38629781 Rossi Leandro Diccionario Enciclopedico de Teologia Moral 01

DICCIONARIO ENCICLOPÉDICO DE TEOLOGÍA MORAL dirigido por Leandro Rossi Ambrogio Valsecchi con la colaboración de 68 e

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DICCIONARIO ENCICLOPÉDICO DE

TEOLOGÍA MORAL dirigido por

Leandro Rossi Ambrogio Valsecchi

con la colaboración de 68 especialistas

5.a edición con SUPLEMENTO

EDICIONES PAULINAS

Traductores: Ezequiel Varona Teófilo Pérez Juan Antonio Paredes Raimundo Rincón R. Pérez Real Inocencio Chico Revisión general y bibliografía Emilio Pascual

PRESENTACIÓN Tres criterios principales han guiado a los directores de este «Diccionario» —encomendado por Ediciones Paulinas— en la elección de las voces y autores. En primer lugar, hemos preferido reducir ios temas a un número limitado: no ofrecemos, por ende, un prontuario minucioso de temas, sino más bien un amplio despliegue de las cuestiones morales de mayor importancia. No por eso hemos descuidado los temas particulares, sino que su estudio lo hemos integrado en el marco de cada uno de los artículos más generales, ya que siempre se les presta bastante amplitud y gíobaíidad: eí índice analítico ayudará sin duda a localizarlos fácilmente. Nos ha parecido que de esta suerte se evitaba el riesgo del excesivo fragmentarismo (tal vez sería mejor denominarlo casuisrno) del que raras veces logran librarse obras de esta índole. Naturalmente, falta algún tema; pero confiamos que, en su conjunto, el «Diccionario» resulte suficientemente completo o al menos proponga, en las voces afines, alguna orientación útil incluso respecto de los temas que no se tratan explícitamente.

Título original de la obra: Dizionario Encidopedico di Teología Morale. ® Edizione Paoline, Roma 19733 © Ediciones Paulinas, 1974', 19752, 19783, 1980', 19863 (Protasio Gómez 13-15. 28027 Madrid) ISBN: 84-285-0468-7 Depósito legal: M. 6.087-1986 Impreso en Fareso. Paseo de la Dirección, 5. 28039 Madrid Impreso en España. Printed in Spain

La segunda preocupación fue la de conseguir un sabio y prudente «aggiornamento». Consecuentemente, a las voces tradiciona/es, que de ordinario se encuentran en los diccionarios de teología moral, hemos añadido otras, por así decirlo, más modernas, que corresponden a problemas morales, hoy particularmente candentes y vivos: al ardiente deseo de transmitir fielmente ¡a enseñanza moral del pasado hemos unido el afán de sugerir, en muchos puntos, las revisiones doctrinales que están en curso. Estos aspectos de novedad, que el lector no dejará de

percibir, son también (tatamente los más provisionales y caducos; se trata de un riesgo inevitable para una reflexión como la moral, que en modo alguno puede rehuir el diálogo con la cultura de su tiempo. Puede que esto constituya un mérito, pero desde luego comporta limitaciones; de ahí que lo proclamemos, conscientemente, a todos los que pretendieran juzgar esta obra sólo bajo esté aspecto. Por último, hemos intentado la colaboración más amplia posible. La obra puede considerarse, ante todo, fruto de todos los moralistas italianos, ya que gran número de los autores lo son; si se echa en falta algún nombre significativo, podemos asegurar que su silencio no se debe al hecho de que no le haya llegado nuestra invitación. Se comprenderá, pues, fácilmente que hemos preferido no orientar el Diccionario en una sola dirección, sino prestar acogida y hospitalidad a un no dispersivo pluralismo de posiciones: en este sentido, podemos decir bien alto que nuestra dirección, al margen de nuestros personales convencimientos, ha intentado a propósito ser discreta. Y estamos muy agradecidos a cuantos, al haber colaborado con nosotros, nos han brindado su confianza. También lo estaremos a todos los que, con sus sugerencias y sus obras, se propongan mejorar este Diccionario en el futuro. Leandro Rossi y Ambrogio Valsecchi

LA EDICIÓN ESPAÑOLA La edición española necesitaba, en relación con la italiana y por motivos obvios, algunas adaptaciones. Señalamos que en este Diccionario son voces nuevas, o bien han sido del todo renovadas hasta el punto de tener nuevo autor, las siguientes: Imitación-seguimiento (Adolfo Díaz-Nava); Objetivismo-subjetivismo moral (Marciano Vidal); Penitencia, sacramento de la reconciliación (Raimundo Rincón); Prostitución (Niceto Blázquez). Las voces economía, teatro, televisión y tráfico han sido refundidas respectivamente por Víctor Ortega, Florentino Segura, Luis Urbez y Vicente Hernández. Especial colaboración y asesoramiento ha prestado a esta edición el profesor Raimundo Rincón, de la Universidad Pontificia de Salamanca. Ediciones Paulinas

Caffarra, Cario COLABORADORES Acerbi, Antonio Doctor en derecho civil y en teología por la Universidad Católica de Milán y por la Facultad interregional de la misma ciudad. Profesor de eclesiología en el Instituto Pontificio de Misiones Extranjeras de Milán. (Voces: Iglesia, Ley civil, Persona.)

Angelini, Giuseppe Profesor de teología moral en la Facultad interregional de Milán. (Voz: Situación [ética de].

Appendino, Filippo Secretario y profesor del Instituto Piamontés de Pastoral. Especialista en problemas actuales. (Voces: Ecología, Tráfico, Turismo y tiempo libre.)

Profesor de historia de la teología moral en la Facultad interregional de Milán y profesor de moral en los seminarios de Fidenza y Parma. (Voz: Historia de la teología moral.)

Campanini, Giorgio Profesor de historia de las doctrinas políticas en la Universidad de Parma y especialista en problemas de moral familiar. (Voces: Pudor, Trabajo.)

Capone, Domenico Profesor de teología moral y presidente de la Academia Alfonsiana de Roma, vicepresidente de la Asociación Italiana de Profesores de Moral. (Voz: Sistemas morales.)

Chiavacci, Ennco Profesor de teología moral en el seminario de Florencia y teólogo consultor de la Conferencia Episcopal Italiana. (Voz: Ley natural.)

Coceo, Felice

Babbini, Leone

Profesor de teología moral en el seminario de Vicenza. (Voces: Estado, Prudencia.)

Profesor de teología moral en el Instituto Franciscano de Genova y juez del Tribunal eclesiástico regional de Liguria. (Voces: Consejos evangélicos [y votos religiosos], Escándalo, Honor, Hurto, Temor.)

Corecco, Eugenio

Baragli, Enrico Especialista en temas de comunicación social, redactor de la revista «Civiltá Cattolica», perito conciliar en el Vaticano II, consultor de la Comisión pontificia para la comunicación social, profesor de teología pastoral en las Universidades de Letrán y Gregoriana de Roma. (Voces: Información, Propaganda, Publicidad.)

Barbaglio, Giuseppe Profesor de teología en la Facultad interregional de Milán y de exegesis en el seminario de Lodi-Crema. (Voces: Decálogo, Día del Señor.)

Bernasconi, Oliviero

Profesor de teología moral en la Universidad de Friburgo (Suiza). (Voz: Derecho canónico.)

Cuminetti, Mario Director de «Servizio della parola», antiguo profesor de la Universidad Urbaniana de Roma. (Voz: Eucaristía.)

Davanzo, Guido Profesor de teología moral en el seminario de Verona, colaborador en revistas pastorales. (Voces: Aborto, Objeción de conciencia, Salud [cuíéado de la], Unción de los enfermos.)

Di lanni, Mario

Profesor de teología en el seminario de Lugano (Suiza). (Voz: Penitencia.)

Profesor de teología moral en la Universidad Urbaniana de Roma. (Voz: Fecundación artificial.)

Bini, Luigi

Dianich, Severino

Redactor cinematográfico de la revista «Letture» de los jesuítas de Milán, profesor en el Instituto de Comunicaciones Sociales de la Universidad Católica Se Milán. (Voces: Cine, Comunicación social.)

Profesor de teología dogmática en la Universidad Gregoriana de Roma, consejero de la Asociación Italiana de Profesores de Moral. (Voces: Ministerio, Opción fundamental.)

Blasich, Gottardo

Díaz-Nava, Adolfo

Redactor teatral de la revista «Letture» de los jesuítas de Milán. (Voces: Teatro. Televisión.)

Profesor de teología moral en la Universidad de Comillas, secretario de la Asociación Española de Teólogos Moralistas. (Voces: Imitación-Seguimiento, Pecado [nuevas matizaciones].)

Blázquez, Niceío Doctor en filosofía, licenciado en teología, diplomado en psicología médica. (Voz: Prostitución.)

Ellena, Aldo Director de la revista «Animazione Sociale», especialista en problemas eco-

nómicos, profesor y director del Instituto de Ciencias Administrativas de Milán. (Voces: Comercio, Economía, Hacienda pública.)

Garbelli, Giambattista Primer ginecólogo y profesor de medicina moral en varios institutos de actualización pastoral para sacerdotes. (Voces: Manipulación e investigación biológica, Virginidad y celibato [aspectos bio-psicológicos], Visita prematrimonial.)

Gatti, Guido Profesor de teología moral en el «Saval» de Verona. (Voces: Autoridad, Obediencia, Paciencia.)

Gentili, Egidio Publicista, especialista en problemas psicológicos y espirituales, director de cursos de ejercicios espirituales para religiosos. (Voces: Amor y amistad. Amor y consagración.)

Giavini, Giovanni Profesor de exégesis bíblica en el seminario de Venegono (Milán). (Voz: Palabra de Dios.)

Goffi, Tullo Presidente de la Asociación Italiana de Profesores de Teología Moral, profesor de teología moral en la Facultad interregional de Milán y en el seminario de Brescia. (Voces: Adopción, Revolución y violencia. Secularización.)

Moioli, Giovanni Profesor de teología espiritual en la Facultad interregional de Milán y en el seminario de Venegono. (Voces: Oración, Virginidad.)

Molinari, Franco Profesor de historia de la Iglesia y del cristianismo en ]a Universidad Católica de Milán y profesor de historia de la Iglesia en la Facultad interregional de Milán. (Voz: Tolerancia.)

Molinaro, Aniceto Profesor de ética filosófica en la Universidad Lateranense de Roma. (Voces: Decisión, Responsabilidad.)

Mongillo, Dalmazio Profesor de teología moral en el Ateneo «Angelicum» de Roma y secretario de la Asociación Italiana de Profesores de Teología Moral. (Voces: Esperanza, Pecado.)

Palo, Gian Angelo Profesor de teología moral en el Instituto Pontificio de Misiones Extranjeras de Milán y encargado de cursillos monográficos en el Ateneo «Angelicum» de Roma. (Voz: Teología moral [metodología].)

Perico, Giacomo

Profesor de teología moral en el seminario de Lodi-Crema. (Voz: Testimonio.)

Redactor de la revista «Aggiornamenti Sociali». especialista en problemas actuales, doctorado en Derecho, perito conciliar y miembro de la comisión para los problemas de la natalidad. (Voces: Deporte, Experimentación '•¡¡nica. Trasplantes humanos.)

Guarise, Serafino

Piaña, Giannino

Especialista en problemas biológicos y teológico-morales. (Voces: Vida, Virtud.)

Profesor de teología moral en el seminario de Novara y en la Facultad interregional de Milán. (Voz: Libertad.)

Grossi, Mario

Hamel, Edouard Profesor de teología moral en la Universidad Gregoriana de Roma. (Voz: Epiqueya.)

Háring, Bernhard Propulsor de la teología moral actual con su obra La ley de Cristo, profesor de teología moral en la Academia Alfonsiana y en la Universidad Lateranense de Roma. (Voces: Homosexualidad, Magisterio.)

Maggiali, Andrea Profesor de problemas psicopedagógicos en el seminario de Parma, vicepresidente del Centro Médico-Psicológico-Moral para la reciclización de los sacerdotes. (Voces: Escuela, Pedagogía.)

Marsili, Salvatore Profesor de liturgia, rector del Ateneo de San Anselmo de Roma y profesor en la Universidad Gregoriana. (Voz: Liturgia.)

Mattai, Giuseppe Profesor de teología moral en la Facultad teológica de Ñapóles. (Voces: Democracia, Justicia, Propiedad.)

Piva, Pompeo Profesor de teología moral en el seminario de Mantua. (Voces: Bautismo, Conversión. Matrimonio, Misericordia.)

Rincón, Raimundo Profesor de teología moral en la Pontificia Universidad de Salamanca. (Voz: Penitencia [renovación del sacramento].)

Rocco, Ugo Profesor de teología moral en la Facultad del Sagrado Corazón de Cagliari. (Voces: Gratitud, Promesa, Santificación, Vacación.)

Rossi, Giacomo Profesor de teología moral en el colegio teológico de los jesuítas de Turín. (Voces: Escrúpulo, Humildad.)

Rossi, Leandro Codirector de la obra, profesor de teología moral en el Instituto Pontificio

ilc Misiones Extranjeras de Milán, delegado de la Asociación de Profesores de Teología Moral para la Italia septentrional. (Voces: Caridad, Doble efecto ¡principio del], Droga, Esterilidad [y esterilización]. Eutanasia, Fortaleza. Huelga, Manipulación del hombre [aspectos morales], Masturbación, Matrimonios mixtos. Pena de muerte \y cadena perpetua], Relaciones prematrimoniales, Suicidio, Usura.)

A

Scurani, Alessandro Redactor literario de la revista «Letture» de los jesuítas de Milán. (Voz: Lectura.)

Spallacci, Luigi Profesor de teología moral en el seminario de Asís. (Voces: Paz. Política {teología].)

Spinsanti, Sandro Profesor de teología en la Universidad Lateranense y en el seminario de Ancona. (Voces: Enfermedad. Muerte.)

Squarise, Cristoforo Profesor de teología moral en el Instituto de San Antonio de Padua y en el Ateneo «Seraphicum» de Roma. (Voz: Cuerpo.)

Taliercio, Giuseppe Rector y profesor de teología moral en el seminario de Massa. (Voces: Mentira. Secreto, Verdad.)

Tettamanzi, Dionigi Profesor de teología moral en la Facultad teológica interregional de Venegono (Milán). (Voces: Confirmación, Culto, Fe, Laicos, Religión, Sacramentos.)

Vallacchi, Enrico Redactor de «Anime e Corpi», teólogo y en la actualidad sacerdote-obrero. (Voz: Pobreza.)

Valsecchi, Ambrogio Codirector de la obra, antiguo profesor de la Facultad interregional de Milán, de la Academia Alfonsiana y de la Universidad Lateranense. (Voces: Absti' nencia y ayuno, Conciencia. Contracepción, Familia, Ley nueva. Limosna. Noviazgo, Psicología [y moral]. Sexualidad, Visita prematrimonial.)

Vidal, Marciano Profesor de teología moral en la Pontificia Universidad de Salamanca y en la Academia Alfonsiana. (Voz: Objetivismo /subjetivismo moral.)

Visintainer, Severino Profesor de teología moral en el seminario de Trento. (Voces: Divorcio, Legítima defensa.)

Zalba, Marcelino Profesor de teología moral en la Universidad Gregoriana de Roma, perito conciliar y miembro de la comisión pontificia para los problemas de la natalidad. (Voces: Superstición, Totalidad [Principió de].)

Zarri, Adriana Publicista y teóloga, miembro de la Asociación de Teólogos Italianos. (Voces: Mujer, Paternalísmo.)

ABORTO Nomenclatura.—La terminología moral católica distingue: feticidio — muerte del feto en el seno materno: aborto = expulsión del feto vivo, pero no viable; parto = expulsión del feto vivo y viable (es decir, capaz de sobrevivir). La terminología médico-penal considera aborto la interrupción del embarazo antes de la viabilidad del feto, prescindiendo de si el embrión viene o no expulsado; el aborto puede ser espontáneo (no provocado por intervención humana) o provocado legalmente (por motivos reconocidos por la ley) o criminoso (provocado por motivos considerados ilegales). Para nuestro tratamiento moral consideramos el aborto en sentido general, comprendiendo, por tanto, también el feticidio y el aborto considerado «espontáneo» a nivel médico-legal, pero que de hecho ha sido al menos parcialmente provocado. Nuestro estudio se divide en las siguientes partes: I. El origen de la persona h u m a n a : la Revelación y el Magisterio; reflexiones teológicas. H. Problemática del aborto: el aborto para evitar hijos no deseados o minusválidos; el aborto para salvar la vida de la madre. III. El aspecto legislativo. I.

El origen de la persona h u m a n a 1.

LA REVELACIÓN Y EL MAGISTERIO. -

La humanización, o sea el principio de los individuos, no se puede deducir de la Biblia. Sin embargo, de algunas expresiones resulta que ya en el vientre materno subsiste u n a vida h u m a n a (cf2 Mac 7,22ss;Job 10,11 ;Lc 1,41-44). Pero ¿en qué modo y en qué momento tiene principio el ser h u m a n o ?

El Magisterio eclesiástico, en la línea de la enseñanza de la escolástica, h a hablado de creación de cada alma (cf fórmula de fe de León IX, Denz 6 8 5 ; Humani generis de Pío XII, Denz 3 8 9 6 ; profesión de fe de Pablo VI, junio 1968). Además el Magisterio eclesiástico insiste recientemente en el concepto de que la vida h u m a n a está ya presente desde la fecundación (cf Pablo VI en la carta enviada al card. Villot. secretario de Estado, el 3 de septiembre de 1970; las varias declaraciones de las conferencias episcopales publicadas el mismo año contra la campaña propagandista para la gradual liberación del aborto). 2.

REFLEXIONES DE LOS TEÓLOGOS.—

Las reflexiones teológicas, durante la escolástica, se subdividían entre dos hipótesis: creacionismo o animación sucesiva, llamada también retardada, que santo Tomás toma de Aristóteles, por u n principio filosófico: cada forma requiere la preexistencia de u n a materia apta para recibirla, por tanto, también el alma vendría infundida después del desarrollo inicial de la materia (Aristóteles llega a determinar el inicio de la lorma h u m a n a al 40.° día para los hombres y al 8 0 ° para las mujeres). La opinión fue defendida por san Alfonso de Lígorio, Rosmini y últimamente poi el biólogo Gedda fundado en la observación de la inicial totipotencia del óvulo fecundado (se puede dividir en gemelos monozigotos). Además hay que añadir el grande porcentaje de óvulos fecundados que no llegan ni siquiera a anidar, y se comprenderá por qué algunos teólogos han tomado de nuevo esta hipótesis de la humanización (el término «animación» algunos lo evitan poi reacción al sistema aristotélicotomista de la distinción entre materia y forma). la aríimücirin inmediata fue defendida poi algunos Padres (Gregorio Nizeno,

Aborto Basilio, Tertuliano) y se hizo teoría común porque se presenta, en caso de duda, como la teoría más cierta. Tal animación o humanización inmediata encuentra recientemente un ulterior apoyo en los descubrimientos científicos. Biológicamente se pueden distinguir estas fases: —período del germen: empieza con la fecundación que constituye la nueva realidad biológica, distinta de la materna con u n patrimonio cromosómico propio. Esta pequeñísima célula inicial, llamada «agoto», contiene ya en sí el código genético, o sea la determinación de todo el proceso biológico y psíquico hereditario. Tal célula tiene u n movimiento autónomo de segmentación y está caracterizada por la «totipotencia», o sea por la posibilidad de subdividirse en partes autónomas, dotadas del mismo código genético, como puede tener lugar, aunque sea excepcional para la especie humana, en el caso de gemelos monozigotos. Este germen vital pasa de la fase llamada «mórula» a la fase llamada «blástula», donde empieza el crecimiento de volumen. Entre el 8.° y 10.° día tiene lugar la anidación, condición indispensable para la alimentación, que asegura el subsiguiente desarrollo. En esta primera fase mueren varios óvulos fecundados por no llegar a la anidación: es la primera selección natural; —periodo del embrión: desde la 3 . a a la 8. a semana, cuando se completan gradualmente los órganos y las formas externas, o sea el esbozo humano. Entre la 7. a y la 8. a semana se pueden reconocer el cráneo, el esbozo de los ojos, los brazos más bien cortos, las piernas y los dedos de los pies, las orejas, y el electroencefalograma puede registrar una actividad, aunque sea mínima, del cerebro del feto; -período del feto: desde la 8. a semana al término de la gestación. Entre estas fases el biólogo encuentra u n a concatenación de procesos vitales determinados por aquel código genético que fue constituido en el momento de la fecundación. Corresponde a la reflexión filosóficoreligiosa deducir de tales consideraciones biológicas unas conclusiones q u e estén lo más posiblemente fundadas en la observación de la realidad. Parece que tiene mayor fundamento la hipótesis que sostiene que es fruto h u m a n o lo que deriva de la fecundación de cro-

1-1 mosomas humanos. La garantía de nutrición (que se efectúa con el complejo fenómeno del anidamiento) y el desarrollo gradual de los órganos y de las formas externas parecen factores que no constituyen el principio de la vida h u m a n a . La eventual subdivisión en gemelos no hace más que provocar la aparición de otras vidas h u m a n a s conforme a las partes autónomas que se reproducen. La posibilidad de óvulos fecundados que no lleguen a madurar entra en aquella sobreabundancia natural que se manifiesta incluso en los nacidos, de los cuales la mayoría de ellos, durante muchos siglos, no llegaba al tercer año de vida. Si la discusión entre los teólogos católicos viene actualmente redimensionada desde el momento de la fecundación al período de la anidación (cerca de unos diez días), los teólogos cristianos no católicos presentan u n abanico de hipótesis mucho más amplio: desde el momento de la fecundación a la posición extremista de los metodistas unidos, que creen que no se puede hablar de persona antes del nacimiento (consejo metodista. 8 de octubre de 1969). Por el contrario, el «memorándum de la Iglesia evangélica alemana» del 14 de enero de 1971 declara: «Basados en los actuales conocimientos científicos el principio de la vida tiene lugar con la fecundación... Toda intervención que destruya la vida empezada es matar u n a vida que se está haciendo». Para el judaismo el aborto viene considerado u n crimen después del 40." día de la fecundación; p a r a el islamismo el feto viene considerado ser h u m a n o después del 120.° día, pero recientemente algunos centros islámicos h a n condenado el aborto sin especificación de tiempo. El sintoísmo, muy difundido en Japón, y el budismo n o conocen prohibiciones contra el aborto. Concluyendo: sin duda el feto es ya un ser h u m a n o , capaz de reacciones psíquicas que tienen lugar entre él y la madre, más aún, son tales relaciones las que constituyen la primera base del subconsciente h u m a n o . Entre el feto del útero y el recién nacido n o existen diferencias sustanciales, mientras persiste u n a dependencia total del recién nacido de quien lo asiste, dependencia psicobiológica q u e lenta y gradualmente viene superada. Creemos que el feto, desde la fecundación, pertenece a la especie h u m a n a por su origen, por su misma composi-

Aborto

15 ción y por su radical autonomía biológica, y por el programa psicológico ya determinado en su código genético, y además por sus primeras recepciones psíquicas. Tal existencia, en cuanto humana, es ya objeto particular del amor de Dios, que no llama a ninguno en í a n o a la vida. Dios es u n Padre que no se arrepiente nunca, que n o olvida i nadie que haya llamado a la existencia h u m a n a y ofrecerá a cada ser humano, aunque no llegase a su madurez, la posibilidad de u n encuentro personal y eterno con él. II.

Problemática del aborto 1.

EL ABORTO PARA EVITAR HIJOS NO

DESEADOS o MINUSVÁLTDOS.— El aborto se

puede presentar como u n a solución penosa, pero presuntamente necesaria para evitar el drama de los hijos no deseados. Su presencia continua podría constituir u n a permanente causa de depresión o de nerviosismo (cosa que podría tener lugar en el hijo de la imprudencia o de la culpa) y, después de haber deshecho u n a familia, éstos llevarán en sí el peso de no haber sido aceptados: estos hijos no deseados son los que ofrecen el mayor elemento h u m a n o a la prostitución, a la droga, al crimen. La perspectiva clínica de poder deducir del examen del líquido amníótico eventuales deficiencias congénitas crea el problema más actual del aborto terapéutico por respeto al hijo: parecería u n a falta de piedad dejar terminar un embarazo cuando estamos ciertos o casi de gravísimas taras congénitas. Cuando u n a situación existencial se hace particularmente complicada, hay que evitar soluciones emotivas y tener el coraje de enfrentarse realistamente con el problema. O logramos convencernos de que el feto n o es u n ser humano (entonces, ¿qué es?) o tenemos que admitir que cuando existe u n a vida h u m a n a ninguno tiene el derecho de destruirla, así como n o nos planteamos el problema de matar a los niños de la inclusa porque no los quieran los familiares o porque sean minusválidos. El niño n o tiene la culpa de que los otros le hayan hecho vivir y de que el hecho de no ser grato complique la existencia a él, a la madre, a la familia y a la sociedad. La solución n o puede ser la de matar a las personas n o gratas, sino de saberlas aceptar. El derecho a la vida depende del ser vivo, n o del ser grato o del ser normal. Constatamos con

a m a r g u r a que la mentalidad moderna, m á s sensible a toda existencia hasta condenar la pena de muerte contra el culpable y poner en tela de juicio la misma guerra defensiva, sufre sobre este punto u n a contradictoria involución, volviendo al arbitrio barbárico de los padres sobre los hijos. Ciertamente el «sí» a la vida del niño que se desarrolla en el útero materno n o debe ser pronunciado sólo por la madre o por los padres, sino por toda la sociedad comprometida en hacer menos penosas ciertas situaciones dramáticas y en difundir u n mayor conocimiento y responsabilidad de los actos procreativos. Cuando existen contraindicaciones psíquicas, higiénicas, económicas, sociales para u n eventual nacimiento hay que saberlo evitar. El problema tiene que ser considerado antes de provocar la existencia. El respeto a la vida de los demás será más fácil para quien tiene u n a fe, particularmente para quien cree en el misterio pascual de Cristo, donde el sufrimiento no es buscado, pero constituye un paso obligado para la redención, y, por tanto, sabrá medir la validez de la existencia no por la presunta normalidad psicobiológica, sino por la fiel relación con Dios, esa relación que ayuda a superar la realidad sin huir de ella, sin provocar la eliminación de la existencia propia o de los demás, en la confiada certeza de que Dios da a cada vida la posibilidad de ser eternamente válida. 2.

EL ABORTO PARA SALVAR LA VIDA

DE LA MADRE.—Afortunadamente tales casos de aborto terapéutico (para salvar a la madre) son cada vez más raros. Recientemente se ha querido ampliar el concepto de aborto terapéutico también a los casos en que subsista peligro de graves complicaciones, incluso si son prevalentemente psíquicas. Aunque reconocemos la importancia sustancial del aspecto psíquico para la vida h u m a n a , los católicos n o comprendemos cómo se puede sugerir la eliminación de personas no deseadas para defensa del equilibrio h u m a n o . Con relación al peligro de la existencia de la madre o de gravísimas complicaciones permanentes, la doctrina moral católica recuerda que n o se puede nunca eliminar directamente u n a vida (sea la del hijo o la de la madre) incluso para salvar otra vida, porque ningún fin bueno justifica el homicidio

Aborto de u n a persona inocente; por tanto, el aborto directo, aunque sea terapéutico, es moralmente u n crimen. Sin embargo, es lícita cualquier intervención curativa sobre el cuerpo de la madre que se juzgue inaplazable y eficaz, aunque luego provocase la consecuencia del aborto: es el llamado aborto terapéutico indirecto (como en el caso de un tumor, se puede eliminar el útero aunque esté en gestación). Así en el caso del embarazo ectópico puede tener lugar una intervención en la trompa en estado patológico, provocando el aborto. No faltan teólogos modernos que querrían superar la distinción entre aborto directo e indirecto pasando la cuestión a la perspectiva del conflicto de deberes, o a la perspectiva de la legítima protección: salvar aquella vida que se logre proteger. Son hipótesis de estudio que estimulan la progresiva reflexión cristiana. El Magisterio eclesiástico ha condenado siempre el aborto (cf S. Oficio 1889 y 1895, Denz 3719 y 3 7 2 1 ; Pío XII, discurso a las ostétricas, 29 de octubre de 1 9 5 1 ; GS 2 7 y 5 1 ; Pablo VI. Humarme vítae y la citada carta al card. Villot, 3 de octubre de 1 9 7 1 ; y las recientes declaraciones de las conferencias episcopales). El documento de la Conferencia Episcopal Italiana (CEI). enero de 1972. dice: «Desde el principio Dios ha puesto u n límite intraspasable a la libertad del hombre: el respeto a la vida del hermano... De aquí que el aborto se presente a toda conciencia recta como u n crimen contra la vida. Desde la concepción tiene origen u n a concreta naturaleza humana». Aclarado el principio, se recomienda «abstenerse de todo juicio de condena» en los casos más dramáticos y de saber ofrecer una ayuda de «bondad operante». El episcopado de los países escandinavos, dirigiéndose con sensibilidad pastoral a las futuras madres, las anima para que, en cualquier caso, su decisión «no sea la de seres aplastados por la ley, sino la de personas cuya postura consciente está dominada por el amor», y aunque se reconozca que «una vida humana, sin duda no idéntica a la de la madre, se está desarrollando», afirma que «para nosotros cristianos cada vida h u m a n a tiene un sentido. Tenemos siempre presente la posibilidad de que Dios nos haga percibir el significado y el valor de sucesos que en un primer momento nos

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desconciertan. Podrá ser u n a lucha a realizar todos los días, pero que no carece ni de sentido ni de valor humano» (Carta sobre la problemática del aborU, julio de 1971). III.

El aspecto legislativo

Fue el cristianismo quien llamó la atención con fuerza sobre la obligación de defender la vida h u m a n a todavía en el útero materno, y al abortó se le unió la excomunión. Sin embargo, sólo en el 1803, y precisamente en la Inglaterra protestante, tiene lugar la primera legislación civil contra el aborto, y en el mismo siglo también los otros códigos tanto anglosajones como latinos declararon «delito» el aborto. Sin embargo, en los últimos cincuenta años tiene lugar u n a difusión creciente del aborto, y tal difusión provoca u n a reacción masiva contra las presuntas rigurosidades legales. La preocupante difusión del aborto viene provocada por el creciente progreso sanitario que ha reducido mucho los riesgos de esta intervención, por la difundida mentalidad antidemográfica, por u n a exasperación de la libertad h u m a n a que huye de las obligaciones demasiado gravosas y de las intromisiones legales, por la facilidad e incluso superficialidad al poner en discusión todo principio ético. Añádase la perspectiva de determinar por el líquido amniótico eventuales anomalías del feto. Actualmente existen tres orientaciones legislativas: - e n los países con régimen socialista: el aborto está regulado (en URSS desde 1955), pero el Estado intenta persuadir a la mujer p a r a que complete el embarazo, reaccionando contra las mentalidades antidemográficas; - e n los países con mentalidad prevalentemente protestante: el aborto viene reconocido con u n a liberalidad progresiva por la ley, tanto por la mentalidad antidemográfica como por u n presunto respeto por la conciencia de los esposos (en Suecia la primera legislación permisiva es del 1 9 3 8 , y desde 1 9 6 3 las posibilidades legales abortivas h a n aumentado; en 1971 algunos estados de los Estados Unidos han llegado a u n a liberalización casi total del aborto); —en los países prevalentemente católicos: el aborto es un crimen; sin embargo, en Francia y en Italia aumenta la presión para u n a revisión legislativa.

17 En la legislación española, según el Código Penal, el aborto es castigado siempre que sea causado «de propósito» (art 411). Las penas varían según que el aborto sea ocasionado involuntaria o voluntariamente, con consentimiento o sin consentimiento de la mujer. Incurren también en las sanciones correspondientes los farmacéuticos que expendieren abortivos, y el personal sanitario que se dedicare a esta actividad o colaborare de algún modo a ella. Las penas para cada caso concreto vienen detalladas en los artículos 411-417. Como orientaciones ético-sociales para una legislación sobre el aborto recordamos algunos principios generales: el legislador católico se debe orientar según conciencia en el sentido de favorecer u n a formación progresiva más humana de la sociedad, pero no puede codificar la propia conciencia dado que las leyes son para todos los ciudadanos, comprendidos también los no católicos. Incluso en la pluralidad de ideas, hay que salvaguardar principios base de la convivencia humana, por lo que consideramos absurda la completa liberalización del aborto, es decir, dejar a los padres que juzguen sobre la vida del feto: nadie puede ser arbitro de una vida h u m a n a ya existente. La eventual problemática girará en torno a la reglamentación del aborto, o sea cuándo se puede permitir. Nos parece que no se puede discutir sobre u n a vida sólo porque es minusválida. El motivo de piedad de los familiares podrá favorecer la mitigación incluso grande de u n a pena, pero no puede establecerse una convivencia en la que no sea delito matar y se ponga como motivo u n a presunta piedad (cf Eutanasia). Para los casos terapéuticos, tanto para el hijo como para la madre podría tener lugar u n a discusión sobre el principio de la tolerancia del mal menor dados los peligros sociales de los abortos clandestinos y la posible dlscutibilidad ética fuera de la moral católica. La CEI en el citado documento observa: «Reconociendo la validez de tal principio (del mal menor), negamos que de hecho las exigencias del bien común justifiquen, aunque sólo sea como mal menor, la aplicación en el caso del aborto». Este documento se refiere en particular a la situación italiana. Podemos añadir que la valoración del mal menor en la situación concreta implica una competencia sociológica específica de los laicos a los que les corresponde

Abstinencia y ayuno «como deber propio... y guiados por la luz del Evangelio y por el pensamiento de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana obrar directamente y de modo concreto» colaborando con los demás ciudadanos, y realizar un orden temporal inspirado en la justicia (cf AA 7). La legislación va puesta en u n marco social que favorezca la sensibilización y la corresponsabilidad humanas. G. Davanzo

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ABSTINENCIA Y AYUNO El ámbito en que nos movemos al considerar estos términos, y que, por otra parte, está determinado por tratarlos unidos, es bastante reducido: es ver en el ayuno, o en cualquier forma de penitencia respecto a comidas y bebidas, un ejercicio particular de la penitencia cristiana. Este es el contenido que han venido indicando los dos gestos cristianos en la tradición moral más reciente, así como en las enseñanzas del Magisterio 1 . 1. Sin embargo, no hay que olvidar que éste puede ser el lugar para u n a historia de la reflexión cristiana sobre el particular y que abstinencia y ayuno tenían en el pasado u n a colocación teórica más amplia y autónoma que la actual: hoy la abstinencia se presenta como u n a peculiar virtud cristiana, expresión de templanza, y el ayuno como su acto principal. De tal elabora-

Abstinencia y a y u n o ción nos ofrece santo Tomás 2 el testimonio más acreditado y completo, e intenta indicarnos su estructura, aunque en muchos aspectos está muy alejada de nuestra sensibilidad antropológica 3 . El Angélico parte del principio general de que toda actividad h u m a n a está acompañada de u n gozo que, bajo forma de apetito o «concupiscencia», representa un empuje providencial a la acción; y es natural que estos empujes, estas gravitaciones, estos deseos de gozar sean tanto más fuertes cuanto más esenciales sean las funciones a las que corresponden: la fuerza de esta atracción y la dimensión de los gozos prometidos aseguran casi irresistiblemente las acciones más necesarias. Ahora bien, las funciones más necesarias a la criatura existente son las de la conservación y propagación; las necesidades radicales del hombre se traducen en las concupiscencias más apremiantes: la concupiscencia de la comida y bebida, y la concupiscencia sexual. La templanza, que preside y regula estas actividades, tiene que ordenar profundamente la fuerza excepcional de estas concupiscencias: con más precisión todavía, la templanza es la misma «concupiscencia» (el «appetitus concupiscibilis») al ser radicalmente rectificada y al hacerla orientarse constantemente en la dirección querida por las normas morales. En este contexto, se nos presenta la abstinencia como la medida y la rectificación de la «concupiscencia» de la comida y bebida, es decir —en términos objetivos—, la virtud que preside y regula la actividad de conservación ; y la castidad como la virtud que ordena el deseo y el ejercicio de la actividad de propagación. Entonces el ayuno es el acto más típico de la virtud de abstinencia, como el pecado de «gula» es el vicio que se le opone. Como se ve, la construcción es muy orgánica: se ve con claridad la genialidad de orden que caracteriza toda la antropología normativa de santo Tomás; y a pesar de los elementos de la misma que nos crean cierta desazón 4 , reconoce a la abstinencia la dignidad de virtud, particular que ignoran casi por completo nuestros tratados, todos muy reducidos. Para éstos la penitencia es simplemente u n acto penitencial: y está bien (nosotros mismos seguiremos más adelante tal perspectiva), siempre y cuando no se olvide el ansia, sobreentendida en el tratamiento tomista, de

18 elaborar —aunque sea por un camino inadecuado— u n a moral cristiana de la nutrición. Sobre este particular no se encuentran en nuestros tratados corrientes más que alusiones esporádicas y desarticuladas. Además quisiéramos que de esta elaboración antigua, criticable en su estructura general, se salvaran algunos puntos logradísimos y que nos parecen tener mucha actualidad. Nos referimos, por ejemplo, a la relación establecida por santo Tomás entre abstinencia y castidad 5 : la abstinencia «ordena sus actos al fin de la castidad». Es u n alargar la perspectiva. Profundizando el dominio del alma sobre los sentidos, la abstinencia ofrece u n a mayor energía también en materia de castidad: es u n hecho de experiencia que el que se abstiene se conserva con mayor facilidad casto, mientras que el intemperante en comidas y bebidas se dispone a la lujuria (¿o es quizá u n sutil sucedáneo de ella ?); no en vano muchas aventuras sexuales han empezado tras u n a copa de champán, y ciertas orgías tras un suculento banquete. Hacemos notar, en líneas generales, la profunda sensibilidad cristiana que anima la exposición tomista del a y u n o : u n a «quaestío» en la que, a nuestro parecer, se encuentra de forma escogida la tipicidad del discurso moral cristiano del Doctor Común. Véase su preocupación por considerar el ayuno como u n acto de imitación y configuración a Jesucristo 6 ; la insistencia con la que afirma la libertad radical de este gesto ante el enredo sofocador de las prescripciones canónicas, a las que el Angélico critica con decisión; la orientación que él da al ayuno, al menos en algunas formas, hacia u n codificable «instinctus Spiritus Sancti», que le hace, por este motivo, una expresión de gozo 7 ; el equilibrio con el que, afirmando la nobleza y el valor de esta práctica, se opone a algunas exaltaciones ascéticas. 2 . La colocación de la abstinencia y el ayuno dentro del cuadro de los ejercicios penitenciales, como viene desarrollada actualmente en los tratados, es también muy rica de significado moral, u n a vez que se hayan superado las angustias de u n juridicismo y casuística siempre abundantes en esta materia: por otra parte, la reciente disciplina eclesiástica sobre e l particular h a querido poner reparo.

19 Es necesario afirmar con decisión, también en este campo, el primado de lo espiritual: lo que hay que cultivar sobre todo es la «penitencia según el espíritu», es decir, una constante voluntad de conversión, que es voluntad de «mortificación» y resurrección del Señor. Tiene lugar aquí u n a propiedad de la moral cristiana: cada gesto y forma de comportamiento tiene que venir del «corazón»; no es el simple abstenerse lo que cuenta, pues efectivamente también el «comer y beber» son «para gloria de Dios» (1 Cor 1 0 , 3 1 ; cf Rom 14,17). Si la nueva disciplina ha sido interpretada y vivida por los Seles a menudo como u n exonerarse o librarse de las prácticas penitenciales (no comer carne los viernes) y no ha logrado crear u n a nueva costumbre sobre el particular, se debe en parte al extrinsecismo y mecanicismo de la praxis precedente: se ponía el acento más en la fidelidad a la letra que en la educación del espíritu. De tal forma que, desaparecida la letra, no ha quedado nada: no se ha encontrado en los fieles la capacidad de utilizar la mayor discreción de la disciplina actual para favorecer y expresar u n a responsable actitud de penitencia. Por otra parte es necesario que esta conducta espiritual, a la que debemos remitirnos continuamente, encuentre como todas su signo y su causa en determinadas formas de comportarse físicas. Y es normal que el espíritu de penitencia se exprese en formas de abstinencia o restricción de la comida: la gran importancia de la función nutritiva orienta sobre el ejercicio de la misma el esfuerzo de dominio y la intención de sacrificio que tienen que ser radicales y ejercerse en todos los campos de la actividad. La predicación tradicional, y en modo particular la patrística, ha encontrado u n a particular razón de fe en este severo control en la comida y bebida que el cristiano se impone: es el ayuno salvífico que se contrapone a la «glotonería» de los progenitores, de la que nos viene la perdición; aparte la metáfora, el ayuno testimonia nuestra condición de pecadores, que, mediante la renuncia libremente aceptada, tienen que demostrar a Dios su arrepentimiento y el propósito firme de continuar por el camino opuesto a aquel por el que viene el pecado. En la tradición cristiana, los tiempos de penitencia y ayuno se han determi-

Abstinencia y ayuno nado durante el año en la Cuaresma, y durante la semana en el viernes. Esto aclara el significado de tal gesto: nos «mortificamos» para celebrar así la muerte del Señor y prepararnos a su venida: la Pascua y todo domingo cristiano son el preludio del último «día del Señor», al que nos tenemos que preparar convirtiéndonos. Este significado escatológieo del ayuno cristiano (se ayuna en ausencia del Esposo, esperando su venida, cf Mt 9,15 y par.) explica su carácter de alegría («no estéis tristes...» Mt 6,16ss); y aclara una de las razones más nobles del ayuno eucarístico en la preparación a la comunión. También la actual disciplina conserva el carácter penitencial de la Cuaresma y del viernes, aunque articule la práctica con mayor libertad interior. Se puede decir que en su conjunto tal deber es grave, y que, por tanto, peca gravemente quien olvida completamente esta abstinencia y ayuno cuaresmales. También el texto conciliar parece que se orienta en tal sentido, al querer que se conserve el «ayuno pascual», mientras que para el resto consiente amplias facultades discrecionales 8 . 3. La reflexión cristiana del pasado ha dado siempre a toda práctica de abstinencia y ayuno dos orientaciones generales, y precisamente éstas permiten comprender por qué la disciplina actual, ya en vigor con el citado documento de Pablo VI, consiente para los días de abstinencia, o sea los viernes, obras alternativas o sustitutivas de las obras de abstinencia o simplemente de penitencia ' . a) El a y u n o y la abstinencia deben tener para el cristiano u n a orientación fundamental a la caridad fraternal. Esto no consta solamente del hecho de que cada acto cristiano tiene que estar inspirado por la exigencia esencial del Reino, la caridad, sino que resulta, en particular, de la reflexión que los textos revelados explícitamente establecen entre ayuno y misericordia: véase, por ejemplo, la reflexión tradicional sobre el ayuno cuaresmal de Moisés (Dt 18), Elias (1 Re 19) y Jesús como preparación inmediata a su misión profética y de salvación. Este carácter fraternal de la abstinencia y del ayuno y, en general, de la penitencia cristiana se puede revelar y expresar de varias formas. El ayuno, l a abstinencia, las varias

Abstinencia y ayuno formas de penitencia tienen y deben tener por sí mismas u n valor de intercesión. Ue esta forma puede haber en la Iglesia grupos religiosos particulares para los cuales la forma específica de ofrecerse a Dios por la salvación del prójimo es el «ayuno» y no el servicio directo: el mismo Concilio, en un texto muy sugestivo, recuerda la «misteriosa fecundidad apostólica» que hay que reconocer, «a pesar de la necesidad urgente de apostolado activo», a los institutos contemplativos cuyos ejercicios propios son precisamente «la continua oración e intensa penitencia» 1 0 . Y puede haber, en la vida de cada uno, momentos en los cuales no se encuentre en nuestra impotencia otro medio para obtener el bien de los demás que hacer penitencia: «ayunad por vuestros enemigos», es la invitación de la Didaché, que la santidad cristiana ha recogido y expresado de muchas formas, al entrever en la mortificación de nuestro cuerpo una confesión de la insuficiencia de otras iniciativas emprendidas para el bien del prójimo, un agarrarse al último apoyo, casi u n anhelo y u n preludio del «morir por los demás» que fue la decisión suprema salvífica de Cristo 11 . Y no sólo la santidad cristiana; ésta es una intuición que la sensibilidad religiosa ha recogido también en otras partes: bastarían, para documentarlo, los grandes ayunos de Gandhi y el significado que él les daba 1 2 . Otras veces, sin embargo, en el mismo ejercicio de la caridad misericordiosa se hace penitencia. Allí, la penitencia aparecía como u n a forma de servicio al prójimo; aquí, por el contrario, el servicio al prójimo aparece como una forma de penitencia. Los dos términos se reclaman y se compenetren. Por esto la actual disciplina permite que se sustituya el deber de la abstinencia del viernes con obras de misericordia: precisamente se supone (de lo contrario esta sustitución no tendría sentido) que éstas contengan una pena, una renuncia (de tiempo, de bienes, de orgullo, etc.), un sacrificio. Así se comprenden perfectamente las grandes profecías postesexílicas, que predican la práctica de la justicia y de la misericordia como formas de ayuno particularmente agradables a Dios: Zac 7,5-14 nos ofrece u n a llamada retrospectiva al significado de justicia y piedad que Dios, hablando a los antepasados, había querido dar a la práctica del a y u n o ; y en particular el espléndido trozo de

20 Is 58.3-10 expone dramáticamente tal protesta de Dios, catalogando casi las obras de misericordia y de justicia que Dios quiere y agradece como formas de auténtico ayuno («éste es el ayuno que me agrada: desatar las cadenas injustas...»). b) El ayuno y la abstinencia son también para el cristiano u n acto de obsequio y de culto a Dios. Sobre este particular, la palabra más profunda sobre la que reflexiona la tradición cristiana es la del discurso de la Montaña: «Cuando ayunes, ayuna ante tu Padre, que está en lo secreto» (Mt 6,17): entonces el ayuno es u n ponerse de la criatura ante Dios con u n a voluntad de anonadamiento; es u n modo de expresar la auténtica «hambre y sed», la sed de «justicia», en la que la justicia es precisamente la sumisión a Dios. Por esto la tradición espiritual reconoce en la abstinencia y el ayuno u n a práctica de introducción a la oración: acordémonos del ayuno de las vigilias; y por razón parecida, junto al «ayuno de aflicción» impuesto por la Iglesia, santo Tomás habla, siguiendo a san Agustín, de u n «ayuno de regocijo», sugerido por el impulso del Espíritu y que, a diferencia del primero, puede ser u n a exigencia alegre de los días de culto más intenso, o sea de los días festivos 13 . Hay que colocar en esta línea también la disciplina actual, ya que permite cumplir el deber de la abstinencia con obras de culto: a condición de que en ellas se evidencie de alguna forma nuestra voluntad de humilde (y costosa) sumisión al Señor. 4. Por último queremos indicar brevemente un aspecto que tienen que tener la abstinencia y el ayuno en la práctica cristiana: el aspecto social y comunitario. Dado que la conversión es un acto de toda la Iglesia, así debe serlo cada forma manifestativa: incluida la penitencia de las abstinencias y ayunos. El mismo Concilio hace una referencia a esto, cuando pide que «la penitencia del tiempo cuaresmal n o sea sólo interna e individual, sino también externa y social» 14 . Encuentra aquí su expresión u n a toma de conciencia más radical, aparecida claramente en la misma doctrina conciliar sobre la Igles i a : «mientras Cristo santo, inocente, inmaculado (Heb 7,26) no conoció el pecado (2 Cor 5,21), sino que vino a

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Abstinencia y ayuno

expiar sólo los pecados del pueblo (Heb 2,17), la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación» 1 5 . Hay que encontrar las formas de u n a tal penitencia social y pública: no es el caso, quizá, de reproducir a la letra las grandes manifestaciones penitenciales y de ayuno del antiguo pueblo de Dios, ni de pedir materialmente que los jefes, juntamente con todos, se desvistan de sus vestiduras de poder para vestirse de saco y ayuno; sin embargo, la nostalgia de estos gestos es u n a inquietud y u n a llamada. Cada comunidad cristiana tiene que encontrar momentos y formas de penitencia y renuncia incluso en la comida y en los bienes materiales: como manifestación de pobreza, como compromiso de justicia hacia la gran extensión de hambrientos; pero también como expresión de arrepentimiento por u n a política de acumulación y enriquecimiento del que las comunidades y la Iglesia no han sabido estar alejadas. Llegados a este punto, intuimos el último significado, quizá el más global e interior, que la abstinencia y el ayuno, juntamente con otras formas penitenciales, tienen en la experiencia cristiana: son para los individuos y para toda la comunidad a la vez que un signo de conversión un acto de esperanza. Convertirse a la esperanza, como viene expresado por el lenguaje drástico, semitizante de u n a oración litúrgica: «Terrena despicere et amare coelestia»; lo cual, sustancialmente, ya está empezado en la decisión de vencer la perspectiva de u n reino terreno y convertir la mente y el corazón al futuro, ofrecido ya en el presente. A. Vahecchi Notas.-C) El Concilio ya se había movido en esta línea en las alusiones hechas sobre nuestro tema: véase en particular SC 109-110: pero sobre todo ésta es la perspectiva de la Constitución apostólica de Pablo VI. Paenítemini, publicada el 17 de febrero de 1966. que ha reformado la disciplina eclesiástica sobre el particular y a la que nosotros implícitamente haremos continuas referencias. —(2) S. Th, 2-2ae. qq. 146-148. De todas formas la exposición hay que leerla en el contexto de líi doctrina tomista sobre la virtud de la templanza (qq. 141ss).—(3| A quien le es algo familiar la historia del pensamiento moral cristiano, no le extrañan los cambios de inte-

rés y perspectiva que han tenido lugar en el curso de la misma tanto sobre las virtudes en particular como la estructuración de las mismas. Cf el óptimo trabajo de O. F. Bollnow. Wesen und Wandel der Tugenden, Francfort 1962, 9-30.—(4) La limitación que nosotros hoy podemos reconocer es particularmente evidente con respecto a la castidad, considerada como virtud reguladora de una actividad sexual reducida a la sola función procreativa o propagativa: sin que se consideraran presentes (¿era entonces posible?) todos los elementos propiamente humanizantes de la misma, en una palabra, los significados intersubjetivos de la sexualidad, que. por otra parte, son esenciales para hacer de la misma procreación un acto moral. Pero hay que hacer un apunte parecido con respecto a la función nutritiva, que preside la abstinencia: aquí parece que también faltan los aspectos propios de su vaior de función humana. Así como la sexualidad no es una simple función reproductiva, tampoco la nutrición es un simple acto de conservación: es un gesto de expresión personal y de relación social mucho más amplio y alto, y precisamente por esto se distingue de lo que aparece a nivel animal. Y no es que falten en e] Angélico alusiones para estas posibles deducciones, pero la estructura global no escapa a la crítica ahora propuesta.—!5) Cf sobre todo 2-2ae. q. 146, a. 2, ad 2: q. 147, a. 1, c.; q. 151. a. 3, ad 3 (de este lugar hemos sacado el texto citado).(6) La referencia a Jesucristo es particularmente interesante por el hecho de que es bastante rara en la moral tomista: sin embargo, en ta cuestión sobre el ayuno sale varias veces.— (7) Cf 2-2ae, q. 147. a. 5, ad 3. Se encuentra aquí uno de los temas característicos de la moral de santo Tomás: lo desarrollaremos en la voz Ley nueva de este DICCIONARIO.— (s) «Foméntese la práctica penitencial de acuerdo con las posibilidades de nuestro tiempo y de los diversos países y condiciones de los fieles, y recomiéndese por parte de las autoridades. Sin embargo, téngase como sagrado el ayuno pascual: ha de celebrarse en todas partes el viernes de la Pasión y muerte del Señor y aun extenderse, según las circunstancias, al sábado santo, para que de este modo se llegue al gozo del domingo de Resurrección con ánimo elevado y entusiasta» (SC 110).-| 9 ) Es útil resaltar los términos de la disciplina establecida por la Constitución de Pablo VI. Son días de penitencia que hay que observar en toda la Iglesia todos los viernes del año y el miércoles de ceniza, o sea el primer día de la Gran Cuaresma según los diversos ritos; son días de ayuno el miércoles de ceniza (o respectivamente el primer día de la Gran Cuaresma) y el viernes santo. Pero las Conferencias episcopales tienen la facultad de sustituir la observancia de la abstinencia de carne y de ayuno con ejercicios de oración y obras de caridad. La ley de la abstinencia prohibe comer carne, no huevos, laticinios ni condimentos con grasa animal: la ley del ayuno obliga a hacer una sola comida al día, pero no prohibe tomar algo por la mañana y por la tarde, según las costumbres aprobadas en el lugar. Estén obligados a observar la abstinencia todos los que han cum-

Adopción plido catorce años; y al ayuno ios fieles que han cumplido10 veintiún años hasta empezar los sesenta.-( ) PC 7.-Í11) Es evidente que tal intuición no tiene nada que ver con formas de desinterés, falta de compromiso, mal encubierto masoquismo, que también se encuentran en algunas costumbres penitenciales, pero que con facilidad se nota12en seguida su ambigüedad y ordinariez.—( ) En esta línea, prescindiendo de otras consideraciones éticas, la misma huelga del hambre (Gandhi emprendió una de importancia histórica) puede adquirir junto a su significado de protesta social un valor religioso de intercesión.— (1!) S. JTi., 2-2ae, q. 147, a. 5, ad 3.-(14) SC 110.-(") LG 8.

ADOPCIÓN I.

Noción

La palabra «adopción» se ha abierto lentamente a significados cada vez más extensos humanamente. La más antigua noción de adopción que se recuerda en la historia del derecho la encontramos en las leyes y documentos babilónicos (Código de Hammurabi, 18553) y asióos. Esta determina: quien se pone bajo la paternidad legal de una determinada persona adquiere ei derecho a la sucesión. Tal forma de adopción persiste aún en el derecho romano justiniano. La adoptio minus plena, hecha no por un ascendiente, sino por un extraño, no separa al adoptado de la familia de origen, ni lo somete a la patria potestas del adoptante, sólo otorga al adoptado los derechos de un heres suus con relación al adoptante, si éste muere sin hacer testamento. A la vez el derecho romano justiniano reconoce u n a adoptio plena, la cual establece el paso de una persona libre alieno iuri subíecta (filíusfamílias) de la potestad de un paterfamilias a la potestad de otro paterfamilias. Esta adopción quería satisfacer la necesidad de perpetuar en el tiempo el culto de los sacra de cada familia. El derecho intermedio (hasta el Código napoleónico comprendido), aunque conserve en línea de principio la antigua concepción justiniana, acentúa el carácter afectivo de la institución adopcional. A pesar de todo, la adopción es prevalentemente para bien de la familia del adoptante: «Adoptio est gratuita quaedam electio, qua quis aliquem sibi elegit in fllium, et hoc faciunt plerumque hi qui fillos habere non possunt ad ipsorum solatium» 1 . En los actuales derechos civiles la

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adopción ha quedado como u n a institución distinta de las otras clases de filiación, dado que se basa no en el hecho natural o biofísico de la procreación, sino en u n acto cívico-legal. Su intención es asegurar la consolación de u n hijo a quien no lo tiene. Su estructura se modela sobre las líneas de la filiación legítima (adoptio naturam imitatur). La legislación más moderna identifica la finalidad de la adopción con la de la familia: se establece no para ofrecer u n a consolación filial a los cónyuges sin hijos, sino para dar padres educadores a hijos sin familia. Alguno vería con buen ojo ampliar el concepto de adopción a perspectivas todavía más avanzadas, tanto de considerarlo como el ideal para la educación de los niños. Y esto porque «la relación padres-hijos se construye y se realiza más que por el lazo biológico de la sangre por el lazo del amor». De aquí que la adopción, en su misma noción, ha ido recogiéndose cada vez más en servicio de la persona del adoptado y en u n a configuración afectiva más apropiada. Al principio se limitaba únicamente a u n a relación hereditaria ; luego se h a ampliado incluyendo al adoptado en el ámbito familiar para asegurar que se transmitiera el culto de las divinidades domésticas; ha intentado más adelante satisfacer los sentimientos de los cónyuges sin prole: para terminar testimoniando un amor oblativo y educativo en favor de los adoptados. El concepto de adopción ha sido tomado también para la vida sobrenatural, y ha adquirido u n nuevo significado. Adopción sobrenatural indica la íntima transformación ontológica del yo h u m a n o por l a presencia del Espíritu de Cristo, de tal forma que el yo viene introducido progresivamente en la vida divina. Tal transformación llegará a su forma definitiva cuando la persona resucite completamente en Cristo. La adopción divina no se reduce a u n a nueva situación familiar exterior decretada por la ley; es u n a filiación por regeneración en el Espíritu de Cristo. II.

Adopción h u m a n a

La conciencia h u m a n a y cristiana, desde siempre, s e h a preocupado de la situación de los n i ñ o s huérfanos y abandonados. Había que ofrecerles no sólo u n pedazo de p a n , para conservar la

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vida, sino también u n ambiente para una educación adecuada y u n a formación profesional. A cumplir este deber empujaba no sólo el espíritu caritativo cristiano, sino la misma solidaridad humana. Incluso porque el estado de un niño abandonado es acongojador: un huérfano nunca es un niño normal, sino u n doloroso sufrimiento encarnado. En un principio la caridad cristiana hacia los huérfanos se concretó sobre todo en instituciones de asistencia. Aunque reconocemos la noble labor desarrollada, hoy tales instituciones —todavía válidas— no expresan la mejor forma de educación. Un niño en u n colegio es un número, nunca es u n hijo. Además hoy somos conscientes de que la asistencia a los huérfanos es u n deber no reservado a determinadas instituciones, sino a toda la comunidad cívica, y que tal asistencia debe prestarse como reconocimiento de la dignidad personal, incluso afectiva, del huérfano. Hay que alentar las adopciones en familias o en instituciones organizadas al tipo familiar, en las que el niño sienta el afecto de una madre y de u n padre. La adopción, que en un principio estaba estructurada en beneficio del adoptante, hoy se modela por la necesidad de ofrecer asistencia y afecto al niño huérfano. Hoy se busca por todos los medios introducir la adopción en u n a amplitud internacional. Sobre todo porque son en particular los niños los que sufren las consecuencias de los desastres nacionales, de las guerras y de los desequilibrios sociales. Además de crear u n a convención mundial de la legislación en materia de adopción (con uniformidad de principios y procedimientos fundamentales), hay que autorizar adopciones más allá de toda frontera nacional o de raza. Sin la adopción internacional están condenadas al fracaso muchas pequeñas existencias. La nueva forma adopcional ha suscitado la euforia del ideal alcanzado. Giacomo Perico escribe: «Sobre este particular, la ciencía moral, fundada sobre el progreso de la ciencia, juzga que la relación padres-hijos se construye y se realiza más que por el lazo biológico de la sangre por el lazo del amor. La sangre indica el origen del niño, pero no es por sí misma el factor determinante de la relación de formación y de convivencia. El niño encuentra el propio padre y la propia madre en quien lo ama y lo Forma como padre y madre. A todos

Adopción los niños abandonados por los padres la sangre no les dice nada ni les ha servido para n a d a » 2 . Parece que el padre Perico afirma que el ideal educativo del niño h a y que ponerlo en u n a adopción que exprese u n a opción de amor, mientras es secundario y margina] que el ambiente educativo esté constituido por la familia o no. Quizá se ha creado algo de confusión. Hay que distinguir el derecho a educar a los niños de cómo se debe educarlos de un modo válido eficientemente. El derecho a la educación se determina a través de la generación. La doctrina cristiana ha reivindicado siempre para la familia natural este derecho-deber natural de la educación. La educación no es nada más que el complemento de la generación. Quien coopera a dar u n a vida h u m a n a tiene el derecho-deber de llevarla a la madurez autosuficiente. Si, por el contrario, queremos saber si la educación dada es buena, hay que examinarla desde el punto de vista del amor. La educación es buena, no porque sea familiar o adopcional, sino porque está empapada de amor, mientras regularmente es legitima no porgue esté entretejida de amor, sino porque es familiar. En igual sentido se suele hablar de la autoridad jerárquica de la Iglesia. Es legítima, aunque sea puramente burocrática, mientras es también evangélicamente buena si se expresa como un servicio de caridad. El ideal ético es hacer que las familias sean capaces de comunicar la educación en el amor. Sólo cuando la familia, en cuanto educativa, no existiera, entonces hay que recurrir a u n sustituto de la misma, o sea a la adopción capaz de expresar lo mejor posible el anjor. La afirmación del padre Perico no nos debe llevar a pensar que se pueda estructurar u n a generación humana, aunque la cerremos en su factor biológico del lazo de la sangre, sin estar integrada y empapada de amor. No hay que exaltar tanto la adopción, caracterizada por el amor educativo, que se llegue a sospechar que se puede expresar humanamente la generación fuera del mismo amor educativo. i Acaso el que ha sido concebido sin amor podrá llegar a ser una persona normal ? Si el amor califica la auténtica educación, con mayor razón es necesario para dar la vida a u n ser humano. Toda la persona está formada de amor desde el primer momento de la concepción. El lazo de la sangre, que

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fuese puramente biológico, es un hecho animal y no un comportamiento humano. Según lo que hemos afirmado hasta ahora, el modo más oportuno de socorrer a los huérfanos no está en primer lugar en ofrecerles una asistencia (cf GS 52), sino en ayudar a las familias no eficientes para hacerlas capaces de educar en el amor. La asistencia debe ser no sustitutiva de la madre, sino más bien integrativa. La institución de la adopción se limita a mitigar las consecuencias de los males sociales ya existentes: mientras tanto hay que promover una actividad políticosocial, que sepa eliminar las causas que determinan los abandonos, causas que alimentan el atropello y la explotación del hombre. «La realización de una tal política llevaría a una disminución y en último análisis a la eliminación del individualismo, del consumismo, de la miseria, de la ignorancia, de la falta de servicio (sanidad, escuela, casa, trabajo, etc.), factores que condicionan y a menudo obligan a las personas a abandonar a sus hijos»3. Aunque el abandono de los hijos depende inmediatamente de sus padres, frecuentemente la causa más profunda y determinante se encuentra en cómo está estructurada la sociedad. El mal más profundo a extirpar es precisamente el remoto, el social. Los que adoptan no agotan todo su deber al ofrecer una familia a unos niños abandonados; ellos tienen que prestar su participación política activa para eliminar las causas sociales inadecuadas. III. La adopción a la luz de la ética personalista La ética se interesa no sólo en ofrecer normas para las situaciones particulares que se presentan en el estado de adopción, sino sobre todo intenta determinar cuál es el significado fundamental y el valor primario que la adopción tiene que proclamar. ¿Cuál es el sentido primario que sostiene la realidad adoptiva? Hoy y cada vez más insistentemente se difunde la convicción de que la vida se califica de humana, no por su estructuración biológica, sino por un proceso posnatal de socialización: ser amados y responder al amor. El hombre es una realidad antropológica, no una realidad biológica. La persona se califica y viene promovida a su dignidad individual, si

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está situada en una trama de relaciones afectivas, si tiene relaciones de amistad correspondida, si se siente encajada como miembro determinante de un núcleo social, si puede abrirse con otros en don de acogida mutua. Así podemos comprender cómo la discusión sobre el aborto se centra sobre el hecho de que el infante concebido, pero no-nacido, se constituye como hombre cuando se le introduce de algún modo en un ámbito de relaciones. La tendencia actual de promover la paternidad voluntaria y responsable tiende a hacer del momento de la concepción el instante en el que el infante es conscientemente acogido, en el que viene reconocido como ser humano con lazos de filiación y de fraternidad. Antes de que vea la luz, el que nacerá viene acogido como alguien. El episcopado francés (Comunicado, 13 feb. 1971) ha notado: «Por su origen, por su relación con la madre durante el embarazo, y por el fin al que ha sido ordenado, conocer el nacimiento y la vida con sus padres, el embrión pertenece, con la parte más íntima de sí mismo, al mundo de las relaciones humanas. El no es sólo el producto natural de un proceso puramente biológico, es el fruto humano de una unión humana; por otra parte, en el período del embarazo empieza con la madre un importante cambio de influencias psíquicas». Por lo que el feto tiene una particular capacidad propia de entrar en las relaciones recíprocas, y es precisamente esta capacidad la que hace de él un ser humano. La situación del Verbo que se encarna está delineada en los mismos términos: él está en comunión de vida con todos los que le acogen. Sin embargo, para aquellos que no lo acogen es un extraño, sin posible coparticipación vital. «Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio el poder de ser hijos de Dios» (Jn 1,11-12). De aquí el deber primario de acoger al otro, ya sea éste un concebido no-nacido, un infante abandonado o un adulto que encontramos junto a nosotros. Quien no es acogido se siente inadaptado, por una fuerza deshumanizante: se encuentra traumatizado, desadaptado, asocial. «Nos ha sido confiado nuestro prójimo, queramos o no queramos. Cada hombre que entra en nuestra vida nos exige nuevas obligaciones, ya sea bien venido o menos. Y esto vale más. según

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el Evangelio, para cada hombre que depende en modo especial de nuestro cuidado y de nuestra ayuda: el huésped, el extranjero, el que sufre, el hombre que carece de todo y no se puede defender». En modo particular tenemos la responsabilidad de acoger al no-nacido y al niño abandonado; tenemos que ayudarlos «a coger su vida en las propias manos, para que puedan a su vez ser solícitos con cada hombre que encuentren en el camino de su vida» (Comunicado del episcopado holandés, 24 feb. 1971). La adopción se inserta en esta perspectiva de fondo de la vida típicamente humana. Esta permite que la vida en proceso de formación del niño abandonado se sitúe en un conjunto de relaciones formativas de la personalidad; introduce al niño en el seno de una familia, constituyéndolo centro de atenciones afectivas; lo promueve en su yo profundo, abriéndolo a los demás. La adopción asume un significado fundamental para la perspectiva del yo adoptado. Introduciéndolo en una trama de relaciones, le hace adquirir un modo determinado de ser hombre. Ser hombre es siempre, concretamente, una relación: es ser hombre para alguien; es ser reconocido por los demás como tal. Sólo así somos realmente hombres de modo existencial y social. El ser excluido de un ambiente, el ser rechazado por un grupo de relaciones es privarlo de un modo de ser hombre. Cuando una chica se siente rechazada por los familiares del novio, experimenta toda la vida un sentido de resentimiento hacia ellos: intuye que no forma parte de la vida de la familia de su novio, que no ha adquirido su espacio vital, su modo de ser humano. La misma comunidad cívica y eclesial puede favorecer la maduración personal de los niños abandonados sólo si sabe crear alrededor de éstos una trama de afectos y de relaciones caritativas. La sociedad civil y la comunidad eclesial están puestas en una posible situación ambivalente: a través de sus propias estructuras pueden o favorecer la maduración normal personal-comunitaria del niño abandonado o, por el contrario, agravar el aislamiento y el empobrecimiento personal. Y este segundo aspecto negativo puede ocasionarse no necesariamente porque tales comunidades vayan contra el niño huérfano, sino porque podrían estar fijadas en determinadas estructuras que

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aparecen viejas frente a las exigencias humanitarias. Pudiera suceder que algunas estructuras establecidas en un principio para socorrer a los huérfanos, dado el cambio experimentado en el ambiente socio-cultural, se transformen en actividades deshumanizantes para los mismos huérfanos. La sociedad civil de nuestros días está caracterizada por la evolución cultural tecnológica, la cual, en parte, ha hecho olvidar la preocupación por promover la integración mutua mediante contactos personales entre los individuos. Hoy estamos más sensibilizados y socialmente comprometidos en buscar un progreso técnico-científico de bienestar para todos, que en preocuparnos por las situaciones dolorosas interiores de los desheredados. Nuestra evolucionada sociedad tiende a eliminar de la vida social a los que no expresan determinadas capacidades o no manifiestan algunas normas codificadas. Así se crea un núcleo, cada vez más numeroso y más amplio, de marginados, a los que se les concede el derecho de vivir, pero sin tener una voz activa en el común vivir social. En las sociedades de tipo patriarcal el huérfano, la viuda, el enfermo eran el centro de la atención de todos, sentían la mirada de compasión y afecto de los demás, podían acogerse a la solidaridad tan difundida, mientras que en nuestra sociedad el huérfano y el enfermo están colocados en un ángulo lejano, de modo que la actividad social pueda desarrollarse sin ningún impedimento. Se cree que una sociedad es suficientemente civil, cuando delega a un organismo para que preste servicios de asistencia a estos marginados. La política hacia los niños abandonados debe expresarse sobre todo en una política para la familia, ofreciéndola asistencia y servicios sociales, de tal forma que se le haga capaz de realizar sus responsabilidades en favor del desarrollo de sus miembros. Los servicios a la familia deben empezar en el momento en que se constituye un núcleo de maternidad responsable, y deben prestarse durante todo el arco evolutivo del desarrollo de los hijos. El niño permanecerá autónomo en su familia, la cual se calificará suficientemente responsable en una sociedad orientada a protegerla. La Iglesia, desde sus primeros tiempos, ha estado siempre presente en la asistencia de los niños huérfanos o abandonados, tanto para testimoniar su íntima forma caritativa como por soli-

Adopción daridad con las situaciones h u m a n a s más dolorosas y más necesitadas. La Iglesia no sólo ha comunicado a los hombres la caridad de su Señor, sino que ella misma ha sido signo de u n a caridad vivida. Pero el signo, al cumplir su contenido, está condicionado por la cultura y por la manera de vida social existentes en un determinado período. La Iglesia, si quiere expresar en forma auténtica el amor hacia los huérfanos, debe manifestarlo a través de signos comprensibles a los hombres entre los que vive, a través de signos conformes a la cultura y a los valores profesados actualmente. El gesto eclesial hacia los huérfanos tiene que expresar el sentido afectivo interpersonal, que hoy se pide. Si el signo eclesial sabe verdaderamente testimoniar ante nuestra comunidad de hombres u n auténtico valor de caridad, debe ser valorado también por la cultura psicosocial del tiempo. Precisamente porque el lenguaje hum a n o se transforma, los símbolos evolucionan, los signos cambian, los valores adquieren nuevas configuraciones, las exigencias h u m a n a s se califican en modalidades variables. Psicólogo y sociólogo trazan a los mismos cristianos el camino hoy útilmente practicable en la complejidad de las realidades sociales; ayudan a leer los signos de los tiempos; indican las consecuencias probables de las opciones que se toman. ¿ Cómo podría hoy la Iglesia testimoniar u n a caridad válida en favor de los niños abandonados? Sobre todo debe despertar u n a mentalidad nueva en los cristianos, de tal modo que éstos sepan expresar la petición de adopciones no como u n derecho a poseer u n niño, sino como disposición personal de donarse a sí mismos a un niño. La Iglesia tiene que difundir la perspectiva evangélica, de modo que los adoptantes se inspiren al impulso de la caridad, por encima de los intereses propios, aunque éstos sean nobles y legítimos. De modo particular, la Iglesia tiene que influir hoy sobre las instituciones, prevalentemente religiosas, que recogen a los niños abandonados, induciéndolas a convertirse en un puente de paso, en u n a parada provisional en espera de entregar estos niños a u n a familia adecuada. En la institución se procurará no sólo el sostenimiento material del niño, sino también examinarlo en relación con la familia a la que irá a parar, con el fin de recoger todos los elementos

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26 para la mejor armonía benéfica entre adoptados y adoptantes. La institución no ha sido establecida para segregar a los niños huérfanos, sino para despertar vocaciones en las familias, para que éstas los acojan en su seno y para saber determinar cuáles son las familias más adecuadas para cada u n o de los niños abandonados. Cada familia debería meditar sobre la invitación de Jesús: «Quien acoge a u n niño como éste en mi nombre, me acoge a mí» (Mt 18.5). Sobre las actuales instituciones que recogen a los huérfanos hay que distinguir bien las intenciones de la realidad. Entre estos dos elementos puede haber una enorme distancia. En las instituciones que recogen a los niños se puede tener realmente la intención de vivir y testimoniar un mensaje evangélico caritativo, pero tal mensaje viene manifestado con formas institucionales inadecuadas a las actuales exigencias sociales. La entrega caritativa puede ser laudablemente operante en la intimidad de los miembros de estas instituciones; sin embargo, puede aparecer revestida de expresiones sociales repulsivas. De tal forma que la entrega caritativa de la institución podría ser interpretada como signo de potencia eclesiástica; como búsqueda del interés privado de la institución y no de los recogidos; como incapacidad para comprender el nuevo contexto social asistencial; como «ghetto» religioso, que no tiene por fin el bien real de los niños. Concluyendo, el niño abandonado necesita poder vivir en la trama de relaciones afectivas para llegar a ser u n hombre adulto como los demás. Por este motivo la institución adopcional goza hoy del amparo tanto h u m a n o como cristiano, civil o eclesiástico. IV.

La obligación de los adoptantes

El hombre tiene u n a dimensión esencialmente comunitaria. El yo se hace adulto compartiendo su existencia con los demás; se forma personalmente abriéndose a la vida del otro. La personalidad, en su existir adecuado, se establece cuando el niño desde el seno materno pasa iajertándose al seno de la comunidad. La maduración del yo y, por tanto, su inserción en l a comunidad tienen lugar mediante el amor de los familiares. La misma sociedad está interesada en favorecer u n constante amor gene-

rador en la madre en favor de su criatura. Cuando faltase el amor familiar, la sociedad tiene el deber de asistir al menor de edad abandonado, para que no carezca de un amor generativo, que lo hace adulto y abierto a la comunidad. ¿En qué casos la sociedad puede sustraer a un niño de su ambiente familiar para hacerlo adoptar por otra familia? ¿En qué casos madre y padre pierden el derecho-deber de educar a sus hijos ? ¿En qué casos u n padre está obligado a ceder su propio hijo a otros cónyuges ? Un padre conserva su propio derecho hasta que lo sabe ejercer en bien de sus propios hijos. El no pierde su obligación educativa por el simple hecho de que lo realiza peor que otro, sino únicamente cuando no quiere o no puede ejercerlo o lo hace de forma tan negativa que constituye un delito. La sociedad interviene en la educación que deben dar los padres no por el modo en que viene realizada, sino cuando falta ésta. Cuando un hijo ilegítimo es adulterino, ¿ se debe quitar a la familia del padre natural o se puede introducir en ella mediante legitimación o adopción ? Tradicionalmente el legislador se preocupaba de proteger la familia legítima, decretando el abandono necesario de la prole adulterina e incestuosa. Creyó que introducir tal hijo ilegítimo en la comunidad familiar, en igualdad de condiciones que el legítimo, significaría abrogar desde el punto de vista jurídico-social el hecho de la ilegitimidad, favorecer la constitución de u n a familia natural junto a la legítima, y autorizar legalmente u n a familia sin el fundamento del matrimonio. Llevado de esta preocupación jurídicosocial, el legislador ha castigado no a los autores de los desórdenes familiares, sino a las víctimas inocentes de estos desórdenes. El adulterino es u n inocente al que le corresponden todos los derechos civiles, políticos, sociales, familiares: tiene derecho a ser introducido en la familia en la medida que ésta lo pueda acoger. El principio de la estabilidad de la familia puede ser suficientemente salvado desde el punto de vista jurídico-social en cuanto que el adulterino adquiere su status familiar mediante el solo acto legal de afiliación o de adopción, y no por u n nacimiento legalizado. La comunidad cívica, al escoger a los posibles adoptantes, debe mirar a la presencia de cualidades educativas y no

en primer lugar a factores económicos o sociales. Los adoptantes por su parte se deben entregar a esta obligación con sentido de responsabilidad siempre que posean aptitudes y disponibilidades. No se deben orientar por motivos egoístas: por ejemplo, considerar al niño como un juguete propio, buscar u n a compensación a! no apagado sentimiento materno y paterno; asegurarse un apoyo para la vejez; intentar apuntalar un matrimonio en dificultad, etc. Peor todavía cuando hay motivos de u n egoísmo más mezquino, reducción de impuestos, recibir u n a casa más grande, u otras ventajas de este tipo. Aunque es legítimo que los adoptantes busquen u n contenido precioso y un enriquecimiento íntimo para la propia vida, deben ser llevados prevalentemente a contraer una responsabilidad benéfica con relación al niño. Deben intentar ofrecer al niño u n a familia lo más parecida posible a la familia natural, en la que goce de todos los derechos del hijo legítimo para el completo desarrollo de su personalidad. Basados en este criterio, los adoptantes tienen que resolver los varios problemas que se les presenten, ya sean humanos o técnico-jurídicos. Ellos están en lugar de los padres con toda la responsabilidad educativa. La ley civil otorga al adoptante la patria potestad, que ya no la posee el titular anterior. Cambio de poderes legitimado por el hecho de que los padres naturales no pueden ejercer los poderes de vigilancia y de cuidado sobre u n hijo que ya no vive en familia, y porque el adoptante tiene que poder servirse de los medios jurídicos necesarios para desarrollar sus propios deberes educativos. La madre que renuncia no puede reivindicar el derecho de controlar cómo educa al hijo el adoptante. ¿El adoptado debe cortar las relaciones con la propia familia de origen? ¿Se puede armonizar la sujeción a la patria potestad del adoptante con la conservación del lazo afectivo con la familia de origen? ¿En el ejercicio discrecional de la patria potestad el adoptante, teniendo poder de escoger el ambiente de vida y de amistad del niño, puede evitarle que visite a sus padres naturales ? En tal caso, el adoptado con relación a los propios padres ¿puede olvidarlos, negarse a ofrecerles el respeto de amor ? Fernando Larabruschini intenta resolver la cuestión de esta m a n e r a :

Adopción «Dado que en la mayoría de los casos las relaciones con la madre natural pueden determinar un daño para el hijo adoptado, prevalece la consideración del bien del hijo, el cual no se puede dividir afectivamente entre dos familias. Por tanto, es conforme a la ley moral prohibir a la madre natural tener relaciones con el hijo en las familias adoptivas. No se prohibe que se defina la situación al regular la adopción» 4 . Esto se apoya en la convicción de que la educación se establece eficazmente en el egoísmo posesivo de la familia adoptante en contraste con el egoísmo posesivo de la familia de sangre. Sin embargo, la educación cristiana, que se funda en la caridad favorable a que se enlacen muchos lazos afectivos sobre el niño, rechaza la solución de Lambruschini como inadecuada. El adoptante que estuviera molesto porque el adoptado sigue amando a sus propios padres, se manifiesta como u n educador indigno. Estando al servicio del adoptado, tiene que abandonar el deseo de la posesión exclusiva del adoptado, ayudándolo a que se enriquezca en el contacto interior con el afecto que proviene de varias personas. Aunque la familia de origen se manifestase claramente negativa en la tarea educativa, hay que educar al adoptado a venerar responsablemente a sus propios padres, para que los pueda estimular a que se desarrollen hacia una madurez humano-cristiana superior. Sólo así se educa realmente y de forma auténtica al adoptado para la madurez adulta. Hay que vivir la adopción en perspectiva sobrenatural. Así como la vida conyugal tiene que reflejar la caridad nupcial de Cristo-Iglesia, la vida de adopción debe ser el espejo de la caridad adoptiva de Dios Padre en Cristo hacia su pueblo. En la adopción estamos llamados a manifestar u n a potencia de amor de Dios. En la adopción el cristiano está guiado por sentimientos no sólo de solidaridad fraterna, sino también de espíritu de fe cristiana: cada niño es un hijo adoptivo de Dios Padre. «El que recibiere en mi nombre a u n niño como éste, a mí me recibe» (Mt 18,4). Viviendo la adopción con espíritu de fe, no nos limitamos a sus aspectos humanos, tanto que la condicionemos a dotes poseídas por el adoptado, sino que se mira sobre todo a la posibilidad de manifestar la propia fe en el servicio

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de la caridad. Por este motivo se piden adopciones difíciles: se buscan los niños menos deseados por los demás (por ejemplo, física o psíquicamente minusválidos). En el decreto sobre el Apostolado de los seglares del Concilio Vaticano II se lee: «Entre las varias obras de apostolado familiar pueden recordarse las siguientes: adoptar como hijos a niños abandonados» (n. 11). La adopción pone junto a los problemas comunes de toda educación normal de niños, también otras singulares preocupaciones educativas. A modo de ejemplo podemos indicar el siguiente problema educativo: ¿Es conveniente y obligatorio revelar al niño adoptado la cualidad de su estado legal en la familia? El adoptado tiene que ser informado sobre su situación jurídica en la familia. Quizá los adoptantes tienen dificultades para hacer esto: desean esconder al adoptado la ilegitimidad de su nacimiento; temen que el conocimiento de la adopción debilite o haga desaparecer el afecto filial; creen que se pueden mostrar como buenos educadores sólo si se sienten amados como verdaderos padres. El conocimiento del propio estado familiar no engendra crisis psicomoral al adoptado, si ha sido informado oportunamente y a tiempo por los propios adoptantes. El adoptado, al que no se le hiciera conocer su situación, la conocerá de adulto y sufrirá u n trauma desorientador. No es oportuno dejar de explicárselo h a s t a que sea adolescente: el adoptado, con crisis de desarrollo, creerá que se le ha engañado y que se le h a ocultado su origen por motivos vergonzosos. Ya a la edad de cuatro-cinco años es tarde. Hay que recordar que el niño de dos o tres años acepta serenamente lo que le digan los padres, y da espontáneamente importancia al ser amado. Se le debe informar lo antes posible y d e la forma más natural. Apenas el niño comience a hacer preguntas sobre la vida (por regla general a los dos-tres años), se le dirá que algunas madres tienen hijos de su seno y otras los escogen entre los nacidos, porque sienten un grande afecto por ellos. Más que de revelación se debe tratar de una información gradual, que se introduce en la iniciación a los problemas de la vida. La comunicación de la maternidad singular se debe repetir sucesivamente, ya que el niño no comprende el significado profundo y pronto

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olvida lo que se le h a dicho. La adopción se le debe presentar como u n hecho normal y no extraordinario: se entra en la familia por dos caminos equivalentes, el generativo y el adopcional. ¿ Acaso no somos todos hijos de Dios por adopción? No está bien indicar errores cometidos por los padres naturales, ni recordar u n a posible negación de reconocimiento por parte de éstos. Se le dirá al niño que los padres naturales con dolor tuvieron que dejarlo a otros, convencidos de que buscaban su bien, de tal modo que se le ha permitido formarse una existencia buena y serena. V.

La filiación adoptiva divina

Según san Pablo (Rom 8,29-30; Ef 1,5; Rom 8,15), Dios nos ha predestinado a que seamos conformes a su Hijo. El acto con el que hemos sido predestinados a ser conformes con el Hijo de Dios (Rom 8,28) es el mismo acto con el que el Padre nos ha destinado a la adopción (Ef 1,5). Y es el Espíritu del Hijo el que, en un contexto eclesial, nos comunica la experiencia de esta filiación adoptiva 5 . i Dónde está formalmente la adopción divina? La teología, usando sus expresiones categoriales, h a afirmado que formalmente está constituida por la gracia santificante (cf Conc. de Trento, ses. VI, c. 3 y 7). Ciertamente hemos de admitir en el alma la presencia de u n a propiedad nueva (forma), que nos hace capaces de poner actos sobrenaturales para alcanzar el Reino de Dios. Pero lo que nos constituye en hijos adoptivos, en el estado de gracia, es la presencia y la acción del Espíritu de Dios en el alma, como afirman los Padres griegos. «Cuantos son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios, porque no recibisteis el espíritu de esclavitud para recaer de nuevo en el temor, sino que recibisteis el espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: |Abba, Padre! El mismo Espíritu da testimonio juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rom 8,14-16. Cf 1 Jn 3,1). ¿Qué realiza el Espíritu en la intimidad de nuestro yo? Lo «pneumatiza» de tal modo que lo hace apto para vivir en la vida caritativa divina. Algo análogo a esto ha tenido lugar en Cristo durante su vida terrena. El en la tierra Lia buscado donarse de nuevo al Padre del modo más íntimo, también

con la intención de poder comunicar tal vida bienaventurada a los demás. La aspiración única, cultivada por el Señor, fue la de donarse de nuevo y de sumergirse enteramente, incluso con su ser humano, en la vida de caridad divina. Para alcanzar tal meta, el Señor abandonó su ser h u m a n o a la transformación del Espíritu según la ley del dinamismo pascual. Toda su existencia terrena está entretejida y empapada íntimamente por dos movimientos constitutivos del sentido pascual: anonadamiento-plenitud, humillación (kénosis)glorificación, esclavitud-libertad (cf Flp 2,5-11). La vida del Señor ha marcado por u n a parte un humanarse progresivo en u n a carne marcada por la esclavitud de la muerte y el anonadamiento humillante, y por otra ha recorrido el camino de la glorificación hacia la deificación. La ley pascual (humillación-glorificación) dirige el modo mediante el cual nosotros podemos imitar a Cristo; dicta la manera mediante la cual viene comunicada la gracia nueva de Cristo a cada alma; indica el modo con el que viene difundido el Espíritu en el ser h u m a n o ; expresa el profundizar de la adopción divina en el hombre. La Iglesia, en cuanto sacramento general del Espíritu de Cristo, posee el don para realizar nuestra inserción en la vida caritativa pascual del Señor. Ella tiene la obligación, ya en esta tierra, de introducirnos en la vida divina adquirida por Cristo, aunque tal inserción no se realice de forma total y definitiva en este peregrinar terreno. La Iglesia comunica continuamente la caridad pascual de su Señor mediante el desarrollo de su obra sacramental: está comprometida en actualizar su misión de conducir a todos a que sean miembros transformados en el Espíritu de Jesucristo : somete cada vida a u n a continua conversión para que sus miembros puedan resucitar juntamente con Cristo resucitado. Si la Iglesia, en su sacramentalidad, permite al cristiano participar en el misterio de la caridad pascual del Señor, el fiel tiene luego el deber de introducir el ritmode la dimensión pascual en su existencia concreta. La salvación, uniformarse a Cristo, «pneumatizar» el propio yo, disponerse cada vez más adecuadamente a la vida divina caritativa no son realidades que se establecen en el yo fuera del tiempo: son u n acón-

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Adopción tecimiento que tiene lugar en la historia concreta y en las situaciones prácticas de cada persona. Nuestra situación adopcional divina —paralela al «pneumatizarse» de nuestro yo en el ritmo de la caridad pascual— tiene que estar en continua transformación y ahondamiento. Somos hijos de Dios, pero no totalmente; hemos sido adoptados por él en Cristo, pero en proceso de llegar a ser de forma cada vez más auténtica y profunda. La adopción divina es u n estado ya adquirido en el bautismo, pero es u n a meta a la que tendemos en la esperanza. El yo h u m a n o es engendrado continuamente en el orden sobrenatural: en él se derrama el Espíritu del Señor en modalidades siempre más profundas. Si el derecho civil determina una adopción h u m a n a dentro de cuadros jurídicamente bien uniformados y de modo indiscriminado para todos los adoptados, la caridad paterna de Dios nos introduce en adopciones individuales puestas en desarrollo. La adopción divina sugiere el deber de cooperar y de predisponerse a entrar en nuevas etapas sucesivas más apropiadas a Ja adopción. Existe diferencia entre adopción humano-cívica y adopción sobrenaturaldivina. La adopción h u m a n a cae dentro de u n a perspectiva jurídica, sancionada por un acto autoritativo de la comunidad, y funda u n estado social nuevo. La situación exterior adopcional engendra sentimientos y posturas correspondientes en los ánimos; suscita nuevos vínculos profundos de amor en las relaciones interpersonales; crea el sentido familiar. La adopción sobrenatural, que recibimos de Dios en el Espíritu de Cristo, empieza transformando el yo en su sustrato ontológico y va lentamente empapando y expresándose en sentimientos y comportamientos oportunos. En esta adopción la situación social exterior se realiza con motivo de la transformación que tiene lugar en la intimidad. La adopción divina está primariamente en el yo y, por redundancia, también en el comportamiento exterior social. Toda adopción auténtica tiende a aparecer integral: si parte de fuera tiene que tender a realizar la maduración del yo interior: si parte de la intimidad tiene que tender a manifestarse en la vida de la comunicación exterior.

VI.

Efectos éticos de la adopción divina

El hecho de ser hijos adoptivos de Dios califica, de modo misterioso, no sólo nuestra salvación, sino nuestra misma vida espiritual. Esta, más que u n a conquista nuestra, es u n don de Dios en Cristo; es u n dejarse guiar por el Espíritu, más que conducirnos nosotros mismos hacia el bien. «Pero cuando se manifestó la benignidad y el amor para con los hombres de Dios, nuestro Salvador, nos salvó, no por las obras justas que nosotros hubiéramos practicado, sino por su misericordia, mediante el lavatorio de regeneración y renovación del Espíritu Santo, que derramó abundantemente sobre nosotros por Jesucristo, nuestro Salvador, a fin de que, justificados por su gracia, vengamos a ser partícipes, conforme a la esperanza, de la vida eterna» (Tit 3,4-7). La ética cristiana, fundada en la adopción divina en el Espíritu de Cristo, comienza u n a especie de diálogo íntimo y perenne entre el alma y el Espíritu y está destinada a uniformarse cada vez más con las mociones del Espíritu hasta identificarse con ellas. El cristiano, a ejemplo de Cristo, adopta el ritmo del misterio pascual para transformar su persona y «pneumatizarla» como el Señor resucitado. La adopción es principio de unión y de comunión tanto con Cristo como con todos los cristianos vivientes de la tierra y los bienaventurados del cielo. «Porque aquellos que de antemano conoció, también los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29), «De tal suerte que ya no sois extranjeros y huéspedes, sino que sois ciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2,19). No podemos renegar o destruir esta unión. Así como el vínculo de la sangre permanece siempre entre los hombres, lo mismo sucede con el lazo de filiación divina que nace d e la posesión del Espíritu del Señor, A causa de este vínculo familiar divino nace el deber de vivir en la caridad. La caridad es la existencia de amor que caracteriza l a vida de Dios y de todos los llamados a participar de ella. Cuanto m á s unido está u n o a Dios, m á s vive en la caridad. Por tanto, cuanto más profunda es la Eidopción divina recibida, más elevada es la comunión de amor que somos capaces de vivir.

Amor y amistad

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La adopción divina Ueva consigo la concesión, a los hijos adoptivos, del derecho a la herencia del padre: «Si hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para ser también juntamente glorificados» (Rom 8,17). Una herencia que se confunde con la misma adopción: poder participar en la vida divina de modo cada vez más «pneumatizado». El adoptado, presentándose como heredero, ambiciona llegar a ser cada vez más conforme a Dios, hasta poder compartir la vida bienaventurada. Durante el Medievo el tener derecho a la herencia del cielo se tomaba como argumento para legitimar ante los fieles la entrega de sus riquezas a instituciones eclesiásticas. Se creía que el cristiano tuviese determinados deberes de naturaleza jurídico-patrimonial hacia Cristo, Unigénito entre muchos hermanos adoptivos. A Cristo se le enumeraba entre los herederos, sin desheredar a los propios hijos, dado que Cristo era u n hijo más. Mediante la institución de la adfiliatío (adoptio in here(íitatem) se afiliaba Cristo y mediante Cristo una igíesia o una entidad religiosa, adoptándolos con fines de sucesión. El padre, en provecho de su alma (pro anima), en las decisiones testamentarias, podía disponer en favor de una entidad eclesiástica de u n a parte igual a la que tocaba a cada hijo. Desde el punto de vista teológico nos encontramos frente a u n a desviación: la adopción cristiana es esencialmente sobrenatural y no exige que se traduzca jurídicamente en la posesión de bienes temporales. No se puede construir u n derecho cívico temporal basándose en la adopción divina, aunque nuestro estado de hijos adoptivos de Dios nos lleve a cultivar ciertas disposiciones interiores sobre el uso de los bienes, incluso transformándolos para preparar los nuevos cielos y la nueva tierra por el aproximarse del Reino de Dios.

estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos» (Gal 4,4-5). «Si el Verbo hecho carne y el Hijo de Dios vivo se ha hecho el hijo del hombre, ha sido para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo el privilegio de la adopción, se haga hijo de Dios» (Ireneo, Adversus Haereses, 3,19,1). «En él (Cristo) se encuentran dos generaciones, la que lo hace semejante a nosotros y la que es superior a la nuestra. Nacer de una mujer es propio de nuestra débil humanidad: pero nacer del Espíritu Santo... está por encima de nuestra naturaleza y nos anuncia el nuevo nacimiento al que este Espíritu debe contribuir» (J- Crisóstomo, Corrtmentarium in s, Math., hom. 2,2). Una fórmula litúrgica del sábado santo en el s. vi dice: «|Oh Dios!, Padre Supremo de los fieles, que multiplicáis en el mundo los hijos de vuestra promesa, derramando sobre ellos la gracia de la adopción... echad una mirada favorable sobre vuestra Iglesia y multiplicad en ella tales nuevos nacimientos, para que surja, concebida en la santidad, una raza celestial del seno virginal de la fuente divina, como criatura regenerada y nueva».

BIBL. : a Para la adopción en su desarrollo histórico: D'Amelio M., Sulle origine dell'istititto dell'affiliazione, en Studi di storia e di diritto in onore di C. Calisse, v. 3, Milán 1940.— Gualazzi U., Uadozione nel diritto intermedio, en Nuovissimo Digesto, v. 1, 288-290.—Prévost M. H., les adoptions politiques á Kome sous la République et le Príncipac, París i949. oPara la adopción considerada en la legislación actual: Ángel M., Vadoption dans les législations modernes, París 1958.-De Cupis A., I diritti della personalitá, Milán 1950.—Dusi B., Filiazione e adozione, Turín 1942.—Kornitzer M.. Child Adoption in the Modern World. Nueva York 1952. D Para el estudio de la adopción desde el punto de vista moral: AA. VV., La carenza delle cure máteme, Roma 1966.—AA. VV., Le probléme de Vadoption, Bruselas 1961.—AA. VV., Perspectives chrétiennes sur Vadoption, París 1962.~Angelergues S., Quelques problémes médicaux possés par fenfant adopté, París 19 51. — Gambon G., La adopción. Hijos de José Bosch. Barcelona 1960.-Launay C.-Soulé M., Vadoption: ses données psichologiques et sociales París 1963.— Lunelli E., 11 servizio nell'adozione, Bolonia 1966.—Morvan C, La adopción, Euramérica, Madrid 1965.-Oger H. M., 11 problema morale delladozione. Roma 1964.— Vismard M.. Commnt secourir, recueillir, adopter un enfant, París 1960.— Zur Nieden M., II figlio adotlivo, Francavilla 1969.

T. Goffi

AMOR Notas.—( ) Adoptio, en Vocabularíus utriusqueY AMISTAD 2 l

¡uris, Venetiis 1555.—( ) G. Perico, L'attegaiamento e l'azione della Chiesa al problema del- Al abordar el tema de la «amistad» l'adozione, en «La famiglia», 30 (1971), 555.- en el Dictionnoire de Spirltualité, Vans(l) F. Santanera, Conferenza mondiale sull'ado- teenberghe observa acertadamente que zione e sulFa/jidamento ¡amillare, en «La fami- la amistad, aunque aparentemente es lia», 30 (1971), 549.-C) F. Lambruschini, una realidad bastante fácil de desAdozione, en «Ragazzi d'oggi», 4 (1959).— cribir, ya que cualquiera tiene de ella (*) «Cuando vino la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo... para que redimiese a ios que alguna experiencia personal, en reali-

Amor y amistad dad, vista de cerca, resulta bastante compleja y muy diversa en sus distintos ámbitos. La dificultad se agranda todavía más si le asociamos la voz «amor». ¿Qué diferencias se advierten entre amistad y amor? ¿Existe u n a amistad que sea también amor ? ¿ Es posible entre hombre y mujer fuera del matrimonio? ¿Con qué condiciones? Bajo estas preguntas, que se formulan con frecuencia y a las que no se suele responder con claridad, se encierran algunos problemas sobre los que quisiéramos proyectar un poco de luz, subrayando el aspecto teológico, moral, espiritual. Se advierte en esta materia todavía una notable confusión de ideas, a la que ha dado lugar u n a presentación manuallstica que arranca de los graves desórdenes a los que conduce rápidamente u n afecto desordenado que no justifican ni los más hermosos pretextos. Razones de orden práctico, pastoral, han hecho que se insista en determinados aspectos de la realidad, que no se niegan, en detrimento de otros aspectos positivos que siguen esperando una explicitación prudente. Tal vez ha llegado el momento de intentarlo, y a ello nos disponemos en este tratado, partiendo de la noción de amistad y de su historia.

I.

Historia de la noción de amistad 1.

LA AMISTAD EN LA ANTIGÜEDAD

CLÁsiCA.-Tras la exaltación de la mitología y de la literatura griegas (Orestes y Pílades, Aquiles y Patroclo, etc.), la filosofía encumbró la amistad con u n término específico que la distingue del éros: phñía. Este término se relacionó al principio con las atracciones que presiden las combinaciones de los elementos naturales. Más tarde caracterizó las afinidades electivas de las personas humanas e implicaba, además del sentimiento del amor (philesis), su oposición (antiphiksis). Philos, en su primera acepción, significó «mío», designando a los de casa (philoi), y entre ellos también a la mujer (philé), y más tarde a los huéspedes: philein equivalía a tratar bien, con justicia. Todavía no correspondía a u n sentimiento interno. Más tarde llegó a connotar afición a algo, no sólo poseído como propio, sino también apreciado, querido: un familiar. Y como «no todos los familiares son amigos» (Demócrito) comenzó a designarse como phllla u n lazo afectivo de

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libre elección (fin del s. vn, principio del vi). Con el cambio de la forma aristocrática de gobierno a la democrática (s. v) se llamaron philoi los partidarios de u n hombre político. Semejante amistad en estas connivencias, en general no iba más allá del utilitarismo. Protágoras fue el teórico de este tipo de amistad. Sócrates ni superó ni combatió esta concepción. El concepto de benevolencia desinteresada, esencial a la amistad, se lo debemos a Platón (Lisias 212d, 219c). Por lo demás, tras una larga discusión, termina por decir que es «indefinible», en su libro Lisias. Vuelve sobre el tema en el Convite, donde diserta sobre éros y philía sin distinguir netamente entre los dos sentimientos. El éros, partiendo de la belleza exterior del cuerpo, asciende hacia la contemplación pura de la Belleza por u n difícil camino de desprendimientos sucesivos, sacrificando, uno tras otro, todos los lazos afectivos. La dicha final en la posesión del Primer Amado, único objeto de u n a amistad realmente desinteresada (Lisias, 219c-d) se da en la soledad, no en la participación de u n mismo gozo. Lástima que en toda la concepción platónica se note la ausencia de u n a verdadera trascendencia del otro ser a amar por sí mismo, como u n fin y u n absoluto en su orden. Se considera al otro como puro medio que se entrecruza y se abandona cuando ya no sirve, pues el centro verdadero de interés no es la persona, sino la idea. Platón, con todo su filosofar sobre el amor y sobre el objeto primero del amor, de la misma manera que nos hace dudar de su fe en u n Dios personal, nos da la impresión de no conocer una relación verdadera y duradera, en el plano humano, de persona a persona. Aristóteles recoge el tema de la amistad en la Etica a Nicómaco (ce. 8 y 9). Para él la amistad se funda en la respuesta afirmativa que los dos amigos dan conjuntamente a un mismo valor: útil, deleitable u honesto. Tanto la amistad fundada sobre lo útil como la que se funda sobre lo deleitable son verdaderas amistades, pero no son duraderas porque es defectible su fundamento. Duradera es sólo la amistad que se funda en la virtud. Esta es la «amistad perfecta» (1156b 7). Esta amistad supone cierta igualdad (isóíes), comunidad de sentimientos (omónoia) y de vida (sunzén). Aristóteles no ve en en el fondo m u c h a diferencia entre amor

A m o r y amistad

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y amistad, pero pone agudamente de relieve que el amor posee como característica propia la aflicción de la ausencia y el deseo de la presencia. Siempre quedan reticencias equívocas sobre la naturaleza del amor: no sin razón se emplea el t é r m i n o específicamente masculino éramenos, en los pasos que aluden al amor sin objeto. El problema amor-amistad, como ahora lo presentamos, no existía aún. Es ya mucho que comience a darse a la mujer u n puesto como persona y no se le cierre todo acceso a la amistad en el ámbito de la sociedad matrimonial en u n a relación duradera (cf Plutarco, al final del Eroticón). Si la amistad postula por su naturaleza u n a igualdad, y si tal igualdad no se reconoce entre el hombre y la mujer, todo el problema consiste en saber si puede existir u n a amistad entre hombre y mujer sin que entre en juego el éros, a u n de forma penosa. El pensamiento clásico latino, que tiene su elocuente teórico en Cicerón (Laelius, de amicitia), sólo añadirá un matiz acentuando la función de la voluntad cuando insiste especialmente en la perfecta conformidad de los sentimientos y los quereres (n. 20). En definitiva, el mundo clásico, con todas sus sublimes especulaciones sobre la amistad y el amor, ha dejado sin resolver muchos y graves problemas, particularmente el de la amistad con la mujer y el de la duración de la amislnd. A este respecto hemos visto que Platón lo eludía tendiendo a lo irreal, Irasponiendo el éros al plano del deseo metafísico trascendente del Bien en sí. Aristóteles parece resolverlo de forma feliz al señalar que la virtud es el único bien inalienable que la puede perpeluar. Pero la realidad completa del hombre caído y de su virtud extremadamente frágil contradicen su optimismo de filósofo. Para dar u n fundamento inamovible a la amistad y al amor hay i|iic recurrir, en un sentido muy disllnto al de Platón, a u n a amistad primera y a un amor que la filosofía antigua no puede imaginar (Etica a I-Memo, VTI, 3 y 4), d a d a la desproporción que hay entre el hombre y I líos. Y aquí mediará con su luz benéfica la Revelación divina. 1.

LA AMISTAD EN IA BIBLIA.-La

Sa-

(tnida Escritura, que explica el origen, i'l destino y el misterio de los sexos, mi analiza el misterioso sustrato del que nace la amistad, pero conoce muy 1

bien este sentimiento, cuya esencia radica «en el afecto recíproco y desinteresado», al exaltarlo en la historia de Jonatán: la historia de u n amor ('ahabah, cf 1 Sam 18,1) capaz de fusionar dos espíritus en u n a amistad, íntima y fuerte al mismo tiempo, dispuesta a los mayores sacrificios. El Deuteronomio designa al amigo con u n término análogo al homérico hétaíros. La Biblia de Jerusalén lo traduce así: «el amigo a quien estimas como a ti mismo» (Dt 13.7). En los libros sapienciales se encuentran muchos pasos sobre la amistad. Citamos dos: «Hay amigos que llevan a la ruina, pero hay amigos más afectos que u n hermano» (Prov 18, 24); «Un amigo fiel es escudo poderoso, y el que lo encuentra halla u n tesoro» (Eclo 6.14). Para entender bien el mensaje que nos ofrece la Biblia sobre la amistad, tengamos presente que esta realidad h u m a n a se relaciona profundamente con la Alianza de amor entre Dios y su Pueblo. El amigo puede ser un apoyo firme y un aliado fiel sólo si está radicado en aquel Dios que, fidelidad por esencia, jamás cede en su pacto de amor. Y en el amigo fiel, tesoro inmenso, se perfila el que debe venir y de quien son u n símbolo vivo las antiguas figuras. La amistad con Dios, que Aristóteles tenía por imposible, es una suerte de los elegidos: descendencia espiritual de Abraham el amigo de Dios (Is 41,8), llamada a conversar con él, después de Moisés, «como se habla entre amigos» (Ex 33,11). Esta unión, casi increíble, entre Dios y «1 hombre se realiza a través del Hombre Dios, cuyo misterio alborea de forma aún oscura en el Antiguo Testamento (Sab 7, 14), que «en todas las edades, derramándose en almas santas, hace de ellas amigos de Dios y profetas» (Sab 7,27); «Dios no a m a sino al que convive con la sabiduría» (Sab 7,28). El Nuevo Testamento nos presenta al Amigo Eterno, cuya belleza supera la del sol y las estrellas, y cuya fuerza se extiende de u n extremo al otro del mundo, gobernando el universo con prodigiosa bondad (Sab 7,29; 8,1). La misteriosa esposa del Cantar de los Cantares lo llama Amigo una y otra vej, n o m b r e del cantar de Isaías (Is 5,1), el mismo que el Padre Eterno pronuncia en el Jordán, invistiéndolo —en el Espíritu— de una misión suprema (Mt 3,17). La rida cristiana es una relación de amor con este Hombre úni-

Amor y amistad

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co que vive más allá de la muerte, estrechando con él, para la salvación, a todo hombre que quiera abrirse a su influjo en la fe y el amor. Alcanzado por Cristo, como Pablo, vive con él u n a profunda comunión de pensamiento, de vida, frente a lo que resulta pálido reflejo cualquier amistad h u m a n a . No es suficiente decir que vive con él: vive en él, su «vida» (Flp 1,21). Fray Luis de León lo ensalza como el más amado de los hombres por el número de amigos, por el amor que Dios mismo le tiene, por la grandeza de los sacrificios que hay que aceptar por amor suyo hasta la muerte (Los nombres de Cristo, Madrid 1959, 712-734). A partir de ahora, al hablar de amistad será imposible olvidarlo. Sin embargo, está Cristo tan lejos de querer para sí solo todo el amor de los hombres que, donde haya verdadero amor, la linfa vivificante procede de él, se advierta o no. No vino a este mundo a condenar la amistad, sino a santificarla y hacerla posible, acreditándola con su mismo ejemplo, aunque en él se vean más las manifestaciones generosas de u n amor sobrenatural que viene de Dios que las manifestaciones externas de una amistad h u m a n a (Jn 11,3.11). La unión de dos personas que se a m a n es ya por sí misma u n signo de su presencia escondida (Mt 18, 20). El texto de Mateo habla de una unión con él, pero es que otra unión no se da. Sólo el hombre radicado en Cristo es capaz de vivir plena y límpidamente la realidad h u m a n a de la amistad. 3.

LA

EXPOSICIÓN

CRISTIANA

SOBRE

LA AMISTAD.-Al tratar el tema de la amistad h u m a n a los santos Padres insistieron en la idea de que no se da amistad verdadera fuera de Cristo (cf san Agustín, Confesiones, 1. 4, c. 4). Sin embargo, con el pasar de los años, el mismo Agustín, que tiene páginas tan hermosas sobre ia amistad, llegó a posiciones de rigor y pesimismo que tuvieron u n a influencia negativa en el pensamiento cristiano de occidente, dada la amplía difusión de s u obra. ¿Deberá sacrificar u n verdadero discípulo de Cristo el gozo íntimo de la amistad por las severas exigencias de una caridad que obliga a amar a cada uno de los hombres como a u n hermano y u n posible amigo, con vistas a la unidad católica? Algunos textos tardíos del obispo de Hipona parecen

suponerlo. El abad Casiano, que vivió la experiencia de u n a amistad singular con otro monje llamado Germán desde que ingresó en la vida monástica, y que duró veinticinco años, es más optimista; pero nunca logrará prevalecer su pensamiento frente a las desconfianzas monásticas de san Basilio y san Agustín. El más conocido representante de la corriente optimista es el inglés san Elredo, abad de Rieval. autor del célebre diálogo De spirituali amicitia (PL 195, 659-792). Es ya por sí solo significativo el comienzo, leít-motiv de la obra, que se desarrolla a través de una sinfonía de voces con variaciones constantemente renovadas: «Yo y tú, y entre nosotros Cristo». La amistad cristiana es u n a amistad «sobrenatural que arranca de Cristo, avanza según su voluntad y concluye en él» (col 662). No hay por qué sacrificar el gozo de u n a amistad bien ordenada, abierta, por tanto, a las austeras exigencias del ideal cristiano, pues si se ama ordenadamente es para ser mejores amigos de Dios: «Hay u n grado de amistad que se acerca a la perfección... y es aquel en que el hombre llega a ser amigo del HombreDios por medio de su amigo». Cuando Dios, amor por.excelencia, se comunica, no resulta difícil pasar del Cristo que inspira amor al Cristo objeto y término del amor (col 672-673). En la misma línea se encuentra san Pedro Damiani, acre censor por otra parte del descoco eclesiástico y n a d a indulgente con las malas amistades: «Cuando mis ojos se fijan en tu rostro —escribe en una carta—, en ti a quien amo, elevo la mirada hacia aquel, que deseo alcanzar unido a ti» (Epist. 2,12: PL 144, 278). San Elredo tiene tal concepto de la amistad y de su benéfico influjo que, a su juicio, conviene tolerar una amistad no bien guiada por el «espíritu» si puede esperarse u n cambio feliz. Afirma esto especialmente cuando habla de los adolescentes, pero vale también de alguna forma para quienes sin ser adolescentes no h a n llegado todavía a la madurez de ser (cf la voz Amitié en Dictionnaire de Spiritualité, col 522). A pesar de estas puntas avanzadas de la espiritualidad monástica, que vivió ciertas realidades antes de teorizarlas, en conjunto cabe decir que durante siglos prevalecieron en la enseñanza y la predicación las direcciones rígidas, tenidas m á s en consonancia con la capacidad de u n pueblo de Dios

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en su conjunto poco culto espiritualmente todavía, incapaz de recibir u n a doctrina de cenáculos de élite. La escolástica, preocupada ante todo por la relación del hombre con Dios, no ofrece solución alguna al problema de la amistad humana, la heterosexual especialmente, que quiera ser u n a experiencia cristiana genuina. Después de santo Tomás se hablará con gusto de ella por analogía al amor de amistad que une al hombre con Dios. La amistad, en esta luz, representa como un amor de benevolencia mutua, manifiesta, que comporta u n a comunicación recíproca de bienes (S. Th. 2-2ae, a. 36, a. 3 y 4). Se ve en ella la forma más alta de amor: el amor desinteresado que excluye la búsqueda de cualquier bien «per se» (en términos escolásticos: «concupiscencia»). Puede subrayarse a este propósito que nos hallamos todavia en la línea ile Aristóteles cuando describe la amistad «perfecta», la que tiene como fundamento la virtud. La definición es también válida cuando se la aplica a personas morales del mismo sexo, con tal '.y¿e n o la forcemos demasiado, pvies e a realidad no existe una amistad virtuosa en estado puro, sin derivaciones provechosas para quienes la viven. ¿Pero podrá aplicarse a aquella clase de amistad >|ue une entre sí a los esposos, por ejemplo? El pagano Plutarco dice que «la unión con una esposa es fuente de ¡imistad». El «placer» de la unión, ruando se sitúa en u n contexto de íimor verdadero, «aunque de duración lan breve, es el germen de donde brolan día tras día entre los esposos las mutuas miradas, la satisfacción, el aféelo, la confianza» (final del Eroticón). le. dará por buena la definición precedente sobre la amistad hombre-mujer fuera del matrimonio, que por su naturaleza excluye la unión física; pero iso sólo a costa de confundir el sentido del amor de «concupiscencia», que no debe entenderse necesariamente como deseo sexual y como amor egoísta. Y tampoco hay que olvidar que la naturaleza del hombre y de la mujer, y su mutua atracción, complican posteilnrmente el problema en amistades i|iie no pueden no decirse virtuosas, pero en las que el gozo de estar juntos lit'iie su puesto, y si n o se busca un apliegue de egoísmo, es u n incentivo valido para u n a unión afectiva y efectiva cada vez mayor. Esto vale ciertaincnle para la relación entre el alma y

Amor y amistad Dios, a quien podemos llamar «nuestro» Dios, contrariamente a cuanto pensaba Aristóteles, amándolo no sólo «per sí mismo», sino en cuanto es un bien «para nosotros». ¿Qué razón impediría esta trasposición en relación con la amistad h u m a n a ? En cuestión tan compleja, más que repetir en clave cristiana los tópicos de la antigua filosofía, sería mejor distinguir toda u n a gama de amores en el hambre, según los distintos niveles de su múltiple vida, física, sensible, espiritual, natural y sobrenatural, aun sabiendo previamente que por la fundamental unidad del hombre mismo estos diversos niveles se implican entre sí: un amor físico que por su naturaleza conduce al ayuntamiento; un amor sensible que en el hombre se empapa de espíritu; un amor humano que realiza la presencia de un alma en otra a través de la misteriosa mediación del cuerpo, y que al final tiende por innata trascendencia a Dios. Y habría entonces que referirse al amor de caridad, un amor sobrenatural que tiene por objeto a Dios y al prójimo en Dios; al amoc humano vwvio en e! matrimonio; concluyendo con el amor virginal, que por su naturaleza no implica necesariamente la renuncia a la amistad y a un amor humano casto, respetuoso con las exigencias de la virginidad, no sólo del cuerpo, sino también del corazón y del espíritu (cf Ch. V. Herís, Spiritualité de Vamour, París 1950). Con todas estas distinciones es más fácil orientarse por una solución recta de los problemas particulares. Pero tras haber hecho este recorrido en rápida exploración de los diversos ámbitos del amor, del m á s humilde al más elevado. nos quedamos perplejos y como desanimados por las dificultades de una empresa ante la que se han sentido impotentes los más grandes pensadores. Y nos sentimos obligados a decir todavía hoy que «amor» y «amistad» son realidades indefinibles. El mismo san Francisco de Sales, preparado con una intensa cultura humanista y filosófica y con u n a riquísima experiencia personal, bien dotado como escritor, de agudo ingenio, avanzado en relación con sus tiempos por intuiciones renovadoras, nos orienta en la compleja problemática más con su vida que con su doctrina: una doctrina moralizante, adaptada seguramente a los problemas inmediatos de las personas a las que se dirigía, en el mundo (Filotea)

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Amor y amistad o en el claustro (Entretenimientos espirituales), pero que no puede dar respuesta exhaustiva a los problemas teóricos y existenciales escondidos en una amistad que es amor, para la cual, según su expresión, «no hay palabras en la tierra» (de una carta a Chanta! Oeuvres, Annecy, 14, 231). 4.

APORTACIONES

DE

LA

FILOSOFÍA

PERSONALISTA.-En su conclusión la filosofía personalista tiene mejores posibilidades que la filosofía aristotélica y tomista de abrir un camino a la solución de estos problemas. En vez de contraponer de forma neta, y en el fondo artificiosa, amor y amistad, los filósofos personalistas dirigen la agudeza de su ingenio a iluminar la maravillosa realidad que es el amor, realidad que no puede reducirse en su esencia a una pulsión física, si existe en Dios antes que en el hombre. Presentamos aquí dos muestras del pensamiento personalista, a Martín Buber en primer término, filósofo judío, y luego a Maurice Nédoncelle, que no tiene la estatura de Buber, pero sí el mérito de u n a especial claridad y sencillez. Para Martín Buber la vida consiste en «decir Tú», en un encuentro que es el milagro del amor. Para evitar equívocos, el amor no debe confundirse con los sentimientos que pueden acompañarlo. Consiste en la intuición de u n no sé qué de único que se encuentra en cualquier hombre y en que éste lo acoja con responsabilidad viva. El hombre no debe temer entrar en relación con todo su ser: sólo debe guardarse siempre del peligro que se deriva para la pureza de su amor de la profundidad misma de su respuesta al Tú al que se entrega. Buber, más que el filósofo del amor y de la amistad en el sentido que nos interesa, es el filósofo del «diálogo», del que vuelve a hablar después de mucho tiempo con nuevos escritos, recogidos por Aubier y editados en francés (La vie en dialogue, París 1959). Los principios que establece proyectan más luz sobre nuestro asunto que la distinción, poco satisfactoria, entre amor de benevolencia, propio de la amistad, y amor de concupiscencia, propio del amor. El amor puede manifestarse en u n a variada gama de sentimientos, pero para merecer el nombre de humano debe alimentarse del respeto total del hombre, a quien hay que amar por sí mismo, como «persona», única, irrepetible.

En la misma línea está Maurice Nédoncelle, que condensa su pensamiento en u n libro de título muy significativo: Vers une Philosophie de l'amour et de la personne (París 1957). «El amor procede de las personas y se dirige a las personas». Sólo el integrado en sí mismo y unificado como persona puede de hecho hacer al otro el don de sí que comporta todo verdadero amor; tampoco puede hacerse este don a ninguna persona que no se ame por sí misma, con intención pura. El amor en sí es «una voluntad eficaz de promoción mutua». Se percibe en el fondo el «querer algo —el bien— para alguien» de Aristóteles, pero se advierte toda la riqueza nueva del concepto de persona, en cuya promoción es indispensable u n a relación auténtica con Dios, sin que aparezcan ya las restricciones coartantes de la definición antigua. Una definición como ésta puede aplicarse a todas las clases de amor auténticas, desprovistas de elementos confusos. Es claro que una definición así deja abierto el problema de la autenticidad de las varias formas de amor y de amistad, pero al menos n o se corre el riesgo de complicarlo con prevenciones por lo menos discutibles. 5. INCERTIDUMBRES TERMINOLÓGICAS. LA DEFINICIÓN DEL DICCIONARIO ALEMÁN. -

Se advierte u n a gran confusión entre los autores al usar los términos «amor» y «amistad». Cada cual insiste en el sentido que estima conveniente según los fines prácticos que pretende alcanzar. Sería oportuno que alguno abordara la dificultad que supone estudiar a fondo a los autores más prestigiosos y los motivos de su particular terminología para llegar a u n a común, científicamente admitida y reconocida. En la situación actual de búsqueda, con toda la variedad de opciones de los doctos, es poco seguro que tal trabajo tuviera fundadas esperanzas de éxito. Se implican muchas cuestiones. La exposición que personalmente más nos agrada es la d e santo Tomás y los escolásticos, que estudiaron la amistad en la perspectiva de las relaciones del hombre con Dios, considerando la amistad, por tanto, como uní especie ¿le amor; pero sin insistir, como hacen ellos, en la exclusión del «deseo», que puede tener razón de ser e n determinadas relaciones, y que, por lo mismo, no debe excluirse de s u concepto si se desea al otro en c u a n t o otro, es decir, si se le

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ama por sí mismo. Alguien ha observado agudamente que no hay que insistir demasiado en la oblatividad y el desinterés total de u n amor que es «fundamentalmente deseo»: «No ser deseado es no ser amado» (cf P. Antoine, Sens de la sexualité humaine et recherche d'une etique, en Sexualité humaine. París 1966, 333). Nos parece en este sentido acertada la perspectiva de Massabki. que parte del concepto de «mor en la persona humana, al mismo tiempo espiritual, corporal, inteligente y libre. Eri todo amor deben encontrarse las características de la persona: espiritual, corporal (es decir, manifestado externamente de forma idónea, según la naturaleza de la relación), inteligente, libre. En este sentido podría hablarse no sólo del amor como se vive en el matrimonio (cf Massabki, El sacramento del amor, Euramérica, Madrid 1965), sino también de la amistad y de la amistad heterosexual, considerando cada vez qué implican en los diversos géneros de amistad los componentes que señalábamos. Si se quiere una definición moderna que distinga, teniendo en cuenta las exigencias del amor verdadero, la amistad del amor humano, tal como se vive en el matrimonio, sin presupuestos más bien dudosos de angelismo, hemos de recurrir al Lexicón für Theologie und Kirche, donde Biser la define así: «La amistad, según el actual uso de la lengua, designa la realización de u n a relación interpersonal que resulta de una libre inclinación, experimentada en la comunicación espiritual. Fundada en una simpatía personal y sostenida por la fuerza idealizadora del éros, la amistad crea u n a unión duradera que descansa sobre u n a visión común y una valoración de las cosas» (col 363). La definición excluye el erotismo, es decir, todo cuanto la astucia de la naturaleza y del ingenio del hombre pueden inventar con el fin de obtener un placer egoísta, sin miramiento alguno ¡i los valores más elevados de la persona. Evidentemente, tal desorden es intolerable y debe alejarse tanto de las relaciones con los amigos comunes como de las de los esposos si no quieren desviarse del amor verdadero. El «'ros, por el contrario, implica en su concepto puro la vis unitiva misteriosa que empuja naturalmente al hombre hacia la mujer y que a veces también interviene de alguna forma en las relaciones entre personas del mismo sexo.

A m o r y amistad cuando en el hombre prevalece el psiquismo femenino o cuando en la mujer prevalece el masculino, con dinamismos que no deben preocuparnos demasiado cuando los podemos dominar mediante la charitas y conducir al servicio de una amistad «espiritual», i Hasta qué punto la fuerza unitiva del amor que radica en el sexo puede entrar en u n a amistad que quiere ser duradera, conducida, por tanto, en Cristo? ¿Es prudente servirse de tan maravillosa energía? ¿ 0 será más prudente, previendo una ruina segura, renunciar a la empresa en atención a toda una tradición de seguridad a toda costa y de pesimismo, sin animar otras relaciones que las de pura y simple caridad? La definición del Lexicón permite suponer que la empresa no es imposible. 6.

EL CRISTIANISMO, EL AMOR Y LA

AMISTAD.—Perspectivas de futuro. —Conocemos bien la acusación de Sigmund Freud al cristianismo de haber dado a beber veneno a Eros. Quien conoce las vicisitudes históricas que han hecho prevalecer en la Iglesia u n a concepción un poco pesimista, de inspiración agustiniana y neoplatónica, sabe poner en su punto, si es de ánimo sincero, semejante afirmación, que por lo demás hay que recortarla, so pena de que resulte injusta. Como ha notado Jean Guitton en su conocido ensayo sobre el amor humano, los rigores del ascetismo han contribuido más a la profundización y constancia del amor que lo que nunca logró el desenfreno pagano, capaz de conducir únicamente a una necia exaltación de los sentidos a través de locos amoríos, más cercanos del odio que del amor, según el verso de Virgilio: «Ni contigo ni contra ti». El mismo Freud ha escrito a este propósito: «En épocas en que no existían obstáculos a la satisfacción de los sentidos, como sucedió durante la decadencia de la civilización antigua, el amor perdió su importancia, la vida se volvió vacía y se dio u n a fuerte reacción antes de que el amor reconquistase su indispensable peso sentimental. En ese ámbito puede decirse que la tendencia ascética del cristianismo dio lugar a que se elevara la potencia psíquica del amor en u n a medida que la antigüedad pagana n u n c a logró» (Collected Papers, 4, 213). Admitido esto, podemos preguntarnos en todo caso, al término de una purificación t a n necesaria para la afir-

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A m o r y amistad mación del amor cristiano del ágape en su plena originalidad, si n o le «habrá llegado al cristianismo la hora de conocer un nuevo desarrollo y de hacer que aparezca al exterior lo que nunca ha dejado de latir dentro, detrás de la corteza protectora de trabas y prohibiciones». Acaso nos encontramos en los umbrales de una época nueva en que se nos conceda «un conocimiento más profundo de los tesoros antiguos, no bien explorados todavía, que permita realizaciones aparentemente audaces, pero de acuerdo con el tipo de los comienzos, y tal vez más cercanas que otras al cristianismo primitivo, de suerte que la vieja religión recobre su novedad de juventud y vuelva a los orígenes» (J. Guitton, L'amour humean, París 1948, 240-242). Hemos citado a un pensador que, si bien se encuentra entre los avanzados, es de tal ponderación que sus afirmaciones pueden acogerse sin desconfianza alguna por los espíritus más cautos. Podríamos aducir otros testimonios que discurren en el mismo sentido, por ejemplo, los de Berdiaev y Teilhard de Chardin. ¿ Qué hay de verdad y de utopía en estas aperturas sobre u n futuro que, según se expresa el jesuíta francés, terminará por verificarse «pronto o tarde», «a pesar de nuestra incredulidad»? ¿No es también posible captar, tras las grandes fuerzas cósmicas, la del amor de Dios? La respuesta depende mucho de la solución que puede darse a la apasionante cuestión que desde hace siglos acosa la mente del hombre, del más humilde al más genial: si hay puesto en la vida h u m a n a para la amistad-amor, y si tal amistad encuentra en la gracia de Cristo el remedio eficaz necesario para poder vivirse auténticamente en nuestra naturaleza herida antes de que se abran los cielos. En esta lucha, que no es retórico denominar «titánica», para encauzar las energías del éros hacia objetivos superiores de civilización, la vida monástica, que ya en el pasado se apuntó muchos méritos al hacer prevalecer los valores cristianos de la amistad, tiene hoy una función insustituible, y podrá tenerla aún mayor en el futuro. Los consagrados, incomprendidos por ciertas mentalidades incluso eclesiásticas, por la misma naturaleza de su compromiso están destinados a u n a misión verdadera y propia en el sector de la amistad: como las puntas extremas de una búsqueda destinada a aportar u n a gran luz

al hallazgo del camino justo en medio de la caótica evolución de las costumbres, de suerte que se permanezca fieles a Dios en el presente tiempo salvífico sin desorientaciones ni extravíos. Por eso. a la voz amor y amistad seguirá la de consagración y amor, donde la temática de la amistad heterosexual, de que hablaremos en seguida, será tratada bajo las perspectivas de la vida consagrada, con la ventaja de u n a posterior profundización. II.

La amistad heterosexual y sus condiciones

1. PREMISA.—Presentamos, a modo de premisa, algunas nociones de psicología, de metafísica y de moral. En primer lugar, la psicología de la amistad. Podría describirse, siguiendo a Vansteenberghe, como u n a atracción mutua que tiene como causa proporcionada u n a emoción íntima de amor, y como meta u n a unión profunda, de naturaleza espiritual más que sensible, hasta la unión de las almas (a. c, col 504-505). Con u n a descripción tal de la amistad, piense lo que piense el autor del artículo, no se ve en qué se diferencia del amor, si se prescinde de los sujetos que viven uno u otro sentimiento con tonalidades y modalidades dependientes de su ser sexuado, en una relación que puede ser «espiritual», aunque tenga componentes de carácter «sensible». La metafísica de la amistad nos revela a su vez que e n el amor h u m a n o mismo, el más encarnado, precisamente porque es h u m a n o , la raíz primera del amor debe buscarse en el apetito racional, es decir, en la voluntad, que bajo la luz directora del intelecto se mueve a fin de procurar al ser amado todo bien posible. Un amor que tenga su primer origen en u n a simple emoción física y que no sepa elevarse por encima de la sensibilidad n o merece el nombre de amor en el h o m b r e , y hasta los mismos paganos lo maldijeron por ser una pasión ciega, c a p a z sólo de engendrar dolor y ruina. La moral de la amistad, tras haber recordado que es u n bien en sí misma y en sus efectos - p o r lo que puede desearse cuando es v e r d a d e r a - nos recuerda los deberes, particularmente el de la fidelidad, q u e impone diversas cosas. Desde el p u n t o d e vista positivo: pensar bien del amigo, procurarle todo el bien posible, conformarse lo m á s que

A m o r y amistad

se pueda a su voluntad. Desde el punto de vista negativo: evitar cuanto puede ser causa de disgusto u ofensa, especialmente las sospechas, hablar mal, manifestar los secretos. La amistad tiene algunas deformaciones: la absorción psicológica excesiva, que puede llegar a u n a obsesión de la fantasía, del sentimiento y de la voluntad: la exclusividad que cierra a los amigos en un círculo de egoísmo; la búsqueda de satisfacciones puramente materiales, donde el gran ausente es el amor. Cuando estas aberraciones se dan entre personas del mismo sexo se llaman «amistades particulares», término poco feliz que puede designar formas de verdadera y propia homosexualidad. A este respecto recomendamos la lectura de la voz Amitié del Dictionnaire de Spíritualité (col 504-513). Aquí trataremos, con mayor profundidad que el autor del artículo (col 525-526), el tema de la amistad entre hombre y mujer. 2.

LA AMISTAD CON LA MUJER.—En

general, todas las exaltaciones de la amistad del mundo clásico, repetidas enfáticamente por los humanistas al descubrirse la cultura antigua, parecen dejar entrever la falta de estima de los valores más auténticos del amor humano, y, por lo mismo, de la mujer, quien por vocación natural, divina, está llamada a vivirlo con el hombre. Homero mismo exalta el amor de Aquiles hacia Patroclo por encima del que el gran héroe tiene por Briseida, a quien tanto desea y ama. Sobre la exclusión de la mujer de la amistad, pesa la hipoteca pagana del ser femenino concebido no como distinto del ser masculino, sino como inferior, capaz todo lo más de despertar apetitos animales. Montaigne es del mismo parecer: «La amistad se nutre de comunicación, lo que no es posible entre personas m u y dispares... Kste sexo no ha podido lograrlo con ningún semejante» (Essais, I, 28). Y Nietzsche lo subraya con estas palabras: «La mujer no es a ú n capaz de amistad». Gracias a la real aunque lenta fermentación del Evangelio en la sociedad, están cayendo muchos prejuicios, y se le reconocen a la mujer, hoy más culta, esa igualdad con el hombre que establece, junto a la alteridad providencialmente complementaria, la posibilidad de u n a amistad realmente enriquecedora que no niegan las mejores Inteligencias, al menos por lo que toca n la institución matrimonial, donde

cuerpo y alma se comprometen del todo y no hay peligros de que impulsos irracionales compliquen el sentimiento de amistad entre el hombre y la mujer con fuertes desbordamientos. Es verdad que si no se cuida la amistad heterosexual con extrema rectitud conduce a la catástrofe. Con todo, si se la vive debidamente, tiene su providencialidad. 3. RAZONES A FAVOR. —La mujer tiene intuiciones que el hombre generalmente no tiene, por ese poder adivinador que le viene del corazón. Reconozcamos que a menudo el hombre, absorto en sus proyectos y realizaciones, pasa junto al hombre sin advertir su presencia, sin esforzarse por entenderlo. Y si algo ve, ve el lado débil, las faltas en relación con el pensamiento y la acción, y las echa en cara con franqueza cruel e injusta. Son raros los amigos verdaderos en quienes se fusionan claridad e indulgencia y son capaces de infundir valor. Por eso mismo es raro también que el hombre confie al hombre ideas y proyectos, porque teme que no le animen o que se burlen de él. La mujer, en cambio, sólo con que tenga u n poco de equilibrio y madurez espiritual, puede en ciertos casos ser confidente y amiga. Cree desde el principio en una idea grande y hermosa, y aun sin haberla madurado la asimila y transmite con aquella docilidad que si, bajo cierto aspecto, la desacredita u n poco para una búsqueda desapasionada más allá de los confines de lo ya dicho y adquirido, bajo otro aspecto es u n a cualidad real.. Se le ha atribuido u n poder que ilumina e inspira. No puede negarse que lo posea, y más de u n a vez el hombre de genio h a confesado su deuda por la inspiración de sus más hermosas creaciones. No toda mujer, ciertamente, puede estar cerca del hombre, ser amiga verdadera. Lo que importa es que posea una verdadera riqueza interior. No se necesita para ello una grande cultura, sino algo que comunicar en el plano espiritual. De ahí que, en tiempo en que apenas existía instrucción, mujeres iletradas tuvieron un grande influjo en hombres contemporáneos. Basta recordar a Catalina de Siena o Teresa de Jesús. Tampoco hay que olvidar que el influjo verdadero de la mujer, si es lo que debe y a m a de verdad, no depende de lo que comunica exteriormente, sino de lo que es: su verdadero influjo se sitúa más en el plano del ser que del

Amor y amistad dar. Lo que, por otra parte, hay que asegurar siempre es la atmósfera divina donde únicamente vive y se mantiene la amistad. Según la acertada frase de Louis Lavelle, se ama siempre más allá de nosotros mismos, ya que no podemos amar en nosotros mismos más que la fuente misma del ser y de la vida (De l'acte, 517). En favor de la amistad heterosexual podemos aducir el testimonio de Simone Weil, muy válido porque esta mujer era tendencialmente pesimista frente a las realidades creadas, tendiendo a la huida más que al recto uso de tales realidades. Esta mujer privilegiada, que en la conversación privada manifestaba con amigos de su nivel u n a fascinación insospechada en quienes anteriormente no habían sentido por ella atracción alguna, ha admitido lo positivo de tales amistades vividas, de forma superior, en el espíritu: «Nada hay tan fuerte en las cosas humanas, para mantener la mirada intensamente abierta a Dios, como la amistad de los amigos de Dios» (Atiente de Dieu, París 1950, 81). 4.

MÁS ALLÁ DE LA AMTSTAO. - H o m -

bres tan cautos como Jacques Maritata reconocen que la renuncia apriorística a toda amistad femenina terminaría por ser «un daño grave para el mismo progreso y afinamiento de la vida moral» de un hombre. No daña, sino que ayuda, si no se la busca por sí misma y si se la somete «a u n a atenta vigilancia interior» (Carnet des notes, París 1965, 349). Lo que no se atreven a admitir algunos todavía —seguramente más en el plano práctico que en el teórico— es u n a amistad llevada a tal profundidad que se confunda con la que Raissa Maritain llamaba «amor» en su diario espiritual, no como algo inferior en el sentido de los impedimentos ordinarios, antiguos y modernos, sino como algo más pleno en cuanto el amor se contrapone a la amistad, en u n don total en que no se da sólo lo que se tiene, sino lo que se es, hasta llegar a constituir según el espíritu u n a verdadera unidad indisoluble. Jacques Maritain no dirime la cuestión porque no se expresa sobre la posibilidad de un «amor» auténtico fuera del matrimonio y del comercio sexual. Tampoco puede hacerlo sin contradecirse con su experiencia personal, pues parece que vivió su amor a Raissa con austerísimas renuncias, lo que viene a confirmar cierta tensión dramática del

- 40 Journal de la gran convertida. Sin embargo, atento a los peligros que tan profunda relación ordinariamente implica, no escribe palabra alguna de la que pueda deducirse su legitimidad. En realidad, existen «amistades» que tienden hacia el «amor» y que dan lugar, según La Bruyére citado por Vansteenberghe (a. c, col 525), a un lazo que constituye «caso aparte»: ni «pasión» ni «amistad». Si se presenta la sensibilidad, lo hace penetrada de razón; y si se ha experimentado ante todo como una comunicación espiritual y proviene de una inclinación libre, instintivamente se advierte que es más que una amistad ordinaria: es el amor que desafía cualquier definición humana. 5. No ES EL AMOR LLAMADO PLATÓNICO.-Una cosa hay que excluir, y es el equívoco túrbido del amor llamado platónico, en todas sus formulaciones antiguas y modernas. En el pensamiento platónico el objeto amado no es en sí mismo más que la ocasión de u n a ascensión del espíritu hacia lo absolutamente hermoso y amable, y el aima n o debe quedar prisionera de lo que es sensible y mortal. Mas i no parte el antiguo filósofo de la belleza de los cuerpos y las formas? Un amor que procede de u n a emoción que quisiera ser estética y religiosa, pero que en realidad despierta por su naturaleza impulsos primitivos del instinto, sin intervención del espíritu que dirija y controle, en superior dimensión, de naturaleza decididamente teologal, conduce anticipadamente a quien se deja llevar por ella a todas las aberraciones y extravíos. Quien quiera entender bien el peligro de tan astuta mimetización de las pasiones menos nobles del hombre, relea la pequeña obra maestra De contemptu mundi, diálogo donde Petrarca presenta al desnudo su alma en u n a conversación de tres días con san Agustín, en presencia de la Verdad. En la empresa desesperada de defenderse a sí mismo y a la mujer de sus sueños, el poeta termina por admitir que su amor p o r Laura n o ha sido tan puro como quisiera hacer creer. Reconoce que h u b o un tiempo en que sus deseos no e r a n en modo alguno honestos, y que si no llegó a ciertos extremos el mérito no fue suyo, sino de la mujer a m a d a , que no se dejó doblegar ni c o n ardientes ruegos ni con suaves palabras. El error del a m o r llamado platónico

Amor y amistad

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está en que comienza por la belleza externa y en ella se detiene con la ilusión de que es espiritual, como si sólo se tratara de u n medio para subir a Dios, mientras que por tal camino el hombre va alejándose cada día más de él a causa de u n a amistad que sólo merece el nombre de «mundana» (Sant 4,4). Por su parte la Iglesia se negó siempre a reconocer la legitimidad de tales relaciones. En tiempo de los trovadores fueron explícitamente condenados por el magisterio, primero en París (1277) y más tarde en Tolosa (1356). A pesar de todo, la herejía amorosa no ha terminado. De alguna manera estuvo siempre presente y lo está hoy con la ilusión de u n amor que quisiera, en medio de una pasión malsana y con la libertad de satisfacerla, conservarse puro lejos de todo esquema y de toda institución. 6.

UN FONDO DE VERDAD QUE DEBE

SALVARSE.—Sin embargo, en las falsas doctrinas y en las aberraciones que se siguen podría entreverse u n fondo de verdad que debe salvarse, la intuición confusa de u n a realidad innegable. Aunque ios escépticos y difamadores se sonrían, existe un «amor» que no por ser «espiritual» es menos profundo y h u m a n o : el amor humilde y casto que desconfía de sí mismo y es por eso mismo cauto y prudente, auténtico a toda costa, que nace de Dios y produce frutos divinos, que no causa tristeza o envilece como el otro, que infunde alería, que no esclaviza, sino libera. La agiografía ofrece buenos ejemplos. Peter Lippert le dedica en Carta a un convento (Herder, Barcelona) páginas Inolvidables, exaltando alianzas «sin lazo externo visible en el espacio y el tiempo» en nada inferiores al connubio h u m a n o : «Que dos personas que se «man así en altura y profundidad, donde todo es único, concluyan u n a alianza entre ellos para vivir en estado matrimonial, visible y bendecido por Dios, o bien que concluyan entre ellos una alianza sin lazo externo visible en el espacio, para abandonarse mutuamente a Cristo y encontrarse en él y sólo en su corazón, n o constituye u n a diferencia sustancial, es lo mismo, porque en los dos casos es una unión en Cristo. Así era seguramente la relación entre san Francisco de Asís y santa ('lora, así la de los santos en el cielo, de quienes dice el Salvador que no se cusan nunca y, sin embargo, nadie está Inri cerca entre sí como ellos. Cierto que

este amor es m u y raro. Se trata de un secreto, como cualquier verdadero amor, y pocos, muy pocos pueden entenderlo. Quien pueda entenderlo, sin embargo, que lo entienda». 7. EL FUNDAMENTO TEÓRICO DE LA POSIBILIDAD DE CIERTAS RELACIONES.-Se

deriva de la naturaleza misma del amor sensible en el hombre. Charles V. Heris pone de relieve en su estudio sobre la espiritualidad del amor (o. c, 78ss) que no sería acertado identificarlo con el impulso primordial a amar, de que hablan los psicoanalistas, que es un amor natural en términos de filosofía escolástica, es decir, u n a facultad de orden apetitivo que tiende ciegamente hacia su bien proporcionado (S. Th., 1, q. 1, ad 3), principio de fenómenos psicológicos que sólo en un segundo momento se manifiestan en el plano de la conciencia como deseo o amor. El amor sensible es u n a pasión de la sensibilidad, pero la sensibilidad de que se habla en el hombre no es la sensibilidad de u n animal, incapaz por su naturaleza de elevarse por encima de lo que es sensible y, por lo mismo, incapaz de u n amor que no sea amor de concupiscencia. La inteligencia y la voluntad hacen al hombre capaz de un amor de pura benevolencia, donde el objeto es amado por sí mismo. Nuestra sensibilidad está impregnada de espíritu: es la sensibilidad de un ser espiritual. Espíritu y sentidos se encuentran frecuentemente en conflicto, y no tener en cuenta este antagonismo puede ser fatal a un amor que se quisiera puro y desinteresado. Pero no neguemos a priorí la posibilidad de síntesis: bajo el impulso de la gracia divina el a m o r sensible puede servir a los fines de u n amor de voluntad digno del hombre. Y eso incluso fuera del matrimonio. Hay que admitir que la pasión, exaltada por la sensibilidad, conduce normalmente a personas de distinto sexo a la unión conyugal, pero como acertadamente dice Heris, «no hay que darse demasiada prisa por identificarlo con... el amor físico. Verdad es que muchos autores no dudan en hacerlo. Sucede así por el hecho de que en ciertos ambientes, a los que hace eco la literatura más difundida, no se conoce más amor que el que tiene como objeto directo e inmediato la unión carnal» (o. c , 82). Entre «amor» sensible y «amor» físico hay u n a distinción real. Es significativo que santo Tomás

Amor y amistad

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trate del amor a propósito de la pasión de la sensibilidad (l-2ae. q. 26 y ss) sin aludir al amor físico. Es verdad que no hay que ser indulgente con un psicologismo vacío, pero tampoco son justas las posiciones demasiado absolutas que pretenden ser claras y decididas cuando simplemente son falsas. «La regla de nuestro camino aquí abajo n o es en modo alguno la de huir de la materia, ni la de esquivar, según las diversas vocaciones y los diversos grados de virtud, la expresión física de nuestro afecto, sino más bien la de situar sin descanso la materia y los signos de amistad frente a un espejo interior para que sean un rayo de la santidad de Dios y vayan derechos hacia personas amadas por él. o lo que es lo mismo, en la plena verdad de lo real» (A. Marechal, Des mes peurs a ma personnalité. París 1966, 172). 8.

ARTIFICIOSIDAD DE CIERTAS

CON-

TRAPOSICIONES.-A la luz de estos pensamientos se comprende que ciertas contraposiciones entre amistad y amor no resistan a un examen critico. Suele decirse que mientras el amor tiende fogosamente a su objeto, la amistad lo hace con calma y serenidad; que el amor pone en movimiento la sensibilidad donde la amistad se llena de razón. El primero tiene como punto de mira la unión física, la segunda la fusión de las almas. Aunque templa un poco sus afirmaciones, de este parecer es el mismo Vansteenberghe. Después de lo que se ha dicho resulta claro que el amor verdadero está penetrado por el espíritu, no tiende a su objeto con voracidad, no es esclavo de impulsos irracionales, no se lanza necesariamente hacia la unión física. Es verdad que el «deseo» abandonado a sí mismo es causa de conflictos, pero encuentra en el «amor» su eñcaz moderador (cf L. Lavelle, Traite des valeurs, París 1955, 2. 182-185). Por eso se necesita la guía interna del espíritu y debe tenerse siempre presente a los ojos la «persona». que siempre hay que promocionar, renunciando en el encuentro no al propio ser sexuado y a sus legítimas manifestaciones, sino a todo lo que podría constituir un obstáculo, por n o ser auténtico, a la fusión de las almas con Dios. Pero de ninguna manera será justo oponerlo a la amistad, situándolo en un plano inferior. Eso sería pagar sin querer la propia deuda con una concepción históricamente superada.

9. UNA OBJECIÓN.-A1 amor sensible le hacen u n a grave objeción tanto quienes siguen las doctrinas freudianas como los espiritualistas a ultranza. El amor sensible, especialmente cuando no desemboca en un verdadero amor h u m a n o y quisiera permanecer virgen, ¿no sería u n simple sucedáneo o la sublimación en sentido deteriorado del amor físico? El instinto primordial que empuja u n sexo hacia el otro, ¿ no sería, más o menos camufladamente, la única verdadera razón de ciertas relaciones que se dicen espirituales? Para responder, tratemos de captar el punto de vista de un agudo pensador, Gustav Thibon. Frente al amor h u m a n o de naturaleza «espiritual», no debería verse necesariamente una transformación falsa de la energía del instinto, el medio indirecto con que de forma cubierta se satisface la sexualidad inhibida. Al lado de las falsas sublimaciones, que son u n a impura mezcla de sentido y de espíritu, hay otras sublimaciones verdaderas: n o lejos del instinto, sino con el instinto. El instinto aporta su contribución a la plenitud h u m a n a también, aunque n o en su polaridad animal, sino transfigurado por el espíritu: «El instinto sublimado se asemeja a u n a nube atravesada por u n rayo de sol: el agua que la compone nada pierde de su naturaleza; el astro sólo la ha elevado por encima del pesado contacto con la tierra, impregnándola enteramente de luz. Puede compararse con u n a flor destrozada, deshecha en perfume, que conserva cuanto tiene de puro y hermoso al tiempo que desaparecen sus límites y rudeza. Si no fuera por el poco feliz uso que se hizo de él, el término freudiano "übertragen" resultaría admirablemente revelador: conducir allende. No hay form a que mejor simbolice este gesto profundo, por el que el instinto vibra y focaliza, más allá de si mismo» (Ce que Díeu a uní París 1962, 72-73). Si la sublimación es verdadera, puede definirse «como un reflujo ascensional del instinto hacia las fuentes inmateriales del ser h u m a n o , como integración cualitativa de l o s ritmos sensibles, en la pura melodía d e la vida interior. Subjetivamente está acompañada de un sentido de equilibrio, de paz y de plenitud íntimas, con u n a impresión de libertad en relación con las servidumbres y resonancias d e los apetitos inferiores y con u n a transparencia espontánea de todas l a s profundidades de la naturaleza a la l u z de la idea» (o. c , 70),

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Expresando todo esto con términos de psicología racional, es verdad que entre actos instintivos y actos espirituales hay heterogeneidad, pero el espíritu redunda en los sentidos, impregnándolos de su influencia secreta: ¿no sucede, por ejemplo, que el gozo espiritual se manifiesta en gozo sensible? Pasando al límite, concluye Thibon, llegamos a la resurrección y glorificación de la carne: «una carne cuyos instintos, liberados de la finalidad material, serán del todo espiritualizados. Cuando Cristo responde a las rudas objeciones de los judíos sobre los bienaventurados -et erunt sicut angelí D e i no quiere decir que serán asexuados como los ángeles, sino que su sexualidad estará libre de la polaridad animal de aquí abajo, de su carácter genital. Esta armonía puede y debe comenzar en la tierra» (o. c. 73). Es el misterio pascual, vivido con el mayor esplendor por los santos, que precisamente por haber tenido el valor de morir más con Cristo, gustan ya en la tierra algo de la resurrección en un cuerpo espiritualizado, de tal forma que les hace aparecer a nuestros ojos más como ángeles que como hombres. 10.

CONDICIONES DE LA AMISTAD HE-

TEROSEXUAL.—Podemos, por tanto, concluir que la amistad heterosexual, con la aportación innegable de un instinto transfigurado, es posible. Pero exige condiciones bien precisas que podrían condensarse así: estar en la verdad, no mentirse a sí mismo, madurez suficiente y, juntamente con la debida ascesis, la aceptación de las purificaciones providenciales del dolor. a) Estar en la verdad, ante todo, que es la que libera Qn 8,32). La primera verdad en discusión es la de la doctrina: una doctrina que. sin ignorar la gracia saludable de la redención y los recursos que procura al cristiano la fuerza de la resurrección que actúa en él (Flp 3,10), tenga en cuenta en su justa medida la herida abierta en el hombre por el pecado. No tenemos la plenitud de la salvación (Rom 8,24) y no hemos de presumir de nosotros mismos. Un segundo lugar está en discusión la verdad de la vida, en la decidida negación de todo cuanto en la relación no es auténtico. b) Auténtica sinceridad. Quien es fiel a las exigencias de la verdad está en la libertad verdadera y no tiene necesidad de consejos: «Ama y haz lo que

quieras» (san Agustín). Pero siempre es posible salirse de la verdad y del verdadero amor, mintiéndonos a nosotros mismos y cayendo así poco a poco en mala fe hasta llegar a hacer de nuestra vida u n a mentira. Por ese camino nos desviamos de Cristo y. por lo mismo, del amor. c) Madurez espiritual. Rainer María Rilke tiene una página muy citada en la que reitera a los jóvenes la necesidad de una madurez que se adquiere con los años, sin la que no es posible hacer el don de sí mismos inherente al amor: «Amar es difícil. El amor de un ser h u m a n o es probablemente la prueba más difícil para cada u n o de nosotros...; el don de sí mismo es un cumplimiento: el hombre mismo puede no ser capaz» (Cartas a un joven poeta, Siglo Veinte, Argentina). Sólo u n a persona bien integrada y madura sabe amar con el amor que respeta la soledad del otro y conserva intacta la propia. Quien deja pasar el tiempo en experiencias prematuras corre el riesgo de perderse a sí mismo y al otro. Verdad y sinceridad plenas son posibles en concreto únicamente a la persona espiritualmente madura. Como criterio de madurez espiritual y cristiana Hans Urs von Balthasar da el sentido de la cruz: «Maduro es quien n o tiene ya necesidad de que se le obligue desde fuera a morir a este mundo, porque libremente, u n a vez para siempre, ha crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias» (¡Quién es un cristiano?, Guadarrama, Madrid 1967). No son necesarias prohibiciones cuando la regla está dentro y no se pretende más que lo que Dios quiere. A) El dolor. A u n a perfección como ésta n o se llega por la simple ascesis personal, por muy severa que sea: se necesita la eficaz colaboración del dolor. Gustav Thibon abunda en acertadas imágenes (o. c, 48-49). Para que los sentidos, cuna del ideal, no vengan a ser tumba, es preciso que intervenga el dolor. Acosado por el dolor, el elemento sensible de un afecto profundo pierde ciertos matices de indiscreción y limitación q u e posee y adquiere una transparencia y calma «vespertinas». El desgarro y el silenció de lo sensible viene a ser el preludio de la resurrección, en una «síntesis pacífica de luz y de llama». «Quien en el hombre rechaza la cruz no sabe qué es la cruz y qué es el hombre» (o. c , 87-90). Ciertas purificaciones pasivas, en almas que estuvieron

Amor y consagración unidas entre si por una amistad muy profunda, tienen algo misterioso y a primera vista incomprensible. El mismo Dios que las ha unido parece que en u n cierto momento las separa mediante u n despojo tan doloroso que penetra en lo más profundo de la médula. La amistad, querida por Dios, se les pide como en holocausto sobre el altar del corazón, a fin de que el corazón permanezca suyo sin división, y no porque el amor de Dios y el de la criatura sean incompatibles si se ama a la criatura como se debe, pues el amor de Dios «no hace número con los afectos humanos» (L. Grandmaison, La religión personnelle, París 1927, 88), sino porque la criatura, que ha tenido una función providencial a lo largo del camino, puede ahora retrasarlo teniendo lejos de su mirada a aquel a quien debe conducir. Pero una vez que se acepta esta misteriosa renuncia surge de nuevo, en un plan superior, el amor. En la profunda soledad, causada por la separación interior, comienza a advertirse un vínculo nuevo, más estrecho, no sólo con Dios, sino con los otros en Dios. La natural tendencia a la exclusividad, propia del amor sensible, termina, gracias a la fuerza sublimadora del espíritu, en la inclusión de un amor que se abre a todos, viendo y amando a todos en Dios, sin que por ello deba rechazarse ningún lazo sano. La unidad realizada con el propio partner permanece como «algo hermoso y para siempre». Y si el hombre, proyectado fuera de sí mismo por la fuerza estática del amor divino, se precipita rápidamente hacia Dios, lejos de cualquier esfera de gravitación terrestre, arrastra consigo hacia él a todo cuanto ha amado santamente, seguro de encontrarlo entre sus brazos en su eterna mansión. La contemplación de Dios no es u n a contemplación solitaria: se redobla el gozo del corazón precisamente porque es compartida. La célebre escena de Ostia en que Mónica y Agustín, en contemplación estática, se elevan juntamente por encima de todo lo creado para sumergirse en Dios, es mucho más acertada para configurar el paraíso cristiano -alguien lo ha observado— que las largas filas de santos de ciertas pinturas medievales, firmes, con la mirada fija en un triángulo sobre el que brilla u n ojo resplandeciente, símbolo geométrico poco entusiasmante del Dios uno y trino. Y estamos a mil millas de distancia de la poco hu-

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m a n a bienaventuranza imaginada por la antigua filosofía helénica al final del camino ascendente del amor. E. M. Gentüi BIBL.: Aelred de Rieval, De spirituali amicitia: PL 195, 659-702.-Agustín, Confesiones, 1. 4, c. 4-13.-Antoine P.. Sens de la sexualíté húmame et recherche a" une etique, en Sexualíté humaine, París 1966.-Aristóteles, Etica a Nicómaco, 1. 8 y 9,-Biser E.. Freundschaft, en Lexicón für Theologie und Kirche. col 363-364.— Buber M., Yo y tú, Argentina.—Cicerón, Laelius, de amicitia. —Cruchon G.. Iniciación a la psicología dinámica, Marfil. Alcoy 1965.-Dirlmeier Fr., Philos und Philia ím vorellenistischen Gríechentum, Diss., Munich 1931.-Eck M., Sodoma. Ensayo sobre la homosexualidad, Herder. Barcelona 1969.—Elia Bouet-Dufeü, L'amitié cette accusée, París 1968,-Francois de Sales. Introduction á la vie devote, c. 17-22; Entretien 4 (de la cordialité); Lettres, passim, en Oeuvres completes, Annecy (vers. esp. en Católica. Madrid 1971).-Gancho C. Amicizia. en EÍTCÍclopedia della Bibbia, col 375-377.—Gautier L. y Jolif J. Y.. L'Éthique a Nkomaque, LovainaParís 1970, 1. 2. 2.-Geiger L., Le probléme de l'amour chez St. Thomas d'Aquín, París 1952.—Gentili E.. L'uomo, la donna e Dio, Pinerolo 1968.—Guitton J., L'amour humain, París 1948.-Herís Ch. V., Spiritualité de l'amour, París 1950.-Lavelle L., Traite des valeurs, París 1955.—Lepp I., s.j.. Ruólo dell'amicizia nello sviluppo della personalitá, en Era senza Adamo, Asís 1967, 163-188.Marechal A.. El mundo interior del hombre, Nova Terra. Barcelona 1967,-Massabki Ch„ Eí sacramento del amor, Euraméríca, Madrid 1965.-Montaigne. Ensayos, 1, c. 28, Aguiíar, Madrid, 1963.—Nédoncelle M., Vers une philosophiedel'amour, París 19 57.—NelliR.. L'amour courtois, en Sexualíté humaine, París 1966.— Nygren A.. Eros et agapé. París 1962.Palazzini P., Amicizia, en Dizionario di teoloqia morale, col 54-56.—Paoli A., La persona, el mundo y Dios, Argentina 1967.-Petrarca, 11 mió segreto (trad. it. de De contemptit mundi), Milán 1924.—Platón, Lisias: El banquete, en Obras Completas, Aguilar. Madrid 1972.— Sertillanges A. D., L'amour chrétien, París 1920.—Thibon G., Lo que Dios ha unido, Madrid 1965.-Thomas Aq., Comm, in Ethic. 1. 8 y 9; S. Til., 2-2ae, q. 65. a. 5: in 3 Sentent., dist. 27, q. 2. a. 1.—Vansteenberghe G., Amitié, en Dictionnaire de Spiritualité, v. 1, col 500-529.

AMOR Y CONSAGRACIÓN En voz aparte hemos tratado el problema del amor y de la amistad. Queremos ahora profundizar en el tema desde el punto de vista de la vida consagrada : ¡ es posible unir de forma existencial coherente los valores del amor y de la consagración? El consagrado

Amor y consagración

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tiene su particular modo de ir hacia Dios que debe respetarse y que se diría en contradicción con la experiencia de una relación más profunda que la de la amistad desasida, según los esquemas aristotélicos reformulados por santo Tomás de Aquino en la Summa: la fuerza idealizadora del éros no debería tener parte alguna. De esta opinión son aún hoy quienes se preguntan cómo puede uno mantenerse en la línea de una vocación excelsa yendo tras un sentimiento que normalmente conduce a los dos partners al matrimonio. Ni siquiera les agrada que se plantee la cuestión —cuya extrema actualidad no puede negarse— por el peligro que comporta la publicidad de tal problemática en un tiempo en que son tan numerosas las defecciones. Estas actitudes de prudencia a ultranza no encuentran sólido apoyo en la historia y en la experiencia de la vida y no permiten que progrese la teología espiritual sobre un terreno realista y constructivo. En cuanto a las defecciones, podría legítimamente pensarse que se van multiplicando en relación también con el hecho innegable de que los consagrados no siempre fueron educados profundamente a una vida afectiva sanamente abierta a los valores del amor y de la amistad, en el respeto a los valores permanentes de la consagración, que no deben peligrar. Por eso queremos tratar sin vanos temores esta compleja problemática.

1.

El problema y la respuesta de la vida real

1. DOS CONCEPCIONES CONTRASTAN•Nis.-El sagrado celibato no comporta la renuncia al amor h u m a n o en sentido genérico, en cuanto es el amor de un hombre que ama en Cristo a todos los hombres, sino en el sentido específico que solemos dar a la palabra: el amor como se vive en el matrimonio, con las componentes necesarias de naturaleza sexual-genital, el amor del tiempo presente, que tiene un principio y u n final porque se encuentra en el tiempo y que con la venida de Cristo ha sido hipoleciido. porque la vida eterna no conocerá más alianzas destinadas a multiplicar el número de los elegidos, cumplido ya (Mt 22,30). La generación emparentada con la muerte terminará. Pero como hemos visto, además de la Forma Institucionalizada del amor huiiimm en el matrimonio, existe otra for-

ma de amor h u m a n o que no puede expresarse con los términos corrientes: u n a amistad profunda que también es amor en el hombre y la mujer. Erizada de problemas para el laico más comprometido cristianamente, ¿sería posible en la vida consagrada? Los autores que abordan este tema no están de acuerdo. Unos insisten de tal forma en el hecho de que el consagrado recibe de Dios complemento y plenitud que sospechan de toda «integración afectiva». Todo lo más que puede tener con u n a mujer es u n a relación de carácter objetivo, funcional, puesta la mirada sobre u n a obra común: cualquier relación de naturaleza «subjetiva» resulta heterogénea ante su particular vocación (cf W. Bertrams, El celibato sacerdotal. Mensajero, Bilbao 1968). El instinto sexual comienza de forma genérica y progresa poco a poco hacia la donación genital, por lo que está en peligro la continencia virtuosa si los hechos que colaboran con el otro sexo no se limitan prudentemente. Otros autores, aunque reconocen lo necesaria que es la prudencia, no ven en una relación de carácter subjetivo, si es constructiva y la guía el espíritu, ninguna infidelidad a la opción de fondo por Cristo. Tal es la posición de De Guibert (Les amítiés áans la vie religieuse, en «Gregorianum», 22 [1941], 174), de Truhlar (Problemata theologica de vita spirituali lakorum et religiosorum, Roma 1960, 78-79), de Cruchon (Introducción a ¡a psicología dinámica. Marfil, Alcoy 1967). Alguno no teme usar aposta desde el principio el término «amor», como Browning, pasionista americano (Religious and leve, A new dimensión, en «Review for Religious». n. 4 , 2 7 [1968], 633-640). Más que la integridad física, lo esencial a la integridad de la decisión virginal es que no se comprometa la integridad de la donación del corazón. «Hay que afirmar claramente -escribe Larrañaga— que nuestra vocación no nos impone el sacrificio indistinto de los afectos naturales en cuanto tales. Se presta a equívocos indebidos y a varios malentendidos kablar en esta línea de "un solo amor" y de "un corazón indiviso". Como por la obediencia no renunciamos a todo uso deliberado y responsable de la toluntad, tampoco por !a castidad renunciamos ni podemos renunciar a todos los afectos humanos» (cf Larrañaga-íiordani, Vida afectiva de ¡a religiosa, Paulinas, Madrid 1972, pp 91 y 94). El celibato por el Reino

Amor y consagración no es u n a alternativa según el falso dilema «o Dios o el hombre». No se trata de escoger entre Dios y un simple compañero de vida, renunciando a la duliura del amor h u m a n o para poder tener en la propia vida u n amor de Dios puro y sincero, inalcanzable en caso contrario. Se trata de la elección positiva de un modo de existencia natural y sobrenaturalmente significativo, no con vistas a u n valor cualquiera, arte o cultura, sino a la propagación del Evangelio. Cabría, por tanto, en la vida del consagrado, si tal es la voluntad del Señor, cierto amor humano a condición de que tenga las condiciones de todo amor cristiano y pase a través de la muerte en el misterio pascual. 2. LA RESPUESTA DE LA HISTORIA. LA AMISTAD DE Los SANTOS.-La realidad

histórica está a favor de esta segunda posición, más abierta, a no ser que quiera negarse el valor de esta realidad histórica de hombres y mujeres cuya existencia ha sido más eficazmente redimida: los santos. En los mismos tiempos apostólicos podemos rastrear si queremos los primeros atisbos de amistades límpidas y plenificadoras, donde la fuerza idealizadora del iros ha debido entrar de alguna forma. Y seguramente no sería difícil encontrarlas en la probable institución de la misteriosa «mujer hermana» a quien renuncia san Pablo y que tenía derecho a llevar consigo en sus peregrinaciones como los demás «apóstoles» (1 Cor 9,5). La vida monástica conoció desde el principio las más bellas amistades sobre las que podríamos aportar u n a rica documentación: san Gregorio Niseno y santa Macrina, santa Melania y san Rufino, san Jerónimo y las damas del Aventino (en especial santa Marcela y santa Paula), san Bonifacio y santa Lioba, san Bernardo y Ermenegarda, etc. Son interesantes en el oriente cristiano las cartas de san Juan Crisóstomo a Olimpíada, viuda muy joven que formó parte de las diaconisas de Constantinopla: y en occidente las del segundo general de los Dominicos, el beato Jordán de Sajonia, dirigidas a Diana Ándalo, abadesa del monasterio de santa Inés, en Bolonia. Unas y otras manifiestan u n a unión muy profunda de almas cuyo vínculo es Cristo, y abundan además en tales matices humanos que no puede negarse que reciban su linfa vital de u n instinto

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transfigurado por la fuerza sublimadora del espíritu. Es conocidísimo el ejemplo de san Francisco de Asís y santa Clara, que sugirió al mismo Freud la idea de que es posible en hombres excepcionales la transformación ética del éros en agápe. En cuanto a san Francisco de Sales, todavía hay quien se siente a disgusto cuando oye hablar de su famosa amistad con Chantal. El conocido epistolario, aun con los recortes a que lo sometió la santa, resulta muy incómodo a quienes mantienen u n a actitud personal de desconfianza sobre ciertas relaciones. Tan incómodo que hubo quien se sintió empujado a rechazar la autenticidad de las cartas «que plantean el problema», víctima inconsciente de u n a priori que no honra al historiador. Empresa desesperada, como demostró magistralmente A. Ravier, apenas tuvo las «pruebas», tanto tiempo esperadas, sobre tres documentos considerados apócrifos (Le testament de 1617 et les faux autographes de saint Francois de Sales, en «Revue d'histoire de I'Église de France», t. 3, [1967]. 127-152). Por mi parte he demostrado suficientemente, estudiando desde el comienzo la historia de la célebre amistad basado en documentos históricos, que la naturaleza de ese afecto fue más allá de la amistad, mereciendo el nombre de amor, u n amor no restringido sólo a Chantal —como permite entrever una lectura atenta del epistolario—, verdadero y profundo, justificado plenamente por el influjo que sobre su vida y esp i r i t u a l i d a d t u v o la célebre mujer (cf E. Gentili, L'uomo, la donna e Dio, Pinerolo 1968, 287-342). Podríamos aducir otros nombres de santos y hombres de Dios que h a n recorrido estos caminos singulares. En el siglo pasado, Dom Guéranger, abad de Solesmes, en cuya vida entraron al menos dos mujeres, Madame Swetchine y Cécile de la Bruyére. En nuestro siglo, Dom Columba Marmion, conocido autor espiritual por su insistencia en la unión con Dios y con Cristo, ideal del monje, en cuya abadía de Maredsous se conservan ciertas cartas suyas íntimas a afectuosas discípulas. inéditas todavía. Existen también escritos de Peter Lippert que abren u n a ventana sobre la vida escondida y sobre las fuentes de su inspiración. En suma, si quisiéramos cerrarnos al argumento del amor vivido en la consagración nos veríamos obligados a ignorar las páginas más hermosas de

Amor la hagiografía y el influjo, con frecuencia decisivo, que en la vida de los más grandes santos ha tenido la amistad de amor. Sin ella, no sólo no tendríamos a san Francisco de Sales, tal como lo conocemos: tampoco a san Juan de la Cruz, santa Teresa de Avila y los demás santos que a través de amistades muy profundas progresaron por los caminos del Señor. 3. TESTIMONIOS DE HOY.-Ya sabemos cómo acogen en general esta documentación quienes no simpatizan con la idea: insisten en el carácter excepcional. Quienes por el contrario esperan u n a palabra clarificadora, subrayan con desilusión que tales personajes pertenecen a la historia pasada y que su halo semilegendario no permite ver de qué modo se realizó concretamente esa amistad. Por eso nos h a n parecido Importantes, para el progreso de la cuestión, los testimonios recogidos por el vicario episcopal de París, Jean llarang, en «Supplément de la Vie spiritueUe» de mayo de 1969 (207-216). Se trata de u n a publicación parcial, seleccionada, de los documentos, en atención a la conciencia eclesial todavía muy verde sobre el tema, pero en lo publicado hay indicaciones valiosas. A los testimonios de los curas franceses añado por mi parte otros de primera m a n o de sacerdotes italianos de u n o y otro clero que discurren en esa dirección (Cortsacrazlone e amore, Turín 1972, 52-68). Y extendiendo nuestro interés al mundo de las consagradas, hemos presentado una documentación muy copiosa sobre sus amistades (o. c, 69-98). Estos testimonios confirman u n a realidad vivida; en el pasado y en el presente, en hombres y mujeres de rectitud a toda prueba, no necesariamente excepcionales, se dan las condiciones para una relación que bien puede llamarse «amor», como manifiestan algunos documentos. No se trata, por lo demás, de u n a experiencia del todo nueva e Increíble para los directores espirituales más expertos: se repite por todas partes donde se encuentran naturalezas de fuertes exigencias. Pero debían llegar estos tiempos nuestros p a r a que se encontraran personas dispuestas a dar un testimonio explícito, superando u n explicable sentido del pudor y esa inneguridad que acompaña a todo verdadero amor. 4.

RELIEVES AL MARGEN DE LOS TESTI-

MONIOS.—Por lo que concierne a los

y consagración

testimonios de los sacerdotes, los testigos concuerdan en general que al principio ha existido u n a actitud de reserva, de temor, de rechazo incluso, de la mujer, o al menos grave perplejidad. Más adelante, gracias a u n a lenta maduración, llegan a descubrir la posibilidad y utilidad de u n a amistad femenina vivida coherentemente, y cuando tal amistad nace se la siente en seguida como u n don muy grande. Ninguno esconde el riesgo de la empresa y la necesidad de severas exigencias de oración, de prudencia, de discreción, de humildad, de total honestidad y rectitud, con pleno respeto de la vida y de la vocación del otro. El sacrificio y la renuncia son, por tanto, una exigencia reconocida por todos. Rectamente vivida, a la luz de esta fe, la amistad, más que frenar el arrojo del sacerdote y hacer de pantalla entre él y Dios, es u n a gran ayuda. Los sacerdotes de las diversas historias hablan de u n sentido profundo de agradecimiento a Dios, de u n a sacudida interna de la oración, de u n a sensación de profunda felicidad en su vocación, de u n conocimiento y un amor crecientes por Dios. Por lo que respecta a los hermanos, cuyo amor es piedra de toque de la verdad de nuestro amor a él, se dice que la experiencia es definitiva en el sentido de que dispone a entender mejor a «hombres y mujeres jóvenes; a mirar con simpatía a quienes se a m a n y a quienes la vida obliga a estar lejos», a tener «contactos mayores y m á s naturales» con la gente, al tiempo que se advierte «una impresión de expansión, de interés vivo por todo lo humano». Juntamente con el sentido de expansión se señala también u n sentido de verdadera y auténtica «liberación», en los planos más diversos, con una capacidad nueva de ver con mirada serena las realidades humanas, de comprender, de responder, y, donde no es posible una respuesta, de escuchar. Y n o se señala «ningún problema» en relación con las pruebas enojosas de sentido que con frecuencia desaparecen por encanto cuando el sacerdote se siente realmente amado, o en relación con la superación de tentaciones a las que acaso sucumbía en otro tiempo con mujeres de ninguna exigencia. Estas alusiones ofrecen sólo u n a pálida idea de cuanto contiene la documentación que publiqué. Me limito a hacer u n a s breves alusiones sobre las religiosas, señalando que concuerdan

Amor y consagración cuando afirman el beneficio real que se deriva para la consagrada madura de un afecto nacido de Dios y conducido puramente en Dios. Poder satisfacer, de forma adecuada a la propia vocación, aspiraciones naturales profundas, conduce a la religiosa a aceptarse más serenamente, a comprometerse con mayor gozo en el trabajo, a vivir sus relaciones con Dios de forma más íntima y personal, a darse más generosamente a los demás. Lo subraya Giordani en el citado estudio sobre la afectividad de la religiosa y lo confirma nuestra documentación. Una nota constante en los testimonios recogidos en Italia y en el extranjero es el gozo y el agradecimiento a Dios, u n a nueva fuerza para afrontar cada día las dificultades y el peso de u n a vida a veces dura al servicio de los hermanos, u n a capacidad adquirida para «capitalizar el tesoro descubierto mediante u n a sencilla forma de amar, capaz de acogida, de ternura, abierta plenamente a todos». 5. EL PROBLEMA EXISTE Y HAY QUE ABORDARLO CON HONRADEZ.—Al leer es-

tos testimonios y encontrar cosas tan hermosas y consoladoras, uno se pregunta por qué la conciencia eclesial ha de cerrarse, tomando partido frecuentemente, ante testimonios que son, en cierto modo, «Iglesia» si nos atenemos a la expresión de san Ireneo: «Donde está el espíritu está la Iglesia» (Contra haereses, 3, 4 : PG 7, 1-966). Una respuesta la ofrece la naturaleza misma del testimonio. El testigo se encuentra desprevenido ante quienes le piden un testimonio, y debe estarlo, pues n o es apodíctica su demostración, sino sólo una indicación, u n a declaración sobre un valor que será reconocido si quien escucha no cierra sus oídos voluntariamente y acepta reconocerlo. El testimonio se apoya en u n a experiencia a la que siempre pueden oponer los otros u n a experiencia contraria: querer insistir demasiado podría interpretarse como ilusión y orgullo. El humilde no rechaza a priori la idea de que en su experiencia pueda infiltrarse algo contingente que no está realmente implicado en el valor que defiende (cf R. Mehl, Sociedad y amor, Fontanella, Barcelona 1968). No se da una documentación, aunque sea muy verídica y cribada, para forzar el consentimiento de quien piensa de forma distinta. Sin embargo, obliga a reflexionar. Hay q u e reconocer por lo menos que el problema

48 existe y que se impone, descendiendo de los principios a la realidad concreta, la necesidad de afrontarlo de forma honrada, dispuestos a replantear muchas cosas que hasta hoy se tenían por ciertas por la simple repetición acrítica de afirmaciones dictadas más bien por preocupaciones de orden práctico. ¿Hay algo reducible a genuina experiencia cristiana y religiosa en las experiencias que presentan los testigos? Esta pregunta desvía la exposición sobre la importancia real del sacrificio del célibe por vocación y sobre la no fácil temática de las manifestaciones que expresan el amor. Pero antes es necesaria una aclaración. II.

Límites y posibilidades 1.

CLARIFICACIÓN

NECESARIA.—Los

testimonios a que nos hemos referido suscitarían en muchos probablemente u n a actitud instintiva de defensa y de rechazo si pretendiéramos deducir un valor normativo para todos, como si para su madurez personal el consagrado tuviera que pasar necesariamente por este camino o tuviera que recorrerlo una vez alcanzada esa madurez. No es así, y sería peligroso incluso suponerlo. Es ya u n testimonio válido el de tantos sacerdotes y religiosos a los que nada les falta y que nunca irían más allá de u n a amistad ordinaria, de las que no dan lugar a problemas. Además, afirmar la necesidad de ciertas amistades para llegar a la plena madurez h u m a n a va contra la libertad de aquel Dios que es m u y capaz de realizar con el solo don de su gracia lo que en otras circunstancias realiza con idéntica libertad mediante una criatura humana. Quede, por tanto, bien clara en nuestro espíritu la convicción d e que el consagrado espera de Dios m á s que de nadie su perfección, por la relación de amor más directa por la que testifica esa posibilidad y belleza. En realidad, a u n quienes defienden esta libertad del Espíritu, respetan, si son guiados por él, el camino de sus hermanos y admiten que, al fin y al cabo, se trata más de una cuestión de lenguaje y acento que de sustancia, puesto que la relación hombre-mujer, conducida de u n a u otra forma, tiene su carácter positivo e insustituible en el plano espiritual. Que asuma u n a determinada forma depende m á s de la iniciativa divina que de la h u m a n a , y el problema verdadero a este respecto es el de reconocer la pri-

Amor y consagración

49 mera sin engaño. La difícil y oscura cuestión de la amistad amor es, a fin de cuentas, u n a cuestión de búsqueda de la voluntad de Dios, u n Dios que si puede hablar al corazón, puede asimismo hacerse entender. No puede resolverse más que a la luz de la opción por Cristo y la Iglesia. La elección de cierto amor h u m a n o que se compagina con la consagración puede hacerse únicamente en función de la primera y fundamental elección. 2.

LAS RENUNCIAS DEL CONSAGRADO.-

En casos particulares, en dependencia con u n a verdadera llamada divina, el consagrado puede acoger en su vida el «amor». ¿Pero dentro de qué límites, si ha de quedar a salvo la homogeneidad de su experiencia con el don del amor que antes ha hecho de sí mismo a Dios ? ¿Qué renuncias exigirá al afecto del corazón ese paso de la muerte a la vida que no sin razón ha sido llamado «el acto fundamental cristiano» ? Primeramente el consagrado debe morir, más que al dinamismo de la pasión del amor, que bien usado puede producir frutos muy saludables, a ¡a pasión desbordante, al amor romántico que con hermosas apariencias de espiritualidad no es en el fondo más que exaltación de los sentidos, amor de deseo en sentido inferior, al servicio inconsciente de la especie. Producto de una emoción física, no dominado desde arriba, nunca podrá ofrecerse a Cristo, y si no se le frena conducirá paso a paso a u n a ruina total, con la renuncia a u n a vocación de privilegio abrazada maduramente u n día con el fervor de un amor sincero. La reflexión sobre la amistad amor, si por u n a parte destruye viejos tabúes, impone por otra severas exigencias de mortificación y fuerte sentido de responsabilidad al consagrado, sin la cual vendría a ser la más desacertada e inadmisible utopía, y tendrían razón los pesimistas de derecha y de izquierda que marchan extrañamente de acuerdo cuando la atacan. En segundo lugar, el consagrado, aunque persiga justamente la unidad que se encuentra en la intención de cualquier amor verdadero, incluso el más elevado, debe renunciar a lo que Jacques Maritata llama amor loco, el que Implica la decisión de realizar a toda costa con el partner amado u n a fusión de espíritu y de destino, mediante u n a unidad indisoluble y exclusiva. No pue-

de realizarse la unión sacrificando valores más altos, y nada debe estar situado más alto para el consagrado que su consagración: su corazón debe pertenecer enteramente, y no sólo con palabras, a Dios y a los hombres (ET 13). Lo que no comporta, como hemos visto, la renuncia al amor, sino a lo que en él hay de exageradamente vinculante y exclusivo, y que amenaza con obstaculizar u n a misión de servicio universal. El consagrado debe conservar en todo momento la libertad interior de decir «sí» a la más costosa llamada. El gran «tú» hacia el que debe tender sin división, llevando consigo a todo el universo, es el Señor. Cualquier otro «tú» debe ser amado en él, según el orden establecido de su voluntad: ni más ni menos. Cualquier otro «tú». Por tanto, no se dice que deba existir u n a sola relación profunda de amor, como dejaría suponer, aunque de forma dudosa, Vansteenberghe al hablar de la amistad perfecta (a. c, col 505). Son posibles varias «relaciones igualmente profundas de amor» -afirma B r o w n i n g con tal que no se vivan en conflicto, y cada u n a como si fuese única (a. c, 637). Una concepción tan abierta de la amistad amor en la consagración es la única verdadera y si el consagrado posee la necesaria madurez para vivir debidamente cada relación, no merece censura ni ironías como si cediera a un absurdo «celibato poligámico». No puede ser tachado de polígamo, ni siquiera sentimental, el sacerdote que considera a la mujer de su relación amistosa como un «tú» a quien trata de promocionar de cualquier forma posible dondequiera que se encuentre. El compromiso del sacerdote celibatario, por su parte, no es, precisamente por la naturaleza de su específica vocación, el de llevar adelante u n a familia natural, por lo que no tiene sentido hablar de monogamia ni de poligamia en el plano de donación a Dios y a los hombres en que debe vivir su sacerdocio. 3.

EL PROBLEMA DE LAS FORMAS DE

EXPRESIÓN.-Surge ahora la cuestión de las manifestaciones externas de la amistad amor. Si es verdad que u n celibato auténtico n o tiene nada que ver con una sexualidad de eunucos y en sus relaciones con el otro el hombre debe aceptarse como hombre y la mujer como mujer (cf K. Rahner, Carta abierta sobre el celibato), ¿ qué importa tal aceptación

Amor y consagración en el momento preciso en que advertimos que la amistad evoluciona hacia el amor y se ve en este amor algo realmente positivo por el Reino de Dios? Es preciso afirmar, en primer término, que la forma de conducir u n a relación no puede resolverse en abstracto, independientemente de la constitución, de la madurez y de la vida concreta por las que Dios conduce a los dos partners. Puesta esta premisa, ofrecemos el pensamiento de dos autores, Browning y Galot. En un artículo ya citado anteriormente, tras plantearse la cuestión sobre si alguna manifestación física de amor está permitida al consagrado, Browning responde en estos términos: «Sería muy fácil responder que debe excluirse de forma absoluta cualquier contacto físico. Acaso sea la forma más segura, pero estamos tratando esta materia desde el punto de vista de la moral cristiana». Desde ese punto de vista puede haber «inocentes manifestaciones no sexuales» de afecto. En cuanto a su licitud, sólo los dos partners pueden juzgar «en el aquí y ahora de u n a decisión personal, tras atenta consideración de todo el conjunto» (a. c, 636). Por su parte, Jean Galot, al tratar el argumento de las manifestaciones sensibles, dice que hoy se impone u n a actitud más positiva frente al cuerpo y la sexualidad, fundada en el misterio de la resurrección. El clima verdadero del consagrado no es la penitencia, sino la templanza, como anticipación de la vida consagrada del cielo. El modelo que hemos de tener delante es Cristo. quien no rechazó los sentimientos de afecto sensible en circunstancias que recuerda el Evangelio. «La castidad consagrada excluye el afecto sensible de u n tipo bien determinado, el que conduce al matrimonio, pero no excluye otras formas de afecto sensible. Si se la vive como un amor más grande, podrá estar conforme con ciertas manifestaciones de afecto, procurando evitar _ cualquier equívoco» (Les conseils évangéliques et l'engagement áans le Royaume, en «Forma gregis». 2 [1969], 132-133). Estas y otras autoridades q u e podríamos aducir apoyan la idea de que si se admite la licitud de u n afecto entre consagrados hay que admitir consiguientemente la licitud de alguna exteriorización. Lo delicado del problema no está en saber qué manifestación está permitida en abstracto, sino en discernir las manifestaciones

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legítimas deseables en un caso determinado. Las normas que en concreto deben seguirse son las de la «conciencia» y del «espíritu». Y conciencia y espíritu no pueden prescindir del ser particu lar en que sitúa la consagración. 4.

LA OBJECIÓN DE FONDO.-Quienes

apelan a la unidad fundamental del compuesto h u m a n o y a la ambigüedad natural del amor sensible hacen una objeción de fondo a esta exposición, porque temen la «natural» propensión del amor h u m a n o hacia la unión física. Al hablar del amor sensible respondimos desde el punto de vista metafísico, diciendo que el amor sensible no debe identificarse necesariamente con el impulso primordial a amar, apetito propiamente natural. La sensibilidad del hombre n o es impermeable al espíritu, que puede guiarla de suerte que ayude a u n a forma de benevolencia verdadera para la promoción de la persona. Puede y debe realizarse una síntesis entre sentido y espíritu, i Tienen algo que decir contra esta posibilidad las modernas ciencias psicológicas? En este sentido conviene profundizar el tema demostrando que esas ciencias no tienen que oponer excepción alguna al respecto. Si en la hipótesis de Freud es verdad que afectividad sensible y sexualidad genital enlazan de forma muy estrecha, y que la ternura de personas que no pueden concederse la relación normal sexual es la consecuencia de tendencias sexuales inhibidas, el fundador del psicoanálisis n o considera imposible u n a sublimación sana del instinto, aunque requiere hombres y mujeres de excepción. Hay u n a segunda hipótesis según la cual, aunque se tenga en común la libido generalizada, ternura y genitalidad son dos momentos distintos, separables. La ternura, que precede a la experiencia, puede ser controlada mediante u n esfuerzo real de sublimación de la energía sexual latente (cf A. Vergote, Réflexíons psyclwlogíques sur le devenir humain et chrétien du pritre. en «Supplément de la Vie spirituelle», [sept. 1969], 376). Y eso n o es sólo posible a hombres excepcionales, apax únicos en la historia de su siglo. Una tercera posición es la de Pax Pagés, H. S. Sullivan. Alan Fromm, G. Crachon y Anne Terra we. Según éstos n o debe afirmarse de forma general que todo amor es u n a derivación o u n a desviación del instinto sexual. Al margen de cualquier

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Amor y consagración

sobreentendido, existe u n amor profundo de tipo afectuoso que se expresa en términos de amor sincero, de conocimiento, de intimidad y de responsabilidad que no puede expresarse con las acostumbradas palabras humanas, excepto tal vez con la más sublime poesía. Aunque de aquí pueda surgir un deseo de unión física no por eso se invalida esta realidad. Superiores motivos pueden exigir u n a renuncia, y esa renuncia la realizarán de forma serena personas maduras que en el corazón de su mismo amor encontrarán la fuerai para imponérsela con un total respeto del ser amado (cf G. Cruchon. Sacerdoce et célibat, en «Bibl. Ephm. l,ovan.», 28 [1967], 6 0 1 ; Anne Terruwe. Amor y equilibrio, Paulinas, Bilbao 1971, 7-11). En suma, de forma más o menos fácil, en proporción con la mayor o menor conexión estrecha reconocida entre la zona afectiva y la propiamente sexual, todos los autores admiten la posibilidad de u n a transposición del insllnto más allá de sí mismo, mediante u n a verdadera sublimación. Sin embargo, comporta u n riesgo que no debe infravalorarse, por lo que terminamos insistiendo en dos puntos: la necesidad de u n a adecuada madurez y de u n a extrema docilidad al Espíritu. 5.

NECESIDAD DE UNA ADECUADA MA-

DUREZ.-Las relaciones de amistad heterosexual, más o menos profundas, exigen ante todo una conveniente madurez humana y, por lo mismo, una iictitud de oblatividad, capacidad de diálogo y de inserción en la vida comunitaria, y sobre todo se exige u n a grande madurez cristiana y religiosa. La exposición sobre la madurez podría hacerse a la luz del discernimiento seguro entre la voz amiga del resucitado y la voz engañosa de la «carne» y ile las potencias tenebrosas del infierno IKf 6.12). El consagrado llega a la madurez cuando entiende existencialmente que su «ser» es u n «ser con», n o con uno o con otro, sino con Cristo, el Cristo que lo ha «alcanzado» (Flp 3,12) y «separado» para el Evangelio (Me 3,14). Ante esta inigualable comunidad de vida cualquier otra empalidece y desuparece. Con esta perspectiva, lo que se siente ramo fundamental es permanecer abiertos y disponibles a la acción de Dios V a la experiencia espiritual genuina en In que se le acoge, no en el tumulto, sino en el blando soplo del Espíritu.

Experiencias, inclinaciones, atracciones y repugnancias se purifican mediante la reflexión atenta de la oración, alejando el deslumbramiento engañoso que podrían comportar y que conduciría por senderos tortuosos a la extinción del vivificador diálogo con Dios y con Cristo. Cuanto más crece la disposición a responder a su voz tanto más se madura. En términos más sencillos, podemos decir que es indispensable que el amor de Dios, que llamó y escogió para el Evangelio a un hombre, lo conquiste, lo penetre hasta el fondo, lo posea tras haberlo vaciado de toda búsqueda egoísta. Entonces y sólo entonces será capaz de amar a los demás y a la misma mujer sin equívocos. Sin esto no hay esperama alguna de amistad coherente y menos aún de amistad amor. No puede determinarse a priori cuánto campo se necesite en la práctica para que el proceso de impregnación por parte del ideal sea de tal suerte que permita u n a experiencia genuina. Ciertamente hay que hablar de años de lenta y progresiva maduración, con el alma centrada en Dios. Es ya significativo el ejemplo de san Francisco de Sales, quien a pesar de su no común preparación espipiritual. madurada en tiempos muy largos de ascesis y de dolorosas purificaciones pasivas, inició su más conocida relación a les treinta y siete años. Por su parte, Chantal tenía treinta y cuatro y acababa de salir de una prueba terrible. 6.

DOCIIIDAD AL ESPÍRITU.-NO pue-

de negarse al amor h u m a n o u n puesto en la vida del célibe por vocación, en las amistades a las que no se sabe dar un nombre, cuando haya madurado y Dios lo haya orientado por ese camino. Tales amistades entrañan u n a gran ventaja, innegable, cuando se las conduce con honradez y lealtad totales. Lo delicado del problema está en discernir en la práctica qué ayuda realmente y qué quiere Dios, lejos de todo posible engaño que proceda de impulsos «que ponen en movimiento u n a afectividad no suficientemente iluminada y guiada por el espíritu» ISacerdotalis coelibatus, 77). Hay modos distintos de conducir una amistad según la naturaleza de la relación que se instaura en la gracia. y será casta sólo cuando se respeta la naturaleza de tal relación. Sin esto, en vez de acoger y amar a otro como un «tú», se le sitúa a nivel de cosa, de

Amor y consagración medio. Y entonces la relación evolucion a hacia lo inútil y lo complicado, y hasta puede terminar en catástrofe. i Cómo reconocer la autenticidad de tales mociones? ¿Cómo entrar por el camino de la luz sin dejarnos tentar por el de las tinieblas? Acude aquí el «discernimiento de los espíritus», la criba de las experiencias interiores en orden al descubrimiento de las mociones que conducen de hecho a seguir a Cristo, separándolas de las que son un engaño del mal espíritu transfigurado en ángel de luz (2 Cor 11,4). No podemos adentrarnos ahora ampliamente en el tema. Nos limitamos a dar el identikit del Espíritu, a través de cuya experiencia tiene lugar el discernimiento que permite distinguir el elemento contingente que no se integra con la persona y su destino, y por el que nos liberamos del desorden interior de una elección desacertada y se mantiene el contacto vivificante con el Señor. J. R. Sheet, en un denso artículo («Review for Religious», 3 [1971]), presenta agudamente el «perfil del Espíritu», de tal manera que puede aplicarse directamente a la problemática del amor y de la amistad con adaptaciones convenientes, lo que por mi parte he tratado de hacer en otra ocasión (o. c, 204-216). Primeramente, el Espíritu de Dios es santo y santificador: quien vive bajo su influjo se siente empajado a vivir en la órbita de Dios y a consagrarse enteramente a su obra de salvación. En segundo lugar, es espíritu y, por tanto, tiene una acción «espiritualizadora». Espiritual, sin embargo, no quiere decir n o h u m a n o o inhumano. En tercer lugar, es espíritu de verdad, que lleva a vivir rechazando decididamente toda mentira, incluso la existencial (y lo es toda infidelidad a Cristo y a su Iglesia). En cuarto lugar, es espíritu de perspectiva escatológica, en la visión de lo que está destinado a durar y en el uso despegado de todas las cosas, medios y no fines. En quinto lagar, es el constructor de la comunidad, que crea la unidad no con éste o aquél, sino con todos, pues todos están destilados a formar un solo cuerpo (Ef 4,3). In sexto lugar, es espíritu de la Palabra que se hace carne, espíritu de encarnación, jo temeroso del signo y del símbolo, Je lo que está revestido de materia, una materia que se trasluce y en la que aparece Cristo tras aceptar la muerte, en el misterio pascual. En séptimo lugar, es espíritu de apertura a la vo-

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luntad del Padre, buscada, amada, seguida con la mayor perfección posible (Ef 5,17; Flp 1,9; 2,13). En octavo lugar, es espíritu de libertad (2 Cor 3,17; Rom 8,1-13): de él procede la libertad necesaria para amar de forma que nuestro amor sea amor y no odio. En noveno lugar, es espíritu de Cristo: toda su misión consiste en dar testimonio de Cristo y de grabar en nosotros su imagen dichosa, conduciéndonos a ser u n a sola cosa con él, transformados en él (2 Cor 3,18). En último lugar, el espíritu de Dios se conoce por sus frutos, que son «amor, gozo, paz, longanimidad, espíritu de servicio, bondad, con fianza en los demás, dulzura, dominio de sí mismo» (Gal 5,22). Por ellos se transforma cada uno de nosotros en u n a imagen cada vez más viva y nítida de Cristo (2 Cor 3,18). Estos son los signos distintivos del Espíritu, el espejo en que hemos de mirarnos. El consagrado puede tener afectos profundos en su vida con tal que respeten necesarias exigencias de santidad, de espiritualidad, de verdad, de libertad, de unidad dinámica que produzcan, con profundo amor a Cristo, los más hermosos frutos del espíritu, especialmente la paz y el gozo: la misma paz y el mismo gozo que acompañaron las grandes elecciones de la vida.

III.

Ampliación del problema 1.

UNA

PREGUNTA

LEGÍTIMA.—Tras

esta exposición es natural preguntarse si lo dicho para el consagrado vale también para el seglar, célibe o casado, y más en general, qué sentido tienen para el pueblo de Dios ciertas experiencias de amistad de los consagrados. A la primera pregunta concreta no es difícil dar u n a respuesta sobre un plano puramente teórico. Tratándose de la amistad heterosexual en general, y admitiéndola con determinadas condiciones, no hemos querido restringir su ámbito de autenticidad a u n a clase particular de personas, y el amoramistad entre consagrados n o ha sido u n corolario de principios dados. Hay testimonios, sobre todo los recogidos por Harang, en los que nos encontramos con mujeres nubiles, viudas y casadas, de tal madurez que no olvidan ninguno de sus deberes ni constituyen motivo de tropiezo a la misión sacerdotal. Pierre de Locht, al hablar de la amistad heterosexual en u n estudio sobre la soledad y la viudez, alude a

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modalidades de encuentro interpersonal no menos profundas y dilatadoras que las que ofrece el matrimonio a propósito de las viudas, sin que deje entender que precisamente por eso entre en su vida la mentira que rechaza el texto sagrado, por la que «viviendo, está muerta» (1 Tim 5,6. Cf Mariage et céliImt. París 1965, 221-222). Las cartas de san Francisco de Sales confirman la seriedad de estas aperturas por la autoridad personal de tan grande doctor, dirigidas como están indiferentemente, y a veces con términos realmente afectuosos, a mujeres que vivían en el mundo en muy distintas situaciones personales. El santo mismo ofrece el principio que justifica estos afectos en una carta que dirige a Chantal, a quien conoció siendo viuda y muy afectada aún en el amor que la había unido a su marido: un amor bien ordenado, incluso el más insospechado, no se opone a otros vínculos, aun los más sagrados (cf Oeuvres, 12, 285). La verdadera dificultad no está en el plano teórico, sino en el práctico, pues no son muchas las mujeres no consagradas del temple de Chantal, con u n altísimo ideal del sacerdocio y con una vida espiritual tan intensa que se las pueda tener al lado sin daño alguno, al menos de la fama y de la propia y necesaria libertad de ministerio. En cuanto al hombre casado, todavía es más difícil que conserve, en una concepción muy elevada del amor, u n a rehición de amistad con actitud justa y no ceda, antes o después, a la tentación tic situarse con la mujer hallada sobre un plano tal que cometa u n a grave infidelidad. Sea cual fuere la evolución de IIIN costumbres, no será nunca lícito separar en el amor conyugal el don del cuerpo y del corazón, ofreciendo con conciencia tranquila el cuerpo al cónViiKe y al amante el corazón. Sin u n elevado grado de madurez cristiana y h u m a n a no es lícito aventurarse por ciertos senderos. Se entienden bien así los impedimentos que h a n reinado y reinan todavía generalmente en núesIros ambientes y la sospecha que una temática como ésta inspira en seguida t'ii quien tiene alguna experiencia de In vida real. ¿No sería deseable que cambiase este CNIIKIO de cosas, que los seglares lleguen n In madurez necesaria para vivir fuera tlrl matrimonio amistades límpidas, muy liiiiliindas, como las vividas por León lllov con los Maritata, y los Van der

Amor y consagración Meer, recordadas con emoción por este último años después, cuando era benedictino, tras haber ofrecido sus hijos a Dios? Raissa y Christine, regeneradas por el bautismo de Cristo, eran para Bloy, padre suyo según el espíritu, esposo él y con familia, algo más que hijas (cf Van der Meer, Tutto é amore, Ed. Paoline, Roma, 109). Ni Jacques Maritata ni Pierre Van der Meer, con todo el amor apasionado que les unía a sus mujeres, sentían aprensión alguna por el afecto que ellas tenían a aquel hombre de una sola pieza, animado por u n a fe que contagiaba y movido por u n a extraordinaria caridad. En esta línea de sana evolución pueden las experiencias de los consagrados servir al pueblo de Dios. 2. SENTIDO DE LAS EXPERIENCIAS DE LOS CONSAGRADOS PARA EL PUEBLO DE

Dios.—Lentamente, aunque de forma irreversible, avanza u n a nueva concepción de la sexualidad, bien que se den aberraciones inadmisibles que, al fin y al cabo, evidencian en el error instancias verdaderas hasta ahora poco tenidas en cuenta. Dios no ha querido la sexualidad únicamente en orden a las funciones inmediatas de la familia, fines que no pueden alcanzarse sino mediante el dinamismo de u n amor cuyo éros juega su parte insustituible. El impulso sexual tiene también en la mente divina el fin de acercar y unir a los hombres en una comunidad verdadera, si se usa bien. Y es providencial que en el acontecer humano, a menudo tan caótico y desconcertante, aparezcan cada vez más las dimensiones personales del amor que manifiestan su significado unitivo, más allá de las simples necesidades de la procreación y de la educación. La antigua confusa intuición de Platón se confirma en la plena luz de la verdad: la intención del iros es la unidad; por su naturaleza es mediador para la unión. Sigue siendo verdad, sin embargo, que esta potente energía, abandonada a sí misma, hoy como ayer da lugar a conflictos insolubles y conduce a consecuencias tan locas que los mismos paganos terminaron maldiciéndola. El iros no es capaz de conducir a la unidad cada vez más ampliada de los hombres si no lo asume la chantas y no lo inunda el «espíritu», uno y otra dones del Espíritu de Dios. Y sólo Cristo, el Señor, es fuente viva en la relación viva que establece con quien tiene fe

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en él, el Cristo que san Pablo identifica misteriosamente con el Espíritu merced a una inolvidable experiencia: «El Señ o r es Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad» (2 Cor 3.17). La libertad de las relaciones entre el hombre y la mujer en amistades no vinculadas por determinados esquemas, para que no se torne en licencia y conduzca más a u n a soledad profunda que a la unidad, supone el fuerte abrazo de Dios en Cristo. Y aquí es donde se sitúa la misión de los consagrados, quienes sin pretensión alguna de superior perfección, captados de forma especial por Cristo, pretenden vivir hasta el fondo las potencialidades de la vida cristiana, e investidos por u n a particular virtud del Espíritu, se encuentran en las condiciones ideales para entender y vivir las exigencias del amor verdadero en todas sus dimensiones genuinas. Sin desanimarse frente a la incredulidad del mundo en que viven - s i n exduir el eclesial- brindan una contribución insustituible, señalando a los seglares las justas directrices del movimiento para la construcción de una verdadera comunidad. Y los auténticos cristianos deberían alegrarse, sin maravillarse más de lo justo, de los intentos fracasados y de las defecciones que constelan este progreso, como no se maravillan de las víctimas que constelan el progreso científico y tecnológico al pretender captar todas las fuerzas cósmicas o conquistar el espacio. Ciertamente, los consagrados deben ser muy prudentes, y sobre tal exigencia de prudencia hemos creído que se debía insistir a fondo en nuestro ensayo (o. c, 226-240), precisamente porque nos interesa de verdad que este discurso avance y no queremos que desacertadas interpretaciones de u n a temática tan compleja y delicada provoquen su descrédito. Pero si los consagrados realizan en sí mismos las condiciones necesarias para relaciones dignas de su alta vocación, ofrecen dé hecho un servicio a la Iglesia, más aún. a la humanidad entera, esta nuestra humanidad, tan infeliz, que busca a tientas en la oscuridad un camino que desemboque en la vida, y por eso mismo en el amor, el verdadero amor.

Autoridad Mmlrld

1973.-Weil

S-, Atiente de Dieu,

I'III-W 19 50.

AUTORIDAD I.

Problemática actual

CRISIS DE AUTORIDAD EN EL MUNDO IIINTKMPORÁNEO.—Los profundos y rá-

plikis cambios producidos en todos los «•clores de la vida por la aceleración •Ir In historia en los últimos siglos han trastocado, juntamente con otros muflios valores y esquemas culturales, las Intuías de ejercicio de la autoridad del IUINIUIO y h a n puesto en crisis la con(Tpi'lón misma de la autoridad y su luillficación moral. Antes la autoridad Ui potencia de Dios» 38 . Tal es el II'NIIIIÍIIIO de la unión con Cristo.

II.

I,n vida del bautizado unida a la de i'ilNto la expresa San Pablo con u n a imlitlini de difícil interpretación: «súmiiilnl». lista expresión puede entenderse in cslc sentido: la situación actual del Imiitlzndo consiste en crecer en unión • mi Cristo 3 '. El término «súmfotoi» ex|III*NII la idea de u n organismo vivo y iinlliirlo; así. más precisamente, este

Reflexión teológica 1.

LA SEMEJANZA CON CRISTO MUERTO

Y RESUCITADO. —ES útil recordar un texto de San Pablo: «¿Ignoráis que cuantos fuimos bautizados en (eis) Cristo Jesús, fuimos bautizados en (eis) su muerte? Fuimos, pues, sepultados juntamente con él por el bautismo en la muerte.

Bautismo verbo «implica la idea de un "crecimiento conjunto" y, por extensión, permite designar la unión íntima de dos cosas o de dos personas como si estuvieran u n a en otra: de ahí la traducción propuesta por el P. Lyonnet en la Biblia de Jerusalén: "devenir un méme étre"» 4 0 . Cristo muerto y resucitado es el arquetipo del hombre. El bautismo conforma, da comienzo a un proceso de reproducción del arquetipo 4 1 . El término «súmfotoi» resulta de hecho paralelo a «caminar» (v. 4 c): la vida del bautizado implica, en consecuencia, u n progreso, u n comportamiento de marcha bien preciso 42 . «El Apóstol, al tiempo que se detiene en el resurgimiento a la nueva vida producida por la inmersión bautismal, mira directamente al "caminar" en la nueva vida como fin y exigencia del bautismo mismo. Esto está en completa armonía con el contexto donde todo converge al comportamiento moral del cristiano. El concepto omitido en el versículo 4 se afirma explícitamente en el versículo siguiente: los bautizados pueden y deben "caminar" en una nueva vida, porque su bautismo los hace efectivamente partícipes tanto de la muerte como de la resurrección de Cristo» 43 . El binomio muerte-vida, en la descripción del destino histórico de Cristo, designa dos acontecimientos complementarios de la redención; se hallan tan ligados entre sí que uno de ellos basta para evocar la totalidad del misterio. De ahí que para el bautizado asociarse a la muerte de Cristo significa al mismo tiempo tener parte en su resurrección. Así, el «camino» en Cristo resulta posible, real y necesario. Y por esta razón exclama San Pablo: «Nosotros somos conocedores de esto, que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que ya no seamos esclavos del pecado, pues el que muere queda libre del pecado» 44 . En este texto, el adjetivo «viejo» tiene u n sentido preciso; califica la realidad de este mundo pecador, que está en oposición a la realidad de la vida que tiene su origen en Cristo. «Una vez más, esta doble designación se entiende en función de Cristo, y ante todo el hombre antiguo o viejo, superado ya en la nueva economía (...). El "cuerpo del pecado" es. según la antropología bíblica, el hombre mismo en cuanto, por sus tendencias extraviadas, está orgánicamente dirigido al pecado; el hombre "viejo"

Bautismo es, por consiguiente, el pecador, el hombre que ha recibido la herencia de Adán. Es el hombre que ha muerto en el bautismo y ha sido crucificado con Cristo» 4 5 . La realidad de fondo se expresa en u n hecho: el cristiano está «en Cristo Jesús». Y esta situación real es el resultado de la conformación al acontecimiento único e irreiterable de la historia de la salvación: la muerte y la resurrección de Cristo, conformación que se efectúa mediante el bautismo. «A la doble etapa del misterio de Cristo, por u n a parte la crucifixión-muertesepultura, y, por otra, el retorno a la vida, corresponde u n doble aspecto en la salvación del cristiano: por una parte, crucitixión-muerte-sepultura del hombre viejo esclavizado al pecado, y, por otra, la resurrección a u n a vida nueva. A través de esta doble etapa, el cristiano llega a ser uno con Cristo»*''. En consecuencia, el bautizado es el beneficiario efectivo de la muerte y de la resurrección de Cristo: muere verdaderamente al mundo antiguo, opuesto a Dios, dominado por Satanás, para resucitar al mundo de la alianza con Dios. Desde este momento y de u n modo definitivo, el bautizado está en una situación estable de «muerte» frente al pecado y sus leyes: ha roto oficialmente con ellos. Correlativamente, está en una situación estable de «vida», propia de quien ha sido conformado al mundo divino. Su cuerpo está ya sellado con la resurrección gloriosa. Cristo le ha hecho para siempre partícipe de su propia situación personal de resucitado. 2. VIDA FILIAL Y FRATERNA POR LA PARTICIPACIÓN EN LA SITUACIÓN PERSONAL DE CRISTO RESUCITADO.—En esta unión

viva que San Pablo presenta como u n vínculo que u n e los miembros de u n cuerpo, y San Juan como u n a inserción de las ramas en el tronco, los bautizados son conformes a la imagen de su Hijo 47 . Son «de Cristo» y Cristo vive en ellos. ¿Qué significa esto? Cristo, en su conciencia de resucitado, n o considera a los bautizados como a unos asociados de u n a forma extrínseca, sino que quiere y realiza u n a asimilación real a su situación personal de Hijo y. por ende, a las relaciones divinas que lo definen como hijo único 4 8 . Los bautizados h a n entrado por la muerte y la resurrección del Hijo encarnado en el seno del misterio trinitario: son santificados por el movimiento de amor que une y distin-

70 gue al Padre y al Hijo en el Espíritu Santo. El Hijo envuelve a los bautizados enj la relación que lo define como Hijo, es i decir, en su relación con el Padre. Loéj acoge como hermanos para hacerlo»] hijos adoptivos de su Padre. San Pal! blo h a traducido esta realidad mediante ] la noción de filiación adoptiva. Y San Juan h a afirmado su valor ontológico con la noción de nacimiento: los bautizados «han nacido de Dios Padre». Reconciliados y justificados ante el Padre por el Hijo, le pertenecen por siempre como hijos queridísimos. El Padre prolonga sobre ellos el amor que tiene a su único Hijo 49 . Nacidos a la vida filial, los bautizados nacen también, por u n a correlación rigurosa, a la vida fraterna en la Iglesia. Y su vínculo con la Iglesia es doble. El primero es con la Iglesia en •. cuanto comunidad jerárquica materna, que expresa visiblemente la salvación, cuya fuente es el Padre por medio de Cristo. Y la Iglesia transmite la vida i divina. Los ritos bautismales subrayan claramente esta introducción progresiva en la Iglesia. El segundo vínculo, el más decisivo por cierto, es con la Iglesia comunidad de los salvados. Ligado al Hijo y al Padre en el Espíritu, todo hijo de Dios es íntimamente solidario con cuantos viven las mismas relaciones vitales. Pasando de las tinieblas al reino de la luz, el bautizado encuentra u n a muchedumbre de hermanos, es decir, la Iglesia. «Porque todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, fuimos bautizados en u n solo Espíritu para : formar u n solo cuerpo. Y todos hemos bebido del mismo Espíritu» 50 . Todo se realiza y se cumple históricamente en el Espíritu Santo. El Espíritu es la tercera persona divina, que es otorgada al bautizado por el Hijo resucitado y por el Padre. Y como el Padre ejerce su paternidad y el Hijo expresa su relación con el Padre en el Espíritu Santo, así también, y precisamente por esto, la filiación adoptiva del bautizado es real, el Hijo asocia al bautizado a su propia filiación y el Padre prolonga su paternidad sobre él en el Espíritu Santo. «En efecto, cuan- ! tos son guiados por el Espíritu de Dios,, éstos son hijos de Dios. Porque n o recibisteis el espíritu de esclavitud para recaer de nuevo en el temor, sino que recibisteis el espíritu de hijos adoptivos | que nos hace exclamar: |Abba, Padre!i

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Bautismo

El mismo Espíritu da testimonio juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos de Dios, coherederos de Cristo, NI es que padecemos juntamente con el, para ser también juntamente glorificados» 5 1 . Pero el Espíritu es también el portador de la eficiencia divina; y en esta función, que se le atribuye por apropiación, expresa la acción común de las tres divinas personas en cuanto se distingue de la acción propia del Hijo encarnado, muerto y resucitado. El Espíritu transforma la potencia del bauIIzado y anima su actividad teologal; recrea incesantemente, renueva sin pausa el diálogo que el Padre y el Hijo llenen con los bautizados y que los bautizados tienen entre sí en cuanto hijos del mismo Padre. Tal es la estructura sólida, indestrucllble del ser y de la vida de los bautizalíos. Quizá alguno me reproche por Imber subrayado en exceso el aspecto «ontológico» con detrimento de u n a inscripción de la «vida activa» de los l'iiutizados. Pero estoy convencido de ») Cf B. Háring. La leg de Cristo, Herder, Barcelona 1973.-C") Ib.

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CO NTRACEPCION

Hemos creído oportuno tratar el tema de la contracepción por separado por la gran importancia que ha tomado en NüUís.—(') G. del Santíssimo Crocifisso, Con- la discusión moral. Pero es completasigli evangelici, EC, 4, col 413.~(J) Cf F. Puzo, mente necesario que el lector inserte Consiqlí evangelici. en Enciclopedia della Bibbia.la2. exposición que haremos aquí en el Turín-Leumann 1969, col 510.-(3) íb.-(4) íb.{•>) Ib, cola 511.-(') ib, col 511-512.-(') ib, cuadro más amplio de la moral sexual col 511.—( ) Cf Eusebio, Historia ecclesias- y matrimonial, que encontrará tratada en las voces relativas a la sexualidad tica, 3,31: PG 20, 279.-(«) Cf Apología. 1.14-15: PG 6, 348-349.-( 10 ) Legatio pro y al matrimonio. chrístianis: PG 6, 966, 33.-(") Cf Octavius: Damos por seguro el derecho-deber PL 3, 335-338, 351-352, 36.-(12) Cf G. del de regular los nacimientos: en la docSantíssimo Crocifisso, o. c. col 14 414.—(") De habitu virginum: PL 4. 428.—( ) De. sancta trina cristiana es u n a afirmación que virginitate: PL 40, 379-428.-(") De vera vir- ya Pío XII había hecho suya y que 16 ainitatís integrltate: PG 30. 781-784.-( ) Con- encontró u n consentimiento altísimo 17 tra Jovinianum: PL 23. 226-248.-( ) De. vir- en la doctrina de la paternidad responginibus: PL 16.18 198-244, y De virginitate: PL sable formulada por el Concilio Vati16, 279-316.-( ) Cf Ireneo, Adversus baereses. 1,28: PG 7, 690-691.-(•») Cf Opera omnia. cano II. Como cualquier obra grande del hombre, también el niño debe naAd claras21aquas 1895, 4, 563, 5.-(20) Cf ib, cer de su inteligencia: es un «concepto» 584, 3:-( ) Cf id. 7, 253, 8.-(") L. 3, 130.¿s ( ) Ci U. Rocco, Universate vocazione alta santi- (es decir, concebido) amado, que toma tá, en La costituzione dogmática sulla Chiesa, gradualmente forma en el pensamiento, Turín-Leumann 19674, 841.-(") Cf Denz. en el deseo, en la voluntad y, final624, 680.-(") ib. 458 ss.-(«) Ib, 600 ss; mente, «en la plenitud de los tiempos», 624, 680.-(") Cf el Concilio de Trento, ses. ls cuando se verifican las condiciones per24, De reform. raatrím., can 10.— ( ) Cf Denz. 2 1 M sonales y sociales más adecuadas para 131 Oxx.-i31 - ) ib, 1580-1590.-( ) Ib. 1692, 1752ss.-( ) ib. 1973.-(") Cf R. Carpentier, la procreación, «se hace carne». Los La vie religieuse. Documents pontificaux du régneproblemas comienzan a partir de esta de. Pie XJ!. París 1959.-( 33 ) Cf A. Boni, premisa. L. Babbini

Contracepción I.

El problema de los métodos

Ante todo, existe el problema, relativamente modesto, de la legitimidad o no legitimidad de los diversos métodos de control de la natalidad (no nos ocupamos aquí del aborto): de las técnicas contraceptivas, con más propiedad. Para conocer al respecto la posición de la moral cristiana conviene remitirse a la discusión que se ha provocado, entre los moralistas, en los últimos quince años, y que ha visto invertirse las posiciones defendidas anteriormente 1 . El primer paso hacia una renovación fue dado por las investigaciones morales relativas a la contracepción hormonal: como a menudo se dijo entre los moralistas, la «pildora». Aquí precisamente fueron determinantes los nuevos interrogantes, que venían proponiéndose a partir de u n a renovada concepción del llamado «orden natural». ¿Qué límites impone la «naturaleza» al poder de intervenir del hombre en la función procreadora ? Era fácil deducir la respuesta a través del orden biológico, en el sentido de presentar las manifestaciones normales, así como éticamente normativas: en tal sentido comenzaron juzgándose lícitas tanto la suspensión de las ovulaciones paracíclicas como la reconducción de cada ciclo a u n a duración constante (o incluso al tope de los veintiocho días), o la provocada anovulatoriedad de los ciclos puerperales y preclimatéricos: los tres casos, en efecto (y nótese que los moralistas hablaban de ellos ignorando las dificultades prácticas o imposibilidad de ponerlos en práctica: pero el problema era teóricamente interesante), puesto que no se quería sino reproducir, artificialmente, el cuadro biológico considerado regular, se estimaban respetuosos de las exigencias éticas de la naturaleza. En realidad, tal planteamiento pareció mucho menos concluyente de cuanto, a primera vista, se pudiera pensar: resultaba más bien aventurado el querer trazar un esquema biológico preciso, en u n campo biológicamente tan múltiple y «desordenado» como éste. De todos modos, ese planteamiento no bastó para terminar el argumento sobre los usos lícitos de la pildora: no se tardó, en efecto, en observar que. suministrándola para inhibir la ovulación en el contexto de u n control de la fecundidad motivado, se reproducía precisamente, aunque fuera artificialmente,

132 la misma degeneración de los óvulos ya biológicamente en programa; es más, que (pero ¿qué decir de la fundamentación científica de este relieve ?) se introducía un arreglo biológico incluso mejor en cuanto de esta manera se conservaba para el momento de la fecundación toda la serie ovular. Consideraciones éticas, como se ve, más bien «inmovilistas»: en cualquier caso, tales como para dejar abierto el problema y estimular, en fuerza de su mismo límite, un tratamiento más «metafísico». Pues bien, precisamente a este nivel y sobre esta pregunta vino gestándose el problema: es decir, si se debe asegurar u n a coincidencia completa entre orden ético natural y el acontecimiento biológico espontáneo. En efecto, solamente la respuesta negativa nos parece legítima, y en este sentido empezó a enderezarse el debate. Los interrogantes, por otra parte, eran apremiantes. ¿Qué es lo que propiamente quiere el orden ético natural: que la mujer ovule (por así decir, en vacío, al menos en la inmensa mayoría de los casos) cada veintiocho días aproximadamente, o que ovule cuanto sea necesario y suficiente para realizar la magnánima y prudente fecundidad que Dios ha asignado a su matrimonio? Más aún: si el día de mañ a n a la mujer llegase (por u n a hipótesis no tan impensable, capaz de todas maneras de dar luz al asunto) a desencadenar el proceso ovulatorio con un acto de voluntad, solamente aquellas veces que quisiera cumplir con su deber procreador, tal «voluntarización» de la ovulación ¿se podría seguir llamando innatural? ¿Es, pues, innatural obtenerla con oportunos auxilios médicos, como está permitido hacer con el objeto de gobernar racionalmente otras funciones físicas, como la digestión, el sueño, etc.? En una palabra: adecuar la genitalidad femenina (que una providencial alternancia de tiempos fecundos y estériles ya presenta como no inadecuada para esto) a su cometido de fecundidad responsable. ¿ es un desorden desde el punto de vista moral, o no es, en cambio, ordenar la función reproductiva a su fin propio? Tal planteamiento trata de librarse de la esquematización física, y las exigencias personales se ponen por encima de las de la integridad de un mecanismo biológico. Se comprende que la opinión que afirma, en determinadas condiciones, el legítimo empleo contraceptivo de los estroprogestativos. antes sostenida tí-

133 raídamente por algunos, haya venido adquiriendo u n crédito cada vez más vasto y se haya convertido en la opinión preferente de los moralistas incluso católicos; quedando siempre libres, se entiende, los límites impuestos por la ciencia médica y psicológica a tal tratamiento. Pero mientras tanto el tema se había alargado mucho y había comprendido todo el problema de la contracepción sin distinciones entre los diversos métodos: y también aquí se vino delineando una orientación positiva, opuesta a la tradicionalmente ofrecida y que siempre había sido condenada. Una primera línea crítica en lo tocante a la posición tradicional se encargó de mostrar la extrema fragilidad del argumento racional, traído en su ayuda partiendo de la necesaria orientación de todos los actos conyugales a la procreación; y de esta manera se llegó a la distinción entre la fecundidad del acto y la del matrimonio, concluyendo que no el acto singular, sino el ejercicio de la sexualidad en conjunto lleva consigo ese intrínseco llamamiento a la fecundidad (y a u n a fecundidad digna del hombre, por ende no irrazonable), que no puede eludirse a lo largo de toda la vida conyugal. En cuanto al acto singular, se dijo, debe de todos modos responder a las exigencias de expresión del amor conyugal, del que la sexualidad es precisamente el lugar principal de encarnación y de crecimiento. Pero, si en u n primer tiempo pareció que se podía recuperar por este camino ese deber de entereza física de la relación que la finalidad procreadora ya no parecía postular (la cópula, se sostenía, debe ser íntegra para ser totalmente integrativa entre los cónyuges), no se tardó mucho en poner de manifiesto también la debilidad de este argumento: ¿en qué sentido es absolutamente necesaria la integridad lísica y biológica del coito para u n a adecuada expresión del amor conyugal? ¿Es éste un deseo legítimo, harto comprensible, o es u n límite moral insuperable ? ¿ No se tendría, con la afirmación de semejante urgencia ética, una nueva intrusión en la moral sexual del «fixismo» ya rechazado? Releyendo hoy, a la distancia de algunos años, aquellos escritos «innovadores», lo más válido que parece encontrarse no está en la fuerza y en la variedad de cada u n a de las argumentaciones particulares, sino más bien en

Contracepción el abrirse camino entre ellas, si bien fatigoso e incierto, aquella comprensión nueva y global de la sexualidad y de sus significados, que hoy nos parece casi obvia. Aquellas páginas, por su avance entre mil obstáculos y sucesivas revisiones parciales, pueden excitar a la risa a ciertos cultores de las ciencias antropológicas; pero al menos en el campo católico su importancia fue grandísima, así como también fue determinante el peso de este debate, aunque limitado, sobre la licitud de los medios contraceptivos para hacer evolucionar bastante rápidamente nuestra mentalidad moral y hacernos entender y aceptar las conquistas más ricas de sentido de la nueva cultura sexual. A estas anotaciones especulativas se añadió una serie de estudios tendentes a ilustrar la posición cristiana sobre el tema. En cuanto al pensamiento bíblico y patrístico, apareció mucho menos categórico de lo que antes se consideraba; y al ojo atento del historiador, la tradición sucesiva, aun contraria a las intervenciones anticonceptivas, no se presentó, sin embargo, como irreversible : o porque se la vio a veces basada sobre razones inaceptables, o porque, más en general, emergió como si dependiese de concepciones sexuales, pertenecientes a particulares culturas y tomadas también por el cristianismo, pero que originalmente no eran cristianas. Quedaban las declaraciones del magisterio, sobre todo de Pío XI y Pío XII, y ahora de Pablo VI; pero se trató de colocarlas en su contexto histórico, demostrando que también ellas eran tributarias de una superable conceptualización de la sexualidad, o que fundamentalmente respondían a la urgencia pastoral de erigir un providencial baluarte en defensa de los valores profundos de la vida conyugal, que de otra manera se hallaban en grave peligro 2 .

II.

Para una visión ética más amplia

Aquí es donde debe ampliarse el tratamiento de la contracepción, convirtiéndose de problema de técnicas en problema antropológico y social mucho más amplio. Ante todo nos encontramos con la escala de valores que los cónyuges deben tener en cuenta: que tiendan constantemente a aquella comunidad de amor en que consiste estructuralmente

Contraoapclón el matrimonio, hiielcndo di- los mismos míos conyugales un signo maduro que la exprese; y que sr comprometan a practicar aquella responsable fecundidad (no solo de la sangrel a la que, como a su coronamiento, tiende su unión, poniendo lealmente a su servicio el ejercicio de lu sexualidad. Entonces resulta claro que el acto conyugal, si bien desvinculado del principio normativo de la integridad biológica, no por ello es privado de una intrínseca posibilidad de normativa, que ahora impone que se mida su significado moral según se verifiquen en él y en el matrimonio esos valores (de auténtico amor y de fecundidad responsable) en función de los cuales la norma de la perfección biológica era sólo relativa: y nos encontramos también con que las técnicas contraceptivas no son por ello mismo lícitas, sino que exigen que cada vez se las inserte en un contexto ético individual (de espontaneidad expresiva, de respeto personal, de dominio del instinto, de inocuidad y elegancia, etcétera): con la advertencia de que la capacidad de cada u n a de ellas de responder a estas exigencias no puede ser juzgada en abstracto y es más bien competencia de los cónyuges que de los moralistas, o bien - q u e es lo mismo— es más objeto de una reflexión antropológica mucho más particularizada (que habrá que pedir al psicólogo, al sociólogo, al filósofo) que no de un tratamiento teológico en cuanto tal. Se trata, u n a vez más, de tener u n a visión menos inmovilista de la naturaleza humana, que tenga cuenta de su mutación histórica bajo el impulso de intuiciones siempre nuevas que poco a poco iluminan sus diversos y complementarios aspectos: ¿qué es lo que representa precisamente para nosotros la sexualidad a diferencia de los hombres de las culturas pasadas? Se trata de todos modos de conceder la primacía a la persona y a sus bienes más típicamente espirituales, más bien que a los mecanismos y procesos biológicos, los cuales no pueden tener nunca por sí mismos un valor absoluto; entonces es «natural» que se sacrifique la perfección física de la cópula o de sus procesos biológicos, por no ser ella tampoco intocable, si de otra manera no es posible obtener un proporcionado bien personal de los cónyuges (un bien auténtico, se entiende). Se trata de asignar al hombre un poder más activo y vasto sobre sus funciones «naturales»

134 con objeto de promover su crecimiento personal en u n devenir de la sociedad más ordenado; por consiguiente, para u n a adecuada regulación de los nacimientos es más innatural inclinarse al determinismo de los procesos biológicos, que no embridarlos y dominarlos responsablemente con vistas a ese fin. Esto significa que la «naturaleza» del hombre estriba en su capacidad de darse a sí mismo su propia determinación, enrolando también el cuerpo en este laborioso proceso; de suerte que el hombre no puede encontrar nada de absoluto en las estructuras físicas y biológicas en cuanto tales, sino solamente u n a «posibilidad que asumir» dentro del deber que tiene de crecer hacia su perfección, es decir, la plena actuación de su libertad. Lo cual vale también pura nuestro problema: la fisicidad genital del hombre no es una necesidad a la que hay que someterse fatalmente y, por ende, inhumanamente; por el contrario, ordenar y gobernar sus funciones, para que sirvan a un bien más grande de la persona y de la comunidad, puede ser u n acto de humanización de la naturaleza 3 . En este planteamiento es evidente que el problema moral más grave acerca de la fecundidad conyugal no es el que concierne a la elección de una u otra técnica de regulación de los nacimientos, sino el que se refiere al designio de fecundidad a realizar en el curso del matrimonio. En otros términos, la interrogación más inquietante para la conciencia de los cónyuges no es preguntarse si pueden o no pueden «usar la pildora», u otros recursos anticonceptivos , sino si deben tener o no tener otro hijo. Esta es la decisión más grave que h a n de adoptar y sobre ella se basa su conciencia y de su tenor depende el timbre h u m a n o y cristiano de su vida. Es u n a decisión extremadamente compleja: debe tener en cuenta los bienes objetivos que están en juego (de los cónyuges, de los hijos, de la sociedad); debe proceder de u n examen al par confiado y prudente, de sus recursos y de sus dificultades (físicas, económicas, psicológicas, etc.); debe brotar de la permanente tensión entre generosidad y responsabilidad que caracterizan su amor y que deben caracterizar también su fecundidad. Una verdadera pedagogía de la fecundidad conyugal debe educar a los cónyuges a saber tomar con madurez esta decisión, mucho más que a detenerse excesivamente en el

135 análisis de la legitimidad o no legitimidad de cada u n a de las técnicas contraceptivas. Resuelto el problema fundamental (tener o no tener un hijo), el de la adopción de u n a técnica más bien que otra para los tiempos de legítima espera es secundario y relativo. Los criterios de bondad del acto conyugal son, pues, más grandes que el del respeto de su estructura física y fisiológica. Un acto conyugal frustrado en sus esenciales componentes de integración afectiva y espiritual no es menos culpable que un acto frustrado de fecundidad: en todo caso es culpable, aun cuando resulte íntegro desde el punto de vista de su especificidad material. Así, se debe considerar culpable también un acto que fuera irresponsable e imprudentemente fecundo, lo mismo que aquel que se haya hecho estéril egoístamente. El acto conyugal debe ser ante todo u n gesto de amor, y de un amor que oriente a los cónyuges a superar su dualidad; lo que represenla. como ya hemos dicho, un principio perfectivo de grande empeño. Después debe expresar junto con toda la vida sexual y conyugal, el servicio de fecundidad, generosa y prudente al mismo tiempo, no sólo física, sino también espiritual, que ambos están llamados a realizar. Por fin, debe realizarse de la manera más respetuosa posible con su estructura física y biológica; también esta norma («respetar el rito físico del amor») tiene su importancia, pero es secundaria respecto a l a s dos primeras; y su transgresión es, en la práctica, poco importante, cuando se persiguen asidua y sinceramente los dos primeros valores". Hemos hablado de fecundidad, no sólo la de la sangre, sino también la espiritual; y esto nos lleva a u n a última apreciación: es decir, que de problema antropológico, el de la contracepción no puede menos de transformarse en problema social. Como sería mezquino reducir el problema ético a una u otra forma técnica, así sería un imperdonable empobrecimiento encerrarlo solamente en el ámbito de u n problema de conciencia conyugal, siendo, por el conIrario, sus proporciones mucho más vastas, mundiales nada menos. Se trata de un programa de programación comunitaria, no solamente personal. Aparle la decisión responsable de los cónyuges, ¿a quién confiaremos su discernimiento y organización? La autoridad llene al menos el derecho y el deber

Contpacepción de informar a sus ciudadanos de los términos sociales y demográficos de su decisión procreadora; ¿puede ir más adelante, adoptando incluso medidas oportunas? La cuestión es extremadamente seria 5 , pues por u n lado existe el peligro de u n a acción que, por ser únicamente aclaradora, termine por volverse abstracta e ineficaz; y. por el otro, el riesgo más grave todavía de programas casi coactivos de contracepción, que se opondrían a la dignidad y libertad fundamental de las personas. Pero está claro que, aun bajo este aspecto, nos estamos encaminando hacia u n nuevo modelo de familia, que probablemente dará u n a importancia mucho más decisiva a los cometidos y a las experiencias de otras fecundidades que a los de la procreación natural. Es sintomática, al respecto, la percepción moral que se advierte en las preguntas hechas a los cónyuges: si hace u n o o dos decenios el interrogante más repetido era el que se refería a la legitimidad de las técnicas («¿qué medio podemos usar para no tener otros hijos?»), ahora vierte siempre con mayor claridad sobre las exigencias de la propia programación global de fecundidad («¿tenemos que tener otro hijo ahora, o es mejor esperar?»), y ya se dirige a incluir en el mismo la preocupación ética de las otras dimensiones fecundas de la familia («¿un hijo nuestro, o u n hijo adoptado, una actividad social, un servicio misionero... ?»). Y así, también la vocación social de la sexualidad está saliendo gradualmente a flote: está volviendo a bosquejar el rostro, a remodelar sus dinamismos y a redescubrir sus gestos y sentimientos. Nos encontramos, pues, mucho más allá del problema de la pildora. A. Vahecchi Notas.—(!) Para la documentación nos permitimos remitir a nuestro volumen Regulación de los nacimientos. Diei años de reflexión. Sigúeme, Salamanca 1968*. donde hemos recopilado una colección crítica de algunos centenares de artículos y libros publicados entre los años 1957-1968, que representan, por lo que a nosotros nos consta, toda la producción teológiGo-moral dedicada en ese período al problema de los métodos anticonceptivos.— (2! Tal es, a nuestro parecer, la interpretación que puede darse también a la encíclica Humánele vitae de Pablo VI: una intervención validísima a nivel pastoral, que no dirime el problema en el plano teórico y que, sobre todo, no es siempre determinante, cuando de la consideración general de los riesgos mo-

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Analisi e orientamenti pastorali, Roma 1970.rales anexos a la contracepción se pasa Háring B.. Interpretación moral de la «Humanae a la valoración y resolución de los casos parVitae», Paulinas, Madrid 1969.-Id, La criticulares. Es una interpretación que no estimasis de la «Humanae vitae», Paulinas, Mamos oportuno ampliar aquí; hicimos alusión a ella en nuestro artículo La dichiarazione del- drid 1970.-Joaannes F. V., Humanae Vitae: La encuesta. Marfil, Alcoy 1970.—Rahner K., l'episcopato italiano e ¡'encíclica «Humanae vitae», Reflexiones en torno a la «Humanae Vitae», en «L'Osservatore Romano» (20 oct. 1968), Paulinas, Madrid 1968.—Russo B., Humanae 5. y la hemos expuesto exhaustivamente en nuestro estudio L'encidíca «Humanae vitae» un vitae. Commento ai commenti. Ñapóles 1969.— Tettamanzi D., Humanae vitae. Commento alanno dopo, en «Orientamenti pastorali». 17 VF.nciclíca sulla regolazione delíe nascite, Milán (1969). 505-515.-(3) Aquí vuelve a presen1968.— La «Humanae vitae» tres meses después, tarse el problema moral de la manipulación en «Vida Nueva» (9 nov. 1968), 40. Tenemos biológica del hombre: además de los estudios la impresión de que las reflexiones más recitados en las voces correspondientes de este cientes de los moralistas se desarrollan ya de DICCIONARIO, nos permitimos remitir al lector una manera más autónoma respecto a la ena un trabajo nuestro que afronta un tema análogo: Considerazíoni sulla problemática morólecíclica, aunque, claro está, conocen y comendella sperimentazione clínica, en «Anime e cor- tan su doctrina. Para terminar señalamos un libro, entre otros muchos, que puede ser una pi», 8 (1970), 379-390, donde también se ayuda concreta y fácil para muchos esposos traza un cuadro de las garantías personales y «con dificultades»: Háring B., Paternidad rescolectivas necesarias que han de tomarse al ponsable, Paulinas. Madrid 1970. Cf tamrespecto.—(4) En cualquier caso, nunca se inbién Id. Ei cristiano y el matrimonio. Verbo Disistirá lo bastante en los valores de recíproca vino. Estella 1970. atención personal que es preciso verificar en todo comportamiento sexual entre los cónyuges. Al respecto se nos va a permitir una aplicación. Según nuestro parecer, ya no son aceptables ciertas soluciones «despersonalizantes» dadas en el pasado al caso del cónyuge CONVERSIÓN que se encuentra en la necesidad de colaborar con eí otro, el cual hace uso de medidas con«La predicación de Jesús, como anuntraceptivas: «passive se habere» era la sugerencia que entonces se hacía. En realidad, no cio del acontecimiento que viene de se ve por qué un acto, que ya se supone Dios, llamado comúnmente Reino de viciado por no ser completo desde el punto Dios, va dirigida a los hombres, que de vista procreador, tenga que serlo más aún deben escuchar la buena nueva, y solipor la frustración en el mismo de su significita respuesta. Es un diálogo en e! cual cado unitivo. Una actitud «pasiva» privaría la intervención de Dios es de importanmás radicalmente todavía de sus finalidades a un acto sexual que ya está declarado en concia primordial (él anuncia su venida a traste con una de ellas. La solución del caso esta tierra), y la respuesta del hombre habrá que buscarla en otra parte; también (la conversión) es fundamentalmente aquí, probablemente, teniendo más en cuenta secundaria (...). La conversión supone, las conductas particulares que el conjunto del por consiguiente, siempre cuanto está matrimonio y los valores más grandes5 del oculto en la palabra y en la acción de mismo que entran en juego cada vez.— ( ) Se sabe que la encíclica Populorum progressio, jun- Jesús, es decir, la presencia definitiva to a la «difusión de una apropiada informadel Reino de Dios, el "sí" de Dios al ción», ya propuesta por el Concilio (GS 87), hombre caído, su revelación como atribuye a los poderes públicos el derecho de Padre» 1 . intervenir con «la adopción de medidas adecuadas, con tal que sean conformes a las Así se indican dos elementos fundaexigencias de la ley moral y respeten la justa mentales para la comprensión del conlibertad de las parejas» (n. 37). cepto de conversión: a) la sustancia de la llamada «metanoáte», que es u n anuncio de buena nueva, como afirBIBL. : Es prácticamente imposible dar una mando casi: volved a la casa del Pareseña bibliográfica de la enorme producción dre, el Reino de Dios ha llegado a vosrespecto al problema de la regulación de los nacimientos, y más exactamente acerca de la otros; b) y el abandono del estado de licitud o no de los medios contraceptivos. Por pecado: «amartía»2. lo que respecta al debate surgido antes de la No obstante, es necesaria u n a rápida Humanae vitae, nos permitimos una vez más presentación del cuadro teológico denremitir al lector a nuestro libro ya citado Regulación de los nacimientos. Diez años de refle- tro del cual el problema de la conversión xión. Sigúeme. Salamanca 1968. en el que se hace más profundamente inteligible. hacemos revisión de varios centenares de arNuestro modo de proceder se desarrotículos o libros sobre el tema. Otro tanto llará, por tanto, siguiendo algunos moimponente es la producción aparecida después mentos fundamentales: 1) algunas rede la encíclica de Pablo VI, comentándola. Cf por ejemplo: AA. VV., Reflexiones científicas flexiones sobre el amor de Dios por los a propósito de la Humanae Vitae, Fontanella. hombres; 2) el conocimiento del misBarcelona I970.-Ciccone I.. Humanae Vitae. terio de Cristo para u n a comprensión

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cada vez más verdadera de la naturaleza de la caridad de Dios por los hombres; 3) el conocimiento del misterio de Cristo lleva simultáneamente al descubrimiento del pecado que domina a todo hombre que viene a este m u n d o ; 4) y, por fin, la conversión como vía necesaria para volver a ser parte integrante y viva del Reino de Dios. I.

Algunas reflexiones sobre el amor

La relación interpersonal es nuestra experiencia más fundamental; es nuestro ir hacia el «otro», el salir de nosotros mismos para ir hacia el «otro» 3 . La madurez de nuestra personalidad humano-cristiana depende de la relación y de la apertura hacia los otros. La constitución pastoral Gaudium et spes es explícita a este respecto cuando afirma: «Dios no creó al hombre solo, "los creó varón y hembra" (Gen 1,27), haciendo así, de esta asociación de hombre y mujer, la primera forma de una comunidad de persona: el hombre, por su misma naturaleza, es u n ser social, y sin la relación con otros no puede ni vivir ni desarrollar sus propias cualidades» (GS 12). «Más aún, cuando Cristo nuestro Señor ruega al Padre "que todos sean u n a misma cosa... como nosotros lo somos" (Jn 17, 21-22), desplegando u n a perspectiva inaccesible a la razón h u m a n a , insinúa una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y la caridad. Esta semejanza pone de maniliesto cómo el hombre, que es en la tierra la única criatura que Dios ha querido por sí misma, no puede encontrarse plenamente a sí mismo, sino por el sincero don de sí mismo» (GS 24). A la relación interpersonal se le puede dar u n a doble interpretación. Interpretación instrumentalista-liberal: la relación con los otros es u n camino y un instrumento para el acrecentamiento ile la propia personalidad; por esto el hombre es político y social. Interpretación personalista-cristiana: el encuentro con el otro es parte esencial, constitutiva de la personalidad. Por tanto, el encuentro no es puro instrumento para el crecimiento individual. Y me explico. La persona dice apertura a alguien. Solamente en tal relación se perfecciona y completa. El yo se hace autoIransparente a sí mismo en la medida en que encuentra al otro. Pero se

llega a la madurez solamente si se da u n a recíproca apertura respetuosa, o sea, tal que considere al «otro» no como u n a «cosa», sino como un «tú»; de lo contrario habrá egoísmo, cerrazón, explotación. En el encuentro, por tanto, hay conocimiento y reconocimiento recíproco, mediante los cuales tiene lugar la autoconciencia y después el crecimiento. En cambio, es egoísta el que se abre al otro para tener, para conquistar, como si el otro fuera u n a cosa. Egoísmo es ponerse a sí mismo como centro de todo. El desarrollo de la persona h u m a n a conduce a u n descentramiento de sí mismo en los otros; nuestro centro humano se combina con los otros centros humanos sin disolverse, sin perderse: he ahí el amor. El contacto con otro es, por tanto, siempre u n desgarro del amor propio: es la conversión. El amor quiere la existencia y la promoción del «tú», quiere que el «tú» se desarrolle de manera autónoma del «yo», es decir, que sea siempre más «tú» (cf GS 24). El hombre no puede encontrarse, descubrir lo que es realmente, crecer en plenitud sino a través de u n don sincero de sí mismo. «El amor es u n a voluntad de promoción: el yo que ama quiere la existencia del tú y el desarrollo autónomo de este tú» 4 . En la relación dialógica, basada en la voluntad de promoción, se mantiene inalterada la distinción de las personas, aun dentro de la necesaria intercomunicación. I No se comporta así Dios con nosotros ? En la revelación, la reflexión racional sobre el amor encuentra perfección y cumplimiento. La Biblia pone claramente en evidencia que el amor es elemento esencial y focal de toda la revelación 5 . El amor de Dios por Israel es u n amor gratuito y creador de valores. Todo lo que es el hombre, lo es en cuanto fruto del amor de Dios. La relación Dios-hombre es una relación eficaz, que no deja inalterado al interlocutor-hombre : lo hace ser totalmente. Al respecto son muy significativas las mismas imágenes que se usan en el AT para expresar esta relación amorosa: la viña (Is 5,1-7); el Padre que alimenta al hijo (Ex 4,22s; Dt 8,2-6); la relación esponsal, el amor fiel y celoso (Os, passim), y así sucesivamente. La relación Dios-hombre es, pues, una relación dialógico-interpersonal; la revelación llega siempre a la persona

Conversión como tal. Veamos rápidamente algunos ejemplos. Eí amor de Dios y de Cristo por el hombre. Para comprender la noción de amor en Pablo no se puede prescindir de Dios: del Dios que obra. «Sabemos muy bien, hermanos amados de Dios, que habéis sido elegidos» (1 Tes 1,4). Por tanto, no hay amor auténtico si no procede de Dios, puesto que el amor viene de él; él nos ha amado primero: hemos sido amados y seguimos siéndolo. Y este amor divino se manifiestayse concreta en la «elección». «Nos eligió en él antes del comienzo del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante él, predestinándonos por amor...» (Ef 1,4). Aquí aparece evidente cómo el acto de amor de Dios coincide con el acto creador: el hombre creado es fruto del amor de Dios, pero es igualmente el término interlocutorio a quien se dirige la elección. El hombre debe existir para que pueda desarrollarse un diálogo de amor. El tejido de las relaciones metafísicas entre Dios y el hombre está precisamente en el hecho de que Dios ama y, por ende, crea, y de que el hombre, creado por ser amado, puede y debe amar. En las etapas fundamentales de la manifestación del amor divino, el objeto primario y más grande de este amor del Padre está constituido por el Hijo. La generación del Hijo proviene del amor y por el amor paterno. La relación entre el Padre y el Hijo es u n a relación dialógica tan intensa que inspira al Espíritu Santo. La capacidad de amar del Padre se solidifica en el Hijo. Por consiguiente, la relación se da entre dos sujetos, aunque se ignore su modalidad. También por amor, el Padre envía a su Hijo para la salvación de los hombres, para llamarlos a la conversión. Toda la revelación es un llamamiento a la conversión para la llegada del Reino de Dios, un llamamiento a una toma de conciencia y a u n a decisión. Sería un llamamiento absurdo si no se pudiera aceptar libremente. El amor de Dios, por ende, es creador de nuevos valores: construye al hombre, al cristiano; lo hace capaz de respuesta y de diálogo. El amor del hombre por Dios. No es más que una actividad de consecuencia. El amor divino ha hecho al hombre nuevo, la criatura nueva, el cristiano; y el amor se dirige desde el cris-

138 tiano hacia el Padre y hacia los hombres. En toda su realidad, el hombre depende enteramente de Dios; todo lo que el hombre es, lo es por ser fruto del amor divino. Por tanto: el amor de Dios, irrumpiendo en la historia del hombre, suscita u n a respuesta. El don llama al don. El problema, de esta manera, es teocéntrico. El amor del prójimo. Si el cristiano es u n a «nueva criatura» por ser amado, es igualmente «amante» por ser a m a d o : «Acerca del amor fraterno no necesitáis que os escriba, porque personalmente habéis aprendido de Dios cómo debéis amaros los unos a los otros» (1 Tes 4,9). Por consiguiente: Dios, al amarnos, nos hace personas capaces de amar y dialogar con él y con los hermanos. Toda la Biblia y la consideración, que carecería de sentido, de que Dios obrase sin producir algo eficaz, nos inducen a subrayar la aserción: Dios nos a m a ; este amor nos hace criaturas nuevas y nos rinde capaces de amar a nuestra vez, invistiendo toda nuestra persona. Naturalmente, esta antropología presupone como valor fundante la personalidad de Cristo resucitado, que no es otra cosa que realeza magnífica y paterna de Dios hacia la humanidad, y la respuesta filial de la humanidad resucitada con Cristo al Padre, y está animada por u n a ley de crecimiento ontológico. En Cristo, la persona se hace cada vez más intensamente h u m a n o divina, individual y comunitariamente. Se hace cada vez más persona, imagen cristiana de Dios 6 . Esta progresiva humanización es obra del Espíritu Santo, el cual toma de Cristo y obra la progresiva cristificación del hombre; es participación sacramental de la humanidad física resucitada de Cristo, como sacramento de la divinidad y de la filiación divina. Por desgracia nosotros tenemos la posibilidad de rechazar la obra del Espíritu Santo al adherirnos a la obra del espíritu adverso. Satanás, que edifica el anticristo, individual y socialmente.

misterio de Cristo. Pero ¿ qué significa conocer el misterio de Cristo? ¿De qué naturaleza es este conocimiento? El conocimiento de Cristo es considerado siempre por san Pablo como «un conocimiento religioso experimental», en el cual toda la persona del fiel está polarizada y entregada a la «comprensión» de la plenitud de Cristo 7 . Con esto se afirma que no basta el simple conocimiento discursivo, que tenga por objeto la verdad, expresable en «quiddidad», abstraída del espacio y del tiempo. En efecto, la verdad del misterio de Cristo es u n a verdad cargada de ser que se expresa en el existir y en el obrar espacio-temporal; es una verdad personificada y encarnada: la Verdad-Palabra de Dios-Padre a la humanidad. Esta Verdad-Palabra, penetra toda la realidad, constituye su valor y fuerza animadora, sin sumergirse en el espacio-tiempo. Ahora bien, esta verdad-valor, si de algún modo puede alcanzarse incluso por vía de abstracción y de deducción, es empero plenamente «comprensible» sólo por medio de u n a conciencia axiológica determinada por la fe-caridad, bajo la acción del Espíritu Santo, el cual pone en sintonía toda la persona del cristiano con la Verdad-Valor-Palabra, que es Cristo Señor.

II.

Las consideraciones hechas hasta aquí nos llevan a algunas conclusiones. El cristiano es «en Cristo». No se trata de una introyección simplemente moral-intencional. Es u n a introyección operada por Dios Padre por medio de «su bendición» que es productora de u n a

Conocimiento del misterio de Cristo

Si éste es en síntesis el contenido de la antropología en sentido cristiano, está entonces claro que ante todo se habrá de tender a u n conocimiento del

Conversión

139

Además del dinamismo ontológico, otra característica de la personalidad cristiana es la dimensión comunitaria. En conclusión: La inserción en Cristo hace a la persona solidaria con todos los demás hombres, los cuales, como él, son miembros de Cristo, o son llamados a serlo. Precisamente hoy se subraya el concepto de la personalidad como interpersonalidad; y la razón la da el hecho de que la personalidad es puesta en existir, que es coexistir; como tal, por tanto, es dialéctica. El existir y el coexistir del cristiano es manifestación y testimonio de su ser por Cristo en Dios. Y este ser en Dios es participación de la interpersonalidad trinitaria. De esto nace que el coexistir del cristiano con todos los hombres se pone como caridad eclesial y caridad fraterna; y ésta es la manifestación de su caridad hacia Dios.

nueva realidad. Y la «bendición» es Cristo muerto y resucitado. Desdichadamente el creyente puede rechazar la obra de Dios: es el pecado. De ahí se sigue la necesidad de la conversión para poder salir del tiempo secular, dominado por el Príncipe de este mundo, y entrar nuevamente en el Reino de Dios. Este proceso de conversión se opera siendo inmersos, bautizados en la humanidad de Cristo y animados por el Espíritu del Resucitado. Entonces resulta claro que la conversión es continua. III.

La situación de pecado, sanada por Cristo Convertirse significa, pues, salir del estado de perdición y romper completamente con el pecado. El anuncio del Bautista es explícito: «He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Este «pecado», en singular, no designa un acto, sino u n estado; u n a situación de desgracia que sobreentiende y manifiesta u n a voluntad colectiva y rebelde. Es el estado del mundo, que tiene por soberano incontrastado a Satanás. Aceptar la vida significa entrar a formar parte de un mundo en contraste con Dios a causa del primer pecado. Esta es la realidad de la comunidad h u m a n a hasta que no es positivamente cambiada por la conversión al Dios vivo. En pocas palabras: la situación de pecado propia de la humanidad es plenamente revelada y radicalmente sanada por Cristo. Es el misterio del pecado y de la salvación que san Pablo resume en el paralelismo antitético de los dos Adanes (cf Rom 5.12-21; GS 13). Parémonos u n momento a considerar con mayor atención el problema planteado; es conveniente para entender la realidad de la conversión. El pecado del mundo se revela institucionalmente en los dos acontecimientos primordiales de la historia de la salvación: la elección de Abrahán y de su raza y la alianza de Dios con Israel. Estos actos del Dios vivo significan que la vida moral y la vida religiosa de los pueblos, particularmente sus instituciones culturales, están condenadas globalmente. Dios se ha elegido u n pueblo. Dios dará a este pueblo elegido, por el ministerio de Moisés, u n complejo de leyes y de instituciones religiosas para preservarlo de las contaminaciones paganas.

Conversión Mientras la mayor parte de los pueblos degeneran en el panteísmo y en la idolatría, Israel permanece fiel al monoteísmo; no solamente por el influjo de las tradiciones, de las leyes y del sacerdocio, sino sobre todo por la predicación profética. Pero la elección de Israel y su segregación desarrollan una mentalidad particularista llena de peligros. Depositario de la revelación del Dios vivo, el pueblo elegido sufre la tentación de erigirse en propietario exclusivo de este depósito. La fidelidad a la ley se carga de orgullo. Todos los males, en particular la persecución de los seléucidas. agravan ía tentación de chovinismo religioso y la ambigüedad de una esperanza mesiánica revanchista. La venida de Cristo aclara definitivamente esta situación. La cruz revela el pecado de Israel y confirma el de las Gentes, ya notificado en la elección de Abrahán y de su raza. La tarde del viernes santo, el pecado triunfa; pero es más bien un suicidio. El legalismo judaico se ha condenado por sí mismo rechazando a Aquél que era la razón de la Ley. La barrera entre el «resto» agrupado en torno a Jesús y los pueblos candidatos a la salvación se ha venido abajo. Muy pronto la resurrección lanzará a los discípulos a proponer al mundo la palabra de la salvación. La evangelización, está claro, se hace en el curso del tiempo, pero el reino del pecado termina la m a ñ a n a de Pascua. La constitución conciliar sobre la sagrada Liturgia afirma: «Por esta razón, así como Cristo fue enviado por el Padre, él, a su vez, envió a los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo. No sólo los envió a predicar el Evangelio a toda criatura y a anunciar que el Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos libró del poder de Satanás y de la muerte, y nos condujo al reino del Padre, sino también a realizar la obra de salvación que proclamaban, mediante el sacrificio y los sacramentos» (SC 6). Judíos y gentiles, esclavos y libres constituyen un solo pueblo de Dios fundado sobre el hombre nuevo. Cristo. «El, en efecto, es nuestra paz; el que de ambos pueblos hizo uno, derribando el muro medianero de separación, la enemistad; anulando en su carne la ley de los mandamientos formulados en decretos para crear de los dos en sí mismo un solo hombre nuevo, haciendo la paz, y reconciliar a ambos en un solo cuerpo con Dios por medio de

140 la cruz, destruyendo en sí mismo la enemistad, y con su venida os anunció la paz a vosotros, los que estabais lejos, y paz a los que estaban cerca, porque por él los unos y los otros tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2,14-18). Pero ¿ en qué consiste la superioridad de la Nueva Alianza? ¿Cómo puede ser definitiva, si también los cristianos rompen con su pecado las cláusulas fundamentales de aquélla? En otras palabras: ¿por qué la Iglesia es indefectiblemente santa, cuando todos sus miembros son más o menos gravemente pecadores ? La Iglesia tiene por jefe a Cristo, de quien recibe la unidad y la vida. Ella es santa pese a los pecados de sus miembros, porque la santidad de Jesús impregna a la Iglesia más que los pecados de todos los cristianos. Nosotros estamos inclinados a medir la santidad de la Iglesia por la santidad de sus miembros. Esto sería justo si la Iglesia fuese el resultado de la fe, de la esperanza y de la caridad de los creyentes; pero entonces sería incapaz de vencer el pecado, como el antiguo Israel. En realidad, no son los cristianos los que hacen la Iglesia; por el contrario, la Iglesia hace a los cristianos. Lo que la constituye en el Señorío de Cristo. El Señor Jesús es el único que representa perfectamente a la Iglesia. Ella es su esposa; Cristo la ha santificado por medio de su muerte y resurrección, comunicándole el Espíritu Santo (cf SC 5-6; UR 2 ; AG 2-4). La Nueva Alianza no puede ser destruida porque Cristo es, en la unidad de su persona, el Hijo consustancial del Padre y el Esposo fiel de la Iglesia. Pero este pueblo nuevo existe en u n a multitud de hombres inmersos en el devenir terrestre, sometidos a la precariedad de las situaciones humanas. Su adhesión a Cristo comporta una reacción contra la usura del tiempo y la acción disolvente del pecado; y esta reacción es la conversión. Entonces es necesario que el Señor anuncie sensiblemente, en el curso de la historia, su presencia, su perdón. Entre él y el Padre la Alianza es inalterable. Entre él y la Iglesia, la Alianza tiene necesidad de renovarse sin cesar, para que la Iglesia se convierta en los cristianos, de generación en generación, lo que es definitivamente en Cristo Jesús. Esta es la razón de ser del memorial eucarístico: mantener la vida de la Iglesia asegurando u n lazo

Conversió11

141 actual entre el hoy temporal del pueblo de Dios y el hoy del Redentor. «Nuestro salvador, en la última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con lo cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar a su esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da u n a prenda de la gloria venidera» (SC 47). Pero esta situación de gracia puede ser gravemente alterada en cualquier momento por el pecado. El pecador forma todavía parte del pueblo de Dios, pero es destruida la comunión con la Trinidad. Es el naufragio espiritual. Restablecer la comunión, sin embargo, no es posible si el pecador se obstina en su pecado. Es evidente, entonces, la necesidad de la conversión, don de Cristo, manifestación del poder del Espíritu Santo. Por ella el pecador ratifica el juicio de la Iglesia sobre el pecado y vuelve a ponerse de acuerdo con el significado fundamental de su bautismo. Es u n a exigencia esencial que brota del sacrificio redentor de Cristo. La conversión se impone, pues, como u n a obligación precisa y urgente para todo bautizado, tanto desde el punto de vista religioso como desde el punto de vista moral. La sustancia de la conversión está precisamente en esto: el hombre pecador, por la gracia de Cristo, clarifica el punto final de todos sus actos y los dirige de modo convergente a este objetivo último, la gloria de Dios. La vida concreta de cada día comienza entonces a tener u n sentido preciso: el reino de Dios, la gloria del Padre. IV.

Conversión, Reino de Dios e Iglesia

La invitación urgente a la conversión tiene su punto focal en el anuncio del Reino de Dios, anuncio eficaz por la presencia actual del sacrificio de Cristo muerto y resucitado. Los evangelistas, cuando relatan la primera predicación de Jesús acerca de la conversión, subrayan con claridad su relación con el Reino: «Después que Juan fue entregado, vino Jesús a Galilea, predicando el evangelio de Dios y diciendo: Se h a cumplido el tiempo y el reino de Dios

es inminente. Arrepentios y creed e ° el evangelio» (Me 1,14-1 S: cf Mt 4,17)La constitución del Reino de Dios p ° r medio de Cristo impone a los hombres la exigencia, más aún, la obligación áe volver al Padre. La única condición requerida es que el Reino de Dios veng a humildemente aceptado con el espíritu propio de un niño (cf Me 10,15). En Cristo ha aparecido el Reino de Dios: es él, en efecto, el Hijo del hombre al cual, según Daniel 7, se le ha transmitido la soberanía, el poder, el honor y la gloria. Después de su exaltación, Cristo, investido de «todo poder en el cielo y en la tierra», toma el gobierno de Dios y debe dominar hasta que haya aniquilado a todo principado, potestad y poder. Pero este dominio de Dios se realiza en la Iglesia para todos aquellos que creen y son bautizados. Pero «la Iglesia es por u n a parte una entidad escatológica; por otra, es aún "el pueblo de Dios en camino", "extranjero" en la tierra, el "edificio de Dios en el Espíritu" que crece, y el "Cuerpo de Cristo" que se edifica y que tiende a su "completa medida", a la "plenitud de Cristo". No obstante su perfecta dotación, la Iglesia no es aún completa; aunque su residencia es celeste, no ha entrado todavía enteramente en el cielo; a pesar de su "liberación de este siglo malvado", no está dada plenamente aún al futuro. Este misterio recibe su máxima luz si pen. samos en el "Reino de Dios" que ven. drá. La última meta del plan salvíf¡ Co de Dios y la forma perfecta de la salva, ción para todo el mundo no es la Igje_ sia, sino el Reino de Dios» 8 . Aceptar e i Reino de Dios significa entonces acen tar a Cristo por la fe, y, por tanto, 6s~ tablecer una relación vital con la I g ^ sia. Y esto implica necesariamente UJJ" lucha contra «el príncipe de este mur, do» y contra todo lo que existe en es t ~ mundo, es decir: «la concupiscencia ^ la carne, la concupiscencia de los oj Q * y el orgullo de las riquezas» (1 Jn 2 , l g , s La conclusión es obvia: el b o m 0 J ' debe aceptar el Reino de Dios por ^ e dio de la conversión en este tiempo, q *" va desde Pentecostés a la parusía, í* convertido, por tanto, sabe que *í sólo debe tender a la posesión de ü ° Reino futuro, sino que debe realizar ;¡s diversos problemas morales, se me ;n toja más útil examinar cómo ha COIKtruido sus respuestas, cuál es su s>,ufunda metodología. Ante todo, la motivación racional de sus propias reflexiones se prefiere con

Además, la teología cristiana es una teología de «controversia»: la polémica entre católicos y protestantes constituye un punto fundamental de la teología. Ahora bien, los protestantes (los luteranos, sobre todo) habían enfrenlado, casi maniqueístamente, razón ( = mal, error) y fe ( = bien, verdad); era inevitable, por tanto, que la teología católica —de la que toda su tradición propia en lo relativo a la fe se hallaba en conflicto con semejante actitud— se viera obligada a subrayar polémicamente la instancia de la razón. En tercer lugar, en los siglos xvi-xvn aconteció u n hecho cultural de enorme importancia: el nacimiento de la •iencia moderna (Galileo-Newton), que lía a día se fue erigiendo en paradigma Je todo discurso h u m a n o . Ahora bien, una de las características fundamentaes de dicha ciencia era su racionalismo, vale decir la presunción de que «el -nundo estuviera escrito en caracteres 'Matemáticos». Sería interesante coniontar el concepto de ley moral (universal, inmutable) que tiene la teología noral con el de ley natural que prolama la ciencia. Por último, con la encíclica Aeternl i'atris (1879), León XIII quiso restauar el tomismo. Al carecer todavía de •studios históricos sobre el pensamiento le Tomás, se confundió el tomismo con a segunda escolástica y la directriz de .con XIII se interpretó prácticamente como un «continuad haciendo como habéis hecho siempre», al menos por lo que a la teología moral atañe. Pero íqué es lo que entendían los teólogos moralistas cuando hablaban de «razón» o de «ratio theologica»? La

IV.

La moral del siglo XIX

Tres son los movimientos teológicos que, junto a la teología «manualista» antes delineada, componen el cuadro del discurso teológico-moral de este siglo: el imponerse, entre ataques y discusiones, de la moral alfonsiana; las primeras tentativas de renovación, inspiradas en el reflorecimiento de los estudios bíblicos y patrísticos; el redescubrimiento del pensamiento ético tomista. Fueron la canonización (1813), la aprobación que de su doctrina recibió de los papas Pío VII, León XII, Gregorio XIV y Pío IX y su proclamación como Doctor las que pusieron, en parte, fin a las violentas oposiciones que san Alfonso ya había comenzado a experimentar en vida con tal virulencia, que lo indujeron (1776) a revisar su obra; revisión que, por lo demás, nunca se llevó a término. En parte, he dicho, puesto que hacia la mitad del siglo estalló una polémica curiosa. En 1850 sale a la luz el Compendium theologiae mo-

H i s t o r i a ( d e la t e o l o g í a m o r a l )

448

ta. Este movimiento tiene lugar tamralis de J. P. Gury, cuyo autor es basbién en Alemania, no sin encuentros tante fiel a san Alfonso. En 1866 se pua y enfrentamientos con el precedente. blica la 17. edición «ab auctore reHe aquí sus raíces: el rápido auge del cognita et A. Ballerini, in Collegio renacimiento tomista, favorecido inRomano professore, adnotationibus comcluso por la condenación de Günther pletata», en la que las notas de Ballerini (1857) y, sobre todo, por la Aeterni intentaron reconducir el discurso moral Patris (1879); el deseo de superar el sobre la conciencia a su fase prenivel casuístico de la moral de los maalfonsiana. Se entabló u n a polémica nuales mediante u n vigoroso esfuerzo entre Ballerini y los redentoristas de la de reflexión teológica; la polémica, en que el que salió más malparado fue el fin, contra la escuela teológica de Tupensamiento del gran maestro de la binga por sus vinculaciones con el ideavida cristiana, a la sazón encorsetado lismo y la teología protestante alemana. reductivamente en la teoría del equiLos éxitos de esta vuelta sobre sí misma probabilismo. Todavía hoy estamos de la teología moral cabe establecerlos quizá a la espera de u n a exposición fiel en dos órdenes: los de quienes no condel pensamiento de san Alfonso. De sideran imposible u n acuerdo entre las todas formas, la obra de Ballerini inspiraciones fundamentales de Tubin(1805-1881), completada por Palmieri, ga y el retorno a santo Tomás, y los de será el manual de teología moral más 6 quienes, en polémica con dicha escuela, considerable del siglo xix . intentan repensar la teología moral al El segundo movimiento lo constituye margen de las aportaciones de la menla primera tentativa de salir del «impascionada escuela. Al primero pertenecen se» en que, desde hacía dos siglos, se la Katholische Moraltheologie (Tubinga encontraba la teología moral. Se veri1848-1850) de F. Probst (1816-1899) ficó en Alemania, en la escuela de Tuy el Lehrbuch der Moraltheologie (Friburbinga. Las raíces de este movimiento go 1878) de F. X. Linselmann (1835fueron: la reacción frente al iluminis1898). Sus características: el intento mo, que halló u n o de sus componentes de síntesis entre la instancia históricoesenciales en el interés por la historia, 7 romántica y la instancia especulativa, olvidada por el propio iluminismo ; el entre el interés por la casuística y el interés por la historia no podía, para interés por la presentación del ideal de los teólogos, precisarse de otra manera perfección. Al segundo pertenece la sino como interés por la Escritura, por Allgemeine Moraltheologie y la Spezielle los Padres y por los teólogos del paMoraltheologie (Ratisbona 1860 y 1865) sado; a este trabajo de volver a repende F. Friedhof (1821-1878) y la obra sar el discurso teológico-moral no se de J. Schwanz (1824-1892). mostró indiferente la filosofía ética de Fichte y la filosofía religiosa de SchleierEn Italia, el que se empeñó más macher. Los éxitos de esta renovación profundamente en repensar el discurso se concretaron, sobre todo, en tres ético fue A. Rosmini (1797-1855); pero grandes obras de teología moral; el su influjo en la teología moral fue, Handbuch der christlkhen Moral (3 vv., por desgracia, escaso, ya sea por la caMunich 1817),,de J. M. Sailer ( 1 7 5 1 tadura prevalentemente filosófica de sus 1 8 3 2 ) ; la Christliche Moral ais Lehre des obras, ya sea por las sospechas de que Verwircklíchung des góttlichen Reiches in su pensamiento estuvb rodeado. der Menschkeit (3 vv., Tubinga 1835), Como feliz connubio entre dogma y de J. B. Hirscher ( 1 7 8 8 - 1 8 6 5 ) ; la moral se presentan las obras de T. J. Moraltheologie oder die Lehre vom christBouquillon (1842-1902) y C. L. Gay lkhen Lehen nach den Grundsatzen der (1815-1892). Pero lo mismo en Italia Katholischen Kirche (3 vv.. Salzbach que en Francia y en Bélgica, no floreció 1852-1854), de M. Jocham (1808- a l margen de estas aisladas excepcio1893). Los rasgos comunes de este disnes— el formidable renacimiento que curso son: su profundo enraizamiento tan abundantes frutos cosechó en Aleen la Biblia; la construcción orgánica mania. de la teología moral en torno a u n principio único y fundamental; la superaV. La moral del siglo XX ción de la distinción entre moral y ascética. Resulta enormemente difícil exponer, El tercer movimiento lo constituye en breve y precisa síntesis, la teología la voluntad de acoger también en teomoral de nuestro siglo, en que se está logía moral el discurso teológico tomisproduciendo u n a reflexión radical como

449 nunca se había verificado,-si exceptuaeptuamos los siglos xn y xm, si bien es cierto que Sailer y Hirscher, en ciertos )s sectores, ya la habían llevado adelante. elante. Aunque con el riesgo de simplificar ;ar excesivamente, nos vemos obligadoss a esquematizar, bien conscientes dee que, sin duda, no será posible desplegar ir todo el panorama. Desde luego no faltan, sobre todo, todo, lo teoobras construidas según el modelo teoel lógico que hemos delineado en el paparágrafo III; o b r a s que h a n obteobtenido gran éxito con frecuencia.. Pero Pero tra en este tipo de teología moral entra en crisis con los años cincuenta y. en en los los e llega inmediatamente postconciliares, le llega su fin. Esto ocasionó u n vacío yy creó creó lo que un problema bastante serio en lo que ;ología se refiere a la enseñanza de la teología cer moral en los seminarios, al carecer de de la que u n a síntesis orgánica y escrita a la que poder recurrir. ;de los El debate teológico-moral, desde más los o albores del siglo hasta 1960 más aberseo menos, da la impresión de haberse nentamovido sobre tres líneas fundamentalentos. les o de haber recorrido tres momentos. ución, El primero lo constituye la sustitución, is más hecha por los teólogos moralistastandamás personales, del esquema de los mandaambio mientos por el de las virtudes, cambio ástica. al que no fue ajena la neoescolástica. distriEste hecho no expresa sólo u n a seguidistribución de la materia o u n literal seguimiento del doctor Angélico, sino0 que que surge de la reflexión sobre los principios icipios fundamentales del obrar cristiano, de 10, de la orientación hacia un discurso) ético ético más preocupado por la unidad de la de la persona, menos legalista y jurídico en ico en la presentación de la norma. Los mais manuales más significativos que recogen ;cogen el esquema tomista son los de A. B> Tan\. Tanq u e r y (3 vv.. T o u r n a y 1 9 0 2!), ) , de de A. Piscetta (3 vv., Turín 1900-1902), 1902), de D. Prümmer (3 vv., Friburgo 1914), de A. Vermeersch (3 vv., Roma 1914), 19221924) y de B. H. Merkelbach (31922vv.. 3 vv„ 1919-1933). Ya en 1914, A. Breznay. eznay. en su Clavis theologiae moralis, podía disdistinguir dos tipos de manuales: ellíaesco1 escolástico-tomista, enfocado a recoger las ;er lasy «rationes» subyacentes a la norma :ma atento a no detenerse en la revelacióny ilación positiva de la ley, y el casuístico-alfon-alfonsiano. Los frutos más consistentes de tes son de este primer momento de reflexión m son la Die katholische Moral, ihre Methoden, hoden, Grundsátze und Aufgabe (Colonia 1901), reeditado posteriormente (1921) 1901), con el el título Die katholische Moral vndconihre i ihre 15

Historia ( d e la t e o l o g í a m o r a l ) Gegner, de J. Mausbach, y el Handbuch der Moraltheologie (Estocarda 1922) de 0 . Schilling. Son los dos frutos más granados por haber logrado responder mejor que otros a las exigencias ya sentidas: determinación de la norma general y adherencia a las situaciones particulares, determinación de los fundamentos filosóflco-antropológicos y adherencia al devenir histórico, fúndamentación última de la exigencia cristiana en el Acontecimiento salvífico. El segundo momento es consecuencia del primero. Este, especialmente en las dos últimas obras citadas, había plañteado el problema de u n a presentación de la ética que no fuese ni puramente legalista ni meramente filosófica. La lógica de este replanteamiento impulsaba ya el cuestionamiento decisivo: ¿cuál es el fundamento último de la norma moral para el cristiano? Y la pregunta metodológica: ¿en torno a qué principio tendrá que construirse y sistematizarse el discurso teológico-moral? En orden a la elaboración, en estos términos, tanto de la pregunta como de la respuesta, u n fuerte impulso se lo dio el despliegue en extensión y en profundidad del movimiento litúrgico y bíblico a la vez que el ensayo de la así llamada teología kerigmática. La respuesta, aunque formulada con diversos matices, es la misma: la norma ética la transmite el Acontecimiento salvíflco, de suerte que la organización del discurso teológico-moral tendrá que estructurarse alrededor de un principio específicamente cristiano. Las obras más significativas de este segundo momento son las siguientes: ante todo, los Handbücher Katholischer Sittenlehre (4 partes en 6vv.. Dusseldorf 1934-1938), editado por F. Tilmann con la colaboración de varios teólogos. El momento de mayor incidencia teológica lo constituye el volumen tercero: Die Idee der Nachfolge Christi (1934), donde Tilmann, haciendo suya la distinción de M. Sche1er entre ejemplar (Vorbild) y norma, afirma que el principio es la imitación de Cristo. Sigue, en orden cronológico, Morale et Corps mystique (Lovaina 1 9 3 7 ; 3. a ed. postuma en 2 vv.. Bruselas 1949) de E. Mersch: la incorporación a Cristo le parece al autor el principio capaz de ofrecer planteamiento unitario y específicamente cristiano al discurso ético. La tercera obra es la de J. Stelzenberger, Lehrbuch der Moraltheologie (Paderborn 1953). Como se desprende del

Historia ( d e la t e o l o g í a m o r a l )

450

subtítulo de la obra (Die Sittlichkeitslehre der Konigsherrschaft Gottes), el principio uniflcador, retornando a Hirscher, se encuentra en el anuncio del Reino de Dios 8 . Existe, por último, u n número de autores (Gilleman y Charpentier, sobre todo)*, que sitúan en la caridad el principio que puede estructurar unitariamente el discurso ético cristiano. El manual de B. Háring es la obra que intenta recoger las aportaciones más importantes de los intentos hasta aquí catalogados: seguimiento de Cristo, Reino de Cristo y caridad se hallan, de vez en cuando, presentes en el discurso ético fundamental de este teólogo. Se trata de u n a obra ecléctica y divulgadora más que rigurosamente científica. El tercer momento, el de nuestros días, lo constituyen los intentos de superar (en el sentido del «Aufheben» hegeliano) el momento precedente. Nace del modo nuevo con que se construye hoy la cuestión ética para el cristiano: teniendo ya como cierto que la exigencia ética nace del kerigma, pero considerándose igualmente cierto que el kerigma nunca existe en estado puro, sino engastado en u n a comprensión histórica orientada por la situación concreta, ¿cómo tiene que verificarse el encuentro entre kerigma e historia? La nueva problemática tiene muchas raíces. En primer término, el discurso hermenéutico bultmaniano, auténtico capítulo fundamental de la teología del siglo xx; la teoría crítica de la praxis temporal cristiana, que toma el nombre de «teología de las realidades terrestres» ; el discurso de Maritata; finalmente, la teología de K. Rahner. El primer intento, que no ha triunfado al menos en sus formulaciones más radicales, lo representa la ética de situación, que alcanzó su etapa más gloriosa en los años cincuenta y que, ceñida al mundo anglosajón (New Morality), sigue con vida aún hoy. El balance de lo positivo de este primer ensayo de respuesta se halla en la propuesta de una ética existencial formal hecha por K. Rahner 1 0 (cf Situación [ética de]).

de discurso teológico como teoría de la praxis cristiana y sitúa, por tanto, explícita y abiertamente la cuestión ética en el mismo corazón del cuestionamiento teológico 11 .

El segundo y más serio intento lo constituyen las reflexiones teológicomorales que surgen del discurso de la teología política y de la teología de la esperanza, tanto en su vertiente europea como, sobre todo, en su vertiente latinoamericana (teología de la liberación). Esta última persigue, al presente, de forma explícita u n modelo

VI.

Conclusiones

Es difícil, por no decir imposible, insinuar hoy en dónde desembocará el presente debate y qué frutos producirá. Pero ¿es posible, al menos, determinar algunos de los interrogantes capitales del actual discurso teológico-moral ? Es lo que nos disponemos a hacer de manera breve, pero esperemos que con la suficiente precisión. Nacida como ciencia autónoma por exigencias prevalentemente prácticas, la teología moral no ha asumido nunca de manera consciente y con la debida seriedad el problema de su propio estatuto epistemológico y de su propia identidad científica. Pero este interrogante ha explotado bajo su propio terreno y lo ha lanzado totalmente por los aires; el hecho de que todavía no haya ofrecido u n a respuesta satisfactoria es quizá la causa más profunda del malestar de que se resiente esta ciencia. La problemática epistemológica se encuentra en la raíz, por ejemplo, tanto del problema del «proprium» de la ética cristiana como del problema (o los problemas) que cuestiona la categoría de la ley natural, por citar sólo dos capítulos del debate actual. De todas formas, u n a pista de reflexión epistemológica parece irse abriendo camino fatigosamente en la individuación de la pregunta ética cristiana como pregunta sobre las relaciones entre bien e historia. Desde este punto de vista juzgo la reflexión bonhófferiana de fundamental importancia para la teología moral, aunque tal vez hasta hoy se la haya ignorado demasiado. Esta primera aproximación epistemológica ha permitido la determinación de algunos nudos del debate teológico. El primero lo formularía en estos términos: ¿qué función tiene la norma ética en la vida cristiana? Dada su radicalidad, esto comporta u n a seria toma de posición teórica frente a algunos interrogantes; la norma ¿es la ley moral o el mandamiento de Dios?; ¿qué relación existe entre conciencia y ley-mandamiento?, ¿cuál es el criterio heurístico de los valores ético-cristianos? Y estos interrogantes constituyen el segundo nudo, el de la relación entre lo pensado

451 y lo vivido. La dificultad en desatarlo proviene del hecho de que la teología moral, con este fin, ha de problematizar ante todo u n a tradición que ha representado su esqueleto conceptual (séanos tolerada esta expresión); la conceptualización platónica del discurso cristiano, que siempre ha optado por el ideal, lo pensado y la ley, sospechando de lo real, de lo vivido y del mandamiento como apostrofe. Es comprensible que semejante problematización suscite perplejidades e incertidumbres acerca de sus éxitos y tenga que llevarse adelante con gran seriedad teológica. El modo en que este segundo nudo de problemas parece que debe desatarse, según ciertas líneas que aparecen en algunos discursos teológicos contemporáneos (pienso en el debate librado con ocasión de la publicación del Nuevo catecismo para adultos incluso en lo concerniente al andamiaje de su discurso ético; en ciertos éxitos de la teología política y en los, a veces hasta ingenuos, de la denominada teología de la revolución), este modo —estaba diciendo—, que parece orientado a ver en el significado proléptico el significado fundamental (¿o único ?) de los asertos bíblicos y, por ende, también de los teológicos, ha vuelto a plantear el que quizá hoy es el problema más grave: el problema de la «notitia Dei». Para la teología moral, el problema tiene que formularse como problema de la «notitia Dei» en cuanto realiza su plan de salvación, su reino, en el mundo con y en la praxis del hombre. ¿Fue en torno a esta cuestión fundamental como construyó santo Tomás de Aquino su discurso ético como discurso sobre la participación h u m a n a del «ordo divinae sapientiae»? Si esta hipótesis se confirmase, se trataría, ante todo, de recuperar todo u n filón de la tradición eclesiástica, que tal vez ha quedado excesivamente marginado. Pero, aparte este aspecto particular del problema básico, queda en pie que el mismo se plantea en los términos en que se lo planteó el hombre ante el primer anuncio del Acontecimiento: Hermanos, ¿qué hemos de hacer para salvarnos de esta generación perversa? (cf He 2,37). O en la fórmula ingenua de santo Tomás: Señor, nosotros no conocemos la meta. ¿Cómo podremos saber el camino? (cf Jn 14,5). C. Caffarra

H i s t o r i a ( d e la t e o l o g í a m o r a l )

parece que el decálogo constituye el punto de referencia más importante.—I1) Resulta extremadamente difícil determinar el momento preciso de esta asimilación, cuyos primeros brotes se encuentran en Justino (1 Apol. 5.3-4; 46. 2-4; 59-60;4 2 Apol. 8,1), si no estamos equivocados.—( ) Los penitenciales más importantes son el Penitential A y B de san Columbano (543-615). el de Bobbio y Fleury que. coleccionados y corregidos, forman el libro XIX del Decretum de Burcardo. En la época carolingia no faltan obras de teología moral: el De virtutibüs et vitiis de Alcuino (f804), las obras ascético-espirituales de Rábano Mauro (f865) y los Praeloquiorum librí sex de Raterio de Verona (t974).— (5) No es casual que. en el siglo xn. aparezcan los primeros tratados «de conscientia», algunos de los cuales se encuentran entre las obras no auténticas de san Bernardo.— (6) Opus theologicum morale in Busembaum medullam, 7 vv-, Prato 18891893.—(7) Desde este punto de vista, a decir verdad, se había dado ya —también por lo que atañe a la reflexión ética—, en el siglo xvm. el primer intento de reacción por parte de L. A. Muratori. en algunos tomitos morales compuestos por este gran historiador.—(8) A esta obra se le puede adjuntar la reelaboración que de la obra de Mausbach hizo G. Ermecke (Münster 1953 y traducida al castellano). Enuncia el principio fundamental en estos términos: imitación de Cristo para la asimilación con el propio Cristo y la glorificación de Dios en la edificación de su reino en la Iglesia y en el mundo.—)9) Recuérdese, sobre todo, del primero. Le primat de la chanté en théoiogie morale. Essai méthodologique, Lovaina 1952: y del segundo, Vers une morale de la chanté, en «Greg.». 34 (1953). 32-55. En la misma línea, la obra de Lottin. Principes de morale, t. 1. Exposé syslematique, Lovaina 1946. (lü) El artículo fundamental: Sobre el problema de una ética existencial formal, en Escritos de teología, 2, Taurus, Madrid 1967 3 , 233-251í11) Nos referimos, sobre todo, a la obra de G. Gutiérrez. Teología de ¡a liberación, Sigúeme, Salamanca 1972.

BIBL. : La bibliografía sigue el orden de los puntos tratados en el artículo y se ciñe a las voces que afectan de manera exclusiva o notable a la teología moral. • Moral patrística: no existe una historia que abarque todo el pensamiento ético de los Padres; por eso hemos de contentarnos con monografías que abrazan un sector más o menos vasto. Armas G.. La moral de san Agustín, Stvdivm. Madrid 1954 (constituye la última tentativa, en orden cronológico, de una exposición integral del pensamiento ético agustiniano, después del envejecido J. Mausbach. Die Ethik des hl. A.. 2 Vv., Friburgo de B. 1909).-Bernard R„ La formule «Zen to Theó» dans le Pasteur d'Hermas en «RSR», 46 (1958), 379-407.-Bernard R., L'image de Dieu d'aprés saint Athanase, París 1952 (el tema es fundamental en el discurso ético patrístico. como hemos apuntado en el desarrollo de nuestro ensayo).—Bourgeault G.. Décaíogue et Morale chrétienne, París-Tournai Notas.—i1) Cf G. Bourgeault, Décaíogue et mo- 1971 (estudia el puesto que ocupa el decálogo en la moral patrística hasta Clemente róle chrétienne, París-Tournai 1971, 25-75.— de A.).—id. La specificité de la morale chrétienne i2) Como ha demostrado G. Bourgeault. o. c.

H i s t o r i a ( d e la t e o l o g í a m o r a l ) selon les Peres de deux premiers siécles, en «SE», 2 3 (1971), 137-152 (exposición sintética de la obra precedente).— Berronard F. M., Servitude de la loi et liberté de l'Évangile chez saint Irénée, en «LumV», 61 (1963).-Brabant 0., he Christ centre et source de ¡a vie morale chez saint Auaustin, Gembloux 1971 (estudio limitado a las Enarrationes in Psalmos).— Brandt Th., Tertullians Ethik, Gütersloh 1929 (obra actualmente superada en varios puntos).— Caffarra C , La legge naturale in Tertulliano, Lattanzio e S. Girolamo, en La legge naturale, Bolonia 1970. 6 1 - 1 0 0 . - C a m p m a n y J., Miles Christi en la espiritualidad de san Cipriano, Barcelona 1956 (en torno al problema de la vida cristiana como milicia cristiana, se entabló, especialmente en la patrística africana, un amplio discurso). —Charnay L. J., Saint Jean Chrisostome moraliste, Lyon 1969 (única obra dedicada a la exposición completa del pensamiento ético de este gran obispo).—Christoph P., Cassien et Césaire, prédicateurs de la morale chrétienne, Gembloux 1969 (obra en que se pretende individuar u n importante filón del discurso ético cristiano —el monástico—, analizando sus primeros influjos también en sectores extramonásticos).—Courcelle P., L'humanisme chrétien de saint Ambroise, en «Orpheus», 9 (1962), 2 1 - 3 4 . - C o u r e a u M„ Le Christ, chemin et terme de Yascension spirituelle d'aprés saint Augustin, en «RSR», 4 0 (1952), 80-89.-Couturier C , La structure métaphisique de Yhomme d'aprés saint Augustin, en «Augustinus Magister», 1 (1954), 543-550.-Id, Structure métaphisique de YHre creé d'aprés saint Augustin, en «Recherches de philosophie», 1 (1955), 57-84 (éste y el estudio anterior, aun no tratando directamente del problema ético, constituyen dos óptimas síntesis para el horizonte metafísico en que Agustín sitúa a aquél).— Daniélou J., La catéchése aux premiers siécles, París 1 9 6 8 . - I d , Platonisme et théologie mystique, doctrine spirituelle de saint Grégoire de Nysse, París 1954 (estudia directamente la doctrina mística, que, no obstante, constituye el planteo de su teología moral, si es posible que estas distinciones tengan algún sentido en los Padres).— Deman Th., Le «De officiis» de St. Ambroise dans Yhistoire de ¡a théologie morale, en «RSPhT», 37 (1953), 409-424 (trata de delinear, brevemente, el influio de una de las obras más célebres de la ética patrística).-Dodd C. H., Gospel and Law. The relation of Faith and Ethics in early Christianity, Cambridge 1951.—Heitm a n n A., Imitatio Dei: die ethische Nachahmung Gottes nach der Váterlehre der zwei ersten Jahrhunderte, Roma 1 9 4 0 . - H o e r m a n n K., Leben in Christus: Zusammenhánge zwischen Dogma und Sitte bei den Apostolischen Vátern, Viena 1 9 5 2 . - H o l H., Conscienüa och iex in corde scripta enligt Augustinus, en «Svensk teologisch. Qvartalsskrift», 40 (1964), 183-195.Holte R., Béatitude et Sagesse. St. Augustin et le probléme de la fin de Yhomme dans la philosophie ancienne, París 1962.—Inamichi T., Die Notízen von der Metamorphose der Klassischen Ethik bei den griechischen Kirchenvatern, St. Moral, V, Roma 1968. 499-5()7.-Karpp H., Probléme altchristiicher Anthropoíogie. Biblische Anthropologie und philosophísche Psychologie bei den Kirchenvatern des dritten Jahrhunderts, Gütersloh 1950.—Klein J., Tertullians christliches Be-

452 wusstsein und sittiichen Forderungen, Dusseldorf 1940.-La Peza E. de, El significado de Cor en san Agustín, París 1962.—Liebaert J., Les enseignements moraux des Peres Apostoliques, Gembloux 1970 (hasta hoy, la única obra dedicada explícitamente a una exposición completa de la ética de los padres apostólicos).-Lortz ]., Tertullian ais Apologet. Münster 1 9 2 7 . - M a r r o u H. I.. Morale et spiritualité chrétienne dans le Pedagogue de Clement d'A., en StPatr. (TU), II. Berlín 1957, 538-546.-Murphy P. X.. Antecedentes para una historia del pensamiento moral patrístico, en Estudios sobre historia de la moral, Perpetuo Socorro, Madrid 1969.—Id, Moral Teaching in the primitive Church, Nueva York 1948.-Id. The Foundations of Tertullian's Moral teaching, en Thomistica morum principia, II. Roma 1960, 95ss.—Orbe A., Antropología de san Ireneo, Católica, Madrid 1969 (la obra de este eminente patrólogo es de importancia fundamental para tener una visión de conjunto de la antropología de Ireneo, necesaria para comprender su pensamiento ético).—Id, La definición del hombre en la teología del s. II, en «Greg.» 48 (1967), 522-576.-Plangnieux J., La doctrine moral de saint Irénée, en «RSR», 44 (1970), 179-189.-Preiss Th., La mystique de Yimitation du Christ et de Yunité chez ignace d'Antioche, en «RHPR», 18 (1938), 197-241 (el discurso ético de san Ignacio se vertebra sobre estas dos posiciones fundamentales).-Prescure V., La doctrine moral des Peres apostoliques, en «Studia Theologica», 15 (1963). 5 4 1 - 5 5 4 . Ruether Th., Die Sittliche Porderung der Apatheia in den beiden ersten christlichen Jarhhunderten und bei Klemens von A., Friburgo 1949,-Richardson W., The basis of Ethics: Crisippus and Clemens of A., en StPatr. (TU), IX. Berlín 1966, 87-97.-Rothlisberger R , Kirche und Sinai. Die Zehn Gebote in der christlichen Unterweisung, Zürich-Estocarda | 9 6 5 (sobre todo, c. 1 1 , 43ss).-Schewe B.. L'ascése monastique de st. Basile, en «RSR». 23 (1949), 3 3 3 - 3 4 2 . - S p a n n e u t M., Le stoicisme des Peres, París 1 9 5 7 . - I d , Tertulíien et les premiers moralistes africains. Tertulíien, st. Cyprien, Arnobe, Lactance, Gembloux 1 9 6 9 . Stelzenberger J.. Die Beziehung der frühchristlichen Sittenlehre zur Ethik des Stoa, Munich 1933,-Tinsley E., The «Imitatio Christi» in the Mysticism of st. Ignatius of A., en STPatr. (TU), II, Berlín 1957, 5 3 3 - 5 6 0 . - T o t t e m R., Chantas and the Ascent Motif in the exegeticai Works of st. Ambrose, en STPatr. (TU), VIH, Berlín 1968. 442-448.-Vólker W., Der wahre Gnostiker nach Gnostiker nach Clemens Alexandrinus (TU 57), Berlín-Leipzig 1 9 5 2 , - W a g n e r F., Die Sittlichkeit in der hi. Schrift und in der altchristlichen Ethik, Münster I 9 3 1 . - W a s s e l y n c k R., L'influence des «Moralia in Job» de st. Grégoire le Grand sur la théologie morale entre le Vil et le XII siécle, Lille 1 9 5 6 . - I d , La préseme des Moralia de st. Grégoire le Grande dans les ouvrages de moral du XII siécle, en «RThAM», 35 (1968), 197-240 (son los dos estudios más completos sobre este interesante punto de la historia de la moral cristiana). - Y a m a m u r a K., The meaning of the ethics of Greek Fathers, Gregory of Nyssa and Chrisostome, en «St. Med. Thought», 7 (1965), 1-18. o Moral medieval: Sobre este período podemos disponer de dos obras generales que siguen siendo hoy los dos

453 estudios fundamentales de la moral medieval. Helas aquí: Lotting O., Psychologie et morale aux XII et XIII siécles, 5 tomos en 7 vv„ Lovaina-Gembloux 1 9 4 2 - 1 9 5 9 . - W a g n e r F., Der Sittlichkeitsbegriff in der christlichen Ethik des mittelalters, Münster 1 9 3 6 . - C h e n u M. D., La théologie au douziéme siécle, París 1957.— Id, La théologie au treziéme siécle, París 1969.— Cotta S., II concetto di lege nella Summa theol. di S. Tommaso d'A.,Turín 1955.-Delhaye Ph., Le probléme de la coscience morale chez st. Bernard etudié dans ses sources, Namur 1957 (es la obra principal sobre este capítulo importante de historia de la teología moral). Garveus A., Die Grundlagen der Ethik von Ockham, en «FranzStud.», (1934), 234-273; 360-408.—Hommcl F.. /Vosee teipsum. Die Ethik des Peter Abalard, Wiesbaden 1948 (sigue siendo el estudio más completo).—Hamelin A. M., Pour Yhistoire de la théologie morale. L'école franciscaine des debuts á Yoccamisme, LovainaMontreaí 1961,-Hippel (von) E., Die Rechtslehre Alberts des G.. en «Neue Ordn.», (1953), 325-341.-Jaffa H. V.. Thomism and Aristotelism. A study of the Commentary by Thomas of A. on the Nicomachean Ethics, Chicago 1952 (muy crítico).-Lagarde (de) G., La naissance de Yésprit laique au déclin du moyen age, V-VI, Occam, la moral et le droit, París 1 9 4 6 . Legouillon M. 1„ La morale de st. Thomas, en «VSpirS», 1 7 ( 1 9 5 1 ) , 171-184.-Maisonneuve H„ La morale chrétienne d'aprés ¡es Conciles de X et XI siécles, en «Anal. Mediev. Namurcensia», 15, Lovaina 1963.—Mausbach J., Thomas von Aquin ais Meister der christlichen Sittenlehre, Munich 1925 (expone tanto el pensamiento filosófico como el teológico).— Nólkensmeier Ch., Ethische Grundlagen bei Bonaventura, Leipzig 1932.—Pouchet R., La rectitudo chez st. Anselme. Un itinéraire augustinien de l'ñme a Dieu, París 1964.-Sertillanges A. D., La philosophie morale de st. Thomas d'Aquin, París 1946.—Vereecke L., L'obügation morale selon G. d'Ockam, en «VSpS», 45 (1958), 1 2 3 - 1 4 3 . Veuthey L., La filosofía cristiana di san Bonaventura, Roma 1971 (con bibl. muy actualizada).—Wittmann, Die Ethik des hl. Thomas von Aquin, Munich 1933 (reed. Frankfurt 1 9 6 3 : obra de gran interés y valor para conocer la ética tomista expuesta tanto de forma genética como sistemática), a Moral postridentina: Carecemos todavía de obras que presenten de forma completa todo el pensamiento teológico-moral de este período. Un capítulo que la historiografía prefería era la cuestión de los sistemas morales; hoy los intereses se han ampliado. Para dicha cuestión, sin embargo, se puede consultar la voz Sistemas morales. Bérubé G., Saint Alphonse, moralista actuel?, en «Revue de l'Université d'Ottawa», 27 (1957), 65-98 (expone el método y el espíritu general).—Carro V., De Pedro Soto a Domingo Bóñez, en «Ciencia Tomista». 37 (1928), 145178.-Ceriani G., La Compagnia di Gesú e la teología morale, en «ScCatt», 69 (1941), 4 6 3 475.—Háring B.-Vereecke L„ La théologie morale de Saint Thomas et Saint Alphonse de Liguori, en «NRTh», 77 (1955), 673-692 (exposición concisa, pero muy buena).—Moore E., La moral en el siglo XVI y primera mitad del XVII. Ensayo de síntesis histórica y estudio de algunos autores. Granada 1956.— Theiner J,, Die Ent-

H i s t o r i a ( d e la t e o l o g í a m o r a l ) wicklung der Moraltheologie zur eigenstándigen Disziplin, Ratisbona 1970 (la obra más importante y más completa de la historia de la teología moral de este período; obra fundament á i s - T e o d o r o del SS. Sacramento, El curso moral Salmanticense. Estudio histórico y valoración crítica. Salamanca 1968 (examen de u n a de las más importantes obras de teología moral postridentina).—Vereecke L., Introducción a la historia de la teología moral moderna, en Estudios sobre historia de la Moral, Perpetuo Socorro, Madrid 1969, 63-160.-Id, Le concile de Trente et Yenseignement de la Théologie morale, en «Divinitas», 5 (1961), 361-374. D Moral del siglo XIX: Dada la limitación de nuestro espacio, no hemos podido estudiar en el artículo el paso del s. xvra al xix. Existen en Alemania dos figuras de teólogos moralistas emblemáticos: S. Mutschelle (1749-1800); J. Geihutter (1763-1805) para cuyo estudio y bibliografía correspondiente remitimos a G. AngeÜni y A. Valsecchi, o. c— Annuer J., Christliche Lebensgestaltung nach der Ethik J. M, Sailer, Dusseldorf 1941.—Capone D., La morale dei moralisti, en «Sem», 2 3 (1971), 649-652 (estudia la presencia de san Alfonso en el s. x i x ) . Diebolt J., La théologie morale catholique en Allemagne au temps du philosophisme et de la restauration, 1750-1780, Estrasburgo 1 9 2 6 . Exeler A., Eine Frohbotschaft von christlichen Leben, Friburgo 1969 (estudia a Hirscher).Fischer G.. /. M. Sailer und I. Kant, Friburgo 1953.-Hadrossek P., Die Bedeutung der Systemgedankens für die Moraltheologie im Deutschland seit der Thomasrenaissance. Munich 1950.—Müller H. 1., Die ganze Bekehrung. Das zentrale Anliegen des Theologen und Seelsorgers }. M. Sailer, Salzburgo 1 9 5 6 . - W e b e r H., Sakrament und Sittlichkeit. Eine Moraltheologische Untersuchung zur Bedeutung der Sakramente in der deutschen Moraltheologie der ersten Halfte des 19 Jahrhunderts, Ratisbona 1966 (es la obra más completa hasta hoy, en lo que atañe a la teología moral del s. xix; abarca de Sailer a Jocham, comprendidos los teólogos menores).—Xeilner ]., Gottselige Innigkeit. Die Grundhaltung der religiósen Seele nach J. M. Sailer, Ratisbona 1949. D Moral del siglo XX: La síntesis más amplia y completa es la de Ziegler J. G., Théologie moral, en Hilan de la théologie du XX siécle, II, Tournai-París 1970, 520-568 (vers. cast. en preparación: La teología en el s. XX; han aparecido ya dos volúmenes).— Ermecke G.. Der katholische Moraltheologie im Wandel der Gegenwart, en «ThGl», 53 (1963), 348-336.-Ford C. ].-KeIly G.. Problemas de teología moral contemporánea, Sal Terrae, Santander 1966.—Hirschbrich E., Die Entwicklung der Moraltheologie im deutschen Sprachgebiet seit der Jahrhundertwende, Klosterneuberg 1959 (limitado sólo a la teología moral alemana; pero en esta área es donde, desde el siglo pasado, florecen los mejores estudios teológico-morales).—Recherches Actuelles Col I. Le point théologique, v. 1, París 1971 (la parte que se refiere a la teología moral es de R. Simón).—Thils G., Tendences actuelles en théologie morale, Gembloux 1940.— Vermeersch A.. Soixante ans de théologie morale, en «NRTh», 56 (1929), 863-884. La bibl. sobre los principales problemas teológico-morales hoy discutidos, puede encon-

454

Homosexualidad trarse en tos respectivos artículos a ellos dedicados.

HOMOSEXUALIDAD La moral no puede tratar con realismo la sexualidad h u m a n a sin prestar atención también a sus formas desviadas y pervertidas. De ahí que nos ocupemos ahora, como ejemplo y en vista de la importancia particular asumida por este fenómeno, de la homosexualidad : no sólo de la masculina (uranismo sodomía), sino también de la femenina (lesbismo, safismo, tribadismo). La homosexualidad se halla muy difundida en todas las culturas decadentes y, en particular, en la actual sociedad permisiva o tolerante. Ha habido, empero, siempre u n porcentaje, aunque mínimo, de personas que, contra su voluntad, han tenido que soportar tendencias homosexuales más o menos irreversibles. Bien conscientes de que subsisten enormes diferencias entre u n a y otra cultura y entre las diversas clases sociales, podemos aventurar que aproximadamente el cuatro por ciento de la población pertenece al grupo de tendencias homosexuales. Existe, sin embargo, un número mucho mayor de personas que, en ciertos momentos de su vida, descubren tendencias o tienen experiencias de tipo homosexual. Ya en la antigüedad se dio, por parte de grupos o filósofos misóginos o androcéntricos, u n a exaltación de la homofilia como forma de amistad superior a la del matrimonio, amistad entre hombre y mujer. La historia nos informa que la frecuencia del fenómeno se halla en estrecha dependencia con el tipo de cultura y las ideologías. En la mayor parte de las naciones europeas, la homosexualidad se castigaba severamente como u n crimen y se consideraba peligrosa para la sociedad. En general, la homosexualidad femenina no ha sido perseguida como u n crimen o, al menos, no se le h a n infligido penas tan duras como las previstas para la masculina. No está demostrado que el cristianismo sea responsable de la extrema severidad empleada por la sociedad respecto a los homosexuales de todo género. Sólo a partir de los albores de nuestro siglo se h a abierto camino u n a mayor comprensión hacia ellos, en razón de que la ciencia nos permite establecer distinciones más exactas.

I.

Distinciones necesarias

Ante todo es preciso distinguir claramente entre tendencias homosexuales y comportamiento de tipo homosexual. Hemos de tener siempre presente esta distinción al ocuparnos de emitir un juicio moral o de normas morales. Las tendencias homosexuales, sobre todo si son de carácter irreversible, no están sujetas en cuanto tendencias a u n juicio de índole moral. El problema moral, no obstante, revierte sobre su eventual profilaxis al par que sobre la posibilidad y obligatoriedad de su terapia. Del mismo modo hay que señalar otra distinción entre la homofilia, vale decir amistad entre homosexuales- sin abierta homosexualidad, y la homofilia que persigue la satisfacción sexual genital. Es claro que existen muchas formas intermedias, por ejemplo: la amistad en que prevalece la sublimación o la abstinencia, pero que, excepcionalmente, cae en comportamiento homosexual, o la relación en que predomina el interés por el trato homosexual genital junto a la actitud narcisista que busca en el otro sólo o casi exclusivamente el objeto de u n a avidez de posesión. Surge también u n a cuestión terminológica importante: ¿debemos llamar homosexuales también a quienes descubren en sí u n a tendencia homosexual más o menos irreversible, aun en el caso de que se prohiban u n comportamiento abiertamente homosexual? Igualmente hay que destacar la distinción entre homosexualidad primaria o irreversible y la bisexualidad. Al hablar de homosexualidad irreversible no pretendemos afirmar que lo seguirá siendo en el futuro. Intentamos sólo aseverar que. en las circunstancias actuales, al no conocer todas sus causas, no hay a nuestra disposición terapias que permitan la reversibilidad de tales tendencias. El término bisexualidad indica u n a estructura ambivalente de la sexualidad, con tendencias tanto homosexuales como heterosexuales; según que prevalezcan éstas o aquéllas, se pueden determinar muchísimas formas mixtas. La prevalencia puede variar a lo largo de los diversos períodos de la vida, llegando incluso a la fijación de u n a o de otra forma de sexualidad. Una particular forma de homosexualidad es la pederastía: amor erótico de varones adultos hacia impúberes o ado-

455 lescentes. La pederastía patente que abusa de los muchachos resulta particularmente nociva, porque puede hacer que se exteriorice u n a tendencia latente o ambivalente de homosexualidad en los niños o en los adolescentes. Extremadamente antisocial es el comportamiento de los homosexuales que encuentran placer sólo en las relaciones con personas adultas o impúberes que no h a n tenido experiencias precedentes, procurando despertar en ellos todo potencial sentimiento homosexual 1 . Existe gran diferencia entre los homosexuales que poseen u n equilibrio psíquico más o menos normal y los que. por el contrario, sufren además diferentes psicopatías o neurosis. Los casos en que la neurosis se asocia a la estructura homosexual son muy frecuentes. Un caso aparte lo constituye la prostitución homosexual tanto de hombres como de mujeres. Con frecuencia, los que ejercen la prostitución no pertenecen al grupo de la homosexualidad primaria o irreversible y, a veces, ni siquiera son bisexuales. La prostitución puede, no obstante, reforzar tendencias de suyo débiles, de modo que la heterosexualidad pase, a la larga, a ocupar u n a posición subordinada. Digamos también que de la homosexualidad persistente se diferencia la episódica. Esta puede ser accidental (durante la adolescencia sin que luego perdure) o incidental o sustitutiva (difundida entre marinos o jóvenes que durante años viven en colegios en los que sólo tienen contactos con personas del mismo sexo). Estas distinciones son necesarias lo mismo para el conocimiento científico del fenómeno que para la formulación de u n a tipología de normas morales para cada u n a de las categorías indicadas. Pueden ser útiles especialmente para liberar a personas turbadas por la fobia de ser homosexuales y que se autocrean una pseudohomosexualidad. En algunos casos, esta ansiedad fóbica se encuentra muy extendida, sobre todo cuando se da un control obsesivo. Numerosos neuróticos, atormentados por el miedo de tener estigmas homosexuales, viven obsesionados y se controlan continuamente a la búsqueda de signos reveladores en el cuerpo y en las actitudes. Con frecuencia, la fobia se inicia a raíz de u n a observación imprudente hecha por u n amigo o un familiar 2 . Este tipo de ansiedad, lejos de preservar

Homosexualidad de la homosexualidad, puede producir u n a serie de desórdenes neuróticos y sexuales. Por tanto, los médicos y los amigos deben prestar mucha atención a no emplear ciertos términos, controles y tests, para evitar que surjan temores irracionales. A fin de disipar estas fobias, hemos de insistir en lo que tantos estudios h a n probado: no todos los hombres ginecomorfos («afeminados») o las m u j e r e s a n d r o m o ^ f a s («masculinas») son homosexuales o, en todo caso, no se caracterizan por tales tendencias. En otras palabras, ni el masculinismo de la mujer ni el feminismo del varón coinciden con el comportamiento homosexual y ni siquiera con las tendencias enraizadas de este tipo. Parece, sin embargo, que al varón afeminado, si es homosexual, no se le puede curar fácilmente. II.

Las causas

Para estar en situación de valorar la posibilidad y el deber de profilaxis y de terapia es muy importante estudiar las causas de la homosexualidad. A este respecto contamos con u n a bibliografía bastante copiosa. Las teorías somáticas que buscan la causa de la homosexualidad en los genes no permiten u n a verificación cierta. No se puede, por otra parte, negar que síndromes intersexuales debidos a anormalidades cromosómicas se identifican, a veces, con tendencias homosexuales irreversibles. De todas formas no está probado que esta identificación se verifique siempre y de manera automática. Lo que se ha dicho en torno al feminismo del varón y el masculinismo de la mujer lésbica resulta válido también en este sector. Pueden subsistir síndromes intersexuales sin que se dé por ello u n a determinación homosexual. De todos modos, los casos de comprobación de la causa somática son más bien raros 3 . Tanto para las tendencias homosexuales como para el comportamiento homónimo, puede afirmarse que no se trata de u n a condición pertinente sólo al cuerpo, sino, y primariamente, a la misma personalidad. De ordinario, no es la tendencia homosexual la que causa disturbios a nivel de estructura personal; es la estructura personal desviada la que provoca y ahonda las tendencias, frecuentemente al unísono con diversas neurosis.

456

Homosexualidad F.l fenómeno de la homosexualidad es, en su conjunto, el resultado de los condicionamientos culturales y no de las diferencias sexuales de orden biológico. Entre los estímulos hay que señalar la sociedad permisiva, el reclamo insistente de todo tipo de experiencias sexuales, la vida productiva y el tiempo libre despersonafizantes, y, sobre todo; el influjo negativo del ambiente familiar. Influencias educativas de carácter negativo son la actitud posesiva de la madre o del padre y la relación entre ambos" tan tensa o crispada que haga aparecer la relación heterosexual como algo angustiante y nocivo. A todo esto, en no pocas ocasiones, se asocia u n a educación sexual equivocada, que presenta al otro sexo, en primer lugar, como u n peligro. Estas interdependencias las ha investigado el psicoanálisis y la psicoterapia. Resulta, pues, comprensible el hecho de que muchos psicoanalistas prolongan la tesis o, al menos, la hipótesis de que la actitud preferencial de tipo homosexual haya siempre que asociarla a temores inconscientes respecto a las relaciones heterosexuales". Los actos homosexuales esporádicos, realizados durante la adolescencia, no denotan ninguna heredad o tendencia anormal y, en la mayor parte de los casos, no conducen a la fijación en el propio sexo. Frecuentemente no son más que u n a curiosidad explorativa malsana. Pero la prolongación de semejante comportamiento puede desembocar en la afirmación de u n a cierta ambivalencia de la sexualidad que, de lo contrario, se hubiera superado fácilmente. Sobre todo la seducción de los adolescentes puede provocar u n a fijación homosexual, cuando existe u n a predisposición latente; de manera especial, si los jóvenes son inducidos con frecuencia a dicho comportamiento por personas de las que dependen en el plano educativo. Es precisamente éste el motivo que induce a los legisladores modernos a defender a la juventud de la corrupción desencadenada por los adultos, dictando, contra los seductores, severas sanciones. Habida cuenta de que se juzga muy elevado el porcentaje de los homosexuales latentes o ambivalentes (algunos indican hasta el veinte por ciento de los varones y alrededor del diez-veinte por ciento de las mujeres), resulta evidente la importancia que reviste la protección de la juventud.

III.

La homosexualidad ¿es u n a enfermedad?

Junto a los extremistas que glorifican la homosexualidad o. al menos, la ambivalencia sexual como cualidad distintiva, hay numerosos estudios que, si bien no la consideran comprendida en el ámbito de la normalidad sexual, excluyen, empero, que sea posible clasificarla entre las anomalías o perversiones. Al partir nosotros de u n a perspectiva global del concepto de salud y de normalidad, nos sentimos inclinados a sostener que la fijación homosexual ha de considerarse como u n a situación anormal que es preciso curar en la medida que sea posible. La homosexualidad, y cualquier otra aberración sexual, que impida a la persona conseguir su plenitud en el amor matrimonial o en u n a vida célibe equilibrada, constituye u n a grave remora y u n obstáculo para el desarrollo y alegría normales. El solo hecho de que algún homosexual quiera seguir siéndolo no prueba que, en su caso, no se pueda hablar de enfermedad, pues son numerosos los enfermos que no piden que se les cure. Por otro lado, tenemos que distinguir entre los homosexuales que h a n logrado u n cierto equilibrio psicodinámico y aceptan su situación sin perturbaciones de carácter psicópata o neurótico y los que, por el contrario, además de las tendencias y el comportamiento homosexual, están afectados por una neurosis. Distinguimos netamente estos casos en que la conducta homosexual pudiera ser superada mediante u n auténtico esfuerzo moral y u n a conversión más profunda y convencida al amor de Dios y del prójimo, de los demás, bastante numerosos, que exigen absolutamente asistencia médica y psicoterapéutica adecuada. El sufrimiento y la soledad de tantos homosexuales no son sólo consecuencia de las discriminaciones operadas por la sociedad. De por si es ya u n a cosa grave el estar privados de la estabilidad y del afecto normal del matrimonio y de la familia. IV.

Doctrina de la Sagrada Escritura

El magisterio de la Iglesia y la praxis pastoral se han apoyado siempre en la enseñanza de la Sagrada Escritura por lo que concierne a la homosexualidad. Los textos de la Biblia son numerosos. Una primera serie trata la homosexualidad como parte de la historia

457 del pecado y de la alienación creciente: sobre todo Gen 9.20-27; 19,1-29 (habla del pecado de los sodomitas: de ahí el uso frecuente de definirlo como «sodomía») y Jue 19.22-30. Otra serie de textos condena, en primer lugar, la sacralización pagana de la prostitución varonil, ocupándose, pues, de la homosexualidad ejercida en los lugares sagrados durante los cultos orgiásticos (cfDt 2 3 , 1 8 - 1 9 ; 1 Re 14,24; Job 36.14). El libro del Levítico condena no sólo la prostitución sagrada, sino también toda forma de homosexualidad desde u n a perspectiva ética (cf Lev 18,22) y conmina la pena más grave a quienes la practican: «Si uno se acuesta con otro como se hace con mujer, ambos hacen cosa abominable y serán castigados con la muerte; caiga sobre ellos su sangre» (Lev 20,13). En el NT hay varios pasajes que se refieren a! castigo del pecado de Sodom a ( c f Mt 1 0 , 1 5 : 11,23-24; Le 10,12; 2 7 , 2 9 ; 2 Pe 2,6-8; Jds 6-7). La expresión «perros», que se encuentra en Ap 22,15, alude muy probablemente a la homosexualidad, porque ya en el AT a los homosexuales, especialmente en el caso de la prostitución sagrada, se los denominaba así. 1 Cor 6,9-10 enumera la sodomía entre los pecados que excluyen del reino de Dios, y 1 Tim 1,8-11 la reprueba entre los vicios que se oponen «a la sana doctrina». El texto más clásico de condenación de la sodomía, o sea de la homosexualidad, es Rom 1,18-32. Reprueba igualmente tanto la forma masculina como la femenina. Desde luego no se trata directamente de emitir un juicio sobre u n a persona individual. El punto de partida paulino se sitúa en la misma línea de la mayor parte de los textos veterotestamentarios, es decir, en la del análisis de la historia del pecado como alienación de Dios. Contempla el pecado en cuanto que se encarna en u n a cultura pervertida y en u n ambiente totalmente alienado. El juicio del Apóstol arremete en especial contra los ambientes que no sólo practican, sino que incluso exaltan la homosexualidad: «Trocaron la verdad de Dios por la mentira». La causa más profunda de todos estos desórdenes, que encuentran su expresión paradigmática en las perversiones sexuales, es el rechazo de honrar a Dios, a la que sigue el de respetar y honrar al hombre cual imagen de Dios. «Por lo cual los entregó Dios

Homosexualidad a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural en uso contra naturaleza; e igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío» (Rom 1,26-27). Los diversos textos, tomados en su conjunto, dan testimonio de la lucha entablada primero por el pueblo israelita y después por la Iglesia apostólica contra las tendencias paganas, que pretendían justificar el comportamiento homosexual. Actualmente hay tendencias entre autores católicos e incluso con el aval de algún moralista extremista que desearían marginar todos estos textos bíblicos, por considerarlos basados en u n a determinada cultura y sobre el falso supuesto de que el homosexual podría comportarse como heterosexual 5 . Por u n a parte, es verdad que los autores sagrados no podían conocer todas las diferentes distinciones que a nosotros nos h a n hecho accesibles las ciencias modernas. Por otra parte, empero, hemos de decir que los textos bíblicos no intentan emitir u n juicio sobre las personas individuales, sino más bien sobre el fenómeno moral correspondiente, desde la perspectiva de la soli J daridad de perdición y de salvación. El resultado de los mejores estudios contemporáneos, que demuestra la etiología prevalentemente ambiental y educativa del fenómeno homosexual, confirma la línea sustancial de la visión bíblica. La homosexualidad tan extendida viene a ser u n a llamada no sólo a la conversión individual, sino también, y sobre todo, a la renovación de la sociedad entera y de la cultura y a la terapia y profilaxis sociales. Esto no excluye, sino más bien incluye, la responsabilidad personal en correlación con eí grado de libertad existente. La tradición católica h a permanecido siempre fiel a la enseñanza bíblica. Quizá cabe admitir que no siempre se ha visto tan claramente como en la Biblia la responsabilidad social. A título de ejemplo, sobre el modo usado por los vanguardistas liberales para tratar de justificar su postura, argumentando también a partir de la tradición, citaremos a H. van de Spijker 6 , pues vale la pena denunciar la falsedad de su razonamiento: «Tomás habla una vez de la relación homosexual que,

Homosexualidad

458

no obstante ir contra la naturaleza genérica del hombre, deviene ocasionalmente natural para el individuo concreto a causa de la desviación que en la naturaleza del mismo existe. Aquí se manifiesta que tanto la naturaleza metafísica genérica, considerada como inmutable, cuanto la naturaleza concreta de la persona resultan normativas. Si esto se aplica al fenómeno de la homotropía (u homosexualidad) en sentido de santo Tomás, significa que las relaciones homosexuales de los homófilos no corresponden al orden del creador, es decir, de la naturaleza h u m a n a genérica y van, por ende, contra la naturaleza; pero corresponden a la naturaleza concreta del homótropo o del homófilo y, por consiguiente, son naturales» 7 . El texto citado de santo Tomás se encuentra en la Summa Theologiae, l-2ae, q. 31, a. 7. El Aquinate habla sólo de la delectatio (placer) y aduce ejemplarmente dos hechos similares: «Sicut propter consuetudinem aliqui delectantur in comedendo nomines vel in coitu bestiarum aut masculorum» (de la misma manera que, por la costumbre, algunos se deleitan comiendo carne h u m a n a o copulando con animales o varones). Indudablemente santo Tomás no quería afirmar que la naturaleza concreta del homófago fuera para él u n a naturaleza concreta normativa. El habla explícitamente de u n a situación en la que el hombre no obedece a la razón. La argumentación completa con el texto del Angélico sólo tendría sentido en el caso de que la regla suprema, para la persona individual, fuese el placer. Entonces, sin embargo, habría que propugnar respecto a la antropofagia el mismo derecho natural con que se pretende justificar el bestialismo y la homosexualidad.

en la plena aceptación y autorrealización del homosexual 9 . Otros rechazan todo esfuerzo terapéutico en relación al fenómeno homosexual, porque esperan que la total revolución sexual pueda, en cierto modo, inserirse en el ámbito de la lucha de clases, convirtiéndose así en algo bueno y deseable 10 . De acuerdo con nuestra convicción, que se apoya en numerosos trabajos de psicoterapeutas, existe u n amplio margen de posibilidades de que la terapia obtenga buenos resultados. En primer lugar, frecuentemente es posible curar la neurosis que se asocia a la homosexualidad hasta el punto de que entonces se controlan con mayor facilidad las tendencias relativas. Muchas formas de homosexualidad son más o menos ambivalentes: la psicoterapia puede hacer que prevalezca la tendencia heterosexual. A los que se encuentran sinceramente turbados por sus tendencias anormales y quieren verse curados, se los puede ayudar. Con frecuencia, sin embargo, se h a menester u n a terapia prolongada y cuidadosa.

V.

Sin recurrir a u n psicoanálisis prolongado y completo, algunos casos pueden resolverse con métodos anamnésticos más simples, al menos con la probabilidad de que la homosexualidad se reduzca a u n a forma más o menos latente, al ofrecer la capacidad de relaciones heterosexuales satisfactorias. La transformación de u n homosexual manifiesto en uno latente constituye en verdad u n éxito terapéutico 1 2 . Más urgente y prometedora que la terapia es la profilaxis. Nos referimos a la tarea enorme de preparar mejor al matrimonio y, sobre todo, a los. futuros padres para que puedan impartir a sus

Terapia y profilaxis

Podemos afirmar rotundamente con E. Gius: «El capítulo de la terapia de la homosexualidad es uno de los más desoladores» 8 . La inmensa mayoría de los estudios se interesa más del fenómeno en sí que de su eventual terapia. Desolador resulta sobre todo el hecho de que varios autores osan afirmar categóricamente que no se debería intentar cambiar las tendencias homosexuales. Gran parte de la escuela psicoanalítica freudiana persigue no el cambio de las tendencias y comportamiento homosexuales, sino el equilibrio psicodinámico

Es verdad que, en muchos casos, no es posible la curación, ante todo porque el homosexual no desea verdaderamente el cambio de sus tendencias y de su comportamiento y, además, porque no puede liberarse de su ambiente, del círculo homosexual. Muchos casos continúan siendo en la actualidad irreversibles en razón de la ineficacia de los medios terapéuticos. A pesar de todo, no debemos infravalorar los nuevos éxitos de la terapia. «Tanto Bieber como Cappon y también Albert Ellis hablan de u n elevado porcentaje de homosexuales curados, que han pasado de u n a homosexualidad completa a u n a heterosexualidad también completa» 1 1 .

Homosexualidad

459 hijos u n a educación sexual completa que se integre en aquella otra más vasta relativa a la madurez y al equilibrio psíquico. Los padres que se percatan de tendencias homosexuales en sus hijos adolescentes no deben adoptar actitudes alarmistas. Y especialmente jamás h a n de provocar temores conscientes o inconscientes en relación con el otro sexo. Hay que advertir a los jóvenes que el deseo de novedad y artificiosidad en el campo sexual puede conducir, con frecuencia, a la inversión. La educación sexual tendrá éxito sólo si se integra en el contexto de la educación para la madurez y la responsabilidad. VI.

Normas morales y pastorales

sexual. Es deseable, desde luego, que el homosexual que, a pesar de sus esfuerzos morales, a veces cae, acceda con conciencia serena a la presencia del Señor misericordioso; pero otra cosa muy diferente es la conciencia farisaica o la renuncia a la ascesis por causa de u n a autojustificación perezosa y soberbia. La exaltación de los presuntos valores del comportamiento homosexual es también contraria a la experiencia 13 . La promiscuidad homosexual puede brindar u n placer momentáneo, pero no puede hacer felices a las personas. «El estado de ánimo que incide en esta pesada y atormentada búsqueda se halla dominado por la soledad, los celos, el chantaje y la venganza... alimentada por el sentido de posesión material del otro» 1 4 .

1) Los homosexuales que pueden curar total o parcialmente tienen la obligación de buscar la terapia adecuada, como en cualquier otro caso de enfermedad o de desviación. 2) Incluso en los casos en que la homosexualidad es irreversible, no podemos aprobar u n comportamiento de esta índole. El homosexual tiene el deber de controlarse a sí mismo y sus instintos al igual que la persona heterosexual. No olvidemos, sin embargo, que muchos homosexuales se encuentran en condiciones particularmente difíciles, dado que sus tendencias están ulteriormente agravadas por diversas psicopatías. Si hablamos de u n homosexual con tendencias irreversibles, debemos en primer término acentuar la aceptación de sí mismo y de su sufrimiento al par que la búsqueda del significado de semejante situación; el moralismo fácil y superfluo puede transformarse en grave injusticia en relación con quienes son incapaces de controlar el reclamo homosexual, no obstante su deseo sincero de conseguirlo. La angustia y el complejo de culpabilidad no favorecen nada. El homosexual no ha de polarizar su energía y atención en este único punto. Si su personalidad moral y religiosa crece en todos los sectores en que se siente libre, también adquirirá gradualmente el poder de controlarse mejor. Un homosexual dotado de u n a personalidad muy madura, puede normalmente triunfar en el control de sus tendencias.

4) También el homosexual que no sabe controlar sus tendencias ha menester de comprensión y de amistad. Si es rechazado por su familia y su ambiente, hay gran riesgo de que se inserte en círculos homosexuales, de los que resulta sumamente difícil escapar. Con frecuencia, puede convertirse en «objeto de chantaje por parte de quienes tengan enorme interés en que el sujeto continúe en el grupo» 1 5 . 5) También con relación a los homosexuales hemos de tomar en serio la ley del crecimiento y de la conversión gradual. No pretendemos exaltar la amistad entre dos homosexuales que buscan su recíproca satisfacción genital; pero si uno de ellos pasa de la promiscuidad a la relación con u n a única persona, cabe reconocer en esta situación un progreso. Esto no significa que debamos y podamos permitir al homosexual que se pare ahí. Hemos de distinguir claramente la amistad entre dos homosexuales que se basa sobre ideales comunes y en la que la gratificación de orden sexual es secundaria o se va incluso eliminando gradualmente. Mas si desde el principio se elige conscientemente como amigo o amiga u n a persona homosexual y dispuesta a mantener relaciones sexuales, existe poca esperanza de liberación. Esta será posible mediante la amistad con u n a persona madura que no ceda al deseo de expresiones sexuales de índole genital.

3) La moral y la pastoral católicas se enfrentarán con justo título con todas las corrientes que persiguen la glorificación del comportamiento homo-

6) Al homosexual que quiera casarse, es preciso ayudarle a descubrir el sentido de la heterosexualidad, de la vocación conyugal y paternal, a fin de que pueda encontrarse en grado de

Homosexualidad realizarse en el genuino amor matrimonial. Esto puede darse siempre que la homosexualidad no sea irreversible. En los casos de ambivalencia entre amor homosexual y heterosexual, el matrimonio puede representar u n camino de salvación. No se puede favorecer o alentar el matrimonio de homosexuales en el caso de homosexualidad unilateral, pero tampoco es posible prohibirlo en todos los casos: si media verdadero amor de amistad y el partner se encuentra debidamente informado, el matrimonio puede resultar u n éxito, a pesar de que no conduzca a la armonía y satisfacción sexuales. Mas no se debe hablar de matrimonio infeliz, puesto que todo matrimonio es feliz sólo en parte. Ahora bien, en el supuesto de la homotropía u homosexualidad primaria, no hay que forjarse demasiadas ilusiones acerca de la posibilidad de cambio de las tendencias homosexuales.

VII.

El celibato es posible

Toda la tradición y la doctrina cristiana sobre la castidad tienen como fundamento la santidad del matrimonio y la posible vocación al celibato. No se cuestionará la doctrina tradicional que considera legítima la expresión genital de la sexualidad sólo en el matrimonio, si se conoce plenamente el significado del matrimonio sacramento y se acepta el testimonio del celibato. La castidad prematrimonial no deviene frustración u obsesión, si se vive como preparación consciente al matrimonio y apertura a la posible vocación al celibato por el reino de Dios. La castidad de las personas no casadas y el testimonio de tantas personas maduras, que h a n vivido y viven todavia el celibato sin sentirse frustradas, servirá de estímulo también para quienes sufren tendencias homosexuales irreversibles a la hora de confiar en la posibilidad del control de tales tendencias y para descubrir un significado profundo en su renuncia. Nadie se convierte en neurótico por razón del celibato y de la castidad consiguiente, cuando se acepta y se vive a impulsos de u n ideal elevado. El que quiera justificar toda actividad sexual que comporte un placer momentáneo, hará infelices y degradará a muchas personas. Por otra parte, recordemos que no es posible obtener mejores resultados con u n a moral de solas prohibiciones. Pero el

460 que cree en el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo y de nuestra configuración con él, puede escoger el celibato por el reino o dar sentido al celibato que no ha elegido, pero que le ha sido impuesto por condicionamientos internos o externos. Decisivo para todos los problemas que, en la cultura actual, plantea la sexualidad es la profundización del espíritu de fe y la fecunda motivación que de ella deriva. B. Haring

Honor

461 dicos pueden contribuir mucho a la madurez de una persona. Ellos representan, a veces, la única situación en que la persona homosexual puede encontrarse a sí misma» (o. c, 34). El autor piensa asimismo que la teología de la vocación y de los carismas podría descubrir valores totalmente particulares en la homosexualidad: por ejemplo, la capacidad propia de los homosexuales de criticar la sociedad, la cultura y las tradiciones inveteradas (cf o. c, 39-40).-(") E. Gius, o. c. 249.(") Id. o. c, 252. .

HONOR Notas.—i1) Cf E. Gius, Una messa a punto deiromosessmlitá, Turín 1972, 230.~(2) Cf A. Massone, Cause e 3 terapia dell' omosessualitá. Várese 1970, 83.-( ) Cf E. Gius. o. c, 46ss.(*) Id, o. c. 68-69._(*) Cf A. M. J. M. H. van de Spijker, Homotropíe. Ueberlegungen zur gleichgeschlechtlichen Zuneigung, Munich 1972, 25.— (') Id, o. c. 27-28 y n. 33 a p. 4 3 . - C) Id, o. c. 28.-C) E. Gius. o. c, 258.- (») El moralista holandés católico H. van de Spijker sigue más o menos esta tendencia: «Las experiencias y testimonios de los hombres homosexuales demuestran que la transformación de la homosexualidad en heterosexualidad no puede muy frecuentemente ni intentarse ni afirmarse. Debemos cuestionarnos si la persona homosexual puede lícitamente buscar esta transformación. La problemática antropológica y teológica se centra no tanto en la liberación de la homotropía cuanto en la realización de las personas homosexuales» (o. c, 30). Van de Spijker rechaza igualmente la opinión de los teólogos liberales que están dispuestos a perdonar las relaciones homosexuales entre hombres o mujeres integrados en relaciones de homofilia, si bien las definen como minus malum. «El conocimiento e intuición de dos hombres homosexuales o de dos mujeres lésbicas que pueden amarse verdaderamente demuestran que la valoración teológica que permite el comportamiento homosexual en el seno de una amistad sólo como "minus malum" es equivocada» (o. c, 31). Van de Spijker encuentra en todos los teólogos que no otorgan plena aprobación al comportamiento homosexual como componente de amistades homófilas, una contaminación maniquea (o. c. 32).—(10) R. Reiche, La sexualidad y la lucha de clases, Seix Barral. Barcelona 1969: parece oscilar entre la aprobación de la revolución sexual en cuanto se integra en la revolución, como la sociología neomarxista de Frankfurt se lo augura, y el temor de que la revolución sexual, en sus particulares, pueda ser instrumentatizada para el sostenimiento del odiado régimen capitalista o12 neocapitalista.—(") E. Gius, 13o. c, 263.— ( ) Cf A. Massone, o. c. 97.—( ) A este respecto el ya citado estudio de Van de Spijker se permite toda suerte de exageraciones. Incluso se atreve a atribuir un valor de comunicación, de simpatía y de madurez a la búsqueda de la satisfacción sexual con otros homosexuales, aunque se trate de encuentros anónimos. «También los encuentros esporá-

I.

Definición

El término «honor» corresponde a dos expresiones, ya en uso en el lenguaje teológico de la escolástica: fama y honor1. Fama es la buena opinión que se tiene de u n a persona en conformidad con la cual habla la gente y expresa, por tanto, de forma positiva el buen nombre, la estima de la persona. El honor es la manifestación de este buen nombre y designa, por ende, las acciones que expresan honor y que de ordinario nacen directamente de la estima que de alguien se tiene. «Hoy, en las lenguas modernas, con la palabra Honor, se expresan estos dos aspectos, es decir, el reconocimiento tanto teórico como práctico que los otros tienen de una determinada pefsona»2. La expresión moderna «honor», empero, reviste también otro sentido más profundo. No se refiere sólo al reconocimiento externo y de orden social, sino que significa también u n bien interior; que consiste en el respeto que uno, apoyándose en el testimonio de la propia conciencia, tiene de sí mismo, sobre todo respecto de la propia bondad moral 3 . Ciertamente se puede y se debe estimar todo lo bueno que Dios ha puesto en el hombre: virtud, ciencia, habilidades, dignidad, etc. Y, supuesta la rectitud de intención, se puede igualmente desear que los otros contemplen estos bienes y ios reconozcan socialmente por medio de manifestaciones de estima: todo esto fomenta las buenas relaciones entre los hombres. En' consecuencia, cabe también lícitamente exigir de los otros el debido respeto y echar en cara, con las debidas formas, las faltas de respeto que se produzcan. Que en algunos casos específicos sea lícito y obligatorio para el cristiano tutelar el propio honor lo testimonia la conducta

de Jesús (cf Jn 8,49; Mt 12,21ss; Jn 18,23). «Se respeta de veras a sí mismo quien tiene la libre voluntad de no conducirse nunca como vil esclavo, sino la de poner todas sus facultades al humilde pero honroso servicio de la gloria de Dios; la de hacerse digno, merced a la divina gracia, del eterno honor y de la eterna gloria, en u n a palabra, la de no abandonar n u n c a la dignidad de hijo de Dios; mas todo sin perder de vista los límites de las propias facultades y posibilidades, ni los de la propia dignidad» 4 . En los libros sapienciales del AT se aprecia el buen nombre más que las cuantiosas riquezas (Prov 22,1) y es preferible a un «ungüento oloroso» (Ecl 7,1); de ahí que se exhorte a cuidarlo con esmero: «El cuerpo del hombre es vanidad; el buen nombre no será borrado. Ten cuidado de tu nombre, que permanece, más que de millares de tesoros. Los días de vida feliz son contados, pero los del buen nombre son innumerables» (Eclo 41,14-16). San Agustín, en el capítulo XXII del De bono viduitatis. inculca la necesidad del buen nombre para edificación de los otros: «No preocuparse de la estima que tengan los otros no es sólo imprudencia, es también crueldad, porque se procura la muerte espiritual de los hermanos inducidos a blasfemar de Dios... El que toma medidas para su buena fama, se muestra misericordioso hacia los demás. La integridad de vida la necesitamos nosotros; la buena fama es menester para el prójimo» 5 . La genuinidad de la estima de sí mismo debe manifestarse en la estima no menos respetuosa del prójimo. Enraiza «el respeto de sí mismo y del prójimo en el amor y en la gloria de Dios y, sostenido por el espíritu de adoración, se librará de la idolatría del hombre, así como también de la indiferencia o de todo cálculo interesado» 6 . II,

Fundamento del derecho a la fama y al honor

En la vida social, la fama de orden ético (vale decir, la estima de la honradez, rectitud, virtudes, etc.) es precisa para conquistar y conservar la confianza y amistad del otro y, por tanto, para la tranquilidad en las relaciones con el prójimo. La fama de índole fisica e intelectual (o sea la estima de la cultura, de la capacidad intelectual y manual) muchas veces es necesaria para

Honor inserirse convenientemente en el mundo del trabajo, sobre todo en las profesiones que se fundan en la confianza (médico, abogado, sacerdote, etc.). La buena fama puede ser verdadera o aparente. Es verdadera si el individuo posee realmente las cualidades por las que goza la estima de los otros; en caso contrario, es aparente. Todo hombre tiene absoluto derecho a la propia fama verdadera y nadie puede violar este derecho sin cometer u n a injusticia. Porque la buena fama verdadera se basa en dotes recibidas de la naturaleza y en cualidades adquiridas mediante el ejercicio de su libertad: virtudes morales, cultura, habilidades técnicas o profesionales. Ahora bien, no hay duda de que el individuo posee u n derecho absoluto e inviolable sobre todo lo que atañe a su persona o ha obtenido legítimamente mediante el honrado ejercicio de sus facultades. Mas también el pecador oculto tiene derecho, aunque de forma relativa, a su fama. Hasta tanto que sus culpas no resultan públicamente notorias, goza al menos dé fama negativa, en cuanto que no aparece nada que lo haga indigno de convivir tranquilamente en la sociedad. Ahora bien, no parece que se haga indigno de dicha convivencia por cualquier clase de culpa, sino sólo en razón de aquellas que inciden directamente contra la sociedad como tal o que convierten al individuo en peligroso para los demás. En teoría, cabe que una persona pierda la fama bajo un aspecto, sin que la pierda en otros: un individuo puede tener fama de mujeriego y, sin embargo, mantener el reconocimiento de su honradez en los negocios. Pero en la práctica, con mucha frecuencia, a causa de la debilidad de la naturaleza humana, si se hace público incluso un solo pecado particular de una persona, indudablemente quien está dotado de rectitud y prudencia sabrá mantener la estima de tai persona en lo concerniente a los otros aspectos de su vida; pero la mayor parte de la gente disminuirá, de forma automática, toda su estima y retirará su confianza al difamado. Además, el que ha perdido ya la fama y el honor, el que no recibe del ambiente en que vive más que desprecio y desestima fácilmente sentirá la tentación de mandar a paseo incluso su honor interior y de comportarse sin dignidad. En otras palabras, queda desprovisto del freno que deriva del deseo de ser estimado por los otros.

462 III.

Principales deberes respecto al propio honor

El cristiano ha de conservar y defender la propia fama así como aceptar honor y reconocimiento por parte de los otros, siempre que lo merezca. El deseo exagerado del propio honor confina con la ambición, que puede resultar nociva para el prójimo y la sociedad. Mas no menos preocupante que la ambición resulta la indiferencia, singularmente cuando procede de un talante fundamental de carácter asocial o del olímpico desprecio de la opinión de los hombres. El buen nombre es menester conservarlo con todo esmero, con sentido de responsabilidad hacia la sociedad, aun en el caso de que uno no se considere interiormente digno de ello. Mas la defensa del honor inmerecido no debe transformarse en hipocresía. La autodetracción es contraria a la veracidad del mismo modo que lo es la autoexaltación. El verdadero sentimiento del honor ha de refrenar el impulso instintivo de alabarse a sí mismo. Pero no está mal, a ejemplo de san Pablo (1 Cor 9; 2 Cor 3 ; Gal 1-2), aludir modestamente al bien realizado con la gracia de Dios, cuando así lo exija el bien de la causa que se defiende. El deber de conservar y defender el propio honor es grave en determinados casos, particularmente para quienes ejercen un influjo en la sociedad cuya incidencia depende, en gran parte, de su buena fama (padres, educadores, sacerdotes, autoridades). No obstante, el cristiano tendrá que soportar en silencio, muchas _ veces, las graves injurias y acusaciones que no comprometen su honor y su influencia social 7 . IV.

Deber de honrar al prójimo

A cada uno es preciso tributarle el honor que le corresponde (Rom 13,7): al cristiano, el honor de cristiano; al portador de la autoridad, el honor de la preeminencia; a los buenos, el honor de la virtud (Eclo 10,27-31). La mujer ha de honrar al marido y viceversa (Ef 5.23). Los hijos menester es que honren a sus padres y viceversa. Hemos de poner más celo en rendir honor que en buscarlo (Rom 12,10). Cuando se trata de empujar hacia el bien al prójimo reconociendo sus justos méritos, no debemos escatimar la alabanza merecida. Todo reproche que no desemboque en algo bueno ni sea nece-

Honor

463 sario para evitar un escándalo, tiene que evitarse prudentemente. La alabanza no ha de convertirse en adulación, al igual que el vituperio no debe transformarse en desprecio 8 . V.

Cómo se lesionan la fama y el honor del prójimo 1.

LA

FAMA

Y EL H O N O R DEL P R Ó J I -

M O SE LESIONAN INTERIORMENTE CON: a)

el juicio temerario, que consiste en creer firmemente y sin fundamento sólido, como verdadero, u n defecto moral del prójimo; b) la sospecha y la duda temeraria: en la primera, se tiene sólo la impresión, mas no se llega a consentir en creer en la acción mala del otro; en la segunda se suspende el propio juicio, sin que haya razón plausible, acerca de la honradez de otra persona. La precaución práctica, que enraiza en la posibilidad de engañarse respecto de la rectitud del prójimo y de ahí que se usen todas las cautelas para defenderse de eventuales inconvenientes (por ejemplo, cerrar con llave los cajones por temor a que nos roben), no constituye u n juicio temerario. Por consiguiente, es lícita, especialmente en nuestros tiempos. 2 . LA FAMA DEL PRÓJIMO Y SU HONOR SE LESIONAN EXTERNAMENTE CON: fl) la

detracción, que es la injusta lesión del prójimo ausente. Con razón, por sus consecuencias funestas, la Biblia la condena con severidad: «Maldice al murmurador y al de lengua doble, porque han sido la perdición de muchos que vivían en paz. La lengua maldiciente ha desterrado a muchos y los arrojó de pueblo en pueblo... La lengua calumniadora echa de casa a la mujer fuerte y la priva del fruto de su trabajo» (Eclo 28,15-19). Y en el NT, Santiago amonesta: «No murmuréis unos de otros, hermanos; el que murmura de su hermano o juzga a su hermano, murmura de la ley, juzga la ley» (Sant 4,11). También la antigua tradición cristiana es concorde en condenar la murmuración. Recordemos el dístico que san Agustín había hecho escribir en las paredes de su comedor: «El que se complace en morder con sus palabras la vida de los ausentes, sepa que aquí no hay comida para él» 9 . Y san Bernardo, recogiendo lo que dijera san Basilio 10 , afirma que la murmuración mata a tres personas: a quien la siembra, a quien la recoge y a la v í c t i m a " .

La detracción puede cometerse de varios modos: —achacando a u n o u n delito que no ha perpetrado (calumnia); —agigantando los defectos de otro; —manifestando cosas ocultas; - i n t e r pretando aviesamente el bien; —negando el bien realizado; -callando, con malicia, el bien operado, cuando se debe publicar; —aminorando la alabanza o alabando de tal forma que la misma alabanza tiende a debilitar la buena fama del interesado 1 2 . En algunas circunstancias, con el fin de impedir graves males u obtener mayores bienes para uno mismo, para un tercero, para el propio difamado o en pro del bien común, cabe que sea lícito, o incluso obligatorio, revelar las faltas de otro. Evidentemente, el derecho a la fama aparente no es absoluto, sino que dura hasta tanto que el culpable no se haya hecho indigno de la normal convivencia social o no constituya un peligro para los otros. Hay obligación de manifestar los defectos del prójimo por el bien de la religión, cuando se trata de candidatos a las órdenes sagradas o de los impedimentos que hacen nulo el matrimonio. El testigo legítimamente citado a juicio tiene, en justicia, la obligación de decir la verdad. Con más frecuencia, se da el deber de caridad de hablar para prevenir un daño grave a costa de un inocente: por ejemplo, si se solicita información acerca de la moralidad de u n novio o sobre la honradez de un individuo a quien se desea otorgar un encargo de confianza. Igualmente resulta obligatorio desenmascarar al timador, siempre que de esta forma se consiga que deje de ser peligroso. Representará también u n acto de caridad tener al corriente a los padres acerca del comportamiento poco correcto de sus hijos, cuando esto sea necesario para su educación o su línea de conducta mancille el honor de la familia. Se juzga lícito publicar todo lo que atañe a la actividad política y administrativa de los hombres públicos, aun en el caso de que se trate de cosas ocultas o infamantes, pues el ciudadano tiene derecho a saber todo lo que se refiere al desempeño de la misión que los gobernantes h a n recibido del pueblo. Por otro lado, quien ha recibido el mandato popular de administrar los asuntos públicos, acepta, al menos implícitamente, que su actuación sea sometida al juicio y a la crítica imparcial de los gobernados. Mas no es lícito propagar chismes inciertos ni descu-

Honor

464

brir intimidades personales o familiares de los hombres públicos que no tengan relación alguna con su actividad pública. En este sector hay que insistir en la enorme responsabilidad de la prensa. Pablo VI advertía que la información ha de saber respetar los derechos de los otros a la buena fama. En las crónicas de los periódicos suelen leerse noticias de delitos: homicidios, suicidios, adulterios, etc. Cuando se trata de un hecho realmente notorio, no existe difamación en publicar incluso los detalles. También el desarrollo de un proceso constituye, sin duda, u n hecho público que cae en el ámbito de la crónica. Pero no puede considerarse lícito servirse de la publicidad de un hecho para airear secretos particulares que no guardan ninguna relación con la sustancia del hecho: tampoco es lícito hacer encuestas que corresponden a la autoridad judicial.

las que se enumera al que «enciende rencores entre hermanos» (Prov 6,19). «Maldice al murmurador y al de lengua doble» (Eclo 28,15). San Pablo coloca a los chismosos entre quienes están «llenos de toda injusticia» (Rom 1,29). La delación es afín a la detracción y consiste en hacer saber a una persona lo que otra ha dicho de ella. Los delatores resultan particularmente despreciables. b) La contumelia: injusta lesión del honor del prójimo, pero en su presencia, aunque sólo sea moral (por ejemplo, mediante procurador, en fotografía, etcétera), a través de gestos, palabras u omisiones.

La acusación calumniosa contra u n difunto ofende igualmente a la justicia. No cabe decir lo mismo respecto a la fama aparente, dado que el difunto no tiene ya parte en la vida social. A pesar de todo, promulgar, después de la muerte y sin justo motivo, faltas ocultas lesiona la piedad debida a los difuntos. Además, si existen parientes próximos del difunto, podrían darse por ofendidos, ya que junto con el honor del individuo se da también el de la familia. A los historiadores, empero, se les reconoce el derecho de referir, con plena objetividad, incluso los hechos infamantes del pasado, que h a n permanecido ocultos en los archivos. La explicación reside en que a la historia le corresponde investigar la verdad del pasado para determinar las causas y efectos de los acontecimientos y también porque no se trata ya de noticias verdaderamente secretas, puesto que se contienen en documentos de archivos que hoy se hallan abiertos a todos los interesados. Por otra parte, la prudente narración de vicios y delitos puede tener, además de su deploración, una cierta utilidad moral 1 3 .

mortal ex genere suo contra la justicia. No es culpa grave, si la materia no lo es o falta la suficiente deliberación, es decir, si no se advierte que, se trata de un juicio temerario o que, al proferirlo, se comete pecado grave.

Especial malicia posee la murmuración, cuya finalidad es la ruptura de la amistad entre dos personas. Al murmurador no le interesa tanto ajar la fama de alguien cuanto destruir en su corazón el amor y la intimidad de las relaciones con otra persona cuyo puesto tal vez quiere ocupar. La Biblia condena vigorosamente este comportamiento: «Seis cosas aborrece Yavé» entre

VI.

Malicia de los pecados contra la fama y el honor del prójimo 1.

2.

EL JUICIO TEMERARIO es

pecado

LA SOSPECHA Y LA DUDA TEMERA-

RIA son, de ordinario, pecados veniales. 3. LA DETRACCIÓN constituye un pecado mortal según su especie (ex genero suo), cuya gravedad no depende tanto de la gravedad del delito o del defecto divulgado cuanto de la gravedad de la infamia que de ahí se ha seguido. Para conocer esta gravedad es preciso considerar la condición de la persona vilipendiada, quién es el que denigra y ante quién se denigra. Si el murmurador es conocido como u n charlatán, no se le dará gran fe, en tanto que fácilmente se cree a u n a persona seria. Relatar un hecho grave de u n a persona que goza de escasa estima, no incide mucho sobre su fama; revelar, empero, algo incluso de poca monta acerca de u n a persona muy estimada por su vida o por su posición (por ejemplo: un sacerdote, u n magistrado...), puede acarrearle u n daño grave. Influye asimismo el número y la calidad de las personas que escuchan: si son numerosas y tales que se prevea u n a fácil difusión de la noticia propalada, la detracción reviste mayor gravedad que cuando se hace u n a confidencia a una o pocas personas prudentes de las que se tienen motivos para

465

Huelga

pensar que no harán uso de la noticia recibida'". 4. LA CONTUMELIA es pecado mortal ex genere suo. Su gravedad depende ora de la estima general de que goza la persona injuriada, ora de la gravedad de la injuria, ora de la intención de injuriar. VII.

Obligación de reparar

El juicio temerario, la sospecha y la duda temeraria obligan a la reparación, que se lleva a cabo mediante su destrucción. El prójimo tiene derecho a la estima y al honor incluso internos. La detracción comporta el deber de reparar los perjuicios ocasionados al honor y los eventuales daños materiales que puedan preverse. «La deshonra se repara por la rehabilitación de la honra: si hubo calumnia, mediante u n a clara retractación; si sólo difamación, impidiendo en lo posible el efecto de sus poco caritativas afirmaciones, aunque sea mediante una expresión velada, como, por ejemplo: "no era exacto lo que dije", o "en ese caso me equivoqué", o bien poniendo hábilmente de relieve las buenas cualidades del difamado. De la injuria personal, incluida en la difamación, hay que pedir, en principio, perdón; aunque las muestras positivas de aprecio y caridad pueden considerarse como u n a satisfacción suficiente. En lo posible, la rehabilitación del difamado ha de preceder a las excusas» 15 . Si la detracción ha causado al otro pérdidas materiales, habrá que resarcirlas debidamente como en cualquier otro supuesto de daño injusto 1 6 . La reparación del honor lesionado en la contumelia tendrá que hacerse pública o privadamente según que la injuria haya sido pública o privada. También conlleva el deber de reparar los daños. VIII. Cesa el deber de la reparación —si el delito se ha hecho público o si el difamado se ha ocupado de tutelar su propio honor de otra forma (por ejemplo, mediante una sentencia judicial); —si el detractor, para llevar a cabo la reparación, tiene que sufrir u n daño mucho más grave que el padecido por el difamado; - s i la murmuración se ha olvidado totalmente ; -si el difamado se ha vengado con otra

difamación y no reparado todavía el perjuicio soportado por su difamador; —si la difamación, por el motivo que fuere, no ha incidido en modo alguno en la fama del otro. El que se encuentra imposibilitado de restituir la fama, no está constreñido por ello a u n a compensación económica ni el difamado podría considerarse resarcido de esta manera. Pero en ciertas circunstancias, ante la imposibilidad de reparar el honor, podría reputarse conveniente ofrecer dinero en concepto de reparación material. Cuanto menor sea la posibilidad de reparar el daño externamente, tanto más grave será el deber de expiar delante de Dios y de prestar atención en adelante a estos casos. L. Babbini Notas.-C1) Cf J. Mausbach, Teología moral católica. Universidad de Navarra, Pamplona 1972.-(') ](,.-(=) J¡,.-(«) R. Haring, La ley de5 Cristo, Herder, Barcelona 1970", v. 3, 6 0 1 . ( ) PL 40, 440-449.-( 6 ) B. Háring, o. c, 602.(') Id,10o. c, 6 1 0 . - H Id, o. c, 611.-(») PL 32, 52.-( ) PG 32, 747.-(") PL 183, 584-585.(") Cf Teodoro da Torre del Greco, Teología morale. Alba 1956, 419.-(") Cf E. Trabucchi, VIU comandamento: la veritá nella carita, en L'iwmo e il decálogo, a cargo de L. Babbini. Genova 1969, 275-280.-('*) Id. o. c, 277.(") B. Haring. o. c, 617.-(") Id, ib. BIBL. : Háring B., La ley de Cristo, Herder, Barcelona 19706, v. 3. 600-619.-Lumbreras P.. De iure ad famam. en «Angelicum», 15 (1938), 88-91.-MausbachJ.-ErmeckeG„ Teología moral católica. Universidad de Navarra, Pamplona I971.-Palazzini P., Onore e contumelia, en Enciclopedia cattolica. v. 9, 135-138.Tilmann F., 11 maestro chiama. vers. it, Brescia 19554, 285-292.-Van Kol A., Theologia moralis, Herder,Barcelona 1967, v. 1, 717-725.

HUELGA No nos ocuparemos de la huelga desde el punto de vista estrictamente político o legislativo 1 . Nuestro discurso intentará ser lo más teológico y moral posible. De ahí que nos ocupemos, aunque dentro de la brevedad marcada, de las cuestiones teológicas prejudiciales acerca de la posibilidad de u n a política cristiana y la aceptabilidad, por parte del cristiano, de la lucha de clases, para luego pasar a la consideración de las cuestiones morales connexas con la lucha de clases que incluye la huelga y, finalmente, aludir a los problemas más recientes y candentes: los que están

Huelga

vinculados con las ocupaciones y los secuestros de personas. Todo esto procuraremos exponerlo, dando por conocidas las cosas que se suelen decir en los manuales y de forma casi esquemática, en consonancia con la índole de u n diccionario de «aggiornamento».

. 466

apartarlo de la perspectiva de u n fracaso (aparente) y de u n final trágico, El lo hizo callar bruscamente (Mt 16, ; 21-23). Jesús tiene plena conciencia de que la misión que le ha confiado el Padre es apostólica y no política (Le 12, 14). Son célebres a este respecto algu- ' ñas de sus expresiones: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra I. Política y Evangelio que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). Ante la tentación política de Satanás, Se verá en seguida si con la huelga que quiere someterle todos los reinos puede hacerse política en sentido esdel mundo, El responderá: «Adorarás tricto; pero no hay duda de que la al Señor, tu Dios, y a él solo servirás» huelga constituye u n modo de hacer (Mt 4,10). Sumamente clara es la respolítica (en sentido amplio, si por polípuesta que da a Pilato en u n momento tica se entiende cualquier intervención de especial solemnidad: «Mi reino no con miras a erigir u n determinado ores de este mundo» (Jn 18,36). den en las relaciones interpersonales). Surge, por ende, la cuestión teológica En nuestro caso, podemos intentar < prejudicial: ¿Hay u n a política para el hacer u n a síntesis. Cristo no retrocede ) cristiano? ¿Cuál es la política cristiaante la oposición al desorden estable- : na? El problema reviste tanto interés cido. pero tampoco olvida que su misión ! como dificultad, no sólo en razón de es espiritual y que debe permanecer su discreta novedad (en el pasado se abierto a todos, saltando por encima hacía política y se preocupaban menos de cualquier estructura que intente de legitimarla), sino porque aquí se reaprisionarlo, Y así, no aceptará el nafleja uno de los problemas más difícicionalismo de los zelotas, ni la conceples de la teología moral de hoy: la ción teocrática de los fariseos, ni el mabúsqueda del «proprium» de la misma; terialismo de los saduceos. Sin embarla búsqueda se acentúa en virtud de la go, todos los que quieran sinceramente persistencia de la mentalidad clerical y encontrarlo por motivos religiosos, a triunfalista, a pesar de la Iglesia pobre cualquier clase que pertenezcan, lo en(que confía en Dios y no en el poder) contrarán siempre disponible y no sequerida por el Vaticano II. Teóricarán nunca rechazados. mente, las opiniones sostenibles son esPara el cristiano es ya clásico el es- ; tas cuatro: no hay ninguna política logan de Cristo: «Dad al César lo que cristiana, sólo hay u n a política cristiaes del César y a Dios lo que es de Dios» na, son numerosas las políticas cris(Mt 22,21). Todo poder, ya sea clerical tianas, todas las políticas son buenas. o laico, ha intentado siempre absolutiExpondremos paso a paso, nuestra zarse. Jesús, en cambio, h a elaborado posición al respecto. u n a separación liberadora. La comunidad religiosa no coincide con la comunidad política. El trono no puede apo1. RECHAZAMOS EL NEUTRAIISMO POyarse en el altar, ni el altar en el trono. LÍTICO DEL CRISTIANO.—Para algunos, Y, sin embargo, a pesar de la enseñanza Cristo h a sido u n revolucionario, que de Cristo, la antigua confusión aparece ¡ se ha enfrentado a todas las autoridaya en parte con San Agustín, que addes constituidas de su tiempo, eclesiásmite u n a cierta coerción en su enfrenticas y civiles, hasta que fue por ellas tamiento con los herejes. Reaparecerá condenado a muerte. Para otros, en también en la edad media, en provecambio, Cristo se negó a intervenir en cho de la autoridad eclesiástica, que se los asuntos temporales. Rechazó todo servirá indebidamente de los medios del compromiso con los mitos de la época, poder: violencia, inquisición, cruzaoponiéndose al mesianismo político que das, etc. Falta preguntar si ha sido deseaba fuera el restaurador de la liberdefinitivamente desterrada de los ecletad hebrea contra la opresión romana. siásticos y de los políticos de hoy 2 . Cuando, entre el entusiasmo popular levantado por la multiplicación de los Y, sin embargo, el creyente debe companes, algunos galileos, probablemente prometerse seriamente incluso en el «zelotas», quisieron convertirlo en u n campo político, según su capacidad y rey-mesías político y en u n liberador responsabilidad. No hay compromiso nacional, él desapareció de su vista ético eficaz que en ciertos momentos (Jn 6,14-15); cuando Pedro intentó no se convierta en compromiso políti-

467

co. La Pascua significó u n a liberación completa del hombre (y no sólo de su espíritu). El absentismo desencarnado del cristiano, aparte de olvidar la encarnación de Cristo, desembocaría en alienación y connivencia con el mal. La salvación cristiana trasciende, pero al mismo tiempo comprende, la salvación política. Se llega incluso hoy a redescubrir u n a dimensión política en toda verdad de fe (cf Política [teología]). Efectivamente, no es cristiana cualquier ruptura que se establezca entre religiosidad y vida terrena. Pablo no quiere que la esperanza de la parusía lleve a cruzarse de brazos a los Tesalonicenses. El cielo no brinda ningún alibi a la tierra. Es más, lo definitivo tiene que realizarse a través de lo provisional. Para el Vaticano II, «la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio» (GS 2 1 , 3 ; cf 43). Es verdad. El compromiso temporal del cristiano es relativo; pero esta relativización no está inspirada por la evasión y la fuga, sino por la esperanza y la certeza de la consumación escatológica. El resultado hacia el que se debe apuntar es todavía inadecuado, en relación con el proyecto de u n mundo nuevo. La única conclusión es que el cristianismo jamás podrá conciliarse con u n orden terreno establecido, puesto que la frontera de lo alcanzable se amplía cada vez más. La fe en la historia de Cristo y en su victoria es u n a fuerza crítica, subversiva, creadora y liberadora. En este sentido, no existe cultura cristiana, ni orden social cristiano 3 , ni política cristiana; pero existe sólo el compromiso constante del cristiano incluso en el campo político. Ahora bien, aquí nos encontramos ya en otro punto. 2. AFIRMAMOS EL PLURALISMO POLÍTICO DEL CRISTIANO.-Para el cristiano,

pues, la política no es u n a prohibición, sino u n deber. En ese caso, ¿ cómo tendrá que hacer política? ¿Hay sólo u n a o existen varias políticas? Si por política entendemos las opciones concretas para la construcción de la ciudad terrena, hemos de decir entonces que no hay u n a política única para el cristiano, sino que caben varias. Rechazamos, pues, tras haber rechazado el neutralismo, también el clericalismo o el triunfalismo. Hoy el pluralismo político lo reconoce abiertamente incluso la

Huelga autoridad eclesiástica, como se deduce de la instrucción Octogésima adveníens (n. 25,50) y del discurso de Pablo VI, publicado por el Osservatore romano el 9 de abril de 1972. Semejante pluralismo político, también para el católico, no puede negarse en virtud de la situación española (aun admitiendo que la aireada unidad de los católicos españoles sea legítima), pues en todo caso se trataría de u n a situación excepcional, por lo que n o podría constituir la norma. Hay que juzgar esencial el pluralismo en política, que es justamente el lugar específico de las diversas opciones. Hoy el peligro más atosigante es a ú n el monolitismo de derechas, que supone u n a mentalidad más o menos capitalista. Pero es justo prepararse a rechazar igualmente u n monolitismo de izquierdas que, aunque opuesto, recaería en el mismo vicio clerical que no deja espacio para la libertad en política. Si el primer punto 10 cerrábamos concluyendo que no es posible dejar de hacer política, porque todo lo que no es politizable no cuenta socialmente, ahora hemos de sacar la conclusión de que es imposible carecer de varias propuestas o soluciones políticas entre las que el cristiano debe elegir libremente. 3.

NEGAMOS EL «CUALQUIERISMO» DEL

CRISTIANO.—Decir que existen tantas políticas aceptables no significa que todas las políticas sean buenas, comprendidas las que defienden la segregración racial, conducen al odio o prefieren la violencia. Si no todas las políticas son aceptables, surge el problema de señalar el criterio mediante el que sea posible elegir entre las diferentes políticas o rechazar algunas de ellas como incompatibles con el evangelio. Intentando delinear u n a solución, enunciaremos u n triple criterio que permita u n a elección acertada y evangélica. a) La igualdad sustancial entre ¡os hombres, más aún, la fraternidad universal está absolutamente exigida por el evangelio. La documentación de esta propuesta es más que obvia. Hablamos de igualdad sustancial, porque no queremos aparecer como patrocinadores de un raserismo que olvide las características específicas de cada u n o y porque no queremos entenderla al estilo capitalista-liberal (igualdad como libertad del más fuerte para aplastar al más débil). Por esto añadimos inmediatamente u n segundo criterio, comple-

• 468

Huelga mentario del anterior, y que debería evitar sus malentendidos. b) La predilección por los pobres, por los pequeños, por los marginados: en una palabra, por el prójimo más necesitado. También en este punto, toda documentación resulta superflua. Ya el AT muestra su predilección por el huérfano y la viuda, el forastero y el oprimido. En el NT, el «dejad que los niños vengan a mí» no se refiere sólo a los niños, sino a todos los excluidos. Y Jesús llega a identificarse con la persona del necesitado: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40.45), tanto en el bien como en el mal. No se trata, por ende, de un discurso demagógico, lanzado para hacerse estimar en u n mundo que parece inclinado cada vez más a la izquierda. Trátase de u n discurso profundamente evangélico, que acaso estamos descubriendo otra vez demasiado tarde 4 . c) La predilección por la no-violencia podría constituir el tercer criterio. También, aquí la posibilidad de caer en equívocos es muy fácil. Ante todo, la «no-violencia» no es inactividad, moverse remisos, huida a lo espiritual. Es, por el contrario, medio de lucha para obtener justicia y u n medio de lucha que exige singular coraje. Por otra parte, la violencia que se condena no es sólo la violencia de quien no cuenta, sino también, y sobre todo, la violencia del que detenta el poder político. De lo contrario, mereceríamos la reprobación evangélica del que se escandaliza por la paja que ve en el ojo del hermano y no quiere sacar la viga que hay en el suyo. Por último, hablamos de predilección porque no pretendemos prejuzgar la cuestión de la posibilidad de la violencia como legítima defensa. Y tendremos que ver a continuación si eventualmente existen otros criterios. Para algunos parecía ser u n criterio evangélico también la exclusión de la lucha de clases; pero ya hay algún joven que, por el contrario, desearía considerar como criterio precisamente su inclusión. Vamos a ocuparnos brevemente de este particular, por hallarse en íntima conexión con el cometido directo de nuestro tema.

pero ya ayer la practicaban las derechas, qué aún no la han abandonado; cómo el concepto de clase es ambiguo, en cuanto puede referirse a la cultura, al censo, al poder o a estos tres elementos conjuntamente. Expondremos, en cambio, directamente los términos del debate en forma dialéctica. 1.

2.

II.

¿Lucha de clases o interclasicismo?

Cabría adelantar algunas premisas: por ejemplo, cómo la lucha de clases la airean y reivindican las izquierdas.

CONTRAINDICACIONES DE LA LUCHA

DE CLASES.—Ante todo, dicen los que impugnan la lucha de clases, tiene marca marxista y no cristiana. Además nace del odio, en tanto que el cristiano siente que debe amar y que jamás le será posible odiar por ningún motivo a u n hermano. Sospechosa por su origen, la lucha de clases no lo es menos por los resultados a que está destinada: conduce a la violencia, mientras que el cristianismo enseña a poner la otra mejilla al perseguidor. Además, la política es la conducción de los asuntos públicos, que pertenecen a todos y no sólo a u n a única clase, de suerte que la lucha de clases introduciría u n elemento de discriminación inaceptable para quien profesa la fraternidad universal. Cabría añadir que, incluso admitiendo que se consiga siempre evitar la violencia, la conflictividad permanente 5 a que la lucha de clases ineludiblemente desemboca, es exactamente lo contrario de la convocación en el amor que la escatología cristiana sueña. Sin tener que decir que no resulta poco contradictoria la lucha de clases pregonada por las izquierdas. Estas parten, en efecto, de la constatación de los males que ha ocasionado el clasismo de derecha, para deducir la necesidad de instaurar u n clasismo de izquierdas. Mas siempre estaríamos ante un clasismo, podría inmediatamente subrayarse. No se combate la actual discriminación entre los hombres, si se trata simplemente de despojar a algunos de los privilegios de que disfrutan para entronizar a otros en los puestos que aquellos ocupaban. Más que de estructuras que modernizar o tirar, da la impresión de que se persigue la sustitución de las personas. Por último, cabría señalar, la predilección jerárquica por el interclasismo. CONTRAINDICACIONES

DEL ÍNTER-

CLASISMO.—ES natural que los otros aduzcan objeciones frente a estos argumentos. Nuestra lucha de clases —así hablan— no nace del odio, sino precisamente del amor hacia los oprimi-

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Huelga

dos y, en última instancia, hasta del amor hacia los opresores, a fin de que puedan finalmente caer en la cuenta de que se equivocan. No es ni siquiera verdad que la lucha de clases lleve fa^ talmente a la violencia y, en todo caso, se trataría de violencias eventuales y esporádicas, mucho menores que las violencias continuas y sistemáticas que el capitalismo opera en relación con los obreros, con la connivencia de las instituciones y de las leyes. Aliado del mal sería el que no intentase ofrecerle resistencia denunciándolo y buscando su contención. La predilección jerárquica por el interclasismo nos convence aún más de la necesidad de afirmar esta otra vocación que es esencialmente bíblica. La Escritura afirma, con gruesos caracteres y gran claridad, la predilección por los débiles y los excluidos, por los pobres, que son, en definitiva, los verdaderos destinatarios del mensaje de salvación traído por Cristo. Ya el AT expresa su solidaridad con los marginados y los oprimidos de todo género e invita a resistir al poderoso (Lev 19, 15-18). El NT restalla invectivas contra los ricos («Ay de vosotros...») y considera obligatoria la solidaridad con los débiles; incluso esta solidaridad constituye materia del juicio final y verdadero discriminador de la bondad de los hombres (Mt 25,31-46). Y cierran su alegato diciendo: ¿Somos nosotros los que nos hemos dejado instrumentalizar por el marxismo o sois vosotros los que os habéis dejado instrumentalizar por el capitalismo? 3.

LAS DOS VOCACIONES CRISTIANAS

COMPLEMENTARIAS.-Oídas las dos campanas, ensayemos ahora u n a síntesis que recoja lo que de verdad ambas pregonan y nos permita evitar toda unilateralidad. Generalmente, cada uno se sitúa en u n a perspectiva óptica que no le permite percibir la verdad del otro. Sería interesante que cada uno intentase retirar las acusaciones que hace al otro. Puede decirse en síntesis que los dos primeros criterios en los que debe inspirarse toda política aceptable por el cristiano se afirman aquí demasiado acentuada y exclusivamente tanto por unos como por otros. Me explico. El clasismo ve la necesidad de poner de relieve la solidaridad con los iguales, sobre todo si son desheredados, y corre el riesgo de olvidar la fraternidad universal. El interclasismo, en cambio, se

muestra convencido (de palabra) de que todos somos iguales, incluso hermanos; pero corre el riesgo de olvidar que hay algunos que son considerados por la sociedad o por la mentalidad menos iguales que los otros, por lo que existe el peligro de dejar en la sombra la predilección —igualmente evangélica— por el débil y el pobre. Además hay que volver a remachar que el ideal continúa siendo la convocación en el amor, que constituye el verdadero fin de la vida cristiana en la tierra como en el cielo. Todo lo demás no puede ser sino medio. No obstante, si u n a clase no quiere practicar la justicia, la otra puede intentar constreñirla a hacerlo mediante la lucha. Esta lucha ya no sería injusta en esa hipótesis, sino que, por el contrario, se encaminaría a instaurar la justicia. Quien habla de amor y luego se preocupa sólo de mantener privilegios y conservar u n desorden estructural, no sólo no trabaja verdaderamente por la llegada del reino del amor, sino que realiza la peor instrumentalización y negación de los valores más profundos del cristianismo. De todas formas sigue siendo verdad que el cristiano debe luchar, en primer término y más profundamente, contra el egoísmo que hay en sí mismo que contra el que se halla en los otros y en las estructuras. Sólo así su lucha resultará creíble y su acción no olvidará el aspecto prioritario. Esto no puede ni debe significar, sin embargo, renuncia a luchar en el seno de las estructuras y contra ellas (cuando son inhumanas). No cabe aceptar la expresión: preocupémonos de ser santos y el resto vendrá por sí mismo. De esta suerte no se exalta, sino que se degrada la santidad. Pues ¿en qué consiste ser santos sino en seguir la vocación divina de gastarnos por los hermanos? La línea de demarcación entre buenos y malos no coincide con las clases, pero atraviesa por medio de ellas. Ningún derecho tienen los unos a afirmar que todos los empresarios son malos y todos los obreros son buenos, como tampoco tienen derecho de replicar los otros exactamente en sentido contrario. El evangelio nos enseña que, en este mundo, cizaña y trigo se hallan mezclados, siendo imposible separarlos de manera neta. Esencialmente inicuos son quizá los sistemas y no las personas, esos sistemas que oprimen siempre a las personas, incluso cuando les

471

Huelga

resultan provechosas, y las lanzan las unas contra las otras. Es el sistema capitalista basado sobre el lucro y no sobre la defensa del hombre el que es preciso derribar, de la misma manera que es menester rechazar el sistema colectivista que no es menos deshumanizante 6 . A nuestro parecer, en fin, son legítimas las dos vocaciones: la del clasista y la del interclasista, con tal que no desconozcan la necesidad de la vocación complementaria. Hay quien prefiere solidarizarse con los humildes y luchar por su causa, como hay quien prefiere pregonar que todos los hombres son hermanos o deben llegar a serlo. Son vocaciones delicadas porque presentan riesgos opuestos, pero legítimas e igualmente excelsas. Parece que el sacerdote ha de elegir la profecía del amor. Sólo con carácter de suplencia podría ser llamado a seguir la otra vocación, en u n momento de especial dificultad, acaso para que no se diga que la Iglesia no quiere nunca solidarizarse con los débiles. III.

Moralidad de la huelga

Nos hemos entretenido en las cuestiones preliminares porque nos parecen más estrictamente teológicas. Reivindicada la vocación a la solidaridad hum a n a incluso mediante el clasismo, resulta, sin duda, más hacedera la legitimación de la huelga. Por otra parte, el magisterio de la Iglesia jamás ha negado el derecho de huelga, si bien es verdad que lo ha afrontado con hondas preocupaciones. La Rerum novarum de León XIII no intenta excluir la huelga, sino lamentar profundamente los motivos de injusticia patronal que la originan y las funestas consecuencias que produce 7 . El documento pontificio más reciente sobre los problemas sociales se expresa en estos términos, después de haber reivindicado la importante función de los sindicatos: «Sin embargo, su acción no se halla desprovista de dificultad: aquí y allí puede manifestarse la tentación de aprovecharse de u n a posición de fuerza para imponer, principalmente mediante la huelga - c u y o derecho como último medio de defensa permanece ciertamente reconocido—, condiciones demasiado onerosas para el conjunto de la economía o del cuerpo social, o para intentar cobren eficacia reivindicaciones de carácter directamente político.

Huelga

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Cuando se trata, especialmente, de servicios públicos, necesarios para la vida cotidiana de toda u n a comunidad, será preciso saber valorar el límite más allá del cual el daño causado resulta inadmisible» 8 . Esta carta apostólica salía a luz en u n momento de huelgomanía (sobre todo en Italia) y tal vez se resienta de esta situación; por otra parte, resume en pocas líneas el discurso tradicional sobre esta materia. Junto a la huelgomanía, empero, se da también u n a huelgofobia, igualmente perniciosa. Se nos antoja, por tanto, oportuno añadir algo más concreto acerca de las condiciones para la legitimidad de la huelga. El discurso moral, en esta esfera, es más que legítimo con tal que nos percatemos de sus límites. No puede ser sino abstracto, ya que sólo la situación concreta podrá decir si se verifican las condiciones que legitiman la huelga. Además, la situación no siempre podrá ser leída unívocamente en virtud de su objetiva complejidad. Finalmente, con enorme dificultad el cristiano (y mucho menos el pastor) podrá tomar postura en cuanto tal a favor o en contra de u n a determinada huelga. Se dice de ordinario: La huelga puede ser lícita, y lo es, si se verifican simultáneamente las siguientes condiciones: 1) que se trate de u n a causa justa; 2) que no exista otro camino para defenderla; 3) que se tenga fundada esperanza de éxito, es decir, que medie proporción entre los bienes que se esperan y los males que se temen 9 . No nos detenemos a explicar estas condiciones que, por lo demás, son bastante obvias. Haremos ver, en cambio, para cada u n a de ellas, los puntos que hoy resultan problemáticos y aquellos otros en que quizá es posible que dé u n paso hacia adelante la ciencia moral 1 0 . 1.

CAUSA

JUSTA.-En

cuanto

a

la

causa justa, ya hace tiempo se había puesto de relieve que dicha causa no es sólo de orden económico, sino que puede referirse a cualquier reivindicación del trabajador (por ejemplo, la seguridad en las condiciones de trabajo). Podríamos bastante fácilmente ponernos de acuerdo hoy en añadir que causa justa no es sólo aquella que reivindica u n verdadero y propio derecho, sino cualquier cosa a la que esté permitido aspirar, tanto más cuanto que la linea divisoria exacta entre las dos cosas no puede fácilmente trazarse: la aspiración de hoy es el derecho de ma-

ñaña, al igual que la aspiración de ayer constituye hoy u n derecho. El principal punto problemático del momento nos parece que es el tocante a la huelga política en los regímenes democráticos y al poder político de las organizaciones sindicales. Hablamos obviamente de democracia, porque en los estados dictatoriales es ciertamente legítimo hacerse oír políticamente mediante la huelga, dado que no existen otros medios; el problema entonces residirá casi totalmente en la esperanza de éxito y en el precio que el trabajador tendrá que pagar. Cuando h a n surgido las primeras huelgas políticas (por ejemplo, contra la carestía de la vida o de la vivienda), en los periódicos se han dejado oír voces de católicos y de teólogos que protestaban ante semejante modo de proceder, dando por supuesta la ilicitud de tales huelgas. Hay otros canales —decían—, por ejemplo, los partidos, para llevar adelante dichas instancias. Teóricamente tenían razón: a los sindicatos corresponden las reivindicaciones sectoriales; a los partidos, las programaciones generales. Pero a veces lo mejor es enemigo de lo bueno. Los partidos políticos pueden resultar, en ocasiones, demasiado lentos a la hora de reclamar determinadas cosas urgentes y necesitar, por tanto, que se les dé u n empujón desde fuera. Aparte de que, por razones particulares, los partidos que se encuentran en el poder, formando parte del gobierno, representan insuficientemente a los obreros, de suerte que éstos se hallan en la penosa necesidad de tener que recurrir a los sindicatos y a su contingente poder político para volver a equilibrar las cosas. No cabe duda de que esto debería considerarse u n mal menor, en el caso de que la alternativa fuese la de dejar que todos los obreros voten al partido comunista. Somos de la opinión, por consiguiente, de que no es aceptable ni acertada, sino integrista, la postura de quienes rechazan siempre la legitimidad de la huelga política. Al que objetare que no es justo hacer pagar al empresario el precio del retraso de los órganos del gobierno, se le puede responder que, de ordinario, se considera lícita la huelga de solidaridad 11 , a pesar de que funcione presionando a los responsables mediante un precio que se hace pagar a otros; esto sin adentrarnos en consideraciones en torno a la unidad

que reina entre el sistema económico y el político 12 . 2.

AUSENCIA DE OTROS MEDIOS.-LOS

que han sufrido u n a injusticia, deben intentar todos los caminos posibles para obtener que se les haga justicia sin recurrir a la huelga; h a n de ensayar todas las vías de la persuasión y de la ley. Podrán recurrir a la huelga sólo cuando resulte evidente que no existe otro medio para hacer triunfar el derecho o que el derecho en cuestión merece u n a defensa tan costosa. Basándose en todo esto, siempre se ha dicho que no son legítimas las huelgas mientras perduran las negociaciones. ¿Resulta t o d a v í a a c e p t a b l e s e m e j a n t e norma ? Pensamos modestamente que no, por analogía con cuanto hemos sostenido en el punto precedente. Estas normas tenían por cometido, y lo tienen, el de afirmar un valor: en nuestro caso, la paridad o igualdad sustancial de las partes que están pactando. El que primero va a la huelga, se decía hasta ahora, quiere contratar desde una posición de fuerza y. por tanto, se equivoca. Pero hoy se está cada vez más convencidos de la notable fuerza de los portadores del poder económico (con frecuencia incluso frente a los mismos portadores del poder político), por lo que, a veces, la huelga durante las negociaciones puede significar no turbación del equilibrio de las fuerzas, sino, por el contrario, voluntad de instaurar ese equilibrio. Esto no quiere decir que esto suceda siempre; mas puede acaecer, por ejemplo, cuando las negociaciones son puramente formales e ilusorias o se retrasan intencionadamente hasta el vencimiento del contrato, a fin de inducir más fácilmente a la otra parte a ceder. Nos damos cuenta de lo arriesgado de nuestro razonamiento, pero nos parece que es igualmente peligroso vincularse a u n a norma fija, cuando sólo en la intención y, a lo sumo, en la generalidad de los casos, salva un valor 1 3 . Por otra parte, otras prohibiciones del pasado hoy se consideran anticuadas y h a n cesado pacíficamente. Se ha sostenido que. por ninguna razón, se podía tolerar u n a huelga durante el tiempo en que estaba en vigor el contrato, en tanto que hoy resulta evidente a todos que sólo u n a visión liberal y capitalista puede recabar el cumplimiento de u n a norma derivada de u n contrato, aunque resul-

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Huelga

tase abiertamente injusta. No se ve por qué también esta otra norma que prohibe la huelga mientras duran las negociaciones no pueda admitir excepciones. 3.

PROPORCIÓN ENTRE BIENES Y MA-

LES.-Esta condición ha determinado que se consideren ilícitas ciertas huelgas 1 4 o ha hecho que se discuta, al menos, la posibilidad de declarar legítima, en alguna ocasión, la huelga de determinadas categorías: maestros, profesores, médicos, enfermeros, funcionarios de servicios públicos esenciales y funcionarios del gobierno en general, sacerdotes, etc. Una vez más, la norma destinada a salvar un valor, corría a veces el peligro de comprometerlo. Estas huelgas podrán ser declaradas lícitas con menor facilidad, a no ser que no se viole la justicia en relación a cuantos tienen necesidad de dichos servicios esenciales. Mas declararlas siempre ilícitas, sea cual fuere el motivo por el que hayan sido promovidas, sería aprobar u n a injusticia respecto a los trabajadores de estos sectores. El estado podrá exigir el preaviso de modo que pueda predisponer los servicios más urgentes, pero no impedir siempre a estas categorías el ir a la huelga (a menos que sus reivindicaciones se sigan automáticamente de las de otras análogas que, en cambio, pueden hacerse oír mediante la huelga). Y no se diga que así nos adentramos en la lógica de la sociedad permisiva o en el presupuesto iluminista del progreso sin fin. Somos conscientes de que pueden darse paradas y retrocesos; como ejemplo, valga la voluntad de obtener la propia reivindicación con la lógica del «cuanto peor tanto mejor»: en otras palabras, cuanto peor vayan las cosas para terceros inocentes, tanto mejor para mí que voy a la huelga. Es verdad que la huelga tiende a asumir formas cada vez más perfectas técnicamente, o sea formas que por el tiempo en que se declaran, por las personas a que afectan, por las consecuencias que conllevan y por los modos en que se desarrollan presionan fuertemente sobre la parte adversaria, perjudicando lo menos posible a los huelguistas. No es esto lo que se cuestiona. Como tampoco se cuestiona el hecho de que toda huelga haya de tolerar molestias y males a terceros inocentes. La cosa discutible, y para nosotros in aceptable, radica en el hecho de que se

busquen las modalidades que causan mayores males a terceros y el menor mal a los huelguistas. Cristianamente (pero también humanamente) no nos sentimos capaces de seguir a los sindicatos en semejantes planteamientos y nos parece que es posible acusarlos de demagogia. Sea lo que fuere de ello, indudablemente en ese caso ya no se daría la debida proporción entre los bienes que se esperan y los males que se temen. Ya no parece que el mal sólo se tolera o quiere en la medida de lo estrictamente necesario y con profundo disgusto. La persona del tercero inocente es utilizada intencional y voluntariamente para conseguir el provecho propio. Del mismo modo sindicatos y obreros tendrían que preguntarse, antes de ir a la huelga, si actuando así no conseguirán únicamente u n aumento aparente, seguido de inmediato por u n a subida de precios y disminución del poder adquisitivo de la moneda, disminución que resulta tan temible para los pensionistas que reciben ya pensiones de hambre. No es cristiano preocuparse sólo de sí mismo y desentenderse olímpicamente de los demás. No resulta creíble el amor por la justicia de aquellos sindicalistas que luchan por reivindicaciones de las categorías numerosas y que viven mejor, abandonando a sí mismas a las que son menos consistentes o a las personas que reciben menos. No reina escasa demagogia, nos parece, también entre los sindicalistas, que continuamente tienen que estar recibiendo gestos de agradecimiento por parte de los inscritos 1 5 . IV.

Ocupaciones y secuestros de personas

La huelga es tradicionalmente «extrema ratio», en tanto que en la mentalidad contemporánea parece que se está convirtiendo en «prima ratio», seguida de la no-colaboración, de la ocupación de las fábricas, de los secuestros de personas de la clase patronal, por limitarnos a los medios que todavía pueden definirse no-violentos. ¿Cómo hay que juzgar todas estas cosas? Los hechos son demasiado nuevos para que podamos tener la pretensión de juzgarlos de manera impecable. Por otro lado, es preciso comenzar ya a decir alguna cosa. La no-colaboración, siempre que no sea sabotaje, no plantea problema alguno y se puede consi-

473

derar como u n a forma de huelga, si por tal n o se entiende la simple abstención del trabajo, sino la lucha económica entre trabajadores y empresarios 1 6 . Está claro también que la huelga es «extrema ratio», sólo porque de alguna manera hay que decirlo. Esta misma expresión se emplea también para la guerra, la legítima defensa personal hasta la muerte del agresor injusto y para todos los medios violentos. Tal vez la huelga no sea «extrema ratio» ni siquiera en el ámbito de los medios no violentos. No obstante, supone u n esfuerzo de entendimiento entre las partes, puede que incluso con la añadidura de la mediación gubernativa. La ocupación no se limita en la actualidad sólo a las fábricas. Para muchos representa u n a causa de desorden inadmisible o violación de domicilio. Para nosotros es una forma de protesta grave y no-violenta. Es de lamentar que ciertas categorías n o cuenten con otros medios eficaces para hacerse oír; pero cuando sucede esto, no acaba uno de ver por qué razón haya que declarar inmoral la ocupación y no la acción de cuantos mantienen el desorden que la provoca. Será preciso, sin embargo, experimentar todas las posibilidades de otras formas de protesta menos costosa, del mismo modo que siempre será menester parangonar las propias necesidades con las de quienes eventualmente hayan de pechar con sus consecuencias 1 7 . El secuestro de personas reviste desde luego mayor gravedad y estaríamos tentados de calificarlo de inadmisible por lo que a las reivindicaciones sindicales se refiere. Si no lo hacemos abiertamente es a causa de la consideración de que, en las dictaduras, las formas de injusticia que los obreros pueden sufrir (al igual que los políticos) son innumerables e incalculables. No podemos dejar de poner gravísimos reparos a toda indebida instrumentalización de las personas, teniendo ante la vista la frecuencia con que, en otros sectores, se recurre a este medio. No es posible, empero, situar en u n mismo plano la acción piratesca de bandidos sin escrúpulos y la acción de quien lucha por la justicia y n o encuentra otros medios menos lesivos de las personas. Resulta superfluo añadir que el asesinato es absolutamente inadmisible y que se corre el riesgo de perpetrarlo, aun involuntariamente, cuando se usan estos medios inconcebibles. Pero no se pue-

Huelga de protestar contra los secuestros y callar respecto a quienes los provocan. L. Rossi Notas.— f1) El problema de la unificación de los sindicatos reviste hoy apasionante interés. A veces se interpela incluso a los teólogos. Si bien la cuestión es verdaderamente problemática, no logramos alejar la impresión de que la toma de posición de ciertos católicos y teólogos tiene caracteres, quizá en forma larvada, de apriorísticos prejuicios. Luego, en un segundo instante, se encontrarán motivos y pretextos en la necesidad de no dejarse instrumentalizar por los marxistas. de conservar la propia libertad de acción y otras cosas por el estilo. Pero parece que, en realidad, lo que se teme es la fuerza contractual que de este modo los sindicatos unidos podrían conseguir (Atención, no se trata de sindicatos verticales, sino de la unificación de los diversos sindicatos de trabajadores [N. del T.]). De suyo, en la era joánea y conciliar, que pretende subrayar más lo que une que cuanto separa, debería ser lógico tender el puente de la solidaridad incluso entre obreros blancos y rojos. Por otra parte, los mismos que tiemblan ante esta unificación, en otras ocasiones proclaman abiertamente su predilección por el interclasismo, al mostrar su deseo de favorecer la unión de personas con intereses diferentes. —(2) Cf R. Coste, Evangelio y política. Cuadernos para el diálogo, Madrid 1969; E. Chiavacci, Principi di morale sociale, Bolonia 1972; G. Marta, Morale política, Bolonia 1971; J. B. Metz, Teología del mundo, Sigúeme, Salamanca 1970; AA. VV., Dibattito sulla «teología política», Brescia 1971; AA. VV.. Coscienza cristiana e impegno político, Milán 1971.-( J ) La Octogésima adveniens (14 de mayo de 1971) es el primer documento magisterial que demuestra no considerar el concepto de «doctrina social de la Iglesia» como un algo prefabricado (n. 40; 42), insta a superar cualquier ideología (n. 37) e invita a tener imaginación creadora (n. 19; 15; 12). Del conjunto se deduce que la alternativa de mañana, para Pablo VI. no consiste en la síntesis dialéctica entre socialismo y liberalismo, ni en una tercera ideología de recambio, sino en la superación e integración de las ideologías opuestas que permitan fundir tanto los elementos de mayor socialización de los unos como los elementos de más honda responsabilización de los otros. Frente al hecho de que ninguno de los modelos sociales propuestos satisface fn. 24), el cristiano tiene el deber de contribuir a la definición4 de un proyecto alternativo de sociedad.—( ) Para san Agustín (De civitate Dei, XIX). la paz intrahistórica jamás puede considerarse un punto de llegada. La paz social no es la «tranquilitas ordinis». Esta neta distinción, que admite es forzarse y trabajar cada vez más intensamente a favor de los desheredados, nos parece que viene impuesta por la Escritura: —en la justicia de Dios entendida como salvación del pobre y liberación del oprimido: —en la desacralización de todos los Césares, operada en Mt 32,21; —en la doble serie de textos neo-

Huelga testamentarios que, por una parte, invitan al respeto y a la obediencia a las «exousiai» (Rom 13,1-7; 1 Tes 2 , 1 3 ; Tit 3,1) y, por otra, trazan un límite superior con el que las propias «exousiai» deben ser juzgadas (Jn 18,284 0 ; 1 Cor 6,1-6; He 5,29; y también Mt 5,1112.38-48); - e n la ciudad de Dios contrapuesta a la ciudad de los hombres (Ap 13,1-18, con referencia a Dan 7); —por último, en la distinción de esencia y de modos entre el reino de los hombres y el de Dios (Jn 18). Estando así las cosas, aceptar como estable (para mantener y defender) una determinada situación de paz social, no es sino aceptar como definitiva y buena una situación de dominio del hombre sobre el hombre (cf La manipolazione dell'uomo. Atti del convegno deí moralisti italiani ad Ariccia 1972, c. sobre La manipolazione política).—(s) Nos apremia señalar dos actitudes extremistas y opuestas; la que tiende a eludir la problemática del conflicto, la pacifista o «el diálogo a toda costa», y la que tiende a agigantar la problemática del conflicto, «el conflicto a toda costa», considerado como medio infalible de la instauración de una sociedad nueva y más justa. En ambientes cristianos, se advierte fácilmente la primera actitud, mantenida quizá en nombre del amor. En realidad, el amor auténtico implica necesariamente la instauración de la justicia. El amor, al poner el valor absoluto en el otro, en lugar de suprimir el conflicto, lo engendra. En ambientes sindicales, en cambio, se da la actitud opuesta, la del «conflicto a toda costa», de derivación ideológica hegeliana y posthegeliana, que conduce al ciclo contestaciónrepresión, que juega a favor de quien detenta el poder y, por ende, en desventaja total para las libertades públicas; además, acrecienta el fenómeno de la no-comunicación en la sociedad, provocando el nacimiento de sociedades paralelas originadas por la huida. Cf. L. Lorenzetti, Nuova coscienza sociale del cristiano, en «Rivista di teología morale», 13 (1972), 103.122. El autor concluye justamente; «Afirmar que el cristiano y la Iglesia deben estar en favor de la paz, de la caridad y, por tanto, deben estar por encima de las partes, supone no comprender la naturaleza de la paz y de la caridad cristiana. La paz y la caridad cristiana exigen ante todo la justicia» (n. 114).— (6) Puede preguntársenos si la crítica de un sistema puede formularse de forma válida en referencia a una utopia o ha de referirse a u n a alternativa históricamente posible. Nos parece que la utopía —si puede ser alienadora— puede asumir también u n papel dinamizador, incluso antes de que su posibilidad histórica se manifieste. Los hombres, hoy prisioneros del sistema, no conocen sus posibilidades, deben redescubrirlas y recrearlas. Y son estimulados a actuar, al saber que la utopía de hoy puede transformarse en el proyecto y la realidad de m a ñ a n a (cf J. Girardi, Cristianismo, liberación humana, lucha de clases. Sigúeme, Salamanca 1973).—( 7 ) El texto es realmente muy duro: «El trabajo excesivamente prolongado o agotador, así como el salario que se juzga insuficiente, dan ocasión con frecuencia a los obreros para, intencionadamente, declararse en huelga, y entregarse a u n voluntario descanso, A este mal, ya tan

. 474 frecuente como grave, debe poner buen remedio la autoridad del Estado, porque las huelgas llevan consigo daños no sólo para los patronos y para los mismos obreros, sino también para el comercio y los intereses públicos; añádase que las violencias y los tumultos, a que de ordinario dan lugar las huelgas, con mucha frecuencia ponen en peligro aun la misma tranquilidad pública. Y en esto el remedio más eficaz y saludable es adelantarse al mal con la autoridad de las leyes e impedir que pueda brotar el mal, suprimiendo a tiempo todas las causas de donde se prevé que puedan surgir conflictos entre obreros y patronos» (n. 31).-( 8 ) Pablo VI, Octogésima adveniens, n. 14. -(*) G. B. Guzzeti, El hombre y los demás hombres. Mensajero, Bilbao 1 9 6 8 . (10) Aquí hablamos directamente sólo de las huelgas de los obreros, no del cierre de fábricas por los empresarios. A pesar de las analogías, entre ellas existen grandes diferencias. Difieren por la dimensión de los sujetos que participan, por los motivos de que surgen y por las consecuencias a que llevan. En tanto que la huelga es siempre un acto colectivo, el cierre de fábricas es tendencialmente un acto individual. Además, mientras que los obreros van a la huelga generalmente para defender los elementos esenciales de su vida, el empresario cierra más fácilmente por la ganancia. De ahí que, admitida la legitimidad del cierre, hayan de exigírsele condiciones más onerosas de las requeridas para la huelga.— ( n ) He aquí cuanto dice, por ejemplo, un autor; «La huelga de solidaridad puede ser justa si concurren las siguientes condiciones: a) si la huelga inicial es legítima; b) si efectivamente constituye una ayuda para los huelguistas; c) si existe proporción entre los bienes que se esperan para los huelguistas y los males que se temen para sí y para los otros» (G. B. Guzzetti, o. c.).-(12) No todo mal infligido a los otros es intrínsecamente malo, como podría parecer en virtud de la simple aplicación del principio de doble efecto. También por este motivo se precisa la superación de tal principio. Se trata en este caso de legítima defensa o. mejor, de una forma de lucha incruenta. Se cuestiona lo siguiente: «¿Tengo que evitar un mal a los otros renunciando a la defensa de mi derecho o, por el contrario, defender mi derecho aunque acarree daños a terceros?» (cf G. B. Guzzetti, Sciopero e dottrina cattolíca, en «La Scuola cattolica», 90 [19621, 517-530). Podríamos apelar también al principio del conflicto de derechos o de deberes.— (13) La perplejidad a la hora de decidirse moralmente (hay quien considera la extensión del principio) se refiere con más frecuencia al hecho o la situación en que el principio ha de encarnarse. Es el drama del obrero que se debate entre la «explotación» y la huelga. Tampoco en este punto será posible resolver el problema de una vez por todas, ya que las huelgas son diferentes; incluso en el mismo tiempo y en un mismo lugar, dos obreros pueden llegar a soluciones diferentes, en virtud de la diversidad de condiciones familiares, sociales, económicas, etc., en que se encuentran. Lo importante es que nadie elija por egoísmo y que cada uno, más que acusar a los aue obran de diversa forma, se eva-

Humildad

475 mine a sí mismo a fin de comprobar si ha hecho una opción consciente y convencida.( u ) Escuchemos a u n autor reciente: «El derecho de huelga tiene unos límites insalvables en los derechos de los otros y en las exigencias del bien común. Dichos límites pueden referirse: 1) a la materia... 2) a los impedimentos jurídicos... 3) a las personas: cuando se trata de personas investidas de funciones que no se pueden interrumpir o suspender porque son indispensables al orden social. Tales son, por ejemplo, los médicos, las comadronas, los carceleros, los policías, los soldados, los diplomáticos, los parlamentarios, los ministros... y otras categorías semejantes como, por ejemplo, los enseñantes (sic)» (P. Pavan-T. Onofri, La dottrina sociale cñstiana, Roma 1966, 229). - ( 1 5 ) La huelga se concibe diversamente según las diversas ideologías. La doctrina liberal, en abstracto, la ve con simpatía por ser expresión de la libertad; pero en concreto los liberales, nacidos en polémica con el ordenamiento de las corporaciones, han atacado tenazmente la libertad de huelga. Para la doctrina marxista, la huelga es una forma privilegiada de la lucha de clases, destinada a hacer posible el avance hacia el colectivismo; pero desgraciadamente, en ciertos países marxistas, no se consiente. La doctrina fascista, en cambio, impugna incluso en teoría la huelga y el cierre de fábricas porque el Estado es el tutor de todos los derechos y el realizador de toda justicia.—) 16 ) Es, pues, también cuestión terminológica.—( 17 ) Los secuestros aéreos son hoy frecuentes. No podemos estar de acuerdo con quienes sólo tienen en cuenta los trastornos ocasionados a la población civil y no pronuncian u n a sola palabra de protesta cuando se mata a los secuestradores con premeditación, incluso a veces cuando ya no hay personas que defender mediante semejante bárbaro asesinato. Se aprecia aquí toda la lógica inhumana del capitalismo que, por defender los bienes (el avión), sacrifica con ligereza a las personas.

en «Efficacité», 8 (1953), 2 3 5 - 2 4 0 . - I d , Enseignement pontifical et organisation professionelle, en «Nouv. Rev. Théol.», 75 (1953), 4 9 8 - 5 1 0 . - N o v a c c o N„ Sulla liberta di sciopero, en «Cronache sociali», 3 (1949), 397ss (defiende la plena libertad de huelga).— Perrot ) . , Syndacalisme «chrétien» et syndacalisme «.confessioneh, en «La vie intellectuelle» (1952), 67-72.-Sermono" A., Sul diritto di sciopero e di serrata. Sguardo di legislazione comparata, en «Diritto del lavoro», 22 (1948), 7886.—Welty E., Catecismo social, Herder, Barcelona 1963.

HUMILDAD El a n u n c i o cristiano en su pureza representa u n a total s u b v e r s i ó n de los v a l o r e s n o r m a l m e n t e a c e p t a d o s : «la l o c u r a d e Dios es m e s sabia q u e los h o m b r e s » ( 1 Cor 1 , 2 5 ) . Cristo c r u c i ficado es o b j e t o d e « e s c á n d a l o p a r a los j u d í o s y l o c u r a p a r a los g e n t i l e s » (1 C o r 1 , 2 3 ) . Si el a m o r d e C r i s t o p o r la p o b r e z a n o s i g u e los c r i t e r i o s a p r e c i a d o s p o r el m u n d o , el i d e a l d e la h u m i l d a d p a r e c i ó t o n t o al m u n d o p a g a n o y, h o y todavía, p u e d e ser confundido c o n u n a búsqueda masoquista y morbosa d e las h u m i l l a c i o n e s . E n e s t e a r t í c u l o examinaremos brevemente algunas norm a s d e v i d a q u e e n la a n t i g ü e d a d p a g a n a se a c e r c a b a n m á s al i d e a l c r i s t i a n o d e la h u m i l d a d , y r e c o r r e r e m o s , p o r c o n s i g u i e n t e , l a s g r a n d e s e t a p a s d e la r e v e l a c i ó n bíblica y d e la reflexión s u c e s i v a s o b r e la a u t é n t i c a n a t u r a l e z a d e esta virtud cristiana.

I. BÍBL.: Bonomelli G., Scioperi e provocatori di scioperi. en Foglie autunnali, Milán 1906. 3 5 5-405. —Brucculeri A., Rilievi sulla disciplina giuridica dello sciopero, en «La civiltá cattolica». 100 (1949), ITT. 350-360 (simples indicaciones sobre la licitud de regular el derecho de huelga).—Id, Monismo e pluralismo sindícale, en «La civiltá cattolica» (1943), III, 400-407.-Carcelli G., II problema della noncollaboralione, en «Pagine libere», 4 (1949), 96-103 (breve exposición del problema).— Carnelutti F., Diritto o delitto di sciopero?, en «Pagine libere», 1 (1946). 2 3 7 - 2 3 9 . - D u r a n do P., Le régime juridique de la gréve politique, en «Droit social», 16 (1953), 22-29.-Elia M.. Lo sciopero dei pubblicl funzionari, en «Rivista di diritto del laboro», 3 (1949), 8 9 - 9 7 . Giovannelli G., Lo sciopero secondo la scuola sociale cristiana, en «Studium». Roma 1955, 78.—Goffi T., Lo sciopero, en «Rivista del clero italiano», 37 (1956), 7-12.-Id, Lo sciopero dell'insegnante di religione, en «Ib», 7 7 - 8 1 . Grumebaum P.-Ballin R., Les conflits collectifs du travail et leur réglament dans le monde contemporain, París 1954. 1T1-324.—Leuwers J. M., Le moraliste devant la gréve «revolutionnaire».

La a n t i g ü e d a d

pagana

a) Eí lenguaje de los clásicos, la diferente a c e p c i ó n d a d a p o r ellos a los v o c a b l o s u s a d o s e n la Biblia, d e m u e s t r a y a la a u s e n c i a del c o n c e p t o d e h u m i l d a d e n s u a c e p c i ó n t í p i c a m e n t e crist i a n a . Los t é r m i n o s l a t i n o s humilis y humilitas, c o m o t a m b i é n s u s c o r r e s p o n dientes griegos, están etimológicamente r e l a c i o n a d o s c o n la voz humus e i m p l i c a n a l g o « p e r t e n e c i e n t e a la t i e r r a » , «bajo», « d e s p r e c i a b l e » ; referidos a p e r s o n a s e n s e n t i d o figurado, d e s i g n a n la e s c a s a i m p o r t a n c i a , la o s c u r i d a d d e los o r í g e n e s , la b a j e z a del c a r á c t e r d e alg u n o q u e o t r o 1 . Lo q u e es b a j o n o p u e d e c o n s t i t u i r p o r sí u n a v i r t u d o u n m é r i t o . Sin e m b a r g o , p e s e a u t i l i z a r u n v o c a b u l a r i o d i f e r e n t e , la a n t i g ü e d a d clásica c o n o c e categorías q u e h a c e n p e n s a r , e n c i e r t o m o d o , e n la n o c i ó n cristiana de h u m i l d a d . b)

Eí ideal de la medida es la principal

Humildad regla de la moral antigua: la virtud reside en el justo medio, en la justa percepción de los propios límites. «Conócete a ti mismo», enseñaba el oráculo de Delfos; reconoce que eres u n mortal y no u n dios. El hombre, por tanto, debe evitar todo exceso de riqueza, poder y felicidad para no caer en el «ubris», extravío que hace «olvidar al hombre su condición mortal, que le induce a sobrepasar los límites de la "sofrosúne" y de la "aidós"» 2 y, en virtud de una némesis fatal, conduce inevitablemente a las catástrofes más graves. c) Magnanimidad y modestia eran las virtudes principales. La fuga del «ubris» no implicaba la renuncia a la grandeza humana. La literatura antigua ensalza al hombre magnánimo capaz de hacer grandes cosas, prefiriéndolo al modesto, que es sólo capaz de pequeñas cosas, pero ambos son sabios, porque se reconocen tal como son y huyen de la vacía vanagloria. íí) La autosuficiencia humana caracteriza estas virtudes de los paganos: en su esfuerzo moral, el sabio antiguo sabe que no puede contar más que con sus fuerzas, y aprecia todo el valor de éstas. Si en algunos escritos podemos columbrar un auténtico sentido de la pequenez h u m a n a frente a Dios, la oración del sabio es, sin embargo, preponderantemente u n a acción de gracias por haber recibido de Dios la capacidad de hacer por sí solo lo que debe hacer. La noción cristiana de la humildad implica el conocimiento de la trascendencia de u n Dios personal y la de nuestro estado de criaturas, nociones no del todo adquiridas por la filosofía pagana. Con mayor razón, antes de la revelación del amor divino que desciende del superior hacia el inferior, la pequenez y la debilidad no podían ser consideradas como valores, sino sólo como una mediocridad que el magnánimo debe reconocer honradamente, pero tratar de superar con u n esfuerzo generoso. II.

El Antiguo Testamento

a) El profundo conocimiento de la condición de criatura y la experiencia de la grandeza y de la majestad de Dios (Sal 8; Ex 3,5-6; 33,19-23), del poder por El demostrado al obrar la liberación de su pueblo (Ex 19,4), fundamentan en el pueblo hebreo la disposición a la humildad. Frente a Dios, el hombre no es sino barro (Gen 2,7), polvo y ce-

477

Humildad

476 niza (Gen 18,27; Job 14,1-2; Is 40,6-8). En virtud de esta toma radical de conciencia de la condición de criatura del hombre, la pretensión de los antecesores de llegar a ser, como Dios, «conocedores del bien y del mal» (Gen 3,5) no podía ser considerada sino como origen de desorden, infelicidad y muerte. Hasta aquí la experiencia del Antiguo Testamentó no es todavía cualitativamente diferente de la del sabio griego. b) La experiencia concreta de la po. breza constituye, en cambio, el núcleo de aquella pedagogía divina que conducirá al descubrimiento de la dimensión existencial de la humildad y, al mismo tiempo, del sentido espiritual de la pobreza. Si en los textos más antiguos la riqueza es generalmente considerada como u n a recompensa divina, los profetas no tardan, sin embargo, en reconocer la profunda ambigüedad de aquélla y en denunciar los abusos, de los que, a menudo, es el fruto (Am 8,4-8; Is 3,14-15; 10,1-4). Por el contrario, la pobreza y la humillación de la derrota política y militar condujo al pueblo de Israel a reconocer la verdad de su condición pecadora, y su infidelidad a la Alianza divina, y a invocar al Señor con confianza (Bar 1,15-3,8; Sab 12,2). La privación y la humillación hacen al hombre más dispuesto a esperar en la salvación que viene de Dios; como «el oro es probado con el fuego» (Eclo 2,5), la fidelidad del pueblo es puesta a prueba mediante la humillación (Dt 8,2). Con Sofonías, por primera vez, la pobreza es considerada u n a actitud moral y religiosa, y es puesta en paralelo con la justicia: «Buscad a Yavé todos vosotros, oprimidos del país..., buscad la justicia, buscad la humildad: quizá podáis estar al abrigo en el día de la ira de Yavé» (Sof 2,3). Sólo este pueblo pobre y humilde será objeto de la divina misericordia (Sof 3,11). También el análisis del vocabulario del Antiguo Testamento nos revela la estrecha relación entre pobreza y humildad. Los dos adjetivos hebraicos 'ani y 'anaw, provenientes de la raíz común 'anah, significan tanto el pobre y el oprimido en sentido material, como el humilde que se somete voluntariamente a la voluntad de Dios (aunque 'ani es empleado predominantemente en sentido material y 'anaw en sentido espiritual). En particular, las personas concretamente pobres y oprimidas Caniyim), que aceptan su situación con paciencia y confianza, son

también pobres en sentido espiritual, es decir, de los 'anawim, de los humildes 3 . A ellos les será enviado el Mesías (Is 11,4), que será, también él, objeto de desprecio (Is 53) y humilde (Zac 9, 9-11). III.

El Nuevo Testamento

a) La predilección por los pobres y por los pequeños, concretamente probados por la humillación, encuentra en el Evangelio su confirmación definitiva: Cristo ha venido «a llevar la buena nueva a los pobres» (Mt 11,5) y da gracias al Padre por haber revelado el Evangelio a los pequeños y haberlo ocultado a los sabios (Mt 11,25). Para entrar en el Reino, es necesario ser pobres de espíritu (Mt 5,3), reconocer humildemente la propia condición de pecadores (Le 18,9-14) y buscar los últimos lugares (Me 9,34-35). No es, sin embargo, suficiente ser materialmente pequeños y pobres: sólo quien se humilla (Mt 2 3 , 12) y se hace pequeño como un niño (Mt 19,14.30) será grande en el Reino de los Cielos. b) La voluntad de imitar a Cristo es la característica discriminante de la humildad cristiana: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Cristo, que no vino «para hacerse servir, sino para servir y para dar su vida en rescate de muchos» (Me 10,45), después de lavar los pies a los Apóstoles, les explicó el sentido de este acto suyo: «Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies, los unos a los otros» (Jn 13,14). El ejemplo de Cristo nos enseña que la humildad no nace tanto de la bajeza y pobreza humana, como de la grandeza y del amor de Cristo, Hijo de Dios: «El, que, teniendo forma de Dios..., se anonadó tomando la forma de esclavo... aparecido bajo el aspecto de hombre, se humilló todavía más, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 6-8); por esto, «Dios lo exaltó y le dio el nombre que está por encima de todo nombre» (Ib 2,9). Aquel en el que habita toda la plenitud (Col 1,19) se humilló por debajo dé todos para salvarnos a todos. Este ejemplo de Cristo forma como el paradigma de la vida del cristiano; por tanto, quien manda debe comportarse como el que sirve (Le 22,26). En la kénosís del Verbo se manifiesta la dimensión última del amor que se da y se rebaja para el mayor servicio de

los hermanos, la verdadera dimensión de la subversión de los valores que Cristo trajo a este m u n d o : la única ostentación del cristiano es la cruz de Cristo (1 Cor 1,31). Sabiendo que todo lo ha recibido de Dios (Ib 4,7), el cristiano no puede jactarse de sí mismo, sino de su participación en la humillación de Cristo, de la «debilidad de Dios», que es «más fuerte que los hombres» (Ib 1,25). Esta adhesión a Cristo conduce a u n servicio humilde, que no es sólo dignación benévola, sino estima efectiva de los hermanos (Flp 2,3), sujeción m u t u a (Ef 5,21), longanimidad y tolerancia (Ib 4,2), humilde servicio del que se hace todo para todos (1 Cor 9,22b). Estas manifestaciones sociales de la humildad no son otra cosa sino modos de concretar el único precepto cristiano de la caridad (1 Cor 13,4-7). IV.

El período patrístico

No siendo posible recordar los numerosos escritos de este tiempo dedicados a la humildad 4 , nos limitaremos a recordar algunos de los conceptos que se repiten más a menudo. a) El carácter específico de la virtud cristiana de la humildad es claramente afirmado, sobre todo, por san Agustín. En los autores paganos se pueden tal vez hallar óptimas normas morales, pero la verdadera noción de la humildad sólo puede sernos enseñada por el ejemplo de Cristo: por esto, los paganos no pueden llegar a la justificación 5 . b) La humildad no es considerada una virtud como las otras, sino como u n a disposición que se encuentra en la base de cada virtud, una característica de cada relación directa entre el hombre y Dios. Los Padres son unánimes en proclamar que el orgullo, el «perversus sui amor» 6 , es la raíz, el origen y el padre del pecado 7 ; si éste fue la causa de la caída, la humildad es el principio del retorno a Dios 8 . c) La humildad consiste no en rebajarse por debajo de la propia condición, sino en reconocer lo que somos, no sólo en nuestra naturaleza limitada, como advertía el oráculo de Delfos, sino, sobre todo, en nuestra condición pecadora. Esta disposición de ánimo hace al humilde abierto a la acción divina y capaz de llegar con Cristo a la verdadera grandeza 9 . d) La tradición monástica se preocupa, sobre todo, de conocer los caminos para alcanzar la humildad. Entre ellos,

478

Humildad además de la oración y la consideración de los propios pecados, ocupa u n lugar fundamental el trabajo y el cansancio corporal 10 . V.

espiritual, en cuanto elimina el principal obstáculo para la aceptación de la caridad sobrenatural, puede ser considerada como el fundamento de la vida espiritual 19 .

La Edad Media

a) Entre los autores espirituales se recuerda a san Bernardo, que, sobre la estela de la tradición monástica de Casiano y san Benito, se ocupa de los grados del orgullo y de la humildad 1 1 . San Francisco de Asís proclama la exigencia de u n retorno al ideal evangélico de la pobreza y de la humildad 1 2 . Después, en oposición al primer surgimiento de las corrientes humanistas 1 3 , san Buenaventura defiende el carácter específico de la humildad cristiana 1 4 , y el libro de la Imitación de Cristo insiste, repetidas veces, sobre la necesidad de u n a pedagogía concreta de la humillación efectiva. b) La obra de santo Tomás, que durante mucho tiempo fue la base de muchos tratados sobre la humildad, merece u n interés particular. El Doctor de Aquino considera la humildad como u n a expresión de la templanza y la define como la virtud que «modera nuestra alma para impedirle que tienda a las cosas grandes, contrariamente a la recta razón» 1 5 . Por el contrario, la magnanimidad, virtud opuesta, pero complementaria de la humildad, modera la tendencia a un excesivo menosprecio de sí mismo 1 6 . Esta presentación que parece volver al planteamiento aristotélico, no agota, sin embargo, todo el pensamiento tomista. A los que hacen observar que la humildad es u n a virtud teologal, porque «respicit reverentiam qua quis subiicitur Deo», él responde haciendo observar que, si las virtudes teologales son causa de las demás virtudes, no se sigue que estas últimas no tengan su propia consistencia y que, en particular la humildad, no sea una virtud moral conexa a la modestia y a la templanza 1 7 . El equilibrio humano, afirma en otras palabras el Doctor de Aquino, representa un auténtico valor que la revelación no destruye, sino que lleva a su cumplimiento. La magnanimidad, entendida en sentido cristiano, no se opone a la humildad; la perfección de la humildad exige, en efecto, que el reconocimiento de la propia nada y de los propios pecados sea acompañado por u n reconocimiento paralelo y u n a utilización valiente de los grandes dones recibidos de Dios 1 8 . Esta actitud

VI.

La época moderna

a) Los autores de los siglos XVI y XVII subrayaron fuertemente la importancia de la humildad en la vida espi- i ritual. San Ignacio de Loyola, en la cumbre de la experiencia espiritual de los Ejercicios, propone al ejercitante la consideración de las tres maneras20, que ponen en la voluntad de imitar a Cristo en la pobreza y en los oprobios, a la base de toda elección de quien aspira a la perfección cristiana. Santa Teresa de Avila y san Juan de la Cruz ilustran la función de la humildad adquirida y. sobre todo, de la humildad infundida como elemento insustituible para llegar a la contemplación 2 1 . La escuela francesa del siglo xvi desarrolla, finalmente, el tema de la nada de la criatura frente a Dios y subraya fuertemente la necesidad de las humillaciones. b) En nuestros días, la investigación filosófica se ha ocupado también, en cierta medida, de la humildad. Según Nietzsche, ésta es la virtud propia de los esclavos incapaces de vengarse de sus amos 2 2 . Por el contrario, Max ' Scheler reconoce que la humildad, «vir- ' tud cristiana por excelencia», representa j una mayor apertura a los valores y a la i riqueza de la realidad 2 3 . 1 c) Las recientes investigaciones psico- j lógicas han subrayado, finalmente, la j importancia de u n reconocimiento ob- j jetivo de los propios límites: la salud j mental implica la aceptación de la limi- j tación de la felicidad 24 . «El Yo conscien- ¡ te... debe liberarse tanto de los excesos pulsionales como de la severidad de su , Yo ideal» 2S y reconocer «la debilidad * congénita del Yo» 26 . La terapia analítica puede definirse como u n a investigación de la propia verdad y autenticidad, o sea una versión moderna del deifico «conócete a ti mismo». En ella, el puesto central es ocupado por la palabra que «permite que la verdad del tema salga a la luz» 27 y se superen las ilusiones. VIL

Conclusión

Una primera característica que aparece en todas las presentaciones de la humildad es el reconocimiento de nuestra

Hurto

479 limitación esencial, elemento fundamental que, en cierta medida, es común al cristianismo y al pensamiento pagano. Según la moderna psicología, el reconocimiento de los propios límites es el fundamento indispensable del equilibrio psíquico y de la madurez h u m a n a . La revelación nos recuerda, ante todo, que, sin la experiencia directa de la pobreza y de la humillación, es difícil llegar a la humildad espiritual, y subraya fuertemente u n ulterior motivo para rebajar nuestro orgullo: nuestra condición pecadora. Todo lo que hay de defectuoso en nosotros depende de nosotros; todo lo que hay de válido depende de Dios. Sin embargo, este reconocimiento radical no lleva a la pusilanimidad: si todo lo hemos recibido (1 Cor 4,7), debemos, empero, reconocer también el don de Dios (Le 1,49) y hacerlo fructificar (Mt 25,14-30). Es, sin embargo, el ejemplo de Cristo el que revela la novedad más grande de la humildad cristiana; la kénosis del Verbo nos ha hecho ver que la verdadera grandeza consiste en la humillación voluntaria, animada por la caridad y vuelta al servicio de los hermanos. Servicio activo que no acepta sólo la pobreza material, sino que llega a un desprendimiento radical de sí mismos: «La pobreza es el despoj amiento no sólo de bienes exteriores, sino también de sí mismos en la humildad y en la obediencia sobre el ejemplo de Cristo» 28 . Totalmente opuesta es la lógica que conduce al orgullo: negación del servicio fraterno, jactancia por los propios méritos, búsqueda del éxito personal. Siguiendo estos criterios de vida, el orgulloso se cierra cada vez más a los valores que encuentra en los demás para llegar hasta el desacato de la misma dependencia de Dios. Sólo el humilde será capaz de aceptar la salvación que se nos ofrece por Cristo humilde y despreciado.

10

730c.-( ) Cf p. ej.: Verba Seniorum. 15.82: PL 73. 967c.-( n ) S. Bernardo, Di' Gradibus humilitatis et Superbiae, 1,1: PL 182, 9 4 1 c (12) 2.» Reaula, 6.2.-( 13 ) Sigieri di Brabante. Quaestíones morales, quaestio 1. ob. 2.-C4) San Buenaventura, De perfectione evangélica, quaestio de Humilitate ad 1, en Opera, t. 5 . (") S. Tomás, S. Th., 2-2ae. 161, l c (16) Ib, 2-2ae, 129, 3.-( 17 ) Ib, 2-2ae, 161. 4 a l.-t 1 ") Ib, 2-2ae. 161. 3c (cf 2-2ae, 129, 3 a 4).-(") Ib, 2-2ae, 161, 5 a 2 . (20) Ignacio de Loyola. Ejercicios espirituales, n. 167.-( 2I ) Juan de la Cruz, Noche oscura, 1. 1. c. 12.-(") F. Nietzsche, Zur Genealogie der Moral, 2!1.4, en Werke VII, Lipsia 1896, 329-330.-( ) M. Scheler, Zur Rehabilitierung der Tugend: die Demut, en Vom ürnsturz der Werte, en C. W., Berna 1955, v. 3, 17-22.(24) A. Vergote, Psicoanálisis y Antropología filosófica, en Huber-Piron-Vergote, El conocimiento del hombre por el psicoanálisis, Guadarrama, Madrid, 1968.-(") Ib. 198.- (26) Ib. 164.~(27) A. Vergote, Avant Propós a A. RiffletLemaire, Jacques Lacan, Bruselas 1970, 2 7 . (25) Michele Pellegrino. Camminare ínsieme, LDC. Turin 1972. 15. BIBL. : Adnés P.. Humilité, en DS. t. 7, París 1969. col 1137-1187, con abundante bibliografía.—Blas de Jesús, Verdadera humildad de los fundamentos de la ascética teresiana, en «Rev. de Espiritualidad», 22 (1969), 681722.-Cathrein V., Die christliche Demut, Friburgo 1920,-Damerau R.. Die Demut, en Der Theologíe Luters, Giessen 1968,-Deman Th.. Orgueil, en DThC, t. 11/2, 1932,-Derville A., Humiliations, en DS, t. 7, París 1969, col 11291129,-Dolagharay B., Humilité, en DThC, t. 7/1, 1922,-Gauthier R. A„ Magnanimité. L'idéai de la Grandeur dans la Philosophie paienne et dans la Theologíe chrétienne, París 1951,-Háring B.. La ley de Cristo, Herder, Barcelona 1968. III. 78-92.-Hayen A., Laicat et Magnanimité, en «NRT», 75 (1953), 937-950.-Henry P.. Kénose, en DBS, t. 5, 1957, col 7-161.-Krauss A., Deber den Hochmut, Francfort 1966.-Lacan F. M., Humildad, en Voc. de Teol. Bíblica, Herder. Barcelona 1972,-Rehrl S., Das Problem der Demut, Munich 1970.

HURTO I. Definición y división

G. Rossi, s.j.

El hurto es apoderarse del bien ajeno injustamente, con fin de lucro y contra la razonable oposición de su dueño. Notas. (]) Thesaurus Linguae latinae, t. 6, Implica, pues, tres elementos esenciales: 1) sustracción injusta, no fundada p. 3.", col 3103-3119.-( 2 ) Ch. Moeller, Sabiduría griega uJparadoja cristiana. Juventud. Bar-en ningún título jurídica y moralmente celona 1963.-( ) Cf P. Adnés, Humilité, en DS, válido; 2) fin de lucro, en el sentido t. 7. París 1969, col 1142-1143.-(4) P. Adnés. de que el ladrón pretende sacar provecho a. c„ col 1152-1164.-{5) Agustín. Contra ¡ulianum pelagianum, IV. 3,17: PL 44, 745-746.- de esa apropiación; no sería hurto, sino 6 damnificación, el quitar alguna cosa ( ) Agustín, De Genesí ad LUteram, XI. 15,19: PL para destruirla o cedérsela a otros; 34, 43 7.-P) Juan Crisóstomo, Injohannem, 9,2: PG 59, 72c.-(") Agustín. Tractatus 25 in 3) oposición razonable del dueño; pues Johannis Evangelium, 6. 15: PL 35. 1603- si éste consintiese o bien se opusiera 1604.-C) Agustín, Scrmo 130. 3.3: PL 38. irracionalmente, no habría hurto.

480

Hurto Los tres elementos tienen que ir juntos; pero nunca se dan ellos solos: van siempre unidos a otras circunstancias, principalmente tres, que dan lugar a hurtos específicamente diversos. La primera de esas circunstancias hay que considerarla connatural con el hurto mismo y constituye el hurto simple: es cuando éste se perpetra ocultamente. Notemos que en este caso ocultamente no significa que el dueño no se dé cuenta del hurto, sino sólo que contra aquél no debe producirse violencia física o moral que le obligue a no reaccionar o le haga impotente para ello. Una especie de hurto simple es el peculado, si se trata de que u n funcionario público, para propio lucro o de otros, sustrae cantidades o cosas pertenecientes o depositadas en entidades públicas. La segunda circunstancia, que puede ir juntamente con los elementos descritos antes, pero que falta en el hurto simple, es la violencia: se trata exclusivamente de violencia física o moral contra el dueño, que, por tanto, debe presenciar el hurto. Semejante género de hurto se denomina robo1. La tercera circunstancia diversifica el hurto de las dos especies precedentes, en razón del objeto. Tenemos el hurto sacrilego cuando se roban objetos sagrados o destinados al culto. Y obviamente tendremos u n robo sacrilego en el caso de que el ladrón de cosas sagradas cause violencia a quien esté legítimamente encargado de guardarlas. En el hurto simple se da u n a injuria real respecto a los bienes materiales del prójimo; el robo lleva consigo además u n a injuria personal al dueño, con dos pecados de injusticia, u n o contra los bienes patrimoniales del prójimo, y el otro contra la inmunidad personal del mismo; el hurto sacrilego conlleva u n a injusticia contra los bienes ajenos y u n a ofensa a la virtud de la religión. Con el hurto hay que equiparar plenamente la no-restitución de lo que se encontró y pertenece a otros, de lo que se consiguió con violencia (extorsión) o con engaño (fraude, cuando principalmente en el comercio, para mayor ganancia, se alteran pesos, medidas o la misma mercancía, engañando al comprador en la calidad o en la cantidad de los productos), el no pagar las deudas, el no dar el debido salario a los obreros o la explotación usurera del trabajo de mujeres y niños, la bancarrota fraudulenta, la ruptura de un contrato, etcétera.

II.

El hurto en la Biblia

El AT condena severamente el hurto, aunque sea pequeño (Ex 2 0 , 1 5 ; Lev 19, 1 1 ; Dt 5,19; Jer 7,9). No es causa excusante válida ni la necesidad ni la pobreza (Prov 6,30; 30,9). Se reprueba cualquier daño al prójimo (Eclo 4 , 1 ; 34,18-22); y hay que repararlo absolutamente (Ex 2 1 , 3 3 . 3 7 ; 22,2.6.11). El Nuevo Testamento no se aparta del Antiguo en la valoración moral del hurto (cf Le 1 8 , 2 0 ; 19,8; Me 10.19; Rom 1 3 , 9 ; Ef 4 , 2 8 ; 1 Pe 4,15). En 1 Cor san Pablo enumera expresamente al hurto entre los pecados que «excluyen del Reino de Dios» (6,10). El mismo san Pablo, en 1 Tim, para ayudar al cristiano a inmunizarse contra el peligro de damnificar a los demás, llama la atención sobre la raíz del mal, o sea sobre la ambición de riquezas: «Teniendo con qué alimentarnos y vestirnos sintámonos con ello contentos. Pues los que quieren enriquecerse caen en la tentación, en lazos y en muchas codicias insensatas y funestas que hunden a los hombres en la ruina y la perdición, porque la avaricia es la raíz de todos los males, llevados de la cual algunos se apartaron de la fe y se infligieron a sí mismos muchos dolores» (6,8-10). Y el autor de la carta a los Hebreos invita a la consideración de alegrías mucho más valiosas que las de la tier r a : «Habéis aceptado con alegría el despojo de vuestros bienes, siendo conscientes de que estáis en posesión de una riqueza mejor y permanente» (10,34). Hay que temer de veras la pérdida de este tesoro. Todo lo demás puede abandonarse para seguir a Cristo (Le 12,33). III.

Inmoralidad del hurto

La gravedad del hurto no hay que medirla sólo por la violación de la justicia, sino también desde el punto de vista del daño causado al bien común. El hurto no sólo impide la pacífica convivencia humana, disminuyendo o anulando las recíprocas relaciones de caridad y de justicia, sino que hace imposible de modo permanente cualquier relación social. El Estado se ve obligado a hacer enormes gastos para la organización de la defensa y de la seguridad del patrimonio de los ciudadanos y de las instituciones jurídicas. Del hurto se derivan innumerables litigios y enemistades, desconfianzas y sospechas. A menudo se dan la miseria y el suicidio

Hurlo

481 como consecuencias de violaciones de la propiedad ajena. La Iglesia, con intervenciones directas o por medio de los moralistas, siempre ha enseñado que el hurto es pecado grave según su especie (ex genere suo), es decir, que admite parvedad de materia. IV.

Materia grave en el hurto

Los moralistas se h a n esforzado por precisar mejor cuándo hay que considerar grave u n hurto. Lo es cuando, contra la voluntad del dueño, se le quita, sin razón excusante, u n bien, causándole así un daño notable. Según esta descripción, resulta necesario referirse a las condiciones económicas del dueño y al vínculo existente entre él y el autor del hurto. Consiguientemente es mayor la entidad del hurto cuanta mayor sea la pobreza del dueño al que se roba y cuanto menor sea el vínculo de parentesco y la comunidad de intereses con él. Quien roba a u n pobre comete fácilmente culpa grave; u n hijo que robe en casa y se lleve cosas que en cierto modo le pertenecen también a él, es más difícil que cometa culpa grave. Este modo de orientarse para concretar qué hurto sea pecado mortal, recibe técnicamente el nombre de determinación de la materia relativamente grave en el hurto. Dar cifras no es posible; generalmente se ha tomado como criterio razonable afirmar que es grave el hurto de u n a cantidad de dinero que corresponde al mantenimiento y a los gastos diarios de la persona víctima del hurto. Esto vale suponiendo que esa persona viva del propio trabajo y en conformidad a las condiciones sociales en las que se encuentra. Si es u n pariente el que roba, el criterio expuesto hay que aplicarlo con más amplitud; por ejemplo, diciendo que se requiere el doble para llegar a culpa grave. Y hay que añadir que cuando el hurto no damnifica a u n a sola persona, sino colectivamente a varios dueños, la gravedad se alcanza sólo si se ha causado u n daño grave a cada u n o o bien si se ha sobrepasado u n a cierta cantidad que constituye siempre materia grave, como aclararemos en seguida. A los tratadistas no se les ha escapado u n caso muy frecuente de injusticia: el de los pequeños y repetidos hurtos, tal como puede suceder cuando se «redondean» las cuentas en las tien16

das o cuando se «escatima» un poco el peso o se da u n a mercancía peor que la que se debería dar. En estos casos puede ser que se trate de pequeñas injusticias como episodios aislados el uno del otro; pero también puede ser que esos pequeños hurtos haya que sumarlos y que así constituyan una conducta gravemente injusta. Esto sucede cuando quien los comete tiene intención de llegar con ellos a u n a cantidad grave en u n tiempo relativamente breve, o acumula lo robado hasta juntar u n a cantidad grave. No faltan situaciones en que el dueño se muestra total y racionalmente contrario a que le quiten nada, pero a la vez no le afecta notablemente el daño del hurto. Entran en esta categoría las personas muy ricas y las entidades morales que tienen muchos bienes. ¿Qué juicio dar acerca de los hurtos cometidos en su daño? Así como la propiedad privada tiene siempre también u n a «función» social, así la lesión del derecho de propiedad tiene también siempre u n reflejo social. Hay que atajar muy enérgicamente cualquier lesión a la justicia, a u n cuando la víctima del hurto no sufra de hecho u n daño sensible. Esta es la célebre cuestión de la materia absolutamente grave en el hurto, que brota por la preocupación de no dar pábulo a robar ni siquiera a quienes no se dan cuenta de que se les quita algo o a quienes casi ni llegarían a enterarse del hurto que se les ha hecho. Los moralistas están de acuerdo en afirmar la necesidad de establecer u n a materia absolutamente grave; pero no lo están ni en la determinación concreta de tal materia ni en el camino a seguir para establecerla. Hay quien se contenta con buscar la opinión de los grandes moralistas de otros tiempos y luego traducir su sentencia a cifras de monedas en curso h o y : hay quien trata de descubrir u n criterio razonado y documentado, y luego intenta apuntar a una cifra: y por fin hay quien opina que no existe u n a sola materia absolutamente grave, sino que para cada región y teniendo en cuenta el diverso nivel de vida y el costo de la misma, hay que dar u n a diversa norma moral. A muchos les parece que el salario mensual de u n trabajador ordinario es la indicación más justa para fijar la materia absolutamente grave. No se separan mucho de ellos quienes proponen como indicativa la cantidad correspondiente al salario semanal de

Hurto un profesional. Podría preguntarse cuál es el fundamento de esa norma indicativa. La respuesta es que la misma se funda en el sentido cristiano expresado por la Iglesia a través de los moralistas. Tiene, por tanto, u n valor que no va más allá de lo indicativo, admitiendo una cierta fluctuación. V. Obligación de la restitución La violación del derecho de propiedad por el hurto provoca una duradera situación de injusticia. Si el ladrón no se preocupa de reparar el daño provocado al prójimo, persiste en su injusticia. Lo primero que debe hacer es convertirse ante Dios, reconocer humildemente su culpa moral y tener la intención de expiar su falta bajo todo punto de vista y de reparar el desorden cometido. La conversión y la penitencia no serían auténticas si no incluyesen el esfuerzo sincero de una reparación externa. «Cuando -escribe san Agustín— la propiedad ajena, por amor de la cual uno ha pecado, no queda reconstituida pudiendo hacerlo, no se puede hablar de penitencia verdadera, sino de hipocresía. La misma sinceridad de la penitencia no conduciría al perdón del pecado sin la restitución de lo robado, supuesto que sea posible» (Ep. ad Maced., 6,2: PL 33, 662). Y santo Tomás observa: «Puesto que para salvarse es necesaria la observancia de la justicia, se deduce que la restitución de lo robado es igualmente medio necesario para la salvación» (2-2ae, q. 62, a. 2). En la Biblia leemos: «Si el malvado se convierte de sus pecados... y restituye lo que ha robado..., vivirá» (Ez 33,15). San Pablo amonesta al ladrón a expiar su pecado mediante un trabajo diligente en favor de los pobres (Ef 4,28). El deber de restituir subsiste ciertamente siempre que se haya quitado algo a los demás. La gravedad de la obligación de restituir lo que pertenece a los demás, se mide por el doble criterio de la cantidad robada y del daño causado a la persona. Sea cual fuere la cantidad de bienes ajenos retenidos ilícitamente, hay obligación de restitución, aunque claro está qw. no siempre con la misma gravedad y urgencia. La obligación de la restitución nunca va más allá de las propias posibilidades. Hay causas que excusan de la obligación de restituir temporal o perpetuamente. Son: a) La impotencia física o absoluta, moral o relativa. La primera

482 libra completamente de la obligación de restituir; la segunda sólo condicionalmente. b) La quiebra, tanto si se produce por iniciativa privada como por sentencia judicial. Se supone u n a real decadencia económica, no ficticia y mucho menos engañosa. Quien quiebra puede retener todo lo que le sea necesario, no superfluo, para él y para su familia, c) No hay obligación de restitución cuando se seguiría u n daño al mismo acreedor o a una tercera persona (ejemplo, la restitución de u n arma). Es importante tener la seria intención de restituir lo robado cuando se tenga posibilidad de hacerlo. Constituye un impedimento para el perdón no ya el negarse a restituir, sino también u n a dilación notable y no justificada. No debe olvidarse que además de la reparación de la justicia hay graves exigencias de reparar el disgusto causado con la propia injusticia a la persona víctima del hurto. VI.

Orden de la restitución

La restitución hay que hacerla a las personas cuyo derecho se lesionó, o a sus legítimos herederos. Puede suceder que a pesar de la diligente búsqueda de la persona damnificada, no se logre dar con ella o bien que existan fuertes dudas sobre su identificación. En el primer caso no hay más que dar a los pobres o a alguna obra benéfica lo que le correspondería al damnificado. En cambip, en caso de duda, si ésta se circunscribe a pocas personas, hay que dividir entre ellas el valor total de lo que se debe restituir. Si la duda se extiende entre muchas personas, tampoco queda otra salida sino dar a los pobres o a alguna obra benéfica lo que debería darse a los dueños. Esta solución la admiten comúnmente los moralistas, no contentándose con afirmar que existe el deber de deshacerse de aquello sobre lo que no se tiene derecho y que la única solución práctica es dárselo a los pobres; sino esforzándose por interpretar la mente y voluntad de aquel a quien debería hacerse la restitución. Precisamente de la interpretación de su voluntad depende la viabilidad de la solución propuesta. VII.

La necesidad extrema y la oculta compensación

Dos cuestiones, además de las ya tratadas, están en conexión con el hurto,

483 o por lo menos sirven para esclarecer el concepto de hurto. La primera es la licitud de apropiarse de lo ajeno en la medida en que es indispensable para librarse de u n a necesidad extrema. Atendiendo al primordial destino de los bienes de la tierra en favor de todos los hombres, «quien se encuentra en extrema necesidad tiene derecho a procurarse lo necesario tomándolo de las riquezas de los demás». Así dice el Concilio Vaticano II en GS 69. remitiendo a santo Tomás (2-2ae, q. 66, a. 7) y a las normas concretas dadas por la doctrina tradicional. La necesidad extrema puede, obviamente, abarcar varios sectores de la vida del hombre: el que muere de hambre tiene necesidad de comer para salir de su extrema necesidad; quien es perseguido por unos bandidos, para escapar, puede tener necesidad de u n coche; u n perseguido político puede necesitar u n avión para salvarse, etc. La segunda cuestión es la oculta compensación, o sea tomar secretamente lo que a uno le pertenece arrancándolo a la posesión de quien debería dárnoslo. Está permitida sí se verifican estas con-

Hurto diciones : «) que se trate de algo verdaderamente debido en estricta justicia; b) que no haya, sin grave incomodidad, otro medio para poder hacerse con lo que se nos debe; c) que no se damnifique al deudor o a u n a tercera persona; d) en lo posible, habrá que tomar cosas de la misma especie de lo que se nos debe. 1. Babbini

Nota.-C) N. del T.: Tal es la terminología técnica de los manuales. No obstante, la palabra robo, por el uso, ha pasado a sustituir a hurto. Se habla generalmente de robo y robar, en vez de hurto y hurtar. Para designar el hurto (robo) con violencia se emplea el término atraco, sobre todo en su modalidad de «mano armada», tan frecuente en estos tiempos. Brsi..: Gaudium et spes. y ios comentarios a la misma.-Haring B.. La ley de Cristo, Herder. Barcelona 1973.—Mausbach G. y otros. Teología moral católica. Universidad de Navarra, Pamplona 1972.—Umberg ]. B., Irrationabiliter invito domino, en «Zeitschrift für kath. Theol.», 69 (1947). 445-489.-Van Kol A., Theologia Moralís, Herder, 1962, v. 1, 6J0-6S4.

485

I IGLESIA El misterio de la Iglesia, como reflejo del misterio de Cristo, encierra en sí y manifiesta la intención de Dios sobre el hombre, que es llamado a acogerlo con alabanza y acción de gracias y debe corresponder con u n a vida de fe y de amor. Ninguna verdad cristiana está privada de significado vital, ya que toda afirmación sobre Dios es también una afirmación sobre el hombre y su destino; pero la relación entre los misterios cristianos y la vida del hombre y del universo, al que el hombre está ligado, es particularmente manifiesta en la Iglesia: ella es, en efecto, la forma visible de la comunión con el Dios vivo y, por tanto, con los hermanos, comunión que es el fruto de la llamada de Dios en Cristo y de la respuesta personal del hombre, también ésta en Cristo. Toda la vida moral se resume en este diálogo, en el que la llamada de Dios es recibida y la respuesta del hombre es dada en la comunidad de los redimidos y mediante ella, según las determinaciones que la divina Sabiduría y la historia h u m a n a le aportan continuamente. I.

La Iglesia, «sacramentum mundi»

«La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz es la Iglesia, convocada y constituida por Dios, para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera para todos y cada uno» (LG 9). La Iglesia se funda, por tanto, en el designio de la divina Sabiduría de reunir en Cristo a toda la humanidad en la comunión de la vida trinitaria, predestinando a los hombres a la adopción filial. Por eso el Hijo, en su encarnación, fue puesto como venero del movimiento de gracia y de misericordia, que debe reunir a todos los hijos de Dios dispersos por

el pecado, y en su Pascua cumplió la obra de la reconciliación universal con su sangre. Desde ese momento la humanidad encuentra su unidad en Cristo, a través del cual todo hombre que teme a Dios y obra la justicia le es acepto (LG 9). La unidad de la humanidad con Dios ya está cumplida en Cristo, ya está comunicada al mundo en la Pascua del Señor y opera en la vida de los hombres y en la historia de los pueblos; pero debe ser llevada a cumplimiento en la existencia h u m a n a a través de la libre aceptación del don divino. La Iglesia, que halla su fuente de vida y de unidad en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu, es el lugar en que viene proclamada y celebrada con gratitud la realidad que Cristo ha cumplido mediante su cruz, a fin de «recapitular la humanidad entera con todos sus bienes, bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu» (LG 13). Cristo edifica su Iglesia para que sea la proclamación de la unidad que se da en él y el instrumento de su progresiva realización en la vida del mundo. Ella es el «Cuerpo» del Señor, es decir, su manifestación en el m u n d o ; es la presencia visible de u n a salvación universal, ya cumplida en el momento en que Dios reconcilió consigo en Cristo a los hombres y que ahora ofrece, a través de Cristo, su amor y perdón. La Iglesia aparece entonces ante todo como la proclamación de la «buena nueva» de que la humanidad está salva y de que Dios está presente entre los hombres para hacerlos en Cristo copartícipes de su vida y de su felicidad. Este carácter de «epifanía de la salvación», en que se manifiesta la multiforme sabiduría de Dios (Ef 3,9-12), no indica exclusivamente ni siquiera primariamente el ministerio de la Palabra; es a través de la realidad de su existencia como la Iglesia es «signo e instrumento» en que se manifiesta y re-

conoce el misterio de la comunión de amor de los hombres con Dios en Cristo, tal como se realiza «Ínter témpora», entre la resurrección de Cristo y su gloriosa parusía. Es la unidad de los creyentes, radicada en el amor, el signo que está por encima de cualquier otro signo, de la venida del Reino de Dios y de su presencia en el mundo; es en el testimonio de amor y de unidad, ofrecido por la Iglesia, donde se despliega el poder de Dios para la conversión del hombre. Un amor fraterno y sincero, que no está basado solamente en las afinidades naturales ni en los sentimientos de los individuos hacia el resto de la humanidad, y que va más allá de los horizontes terrenos y de los deberes temporales, lleva en sí el punto de referencia a u n a realidad que trasciende lo puramente h u m a n o y se abre sobre un don misterioso en el cual encuentra su fuente y justificación. Para todos aquellos que creen que la unidad perfecta del género h u m a n o en el amor es el término que todo hombre desea en su profundidad como la realización final de la comunidad humana, la Iglesia se manifiesta a sí misma como la anticipación y el sacramento de la unidad, que Dios ha establecido en Cristo. Por eso el «pueblo mesiánico, aunque de momento no contenga a todos los hombres, es, sin embargo, el germen firmísimo de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano» (LG 9). La Iglesia es ese «sacramento de la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano» (LG 1), porque es el «sacramento de Cristo»; él, en efecto, «estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de caridad en este mundo, como u n a trabazón visible, y la mantiene constantemente, por la cual comunica a todos la verdad y la gracia» (LG 8). La Iglesia, por tanto, que fue «constituida por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleada también por él como instrumento de la redención universal y es enviada a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra» (LG 9). Cristo, en cuya persona encuentra origen y fundamento la sobrenatural unidad del género h u m a n o —«todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos» (LG 3)— prolonga, por consiguiente, en la Iglesia, de ma-

Iglesia nera sacramental, su ministerio sacerdotal, profético y real. El prolonga así en los miembros de su Cuerpo el sacrificio espiritual que hizo de sí mismo al Padre para la salvación del mundo; el nuevo Pueblo de Dios es, ante todo, un sacerdocio santo, que ofrece a Dios sacrificios espirituales, presentándose en Cristo a sí mismo como víctima viviente, santa y agradable a Dios (cf LG 10). De este modo Cristo continúa fielmente también su ministerio profético. El dio testimonio al Padre con su santa vida además de las palabras; también en la Iglesia el Reino de Dios, que se ha hecho accesible a nosotros en Cristo, es ante todo proclamado en la vida santa de sus miembros; en la genuina vida de fe y de caridad se vislumbra, en efecto, el misterio de la vida eterna, del cual la Iglesia es hecha testigo ante el mundo (cf LG 12). En la misma obediencia de los cristianos a Dios, Cristo, que vino para servir y no para ser servido, prolonga su real «diaconía»; la Iglesia no sólo da testimonio del Reino que ha de venir, sino que también lo prepara en los corazones y en la creación, buscándolo en el cumplimiento más perfecto de la voluntad de Dios en las circunstancias concretas de la vida (cf LG 36). La sacramentalidad de la Iglesia no es tan sólo u n a manifestación de su misterio y una guía para la comprensión de su misión; ella dicta también las normas fundamentales de su vida. La Constitución sobre la Liturgia del Concilio Vaticano II nos ofrece la mejor formulación de la primera norma: la genuina naturaleza de la Iglesia, la cual es al mismo tiempo h u m a n a y divina, visible, pero dotada de bienes invisibles, ferviente en la acción y entregada a la contemplación, presente en el mundo y pese a todo peregrinante, comporta que «lo que en ella es humano esté ordenado a lo divino y le esté subordinado, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (SC 2). La subordinación de lo humano a lo divino, de lo visible a lo invisible aparece, por tanto, como el primer criterio fundamental, derivado de la naturaleza sacramental de la Iglesia, para juzgar su misma fidelidad a la voluntad de su Fundador. El segundo criterio podría ser llamado el criterio de «unitotalidad». Cristo ha hecho de toda la Iglesia, y no de algunas partes de ella, su propio «Cuerpo»; él ha tomado la Iglesia en su uni-

Iglesia dad y totalidad compleja como su «sacramento de salvación»; es toda la Iglesia la que representa a Cristo de cara al mundo. Por consiguiente, cualquier miembro del Pueblo de Dios tiene y hace lo que tiene y hace toda la Iglesia, cada cual en su propio orden y según las modalidades del don recibido de Cristo: la jerarquía hace bajo un aspecto suyo propio y exclusivo lo que de otra manera también hacen los otros fieles. En efecto, todo el pueblo de Dios es «adunatio» y «congregatio» en la comunión de vida divina y todos los fieles participan de los frutos de la redención con la misma dignidad, en la medida de la gracia de Cristo. Todo el pueblo de Dios participa de la mediación eclesial de salvación, en posición diversa según los dones de Cristo y los carismas (institucionales o libres) del Espíritu. La «maternidad de la Iglesia» es ejercitada en la fe y en el amor por todo el Pueblo de Dios, porque éste concurre por entero en ese anuncio y en esa acción de gracias por las maravillas de la gracia divina, en cuyo seno el poder de Dios obra la conversión y la obediencia de la fe. En el Pueblo, Dios ha constituido la jerarquía como diaconía institucional, que tiene un servicio específico respecto a todas las funciones eclesiales; pero entre todas las partes de la Iglesia hay una mutua interdependencia y una mutua corresponsabilidad, por lo que a ninguna de ellas le es lícito separarse de las otras y no reconocer el don que Cristo ha hecho también a las otras. En efecto, «si es cierto que algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos para los demás como doctores, sin embargo, se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la acción común de todos los fieles para la edificación del Cuerpo de Cristo» (LG 32).

II.

La Iglesia, asamblea eucarística

La eucaristía, en la cual la Iglesia se hace visible reuniéndose, encierra en sí y revela la plenitud del misterio de la Iglesia. Con la eucaristía estamos en el corazón de la «buena nueva» y de la vida que ella suscita en la Iglesia: la asamblea eucarística es, en efecto, la visibilizaeión del misterio de la Iglesia, es el sacramento del Reino de Dios presente en el mundo. Todo el Cristo, Cabeza y miembros, está presente en ella, para actualizar, en la potencia del

• 486 Espíritu, el momento culminante de la historia de la salvación. En ella toda la comunión de los santos entra en la perenne intercesión del Sumo Sacerdote y se ofrece a sí misma como víctima viviente y santa: en ella, que constituye la Iglesia como sacramento terrestre de la Jerusalén celestial, se celebra el don de la unidad y de la paz, en que se recapitula la benévola voluntad de Dios hacia los hombres. Pero, al reunir a la Iglesia, la eucaristía hace visible también su estructura: ella es como la encrucijada en que se reúne todo lo que constituye la especificidad de la Iglesia, y en la medida en que ella puede irradiar en la vida de la comunidad cristiana, ésta es defendida de lo que podría comprometer su irreductibilidad a u n a estructura mundana. En la eucaristía encuentra su más perfecta expresión la ley de la subordinación de lo h u m a n o a lo divino: es Cristo, en efecto, el que convoca la asamblea de sus santos mediante su palabra, el que la asocia a su sacrificio redentor, el que mediante el don de su Espíritu hace de ella el signo visible de su presencia y de su gracia; la «actio» litúrgica tiene en él el verdadero Sacerdote, el verdadero Maestro, el verdadero Santificador. Pero ésta es u n a verdad que se extiende a todas las manifestaciones de la vida de la Iglesia, graduándose en la medida de la mayor o menor proximidad a la fuente y al centro de la vida eclesial, que es la eucaristía: es la gracia divina la que hace subsistir continuamente a la Iglesia y la que la rige; la presencia de la Iglesia en el mundo no encuentra explicación adecuada en el juego normal de las leyes sociológicas. Aún más, en la eucaristía es donde encuentra su máxima expresión la ley de la «unitotalidad». El sujeto secundario de la «actio» litúrgica es toda la asamblea, según posiciones diversas, en la medida de los dones de Cristo. No es cuestión de detenerse demasiado sobre esta verdad, hasta tal punto se ha impuesto a la reflexión teológica de nuestros tiempos 1 . Pero la asamblea eucarística revela otra ley fundamental de la vida de la Iglesia: la distinción y la interdependencia entre institución y comunidad (o, en otros términos, entre institución y acontecimiento). La concreta realidad de la eucaristía resulta, en efecto, del encuentro entre u n dato institucional (el sacramento instituido por Cristo) y un dato personal (la con-

487 vocación de los fieles): sólo con su relación se hace posible que la eucaristía exista (es la Iglesia la que hace la eucaristía) y que esa asamblea sea Iglesia (es la eucaristía la que hace a la Iglesia). En el mismo sentido, es la Palabra la que convoca a la Iglesia (y por ella la Iglesia recibe su especificidad de «ekklesía» o «congregatio Dei»), pero es la Iglesia la que anuncia la Palabra (y por ella la Palabra se hace presente en la historia y se encarna en la vida de los hombres). En la eucaristía la distinción y la relación necesaria encuentran una expresión ritual en los dos momentos de la anamnesis (en que la Iglesia celebra el memorial de la pasión) y de la epíclesis (en que la Iglesia pide el don del Espíritu, para que las ofrendas sean consagradas en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y ella sea constituida en la unidad del Cuerpo de Cristo): la inserción de la Iglesia en el acontecimiento salvífico, que ella conmemora, su entrada en la historia de la salvación como copartícipe del sacrificio de Cristo, se opera por el don del Espíritu, que efectúa el sacrificio de los cristianos, haciendo de muchos u n solo cuerpo. La relación entre institución y acontecimiento se presenta así como la relación entre la realidad de la historia de la salvación y la verdad de las intervenciones de Dios en Cristo y la actualidad de la intervención «hic et nunc» de Dios en el Espíritu. Separar el acontecimiento de la institución significaría negar la relevancia salvífica de los hechos y de las palabras del Cristo histórico; separar la institución del acontecimiento significaría, en cambio, hacer rígida la estructura y la vida de la Iglesia en los límites de la pura tradición histórica y en último término reconducir la comunidad cristiana a u n a forma natural de convivencia religiosa. La armonía y la complementariedad entre institución y carismas aparecen como una necesidad vital para la Iglesia. El mismo principio es revelado en la polaridad, que la asamblea eucarística pone de relieve, entre el misterio institucional y el resto del Pueblo. En su compleja unidad, la asamblea eucarística vive y se articula en torno a dos polos, entrambos necesarios: u n pastor y su grey, un padre y su familia, un enviado y los que le han recibido. La eucaristía no sólo revela la existencia del misterio institucional en la Iglesia, sino que indicasu necesidad, para que

Iglesia la Iglesia, en la Santa Cena, sea referida a aquel que con un solo gesto instituyó la eucaristía y el ministerio, entregándoselos a la Iglesia para su vida. Pero el tema es tan fundamental, que tendremos necesidad de volver sobre él más adelante y por extenso. Pero ya es posible descubrir otra norma fundamental de la vida eclesial: la fundación sacramental de las estructuras eclesiásticas. El fundamento de la participación en la asamblea eucarística es el bautismo; éste pone el límite a la intervención en la eucaristía y al mismo tiempo constituye el derecho a la participación activa en la misma. Y es precisamente en virtud de u n sacramento por lo que algunos de entre los fieles están autorizados para presidir la eucaristía. Esto termina concluyendo que la eucaristía, como expresión total del misterio de la Iglesia, puesto que comprende también la «recta fe», que debe unirse a la recepción del bautismo, da la clave de interpretación de las estructuras eclesiásticas; todos los elementos eclesiásticos reciben, en último análisis, su legítimo estatuto eclesial por la referencia a la eucaristía. Es la naturaleza misma de la Iglesia, incluso en su aparato institucional, la que viene revelada y constituida por la relación con los sacramentos en su profunda realidad. Y en consecuencia la «disciplina» eclesiástica no es una realidad primaria y autónoma, sino la organización de una realidad, que es ante todo sacramental. Los poderes eclesiásticos y el «ordo Ecclesiae» que regula su ejercicio, no son la expresión de la naturaleza de «sociedad perfecta» que tendría la Iglesia. Sólo por analogía la «disciplina» eclesiástica puede hacerse entrar en la categoría general del «derecho». Pero es la eucaristía misma la que exige la «disciplina» eclesiástica: uno cualquiera no puede acceder a la asamblea eucarística, ni en cualquier condición, sino solamente aquellos que han aceptado en la fe al Señor Jesús, lo han confesado recibiendo el bautismo y viven en la comunión eclesiástica de la fe y de la caridad; tampoco puede presidir cualquiera la asamblea eucarística, sino sólo aquellos de entre los fieles que son autorizados para ello por Cristo y reconocidos por la Iglesia. En la eucaristía, la Iglesia se reconoce como u n a comunidad distinta del mundo, que tiene sus reglas y sus exigencias. En último análisis, la disciplina sagrada regula el

Iglesia acceso a la eucaristía («excommunicatio»); y quien tiene en la Iglesia el poder de presidir la eucaristía, tiene también el poder de reconocer o de negar el derecho a la participación o a la presidencia y de fijar sus condiciones. Pero de esto hablaremos más adelante. Por ahora baste el principio de que en la Iglesia aun lo que no es sacramental está, sin embargo, ordenado al sacramento. III.

La Iglesia, pueblo peregrinante

«Todo el orden sacramental pertenece a la era escatológica» 2 : esto vale por excelencia para la eucaristía, en la cual el Señor no ha dejado solamente el memorial de su sacrificio redentor, sino que ha anticipado también la cena escatológica, en la cual al fin la Iglesia se sentará a la mesa con su Esposo. Pero la eucaristía es sólo u n a prefiguración de las nupcias del Cordero, un anticipo bajo los velos de las riquezas del Reino. Ella aspira a la comunión final del Pueblo de Dios, pero en su aspecto frágil y transitorio revela también la situación terrena de la Iglesia, la cual peregrina lejos de su Señor. Si por un lado «la restauración prometida que esperamos ya comenzó en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y continúa en la Iglesia» (LG 48), por otro, la Iglesia «en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, lleva consigo la imagen de este mundo que pasa» (ib). Esto pone bajo un signo de relatividad toda la estructura de la Iglesia, y de modo particular su «disciplina»: en el Reino ya no habrá «disciplina», sino que estarán en vigor solamente la verdad y el amor; en la situación actual, empero, en que el error, el pecado y el espíritu de división pueden atentar todavía contra la vida de la Iglesia, no se puede rechazar la «disciplina» (como si ya hubiese llegado el Reino): pero, por otra parte, no se la puede erigir en valor autónomo, como si el Reino no debiera llegar y la Iglesia valiera en sí y por sí. «ínter témpora» la Iglesia vive en una situación de tensión entre la aspiración al Reino, en que la única ley será el amor y cuyo gozo pregusta en el Espíritu, y la situación actual, en que su pertenencia al mundo la tiene aún sometida a la ley. Si bien no se debe oponer en línea de principio y objetivamente una «Iglesia del amor» a una «Iglesia del derecho»,

• 488 la tensión no es, sin embargo, eliminable, ya que corresponde a la situación ambigua de la Iglesia en espera de la parusía. Las contradicciones entre espíritu y ministerio, entre derecho y amor, entre autoridad y libertad, derivan del hecho de que «la armonía y lo unísono de los dos órdenes permanece profundamente oculto en su intimidad y, por consiguiente, tampoco su realización en el seno de la Iglesia puede evitar el carácter de oposición. La amplitud de su divergencia aparece plena y completa y es sentida tanto más profundamente cuanto más divina es la obra. Pero oposición no significa contraste irreconciliable, sino simple contrajuego; un contrajuego que exige una recíproca relación, u n recíproco servicio y una recíproca exigencia. Oposición significa, empero, también discordia y crea ansias y conflictos tanto más graves cuanto más abiertamente se realizan ambas oposiciones» \ En la concreción de la vida eclesial, la relación entre ley y amor, libertad y autoridad, individuo y comunidad está confiada a u n a fecunda tensión, a una armónica desarmonía, que no puede ser eliminada con la exaltación de u n elemento y el rechazo del otro y que impele tanto al individuo como a la comunidad a u n a constante adecuación a las razones de verdad y de bien, presentes en el término opuesto, y a todos juntos hacia u n a santidad cada vez más perfecta. Las tensiones en el interior del cuerpo eclesial son, por tanto, algo fisiológico y se vuelven algo patológico sólo cuando se quiere hacer pesar unilateralmente u n orden de realidad a costa del otro. La relatividad de las estructuras eclesiales plantea también el problema de la reforma. El sacramento universal de salvación, que es la Iglesia, resulta concretamente de los elementos institucionales y de origen divino, y del elemento personal, por el cual hombres concretos, acogiendo en la fe y celebrando en el amor la palabra y el sacramento, realizan la presencia histórica del sacramento eclesial. La indispensable presencia del elemento personal, que arrastra consigo también los límites, a veces culpables, de los hombres fieles, hace que la Iglesia se realice concretamente como «sacramentum deficiens»; la esencial santidad de la Iglesia, por los dones puestos en ella por Cristo, no es incompatible con el límite en la realización histórica de la misma, sino que, por el contrario, empuja a su continua supe-

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ración. La conversión y la reforma aparecen, pues, como u n a ley permanente de la comunidad cristiana, hasta que ella llegue a expresar perfectamente, en la gloria del Reino, el misterio de Cristo y no exista ninguna diversidad entre signo y significado. IV.

La Iglesia, pueblo mesiánico

La eucaristía es un momento que concierne de manera determinante también a la historia del mundo, porque en ella se celebra el acontecimiento culminante de la salvación del mundo. En ella Dios convoca no sólo a los creyentes, sino también los «elementos naturales cultivados por el hombre» (GS 38); en ella la naturaleza y la historia vuelven a adquirir su orientación fundamental, oscurecida por el pecado, que es la doxológica, y revelan de modo ejemplar la ordenación de toda la realidad a la final comunión celeste. Por eso, la eucaristía es, al mismo tiempo, «prenda de esperanza y ayuda para el camino» de la humanidad (ib) y revelación a la Iglesia de su compromiso con la historia del mundo. La Iglesia sabe que la historia es conducida por Dios, es epifanía de Dios, que en ella persigue su designio de poder y de fidelidad. En la historia del mundo es donde entró el Verbo de Dios como hombre perfecto, tomándola y recapitulándola en sí (GS 38); de igual manera entra también la Iglesia en la historia de los hombres (LG 9), a fin de que toda la creación, que ha sido hecha por medio del Verbo, llegue al término bienaventurado, cuando la humanidad entera se convertirá en oblación acepta a Dios. Pero la promesa de Dios no es u n a realidad completamente extraña al crecimiento del mundo, como superpuesta desde fuera al mismo; Cristo ha sido enviado como Mesías y ha establecido su Iglesia como «pueblo mesiánico» no para juzgar y disolver todas las esperanzas terrenas, sino para apoderarse de la totalidad de las esperanzas, cuyo cumplimiento celeste supera las etapas terrenas sin negarlas. El advenimiento de Cristo, que lleva en sí la promesa de la liberación total del hombre, se desarrolla en el tiempo para desembocar en la eternidad, pero se efectúa hoy también: «En la tierra este reino está ya presente de u n a manera misteriosa, pero se completará con la llegada del Señor» (GS 39). El don final,

prometido por Dios, ya obra en lo íntimo de la historia de la humanidad; el crecimiento histórico de la humanidad hacia u n a comunión social, ética, política, es, por así decir, el material de que se sirve la gracia de Dios, es el espacio en que obra el misterio de la universal reconciliación de lo creado con su Creador: no por casualidad la constitución Lumen gentium, al proponer a la Iglesia como sacramento de la unidad salvífica en Cristo, presenta la creciente unidad cultural y social de la humanidad como un momento hacia la consecución de la «plena unidad» que sólo se realizará en Cristo (LG 1). Por eso el cristiano, que obra en el mundo al servicio de los hombres, «prepara la materia del Reino de los cielos» (GS 38), en el cual se volverán a encontrar purificados, iluminados, transfigurados los bienes de la dignidad humana, de la comunión fraterna, de la libertad, más aún, todos los bienes de la naturaleza y del trabajo, que el hombre se esfuerza por construir aquí, sobre la tierra (GS 39). La adhesión en la fe a la promesa divina abraza, pues, en sí la dimensión del futuro, la esperanza del más allá de la historia y la dimensión del presente, la tarea que la historia exige y la esperanza nutre: la orientación escatológica de la existencia cristiana tiene su exacta coordenada en la adhesión religiosa al compromiso temporal de humanización de lo creado y de liberación del hombre. Las relaciones entre la Iglesia y el mundo están, por tanto, puestas bajo el signo de un recíproco intercambio. El crecimiento de la humanidad, en que el Pueblo de Dios está insertado como fermento, es como una disponibilidad a la soberana libertad de la promesa de Dios; por eso la Iglesia, desenvolviéndose en la historia, recibe de ella y de la evolución del género humano (GS 44). En la historia se manifiestan progresivamente la riqueza del hombre por salvar y, por ende, todas las virtualidades del Evangelio; es en la historia, según las etapas de la toma de conciencia que la humanidad ha hecho de sus posibilidades y de sus deberes, donde la Iglesia ha tomado también conciencia de las exigencias del Evangelio y. leyendo a la luz de la Palabra los «signos de los tiempos», ha medido mejor las dimensiones de la promesa de Dios. Por otra parte, el «servicio al mundo».

Iglesia que la Iglesia está llamada a prestar, no ha de confundirse ciertamente con el cometido de interiorizar los valores propuestos poco a poco por la sociedad, de modo que la Iglesia se redujera a jugar un papel de adaptación social y de espiritualización de los mecanismos sociales y políticos. Es en la eucaristía, hemos dicho, donde todas las empresas humanas encuentran su íntima ordenación a Dios. Pero la eucaristía es el culto de los bautizados, es decir, de aquellos que han efectuado el paso de la muerte a la vida; la proclamación de la muerte y de la resurrección del Señor, que se realiza en la eucaristía, concierne también a las realidades del mundo: en la Cena del Señor se anticipa el juicio y en ella Dios lleva también el juicio sobre la soberbia de las empresas humanas, desvela sus ambigüedades y presunciones, y la somete a la gratuidad de su intervención salvadora. De este modo la Iglesia aparece verdaderamente como el lugar del encuentro entre la trascendencia del don divino, que ella acoge y celebra, y la historia del mundo, que la interpela y la penetra, y se pone como el signo de la presencia del Reino de Dios en el mundo y el signo de la presencia del mundo ante Dios. V.

La Iglesia, múltiple en la unidad

La Iglesia ha conocido y sigue conociendo tradiciones litúrgicas diversas. No se trata de u n a pura característica histórica; en realidad, existen liturgias diversas, porque existen Iglesias locales diversas. La pluralidad de las liturgias, así como la tendencia a su unificación, expresan una precisa conciencia de Iglesia y corresponden a claros principios teológicos. La prevalencia en Occidente de la liturgia de la Iglesia romana enlaza con u n a fuerte conciencia de la unidad de la Iglesia; a su vez, la diversidad de los «ritos», sin comprometer la unidad de la Iglesia, favorecía la individualización de la Iglesia local, que en el culto se expresaba a sí misma ante Dios y ante las Otras Iglesias y llevaba la riqueza del ambiente humano, en la que ella se encarnaba. En la eucaristía se revela, por tanto, el carácter «local» de la Iglesia, como epifanía «hic et nunc» de la Iglesia de Dios. Esto no significa solamente que la Iglesia, en su expresión histórica y sociológica, debe localizarse necesariamente, igual que cualquier asamblea

.490 h u m a n a ; en realidad, la localidad expresa el carácter de «encarnación» que regula la presencia de la Iglesia entre los hombres. La Iglesia tiene el deber de ser la Iglesia de un lugar y de un tiempo precisos: el bautismo, en efecto, no les hace perder a los hombres su identidad social e histórica; solamente la purifica y eleva. La Iglesia debe llevar al Señor al hombre en su concreción y en su totalidad, al hombre por ende que es el fruto de una historia y de una cultura. En la eucaristía los cristianos se reúnen de entre el mundo, llevando en ellos todas las riquezas, las tradiciones, las posibilidades de su gente y de su ambiente, para hacer ofrenda de las mismas a Dios y hacerlas llegar a él a través de Cristo. La «particularidad» de la Iglesia es prenda de su riqueza y de su capacidad de expansión misionera, y en la medida en que ella no es expresión de las puras fuerzas sociológicas, es decir, en la medida en que la Iglesia no se instala en este mundo ni acepta la lógica de división, Sino que mantiene viva la conciencia de su carácter escatológico y está a la búsqueda del Reino de Dios, no atenta a la unidad de la Iglesia universal (cfLG 13). En la eucaristía se encuentra todo el Cristo, que está presente y, por ello, toda su Iglesia con él; es el único misterio de Cristo y de su Esposa que se hace presente en cada Iglesia local reunida para la celebración eucarística. La eucaristía, que encierra en sí y manifiesta la naturaleza de la Iglesia como congregación local, es al mismo tiempo y con igual vigor, la realidad en que se enlaza cada Iglesia con la Iglesia universal. En efecto, u n a comunidad cristiana es «Iglesia», sacramento del Reino de Dios, porque no celebra otra eucaristía que la de la única Iglesia de Cristo y, antes aún, porque no proclama otro Evangelio que el que es creído y proclamado por la entera y única Iglesia de Cristo. La referencia necesaria a la Iglesia universal y la nota de unidad están inscritas en la estructura misma de la Iglesia local: ella es la presencia «hic et nunc» del misterio de la Iglesia si y en cuanto anuncia y celebra la fe y la eucaristía de la «Catholica», la cual está puesta como «columna y fundamento de la verdad» y como guardiana de la heredad del Señor. Del corazón de la Iglesia local brotan, por tanto, las relaciones con las otras

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Iglesias locales, de igual manera que se fundan los derechos y deberes recíprocos. La necesaria referencia a la Iglesia universal explica el movimiento espontáneo con que las Iglesias han buscado y buscan el reconocimiento recíproco de su «eclesialidad»: el reconocimiento del auténtico Evangelio y de la legítima eucaristía presentes en una Iglesia por parte de las otras Iglesias, el reconocimiento de un obispo por parte de los demás obispos, que llevaba a la intercomunión, se convierte en el lugar del reconocimiento y de la celebración de la unidad existente entre las Iglesias. Pero este movimiento, inspirado por el amor, se consolida por voluntad de Cristo, en u n a estructura intereclesial, a la cual está confiado el «servicio de la unidad». Ella, que encuentra su centro en el sucesor de Pedro, tiene por fin conservar y controlar la unidad en la fe recta y en la 'disciplina eclesiástica, > de modo que cada Iglesia que se conserva en tal unidad, tenga en el Espíritu la seguridad de predicar el recto Evangelio y de administrar u n a eucaristía legítima, que la hacen portadora para los hombres del misterio de la Iglesia universal, y tenga también la dicha de reconocer en las otras Iglesias la misma fe, la misma gracia de unidad y la misma disciplina de amor, por las que ella vive.

VI.

La Iglesia, «vera fraternitas»

«Porque no hay más que un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan» (1 Cor 10,17). La comunión eucarística entre Cristo y la Iglesia comporta la comunión fraterna de los miembros de Cristo entre sí. La eucaristía es, por tanto, sacramento de la Nueva Alianza (que aprieta en unidad no sólo al Señor y a su Pueblo, sino también a todos los miembros del Pueblo entre sí) y sacramento de caridad (hasta tal punto que es puesta en discusión la comunión entre Cristo y la Iglesia cuando ésta no se expresa en la comunión fraterna de todos aquellos a quienes la eucaristía une al Señor). La eucaristía es el «vinculum unitatis» de la Iglesia, la cual, por el don del Espíritu, invocado sobre las ofrendas y sobre el pueblo reunido en oración, obtiene en ella de lo alto su paz y unidad. El carácter comunitario de la eucaristía, su función eclesial no va en perjuicio del carácter

único, personal, no intercambiable de la relación que se establece en la eucaristía entre Cristo y el fiel. La eucaristía no es u n a realidad anónima: lo que es común a todos y da a la Cena su calidad eclesial es. empero, hecho por cada u n o ; en la única comunión con Cristo, que constituye la Iglesia, cada uno tiene u n a vida eucarística suya personal. El equilibrio y la compenetración entre el factor comunitario y el factor personal, que se manifiesta en la eucaristía, rigen toda la vida de la Iglesia. El desarrollo de la vida de la comunidad es el desarrollo de la personalidad cristiana (al menos en línea de principio y objetivamente), el desarrollo de la personalidad cristiana significa trabajo para la edificación del Cuerpo de Cristo. La vida y la unidad de la comunidad cristiana no deben, en efecto, ser concebidas a la manera de la unidad y de la acción de un organismo biológico; un falso misticismo rebasaría los límites del alcance analógico de los términos, si el «Cuerpo Místico» fuera interpretado como un organismo unificado por u n a misma vida sobrenatural, que anula el significado y la decisividad de la aportación personal de los miembros y que hace coincidir la santidad con la inserción en la unidad del organismo de vida sobrenatural, y el pecado con la pura separación del mismo*. En realidad, el don de la gracia no es un acontecimiento que proceda en línea de naturaleza, sino u n acontecimiento exclusivamente personal: «Gratia non derivatur in nos mediante natura h u m a n a sed per solam personalem actionem ipsius Christi» 5 . La realidad central del proceso de salvación consiste en el encuentro personal entre el Dios vivo y el hombre, que se entrega libremente a él. El intercambio y la unión entre Dios y el hombre se operan, por tanto, en los actos personales de la fe y del amor; en la fe, que funda radicalmente la unión en Cristo y la justificación del hombre y que es al par obra de Dios y decisión del hombre, se encuentran íntimamente la gracia de Dios y la libre voluntad del hombre, que en ella se compromete con toda la profundidad de su ser personal. También en los sacramentos la obra de Dios y el libre asentimiento del hombre se compenetran íntimamente. Es Dios quien a través del sacramento opera la salvación, pero él la opera a favor de u n ser personal, que ha desempeñado u n papel

Iglesia propio y necesario en la obediencia de la fe (la eficacia «ex opere operato», infalible en su resultado por más que en la distribución de la gracia dependa de Dios, tiene valor en concreto sólo a través de la fe y en el interior de la fe; la «passio Christi» y la «fides passionis» forman juntas el fundamento de la eficacia sacramental), y cuyo ser personal está llamado a la cooperación espiritual, a la ratificación moral del sacramento recibido mediante su fidelidad personal, a la participación consciente en el culto que la Iglesia rinde a Dios en su vida sacramental y litúrgica, a u n activo asentimiento a la función social de los sacramentos, es decir, a la edificación de la comunidad cristiana. En síntesis, en cada momento del proceso de salvación Dios obra sobre el hombre sólo en conformidad a su naturaleza personal y espiritual y el hombre debe acoger la gracia de Dios de manera espiritual y personal. Fuera de esta relación fundamental entre Dios y el hombre no existe ninguna obra de gracia para este último. Las actividades de la Iglesia (predicación, administración de los sacramentos, disciplina eclesiástica) pertenecen esencialmente al orden de la salvación, pero no producen la salvación y entran en el proceso salvífico con u n valor puramente instrumental y de mediación: la predicación, respecto a la fe, no es más que un ministerio, un servicio; es mediadora de la Palabra y nada más; proclama la Palabra y llama al hombre a la fe; su cometido no es directamente creador, sino puramente instrumental, y consiste en preparar el camino a la fe. También la administración de los sacramentos en la Iglesia responde a una simple función de servicio, de mediación; no es el servicio prestado a la Iglesia el que crea directamente la gracia y produce efectivamente la salvación, sino que es Dios, quien a través del instrumento de la humanidad de Cristo hace nacer la gracia sacramental; es el Hombre-Dios, Jefe de la Iglesia y Señor de los sacramentos, el que expresa en los signos visibles su gracia y la ofrece a nuestros ojos. Pero también en la acción sacramental, la voluntad salvífica de Dios encuentra su campo de expresión en la naturaleza personal del hombre, que puede acogerla y rechazarla: también en el sacramento la relación principal sigue siendo la que media entre Dios y el hombre y la función del sacramento es sólo la

492 de establecer una mediación entre los dos. El carácter secundario y el valor puramente instrumental de la actividad kerigmática y cultual de la Iglesia, por lo que no pueden ser más que un puro servicio, u n «ministerium», una cooperación al proceso de salvación, que se desenvuelve en el plano de las relaciones interiores y personales entre Dios y el hombre, se extiende también a la actividad pastoral, tomando así el papel de una regla universal de la actividad de la Iglesia. Junto al servicio de la Palabra y de los sacramentos se pone el servicio de la «sacra disciplina», mediante la cual los pastores gobiernan el Pueblo de Dios con vistas a su encuentro con el Padre en Cristo. Decir que la autoridad en la Iglesia es un servicio no significa solamente afirmar que en la comunidad eclesiástica (como en cualquier otra sociedad humana, según la visión personalista de las relaciones intersubjetivas) no pueden existir, en sentido propio, subditos y superiores, sino solamente desigualdades funcionales entre los individuos al servicio del mismo fin, y que las instituciones son necesarias para dar estabilidad y consistencia a la persona, pero están también a su servicio. Tampoco significa solamente que ninguna autoridad, por legítima que sea y necesarias sus órdenes, puede descargar al individuo de su vida personal y de su decisión de conciencia. Ella, en cambio, manifiesta la humilde conciencia que tiene la Iglesia de sí, como «sierva del Señor», al cual solamente atribuye la gloria y el poder de salvar a su Pueblo y a cuya dirección siempre actual se somete totalmente. La Iglesia no ataca a la gloria de su Señor, glorificándose a sí misma, y no se sobrepone a la libertad del hombre; toda potestad, en efecto, está establecida en la Iglesia sólo con vistas a hacer posible y facilitar a los fieles el encuentro personal con su Señor y Salvador. Toda potestad, fiel al Evangelio, no se afirma a sí misma, sino que salvaguarda las condiciones objetivas, establecidas por Cristo para tal encuentro (recto Evangelio, legítima eucaristía, comunión eclesial) y halla en ello su título de legitimidad. En la comunidad cristiana todo conspira a esa máxima realización que el hombre hace de sí mismo y de su destino personal en el encuentro de gracia con Dios; ella tiene, por tanto, la aspiración de ser u n a comunidad persona-

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Iglesia

lizante al máximo. La unidad eclesial, en sus manifestaciones exteriores y sociales, no es masificante, porque en ella el respeto de las personas y de su vocación hace que cada parte del cuerpo social encuentre su adecuada expresión (al menos en línea de principio). También aquí vige el principio de la unidad en la diversidad, que ya hemos encontrado examinando la realidad de las Iglesias locales, y que es u n a regla de las obras divinas: Dios unifica no empobreciendo, sino enriqueciendo a sus criaturas, y el orden que él hace derivar de sí supone la pluralidad y la diversidad de los dones que difunde en el orden de la creación y en el de la gracia. El legítimo pluralismo en la Iglesia encuentra su fundamento no sólo por parte del hombre que responde libremente a la gracia divina según las riquezas y las virtualidades de su carácter y de su historia personal, sino también por parte de Dios. El, en efecto, distribuye a los fieles dones y carismas diversos, aunque todos acomodados al crecimiento del Cuerpo, y suscita vocaciones diversas en el interior de la única santidad del Pueblo de Dios. En quienes llama a la vida religiosa suscita la vocación de testimoniar el carácter escatológico de la existencia cristiana y la trascendencia de la gracia divina, que supera los límites de la figura de este mundo; en el estado de vida laical suscita la vocación de testimoniar el carácter mesiánico y de encarnación de la gracia divina, que debe ser recibida por la humanidad y hecha fructificar en su historia. Los religiosos atestiguan que la figura de este mundo pasa, los laicos que este mundo pasa en Dios. «De este modo, en la diversidad, todos darán testimonio de la admirable unidad del Cuerpo de Cristo: pues la misma diversidad de gracias, servicios y funciones congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque "todas estas cosas son obras del único e idéntico Espíritu"» (LG 32). VII.

La Iglesia, fundada sobre los Apóstoles

La eucaristía manifiesta la estructura jerárquica de la comunión eclesial, porque en ella tiene parte necesaria quien en la potencia del Espíritu la convoca y en el nombre del Señor la preside, y quien es convocado y por el derecho que le viene del bautismo participa en la asamblea. Puesto en el centro de la

eucaristía, con el poder de tomar la iniciativa de la acción sacramental y de llamar al Cuerpo de Cristo a obrar en unión con su Cabeza, el obispo tiene el poder de dirigir la participación de todos a la acción litúrgica y de regular su uso; por eso él está en el centro de su Iglesia, que tiene ministerio y poder de gobernar con la autoridad de Cristo. Captar la realidad de la autoridad sagrada en el seno de la asamblea eucarística no sirve sólo para eliminar el tono sociológico y jurídico que indebidamente podría atribuírsele; permite también captar las características específicas de la estructura ministerial de la Iglesia. 1. LA AUTORIDAD SAGRADA SE SITÚA EN EL INTERIOR DEL PUEBLO DE DLOS Y

DE su SACERDOCIO. — La eucaristía no es un acto del ministro únicamente, sino que es un acto del Cuerpo de Cristo todo entero, en el que los miembros del Pueblo sacerdotal ofrecen, en Cristo y con Cristo, el sacrificio personal de su vida y de su muerte. El sacerdocio ministerial está al servicio de todo el Cuerpo (mientras el término «jerarquía» podría sugerir, y a veces ha sugerido, la idea de una realidad primaria que precede a todo lo demás, la expresión «sacerdocio ministerial» indica expresamente la relación de servicio a la realidad más fundamental del Pueblo sacerdotal), a fin de que sus miembros puedan ofrecer eficazmente su sacrificio personal y existencial en la unión sacramental al sacrificio de Cristo. El sacerdocio ministerial se justifica, pues, como elemento esencial de la vida del Pueblo de Dios, para conducirlo a la oblación de sí en Jesucristo, de modo que no haya más que u n solo Sacerdote y un solo Sacrificio para la salvación del mundo y gloria del Padre. Pero por eso mismo el sacerdocio ministerial no es reductible al sacerdocio universal de los fieles: aquél está arraigado en el ministerio de Cristo, a través de la sucesión apostólica, y en la potencia del Espíritu Santo, a través de la consagración del orden. Es u n a gracia que Cristo, Señor de su Iglesia, le hace y le hará fielmente hasta su vuelta, y es el ejercicio de u n a responsabilidad, que lo sitúa en la sucesión de los Apóstoles instituidos por el Señor; sin él la Iglesia perdería u n a de las condiciones de su existencia. 2. LA FINALIDAD DE LA AUTORIDAD SAGRADA Y SACRAMENTAL.-SU fin no es

Iglesia instaurar un orden sociológico, por válido que sea, sino constituir la humanidad en Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu en la verdad y en la santidad; ella tiene, pues, por fin la administración de la Palabra y de los sacramentos y la creación de las condiciones para que esto pueda efectuarse eficazmente (en particular, la conservación del Evangelio en su pureza y en su integridad y la regulación de la comunión eclesiástica, en la cual se celebra una eucaristía legítima). Por eso ella tiene origen en el sacramento y su medida por su relación, directa o indirecta, al orden sacramental: donde la santificación no es el fin directa o indirectamente buscado, desaparece la autoridad de la Iglesia como tal. El ministro es signo e instrumento de la «auctoritas Christi», no siempre con la misma intensidad y eficacia: ésta crece en razón de la proximidad al centro sacramental de la acción de Cristo, para culminar en la «representatividad» que hace de Cristo el ministro en la proclamación infaliblemente eficaz de la palabra sacramental. La predicación (esto es, la palabra de la Iglesia cuando no es «forma sacramenti») es la necesaria preparación o explicitación de la palabra estrictamente sacramental y es siempre llevada por ésta; la misma disciplina eclesiástica dice, en último análisis, relación al sacramento, en especial a la eucaristía. 3. LA JERARQUÍA ES SACRAMENTO DE LA AUTORIDAD DE CRISTO SOBRE LA IGLE-

SIA. —«Instrumenta Christi Capitis» llama a los obispos la Lumen gentium en el n. 2 2 ; es decir, la función del episcopado es la de significar y hacer actual la «auctoritas» de Cristo como Salvador y Gobernador de su Cuerpo. En ella se expresa el hecho de que Cristo precede a la Iglesia y está sobre ella; él ha manifestado con autoridad la verdad salvífica y tiene el señorío sobre los dones de la salvación operada por él. La «auctoritas» de Cristo se enlaza a su oferta sacrificial en el Calvario, en que culmina su obra histórica de salvación, y a su actual señorío, por el cual es Jefe y Salvador celestial de su Cuerpo; en ella se celebra su soberanía frente a la Iglesia y se le confiesa indispensable para la Iglesia y para el mundo, en cuanto que es su único autor, garantizador y camino de la salvación. Por ella la Iglesia no es u n a pura corporación religiosa y su auto-

494 ridad no es reductible a puros términos sociológicos; aplicar el término de «autoridad» a los ministros sagrados significa decir que ellos son signos e instrumentos de la «auctoritas Christi»; es decir, que tal autoridad está significada y actualizada gracias a los instrumentos elegidos por él y así él está siempre frente a su Iglesia como el único necesario. Esta precedencia de Cristo sobre la Iglesia en el orden de la salvación está significada en un cierto aspecto en la dimensión jurídica de la misión apostólica: ella, que une la institución actual al acontecimiento de Jesús «Verbo en la carne» por la mediación del mandato de Cristo, con el cual él ha enviado históricamente a los Apóstoles, debe reconocer el valor salvífico de tal acontecimiento único e irrepetible, y sustraer el Evangelio a la pretensión de la inspiración o iluminación inmediata e individual, que lo inutilizaría; la relación con Cristo se opera en u n a «traditio», por la cual la Iglesia es conservada de generación en generación en la fe apostólica. Pero tal precedencia se expresa por otro lado en la dimensión «pneumática» de la misma misión: en ella se atestigua que la realidad decisiva, de la cual depende actualmente la vida de la Iglesia, es la acción de Dios, que suscita continuamente su Palabra en el seno de su Pueblo y presenta continuamente a su adhesión los signos de la salvación. La dependencia del Espíritu significa que los depositarios de la autoridad no son los posesores del misterio, sino quienes lo sirven, y que sólo con la invocación y la plegaria consiguen ser sus signos e instrumentos. 4. LA PRESENCIA DEL SEÑOR VIENE A LA IGLESIA A TRAVÉS DE LOS APÓSTOLES. -

Ellos y sus sucesores h a n recibido, en efecto, de Cristo los poderes sagrados y espirituales para anunciar la verdad salvífica y celebrar los sacramentos, a fin de convocar a las Iglesias y gobernarlas para que permanezcan en el camino de la salvación. Mediante su ministerio se realiza la mediación de la salvación y por eso es garante de que está presente «hic et nunc» el Señor, en la Palabra y en el sacramento, para constituir «hic et nunc» la Iglesia. La relación con Cristo (de cuya «auctoritas» él es sacramento) y con la comunidad (cuya eclesialidad garantiza, haciendo presente en ella lo que la constituye como «Iglesia», es decir, el

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Imitación-seguimiento

único Evangelio y la única eucaristía) todo sucede en la Iglesia para que en es el fundamento de la unidad del micada comunidad, por pequeña, pobre y nisterio apostólico y de la ley de coledispersa que sea, se predique fielmente gialidad, que regula las relaciones entre el único Evangelio y se celebre legítisus titulares. El ministerio es único, no mamente el misterio de la Cena del obstante la multiplicidad de los miSeñor, de modo que en ellas esté prenistros, porque la función apostólica es sente Cristo, por virtud del cual se reúne puramente ministerial y expresa, por la Iglesia una, santa, católica y aposlanto, la única «auctoritas» de Cristo; tólica y se le ofrezca al alma fiel el don y aun cuando el misterio de la Iglesia de la caridad y de la unidad del Cuerpo se manifieste a través de la pluralidad místico, sin la cual no hay salvación. de las Iglesias locales, todas ellas están Así todo parte de la eucaristía y vuelve reunidas en la unidad de la Iglesia unia ella, porque con los mártires de Abitina versal por la comunión en el único la Iglesia ha aprendido a decir: «Sine Evangelio y en la misma eucaristía. Dominico (convivio) esse non posPero en el centro de cada Iglesia local, sumus». como su fundamento visible, dotado de A. Acerbi la plenitud del poder apostólico para la edificación en Iglesia del pueblo que se le h a confiado, está el obispo; es Notas.-C) Cf E. X. Arnold, Sujet et forme menester, por tanto, que él la introduzliturgie chrétienne, en Église et 2 Tradition, Le ca en la unidad de la comunión catóPuy-Lyón-Paris 1963, 195-224.-( ) P. Benoit. lica, garantizando la fidelidad de su Exégése et Théologie, París 196L, v. 1, 234.— Iglesia a la verdad del Evangelio y a (') K. Feckes. La S. Chíesa, Alba 1956, 2 5 3 . (4) Cf F. X. Arnold. Teología e historia de la acla unidad de la eucaristía. Por eso el ción pastoral. Científico Médica. Barcelona poder apostólico, presente en cada 1969.-(') S. Th„ 3, q. 8, a. 5 ad 1. Iglesia local en la persona de su obispo, no debe separarse y mucho menos opoBIBL. : Bouyer L.. La Iglesia de Dios, Stvdivm, nerse al mismo poder presente en las Madrid 1969.—Congar Y., L'Église de Saint otras Iglesias: todos participan de igual Agustín a l'époque moieme, París 19 70.-Id, manera en la unidad de la misma funL'Église Une, Sainte, Catholique, Apostolique, Paris 1971.-Küng II., Dic Kirche, Friburgo de ción, lo cual les hace a unos solidarios Br. 1967: trad. esp. La Iglesia, Herder, Barcede los otros. El criterio de la fidelidad lona 1970.—Klostermann F., El principio comua la herencia de los Apóstoles es, pues, nitario en la Iglesia, Científico Médica. Barcelona el acuerdo de cada uno con todos los 1970.—Barauna G., La Iglesia en el mundo de otros, que son con él depositarios de la hou, Stvdivm, Madrid 1967.-Phillips G., misma heredad y ministros de Cristo L'Église et son mystére au deuxiéme Concile du Vatican, Paris 1968, v. 2.-Rahner K.. Escripara la edificación de la Iglesia (siendo tos pastúrales, Taurus, Madrid 1969.—Ratzina su vez la unidad de la comunión episger ) . , Eí nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcecopal garantizada por Cristo, que ha lona 1972. puesto en ella la autoridad personal de Pedro, para que en la plenitud del supremo poder apostólico determine la voluntad común). Si a cada obispo le IMITACIÓNcorresponde constituir su Iglesia preSEGUIMIENTO dicando en ella el Evangelio y celebrando la eucaristía, es a todo el cuerpo de los obispos a quienes corresponde, En el movimiento de renovación de junto y bajo la autoridad del Papa, la teología moral, intentado en el siglo asegurar la unidad de la fe y regular la que estamos viviendo, u n a de las cocomunión eclesiástica, custodiando la rrientes más fuertes ha sido la que disciplina y controlando la legitimidad pretende sistematizarla alrededor de la de los poderes. Pero lo que hace resonar idea central del seguimiento e imitación en el grande aparato de las estructuras de Jesucristo. de unidad intereclesial u n sonido evanEs innecesario intentar probar que gélico es que ella no existe ni debe existir en estos tiempos se está dando u n a con vistas a la construcción de u n a uniprofunda crisis en el campo moral, que dad exterior y de u n organismo buropuede ser constatada en dos planos: el crático, por admirable y eficaz que sea. de la vida y el de las formulaciones. La función de magisterio y la de disciComo respuesta o reacción se observa plina existen con vistas a la plena ecletambién el fenómeno, junto con el de sialidad de las asambleas eucarísticas: una valoración crítica de la teología moral, de u n a búsqueda intensiva de

Imitación-seguimiento caminos nuevos. La crisis no ha significado la muerte de la moral, sino u n paso adelante, el nacimiento, tal vez, de u n a nueva moral con rasgos propios y distintivos. Uno de ellos es el que acabamos de indicar, que, aunque manifestado a nivel teórico, lleva consigo, como es natural, estrechas vinculaciones y consecuencias a nivel de la praxis moral. Ya en 1934 F. Tillmann lleva a cabo la primera tentativa en los t. 3 y 4 de su obra Manual de Moral Católica, titulados respectivamente La idea del seguimiento de Cristo y La realización del seguimiento de Cristo. La perfección moral del cristiano no consiste sino en la realización progresiva del ideal de hijo de Dios que la revelación muestra concretizado en Jesucristo. Hemos de llegar a ser otros Cristos no con u n a imitación meramente externa, sino interna, con un asimilarse los pensamientos, criterios y deseos de Cristo mismo. Casi al mismo tiempo estaba publicando E. Mersch, s.j., los artículos que en 1937 se convirtieron en su famosa obra Cuerpo Místico y Moral'. Pretende en ella construir una moral específicamente centrada en Cristo, pero con una orientación preeminentemente social, fundamentada en la doctrina del Cuerpo Místico. Después de una investigación sobre las actitudes de los moralistas profesionales, G. Thils concluye en 1940 que la necesidad más urgente es hacer de Jesucristo el centro de toda moral 2 . La teología moral ha de dejar a un lado las normas abstractas, las disquisiciones demasiado teóricas y los deberes válidos para el hombre en general, atendiendo a la presentación concreta y viviente de Jesucristo, modelo de nuestra conducta moral y vida interna del alma, la cual ha de cristificarse por medio de los sacramentos y de la gracia. Tal cristificación debe penetrar todo nuestro ser y nuestro actuar tanto en sus proyecciones individuales, religiosas y naturales, como en las sociales, profanas y artísticas. Jesucristo, su vida y sus ideales son la realidad concreta y dinámica que ha de presentarse, llegando a conducir al contacto con su misma psicología, con sus emociones y sacramentalidad a través de la gracia. En 1951 G. Ermecke esbozó un plan para la estructuración de un curso de teología moral 3 . El concepto de actividad cristiana, sobre la que versa la moral, está estrechamente unido al mé-

496 todo que él llama místico, basado en la nueva forma de unión y vida del hombre en Cristo. Jesucristo es el ser infinito, la suprema verdad, la perfección sin límites y la ley de Dios plenamente cumplida. Por ello en El está la plenitud y el cumplimiento de toda nuestra actividad. El cristiano debe desarrollar su parecido con Cristo viviendo la nueva vida en El —Cristo como fin y su imitación como medio— bajo el influjo de la gracia. Los tres grados diversos de semejanza sacramental con Cristo son, apartándose en ello de la doctrina tradicional, el principio unificador de su moral especial. El padre B. Haring, redentorista. publica en 1954 su obra, traducida después a varios idiomas, La Ley de Cristo*, centrada en la idea de la responsabilidad ante la llamada de Dios, siendo el hilo conductor la vida en Cristo del hombre llamado a su seguimiento e imitación. Para Haring la teología moral tiene por fin exponer «la ley de Cristo» o, mejor, hacer conocer a Cristo nuestra Ley. Cristo es el todo de la vida moral cristiana: principio, centro y fin. En Cristo el Padre nos ha dado todo y en El también nos apremia, en correspondencia, a amarlo por medio de u n a vida conforme a la de su Hijo. La vida cristiana es imitación de Cristo, asimilación al Hijo de Dios, y ante todo seguimiento de Jesús. La perspectiva esencial de la teología moral ha de ser nuestra identificación mística con Cristo por los sacramentos y por el desarrollo de la vida divina en nosotros. La vida cristiana es presentada como participación de la vida de Cristo por J. Fuchs, s.j. 5 . De ahí deduce que Cristo es el tipo, ejemplar y fuerza de la vida del cristiano y que la moralidad cristiana no se puede comprender a no ser en Cristo. El mismo Fuchs hace una distinción interesante para adentrarnos en el tema «imitación-seguimiento», al señalar que conviene distinguir entre seguimiento personal de Cristo e imitación. El Cristo histórico llama a sus discípulos a este seguimiento (Me 1,16-20: 2 , 1 4 : 3 , 3 3 : Le 9,59, etc.). «Seguir a Cristo» tiene en los Evangelios una doble significación: la histórica de ir con Jesús y la espiritual de tener a Cristo como centro de la vida, ser su discípulo. Después de la Ascensión del Señor, prevalece el concepto de imitación, pero ambos conceptos no son idénticos. El seguimiento requiere la unión operativa de la propia

497 persona y vida con la vida y persona de Cristo. No es lo mismo que imitación, aunque conduce a ella. La imitación moral sin este seguimiento personal no bastaría 6 . El seguimiento es u n a adhesión personal a Cristo que significa, en su esencia, u n a comunidad de vida y destino con Jesús. Seguir a Jesús es seguir su suerte, caminar con El hasta la cruz, la muerte y la gloria. No consiste, pues, en la estricta imitación de un modelo estático y abstracto, sino en u n seguir a Jesús «caminando como El caminó» (1 Jn 2,6). Hay que tomar sobre uno las actitudes fundamentales que trasluce el actuar y ser de Cristo, que se concretarán, sin embargo, de muy diversa forma de acuerdo con las cambiantes circunstancias concretas vitales de cada hombre. Significará siempre unirse en la fe y los sacramentos a la trayectoria de Jesús (muerte, victoria y paso al Padre), lo cual ha de implicar necesariamente el hacerse solidario con la actitud que lo condujo a la cruz, que consistió en obediencia al Padre y amor a los hombres «hasta el extremo» (jn 13,1), gastando la vida en servicio y beneficio del prójimo. Es. en otras categorías, el paulino «morir y resucitar con Cristo» del bautismo perpetuado en la vida 7 . La vida verdaderamente cristiana es, pues, una participación en la vida de Cristo, ya que somos sarmientos de esa vid, miembros de su Cuerpo Místico, siendo El nuestra Cabeza, recibiendo de su plenitud gracia sobre gracia 0 n 15,1H; 1,16: Ef 4, 15...). La moralidad cristiana no puede plenamente comprenderse a no ser cenIrada en Cristo. ¿Por qué? El hombre, hijo de Dios, ha sido destinado y llamado a conseguir un fin peculiar, que ínticamente logrará como coheredero de Cristo (Rom 8,17: Gal 4,6-7). Es en Cristo y por Cristo como el Padre se manifiesta al hombre y lo salva. En El v por El es como debe ser orientada la vida humana, ya que esencialmente es una respuesta al llamamiento que hace il Padre irrumpiendo en la historia al i'iiviar a su Hijo Unigénito. Toda verdadera teología moral debe construirse sobre los datos de la reveliiclon. en contacto con la economía de tu salvación, ordenando, por tanto, sus •'li'iiientos alrededor de su centro real, i'rlsln Jesús, tomando de El sus imperallvos, motivaciones y dinamismo, respigando el plan del Padre 8 .

Imitación-seguimiento Nuestra vida no será plenamente moral si no es en Cristo o, en otras palabras, a no ser viviendo el don de la gracia como participación de la vida de Cristo y de su relación al Padre. Cristo se convierte así para el hombre en modelo, ejemplo y fuerza de vida cristiana. Más aún, en el fin de nuestra vida, ya que todo ha sido creado no sólo por El (Jn 1.3), sino también en El (eis autón = hacia El, con vistas a El: Col 1,16: cf Santo Tomás. In Epist, ad Col., 1,4). Cristo centro de toda la creación; todo depende de El. Todo está ordenado a El como culmen de su perfeccionamiento (Ef 1,10; Col 1,20; 2 Cor 5,18; 1 Cor 5,3). «Por eso si Cristo es el fin de nuestra vida —escribe Santo Tomás (In 2 Cor., 5 , 3 ) - , nuestra vida debe ser regulada no según nuestra voluntad, sino de acuerdo con la voluntad de Cristo». Jesucristo no se contentó con enunciarnos el mandato «sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto» (Mt 5,48). Fue la revelación de Dios en cuanto imagen del Dios invisible (Col 1,15). Quien ve al Hijo ha visto al Padre, quien conoce al Hijo conoce también al Padre. Nadie va al Padre sino por el Hijo, que es el Camino y quien le da a conocer (Jn 14,9ss; 1,18). Derivándose precisamente de esta identidad se abre en el Hijo u n a receptividad del Ejemplar Supremo, el Padre Celestial, y su manifestación eficaz hacia afuera en continua unión con El. Cristo aparece así como la norma básica y fundamental del actuar cristiano. Cristo como modelo a imitar y seguir complementa lo que El mismo, por su Espíritu, promueve y urge desde lo íntimo del hombre. Así el comportamiento del cristiano se moldea sobre una figura h u m a n a cuyo actuar es norma al ser el mismo actuar de Dios. Oyendo y mirando a Cristo es como el hombre puede comprender la relación que debe vivir con el Padre Celestial y con sus hermanos (Jn 1 3 , 1 4 . 1 5 ; 15, 1 0 . 1 2 : 17.21). Y Cristo es consciente de su ejemplaridad, de que es el Maestro y el Señor, de que debe ser imitado. En El, Palabra de Dios hecha carne, Dios se revela al hombre, el cual ha sido creado en esta Palabra, para este Verbo. «Todas las cosas fueron hechas por El y sin El no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. Estaba en el mundo y por El fue hecho el mundo» (Jn 1,3.10). El Hijo Unigénito, «destello esplendoroso

Imitación-seguimiento de la gloria de Dios e imagen de su sustancia» (Heb 1,3). Ya la misma creación del hombre fue realizada haciéndolo a imagen y semejanza de Dios (Gen 1,26-27) y por ello su vida moral podría definirse por un dinamismo: de la imagen de Dios a la transfiguración escatológica por la imitación de Jesucristo. Su vida está en la actualidad oculta con Cristo en Dios; cuando Cristo, que es su vida, se manifieste, se manifestará también el hombre con El en la gloria (Col 3,3-4). La mente y los quereres de Dios, revelados por el Hijo (Jn 1,18), inspiran y dirigen, de manera inmanente y muy eficaz, la conducta del discípulo que sigue e imita a su Maestro*. El hombre, imagen de Dios, tiene u n hondo sentido teológico enraizado en la más genuina Tradición y puesto de relieve principalmente por los Padres griegos. Sentido teológico esencial para un enfoque recto y exacto de la teología moral. El hombre es considerado en el texto bíblico genéricamente y el mensaje de estas páginas del Génesis (1,27) se concreta en la confrontación del hombre con los demás seres de la creación, presentándolo como algo singular: imagen de Dios. Ha recibido u n sello divino que lo diferencia, que señala u n a relación especial con Dios. El hombre imagen de Dios, ser semejante a El en toda su persona, cuerpo y espíritu, como un hijo se parece a su padre. Nuestra noción de imagen subraya este parecido, pero su sentido bíblico evoca en primer lugar la expresividad, la manifestación de su relación con el original. Parecido, expresividad y relación que se dan muy marcados entre Dios y el hombre, u n a identidad con este pasaje citado del Génesis se descubre cuando se habla, algo más adelante (Gen 5,1-3), de Set hijo de Adán: «En el día en que Dios creó a Adán, a imagen divina lo hizo. Hízolos macho y hembra y los bendijo, y íes dio al crearlos el nombre de Adán. Tenia Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su imagen y semejanza». De éste y otros textos, podemos también deducir que esta relación especial con Dios no se perdió por la caída en pecado. «El que derrame sangre humana, por mano de hombre será derramada la suya, porque el hombre ha sido hecho a imagen de Dios» (Gen 9,6). No es el hombre una simple imagen física, sino u n a imagen de lo personal de Dios, siendo, por tanto, u n a persona

498 en su totalidad. Imagen igualmente de su naturaleza espiritual, de su espíritu, de su gloria, como lo han comprendido los escritores neotestamentarios (1 Cor 11,7; Col 3,9-10; Sant 3,9). Imagen sobrenatural, que plena y formalmente consiste en la gracia santificante por la cual el Dios Trino habita en el hombre (Jn 14,23). El sentido pleno y definitivo de esta relación Dios-hombre se obtiene en Jesucristo y debe reproducirse en cada hombre, en cada elegido por una transformación interior (Heb 1,3; Rom 8,29; 2 Cor 3,18; Col 3,10; etc.). El designio principal del Padre al enviar a Cristo es transformar al hombre en hijo de Dios. En modo alguno tiene la primacía el enseñarle y ayudarle a vivir la moralidad humana, lo cual daría una concepción exclusiva y primordialmente moralista a su misión. Por la imitación y seguimiento del Hijo Unigénito el hombre se transforma en hijo de Dios. Transformación libre y responsable, ya que frente a Dios, y a imagen suya, el hombre es u n a persona que puede dialogar con El, escuchar su Palabra y dar o negar u n a respuesta consciente. Transformación que exige, según Cristo, u n nuevo nacimiento (Jn 3,5) por el agua y el Espíritu, por el lavado de regeneración o bautismo 1 0 . Los sacramentos se colocan así en el umbral mismo de la teología moral y como fundamento de ella, ya que por los mismos sacramentos empieza toda justicia verdadera o, ya comenzada, se aumenta, o si se ha perdido se repara 1 1 . Nace la «nueva criatura» (2 Cor 5,17), a imitación de Cristo, de Dios, quien le da el poder de llegar a ser su hijo (Jn 1,12-13), enviando a su Unigénito al mundo para que el hombre viva por El (1 Jn 4,8-9). Nueva criatura, hija de Dios por adopción, quien se lo comunica por la infusión del Espíritu Santo (Rom 8,14-17; Gal 4 , 4 3 ; Ef l,5ss), obra gratuita de la misericordia y del amor de Dios 12 (Jn 6,44; 1 Jn 3 , 1 ; 4,10.19), en favor del hombre, a u n del pecador (Rom 3,23-24: 5.10), y que debe desarrollarse por la imitación y seguimiento de Cristo hasta llegar a ser como El el único hombre en plenitud (Ef 4.1 SíFiliación por la cual ya vive ahora el hombre, aunque inicial y ocultamente, la vida escatológica del Reino, en el que será semejante al Hijo glorificado (1 Jn 3,2). Transformación posible también para

499 el hombre como tal, pero sólo después que Cristo ha pasado El mismo por la muerte y, resucitado, ha enviado su Espíritu que nos enseñará y recordará todo. Tenemos el ejemplo de Pedro que quería seguir a Jesús hasta la muerte y al poco rato, olvidando sus promesas generosas, lo niega, aunque más adelante vuelve a oír el «sigúeme» de Cristo (Jn 21,19) y le es fiel hasta extender sus manos que otro ceñirá para darle muerte y hacer que logre así estar donde Cristo, contemplando la gloria de Jesús y compartiéndola con El, ya que seguir a Jesús es compartir su destino 1 3 . Brota de aquí todo el dinamismo propio de una vida en seguimiento y conformidad con Cristo, el Camino y la Puerta (Jn 14,6; 10,9), cuidadosa no sólo de llenar un mínimo de exigencias, sino de tender con todas sus fuerzas a la plenitud de la perfección a imitación del Padre Celestial (Mt 5,48). El hombre debe seguir al Señor Dios (Dt 1 3 , 5 ; Rom 8,29; 1 Cor 11,1), es decir, debe caminar por la senda del amor y de la fidelidad que El señala (Gal 2 5 , 9 ; 26,3), tras una justicia llena de amor cuyo modelo es el mismo Dios (Dt 15,12-15; Jer 9,23). Cristo, modelo viviente que nos urge (2 Cor 5,14) a seguirlo e imitarlo hasta llegar a la madurez del varón perfecto, a crecer en todos sentidos para ser como El (Ef 4,13-16), mata con su ejemplaridad todo estancamiento y propia complacencia. A imitación de Jesús tenemos que avanzar en gracia ante Dios y ante los hombres (Le 2,52). Este crecimiento significa que el amor de Dios se va posesionando gradualmente de nosotros. Es el Reino de Dios, grano de mostaza que se desarrolla, levadura que fermenta la masa, semilla que se reproduce en buena tierra (Mt 13,23. 31-33) «conforme a la medida de la gracia que Cristo nos ha otorgado» (Ef 4,7). Caer en la cuenta de esto, de ese gradual y necesario crecimiento, del constante y generoso esfuerzo exigido por la «continua conversión», protege al hombre contra la tentación de creerse justo y de contentarse porque ya se ha cumplido, empujándolo a una responsabilidad vital, y haciéndolo pasar del personalismo egocéntrico al desinterés vivido a nivel del Espíritu, que no se contenta con el pensar mezquinamente sólo en la propia felicidad y plenitud. Este anhelo del Espíritu trae

Imitación-seguimiento consigo vida y paz (Rom 8,6), con una perspectiva totalmente cambiante de la moral. No se puede, sin embargo, seguir plena y propiamente a Cristo, y, por tanto, a Dios, si no es dentro de la Iglesia, al ser Cristo el «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29) y precisamente en cuanto Cabeza de su Cuerpo Místico que es la Iglesia (Col 1, 18). Dios no es ya meramente el Dios único y creador, al cual debe el hombre someterse y responder como criatura suya que es; el hombre, elevado y encajado en la misma vida trinitaria de Dios, sirve al Padre como hijo, en unión con Cristo y a imitación suya, en virtud del Espíritu Santo, en la Iglesia. La vida moral adquiere así un enfoque y realidad esencialmente propias, que hacen conjuntamente más fácil el cumplimiento de sus exigencias, ya que no se presentan éstas por la sola y fría aplicación de unas normas morales, reflejo de la voluntad de Dios creador, sino a través del conocimiento, seguimiento e imitación amorosos de la persona y ejemplos de Cristo, hermano primogénito, modelo divino-humano de las relaciones filiales con Dios Padre. Este es el único plan de Dios; no existe otro fin último ni otro orden moral. El cristiano pecador, antes de la conversión, no podrá desarrollar plenamente la vida divina y su seguimiento y semejanza con Cristo; pero, mientras tanto, el carácter bautismal que lo marca y su mismo conocimiento de Cristo lo obligan y urgen a ello y, en primer lugar, a la conversión. El mismo no creyente, aun el desconocedor de Cristo y de la Iglesia, no podrá alcanzar la salvación sin que, de hecho o de deseo, ponga los medios necesarios, es decir, a no ser que de alguna manera se haga hijo de Dios, hermano, seguidor e imitador de Jesucristo. Adolfo

F. Díaz Nava,

s.j.

Notas.—í1) E. Mersch, Cuerpo místico y moral, Desclée. Bilbao 1963.~( 2 ) G. Thils, Tendentes actuelles en Théoíogie Moróle, Gembloux 1940.— fJ) G. Ermecke. La Teología Moral Católica hoy, en «Theologie und Glaube», 4 1 . 2 (1951). 127-142.-(") B. Haring, La ley de Cristo, Herder. Barcelona 1961.—( s ) J. Fuchs, Thcologia Moralis Generalis, Roma 1 9 6 0 . - ( 6 ) Id, o. c. 29ss.— (7) Cf I. M. Casabó. La teología moral de san Juan. Fax, Madrid 1970, 2 0 8 . - ( 8 ) Cf N. Lazuré, Les valeurs Morales de la Théoíogie Johannique. París 1965. 6 3 . - C ) C. Spicq. Teología

Información moral del NT, Universidad de Navarra, Pamplona 1973. t. n2, c. 10.-(10^ Conc. Tridentino, ses, 6, c. 4.-( ) Ib, ses. 7, de sacramentis.(12) Ib, ses. 6, de iustitia, c. 7 y 8.-(13) J. M. Casabó, o. c„ 206.

INFORMACIÓN I.

Términos y nociones

El término información se usa en distintas acepciones. Para algunos, por ejemplo, significa la operación de «codificar», (el antiguo «dar forma») los hechos y acontecimientos en «noticias» (periodísticas, radiofónicas, etc.): para otros es equivalente de la propia noticia (fuentes y servicios de información); hay quienes la equiparan a toda orden («mensaje») consignada a dispositivos mecánicos, eléctricos, etc., para que pueda ser remitida a un transmisor («memorias») o a un receptor («terminal»): de ahí la «informática» (o cibernética) como «teoría de la información»; etcétera. Aquí la tomamos en la acepción común y genérica (al igual que en el decreto conciliar Ínter mirifica, 5) de «búsqueda y difusión, pública y oportuna, de noticias sobre acontecimientos y hechos de actualidad». Entendida así, la información comporta tres momentos. En el primero, el promotor busca en el mismo lugar (los reporteros) o por intermediarios (agencias de información) los acontecimientos y los hechos; en el segundo, el promotor íes da la forma de noticias (por ejemplo, el servicio periodístico); en el tercero, el promotor lanza al público la noticia mediante algún vehículo o instrumento técnico (salida del periódico, puesta en onda en la radio y televisión...). De ordinario, a este tercer momento sigue, de hecho, la recepción-descodificación por parte del público, con lo que la información se perfecciona. En el sentido sociológico moderno, la información se refiere a las noticias de actualidad (los «hechos del día») y, encima, de interés contingente para la comunidad (la denominada «información publicística»). Por esto se encuadra en u n contexto del todo diferente de la enseñanza propiamente dicha, tradicional o moderna, y también de la cultura-ciencia. Porque el maestroeducador enseña(ba) noticias perennes, no ligadas a la actualidad, empleando técnicas mnemónicas y procesos lógicos de convicción, para fundamentar ccrte-

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zas racionales y actitudes profundas respecto a valores sobre los que los grupos sociales asentaban su propia estabilidad. . Vehículo y símbolo privilegiado de todo I esto es (era) el libro (no el periódico), ' considerado más como depósito del saber que como medio de difusión. En la información actual desempeñan u n papel primario los instrumentos de comunicación social; prensa, cine, radio, televisión, etc.; pero ni siquiera éstos se identifican con la información (desempeñan otras funciones: de formación y de entretenimiento), ni ésta se agota en ellos. Pues influyen de hecho otros factores como las cada vez más fáciles y rápidas vías de comunicación y los medios de transporte, con el consiguiente intensificarse de las relaciones internacionales (viajes, turismo, etcétera) y del comercio epistolar; el perfeccionamiento de otros medios de comunicación interpersonales, como el , telégrafo, el teléfono (selección automática, telefoto, télex. etc.), en la actualidad potenciados también por vía-satélites... II.

Desarrollo en el tiempo

En la época de la comunicación ha-; blada, o escrita a mano, la información era escasa, lenta, localmente limitada, deformada en proporción a la distancia de los acontecimientos (las leyendas, las voces, los «se dice»...): era la que permitían los medios de comunicación' de entonces: tam-tam, fuegos sobre los montes, los correos, los trovadores medievales, los pregoneros (aún existentes)... Fueron raros los pródromos del actual periodismo: epistolarios diplomáticos (de Plinio), Acta diurna en los foros (primero en la urbe y también en las grandes ciudades del imperio); Avisos y «Menantes» del Renacimiento, con la periodicidad permitida por los servicios postales de entonces: correos (luego, palomas mensajeras) que perduraron hasta el siglo xvn, cuando ya4 funcionaba la imprenta de Gutenberg. \ Esta dio origen a las Gacetas — pri-j mero mensuales, después con perio-i dicidad más frecuente— de los si-! glos xvn-xvm y al periodismo moderno, j que tuvo su eclosión en el siglo xix en¡ dependencia del telégrafo y del teléfono, pero también de la máquina tipográfica plana (Konig-Bauer), de la rotativa (Worms-Philippe), de la linotipia (Mergenthaler) y de los procedimientos de fotorreproducción. que, in-

Información

501 tegrados en los albores del siglo xx en los procedimientos de huecograbado y offset, causaron la inundación actual de revistas ilustradas, magazines, etc. Después de la primera guerra mundial, la información periodística (presse écrite) perdió la novedad, al ser flanqueada y luego superada por la radiofónica y (tras la segunda guerra mundial) también por la televisiva (presse radio-télé-diffusée), de suerte que el moderno esquema de información es el siguiente: el receptor conoce a través de la radio, ve en la televisión y comprende y juzga mediante la prensa. Pero el desarrollo tecnológico en acto hace prever como inminente no sólo la integración del periodismo convencional con el de la radio-televisión (distribución del periódico a domicilio vía televisor), sino también la información continua y permanente mediante termináis domésticos, conectados con «memorias» locales, centrales, espaciales... III.

La información hoy

La información constituye hoy la conexión del mundo moderno, condicionando con su cantidad, calidad y rapidez, todos sus aspectos típicos y todos sus valores, entre los que prima la socialización, «entendida como un progresivo multiplicarse de las relaciones de convivencia, con diversas formas de vida y de actividad asociada, e institucionalízación jurídica» (Mater et magistra, 10). En virtud de la socialización, el mundo cerrado, lento y estático está convirtiéndose en abierto y dinámico, caracterizándose por la movilidad longitudinal de los grupos sociales (aparición y crecimiento de una sociedad pluralista respecto a la cultura, la religión, las ideologías políticas) y por la movilidad vertical (democracia, menor diferenciación y distancia entre los sexos, las edades, las clases culturales y sociales, los órdenes profesionales, la íeaífers-autoridad y el pueblo). En virtud de la socialización se va reduciendo rápidamente el ámbito de la vida privada: ya sea porque todo, apenas reviste el aspecto de «noticia», ve la luz pública; ya sea porque ya no existe —puede afirmarse— un comportamiento privado que, conocido, no asuma valor de modelo para la comunidad. En virtud de la socialización, por último, se va potenciando cada vez más el fenómeno de la opinión pública y se va reduciendo día a día el espacio de educación autó-

noma por parte de los institutos tradicionales de educación: la familia, la Iglesia, la escuela. IV.

La noticia: vehículos y fuentes

Según su periodicidad, la prensa se divide en periódico (o diario) propiamente dicho (según la UNESCO: al menos cuatro números por semana), semanario, mensual, etc. De acuerdo con el contenido: prensa de interés informativo general (actualidad) y prensa especializada (política, económica, religiosa, profesional...; para jóvenes, de moda...). Por último, la prensa de información (también la radio-televisión) se divide en independiente (comunica con objetividad [?!] las noticias) y de opinión: elige e interpreta los hechos y los acontecimientos en función de opiniones (o de ideologías, por ejemplo, políticas). Pero esta última distinción es más bien teórica, porque —aparte la discutible objetividad de toda noticia (cf más abajo)—, de hecho todo periódico (y toda radio-televisión) depende de algún poder, al menos económico y, en consecuencia, también ideológico, especialmente cuando, para hacer cuadrar el balance, la prensa «independiente», antes de vender noticias a los lectores, debe poder vender espacio (tiempo-antena) a la publicidad. La materia prima (los hechos y los acontecimientos) de la información la recogen los periodistas (o publicistas) o de fuentes propias de cada uno de los instrumentos o de fuentes comunes, ajenas a ellos. Entre las fuentes propias señalemos: de ordinario, lejanas son los corresponsales (fijos), los enviados especiales (para servicios ocasionales), los reporteros...; en el lugar, de ordinario se hallan los cronistas y los redactores de sección, que beben las noticias en fuentes externas: «Oficinas de prensa» de las autoridades (gobierno, ministerios, jefaturas, ayuntamientos...), de instituciones locales, nacionales o internacionales (entidades culturales, «iglesias», partidos políticos, sindicatos, grandes complejos industriales y económicos, comisarías de policía, hospitales...>, y sobre todo en las Agencias de información, es decir, las empresas —privadas o más o menos públicas— especializadas en la recogida, selección y tramitación rápida (teletipos, telefoto...) de noticias de toda clase, al servicio de los órganos de prensa. Entre las agencias internacionales

Información más conocidas se encuentran: las dos americanas Associated Press y United Press International: la inglesa Reuter, la francesa France Press y la rusa T.A.S.S. (= Telegrafnoie Agenstvo Sovíetskavo Soiuza); en Italia, la A.N.S.A. (= Agenzia Nazionale Stampa Associata): en España, Efe, Cifra, Pyresa, Europa Press, Logos, Alfil. Hay que resaltar su no teórico oligopolio técnico-económico y político-ideológico y, por consiguiente, su no ficticio poder condicionante de la libertad y objetividad de la información. Los hechos y los acontecimientos, oportunamente manipulados en consonancia con la naturaleza de los instrumentos, devienen «noticias periodísticas». Sus coordenadas esenciales se indican con las cinco W inglesas: Who ( = Quién), Where ( = Dónde). When ( = Cuándo), What ( = Qué), Why ( = Por qué). La noticia, ulteriormente, puede ser valorada, vale decir ordenada e interpretada (fórmula de Kayser, cf bibliografía), amén de por el comentario, también por el sitio (página exterior o interior, arriba o abajo, a derecha o izquierda), el título o cabecera (sólo el título o también el subtítulo y sumario) y la presentación (cliché-ilustración, cuerpo y estilo del carácter, ajuste, etc.). V.

La moral de la Información

Puede resumirse en tres capítulos: los del derecho y el deber de la información y el de la cualidad de la propia información. 1.

EL DERECHO A LA INFORMACIÓN. -

Dos siglos después de Gutenberg. cuando la prensa se disponía a desempeñar la moderna función informativa de los mass-media, la lucha entablada entre pensamiento laico y disciplina eclesiástica (pero también con la civil) tuvo en cuenta más que nada el derecho del autor a expresar libremente sus propias ideas. El pensamiento laico, en general, se alineó en favor de la libertad: primero teorizando (en Inglaterra, en el 1644, el Areopagita, de I. Milton, contra el Licensing Act y, en 1689, la Epistula de tolerantia, de J. Locke): luego, arrancando también derechos legales (en Inglaterra, en 1695, la abolición del Licensing Act) e incluso constitucionales (al Virginia's Bill of Right - e n América, el 1 7 7 6 - le sigue - e n Francia y en 1789— la célebre Déclaration des droits de l'homme et du citoyen, que entre otras cosas dice: «La libre comunicación de

. 502 pensamientos y de opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre; todo ciudadano puede, por consiguiente, hablar, escribir y publicar libremente, teniendo que responder del abuso de esta libertad en los casos se- 1 ñalados por la ley»). | La Iglesia, en cambio, permaneció 1 atenta sobre todo a los daños produ- | cidos, o temidos, por la libertad conver- ñ tida en libertinaje, especialmente en '1 menoscabo de los lectores (o sea, ,i la casi totalidad) desprovistos de de- J fensas críticas. De ahí que prefiriera 1 atrincherarse en el derecho y en la I praxis de la censura, invocando tam- $ bien —hasta que las condiciones poli- I ticas se lo permitieron— el apoyo de los ;| «príncipes cristianos». Esta conducta | —que, si estaba en consonancia con los tiempos, acabó por tachársela de enemiga de las libertades modernas— persistió a lo largo de todo u n siglo, en tanto que el periodismo se iba erigiendo día a día en el «cuarto poder». Y. como los grandes intelectuales «laicos» (Diderot. Rousseau...), por encontrarse apegada al ideal humanista, continuó apostando por la (¡ verdadera I) culturaenseñanza para élites (la del libro) y desconfiando de la prensa de información, manipuladora de opiniones (la opinionum levitas!, de León XIII), a ni vel de masas. Hoy, el derecho de libre opinión-expresión se va integrando cada vez más en el otro, socialmente también más relevante, de la libertad de informar y de información, reconocido incluso ahora en convenciones internacionales (cf Déclaration universelle des droits de l'homme, de la ONU [París, 10 de diciembre de 1948]. arts. 18 y 1 9 : Convention de sauvegarde des droits de l'homme et des libertes fondamentales, del Consejo de Europa [Roma, 4 de noviembre de 1950], arts. 9 y 10, y el Proyecto de convenio sobre la libertad de información, ante la ONU, bloqueado desde hace años por la oposición de Rusia). También el Magisterio romano se ha actualizado en lo que atañe a este punto. En la Pacem in terris se dice que «todo ser h u m a n o tiene derecho... a la libertad para buscar la verdad... a tener una objetiva información de los sucesos públicos» (n. 12). De manera más explícita, la Gaudium et spes declara: «Es, pues, necesario que se facilite al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente huma-

Información

503 na» y, por tanto, «el derecho... a una adecuada información» (n. 26, 2) y, más adelante, añade que es preciso que al hombre «se le informe verazmente acerca de los sucesos públicos» (n. 59.4). Pero más perentorio y completo resulta el decreto ínter mirífica: «Es evidente que tal información, por el progreso de la sociedad h u m a n a moderna y por los vínculos más estrechos entre sus miembros, resulta muy útil y, las más de las veces, necesaria; pues la comunicación pública y puntual de los acontecimientos y de las realidades ofrece a los individuos un conocimiento más amplio y continuo de todos ellos, de modo que puedan aquéllos contribuir eficazmente al bien común y promover con mayor facilidad el provecho creciente de toda la sociedad civil. Existe, pues, en la sociedad h u m a n a el derecho a la información sobre aquellas cosas que convienen a los hombres, según las circunstancias de cada cual, tanto particularmente como unidos en sociedad» (n. 5, 2). En este texto fundamental, aplicado y ampliado por la Communio et progressio de 1 9 7 1 . hay que destacar los puntos siguientes: a) Por las razones aducidas (el progreso de la moderna sociedad, las estrechas relaciones de interdependencia) y los fines indicados (contribuir al bien común, promover el progreso de la sociedad), la afirmación del derecho se hace a nivel de la ley natural: consecuentemente, es válida para todos los hombres y confirma las declaraciones «laicas» antes mencionadas. Y la Communio et progressio parafrasea este punto: «El derecho a informar y a informarse.... a investigar la verdad... se basa en u n a auténtica necesidad del hombre mismo y de nuestra sociedad actual» (n. 33). «Es necesario que el hombre de nuestro tiempo conozca las cosas plena y fielmente, adecuada y exactamente, primero para comprender el mundo, sujeto a mutaciones, en el que se mueve, después para adaptarse a las cosas mismas que con un constante cambio exigen cada día u n criterio y juicio, para así participar activa y eficazmente en su ambiente social, y por último para hacerse presente en las distintas situaciones económicas y políticas, sociales, humanas y religiosas de hoy» (n. 34). «La sociedad misma, en sus distintos planos, necesita esta información para funcionar adecuadamente. Necesita, igualmente, ciudadanos bien informados. Así, este derecho a la in-

formación hoy se considera no sólo un derecho individual, sino una verdadera exigencia del bien común» (n. 35). b) Sujetos de este derecho son lo mismo los individuos que los grupos sociales. Mas, en contraste con la opinión corriente de los publicistas que —anclados todavía en la antigua libertad de prensa como libertad de opiniónexpresión— preferentemente reivindican el derecho de los informadores, el decreto considera, ante todo y directamente, el derecho de los receptores, es decir, del público: el derecho a recibir (antes que el de dar) la información. c) Ámbito del derecho. Los términos «sobre aquellas cosas que convienen a los hombres, según las circunstancias de cada cual», asumen también un valor restrictivo, al que hacen referencia las últimas palabras del n. 5 del decreto ínter mirífica: «No toda ciencia aprovecha, "mientras que la caridad es constructiva" (1 Cor 8,1)»; pero, sobre todo, encierran un valor extensivo, significando que la amplitud del derecho cubre, en su totalidad, toda la vasta gama de los intereses legítimos del hombre. d) De las mismas razones y fines de que deriva este derecho a la información, brotan también sus respectivos deberes (por parte de los informadores, el de informar; por parte del público, el de informarse). Citemos sobre el particular la Communio et progressio: «Al derecho que nace de estas necesidades apuntadas, corresponde la obligación de adquirir información de las cosas; pues este derecho no podrá ejercerse, si el hombre mismo no se esfuerza por informarse. Por lo cual es necesario que tenga a su alcance ayudas y medios variados entre los que pueda elegir libremente, de acuerdo con sus necesidades, tanto privadas como sociales. Sin la diversidad real de fuentes de información es ilusorio y queda anulado el derecho de información» (n. 34). 2.

DEBERES EN LA INFORMACIÓN.-Al

margen, por el momento, de sus cualidades, los deberes de justicia y de caridad en la información afectan a los tres momentos del proceso informativo: al del acceso a las fuentes por parte de los informadores, al de la libre circulación de las noticias y al de la receptividad activa del público. La accesibilidad de las fuentes recae, sobre todo, en las autoridades e institu-

Información cíones públicas (el Estado), pero también, en razón de los legítimos intereses de los propios miembros y del público, en otras instituciones que no son ¡ñeramente privadas. Hoy, en efecto, los asuntos públicos se desarrollan cada día más como en u n a «casa de cristal», donde la información acerca de todo cuanto acontece y cuanto se prevé o está en gestación no se considera ya como u n benigno «favor del Príncipe», sino como un obligado servicio social. Salvo, pues, el derecho-deber del secreto, «si lo exigen las necesidades o circunstancias del cargo o el bien público» (CP 42), irían contra la justicia las autoridades (o los responsables de las Oficinas de Prensa y de las Agencias) que tuviesen como norma la política del secreto o la de la censura quizá, degradando la información a propaganda o condicionándola a los intereses de los individuos o de ciertos grupos. Además, constituye u n deber de las mismas autoridades «proteger siempre y por todos los medios la integridad e incolumidad de corresponsales... que, mediante la adquisición y envío de noticias..., garantizan e incrementan el ejercicio de este derecho humano» (CP 36). Acerca de la libre circulación de las informaciones insiste la Communio et progressio (n. 44-47), poniendo de relieve su necesidad, también «para que la opinión pública surja de la forma que le es propia» (n. 33), como requiere el decreto ínter mirifica (n. 8). Este problema resulta particularmente complejo cuando la información se realiza mediante los mass-media - e n especial la prensa y la radio-televisión-, teniendo que salvarse el justo equilibrio entre programas informativos (por lo general no rentables) y programas de evasión (lucrativos): teniendo que garantizarse además una efectiva pluralidad de voces contra la invasión de los monopolios (¿estatales?) o los oligopolios económico-ideológicos (en la prensa, trust de cabeceras de periódicos; en el cine, distribución sin alternativas: en la radiotelevisión, vínculos técnicos o jurídicos, etc.). . También en este sector, la autoridad civil está llamada a conciliar armónicamente los intereses de los individuos y los grupos con las exigencias del bien común. Entretanto, ella es la primera que no debe limitar la circulación de las noticias (por ejemplo, la censura en tiempo de guerra) más que en la me-

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dida estrictamente indispensable. He aquí lo que la Gaudium et spes piensa sobre el particular: «A consecuencia de la complejidad de nuestra época, los poderes públicos se ven obligados a intervenir con más frecuencia en materia social, económica y cultural para crear condiciones más favorables, que ayuden con mayor eficacia a los ciudadanos y a los grupos en la búsqueda libre del bien completo del hombre... Esto no obstante, allí donde por razones de bien común se restrinja temporalmente el ejercicio de los derechos, restablézcase la libertad cuanto antes, u n a vez que hayan cambiado las circunstancias. De todos modos es inhumano¡ que la autoridad política caiga en for-¡ mas totalitarias o en formas dictato-:: ríales que lesionen gravemente los de-: rechos de la persona o de los grupos sociales» (n. 75, 3). Pero sobre todos le compete intervenir promocionandor y tutelando la libertad de comunica-i ción, sin excluir a priori la gestióni (subsidiaria) de la información en cuanto servicio público. Subraya el Ínter mirifica: «Es deber de dicha autoridad... defender y asegurar la justa libertad de información que la sociedad actual necesita absolutamente para su provecho.... defender a los destinatarios para que puedan gozar libremente de sus derechos» (n. 12). Y comenta la Communio et progressio: «Conviene que se dicten leyes que protejan la libertad de expresión, a la vez que el derecho a la información, y garanticen ambos derechos, frente al poder o las presiones económicas. Las leyes también deben asegurar y conceder a los ciudadanos la total facultad de juzgar con detalle la administración de estos instrumentos, sobre todo cuando su monopolio está en manos del gobierno. Es indudable que hoy el uso de estos medios exige las normas de unas leyes que protejan eficazmente su variedad y multiplicidad frente a una excesiva abundancia producida por la competencia económica, a la vez que defiendan la dignidad h u m a n a de las personas y grupos y el nivel de la cultura» (n. 8 7). Mas u n a condición necesaria, sin la que el público, de hecho, permanecerá dañosamente sin información, es la de que aquél no se margine de la misma por pereza mental o por falta de sentido, social. Por esto el hombre de hoy tiene el cotidiano deber civil y moral de dedicar el tiempo adecuado a la lectura de la prensa de información y de no

Información

505 limitarse, en el uso de la radio y la televisión, a las canciones ligeras o a las emisiones evasivas: el deber asimismo de no recibir las noticias siempre y sólo de una misma fuente (parcial, si no es incluso facciosa), sino de oír con atención crítica las diferentes «campanas», de modo que pueda formarse opiniones personales y motivadas sobre personajes y programas, situaciones y sucesos, tanto nacionales como de fuera. Y este deber es tanto más grave cuanto más frecuentes e importantes son las opciones que, en la praxis democrática, el hombre de hoy está obligado a hacer a todos los niveles y bajo todos los aspectos de la vida comunitaria. De ahí que, en la formación de los receptores para el uso de los ' mass-media (CP 65-70), la tarea primaria debería consistir en sensibilizarlos ante este deber social. 3.

CALIDAD DE LA INFORMACIÓN.-En

cuanto al recto ejercicio del derecho a la información, el ínter mirifica concreta: «En cuanto a su objeto, la información sea siempre verdadera y, salvadas la justicia y la caridad, íntegra: además, en cuanto al modo, ha de ser honesta y conveniente, es decir, debe respetar escrupulosamente las leyes morales y los legítimos derechos y dignidad del hombre, tanto en la obtención de la noticia como en su difusión» (n. 5, 2). A propósito de la verdad, amén de lo sugerido al hablar de la propaganda, el periodista debe tener en cuenta que se puede pecar contra ella, situando los hechos fuera de su contexto, desviando así los juicios y opciones de interés social de los destinatarios (CP 16 y 75). En lo concerniente a la integridad de las noticias y de las otras circunstancias de la información (extensión y cualidades de los receptores, tiempo, etc.), el periodista ha de recordar, en cambio, que «el derecho de información tiene determinados límites, siempre que su ejercicio choca con otros derechos, como son: el derecho a la verdad, que ampara la buena fama de los hombres y de toda sociedad; el derecho a la vida privada, que defiende la intimidad de las familias y de los individuos; el derecho al secreto, si lo exigen las necesidades o el deber profesional o la utilidad pública» (n. 42), y que «una libertad de comunicación que, en su ejercicio, no tuviera en cuenta las condiciones intrínsecas y los límites propíos del derecho a la información, favorece-

1

ría los intereses del difusor o informador en lugar de servir a la verdadera utilidad del público» (n. 47). Trátase de normas ético-morales obvias, pero cuya aplicación, en la praxis profesional cotidiana de los periodistas, no siempre es fácil. He aquí cómo la Communio et progressio describe sus dificultades: «Teniendo que comunicar siempre novedades, se encuentran casi constreñidos a destacar sólo los aspectos, como se suele decir, "de viva actualidad". Además, de entre gran cantidad de noticias, los informadores tienen que escoger las que juzgan de mayor importancia y de mayor interés para la curiosidad del público» (n. 37). «Además de esto, los informadores, como tienen que comunicar las cosas íntegras, fácilmente comprensibles y rápidamente, cada vez más buscan los comentarios de los peritos... No obstante, los hombres fidedignos y conscientes de su cargo, si son gobernantes o dirigentes, con razón rehuyen el describir o comentar u n acontecimiento sobre la marcha antes de haber investigado toda la situación y contexto. Por lo cual... ocurre muchas veces que los periodistas más superficiales e ineptos ganan la delantera» (n. 38). «Hay aún otra dificultad, y es que las noticias, para conservar la actualidad y conseguir la atención del público, han de difundirse con la máxima celeridad. Además, la competencia impone sus exigencias comerciales. Y esta necesaria rapidez obstaculiza u n a verdadera exactitud. Aún más, los informadores han de tener en cuenta el público, sus gustos y culturáis) y qué es lo que, ante todo, desea conocer y recibir» (n. 39). «Además de estas dificultades que nacen de la misma naturaleza de la información y de los medios de comunicación, se presentan otras a los informadores: han de presentar las cosas a un público, en general apresurado y distraído, de la manera que más atraiga su curiosidad. Pero le está prohibido al informador impresionar al público por medio de (una) tal selección de temas, de (una) tal dramatización de los hechos que quede adulterada la misma noticia» (n. 40). Estas dificultades objetivas, si de u n a parte recaban del público que no pretenda lo imposible (o gestas heroicas diarias) de los periodistas, por otra parte suscita en éstos una sensibilidad socio-moral pareja a la competencia profesional, teniendo que apoyarse eventualmente la una en la otra, de acuerdo

Información con los adecuados códigos deontológicos. VI.

La información y la Iglesia

Sobre Iglesia» morales tólica y mación I.

las relaciones «Informaciónsurgen especiales cuestiones a propósito de la prensa cadel derecho-deber de la inforen la comunidad eclesial.

LA PRENSA CATÓLICA.-El decreto

ínter mirifica se pronuncia sobre el particular en estos términos: «Foméntese, ante todo, la prensa honesta. Pero para imbuir plenamente de espíritu cristiano a los lectores, créese y desarróllese también u n a prensa genuinamente católica, la cual —promovida y dependiendo, ya directamente de la misma autoridad eclesiástica, ya de los católicos— ha de publicarse con la intención manifiesta de formar, consolidar y promover una opinión pública en consonancia con el derecho natural y con las doctrinas y los preceptos católicos, así como de difundir y exponer adecuadamente los hechos relacionados con la vida de la Iglesia. Debe advertirse a los fieles de la necesidad de leer y difundir la prensa católica para formarse un criterio cristiano sobre todos los acontecimientos» (n. 14, 1). Pasando por encima sobre los aspectos pastorales (diversos grados de dependencia jurídica o no jurídica de la prensa «católica», creación y difusión de la misma...), conviene poner de manifiesto que el deber de leerla, por parte de los fieles, brota de los mismos fines y razones, aquí tres veces repetidos, que la califican precisamente de «católica». Y con razón, porque, si con la lectura de la prensa «honesta» los fieles cumplen el deber (arriba aludido) de informarse, nada les autoriza a juzgar que sea suficiente —sino todo lo contrario— para formar en ellos las opiniones públicas que hoy día «ejercen poderosísimo influjo en la vida privada y pública de los ciudadanos de todos los órdenes» (sin excluir a los fieles), opiniones públicas que ellos han de esforzarse por formar y extender (n. 8). 2.

INFORMACIÓN EN LA IGLESIA.—Este

argumento equivale estrictamente al de la opinión pública en la Iglesia. El Ínter mirifica no se ocupa de él, porque —según hemos apuntado— enfoca el tema desde la perspectiva del derecho

506 natural, en relación con todos los hombres en general. Mas las razones en él aducidas —obviamente, teniendo en cuenta las características de la Iglesia respecto a las otras sociedades— fundamentan también el derecho a la información de los fieles en la Iglesia; por consiguiente, justifican asimismo j el paso —hoy en acto en la Iglesia— de-> u n a política del secreto, en que la información representaba u n hecho excepcional, a u n a praxis cuya norma es \ la información y el secreto la excepción. < ; Sobre este asunto oigamos a la Communio et progressio: «Cada fiel tiene el 1 derecho a conocer cuanto le es nece-J sario para poder asumir u n papel activo en la vida de la Iglesia. Esto exige! que el fiel pueda disponer de unos j medios de comunicación no sólo varia-1 dos y de amplia tirada, sino también católicos, si pareciere necesario, siempre que éstos sean plenamente aptos para cumplir esta misión» (n. 119). Un adecuado desarrollo de la vida y las funciones en la Iglesia exige u n a habitual corriente de información entre las autoridades eclesiásticas de todos los niveles, las organizaciones católicas y fieles, en ambos sentidos y en todo el mundo. Para ello son necesarias distintas instituciones, dotadas de los me- J dios imprescindibles: agencias de noti- : cias, consejos pastorales, portavoces ; oficiales, salas de prensa... (n. 120). Cuando el estudio de u n a cuestión en la Iglesia exija secreto, deben observarse las normas generales que se siguen en la sociedad civil. Sin embargo, las riquezas espirituales de las que la misma Iglesia es signo, piden que las noticias que sobre sus programas y múltiple acción se difunden sean del todo íntegras, verdaderas y claras. Por ello, cuando las autoridades religiosas no quieren o no pueden dar tales noticias, dan fácilmente ocasión más a la difusión de rumores perniciosos que al esclarecimiento de la verdad. Por tanto, el secreto se ha de restringir y limitar sólo a lo que exijan la fama y estima de las personas y los derechos de los individuos o de los grupos» (n. 121). Respecto a la conveniencia y necesidad de que la Iglesia informe sobre ] ella al mundo externo, tienen valida las siguientes consideraciones: a) Iglesia es u n a sociedad pública por I naturaleza y, además, de interés púa co son sus acontecimientos, sus iná tuciones y sus personas: de ahí q u e l información constituya una prestacl

507 social; b) en el mundo de hoy, la noticia frecuente de sus hechos acredita como valores a las personas, mientras que el hablar poco o nada de ellas las acantona entre los no-valores. Esta realidad sociológica puede incluso no agradar, pero también puede estar en consonancia con el «viendo vuestras buenas obras» (Mt 5,16) de Jesús; c) si los informadores no son los primeros en recibir información, se quedarán en los aspectos más exteriores, anecdóticos y folklóricos de la vida de la Iglesia, que son los más acordes con los «instrumentos» y su eventual deformación profesional; d) hoy día resulta prácticamente imposible mantener el secreto: es preferible, por ende, informar correcta y oportunamente y en la medida más amplia posible, antes que verse obligados a recurrir a rectificaciones tardías y escasamente eficaces. En la práctica, la recta información, sobre los hechos de la Iglesia, tanto de los fieles como del mundo exterior, impone especiales prestaciones, ora por parte de los publicistas (católicos), ora por parte de las autoridades eclesiásticas. En relación con los primeros, advierte la Communio et progressio: Los responsables católicos de los medios de comunicación, «además de este importante testimonio que dan como artistas y profesionales en los organismos o asociaciones no confesionales, mostrarán el pensamiento católico sobre todas las cuestiones que acucian a la sociedad humana. Así también, los propios escritores y difusores de noticias pueden cooperar, cuidando de no pasar por alto las noticias religiosas que afectan ¡i todo el pueblo, sino más bien iluminando las vertientes y aspectos religiosos de todos los acontecimientos» (n.103). Y la misma instrucción pastoral seríala a propósito de las autoridades que i (instituyen las fuentes de información: •Cuantos tienen en la Iglesia la sagrada potestad, deben, por medio de los instrumentos de c o m u n i c a c i ó n social, .inundar plena y constantemente la verdad, y esforzarse a la vez porque en ellos se refleje la verdadera imagen de la Iglesia y de su vida. Y como estos Instrumentos, muchas veces, son la nnica fuente y el único canal de noticias entre la Iglesia y el mundo, el prescindir de ellos será realmente enterrar los talentos recibidos de Dios. La Iglesia, que runfia y espera que las agencias de noticias y los mismos instrumentos de nnnunicación atiendan con frecuencia

Informacié a las cuestiones religiosas y las trat» \ con el cuidado que a tales temas corrÁ ponde, pon,su parte debe ofrecer y (X\ fundir noticias completas, seguras Y verdaderas, para que así estas instit A ciones puedan desarrollar bien su c\r metido» (n. 123). «Cada uno de l V obispos, cada Conferencia o AsamblA^ Episcopal y la misma Sede Apostólica tendrán portavoz o informador fijo q r y oficialmente comunique las noticias \> que resuma los documentos de la Igl ysia para su difusión, de manera q u \ comentados, se facilite con mayor sA guridad la comprensión del pública' Estos portavoces, con rapidez y veracs dad, darán a conocer las novedades (¿V la vida y actividad de la Iglesia, e \ cuanto se lo permita su función, % muy aconsejable que también las d i « cesis y las organizaciones católicas inA portantes tengan sus portavoces fijoA con una misión semejante. Todos estw colaboradores, como todos los demá^ que de alguna manera personifican )^ vida pública de la Iglesia, han de oVA servar cuidadosamente cuanto exige A arte de las relaciones públicas: conocA las diversas opiniones del público A que se dirigen y mantener u n a p r o ™ chosa relación guiada por la m u t u \ comprensión y confianza. Esta m u t u \ confianza y cortesía sólo se puedeA garantizar y mantener cuando lq\ hombres se respetan y se someten a 1A verdad» (n. 174). «Para que tenga luga\ u n auténtico diálogo, dentro y fuera d^ la Iglesia, de manera fecunda y fác|\ sobre los nuevos acontecimientos desdj una perspectiva religiosa, se hacen im,\ prescindibles los comentarios públicos ^ "oficiales", que oportunamente —es de^i cir, cuanto antes— lleguen al públicy» de forma segura y adecuada (utilizando los medios oportunos: comunicados^ télex, fotografías)» (n. 176). i

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Información

• 508

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J JUSTICIA I.

Excursus histórico-doctrinal

1. LA IDEA DE JUSTICIA A NIVEL FILOSÓFICO Y JURÍDICO.-La elaboración filo-

lizador y evidenciar de esta suerte sus elementos característicos (exterioridad, alteridad, bilateralidad, igualdad), que se constatan en toda manifestación de la justicia, aunque no de manera unívoca. Por lo que al criterio unificador atañe, la especulación filosófica y jurídica posterior (especialmente por obra de santo Tomás) lo identifica en tres relaciones fundamentales a las que corresponden otras tantas especies de orden: las relaciones de los individuos entre sí (ordo partium ad partes); en segundo lugar, las relaciones del Todo social con los individuos (ordo totius ad partes) y, por último, las relaciones de los individuos con el Todo social (ordo partium ad totum). A cada u n a de estas tres relaciones fundamentales corresponden otras tres formas fundamentales de justicia: la justicia conmutativa (denominada también compensadora o equiparativa), que regula la relación de individuo a individuo; la justicia distributiva (dispensadora o repartitiva), que regula la relación del ser colectivo, en cuanto tal, con cada u n o de sus miembros: la justicia legal o general, que regula las relaciones de los miembros con el Todo social (cf J. Pieper, Justicia y Fortaleza, Rialp. Madrid 1968). A nivel más estrictamente jurídico, junto con la más esmerada discusión en torno a los elementos formales que caracterizan la justicia y sus relaciones con el derecho, se h a n entablado debates y controversias acerca de la posibilidad o no posibilidad de integrar en esta clásica división las diversas formas de justicia tomadas en consideración por la ciencia jurídica (judicial, penal, tributaria, social...).

sófica del concepto de justicia ha tenido comienzo en la concepción de la justicia como virtud general en que se compendia toda otra virtud (cf Aristóteles, Etica a Nicómaco, 5, 3): es el principio del orden y la armonía que expresa sólo la exigencia de que suceda lo que éticamente (de iure) debe suceder: exacta correspondencia, pues, entre el hecho y la norma pertinente (cf G. del Vecchio, La gíustizia, Roma 1946, 18). Este aspecto de la justicia (como forma ética o deontológica general), que tiene su máxima expresión en el sistema platónico, viene apoyado ya en el pensamiento griego por u n concepto más restringido de la justicia, que conduce a entenderla como virtud exclusivamente social: regula las relaciones interpersonales según u n a norma de igualdad. Constituye u n mérito de la filosofía pitagórica el haber evidenciado que la justicia consiste esencialmente en el intercambio, estimulando así el análisis crítico de Aristóteles. Este, aun manteniendo el concepto de justicia como virtud genérica (de la que ñeque hésperas ñeque lucifer íta admirabais, o. c, n. 6 4 1 642), ilustra la insuficiencia de la justicia conmutativa (o sinalagmática) para regular todas las relaciones de acuerdo con u n a medida rígidamente paritaria, y la exigencia de la justicia distributiva que distribuye honores y bienes según u n criterio proporcional (de proporción geométrica). Los frutos sustanciales de esta investigación los ha considerado definitivos la especulación sucesiva —hasta nuestros tiemEn sus diversas formas, la justicia pos, cabría decirse—, si bien se h a n soexpresa u n a profunda y unitaria eximetido a profundizaciones con miras a gencia: todo sujeto ha de ser reconoreconducir las divisiones de la justicia cido y tratado por toda otra persona a un único principio o criterio racionacomo principio absoluto de sus propios actos, otorgándole valor de fin y no de

Justicia simple medio o instrumento (de acuerdo con la célebre expresión kantiana). En consecuencia, debe excluirse todo comportamiento, disparidad y desigualdad no fundados en el efectivo ser y obrar de cada u n o : todo comportamiento tiene que ser nivelado objetivamente con la misma medida, es decir, con el valor (metaempírico) de la persona (cf G. del Vecchio, o. c, 126ss). Desde esta óptica, la clásica definición de Ulpiano, tan frecuentemente citada: «justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo», aparece demasiado objetivista, pues hace pensar en u n a norma que regula exclusivamente la transacción de los bienes exteriores, en tanto que la justicia ejerce su cometido en íntima adherencia a las exigencias y derechos (dinámicamente concebidos) de la persona. De modo más personal y subjetivo, algunos autores modernos definen la justicia como virtud moral que induce a respetar la personalidad del hombre y a facilitarle cuanto se le debe como individuo responsable de su propio destino. 2.

LA CONCEPCIÓN DE LA JUSTICIA EN

EL A Y NT.—Entre la concepción filosófica de la justicia y la bíblica existe cierto paralelismo, ya que en el AT la justicia se configura como actitud virtuosa general que, por lo común, significa conformidad con la norma deontológica. En este sentido se habla de justicia de Dios: la justicia se considera un atributo de Dios en cuanto que El es fiel a la norma que regula la alianza con su pueblo elegido y está pronto a golpear a quienes lo desprecian: así también el hombre es proclamado justo en cuanto que se identifica con la ley que Dios ha dado al pueblo de su elección. Los autores, sin embargo, ponen de manifiesto la profunda evolución verificada en la concepción bíblica de la justicia: mientras que, en los primeros libros de la Escritura, la justicia se presenta como juicio de Dios (de venganza contra los enemigos de Israel y de favor para el pueblo escogido, bajo el signo de la predestinación), en los libros proféticos —ya antes del exilio— tiene lugar un gran progreso, puesto que la discriminación del juicio de venganza y de favor se efectúa independientemente de la pertenencia o no pertenencia al pueblo elegido, en función de la bondad o maldad del hacer h u m a n o . Se llega así a indicaciones más objetivas y uni-

' 510 versales, que superan los criterios empiristas, los favoritismos y los odios anacrónicos: «Yo soy Yavé, que hago misericordia, derecho y justicia sobre la tierra» (Jer 9.23). En los libros de Job y en los sapienciales se tiende a ver en la justicia, en primer término y directamente, la reglamentación de las relaciones interhumanas. Claro que, también en los libros más antiguos, se subrayan estas exigencias de la justicia: «Tendrás pesas cabales y justas, y efás (medidas) cabales y justos» (Dt 25,15); «oíd a vuestros hermanos, juzgad según justicia las diferencias que pueda haber entre ellos o con extranjeros» (Dt 1,16). No obstante, los exégetas insisten en que la justicia, en el AT, no puede reducirse a una categoría puramente jurídica que regule las relaciones interhumanas independientemente de su ordenación divina; en otras palabras, la justicia se integra con la religión comprensiva de la categoría moral (cf A. Descamps, Justicia, en Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona 1973, 460-466). En el NT, la moral continúa proponiéndose dentro de un horizonte teocéntrico y, por tanto, la justicia se presenta como u n a rectitud moral (no juridico-formal), que implica siempre u n a referencia fundamental a Dios. Por eso en Mt 1,19 tenemos u n a equivalencia entre santidad y justicia, en cuanto que a José, el esposo de María, se le llama justo, es decir, fiel en el cumplimiento de todos sus deberes y, en consecuencia, profundamente religioso. En esta línea de adherencia a la inspiración veterotestamentaria, el mensaje evangélico se revela profundamente original e innovador, a pesar de todo, puesto que constantemente y con gran energía apela a u n valor de interioridad ausente en el legalismo farisaico, en el que la justicia se presenta como corrección externa a la que no subyace ningún correlato interior. De ahí que Jesús llame a sus discípulos a u n a justicia cualitativamente diversa de la de los fariseos (cf Mt 23,28). San Pablo remacha las enseñanzas tradicionales a propósito de la justicia: «Pagad a todos cuanto les debáis: a quien tributo, tributo; a quien aduana, a d u a n a ; a quien temor, temor; a quien honor, honor. No estéis en deuda con nadie» (Rom 13,7-8a). Pero precisamente en esta carta se descubren profundizaciones teológicas de gran relieve a propósito de la justificación.

511

•Justicia

Mientras que la justicia hebrea se fundaba en la convicción presuntuosa —de tipo p e l a g i a n o - de una salvación que procedía del hecho material de la pertenencia a la alianza, expresada en el hecho material de la circuncisión, la justicia cristiana aparece como un don gratuito de Dios, de cuya libre iniciativa surge la justificación. Dios es justo y justifica (hace justo) mediante el mediador que es Cristo: la justicia por El obrada (y que se identifica con El) es transformación, liberación integral, iniciación a la novedad de vida, de relaciones y de herencia final. Este significado de la justicia, sobre el que tendremos que volver más adelante, es muy amplio: es una vida conforme al «hombre nuevo», creado según Dios en auténtica justicia y santidad (Ef 4,24), que debe manifestarse en el amor y servicio del prójimo. 3.

LA JUSTICIA EN EL PENSAMIENTO

PATRÍSTICO.—El problema de armonizar los datos de la reflexión filosófica y de las diversas tradiciones culturales con los que emergen de la revelación —cuestión siempre abierta a la teología— ya se lo plantearon los Padres, quienes, con notable variedad de acentos, intentaron esta conciliación. Según algunos estudiosos (por ejemplo, Carlyle, 11 pensiero político medioevale, Bari 1965, v, 1, 126ss), en algunos Padres debió prevalecer la influencia estoica y de ellos arranca el modo de tratar la justicia como u n a virtud cardinal, sobre la pauta de una concepción que ya no evidencia su relación íntima con la orientación teocéntrica y cristocéntrica. Pero, de acuerdo con la más común y correcta interpretación, los Padres permanecen fieles a la inspiración original de la Biblia, en cuanto que ellos empujan poco a poco a la justicia hacia la aequitas y, más todavía, hacia la caritas. Por ejemplo, Lactancio identifica la vera et germana iustitia con el obrar piadoso y h u m a n o sin esperanza de recompensa (De divinis institutionibus, VI, 1 1 : PL 6, 675); san Juan Crisóstomo define la justicia «mandatorwn observatio» (In Mt, Hom. 12, 1: PG 57. 203). San Ambrosio, renovando expresiones clásicas, llama a la justicia «fecunda engendradora de las otras virtudes» y la considera, en su más elevada expresión como amor de Dios, del prójimo y de los propios enemigos (cf De Paradiso, 3, 2 2 : PL 14, 2 8 ) : De Offlcns, 1. 2 7 : PL 16, 65-66); san Agustín —del que citan

todos la célebre frase «remota iustitia, quid sunt regna, nisi magna latrocinia» (si se quita la justicia, ¿ qué son los estados sino grandes latrocinios?; De Civ. Dei, 4, 4 : PL 4 1 . 115) y acentúan su pesimismo en relación con la posibilidad de una justicia h u m a n a no enmarcada y a l i m e n t a d a por la fe considera la justicia como caridad imperfecta y la caridad como justicia perfecta (De natura et gratia, 70, 8 4 : PL 4 4 , 289-290). 4.

LA JUSTICIA EN EL PENSAMIENTO

TOMISTA.-Santo Tomás recoge el aspecto de unión de la justicia con la religión (expresión típica del concepto bíblico de justicia) en cuanto que la religión expresa lo que se debe a Dios, deuda que por otra parte es impagable, puesto que el hombre a El se lo debe todo y jamás podrá devolverle ninguna compensación en pie de igualdad (cf S. Th., 2-2ae, q. 80, a. 1). Mas la originalidad propia de la concepción tomista de la justicia hay que buscarla en la distinción entre justicia general (o legal) —entendida como norma objetiva de las relaciones sociales— y justicia particular —manifestación subjetiva de dicha norma—, que se subdivide en justicia conmutativa y justicia distributiva, de acuerdo con la tradición aristotélica. Las especies particulares de la justicia no poseen, empero, sentido más que en el marco de la norma general objetiva. Esta doctrina no puede entenderse plenamente si n o se la encuadra en la concepción de la sociedad y del bien común avanzada por el Angélico, concepción con la que es del todo coherente. El fin y el objeto propio de la justicia es regular las relaciones con los otros: en esto difiere y se distingue de las otras virtudes (como, por ejemplo, la religio y la pietas), con las que, sin embargo, guarda estrecha relación, porque su objeto lo constituye cierta aequalitas en la relación intersubjetiva y no la intrínseca cualidad del agente (cf S. Th., 2-2ae, q. 57, a. 1). Ahora bien, la relación con el otro puede revestir un doble aspecto: a) al otro puede considerársele en su individualidad (entonces tenemos la justicia particular); b) o cabe considerarlo «socialmente», o sea como miembro de una comunidad, de un «todo» social (entonces tenemos la justicia general, a la que precisamente compete orientar al hombre hacia el bien común). A la justicia general está subordinada

•Justicia

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la justicia particular, ya que la primera moral ponen el énfasis sobre las obligaproyecta hacia el ciones derivadas de la justicia conmu. ^ bien ^.^..i común uuniun (irreducivirreaucitativa o contractual y determinan la me en la perspectiva tomista, a la suma ae los intereses particulares de los que moda de referir a la caridad, entendida no como compromiso obligatorio, sino laifaere a ;,.^*.i cualitativamente) • •««-'iiiA,; los I U » incluí* uc actos de como disposición facultativa de un agenla justicia particular. En cuanto que te particularmente sensible a las neceregula la relación con el bien común, sidades del prójimo, la solución de los la justicia general n o se expresa en éste problemas que surgen como consecueno el otro acto específico, sino que concia de afirmarse el capitalismo como cierne a todas las relaciones particulasistema prevalente en las relaciones res; por esto es la síntesis de la justicia económico-sociales. Al mismo tiempo particular y se efectúa a través de ésta. se iba al garete la noción de justicia A la justicia general la denomina como virtud general, mientras se intensanto Tomás igualmente legal; pero no taba identificar la justicia legal con las se agota en las determinaciones de la normas estatales (en el lenguaje hoy ley positiva, puesto que también, y corriente, con el orden establecido). Se prevalentemente, expresa las indicaexplica por esto que, en este contexto, ciones del ius naturae que los ordenase haya librado, en el último siglo, una mientos jurídicos deben precisar, pero larga discusión en torno a la oportununca contradecir, so pena de degenidad de recurrir a la noción de justicia nerar en violencia inmoral y. por tanto, social: acerca del contenido a atribuirle a desprovista de todo poder ético de y el modo de encasillarla en la clasifi- 1 obligar. Por el hecho de tener que concación tripartita tradicional. .1 cretarse en los actos de la justicia parEl concepto de justicia social, c o m o l ticular, la justicia general no llega a nuevo modo de expresar la norma o b - 1 perder su consistencia, pues la primera jetiva de las relaciones sociales, se d i - 1 saca de la segunda su norma objetiva. fundía en primer lugar en Alemania y " Al igual que el bien común no se agota luego en Francia, sobre todo por influjo en la resultante de los bienes particudel P. Pesch que. después de haber inlares (cf S. Th., 2-2ae, q. 58, a. 7 ad 2), tentado inútilmente revitalizar el conasí también la justicia general mantiene cepto de justicia legal, trató de buscar u n a posición privilegiada respecto de la en la justicia social lo que faltaba a su justicia particular que de ella extrae síntesis. La difusión del concepto de norma e inspiración. justicia legal estuvo, sin embargo, acomLas especies de la justicia particular pañada —como apuntábamos— de noque santo Tomás llama partes «subtables divergencias y discusiones, que jetivas» de la justicia (refiriéndose al hoy se nos antojan interminables e insujeto de los actos de la virtud de la útiles (véase u n compendio en V. Heyjusticia) son, como hemos dicho, la juslen, Tractatus de iustitia et iure, Mechliticia conmutativa, que regula las relaniae 1950, 47-49). No faltaban quieciones entre los individuos consideranes, bajo el pretexto de que algunos dos como partes del «todo» social, y la identificaban la justicia social con la justicia distributiva, que regula las re- distributiva, columbraban en el nuevo concepto el resumen y la enseña del laciones entre los portadores del poder socialismo nivelador. Otros autores, inpolítico y los ciudadanos. La suma de clinados a admitir como obligaciones los derechos y deberes que median ende justicia sólo las bien precisadas y tre los individuos particulares y los determinadas, encontraban dificultad que existen entre gobernantes y subdien admitir como compromisos de justos, se hallan todos subordinados a la ticia los derivados de la justicia social justicia general, que ordena todo acto o general. Mérito del P. Antoine fue y toda persona hacia el bien común. (en su Cours d'économie sociale, París 1905) el delinear u n a concepción de 5. LA JUSTICIA SOCIAL EN LOS MORAjusticia social muy próxima a la justiLISTAS CATÓLICOS. - S e g ú n se desprende cia legal o general, en el sentido genuide la historia de la teología moral, sobre namente tomista. Y bajo esta forma, la todo a partir del siglo xvm. la concepción noción de justicia social, casi siempre; privativista e individualista acabó por identificada con la justicia legal o gejj prevalecer sobre la clásica, mucho mas neral, se fue extendiendo cada vez m a l abierta -siguiendo las huellas del Aquihasta llegar a ser acogida incluso en n a t e - a las instancias comunitarias y los documentos sociales de la Iglesia a la primacía del bien común sobre los intereses particulares. Los tratados de

Justicia

513 6. LA JUSTICIA EN LA ENSEÑANZA SOCIAL DE LA IGLESIA.—Hay que reconocer

al papa León XIII el mérito de haber apartado a los católicos o. más precisamente, a algunos estratos de católicos, operadores sociales o estudiosos (adherentes a la escuela de Angers), de las perspectivas que, reduciendo los compromisos de justicia social a supererogaciones caritativas, entendían ma! su naturaleza y daban pábulo al juicio, ampliamente divulgado por el marxismo, de u n a comunidad cristiana reaccionaria y unida a u n sistema inicuo de explotación. En la Rerutn novarum, la cuestión social —bajo el ángulo restringido de las relaciones patronos-obreros en que entonces se planteaba— se encuadra y resuelve decididamente en términos de justicia conmutativa, sobre todo por lo que atañe al salario, y distributiva, por lo que a la función social de la propiedad se refiere. En la Quadragesimo anno, tras algunas escaramuzas en documentos precedentes, Pío XI presenta la justicia social como la virtud que preside la repartición de las riquezas producidas por la actividad económica, a fin de que a cada uno se le dé lo suyo y se vaya eliminando progresivamente el gran desequilibrio entre los pocos superricos y los innumerables menesterosos: «Dése, pues, a cada cual la parte de bienes que le corresponda: y hágase que la distribución de los bienes creados se corrija y se conforme con las normas del bien común o de la justicia social» (n. 2 5 , final). De las diversas ejemplificaciones hechas a lo largo de la encíclica (salario familiar, empleo del mayor número posible de obreros, relaciones entre capital y trabajo, organización permanente de toda la vida económica), resulta que la justicia social representa la norma suprema de la vida socio-económica, abarca u n contenido vastísimo y expresa distintas exigencias en razón del cambio de las circunstancias que las determinan. En el centro de la justicia social se encuentra el concepto de bien común y de «cuerpo social»: con estas precisiones, el concepto pierde toda oscuridad y ambigüedad; aparte de trascender la estrecha óptica de la justicia conmutativa, la justicia social no aparece ni siquiera con el riesgo de confundirse con la distributiva, sino que se aproxima cada vez más a la justicia general, concebida en términos dinámi17

cos y repensada en el contexto capitalista de las relaciones socio-económicas contemporáneas. Las exigencias de la justicia social, así entendida, son confirmadas en la enseñanza social de Pío XII y Juan XXIII. Particularmente en la Mater et magistra aparecen con claridad luminosa las dimensiones planetarias de la justicia social, ulteriormente ilustradas en la Popularían progressio de Pablo VI, pero ya aireadas por los altavoces de la Gaudium et spes y los documentos posconciliares, a los que aludiremos brevemente. De todos estos textos resulta que el concepto de justicia social, adoptado por los pontífices, ha empujado fuertemente a los católicos (y n o sólo a ellos) a abandonar la manera restringida de pensar la justicia en términos privativistas y a dejar anticuadas las disputas de escuela sobre el modo exacto de comprender la justicia social, disponiendo los ánimos a acoger las perspectivas cada vez m á s amplias y comprometidas de la justicia. 7.

LA JUSTICIA

EN LOS DOCUMENTOS

CONCILIARES.—La Gaudium et spes y los otros documentos que apelan a la justicia, n o dicen en concreto de qué justicia se trata, evitando así toda disputa de escuela; una sola vez se alude a la justicia distributiva, a propósito de las aportaciones que el Estado debe ofrecer a las escuelas no estatales (Gravissimum educationis, 6). La preocupación, empero, de apremiar a los creyentes y a los hombres de buena voluntad a la realización de la justicia se refleja en estos documentos y, en especial, en la Gaudium et spes de manera luminosa: cf a este propósito el n. 29, que trata de la igualdad fundamental de todos los hombres y de la justicia social; el n, 30, que con términos incisivos advierte la exigencia de superar la ética individualista, reconociendo como «sagrado» el compromiso de observar las obligaciones de la justicia y la caridad: el n. 69, que evidencia el deber de hacer «llegar a todos, en forma equitativa bajo la guía de la justicia y con la compañía de la caridad», los bienes creados. Singularmente sugestiva se nos antoja u n a afirmación del mismo documento: «Cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más h u m a n o planteamiento en los problemas sociales, vale m á s que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer,

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Justicia como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí mismos no pueden llevarla a cabo» (n. 35,1). Esta vigorosa proclamación refleja, en cierto modo, la famosa expresión aristotélica de que la justicia brilla más que el lucero matutino; pero en la perspectiva cristiana, puesta de relieve por el concilio, la justicia cristiana no conoce ocaso, en cuanto que prepara los cielos nuevos y la nueva tierra en que la justicia alcanzará su perfección, en la definitiva y plena realización del «reino de justicia, de amor y de paz», ya misteriosamente presente en la tierra (cf GS 39, 3). En la estela de las precedentes enseñanzas sociales de los papas, los documentos conciliares hacen referencia al binomio justicia y equidad, justicia y caridad. Estas dos parejas de términos se vuelven a constatar en las encíclicas sociales de los últimos pontífices y, en especial, el primero a partir del papa Juan. Justicia y equidad se invocan cuando se trata de la justicia salarial, de la seguridad social, de la mejor distribución de los bienes para superar absurdos e injustos desequilibrios. La expresión, por tanto, se acerca mucho a la de justicia social. Según la teología moral tradicional —como es notorio—, la equidad tempera el rigor de la justicia e interviene en la aplicación concreta de las leyes que, a causa de su generalidad, son inadecuadas para prever todos los casos, a fin de realizar en ellos el espíritu de la ley (cf Epiqueya). En cuanto a la relación justicia y caridad, los documentos conciliares, felizmente superadas —al menos en el plano teórico si no a nivel de praxis— las tácticas funestas que tendían a sustituir los compromisos de justicia con la beneficencia y la limosna, identificadas con la caridad, ponen de relieve la estrecha correlación que media entre ambas virtudes. Sobre las huellas de la vigorosa enseñanza pontificia en esta materia (cf Calvez-Perrin, Chiesa e societá económica, Milán 1964, 257ss), justicia y caridad se presentan como normas universales del obrar social, apoyándose la una sobre la otra. El amor cristiano, exactamente entendido en su verdadera naturaleza teológica, es la «forma» de la justicia y superior a ella, puesto que procede directamente de Dios. No obstante, lejos de oponerse a la justicia o de combatir sus actuaciones, la dirige sin absorberla, la es-

515 timula incesantemente y es, al mismo tiempo, su matriz y acelerador. Para confirmar lo dicho, véase lo que sugiere el decreto Apostoiicam actuositatem, en clave de acción caritativa: Es preciso «cumplir antes que nada las exigencias de la justicia, para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia; suprimir las causas, y no sólo los efectos, de los males, y organizar los auxilios de tal forma que quienes lo reciben se vayan liberando progresivamente de la dependencia externa y se vayan bastando por sí mismos» (n. 8, 5). Al término, malentendido, «caridad», los documentos conciliares prefieren el vocablo amor, que aparece indisolublemente conexo con la justicia y la ley fundamental del pueblo de Dios. Idénticas perspectivas ofrecen los documentos oficiales posteriores al concilio: los obispos latinoamericanos, en Medellín, contemplan en el amor el dinamismo que empuja a los cristianos a la realización de la justicia, la gran fuerza liberadora que incesantemente inspira la justicia social (cf Iglesia y liberación humana. Los documentos de Medellín, Nova Terra, Barcelona 1969) y el tercer Sínodo de los obispos (1971), en el documento final sobre la justicia, declara: «El amor cristiano al prójimo y la justicia no se pueden separar. Porque el amor implica una exigencia absoluta de justicia, es decir, el reconocimiento de la dignidad y de los derechos del prójimo. La justicia, a su vez, alcanza su plenitud interior solamente en el amor» (los documentos del Tercer Sínodo, PPC, Madrid 1971, 51). Pero precisamente es menester centrar nuestra atención en estas intervenciones posconciliares, a fin de captar ulteriores desarrollos en torno al tema de la justicia. 8.

LA JUSTICIA EN ALGUNOS DOCUMEN-

TOS POSCONCiiiARES.-a) La justicia en la «Populorum progressio».—Las nuevas dimensiones de la justicia social, convertida en «planetaria» a la manera de la cuestión social (n. 4). reclaman, según la encíclica dedicada al «desarrollo de los pueblos», una urgente y organizada acción de los individuos y de las colectividades, polarizada hacia la realización del humanismo pleno que, para ser auténtico, «ha de ser integral, es decir, debe promover a todos los hombres y a todo el hombre» (n. 14). A esta luz, la justicia social se convierte

en grandioso compromiso de solidaridad universal por la promoción integral de todo hombre y particularmente de los que, viviendo en países subdesarrollados, sintiendo la dentellada del hambre y de todas las alienaciones que la acompañan, interpelan hoy de manera dramática a los que nadan en riquezas (cf n. 3). Concretamente, el documento, juzgado entre los más eficaces e incisivos de este último período de tiempo, grita con vigor «profético» la necesidad de enderezar, en términos de justicia, las relaciones comerciales internacionales (n. 44), de reconocer que «la llamada ley del libre cambio no puede, ella sola, seguir rigiendo las relaciones públicas internacionales» (n. 58). Pues la justicia social exige que, en los intercambios, tanto interpersonales como internacionales, rija entre las partes contratantes la misma sustancial igualdad y libertad. Ahora bien, entre los pueblos «desarrollados» y los que pertenecen al área del hambre y el subdesarrollo se verifican situaciones de partida demasiado desequilibradas y libertades reales desigualmente distribuidas. «La justicia social impone que el comercio internacional, si ha de ser h u m a n o y moral, restablezca entre las partes por lo menos u n a relativa igualdad de posibilidades» (n. 61). El documento, además, evidencia el carácter dinámico de la justicia, que no se contenta con las metas alcanzadas, sino que va siempre a la búsqueda de nuevas metas y de manera progresiva alarga sus perspectivas, ya por efecto de la unificación del mundo, ya por la lenta pero constante penetración del fermento cristiano. Por último, la Populorum progressio, después de haber puesto de relieve la viva relación del amor cristiano con la justicia (n. 75). concluye evocando el indisoluble nexo entre la justicia y la paz: «Combatir la miseria y luchar contra la injusticia es promover, junto con la mejora de las condiciones de vida, el progreso humano y espiritual de todos y, por tanto, el bien común de toda la humanidad. La paz no se reduce a una ausencia de guerra... La paz se construye día a día, prosiguiendo aquel orden querido por Dios, que lleva consigo u n a justicia más perfecta entre los hombres» (n. 76). b) La justicia en la «Octogésima adveniens».— En tanto que la Populorum progressio, como hemos comprobado, subraya las dimensiones planetarias de la justicia e identifica en el desarrollo

«Justicia integral de todo hombre su objetivo como nuevo nombre de la paz, la Octogésima adveniens (15-5-1971), después de haber manifestado que «de todas partes surge la aspiración a u n a mayor justicia» (n. 2), torna a insistir en la necesidad todavía apremiante de «instaurar mayor justicia en la repartición de bienes ora en el seno de las comunidades nacionales ora en el plano internacional» (n. 43). A este propósito, el documento asevera que, en los intercambios comerciales a nivel mundial es menester superar las relaciones de fuerza, puesto que éstos jamás han garantizado la justicia de forma durable y veraz: por el contrario, han determinado reacciones que han degenerado «en situaciones límites de violencia y en abusos» (ib). «Pero —prosigue la carta dirigida al presidente de la Comisión lustitia et pax— el deber más importante... es el permitir a todo país promover su propio desarrollo en el marco de u n a cooperación exenta de todo espíritu de dominio económico y político» (ib). Entre las ideas importantes de la Octogésima adveniens —documento del que la crítica ha puesto de relieve su gran alcance innovador (cf por ejemplo S. P. Maraschi, en«Aggiorn. Soc», 22 [1971], 561ss)— se indica la «desprivatización» de la cuestión social y la superación de la tradicional dicotomía entre economía y política. El problema de la justicia en las relaciones en el seno de la comunidad y a nivel internacional no se puede hoy plantear ni pretender solucionarlo, sin implicar a la vez el propio ajustamiento político institucional o de las diferentes comunidades. Todos los grandes problemas económico-sociales que afligen al mundo exigen, para ser resueltos, decisiones políticas, comprendidos los que se plantean en las relaciones directas entre capital y trabajo, cosa que, por lo demás, los sindicatos, en sus reivindicaciones, parecen haber comprendido. De manera correcta, por tanto, la Octogésima adveniens subraya la primacía de lo poútico sobre lo económico (n. 46). la necesidad de u n a acción y compromiso político, abierto a nuevas formas de participación democrática a fin de realizar la justicia (n. 47). La política, por ende, «ha de ser tomada en serio», en sus diversos niveles, como u n a «manera exigente», si bien no única ni exclusiva, de vivir el compromiso cristiano al servicio de los otros

Justicia (n. 46). La necesidad de llevar a cabo la justicia a través del compromiso político o, en lenguaje de otros, de realizar la «dimensión política de la fe», la recaba el documento de todos los creyentes y, en particular, de los seglares a cuya libre iniciativa, en la «legítima variedad de opciones posibles», corresponde realizar concretamente las instancias de la justicia social: «No basta recordar los principios, afirmar las intenciones, subrayar las flagrantes injusticias y proferir denuncias proféticas: estas palabras no tendrán peso real si no van acompañadas, en cada hombre, de una toma de conciencia más viva de la propia responsabilidad y de una acción efectiva» (n. 48). c) La justicia en algunos sínodos episcopales. - E n la Iglesia desde hace poco tiempo, se va abriendo camino u n concepto de justicia estrictamente dinámico, progresivo, cada vez más amplio, en el que toda la fe y el mensaje evangélico parece resumirse y que envuelve todo el ordenamiento socioeconómico en una contestación global, por considerarlo esencialmente perverso e irreformable. Hay quienes encuentran pretexto en tales planteamientos para abandonar las encíclicas y textos conciliares porque, al haber nacido en una Iglesia institucional integrada en el sistema y con él vinculada en repetidas ocasiones, no pueden percibir lo profundo de su injusticia y sugerir su abatimiento. La- excesiva radicalidad de esta perspectiva resulta del análisis sereno de los textos episcopales más recientes y, en particular, de los mencionados documentos de Medellín, en que las llamadas a la justicia se presentan singularmente sugestivas y en sustancial consonancia con las expectativas de los grupos «comprometidos». Más que de una definición abstracta de la justicia y de preocupaciones formales por distinciones, los documentos parten de la constatación de la múltiple y estructural injusticia que atormenta al mundo y alcanza macroscópicas dimensiones en los países del subdesarrollo, que no está determinado sólo ni prevalentemente por causas internas, sino sobre todo por el antiguo y nuevo colonialismo político-económico. Ya santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, había advertido que la «multiformidad de las injusticias saca a la luz la multiformidad de la justicia» (In Eth., 5, 1; 8 9 3 ) : igual-

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Justicia

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mente los documentos ponen el énfasis en la profundidad estructural de las injusticias, en su dimensión planetaria de «pecado social» que sólo la colaboración armónica de todos los hombres puede superar. De esta suerte, el documento n. 1 de Medellín parte de la miseria colectiva de Latinoamérica como injusticia que clama al cielo y hace remontar sus causas a las deficiencias estructurales y al desequilibrio interno de la libertad humana, que siempre tiene necesidad, en la historia, de constantes correctivos. El amor cristiano, ley fundamental de la perfección cristiana y de la transformación del mundo, se presenta como el dinamismo que empuja a los cristianos a la realización de la justicia, teniendo como fundamento la verdad y como signo la libertad. Es el amor de Cristo el que inspira la justicia social, «entendida como concepción de vida y como impulso hacia el desarrollo integral de nuestros pueblos» (pp 55-56).

se encuentra en vías de solución, a causa de los defectos del sistema capitalista (a pesar de que el documento no emplea nunca este término), por lo que concierne al comercio internacional y a todo el planteamiento de la vida ecoeconómico-social: 3) clara confesión —por vez primera se constata en un documento oficial— de graves quebrantos de la justicia en el seno de la Iglesia, por lo que pierde credibilidad a la hora de denunciar las injusticias y erigirse en promotora de la justicia en el m u n d o : 4) reconocimiento del derecho de los laicos a participar en la gestión de los bienes temporales eclesiásticos; 5) tajante condena de los sistemas educativos contemporáneos que -favorecen un cerrado individualismo y no engendran hombres nuevos, sino integrados en el sistema; 6) la consiguiente necesidad de u n a educación permanente para la justicia y de u n a colaboración ecuménica para llevarla a cabo.

Mientras que la Populorum progressio insiste en el tema del desarrollo como nuevo nombre de la paz, estos documentos acentúan, sobre todo, la liberación integral del hombre y se muestran particularmente desconfiados hacia una terminología (desarrollo-subdesarrollo) que traiciona la tendencia a considerar al llamado «tercer mundo» responsable de su propia situación (cf Pastoral de élites, ib. 131-140). Estos y otros documentos han ejercido notable incidencia en los trabajos preparatorios del tercer sínodo de los obispos (otoño de 1971), que han adquirido redacción definitiva en el documento final La justicia en el mundo. Es notorio que muchos han tachado a este último de excesivamente genérico, menos incisivo que otros documentos pontificios y muy lejano de las apasionadas instancias de justicia que las comunidades habían hecho llegar a los obispos y que, en verdad, se habían hecho públicas en numerosas intervenciones, en los resúmenes de los circuli minores y en los esquemas enviados al sínodo.

HOY.—La conciencia contemporánea y el nuevo clima cultural en que ha ido madurando constriñen, por así decirlo, según se desprende de los documentos citados, también a la teología moral a prestar mayor atención al tejido de injusticias y a la pluralidad de formas en que se viola la justicia a todos los niveles y, en particular, en las matrices estructurales de que deriva. Teológicamente, este desplazamiento de acento —desde el pecado individual (que no debe silenciarse en absoluto) al sociales muy significativo. La teología moral recibe así impulso para reducir los residuos individualistas (condenados por el párrafo ya aducido de la GS 50) y toda la pastoral es retada a presentar, en concreto, modelos de cristianismo como liberación del pecado no sólo individual, sino también, y sobre todo, colectivo, porque en el marco de u n orden sustancialmente injusto y, por ende, pecaminoso, el pecado individual resulta fácil y aceptable.

Los puntos más interesantes del documento sinodal cabría resumirlos de esta manera: 1) toma de conciencia de que la injusticia, de cuya denuncia se arranca, no es ocasional y contingente, sino profunda y estructural (cf la Introducción) ; 2) abierto reconocimiento de que el problema de los desequilibrios internacionales no se ha resuelto, ni siquiera

9.

LA DENUNCIA DE LAS INJUSTICIAS

La denuncia cristiana de las injusticias, enraizadas en la inhumana lógica del sistema capitalista y neocapitalista (fundado en la primacía del tener sobre el ser, del lucro sobre cualquier otra consideración h u m a n a y social, del rendimiento productivo y del consumismo), se diferencia de la marxista y neomarxista en que éstas últimas ven en las estructuras y en las instituciones capita-

listas el «mal radical», que arrastra fatalmente a los individuos y. por tanto, sin que sea posible dirigir a éstos ninguna cuaüficación moral negativa, porque se hallan incrustados en las férreas coordenadas de un determinismo histórico del que no les es dado evadirse. La denuncia cristiana de las injusticias, en cambio, aunque no debe olvidar el condicionamiento incluso oneroso de las estructuras sobre la libertad de los individuos, no puede, sin embargo, vaciar de sentido la advertencia evangélica de que es del corazón del hombre de donde salen las injusticias. A nivel de teología moral, las modernas orientaciones deberían inducir a modificar el de iustitia et iure, en el sentido de ampliar su radio de acción por lo que a las violaciones de la justicia concierne. Si recorremos los textos tradicionales, nos toparemos con la particular insistencia sobre la violación de la justicia conmutativa e individual (o sea: la violación del derecho a la vida —con toda la casuística de la muerte directa e indirecta de los inocentes, de los malhechores, de sí mismo—, del derecho a la integridad corporal, a la fama, al honor, al secreto y a la propiedad, con su correspondiente casuística respecto al hurto y a los deberes conexos con la restitución). Más rápidas y genéricas, por el contrario, resultan las alusiones a la violación de la justicia distributiva y social, ya sea por la variabilidad de las circunstancias, ya sea por la dificultad de dar normas precisas en torno al tema de la reparación. Hoy la exigencia de «educar permanentemente» para la justicia postula una sensibilidad diferente y. por tanto, una más esmerada búsqueda de las injusticias a nivel de política interior, que abarcan desde la violación de los derechos políticos a los económicosociales (estén sancionados por las leyes o aún en espera de reconocimiento jurídico) y de la comunidad internacional. En el tema de la justicia, entran también la manipulación (cf este término), la segregación racial, el genocidio, la dirección capitalista de los intercambios internacionales, el neocapitalismo y el colectivismo de corte absolutista o totalitario, en cuanto que violan derechos sustanciales de la persona a la igualdad y a la participación, y descompensan, a favor de pequeñas oligarquías, la distribución de las rentas.

«Justicia II.

Desarrollos y perspectivas, teológico-morales

Del conjunto de los documentos oficiales a la vez que de los impulsos proféticos provenientes de las comunidades cristianas más sensibles a las instancias de u n a justicia dinámica y planetaria, resulta: 1) una ampliación progresiva de la idea de justicia con el consiguiente acantonamiento de las viejas disputas; 2) la fundamentación personalista de la justicia en las coordenadas de una antropología más evolucionada; i ) un razonado encaminamiento hacia u n a lectura de la justicia en perspectivas más netamente teológicas. 1.

ENSANCHAMIENTO DE LA IDEA DE

JUSTICIA.—Además de extenderse más allá de los estrechos límites de la justicia conmutativa y distributiva que regula el intercambio de bienes, la justicia se entiende hoy como acción y lucha que cada uno de los individuos y las comunidades, nacionales e internacionales, abiertas a la programación y a la participación democráticas, emprenden para eliminar antiguos y nuevos desequilibrios, a fin de crear los espacios indispensables a la persona y a los grupos para poder ser ellos mismos y realizar sus propios fines con libre dignidad. Los objetivos de la justicia social, siempre ulteriores y jamás enteramente cerrados, abren a los exploradores de la justicia nuevos cometidos y exigen de todos u n a imaginación creadora. Vista así, la justicia viene a coincidir, pues, con los esfuerzos individuales y colectivos que tienden a realizar el desarrollo y la liberación de todo hombre y formación social de las variadas formas de opresión y alienación que sin cesar se engendran en los contextos sociales. La idea de justicia, dentro de esta óptica, se asocia a la idea de orden y de paz, haciendo imposible todo discurso realista sobre dichos valores, siempre que no se llevan a cabo las exigencias de la justicia, dinámicamente entendida. De semejante ampliación de la idea de justicia despréndense consecuencias sobre el plano práctico y teórico, que afectan de cerca a la vida y el dinamismo eclesial. Por u n a parte, las comunidades cristianas, excepcionalmente sensibles a las exigencias de realizar u n a justicia efectiva en las relaciones socio-económicas, se revelan generalmente propensas a mantener

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la insostenibilidad del sistema o de los ordenamientos neocapitalistas por vía de reforma; de ahí que brinden modelos culturales más avanzados que los de los documentos oficiales. Por otra parte, a nivel de tratamiento sistemático, se detecta —ya lo hemos sugeridola marginación de las antiguas polémicas y problemáticas: el mal entendido primado y exclusivismo de la caridad, reducida a beneficencia o asistencia; reducción de la justicia al equilibrio contractual de los sujetos, abstractamente desgajados del contexto social; relación entre la justicia social y ¡as otras formas de justicia. Constituye, empero, un denominador común la tendencia a desplazar el acento sobre la dimensión pública y planetaria de la justicia, así como sobre la dinamicidad y progresividad que hace imposible la determinación rígida y cerrada de u n código de imperativos de justicia social y de correlativas injusticias, en cuanto que el desenvolverse de las relaciones sociales hace surgir nuevas formas de alienación y nuevas exigencias de justicia, que reclaman capacidad de percepción y de disponibilidad en orden a su acogida. 2.

FUNDAMENTACIÓN PERSONALISTA DE

I.A JUSTICIA.— El compromiso individual y colectivo, políticamente organizado, que responde a la instancia de la liberación integral del hombre, hunde sus raíces extrayendo sustancia ética obligante, en la dignidad absoluta de la persona humana, espíritu encarnado, irreducible a instrumento de intereses anónimos y manipulaciones que sacrifiquen sus dimensiones esenciales (corpóreas, sociales, espirituales) y arbitrariamente restrinjan el espacio vital de su crecimiento. La fundamentación de la justicia no se debe buscar en u n acervo de derechos sancionados por la ley civil, como pensaban aquellos moralistas que, enclaustrando la justicia en el ámbito de un ordenamiento entendido de forma positivista, acababan por absolutizar y sacralizar el orden constituido y la propiedad privada (cf Propiedad). Pero tampoco se puede identificar el fundamento de la justicia, a pesar de que responda a los deseos soteriológicos divinos, en u n arbitrario mandamiento de Dios, como parecen aseverar las tendencias integristas que desconocen la posibilidad de la justicia fuera del horizonte teísta.

Justicia

519 Reducida a desarrollo y liberación integral de la persona, la justicia no puede fundamentarse más que en esta última, contemplada en todas sus dimensiones esenciales y en sus históricas y concretas exigencias. Consiguientemente, la acción eficaz en favor de la justicia no puede limitarse a la condena formal de los comportamientos injustos a nivel interpersonal, sino que debe necesariamente remontarse a las causas externas y estructurales que los favorecen o causan, es decir, dirigirse en forma revolucionaria (sin que esto signifique vincular esencialmente la idea de revolución con la de violencia cruenta y demoledora) contra los sistemas e instituciones, que se juzguen inmodificables por medio de reformas evolutivas. 3.

PERSPECTIVAS PARA UNA TEOLOGÍA

DE LA JUSTICIA.—Sobre la base de los documentos oficiales de estos últimos tiempos, parece posible estructurar un discurso que ponga en evidencia, por así decirlo, el «calibre» teológico de la justicia y su relación con el núcleo más profundo del mensaje de salvación. a) Justicia y justificación.—El planteamiento de la justicia como la acción liberadora de los hombres de cuanto los oprime y mutila, impidiendo su auténtica realización, parece «reducirse» al planteamiento teológico de la justificación. Descartando —nos parece obvio— toda injustificada pretensión «horizontalista» de establecer la ecuación justificación = justicia social, el discurso de la liberación «integral» del hombre forma parte del soteriológico, incidiendo sobre él directamente por varias razones, ya que la justicia, en la globalidad de sus formas, dinámicamente entendidas: 1) redime al hombre del pecado individual y social; 2) regula las relaciones intersubjetivas e interpersonales de modo que permite a cada uno (no sólo formalmente, sino con eficacia garantizada) el llegar a ser totalmente uno mismo, tal como se proyecta. El objeto de la justicia (el suum que debe atribuir a cada uno) no es, por tanto, según hemos visto, sólo y prioritariamente un acervo de bienes exteriores a la persona, sino las exigencias de ésta que suponen la posibilidad de autorrealizarse del todo: es decir, realizar la vocación recibida de Dios y, por consiguiente, en la libre y responsable respuesta a dicha gracia, «justificarse»;

3) realiza, de forma cada vez más amplia y profunda, un orden social, fundado no solamente en la tutela jurídica, sino sobre el espíritu de la ley, que es el de «vivir bien», o sea —como ya los filósofos paganos habían advertidovivir en solidaridad (haciendo posible la «coexistencia») y, en clave cristiana, vivir en paz, en el vínculo del amor. En este creciente difundirse del orden pacífico se encuentra el sello de la voluntad salvífica de Dios, según el plan establecido ya desde la eternidad para salvación de los hombres. En otras palabras, la justicia como liberación produce la paz y la caridad universal y, por tanto, «salva» a la humanidad, porque precisamente la caridad es la representación concreta de la salvación; 4) anticipa, de modo incompleto y auroral pero efectivo, la dimensión de lo eterno, del futuro escatológico definitivo, que espléndidamente, a su vez, representa la salvación y la justificación como reino de paz, de amor y de justicia en el que cada uno, en profundísima comunión con Dios y con los otros, encontrará su plena realización. b) Justicia y religión.-íi minucioso estudio de las fuentes de la revelación, que nos ha revelado lo que Dios piensa y dice acerca de la justicia, nos descubre también su profundo aspecto religioso. El que es justo (quien tiene hambre y sed de justicia), tendiendo incesantemente a su realización, se pone en sintonía con Dios, entra en el eón de la historia de la salvación, integrándose en el plan por El concebido para liberar a los hombres del pecado individual y social. A través del concepto, modernamente amplificado, de la justicia como acción encaminada a la liberación auténtica e integral de todo hombre, hemos recuperado el concepto bíblico de justicia como santidad: sin renunciar a lo que de específico la idea de justicia contiene —como regla externa de la convivencia humana—, podemos y debemos conectarla con la idea de la justicia general (siempre presente, como hemos comprobado, en la teoría filosófica y jurídica) y así perfeccionarla, entendiéndola como recapitulación de las debidas relaciones con Dios y con los otros. c) Animación y perfección de la justicia en clave cristiana.— También en el tema de la justicia, la óptica de Dios, que se nos ha revelado en Cristo, manifiesta continuidad con el valor h u m a n o auténtico: ruptura y rectificación de

«Justicia toda decadencia e involución; perfección y sublimación más allá de los límites humanos. Por estas tres vías, la justicia vive, por así decirlo, su pascua y encuentra su acento y perfil de novedad evangélica. Según hemos oído ya en los documentos de la Iglesia, la justicia halla su matriz y su culmen en la caridad, en el amor «nuevo» instaurado por Cristo como ley fundamental de la nueva criatura y del nuevo reino. Quien no ama, acaba por no poder ni siquiera entenderse a sí mismo, no está en grado de entrar en sintonía con las exigencias de los otros, no se halla dispuesto a sacrificarse porque todos los hombres encuentren espacio vital para su autoafirmación. Quien no ama. recorta la obra de la justicia al formalismo legalista, a la letra de la ley (que puede convertirse en summa iniuria), permaneciendo sordo a las exigencias progresivas de un orden dinámico que se fundamenta en la «sustancial» (y no sólo «formal») igualdad de todos (cf Democracia). Aun distinguiéndose entre sí —por su estructura interna, por su esfera de acción y por su metodología—, justicia y caridad se funden en una misma sustancia, que es el orden de la paz y de la fraternidad. Inspirada en el amor y contemplada como elemento esencial del plan de salvación, la justicia, lejos de empequeñecerse, ve ensanchados sus objetivos y perfeccionada su metodología: 1) junto a las obras tradicionalmente enumeradas como justas, se van alineando otras, hechas necesarias por la auténtica liberación del hombre, en lo cual consiste la justicia. Puesto que la contemporaneidad es criterio de la lectura de la palabra de Dios e instrumento a través del que ésta se revela (cf B. Maggioni, 1/ presente come criterio ermeneutico, en Teología del presente, 1 9 7 1 , v. 2), hoy están alcanzando máximo relieve, en orden a la realización de la justicia, la opción y la acción de clase para la promoción de los grupos más expuestos a la explotación; la revolución (justamente entendida) contra las estructuras sociales o capitalistas o de cualquier modo opresivas del hombre; la socialización...; 2) en cuanto a lo que atañe a la metodología en aras de u n a realización eficaz de la justicia, por último, la «novedad» cristiana exige que, estando la justicia enderezada a la paz, aquélla ha de llevar constantemente la impronta de ésta y ha de

.520 hacer posible la progresiva realización de un orden auténticamente pacífico (cf Paz). El que es justo y obra y lucha por la justicia, animado del amor cristiano, no puede proponerse como meta el derrumbamiento y la destrucción; sobre todo, no puede ni debe odiar a las personas, sino incesantemente tender, hasta donde sea posible con medios no violentos, a la liberación del opresor de su injusticia y del oprimido de su esclavitud (cf J. Girardi. Cristianismo y liberación del hombre. Sigúeme, Salamanca 1973). G. Mattai

BIBI.. : AA. VV., Cristianismo y nueva sociedad (Comentarios a la Octogésima adveniens). Sigúeme, Salamanca 1973.—Assmann H., Teología desde la praxis de la liberación. Sigúeme, Salamanca 1973.—Bagolini L.. Visione della Giustizia e senso comune, Bolonia 1968 (Ramillete de varios estudios en que el autor se ocupa de la crisis que actualmente aflige al Estado y cuya noción piensa que es irreducible a nivel de la conciencia inmediata y de un cierto sentido común. El Estado futuro, empero, no puede fundarse sobre la justicia contractual, que salvaguarda los intereses constituidos, sino sobre la justicia entendida como propulsión y armonización de los nuevos intereses, que socialmente emergerán).-Bóklinger K.-Premm M., Teología morale per l'uomo d'oggi. Roma 1971, 446-480 (La justicia es presentada a la luz del Vaticano II y se acentúan las modernas instancias de la justicia social).— Brucculeri A-, La giustizia sociale, Roma 1964.—Callaghan O'Denis, 11 significato della giustizia. en II rinnovamento della teología morale. Brescia 1965, 198-227 (Breve y elemental presentación de la temática moral sobre la justicia).—Calvez ]. Y.-Perrin I-, Chiesa e societá económica. L'ínsegnamento sociale dei Papi da Leane XIÍI a Giovanni XXIII (18781963). Milán 1964, 213-276 (Recoge e interpreta con esmero los textos principales de los pontífices acerca de la justicia). —Chapmann I. W.-Friedrich C. ]., ¡ustice, Nueva York 1963. Del Vecchio G., La giustizia, Roma 1959 6 (Estudio fundamental enriquecido con abundantísimas notas bibliográficas).—Descamps A.. Justicia, en Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 1973, 460-466.-Diez Alegría J., Justicia, en Sacramentum Mundi, Herder, Barcelona 1973, v. 4, 169-177.-id. II concetto di giustizia nella encíclica Materet magistra, Roma 1963.-Id. 1M giustizia nelVordinamento giuridieo, político ed económico, en «Studi sociali». 4-5 (1970), 404-425.-Gutiérrez Merino G., Appunti per una teología della liberazione, en IDOC, 16 (1970). 36-44 (A propósito de los problemas de la América Latina, el autor enjareta un discurso en torno al nexo que media entre salvación y liberación de los oprimidos y sobre la imposibilidad de establecer una dicotomía entre la lucha por el logro de esa liberación y la salvación. Análogo discurso puede encontrarse en Alfaro J.. Esperanza cris-

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Justicia

tiana u liberación del hombre, Herder, Barcelo- Justicia y fortaleza, Rialp, Madrid 1968.-Pieper J.-Mann W., Justicia, en Conceptos fundana 1972. Cf también Gutiérrez-Alves-Assman. Religión, ¿instrumento de liberación?, Marova. mentales de la teología. Cristiandad. Madrid Madrid 1973).-Háring B.. La ley de Cristo, 1966, v. 2, 463-480.-Pizzorni R. M.. Giusíizto e carita, Roma 1969,-Schmidt H. H.. GerechHerder, Barcelona 1968, v. 3, 415-542.Lambruschini F., Verso una nuova morale nella tigkeit ais Weltordnung, Tubinga 1968.-Spicq Chiesa, v. 2: La giustizia nella teología morale C, e Teología moral del NT. universidad de Nanella vita cristiana, Brescia 1968 (Buena pre- varra, Pamplona 1973 (Estudio profundo sobre la justicia en el NT).-Welty E., Catecismo sentación de los principales problemas de la social, Herder, Barcelona 1963 (Estudio muy justicia hoy, a la luz de las enseñanzas conciliares).-Monzel M., La doctrina social católi- meticuloso y muy útil para una aproximación a los autores de lengua alemana). ca, Herder. Barcelona 1969-1972.-Pieper J.,

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L LAICOS

prójimo existe, y los moralistas consagrarle u n tratamiento esn e U ?' e 1 en el estudio De caritate. En la rgn C1fic0 moral, tradicionalmente se di s t - e x ' ó r 1 una doble responsabilidad para c " 1 ^ al serles posibles y obligatorias a í s , laicos otras formas de apostolado. j¡°s eso la teología moral, deteniéri^ °r exclusivamente en la corrección jv S6 terna, n o puede agotar el problema a a ~ apostolado en la Iglesia y en el m u t j j 6 ! para el cual los laicos están habilita^ °y comprometidos. Esto, que represen? 5 indudablemente, según A. Schmitt, « ^ vacío en la teología moral» 4 , es lo q ^ los moralistas recientes han tratado rf* e colmar lo más posible 5 .

En la actual renovación de la teología moral se subraya la dimensión eclesial de la existencia ética cristiana: el tema de la Iglesia n o puede afectar únicamente al estudio dogmático, sino que afecta también profundamente al estudio moral, y n o sólo o principalmente según la visión jurídica de u n a sociedad visible, sino también y sobre todo como «misterio» (la Iglesia como Cuerpo místico y Pueblo de Dios) 1 . En semejante contexto, n o puede omitirse el capítulo de los laicos, de su lugar y de su tarea en la Iglesia. Por otra parte, el interés de la teología moral por los laicos, si bien es nuevo por la amplitud y por la profundidad con que se realiza, n o lo es en sentido absoluto: al menos formalmente y con preocupaciones diversas, ha estado presente también en el pasado. Piénsese, restringiéndonos a lo esencial, en la moral de los llamados estados de vida o moral profesional: dentro de esta perspectiva podía caber —y algunas veces cabía efectivamente- u n tratamiento acerca de los laicos y de su misión en la Iglesia y en el m u n d o 2 . Y n o hay que olvidar u n particular tratamiento, ya presente en santo Tomás, de gran importancia para el desarrollo de nuestro tema: el de los carismas 3 . Con respecto al apostolado y al discurso ético, la posición de los moralistas puede describirse de la siguiente manera. Como se sabe, todo apostolado en la Iglesia -consiguientemente también el l a i c a l - ha de concebirse en función de comunicar o defender la vida sobrenatural de las almas. Ahora bien, esta finalidad presupone en quien ejerce En estos últimos años, los que h a el apostolado cierta responsabilidad para precedido y seguido al Concilio VaticJ 1 con el alma del prójimo: si n o existiese no II, la reflexión moral ha dado ^ tal responsabilidad, el problema del nuevo giro, injertándose y desarrolla^ apostolado podría salirse del campo de dose en coherencia con los datos do»* la teología moral. Por el contrario, u n a máticos: es justamente la fisonomía tal responsabilidad moral para con el sobrenatural, propia de los laicos en e i

LaiCos

misterio de la Iglesia, la que es el fundamento de su munus y, consiguientemente, el principio ético de su responsabilidad en la Iglesia y en el mundo. Como el mandatum se conexiona siempre íntimamente con el donum, el obrar expresa y realiza el ser. Creemos poder ofrecer las líneas fundamentales del discurso moral acerca de los laicos, presentando: ante todo, la fisonomía de los laicos en el misterio de la Iglesia según la doctrina conciliar: luego, la misión de los laicos considerada en su contenido y en su fundamento; y, por fin, la tarea de los laicos en la pastoral eclesial. I.

Los laicos en el misterio de la Iglesia

Es de todos bien sabido que el concilio ha ofrecido las líneas fundamentales para construir la teología del laicado. Antes de exponerlas, nos parecen necesarias algunas consideraciones metodológicas. Con frecuencia se oye afirmar la «novedad» de la enseñanza conciliar. En realidad, desde hace casi u n siglo la reflexión teológica y la experiencia de los laicos comprometidos apostólicamente han venido ampliando y profundizando el estudio del laicado en la Iglesia. Desde este punto de vista, el concilio es el fruto de u n trabajo pluridecenal llevado a cabo en toda la Iglesia: la síntesis que el concilio ofrece nos pide imperiosamente a todos, n o sólo u n a escucha atenta y u n a comprensión, sino también u n a ulterior profundización. Es u n a consigna conciliar cuyo contenido interior es fecundísimo en resultados : por ahora, son muchos los que se contentan con ser «repetidores» de la doctrina «escrita» del concilio. Es u n uso todavía bastante común echar mano del decreto Apostolicam actuositatem y, debido a su superior importancia teológica, de la constitución Lumen gentíum para hallar el pensamiento conciliar sobre el laicado. La realidad es que al lado de múltiples textos explícitos y directos sobre el laicado 6 , n o pueden olvidarse otros muchos textos, aunque sólo implícita e indirectamente hagan referencia al tema laical. Si cada documento conciliar ha querido subrayar el misterio de la Iglesia en sus diversos aspectos, y si el misterio de la Iglesia se ha estudiado continuamente según el principio de «totalidad» y, por consiguiente, necesariamente en su dimensión laical, es

evidente que cada documento también ilumina con su luz el tema específi Co del laicado. Sólo la totalidad de l 0 s textos conciliares puede justificar u n a auténtica teología conciliar sobre e ) laicado. Indicamos a ú n u n a laguna en las citas de los textos conciliares: faltan todavía estudios que, en sus distintas formulaciones, se esfuercen por seguir la génesis de los textos conciliares, para comprender su significado lo más exactamente posible. Finalmente, añadimos la necesidad, para u n a adecuada reflexión teológica, de u n a referencia a las intervenciones del magisterio q n e precedieron o h a n seguido al concilio; éstas últimas tienen u n a importancia particular, sobre todo cuando manifiestan la intención de ser u n a interpretación auténtica del mismo. Hemos alargado aposta estas precisiones metodológicas; en primer lugar, para hacer ver, ante la frecuente superficialidad con que se citan los datos conciliares, la dificultad de u n estudio teológico serio; y, luego, para explicar la variedad, preocupante a veces, que se da en los comentarios que se hacen del concilio. Sin la pretensión de condensar en pocos párrafos toda la problemática conciliar acerca del laicado, nos limitamos a indicar algunas de las grandes temáticas, a la luz de las cuales se hace más clara y penetrante la comprensión de todo el discurso sobre los laicos y, en particular, de su apostolado en la Iglesia y en el mundo, bajo el punto de vista de la moral cristiana. 1. EL PRINCIPIO DE LA TOTALIDAD DE LA IGLESIA.—El principio-base que da el

concilio para comprender y profundizar el tema de los laicos es el de la totalidad de la Iglesia. El concilio salió de la «fase tridentina», es decir, de aquella fase histórica en la que se tendía a tomar a la Iglesia principalmente (para algunos, quizá, exclusivamente) como Jerarquía, para volver a encontrar de nuevo la concepción patrística de la Iglesia como «comunidad de los fieles en Cristo» 7 . Este es, pues, el rostro de la Iglesia del concilio: u n a unidad indivisible y compacta, u n a comunidad de salvación, en la que las diferenciaciones de sus miembros, en las funciones (Jerarquía y Laicado) y en los estados de vida (Religiosos í Laicos), florecen y se afirman sobre I a base de los elementos comunes, y en la que las mismas diferenciaciones tie'

Laicos nen la intrínseca finalidad de consolidar la unidad, al mismo tiempo que la enriquecen de variedad. Este aspecto está presente de continuo en las páginas conciliares. Nos parece que está óptimamente ilustrado en el concepto de «comunión», que tiene en la Lumen gentium una doble formulación: en el n. 32, el cual toma la unidad Jerarquia-Laicado sobre el plano ontológico: y en el n. 37, que traduce la unidad Jerarquia-Laicado sobre el plano dinámico operativo (en efecto, indica las relaciones vitales que deben subsistir y las examina en dos sentidos: de los laicos a la Jerarquía y de la Jerarquía a los laicos). La prioridad de la unidad sobre la diversidad se afirma constantemente. A título de ejemplo, léanse múltiples pasajes del c. 4 de la Lumen gentium: «el Pueblo de Dios, por El elegido, es uno» (n. 32): existe una «acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo» (n. 32); los laicos son «congregados en el Pueblo de Dios e integrados en el único Cuerpo de Cristo bajo u n a sola Cabeza» (n. 33); la tarea de los laicos es «la misión propia de todo el pueblo cristiano» (n. 31). Es evidente que el planteamiento del Vaticano II no niega que la Jerarquía tenga en la Iglesia u n a función propia: sólo dice que para tomarla en su justa luz hay que considerar a la Jerarquía en el cuadro de conjunto del que es parte: únicamente la visión del todo ofrece u n justo relieve a las partes 8 . Está claro que también el laicado puede comprenderse bien únicamente en su relación con el «todo» del Pueblo de Dios y, por tanto, también con la Jerarquía. Teológicamente, el principio de la totalidad de la Iglesia podría traducirse como sigue: el cristiano, ante cualquier diferenciación de estado de vida y de misión, se califica como «miembro» de la Iglesia. La realidad profunda de su ser cristiano es precisamente la de u n «miembro» del Pueblo elegido por Dios, del Cuerpo místico de Cristo. Propiamente porque su estructura «esencial» es la de «miembro», el cristiano es en virtud de su ser (y, por tanto, por u n a exigencia inalienable) un ser «relativo», o sea, un ser «ad alium», vuelto a otros, ligado a otros: a saber, en relación de intimidad sobrenatural con los demás «miembros» del mismo Pueblo de Dios. Es de esta estructura esencial de la que se deriva, necesariamente y como

524 imperativo moral irrenunciable, la estructura «existencial»: la íntima fisonomía de «miembros», propia de cuantos pertenecen tanto a la Jerarquía como al Laicado, pide ser proclamada y vivida en el plano operativo-dinámico. 2.

EL SER ECLESIAL DE LOS LAICOS. -

La inmediata consecuencia del principio de totalidad es la dimensión eclesial del ser del laico. El concilio ha pedido el abandono definitivo de conceptos falsos del laico, apoyados en la idea de una separación o, peor aún, de una oposición entre laico e Iglesia: por el contrario, ¡el laico es en la Iglesia, más aún, es Iglesia! Esta es una afirmación fontal, de la que brotan todos los valores y los compromisos de los laicos en la Iglesia y en el mundo. El laico «encarna» a su modo la realidad de la Iglesia, reflejando en sí mismo algo del misterio de la Iglesia: todo laico puede y debe ser calificado, en su ser más profundo, como «imagen viva» de la Iglesia 9 . Ahora bien, si el concilio ha pedido rigurosamente que se integre la laicología en la eclesiología, sólo en el misterio de la Iglesia —y en particular según las precisas dimensiones subrayadas por el concilio m i s m o - se puede comprender de manera adecuada al laico, en su ser o estado y en su obrar o misión. Remitiendo a estudios específicos conocidos 10 , señalamos aquí brevemente algunas dimensiones típicas de la Iglesia, que explican la realidad del laico 1 1 . a) Dimensión cristocéntrica.—ha Iglesia no es «eclesiocéntrica», sino «cristocéntrica»: recibe su origen de Cristo y en Cristo existe y vive. La Iglesia es supervivencia «pneumática» de la Encarnación, de la Redención y del Amor vivificante de Jesucristo por la humanidad de su tiempo y por la humanidad de todos los tiempos. Por tanto, el laico se presenta como un ser-en-Cristo. Los laicos, en unión con la Jerarquía, deben crecer en caridad «en Aquel que es nuestra Cabeza. Cristo» (LG 30); son fieles «incorporados a Cristo por el bautismo... hechos partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo» (n. 31); viviendo y obrando en el mundo, son llamados «a manifestar a Cristo ante los demás», deben iluminar y ordenar las cosas «conforme a Cristo» (Ib); los laicos «tienen como hermano a Cristo»; reciben de Cristo mismo la vocación apostólica (n. 33). En particular, los laicos participan del

525 sacerdocio de Cristo, «consagrados a Cristo» (n. 34); participan también del oficio profético de Cristo y, por ello, son «sus testigos» (Ib); finalmente, participan de la realeza de Cristo: «sirviendo a Cristo también en los demás, conduzcan en humildad y paciencia a sus hermanos al Rey...», y h a n de impregnar el mundo del espíritu de Cristo (n. 36). Deben obedecer a los Pastores «siguiendo el ejemplo de Cristo» (n. 37). Notemos que el encuentro con Cristo y, consiguientemente, la configuración con su ser de Sacerdote-Profeta-Rey y la participación en su misión salvífica, se realiza en la Iglesia y mediante la Iglesia: ésta es el Pueblo de Dios, como pueblo sacerdotal-profético-real, y sólo la inserción en ella es el fundamento de la participación en la dignidad mesiánica de Jesucristo. b) Dimensión «pneumática».—ha Iglesia es la «economía» del Espíritu Santo: el tiempo de la Iglesia es el tiempo del Espíritu Santo. En efecto, la Iglesia vive del Espíritu y a todo fiel la Iglesia le da a beber el Espíritu, volviendo, siempre en el mismo Espíritu, al Padre mediante la configuración con Cristo. También el tema de los laicos se hace comprensible a la luz de la presencia operante del Espíritu en la Iglesia: el Pueblo de Dios, en el que los laicos se insertan como miembros activos, es esencialmente un pueblo carismático (n. 12). A este único y mismo Espíritu se deben los distintos carismas y las distintas misiones presentes en la Iglesia, y por medio del Espíritu todo coopera a la unidad de la Iglesia: esto vale también para los carismas y la misión de los laicos (Ib). La misma participación en el misterio de Cristo SacerdoteProfeta-Rey se da en la «unción» del Espíritu Santo (n. 10), análogamente a la unción recibida por la Humanidad santa del Verbo en su Encarnación. c) Dimensión sacramental.—Precisamente por ser cristocéntrica y «pneumática», la eclesiología de la Lumen gentium es u n a «eclesiología sacramental»: «cum autem Ecclesia sit in Christo veluti sacramentum sen signum et instrumentum intimae cum Deo uníonis totiusque generis humani unitatis...» (n. 1). La Iglesia deriva del sacramentum principóle, que es Jesucristo.y se presenta como sacramentum genérale, que se expresa y se realiza sobre todo (no exclusivamente) en los siete sacramenta particularia. El ser y el N obrar de los laicos están marcados también por esta dimensión sacramen-

Laicos tal: el bautismo se presenta como incorporación a Cristo, elemento constitutivo del Pueblo de Dios y fuente de una participación en el oficio sacerdotal, profético y real de Cristo (n. 31), y como manantial de comunión con toda la Iglesia y de la común dignidad de sus miembros (n. 32). Además, particularmente al bautismo, a la confirmación y a la eucaristía explícitamente se les declara, por encima de los demás sacramentos, fundamentos de la vocación apostólica de los laicos (nn. 3 3 y 3 5). Los Sacramentos, en su aspecto de prefiguración y anticipación de u n cielo nuevo y de u n a tierra nueva, constituyen a los laicos como «en poderosos pregoneros de la fe en las cosas que esperamos» (n. 3 5). Por tanto, en las profundidades del ser del laico, y no en primer lugar en una llamada exterior de la Jerarquía, se encuentra el título que lo habilita y compromete a tomar parte, como laico, en la misión salvífica de la Iglesia y de Cristo: los laicos «...hechos partícipes, a su modo, en la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que les corresponde» (n. 31). d) Dimensión escatológica y cosmológica.— Otra característica de la eclesiología conciliar es la de ser «escatológica», dimensión que se comprende como aspecto particular de la visión histórico-dinámico-económica de la Iglesia. En efecto, la enseñanza del concilio inserta a la Iglesia en la progresiva realización de la salvación, que parte de la eternidad de Dios Uno y Trino y acaba en la realización del Reino de los cielos o Iglesia celestial, después de recorrer las etapas de la creación-elevación, caída-reparación, de los patriarcas y de Israel, hasta llegar a las etapas definitivas de Jesucristo y de su Iglesia. En este dinamismo histórico se inserta la Iglesia en su aspecto escatológico^ la historia de la salvación, si bien ef> Jesucristo y con la Iglesia ha llegado ya a los últimos objetivos, está en c a m i n 0 hacia la realización plena y perfecta áe este último acto del drama, en camin" hacia los novissima mundí: sólo entoP' ees la Iglesia alcanzará de hecho si* perfección, la que le falta todavía, 3 pesar de ser santa (simul iusta et peC catrix). El aspecto escatológico afecta taifl' bien al ser y al obrar de los laicoS' como varias veces proclama la Luiría

Laicos gentium, especialmente cuando habla de la participación laical en el profetismo y en la realeza de Cristo (nn. 35 y 36). Darse cuenta de ello es de la máxima importancia en el estudio de los laicos: también ellos, presentes y operantes en el mundo, pueden y deben expresar y realizar, evidentemente en su forma típica, la componente escatológica inmanente al misterio de la Iglesia. A la dimensión escatológica va estrechamente unida la «cosmológica»: la exacta y completa comprensión del significado h u m a n o y cristiano de las realidades temporales y de las actividades profanas está en íntima conexión con la escatología. En efecto, el compromiso h u m a n o y cristiano tiene valor propio, porque prepara los cielos nuevos y la tierra nueva, porque dispone la creación para la transformación gloriosa que obrará la intervención final de Dios. Por eso se presenta como indispensable, para el desarrollo del tema laical, u n estudio de la cosmología cristiana: lo precisan el ser mismo del laico, como miembro del Pueblo de Dios metido en las realidades temporales, y su obrar característico, o sea, su buscar el Reino de Dios manejando las realidades profanas. 3.

LA «SECULARIDAD» DE LOS LAICOS.—

En cuanto «encarnación» del misterio de la Iglesia, el laico manifiesta y revive las dimensiones típicas de la Iglesia y, en último análisis, el ser y el obrar de Jesucristo mismo. La dignidad mesiánica de Cristo, el Hijo de Dios, se hace exaltante patrimonio de los laicos, y constituye el fundamento de su participación en la tarea salvífica de la Iglesia en el mundo. Pero los laicos no agotan el misterio de la Iglesia y de su misión de salvación: pues se descubren, aunque en la íntima unión de los miembros del Pueblo de Dios, distintos a los miembros de la Jerarquía y a los Religiosos. Se hace así legítima y necesaria la búsqueda y la determinación del aspecto peculiar según el cual los laicos se hallan en la Iglesia y cumplen la misión salvífica de la Iglesia. El concilio lo especifica en la «secularidad»12. Al laico no se le arranca de la condición ordinaria de la vida en el mundo, sino que se le deja enteramente en medio de sus deberes terrestres; es más, su ser situado y operante en el mundo no puede ser reducido a u n fenómeno «profano» o a u n puro dato sociológico natural: al contrario, va cargado de u n

526 527 significado religioso, en cuanto que cae bajo u n preciso designio de Dios. El ser-en-el-mundo y el obrar-en-el-mundo precisan, y para varios teólogos definen, el tipo de presencia eclesial y de operación eclesial del laico (n. 3 1 ) : el laico es laico —o sea, miembro particular de la Iglesia, frente a los miembros de la Jerarquía y frente a los Religiososjustamente por su particular presenciaoperación en el mundo. No se quiere decir que al laico le estén vedadas las tareas de la santificación y de la evangelización, quedándose con la tarea «exclusiva» de la animación cristiana del orden temporal. El concilio despeja toda duda, diciendo que la santificación, la evangelización y la animación cristiana del orden temporal constituyen las expresiones fundamentales de la misión salvífica de la Iglesia: el principio de la totalidad de la Iglesia prohibe absolutamente reservar algunas tareas a la Jerarquía y otras al Laicado, y fuerza a u n a definición de las tareas de la u n a y del otro, no según el criterio de los contenidos, sino según el del estilo: Jerarquía y Laicado, en la Iglesia y en el mundo, santifican-evangelizan-animan cristianamente el orden temporal, pero la Jerarquía obra «como Jerarquía» y el Laicado obra «como Laicado». De este modo, se indica u n problema pastoral de particular interés: el de definir los ámbitos específicos de la acción de la Jerarquía y de la acción del Laicado. Creemos que tal problema halla adecuada solución si se relaciona, por un lado, con la misión de Jesús y de la Iglesia y, por otro, con el ser específico del laico. El mismo ser del laico, por ser miembro de pleno derecho del Pueblo de Dios, no permite restringir la actividad del laico en el ámbito temporal. Mas las dos componentes de la fisonomía ontológica del laico (presencia ante la Iglesia y ante el mundo) podrían llevar a u n a presentación poco feliz de los campos operativos del laico, como sería la de distinguir entre campo espiritual y campo temporal, entre actividades religiosas y actividades profanas, entre obras directamente religiosas y obras indirectamente religiosas. A diferencia del decreto Apostolicam actuositatem (que habla del apostolado de evangelización y de santificación, de animación cristiana en el orden temporal y de acción caritativa), la Lumen gentium contiene u n a presentación más teológica del obrar del laico: en efecto, éste

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la obra personal de Cristo Redentor se toma como obrar sacerdotal-proféti(Heb 10,14); el segundo, empezado por co-real, prescindiendo del campo de Cristo, continúa todavía en la Iglesia acción. Esto lleva a la conclusión de y a través de la Iglesia: en efecto, ésta, que en todo campo, no sólo en el temen su íntima esencia, aparece como reporal, el laico obra, o sea, lleva a cabo la presentación de Cristo Redentor, siendo misión salvífica de la Iglesia según un el místico Cuerpo de Cristo, su «pleniestilo laical. tud» (Ef 1,22), la «esposa de Cristo» (Ef 5,22), «Cristo» mismo (Gal 2 , 1 9 ; II. La misión de los laicos: 1 Cor 12,12). Debido a esta identificacontenidos y fundamentos ción entre Cristo y la Iglesia, hallamos en ésta la misma misión y los mismos Presentadas las líneas fundamentales poderes de Cristo: de esta forma la de la fisonomía de los laicos, el concilio, Iglesia, a imitación y como prolongaen la Constitución sobre la Iglesia y en ción de Cristo, es «la que es enviada», el Decreto sobre el Apostolado de los «la apóstol de Cristo» (Jn 1 7 . 1 8 : 20,21). laicos, pasa a considerar el obrar o Lo mismo que el de Cristo, el ser íntimo misión de los laicos, ya en el interior de la Iglesia se define como ser sacerde la comunidad eclesial ya en el servidotal-profético-real, encontrando su macio al mundo. Las afirmaciones del connifestación vital en la acción apostólica cilio son múltiples, pero fundamentalo misionera, acción que deberá concemente se reducen a dos: los laicos participan en la misma misión de Je- birse como prolongación y participación de la acción misma de Cristo. sucristo y de la Iglesia, y participan de un modo propio y necesario (es decir, En estos breves apuntes se contiene «como laicos»). La misión de los laicos la enseñanza que el Vaticano II repite se inscribe así necesariamente en la al presentar la misión salvífica de Cristo misión salvífica de Cristo y de la Iglesia: y de la Iglesia según el triple ministerio los contenidos de ésta se convierten, de la santificación, de la evangelización por ello, en contenidos de aquélla, y la y de la caridad pastoral: la comunicavocación apostólica de los laicos se conción de la gracia de Cristo o salvación figura, entonces, como imitación-parsobrenatural se lleva a cabo por medio ticipación de la misma vocación aposde la proclamación de la Palabra de tólica de Jesucristo y de la Iglesia. Dios, la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos, la ordenación del mundo h u m a n o e infrahumano a Dios 1. LOS CONTENIDOS DE LA MISIÓN DE y conforme a sus designios: «La obra LOS LAICOS.—Ya en la descripción de la redentora de Cristo, aunque de suyo fisonomía de los laicos se indicaron los se refiere a la salvación de los hombres, contenidos de su obrar, en perfecta se propone también la restauración de continuidad y dependencia de Cristo y todo el orden temporal. Por ello, la de la Iglesia. Aquí, bastará con u n a bremisión de la Iglesia no es sólo ofrecer ve exposición. a los hombres el mensaje y la gracia Jesucristo, el Apóstol del Padre (Jn 17, de Cristo, sino también el impregnar y 34), tiene la misión de comunicar la perfeccionar todo el orden temporal salvación sobrenatural a los hombres con el espíritu evangélico» (AA 5). para gloria de Dios (Jn 3,16-17). El triple munus sacerdotal, profético y real, En el contexto cristo-eclesial menciocaracterístico del «Mesías», es instrunado, se explica el contenido de la mimento de realización de la obra glorisión profética de los laicos: éstos partificadora del Padre y redentora de la cipan del munus sacerdotal-proíéticohumanidad. De este modo, el apostolado real de Cristo y de la Iglesia, por lo que de Jesucristo puede definirse como «la su misión se expresa y se realiza memisión recibida del Padre para comudiante el cumplimiento de tal munus nicar la salvación sobrenatural a los y, consiguientemente, como evangelihombres para gloria de Dios mediante zación, santificación, caridad y animael ejercicio de los poderes sacerdotales, ción cristiana del orden temporal: «Tamproféticos y reales». bién los laicos, hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, proféEn el apostolado de Jesucristo hay tica y real de Cristo, ejercen en la Iglesia que distinguir dos momentos: la oby en el mundo la misión de todo el tención de la salvación sobrenatural pueblo cristiano en la parte que les para todo el género humano, y la corresponde» (LG 31). «Los laicos, conaplicación de esta salvación a cada gregados en el Pueblo de Dios e intehombre. El primer momento se debe a

Laicos grados en el único Cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza, cualesquiera que sean, están llamados, a fuer de miembros vivos, a contribuir con todas sus fuerzas, las recibidas por el beneficio del Creador y las otorgadas por la gracia del Redentor, al crecimiento de la Iglesia y a su continua santificación. Ahora bien, el apostolado de los laicos es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia...» (LG 33) 1 3 . Sin embargo, los laicos no agotan el misterio de la Iglesia y, por otra parte, en la Iglesia tienen la nota peculiar de su condición «secular»: en este sentido, el contenido apostólico de la evangelización, de la santificación y de la animación cristiana del orden temporal exige ser precisado ulteriormente, ya que es llevado a cabo por los laicos en cuanto laicos. Afrontamos este problema en la perspectiva de la «pastoral» de la Iglesia, tras haber indicado las fuentes de la vocación apostólica de los laicos. 2.

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mente los campos del apostolado de los seglares, en su mayor parte abiertos solamente a éstos, sino que, además, han provocado nuevos problemas, que exigen atención despierta y preocupación diligente por parte del seglar. La urgencia de este apostolado es hoy mucho mayor, porque ha aumentado, como es justo, la autonomía de muchos sectores de la vida humana, a veces con cierta independencia del orden ético y religioso y con grave peligro de la vida cristiana. A esto se añade que en muchas regiones en que los sacerdotes son muy escasos o, como a veces sucede, se ven privados de la libertad que les corresponde en su ministerio, la Iglesia, sin la colaboración de los seglares, apenas podría estar presente y trabajar. Prueba de esta múltiple y urgente necesidad es la acción manifiesta del Espíritu Santo, que da hoy a los seglares u n a conciencia cada día más clara de su propia responsabilidad y los impulsa por todas partes al servicio de Cristo y de la Iglesia» (Ib).

LA VOCACIÓN APOSTÓLICA DE LOS

LAICOS.—El concilio no se limita a afirmar que los laicos tienen una misión en la Iglesia y en el mundo: ofrece también sus razones, indicando así los fundamentos que habilitan y comprometen a los laicos en su obrar eclesial. En el pasado, sin olvidar las motivaciones intrínsecamente unidas al ser cristiano, se insistía en las motivaciones exteriores: en particular, se hacía hincapié en el número insuficiente de sacerdotes y en la impenetrabilidad de distintos campos a la acción sacerdotal. El concilio sigue un camino inverso: ante todo, apunta al ser mismo del laico como miembro de Cristo y de la Iglesia, planteando la tesis de fondo de que «la vocación cristiana es por su naturaleza también vocación al apostolado» (AA 2), sin olvidar tampoco algunas razones históricas que hacen más urgente el deber del apostolado de los laicos. También la situación histórica manifiesta la voluntad de Dios y constituye una llamada ética dirigida a los laicos en orden al compromiso apostólico: «Nuestro tiempo no exige menos celo en los seglares. Por el contrario, las circunstancias actuales piden u n apostolado seglar mucho más intenso y más amplio» (AA 1). Las razones más importantes se indican de esta forma: «En efecto, el diario incremento demográfico, el progreso científico y técnico y la intensificación de las relaciones humanas no sólo han ampliado inmensa-

Sin olvidar la importancia de estas razones históricas en orden al compromiso apostólico de los laicos —sobre todo si «los signos de los tiempos» se toman como locus theologicus de la voluntad de Dios—, la vocación apostólica tiene causas más profundas y duraderas, ligadas al mismo ser cristiano, En este sentido, el concilio pide atención en primer lugar para la unión con Cristo Cabeza, precisando inmediatamente que esta unión encuentra su realización en los sacramentos celebrados: de esta manera se pasa del imperativo de la historia actual a la llamada interior de la gracia y de los sacramentos. Escribe el concilio: «El deber y el derecho del seglar al apostolado deriva de su misma unión con Cristo Cabeza. Insertos por el bautismo en el Cuerpo místico de Cristo, robustecidos por la confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, es el mismo Señor el que los destina al apostolado. Son consagrados como sacerdocio real y nación santa (cf 1 Pe 2,4-10) para ofrecer hostias espirituales en todas sus obras y para dar testimonio de Cristo en todo el mundo. Son los sacramentos, y sobre todo la Eucaristía, los que comunican y alimentan en los fieles la caridad, que es como el alma de todo apostolado» (Ib 3). «El apostolado de los laicos es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia, apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo en virtud del

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bautismo y de la confirmación. Y los sacramentos, especialmente la sagrada Eucaristía, comunican y alimentan aquel amor hacia Dios y hacia los hombres, que es el alma de todo apostolado» (LG 33). No es posible aquí analizar cada uno de los sacramentos para ver su dimensión eclesial y, consiguientemente, apostólica, ya estudiando los textos conciliares o bien exponiendo las reflexiones teológicas hoy particularmente vivas 1 4 . Nos importaba sólo resaltar el fundamento «sacramental» del imperativo moral. Finalmente, el concilio recuerda, entre los títulos que fundamentan el derecho y el deber de los laicos al apostolado, las virtudes cristianas, especialmente fe-esperanza-caridad, y los dones del Espíritu Santo, que éste concede con generosidad a los miembros de la Iglesia. La afirmación más clara y completa la hallamos en la Apostolicam actuositatem, tras presentar los sacramentos: «El apostolado se ejercita en la fe, en la esperanza y en la caridad que el Espíritu Santo difunde en el corazón de todos los hijos de la Iglesia. Más aún, el precepto de la caridad, que es el mandamiento máximo del Señor, urge a todos los cristianos a procurar la gloria de Dios por el advenimiento de su reino y la vida eterna a todos los hombres, a fin de que conozcan al único Dios verdadero y a su enviado Jesucristo (cf Jn 17,3). Por consiguiente, a todos los cristianos se impone la gloriosa tarea de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado en todas partes por todos los hombres. Para practicar este apostolado, el Espíritu Santo, que obra la santificación del Pueblo de Dios por medio del ministerio y de los sacramentos, da también a los fieles (cf 1 Cor 12,7) dones peculiares, distribuyéndolos a cada uno según su voluntad (1 Cor 12,11), de forma que todos y cada uno, según la gracia recibida, poniéndola al servicio de los demás, sean también ellos buenos administradores de la multiforme gracia de Dios (1 Pe 4,10), para edificación de todo el cuerpo en la caridad (cf Ef 4,16). Es la recepción de estos carismas, incluso de los más sencillos, la que confiere a cada creyente el derecho y el deber de ejercitarlos para bien de la humanidad y edificación de la Iglesia en el seno de la propia Iglesia y en medio del mundo, con la libertad del Espíritu Santo, que sopla donde quiere

Laicos (Jn 3.8), y en unión al mismo tiempo con los hermanos en Cristo, y sobre todo con sus pastores, a quienes toca juzgar la genuina naturaleza de tales carismas y su ordenado ejercicio, no por cierto para que apaguen el Espíritu, sino con el fin de que todos lo prueben y retengan lo que es bueno (cf 1 Tes 5,12.19.21)» (n. 3). Una atenta reflexión teológica permite ver que los distintos títulos en que se fundan el derecho-deber apostólico de los laicos, están unidos estrechamente entre sí, como, por otra parte, varias veces lo insinúa el concilio mismo al enlazar la caridad con la eucaristía, las virtudes con el Espíritu Santo, los sacramentos y los carismas con el Espíritu Santo. En efecto, los sacramentos donan el Espíritu de Cristo, el cual fundamenta una vida nueva virtuosa y carismática, la filial y fraterna de Cristo mismo, abierta por ello a la gloria del Padre y a la salvación de los hermanos. El concilio usa el término significativo de «vocación». Esta, en primer lugar, indica la llamada que el Señor dirige al hombre en orden al apostolado, de forma que éste es gracia, don, riqueza, honor: indica también el empeño con que el apostolado ha de responder a la llamada de Dios, de forma que el apostolado se califica como compromiso, deber, responsabilidad. El concilio aclara explícitamente los dos aspectos mencionados definiendo el apostolado como «gloriosa empresa» (LG 33), «noble compromiso» (AA 3). Este se configura en el encuentro y diálogo personal entre Cristo y cada laico. En este sentido, el concilio cierra el decreto sobre el apostolado de los laicos con las palabras: «El santo concilio ruega, por tanto, encarecidamente en el Señor a todos los seglares que respondan de grado, con generosidad y corazón dispuesto a la voz de Cristo, que en esta hora los invita con mayor insistencia, y a los impulsos del Espíritu Santo... Es el propio Señor el que invita de nuevo a todos los seglares, por medio de este santo concilio, a que se le unan cada día más íntimamente y a que, sintiendo como propias sus cosas (cf Flp 2,5), se asocien a su misión salvadora. Es el propio Cristo u n a vez más el que los envía a todas las ciudades y lugares adonde El ha de ir (cf Le 10.1): para que, con las diversas formas y maneras del único apostolado de la Iglesia, que deberán adaptarse constantemente a las nuevas necesidades de los tiem-

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cias h u m a n a s y cristianas de los fieleS y es, al mismo tiempo, signo de la c ^ ' munión y de la unidad de la Iglesia e " Cristo, quien dijo: Donde dos o tres esto1" congregados en mi nombre, allí estoy Ü° en medio de ellos (Mt 18,20). Por estelos cristianos h a n de ejercer el apost 0 ' lado aunando sus esfuerzos. Sean a p ó s ' toles tanto en el seno de sus familia 5 como en las parroquias y diócesis, l a S cuales expresan el carácter comunitario del apostolado, y en los grupos c u y 3 constitución libremente decidan» (Ib 18)' El discurso podría continuar, recof" dando que el apostolado asociado d e l * reflejar y salvaguardar a u n tiempo d o s valores esenciales y complementan" 8 de la Iglesia: la variedad y la unida"' Aunque el pluralismo de los g r u p " s apostólicos laicos es testimonio viviente y dinámico de la riqueza y variedad de la Iglesia, sin embargo, no es fin de sí mismo, sino que está en funció° de la unidad de la Iglesia. «Guardada la relación debida con la autoridad eclesiástica, los seglares tienen el derecho de fundar y dirigir asociaciones y darles u n nombre. Hay que evitar, sin embargo, la dispersión de las fuerzas, la cual se produce cuando se crean sin razón suficiente nuevas asociaciones Pero la vocación ha de realizarse no y obras o se mantienen más allá de' sólo individualmente, sino también «relímite de vida útil asociaciones o méunidos en varias comunidades o asociatodos anticuados. No siempre, por otra ciones» (AA 15). El apostolado indiviparte, será oportuno aplicar sin disdual tiene valores propios: pues es «el criminación a otras naciones las formas principio y la condición de todo aposque se establecen en alguna de ellas» tolado seglar, incluso del asociado, y (Ib 19). En este contexto, el concilio nada puede sustituirlo»; es «siempre habla también de la «acción católica» y en todas partes fecundo, y en deter(Ib 2 0 : cf LG 3 3 ; AG 1 5 ; CD 17). minadas circunstancias el único apto y posible» (Ib 16). El apostolado asociado presenta, fundamentalmente, dos valores: primero, u n valor exterior: lo III. El papel de los laicos en la pastoral exige la necesidad de asegurar u n a eclesial mayor eficacia y u n a incisividad más profunda a la obra apostólica de los Volvemos de nuevo a algunos punmiembros del Pueblo de Dios; y, luego, tos ya tratados acerca de la misión de un valor interior: el apostolado asocialos laicos en la Iglesia y en el mundo, do teológicamente se justifica como para unificarlos y desarrollarlos en tor«signo de la comunión y de la unidad no al papel de los laicos en la pastoral de la Iglesia en Cristo», es decir, nace de la Iglesia. Comenzaremos con u n a de una comunión real de los fieles entre clarificación conceptual y terminológisí y en Cristo, y conduce a la manifesca sobre la «pastoral», a fin de superar tación, realización y sustentación de esta posiciones polémicas y situaciones de misma comunión: los fieles «recuerden, perplejidad; pasaremos, luego, a estusin embargo, que el hombre es social diar el laicado como «sujeto» de verdapor naturaleza y que Dios ha querido dera colaboración pastoral, en posesión unir a los creyentes en Cristo en el de u n papel de todo punto insustituible; Pueblo de Dios (cf 1 Pe 2,5-10) y en cerraremos con unas palabras acerca un solo cuerpo (cf 1 Cor 12.12). Por de la relación que media entre converconsiguiente, el apostolado organizado sión de mentalidad y cambio de esresponde adecuadamente a las exigentructura.

pos. se le ofrezcan como cooperadores...» (n. 33). Los fundamentos de la vocación apostólica de los laicos iluminan también algunas de sus características esenciales. Se trata de u n a vocación universal y personal: todos están llamados y ninguno queda excluido, porque la misma llamada a la Iglesia es. por intrínseca necesidad, llamada a compartir su misionalidad, a darse a la «gloriosa empresa» de su acción salvífica. No obstante, cada u n o es llamado por su nombre, recibiendo dones y carismas propios para bien de todos. Es u n a vocación interior: está arraigada en el mismo ser recibido con el bautismo, hecho «criatura nueva» en Cristo y, por tanto, partícipe de su amor misionero para gloria del Padre y para salvación de los hermanos. En este sentido, ante todo, ha de interpretarse la frecuente afirmación de que el laico no debe esperar de la Jerarquía u n «mandato» más o menos explícito para comprometerse apostólicamente: en realidad, el primer e inalienable mandato lo gritan poderosamente los sacramentos en las profundidades del ser cristiano.

1 1.

Laicos

\ MISIÓN Y PASTORAL.-La

primera

aclaración necesaria se refiere a los términos y a los contenidos de la «misión» y de la «pastoral» de la Iglesia. Con frecuencia, estos dos términos se emplean para indicar u n mismo contenido, es decir, la actividad salvadora ejercida por la Iglesia. Otras veces, ambos términos expresan contenidos diferentes 15 . Tres tendencias se distinguen fácilmente en los escritos de los estudiosos de la ciencia y praxis pastoral. La primera tendencia opta por u n a acepción restringida del término «pastoral»: pastoral es la actividad de los Pastores, concretamente la actividad del Papa, de los Obispos y de los sacerdotes. Indudablemente, se debe conceder a esta tendencia su clara inspiración bíblica: en efecto, éste es el sentido típicamente bíblico del término «pastor». Por otra parte, en estos últimos decenios el concepto de pastoral ha evolucionado, pasando del concepto de pastoral como cura animarum al de pastoral como aedificatio Corporis Christi16, concepto que el concilio parece haber aceptado, resaltando la actividad de los laicos en la edificación de la Iglesia. La segunda tendencia aboga por u n a acepción bastante amplia del término «pastoral»: pastoral es la actividad del Pueblo de Dios, a saber, la actividad del pueblo elegido que tiene en Jesucristo Princeps Pastorum su cabeza y la fuente de u n a dignidad y misión «pastoral» comunicada a todos los miembros del Pueblo de Dios. Si bien le es todavía posible a esta corriente valorizar el tema bíblico del Pastor e insertarse en las orientaciones conciliares, no se ve, en cambio, cómo pueda resultarle posible aclarar los misterios y los carismas de los distintos miembros del Pueblo de Dios, desde el momento que los términos pastoral y misión de la Iglesia acaban siendo sinónimos. La tercera tendencia se coloca entre las dos anteriores acepciones, excesivamente restringida la u n a y excesivamente amplia la otra: «En el vasto universo de la misión del pueblo de Dios se distingue u n a acción de Iglesia, más directamente unida al ministerio de los Pastores, pero que no excluye sino que supone la participación de los demás miembros del pueblo de Dios, teniendo en cuenta los ministerios y carismas de cada uno. A esta actividad se llamaría con más precisión pastoral, ya que en ella sería fundamental el ministerio de. los Pastores.

Ella se coloca como principal componente en el área más vasta de la misión de la Iglesia; y mira al momento del establecimiento de la Iglesia, del desarrollo —bajo la guía de los Pastor e s - de sus fines esenciales: evangelización, santificación y formación de las conciencias» 17 . En esta línea se h a colocado Y. Congar en el informe leído en el III Congreso Mundial para el Apostolado de los Laicos: «El apostolado de la Iglesia en cuanto Iglesia, el asumido por la autoridad pastoral jerárquica, no agota la acción del pueblo de Dios. A él se añade cuanto los cristianos hacen como cristianos, bajo su personal responsabilidad, en las estructuras de la sociedad global...» 1 ". Siguiendo esta última corriente, hemos de afirmar que la participación de los laicos en la misión de la Iglesia no significa necesariamente «actividad pastoral» por parte de los laicos mismos: ésta aparece como u n a especificación de su acción «misionera» o «apostólica». Es de esta especificación de la que queremos hablar, exponiendo la presencia necesaria e insustituible de los laicos. 2.

LOS LAICOS, «SUJETOS» DE VERDADE-

RA COLABORACIÓN PASTORAL.-La doctri-

na conciliar anteriormente expuesta lleva a concebir al laico no sólo como «objeto» de los cuidados pastorales de la Jerarquía: «Los laicos, al igual que todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con abundancia de los sagrados Pastores los auxilios de los bienes espirituales de la Iglesia, en particular la palabra de Dios y los sacramentos» (LG 3 7 ) ; sino también como «sujeto» de u n a colaboración verdadera y propia en la acción con que los Pastores edifican la Iglesia de Cristo, mediante la evangelización, la santificación y la animación cristiana del orden temporal. Teológicamente hablando, es importante precisar el título o fundamento que constituye al laico como colaborador en la acción pastoral. Nos parece que tal fundamento se encuentra en el ser eclesial del laico y, consiguientemente, en el bautismo, que hace al hombre miembro de la Iglesia. De manera más precisa aún, se distinguen dos aspectos, íntimamente unidos, en el ser eclesial del laico: el aspecto por el que el laico es «miembro» del Pueblo de Dios, y el aspecto por el que es un «miembro particular» de tal Pueblo, o sea, un «laico».

Laicos De este doble aspecto brota una doble forma de participación del laico: la participación «genérica» o «común» y la participación «específica». También esto se verifica en el campo de la colaboración pastoral: el laico toma parte no únicamente como u n miembro cualquiera, sino como «laico». El ser eclesial típico del laico como fundamento de su participación, ya en la misión de la Iglesia, ya en la actividad pastoral, es verdad fundamental para definir la exacta naturaleza del compromiso de los laicos: éste no se reduce, ni total ni primariamente, a u n a exigencia «histórica» (frente al sentido y al sistema democrático del mundo contemporáneo), ni encuentra su motivación adecuada en u n a exigencia «psicológica» (la particular eficacia de u n a acción llevada a cabo comunitariamente), sino que radica en el «ser» del laico mismo, del cual, por consiguiente, es una exigencia «esencial» y, como tal, permanente e ineliminable. Desde este punto de vista, creemos pertinente la observación: «convendrá vigilar mucho para que los cristianos sujetos de pastoral no se crean más cristianos» (o, como suele decirse, «cristianos de primera») que los demás. El ser cristianos y el ser Iglesia se agota plenamente en el vivir la propia realidad misionera. Además, quien es «sujeto de pastoral» tendrá que evitar el riesgo —sobre todo cuando es requerido para prestar su obra como «experto» en algún sector— de creer que en esto se agota su tarea eclesial: elegiría la parte en lugar del todo 1 9 . Un segundo problema, teológico y pastoral, lo constituye la definición de la naturaleza de la acción del laico «sujeto» de pastoral. El término que la define es el de «colaboración». Que la acción del laico sujeto de pastoral se deba calificar como colaboración, es la consecuencia necesaria del título o fundamento que constituye al laico operante en la Iglesia, o sea, el elemento común a la Jerarquía y al Laicado, que radica en el hecho de ser miembros del único Pueblo de Dios. La «colaboración» expresa dinámicamente la esencia profunda tanto de los Pastores como de los Laicos: nace del hecho de que son «hermanos» en la única familia de la Iglesia. • La teología pastoral lleva a este interior nivel el problema de las relaciones operativas entre Jerarquía y Laicado. El concilio no se ha limitado a urgir la colaboración, sino que la ha vuelto a

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apoyar claramente en el fundamento «ontológico» de la Iglesia misma como «comunión» o «fraternidad» y en el fundamento «operativo» de la Iglesia poseedora de una única misión, aunque se realice conforme a la diversidad de los ministerios y de los carismas. Léanse algunos textos significativos, como los nn. 32 y 37 de la Lumen gentium, el n. 9 del decreto Presbyterorum ordinis. los nn. 23-25 de la Apostolkam actuositatem: «Muchos hablan de las relaciones entre clero y laicos, y a este propósito dicen cosas muy buenas, mas sin llegar al nivel máximo de u n a teología de la vida cristiana como fraternidad, y de la Iglesia como comunidad o comunión. Las relaciones continúan aún demasiado exteriores, percibidas al nivel ya de las estructuras, ya de los deberes. No hemos conseguido aún recuperar totalmente la parte de verdad, la visión orgánica que se halla en la sobornost' de los orientales. Esto no podrá ser sino el fruto de las alternas aportaciones de la experiencia y de la reflexión teológica, de la vida o de los hechos y de la teoría. Pero esto será u n a de las tareas de la eclesiología de los años futuros» 20 . En este aspecto de la «colaboración» hay que volver también a la observación precedente: nos hallamos no ante una simple exigencia histórica y psicológica, sino ante u n a exigencia esencial, fundada en el ser. Además, nos parece muy importante, bajo el perfil pastoral, estudiar de un modo completo el problema de las relaciones Jerarquía y Laicado. Con frecuencia se afronta parcialmente: se estudian las necesarias relaciones entre Jerarquía y Laicado en su doble dirección, de la Jerarquía al Laicado y de éste a aquélla. En esta línea, la Jerarquía acaba existiendo en función del Laicado, como éste acaba existiendo en función de la Jerarquía: pero esto expone tanto a unos como a otros a la tentación «reivindicacionista», que busca espacios autónomos y competitivos. El problema de las relaciones es más amplio: a la dirección horizontal, que considera las relaciones entre Jerarquía y Laicado, hay que añadir la dirección vertical, que considera las relaciones tanto de la Jerarquía como del Laicado con el único Pueblo de Dios. «El servicio exige u n a maduración religiosa que nunca puede sustituirse con ningún sistema, aunque sea el más democrático, porque es u n hecho de fe crecida, derivado de la misión de

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Laicos

la Iglesia, cuyos fines no hacen ni al Laicado para la Jerarquía ni a la Jerarquía para el Laicado, sino a la Jerarquía y al Laicado para el Reino de Dios» 21 . Un tercer problema, igualmente teológico-pastoral, reside en el hecho de precisar ulteriormente la colaboración de los laicos en la pastoral. La colaboración la quieren, sí, tanto los miembros de la Jerarquía como los miembros del Laicado a causa de su común ser eclesial, mas se trata de u n a colaboración entre miembros que conocen un status diverso en la Iglesia y que, consiguientemente, poseen ministerios y carismas diversos para realizar la única misión de la Iglesia. Concretamente, éste es el problema concerniente al papel específico de los laicos en la pastoral, problema que merece ser tratado aparte. 3.

MINISTERIOS Y CARISMAS LAICALES.

Para determinar el papel específico de los laicos no sólo en la misión de la Iglesia, sino también en su pastoral, hay que acudir a la ontología laical, o sea, a la misma fisonomía y operación de los laicos, al status de los laicos, del que derivan sus propios ministerios y carismas. En el manejo de la doctrina conciliar se ha insistido en la «secularidad» como elemento caracterizante del ser y del obrar del laico, más aún, sobre la dimensión profundamente eclesial de tal secularidad: ésta define no sólo «el ambiente» en que se coloca la vida laical, sino también «el ser-Iglesia» típico del laico. A esta secularidad, pues, vuelven a empalmarse los ministerios y los carismas laicales. Una vez más, en el ámbito del único Pueblo de Dios y en la única misión salvífica de la Iglesia pueden comprenderse tanto los ministerios y los carismas de la Jerarquía como los ministerios y los carismas del Laicado. La Iglesia está llamada en toda su integridad a comunicar a los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares la gracia de Jesucristo Salvador: u n a comunión que, como ya varias veces se ha dicho, se realiza con la proclamación de la Palabra, la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos, la ordenación del mundo h u m a n o e infrahumano a Dios y según sus designios. Pero la Iglesia realiza la misión salvífica común según el doble ministerio de la Jerarquía y del Laicado: «Hay en la Iglesia —afirma con fuerza el decreto sobre el apos-

tolado de los laicos, n. 2— diversidad de ministerios, pero unidad de misión». Y con igual claridad se expresa el decreto Ad gentes: «La Iglesia no está verdaderamente formada, no vive plenamente, no es señal perfecta de Cristo entre los hombres, en tanto no exista y trabaje con la Jerarquía u n laicado propiamente dicho» (n. 21). De los principios expuestos derivan algunas consecuencias importantes, entre las que indicamos estas dos: la irreductibilidad de la colaboración pastoral de los laicos a obras de suplencia, es decir, positivamente, su insustituibilidad en obras propias y directas; y el carácter «secular» de la colaboración pastoral de los laicos. «) Obras supletorias y propias.—En la colaboración de los laicos en la pastoral de la Iglesia también hallamos, sin duda, obras de suplencia. La Lumen gentium afirma: «Además de este apostolado, que incumbe absolutamente a todos los cristianos, los laicos también pueden ser llamados de diversos modos a u n a colaboración más inmediata con el apostolado de la Jerarquía, al igual que aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho en el Señor (cf Flp 4 , 3 : Rom 16,3ss). Por lo demás, poseen aptitud para ser asumidos por la Jerarquía para ciertos cargos eclesiásticos, que habrán de desempeñar con una finalidad espiritual» (n. 33). Se podrid hablar de «subsidiaridad» de la acción de los laicos en relación con la acción de la Jerarquía. Sin embargo, es evidente que la lectura del concilio empuja a superar la concepción de subsidiaridad o de suplencia de la obra laical: la obra de suplencia no es la única ni la más importante obra de los laicos en la colaboración pastoral. De forma explícita y frecuente, el concilio habla de obra propia e insustituible de la que los laicos son sujetos: es «propia» de los laicos, perteneciente a ellos solos y que, consiguientemente, no puede ser suplida por otros, por lo que se presenta como «insustituible». Así lo afirma de entrada el decreto Apostolicam actuositatem: «El concilio, con el propósito de intensificar el dinamismo apostólico del Pueblo de Dios, se dirige solícitamente a los cristianos seglares, cuya función específica y absolutamente necesaria en la misión de la Iglesia ha recordado ya en otros documentos» (n'. 1). A la luz de los principios doctrinales

Laicos presentados por el concilio (en particular, el ser eclesial del laico y la «totalidad» de la Iglesia), la acción propia e insustituible de los laicos se califica como «complementaria» de la acción de la Jerarquía en la edificación del Cuerpo de Jesucristo. En particular, n o se trata sólo de llevar a cabo —en unión con la Jerarquía— la misión de la Iglesia entera; se trata también de contribuir con la Jerarquía a fin de que cumpla de manera eficaz su tarea pastoral: «Su acción dentro de las comunidades de la Iglesia es t a n necesaria, que sin ella el propio apostolado de los pastores no puede conseguir la mayoría de las veces plenamente su efecto» (AA 10). Se indica aquí u n principio cargado de consecuencias psicológicas y operativas: la Jerarquía «necesita» del Laicado n o sólo para que n o sea parcial la actuación de la misión de la Iglesia, sino también para que la actuación jerárquica de esta misión se acomode de verdad a ese elemento esencial de «relatividad» que se halla en todos los miembros de la Iglesia. Evidentemente, esta misma observación vale para el Laicado, el cual «necesita» de la Jerarquía 2 2 . Mas ¿cómo precisar la obra propia y absolutamente necesaria de los laicos? b) Una colaboración «laical».—Como ya mencionamos arriba, para tal precisión no parece que deba elegirse como criterio el de la diversidad de «contenido», sino más bien el de la diversidad de «estilo» o de modalidad concreta con que el contenido es realizado. Ahora bien, la dimensión «secular» del laico define el estilo propio e inconfundible con que el laico interviene en cualquier campo de la misión salvífica de la Iglesia, n o sólo en el campo de la animación cristiana del orden temporal, como de manera fácil e inmediata podríamos sentirnos inclinados a creer, sino también en el campo de la evangelización y de la santificación. La razón la tenemos en la unitariedad y complejidad de la misión salvífica de la Iglesia, que comprende los dos sectores de la evangelizaciónsantificación y de la animación cristiana del orden temporal: el primero hace . referencia a los hombres y persigue introducirlos en el Pueblo de Dios y, consiguientemente, conseguir que el mundo se haga Iglesia, mientras que el segundo concierne al mundo en cuanto sigue siendo m u n d o 2 3 . Entiéndase bien: afirmar el «estilo

. 534 secular» como criterio distintivo de la acción de los laicos en la Iglesia y en el mundo, n o significa negar que el «estilo jerárquico» esté provisto de contenidos totalmente propios (piénsese en la diferencia n o sólo cuantitativa, sino también cualitativa, de grado y de naturaleza, entre sacerdocio ministerial y sacerdocio de los fieles, de la que habla el n. 10 de la Lumen gentium); significa, por el contrario, subrayar que unas mismas acciones, cumplidas por el sacerdote y por el laico, llevan u n a modalidad diversa. Se abre aquí u n capítulo que la reflexión teológica debe precisar y profundizar: el de la dimensión laical de la participación en el sacerdocio-profetismo-realeza de Cristo en la Iglesia. Creemos que precisamente a este nivel teológico puede darse contenido concreto al papel insustituible de los laicos en la pastoral de la Iglesia. Y nos parece punto fecundísimo, no sólo sobre u n plano general en referencia al Laicado como tal, sino también sobre u n plano particular, es decir, en referencia a las distintas vocaciones laicales 24 . Nos limitamos a alguna observación general y a alguna sugerencia particular en relación con las conocidas tareas de la Iglesia. Ante todo, u n a observación general: «La función laical es u n a función permanente, alimentada por su carisma propio (bautismo-confirmación) y acompañada por los carismas libres, en relación con ese mundo en movimiento en que está inserto el laico. A este propósito, Pablo VI h a dicho que el laico es "puente" entre la Iglesia y el mundo, en !a doble dirección de la Iglesia al mundo y del mundo a la Iglesia, a fin de que se cumpla la animación cristiana de lo temporal y la animación temporal del Cristianismo. La sacramentalidad se inserta en la economía de la "Encarnación". En este sentido, el Papa Juan dijo que "la Iglesia tiene necesidad del mundo". Por lo cual la Iglesia: 1) interroga al mundo a través del Laicado y se deja interrogar por el mundo a través del mismo. Cuando alguna vez ella lo hace directamente, se pone en condición de "suplencia" y, por tanto, en estado de "excepción"; 2) si esto no se da, maltrata la función laical, no se responsabiliza ante el mundo, que debe ser escuchado y conocido, e impide el desenvolvimiento ordenado de su propia misión. Este desequilibrio origina el clericalismo; 3) su pastoral se hace

535 abstracta, pues el mundo debe reconocerse en lo que de él ella diga, aunque pueda rechazar su juicio; cosa que no podrá suceder si ese mundo, cuyo intérprete privilegiado es el Laico, n o es escuchado» 2 5 . En el plano concreto de la evangelización-santificación y de la animación de lo temporal, son ya indicativas y ricas las perspectivas abiertas por los documentos conciliares. Piénsese en la evangelización, a favor de la cual afirma el decreto sobre la actividad misionera: «Porque el Evangelio no puede penetrar profundamente en las conciencias, en la vida y en el trabajo de u n pueblo sin la presencia activa de los seglares» (n. 21), y precisa el Decreto sobre el apostolado de los laicos: «según las cualidades personales y la formación recibida, cada u n o cumpla con suma diligencia la parte que le corresponde, según la mente de la Iglesia, en aclarar los principios cristianos, difundirlos y aplicarlos certeramente a los problemas de hoy» (n. 6). En cuanto a la santificación, juzgamos, sin más, necesario remitirnos a la obra de los laicos (y de los padres, en especial) de preparar a las personas para el encuentro sacramental con Cristo Salvador, o también de celebrar algunos sacramentos (bautismo y matrimonio) ; creemos que es aún más importante el redescubrimiento por parte de los laicos del aspecto eclesial de la celebración eucarística y de los sacramentos: el sacramento significa la presencia y la obra litúrgica y salvífica de la Iglesia como representación visible del Redentor y, consiguientemente, toda la Iglesia (ministros y asamblea eclesial) está involucrada ya como sujeto ya como objeto. Dejamos de lado la consideración de la tarea de animación cristiana del orden temporal, en el que la presencia del cristiano encuentra u n lugar propio (aunque no exclusivo): nos limitamos a indicar que la reflexión teológica está llamada a poner en evidencia que la animación de las realidades terrenas por parte del laico puede y debe sentirse y vivirse como ejercicio laical de la participación n o sólo en la realeza, sino también en el sacerdocio y en el profetismo de Jesucristo. Los resultados, especialmente bajo el perfil psicológico, de la colaboración de los laicos en la pastoral de la Iglesia se intuyen con facilidad: la posibilidad de una visión más amplia y profunda de los problemas pastorales (n. 37), la superación del fenómeno del clericalismo, el

Laicos desarrollo de u n a pastoral suficientemente «encarnada»... Más allá de estas «ventajas» se da u n a exigencia que inviste a la Iglesia en su naturaleza y misión: sólo a través de la colaboración «la Iglesia entera, robustecida por todos sus miembros, cumple con mayor eficacia su misión en favor de la vida del mundo» (n. 3 7). 4. CONVERSIÓN DE MENTALIDAD Y CAMBIO DE ESTRUCTURAS.-Lo dicho hasta

aquí, con frecuencia por medio de simples menciones, está sumamente cargado de consecuencias en el plano operativo. Haber elegido como punto de arranque algunos textos conciliares y haber ofrecido alguna reflexión teológico-pastoral sobre ellos, indican que Pastores y Laicos son apremiados por el concilio mismo, en último análisis por el Espíritu Santo, que renueva la Iglesia, a caminar diligente y generosamente hacia u n a plena y amplia colaboración en el plano pastoral. El concilio mismo lleva el discurso al terreno concreto de las instituciones, indicando algunos instrumentos para la mutua colaboración. Por ejemplo, puede leerse en el decreto Apostolicam actuositatem: «En las diócesis, en cuanto sea posible, deben crearse consejos que ayuden a la obra apostólica de la Iglesia, tanto en el campo de la evangelización y de la santificación como en el campo caritativo, social y otros semejantes; cooperen en ellos de manera apropiada los clérigos y los religiosos con los seglares... Estos consejos, si es posible, deben establecerse también en el ámbito parroquial o interparroquial, interdiocesano e incluso en el orden nacional o internacional» (n. 26). Creemos en ¡a importancia, más aún, en la necesidad de estas «instituciones» o «instrumentos operativos»: la colaboración Jerarquía-Laicado necesita también ser institucionalizada, jurídicamente formulada y estimulada. Es u n campo totalmente abierto para muchas diócesis y parroquias: la gradualidad indispensable en campos nuevos no debería confundirse con u n a lentitud inaceptable, basada sobre todo en u n a verdadera o presunta impreparación por parte de los laicos. Además, el legítimo anhelo de instituciones «perfectas» n o debe menospreciar ese poco de perfección que podría hallarse en instituciones de pocos días o meses de vida. Incluso la real dificultad de hallarnos con frecuencia ante un clima psicológico de reía-

Laicos ciones y de colaboración no plenamente maduro, con el consiguiente peligro de instituciones depauperadas y desprovistas de un alma interior y, consiguientemente, reducidas a algo puramente jurídico y exterior, no debe hacernos olvidar que también la institución puede favorecer el brote y el desarrollo de un adecuado clima psicológico, más aún. espiritual, en las relaciones y en la colaboración entre Pastores y fieles. Pero, sin duda, lo que prima es una nueva mentalidad a la que todos están llamados a «convertirse» y —¿por qué no?— quizá día tras día. Mientras más madure la fe en la Iglesia como «comunión», como cuerpo que se caracteriza por la variedad y por la unitariedad, tanto más se reducirá el espíritu reivindicacionista o dualista entre Jerarquía y Laicado. En realidad, la relatividad profunda que une entre sí a la Jerarquía y al Laicado, y que une a éstos con el único Pueblo de Dios, los llevará a todos y a cada uno a ocupar el propio lugar y a desempeñar el propio papel, en la sincera convicción de que el lugar y el papel de los demás es insustituible 26 .

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interesante capítulo de V. M. Pollet, I carismi, en Iniziazione teológica, Brescia 1955, v. 3, 895-917.-{*) A. Schmitt, Die Katholische Aktion in der Moraltheoíogie, en Miscelianea Vermeersch, Roma 1935, v. 2, 39.—(*) Remitimos a nuestro estudio II dovere apostólico dei ¡aici e ¡a teología moróle, en Miscelianea C, Figini, Venegono, 1964. 541-571.—(6) Una sinopsis completa de los textos conciliares sobre los laicos nos la ofrece P. Brugnoli, La missione dei laíci nel mondo d'oggi, Dimensioni e urgenze del messaggio concillare, Brescia 1967.-( 7 ) Cf Y. Congar, Apostolado de los laicos, Stvdivm, Madrid 1973. Ver en particular K. Delahaye. Ecclesia mater chez ¡es8 Peres des trois premiers siécles, París 1964.-( ) Y. Congar, o. c.-(9) La reflexión teológica expresa la realidad profunda del cristiano como «miembro» de la Iglesia con la verdad del «carácter sacramental», que actualmente vuelve a estudiarse en su dimensión eclesial. Cf E. Ruffini, EJ carácter como visibilidad concreta del sacramento en relación con la Iglesia, en «Concilium», 31 (1968), 453-462 (con indicaciones bibliográficas).—(I0) Como estudios orientadores, ver Ch. Moeller, El fermento de las ideas en la elaboración de la constitución; y 0. González Hernández, La nueva conciencia de la Iglesia y sus presupuestos histórico-teológicos, en La Iglesia en el mundo de hoy (dirigida npor G. Barauna), Stvdivm, Madrid 1967.-( ) Para un mayor desarrollo, ver D. Tettamanzi, Vocazíone e spiritualitá dei laici nei documenti conciliari, en AA. VV.. Spiritualitá dei laici, Roma 1966.-( 12 ) Sobre la «definición» de laico en el concilio, véase H. Heimerl, En el campo de la colaboración JeDiversos conceptos de laico en la Constitución rarquía-Laicado en la pastoral, no es sobre la Iglesia del Vaticano U, en «Concilium», que tropecemos con u n a «benévola 13 (1966). 451-462 (con reflexiones de concesión» de parte de los Pastores: K. Rahner, L. Van Holk, Ch. Davis); A. Del Portillo, 1 laici nella Chiesa e nel mondo, en tanto unos como otros viven u n a doci«Studi Cattolici», 10 (1966), 68, 4-13.lidad al Espíritu de Cristo, que, hoy (l3) De especial importancia para la particicomo siempre, conduce a su Iglesia. pación de los laicos en el sacerdocio-profetisEn las páginas que preceden, varias mo-realeza de Cristo y de la Iglesia son los veces se ha insistido en poner el acento nn. 34-36 de la LG. Ver comentarios en en la «esencialidad» de la exigencia en G. Philips, La Iglesia y su misterio en el14concilio Vaticano 11, Herder, Barcelona 1969.-( ) Hala colaboración pastoral. Nos complace bría que recordar los estudios que tratan de concluir subrayando la «gracia» que a profundizar la dimensión eclesial de los sacratodos se concede para que la colaboración mentos, en cuanto éstos «edifican» la Iglesia: se realice de un modo perfecto: e) bautismo, ver, por ej., K. Rahner, La Iglesia y los sacracon el don del Espíritu de Jesucristo, mentos, Herder, Barcelona 1967; en especial no se limita a convertir a los cristianos sobre el tema laical, Id, Die sacraméntale en «miembros» del Cuerpo místico; al Grundlegung des Laienstands in der Kirche, en «Geist und Leben», 33 (1960), 119-132.mismo tiempo, ofrece la continua posi(15) Un signo de estas diversidades puede enbilidad de vivir esta profunda realidad contrarse en las respuestas a un cuestionario de «miembros», precisamente mediante promovido por la revista «L'Assistente Ecclela colaboración en el desenvolvimiento siastico» (Per una riflessione pastorale sul laicade la única misión salvífica. to), 37 (1967), 10, 13-35. 16Todo el número interesa a nuestro tema.—< ) Cf D. Grasso, Ministeri e carismi ordinati al bene della comuD. Tettamanzi nitá, en17 «Presenza Pastorale» (1968). 318330.-( ) A. Del Monte, respuesta al cuestionario antes aludido, ib, 23.-( 18 ) El texto de 1 la conferencia puede verse en «Presencia PasNotas.—i ) Recuérdense las obras y los ma- toral» (1968). 88-104. La cita se encuentra nuales de teología moral que tratan los temas en la p 100.-( ]9 ) F. Peradotto, respuesta al del «Reino de Dios» y del «Cuerpo místico», cuestionario aludido, p 27.-( 20 ) Y. Congar, como las de J. B. Hischer, J. MausbachL'apostolat des ¡aics d'aprés le decret du Concile, G. Ermecke, F. Jürgensmeier, J. Stelzenberger, en «La Vie Spirituelle», 49 (1967). 146. El R. Schnackenburg, etc.—(z) Un primer ejemplo autor remite a las interesantes sugerencias nos lo ofrece Jonás de Órleáns con su De institutione laicali: PL 106, 121-278.-(i) Ver el

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contenidas en J. Ratzinger, Fréres dans le Christ. orden crítico y estilístico y. sobre todo, L'Esprit de la fraternité chrétienne, París 1962, un problema de discernimiento acerca y a la observación-de Ch. Moeller: «El texto de su inspiración y autoridad. De la definitivo (de la LG) no ha integrado en torno a este tema (collegium) los aspectos "colegia- misma manera que los hebreos, los cristianos llegarán a establecer su cales" de las relaciones entre lá jerarquía y los non de los libros sagrados, es decir, u n laicos, que la teología oriental subraya tan fuertemente en la eclesiología eucarística de catálogo de los textos que se creen las Iglesias locales» (La Constitution dogmatique fundamentales e indispensables para la LG. en Coüectanea Mechiniensia [1965J, 121)-- vida de la Iglesia. Estos libros no sólo (21 ) G. Pattaro, respuesta al cuestionario, 18.— deben ser objeto de continua medita(22) Entre los varios textos conciliares, ver AA 23; PO 9.-( ZÍ ) Y. Congar, La chiamata di ción —«Tenenti codicem somnus obrepat, et cadentem faciem pagina sancta Dio, en «Presenza Pastorale» (1968), 90-92.suscipiat», escribía san Jerónimo 1 —, (24) Un intento teológico de estudiar el sacerdocio-profetismo-realeza cristianos con refesino que exigen el máximo respeto y rencia al estado y a la misión conyugal puede la más cuidadosa conservación por verse en D. Tettamanzi, La vocazione sacerdotale- parte de los cristianos. Traditores son profetica-regale della famiglia25cristiana, en «La aquellos que, obedeciendo a las leyes Famiglia», 1 (1967), 106-123.~( ) G. Pattaro. imperiales, entregaban los libros sagrarespuesta al cuestionario, 41-42.—(26) Cf De sacerdotio ministeriali, p 2-2, n. 3, así como dos a los paganos: un sacrilegio equiPresbyterorum ordinis, n. 9. Ver Y. Congar, valente a la apostasía. Un juicio análoMinistéres et communion eclésiale, París 1971. go tendrán que expresar muy pronto los pastores de la Iglesia sobre los esBÍBL.: La bibliografía sobre los laicos y su critos de los primeros herejes, cuyas papel en la Iglesia y el mundo se ha multipliequivocadas ideas revelan casi siemcado en estos últimos años. Señalamos ante pre moldes culturales extraños al cristodo un repertorio bibliográfico: I laici nella tianismo. Chiesa. Guida bibliográfica ira due Congressi 1957-1967, dirigido por D. Tettamanzi en Es, pues, ante los textos y la cultura «Presenza Pastorale», 1, Roma 1967, 184. En de la antigüedad clásica pagana, consegundo lugar habría que señalar los múltiples comentarios a los textos del Vaticano II, par- siderada en su conjunto, ante los que habrá de experimentarse el juicio cristicularmente al tema de los laicos tratado por la LG y el decreto AA.-Carré A., El sacerdocio tiano, afrontando un problema desde de losfieles,San Esteban, Salamanca 1960.entonces fundamental e inevitable: el Congar Y., jalones para una teología del laicado,del encuentro entre palabra revelada Estela, Barcelona 1969,-Guitton J., El seglar y cultura, entre evangelización y civiy la Iglesia, Cristiandad, Madrid 1964.-PapaIi J. B., De apostolatu laicorum, Roma 1966.— lización. No todos están de acuerdo en Philips G., Hacia un cristianismo auténtico, Ate- la solución de este problema. El crisnas, Madrid 1972.-Schillebeeckx E.. La mitianismo, nacido en ambiente semítico, sión de la Iglesia, Sigúeme, Salamanca 1971. difundido en el mundo cultural del helenismo, cada vez que se cimenta en u n pasaje transcultural nuevo entra en crisis. El primer intento de conciliar el LECTURA mensaje cristiano con la filosofía helenista condujo a la gnosis. I. Historia Pero, a un nivel más práctico: ¿qué postura debe tomar el cristiano frente 1. TIEMPOS ANTIGUOS.-LOS problea los valores culturales y estilísticos de mas morales que el libro y la lectura las obras clásicas paganas, llenas de plantean son tan antiguos al menos errores y de fábulas inútiles? como el cristianismo. La Iglesia, en virtud del mandato recibido de enLos rigoristas, los espirituales, rechaseñar y regir al pueblo de Dios, siente zan todo el mundo clásico como obra el deber de tomar posición ante el imdiabólica. Taciano hubiera celebrado portantísimo vehículo de cultura y de de buena gana la quema de todas las ideas que es el libro. obras paganas. Tertuliano clama por u n a severa purificación de todo lo que Ante todo, el problema surge en torpuede hacer menos inmediata y segura no a los libros en que se basa la vida la búsqueda de Dios. Huellas de este interna de la Iglesia. La revelación anescrúpulo rigorista las encontramos tigua llegó hasta los primeros cristianos también en san Ambrosio, convencido a través de los libros sagrados del jude que los paganos h a n tomado de la daismo. También la revelación de Cristo Escritura cuanto de bueno han escrito: encontrará muy pronto en los libros o en Jerónimo, con su famoso sueño del NT su expresión escrita permanenciceroniano, psicológicamente muy rete, planteando delicados problemas de

Lectura velador 2 ; o en Agustín, cuando deplora las lágrimas inútiles derramadas por la suerte de Dido 3 . Por lo demás, Gregorio Nacianceno 4 afirma que «la mayoría de los cristianos» se declaraban satisfechos con la sola fe y con su libro, la Biblia. Este rechazo de las obras paganas se extendía también al estilo. Los cristianos respondían con la misma moneda al desprecio de los paganos por el estilo informe de las Sagradas Escrituras, El estilo elemental, rudo, con que se expresa la revelación, refleja la verdadera grandeza. Es signo del anonadamiento del Dios-Hombre, que ha despreciado la sabiduría de este mundo. Los valores se han invertido: las grandes verdades son las expresadas de la manera más humilde. El sermo humilís fue durante siglos el lenguaje propio de la catequesis cristiana. Un lenguaje muy cercano a los fieles menos capacitados, comprensible a todos. Se trata de una tendencia que perdura hasta los umbrales de nuestra época y desciende a partir de Cesáreo de Arles, a través de Gregorio de Tours y Gregorio Magno, hasta el desprecio por la cultura de Francisco de Asís y el anticlasicismo de Juan Dominici, de De Raneé, prolongándose hasta Gaume y Veuillot en el 1800. Sin embargo, frente a los rigoristas existía también u n grupo de Padres que juzgaban injustificado este rechazo absoluto de la cultura pagana. Esta contiene también valores y todo valor deriva de Dios. Además, el estilo podía convertirse en útil instrumento de la catequesis o de la apologética. Finos humanistas, como Clemente Alejandrino, Gregorio Nacianceno, Agustín mismo, indicaron el camino de la integración entre cultura clásica y mensaje cristiano, que llegará a ser una de las bases de nuestra civilización occidental. El encuentro entre especulación griega y teología cristiana comenzó en Oriente, donde los Padres eran más sensibles, por educación y relación de vecindad, a los tesoros de la cultura griega. En Alejandría de Egipto el movimiento de conciliación, por lo demás, había sido preparado ya por los círculos cultos hebraicos, cuyo más insigne representante es el judío Filón. Fue el primero que, a través de la interpretación alegórica de las Escrituras, se esforzó por reconducir las verdades contenidas en los filósofos y poetas griegos a la sabiduría de la Biblia. Este ejemplo será imitado por los

• 538 exégetas cristianos, entre los que destacarán las grandes figuras de Orígenes y Ambrosio. Sobre la misma pista de Filón, Clemente Alejandrino, superando animosamente las perplejidades surgidas de la mala experiencia de la gnosis, abrió el espíritu cristiano a u n a consideración más serena de los valores de la filosofía griega. Si los cristianos habían recibido de Dios como don la revelación, a los griegos se les había dado la filosofía con sus verdades. A la revelación sobrenatural se contraponía así una revelación, al menos parcialmente verdadera y manifestación, a su vez, de la luz del Verbo que ilumina a todo hombre. Las antinomias entre teología cristiana y especulación gentil se resolvían en la búsqueda de lo que es verdadero en absoluto. Tal verdad era aislada de las obras de los paganos y acercada a la palabra revelada de Dios y ambas recibían su luz y complemento. Los grandes Padres capadocios apoyaron muchos de sus argumentos teológicos en u n a filosofía platónica. Y Basilio escribió aquel célebre sermón 22 a los jóvenes «acerca de los frutos que pueden sacarse de los escritores griegos», que quedará como enseñanza fundamental a la que se harán continuas referencias. En su conjunto expresivo, la cultura cristiana nace, pues, de este proceso de integración del dogma revelado con la civilización del mundo helenista que la acogió. Y de este trabajo de integración forma parte también la configuración estilística de la nueva literatura cristiana. Una literatura que encuentra su mejor terreno en Occidente, donde la teología se sirve en seguida del lenguaje culto para expresarse. Es extraño que precisamente Jerónimo, no obstante su profesado desprecio por Cicerón y los clásicos, haya sido uno de los mayores artífices de tal síntesis. También Ambrosio en su De offlcüs ministrorum sigue fielmente el De offlcüs de Cicerón. Pero el perfecto equilibrio estilístico y conceptual, lo encuentra la expresión cristiana en el maestro de retórica de Hipona. Agustín en la predicación se sirve con rara habilidad de los tres estilos aprendidos en la escuela. En él a la síntesis entre teología y pensamiento filosófico griego se une la síntesis de lenguaje clásico y contenido cristiano. Es una enseñanza que no se extraviará. Frente a los secuaces de la vía de ¡a negación, despreciadores del estilo, se mantendrá el grupo exiguo, pero

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perseverante, de los cultivadores de la antigua belleza estilística. En los escritos de los autores del alto medievo, brilla a ratos la gema del clasicismo antiguo, mucho más buscado que encontrado. Entre los escritores del renacimiento otoniano, a veces se encuentran, junto a retóricas manieristas que demuestran el esfuerzo ineficaz de la imitación clásica, autores de mayor habilidad, como Lupo de Ferriéres o Gerberto d'Aurillac, la elegancia poética de un Valfrido o de la secuencia de Notkero. Sin olvidar la experiencia típica de la monja Rosvita de Gandersheim. que quiso dar un nuevo contenido cristiano a las cualidades poéticas de Terencio. Será el mantenimiento de estas subterráneas continuaciones clásicas el que haga resurgir en Francia, en el siglo xn, el antiguo estilo sublime, al principio inexperto y apenas suelto, de los modos rudos de la poesía popular, la intención rítmica, la dilatación de argumentos e imágenes, pero luego cada vez más desenvuelto y seguro de los propios medios. Un estilo épico que, encontrándose en seguida con las doctrinas y los usos del amor cortés y dejándose casi absorber en él, preparará la llegada de la gran epopeya cristiana medieval, prevalentemente interior y teológica. Esta integración —estilística y no sólo estilística— del nuevo mundo cristiano con la forma y la cultura de los clásicos, por otra parte, dura todavía hoy; sigue como base de la enseñanza en nuestras escuelas; se defiende con razones teóricas que son las mismas que usó Basilio el Grande; las mismas que reconoció por válidas Jerónimo y que aceptaron tantos cristianos auténticos de la época renacentista; las mismas que propugnaron los defensores del clasicismo en el siglo pasado, que vio, contra los Veuillot y los Gaume, unidos en una común defensa de la clasicidad al obispo Dupanloup, a los jesuítas y a la Civiltá Cattolica con el padre Curci, hasta que la encíclica ínter multíplices, del 21 de marzo de 1853, puso paz y equilibrio entre los pareceres discordantes. 2.

LA ÉPOCA DEL HUMANISMO Y DE LA

REFORMA.-Al final del 1400 parece que la Iglesia modifica su actitud frente al libro y a la lectura, parapetándose en una postura eminentemente defensiva. En realidad, el mundo en que ahora

se plantean los problemas culturales es radicalmente opuesto al antiguo. En los siglos m y iv, el clasicismo no constituía un peligro para ningún cristiano: por el hecho mismo de que uno era cristiano, significaba que había superado la atracción de una cultura conocida, ya despojada para él de mensajes vitales. El cristianismo se encontraba en fase agresiva con respecto al mundo no cristiano. Pero en los siglos xv y xvi el clasicismo representa una concepción de vida que ejerce sus atractivos sobre el hombre moderno. A la sombra de los estudios renovados, se perfilan ideas diversas, sugestiones y críticas que tienen su incidencia, una fascinación sobre los espíritus agitados por una curiosa inquietud. Se difunden en proporciones desacostumbradas novedades teológicas y errores dogmáticos, y esto se debe también a las grandes posibilidades que ofrece el arte de la imprenta, de reciente invención. Se comprende así por qué la actitud de rechazo de la cultura profana asume en la Iglesia incluso formas oficiales. Una de estas formas oficiales, con la que la Iglesia trató de poner dique no tanto a la nueva cultura cuanto a sus aberraciones más peligrosas, los errores a ella unidos y por ella divulgados, fue el Índice de libros prohibidos. No era u n a novedad ei; la Iglesia este uso de interdecir algunos libros juzgados doctrinalmente erróneos o moralmente peligrosos para los fieles. Esta tarea formaba parte del poder de jurisdicción reconocido a cada obispo, el cual lo ejercía en su diócesis con mayor o menor competencia, sirviéndose del consejo de teólogos o de expertos. Se veían afectados en particular los escritos de los herejes medievales, empeñados en difundir la herejía, las obras de brujería, los libros apócrifos o supersticiosos. No quiere decirse que en algún caso particular un obispo no pudiese engañarse alguna vez o se alarmase frente a ciertas novedades teológicas que luego el tiempo se encargaría de revelar como perfectamente ortodoxas. Es conocido cómo los primeros opúsculos de santo Tomás contra la interpretación averroísta de Aristóteles fueron condenados y quemados por el obispo de París. Evidentemente «errare h u m a n u m est». Pero puede decirse que en la mayoría de los casos la defensa de la verdadera doctrina católica se obtuvo. La institución del índice de libros prohibidos y del primer núcleo de la

Lectura correspondiente Congregación del Índice no pretendió sustituir el juicio de cada uno de los obispos, sino completarlo, como tribunal supremo y de última instancia, dotado de mayor competencia y autoridad para proscribir obras cuya difusión superase el territorio de una diócesis y comportase un peligro más universal para los fieles. Ya Inocencio VIII en 1487 y luego Alejandro VI en 1507 habían impuesto a los impresores de algunas provincias alemanas la censura previa de los libros que imprimiesen, y habían ordenado a los respectivos obispos retirar los libros malos o erróneos y quemarlos, prohibiendo su lectura y conservación. El concilio Lateranense V, en 1513, extendió esta ley a toda la Iglesia y cada obispo hizo compilar en diversas ciudades catálogos de libros que no se debían ni leer ni conservar. Hasta que en 1542 Paulo III nombró u n a comisión expresamente encargada de unificar tales catálogos, examinando qué libros podían resultar nocivos para los fieles. Las obras que contenían errores morales o dogmáticos se indicaron en u n volumen publicado en 1 5 5 7 por orden de Paulo IV. La última edición del índice es del año 1948. Que el intento del índice no fuese puramente negativo lo demuestra la fórmula que acompaña con frecuencia la condena de una obra o de un autor: «doñee corrigatur». El índice mismo, pues, admitía que se dieran obras no negativas en su conjunto, sino sólo que incluyesen algún error, enmendado el cual podían ser leídas sin daño o incluso con fruto por el lector católico. Se ha dado el caso de que alguna obra incluida u n tiempo en el Índice de libros prohibidos viniese luego excluida de él por no juzgarse ya peligrosa. Señal ésta de que la condena del Índice, más que el error en absoluto, tenía en cuenta su peligrosidad para el lector concreto. Como actitud no oficial de neto rechazo de la cultura no católica en época renacentista, se recuerda con frecuencia la norma que san Ignacio daba a las escuelas de su Orden: «Aunque el libro [en particular] sea sin sospecha de mala doctrina, quando el auctor es sospechoso, no conviene que se lea [es decir, se use como texto], porque se toma affición por la obra al autor, y del crédito que se le da en lo que dice bien se le podría dar algo después en lo que dice mal. Es también cosa rara que

- 540 algún veneno no se mezcle en lo que sale del pecho lleno del» 5 . En efecto, a Ignacio, hombre más de batallas que de letras, no amando las posiciones ambiguas, no le gustaban tampoco los autores ambiguos: aquellos que, simpatizando en el fondo con la herejía, se mantenían en los límites de u n a correcta ortodoxia. Erasmo de Rotterdam, por ejemplo, con su dudoso equilibrio más de humanista que de cristiano; o Jerónimo Savonarola, cuya obediencia a la Sede Apostólica san Ignacio la juzgaba bastante imperfecta. Exigía que «escritores moralmente dañosos o sospechosos, como Terencio o el neohumanista Luis Vives, fueran alejados de las casas y de los colegios, o leídos solamente en ediciones expurgadas» 6 . Con todo, si bien se observa, existen otros hechos que demuestran que el rechazo de Ignacio era menos neto de cuanto se podría creer a primera vista. Admitía u n a elección de cosas buenas contenidas en autores heréticos doctos e inteligentes. Como en Melanchton: sus Comentarios tenían libre acceso a las escuelas de los jesuítas, con tal de estar expurgados de los errores y acompañados de notas. Y acerca de los autores clásicos, adecuándose a la tradición universitaria parisiense, no dudó nunca en que debieran leerse o comentarse en tos primeros colegios de la Orden. Cierto, debían usarse cautelas, tratándose de lecturas para jóvenes alumnos. El trabajo de purga e incluso de parcial sustitución se llevó a cabo con cuidadosa competencia por los profesores encargados de las clases superiores. Muchas ediciones «ad usum Delphini» salieron de estas escuelas, donde enseñaban hombres de fama europea, perfectos conocedores del griego y del latín y dotados de u n fino gusto humanístico.

Era aún una obra de integración, que se cumplía en las aulas de las escuelas, entre cultura cristiana y sentimiento cristiano, entre doctrina católica y expresión humanista. Por otra parte, de esta obra de integración los papas y los obispos eran los primeros en dar ejemplo y no hacían sino continuar una tradición nunca completamente interrumpida. Un Paulo II, que expulsa a los humanistas de la curia romana por u n a exigencia de austeridad y de integralismo cristiano, no es más que la excepción, de la que reciben mayor realce los otros papas protectores o

541 ellos mismos cultivadores de los estudios clásicos. El trabajo de acercamiento de la doctrina católica a la cultura moderna se desenvolvía así aún sobre el doble binario de la negación, a veces negación autorizada, y de la integración; de la denuncia abierta de cuanto se oponía al espíritu cristiano y del apaciguamiento y luego transformación, por consiguiente, síntesis de los valores asimilables del hombre. 3. EL VIRAJE DE 1 7 0 0 . - H a s t a el 1700 la cultura se identificaba prevalentemente con la escuela y la escuela era casi monopolio de la Iglesia o de las Iglesias. Luego, la cultura dilató su ámbito con el nacimiento del periodismo y de la publicística, que difundían obras no ya destinadas al estudio, sino simplemente a la lectura. Decimos simplemente a la lectura, puesto que una lectura casi prolongación de la escuela existía ya antes. Pero bebían en ella sólo quienes habían frecuentado la escuela, en ella se debatían los mismos problemas de la escuela o comparecían las solas formas artísticas aprobadas y conocidas en la escuela. La escuela era el espejo fiel de toda la cultura del tiempo y, antes o después, era el paso obligado para dar a conocer las propias ideas y difundirlas. Durante muchos siglos, las obras en lengua vulgar se leyeron al público en alta voz por algunos doctos, por falta de verdaderos lectores privados. Y cuando, a partir del siglo xn, fue formándose lentamente un público bastante culto para la lectura privada en lengua vulgar, la escuela acabó acaparando para sí también las nuevas literaturas incipientes como dominio que le concernía. En resumidas cuentas, u n a verdadera lectura separada de la escuela es fenómeno exclusivamente contemporáneo. Hoy, las nuevas técnicas de difusión, la facilidad para entrar en contacto con los más dispares sistemas de pensamiento sin el trámite de una escuela precisa, la posibilidad de conocer libros de cualquier continente, de abordar, a través de la divulgación, todo tipo de ciencia, han acabado por constituir casi una nueva cátedra, distinta de cualquier otra precedente: la cátedra de la cultura no escolástica. Se trata de una cultura que se distingue por el exceso de información, en menoscabo de la organización y de la profundidad de su pensamiento. Es una cultura supernumeraria: in-

Lectura cluso el científico la posee junto con su cultura específica, con la que muchas veces es incapaz de ponerla en armonía. Con todo, para muchos es hoy la única cultura. Como consecuencia de todo esto, a la escuela se le ha añadido u n a tarea nueva: la de poner orden y tomar posiciones ante el cúmulo de nociones y de problemas que corren el peligro de inutilizar la validez de sus métodos didácticos y pedagógicos. También la Iglesia constata que su tarea y su obra son cada vez más arduas. Antes, la cultura se identificaba con la escuela, por lo que obrar sobre la escuela significaba dominar los centros reguladores de la relación cristianismo-cultura. Hoy, en cambio, la obra formativa y clarificadora que durante tantos siglos se realizó en las aulas escolásticas, se extiende al mundo de la cultura no escolástica. No ha costado mucho descubrir la inadecuación de los medios tradicionales. Es indudable que el Índice de libros prohibidos desempeñó últimamente su tarea, pero bien pronto se reveló como un medio ni del todo funcional ni, menos aún, suficiente. No del todo funcional, porque en poco tiempo la cantidad de libros impresos cada año se convirtió en avalancha y resultó imposible a un único tribunal, a pesar de sus muchos colaboradores, seguir toda la producción. No hubo más remedio que contentarse con prohibir este o aquel libro que hubiese alcanzado gran popularidad, o este o aquel autor particularmente nocivo y conocido, así como esta o aquella doctrina escandalosa que hubiese despertado la alarma de obispos o sacerdotes. El catálogo de los libros incluidos en el índice revela, a primera vista, el carácter casual de la elección, un precedente examen informativo desprovisto de organicidad y la falta de u n a sistemática puesta al día. El Índice no era, ni muchos menos, suficiente para enderezar la lectura de los católicos, y aún lo era menos para dar un juicio cristiano formativo en el ámbito de la cultura contemporánea. Prohibir la lectura de algunos libros, igual que señalar los errores más graves y peligrosos contenidos en u n determinado libro, deja pendientes de juicio muchos problemas de gran importancia, que van unidos al uso que un católico puede hacer de los libros. El hecho de que un libro no se encontrase en el índice, no quería decir que

Lectura tal libro estuviera reconocido jurídicamente como legible: había libros prohibidos por su naturaleza, como lo advertía el canon 1399 del Código de Derecho Canónico. Además, el término legible era muy elástico para los libros comúnmente tenidos por legibles: uno es el caso del libro que no contiene elementos negativos de tal gravedad que exija, sin más, la prohibición de su lectura, y otro distinto el del libro que, a pesar de tener algún elemento negativo, presenta un conjunto de valores por los que puede resultar útil el leerlo, y otro caso todavía es el del libro bueno de punta a cabo, que ha de definirse en consecuencia no sólo como legible, sino, además, como aconsejable. En resumen, cada obra mantiene u n a relación distinta de integrabilidad con la doctrina y con la costumbre cristiana, por lo que la posición del católico debe ser también distinta en orden a la acogida o rechazo de un libro que se le ofrece. Por otra parte, si además de la integrabilidad de u n a obra considerada en sí misma, se tiene en cuenta la integrabilidad en orden a cada lector concreto, con su personal formación religiosa y moral, con sus dotes de carácter y sus debilidades, su madurez o su inexperiencia; si cuando menos se tiene en cuenta la mentalidad y la formación del católico medio, o del lector medio de un determinado ambiente o de un determinado nivel cultural, se advierte entonces que los problemas se complican, que se hace irreductible a ley rigurosa la propuesta o prohibición de la obra de cultura, así como la advertencia o el consejo en orden a una lectura o a un autor. Entramos en un campo en el que la única regla válida es la de que no caben reglas drásticas, donde matizar los juicios es indispensable, donde el fin que se busca no es dar un juicio, sino más bien provocarlo, como resultado del encuentro de nuestra falible convicción con la capacidad de comprensión y de integración del lector. 4.

DESPUÉS DEL VATICANO II.-Desde

varias partes del mundo católico y en los años previos al Vaticano II, ya les llegaban estas observaciones a los órganos competentes de la Congregación del índice. En febrero de 1956, en uno de los convenios anuales organizados por la revista Letture y en el que participaron el cardenal Ottaviani y las más altas personalidades católicas italianas

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interesadas en la crítica del libro, se sometieron a debate. Al término del convenio se envió u n memorial reservado al Santo Oficio para que lo examinara. Trabajos e investigaciones de esta clase confluyeron en el clima aún más renovador del concilio y prepararon la abolición del índice y de las normas relativas a la censura previa, abolición decretada en 1965. Al mismo tiempo, entre los católicos, al lado de las instituciones oficiales y jurídicas, habían nacido otras no oficiales, cuya tarea no era jurídica, sino más bien pedagógica o, usando una analogía de sabor evangélico, pastoral. Fue en Francia, al finalizar el siglo pasado, donde primero surgieron estas instituciones, extendiéndose muy pronto a otros países. En u n principio prestaron toda su atención al sector del libro, pero luego, debido a la importancia cada vez mayor que fueron tomando otras formas de difusión de la cultura, se fundaron órganos especializados para los espectáculos y el cinematógrafo. Junto a las formas oficiales y no oficiales, se perfilaron también otras semioficiales u oficiosas, como suelen llamarse. Desde los primeros decenios del presente siglo se distinguió en Italia la Rivista di letture, dirigida por monseñor Casati, que comenzó bien pronto a dar juicios e indicaciones incluso acerca de obras cinematográficas. Con el tiempo aparecerían varias revistas con dicha finalidad. Todas estas publicaciones tienen la misma preocupación por afrontar el problema de la lectura con criterios positivos, renunciando a posiciones defensivas, hoy ya insostenibles. Como en los primeros tiempos de la Iglesia, tampoco hoy se trata de prohibir esto o aquello, sino de formar y de capacitar las conciencias para un juicio cristiano auténtico; se trata de volver a intentar u n a obra de integración con la cultura profana, subrayando los valores humanos y estilísticos dondequiera que estén, alertando contra las posiciones solapadas, sin excluir del debate a escritores que en otros tiempos se tuvieron por peligrosos y fueron condenados al silencio, sin descuidar el diálogo con editores y escritores en nombre de una unilateral preocupación por el lector, que ofrecía la posibilidad de frutos más abundantes y radicales. El Vaticano II hizo suyo este punto de vista. En el nuevo clima de tolerancia y de confianza en el sentido de res-

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ponsabilidad del individuo, maduró la abolición del índice de libros prohibidos. Contenida implícitamente en el «motu proprio» Integre servandae del 7 de diciembre de 1965, que modificaba el nombre y el ordenamiento del Santo Oficio, justificando la medida con el cambio de los tiempos; como respuesta a los muchos interrogantes que se siguieron, la Sagrada Congregación Pro doctrina fidei dio la famosa notificación del 14 de junio de 1966, en la que. además de afirmar el valor moralmente vinculante del índice en cuanto aviso de peligro y el deber de la Iglesia de denunciar eventuales errores, advertía al mismo tiempo que aquél «ya no tiene fuerza de ley eclesiástica con sus censuras anexas». Se insistía en lo importante que es la educación de las conciencias, así como en el compromiso pastoral de los obispos, ayudados por la obra de los institutos y universidades. Con el siguiente decreto de la misma Congregación, el 15 de noviembre de 1966 se declaraban también extintos, en cuanto leyes eclesiásticas, los cánones 1399 y 2 3 1 8 , relativos a los libros «ipso iure prohibiti» y a las penas unidas a la transgresión de las leyes sobre la censura previa y sobre los libros prohibidos. Pero este modo positivo y nuevo de afrontar los problemas morales relativos a la lectura y a la edición de libros, aparece claramente delineado en documentos de mayor soltura, en los que el tema se estudia en su complejidad y las prohibiciones se integran y muchas veces se sustituyen con directrices que estimulan la búsqueda de soluciones moral y cristianamente constructivas. Nos referimos al decreto conciliar ínter mirifica, sobre los medios de comunicación social, en el que ya se exponen los nuevos criterios, aunque sin deducir de ellos las consecuencias más completas y prácticas; pero, ante todo, nos referimos a la instrucción pastoral de Pablo VI Communio et progressio, del 23 de marzo de 1 9 7 1 , a la que frecuentemente habremos de recurrir. II.

Problemas morales de los escritores y de los editores

Los problemas morales de la lectura se dividen sustancialmente en dos grandes grupos: los concernientes al lector o usuario y los concernientes al autor o escritor y al editor.

Los derechos y los deberes de quien escribe (o difunde escritos) son, sin más, bastante más numerosos y graves que los derechos y los deberes de quien lee. Llevan consigo una serie de problemas que desde hace ya tiempo se vienen debatiendo: la moral profesional de quien escribe, la libertad de prensa, el derecho a la información, la censura civil, la censura eclesiástica. Puesto que todo medio de comunicación social es válido en razón de su idoneidad para promover el bien común (Communio et progressio, 16). salta a la vista cuál es su objetivo final: favorecer la unidad entre los hombres. Un fin que se identifica con la misión propia de Cristo y de la Iglesia (Ib, 29). Este es el fundamento teológico de cuanto la Iglesia enseña sobre el uso de los medios de comunicación social. Examinando de manera más concreta lo que la realización del bien común exige, tres cosas aparecen como indispensables: la salvaguardia de la dignidad del hombre, la búsqueda de la verdad, y el respeto de los derechos del individuo y del grupo (Ib, 29). A nadie se le escapan la importancia y la vastedad del influjo que ejercen los medios de comunicación social. Estos a cada individuo le hacen partícipe. y corresponsable de los grandes problemas de la sociedad (Ib, 19). Con frecuencia estimulan la instrucción y la educación (Ib, 20). Otras muchas veces incluyen todos los valores de la realización artística (Ib, 55-56). La prensa, sobre todo, tiene su propia incidencia y es «un lugar privilegiado para el diálogo social» (Ib. 136). Por eso la Iglesia no puede prescindir de este principal medio para llegar a una mutua comprensión con el mundo (Ib. 137). Los escritores católicos deben desempeñar su tarea, comprometiéndose en el vasto campo de la información, rectificando, siempre y donde sea necesario, las noticias que atañan a la religión y a la vida de la Iglesia, dialogando con los no católicos (Ib, 138). Deberán crear sus propias agencias de información (Ib, 139), distribuir informaciones exhaustivas acerca del pensamiento de los organismos eclesiásticos a través de publicaciones oficiales, ofrecer espacio a la discusión de cuantas cuestiones siguen aún siendo campo de libre investigación (Ib, 141). De esta forma, también la Iglesia llegará a contar con su opinión pública, ya definida por Pío XII como «el eco natural, la resonancia

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en las constituciones del 1791 y del común, más o menos espontánea, de 1793 y fue aceptado por casi todas las los acontecimientos y de la situación actual en los espíritus y en los juicios constituciones modernas. El Estatuto de de los hombres» (Ib, 25). Todo ciudaCarlos Alberto del 4 de marzo del 1848 dano, «sirviéndose, si fuere necesario, (art 4) declara: «La prensa es libre, de intérpretes autorizados de su pensapero u n a ley reprime sus abusos». Tammiento» (Ib, 128), debe estar comprobién el Estatuto promulgado por Pío IX metido en la formación de esta opinión el 14 de marzo de 1848 (art 11) pública. abolía, en favor de la prensa, la cenLos riesgos morales de los informasura previa o política, sustituyéndola dores son múltiples y graves. El pripor las medidas represivas establecidas mero es el de no comprometerse, a fin por la ley. En la legislación española, de no disgustar a ninguno de los usuasegún el art 12 del Fuero de los Esrios, lo que origina u n estado de conpañoles, se reconoce el derecho a «la fusión o de aparente agnosticismo. libertad de expresión y el derecho a la Luego, el de buscarse el favor del púdifusión de informaciones», pero denblico con medios inmorales, azuzando tro de las limitaciones «impuestas por las tendencias menos sanas de la nalas leyes. Son limitaciones: el respeto turaleza h u m a n a . También el monoa la verdad y a la moral; el acatamiento polio de la comunicación impide un a la Ley de Principios del Movimiento verdadero diálogo social. Pues los serNacional y demás Leyes Fundamentavicios no han de ser tales que alienen les; las exigencias de la defensa nacioal usuario de los problemas reales de nal, de la seguridad del Estado y del la vida, amodorrándolo o recurriendo mantenimiento del orden público intecon exceso a sus reacciones sentimenrior y la paz exterior; el debido respeto tales con grave daño de su actividad a las Instituciones y a las personas en É racional (Ib, 21). Sobre los medios de la crítica de la acción política y admicomunicación social recae no poca nistrativa; la independencia de los culpa del derrumbamiento moral que Tribunales, y la salvaguardia de la inse ha efectuado en nuestra sociedad timidad y del honor personal y famidurante estos últimos decenios (Ib, 22), liar» (Ley de Prensa e imprenta, del 18 como también a veces la culpa del desde marzo de 1966, c. 1, art 2), Finalcenso del nivel cultural (Ib, 53). Antes mente, el art 12 del Fuero de los Espade presentar el mal o el pecado hay ñoles fue modificado por Decreto del 20 que mirar bien si el público está prepade abril de 1967, según el siguiente rado para comprender el significado texto: «Todo español podrá expresar positivo de tal presentación en el conlibremente sus ideas mientras no atentexto general de u n a obra (Ib, 58). Otros ten a los principios fundamentales del riesgos para la moral o para la verdad Estado». pueden derivar de la impreparación de los informadores (Ib, 38), así como En realidad, más de la mitad de también de la prisa (Ib, 39). Europa (350 millones de europeos en 12 naciones) no goza de libertad de prensa. De 2 7 países de América Latina, 1. LA LIBERTAD DE PRENSA.-La liberen 14 la libertad de prensa es inexistad de prensa es un aspecto de la libertente o muy restringida. En el África tad de pensamiento y de palabra, y es tropical y en el Sur de África no hay también uno de los derechos fundau n a verdadera libertad de prensa. En mentales reconocidos por la declaralos países árabes la prensa se considera ción internacional de la ONU. Afirmacomo un instrumento en manos del da por vez primera en Inglaterra el gobierno. En Asia la libertad de prensa año 1695, cuando los Comunes rechase desconoce por completo en los países zaron el Licensing Act de 1662, enconde régimen autoritario. Pero también tró su primera formulación legislativa en otros países cuya situación es crítica en la constitución americana con el el trabajo de los corresponsales extranBi// of rights, que acogió una enmienda jeros se ve obstaculizado 7 . a la constitución federal presentada por La Iglesia, que reconoce en la liberVirginia y otros estados, con la cual tad de palabra y de prensa uno de lo s se prohibía cualquier ley restrictiva derechos fundamentales de la persona de la libertad de palabra o de prensa. humana, precisa que lo que de suyo es El principio fue reafirmado por la revoel objeto de la libertad es sólo lo verdalución francesa en la Declaración de dero (o, al menos, lo discutible) y lo holos Derechos en 1789 (art 11); entró nesto. Lo falso y lo inmoral no deben

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545 difundirse, ya que muchos lectores, atraídos, podrían quedar atrapados en las redes del engaño. Así se expresan el Sílabo (n. 79) y León XIII en la encíclica Libertas, del 20 de junio de 1888. Solamente para evitar daños mayores o con vistas a un bien mayor, puede tolerarse la prensa de ideas falsas o inmorales. El mal mayor podría ser el peligro de despotismo por parte de una autoridad h u m a n a como el Estado o la imposibilidad de establecer en concreto cuáles son las ideas con seguridad falsas o inmorales. Incluso las circunstancias de la publicación y motivos de prudencia y de oportunidad, con miras al bien común, pueden legítimamente aconsejar u n a limitación de la libertad de prensa. En este sentido se expresan también las declaraciones más recientes de la Iglesia. La Communío et progressio, citando la Gaudium et spes, afirm a : «La libertad de manifestar la propia opinión se les reconoce a todos los hombres tanto singularmente como asociados, con tal de que se respeten los límites de la honestidad, de la moralidad y del bien común» (Communío et progressio, 26). Además, añade la GS en el n. 6 2 : «Para que puedan llevar a buen término su tarea, debe reconocerse a los fieles, clérigos o laicos, la justa libertad de investigación; la libertad de pensar y la de expresar humilde y valerosamente su manera de ver en los campos que son de su competencia». El reconocimiento del derecho a la libertad de prensa supone evidentemente el reconocimiento del derecho de información, pero no hace superfluo el tema de la legitimidad de la censura, tanto estatal como eclesiástica. 2.

El, DERECHO DE INFORMACIÓN.— P o r

«derecho de información» pueden entenderse dos cosas: el derecho de los lectores a ser informados exactamente y —de rechazo— el deber de los escritores de informar exacta y exhaustivamente al público acerca de determinados hechos y acontecimientos; o el derecho del escritor mismo a tener acceso a fuentes de información completas y objetivas. El derecho del público a la información parece que, en algún caso, puede ser limitado por graves razones de orden público y siempre con miras al bien común. Pero en tal caso la verdad no deberá sufrir distorsión alguna. is

aunque puedan callarse algunos particulares, por necesidad de secreto, para tutelar la justa fama del prójimo, para evitar grandes escándalos o simplemente por motivos de buen gusto. Pero parece que los motivos han de ser bastante más graves para que se pueda limitar la información de los órganos y de los escritores cualificados para informar a su vez a la opinión pública. En efecto, se supone que éstos son, por su misma profesión, más idóneos para servirse recta y útilmente de la verdad conocida y para evitar los efectos nocivos de una divulgación falta de criterio. Por otra parte, si también los órganos encargados de la divulgación se mantienen ayunos de la verdad de hechos y acontecimientos, ¡ cómo es posible creer que la prensa pueda desempeñar su función de juez y guía de la opinión? De hecho, hoy en el mundo no existen fuentes de información completamente objetivas. La caza de información está monopolizada por cinco grandes agencias: la Associated Press y la United Press International norteamerican a s ; la Reuter británica; la Agence France Presse francesa, y la Tass soviética. Ninguna de estas agencias realiza una caza completa, por deliberadas omisiones. A veces, la elección es tendenciosa y, de cualquier modo, está demasiado concentrada en algunos campos con perjuicio de otros, o en algunos temas (política, diplomacia, guerra) en menoscabo de otros. Los grandes periódicos tienen enviados especiales que toman noticias de primera mano en todas las partes del mundo. Pero no hay periódico alguno que pueda prescindir por completo de las agencias. Y lo que no es filtrado por las agencias oficiales, con frecuencia es filtrado por las redacciones de cada periódico. La Communío et progressio proclama explícitamente y sin titubeos el derecho a la información: «No puede formarse rectamente una opinión pública si no existe en la sociedad el precedente derecho de acceso a las fuentes y canales de noticias y el derecho de libre expresión. La libertad de pensamiento y el derecho pasivo y activo de información son inseparables. Juan XXIII, Pablo VI y el Concilio Vaticano II han reafirmado con toda claridad el derecho a la información, que hoy es esencial para la vida y desarrollo del individuo y de nuestra sociedad» (Ib. 33). Corré-

Lectura lativos a este derecho son el deber de indagación (Ib, 34) y la libertad de comunicación (Ib, 44). Por eso los enviados especiales h a n de ser respetados en sus derechos y salvaguardados de la violencia (Ib, 36). Esta instrucción pastoral da también precisas directrices en orden a la recta información de los usuarios. La información no ha de ser fragmentaria o seleccionada, sino que tiene que presentar de manera completa los problemas de la sociedad, para que los usuarios puedan enterarse de los mismos y colaborar en su solución. Ha de ser proporcionada a su instrucción escolar, en u n equilibrio entre programas de género ligero y otros más comprometidos (Ib, 16.37). La moralidad y la veracidad son factores esenciales de la información, así como el modo de plantearla, las técnicas de expresión y persuasión, las circunstancias concretas y el público (Ib, 17). La información debe ser ágil, completa e inteligente (Ib, 38). Sus límites están marcados por la necesidad de respetar otros derechos: «El derecho de la verdad que tutela la fama del individuo y de la sociedad; el derecho a la salvaguardia de la vida privada, que defiende la esfera íntima de las familias y de los individuos; el derecho del secreto, cuando lo exige la necesidad, el deber profesional o el bien común» (Ib, 42). La información y la posibilidad de comunicación tienen u n a importancia vital para la Iglesia misma, la cual debe dar y recibir información, para conocer mejor el mundo con el que dialoga (Ib, 122.125); mas también para desarrollar u n indispensable diálogo interno (Ib, 125) y para presentarse a sí misma al mundo (Ib, 125), comunicando noticias y hechos de la Iglesia (Ib, 124), haciendo posible la participación en ritos incluso lejanos (Ib, 1 2 8 ) ; pero, sobre todo, para comunicar el Evangelio (Ib, 126) y difundir su doctrina (Ib, 129), renovando la catequesis, teniendo en cuenta el lenguaje del hombre de hoy (Ib, 131), sirviéndose incluso de medios de comunicación que no sean de su propiedad (Ib, 132). Sin embargo, los fieles han de preocuparse por dotar a la Iglesia de los medios más avanzados para que se lleve a cabo esta comunicación (Ib, 163), por lo que también es necesario preparar personal eclesiástico y laico (Ib, 164) para esta tarea, fundando centros de formación para la comunicación so-

.546 cial (Ib, 71). Ha de configurarse también una organización diocesana y nacional con este fin (Ib, 165.169), así como afirmarse la preciosa función y la alta responsabilidad de los críticos (Ib, 78). 3.

LA CENSURA CIVIL.-No existe nin-

guna constitución civil que no reconozca al legislador el derecho a determinar restricciones a la libertad de prensa, a fin de impedir abusos. Tales restricciones o se fijan haciendo referencia a la moral y a las buenas costumbres o se especifican mediante leyes particulares. En línea de principio, también la Iglesia defiende este derecho, pero no lo fundamenta, como casi todas las constituciones civiles, en u n a supuesta voluntad general, sino en la naturaleza racional del hombre y en su esencial socialidad. El hombre es libre de determinarse de manera autónoma, pero sin salirse de los límites de su inmanente racionalidad y de sus deberes sociales. La ley no es otra cosa que la determinación positiva de estas exigencias de racionalidad y justicia. Sigue siendo discutible si la autoridad política puede recurrir a medidas preventivas (censura, secuestro, autorización), o si debe limitarse a medidas represivas, castigando los abusos. En teoría, no se puede negar la legitimidad de las medidas preventivas, cuando puedan aplicarse. No obstante, pueden oponerse diversas objeciones a la censura previa: 1) la dificultad que en muchísimos casos encuentra la autoridad política para distinguir la verdad del error; 2) la imposibilidad de aplicar eficazmente las medidas previas; 3) la frecuente falta de imparcialidad de los órganos de censura y el peligro de arbitrariedad y de tiranía por parte del Estado, como ya notamos a propósito de la libertad de información. Por eso hoy se tiende a seguir la regla prudencial del mal menor, admitiendo la censura previa sólo en situaciones excepcionales. La Communio et progressio opta por la constitución de organizaciones de informadores y usuarios, que ejerzan internamente u n autocontrol responsable (Ib, 85). La tarea de la autoridad civil deberá ser, más que negativa, positiva, a base de favorecer el respeto y la defensa de la prensa digna y recurriendo a medidas correctivas sólo en casos extremos, según el principio de subsidíaridad, ya afirmado en otros

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campos de la sociología (Ib, 86). Por consiguiente, las leyes deberán tutelar el derecho a la verdadera libertad de comunicación y de información, impidiendo situaciones de monopolio económico, político e ideológico, garantizando el derecho a la crítica pública, la pluralidad de uso, en contra del monopolio del Estado mismo, y salvaguardando la fama, la dignidad, los valores culturales, así como la libertad religiosa en el uso de los medios de comunicación (Ib, 87). Deberán eliminarse las interferencias de las autoridades civiles y de los centros de poder económico, creando comisiones de vigilancia, representativas de los distintos movimientos de opinión (Ib, 88). La autoridad civil deberá ayudar a financiar las iniciativas de los comunicadores sociales, en vistas al bien común (Ib, 90). 4.

LA CENSURA ECLESIÁSTICA.—LOS ar-

gumentos aducidos para justificar la censura estatal valen con mayor razón para justificar la censura eclesiástica, dado que la Iglesia fundamenta sus juicios en datos ciertos de la revelación o en enseñanzas de su magisterio infalible. Habiendo recibido de Dios la misión de guiar a los hombres a la salvación, tiene el deber de indicar con claridad cuanto se necesita para conseguir este fin, que es la razón última de su existencia, conservando y transmitiendo intacto el depósito de la revelación, y el de defender, como cualquier otra sociedad, su cohesión interna. De estos presupuestos nacieron, en el transcurso de los siglos, las varias formas de censura previa que se han venido usando hasta nuestros días, es decir, el índice de libros prohibidos, la licencia de publicación para los eclesiásticos (can 1386), la censura previa y el imprimatur para todos los libros de tema particularmente relacionado con la revelación, la religión o la moral (can 1385). Tras diversas consideraciones de orden práctico-pastoral —entre las que es de gran relieve la constatación de la importancia nueva y de la utilidad asumida por la libertad de investigación y de expresión en el seno de la Iglesia, que es movida a todos sus niveles por el Espíritu de Dios—, vimos cómo estas normas seculares han perdido su fuerza obligante en el plano jurídico, a pesar de conservar intacta toda su fuerza en el plano de la obligación moral. La notificación que atañe a la abolición del índice advierte explícita-

mente: «El índice sigue siendo moralmente obligante en cuanto que amonesta a la conciencia de los cristianos a guardarse, por u n a exigencia que brota del mismo derecho natural, de los escritos que puedan poner en peligro la fe y las costumbres». Lo mismo advierte el posterior decreto del 15 de noviembre, respondiendo a la pregunta de si los cánones 1 3 9 9 y 2 3 1 8 siguen en vigor. La respuesta es: «Negativa para ambos, tocante a su fuerza de ley eclesiástica; pero se inculca de nuevo el valor de la ley moral, que prohibe de la manera más absoluta poner en peligro la fe y las buenas costumbres». En resumidas cuentas, estas normas, que antes tenían u n valor jurídico obligante, son degradadas al nivel de puras normas indicativas para poner en guardia a los fieles contra u n peligro, como ya sucedía antes en el caso de las indicaciones cinematográficas, dejando a la conciencia de cada cual tomar las propias responsabilidades morales. La autoridad eclesiástica encuentra más en consonancia con los tiempos abandonar el camino de la imposición, para seguir el de la persuasión y el del consejo autorizado. Esto vale para el índice de libros prohibidos, así como para la censura previa, dado que se h a n abrogado las penas anexas para los transgresores. En realidad, la praxis se está adecuando a este nuevo modo de interpretar las normas canónicas, en espera de la reforma del Código. Muchos editores católicos ya n o ponen el Imprimatur, bien por dispensa general o porque se limitan a no notificarlo. Otros ponen en el volumen la sola nota: «Con aprobación eclesiástica». Como quiera que sea, es a los obispos a los que les corresponde vigilar y eventualmente intervenir, previniendo o reprendiendo y reprobando la publicación de libros nocivos, como recomienda aún la notificación del 14 de junio de 1 9 6 6 . La CP añade sólo una importante observación, que indica con qué espíritu ha de interpretarse esta mayor responsabilidad y autonomía concedida a los escritores: «Conviene hacer u n a clara distinción entre el campo de la investigación científica y el de la instrucción de los fieles» (Ib, 118). En el primer caso, la libertad de investigación es mayor que en el segundo. Pues la catequesis o la instrucción de los fieles tiene como fin transmitir fielmente la doctrina de la Iglesia, y no proponer las propias elucubraciones

Lectura personales o unos materiales de discusión. III.

Problemas morales de los lectores

En el ejercicio de esta actividad humana de la lectura, el cristiano está obligado a comportarse con la misma responsabilidad y rectitud de intención que deben inspirar toda su conducta, evitando las ocasiones peligrosas, eligiendo to mejor, rechazando las lecturas fútiles o deseducativas, incluso bajo un punto de vista puramente humano, o que en concreto no son más que pérdida de tiempo (Ib, 52). Por tanto, siempre que se advierta la necesidad, se debe aconsejar a los demás en este campo, a fin de apartarlos de eventuales daños. Este deber es especialmente imperioso para los padres y educadores. No debe olvidarse que el influjo de la lectura llega a ser incluso inconsciente, cosa que acentúa la necesidad de ser prudentes a la hora de elegir una lectura. La CP invita a los fieles a «leer asiduamente, dentro de sus posibilidades, las publicaciones católicas, siempre que sean dignas de este nombre, no sólo para conocer las novedades de la Iglesia, sino para que a través de sus comentarios descubran el pensamiento cristiano» (Ib, 140). El lector católico tiene también el derecho-deber de exigir la rectificación o integración de noticias falsas o incompletas o torcidas, que en ocasiones difunda la prensa (Ib, 41). Los padres y los educadores tienen el deber de formar a los menores a ellos confiados, esforzándose por desarrollar en ellos su sentido crítico, el gusto artístico, la conciencia de sus deberes morales al elegir las lecturas, y llevándolos a comprometerse personalmente. En esta pedagogía formativa habrán de colaborar los coetáneos mismos de los jóvenes, haciéndose a su vez instructores y formadores (Ib, 67). Es importante que los padres y educadores participen en las lecturas y en los espectáculos preferidos por los hijos, para discutirlos con ellos, ayudándolos a formar su juicio crítico (Ib, 68). Los maestros no han de olvidar el sector de la comunicación social, a fin de orientar a los jóvenes a elegir con responsabilidad sus lecturas y a bien comprenderlas (Ib, 69). Por fin, es necesario que los padres y educadores concedan la confianza necesaria a estos inventos modernos, «persuadidos de que sus hijos, nacidos, crecidos y formados en

.548 una sociedad distinta, están mucho más dispuestos para reaccionar contra las muchas y diversas influencias que han de soportar» (Ib, 70). A. Scurani Notas.—i1) Epístola 22, ad Eustochíum, 7.— i2) Epístola, 22,30.-1*) Confessiones, 1, 1 3 . (4) In laudem Basilii Magni: PG 36, 5 0 8 . C) S. Ignacio de Loyola, Constituciones, parte 4. a , c. 14,1A, en Obras completas. Católica, Madrid 1 9 6 3 , 5 1 3 . - ( 6 ) H. Huonder, Ignazio di Loyola, Turín 1935, 3 6 8 . - ( 7 ) Cf Bulletin mensuel de l'Institut International de la Presse. BIBL. : Las noticias relativas a la historia del estilo y del público de lectores de la antigüedad pueden tomarse de Auerbach E., Lenguaje literario y público en la baja latinidad y la edad media, Seix Barral, Barcelona. En torno al particular problema de la lectura de los autores clásicos en la Iglesia, puede verse la síntesis contenida en Enciclopedia cattolíca, en la voz Classici pagani. Allí mismo puede verse la historia del índice y de las censuras civil y eclesiástica, en las voces índice dei libri proibiti y Stampa. Sobre el influjo del libro y los principales problemas planteados al mundo católico, véase De Parvulez Alphonse, II libro a servizio di Cristo, Milán 1954. Una síntesis del desarrollo histórico del problema de la literatura y de las actuales posiciones de una crítica católica, puede verse en nuestro estudio Ragioni e metodi di critica, en «Letture», (enero 1965), del que reproducimos párrafos enteros. La postura propiamente moral y práctica de los argumentos tratados, puede verse en los varios manuales de teología moral comúnmente en uso, así como en la citada Enciclopedia Cattolica. Para las noticias relativas al mundo editorial y a la organización de la información, nos hemos servido de varios números del Correo de la UNESCO, así como de otras publicaciones informativas al respecto. Una inicial discusión relativa a la reforma de la Censuro previa eclesiástica tras la proclamación de los dos documentos de la Sagrada Congregación Pro doctrina fidei de 1966, puede encontrarse en dos artículos de «Aggiornamenti Sociali» (1967), en los que se exponen las principales objeciones contra el antiguo reglamento de la censura y se proponen varias soluciones, D Documentos eclesiásticos: Pío XII, Discurso a los periodistas americanos, en «L'Osservatore Romano», (22-71945).—Id, Discurso a los periodistas americanos, en «Ib» (28-2-1946).—Id, Discurso a los participantes en el Congreso Internacional de periodistas católicos, en AAS. XVII (1950). 256.-Decreto conciliar ínter mirifica (1964).-Pablo VI, Discurso a ios participantes en el Seminario de las Naciones Unidas sobre ¡a libertad de información, en AAS, LV1 (1964), 387ss.-Id, Discurso a los profesionales de la información, en Ib, LIX (1967), 509.—Id, Discurso at Consejo Directivo de la UCS1, en «L'Osservatore Romano» (24-11969).— Communio et progressio, en AAS (318-1971). • Comentarios: Baragli E- ínter mirifica, Introduzione, storia, discussione, commento.

Legítima d e f e n s a

549 documentazioni, Roma 1969.—Id, Communio et progressio, Roma I 9 7 1 . - S c h m i d t h ü s K., Dekret über die Sozialen Kommunikationsmittel, en Lexikon für Theologie und Kirche, Friburgo 1966. v, 1. o Bibliografía sobre los problemas de la prensa y de la lectura: Baragli L., Prensa, Radio, Cine y Televisión en Familia, Atenas, Madrid 1 9 6 8 . - C h e n u D. M., Vox populi, vox Dei: Y opinione pubbiica nel popólo di Dio, en «Questitalia», (dic. 1967).—Denoyer P., La stampa nel mondo, Milán 1 9 6 2 . - D e voto A., La tirannia psicológica, Florencia 1960,-Escarpit R., La revolución del libro. Alianza. Madrid 1968.-Fernández Areal M., La libertad de Prensa en España, Cuadernos para el diálogo, Madrid 1 9 7 1 . — Folliet J.. Opinione pubbiica, propaganda, pubblicitá, Roma 1965. -Gómez Aparicio P., La libertad de prensa y ¡as sociedades de redactores, T'nivers. etc. Madrid 1969.-González Seara L.. Opinión pública y comunicación de masas, Ariel, Barcelona 1968.—Habermas J., Storia e critica deü'opinione pubbiica, Barí 1971.—Hermet A., í nuovi fabbricanti d'opínione pubbiica, Milán 1966.— Lane-Robert-Sears, La opinión pública, Fontanella, Barcelona 1967.— Lippmann W-, Vopinione pubbiica, Milán 1963.— Morero V., L'opínione pubbiica nella Chiesa, Milán 1965.— Packard V., 1 persuasori occulti, Turín 1 9 5 8 . Rahner K., Libertad y manipulación en la sociedad y en la Iglesia, Dinor, San Sebastián 1971.—Sauvy A., La opinión pública, Oikos-tau, Vilassar de Mar 1971.—Schwoebel J., La prensa, el poder y el dinero, Dopesa, Barcelona 1971.—Sola M., Gli strumenti della comunicazione sociale, Roma 1968.—Unwin S., La verdad acerca de un editor, Aguilar, Madrid 1961.—Id, La verdad sobre el negocio editorial, Juventud, Barcelona 1964.—Valeri M., 11 ragazzo e la lettura, Bolonia 1958.-Vázquez J. M., La prensa infantil en España, Doncel, Madrid 1963.-Vignato R., Stampa veicolo d'idee, Roma 1967.—Voyenne B., La prensa en la sociedad contemporánea, Nacional, Madrid 1968.—Weiss J., Política delTinformazione, Milán 1961.—Wrigth R. C„ La comunicazione di massa, Roma 1965.—Zanacchi A., Potenza e prepotenza della comunicazione sociale, Roma 1969.

LEGITIMA

DEFENSA

T. La tesis La ética católica reconoce como lícita la resistencia y la defensa activa contra un agresor injusto llevada hasta el límite —si fuere necesario— de la muerte de éste \ Concuerda en esto con la convicción de todos los pueblos y no cree encontrar objeciones en el derecho natural y en la ley revelada: «Vim vi repeliere omnes leges omniaque iura permittunt» 2 . Pero, ante todo, es necesario precisar con mucho cuidado la tesis. Sujeto del derecho afirmado es aquel que está siendo agredido o a punto de ser agredido injustamente,

como también los que generosamente, por deber de justicia o de candad, lo socorren (protección de los débiles, de los oprimidos). También es agresor injusto (contra el que es, pues, lícito defenderse de este modo), el que quiere linchar al culpable: el reo tiene el derecho de ser castigado sólo por la legítima autoridad. Objeto del derecho es propiamente ¡a defensa de nosotros mismos, de otros, de bienes fundamentales (véase abajo). No existe derecho a agredir al prójimo, sino sólo a defenderse del prójimo. El daño al agresor es tolerable en la medida estrictamente requerida por la defensa. La intención defensiva excluye no solamente el odio contra el agresor o una retorsión vindicativa después del hecho, sino, según muchos que creen apoyarse en santo Tomás (2-2ae, q. 64, a. 7), incluso la intención de matar, de forma que la muerte del agresor debería resultar solamente «permitida» 3 . La noble intención de frenar todo exceso, subentendida en tan precaria distinción, toma consistencia mayor en la afirmada exigencia de conformar la defensa a la gravedad de la agresión, a la entidad de los bienes en peligro y al estado de la seguridad pública dentro del que cada fenómeno se verifica («moderamen inculpatae tutelae»). En efecto, la reacción defensiva es moral sólo dentro de los límites requeridos para deshacerse de la agresión: si basta la fuga 4 no es lícito resistir; si basta amenazar no es lícito golpear; si basta herir no es lícito matar. Todo excuso en la defensa es malo. ^b La misma proporción h a de observarse en relación con la importancia de los bienes amenazados: la defensa de la vida y de la integridad personal, de la libertad en general y sexual en particular 5 , justifican u n a reacción más arriesgada que la defensa de bienes de importancia secundaria. Con una cierta dificultad demostrativa 6 , los teólogos, sin embargo, aceptan también la licitud de la defensa de bienes materiales al menos «de gran valor», «de gran importancia», de «importancia vital», incluso con el riesgo de quitar la vida al agresor. Pero, en especial para estos bienes, la moralidad de las medidas defensivas depende no sólo del estado económico de cada uno, sino también de la eficacia de la defensa pública. De forma que cuando existe esperanza fundada de recuperar-

Legítima d e f e n s a los por vía legal, o si se tratase de agresiones esporádicas, se hace ilícito, o al menos problemático, defenderlos de este modo; pero cuando la debilidad de los poderes públicos fuese causa de que se propagase el bandidaje, entonces la intervención de cada ciudadano, necesariamente expeditiva, podría justamente ser más frecuente e incisiva. Pero cualquiera advierte que aquí cambian sensiblemente las circunstancias jurídicas: lo que en realidad prevalece en la defensa del propio derecho es la defensa del derecho de todos. ¿Quién es agresor injusto, contra el que es lícito proceder de la manera que acabamos de indicar ? Es todo el que atenta sin derecho a los bienes mencionados, poniéndome en un estado de necesidad. No es tal el agresor potencial, o aquel cuyo gesto puede esquivarse con modalidades más humanas. No lo son los funcionarios de la seguridad pública que proceden a la detención o arresto del sospechoso o del reo, según las leyes que un pueblo libremente se ha dado y en conformidad con las órdenes recibidas. En cambio, es agresor injusto incluso quien es sólo materialmente tal: un loco o un borracho. Pues el derecho a la defensa no depende de la culpa subjetiva del agresor, sino del hecho objetivo de la injusta agresión a mi derecho. II.

l o s argumentos

En favor de la tesis, de la Escritura no puede deducirse nada, o sólo el reconocimiento de legitimidad por parte de la legislación mosaica a semejante procedimiento defensivo (Ex 22,2). En la mayoría de los casos, está también fuera de lugar la apelación al principio del doble efecto, en la forma en que comúnmente se ha entendido en los últimos siglos: la salvación de los bienes amenazados se consigue a través de la mutilación o muerte del agresor, no mientras se le m a t a 7 . Podría recurrir a ello sólo quien pretendía asustar al agresor y lo golpea sólo por error. Los motivos de esta «non scripta sed nata lex... ad quam non docti sed facti, non instituti sed imbuti sumus» (Cicerón), si queremos explicitarlos, me parecen sustancialmente dos. El primero consiste en el hecho de que nuestra razón protestará siempre contra cualquier intento de colocar al inocente sobre el mismo plano que al culpable, más aún, en una posición

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desfavorable con relación al mismo. La razón, si ha de elegir, coloca en u n a posición privilegiada al inocente, al injustamente agredido, y entre las dos vidas, entre la integridad espiritual y material de los dos, entre los bienes del uno y del otro, optará por el inocente. Está bien claro que las reacciones declaradas lícitas por el derecho a la --propia defensa son tales sólo en cuanto se cumplen en estado de necesidad y no serían ya así si se toman fuera de ¡a urgencia del momento. Pero en aquel contexto siguen constituyendo la solución más justa. Es, pues, comprensible el malestar que todo hombre sensible experimenta ante la expeditividad de esta justicia. Por eso es obligatorio obrar, a fin de que no se multipliquen tales situaciones. Mas es también deseable que cada cual se deje convencer por ese benéfico espíritu realista que, en cada situación concreta, sabe pedir a la justicia la actuación que parece menos inadecuada. Si se busca u n a culpa por la inadecuación de esta justicia, recae toda sobre el agresor, que «por su modo ilegal de proceder se ha puesto fuera del orden legal y en realidad ha suscitado el conflicto entre las dos vidas» (Mausbach). El es, pues, el único responsable de su daño. El segundo argumento, que completa el primero especialmente por cuanto se refiere a la defensa de los bienes materiales, es de carácter social. En efecto, ¿qué sería de la seguridad social, elemento fundamental del bien común, si los malintencionados supieran que podían contar con la supina pasividad de los agredidos? No parece que el poder público pudiera garantizar suficientemente la justicia. El bienestar social y la seguridad de un pueblo son proporcionados a la cooperación y a la solidaridad de todos. Para cada ciudadano, el modo ordinario de cooperar es el de cuidar ordenadamente de los propios intereses, cumplir los propios deberes, defender los propios derechos. Pueblos con tradiciones altamente democráticas y sociales confían su seguridad primariamente al empeño de los ciudadanos y en segundo lugar al de los tutores del orden. Una objeción radical contra el derecho a la legitima defensa podría provenir de la ética evangélica: «Habéis oído que se dijo: "ojo por ojo y diente por diente". Mas yo os digo que no resistáis al mal; antes, a quien te hiera en tu mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que te

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Legítima defensa

quiere llevar a juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto; al que te obligare a ir con él u n a milla, vete con él dos» (Mt 5,38-41). La tradición de la Iglesia ha comprendido siempre que estas palabras se dirigen al discípulo creyente en una justicia superior y en la imposibilidad de transformarlas en u n a filosofía política. Esto negaría el estado, su autonomía, su finalidad terrena y, antes aún, traicionaría el pensamiento de Cristo. Con esto no quiere decirse que la lenitas evangelii, predicada y testimoniada, no haya de tener un benéfico influjo social. Según la común exégesis moderna, el sermón de la montaña no puede traducirse «sic et simpliciter» en términos jurídicos. Es u n a llamada, una meta a la que todo discípulo está llamado y que debe realizar en grados diversos, según las múltiples condiciones subjetivas y objetivas en que su existencia se realiza. Por esto lo mínimo que los teólogos afirman es que la defensa puede ser lícita, no siempre obligatoria. Obligatoria lo será cuando otros o la sociedad están claramente interesados en que yo me defienda; pero el individuo, de suyo, puede y a veces, si es llamado por el Espíritu, deberá incluso renunciar a hacer uso de este h u m a n o derecho 8 .

III.

La guerra defensiva

Si es que cabe hablar en teología de u n fenómeno tan implacable y que casi escapa a toda indicación moral como el de la guerra, yo creo que merece la pena al menos por eso de que, siquiera estudiándola, se consigue aumentar su mal crédito y unir a todos los hombres de buena voluntad para impedirla*. Creo que esto puede conseguirse sobre todo con una educación correspondiente de cada hombre desde la infancia, con la acción política que haga por fin eficaz la autoridad supranacional que también los pueblos —amaestrados por la guerra— han concebido y, en el plano científico, sacando a la luz y desenmascarando las oscuras motivaciones psicológicas, culturales, económicas, sociales que a la guerra conducen. Pero quizá también el discurso ético sobre la guerra defensiva, la única que hoy se admite, con múltiples condiciones por parte de la mayoría de los teólogos 10 , precisamente por su condición abstracta y casi imposibilidad de realización, si se hace de modo que no pueda ser instrumen-

talizado, como a veces se ha hecho en el pasado, puede servir a este fin. Es éste el único motivo que me induce a aceptar el tratar este doloroso fenómeno, en u n a perspectiva tan particular. Quede, pues, en claro que el discurso cristiano es todo él positivo, y es el discurso de la paz. En él se impone en primer lugar el recurso a las negociaciones, a instancias internacionales o supranacionales de mediación y de arbitraje 11 . En la sensibilidad y en la llamada a la paz y a la razonabilidad, el cristiano no puede ser movido a la izquierda por nadie. La guerra constituye esencialmente un comportamiento irracional, es signo de u n a humanidad moralmente subdesarrollada y jurídicamente desorganizada. Por eso no es posible reconocer al medio de la guerra, en sí, licitud moral. Siendo un modo inhumano, primitivo y bárbaro de resolver los conflictos entre los pueblos, es también inmoral 1 2 . Esta primera y fundamental afirmación se opone evidentemente no sólo a cualquier mística de la guerra, sino también a esa política «realista» que ha recurrido siempre a la guerra como a u n medio político para llevar adelante los intereses de la propia nación. ¿Conducirá por esto a adherirse al pacifismo de quienes rechazan en manera absoluta la guerra, porque saben que ningún tirano puede privarles de su interior grandeza ? Semejante disposición y elección, tan afín al espíritu cristiano cuando no deriva de vileza, sino de grandeza de ánimo, no puede ser escarnecida. Incluso muchos estrategas reconocen la desconcertante eficacia de esta resistencia pasiva, cuando es ampliamente propagada, digna, tenaz 1 3 . Creo que todo pueblo debería ser educado, desde las escuelas, para este tipo de respuesta. Pero la dificultad verdaderamente real y grande está en la impo. sibilidad de obtener hoy, a nivel de pueblos y de humanidad, semejante reacción. Por lo cual, la presencia de pocos dispuestos a esto, aunque valorada positivamente por la moral católica 14, no conseguiría impedir al loco dictador de turno sus planes de crueldad y de atropello. En el caso de que éstos fueran previsibles y evitables con la resistencia armada, que buscará, ciertamente, daños, pero no comparables a los derivados de la no-resistencia, ¿no parece accidentalmente más cristiano y más razonable legitimar la resistencia ?

Legítima defensa A c o g i e n d o e s t a p e r s p e c t i v a , la m o r a l c a t ó l i c a d e c l a r a lícita u n a g u e r r a d e fensiva. N u n c a , p u e s , u n p u e b l o p u e d e c a u s a r la g u e r r a , s i n o sólo sufrirla, s e r c o n s t r e ñ i d o a ella. Las r a z o n e s h a b r á n d e ser m u y g r a v e s y h a b r á d e d a r s e la c e r t e z a m o r a l d e q u e el p r e c i o d e la v i c t o r i a n o será s u p e r i o r al e v e n t u a l m e n t e p a g a d o s o p o r t a n d o el a b u s o . A esta «accidental razonabilidad» (R. Coste) d e la g u e r r a p u e d e a p e l a r sólo el E s t a d o q u e h a a g o t a d o t o d a s las posibilidades de evitarla y c u y a acción política m i r a s i n c e r a m e n t e a c r e a r los p r e s u p u e s t o s q u e h a g a n la g u e r r a inn e c e s a r i a 1 5 . C u a n d o es así, t a m b i é n a m í m e p a r e c e q u e p u e d a verificarse el c a s o d e a l g u n a g u e r r a , e n la q u e u n a p a r t e e n conflicto p u e d a o b j e t i v a m e n t e ser r e c o n o c i d a e x e n t a d e c u l p a .

IV.

M o d o moral d e c o n d u c i r la g u e r r a

Los c r i t e r i o s m o r a l e s h a s t a a q u í ofrecidos s o n y a d e s u y o suficientes p a r a r a r i f i c a r b a s t a n t e la p o s i b i l i d a d d e u n a guerra m o r a l m e n t e aceptable. Pero esto se h a c e a ú n m á s e v i d e n t e al c o n s i d e r a r t o d a s las c o n d i c i o n e s q u e los m o r a l i s t a s s u e l e n p r e s e n t a r a c e r c a d e la c o n d u c c i ó n d e la g u e r r a . La m o d e r a c i ó n e n la d e f e n s a h a c e lícita, e n efecto, sólo la a d o p ción de aquellas m e d i d a s militares q u e son indispensables para defenderse, n o de aquellas que son m á s dañosas para el e n e m i g o . De t o d a s f o r m a s , se exc l u y e n los b o m b a r d e o s i n d i s c r i m i n a d o s o los q u e i n t e n c i o n a d a m e n t e m i r a n a golpear a g l o m e r a c i o n e s civiles; e s t á n e x c l u i d a s l a s r e p r e s a l i a s c o n t r a la p o b l a c i ó n civil; el e m p l e o i n c l u s o l i m i t a d o d e las a r m a s , c o m o las a t ó m i c a s , c u y o s efectos e s c a p a n al c o n t r o l del h o m b r e («fallout»); p o r n o h a b l a r d e c r í m e n e s c o m u n e s c o m o las t o r t u r a s , los asesin a t o s , las v i o l e n c i a s , e t c . A h o r a b i e n , la e x p e r i e n c i a d e las g u e r r a s m o d e r n a s , conducidas también con armas convenc i o n a l e s , n o s dice lo difícil, si n o i m p o s i b l e , q u e es a b s t e n e r s e d e t o d o e s t o , si se q u i e r e v e n c e r ; e s p e c i a l m e n t e c u a n d o la g u e r r a se p r o l o n g a y se t r a n s f o r m a e n g u e r r i l l a . La g u e r r a m o d e r n a es t e n d e n c i a l m e n t e t o t a l , e m p l e a n d o t o d o s los r e c u r s o s e c o n ó m i c o s , h u m a n o s , p s i c o l ó g i c o s d e u n p u e b l o . La m u j e r q u e t r a b a j a e n la f á b r i c a , a los fines d e la v i c t o r i a , es t a n i m p o r t a n t e c o m o el s o l d a d o q u e c o m b a t e . Los b o m b a r d e o s d e l a s c i u d a d e s , c o n el t i e m p o , d e m u e l e n la r e s i s t e n c i a espirit u a l d e u n p u e b l o . Las b o m b a s a t ó m i c a s

.552 d e j a d a s c a e r s o b r e el J a p ó n p u s i e r o n fin a u n a g u e r r a q u e , d e o t r a m a n e r a , quién sabe c u á n t o s otros m u e r t o s h u b i e r a c o s e c h a d o . En la g u e r r i l l a , el m u c h a c h o , la m u j e r , el viejo s o n o s c u r o s agresores. H o y es difícil c o n d u c i r u n a g u e r r a c a b a l l e r o s a m e n t e , r e s p e t a n d o las c o n v e n c i o n e s i n t e r n a c i o n a l e s y las e x i g e n cias del d e r e c h o d e las g e n t e s . Q u i e n se i l u s i o n a c o n p o d e r h a c e r l a d e e s t a m a n e r a , p r o b a b l e m e n t e está destinado a p e r d e r l a . ¿Es, p u e s , p o s i b l e q u e u n a g u e r r a sea a ú n u n a f o r m a d e d e f e n s a q u e p u e d e d e c i r s e l e g í t i m a ? N o la exc l u y o del t o d o , p e r o c r e o q u e es u n a rara excepción. S. Visintainer Notas.-(') San Alfonso y Prümmer citan como adversarios a Gersón y aigún otro, pero sus afirmaciones no resultan claras.-! 2 ) Decretales, c. 3, 10, 5, 3 9 . - C ) La acción con «doble efecto» tal como la entiende santo Tomás en la citada cuestión y como la entienden los moralistas de Ins últimos siglos, cuando hablan del principio del doble efecto, parecen realmente distintas.—(4) Con la condición, añadían varios AA de los siglos xvi-xvn, de que no se trate de un noble o un hombre de armas, para los que la huida sería una ignominia. Esta concesión la critica muy duramente san Alfonso (Theol. mor., I. 3, d. 3, n. 3 8 1 ) . (5) Los Autores reconocen a la mujer agredida una amplia gama de posibles reacciones: desde la defensa hasta la muerte del agresor, a dejarse matar antes que ceder aunque sólo sea externamente, o permitir la violación, si no puede huir, con tal de que se excluya el peligro del consentimiento interno y semejante cooperación material se justifique por bienes proporcionados (evitar la muerte o la mutilación o la infamia propias o del agresor). No es difícil justificar estas posibilidades, sólo aparentemente contradictorias. En los últimos siglos se ha hecho cada vez más común la opinión que admite matar para defender el propio honor o el buen nombre injustamente atacados. Aunque se trata de bienes superiores a los materiales es, sin embargo, posible defenderlos comúnmente de otro modo y el peligro de excederse es muy grande. Ver las proposiciones condenadas por Alejandro VII (Denz 2037, 2038) e Inocencio XI (Denz 2 1 3 0 ) . - ( 6 ) Según el clásico ordo caritatis, los bienes naturales intrínsecos, como la vida del prójimo, hay que preferirlos a los bienes materiales personales. No obstante san Alfonso considera lícita la defensa incluso cruenta de los mismos «quia praeceptum caritatis non obligat praeferre bona proximi altioris ordinis, nisi quando... proximus est in extrema necessitate; non vero quando ipse sponte se exponit mortis periculo» (o. c, n. 383). Históricamente no faltan a este respecto opiniones laxistas (Denz 2 1 3 1 , 2132, 2133). Hoy en día la tendencia es muy severa: B. Haring habla de «bienes de primera necesidad» o de «importancia vitah.~(7) A pesar de la cacarea-

Ley civil

553 da distinción de los autores que afirman seguir a santo Tomás, parece que en realidad los mismos no afirman nada distinto de quienes siguen a Lugo (De iust., disp. 10, n. 148ss), es decir, que para defenderse está permitido incluso querer matar. El mismo Zalba: «Imo, obscurior est quibusdam explicarlo defensionis cruentae petita ex titulo actionis duplicis effectus, nam conservatio propriae vitae potius habetur per vulnerationem alienae quam dum haec vulneratur» (Theol. mor. comp., 1, n. 1591).-( 8 ) Según los autores, sobre todo los antiguos, existiría un deber particular a la renuncia, conforme al «ordo caritatis». cuando se tuviera la certeza moral de que el agresor está en pecado mortal y el agredido en gracia. Pero es mejor incluir estos «cálculos» en la nota anterior.—( 9 ) El Concilio Vaticano II trata de la guerra casi indirectamente: su discurso positivo y fundamental es sobre «la construcción de la comunidad internacional»