (hasta no estar seguro del calibre de mi talento más valía mantener ideales de rango diverso); pero por entonces

comencé a asumir que bien pudiera también escribir ensayos como los de aquellos llamados filósofos o «pensadores». Incluso me daba la impresión de que los escritores de este género tenían menos competencia en el mercado que los poetas o novelistas… Además la gran ventaja de la especialidad de filosofía, según mi ingenua e indocta opinión de entonces, consistía en que cada una de sus materias — metafísica, filosofía de la naturaleza, antropología, lógica, psicología…— le empujaban a uno de inmediato in media res, o sea que estudiar cualquier disciplina filosófica era ya comenzar a filosofar. En cambio la filología estaba hecha de circunloquios, de comentarios profesorales a lo que hacían los artistas, de análisis de los instrumentos verbales utilizados… pero no me parecía que se llegase de veras a «hacer» literatura, a crear. Y a mí nunca me han gustado los entrenamientos ni la morosidad procedimental, ni ahora ni mucho menos a los dieciocho años. Soy de los que cuando estrenan un ordenador, en lugar de dedicar un par de días a leer las instrucciones y hacer ejercicios prácticos, se lanzan de inmediato a componer el primer artículo o pasar a limpio el próximo soneto. No tardé en darme cuenta de que mis expectativas sobre la enseñanza académica de la filosofía eran demasiado optimistas: también aquí se trataba ante todo de darle vueltas a lo que otros habían dicho e intentar precisar por qué lo dijeron, pero nunca se pasaba a reflexionar sin intermediarios sobre los asuntos de vida o muerte. Al contrario, tal apresuramiento hubiera parecido una muestra de candor o de risible arrogancia. Ahora, después de haber dado durante treinta años clases de filosofía, conozco un poco mejor lo que puede (¡y lo que debe!) hacerse en las aulas y soy mucho más comprensivo con mis profesores de entonces, que me impacientaban. Los había estimables, sin duda: Roberto Saumells en Filosofía de la Naturaleza, Cándido Cimadevilla en Antropología, José Luis Pinillos en Psicología, Sergio Rábade en Teoría del Conocimiento… Don Leopoldo Eulogio Palacios era el catedrático de Lógica y después supe que había fundado la Sociedad de Amigos de Schopenhauer, de la que debía ser también presidente frente a media docena de miembros. Para él no había otra lógica que la tomista y su referente más actualizado era Jacques Maritain, pero tenía como ayudante al jovencísimo y brillante Alfredo Deaño, de quien después fui amigo. Alfredo lo sabía todo de las corrientes más avanzadas de la nueva lógica formal, que contribuyó a introducir en España, y compartíamos el amor por Lewis Carroll y el sabio diálogo inacabable de la tortuga con Aquiles: murió absurdamente

pronto (destino más parejo con el de Aquiles que con la tortuga centenaria), como para demostrar desde la conclusión de un silogismo sin premisas que la existencia humana es el fracaso de la lógica. El doctor Palacios era no precisamente encorvado, sino cóncavo de silueta: se prodigaba lo menos posible en las aulas porque comprensiblemente le disgustaba lidiar con la chiquillería. Es fama que un día entró en el aula, se sentó con la cabeza apoyada en la mano y el codo sobré la mesa, sin decir palabra durante un cuarto de hora o media hora; la clase charlaba cada vez más abiertamente, sonaban risas e interpelaciones de una fila a otra, hasta que Palacios se levantó y salió doblado, arrastrando los pies, dejando caer al pasar: «Yo ya he pensado; ahora piensen ustedes…». En la asignatura de Historia de la Filosofía reinaba Adolfo Muñoz Alonso, exponente modélico de los falangistas vividores del régimen franquista, ingenioso y perverso, que había «ganado» la cátedra en unas oposiciones patrióticas a las que se había presentado con camisa azul y botas altas… Con él me ocurría lo que luego con el malvado interpretado por Donald Sutherland en el Novecento de Bertolucci, que me resultaba repugnantemente simpático. Compartí las aulas de aquella vieja Complutense (entonces llamada significativamente «Universidad Central») con buenos amigos que después se hicieron ilustres: por ejemplo Eduardo Escartín y Juanjo Luna en comunes, que luego se dedicaron respectivamente a historia contemporánea e historia del arte. Eduardo fue un complemento estupendo para mí, porque lo sabía todo de esas cuestiones de facto sobre datos, fechas y nombres propios de las que yo no sabía nada: hablábamos mucho de política y de nacionalismo… Juanjo era un tipo adorable y uno de los compañeros más divertidos que pueda imaginarse: con pocos me he reído tanto como con él, lo que siempre es un don que merece ser agradecido. Cuando le vi mucho después al frente del Museo del Prado me sentí a la vez contento y orgulloso. También andaba por allí mi querido Vicente Molina Foix: había gente que se empeñaba en considerarnos hermanos o, por lo menos, parientes próximos. De vez en cuando aparecía Félix de Azúa, que era episódicamente novio de mi compañera de curso Virginia Careaga: tan resplandecientes de hermosura e inteligencia los dos que, al verlos juntos en pareja perfecta, ni envidia siquiera daban. Ignacio Gómez de Liaño se ocupaba, con poco éxito por culpa de mi paletería, de ilustrarme en vanguardias: practicaba entonces la poesía concreta a base de remolinos o diseminaciones de palabras descoyuntadas y letras solteras (nunca me atreví a confesarle que yo seguía fiel a Rubén Darío) y me recomendaba obras de Max Bense y Abraham

Moles, todas las cuales leí con tanta devoción como aburrimiento. Lo de leer sin comprender ni jota fue mi primera experiencia típicamente filosófica, en el sentido académico del término. Con otro compañero al que yo admiraba muchísimo y adoraba en silencio, Baltasar Lara, compartí la emoción de comenzar a la vez la Fenomenología del espíritu hegeliana. Pasaban las páginas y los días: no lograba entender nada. Me tranquilizaba que Balta tampoco parecía enterarse de mucho más. Por fin un día, mientras yo le confesaba una vez más mi bloqueo, se encogió de hombros con una sonrisa: «Pues a mí me parece que ya…». Le interrumpí, alarmado: «¡No me digas que entiendes algo!». Admirablemente, repuso: «¡Hombre, tanto no! Pero creo que ya le voy cogiendo la música…». Precisamente eso, coger la música del discurso filosófico, es lo que he intentado toda mi vida: y también ayudar a otros a cogerla. A fin de cuentas, acabé siendo un simple profesor de filosofía; no un creador ni un verdadero filósofo, como Spinoza o Nietzsche. En realidad, he sido algo menos que un profesor, porque nunca he formado parte más que accidental de la academia que me ha dado tanto tiempo de comer. No sé alemán ni griego, carezco de la imprescindible bibliografía, me aburren las tesis, las notas eruditas y soy incapaz de organizar un currículo como el Rector manda. Nunca he querido estar completamente dentro y me ha faltado talento o ascetismo para mantenerme completamente fuera. He vivido de la Universidad, pero nunca para la Universidad ni siquiera realmente en ella. Al margen, en los intersticios, fingiendo una convicción profesional que jamás he sentido: temiendo ser alguna vez descubierto. Lo único auténtico de mi carrera fue su origen, aquel día que en la clase de bachillerato trompeteé a contrapelo que el hombre ha venido al mundo para ser feliz. El resto es silencio… y quizá corolario.

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LOS MAESTROS INICIÁTICOS No recuerdo ya si besé a Nietzsche en Monte Sacro.

LOU ANDREAS SALOMÉ

T

eniendo en cuenta mi obsesión por la felicidad, no es raro que me impresionase cierta respuesta de Bertrand Russell a la pregunta de un entrevistador. La leí en el segundo libro de Russell que cayó en mis manos, la traducción francesa de una serie de entrevistas que le hizo la BBC, tituladas con bastante exageración Ma conception du monde (como ya he dicho, la lengua francesa siempre ha supuesto para mí como un valor añadido de inteligencia a cuanto en ella he leído; sea como fuere el libro, leerlo en francés nunca me parece del todo una pérdida de tiempo: ahora que ya hay traducciones francesas de tantos escritores españoles que no soporto, voy a intentar leerlos ascendidos a esa lengua por ver si así mejoro mi opinión sobre ellos…). En la entrevista de la BBC, el querido milord peroraba con entusiasmo sobre la conquista de la felicidad como único propósito sensato de la existencia humana, cuando su interlocutor le preguntó: «Lord Russell, si le diesen a elegir entre aumentar su conocimiento o ser más feliz… ¿cuál sería su opción?». La respuesta me contrarió: «Es curioso, vea usted, pero preferiría más conocimientos». ¡No, Bertie, no! ¿Cómo un maestro de lógica tan distinguido puede contradecirse

impúdicamente de ese modo? Prefieres la felicidad, pero para ti la felicidad se presenta ante todo bajo la advocación del conocimiento. Si conocer no te hiciese más feliz, es decir, no te sirviera de algún modo para sentirte mejor, para «esponjarte» un poco más, si la mucha ciencia fuese una dolorosa humillación, el bloqueo de todos tus placeres en lugar de un motivo privilegiado y selecto de distinción social… huirías del saber como de la peste. Tras propinarle mentalmente este rapapolvo a Lord Russell, aún le quise más que antes. En los años sucesivos, fui leyendo casi todo lo que había escrito, que era muchísimo: desde sus obras más especializadas y técnicas, entre las que siempre preferí precisamente Teoría del conocimiento, hasta sus deliciosos Ensayos impopulares o el Elogio de la ociosidad. Muchos de sus textos breves son innegablemente superficiales, pero creo que siempre puede detectarse hasta en los peores un cierto «toque Russell» semejante al «toque Lubitsch» tan apreciado por los entendidos cinematográficos. Un guiño, un escorzo, un desafío al tópico, el arañazo cruel y risueño de la zarpa de Voltaire. La combinación entre radicalismo desprejuiciado y sólido sentido común de Bertrand Russell constituyó una buena escuela para un chico como yo era entonces, acechado a la vez por ésa apatía política envuelta en justificaciones elevadamente culturales que constituye una forma de instinto de conservación bajo las dictaduras y también, en la acera opuesta, por alucinaciones de utopismo totalitario como el guevarismo o el maoísmo. A fin de cuentas, le debo juntamente ánimo para comprometerme y prudencia para no afiliarme a chekas ni vanguardias de ésas tan adelantadas que acaban pasándose al enemigo. El viejo Bertie era hedonista, antirreligioso, racionalista y compasivo, virtudes que siguen pareciéndome esenciales. Como Voltaire, con quien razonablemente ha sido muchas veces comparado, me arrastra más en cuanto protagonista intelectual que por tales o cuales de sus obras. Ahora le releo ya muy poco, pero no me pierdo ni una de las biografías —no siempre amables— que siguen apareciendo sobre él… En uno de sus ensayos sobre las paradojas de Zenón, señala Borges que es improbable que un conjunto de palabras —otra cosa no son las filosofías— sea capaz de revelar convenientemente la estructura del universo, pero que también es lógico suponer que alguno de esos discursos insuficientes se acercará más que los otros a su inabarcable objetivo. Aunque mi opinión cuente poco al respecto (me pasa como a usted o a cualquier otro, que no sé nada del secreto cósmico) mi preferida entre las que conozco es la teoría de Arthur Schopenhauer. Si a las filosofías pudiera puntuárselas como a los restaurantes, valorando en lugar de su

cocina, bodega, servicio o decoración otro tipo de «prestaciones» —cosmología, antropología, teoría del conocimiento, estética, psicología, elegancia de diseño argumentativo, etcétera—, creo que la expuesta en El mundo como voluntad y como representación obtendría en su conjunto cinco estrellas. Tiene una envidiable economía de principios, buenos logros parciales en algunas materias concretas (su teoría de la risa, por ejemplo, o la de la locura), concede importancia a temas esenciales pero descuidados por otros sistemas como la muerte y el sexo, combina con acierto la ausencia de esperanza cósmica y la posibilidad de serenidad personal, incluso desciende a proporcionar algunas indicaciones prácticas de interés para la gestión de la vida cotidiana. Se le pueden disculpar las deficiencias en el terreno político y cierta brumosa mística antivitalista con la que recomienda una forma de santidad que al propio autor por lo visto atraía poco (su mayor empeño personal no era anular su voluntad de vivir sino llegar a cumplir cien años). Objeciones menores si se comparan con las inconsecuencias y quimeras de muchos otros. Desde luego, no parece adecuado hacerle el reproche de ser «pesimista» por pensar que éste es el peor de los mundos posibles (la mayoría de los pesimistas que conozco se caracterizan habitualmente por estar convencidos de que toda situación, por mala que sea, es susceptible de empeorar): el auténtico y descorazonador pesimismo es el de Leibniz, que se atrevió a sostener que éste es el mejor de los mundos posibles, lo que ya ni siquiera nos deja imaginar escapatoria alguna… Su discípulo Nietzsche acepta el marco general de su sistema, pero cambiándolo de signo. Schopenhauer es una especie de optimista contrariado, un alma delicada que protesta y se irrita ante la vorágine del abismo dolorosamente retorcido del que todo proviene y al que todo vuelve, torbellino a fin de cuentas insignificante cuya constatación no puede disimular el pensador con edulcoradones espiritualistas. ¡El universo debería ofrecer a nuestro anhelo algo mejor, que escueza menos! En cambio Nietzsche se siente tonificado por lo irremediable y no deplora que nuestra condición carezca de sentido porque así se nos brinda la posibilidad de tallárselo nosotros a nuestra medida. No estamos «programados» para ningún tipo de beatitud o felicidad por la gran fábrica universal, pero si la inexplicable existencia se asume con vigor intrépido puede convertirse en celebración de la alegría. Tal como conseguí bien pronto El mundo como voluntad y como representación, también obtuve enseguida la obra completa de Nietzsche en la edición de la misma editorial Aguilar —en este caso cinco volúmenes en lugar de tres— en las traducciones del animoso Ovejero. Ya

sé que esta versión es incompleta, desordenada a veces y que no faltan en ella malentendidos o francos errores: pero no la cambio por ninguna otra. Para mí, es el auténtico texto original de Nietzsche, el lugar de encuentro con esa voz inconfundible y abrumadora que durante tanto tiempo he escuchado con pasión. Después he frecuentado traducciones más fiables, según las versiones establecidas por los señores Colli y Montinari pasadas a lengua castellana por Andrés Sánchez-Pascual, pero «mi» Nietzsche es el de Ovejero como «mi» Shakespeare es el de Luis Astrana Marín. Ya lo he dicho, no soy filólogo: no lo he sido ni lo he querido ser ni siquiera para leer al sutil filólogo Nietzsche. Tampoco soy un «entendido» académico en su obra, pero en cambio fui nietzscheano, allá por entonces, con poco más de veinte años: inventándome a medias a Nietzsche como cómplice, como estado de ánimo. ¡Qué tendrá que ver eso con las tesis doctorales! Nietzscheano: o sea, poseído por el espíritu entrevisto de Nietzsche, liberado por Nietzsche del clericalismo franquista y sus blandengues adversarios en las aulas seudocontestatarias, fuesen analíticos al modo anglosajón o marxistas del colectivismo dialéctico borreguil, sólo intelectualmente prestigioso por la obstinación de sus mártires. Inciso: me importa dejar claro que leer antes de cumplir los veinte años o poco después a Bertrand Russell, Schopenhauer, Nietzsche y otros pesos pesados que ahora mencionaré no representó en modo alguno el abandono de los vicios literarios predilectos en mi interminable adolescencia: alternaba y acompañaba a los sabios maestros con mis usuales Lovecraft, Ray Bradbury, Karl May y John Dickson Carr. Pasaba de W. B. Yeats a M. R. James, de Kafka o Borges a Arthur Machen, sin dejar nunca de lado a Kipling, Joseph Conrad o Chesterton. Siempre con las mismas gafas, siempre buscando la misma salvación de lo mortecino cotidiano y el mismo deleite. Nunca me especialicé o, mejor dicho, nunca dejé de permanecer especializado en mí, en lo que me emocionaba, divertía o estimulaba. Si alguien me hubiese dicho que interesarme por Shakespeare implicaba renunciar a Agatha Christie o a Zane Grey (nunca he hablado con Harold Bloom, pero supongo que podría haberme reconvenido así), me hubiera reído en sus narices y le hubiera respondido, con jovial impertinencia juvenil, que no tenía «ni puta idea». Se lo digo ahora, cuando ya el mensaje admonitorio que nunca me llegó está cubierto de polvo y desdén, porque sigo pensando lo mismo. Mi mejor compañero en la degustación de Schopenhauer y Nietzsche fue Clément Rosset, de cuya frecuentación intelectual no me he cansado en más de

treinta años. Primero le busqué por sus fecundas exploraciones en los dos grandes maestros referidos, luego —ahora— por su propio pensamiento, brotado a partir de ellos pero independiente y lleno de enriquecedores meandros que sería reduccionista limitar al comentario de ésos o cualesquiera otros predecesores. Su Lógica de lo peor, el libro donde aprendí lo que es el azar, y sobre todo su Antinaturaleza, en el que me previno contra ese concepto teológico disfrazado que luego ha llegado a ser abiertamente eclesial entre los ecólatras, fueron dos de las primeras obras de filosofía contemporánea que me marcaron realmente. Logré que Antinaturaleza fuese traducido al castellano y editado en Taurus: treinta años más tarde una traducción de La fuerza mayor, su mejor recorrido del pensamiento nietzscheano, acaba de aparecer en un pequeño sello editorial del que se encarga mi hijo Amador con otros amigos: ha sido una de esas veladas recompensas simbólicas que a veces trae la vida, como propina que en parte nos alivie de tanto como se lleva. Otros muchos pensadores franceses giraban entonces en torno a Nietzsche y despegaban a partir de Nietzsche, desde Georges Bataille (a quien yo mismo traduje) hasta Gilles Deleuze o Pierre Klossowski, del que me fascinaban aún más que la teoría de la gran política nietzscheana sus extrañas novelas eróticas ilustradas por él mismo con celebraciones turbadoras de Roberta, esposa equívoca. Hubo un momento en Francia, justo después del mítico sesenta y ocho parisino, en el que los jinetes que montaban a pelo sobre Nietzsche galopaban en todas direcciones y a distintas velocidades… algunos al trote remolón. También en España varios nos subimos a ese potro salvaje, que a pesar de sus corvetas nos proporcionó lo que un jockey inglés llamaría a good riele. Más tarde no hubo otro remedio que cambiar de cabalgadura. Un poco después de Russell, Schopenhauer y Nietzsche trabé conocimiento directo con Spinoza (al que leí por primera vez en la cárcel de Carabanchel, como contaré más adelante), pero sobre todo con Marx y Freud. Las desmitificadoras doctrinas de ambos, en cuanto revelaciones de continentes ocultos a la mirada edificante del idealismo (los subterráneos mecanismos de la acumulación económica y la pulsión sexual), me parecieron deslumbrantemente ciertas: una vez abierto por ellos el tercer ojo de la sospecha era imposible volver a contemplar la sociedad y la conducta personal como antes, al modo de cuando alguien nos señala que el dibujo que hemos tomado por una mariposa representa en realidad dos perfiles humanos enfrentados, por ejemplo, ya nunca podemos volver a ver la inocente mariposa primigenia. Pero aunque aceptaba sin mayores

reparos su diagnóstico fundamental, las prácticas terapéuticas que recomendaban jamás llegaron a resultarme demasiado convincentes. Señalaban perturbaciones ciertas y sin embargo proponían remedios en el mejor de los casos muy dudosos y en el peor contraproducentes. En lo básico, sigo pensando al respecto igual que entonces. La combinación de melodías marxistas con tonadas freudianas constituyó el eje armónico de la llamada Escuela de Francfort, de la que me empapé con devoción quizá exagerada durante bastantes años. El más accesible de sus (aleatorios) miembros me resultaba Erich Fromm, el más remoto y sugestivo Max Horkheimer, el más entrañablemente tónico Herbert Marcuse (las páginas que dedicó en Eros y civilización a La educación estética de Schiller nos nutrieron a muchos decisivamente), pero el gran fascinador era Theodor W. Adorno. Por su crítica cultural y culturalista, por su intransigencia (en aquellos días toda intransigencia me parecía siempre signo intimidatorio de lucidez), por su altiva proclamación de necesaria oscuridad estilística, mi hombre era Adorno. El estilo sobre todo: enroscado, contrapuntístico, con un barroquismo jalonado aquí y allá por sentencias lapidarias que me infligían latigazos de entusiasmo. Desde luego, no pretendo —ni entonces pretendía— haberle comprendido por completo. Pero eso era lo de menos, porque para disfrutar de él me bastaba con intentar mimetizarle. Lo ha dicho muy bien y maliciosamente Hans Blumenberg: «Nadie ha entendido a Adorno, pero todos han aprendido, tras unas pocas páginas, cómo se hace». A mí me encantaba «hacer» Adorno en mis primeros ensayos breves, sobre todo cuando trataba alguna cuestión polémica o quería amenazar teóricamente al orden establecido. Un capricho como cualquier otro, que me procuraba mucho trabajo pero también cierto ufano placer al escribir: a mis escasos lectores, en cambio, sólo debía de darles trabajo. La persistente influencia de Borges y luego de Cioran, junto a varios ensayistas anglosajones, me fue curando poco a poco de esta escarlatina pero sobre todo me salvó la obligación pecuniaria de escribir frecuentes artículos periodísticos. Había que elegir entre ser Adorno y ser periodista: afortunadamente preferí el periodismo y me volví hacia la sobriedad y la ironía enérgicamente ligera, hacia Voltaire.

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PENDIENTE DE LA REVOLUCIÓN La revolución, y se lo digo yo, que he vivido tanto y tan errada aunque arrepentidamente, la revolución es fina operación que mata al paciente pero salva al médico.

FERNANDO VALLEJO

¿Q

ué podía tener yo, vástago de una familia moderadamente de derechas y biográficamente franquista, contra la dictadura de Franco? Desde luego, no agravios personales; tampoco pretendo haber poseído desde pequeño un alma especialmente justiciera, ni haber nacido rebelde con o sin causa, o mucho menos padecer precozmente la cívica pasión de intervenir en política. Al contrario, fui un niño feliz y un adolescente ensimismado en los goces agridulces de esa edad; prefería la benévola jerarquía familiar a la igualdad con coetáneos eventuales con los que compartía pocos gustos, y la política me parecía un enredo gregario propio de gente sin buenas novelas que leer, como el fútbol o los campamentos juveniles de verano. No echaba de menos nada, salvo lo que ya comprendía que se iba llevando el tiempo. Luego empecé a interesarme por el orden y sobre todo el desorden social pero más bien como enigma teórico que como cuestión históricamente urgente: ¿por qué la gente no se dedicaba a cooperar en la búsqueda de sus placeres en lugar de enfrentarse para fastidiar al

prójimo? ¿Para qué necesitábamos fronteras y pendones, arriesgándonos al desastre atómico del que hablaba mi mentor lord Russell? ¿Por qué no integrarnos unos con otros en lugar de desintegrarnos unos a otros? Sobre todo ¿por qué empeñarse en marcar el paso, cuando es tan bonito que cada cual marche a su aire? Franco entraba y salía bajo palio en las iglesias, entre nubes de incienso y cantos del gori-gori. Como mi opinión del clero no hacía más que empeorar, el síntoma me resultaba especialmente repelente. El clericalismo y la mojigatería de la dictadura me ofendían hormonalmente, si puedo decirlo así: se dedicaban a prohibir cuanto a mis ojos juvenilmente lúbricos podía hacer la vida grata, divertida o intensa. A fin de cuentas, empecé a oponerme al franquismo mucho más por cuestión de costumbres que por temas de justicia social o falta de libertades políticas. Cuando se reclamaba libertad (normalmente alguien desde el extranjero), nunca faltaba cualquier portavoz del régimen o uno de los doctrinarios televisivos —entre los que destacaba mi catedrático Adolfo Muñoz Alonso— para recordarnos con severidad untuosa que «no se debe confundir la libertad con el libertinaje». Desde entonces tengo verdadera afición al libertinaje y desconfío de toda libertad que se oponga a él: incluso recomendaría cambiar el célebre lema de la Revolución Francesa por «libertinaje, igualdad y fraternidad»… aunque creo que en esto los propios franceses ya se me han adelantado. En el franquismo había grandes dosis de cazurrería pueblerina hecha de autocomplacencia en lo retrógrado («aquí somos así»), desconfianza ante las novedades, matonismo caciquil frente a la disidencia («si no les gusta, que se vayan a Rusia») y en el fondo complejo de inferioridad respecto a casi toda Europa, América, Asia y Oceanía; sólo frente a África se sentían algo más seguros, supongo que por lo de la guardia mora de Franco. Es curioso señalar que la derecha española actual tiene ya poco que ver con tal cazurrería pueblerina, que ha sido heredada en cambio y con creces por nuestros diversos nacionalismos periféricos. En cierta ocasión, Manolo Vázquez Montalbán resumió retrospectivamente así la impresión de vivir bajo el franquismo: «Era como llevar permanentemente los calcetines sucios». Me parece un toque expresionista muy acertado. Desde la muerte del dictador han aparecido numerosas y voluminosas biografías sobre él, estudios acerca de su régimen y testimonios apasionados de sus víctimas: francamente, jamás he querido ni siquiera hojear esos libros. Sería como volver a ponerme los tanto tiempo usados

calcetines sucios. Además de hacernos oler moralmente mal, fumigarnos a todas horas con patrioterismo barato y vigilar sacristanescamente nuestros deleites, Franco seguía encarcelando a muchos y fusilando a bastantes. Para darme cuenta de que el comienzo de la decencia política era desear el fin de la dictadura ni siquiera me hacían falta mis iniciales lecturas marxistas, me bastaba con el viejo Russell y un poco de sentido común. Lo malo es que mi decencia política se acababa nada más comenzar: por supuesto, estaba contra la dictadura… pero me aburría y perturbaba la idea de tener que «hacer» algo para demostrar esa disconformidad. Además la mayoría de los entusiastas antifranquistas con los que me tropezaba en la facultad de Filosofía, que contaban con mi simpatía al exponer aquello contra lo que estaban, eran decepcionantes cuando exponían sus ideales: Breznev, Mao, Fidel Castro o Tito me resultaban en líneas generales aún menos apetecibles que Franco y Carrero Blanco. En general, cualquier forma de autoridad me fastidiaba y mezclarme con los conspiradores —tonificantes en el bullicio de sus acciones de protesta pero inaguantables en el dogmatismo de sus eternos debates teóricos— me quitaba demasiado tiempo del que necesitaba para entregarme a mis ensoñaciones literarias y a mis amigos bohemios. Justo el segundo año que pasé en la universidad fue uno de los más movidos políticamente: en él tuvo lugar la gran manifestación encabezada por Tierno Galván, Aranguren, Montero Díaz y García Calvo que concluyó con la separación de sus cátedras de estos profesores (y de alguno menos conocido, como un falangista que daba clases de Formación Política y también se unió, en nombre de la revolución pendiente, a la marcha reivindicativa; éste lo pasó mucho peor que los demás porque nadie se ocupó de él ni le ofreció cátedras en Estados Unidos; tampoco fue rehabilitado cuando llegó la democracia: incluso a mí se me ha olvidado su nombre). Aquellas jornadas fueron mi modesto bautismo de fuego subversivo, aunque no fuese fuego sino agua lo que nos lanzaban las mangueras policiales. ¡Cuántas carreras y cuántos porrazos, pero qué divertido resultaba todo! La verdad es que yo no he nacido para tales peripecias: como me quitaba las gafas para que no se me cayesen en la refriega, más de una vez corrí hacia la policía en lugar de huir de ella, por lo cual me gané algunos verdugones… Una vez le enseñé a mi madre una foto aparecida en un periódico en que se me veía claramente corriendo en cabeza de los manifestantes en retirada (es decir, que iba a la cola y por eso cuando cargó la policía, al dar la vuelta el grupo, quedé en primera fila). Mi madre, siempre escéptica en cuanto a

mis prestaciones físicas, se negó a reconocerme: «Tú no eres capaz de correr así». Entonces apareció en mi vida Agustín. Fue durante mi primer año de especialidad, cuando ya comenzaba a lamentar haber abandonado el griego por el árabe por pura comodidad académica (para aprobar el árabe bastaba prácticamente con aprenderse el alfabeto, mientras que las exigencias en griego eran mucho mayores). Baltasar Lara me comentó que uno de los catedráticos sancionados, Agustín García Calvo, había abierto una academia de latín y griego para ganarse la vida y que iba a comenzar unas lecturas de los presocráticos dirigidas no a filólogos sino a aficionados a la filosofía. Constituirían algo así como un curso de «griego filosófico», justo lo que yo necesitaba para compensar mi culpable deficiencia helénica. Además ayudaríamos a un mártir de la rebelión, cosa siempre gratificante. Mientras que Aranguren o Tierno Galván estaban rodeados de un aura de maestros imprescindibles en el terreno político y en el análisis social, la fama de García Calvo era mucho más ambigua y hasta misteriosa: hablaban de él como un genio de la filología clásica (había obtenido la cátedra de Salamanca, la que una vez fue de Unamuno, a una edad en la que muchos aún estaban haciendo su tesis doctoral y no fue precisamente un regalo por su docilidad ante las autoridades), pero también como de un nigromante pagano que sacrificaba palomas a la diosa Venus, un pensador destructivo, anárquico, casi luciferino y un peligroso seductor de la juventud. Esto último comprobé enseguida que era cierto, juzgando por mi propio caso. Nomen omen: para empezar con los presagios, la academia estaba situada en la calle del Desengaño y se llamaba «Elba», que indica un destierro del que se vuelve. Constaba de una sala con una larga mesa corrida donde se daban las clases y un par de pequeñas habitaciones interiores que servían de vivienda modestísima al maestro. Como las mónadas de Leibniz, carecía de ventanas. El aspecto físico y la indumentaria de Agustín tenían poco que ver con lo que se esperaba de un serio profesor: grandes patillas, camisas floreadas, chalecos de fantasía, pantalones de terciopelo, vistosos anillos y colgantes, aunque todo ello con aire de segunda o tercera mano, como si hubiera sido rebuscado en el Rastro. Más tarde Manolo Vicent le describió como una «gitana con bigotes», aunque cuando yo le conocí faltaban los bigotes y la originalidad agitanada del atuendo resultaba algo menos llamativa de lo que luego llegó a ser. Aunque su apariencia desconcertara un poco, Agustín siempre fue de lo más amable y accesible en su trato: nunca he conocido a nadie que hiciese menos distingos entre la gente a la

hora de la cortesía y no recuerdo haberle visto comportarse ni una sola vez de modo insolente o altanero con quien se le acercaba con premiosa ingenuidad. Al contrario, casi cabe hacerle el reproche opuesto porque cuando estaba en su seminario prestaba la misma atención y respondía con el mismo empeño al pelmazo tontiloco que a quien le planteaba alguna cuestión sensata. Por eso constantemente Agustín ha llevado a su zaga a tantos memos y a tantos orates pero ha repelido a los pedantones: no hay mal que por bien no venga. En cuanto se le conoce, uno se da cuenta de que está ante alguien que solo se parece a sí mismo, una primera edición por no decir un incunable, no un ejemplar en serie: como los ángeles y quizá los demonios, agota una especie en su singularidad. De la gente que he conocido en mi vida, para bien o para mal, sólo su amigo Rafael Sánchez Ferlosio me ha causado la misma impresión. Escuchar a García Calvo comentar a Heráclito o Parménides ha sido una de las experiencias intelectuales más arrebatadoras de mi vida. ¡Por favor, yo tenía diecinueve años pero no era imbécil! Entonces comprendí que la filosofía ni siquiera ahora, en la edad oscura y burocrática, es ante todo cuestión de grandes textos, sino de grandes nuestros. El primer día de aquel primer seminario éramos unos treinta, pero enseguida la gente se aburrió o se decepcionó (quizá algunos esperaban proclamas panfletarias, satanismos, yo qué sé): a las dos semanas, sólo quedábamos cuatro alumnos. Estuve entre ellos con fidelidad inalterable durante casi tres años, sacrificando cotidianamente mi siesta: por nadie más he vuelto a hacerlo con semejante asiduidad, ni siquiera por las amantes más exigentes… Marisa, Miguel, Julio y yo formábamos el grupo: luego se retiró Julio y más tarde Miguel. Aclaro sin rodeos que este último era un loco peligroso, que de vez en cuando trataba de incendiar la academia (en cuanto se iba al retrete todos nos quedábamos en suspenso, olfateando el aire) hasta que un buen día penetró en una iglesia y le clavó en la espalda un enorme cuchillo de cocina a un anciano que rezaba arrodillado en su reclinatorio. El viejo creyó que le habían dado un golpe y, refunfuñando contra la juventud que ya no respeta nada, se fue pasito a paso a su casa con el mango del cuchillo sobresaliendo entre sus omoplatos a través del abrigo. Seguimos Marisa y yo, a veces con algún incorporado eventual de una sola tarde, muchas veces yo solo. Agustín prosiguió su seminario: primero Heráclito, luego Parménides, más tarde algún sofista tardío, o una página de Lucrecio. Nunca alteró el tono de sus comentarios ni se desanimó en su rigor por lo escaso de la concurrencia, devota pero de muy menguada competencia. Tampoco nos urgía al pago mensual de los modestos

emolumentos convenidos (quinientas pesetas, si no recuerdo mal) que recibía cuando se lo dábamos con algo así como embarazada sorpresa y nunca reclamaba. El seminario era (es) infinito (si no me equivoco, prosigue aún hoy, en el Ateneo de Madrid). Más tarde salió de la academia para trasladarse —ya con mayor número de asistentes y gratuito— a una cafetería de la calle Ortega y Gasset, luego al exilio de París, en la brasserie «La boule d’or», después ocasionalmente al monasterio de Prades, en Provenza, para volver después a Malasaña en Madrid, etcétera, etcétera. Riguroso en los aspectos filológicos, que conoce como nadie, los comentarios presocráticos de Agustín siempre fueron curiosamente ahistóricos o, mejor, atemporales: según él, en realidad el mundo de Heráclito o el de Parménides son fundamentalmente el mismo que el nuestro y cuando se refieren a «lenguaje», «verdad», «ser» o lo que fuere aluden a lo que nosotros entendemos con tales términos. El devenir de la filosofía a partir de ese momento primigenio nunca le interesó demasiado y se impacientaba visiblemente si nos referíamos a interpretaciones posteriores de los textos o los problemas, sobre todo si los autores citados eran contemporáneos. Siempre tuvo respeto o al menos interés por las teorías de última hora de los físicos o los matemáticos, pero lo que piensan los filósofos, sociólogos y otros «humanistas» modernos le trae por lo general sin cuidado… aunque lo conoce casi todo. Esa aproximación a los griegos tenía el encanto de hacérnoslos enormemente cercanos o quizá al revés, de convertirnos nosotros mismos en algo así como griegos de aquella perdida aurora. El lado malo es que parecía fomentar un desinterés literalmente olímpico por cuanto se ha escrito después del De rerum natura (con alguna excepción ocasional, como el Juan de Mairena de Antonio Machado), lo que reforzaba la tendencia perezosa al abandono de la lectura y el contraste de pareceres eruditos que ya tenían tendencia muchos de quienes le escuchaban. ¿Para qué estudiar doctrinas raras y prestar atención a voces nuevas, a veces fastidiosamente oscuras, si uno podía sentarse felizmente a los pies de nuestro Agustín y beber directamente de su boca la sabiduría de lo que fue, es y sigue siendo… o debatirlo con él sin intermediarios? Porque a fin de cuentas, aprendíamos en aquellas inolvidables y fascinantes sesiones, todo viene a ser embeleco y trampa del Señor de este mundo, del Ser que establece el Orden y desemboca en la Muerte, a través del Tiempo, del Dinero, del Trabajo, del Poder y del Amor. Sólo se puede pensar y decir a la contra de lo vigente que nos aplasta y mutila, que bloquea en nosotros —por

medio de esos policías de la subjetividad que son el Yo y la Identidad Personal— la espontaneidad inefable e innombrable de algo que no sería justo llamar Vida porque no se opone a la Muerte y que sólo vislumbramos en algunos momentos privilegiados de conocimiento o rebelión. Por supuesto, esta opresión no depende del sistema capitalista actual ni puede resolverse pasando a otro de tipo socialista: el siniestro tinglado viene de mucho antes, probablemente de antes de Heráclito y Parménides. Agustín es un ácrata metafísico, trascendental, cuya rebelión se dirige contra la condición humana tal como la conocemos (que es artificialmente social, no natural y necesaria), no para enmendar algunos de los detalles en que se concreta sino para traspasarla y aboliría de raíz. A mi juicio, la mejor exposición sintética de su perspectiva es el largo poema didáctico Sermón de Ser y No Ser, una de las obras más notables y menos conocidas de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX. Un día, estando solos, le pregunté si no sería oportuno estudiar las instituciones políticas o los mecanismos que gestionan los procesos sociales en su detalle, como hacen tantos especialistas, para graduar mejor nuestra crítica a lo injusto del poder y preservar lo útil que pueda haberse conseguido. Torció un poco el gesto y me dijo que, sin descartar la oportunidad de algunas de tales investigaciones, en general le parecían semejantes al empeño de un esclavo por aliviar su sometimiento deleitándose en los arabescos y bordados del manto del tirano que le oprime en lugar de intentar derrocarlo de su trono. El efecto de la doctrina de Agustín depende mucho de quién la escuche: a algunos les sirvió y les sirve como un brumoso certificado de indolencia inconformista. Nunca faltan quienes están deseando escuchar de fuente autorizada que este mundo es una mierda sin remedio para confirmar que hacen bien en no molestarse. A otros, que tenemos demasiada tendencia a los empeños positivos y confundimos a veces lo que funciona con lo deseable, su opus nigrum nos purificó de la excesivamente fácil autocomplacencia constructiva. Pero, como bien sabían los alquimistas, la nigredo es una fase necesaria aunque sólo una etapa que hay que pasar para proseguir la búsqueda del aurum non vulgi: nunca constituye el punto de llegada definitivo. Quizá a Agustín se le podría hacer el mismo reproche que Clitofonte dirige a Sócrates en el diálogo platónico del mismo nombre (imagino que este paralelismo no le molestará, porque el ágrafo e inquisitivo Sócrates —con su daimon en el hombro, soplándole siempre lo que no debe hacer— es el genio tutelar de García Calvo): «Pues yo no vacilo en afirmar, Sócrates, que tú eres

excelente para quien no ha sido aún exhortado, mas para el que ya lo ha sido, casi eres un obstáculo que le impide alcanzar la meta de la virtud y llegar a ser, de este modo, feliz». Por lo que a mí respecta sólo puedo decir que fue fundamental en mi devenir intelectual y moral encontrarle, no menos que luego despegarme de él. Además de sede sapiencial, la academia de la calle Desengaño también era ocasionalmente punto de reunión de elementos subversivos, entre los que con timidez y tozudez tuve el honor de contarme. Los demás solían referirse a nosotros como «los ácratas» y nosotros procurábamos no llamarnos ni en nuestros pensamientos de ningún modo, porque todo nombre es comienzo de institución y no hay instituciones subversivas, todas trabajan a favor del orden. Si nuestra orden era la de los agustinos, más valía en cualquier caso no decirlo ni en broma… Algún entusiasta, de vez en cuando, pintaba en una pared la luego famosa «A» rodeada de un círculo, que Agustín condenaba sin apelación y que todos de labios para fuera rechazábamos también (aunque nos daba cierto remusguillo verla aquí y allá, asomando con impudicia descarada). Nosotros no teníamos comité central, ni siglas, ni carnés, ni siquiera podía nadie «ser» de los nuestros, porque todo ser pertenece al enemigo. Nadie puede «ser» ácrata pero uno a veces «está» más o menos rebelde y lo que pasa cuando se está así es lo que cuenta. No éramos, no nos llamábamos, no «representábamos» nada ni a nadie… pero actuábamos. Siempre que he intervenido luego en movidas cívicas, de resistencia contra algún abuso (en el País Vasco, por ejemplo), he sentido nostalgia de aquella energía sin contaminar de la que formé una vez parte. Algunos de nuestros golpes de mano, que los grupos y subgrupos de inspiración marxista miraban con desconfianza y solían calificar de «espontaneísmo pequeñoburgués», tenían un toque culturalista que les distinguía de los demás. Agustín los prefería así (jamás le oí aconsejar ninguna acción violenta) y yo también, porque era donde podía lucirme más. De ese género fueron las «tomas de cátedra» que llevamos a cabo en la primavera del 68, antes de que despuntase mayo. Formaban parte, al menos en la especialidad de filosofía, de lo que llamábamos «reforma crítica» de nuestra carrera: exponíamos nuestros objetivos en un boyante y párvulo manifiesto que yo escribí, encabezado por una cita de John Dewey (algo sobre que la filosofía se hará necesaria cuando vuelva a tratar los problemas de los seres humanos y no los de los filósofos). John Dewey, eh, no está mal, nada de Che Guevara ni del «Pequeño libro rojo». Éramos

pragmatistas y posmodernos avant la lettre, incluso antes que Richard Rorty. La toma de cátedra consistía en interrumpir la clase en cuanto empezaba e informar al profesor de que nos disponíamos a dedicar el tiempo de la lección abolida a una discusión libre sobre todo lo que pasaba en el mundo y lo que nos pasaba por la cabeza. Le invitábamos a que se quedara con nosotros, pero sólo como uno más: no solían oponer demasiada resistencia, aunque comprensiblemente la mayor parte preferían marcharse con aire entre ofendido y resignado. Alguno se sublevaba blandamente, pobrecillo. Recuerdo la protesta de nuestro bastante cursi catedrático de estética, Sánchez de Muniain, cuando alguien aceleró su marcha señalando que estaba «al servicio del poder»: «¡Por favor, señores, que yo soy un caballero!». Cuando nos quedábamos solos discutíamos sobre la función de la filosofía en la sociedad, sobre feminismo, sobre el alma del hombre en la era de las máquinas, sobre… ¿Recordáis, Guillermo[2], Charo, compañeros, lo bien que lo pasábamos ocupando la tarima tras desalojar al padre simbólico, mientras los empollones rezongaban que aquello era una pérdida de tiempo o abandonaban el aula con cara de fastidio? Por lo demás, seguíamos con las manifestaciones, con las vibrantes asambleas que se trasladaban del aula magna de una facultad a otra y que solían acabar cuando alguien proponía precisamente volver a salir en manifestación, con la lectura ritual de la declaración de derechos humanos en el vestíbulo de Filosofía, rodeados de policías que no sabían si llevarnos a la cárcel o al psiquiátrico. Se repartían panfletos recién salidos de la «vietnamita» (así se llaman las pequeñas multicopistas clandestinas), en los cuales solía leerse una frase supuestamente optimista que a mí tenía la virtud de deprimirme: «¡La Dictadura ha tenido que mostrar su verdadero rostro y ya no le queda más arma que la represión!». Con esa arma se puede seguir mucho tiempo, pensaba yo: en cuanto a mirar el verdadero rostro de la dictadura, tampoco me parecía una feliz conquista, dado que no era una jeta precisamente agradable. Yo también hice mis pinitos panfletarios, aunque —modestia aparte— el resultado solía estar por encima de la media; alguno de esos escritos de combate que primero se repartieron ciclostilados y anónimos lo incluí luego, con escasas variaciones, en mi primer libro, Nihilismo y acción (el título es un programa completo en sólo dos palabras, que llevo desarrollando poco a poco desde entonces). Pasó marzo y después abril: llegó mayo, el Mayo de 1968. Los campus universitarios se encrespaban con himnos rebeldes desde Berkeley hasta Tokio, París era

verdaderamente una fiesta y también Madrid o Barcelona: acudíamos por una vez puntuales a la cita con el espíritu del mundo, incluso nos habíamos adelantado en muchos aspectos a ella. Nosotros, los agustinos, manteníamos comunicación con los situacionistas franceses desde tiempo atrás. Nos enviaban su revista IS, magníficamente editada y llena de un furor despiadado pero a la vez muy divertido: para burlar la aduana franquista venía encuadernada con las tapas de una supuesta publicación de oceanografía, Plancton, en las que se anunciaban artículos sobre el lenguaje de los delfines y la formación de los arrecifes de coral. Ya conocíamos La sociedad del espectáculo del luego beatificado Guy Debord (quien, a la inversa de Lucifer, ha pasado de ser demonio a convertirse en arcángel póstumo), pero a mí lo que me gustaba de verdad era el Traitéde savoir vivre a l’usage des jeunes génerations, de un Raoul Vaneigem del que nunca he logrado después leer nada que me resultase aceptable. Por encima de otros aciertos, que los tenían en medio de su tobogán de disparates, los situacionistas abominaban del trabajo… en lo que yo coincidía con ellos antes incluso de leerles. Tanto los entusiastas nostálgicos como los detractores desvirtúan a mi juicio la memoria histórica de ese mes de mayo. Los primeros creen recordar aquellos días como una sublevación general de la juventud y lamentan que actualmente los universitarios sean «apolíticos». La verdad es que quienes entonces nos movíamos para incordiar a los poderes públicos éramos una minoría, tan enérgica como escasa, y la mayoría de los estudiantes se añadía de vez en cuando al coro con notable inconstancia, más por dócil curiosidad que por cualquier tipo de convicción arraigada. Arrastrábamos a bastantes, pero éramos a fin de cuentas un grupúsculo, como denunciaba desesperada la prensa de derechas. Y lo peor es que no éramos en modo alguno políticos, en el sentido democrático del término (el único respetable), sino revolucionarios. Queríamos acabar con la política, con su carácter inacabable y transaccional, e imaginábamos la revolución como el vuelco mágico que haría la política innecesaria e imposible. Pero en cuanto desaparece la política se va con ella la democracia. Por simpática que pueda resultar en algunos aspectos la impaciencia, suele ser siempre una forma de atropello. A este respecto, creo que los sublevados españoles, como los de Varsovia o Praga, teníamos más excusa que los de otras latitudes: la revolución, para nosotros consistía en acabar con la dictadura. De mí puedo decir que, incluso en mis momentos más delirantes y sin ser especialmente lúcido en lo esencial, jamás dudé de que —puestos a elegir—

siempre era mejor cualquier imperfecta democracia occidental que Rusia, China o Cuba. Cuando ocurrió la primavera de Praga, la viví con entusiasmo y me distancié por primera vez de la ortodoxia agustiniana al ver que durante nuestros debates en la academia se rechazaban por igual los tanques de Breznev y las reformas de Dubcek o de Ota Sik. De ese posibilismo no me avergüenzo en absoluto, al contrario, intento hacerme digno de él. Pero también creo que hubo mucho de hermoso y de alegre en aquellas jornadas. Quizá no mejoramos el mundo, pero sin duda nos mejoramos a nosotros mismos, la parte del mundo que estaba más a nuestro alcance. Quien entonces vivió junto a nosotros y desaprovechó aquella ocasión de vibrar, se perdió algo bueno: estoy seguro. «¡Acabaréis todos notarios!», les gritaba perversamente Marcel Jouhandeau a los chicos de las barricadas en París. Caramba, no es verdad, no todos acabamos notarios, ni siquiera los que estábamos destinados familiarmente a serlo. Pero incluso si así fuera… Sigo pensando que es mejor ser notario finalmente, por deriva o degeneración, casi de improviso, que haberse preparado para las oposiciones, pacientemente, sin descanso, toda la triste vida.

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¡PRISIONERO! My own experience, reader, among savage races is small indeed compared to that of many travellers, but I am firmly convinced that if you can make even a cannibal laugh by any method you choose, you have conquered him for the time being.

DR. GORDON STABLES, Kidnapped by Cannibals

M

is actividades subversivas durante la dictadura franquista fueron de una modestia realmente conmovedora. Y aun así, estuve detenido tres veces y pasé cerca de un mes en la cárcel de Carabanchel. De modo que, francamente: aquellos españolitos en edad de merecer que nunca tuvieron roces ni incordios con el régimen pero cuentan ahora —a toro pasado— que siempre fueron antifranquistas de corazón resultan poco creíbles. A no ser, claro, que pertenezcan a un exilio interior, tan interior que estuvieron durante esos años exiliados… dentro de sí mismos. Sin que nada saliese al exterior. En cuanto a la buena suerte de activistas jamás capturados por la Gestapo local, aunque no la descarto del todo me resulta más bien rara: ¡éramos tan pocos los que nos movíamos! ¡Éramos tan localizables al cabo de unos meses, no digamos de algunos años! Salvo los que optaron por la clandestinidad rigurosa, creo sinceramente que a los demás antes o después nos cogieron a todos; y a los clandestinos, al ochenta por ciento, como poco. A muchos nos salvó de peores

condenas, además de lo venial de nuestros delitos, lo embarullado de la información policial sobre el alcance e implicaciones de las fechorías que habíamos cometido. Decía Tierno Galván que el franquismo era un totalitarismo suavizado por el incumplimiento generalizado de las leyes; también resultó ser un régimen policial aliviado por la incuria de los funcionarios represivos, al menos en lo que al ámbito universitario se refiere. Sabían quiénes éramos los «malos», pero apenas conocían nada relevante de nuestras conexiones y actividades. En el fondo, creo que les daba igual y con razón. Con una oposición militante como la nuestra, el régimen podría haber durado mil años. Ni siquiera quienes se arriesgaron mucho más y padecieron una represión incomparablemente más rigurosa —sindicalistas, obreros, etcétera— lograron realmente amenazar su estabilidad mesopotámica. Estaba escrito que con Franco tenía que acabar la biología, no la política. Pero el franquismo, en cambio, lo fuimos liquidando poco a poco quienes no nos resignamos del todo a su tiranía, como se comprobó al día siguiente de la muerte del dictador. En cierta ocasión le preguntaron a José María Aznar si había tenido problemas con la dictadura en sus años mozos y él repuso que por entonces estudiaba en la universidad, por lo que no tuvo ocasión para dedicarse a la política. En su día me divirtió mucho esta ingenua (¿o cínica?) contestación, porque para mí la universidad fue precisamente el descubrimiento de la política, pero a fin de cuentas lo mismo podrían haber dicho muchísimos otros y de los que van ahora mucho más de «progres» que Aznar: ellos se dedicaban entonces al periodismo, a sus carreras, a sus obras de arte, a sus amores y negocios… por lo que no tenían tiempo para hacer política más que en la estricta intimidad. ¡Bien hubieran querido luchar subversivamente, desde luego, pero el resto de sus ocupaciones les impidieron el heroísmo, incluso el de cuarta categoría! Sólo se añadieron al cortejo democrático cuando ya era clara y tranquilizadoramente triunfal… Nótese que cuando se habla de «hacer política» en la España de entonces se trata siempre de política de oposición, contraria al régimen. Ocupar algún puesto oficial, dirigir un medio de comunicación institucionalmente respetable o ganarse un rectorado, cantar himnos exaltantes uniformizado con la camisa azul, eso no era hacer política sino realismo, quizá con el pretexto de combatir al régimen desde dentro, tan astuta como rentablemente. Lo propio de las dictaduras es que la única política reconocida y estigmatizada como tal que puede hacerse es la de oposición, la desesperada, la que parece no tener futuro… Todo ello constituye una mala educación para la democracia, porque cuando ésta

llega quienes no movieron un dedo contra el dictador se convierten en furibundos opositores contra el Gobierno y creen que ésa es la única política auténtica, como si quisieran desquitarse así —ya sobre seguro— de lo que dejaron de hacer en los tiempos difíciles. Se convierten en subversivos de salón para hacer olvidar que no lo fueron de penitenciaría, lo cual es la mejor forma de seguir siendo confortablemente apolíticos. En realidad mis fechorías guerrilleras fueron tan mediocres que ser detenido a causa de ellas representó para mí casi un ascenso. De vez en cuando hablaba en las asambleas de facultad, aunque siempre dedicando parte de mi intervención a burlarme de los que proponían la Rusia en que los trabajadores no podían sindicarse ni hacer huelgas como ideal para los españoles que padecían de las mismas carencias o a ridiculizar las contradicciones de los «prochinos» criados en Aluche y el barrio de Salamanca. Me encantaba la impertinencia, otro rasgo de mi carácter infantil, pero no era sólo eso: criticaba a los compañeros de izquierda porque les consideraba mi familia política natural, mientras que me parecía una pérdida de tiempo denunciar a los derechistas de cualquier tendencia, a quienes despreciaba por igual sin remisión. Repartía panfletos, ayudaba a pegar carteles que a veces incluían anacolutos irritantes, participaba en sentadas que acababan en pie y corriendo ante los grises (mientras animosa y paradójicamente cantábamos el «no, no nos moverán») y, con temor y temblor, estampaba pegatinas sublevatorias en los lavabos de distintos locales públicos. Feroz con los más débiles, me convertí en flagelo de nuestros profesores en las llamadas «tomas de cátedra», lo que me propició el venenoso privilegio de Muñoz Alonso: a la hora del examen final, antes de leer las preguntas, me decía con dulzura comprometedora que saliese del aula «porque tiene usted matrícula de honor». No había mejor estrategia para dejarme fuera de combate. Por lo demás, nunca tiré cócteles Molotov —dada mi habilidad manual lo más probable es que hubiese acabado ardiendo estilo bonzo— ni me avenía a romper mobiliario o amenazar físicamente a nadie (cierto día en que «capturamos» a un miembro de la brigada social y lo encerramos en un despacho, sufrí tanto como si el retenido hubiera sido yo). Yo sólo disfrutaba polemizando y todo mi implacable radicalismo se limitaba a lo verbal, aunque con docilidad resignada secundaba de vez en cuando acciones de mayor compromiso físico. Varias veces, en diversas redadas, la policía me quitó el DNI y tuve que ir a buscarlo a comisaría, con la zozobra propia del caso. Una de las interpelaciones policiales más absurdas que padecí prueba el tamaño de mi

ingenuidad revolucionaria. Por las mañanas solía ir a la facultad en el coche de mi padre, con cuyo joven chófer me llevaba muy bien, recogiendo de paso a Eduardo Escartín y algún otro compañero. Siempre parábamos a cierta distancia de la puerta de entrada, porque no está bien llegar a la revolución en limusina. En una de las frecuentes ocasiones en que la universidad permaneció cerrada por orden gubernativa y ocupada por tropas de «grises», se me ocurrió la idea imbécil de aprovechar la suspensión de las clases para hacer prácticas de conducir con mi amigo el chófer… justo por la invadida ciudad universitaria. Arrancábamos, aparcábamos, dábamos vueltas a marcha lenta y naturalmente resultamos enseguida de lo más sospechoso, así que nos dieron el alto. Otra vez perdí el carné de identidad y además el de conducir, porque después de ese incidente se me pasaron las ganas de obtenerlo y hasta la fecha he permanecido desmotorizado: nunca sabré ya conducir… ni conducirme. Mi primera y más larga detención ocurrió en enero de 1969, días después de que mi amigo y compañero de colegio Enrique Ruano muriese en extrañas circunstancias violentas cuando se hallaba en manos de la policía franquista. Enrique era uno de los primeros de la clase en preuniversitario, rubio y sensible, lleno de un nervioso humor: yo sentía gran afecto y admiración por él. Como cursaba Derecho, tuvimos poca ocasión de vernos durante la carrera. Volvimos a encontrarnos por casualidad en el 68, durante la tumultuosa y multitudinaria conferencia que pronunció en el paraninfo de Derecho Jean-Jacques ServanSchreiber (J-J.S-S.), director de L’Express y flamante autor del best seller El desafío americano. Por lo visto, Servan-Schreiber pretendía utilizar el periodismo como trampolín para una carrera política a lo Kennedy, proponiendo una revolución liberal en la burocrática Francia gaullista. Venir a España, y nada menos que a la universidad, era un gesto calculado para reforzar su imagen de paladín de una democracia capitalista pero moderna y abierta, tecnológica, enfrentada por igual a las dictaduras de derechas y a las de izquierdas. Había que echarle bastante valor al asunto porque los estudiantes antifranquistas no éramos precisamente «liberales»… y Franco tampoco. No había en el paraninfo de Derecho oídos propicios para el mensaje de J-J.S-S., bastante sensato en sí mismo pero imprudente en este lugar y en esta ocasión: le veo en la memoria con una perspectiva cenital (yo estaba en las galerías más altas de la enorme sala), encaramado a la mesa, en camisa y con un micrófono que funcionaba intermitentemente en la mano, sobreactuando un poco el look kennedyano, no tan joven —¡los jóvenes éramos nosotros, coño!— como

estereotipadamente juvenil. La gente le abucheaba, armaba follón, aprovechaba para distribuir panfletos entre la concurrencia o recitarlos a gritos de memoria. Le contradecían sin escucharle, le insultaban; finalmente terminaron por no dejarle hablar y todo acabó como el rosario de la aurora. Si hubiera sido un benefactor de la humanidad como Che Guevara o Lin Piao, seguro que le hubiésemos tratado con muchísimo más respeto. Cuentan que al retirarse con cierta precipitación del aula, donde había aguantado el tipo con bastante gallardía más tiempo del pronosticable, el nuevo Jean-Jacques comentó — decepcionado por no haber encontrado buenos salvajes entre nosotros— «¡así que éstos son los jóvenes demócratas españoles!». Demócratas no, monsieur, ojalá los hubiera habido en mayor número, sólo éramos antifranquistas revolucionarios que no soñaban con el progresismo ilustrado sino con un mundo sin Dios ni Amo… es decir, sin Franco. Para comprender que sólo la democracia es verdaderamente revolucionaria y emancipadora aún nos faltaba bastante trecho. Algunos todavía están en camino… Como llegué tarde, me tocó localidad de gallinero y oía mal la trifulca, debí de ser de los primeros en desconectar de la tragicómica aventura de J-J.S-S. Empecé a vagar por las alturas del paraninfo, entre gente que chillaba y reía mientras los más concienzudos pedían inútilmente silencio; nunca perdía la esperanza de encontrar alguna alma gemela o por lo menos complaciente en los zafarranchos políticos (hubo manifestaciones en las que además de porrazos alguacilescos me gané algún gratificante ligue). Entonces me encontré con Enrique Ruano, tan desatento y desatendido como yo mismo. Fue un alegrón. Nos sentamos en el alféizar de una de las ventanas superiores y cotilleamos un poco, jocosamente, sobre lo que nos rodeaba. El ambiente no era precisamente propicio para la charla distendida, así que quedamos para unos días después en la terraza del café Lyon, frente al Retiro. Allí compartimos unas cervezas y pasamos revista —no exclusiva ni especialmente política— a nuestras vidas. El tono fue optimista, nostálgico pero esperanzado: sin saber bien por qué, sentíamos que había empezado algo vigoroso, irresistible, una gran ola que había de llevarnos a una playa libre y soleada. Éramos muy jóvenes, teníamos bastante menos edad de la que hoy tiene mi hijo. Al darnos el abrazo de despedida hicimos esa cosa terrible que solemos hacer los hombres, como si fuésemos dueños del tiempo y del destino: nos prometimos volver a vernos pronto. Pero ya no habíamos de tener ningún «después» juntos y nuestros «después» por separado —tan corto el suyo, tan largo aún el mío— no habían de parecerse en

nada a lo que creíamos vislumbrar. Unos meses después, la policía detuvo a Enrique, sospechoso como cualquiera de nosotros de formar parte de algún grupo «subversivo». Tras un interrogatorio que prefiero no imaginar le obligaron a conducirles a un piso que compartía con otros compañeros, en la misma calle General Mola donde yo vivía con mis padres. Buscaban propaganda, multicopistas, yo qué sé. Dicen que en un descuido de los sicarios intentó huir, esposado como estaba, y se cayó por el hueco de la escalera. Entonces no era infrecuente este tipo de accidentes fatales, en comisarías o durante los interrogatorios. Creo sencillamente que, de un modo u otro, le mataron. Cuando supe la noticia, por un telefonazo de otro compañero del colegio, sentí que allí acababa la larga despreocupación de mi infancia. Al día siguiente el ABC de Torcuato Luca de Tena publicó un reportaje repulsivo, en el que incluso manipulaba el diario de Enrique, tratando de convertirle en reo de las malas compañías y de su sentido de culpa, llegando hasta insinuar oscuras tramas homosexuales… todo ello acompañado de un editorial campanudo, como era marca de la casa, titulado: «Víctima sí pero… ¿de quién?». Para mí y para muchos otros, no había duda de quiénes eran los verdugos. Hasta entonces yo me había mezclado en manifestaciones y algaradas casi como por juego, pero en los días sucesivos me lancé a fondo, entenebrecido por la cólera y la amargura. Paramos las clases en la universidad y conseguimos hacer una manifestación enorme, feroz, por la calle Princesa, en nuestro «barrio latino» madrileño. Queríamos a toda costa romper la paz de los asesinos y de sus cómplices, la modorra tibia y conformista en cuya putrefacción hundía sus raíces la dictadura desde hacía tantos años. Pocos días después, a finales de enero del 69, el franquismo decretó su primer estado de excepción desde la guerra civil. Esa mañana estuve en la facultad, deambulando por los pasillos en busca de compañía y complicidad activa: pero reinaba el miedo. Me encontré con uno de mis profesores, Rafael Calvo Serer, que por entonces ya formaba parte de la fracción antirrégimen del Opus Dei. Me llamó aparte y me comentó, con su habitual tono algo conspiratorio: «Savater, yo que usted no dormiría esta noche en casa». Luego se encogió de hombros, como indicando que él ya no podía hacer más por mí; por mi parte, me abstuve de preguntarle qué información precisa tenía acerca de lo que me amenazaba y a qué fuente la debía. Nadie sabía muy bien lo que significaba exactamente un estado de excepción dentro de una dictadura que ya era, por su misma naturaleza, una suerte de estado de excepción política que duraba más de treinta años. Nada bueno para los levantiscos como

yo, desde luego. Por primera vez sentí de veras que la torpe y maloliente maquinaria represiva se había puesto en marcha directamente contra mí: hiciera lo que hiciese a partir de ese momento, mi nombre y dirección ya figuraban en alguna lista fatal. Con un candor absurdo, corrí a la academia de Agustín, quizá en busca —como diría el tango— «de un pecho fraterno para morir abrazao». Pero la calle Desengaño hizo de nuevo honor a su nombre y encontré la sede cerrada, cosa sobradamente lógica si se tiene en cuenta que la mayoría de quienes la frecuentaban estaban políticamente más comprometidos que yo. Casi todos los demás agustinos venían de fuera de Madrid y vivían en pisos compartidos, llamados con cierto optimismo «comunas»: estaban más o menos acostumbrados a la rotación domiciliaria, no eran burgueses hijos de familia con hogar entusiásticamente fijo y padres insoslayables, como era mi caso. Tras haber llamado infructuosamente a la puerta de la academia cerrada, bajé caminando por Gran Vía, rumiando la agria desazón. Entonces me abordaron dos tipos chulescos. ¡Ah, canallas! Dos sayones, dos prepotentes golfos con placa de nuestra subgestapo local. Yo no les conocía a ellos, pero ellos me conocían a mí y me trataban con pringosa familiaridad. «¡Qué! —dijeron, entre risitas—. No hay nadie en la academia, ¿eh? ¡Te han dejado solo! Pues no te preocupes, que pronto iremos a hacerte compañía para que no te aburras…». Así dijeron y se marcharon dándose codazos y carcajeándose. Mi incurable alma novelera identificó enseguida el mensaje: ¡me habían dado la «mota negra», como a Blind Pew! ¡La señal que envían los piratas a quien van a liquidar! Ya no cabía duda sobre lo que me esperaba. Entonces volví a casa. Sí, a mi casa, amistosa y confortable, forrada de amorosa comprensión. ¡No me moverán! O, por lo menos, no me echarán de casa ni me exiliarán de mi costumbre. Prefiero que me rapten a mí a que me hagan renunciar voluntariamente a lo mío. ¡Qué agradables me parecieron los viejos muebles, los bobos banderines que decoraban la pared del cuarto, las siluetas de don Quijote y Sancho en eterna búsqueda de gigantes disfrazados de molinos! Encontré a mi madre, más lista que el hambre, bastante intranquila. Procuré calmarla con alguna broma, con las pocas bromas que pueden hacerse con un nudo en la garganta. Luego le dije que si alguna vez me pasaba «algo», por ejemplo que me llevaran a «algún sitio», me gustaría que ella procurase hacerme llegar determinado libro, que dejaba por si acaso sobre mi escritorio: era el tomo de obras selectas de Spinoza en francés, editado por La Pleiade y presentadas por Roland Caillois. No había tenido aún tiempo para leerlo, pero

quizá ahora… No hizo falta más, ella como siempre lo entendió todo. Cenamos rutinariamente, algo más serios que de costumbre pero procurando no inquietar a mi padre (¡su angustia, su fatigado corazón!) e incluso creo que vimos un rato la televisión. Cuando me fui a mi cuarto, al pasar por el vestíbulo, me encontré la foto de Franco desenterrada del cajón en que habitualmente dormía. Ahora estaba en plena majestad sobre la cómoda, frente a la puerta principal, como una especie de detente-bala. Mamá pensaba en todo, hasta en lo ridículo, bendita sea. Ya en la cama, según una costumbre que nada ha logrado nunca alterar —ni los coitos más salvajes ni las amenazas policiales— me entretuve leyendo un rato. Estaba a la mitad de El unicornio, la estupenda novela de Manuel Mújica Lainez, que me iba gustando aún más que Bomarzo. Después, durante casi un mes de interrupción, soñé en varias celdas con el caballero cruzado Ozil de Lusignan y con el hada Melusina enamorada de él que le siguió hasta Tierra Santa encarnada en un cuerpo varonil, por arte burlona de la brujería. Poco más tarde apagué la luz y me dormí beatíficamente. Así estaba, profundamente dormido, cuando a las dos de la madrugada mi madre me despertó para anunciarme que la policía había venido a buscarme. «¡No son horas!», repetía, mientras agitaba con la vista la foto de Franco que no parecía impresionar lo más mínimo a mis raptores. Pero sí, ésa era precisamente la hora, la hora de la dictadura, la temblona hora del alba en que cuando llaman a la puerta no es el lechero. La Dirección General de Seguridad, en su vieja sede de la Puerta del Sol, estaba tan animada como en nochevieja. Los detenidos éramos más de cien, todos jóvenes universitarios. Para comenzar, nos almacenaron en un par de celdas grandes, ya abarrotadas previamente de presos comunes. De momento no había colchonetas ni mantas para pasar la primera noche. Yo me acurruqué en un rincón, entre los pies de quienes iban y venían nerviosamente, charlando, soltando tacos catárticos. Al rato alguien me dio una patada cariñosa: me había quedado dormido… ¡y para colmo estaba roncando! Comprendo que es un auténtico escándalo, pero soy como los niños pequeños también en eso: cuando me aburro, me asusto o estoy triste, mi defensa es quedarme plácidamente dormido. Si mañana van a fusilarme, que por lo menos me coja descansado… Al día siguiente, nos metieron de tres en tres en celdas pensadas todo lo más para dos personas. Cuando unos se tumbaban, los otros tenían que permanecer en pie. Poco a poco, lentísimamente, nos iban subiendo a los despachos de la policía social para tomarnos declaración. Uno de los primeros en subir fue José Mari

Mohedano, el combativo delegado sindical de Derecho, al que bajaron luego en no muy buen estado: le habían zurrado, lo que no contribuyó a animarnos a los que esperábamos turno. Pero José Mari no perdió por eso el entusiasmo subversivo y procuraba aliviar las magulladuras cantándonos coplillas revolucionarias cubanas: «vino Fidel y mandó parar», etcétera. Otro de los José Maris de nuestra compañía era Gómez Santander, el delegado de Arquitectura, que volvió del interrogatorio muy conmovido porque había podido ver fugazmente a su mujer: «¡Estaba allí, toda guapa, pobrecilla!». Consiguió que le envidiásemos. Y luego me tocó a mí. Me interrogaron sin crueldad y la verdad es que sin tampoco demasiado interés. Había uno que me repetía «ya ves que al final te hemos cogido», como si me hubiesen perseguido diez años a través de tres continentes. Me preguntaron por nuestras concentraciones y asambleas de facultad, a las que yo reconocí asistir ocasionalmente pero por simple curiosidad. Por supuesto no sabía quién las convocaba ni el nombre de los que hablaban en ellas. «Pues mira —me dijo el que llevaba la voz cantante—: aquí tenemos declaraciones de varios compañeros tuyos comunistas asegurando que las organizas tú». Me pareció bastante lógico que los comunistas, apretados brutalmente a señalar a alguien, prefiriesen dar el nombre de un ácrata incordiante que el de sus camaradas. Aprendí a continuación que mis apodos policiales eran «el Foca» y «el Gorrión», ambos inspirados en mi raro tic de lanzar la cabeza hacia arriba y hacia atrás, en el primero de los casos completado el parecido por un bigote bastante pinnípedo que lucía a la sazón. En fin, resultó evidente que me tenían por un comparsa nada más, asiduo en todos los fregados pero poco relevante a efectos subversivos. Meses más tarde, un pariente lejano con conexiones gubernamentales tuvo acceso a mi ficha y me contó que en ella figuraba el siguiente título de infamia: «anarquista moderado». Asombrado ante tan rotundo acierto, debo admitir que —tal como suelen decir los propios interesados— «la policía no es tonta», aunque a veces se distraiga un poco. Volví a descender a la celda tras firmar una declaración que no me pareció demasiado comprometedora. Los «grises» que me acompañaban se interesaban solícitos por mi estado: «¿qué te han hecho ésos? ¿Te han zurrado?». Les transmití un parte médico absolutamente tranquilizador. Nada más llegar a la jaula tuve que volver a salir, porque estaban repartiendo bolsas de comida que nos enviaban nuestras familias. Al revisar la mía, el guardia encontró un bocadillo de contenido anómalo. «Y esto ¿qué es?», me preguntó, abriendo las

dos mitades del panecillo para enseñarme una pechuga de tono oscuro. Le comenté con toda sinceridad que parecía perdiz. «¿Perdiz? ¿Y por qué te mandan un bocadillo de perdiz?». Me encogí de hombros, ya que se trataba de una historia larga y entrañable que no parecía oportuno ponerse a contar. Mi padre tenía un amigo cazador que a veces nos enviaba perdices, con sus perdigones dentro y todo (el que encontraba uno lo celebraba como si fuese la sorpresa del roscón de reyes). A mí me gustaban muchísimo, como cualquier cosa que pudiera masticarse y tuviera cierto aire exótico. Días atrás habíamos recibido tres y quedaron colgadas en la alacena para que se pasasen un poco. Por lo visto ya las habían preparado y mi madre no consintió que yo, el prisionero, me quedase sin mi pechuga correspondiente. Degusté el insólito bocadillo (que resultaba por lo demás algo seco) atragantándome con la dulzura emocionada de saberme recordado y querido… a pesar de llevar ya casi veinticuatro horas en chirona. Estuvimos tres días más en la Puerta del Sol, crecientemente incómodos por nuestro hacinamiento, sin comunicar con la familia ni con abogados, esperando a cada momento (por lo menos yo) que nos dijesen que ya podíamos volver a casa. Al final del cuarto día nos trasladaron a la cárcel de Carabanchel. La impresión de atravesar Madrid de noche en furgón policial me resultó excitante: al otro lado de la ventanilla enrejada, los coches de la gente supuestamente libre hacían sonar impacientes sus bocinas mientras a la entrada de los cines en la Gran Vía se agolpaban los despreocupados. Pero sólo nosotros, los presos, al margen de la realidad oficial y de la vida común, éramos auténticamente reales y estábamos fieramente vivos. Me sentí desdichado e importante —lo segundo por lo primero — como un héroe de lord Byron. Cosas de críos. Si Kant, Burke y otros tratadistas de las emociones estéticas no yerran, el espectáculo de lo sublime impresiona sin dejar de estremecemos, aunque nos resulte poco confortable: en línea con tan sabio criterio, a mí la cárcel de Carabanchel se me antojó aquella noche sublime. El inmenso vestíbulo, con las altas galerías que confluían circularmente en el recinto central encristalado, los sonidos metálicos que retumbaban en las bóvedas desoladas, las luces excesivas, inquisitivas, acusatorias… puro Piranesi modernizado. El módulo tubular que formaba el corazón del espacio penitencial se estratificaba en diversos niveles: arriba, la sede de los guardianes, con su perspectiva panóptica; debajo, las oficinas y los archivos; en el primer piso inferior, la capilla; y por último, en lo más hondo, la sala del garrote vil donde se llevaban a cabo las ejecuciones. Toda una metáfora del poder tal como yo me lo temía, una maqueta de la dictadura. Pero algo digno

de ser contemplado, en aquella noche helada de finales de enero. Por una parte, yo habría querido estar tranquilito en casa, viendo Perry Mason o El fugitivo en televisión; por otro lado, el thriller que me estaba tocando vivir tampoco carecía de cierto encanto sombrío… Las pesadillas son insoportables porque parecen reales pero no lo son; creo en cambio que la realidad siempre es soportable, aunque parezca una pesadilla. Lo peor de todo son los malos sueños, las expectativas ominosas. Cuando finalmente me ha llegado lo que más temía, siempre me las he arreglado con ello: su propia presencia incontrovertible supone ya un cierto alivio, porque por malo que sea nada de lo que es puede ser más que lo que es. Obviamente, ir a la cárcel no es lo peor que puede a uno pasarle aunque recomiendo a quien quiera escucharme que procure evitarlo. Nos distribuyeron de tres en tres por las celdas, en las que hacía un frío siberiano porque las altas ventanas tenían los cristales rotos: vi congelarse el agua de un vaso puesto cerca de una de ellas. Mientras nuestro grupo de réprobos subía apelotonado la escalera, acarreando cada cual su colchón y su manta, yo farfullaba en voz baja nerviosas cuchufletas para animarme y animar a los compañeros. A cada orden que gritaba el guardián, siempre le ponía entre dientes la misma apostilla: «Sí, lo que usted diga, sahib, pero no tire, eh, no tire…». Algunos me hacían coro también pianissimo, y nuestras risitas impacientaban a los vigilantes. Me tocó compartir celda con Manolo García Guerra, de la facultad de Medicina, y Julián Mesa, psicólogo. En una jaula contigua estaba el luego excelente novelista Manuel de Lope. De la primera noche en Carabanchel recuerdo sobre todo los toques de corneta, el de retreta y la diana. Mucho después de salir de la cárcel me despertaba a veces en la oscuridad del dormitorio y me parecía oír los rumores característicos de la prisión, magnificados por el eco: entonces esperaba conteniendo la respiración la llamada del cornetín. A la mañana siguiente pasaron revista y me gané la primera bronca al no levantarme de la cama sobre la que estaba sentado cuando llegó a nuestra puerta el funcionario: como aún no había hecho la mili, nada sabía de las ceremonias de ordenanza, pero mi gesto se interpretó como empecinamiento en la rebeldía. Julián, el psicólogo, era partidario de la terapia ocupacional y me convenció de que una limpieza a fondo de nuestro encierro reforzaría nuestra autoestima. A ello nos pusimos, yo con un denuedo tan grande como mi torpeza pero que me servía al menos para entrar en calor. Manolo se mostró en cambio mucho más

escéptico; seguía tumbado en la litera superior, sin quitarse el abrigo con el que había dormido y envuelto en su manta, comentando derogatoriamente nuestro ir y venir higiénico: «Es inútil que os esforcéis, limpia tampoco me va a gustar». Hace pocos años, tras una conferencia en un colegio mayor, se me acercó un buen mozo y se presentó como el hijo de Manolo García Guerra. Tenía la edad del mío. Me alegró saber que mi compañero de cautiverio era un reputado médico, creo que en Zaragoza. Luego el chico añadió: «Mi padre siempre nos cuenta cuánto les hacías reír en Carabanchel». He recibido muchos más elogios de los que merezco o puedo sensatamente creerme, pero ninguno me ha enorgullecido tanto como éste. Entre nosotros corrían rumores absurdos, propio de quienes tienen mucho tiempo libre y ninguna información fiable. Uno de ellos aseguraba, nada menos, que habían detenido a Blas Piñar y a un grupo de ultraderecha que se dirigía hacia la cárcel para darnos el «paseo»… Para soportar el encierro yo tenía a mi favor una fisiología impermeable a las adversidades: dormía como un ceporro en cuanto se apagaban las luces e incluso a veces me echaba una siestecita; también era capaz de defecar regular y estruendosamente en el retrete de la celda, mientras mis resignados compañeros miraban por la ventana y hacían comentarios no siempre amables sobre mi vehemencia intestinal. La cual no dejaba de tener mérito, pues hubo quien no cagó hasta un mes después de entrar en Carabanchel. En lo tocante a la comida, comprobé la verdad de una observación que hace Stevenson en Master of Ballantrae: los escrúpulos alimenticios se deben mucho más al carácter que a la finura del paladar, de modo que personas acostumbradas a comer exquisiteces se avienen perfectamente a devorar bazofia en caso de necesidad mientras que otros de hábitos más humildes son incapaces de tragar bocado en condiciones poco favorables a los melindres. Mientras haya rancho, no soy desde luego de los que se dejan morir de hambre; pero para salvarme del rancho estaba precisamente el celo protector de mi madre. Su primera visita me causó a la vez la más tierna dicha y la mayor angustia: en realidad era el momento que realmente más temía desde que fui detenido. A pesar del apretón en la garganta, salí con bien del encuentro, en el que ella estuvo como siempre perfecta, a la vez comprensiva y enérgica, llena de toques de sabiduría práctica, desenvolviéndose entre los funcionarios como si en su vida no hubiera hecho otra cosa que visitar presos. Me trajo ropa de abrigo, queso en porciones, embutidos de los que me gustan, alguna lata de conservas

fácil de abrir (no ignoraba mi torpeza manual con los abrelatas), chocolate y tabaco. Tampoco se olvidó de la Ética de Spinoza, aunque el libro me lo dieron días después porque tuvo que pasar el preceptivo examen de censura. Aún guardo dentro de mi ejemplar el papelito con el nihil obstat del maestro y del capellán de la prisión. Allí aprendí que «el júbilo (hilaritas) no puede ser excesivo, sino que es siempre bueno; la melancolía, por el contrario, es siempre mala» (Parte IV, proposición XLII). Como los universitarios llegamos todos juntos de un día para otro, nos encerraron donde pudieron y compartíamos galería con los presos comunes. Para algunos de éstos supusimos una especie de maná, porque teníamos dinero y pagábamos precios disparatados por cualquier pequeño servicio o mercancía que nos ofreciesen los inquilinos más veteranos. Comprobé que muchos de tales supuestos «delincuentes» no eran en realidad más que desdichados con alguna tara o deficiencia mental y mucha miseria encima: uno, al que llamaban «la Moto», profería sin cesar una especie de ronquido interminable que resonaba patéticamente a lo largo de celdas y pasillos. Sin embargo el sueño de la mayoría de los compañeros era que nos trasladasen a la sexta galería, donde estaban los presos políticos, algunos de ellos tan prestigiosos como Marcelino Camacho o Julián Ariza. En realidad allí había representantes de todas las corrientes políticas, comunistas, socialistas, democristianos, anarquistas… todas las variedades menos nacionalistas vascos. Por lo visto el PNV había decidido echarse una próspera siesta entre la rendición de Santoña y la muerte de Franco, para luego volver al ruedo conspiratorio cuando las circunstancias democráticas lo hiciesen más seguro. Entre nosotros se debatió largamente hacer un plante para que nos llevasen a la sexta. En principio no me parecía mal, porque siempre tendríamos allí más conocidos que entre los demás reclusos, pero me fastidiaba que se tratase de introducir un criterio de superioridad moral para justificar ese agrupamiento. «Nosotros hemos actuado en beneficio de los demás y ellos sólo en provecho propio», me argumentaron para convencerme. Por el contrario, yo tenía clarísimo que lo (poco) que había hecho lo llevé a cabo pensando en mi propio beneficio, en el cual incluía las libertades que anhelaba y el afán cabezota de que los tiranos no se salieran con la suya. Mucho más adelante escribí un libro titulado Ética como amor propio, tratando de argumentar la postura que entonces sólo adopté por intuición visceral. El plante se llevó a cabo sin demasiado éxito poco después, pero yo ya no estaba entre la turba de estudiantes

revoltosos. Se me había recrudecido una fístula anal que padecía desde la infancia (de la que no me decidí a operarme hasta pasados los cincuenta) y fui llevado a la enfermería de la prisión, donde habían de transcurrir las dos últimas semanas de mi encierro. En la enfermería contábamos con algunas comodidades nada desdeñables: para empezar hacía mucho menos frío y dormíamos en camas de verdad, en las que podíamos permanecer tumbados tanto como quisiéramos. La atención médica la dispensaba un viejo doctor condenado por practicar abortos, con aire bondadoso y absorto de borrachín crónico. La misma tarde que llegué, encontré allí algo aún más precioso que la calefacción o la cama: el primer periódico que veía en semanas. Aunque era de varias fechas atrás y tenía páginas arrancadas por los censores, me arrojé sobre él con verdadera avidez. Nada más abrirlo, tropecé con un titular desolador: «Ha muerto Boris Karloff». Hasta ese momento había soportado con bastante entereza mi detención, a pesar de sus ominosas incomodidades y de no tener ni idea de cuándo podía terminar (quizá desembocaría en un juicio con un tribunal tan «de excepción» como el resto de nuestro Estado); aún más difícil, sobrellevé gallardamente el reencuentro con mi madre, la preocupación por la salud de papá, la nostalgia de mis hermanos… pese a no haber estado nunca todavía forzado a pasar tanto tiempo lejos de mi familia y de mi casa, sin duda lo que más contaba en mi vida. Pero la noticia de que había muerto el viejo y entrañable monstruo cinematográfico me provocó una especie de colapso sentimental; representaba para mí el crepúsculo de los espectros imaginarios, deliciosamente estremecedores, con los que me entretenía Orencio mientras me cortaba el pelo en mi hogar donostiarra. Había llegado la hora de otros seres mucho más tenebrosos y menos románticos, en cuyas garras había caído quién sabe hasta cuándo. Me eché a llorar y pasé buena parte de mi primera noche entre recuperadas sábanas limpias sollozando. A la mañana siguiente apareció por la enfermería Marcelino Camacho, al enterarse de que allí había dos estudiantes de los detenidos la noche del estado de excepción (el otro era un chaval que no pasó por la galería, quizá por algún tipo de recomendación de las que tan útiles resultan en esos casos). Camacho estuvo muy amable y nos trajo naranjas; daba la impresión de moverse por Carabanchel como si fuera el alcaide. Hablamos un poco de la situación, de la necesaria alianza de las fuerzas de la cultura y del trabajo y nos dio noticias alentadoras sobre la revolución en marcha, porque según él se estaban sublevando zonas de Vallecas que peleaban contra las huestes de Darth Vader

casa por casa. Ninguno nos lo creíamos demasiado pero era de agradecer la buena intención. Otro de los pensionistas curiosos que se alojaba en una privilegiada celda individual cerca de la enfermería era un extranjero (¿marsellés, italiano?) de aspecto elástico y fornido, con bigote de mosquetero: un perfecto pirata. Crucé algunas palabras en francés con él y le hice pequeños favores, como guardarle la fruta del desayuno, porque solía levantarse tarde. Me contaron que era un pez gordo de la mafia en espera de extradición; cuando le cogieron, se encerraron con él varios policías dispuestos a apretarle las clavijas hasta que cantase lo muchísimo que debía de saber, pero les desanimó comentando sin perder el aplomo que —por encarcelado que estuviese— no le sería difícil mandar liquidar a quien se propasara con su persona. A partir de ese momento disfrutó de un trato exquisito. Puede que todo esto fuese también leyenda, pero la verdad es que me lo encontré en la calle Goya de Madrid, meses después de salir de Carabanchel. Estaba yo comprando tabaco en un quiosco cuando escuché un ligero siseo y al levantar la vista le vi cerca de mí, sonriendo y guiñándome un ojo. Luego desapareció. Los de la enfermería compartíamos el recreo con los chicos del reformatorio, no mucho más jóvenes que nosotros. Una mañana se me acercó uno, de unos dieciséis o diecisiete años: escuchimizado, con una bufandilla raída al cuello y ojeras viciosas en su carita agraciada. Había sustraído una moto para dar una vuelta con la novia cerca de la plaza de las Ventas y luego, imprudentemente, volvió a devolverla al mismo sitio, donde le esperaban el dueño y los guardias. Llevaba meses encerrado, pero ya había aprendido algunas tristes habilidades. Por un precio módico hacía ciertos servicios: me enseñó un papel muy sobado en el que figuraban sus tarifas por chuparla, menearla, etcétera. No, en la cárcel se castiga pero no se reeduca a los adolescentes: más bien se les sella para siempre con la impronta de la marginación y la ilegalidad. En aquel momento me prometí a mí mismo que cuando saliera de allí, porque repentinamente noté con íntima certeza que saldría y más pronto que tarde, nunca olvidaría lo que había visto ni dejaría de luchar por humanizar la suerte de quienes se ven atrapados en esa cruel trituradora social. En la medida de mis posibilidades, creo haberlo intentado. Quince días después ya estaba fuera (sin juicio ni más explicaciones) y me reuní subrepticiamente con Agustín García Calvo: nos citamos en un cine en el que estrenaban La semilla del diablo, que a mí me entusiasmó (sigue siendo una de mis películas favoritas) y a él creo que le gustó algo menos. Nos despedimos

para una larga temporada, porque Agustín estaba a punto de fugarse a París y yo iba a verme sin pasaporte durante más de dos años. Después… Salí de Carabanchel, pero una vez que se ha estado en la cárcel nunca se sale ya del todo. Durante largo tiempo, al menor descuido, me encontraba pensando que se acercaba la hora del recuento… Una vez, no hace mucho, me preguntaron cómo veía mi trayectoria política y repuse que había sido un izquierdista sin crueldad que aspiraba ahora a convertirse en un conservador sin vileza. Pero para eso antes hace falta lograr que se instauren instituciones dignas de ser conservadas: la cárcel, tal como yo la conocí, no figura desde luego entre ellas.

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EMBRIAGUEZ Dijo el agua que el vino hacía hablar en vano a los hombres, y dijo el fuego que las bestias meaban agua.

RAMÓN LLULL

U

na de las señales inequívocas de que uno ofrece ya un aspecto irremediablemente sénior es que los puritanos comienzan a telefonearme para que confirme sus puntos de vista. La cosa debería quizá divertirme, pero la verdad es que me deprime. Si hay algo que no quisiera parecer nunca es «respetable», en su acepción habitual que significa «prócer con arteriosclerosis, estreñido y sermoneador». Prefiero de largo ser «viejo verde» o aún mejor, viejo verde a ratos, a ratos rojo e incluso ámbar, es decir un viejo-semáforo. Cuando suena el teléfono y una voz respetuosa me tantea: «Usted, como profesor de ética…», me muerdo la lengua para no aclararle que los profesores de ética rara vez resultamos ejemplos de ella (por lo general somos bigamos o pederastas y robamos cucharillas de plata las pocas veces en que los potentados nos invitan a sus casas a tomar el té), pero sobre todo nunca, absolutamente nunca, debemos ser guardianes de los prejuicios. Hace poco, una señora me contó con cierto reproche que su hija de quince años se había decorado el pelo con una mecha de color malva, para escándalo de la familia y las monjas del colegio; cuando

llegaron las regañinas, la chica se defendió con no sé qué cita de mi Ética para Amador. Quedé muy satisfecho de esa atenta lectora porque comprendió que el sentido de la ética es hacer más intenso nuestro proyecto de libertad, no mutilarlo. Y sigue la consulta: «¿Qué opina del uso de drogas entre los jóvenes; o de que se emborrachen los fines de semana en la vía pública?». Una vez, durante una visita formal a un colega en la Universidad de Kioto, se me preguntó qué sentía yo al ver que ahora los adolescentes se besan y manosean sin recato ante sus mayores, a lo que contesté con absoluta sinceridad: envidia. Respecto al tema del uso de sustancias nefandas no puedo ser igual de tajante, pero sería un desvergonzado si a estas alturas engrosara el batallón de los abstemios o, aún peor, de los misioneros de la abstinencia: porque a lo largo de los años he usado —y con frecuencia abusado— de casi todo lo que estimula, marea o alucina y hoy mismo sigo sin hacer ascos a líquidos y humos que los respetables suelen poner en entredicho. De modo que a lo más que puedo llegar sin hipocresía es a recomendar tiento con la cantidad y precaución con la calidad de lo que se consume. Lo demás me parecen monsergas. Los seres humanos no sólo somos conscientes, sino que también tenemos consciencia de ser conscientes: el ámbito de lo que experimentamos es resultado de las necesidades pero además campo de juego. Sentimos curiosidad, con una mezcla de temor y placer, por cuanto puede alterarnos, es decir, en el sentido más amplio del término, por todo lo que nos produce embriaguez. Desde el vino peleón y las montañas rusas hasta los lieder de Schubert… Por lo demás, algunos animales superiores parecen compartir esta inclinación: los elefantes se cogen grandes trompas a base de frutas fermentadas y hay tiburones que buscan en cuevas marinas corrientes cuya turbulencia les resulta estupefaciente… Buscar lo que altera la percepción con el fin de exaltar o amortiguar el ánimo consciente es una parte insoslayable de la evolución de la consciencia. Noticia inquietante para los capataces preocupados de nuestra productividad a ultranza y para los guardianes del orden público, pero qué le vamos a hacer. Durante la adolescencia y juventud la tendencia a jugar a embriagarse es especialmente apremiante; luego se sosiega en parte para regresar de nuevo en la vejez, aunque con un sesgo más compensatorio: lo que fue juguete se convierte en prótesis. Aquellos que prohíben ciertas embriagueces no hacen más que fomentar otras… y en ocasiones, como se ha visto, contribuyen a hacer más caro e irresistible lo prohibido.

Aunque todos amamos embriagarnos (sea de vino, de nubes o de poesía, como cantó Baudelaire) parece prudente e higiénico que cada cual determine cuál es el tipo de embriaguez que resulta más adecuado a su carácter y más compatible con el resto de los objetivos de su vida. Cuando se es joven, existe el peligro de caer en la trampa de la fanfarronería competitiva: a ver quién aguanta más, durante más tiempo y más veces. ¡A ver si te atreves! Los jóvenes (machos, sobre todo) aman la excitación de la vida más que a sí mismos. En esto por lo menos fui desde el principio relativamente cauteloso: siempre me he tenido por un instrumento de precisión que hay que manejar con cuidado y guardar convenientemente en su funda después de usarlo y no por uno de esos ejemplares de serie a los que se somete a todo tipo de bárbaras ordalías para probar la resistencia del producto, intercambiable por cualquier otro cuando se descacharra. Tengo la suerte de comenzar a disfrutar pronto, de modo que no necesito buscar para el goce el acicate de estados preagónicos. Respeto a los mártires del hedonismo que se maltratan pero procuro salir de puntillas del parque temático en cuanto empieza a convertirse en cámara de torturas. No me guardo animadversión y repito gustoso hasta cuando nadie me escucha la plegaria de Groucho Marx: «Cuídame, porque soy lo único que tengo». Como la vida es más bien trágica, tenía razón Aristóteles insistiendo en la importancia central de la prudencia. Es verdad, muchos se han matado, se matan y se matarán por medio de drogas, prohibidas o no: pero otros muchos logran el mismo resultado con la religión, la política, el sexo, el alpinismo… o el trabajo, nada de lo cual está prohibido. Las prohibiciones no salvan a nadie de sí mismo, sólo sirven para aumentar los riesgos y los precios. Que yo sepa, nadie ha presentado una querella contra su oficina o contra el Papa por haberles destrozado la vida, como hacen algunos fumadores hipócritas (o sus aprovechadas familias) contra las tabaqueras que les han perjudicado… ¡sin su consentimiento! De modo que es muy aconsejable que cada cual llegue a determinar las sustancias que le son más favorables, es decir, aquellas que le dan más y le exigen menos. El alcohol y el tabaco han sido las mías. Empecé fumando en pipa, la cual —por influencia de Bertrand Russell— me parecía de chaval casi una herramienta profesional del filósofo. Como objetos las pipas me encantan pero utilizarlas cotidianamente resulta engorroso para alguien nervioso y descuidado como yo. El paso por la cárcel (lugar poco adecuado para la pipa, salvo en el caso de condenas muy largas) me hizo pasarme a los cigarrillos, siempre fuertes y negros, empezando por los «Habanos» que se decían

elaborados con tabaco de la vega de Vuelta Abajo. El defecto de los pitillos es su carácter serial y repetitivo: con ellos sólo se puede variar la dosis, nunca la modalidad. De modo que finalmente recalé en los cigarros puros, con cuyos tamaños y calidades puede jugarse casi indefinidamente según lo aconsejen las fases de la luna o del ánimo. Sin embargo, nunca he dejado de tener alguna pipa vacía a mano mientras escribo, para sobarla y ponérmela entre los dientes de vez en cuando. Dentro de cada vicio también hay ocasión de desarrollar vicios más especializados: además de los cubanos, monarcas indiscutibles del humo aromático, mi capricho culpable son los puros toscanos, nudosos y acres como viejos lobos de mar. También le gustaban a Stendhal, lo cual es toda una recomendación, pero la gente suele huir cuando uno los enciende en público. Hace muchos años, en los comienzos de la posdictadura, fui invitado a un programa literario de televisión dirigido por Fernando Sánchez Dragó, con quien siempre he tenido buena química. Entonces los fumadores no estábamos perseguidos por las fuerzas de la ley y el orden, por lo que era frecuente ver a un entrevistado disfrutar de un pitillo ante las cámaras. Yo estaba recién llegado de Italia y en medio del sesudo coloquio —había otros tres o cuatro invitados— encendí uno de mis contorsionados toscanos, le di un par de chupadas y luego, como al desgaire, se lo pasé a Fernando. Sin perder el hilo de la charla ni mostrar la menor extrañeza, Fernando aspiró una buena bocanada y me devolvió la tagarnina. Seguimos el juego hasta el final del programa con perfecta naturalidad. Pero, tal como la playa, también la moral pública tiene sus vigilantes: fuese por lo raro del cigarro o por lo sugestivo de nuestro toma y daca, lo cierto es que el programa de marras jamás pudo ser emitido. Y el alcohol, ah, gran cosa el alcohol. Aunque, como muy bien puntualizaba un amigo mío cuando le predicaban sus peligros, yo nunca he bebido «alcohol»: siempre he preferido el vino, el whisky, la cerveza, la ginebra, el tequila, etcétera. Sería ingrato no reconocer que me he pasado buena parte de mi vida, y no la peor, bastante borracho. Pero aquí debo hacer una precisión, cuyas implicaciones no pretenden ser morales sino todo lo más higiénicas o incluso estéticas. Muchas veces he llegado a la borrachera como consecuencia final de la grata tarea de beber durante horas, pasando a través de todas las diversas fases de ese proceso de intoxicación o de metanoia (según la cursilería de cada cual). Pero nunca he ingurgitado de golpe medio litro de matarratas para quedarme k.o. cuanto antes, como ahora me parece que hacen bastantes chicos y chicas (¡qué simpáticas me

resultan, a pesar de todo!). Por favor, la meta es el camino y se pierde quien llega demasiado pronto. En el sexo ocurre igual, aunque todos hayamos tenido alguna vez que ser llevados a urgencias. Lo más próximo que he experimentado al gran martillazo sin preámbulos han sido los cócteles «destornilladores» que nos tomábamos Javier Echeverría, Pablo Fernández-Flórez y yo en el bar del madrileño hotel Tirol, mezclados por un barman con las peores y más amoratadas ojeras que he tenido nunca el privilegio de admirar. Cada trago que nos preparaba era más devastador que el anterior y el muy Satanás lo hacía aposta. Recuerdo una noche haberme tomado tres y me contaron que empecé animosamente el cuarto. Luego cesan mis recuerdos. Me enteré después de que Javier y Pablo tuvieron que llevarme a pulso hasta casa y hasta el lecho, mientras trataban con lengua pastosa de tranquilizar a mi bendita madre que revoloteaba en torno a nosotros gimiendo «¡le han apuñalado, le han apuñalado!». Sí, con un destornillador. Las jornadas etílicas que rememoro con mayor nostalgia fueron mucho más civilizadas. Aquellas tardes de txikiteo por la parte vieja donostiarra, en compañía de mi querido Juan Berraondo y de una cuadrilla de la que formaban parte Carlos Sanz, Carlos Cacho y Marta Cárdenas (la única pionera que toleraba nuestra compañía, por lo común las chicas de aquella época hacían su ronda solas, coincidiendo ocasionalmente con nosotros en algunos bares). El itinerario estaba fijado con rigor flexible y puntuado por los pinchos que acostumbrábamos tomar en cada taberna: ropavieja y morros en el Astelena, champi en el Tamboril, chorizo cocido en el Ormazábal, jamón en La Cepa, anchoas o gamba con beicon en Negresco… Cada cosa acompañada del correspondiente tinto, claro o «zurito», según los gustos de cada cual. De vez en cuando, alguien sorprendía pidiendo un mosto: es que estaba cumpliendo el Ramadán, es decir, un mes de abstinencia etílica para reponerse de pasados excesos y prepararse para los futuros. Ese tipo de trucos son imprescindibles entre borrachos comedidos que practican lo que el nada libertino Séneca llamaba sobria ebrietas. No creo haber compartido copas con ningún compañero más invariablemente ingenioso y divertido que Carlos Sanz, que además fue uno de los pintores de mayor talento de su generación. Quien aspire a saber lo que significa tener la mot juste debería haber conocido a Carlos. Fragilísimo, hemofílico, siempre arrastrando la pierna y a punto de que fatalmente se lo llevara una ráfaga de viento (un día de mucho aire nos llamó desde el restaurante Nicolasa, donde se

había refugiado, para que le fuésemos a buscar con un taxi porque no se atrevía a volver sólo a casa en medio del vendaval), nunca carecía de un humor devastador y trágicamente jubiloso. Héroe a su modo, conocía la proximidad de lo inevitable y no cedía. Hasta que se lo llevó el viento que todo lo arrastra. Tengo su foto en casa puesta en un pequeño bar en miniatura con que me obsequió alguien conocedor de mis gustos, para que no se pierda la última ronda… donde quiera que la sirvan. Hay drogas que podríamos llamar «de compañía», a las que se les puede ir cogiendo el punto y con las que resulta no sólo factible sino provechoso convivir a cualquier edad. No digo que sean beneficiosas para los pulmones o para el hígado, pero los humanos estamos hechos de algo más que órganos: también cuenta el esfuerzo espiritual de que tenga por un momento sentido lo que antes o después revertirá en ceniza. Aliviar o hacer grato el tiempo y estimular la creatividad, en eso consiste la verdadera salud, aunque también se tosa de vez en cuando. Llevo muchos años de complicidad con el tabaco y el alcohol: supongo que me estarán matando, pero les agradezco su parsimonia en el asesinato y que mientras tanto me entretengan. También puedo decir lo mismo de la simpática marihuana, porque un porrito antes de irse a la cama con alguien grato sigue haciendo maravillas incluso a edades provectas como la mía. En cambio a otras les tengo más respeto. Una vez le preguntaron a Borges, ya muy viejo, por su actitud ante la muerte y repuso: «¡La muerte! ¡Qué cosa tan nueva! No sé si a mi edad debiera permitírmela…». Yo hay cosas que ahora desde luego ya no me permito, aunque me alegro de haberlas frecuentado en su momento. En especial la más asombrosa de las sustancias que he probado jamás (bueno, algo más que probado…): el ácido lisérgico, el legendario LSD de mis años mozos. Cuando lo tuve por primera vez en la mano, parecía la cosa más insignificante: una simple mancha de tinta en un trocito de papel secante. Pero era algo fuerte, muy fuerte: el alterador psíquico más potente que la química puede proporcionar (por supuesto el amor y el odio son alteradores aún más potentes, pero no proceden de la química o no proceden sólo de la química). Quien me introdujo en el uso del lisérgico fue Santiago González Noriega, al que había conocido siendo yo aún estudiante en la Facultad y él profesor ayudante. Nos hizo una especie de test cultural a toda la clase, para saber quién merecía la pena de ser tratado más a fondo y quién no: lecturas filosóficas, novela, poesía, arte, cine… Estuve entre los pocos varones escogidos (las demás fueron chicas, que obviamente le interesaban bastante más) y llegamos a hacernos muy amigos.

Supongo que yo no le aporté demasiado —mi contribución más importante fue revelarle la existencia de Borges— pero él en cambio me enseñó muchísimas cosas decisivas, por supuesto no limitadas al campo meramente bibliográfico. Fue Santiago quien me presentó a Antonio Escohotado y ambos se encargaron generosamente de acelerar mi perezosa formación intelectual. Solíamos reunirnos en la estupenda casa de Antonio, oíamos música (aunque parezca imposible, fue allí donde escuché con cierta atención a los Beatles por primera vez), bebíamos, fumábamos yerba y hablábamos de Hegel o Heidegger. Yo les admiraba mucho y me sentía un poco abrumado en su compañía, me parecían enormemente superiores en materia intelectual (sin duda lo eran): manejaban la jerga filosófica de los maestros germanos con una soltura que a mí —más dado a ingleses y franceses— me resultaba intimidatoria. Pero les estoy muy agradecido. Por mucho que luego los imprevisibles meandros de la vida o del carácter nos alejen de ellos, nunca debemos desistir en el agradecimiento hacia quienes nos ayudaron a crecer. Entonces apareció el LSD, del que todo el mundo hablaba y al que algunos cantaban: incluso el de mejor calidad era en aquella época bastante fácil de conseguir y muy barato. Lo tomé por primera vez un día en casa, sólo con Santiago; después varias veces más, incorporando a Antonio y a otros amigos como Paco Calvo Serraller y Ángel González García (ambos de lo mejor que nadie puede encontrarse en la vida, que hicieron lo imposible por desasnarme en cuestiones de historia del arte: la culpa del resultado no es desde luego suya). De lo que mejor me acuerdo es de la inquietud del día anterior a nuestros «viajes» y la tensión de la espera hasta que la dosis empezaba a hacer efecto. Por lo general la «subida» comenzaba en cuanto Ángel comentaba con resignada impaciencia «me parece que el de hoy no funciona»; después, mientras todos alucinábamos como posesos y él más que nadie, le oíamos decir con tono lúgubre «creo que yo ya estoy bajando…». En mi caso, todo solía empezar mirando al techo, como es mi manía: un momento empezaba a aburrirme de que allí no pasase nada y al minuto siguiente me admiraban los bajorrelieves tan hermosos del cielo raso, que hasta se movían como en procesión. A partir de ese momento, cualquier cosa —la textura de un pétalo, el dibujo de la alfombra, la lámina de un libro, la música de Vivaldi, la sonrisa cómplice un poco nublada pero enormemente inteligente de un amigo o una amiga…— cualquier cosa era motivo de una fiesta íntima, exaltada y delicadísima. El nerviosismo del «antes» se desvanecía por completo y rara vez lo recordaba, de vez en cuando, una leve sensación de

angustia, algo así como una amenaza vista de espaldas que en mi caso nunca se volvió para mirarme de frente: jamás tuve lo que suele llamarse un «mal viaje», aunque como es lógico los males que me agobiaban previamente seguían presentes durante el viaje (pero no agravados). No intentaré hacer psicología descriptiva ni mala poesía mística respecto a lo que sentí en esas gratas intoxicaciones. Tantos otros se han dedicado a ello desde hace décadas que no merece la pena: además, después del de narrar a quien se deje los sueños de la noche pasada, no hay género literario más aburrido que contar experiencias psicodélicas. Lo más interesante siempre se pierde (o se sustituye por añadidos caprichosos) en esos relatos, porque lo característico de los efectos del lisérgico no es la rareza de lo que se siente, sino la familiaridad que terminamos adquiriendo con tal rareza… sin dejar nunca del todo de extrañarnos. Sólo puedo decir que en tales trances he visto a las personas muy inteligentes o simplemente sensatas aumentar sus capacidades, pero no recuerdo que ningún imbécil dejase de parecérmelo y de comportarse como tal. Tampoco creo que aumenten los conocimientos, aunque sin duda se entiende mejor y se alivian ciertos bloqueos. Emprendí uno de esos «viajes» cuando intentaba hacer avanzar mi tesis doctoral, que se me había atascado supongo que por rechazo sólo a medias inconsciente a cumplir ese trámite administrativo: después de pasar diez horas de alucinaciones sabrosas y reflexivas, me puse de nuevo al trabajo y la concluí en cinco meses. Pero no se me hubiera ocurrido tomar notas o apuntar genialidades durante la intoxicación, por miedo a que al día siguiente me pareciesen bobadas a lo Timothy Leary. El «viaje» del que mejor me acuerdo fue uno de los últimos, en compañía de Angel y Paco. Oímos completa La flauta mágica de Mozart con tanta intensidad que, en el momento de la tempestad, los tres sentimos la lluvia caer fragorosa y retiramos las sillas para intentar refugiarnos bajo algún inexistente alero. De pronto, en un momento plácido de la música, fuimos sobresaltados por un desabrido timbrazo: ¡llamaban a la puerta! Nos asaltaron todo tipo de pavores, a la policía, a vecinos indignados, a Guerrilleros de Cristo Rey en busca de víctimas… Como estábamos en casa de Angel, fue él quien finalmente se levantó y marchó a enfrentarse con lo desconocido. Paco y yo nos miramos, admirados y conmovidos por tanto heroísmo. Pasó un rato, que se nos hizo larguísimo. Angel no volvía. De pronto oímos que algo se arrastraba entre pavorosos jadeos y quizá bramidos por el pasillo, hacia el cuarto en el que estábamos. No creo que ningún ser innombrable de Lovecraft haya despertado

pánico semejante al que padecíamos en ese instante Paco y yo. Finalmente, con áspero restregar de lija, una criatura oscura y baja, como agachada, coronada por una melena hirsuta, empezó a cruzar lentamente la puerta. Era una gran caja de madera que acababan de traer, llena de paja para proteger no sé qué objeto frágil contenido en ella y que Ángel empujaba trabajosamente por detrás para enseñarnos. Al vernos la cara de atónito espanto se echó a reír y enseguida le hicimos coro, me parece recordar que durante horas. Advierte Spinoza que «sólo una triste y torva superstición» puede prohibir a los humanos disfrutar de perfumes, música, alimentos deliciosos y otros regalos terrenales. De igual modo podemos afirmar que es una triste y torva superstición la que ha desatado la cruzada mundial contra ciertas drogas, sin otro efecto que promoverlas entre los jóvenes, facilitar su adulteración y hacer inmensamente rentable el negocio de su tráfico ilícito. Cuando hace algo más de veinte años escribí por primera vez en El País un artículo contra la irracional persecución de las drogas, pidiendo su despenalización, hubo quien reaccionó como si yo hubiese solicitado la legalización del canibalismo. Por entonces las voces que sostenían esta tesis eran poquísimas —Milton Friedman, Thomas Szasz (traducido al castellano por Antonio Escohotado) y no sé si alguna más— pero ninguna desde luego en un periódico de tirada importante. Poco a poco creo que la actitud despenalizadora se ha ido abriendo paso, aunque no institucionalmente: muchos opinadores lavan apoyando con mayor o menor cautela en los medios de comunicación; en privado, ante mí mismo, la han defendido como la única sensata cancilleres de países hispanoamericanos, mandos de la policía, médicos y políticos europeos. Eso sí, añadiendo inmediatamente que hasta no convencer a los EE UU —promotores de la santa cruzada prohibicionista— no hay nada que hacer. Lo cual es difícil, porque hay muchísimos funcionarios en ese país (y también en la ONU) que perderían su empleo si se optara por la vía despenalizadora… tal como le pasó al intocable Eliot Ness cuando terminó la ley seca. El argumento más utilizado contra la despenalización es el supuesto aumento del consumo de sustancias ahora prohibidas que desataría. Pero ese argumento parte del axioma de que usar drogas es en cualquier caso algo malo que debe ser evitado. Yo no lo comparto. Las drogas tienen un uso positivo, que no hay por qué erradicar (ni proponer, claro: los misioneros me fastidian tanto como los inquisidores): si aumentase su utilización legal responsable e informada entre los adultos libres, pagando los preceptivos impuestos al Estado, tal crecimiento del

consumo no tendría a mi juicio nada de alarmante. Disminuiría su peligrosidad al aumentar el control de la calidad, se evitarían las adulteraciones y las sobredosis, desaparecería el entramado delictivo que ha crecido en torno a ellas y que atrapa a los más débiles (como es el caso de los inmigrantes ilegales, por ejemplo). En cuanto a los jóvenes, no sé si se drogarían más o menos que ahora (dudo mucho que autorizar lo prohibido aumentase su atractivo) pero ciertamente lo harían con más garantías y menos gastos. ¿Que esta decisión, que habría de ser lo más internacional posible, también tiene sus riesgos? No lo dudo, pero no olvidemos que actualmente hay países enteros en América con sus estructuras democráticas bloqueadas o maltrechas por culpa del narcotráfico. No imagino que la despenalización, controlada e informada, tuviese peores consecuencias. Pero en fin, de todo esto ya he escrito en otros lugares, quizá demasiadas veces…

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MI PRIMER EDITOR

Y

o tenía veintitrés años, yo vivía en una dictadura, yo participaba devotamente en todas las broncas rebeldes que podíamos montar en la universidad, yo perseguía inútilmente a chicas enérgicas y ariscas, yo leía en francés a los situacionistas y a Cioran, yo profesaba el culto de Agustín García Calvo, yo era borgiano de primera hora y estricta observancia, yo escribía panfletos, yo quería por encima de todo —ay, aunque supusiera la perdición de mi alma ingenua e irredenta—, yo quería más que nada en el mundo publicar un libro: como tributo a lo que más placer me causaba desde la infancia, como homenaje amoroso. El libro aún no estaba escrito pero habría de ser sulfúrico en su fondo y exquisito en su forma, un combinado explosivo de doctrinas capaces de hacer saltar la realidad establecida en pedazos (junto a Cioran y García Calvo, dosis de Schopenhauer, de Clément Rosset, del pagano Celso y de Adorno). Sería inaudito, insoportable… pero no debía bajo ningún concepto quedar inédito. Ahí estaba el problema: en lograr editar tan magnífica ferocidad. La tarea de escribirlo me parecía sencillísima y casi accesoria. De modo que antes de nada me lancé a la búsqueda de un editor. La editorial más próxima a mi casa era Taurus, que entonces ocupaba un chalet coquetón en la plaza del Marqués de Salamanca frente al que había pasado muchas veces, camino del colegio. Y su director se llamaba Jesús Aguirre, un cura con fama de progresista —«rojo», decían entonces las señoras

de derechas, auxiliar de Federico Sopeña en la parroquia de la Ciudad Universitaria, confesor de mi amigo y compañero Enrique Ruano, después asesinado por la policía franquista— pero también de atrabiliario, sarcástico, impertinente y poco benévolo ante la torpeza de los principiantes. Allá que me fui, pasablemente tembloroso pero siempre más propenso a aceptar el ridículo que la renuncia. Aguardé un poco en la antesala y después me pasaron al despacho del dueño de mi destino. No había nadie… aparentemente. De pronto, tras la gran mesa llena de papeles, emergió una cara preocupada y algo traviesa, que me preguntó: «¿Se ha ido ya Sciacca?». Por lo visto llevaba bastante rato escondido a la espera de que desapareciese del horizonte Michel Federico Sciacca, un copioso polígrafo italiano que había marcado la pauta del pensamiento cristiano una década antes. Jesús Aguirre tuvo que heredar sus obras traducidas de la dirección anterior de Taurus y también su insistente presencia periódica aportando nuevos volúmenes regeneradores, de los que ya no sabía cómo librarse. De todo esto me enteré luego, porque yo era sólo un niño y no conocía a Sciacca (¡nene, Sciacca!) ni a casi nadie. A todos —filósofos, novelistas, poetas, editores, periodistas…— los iría conociendo después gracias a que Jesús me los fue presentando y luego recomendando o desaconsejando con idéntica vehemencia que yo nunca discutí. En el chalecito de la plaza del Marqués de Salamanca organizaba cócteles y presentaciones literarias («saraos», solía llamarlos) por los que aparecía la crema postinera de la intelectualidad y a los que me conminaba a asistir. A mí siempre me ha costado muchísimo acordarme de los nombres de la gente a la que me presentan en este tipo de eventos, los confundo a todos al reencontrarlos dos días después. Para que se hagan una idea: una tarde aciaga confundí a Luis Carandell con Caballero Bonald… Nunca he sabido por qué, pero suelo memorizar mejor a los que son altos: de modo que me aprendí a Javier Pradera antes que a José Mari Guelbenzu, a Benet antes que a Juan García Hortelano, a Castellet antes que Francisco Ayala. Pero todos fueron entrando en mi santoral: ¡lástima que hoy tantos de aquellos santos lo sean ya de veras, lejos de los «saraos» de este mundo! Todos me parecían importantísimos y admirables, puesto que se dedicaban a menesteres literarios. También solían estar presentes otros próceres, de la economía o la política, abogados, empresarios, etcétera, pero los nombres de ésos ni se me quedaban entonces ni apenas los recuerdo ahora. Nunca me he ruborizado de emoción ante los dueños, sólo ante los juglares. Pero de todos ellos, mi mentor por excelencia, el ancla

insustituible en el mar proceloso de letra impresa que yo quería navegar como otro Simbad, siempre fue Jesús Aguirre. Aquel día primero me bastó cruzar con azoro mi mirada miope con la suya que no lo era menos, separados por la barricada del escritorio, para decirme: «¡Éste es mi hombre!». Lo fue, con generosidad sin reservas. Me editó aquel libro inicial, apañado en quince días después de nuestra primera conversación (Nihilismo y acción, probablemente el único libro que de verdad he deseado escribir: los restantes no han sido más que mera repetición de un gesto consabido) y luego todos los demás que le fui proponiendo. Se volcó especialmente con La infancia recuperada, contra el que algunos consejeros literarios de la editorial le previnieron como un «mero capricho» (lo cual era, por supuesto y a mucha honra). Me aconsejó traducir a Cioran —fue el único autor que yo le descubrí— y me encargó formalmente traducir a Georges Bataille, al que ni yo ni casi nadie en España conocía. Pero además se ocupó de remendar un poco mi siempre deficiente y anárquica formación intelectual (Benjamín, Starobinski, tantos otros, nunca se lo agradeceré bastante) al tiempo que intentaba ponerme de largo en la vida social, esto último con muchísimo menos éxito. Yo me iba por las mañanas a su despacho en la plaza del Marqués de Salamanca, sin cita previa, me plantaba allí, a escucharle, y él —en lugar de esconderse tras el escritorio para ahorrarse otro pelmazo— me contaba muchas anécdotas picantes o maliciosas de personas ilustres cuyo nombre jamás me sonaba. Yo sonreía con aire enterado, sin enterarme, pero sabiendo que éramos amigos. Luego yo me casé —y él ofició como cura la inverosímil ceremonia— y después dejó de ser cura y fue él quien se casó, convirtiéndose no menos inverosímilmente en duque de Alba. Se tomó con toda la seriedad que permitía su naturaleza irónica este nuevo papel en la comedia de enredo que vivimos todos, queramos o no, lo sepamos o no. Seguimos tratándonos pero ya mucho más esporádicamente, porque yo estoy hecho para convivir con editores, no con duques, que me confunden. Pero seguro que su vida no por eso fue más rara que la mía y desde luego siempre, siempre he seguido pensando en él con afecto, con agradecimiento y con un poco de asombro porque me hiciera tanto caso durante tanto tiempo. El día en que me enteré de su muerte recordé una anécdota digamos que teológica de nuestro compañerismo. Una mañana cualquiera estaba yo sentado en su despacho dando la lata y él había interrumpido la charla para hablar por teléfono con no sé quién (atendía a sus asuntos con perfecta libertad delante de

mí, porque me sabía socialmente inofensivo). Se quejaba con su inimitable nonchalance de las amarguras existenciales y su interlocutor debió de hacerle alguna recomendación piadosa, quizá burlesca, a la que respondió con un tono tan súbitamente grave que me impresionó: «La fe es la salvación, pero no un consuelo». De esas cosas tampoco sé nada, Jesús, aunque cuentas como siempre con mi apoyo por si te hace falta y sobre todo en el caso de que ya no te haga falta.

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EL PENENE

¿H

asta dónde puede llegarse en el intento de relatar con mirada retrospectiva los contratiempos? ¿Habrá que incluir también los contratiempos de ese mismo relato? El Tristram Shandy de Sterne procuró ser tan minucioso en la tarea que su estancia en el útero materno y las primeras veinticuatro horas de vida casi agotaron sus fuerzas y las páginas de su crónica. No quisiera incurrir en el mismo exceso de ambición, pero… Había yo concluido este capítulo —veinte páginas de las que estaba bastante contento— cuando una maniobra torpe en el rebelde teclado de mi ordenador borró sin remedio todo lo escrito. El relato desapareció irreversiblemente, yendo a reunirse quizá con los años y sucesos que allí se narraban. ¿Y ahora? La primera tentación fue asumir el accidente como una señal de los cielos cibernéticos: más valía saltarme tales episodios de una trayectoria que con ellos o sin ellos nunca dejaría de ser yuxtaposición inacabable de sobresaltos. Sin embargo esa lectura del augurio respondería ante todo a la hermenéutica de la pereza. La otra opción, temible y fatigosa, consiste en intentar reproducir de nuevo el texto, antes de que desaparezca definitivamente también del software de la memoria. Es la que elijo, sin entusiasmo, quizá por la influencia deontológica de Kant. Se lo debo, me lo debo. ¿Por qué mencionar entonces el incidente? Para que el lector sepa que sin duda va a perderse algo, sea poco o mucho: él también acaba de sufrir un contratiempo.

Salí de la cárcel, pero ya no lograría obtener un limpio certificado de antecedentes penales hasta acabada la dictadura; ni que me concediesen pasaporte para viajar fuera de España hasta un par de años más tarde. De modo que acabé la carrera, sin excesiva brillantez e incluso con el suspenso en junio de algún profesor especialmente escocido por nuestras tomas de cátedra. Ahora tenía que empezar a intentar ganarme poco a poco la vida, para lo que no se me ofrecía de momento otro camino que entrar en la enseñanza. Sería un trámite, claro, una simple sala de espera hasta que la gloria literaria asomase por la puerta de la consulta y dijese en voz alta: «¡Qué pase Savater!». Era obvio que los inicios no iban a ser fáciles ni bien remunerados. Pero mis padres habían cerrado filas a mi lado a partir de mi detención. Un hijo perseguido, incomprendido, díscolo, es más hijo todavía: aunque me diese por la filosofía en vez de por el derecho, vaya disparate, aunque fuese ateo, vaya por Dios, aunque me emborrachase con frecuencia, vaya lata esto de la juventud, aunque fuese levantisco y quizá comunista, es que tiene ideales, aunque no estaba claro cuándo trabajaría, ni en qué, ni si cobraría lo suficiente por ello… yo era su hijo y ellos eran mis padres. No mis amigos ni mis compinches, que te dan la razón y luego te abandonan, sino mis padres: los que te regañan y siempre permanecen a tu lado. Quien no ha tenido la suerte de recibir del destino unos padres así no puede llegar nunca a saber la inmensa fuerza que dan, la fiera y desafiante confianza que inspiran, el alegre ímpetu que transmiten. Como todo, esta bendición no carece de contraindicaciones: para siempre fomenta la ingenua convicción de que lo real nunca nos será por completo desfavorable, de que jamás faltará tierra bajo nuestros pies cuando haya que danzar, correr o dar el salto. Ilusiones a veces fatales pero de las que no hay desengaño que nos despierte; aunque todavía más fatal es carecer de ilusiones. La universidad (institución que cierta vez Cioran en una carta calificó de «imbécil pero benéfica») era el único mundo en el que yo me movía con relativo desahogo. Me había servido para prolongar mi adolescencia, de modo que quizá también lograse convertirme en hombre de provecho, adulto y colocado. No busqué empezar a dar clases porque sintiera la pasión de educar a los demás, sino porque tenía urgencia de probar que ya estaba suficientemente educado. Me abrió por primera vez la puerta de las aulas don Paulino Garagorri, que también me había acogido antes con idéntico buen talante en Revista de Occidente. Yo mandaba reseñas a esta ilustre publicación y después comprobaba con orgullo que en las breves notas que figuraban al final de cada número aclarando la

identidad de los colaboradores se me otorgaba (a falta de cualquier título o cargo mencionable) la calidad de publicista. Fui «publicista» como Bahamontes fue ciclista, con menos éxito pero con no menor empeño. El bondadoso don Paulino, quizá con un punto de solidaridad donostiarra, me convirtió en subayudante de su cátedra de sociología o sub-sub-ayudante, algo parecido al sub-subsubbibliotecario del que habla Melville en Moby Dick. No recuerdo haber cumplido otras tareas que charlar entrañablemente con el catedrático en su despacho de la facultad, por cuya ventana veíamos el paisaje de la sierra madrileña («es como un Velázquez cambiante», decía el orteguiano Garagorri), y el azaroso trance de vigilar algún examen. Como la asignatura era de primer curso, esas pruebas solían estar muy concurridas. Yo repartía el texto que los alumnos debían comentar, seguido por las preguntas que se les pedía responder, y luego paseaba de arriba abajo por las gradas del aula enorme y escalonada, intentando poner cara de implacable severidad. Causaba poca impresión. En una de tales ocasiones tropecé de pronto con un par de inolvidables piernas desnudas. La chica se había remangado las faldas para alcanzar la batería de «chuletas» que llevaba estratégicamente situadas en lo alto de las medias. Cuando advirtió que la estaba mirando con fijeza apremiante pero nada coactiva, se tapó un poco y me llamó muy desenvuelta para hacerme una pregunta sobre el texto repartido, por aquello de despistar: «Oye» (hasta hace muy poco ningún alumno me ha tratado nunca de usted, signo indudablemente ominoso), «¿fungible quiere decir que dura mucho?». Tieso de arrobo por la niña, sólo logré balbucir: «¡Eso quisiéramos!». Por si acaso el destino pensaba empujarme hacia la enseñanza media, hice también los dos cursos de formación del profesorado que servían como avales para los oposiciones a instituto. Mi mentor fue el padre Manuel Mindán, catedrático en el Ramiro de Maeztu de Madrid, un personaje notable por su lúcida y vital longevidad, autor del libro de historia de la filosofía que yo había estudiado en bachillerato. Supongo que los curas ilustrados que polemizaban con Voltaire en el XVIII debían de parecérsele. Un día me invitó a sus habitaciones y allí, con discreto orgullo, me enseñó un pequeño Teniers que le envidié. Hace unos días he recibido su felicitación navideña, en la que me recuerda que acaba de cumplir sus primeros cien años… En el Ramiro de Maeztu (uno de los institutos más clásicos de la capital, donde yo me había examinado de reválida y del que sobre todo me impresionaba la estatua ecuestre de Franco en el patio

principal) di nerviosamente mis primeras clases ante adolescentes, la edad de la vida que siempre me ha parecido más apta para las inquietudes filosóficas. Yo creo que todos nacemos filósofos pero poco a poco las circunstancias y los maestros nos van convirtiendo en gente de provecho… Como mi edad intelectual y mis gustos están bastante próximos a los suyos, siempre me he dado maña para tratar con alumnos adolescentes. Treinta años después, por invitación de una amiga profesora de instituto que admiraba esa sintonía, escribí varios libritos de iniciación filosófica para bachillerato que han sido sorprendentemente bien acogidos. El padre Mindán era fundador y presidente de la Sociedad Española de Filosofía, que ofrecía semanalmente conferencias en el Ramiro de Maeztu. Asistí a varias de ellas. Una de las muchas paradojas de mi vida es que he tenido que dar cientos de conferencias pero jamás he soportado sin fastidio ninguna de las que me han dado. Incluso me asombra que la gente frecuente esos actos: nunca he entrado en un salón de caja de ahorros para cumplimentar mi tarea de charlista sin sorprenderme de ver tanta gente voluntariamente dispuesta a escucharme. Sin embargo, en aquellos años juveniles, también yo creía que era mi deber profesional atender a esas prédicas para reforzar mi incierta formación académica. Las conferencias de la Sociedad de Filosofía trataban de los temas más variados, desde las mónadas leibnizianas hasta los trascendentales kantianos. Al final de cada una de ellas solía pedir inmediatamente la palabra entre el público un señor calvo que se levantaba y aseguraba sin vacilar: «Eso (mónadas, trascendentales, cogitos, lo que fuese) lo resuelven los orientales con el ying y el yang». Algo mosqueado, el conferenciante solicitaba mayores precisiones, a lo que el caballero respondía: «Los occidentales no podemos entenderlo». Y se sentaba muy satisfecho. La experiencia personal me ha probado luego suficientemente que siempre hay entre el público que asiste a las charlas dos o tres tipos así: sospecho que son los únicos que realmente se lo pasan bien en tales ocasiones. Después llegó mi primera gran oportunidad. Por mediación de Santiago Noriega, entré en el departamento de Filosofía de la recién inaugurada Universidad Autónoma de Madrid. Los que habíamos estudiado en la vieja Central mirábamos con algo de desconfianza las instalaciones remotas y funcionalmente desangeladas de la nueva Autónoma, de cuyo diseño se había omitido cuidadosamente cualquier aula en la que pudieran reunirse más de cincuenta alumnos para evitar las temidas asambleas del 68. Pero los

departamentos estaban dirigidos por gente en general más abierta y menos carca que el profesorado tradicional. Esto era especialmente notorio en el caso del de Filosofía, a cuya cabeza estaba Carlos Paris, un catedrático que provenía de Falange pero que había evolucionado hacia una actitud intelectual progresista e incluso próxima al marxismo, itinerario semejante al seguido en Barcelona por Manuel Sacristán. Con criterio muy amplio y tolerante, París había enrolado un excelente puñado de jóvenes talentos inconformistas entre quienes figuraban el propio Santiago Noriega, Alfredo Deaño, Fernando del Val, Javier Sádaba, Pedro Ribas, Diego Núñez, Carlos Solís, Juan Carlos García Bermejo… a los que más adelante se unió el ya prestigioso Javier Muguerza, en vías de convertirse en toda una institución (benéfica, por supuesto) del pensamiento crítico. Ni los temarios tratados ni el talante de los profesores tenían nada que ver con lo que era tradicional en las vetustas cátedras de centros más conservadores. El renombre luciferino del departamento llegó a ser tan grande que hasta fue objeto de una diatriba desde un púlpito madrileño en la misa dominical, distinción que no había obtenido un equipo filosófico español al menos desde el siglo XVIII. ¡Y se me ofreció la posibilidad de formar parte de ese dream team! Si los caballeros de la Tabla Redonda me hubieran invitado a sentarme a su vera no lo habría considerado mayor honor. Me incorporé como profesor ayudante, que era el plano más bajo del escalafón, algo así como acólito o monaguillo. Tenía el estatuto de Profesor No Numerario, o sea era lo que familiarmente se denominaba un «penene». Carecíamos de puesto consolidado en la academia y debíamos renovar anualmente nuestro contrato, lo cual producía no poca incertidumbre y nos convertía en un estamento patéticamente vulnerable: en el mes de mayo de cada año no sabíamos si en octubre tendríamos empleo o estaríamos cesantes sin ningún tipo de indemnización ni protección social. Era un modo de controlarnos por la vía digestiva, porque entre los penenes figurábamos la mayoría de los elementos estudiantiles subversivos de los turbulentos años sesenta. Por cierto que junto a nuestro contrato anual teníamos que firmar, como el resto de los profesores universitarios, cualquiera que fuese su grado, un formulario de adhesión a los principios del Movimiento Nacional. Una mera formalidad pero… por ahí tuvimos que pasar todos. Como era el recién llegado, el último de la escala, y además siempre he sido bastante dispuesto y servicial, me tocaron las clases de última hora de la tarde que los demás rehuían con buen criterio. Tenía

pocos alumnos (por lo general dos o tres) pero muy simpáticos y discutidores. Mi asignatura era historia de la filosofía y lo pasé muy bien con ellos hablando del Gorgias y algunos otros diálogos platónicos, vistos desde una óptica a medio camino entre Nietzsche y Agustín García Calvo. Pero a mí lo que me tiraba de veras era la concupiscencia política o, más bien, antipolítica, el afán de conspirar contra la dictadura y dar disgustos a quienes la aceptaban como inevitable. Nuestra condición de penenes se prestaba a las más justificadas quejas: años después, a comienzos de la transición democrática, hubo en todo el país un gran movimiento de penenes en reivindicación de contrato laboral, lo que nos debería permitir dar clases pero sin convertirnos en funcionarios y gozando de la misma protección social que cualquier otro trabajador. En mi inocencia ácrata de entonces yo daba gran importancia a no ser funcionario, porque me parecía que escapando a tal condición estaba menos sujeto al doblegamiento ante el Moloch estatal. ¡Qué cosas tan raras se le meten a uno en la cabeza! Sea como fuere, en el año 71 aún era demasiado pronto para una reivindicación tan audaz: lo más que soñábamos con conseguir los penenes de la Autónoma era que se nos renovase o rescindiese el contrato en el mes de mayo, lo que nos permitiría en el segundo de los casos dedicar el verano a buscar algún otro medio de ganarnos el pan. Con esta modesta reivindicación sindical como base, pero con ambiciones críticas colaterales innegables, iniciamos nuestras movilizaciones, asambleas y concentraciones de protesta. La mesa de representantes de los penenes la formábamos Josetxu Linaza por Psicología, Joaquín Yarza por Historia del Arte, yo mismo por Filosofía y supongo que alguno más cuyo nombre lamento no recordar. Entre los asiduos a nuestros actos de protesta y debate solían estar, además de la mayoría de los compañeros de Filosofía, diversos ejemplares levantiscos como Ludolfo Paramio o mi amigo Angel González, profesor también de Historia del Arte. Me gustaría que mi mala memoria no me impidiese aburrir aquí al lector con veinte o treinta nombres más, tan dignos a mi juicio de ser consignados como aquella lista que inmortalizó Pigafetta de los compañeros que junto a Elcano completaron la primera vuelta al mundo. Entre las autoridades académicas, nuestro activismo indignó a unos pocos y causó embarazosa zozobra a bastantes más. El más destacado de quienes se irritaron fue Julio Rodríguez, el rector de la Autónoma, un fulano de envidiable exigüidad mental que perpetraba arengas antisubversivas públicas y versos privados con la misma incompetencia. Poco después llegó a ministro de

Educación, se dice que por una equivocación del Franco ya senil que en realidad había querido nombrar al rector de la Central, Adolfo Muñoz Alonso, y se equivocó de magnífico. Su única aportación como ministro fue una disparatada modificación del calendario escolar, llamada con zumba «el calendario juliano», que no le sobrevivió. El rector Rodríguez llevaba su celo hasta el punto de proclamar que si un día faltasen guardias para meternos en cintura, él mismo tomaría el casco y la porra para sustituirlos voluntariamente. No era difícil imaginarle en ese papel, pero aún menos sustituyendo en su tarea de acémila a cualquier mula de un regimiento de alta montaña. Entre los que más bien que mal padecían nuestros embates recuerdo al decano Lázaro Carreter, al cual nos empeñábamos en «invitar» apremiantemente a nuestras asambleas para que explicase su postura… como si no estuviese ya suficientemente clara por el hecho de ser decano. El buen hombre se negaba, suponiendo con razón que no le habríamos proporcionado un trato demasiado amable. Cuando veía que llegábamos por el largo pasillo de la facultad en su búsqueda, se encerraba infranqueablemente en su despacho. Entonces yo llamaba a su puerta, clamando con voz de ultratumba: «¡Lázaro, sal fuera!». En nuestro propio departamento de Filosofía, pese a contar con el apoyo decidido y supongo que algo resignado de Carlos Paris, teníamos también cierta oposición entre los filósofos llamados analíticos de la escuela anglosajona, tecnócratas de la filosofía o si se prefiere los nuevos escolásticos. El profesor Hierro Sánchez-Pescador, por ejemplo, comentaba a veces en nuestras reuniones de departamento que «en Rusia tampoco había libertades» y nos miraba con suspicacia, como esperando ver asomar la botella de vodka Smirnoff por alguno de nuestros bolsillos. Por lo visto la diferencia entre reivindicaciones sindicales antiautoritarias y la subversión bolchevique era demasiado difícil de establecer para ese heredero de Oxford. El punto más alto de nuestra lucha llegó en el mes de mayo, cuando nos negamos a entregar firmadas las actas de los exámenes finales hasta saber quién tendría su contrato renovado el siguiente curso. Promover algaradas, realizar asambleas informativas, incluso hacer huelga de clases caídas era una cosa y otra muy distinta atentar contra los exámenes, centro neurálgico de la burocracia académica. Eso ya era sedición con todos los agravantes. Y luego… luego nos echaron, faltaría más. En octubre quedó claro, aunque nada se nos notificó oficialmente, que los considerados cabecillas del movimiento no veríamos renovados nuestros contratos. Nuestro consejero legal

era Gregorio Peces-Barba (en cuyo despacho laboralista veíamos de vez en cuando como discreto pasante a José Barrionuevo), quien nos aconsejó que siguiésemos acudiendo como si nada a nuestros despachos y que los decorásemos con fotos de la mujer y los niños (caso de haberlos), motivos florales y otros detalles entrañables que demostrasen nuestra larga familiaridad con esos cubículos. Cuando llegábamos a la facultad, los presuntos castigados notábamos que se nos hacía el vacío: la gente desertaba de los pasillos a nuestro paso y los raros saludos se hacían casi furtivos. Evidentemente, se temía el contagio… Además empezaron a verse una serie de fúnebres esquiroles cuya aceptación se le impuso a Carlos Paris para sustituirnos. Cierto día, cuando llegué a mi despacho, me lo encontré ocupado por un cura mercedario — ¿Quintas?, ¿López?; creo que se llamaba algo así— quien de inmediato se me acercó con sonrisa de conejo para decirme que estaban allí «para ayudarnos». Le informé de que yo también estaba dispuesto a ayudarle a salir por la ventana si no prefería irse por la puerta y el mercedario mercenario abandonó los lares con mágica celeridad. Pero esa situación no podía durar. La Brigada Político-Social nos hizo llegar una citación para personarnos en la Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol, en cuyos calabozos algunos habíamos pasado ya unos cuantos días y de la que teníamos un recuerdo poco grato. Me personé allí en compañía de Angel González, otro de los señalados, y aliviamos el largo rato de la espera haciendo en voz baja comentarios de jocosidad algo nerviosa. Pero nuestro ánimo decayó bruscamente cuando de pronto oímos en alguna dependencia cercana un escalofriante alarido de dolor. Le comenté a Ángel: «Prefiero que pases tú primero». Él se apresuró a declinar la oferta. Al final pasamos uno tras otro y yo me encontré en una oficina siniestra nada menos que ante el famosamente infame comisario Saturnino Yagüe, gran represor de antifranquistas ante los ojos del Señor. Con tono bastante aburrido, porque debía de haber repetido el discurso muchas veces antes, me reprochó que siguiese empeñado en ir por la facultad cuando ya no era profesor allí. Le dije mansamente que a mí nadie me había comunicado oficialmente el cese. «¡Cómo! ¿Que no se lo han dicho por escrito?». Y luego murmuró: «¡Qué barbaridad!». Me pareció casi conmovedor que la arbitrariedad del régimen pudiese sorprender incluso a uno de sus más destacados sayones. En todo caso, zanjó Yagüe, no quiero enterarme de que han vuelto a verle por allí. Repuse que sus deseos eran órdenes para mí… y para cualquiera, vistas las circunstancias. Así acabó mi aventura en la Autónoma, menos de dos años

después de haberla emprendido. No pude por menos de reprocharme mi imprudencia al haberme metido en semejante fregado, pero… Ha sido uno de los dramas de mi vida: soy muy capaz, maldita sea, de cometer injusticias pero no de soportar resignadamente las de otros o desentenderme de las que me rodean. «No hay mal que por bien no venga», aseguran que dijo Franco tras la voladura de Carrero Blanco. Aunque nos llegue de boca tan poco fiable, el repetido apotegma suele ser cierto. Yo me encontraba con veintipoquísimos años y sin empleo, sin pasaporte, sin posibilidad de obtener el «certificado de buena conducta» exigido para tantas cosas en el franquismo y además recién casado, el único de mis problemas del que no podía culpar a la dictadura. De modo que no tuve más remedio que convertirme aceleradamente en escritor. No en el escritor exquisito, vitriólico en los contenidos y mallarmeano en las formas, ese que sólo podría ser entendido por unos pocos y audaces espíritus afines, con cuya sombra había soñado en algunas de mis fantasías masturbatorias… sino en el escritor a granel que compone reseñas, amaña crónicas, emite opiniones, traduce libros y renuncia por razones de sensatez comercial a la pretensión intimidatoria de la página perfecta. Ese que cumple los plazos marcados por las publicaciones en las que colabora y que, cuando le piden un reportaje, no envía un soneto y se asombra luego de que no le reciban el capricho con buena cara. En una palabra, el escritor así llamado porque vive o intenta vivir de escribir, como cualquier otro artesano, pero que tiene escaso parentesco con el héroe incorruptible de las Bellas Letras, amojamado en su virtud y su estreñimiento. Más que en «escritor» propiamente dicho me convertí en «publicista», tal como me habían profetizado aquellas notas biográficas de Revista de Occidente. Pero un publicista que aprendió a escribir en lugar de dedicarse a cultivar su oscura genialidad. Fue una inmensa suerte, lo asumo claramente: no creo que la literatura o la historia del pensamiento perdieran gran cosa, pero yo sin duda gané bastante. Me gané la vida y estén seguros de que nadie da más. Por añadidura, creo que sólo llegan a escribir bien quienes están demasiado ocupados haciéndolo como para obsesionarse por escribir, ante todo, bien. Por cierto que de aquí proviene la diferencia básica de mis obras con las que escriben la mayoría de mis colegas: yo soy un escritor que también da clases de filosofía, ahora que han vuelto a dejarme, pero ellos son profesores que escriben libros. Y eso se nota. Lo notan los lectores, sobre todo. Supongo que fue Jesús Aguirre quien me introdujo en Triunfo, vía César Alonso de los Ríos. Desde luego no entré por mi amistad con el hijo de Eduardo

Haro Tecglen, Eduardo Haro Ibars, como he leído que Haro padre ha dicho en alguna entrevista. Le traiciona la memoria, siempre traidora. Fui amigo de Eduardo hijo y admiré su sarcasmo feroz y su independencia vital; además nos corrimos alguna buena juerga juntos. En una ocasión elogió sin ironía, casi con un poco de envidia, mi «sólido sentido común», lo que me dejó atónito: nadie me había descubierto nunca tan asombrosa cualidad. Pero a Eduardo le conocí bastante después de comenzar a escribir en la revista, allá por la época de la muerte de Franco. Cuando me incorporé a Triunfo era la revista más prestigiosa de la izquierda culta, cuyo impacto semanal en aquella época sólo podría compararse —mutatis mutandis— con el que luego alcanzó El País en los primeros lustros de la transición democrática. Su nómina de colaboradores constituía el Who’s who del periodismo de autor y progresista. Allí escribían Paco Umbral, Manolo Vázquez Montalbán, Manolo Vicent, Eduardo Haro Tecglen, José María Moreno Galván, Enrique Miret Magdalena, Antonio Burgos, Ramón Chao y el jocoso, agudo, amabilísimo Luis Carandell, que ha venido a morirse ayer mismo, entre la primera vez que escribí su nombre en la versión de esta página que se tragó el ordenador y este segundo intento. Carandell (que una vez me dijo que era «catalán en el menos textil sentido de la palabra») fue inventor impagable del «Celtiberia Show», la sección de sociología humorística que solía ser lo primero que todos leíamos cuando recibíamos Triunfo. Tal como había ocurrido en el departamento de Filosofía de la Autónoma, me llenó de asombrado orgullo que me acogieran entre ellos con perfecta generosidad y que me trataran con la misma consideración que si yo hubiese sido una firma importante. Una vez por semana me presentaba con mi colaboración en el número 20 de la plaza del Conde del Valle de Súchil (desconfiaba del correo y por supuesto el fax o el correo electrónico ni siquiera se vislumbraban en la niebla del lejano futuro) y era admirablemente recibido por César Alonso o Víctor Márquez Reviriego. A veces establecía tertulia con ellos o incluso con las más altas cumbres del directorio como José Angel Ezcurra o Eduardo Haro Tecglen. Su amable compañerismo me hizo perder mi timidez que a veces se encubría de farruca truculencia, de un modo semejante al que los muchachos inexperimentados del siglo XIX se hacían hombres en los salones y entre los brazos de comprensivas cortesanas bien educadas. Y que conste que no les ponía fácil la tarea. Mis dos primeros artículos largos en Triunfo versaron sobre las carreras de caballos y sobre los vinos de

Borgoña, dos aficiones no evidentemente compatibles con el austero izquierdismo ilustrado de la publicación. Después, durante años, hice cada mes de junio la crónica correspondiente al Derby de Epsom, una sección que quizá no hubiese sido aceptada tan tolerantemente en Ramparts o Le Nouvel Observateur. Para colmo, en mis reseñas me dio por ser cáustico con autores tan respetados como Tierno Galván, Castilla del Pino, Xavier Rubert de Ventos o Emilio Lledó. Por ejemplo, comenté que Cambio de marcha en filosofía, de José Ferrater Mora, era el título más poético que se le había puesto a una obra desde Un tranvía llamado deseo… Lo paradójico era que yo admiraba por lo general a esos autores y aprendía mucho leyéndoles, pero mi forma de hacerles un homenaje consistía en zarandearles. Como dice el shakespeariano Hotspur, «si vivimos, vivimos para pisotear la cabeza de los reyes». ¡Petulancia juvenil! Ahora recuerdo que tales son sus procedimientos cuando intento aliviar la herida narcisista que me produce el maltrato que a veces me dan gacetilleros treinta años más jóvenes que yo… Aunque comencé a hacerlas más bien por necesidad, las traducciones del francés han sido siempre un gran placer intelectual para mí: combinan el júbilo de leer con el de escribir, pero los convierten a ambos en más reflexivos. Primero traduje a Cioran, entonces plenamente desconocido en España y no demasiado popular tampoco en Francia. Después Jesús Aguirre me propuso acometer la Suma ateológica de Georges Bataille y vertí al castellano sus tres volúmenes —Sobre Nietzsche, El culpable, La experiencia interior— así como su tratado sobre la religión. La cosa tuvo su intríngulis, porque yo simpatizaba mucho menos con el estilo desaseado y tentativo de Bataille que con la elegancia de Cioran. De modo que cuando después me dediqué a Diderot y Voltaire en traducciones para la Biblioteca Nacional, el retorno a la prosa menos convulsa resultó un cambio muy grato pese al reto que suponía la nombradía de esos autores. Aparte de mi propia satisfacción, lo cierto es que la tarea de traducir me produjo escasas ganancias. Entonces estaba sumamente mal pagada y la calidad de la mayoría de las que hoy manejo parece indicar que sigue siendo una tarea a destajo mucho más que un trabajo de precisión. Como no renunciaba a la esperanza de volver alguna vez a la universidad, me decidí a preparar mi tesis pese a la enorme pereza que me daba. Escogí como tema el pensamiento de Cioran, que yo conocía bastante bien y el resto de la academia española nada en absoluto. Además podía leerle en su idioma original (en aquel entonces Cioran no quería saber nada de sus libros en rumano) y la

bibliografía a consultar era sumamente corta, porque casi nadie le había estudiado todavía. De modo que podría ser exhaustivo sin quedarme exhausto. Como director de tesis opté por José Luis Pinillos, catedrático de Psicología con quien siempre me había llevado razonablemente bien. Pinillos fue un director de tesis nada entrometido, cooperativo y tolerante, pero creo que tuvo ocasión de maldecir más de una vez la hora en que se le ocurrió aceptar mi encargo. Y es que enseguida empezaron los problemas. No en vano yo tenía ya una fama bien asentada de perturbador levemente perturbado (mi último tropiezo fue verme expulsado de un curso de doctorado algo aburrido por haberme dedicado sin recato a meter mano a una exuberante compañera, tan aburrida o más que yo). La primera alarma fue el rumor, no menos disparatado que halagador, de que Cioran era un invento mío, un heterónimo para publicar mis chifladuras y que la pretendida tesis sobre tal fantasma no pretendía ser sino una sofisticada burla a la academia. Yo me lo tomé a broma, pero Pinillos pareció algo preocupado y me aconsejó que recabase del autor una carta respaldando mi trabajo, que serviría además como prueba de su existencia. De modo que le escribí: «Cioran, dicen que usted no existe». Me contestó a vuelta de correo: «Por favor, no les desmienta». Pero me envió una especie de carta-prólogo para la tesis, en la que aseguraba que él de ningún modo era un filósofo y que el único miembro de este gremio que conocía actualmente era un clochard parisino que solía pedirle de vez en cuando dinero mientras abominaba de los sinsabores de la vida. Francamente, no sé si la misiva contribuyó a mejorar las cosas: ya nadie dudó de que Cioran existiese pero todos pensaron que éramos desdichadamente tal para cual. El presidente de mi tribunal de tesis no era otro que el ínclito Adolfo Muñoz Alonso: entre el resto de los nombrados hubo dimisiones y abandonos de todo tipo, que convirtieron mi trabajo doctoral en la versión universitaria de la maldición de Tutankamón. Pasaban los meses y el presidente iba dando largas al acto de la lectura. Le hicieron saber a Pinillos que no consideraban lo que yo había escrito una auténtica tesis, sino más bien una desvergonzada parodia en la que además se arremetía ferozmente contra los respetables profesores. Algo de razón tenían, porque yo no pretendí «investigar» sobre Cioran sino parafrasearle a mi modo, con personal deleite y agravando a veces sus planteamientos. Y en efecto, dedicaba el primer capítulo a quienes convertían la filosofía en jeroglífico pedante o edificante dogma, con esbozos bastante reconocibles de algunos maestros de la santa casa. El buenazo de Pinillos estaba cada vez más nervioso:

una tarde forzaron la puerta de su despacho y revolvieron en sus papeles, lo que él atribuyó a que buscaban el original de la tesis para no se sabe qué objetivos… quizá para realizar un exorcismo. Me pidió por favor que rescribiese al menos el capítulo litigioso, suprimiendo las expresiones más hirientes. Yo me negué, en parte por cuestión de principios pero sobre todo porque los ejemplares estaban ya encuadernados y copiarlos me habían costado una pasta, desembolso que no pensaba repetir. Finalmente llegamos a un acuerdo grotesco: pegamos tiritas de papel sobre los párrafos peores en cada uno de los ejemplares, lo cual hacía en cierto modo más patentes mis travesuras en lugar de censurarlas. Y seguían pasando los meses, sin que se convocara el acto de lectura. La cosa iba siendo ya notoria y hasta Umbral se ocupó de mis sinsabores académicos en una columna periodística que siempre le agradeceré. De repente Muñoz Alonso falleció, Carlos Paris entró en el tribunal y por fin pude leer mi tesis, obteniendo incluso un sobresaliente (no hubo cum laude porque uno de los miembros del tribunal, Luis Cencillo, cura como no podía ser menos, se negó a asistir al acto). Acabé siendo doctor, como cualquier hijo de vecino. No siento ninguna nostalgia por aquellos años, llenos de enredos laborales, políticos y personales; pero echo de menos el ciego alborozo que disfrutaba invariablemente hasta en las peores circunstancias. Estaba como poseído por el demonio de la alegría, aunque a veces me las daba de desesperado. No añoro ni me arrepiento de nada, de qué sirve, pero envidio aquel júbilo, aquella fuerza inconsciente, aquel permanecer invulnerable en plena destrucción.

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21, RUE DE L’ODEON Sólo a partir de la muerte se hace posible el pensamiento negativo; es su irreversibilidad lo que concede a la negación su sentido totalizador.

JEAN AMÉRY

M

uchas veces he pensado que un día tengo que ponerme seriamente a repasar mi correspondencia con Cioran y publicar parte de ella. Quizá ni siquiera cartas enteras, puede que bastasen párrafos o simples frases, opiniones sobre esto y aquello, consejos prácticos para disminuir las agresiones de la realidad. Probablemente quienes sólo hayan leído sus libros tiendan a ponerlo en entredicho, pero la verdad es que Cioran era un hombre de buen consejo, sensato y pragmático como pocos, justo lo contrario de un delirante profesional. Al contrario, era un superviviente nato aunque —eso sí— no del todo vocacional… La prudencia, incluso la excesiva prudencia, en lo tocante a la gestión de la cotidianidad es uno de los rasgos característicos de los auténticos pesimistas (recuérdese el caso de Schopenhauer). Toda imprudencia vital, todo arrebato que compromete las pautas de lo mejor contrastado y nos expone al torbellino de lo inverosímil, proviene de una íntima y desafiante sensación de invulnerabilidad. Ser pesimista consiste precisamente en carecer de este espontáneo resguardo. Los más audaces en metafísica son quienes aconsejan también ponerse bufanda cuando sopla el cierzo; en cambio los temerarios, incluso si se oponen a las normas del universo, están siempre convencidos de

tenerlo de su parte. Conocí a Cioran en una época juvenil y particularmente alocada: entonces habría prestado oídos entusiastas a la recomendación de cualquier desbordamiento, por suicida que fuese. De él sólo obtuve admoniciones cariñosamente irónicas que no hubiera desautorizado mi madre… Guardo un cajón lleno de sus cartas (¡yo, que no conservo casi nada por pereza o descuido!). En la mayoría de los casos están escritas con una pálida tinta azul, cuyo tono exacto nunca he vuelto a encontrar y que me lo recordará a él por siempre. Pocas veces me escribió a máquina, aunque siempre con añadidos y correcciones a mano; una de ellas fue su misiva sobre Borges, que luego publicó retocada en Ejercicios de admiración. Una anotación de los diarios de Mircea Eliade explica el peculiar encanto de las cartas de Cioran señalando que «nunca escribía a nadie por obligación, siempre por gusto». Cuando leí esa constatación, cuya veracidad jamás he querido poner en entredicho, me sentí lleno de ingenuo orgullo porque durante años me escribió con frecuencia. Afortunadamente los vericuetos aniquiladores del tiempo no han conservado mi contribución a esa correspondencia, que leída hoy hubiese rebajado mi vanagloria a su justa medida. Pienso que en cierto modo mi vocinglera inmadurez le divertía o al menos le impacientaba tiernamente. No sé si Cioran fue bueno en términos absolutos, ni siquiera sé qué podría significar serlo, pero estoy seguro de que fue sin duda bueno para mí, bueno conmigo. Me sentó bien, nunca quiso «empeorarme». Después de Agustín García Calvo —que por aquellos años seguía exiliado en París—, fue el segundo ejemplo que he conocido en mi vida de alguien para quien el pensamiento sobre lo esencial (por respeto a los escrúpulos de ambos no me atrevo a hablar, como quisiera, de «filosofía») no constituye una carrera académica ni una exhibición de virtuosismo erudito ni tampoco el empeño de figurar entre los enterados del espíritu de la época, sino un irremediable, incurable designio personal. Ninguno de los dos, estoy seguro, eligió su tarea crítica asumiendo que —puesto que hay que dedicarse a algo para «ser alguien»— ellos tenían ahí abierta una vía propicia. Reflexionaron para vivir más, aunque no para vivir más cómoda ni fácilmente. Pero que renunciasen a lo doctoral o prescindieran de las modas no equivale a decir que Agustín o Cioran tuviesen en modo alguno vocación de renunciar a la palabra: ambos son dos ejemplos preclaros de espíritus tenazmente —¡hasta imperiosamente!— comunicativos, tanto en su obra escrita como en su vida personal. García Calvo posee la virtud escénica que se necesita para encandilar a un público, de

preferencia joven, para dar una buena clase o recitar versos; Cioran en cambio prefería la distancia corta, la charla personalizada y abominaba del papel de «conferenciante». Yo estuve a punto de conseguir que viniese un verano a Santander, a la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, para intervenir en un curso sobre Schopenhauer. Aceptó en principio por volver a Santander, donde había pasado temporadas en casa de un amigo ya fallecido, y también porque quedamos en que no sería propiamente una conferencia sino un diálogo entre nosotros dos, en el que respondería a mis preguntas «como si estuviésemos solos». Al final resultó que su hermano consiguió precisamente ese mes de agosto el difícil permiso de viaje para ir de Rumania a París, por lo que no le quedaba otro remedio que suspender la visita a España y esperarle. O quizá fuera una excusa de última hora, no lo sé, un acceso tardío de pánico ante las candilejas… En cualquier caso, Cioran era un conversador estupendo, divertido, carente de pedantería y sobrado de agudeza. Su malicia, que siempre mitigaba al final de sus dichos con una seca carcajada, era casi siempre genérica, incluso abstracta: muy pocas veces le oí hablar mal de nadie y sus discretos cotilleos me parecieron siempre bastante inocentes (exactamente igual que los de García Calvo, por otra parte). Era intransigente con el universo y condescendiente con todas sus criaturas supuestamente racionales. Al menos en su conversación y en la mayoría de los escritos publicados durante su vida: sus Cahiers póstumos consienten de vez en cuando algunos flechazos personalizados, de los que casi nunca le oí en nuestras charlas. Aunque quizá fuese así conmigo porque no quería escandalizarme, porque me consideraba una suerte de beato extraterrestre… lo que desde luego de algún modo no dejaba de ser cierto. Casi siempre hablábamos de sucesos recientes, de conflictos sociales, de anécdotas cotidianas, las cuales, aunque fueran triviales, escuchaba ávidamente; nunca de libros ni de autores. Tampoco le gustaba comentar lo que estaba escribiendo: si yo le inquiría sobre ello, borraba la cuestión con un gesto despectivo de la mano y una risotada. No era modestia, sino infernal orgullo pues, como anotó más tarde, le resultaba intolerable y humillante que se le hicieran, por ejemplo, esas preguntas «profesionales» que nadie se hubiera atrevido a plantear a Buda. Era un anfitrión perfecto, casi ansioso en su solicitud. Yo llegaba a la puerta de su apartamento en el 21 de la calle del Odeon algo jadeante por la empinada y larga ascensión de una escalera rica en rellanos, bifurcaciones y cambios de sentido (hasta los últimos años no le pusieron ascensor y siempre he pensado que

eso aceleró su decadencia física, porque subir a pie le mantenía juvenilmente ágil). En el descansillo, a la derecha, encontraba la puerta de su minúsculo pisito, señalada durante años por un papelucho con su nombre, escrito de su mano en la ya mencionada tinta azul; a la izquierda, cerrada con llave, la puerta del retrete que compartía con no sé cuántos apartamentos como el suyo y el pasillo al que daban todos esos domicilios vecinos. Casi siempre era él quien abría y nunca dejé de sentir un ramalazo de la timidez del primer día al verle, despeinado y afable. Lo primero que me decía, varias veces, era «¡cuidado con la cabeza!» porque tanto el dintel de la entrada como luego el de la salita eran bastante bajos. Se preocupaba de que no tropezase como si yo tuviera estatura de baloncestista… La verdad es que él era sólo unos centímetros más bajo que yo, menudo, frágil, con un bello rostro anguloso que los años fueron dignificando sin estropear y una abundante cabellera entrecana de la que obviamente estaba orgulloso. Como dicen los franceses, «se había hecho una cabeza» envidiable: si es cierto que a partir de los cuarenta años cada cual es responsable de su rostro, Cioran a ese respecto tuvo poco de lo que arrepentirse. Entrábamos en la pequeña sala, la habitación donde transcurría toda la vida de la casa, cuyo único lujo era el balcón desde el que se veían los techos románticamente incomparables del Barrio Latino. Años más tarde reencontré un panorama semejante en el decorado de una representación de La Bohème en el Teatro Real de Madrid y casi se me saltaron las lágrimas. Sobre una mesita había botellas —whisky, coñac, vino, bandejitas con aperitivos, los primeros dones de la hospitalidad, a los que me instaba como si llegase de una travesía por el desierto— y enseguida aparecía Simone. Salía de la cocina contigua, no menos liliputiense que las otras piezas, pero parecía recién llegada de la peluquería, siempre perfecta de aspecto, elegantísima en su sobriedad. Era inteligente, discreta, con un punto de ironía maliciosa en la conversación que aparecía aquí y allá, como una lucecita que se enciende y se apaga en un árbol navideño. Por Cioran (al que llamaba siempre así, «Cioran», nunca «Emil» o cualquier otro apelativo íntimo) mostraba una devoción sin desmayo ni servilismo: nunca he visto a una mujer tan pendiente del hombre al que amaba y a la vez tan dueña de su propia personalidad, que no hacía nada por ostentar. Si hay algo que me cuesta perdonarle a Cioran no son sus veleidades prohitlerianas juveniles, esas provocaciones rabiosas de un esteta metafísico que confundía la protesta ante el cosmos con el nihilismo político, sino no haber mencionado más cálidamente a Simone en sus Cahiers. Vivieron cuarenta años juntos y ella mecanografió todos

sus libros en francés y luego rescató esos cuadernos postumos en los que ella no aparece más que como una inicial entre las de otros personajes mencionados del mismo modo, protagonizando alguna anécdota ocasional que suele dar pie a un aforismo desengañado. ¡No es verdad, no es verdad! Ya sé que nadie tiene derecho a inmiscuirse con opiniones críticas en una historia de amor ajena, pero a mí Cioran me parece inviable sin Simone. Seguí viéndola durante el largo internamiento final del Cioran demenciado y después de su muerte, mientras ella transcribía sus cuadernos. A veces me comentaba, con sonrisa agridulce, que en esas páginas hasta entonces desconocidas Cioran contaba tal o cual episodio que ellos habían vivido juntos «como si yo no hubiera estado allí». ¿A causa de qué este olvido impío, esta injustísima marginación? ¿La amaba tanto, la necesitaba tanto que le resultaba impúdico mencionar esa deuda al mismo tiempo que no se recataba a la hora de pedir cuentas de la existencia al universo y a Dios? Algunas veces Simone me contaba sus visitas al asilo donde vegetaba Cioran, ya sin conocer a nadie, y deslizaba humilde y triunfal su confidencia: «Cuando me ve, siempre me sonríe». ¿Lo rescataba finalmente todo esa sonrisa ausente ante la que siempre estuvo presente y luego aparentemente olvidada? Ojalá haya sido así. Fue ella quien se encargó de que Gallimard publicase en un volumen las obras completas de su compañero sin ningún tipo de prólogo ni comentario, como Cioran siempre quiso. Del mismo modo editó sus Cahiers, con sólo un par de páginas introductorias redactadas por ella misma que justifican esta transgresión a los deseos ambiguamente manifestados por su autor: contra tanta sobriedad protestó después George Steiner, demostrando así que a veces prevalece en él el dómine sobre el pensador. Y después, enseguida, Simone se ahogó en una playa del norte de Francia, como la Ofelia de mi Hamlet predilecto. En una carta — antes de la muerte de Simone— me comentó Clément Rosset, quien conoció bien a ambos: «Yo valoro a Simone incluso por encima de Cioran». Ni por encima ni por debajo, aunque yo sólo sabría valorarlos juntos. Pero volvamos a lo irrecuperable, a los días remotos en que los que yo — tímidamente osado, petulante, angustiado, dichoso, ahora sé que dichoso— llegaba a aquel apartamento del 21 de la rué de l’Odeon. Sin Cioran, sin Simone (y sin la librería la Hune o sin el Sancerre blanco de la taberna de St. Séverin) ya no concibo París, mi París, aunque no renuncio una y otra vez a volver para buscarlo. ¿Qué habrá sido del pequeño apartamento, al final de la escalera, desde el que se veían las románticas buhardillas y los tejados picudos? Quienes hoy lo

habiten… ¿notarán de algún modo, oscuro, tierno, la presencia del genius loci, la influencia de la larga y desesperada historia de amor que les precedió? Entonces Simone nos servía la cena, tan delicada como generosa (no olvidemos que eran pobres), mientras yo balbuceaba atropelladamente en mi francés incierto y Cioran me llenaba la copa, soltando breves carcajadas, tras acuñar con cuatro palabras exactas el epitafio de algún lugar común. Sólo una vez llegué a verle realmente enojado. Todo empezó muy bien, cuando una hermosa muchacha sueca vino a verle diciendo que quería escribir un estudio sobre su obra. A Cioran le encantaba la atención de las chicas guapas porque él, tan desesperado, nunca perdía con ellas las esperanzas. De modo que llevó a la sueca de paseo por sus lugares predilectos del jardín de Luxemburgo y le enseñó sus librerías de viejo favoritas, etcétera. Meses más tarde volví a preguntarle cómo iba la tarea exegética de su admiradora escandinava y se sulfuró. Resulta que la señorita no era realmente una lectora entusiasta de Cioran sino una delegada de la Academia Sueca, enviada para sondear discretamente si él aceptaría sin desplantes el Premio Nobel. Fue un terrible desengaño: ¿qué es un premio frígido que hay que compartir con tantos mediocres comparado con el interés cálido, personal, prometedor, de una hermosa mujer? Cioran la despachó con cajas destempladas, tras hacerle saber que nunca, nunca (y agitaba ferozmente su melena mientras rugía una y otra vez «jamais!») aceptaría ningún galardón de la academia traicionera. Así perdió mi amigo el Nobel y entró en el cuadro de honor Elias Canetti. Cualquier lector de Cioran sabe hasta qué punto le apasionaba España y cómo la mitificaba: «Si Dios fuera un cíclope, España sería su ojo». Durante años la visitó asiduamente, yendo sobre todo a casa de su amigo santanderino, pero también viajó por otros lugares de nuestro país. En el pueblo balear de Talamanca tuvo una experiencia espiritual intensa sobre la que escribió notas reveladoras y a la que siempre se refería con cierto sobrecogimiento. Le acompañé en su última visita a nuestro país y le presenté al entonces ministro de Cultura socialista, mi antiguo compañero de la Universidad Autónoma madrileña Javier Solana. Volvíamos de la feria de Francfort, donde Jorge Semprún, Juan Goytisolo y yo habíamos ofrecido una mesa redonda sobre cultura española: los socialistas de Felipe González inauguraban con los mejores auspicios e inmenso apoyo popular su mandato. Recuerdo que lo que más me impresionó de aquella primera visita a la prestigiosa feria alemana fue cierta recepción ofrecida por la editorial Surkamp. Javier y yo llegamos al lugar del festejo cultural

acompañados por los dos policías españoles que escoltaban al flamante ministro. La verdad es que ninguno de los dos estábamos demasiado acostumbrados a ir flanqueados por guardias que nos protegiesen en lugar de detenernos y Solana, que luego quería asistir en privado con unos amigos a no sé dónde, intentó infructuosamente convencer a los dos funcionarios de que no había peligro y podían volverse ya al hotel. Ellos se negaban con respetuosa determinación y, como el forcejeo se prolongaba, cometí la impertinencia de intervenir para decirles que podían irse tranquilos. De inmediato me dijeron esta cosa aterradora: «Bueno, si usted nos responde de la seguridad del ministro…». Farfullé alguna excusa y entré corriendo a tomarme una copa. Más tarde llegó Habermas y, mientras yo trataba de huir, intermediarios tan obsequiosos como impertinentes se empeñaron en presentarme a él como «un conocido colega español»; me saludó muy amable, gruñendo cosas ininteligibles por su labio leporino. Rojo como un tomate, intenté trabajosamente disculparme por no hablar alemán hasta que el corresponsal Walter Haubrich me informó de que el profesor Habermas me estaba hablando en inglés: volé a tomarme dos o tres copas más. Bueno, pues en el avión de regreso a España, tras tantas peripecias, le comenté a Solana que al día siguiente iba a cenar con Cioran. Se empeñó en ser de la partida y la velada resultó memorable, por razones no muy distintas a las de mi encontronazo con Habermas. Cioran entendía bastante bien el español y creía hablarlo, pero en realidad lo que chamullaba era una incomprensible mezcla de rumano e italiano. Javier Solana, por su parte, no hablaba entonces francés, la lengua en la que todos hubiéramos podido entendernos con bastante facilidad. Contestaba a Cioran a veces en castellano y otras en inglés. El resultado fue un guirigay tan divertido que a veces tenía que levantarme de la mesa pretextando ir al retrete para poder reírme a gusto. Al final, con todo cariño, Cioran se despidió de Javier con un «¡y que no sea usted ministro mucho tiempo!». Luego, cada vez que una foto de Solana aparecía en la prensa española o francesa, me daba el parte muy ufano: «¡He visto a nuestro ministro!». Tengo la impresión de que nunca acabó de creerse que fuese ministro de verdad, como Malraux o Jack Lang… Regreso a nuestra otra cena rememorada en el 21 rué de l’Odeon. Ahora, en el ahora de lo que no volverá, llegan los quesos (a los que Brillat Savarin llamó «el bizcocho del borracho») y con ellos decido acabarme en solitario la segunda botella de borgoña, alentado por la benevolencia de mis huéspedes. Cioran y Simone mantienen uno de sus habituales y bien ensayados duelos verbales, él

diciendo atrocidades de los franceses y ella parando con sutil habilidad las estocadas. Yo seguramente ya he bebido demasiado, como demuestra la fluidez suicida con la que perpetro bromas en la lengua de Voltaire. Quizá por eso Cioran se empeñará después en acompañarme hasta la boca de metro en el carrefour de l’Odeon. Me informa durante el trayecto de que el suburbano parisino es un antro peligrosísimo, nada que ver con la placidez de los metros españoles (que nunca ha pisado, desde luego) y para convencerme me cuenta algunos sucedidos atroces que podrían figurar en el folletón de un nuevo Eugenio Sué. La noche de comienzos de octubre es fresca, bulliciosa, y muchos jóvenes sonrientes hacen cola para entrar en los cines Danton, donde ponen películas que aún no han estrenado en España. La ancestral libertad parisina se me sube a la cabeza más deprisa que el borgoña. Y él marcha hablando a mi lado, con su abrigo de corte anticuado rematado por una bufanda anudada con garbo y su gorro de piel ruso que le eslaviza aún un poco más. En el fondo es un dandy, el último romántico trágico e irónico a la vez, «caminando hacia el fin de la historia con una flor en el ojal». No consiente en despedirse de mí hasta que ya he bajado el primer tramo de escaleras rumbo a los riesgos ignotos del suburbano. Me vuelvo y le hago un saludo con la mano que él devuelve, sonriente. Adiós, amigo mío. La lectura de los grandes iracundos de nuestro siglo, como Céline, Thomas Bernhard, Fernando Vallejo o —más a lo lejos— Pío Baroja, siempre me ha resultado más tonificante que la de los optimistas bien equilibrados, con la destacada excepción de Jorge Guillén. Cioran hubiera dicho que ello se debe, precisamente, a mi congénito optimismo: mientras que los demás necesitan tomar de vez en cuando la poción mágica que multiplica las fuerzas al disipar las brumas existenciales, yo puedo prescindir de ella porque —como Obélix— me caí en la marmita de pequeño. Resultó siempre inútil que tratase de convencerle de que yo era también muy pesimista, como él. Se burlaba cordialmente de mí y no me creía. En la dedicatoria de uno de sus libros escribió: «A F. S., agradeciendo los esfuerzos que hace por ser pesimista». Bueno, puede que tuviese razón (en cuestiones psicológicas era de una agudeza nietzscheana), aunque sigo teniendo mi propia idea de lo que supone la contraposición «optimismo-pesimismo» y la expondré en otra parte. Pero lo que sin duda Cioran no advertía era su propio optimismo, es decir: su vitalismo contrariado. Como Bernhard, como Fernando Vallejo, sus diatribas contra los inconscientes que buscan prótesis de inmortalidad en instituciones y rutinas o sus elaboradas

blasfemias contra el Cosmos que tiene previsto descartarnos reciben su energía convincente de la fuerza estilística, desde luego, pero sobre todo de su escándalo ante la necesidad de la muerte. Denuncian la más fundamental de las hipocresías humanas, que es también la más imprescindible: la voluntaria ceguera que nos permite vivir como si no hubiera muerte. Patalear contra la muerte, y ya de paso contra todo lo demás, es el prototipo de sublevación inútil que nunca deja de encontrar angustiada y humorística complicidad en todo optimista bien nacido. ¿Cómo podemos acostumbrarnos al verdadero horror, al Horror con mayúscula que nos convierte en humanos y mortales? ¿Cómo podemos fingir que vivimos como si nada, cuando ahí está la nada? ¿Cómo resignarnos a los consuelos del prestigio, del hábito laborioso o de la inepcia religiosa? Sólo a un optimista, a un vitalista contrariado, se le ocurre ser elocuente en esta rebelión contra lo ineluctable, oponiendo lo que va a ser a lo que debería ser y sin embargo sigue siendo. ¿Qué otra cosa es el optimismo metafísico, salvo creer que la muerte, imprescindible según la especie, inexorable según el universo, no tiene derecho de imperio sino que es mero atentado y usurpación? Por eso tales insobornables berridos antitodo de quienes no se resignan resultan estimulantes, irónicamente estimulantes en muchos casos, para quienes no somos capaces de semejantes truculencias pero compartimos el escándalo de fondo del que parten. Y a mí me sigue sublevando la muerte de Cioran —o cualquier otra muerte, que son siempre la mía— como a él le indignó saber que iba a morir y que los demás de antemano ya pretendían irse acostumbrando…

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EL VERANO DE SAURON

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n la última página de uno de sus libros más representativos —El hacedor — confiesa Jorge Luis Borges: «Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal de Inglaterra». Esta declaración no aspira al prestigio ni a la intimidación pedante, aunque quizá hoy se lo parezca a algunos recelosos. Desde luego, yo entiendo bien lo que quiere decir Borges e incluso (firmando todo lo abajo que sea prudente) suscribo en lo esencial su afirmación. El paciente lector de estas páginas rememorativas o de algunos otros de mis libros seguramente no se sorprenderá por ello. Pese a las alarmas de los catastrofistas, no dudo de que hoy muchos jóvenes siguen leyendo; pero ignoro si los libros aún significan para ellos —en este mundo de videojuegos y cruceros por Internet— lo mismo que supusieron antaño para algunos fanáticos de su misma edad: sólo puedo dar fe de que entonces eran una aventura, nuestra fiesta mayor, delicia y riesgo. El verano más intenso y fantástico de todos cuantos recuerdo de mi juventud lo pasé precisamente atrapado por un libro. Para ser más exactos: hechizado por un libro y amenazado por un cuartel. Yo tenía veintimuypocos años. Me habían detenido varias veces en las movidas antifranquistas de la universidad y hasta había llegado a pasar una breve temporadita en la cárcel de Carabanchel. Como castigo de tanta turbulencia, las

autoridades —siempre competentes— me denegaron la prórroga de incorporación al servicio militar a la que tenía derecho por mis estudios universitarios. Cuando acabó el curso supe que en septiembre, inexorablemente, debería vestirme de uniforme y comenzar a marcar el paso. Decir que esa perspectiva me traumatizaba es ser benévolo: seguramente el corredor de la muerte de algunas penitenciarías yanquis está ocupado por gente con mejor estado de ánimo que el mío a comienzos de aquel verano. Tenía ante mí poco más de dos meses, dos brevísimos meses estivales, los últimos antes de la catástrofe castrense que clausuraría mi alegre y rebelde despreocupación juvenil. Julio, agosto… los mejores meses del año, perfumados con el aroma marino de la playa donostiarra, los meses mágicos de la infancia excursionista y risueña, ahora convertidos en dramática pausa que precedía a la esclavitud. Sentí que obligatoriamente tenía que hacer algo grande en esos sesenta y tantos días postreros, algo arrebatador, insólito, algo tan portentoso y orgiástico que lograra hacerme olvidar lo que me esperaba después. ¿Quizá un viaje al fin del mundo, como el que le pidió su amada a Blaise Cendrars en aquella estupenda novela? Imposible, porque las autoridades providentes antes mencionadas me habían incautado también preventivamente el pasaporte. Respecto a las posibilidades escapistas del alcohol y otras drogas lisérgicas, que ya había frecuentado por entonces con notable devoción, no me hacía demasiadas ilusiones: sirven para entretenerse honestamente un fin de semana pero no dos meses por cortos que sean. Descartado el suicidio por orgullo —¡no podrán conmigo!— y el libertinaje por timidez, sólo me quedaba la literatura. De nuevo la literatura. Y entonces apareció el Libro. Era muy grueso, más de mil páginas, y lo encontré en la librería Meissner de Madrid, especializada en libros extranjeros. Conocía su título porque lo había visto vivamente desaconsejado en otra obra leída recientemente, El poder de soñar, del inglés Colin Wilson. Este autor había formado parte en su día del grupo que se llamó «los jóvenes airados», junto a otros novelistas, dramaturgos y cineastas británicos. En mi mocedad había disfrutado con El desplazado de Wilson, una especie de prontuario tardorromántico de insubordinación metafísica que me reveló a William Blake entre varias estimulantes maravillas, más deudoras de mi ignorancia que del genio del rústico panfletario. Por culpa de esa obra primeriza seguía obstinándome en leer al veterano joven airado, con decreciente entusiasmo por sus hábitos ocultistas y reaccionarios. Cuando terminé El poder de soñar, un repaso a la literatura fantástica moderna, ya había

llegado a la desconsoladora conclusión de que Colin Wilson era un perfecto merluzo. ¡Pues no se atrevía a despreciar a Lovecraft, el más entrañable y viscoso de mis aterradores favoritos! Uno de los capítulos del libro estaba dedicado a comentar derogatoriamente cierta larga novela en tres partes, en la que se recreaba una tierra imposible llena de prodigios y de cientos de personajes propios de cuentos de hadas. Para mejor descalificarla, el obcecado Wilson encontró este dicterio, que a mí me sonó al mayor de los encomios: «Es la novela que le hubiera gustado escribir a Lovecraft y no pudo». De inmediato decidí que ese grimorio merecía ser leído urgentemente, en cuanto cayese en mis manos pecadoras. Pues bien, allí estaba, bien orondo y repleto, tres volúmenes en uno, en el estante de novedades de Meissner, con su título escrito en un tipo de mayúsculas que remedaban letras gaélicas: Lord of the Rings. Sólo se presentaba una pequeña dificultad: cualquiera podía darse cuenta, aun sin ser demasiado perspicaz, de que el ansiado mamotreto estaba escrito rigurosamente en inglés. Y yo, ay, pese a algunos intentos más bien lánguidos e intermitentes de aprenderla, desconocía con vigorosa tenacidad esa lengua imprescindible. No era cosa de esperar que tradujeran Lord of the Rings al castellano, puesto que sólo me quedaban ya dos meses de vida… utilizables. Y menos mal que no esperé, porque tardó aún bastantes años en aparecer El señor de los anillos en español. De modo que me compré de todos modos el tomazo incomprensible, lo acompañé con un buen diccionario y así empezó mi gran aventura. Mañana y tarde, durante horas de paciente felicidad, penetraba a trompicones en la Tierra Media, viajaba con Bilbo y Sam, luchaba junto a Gandalf y Aragorn, escuchaba la llamada del cuerno de combate de Boromir, sintiendo siempre la amenaza del enorme ojo sin párpado de Sauron que me miraba desde el agua cóncava del estanque mágico… Elfos, troles y orcos me hicieron olvidar por completo — bueno, casi por completo— a los sargentos que poco después empezarían a darme órdenes. Había en esa gesta un doble placer: buscar despacio palabra por palabra en el diccionario para construir cada episodio como un rompecabezas emocionante y otras veces inventar o intuir el significado de los términos desconocidos para llegar cuanto antes al anhelado desenlace. Lento, rápido, embriagador: el deleite. Después volví a leer a Tolkien primero en francés y más tarde en español, pero nunca disfruté ya tan salvajemente como con esa rústica lectura en la lengua apenas conocida, aquel verano. Muchos conocidos se burlaban entonces de mi arrobo por la obra maestra desconocida. Me alegra

perversamente constatar hoy que el gusto de sus hijos se parece más al mío que al suyo. Y pasaron los dos meses estivales, llegó y pasó también la mili, sobreviví a la instrucción y a las imaginarias. De aquellos días a toque de corneta ni siquiera guardo recuerdos terribles, sólo algunas anécdotas fastidiosas o risibles, casi tiernas en su lejanía. Disfruté con la primera versión cinematográfica de la leyenda, realizada en una combinación de dibujos animados y siluetas humanas, y muchísimo más con la película de Peter Jackson, quizá la mejor adaptación nunca realizada de una obra literaria al cine. Espero ahora la última entrega de la saga: tengo que vivir lo suficiente para verla completa. Porque en los sueños inquietos de algunas noches vuelve a mirarme, ya más cerca, el ojo de Sauron.

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LA CATÁSTROFE DEL MUNDO En los negocios y en la política uno se siente más libre cuando escribe que cuando habla. Sin embargo, en el amor ocurre todo lo contrario.

GIACOMO CASANOVA

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ste libro trata de negocios, en especial de cómo me las he arreglado en el gran negocio de la vida: el tiempo. En un libro de negocios hay poco lugar para el amor. Por supuesto, el tiempo se me ha ido principalmente en amores, en los que venían, en los que se iban, en los que no llegaban. Podría hablar de ellos y no hablar de nada más, porque he pensado en ellos mucho más y más apasionadamente que en ninguna otra cosa. Todavía ahora, por cada idea que tengo sobre cualquier tema distinto me atraviesan cien deseos, cien angustias o insatisfacciones, mil cosquilleos referidos al amor. La desproporción en mi vida entre los amores y lo demás es tanta que en esta crónica de negocios hablaré de lo demás y no de los amores. No sabría cómo hacerlo. No habría tiempo para tanto contratiempo, ni yo tengo arte suficiente. Me sería imposible abordar la cuestión sin parecer ante mis propios ojos timorato o provocador o reticente o jactancioso o resentido o ufano o víctima o verdugo, pero siempre falso: falso. Prefiero volver al resto de los negocios, dejando que la hidra asome a veces, aquí

y allá, incontrolable. En este breve capítulo sólo diré que acerca de contratiempos amorosos tendría tanto que contar… que prefiero no contar nada. Además está la cuestión de los nombres. Siempre que se dan nombres se trata, para bien o para mal, de ajustes de cuentas. Como lector he disfrutado ocasionalmente con las memorias de quienes levantan acta nominal de sus amores y amoríos, como el gran Casanova, o Rousseau, o Bertrand Russell. Pero no me gustaría tener que escribir eso que me ha gustado leer. Me sería penoso, sobre todo por el temor de apenar a alguien más. A toda persona que puso alguna vez —aunque fuera una sola vez— su cabeza en la almohada junto a la mía le tengo hoy un agradecimiento rayano en la veneración, pese a que también sienta rencor o vergüenza o nostalgia al recordar su rostro y su cuerpo. De modo que no pronunciaré ningún nombre… casi ninguno. También admiro esas autobiografías que nada cuentan de tormentos amorosos, como la de Conrad o la de Kipling, o incluso que parecen milagrosamente asexuadas como la estupenda de Santayana o la distante de Raymond Aron. Pero no quisiera dar en estos recuerdos la impresión —también falsa— de que he estado en algún sentido por encima del amor o de que para mí hubo, hay algo más urgente, más apremiante, más distinguido. No, todo lo contrario: callaré respecto al amor no porque crea sobrevolarlo o poder darlo de lado, sino porque siempre he estado y sigo estando bajo él. No he logrado sobreponerme a ninguno de mis amores, ni siquiera a los más turbios y momentáneos. Por eso escribo esta página: para que el lector no pueda malinterpretar la importancia atroz de lo que callo y sepa que callo por eso. «Amor, amor, catástrofe del mundo…». No es que aquí empiece mi arrepentimiento, pero desde luego acaba cualquier posibilidad de orgullo. Padezco muchas formas idiotas de vanidad, pero no al menos la más idiota de todas, la vanidad amorosa. Para el jansenista La Rochefoucauld, «toda pena de amor es una pena de amor propio». Si es así, el amor propio hará que no valga la pena hablar de tales penas: y si se callan penas tan vanidosas, ¿a santo de qué envanecerse de las alegrías? En estas cuestiones, me ha pasado lo que le pasa a cualquiera: recordarlo con un rosario de golpes de pecho o de gritos triunfales sólo revelaría ingenuidad. Siendo aún muy chico, una postura forzada, el roce inguinal de una tabla dura, me proporcionaron la inopinada revelación del espasmo placentero. Insistí cauteloso un par de veces y luego, entusiasmado, corrí a contarlo: ¡creí haber inventado la masturbación! Me desconcertó bastante que los demás hubieran ya descubierto por sí solos la gran noticia y se lo

tuvieran tan callado. Siempre que he escuchado o leído a alguien vanagloriarse de sus triunfos en la palestra del colchón, me acuerdo de cuánto me ufané yo también con un hallazgo que no lo era… Por lo demás, lo realmente divertido del amor es que nos ocupa de pies a cabeza, en alma y cuerpo: desde la sublime delicadeza a la jacarandosa obscenidad. Me refiero, claro está, al amor sexual pero ¿es que hay amores que no lo sean? ¿No es también sexual el amor de la madre por su criatura o cualquier otro amor familiar? ¿Hay algo más sexuado que la familia, por lo menos hasta que los tecnócratas de la probeta no la conviertan, con la complicidad de neuróticos de varia factura y condición erótica, en una rama de la producción industrial? ¿No es cierto que en toda amistad, como señaló Diderot, «hay un poquito de testículo»? Respecto al supuesto amor a Dios (¿«amor» a lo eterno e invulnerable?), ya lo dejó bien retratado en mármol Bernini al perennizar el arrobo de Santa Teresa y su angelito… Por mi parte baste decir que he recorrido toda la escala varias veces, arriba y abajo, padeciendo y disfrutando siempre con el torbellino. Como tantos, como todos, he buscado y creído encontrar sucesivamente esa compañía perfecta en la que nuestra intimidad se reconoce con toda su exaltación trémula y su ternura; pero también alguna vez me he encontrado a las cuatro de la madrugada junto a una alegre golfa que se meaba patas abajo de puro borracha y rugía por que se la metiesen, sin que tal ocasión me haya resultado mínimamente desagradable. Admito que el puritanismo sabiamente morboso de François Mauriac retrató con perspicacia la sensualidad cuando escribió: «Los sentidos son dueños intratables, ignorantes como los príncipes de antaño, que sólo aprendían lo imprescindible: a disimular, a odiar y a mandar…». Pero se le olvidó añadir que, también como aquellos antiguos aristócratas, son a veces magníficos en su generosidad y hacen florecer las artes. Por ejemplo: han sido mis amantes, en los viajes de placer, quienes me iniciaron en museos y catedrales, benditas sean sus almas sensistivas. Sin su influencia jamás habría ido más allá de zoológicos, hipódromos y tabernas. Y me regocijo de haber desertado a ratos de la sutileza sentimental para preguntar a un amable compañero o compañera, con la confidencia de cerdo a cerdo de la piara epicúrea: «¿Hozas, vida?». Aquel verano, en el santanderino palacio de la Magdalena, yo escuchaba entre un público atento una conferencia de Esther Tusquets. Trataba de literatura contemporánea, no recuerdo exactamente la cuestión. En un pasaje, para expresar la disimetría entre los roles masculino y femenino en las ficciones

amorosas, la conferenciante puso como ejemplo el caso del abandono de la pareja para conseguir otra más joven, comportamiento según ella frecuentísimo entre los varones y bastante más raro entre mujeres. Instintivamente busqué los ojos de mi amiga de los últimos años, sentada dos filas más allá, cerca de la ventana por la que podía contemplarse el esplendor del mar: también ella me estaba mirando, con una mueca de malicia traviesa. Y es que hacía poco más de una semana que me había jubilado a la fuerza para irse con un buen mozo mucho más joven y más guapo, además de nada tonto. Ese cruce de miradas jocoso fue el último episodio de complicidad humorística que compartimos, tras haber tenido tantos. Esa ruptura en concreto resultó para mí no sólo traumática, como requiere el tópico, sino sumamente didáctica, lo que es más original. Como casi todo el mundo —me temo que más que la mayoría— he causado daño a mi alrededor: no hay ser libre que no sea malhechor. He perjudicado más a los que más me querían o a los que más me necesitaban… Pero siempre lo hice contra mi voluntad y mi intención, aunque no sin mi consentimiento. Fuera de esos trances, tengo fama de lo que suele llamarse «buena persona». Decía Fritz Lang que en el mundo hay dos clases de personas: malas y muy malas. Las malas son las que llamamos habitualmente «buenas personas». Pertenezco al gremio: coopero, hago favores, intento dar gusto, guardo pocos rencores. No por santidad, claro, sino por una combinación de prudencia y pereza. Creo que hasta los más mansos son peligrosos, así que me parece prudente no irritar a nadie a sabiendas cuando no resulte imprescindible; odiar, además, siempre deviene un ejercicio fatigoso que exige prestar enorme atención a los demás, algo que me cansa (tengo comprobado que la amistad suele ser distraída, mientras que quienes nos son realmente hostiles nunca dejan de estar halagadoramente pendientes de nosotros). Pues bien, esa quiebra erótica a la que me refería descubrió para mi sorpresa mis reservas intactas de ferocidad maligna. Durante meses, me dediqué a conspirar contra la nueva pareja, a intentar — infructuosamente— fastidiarles, a denunciar por escrito con escaso disimulo sus pompas y sus obras. Viví este episodio de perturbación mental con doloroso entusiasmo, que ahora me horroriza un poco y me resulta casi tierno. Hice mi aprendizaje del amor propio herido disfrazado de pena de amor: también del miedo al abandono, a la caducidad. A partir de esos días, soy menos complaciente conmigo mismo y más comprensivo con los desvaríos de los demás.

A modo de coda: la noche que nació mi hijo fue larga y atroz. Yo estaba separado ya de su madre, pero pasé la insomne velada del domingo a su lado en la clínica desertada por los ginecólogos, esperando que el lunes por la mañana se produjera finalmente el parto. Mientras oía sus quejas doloridas, hora tras hora le di vueltas en mi magín a la trampa schopenhaueriana de la reproducción, a la transmisión del sufrimiento de la existencia, a la irresponsable arbitrariedad que me encadenaba una vez más a la atroz galera de los efectos y las causas… Muy temprano me enteré de que el parto se presentaba difícil y que sería necesaria una intervención quirúrgica para posibilitarlo. Más horror, más pesimismo schopenhaueriano. Por fin el médico vino a decirme que la madre se encontraba bien, pero que el niño había estado a punto de asfixiarse con el cordón umbilical y que tendría que pasar unos días en la incubadora. Con el alma ensombrecida por la culpabilidad personal y la mala retórica intelectual, bajé a la incubadora. Y allí, a través del cristal protector, me presentaron a la congestionada criatura en brazos de una enfermera. Las grandes orejas despegadas, los ojos achinados, la boca ancha y ávida… Lo comparé en un instante rememorativo con mis fotos de antaño. Se me borró de la cabeza todo el resto y reencontré lo esencial: ¡coño, cómo se me parece! El sinsentido se reveló lleno de significado, aunque las palabras fueran gastadas y ñoñas. Sentí que me estaba pasando algo de verdad, algo íntima y auténticamente personal en un escaparate de emociones postizas. Me eché a reír, me eché a llorar. «¡Vive! —ordené con una bocanada de cariño como jamás había sentido antes ni ya volveré a sentir—. ¡Lucha y vive! ¡A la mierda con todo lo demás!». Y me cortó el resuello la esperanza. Luchó, vivió: dejó de ser mío, pero ahora es suyo, es decir de nadie o del azar, como cualquiera. Ahora ya no importa a quién se parece… Once meses después murió Franco, la ruleta congelada giró de nuevo rechinando, mohosa tras tantos años de forzosa inmovilidad, y todos empezamos otra vez a estrenar libertades.

TERCERA PARTE

LA SOMBRA VENCIDA Pero hay un rayo de sol en la lucha que siempre deja la sombra vencida.

MIGUEL HERNÁNDEZ

30

EL LABERINTO DE CHARTRES No nos bañamos dos veces en el mismo río. No entramos dos veces en el mismo cuerpo. No nos mojamos dos veces en la misma muerte.

OSCAR HAHN

C

uando Franco murió, yo estaba en París. Para contar por qué y cómo había llegado allí ese 20 de noviembre, deberé además contar otras muchas cosas. Quiero que conste, sin embargo, que para mí Franco murió en París. Seamos preciosamente precisos: en Saint-Michel. Eran las ocho y media de la mañana, yo subía la escalera del metro, mal dormido y encantado de la vida, porque nada es más hermoso que ser joven, subir unas escaleras temprano y aparecer en la plaza de Saint-Michel. Justo frente a la boca del metro hay un quiosco de prensa, situado de tal modo que se puede ir viéndolo crecer mientras aún falta un tramo de escalones que subir hasta llegar arriba. Según remontaba los peldaños esa mañana, empecé a leer un affiche de France Soir (entonces paradójicamente el diario más madrugador), con un titular de tres líneas y una palabra en cada una de ellas. La primera que vi fue «Franco» y se me aceleró el pulso; la segunda apareció tres escalones más arriba, decía «est» y aceleré el paso; la última, definitiva, era «MORT». Salí a la superficie, a la intemperie

clara y fría, a la todavía soñolienta y ya alegre mañana de París. El responsable en último término de que yo estuviese entonces en París era mi amigo Víctor Gómez Pin. Antes de revelarse como uno de los talentos filosóficos más distinguidos y auténticos que nunca he conocido, Víctor fue para mí un gran aficionado taurino, empeñado en arrastrarme a la mítica corrida rondeña que el maestro Antonio Ordóñez lidiaba a mediados de septiembre en aquella plaza pétrea, la más antigua y singular de Andalucía. Ahora, además de filósofo, sigue siendo un taurino empecinado: ha permanecido tan fiel a la fiesta del toro como yo a las carreras de caballos y ambos hemos incorporado esas pasiones a nuestras teorías, temo que no sin suscitar cierto escándalo entre los más solemnes de nuestros colegas (Montesquieu estableció que «la solemnidad es el escudo de la estupidez» y puedo aportar muchos casos prácticos que confirman su aserto). Sin duda Víctor es el aficionado perfecto, el aficionado par excellence… pero no sólo a los toros. Todas sus aficiones son misioneras, irresistiblemente contagiosas y en cierto modo hechiceras; pero atestiguo que vale la pena dejarse embrujar por él. A diferencia de los embaucadores, que exhiben apasionamientos y destrezas eruditas para atraer la atención sobre sí mismos, mutilando a quienes fascinan, Gómez Pin despierta la atención de quien le sigue para que disfrute la experiencia única e intensa que ofrecen gestos, sabores, imágenes y sonidos degradados por la familiaridad obtusa. A veces convierte en carroza alguna calabaza irremediable, pero siempre oficia de hada buena y sus ilusiones son tónicas, positivas. A mí me llevó a Ronda, desde luego, así como plaza tras plaza en pos de Curro Romero y sus tasados pellizcos de arte (íbamos en su desvencijado cuatro latas, que un día nos dejó tirados en no recuerdo qué carretera secundaria porque, según dictaminó Víctor, perplejo tras abrir el capó humeante, se le había caído el motor); por añadidura también me inició en los buenos vinos, en el arrobo invernal de Venecia y su torbollino, en el fragor metafísico de la ópera, en Proust, en algunos rincones de París… Me descubrió las mejores tabernas que he pisado en mi vida: se puede dejar a Víctor en cualquier ciudad del mundo durante dos horas —no digamos dos días…— y situará con olfato infalible el mejor lugar donde un hombre honrado puede tomar el vaso que merece. A veces llega a resultar un poco tiránico, porque es de los que una vez abierta la puerta le empujan a uno adentro, pero su despotismo está muy bien ilustrado. Todos los amigos que he tenido (sin excluir, desde luego, a los que lo fueron y se han alejado después) han enriquecido mi vida con su

presencia: a Víctor Gómez Pin le debo, además, el haberme enseñado casi a la fuerza cosas y lugares que puedo gozar también sin él. Suprema generosidad… ¡hay tan pocas de este calibre que pueda uno agradecer sin reservas ni remilgos! Cuando le conocí daba clases en la Universidad de Dijon y allí descubrió la gran fiesta anual del vino de Borgoña: la subasta de los caldos recién nacidos que se celebra el tercer domingo de noviembre en el venerable Hospicio renacentista de Beaune. Desde las ocho de la mañana, las bodegas del caritativo refugio se abren a la multitud disciplinada, provista de sus catavinos, que va desfilando con parsimonia barrica tras barrica para probar los retoños de la nueva cosecha, rotulados con nombres poéticos y tradicionales: Dames Hospitalières, Corton-Charlemagne, Nicolás Rollin, Nuits-de-Saint Georges, Montrachet, Clos Vougeot… Los catadores profesionales valoran en esa degustación madrugadora cada uno de los productos para aconsejar convenientemente a sus patronos, que pujarán por ellos después en la subasta y se los llevarán a Japón o a Estados Unidos, a los restaurantes más inaccesibles del mundo entero. Mezclados entre los miembros de esta docta corporación de aquilatadas narices y paladares, los santos bebedores de a pie que nunca podremos volver a disfrutar esos caldos egregios tenemos la oportunidad tan deliciosa como melancólica de saludarlos y despedirnos de ellos en la misma mañana. ¡Qué encuentro! Los tintos tienen un cuerpo de pujanza incipiente, como adolescentes que ya enseñan los firmes músculos a través de su seductora languidez; y los blancos conservan aún esa neblina de velouté que los enturbia de modo casi inconfesable, puerperal. Durante dos o tres horas que le van calando a uno de dentro afuera, se bebe un poquito de éste, otro poquito de aquél y vuelta a empezar. Después, arrebatados por algo que está más allá del mareo y más acá del éxtasis, salimos al patio del hospicio para escuchar las campanas del carillón que tocan melodías borgoñonas populares antes de dar las doce del mediodía. Las techumbres picudas y multicolores del Hospicio parecen danzar con esos ritmos, ayudadas por la evaporación de gentiles espíritus dentro de los bebedores, que les convierten en orgánicos alambiques. Si a uno le gustan los efectos especiales, es el momento de asomarse a ver el suntuoso Descendimiento de la cruz de Roger Van der Weyden, guardado y exhibido en un ala de ese mismo edificio: a tales horas y en tal estado de ánimo, el bello Cristo que baja al regazo de su madre atribulada puede ser tomado por un joven algo pasado de copas que vuelve a casa de madrugada, mientras la señora gime: «¡Le han

apuñalado!». Para acudir a este festejo admirable, Víctor fue reclutando año tras año a sus amigas y amigos, que llegamos a formar una importante compañía de etílicos entusiastas. Proveníamos de Barcelona, de Madrid, de París, unos con suficiente dinero para pagarnos el festejo y otros impecunes, todos en una hermandad de alegre turbulencia. Solíamos alojarnos en el Hotel Central, que mostraba con nosotros una tolerancia tan insólita como conmovedora porque a menudo, en dos habitaciones dobles, llegábamos a dormir doce o trece personas (al menos diez de ellas sin haberse registrado en conserjería). Recuerdo una noche especialmente concurrida: en cada una de las dos camas grandes nos apretujábamos (no diré «acomodábamos») tres elementos de variado tamaño y sexo; otro dormía en una camita supletoria transportada con bastante algazara y supuesta clandestinidad por los pasillos del albergue; en un sillón estaba doblado alguno más y Víctor, entre juramentos pintorescos, se había instalado con una almohada en la bañera. Como era difícil rebullir en el lecho tan compartido sin perfecta coordinación con el resto de la escuadrilla, en cuanto se apagó la luz la moza que estaba a mi izquierda me preguntó estentórea y sin la menor doble intención: «Oye, tú ¿hacia qué lado sueles correrte?». Cuando disminuyeron las risas, empezamos a contar cuentos en voz alta para matar el rato. Oímos historias en la oscuridad y así conocí yo por primera vez, maravillado, la leyenda de san Julián el Hospitalario, muy bien narrada por la voz de Félix de Azúa, que si no me equivoco ocupaba la cama supletoria. Años más tarde leí el texto de Flaubert, pero ya no me gustó tanto. Aquella noche yo conté con menos gracia mi relato preferido de siempre, «La pata de mono» de W. W. Jacobs. Después intentamos dormir, porque había que empezar a beber temprano. Para llegar a Beaune, yo seguía un itinerario con salida de Madrid y que pasaba por Barcelona. Allí me reunía con Alberto González Troyano, uno de los más queridos y mejores compañeros que he tenido: en todo y para todo. Después completábamos nuestro equipo con Luis Racionero, también excelente compinche para travesías de altura (sólo en los viajes y en los naufragios conoce uno de veras a la gente fiable). Embarcábamos en un monumental Jaguar heredado de su madre, un vehículo de otra época, comodísimo, con el interior robustecido por maderas nobles y que consumía una cantidad insólita de gasolina, de modo que íbamos parando de estación de servicio en estación de servicio como los borrachos de taberna en taberna. El viaje era cualquier cosa menos un via crucis, sin embargo. No sólo hacíamos alto en gasolineras:

también visitábamos Chez Bocuse en Lyon, a los insignes hermanos Troigros en Roanne o La Beaumanière, un perfecto oasis gastronómico entre roquedales brumosos. Comíamos cosas deliciosas y complicadas en raciones minúsculas, por lo que disfrutábamos más tiempo charlando sobre lo que comíamos que propiamente masticando. Y riéndonos, claro. Cuando el solemne Paul Bocuse, con aire de De Gaulle de los fogones, se acercó un día a nuestra mesa tras un almuerzo especialmente bien regado para preguntarnos qué tal había marchado todo, Luis y yo respondimos a coro: «Merci Bocuse!», genialidad que nos produjo un acceso de hilaridad espirituosa que dejó un poco alarmado al insigne chef. Entre otras muchas bobadas de mi vida, también pasé por una etapa en que me empeñé en dármelas de gastrónomo experto en artísticos condumios, lo que entonces se llamaba la nouvelle cuisine. Una petulancia que sólo excusa mi ánimo siempre inclinado a lo lúdico: comer breves platos raros, cuya explicación «científica» lleva más tiempo que su consumo, era una forma de jugar a comer, un pretexto para convertir la cena en disertación poética. En realidad soy más tragón que «morro fino» y más borracho que catador. Tengo la doble suerte de disfrutar de gran apetito para todo lo sensual y sin embargo satisfacerlo fácilmente. Me divierte leer a los buenos escritores que han celebrado los rituales alimenticios (Julio Camba, Josep Pla, Alejandro Dumas, Jean-François Revel…) pero me aburren mortalmente los entendidos que se sientan a la mesa con un cuadernito para tomar notas y un gesto de escepticismo, como si fueran a calificar un examen. Comer bien es una forma de alegría, no un doctorado; cualquier placer que se convierte en ciencia, pierde jugo… salvo que ese paso a la academia sea también parte de la diversión y se haga tongue in cheek o guiñando el ojo. Por lo demás, ya serios, como un bocadillo de jamón comido con hambre no hay nada. El recuerdo más sublime a este respecto lo tuve, sorpréndanse, en la mili. Cierta madrugada me tocó ir con otro compañero a recoger a la tahona del cuartel el pan para el desayuno de la tropa. Esperamos medio dormidos un buen rato, hasta que nos despertó el olor más delicioso del mundo: salían del horno las grandes piezas doradas de ración, tostadas y fragantes. Con un gesto eucarístico, el sargento partió dos trozos aún calientes y nos premió con ellos: qué ricura, esponjosa, perfumada, casi culpablemente real. Supongo que André Gide se refería a una sensación semejante cuando elogió los «alimentos terrestres»… Más tarde, cuando la moda de poner los ojos en blanco ante trufas y berros alcanzó cotas de gilipollez en la España recién entrada en la

democracia, escribí un artículo blasfematorio titulado «Los pensadores del pienso». Ese título me exime de entrar en más detalles. La edad y otros desfallecimientos me han convertido ahora en un verdadero epicúreo, que prefiere —como el maestro del jardín— gozar de un pedacito de queso regalado por un buen amigo a manjares sibaríticos cuya degustación exige ponerse corbata y compartir comedor con diversos modelos de extorsionadores de viudas. Sólo es cuestión de buen gusto. Rechazo en cambio la cínica preferencia por el agua clara bebida en el cuenco de la mano, que no atribuyo tanto a la virtud como a la dispepsia. Que sea peleón, pero que sea vino. En busca de vinos nada peleones sino excelsos pero sobre todo en pos de la hermandad convivencial, atravesábamos las verdes y suaves ondulaciones de la fértil Borgoña. Después, tras compartir muchas botellas, estofados de jabalí y venados a la Saint Hubert con amigas y amigos, seguíamos camino arriba hacia París, donde llegábamos más o menos al mismo tiempo que el Beaujolais nouveau. Allí buscaba yo alojamiento en la buhardilla que Víctor tenía alquilada en el Quai aux Fleurs, minúscula pero de capacidad tan prodigiosa como el camarote de los hermanos Marx, o en la guarida de algún otro amigo de la cuadrilla, porque los hoteles resultaban demasiado caros. Y gozaba de las calles, las librerías, los cines, las chicas y los vinos de París, la ciudad que alegró mi juventud y que consuela mi desplome hacia la vejez. Puntualmente, nada más llegar, nunca dejaba de hacer mi visita a Cioran. Y luego nos reuníamos en torno a García Calvo en La boule d’or una banda de proscritos, drogotas, exiliados, huérfanos, anarcos de cualquier sexo y condición, que ante el pasmo de Saint-Michel hablábamos de Heráclito o Parménides como si fueran de nuestra cofradía. Alberto y yo tenemos el virus culturalista, por lo que solíamos llegar a la cita cargados de libros y con alguna película, una que otra exposición y hasta una visita a Foucault en el Collège de France a medio digerir en el cuerpo. Solía reprendernos amablemente por tanta frivolidad Luis Caramés, buenísima persona y alter ego de García Calvo, del que imitaba inconscientemente hasta la forma de suspirar. Al ver nuestras abultadas bolsas de La Hune o Gallimard gemía con reprobación: «¡Más libros!», con un tono casi idéntico al que lustros antes empleaba mi abuela Victoria para reprocharme que le pidiese dinero para comprar literatura: «¿Otro libro? ¡Pero si ya tienes muchos…!». Un día me arriesgué a una expedición a la facultad de Filosofía de Vincennes, donde me aseguraron que se conservaba el espíritu indomable de

Mayo del 68. Me convenció para emprender tal aventura Menene Gras, que estudiaba allí. A Menene la había conocido a sus dieciséis añitos, cuando yo aún vivía en casa de mis padres: ahí la veo, sentada en la moqueta de mi cuarto porque le aburrían las sillas, escuchando con fingida atención las bobadas que yo le contaba sobre el libro que estaba escribiendo —¡Nihilismo y acción, el primero de todos!— mientras me fascinaba con su desenvoltura, monería… y no se me ocurría más que hablar y hablar. Pues me fui con Menene a Vincennes, a pesar de que a los centros de estudio no suelo ir sino por obligación. Cualquier lugar público cuya oferta primordial no es beber, comer, follar o jugar casi siempre me resulta intuitivamente hostil. Sin embargo, para alguien que venía de nuestras universidades franquistas, Vincennes resultaba un alucinógeno de primera clase. Su pórtico tenía algo de zoco moruno, con el olor a fritanga de tantos puestecillos que ofrecían merguez y otras delicias orientales. Cada cual parecía ir a su aire, como en una fiesta campestre. Los graffiti más o menos ingeniosos cubrían cada centímetro de pared disponible: el que más me gustó tenía dos versículos. El de arriba decía: «Dios ha muerto (Nietzsche)»; y el de abajo: «Nietzsche sí que ha muerto (Dios)». Entramos en el aula, pequeña y abarrotada, donde intentaba algo así como dar clase Gilíes Deleuze. No era fácil: le interrumpían constantemente con interpelaciones perentorias, bromas dudosas, confesiones traumáticas o fanfarronas. El maestro se prestaba al juego, con una mezcla de fastidio y vanidad astuta. Parecía un joven disfrazado con peluca de viejo y tenía las uñas de los pulgares larguísimas y curvadas, como Fu-Manchú. La voz cantante de la ritualizada contestación la llevaba un mozo de buena planta llamado Lavelle, al que acompañaba una especie de escudero chaparro y malencarado. Previsiblemente, les conocían por la Belle et la Béte. A mí no me hubiera disgustado escuchar a Deleuze, pero evidentemente en esas circunstancias resultaba imposible. Estaba yo de pie, cerca de la puerta, y al recostarme en la pared oprimí involuntariamente un interruptor que apagó parte de las luces de la sala. Deleuze me miró por encima de las cabezas que nos separaban con resignación, como preguntándose qué nueva ordalía se avecinaba para su actitud infinitamente permisiva. Creo que sintió cierto alivio cuando volví a encender las luces, pidiendo excusas contritamente. En noviembre de aquel año (el año definitivo, el año por antonomasia) las noticias sobre el inacabable agravamiento del viejo dictador se habían convertido ya en rutina. Lo resumió muy bien un taxista de Madrid, que llevaba la radio

encendida y al que pregunté si había alguna novedad: «Nada, sigue la empeoría». Recomiendo el término a la Real Academia: «Dícese cuando acontece el empeoramiento de uno que supone la mejoría para muchos». No faltaron otros equívocos semánticos. Uno de mis antiguos compañeros del departamento de filosofía de la Autónoma, también expulsado de la facultad, disfrutaba de una beca en Berkeley y allí le enviábamos noticias sobre la histórica «empeoría». Hacia mediados de noviembre un diario vespertino (cuya edición fue inmediatamente retirada de circulación por orden gubernativa) publicó el titular definitivo: «Franco agoniza». Lo recortamos y se lo mandamos por correo urgente a nuestro amigo, que sin vacilar lo clavó con triunfalismo en la puerta de su apartamento universitario. A los pocos minutos, un amable profesor hindú vecino suyo hizo sonar el timbre: «¿Mr. Franco Agoniza, I presume?». Pero a pesar de los partes médicos habituales y sus no menos rutinarias «deposiciones en melena», nuestra usual cuadrilla de santos bebedores partió como cada año hacia Beaune y, después de catar los fragantes elixires, unos cuantos recalamos en París. Tras visitar librerías y asistir a la cita de La boule d‘or, varios de nosotros (no recuerdo exactamente cuántos ni quiénes, seguramente Alberto, Ferrán, quizá Félix y desde luego yo) acordamos hacer una excursión a Chartres para visitar la incomparable catedral. Nos citamos temprano, la mañana del 21 de noviembre. Y fue ese día, al acudir a la cita, cuando yo subí la escalera del metro de Saint-Michel leyendo con entrecortada emoción: «Franco… est… mort». Han pasado cerca de treinta años y no he vuelto a la catedral de Chartres, que no nos decepcionó. En su enlosado hay un viejo laberinto medieval, recogido en una de las postales que venden en la tienda de souvenirs de la iglesia. Compré un puñado de ellas y escribí la fecha del 20 de noviembre en su reverso, para distribuirlas entre los amigos. Me pareció la mejor metáfora del periodo de incertidumbre y esperanza que comenzaba en España para todos nosotros. Después, de regreso en París, hicimos una gran cena de hermandad en uno de nuestros restaurantes habituales, cuyos dueños nos invitaron a champán. A la hora de los brindis, me negué a levantar mi copa por la muerte de nadie, ni siquiera la de Franco. No es prudente que un mortal celebre la muerte de otro, sea quien fuere, porque todas prefiguran la propia. A cambio propuse brindar por la vida libre y por ella bebimos… porque para ella vivimos. Dos días más tarde tomé el tren nocturno hacia Madrid. En las literas vecinas viajaban dos chicas francesas, una de ellas muy guapa. Cuando me puse a leer

uno de los libros recién adquiridos, la correspondencia de Lovecraft, la más bonita me comentó que ella adoraba los relatos del solitario escritor de Providence. Así comenzamos a charlar, yo muy ilusionado con lo que imaginaba un ligue en ciernes, hasta que me comentó que eran dos militantes fascistas que acudían al entierro de Franco. ¡Ay, otro amor imposible! Ya en Madrid, me sucedió el más chusco de mis incidentes policiales. Hablé por teléfono con una amiga y comentamos con alborozo el futuro que se inauguraba: yo le dije que esperaba que ahora ETA cesara su actividad «porque no nos falta más que un atentado y veinte guardias civiles muertos». Pero resulta que tenía el teléfono intervenido. Esa misma madrugada, la policía volvió a presentarse en casa y me vi de nuevo en la Puerta del Sol. Según parece, era una de las detenciones preventivas que estaban haciendo para evitar atentados contra las personalidades que iban a asistir a los funerales del dictador —entre las que se contaba el mismísimo Pinochet— y a las ceremonias de coronación del rey Juan Carlos. Me interrogaron con cierta sorna y me preguntaron si era verdad que yo planeaba el asesinato de veinte guardias civiles. Como me dio la impresión de que no se lo creían en absoluto y además me muero —literalmente— por hacer un chiste, les repuse con humor suicida: «¡No, para nada! Yo, en guardias civiles y en ostras nunca paso de la docena». Los sociales me miraron un largo momento, se miraron entre sí… y rompieron a reír. Luego, ya serios, el jefe me dijo: «Bueno, vamos a bajarte a los calabozos. Reza si sabes para que mañana no ocurra nada malo. Si hay algún atentado, el primero que saldrá en televisión vas a ser tú». Rezar propiamente creo que no recé, pero no oculto que le di bastantes vueltas al asunto durante el resto de la noche. Al día siguiente, desde mi celda, escuché en la radio —que un guardia tenía puesta muy alto— la homilía del cardenal Tarancón y el canto del Verá Creator Espíritus con el que se ungía al nuevo monarca. Debo de ser uno de los escasos «progres» excarcelados del antiguo régimen que también han conocido, aunque fuese por pocas horas, los calabozos democráticos del Rey. A la hora de la cena, cuando me disponía a comerme las lentejas carcelarias, me comunicaron que estaba libre. Como ya había probado un par de cucharadas del guiso y me pareció bastante bueno, les rogué que me dejaran terminarlo. Una hora más tarde, con el estómago reconfortado por las lentejas, me reincorporé definitivamente —mejor dicho, hasta la fecha— a la existencia algo anodina de los que nada creen temer de la falible justicia humana.

31

LOS MEJORES AÑOS DE NUESTRA VIDA El presente se pone en manos del futuro lo mismo que una viuda ignorante y confiada se pone en manos de un astuto y deshonesto agente de seguros.

RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

B

astantes años (yo diría que muchos) antes de que Franco muriese, José María Pemán —sobre quien el ABC nos informaba regularmente al acercarse cada nuevo mes de octubre de que estaba «en los aledaños del Premio Nobel», noticia que probablemente nunca llegó a la Academia Sueca— publicó un artículo con cierto gracejo en el que se aludía al tránsito del dictador a mejor vida, tan temido por unos y anhelado por otros. En él glosaba un supuesto diálogo entre un niño y su padre, que reconstruyo más o menos a través de mi agujereada memoria de hace tanto tiempo. Niño: «Papá, ¿qué pasará cuando se muera Franco?». Padre: «Pues que será coronado Rey Don Juán Carlos». Niño: «¿Y luego?». Padre: «Probablemente la oposición ocupará la calle con manifestaciones de protesta». Niño: «¿Y después?». Padre: «Los nacionalistas en el País Vasco y Cataluña pedirán la independencia». Niño: «¿Qué más?». Padre: «Entonces se proclamará la República federal». Niño: «¿Y…?». Padre: «Y los militares darán un golpe de Estado y proclamarán la dictadura de otro general».

Niño: «¡Caramba! ¡Vaya semanita nos espera!». Fin de la charla. Lo cierto es que incluso quienes nos encontrábamos más remotos de las posiciones políticas del escritor gaditano compartíamos in pectore una visión del futuro bastante similar a ésta. Para asombro de todos, no tuvo lugar. Demasiadas veces se ha intentado «exportar» la transición española como un modelo para otros países que salían de dictaduras. Es una pretensión ridícula, en primer lugar porque cada circunstancia política es un mundo diferente e intransferible; luego, last but not least, porque nadie sabe con exactitud por qué resultó razonablemente bien el tránsito español a la democracia constitucional. A todos se nos ocurren algunas explicaciones. El franquismo ideológico estaba ya totalmente carcomido desde mucho antes de que muriese Franco: era como una de esas momias perfectamente conservadas cuando se abre el sarcófago, pero a las que el primer soplo de aire fresco desmorona por completo irremediablemente. Por otra parte, el país —pese a la crisis petrolera mundial y al aumento del paro, que después se volvería endémico— gozaba de una razonable salud económica y nada hace más sensata a la gente que la perspectiva verosímil de prosperidad. Además, quizá la mayoría de los españoles no respondiésemos ya al modelo fanático y cainita que durante demasiado tiempo se propuso como marca de fábrica nacional… Lo que predominaba era un anhelo asombroso, infantil, casi litúrgico, de que la realidad gozase de una transformación radical, de que todo se moviera de una puñetera vez. El rumbo a seguir era casi lo de menos. La palabra «cambio» se convirtió en un amuleto, el sésamo que abría todas las puertas y alumbraba chispitas en cada mirada. De modo que cuando en cualquier ventanilla, a la hora de pagar, le preguntaban a uno: «¿Tiene usted cambio?», sentíamos un liberador regocijo al proclamar rotundamente: «¡Sí!». O sea que el clima imperante en los primeros años del posfranquismo fue en lo fundamental más esperanzado y lúdico que revanchista… o maximalista. No faltaron momentos atroces, como el de la matanza de abogados de la calle Atocha, que todo lo pusieron en peligro. En el multitudinario entierro de esas víctimas, asesinadas por defender los derechos de los trabajadores (la más honrosa función de los comunistas en los países occidentales, incluso a los ojos de quienes no compartíamos el grueso de su ideología), levanté por primera y última vez el puño en mi vida, al paso de la comitiva fúnebre. Era un día claro, severo y conmovido de enero: comenzaba el año 1977, quizá el más importante de la transición española a la normalidad democrática europea. Durante aquella

jornada en que tanta gente buena y combativa ocupó las calles de Madrid (estaban quienes más lucharon y quienes menos prebendas iban a obtener de la nueva situación), me asaltaba una y otra vez la angustia de que a fin de cuentas nada saldría bien, de que a aquellos féretros les seguirían pronto muchos más. ¿No eran precisamente las esperanzas de un futuro reconciliado lo que estábamos enterrando? Pero poco a poco el esfuerzo de superar las llagas del pasado se impuso al empeño de quienes querían reabrirlas y ahondarlas. Lo cierto es que quedaban franquistas entre los criminales, pero apenas entre los políticos. Mucho más que una ideología, el franquismo era ya una coalición de intereses; y la sociedad democrática liberal ofrecía formas de defenderlos de manera más eficaz. Este planteamiento aparentemente cínico pudo desesperar en su momento a algunos integristas pero resultó socialmente muy beneficioso para la mayoría. La dicotomía entre reforma o ruptura era capciosa, a pesar de la cantidad de tinta y de saliva que hizo correr en aquellos tiempos: la llamada reforma no fue en realidad más que una hondísima ruptura gradual con el horizonte dictatorial, que no desmontó todas las injusticias ni los abusos pero acabó eficazmente con la autocracia como sistema político. Y cuando uno considera con la distancia de los años la deriva ideológica y ética de los entonces ensalzados «rupturistas» —a cuya valoración ayuda mirarlos desde la perspectiva de su actitud frente a lo ocurrido luego en el País Vasco—, es imposible no congratularse de que no fuesen demasiado escuchados por la mayoría. Esas voces tediosas y dañinas no tenían otra legitimación que la bota de Franco sobre nuestras cabezas y su capacidad de persuasión murió con él. Lejos de lamentarlo, me admiro y me felicito de la astucia del viejo topo histórico que por medio de ilusionadas concupiscencias privadas nos liberó del peligro público que suponían tales «desinteresados» radicales. Cuando repiten que la transición fue una estafa, me encanta responderles que para estafa —entonces y ahora— la suya. Porque en los planteamientos externos seguíamos siendo radicales, aunque el veloz desvanecimiento de la sombra del dictador (nadie ha estado tan muerto y abolido al mes de fallecer como lo estuvo Franco) barnizaba nuestro extremismo de tonos cada vez más bonachones. Preferimos disfrutar enseguida de las licencias de la libertad que vengarnos de quienes nos la habían quitado tanto tiempo. Se daba un fenómeno de euforia colectiva que me recuerda una anécdota contada por María Zambrano sobre el 14 de abril en que se proclamó la República luego desventurada y que coincide con ciertas cosas que me había

referido mi padre sobre ese mismo día. Estaba María con su hermana Araceli en la Puerta del Sol, ya a la caída de la tarde. Un hombre con camisa blanca, fosforescente casi bajo un reverbero, abrió los brazos (repitiendo sin saberlo la trágica imagen goyesca) y lanzó un viva a la República, seguido de otro viva a España, algo más inusual como explica Zambrano: «Después la han nombrado mucho; nosotros no la nombrábamos, pero no porque fuésemos antipatria, sino todo lo contrario, porque la dábamos por supuesta. El caso es que, abriendo los brazos, el hombre de la camisa blanca lanzó un grito que andaba buscando y que al fin le salió: Y muera… pues ¡que no muera nadie!”. Y gritó por tres veces: “¡Que no muera nadie! ¡Qué viva todo el mundo! ¡Qué viva la vida!”» (Aquel 14 de abril). A fin de cuentas, ése era también el grito más potente e inacallable de aquellos días nuestros azarosos, en los que abundaba la retórica pero estaba felizmente ausente la crueldad. Y eso a pesar de que todavía por entonces podían reunirse en un congreso las Juventudes Socialistas y discutir muy serios la pertinencia de la lucha armada… que finalmente se rechazó. Otros veían llegar a la Pasionaria, tranquilizadoramente viejecita, y jugaban a añorar la ocasión perdida. Hay que ser distraído para haber vivido cuarenta años bajo Franco y seguir echando de menos los beneficios que nos hubieran aportado los seguidores de Stalin… cuya hegemonía habría resultado no menos envilecedora políticamente pero sin duda mucho más destructora desde el punto de vista social y económico. A mí la Pasionaria me parecía aceptable como pieza de museo —porque en los museos tiene que haber de todo— pero nada más; y me impacientaban sus hagiógrafos. Sin embargo, nadie sentía verdadera nostalgia del paredón y su pompa siniestra al amanecer… salvo los propios fascistas, en vías de una desaparición inexorable aunque no todo lo rápida que hubiéramos podido desear. Y también ETA, claro. Pero de esos otros fascistas ya hablaremos más adelante. Viví aquellos años con casi perpetuo alborozo (es la única etapa de mi vida en que los periódicos traían invariablemente cada día buenas noticias, la desaparición de una prohibición o de un tabú, la recuperación de un derecho, el regreso de algún exilado ilustre de las letras o las artes…) pero no sin notorias disidencias: por ejemplo, me abstuve de votar en el referéndum constitucional, después de darle bastantes vueltas al asunto. Aceptar la restauración de la monarquía borbónica a finales del siglo XX me parecía pagar un precio demasiado elevado por el restablecimiento de la concordia civil. Quienes

pretendían vencer mi obstinación me decían que Juan Carlos estaba muy bien y lo cierto es que nunca tuve nada personal contra él (más bien siempre me cayó simpático, con su aire entre naif y pícaro, como salido de un tebeo de Tintín), pero la cuestión no era que el Rey fuera malo sino que si fuese malo también sería Rey. A un Rey nunca se le puede valorar realmente —con perdón—, porque su puesto jerárquico no depende de nuestra estima; de modo que celebrarle se convierte en adulación y censurarle es mera impotencia de vasallo. Aunque mi opinión sobre la monarquía en cuanto institución política no ha cambiado, pienso ahora que no fui del todo honrado negándome a respaldar la Constitución por esa causa. En el fondo, me abstuve de votar porque estaba seguro de que casi todos los demás votarían «sí» y quería de algún modo dejar constancia de una reserva razonable… aun a costa de que se me confundiese con la lunatic fringe de bolcheviques, fachas y nacionalistas étnicos que tampoco votaron o rechazaron abiertamente la Constitución. Ahora creo que le concedí demasiada importancia a la monarquía y demasiado poca al pacto constitucional, que España necesitaba como un semiahogado la respiración boca a boca. Tal ha sido en las votaciones de la democracia mi vicio más reiterado: he votado siempre, aunque fuese en blanco, porque bastante me han tenido sin votar durante la mayor parte de mi vida y no padezco el narcisismo idiota de quienes son tan «puros» que se enorgullecen de no votar nunca, el segundo prejuicio más bobo tras el de los que se pavonean por carecer en casa de televisor. Pero siempre he procurado votar de modo «compensatorio», es decir, partiendo del supuesto de que la mayoría no votaría como yo. Por tanto he apoyado demasiadas veces en los comicios al Partido Comunista y después a Izquierda Unida, convencido de que no ganarían —¡menos mal!—, pero que resultaría beneficioso en conjunto que tuviesen una representación parlamentaria que compensara y vigilase los probables abusos de la derecha. En el fondo, tengo la convicción bastante aristocrática de que las instituciones gubernamentales deben sobre todo ocuparse de los pobres, que son quienes de verdad las necesitan para no verse perpetuamente esclavizados por los herederos y los especuladores. Me ilustró sobre los aspectos más risibles de mi comportamiento electoral un taxista madrileño que en cierta ocasión me llevó desde el aeropuerto de Barajas hasta mi domicilio. Estábamos en víspera de elecciones y el buen señor me propinó toda una conferencia sobre las virtudes de Julio Anguita, por entonces líder de Izquierda Unida: era honrado, sincero e inconformista frente al apoltronamiento oportunista y bribón de los restantes políticos. Sin desmentirle, aunque se me

ocurrían algunas objeciones, aventuré que todo eso podía ser cierto pero aún más cierto era que la mayoría de los votantes prefería a los demás candidatos. Se molestó conmigo: «¡Oiga, que yo tampoco le voto, eh!». Me di por enterado y quedé contrito. A fin de cuentas, lo que nos despertó a bastantes de nuestras quimeras revoltosas y nos propulsó decididamente a apoyar la democracia constitucional por encima de cualquier otra consideración fue el intento de golpe de Estado militar de Tejero y compañía, en febrero de 1981. Queriendo abolirlo, aquellos chapuceros indecorosos hicieron mucho por nuestro sistema democrático: nos demostraron fehacientemente a los más remolones por qué era realmente necesario pese a sus deficiencias y quizás gracias a ellas (lo realmente democrático de nuestra Constitución es que no le gustaba del todo a nadie). A mí, además, los ominosos acontecimientos de aquel 23 de febrero me enseñaron el papel que lo privado y lo público ocupan en mi vida. Esa tarde yo estaba trabajando en mi casa, mientras soportaba como podía un doloroso ataque de ciática de los que me aquejaban regularmente más o menos desde mis trece años (después, pasados los cuarenta y cinco, fueron desapareciendo: es la única mejoría que me ha traído la edad). Por aquel entonces yo carecía de radio y sólo tenía un viejo televisor en blanco y negro que no veía casi nunca, de modo que estaba de momento perfectamente disociado de la actualidad circundante. De pronto sonó el teléfono: una sollozante voz femenina me transmitió a borbotones un mensaje incomprensible, del que sólo capté su indudable tono trágico. Inmediatamente pensé que se trataba de mi primera mujer, de la que estaba recién divorciado (fui de los primeros en aprovechar la nueva ley), por lo que la mala noticia sólo podía referirse a nuestro hijo, que vivía con ella. ¿Le habría atropellado un camión o padecería una enfermedad irreversible? Sobreponiéndome a mi inquietud angustiada, le rogué calma, para que lograse explicarse de modo inteligible. Por fin comprendí que no era mi exmujer, sino una amiga muy querida con la que solía compartir algo más que charlas y botellas de vino. Había sido una ferviente militante comunista y aún entonces podía decirse que lo era bastante a su modo heterodoxo: en cualquier caso, continuaba tan apasionada por los asuntos políticos como antes. Cuando se calmó un poco, consiguió darme la noticia: ¡Un levantamiento militar! ¡Los golpistas habían entrado en el Parlamento y mantenían retenidos a los diputados junto con los miembros del Gobierno! Nunca he escuchado mensaje más alarmante con mayor sensación de alivio. «¡Un golpe de Estado! Ah, bueno…

¡Chica, qué susto me has dado! Creí que le había pasado algo al niño…». Ella insistió en que de ningún modo podía quedarme un minuto más en casa. Con bastante razón, porque después supe que mi nombre figuraba en la lista de quienes iban a ser «purgados» por la nueva piara de salvapatrias. Un conocido me hizo luego notar el peligro corrido con mucha franqueza y cierta modestia, al contarme por qué él no había intentado ocultarse lejos de su domicilio: «Esperé a saber lo que te ocurría a ti, calculando que lo mío vendría un par de días después». De modo que salí renqueando, tomé un taxi y me fui a casa de mi amiga. Mientras entraba con dolorido esfuerzo en el coche, tuve una imagen a la chilena y pensé: «Como me encierren en el Bernabéu, con esta ciática lo voy a pasar fatal». Al igual que tantos cientos de miles de españoles, mi amiga y yo dedicamos el resto de la tarde y parte de la noche a escrutar la imagen fija en la televisión del Congreso ocupado, mientras escuchábamos por la radio a José María García. Uno de los números más populares y graciosos del estupendo humorista que fue Gila consistía en la retransmisión de una operación de riñón como si se tratase de un partido de fútbol. Aquella noche, José María García retransmitió el golpe como si fuese una especie de final de copa entre golpistas y constitucionalistas, lo que no dejó de resultar bastante adecuado desde el punto de vista narrativo. En el fondo, todo tenía un aire notable de farsa, lo que suele pasarle muchas veces a la realidad, incluso a la más dramática: pero hay farsas que acaban muy mal, cosa que saben por experiencia propia los curritos del guiñol y las demasiadas víctimas de la historia. Cuando a hora bastante avanzada apareció el Rey en la televisión vestido de capitán general, sentí alivio y decidí —quizá un poco apresuradamente— que lo peor había pasado ya. No sé si alguna ambigüedad de palabra o silencio regios alentó en un momento inicial a los golpistas (me parece difícil creer que alguien tan próximo a palacio como el general Armada hiciera su doble juego sin haber percibido el mínimo atisbo favorable en el monarca) pero obviamente la declaración de Don Juán Carlos aquella noche disolvía formalmente cualquier malentendido de complicidad. Y sin el apoyo del Rey, la insensata aventura de aquellos cabestros con galones no obtendría respaldo en Europa ni en Estados Unidos. De modo que para celebrar nuestra liberación mi amiga y yo nos pusimos voluntariosamente a follar a pesar de mis dolores epidurales. He comprobado que, a veces, una aguda molestia física acompañada de rabia psíquica exacerba el deseo y el placer que lo culmina: uno de los mejores polvos que recuerdo lo conseguí cierta madrugada de fin de año en Venecia, tratando de

satisfacer a una bella largo tiempo anhelada mientras me laceraba un inoportuno cólico nefrítico… En resumen, que en aquella jornada del 23 de febrero todo acabó bien. Como Mefistófeles, también Tejero, Milans del Bosch y compañía formaban parte de esas fuerzas cósmicas que —al decir de Goethe— siempre pretenden el mal y sólo logran hacer el bien. Nada cimentó tan eficazmente la incipiente democracia como su esperpéntica intentona. Se adelantaron con ridículo desmaño a otras jugarretas peores que las suyas y así las neutralizaron. La mismísima vera efigie de Tejero, con su tricornio y sus mostachos, se desautorizaba por sí sola como propuesta verosímil de autoridad competente… ni militar ni civil ni sobre todo civilizada. Botón de muestra: a mi hermano José Antonio, que cenaba tranquilamente ese día en Italia durante su viaje de bodas, el camarero le informó con cierta guasa de que en España había dado un golpe de Estado «un militar vestido de torero». Ya no era serio, ni siquiera en nuestro país, ponerse el mundo por montera… ni por tricornio. La enorme manifestación que se celebró cuarenta y ocho horas después en Madrid, a la que asistió todo el espectro político (y no pocos espectros políticos, incluso simpatizantes con los golpistas, para desmarcarse definitivamente de ellos) fue la rúbrica popular que necesitaba el régimen democrático. Allí quedó por fin clausurada la mierda franquista, de la que a partir de ese momento y durante mucho tiempo ni los franquistas supieron hablar sin embarazo o sonrojo. Ya que en su día nadie tomó el Palacio de Invierno, por lo menos esa tarde quedaron repudiadas las conspiraciones de los cuartos de banderas… Para qué insistir: fue delicioso vivirlo, por muchas decepciones que vinieran luego. Sin embargo las aguas turbias aún no se habían remansado del todo. Pocas semanas después del golpe, intelectuales de la llamada izquierda estábamos convocados a un acto político-cultural en el aula magna de la Universidad de Valladolid. La cita se había acordado antes del 23-F, cuando los augurios eran menos ominosos. Ahora, después de la intentona de asonada, me parecía aún más perentorio acudir en defensa e ilustración de nuestra democracia. Pero también esa vez, como tantas otras, mi ingenuo y entusiasta criterio no era compartido por mis colegas más experimentados, de modo que todo el mundo se cayó del cartel salvo este humilde servidor y creo recordar que Agustín García Calvo. ¡Qué suerte he tenido estando siempre rodeado de progresistas prudentes! ¡Y qué poco he aprovechado de tanto sabio ejemplo y enseñanza! Entonces la consigna era no incurrir en «provocaciones» (lo de no fomentar la «crispación»

vino luego, de boca de los mismos, pero en otro contexto que veremos cuando toque hablar del País Vasco). La verdad es que el ambiente que rodeaba la facultad de Filosofía en Valladolid —«Fachadolid», como se la conocía entonces por mal nombre— era cualquier cosa menos tranquilizador. Por todas partes se veían vehículos policiales y los estudiantes abarrotaban la sala con esa mezcla de exaltación y alarma que yo conocía bien de mis tiempos universitarios. Me asaltó la inquietud de que quizá el golpe hubiese fracasado en todas partes… salvo en Valladolid. Había organizado el mitin otro eterno incauto, el entonces estudiante y más tarde estupendo periodista José Mari Calleja. No le elogiaré más, porque de entonces acá hemos llegado a querernos como hermanos y me da reparo ensalzar a la familia, pero obligatoriamente deberé volver a hablar de él cuando sea el momento de contar euskobatallas por la libertad. Baste ahora decir que desde muy joven José Mari provocó, crispó y se ciscó en la prudencia de los sabios, igual que quien esto firma: por eso nos queremos y nos sonreímos el uno al otro entre hematomas y fracturas, como dos boxeadores sonados después de la pelea. De modo que llegué, solté mi arenga y luego acordamos irnos a cenar un grupo de amigos, entre los que también estaba mi compañera de facultad Charo Zurro, otra bienaventurada que nunca escarmienta. José Mari y el resto estaban inquietos: no me dejaban solo ni a sol ni a sombra, hasta al retrete iban conmigo con embarazosa solicitud. «¡Tú no sabes lo que es esto!», me repetían una y otra vez. Pronto lo supe. Cuando abandonábamos la facultad, me rezagué un momento para responder a las preguntas de unas chicas y de pronto me encontré aislado de mi grupo. Inmediatamente aparecieron a mi lado dos individuos que se identificaron como policías y me ordenaron que les acompañase a su coche «para unas comprobaciones». El que llevaba la voz cantante era especialmente malencarado (luego supe que se trataba del peor reputado de los miembros de la brigada político-social, al que conocían muy adecuadamente por «Bocarrana») y además consciente de su repelente jeta: cuando, como no me mostraron ninguna placa, puse en duda que fuesen policías, me respondió sarcástico: «¿Y qué quieres que sea con esta cara?». Pretendían registrar mi bolso de bandolera e insistían amenazadoramente en que les acompañase. Entonces, jubilosa y triunfalmente, decidí portarme como si Franco hubiese muerto de veras. Se acabó el miedo, la sumisión, el respeto a los matones de baja estofa cuyos días de intimidación habían pasado. Yo estaba en mi país, en mi derecho y en mis libertades, ellos no eran sino la escoria del pasado que se resistía a caer en el

vertedero. De modo que les dije que no, que no me daba la realísima gana ir con ellos a ninguna parte. «¿Acompañarles a ustedes al coche? ¡Ay, no, que yo en coche me mareo!». Y seguí mi camino a grandes zancadas, acompañado de mi alarmada y querida Charo Zurro, llamando a voces a José Mari y el resto de los compañeros. No movieron ni un dedo para detenerme, se limitaron a verme marchar sin volver la cabeza. Vencidos. No, el golpe fascista tampoco había triunfado en Valladolid. En abril de ese mismo año, estreché por primera vez la mano del Rey. No precisamente por fervor monárquico. Como ya he dicho, en el referéndum constitucional había votado en blanco precisamente porque consideraba que lo mínimo que merecía un país en el siglo XX era un sistema republicano. Por muchas virtudes que tuviera don Juan Carlos, también hubiese sido Rey sin ellas y con cualquiera de sus descendientes podíamos tener menos suerte… De modo que cuando todo el mundo parecía ya monárquico por conveniencia, yo fundé con unos pocos nostálgicos (casi todos de más que mediana edad) un efímero ateneo republicano en Madrid, que logró organizar algunos modestos actos públicos sin el menor apoyo de la prensa ni de los políticos con mando en plaza. Pero finalmente llegó el momento de hacer mi presentación en la Corte. Cada año, al aproximarse el 23 de abril, su majestad invitaba a los intelectuales a una recepción en el palacio de la Zarzuela, con motivo de la concesión del Premio Cervantes. Hasta entonces ni se me había ocurrido asistir, pero en aquella ocasión —tras el fallido tejerazo— me pareció oportuno: pragmático por un día, reconocí que la estabilidad democrática era más importante que la intransigencia de mis principios igualitarios. Además la recepción tenía ese año el valor añadido de que el Premio Cervantes había recaído en mi querido y admirado Octavio Paz. El festejo protocolario tuvo cierta gracia, aunque no tanta como para incitarme a repetir la experiencia. No he nacido para besamanos ni actos sociales: alguna vez he dicho que cuando me muera, como soy malo, en lugar de al infierno me mandarán a un cóctel. Por lo menos el tiempo acompañó, porque disfrutamos de una preciosa tarde de primavera madrileña y los jardines de la Zarzuela, con buen tiempo, merecen sin duda la visita. Octavio Paz estaba radiante y yo disfrutaba viéndole disfrutar: ¡cuánto amaba la vida y qué ingenua, hasta conmovedora, era su necesidad de homenajes! En cierto momento

habíamos formado un pequeño grupo unos cuantos amigos, entre los que se encontraba Aranguren, y el Rey se nos unió con perfecta campechanía. Aranguren le comentó que la ocasión era notable, porque allí estábamos una serie de escritores que asistíamos a esta recepción anual por primera vez, aludiendo discretamente a que cerrábamos filas democráticas tras el intento golpista. Don Juán Carlos no se dio por enterado y comentó cordialmente: «Pues no será porque no os invito todos los años…». Fue una excelente manera de ponernos en nuestro lugar, para que dejásemos de darnos importancia. Bastantes años después me contaron otro buen golpe del monarca, sucedido durante una inauguración en el Retiro de la Feria del Libro. Los reyes iban acompañados del entonces alcalde de Madrid, don Enrique Tierno Galván, y se detuvieron en la caseta de una librería en la que trabajaba una cuñada mía, que es quien me refirió el sucedido. Acababa yo de publicar mi novela El dialecto de la vida y Don Enrique se la recomendó al Rey: «Mire, éste es el último libro de Savater». Tras un momento de vacilación onomástica, el monarca comentó: «A mí el que me han dicho que es muy bueno es Sábato». Tampoco le faltaba razón y además es una lata que a los escritores nos dé por tener apellidos embarazosamente parecidos. Mi primera actividad pública en la democracia como intelectual entrometido tuvo que ver con las cárceles: nunca he perdido del todo mi conciencia de expresidiario. Inmediatamente después de la muerte de Franco y de la coronación de Don Juán Carlos empezó a hablarse de una posible amnistía para los presos políticos, primero para aquéllos cuyo delito había sido pertenecer a partidos o sindicatos que ya estaban a punto de legalizarse democráticamente y luego incluso para los acusados de actos violentos, a veces con derramamiento de sangre. Por supuesto yo compartía totalmente esta reivindicación en su alcance más generoso, pero me extrañó que nadie se ocupara de los presos comunes, cuya suerte me había impresionado especialmente en mi paso por Carabanchel. La injusticia que suponía la dictadura me parecía global, por lo que resultaban no menos dignos de excarcelación quienes quedaron fuera de la ley por la ausencia de libertades políticas que quienes sufrieron la falta de oportunidades sociales y económicas o las carencias educativas. En último término, cancelar el viejo orden autoritario largamente soportado debía equivaler a un nuevo comienzo del pacto social, concediendo a todos por igual una nueva oportunidad regeneradora. De modo que empecé una campaña monoplaza con artículos en Triunfo y El País reivindicando que la amnistía alcanzase también a

los presos por delitos llamados «comunes». La propuesta fue acogida con escasas simpatías al principio, en la derecha por razones obvias y entre la izquierda porque se consideró que podía retrasar o entorpecer la liberación de los políticos. Además, como mi paso por la cárcel me había enseñado, a los detenidos políticos no les gustaba que se homologase su suerte en modo alguno a la de bribones de menor mérito moral. Sobre todo en el País Vasco mis esfuerzos fueron especialmente mal vistos: ¡cómo me atrevía a comprometer la liberación de los «chicos» mezclándoles con simples delincuentes! Sin embargo, fueron precisamente los primeros etarras excarcelados (Izko de la Iglesia, Onaindia, etcétera) quienes apoyaron con mayor determinación la extensión de la amnistía a todo tipo de delitos. En el 77, con un gesto de insólita generosidad de amplitud sin precedentes en Europa, todas las personas encausadas en España por delitos de motivación política —con o sin violencia— fueron amnistiadas. Y también numerosos presos de los llamados comunes. Los etarras «poli-milis» aprovecharon cuerdamente la ocasión para renunciar a la lucha armada y reintegrarse a la vida civil, pasando a defender muchos de ellos sus ideas políticas en partidos democráticos. Pero pocas semanas después de ésta amnistía los militares de ETA volvían de nuevo a matar, inmunes a los esfuerzos de reconciliación y convirtiéndose así en los peores enemigos de la democracia en nuestro país. Yo seguía obsesionado por las cárceles y por los frecuentes casos de malos tratos o torturas que en ellas se daban. En mis viajes a París me había informado de la lucha contra las instituciones penitenciarias tradicionales que allí encabezaba Michel Foucault, a quien había escuchado en algunas ocasiones en el Collége de France. Intenté promover algo parecido en España, me temo que con más retórica doctrinal que eficacia pragmática. Así me incorporé a la COPEL (Cooperativa de Presos en Lucha), formada por los más conscientes de los propios reclusos y por varios abogados de coraje admirable, como Gonzalo Martínez de Fresneda, Manuel Hernández Rodero, Ventura Pérez Mariño, Fernando Salas o José Mari Mohedano. En la movilización de los intelectuales de izquierda tuvimos menos éxito. Los más radicales estaban ocupados por tareas teóricas de abrumador alcance, como dilucidar hasta qué punto el imperialismo representaba la fase definitiva o póstuma del capitalismo, cuáles eran las lecciones que debían sacarse de la revolución cultural maoísta y qué aspectos válidos para la lucha de clases se manifestaban en el activismo del grupo Baader-Meinhof o de las Brigadas Rojas italianas. Para estos iluminados

el asunto de las cárceles era algo menor, un entretenimiento culpable. Por su parte, los posibilistas encuadrados en el partido comunista y en el socialista nos tenían por provocadores al servicio de la reacción siempre acechante y posibles desestabilizadores de la democracia incipiente. De modo que contábamos con pocos apoyos en la izquierda y por supuesto teníamos garantizada la feroz enemistad de la derecha. Nuestras reiteradas denuncias de los abusos que habían tenido lugar en la cárcel de Herrera de la Mancha recibían todo tipo de descalificaciones y su publicación en la prensa era cualquier cosa menos fácil o bienvenida. A los abogados que llevaban ese caso escandaloso a costa de sacrificar muchas horas de su tiempo en viajes por carretera de ida y vuelta al penal, el director general de instituciones penitenciarias (Carlos García Valdés, un liberal que se había distinguido contra el tribunal de orden público en la época de Franco) les acusaba de realizar «turismo penitenciario». Efectuábamos reuniones con un aire semiclandestino en colegios mayores, donde apenas recuerdo la compañía de rostros conocidos salvo apariciones de Pablo Castellanos y Ferlosio, que se empeñaba en firmar los comunicados de protesta como «Rafael Sánchez», con un prurito de modestia que en ese contexto solía impacientarnos un tanto. Cuando llegaron los socialistas al Gobierno, publicamos una especie de manifiesto en El País en el que les concedíamos setenta días para desterrar definitivamente la tortura y los malos tratos, como prueba de un auténtico cambio político que les ganaría nuestro apoyo más entusiasta, hecho público en el mismo medio. Firmaron el texto, además de Gonzalo Fresneda y yo (instigadores de la jugada), Aranguren, Castilla del Pino, Ferlosio, Ramón Recalde, José Mari Mohedano y Marc Palmés. De nuevo nos granjeamos los ardientes reproches de quienes nos veían como desestabilizadores voluntaristas que pretendíamos sabotear el primer Gobierno democrático de izquierdas que había conocido España desde la difunta República o como ilusos pequeñoburgueses que creían posible que la izquierda llegase democráticamente a gobernar. Menos mal que para entonces yo había interiorizado ya el dictamen de mi admirado Jean Cocteau, cuyo lema solía ser: «La reprobación me exalta». Después he tenido numerosas ocasiones de repetírmelo ante el espejo a la hora del afeitado, mientras escuchaba a ciertos contertulios radiofónicos comentar las actividades en el País Vasco de nuestro grupo ¡Basta ya! Pasados más de cien días, tuvimos que constatar que los objetivos propuestos en nuestro emplazamiento aún no se habían cumplido y así lo hicimos saber en

otro artículo en el mismo periódico. Pero, a más largo plazo, las torturas y malos tratos fueron desapareciendo finalmente de las cárceles españolas o al menos se convirtieron, de endémicos que eran en otro tiempo, en males sumamente esporádicos. En las comisarías todo indica de que también han disminuido mucho, aunque ahí no me cabe duda de que todavía perviven más de lo que conviene a la dignidad democrática del país. Sobre todo faltan aún condenas contundentes a los culpables de esas prácticas indecentes, a los que se traslada o se retira de sus puestos pero nunca llega a aplicárseles una sentencia realmente ejemplar. Sin embargo, creo que nuestro empeño incordiante de aquellos años (del que proviene la actual y ya bastante desvirtuada Asociación contra la Tortura) no fue totalmente estéril… por lo menos comparado con el de quienes se pasaban entonces las horas sopesando los méritos relativos de Mao, Lin Piao y Renato Curcio. Había seguido la primera noche electoral de la democracia en los locales de El País, en compañía de muchos amigos escritores, artistas, cineastas, etcétera. Bebimos generosamente y estábamos casi todos bastante eufóricos. Finalmente ganó Adolfo Suárez, pero hubo momentos durante el recuento en que parecían vencedores los socialistas de Felipe González. Recuerdo al bondadoso y zumbón Juan García Hortelano deambulando de grupo en grupo y murmurando con aire de conspirador: «¡Ganan los nuestros! Dentro de dos horas, nos encontramos en el mostrador de Iberia para vuelos internacionales…». En realidad fue el año 82 cuando ganaron las elecciones los socialistas y, a pesar del reciente conato golpista, no hubo necesidad de que ninguno tuviésemos que encontrarnos camino del exilio en el mostrador de Iberia. Significó una gran alegría generacional, la confirmación del cierre definitivo por derribo de la época franquista. Si excluimos a los fachas, los orates milenaristas del «cuanto peor, mejor» y los etarras, no creo que nadie sano de cuerpo y alma lamentase esa victoria. No olvidaré la noche del triunfo electoral en el Hotel Palace de Madrid, en la que acompañé a Octavio Paz y Marie-Jo, juvenilmente dichosos. Por la calle nos encontrábamos y abrazábamos viejos amigos del pasado antifranquista y personas que apenas nos conocíamos, todos sonrientes. Considerada en su conjunto, la etapa socialista fue muy positiva, con logros importantes en la reforma del Ejército, la extensión de la educación y la incorporación de España a Europa. Por lo demás, sentíamos un contento incluso estético: nunca habíamos visto antes ministros con pelo largo y vestidos con chaquetas de pana, que parecían recién llegados de una asamblea de la Facultad. En casi todos los

campos se instauró sin crueldad ni resentimiento algo así como un consenso básico de dulce subversión, una especie de sentido común progresista, un hedonismo fraternal. Luego sin duda las cosas se torcieron, empezando por el siniestro episodio del GAL (sobre todo por el afán de encubrirlo), y la maldita corrupción fue aflorando hasta el desguace del partido gubernamental, pero el balance me sigue pareciendo favorable. Representó un periodo imprescindible y beneficioso… me atrevería a decir que hasta en sus errores. Y sin duda el demasiado astuto y demasiado carismático Felipe González se comportó como un líder político de primera fila (desligando al socialismo gobernante del dogma marxista poco entendido pero muy venerado, etcétera), aunque su insistencia en conservar protagonismo después de haber cedido el poder gubernamental me parezca hoy, a menudo, menos atinado. Muy bueno, por lo general, fue Felipe cuando mandaba; después sólo regular, en el mejor de los casos, cuando le «desmandaron». El ideal político de los sesentayochistas consistió en revolucionar a la vez las instituciones públicas y la vida cotidiana de cada cual. En cierto modo mitigado pero indudable, eso es precisamente lo que ocurrió en España durante la transición democrática. Las costumbres se abrieron y los viciosos nos decidimos por el descaro. Es algo que refleja muy bien el primer cine de Pedro Almodóvar, cuyo enorme talento tardó sin embargo en ser reconocido por la prudencia excesiva del establishment. Quizá la ciudad más beneficiada por esa oxigenación transgresora fue Madrid, aprovechándose de que Barcelona y otras capitales alternativas sufrían los males casposos del regreso al terruño nacionalista. Bajo la alcaldía del saludablemente cínico Tierno Galván, vivimos lo que llegó a mitificarse bajo el nombre de «la movida». El prestigio de esta leyenda traspasó nuestras fronteras: un periodista americano, recién llegado del aeropuerto de Barajas, se presentó en mi casa a las diez de la mañana, extendió un plano de Madrid ante mis ojos adormilados y me conminó a que le señalase exactamente dónde estaba «la movida». Dicen que si uno vivió los ochenta y los recuerda es que no los vivió del todo. Yo me acuerdo de ellos, pero confusamente: es el único periodo de mi vida en que he sido noctámbulo, algo que se aviene mal con mis gustos y mi ciclo metabólico. La excitación en antros de iluminación estroboscópica y mobiliario de terciopelo ajado, las camisas fosforescentes por cuyas aberturas se vislumbraba la carne oscurecida, el ruido sin furia, la rutina del demasiado alcohol, el deambular de un lugar a otro en busca del momento perfecto a la hora

precisa, las sonrisas muy próximas de dientes blanquísimos que acaban en la lengua del beso, las casas abiertas de los desconocidos remotos amigos de nuestros conocidos en cuyos dormitorios entrábamos y salíamos sin pedir permiso pero nunca indemnes, los humos y las pastillas, la blanca rayita para esnifar que una risotada a destiempo desperdigaba por el paisaje, la música permanente, las figuras que uno perdía y reencontraba diez veces en la misma noche, los intentos de decir al oído una frase ingeniosa o picante a pesar del estruendo y de la lengua trabada por la bebida, los lavabos llenos de emociones en los que se iba a comerciar y a fornicar con mucha más frecuencia que a evacuar la vejiga, los chicos muy guapos y muy zalameros, el sida que rondaba por todas partes y se metía entre nuestras piernas sin que aún supiésemos su nombre, mientras elegía sus víctimas al tuntún. Pasé mis noches de movida con Luis Antonio de Villena, que conocía todos los lugares y era familiar de todos los habitantes de la noche. Yo salía entonces de eso que suele llamarse con circunspección algo cursi un «desengaño» amoroso y creo que estaba hecho un auténtico pelmazo, a la vez melancólico y salido, cada vez más salido cuanto más melancólico y vuelta a empezar. Pero tú me soportaste con santa resignación de epicúreo, Luis, siempre perfecto compañero. Anda, tómate una copa en mi nombre donde quieras, hermano, porque si no me equivoco aún sigues de ronda: se acabó la movida pero tú eres un perpetuum mobile. Bebe en mi nombre y dale un beso a cualquiera al pasar, Luis, que yo ya no salgo de noche.

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CUANDO MATAMOS A LIBERTY VALANCE En las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga y obliga a algo más que a escribir.

ALBERT CAMUS

U

no de mis héroes cinematográficos de categoría más entrañable es Dutton Peabody, el periodista borrachín y palabrero que interpreta el gran Edmund O’Brien en El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford. Quizá la palabra «héroe» no sea la más adecuada, porque no es precisamente un bravo entre los bravos como el personaje de John Wayne, ni siquiera un valiente accidental por pura dignidad como el abogado al que encarna James Stewart. No, el director y único redactor del Star se pasa gran parte de la película asustado, soportando los desmanes de los bravucones sin intervenir y dándose ocasionalmente ánimos para soportarlos con largos tragos de whisky. Pero cuando la democracia llega al pequeño pueblo atemorizado, no vacila en poner su periódico al servicio de los ciudadanos aunque ello le enfrente con la banda de pistoleros. Poco tardan éstos en hacerle una visita nocturna, durante la cual destrozan las oficinas del diario y a él le dejan medio muerto de una tremenda

paliza. Pero semejante vapuleo se convierte para Dutton Peabody en carta de nobleza. A quienes le encuentran luego allí tirado, literalmente machacado, aún tiene fuerzas para decirles: «Le he hablado a ese Liberty Valance de la libertad de prensa». Lo asegura sangrando pero triunfante. En efecto, en cuanto se empieza a hablar de libertad de prensa y a practicarla aunque peligre la integridad física, el final de Liberty Valance está próximo. Los años del franquismo fueron una época de forzado silencio o disimulo para los Dutton Peabodys de la prensa española. En la última etapa, ocasionalmente, comenzaron a intentarse audacias que se saldaban regularmente con el cierre de las revistas más atrevidas e incluso llevaron a la voladura física del diario Madrid. Esa explosión, que ocurrió frente a mi casa y contemplé desde mi balcón, constituyó la verdadera metáfora de la relación entre la dictadura y la prensa que no se sometía plenamente a sus dictados. Fue un suceso brutal, pero a la vez marcó el último estertor de una imposición que tocaba a su fin: la traca agonizante de aquellos sanguinarios fuegos artificiales de coacción que duraron cuarenta años. El edificio del Madrid se desvaneció en una enorme nube de polvo en cuestión de segundos, como si su estructura de argamasa y cemento hubiera sido algo meramente ilusorio, un espejismo que disipa de pronto el viento del desierto. Yo asistí a esa destrucción con una mezcla de desolación y júbilo tenaz: a ese mismo diario, a ese edificio literalmente borrado de la faz de la tierra, había llevado no mucho antes mi primer artículo publicado en un periódico. Fue de crítica sociocultural, influido hasta la mimesis por Adorno y Enzensberger, y diseccionaba una nueva colección de libros de bolsillo; anoto su título para la historia: «Psicopatología de la Biblioteca RTVE». Lo leí y lo recorté con unción revolucionaria. Salí a la calle el día de su publicación convencido de que el país había cambiado y que los pilares del régimen se cuarteaban gracias a la dialéctica inmisericorde de mis noventa líneas. Pero no fue la dictadura lo que se derrumbó entonces, sino el caserón venerable del primer periódico que se atrevía a criticar moderadamente el sistema franquista. Pues ni aun así me desanimé, mientras veía fascinado la controlada implosión del diario aniquilado. Me dije que ahora los pistoleros destruían el Star, pero yo seguía vivo, con ganas de escribir más y más, buscando el modo de desafiarles a partir de mañana. Supe que no habían triunfado, supe —de un modo ingenuo pero maravillosamente tónico— que el silencio impuesto estaba a punto de ser definitivamente roto por gritos y sobre todo páginas de libertad. Esos gritos tardaron más de lo que yo había calculado en abrirse paso, pero

finalmente resultaron vencedores. A medias, claro: toda victoria de la libertad resulta inmediatamente escasa. Aún faltaba soportar nuevas querellas judiciales, secuestros de periódicos e incluso bombas asesinas contra la sede de los insumisos. Y las dificultades continuaron más allá de la muerte del dictador y del final oficial de la dictadura. Pero lo que ya estaba en marcha no se detuvo. Para que continuase, hizo falta algo más que coraje: habilidad profesional, originalidad, capacidad de mirar y de expresar lo observado de un modo distinto. Eso es lo que aportaron precisamente los periodistas de nueva raza que se lanzaron casi a tientas a la prensa democrática como quien se arroja a un mar desconocido y aún demasiado turbulento. Así se inventaron El País, Diario 16 y el resto de las publicaciones cotidianas que convirtieron en simbólicamente efectiva la desaparición de la dictadura. Sus impulsores no eran santos ni héroes; también abundaban entre ellos los aventureros, los oportunistas y los antiguos censores reciclados en inquisidores de nuevo cuño para ocultar pasadas tropelías. Pero es que también las macetas en las que se cultivan las flores más hermosas están hechas de barro. Ellos, todos ellos, incluso aquéllos por los que uno puede guardar menores simpatías, fueron realmente los hombres y mujeres que mantuvieron en alto el pendón irónico pero atrevido de Dutton Peabody: ellas y ellos remataron definitivamente la innoble chulería de Liberty Valance y sus secuaces. Del impulso que entonces nos dieron aún alimentamos nuestro ánimo los que éramos más jóvenes o más crédulos… y poco hemos ganado en malicia con los años. De muchas cosas que hice en el pasado me siento poco contento, pero entre ellas no figura desde luego haberme dedicado tanto al periodismo. Me lo reprochan a veces con intención derogatoria: «Lo suyo no es verdadera filosofía, sino periodismo»; «Usted sólo hace ensayismo periodístico». Cada vez que me destituyen así, tengo que controlarme para que no me suba la satisfacción al rostro. Porque sí, plenamente cierto, mi género es el periodístico. Y no sólo como escritor, también como lector. Pero quizá convenga aclarar un poco mi punto de vista al respecto. La prensa ha sido el espacio público contemporáneo —el lugar más activo y reactivo de la propuesta democrática— desde finales del siglo XVIII hasta esta misma mañana: hoy por la tarde, mañana, el año próximo ya no sé, porque soy incapaz de prever lo que supondrán a este respecto los medios audiovisuales e Internet. La nostalgia me bloquea en este asunto la perspicacia adivinatoria… Espejo más o menos deformante del mundo, la prensa

ha sido también compleja y contradictoria como el mundo que refleja/deforma. En ella tiene lugar el aviso y el sermón, la esquela y el ditirambo, la noticia dedicada a subrayar la importancia de la novedad que pasa y la reflexión que anota lo persistente mientras se obstina en no pasar. Hay un periodismo de lo intrascendente, cuya urgencia comenta lo que sólo momentáneamente importa a muchos; y un periodismo trascendente, glosador de lo que viene o lo que se va en tanto se refiere a la humanidad compartida simbólicamente por los menos adormecidos. Me apresuro a decir que ambos son necesarios, pero yo he intentado casi siempre el segundo. El periodismo trascendente combate y piensa, informa y debate, entretiene y educa, acelera y frena la curiosidad por lo real. Asume la claridad de perfiles sin renunciar al choque de lo paradójico o lo inesperadamente audaz. Nunca pretende cruda y directamente alcanzar la poesía, pero a veces resulta poético sin querer y casi sin saberlo… Voltaire, Hazlitt, Larra, Chesterton, Unamuno, Ortega y tantas páginas de Borges son ejemplos de ese periodismo trascendente que me entusiasma leer y pretendo haber conseguido a veces escribir. En mi perpetua ejecutoria de aprendiz en nada he logrado ser magistral salvo en un puñado de artículos. Como adobo retórico prefiero el humor, como pauta ética la honradez: es decir, tratar intelectualmente al lector como semejante… intelectual. Para que la vida de un periodista no sea mera frustración (aunque hay frustración en la vida de todo periodista honrado, como quiso serlo a fin de cuentas Dutton Peabody) es preciso que encuentre el periódico al que su talante corresponde. Para mí lo ha sido El País y creo haber tenido la suerte de contar con el mejor vehículo para viajar hacia los lectores durante mis mejores años. Sin duda la aparición de El País fue el primer gran acontecimiento sociocultural de la democracia reiniciada. Su éxito fue tan grande que despertó contra él innumerables resquemores y envidias. En cierta ocasión, durante una reunión con sus máximos responsables, les oí quejarse muy dolidos de que se le considerase un periódico del PSOE, que entonces gobernaba con mayoría absoluta, y les dije: «No; aún peor: nos tienen por el PSOE de los periódicos». Es decir, el rodillo triunfante que pasa sobre la competencia… A ese diario me liga, a pesar de ocasionales decepciones y sinsabores, una deuda de gratitud vital que nada nunca podrá borrar. He escrito en El País desde los sucesivos números «cero» que precedieron a su aparición efectiva ante el público. A partir de ese día, hace ya más de un cuarto de siglo, nunca ha pasado ni un mes sin que aportase alguna colaboración; sobre todo artículos de los llamados «de fondo»

pero también entrevistas, crónicas de viaje, reseñas, columnas en el suplemento dominical, cartas al director y hasta notas deportivas sobre hípica. Jamás me rechazaron nada y poquísimas veces me pidieron corregir o reformular algo… casi siempre por muy atendibles razones. ¡Incluso hubiera preferido que alguien más atento o menos respetuoso de la redacción me señalase previamente mis frecuentes errores para poder rectificarlos antes de que la edición los hiciera inevitables! De modo que considero El País como algo mío, tan mío como pueda serlo de cualquier otro y más desde luego que de aquellos que sólo han puesto en él su dinero. A través de los años, creo haber contribuido a configurar en parte a los lectores que nos acompañan y esos lectores son la carne viva del periódico, sin los cuales queda reducido a humo y publicidad. Por eso cuando, tras algún desencuentro, voces no siempre desinteresadas me han aconsejado que lo dejara y me fuese a otro diario, siempre he contestado que no pienso abandonarlo voluntariamente, salvo que me pongan de patitas en la calle. Y si lo que escribo desazona hasta lo insoportable a algunos de los que forman parte de la casa… pues qué remedio, que se vayan ellos. El incidente más grave que he tenido en El País ocurrió en los primeros tiempos del periódico. Comenzaba a tramitarse la ley de divorcio impulsada por Fernández Ordóñez en el Gobierno de UCD y los obispos perseveraban en una escalada de protestas contra esa medida civilizada, como suelen hacerlo siempre que las instituciones laicas merman su poder sobre la cuna, la escuela, el lecho matrimonial o los rituales funerarios, las cuatro patas del tinglado de la antigua farsa. En la incipiente democracia todavía reinaba un respeto prudencial hacia las sotanas, de modo que sus anatemas eran recibidos con resignada disconformidad. A mí me hervía la sangre ante esas voces dogmáticas de quienes aún no hacía tanto paseaban a Franco bajo palio o bendecían ejecuciones capitales. Con una historia tan antiliberal y tan antidemocrática como la de la Iglesia católica en España, lo menos que podía pedírsele era cierta discreción ante los esfuerzos pacíficos por establecer al fin un Estado de derecho moderno en nuestro país. De modo que escribí una tribuna de opinión titulada «Osadía clerical», de tono bastante combativo, que publiqué también en La bicicleta, una revista anarcoide con la que yo colaboraba eventualmente. El artículo tardó en salir en el periódico: finalmente apareció, en unas fechas en que el director Juan Luis Cebrián estaba de viaje por Estados Unidos y se había quedado como responsable de opinión José Luis Martín Prieto. Se armó la de Dios, nunca mejor

dicho. Cartas de protesta, indignación en los diarios de la derecha y supuesto temor empresarial a que los colegios católicos prescindiesen de los libros de texto de Santillana, propiedad de Jesús de Polanco, principal accionista del diario. Juan Luis volvió de su viaje y yo telefoneé a Martín Prieto, con timidez y cierta diversión, para preguntarle cómo veía la cosa. Me contestó también con bastante guasa: «Pues, en resumen, creo que tú vas a irte a La bicicleta y yo a Deportes». Pero la cosa no fue para tanto. Hubo una tumultuosa reunión de accionistas en la que uno de ellos dijo que pondría de inmediato su participación en venta si yo seguía en el periódico; entonces mi amigo Antonio de Senillosa se ofreció con toda prontitud a comprársela y ahí acabó todo. Durante meses e incluso años después, cuando iba a algún centro escolar o cultural a dar una charla, casi siempre alguien terminaba sacando el recorte del famoso artículo para pedirme que se lo firmase… Después, en muchas ocasiones y en diversos tonos, algunos «posmodernos» me han hecho notar que el anticlericalismo es una actitud anticuada, decimonónica: a mí me sigue pareciendo una forma de salud mental. También me trajo algunas complicaciones mi costumbre de publicar de vez en cuando artículos republicanos (cada 14 de abril, por ejemplo), cosa no precisamente frecuente en la prensa de la época. Digo republicanos y no antimonárquicos, porque yo solía defender más bien la cuestión de principio — en una democracia todos los hombres nacen libres e iguales, por lo tanto todo cargo público de gobierno debe ser electivo— sin dedicarme a críticas personalizadas contra los representantes actuales de la monarquía. Pero me fastidiaban —¡y me fastidian!— las ridículas tufaradas de incienso idolátrico a sus majestades con las que pretenden asfixiarnos los cortesanos de nuevo cuño. Me exasperaba en particular una cretinez aduladora que solía repetir Camilo José Cela en cuanto le ponían un micrófono ante la boca: «Los españoles tenemos un Rey que no nos lo merecemos». Por lo visto ajuicio de aquel famoso señor atorrante y genialoide lo que nos merecemos los españoles es otro Calígula o por lo menos un Haile Selassie. Contra esa sentencia fatal escribí un artículo llamado «Lotería primitiva», cuyo sólo título —luego plagiado por algún que otro devoto, por cierto— condensaba bastante adecuadamente mi principal objeción contra la institución hereditaria. Como precisión estilística me enorgullece consignar que sobre tal juego de azar no se hacía la menor mención en el resto del artículo, en homenaje a la inteligencia de mis lectores y para subrayar la deficiencia de la de Cela. También estas ciento veinte líneas causaron cierto

escándalo. A Juan Luis Cebrián le llamaron discretamente a la Zarzuela para que recibiese en persona las quejas a mí debidas, que soportó con solidaria entereza y me transmitió con tranquilizadora ironía. Seguimos adelante sin otro inconveniente, a pesar de que la sombra de Liberty Valance tardaba más de lo debido en desvanecerse. Aún he tenido algún que otro tropiezo por bromear con lo intocable. En cierta ocasión me vi obligado a comparecer en los juzgados de la Plaza de Castilla para atender a una denuncia por un artículo de corte antimilitarista que empezaba diciendo en tono zumbón: «Todos los años, cuando los ecologistas publican las listas de especies zoológicas en peligro busco a los militares pero nunca los encuentro…». El funcionario judicial que me interrogó al respecto insistía sorprendentemente en averiguar si alguien me había «dictado» o «sugerido» esas líneas culpables. Tuve en la punta de la lengua responder «el Espíritu Santo» pero me contuve: por tal autocontrol del que pocos años atrás hubiese sido incapaz deduje, melancólicamente, que maduraba. Finalmente pasé al despacho de Clemente Auger, quien tras una leve recomendación de prudencia sumergió mi expediente en las profundidades de un cajón que sin duda desembocaba directamente en cualquier vertedero… Gracias a mi tarea periodística en El País he estrechado o iniciado amistades con una serie de figuras benévolas de mi tarot personal: Juan Cruz, siempre tan atento y generoso para abrirme nuevas puertas, Patxo Unzueta, Joaquín Estefanía, Angel Sánchez Harguindey, Vicente Verdú, María Cordón, Hermán Tertsch… y por supuesto Javier Pradera. Con Javier, al que querría exactamente igual incluso si de él hubiese aprendido menos, inicié la aventura de la revista Claves de razón práctica, que dura ya más de diez años ininterrumpidos y creo que es de las mejores en su género —el ensayo periodístico de alta divulgación — entre las que aparecen en España. A veces Javier y yo nos asombramos de que números en cuya preparación nos reímos tanto salgan luego tan solemnes… En esas páginas hemos dado a conocer bastantes autores españoles que de otro modo hubieran quedado confinados en revistas de cátedra o publicaciones muy minoritarias. Por supuesto, el verdadero director de la publicación es Javier Pradera, aunque por amable insistencia suya figuro como codirector. Lamento decir que mis capacidades organizativas y administrativas, por no mencionar mis conocimientos editoriales, son completamente inexistentes. Pero seguramente, a estas alturas, ustedes ya se lo figuraban.

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ZORROAGA Has visto el resultado en otros casos: yacentes cepas son los defensores talados por el viento en los alcores, presentes sucesiones de fracasos. Pero es bueno saberse todavía en la turbia batalla noche y día.

JON JUARISTI

A

mediados de los años setenta, yo era un profesor universitario que había perdido su universidad: un perrito sin amo, por aceptarlo de una vez. Me habían expulsado de la Autónoma y carecía del mínimo apoyo académico en la Complutense, ambos rectorados me negaban su venia para enseñar y padecía un futuro del color de las hormigas, como suele decirse en México. Malvivía escribiendo aquí y allá, haciendo traducciones y sobre todo beneficiándome de la generosidad de mis padres. Entonces acudió en mi socorro —y bendito sea por ello— Carlos Moya, quien se las arregló para acogerme en su departamento de Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Me encontré convertido en profesor de Ética y Sociología, porque para el ideario inquisitorial del franquismo la primera y muy respetable disciplina debía acompañar a la sospechosa segunda como una pareja de la guardia civil a un gitano

malencarado… Pero semejante disparate académico me favoreció en este caso y le permitió a Carlos reclamarme para su departamento, puesto que en el de mis colegas filósofos seguía siendo anatema. De mis perpetuas difíciles relaciones con la mayoría de los filósofos «de oficio» podría escribirse todo un libro, pero aún más aburrido que éste: baste saber que con los años y las publicaciones, se han ido resignando a mí… como yo a ellos, desde luego. Fui profesor en la UNED durante cuatro años, siempre amparado por la benevolencia heterodoxa de Carlos Moya. En mi época, al comienzo de su andadura, era la universidad aparentemente más cómoda del mundo porque no había que dar clases. Nuestras obligaciones se reducían a atender a los alumnos por teléfono un par de veces a la semana y viajar a distintas provincias españolas o al extranjero cuando llegaba la época de exámenes. La verdad es que no dejaba de ser paradójico que alguien tan poco amigo de los exámenes como yo (después de todo me habían expulsado de la Autónoma por negarme a calificar las pruebas finales) se viera reducido como única función docente a la de examinador. A la hora de elegir destino para vigilar tales ejercicios, la mayoría de los compañeros preferían lugares soleados, las islas mediterráneas, etcétera, pero mi querencia invariablemente tiraba hacia el norte. Por eso fui varias veces a La Rioja, una tierra que me encanta (me parece que tiene todo lo bueno del País Vasco, salvo el mar, y ninguna de sus contraindicaciones), donde trabé amistad con los profesores del Colegio Universitario de Logroño, especialmente con Aurelio Arteta y Pedro Arrarás, luego, ahora y siempre tan queridos. Después, cuando inauguraron el centro de Vergara, el único por entonces de la UNED en Euskadi, fui en varias ocasiones a examinar allí, alguna vez en compañía de colegas tan dilectos como Javier Muguerza o Pilar del Castillo, cuya compañía era capaz de hacer gratos incluso los antipáticos exámenes. Parábamos en el Hostal Lasa, donde doña Juanita se encargaba de que nos sirviesen unas comidas realmente memorables. La sombra algo achacosa y un poco feudal de Telesforo Monzón, pintoresco ministro del primer Gobierno vasco durante la República, planeaba sobre la villa, pero mucho más la de los ilustrados de antaño, aquellos amigos del país que se carteaban con Voltaire o Rousseau. ¿Cómo olvidar que la pequeña Vergara contaba con dieciséis suscriptores de la Enciclopedia de Diderot, en una época en la que sólo eran poco más de dos mil en toda Europa? La única vez que salí al extranjero para un examen de la UNED fue porque me tocó París y a París nunca he sabido resistirme. Lo que allí ocurrió demuestra

que soy un profe tan indigno de confianza como siempre se me ha hecho notar. El examen era por la mañana, en un local bastante remoto al norte de la ciudad, y estuvo notablemente concurrido. Una vez finalizado, cargué con los ejercicios y me reuní alegremente con una moza española con la que me había citado cerca des Les Halles. Comimos estupendamente —tripes a la mode de Caen, si no recuerdo mal— y bebimos abundante Beaujolais que, si no era precisamente nouveau, a mí me lo pareció, tras el largo examen y en la euforia parisina. Después recorrimos varios bares, tomando calvados y haciéndonos carantoñas. Cuando nuestras lenguas estaban ya un poco torpes y las caricias empezaban a resultar llamativas hasta para lo que se estila en esa bendita capital, decidimos retirarnos al hotel para disfrutar de una prometedora siesta y sudar cuanto habíamos ingerido. Entonces advertí que en algún momento de nuestro paseo me había olvidado la carpeta con los exámenes. Recorrimos en sentido inverso el trayecto, a tropezones y muertos de risa aunque yo sentía una vaga aprensión culpable por lo ocurrido. Experimenté verdadero alivio cuando en uno de los bistrots encontramos los dichosos papelotes. «Nunca más, nunca más», me repetía contrito mientras tomábamos otro calvados para celebrar el final feliz de la aventura. Y después hicimos una estupenda siesta, digna de París. Por entonces comenzó a funcionar en San Sebastián la facultad de Filosofía de la recién creada Universidad del País Vasco. Su decano comisario era Ramón Valls, un especialista en Hegel tolerante y fiable. Le secundaban entrañables amigos y compañeros de innumerables correrías pasadas como Javier Echeverría, Víctor Gómez Pin o Marisol de Mora, toda eficacia e incansable en su generosidad. Como el País Vasco inspiraba cierto miedo por la situación de violencia reinante (era la época en que ETA liquidaba a cien o más personas por año) y la facultad parecía aún en su novedad un sobre sorpresa sin abrir, no abundaban los candidatos para ocupar sus plazas docentes. De modo que mis amigos me apremiaron para que me uniese al experimento donostiarra. No lo dudé mucho, a pesar de que la UNED —con su ausencia de clases y su mínimo trabajo académico— parecía el empleo perfecto para alguien que anhelaba tiempo para escribir y leer, como resultaba ser mi caso. Pero yo nunca había dejado de soñar con volver definitivamente a San Sebastián. Nuestra familia siempre había conservado una casa allí, que sólo se ocupaba colectivamente durante los veranos y que yo a veces habitaba en solitario durante la Semana Santa. Según mi vieja y supongo que injusta manía, seguía atribuyendo todos mis achaques, frustraciones y melancolías a la obligación de vivir

cotidianamente en Madrid. Ahora tenía la oportunidad de convertirme otra vez en donostiarra efectivo, aunque fuera a costa de ir y volver en tren todas las semanas (pues nunca pensé en renunciar por completo a la frecuentación de la familia, los amigos y sobre todo amigas, el periódico, etcétera, que tenía en la capital del reino). En aquella época (y quizá en cualquiera), renunciar a una plaza cómoda en Madrid para irse a trabajar en provincias, a costa de un vaivén ferroviario —¡dos noches por semana habría que dormir en el tren!— que además se llevaría la mayor parte de mi sueldo, era una auténtica extravagancia. Como tantas otras de mi vida, la cometí con júbilo y con un sentimiento triunfal de liberación. No me arrepentí, todo lo contrario. Los años de Zorroaga fueron divertidos, turbulentos e imprevisibles: lo mejor que uno puede pedirle a la vida. El conjunto de edificios en los que dábamos clases, situados en lo alto de una colina al final de Amara, presumían de un cierto aire oxoniense gracias a la torre de la capilla que los vigilaba. En realidad, eran casi una pura ruina. En su día acogieron un asilo de ancianos, pero su mal estado aconsejó trasladar a los pensionistas a un albergue colindante más moderno. De vez en cuando los viejecitos aparecían por el bar, para beber libremente el vino que les regateaban en su asilo y codearse con las chicas, jubilados jubilosos. Las aulas carecían de calefacción y la mayoría padecían unas goteras de envergadura torrencial. Cuenta la leyenda que cierta mañana lluviosa, cuando el profesor explicaba al presocrático Tales y su dictamen de que todo es agua, un turbión del aguacero empezó a caer sobre los alumnos y uno de ellos, tapándose bajo su cartera con resignación, comentó en voz alta: «Bueno, veremos lo que ocurre cuando lleguemos al que dice que todo es fuego…». Era habitual que los profesores diesen clases con el chubasquero puesto y, en invierno, sin quitarse los guantes. En cierta ocasión la techumbre de un aula, anegada, se derrumbó pocas horas después de que docenas de alumnos hubiesen estado allí reunidos, evitándose por poco una auténtica tragedia. Pasaron años hasta que estas deficiencias comenzaran parsimoniosamente a remediarse. Y esos años, sin embargo, fueron los más tormentosamente felices de Zorroaga. Gracias a la socarrona liberalidad de Valls y a la circunstancia histórica que nos marginaba de los circuitos académicos habituales, profesores y alumnos gozábamos de la más real autonomía universitaria que jamás haya habido en nuestro país… ni supongo que en ningún otro. Al elenco docente se fueron incorporando una serie de figuras intelectuales de primera fila, que por una u

otra razón gremial no encajaban en los planes de centros más convencionales: veteranos tan ilustres como Víctor Sánchez de Zabala o Miguel Sánchez Mazas, luego Julio Caro Baroja y novelistas como Félix de Azúa, Vicente Molina Foix o Javier Fernández de Castro, talentos poco dóciles como Tomás Pollán, Juan Aranzadi, Ferrán Lobo o Virginia Careaga, etcétera. Allí daban conferencias ocasionales Agustín García Calvo y Eduardo Mendoza, mientras que gracias a las conexiones sarbonnards de Víctor Gómez Pin contábamos con la presencia habitual de filósofos franceses de la talla de François Chátelet, el decano de la Sorbona Pierre Aubenque o el mismísimo Jacques Derrida, que semana tras semana cogían el tren de París hasta Hendaya y allí un autobús para llegar hasta San Sebastián… ¡mientras les reclamaban en vano prestigiosas universidades de Estados Unidos! También estuvo entre nosotros el gran matemático René Thom, que dio un curso de doctorado al alimón con Eduardo Chillida: lo bien que se aclimató entre nosotros el autor de la teoría de las catástrofes debería habernos dejado pensativos… Sinceramente, dudo que en ninguna otra parte de España se diese en esos días una concentración de talentos indudables y a menudo heréticos tan notable como la que se reunió en nuestras desvencijadas aulas. Pero lo mejor de todo era el clima de libertad y (¡aún mejor!) de libertinaje que reinaba permanentemente en Zorroaga durante esa época inicial. Gran parte de los profesores estábamos unidos por previos lazos de amistad y yo diría que también de complicidad vital desde antaño. Cada uno procuraba incorporar en el equipo a la gente intelectual y humanamente más interesante que conocía. Así yo «pesqué» para la causa a los navarros Aurelio Arteta (que después me sucedió en mi cátedra de Ética) y Pedro Arrarás, así como a Juan Berraondo, con quien había compartido toda la primera mitad de mi vida. También fuimos sumando al claustro los alumnos de nuestras primeras promociones, como Mikel Iriondo, por quien siempre he sentido un afecto casi empalagosamente paternal. La verdad es que entre alumnos y profesores reinaba un clima de familiar camaradería que en contextos más tradicionales hubiera resultado escandaloso (en mis inicios como profesor ayudante en la Autónoma de Madrid, uno de los reproches que a mí y a otros colegas del departamento díscolo nos hicieron ocasionalmente las autoridades era que los alumnos «nos tuteaban»). En Zorroaga era cosa habitual que al acabar las clases de la tarde nos fuésemos algunos ilustres miembros del profesorado en amable compañía con los discípulos a beber txakolí y tomar pinchos por la Parte Vieja donostiarra. Y la cosa podía prolongarse en alguna discoteca, si la ocasión lo merecía. El trasiego amoroso entre todos era de una

fluidez y complejidad que habría encantado a cualquier antiguo aficionado al vodevil. En no pocas ocasiones estos amables enredos llegaron a institucionalizarse, porque el colectivo de antiguos profes de Zorroaga que terminamos más o menos casados con alumnas no es pequeño. Una vez al trimestre solíamos realizar en la vieja casona que fue antes asilo una fiesta que hubiera puesto los pelos de punta a los partidarios de erradicar las bebidas alcohólicas, las yerbas prohibidas y la música profana de la santidad de los recintos universitarios… Y sin embargo, creo que allí se habló más de verdadera filosofía, de literatura y de cultura en el más amplio y auténtico sentido de la palabra que en muchos centros que cuidan mucho las formas y menos los contenidos. Es cierto que éramos académicamente descuidados y que nuestros programas se atenían poco a las pautas oficiales, lo cual hubiera sido fatal en una facultad de Medicina, por ejemplo, aunque en una de Filosofía no resultaba necesariamente nocivo. Fuimos algo así como un Summerhill filosófico o como aquella escuela libertaria inventada por Bertrand Russell y Dora Black. Una experiencia intensa pero extravagante de enseñanza y aprendizaje partiendo de la base de que estábamos accidentalmente en el Paraíso Terrenal… aunque conscientes por mil indicios de nuestro destierro efectivo de tan dichoso lugar. El primero de ellos, claro está, es que en el Paraíso no se necesita enseñar ni aprender nada, ni siquiera filosofía. Según Mark Twain, el error de Adán fue comerse la manzana y no la serpiente misma: por eso le pasó lo que le pasó. Nosotros nos comimos todas las manzanas del árbol, la serpiente, el árbol entero y ya llevábamos devorada la mitad del Jardín cuando llegó el ángel con su espada flamígera: lo esperábamos, siempre llega antes o después. De modo que nuestra propia despreocupación se volvió contra nosotros hasta resultarnos fatal. Que nadie nos tome como ejemplo porque todo ocurrió en circunstancias tan especiales que quizá ya no vuelvan a darse; y además acabó bastante mal. Pero para la mayoría de quienes lo vivimos (en el púlpito o en el pupitre) fue una aventura; es decir, algo de lo que jamás te arrepientes del todo y sigues recordando tenazmente con nostalgia. Una de mis muchas noches en tren —ida y venida cada semana, durante doce cursos— la compartí con Víctor Gómez Pin. Mientras tomábamos la última copa y traqueteábamos en la oscuridad, hablamos con excitación promisoria de lo que pensábamos decir en clase cada uno al día siguiente, de la gente que veríamos o buscaríamos, de si tendríamos tiempo al llegar de darnos un breve paseo por la Concha, frente al mar recién inaugurado por la luz de la mañana. De pronto nos

echamos a reír y entrechocamos los vasos (de plástico, wagon-lits no nos permitía otros): ¡coño, resulta que íbamos contentos a trabajar! Algo así no puede durar, aunque para nosotros duró bastante; y fue glorioso mientras duró. Otro indicio indudable de que en nuestra supuesta Arcadia había calaveras admonitorias y respondonas era la pertinacia terrorista. Al principio, admito que no quise reconocer la gravedad atroz del síntoma. Veníamos del generalizado terrorismo dictatorial del franquismo —del que todavía quedaban activos Batallones Vasco-Españoles, Montejurras y otros detritus malolientes—, por lo que consideré a ETA un episodio desdichado más de la saga criminal del antiguo régimen que poco a poco se iría extinguiendo, apagados esos rescoldos del pasado por el chorro potente y limpio de la recuperada libertad. A fin de cuentas, yo me sentía tan sentimentalmente abertzale como el que más: ¡hasta puse una ikurriña a la entrada de mi apartamento de Madrid, clavada orgullosamente en la pared con cuatro chinchetas! Me parecía la mejor manera de colaborar en la recuperación democrática de España. A diferencia de lo que me pasaba con los nacionalistas del PNV —que me resultaban por lo común xenófobos, frailunos y estrechos de todo menos de panza—, consideré a la gente de Euskadiko Ezkerra muy simpática y dinámica en su potenciación conjunta de valores tanto locales como universales. Yo quería que el País Vasco fuese la avanzada en la radicalización democrática del resto del Estado… Por eso asistí también a mítines de Herri Batasuna y colaboré ocasionalmente en el diario Egin: siempre he procurado escribir argumentando para quienes no piensan como yo, no para los que comparten mis opiniones. Mario Onaindia, con su habitual guasa baja en estridencias, solía burlarse de mi comprensión por los radicales: «Fernando se cree que los de Batasuna son como los Verdes…». En otra ocasión, cuando compartíamos tarima en un coloquio, mientras yo proclamaba que en el País Vasco los curas eran de armas tomar, oí a Mario murmurar junto a mí: «¡De armas tomadas!». Pero nada conseguía desanimarme: empleaba mi tiempo libre en ir a institutos de cualquier localidad vasca y en asistir a coloquios sobre cultura, identidad nacional o lo que se terciase. Siempre misionero, ay, y miope para distinguir a mi alrededor a los antropófagos que calentaban la marmita en la que pensaban cocinarme… junto a tantos otros. Incluso participé en una mesa redonda en la fundación Sabino Arana, junto a Iñaki Azkuna y varios más, en la que acabé haciendo una defensa de la heterodoxia celiniana de Jon Mirande. ¡Y soñaba con un bertsolari que, en lugar de repetir combinaciones trilladas de los lugares comunes de la tribu, fuese

capaz de blasfemar contra todos y contra el Todo con los acentos de Rimbaud! En mi departamento me esforcé por organizar algunos encuentros entre alumnos y escritores euskaldunes, como Bernardo Atxaga, que entonces aún no había alcanzado su merecida reputación en el resto del Estado. Por supuesto, también procuramos en Zorroaga que cada una de nuestras asignaturas tuviese la posibilidad de ser cursada en euskera por quien lo desease. Pero me dio enseguida la impresión de que los profesores encargados de la clase en esta lengua eran elegidos entonces por criterios de afirmación patriótica más que por competencia profesional, de acuerdo con la vieja escuela de las oposiciones franquistas. En mi asignatura de Ética, el encargado fue un cura que venía del País Vasco-francés y cuyo mayor mérito parecía ser haberse distinguido en el apoyo a los refugiados radicales durante el franquismo. A comienzos de curso me pareció cortesía académica informarle de cuál iba a ser mi programa (primero Aristóteles, luego un poco de Spinoza y después Nietzsche), así como interesarme por el suyo. Me informó de que iba a desarrollar sus clases bajo el título general siguiente: «Ética y disidencia política: san Ignacio de Loyola». Farfullé que estaba seguro de que habían de resultar sumamente interesantes… Como digo, nada lograba debilitar mi confianza en que poco a poco la situación intelectual y política se iría normalizando en una convivencia quizá polémica, pero ilustrada y pluralista. Yo suponía que con el ideario radical nacionalista ocurriría como con la pornografía. Tras la muerte de Franco, en la transición, las ciudades españolas se llenaron de cines pomo que asestaban a los papanatas películas de una memez e indigencia artística modélicas, pero que mucha buena gente iba a ver exclusivamente porque estuvieron prohibidas demasiado tiempo. La libertad fue justicieramente fatal con estos subproductos, porque en cuanto se hicieron accesibles cesaron de interesar a la mayoría y los locales dedicados a cultivarlos fueron desapareciendo poco a poco. Como los dogmas históricos y antropológicos nacionalistas no me parecían de mejor calidad, esperé confiado que en un clima abierto y no prohibitivo seguirían el mismo camino. A la vista está que, como tantas otras veces, me equivoqué. El error estaba en que la pornografía fue semiliquidada por la libre competencia con mejores ofertas narrativas o estéticas, mientras que en el terreno ideológico las razones políticas o sociales que podían competir con el nacionalismo más acerbo quedaron prácticamente inéditas por la coacción de la violencia y la pertinacia doctrinal de las nuevas autoridades educativas e informativas en el País Vasco. Y así vino lo que vino.

La clave del llamado problema vasco, como ya he apuntado, residía ante todo para mí en la perduración de la violencia. Esa cuestión, que afectaba a todos los ciudadanos, en mi caso me atañía además de un modo digamos que «profesional». Me dedico a la filosofía práctica, al estudio de los valores éticos y políticos. Aunque ya sé que un profesor de esas materias no es un predicador ni tiene por qué ser un edificante activista, siempre me ha resultado imposible en ese campo desligar completamente la reflexión sobre los grandes autores y los temas básicos de pronunciamientos claros sobre las circunstancias vividas, sobre todo cuando tienen la gravedad que alcanzan realidades abominables como la tortura o el terrorismo. Por eso me he negado también sistemáticamente a dar charlas o cursos en países que viviesen bajo regímenes declaradamente dictatoriales, donde considero que me sería imposible hablar libremente y escudarme en cuestiones meramente académicas equivaldría a mis ojos a una vergonzosa complicidad. Pese a haber sido varias veces invitado no fui a Chile ni a Argentina hasta que recuperaron la democracia. Viajé a Panamá cuando aún mandaba Noriega, pero llevado por la oposición y para dar una charla sobre antimilitarismo. Tampoco he ido a Cuba. Hace cuatro o cinco años me propusieron dar una conferencia en La Habana sobre educación y ofrecí como tema «Educación y democracia». Me respondieron que el segundo término resultaba demasiado provocativo y que sería mejor titularla, por ejemplo, «Educación y Polis». Contesté que ya sabía que en Cuba son los «polis» quienes controlan la educación y que precisamente por eso yo prefería hablar de democracia. No insistieron más. En lo tocante al terrorismo, nunca he sido partidario de él ni siquiera cuando las circunstancias dictatoriales lo convierten en una reacción parcialmente comprensible. Creo haber sido de los pocos «progres» españoles que no se entusiasmaron cuando ETA voló al almirante Carrero Blanco. Recuerdo que ese día bajé a la calle con mi padre: él se dirigía pasito a pasito, apoyado en su bastón, a oír misa en la iglesia de la calle Maldonado y yo me despedí de él en la esquina de General Mola para dirigirme a la editorial Taurus, donde tenía cita con Jesús Aguirre y Alfonso Carlos Comín. Pocos minutos después advertí que había olvidado unos papeles y regresé a casa, tropezando con mi padre, que volvía también despacito sobre sus pasos. «Pero bueno, ¿ya has oído misa?»; y él contestó tranquilamente: «No, es que me parece que han volado la iglesia». En efecto, a lo lejos se levantaba una gran humareda y se escuchaban las sirenas de los vehículos policiales. Pocos meses después, invitado por François Chátelet,

tuve ocasión de dar una charla en la Universidad parisina de Vincennes, en un encuentro entre pensadores franceses y españoles. Ahí sostuve mi rechazo al uso de la violencia paramilitar que sólo lleva al triunfo de unos militares sobre otros pero nunca al establecimiento de la primacía democrática de la sociedad civil. Mantuve una discusión amable pero viva con Lyotard, precisamente en torno al atentado a Carrero y la actividad de ETA. Procuré explicarle por qué el «sic semper tyrannis» que gritó John Wilkes Booth tras asesinar al presidente Lincoln me parecía un desahogo vengativo pero un mal lema para orientar movimientos políticos en el siglo XX. Por cierto que fui entonces apoyado por Agustín García Calvo y ese respaldo de mi admirado maestro me llenó de ingenuo orgullo. Manteniendo esta misma línea, bastantes años después me atreví a sostener en un acto público en Madrid que la fascinación por Che Guevara le había convertido, para muchos europeos más entusiastas de la guerrilla que de la democracia, en un Rambo de izquierdas, y se armó tal alboroto ante esta blasfemia que tuve que salir protegido por algunos amigos para llegar incólume a casa… Aunque hago mío el lema de Georges Bernanos —«nunca nos cansaremos de escandalizar a los imbéciles»—, ahora ya por experiencia recomiendo también mantener siempre expedita una salida de urgencia… Durante las horas de clase en Zorroaga procuraba atenerme a mi programa para el curso, pero en mis artículos y en las charlas que ofrecía fuera de las aulas comentaba la actualidad, manteniendo una postura abierta e inequívocamente crítica frente a la violencia terrorista. A finales de los años setenta y comienzos de los ochenta esta actitud no era ni mucho menos tan frecuente como ha llegado a serlo luego, sobre todo entre la gente de izquierda (que solían repartirse entre los que «comprendían aun sin aprobar» la dinámica de ETA y los que «comprendían aun sin aprobar» la respuesta de los GAL). En nuestra facultad, ser un profesor «majo» consistía en guardar silencio o limitarse a menear la cabeza con reproche ante los atentados de ETA, pero condenar en voz alta vivamente las torturas, abusos policiales y la actividad de los paramilitares. Por aquellos años, los periódicos progresistas rara vez hablaban de «terrorismo» y se referían a ETA con un respeto que no siempre tenían por el Ministerio del Interior. Por supuesto, la expresión «totalitarismo» aplicada al proyecto del llamado Movimiento de Liberación Nacional Vasco no la manejábamos ni yo ni nadie (me menciono porque creo recordar que fui el primero, bastante después, en empezar a emplearla habitualmente, cosa que ya hacen incluso los

nacionalistas del PNV). En aquellos años, las víctimas eran lloradas —y a veces con necesaria discreción— sólo por sus familiares, por algunas autoridades y por algún amigo próximo, pare usted de contar. Cuando mataban a un militar o a un guardia civil, muchos de los que deploraban el crimen sentían de todos modos que era peor el militar o el guardia civil que el brusco y noblote muchacho que lo mataba. Incluso personas a las que he llegado a apreciar tanto como Juan Mari Bandrés evitaban entonces cuidadosamente llamar «terroristas» a los etarras y decían en su descargo que cuando atentaban contra un miembro de las fuerzas armadas no lo hacían por ninguna razón personal sino por su rechazo al uniforme. Memorablemente le respondió en un artículo Rafael Sánchez Ferlosio que lo grave no es que no tuviesen nada personal en contra, sino que careciesen de algo impersonal a favor. En el año 80, recién llegado a Zorroaga, asesinaron a un joven profesor (tenía mi misma edad) de la facultad de Derecho, Juan de Dios Doval, hijo del notario que se había hecho cargo del protocolo de mi padre cuando nos trasladamos a Madrid. Pertenecía a UCD, formación política que fue físicamente exterminada por ETA en el País Vasco, aunque ahora ya no sean muchos los que lo recuerdan. Por supuesto la universidad no cerró sus puertas ni suspendió sus clases. Hubiera sido pedir demasiado. A esos tiempos se refieren algunos nostálgicamente cuando hablan de que «antes no había tanta crispación como ahora». No siempre me fue fácil evitar en mis clases la deriva al debate sobre la actualidad. Uno de mis alumnos fue José Luis Álvarez Santacristina, Txelis, exseminarista que luego se convirtió en uno de los «teóricos» de la banda armada para mucho más tarde, ya encarcelado, regresar según parece a su piedad religiosa originaria. Una vez sacó a discusión en el aula uno de mis artículos, escrito tras un atentado. Como siempre, hizo primero su intervención en euskera y luego la tradujo al castellano, para que la entendiéramos yo y la mayoría de los alumnos de la clase. Era un polemista vigoroso pero educado, que empezó admitiendo mi derecho a mantener «neutralidad» en el conflicto vasco. Con cierta vehemencia poco profesoral le repuse que yo no era en modo alguno neutral, sino que estaba apasionadamente del lado de quienes renunciaban a la violencia y optaban por la lucha política estrictamente democrática, parlamentaria o extraparlamentaria pero siempre civil, como único medio decente de afrontar los problemas reales de nuestro país. Nos iba la salvación personal y colectiva en dar fin institucional de una vez al encadenamiento atroz

de venganzas y contravenganzas (yo estaba por entonces bastante impresionado con las doctrinas de René Girard). Con Txelis y otros alumnos radicales comprendí poco a poco las limitaciones de la regeneración por vía cultural. En mi candor suponía yo que al frecuentar los grandes autores y familiarizarse con los más hondos debates del pensamiento, los jóvenes bárbaros —retoños del caserío y la parroquia— irían pasando de la guerrilla a la polémica, de la intransigencia xenófoba a la complejidad de identidades posmodernas. Así fue en ciertos casos, desde luego, pero en otros el barniz cultural no hizo más que sofisticar —es decir, agravar— la voluntad agresiva de discordia, dotando de coartadas aprendidas en Michel Foucault o Alain Badiou a la vieja estrategia de Caín. Entonces me di cuenta también de que las más sutiles y alambicadas teorías actuales de los maestros antisistema, que en otros lugares propiciaban simposios tan confortablemente subversivos entre profesores incapaces de matar a una mosca, eran de muy poca ayuda allí donde se intentaba agónicamente asentar las bases de una convivencia democráticamente pacificada. En las aulas de Zorroaga a veces ocurrían episodios tragicómicos. En mis dos primeros años como profesor, estuve encargado de lo que se llamaba el curso puente, es decir el de los maestros que, tras haber cursado magisterio, querían insertarse en la licenciatura de Pedagogía. Mis alumnos eran en general personas de cierta edad, muchos de ellos bastante mayores que yo, y la clase tenía lugar al final de la tarde, cuando la facultad estaba ya medio vacía, porque trabajaban en sus escuelas por la mañana. En cierta ocasión, al comenzar la clase, entró de repente un encapuchado en el aula y me informó de que iba a leer un comunicado de ETA. Era evidentemente joven, estaba muy nervioso y —aunque no exhibía ningún arma— no parecía prudente contrariarle, así que me resigné a que leyese lo que quisiera. No recuerdo los términos de la soflama, que proclamó apresuradamente en castellano. De pronto se levantó uno de los alumnos, de mediana edad, y le apostrofó con dureza en euskera. El nerviosismo del encapuchado aumentó, porque resultaba evidente que no conocía la lengua vascuence. Respondió dos o tres bravatas que no lograron intimidar a su interlocutor, el cual seguía reprendiéndole cada vez más enérgicamente en el mismo idioma. A los pocos minutos el guerrero enmascarado abandonó la sala con el rabo entre las piernas, el irritado maestro se sentó de nuevo y yo concluí, sin más comentarios ni incidentes, el resto de la sesión docente. Otro día, cuando estaba en el bar entre clase y clase tomándome mi habitual

refrigerio de vino acompañado con una bolsa de patatas fritas, se me acercaron dos alumnos para informarme de que habían asesinado de un tiro en la nuca a un joven, al parecer abertzale, no recuerdo si en Pasajes o Rentería. Eran tiempos del GAL y me dijeron que estaban preparando un enérgico comunicado de protesta, que esperaban firmásemos los profesores y especialmente yo, declarado adversario de la violencia. Les dije que lo firmaría encantado, aunque deploraba que esa misma iniciativa no se hubiera tomado frente a tantos otros asesinatos. Como yo debía entrar de nuevo en clase, quedamos citados a la salida otra vez en el bar, cuando el texto estuviese completo. En cuanto acabé fui a buscarles, con cierta premura porque tenía una cita para comer. Pero ya no estaban interesados en el asunto y uno de ellos me dijo que al parecer el finado era un traficante de droga (en esa época a los de ETA les había dado por actuar como pistoleros voluntarios al servicio de la DEA [Drug Enforcement Administration]). Entonces les espeté, con todo el desprecio que pude reunir: «Vamos, que bien muerto está, ¿no?». Y no me fui dando un portazo porque el bar aquel de la vieja Zorroaga carecía de puertas, si no recuerdo mal. Como en parte ya conté, he procurado luchar en la medida de mis posibilidades contra la tortura, esa lacra inexcusable. En aquellos años llegué a publicar un librito sobre la cuestión (palabra de la que por cierto proviene el nombre de la tortura en francés o inglés), escrito a medias con Gonzalo Martínez Fresneda. Pero la justificada denuncia de la tortura infligida por policías o carceleros no puede convertirse en legitimación para torturadores de signo opuesto. Y eso es precisamente lo que comprendí que estaba pasando en el País Vasco. En Zorroaga tuvo lugar una gran asamblea contra la tortura, a la que asistieron la mayor parte de nuestros estudiantes y la plana mayor de la intelectualidad próxima a Herri Batasuna, encabezada por Alfonso Sastre y Eva Forest. A mi juicio, ambos son representantes de un avatar siniestro de lo que Julien Benda llamó «la trahison des clercs», porque en lugar de utilizar la influencia de su prestigio —al menos en el caso de Sastre, ya que doña Eva sólo tiene mala fama— para recomendar el abandono de la violencia y el paso a las vías exclusivamente políticas, sirvieron con sus ambigüedades de coartada a la perpetuación del terrorismo, en nombre de unos supuestos (y deplorables) principios de izquierda. Un ejemplo: Eva Forest dirige una colección de libros en el País Vasco, donde un amigo mío publicó un texto contra el servicio militar, en el que incluyó un lamento por los jóvenes que quieren hacer su «servicio militar» en ETA. Pues bien, doña Eva le llamó para que suprimiese esa mención

o al menos incluyese una nota aclarando que tal era sólo su forma de pensar y no la de sus editores… Pero vuelvo a aquella gran reunión contra la tortura en Zorroaga. Yo era uno de los oradores y traté de explicar que la tortura consistía en estar sufriendo en manos de otro sin posibilidad de mediación legal alguna. Como durante esos días permanecía secuestrado por ETA el ingeniero Ryan, de la central nuclear de Lemóniz (que apareció poco después asesinado, con evidentes signos de maltrato previo), aproveché para decir que también ése era un claro caso de tortura. Fue la primera vez que en el País Vasco y en público alguien declaraba a ETA torturadora en el peor de los sentidos. Aquel día escandalicé a muchos, indigné a bastantes y abrí los ojos a unos cuantos, es decir cumplí mi tarea de intelectual. Meses después publiqué en El País un artículo titulado «Los rentistas de la tortura», donde sostenía que la única verdadera lucha contra ese abuso innoble era la de quienes estábamos dispuestos a denunciar los malos tratos que se infligieran a cualquiera, incluso a los que nos resultaban tan lejanos ideológicamente como Tejero o Milans del Bosch, rechazando las protestas interesadas y a menudo falsificadas de quienes querían así legitimar a sus conmilitones terroristas. Al día siguiente encontré el recorte de ese artículo clavado en la puerta de mi despacho de la Facultad, adornado con subrayados e insultos: por lo visto había tocado un nervio especialmente sensible. De lo desinteresado de la preocupación de etarras y servicios auxiliares por la tortura da idea que años después asesinaron a mi amigo Francisco Tomás y Valiente, autor de la primera historia de la tortura en España desde la Inquisición hasta la modernidad, libro prohibido durante el franquismo… Mi situación en Zorroaga se fue haciendo más pintoresca a partir de ese momento. La facultad estaba llena de pintadas y carteles denunciando mi perversidad; a veces me encontré ataúdes dibujados en la puerta de mi despacho y embadurnados con pintura roja. Por lo visto era yo el único que veía esa decoración, porque duró meses y años sin que ninguna autoridad académica considerase oportuno decidirse a borrarla. Algunos compañeros, en voz no demasiado alta y aprovechando algún aparte, me testimoniaban su simpatía: «¡Esto es intolerable!». Como a mi manera yo soy también bastante borroka, decidí no dejarme impresionar y seguir adelante. Por lo demás, nunca tuve ningún tipo de incidentes desagradables con alumnos ni profesores, fuese dentro o fuera de clase. Algunas personas bienintencionadas decidieron darme una oportunidad de explicarme y organizaron lo que teóricamente debía ser una

especie de sesión abierta a todos sobre la violencia, pero que en realidad acabó pareciéndose bastante a uno de aquellos juicios populares que estuvieron tan de moda en la revolución cultural maoísta. El acusado, naturalmente, resultó ser este servidor de ustedes. Entré en nuestra mayor sala, atiborrada de gente, alumnos, profes, de todo, en medio de una expectación general que me hacía sentir como un pavo en vísperas de Navidad. Pero entonces me dije, qué coño, que yo era un chico del 68 y que había participado en asambleas multitudinarias cuando la mayoría de los allí presentes estaban aún en parvulitos o con sotana en el seminario. De modo que no me dejé achantar ni por su número ni por sus vociferaciones: entre los más animados estaba Txillardegi —uno de los históricos fundadores de ETA y entonces profesor de Filología vasca— y Fito Rodríguez, que luego se incorporó a la Mesa Nacional de Herri Batasuna y creo que por ahí sigue. Txillardegi, que siempre me había parecido una persona bastante amable y educada, se empeñaba en hacer todas sus intervenciones en euskera y a veces en un tono de voz tan estridente que comenté en voz alta que quizá le llamasen así por lo mucho que chillaba. Por lo demás se le entendía bastante bien y su argumentación no me pareció irrefutable. En conjunto la sesión no dejó de resultar divertida, aunque me temo que intelectualmente tampoco fue demasiado provechosa para nadie. Después, mientras reponía fuerzas en el bar, un compañero me dijo que había estado demasiado «duro» con la gente. ¡Vaya por Dios, por lo visto llegué a tenerles rodeados! El único verdadero disgusto que estuve a punto de sufrir por las pintadas dichosas fue el día de la provisión de mi cátedra de Ética, oposición a la que me presenté como candidato solitario. El presidente del tribunal era Gregorio Peces Barba, que al ver los frescos insultantes que adornaban la facultad decidió que constituían una coacción intolerable para el acto académico y decidió suspenderlo hasta que el rectorado no ordenase limpiar las paredes. Logré disuadirle diciéndole que yo ya estaba acostumbrado y que no me faltaba más que quedarme sin cátedra por culpa de ese decorado familiar. La oposición resultó por lo demás muy amable, incluso cuando algunos de los miembros de la comisión me informaron de que yo —sin saberlo, como monsieur Homais— tenía una culpable inclinación por el iusnaturalismo. Por cierto que mi despiste académico es tal que se me había olvidado entregarles mi «ridiculum vitae», lo cual fue subsanado en el último momento gracias a la intervención providencial de mi buena amiga y secretaria del departamento Marisol de Mora, a la que sin duda debo ser ahora nada menos que catedrático: una dignidad de la que nunca

me he sentido plenamente merecedor. Después, como era la víspera de San Sebastián, nos fuimos todos en amor y compañía a cenar en la Parte Vieja. Iba y venía todas las semanas entre San Sebastián y Madrid, pasando alegremente de una hostilidad a otra. Como había hecho públicas diversas declaraciones contra la tortura y contra el GAL, entre la gente de derechas de la capital del reino tenía una sólida fama de peligroso nacionalista e incluso de proetarra. Contra el GAL llegué a hablar hasta en televisión, en un programa de Fernando García Tola, comentando que me extrañaba mucho que Barrionuevo y compañía no supieran nada del turbio asunto: por mi falta de patriotismo me gané así vitriólicos dicterios de Federico Jiménez Losantos, en una de sus colaboraciones de prensa. Y el ABC publicó una nota editorial en la que me ascendía a ser «el hombre de Batasuna en Madrid»: la conservé recortada bastante tiempo y de vez en cuando se la enseñaba a algún amigo de Zorroaga, que se quedaba convencido de que debía de referirse a otro con quien yo compartía nombre y apellido… ¡Qué joven debía de sentirme entonces, porque guardo la impresión de que tantos disparates me llenaban de algo parecido a un perverso júbilo! Ahora el sectarismo ya no me divierte ni poco ni mucho. Cuando empezamos la aventura de Zorroaga y estábamos a la búsqueda de cómplices, enseguida propuse como candidato a Javier Sádaba, antiguo compañero del departamento de Filosofía de la Autónoma madrileña y concienciado hijo de Portugalete. Javier comenzó a dar clases de Filosofía de la Religión, si no recuerdo mal, pero a los pocos meses se cansó del ir y venir (lo que no puedo reprocharle) y del aire demasiado bohemio de nuestro centro. En uno de los trayectos nocturnos en tren que hicimos juntos me comentó que nuestros alumnos le parecían prodigiosa e incluso anormalmente ignorantes. Intenté animarle diciendo jocosamente que esa virginidad intelectual era una circunstancia muy afortunada para nosotros, porque gracias a ella podíamos ganarnos la vida dando clases en lugar de trabajar honradamente; pero parece que no le convencí. A mediados de curso renunció a ir por Zorroaga, cosa que produjo ciertos incordios académicos a Javier Echeverría, que era por entonces nuestro decano. Algo después Sádaba se presentó a concurso y obtuvo brillantemente una plaza en la Autónoma de Madrid, nuestra vieja casa. Hasta aquí, todo (casi) impecable. Pero resulta que Sádaba siguió desde Madrid publicando artículos en la prensa vasca y haciendo declaraciones sobre Euskadi en una línea siempre próxima a las tesis nacionalistas, incluso de Batasuna, aunque desde luego sin apoyar la violencia terrorista. Hasta el punto de que

comenzaron a contraponernos allí, quizá por la homofonía de nuestros apellidos pero presentándole —lo que fue más doloroso para mí— como el joven talento subversivo que refutaba al anticuado pensador, vuelto conservador por efecto de la arteriosclerosis. Y, francamente, estoy dispuesto a admitir que Javier siempre será más subversivo y mejor mozo que yo, pero en lo tocante a años la verdad es que me lleva unos cuantos. Una tarde llamó a mi puerta en San Sebastián un desconocido. Entreabrí con la cadena de seguridad echada, porque no esperaba a nadie, y me encontré con un personaje obsequioso de mediana edad que se presentó como un cura amigo de Sádaba. Al notar que su rango eclesiástico no me entusiasmaba se apresuró a aclararme que era cura «pero de los de la teología de la liberación», cosa que estuvo a punto de hacerme cerrar la puerta definitivamente. Por fin prevalecieron las leyes de la hospitalidad y le dejé entrar. Venía a proponerme un encuentro con Sádaba para debatir sobre el «problema vasco», en el local de actos de la Kutxa donostiarra. Como los dioses o la suma del tiempo —Borges dixit— me han hecho incorregible, acepté voluntariosamente la previsible encerrona. De nuevo una sala con llenazo hasta la bandera y un público nacionalista padeciendo todas las temperaturas del fervor, desde la tibieza hasta la antropofagia. Incluso asistió el que fue lehendakari en el exilio, Jesús María de Leizaola, fallecido poco después. En la palestra, Javier Sádaba, yo y en medio, como el jueves, el cura liberador de marras. Por mi parte, me sentía alegre y dulcemente relajado: enamorado de nuevo, para decirlo todo de una vez. Y mi amor asistía esa tarde al aquelarre entre el público, erguido y avizor el cohete de su pelo, de modo que todo me parecía ya bien: las soplapolleces untuosas del cura, los sí-pero-no y tente-mientras-cobro de Sádaba, los rebuznos que surgían de las zonas más espesas de la concurrencia. ¡Qué barbaridades se escuchaban aquellos días tranquilamente sobre el terror en el País Vasco, y no siempre en boca de los peores! Sería divertido —¡menudo sobresalto!— repetir de pronto hoy una cinta grabada entonces, pero es suficiente leer la prensa de la época: basta con que el firmante del artículo sea semiprogre o seminacionalista y ya resulta imposible determinar claramente cuál es el grupo terrorista, si ETA o la Guardia Civil. Otros, en cambio, se entregaban patrióticamente a la apología apenas encubierta de la tortura «por la buena causa» y del asesinato paramilitar, «para que prueben su propia medicina». Se diría que todo el mundo confiaba en los crímenes y casi nadie en las instituciones democráticas… De modo que aquella tarde en la Kutxa el debate proseguía vivaz, ni mejor ni

peor que de costumbre; y aunque yo era el payaso de las bofetadas —como empezaba a ser habitual—, me lo iba tomando todo con resignación y cierta sorna. Dije no sé qué y gran parte de la concurrencia me abucheó con furor estimulante, halagador, porque despertar la animadversión de cierta gente es obtener el único galardón sincero a que puede aspirar uno cuando se manifiesta públicamente en determinadas ocasiones. Entonces Javier, con la paternal intención de protegerme y perdonándome de paso la vida, pidió a «los de aquí» respeto para «los de fuera». ¡Ah, no, eso sí que no! Por ahí ya no estuve dispuesto a pasar. Yo había dado cuatro horas de clase en San Sebastián esa misma mañana y llegué a la Kutxa andando desde mi casa (a la que por cierto estaba deseando volver con mi chica): el que acababa de bajarse de un tren que venía de «fuera» y pensaba volver a tomarlo dentro de un rato, porque mañana tenía clase en Madrid, era Sádaba. O sea que me enfadé y dejé que se me encendiera el pistón de fuego de la dialéctica. Lamento que no se me ocurra nada mejor que este triste tópico: se armó la marimorena. La última imagen que guardo de la sesión, entre el pataleo y la cacofonía de aullidos, es la de mi fiero y dulce amor, en pie en medio del anfiteatro, argumentando a gritos en euskera a derecha e izquierda, mientras la piara intentaba insultarla en castellano: «¡española, española!». Unas semanas después, Fernando García Tola nos invitó a Sádaba y a mí a un debate en directo en su programa de TVE. Por lo común, suelo adoptar ante las cámaras un tono discreto, lo que ahora llaman «un perfil bajo»; y Sádaba aún más, porque no es lo mismo hablar para el público de toda España que sólo para la parroquia nacionalista. Además, en aquellos tiempos, las discusiones televisadas no habían adquirido aún el tono rutinariamente estridente y destemplado que actualmente caracteriza a marcianos, marcianas y demás ralea. Pero en esa ocasión, aprovechando el directo, decidí sacar francamente los pies del plato y llamar a las cosas por su nombre. Si en el País Vasco se estaba dando un «genocidio», como los nacionalistas querían hacernos creer, sería el de los políticos de UCD y los guardias civiles, no el de los que gobernaban la comunidad más autónoma de Europa con todas las concesiones imaginables a su poder. Si no me equivoco, fue la primera vez que en un medio de comunicación masiva se oyeron tales verdades dichas por alguien con reputación de izquierdas, sin cargo político alguno. Sádaba estaba lívido (la verdad es que casi lamenté que fuera él quien tuviese que soportar el chaparrón, habiendo tantos peores y siendo un antiguo compañero), pero había que aprovechar la ocasión: era hora de

acabar con cualquier atisbo de comprensión o complicidad con quienes estaban matando en nombre de su libertad pero con el propósito de esclavizarnos a todos. La polémica se convirtió en un auténtico éxito de público: empezamos con escasa audiencia, porque en la otra cadena había un notable partido de fútbol, pero acabamos con más espectadores que el deporte rey. Milagros del ardor dialéctico… Paulatinamente, la Zorroaga de la edad de oro se fue desarbolando. Las figuras notables que nos habían acompañado un trecho abandonaron poco a poco, desmotivadas por la presión del ambiente que imponía el regreso al casticismo y por nuestra propia desidia o inexperiencia frente a las intrigas académicas. Finalmente también a mí me tentó la oferta de una cátedra de programa propio en la Universidad Complutense, que me garantizaba mayor libertad en la administración de mi trabajo y sin duda menos (o menos brutales) conflictos. La vieja colina de aire oxoniense fue desafectada y las facultades se trasladaron a Ibaeta, para instalarse en un edificio implacablemente funcional y tedioso, como cualquier otro. El viento del tiempo, que sopla incesante sobre vivos y muertos, arrastró los jirones de nuestra aventura. Pero yo, que sólo he sabido ser por mis pecados profesor a medias, estoy seguro de que entonces y nada más que entonces viví plenamente el gozo de la enseñanza. Acabe donde acabe mi trayectoria académica, mi auténtica jubilación ocurrió cuando salí de Zorroaga.

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LOS SANTOS LUGARES What is life but a form of motion and a journey through a foreign world?

GEORGE SANTAYANA

C

uando alguien me pregunta si me gusta viajar, contesto casi sin pensarlo pero convencido: no. El interlocutor se asombra, incluso se rebela un tanto. ¿Cómo que no, si he estado en Nueva York y en Tokio, en Palenque y en Valparaíso, en Bangkok, en Oslo, en Pompeya y en Albacete? Pues bien, a pesar de todo la respuesta sigue siendo: no. Por encima de lo demás, lo que me gusta de veras es quedarme en casa. Me gusta tanto que a veces merece la pena alejarme de ella a un mundo de distancia para verla remota, deseable, minúscula en lontananza y emprender contra viento y marea la aventura del regreso. ¿Ádonde voy cuando me marcho? A cualquier parte, a lo indeterminado, a la vasta tierra que se llama «Lejos de casa». Pero cuando vuelvo sí que tengo una meta precisa y clara, nítida como la diana que se alza al fondo del campo de tiro, inconfundible: ¡a casa, a casa! A fin de cuentas, eso debe significar que nunca consigo alejarme del todo, por lejos que vaya. Como tantas veces, puedo expresar mi disposición con palabras de Montaigne: «Si je ne suis pas chez moi, j’en suis toujours bien pres». Se viaja hacia lo que sea, al capricho, a lo

superfluo: se vuelve a lo imprescindible. Por lo común, todo viaje es de ida y vuelta, pero al auténtico viajero lo que debe gustarle es la ida, aunque haya luego que volver; en cambio a mí lo que me gusta es el regreso, aunque para disfrutarlo haya que partir antes. ¿Viajero, yo? No, sólo regresador. ¡Qué fastidio, el viaje! Paul Morand decía que emprender viaje es ganar un pleito contra la rutina: pero en mi caso no hay litigio alguno con la rutina, siempre tan grata y tan amenazada. Sólo me oiréis hablar en su defensa. Me paso la vida reclamando mis rutinas rodeadas de asechanzas, que las vicisitudes y los pelmazos conspiran para turbar. Cualquier desplazamiento de más de media hora es una fractura, un secuestro. En cuanto sé fehacientemente que estoy «de viaje», comienzo a sufrir alarmantes alteraciones: en el espejo de cualquier lavabo de aeropuerto o de hotel me veo cara de perturbado, de loco. No me reconozco: parezco deshabitado. A veces tiene cierta gracia, como cuando te levantas muy despeinado de la cama y al ir a afeitarte los pelos desgreñados te hacen por un momento sonreír. Pero en cuanto la broma se prolonga pierde chiste y se va insinuando más y más la amenaza. No la amenaza habitual de perder el ser, a ésa más o menos ya nos vamos resignando mientras la aplazamos, sino la urgente e inmediata de perder el estar. Mientras viajo, voy y vengo pero no estoy. Y el no estar le pone a uno cara rara, rarísima, preocupante. ¿A ustedes no les pasa? Entonces es que serán viajeros de verdad, como Paul Morand. Dejemos a un lado las idas y venidas (¿se han dado cuenta de que los malos argumentos cinematográficos suelen ser pródigos en ellas, con poco ton y menos son, como las vidas estériles de los ociosos y los demasiado trabajadores?). Lo único innegable es la hermosura de ciertos lugares en determinados momentos. Y haber estado allí. El moribundo replicante de Blade Runner trata de contárselo a su perseguidor derrotado, al final de la bellísima película: «Yo he visto las puertas de Tannhauser y luchar naves en llamas más allá de Orion…». Pues bien, también yo he visto. He visto desvanecerse de pronto la bruma invernal en el Gran Canal veneciano y cómo renacían prístinos los palacios de la gloria perdida bajo una luz gélida, cristalina. He visto después de cenar, un poco borracho de Riesling, las lámparas amarillas de la Isla de San Luis reflejadas en un charco de lluvia reciente, mientras escuchaba con abandono casi adolescente el rumor del Sena. He visto a la hora del crepúsculo, en el cielo de Kioto, rodajas y rodajas bulbosas de nubes purpúreas que quizá encerraban una profecía o una promesa sólo a mí dirigida que no supe descifrar. He visto el mar: el mar verde y gris, siempre inhóspito, que cruzó César para conquistar Britania; el mar caribeño de

gasa transparente a través del cual las rocas cubiertas con pelaje de algas parecen intimidades femeninas; la serenidad dorada y azul del mar en Mallorca, cuando amanece; la inmóvil lámina metálica, aparentemente sólida, del mar de Islandia bajo el sol de medianoche; las olas incesantes de Isla Negra, frente a la tumba de Pablo Neruda; el dulce mar que se acuesta en la cuna de la Concha donostiarra y cambia y permanece y en cuyo vaivén quisiera para siempre dormir. También he olido el aroma a especias y chocolate salvaje de los mercados mexicanos y he visto caer desde lo alto, planeando en un avión, la cabellera humeante del salto del Ángel en Canaima. Desde mi ventana en Middlebury he visto crecer las sombras de la tarde en su cementerio universitario, entre cuyas tumbas se besan las parejas despreocupadas y hay enterrado un faraón. He visto las onduladas praderas de Epsom Downs, tantas veces ya, donde desde hace siglos se ejercitan los mejores corceles del mundo, y también el brezal de Newmarket y los predios del Curragh; he llegado navegando por el Támesis en un barco medio dormido al hipódromo de Windsor y en un metro lleno de negros de aspecto fiero y espíritu fraterno he llegado al hipódromo de Aqueduct, en Queens. Ningún jardín es tan bello como un buen hipódromo, ni siquiera los que se extienden frente a algunos palacios escoceses, llenos de bueyes lanudos. He estado dentro de la gran pirámide de Keops y no he visto casi nada, salvo el agobio de la piedra abrumadora y estéril, la amenaza polvorienta de la momia. He visitado las librerías de la calle Corrientes, en Buenos Aires, abiertas hasta después del anochecer, cuando las mujeres inquietas y dolorosamente desconocidas van en busca de citas a las que yo no asistiré. He visto llover con furor en Palenque, refugiado en un templo dedicado a un dios cuyo nombre ya nadie sabe pronunciar, y también vi llover en las calles de Santiago de Compostela, mientras deambulaba bajo los soportales hablando con mi amigo Guillermo. He visto esquinas, glorietas, avenidas, malecones, alamedas, calles peatonales y autopistas, rascacielos o cuevas en las que había que penetrar gateando; jardines, ruinas, estanques, fuentes luminosas y las amontonadas chabolas de los pobres (las hay donde faltan los rascacielos y las hay junto a los rascacielos: ellas nunca faltan). He visto ponerse el sol e incluso amanecer, aunque esto último como Drácula: por descuido. Los ríos, las cataratas, los árboles muy viejos y contorsionados, las rocas huesudas que a veces florecen y la nieve, la nieve de los niños, la nieve de los vagabundos que morirán esa noche, la nieve delatora de los rastros, cándida y cruel. Y he visto fachadas

románicas, pináculos góticos, templos egipcios, japoneses, mayas y el castillo feroz de los Este, en el centro de la delicada Ferrara. También estuve en la catedral de Siracusa, en Sicilia, cuyo basamento es un templo dórico, con los sólidos muros edificados por los normandos, el interior decorado con motivos árabes y la espléndida fachada de barroco español: la gloria mestiza del Mediterráneo, para desesperación de los estreñidos de la pureza étnica y los idólatras del indigenismo. He volado, navegado, traqueteado en mil trenes, me he desplazado en calesa y en automóvil, pero lo que más me sigue gustando es andar. Sólo andando puede llegarse realmente lejos. He ido a muchos sitios, a demasiados sitios, pero toda una mañana temprano te estuve esperando junto a la estatua feroz de un condottiero y tú no viniste. Qué se le va a hacer, luego llegaron otras mejores. En cambio no he estado nunca en Tanganica, ni en el Kilimanjaro, ni en el mar de los Sargazos, ni en la jungla india, ni en el abismo de Maracot donde Kraken acecha. Mejor dicho: sí, he estado pero sólo desde la butaca o desde el lecho, con un libro entre las manos. Tras leer un relato de Lovecraft ambientado en París, Jacques Bergier le escribió una carta preguntándole cuándo había estado en la capital de Francia que tan adecuadamente evocaba; y el solitario prisionero de Providence repuso: «With Poe, in a dream». Lo que es tanto más notable porque tampoco Poe conocía París sino en sueños literarios. Así he frecuentado también yo la mayoría de mis santos lugares, desde la Malasia de Salgari a la Tierra Media de Tolkien. Incluso cuando luego los he pisado y visto físicamente, nunca mi verdadero Londres ha dejado de pertenecer a Conan Doyle, ni mi Dublín es otro que el de Joyce, ni siquiera mi Roma de Quo Vadis ha sido doblegada por la hoy presente, con sus miles de autos y sus docenas de Caravaggios. Suelo siempre viajar con el libro que corresponde al lugar adonde voy, para no dejarme engañar por la realidad (mucho más tramposa que las apariencias). Pero a fin de cuentas, todo será igual. Lo que he visto y lo que he leído, lo que rememoro y lo que imagino se confundirán en una misma niebla definitiva, la clausura de las peregrinaciones, el irás y no volverás de los cuentos terribles: todo se perderá conmigo, como las lágrimas en la lluvia.

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EL MILAGRO DE HARRY POTTER Le serieux avec lequel nous considérons la littérature serre le coeur.

PIERRE MICHON

A

dmito que me he resistido bastante a leer los libros de Harry Potter. No desde luego por rechazo a la atosigante campaña de publicidad que casi nos los impone como obligatorios: hace mucho aprendí que tales voceríos mercenarios ni quitan ni ponen nada al valor intrínseco de lo que anuncian. Hay demasiados que se hacen ricos vendiendo basura pero tampoco faltan los que saben rentabilizar hasta el abuso la auténtica calidad. La sociedad de mercado es bastante más compleja de lo que pueden suponer las almas sencillas y honestas que se escandalizan frente a ella. Por supuesto, tampoco rehuía leerlos por suponer que serían infantiloides y sólo aptos para cabecitas tiernas, ingenuas: mi cabezota es dura hasta la arteriosclerosis, pero sigue siendo también adolescente. Cualquier cosa que hace de veras disfrutar a un chaval de doce años puede hacerme disfrutar del mismo modo a mí: de hecho, la mayoría de lo que me gusta hoy empezó a gustarme más o menos a esa edad, salvo unos cuantos licores y dos o tres lascivias. No, lo que me mantenía alejado de Harry Potter no era ninguna forma de menosprecio sino un excesivo respeto. Y lo que suele haber en el fondo de todo

respeto sincero no es más que miedo a la decepción. Por decirlo brevemente: creí que Harry Potter ya no me correspondía, que no era para mí. Ya he dicho que las narraciones de aventuras, misterios y maravillas —lo que suele llamarse académicamente «literatura juvenil» y despectivamente «literatura popular»— han constituido la alegría de mi vida, mi más duradera pasión. La infancia recuperada, el libro que escribí hace más de un cuarto de siglo para confesar e ilustrar esa afición, me descontenta hoy menos que casi todo el resto de lo que culpablemente he firmado. No tiene nada de raro que a uno le gusten en sus años mozos los relatos en que aparecen monstruos enormes y peludos, piratas, fantasmas y evasiones inverosímiles desde la habitación más alta de la torre. Lo raro —lo inquietante, desde un punto de vista clínico— es que sigan gustándole toda la vida, como me pasa a mí. Tengo amores literarios que no puedo confesar a cualquiera, so pena de perder amistades eruditas o de aguantar miradas de incrédula conmiseración. Lo mismo que ciertos maridos rijosos buscan en las trotacalles algo que nunca reciben de sus santas y cultivadas esposas, también yo me voy de vez en cuando a gozar con lo que Harold Bloom llamaría «infraliteratura», como si me fuese de putas. En una palabra, nunca he dejado de disfrutar con las supuestas «malas» novelas por razones que expone muy bien, como siempre, Mario Vargas Llosa: «En la esquizofrénica novelística de nuestro tiempo, se diría que los novelistas se han repartido el trabajo: a los mejores les toca la tarea de crear, renovar, explorar y, a menudo, aburrir; y a los otros —los peores—, mantener vivo el viejo designio del género: hechizar, encantar, entretener». Aunque mi dieta literaria ya no es tan excluyente como hace medio siglo, aunque he aprendido también a paladear los encantos de Joyce o Kafka, sigo fiel en la emoción a mis admirados maestros de antaño. Ahora mismo, por ejemplo, estoy releyendo las novelas de Pimpinela Escarlata compuestas por la Baronesa d’Orcy, que me resultan tan apasionantes como hace décadas cuando las conocí. Y cualquier relato en el que aparece algún dinosaurio que otro, un tiburón gigante o unos cuantos fantasmas nunca me parece totalmente desdeñable… Pero a veces temo que seguir fiel a mi infancia me veda disfrutar con lo que corresponde a la infancia de otros. La sensibilidad varia y aunque yo sigo siendo un niño soy, inevitablemente, un niño de antes, un chaval del siglo pasado. También en la infancia hay modas literarias y bien pudiera ser que yo no compartiese las más recientes. Sufrí una decepción, por ejemplo, con Michael Ende, cuya Historia interminable, que tanto ilusionaba a los chicos de mi

entorno hace unos años —y cuya lectura me recomendaron algunos amigos que conocen mis debilidades—, se me hizo demasiado literalmente interminable. No consideré que el libro fuese malo (aunque desde luego estoy seguro de que demasiado bueno tampoco es), sino que asumí con resignación que ya no me correspondía a mí: vamos, que lo había leído tarde y por tanto no lograría leerlo nunca realmente bien. ¿Y si me ocurría lo mismo con Harry Potter? Afortunadamente, no ha sido así. Desde las primeras páginas de la primera novela, las narraciones de J. K. Rowling me han atrapado como a cualquiera de sus jóvenes aficionados que casi podrían ser mis nietos. La más antigua magia —que no es la de los hechiceros con poderes sobrenaturales, sino la de los escritores con imaginación— ha vuelto a funcionar. Creo que Rowling es una seguidora aventajada del gran Tolkien de El señor de los anillos, como tantas y tantos otros. También ella promociona a héroes frágiles, pequeños, incompletos, que no son plenamente dueños de sus fuerzas pero que tienen firme el entusiasmo iniciático de su vocación. Desde luego, si no hubiera habido antes Gandalf no habría ahora Albus Dumbledore y sin Sauron no tendríamos al impronunciable Valdemort. Pero la autora invierte en cierto modo el procedimiento narrativo de Tolkien: éste, mucho más épico, trasladó a sus pequeños paladines desde una rutina doméstica grata y acogedora a escenarios tan arriesgados como atroces; en cambio Rowling prefiere llevarlos a descubrir lo inusual y fantástico en el ámbito aparentemente trivial de un internado inglés. Las historias de Harry Potter, Ron y Hermione son más decididamente humorísticas que las de los hobbits y los elfos (aunque se van haciendo más dramáticas volumen tras volumen), pero nunca caen en ésa grosería superficial que es la mera parodia. Además, Rowling utiliza unos recursos que el erudito y legendario Tolkien jamás manejó: los de la novela policiaca inglesa. Cada uno de los relatos de Harry Potter es también una intriga detectivesca, en miniatura, en la que todos los indicios y advertencias que se van haciendo a lo largo del cuento terminan finalmente encajando en la solución final. El villano de turno, cómplice del oscuro Valdemort, suele ser precisamente el personaje del que menos sospechamos, como el criminal en las novelas policíacas de la escuela clásica inglesa. Aunque no está bien reducir ningún escritor original a sus influencias y maestros, podríamos decir que J. K. Rowling es una afortunada combinación de Tolkien con… Agatha Christie. Mejor para todos, salvo para los pedantes, que nunca importan demasiado. Por cierto, este componente policíaco también está presente en otro autor juvenil que he descubierto a la pimpante edad de

cincuenta y cinco años, León Garfield, pero en éste se combina no con la influencia de Tolkien sino con la aún más distinguida de Stevenson. Las estupendas aventuras que cuenta Garfield tienen un aire de intriga romántica similar al de la inolvidable Moonfleet de John Meade Falkner: en ellas hay más imaginación que fantasía, por lo que reconozco que las prefiero a las de Rowling. Aunque los chavales de casi todo el mundo no estén de acuerdo conmigo… Pero no puedo acabar esta pequeña reflexión sin mencionar el verdadero acto mágico, el auténtico milagro llevado a cabo por el aprendiz de brujo Harry Potter. En esta sociedad audiovisual en la que, según algunos, los niños y los jóvenes ya se han olvidado de leer, ha despertado la vieja pasión en miles de neófitos. Lo que no lograron tantos profesores bienintencionados, empeñados en hacer leer a Dostoievski a los adolescentes en la escuela. Ahora chicos y chicas hacen cola en las librerías esperando que llegue la última entrega de su héroe favorito, para desesperación de Harold Bloom, que prefiere un mundo dividido entre amantes de Shakespeare o Dante y analfabetos funcionales. Esas chicas y chicos comprarán los gadgets de la serie famosa, verán las películas basadas en sus argumentos (nada malas, por cierto) y jugarán con sus consolas de ordenador a criar lechuzas mensajeras y enfrentarse con árboles que boxean. Pero ya tienen el veneno dentro, el veneno que llega a través de los libros. Muchos se convencerán de que jugar a leer es aún más divertido que jugar a partir de lo que se ha leído, aunque esto tampoco sea un placer desdeñable (a su edad yo disfrutaba con las figuritas de plástico que representaban al Capitán Trueno, Goliath o el Hombre Enmascarado y no por ello renuncié a las bibliotecas). Aunque los antipopulistas se encorcoren, estoy seguro de que esos niños ya nunca dejarán de leer. Y no sólo se contentarán con obras de magia adolescente porque, como me pasó a mí, ese vicio fatal es expansivo y en él se pasa de los hechizos literales a los hechizos de la letra. Seguro que mañana también leerán a Proust o a Vargas Llosa. Aunque nunca olviden, lo deseo y me alegra consignarlo, a Harry Potter. Por mi parte, espero la próxima entrega de esa ingenua saga con la misma devoción que el resto de mis colegas de pantalón corto. Y si hoy volviese a escribir La infancia recuperada, lo que ya, ay, me está rigurosamente vedado, no creo que olvidase dedicar unas páginas a los aprendices de brujo del colegio Hogwarts…

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¡ATENCIÓN!

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e pequeño, una de las quejas más recurrentes que recibía de mis profesores era que «siempre estaba distraído». En las frecuentes ocasiones en que mis notas escolares descendían de lo poco brillante a lo abiertamente mediocre, mi madre —que era quien gestionaba los asuntos académicos familiares— escuchaba invariablemente esa explicación de los maestros descontentos: «Si no fuese tan distraído… si prestase más atención». Tenían razón en quejarse, claro. Sin prestar atención no se puede aprender nada, pero tampoco se puede disfrutar de un buen libro o de una película, ni gozar con un cuadro o con una melodía, ni siquiera hacer el amor como Satán manda (cuando Gustav Mahler consultó a Freud sobre sus problemas conyugales con Alma, el sabio doctor le dijo que tenía una sexualidad «distraída»). Sin atención no hay conocimiento, ni placer, ni siquiera amor o justicia: los insolidarios, decimos con acierto, viven junto a la desgracia «mirando para otro lado», procurando hacerse los distraídos. Tal como mis mayores me reprochaban, yo fui un niño muy distraído en las clases. Sin duda ésa es en parte la causa del tamaño actual de mi ignorancia. Pero en cambio era un lector atentísimo: cuando tenía en las manos a Conan Doyle o Emilio Salgari me concentraba tanto en ellos que a veces me olvidaba hasta de ir a comer, lo que les aseguro que suele pasarme ya pocas veces. En el cine, veía la película que me gustaba aferrado a la butaca como si estuviese en

una montaña rusa, rezando interiormente por que siguiese y siguiese, por que no acabase nunca. Y ya un poco mayor me he quedado a veces contemplando un rostro o una herida con tan dolorosa atención que me ha costado años recuperarme de lo que me emocionaba. Ni antes ni ahora creo que nadie me haya visto jamás distraído durante una carrera de caballos… En cambio sigo siendo incapaz de atender como es debido en una conferencia (ni siquiera si la estoy dando yo), en una ópera de Wagner o en el discurso electoral de la mayoría de los candidatos a preboste máximo. De modo que soy un distraído selectivo y un atento intermitente: les creeré si me dicen que a todo el mundo le pasa igual. Lo que me pregunto es si la capacidad de atender a lo que más importa va disminuyendo, si hoy lo que prima —lo más cool— es jibarizar la atención, y si convertir la compulsión a distraerse, a saltar de aquí para allá, a no estar nunca del todo en lo que se está, ha dejado de ser un vicio clásico para transformarse en una virtud moderna. El otro día asistí en un cine abarrotado de adolescentes a una de esas películas que me gustan, llena de zombis, sobresaltos rubricados por música estruendosa y una guapa protagonista capaz de pulverizar a cañonazos cualquier criatura infernal que le plantase cara. En mis tiempos (perdonen la tópica y angustiada expresión) la chiquillería hubiese vibrado de intensa atención cada minuto del metraje… y desde luego yo con ella. Pero ahora no: me rodeaban distraídos que jugaban con sus teléfonos móviles, se mandaban unos a otros mensajes durante la proyección y sólo atendían ocasionalmente a la pantalla cuando una explosión importante despedazaba al enemigo ocasional, en el que antes para nada se habían interesado. Me los imaginé en casa ante el televisor, mando en ristre sin cesar de hacer zapping, viendo sucesivos y vertiginosos fragmentos de relato que nunca comprenderían por completo; me los imaginé en clase, incapaces de escuchar diez minutos seguidos al profesor insistente, me los imaginé hojeando un libro a la carrera y pasando a otro, o escuchando un minuto de música con impaciencia porque ya desean oír otra canción. Me los imaginé viviendo entre retazos las angustias del mundo global, incapaces de fijarse en nada el tiempo suficiente para que les apasione a fondo o les conmueva de veras, sin paciencia para atender a argumentos y debatirlos, compasivos instantáneos a ratos pero sin tenacidad para enmendar los males que tan pronto deploran como olvidan. Me distraje imaginando su falta de atención y luego, recordando que soy tan distraído, me sentí culpable. Ahora considero ya la «distracción» un pecado

mortal, aunque me sigue gustando muchísimo el entretenimiento. Pero es que hasta para entretenerse es imprescindible saber estar atento…

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LOS GRANDES, DE CERCA Ah, did you once see Shelley plain, And did he stop and speak to you? And did you speak to him again? How strange it seems, and new!

ROBERT BROWNING

E

n el año 1709, en el palacio romano del cardenal Ottoboni, tuvo lugar un singular torneo musical entre Georg Friedrich Haendel y Domenico Scarlatti. Ambos tenían la misma edad, venticuatro años, pero ya eran maestros en su arte. Y sólo contaban para su cotejo con dos armas incruentas: un clave y un órgano. El sajón era cosmopolita, el latino exuberante y mediterráneo. Aunque se mantuvieron magníficamente parejos durante largo tiempo, parece que finalmente el órgano inclinó la balanza a favor de Haendel. Luego cada cual siguió su camino, pero esta rivalidad nunca enturbió la recíproca admiración que los dos artistas se profesaron. Casi medio siglo después, ya al final de su vida, el viejo Scarlatti siempre se santiguaba al oír mencionar el nombre de Haendel: en señal de respeto. Me conmueve mucho esta anécdota dieciochesca (cuya noticia debo a Stefano Russomanno, en el número 109 de la revista discográfica Diverdi). Primero, porque en estos tiempos en que se llama «competitividad» al intento

feroz de eliminar al adversario, o sea de suprimir la competencia, nos recuerda que la verdadera emulación engrandece al rival y quiere mantenerlo como refrendo de la excelencia. Y en segundo (pero principal) lugar, porque se refiere a la más hermosa disposición que suscita el arte, la capacidad de admirar. Quien no la conoce, aunque parezca ser un gran artista, carece de un registro esencial de la sensibilidad que produce el arte y a la que el arte interpela. Desconfío hondamente de la aparente superioridad de los perpetuos desdeñosos, de la insobornable «objetividad» de los cicateros profesionales y de los desmitificadores del mérito ajeno que siempre se las arreglan para barrer la fama hacia casa. Creo que admiramos con lo que de admirable hay en nosotros y nunca he tropezado con nadie verdaderamente admirable que no supiese también ser sinceramente admirador. Por supuesto, la virtud de admirar no sólo es estética, sino también ética (no confío en ninguna moral basada en el desprecio universal de nuestros semejantes en nombre de principios que nadie logra alcanzar) y en líneas generales la tengo por un síntoma de humanidad. Gracias a la admiración nos educamos, aprendemos a mejorar y nos reconciliamos con los menesteres, a menudo tristes, de nuestra condición. Sobre la admiración —sobre todo en términos morales, no meramente artísticos— ha escrito un libro muy hermoso mi amigo y compañero Aurelio Arteta. He tenido la suerte de conocer a muchos coetáneos admirables con los que he compartido y a veces pujado en las lides intelectuales. Como soy poco religioso supongo que no me santiguaré, como Scarlatti, cuando en los días de mi próxima vejez oiga mencionar los nombres de Félix de Azúa, Javier Marías, Vicente Molina Foix, Javier Fernández de Castro (mucho menos reconocido, creo, de lo que debiera), Enrique Vila-Matas, Juan José Millás, Jon Juaristi, Eduardo Mendoza, Rafael Argullol o Luis Antonio de Villena, por poner unos cuantos ejemplos, pero que conste que ganas no me faltarán. Porque además de haber tenido la suerte de compartir mi época con personas de valía, la he duplicado siendo amigo de gran parte de ellas. Ya sé que hay gente que pasa por ilustre y que refuerza la intimidación de su prestigio asegurando a quien quiera escucharles la carestía de talentos de todo orden que aflige a nuestro tiempo (la cual realza de paso, aunque esto sólo quede insinuado por contraste, lo insólito de su propio mérito). A diferencia de estos afligidos, conozco a bastantes contemporáneos que no me parecen menos estimables que los mejores del pasado. Y me alegro de verme rodeado por autores de estatura mayor que la mía, porque la obra de los demás —con su sorpresa y su gratuidad— siempre me ha

hecho disfrutar más que las trabajosas y perpetuamente enmendables composiciones de las que soy responsable. Pero no me propongo hablar aquí de los escritores más o menos de mi edad (¡o más jóvenes, que también abundan!) a los que admiro: puede que en unos casos el afecto y en otros la excesiva proximidad distorsione mi perspectiva. Me gustaría en cambio conmemorar brevemente mis encuentros personales con algunos maestros de generaciones anteriores, cuya grandeza me parece suficientemente contrastada y de los que guardo recuerdos, a veces sólo episódicos o triviales, que constituyen para mí regalos preciosos del azar de la vida. Algunos de ellos, como Cioran o García Calvo, ya han sido en estas páginas y en otras de las mías suficientemente comentados; a Jorge Luis Borges, mi preferido desde los quince años, le he dedicado recientemente todo un libro. Quizá algún otro, nada más que apenas entrevisto, se me escape ahora de la memoria… aunque el lector del futuro estuviese dispuesto a envidiarme como un tesoro ese simple vislumbre, como yo envidio a quienes vieron cruzar una calle a Chesterton o escucharon desde una mesa remota de café las peroratas de ValleInclán. El florilegio de tributos que sigue no será exhaustivo y consentirá por omisión más de una injusticia. Proviene del capricho de la memoria y de la corazonada, como el resto de los apuntes que vengo consignando. Cierto día, a los venticinco años, recibí una carta de Octavio Paz. Yo había publicado ya dos libros, libritos más bien, y en el segundo de ellos —La filosofía tachada— me refería con veneración a El arco y la lira de Paz, que entonces era y hoy no ha dejado de ser una de mis reflexiones predilectas sobre la creación literaria. No sé quién pudo comentarle esa referencia, cuyo valor elogioso estaba muy mermado por la inexperiencia del semianónimo autor. El caso es que Paz leyó el libro con inmerecida seriedad y me envió una larga carta, afectuosa y perspicaz como siempre supe luego que acostumbraban a ser las suyas. Ponderaba generosamente algunas virtudes más bien ilusorias del texto primerizo y de paso me señalaba con discreción varios deslices muy reales. Para mí, a aquella edad, una carta de Octavio Paz comentando algo que yo había escrito equivalía aproximadamente a un memorándum del Espíritu Santo. Si hubiese recibido el famoso telegrama con que Dios, según Umberto Eco, ordenó el comienzo de la Creación («Hágase la luz. Sigue carta»), no me habría sentido más emocionado. Pero es que además hubo luego más correspondencia, embarullada y patética por mi parte, clara y comprensiva por la suya. ¡Qué bonitas y amables eran las

cartas de Octavio! Y de todas ellas creo que sólo guardo la última, en la que me daba su opinión sobre mi Diccionario filosófico personal Es tan cordial en su valoración, tan exageradamente entrañable y llana en su reconocimiento, que la guardo para mí nada más como su despedida, tan cálida como la última sonrisa que me dedicó. Pero de esa sonrisa hablaré luego. De su pasión por la literatura francesa, que comparto desde la lejanía de la torpeza, tenía Octavio la magia de la fórmula precisa y preciosa: las cuatro palabras que condensan inmejorablemente la característica de un autor, de un movimiento poético, de una osadía científica o erótica. Ese arte de la condensación lo demostraba a veces en sus dedicatorias. Si se me permite el desvanecimiento vano, citaré una que le agradecí especialmente: «A Fernando Savater: la centella y la sonrisa». No le faltaba a veces cierta tierna malicia. A un común amigo querido pero a menudo acucioso le puso: «A Juan Cruz, que es más cruz que Juan». Unos años más tarde del comienzo de nuestra correspondencia, viajé por primera vez a México. Debo esa aventura tempranísima, mi primer salto transatlántico, a los buenos oficios de Héctor Subirats, el amigo definitivo, parte ya de mí mismo. Cuando llegué tras el larguísimo vuelo era noche cerrada y el inmenso sembrado de luces del Distrito Federal al aproximarnos para aterrizar me proporcionó una imborrable experiencia de planetario inferior, como merodear sobre un campo de estrellas. Después entré por primera vez en México y México entró en mí definitivamente, me invadió para siempre. Por supuesto, nada más llegar telefoneé a Octavio Paz, dando cándidamente por supuesto que él estaría tan deseoso de verme como yo de verle a él. ¡Y lo estaba! Me citó para cenar en su casa al día siguiente: «Supongo que no le importará compartir la velada con un señor francés y una pintora amiga mía». No me importaba desde luego antes de conocerles y me entusiasmó después. El señor francés era Claude Lévi-Strauss y la pintora debía haber sido —porque nunca llegó— Leonora Carrington. Aun así, lo más importante de la noche para mí fue conocer personalmente a Octavio y Marie-Jo, su cordialidad confirmada, lo llano y elegante de la acogida que tributaron al joven hirsuto y vocinglero de allende los mares. Nos tuteamos desde el primer momento (los vascos tuteamos a todo el mundo, atropellando a veces un poco), aunque luego quienes le conocían mejor me dijeron que Octavio se apeaba pocas veces del «usted», sobre todo cuando trataba con colegas o con recién llegados. El otro contertulio, Lévi-Strauss, me produjo una de las impresiones más vivas de inteligencia polimorfa que he sentido nunca ante nadie. Hablase de

antropología, de música o de política, daba una invariable sensación de auténtica sagesse. Nos entretuvo contando cómo había visitado las obras del Templo Mayor en el Zócalo, aún inacabadas, y que la facultad de Antropología había rechazado su ofrecimiento desinteresado de una sesión abierta con alumnos porque el claustro le consideraba un «reaccionario burgués». También narró con adusto gracejo los dejeneurs culturales organizados por el presidente Giscard, en los que reunía a un grupo variopinto de intelectuales («que no teníamos en común más que el ignorarnos o el detestarnos») para debatir sobre las perspectivas del siglo XXI. «Yo no sabía cómo decirle —comentaba don Claudio — que, dado lo que iba a vivir de dicho siglo, lo que ocurriese en él me traía perfectamente sin cuidado». Entretanto, la visita de Leonora Carrington se demoraba y se demoraba, creando una cierta sensación de suspense. Finalmente, una llamada telefónica nos informó de que no sería de la partida. Me apresuré atolondradamente a lamentarlo y Lévi-Strauss apostilló, tajante: «Pues yo lo prefiero así». Octavio, Marie-Jo y el que suscribe le miramos algo extrañados. Hierático, más triste que los mismísimos trópicos, se explicó finalmente el antropólogo: «La conocí hace muchos años. Era tan bella y estuve tan enamorado de ella, que prefiero no volver a verla y seguir recordándola como entonces». Cuando terminó la velada, pedimos un taxi y yo insistí como era normal en llevarle primero a su hotel de Chapultepec, antes de regresar al mío. «Je vous remercie, monsieur». «Je vous en prie, cher maître». Así acabó mi diálogo con el estructuralismo… Tras dejarle en su hotel, me fui a una fiesta salvaje que habían preparado mis amigos mexicanos, lo que nosotros entonces llamábamos con ñoñería «guateque» y ellos, con mayor propiedad, denominaban «reventón». Como quedé irremediablemente enamorado de México, al año siguiente urdí un plan para volver. El suplemento cultural de El País estaba en sus inicios y yo acababa de publicar una entrevista con Cioran, la primera que hice en mi vida, que había tenido buena acogida. De modo que ofrecí a la dirección del periódico otra charla en profundidad con Octavio Paz y fue aceptada. ¡Me pagaban el viaje! De nuevo el DF, de nuevo las alegres veladas con Héctor y el resto de los amigos y amigas en el «Tenampa» oyendo mariachis que cantaban a José Alfredo Jiménez, de nuevo Paz. Durante dos o tres días fui a su casa y, ante una decreciente botella de whisky, charlamos de cualquier cosa, desde lo más sublime a lo más cotidiano, con abundantes risas. Antes de comenzar, yo ponía

sobre la mesa una grabadora comprada al efecto, que apenas sabía manejar. De vez en cuando Octavio me preguntaba: «eso estará grabando bien, ¿verdad?»; y yo le respondía que seguro que sí y volvíamos a reírnos. Cuando regresé a Madrid, se me cortó la risa: el maldito cacharro no había grabado absolutamente nada, el diablo sabrá por qué. Como el periódico (y mi maltrecha conciencia profesional) me instaban a entregar el trabajo, decidí inventarme de pe a pa la entrevista con Octavio Paz, a partir de los etílicos recuerdos que guardaba de nuestras conversaciones. Creo que me mantuve bastante fiel, pero de vez en cuando acentué algún costado polémico de acuerdo con mi criterio. Por ejemplo, como estábamos en pleno debate sobre la entrada de España en la OTAN, magnifiqué un tanto la posición neutralista de Octavio. De cualquier modo, la entrevista gustó al público y —lo que era más difícil, dadas las circunstancias— al propio entrevistado. Hasta el punto de que, bastantes años después, decidió incluirla en un volumen que recogía las mejores entrevistas que le habían hecho a lo largo de su vida. Cuando me llamó para comunicármelo, Octavio me advirtió de que su postura frente al tema de la OTAN había cambiado un poco con el tiempo y que incluiría una nota aclaratoria a pie de página. Le dije que estaba en su perfecto derecho, pero fui incapaz de confesar. «No confeséis nunca», tales fueron las últimas palabras que un condenado a muerte dirigió al público que asistía a su ejecución, según cuenta Georges Bataille. Si no me equivoco, ahora la entrevista figura en uno de los tomos de las Obras completas de mi añorado amigo. La última vez que le vi fue una semana antes de su muerte. Yo había ido al DF a rodar una serie educativa para televisión y llamé tímidamente a Marie-Jo para preguntar por Octavio. Me dijo que estaba muy mal pero me invitó a su casa, la nueva de Coyoacán donde estaba también instalada la Fundación que lleva su nombre. La otra, la de Reforma que yo más había frecuentado (incluso conocí la de la calle Lerma, anterior a éstas), había sufrido un incendio en el que Paz perdió parte de su biblioteca y numerosos recuerdos de inapreciable valor. Seguramente esta desdicha aceleró su rendición al cáncer, él, que tanto había luchado siempre por la vida. Llegué a Coyoacán temblando, porque soy infinitamente cobarde ante el dolor y la desaparición de los que amo. Últimamente me he ganado un prestigio absurdo de valentón por mis actividades contra el terrorismo vasco y hasta «héroe» me llaman los más ingenuos. Claro que pertenezco a un gremio en que basta con no ser invariablemente oportunista y frecuentemente rastrero para merecer ya laureles heroicos… Pero para conocer

el auténtico coraje de alguien es preciso saber el valor con que se enfrenta a lo que de veras él teme, no a lo que suelen temer los demás. Y yo, como Lord Jim, bien sé que soy fundamentalmente cobarde cuando apremia lo que me espanta, aunque sea capaz de lo que desde fuera parecen ocasionales gestos valerosos. Nunca temo la lucha pero temo aquello contra lo que ninguna lucha basta. De modo que llegué temblando a Coyoacán. Marie-Jo me enseñó la Fundación, las exposiciones que preparaba, el hermoso jardín… Luego un enfermero trajo en su silla de ruedas a Octavio, que ya apenas se levantaba del lecho una o dos horas al día. Estaba consumido hasta la cuerda, disminuido, reducido al suspiro carnal de lo que había sido. Llevaba barba, con la que nunca le había visto antes. No habló, pero al saludarme una repentina y ancha sonrisa le iluminó la cara devastada. Por un momento, como el sol que se abre paso un instante entre los negros nubarrones, volvió su sonrisa de siempre, llena del viejo afecto y la vieja complicidad. Le entregué mi libro recién publicado —Despierta y lee, en el que hay algún artículo sobre él— y, aunque evidentemente ya no podía leer, lo tomó en sus manos y lo hojeó con concentración, cumpliendo hasta el final el ritual amable con su amigo escritor. Marie-Jo me había contado que el día anterior, cuando una enfermera queriendo animarle le señaló los volúmenes de sus obras con algún comentario elogioso, hizo un gesto con la mano como descartándolos y murmuró: «Todo eso no vale para nada». Como para indicar que él ya estaba en la región que la ayuda y el consuelo de los libros no alcanzan. Yo no sabía qué decir, aunque dije algunas aturulladas banalidades, y él no hablaba. Entonces Marie-Jo tuvo un gesto maravilloso y le pasó la mano por la cabeza, como para peinarle un poco el cabello aún abundante, mientras decía con ternura: «Mira qué pelo más bonito tiene todavía». Es por eso por lo que amamos, para lo que amamos: porque allá donde no llegan los libros ni la gloria, aún llega el amor. Esa caricia me desgarró por dentro pero también, misteriosamente, me resultó tónica. Salí de la casa inmensamente conmovido, porque sabía que no volvería a verle, pero también un poco más fuerte de lo que entré. De mis andanzas por México solía hablar a menudo a comienzos de los ochenta con José Bergamín, al que había conocido gracias a la mediación de Manolo Arroyo. También el poeta había estado en México —entre otros exilios americanos—, de donde me contaba que estuvo a punto de echarle Lázaro Cárdenas porque en sus crónicas taurinas elogiaba a Manolete frente al ídolo local Carlos Arruza. En Madrid o en Sevilla nos encontrábamos de vez en

cuando camino de los toros, a los que yo solía ir entonces en compañía de Alberto González Troyano y demás amigos. La verdad es que nunca he sabido ir a los toros solo, sin duda porque disto mucho de ser un auténtico aficionado. Pepe Bergamín solía decirme, con razón: «A ti no te gustan los toros; lo que te gustan son las buenas corridas». Lo cierto es que me gustaba más oírle a él hablar de tauromaquia, de Rafael de Paula o Curro Romero, de lo que significaban las suertes vistas a través de la poesía, que asistir físicamente a la plaza. También solíamos ir a comer los dos solos a algunos restaurantes del Madrid antiguo, como casa Botín o La Bola. Pequeñito, encorvado por los muchos años, invariablemente malicioso, Pepe Bergamín era uno de los compañeros de mesa y mantel más chispeantes y entretenidos que he conocido en mi vida. En el fondo, tras su permanente humor, escondía un nihilismo apocalíptico de cristiano hereje obsesionado por las postrimerías y anhelante de un Juicio Final que no dejara títere con cabeza. Le encantaba soltarme enormidades para ver cómo yo reaccionaba escandalizado entre bromas y veras. «Desengáñate», me asestaba sin pestañear y sonriendo de medio lado, «lo que este país necesita es otra guerra civil, pero que esta vez ganen los buenos». Yo le respondía que ésas eran cosas que decía sólo para alarmarnos a los más jóvenes y él concluía: «¡Ah, si supieras lo divertido que es tener ya ochenta y seis años!». Bergamín tenía el genio de los buenos títulos. Su sección de artículos en Sábado gráfico se llamaba «Las cosas que no pasan» y había compuesto un par de panfletos antimonárquicos bastante divertidos: La confusión reinante y Mi mundo no es de este reino. De vez en cuando fantaseaba acerca de las memorias que podría escribir —creo que ni lo intentó— y que debían dividirse en dos volúmenes: Ahora que lo pienso sería, el primero; y el segundo, Lo que yo me figuraba. El título de esta autobiografía es un homenaje párvulo que creo no le hubiera disgustado del todo. También padecía (o disfrutaba, según se mire) de un entusiasmo creciente por arrimarse a las mujeres jóvenes, que la edad aumentaba en lugar de extinguir (lo mismo le pasaba a Aranguren): las homenajeaba con epigramas alambicados y divertidos, dieciochescos, y no desdeñaba magrearlas un poco discretamente cuando se sentaban a su lado en algún convite. Con una compañera nuestra de Zorroaga, muy guapa, protagonizó un episodio admirable. La chica había sido encargada por amigos residentes en Francia de llevarle no sé qué envío a su casa de la plaza de Oriente. Cumplido el encargo, el encandilado Bergamín la invitó a cenar y allí mismo le hizo una revelación terrible: planeaba

suicidarse. La muchacha quedó impresionada: ¿por qué? La decisión venía de atrás, según el poeta: cuando aún estaba en plena madurez, había establecido que se suicidaría a los sesenta y cinco años, antes de iniciar la decadencia. Llegó la fecha y Bergamín todavía se encontraba bien, en pleno fervor antifranquista, así que pospuso el desenlace hasta los setenta y cinco años como límite máximo. También cumplió ese plazo, pero como pensaba regresar a España (lo hizo y volvió a ser expulsado tras el denominado por el régimen «contubernio de Múnich»), y después aspiraba a ver torear a tal o cual gran matador en la Camarga o asistir al último estreno de su amigo Buñuel… pues volvió a dejarlo para más tarde. Pero ahora ya no había más excusas, porque tenía más de ochenta años, la España posfranquista le decepcionaba completamente y era el momento honroso de abandonar este mundo. Aunque para llevar a cabo su propósito necesitaba colaboración, pues ya estaba demasiado viejo: ¿querría ella ayudarle? Impresionada y conmovida, la bella dio su consentimiento. Pepe le contó un plan eutanásico más o menos viable y la citó para el día siguiente, a una hora precisa y fatal. Cuando la estremecida muchacha se reunió otra vez con él, dispuesta a poner manos a la obra para el atroz designio, Bergamín la detuvo con un gesto y una mirada rendida: «Espera, lo he pensado mejor. ¿Sabes? Es una lástima suicidarme ahora que te he conocido…». Aunque siempre dentro de la cordialidad y la ironía, teníamos grandes disputas en torno al tema del terrorismo vasco. Pepe elogiaba constantemente a ETA y Herri Batasuna, disfrutando cuando yo me encabritaba. Por aquellos días, Alfonso Sastre publicó un artículo en El País justificando más o menos la lucha armada contra la democracia burguesa con argumentos sacados de Humanismo y terror de Merleau-Ponty. Entonces no era algo tan insólito como ahora puede parecer manejar sofismas tardoestalinistas para «comprender» mejor la violencia terrorista. Sastre era el representante extremo de una camada —de la que aún quedan bastantes miembros en ejercicio— dispuesta a convertir un supuesto «progresismo» en marco legitimador de cualquier crimen o cualquier disparate. Lo sé porque me he pasado la vida rebatiéndoles. Como por suerte también frecuento la Feria del Libro, contesté en las mismas páginas a Sastre, recordándole que tras Humanismo y terror Merleau-Ponty publicó Las aventuras de la dialéctica, una durísima rectificación de las posturas que antes había sostenido. Bergamín leyó ambos artículos para, como era de esperar, darle la razón a Sastre, aunque mejorando con sutileza su argumentación. Eran muy amigos, pese a la diferencia de carácter entre el chestertoniano y paradójico

humor del uno y la estolidez tan graciosa como el chapapote de una marea negra del otro. Pepe justificaba el discurso de Sastre con genialidades que no estaban en él y yo, algo enfadado, me empeñaba en demostrarle que Sastre no daba tales muestras de talento. Por fin, zanjó la cuestión: «Pues quede claro que yo estoy totalmente de acuerdo con lo que mi amigo Alfonso Sastre ha querido decir… y no ha dicho». Después Bergamín se instaló en San Sebastián, donde era festejado constantemente por Herri Batasuna. Allí le vi por última vez. Fui a llevarle un grabado taurino que le había dedicado el pintor mexicano Alberto Gironella. Me contó que se encontraba mal, sin ningún dolor específico, pero sintiendo lo que también Fontenelle experimentó a una edad parecida a la suya: une certaine difficulté d’être. Había ido al médico, quien después de reconocerle le dijo que su estado general era «normal para su edad». Bergamín le repuso: «Pero doctor, es que a mi edad lo normal es estar muerto…». Cuando poco después efectivamente murió, sus albaceas abertzales le hicieron un funeral patriótico y le enterraron envuelto en la ikurriña, a él, tan desesperada e irremediablemente español. Pero supongo que esa paradoja postuma habrá estremecido de risa sus huesos, burlones sin duda hasta en la sepultura. El único escritor que he conocido con un ingenio verbal comparable al de Bergamín, aunque con mayor enjundia literaria, es Guillermo Cabrera Infante. Desde hace casi treinta años su casa de Gloucester Road es parada obligatoria y gratísima en todas mis visitas anuales a Londres, casi siempre convocadas por grandes citas hípicas. Parada y fonda, porque nuestro cíclico reencuentro inevitablemente culmina en algún buen restaurante chino o indio (como esa estupenda Bombay Brasserie que también le gustaba mucho a Octavio, experto en hinduismo, y que tiene un papel relevante al comienzo de la novela Mañana en la batalla piensa en mí de Javier Marías). La conversación deliciosa de Guillermo sobre cine o literatura, que a veces llega a ser casi mareante a fuerza de erudición y geniales retruécanos, es el segundo atractivo de tales convivios: el primero es la compañía de Miriam Gómez, la mitad dorada de los Cabrera. Quien no haya oído contar a Miriam historias, fábulas, anécdotas, lo que se tercie, no sabe nada del embrujo fascinador de la literatura oral. Supongo que en las espeluncas primigenias, en torno al fuego recién inventado, nuestros antepasados debían de reunirse —lanzando de vez en cuando miradas temerosas a las sombras circundantes, en las que brillaban los ojos de los depredadores— para escuchar a narradores de cuya estirpe proviene Miriam. Luego se fraguó la

escritura y llegaron Shakespeare, Cervantes y demás compañeros: se ganó sin duda mucho de bueno, pero se perdió algo, un hechizo inmediato, un arrobo que sólo se recupera de vez en cuando y que yo he sentido escuchándola. El estilo oral de Guillermo, de apariencia más severa, le sirve de excelente contrapunto y subraya de vez en cuando como un acorde de violonchelo la fluidez melosa, sensual, intencionada y sabiamente truculenta de su mujer. Si Guillermo buscase trabajosamente sus retruécanos, carecería de gracia: lo que abruma en él es que se le presentan sin poderlo remediar, a cada paso, como las burbujas del champán. No sólo no los prepara o delibera, sino que tiene que luchar a brazo partido con ellos para que no le arrastren. Algunos de sus hallazgos justifican de modo sonriente los sinsabores de toda una jornada o de todo un mes. En cierta ocasión, tras un curso de verano en la UIMP de Santander, acompañé en un taxi a los Cabrera al aeropuerto; con nosotros venía también Alain Robbe-Grillet, que había participado en el mismo seminario. Mientras esperábamos el embarque, llegó el vuelo de Barcelona en el que venía nuestro amigo Román Gubern. Inmediatamente Guillermo acotó, con su voz profunda: «Bueno, se va Robbe-Grillet pero aquí llega le nouveau Román». Creo que la prosa narrativa de Cabrera Infante es tan renovadora como la muy distinta de Borges: ambos son humoristas esenciales, ambos están poseídos por los conceptos cuando más parecen jugar con las palabras, pero en el maestro cubano hay un añadido de especial cordialidad melancólica, carnal. Tras su generosidad efusiva, casi siempre muy divertida hasta en los momentos patéticos, hay en Cabrera Infante una nostalgia realmente punzante. No sólo es le mal du pays, sino también los demás exilios que nos impone el tiempo, la pérdida de la infancia, de los amores fugitivos, de la amistad inconstante o perecedera. Sobre todo, nuestro destierro en le pays du mal donde prevalecen los despotismos cómplices de los tiranos y los mentecatos. A veces, cuando le oía despotricar a Guillermo contra unos y otros por su complacencia supuestamente «progre» con la dictadura cubana, pensaba que su lógica amargura le hacía exagerar un tanto. Con los años, tras haber soportado a tantos idiotas biempensantes dedicados a quitarle hierro al terror nacionalista en el País Vasco y hasta «comprenderlo» por oportunismo sectario, me he dado cuenta de que fui injusto con él. Sin duda Rafael Sánchez Ferlosio es el escritor más distinto que pueda imaginarse de Bergamín o Cabrera Infante, pero en mi aprecio no es inferior como artista a ninguno de ellos. Le es perfectamente ajeno el escenario wildeano

de calembours y bon mots. Incluso en sus magníficos aforismos o fragmentos, que él llama «pecios» con apropiadísima terminología náutica, todo su indudable ingenio se centra en no parecer nunca ingenioso. Pero en cambio es capaz de ver y revelar el revés de las palabras y las frases hechas, los turbios zurcidos, los vergonzantes apaños con el poder o la necesidad cruel que hilvanan ocultamente las fórmulas «sensatas» que nadie se para a cuestionar. En un mundo de personas sin talento y talentos sin personalidad que parecen fabricados en serie, Ferlosio es una singular pieza de bienaventurada artesanía. Quiero suponer para tranquilidad de mi alma que todos los seres humanos somos únicos e irrepetibles: pero a pocos se nos nota tanto esta condición ejemplar como a Rafael. Cuando alguien dice «yo pienso…» o «yo creo…», la mayoría de las veces debería en realidad decir: «yo repito…». No es el caso de Ferlosio: entre tantos como hablan de oídas, él habla «de pensadas». No pretendo decir, desde luego, que acierte siempre, ni siquiera que acierte más que los demás: lo que quiero señalar es que atina o yerra por sí mismo, no en forma colegiada. Hubo un tiempo en que tras cenar y charlar exhaustivamente (cuando persigue una idea o un tema no se contenta con dos o tres alusiones más o menos afortunadas) acompañado de algunos amigos entre los que solía contarme, Rafael nos reprochaba que luego le abandonásemos en su casa y nos fuésemos a seguir la juerga solos en locales quizá atractivamente pecaminosos. De modo que una noche le dijimos que se viniera con nosotros a tomar la penúltima copa en una discoteca de moda. Lo hizo encantado, penetrando con la alegría del explorador en el oscuro y tumultuoso recinto en el que se agitaban bailarines y bailarinas bajo las falsas luces estroboscópicas. Y naturalmente, quiso reanudar la charla emprendida durante la cena pero ahora en más adversas circunstancias. Como el estruendo no permitía escuchar palabra, salvo algún que otro grito, se dirigió cortésmente al barman y le rogó: «Por favor, ¿no podrían bajar un poco la música?». Esa imagen corresponde perfectamente al papel que desempeñan Rafael y su literatura entre sus contemporáneos: en un mundo en el que todos bailan al son más ensordecedor, el intruso que pide que bajen el volumen para que podamos volver a hablar. Hay en Ferlosio un fondo justiciero, una exigencia de rectitud que casi roza lo maniático pero que está dispuesto a aplicarse a sí mismo antes que a los demás y desde luego no menos que a los demás. Es el último jansenista, siempre listo para desvelar las argucias del amor propio nefando —a su juicio— tras cualquier empresa aparentemente desinteresada. Una tarde estaba en la barra del

café Comercial de Madrid, frente al cual vivía en aquella época, cuando entró en el local un individuo de aspecto desastrado que pidió una consumición y fue despachado con pocos miramientos por el camarero. Rafael se sublevó ante este abuso y cuando se subleva puede ser algo digno de verse. Atizó con el bastón un golpe tremendo en el mostrador, que dejó al barman sobrecogido, y le espetó que no tenía derecho a tratar a una persona de ese modo, que quién se había creído que era, etcétera. Los circunstantes intervinieron para calmar las aguas, Ferlosio se fue indignado a su casa y todo pareció haber concluido. Horas más tarde, cuando el local estaba a punto de cerrar, el barman vio con espanto que aparecía de nuevo el belicoso cliente, a grandes zancadas, hirsuto, desgreñado y con un abrigo echado apresuradamente sobre el pijama. Ya se protegía tras el mostrador del supuesto ataque cuando lo que oyó fue una súplica: «Que si me perdona usted por lo que le he dicho antes. Verá, ¡es que no me puedo dormir así!». A esto se le debería llamar humanismo militante. Cuando quedé finalista del Premio Planeta con El jardín de las dudas, un homenaje (levemente) novelado a Voltaire, tuve la suerte de que el ganador fuese Mario Vargas Llosa, con Lituma en los Andes. Suerte, en primer lugar, porque no hay el mínimo desdoro narcisista en ser proclamado segundo de alguien a quien nunca se pretendió aventajar. Desde muchos años atrás —desde La ciudad y los perros, como la mayoría— tengo a Vargas Llosa por uno de los novelistas contemporáneos esenciales (incontournables, dicen los franceses) de la lengua castellana. Y además como un ensayista literario de primerísima fila. Para remate, sus obras narrativas versan sobre la vocación literaria, la tiranía política o el sexo, que son mis temas favoritos en todas las épocas y categorías. Es decir, que además de admirar su talento me gusta leerle (lo cual no es tan frecuente como podría suponerse). Pero sobre todo tuve suerte porque Mario y yo nos llevamos bien, cosa tan importante en los matrimonios como entre el ganador y el finalista del Premio Planeta. Resulta que una de las imposiciones más o menos apremiantes a que deben someterse los galardonados es una gira conjunta por diversas capitales de provincia españolas, presentando las obras en ruedas de prensa y firmando ejemplares en almacenes de «El Corte Inglés», lo que obliga a una convivencia de semanas prácticamente conyugal. Si la pareja planetaria está mal avenida, esa obligación promocional puede ser una auténtica tortura. En mi caso, la recuerdo con deleite. Charlar con Mario desde el desayuno hasta la cena, era más que grato: educativo, formativo, inspirador. Algo así como hacer un máster gratuito con un profesor excepcional. A la cuarta o quinta rueda

de prensa, nos habíamos aprendido de memoria el disco que cada uno repetía como introducción de su obra, de modo que nos permitíamos jugar un poco: yo presentaba Lituma con las palabras habituales de Mario y él hacía lo mismo con mi novela. Por lo demás, sentados a la mesa de firmas dispuesta por los grandes almacenes a veces en la sección de lencería o de menaje del hogar, nos sentíamos un poco como las putas de Hamburgo esperando clientes en sus peceras ofertorias. A mí me entraban ganas de cruzar las piernas de forma insinuante… Como es natural, a Vargas Llosa siempre se le acercaban muchos peruanos para que les firmase el libro. Pero cuando estuvimos en Zaragoza, el número de sus compatriotas que formó cola ante él resultó realmente excepcional. La mayoría eran jóvenes y, para matar mi ocio mientras Mario trabajaba, comenté con una guapa peruanita lo populoso de la colonia limeña en la capital aragonesa. Me aclaró que estaba fundamentalmente formada por estudiantes que habían acudido desde el otro lado del océano a la Universidad de Barcelona (en gran parte motivados por los elogios del propio Vargas a esa sede cultural) y que habían tenido que abandonarla al tropezar con la imposición del catalán como única lengua hasta en los formularios de matriculación. Una lástima y una pérdida para Cataluña. Paz, Bergamín, Cabrera Infante, Ferlosio, Vargas Llosa… y Juan Benet, Jaime Gil de Biedma, Carmen Martín Gaite, Juan Gil-Albert y… tantos otros. Qué cosa tan admirable haberles hablado y que ellos me hayan respondido, como dice Browning en su poema. Cuánta riqueza, que mañana otros lectores fetichistas me envidiarán. Porque es envidiable haber tenido la ocasión de admirar tan de cerca a quienes más se lo merecen.

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¡BASTA YA! —Pueblo libre —clamó Mowgli— ¿desde cuándo Shere Kahn dirige la manada? ¿Por qué tenemos que aceptar la jefatura del miedo? ¿Nos hemos vuelto todos unos míseros chacales para tener que rendir pleitesía a este carnicero despreciable? ¡La jefatura de la manada reside en sus propios miembros!

RUDYARD KIPLING

P

asear temprano cada mañana por la Concha donostiarra, desde el Peine de los Vientos hasta el puerto y regreso, ha sido durante años una de mis costumbres más queridas. Suelo realizar ese ejercicio vestido con un chándal cuya rotundidad deportiva hace sonreír a los más allegados, que conocen de sobra mis limitaciones para cualquier gimnasia que no sea mental. Son reticencias burlonas que yo desprecio… olímpicamente. Además, mi ritmo de marcha suele ser más que aceptable. Así me lo han certificado los escoltas que desde hace un par de años me acompañan abnegadamente a todas partes: «Oiga, vamos, ¡pero qué deprisa anda usted!». Dado que siempre son mucho más jóvenes y mejor entrenados que yo, lo tomo como un exquisito cumplido. La verdad es que siempre me ha gustado andar rápido y lejos, concienzudamente. Pertenezco a la secta de los peripatéticos, fracción «veloces». Cuanto más deprisa camino, mejor pienso. O me imagino que pienso. No sé realmente andar

despacito, parándome, deteniendo a quien va conmigo para contarle algo o interrumpiendo el paso a los que marchan detrás. Nunca me llamarán «Frenando», como bautizaron a un tocayo mío moroso los que le acompañaban en sus desplazamientos. ¿Defectos de esta demostración ya casi valetudinaria de energía? Que a veces paso de largo o me paso de la raya. Aquella mañana desfilaba yo a toda vela por la Concha, asombrando a los contorsionados tamarindos (que me conocen desde que era niño) y haciendo sudar un poco a mis acompañantes protectores. Iba dándole vueltas en el magín a un tema consuetudinario: ¿qué diablos pinto yo aquí, donde no puedo ni pasearme tranquilo sin custodia policial? ¿Por qué no me largo de una buena vez a un sitio más seguro y me dedico a cosas propias de mi edad, más serenas — incluso más respetables— y menos arriesgadas? En ésas estaba cuando al paso, intrépida y trémula, se me acercó una señora mayor, es decir de mi edad. Frené educadamente, claro, y ella me dijo con un suspiro: «¡Ay, profesor, mientras le veamos a usted pasear por San Sebastián sabremos que no nos han dejado solos!». Le di las gracias y después volví a recuperar velocidad, pensando a toda máquina. Ya no me preguntaba por qué sigo aquí, la señora acababa de aclarármelo suficientemente. Me eduqué en el ideal del paladín gracias al Capitán Trueno y soy y seré un caballero, aunque sea de tristísima figura. Pero paladín y todo, como me conozco, no dejo de tener mis reservas. De modo que durante la continuación de mi cabalgata la pregunta que me hice fue: ¿cómo coño me he metido yo en esto? Responder me llevará el resto del presente capítulo. Ya he contado al hablar de mi periodo docente en Zorroaga cómo estaban las cosas en el País Vasco a comienzos de los ochenta. Los atentados y crímenes constantes eran vividos casi en familia por los afectados: si las víctimas eran militares o miembros de las FOP (las más frecuentes), sólo se ocupaban de ellas sus compañeros y algún ministro; si eran civiles, a veces ni eso. Los parientes de los asesinados se encerraban en casa, guardaban dolorido silencio o se marchaban a otra región: hacerles cualquier tipo de homenaje público, sobre todo con asistencia de autoridades nacionalistas, hubiera sido «inoportuno» y provocador. ETA era llamada respetuosamente «la organización», como si se tratase de una ONG, y se evitaba con mucho cuidado calificar a sus miembros de terroristas. Si alguien empleaba este término en el País Vasco, se le decía que «las cosas no son tan sencillas» o «desde fuera no podéis entenderlo». Los extorsionados por la banda callaban y pagaban o callaban y se iban; pero

siempre callaban. Los gobernantes nacionalistas condenaban frecuentemente la violencia (aunque aclarando siempre «venga de donde venga», lo que gracias al GAL y compañía no sonaba tan absurdo como hubiera debido), pero siempre evitaban condenar a los violentos mismos. Los tales eran gente apasionada, incluso bienintencionada, aunque estaban muy equivocados: «Así no se colabora a la construcción nacional». Pero sus víctimas eran claramente peores aún, porque ellas nunca quisieron la «construcción nacional» (es decir, nacionalista) ni se les pasó por la cabeza colaborar con semejante plan. En el fondo, esa obstinación con la que se oponían a los «derechos del pueblo» era lo que les había llevado a su lamentable muerte… A diferencia de algunos amigos como Juan Aranzadi, Mikel Azurmendi o Jon Juaristi, yo nunca he sentido demasiado interés por los recovecos de la historia y el ideario mítico del nacionalismo. Siempre creí que los nacionalismos (todos, el vasco, el catalán, el gallego y el español triunfante en el franquismo) habían sido y siguen siendo la desgracia de la España moderna en su camino hacia instituciones democráticas como las vigentes en otros países europeos. Nunca dejó de resultarme curioso que fueran precisamente Cataluña y el País Vasco, las dos regiones más evidentemente enriquecidas por el proteccionismo estatal durante los inicios de la industrialización a finales del siglo XIX, las que han expresado con mayor virulencia su deseo de independizarse de ese mismo Estado que las había beneficiado. Pero la verdad es que la historia nunca ha logrado interesarme tanto como debiera: lo preocupante me parecía y me parece el presente, pero sobre todo el futuro. Acabado el franquismo, apoyé con entusiasmo los estatutos de autonomía y todas las concesiones simbólicas que pudieran hacerse a los nacionalistas, suponiendo que ésa era la mejor forma de desactivar su lado irredentista y de potenciar su colaboración a nuestra normalización democrática. Era evidente que la proliferación autonómica en el país se parecía cada vez más a una consagración del viejo caciquismo de siempre, pero ahora dotado de bandera e himno regional. Sin embargo me pareció el precio que había que pagar en compensación por los desmanes uniformizadores y seudoimperiales de la dictadura. Tardé mucho en darme cuenta de que el verdadero problema en el País Vasco consistía en que los nacionalistas obtuvieron demasiado y demasiado pronto, hasta el punto de que lo más plausible de su ideario quedó rebasado por la realidad institucional. El nacionalismo logró que su bandera fuese la de todos los

vascos; su himno, el de todos los vascos; y su discurso propagandístico, el único vigente. También consiguió la hegemonía en la información y en la enseñanza casi sin oposición alguna. Su triunfo fue tan rápido que se vieron prácticamente vaciados de propuestas democráticas y para seguir siendo nacionalistas tuvieron que empezar a ir cada vez más allá. La vieja recomendación de no malgastar margaritas con quienes no saben apreciarlas puede ser excelentemente ilustrada con la respuesta del nacionalismo vasco radical a las concesiones del recién inaugurado Estado de derecho español. Pero todo ello se llevó a cabo con tanta facilidad precisamente porque no existía ningún tipo de nacionalismo español opuesto, que afortunadamente desapareció con Franco. Si para vivir armónica y pacíficamente en ciertas regiones de España había que decir que uno no era del todo español, que abominábamos del maldito «españolismo», la mayoría aceptamos pagar ese peaje casi con entusiasmo. No sé si fuimos demasiado imprudentes, pero está claro que nos portamos con generosidad. Sin embargo, el terrorismo continuaba sin que aparentemente nadie intentase una verdadera movilización cívica contra él. Ni mucho menos una crítica del nacionalismo gobernante que se limitaba a deplorarlo pero sin encabezar nunca realmente la lucha para erradicarlo, ni siquiera cuando asesinaron a García Arcocha, el primer alto mando de la Ertzaintza, al que luego siguieron otros miembros de la policía autonómica. Me incluyo desde luego entre los miopes: recuerdo a finales de los setenta una comida en la que coincidí con Emiliano Fernández de Pinedo, profesor en la facultad de Económicas de Bilbao y una de las poquísimas personas que se atrevían entonces a criticar sin ambages al PNV. Aquel día yo le contradije con el entusiasmo que dan la buena conciencia y la mala información. Entonces ya repetíamos lo que más de veinte años después aún se escucha a impertérritos despistados: «No hay que confundir el nacionalismo con el terrorismo». En efecto, no se debe confundir el terrorismo con el nacionalismo, lo mismo que no son la misma cosa los peces que el agua en la que nadan. Pero resulta difícil comprender a los peces si olvidamos su condición acuática y que cuanta más agua haya más peces seguiremos teniendo. A tan profundo descubrimiento algunos tardamos en llegar más de lo que nuestra vanidad quisiera admitir ahora; me consuela —es un decir…— que otros todavía no hayan aprendido ni siquiera hoy a ver bajo el agua. Aunque ya escribía y polemizaba contra el terrorismo etarra, sentía la comezón de hacer algo más contra él: soy de los que siempre han creído que no basta con publicar artículos, pronunciar conferencias y firmar manifiestos; es

preciso también intentar sacar a la gente a la calle. La política nunca es una tarea meramente intelectual y para defender los valores ciudadanos rara vez basta con la elocuencia… ni con votar una vez cada cuatro años, desde luego. La primera ocasión de ir un poco más allá de mi labor individual como escritor me la brindó el Movimiento por la Paz y la No Violencia, una iniciativa auspiciada por el socialista Txiki Benegas que debíamos encabezar José Ramón Recalde y yo. La cosa apenas fue más allá de dos o tres desangeladas presentaciones en sociedad y un manifiesto antimilitarista escrito por mí, que me temo no debió precisamente de entusiasmar a los promotores del invento. Era la época del debate sobre la OTAN —«de entrada no… pero sí»— y tanto José Ramón como yo manteníamos una postura crítica contra la incorporación de nuestro país al pacto atlántico, lo que no dejábamos de manifestar en nuestras apariciones públicas junto a las condenas a ETA. Por otra parte, dentro del Partido Socialista vasco existía la pugna soterrada entre la línea dura representada por Ricardo García Damborenea (cuyos artículos antinacionalistas eran excelentes, pero que desdichadamente estaba favoreciendo en secreto los desafueros del GAL) y la actitud de Txiki, más próxima a lo que después fueron movimientos cívicos antiviolentos como Gesto por la Paz. Nuestro «Movimiento» contaba además con el lastre de estar demasiado claramente vinculado a un partido político, lo que viciaba de entrada la posibilidad de llegar a un espectro suficientemente amplio de población que no se identificaba con esas siglas aunque compartiese nuestros postulados teóricos. Total, que todo murió prácticamente antes de nacer. En el País Vasco, tras el exterminio físico de UCD y dada la mínima representación parlamentaria de Alianza Popular, los socialistas eran la única fuerza política no nacionalista que podía entonces tomarse en cuenta. De hecho, ganaron las primeras elecciones autonómicas —aunque cedieron la lehendakaritza al PNV— y eran el partido más uniformemente representado en toda la GAV y en Navarra. En líneas generales, su política de aproximación al PNV me parecía entonces correcta aunque luego se revelase inoperante y hasta nefasta en aspectos fundamentales. Creo que fue importante que entrasen a formar parte del Gobierno autonómico, para que los ciudadanos pudieran visualizar que la gestión de Euskadi no debía ser un asunto exclusivamente nacionalista, puesto que nuestra comunidad tampoco lo era. Después se ha visto que su disposición conciliadora fue manipulada por el nacionalismo hasta convertirla en coartada de su proyecto nulamente integrador (cuando los nacionalistas hablan de «pluralismo», siempre entienden la pluralidad dentro del

nacionalismo mismo, no entre nacionalistas y no nacionalistas), sobre todo en el fundamental terreno de la educación. Incluso en su momento no me pareció desacertado el rocambolesco intento de las conversaciones de Argel con la cúpula etarra, que por lo menos reveló la auténtica catadura totalitaria e incompatible con cualquier fórmula democrática aceptable de la banda terrorista. Cuando se suscitó la posibilidad de legalizar a Herri Batasuna como partido político, apoyé públicamente la propuesta contra el parecer de líderes socialistas tan cualificados como el propio Felipe González. Sin duda el devenir de los acontecimientos le ha dado la razón a él, pero sigo creyendo que entonces había que intentar brindar una salida política a la organización armada… aunque no fuese más que para que ahora podamos decir que se intentó realmente todo lo democráticamente aceptable… e incluso un poco más. Cuento estas cosas para los recién llegados que todavía, como quien descubre la piedra filosofal, repiten hoy la consigna del «diálogo» y dicen «¡demos una oportunidad a la palabra!». Los males que ahora padecemos pueden provenir de muchas causas, pero desde luego no de la intransigencia de los no nacionalistas. Hubo sin embargo dos disparates en la estrategia socialista en el País Vasco de los que hasta yo me di cuenta en su día. El primero y más grave fue el GAL: digo que fue el más grave porque no comparto el cinismo de Tayllerand y tengo a los crímenes por peores que los errores. El segundo fue su actitud de entreguismo en el asunto de la autopista de Leizarán. A partir del abandono de la central nuclear de Lemóniz, ETA comenzó a comprender que podía influir y dirigir la política vasca a base de apoyar con su violencia causas más o menos populares, que reforzasen su imagen de Robin Hood entre los más tontos de la clase. No hay peor contaminación que la mentecatez, por muchos edulcorantes ecológicos con que se perfume. El cambio de trazado de Leizarán (para ahorrar gastos de seguridad y conflictos sangrientos, no por verdaderas argumentaciones en defensa del medio ambiente) fue el mayor éxito de ETA y de sus servicios auxiliares, algunos de ellos ahora reciclados en Elkarri. A partir de Leizarán, ya era imposible afirmar que el terror etarra nunca había conseguido efectivamente nada. Y esa concesión trascendental se le hizo a la banda de desalmados por medio de un compadrazgo suicida entre PNV y el Partido Socialista, sacrificando en el camino a algunas personalidades dignas también nacionalistas de EA, como Imanol Murua. Uno de los últimos que siguieron hasta el final denunciando en la prensa el contubernio de Leizarán fue mi amigo José Luis López de Lacalle, por lo que consiguió perder sus colaboraciones en El Diario

Vasco (tras la gestión vergonzosa de un alto cargo socialista) y años más tarde ser asesinado por ETA en Andoain, cuando volvía a su casa después de desayunar y con los periódicos recién comprados debajo del brazo. El primer movimiento cívico contra la violencia realmente independiente de partidos políticos fue Gesto por la Paz, cuya fundadora y cabeza visible era mi antigua alumna de Zorroaga Cristina Cuesta. Al padre de Cristina le había asesinado ETA en los años plomizos en que no había mimos para las víctimas, mientras que a los asesinos se les bailaba el aurresku de honor cada semana. Y también figuraba en ese Gesto inicial Olivia Bandrés, la hija de Juan Mari, incansable en el apoyo a los perseguidos y en la denuncia a los perseguidores. Cada vez que había una muerte relacionada con el terrorismo vasco, fuese la de alguien que había sufrido un atentado o la de un terrorista que se enfrentó a la policía, Gesto por la Paz se concentraba durante quince minutos en las tres capitales vascas tras una pancarta que pedía el cese de la violencia. Era una actitud de pacifismo clásico, firme y callada, con un componente ético más acusado que el perfil político. Aunque no tengo nada de pacifista (soy discretamente antimilitarista, que no es lo mismo) y nunca he entendido por qué en el País Vasco hay que elegir entre ser terrorista o pacifista, como si no hubiera muchísimas otras cosas posibles y decentes entre lo uno y lo otro, participé desde el principio en esas concentraciones. Primero, porque era un intento de robarles la calle a los violentos, que la monopolizaban con bravuconería imponiendo al resto de los ciudadanos sus exhibiciones proterroristas, los tótems de su tribu canibalesca y sus amenazas a los disidentes. Segundo y más importante, porque se trataba de apoyar a las víctimas, aunque se incluyera entre ellas —con un exceso de piedad que sinceramente yo no compartía— también a los verdugos caídos en el ejercicio de sus fechorías. No estaban precisamente concurridas aquellas primeras concentraciones de Gesto por la Paz. Al menos las de San Sebastián, que eran a las que yo asistía. Alrededor de unas veinte personas, todo lo más, en la plaza de Guipúzcoa, aquel minúsculo jardín de mis delicias infantiles. Poco a poco se fue engrosando el número de asistentes, siempre sin desbordamientos. La gente no lo tenía claro, no sabía qué podía sacar de ese plantón. Quizá sólo miradas de desconcierto, cuando no francamente hostiles, que nos lanzaban los peatones sin aflojar su marcha, mientras permanecíamos hieráticos, silenciosos, esperando las campanadas del reloj de la Diputación que marcaban el final de nuestra asamblea, rubricado por una salva de aplausos que nos dedicábamos a nosotros

mismos, a la víctima, a la paz o no sé a qué. A veces manteníamos los paraguas abiertos, porque llovía, y en otras ocasiones el aire fresquito de la tarde donostiarra nos revolvía el pelo. Aquellos cuartos de hora, a pesar de todas sus limitaciones, tenían cierta grandeza. Desde luego eran un poquito más estimables moralmente que los concursos de quesos, las verbenas del Paseo Nuevo y las recepciones en el Ayuntamiento, por citar otros eventos folclóricos de la época. Como éramos pocos, enseguida nos fuimos conociendo todos: amas de casa, señores mayores, algunos matrimonios jóvenes, a veces con niños pequeños gimoteando en la sillita. Escaseaban los sabios y los próceres, que siempre suelen estar ocupados en sus cosas y no pueden perder un cuarto de hora sin una ganancia evidente en notoriedad o reputación. A lo mejor éramos sólo unos cuantos locos, debían pensar, el tiempo lo diría. Mientras se aclaraban las cosas (¿no estaríamos manipulados por alguien?), resultaba preferible esperar. Además empezaba a ser frecuente que grupos de energúmenos se pusieran enfrente de nosotros: «¡Pim, pam, pum! ¡Eh, tú, sabemos quién eres, dónde vives y a qué colegio van tus hijos!», por ejemplo. Esta coreografía siniestra contribuía poco a aumentar la concurrencia. En ocasiones los de la acera de enfrente, en el peor sentido de la expresión, siguieron a algunos de los nuestros hasta casa y hubo incluso palizas. Entre los poquísimos personajes populares que aquellos días aparecieron en nuestras concentraciones figuraba el simpático forzudo Iñaki Perurena, campeón de levantamiento de piedras. Yo procuraba ponerme siempre cerca de él, por si nuestros hostigadores venían a por nosotros… Tiempo después Gesto por la Paz cambió de directiva, aparecieron nuevos movimientos pacifistas como Denon Artean, Bakea Orain, etcétera, pero el hábito de las concentraciones silenciosas continuó y se extendió cada vez más. Ya no sólo tenían lugar cuando había víctimas mortales, sino también, semana tras semana, durante los larguísimos secuestros que empezaron a sucederse con alarmante frecuencia. Eso fue lo más duro de todo, al menos para mí. Asistir a una concentración al calor dramático de un atentado, pase; pero interrumpir todos los jueves, o cuando fuese, el trabajo cotidiano, vestirse apresuradamente, salir a la calle hiciese el tiempo que hiciese para formar junto a la desesperada familia y el grupito de irreductibles, frente a los insultos de la piara de canallas de turno a quienes ni siquiera se podía responder… eso, francamente, se me hacía muy cuesta arriba. ¡Si por lo menos uno esperase ganar así el Cielo! Pero yo ni siquiera tenía ese soborno póstumo. Sin embargo, nuestra insistencia fue creando escuela. Cada vez era más frecuente ver a políticos y cargos públicos en

las concentraciones, también aumentaba el número de medios de comunicación que cubrían esos eventos. Empezaron a concentrarse a nuestro modo en cuartos de hora silenciosos los miembros de las corporaciones municipales, de las diputaciones y del Gobierno vasco a la puerta de sus sedes. Lo que empezó siendo una extravagancia heroica se convirtió poco a poco en un ritual multitudinario y me temo que bastante conformista… Y cierto día de enero, cuarenta y ocho horas después de la fiesta de San Sebastián, con sus tamborradas entrañables de falsos cocineros y falsos húsares, asesinaron a Gregorio Ordóñez. Era el más notorio teniente de alcalde del Partido Popular (cuya alza de votos en el País Vasco resultaba espectacular) y le mataron en el bar La Cepa, de la calle Treinta y Uno de Agosto de la parte vieja donostiarra, uno de los obligados de mi ronda de txikitos desde que yo tenía dieciséis años. De un tiro en la nuca, mientras comía con su secretaria María San Gil. Me enteré del crimen en Madrid, por una llamada de Mercedes Milá que interrumpió mi siesta (también a media siesta supe años después que habían ejecutado a Miguel Angel Blanco y que varios aviones se estrellaban contra las torres gemelas de Nueva York y en el Pentágono: ya me avisó Macbeth de que no es fácil dormir «a despecho del trueno»). Yo no tenía relación personal alguna con Gregorio, salvo que pueda considerarse así una polémica en la prensa acerca de un ciclo de cine porno en Donosti, que él censuraba y yo defendía. Pero sentí su cruel eliminación como una agresión especialmente dolorosa, aún más intolerable que todo el resto de actos intolerables que venían cometiéndose en nombre de una «libertad» que no era más que la libertad de exterminar. Esa misma noche lo dije sin rodeos ni miramientos en el programa televisivo de Mercedes, secundado con no menor indignación por Javier Gurruchaga. Una semana más tarde, recibimos en casa una llamada de Álvarez Cascos, con quien nunca había cruzado una palabra en mi vida. Me convocaba a un acto en memoria de Gregorio en el frontón de Anoeta de San Sebastián, al que también pensaban asistir Aznar y la plana mayor de su partido. Su argumento para convencerme fue sencillo: si no asistía yo, todos los que intervendrían serían correligionarios del asesinado; pero ese crimen no era sólo un ataque contra los populares, sino contra todos los ciudadanos donostiarras. Alguien debía hablar en nombre de sus adversarios políticos, de la democracia que polemiza pero no extermina a los antagonistas. No dudé en ir al acto, no sólo por razones de elemental decencia humana sino sobre todo por elemental pedagogía política. Fui para decir que quienes no piensan como nosotros son los garantes

de nuestra cordura democrática, tan imprescindibles como los que comparten nuestras ideas, y que sólo el fanatismo totalitario anhela silenciar por la fuerza cuantas voces le contrarían en lugar de hacerle recapacitar. Las reacciones que provocó mi presencia junto a Aznar, Mayor Oreja y otros miembros del partido al que obviamente nunca he votado me ilustraron sobre el sectarismo enquistado en nuestra vida política, incluso entre personas por lo demás muy estimables. Algunos me hicieron saber muy dolidos que nunca me perdonarían esa «traición», que me había «cambiado de chaqueta», que les estaba haciendo el juego a «ellos»… Lamentaban el asesinato, cómo no («no irás a creer que yo tengo simpatías por el terrorismo…»), pero no estaban dispuestos a aceptar que condenar ese crimen implicaba también una defensa explícita del derecho político a exponer ideas opuestas a las nuestras en el País Vasco, donde estaban bajo amenaza de muerte. En el fondo, sin compartir los métodos violentos, eran tan incapaces de entender y aceptar el juego democrático como los mismísimos terroristas. Ese día empecé a ver más claro o, por decirlo con palabras de Kant, «desperté de mi sueño dogmático». Por fin comprendí que todas las instancias políticas habían progresado en España… salvo ciertos «progresistas» profesionales. Cierta noche (debía de ser un jueves, acabadas ya mis clases en Zorroaga), subí al tren en la estación de Amara camino de Madrid. Como ya he comentado, era un ritual que cumplía dos veces por semana en direcciones opuestas y que incluía un whisky reparador, un puro pequeño fumado a gusto en mi departamento del coche-cama y varias páginas de lectura, casi siempre revistas literarias atrasadas. Luego me metía en la cama con una novela que intentaba descifrar a la tenue luz de mi cabecera y que se me solía caer de las manos antes de llegar a Vitoria. Aquella noche de la que hablo, recién arrancado el tren, se produjo una discusión algo más que vivaz en el departamento contiguo. Era la época del largo secuestro de Emiliano Revilla y en el expreso nocturno había controles policiales rutinarios de documentación tanto al salir de San Sebastián como de Madrid. Dado que los policías estaban ya hartos de verme en mi constante ir y venir, solían saludarme con un «¡buenas noches, profesor!» y pasar de largo. Pero en esa ocasión, cuando me saludaron después del cercano altercado, les hice un signo de interrogación con los ojos y la cabeza, señalando hacia el lado conflictivo. El inspector me repuso, bajando la voz pero no demasiado: «¡Ah, eso! Pues nada, el señor obispo Setién, que se ha enfadado con nosotros y nos ha preguntado si no tenemos nada mejor que hacer que molestar a

la gente cuando va a acostarse. Claro, como a él no hay miedo de que vayan a secuestrarle…». Durante otro secuestro, el de Aldaya, solíamos concentrarnos todos los jueves delante del Buen Pastor, a pocos metros de la residencia episcopal y de la catedral que servía de oficina al distinguido clérigo, pero nunca tuvimos la suerte de que él ni ninguno de sus principales subalternos se dignase acompañarnos en nuestra protesta silenciosa. En cambio acogía en locales de la parroquia un interminable encierro de familiares de presos que protestaban por la dispersión de los reclusos. Y una mañana de San Sebastián en la que estábamos reunidos frente al Ayuntamiento en el parque de Alderdi Eder, con los hijos del secuestrado en primera fila, el obispo pasó frente a nosotros rumbo a Santa María sin siquiera dedicarnos una mirada. Tuvo la mala suerte de que un fotógrafo inmortalizase la ocasión, que a partir de entonces ya pertenece —¡qué le vamos a hacer!— a la biografía infame del clero nacionalista. Meses más tarde, una revista vasca de efímera andadura me propuso un diálogo con Setién acerca de ética, como plato fuerte de su primer número. Naturalmente, acepté. Ya me lo decía una pícara amiga mía: «Eres el hombre más fácil que conozco». Lo que ninguno podíamos prever es que la mañana en que debía tener lugar nuestro diálogo estuviese marcada por el secuestro día y medio antes de Miguel Angel Blanco. Nuestro intercambio de opiniones resultó demasiado abstracto y temo que no muy interesante: se centró en la oposición entre una ética laica y otra de fundamento profético y fideísta. No hubo forma de tocar ningún tema inmediato y yo estaba bastante desganado para tecnicismos, con la cabeza en otra cosa. Eso sí, Setién me demostró sobradamente que está bibliográfica y doctrinalmente muy preparado. Mucho bien le haga. Al acabar, los promotores del encuentro encendieron la televisión para que pudiésemos ver las imágenes de la gran manifestación que se celebraba en Bilbao pidiendo la liberación del concejal secuestrado, el plazo de cuya sentencia de muerte expiraba pocas horas después. Yo deploré que nuestro compromiso me hubiera impedido asistir, convencido interiormente de que había renunciado a un gesto moral para discursear sobre ética. Entonces Setién afirmó, con un tono de arrogancia inimitable, que él en ningún caso hubiera ido a Bilbao: «Nunca voy a esas cosas». Después nos aclaró, con aire enterado, que a Miguel Ángel Blanco no le ocurriría nada y que dentro de quince o veinte días estaría probablemente en su casa. Con unción no totalmente irónica exclamé: «¡Dios le oiga!». Lo demás es la tragedia ya demasiado sabida. Pero a esa mañana le debo haber conocido de

cerca y en vivo la cara más tenebrosa y, ¿me atreveré yo a decirlo?, la más anticristiana de la Iglesia terrenal: el dogmatismo de la fe sin caridad. La ejecución de Miguel Ángel Blanco supuso una conmoción incomparable en toda España porque reveló incluso a los más ciegos que ETA no es heredera del romanticismo guerrillero sino de los procedimientos totalitarios de su verdadero mentor, el general Franco. En todas partes, empezando por el País Vasco, se produjeron extraordinarias movilizaciones populares, no sólo ya contra el terrorismo sino también contra el régimen nacionalista de encubrimientos y semicomplicidades que mantenía fecundo el vientre de la bestia. El clima contra el radicalismo abertzale era sumamente tenso. En San Sebastián, por primera vez, la habitual concentración estuvo tan concurrida que ni siquiera pude llegar hasta la plaza de Guipúzcoa. En la masa que me apretujaba bajo los soportales de la Diputación alguien gritó: «¡ETA, paredón!». Yo inmediatamente rugí: «¡No a la pena de muerte!». El altercado fue breve, pero revelador de que los ánimos estaban lógicamente exasperados. Cualquiera podía ya darse cuenta de la injusticia y la indecencia de lo que estaba ocurriendo desde hacía décadas en el País Vasco. Fue en ese momento cuando el PNV tuvo verdadera ocasión de optar entre apoyar al constitucionalismo aunque fuese no nacionalista, representado por un joven concejal del Partido Popular —hijo de un obrero inmigrante— secuestrado, torturado y asesinado, o decantarse por el entendimiento con sus asesinos, con los que compartían ideales de radicalismo independentista. Tras una vacilación, eligieron lo segundo y empezaron a preparar el camino del pacto de Lizarra. Más que la democracia y la no violencia, les pudo el afán de poder y el deseo de no perder una hegemonía clientelar que temían no ser capaces de recuperar después. Lo han contado, entre otros, voces salidas de sus propias filas como Joseba Arregi. Entonces fundamos el Foro de Ermua, cuyo primer manifiesto estuvo respaldado por algunos veteranos militantes de la izquierda antifranquista y varios escritores, como Vidal de Nicolás, Agustín Ibarrola, José Luis López de Lacalle, Manu Montero, Raúl Guerra Garrido, Iñaki Ezkerra, Javier Corcuera, Jon Juaristi o yo mismo. Ese manifiesto denunciaba la tibieza y las complacencias en la lucha clara, neta y prioritaria contra el terrorismo de todos los partidos, nacionalistas y no nacionalistas. Como siempre en tales casos, el nacionalismo permanentemente gobernante reaccionó con todo tipo de descalificaciones contra nosotros, encabezadas por los rebuznos habituales del vituperante Arzalluz. Es oportuno constatar que nunca, jamás, en ningún caso,

los nacionalistas supuestamente demócratas han reconocido siquiera la buena fe de los grupos civiles que denunciaban el terrorismo… salvo que hiciesen como acto de contrición a la vez una profesión exculpatoria de pleitesía al ideario nacionalista. Y ello aunque después, a regañadientes y empujados por las circunstancias, hayan ido asumiendo la mayor parte de la terminología y la argumentación de tales denuncias. Por un lado, condenan la violencia pero procurando salvar a los violentos; por otro lado aceptan poco a poco el discurso antiterrorista (incluido finalmente el reconocimiento de las víctimas), pero condenando como enemigos y malos vascos a quienes lo impulsaron con riesgo de sus vidas antes que nadie. Durante el periodo de inquisición macartysta, se inventó un curioso cargo contra algunos cineastas que mostraban simpatías de izquierda, por ejemplo, apoyando a la República Española en nuestra guerra civil. Les acusaban de ser «antifascistas prematuros», es decir, que se opusieron al fascismo incluso antes de que el gobierno de la nación le declarase la guerra. Esté apresuramiento ideológico les convertía en sospechosos de antipatriotismo… Pues bien, algunos somos reos de «antiterrorismo prematuro», sobre todo porque además señalamos su auténtica catadura ideológica y no sólo deploramos sus atentados. Las críticas del lado nacionalista eran de esperar y ni me sorprendieron ni me molestaron demasiado. Después de todo, había ya pasado una larga temporada en la Universidad del País Vasco, donde abundaban los profesores que también oficiaban como muñidores teóricos del discurso más radical de la izquierda abertzale. En Zorroaga teníamos como colega a un exfraile que había escrito un libro titulado Demócratas y abertzales y no precisamente favorable a los primeros: según este erudito, los derechos humanos y la propia democracia eran inventos foráneos, ajenos a la genuina tradición vasca, que debían ser considerados por tanto imposiciones del colonizador. Llegaba a decir más o menos que «ETA representaba el futuro del pueblo vasco». De modo que por ese lado no íbamos a recibir aplausos. Ni tampoco de los profesores más moderados —que como buenos conservadores querían conservarse ante todo a sí mismos—, cuyo lema era: «Violencia, no; nacionalismo, cómo no». Pero otras desafecciones me chocaron bastante más. Cierta izquierda peninsular consideraba —y temo que sigue considerando— al nacionalismo como algo más «progresista» que la reivindicación de la España constitucional, de modo que tenían a los que criticábamos su actitud pasiva o cómplice ante el terrorismo como aún más censurables que los propios legitimadores del terror. Cierto

comunismo de Chamberí, que andaba algo desarbolado tras la caída del muro de Berlín (¡el final de la utopía!), encontró en el nacionalismo independentista la oportunidad de apoyar una falsedad criminógena sustitutoria y de practicar sin sobresaltos la actitud antisistema, a la espera de que apareciese otro sistema «utópico» y opresor al que poder afiliarse con garantías. Con ellos y con los numerosos firmantes de cualquier cosa que no fuese ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario, para no caer en extremismos intransigentes, se organizó el llamado «Foro de Madrid», que pretendía ser una respuesta al Foro de Ermua. También en los medios de comunicación que uno pudiera haber supuesto más afines se alzaron voces derogatorias. Eduardo Haro Tecglen dedicó diversas columnas a censurar el lazo azul que con cierto riesgo algunos particulares y unos pocos comercios decidimos exhibir en tanto durasen los largos secuestros de Iglesias Zamora, Aldaya y Ortega Lara. Por lo visto, empeorábamos las cosas, como las entorpecimos aún más después tratando de unir en un mismo frente antiterrorista al PP y al PSOE. Todo este repudio ideológico de Haro vino (y sigue viniendo) siempre rodeado de protestas narcisistas porque él no se siente nacionalista, ni mucho menos partidario de ETA, sino sólo «rojo», que es lo que hay que ser: si alguien no tiene claro cómo alcanzar ésta nombradía, no tiene más que seguir sus instrucciones. Cuánto nos ayuda. Haro se ha especializado en diatribas fulminantes contra los grandes poderes de este mundo —sean Estados Unidos, Aznar o el Papa— mientras mantiene una prudencia encomiable respecto a poderes menos amplios pero que pueden afectar más directamente su situación laboral, por ejemplo: ante éstos, el bravo león reacciona con timidez de larva. Ni que decir tiene que sus columnas de El País siempre suelen ser publicadas en Gara con celo celebratorio… Que a estas alturas del siglo XXI se las celebre alguien más es lo que ya me resulta más enigmático. Tampoco hemos tenido la suerte de contar con el beneplácito de Iñaki Gabilondo, por lo menos quienes con más determinación hemos arremetido en ocasiones contra el PNV. Ah, no, un respeto al PNV: en Hoy por hoy, su escuchadísimo programa matutino, Gabilondo y sus contertulios abominan como Dios manda de ETA (a veces uno diría que los etarras son algo así como los extraterrestres de La guerra de los mundos de Wells, brotados del espacio exterior para hacer el mal… ¡o quizá invocados del más allá por los excesos españolistas del Partido Popular!), no escatiman sarcasmos y dardos envenenados contra la derecha e incluso de vez en cuando les tiran de las orejas

a ciertos miembros del PSOE, cuando se les ve más proclives a entenderse con Mayor Oreja. Pero el PNV, no; al PNV sólo se le toca con guantes… Cuentan que El Guerra toreó una tarde en la plaza de Bilbao y antes de la corrida un periodista le preguntó: «Maestro, ¿cómo se siente usted aquí, ahora que Sevilla está tan lejos?». Y El Guerra le corrigió: «Sevilla está donde tiene que estar. Lo que está lejos es esto». Pues para Gabilondo el PNV siempre está donde tiene que estar y los que se alejan o se acercan indebidamente son todos los demás. Tras el asesinato de uno de los últimos concejales populares, me permití un artículo irónico en el que daba la enhorabuena a todos aquellos que no corrían peligro inmediato de ser liquidados por la banda, por estar amparados bajo el paraguas nacionalista. Iñaki se lo tomó muy a mal y me reprendió desde el micrófono, sintiendo que le había calificado de «tonto útil», ofensa que entonces estaba muy lejos de mi ánimo. Tiempo después, un escriba del PNV llamado Xabier Lapitz publicó un supuesto «informe» en Deia, el BOE del Gobierno vasco, del que se infería que Jon Juaristi y yo éramos agentes al servicio del Ministerio del Interior, tarea por la que habíamos recibido sustanciosas prebendas. Jon y yo dimos una rueda de prensa en Madrid señalando la perversidad de difundir calumnias que podían justificar el perfil de «asesinables» de ciertas personas, en un contexto de crímenes cotidianos. No decíamos que Lapitz perteneciese a la banda (hasta para eso supongo que harán falta controles de calidad), sino que actuaba como alguien que en la Alemania nazi, sin ser él mismo nazi y deplorando que se gaseara a los judíos, señalaba sin embargo que Fulano y Zutano eran judíos y aun especialmente hebreos de corazón. De lo que pasara después a él nadie podría hacerle responsable… Pues bien, resulta que ese personajillo tenía ganado un lugar especial en el corazón de Gabilondo, que le defendió con más vehemencia que objetividad en su programa tras nuestra rueda de prensa, cosa que nunca había tenido a bien hacer con nuestra reputación cuando el susodicho nos insultaba o fabulaba a nuestra costa. De modo que mientras los neutrales, los ambiguos o incluso los pronacionalistas moderados eran tratados con respeto en el País Vasco y fuera de él, otros padecíamos el dudoso privilegio de ser denostados aquí y allá por haber dicho primero lo que meses más tarde se convertía en el discurso oficial incluso de nuestros más coléricos censores. Pero el caso más notable y más sorprendente (al menos a mi juicio) de enfrentamiento lo tuvimos con el exministro socialista Ernest Lluch. Yo siempre había tenido relaciones cordiales con Lluch, tanto cuando fue ministro de

Sanidad y mantuvimos un desprejuiciado coloquio sobre la despenalización de las drogas en la TV3 catalana como durante su etapa de rector en la Menéndez Pelayo, para la que dirigí varios cursos. Otro punto en común que nos acercaba era su amor a San Sebastián, donde se había comprado una casa. El detonante de su hostilidad contra mí supongo que vino de mi presentación en Barcelona del libro Contra Cataluña de Arcadi Espada, donde se hace una mención crítica a Lluch. El caso es que publicó en la prensa vasca un artículo titulado «Savater, visceralmente nacionalista», en que me convertía en un prototipo de nacionalista español directo heredero nada menos que de Ramiro de Maeztu. Cada uno tiene sus maestros, desde luego, pero en temas de nacionalismo el mío no es Maeztu sino más bien Habermas. Y no creo que esta fuente sea más derechista, por ejemplo, que las doctrinas conservadoras de Herrero de Miñón, de cuyos cultos pero profundamente reaccionarios estudios sobre los derechos históricos bebía abundantemente el propio Ernest Lluch, como sigue hoy haciendo el brumoso Pasqual Maragall. Nos enzarzamos en una larga polémica en la que creo que los dos logramos con frecuencia ser más desagradables que convincentes. En diciembre del año 2000, estando en Hong Kong, me enteré de que ETA había asesinado en Barcelona a Lluch. A veces la muerte del adversario significa algo más e incluso algo peor que la del amigo: sólo diré que nadie lloró ese crimen con más rabia que yo. Después tuvo lugar en Barcelona una enorme manifestación en la que Gemma Nierga, encargada de leer el manifiesto final, pidió «diálogo» —coreada por muchos de los concurrentes al acto— e incluso aseguró que «Lluch era un hombre que habría dialogado incluso con los que venían a matarle». De la manifestación en sí misma poco diré, porque me parece que no hay mucho que añadir a lo magníficamente señalado por Arcadi Espada en una acotación de sus Diarios. Pero sí quisiera hacer un comentario a la frase de Nierga porque me parece uno de esos casos en que el encefalograma plano mediático sustituye al pensamiento mínimamente crítico, por antipático que sea. Señora mía, cualquiera dialogaría con quien viene a matarle, si cree que de ese modo puede evitar o retrasar al menos su muerte. «¡Espere un momento, señor verdugo, hace un día tan hermoso!», decía la Du Barry o alguna otra gran dama al subir a la guillotina. Hablar con el verdugo no es dialogar, sino suplicar o ganar tiempo, con la esperanza de que vengan a salvarnos. Se dialoga en los parlamentos, en los foros de debate, en los medios de información, como viene haciéndose en el País Vasco desde que hay democracia… con la participación de todos, salvo los

que no escuchan y matan a quienes les contradicen y a quienes no pueden decir en voz alta lo que piensan por miedo a morir. Precisamente para que haya verdadero diálogo en el País Vasco es por lo que resulta imprescindible derrotar a ETA, policial pero también socialmente, deslegitimando sus discursos y desautorizando las coordenadas del «conflicto» que comprende y racionaliza la violencia. No haber colaborado en esa tarea, ni gubernativa ni informativa ni educativamente, es precisamente el reproche que hacemos al PNV. El acoso policial cada vez mayor en Francia y el judicial que por fin se iniciaba en España gracias al juez Garzón obligaron a ETA a declarar una tregua, en parte para reorganizarse y también para intentar una unión de todos los nacionalistas contra los defensores de la Constitución por medio del pacto de Lizarra. Reconozco que fui de los ingenuos que se ilusionaron pensando que tal alto el fuego quizá resultase definitivo. Durante la tregua, fue asombroso cómo enseguida casi todo el mundo se olvidó de las urgencias separatistas, que mientras suenan los tiros son tan perentorias. En una encuesta realizada entonces por órganos oficiales sobre los principales problemas que preocupaban a los vascos, la autodeterminación ocupaba uno de los últimos lugares. Supongo que fue esta pérdida de nervio bélico, entre otras cosas, lo que determinó a ETA a volver a las andadas, que nunca habían dejado del todo gracias al terrorismo de baja intensidad representado por la kale borroka. Fue en ese momento cuando un grupo de gente decidimos que había llegado la hora de intentar actividades no ya de mera protesta ante los atentados sino de abierta intervención política. Precisamente lo que diferencia las democracias de las dictaduras es que en las primeras políticos somos todos y todos debemos ejercer como tales, no sólo con un voto cada cuatro años. Así nació la plataforma cívica ¡Basta ya!, que no quería limitarse a protestas silenciosas ni a manifiestos declamatorios contra los males de este mundo: nuestro objetivo era convocar movilizaciones que no respondiesen directamente a ningún atentado, sino que creasen en la calle el espacio donde pudiera afirmarse lo que hasta entonces se callaba por miedo o circunspección interesada. Los lemas de las manifestaciones anteriores eran grandes palabras, hermosas pero tan genéricas que cualquiera podía hacerlas suyas: ¿Askatasuna? También ETA la reclama, desde sus propias siglas. ¿Paz ahora?: no otra cosa quiere ETA, que está deseando obtenerla por rendición del adversario para imponer su régimen. ¿No más violencia? Excelente idea, dirán los etarras, empiecen ustedes por abrir las cárceles donde están nuestros presos, retiren de Euskadi a las fuerzas de seguridad estatales y de inmediato

enfundaremos las armas. ¿Justicia? ¿Democracia? Claro, encantados; si son las nuestras, no reclamamos otra cosa, dicen los terroristas. Todas esas proclamas bienintencionadas pueden ser revertidas contra quienes las hacen o «contra los unos y los otros», que viene a ser lo mismo. Por eso el lema de nuestra primera manifestación fue… Fue «Basta ya: ETA no». Tras esa pancarta se pueden poner las víctimas, los socialistas, los populares, los nacionalistas pacíficos, los testigos de Jehová, cualquiera… salvo los etarras y quienes justifican la lucha armada. Aunque parezca difícil de creer, nunca había encabezado ese lema una gran manifestación. De inmediato comenzaron las críticas, los recelos, el miedo a quedarnos solos. ¿No resultaba una fórmula demasiado partidista? ¿Y si no venía nadie a nuestra convocatoria, dado que era un dogma asentado que la gente sólo se movilizaba inmediatamente después de un atentado? Para colmo, el 19 de febrero del año 2000, a las seis de la tarde, llovía en San Sebastián como ni siquiera allí vemos llover frecuentemente. Y sin embargo la gente asistió, vaya que si asistió. Más de diez mil personas afrontaron juntas el aguacero, los gritos de grupos batasuneros que nos increpaban desde las aceras, la incomodidad y relativa «extrañeza» de la jornada. Vino gente de todas clases, conocida y anónima, víctimas, representantes de los principales partidos y militantes de base; a mí se me acercó durante el trayecto bastante gente para decirme: «Yo he votado siempre al PNV y aquí estoy». En efecto, estaban, aunque no les acompañara (creo) ninguno de los cargos electos de los partidos a que votaban. Una de las anécdotas de la jornada fue que cuando pasamos ante la catedral del Buen Pastor, dentro celebraba su misa de despedida de la diócesis el recién jubilado obispo Setién. Yo marché durante gran parte del trayecto charlando con José Luis López de Lacalle, al que recuerdo chorreante y animadísimo. Vivía en el siniestro poblacho de Andoain y allí le asesinó un chaval de ETA —que nada sabía de él ni de sus años de cárcel bajo el franquismo— un par de meses después. Cerca de nosotros iba Fernando Buesa, que fue vicelehendakari socialista con Ardanza y siempre uno de los más brillantes parlamentarios del Gobierno autónomo. A Buesa ETA le voló con un coche bomba en Vitoria (junto a su escolta, el ertzaina Jorge Díaz) sólo tres días más tarde. La manifestación de duelo que acompañó a su entierro («No sobra ninguna, pero falta una», comentó un viejo ugetista al ver sobre el ataúd la ikurriña, la bandera de Álava y la del PSOE, pero no la bandera constitucional española, por cuya defensa precisamente había sido asesinado

Buesa) fue convertida por los nacionalistas en un vergonzoso acto de apoyo a Ibarretxe, que tres días antes desdeñaba manifestarse simple y llanamente contra ETA por no compartir pancarta con quienes no le eran suficientemente afines. En el momento en que escribo estas líneas (18 de diciembre de 2002) el lehendakari Ibarretxe ha convocado una manifestación con el lema «ETA kanpora» que entonces rechazó. Vamos progresando… ¡pero a qué precio! ¡Basta ya! continuó su actividad convocando concentraciones en Alderdi Eder, frente al Ayuntamiento, cada primer jueves de mes, para denunciar las incesantes agresiones y amenazas que sufrían los no nacionalistas. A veces se nos situaban enfrente las acostumbradas y amenazantes hordas de Batasuna, pero nosotros no guardábamos silencio ante sus gritos sino que se los devolvíamos con creces. Acostumbrados a que su matonismo fuese acogido con santa resignación, nuestra actitud resuelta les dejaba bastante desconcertados. Pero además planeábamos para finales del próximo verano de 2000 una movilización de alcance aún más audaz. «ETA no» era un lema necesario y que a partir de nuestra marcha se incorporó ya casi habitualmente a otros actos cívicos e incluso apareció en el frontispicio de algunos Ayuntamientos, pero seguía siendo una voz negativa, reactiva. Era preciso ir más allá y proponer un lema afirmativo: no ya el nombre de lo que rechazábamos sino el de lo que defendíamos y por lo que luchábamos. De modo que comenzamos a preparar otra manifestación para finales de septiembre que iría encabezada por esta pancarta: «Por lo que nos une: Estatuto y Constitución». Hoy parece de sentido común, pero en el año 2000 era algo tan insólito y provocativo que ni siquiera los partidos constitucionalistas estaban dispuestos a aceptarla sin vacilaciones. De nuevo nos decían: ¿no será demasiado «partidista»? Contestamos que si alguien conocía un lema político más incluyente que ése, cambiaríamos el nuestro con gusto. ¿Y si no iba nadie? Dijimos que lo importante no era el número de los que fuesen, sino su determinación y claridad de ideas. Algunas asociaciones de víctimas nos hicieron saber que no apoyarían la convocatoria, porque ellas no se consideraban políticas sino meramente éticas. ¡Como si a sus familiares les hubieran matado por motivos morales! Pues bien, respetando a todo el mundo, nosotros nos considerábamos políticamente comprometidos y a mucha honra. Hacer política cuando la democracia está amenazada es precisamente la primera obligación ética de una conciencia sana. Tampoco faltaron algunas villanías. Javier Madrazo, de IU, aseguró a la prensa que nuestro acto estaba organizado por el PP, que pagaría autobuses, etcétera, como en tiempos de Franco. Madrazo es un

semicura, seminacionalista y semicomunista, lo peor de cada casa: presenta un raro interés para los fabulistas, porque su historia es la del sapo que quiso llegar a ser buey… y lo consiguió, aunque sin dejar sobre todo de ser sapo. Según se acercaba el 23 de septiembre, fecha del acto, íbamos consiguiendo mayor número de adhesiones. Nosotros hicimos extensivo nuestro llamamiento a todos los ciudadanos españoles: la idea de que la situación del País Vasco era sólo un asunto «entre vascos» reflejaba sencillamente un dogma nacionalista que no compartíamos. Queríamos que el resto de nuestros compatriotas nos ayudase a combatir el terrorismo y afirmar las libertades constitucionales, lo mismo que hubiéramos reclamado su apoyo en el caso de una inundación o un terremoto. Además estaba en juego el Estado de derecho para todos, no sólo para los vascos. Desde el primer momento decidimos que en la cabeza de la marcha sólo irían las víctimas del terrorismo, llevando la pancarta. Después, representantes de movimientos sociales y sindicales, artistas, escritores, etcétera. Los políticos que quisieran venir figurarían atrás, entre el resto de los asistentes. Eso provocó nuevas protestas y roces por cuestiones de protocolo. Había un caso especialmente conflictivo: el del propio presidente del Gobierno, José María Aznar, que, aparte de por su cargo político, podía presentarse también como víctima del terrorismo, puesto que había sufrido un atentado con coche bomba del que salió milagrosamente ileso. Si quería asistir en la cabeza de la marcha, no había argumentos serios para impedírselo. El día 22 Aznar me telefoneó, preguntándome si yo pensaba que debía presentarse en San Sebastián, aunque fuese renunciando a ocupar un puesto en la cabecera. Le repuse que si decidía acudir sería naturalmente bienvenido, pero que yo pensaba que el carácter ante todo cívico de la manifestación se vería inevitablemente alterado por una representación política de tan alto nivel. Aznar no vino, aunque sí otros destacados cargos gubernamentales, y creo que hay que agradecerle esa muestra de tacto. Menos de una semana antes del día señalado, al final de la tarde, mientras estaba sentado frente al ordenador trabajando, oí que mi mujer respondía al teléfono y luego lanzaba un grito feroz, desgarrador: «¡Qué han matado a Ramón Recalde!». Se me vino todo encima de golpe: tantos años de amistad, los viejos tiempos del frustrado Movimiento por la Paz y la No Violencia, las innumerables veladas en la librería Lagun de la plaza de la Constitución, propiedad de su mujer María Teresa… Salimos corriendo hacia el hospital donostiarra al que lo habían llevado y, cuando llegamos, supimos con una brizna de esperanza que

aún estaba vivo. ¡Es tan radicalmente diferente estar malherido a estar muerto! Luego, con indecible alivio, oímos que el balazo le había destrozado la mandíbula pero no le había afectado ningún órgano vital. Volvimos a casa casi incongruentemente alegres, riendo y bromeando, como si nos hubiera tocado la lotería o hubiésemos sido galardonados con algún alto premio. Acabé la velada canturreando con un vaso de whisky en ristre, brindando conmigo mismo a la salud de los buenos amigos; pero me temblaba mucho la mano. Días después, la manifestación constituyó un éxito extraordinario: bajo un sol generoso desfilamos más de cien mil personas, el mayor número nunca reunido para un acto semejante en San Sebastián. María Teresa, la mujer de Recalde, y sus hijos marcharon en la cabecera, con el resto de las víctimas. Detrás, pintores, escritores, artistas cinematográficos (¡hasta se nos unió Bernardo Bertolucci!, que estaba invitado esos días en Donosti por el Festival de Cine) y gente, mucha gente, todos los comerciantes y empresarios de San Sebastián, la buena gente anónima que antes no se había atrevido a ocupar la calle, los vascos de muchas generaciones y los inmigrantes que trabajaban allí, como hicieron mi padre y mi madre. No hubo truculencias en el ambiente, sino bromas y como suele decirse «buen rollo». Al final, desde el quiosco del Boulevard, leímos en euskera y castellano un breve texto que incluía la hermosa defensa de la libertad de don Quijote. También el bravo hidalgo cabalgó esa preciosa tarde junto a nosotros, por lo que nos unía y contra los que querían separarnos: Estatuto y Constitución, Estatuto y Constitución. Nuestra manifestación de septiembre tuvo importantes consecuencias: puso a los nacionalistas sumamente nerviosos porque visualizaron hasta qué punto aún seguía activa y vigente la alternativa constitucional que Lizarra daba por «agotada». Y propició poco después el pacto antiterrorista entre el PSOE y el PP, el comienzo de la reactivación de las instituciones políticas que ha dado lugar a las principales iniciativas contra el entramado semilegal de encubrimientos y complicidades que sustenta a ETA en la sociedad vasca. En diciembre de ese mismo año 2000, el Parlamento Europeo otorgó a ¡Basta ya! el Premio Sajarov a la defensa de los derechos humanos, que recayó por primera vez en una organización que actuaba dentro de la propia UE: por fin Europa comenzaba a tomar en consideración la perversa anomalía que suponía el terrorismo vasco en nuestro espacio común de libertades. Evidentemente, a la burocracia de Estrasburgo le costaba darse cuenta de lo espontáneo de nuestro grupo y de nuestra falta casi total de infraestructura. De vez en cuando, telefoneaba a casa

una voz llena de eficiencia que solicitaba en francés hablar «con la secretaría internacional de ¡Basta ya!». Y yo no sabía cómo decirle que estaba hablando con la secretaría internacional, con la nacional, con el bedel y con la cantinera, todo en una sola pieza… Y allá nos fuimos a Estrasburgo, un grupo de casi sesenta personas, dispuestos a hacernos oír ante las instituciones europeas. Hablamos con las comisiones de todos los grupos y pudimos comprobar la patética desinformación reinante sobre la situación vasca, así como la pervivencia de insólitos prejuicios. Por ejemplo, la presidenta de la comisión de Exteriores, una imponente dama que era baronesa y oriunda de Somerset, me preguntó durante una comida «qué ADN teníamos los vascos». Cuando le dije que yo no le miraba nunca el ADN a nadie, porque me parecía de mala educación, empezó a darme una larga explicación sobre la importancia de tales concentraciones genéticas, que demostraban un continuo arraigo de los grupos en determinados territorios, etcétera. Como me estaba impacientando, la interrumpí para preguntarle si lo que pretendía decirme era que las cuestiones políticas que en toda la Europa democrática se decidían por medio de elecciones teníamos que resolverlas en el País Vasco por medio de análisis de sangre. También intenté recabar el apoyo para nuestra causa de Cohn-Bendit, por aquello de la fraternidad sesentayochista. Me dijo que estaba convencido de la xenofobia del PNV —a partir de la muestra que tenía en el propio Parlamento europeo—, pero que el PP era un partido muy derechista y conservador. Vamos, que no quería contaminarse colaborando con ellos ni siquiera para combatir a una banda de asesinos. Un par de años después, cuando Le Pen ganó la primera vuelta de las elecciones en Francia, hizo un llamamiento a la unidad de los partidos de la izquierda con Chirac para cerrarle el paso. Y eso que el repelente Le Pen no tiene ochocientos asesinatos a las espaldas y Chirac no es precisamente más de izquierdas que Aznar… Un momento antes de entrar en la asamblea para leer el discurso de agradecimiento, la presidenta Nicole Fontaine me recibió en privado y muy amablemente me sugirió suprimir de mi discurso cualquier mención crítica al nacionalismo gobernante, para evitar deserciones de protesta entre los miembros del Parlamento. Le expliqué que tales referencias, sumamente medidas y moderadas en el texto que ella ya conocía, formaban parte esencial del mensaje que queríamos transmitir a la cámara. De modo que leí el texto tal y como estaba escrito: los nacionalistas vascos ni siquiera entraron en la sala y algún otro parlamentario, de los verdes o de grupos afines, se ausentó cuando llegué al

párrafo crítico. Pero la mayoría permaneció en sus puestos y finalmente aplaudió a rabiar: a rabiar de los que estaban fuera, claro. Ante las elecciones autonómicas convocadas para el 13 de mayo de 2001, también intervinimos desde ¡Basta ya! cuanto pudimos en apoyo equitativo de los dos partidos constitucionalistas, PSOE y PP. Lo más complicado de nuestra tarea fue convencer a ambas formaciones políticas de que no actuábamos subrepticiamente en beneficio de la otra. Es difícil para quien no se ha acercado nunca a las intimidades de un partido político hacerse una idea de la ferocidad del sectarismo que reina en todos ellos… y entre sus aledaños mediáticos, que frecuentemente son aún peores. Incluso en el caso del País Vasco, donde los militantes del PP y el PSOE comparten una misma amenaza de muerte que no recae sobre las formaciones nacionalistas y están acostumbrados a ir los unos a los entierros de los otros, la mutua hostilidad y el deseo de obtener ventajas a costa del descrédito del contrario son constantes. Para cualquier ser humano dotado de raciocinio, aunque sea elemental, es evidente que la única posibilidad de lograr que el nacionalismo no violento cambie su línea de apoyo a Batasuna y se encuadre pragmáticamente en la lucha efectiva contra la práctica y el discurso terrorista (la una no sirve sin la otra) es un descalabro electoral de sus actuales dirigentes. De modo que PSOE y PP tienen en el País Vasco un interés común prioritario a sus efectivas (y necesarias) discrepancias en tantas otras cosas. Lograr que tal interés se reflejase con claridad en la campaña electoral fue el empeño mayor de ¡Basta ya! durante esos meses agitados. En nuestro grupo había probablemente más personas próximas a los socialistas que a los populares, aunque tampoco faltaban representantes de éstos. Al candidato Mayor Oreja le advertían sus próximos de esta circunstancia, interpretada como que ¡Basta ya! trataba de poner la pujanza estatal del PP al servicio de un socialismo bastante desvencijado en anteriores comicios. En cambio, al candidato Nicolás Redondo Terreros se le susurraba al oído que éramos «submarinos» del PP, decididos a remolcarle a las aguas propicias a Mayor Oreja. Afortunadamente el recién firmado pacto antiterrorista proporcionaba una estructura básica de consenso, pero constantemente amenazada por roces, malentendidos y zancadillas. Por lo demás, seguíamos escuchando incesantemente entre los comunicadores «ecuánimes» que estaba bien combatir el terrorismo, pero que no se podía «satanizar» el nacionalismo. Insigne memez: no se trataba de satanizar a nadie, sino de señalar que el programa máximo nacionalista (que pretende sustituir la comunidad mestiza y

plural de ciudadanos por una homogeneidad étnica de destino) es una aberración política ligada al mantenimiento perpetuo de la violencia etarra y apoyada fundamentalmente en ella. Seguramente es posible otra concepción del nacionalismo, que no confunda su proyecto político con un derecho irrenunciable sino que sólo propugne su derecho irrenunciable a tener un determinado proyecto, el cual deberá modular hasta hacerlo aceptable por la mayoría en ausencia de coacciones violentas… o resignarse a considerarlo minoritario. Pero tal no es hoy el caso y no precisamente por culpa de quienes no somos nacionalistas. La contribución de ¡Basta ya! a la campaña electoral fue un acto multitudinario en el Kursaal de San Sebastián, en el que intervinieron familiares de víctimas, parlamentarios europeos de distintos partidos, periodistas, escritores, etcétera. Lo presentó el siempre animoso José Mari Calleja, eficazmente secundado por Maite Pagazurtundua. A él asistieron los dos candidatos, Jaime Mayor y Nicolás Redondo, junto a los líderes sindicales de CC OO y UGT y políticos de ambas tendencias. Yo estaba sentado entre Jaime y Nicolás: cuando los fotógrafos se acercaron, con una inspiración súbita de la que no me arrepiento (es de las pocas acciones políticas realmente decentes y sensatas que creo haber hecho en mi vida), cogí la mano de cada uno de ellos y las junté entre las mías. Me parece que al principio los dos se sobresaltaron un poco, pero de inmediato se relajaron y entre ambos se estableció una corriente de colaboración leal que duró hasta las elecciones e incluso más. A mi juicio, dieron un auténtico ejemplo de lo que es la unidad de los demócratas en defensa del Estado de derecho sometido a una amenaza totalitaria y sangrienta. Y se enfrentaron a lo más rencoroso, miope y mezquino de sus respectivas formaciones… y de sus respectivas hinchadas. El acto del Kursaal concluyó en un clima de entusiasmo emancipador pero también alegre que a muchos nos recordó los primeros actos políticos de la democracia, cuando aún el enemigo dictatorial estaba próximo. En Euskadi se creó un clima generalizado de que la alternativa electoral al nacionalismo estaba al alcance de la mano. Esta esperanza excesiva tuvo efectos positivos y negativos: el más positivo fue conseguir un sustancial trasvase de votos de Batasuna al PNV, asustados los radicales por lo que parecía una segura derrota que para ellos podía tener serias consecuencias de intendencia y propaganda. El negativo fue crear una especie de certeza de la victoria entre los constitucionalistas, que al no materializarse como esperaban en los resultados

del 13 de mayo produjo enorme desánimo. Como dice la milonga, «muchas veces la esperanza/ son ganas de descansar…». En los comicios los partidos constitucionales consiguieron un aumento de votos importante, pero no suficiente para desplazar del Gobierno a la coalición entre PNV y EA, junto con la adherencia oportunista después de IU. No es fácil desplazar a un régimen por medio de unas únicas elecciones, sobre todo cuando éstas se realizan en un contexto de amenaza que impide a los candidatos opositores expresarse y hacer campaña con plena libertad. Era un primer paso en la dirección correcta, pero los desanimados lo vieron como un tropiezo definitivo. E inmediatamente se empezó a pasar factura a los considerados responsables del supuesto descalabro que no era tal. El principal culpable era sin duda yo mismo, por la famoso foto hermanando a Mayor y Redondo. Dos o tres días después de las elecciones, apareció en El País un duro artículo de Juan Luis Cebrián que descalificaba la táctica seguida contra los nacionalistas y la intervención de enredadores intelectuales aficionados en la seriedad de los asuntos políticos. Era una opinión respetable, que lo hubiera sido aún más si hubiese aparecido antes de los resultados electorales y no después. Dada la fecha en que se publicó, los maliciosos pudieron pensar que había dos artículos escritos de antemano, uno celebratorio si ganábamos y otro derogatorio si perdíamos y que nos tocó leer el peor. Respondí con otro artículo titulado «Viva el perder» y la abundante reacción epistolar de los lectores demostró, al menos, que mis razones no habían sido peor acogidas que las de Juan Luis. Por su parte Anasagasti hizo unas declaraciones en las que solicitaba la abolición de grupos cívicos como ¡Basta ya! para asegurar la pacificación del País Vasco y nos acusaba —¡otra vez!— de estar financiados por el Ministerio del Interior. Lo cual era algo más que injusto para los que sabíamos que todas nuestras actividades no sólo nos costaban a veces dinero, sino la renuncia siempre onerosa por lucro cesante a ocuparnos de nuestras tareas habituales. Desde luego, ninguno de nosotros ha percibido nunca los once millones de pesetas anuales que cobran por su asesoría aquiescente los consejeros intelectuales (profesores, expertos, eméritos, etcétera) del lehendakari Ibarretxe. Ni ¡Basta ya! ha percibido tampoco subvenciones millonarias como Elkarri. En fin… Meses después, Nicolás Redondo Terreros se vio forzado a dimitir de su cargo de secretario general del socialismo vasco, víctima de una campaña mediática en la que desempeñó un papel destacado y nada noble la cadena SER. Por esa vez, la «credibilidad del número uno» se puso al servicio

del descrédito injusto de un socialista, precisamente quien menos lo merecía… Pero ¡Basta ya! no se liquidó por derribo, ni desapareció. Un año después, en el verano de 2002, hemos vuelto a la carga con otra iniciativa, rompiendo como siempre los moldes plácidos del juego político en Euskadi. Esta vez nuestro lema propuesto ha sido «Contra el nacionalismo obligatorio», al principio recibido con mayor escándalo si cabe que en los casos anteriores pero después —a raíz de la propuesta del lehendakari Ibarretxe de un «Status de libre asociación» para la CAV, y de un referéndum a efectuar en una ausencia de violencia que no se nos dice cómo se logrará— perfectamente comprendido por millares de ciudadanos. Entretanto, la Ley de Partidos políticos, destinada a suprimir, no las ideas independentistas, sino el apoyo institucional de ciertas formaciones al terrorismo, y las iniciativas del juez Garzón contra el entramado de apoyo mafioso a ETA, junto a los éxitos policiales y a la colaboración antiterrorista de Francia tras el 11 de septiembre, han debilitado inequívocamente la supuesta «invulnerabilidad» de la banda asesina. Aquí voy ahora hacia el punto de encuentro para comenzar nuestra última manifestación —por el momento…— del 19 de octubre. Me acompañan amigos venidos del País Vasco-francés, dispuestos también a apoyar nuestra iniciativa que no niega los lazos culturales entre las regiones vascas sino la existencia metafísica de un sujeto político que justifique el desmembramiento suicida de dos estados democráticos realmente existentes. Y también vienen conmigo mis tres hermanos, nacidos y criados como yo en esta tierra por nuestros padres inmigrantes, que han vuelto —como tantos otros vascos obligados a marcharse — a defender lo que sigue siendo suyo. Entre globos y un ambiente casi de verbena, veo algunas banderas: la bandera constitucional española, la bandera constitucional de la autonomía vasca, la bandera de la Unión Europea… juntas, reforzándose unas a otras en el apoyo a la libertad de los ciudadanos, contra las identidades excluyentes y asesinas. Aunque vamos andando deprisa, porque llega la hora de la convocatoria, cada pocos metros nos detienen conciudadanos que me estrechan la mano y me desean ánimo, para dárselo a ellos mismos. Mi hermano Juan Carlos, en tono zumbón, me felicita por haberme convertido en un santón laico y me pronostica una estatua para dentro de unos años en algún rincón donostiarra. ¡Qué poco respeto me tiene la familia! ¡Una estatua! Vaya broma, desde luego… Aunque quizá un busto pequeño, como ese que me gusta tanto de Bertrand Russell en la Red Lion Square londinense, todo verdoso por la humedad y con churretones blancos producidos por las deyecciones de las

palomas… En alguna placita oculta, en algún rinconcito verde donde se besen furtivas las parejas y jueguen los niños a cosas a las que yo no sabré jugar ya… Y definitivamente tranquilo, sin ruido ni furia, sin polémica, sin miedo ni esperanza, sin salir ya nunca, nunca, de San Sebastián…

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RECUERDOS DE CHILLIDA

Y

a he contado que a las primeras concentraciones donostiarras que convocaba Gesto por la Paz tras cada muerte en la absurda sangría vasca solía asistir bastante poca gente. Un puñado de abnegados entusiastas reunidos en la plaza de Guipúzcoa, a las ocho de la tarde. Una pancarta pidiendo paz, un cuarto de hora de silencio y al final un redoble de aplausos. Estos plantones eran algo insólito entonces, en aquélla era remota y desolada (¿hace cuánto: doce o quince años?). Entre nosotros nos conocíamos casi todos, pero había pocas caras famosas para el observador exterior. La gente popular no tenía claro qué ganaría asomándose por allí (lo que se podía perder era más evidente, pues los grupos de hostigadores que a menudo teníamos enfrente dejaban poco lugar a dudas); y la gente fina, sutil, la crema de la intelectualidad, recela firmemente de ese tipo de ingenuas demostraciones en la vía pública. Ni con unos ni con otros, las cosas siempre son más complejas… Además ellos están demasiado ocupados escribiendo, meditando, componiendo, cocinando, pintando, filmando sus obras maestras. ¡Que salgan a la calle los jubilados y las amas de casa! Entre aquellos ciudadanos donostiarras de la primera hora, el más célebre sin duda era Eduardo Chillida. Entre los demás, como cualquiera de los demás. Erguida con sencillez su hermosa cabeza, tan fieramente humana. Y a su lado Pilar, claro: siempre con Pilar. Años después nos tocó llevar juntos, con muchos más, la pancarta en una manifestación para exigir la libertad de un secuestrado

(creo que era Julio Iglesias Zamora), una marcha que acabó en el recién inaugurado estadio de Anoeta, abarrotado de público. Mientras atravesábamos lentamente el recinto hacia el improvisado escenario donde se leería el comunicado final del acto, le comenté que él no podía comprender la emoción que yo sentía en ese momento. «¡Claro que sí, hombre!», me dijo «tanta gente aquí, las voces de aliento y de protesta…». «No», le contesté, «no es eso. Es que tú además de escultor has sido futbolista y yo es la primera vez que piso un campo de fútbol…». Luego una importante editorial suiza decidió publicar un volumen de gran lujo, una joya bibliográfica ilustrada por Eduardo y con textos de Cioran. Como Chillida no le conocía, Cioran tenía miedo de que no aceptase el encargo, que a él le venía muy bien porque atravesaba una de sus crónicas apreturas económicas. Cuando ya todo estaba felizmente convenido y en marcha, un grupo de ácratas artísticos pintarrajeó el Peine de los Vientos, una de las piezas más queridas por Eduardo, adornándolo con tremebundas citas antisistema entre las que había varias de Cioran. No deja de ser conmovedora la pasión de muchos anarcos por Cioran, quien era un conservador desesperado que consideraba no ya a los enemigos radicales de lo establecido sino a cualquier modesto socialdemócrata como dementes o falsarios: tenía en general poquísima simpatía por cualquiera que creyese posible cambiar algo en el mundo para mejor… salvo quizá en Rumania. El caso es que Chillida se enfadó bastante —o a Cioran le contaron que se había enfadado— y mi amigo rumano, demasiado rumano, me pidió que interviniese para aclararle que él no tenía nada que ver con la profanación. Al final todo se arregló, el libro se hizo y resultó muy bien. Yo sólo pude echarle un vistazo en casa de Cioran, porque su precio resultaba francamente prohibitivo… Además, venía a ser un poco demasiado voluminoso para mis gustos bibliográficamente minimalistas. En sus últimos años, me crucé varias veces con Eduardo Chillida, durante mis paseos yendo o volviendo del Peine de los Vientos, que él también hacía de vez en cuando. La atroz enfermedad le iba minando poco a poco. A veces charlábamos normalmente y otras me saludaba con suma cortesía, como si no me recordase: «¿Viene usted mucho por aquí? ¿Le gusta San Sebastián?». Todos estamos hechos de frágil y engañosa memoria, de irreparable olvido. Antes de que todo lo demás se borre, me aferró al recuerdo de Eduardo en la plaza de Guipúzcoa, aquellas tardes de rebeldía, entre la gente y con la gente. Alto y piadoso su bello perfil, trabajado por el esfuerzo, por el empeño, por la búsqueda

de formas: el artista en la plaza pública, convertido él mismo en obra de arte civil.

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¿A QUÉ NO SABES, PELO COHETE…? La seguiré hasta el fin de los veranos, la seguiré por largas galerías con la belleza y el horror por guías.

SILVINA OCAMPO

¿A

qué no sabes, pelo cohete, cuándo me enamoré del todo de ti? Fue aquella tarde, en Madrid, después de no recuerdo qué función en el teatro María Guerrero. Yo había quedado con vosotros a la salida. Digo «vosotros» porque érais tres, si no me equivoco, quizá cuatro: aquel chico alto de pelo crespo, Agustín, alguno más y tú, la cabecilla indómita de la expedición, viva el matriarcado. Alumnos todos de Zorroaga recién llegados a la capital del imperio maligno para recabar apoyo revolucionario a una fiera reivindicación que tampoco recuerdo: he vivido tantas que las confundo, debe de ser la vejez. A mí me necesitábais para que os pusiera en contacto con relevantes intelectuales subversivos, empezando por Gabriel Albiac: Gabriel, qué fama tienes de radical, cómo te envidio. De modo que salí del María Guerrero, ya anochecido, aún rumiando en la imaginación las escenas que acababa de ver y que se me borraron luego. Vosotros estábais en la acera de enfrente, oteando para buscarme entre la gente, perentorios y algo tímidos; lejos de casa. De modo que empecé por

invitaros a cenar, para que charlásemos más a gusto. Era la primera vez que te veía fuera de Donosti, con tu gesto decidido y severo de «vamos a lo que vamos y nada de bromas». Confieso que me importaba poco a dónde y a qué ibais, que como siempre tenía avasalladoras ganas de broma, aunque fuesen bromas tan privadas que sólo me riese yo… pero quería cenar contigo. Habría cargado con todo un regimiento bolchevique con tal de cenar contigo. Tú vivías tu aventura y yo buscaba la mía. No nos hagamos los inocentes, aun siéndolo: entre nosotros ya había habido ciertas cosas en Donosti, más que caricias y menos que complicidades, lo suficiente para que yo —el maduro, de vuelta de todo, al cabo un pobre merluzo — me sintiera ufano y casi dueño de la situación. «La tengo en el bote», pensaba, bien segura en mi bote. Porque ése era yo: el tonto del bote. De modo que fuimos a un local sencillito pero apañado, por esa calle hermosamente llamada Libertad. Pedimos varias raciones, nos trajeron vino y a mí me rondaba por el magín una antigua gansada (siempre tengo gansadas en la mollera, no hay remedio) de Jorge Llopis, que le había oído recitar a Tip en un remoto drama burlesco versificado: «Con el casco todo lleno de hojarasca,/ bebiendo vino de frasca en una tasca/ con una vasca que decía/ eskerrik asko». Salvo que todos bebíamos vino en la mesa menos tú, austera, vigilante, y yo bebía por los dos para ponerme a tono y desentonando cada vez más, oso ondo, eskerrik asko. De la conversación recuerdo que me sentía al hablar como el protagonista de una película extranjera con los subtítulos mal puestos. Pretendía sin duda impresionar a los neófitos algo alocados con mi antigua sapiencia de «progre» resabiado, pero todo me salía al revés, saboteado por el vino, por la edad, por la impaciencia… por una edad que nunca me ha enseñado a ser paciente. Agustín y el otro chico (¿o eran dos?) tenían la petulancia nerviosa de sus años y me seguían más o menos la corriente, pero tú no. Tú me mirabas nada más, jugueteando con el pan; y a veces, en estado crítico, murmurabas: «pscheg, psch, psch…». Y yo tomaba un trago y volvía a parlotear, aunque traicionado por la traducción simultánea. Decía «el poder» y los subtítulos ponían «el miedo a la soledad»; luego hablé del «capital», pero consciente de que tú leías «el tiempo no perdona», dije «revolución» y apareció «compasión», luego «reaccionario» y resultó «la carne tiembla», después quizá algo sobre la represión que sonó como «pobre corazón». Cuando el traductor traidor hizo saber a quien quisiera leerlo que la muerte acecha y nuestras manos siguen separadas, yo peroraba sobre «los efectos residuales de la dictadura franquista» y

Agustín asentía gravemente con la cabeza. Tú seguías mirándome, escuchando y leyendo, pelando una naranja y a veces sonriendo un poco para luego atajar, muy seria: «¡Hombre, no! ¡Eso sí que no!». Entonces yo me encogí de hombros y acabé la botella. Tras la cena salimos paseando, sin dejar de charlar, mientras yo continuaba aportando números de teléfono de hombres públicos, comprometidos radicales a los que queríais llamar con mi nombre como referencia (en bastantes casos, pensaba yo, seguro que va a ser contraproducente). Me esforzaba por dejar claro que estaba de vuestro lado, que era provecto pero «enrollado» —aunque todavía no se había inventado la expresión— y cómplice generoso de cualquier desvarío, con ese afán servil de agradar a la juventud que es el primer signo inequívoco de senilidad. Ellos tomaban notas, hacían preguntas, me pedían que deletreara bien los nombres; la acera era estrecha, íbamos casi en fila india, nos hablábamos por encima del hombro, yo no te veía y de pronto te oí gritar: «¡Ay, me he dejado la rebeca!». La rebeca: anoche soñé que volvía a ver tu rebeca. Fue visto, no visto y felizmente vuelto a ver. Te diste la vuelta y echaste a correr hacia el restaurante. Cuando digo «correr» me refiero precisamente a correr, no a caminar deprisa, apretar el paso o apresurarse. Correr, o sea «prender las piernas del cuello», según los franceses. En tu caso no era el cuello lo que llamaba mi atención, sino —perdona la falta de disimulo— el culo. Un maravilloso culo, duro y veloz, atlético, valiente. No corrías como una mujer, dando culadas, sino como un muchacho desesperado tras la mujer de su vida: culo veo, culo quiero. Nunca he visto a nadie correr así, rasante, con tan perfecta entrega a la celeridad, ni a mujer ni a hombre: quizá a Carl Lewis, pero aquí no hablamos de profesionales. Te alejaste mucho en cuestión de segundos, como la esperanza. Y Agustín, siempre matter of fact, me comentó en tono de benévola disculpa: «¡Qué loca está!». Y yo pensé y no dije (para que los subtítulos no me traicionasen): ¡qué loco estoy por ella! Desde entonces, entrega, rendición y delirio. No sabría decir más ni mejor. Buscando ilustraciones a un amor aventurero de comienzos del siglo pasado, escribe mi venerado Pierre Mac Orlan: «La amaba como se ama a una goleta, a un paquebote, a una locomotora, a un fusil de caza, a un cabaré bien diseñado, a un grupo de casas, a una ciudad desconocida vista al alba al salir de una estación desierta». ¿Y yo? Te amo como al Concorde a punto de despegar, como a una película de Hitchcock, como al perfil mutilado de Manhattan visto desde la otra orilla del Hudson, como a Dancing Brave cuando no ganó el Derby por un error

de su jinete, como a las flechas de Lególas, como a un habano robusto y perfecto, como a la noche en que me sentí arrebatado a amarte. Por eso, corras cuanto corras, recuerda que voy detrás aunque a mi tardo paso. Te seguiré hasta el fin de los veranos, pelo cohete.

EPÍLOGO

ANTES DE NADA El fin justifica los miedos.

RAMÓN EDER

«¿

E

scribir tu autobiografía? Pero ¿no eres todavía demasiado joven?». ¡Ah, qué gusto me da oír ése ya insólito reproche! El acostumbrado es el contrario. Cuando vuelvo a enamorarme como si yo fuese adolescente y ella también, o me entrego a la brega política del cuerpo a cuerpo, o me decanto por aficiones literarias o cinematográficas típicas de críos embobados, mis más cercanos nunca me ahorran la sentencia fatal: «¡A tu edad! ¡Pero si ya no tienes edad! ¿Qué edad crees que tienes?». Y de pronto aparece algo para lo que aún soy demasiado joven. Bueno, la segunda cosa de ese género, porque la primera sería morirme. «Murió demasiado joven». Malogrado. «¡Pero, si aún no había cumplido los sesenta!» (por mi parte, estoy más bien de acuerdo con aquel locutor radiofónico que, al fallecer con más de noventa años Joan Miró, se refería a él como «el malogrado pintor»). Bien pensado, lo de morirme lo dejaré para cuando no haya más remedio, incluso si así pierdo la ocasión de ser un cadáver aún joven. Renuncio a malograrme!… por esa vía. En cambio, he escrito una especie de memorias, temo que bastante desmemoriadas, sólo para escuchar aquí y allá: «¿Memorias, ya? ¿Tan joven?». ¡Ah, bribones, aún soy joven, y

tenéis que reconocerlo! Aunque lograrlo me haya costado toda una autobiografía. Como lector, he sido bastante aficionado a este género. Las mejores memorias que he leído son las de Giacomo Casanova: tan jubilosas, tan truculentas, tan absurdas, tan perspicaces y tan involuntariamente melancólicas que son como una especie de prótesis espiritual. Leerlas garantiza haber vivido por lo menos vida y media. A veces, al acostarme, cojo un tomo y me voy a la cama como si me fuera en realidad a un coche-cama: de excursión al siglo XVIII. Sé que encontraré en cualquier página no sencillamente las ideas de las Luces, aunque también (porque de vez en cuando Casanova las menciona de modo periodístico, para crear ambiente), sino sobre todo sus anhelos, supersticiones y disparates, es decir, su verdad, el auténtico «espíritu del tiempo». En ese periodo eminentemente sabio, los más inteligentes, como Voltaire o Diderot, no escribían explícitas memorias (las que Voltaire titula así no llegan a las cincuenta páginas), porque eran conscientes de que todos sus escritos y sus cartas eran ya demasiado autobiográficos. Pero los apasionados, como Rousseau, Casanova o Madame de Staal-Delaunay, deciden voluntariosamente contarlo todo, es decir, contarse del todo. ¡Menudo festín! Pero sobre todas me quedo con las confidencias del veneciano, llenas de obscenidades y patrañas aunque nunca desanimadas. Quien no viva como Casanova tiene excusa, porque hacen falta condiciones físicas e históricas que no están al alcance de cualquiera; pero no leer al menos su vida, y convertirla así en parte imaginaria de la nuestra, me parece literalmente imperdonable. Sin embargo, contarse del todo es un proyecto abocado al fracaso, porque nadie puede contarlo todo de sí mismo. Resulta aburridísimo, sobre todo para el nunca demasiado paciente lector. Algunas autobiografías especialmente voluminosas, como las Memorias de ultratumba de Chateaubriand o Personas y lugares de George Santayana sólo se toleran por la excepcional calidad literaria de sus autores, capaces de obtener al paso un aforismo o una sentencia inolvidables a partir de cualquier incidente trivial. Uno mantiene el interés en su lectura para saber, no «qué va a pasar ahora», sino qué pensará el autor a partir de cualquier cosa que pase. Otros autores (Arturo Barea, Thomas Bernhard, Fernando Vallejo, J. M. Coetzee…) dan a sus recuerdos un sesgo deliberadamente novelesco, lo que les permite seleccionar y omitir de acuerdo con las pautas dramatizadoras de ese género narrativo. Así se garantiza el interés

aunque se multipliquen los volúmenes. También se puede optar por el minimalismo, y contar no «todo» sino deliberadamente sólo «algo sobre uno mismo», como hicieron memorablemente Kipling y Conrad. Ese tacitismo exige no menor maestría, so pena de crear en el lector una sensación de frustración y hasta de fraude. En pocas palabras y parafraseando a don Mendo, salvo que te redima el talento literario, que todo lo hace perdonar, el desafío autobiográfico se parece al que afronta el jugador de las siete y media: o te pasas o no llegas. Constantemente lo he sentido mientras escribía las páginas que anteceden, puesto que no pretendo poseer los dones de quienes con admiración quedaron antes mencionados. A cada paso me ha parecido que era demasiado prolijo —y «por tanto» soporífero— o atropelladamente elíptico, lo cual tampoco resulta satisfactorio. Por lo demás, compruebo que mi vida carece de hazañas insólitas, fechorías sobrecogedoras o intuiciones geniales. Es corrientita, quelconque, y carente de esos episodios trascendentales que remedian en ocasiones con su maravilla incluso las deficiencias narrativas. Lo que me ha pasado puede ocurrirle a cualquiera sin duda es patrimonio de muchos: ¿debe considerarse esa relativa vulgaridad ejemplar un cierto mérito a ojos de los lectores de mi generación que se reconozcan en ella o de los más jóvenes que se interesen por conocernos mejor? Al servicio de mi entrecortado relato sólo he podido poner estilísticamente el aceptable grado de soltura y espontaneidad que, a falta de atributos mayores, constituyen mi único acervo para defenderme en el campo de la escritura. No hablo desde una trabajosa modestia, claro, sino desde la vanidad que pretende superfluamente justificarse. Como no soy posmoderno, no diré que mezclo realidad y ficción ni que mi vida es como yo me la invento en el recuerdo. Dejando aparte ciertas condensaciones y elipsis (por no escudarme solamente en los fallos de memoria, que abundarán), lo que he contado es verdad, en cuanto yo puedo retrospectivamente establecerla. No refiero toda la verdad, pero creo que lo que digo es bastante verdadero siempre. A veces poetizo o interpreto un poco, aunque nunca demasiado. Si no fue así, fue más o menos así. Y si resulta que miento, sin duda el primer engañado soy yo. La subtitulo «autobiografía razonada». ¿En qué consiste tal razonamiento? Siempre he intentado buscar la razón y disfrutar la emoción de cada cosa. Quiero entender y sentir. A veces hago más rico e intenso lo que siento a través del conocimiento; las más de las veces, es el sentimiento el que me abre las puertas —siempre estrechas e insatisfactorias, nunca renunciables— de la comprensión intelectual. He padecido constantemente mi vida (lo que implica sufrimiento y

deleite), pero rara vez he creído poder decir que la protagonizaba. Es decir, que elegía racionalmente su rumbo. No me resigno a esa evidencia. A lo largo de los capítulos (o fragmentos más o menos articulados) precedentes, el principal criterio para seleccionar lo que se decía y se callaba ha sido intentar contar cuanto podía sustentar una cierta forma en la narración. Para mí, la forma es ante todo coherencia inteligible, no nitidez estética. A la estética que la… en fin, que la estética y su grato desorden no son lo que más me importa. ¿Se puede ser un escéptico absoluto (yo no estoy seguro ni siquiera de dudar) sin perder la fe en un racionalismo a ultranza? O sea, en el beau ideal racionalista. Busco una forma racional en el centón de episodios vitales que relato y en los miles que recuerdo, como Hamlet se empeña en identificar camellos en el capricho de las nubes que se aglomeran y pasan. Pero yo pretendo explicar los «camellos» de mis nubes vividas —¡y a veces tan vividas!— sin caracterizarlos y asumirlos como fruto del azar. Aunque la auténtica resignación racional ¿no consistiría en acatar sonriendo la omnipresencia del azar? Así puedo dar, y he dado mil razones, pero nunca la razón magistral y dominante, la que todo lo justifica. En lograr eso también he fallado. Hubiera querido contestar algo razonable a los que me conocieron hace treinta o cuarenta años y al encontrarme hoy, canoso y vacilante, obstinado en causas que desprecian porque no comprenden, sólo saben suspirar: «¡Cuánto has cambiado!». Cuando oigo ese dictamen suelo reprimir con esfuerzo la primera respuesta inmisericorde que se me ocurre: «Tú en cambio has cambiado poco: ¡sigues tan imbécil como siempre!». Pero sería una respuesta grosera y quizá injusta. Porque yo también me pregunto no «cuánto» he cambiado, sino «cómo» he cambiado: y, sobre todo, por qué no he logrado cambiar más. Estoy tan asombrado como ellos, aunque por distintos motivos. ¡Permanecen intactas tantas obsesiones, tantos furores y alarmas, tanta pugnaz rebeldía que la frecuentación habitual del mundo debería haber limado! La filosofía auténtica, desde Sócrates, siempre ha girado en torno a una sola e idéntica pregunta: ¿cómo vivir? o ¿cómo vivir mejor? Lo demás son logomaquias o crucigramas eruditos en cuya resolución mecánica envejecen los profesores. Hegel descartó los signos de interrogación griegos de la pregunta esencial y la reformuló asertivamente de esta guisa: «Pensar la vida, ésa es la tarea». Si yo fuese algo más pedante, tal hubiera sido el epígrafe de este libro. Pues bien, pasando de lo universal a lo más personal, mi inquietud se hace biográfica. ¿Por qué he aprendido tan poca cosa de lo que ayuda a vivir mejor y morir resignadamente? ¿Por qué no he

conseguido domesticarme más, por dentro y por fuera, a pesar de una experiencia suficientemente larga para lograrlo? ¿Para querer lograrlo? He escrito esta especie de autobiografía rapsódica con el fin de brindar alguna razón vertebradora —aunque fuese huidiza— del tiempo inasible que se me ha concedido; y al llegar a la última página compruebo que sigo sin conocerla. ¿Debería entonces empezar de nuevo, buscar otro ángulo de aproximación que se me ha escapado? O, mejor, borrarlo todo. Sólo una clave podría aventurar para descifrar el misterio, pero que es tan fundamentalmente enigmática como él: la presencia gloriosa, abrumadora a veces, de la alegría. Es el tono básico, el color esencial que barniza mi vida desde donde alcanzo con la memoria. Apenas vislumbro lo que la origina, y poquísimo sé de cómo retenerla. Según creo, no proviene de la ceguera ante los obvios males de este mundo, sino de la íntima convicción de que constituye un alto e imprevisto don el estar personalmente in situ para deplorarlos y combatirlos. Santayana lo formuló en el primer tomo de sus memorias de modo inmejorable: «Si el destino no fuera radicalmente amable, no habríamos existido para quejarnos de que sea en parte tan cruel». Me alegro de estar y de haber estado, seguiré estando… ¿mientras la alegría dure? Aquí ya vacilo. Aún disfruto con los libros y los amores, con las carreras de caballos y las refriegas políticas, pero la dicha que persiste se me va haciendo más estrecha y lejana, como el sol vislumbrado desde un pozo cada vez más hondo… Tous mes jours sont des adieux. Busco empecinadamente lo que tuve y nada me contenta de lo que se me ofrece, sobre todo si exige cierta ceremonia social. Me sobresaltó hasta la incomodidad saber que un grupo de amigos pretendían incorporarme a la Real Academia (lo cual hubiera sido tan injusto para esa institución como para mí) y los premios literarios, cuya recompensa económica en modo alguno desdeño, me atraerían más si el cheque llegase por correo, sin ningún tipo de besamanos. Con los años aumenta el orgullo y por tanto disminuye la vanidad: uno se da cuenta de la dosis de humillación benévola que implica recibir honores públicos, no digamos ya buscarlos. En cualquier homenaje siempre me siento como un rehén. Los auténticos beneficios que todavía anhelo sólo me los podrían conceder en privado algunas personas jóvenes que de hecho me rehúyen, no venerables colegas en docta asamblea. En resumen: noto como si aumentase la insipidez y por tanto tuviese cada vez mayor dificultad en saborear lo que siempre me ha parecido sabroso. Para nuevas delicias, tengo poco paladar. Y eso me asusta, me asusta de veras.

Empiezo a darme cuenta de que quizá acabaré triste, como cualquier imbécil. Pero os juro que hubo una alegría dentro de mí, incesante, una alegría que lo encendía todo con chisporroteo de bengalas festivas precariamente instaladas en las oquedades de la gran calavera… Unas cuantas todavía alumbran mi entorno. No sé hasta cuándo. Preferiría apagarme yo antes de que se extinguieran del todo. Una vida apenas puede sostenerse convincentemente de modo narrativo: pasa como con los sueños, cuyo nimbo afectivo es imposible transmitir a los oyentes por prolijo que sea el relato que hagamos de ellos. Mal tema de conversación, los sueños. Quienes los cuentan con más escrupulosa honradez son los que más aburren al auditorio; sólo los fantaseadores que dan forma a lo informe y sucesión a lo simultáneo —¡Coleridge, Lovecraft!— resultan interesantes y quizá, a pesar de inventar más, se acercan con mayor precisión al inefable núcleo del asunto. Pero todo el mundo sabe que en realidad estos habilidosos cuentan cuentos, no sueños. Las autobiografías tienen el mismo problema: o son «memorias», en el sentido más burocrático del término, o son novelas. O son cualquier cosa, y vaya usted a saber qué, como la mía. Pero si la vida propia es literalmente inenarrable, aún menos tolera ser juzgada. Sin embargo, un juicio definitivo y global es quizá lo que esperamos al contarla: «¡Eh! ¿Qué tal?». No hay respuesta válida. En este mundo, porque se amontonan con demasiada prontitud las descalificaciones y los elogios del coro circundante, propenso al griterío. En el más allá, porque sólo hay silencio y porque no hay más allá. Y, sin embargo, uno anhela algo, algo, la sanción que falta, la que nadie logra suficientemente darse a sí mismo ni nadie más puede darnos. Descreo naturalmente de cielos e infiernos, pero puedo fantasear. Me imagino a veces —ahora o, mejor, cuando sea algo más viejo— frente al mar. Yo estoy en la orilla, y ante mí se aborrasca el agua gris. Llega susurrando y maldiciendo en la espuma, luego se va callada. No veo bañistas, ni islas, ni barcos: ya no estoy en la Concha de San Sebastián. Tras de mí, en el muelle, oigo pasos graves y entrecortados, el martilleo de una muleta, un ronco jadeo y el aleteo de un ave que farfulla confusos estribillos. No me vuelvo, sigo mirando al mar, al vaivén del mar. Y digo en voz alta: «¿Puedo ya embarcar contigo, Long John?». —Lo tendré en cuenta —dijo Silver, en un tono tan extraño que, les juro por mi vida, no pude deducir si se estaba riendo de mi solicitud o si

le había impresionado favorablemente mi valor.

RLS, La isla del tesoro

ÁLBUM DE FOTOS

En mi primer añito, pero ya muy tieso y dando un paso al frente.

Con mis padres, en la Concha de San Sebastián, camino de la playa. Como en la foto aparece papa, nuestro retratista habitual, el fotógrafo sería sin duda uno de ésos que llevaban trípode y se tapaban la cabeza in actu bajo un paño negro.

Los mismos, con María y mi invisible hermano Josecho, todavía beneficiario de un cómodo cochecito.

En la Casa de Fieras del Retiro madrileño, con mi idolatrado abuelo Antonio. El despliegue de mis orejas es un homenaje al elefante que acabábamos de ver…

De nuevo con María y Josecho, chupa que te chupa.

Unidos, intrépidos y húmedos.

Las cuatro fieras con mamá. Y sin duda papá tras la cámara. Advierto con alarma que todos los pequeñajos parecen más voluminosos que yo, que por si acaso no me separo de la madre. Llegué primero…

El milagro de los milagros, la mañana de Reyes. ¡Qué penita me dan los «inconformistas» que blasfeman sistemáticamente contra las fiestas navideñas, salvo que sea por nostalgia contrariada! Saben de la felicidad lo que yo de ballet. Esta foto perfecta la consiguió mi padre con su recién adquirida Rolleiflex de la que tanto se enorgullecía y que algunos amigos artistas aún me elogian como la mejor cámara de la historia.

No me extrañarla que estuviésemos en Jaizkibel, esperando el paso de la Vuelta ciclista a España. Y yo tengo ya mi primera cámara colgada al cuello, que manejé tan mal como todas las sucesivas…

Tan chulo como cualquier futbolista (primero por la Izquierda de los arrodillados) pero falso. Al instante siguiente me retiraría de la cancha para dedicarme a cualquier cosa menos dar patadas.

Nuestra clase en el colegio de Aldapeta. En el centro de los sentados, rrn amigo Javier Echeverría. Justo detrás de él, con cantarín jersey de rombos: yo, algo cariacontecido y con el brazo en cabestrillo. A mi izquierda, Iñaki Anasagasti.

En el hipódromo de La Zarzuela madrileño, con Claudio Carudel, mi ídolo hípico, más importante para mi que cualquier premio Nobel.

Una instantánea de dicha estival en La Berzosa. ¡Qué joven está mi madre y que guapa es mi hermana!

Los cuatro de la fama, refrescándonos en la piscina de Cuatro Matejas, en Torrelodones.

Creo que esta foto fue tomada en nuestro primer viaje a Ginebra por mi amigo y mentor Enrique Cormenzana. Por lo menos el Citroen «Pato» que se vislumbra es idéntico al que él tenía…

Las novelitas que yo escribía a los diez años, en cuadernos minúsculos del Colegio Santa María de Aldapeta. Como nunca tuve la habilidad para el dibujo de mi amigo Jesús Muñoz Baroja capaz de ilustrar sus obras él mismo, me limitaba a recortar y pegar imágenes tomadas de cromos o tebeos para acompañar los argumentos… que eran igual de originales. Sin embargo, nada de lo que he escrito en mi vida me ha hecho sentir tanto «orgullo de autor» como esos cuadernitos, que sólo tenían por lo común tres lectores: el propio Jesús, mi madre… y yo.

A los dieciséis años, la foto para mi primer DNI.

En plena tragedia de Macbeth. Yo soy el luego traicionado Duncan, nombrando heredero a mi hijo Malcom, que es Luis Alberto de Cuenca. Mi bigote y barba aún son de guardarropía…

Una mañana alegre en La Berzosa de Torrelodones. El eterno verano…

Memorabilia de mi paso por la cárcel de Carabanchel. La autorización de los censores para leer a Spinoza, la tarjeta identificatoria de madera, con mi nombre escrito por mamá, que acompañaba a sus envíos de alimentos y ropa.

El intrépido recluta. Mi madre se empeñaba en comprarme gafas graduadas oscuras, que según ella eran

mejores para la vista, y que me dieron durante años aire de torturador pinochetista.

El autor de mi primer libro, Nihilismo y acción. La pilosidad facial quedaba incorporada para siempre a mi vida. Y casi todo lo demás…

El día que conocí a Jorge Luis Borges, en el Colegio Argentino de la Ciudad Universitaria madrileña. De izquierda a derecha: Luis Rosales, Fernando Quiñones, Borges, Félix Grande y yo. Cuatro poetas y un no se sabe qué. Mientras posábamos. Borges se empeñaba en declamar ininteligibles fragmentos de sagas islandesas y cuando le insinuábamos que bien podía estar tomándonos el pelo, apostillaba sonriente: «Puede, puede…».

En el cuarto que ocupé tanto tiempo en casa de mis padres, donde escribí al menos mis tres primeros libros y leí tantos otros. Al fondo el preceptivo Gernika (el artesano que me lo fijó en tablés y lo colgó en la pared lo manejaba sin miramientos; cuando protesté un poco comentó: «Bueno, si se le estropea éste, pinte otro»). Sobre mi cabeza se adivina la parte inferior de una gran fotografía de Joan Baez, que satisfacía juntamente en parte mis anhelos revolucionarios y sensuales.

Durante la presentación de uno de mis libros que menos me descontentan, Criaturas del aire (el titulo pertenece a unas líneas de José Bergamín). Me acompañan dos amigos queridos y admirados: Carlos García Gual y José María Guelbenzu.

Tras una cena navideña, ya sin papá. Los cuatro hermanos en torno a mi madre (los varones barbudos decididamente hasta la muerte… según parece).

Con el pintor Frederic Amat en su estudio de Nueva York. He tenido la enorme suerte de que mis dos primeros Virgilios a través del grandioso purgatorio neoyorquino fuesen excepcionales: Frederic y Eduardo Mendoza.

En el transbordador hacia Staten Island, rumbo a la Estatua de la Libertad. Junto a mi Marcos Ricardo Bamatán y, un poco más atrás, Eugenio Trías.

En Sitges, junto al no tan recordado monumento en memoria de mi dilecto G. K. Chesterton. Y en muy grata compañía, de izquierda a derecha: Juan Cueto, Guillermo Cabrera Infante, Miriam Gómez, myself y Ricardo Muñoz Suay.

Con mi hijo Amador, en la piscina de nuestro chalet de Torrelodones. Una vez pensé cortarme la barba, lo consulté con el niño y me lo prohibió: «Si te la quitas, no podré conocerle». Sigo barbudo.

Tras un almuerzo memorable en Bocuse (el puro no engaña) junto a Luis Racionero y Alberto González Troyano.

Con Víctor Gómez Pin, en la degustación de virios del Hospice de Beaune, en Borgofta. Mi paladar aún los recuerda.

En el hipódromo de Epsom, dos horas antes de la gran carrera del‘Derb/y consultando el programa en busca de ganadores. Lo más parecido a la dicha pertecta.

Badges identificatorios para el Oaks y el Derby de Epsom; nunca he cuidado tanto ningún objeto como lo hice siempre con estos pedacitos de cartón que sirven de pasaporte al paraíso, al menos por una tarde.

Con Emil Cioran, en su pisito del 21 rue*de l’Odéon, París. En la foto está muy serio, pero casi siempre sonreía, al menos cuando yo le acompañaba.

Suelo planear mis libros y mis charlas en fichas rayadas, algunas de las cuales —ya desgastadas— me acompañan desde hace años.

Con Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, dos de los auténticamente grandes que he tenido el privilegio de

tratar como amigos. Aquí estamos en Valencia, en las sesiones del encuentro de intelectuales que conmemoraba el celebrado en la misma ciudad a finales de la República española.

Admirando uno de los paisajes que siempre me ha entusiasmado más.

Con mi cuate de sangre y tequila, Héctor Subirats.

La espléndida caricatura que me hizo Eduardo Arroyo. Soy de ésos que mejoran en caricatura y

empeoran en retrato…

Ella y yo, en la cima del mundo. En este caso, en lo más alto de Sicilia…

Ella y yo rodeados de tiburones hambrientos: no les tenemos miedo.

En el acto Inaugural del «Foro de Ermua». En la primera fila, de izquierda a derecha: Agustín Ibarrola, Mikel Azurmendi, Carlos Totorika, Iñaki Ezquerra, yo y a mi derecha, entrevisto, Manu Montero. Detrás, entre otros, Txema Portíullo, Edurne Uriarte, Cristina Cuesta, Mikel Iriondo…

Antes de las elecciones del 13 de mayo del 2001, en un acto organizado por el PSE/EE en San Sebastián.

Con María Antonia Iglesias y el matrimonio Ibarrola, la noche que me concedieron el premio Abril Martorell*.

Una comida de amigos, con motivo de la presentación de un libro de Mikel Azurmendi. Sentados, de izquierda a derecha: yo. Mira Milosevic. Santos Juliá, María Cordón, Javier Pradera, María Cifuentes. Luis Daniel Ispizua. Mikel Iriondo, Mikel Azurmendi y Jon Juaristi. En pie: José María Calleja, Carlos Martínez Gomarán, Miguel Munárriz, Javier Mina y Patxo Unzueta. Supongo que algún paranoico podría situar aquí entre nosotros algo asi como el estado mayor de la Al Qaeda que conspira contra el nacionalismo vasco… No es para tanto.

Una de tantas convocatorias que hemos organizado en apoyo de quienes sufren el acoso de ETA y sus servicios auxiliares.

En Estrasburgo con Nicole Fontaine, presidenta del Parlamento Europeo, al recibir en nombre de «¡Basta Ya!» el premio Sajarov a la defensa de los derechos humanos. Hubo quien abandonó el hemiciclo durante mi lectura del discurso de agradecimiento, porque se sentía más solidario con los nacionalistas vascos a los que criticábamos que con las victimas que nuestro grupo defiende. Consuela recordar que si el premio se lo hubieran dado hace unas décadas al propio Sajarov, seguro que se hubiesen marchado de la sala como protesta un número aún mayor de «compañeros de viaje»…

Con Mario Vargas Llosa, durante la promoción de nuestras novelas en el Premio Planeta del 93.

Feliz de nuevo en el mar del verano de Mallorca, tantos años después de aquellas primeras imágenes tomadas en la Concha donostiarra…

En la mejor de las compañías: con Ramón Recalde, Patxo Unzueta y Javier Pradera.

En las calles de Dublín siempre puede uno retratarse bien acompañado por amigos ilustres: aquí con James Joyce…

… y aquí con el más querido de todos: Oscar Wilde.

Los restos del naufragio.

DESPEDIDA

En el último instante, toda mi vida durará un instante. Cuando yo muera, no me veré morir, por primera vez. ANTONIO PORCHIA, Voces

Notas

[1]

Era el Ratoncito Pérez, inventado por el padre Luis Coloma para entretenimiento principesco del futuro rey Alfonso XIII y después incorporado a la mitología popular, donde me aseguran que aún perdura.