ROSSI - Diccionario Enciclopedico de Teologia Moral

DICCIONARIO ENCICLOPEDICO DE TEOLOGIA MORAL dirigido por Leandro Rossi Ambrogio Valsecchi con la colaboración de 68 es

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DICCIONARIO ENCICLOPEDICO DE

TEOLOGIA MORAL dirigido por

Leandro Rossi Ambrogio Valsecchi con la colaboración de 68 especialistas

5.a edición con SUPLEMENTO

EDICIONES PAULINAS

Traductores: Ezequiel Varona Teófilo Pérez Juan Antonio Paredes Raimundo Rincón R. Pérez Real Inocencio Chico Revisión general y bibliografía Emilio Pascual

Título original de la obra: Dizionario Enciclopédico di Teo­

logía Morale. © Edizione Paoline, R om a 19733 © E diciones Paulinas, 1974', 197 52, 19783, 1980\ 19865 (P rotasio G óm ez 13-15. 28027 M adrid) ISB N : 84-285-0468-7 D epósito legal: M . 6.087-1986 Impreso en Fareso. Paseo de la D irección, 5. 28039 M adrid Im preso en España. Printed in Spain

PRESENTACION Tres criterios principales han guiado a los directores de este «Diccionario» — encom endado p o r Ediciones Paulinas— en la elección de las voces y autores. En prim er lugar, hemos preferido reducir los temas a un núm ero limitado: no ofrecem os, por ende, un p ro n ­ tuario m inucioso de temas, sino más bien un amplio despliegue de las cuestiones morales de mayor impor­ tancia. No por eso hem os descuidado los temas particula­ res, sino que su estudio lo hemos integrado en el marco de cada uno de los artículos más generales, ya que siempre se íes presta bastante ampíítud y gíobaíicfad: ef índice analítico ayudará sin duda a localizarlos fácilmente. Nos ha parecido que de esta suerte se evitaba el riesgo del excesivo fragmentarismo (tal vez sería m ejor deno­ minarlo casuismo) del que raras veces logran librarse obras de esta índole. Naturalmente, falta algún tema; pero confiamos que, en su conjunto, el «Diccionario» resulte suficientem ente com pleto o al menos proponga, en las voces afines, alguna orientación útil incluso respecto de los temas que no se tratan explícitamente. La segunda preocupación fue la de conseguir un sabio y prudente «aggiornamento». Consecuentem ente, a las voces tradicionales, que de ordinario se encuentran en los diccionarios d e teología moral, hem os añadido otras, por así decirlo, más modernas, que corresponden a p ro ­ blemas morales, hoy particularmente candentes y vivos: al ardiente deseo de transmitir fielmente la enseñanza moral del pasado hem os unido el aíán de sugerir, en m uchos puntos, las revisiones doctrinales que están en curso. Estos aspectos de novedad, que el lector no dejará de

percibir, son también oc/7,imcn/c los más provisionales y caducos; se trata de un riesgo inevitable para una re­ flexión com o la moral, que en m odo alguno puede rehuir el diálogo con la cultura de su tiem po. Puede que esto constituya un mérito, pero desde luego comporta limi­ taciones; de ahí que lo proclam em os, conscientem ente, a todos los que pretendieran juzgar esta obra sólo bajo esté aspecto. Por último, hem os intentado la colaboración más amplia posible. La obra puede considerarse, ante todo, truto de todos los moralistas italianos, ya que gran número de los autores lo so n ; si se echa en falta algún nom bre significativo, podem os asegurar que su silencio no se debe al hecho de que no le haya llegado nuestra invitación. Se com prenderá, pues, fácilmente que hemos preferido no orientar el Diccionario en una sola dirección, sino prestar acogida y hospitalidad a un no dispersivo plu­ ralismo de posiciones: en este sentido, podem os decir bien alto que nuestra dirección, al margen de nuestros personales convencim ientos, ha intentado a propósito ser discreta. Y estamos muy agradecidos a cuantos, al haber colaborado con nosotros, nos han brindado su confianza. También lo estaremos a todos los que, con sus sugerencias y sus obras, se propongan mejorar este Diccionario en el futuro. Leandro Rossi y Ambrogio Valsecchi

LA EDICION ESPAÑOLA La edición española necesitaba, en relación con la italiana y p o r motivos obvios, algunas adaptaciones. Seña­ lamos que en este Diccionario son voces nuevas, o bien han sido del todo renovadas hasta el punto de tener nuevo autor, las siguientes: Imitación-seguimiento (Adolfo Díaz-Nava); Objetivismo-subjetivismo moral (Marciano Vidal); Penitencia, sacramento de la reconciliación (Raimundo R in cón); Prostitución (Niceto Blázquez). Las voces economía, teatro, televisión y tráfico han sido refundidas respectivamente p o r Víctor Ortega, Florentino Segura, Luis Urbez y Vicente Hernández. Especial colabo­ ración y asesoramiento ha prestado a esta edición el profesor Raimundo Rincón, de la Universidad Pontificia de Salamanca. Ediciones Paulinas

COLABORADORES Acerbi, Antonio Doctor en derecho civil y en teología por la Universidad Católica de Milán y por la Facultad interregional de la misma ciudad. Profesor de eclesiología en el Instituto Pontificio de Misiones Extranjeras de Milán. (Voces: iglesia, Ley civil Persona.)

Angelini, Giuseppe Profesor de teología moral en la Facultad interregional de Milán. (Voz: Situación [ética dé\.

Appendino, Filippo Secretario y profesor del Instituto Piamontés de Pastoral. Especialista en pro­ blemas actuales. (Voces: Ecología, Tráfico, Turismo y tiempo libre.)

Babbini, Leone Profesor de teología moral en el Instituto Franciscano de Génova y juez del Tribunal eclesiástico regional de Liguria. (Voces: Consejos evangélicos [y votos religiosos], Escándalo, Honor, Hurto, Temor,)

Baragli, Enrico Especialista en temas de comunicación social, redactor de la revista «Civiltá Cattolica», perito conciliar en el Vaticano II, consultor de la Comisión pon­ tificia para la comunicación social, profesor de teología pastoral en las Uni­ versidades de Letrán y Gregoriana de Roma. (Voces: Información, Propaganda, Publicidad.)

Barbaglio, Giuseppe Profesor de teología en la Facultad interregional de Milán y de exégesis en el seminario de Lodi-Crema. (Voces: Decálogo, Día del Señor.)

Bernasconi, Oliviero Profesor de teología en el seminario de Lugano (Suiza). (Voz: Penitencia.)

Bini, Luigi Redactor cinematográfico de la revista «Letture» de los jesuítas de Milán, profesor en el Instituto de Comunicaciones Sociales de la Universidad Católica de Milán. (Voces: Cine, Comunicación social.)

Blasich, Gottardo Redactor teatral de la revista «Letture» de los jesuítas de Milán. (Voces: Teatro, Televisión.)

Blázquez, Niceto Doctor en filosofía, licenciado en teología, diplomado en psicología médica. (Voz: Prostitución.)

Caffarra, Cario Profesor de historia de la teología moral en la Facultad interregional de Milán y profesor de moral en los seminarios de Fidenza y Parm a. (Voz: Historia de la teología m oral.)

Campanini, Giorgio Profesor de historia de las doctrinas políticas en la Universidad de Parm a y especialista en problemas de moral familiar. (Voces: Pudor, Trabajo.)

Capone, Domenico Profesor de teología moral y presidente de la Academia Alfonsiana de Roma, vicepresidente de la Asociación Italiana de Profesores de Moral. (Voz: Sistemas m orales.)

Chiavacci, Ennco Profesor de teología moral en el seminario de Florencia y teólogo consultor de la Conferencia Episcopal Italiana. (Voz: Ley natural.)

Cocco, Felice Profesor de teología moral en el seminario de Vicenza. (Voces: Estado, Prudencia.)

Corecco, Eugenio Profesor de teología moral en la Universidad de Friburgo (Suiza). (Voz: Derecho canónico.)

Cuminetti, Mario Director de «Servizio della parola», antiguo profesor de la Universidad Urbaniana de Roma. (Voz: Eucaristía.)

Davanzo, Guido Profesor de teología moral en el seminario de Verona, colaborador en revistas pastorales. (Voces: Aborto, Objeción de conciencia, Salud [cuidado de la], Unción de los enfermos.)

Di lanni, Mario Profesor de teología m oral en la Universidad Urbaniana de Roma. (Voz: Fecundación artificial.)

Dianich, Severino Profesor de teología dogmática en la Universidad Gregoriana de Roma, consejero de la Asociación Italiana de Profesores de Moral. (Voces: Ministerio, Opción fundam ental.)

Díaz-Nava, Adolfo Profesor de teología moral en la Universidad de Comillas, secretario de la Asociación Española de Teólogos Moralistas. (Voces: Imitación-Seguimiento, Pecado [nuevas matizaciones].)

Ellena, Aldo Director de la revista «Animazione Sociale», especialista en problemas eco­

nómicos, profesor y director del Instituto de Ciencias Administrativas de Milán. (Voces: Comercio, Economía, Hacienda pública.)

Garbelli, Giambattista Primer ginecólogo y profesor de medicina moral en varios institutos de'actua­ lización pastoral para sacerdotes. (Voces: Manipulación e investigación biológica, Virginidad y celibato [aspectos bio-psicológicos], Visita prem atrim onial.)

Gatti, Guido Profesor de teología moral en el «Saval» de Verona. (Voces: Autoridad, Obe­ diencia, Paciencia.)

Gentili, Egidio Publicista, especialista en problemas psicológicos y espirituales, director de cursos de ejercicios espirituales para religiosos. (Voces: Amor y amistad. Amor y consagración.)

Giavini, Giovanni Profesor de exégesis bíblica en el seminario de Venegono (Milán). (Voz: Palabra de Dios.)

Goffi, Tullo Presidente de la Asociación Italiana de Profesores de Teología Moral, pro­ fesor de teología moral en la Facultad interregional de Milán y en el semi­ nario de Brescia. (Voces: Adopción, Revolución y violencia, Secularización.)

Grossi, Mario Profesor de teología moral en el seminario de Lodi-Crema. (Voz: Testimonio.)

Guarise, Serafino Especialista en problemas biológicos y teológico-morales. (Voces: Vida, Virtud.)

Hamel, Edouard Profesor de teología moral en la Universidad Gregoriana de Roma. (Voz: Epiqueya.)

Háring, Bernhard Propulsor de la teología moral actual con su obra La ley de Cristo, profesor de teología m oral en la Academia Alfonsiana y en la Universidad Lateranense de Roma. (Voces: Homosexualidad, Magisterio.)

Maggiali, Andrea Profesor de problemas psicopedagógicos en el seminario de Parm a, vicepresi­ dente del Centro Médico-Psicológico-Moral para la reciclización de los sacer­ dotes. (Voces: Escuela, Pedagogía.)

Marsili, Salvatore Profesor de liturgia, rector del Ateneo de San Anselmo de Roma y profesor en la Universidad Gregoriana. (Voz: liturgia.)

Mattai, Giuseppe Profesor de teología moral en la Facultad teológica de Nápoles. (Voces: De­ mocracia, Justicia, Propiedad.)

Moioli, Giovanni Profesor de teología espiritual en la Facultad interregional de Milán y en el seminario de Venegono. (Voces: Oración, Virginidad.)

Molinari, Franco Profesor de historia de la Iglesia y del cristianismo en la Universidad Católica de Milán y profesor de historia de la Iglesia en la Facultad interregional de Milán. (Voz: Tolerancia.)

Molinaro, Aniceto Profesor de ética filosófica en la Universidad Lateranense de Roma. (Voces: Decisión, Responsabilidad.)

Mongillo, Dalmazio Profesor de teología moral en el Ateneo «Angelicum» de Roma y secretario de la Asociación Italiana de Profesores de Teología Moral. (Voces: Esperanza, Pecado.)

Palo, Gian Angelo Profesor de teología moral en el Instituto Pontificio de Misiones Extranjeras de Milán y encargado de cursillos monográficos en el Ateneo «Angelicum» de Roma. (Voz: Teología m oral [metodología].)

Perico, Giacomo Redactor de la revista «Aggiornamenti SocLali». especialista en problemas actuales, doctorado en Derecho, perito conciliar y miembro de la comisión para los problemas de la natalidad. (Voces: Deporte, Experimentación clínica, Trasplantes humanos.)

Piaña, Giannino Profesor de teología moral en el seminario de Novara y en la Facultad interre­ gional de Milán. (Voz: Libertad.)

Piva, Pompeo Profesor de teología moral en el seminario de M antua. (Voces: Bautismo, Conversión, M atrimonio, M isericordia.)

Rincón, Raimundo Profesor de teología moral en la Pontificia Universidad de Salamanca. (Voz: Penitencia [renovación del sacram ento].)

Rocco, Ugo Profesor de teología moral en la Facultad del Sagrado Corazón de Cagliari. (Voces: Gratitud, Prom esa, Santificación, Vocación.)

Rossi, Giacomo Profesor de teología moral en el colegio teológico de los jesuítas de Turín. (Voces: Escrúpulo, Humildad.)

Rossi, Leandro Codirector de la obra, profesor de teología moral en el Instituto Pontificio

de Misiones lixlranjeras de Milán, delegado de la Asociación de Profesores de Teología Moral para la Italia septentrional. (Voces: Caridad, Doble efecto ¡principio del]. Droga, Esterilidad [y esterilización]. Eutanasia, Fortaleza. Huelga, Manipulación del hom bre [aspectos morales], M asturbación, M atrimonios mixtos, l’eria de muerte \y cadena perpetua], Relaciones prematrimoniales, Suicidio, Usura.)

Scurani, Alessandro Redactor literario de la revista «Letture» de los jesuítas de Milán. (Voz: Lectura.)

Spallacci, Luigi Profesor de teología moral en el seminario de Asís. (Voces: Paz, Política {teología].)

Spinsanti, Sandro Profesor de teología en la Universidad Lateranense y en el seminario de Ancona(Voces: Enfermedad, M uerte.)

Squarise, Cristoforo Profesor de teología moral en el Instituto de San Antonio de Padua y en el Ateneo «Seraphicum» de Roma. (Voz: Cuerpo.)

Taliercio, Giuseppe Rector y profesor de teología moral en el seminario de Massa. (Voces: Mentira, Secreto, Verdad.)

Tettamanzi, Dionigi Profesor de teología moral en la Facultad teológica interregional de Venegono (Milán). (Voces: Confirmación, Culto, Fe, Laicos, Religión, Sacramentos.)

Vallacchi, Enrico Redactor de «Anime e Corpi», teólogo y en la actualidad sacerdote-obrero. (Voz: Pobreza.)

Valsecchi, Ambrogio Codirector de la obra, antiguo profesor de la Facultad interregional de Milán, de la Academia Alfonsiana y de la Universidad Lateranense. (Voces: Absti­ nencia y ayuno, Conciencia, Contracepción, Familia. Ley nueva, Limosna, Noviazgo, Psicología [y moral]. Sexualidad, Visita prematrimonial.)

Vidal, M arciano Profesor de teología moral en la Pontificia Universidad de Salamanca y en la Academia Alfonsiana. (Voz: Objetivismo /subjetivismo moral.)

Visintainer, Severino Profesor de teología moral en el seminario de Trento. (Voces: Divorcio, Legítima defensa.)

Zalba, Marcelino Profesor de teología moral en la Universidad Gregoriana de Roma, perito conciliar y miembro de la comisión pontificia para los problemas de la nata­ lidad. (Voces: Superstición, Totalidad [Principió de].)

Zarri, Adriana Publicista y teóloga, miembro de la Asociación de Teólogos Italianos. (Voces: Mujer> Paternalismo.)

A ABO RTO Nomenclatura.—La terminología moral católica distingue: jeticidio = muerte del feto en el seno m aterno; aborto = expulsión del feto vivo, pero no viable; parto = expulsión del feto vivo y viable (es decir, capaz de sobrevivir). La terminología médico-penal consi­ dera aborto la interrupción del embarazo antes de la viabilidad del feto, prescin­ diendo de si el embrión viene o no expul­ sado; el aborto puede ser espontáneo (no provocado por intervención huma­ na) o provocado legalmente (por moti­ vos reconocidos por la ley) o criminoso (provocado por motivos considerados ilegales). Para nuestro tratamiento moral con­ sideramos el aborto en sentido general, comprendiendo, por tanto, también el feticidio y el aborto considerado «espon­ táneo» a nivel médico-legal, pero que de hecho ha sido al menos parcialmente provocado. Nuestro estudio se divide en las siguientes partes: I. El origen de la persona hum ana: la Revelación y el Magisterio; reflexio­ nes teológicas. n. Problemática del aborto: el aborto para evitar hijos no deseados o minusválidos; el aborto para salvar la vida de la madre. III. El aspecto legislativo. I.

El origen de la persona humana 1.

L a R evelación

y el

M agisterio . -

La humanización, o sea el principio de los individuos, no se puede deducir de la Biblia. Sin embargo, de algunas expresiones resulta que ya en el vien­ tre m aterno subsiste una vida humana (cf2 Mac 7 ,2 2 ss; Job 1 0 ,1 1 ;Lc 1 ,4 1 -4 4 ). Fero ¿en qué modo y en qué momento tiene principio el ser humano?

El Magisterio eclesiástico, en la línea de la enseñanza de la escolástica, ha hablado de creación de cada alma (cf fórmula de fe de León IX, Denz 6 8 5 ; Humani generis de Pío XII, Denz 3 8 9 6 ; profesión de fe de Pablo VI, junio 1 9 6 8 ). Además el Magisterio eclesiástico insiste recientemente en el concepto de que la vida humana está ya presente desde la fecundación (cf Pablo VI en la carta enviada al card. Villot, secretario de Es­ tado, el 3 de septiembre de 1 9 7 0 ; las varias declaraciones de las conferen­ cias episcopales publicadas el mismo a ñ o co n tra la ca m p a ñ a p rop a g a n d ista para la gradual liberación del aborto). 2. R eflexio n es de lo s te ó lo g o s .— Las reflexiones teológicas, durante la escolástica, se subdividían entre dos hipótesis: creacionismo o animación su­ cesiva, llamada también retardada, que santo Tomás toma de Aristóteles, por un principio filosófico: cada forma re­ quiere la preexistencia de una materia apta para recibirla, por tanto, también el alma vendría infundida después del desarrollo inicial de 3a materia (Aris­ tóteles llega a determinar el inicio de la forma hu m an a al 4 0 .a día para los hombres y al 8 0 ° para las mujeres). La opinión fue defendida por san Alfon­ so de Ligorio, Rosmini y últimamente poi el biólogo Gedda fundado en la ob­ servación de la inicial totipotencia del óvulo fecundado (se puede dividir en gemelos monozigotos). Además hay que añadir el grande porcentaje de óvulos fecundados que no llegan ni siquiera a anidar, y se comprenderá por qué algunos teólogos han tomado de nuevo esta hipótesis de la humanización (el término «animación» algunos lo evitan poi reacción al sistema aristotélicotornista de la distinción entre materia y forma). la animación inmediata fue defendida poi algunos Padres (Gregorio Nizeno,

Aborto

Basilio, Tertuliano) y se hizo teoría co­ mún porque se presenta, en caso de duda, como la teoría más cierta. Tal animación o humanización inmediata encuentra recientemente un ulterior apoyo en los descubrimientos cientí­ ficos. Biológicamente se pueden distinguir es­ tas fa s e s : —período del germen: empieza con la fecundación que constituye la nueva realidad biológica, distinta de la m a­ terna con un patrimonio cromosómico propio. Esta pequeñísima célula inicial, llamada «zigoto», contiene ya en sí el código genético, o sea la determinación de todo el proceso biológico y psíquico hereditario. Tal célula tiene un movi­ miento autónomo de segmentación y está caracterizada por la «totipotencia», o sea por la posibilidad de subdividirse en partes autónomas, dotadas del mis­ mo código genético, como puede tener lugar, aunque sea excepcional para la especie humana, en el caso de gemelos monozigotos. Este germen vital pasa de la fase llamada «mórula» a la fase llamada «blástula», donde empieza el crecimiento de volumen. Entre el 8.° y 10.° día tiene lugar la anidación, condición indispensable para la alimen­ tación, que asegura el subsiguiente desarrollo. En esta primera fase mue­ ren varios óvulos fecundados por no llegar a la anidación: es la primera se­ lección natural; —período del embrión: desde la 3 .a a la 8 .a semana, cuando se completan gra­ dualmente los órganos y las formas ex­ ternas, o sea el esbozo humano. Entre la 7.a y la 8 .a semana se pueden reco­ nocer el cráneo, el esbozo de los ojos, los brazos más bien cortos, las piernas y los dedos de los pies, las orejas, y el electroencefalograma puede registrar una actividad, aunque sea mínima, del cerebro del feto; —período del feto: desde la 8 .a semana al término de la gestación. Entre estas fases el biólogo encuentra una concatenación de procesos vitales determinados por aquel código gené­ tico que fue constituido en el momento de la fecundación. Corresponde a la reflexión filosóflcoreligiosa deducir de tales consideracio­ nes biológicas unas conclusiones que estén lo más posiblemente fundadas en la observación de la realidad. Parece que tiene mayor fundamento la hipó­ tesis que sostiene que es fruto humano lo que deriva de la fecundación de cro­

mosomas humanos. La garantía de nu­ trición (que se efectúa con el complejo fenómeno del anidamiento) y el des­ arrollo gradual de los órganos y de las formas externas parecen factores que no constituyen el principio de la vieja humana. La eventual subdivisión en ge­ melos no hace más que provocar la apa­ rición de otras vidas humanas conforme a las partes autónomas que se reprodu­ cen. La posibilidad de óvulos fecundados que no lleguen a madurar entra en aquella sobreabundancia natural que se manifiesta incluso en los nacidos, de los cuales la mayoría de ellos, durante muchos siglos, no llegaba al tercer año de vida. Si la discusión entre los teólogos ca­ tólicos viene actualmente redimensionada desde el momento de la fecunda­ ción al período de la anidación (cerca de unos diez días), los teólogos cristianos no católicos presentan un abanico de hipótesis mucho más amplio: desde el momento de la fecundación a la posi­ ción extremista de los metodistas uni­ dos, que creen que no se puede hablar de persona antes del nacimiento (con­ sejo metodista, 8 de octubre de 1 9 6 9 ). Por el contrario, el «memorándum de la Iglesia evangélica alemana» del 14 de enero de 1 9 7 1 declara: «Basados en los actuales conocimientos científicos el principio de la vida tiene lugar con la fecundación... Toda intervención que destruya la vida empezada es m atar una vida que se está haciendo». Para el judaismo el aborto viene con­ siderado un crimen después del 4 0 .° día de la fecundación; p ara el islamismo el feto viene considerado ser humano después del 1 2 0 .° día, pero reciente­ mente algunos centros islámicos han condenado el aborto sin especificación de tiempo. El sintoísmo, muy difundido en Japón, y el budismo no conocen prohibiciones contra el aborto. Concluyendo: sin duda el feto es ya un ser humano, capaz de reacciones psíquicas que tienen lugar entre él y la madre, más aún, son tales relaciones las que constituyen la primera base del subconsciente humano. Entre el feto del útero y el recién nacido no existen diferencias sustanciales, mientras per­ siste una dependencia total del recién nacido de quien lo asiste, dependencia psicobiológica que lenta y gradual­ mente viene superada. Creemos que el feto, desde la fecun­ dación, pertenece a la especie hum ana por su origen, por su misma composi­

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Aborto

ción y por su radical autonomía bio­ lógica, y por el programa psicológico ya determinado en su código genético, y además por sus primeras recepciones psíquicas. Tal existencia, en cuanto hu­ mana, es ya objeto particular del amor de Dios, que no llama a ninguno en vano a la vida. Dios es un Padre que ño se arrepiente nunca, que no olvida á nadie que haya llamado a la existen­ cia humana y ofrecerá a cada ser hu­ mano, aunque no llegase a su madurez, la posibilidad de un encuentro perso­ nal y eterno con él. [I.

Problemática del aborto 1.

E l aborto par a evitar hijos no o minusválidos. -E l aborto se puede presentar como una solución penosa, pero presuntamente necesaria para evitar el dram a de los hijos no deseados. Su presencia continua podría constituir una permanente causa de de­ presión o de nerviosismo (cosa que po­ dría tener lugar en el hijo de la impru­ dencia o de la culpa) y, después de ha­ ber deshecho una familia, éstos llevarán en sí el peso de no haber sido aceptados : estos hijos no deseados son los que ofrecen el mayor elemento humano a la prostitución, a la droga, al crimen. La perspectiva clínica de poder de­ ducir del examen del líquido amniótico eventuales deficiencias congénitas crea el problema más actual del aborto terapéutico por respeto al hijo: parece­ ría una falta de piedad dejar terminar un embarazo cuando estamos ciertos o casi de gravísimas taras congénitas. Cuando una situación existencial se hace particularmente complicada, hay que evitar soluciones emotivas y tener el coraje de enfrentarse realistamente con el problema. O logramos conven­ cernos de que el feto no es un ser huma­ no (entonces, ¿qué es?) o tenemos que admitir que cuando existe una vida humana ninguno tiene el derecho de destruirla, así como no nos planteamos el problema de m atar a los niños de la inclusa porque no los quieran los familiares o porque sean minusválidos. El niño no tiene la culpa de que los otros le hayan hecho vivir y de que el hecho de no ser grato complique la exis­ tencia a él, a la madre, a la familia y a la sociedad. La solución n o puede ser la de m atar a las personas no gratas, sino de saberlas aceptar. El derecho a la vida depende del ser vivo, no del ser grato o del ser normal. Constatamos con deseados

am argura que la mentalidad moderna, m ás sensible a toda existencia hasta condenar la pena de muerte contra el culpable y poner en tela de juicio la misma guerra defensiva, sufre sobre este punto una contradictoria involu­ ción, volviendo ai arbitrio barbárico de los padres sobre los hijos. Ciertamente el «sí» a la vida del niño que se desarrolla en el útero materno no debe ser pronunciado sólo por la madre o por los padres, sino por toda la sociedad comprometida en hacer me­ nos penosas ciertas situaciones dramáti­ cas y en difundir un m ayor conocimiento y responsabilidad de los actos procreativos. Cuando existen contraindicacio­ nes psíquicas, higiénicas, económicas, sociales para un eventual nacimiento hay que saberlo evitar. El problema tiene que ser considerado antes de pro­ vocar la existencia. El respeto a la vida de los demás será más fácil para quien tiene una fe, par­ ticularmente para quien cree en el mis­ terio pascual de Cristo, donde el sufri­ miento no es buscado, pero constituye un paso obligado para la redención, y, por tanto, sabrá medir la validez de la existencia no por la presunta normali­ dad psicobiológica, sino por la fiel rela­ ción con Dios, esa relación que ayuda a superar la realidad sin huir de ella, sin provocar la eliminación de la exis­ tencia propia o de los demás, en la confiada certeza de que Dios da a cada vida la posibilidad de ser eternamente válida. 2.

El

aborto pa r a salvar la vida

de la m adre .—Afortunadamente tales

casos de aborto terapéutico (para sal­ var a la madre) son cada vez más raros. Recientemente se ha querido ampliar el concepto de aborto terapéutico tam ­ bién a los casos en que subsista peli­ gro de graves complicaciones, incluso si son prevalentemente psíquicas. Aunque reconocemos la importancia sustancial del aspecto psíquico para la vida humana, los católicos no com­ prendemos cómo se puede sugerir la eliminación de personas no deseadas para defensa del equilibrio humano. Con relación al peligro de la existen­ cia de la madre o de gravísimas com­ plicaciones permanentes, la doctrina moral c a tó lic a recuerda que n o se puede nunca eliminar directamente una vida (sea la del hijo o la de la madre) incluso para salvar otra vida, porque ningún fin bueno justifica el homicidio

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Aborto

de una persona inocente; por tanto, el aborto directo, aunque sea terapéutico, es moralmente un crimen. Sin embar­ go, es lícita cualquier intervención cu­ rativa sobre el cuerpo de la madre que se juzgue inaplazable y eficaz, aun­ que luego provocase la consecuencia del aborto: es el llamado aborto tera­ péutico indirecto (como en el caso de un tumor, se puede eliminar el útero aunque esté en gestación). Así en el caso del embarazo ectópico puede tener lugar una intervención en la trompa en estado patológico, provocando el aborto. No faltan teólogos modernos que que­ rrían superar la distinción entre aborto directo e indirecto pasando la cuestión a la perspectiva del conflicto de debe­ res, o a la perspectiva de la legítima protección: salvar aquella vida que se logre proteger. Son hipótesis de es­ tudio que estimulan la progresiva re­ flexión cristiana. El Magisterio eclesiástico ha condena­ do siempre el aborto (cf S. Oficio 1 8 8 9 y 1 8 9 5 , Denz 3 7 1 9 y 3 7 2 1 ; Pío XII, discurso a las ostétricas, 2 9 de octubre de 1 9 5 1 : GS 2 7 y 5 1 ; Pablo VI, Humanae vitae y la citada carta al card. Villot, 3 de octubre de 1 9 7 1 ; y las recientes declaraciones de las conferencias epis­ copales). El documento de la Conferencia Epis­ copal Italiana (CEI), enero de 1 9 7 2 , dice: «Desde el principio Dios ha puesto un límite intraspasable a la libertad del hombre: el respeto a la vida del her­ mano... De aquí que el aborto se pre­ sente a toda conciencia recta como un crimen contra la vida. Desde la concep­ ción tiene origen una concreta natura­ leza humana». Aclarado el principio, se recomienda «abstenerse de todo juicio de condena» en los casos más dramáti­ cos y de saber ofrecer una ayuda de «bondad operante». El episcopado de los países escandinavos, dirigiéndose con sensibilidad pastoral a las futuras ma­ dres, las anima para que, en cualquier caso, su decisión «no sea la de seres aplastados por la ley, sino la de perso­ nas cuya postura consciente está domi­ nada por el amor», y aunque se reco­ nozca que «una vida humana, sin duda no idéntica a la de la madre, se está desarrollando», afirma que «para no­ sotros cristianos cada vida hum ana tie­ ne un sentido. Tenemos siempre pre­ sente la posibilidad de que Dios nos haga percibir el significado y el valor de su­ cesos que en un primer momento nos

desconciertan. Podrá ser una lucha a realizar todos los días, pero que no ca­ rece ni de sentido ni de valor humano» (Carta sobre la problem ática del abortó, julio de 1 9 7 1 ). III.

El aspecto legislativo

i

Fue el cristianismo quien llamó la atención con fuerza sobre la obliga­ ción de defender la vida humana toda­ vía en el útero materno, y al abortó se le unió la excomunión. Sin embargo, sólo en el 1 8 0 3 , y precisamente en la In­ glaterra protestante, tiene lugar la pri­ mera legislación civil contra el aborto, y en el mismo siglo también los otros códigos tanto anglosajones com o latinos declararon «delito» el aborto. Sin embargo, en los últimos cincuen­ ta años tiene lugar una difusión cre­ ciente del aborto, y tal difusión provoca una reacción masiva contra las presun­ tas rigurosidades legales. La preocupante difusión del aborto viene provocada por el creciente progreso sanitario que ha reducido mucho los riesgos de esta in­ tervención, por la difundida mentalidad antidemográfica, por una exasperación de la libertad hum ana que huye de las obligaciones demasiado gravosas y de las intromisiones legales, por la facili­ dad e incluso superficialidad al poner en discusión todo principio ético. Añádase la perspectiva de determinar por el líqui­ do amniótico eventuales anomalías del feto. Actualmente existen tres orientacio­ nes legislativas: - e n los países con régimen socialista: el aborto está regulado (en URSS des­ de 1 9 5 5 ), pero el Estado intenta per­ suadir a la mujer para que complete el embarazo, reaccionando contra las men­ talidades antidemográficas; - e n los países con mentalidad prevalentemente protestante: el aborto viene reconocido con u n a liberalidad progre­ siva por la ley, tanto por la mentalidad antidemográfica como por un presunto respeto por la conciencia de los esposos (en Suecia la primera legislación per­ misiva es del 1 9 3 8 , y desde 1 9 6 3 las posibilidades legales abortivas han au­ mentado; en 1 9 7 1 algunos estados de los Estados Unidos han llegado a una liberalización casi total del aborto); —e n los países prevalentemente cató­ licos: el aborto es un crimen; sin em­ bargo, en Francia y en Italia aum enta la presión para u n a revisión legislativa.

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En la legislación española, según el Código Penal, el aborto es castigado siempre que sea causado «de propósi­ to» (art 4 1 1 ). Las penas varían según que el aborto sea ocasionado involun­ taria o voluntariamente, con consenti­ miento o sin consentimiento de la mujer. Incurren también en las sanciones co­ rrespondientes los farmacéuticos que expendieren abortivos, y el personal sanitario que se dedicare a esta activi­ dad o colaborare de algún modo a ella. Las penas para cada caso concreto vie­ nen detalladas en los artículos 4 1 1 -4 1 7 . Como orientaciones ético-sociales para una legislación sobre el aborto recorda­ mos algunos principios generales: el le­ gislador católico se debe orientar según conciencia en el sentido de favorecer una formación progresiva más huma­ na de la sociedad, pero no puede co­ dificar la propia conciencia dado que las leyes son para todos los ciudadanos, comprendidos también los no católicos. Incluso en la pluralidad de ideas, hay que salvaguardar principios base de la convivencia humana, por lo que con­ sideramos absurda la completa liberalización del aborto, es decir, dejar a los padres que juzguen sobre la vida del feto: nadie puede ser árbitro de una vida hum ana ya existente. La eventual problemática girará en torno a la regla­ mentación del aborto, o sea cuándo se puede permitir. Nos parece que no se puede discutir sobre una vida sólo por­ que es minusválida. El motivo de pie­ dad de los familiares podrá favorecer la mitigación incluso grande de una pena, pero no puede establecerse una convi­ vencia en la que no sea delito m atar y se ponga como motivo una presunta piedad (cf Eutanasia). Para los casos terapéuticos, tanto para el hijo como para la madre podría tener lugar una discusión sobre el prin­ cipio de la tolerancia del mal menor dados los peligros sociales de los abor­ tos clandestinos y la posible discutibilidad ética fuera de la moral católica. La CEI en el citado documento observa: «Reconociendo la validez de tal prin­ cipio (del mal menor), negamos que de hecho las exigencias del bien común justifiquen, aunque sólo sea como mal menor, la aplicación en el caso del aborto». Este documento se refiere en particular a la situación italiana. Po­ demos añadir que la valoración del mal menor en la situación concreta implica una competencia sociológica específica de los laicos a los que les corresponde

Abstinencia y ayuno

«como deber propio... y guiados por la luz del Evangelio y por el pensamiento de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana obrar directamente y de modo concreto» colaborando con los demás ciudadanos, y realizar un orden tem­ poral inspirado en la justicia (cf AA 7). La legislación va puesta en un marco social que favorezca la sensibilización y la corresponsabilidad humanas. Davanzo Bibl. : AA. VV., L’aborto nel mondo, Milán 1 9 7 0 .-A A . VV., Un dossier sur l'avortement, en «Études», 11 (1 9 7 0 ), 4 7 7 - 5 2 4 .- B a k F., Precisazioni critiche sull'aborto, en «Rasegna di teología», 5 (1 9 7 1 ). 3 2 3 -3 3 6 .-B a n o tti E.t La sjida femminiíe, Bari 1 9 7 1 .—D’Alessandro G.t Aborto: licenza di uccidere?, en «M. 12», 15 (1 9 7 1 ), 2 1 - 3 0 .—Grisez G., El aborto. Mitos, realidades, argumentos, Sígueme, Salamanca 1 9 7 3 .—Jiménez Vargas J., Aborto y contracep­ tivos. Universidad de N avarra, Pamplona 1 9 7 3 . -M arcozzi V., La liberazzione della legge sulI'aborto, en «La Civiltá Cattolica», 1 (1 9 7 1 ), 183 0 .—Perico G., Regoíamentare l ’aborto?, en «Aggiornamenti Sociali», 11 (1 9 7 1 ), 6 2 9 - 6 5 0 .— Rahner K., El problema de la hominización. Cristiandad, Madrid 1 9 7 3 .—id. Reflexiones en torno a fa «Humanae Vitae», Paulinas, Ma­ drid 1 9 7 1 .—Tuininga M., Le débat sur l'avorUmení. en «Inf. Cath. Inter.», 3 9 1 (1 9 6 7 ). 1522 —Troisfontaines R., Faut-H légaliser í’avortement?, en «Nouvelle Revue Théol.», 9 3 ( 1 9 7 1 ) , 4 8 9 - 5 1 2 .—Valsecchi A., L’aborto dalla legge alia coscienza, en «Sette Giorni». (3 9 7 1 ), 2 2 1 . — Vieites M„ El aborto a través de la moral y de la ley penal, Reus. Madrid 1 9 3 3 .

A B S T IN E N C IA Y AYUNO El ámbito en que nos movemos al considerar estos términos, y que, por otra parte, está determinado por tra­ tarlos unidos, es bastante reducido: es ver en el ayuno, o en cualquier forma de penitencia respecto a comidas y be­ bidas, un ejercicio particular de la pe­ nitencia cristiana. Este es el contenido que han venido indicando los dos gestos cristianos en la tradición moral más reciente, así como en las enseñanzas del Magisterio1. 1. Sin embargo, no hay que olvidar que éste puede ser el lugar para una historia de la reflexión cristiana sobre el particular y que abstinencia y ayuno tenían en el pasado una colocación teó­ rica más amplia y autónoma que la actual: hoy la abstinencia se presenta como una peculiar virtud cristiana, expresión de templanza, y el ayuno como su acto principal. De tal elabora­

Abstinencia y ayuno

ción nos ofrece santo T om ás2 el testi­ monio más acreditado y completo, e intenta indicarnos su estructura, aun­ que en muchos aspectos está muy ale­ jada de nuestra sensibilidad antropo­ lógica3. El Angélico parte del principio gene­ ral de que toda actividad humana está acompañada de un gozo que, bajo forma de apetito o «concupiscencia», repre­ senta un empuje providencial a la acción; y es natural que estos empujes, estas gravitaciones, estos deseos de go­ zar sean tanto más fuertes cuanto más esenciales sean las funciones a las que corresponden: la fuerza de esta atrac­ ción y la dimensión de los gozos pro­ metidos aseguran casi irresistiblemente las acciones más necesarias. Ahora bien, las funciones más necesarias a la cria­ tura existente son las de la conserva­ ción y propagación; las necesidades radicales del hombre se traducen en las concupiscencias más apremiantes: la concupiscencia de la comida y bebida, y la concupiscencia sexual. La tem­ planza, que preside y regula estas acti­ vidades, tiene que ordenar profunda­ mente la fuerza excepcional de estas concupiscencias; con más precisión to­ davía, la templanza es la misma «con­ cupiscencia» (el «appetitus concupiscibilis») al ser radicalmente rectificada y al hacerla orientarse constantemente en la dirección querida por las normas morales. En este contexto, se nos pre­ senta la abstinencia como la medida y la rectificación de la «concupiscen­ cia» de la comida y bebida, es decir —en términos objetivos—, la virtud que preside y regula la actividad de con­ servación : y la castidad como la virtud que ordena el deseo y el ejercicio de la actividad de propagación. Entonces el ayuno es el acto más típico de la virtud de abstinencia, como el pecado de «gula» es el vicio que se le opone. Como se ve, la construcción es muy orgánica: se ve con claridad la genia­ lidad de orden que caracteriza toda la antropología normativa de santo To­ m ás: y a pesar de los elementos de la misma que nos crean cierta desazón4, reconoce a la abstinencia la dignidad de virtud, particular que ignoran casi por completo nuestros tratados, todos muy reducidos. Para éstos la penitencia es simplemente un acto penitencial: y está bien (nosotros mismos seguiremos más adelante tal perspectiva), siempre y cuando no se olvide el ansia, sobre­ entendida en el tratamiento tomista, de

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elaborar —aunque sea por un camino inadecuado— una moral cristiana de la nutrición. Sobre este particular no se encuentran en nuestros tratados co­ rrientes más que alusiones esporá­ dicas y desarticuladas. Además quisiéramos que de esta ela­ boración antigua, criticable en su es­ tructura general, se salvaran algunos puntos logradísimos y que nos parecen tener m ucha actualidad. Nos referimos, por ejemplo, a la relación establecida por santo Tomás entre abstinencia y castidad5: la abstinencia «ordena sus actos al fin de la castidad». Es un alar­ gar la perspectiva. Profundizando el dominio del alma sobre los sentidos, la abstinencia ofrece una mayor energía también en materia de castidad: es un hecho de experiencia que el que se abstiene se conserva con mayor faci­ lidad casto, mientras que el intempe­ rante en comidas y bebidas se dispone a la lujuria (¿o es quizá un sutil suce­ dáneo de ella ?); no en vano muchas aventuras sexuales han empezado tras una copa de champán, y ciertas orgías tras un suculento banquete. Hacemos notar, en líneas generales, la profunda sensibilidad cristiana que anima la exposición tomista del ayu no: un a «quaestio» en la que, a nuestro parecer, se encuentra de forma esco­ gida la tipicidad del discurso m oral cris­ tiano del Doctor Común. Véase su preocupación por considerar el ayuno como un acto de imitación y configu­ ración a Jesucristo 6 ; la insistencia con la que afirma la libertad radical de este gesto ante el enredo sofocador de las prescripciones canónicas, a las que el Angélico critica con decisión; la orien­ tación que él da al ayuno, al menos en algunas formas, hacia un codificable «instinctus Spiritus Sancti», que le hace, por este motivo, una expresión de gozo7: el equilibrio con el que, afirman­ do la nobleza y el valor de esta práctica, se opone a algunas exaltaciones ascé­ ticas. 2. La colocación de la abstinencia y el ayuno dentro del cuadro de los ejer­ cicios penitenciales, como viene desarro­ llada actualmente en los tratados, es también muy rica de significado moral, u n a vez que se hayan superado las an­ gustias de un juridicismo y casuística siempre abundantes en esta m ateria: por otra parte, la reciente disciplina eclesiástica sobre e l particular h a que­ rido poner reparo.

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Es necesario afirmar c o n decisión, también en este campo, el primado de lo espiritual: lo que hay que cultivar sobre todo es la «penitencia según el espíritu», es decir, una constante vo­ luntad de conversión, que es voluntad de «mortificación» y resurrección del Señor. Tiene lugar aquí una propiedad de la moral cristiana: cada gesto y forma de comportamiento tiene que venir del «corazón»; no es el simple abstenerse lo que cuenta, pues efecti­ vamente también el «comer y beber» son «para gloria de Dios» (1 Cor 1 0 ,3 1 : cf Rom 1 4 ,1 7 ). Si la nueva disciplina ha sido interpretada y vivida por los fíeles a menudo como un exonerarse o librarse de las prácticas penitenciales (no comer carne los viernes) y no ha logrado crear una nueva costumbre so­ bre el particular, se debe en parte al extrinsecismo y mecanicismo de la praxis precedente: se ponía el acento más en la fidelidad a la letra que en la educa­ ción del espíritu. De tal forma que, desaparecida la letra, no ha quedado nada: no se ha encontrado en los fieles la capacidad de utilizar la mayor dis­ creción de la disciplina actual para fa­ vorecer y expresar una responsable ac­ titud de penitencia. Por otra parte es necesario que esta conducta espiritual, a la que debemos remitirnos continuamente, encuentre como todas su signo y su causa en determinadas formas de comportarse físicas. Y es normal que el espíritu de penitencia se exprese en formas de abstinencia o restricción de la comida: la gran importancia de la función nutritiva orienta sobre el ejercicio de la misma el esfuerzo de dominio y la intención de sacrificio que tienen que ser radicales y ejercerse en todos los campos de la actividad. La predicación tradicional, y en modo particular la pa­ trística. ha encontrado una particular razón de fe en este severo control en la comida y bebida que el cristiano se im­ pone: es el ayuno salvífico que se con­ trapone a la «glotonería» de los proge­ nitores, de la que nos viene la perdi­ ción; aparte la metáfora, el ayuno tes­ timonia nuestra condición de pecado­ res, que, mediante la renuncia libre­ mente aceptada, tienen que demostrar a Dios su arrepentimiento y el propó­ sito firme de continuar por el camino opuesto a aquel por el que viene el pecado. En la tradición cristiana, los tiempos de penitencia y ayuno se han determi­

Abstinencia y ayuno

nado durante eí año en la Cuaresma, y durante la semana en el viernes. Esto aclara el significado de tal gesto: nos «mortificamos» para celebrar así la muerte del Señor y prepararnos a su venida: la Pascua y todo domingo cristiano son el preludio del último «día del Señor», al que nos tenemos que preparar convirtiéndonos. Este signifi­ cado escatológíco del ayuno cristiano (se ayuna en ausencia del Esposo, es­ perando su venida, cf Mt 9 ,1 5 y par.) explica su carácter de alegría («no es­ téis tristes...» Mt 6 ,1 6ss); y aclara una de las razones más nobles del ayuno eucarístico en la preparación a la co­ munión. También la actual disciplina conserva el carácter penitencial de la Cuaresma y del viernes, aunque articule la prác­ tica con mayor libertad interior. Se puede decir que en su conjunto tal de­ ber es grave, y que, por tanto, peca gravemente quien olvida completa­ mente esta abstinencia y ayuno cuares­ males. También el texto conciliar pa­ rece que se orienta en tal sentido, al querer que se conserve el «ayuno pas­ cual», mientras que para el resto con­ siente amplias facultades discreciona­ les8. 3. La reflexión cristiana del pasado ha dado siempre a toda práctica de abstinencia y ayuno dos orientaciones generales, y precisamente éstas permi­ ten comprender por qué la disciplina actual, ya en vigor con el citado docu­ mento de Pablo VI, consiente para los días de abstinencia, o sea los viernes, obras alternativas o sustitutivas de las obras de abstinencia o simplemente de penitencia9. a) El ayuno y la abstinencia deben tener para el cristiano una orientación fundamental a la caridad fraternal. Esto no consta solamente del hecho de que cada acto cristiano tiene que estar inspirado por la exigencia esencial del Reino, la caridad, sino que resulta, en particular, de la reflexión que los tex­ tos revelados explícitamente establecen entre ayuno y misericordia: véase, por ejemplo, la reflexión tradicional sobre el ayuno cuaresmal de Moisés (Dt 18), Elias (1 Re 1 9 ) y Jesús como prepara­ ción inmediata a su misión profética y de salvación. Este carácter fraternal de la abstinencia y del ayuno y, en gene­ ral, de la penitencia cristiana se puede revelar y expresar de varias formas. El ayuno, la abstinencia, las varias

Abstinencia y ayuno

formas de penitencia tienen y deben tener por sí mismas un valor de inter­ cesión. De esta forma puede haber en la Iglesia grupos religiosos particulares para los cuales la forma específica de ofrecerse a Dios por la salvación del prójimo es el «ayuno» y no el servicio directo: el mismo Concilio, en un texto muy sugestivo, recuerda la «misteriosa fecundidad apostólica» que hay que re­ conocer, «a pesar de la necesidad ur­ gente de apostolado activo», a los ins­ titutos contemplativos cuyos ejercicios propios son precisamente «la continua oración e intensa penitencia»10. Y pue­ de haber, en la vida de cada uno, mo­ mentos en los cuales no se encuentre en nuestra impotencia otro medio para obtener el bien de los demás que hacer penitencia: «ayunad por vuestros ene­ migos», es la invitación de la Didaché, que la santidad cristiana ha recogido y expresado de muchas formas, al en­ trever en la mortificación de nuestro cuerpo una confesión de la insuficiencia de otras iniciativas emprendidas para el bien del prójimo, un agarrarse al último apoyo, casi un anhelo y un preludio del «morir por los demás» que fue la de­ cisión suprema salvífica de Cristo11. Y no sólo la santidad cristiana; ésta es una intuición que la sensibilidad reli­ giosa ha recogido también en otras par­ tes: bastarían, para documentarlo, los grandes ayunos de Gandhi y el signi­ ficado que él les dab a12. Otras veces, sin embargo, en el mismo ejercicio de la caridad misericordiosa se hace penitencia. Allí, la penitencia aparecía como una forma de servicio al prójimo; aquí, por el contrario, el servicio al prójimo aparece como una forma de penitencia, Los dos términos se reclaman y se compenetren. Por esto la actual disciplina permite que se sustituya el deber de la absti­ nencia del viernes con obras de miseri­ cordia: precisamente se supone (de lo contrario esta sustitución no tendría sentido) que éstas contengan una pena, una renuncia (de tiempo, de bienes, de orgullo, etc.), un sacrificio. Así se comprenden perfectamente las grandes profecías postesexílicas, que predican la práctica de la justicia y de la miseri­ cordia como formas de ayuno particu­ larmente agradables a Dios: Zac 7 ,5 -1 4 nos ofrece una llamada retrospectiva al significado de justicia y piedad que Dios, hablando a los antepasados, había querido dar a la práctica del ayu n o; y en particular el espléndido trozo de

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Is 5 8 ,3 -1 0 expone dramáticamente tal protesta de Dios, catalogando casi las obras de misericordia y de justicia que Dios quiere y agradece como formas de auténtico ayuno («éste es el ayuno que me agrada: desatar las cadenas injustas...»). b) El ayuno y la abstinencia son también para el cristiano un acto de obsequio y de culto a Dios. Sobre este particular, la palabra más profunda sobre la que reflexiona la tra­ dición cristiana es la del discurso de la M ontaña: «Cuando ayunes, ayuna ante tu Padre, que está en lo secreto» (Mt 6 ,1 7 ): entonces el ayuno es un ponerse de la criatura ante Dios con una voluntad de anonadamiento; es un modo de expresar la auténtica «hambre y sed», la sed de «justicia», en la que ía justicia es precisamente la sumisión a Dios. Por esto la tradición espiritual reconoce en la abstinencia y el ayuno una práctica de introducción a la ora­ ción: acordémonos del ayuno de las vigilias; y por razón parecida, junto al «ayuno de aflicción» impuesto por la Iglesia, santo Tomás habla, siguiendo a san Agustín, de un «ayuno de rego­ cijo», sugerido por el impulso del Es­ píritu y que, a diferencia del primero, puede ser una exigencia alegre de los días de culto más intenso, o sea de los días festivos13. Hay que c o lo c a r e n esta línea tam ­ bién la disciplina actual, ya que per­ mite cumplir el deber de la absti­ nencia con obras de culto: a condición de que en ellas se evidencie de alguna forma nuestra voluntad de humilde (y costosa) sumisión al Señor. 4. Por último queremos indicar bre­ vemente un aspecto que tienen que tener la abstinencia y el ayuno en la práctica cristiana: el aspecto social y comunitario. Dado que la conversión es un acto de toda la Iglesia, así debe serlo cada forma manifestativa: incluida la penitencia de las abstinencias y ayunos. El mismo Concilio hace una referen­ cia a esto, cuando pide que «la peni­ tencia del tiempo cuaresmal no sea sólo interna e individual, sino también externa y social»14. Encuentra aquí su expresión una toma de conciencia más radical, aparecida claramente en la misma doctrina conciliar sobre la Igle­ s ia : «mientras Cristo santo, inocente, inmaculado (Heb 7 ,2 6 ) no conoció el pecado (2 Cor 5 ,2 1 ), sino que vino a

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Abstinencia y ayuno

expiar sólo los pecados del pueblo (Heb 2 ,1 7 ), la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de puri­ ficación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación»15. Hay que encontrar las formas de una tal penitencia social y pública: n o es el caso, quizá, de reproducir a la letra las grandes manifestaciones peniten­ ciales y de asomo del antiguo pueblo de Dios, ni de pedir materialmente que los jefes, juntamente con todos, se des­ vistan de sus vestiduras de poder para vestirse de saco y ayu n o; sin embargo, la nostalgia de estos gestos es una in­ quietud y una llamada. Cada comuni­ dad cristiana tiene que encontrar mo­ mentos y formas de penitencia y renun­ cia incluso en la comida y en los bienes materiales: como manifestación de po­ breza, como compromiso de justicia ha­ cia la gran extensión de hambrientos; pero también como expresión de arre­ pentimiento por una política de acumu­ lación y enriquecimiento del que las comunidades y la Iglesia no han sabido estar alejadas. Llegados a este punto, intuimos el último significado, quizá el más global e interior, que la abstinencia y el ayu­ no, juntamente con otras formas peni­ tenciales, tienen en la experiencia cris­ tiana: son para los individuos y para toda la comunidad a la vez que un signo de conversión un acto de espe­ ranza. Convertirse a la esperanza, como viene expresado por el lenguaje drásti­ co, semitizante de una oración litúrgica: «Terrena despicere et amare coelestia»; lo cual, sustancialmente, ya está em­ pezado en la decisión de vencer la perspectiva de un reino terreno y convertir la mente y el corazón al futu­ ro, ofrecido ya en el presente. A. Valsecchi N otas.-C ) El Concilio ya se había movido en esta línea en las alusiones hechas sobre nues­ tro tem a: véase en particular SC 1 0 9 - 1 1 0 ; pero sobre todo ésta es la perspectiva de la Constitución apostólica de Pablo VI, Paenitemini, publicada el 1 7 de febrero de 1 9 6 6 . que ha reformado la disciplina eclesiástica sobre el particular y a la que nosotros implícita­ m ente haremos continuas referencias.—(2) S. Th„ 2-2ae, qq. 1 4 6 - 1 4 8 . De todas formas la exposición hay que leerla en el contexto de hi doctrina tomista sobre la virtud de la tem­ planza (qq, 1 41ss).—(3| A quien le es algo fa miliar la historia del pensamiento moral cristiano, no le extrañan los cambios de inte­

rés y perspectiva que han tenido lugar en el curso de la misma tanto sobre las virtudes en particular com o la estructuración de las mis­ m as. Cf el óptimo trabajo de 0 . F. Bollnow, Wesen und Wandel der Tugenden, Francfort 1 9 6 2 , 9 - 3 0 .—(4) La limitación que nosotros hoy podemos reconocer es particularmente evidente con respecto a la castidad, conside­ rada como virtud reguladora de una activi­ dad sexual reducida a la sola función procreativa o propagativa: sin que se considera­ ran presentes (¿era entonces posible?) todos los elementos propiamente humanizantes de la misma, en una palabra, los significados in­ tersubjetivos de la sexualidad, que, por otra parte, son esenciales para hacer de la misma procreación un acto moral. Pero hay que ha­ cer un apunte parecido con respecto a la fun­ ción nutritiva, que preside la abstinencia: aquí parece que también faltan los aspectos propios de su valor de función hum ana. Así como la sexualidad no es una simple función reproductiva, tampoco la nutrición es un sim­ ple acto de conservación: es un gesto de ex­ presión personal y de relación social mucho más amplio y alto, y precisamente por esto se distingue de lo que aparece a nivel animal. Y no es que falten en eJ Angélico alusiones para estas posibles deducciones, pero la Es­ tructura global no escapa a la crítica ahora propuesta.—! 5) Cf sobre todo 2-2ae, q. 1 4 6 , a. 2. ad 2 : q. 1 4 7 , a. 1, c . ; q. 1 5 1 , a. 3, ad 3 (de este lugar hemos sacado el texto citado).(6) La referencia a Jesucristo es particularmente interesante por el hecho de que es bastante rara en la moral tom ista: sin embargo, en ia cues­ tión sobre el ayuno sale varias veces.— (7) Cf 2-2ae, q. 1 4 7 , a. 5, ad 3. Se encuentra aquí uno de los temas característicos de la moral de santo Tomás: lo desarrollaremos en ia voz Ley nueva de este D i c c i o n a r i o . — (8) «Foméntese la práctica penitencial de acuer­ do con las posibilidades de nuestro tiempo y de los diversos países y condiciones de los fieles, y recomiéndese por parte de las auto­ ridades. Sin embargo, téngase como sagrado el ayuno pascual: ha de celebrarse en todas partes el viernes de la Pasión y muerte del Señor y aun extenderse, según las circuns­ tancias, al sábado santo, para que de este modo se llegue al gozo del domingo de Re­ surrección con ánimo elevado y entusiasta» (SC 1 1 0 ) .- ( 9) Es útil resaltar los términos de la disciplina establecida por la Constitución de Pablo VI. Son días de penitencia que hay que observar en toda la Iglesia todos los vier­ nes del año y el miércoles de ceniza, o sea el primer día de la Gran Cuaresma según los diversos ritos; son días de ayuno el miércoles de ceniza (o respectivamente el primer día de la Gran Cuaresm a) y el viernes santo. Pero las Conferencias episcopales tienen la facul­ tad de sustituir la observancia de la abstinen­ cia de carne y de ayuno con ejercicios de ora­ ción y obras de caridad. La ley de la abstinen­ cia prohíbe com er carne, no huevos, laticinios ni condimentos con grasa anim al: la ley del ayuno obliga a hacer una sola comi­ d a al día, pero no prohíbe tom ar algo por la mañana y por la tarde, según las costumbres aprobadas en el lugar. Están obligados a ob­ servar la abstinencia todos los que h an cum ­

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Adopción

plido catorce años; y al ayuno los fieles que han cumplido veintiún años hasta empezar los sesenta.—(10) PC 7 .—(“ ) Es evidente que tal intuición no tiene nada que ver con for­ mas de desinterés, falta de compromiso, mal encubierto masoquismo, que también se en­ cuentran en algunas costumbres penitencia­ les, pero que con facilidad se nota en seguida su ambigüedad y ordinariez.—(12) En esta línea, prescindiendo de otras consideraciones éticas, la misma huelga del hambre (Gandhi emprendió una de importancia histórica) pue­ de adquirir junto a su significado de protesta social un valor religioso de intercesión.— (13) S. Th., 2-2ae, q. 1 4 7 , a. 5, ad 3 . - ( 14) SC 1 1 0 . - ( 15) LG 8.

A D O P C IO N I.

Noción

La palabra «adopción» se ha abierto lentamente a significados cada vez más extensos humanamente. La más an­ tigua noción de adopción que se re­ cuerda en la historia del derecho la encontramos en las leyes y documentos babilónicos (Código de Hammurabi, 1 8 5 53) y asidos. Esta determina: quien se pone bajo la paternidad legal de una determinada persona adquiere eí de­ recho a la sucesión. Tal forma de adop­ ción persiste aún en el derecho romano justiniano. La adoptio minus plena, hecha no por un ascendiente, sino por un extraño, no separa al adoptado de la familia de origen, ni lo somete a la patria potestas del adoptante, sólo otorga al adoptado los derechos de un heres suus c o n relación al adoptante, si éste muere sin hacer testamento. A la vez el derecho romano justiniano reconoce una adoptio plena, la cual establece el paso de una persona libre alieno iuri subiecta (filiusfam ilias) de la potestad de un paterfam ilias a la potestad de otro paterjamilias. Esta adopción quería sa­ tisfacer la necesidad de perpetuar en el tiempo el culto de los sacra de cada familia. El derecho intermedio (hasta el Có­ digo napoleónico comprendido), aun­ que conserve en línea de principio la antigua concepción justiniana, acentúa el carácter afectivo de la institución adopcional. A pesar de todo, la adopción es prevalentemente para bien de la fami­ lia del adoptante: «Adoptio est gratuita quaedam electio, qua quis aliquem sibi elegit in filium, et hoc faciunt plerumque hi qui filios habere non possunt ad ipsorum solatium»1. En los actuales derechos civiles la

adopción ha quedado como una ins­ titución distinta de las otras clases de fi­ liación, dado que se basa no en el hecho natural o biofísico de la procreación, sino en un acto cívico-legal. Su inten­ ción es asegurar la consolación de un hijo a quien no lo tiene. Su estructura se modela sobre las líneas de la filia­ ción legítima (adoptio naturam imitatur). La legislación más moderna identifica la finalidad de la adopción con la de la familia: se establece no para ofrecer una consolación filial a los cónyuges sin hijos, sino para dar padres educa­ dores a hijos sin familia. Alguno vería con buen ojo ampliar el concepto de adopción a perspectivas todavía más avanzadas, tanto de considerarlo como el ideal para la educación de los niños. Y esto porque «la relación padres-hijos se construye y se realiza más que por el lazo biológico de la sangre por el lazo del amor». De aquí que la adopción, en su mis­ m a noción, ha ido recogiéndose cada vez más en servicio de la persona del adoptado y en una configuración afec­ tiva más apropiada. Al principio se limi­ taba únicamente a un a relación here­ ditaria : luego se h a ampliado incluyendo al adoptado en el ámbito familiar para asegurar que se transmitiera el culto de las divinidades domésticas; ha in­ tentado más adelante satisfacer los sentimientos de los cónyuges sin prole: para terminar testimoniando un amor oblativo y educativo en favor de los adoptados. El concepto de adopción ha sido tomado también para la vida sobre­ natural, y ha adquirido un nuevo sig­ nificado. Adopción sobrenatural indica la íntima transformación ontológica del yo humano por la presencia del Espíritu de Cristo, de tal forma que el y o v ien e introducido progresivamente en la vida divina. Tal transformación llegará a su forma definitiva cuando la persona resucite completamente en Cristo. La adopción divina no se reduce a una nueva situación familiar exterior decre­ tada por la ley: es u n a filiación por re­ generación en e l Espíritu de Cristo. II.

Adopción hum ana

La conciencia hum ana y cristiana, desde siempre, se ha preocupado de la situación de los niños huérfanos y aban­ donados. Había que ofrecerles no sólo un pedazo de pan, para conservar la

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vida, sino también un ambiente para una educación adecuada y una for­ mación profesional. A cumplir este de­ ber empujaba no sólo el espíritu cari­ tativo cristiano, sino la misma solida­ ridad humana. Incluso porque el estado de un niño abandonado es acongojador: un huérfano nunca es un niño normal, sino un doloroso sufrimiento encarnado. En un principio la caridad cristiana hacia los huérfanos se concretó sobre todo en instituciones de asistencia. Aun­ que reconocemos la noble labor desarro­ llada, hoy tales instituciones —todavía válidas— no expresan la mejor forma de educación. Un niño en un colegio es un número, nunca es un hijo. Además hoy somos conscientes de que la asistencia a los huérfanos es un deber no reser­ vado a determinadas instituciones, sino a toda la comunidad cívica, y que tal asistencia debe prestarse como recono­ cimiento de la dignidad personal, in­ cluso afectiva, del huérfano. Hay que alentar las adopciones en familias o en instituciones organizadas al tipo familiar, en las que el niño sienta el afecto de una madre y de un padre. La adopción, que en un principio estaba estructurada en beneficio del adoptan­ te. hoy se modela por la necesidad de ofrecer asistencia y alecto al niño huér­ fano. Hoy se busca por todos los medios introducir la adopción en una amplitud internacional. Sobre todo porque son en particular los niños los que sufren las consecuencias de los desastres nacio­ nales. de las guerras y de los desequi­ librios sociales. Además de crear una convención mundial de la legislación en materia de adopción (con uniformi­ dad de principios y procedimientos fun­ damentales), hay que autorizar adop­ ciones más allá de toda frontera nacio­ nal o de raza. Sin la adopción interna­ cional están condenadas al fracaso mu­ chas pequeñas existencias. La nueva forma adopcional ha suscitado la euforia del ideal alcanzado. Giacomo Perico escribe: «Sobre este particular, la cien­ cia moral, fundada sobre el progreso de la ciencia, juzga que la relación padres-hijos se construye y se realiza más que por el lazo biológico de la san­ gre por el lazo del am or. La sangre in­ dica el origen del niño, pero no es por si misma el factor determinante de la relación de formación, y de convivencia. El niño encuentra el propio padre y la propia madre en quien lo am a y lo forma como padre y madre. A todos

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los niños abandonados por los padres la sangre no les dice nada ni les ha servido para n ad a»2. Parece que el pa­ dre Perico afirma que el ideal educati­ vo del niño hay que ponerlo en una adopción que exprese una opción de amor, mientras es secundario y margi­ nal que el ambiente educativo esté cons­ tituido por la familia o no. Quizá se ha creado algo de confusión. Hay que distinguir el derecho a educar a los niños de cómo se debe educarlos de un modo válido eficientemente. El derecho a la educación se determina a través de la generación. La doctrina cristiana ha reivindicado siempre para la familia natural este derecho-deber natural de la educación. La educación no es nada más que el complemento de la genera­ ción. Quien coopera a dar u n a vida humana tiene el derecho-deber de lle­ varla a la madurez autosuficiente. Si, por el contrario, queremos saber si la educación dada es buena, hay que exa­ minarla desde el punto de vista del amor. La educación es buena, no porque sea familiar o adopcional, sino porque está empapada de amor, mientras regular­ mente es legitima no porgue esté en­ tretejida de amor, sino porque es fami­ liar. En igual sentido se suele hablar de la autoridad jerárquica de la Iglesia. Es legítima, aunque sea puramente bu­ rocrática, mientras es también evangé­ licamente buena si se expresa como un servicio de caridad. El ideal ético es hacer que las fami­ lias sean capaces de com unicar la edu­ cación en el amor. Sólo cuando la fa­ milia, en cuanto educativa, no existie­ ra. entonces hay que recurrir a un sustituto de la misma, o sea a la adop­ ción capaz de expresar lo mejor posible el a mor. La afirmación del padre Pe­ rico no nos debe llevar a pensar que se pueda estructurar una generación humana, aunque la cerremos en su factor biológico del lazo de la sangre, sin estar integrada y empapada de amor. No hay que exaltar tanto la adopción, caracterizada por el amor educativo, que se llegue a sospechar que se puede expresar humanamente la generación fuera del mismo amor educativo. i Acaso el que ha sido concebido sin amor podrá llegar a ser una persona normal? Si el amor califica la auténtica educación, con mayor razón es necesa­ rio para dar la vida a un ser humano. Toda la persona está formada de amor desde el primer momento de la concepción. El lazo de la sangre, que

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fuese puramente biológico, es un hecho animal y no un comportamiento hu­ mano. Según lo que hemos afirmado has­ ta ahora, el modo más oportuno de socorrer a los huérfanos no está en primer lugar en ofrecerles una asisten­ cia (cf GS 52), sino en ayudar a las familias no eficientes para hacerlas ca­ paces de educar en el amor. La asis­ tencia debe ser no sustitutiva de la ma­ dre, sino más bien integrativa. La ins­ titución de la adopción se limita a miti­ gar las consecuencias de los males so­ ciales ya existentes: mientras tanto hay que promover una actividad políticosocial, que sepa eliminar las causas que determinan los abandonos, causas que alimentan el atropello y la explotación del hombre. «La realización de una tal política llevaría a una disminución . y en último análisis a la eliminación del individualismo, del consumismo, de la miseria, de la ignorancia, de la falta de servicio (sanidad, escuela, casa, tra­ bajo, etc.), factores que condicionan y a menudo obligan a las personas a aban­ donar a sus hijos»3. Aunque el abandono de los hijos de­ pende inmediatamente de sus padres, frecuentemente la causa más profunda y determinante se encuentra en cómo está estructurada la sociedad. El mal más profundo a extirpar es precisamente el remoto, el social. Los que adoptan no agotan todo su deber al ofrecer una familia a unos niños abandonados; ellos tienen que prestar su participación política activa para eliminar las causas sociales inadecuadas. III.

La adopción a la luz de la ética personalista

La ética se interesa no sólo en ofrecer normas para las situaciones particula­ res que se presentan en el estado de adopción, sino sobre todo intenta deter­ minar cuál es el significado fundamental y el valor primario que la adopción tiene que proclamar. ¿Cuál es el sentido primario que sos­ tiene la realidad adoptiva? Hoy y cada vez más insistentemente se difunde la convicción de que la vida se califica de hum ana, no por su estructuración bio­ lógica, sino por un proceso posnatal de socialización: ser amados y responder al amor. El hombre es una realidad antropológica, no una realidad bioló­ gica. La persona se califica y viene promovida a su dignidad individual, si

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está situada en una tram a de relacio­ nes afectivas, si tiene relaciones de amistad correspondida, si se siente encajada como miembro determinante de un núcleo social, si puede abrirse con otros en don de acogida mutua. Así podemos comprender cómo la dis­ cusión sobre el aborto se centra sobre el hecho de que el infante concebido, pero no-nacido, se constituye como hombre cuando se le introduce de algún modo en un ámbito de relaciones. La tenden­ cia actual de promover la paternidad voluntaria y responsable tiende a hacer del momento de la concepción el ins­ tante en el que el infante es conscien­ temente acogido, en el que viene reco­ nocido como ser humano con lazos de filiación y de fraternidad. Antes de que vea la luz, el que nacerá viene acogido como alguien. El episcopado francés (Comunicado, 13 feb. 1 9 7 1 ) ha notado: «Por su ori­ gen, por su relación con la madre du­ rante el embarazo, y por el fin al que ha sido ordenado, conocer el nacimiento y la vida con sus padres, el embrión pertenece, con la parte más íntima de sí mismo, al mundo de las relaciones humanas. El no es sólo el producto na­ tural de un proceso puramente bioló­ gico, es el fruto hum ano de una unión hum ana; por otra parte, en el período del embarazo empieza con la madre un importante cambio de influencias psí­ quicas». Por lo que el feto tiene una particular capacidad propia de entrar en las relaciones recíprocas, y es pre­ cisamente esta capacidad la que hace de él un ser humano. La situación del Verbo que se encarna está delineada en los mismos térm inos: él está en comunión de vida con todos los que le acogen. Sin em bargo, para aque­ llos que no lo acogen es un extraño, sin posible c o p a r tic ip a c ió n v ita l. «Vino a los suyos, y los suyos no lo re* cibieron. Pero a cu an tos lo recibieron, les dio el poder de ser hijos de Dios» (Jn 1 ,1 1 -1 2 ). De aquí el deber primario de acoger al otro, ya sea éste un con ­ cebido no-nacido, un infante abando­ nado o un adulto que encontramos junto a nosotros. Quien no es aco­ gido se siente inadaptado, por una fuerza deshumanizante: se encuentra traum atizad o, desad aptad o, asocial. «Nos ha sido confiado nuestro prójimo, queramos o n o queram os. Cada hom ­ bre que entra en n u e stra vida nos exige nuevas obligaciones, y a sea bien ve­ nido o menos. Y esto vale más, según

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el Evangelio, para cada hombre que depende en modo especial de nuestro cuidado y de nuestra ayuda: el hués­ ped, el extranjero, el que sufre, el hom­ bre que carece de todo y no se puede defender». En modo particular tenemos la responsabilidad de acoger al no-na­ cido y al niño abandonado; tenemos que ayudarlos «a coger su vida en las propias manos, para que puedan a su vez ser solícitos con cada hombre que encuentren en el camino de su vida» (Comunicado del episcopado holandés, 2 4 feb. 1 9 7 1 ). La adopción se inserta en esta perspectiva de fondo de la vida típicamente humana. Esta permite que la vida en proceso de formación del niño abandonado se sitúe en un con­ junto de relaciones formativas de la personalidad; introduce al niño en el seno de una familia, constituyéndolo centro de atenciones afectivas; lo pro­ mueve en su yo profundo, abriéndolo a los demás. La adopción asume un significado fundamental para la pers­ pectiva del yo adoptado. Introducién­ dolo en una tram a de relaciones, le hace adquirir un modo determinado de ser hombre. Ser hombre es siempre, concretamente, una relación: es ser hombre para alguien; es ser reconocido por los demás como tal. Sólo así somos realmente hombres de modo existencial y social. El ser excluido de un ambiente, el ser rechazado por un grupo de rela­ ciones es privarlo de un modo de ser hombre. Cuando una chica se siente rechazada por los familiares del novio, experimenta toda la vida un sentido de resentimiento hacia ellos: intuye que no forma parte de la vida de la familia de su novio, que no ha adquirido su espacio vital, su modo de ser humano. La misma comunidad cívica y eclesial puede favorecer la maduración personal de los niños abandonados sólo si sabe crear alrededor de éstos una tram a de afectos y de relaciones cari­ tativas. La sociedad civil y la comunidad eclesial están puestas en una posible situa­ ción ambivalente: a través de sus pro­ pias estructuras pueden o favorecer la maduración normal personal-comuni­ taria del niño abandonado o, por el contrario, agravar el aislamiento y el empobrecimiento personal. Y este se­ gundo aspecto negativo puede ocasio­ narse no necesariamente porque tales comunidades vayan contra el niño huérfano, sino porque podrían estar fijadas en determinadas estructuras que

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aparecen viejas frente a las exigencias humanitarias. Pudiera suceder que al­ gunas estructuras establecidas en un principio para socorrer a los huérfanos, dado el cambio experimentado en el ambiente socio-cultural, se transformen en actividades deshumanizantes para los mismos huérfanos. La sociedad civil de nuestros días está caracterizada por la evolución cultural tecnológica, la cual, en parte, ha hecho olvidar la preocupación por promover la integración m utua mediante contac­ tos personales entre los individuos. Hoy estamos más sensibilizados y socialmen­ te comprometidos en buscar un progreso técnico-científico de bienestar para to­ dos, que en preocuparnos por las situa­ ciones dolorosas interiores de los des­ heredados. Nuestra evolucionada socie­ dad tiende a eliminar de la vida social a los que no expresan determinadas ca­ pacidades o no manifiestan algunas nor­ mas codificadas. Así se crea un núcleo, cada vez más numeroso y más amplio, de marginados, a los que se les concede el derecho de vivir, pero sin tener una voz activa en el común vivir social. En las sociedades de tipo patriarcal el huér­ fano, la viuda, el enfermo eran el centro de la atención de todos, sentían la mi­ rada de compasión y afecto de los de­ más. podían acogerse a la solidaridad tan difundida, mientras que en nuestra sociedad el huérfano y el enfermo es­ tán colocados en un ángulo lejano, de modo que la actividad social pueda desarrollarse sin ningún impedimento. Se cree que una sociedad es suficiente­ mente civil, cuando delega a un orga­ nismo para que preste servicios de asis­ tencia a estos marginados. La política hacia los niños abandonados debe ex­ presarse sobre todo en una política para la familia, ofreciéndola asistencia y servicios sociales, de tal forma que se le haga capaz de realizar sus responsa­ bilidades en favor del desarrollo de sus miembros. Los servicios a la familia de­ ben empezar e r el momento en que se constituye un núcleo de maternidad responsable, y deben prestarse durante todo el arco evolutivo del desarrollo de los hijos. El niño permanecerá autó­ nomo en su familia, la cual se calificará suficientemente responsable en una so­ ciedad orientada a protegerla. La Iglesia, desde sus primeros tiem­ pos, ha estado siempre presente en la asistencia de los niños huérfanos o abandonados, tanto para testimoniar su íntima forma caritativa como por soli­

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daridad con las situaciones humanas más dolorosas y más necesitadas. La Iglesia no sólo ha comunicado a los hombres la caridad de su Señor, sino que ella misma ha sido signo de una caridad vivida. Pero el signo, al cum ­ plir su contenido, está condicionado por la cultura y por la manera de vida social existentes en un determinado período. La Iglesia, si quiere expresar en forma auténtica el amor hacia los huérfanos, debe manifestarlo a través de signos comprensibles a los hombres entre los que vive, a través de signos conformes a la cultura y a los valores profesados actualmente. El gesto eclesial hacia los huérfanos tiene que ex­ presar el sentido afectivo interpersonal, que hoy se pide. Si el signo eclesial sabe verdadera­ mente testimoniar ante nuestra comu­ nidad de hombres un auténtico valor de caridad, debe ser valorado también por la cultura psicosocial del tiempo. Precisamente porque el lenguaje hu­ m ano se transforma, los símbolos evo­ lucionan. los signos cambian, los va­ lores adquieren nuevas configuracio­ nes, las exigencias humanas se califican en modalidades variables. Psicólogo y sociólogo trazan a los mismos cristia­ nos el camino hoy útilmente practica­ ble en la complejidad de las realidades sociales; ayudan a leer los signos de los tiempos; indican las consecuencias probables de las opciones que se toman. ¿ Cómo podría hoy la Iglesia testimo­ niar una caridad válida en favor de los niños abandonados? Sobre todo debe despertar una mentalidad nueva en los cristianos, de tal modo que éstos sepan expresar la petición de adopciones no como un derecho a poseer un niño, sino como disposición personal de do­ narse a sí mismos a un niño. La Iglesia tiene que difundir la perspectiva evan­ gélica. de modo que los adoptantes se inspiren al impulso de la caridad, por encima de los intereses propios, aunque éstos sean nobles y legítimos. De modo particular, la Iglesia tiene que influir hoy sobre las instituciones, prevalentemente religiosas, que recogen a los niños abandonados, induciéndolas a convertirse en un puente de paso, en una parada provisional en espera de entregar estos niños a una familia ade­ cuada. En la institución se procurará no sólo el sostenimiento material del niño, sino también examinarlo en relación con la familia a la que irá a parar, con el fin de recoger todos los elementos

para la mejor armonía benéfica entre adoptados y adoptantes. La institución no ha sido establecida para segregar a los niños huérfanos, sino para despertar vocaciones en las familias, para que éstas los acojan en su seno y para saber determinar cuáles son las familias más adecuadas para cada uno de los niños abandonados. Cada familia debería meditar sobre la invitación de Jesús: «Quien acoge a un niño como éste en mi nombre, me aco­ ge a mí» (Mt 18,5). Sobre las actuales instituciones que re­ cogen a los huérfanos hay que distin­ guir bien las intenciones de la realidad. Entre estos dos elementos puede haber una enorme distancia. En las institucio­ nes que recogen a los niños se puede te­ ner realmente la intención de vivir y tes­ timoniar un mensaje evangélico carita­ tivo, pero tal mensaje viene manifesta­ do con formas institucionales inadecua­ das a las actuales exigencias sociales. La entrega caritativa puede ser lau­ dablemente operante en la intimidad de los miembros de estas instituciones; sin embargo, puede aparecer revestida de expresiones sociales repulsivas. De tal forma que la entrega caritativa de la ins­ titución podría ser interpretada como signo de potencia eclesiástica; como bús­ queda del interés privado de la institu­ ción y no de los recogidos; com o incapa­ cidad para comprender el nuevo con­ texto social asistencial; como «ghetto» religioso, que no tiene por fin el bien real de los niños. Concluyendo, el niño abandonado necesita poder vivir en la tram a de re­ laciones afectivas para llegar a ser un hombre adulto com o los demás. Por este motivo la institución adopcional goza hoy del amparo tanto humano como cristiano, civil o eclesiástico. IV.

La obligación de los adoptantes

El hombre tiene un a dimensión esen­ cialmente comunitaria. El yo se hace adulto compartiendo su existencia con los dem ás; se form a personalmente abriéndose a la vida del otro. La perso­ nalidad, en su existir adecuado, se establece cuando el niño desde el seno m aterno pasa injertándose al seno de la comunidad. La maduración del yo y, por tanto, su inserción en la comunidad tienen lugar mediante el amor de los familia­ res. La misma sociedad está interesada en favorecer un constante amor gene­

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rador en la madre en favor de su cria­ tura. Cuando faltase el amor familiar, Ih sociedad tiene el deber de asistir al menor de edad abandonado, para que no carezca de un amor generativo, que lo hace adulto y abierto a la comu­ nidad. ¿En qué casos la sociedad puede sus­ traer a un niño de su ambiente familiar para hacerlo adoptar por otra familia? ¿En qué casos madre y padre pierden el derecho-deber de educar a sus hijos? ¿En qué casos un padre está obligado a ceder su propio hijo a otros cónyuges ? Un padre conserva su propio derecho hasta que lo sabe ejercer en bien de sus propios hijos. El no pierde su obligación educativa por el simple hecho de que lo realiza peor que otro, sino únicamente cuando no quiere o no puede ejercerlo o lo hace de forma tan negativa que constituye un delito. La sociedad inter­ viene en la educación que deben dar los padres no por el modo en que viene rea­ lizada. sino cuando falta ésta. Cuando un hijo ilegítimo es adulteri­ no. ¿ se debe quitar a la familia del padre natural o se puede introducir en ella mediante legitimación o adopción ? Tra­ dicionalmente el legislador se preocu­ paba de proteger la familia legítima, decretando el abandono necesario de la prole adulterina e incestuosa. Cre­ yó que introducir tal hijo ilegítimo en la comunidad familiar, en igualdad de condiciones que el legítimo, signifi­ caría abrogar desde el punto de vista jurídico-social el hecho de la ilegitimi­ dad, favorecer la constitución de una familia natural junto a la legítima, y autorizar legalmente una familia sin el fundamento del matrimonio. Llevado de esta preocupación jurídicosocial, el legislador ha castigado no a los autores de los desórdenes familiares, sino a las víctimas inocentes de estos desórdenes. El adulterino es un inocen­ te al que le corresponden todos los de­ rechos civiles, políticos, sociales, fami­ liares: tiene derecho a ser introducido en la familia en la medida que ésta lo pueda acoger. El principio de la estabi­ lidad de la familia puede ser suficiente­ mente salvado desde el punto de vista jurídico-social en cuanto que el adul­ terino adquiere su status familiar me­ diante el solo acto legal de afiliación o de adopción, y no por un nacimiento legalizado. La comunidad cívica, al escoger a los posibles adoptantes, debe mirar a la presencia de cualidades educativas y no

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en primer lugar a factores económicos o sociales. Los adoptantes por su parte se deben entregar a esta obligación con sentido de responsabilidad siempre que posean aptitudes y disponibilidades. No s e deben orientar por motivos egoístas: por ejemplo, considerar al niño como un juguete propio, buscar una compensa­ ción al no apagado sentimiento mater­ no y paterno; asegurarse un apoyo para la vejez; intentar apuntalar un matri­ monio en dificultad, etc. Peor todavía cuando hay motivos de un egoísmo más mezquino, reducción de impuestos, recibir una casa más grande, u otras ventajas de este tipo. Aunque es legítimo que los adoptantes busquen un conte­ nido precioso y un enriquecimiento íntimo para la propia vida, deben ser llevados prevalentemente a contraer una responsabilidad benéfica con rela­ ción al niño. Deben intentar ofrecer al niño una familia lo más parecida po­ sible a la familia natural, en la que goce de todos los derechos del hijo le­ gítimo para el completo desarrollo de su personalidad. Basados en este criterio, los adop­ tantes tienen que resolver los varios problemas que se les presenten, ya sean humanos o técnico-jurídicos. Ellos es­ tán en lugar de los padres con toda la responsabilidad educativa. La ley civil otorga ai adoptante la pa­ tria potestad, que ya no la posee el titular anterior. Cambio de poderes le­ gitimado por el hecho de que los padres naturales no pueden ejercer los pode­ res de vigilancia y de cuidado sobre un hijo que ya no vive en familia, y porque el adoptante tiene que poder servirse de los medios jurídicos necesarios para desarrollar sus propios deberes educa­ tivos. La madre que renuncia no puede reivindicar el derecho de controlar cómo educa al hijo el adoptante. ¿El adoptado debe cortar las relacio­ nes con la propia familia de origen? ¿Se puede armonizar la sujeción a la patria potestad del adoptante con la conservación del lazo afectivo con la familia de origen? ¿En el ejercicio dis­ crecional de la patria potestad el adop­ tante, teniendo poder de escoger el am ­ biente de vida y de amistad del niño, puede evitarle que visite a sus padres naturales? En tal caso, el adoptado con relación a los propios padres ¿puede olvidarlos, negarse a ofrecerles el res­ peto de am or ? Fernando Lambruschini intenta re­ solver la cuestión de esta m anera:

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«Dado que en la mayoría de los casos las relaciones con la madre natural pueden determinar un daño para el hijo adoptado, prevalece la consideración del bien del hijo, el cual no se puede dividir afectivamente entre dos fa­ milias. Por tanto, es conforme a la ley moral prohibir a la madre natural tener relaciones con el hijo en las fa­ milias adoptivas. No se prohíbe que se defina la situación al regular la adop­ ción»4. Esto se apoya en la convicción de que la educación se establece eficazmente en el egoísmo posesivo de la familia adoptante en contraste con el egoísmo posesivo de la familia de sangre. Sin embargo, la educación cristiana, que se funda en la caridad favorable a que se enlacen muchos lazos afectivos so­ bre el niño, rechaza la solución de Lambruschini como inadecuada. El adop­ tante que estuviera molesto porque el adoptado sigue amando a sus propios padres, se manifiesta como un educa­ dor indigno. Estando al servicio del adoptado, tiene que abandonar el deseo de la posesión exclusiva del adoptado, ayudándolo a que se enriquezca en el contacto interior con el afecto que pro­ viene de varias personas. Aunque la familia de origen se manifestase clara­ mente negativa en la tarea educativa, hay que educar al adoptado a venerar responsablemente a sus propios padres, para que los pueda estimular a que se desarrollen hacia una madurez hum a­ no-cristiana superior. Sólo así se educa realmente y de forma auténtica al adop­ tado para la madurez adulta. Hay que vivir la adopción en pers­ pectiva sobrenatural. Así como la vida conyugal tiene que reflejar la caridad nupcial de Cristo-Iglesia, la vida de adopción debe ser el espejo de la cari­ dad adoptiva de Dios Padre en Cristo hacia su pueblo. En la adopción esta­ mos llamados a manifestar una poten­ cia de amor de Dios. En la adopción el cristiano está guiado por sentimien­ tos no sólo de solidaridad fraterna, sino también de espíritu de fe cristiana: cada niño es un hijo adoptivo de Dios Padre. «El que recibiere en mi nombre a un niño como éste, a mí me recibe» (Mt 18,4). Viviendo la adopción con espíritu de fe. no nos limitamos a sus aspectos humanos, tanto que la condicionemos a dotes poseídas por el adoptado, sino que se mira sobre todo a la posibilidad de manifestar la propia fe en el servicio

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de la caridad. Por este motivo se piden adopciones difíciles: se buscan los ni­ ños menos deseados por los demás (por ejemplo, física o psíquicamente minus­ válidos). En el decreto sobre el Apos­ tolado de los seglares del Concilio Va­ ticano II se lee: «Entre las varias obras de apostolado familiar pueden recor­ darse las siguientes: adoptar como hijos a niños abandonados» (n. 11). La adopción pone junto a los proble­ mas comunes de toda educación nor­ mal de niños, también otras singulares preocupaciones educativas. A modo de ejemplo podemos indicar el siguiente problema educativo: ¿Es conveniente y obligatorio revelar al niño adoptado la cualidad de su estado legal en la fa­ milia? El adoptado tiene que ser infor­ mado sobre su situación jurídica en la familia. Quizá los adoptantes tienen di­ ficultades para hacer esto: desean es­ conder al adoptado la ilegitimidad de su nacimiento: temen que el conoci­ miento de la adopción debilite o haga desaparecer el afecto filial; creen que se pueden m ostrar como buenos educa­ dores sólo si se sienten amados como verdaderos padres. El conocimiento del propio estado fa­ miliar no engendra crisis psicomoral al adoptado, si ha sido informado oportu­ namente y a tiempo por los propios adoptantes. El adoptado, al que no se le hiciera conocer su situación, la co­ nocerá de adulto y sufrirá un traum a desorientador. No es oportuno dejar de explicárselo h asta que sea adoles­ cente: el adoptado, con crisis de des­ arrollo, creerá que se le ha engañado y que se le ha ocultado su origen por motivos vergonzosos. Y a a la edad de cuatro-cinco años es tarde. Hay que recordar que el niño de dos o tres años acepta serenamente lo que le digan los padres, y da espontáneamente impor­ tancia ai ser amado. Se le debe infor­ mar lo antes posible y de la forma más natural. Apenas el niño comience a hacer preguntas sobre la vida (por re­ gla general a los dos-tres años), se le dirá que algunas madres tienen hijos de su seno y otras los escogen entre los nacidos, porque sienten un grande afecto por ellos. Más que de revelación se debe tratar de una información gradual, que se introduce en la iniciación, a los pro­ blemas de la vida. l a comunicación de la maternidad singular se debe repetir sucesivamente, ya que el niño no com­ prende el significado profundo y pronto

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olvida lo que se le ha dicho. La adop­ ción se le debe presentar como un hecho normal y no extraordinario: se entra en la familia por dos caminos equiva­ lentes, el generativo y el adopcional. ¿ Acaso no somos todos hijos de Dios por adopción? No está bien indicar errores cometidos por los padres natu­ rales. ni recordar una posible negación de reconocimiento por parte de éstos. Se le dirá al niño que los padres natura­ les con dolor tuvieron que dejarlo a otros, convencidos de que buscaban su bien, de tal modo que se le ha permi­ tido formarse una existencia buena y serena. V.

La filiación adoptiva divina

Según san Pablo (Rom 8 ,2 9 -3 0 : Ef 1 ,5 ; Rom 8 ,1 5 ), Dios nos ha predes­ tinado a que seamos conformes a su Hijo. El acto con el que hemos sido pre­ destinados a ser conformes con el Hijo de Dios (Rom 8 ,2 8 ) es el mismo acto con el que el Padre nos ha destinado a la adopción (Ef 1,5). Y es el Espíritu del Hijo el que, en un contexto eclesial, nos comunica la experiencia de esta filiación adoptiva5. ¿Dónde está formalmente la adopción divina? La teología, usando sus expre­ siones categoriales, h a afirmado que formalmente está constituida por la gracia santificante (cf Conc. de Trento, ses. VI, c. 3 y 7). Ciertamente hemos de admitir en el alma la presencia de una propiedad nueva (form a), que nos hace capaces de poner actos sobrenaturales para alcanzar el Reino de Dios. Pero lo que nos constituye en hijos adoptivos, en el estado de gracia, es la presencia y la acción del Espíritu de Dios en el alma, como afirman los Padres griegos. «Cuantos son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios, porque no recibisteis el espíritu de esclavitud para recaer de nuevo en el temor, sino que recibisteis el espíritu de hijos adop­ tivos que nos hace exclam ar: |Abba, Padre! El mismo Espíritu da testimonio juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rom 8 ,1 4 -1 6 . Cf 1 jn 3,1). ¿Qué realiza el Espíritu en la intimi­ dad de nuestro yo? Lo «pneumatiza» de tal modo que lo hace apto para vivir en la vida caritativa divina. Algo aná­ logo a esto ha tenido lugar en Cristo durante su vida terrena. El en la tierra ha buscado donarse de nuevo al Padre del modo más íntimo, también

con la intención de poder comunicar tal vida bienaventurada a los demás. La aspiración única, cultivada por el Señor, fue la de donarse de nuevo y de sumergirse enteramente, incluso con su ser humano, en la vida de caridad di­ vina. Para alcanzar tal meta, el Señor aban­ donó su ser humano a la transforma­ ción del Espíritu según la ley del dina­ mismo pascual. Toda su existencia te­ rrena está entretejida y empapada ín­ timamente por dos movimientos cons­ titutivos de! sentido pascual: anonada­ miento-plenitud, humillación (kénosis)glorificación, esclavitud-libertad (cf Flp 2 ,5 -1 1 ). La vida del Señor ha marcado por una parte un humanarse progresi­ vo en una carne m arcada por la es­ clavitud de la muerte y el anonada­ miento humillante, y por otra ha reco­ rrido el camino de la glorificación hacia la deificación. La ley pascual (humillación-glorifica­ ción) dirige el modo mediante el cual nosotros podemos imitar a Cristo; dicta la m anera mediante la cual viene co­ municada la gracia nueva de Cristo a cada alm a; indica el modo con el que viene difundido el Espíritu en el ser humano; expresa el profundizar de la adopción divina en el hombre. La Iglesia, en cuanto sacramento ge­ neral del Espíritu de Cristo, posee el don para realizar nuestra inserción en la vida caritativa pascual del Señor. Ella tiene la obligación, ya en esta tierra, de introducirnos en la vida divina adqui­ rida por Cristo, aunque tal inserción no se realice de forma total y definitiva en este peregrinar terreno. La Iglesia comunica continuamente la caridad pascual de su Señor mediante el des­ arrollo de su obra sacram ental: está comprometida en actualizar su misión de conducir a todos a que sean miembros transformados en el Espíritu de Jesu­ cristo : somete cada vida a una continua conversión para que sus miembros puedan resucitar juntamente con Cristo resucitado. Si la Iglesia, en su sacramentalidad, permite al cristiano participar en el misterio de la caridad pascual del Se­ ñor, el fiel tiene luego el deber de in­ troducir el ritmode la dimensión pascual en su existencia concreta. La salvación, uniformarse a Cristo, «pneumatizar» el propio yo, disponerse cada vez más adecuadamente a la vida divina carita­ tiva no son realidades que se establecen en el yo fuera del tiempo: son un acón-

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tecimiento que tiene lugar en la histo­ ria concreta y en las situaciones prácti­ cas de cada persona. Nuestra situación adopcional divina —paralela al «pneumatizarse» de nuestro yo en el ritmo de la caridad pascual— tiene que estar en continua transfor­ mación y ahondamiento. Somos hijos de Dios, pero no totalmente: hemos sido adoptados por él en Cristo, pero en proceso de llegar a ser de forma cada vez más auténtica y profunda. La adopción divina es un estado ya adqui­ rido en el bautismo, pero es una meta a la que tendemos en la esperanza. El yo humano es engendrado continua^ mente en el orden sobrenatural: en él se derrama el Espíritu del Señor en modalidades siempre más profundas. Si el derecho civil determina una adopción humana dentro de cuadros jurídicamente bien uniformados y de modo indiscriminado para todos los adoptados, la caridad paterna de Dios nos introduce en adopciones individua­ les puestas en desarrollo. La adopción divina sugiere el deber de cooperar y de predisponerse a entrar en nuevas etapas sucesivas más apropiadas a Ja adopción. Existe diferencia entre adopción hu­ mano-cívica y adopción sobrenaturaldivina. La adopción humana cae den­ tro de una perspectiva jurídica, san­ cionada por un acto autoritativo de la comunidad, y funda un estado social nuevo. La situación exterior adopcio­ nal engendra sentimientos y posturas correspondientes en los ánim os; suscita nuevos vínculos profundos de am or en las relaciones interpersonales: crea el sentido familiar. La adopción sobrenatural, que reci­ bimos de Dios en el Espíritu de Cristo, empieza transformando el yo en su sus­ trato ontológico y va lentamente em­ papando y expresándose en sentimien­ tos y comportamientos oportunos. En esta adopción la situación social exte­ rior se realiza con motivo de la trans­ formación que tiene lugar en la intimi­ dad. La adopción divina está primaria­ mente en el yo y, por redundancia, también en el comportamiento exterior social. Toda adopción auténtica tiende a apa­ recer integral: si parte de fuera tiene que tender a realizar la maduración del yo interior: si parte de la intimidad tiene que tender a manifestarse en la vida de la comunicación exterior.

VI.

Efectos éticos de la adopción divina

El hecho de ser hijos adoptivos de Dios califica, de modo misterioso, no sólo nuestra salvación, sino nuestra misma vida espiritual. Esta, más que una conquista nuestra, es un don de Dios en Cristo: es un dejarse guiar por el Espíritu, más que conducirnos nosotros mismos hacia el bien. «Pero cuando se manifestó la benignidad y el amor para con los hombres de Dios, nuestro Sal­ vador, nos salvó, no por las obras jus­ tas que nosotros hubiéramos practica­ do, sino por su misericordia, mediante el lavatorio de regeneración y renova­ ción del Espíritu Santo, que derramó abundantemente sobre nosotros por Jesucristo, nuestro Salvador, a fin de que, justificados por su gracia, venga­ mos a ser partícipes, conforme a la esperanza, de la vida eterna» (Tit 3,4-7). La ética cristiana, fundada en la adop­ ción divina en el Espíritu de Cristo, co­ mienza una especie de diálogo íntimo y perenne entre el alma y el Espíritu y está destinada a uniformarse cada vez más con las mociones del Espíritu hasta identificarse con ellas. El cris­ tiano, a ejemplo de Cristo, adopta el ritmo del misterio pascual para trans­ formar su persona y «pneumatizarla» como el Señor resucitado. La adopción es principio de unión y de comunión tanto con Cristo como con todos los cristianos vivientes de la tierra y los bienaventurados del cielo. «Porque aquellos que de antemano co­ noció, también los predestinó a ser con­ formes con la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8 ,2 9 ), «De tal suerte que ya no sois extranjeros y huéspedes, sino que sois ciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2 ,1 9 ). No po­ demos renegar o destruir esta unión. Así como el vínculo de la sangre per­ manece siempre entre los hombres, lo mismo sucede con el lazo de filiación divina que nace de la posesión del Es­ píritu del Señor. A causa de este vínculo familiar di­ vino nace el deber de vivir en la cari­ dad. La caridad es la existencia de am or que caracteriza la vida de Dios y de todos los llamados a participar de ella. Cuanto m ás unido está uno a Dios, m ás vive en la caridad. Por tanto, cuan­ to más profunda es la íidopción ¿ v in a recibida, más elevada es la comunión de amor que somos capaces de vivir.

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Amor y amistad

La adopción divina lleva consigo la concesión, a los hijos adoptivos, del derecho a la herencia del padre: «Si hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para ser también juntamente glorificados» (Rom 8 ,1 7 ). Una herencia que se confunde con la misma adopción: poder partici­ par en la vida divina de modo cada vez más «pneumatizado». El adoptado, presentándose como heredero, ambi­ ciona llegar a ser cada vez más confor­ me a Dios, hasta poder compartir la vida bienaventurada. Durante el Medievo el tener derecho a la herencia del cielo se tomaba como argumento para legitimar ante los fie­ les la entrega de sus riquezas a insti­ tuciones eclesiásticas. Se creía que el cristiano tuviese determinados deberes de naturaleza jurídico-patrimonial ha­ cia Cristo, Unigénito entre muchos her­ manos adoptivos. A Cristo se le enu­ meraba entre los herederos, sin deshe­ redar a los propios hijos, dado que Cris­ to era un hijo más. Mediante la insti­ tución de la adfiliatio (adoptio in hereditatem) se afiliaba Cristo y mediante Cristo una igfesia o una en tid a d reli­ giosa, adoptándolos con fines de suce­ sión. El padre, en provecho de su alma (pro anim a), en las decisiones testa­ mentarias, podía disponer en favor de una entidad eclesiástica de una parte igual a la que tocaba a cada hijo. Desde el punto de vista teológico nos encontramos frente a una desviación: la adopción cristiana es esencialmente sobrenatural y no exige que se traduzca jurídicamente en la posesión de bienes temporales. No se puede construir un derecho cívico temporal basándose en la adopción divina, aunque nuestro es­ tado de hijos adoptivos de Dios nos lleve a cultivar ciertas disposiciones in­ teriores sobre el uso de los bienes, in­ cluso transformándolos para preparar los nuevos cielos y la nueva tierra por id aproximarse del Reino de Dios. T. Goffi Notas.—( l) Adoptio, en Vocabularius utriusque /uris, Venetiis 1 5 5 5 .—(2) G. Perico. L'attegfliamento e Vazione della Chiesa ai problema dell’adozione, en «La famiglia», 3 0 (1 9 7 1 ), 5 5 5 . ( ‘) F. Santanera. Conferenza mondiale sull'adozlone e sull'affidamento Jamiliare, en «La fami­ l i a » , 3 0 (1 9 7 1 ), 5 4 9 .- ( 4) F. Lambruschini, Adozione, en «Ragazzi d’oggi», 4 ( 1 9 5 9 ) .— (’ ) «Cuando vino la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo... para que redimiese a los que

estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos» (Gal 4 ,4 -5 ). «Si el Verbo hecho carne y el Hijo de Dios vivo se ha he­ cho el hijo del hombre, ha sido para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo el privilegio de la adopción, se haga hijo de Dios» (Ireneo. Adversus Haereses, 3 ,1 9 ,1 ). «En él (Cristo) se encuentran dos ge­ neraciones. la que lo hace semejante a nos­ otros y la que es superior a la nuestra. Nacer de una mujer es propio de nuestra débil hu­ manidad: pero nacer del Espíritu Santo... está por encima de nuestra naturaleza y nos anuncia el nuevo nacimiento al que este Es­ píritu debe contribuir» (J. Crisóstomo, Commentarium in s. Math., hom. 2 ,2 ). Una fórmula litúrgica del sábado santo en el s. vi dice: «¡Oh Dios!. Padre Supremo de los fieles, que multiplicáis en el mundo los hijos de vuestra promesa, derramando sobre ellos la gracia de la adopción... echad una mirada favora­ ble sobre vuestra Iglesia y multiplicad en ella tales nuevos nacimientos, para que surja, con­ cebida en la santidad, una raza celestial del seno virginal de la fuente divina, com o cria­ tura regenerada y nueva». Bibl. : □ Para la adopción en su desarrollo his­ tórico: D’Amelio M., Sulle origine dell’istituto deU’affiliazione, en Studi di storia e di diritto in onore di C. Calisse, v. 3, Milán 1 9 4 0 .—Gualazzi U., L'adozione nel diritto intermedio, en Nuovissimo Digesto, v. 1. 2 8 8 - 2 9 0 .—Prévost M. H., Les adoptions pohtiques á Rome sous la Répuólique e í le Principat Parts 1 9 4 9 . o Para la adopción considerada en la legislación actual: Angel M„ Vadoption dans ¡es ¡égislations modernes, París 1 9 5 8 .-D e Cupis A.. 1 diritti della personalitá, Milán 1 9 5 0 .—Dusi B., Fiíiazione e adozione, Turín 1 9 4 2 .—Kornitzer M., Child Adoption in the Modern World. Nueva York 1 9 5 2 .□ Para el estudio de la adopción desde el punto de viste moral: AA. VV., La carenza delle cure máteme. Roma 1 9 6 6 .—AA. VV., Le probléme de Vadoption, Bruselas 1 9 6 1 . —AA. VV., Perspectives chrétiennes sur l'adoption, París 1962,-A ngelergues S., Quelques problémes médicaux possés par l’enfant adopté, París 1 9 5 1 .— Gambon G., La adopción, Hijos de José Bosch. Barcelona 1 9 6 0 .-L a u n a y C.-Soulé M., L'a­ doption: ses données psichologiques et sociales, París 1 9 6 3 .—Lunelli E., 11 servizio nell'adozione, Bolonia 1 9 6 6 . —Morvan C., La adopción, Euramérica, Madrid 19 6 5 .—Oger H. M., 11 pro­ blema morale del! adozione. Roma 1 9 6 4 .— Vismard M.. Comment secourir, recueillir, adopter un enfant, París 1 9 6 0 .—Zur Nieden M., 11 figlio adotlivo, Francavilla 1 9 6 9 .

AM OR Y A M IS T A D Al abordar el tema de la «amistad» en el Dictionnaire de Spiritualité, Vansteenberghe observa acertadamente que la amistad, aunque aparentemente es una realidad bastante fácil de des­ cribir, ya que cualquiera tiene de ella alguna experiencia personal, en reali­

Amor y amistad

dad, vista de cerca, resulta bastante compleja y muy diversa en sus distin­ tos ámbitos. La dificultad se agranda todavía más si le asociamos la voz «amor». ¿Qué diferencias se advierten entre amistad y am or? ¿Existe una amistad que sea también amor ? ¿ Es po­ sible entre hombre y mujer fuera del matrimonio? ¿Con qué condiciones? Bajo estas preguntas, que se formulan con frecuencia y a las que no se suele responder con claridad, se encierran algunos problemas sobre los que qui­ siéramos proyectar un poco de luz, subrayando el aspecto teológico, moral, espiritual. Se advierte en esta materia todavía una notable confusión de ideas, a la que ha dado lugar una presenta­ ción manualística que arranca de los graves desórdenes a los que conduce rápidamente un afecto desordenado que no justifican ni los más hermosos pre­ textos. Razones de orden práctico, pas­ toral, han hecho que se insista en de­ terminados aspectos de la realidad, que no se niegan, en detrimento de otros aspectos positivos que siguen esperando una explicitación prudente. Tal vez ha llegado el momento de intentarlo, y a ello nos disponemos en este tratado, partiendo de la noción de amistad y de su historia. I.

Historia de la noción de amistad

1. L a amistad en la antigüedad CLÁsiC A .-T ras la exaltació n de la m ito­ logía y de la literatu ra griegas (Orestes y Pílades, Aquiles y P atro clo , etc.), la filosofía en cum bró la am istad co n un térm in o específico que la distingue del éros: philía. Este térm ino se relacionó al principio con las a traccio n es que presi­ den las com binaciones de los elem entos naturales. Más tard e caracterizó las afinidades electivas de las personas h u ­ m a n a s e im plicaba, adem ás del senti­ m iento del am or (philesis), su oposición (antiphilesis). Philos, en su prim era acep­ ción, significó «m ío», designando a los de c a s a (philoi), y entre ellos tam bién a la mujer (philé), y m ás tard e a los huéspedes: philein equivalía a tra ta r bien, con justicia. Todavía no co rre s­ pondía a u n sentim iento interno. Más tarde llegó a co n n o ta r afición a algo, no sólo poseído co m o propio, sino ta m ­ bién apreciado, querido: un familiar. Y co m o «no todos ios fam iliares son am igos» (D em ócrito) com enzó a desig­ narse como philía un lazo afectivo de

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libre elección (fin del s. vn, principio del vi). Con el cambio de la forma aristocrá­ tica de gobierno a la democrática (s. v) se llamaron philoi los partidarios de un hombre político. Semejante amistad en estas connivencias, en general no iba más allá del utilitarismo. Protágoras fue el teórico de este tipo de amistad. Sócrates ni superó ni combatió esta concepción. El concepto de benevo­ lencia desinteresada, esencial a la amis­ tad, se lo debemos a Platón (Lisias 2 12d , 2 1 9 c ). Por lo demás, eras una larga discusión, termina por decir que es «indefinible», en su libro Lisias. Vuelve sobre el tem a en el Convite, donde diser­ ta sobre éros y philía sin distinguir neta­ mente entre los dos sentimientos. El éros, partiendo de la belleza exterior del cuerpo, asciende hacia la contempla­ ción pura de la Belleza por un difícil camino de desprendimientos sucesivos, sacrificando, uno tras otro, todos los lazos afectivos. La dicha final en la po­ sesión del Primer Amado, único objeto de una amistad realmente desinteresa­ da (Lisias, 219c-d ) se da en la soledad, no en la participación de un mismo gozo. Lástima que en toda la concepción platónica se note la ausencia de una verdadera trascendencia del otro ser a am ar por sí mismo, como un fin y un absoluto en su orden. Se considera al otro como puro medio que se entrecruza y se abandona cuando ya no sirve, pues el centro verdadero de interés no es la persona, sino la idea. Platón, con todo su filosofar sobre el am or y sobre el objeto primero del amor, de la mis­ m a m anera que nos hace dudar de su fe en un Dios personal, nos da la im­ presión de no conocer una relación ver­ dadera y duradera, en el plano humano, de persona a persona. Aristóteles recoge el tema de la amis­ tad en la Etica a Nicómaco (c c . 8 y 9). Para él la amistad se funda en la res­ puesta afirmativa que los dos amigos dan conjuntamente a un mismo valor: útil, deleitable u honesto. Tanto la amistad fundada sobre lo útil como la que se funda sobre lo deleitable son verdaderas amistades, pero no son du­ raderas porque es defectible su funda­ mento. Duradera es sólo la amistad que se funda en la virtud. Esta es la «amistad perfecta» (1 1 5 6 b 7). Esta amistad supone cierta igualdad (isótes), comunidad de sentimientos (om ónoia) y de vida (sunzén). Aristóteles no ve en en el fondo m ucha diferencia entre amor

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A m or y amistad

bien este sentimiento, cuya esencia ra­ dica «en el afecto recíproco y desinte­ resado», al exaltarlo en la historia de Jonatán: la historia de un amor ( ’ahabah, cf 1 Sam 1 8 ,1 ) capaz de fusionar dos espíritus en un a amistad, íntima y fuerte al mismo tiempo, dispuesta a los mayores sacrificios. El Deuteronomio designa al amigo con un término aná­ logo al homérico hétairos. La Biblia de Jerusalén lo traduce así: «el amigo a quien estimas como a ti mismo» (Dt 1 3 ,7 ). En los libros sapienciales se encuentran muchos pasos sobre la amistad. Citamos dos: «Hay amigos que llevan a la ruina, pero hay amigos más afectos que un hermano» (Prov 18, 2 4 ): «Un amigo fiel es escudo poderoso, y el que lo encuentra halla un tesoro» (Eclo 6 ,1 4 ). Para entender bien el mensaje que nos ofrece la Biblia sobre la amistad, tengamos presente que esta realidad humana se relaciona profundamente con la Alianza de amor entre Dios y su Pueblo. El amigo puede ser un apoyo firme y un aliado fiel sólo si está radi­ cado en aquel Dios que, fidelidad por esencia, jam ás cede en su pacto de amor. Y en el amigo fiel, tesoro in­ menso, se perfila el que debe veíiir y de quien son un símbolo vivo las anti­ guas figuras. La amistad con Dios, que Aristóteles tenía por imposible, es una suerte de los elegidos: descendencia es­ piritual de Abraham el amigo de Dios (Is 4 1 ,8 ), llamada a conversar con él, después de Moisés, «como se habla en­ tre amigos» (Ex 3 3 ,1 1 ). Esta unión, casi increíble, entre Dios y «l hombre se realiza a través del Hombre Dios, cuyo misterio alborea de forma aún oscura en el Antiguo Testamento (Sab 7, 14), que «en todas las edades, derra­ mándose en almas santas, hace de ellas amigos de Dios y profetas» (Sab 7 ,2 7 ): «Dios no am a sino al que convive con la sabiduría» (Sab 7,28). El Nuevo Testamento nos presenta al Amigo Eterno, cuya belleza supera la del sol y las estrellas, y cuya fuerza se extiende de un extremo al otro del mundo, gobernando el universo con prodigiosa bondad (Sab 7 ,2 9 : 8,1). La misteriosa esposa dél Cantar de los Cantares lo llama Amigo una y otra vez, nombre del cantar de Isaías 2. L a a m istad en l a B i b l i a .- L a Sa­ (Is 5 ,1), el mismo que el Padre Eterno pronuncia en el Jordán, invistiéndolo grada Escritu ra, que explica el origen, —en el Espíritu— de una misión supre­ H destino y el misterio de los sexos, no analiza el m isterioso su strato del ma (Mt 3 ,1 7 ). La rida cristiana es una .-(4) B. Háring, La ley impidiendo en lo posible el efecto de de Cristo, Herder, Barcelona 1 9 7 0 6, v. 3, 6 0 1 .— sus poco caritativas afirmaciones, aun­ (5) PL 4 0 , 4 4 0 - 4 4 9 .—(6) B. Háring, o. c., 6 0 2 . que sea mediante una expresión vela­ P ) Id, o. c., 6 1 0 .—(8) Id, o. c., 6 1 1 . - ( 9) PL 3 2 , da, como, por ejemplo: “no era exacto 5 2 .- ( 10) PG 32, 7 4 7 .—{ “ ) PL 1 8 3 , 5 8 4 - 5 8 5 .(i2) 0 Teodoro da Torre del Greco. Teología lo que dije”, o “en ese caso me equi­ morale. Alba 1 9 5 6 , 4 1 9 .—( 13) Cf E. Trabucchi, voqué”, o bien poniendo hábilmente VIII comandamento: la veritá nella carita, en de relieve las buenas cualidades del di­ L’uomo e il decálogo, a cargo de L. Babbini. famado. De la injuria personal, incluida Génova 1 9 6 9 , 2 7 5 - 2 8 0 . - ( 14) Id, o. c., 2 7 7 . en la difamación, hay que pedir, en (15) B. Háring, o. c., 6 1 7 .—C 6) Id, ib. principio, perdón; aunque las mues­ B i b l . : Háring B., La ley de Cristo, Herder, tras positivas de aprecio y caridad pue­ Barcelona 1 9 7 0 6, v. 3. 6 0 0 - 6 1 9 .—Lumbreras den considerarse como una satisfacción P., De iure ad famam, en «Angelicum», 15 suficiente. En lo posible, la rehabilita­ (1 9 3 8 ). 8 8 - 9 1 .—M ausbach J.-Ermecke G., Teo­ ción del difamado ha de preceder a las logía moral católica. Universidad de N avarra, excusas»15. Si la detracción ha causado Pam plona 1 9 7 1 .—Palazzini P., Onore e contu­ al otro pérdidas materiales, habrá que melia, en Enciclopedia cattolica, v. 9, 1 3 5 - 1 3 8 .— resarcirlas debidamente como en cual­ Tilmann F., II maestro chiama, vers. it., Bres­ cia 1 9 5 5 4, 2 8 5 - 2 9 2 .-V a n Kol A., Theologia quier otro supuesto de daño injusto16. moralis, Herder, Barcelona 1 9 6 7 , v. 1, 7 1 7 -7 2 5 . La reparación del honor lesionado en la contumelia tendrá que hacerse pública o privadamente según que la H U ELpA injuria haya sido pública o privada. También conlleva el deber de reparar No nos ocuparemos de la huelga los daños. desde el punto de vista estrictamente político o legislativo1. Nuestro discurso VIII. Cesa el deber de la reparación intentará ser lo más teológico y moral posible. De ahí que nos ocupemos, aun­ —si el delito se ha hecho público o si el que dentro de la brevedad m arcada, difamado se ha ocupado de tutelar su de las cuestiones teológicas prejudiciales propio honor de otra forma (por ejem­ acerca de la posibilidad de una política plo, mediante una sentencia judicial); cristiana y la aceptabilidad, por parte —si el detractor, para llevar a cabo la del cristiano, de la lucha de clases, para reparación, tiene que sufrir un daño luego pasar a la consideración de las mucho más grave que el padecido por cuestiones morales connexas con la lu­ el difamado; cha de clases que incluye la huelga y, —si la murmuración se ha olvidado to­ finalmente, aludir a los problemas más talmente ; recientes y candentes: los que están -s i el difamado se ha vengado con otra

H u e lg a

vinculados con las ocupaciones y los secuestros de personas. Todo esto pro­ curaremos exponerlo, dando por cono­ cidas las cosas que se suelen decir en los manuales y de forma casi esque­ mática, en consonancia con la índole de un diccionario de «aggiornamento».

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apartarlo de la perspectiva de un fra­ caso (aparente) y de un final trágico, El lo hizo callar bruscamente (Mt 16, 2 1 -2 3 ). Jesús tiene plena conciencia de que la misión que le ha confiado el Padre es apostólica y no política (Le 12, 14), Son célebres a este respecto algu­ nas de sus expresiones: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra I. Política y Evangelio que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). Se verá en seguida si con la huelga Ante la tentación política de Satanás, puede hacerse política en sentido es­ que quiere someterle todos los reinos tricto; pero no hay duda de que la del mundo, El responderá: «Adorarás huelga constituye un modo de hacer al Señor, tu Dios, y a él solo servirás» política (en sentido amplio, si por polí­ (Mt 4 ,1 0 ), Sumamente clara es la res­ tica se entiende cualquier intervención puesta que da a Pilato en un momento con miras a erigir un determinado or­ de especial solemnidad: «Mi reino no den en las relaciones interpersonales). es de este mundo» (Jn 1 8 ,3 6 ). Surge, por ende, la cuestión teológica En nuestro caso, podemos intentar prejudicial: ¿Hay una política para el hacer una síntesis. Cristo no retrocede cristiano? ¿Cuál es la política cristia­ ante la oposición ai desorden estable­ na? El problema reviste tanto interés cido, pero tampoco olvida que su misión como dificultad, no sólo en razón de es espiritual y que debe permanecer su discreta novedad (en el pasado se abierto a todos, saltando por encima hacía política y se preocupaban menos de cualquier estructura que intente de legitimarla), sino porque aquí se re­ aprisionarlo. Y así, no aceptará el na­ fleja uno de los problemas más difíci­ cionalismo de los zelotas, ni la concep­ les de la teología moral de hoy: la ción teocrática de los fariseos, ni el m a­ búsqueda del «proprium» de la misma; terialismo de los saduceos. Sin embar­ la búsqueda se acentúa en virtud de la go, todos los que quieran sinceramente persistencia de la mentalidad clerical y encontrarlo por motivos religiosos, a cualquier clase que pertenezcan, lo en­ triunfalista, a pesar de la Iglesia pobre (que confía en Dios y no en el poder) contrarán siempre disponible y no se­ querida por el Vaticano II. Teórica­ rán nunca rechazados. P ara el cristiano es ya clásico el es­ mente, las opiniones sostenibles son es­ tas cuatro: no hay ninguna política logan de Cristo: «Dad al César lo que cristiana, sólo hay una política cristia­ es del César y a Dios lo que es de Dios» na, son numerosas las políticas cris­ (Mt 2 2 ,2 1 ). Todo poder, ya sea clerical o laico, ha intentado siempre absolutitianas, todas las políticas son buenas. zarse. Jesús, en cambio, ha elaborado Expondremos paso a paso, nuestra una separación liberadora. La comuni­ posición al respecto. dad religiosa no coincide con la comu­ 1. R e c h a z a m o s e l n e u t r a l i s m o po ­ nidad política. El trono no puede apo­ yarse en el altar, ni el altar en el trono. l ít ic o del c r i s t i a n o .—Para algunos, Y, sin embargo, a pesar de la enseñanza Cristo ha sido un revolucionario, que de Cristo, la antigua confusión aparece se ha enfrentado a todas las autorida­ ya en parte con San Agustín, que ad­ des constituidas de su tiempo, eclesiás­ mite una cierta coerción en su enfren­ ticas y civiles, hasta que fue por ellas tamiento con los herejes. Reaparecerá condenado a muerte. Para otros, en también en la edad media, en prove­ cambio, Cristo se negó a intervenir en cho de la autoridad eclesiástica, que se los asuntos temporales. Rechazó todo servirá indebidamente de los medios del compromiso con los mitos de la época, poder: violencia, inquisición, cruza­ oponiéndose al mesianismo político que das, etc. Falta preguntar si ha sido deseaba fuera el restaurador de la liber­ definitivamente desterrada de los ecle­ tad hebrea contra la opresión romana. siásticos y de los políticos de h o y2. Cuando, entre el entusiasmo popular Y, sin embargo, el creyente debe com­ levantado por la multiplicación de los prometerse seriamente incluso en el panes, algunos galileos, probablemente campo político, según su capacidad y «zelotas», quisieron convertirlo en un responsabilidad. No hay compromiso rey-mesías político y en un liberador ético eficaz que en ciertos momentos nacional, él desapareció de su vista no se convierta en compromiso políti­ (Jn 6 ,1 4 -1 5 ): cuando Pedro intentó

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co. La Pascua significó una liberación completa del hombre (y no sólo de su espíritu). El absentismo desencarnado del cristiano, aparte de olvidar la en­ carnación de Cristo, desembocaría en alienación y connivencia con el mal. La salvación cristiana trasciende, pero al mismo tiempo comprende, la salva­ ción política. Se llega incluso hoy a re­ descubrir una dimensión política en toda verdad de fe (cf Política [teologíaJ). Efectivamente, no es cristiana cual­ quier ruptura que se establezca entre religiosidad y vida terrena. Pablo no quiere que la esperanza de la parusía lleve a cruzarse de brazos a los Tesalonicenses. El cielo no brinda ningún álibi a la tierra. Es más, lo definitivo tiene que realizarse a tra­ vés de lo provisional. Para el Vatica­ no II, «la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien propor­ ciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio» (GS 2 1 , 3 ; cf 4 3 ) . Es verdad. El compromiso temporal del cristiano es relativo; pero esta relativización no está inspirada por la eva­ sión y la fuga, sino por la esperanza y la certeza de la consumación esca­ tológica. El resultado hacia el que se debe apuntar es todavía inadecuado, en relación con el proyecto de un mundo nuevo. La única conclusión es que el cristianismo jamás podrá conciliarse con un orden terreno establecido, pues­ to que la frontera de lo alcanzable se amplía cada vez más. La fe en la his­ toria de Cristo y en su victoria es una fuerza crítica, subversiva, creadora y liberadora. En este sentido, no existe cultura cristiana, ni orden social cris­ tian o3, ni política cristiana; pero existe sólo el compromiso constante del cris­ tiano incluso en el campo político. Aho­ ra bien, aquí nos encontramos ya en otro punto.

H u e lg a

autoridad eclesiástica, como se deduce de la instrucción Octogésima adveniens (n. 2 5 ,5 0 ) y del discurso de Pablo VI, publicado por el Osservatore romano el 9 de abril de 1 9 7 2 . Semejante plura­ lismo político, también para el católico, no puede negarse en virtud de la si­ tuación española (aun admitiendo que la aireada unidad de los católicos es­ pañoles sea legítima), pues en todo caso se trataría de una situación ex­ cepcional, por lo que no podría cons­ tituir la norma. Hay que juzgar esen­ cial el pluralismo en política, que es justamente el lugar específico de las diversas opciones. Hoy el peligro más atosigante es aún el monolitismo de de­ rechas, que supone una mentalidad más o menos capitalista. Pero es justo prepararse a rechazar igualmente un monolitismo de izquierdas que, aunque opuesto, recaería en el mismo vicio clerical que no deja espacio para la li­ bertad en política. Si ei primer punto 10 cerrábamos concluyendo que no es posible dejar de hacer política, porque todo lo que no es politizable no cuenta socialmente, ahora hemos de sacar la conclusión de que es imposible carecer de varias propuestas o soluciones polí­ ticas entre las que el cristiano debe ele­ gir libremente. 3.

N e g a m o s e l « c u a l q u ie r is m o » d e l

c r i s t i a n o .—Decir

que existen tantas políticas aceptables no significa que todas las políticas sean buenas, com­ prendidas las que defienden la segregración racial, conducen al odio o pre­ fieren la violencia. Si no todas las polí­ ticas son aceptables, surge el problema de señalar el criterio mediante el que sea posible elegir entre las diferentes políticas o rechazar algunas de ellas como incompatibles con el evangelio. Intentando delinear una solución, enun­ ciaremos un triple criterio que permita una elección acertada y evangélica. a) La igualdad sustancial entre los 2. A f ir m a m o s e l p l u r a l is m o p o l í­ hombres, más aún, la fraternidad uni­ t ic o d e l c r i s t i a n o . - P a r a el cristiano, versal está absolutamente exigida por pues, la política no es una prohibición, el evangelio. La documentación de esta sino un deber. En ese caso, ¿ cómo ten­ propuesta es más que obvia. Hablamos drá que hacer política? ¿Hay sólo una de igualdad sustancial, porque no que­ o existen varias políticas? Si por polí­ remos aparecer como patrocinadores de tica entendemos las opciones concretas un raserismo que olvide las caracte­ para la construcción de la ciudad te­ rísticas específicas de cada uno y por­ rrena, hemos de decir entonces que no que no queremos entenderla al estilo hay una política única para el cristia­ capitalista-liberal (igualdad como liber­ no, sino que caben varias. Rechaza­ tad del más fuerte para aplastar al más mos, pues, tras haber rechazado el neu­ débil). Por esto añadimos inmediata­ tralismo, también el clericalismo o el mente un segundo criterio, comple­ triunfalismo. Hoy el pluralismo político lo reconoce abiertamente incluso la

H u e lg a

mentarlo del anterior, y que debería evitar sus malentendidos. b) La predilección por ¡os pobres, por los pequeños, por los marginados: en una palabra, por el prójimo más nece­ sitado. También en este punto, toda documentación resulta superflua. Ya el AT muestra su predilección por el huér­ fano y la viuda, el forastero y el opri­ mido. En el NT, el «dejad que los niños vengan a mí» no se refiere sólo a los niños, sino a todos los excluidos. Y Je­ sús llega a identificarse con la persona del necesitado: «Cuanto hicisteis a uno de esto s hermanos m ío s más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 2 5 ,4 0 .4 5 ), tanto en el bien como en el mal. No se trata, por ende, de un discurso dema­ gógico, lanzado para hacerse estimar en un mundo que parece inclinado cada vez más a la izquierda. Trátase de un discurso profundamente evan­ gélico, que acaso estamos descubrien­ do otra vez demasiado tarde4. c) La predilección por la no-violencia podría constituir el tercer criterio. Tam­ bién. aquí la posibilidad de caer en equívocos es muy fácil. Ante todo, la «no-violencia» no es inactividad, mo­ verse remisos, huida a lo espiritual. Es, por el contrario, medio de lucha para obtener justicia y un medio de lucha que exige singular coraje. Por otra parte, la violencia que se condena no es sólo la violencia de quien no cuenta, sino también, y sobre todo, la violen­ cia del que detenta el poder político. De lo contrario, mereceríamos ía re­ probación evangélica del que se es­ candaliza por la paja que ve en el ojo del hermano y no quiere sacar la viga que hay en el suyo. Por último, ha­ blamos de predilección porque no pre­ tendemos prejuzgar la cuestión de la posibilidad de la violencia como legíti­ ma defensa. Y tendremos que ver a continuación si eventualmente existen otros criterios. Para algunos parecía ser un criterio evangélico también la exclu­ sión de la lucha de clases; pero ya hay algún joven que, por el contrario, de­ searía considerar como criterio preci­ samente su inclusión. Vamos a ocu­ parnos brevemente de este particular, por hallarse en íntima conexión con el cometido directo de nuestro tema.

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pero ya ayer la practicaban las dere­ chas, qué aún no la han abandonado: cómo el concepto de clase es ambiguo, en cuanto puede referirse a la cultura, al censo, al poder o a estos tres ele­ mentos conjuntamente. Expondremos, en cambio, directamente los términos del debate en forma dialéctica. 1.

c l a s e s . -A n te

2.

11.

¿Lucha de clases o interclasicismo?

Cabría adelantar algunas premisas: por ejemplo, cómo la lucha de clases la airean y reivindican las izquierdas,

C o n t r a in d ic a c io n e s d e l a l u c h a

todo, dicen los que impugnan 1a lucha de clases, tiene m arca m arxista y no cristiana. Además nace del odio, en tanto que el cristiano siente que debe am ar y que jam ás le será posible odiar por ningún motivo a un hermano. Sospechosa por su ori­ gen, la lucha de clases no lo es menos por los resultados a que está destinada: conduce a la violencia, mientras que el cristianismo enseña a poner la otra mejilla al perseguidor. Además, la po­ lítica es la conducción de los asuntos públicos, que pertenecen a todos y no sólo a una única cíase, de suerte que la lucha de clases introduciría un ele­ mento de discriminación inaceptable para quien profesa la fraternidad uni­ versal. Cabría añadir que, incluso ad­ mitiendo que se consiga siempre evitar 1a violencia, la conflictividad permanen­ te 5 a que la lucha de clases ineludible­ mente desemboca, es exactam ente lo contrario de la convocación en el amor que la escatología cristiana sueña. Sin tener que decir que no resulta poco contradictoria la lucha de clases pre­ gonada por las izquierdas. Estas par­ ten, en efecto, de la constatación de los males que ha ocasionado el clasis­ mo de derecha, para deducir la nece­ sidad de instaurar un clasismo de iz­ quierdas. Mas siempre estaríamos ante un clasismo, podría inmediatamente subrayarse. No se combate la actual discriminación entre los hombres, si se trata simplemente de despojar a algu­ nos de los privilegios de que disfrutan para entronizar a otros en los puestos que aquellos ocupaban. Más que de es­ tructuras que modernizar o tirar, da la impresión de que se persigue la susti­ tución de las personas. Por último, ca­ bría señalar, la predilección jerárquica por el interclasismo. de

C o n t r a in d ic a c io n e s

del

ín t e r -

natural que los otros aduzcan objeciones frente a estos argu­ mentos. Nuestra lucha de clases —así hablan— no nace del odio, sino pre­ cisamente del amor hacia los oprimíc l a s i s m o . —E s

469

H u e lg a

dos y, en última instancia, hasta del amor hacia los opresores, a fin de que puedan finalmente caer en la cuenta de que se equivocan. No es ni siquiera verdad que la lucha de clases lleve fa­ talmente a la violencia y, en todo caso, se trataría de violencias eventuales y esporádicas, mucho menores que las violencias continuas y sistemáticas que el capitalismo opera en relación con los obreros, con la connivencia de las ins­ tituciones y de las leyes. Aliado del mal sería el que no intentase ofrecerle resistencia denunciándolo y buscando su contención. La predilección jerár­ quica por el interclasismo nos conven­ ce aún más de la necesidad de afirmar esta otra vocación que es esencialmente bíblica. La Escritura afirma, con gruesos ca­ racteres y gran claridad, la predilec­ ción por los débiles y los excluidos, por los pobres, que son, en definitiva, los verdaderos destinatarios del mensaje de salvación traído por Cristo. Ya el AT expresa su solidaridad con los m ar­ ginados y los oprimidos de todo género e invita a resistir al poderoso (Lev 1 9 , 1 5 - 1 8 ) . El NT restalla invectivas con­ tra los ricos («Ay de vosotros...») y considera obligatoria la solidaridad con los débiles; incluso esta solidaridad constituye materia del juicio final y verdadero discriminador de la bondad de los hombres (Mt 2 5 , 3 1 - 4 6 ) . Y cie­ rran su alegato diciendo: ¿Somos nos­ otros los que nos hemos dejado instrumentalizar por el marxismo o sois vosotros los que os habéis dejado instrumentalizar por el capitalismo? 3.

La s

dos

v o c a c io n e s

c o m p l e m e n t a r i a s . —Oídas

c r is t ia n a s

las dos cam ­ panas, ensayemos ahora una síntesis que recoja lo que de verdad ambas pre­ gonan y nos permita evitar toda unilateralidad. Generalmente, cada uno se sitúa en una perspectiva óptica que no le permite percibir la verdad del otro. Sería interesante que cada uno inten­ tase retirar las acusaciones que hace al otro. Puede decirse en síntesis que los dos primeros criterios en los que debe inspirarse toda política aceptable por el cristiano se afirman aquí dema­ siado acentuada y exclusivamente tanto por unos como por otros. Me explico. El clasismo ve la necesidad de poner de relieve la solidaridad con los iguales, sobre todo si son desheredados, y corre el riesgo de olvidar la fraternidad uni­ versal. El interclasismo, en cambio, se

muestra convencido (de palabra) de que todos somos iguales, incluso her­ m anos; pero corre el riesgo de olvidar que hay algunos que son considerados por la sociedad o por la mentalidad menos iguales que los otros, por lo que existe el peligro de dejar en la sombra la predilección —igualmente evangélica— por el débil y el pobre. Además hay que volver a rem achar que el ideal continúa siendo la convo­ cación en el amor, que constituye el verdadero fin de la vida cristiana en la tierra como en el cielo. Todo lo demás no puede ser sino medio. No obstante, si una clase no quiere practicar la jus­ ticia, la otra puede intentar constreñir­ la a hacerlo mediante la lucha. Esta lucha ya no sería injusta en esa hipó­ tesis, sino que, por el contrario, se en­ caminaría a instaurar la justicia. Quien habla de amor y luego se preocupa sólo de mantener privilegios y conservar un desorden estructural, no sólo no trabaja verdaderamente por la llegada del reino del amor, sino que realiza la peor instrumentalización y negación de los valores más profundos del cristia­ nismo. De todas formas sigue siendo verdad que el cristiano debe luchar, en primer término y más profundamente, contra el egoísmo que hay en sí mismo que contra el que se halla en los otros y en las estructuras. Sólo así su lucha resultará creíble y su acción no olvi­ dará el aspecto prioritario. Esto no puede ni debe significar, sin embargo, renuncia a luchar en el seno de las estructuras y contra ellas (cuando son inhumanas). No cabe aceptar la ex­ presión: preocupémonos de ser santos y el resto vendrá por sí mismo. De esta suerte no se exalta, sino que se degra­ da la santidad. Pues ¿en qué consiste ser santos sino en seguir la vocación divina de gastarnos por los hermanos? La línea de demarcación entre bue­ nos y malos no coincide con las clases, pero atraviesa por medio de ellas. Nin­ gún derecho tienen los unos a afirmar que todos los empresarios son malos y todos los obreros son buenos, como tampoco tienen derecho de replicar los otros exactam ente en sentido con­ trario. El evangelio nos enseña que, en este mundo, cizaña y trigo se hallan mezclados, siendo imposible separarlos de m anera neta. Esencialmente inicuos son quizá los sistemas y no las perso­ nas, esos sistemas que oprimen siem­ pre a las personas, incluso cuando les

H u e lg a

resultan provechosas, y las lanzan las unas contra las otras. Es el sistema ca­ pitalista basado sobre el lucro y no sobre la defensa del hombre el que es preciso derribar, de la misma manera que es menester rechazar el sistema colectivista que no es menos deshu­ m anizante6. A nuestro parecer, en fin, son legíti­ mas las dos vocaciones: la del clasista y la del interclasista, con tal que no desconozcan la necesidad de la vo­ cación complementaria. Hay quien pre­ fiere solidarizarse con los humildes y luchar por su causa, como hay quien prefiere pregonar que todos los hom­ bres son hermanos o deben llegar a serlo. Son vocaciones delicadas porque presentan riesgos opuestos, pero legí­ timas e igualmente excelsas. Parece que el. sacerdote ha de elegir la profecía del amor. Sólo con carácter de suplencia podría ser llamado a seguir la otra vo­ cación, en un momento de especial di­ ficultad, acaso para que no se diga que la Iglesia no quiere nunca solidarizarse con los débiles. III.

Moralidad de la huelga

Nos hemos entretenido en las cues­ tiones preliminares porque nos parecen más estrictamente teológicas. Reivin­ dicada la vocación a la solidaridad hu­ m ana incluso mediante el clasismo, re­ sulta, sin duda, más hacedera la legi­ timación de la huelga. Por otra parte, el magisterio de la Iglesia jamás ha negado el derecho de huelga, si bien es verdad que lo ha afrontado con hon­ das preocupaciones. La Rerum rtovarum de León XIII no intenta excluir la huelga, sino lamentar profundamente los motivos de injusticia patronal que la originan y las funestas consecuen­ cias que produce7. El documento pon­ tificio más reciente sobre los problemas sociales se expresa en estos términos, después de haber reivindicado la im­ portante función de los sindicatos: «Sin embargo, su acción no se halla des­ provista de dificultad: aquí y allí puede manifestarse la tentación de aprove­ charse de una posición de fuerza para imponer, principalmente mediante la huelga -c u y o derecho como último medio de defensa permanece cierta­ mente reconocido—, condiciones de­ masiado onerosas para el conjunto de la economía o del cuerpo social, o para intentar cobren eficacia reivindicacio­ nes de carácter directamente político.

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Cuando se trata, especialmente, de ser­ vicios públicos, necesarios para la vida cotidiana de toda una comunidad, será preciso saber valorar el límite más allá del cual el daño causado resulta inad­ misible»8. Esta carta apostólica salía a luz en un momento de huelgomanía (sobre todo en Italia) y tal vez se resienta de esta situación; por otra parte, resu­ me en pocas líneas el discurso tradicio­ nal sobre esta materia. Junto a la huel­ gomanía, empero, se da también una huelgofobia, igualmente perniciosa. Se nos antoja, por tanto, oportuno añadir algo más concreto acerca de las condi­ ciones para la legitimidad de la huelga. El discurso moral, en esta esfera, es más que legítimo con tal que nos percatemos de sus límites. No puede ser sino abstracto, ya que sólo la situación concreta podrá decir si se verifican las condiciones que legitiman la huelga. Además, la situación no siempre podrá ser leída unívocamente en virtud de su objetiva complejidad. Finalmente, con enorme dificultad el cristiano (y mucho menos el pastor) podrá tomar postura en cuanto tal a favor o en contra de una determinada huelga. Se dice de ordinario: La huelga pue­ de ser lícita, y lo es, si se verifican si­ multáneamente las siguientes condicio­ nes: 1) que se trate de una causa justa; 2) que no exista otro camino para de­ fenderla; 3) que se tenga fundada es­ peranza de éxito, es decir, que medie proporción entre los bienes que se es­ peran y los males que se tem en9. No nos detenemos a explicar estas condi­ ciones que, por lo demás, son bastante obvias. Haremos ver, en cambio, para cada una de ellas, los puntos que hoy resultan problemáticos y aquellos otros en que quizá es posible que dé un paso hacia adelante la ciencia m oral10. 1. C a u s a j u s t a . - E n cuanto a la causa justa, ya hace tiempo se había puesto de relieve que dicha causa no es sólo de orden económico, sino que puede referirse a cualquier reivindica­ ción del trabajador (por ejemplo, la seguridad en las condiciones de traba­ jo). Podríamos bastante fácilmente po­ nernos de acuerdo hoy en añadir que causa justa no es sólo aquella que rei­ vindica un verdadero y propio derecho, sino cualquier cosa a la que esté per­ mitido aspirar, tanto más cuanto que la línea divisoria exacta entre las dos cosas no puede fácilmente trazarse: la aspiración de hoy es el derecho de ma-

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ñaña, al igual que la aspiración de ayer constituye hoy un derecho. El princi­ pal punto problemático del momento nos parece que es el tocante a la huel­ ga política en los regímenes democrá­ ticos y al poder político de las organiza­ ciones sindicales. Hablamos obviamente de democracia, porque en los estados dictatoriales es ciertamente legítimo hacerse oír políticamente mediante la huelga, dado que no existen otros me­ dios; el problema entonces residirá casi totalmente en la esperanza de éxito y en el precio que el trabajador tendrá que pagar. Cuando han surgido las primeras huelgas políticas (por ejemplo, contra la carestía de la vida o de la vivienda), en los periódicos se han dejado oír vo­ ces de católicos y de teólogos que pro­ testaban ante semejante modo de pro­ ceder, dando por supuesta la ilicitud de tales huelgas. Hay otros canales —decían—, por ejemplo, los partidos, para llevar adelante dichas instancias. Teóricamente tenían razón: a los sindicatos corresponden las reivindica­ ciones sectoriales; a los partidos, las programaciones generales. Pero a ve­ ces lo mejor es enemigo de lo bueno. Los partidos políticos pueden resultar, en ocasiones, demasiado lentos a la hora de reclamar determinadas cosas urgentes y necesitar, por tanto, que se les dé un empujón desde fuera. Aparte de que, por razones particulares, los partidos que se encuentran en el poder, formando parte del gobierno, represen­ tan insuficientemente a los obreros, de suerte que éstos se hallan en la penosa necesidad de tener que recurrir a los sindicatos y a su contingente poder po­ lítico para volver a equilibrar las cosas. No cabe duda de que esto debería con­ siderarse un mal menor, en el caso de que la alternativa fuese la de dejar que todos los obreros voten al partido co­ munista. Somos de la opinión, por con­ siguiente, de que no es aceptable ni acertada, sino integrista, la postura de quienes rechazan siempre la legitimi­ dad de la huelga política. Al que obje­ tare que no es justo hacer pagar al em­ presario el precio del retraso de los ór­ ganos del gobierno, se le puede respon­ der que, de ordinario, se considera lícita la huelga de solidaridad11, a pesar de que funcione presionando a los respon­ sables mediante un precio que se hace pagar a otros; esto sin adentrarnos en consideraciones en torno a la unidad

H u e lg a

que reina entre ei sistema económico y el político12. 2.

A u s e n c i a d e o t r o s m e d io s . - L os

que han sufrido una injusticia, deben intentar todos los caminos posibles para obtener que se les haga justicia sin recurrir a la huelga; han de ensa­ yar todas las vías de la persuasión y de la ley. Podrán recurrir a la huelga sólo cuando resulte evidente que no existe otro medio para hacer triunfar el derecho o que el derecho en cuestión merece una defensa tan costosa. Basán­ dose en todo esto, siempre se ha dicho que no son legítimas las huelgas mien­ tras perduran las negociaciones. ¿Re­ sulta to d avía acep tab le sem ejante norma ? Pensamos modestamente que no, por analogía con cuanto hemos sostenido en el punto precedente. Estas normas tenían por cometido, y lo tienen, el de afirmar un valor; en nuestro caso, la paridad o igualdad sustancial de las partes que están pactando. El que pri­ mero va a la huelga, se decía hasta aho­ ra, quiere contratar desde una posi­ ción de fuerza y, por tanto, se equivoca. Pero hoy se está cada vez más conven­ cidos de la notable fuerza de los porta­ dores del poder económico (con fre­ cuencia incluso frente a los mismos portadores del poder político), por lo que, a veces, la huelga durante las ne­ gociaciones puede significar no turba­ ción del equilibrio de las fuerzas, sino, por el contrario, voluntad de instaurar ese equilibrio. Esto no quiere decir que esto suceda siempre; mas puede acae­ cer, por ejemplo, cuando las negocia­ ciones son puramente formales e iluso­ rias o se retrasan intencionadamente hasta el vencimiento del contrato, a fin de inducir más fácilmente a la otra parte a ceder. Nos damos cuenta de lo arriesgado de nuestro razonamiento, pero nos parece que es igualmente pe­ ligroso vincularse a una norm a fija, cuando sólo en la intención y, a lo sumo, en la generalidad de los casos, salva un valor13. Por otra parte, otras prohibiciones del pasado hoy se con­ sideran anticuadas y han cesado pací­ ficamente. Se ha sostenido que, por ninguna razón, se podía tolerar una huelga durante el tiempo en que esta­ ba en vigor el contrato, en tanto que hoy resulta evidente a todos que sólo una visión liberal y capitalista puede recabar el cumplimiento de una norma derivada de un contrato, aunque resul-

Huelga

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busquen las modalidades que causan mayores males a terceros y el menor mal a los huelguistas. Cristianamente (pero también humanamente) no nos sentimos capaces de seguir a los sindi­ catos en semejantes planteamientos y 3. P r o p o r c ió n e n t r e b ie n e s y m a ­ nos parece que es posible acusarlos de demagogia. Sea lo que fuere de ello, l e s . -E s ta condición ha determinado indudablemente en ese caso ya no se que se consideren ilícitas ciertas huel­ daría la debida proporción entre los g a s14 o ha hecho que se discuta, al bienes que se esperan y los males que menos, la posibilidad de declarar le­ se temen. Ya no parece que el mal sólo gítima, en alguna ocasión, la huelga se tolera o quiere en la medida de lo de determinadas categorías: maestros, estrictamente necesario y con profun­ profesores, médicos, enfermeros, fun­ do disgusto. La persona del tercero ino­ cionarios de servicios públicos esencia­ cente es utilizada intencional y volun­ les y funcionarios del gobierno en ge­ tariamente para conseguir el provecho neral, sacerdotes, etc. Una vez más, la propio. norma destinada a salvar un valor, co­ Del mismo modo sindicatos y obre­ rría a veces el peligro de comprometer­ ros tendrían que preguntarse, antes de lo. Estas huelgas podrán ser declaradas ir a la huelga, si actuando así no con­ lícitas con menor facilidad, a no ser seguirán únicamente un aumento apa­ que no se viole la justicia en relación a rente, seguido de inmediato por una cuantos tienen necesidad de dichos subida de precios y disminución del po­ servicios esenciales. Mas declararlas der adquisitivo de la moneda, dismi­ siempre ilícitas, sea cual fuere el mo­ tivo por el que hayan sido promovidas, nución que resulta tan temible para los pensionistas que reciben ya pensio­ sería aprobar una injusticia respecto nes de hambre. No es cristiano preocu­ a los trabajadores de estos sectores. El parse sólo de sí mismo y desentenderse estado podrá exigir el preaviso de modo que pueda predisponer los servicios olímpicamente de los demás. No resulta más urgentes, pero no impedir siempre creíble el amor por la justicia de aque­ llos sindicalistas que luchan por reivin­ a estas categorías el ir a la huelga (a menos que sus reivindicaciones se si­ dicaciones de las categorías numerosas gan automáticamente de las de otras y que viven mejor, abandonando a sí análogas que, en cambio, pueden ha­ mismas a las que son menos consisten­ cerse oír mediante la huelga). tes o a las personas que reciben menos. Y no se diga que así nos adentramos No reina escasa demagogia, nos pa­ en la lógica de la sociedad permisiva rece, también entre los sindicalistas, o en el presupuesto iluminista del pro­ que continuamente tienen que estar greso sin fin. Somos conscientes de que recibiendo gestos de agradecimiento por pueden darse paradas y retrocesos; parte de los inscritosls. como ejemplo, valga la voluntad de obtener la propia reivindicación con la IV. Ocupaciones y secuestros lógica del «cuanto peor tanto mejor»: de personas en otras palabras, cuanto peor vayan La huelga es tradicionalmente «ex­ las cosas para terceros inocentes, tanto trem a ratio», en tanto que en la men­ mejor para mí que voy a la huelga. talidad contemporánea parece que se Es verdad que la huelga tiende a asu­ está convirtiendo en «prima ratio», se­ mir formas cada vez más perfectas téc­ nicamente, o sea formas que por el guida de la no-colaboración, de la ocu­ pación de las fábricas, de los secuestros tiempo en que se declaran, por las per­ sonas a que afectan, por las conse­ de personas de la clase patronal, por cuencias que conllevan y por los mo­ limitarnos a los medios que todavía dos en que se desarrollan presionan pueden definirse no-violentos. ¿Cómo fuertemente sobre la parte adversaria, hay que juzgar todas estas cosas? perjudicando lo menos posible a los Los hechos son demasiado nuevos huelguistas. No es esto lo que se cues­ para que podamos tener la pretensión tiona. Como tampoco se cuestiona el de juzgarlos de m anera impecable. Por hecho de que toda huelga haya de tolerar otro lado, es preciso comenzar ya a molestias y males a terceros inocentes. decir alguna cosa. La no-colaboración, La cosa discutible, y para nosotros in siempre que no sea sabotaje, no plan­ aceptable, radica en el hecho de que se tea problema alguno y se puede consi­

tase abiertamente injusta. No se ve por qué también esta otra norma que pro­ híbe la huelga mientras duran las ne­ gociaciones no pueda admitir excep­ ciones.

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derar como una forma de huelga, si por tal no se entiende la simple abstención del trabajo, sino la lucha económica entre trabajadores y empresarios16. Está claro también que la huelga es «extrema ratio», sólo porque de alguna m anera hay que decirlo. Esta misma expresión se emplea también para la guerra, la legítima defensa personal hasta la muerte del agresor injusto y para todos los medios violentos. Tal vez la huelga no sea «extrema ratio» ni siquiera en el ámbito de los medios no violentos. No obstante, supone un esfuerzo de entendimiento entre las partes, puede que incluso con la aña­ didura de la mediación gubernativa. La ocupación no se limita en la ac­ tualidad sólo a las fábricas. Para mu­ chos representa una causa de desor­ den inadmisible o violación de domi­ cilio. Para nosotros es una forma de protesta grave y no-violenta. Es de la­ mentar que ciertas categorías no cuen­ ten con otros medios eficaces para ha­ cerse oír; pero cuando sucede esto, no acaba uno de ver por qué razón haya que declarar inmoral la ocupación y no la acción de cuantos mantienen el desorden que la provoca. Será preciso, sin embargo, experimentar todas las posibilidades de otras formas de pro­ testa menos costosa, del mismo modo que siempre será menester parangonar las propias necesidades con las de quienes eventualmente hayan de pe­ char con sus consecuencias17. El secuestro de personas reviste desde luego mayor gravedad y estaríamos tentados de calificarlo de inadmisible por lo que a las reivindicaciones sindi­ cales se refiere. Si no lo hacemos abier­ tamente es a causa de la consideración de que, en las dictaduras, las formas de injusticia que los obreros pueden sufrir (al igual que los políticos) son innume­ rables e incalculables. No podemos dejar de poner gravísimos reparos a toda indebida instrumentalización de las personas, teniendo ante la vista la fre­ cuencia con que, en otros sectores, se recurre a este medio. No es posible, empero, situar en un mismo plano la acción piratesca de bandidos sin escrú­ pulos y la acción de quien lucha por la justicia y no encuentra otros medios menos lesivos de las personas. Resulta superfluo añadir que el asesinato es absolutamente inadmisible y que se corre el riesgo de perpetrarlo, aun in­ voluntariamente, cuando se usan estos medios inconcebibles. Pero no se pue­

H u e lg a

de protestar contra los secuestros y ca­ llar respecto a quienes los provocan. L. Rossi

Notas.—f 1) El problema de la unificación de los sindicatos reviste hoy apasionante inte­ rés. A veces se interpela incluso a los teólogos. Si bien la cuestión es verdaderamente proble­ m ática, no logramos alejar la impresión de que la tom a de posición de ciertos católicos y teólogos tiene caracteres, quizá en forma larvada. de apriorísticos prejuicios. Luego, en un segundo instante, se encontrarán motivos y pretextos en la necesidad de no dejarse instrumentalizar por los marxistas. de conservar la propia libertad de acción y otras cosas por el estilo. Pero parece que, en realidad, lo que se teme es la fuerza contractual que de este modo los sindicatos unidos podrían conseguir (Atención, no se trata de sindicatos verticales, sino de la unificación de los diversos sindicatos de trabajadores [N. del T.]). De suyo, en la era joánea y conciliar, que pretende subrayar más lo que une que cuanto separa, debería ser lógico tender el puente de la solidaridad incluso entre obreros blancos y rojos. Por otra parte, los mismos que tiemblan ante esta uni­ ficación. en otras ocasiones proclaman abier­ tamente su predilección por el interclasismo, al mostrar su deseo de favorecer la unión de personas con intereses diferentes.—(2) Cf R. Coste, Evangelio y política. Cuadernos para el diálogo, Madrid 1 9 6 9 ; E. Chiavacci, Principi di morale sociale, Bolonia 1 9 7 2 ; G. Matta, Morale política, Bolonia 1 9 7 1 ; J. B. Metz. Teo­ logía del mundo, Sígueme, Salam anca 1 9 7 0 ; AA. VV., Dibattito sulla «teología politica», Bres­ cia 1 9 7 1 ; AA. VV.. Coscienza cristiana e impegno político, Milán 1 9 7 1 .- ( 5) La Octogésima adveniens (1 4 de mayo de 1 9 7 1 ) es el primer documento magisterial que demuestra no considerar el concepto de «doctrina social de la Iglesia» como un algo prefabricado (n. 4 0 ; 4 2 ), insta a superar cualquier ideología (n. 37) e invita a tener imaginación creadora (n. 19; 15; 12). Del conjunto se deduce que la alter­ nativa de m añana, para Pablo VI. no consiste en la síntesis dialéctica entre socialismo y libe­ ralismo. ni en una tercera ideología de recam ­ bio, sino en la superación e integración de las ideologías opuestas que permitan fundir tanto los elementos de m ayor socialización de los unos como los elementos de m ás honda responsabilización de los otros. Frente al hecho de que ninguno de los modelos sociales pro­ puestos satisface (n. 2 4 ), el cristiano tiene el deber de contribuir a la definición de un pro­ yecto alternativo de sociedad.—(4) P ara san Agustín (De civitate Dei, XIX). la paz intrahistórica jamás puede considerarse un punto de llegada. La paz social no es la «tranquilitas ordinis». Esta neta distinción, que admite es forzarse y trabajar cada vez más intensamente a favor de los desheredados, nos parece que viene impuesta por la Escritura; —en la jus­ ticia de Dios entendida como salvación del pobre y liberación del oprimido; —en la desacralización de todos los Césares, operada en Mt 3 2 .2 1 ; —en la doble serie de textos neo-

H u e lg a testamentarios que, por una parte, invitan al respeto y a la obediencia a las «exousiai» (Rom 1 3 ,1 -7 ; 1 Tes 2 ,1 3 : Tit 3,1) y, por otra, trazan un límite superior con el que las pro­ pias «exousiai» deben ser juzgadas (Jn 1 8 ,2 8 4 0 ; 1 Cor 6 ,1 -6 ; He 5 ,2 9 ; y también Mt 5 ,1 1 1 2 .3 8 -4 8 ); —en la ciudad de Dios contrapues­ ta a la ciudad de los hombres (Ap 1 3 ,1 -1 8 . con referencia a Dan 7 ); —por último, en la distinción de esencia y de modos entre el reino de los hombres y el de Dios (Jn 18). Estando asi las cosas, aceptar como estable (para m an­ tener y defender) una determinada situación de paz social, no es sino aceptar como defini­ tiva y buena una situación de dominio del hombre sobre el hombre (cf La manipolazione deU'uomo. Atti del convegno dei moralisti italiani ad Ariccia 1 9 7 2 , c. sobre La manipo­ lazione política).—(5) Nos apremia señalar dos actitudes extremistas y opuestas; la que tien­ de a eludir la problemática del conflicto, la pa­ cifista o «el diálogo a toda costa», y la que tiende a agigantar la problemática del con­ flicto, «el conflicto a toda costa», considerado como medio infalible de la instauración de una sociedad nueva y más justa. En ambientes cristianos, se advierte fácilmente la primera actitud, mantenida quizá en nombre del amor. En realidad, el amor auténtico implica nece­ sariamente la instauración de la justicia. El amor, al poner el valor absoluto en el otro, en lugar de suprimir el conflicto, lo engendra. En ambientes sindicales, en cambio, se da la actitud opuesta, la del «conflicto a toda cos­ ta», de derivación ideológica hegeliana y posthegeliana, que conduce al ciclo contestaciónrepresión, que juega a favor de quien detenta el poder y, por ende, en desventaja total para las libertades públicas; además, acrecienta el fenómeno de la no-comunicación en la socie­ dad, provocando el nacimiento de sociedades paralelas originadas por la huida. Cf. L. Lorenzetti, Nuova coscienza sociale del cristiano, en «Rivista di teología morale», 13 (1 9 7 2 ), 1 0 3 .1 2 2 . El autor concluye justam ente; «Afir­ m ar que el cristiano y la Iglesia deben estar en favor de la paz, de la caridad y, por tanto, deben estar por encima de las partes, supone no comprender la naturaleza de la paz y de la caridad cristiana. La paz y la caridad cris­ tiana exigen ante todo la justicia» (n. 1 1 4 ).— (6) Puede preguntársenos si la crítica de un sistema puede formularse de forma válida en referencia a una utopía o ha de referirse a una alternativa históricamente posible. Nos parece que la utopía —si puede ser alienador a — puede asumir también un papel dinamizador, incluso antes de que su posibilidad histórica se manifieste. Los hombres, hoy pri­ sioneros del sistema, no conocen sus posibi­ lidades, deben redescubrirlas y recrearlas. Y son estimulados a actuar, al saber que la utopia de hoy puede transformarse en el pro­ yecto y la realidad de m añana (cf J. Girardi, Cristianismo, liberación humana, lucha de cla­ ses, Sígueme, Salam anca 1 9 7 3 ) .—(7) El texto es realmente muy duro: «El trabajo excesiva­ m ente prolongado o agotador, asi como el sa­ lario que se juzga insuficiente, dan ocasión con frecuencia a los obreros para, intenciona­ damente. declararse en huelga, y entregarse a un voluntario descanso. A este mal. ya tan

474 frecuente como grave, debe poner buen re­ medio la autoridad del Estado, porque las huelgas llevan consigo daños no sólo para los patronos y para los mismos obreros, sino tam ­ bién para el comercio y los intereses públicos; añádase que las violencias y los tumultos, a que de ordinario dan lugar las huelgas, con m ucha frecuencia ponen en peligro aun la misma tranquilidad pública. Y en esto el re­ medio m ás eficaz y saludable es adelantarse al mal con la autoridad de las leyes e impedir que pueda brotar el mal. suprimiendo a tiem­ po todas las causas de donde se prevé que puedan surgir conflictos entre obreros y pa­ tronos» (n. 3 1 ) .- { 8) Pablo VI, Octogésima adveniens, n. 1 4 .- ( 9) G. B. Guzzeti. El hombre y los demás hombres. Mensajero, Bilbao 1 9 6 8 .— (10) Aquí hablamos directamente sólo de las huelgas de los obreros, no del cierre de fábri­ cas por los empresarios. A pesar de las ana­ logías, entre ellas existen grandes diferencias. Difieren por la dimensión de los sujetos que participan, por los motivos de que surgen y por las consecuencias a que llevan. En tanto que la huelga es siempre un acto colectivo, el cierre de fábricas es tendencialmente un acto individual. Además, mientras que los obre­ ros van a la huelga generalmente para de­ fender los elementos esenciales de su vida, el empresario cierra más fácilmente por la ga­ nancia. De ahí que. admitida la legitimidad dei cierre, hayan de exigírsele condiciones más onerosas de las requeridas para la huelga.— ( n ) He aquí cuanto dice, por ejemplo, un autor: «La huelga de solidaridad puede ser justa si concurren las siguientes condiciones: a) si la huelga inicial es legítima; b) si efectiva­ mente constituye una ayuda para los huel­ guistas; c) si existe proporción entre los bie­ nes que se esperan para los huelguistas y los males que se temen para sí y para los otros» (G. B. Guzzetti, o. c .).—( 12) No todo mal infli­ gido a los otros es intrínsecamente malo, como podría parecer en virtud de la simple aplica­ ción del principio de doble efecto. También por este motivo se precisa la superación de tal principio. Se trata en este caso de legítima defensa o. mejor, de una forma de lucha in­ cruenta. Se cuestiona lo siguiente: «¿Tengo que evitar un mal a los otros renunciando a la defensa de mi derecho o, por el contrario, defender mi derecho aunque acarree daños a terceros?» (cf G. B. Guzzetti, Sciopero e dottrina cattolica. en «La Scuola cattolica», 9 0 [1 9 6 2 ], 5 1 7 -5 3 0 ). Podríamos apelar también al prin­ cipio del conflicto de derechos o de deberes.— (n ) La perplejidad a la hora de decidirse mo­ ralmente (hay quien considera la extensión del principio) se refiere con más frecuencia al hecho o la situación en que el principio ha de encarnarse. Es el drama del obrero que se debate entre la «explotación» y la huelga. Tampoco en este punto será posible resolver el problema de una vez por todas, ya que las huelgas son diferentes; incluso en el mismo tiempo y en un mismo lugar, dos obreros pueden llegar a soluciones diferentes, en vir­ tud de la diversidad de condiciones familiares, sociales, económicas, etc., en que se encuen­ tran. Lo importante es que nadie elija por egoísmo y que cada uno. m ás que acusar a los que obran de diversa forma, se exa­

475 mine a sí mismo a fin de comprobar si ha hecho una opción consciente y convencida. ( u ) Escuchemos a un autor reciente: «El de­ recho de huelga tiene unos límites insalvables en los derechos de los otros y en las exigen­ cias del bien común. Dichos límites pueden referirse: 1 ) a la materia... 2 ) a los impedi­ mentos jurídicos... 3) a las personas: cuando se trata de personas investidas de funciones que no se pueden interrumpir o suspender porque son indispensables al orden social. Tales son, por ejemplo, los médicos, las co­ madronas, los carceleros, los policías, los sol­ dados, los diplomáticos, los parlamentarios, los ministros... y otras categorías semejantes como, por ejemplo, los enseñantes (sic)» (F. Pavan-T. Onofri. Im dottrina sociale cristiana, Roma 1 9 6 6 . 2 2 9 ) .- ( I5) La huelga se concibe diver­ samente según las diversas ideologías. La doctrina liberal en abstracto, la ve con simpa­ tía por ser expresión de la libertad: pero en concreto los liberales, nacidos en polémica con el ordenamiento de las corporaciones, han atacado tenazmente !a libertad de huelga. Para la doctrina marxista, la huelga es una forma privilegiada de la lucha de clases, des­ tinada a hacer posible el avance hacia el co­ lectivismo: pero desgraciadamente, en cier­ tos países marxistas, no se consiente. La doc­ trina fascista, en cambio, impugna incluso en teoría la huelga y el cierre de fábricas porque el Estado es el tutor de todos los derechos y el realizador de toda justicia.—( 16) Es, pues, tam ­ bién cuestión terminológica.—(17) Los secues­ tros aéreos son hoy frecuentes. No podemos estar de acuerdo con quienes sólo tienen en cuenta los trastornos ocasionados a la pobla­ ción civil y no pronuncian una sola palabra de protesta cuando se m ata a los secuestradores con premeditación, incluso a veces cuando ya no hay personas que defender mediante seme­ jante bárbaro asesinato. Se aprecia aquí toda la lógica inhumana del capitalismo que, por defender los bienes (el avión), sacrifica con ligereza a las personas. B i b l .: Bonomelli G., Scioperi e provocatori di

scioperi. en Foglie autunnali, Milán 1 9 0 6 . 3 5 5 - 4 0 5 .—Brucculeri A., Rilievi sulla disci­ plina giuridica dello sciopero, en «La civiltá cattolica», 1 0 0 (1 9 4 9 ), ITT, 3 5 0 - 3 6 0 (simples indicaciones sobre la licitud de regular el de­ recho de huelga).—Id, Monismo e pluralismo sindícale, en «La civiltá cattolica» (1 9 4 3 ), III, 4 0 0 - 4 0 7 .—Carcelli G., U problema della noncollaborazione, en «Pagine libere», 4 (1 9 4 9 ), 9 6 -1 0 3 (breve exposición del problema).— Carnelutti F., Diritto o delitto di sciopero?, en «Pagine libere», 3 ( 1 9 4 6 ), 2 3 7 - 2 3 9 .-D u ra n ­ do P., Le régime juridique de la gréve politique, en «Droit social», 16 (1 9 5 3 ), 2 2 - 2 9 .-E lia M.. Lo sciopero dei pubblici funzionari, en «Rivista di diritto del laboro», 3 ( 1 9 4 9 ), 8 9 - 9 7 .— Giovannelli G., Lo sciopero secondo la scuola sociale cristiana, en «Studium». Roma 1 9 5 5 , 7 8 .—Goffi T., Lo sciopero, en «Rivista del clero italiano», 3 7 (1 9 5 6 ), 7 -1 2 .—Id, Lo sciopero deü'insegnante di religione, en «Ib», 7 7 - 8 1 .Grumebaum P.-Ballin R., Les conflits collectifs du travail et leur réglament dans le monde contemporain, París 1 9 5 4 . 1 1 1 - 3 2 4 .-L euw ers J. M., Le moraliste devant la gréve «revolutionnaire»,

H u m ild a d en «Efficacité», 8 (1 9 5 3 ), 2 3 5 - 2 4 0 .- I d , Enseignement pontifical et organisation professionelle, en «Nouv. Rev. Théol.», 75 (1 9 5 3 ), 4 9 8 -5 1 0 .-N o v a c c o N., Sulla libertá di scio­ pero, en «Cronache sociali», 3 (1 9 4 9 ), 397ss (defiende la plena libertad de huelga).— Perrot J., Syndacalisme «chrétien» et syndacalisme «confessionel», en «La vie intellectuelle» ( 1 9 5 2 ), 6 7 - 7 2 .—Sermonti A., Sul diritto di sciopero e di serrata. Sguardo di legislazione com­ parata. en «Diritto del lavoro», 2 2 (1 9 4 8 ), 788 6 . —Welty E., Catecismo social, Herder, Barce­ lona 1 9 6 3 ,

H U M IL D A D El anuncio cristiano en su pureza representa una total subversión de los valores normalmente aceptados: «la locura de Dios es más sabia que los hombres» (1 Cor 1,2 5 ). Cristo cruci­ ficado es objeto de «escándalo para los judíos y locura para los gentiles» (1 Cor 1,2 3 ). Si el amor de Cristo por la pobreza no sigue ios criterios aprecia­ dos por el mundo, el ideal de la humil­ dad pareció tonto al mundo pagano y, hoy todavía, puede ser confundido con una búsqueda masoquista y morbosa de las humillaciones. En este artículo examinaremos brevemente algunas nor­ mas de vida que en la antigüedad pa­ gana se acercaban más al ideal cristia­ no de la humildad, y recorreremos, por consiguiente, las grandes etapas de la revelación bíblica y de la reflexión su­ cesiva sobre la auténtica naturaleza de esta virtud cristiana. I.

La antigüedad pagana

a) El lenguaje de los clásicos, la di­ ferente acepción dada por ellos a los vocablos usados en la Biblia, demues­ tra ya la ausencia del concepto de hu­ mildad en su acepción típicamente cris­ tiana. Los términos latinos humilis y humilitas, como también sus correspon­ dientes griegos, están etimológicamente relacionados con la voz humus e impli­ can algo «perteneciente a la tierra», «bajo», «despreciable»; referidos a per­ sonas en sentido figurado, designan la escasa importancia, la oscuridad de los orígenes, la bajeza del carácter de al­ guno que o tro 1. Lo que es bajo no pue­ de constituir por sí una virtud o un mérito. Sin embargo, pese a utilizar un vocabulario diferente, la antigüedad clásica conoce categorías que hacen pensar, en cierto modo, en la noción cristiana de humildad. fo) El ideal de la medida es la principal

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regla de ía moral antigua: la virtud reside en el justo medio, en la justa percepción de los propios límites. «Co­ nócete a ti mismo», enseñaba el oráculo de Delfos; reconoce que eres un mortal y no un dios. El hombre, por tanto, debe evitar todo exceso de riqueza, po­ der y felicidad para no caer en el «ubris», extravío que hace «olvidar al hombre su condición mortal, que le induce a sobrepasar los límites de la “sofrosúne” y de la “aidós”» 2 y, en vir­ tud de una némesis fatal, conduce in­ evitablemente a las catástrofes más graves. c ) Magnanimidad y modestia eran las virtudes principales. La fuga del «ubris» no implicaba la renuncia a la grandeza humana. La literatura antigua ensalza al hombre magnánimo capaz de hacer grandes cosas, prefiriéndolo al modesto, que es sólo capaz de pequeñas cosas, pero ambos son sabios, porque se re­ conocen tal como son y huyen de la vacía vanagloria. d) La autosuficiencia humana carac­ teriza estas virtudes de los paganos: en su esfuerzo moral, el sabio antiguo sabe que no puede contar más que con sus fuerzas, y aprecia todo el valor de és­ tas. Si en algunos escritos podemos co­ lumbrar un auténtico sentido de la pequeñez humana frente a Dios, la ora­ ción del sabio es, sin embargo, preponderantemente una acción de gracias por haber recibido de Dios la capacidad de hacer por sí solo lo que debe hacer. La noción cristiana de la humildad im­ plica el conocimiento de la trascenden­ cia de un Dios personal y la de nuestro estado de criaturas, nociones no del todo adquiridas por la filosofía pagana. Con mayor razón, antes de la revelación del amor divino que desciende del superior hacia el inferior, la pequeñez y la de­ bilidad no podían ser consideradas como valores, sino sólo como una mediocri­ dad que el magnánimo debe reconocer honradamente, pero tratar de superar con un esfuerzo generoso.

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niza (Gén 1 8 ,2 7 : Job 1 4 ,1 -2 ; Is 4 0 ,6 -8 ). En virtud de esta toma radical de con­ ciencia de la condición de criatura del hombre, la pretensión de los anteceso­ res de llegar a ser, como Dios, «conoce­ dores del bien y del mal» (Gén 3 ,5 ) no podía ser considerada sino como origen de desorden, infelicidad y muerte. Hasta aquí la experiencia del Antiguo Testa­ mento no es todavía cualitativamente diferente de la del sabio griego. b) La experiencia concreta de la po­ breza constituye, en cambio, el núcleo de aquella pedagogía divina que con­ ducirá al descubrimiento de la dimen­ sión existencial de la humildad y, al mismo tiempo, del sentido espiritual de la pobreza. Si en los textos más anti­ guos la riqueza es generalmente con­ siderada como una recompensa divina, los profetas no tardan, sin embargo, en reconocer la profunda ambigüedad de aquélla y en denunciar los abusos, de los que, a menudo, es el fruto (Am 8 ,4 -8 ; Is 3 ,1 4 -1 5 ; 1 0 ,1 -4 ). Por el contrario, la pobreza y la humillación de la de­ rrota política y militar condujo al pue­ blo de Israel a reconocer la verdad de su condición pecadora, y su infidelidad a la Alianza divina, y a invocar al Se­ ñor con confianza (Bar 1 ,1 5 -3 ,8 ; Sab 12 ,2 ). La privación y la humillación hacen al hombre más dispuesto a es­ perar en la salvación que viene de Dios; como «el oro es probado con el fue­ go» (Eclo 2 ,5 ), la fidelidad del pueblo es puesta a prueba mediante la humi­ llación (Dt 8,2). Con Sofonías, por pri­ mera vez, la pobreza es considerada una actitud moral y religiosa, y es puesta en paralelo con la justicia: «Buscad a Yavé todos vosotros, opri­ midos del país..., buscad la justicia, buscad la humildad: quizá podáis estar al abrigo en el día de la ira de Yavé» (Sof 2 ,3 ). Sólo este pueblo pobre y hu­ milde será objeto de la divina miseri­ cordia (Sof 3 ,1 1 ). También el análisis del vocabulario del Antiguo Testamento nos revela la estrecha relación entre pobreza y humildad. Los dos adjetivos hebraicos ‘ani y 'anaw, provenientes de II. El Antiguo Testamento la raíz común ‘anah, significan tanto el a) El profundo conocimiento de la con­ pobre y el oprimido en sentido material, como el humilde que se somete volun­ dición de criatura y la experiencia de la tariamente a la voluntad de Dios (aun­ grandeza y de la majestad de Dios que ‘ani es empleado predominante­ (Sal 8 : Ex 3 ,5 -6 ; 3 3 ,1 9 -2 3 ), del poder mente en sentido material y ‘anaw en por El demostrado al obrar la liberación sentido espiritual). En particular, las de su pueblo (Ex 19 ,4 ), fundamentan personas concretamente pobres y opri­ en el pueblo hebreo ia disposición a midas Caniyim), que aceptan su situa­ la humildad. Frente a Dios, el hombre ción con paciencia y confianza, son no es sino barro (Gén 2 ,7 ), polvo y ce-

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también pobres en sentido espiritual, es decir, de los ‘anflwim, de los humil­ des3. A ellos les será enviado el Mesías (Is 11,4), que será, también él, objeto de desprecio (Is 53) y humilde (Zac 9, 9-11). III.

El Nuevo Testamento

a) La predilección por los pobres y por los pequeños, concretamente probados por la humillación, encuentra en el Evangelio su confirmación definitiva: Cristo ha venido «a llevar la buena nue­ va a los pobres» (Mt 1 1 ,5 ) y da gracias al Padre por haber revelado el Evan­ gelio a los pequeños y haberlo oculta­ do a los sabios (Mt 1 1 ,2 5 ). Para entrar en el Reino, es necesario ser pobres de espíritu (Mt 5,3), reconocer humilde­ mente la propia condición de pecadores (Le 1 8 ,9 -1 4 ) y buscar los últimos luga­ res (Me 9 ,3 4 -3 5 ). No es, sin embargo, suficiente ser materialmente pequeños y pobres: sólo quien se humilla (Mt 2 3 , 12) y se hace pequeño como un niño (Mt 1 9 ,1 4 .3 0 ) será grande en el Reino de los Cielos. b) La voluntad de im itar a Cristo es la característica discriminante de la humildad cristiana: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 1 1 ,2 9 ). Cristo, que no vino «para hacerse servir, sino para servir y para dar su vida en rescate de muchos» (Me 1 0 ,4 5 ), después de lavar los pies a los Apóstoles, les explicó el sentido de este acto suyo: «Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies, los unos a los otros» (Jn 1 3 ,1 4 ). El ejemplo de Cristo nos enseña que la humildad no nace tanto de la bajeza y pobreza hu­ m ana, como de la grandeza y del amor de Cristo, Hijo de Dios: «El, que, tenien­ do forma de Dios..., se anonadó toman­ do 1a forma de esclavo... aparecido bajo el aspecto de hombre, se humilló todavía más, haciéndose obediente has­ ta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 6 -8 ): por esto, «Dios lo exaltó y le dio el nombre que está por encima de todo nombre» (Ib 2,9 ). Aquel en el que habita toda la plenitud (Col 1 ,1 9 ) se humilló por debajo dé todos para salvarnos a todos. Este ejemplo de Cristo forma como el paradigma de la vida del cristiano: por tanto, quien manda debe compor­ tarse como el que sirve (Le 2 2 ,2 6 ). En la kénosís del Verbo se manifiesta la dimensión última del amor que se da y se rebaja para el mayor servicio de

los hermanos, la verdadera dimensión de la subversión de los valores que Cris­ to trajo a este mundo: la única ostenta­ ción del cristiano es la cruz de Cristo (1 Cor 1,3 1 ). Sabiendo que todo lo ha recibido de Dios (Ib 4 ,7 ), el cristiano no puede jactarse de sí mismo, sino de su participación en la humillación de Cristo, de la «debilidad de Dios», que es «más fuerte que los hombres» (Ib 1,25). Esta adhesión a Cristo conduce a un servicio humilde, que no es sólo digna­ ción benévola, sino estima efectiva de los hermanos (Flp 2 ,3 ), sujeción mutua (Ef 5 ,2 1 ), longanimidad y tolerancia (Ib 4 ,2 ), humilde servicio del que se hace todo para todos (1 Cor 9,22b). Estas manifestaciones sociales de la hu­ mildad no son otra cosa sino modos de concretar el único precepto cristiano de la caridad (1 Cor 1 3 ,4 -7 ). IV.

El período patrístico

No siendo posible recordar los nume­ rosos escritos de este tiempo dedicados a la humildad4, nos limitaremos a re­ cordar algunos de los conceptos que se repiten más a menudo. a) El carácter específico de la virtud cristiana de la humildad es claramente afirmado, sobre todo, por san Agustín. En los autores paganos se pueden tal vez hallar óptimas normas morales, pero la verdadera noción de la humildad sólo puede sernos enseñada por el ejem­ plo de Cristo: por esto, los paganos no pueden llegar a la justificación5. b) La humildad no es considerada una virtud com o las otras, sino como una disposición que se encuentra en la base de cada virtud, una característica de cada relación directa entre el hombre y Dios. Los Padres son unánimes en proclamar que el orgullo, el «perversus sui am or»6, es la raíz, el origen y el padre del pecado7: si éste fue la causa de la caída, la humildad es el principio del retorno a Dios8. c) La humildad consiste no en reba­ jarse por debajo de la propia condición, sino en reconocer lo que somos, no sólo en nuestra naturaleza limitada, como advertía el oráculo de Delfos, sino, sobre todo, en nuestra condición pecadora. Esta disposición de ánimo hace al humilde abierto a la acción di­ vina y capaz de llegar con Cristo a la verdadera grandeza9. d ) La tradición monástica se preocu­ pa, sobre todo, de conocer los caminos para alcanzar la humildad. Entre ellos,

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además de la oración y la consideración de los propios pecados, ocupa un lugar fundamental el trabajo y el cansancio corporal10. V.

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espiritual, en cuanto elimina el princi­ pal obstáculo para la aceptación de la caridad sobrenatural, puede ser consi' derada como el fundamento de la vida espiritual19.

La Edad Media VI. La época moderna a) Entre los autores espirituales se re­ a) Los autores de los siglos XVI y cuerda a san Bernardo, que, sobre la XVÍI subrayaron fuertemente la impor­ estela de la tradición monástica de Ca­ tancia de la humildad en la vida espi­ siano y san Benito, se ocupa de los gra­ ritual. San Ignacio de Loyola, en Ib dos del orgullo y de la humildad11. cumbre de la experiencia espiritual de San Francisco de Asís proclama la exi­ los Ejercicios, propone al ejercitante la gencia de un retorno al ideal evangélico consideración de las tres m aneras20» de la pobreza y de la humildad12. Des­ que ponen en la voluntad de imitar a pués, en oposición al primer surgimiento Cristo en la pobreza y en los oprobios, a de las corrientes hum anistas13, san la base de toda elección de quien aspira Buenaventura defiende el carácter es­ a la perfección cristiana. Santa Teresa pecífico de la humildad cristiana14, y el de Avila y san Juan de la Cruz ilustran libro de la Imitación de Cristo insiste, la función de la humildad adquirida y. repetidas veces, sobre la necesidad de sobre todo, de la humildad infundida una pedagogía concreta de la humilla­ como elemento insustituible para llegar ción efectiva. a la contemplación21. La escuela fran­ b) La obra de santo Tomás, que du­ cesa del siglo xvi desarrolla, finalmente, rante mucho tiempo fue la base de el tema de la nada de la criatura frente muchos tratados sobre la humildad, me­ a Dios y subraya fuertemente la nece­ rece un interés particular. El Doctor de sidad de las humillaciones. Aquino considera la humildad como una b) En nuestros días, la investigación expresión de la templanza y la define filosófica se ha ocupado también, en como la virtud que «modera nuestra cierta medida, de la humildad. Según alma para impedirle que tienda a las Nietzsche, ésta es la virtud propia de cosas grandes, contrariamente a la recta los esclavos incapaces de vengarse de razón»15. Por el contrario, la magnani­ sus am os22. Por el contrario, Max midad, virtud opuesta, pero comple­ Scheler reconoce que la humildad, «vir­ mentaria de la humildad, modera la tud cristiana por excelencia», representa : tendencia a un excesivo menosprecio una mayor apertura a los valores y a la de sí m ism o16. Esta presentación que riqueza de la realidad23. parece volver al planteamiento aristo­ c) Las recientes investigaciones psico­ télico, no agota, sin embargo, todo el lógicas han subrayado, finalmente, la pensamiento tomista. A los que hacen observar que la humildad es una virtud importancia de un reconocimiento ob­ teologal, porque «respicit reverentiam jetivo de los propios límites; la salud mental implica la aceptación de la limi­ qua quis subiicitur Deo», él responde haciendo observar que, si las virtudes tación de la felicidad24. «El Yo conscien­ te... debe liberarse tanto de los excesos teologales son causa de las demás vir­ pulsionales como de la severidad de su tudes, no se sigue que estas últimas no Yo ideal»25 y reconocer «la debilidad tengan su propia consistencia y que, congénita deí Y o»26. La terapia analí­ en particular la humildad, no sea una tica puede definirse como una investi­ virtud moral conexa a la modestia y a gación de la propia verdad y autenti­ la templanza17. El equilibrio humano, cidad, o sea una versión moderna del ¿ afirma en otras palabras el Doctor de délfico «conócete a ti mismo». En ella, Aquino, representa un auténtico valor que la revelación no destruye, sino que el puesto central es ocupado por la pa­ lleva a su cumplimiento. La magnani­ labra que «permite que la verdad del midad, entendida en sentido cristiano, tema salga a la luz»27 y se superen las no se opone a la humildad; la perfec­ ilusiones. ción de la humildad exige, en efecto, que el reconocimiento de la propia nada VII. Conclusión y de los propios pecados sea acom paña­ Una primera característica que apa­ do por un reconocimiento paralelo y una utilización valiente de los grandes rece en todas las presentaciones de la hu­ mildad es el reconocimiento de nuestra dones recibidos de Dios18. Esta actitud

Hurto

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limitación esencial, elemento fundamen­ tal que, en cierta medida, es común al cristianismo y al pensamiento pagano. Según la moderna psicología, el reco­ nocimiento de los propios límites es el fundamento indispensable del equilibrio psíquico y de la madurez humana. La revelación nos recuerda, ante todo, que, sin la experiencia directa de la pobreza y de la humillación, es difícil llegar a ía humildad espiritual, y sub­ raya fuertemente un ulterior motivo para rebajar nuestro orgullo: nuestra condición pecadora. Todo lo que hay de defectuoso en nosotros depende de nosotros; todo lo que hay de válido depende de Dios. Sin embargo, este re­ conocimiento radical no lleva a la pu­ silanimidad: si todo lo hemos recibido (1 Cor 4,7), debemos, empero, recono­ cer también el don de Dios (Le 1 ,49) y hacerlo fructificar (Mt 2 5 ,1 4 -3 0 ). Es, sin embargo, el ejemplo de Cristo el que revela la novedad más grande de la humildad cristiana; la kénosis del Verbo nos ha hecho ver que la verdadera gran­ deza consiste en la humillación volun­ taria, animada por la caridad y vuelta al servicio de los hermanos. Servicio activo que no acepta sólo la pobreza material, sino que llega a un despren­ dimiento radical de sí mismos: «La po­ breza es el despoj amiento no sólo de bienes exteriores, sino también de sí mismos en la humildad y en la obe­ diencia sobre el ejemplo de Cristo»28. Totalmente opuesta es la lógica que conduce al orgullo: negación del ser­ vicio fraterno, jactancia por los propios méritos, búsqueda del éxito personal. Siguiendo estos criterios de vida, el or­ gulloso se cierra cada vez más a los va­ lores que encuentra en los demás para llegar hasta el desacato de la misma dependencia de Dios. Sólo el humilde será capaz de aceptar la salvación que se nos ofrece por Cristo humilde y des­ preciado. G. Rossi, s.j.

Notas. (') Thesaurus Linguae ¡atinae, t. 6 , p. 3 .a. col 3 1 0 3 - 3 1 1 9 .—(2) Ch. Moeller, Sabi­ duría griega y paradoja cristiana, Juventud, Bar­ celona 1 9 6 3 . - ( J) Cf P. Adnés, Humilité, en DS, t. 7. París 1 9 6 9 , col 1 1 4 2 - 1 1 4 3 .- ( 4) P. Adnés, a. c., col 1 1 5 2 - 1 1 6 4 .—( 5) Agustín. Contra Julianum pelagianum, IV, 3 ,1 7 : PL 4 4 , 7 4 5 - 7 4 6 .(6) Agustín. De Genesi ad Litteram, XI, 1 5 ,1 9 : PL 34, 4 3 7.—(7) Juan Crisóstomo, In Johannem, 9,2: PG 59, 7 2 c .—(8) Agustín, Tractatus 2 5 in Johannis Evangelium, 6 , 15: PL 35, 1 6 0 3 1 6 0 4 .—(9) Agustín, Sermo 1 3 0 . 3 .3 : PL 38.

7 3 0 c .—(10) Cf p. ej.: Verba Seniorum, 1 5 ,8 2 : PL 73. 9 6 7 c . - ( n ) S. Bernardo, />