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La génesis del inconsciente

La función de la ignorancia. II Sara Paín

Ediciones Nueva Vision

EN EL PRINCIPIO ERA EL VERBO

Uno de los aportes más importantes de la psicología de la inteligencia a la comprensión del proceso de adquisición de conocimientos es el postulado de la prioridad de la acción sobre la percepción. Las teorías del comportamiento son, por el contrario, casi siempre tributarias del esquema estímulo-respuesta, el cual supone que el estímulo funciona como señal antes que la respuesta sea emitida, es decir, que es el estímulo el que organiza la acción y no la acción la que organiza los estímulos. Esto puede ocurrir cuando la señal corresponde a un comportamiento ontogenético ya inscripto, de tipo reflejo, que contiene en el código la actividad que el estímulo correspondiente desencadena, o bien cuando, habiéndose establecido una relación entre el estímulo y la respuesta por un azar feliz, el estímulo se transforma en una señal de la actividad eficaz que lo secunda. Las teorías innatistas, por su parte, aun cuando postulan un esquema o estructura de acción general previamente inscripta, recu­ rren a la percepción como principio desencadenante, pues la reactiva­ ción de una estructura depende del reconocimiento de su realización bajo distintas modalidades. Así, la adquisición de la lengua sería posible gracias a la posesión de una estructura gramatical innata, capaz de reconocer en la percepción de la lengua particular las funciones de los diferentes vocablos y la especificidad de sus articulaciones. La lengua sería percibida, y entre la percepción y la determinación semántica, el sujeto sería pasivo o meramente regis­ trante. Por un lado, es imposible pensar que los comportamientos humá9

nos, sumamente complejos desde el principio de la vida, puedan supeditarse a lo fortuito del azar, y, por otro lado, que esa complejidad no obligue a una intervención activa del sujeto para organizar y elegir; para experimentar y decidir, para ponderar y descartar; de tal manera que el resultado de la recepción es un producto que excede en mucho el ámbito de la captación perceptiva. Las teorías que se apoyan en la actividad del sujeto ponen el peso en las capacidades imitativas del sujeto y en una dialéctica entre la percepción y la acción, en las que ambas se modifican mutuamente, sobre todo si el conocimiento está mediatizado por la interacción humana, aspecto subrayado por los trabajos de Wallon. En la hipótesis piagetiana se trata de la aplicación de una acción estructu­ rada a cuadros sensoriales confusos y estáticos, por la cual éstos van a adquirir una coherencia que hace posible la interpretación cada vez más abarcativa de la información perceptiva. Aun en el campo estricto de la percepción visual, hay que tener en cuenta qué la mirada no se fija, sino que barre continuamente el espacio, que los objetos mismos se desplazan y que el sujeto también se mueve constantemente, y si se trata de un bebé es además trasladado. Para que los objetos lleguen a tener permanencia y se conserven idénticos a sí mismos, es necesario que las caóticas noticias que de ellos tenemos en cada momento perceptivo sean sintetizadas por una organización distinta de la perceptiva y evidentemente no consciente. Por cierto que cada una de las teorías de la percepción recurre a ejemplos y se apoya en una experimentación que lleva agua a su molino. Las experiencias llevadas a cabo por la escuela gestáltica, por ejemplo, se basan en organizaciones de campo visual cuya captación parece inmediata, pero que no lo es ni desde un punto de vista genético, ni cuando se las somete a una contraprueba que demande análisis. Así, en el dibujo por copia, por ejemplo, se observa cómo la reproducción de la organización de un campo perceptivo simple supone un recorrido de exploración sometido a los accidentes del trazado (cambios de dirección, dualidad, cierre, proporción, etc.) que atañen a la interpretación de la figura a partir de signos no meramente perceptivos, sino senso-mo tores. Aunque el niño de tres años distinga uno de los puntos de un círculo justamente porque lo asimila respectivamente al gesto de picar y al movimiento de rotación, al tratar de representarlo lo hace por medio de un redondel. 10

También dibuja un redondel cuando se procura que copie un cuadrado, pues a esa edad, falto de una estructura representativa lógica que le permita la descentración de variables (horizontal y vertical), su única preocupación es dar cuenta de la forma cerrada que su mirada limita a través de un recorrido circular. A la misma edad distingue la unidad de la dualidad, precisamente porque su acción es doble, de próximo a próximo; contemporáneamente, sólo pronuncia enteramente las palabras bisílabas. Verbalmente, el niño describe su cuerpo como redondo y hace un gesto sobre su panza para demostrar que se trata de una superficie plena; en cambio, los brazos de su monigote son “palitos”, y hace un gesto con su brazo extendido y agitando la mano, para demostrar que termina en el aire, sin cierre ni continuidad. Se ve bien que en este comportamiento gráfico, gestual y verbal la organización configural se determina en el gesto como expresión de un esquema motor al cual el sensorio se asimila para producir precisamente una percepción significada. Se puede argumentar que si para una actividad analítica como es la copia debe intervenir la experiencia de una coordinación sensomotora, la identificación por comparación de un punto o de un cuadrado frente a un círculo es muy precoz, y en ese sentido la síntesis perceptiva sería anterior al análisis motor y a la coordinación senso-motora. Evidentemente el dibujo, además de obligar al análisis, hace necesaria cierta anticipación de trayectos que dificulta la tarea. La identificación de figuras, con ser más precoz, no puede decirse que prescinde de una etapa de estructuración, como lo muestra el juego de encastre del círculo y el cuadrado, que a los dos años se verifica sólo para el primer bloque. De todos modos el niño pequeño hace girar el cuadrado hasta que encuentra la posición de encastre, que no puede prever. Otros autores, defensores de la prioridad de la percepción sobre la acción, se basan en la psicología animal y en experiencias de discriminación de colores, número, figuras geométricas, premiadas con alimento. Ninguna reflexión que se haya hecho sobre los animales puede ser transferida al ser humano sin escepticismo ni recaudos. En primer lugar porque, sobre todo en las experiencias de aprendizaje, ¡os resultados resultan distorsionados por la variable del entrenamiento humano. El hecho de que ciertos simios puedan adquirir algún vocabulario y hasta formar alguna frase en situaciones 11

muy precarias no indica la más mínima comunidad entre los mecanismos que en ellos y en el ser humano fundamentan el uso o el aprendizaje del lenguaje. En segundo lugar, porque siendo el hombre un animal histórico, de comportamientos sumamente móviles, cons­ tructor de un entorno ecológico absolutamente original a través de la cultura, no puede ser equiparado al animal en el orden del comporta­ miento, pues en el animal los comportamientos son más o menos estables y están adaptados a un entorno que presenta también un orden de transformaciones establecido. La percepción, entonces, tie­ ne un rol completamente diferente en una especie a la que se supone rodeada de un entorno fijo, y en otra especie que vive modificando continuamente sus hábitos, que debe estar preparada para leer de maneras diferentes un mismo paisaje y que tiene también la posibili­ dad de transformarlo completamente. Experiencias más recientes comparan al bebé simio con el bebé humano. Se sabe ahora que el recién nacido puede reconocer, a los pocos días, el olor de su madre con respecto al de otras madres. No se puede decir que se trate de una afinidad “natural” u “orgánica”, pues la perfumada higiene del cuerpo, la impregnación por el tabaco y la gasolina, el uso de condimentos alimenticios que determinan una variación en el olor del sudor, etc. convierten el olor de una persona en una combinatoria de artificios. Esto explica, ciertamente, la indeterminación estadística de las experiencias que muestran más bien tendencias que determinantes. Pero si el índice de reconocibilidad aumenta los primeros días, luego se estabiliza, para desaparecer casi completamente cuando otros datos, más elaborados y certeros, vienen a suplantar al olfato. La percepción y el reconocimiento de una olfacción y el interés o el placer que puedan reportar como signos de la experiencia a la que está ligada es mucho más notable en algunos niños psicóticos que en los niños normales. Algunos autores parecen tener cierta nostalgia por la pérdida del sentido olfatorio, pero es seguramente un. precio que hay que pagar por el gran desarrollo de los sentidos de larga distancia y la utilización de códigos verbales; los significantes olfatorios son demasiado simples, se conec­ tan directamente con sensaciones de agrado o de asco y no son articulables; por lo tanto, sirven más de señal que de signo. Es quizás esa pureza del olfato, cuyos datos son difícilmente asimilables a una estructura lógica, la que pone sus datos al servicio de la metáfora. 12

Comparar la percepción de un simio con la percepción de un humano es pasar por alto el hecho de que, mientras el percepto tiene ya para el animal una significación atávica innata, el ser humano tiene que conferir sentido al gercepto, sentido que tiene qüeTver con las relaciones del sujeto y su entorno cultural, de manera que puede saborear ciertos quesos que por su olor rechazaría, o perpetuar la primavera todo el año por disponer de esencias florales. Piaget (1961), al analizar la frase de Leibniz “nada hay en el intelecto que no haya estado antes en los sentidos”, critica esa repartición de las funciones cognitivas entre la percepción y la razón justamente porque existe el dominio de la acción, “punto de partida de la razón y fuente de organización y de reorganización continua de la percepción”. La diferencia de esta posición con la kantiana, que postula la organización del sensorio a partir de categorías previas del entendimiento, es que Kant se refería a un sujeto trascendental, mientras que Piaget observa la construcción real del conocimiento, es decir, la actividad desplegada por el sujeto para obtener tal organiza­ ción, que no parece estar dada de antemano. Si la organización del sensorio depende de la actividad del sujeto / sobre el objeto, habría que esclarecer en esta perspectiva el problema / ¡ae'"adecüáción y de la relación que hay entre la percepción de un objeto y el objeto “real”. Ante un objeto completamente nuevo para el sujeto, éste procederá a examinarlo haciéndolo girar entre sus manos o trasladándose alrededor de él. Asimila aquello que ve, oye o experimenta a sus esquemas anteriores de acción, anticipándose cada vez a las posibles transformaciones, corroboradas o no por los índices perceptibles. El proceso puede entenderse en términos de la teoría de la decisión: la acción procede sobre un terreno lleno de incertidumbre al principio, la incertidumbre disminuye progrésivamente a medi­ da que se asimila lo desconocido a lo conocido y se lo somete a cier­ tas pruebas para ponderar su grado de adaptación en las hipótesis pro­ puestas. La percepción, sin embargo, arrastra el error de la hipótesis con la que se la construye. Un niño podrá afirmar que dos masas de agua idénticas son desiguales cuando, alojadas en vasos de diferente sección, el nivel al cual llegan es diferente. La reversibilidad de la ac­ ción, no la del mero percepto, es la que va a permitir al niño encon­ trar una relación entre las propiedades del objeto agua y las propie­ dades del objeto que la contiene. En resumen, podemos decir que el

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objeto y sus propiedades no nos son dados por la percepción, sino por la coordinación de todas las percepciones posibles del objeto, que lo reconstruye como saber, un saber susceptible siempre de incremen­ tarse, siendo el objeto “real”, independiente del saber, un límite inalj canzable. La importancia de la prioridad de la acción sobre la percepción es fundamental en pedagogía. Para una pedagogía “perceptual”, lo fundamental es la organización del estímulo o la situación de aprendizaje, de manera de favorecer su captación y su memorización automática. Para una pedagogía “activa”, lo fundamental es ofrecer al sujeto una situación que demande, por parte del sujeto, una intervención activa, real o virtual para organizar los estímulos de manera de superar las contradicciones que aparecen, pues la percep­ ción es siempre apariencia o parcialidad. Hasta aquí describimos la importancia de la motricidad en aquellas actividades cuya finalidad es la construcción de la objetividad, es decir, del conocimiento. El rol de la percepción y de la actividad puede ponderarse también desde el punto de vista de la elaboración de la subjetividad. Para la teoría psicoanalítica, no solo la percepción es la base exclusiva de la actividad cognitiva, sino que la percepción y la conciencia integran un conjunto inseparable que se presenta como un sistema dentro de la tópica, el sistema Percepción-Conciencia. Esta integración de dos nociones puede formularse en dos proposi­ ciones, que conviene analizar separadamente: la que supone que toda conciencia es percepción, incluyendo la percepción del pensamiento, y la que supone que toda percepción es conciencia, lo cual no es equivalente, pues podría haber un nivel de percepciones nc conscien­ tes. Con respecto al hecho de que toda conciencia es percepción, podemos distinguir tres estados o propiedades de la conciencia: una conciencia del entorno objetivo, donde funciona la exteropercepción, que elabora el perceptum a partir de los estímulos externos que llegan a nuestros sentidos; una conciencia de nuestro cuerpo, donde sé daría una constelación interoceptiva que se informa de la sensibili­ dad postural, emocional, visceral, dolorosa interna, etc.; y finalmente una conciencia de nuestro pensamiento, no como “nuestro”, sino como la percepción de vestigios acústicos y configúrales, que consti­ 14

tuyen la proyección del producto de las operaciones mentales incons­ cientes. Durante los dos primeros años de vida el bebé piensa actuando, es decir que el pensamiento se objetiva en la acción y se asume en la percepción dedicada a los estímulos exteriores. En la medida en que la acción se difiere y el habla se interioriza, las imágenes de los signos, como representantes de los objetos y de sus relaciones, permiten el ejercicio de las operaciones sin recurrir a la acción práctica. Las operaciones así ejercidas dan como producto una nueva imagen capaz de proyectarse en la conciencia para seguir sirviendo de estímulo, junto con los demás, a la elaboración del pensamiento, tanto inteligente como significante. La conciencia es la sede donde conflu­ yen las distintas percepciones contemporáneas, de manera de objeti­ varse para dar al pensamiento ocasión de proseguir su proceso. En lo que concierne al carácter consciente de toda percepción, es aceptable decir que un sensorio, una vez elaborado como percepción, es consciente. Así, no se trata de una elaboración de la conciencia misma, sino del resultado de un proceso inconsciente. El sensorio es asimilado a un esquema sensorio-motor ya adquirido, es reconocido, estructurado, reducido a los datos de un código adquirido, tamizado, convertido y finalmente mostrado, para ser nuevamente sometido al mismo proceso que, como en el caso del escultor, desgasta para ser más perfecto. Es indudable que hay una diferencia de calidad entre una percep­ ción “externa”, aunque el reconocimiento que en ella interviene nos da la pauta de la elaboración a la cual el sensorio ha sido sometido, y la percepción del pensamiento como producto de operaciones lógicas o metafóricas. Así diferenciamos las palabras efectiVamente escucha­ das de las meramente pensadas, aunque unas y otras sean perfecta­ mente conscientes. La diferencia entre una palabra pensada y una escuchada se debe, ante todo, a que esta última se da contemporá­ neamente al sensorio que la provoca. La palabra pensada, en cambio, se da como una imagen fónica muda, en ausencia del sonido que tendría que poner en marcha el aparato vibratorio del oído. Si tanto el sujeto que tiene alucinaciones acústicas como el que creyéndose solo oye uña voz, tienden a taparse y destaparse los oídos, es porque la ilusión de realidad se da a partir de la abertura sensorial. La diferenciación es posible, además, porque la percepción y el 15

pensamiento se presentan en un cuadro genético completamente distinto. Las percepciones se integran a los esquemas senso-motores, y su reconocimiento se produce por la puesta en marcha de mecanismos de asimilación y acomodación. Es decir que el objeto y su percepción se dan en una misma experiencia en la cual interviene, como hemos visto, la actividad práctica del sujeto. En cambio, para que una palabra pueda ser pensada, es necesario que la acción circular haya sido superada, que el agente de la acción se haya independizado del efecto producido y que la estructura simbólica haya producido el reemplazo de la realidad por los significantes que la representen en el pensamiento, al mismo tiempo que a su ausencia. El niño no confunde, salvo en ciertos cuadros psicóticos, el movimiento que su acción impone al objeto con el objeto mismo, sobre todo después que él se sitúa como agente de la acción, y no confunde tampoco el resultado de la percepción de su pensamiento con la percepción exterior porque, como antes de ser virtuales las operaciones son prácticas, el niño se propone como causa de su pensamiento. Es justamente en la patología donde puede observarse que el sentimien­ to terrorífico de no ser el autor del pensamiento se acompaña de una gran confusión también a nivel de la acción, como si fueran los objetos los que se impusieran como desencadenantes de la acción en el sujeto. Inmediatamente que las percepciones y el pensamiento llegan a la conciencia son confrontados con nuevas sensaciones, y se elabora así una síntesis sin cortes. Se permite de este modo una renovada focalización de la situación, pues así como hay lugares más o menos difusos en las percepciones, hay lugares más o menos confusos en el fluir del pensamiento. Como se puede “mirar sin ver”, se desliza el pensamiento inconsistente, casi “en blanco” y sin dejar huella aparente. “La atención flotante”, recomendada por Freud como actitud mental del terapeuta, favorecería la entrada de la voz del paciente a la vez que se modula el pensamiento, sin interferencias demasiado persistentes del primero: es decir que el inconsciente del terapeuta se pondría al servicio de la palabra del paciente. En cambio, la consigna de “asociar libremente” es paradójica, pues es de esa “libertad’-’ de lo que el neurótico está enfermo; valga, entretanto, como expresión de deseos. Puesto que en la cura es necesario hablar, el pensamiento debe sufrir los rigores de una puesta en forma verbal, 16

lo cual limita la asociación. La “libertad” solicitada hace pasar la censura por otro lado: o el inconsciente opta por proceder a una transformación simbólica más sutil, o se desdobla obsesivamente en un sujeto que piensa y en otro sujeto que habla. Desde el punto de vista de la génesis de la fantasía, observamos también que primeramente el bebé actúa su fantasía (succiona el chupete, juega con sus manitos), en segundo lugar crea un espectácu­ lo para “ver qué pasa” (hace como si durmiera, hace dormir a su muñeca), y finalmente monta internamente el espectáculo dramático antes consagrado al juego. Una vez que el pensamiento se internaliza, se hace posible la existencia de un espacio de pensamiento íntimo, así como también de la distancia entre lo que se dice y lo que se piensa, o sea, el discurso hipócrita. No se trata de lo “no-pensado”, sino sobre todo de lo “no-dicho”, que es lo que juega en las relaciones humanas. Pero lo no-dicho no siempre se recorta en la hipocresía de lo que no conviene decir, sino sobre todo en lo imposible del deseo que se traiciona en su formulación. Así, el deseo de la muerte del padre, consumado y desesperado en la ficción, a nivel de lo dicho se convertiría en una mentira atroz, pues no es esa muerte lo que el sujeto quiere, sino su ficción. Para lavar la vajilla, por ejemplo, no es necesario que sea un pensamiento propiamente consciente el que guíe la acción; tampoco podemos decir que sea el pensamiento inconsciente el que actúe. Se trata de un saber que se despliega gracias a un aprendizaje previo, que se realizó gracias a una coordinación perceptivo-motora y una serie de estrategias conscientes, de manera que en un momento dado de la automatización de los movimientos la tarea es dirigida por la percep­ ción, mientras el sujeto “piensa en otra cosa”. Cuando se trata de escribir un texto a máquina, hay un nivel del pensamiento que se procura expresar y un nivel del encuentro de las teclas que se trata de percutir para que esa expresión se inscriba. Si el manejo de la dactilo­ grafía no está automatizado es necesaria una alternancia entre la ela­ boración del texto y la actividad de la escritura; en la medida en que la dactilografía no tiene que ser consciente, la tarea puede hacerse si­ multáneamente. Otro es el dilema de decir o no decir lo que se piensa, es decir, cuando un discurso resuena en la conciencia y el sujeto piensa en la conveniencia de emitirlo o en las palabras más convenientes para 17

hacerlo pasar. El mismo desdoblamiento ocurre cuando el sujeto miente a sabiendas. Hay aquí un desdoblamiento entre el sujeto que elabora el pensamiento y el que desea subvertirlo en la expresión, y un acuerdo entre ambos para que la mentira sea dicha. El deseo es el de mentir, pues el inconsciente hubiera podido, en todo caso, y como ocurre en tantas oportunidades, elaborar el pensamiento que mejor hubiera convenido a la comunicación, reprimiendo lisa y llanamente el otro discurso, el impronunciable. Así el niño puede ser fabulador desde muy pequeño. Cuando decimos fabulador queremos significar que trata de hacer creer al otro algo en lo cual él mismo no cree, pero en que le gustaría creer. Esta actitud tiene su origen muchas veces en los adultos, que se excusan, prometen sin cumplir, o simplemente disfrutan haciendo cómplice al niño de una ilusión que su escepticis­ mo racionalista ya no les permite sostener. O Mannoni (1968) describe muy bien cómo la infancia sostiene la ilusión antes de la iniciación ritual. Pero sin ir tan lejos, todos contribuimos a la fábula del “rey mago” que los niños, piadosamente, nunca destruyen completamente, sino que identifican con el padre. El niño desencan­ tado no dice “los reyes magos no existen”, sino más bien “los reyes magos eran los padres”. Así, siempre queda algo de ese personaje legendario y doméstico a la vez. Siendo el “otro” un criterio de realidad, basta que el otro crea para que la ilusión se realice, y que el sujeto se realice como sujeto interesante, es decir, protagonista. Desde que el bebé “hace como que duerme” comienza a fingir, pero no pretende con ello engañar al “otro”, a quien supone omnisapiente. Sólo cuando constata que el “otro” también puede equivocarse, es capaz de señalar falsamente a su hermano como autor de una fechoría, sea para escapar al castigo, sea porque expresa así que la causa de su maldad está en ese intruso fraternal que la provoca por su sola existencia. Una proyección inconsciente como la descrip­ ta sólo es posible antes del advenimiento de la lógica, que separa la “verdad” de la causa eficiente de la “verdad” de la causa del deseo. El análisis de la secuencia antecedente-consecuente debe dar luego al sujeto la posibilidad de ponerse en el lugar del otro, y así el deseo, para crearse una posibilidad, tiene que metamorfosear su argumento. La alienación patológica del sujeto al ad-mirador, y su necesidad de ser. interesante, puede, a costa de una retracción obligada del pen­ samiento causal, hacerlo perseverar en la mitomanía. A veces, el 18

“otro” que cree puede borrar al sujeto que sabe. Así, descubierta lu superchería, éste puede caer en la despersonalización o en una melancolía suicida. Los maestros y profesores deberían conocer los mecanismos patéticos del niño o del adolescente mitómano, mecanis­ mos que deben ser desmontados con la mayor delicadeza, constru­ yendo todo un andamiaje de refuerzos tendientes a sostener al sujeto desposeído de su ilusión y expuesto a la humillación de su miseria. Si en Freud todavía se tiene en cuenta la actividad, sea práctica como la succión y la masturabación, sea virtual, como el procesa­ miento primario y secundario de las pulsiones, en Melanie Klein el primado de la imagen de origen puramente perceptivo es fundamen­ tal. En algunos textos parecería que la sensación-percepción de los estados del cuerpo (hambre, saciedad, frío, confort, escaldadura, excitación erógena parcial, relajación, etc.) da lugar a sentimientos o emociones que pueden caracterizarse como agresivas, incendiarias, posesivas, amorosas, destructivas, etc. Estas emociones tratarían a su vez de objetivarse en la representación de un objeto alucinado como roto, quemado, despedazado, totalizado, etc. Tal postulación sería en cierta medida empirista, pues parte de las sensaciones y emociones .corresponden efectivamente al orden sensible, aunque ninguna acción ligue las emociones a las alucinaciones derivadas como consecuencia. En otros textos parecería que el bebé posee ya una representación previa, es decir, innata, de ciertos objetos parciales arquetípicos, como el seno y el pene, sobre los cuales se ejercitan, fantasmáticamente, las pulsiones destructivas y amorosas. Habría que agregar a estas representaciones una categoría ética, por la cual el bebé puede sentirse “culpable” o temer un “castigo” o una represalia. De todas maneras, en este a priori kantiano ninguna acción real del bebé es intercalada en un principio entre “sentimiento” y resultante. Sólo mucho más tarde la actividad de aprendizaje por imitación servirá para reparar todo ese campo de batalla donde sólo las ruinas dan testimonio de las batallas mitológicas. Para salir del bebé mitológico, y ateniéndonos a la indiscutible génesis del proceso de representación, diremos que la sola manera que tiene un bebé de representar un objeto es ejerciendo la acción correspondiente. El niño que succiona el chupete, su pulgar o la sabanita no tiene por qué alucinar el pecho, sino que alude a la falta de leche que el acto pone de manifiesto. La prueba es que si el niño

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tiene hambre, y no ya el deseo de tener hambre, escupe el chupete y llora insistentemente. El placer acota el placer de la escena, que se recupera a través del acto. Guando el bebé juega con sus manitos y goijea, recrea el espectáculo que le da su madre cuando está ahí. La diferencia entre la actividad inteligente y la actividad simbólica en este nivel es que el sujeto que hace girar un objeto para integrar sus apariencias en un solo esquema se esfuerza por acomodarse al objeto presente, crea un objeto; en cambio, la actividad simbólica despliega el gesto para invocar un objeto ausente, subjetiva la experiencia, substituye al objeto por un gesto que significa, entre otras cosas, su ausencia. Así como el niño se va a apropiar a través de su propia acción del conocimiento del otro, así también el sujeto adquiere significado a través del verbo. Antes de nacer, a través del discurso de los padres, después, como una réplica —réplica, no eco— de ese discurso, pero éste tendrá que ser hablado, dicho, es decir, tendrá que ser un verbo en acción. Pues la estructura no basta, hace falta el silabeo, el trabajo de la articulación progresiva, la repetición, la generalización, para que el discurso transite, se sustraiga, comande. Como dice Lapierre (1975), “la simbólica de la acción es la más primitiva y la más fundamental”. Es a través de ella como se teje la estructura dramática donde la gramática va a definir sus diferentes funciones. Por un lado, entonces, las estructuras del conocimiento y del discurso son anteriores, previas al advenimiento del sujeto, pero no habrá sujeto por el simple efecto de estructura, será necesaria una acción, una multiplicidad de gestos que corporalicen, tanto del lado del sujeto como del lado del “otro”, esas dimensiones. Sólo en la patología el objeto toma el lugar de la acción, es decir, no admite sustituto y se agota en la fascinación de la contemplación. Tanto el conocimiento como el universo simbólico están codifica­ dos de antemano, y no solamente en términos de lenguaje, sino también de gestos, de rituales, de ese saber hacer que regla todas las conductas. Aunque gran parte del conocimiento se transmite por el lenguaje, es evidente que el niño que no habla y se regocija abriendo y cerrando una puerta utiliza ya un aparato artificial que supone un momento avanzado en la historia de la técnica. En el orden de la significación, la ley de funcionamiento deja de imponerse por su lógica, y sus efectos se dan justamente en el borde del sentido lógico 20

mantenido como límite. Así, un sujeto que se emociona haciendo un castillo de naipes no reniega de la ley de gravedad, la desafía sin anularla, demuestra la habilidad que tiene para someterse sin humi­ llarse. El juego de palabras hace lo mismo a nivel del lenguaje. La es­ cena del sujeto haciendo el castillo de naipes es dramática: a cada momento puede desmoronarse, y si no se desmorona, es por un “casi”. El sujeto existe por este “casi” y, además, no importa.

Referencias bibliográficas B. Inhelder, “De la configuration perceptive à la structure opératoire”, Le problème des stades en psychologie de l ’enfant, P.U.F., Paris, 1956 (vers, cast.: Los estadios en la psicología del niño, Nueva Visión. Buenos Aires, 1984). J. C. Jesuino, “Réflexions sur la controverse Wallon-Piaget”, Bulletin de Psychologie, t. 55, 1981. M. Klein, Le développement précoce de la conscience chez l ’enfant (1933), Payot, Paris, 1974. A. Lapierre, B. Aucouturier, La symbolique du mouvement {psycho-motricité et éducation), Epi, Paris, 1975. J. Piaget, La construction du réel chez l'enfant, Delâchaux et Niestlé, Ginebra, 1943 (vers, cast.: La construcción de lo real en el niño, Nueva Visión, Buenos Aires, 1981). J. Piaget, Adaptation vitale et intelligence, Hermann, Paris, 1974. J. Piaget y N. Chomsky, Théories du langage, théories de Vapprentissage, Seuil, Paris, 1977. H. Wallon, De l ’a cte à la pensée. Flammarion, Paris, 1970.

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Capítulo II CONTRA EL POSTULADO DE J. PIAGET ACERCA DE UN SUBESTADIO “SIMBOLICO” DE LA INTELIGENCIA

Al describir las condiciones de definición de un estadio de desarrollo intelectual, Piaget (1955) hace mención: a) A la constancia en el orden de las adquisiciones, orden que no depende de una cronología fija, sino de la secuencia, sucesivamente determinante, de los estadios entre sí. Así, el paso de la no conservación a la conservación, primero por compensación y luego por lógica, es constante, aunque su datación depende del medio socio-cultural del sujeto y de las variables personales de evolución. Esto no sólo se verifica para las transformaciones de tipo estructural sino también para el tipo de variables que tal estructura debe coordinar, de manera tal que resulta anterior la adquisición de la conservación de la cantidad de masa a la de la conservación del peso, y ésta, anterior a la del volumen. b) Al carácter integrativo de tales estadios, por el cual las adquisi­ ciones obtenidas no se pierden con el advenimiento de la nueva estructura, sino que pasan a formar parte de la misma. Como cada estructura aparece justamente cuando la anterior se muestra insufi­ ciente para organizar todos los datos por ella producidos, los mecanismos estructurantes de un nivel pasan a ser elementos o esquemas de la nueva organización. Así todas las definiciones obtenidas por descentración de cualidades (“la naranja es con cáscara y con jugo”) son incluidas en la definición conceptual jerárquica (“la naranja es un fruto cítrico”). c) A la presencia de una estructura de conjunto que representa la sistematización lógica de las propiedades de las operaciones en juego. 22

lin este sentido, una de las preocupaciones de la Psicología Genética lia sido demostrar la filiación de los comportamientos contemporá­ neos de la evolución de la inteligencia y encontrar la estructura común capaz de dar cuenta de todos ellos. Comportamientos tan disímiles como la representación de un punto (previamente ejecutado como un círculo relleno), o de un rombo (anteriormente copiado como un cuadrado), como la definición jerárquica (anteriormente cualitativa) o la capacidad de construir el número dígito por adición, corresponden a la misma estructuración reversible con la que se inaugura el pensamiento lógico-concreto. d) A la posibilidad de diferenciar, en cada estadio, un período de formación o preparación y un período de acabamiento, en el cual se asiste a la génesis de una nueva forma de equilibrio. Así, la recurrencia a la unidad es una modalidad constante que aparece como transición hacia la asociatividad completa: el bebé recorre todo el camino, desde el principio, para encontrar su juguete en la última mantita debajo de la cual lo hemos ocultado; el niño pequeño deshace y vuelve a comenzar la seriación de palitos en la que le solicitamos intercalar otro palito; el chico utiliza “la regla de tres”, es decir, calcula a partir de la unidad, antes de aplicar directamente la proporción (Mialaret, 1964). Dentro de su postulación, resulta claro que Piaget (1959) no haya considerado el desarrollo de la función simbólica como una etapa en sí misma, sino como un momento del subestadio más amplio que va a preparar las operaciones concretas. Ese momento se ubica entre los dos y los cuatro años de edad del niño y se define como el período de aparición de la función simbólica y el comienzo de la interioriza­ ción de los esquemas de acción en representaciones. Confiesa Piaget en el mismo texto que esta etapa,del desarrollo es aquella de la cual se posee menos información en cuanto a los procesos de pensamien­ to, sin dejar de constatar por lo tanto las importantísimas adquisicio­ nes correspondientes a este momento del desarrollo: la imagen derivada de la imitación diferida, el juego dramático y el lenguaje. Nos proponemos aquí la tarea de analizar el alcance y las limitacio­ nes de la noción de función simbólica utilizada por Piaget y de deter­ minar a qué estructura pertenece esa función. Nuestra hipótesis pue­ de expresarse como sigue: el funcionamiento simbólico es propio de una estructura de pensamiento a-lógica y dramática, y si bien sus

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productos pueden llegar a ser re-elaborados por un funcionamiento inteligente, su dinámica es incompatible con tal funcionamiento. Consideremos, en primer término, si la actividad simbólica obede­ ce a los requisitos que Piaget postula para considerarla propia de un estadio genético: a) Con respecto al primer punto, que obliga a una constancia en el orden de las adquisiciones, es evidente que el advenimiento de los comportamientos simbólicos exige cierto dominio de la manipulación del entorno y una disponibilidad bien organizada de esquemas senso-motores. Así, por ejemplo, es necesario, para comenzar a usar el lenguaje, contar con un número suficiente de esquemas fonoauditivos que se construyen mediante el balbuceo. A partir de este entrenamiento el niño se hace capaz de imitar la articulación de las palabras complejas. Se puede aún convenir sobre el hecho de que la asignación de un vocablo (esquema fono-auditivo) a un objeto o a una acción práctica (esquema perceptivo-motor) sea el resultado de un funcionamiento inteligente de la asimilación y la acomodación. Pero el lenguaje real que el niño utiliza entre los dos y los cuatro años tiene un escaso valor descriptivo y parece dedicarse más bien a establecer relaciones intermediarias entre el niño y el adulto, en el que la objetividad es mentada por lo que le falta. Veamos una situación verbal típica: cuando el niño pequeño dice “a’ua”, no es para constatar que hay agua, sino para pedirla, y no siempre porque tiene sed sino, por ejemplo, para hacer trasladar a su progenitor hasta su cuna. Un comportamiento de este tipo acusa ciertamente cierta estructura práctica que permite al niño organizar el espacio, anticipar en el tiempo y establecer relaciones causales de su actividad como agente. Pero no se agrega por intermedio de este juego ningún ingrediente propiamente inteligente, lógicamente detectable a su programa de acción. Por el contrario, es el ámbito de la comprensión dramática de las relaciones subjetivas, hasta ahora limitado a la actuación directa de las pulsiones (dolor-llanto para hacer venir a los padres), que se comienza a abrir a las sustituciones infinitas del deseo. Quizás el progenitor, adivinando la treta, ordena al niño que duerma con la frase extraordinaria y lógicamente imposible de “ ¡qué agua ni agua! ” Este insistirá en su pedido, y en la duda entre la ficción o la realidad de la sed, o simplemente por simpatía, el adulto se moviliza con el vaso de agua, que el pequeño recibe como un 24

triunfo pero toma a desgano, mirando de reojo al donante entrampa­ do. Pero como ese tea trillo doméstico sirve finalmente para que el niño se duerma, los padres deciden quizás aceptar el juego, que será, por algún tiempo, un ritual colectivo. No nos parece que la estructura de la ficción por la cual el niño pide una cosa que no le hace falta para asegurarse la presencia del donante como prueba de su devoción, sea en cierto modo la continuidad funcional de la estructura lógica que le permite una acción coherente. El nivel escénico del comporta­ miento obliga a postular una estructuración paralela y diferente de la de la lógica. b) El segundo punto, por el cual se exige la integración sucesiva de las adquisiciones de un estadio en el siguiente, parece aún más difícil de ser cumplido por la función simbólica, tanto en relación con el período que le antecede como respecto del que le sigue. Durante el estadio práctico senso-motor el bebé sistematiza sus propios desplazamientos y el de los objetos en una organización que puede definirse como lógica, pues sus operaciones, que en este nivel pueden solamente ser verificadas por la acción, son reversibles. En efecto, el niño se da cuenta desde muy pequeño que dos movimien­ tos iguales de sentido contrario se anulan, es decir que el objeto vuelve a su punto de partida. Es capaz de advertir, además, el ordenamiento sucesivo del tamaño en la perspectiva, lo que le permite conservar el tamaño absoluto de los objetos, a pesar de la transformación que sufre en la percepción. También el bebé va a buscar finalmente el juguete en el último lugar en que fue guardado, lo cual indica la adquisición de una asociatividad práctica que no se presenta en un principio, cuando recorre todo el camino de los escondrijos sucesivos. Si los esquemas de acción entraran a formar parte integrante del funcionamiento simbólico dentro de una filia­ ción inteligente, es decir, por su organización sistemática, impon­ drían a la actividad imaginaria del sujeto las mismas leyes que rigen la actividad práctica. Vemos, por el contrario, que será necesario esperar el advenimiento del estadio lógico-concreto para que se realicen, en forma interiorizada, las propiedades de la organización lógica temprana. Así, por ejemplo, las relaciones tamaño-distancia, verificadas por el bebé y utilizadas por él en sus desplazamientos, no son incluidas en sus dibujos hasta muy tarde. La asociatividad de movimientos en cadena no es aplicable al recuento de objetos, de 25

manera que para que un niño pueda pasar de la serie numérica verbalizada como secuencia al conjunto numérico, es necesario que una nueva reversibilidad se instale a nivel concreto. La lógica de la acción, si bien se enriquece notablemente durante el período llamado simbólico, no se modifica substancialmente, ni presenta una nueva sistematización de los conocimientos adquiridos, por lo menos hasta tanto se produzca una descentración capaz de incluirla en otra lógica más abarcativa que tenga que ver con operaciones virtuales, pero concretas, objetivantes. En cuanto a la posibilidad de integración de la función simbólica en el período que le sigue, o sea el de la descentración intuitiva que prepara la estructuración definitiva del pensamiento objetivo, es evidente que los productos fundamentales de la función simbólica, esto es, la imagen y la palabra, serán utilizados como código, representación y signo de la realidad a tratar. Pero la programación de ese tratamiento no tiene nada que ver con los procedimientos de generación de los códigos. Así, por ejemplo, conociendo la palabra “naranja” y la palabra “fruta”, el niño pequeño a quien se le ha preguntado si sabe qué es una naranja contesta que es “para comer” o “para pelar”. Desde el punto de vista de la elaboración inteligente, se trata de una respuesta por asimilación del término a una acción práctica, que no excede, sino por la presencia de la palabra, el nivel lógico correspondiente. Que el reconocimiento de la cosa pueda ser verbalizado, no le agrega inteligibilidad. En cambio, cuando el niño dice “la naranja es una fruta” (no como sinónimos sino entendiendo que si todas las naranjas son frutas, algunas frutas no son naranjas), las relaciones jerárquicas entre la noción de fruta y la noción de naranja permiten sistematizarlas según un régimen conceptual. Esta nueva estructuración inteligente no incluye los mecanismos propios de la asignación, que se caracteriza por su origen intersubjetivo y contextual, como son la sustitución y la condensación. La compleji­ dad simbólica contenida en la escena doméstica en la que una madre, con una naranja en la mano, interroga a un chico si quiere una fruta no puede, desde una perspectiva genética de la inteligencia, devenir la expresión lógica “la naranja es una fruta”, conceptuación que supone la instalación de una estructuración del orden objetivo, tendiente a conservar la realidad denominable, fuera de variabilidad de la substi­ tución lingüística. 26

c) La tercera condición es fundamental en esta confrontación, pues se trata de determinar si la función simbólica pertenece a una estructura inteligente o si existe una estructura simbólica genética­ mente independiente. Tomaremos como ejemplo algunos comporta­ mientos típicos del intervalo que nos ocupa: La génesis de la capacidad de representación gráfica puede ser ilustrativa. En un principio el pequeño no trata propiamente de representar un objeto, sino que, dotado de los útiles de dibujo y estimulado por el entorno cultural, imita los movimientos de la mano de aquel con el cual se identifica, produciendo de este modo un mamarracho. El resultado no parece tener, en un principio, la menor importancia para su autor, pues de lo que se trata es de jugar a escribir, es decir de hacer como alguien que escribe. Tal ficción no tiene de “lógica” nada más que la comprensión de los movimientos que el otro ejecuta (prensión del lápiz “del buen lado”, movimientos continuados centrados en la muñeca, etc.) y la coordinación de los propios movimientos para lograr una repetición global, pero la estructura en la cual la actividad cobra sentido es esencialmente dramática. Cómodo en lo arbitrario, el niño asigna “a posteriori” una significación cualquiera al-garabato, y eventualmente los padres estimulan la ficción, encontrando “muy lindo” el “gatito” que el pequeño asegura haber dibujado o escrito, pues la diferencia de estas dos actividades todavía no es muy evidente para él. Pero quizá los padres intervengan, viendo por ahí dos trazos paralelos, preguntando si esos son los bigotes del supuesto gato, poniendo así al niño sobre la pista del valor representativo del trazo. Dos rayas pueden llegar a ser unos bigotes y muchas rayas los pelos de un oso o las “patas” del sol, pero para ello es necesario que las rayas puedan ser dominadas por inhibición del garabato puro. Hay entonces una represión del movi­ miento que sostiene la identificación en provecho de la representa­ ción significante. Las operaciones que entran en este deslizamiento son exclusivamente subjetivas: se pasa, por represión, del período especular de la reproducción del gesto aparente del “otro” al período simbólico de la reproducción del objeto que el otro reproduce. En este pasaje no se trata, entoñees, de diferenciaciones dentro de un orden lógico o intelectivo, sino de un orden subjetivo, pues es la posición del sujeto respecto del “otro” lo que varía cuando se actúa una imagen, o cuando se construye una representación.

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Los dos primeros elementos iconográficos que el niño posee son el redondel, que representará a todas las formas cerradas, y la raya, que servirá para dar cuenta de las configuraciones interpretadas por el niño como abiertas. Las nociones topológicas prácticas como el arriba, el abajo, la dualidad y la simetría le permiten la interpretación e imitación del modelo ofrecido por el adulto. Si bien el niño se inspira en la proposición cultural, sólo reproduce de ella ciertos rasgos, de la misma manera que cuando extrapola, del lenguaje del adulto, las modalidades claves que condensan aquello que desea expresar. Así, en el período propiamente representativo, la figura humana conservará la apariencia ameboide, sobre todo si ño se entrena al niño en la ejecución de una secuencia de trazos significante dé un mayor número de rasgos humanos. Por supuesto que sigue habiendo una evolución cuantitativa, sin transformación estructural, en la coordinación senso-motora, pero los recursos por los cuales el niño “quema toda la casa” con un trazo envolvente de un supuesto humo, o hace hacer “un gran pis que moja toda la cama” a su monigote, mediante un recurso parecido, pertenecen a otro código. Súbitamente, se cambia de escenario, y la estructura que permite la transformación no es la misma que la que organiza los recursos perceptivo-motores que permiten su ejecución. Otro ejemplo que nos parece aclarar el carácter específico del comportamiento simbólico propio del período representativo defini­ do por Piaget es el de la negación. Esta adquiere aspectos muy diferentes según represente la ausencia, la prohibición, o esté ligada a los juicios de atribución por denegación. Acerca de la primera, hemos tenido ocasión de tratarla al analizar el juego de “está-no está” (Fort-Da), que sirve a Freud para ilustrar la función de la simboliza­ ción de la separación. La importancia de la semiótica de la negación ligada a la prohibi­ ción ha sido subrayada por Spitz (1957), quien considera que la adquisición del gesto de “no” indica que el niño alcanza el estadio del tercer organizador del “yo” después de la respuesta al extraño y la respuesta de sonrisa. Si bien en el momento de su aparición la negación parece regular los dos afectos que el niño siente frente al adulto, o sea, en el lenguaje de Spitz, el afecto “pro” y el afecto “contra”, el autor considera que “el empleo de ese gesto muestra con evidencia que el niño llega a un juicio. Expresando «i.se juicio 28

particular, demuestra que ha adquirido la facultad de cumplir la operación mental de la negación. Este hecho, a su vez, conducirá a la formación del concepto abstracto que sostiene la negación”. Hay que decir que la sagacidad de las observaciones de Spitz es más evidente que las conclusiones que saca de ellas. Tomemos dos situaciones domésticas arquetípicas que, en los albores de la adquisición del lenguaje, muestran la utilización del gesto y de la partícula “no”. Ambas tienen que ver con la función de subjetivación: la primera permite al niño una identificación positiva con su progenitor, que le prohíbe realizar una acción u obtener un objeto, y la segunda utilización permite al niño demarcar su propio deseo del deseo del otro. Supongamos que un niño pequeño intenta manipular un tocadis­ cos y que su gesto, recién esbozado, se ve detenido por un enérgico “no”, tendiente a paralizarlo. Según la forma de relación que el chico mantenga con los padres, su reacción puede ser diferente: quizás se ofenda y se ponga a llorar, quizás se encapriche y patalee probando los límites de tolerancia del adulto, o puede buscar apoyo a su reivindicación en otra persona, o puede consolarse con su chupete. Pero si está suficientemente contenido por el amor y la autoridad del otro, el niño transformará finalmente su gesto hacia el aparato en un gesto de negación dirigido a sí mismo, que le permitirá más tarde obedecer al ser querido-temido aun cuando éste no se halle presente. El “no” inhibidor y auto-inhibidor así descripto rige la existencia del sujeto sobre todo en tanto infante, pues se trata de actos que los adultos realizan y que sin embargo al niño le son prohibidos. Esta negación aparece como uno de los representantes simbólicos más importantes de la dialéctica prohibición/castración, propia de este período de la vida. La identificación del niño con el significante que constituye el gesto negativo-prohibitivo del otro sustituye el intento de identificación que el niño había esbozado al intentar manipular un objeto como ese otro. El proceso de resignación se completa con la manipulación ficticia del objeto prohibido, pero esta vez realizando interiormente aquello que el padre teme, o sea destrozándolo, para justificar así la interdicción paterna. Primeramente el sujeto se ofende porque no hacen lo que él quiere, luego se ofende porque no lo dejan hacer lo que él quiere. La internalización de las normas arbitrarias que establecen ambas legali­

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dades propias de los límites de la demanda se sintetiza en la construcción del “superyó”. El “no” que está en la base no sólo no determina el juicio sino que es su reverso, pues se codifica en lo arbitrario. En efecto, desde el punto de vista lógico-causal es evidente que el chico puede tocar el tocadiscos, y es en la relación intersubjeti­ va, y de ninguna manera en la relación con el objeto, donde la prohibición tiene sentido. En el idioma inglés existen las dos formas del poder, can y may, pero la lengua latina permite dejar en la ambigüedad, y por tanto más ligado, lo posible objetivo y lo posible subjetivo o arbitrario. La segunda situación que nos permite aclarar el carácter subjetivo del “no” simbólico es la del niño a quien se le ofrece un objeto y que lo acepta al tiempo que expresa su negación. “Todo es no”, dicen los padres. Si el niño acepta el objeto y dice “no”, es que la negación no se aplica a las cualidades del objeto ni al hecho de su aceptación.! Podemos intentar justificar esa actitud común considerando que se trata de la negación del deseo del otro como motor de su aceptación, lo cual permite al sujeto asumir su propio deseo de rechazar o aceptar la oferta. “No” quiere decir, entonces, “no sos vos el que quiere” o “no sos vos el que manda”, al mismo tiempo que se afirma “soy yo, desde mí, que acepto”. Tal actitud permite al niño pequeño, que apenas comienza a reconocerse como sujeto, a defenderse de la alienación de la que sólo puede salir con un movimiento de confrontación. La expresión negativa no enjuicia la aceptación o el rechazo del objeto, y menos aún sus cualidades, no tiene nada que ver con el dictamen de falsedad de una relación lógico-causal dada, sino que confirma la posición del que acepta o que rechaza, y esta posición es eminentemente subjetiva. Tanto la prohibición como el rechazo son propuestas dramáticas que se resuelven por mecanismos de identificación y de demarcación que no pertenecen a la estructura lógica. Aun cuando el niño de esta edad usa la negación atributiva, lo hace casi siempre con Una intención subjetivante. Así dirá que “no e’ note” (no es de noche) simplemente porque su madre le ha dicho que debe ir a dormir porque es de noche. Salvo para las constancias de presencia/ausencia, marcadas con los significantes está y no está de la lógica práctica, en la etapa ’simbólica el niño usa menos la partícula negativa para hacer constatar que un objeto no goza de una propiedad definida, que para 30

anular con la palabra una cualidad que la realidad presenta. Así el niño contradice los juicios de realidad, aunque reconozca que son verdaderos, si tal verdad no le conviene.. Si el uso de la negación lógica se afina con el tiempo, la negación simbólica, en cualquiera de las modalidades descriptas en los ejem­ plos permanece: es la irritación que produce en algunos sujetos que les sugieran hacer algo que estaban por hacer, o la perturbación que producen en otros las interdicciones más inofensivas de la conviven­ cia social. Es sobre todo en el comienzo de la adolescencia y también en el comienzo de cualquier proceso patológico de la identidad cuando la contraidentificación o identificación por la negativa se exacerba. Freud (1925) considera que “con ayuda de la negación se anula una de las consecuencias del proceso represivo: la de que su contenido de representación no logre acceso a la conciencia”. En vez de escotomizar un recuerdo o una percepción por forclusión, se la admite en el discurso que lá niega. Este mecanismo, extraordinario en el pensamiento del adulto, es absolutamente corriente en la expresión infantil, que intenta de esta manera, justamente, evitar la represión total, dando una oportunidad al aprendizaje. El juicio sobre una re­ presentación substitutiva de una experiencia reprimida, al no po­ der ser contenida en un juicio, se repite tal cual. El proceso de denegación, que forma parte de la función simbólica en tanto pro­ pone una distancia entre la representación (construida objetiva­ mente) y el discurso (construido subjetivamente), no puede confun­ dirse con el proceso, también simbólico, de renegación, donde no se trata de negar una presencia por negación de su identidad, sino de negar una ausencia, alucinando el objeto que falta o actuando como si estuviera. Por la evidente importancia de la negación tanto a nivel lógico como a nivel simbólico, analizaremos en detalle el artículo de Freud (1925). Desconociendo el idioma alemán, nos dejaremos conducir por la versión franco-germana, ejemplarmente realizada por el grupo de trabajo de la revista Le Coq-Héron dirigido por P. Theves y B. This (1982). “Uno se pregunta quién puede ser la persona del sueño: mi madre no es; nosotros (Freud) rectificamos: entonces, es su madre.” Así 31

sea, pero la duda sobre el voto del deseo —pues de él se trata—, al de­ negar el objeto, persiste: o “es mi madre, pero ojalá no lo fuese”, o “no es mi madre, pero ojalá lo fuera”. El problema es saber si la primera proposición (“es mi madre”) es un voto del deseo, entonces su negación no lo es (pero entonces, ¿quién sueña? ), o si las dos proposiciones tienen el mismo origen, sólo que “yo” es identificado con la segunda. Esta hipótesis parece redundar en alemán, donde el sujeto se separa ostensiblemente de su propio acto, a través de la frase “yo no tenía la intención”, en alemán: “ich kirkl/c/z nicht Absicht”, donde aparece cuatro veces el pronombre “yo” (ich). Dato sugestivo: los comentaristas terminan el artículo remitiéndose al texto de Freud “Sobre la sexualidad femenina”, donde se “ha mostrado que la pequeña debía abandonar el primer objeto, la madre, para volverse hacia el padre”. Esto nos sugiere, en el contexto, que existe otra hipótesis alternativa para la denegación, y que tal vez cuando el paciente dice “no es mi madre”, se vuelve hacia el padre, padre que se presenta entonces bajo la forma de no-madre, padre secundario del discurso que substituye a la madre primaria del sueño. El hecho de que Freud haya usado el vocablo Verneingung, existiendo en alemán el término de origen latino que define la negación, nos permite discriminar en el lenguaje la negación lógica de la negación simbólica, ejercida por una elaboración subjetiva. Según Freud, la “representación llega a la conciencia a condición de que se deje denegar”. Pero no es la representación en sí misma la que es negada, sino el juicio de afirmación de una identidad que la representación sugiere, afirmación que sin embargo quiere decirse sin utilizar el disfraz de una sustitución, como ocurre corrientemente. Podríamos preguntarnos por qué el inconsciente no ha utilizado otra manera de significar a la madre, si no quería que fuera reconocida. La sola respuesta que encontramos a esta pregunta es que el soñante cumple el deseo de “ver” a su madre, a través de la alucinación del sueño, a riesgo de denegarla despierto. El problema se plantea entonces entre el deseo de “ver” y el “aceptar haber visto”. La interpretación de Freud al “paciente que cae en la trampa y nombra aquel en el cual menos hay que creer” no podrá ser utilizada muchas veces pues el inconsciente también aprende y puede convertir la evidencia en coartada, como lo muestra Lacan en “La carta robada”. 32

Hay en la denegación, según Freud, “una aceptación intelectual do lo reprimido”. Todo lo contrario: hay una perversión de la negación lógica. En efecto, no todo juicio negativo es el reemplazante intelectual de una represión; la mayoría de las veces la negación cumple una misión argumental lógico-objetivante que incluye o excluye al objeto de una clase, negativa o positiva. La no inclusión de un objeto en una clase no permite su inclusión en la opuesta; así, “no-comer” no expresa, lógicamente hablando, “escupir”, como sugiere Freud, quien parece confundir los dos órdenes de la lógica y de la significación subjetiva. En el nivel significante, donde la negación propiamente dicha no existe, la negación de un acto o de un objeto puede significarse por uno de sus opuestos (de comer: escupir, beber, devorar, tener hambre), denunciando así los respectivos ejes de significación donde la representación adquiere sentido: inte­ grar/excretar, sólido/líquido, amor/odio, apetencia/inapetencia, a su vez representantes de otros tantos escenarios dramáticos. La confusión entre el nivel lógico y el nivel simbólico está patente en la descripción de las etapas de constitución de la realidad a las que Freud hace alusión en el mismo artículo, pues en la denegación no es la realidad la que está en juego, ya que el juicio recae sobre la identidad de una imagen y no sobre una cualidad de la madre “real”. El proceso de negación de la realidad corresponde a la renegación, que es una afirmación persistente, tenaz, de lo que en la realidad falta. Además, postular que “la afirmación es erótica mientras que la negación es tanática”, es un intento reduccionista que no tiene nada que ver con el inconsciente entendido como un código. Pues, en fin, el que dice “no es eso lo que quise decir” es el mismo sujeto que lo dijo, salvo por el desconocimiento que ostenta al hablar, y no está demostrado que la ignorancia mate. En resumen, la negación lógica y la negación simbólica, dentro de la misma formulación sintáctica, recubren dos procesos completa­ mente diferentes que se aplican a dos universos construidos por operaciones que ni siquiera pueden considerarse opuestas. Que Freud haya tratado en el mismo artículo la denegación y la constitución de la realidad nos hace pensar que para él se trataba de la denegación de la madre, más allá de la negación, pura y simple, de la aparición de la madre en el sueño. El juicio de existencia no se plantea tratándose de un sueño, ya que éste deñuncia, entre otras cosas, el carácter

3.1

imaginario de su contenido. Queda pues un juicio de significación, y en ese momento, entre “era mí madre” y “no era mi madre”, desfilan todas las posibles (la joven, la vieja, la buena, la mala, la viva, la muerta, la solo-mía, la esposa de mi padre, etc.). Volviendo a la noción de génesis de la negación, diremos que la utilización del gesto o la partícula negativa de los dos a los cuatro años no consiste para el sujeto en un recurso de construcción del pensamiento lógico, basado en el principio de no contradicción. Muy por el contrario, la función de la negación precoz parece ser la de confrontar, sea los juicios negativos de otro, sea los juicios positivos que surgen de la constatación, mediante propuestas negativas que convienen al deseo del sujeto. Las referencias del tipo “no se queda” (no se mantiene parado), “no anda más” (por un juguete al que se le acabó la cuerda) o “no vino” (por una visita que no llegó) son constataciones verbales de situaciones cuya elaboración depende de los mecanismos de asimilación y acomodación, coordinados poruña organización práctica capaz de comparar estados. Pero ninguna nueva operación lógica es introducida por el hecho de utilizar la negación verbal, ni en el orden de la atribución de cualidades, ni en el orden de la inferencia. Así un niño de tres años, que conoce la diferencia entre botones “colorados”, “azules”, “redondos” y “cuadrados”, puede contestar a la pregunta “ ¿este botón (redondo-rojo) es azul? ” diciendo “no, es redondo”. Pero es en el juego infantil donde mejor se observa la diferencia entre los recursos inteligentes puestos en práctica para lograr una mejor representación, y los recursos simbólicos, que sostienen la dramática lúdicra, libre a su vez de los imperativos de la racionalidad. Aun en los juegos de imitación, en los cuales el niño reproduce los movimientos del adulto (por ejemplo “para dar de comer” a la muñeca, o para “batirse en duelo” con una rama), la actividad desplegada no se agota en la observación, comprensión y coordina­ ción de la secuencia gestual, sino que establece, en el intercambio de roles, el placer, imaginado en el otro, cuando ejerce sus habilidades maternales o deportivas. Este placer, como cualquier otra emoción, tiene que ser creado a través de una representación dramática que finja las condiciones en las cuales tales efectos emergen, pero ahorrando al actor los avatares de la realidad. La actividad propiamente lúdicra no parece tener ninguna conti­

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nuidad, ni estructural, ni funcional, con la actividad lógico-práctica del bebé, aunque despliegue toda una serie de adquisiciones inteligen­ tes, obtenida por mecanismos de acomodación y asimilación en coordinación cada vez más compleja. Supongamos una niña de tres años que desliza una piedrita blanca por la parte superior de una caja de fósforos vacía, para ocultarla luego en su interior, repitiendo varias veces la maniobra. Interrogada sobre el juego, cuenta que se trata de un gatito que salta desde el techo y se esconde en su casita. Tal actividad exige de parte de la niña cierto dominio de las relaciones espaciales (arriba, abajo, dentro), pero las relaciones de sustitución que determinan la equivalencia entre el gato y la piedrita y la casa y la cajita, así como la que existe entre los gestos respectivos y las actividades de trepar, saltar, esconderse, etc., pertenecen a una estructura cuyas operaciones se determinan justamente en lo arbitra­ rio, aun cuando ciertas relaciones objetivas se mantengan, dado que la caja y la piedra no son intercambiables. Aunque en el juego se uti­ licen relaciones topológicas construidas por la actividad práctica, su objetivo es establecer instancias y relaciones dramáticas que pueden haberse motivado en un espectáculo o en un relato emocionante, el del gatito que se subió al techo y tenía miedo de bajar, por ejemplo. Pero la niña no repite una y otra vez el episodio para dominar el sus­ to sino para recrear la emoción. Por ello la vemos inventar para su gato-piedra situaciones cada vez más riesgosas: para obtener un héroe es necesario hacerle pasar muchas pruebas. Otro niño imita con sus brazos las bielas de una locomotora. Enseguida, mientras sus piernas lo llevan a una velocidad creciente, el brazo en escuadra acelera sus movimientos circulares, mientras un “chucu-chucü” pronunciado rítmicamente se interrumpe de tanto en tanto para dar lugar al ulular estridente de una sirena. En un viraje, la escena nos muestra un gran descarrilamiento, que el niño mima caído en el suelo, de costado y adoptando posturas desarticuladas. Se arrastra así abajo de la mesa, donde se supone que está el taller de reparaciones, de donde sale listo para volver a comenzar. Este es un niño de siete años; las operaciones habilitadas por una nueva estructuración permiten al niño un análisis sistemático de las partes en juego y una coordinación más ajustada de las distintas variables. Pero la estructura simbólica que posibilita el espectáculo no varía entre este juego y el de la niña. Tenemos la misma selección de

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significantes para construir con ellos un sentido, por mecanismos de sustitución y de condensación, que no parecen variar desde un punto de vista evolutivo. Así, las secuencias dramáticas del juego, por ejemplo “aceleración-descarrilamiento-reparación”, constituyen el espectáculo montado por el niño, pero lo que puede “jugarse” en ese escenario es una temática universal susceptible de ser propuesta en términos poéticos, filosóficos o psicoanalíticos, que constituyen otras tantás dimensiones de la misma estructura. El juego significa menos al arquetipo en el cual se moldea que al sujeto que lo crea, pues es su versión irreductible. Si la actividad lúdicra se presenta como un dispositivo original que no es la continuación interiorizada de las adquisiciones propias de la etapa senso-motora, su destino no es tampoco integrarse en la estructura lógico-concreta que va a organizar la objetividad en lo sucesivo. Tal estructura utilizará, eventualmente, los esquemas enri­ quecidos por el trabajo de simbolización, pero su objetivo será despojarlos de toda equivalencia no pertinente para la operatividad lógica. Así, la “comprensión” corporal del funcionamiento de una biela puede ayudar a la comprensión de las articulaciones que constituyen la causa de esa forma de tracción, pero para ello es necesario precisamente que la estructura lógica haga abstracción de la estructura que permite al niño ser la biela que la aceleración desarticula. El destino de la actividad lúdicra es la constitución, por una parte, de la fantasía y, por otra, de los juegos de destreza o de azar, propios de los adultos. Es en estos juegos donde mejor puede analizarse lo que es la médula del drama, o sea, el hecho del desafío, la apuesta y la suerte. Por más “lógico” que sea, el juego no existe sin un nivel de lo imprevisible, sin la entrada del destino. El juego ubica al sujeto en una situación dramática, lo propone como actor de una escena en la que nadie puede suplantarlo y donde la emoción se instaura en la oposición ganar/perder. Hemos tratado de mostrar, a través de las actividades consideradas por la psicología de la inteligencia como propias de la función simbólica, que tal función no se constituye por los mecanismos propios del desarrollo de la inteligencia, sino que constituye ella, misma una estructura, autónoma y dotada de mecanismos y de operaciones específicas. Al contrario de las estructuras objetivas

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cognitivas, que se transforman progresivamente dando lugar a organi­ zaciones diferentes y cada vez más abarcativas de la realidad, la estructura subjetivante simbólica parece mantener desde su origen las mismas operaciones, subsidiarias de un sistema retórico innato capaz de organizar el universo de significación. Las modificaciones constatables en las manifestaciones simbólicas se deben a la acumulación y a la variación de los recursos, a la evolución propia del organismo y por lo tanto del cuerpo y a las exigencias diferentes de la cultura en función de la edad de los individuos, pero las construcciones metonímicas y metafóricas que dan cuenta de la dimensión dramáti­ ca no parecen alterarse fundamentalmente a través del tiempo.

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Capítulo III MIRARSE

El comportamiento del bebé ante el espejo tiene en la obra de Lacan un lugar de excepción, no sólo porque se trata de un ejemplo de me­ todología psicológica, sino porque a partir de él se instaura un esta­ dio algo escandaloso ante tanta profesión de fe sincrónica. Pues no se trata esta vez de una metáfora que se satisface por sus efectos retó­ ricos, y el hecho es descrito según las exigencias de la Psicología Ex­ perimental. Vamos a tener aquí en cuenta otras observaciones realiza­ das sobre el mismo tema que, aunque a primera vista parecen contra­ dictorias respecto a las efectuadas por Lacan sobre los mismos com­ portamientos, pueden aclarar y enriquecer sus conclusiones más gene­ rales sobre el registro imaginario y la génesis del “Yo”. “El hombrecito a una edad de seis meses. . . reconoce sin embargo su imagen en e! espejo como tal” (Lacan, 1964-5). La ambigüedad del referente del término “como tal” nos da ocasión de hacer una distinción entre dos postulaciones del problema: a) el bebé reconoce la imagen como suya propia, y b) el bebé reconoce la imagen en tanto reflejo inmaterial. En primer lugar se plantea, entonces, en qué medida la imagen en el espejo es asumida por el bebé como suya, es decir, hasta qué punto se verifica una asimilación del cuerpo que es visto en la superficie del espejo al cuerpo propio, vivido de otra manera hasta ese momento. Y en segundo lugar cabe la pregunta acerca de la capacidad del bebé para comprender la cualidad imaginaria de la percepción especular, es decir, si puede darse cuenta del carácter no carnal y absolutamente virtual del cuerpo reflejado en la superficie pulida. 38

Desde nuestro razonamiento lógico adulto concluimos fácilmente la interdependencia de los dos planteos: o el niño no comprende que se trata de una imagen, y entonces la exterioridad percibida tendría