Rostros en La Oscuridad. Hospitales.

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ROSTROS EN LA OSCURIDAD HOSPITALES

ROSTROS EN LA OSCURIDAD HOSPITALES

COORDINADORES Sofía González David Dávila

Todo poder es físico, y entre el cuerpo y el poder político hay una conexión directa. MICHEL FOUCAULT La compasión es antitética de los afectos tonificantes, que elevan la energía del sentimiento vital: produce un efecto depresivo. Uno pierde fuerza cuando compadece. FRIEDRICH NIETZSCHE Escribir un reportaje, correr por la nota, decir con miedo la verdad, sí, aunque nos acompañe la angustia... reportear en el abismo, tener un pedazo de voz, lo suficiente para decirle al lector que también esto es la vida. JAVIER VALDEZ CÁRDENAS

Coordinadores: Sofía González y David Dávila Rostros en la oscuridad. Hospitales. 11. Narrativa. 11. t.

MELCHOR LÓPEZ Cuidado de edición KARLA SANTAMARÍA Corrección de estilo ADÁN MAGAÑA Diseño de portada y formación tipográfica Primera edición noviembre de 2018 © Registro en trámite por la presente edición © Ediciones Buuk

rostros

en la oscuridad

[email protected]

Impreso y hecho en México

PRESENTACIÓN

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obre las historias de maltrato a los pacientes hospitalizados, ¿alguien ha pensado en todo lo que se requiere para que los médicos ejerzan un buen servicio? Si has estado internado en un hospital, te has preguntado: ¿Sería mejor morir en casa o bajo el techo de Terapia Intensiva? Cuando una persona fallece en el hospital: ¿es culpa del médico insensible o del paciente imprudente? ¿Quién decide si vives o mueres? ¿Quiénes velan por ti mientras te recuperas: los vivos o los muertos? ¿Qué sucede después de la muerte? Rostros en la Oscuridad. Hospitales es una recopilación de testimonios sobre diversos actores involucrados en el ejercicio de la medicina: pacientes, médicos, enfermeras, familiares, estudiantes, entre otros. Estas historias permiten adentrarnos y entender una manifestación de la realidad: la vida dentro de los hospitales. Tendemos a contemplar la tragedia solo cuando se manifiesta. Es decir, nos interesamos en la baja calidad de un servicio cuando alguna persona cercana a nosotros sufre las consecuencias de éste; exigimos la destitución del funcionario hasta que sus actos nos afectan directamente. Creemos que la vida en los hospitales psiquiátricos es como la muestran en las películas. Nada más lejano de la realidad. Quizá si nos acercamos a esta situación entenderíamos que los problemas no solo provienen de las enfermedades, y entonces haríamos algo para cambiarlo. Según Gaíza Gastón, construimos nuestra existencia a partir del otro: nos reconocemos cuando sabemos que no somos otro; no somos otro porque somos uno mismo. Esa percepción de la identidad parece que desaparece poco a poco en la actualidad. Si miras alrededor, podrás darte cuenta de lo que hablamos. 9

Al asistir al médico, le preguntaste a la señora que esperaba su consulta a lado de ti: “¿Cómo está?”. Pero cuántas veces interrogaste al médico que te atendió si en ese momento se sentía bien. ¿Alguna vez te cuestionaste si la mujer que te entrega los medicamentos en el hospital sufre por algo? Particularmente, en México, parece que los problemas sociales se acentúan y crecen cada vez más; los mexicanos persiguen la lógica individualista que se opone a la naturaleza humana, a esos acuerdos que han creado las personas para vivir en común. Gracias a esta situación el desarrollo social de nuestro país se estancó hace mucho tiempo y de aquí se derivan los fenómenos existentes en el sector salud: la falta de medicamentos, la escases de materiales en las zonas rurales, el insuficiente número de médicos especialistas para cada padecimiento, la sobrepoblación en determinados hospitales y la mala atención a los pacientes. Para la dignidad humana, la salud y el bienestar constituyen un pilar fundamental. Para reconocer otros rostros es imprescindible mirar donde se pugna por la vida, donde se utiliza la razón, donde se requiere el sentimiento para tener esperanza y donde se encara a la muerte; es decir, los hospitales. ¿Qué es lo peor que puede pasar si una niña se traga una pila? ¿Qué implica que los embarazos no sean planeados? ¿Si un doctor ama destripar órganos y sentir la sangre? ¿Quién es más inocente, la niña de 13 años que está embarazada por tener relaciones sexuales con su novio, o la doctora que no cuenta con el equipo para salvar vidas? ¿Quién es más valiente, esa mujer que lucha contra el cáncer aun sin el apoyo de su familia o el joven con VIH que mantiene su enfermedad en secreto, pero ayuda a otros a salir adelante? ¿Quién sabe más sobre hospitales, aquel que está internado en este momento, o tú que lees este libro? Sofía González y David Dávila Ciudad Universitaria, octubre de 2018 10

EL LIMBO Abril Espinosa e Iván Lara La muerte es la oportunidad última de percibir por ti mismo la verdad completa que subyace a la existencia. ELISABETH KÜBLER-ROSS

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oy una persona casi de la tercera edad, tengo 58 años y vivo en Guadalajara, hace tres años pasó algo inexplicable. Padezco apnea del sueño, quiere decir que siempre me quedo dormida y por momentos no respiro. Es una enfermedad silenciosa y molesta. Por este motivo el cuerpo y el cerebro no descansan; mucha gente la padece, pero no se atiende. Lo mío es crónico y ya se complicó demasiado. Para tratar de atender el mal fui a ver un médico en una clínica particular, aquí en mi ciudad. Ese “doctorcito” me recetó unas pastillas que “eran buenísimas” para mi padecimiento. El tratamiento solamente consistía en tomar dos pastillas cada 12 horas por tres días, y luego una diaria. Ese mismo día comencé: tomé las pastillas y me fui a dormir. No supe nada de mí, no oí, no sentí nada de nada por un lapso de casi 36 horas. Por fin desperté, estuve rígida y con mucho frío. Recuerdo que al reaccionar oía unos ruiditos, como murmullos y llantos ahogados. Sentí los párpados muy duros y los ojos arenosos. Cuando por fin logré abrirlos, no vi nada, todo era oscuridad, frío y los sonidos raros. “¿Me morí? ¿Esto es la muerte? ¿Mi familia me llora?”, fue lo primero que pensé, pero no, ¡yo sentí mi cuerpo vivo! Respiraba, escuchaba y tenía sed. Lo siguiente que aluciné fue: “¡Me enterraron viva! iDios!”. Y comencé a moverme y a tocarme; estaba desnuda, acostada en algo muy duro y frío, cubierta con una sábana. No grité ni lloré, aunque estuve aterrada. Y atenta a mis sensaciones y a lo que oía. Los murmullos y llantos seguían. Me descubrí, logré sentarme. Tardé un momento en reaccionar completamente, o en asimilar lo que vi y así darme 11

cuenta en dónde estaba: en la morgue, sí, en la morgue, viva, y cada vez más asustada. La voz no me salía, no supe si por la angustia, el miedo, o todavía por el medicamento. Aún sentada ahí en la plancha, escuché llantos y gente que hablaba; busqué con la mirada a mi alrededor. Para donde mirara, había más planchas, unas solas y otras con cuerpos cubiertos. En ese momento, ya temblaba sin parar, la impresión era demasiada. Oí el tic-tac de un reloj y con la vista lo busqué, eran las 3:25 hrs. Intenté pararme y lo logré. La idea era salir de ahí. No fue fácil bajar de la plancha, era muy alta y yo muy vieja, pero lo logré. Vi la puerta, estaba muy lejos de mí, tenía que atravesar casi todo el lugar, entre muertos. Mi lengua seguía dura y la boca seca. Traté de gritar pero la voz no salía. Empecé a avanzar despacio, por la edad y el miedo, tuve que ir sosteniéndome, lo único para hacerlo era de las planchas, y lo hice. No saben el miedo que se siente rozar con tus manos cuerpos sin vida. Cuando pasé al lado de un cadáver, me di cuenta que de ahí salía el llanto que escuché. Lo primero que hice fue intentar descubrir el cuerpo, y lo hice. Quise ver quién lloraba: era una joven mujer muerta. No se movía, no había reacción en ella, pero ¡yo la oí llorar! A ella y a otros que ya no me atreví a ver. Salí lo más rápido que mis piernas lo permitieron; busqué gente y me atendieron al verme. Todo esto no es mi imaginación, como lo dijeron los médicos cuando se los conté, yo oí los llantos y los murmullos desde antes de saber dónde estaba. Los muertos, ahí en la morgue, lloran su propia muerte, se resisten a ir, hablan: “¿Por qué? ¿por qué?”. Otros dicen: “¡No! ¡No!”. Ellos aún no se quieren ir. Los escuché y pude salir para contarlo. Claro, la clínica, donde me dieron el medicamento, me indemnizó para atención médica y para callarme su ineptitud. A mi familia también se lo conté, aunque algunos me creen y otros no; y me contestan: “Fue el miedo”. Pero estoy segura lo que oí y viví. Y pensar que algún día, cada vez más cercano, volveré de nuevo a estar ahí, entre ellos, quizá, también llorando. 12

BÚSCALO EN LA MORGUE Ángel Alonso Madrid Días vienen, días van y tú nunca ves mi conformidad de estar sentado aquí. KILL ANISTON

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n enero de 2018 me detectaron una hernia hiatal. En términos simples diría: es un saquito que está arriba de mi ingle y podría darme en la madre. Se formó poco a poco porque cargué cosas pesadas. Cuando lo detectaron, no era peligroso, así que pude sentir alivio y decir que aún no me cargaba la chingada. Pasaron los meses, mientras se planeaba la operación y yo seguí con la rutina, de acuerdo con las instrucciones del médico que me atendía en ese entonces. El viernes 15 de junio del 2018, en mi trabajo, me vino un dolor muy fuerte, le dije a mi jefe que no podía soportarlo y autorizó la salida más temprano de lo habitual. ¡En chinga fui a urgencias para ser atendido! Cuando llegué a Urgencias, de la Clínica 24 del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), cerca de las 5 de la tarde, le comenté a la doctora en turno la molestia y decidió poner un suero para ver si se calmaba el dolor. Estuve seis horas en espera para ver qué me decía. En ese rato, le hablé a mi mamá para que supiera dónde estaba, qué tenía, cómo estaba y lo que procedía. Respondió que iría más tarde al hospital, eso me tranquilizó mucho. Mientras pasaban esas seis horas, observé varias “cosas” en urgencias: una señora de edad mayor que llegó con su hija mucho más joven que yo. Ese caso me sorprendió; al principio, se veía bien, pero de repente empezó a convulsionarse y la tuvieron que sentar en una silla, le aplicaron suero y oxígeno; cuartro personas trataron de sostenerla para que no se cayera de la silla. Te lo digo así, casi como película de terror, 13

comenzó a vomitar sangre, se puso muy pálida y continuó con convulsiones. También vi el caso de un chico, como de 16 años, que sufría de apendicitis (la inflamación del apéndice), no pudo ingresar a operación en ese momento por no cumplir con las nueve horas de ayuno. Pasaron tres horas desde que la señora se convulsionó y vomitó sangre. Le pregunté a un doctor que estaba cerca de ahí, qué había pasado con ella. Me dijo: “A la señora solo se le subió la presión y ahorita ya está mucho mejor”. A un enfermero le pregunté sobre el chico con apendicitis y me respondió, con las palabras más desagradables que escuché ese día: “No sé, búscalo en la morgue”. Después de decir eso, se fue. Quedé petrificado. Justo después llegó la doctora que me atendía y comentó: “Mira, te quedas, ten una bata, dale tu ropa a tus familiares y que ahorita mismo te operen”. Lo bueno que, cerca de las 10 de la noche, llegó mi mamá con unos papeles que le pedí por si acaso, como dice la expresión: “Mejor prevenir que lamentar”. Mientras, esperaba la explicación de la cirugía. Cerca de la 1 de la mañana, le comenté a mi mamá que había un espacio disponible para operarme; primero, firmamos unos papeles para que pudiera pasar a operación; después, me desvestí y me puse la bata. Comenzaron a prepararme. Estaba nervioso, pero me tranquilicé. La única preocupación era mi problema con el mareo porque me llevaban de un lugar a otro; por lo demás, todo tranquilo. Ya, listo. Mi mamá dijo: “Chava, que todo salga bien, voy a rezarle a Dios”. Me dio un beso en la frente y la bendición. En seguida, pasé al quirófano, me pusieron la anestesia para dormir y, como diría mi mamá, “estaba en las manos de los médicos y de Dios”. Los doctores empezaron platicar conmigo hasta quedar dormido; desperté cerca de la 1 ó 2 de la tarde del día siguiente. Cuando desperté, me sentí muy adolorido. Traté de moverme tantito, pero tenía un dolor de la fregada, tampoco tuve apetito. Cuando trajeron la comida, me dio asco hasta 14

el punto de querer vomitar. Lo bueno es que no lo hice, se hubiera fregado más la situación. Estuve recuperándome en el hospital por un día y medio. El domingo 17 de junio me dieron de alta. Solo firmé unos papeles que había entregado cuando llegué. Afortunadamente ese día mi hermana pudo llevarme a casa, así que me ahorré el transporte público. Tuve cerca de 40 días de incapacidad para que la herida pudiera sanar. ¡Quiero pensar que tuve muchísima, pero muchísima suerte! Pasaron las semanas y pensaba en cómo una tontería tan insignificante te puede fastidiar así. También recordé lo que dijo ese enfermero: “Búscalo en la morgue”. Tal vez su insensibilidad se deba al labor que desempeñan, pero pudo ser más amable. Ahora en el trabajo, cuando me piden hacer una tarea que necesite fuerza física, les digo: ¡No inventen, esa fue la razón por la que terminé en el quirófano! Y simplemente los evito, primero es mi salud. Una tontería o descuido puede joder tu vida por completo, además, considero que la labor del personal en los hospitales los hace cada vez más fríos.

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LUCHAR CON LOBOS Ixchel López, Aimee Palma y Alinka Hernández El coraje no es la ausencia de miedo, sino el triunfo sobre él. NELSON MANDELA

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e llamo Aidé Martínez Flores. A los 18 años fui diagnosticada con Lupus eritematoso sistémico. Actualmente tengo 40 y tres veces a la semana me realizan una hemodiálisis durante tres horas; mi sangre debe ser drenada por una máquina, pasa a través de un filtro (funcionando como riñón artificial) donde se se depura, retornando nuevamente a mi cuerpo. Para ello, tengo un catéter en el pecho, cerca del corazón. A los ocho años comencé con la constante presencia de anginas, pero nadie le prestó mucha atención, no eran más que simples anginas. Me inyectaban penicilina para aliviar los dolores, hasta que se intensificaron y el medicamento ya no tenía la eficacia de antes. Me hicieron exámenes, pero no supieron qué tenía. Seguí “normal” hasta los 18 años, cuando mis articulaciones se empezaron a inflamar tanto que perdí fuerza. Me debilité al punto de no poder cortar el papel de baño; con el frío los huesos pulsaban y se me cayó el cabello. Comenzaron a realizarme estudios, tomaba medicamentos para aliviarme, sin mucho éxito y sin que los doctores lograrán saber lo que verdaderamente causaba esa condición. Durante el tratamiento me hicieron un lavado de estómago por la cantidad de medicamentos que tomé. Después comenzaron a salirme las llamadas “manchas de mariposa” en el rostro, confirmando la enfermedad: Lupus. Cuando lo dijeron me deprimí mucho. Lloré todo el tiempo por la caída de mi cabello, el intenso dolor y las tajantes palabras 16

del doctor al decir: “Vas morir en cualquier momento”. Claro, si no me cuidaba adecuadamente. En ese tiempo pedí una baja en la escuela; aunque regresé al año, seguí con recaídas y no podía enfocarme por completo en los estudios. Mi hermana mayor, que trabajaba en un hospital pediátrico en el área de cáncer, fue un apoyo emocional muy grande para mí, al informarme sobre la enfermedad y los medicamentos que tomé. Mi mamá y mi familia fueron un pilar en este proceso. Alrededor de los cinco años con la enfermedad, me sometieron a un tratamiento para controlar los dolores articulares. Ya que ésta puede atacar a todos los órganos, debo prestar mucha atención a cada síntoma o malestar que tenga. Poco a poco conoces tu enfermedad, te familiarizas con el dolor. A los nueve años de padecer Lupus, me hicieron una biopsia porque me dolían los riñones. Y sí, ya los había atacado. El ser humano puede vivir hasta con el 15% de su funcionalidad; la biopsia me la realizaron para saber en qué grado estaban y cuánto tiempo me podían mantener. Debido a la enfermedad mis riñones funcionaban al 30%. No quise tomar el tratamiento porque ya no podría tener bebés; sin embargo, me daría otros tres años de estabilidad y era importante porque podría ir a una hemodiálisis antes de tiempo. Me quedé año y medio con ese tratamiento y después lo suspendieron. Estuve bien por tres años más, hasta que la funcionalidad de los riñones bajó al 15%, por ello fue necesaria la hemodiálisis. Me practicaron diálisis peritoneal durante un año, pero no funcionó. La retiraron y me dieron antibióticos para que pudiera salir de una fuerte infección que me dio. Descansé 15 días y volvieron a ponérmela, ahora del otro lado del estómago. Estuve otro año con ese tratamiento. La cavidad del estómago ya estaba muy dañada y decidieron poner un catéter en la vena aorta. Estuve con él un año del lado derecho; luego, otro del lado izquierdo. Después dijeron que ya no debía seguir con ese catéter porque podía infectarse y era peligroso al estar cerca del corazón. Entonces, 17

cambiaron al catéter permacath, (debajo del cuello, directo al corazón) el cual tengo actualmente. Llevo con él dos años, pero su cuidado es muy riguroso; literalmente no le puede pasar nada. Cuando la enfermedad afectó los huesos, dañó tanto la cadera que ahora necesito una prótesis. Este tipo de problemas provoca que la reacción entre medicamentos choque. Es bastante complejo, debo estar al pendiente de todo. De hecho, perdí la audición del lado derecho por no prestar atención. Simplemente escuché un zumbido y pensé que pasaría; ahora solo escucho como si unos cables hicieran corto en mi oído. He estado demasiadas veces hospitalizada, aun así no dejan de sorprenderme los demás. Por ejemplo, en unos casos, a los que padecen Lupus, la piel se les vuelve como de pescado. Al principio me mortificaba pensar que podría estar así, todavía no sabía que se desarrolla diferente en cada persona. Afortunadamente a mí solo me atacó los riñones. Logré quitarme la sugestión en la que vivía, siempre pensé lo peor, que en cualquier momento moriría. Los médicos en el Hospital América Sur son más eficientes que en otros hospitales a los que he ido; como el hospital 32, donde vi a mucha gente morir. Tuve miedo de ser mal atendido, porque prácticamente no hacían nada para evitar que murieras. A mí me dio peritonitis por un mal servicio; una chica que conocí con apenas tres meses de tener su catéter, perdió la oportunidad de estar 12 años estable, todo por un descuido. De no tener la familia que tengo, todo hubiera sido diferente. No me dejaron caer nunca. Te das cuenta de que puedes tener una vida igual a la de cualquier otra persona. Hay días en los que siento mucho cansancio; bajé mucho de peso; la vanidad fue atacada por la perdida del cabello; sin embargo, en ningún momento me dejé caer.

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INFIDELIDADES Ricardo Alejandro Zela Teníamos dos opciones, estar calladas y morir o hablar y morir, y decidimos hablar. MALALA

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rabajo como anestesióloga en el Hospital Troncoso. Día a día trato con mujeres embarazadas. Hubo un caso que llamó la atención, tanto de los compañeros como la mía; y, por supuesto, al esposo de la paciente. Un día llegó una chica a urgencias, sangraba por la vagina; mis compañeros y yo entramos en acción, creímos que era un aborto espontáneo. La chica asustada, junto con su marido, nos contó lo que pasó. Ella tenía unos 20 años y su marido como 40, la diferencia física era abismal. El marido platicó que vieron manchada la cama de sangre y rápidamente acudieron al hospital más cercano porque creyeron que era grave. La chica estuvo preocupada y nerviosa, se notó que escondía algo. La checamos y nos dimos cuenta de una perforación en el útero, aproximadamente de un centímetro. Se nos hizo extraño porque la chica nos dijo que no había tenido algún procedimiento quirúrgico. Le comentamos a ella lo de su útero y negó a haber visitado otro sistema hospitalario. Entonces vimos que en su muñeca izquierda tenía una pulsera de otra institución, pero no del gobierno. Hablé con la chica a solas y le insistí que su perforación en el útero fue causada por una intervención quirúrgica, pero lo negaba, dijo que esa herida se la causó con un juguete sexual. Platicamos con su marido al respecto y nos dijo que no hubo un juguete ni habían tenido relaciones sexuales. Entonces entró la duda sobre si su esposa le era fiel, ya que esa perforación, probablemente, fue el resultado de un aborto mal ejecutado. Con esa noticia, el marido decayó y empezó 19

a dudar sobre la lealtad de su esposa, pero aun así decidió quedarse. La chica no quería confesar la verdad, pero finalmente nos contó todo. Ella fue infiel, pero no quiso decirle a nadie por miedo a la reacción de su marido; se sentía atemorizada al dar esa noticia. Su esposo se quedó callado y solo salió del hospital. La chica quedó en silencio. Ella nos contó que estaba con él solo por necesidad. Tenía un amante de su edad, pero por las circunstancias económicas, no pueden estar juntos. Un día las cosas se prendieron un poco, no usaron protección y se embarazó. Me pidió ayuda, pero no supe qué hacer. Le comenté a mis compañeros y sugirieron que no me metiera en esos asuntos si no quería tener problemas. Su marido era de mucho dinero y no sabíamos a qué se dedicaba.

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¿QUÉ ME PASA?

Teresa Cortés y José Ignacio Martínez No me quitaste mi futuro, me diste uno nuevo. BELIEFNET

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e trabajado en la sala de emergencias del Hospital Pediátrico desde hace 16 años, los cuales han estado lleno de aventuras, de nuevas experiencias, algunas buenas y otras malas. Hay un mar en cada paciente. Recuerdo un miércoles, bastante tranquilo para ser víspera de navidad. Por la tarde, al terminar de atender una manita hinchada por una ligera quemadura de cuete, una de las enfermeras en turno llamó mi atención para una urgencia más. Me aseguré que mi paciente pequeño ya estuviera listo para ser dado de alta y fui a ver qué pasaba. Por la puerta principal de la sala de emergencias, entró una niña de menos de 15 años acompañada de su abuela. La menor se quejaba mucho de dolor insoportable en el vientre, estaba muy pálida y alterada. Su abuela, una señora muy humilde, gritó y me suplicó que ayudará a su nieta. Inmediatamente llamé a mi enfermera de asistencia, quien ya iba en camino con una silla de ruedas. Coloqué con cuidado a la niña y realicé las preguntas de rutina: “¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes? ¿Dónde te duele? ¿Desde cuándo estás así?”. Incluso, me atreví a preguntar: “¿Ya comenzó tu primera menstruación? ¿Podrías estar embarazada?”. Mientras, la paciente y su acompañante no paraban de llorar. Cuando logramos tranquilizar a la abuela, llevamos a la niña en una camilla; no habían pasado ni tres minutos; la abuela incitaba a su nieta para que respondiera lo que yo había preguntado. “Me llamo Melissa, tengo 13 años, los cumplí en octubre, desde la mañana me duele mucho la panza, pero ahora es más insoportable y no puedo estar 21

embarazada porque me sigue bajando, pero, por favor, ¡ya ayúdeme!”. Comencé el procedimiento: ausculté el vientre, el cual parecía inflamado a simple vista; revisé la entrepierna y dilataba. “Todo muy confuso para dar un diagnóstico de embarazo, además, tiene 13 años”, pensé. Sin embargo, hice algunas preguntas más, está vez, a la abuela: —¿Usted es la tutora? La abuela respondió mientras lloraba. Efectivamente, era ella quien la cuidaba desde los cuatro años, ya que su madre le había dejado a sus tres hijos, Melissa y dos gemelos más. Y refiriéndome a Melissa: —¿Cuándo fue tu último periodo menstrual? ¿Tienes novio o mantienes una vida sexualmente activa? Asenté con la cabeza y ella respondió: “Pues, no me acuerdo bien, hace como 15 días, creo, pero sí me baja siempre”. Supongo que omitió la otra pregunta porque estaba la abuela, fue más que obvio y poco prudente de mi parte. Para seguir con el procedimiento, decidí enviarla a que se realizará un ultrasonido y rayos X, y confirmar cualquier otra anomalía. Entonces, con ayuda de su abuela y la enfermera, intentó colocarse de pie para ponerse los mallones que traía. Justo cuando pisó el suelo, un grito desgarrador nos sorprendió, como de película: instantáneamente, Melissa dio a luz. La enfermera, la abuela y Melissa, gritaron por la sorpresa, mientras yo reaccioné del shock para auxiliar al bebé que había caído al suelo. La abuela gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué?”. Cuando la nueva madre vio que asistí al bebé, se desmayó. Inmediatamente llevé al recién nacido a revisión, pues sufrió una fractura de cráneo; lo dejé en observación con algunos compañeros. Regresé aún en shock para ver qué había sucedido con Melissa y su abuela, que se quedaron con la enfermera. Al llegar, les pregunté: “¿Cómo es posible que como mujeres no conozcan su cuerpo?”. La joven respondió que hace tiempo mantuvo relaciones sexuales con 22

su novio, el cual ya no estaba con ella, pero nunca pensó estar embarazada, pues siguió su menstruación. Le expliqué lo que pasó, un embarazo ectópico, incluso, eso indicaba porque no se le notaba la panza. Los sangrados irregulares no eran más que amenazas de aborto. Al ser ella tan joven y poco conocedora de su sexualidad, jamás pensó que estaba embarazada. Entonces le pregunté: “¿Cómo te sientes a tus 13 años..? Ayer eras una niña, hoy tienes un hijo y ya eres una mujer”. Tres meses después Melissa me visitó para decir que el bebé había fallecido. Le pregunté el porqué y solo dijo: “Muerte de cuna”. Me quedé sin palabras, mirándola y entre lágrimas. Me agradeció por haber salvado la primera vez a su bebé y que, aunque no había sido fácil despertar y ser madre, ella lo amaba, pero que comprendió la lección. Destrozada por la noticia fui a mi oficina. He vivido muchas anécdotas, pero ésta me pegó bastante. Imaginar una joven madre, dispuesta al mundo y que un par de meses después la vida te arrebate lo que te había impulsado. Son lecciones y pruebas. Tal vez, la única misión de ese pequeño era hacer madurar a Melissa.

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SOBREVIVIR Leany Ximena Rodríguez No tengo miedo de la muerte, pero no tengo prisa de morir. Tengo mucho que hacer primero. STEPHEN HAWKING

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orir no es dejar de existir, de vivir, es otra etapa de nuestra vida espiritual. Me sentí en un espacio, no en un lugar, sino un espacio con una santa paz. Al estar en vida, no creo volver a sentirlo. Me perdí como tres días, para mí lo fueron. Descansé, me puse en manos de Dios, ya no había nada más por hacer. Si es hasta aquí, pues hasta aquí quedamos. En ese tiempo que me perdí, que no supe de mí, créeme, sentí alivio, esperanza, tranquilidad y una felicidad que a la fecha no puedo describir; y si así se siente cuando uno se muere, pues es una maravilla. Me llamo Eduardo, padezco Lupus eritematoso sistémico, la tengo desde el año 2000. Es una enfermedad del sistema inmunológico. En mi caso, crea muchos anticuerpos, muchos glóbulos blancos y esos anticuerpos atacan tu propio cuerpo. Después de cuatro días, la salud mejoró. Mi caso estuvo en contra de los pronósticos y de las estadísticas de los médicos; era observado por siete especialistas y todos decían que no viviría más de una noche. Tenía el 30% de saturación, casi para darme un paro respiratorio: me sentí muy mal. La saturación quiere decir la cantidad de oxígeno que hay en tus arterias. Nosotros debemos tener entre 96 y 97 %. Entonces, empecé a respirar a todo lo que da con una mascarilla y con el oxígeno. El doctor me trasladó a urgencias, dijo: “Sabes, tenemos que entubarte de emergencia, estás apunto de tener un paro respiratorio”. Cuando lo hicieron, fue agonizante y complicado. Creo que ha sido lo más difícil que he pasado en un hospital. Tenía vías en las arterias de las muñecas, sonda nasal, gástrica, hasta para hacer pipí. Me conectaron por todos 24

lados. No podía hablar. Duré internado un mes y medio; en terapia intensiva fueron 21 días. Es muy difícil recuperarse. Estuve con tubos tres veces. Cada vez que entuban a un paciente, aumenta el 50% de mortalidad, pues, obviamente, para vivir ya dependes de un ventilador. Al realizar la extubación, que es cuando te quitan el tubo, no me lo vas a creer, pero pierdes la noción de cómo tienes que respirar, porque dependes de una máquina; yo ya no sabía respirar, incluso lo hice todo alterado. Recuerdo que había una enfermera que no sabía hacer nada. Una vez que me iban a dar de comer, cambió el equipo de oxígeno y lo quitó, pero me dejó sin él; como yo sentí, me empecé a estresar; después, ya ni la quería ver. Fue muy difícil para mí. De esas tres veces entubado, ya tenía el 50% de fallecer. No quería cerrar los ojos, pues debido a la morfina y toda esa anestesia que recibí, alucinaba con demonios, cosas muy psicodélicas. Como a un viejito canoso, parecido a Einstein. Él se sentaba a mi lado, pero dándome la espalda, le veía solo tres cuartos de la cara. Se ponía a hablar conmigo, pero cosas que no entendía. Al final del día lo veía tan real. Después lo comencé a sentir más a gusto. Siempre que pasé por algún procedimiento lo imaginé a mi lado, él me cuidaba y eso me tranquilizaba. Posteriormente de esa noche, no me diagnosticaron más días de vida, pero afortunadamente no sé qué pasó: Me perdí tres días, y en esos experimenté cosas grandiosas. Ahí cambió totalmente mi enfoque de la muerte, no sentí la necesidad de regresar. Después de eso, la salud mejoró. Tuve toda la actitud del mundo, salí del hospital con otra bendición enorme. Exactamente un año después, por los medicamentos nefrotóxicos tan fuertes que me dieron, los riñones dejaron de funcionar. Afortunadamente mi hermana pudo donar su riñón. Eso es una gran bendición y un gran acto de amor. Estoy bendecido por todos lados. De ahí a la fecha, gracias a Dios, he estado estable, contento y agradecido. 25

Para mí, el milagro más grande, que no valoramos los seres humanos, es tener la oportunidad de estar vivos. Si me dijeran: puedes estar sano y el Lupus se lo pasamos a alguien más; yo volvería a pasar por lo que he vivido, porque no todos estamos preparados para sobrellevar situaciones de esa índole.

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UNA EXPERIENCIA MÁS Yudi Corona y Fernanda Santos La ciencia moderna aún no ha producido un medicamento tranquilizador tan eficaz como lo son unas pocas palabras bondadosas. SIGMUND FREUD

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i nombre es Perla Corona, soy médico familiar, egresada de la Escuela Superior de Medicina del Instituto Politécnico Nacional. La mayor parte de la vida la he dedicado a mi carrera, una de mis más grandes pasiones. Aun cuando tuvieron que operarme un tumor en la cabeza, ni siquiera pensé en abandonar mi trabajo. Antes de graduarme hice el servicio social en una clínica pequeña en el estado de Oaxaca y comprendí que es en esa etapa en la que realmente uno aprende a tratar a un paciente. Oaxaca es uno de los estados con más belleza y amplia gastronomía, pero, lamentablemente, tiene mucha precariedad en lo que respecta al sector de la salud. No se cuenta con el equipo ni con los instrumentos necesarios para atender a los pacientes. Por ello, enviamos a la gente a otras comunidades para que puedan ser atendidos, aunque existe el riesgo de que fallezcan en el trayecto. Una vez llegó un muchacho a atenderse porque su tráiler cayó a un barranco. Él tenía lesiones internas, muy graves, en sus órganos y un trauma craneoencefálico. Sin embargo, como no contábamos con los instrumentos necesarios no pudimos hacer mucho por él, así que lo canalizamos a la capital del estado, pero murió poco después de salir de la clínica. Al concluir el servicio social, regresé a la Ciudad de México para hacer mi examen profesional y graduarme. Al terminar los estudios comencé a trabajar en el Centro Médico Nacional, La Raza, en diferentes áreas (desde pediatría hasta geriatría) en distintos turnos: mañana, tarde, noche o 24 horas y, sin duda, éste último es el turno más pesado. 27

Me gusta Geriatría, pero admito que es de las especialidades más complicadas ya que no se sabe con certeza cómo puedan reaccionar los pacientes a los medicamentos y procedimientos. Trabajar con personas, cuidarlas y atenderlas, es una de las cosas más complejas porque, dependiendo de su edad, resulta más fácil o más difícil laborar con ellos. Con niños es diferente porque son más pequeños y es sencillo explicarles lo que se les va a hacer. Quienes son difíciles son los padres; no siempre quieren aceptar el tratamiento para sus hijos, según su malestar; y los jóvenes regularmente entienden los procedimientos que se llevarán a cabo, tiene más disponibilidad de cooperar con nosotros. Finalmente, los adultos son quienes tienen una actitud difícil porque muchas veces desconocen los procedimientos o tienen miedo de que uno los realice. El mejor desafío y aprendizaje de esta profesión es el carácter fuerte que desarrollas con todos los casos que atiendes. Aprendes a responder frente a todo tipo de situaciones, separas los problemas de familia y el aspecto profesional; dejas de mezclar emociones, porque si lo haces, tu trabajo se ve permeado por sentimientos y acciones no éticas. Otro reto interesante que viví y aprendí de la profesión, es que en una operación debes tener la mente despejada… pensar muchas cosas a la vez puede traer complicaciones. Y hay que decirlo: lo más complicado de dedicarte a ayudar personas es decirles a los familiares una mala noticia… nunca hay suficiente sensibilidad (la que yo quisiera tener) para explicarles que se necesita realizar una operación peligrosa, un trasplante, o bien, que el paciente murió. Además, el nivel de exigencia se eleva siempre en este trabajo: debemos actualizarnos constantemente sobre los nuevos procedimientos, aparatos y medicamentos. No obstante, hay de todo. Me ha tocado ver doctores que no son capaces de realizar ciertos procedimientos o incluso que no tienen ni la menor idea de lo que deben hacer en algunas situaciones. 28

Recuerdo que, durante mi servicio social, había un chico que igualmente estaba en la clínica, pero él iba por parte de una escuela privada y se tardaba horas en dar consulta a un solo paciente, cuando los demás lo hacíamos en menos tiempo y atendíamos a más pacientes; incluso, temblaba al inyectar. Al terminar el servicio ya no supe qué fue de él, solo espero que haya podido mejorar. A lo largo de mi trayectoria, me he parcatado que es triste trabajar en el área de pediatría porque ves todo tipo de incidentes en infantes. Lo que más me ha impactado ver es a niños con quemaduras de primer, segundo y hasta tercer grado; ver que los pequeños sufren por descuidados de sus padres. Dentro de las cosas alegres, recuerdo el caso de un niño de provincia que llegó al hospital con una enfermedad llamada Anemia aplásica, la cual consiste en que la médula ósea no produce suficientes células sanguíneas nuevas y repercute en problemas del corazón como latido irregular, corazón agrandado e insuficiencia cardíaca. Aunque sus familiares ya no tenían esperanzas, gracias a los medicamentos y tratamientos necesarios, el niño fue curado y dado de alta con éxito. Eso me llevó a valorar el trabajo, por algo bien realizado salvé a alguien. Por todas estas razones amo la profesión y mi trabajo; por nada del mundo cambiaría todas esas satisfacciones y alegrías.

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NEGLIGENCIAS MORTALES Miguel Camacho y Aylín Domínguez Todos los movimientos, todas las grandes organizaciones, de este mundo, son mentiras y ganancias para alguien. Yo lo que creo es que la gente debería causar el menor daño posible a los demás seres humanos. NOAH GORDON

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ace siete años mi mamá se cayó y se rompió la cadera. No había nadie, solo mi papá. Somos nueve hermanos y nadie estaba ahí para ella. Mi papá llamó a la ambulancia y la primera opción fue el Hospital Magdalena de la Salinas, en la Delegación Gustavo A. Madero. Nos tuvieron en urgencias tres días porque no hubo camas, imagina todo lo que tuvimos que pasar. Mi mamá tenía tremendos dolores. No se podía mover y gritaba mucho. Su cadera se había roto en tres partes. Era como si no existiera, junto con un grupo muy grande de personas que también eran ignoradas. Después de esos días, por fin se dignaron a atendernos, dijeron que llegaría un doctor y la revisaría. Esperamos, pero nunca llegó. Pasó una semana para asignarle cama. La enviaron a un departamento que no trataba su problema. De nuevo esperamos, pero nada ocurría. Nadie nos hacía caso. Mi mamá se debilitó a tal grado que empezó a tener retención de líquidos en el pulmón. Incuso, al ver su gravedad, nadie quiso atenderla. Cuatro días después, la trasladaron al departamento correspondiente. Sin ningún diagnóstico decidieron ponerle un fijador de hueso, pero lo que ella necesitaba era cirugía. Decidimos sacarla e ir a otro hospital. Su salud se debilitó y cada día se complicaba más. Necesitábamos un médico que se hiciera responsable de su traslado. 30

Mi hermana menor iba todas las mañanas a buscar algún doctor que quisiera hacerse cargo. Así pasaron dos semanas. Todos los demás buscamos un hospital adecuado para que la trataran. También intentamos encontrar una ambulancia para trasladarla. Un día de esos, mi hermana descubrió que a mi mamá la habían dado de alta un mes antes. Al enterarnos, tuvimos varios problemas con el personal del hospital. Nadie nos dijo nada. Por eso no la alimentaban ni la aseaban. El mayor de los problemas fue que la entubaron, sin ninguna razón. Sin la autorización de ninguno de nosotros. No lo necesitaba. La situación provocó numerosos conflictos. Demandamos al hospital. Por fortuna, encontramos a un médico que quiso ayudar. Exigimos que nos dieran una ambulancia para sacarla de ahí. La conseguimos. Trasladamos a mi mamá a un hospital privado donde la valoraron, le quitaron la entubación y empezaron con el trámite de cirugía. El traslado costó mucho dinero y causó un deterioro alarmante en la salud de ella. Todo eso le trajo más problemas, además de la fractura. También tuvo deshidratación e infección pulmonar. Transcurrió otro mes para que los doctores solucionaran los problemas. Unas semanas después de corregir la complicación pulmonar, pudieron hacer la cirugía. Seguía muy débil. Descansó un par de días. Al estar más estable y poder hablar, nos contó todo lo que le hicieron en el hospital público: ella les dijo a las enfermeras y médicos que no necesitaba ser entubada pero, con todo y su oposición, lo hicieron. Y no solo eso, le gritaron, la maltrataron físicamente y no estaban al pendiente de ella. Ya estable, todo apuntaba a que mi mamá iba a estar bien. Sin embargo, la doctora nos comentó que en el otro hospital le administraron mal el medicamento para regular su presión. Ella también trabajaba en un hospital público. La ineptitud de esos lugares y de la gente que labora es impresionante, descarada. He llegado a pensar que no solo las instalaciones están mal; las enfermeras, y quienes trabajan ahí, son un cáncer. 31

La errónea administración de medicamento le causó muchos problemas de presión. Ya no había mucho que pudiesen hacer por ella en ese lugar, así que decidimos sacarla y llevarla a casa. No es la única experiencia fatídica que tengo con hospitales públicos.

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HUESOS DE CRISTAL Arlet Tapia y Laura Margarita Tovar Donde quiera que se ama el arte de la medicina se ama también a la humanidad. PLATÓN

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s mucha responsabilidad sentir que la vida de otros está en tus manos. Todavía tengo miedo, pero ya no siento feo presenciar la muerte, como al principio. La gran demanda en los hospitales me lleva a un rápido ritmo de trabajo. Algunos médicos, en cuestión de segundos, te recetan algo, pero a mí aún me da miedo. Tengo dudas de si doy el servicio adecuado, el medicamento que necesitan, la dosis correcta, si no estoy equivocado. Es mucha responsabilidad y sé que aún no tengo la experiencia suficiente. Soy interna en una unidad de medicina familiar, es como hacer servicio social. Fui de los mejores promedios en la preparatoria y tomé un curso propedéutico donde me gustó la carrera de medicina. Desde el comienzo pude ver las problemáticas que enfrenta este sector. El sistema deteriorado, situación precaria, falta de recursos, horarios de trabajo prolongados, corrupción, entre otras cosas. Pero, pese a todo, sentí la necesidad de ayudar, de intentar mejorar algo y socorrer al desvalido. Atender a pacientes que han sufrido toda su vida te deja muy consternada, impactada; sobre todo cuando eres principiante. Durante los primeros años en los hospitales, conocí el caso de un chavo de 26 años que nació con ontogénesis imperfecta, un padecimiento genético donde los huesos son muy frágiles. Así que fácilmente presenté fracturas y malformaciones en casi todo el cuerpo. Eso le condicionó a estar, al menos, cada dos meses hospitalizado. Una ocasión, teníamos que practicarle una hemodiálisis, preparé todo, pero desde el principio empezaron las 33

complicaciones. Se le detectó presión alta y, en lo que llegó de urgencias a piso, presentó dos fracturas: de pie y peroné. Así que se pospuso el procedimiento. Después regresó, volví a hacer el protocolo y se le hizo la hemodiálisis. Fue un trabajo muy difícil porque todas las curaciones le dolían, prácticamente agonizó de dolor. No salió como esperábamos: cayó en paro cardiaco, lo sacamos una, dos veces, pero cada que un paciente cae en otro paro es más difícil que regrese. Lamentablemente llegó el tercero y murió. Fue una de mis primeras experiencias difíciles. No solo pensar en la vida que lo llevó a lidiar con este padecimiento, o por su muerte, sino por sus familiares. Sus padres sabían desde el embarazo que iba a nacer con esa condición. A pesar de todo, decidieron criarlo. Aunque él nunca pudo desarrollar su vida como cualquiera de nosotros. Siempre estuvo hospitalizado, no podía caminar, sufría constantemente, pero su familia veló por su vida, quiso cuidarlo y estar con él en cada momento. Sentí más feo por su familia que por el cuerpo, pues ellos sufrían y pedían respuestas. Cuando comienzas a tratar estos casos ves al paciente como un hijo, hermano, primo, tío o amigo de alguien. Eso te genera aún más conciencia, compromiso y responsabilidad. Con el tiempo uno adquiere experiencia ante estas situaciones. Razón, quizá, por la que, en aquel entonces, me impresionó tanto ese caso y por la que después dejé de sentir tristeza. Actualmente estoy en urgencias: personas mueren y ya no siento nada. Al ver grave a alguien, tengo presente que puede morir. Tratar más de 70 pacientes a diario, te acostumbra a presenciar el sufrimiento. No puedes esperarte a pensar en su dolor, a ver cómo se sienten o te sientes tú. Solo debes, con tu conocimiento, abordar la situación, actuar con rapidez y salvar una vida. El ambiente de un hospital es entre prisas; nosotros no tenemos mucho contacto con el cuerpo después de que fallece. Inmediatamente hay que desocupar la cama, hacer 34

procedimientos, etc. Hay vínculos con el paciente, pero es más de trabajo, no debemos relacionarnos como tal con ellos o en su vida. Nos dedicamos a realizar estudios, muestras de sangre, explicar los procedimientos para que tengan más tranquilidad, pero no buscamos una relación amplia. Algunos pacientes quieren platicar, sobre todo los de edad avanzada, pero también el exceso de trabajo te cansa y lo único que quieres es irte. Se puede decir que te vuelves más insensible por toda la situación: de trabajo, presión, rapidez, o los malos tratos que recibimos; son muchas cuestiones. Ser interna no es fácil, las jerarquías están muy marcadas, nos discriminan y maltratan. Sabes que las condiciones en un hospital son tensas y estresantes, pero merecemos tratos justos. Como internos es muy difícil prepararse emocionalmente porque no hay tiempo para nada, hago guardia de 36 horas, he dejado de lado muchas actividades por el grado de presión que llevo; solo queda prepararme bien mediante el estudio.

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UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD Liliana Bustos y Valeria Laugier Creo que a veces solamente debemos tener fe. NICHOLAS SPARKS

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n el año de 1985, el 19 de septiembre a las 7:20 hrs, inició un sismo que jamás había vivido, fue la primera vez que sentí esa experiencia fea, algo tan tremendo. Empezaba a laborar en la central de equipos del Hospital General de México, recién entré a mi turno. El hospital era de seis pisos. El último, que era donde estaba, junto al toque quirúrgico, siempre se encontraba lleno; los que había abajo tenían los cuneros y la sala de hospitalización. Éramos cinco mujeres en ese servicio, todas dispersas: una en el área de lavado de material, otra en la sección donde se prepara las gasas, otra viendo los materiales que faltaban para hacer el pedido, preparar torundas, depósitos y demás. Yo recibía todo el material quirúrgico, contaba tanto lo estéril como lo pendiente para entrar a la autoclave. Cuando inició el movimiento nos quedamos estáticas. Todo fue en segundos, no supimos ni qué. Teníamos un garrafón de agua cerca, al lado de un lavabo, solo vi cómo se atravesó y explotó. En ese momento se fue la luz. Perdimos la noción, cuando nos dimos cuenta ya estábamos las cinco apachurradas, todas en un rinconcito oscuro. Me imagino que estuve en medio de ellas pues había una en mis pies, la otra en mi lado derecho y las otras dos en el izquierdo. Nos quejamos y gritamos por la mala posición que teníamos. A una chica, la más chaparrita, no le pasó nada, ni un rasguño. Ella escarbó y logró hacer un agujero, vio una lucecita y nos avisó a todas. Sacó un dedo y siguió rascando, luego pudo sacar dos dedos y así hasta que se le terminaron las uñas, pero finalmente la vieron los rescatistas. Ocho horas después levantaron la losa. 36

Fuimos afortunadas de estar en el último piso, quitaron el techo y nos vieron. Por otro poquito, ya no aguantaba. Cuando salió la primera chica dijo: “Ahí están mis compañeras”. Con trabajos reaccioné, sentí que me iba, así que me pasaron un tubo con oxígeno. Dios todavía tuvo misericordia de mí, por eso estoy aquí. Aunque otras no tuvieron la misma suerte, hubo muchísimos muertos. Frente a la clínica de acción, aún está la placa con la lista de los fallecidos. Hubo sobrevivientes de todos los pisos. Después me enteré que también rescataron a algunos del sótano. Aun así falleció muchísima gente. Tan solo se fueron 41 enfermeras, de 1800 que tenía el hospital, y médicos, pues ¡ni se diga! Esa noche el hospital estuvo llenísimo de pacientes, sin camas desocupadas, incluso había cirugías a esa hora. Nosotras estábamos en ginecología pero luego nos sacaron y mandaron a diferentes lugares. Estuve en el Hospital de los Ángeles por 15 días. Con traumatismos de la cabeza a los pies; iban mis hermanas, me veían y ni siquiera me reconocían. Me vi en el espejo hasta el séptimo día, parecía sapito con mi rostro inflamado. Mi pierna derecha no tenía circulación suficiente. Se curó con fomentos, que enredaban con algodón, y masajes. Tuve insuficiencia renal por deshidratación, pues vomité mucho al estar atrapada. Tan solo el estrés te acaba. Caí en depresión por la pérdida de un familiar. Cuando pregunté, se quedaron callados, y ya me lo imaginé. Tuve ayuda para superarlo, sobre todo muchas pláticas, sola no lo supera uno. Debía platicar para desahogarme. Todos me decían: “Mira, si Dios te dejó, es porque todavía tienes mucho por hacer. Y sí, duré 36 años en el trabajo. Incluso, monté, junto con un médico, una clínica. Ahora estoy jubilada, pero puedo decir que tuve muy buenas experiencias de trabajo.

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CUÍDAME CON EL MISMO AMOR QUE LO HAGO Ximena Velázquez Velasco Cuando nuestras ideas chocan con la realidad, lo que tiene que ser revisado son las ideas. JORGE LUIS BORGES

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levo 14 años en el área de urgencias del Instituto de Neurología y Neurocirugía Manuel Velasco Suárez (INNN). Llegué por mi servicio social, luego acepté un contrato de cuatro años y quisieron que me quedara de base. En el tiempo que he trabajado, han sucedido muchas cosas extrañas: algunas de mis compañeras, incluso pacientes, han visto a niños que los espantan. Tiene sentido porque antes de ser hospital era un psiquiátrico infantil; ahí los niñitos cultivaban lo que consumían. Era un hospital con enfermedades muy avanzadas. Los bañaban, pegados a la pared, con una manguera. Además, los tenían que amarrar para que no se mordieran sus manitas ni entre ellos. En el turno de la noche, un compañero y yo nos dividimos para abarcar el pasillo. En una ocasión, en su rondín, fue a buscarme, estaba pálido y dijo: “No manches, me acaba de pasar algo bien feo, vi a un niño”. Platlicó que se escondía como si jugara a las escondidillas, pero ahí no hay infantes, menos a esa hora. Me pidió que lo acompañara para buscarlo, pero no encontramos nada. Mi jefa, una que lleva ahí muchísimos años, nos contó que, en el auditorio del hospital, había una puerta que daba a un túnel, que en tiempos de la Revolución conectaba con una salida al monumento de El caminero. Algunas personas lo quisieron cruzar, pero les daba miedo porque caminaban mucho y el túnel seguía, parecía no tener fin. Un día, ella y yo nos quedamos despiertas y, como a eso de las 2 ó 3 de la madrugada, escuchamos los gritos de una mujer. Es algo muy extraño porque no tenía lugar de origen el sonido. Después de varios días de escucharla, nos pusimos a preguntar a las compañeras del piso de arriba y abajo. Ellas 38

nos dijieron que no tenían a nadie inquieto ni que se quejara a esa hora. Nunca supimos quién fue, hoy ya se nos hace algo normal. El día 7 de septiembre del 2017, como dos horas antes del sismo, mientras llevaban a su estudio a un paciente, vieron a un hombre vestido todo de negro y con los brazos abiertos hacia el cielo. Lo raro del caso es que ahí no puede haber nadie porque todas las salidas de los cuartos tienen barrotes. Lo buscaron en las camas, para saber si no se había escapado, pero nadie tenía registro de ese hombre. Mi jefa empezó a buscarlo: llamó a todas las jefas de enfermeras del hospital, a los policías y todos hicimos lo mismo para saber quién era el que estaba allá arriba. La pregunta de esa noche era: “Oiga, ¿están completos los pacientes? Oiga, ¿no le falta alguien?”. Un recuerdo impactante para mí fue cuando estuve embarazada y había una paciente en coma. Al estar con ella, muy seguido mis compañeras preguntaron por mi bebé. Uno piensa que no oyen, pero yo me presentaba y le decía: “Soy la enfermera y la voy a bañar”, o lo que le fuera a hacer. Tiempo después, la paciente en coma, se recuperó y salió. En una de sus consultas me encontró y se presentó: “Yo estuve en cama como cuatro meses; ya estoy mejor y ahora vengo a rehabilitación”. Además, me preguntó: —¿Cómo está su bebé? —¿Cómo sabes que tuve un bebé? —Es que oía que te preguntaban por él, yo no veía, pero entre sueños escuché todo. Eso me asombró porque, aunque están en coma, tienen como periodos de lucidez: entre-sueñan, despiertan y escuchan. El acontecimiento más extraño que viví fue lo que pasó durante la remodelación del hospital. Encontraron tres esqueletos muy grandes de más de dos metros, como de gigantes, incluso lo grabaron. En el video se ve cómo una fuerza lanzó hacia atrás al albañil cuando comenzó a golpear el lugar donde estaban las osamentas. 39

Lo reportaron al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) pero les prohibió que se sacaran las osamentas; por miedo a que fueran a quitar ese pedazo del hospital, ya no le movieron a nada y volvieron a cubrir, se quedó todo como estaba. Ahora bien, como paciente, creo que sí existen los ángeles. Un ejemplo muy claro fue al nacer mi hijo menor de forma prematura, con apenas 31 semanas. En el tiempo que estuve internada en un hospital del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE), conocí a una señora que se llamaba casi igual que yo. Todo el tiempo ella me ayudó emocional y físicamente, decía: “Mira, mi hijo nació también muy chiquito y ahora ya es grande y está sano”. Esos días estuve sola porque no dejan entrar a tu familia, yo solo lloraba y lloraba. No quería comer ni nada. Dentro de mí, decía: “¿Para qué como, si no tengo qué darle? ¿Para qué tengo leche, si no tengo qué darle a mi hijo?”. Yo tenía esa depresión y la señora se levantaba y me daba de comer en la boca: “Come, tienes que hacerlo, vas a salir de aquí y tu hijo te va a necesitar”. Recuerdo que una ocasión me paré, fui al baño y me desmayé. La señora corrió, me cargó y se lamentó: “Es porque no te cuidé, ¿por qué no te ayudé? ¡Cómo no te vi!”. Lo más curioso fue que el día que me dieron de alta como a las 4 de la tarde, ella salió a las 2 de la madrugada y se fue a su casa sin que le hicieran una consulta externa. Creo que Dios te manda ángeles en algún momento de tu vida y yo en ese instante necesitaba de uno.

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AL FINAL DEL PASILLO Antonio Guzmán y Heriberto Mejía Cuando la muerte se precipita sobre el hombre, la parte mortal se extingue; pero el principio inmortal se retira y se aleja sano y salvo. PLATÓN

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asó el tiempo, cada día se iba un poco más. Dos días antes de su muerte, me dijo que estaba muy contento, que se sentía libre, como si de repente alguien lo hubiera soltado. En la oscuridad de nuestra habitación, solo me imaginaba su rostro feliz y fingí entusiasmo para no quitarle la esperanza; aunque, por dentro, tuve miedo, supe que pronto lo perdería. Al principio, cuando mi esposo empezó a sentirse mal, creímos que no era grave. Sus síntomas no eran alarmantes, solo cansancio en sus piernas y unos ligeros temblores. Pensamos que era una lesión en su columna, pues en su trabajo cargaba cosas muy pesadas, pero un ortopedista lo descartó. Empeoró con el tiempo, se sentía más torpe e incluso llegó a caerse sin razón. Él jugaba futbol una vez a la semana y ya le costaba trabajo seguir el ritmo de los demás. A veces iba por mí al trabajo y llevaba a nuestro hijo mayor para acompañarlo; me decía que solo era cansancio en sus piernas. Consultamos médicos particulares, pues mi esposo no le tenía fe al Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE), pero lo convencí al ver cómo avanzó su enfermedad. Fuimos un 10 de mayo, como día festivo, no estaban los médicos titulares, así que nos atendió un neurólogo. De inmediato dijo que la enfermedad 41

de mi esposo no era ortopédica sino neurológica y nos sugirió ir al Hospital Zaragoza para que lo valoraran en urgencias. Allí estuvimos toda una noche, le realizaron pruebas de gas en la sangre, radiografías y demás, pero solo descartaron la probabilidad de un problema ortopédico. Nos dijeron que regresáramos a nuestra clínica familiar a solicitar una consulta de especialidad pues ellos no podían referirnos directamente, solo nos dieron un papel en que se recomendaban dos especialidades: neurología y ortopedia. Obtener una consulta en el ISSSTE no es difícil, pero es demasiado el tiempo que debes esperar para que llegue el día de tu cita. Nos desesperamos pues mi esposo empeoraba. Entonces fuimos con un amigo nuestro, médico general, que nos presentó a un neurólogo. Después de revisar a mi marido y hacerle una punción lumbar, dijo que se trataba del síndrome de Guillain-Barré, una enfermedad de la neurona motora que es incapacitante, pero después de un tiempo llega a un estado de meseta en que ya no se empeora y hasta cierto punto tiene recuperación. Tener el diagnóstico nos hizo sentir mejor, pues había esperanza de que pronto iba a mejorar. Pasado un tiempo, mi esposo se negó a tomar los medicamentos que le mandaron, pues sentía que lo debilitaban en vez de ayudarlo; y por eso decidí investigar, a través de internet, para qué servían; así, me topé con varias enfermedades que presentan los mismos síntomas y comencé a tener inquietud sobre la valoración del médico. Hablamos con nuestro amigo y le pedimos que buscara otro neurólogo para tener una segunda opinión. Mientras tanto, mi esposo ya no podía caminar, usaba una andadera para ayudarse y las fasciculaciones (temblores en los músculos) se extendieron de sus piernas a los brazos. Mientras tanto, estábamos al pendiente de nuevos síntomas y también de cualquier opción que pudiera ayudar. El nuevo neurólogo descartó el diagnóstico anterior y pidió una electromiografía. Cuando le hicieron el estudio, mi esposo contó que lo lastimaron y que le dolía la lengua y sentía temblores. Empeoró. 42

Con ese estudio fuimos al médico. Desafortunadamente soy muy curiosa y leí antes los resultados. No soy doctora, pero con todo lo que había investigado supe que era Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA) y esperaba haberme equivocado, pues es una enfermedad para la que no hay cura ni tratamiento. Y es horrible la manera en que describen cómo se deteriora el paciente. Nos dieron la noticia sin suavizar y sin detalles. Si no hubiera leído antes de la enfermedad, no sabría de qué hablaban. Solo dijeron que era mortal. Mi marido ni siquiera parpadeó; no lo aceptó y le dijo al doctor que estaba equivocado porque él se iba a curar y volvería a su vida normal. La verdad es que mi esposo parecía que estuviera “muy enterito”. Sentí que el mundo se derrumbó. Ya para entonces usaba silla de ruedas y yo había dejado mi trabajo para estar con él. Debí decírselo a mis hijos, aunque el mayor, al parecer, ya lo sabían. Él luchó mucho, intentaba caminar, se negaba a usar el bastón, la andadera, la silla. Era su forma de aferrarse a la vida. Por fin, tuvimos la consulta en el ISSSTE, pero era lo mismo: el especialista solo confirmó el diagnóstico. Le dijo a mi esposo que todavía tenía tiempo y debía aprovechar lo que restaba de vida. Esas palabras no las tomé en el sentido físico, sino en el familiar, yo siempre quise que estuviera más tiempo con sus hijos y hablara con ellos, porque no habría un después. Deseaba salir al parque con él y que le diera el sol (nunca le gustó estar encerrado) pero no quiso, no quería que nadie lo viera así. Le daba pena. Buscamos una cita en el Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía (INNN), con la esperanza de obtener un tratamiento o algún tipo de ayuda, pero volvimos a lo mismo: la confirmación de un diagnóstico, no podían hacer nada. Pero tal vez en la medicina alternativa encontraríamos algo que funcionara. El médico nos dio un camino para despejar la mente de mi esposo y conservar la fe. Por eso tratamos con acupuntura, 43

terapia de ozono, terapia de abejas, terapia de células madre, homeopatía y brujería. Nada funcionó. Era frustrante, por ejemplo, verlo aguantar 60 piquetes de abejas, pero él quería seguir aquí, estar vivo. A cada lugar a donde fuimos nos prometieron curarlo, pero solo es gente sin escrúpulos, que lucra con la desesperación. Nunca abandonó la esperanza de volver a ser él mismo, pero se puso peor. No dejó de luchar, quería su vida de regreso. Durante su enfermedad, su mente estaba afuera: en su trabajo y en su camión. En ocasiones llegué a pensar que eso era lo importante para él y no nosotros, su familia. Me enojé mucho. Ahora sé que no era así, lo hizo para no centrarse en su enfermedad. Mientras tanto, en el ámbito familiar, se presentaron muchos problemas, pues una enfermedad como ésta no es fácil de afrontar. Él siempre me acusó de ser pesimista y no es así; soy realista y prefiero enfrentarme a la vida con hechos. No es que no tenga esperanza, pero prefiero ver las cosas como son. Nunca me pesó atenderlo, siempre traté de hacer lo mejor por él, en el consultorio, en la casa, donde fuera, le bromeaba para distraerlo, intenté verme feliz, aunque moría de miedo. Es raro lo que hace nuestra mente, a veces, cuando lo bañaba, parecía que no estaba enfermo porque lo veía fuerte y varonil como el día que lo conocí; otras, dejé de verlo como mi esposo, era como un hijo y lo cuidaba de esa manera. Un radiólogo me dijo la mayor estupidez: “¿Qué estarás pagando?”. Lo vi detenidamente y le contesté que no le entendí, me respondió: “¿Qué habrán hecho?, que con esto lo pagan”. Yo no creo en castigos divinos, la vida se presenta así. Sentí que era un estúpido que juzgó y nos veía como pecadores. Por ese comentario que hizo, le rogué a Dios que a ese imbécil nunca le pasara algo. En su cumpleaños, un día antes de morir, lo vi muy cansado. Durante los últimos días llovía intensamente, hubo inundaciones, la casa se sentía muy fría. En la mañana, él ya no quería abrir sus ojos, tenía mucho sueño y debíamos ir a 44

una terapia de ozono. Le pedí que ya no se levantara, que se quedara acostado. Él dijo: “Tengo que ir. Pero déjame dormir otro rato”. Esa misma mañana le di un caldito de pollo porque ya no podía masticar bien, y me comentó que estaba muy rico, algo raro en él, pues nunca elogió mis guisos. Lo acompañé a su terapia y de regreso en el taxi aún trató de platicar. Ya en casa, cuando lo acosté, inmediatamente cerró sus ojos porque estaba muy cansado. Sentí que moría. Entonces, les pedí a mis hijos que hablaran con su papá y le dijeran todo lo que sentían. Él les dijo que siempre los quiso a su modo y que le echaran ganas. Después, nos quedamos un rato solos él y yo. Recordamos cómo nos conocimos, le dije que lo amaba mucho, que me perdonara; porque no fui la mejor esposa, amiga, compañera. Él no fue muy creyente, pero en ese momento me pidió que buscara a un sacerdote. Fui y cuando regresé, sus padres y hermanos llegaron. Él ya no era consciente y no podía hablar. El sacerdote dijo que todos sus pecados le eran perdonados, que fuera en paz. Durante nuestro matrimonio, nunca mencionó algo que le gustara de mí, pero un día antes comentó que era una buena madre. Yo solo le dije que siempre vería por nuestros hijos. Mi mamá llegó después. Le pidió que no se preocupara por nosotros, no estaríamos solos. Creo que eso era lo que él quería escuchar. Y se fue. Murió un 30 de agosto a las 5:30 hrs. Tuve el privilegio de estar sentada a su lado y tomar su mano hasta el final. Siento que en vida le fallé en muchas cosas, y también ahora que no está, pero hay que seguir adelante. A todos los médicos que visitamos, les falta humanidad y honestidad; tal vez son así para que no les duela; tal vez fue mejor que no nos explicaran todo para no tener miedo; tal vez también para ellos es difícil dar ese tipo de noticias y tratar con gente que no tiene otra salida. 45

Hasta la fecha, pienso que mi esposo era una buena persona y no se merecía lo que le pasó

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UN DÍA MÁS David García y Tania Pamela Moreno Es un privilegio estar vivo y debemos alegrarnos a cada momento. No esperes a que lleguen las condiciones que te hagan feliz, sólo selo. PATCH ADAMS

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a palabra cáncer es muy fuerte. Cuando te la dicen, lo primero que piensas es en muerte, ¿no? Creí que no viviría para estar aquí. Vengo de una familia donde han fallecido de cáncer, así que me preparé mentalmente para morir. Había pasado ocho meses con molestias, pensé que eran hemorroides, el dolor era bastante intenso, no podía ni sentarme. Fuimos con un doctor que conocemos. Me revisó y después me hizo una biopsia. A los cinco días estuvieron los resultados. Le llamé a mi esposo y a una de mis hijas. Les pedí que fueran por ellos. Nadie me dijo nada, hasta que ellos regresaron a la casa. Todo mundo se abrazaba y lloraba, yo no entendí. Fue que me enseñaron la hoja: tenía cáncer. Mi mamá falleció de lo mismo, entonces pensé: “Voy a morir”. Le hablé a la familia y supusieron igual: “Se va morir, igual que mi mamá”. Me mandaron al Instituto Nacional de Cancerología; allí me informaron que era candidata para la radioterapia y quimioterapia: el problema era mi púrpura. Ésa es una enfermedad que mata las células buenas, las defensas; me salen moretones y mis plaquetas bajan. Una persona normal, por así decirlo, debe tener 125 mil plaquetas, yo siempre he tenido entre 15, 20, o hasta 30 mil. Afortunadamente el cuerpo se acostumbró y aprendió a vivir así. Así que bueno, dijeron: “Tienes púrpura y con la quimio, más las defensas bajas, te puedes morir”. Pensé: “Ni modo, hay que arriesgarse”. Has de cuenta que en enero afirmaron: “Tienes cáncer”, y para mayo ya recibí las primeras radioterapias. 47

Son horribles, te da vómito y diarrea. No quieres ver, ni hablar con nadie. Te pones muy negativo. Un día mi hija y mi marido se fueron a una obra de teatro dejándome sola, recuerdo que fue un sábado. Fui al baño y cuando quise regresar ya no pude. Yo me preguntaba: “¿Qué me pasa?”. No sé cómo logré llegar a la cama. Cuando regresaron, entró mi marido y lo primero que comentó fue que tenía los labios morados. Entonces le llamaron a mi otra hija: “Rápido, trae el coche, tu mamá se va a morir”. Dicen que cuando estás por morir, te haces del baño. Yo me hice en el camino. El único pensamiento era: “Hasta aquí llegué”. Pero pudimos entrar al Hospital de Nutrición. Allí, recuerdo, llegó una enfermera, que al instante me dijo: “Toma esta imagen, reza, para que te salves. Pero no la dejes aquí, llévatela y rézale”. Yo estaba muy enferma. Cuando llegó mi esposo le di la imagen. Preguntó: —¿Quién te la dio? —La enfermera que me atendía. Él señaló a una enfermera güerita, y le dije: —No—. Señaló a otra. —No, es una bien bonita. Esa enfermera nunca regresó, no la volví a ver; después dijeron que, tal vez, había sido una laguna mental, pero ahí tengo la imagen que me dio. Pasé mucho tiempo hospitalizada, incluso, llegó un punto en que estaba harta y cansada; tanto así que empecé a quitarme los aparatos, arranqué los cables, los tubos, todo lo que estuviera conectado a mi cuerpo. Mientras mi hija gritaba, yo decía: “Ya, déjenme morir, por favor, déjenme morir”. Llegó el doctor y le comentó a mi hija que iban a traer al psiquiatra para que me diera pláticas. Era normal lo que viví, debí tener paciencia; pero yo no veía la salida. No caminaba y me empezaron a salir llagas. El cáncer no cedía, la neumonía tampoco. “Si no la mata el cáncer, la mata la neumonía o la falta de plaquetas, pero ya se va a morir”, afirmaron los doctores. Me molestó todo, regañaba a mis hermanas cuando se ponían a platicar: “No hablen”, les gritaba. La comida del 48

hospital no la ingería; me negaba. Y, pues obvio, entre las enfermedades y el no comer, me consumí. Un día logré ir al baño y me vi en el espejo, era una calaca. A partir de ahí, no me quería ver más. Creí que no lograría salir de eso, pensé: “Estoy bien fea, chupada y sin cabello, soy horrible”. No salía de la neumonía, hasta que un doctor dijo: “Le vamos a picar el pulmón para sacarle agua que trae”, pero me afirmó que, si él picaba de más, me podía morir. Pensé: “Que sea lo que tenga que ser”. Me sacaron mucha agua; eso fue la solución para la neumonía, pero no para el cáncer. De hecho, solo me hicieron 23 de 25 radioterapias, porque tenía las defensas muy bajas. Pensaban que no aguantaría más. Tampoco podían hacer muchos estudios por lo débil que estaba. Dije: “¿Ya para qué?, si la púrpura no me deja vivir. Ya recógeme, Dios. Ni voy a servir para nada, no puedo siquiera caminar”. Me animaban: “Eres fuerte, tienes que seguir aquí para algo”, pero solo quería morir. Todos los días, doctores, enfermeras y mi familia me pedían: “Solo aguanta un día más”, esa frase la escuché durante meses, mientras veía ir y venir a muchos pacientes con cáncer. Fue deprimente, pero tenía que aguantar por mi marido, mis hermanas y mi amada hija menor; quería verla crecer. Finalmente, ese día llegó; te lo dicen y no crees: “Ya puede irse a casa”, esas palabras me hicieron llorar. Lo había logrado, el cáncer se acabó. Es una experiencia horrible, pero cambia tu forma de pensar y ver la vida. Afortunadamente tuve a mi familia conmigo, apoyándome. Los doctores decían que mata más la depresión que el cáncer mismo. Siempre tuve aquí a toda la familia y amigos. Fueron la fuerza que necesité durante todo el proceso. Creo que aún voy a cumplir una misión y por eso Dios, a pesar de todo, me dejó vivir. Debo seguir adelante, supongo que todavía tengo cosas por resolver. No veo otra razón por la que logré pasar por tanto y seguir con vida.

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PADECER, CREER Y VENCER Sandra Lozada y Maximiliano Luna Las personas mediocres tienen una respuesta para todo y no se sorprenden de nada. EUGÉNE DELACROIX

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n un hospital, la gente es muy sofisticada. Usan palabras y términos que a veces solo ellos mismos entienden. Pero por más extraños que sean, siempre explican a la perfección lo que ellos nos quieren decir. El ser humano no ha dejado de buscar una verdad absoluta o la respuesta a todo lo que pasa a su alrededor. Pero tenemos que entender que hay cosas que no se pueden describir ni con el lenguaje sofisticado de un médico. Cosas que no tienen razón de ser, o de las que simplemente aún no tenemos respuesta y ésto es de lo que una atea les quiere hablar, de un milagro. Lucía era un caso especial en el Hospital Gabriel Mancera. Era una niña con leucemia mieloide aguda. Una de esas enfermedades que no se quitan con dos pastillas y un simple té de manzanilla. A diferencia de otros tipos de cáncer, se trataba de un caso con altas y bajas que poco a poco terminaba con su energía, pero sobre todo con su vida. La niña estuvo en tratamiento desde los cuatro años, pero a los ocho su situación se tornó más delicada. Las cuatro paredes del hospital la encerraron por meses mientras sus órganos vitales poco a poco dejaban de funcionar. Día a día los médicos intentaban suministrar hasta la última opción en medicamento para lograr la mínima señal de mejora, pero el sistema de la niña dejó de responder a cada una de las sustancias que entraban a su cuerpo. Siendo sinceros, ¿quién no se encariña con un paciente después de cuatro años? Todos los días, las malas noticias salían de nuestra entrecortada voz con una incomodidad en el ambiente. Lucía se convirtió en un caso que a todos en el 50

hospital nos costaba trabajo aceptar; las opciones se habían agotado y la esperanza de vida comenzó a desvanecerse. Una de las últimas veces que su familia la fue a visitar al hospital, la niña tenía dos semanas sin ingerir alimentos, la fluidez en sus palabras desapareció y su capacidad para mover su cuerpo era nula. Los padres estaban totalmente destrozados. Ese día la niña les habló de una persona vestida de blanco, que solía visitar su cuarto para hacerle compañía y ayudarla a que siguiera su camino. En casos como estos, los delirios en el paciente son más que normales, y los médicos y enfermeras lo dejamos pasar por alto, pero la familia no lo hizo. Al parecer, esta plática representó más que una simple alucinación para los padres. Después de esa visita, el optimismo renació en la madre y se habló de una posible primera comunión como último deseo por parte de la niña. Es imposible decirle que no a una criatura cuando se encuentra en su lecho de muerte. Después de ese día, la clínica y la madre organizaron todo lo que la niña había pedido: un vestido blanco y una ceremonia religiosa. Cuando las enfermeras la cambiaban, ella no podía ni mantenerse de pie. Pero ese día fue distinto, Lucía pidió vestirse sola y con ayuda de sus padres cobró fuerza para ponerse el vestido. Ese hecho marcó un punto y aparte en la vida de la niña. Las mejoras que tanto se buscaban y el semblante perfecto que la paciente perdió, aparecieron después de esa misteriosa ceremonia. Inesperadamente el caso tomó un nuevo rumbo y los estudios mostraron el avance que había estado ausente por esos años. Un doctor tiene que dar el registro e informar lo que pasa con cada uno de sus pacientes, pero después de ese evento, no imagino el trabajo de los médicos al tratar de explicar lo que sucedió con Lucía. Se dice y lee fácil, pero es algo que yo misma vi. Se trató de una niña en fase terminal que 51

revivió después de lo que sus padres describen como un “acercamiento divino”. Trabajar en un hospital te hace una persona insensible, parece ser el lugar donde Dios da y quita vida sin darte razones o respuestas. En mi estadía, tuve la oportunidad de escuchar historias como ésta, situaciones que no se comprenden de una manera científica. Los médicos son muy incrédulos, pero al dar un diagnóstico terminal y ver que un paciente de la nada puede curarse, es algo que ni ellos mismos se pueden explicar. Nunca he sido una persona religiosa, pero por más que pasan los días y las noches, no dejo de buscar una respuesta a lo que pasó en el hospital. La gente que profesa alguna religión o cree en un dios, seguramente tendrá una mejor explicación que la mía o la de los doctores; para mí no hay otra palabra que lo describa a la perfección: “milagro”.

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ESPIRAL Nelsy Castillo Ortiz De esa masa estamos hechos: mitad indiferencia y mitad ruindad. JOSÉ SARAMAGO

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rabajé en el Hospital Psiquiátrico Granja la Salud Tlazolteotl, donde recibía a dos tipos de pacientes: los abandonados y los referidos. Los segundos eran internados por familiares o algún conocido, y los primeros eran los que allí “botaban”. La mayoría de estos pacientes son geriátricos. Muchos de ellos eran y aún son agresivos. Incluso llegaban a ser referidos de reformatorios o de algún otro hospital donde no lograron ser controlados. Había asesinos, psicópatas, con trastornos de identidad disociativo, bipolaridad e incluso con adicciones. El hospital cuenta con aproximadamente 270 pacientes, los cuales se dividen en cuatro unidades. Unidad A: para pacientes jóvenes dependientes, en este caso con retraso mental atrofiado. Unidad B: para jóvenes independientes, donde se les valoran signos o alguna crisis que lleguen a presentar. Cabe mencionar que, esta unidad se comprende de los pacientes más agresivos y normalmente es exclusiva para hombres, porque cuando hay alguna mujer tienden a alterarse mucho; incluso se llegaron a reportar casos donde fueron violentos con las enfermeras y doctoras. En esta unidad se necesita muchísima fuerza, más si los pacientes llegan a tener alguna crisis psicópata, cuando estos recaen, la fuerza llega a duplicárseles y a veces un solo enfermero no los puede detener, se necesitan de varios. Por último, tenemos la unidad E y F: éstas son para pacientes geronto-psiquiátricos, o sea, adultos mayores con antecedentes. Aquí normalmente se encuentran los pacientes que los familiares decidieron no cuidar más. Estas unidades también se dividen en dependientes e independientes. 53

Hay varias anécdotas que me marcaron. Recuerdo a muchísimos de mis pacientes con retraso mental muy grave. Nosotros, los enfermeros, desde que llegamos trabajamos en rehabilitaciones, terapias, revisamos sus niveles de azúcar y su presión porque muchos de ellos al haber tenido adicciones y debido a su edad, tienden a ser diabéticos, hipertensos e incluso con alguna discapacidad. Normalmente cuando estaba en la unidad E los pacientes solían ser autoritarios e independientes. No les parecían las indicaciones dadas y las cuestionaban mucho, sin saber que éstas eran para evitar algún problema. Varios de mis compañeros resultaron golpeados, a uno de ellos con un vidrio le abrieron la cabeza. También muchos de ellos tuvieron desbalances. Por ejemplo, conocí a una compañera que entabló una relación con un paciente y otra estuvo al borde del suicidio. Realmente por todo te puedes volver histérico. Asimismo, tuve pacientes que fueron jefes de medicina, de quirófanos, maestros, psicólogos; que caen por preocupaciones, problemas familiares, etcétera. Realmente nadie está exento. Cuando me ponía a leer los expedientes sabía que iba a cuidar asesinos y psicópatas. Recuerdo que platiqué con uno, era de Michoacán; eso me llamó la atención porque yo provengo de ese estado. Leí las razones de sus actos. Me enteré que incendió todo un cerro. Le pregunté: —¿Por qué lo hiciste? Con tranquilidad contestó: —Las voces en mi cabeza me dijeron que lo prendiera, que incendiara el bosque. Dijo que no sabía si eran reales, pero veía como sombras que lo incitaban. —¿Y cómo te sentiste después de hacerlo? —Para mí, estuvo bien. Fue una gran satisfacción. Tuve pacientes que me afirmaron haber visto fantasmas o que éstos les decían que realizaran algún homicidio; y, lo más sorprendente, un suicidio. Hubo varios que se intentaron quitarse la vida en el mismo hospital. 54

Existe una unidad especial, donde solo se alojan pacientes que tuvieron recaídas, mejor conocida como la Unidad de Cuidados Especiales. Recuerdo un día haber estado de guardia nocturna en ese sector, cuando uno de los pacientes intentó ahorcarse. Desconozco cómo logró alcanzar las vigas de hasta arriba, porque eran como de dos metros de alto. Agarró una venda y se trató de suicidar. Estaba en el rondín con otra persona y vimos cómo se quiso aventar. Obviamente, de inmediato traté de cargarlo, por ese motivo recibí algunos golpes, mientras mi compañero cortaba lo más rápido posible la venda. Realmente no se puede ser indiferente a las personas. Me doy cuenta que a veces la gente no es lo que parece, eso lo veo con los pacientes psiquiátricos. Muchos de ellos son tan tranquilos que no te imaginas por qué están allí, incluso, llegué a pensar que las personas “locas” en realidad son los que deambulan allá afuera, porque discuten y pelean sin ninguna razón. Muchas veces decimos que están locos, pero son sus enfermedades, porque al fin de cuentas son personas. Sí, tienen una diferencia, pero eso no quiere decir que deban ser discriminados porque no son objetos. No todo es como lo pintan en la televisión, no todos los pacientes están amarrados, utilizan camisas de fuerza o son enjaulados; al final del día son personas. Mantenerlos de la forma en que los presentan los medios, es un tipo de esclavitud. Existen millones de mitos acerca de los hospitales psiquiátricos, así como mil estereotipos. Pero yo invito a que se acerquen alguna vez y rompan esos clichés que se han encargado de asignar y, sobre todo, a que presten más atención a las personas que están a su alrededor. Me di por bien servido en ese lugar, no solo por la remuneración económica, también al saber que ayudé a personas que lo necesitaban. Ahora trabajo en un hospital de segundo nivel, que es atención a la comunidad, pero como tal, es más especializado en colaboración con el área de quirófanos y cirugías. 55

Al inicio, hubo un contraste al cambiar de espacio. No es lo mismo estar en un psiquiátrico que atender a una persona en la comodidad. Los pacientes psiquiátricos son más difíciles y el abanico de enfermedades y terminologías son diferentes.

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VÍCTIMAS DEL RECHAZO Alma García y Berenice Mendoza Lo siento, que ya no soy más una persona, soy un problema. TO THE BONE

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i nombre es Luz Ramírez, tengo 60 años. Soy Ginecóloga egresada de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Actualmente soy jefa del departamento de Ginecología en una clínica dedicada a mujeres. Anteriormente trabajé en la clínica 25, en el Gea González y en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), tanto en la Ciudad de México como en Puebla. Al vivir prácticamente en un hospital, uno ve muchas personas ir y venir. Recuerdo a una mujer que fue atendida en el IMSS, en el estado de Puebla, en 1992, llegó con un cáncer de mama muy avanzado. Cualquier tipo de cáncer es feo, porque la carne se va pudriendo, el cuerpo humano en descomposición es espantosamente fétido. Esta señora tenía el seno aproximadamente cinco veces más grande de lo normal; ya que, de uno promedio de 200 gr., éste pesaba cerca de un kilo, gracias a la tumoración. Aparte, a través de los vasos linfáticos, las células cancerosas atravesaron su brazo derecho, que ocasionó se oscureciera e inflamara. Tenía en una habitación sola, aislada. En una ocasión, aproximadamente a las 23 hrs, entré a saludarla, y me di cuenta de la desolación, la tristeza, el abandono y del olor en aquel cuarto. Me contó que no tenía dolor, no obstante, por su problema, me lo dijo con desgano. Traté de relajar la situación y le pregunté qué era lo que sentía o por qué se dejó caer. Dijo que cuando sintió la bolita fue al servicio médico, posteriormente la revisaron y notificaron que se trataba de 57

una tumoración, pero debían de investigar. Cuando la señora regresó, le dijeron que era cáncer. Inmediatamente la mandaron a oncología, le hicieron biopsias. Su cáncer estaba muy avanzado, pero iban a tratar de ayudarla lo más que se pudieran mediante quimioterapia. Ésta, es un tratamiento sumamente agresivo, muy tóxico para el cuerpo: te hace cambios físicos impresionantes, sin embargo, la intolerancia al medicamento incluye náuseas, vómito y dolor articular generalizado. Uno no sabe si lo ayudan o te acaban de matar. Cuando la señora inició con su quimioterapia el cabello empezó a caerse, al igual que sus cejas y el vello corporal. Esto causó rechazo, burlas y lastima de parte de su marido e hijos. Posteriormente le creció el cabello, pero chino y de color verde. Obviamente, esto generó más burla por parte de su familia. Tristemente, por un mal consejo de un sacerdote, el marido se fue de la casa y abandonó a la señora junto a sus hijos. Por esto, la señora ya no quiso ir a sus terapias, suspendió toda atención médica y se dejó morir, por el desprecio y la falta de apoyo de su familia. En 2012, una paciente llamada Brenda, llegó y solicitó una liposucción con abdominoplastia, la cual consiste en remover grasa del cuerpo y colocarla en los glúteos, tornear la cintura y quitar grasa de la espalda, entre otras cosas. Le pregunté la razón por la que quería hacerse la cirugía. Comentó que porque, después de tener una hija a los 17 años, ya no podía volver a ser mamá. Que lo intentó en múltiples ocasiones mediante inseminaciones artificiales y transferencias embrionarias. En ellas, llegó a gastar hasta 150 mil pesos. También se sometió a un tratamiento hormonal muy fuerte; su esposo igual fue atendido y aparentemente no había causa por la cual no se embarazara. Después de que se le hiciera su cirugía estética, continuó yendo a sus revisiones de forma mensual. Un día me dijo: “¡Doctora, creo que estoy embarazada!”. Ella estaba entre nerviosa y emocionada por la cirugía estética que se había 58

realizado, pero no sabía qué consecuencias podría traerle al embarazo. Le comenté que no se preocupara, que primero habría que confirmarlo; cuando le hicieron el ultrasonido, éste reveló que ya tenía tres meses de gestación. Si una mujer se embaraza después de una cirugía de este tipo, el útero no crece totalmente derecho hacia el centro del abdomen, muchas veces tiende a irse de lado. Sin embargo, no le causa ninguna problemática al bebé, ni al útero. Posteriormente, su abdomen creció y no tuvo problemas, por lo que el bebé creció sano, normal y feliz. Se le programó una cesárea, ya que no quería que el bebé naciera por parto natural, además, deseaba operarse para no tener más hijos. Finalmente, nació íntegro. ¡Logró dar a luz después de 17 años! Y ahora la que está embarazada es su primer hija. Considero estas experiencias fundamentales en el mundo de la medicina. Pero también hay otro tipo de casos, enfermos, podría decirse. Muchos médicos se sienten con el poder de Dios para decidir quién vive y quién no. Por mi parte, lo evito.

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APARICIÓN Tamara Piñera y Carolina Herrera La transmutación es la aparición de cuerpos nuevos con rostros de almas semejantes. VIRGILIO OLANO

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odas las veces que lo recuerdo me dan escalofríos y se me quita el sueño. Más allá de los malos tratos, esa fue la peor experiencia; no sé qué explicación darle, puede que haya sido producto de la imaginación, la verdad es que niego un poco esta posibilidad, estoy seguro que en ese hospital hay algo. Me llevaron al Hospital Cabrera porque tengo diabetes y una herida en el pie, pero la descuidé y se infectó. Ahí mismo se dieron cuenta que mi glaucoma ya estaba peor; necesitaba una operación o iba a perder por completo la vista. Me quedé unas noches internado. En la primera no recuerdo nada especial, solo dormí. Me administraron muchos medicamentos, estuve como noqueado. La segunda noche escuché risas de una niña. Oír eso me causó escalofríos, eran casi las 3:00 hrs. ¿Qué haría una pequeña ahí a esa hora? Traté de tranquilizarme pues pensé que podía ser la hija de alguna enfermera. Después me dormí y seguí como si nada. Al día siguiente, como a las 4 ó 5 hrs, desperté y vi a una niña junto a un niño más pequeño, me miraba muy extraño, como si quisiera decir algo. En algún momento llegué a pensar que iba a gritar porque parecía que quería llorar. Me quise acercar, pero no pude, sentí el cuerpo muy pesado así que volví a pensar lo mismo, que eran los hijos de una enfermera, aunque esta vez fue diferente porque sentí mucho terror. La apariencia de ellos era muy tétrica, o así los recuerdo. La niña era de tez muy blanca, con un vestido blanco, sus ojos eran pequeños y un poco rasgados. El niño vestía pantalón café y camisa blanca, era más bajito que la niña, su piel era ligeramente más morena, los ojos grandes, su mirada 60

estremecedora me veía con odio, como si le hubiera hecho algo. Después de verlos fijamente, pensé que era un sueño. Cerré los ojos para relajarme y pensar que no sucedía nada; los abrí y en efecto, parecía una broma que la mente me había jugado. Pude dormir tranquilo, el silencio donde estaba me traía mucha paz, aunque solo fuera a la hora de dormir. Al día siguiente, le pregunté a la enfermera que me atendía si seguido traía a sus hijos al hospital y ella contestó, con muy pocas ganas, que no. No supe si le molestó o si estaba de malas. Pensé que probablemente eran suyos y se lo tomó como reproche. Volví a ver a la niña, traía puesto el mismo vestidito blanco. Tenía como cinco años. Su cara era triste. Quedé paralizado porque era muy pálida, parecía un muerto. Por más que cerré los ojos e intenté tranquilizarme, ella me seguía viendo con cara de súplica. No quise hablarle. Daba mucho miedo, solo me miraba, pero yo intenté no verla; era imposible. Después de estar, lo que para mí fue mucho tiempo al lado de ella, por fin se fue, no supe a qué hora. Yo estaba agotado, me había puesto muy tenso, no quería dormir. Al final de unas horas logré conciliar el sueño. Al día siguiente, le comenté a otra enfermera lo de la niñita. La cara le cambió y dijo que no, que no había menores en el piso y que las enfermeras tampoco los llevaban. Tuve un miedo muy feo, traté de relajarme, ya no los quería volver a ver. Las demás noches, alternativamente, los vi, la verdad ya ni abría los ojos; le llegué a pedir más analgésicos a las enfermeras, diciéndoles que me dolía algo, para así poder relajarme y no despertar. Nunca funcionó, pues, aunque no los viera, sentí su presencia. Después de unos días me dieron de alta, aún en mi recamara seguí con miedo, creo que nunca voy a saber qué pasó, no voy a poder darle una explicación, y aunque quisiera saber, prefiero no buscar respuestas, ni indagar. Solo me gustaría olvidar esto. 61

LA NIÑA DE LA PILA Aketzali Ramírez y Christian Medina Cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado para siempre. GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

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es voy a contar la historia de una pequeña. Sucedió hace 11 años. Era una niña de siete años, estaba en su cuarto, de repente, bajó a ver a su familia, empezó a tocarse la garganta y el pecho; después, dijo a sus padres que jugaba y le cayó una pila en la boca. Se la tragó Los papás, al principio, creían que era una pila chiquita, de las que utilizan los relojes. Se equivocaron, eran las clásicas pilas que tienen ácido, las peligrosas. Ellos se llenaron de miedo, de preocupación, de desesperación, ¡se aterrorizaron! Acudieron al servicio médico, le sacaron una radiografía y, efectivamente, ahí estaba la pila. Se angustiaron más cuando les dijeron que para extraer la pila era necesario hacer una cirugía, pues era probable que el ácido perforara el estómago y los intestinos. A la pequeña la hacían caminar, incluso brincar para que la pila siguiera su trayecto y pudiera ser expulsada; sin embargo, no se veían avances. Después de dos días en el hospital, fue trasladada a otro para poder extraerle la pila. Le iban a introducir por la boca un tubo con una cámara, es un procedimiento llamado endoscopía. Los padres de la niña, deshechos de preocupación, sentían un miedo, tan profundo que se filtró hasta sus huesos. Cuando la niña llegó al hospital en el que le practicarían la endoscopia, la recibieron los doctores, checaron nuevamente la situación y, efectivamente, ahí seguía la pila. Así que pusieron a la niña en una camilla. La rodearon 62

aproximadamente ocho doctores, seis enfermeras y otros asistentes. Le dijeron: “Te haremos el procedimiento, la endoscopía… pero no podemos sedarte, así que tendrás que estar despierta”. Ella, muy valiente, aceptó, igual que el padre. Empezaron con la extracción de la pila. Todavía recuerdo los nervios de punta de ese papá, como si hubiera sido ayer. En el primer intento tomaron la pila y ¡se resbaló de la pinza que la sujetaba! Los médicos voltearon a ver al padre. Ese pobre hombre, estaba frustrado al ver que no podía hacer algo para ayudar a su hija. Segundo intento, vuelven a fracasar. Los doctores le dicen al padre de familia que, si a la tercera no se podía extraer, operarían a la niña, ya que utilizar el mismo procedimiento podría lesionar todo su esófago. Tercer intento... ¡El médico logra extraer la pila! La levanta como si fuera un trofeo y se oyen gritos, igual que si hubiera ganado la medalla olímpica o la copa del mundial en el quirófano. Aquel doctor, se dedicaba a ese procedimiento, tenía una colección de objetos que había sacado de personas, pero esa fue la primer pila en encontrar. Todo salió bien, el padre se sintió relajado y alegre, pero después de eso le quedó una profunda huella. En toda su vida y en todas las circunstancias que había enfrentado jamás sintió un miedo tan profundo dentro de su ser. Prácticamente lo paralizó. Desde entonces, en ese primer hospital y después en el segundo, la pila quedó como evidencia, y a esa niña los médicos la catalogaron como: “La Niña de la Pila”. Sé lo que sintió el padre, a lo que se enfrentó y lo mucho que rezó porque, precisamente, aquella niña es mi hija.

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SI ESTOY MUERTO, ME LO DEBES Mauricio Altamirano Cruz Yo puedo sentir a los muertos y ellos a mí. DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO

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o era un niño. Mi mamá compraba pescado y pollo, obviamente crudo; me gustó manosear y experimentar la sensación de la carne cruda. Picaba el pescado con un cuchillo hasta lograr abrirlo; ahí comenzó la experiencia. Los intestinos y la gónada eran mis favoritos: los apretaba fuerte con mi mano hasta hacer una especie de masa ensangrentada; al pollo le arrancaba la grasa y hacía lo mismo. No sé cómo comenzó esta obsesión, a veces el olor a carne cruda y sangre, provocó que tuviera la piel de gallina. En la secundaria tuve una época alocada. Dejé los animales atrás y busqué cómo se veía una persona muerta y qué se sentía estar con una. Descubrí los periódicos de nota roja, veía fotos de personas asesinadas, mutiladas y me decía a mí mismo: “¡Wow!”. Quiero aclarar que las primeras veces que leí artículos y vi las fotos me provocó angustia y miedo, pero poco a poco me acostumbré. En esos momentos era un chamaco que no se preocupó por nada. Lo sabía porque mi tía favorita falleció; la veía como otra mamá, pero el día de su funeral la observé en ese ataúd por un buen rato y no sentí nada, sabía que había perdido la sensibilidad Tiempo después, por medio del internet y un amigo, me acerqué a los mentados videos violentos. Jamás olvidaré los primeros que vi: las decapitaciones. Fue algo que me traumó bastante tiempo, pero lo demás me gustaba: apuñalamientos, disparos a quemarropa en la cabeza o en otras zonas del cuerpo. Yo lo veía con un gusto culposo. Mi madre, que en paz descanse, supo de esto. Ella me buscó ayuda porque “no quería a un pinche loco en su casa”, así me lo decía. Asistí con un psicólogo, por más de un año me ayudó a calmar toda esta curiosidad que tuve. De hecho, fue raro, 64

él escogió mi carrera; cuando me lo dijo, jamás salió de mi cabeza: “Ciencias Forenses.” Nunca imaginé que viviría de abrir y examinar a la gente. Recuerdo cuando entré a la UNAM, simplemente era y es algo perfecto. Yo estudié Medicina y, tiempo después, busqué la forma en ser forense. La primera vez que entré a la morgue fue algo increíble porque piqué con mi dedo la cabeza de un muerto y una de sus membranas tronó como si fuera una hoja de papel quemada, a partir de ahí supe que la ciencia forense era lo mío. Pasé etapas difíciles por la universidad, pero conseguí mi objetivo. En realidad, mentalmente no me considero una persona estable, pero mi chamba hace que vuelva a la cordura. Y que quede claro, jamás podría hacerle daño a alguien. ¿Te cuento un secreto? Las primeras veces que comencé a trabajar, me gustaba tocar y jugar un poco con los órganos de las personas a la hora de la autopsia, después aprendí que no es ético, pero créeme, no soy el único.

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PERSONAS QUE TE MARCAN Yafte Martínez y Omar Maldonado En una planta hay un enfermo terminal y justo en la planta de abajo está naciendo una persona. ÓSCAR DE LA TORRE

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iempre me ha impactado ver salir a un paciente poco a poco, y de repente se complica y ya no puedes hacer nada por él. A pesar de que le das todo lo indicado, cuando la persona no sale de la situación estás marcado de por vida. Te quedas con la incertidumbre de si lo que hiciste era todo lo posible, o se pudo hacer más. Hay pacientes que, básicamente, viven contigo en el hospital, todos los días pasas a verlos. Muchas veces terminas hablando con ellos, con sus familiares, más a nivel personal. Son cosas maravillosas de la medicina, pero la parte fea es cuando ya no se logra que mejoren. Dar la noticia a los familiares que el paciente ha muerto, te pega. Es de lo más doloroso. Te bajoneas mucho. Lloras dentro del hospital. Una vez estábamos rotando en cirugía, siempre hay un médico superior, el jefe. Nuestros jefes inmediatos son los residentes, estudiantes de las especialidades médicas; ellos tienen una jerarquía según el año en que cursan. Después vienen los médicos de base, que son los adscritos al hospital. En ese momento entraron a una cirugía de urgencia; nosotros no contábamos con médico de base, ni residente, solo estábamos los doctores internos. Justo en ese momento un paciente se complicó. El familiar salió a hablar por teléfono y descuidó a aquella persona unos minutos, de repente nos mandaron a llamar porque había un charco debajo de la cama, fuimos rápido y el paciente había vomitado sus alimentos. Era una situación muy grave: él ya estaba en paro cardíaco, obviamente se inició el protocolo de reanimación para ver si se podía salvar. Hicimos todo lo que conocíamos, 66

pero el paciente no logró salir. Cuando sucede una defunción tienes que notificarlo inmediatamente, pero en ese momento no había médicos superiores. Salí a dar la noticia. Está muy cabrón llegar a decirle a la persona que se acaba de morir su padre o hermano. Es una sensación muy grande en el pecho y sí, es demasiado complejo, por mucho tiempo te deprimes o piensas en esas personas. No puedo explicar con palabras lo que sientes, te saca mucho de onda. La segunda vez lloré muy cabrón. Regresamos al hospital, hicimos el cambio de rotar en ginecología y pasamos al servicio de urgencias, pero lamentablemente el hospital en el que estábamos no contaba con los insumos necesarios para tratar de manera adecuada a una paciente embarazada. Muy asustada, llegó una madre adolescente que no tuvo un buen control prenatal. Cuando entró a la sala de urgencias se nos comentó que iba por diarrea; se revisó su ropa interior y encuentramos material mucoso café; parecía diarrea, pero en ese momento nosotros no sabíamos que la paciente estaba embarazada. Después, la señorita comentó que esperaba un bebé. Le hicimos la revisión ginecológica y resultó que estaba por dar a luz. El material café fétido salió de su vagina, sucedía algo que conocemos como secreción. Básicamente es el líquido amniótico lleno del material fecal que produce el feto. En ese caso el bebé está potencialmente infectado. Atendimos el parto de emergencia, y un pequeño niño nació en nuestras instalaciones en condiciones no óptimas. Tuve que improvisar los materiales que se requieren para poder atender un buen parto, pero este bebé aspiró la secreción. Todo su tubo gástrico y parte de su vía respiratoria estaban llenas de ese material. Metí una cánula y comencé a aspirar todo el contenido. Ya había pasado, fácil, más de un minuto y el bebé seguía sin llorar. Lo que quería era que él respondiera, que llorará, porque si no, técnicamente, es una persona muerta. Después de un rato se logró, pero fue una criatura que duró bastante 67

tiempo sin dar señales de vida, esto puede generar graves problemas. Como nuestro servicio no era el adecuado, ya no le pudimos dar seguimiento, pero probablemente tuvo complicaciones neurológicas irremediables, porque la madre no se atendió de la forma más adecuada. Pero no todo es malo, recuerdo a un paciente que llegó porque le balacearon el abdomen. Diario lo visitamos y constantemente le teníamos que hacer curaciones. Cuando salió del hospital, debía regresar a chequeo general. Muchas veces lo encontré y me saludaba, incluso me llegó a comprar comida. Ha sucedido que pacientes que se han ido de alta y me reconocen en el metro, se acuerdan y me saludan. Uno como médico ve mucha gente todos los días y no siempre logras acordarte tan fácilmente de que a esa persona la tuviste bajo tratamiento, pero haces memoria y se dibuja una sonrisa en el rostro. Es una de las satisfacciones que brinda este trabajo. Por eso me interesó estudiar Medicina, además de las enfermedades, tienes que lidiar con las emociones, tuyas y del paciente. Sabes que no puedes ayudar a todas las personas, pero en esas que, si lo haces y salen, es algo muy gratificante. Y tal vez, solo tal vez, en un futuro esa persona pueda ser mi doctor. La vida da muchas vueltas.

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LA DECISIÓN Daniel Gutiérrez Las cosas hermosas ocurren a partir de hoy. FACUNDO CABRAL

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e detectaron VIH a los 23 años. En ese momento tenía meningitis; el enterarme fue secundario. Estaba con las energías puestas para superar la enfermedad. Mis familiares se enteraron por los médicos, no reuní las condiciones de decidir por mí, tuve que comenzar un tratamiento por las bajas defensas. Mi plan fue nunca decirles. Mi papá siempre ha sido una persona muy ocupada y mi madre tiene diabetes; todos sabemos que para alguien con ese padecimiento una noticia así puede ser delicada. Tengo dos hermanos; uno, con 18 años; y mi hermana mayor, de 25. Mis papás se enteraron porque llegué en una situación delicada al hospital. Comenzaba a ir solo al servicio médico, por lo mismo no quería que lo supieran. Siempre les mentí, decía: “Voy a hacer un trabajo en equipo a la escuela”. Las citas al médico eran entre 7 y 8 de la mañana. En las primeras, me sacaron sangre para tener las medicinas adecuadas. Únicamente tuve que ordenar mis cosas. El hospital empezó a darme medicamentos. Todo iba bien. Pero empecé a ver ronchas en mi cuerpo, eran difíciles de ocultar. A la siguiente cita les comenté, y recuerdo muy bien el regaño del doctor: “Por qué esperaste hasta la cita para decirlo”. La medicina no me funcionaba. Hicieron más exámenes de sangre y comentaron la urgencia de hospitalizarme porque el medicamento seguía sin hacer efecto. En ese momento no supe qué hacer, si decirles a mis papás o inventar otras cosas. El doctor me indicó que decidiera pronto porque no era cualquier consulta médica. Le comenté a toda la familia. No fue nada fácil y mucho menos porque al día siguiente era cumpleaños de mi mamá. 69

Fue muy doloroso para mí. Tenía la obligación de hacerlo por ser mi familia. Debí modificar algunos aspectos de mi vida; si lo hacía, iba a mejorar dentro de lo que cabe. En ese momento tuve la inquietud de empezar a trabajar en el hospital. Así fue que empecé en la prevención del VIH/Sida, acompañamiento a la persona y acercamiento a la temática: afrontar la noticia, tratamiento, alimentación y asistencia en lo necesario. Le doy información a jóvenes y adultos, sobre todo jóvenes, la cual es de mi propia experiencia. No como un salvador y para crear un mundo hipotético sin VIH, sino como un trabajador comunitario que puede brindar ayuda y acompañamiento en la nueva situación de la vida. Supe que fue a través de una relación sexual, pero no pregunté cuándo ni con quién. Seguramente la pasé bien. Yo nunca pensé en el preservativo. Por lo tanto, no gasto energía al recordar el pasado; solo trabajo en mejorar mi futuro. No sufrí discriminación, es tu actitud frente a la vida. Si me discriminaron, no lo noté. Sé que tengo que vivir lo mejor posible en esta sociedad y no permitir que otros me invadan. Actualmente tengo 26 años, soy una persona con VIH y vivo con normalidad, como todos. Todavía estoy en revisión. Y todo ha salido perfecto, gracias a Dios. Ya es indetectable por los medicamentos, que todos los días tomo por la noche. El cuidado que he llevado es muy importante. También la familia está siempre al pendiente de mi salud. Me acompañan a todas las citas del hospital. Al mes que recibo los medicamentos y cada que tengo revisiones, siempre he contado con el apoyo de ellos.

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LA HORA FELIZ DE LA MUERTE Vania González, Joan Medina y Mariana Cruz Pensar que has tratado de ayudar a alguien y no ha conseguido salir adelante. HARUKI MURAKAMI

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i nombre es Fátima Salgado Cruz, actualmente curso el séptimo semestre de la licenciatura en Enfermería en la Escuela Nacional de Enfermería y Obstetricia. Ahora mismo estoy de intercambio en la Facultad de Enfermería de la Universidad Autónoma de Nuevo León, gracias a una beca. Entre los trabajadores y alumnos del Hospital Universitario, se dice que hay días en los que la muerte ronda. Recientemente, en el área de urgencias, se llegan a sentir vibras muy extrañas. Fuera del número de pacientes que tengamos, en estas temporadas mueren más de dos pacientes en un corto plazo. Esta es la historia de una de esas veces en las que se percibe un ambiente raro. Hace unos días, nuestros pacientes no estaban tan graves, no había ningún “tubo”; la mayoría se encontraban estables. Todo parecía bastante tranquilo, hasta que escuchamos ese sonido tan molesto, pero interesante para varios internos: era la alarma de paro. Francamente, no me pone de nervios ni me estresa, son contadas las ocasiones en las que la reanimación cardiopulmonar no funciona; sin embargo, esta fue la excepción. La persona falleció. Por mis pendientes no supe cuál fue la causa, pero en menos de cinco minutos entraron en paro dos personas más y ambos pacientes murieron. Después de que los médicos internos y enfermeras intensivistas hacen el intento de reanimación, llega el turno de enfermería para amortajar. Al momento de hacer esto, pasan distintas cosas por la mente: me recorre el miedo de faltarle al respeto al cuerpo por error, o llega también la idea 71

de morir en soledad como la mayor parte de los pacientes en urgencias. Creo que este proceso posterior a la muerte debería ser llevado a cabo más dignamente. Por suerte, ya no es tan rudimentario como antes y no se falta al respeto al cuerpo de la persona. Ya no se taponea, solo se cubre con una manta, como una especie de hoja de plátano envolviendo un tamal. Esa fue la primer vez que me tocó hacerlo y sentí cierta empatía con los familiares del fallecido, pues perdí a mi abuelo hace poco. Eso me llevó a pensar en él durante todo el proceso. A pesar del paso del tiempo, creo que uno no se acostumbra nunca a la muerte, por mucho que esté en contacto con ella. Aunque hay experiencias más extrañas, hasta paranormales dentro de un hospital, jamás se olvida la primera vez que tienes que despedir a una persona. Es complicado envolver a alguien dentro de la manta y pensar que hace menos de diez minutos habló contigo o con sus familiares que lo cuidaban. La intensidad de este sentimiento depende de cuánto tiempo interactuaste con el paciente, podría decir que es algo muy personal. Hago tanto énfasis en el amortajamiento porque una cosa es ver un fantasma, otra creer los rumores, pero es muy diferente tener esa sensación de dolor que te pesa todo el día, incluso al acostarte. Son indescriptibles los escalofríos causados por saber que habrá más días así a lo largo de tu vida como profesional del área de la salud. En esos casos únicamente nos queda mostrar respeto por las personas, desearles un buen viaje o soltarlos de la forma que cada quien prefiera. No se supone que debamos ser insensibles, después de todo somos personas y la empatía está ahí, aunque sea mínima. Considero que es importante guardar respeto en esos días de ambiente pesado. La verdad, te desconcierta mucho cuando se pierden de golpe tres personas estables. Al principio, estas cosas duelen e impactan, y aunque lo he vivido ya en distintas ocasiones, es un fenómeno extraño que al final te deja un terrible sabor de boca. 72

URGENCIAS Víctor Javier Ochoa Ningún hombre es una isla entera por sí mismo […] la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti. JOHN DONNE

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espués de tragarme los dos frascos enteros, no me acuerdo de casi nada: solo la puerta abriéndose de golpe, a mi mamá con cara de preocupación, a la camilla entrar por la puerta del gran letrero verde con letras brillantes que decía la palabra: “Urgencias”; y de una sonda que se sumergía por mi nariz y garganta; ardía horrores. Mientras la camilla entraba por la puerta de urgencias y el agua empezaba a correr por la sonda, desperté; luché para que no entrara en mi cuerpo, pero mi madre y la enfermera me agarraron las manos para controlar mis movimientos. Un chorro de agua inundó el estómago y luego una manguera aspiró esa inundación. Después hubo un par de venas rotas hasta encontrar una donde se pudiera conectar el suero, en seguida me pusieron el sedante y quedé noqueada. No estoy segura cuánto tiempo pasó hasta que volví a despertar, cuando abrí los ojos ya era de noche. Miré a una señora como de 90 años en cama, frente a mí. Al amanecer, llegaron unas personas: familiares de la señora, un padre y un acólito, traían algunas cosas para dar misa. Cuando iniciaron, entró la enfermera y me dio el desayuno: dos galletas, un sándwich, media manzana, una gelatina y un jugo. Inyectó unas medicinas en el suero, se fue y me quedé dormida, ni siquiera terminé de sorber el jugo. A mediodía, volví a abrir los ojos y la señora ya no estaba. Quería preguntarle a alguien, pero tuve miedo que confirmaran lo que pensé. Los médicos iban a dar consultas a la cama, me ponían un termómetro, preguntaban un par de cosas, sacaban 73

muestras de sangre, sonreían y decían: “Bueno, todo va muy bien”. Siempre exactamente lo mismo, dos veces al día. No me paré de esa cama por dos días y probablemente no lo hubiese hecho de no ser porque mi papá me obligó a pararme para salir al pasillo, cosa buena porque por un momento llegué a creer que había olvidado caminar. En esa sala, la gente cambia diario, pocas veces se quedan mucho tiempo. Estuve cinco días, porque la empastillada me lastimó los riñones y me retuvieron dos más para darme tratamiento en las vías urinarias, pero la mayoría de la gente que llega se va casi de inmediato o es turnada a algún otro cuarto. Varias veces dieron misas rápidas, de las cuales vi completas un par, también observé a familias enteras que entraban bien y salían con una mano en el pecho y en la otra una bola de pañuelos. Iban a despedirse. Era fuerte ver eso y que las enfermeras me cacharan y dijeran: “¿Ves? y tú que querías morirte”, aunque nunca me preguntaron si aún quería hacerlo. Era tétrico pasar la noche y ver entrar y salir caras de preocupación o empapadas por las lágrimas, observar cómo entraban camillas con gente moribunda y salían para recoger más. Todo el tiempo hubo personal que corría con batas blancas. Fue un relajo la salida, porque el doctor que tenía que firmar mi alta no estaba, a cada rato las enfermeras solo decían: “Ya casi llega el doctor”. Después de un tiempo, se disculparon conmigo e inyectaron más medicamentos en el suero, aunque la vena se hinchara más. Ocho horas después en que debía estar lista mi alta, llegó el doctor a firmar y dijo: “Ya estás muy bien. Si tienes dudas sobre cómo utilizar los medicamentos debes solicitar ayuda”, mientras se reía como quien hizo un gran chiste. Me reí más por compromiso, por felicidad de pararme de la cama y arrancar la aguja de la vena hinchada casi hasta el doble de su tamaño. Salí por la puerta que ponía en verde neón: “Urgencias”, y empecé a caminar. 74

LA LOCURA DE LA SOLEDAD Jessica Espinoza Miranda En mi cabeza enferma no ha de caber un sueño así como en el cielo no ha cabido una estrella. (…) ¡No hay oído en la tierra que oiga mi queja triste abandonada en medio de la tierra infinita! (…) Y la muerte del mundo cae sobre mi vida. PABLO NERUDA

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unca entendí qué los llevó a encerrarme. No sé si sepan que ahora ya no puedo dormir, que ya no quiero despertar. Tengo miedo de verme, una vez más, en una celda en la que jamás debí estar. Yo no estaba loco, estoy solo. Me llamo Ángel Santaolalla, vengo de una familia de mucho dinero, mi madre es cardióloga; mi padre, doctor en Filosofía; filántropos. Ella era católica y él no creía ni en sí mismo. Ella, megalómana, con trastorno obsesivo-compulsivo y fría hasta los huesos. Él, siempre sumiso, depresivo, ahogado en inseguridades y miedos, con antecedentes de esquizofrenia. Me dieron todo lo que el dinero podía comprar, me sobreprotegieron tanto como les fue posible, pero no supieron darme cariño, comprensión y, mucho menos, intentaron entenderme o escucharme. Nunca me faltó techo, pero jamás tuve un hogar. Me llevaban al médico constantemente, no dejaban pasar un solo estornudo, quizá porque tenían miedo que me convirtiera en alguien tan enfermo como ellos. Me prohibieron tener amigos imaginarios, aunque yo los tuve en secreto. Les parecía una verdadera aberración verme conversar solo. ¿Qué cosas no? Ellos ni siquiera me hablaban. Así que me obligaron a hacer “amigos de verdad” y a pesar de que siempre estuve rodeado de tanta gente, me sentí solo. Intenté llenar el vacío durante muchos años; llegué a la conclusión que hallar una manera de fugarme de la realidad, era la solución. 75

Comencé a consumir drogas a los 17 años. Era muy fácil acceder a ellas en los lugares donde me movía y podía pagarlas fácilmente. Las primeras fueron la marihuana, el peyote, los hongos, los “ajos”; después, el crack, “flakka”, “burundanga”, etorfina. He olvidado las veces que terminé tirado en camas de hospital, casas desconocidas, calles, parques o encima de alguien. Quisiera poder hacer lo mismo con el recuerdo de mi estancia en aquel psiquiátrico. Ya no sé distinguir entre las cicatrices que me hice y las que “Bogey” me dejó. ¿Sabes algo? Desearía haber muerto aquel día, por primera vez me sentí libre, había logrado que sintieran algo por mí, aunque fuera terror. Pareciera que sigo allí, en casa de mis padres, en el baño de mi recámara. No sé qué, ni cuánto me tomé, pero mi padre dice que tenía los ojos abiertos, las pupilas dilatadas, con heces, vómito y sangre por doquier. El espejo estaba roto, en la mano un trozo de él y mi cuerpo en el suelo, desnudo, colmado de heridas desde los pies hasta el cuello. Mi memoria se ha visto tan afectada que no puedo describir con exactitud esos meses, muchos de los cuales permanecí hospitalizado. Tiempo después, mis padres decidieron que era hora de que saliera del país y nos dirigimos a Katy, Texas. Allí vivía el abuelo, hombre tan duro e intolerante como mi madre, el mismo que firmó mi destino. Solo permanecí consciente unas cuantas horas después de haber llegado a su casa, y el infierno comenzó. Al despertar me encontré en una habitación extraña, vacía, excepto por la cama fría y tiesa en la que yacía. No había ventanas y el silencio era insoportable. Se percibía ese olor desolado que define a los hospitales. Vestí la ropa de alguien más. La puerta estaba cerrada y yo muy confundido. Comencé a golpearla con violencia y grité hasta desgarrar mi garganta. Fue entonces que enfrenté por primera vez a aquéllos, quienes se convertirían en los verdugos de mi mente durante los siguientes dos años. Le decían —o se hacía llamar— “Bogey”, y siempre estaba acompañado de 76

“Caín”. Empujaron la puerta, me tomaron con fuerza, clavaron una jeringa en mi brazo y perdí el conocimiento. Durante los primeros meses, estos sucesos, se repitieron innumerables veces. Yo no logré comprender qué hacía allí, me mantenían aislado. Ni siquiera estuve seguro de que alguien más se encontrara cerca, excepto por los médicos y el personal que diariamente solían pasar frente a la puerta. Temí que me hubiera quedado atrapado en alguna de las alucinaciones, dudé de lo que era real y lo que no. “Bogey” me torturó constantemente. Me ató a la cama y dejó un plato cerca de mí, justo donde pudiera verlo y se sentaba a reír durante horas hasta que, por fin, me soltaba. Ya sea que la tirara al suelo, que le escupiera encima o la echara sobre mí; siempre había un modo de arruinar mi comida. Me golpeaba constantemente y evitó que se notaran las marcas de las agresiones; le parecía divertido verme sufrir. Poco a poco fui haciéndome a la idea de que no saldría vivo de allí. La muerte se convirtió en el sueño de mi vida. En medio de la agonía, conté con la fortuna de ser medicado siempre por una enfermera que, a pesar de permanecer indiferente ante mi humanidad, también lo hizo al no darse cuenta de que encontré una estrategia para no tragarme las pastillas. Comencé a comportarme como ellos querían y con el paso del tiempo me dejaron salir de la habitación. Lo que vi el primer día —y todos los siguientes — fue como tomado de algún filme. Estuve rodeado de seres a los que les robé la mente y el alma misma, sus ojos siempre fijos en otras realidades, mudos, sordos, incapaces de sentir cualquier cosa. Deambulaban por el sitio, muchas veces golpeándose con las paredes, otras se les veía caer y durante horas permanecer en el suelo. Sé que algunas veces nos visitaban, los noté menos dopados cuando eso sucedía, arreglaban un poco su aspecto y hacían parecer que todo estaba en completo orden. A mí nadie me visitó, estuve metido allí solo por no tener el valor de hacerlo en un ataúd. 77

Mi abuela fue quien me liberó, luchó constantemente por sacarle la verdad a mis padres hasta hallarme. Nunca los perdonó. Antes de morir me mostró el expediente en donde se me diagnosticaba con esquizofrenia paranoide con tendencias psicóticas. Nunca hablaron de mis adicciones para poder encerrarme sin complicación. Dijeron que era peligroso, cuando ellos fueron quienes provocaron todas mis heridas.

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CRISIS DE AUSENCIA Mariano Minjares Cuando se ve a la muerte de cerca, la vida se vuelve mucho más dulce. KIRK DOUGLAS

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l paramédico que me atendió dijo que en el transcurso hacia el hospital me despertaba por segundos. Lo único que decía era: “Quiero seguir corriendo, quiero seguir corriendo”. No recuerdo nada. Cuando comencé a sentirme mal, sentí pesado el cuerpo y me cansé mucho. Antes de comenzar el maratón ya tenía la sesación. Pero siempre he sido una persona que, si estoy enfermo, debo estar en la competencia; si estoy lastimado tengo que seguir en el juego. Inicié la carrera, pensé que la iba a acabar en el menor tiempo que fuera posible. En el kilómetro 15 me acerqué a la carpa médica donde están los centinelas. Mi corazón comenzó a acelerarse mucho, era algo que no había sentido nunca. Solo recuerdo que preguntaron: —¿Con quién me puedo comunicar? Lo único que respondí fue: —30-20, 30-20, 30-20—. Era la contraseña de mi celular. En ese momento ya no pude hablar y me desvanecí. Le llamaron a mi papá desde mi teléfono y escuché que le decían: —Estamos aquí en…. Poco a poco se alejó la voz, es lo último que recuerdo. Me llevaron a la Cruz Roja y al llegar ya no tenía pulso. Tuvieron que ocupar un desfibrilador para re-animarme y me entubaron para poder respirar, mientras, seguí inconsciente. Cuando desperté, le pregunté a una enfermera: —¿Qué hora es? —Son las 11 de la mañana— respondió. 79

—Yo estaba corriendo a las 9 de la mañana. Ya me siento bien. ¿Puedo seguir el maratón? —No. El maratón había sido el día anterior. Eran las 11 de la mañana del día siguiente. Me comencé a alterar, cuando traté de moverme... no pude. Tenía sueros conectados al brazo. No supe dónde estaba ni lo que sucedía. Me encontraba desnudo, solo tenía una tela que cubría mi cintura. Sentí mucho frío. Después de dejarme en la Cruz Roja, la paramédico que me llevó al hospital fue por mi medalla; les explicó a los encargados del maratón mi situación médica, en Ciudad Universitaria. Alegó le dieran la medalla para que pudiera llevarla al hospital y así entregármela. Esa presea representa mucho para mí, no por ganar la carrera, sino porque gané una por la vida. Eso, me impulsa a seguir adelante. En todo el transcurso estuve solo, quizás, de haber pasado algo peor no me hubiera podido despedir de nadie. Pude ver a mi papá hasta el día siguiente. Cuando lo vi, lo único que pude decir fue: “Te quiero”. Los doctores dicen que debo controlar lo mental, no la parte física. Tengo indicios epilépticos, crisis de ausencia. Puedo estar en un lugar y de repente olvido donde estoy. Si hay una persona enfrente de mí, no la puedo ver; como si todo se pusiera en pausa; sigue la gente normal y vuelvo. Es un problema neuronal que pasa a un aspecto físico, pierdo el control de partes del cuerpo; en lo motriz y en la respiratoria. En consecuencia, me desvanezco. Y el efecto es que puedo tener un infarto o llegar al estado de coma. Todo lo detectaron cuando entré a la prepa. Mi papá fue con varios psicólogos porque no ponía atención en la escuela. Él pensó que tenía problemas de adicciones, pero yo nunca he probado nada de eso. Al principio dijeron que mis descargas eléctricas no son continuas. Como si se desenchufara algo en mi cabeza, aparecen piques muy altos o muy bajos. 80

Una semana después de salir del hospital, una señora marcó a mi celular, no sé cómo consiguió el número. Su hijo padece lo mismo que yo, pero a él le afecta más porque tiene esquizofrenia y una especie de Alzhéimer. Que él lo tenga no significa que me puede pasar a mí.

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OCÉANOS DE TIEMPO Citlali Ronquillo González Oh, Shiva, ¿Qué es tu realidad? ¿Qué es este universo lleno de estupor? ¿Qué forma la simiente? ¿Quién es el cubo de la rueda del universo? ¿Qué es esta vida allá de la forma que impregna las formas? ¿Cómo podemos entrar en ella plenamente, por encima del espacio y del tiempo, de los nombres y de las connotaciones? ¡Aclara mis dudas! SUSANA TAMARO

¡

No me cuelgues estúpida! ¡No te atrevas! Mi corazón late tanto que siento que va a explotar, mis manos sudan, mi voz se corta y ¡pum! Despierto. Por más que intento bloquear esos recuerdos de la mente, no puedo. Su voz rasposa me decía cómo iba vestida mi hija y lo que planeaba hacerle. Era aterrador. Me sentí indefensa, como una niña pequeña que necesita a sus padres para saber que todo está bien. Pero la realidad de nuevo viene a mí. Ellos no están, Amelia, mi hermana, tampoco. ¿Entonces quién? Llevo cinco años sumida en una profunda depresión, las pequeñas cosas que para mí tenían sentido, ahora no valen nada; las tareas más simples se vuelven dolorosas, y ellos solo pueden decir: “Estás así porque quieres, cómprate un perro o algo”. Recuerdo que cuando todo iba bien, poco antes del robo, mi hija tenía poco de haberse separado y mi esposo y yo la recibimos gustosos de que retomara de nuevo su vida y sus proyectos. Dionisio y yo ahorramos por años para nuestro retiro; él como contador aeroportuario y yo como enfermera. Nuestra vida era feliz y prácticamente normal. Sin embargo, la posterior muerte de mi madre fue un golpe fuerte. Fue el inicio de mi depresión. 82

A las pocas semanas de que Faby (mi hija menor) regresó a vivir a con nosotros, pasaron cosas extrañas: recibimos llamadas que advertían sobre lo que se avecinaba e incluso una vez pintaron la fachada de la casa con obscenidades. Yo regresaba del supermercado y, mientras intenté abrir la puerta, dos tipos me acorralaron, se metieron a la casa; entonces recibí varios golpes: “¿Dónde está el dinero, perra? ¿Dónde?”, me gritaron. No se fueron hasta que lo encontraron y me dejaron ahí, media moribunda. Lo último que recuerdo de esa época es que fue el principio de mi perdición. Escucho sus voces a diario, escucho la de él, sé que fue él; no estaba equivocada. Rodrigo, al estallar en furia porque mi hija decidió terminar la relación, se cobró con nosotros. Pasaron meses para poder recobrar la tranquilidad, comenzaron los malestares y fue ahí cuando supe que algo no estaba bien. Mi cuerpo ya no respondía igual. Fui diagnosticada con Parkinson. El shock del robo, junto con el reciente diagnóstico, provocó ataques de ansiedad; paulatinamente perdí la esencia, mi mirada se perdía, las fuerzas eran inexistentes y mi chispa se apagó. Quien vive con depresión sabe que hasta levantarse de la cama implica un reto, incluso comer se vuelve imposible y se extinguen las ganas de vivir. El trato con la familia cambió, parece que les molesta mi presencia, que mis comentarios incomodan y pasé de ser la madre a un mueble más. La memoria me lleva a ese día. Harta de todos, salí a dar la vueltecita, no llegué ni a la avenida cuando los ataques comenzaron: ¡Boom! ¡Boom! ¡Boom! El corazón late y la vista se nubla, de nuevo el sudor frío y la falta de equilibrio. En el hospital, los médicos analizaron la situación y decidieron que lo mejor era estar internada unos días. El desgaste emocional era tal que, de no hacerlo, me iba a volver loca. Dios sabe que desearía eso antes de vivir este infierno. Las noches en el hospital eran eternas, el insomnio me invadía y los días subsecuentes estaba sedada, aunque completamente consciente de lo que sucedía. 83

En el piso donde estuve, se encontraban pacientes con trastornos similares a los míos, algunos de más peligrosidad. Recuerdo que nos identificaban con pulseras. Esa noche me sedaron; fue el tiro de gracia para mí… Desperté porque me sentí asfixiada, pesada, abrí los ojos y lo que vi fue aterrorizante: encima de mí tenía a un paciente; sí, mientras estaba bajo la influencia del medicamento, él me violó. Quise moverme y tumbarlo, quería hablar, pero no pude; solo vi sus ojos desorbitados. ¡Puta! ¿Qué daño hice para merecer esto? Creo que me desmayé. A estas alturas son difusos los recuerdos. Cuando salí traté de rehacer mi vida. ¡Qué idiota! Nada va a volver a ser lo mismo; nunca hablé de lo que me pasó, no tuve el valor. Ya no puedo concebir el sueño; ahora, al menos, trato de sobrevivir sin siquiera empastillarme. No hay día que no sienta las voces amenazantes y que no sienta el peso de ese hombre sobre mi cuerpo. No pasa un día sin que desee despertar y saber que todo fue un sueño; no lo hay. La vida pasa, los ataques de pánico persisten y esta temblorina crece y crece. Hay una parte de mí que quiere salir adelante y olvidar todo, pero no dura mucho, sé que no funcionará.

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EL JUAN N. NAVARRO Paulina Rocha y Santiago Fonseca No obstante, lloras funestamente y evocas tu locura y hasta quisieras extraerla de ti como si fuese una piedra. ALEJANDRA PIZARNIK

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a neta, no lo recuerdo, así, detalladamente; me tenían bien drogada. Andaba bajo los efectos de la fluoxetina, el clonacepam, carbamacepina, benzodiacepina y no sé qué tanta otra porquería. Pero hacían que la cabeza me pesara bien culero y solo me la quería pasar dormida. El lugar era grande. Llegabas, cruzabas un montón de consultorios, oficinas y esas cosas. Lo último era el salón a donde nos mandaban a hacer gimnasia, dos veces a la semana. Bueno, no todas íbamos, solo las que tenían mínimo una semana ahí dentro y su psiquiatra ya había dado permiso para asistir a las actividades. Las demás se quedaban solas, encerradas, seguramente dando vueltas en la tarima de alfombra café, sobre la que colgaba la televisión; o coloreaban los dibujos con monitos de Precious Moments que te traían los enfermeros. No sé cuándo ni cómo llegué. Me acuerdo de la desesperación, las 40 pastillas, la botella de whiskey, la cuerda, los cuchillos, la sala de urgencias, la sonda, la anestesia, el suero. Luego tengo en mente la máquina de escribir de la enfermera que te checa para saber qué tan loca estás y si vale la pena que gasten presupuesto público en cuidarte unas semanas. —¿Nombre? —CLA-CLAC. —¿Edad? —CLA-CLAC. —¿Alergias? 85

—CLA-CLAC. —¿Familiares con antecedentes psiquiátricos? —CLA-CLAC-CLA-CLAC-CLA-CLAC. Y así se les iba un ratote, hasta sentías que en algún momento salía volando alguna tecla. De pronto alguien dijo: “Entonces, sí te quedas”. Ni me acuerdo si fue la enfermera, mi papá o había alguien más. Ni topé: todavía traía la cabeza anestesiada. Me paré y me siguió mi mamá: me desnudaron por completo, le “alcanzaron” un conjunto de pants guinda a mi mamá y ella me ayudó a vestir. Mientras, una enfermera del otro lado del biombo decía: “Cuando le vaya a traer ropa tiene que ser sin agujetas, sin varillas, sin metal, sin cuerdas, sin, sin, sin, ya ve que con cualquier cosita…”. Y hacía sus ademanes como de “la locura llega lejos”. Ya lista, me sentaron en una silla de ruedas sepa pa’qué, porque podía caminar bien y todo, pero era el protocolo. A las niñas que ingresaron durante mi estancia las llevaron así. Y todas se preguntaron por qué. El chiste es que atraviesas varias oficinas y consultorios, pasas el salón de gimnasia y de frente está el pasillo que llega al pabellón de mujeres. Es una puerta en donde siempre hay una o dos policías. El grupo siempre es custodiado por una enfermera y un policía. Están por todos lados. Al entrar se observa un salón grandotote: a la derecha está el comedor y a la izquierda el librero, la tele y los sillones en donde nos tumbamos después de comer. Si entras y das como la vuelta en “U”, ahí está el taller de terapia ocupacional en donde, después de una semana de aislamiento, empezabas actividades tipo cerámica, pintura, tejido; lo que sea pa’no aburrirte tanto. Si te sigues derecho y al cruzar el cuartotote-comedorsala-de-tele está el cuartito de los enfermeros; igualito que en las películas. Ahí guardaban medicinas, jeringas y un montón de cosas. Pero lo principal eran las jeringas. Había unas cuantas niñas que, en su ansia por abrirse los brazos, hicieron cosas bien locas para sacar una jeringa y enterrarla en la piel, casi siempre en la pierna. 86

Me acuerdo de una morrita de 13 años que llegó con una tasajeadota en la pierna: 13 puntos le pusieron. Total, hizo alianzas con otro par de locas y se robaron una jeringa. La morrita se arrancó los puntos y la herida se le abrió completita; otra niña lo vio, entró en pánico y al chillar avisó a los enfermeros y ¡pum! tenías a todos los enfermeros con gasas y buscando agujas e hilo porque la sangre no le paraba. Una locura. Siguiéndote delante de la cabinita de enfermeros, están los dormitorios, había tres secciones: casi siempre las del cuarto de en-medio eran las recién llegadas, al resto las repartían como fuera. Era el más frío. 14 camas, siete de un lado, siete del otro, frente a frente. Quizá por eso ahí te dejaban, querían tus remordimientos bien conservados. Una de las cosas más culeras que vi en el hospital, es que los enfermeros acosan a las internas. Me sacó un montón de onda porque casi todas las morras están ahí después de algún intento de suicidio. Y la mayoría era por algún abuso o, casi siempre, por violación. Era muy cabrón tener a los pinches enfermeros grabando mientras hacías los ejercicios de la mañana, que nomás de acordarme se me sube la sangre al cerebro. Había un imbécil en específico. Ese maldito iba por las noches. Cuando era su turno de hacer guardia y todos los demás dormían, buscaba a las niñas para tocarlas. A Brisa le hizo eso. Brisa estaba ahí porque camino a su casa, a ella y a una compañera de la secundaria, cinco hombres las violaron en una camioneta, las aventaron a un terreno baldío y cada una regresó a pie. La mamá de Brisa volvió del trabajo y la encontró acostada con fiebre y llorando: lavó la parte de abajo del uniforme con cloro y pasó en cama tres días quejándose de un intenso dolor de estómago para no ir a la escuela. Después de eso no podía sostener miradas ni caminar sola y decayó hasta querer colgarse en la cocina. La internaron después de todo eso, y un idiota enfermero calenturiento la iba a manosear a la cama del hospital donde estaba internada para componerse. Lo sé porque, entre la 87

hora de comer y la de cenar, nos sentábamos todas en los sillones frente a la tele y platicábamos. La televisión casi siempre estaba apagada porque no nos dejaban ver más que las películas de siempre; y la verdad eran bien aburridas. Solo cuando Heidy, una enfermera joven, nos traía unas que compraba con su dinero en el tianguis de por su casa, las veíamos. Pero nada más. Si no había películas de Heidy, nos aplastábamos a platicar tendido, horas y horas: de los novios, los exnovios, los hijos, los papás, los güeyes pasados de lanza que se aprovecharon de cada una de nosotras. Y cuando lo contábamos, nos rechinaban las quijadas a todas porque sabíamos qué pedo. Todas topamos cómo duele, cómo sangra, cómo haces como que todo está en orden, pero nomás quieres que todo eso acabe y no acordarte nunca. Pero un día no puedes, entonces te internan en un hospital donde intentas conciliar el sueño en el dormitorio del centro, con un tremendo frío. Y como única certeza, sobrevivir a las ganas de querer morirte. Te rechinan las quijadas porque no quieres acordarte, pero lo haces. Nos sentábamos para contarnos que no todo estaba en orden, que las cosas sí dolían. Luego, solo reíamos. Y es que ahí todas sabíamos qué pedo.

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN Sofía González y David Dávila .............................................. 9 EL LIMBO Abril Espinosa

e Iván

Lara .................................................. 11

BÚSCALO EN LA MORGUE Ángel Alonso Madrid .......................................................... 13 LUCHAR CON LOBOS Ixchel López, Aimee Palma y Alinka Hernández ................................................................ 16 INFIDELIDADES Ricardo Alejandro Zela ....................................................... 19 ¿QUÉ ME PASA? Teresa Cortés y José Ignacio Martínez ................................ 21 SOBREVIVIR Leany Ximena Rodríguez ...................................................... 24 UNA EXPERIENCIA MÁS Yudi Corona y Fernanda Santos .......................................... 27 NEGLIGENCIAS MORTALES Miguel Camacho y Aylín Domínguez ....................................... 30 91

HUESOS DE CRISTAL Arlet Tapia y Laura Margarita Tovar .................................. 33 UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD Liliana Bustos y Valeria Laugier ....................................... 36 CUÍDAME CON EL MISMO AMOR QUE LO HAGO Ximena Velázquez Velasco ................................................... 38 AL FINAL DEL PASILLO Antonio Guzmán y Heriberto Mejía ....................................... 41 UN DÍA MÁS David García y Tania Pamela Moreno ................................... 47 PADECER, CREER Y VENCER Sandra Lozada y Maximiliano Luna ....................................... 50 ESPIRAL Nelsy Castillo Ortiz ........................................................... 53 VÍCTIMAS DEL RECHAZO Alma García y Berenice Mendoza ...................................... 57 APARICIÓN Tamara Piñera y Carolina Herrera ...................................... 60 LA NIÑA DE LA PILA Aketzali Ramírez y Christian Medina ................................... 62 SI ESTOY MUERTO, ME LO DEBES Mauricio Altamirano Cruz .................................................... 64 PERSONAS QUE TE MARCAN Yafte Martínez y Omar Maldonado ...................................... 66

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LA DECISIÓN Daniel Gutiérrez ................................................................. 69 LA HORA FELIZ DE LA MUERTE Vania González, Joan Medina y Mariana Cruz .................................................................... 71 URGENCIAS Víctor Javier Ochoa ............................................................ 73 LA LOCURA DE LA SOLEDAD Jessica Espinoza Miranda ..................................................... 75 CRISIS DE AUSENCIA Mariano Minjares ................................................................ 79 OCÉANOS DE TIEMPO Citlali Ronquillo González ................................................. 82 EL JUAN N. NAVARRO Paulina Rocha y Santiago Fonseca ...................................... 85

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rostros

en la oscuridad [email protected] Rostros en la oscuridad. Hospitales, de Sofía González y David Dávila (Coordinadores), primera edición, se terminó de imprimir en noviembre de dos mil dieciocho en la Ciudad de México. La edición consta de mil ejemplares.