Rorty - El Pragmatismo, Una Versión

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El pragmatismo, una versión

Richard Rorty

El pragmatismo, una versión

Antiautoritarismo en epistemología y ética

Lecciones impartidas por el profesor Rorty en la Cátedra Ferrater Mora de Pensamiento Contemporáneo, de la Universidad de Girona, en junio de 1996

Diseño cubierta: Nacho Soriano Traducción de

Joan V ergés G ifra

1 edición: octubre 2000 © 2000: Cátedra Ferrater Mora de Pensamiento Contemporáneo Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo y propiedad de la traducción: © 2000: Editorial Ariel, S. A. Provena, 260 - 08008 Barcelona ISBN: 84-344-8757-8 Depósito legal: B. 35.180 - 2000 Impreso en España Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

PREFACIO Las lecciones de este libro intentan ofrecer un vis­ lumbre de cómo sería la filosofía si nuestra cultura estu­ viera completamente secularizada, si desapareciese del todo la obediencia a una autoridad no humana. Una for­ ma de expresar el contraste entre una cultura completa­ mente secularizada y otra que no lo está del todo, es decir, que en esta última pervive todavía un sentido de lo sublime. Que tuviera lugar una secularización completa querría decir que existe un consenso general en la sufi­ ciencia de lo bello. Lo sublime es irrepresentable, indescriptible, inefa­ ble. Un objeto o estado de cosas meramente bello, en cambio, unifica una multiplicidad de una forma especial­ mente satisfactoria. Lo bello armoniza cosas finitas con cosas finitas. Lo sublime elude la finitud y, por lo tanto, también la unidad y la pluralidad. Contemplar lo bello es contemplar algo manejable, algo que consta de unas par­ tes reconocibles como organizadas de una forma recono­ cible. Quedar asombrado por algo sublime es ser llevado más allá del reconocimiento y la descripción. La sublimidad, a diferencia de la belleza, es moral­ mente ambigua. La Idea del Bien de Platón lo es de algo admirable en una medida sublime. La Idea cristiana de Pecado lo es de algo malo en una medida sublime. Lo atractivo del platonismo y la Visión Beatificante es el atrac­ tivo de algo precioso en una medida inexpresable, de silgo que ni Homero ni Dante podrían capturar nunca. Lo atrac­ tivo del Mal Radical es el atractivo de algo depravado en una medida inexpresable, de algo completamente distinto de cometer un simple error en el momento de tomar la

EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN 8 decisión correcta. Es la voluntad deliberada de dar la espalda a Dios. Es inconcebible que alguien pueda hacer esto, cómo pudo ser que Satanás se rebelase. Pero igual de inconcebible es que alguien pueda ver el rostro de Dios y vivir. No todas las religiones necesitan la sublimidad, pero la teología cristiana ortodoxa —el discurso religioso pre­ dominante en Occidente— siempre ha estado en contra de lo finitamente bello o feo, lo finitamente benévolo o perverso, y a favor de una distancia infinita entre noso­ tros y el ser no humano que en vano procuramos imitar. Esta teología ha tomado prestado su imaginario del intento que realiza la filosofía griega por abstraerse de los propósitos humanos finitos. Los carpinteros y los pin­ tores, los políticos y los mercaderes piensan en medios finitos para la realización de objetivos finitos. La filoso­ fía, afirman los griegos, debe trascender estos objetivos. Las metáforas de luz pura y oscuridad abismal de la República de Platón y la idea de un motor inmóvil del libro Lambda de la Metafísica de Aristóteles suministran el material necesario para una religión suplente, una reli­ gión pensada para cubrir las necesidades de un determi­ nado tipo de intelectual, en particular, el intelectual obse­ sionado por la pureza. Estos intelectuales no encuentran nada bueno en las religiones del pueblo, ya que su senti­ do de lo sublime es demasiado intenso como para quedar satisfecho con lo meramente bello; su necesidad de pure­ za es demasiado grande como para quedar satisfecha con los relatos de unos Olímpicos obsesionados por el sexo. Los castos Padres de la Iglesia Cristiana heredaron de estos intelectuales la idea de que la primera causa de las cosas debe ser inmaterial e infinita y que las bellezas del mundo material son a lo sumo símbolos de lo sublime inmaterial. Después de Galileo y Newton la filosofía dejó de ocu­ parse de la cosmología y las primeras causas y se concen­ tró en las ciencias naturales. Pero el giro epistemológico y subjetivista que Descartes impartió a la filosofía dio lugar a una versión nueva de lo Sublime. Ésta consistía

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en un vacío insalvable, infinito y abismal entre nuestra mentalidad pragmática o nuestros lenguajes de pacotilla y la Realidad Tal Como Es En Sí Misma. En La filosofía y el espejo de la naturaleza, defendí que toda la problemáti­ ca de la filosofía moderna gira alrededor del intento imposible por salvar este vacío. El pathos de la epistemo­ logía es un pathos que nosotros mismos nos hemos crea­ do marcándonos un objetivo inalcanzable, definiendo el sentido de la indagación como el logro de una descrip­ ción de la realidad que se sustenta sola con independen­ cia de las necesidades e intereses humanos. La epistemo­ logía vuelve a poner en escena la narrativa cristiana orto­ doxa sobre la imposibilidad de imitar a Dios por parte de un alma que sufre el lastre del Pecado Original; el intento imposible por parte de un ser condicionado de vivir de acuerdo con lo incondicionado. Este pathos vuelve a ponerse en funcionamiento cuando Kant niega el conocimiento a fin de hacer sitio a la fe moral; es decir, cuando nos dice que sólo podemos renunciar al intento irrealizable de conocer las cosas tal como son en sí mismas si, a continuación, estamos dis­ puestos a emprender otra tarea igual de irrealizable. Esta nueva tarea consiste en poner un yo empírico bajo el con­ trol de una exigencia moral incondicional: la exigencia de que ninguno de los componentes de este yo sirvan de motivo para la acción. «¡Deber, oh, nombre terrible y sublime!», exclama Kant, efectuando una reducción de las cosas bellas y feas de este mundo espacio-temporal a lo que Fichte llama «el material sensible de nuestro deber». Más adelante, esta versión moralista de lo subli­ me tomará aun la forma de una distancia infinita entre nosotros y lo Otro. En el trasfondo de estas lecciones —ocurre lo mismo con la mayor parte de la filosofía de este siglo— está la historia de Nietzsche sobre «Cómo el mundo verdadero acabó convirtiéndose en una fábula». Nietzsche cuenta un relato sobre cómo pasamos de Platón a Kant, para luego despertamos de una pesadilla que se apaga progre­ sivamente y «encontramos con el desayuno y el retomo

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de la jovialidad». John Dewey contó un relato comple­ mentario sobre un despertar poskantiano y mostró de qué modo la Revolución Francesa ensanchó nuestro sen­ tido de lo que es políticamente posible y dé qué modo la tecnología industrial ha ensanchado nuestro sentido de las nuevas posibilidades mundanas. Estos cambios, comenta Dewey, nos han hecho percatar de que está en nuestras manos el hacer que el futuro humano sea muy distinto de cómo fue en el pasado: nos ayudan a superar la idea filosófica según la cual podemos conocer nuestra propia naturaleza y nuestros propios límites. En los dos últimos siglos, ha sido posible describir la situación humana sin necesidad de referirse a una relación que mantenemos con algo inexpresablemente distinto de nosotros, y describirla, en cambio, trazando una oposi­ ción entre nuestros feos pasado y presente y el futuro más bello que tal vez vivirá nuestra descendencia. Las concepciones filosóficas que esbozo en estas lec­ ciones proporcionan una forma de concebir la situación humana que renuncia a la eternidad y a la sublimidad limitándose enteramente a las cosas finitas (finitista). Estas lecciones tratan de esbozar qué resultaría de poner a un lado las versiones cosmológicas, epistemológicas y morales de lo sublime: Dios como primera causa inmate­ rial, la Realidad entendida como profundamente ajena a nuestra subjetividad epistémica, y la pureza moral conce­ bida como inasequible para nuestra condición de sujetos empíricos inherentemente pecadores. Sigo la sugerencia de Dewey de construir nuestras reflexiones políticas alre­ dedor de nuestras esperanzas políticas: alrededor del pro­ yecto de forjar unas instituciones y costumbres que embellezcan la finita y mortal vida humana. Con simultaneidad a Nietzsche, Dewey también nos insta a dar la espalda a la idea de la Realidad Tal Como Es En Sí Misma. Nietzsche vio en esta idea la expresión de la misma débilidad, del mismo deseo masoquista de doblegarse ante algo no humano que permitió la «morali­ dad de esclavo» del cristianismo. Dewey interpretó esta moralidad como un vestigio de la organización social del

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mundo antiguo basada en los artesanos y los sacerdotes. Nietzsche sostuvo que si pudiéramos deshacemos de la idea de un Mundo Verdadero, entonces también nos des­ haríamos de la idea de un Mundo de Apariencias. Dewey añadió que una de las cosas que podría contribuir a des­ hacemos de la oposición apariencia-realidad sería conce­ bir las creencias que llamamos «verdaderas» de un modo pragmático; es decir, concebirlas no tanto como represen­ taciones de una naturaleza intrínseca de la realidad, cuanto como herramientas destinadas a ajustar unos medios para unos fines. Para Nietzsche y Dewey, la idea de que la Realidad tiene una naturaleza intrínseca que posiblemente el senti­ do común y la ciencia no conozcan jamás —la idea de que acaso nuestro conocimiento sólo sea conocimiento de apariencias— es un vestigio de la idea de que existe algo no humano con autoridad sobre nosotros. Las ideas de una autoridad no humana y de la búsqueda de subli­ midad son consecuencia del rebajamiento de uno mismo. El pragmatismo, en cambio, afirma que no existe nada más aparte de lo condicionado: los seres humanos no pueden saber nada, aparte de las relaciones que mantie­ nen entre sí y con el resto de seres finitos. Quedar satisfe­ cho con la belleza querría decir renunciar a la búsqueda de lo infinito y conformarse con lo condicionado. Quien quedase satisfecho con esto, conseguiría ver la búsqueda de la verdad como una búsqueda de la felicidad humana antes que como la realización de un deseo que trasciende la simple felicidad. Desgraciadamente, sin embargo, Nietzsche combinó la hostilidad hacia los sacerdotes ascéticos con el menos­ precio hacia la democracia. Le repugnaba la idea de «los últimos hombres», la gente que se contenta con la felici­ dad humana ordinaria. Dewey está de acuerdo con Nietzsche en decir que deberíamos poner a un lado los ideales ascéticos, pero también deja claro su desacuerdo respecto a lo que éste piensa sobre la grandeza. Nietzsche tenía el temor de que si todos nos convertimos en ciuda­ danos felices de una utopía democrática, entonces no

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serán posibles las muestras de grandeza humana. Dewey no estaba interesado por la grandeza humana, salvo como medio para conseguir la mayor felicidad para el mayor número. En su opinión, los grandes hombres (los grandes poetas, los grandes científicos, los grandes pen­ sadores) no fueron más que medios finitos para ulterio­ res objetivos finitos. Contribuyeron a poner a nuestro alcance nuevas formas de vida humana, más ricas, com­ plejas y alegres. A lo largo del siglo xx ha tenido lugar un conflicto entre aquellos secularistas que siguen a Nietzsche en su anhelo por encontrar una grandeza inconcebible como simple medio para un fin mayor, y aquellos otros secularis­ tas que son pragmáticos y finitistas a la manera de Dewey. Heidegger es un ejemplo del primer caso. El primer Heidegger encontró en el profundo, abismal y sublime pensa­ miento de la muerte, así como en la oposición entre lo meramente óntico y lo ontológico de forma sublime, una forma de liberarse de lo que sólo es bello. El último Hei­ degger opuso la mera felicidad de los habitantes de una utopía pacífica y próspera que viven en un medio controla­ do tecnológicamente, a la grandeza espiritual resultante de la posesión de un sentido de la Verdad del Ser. En el caso de que Dewey hubiera leído el último Hei­ degger no habría visto nada de mido en Die Zeit des Weltbildes, o en la utopía tecnológica que éste describe y rechaza en Frage nach der Technik. Al contrario, de buena gana habría acogido un mundo de bella Gestelle, de bellos nuevos arreglos de lo humano y lo natural, nuevos arre­ glos diseñados para hacer posible que las vidas humanas sean más ricas y plenas. Habermas, que sí ha leído el últi­ mo Heidegger, se muestra igualmente indiferente respec­ to a la necesidad de algo más que la felicidad. Para estos dos pensadores, no existe nada más elevado o profundo que una sociedad democrática utópica; no existe nada más deseable que la paz y la prosperidad que la justicia social haría posible. Para este tipo de pensadores —aquellos que se con­ tentan con la belleza—, el lugar adecuado para la subli­

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midad es la conciencia privada de los individuos. El sen­ tido de la Presencia de Dios, así como el sentido del Mal Radical, quizá sobrevivan en el espacio interior de algu­ nas mentes en concreto. Es probable que estas mentes sean justamente las responsables de la producción de las grandes obras de la imaginación humana, de obras de arte impresionantes, por ejemplo. Con todo, para los filó­ sofos como Dewey, Rawls y Habermas, la reflexión filosó­ fica no debería ocuparse de estas obras, sino de crear una sociedad en la que haya sitio para todo tipo de formas de conciencia privada, tanto para las que tienen como para las que les falta un sentido de lo sublime. La idea heideggeriana de que la justicia y la felicidad no son suficientes sigue todavía en pie entre los intelec­ tuales postheideggerianos. A veces toma la forma de la creencia según la cual la justicia y la felicidad son «tan necesarias como imposibles». Es frecuente encontrar esta expresión en la obra de Derrida, un escritor muy imagi­ nativo que adopta la sublimidad y la inefabilidad como temas centrales de su pensamiento. Nociones similares a éstas aparecen en la obra de algunos escritores influidos por la noción de «el objeto sublime de deseo» de Lacan; especialmente, Slavoy Zizek. Lacan y Zizek entienden que el arte y la política giran alrededor de una inasequible, pero al mismo tiempo inolvidable, sublimidad, una subli­ midad que la simple belleza de la paz, la prosperidad y la felicidad no podrá sustituir jamás. Desde el punto de vista de estas lecciones, tan peli­ groso es centrar la reflexión sobre el futuro humano alre­ dedor del tema de la sublimidad como hacerlo alrededor de los temas de Dios, el Pecado o la Verdad. En mi opi­ nión, la filosofía debería considerar la búsqueda de lo incondicionado, lo infinito, lo trascendente y lo sublime como una inclinación humana natural, una inclinación que Freud nos ha ayudado a comprender. Deberíamos concebir esta inclinación de la misma forma que Freud concibió la sublimación del deseo sexual, es decir, como una condición previa de algunos logros individuales sor­ prendentes. Lo que no podemos hacer es considerarla

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relevante para nuestras perspectivas públicas, culturales y sociopolíticas. Esto significa que deberíamos diferenciar la búsque­ da de grandeza y sublimidad de la búsqueda de justicia y felicidad. La primera es opcional; la segunda no. Puede que el primer tipo de búsqueda sea necesario para satis­ facer los deberes que tenemos para con nosotros mismos. El segundo tipo de búsqueda es necesario para los debe­ res que tenemos para con los demás. En las culturas reli­ giosas se creía que además de estas dos clases de deberes, existían también unos deberes para con Dios. En la cultu­ ra completamente secularizada que anticipo no habrá deberes de esta última clase: las únicas obligaciones que tendremos serán respecto a nuestros semejantes y nues­ tras propias fantasías. De suerte que el único sitio que le va quedar a lo sublime será el reino de la imaginación personal, en la vida fantasiosa de aquellas personas que, gracias a su particular idiosincrasia, son capaces de reali­ zar hitos inexplicables y sensacionales para el resto de la gente. Desde que sugerí la necesidad de diferenciar lo que es privado de lo que es público (en Contingencia, ironía y solidaridad), se me ha acusado de querer meter a cada uno de estos ámbitos en compartimentos herméticamen­ te separados. Pero yo no deseo tal cosa. La utilidad para el discurso público de los últimos tiempos de algunos hitos imaginativos desvinculados de toda norma social es innegable. Si pensadores como Platón, Agustín o Kant y artistas como Dante, El Greco o Dostoevski'i no hubiesen aspirado a la sublimidad, ahora no dispondríamos de los bellos productos que resultaron de sus aspiraciones. Nuestras vidas serían menos variadas, y las formas de felicidad para las cuales podemos luchar, mucho más pobres. Pero esto no implica que debamos arreglar nues­ tras instituciones públicas de acuerdo con la búsqueda de la grandeza o la sublimidad. Una cosa que hemos aprendido de la historia de las culturas teocráticas y los estados religiosos casi teocráti­ cos del siglo xx, es a no concebir las instituciones públi­

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cas como vehículos de grandeza. Antes bien, deberíamos concebirlas como intentos de maximizar la justicia y la felicidad mediante los recursos improvisados (representa­ ción proporcional, cortes constitucionales, el entramado caótico de asociaciones que llamamos «sociedad civil») que prometen cumplir esa función. No deberíamos espe­ rar, ni tampoco querer, que nuestras instituciones públi­ cas tuviesen una fundamentación filosófica firme, una conexión con la naturaleza de la Realidad o la Verdad. En lugar de creer que estas instituciones son ejemplificaciones de verdades eternas, deberíamos pensar —de acuerdo con el espíritu de Dewey— que son unas herra­ mientas que se justifican por el éxito que demuestran tener a la hora de realizar unas determinadas funciones. En lugar de verlas como ideas sobre la naturaleza de algo grande (la Sociedad, la Historia o la Humanidad), lo que deberíamos hacer es concebir los principios morales y políticos como abreviaciones de narrativas sobre exitosas utilizaciones de herramientas, como resúmenes de resul­ tados de experimentos que han tenido éxito. Deberíamos ser tan suspicaces respecto al intento de fundamentar las propuestas políticas sobre grandes sistemas teóricos de la Naturaleza de la Modernidad, como lo somos respecto a los intentos de fundamentarlas sobre la Voluntad de Dios. *

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Espero que el contraste que acabo de esbozar entre belleza y sublimidad sirva al lector para tener una idea aproximada sobre qué cabe esperar de estas lecciones. Terminaré este prefacio siendo un poco más preciso sobre los temas que cubren. Estas diez lecciones pueden ser divididas en cinco grupos de dos lecciones cada uno. Las dos primeras se concentran en el tema de la filosofía de la religión. En ellas propongo entender el pragmatismo americano como un intento de mediar en la denominada «guerra entre la

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religión y la ciencia» que tanto condicionó una gran parte de la alta cultura del siglo xix. Más en concreto, conside­ ro el pragmatismo como el intento de lograr que el senti­ do de ciudadanía democrática desplace el sentido de obli­ gación respecto a un poder no humano. La explicación que ofrezco del pensamiento de Dewey es una explica­ ción sobre el intento de lograr que la participación en la política democrática realice la misma función espiritual que, en tiempos no tan esperanzadores, realizaba nor­ malmente la participación en un culto religioso. El tema de la sustitución de las ideas de eternidad y sublimidad por las de tiempo y belleza se mantiene aún en el siguiente par de lecciones, pero ahora de una forma bastante distinta. En éstas critico la idea de Jürgen Habermas de que las afirmaciones son pretensiones de validez universal porque la considero un último e innece­ sario intento de preservar algo de la vieja tradición filosó­ fica kantiana previa al pragmatismo. Entiendo que la explicación que ofrece Habermas sobre «un momento de incondicionalidad» constitutivo de todas las pretensiones de validez es un eco del intento de Kant y Husserl de hacer que la filosofía sea trascendental. En contraste con ello, yo ofrezco una explicación alternativa de la práctica lingüística que evita cualquier referencia a la universali­ dad o incondicionalidad y en la que las afirmaciones no tienen otro fin aparte de la utilidad conversacional. Con el tercer par de lecciones se pasa de hacer filoso­ fía del lenguaje a hacer lo que se podría llamar, un tanto equivocadamente, metafísica. En la lección «Panrelacionalismo» arguyo que la mayor parte de la mejor filosofía de los últimos tiempos puede ser vista como un intento de liberarse de las distinciones sustancia-accidente y esencia-accidente mediante la tesis de que nada puede tener una identidad de sí mismo, una naturaleza, con independencia de las relaciones que mantiene con el res­ to de las cosas. En ella defiendo que una cosa tiene tantas identidades como contextos relaciónales puede ocupar. Ello concuerda con otra idea que también suscribo (en un trabajo titulado «La indagación como recontextualiza-

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ción» que publiqué hace años) y según la cual no existe «el contexto correcto» para leer un texto, clasificar una persona o explicar un suceso. Se debería decir, más bien, que existen tantos contextos como propósitos humanos. Por la misma razón, tampoco existe la correcta descrip­ ción de una cosa: tan sólo hay descripciones que, gracias a las relaciones que establecen con otras cosas, la sitúan en un contexto que satisface las distintas necesidades que tenemos en la actualidad. La segunda lección de este tercer grupo —«Contra la profundidad»— arguye que si nos hacemos panrelacionalistas entonces lo veremos todo, por decirlo así, en un único plano horizontal. No nos dedicaremos a buscar lo sublime a un nivel elevado o profundo por encima o por debajo de este plano. En lugar de esto, nos dedicaremos a cambiar las cosas de sitio, a disponerlas de un modo que sobresalgan las relaciones que mantienen con otras cosas, con la esperanza de hallar así modelos cada vez más útiles y, por tanto, más bellos. Desde esta perspecti­ va, los grandes logros intelectuales (las leyes de Newton, el sistema de Hegel) no difieren en categoría de los pequeños logros técnicos (conseguir que las piezas de un mueble se ajusten perfectamente; que los colores del pai­ saje de una acuarela armonicen entre sí; hallar un com­ promiso político razonable entre distintas partes en con­ flicto). La cuarta pareja de lecciones se ocupa del tema de la ética y la política y vuelve a ser antikantiana en el mensa­ je. Se basa en el intento de John Dewey de concebir la moralidad en términos finitistas, como una cuestión cen­ trada más en la resolución de problemas que en la obliga­ ción de vivir conforme a algo que posee un nombre terri­ ble y sublime. Mi intención es trenzar la concepción de Dewey con la explicación neohumeana de la moralidad de Annette Baier y la filosofía política de Michael Walzer. Me parece que estos tres filósofos se complementan bellamente entre sí y nos ayudan a concebir la tarea moral como una cuestión de ampliación de nuestra comunidad moral, de ir incorporando más y más gente

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de distinto tipo en el uso que hacemos del término «noso­ tros». Desde este punto de vista, el progreso moral no es tanto una cuestión de desarrollar una mayor obediencia a la ley, cuanto una cuestión de desarrollar una simpatía cada vez más amplia. No es tanto una cuestión de razón cuanto de sentimiento; como dice Baier, no es tanto una cuestión de principios cuanto de confianza. Las dos últimas lecciones no son tan generales ni ambiciosas como las ocho anteriores. Se ocupan del tra­ bajo de dos filósofos analíticos contemporáneos que han recibido la influencia de muchos de los filósofos que tam­ bién han ejercido una profunda influencia en mí (y de forma notable, Wilfrid Sellars y Donald Davidson). Me refiero a Robert Brandom y John McDowell. Ambos publicaron hace poco (en 1994) unos libros que están siendo ampliamente discutidos por los filósofos anglófonos. Mi intención es mostrar los puntos que comparto con Brandom y mis desacuerdos con McDowell para así situar mis concepciones pragmatistas y deweyanas den­ tro de la escena filosófica del mundo anglófono contem­ poráneo. A mi entender, el libro de Brandom Making it Explicit y el libro de McDowell Mind and World son representati­ vos de la mejor filosofía analítica que se puede hacer: es decir, de la filosofía analítica impregnada de conciencia histórica y consciente de las continuidades y discontinui­ dades que existen entre la filosofía griega, la filosofía moderna prekantiana y las últimas reacciones contra Kant. Ambos libros tienen una gran ambición y están excepcionalmente bien logrados. Por eso pensé que se­ rían muy útiles como contraste a mi propia posición. Como estas lecciones comprenden un amplio abanico de temas y debates filosóficos, alguien podría estar tenta­ do de pensar que aquí se ofrece un sistema filosófico. Pero los pragmatistas no deberían ofrecer sistemas. Si queremos ser coherentes con nuestra propia explicación del progreso filosófico, los pragmatistas deberíamos contentamos con ofrecer sugerencias sobre la manera de arreglar las cosas, de ajustar unas cosas con otras y de

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volver a ordenarlas según formas un poco más útiles. Eso espero haber hecho en estas lecciones. Considero que más que haber respondido alguna pregunta profunda o haber producido algún pensamiento elevado, lo que he hecho ha sido mover unas cuantas piezas en el tablero de ajedrez de la filosofía. *

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El profesor Josep-Maria Terricabras, responsable de la Cátedra Ferrater Mora de Pensamiento Contemporá­ neo de la Universidad de Girona, no sólo me hizo el honor de invitarme a dar estas lecciones, sino que, ade­ más, tuvo la amabilidad de invitar como oyentes en el seminario a los profesores Brandom y McDowell, y a los filósofos David Hoy y Bjóm Ramberg, de los cuales he aprendido mucho. Estoy muy agradecido al profesor Terricabras y a sus colegas por su invitación. También querría agradecer a las personas que asistieron al semi­ nario las inteligentes y sugestivas preguntas que me for­ mularon, así como el espíritu generoso con el que recibie­ ron mis intentos de promover la causa pragmatista. Bellagio, 22 de julio de 1997

Richard R orty

P rim era

lección

PRAGMATISMO Y RELIGIÓN 1. Pecado y verdad Voy a interpretar la objeción pragmatista a la idea que la verdad es una cuestión de correspondencia con la naturaleza intrínseca de la realidad de forma análoga a la crítica que la Ilustración hizo de la idea según la cual la moralidad es una cuestión de correspondencia con la voluntad de un Ser Divino. A mi parecer, la explicación pragmatista de la verdad y, más generalmente, su expli­ cación antirepresentacionalista de la creencia constituye una protesta contra la idea de que los seres humanos deben humillarse ante algo no humano como la Volun­ tad de Dios o la Naturaleza Intrínseca de la Realidad. Así pues, voy a empezar desarrollando una analogía que, en mi opinión, ocupa un lugar central en el pensamiento de John Dewey: la analogía entre dejar de creer en el Peca­ do y dejar de creer que la Realidad tiene una naturaleza intrínseca. Dewey estaba convencido de que el encanto de la de­ mocracia —eso es, considerar que lo importante de la vida humana es la libre cooperación con nuestros congé­ neres a fin de mejorar nuestra situación— requiere de una versión de secularismo más completa que la que alcanzaron el racionalismo de la Ilustración o el positi­ vismo decimonónico. Requiere que abandonemos cual­ quier autoridad que no provenga de un consenso con nuestros congéneres. El paradigma de sujeción a una tal autoridad es creer que uno se encuentra en estado de

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Pecado. Si desapareciese el sentido de Pecado, pensaba Dewey, también debería desaparecer el deber de buscar una correspondencia con el modo de ser de las cosas. En su lugar, una cultura democrática centraría sus esfuerzos en la búsqueda de un acuerdo no coercitivo con otros seres humanos respecto a qué creencias mantendrán y facilitarán proyectos de cooperación social. Para tener un sentido de Pecado no basta con quedar horrorizado por el modo como los seres humanos se tra­ tan entre sí, o por la capacidad de maldad de uno mismo. Es necesario creer que existe un Ser ante el cual tenemos que humillamos. Este Ser da órdenes que tienen que ser obedecidas incluso cuando parecen arbitrarias o parece improbable que vayan a incrementar la felicidad huma­ na. En el intento de adquisición de un sentido de Pecado ayuda mucho llegar a concebir como prohibido cierto tipo de prácticas sexuales o dietéticas, aunque éstas apa­ rentemente no hagan daño a nadie. También es útil angustiarse con el pensamiento de si estaremos nom­ brando al Ser divino por el nombre que prefiere o no. Para poder tomarse realmente en serio la noción tra­ dicional de Verdad como correspondencia, uno tiene que estar de acuerdo con Clough cuando éste dice: «me forta­ lece el alma saber/que, aunque perezca, la Verdad es así». Uno tiene que sentirse inquieto al leer lo que William James dice: «las ideas... se convierten en verdaderas sólo en la medida en que nos ayudan a entrar en unas relacio­ nes satisfactorias con otras partes de nuestra experien­ cia». Los que vibran con las palabras de Clough conciben la Verdad —o, más concretamente, la Realidad como es en sí misma, el objeto representado con precisión por las proposiciones verdaderas— como una autoridad que debemos respetar. Pero para respetar debidamente la Verdad y la Reali­ dad no basta con ajustar la conducta de uno a los cam­ bios del ambiente: resguardarse en caso que llueva, o evi­ tar a los osos. Es necesario creer que la Realidad no es tan sólo una colección de cosas como la lluvia o los osos, sino algo que, por decirlo así, emerge por detrás de estas

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cosas, algo augusto y remoto. La mejor forma de pene­ trar este modo de pensar es convertirse en un escéptico epistemológico, empezar a preocuparse por la capacidad del lenguaje humano de representar la Realidad tal como es en sí misma, o por la cuestión de si estaremos llaman­ do la Realidad por sus nombres adecuados o no. Preocu­ parse de este modo requiere tomarse en serio la cuestión de si nuestras descripciones no serán, al fin y al cabo, demasiado humanas, de si no puede ser que la Realidad (y, por consiguiente, también la Verdad) nos quede dema­ siado lejos, más allá del alcance de las oraciones por medio de las cuales formulamos nuestras creencias. Tenemos que estar preparados para distinguir, al menos en principio, entre creencias que incorporan la Verdad y creencias que simplemente aumentan nuestras posibili­ dades de ser felices. Dewey estaba bastante dispuesto a decir de un acto depravado que es pecaminoso, o que las oraciones «2+2=5» y «El reinado de Isabel I terminó en 1623» son falsas de un modo absoluto, incondicional y eterno. Lo que no estaba dispuesto a decir, sin embargo, es que un poder distinto a nosotros ha prohibido la crueldad, o que estas oraciones falsas no consiguen representar con pre­ cisión cómo es la Realidad en sí misma. Veía mucho más claro que no debemos ser crueles que no que exista un Dios que nos haya prohibido serlo; veía mucho más cla­ ro que 2+2=4 que no que exista algún modo intrínseco de ser de las cosas «en sí mismas». En su opinión, tan innecesaria es la teoría que afirma que la verdad es correspondencia con la Realidad, como la que sostiene que la bondad moral es correspondencia con la Voluntad Divina. Para Dewey, ninguna de estas teorías añade nada a nuestro modo habitual, corriente y falible de distinguir el bien del mal y lo verdadero de lo falso. El auténtico pro­ blema, sin embargo, no consiste en esta inutilidad. Lo que más disgustaba a Dewey de la epistemología «realis­ ta» tradicional y de las creencias religiosas tradicionales es el desánimo que generan al decimos que alguien o

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algo tiene autoridad sobre nosotros. Nos dicen que existe Algo Inescrutable, algo que exige precedencia por encima de nuestros intentos cooperativos de evitar el dolor y obtener placer. Dewey, como James, era un utilitarista; o sea, opina­ ba que, al fin y al cabo, el único criterio moral o episte­ mológico que tenemos o necesitamos es el de si realizar una acción o sostener una creencia contribuirá o no, a la larga, a realizar una mayor felicidad humana. Concebía el progreso en relación a un incremento de nuestra dis­ posición a experimentar, a superar el pasado. Por eso tenía la esperanza de que aprenderíamos a considerar las creencias morales, filosóficas, religiosas y científicas con el mismo escepticismo con que Bentham estudió las leyes de Inglaterra: esperaba que cada nueva generación trata­ ría de apañarse unas creencias más útiles, creencias que contribuirían a hacer su vida más rica, más llena y más feliz. 2. Pragmatismo clásico Sirva lo dicho hasta aquí como un enunciado intro­ ductorio del tema que iré desarrollando. Voy a retomarlo en breve desde otra perspectiva en clave freudiana. Pero, antes de esto, acaso fuera conveniente decir algo acerca de las semejanzas y diferencias, especialmente con res­ pecto a la religión, entre Dewey y los otros dos pragma­ tistas clásicos: Charles Sanders Peirce y William James. El pragmatismo tiene el pistoletazo de salida en la adopción por parte de Peirce de la definición de Alexander Bain de creencia como regla o hábito de acción. Tomando esta definición como punto de partida, Peirce defendió que la función de la indagación no es represen­ tar la realidad, sino más bien capacitamos para actuar más eficazmente. Esto significa deshacerse de la «teoría del conocimiento como copia» que ha dominado en filo­ sofía desde los tiempos de Descartes, y en especial de la idea de un autoconocimiento intuitivo, un conocimiento

25 no mediado por signos. En tanto que uno de los prime­ ros filósofos en decir que la habilidad de utilizar signos es esencial al pensamiento, Peirce fue un profeta de lo que Gustav Bergman llamó «el giro lingüístico en la filo­ sofía». Al igual que otros filósofos idealistas del s. xix como T. H. Green o Josiah Royce, Peirce era antifundacionalista, coherentista y holista respecto a la visión de la na­ turaleza de la indagación. Sin embargo no concibió a Dios, como sí hicieron la mayoría de seguidores de Hegel, como una experiencia atemporal y omnicomprensiva idéntica a la Realidad. Al contrario, en vez de eso, y como buen darwinista que era, Peirce concibió al univer­ so en evolución. Su Dios es una deidad finita idéntica, en cierta manera, a un proceso evolutivo que él llama «el crecimiento de la Terceridad». Este raro término designa la unión gradual de todo con todo por medio de relacio­ nes triádicas. De una forma más bien extraña y sin ape­ nas argumentar, Peirce supone que todas las relaciones triádicas son relaciones de signos, y viceversa. Su filoso­ fía del lenguaje está entretejida con una metafísica casi idealista. James y Dewey admiraban Peirce y compartían su opinión de que la filosofía tiene que adaptarse a Darwin. Pero acertaron en apenas prestar ninguna atención a su metafísica de la Terceridad. En lugar de eso, se concentra­ ron en las profundas implicaciones anticartesianas del desarrollo que había realizado Peirce de la intuición antirepresentacionalista inicial de Bain. Y de este modo desa­ rrollaron una teoría no representacionalista de la adquisi­ ción y contrastación de las creencias que culmina con la tesis de James según la cual: «“Lo verdadero”... es tan sólo lo conveniente para nuestro modo de pensar.» Tanto James como Dewey se proponían llevar a cabo la reconci­ liación de la filosofía con Darwin por medio de una con­ cepción de la búsqueda humana de la verdad y del bien que pusiera a ésta en línea de continuidad con las activi­ dades de los animales inferiores, concibiendo la evolución cultural en continuidad con la evolución biológica. PRAGMATISMO Y RELIGIÓN

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Los tres fundadores del pragmatismo combinaron una visión darwiniana, naturalista de los seres humanos con una desconfianza hacia los problemas que la filosofía había heredado de Descartes, Hume y Kant. Los tres guardaban la esperanza de salvar la moral y los ideales religiosos del escepticismo positivista o empirista. Sin embargo, es importante no dejarse cegar por estas seme­ janzas o por el hecho de que se los trate siempre como perteneciendo a un único «movimiento», y percatarse de que los tres tenían preocupaciones muy distintas. Es pro­ bable que la idea de que existió un movimiento pragma­ tista surgiera de la necesidad chovinista de tener una filo­ sofía americana. Lo mejor, creo, sería pensar en estos tres hombres como tres filósofos interesantes, casualmente americanos, que se influyeron perceptiblemente entre sí en sus respectivos trabajos, y no más aliados entre sí de lo que estuvieron, por ejemplo, Brentano, Husserl y Russell. Aunque se conocían y respetaban, los motivos que lle­ varon a cada uno a la filosofía eran muy distintos. Peirce se veía a sí mismo como un discípulo de Kant empeñado en mejorar la doctrina de las categorías y su concepción de la lógica. En tanto que matemático en activo y cientí­ fico de laboratorio, Peirce mostraba más interés que James o Dewey hacia estas áreas de la cultura. James, por su lado, nunca se tomó demasiado en serio a Kant o Hegel, y estaba más interesado que Peirce o Dewey por la religión. Este último, en cambio, se hallaba profunda­ mente influido por Hegel y siempre fue un antikantiano empedernido. La política y la educación, más que la cien­ cia o la religión, ocupaban el centro de su pensamiento. Peirce fue un brillante y críptico matemático polifa­ cético, cuyos escritos se resisten a una sistematización coherente. Peirce se quejó de la apropiación por parte de James de sus ideas. Lo hizo por complejas razones rela­ cionadas con su oscura e idiosincrática metafísica y, en particular, con su doctrina del «realismo escotista», la realidad de los universales, concebidos a veces como relaciones triádicas; a veces, como relaciones-signo; a veces como potencialidades y, otras veces, como disposi­

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ciones. La verdad es que Peirce sentía más simpatía que James por el idealismo y tachaba el pragmatismo de éste de simplista y reduccionista. James mismo, sin embargo, concibió el pragmatismo como un modo de soslayar cualquier tipo de reduccionismo y como un ideal de tole­ rancia. Aunque consideraba que muchas disputas teológicas y metafísicas son, en el mejor de los casos, distintas muestras de la diversidad del temperamento humano, James confiaba en poder construir una alternativa al positivismo antireligioso y venerador de la ciencia de su tiempo. Citaba, con aprobación, la descripción que ofrece Giovanni Papini del pragmatismo «como un corredor en un hotel. Innumerables habitaciones se abren desde él. En una de ellas puede hallarse a un ateo escribiendo un libro; en la siguiente, alguien ora de rodillas y pide tener fe; en una tercera habitación un químico investiga las propiedades de un cuerpo... el corredor pertenece a todos ellos, y todos ellos tienen que pasar por él». Su idea era que la única forma de comunicación posible a través de las divisiones entre temperamentos, disciplinas académi­ cas y escuelas filosóficas consiste en prestar atención a las implicaciones prácticas de las creencias. En particu­ lar, este prestar atención ofrece la única forma de media­ ción entre las afirmaciones de la religión y las afirmacio­ nes de la ciencia. Dewey, en su primer periodo, intentó reconciliar a Hegel con el cristianismo evangelista. Aunque las refe­ rencias al cristianismo desaparecen casi del todo de sus escritos en tomo al año 1900, en un ensayo de 1903 sobre Emerson, Dewey aún esperaba con ilusión el desa­ rrollo «de una filosofía que la religión no tenga porqué reprobar y que sea consciente de su amistad con la cien­ cia y el arte». El acento antipositivista del pragmatismo clásico fue, como mínimo, tan fuerte como su acento antimetafísico. Dewey nos instó a no hacer ninguna distinción clara entre la deliberación moral y las propuestas de cambio en las instituciones socio-políticas, o en la educación. Con­

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cebía los cambios en la actitud personal, en las políticas públicas y en las estrategias de aculturación como tres aspectos interconectados del gradual desarrollo de comu­ nidades cada vez más democráticas y más libres, y del mejor tipo de ser humano que se realizaría en tales comunidades. Todos los libros de Dewey están impregna­ dos de la convicción típicamente decimonónica según la cual la historia (history) humana es la historia (story) de la expansión de la libertad humana. Por otro lado, tam­ bién es constante la esperanza de sustituir la concepción platónica del filósofo como «espectador del tiempo y la eternidad» por una concepción de la tarea del filósofo menos profesionalizada y más orientada a la política. Dewey creía que Kant, especialmente en su filosofía moral, había preservado tal concepción platónica. En La Reconstrucción de la filosofía (1920), Dewey escribió: «bajo el disfraz de estar tratando con la realidad última, la filosofía ha estado ocupándose de los preciosos valores insertos en las tradiciones sociales... ha surgido de un choque entre fines sociales y de un conflicto entre instituciones heredadas y tendencias contemporáneas incompatibles con ellas». Según Dewey, la tarea de la futura filosofía no es hallar nuevas soluciones a proble­ mas tradicionales, sino aclarar «las ideas de la gente con respecto a las luchas sociales y morales de su tiempo». Esta concepción historicista de la filosofía, que se inspira en Hegel y que se parece a la concepción de Marx, ha provocado que, entre los filósofos analíticos, Dewey no gozara de tanta popularidad como Peirce o James. Su intensa preocupación por asuntos políticos y sociales locales americanos ha restringido el interés de su trabajo. Con todo, y esto es lo que voy a defender en estas leccio­ nes, Dewey es el pragmatista clásico cuya obra, a la larga, nos puede ser de mayor utilidad. Independientemente de que Dewey pueda ser el más útil, mi parecer es que, de los tres pragmatistas clásicos, Peirce es quién lo es menos. Es cierto que escribió más que cualquiera de los otros dos y que tal vez fue el más «profesional» de los tres; pero a su pensamiento le falta

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enfoque y dirección. Los filósofos contemporáneos que se llaman a sí mismos «pragmatistas» tan sólo recogen una cosa de Peirce: el cambio que hizo al pasar de hablar de «experiencia» a hablar de «signos». Aunque, en realidad, en vez de hablar de «signos» hablan de «lenguaje», con lo cual excluyen del reino de los signos lo que Peirce llama­ ba «iconos» e «índices», y solamente consideran lo que él denominó «símbolos». No parece que sea un disparate decir que si Peirce no hubiera existido jamás, ello no habría afectado mucho el curso de la historia de la filo­ sofía. Pues Frege hubiera realizado el giro lingüístico solo y sin ninguna ayuda. No obstante, algunos filósofos actuales, como por ejemplo Hilary Putnam o Jürgen Habermas, atribuyen a Peirce una importancia que yo estimo exagerada. Los dos aceptan la definición de Peirce de «verdad» como aquello hacia lo cual la opinión está destinada a convergir al final de la investigación y también su definición de «realidad» como aquello que se cree que existe en tal punto de con­ vergencia. En mi opinión, y por razones que expondré más adelante, esta noción de convergencia no es ni clara ni útil. De todos modos, la principal razón por la cual digo que Peirce es relativamente insignificante es que no se ocupó, como sí hicieron James y Dewey, del problema que dominó la filosofía de Kant y que late en el corazón del pensamiento decimonónico de todos los países occi­ dentales: el problema de cómo reconciliar la ciencia y la religión, de cómo ser fiel a Newton y Darwin y al espíritu de Cristo al mismo tiempo. Este problema constituye el paradigma del tipo de conflicto entre viejos modos de hablar y nuevos desarrollos culturales cuya resolución Dewey veía como tarea principal de la filosofía. Durante sus primeros treinta años, lo más importan­ te para Dewey fue la necesidad de reconciliar la ciencia y la religión; para James lo fue a lo largo de toda su vida. La discusión de este tema por parte de Peirce, en cambio, se reduce a unas cuantas observaciones de carácter más bien vulgar, observaciones que representan la opinión

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común del pensamiento del s. xix. Lo encontramos diciendo, por ejemplo, que el conflicto manifiesto entre estas dos áreas de la cultura es resultado de «la estrechez de miras no filosófica de aquellos que velan por los mis­ terios del culto». Asimismo rechaza la insinuación según la cual se va a ver «privado de la posibilidad de añadirse a la común alegría por la revelación de los principios ilu­ minados de la religión que celebramos por Navidad y Pascua porque juzgo como indefendibles ciertas ideas metafísicas, lógicas y científicas que se han mezclado con aquéllos».1 Y afirma que el único elemento distintivo del cristianismo es la idea de que el amor es la única ley,2 y su único ideal «es que todo el mundo se una en el víncu­ lo del amor común a Dios realizado en el amor de cada hombre por su vecino».3 Este es un modo anglófono bas­ tante típico de seguir las directrices del libro de Kant La religión dentro de los límites de la sola razón. Equivale a decir que podemos defender una ética cristiana sin nece­ sidad de sostener una teología cristiana y, por tanto, sin interferir con la cosmología newtoniana o con la explica­ ción darwiniana del origen de las especies. A James y a Dewey, así como anteriormente a Nietzsche, este compromiso fácil les pareció demasiado fácil. Los tres se tomaron la religión mucho más en serio que Peir­ ce. Peirce, que había sido educado según la doctrina episcopalista, afirmaba que ésta era la única religión posible para un «gentleman» y, por lo que sabemos, nunca sufrió ninguna crisis espiritual importante que se expresara en términos religiosos. James, por el contrario, fue educado por su excéntri­ co padre en una especie de mezcla peculiar de Swedenborg y Emerson. Aunque él y sus hermanos tuvieron la sensatez de no tomarse demasiado seriamente las pecu­ liares ideas teológicas de su padre, en realidad, las expe­ riencias religiosas de éste le influyeron profundamente. 1. Peirce, Ch. S. (1958): Collected Papers of Charles Sanders Peirce, Cam­ bridge, Mass., Harvard University Press, vol. 6, sección 427. 2. Ibíd., sección 440-1. 3. Ibíd., sección 443.

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James sufrió el mismo tipo de crisis espirituales que habían afligido a Henry James, padre, y nunca estuvo seguro de si éstas tenían que ser descritas en términos psicológicos o bien en términos religiosos. Dewey fue el único de los tres que tuvo una forma­ ción religiosa realmente férrea, el único que, por decirlo así, vivió la religión con toda su furia. También fue el úni­ co que se la tragó con toda su fuerza. Su madre le inqui­ ría una y otra vez «¿Te llevas bien con Jesús?» y todos sus biógrafos coinciden en señalar que el tardío resentimien­ to hacia la piedad incordiosa de su madre constituye uno de los elementos centrales de la formación del pensa­ miento maduro de Dewey. A pesar del hecho de que James nunca tuvo que abandonar una ortodoxia impuesta en su juventud, la necesidad de situar a su padre en el mismo universo inte­ lectual que habitaban aquellos amigos suyos más intere­ sados por cuestiones científicas (como, por ejemplo, Peirce y Chauncey Wright) fue muy importante en la for­ mación de su pensamiento. Sospecho que debemos la teoría pragmatista de la verdad a tal necesidad. Y eso porque el motivo de fondo de esta teoría es proporcio­ namos un modo de reconciliar la ciencia y la religión por medio de una visión que las considere, no como a dos sistemas rivales de representar la realidad, sino más bien como a dos modos no rivales de producir felicidad. En el caso de James, creo que su concepción antirepresentacionalista del pensamiento y del lenguaje vino motivada por la comprensión del hecho de que la necesidad de elección entre representaciones rivales puede ser reem­ plazada por la tolerancia hacia una pluralidad de des­ cripciones no rivales; descripciones que sirven a distintos propósitos y que tienen que ser evaluadas por su utilidad respecto a éstos y no por su «adecuación» con los objetos que se describen. Si el lema de James era tolerancia, el de Dewey era, como dije antes, antiautoritarismo. La reacción contra el sentido de pecado que había adquirido en su educación religiosa, condujo a Dewey a hacer campaña, a lo largo

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de toda su vida, contra la idea de que los seres humanos necesitan medirse a sí mismos en oposición a algo no humano. Dewey utilizó el término «democracia» para designar algo parecido a lo que Habermas quiere decir con el término «razón comunicativa». Para Dewey, esta noción resume la idea de que los seres humanos deberían regular sus acciones y creencias por la necesidad de unir­ se a otros seres humanos en proyectos de cooperación, y no por la necesidad de encontrarse en la correcta relación con respecto a algo no humano. Por eso se apropió de la teoría pragmática de la verdad de James. Quizá sea cierto que, de los tres, James será siempre el pragmatista que caerá más simpático y el más leído. Pero, para mí, el más imaginativo de todos fue Dewey. Fue él quien demostró tener una mayor conciencia histórica: supo aprender de Hegel cómo contar historias generales acerca de la relación del presente con el pasado humano. Las historias de Dewey son siempre relatos acerca del pro­ greso que supone el paso de la necesidad de las comuni­ dades humanas de contar con un poder no humano, a la comprensión del hecho de que todo lo que necesitan es, simplemente, tener fe en sí mismas; los suyos son relatos acerca de la sustitución de la autoridad por la fraternidad. Sus relatos acerca de la historia como el relato de la reali­ zación de una libertad cada vez mayor son relatos sobre cómo hemos perdido el sentido de pecado y la esperanza en otro mundo y hemos ido, gradualmente, adquiriendo la habilidad de hallar en la cooperación entre los seres mor­ tales la misma significación espiritual que nuestros ante­ pasados hallaron en la relación con un ser inmortal. Su modo de aclarar «las ideas de los hombres respecto a las luchas morales y sociales de su tiempo» consiste en pedir a sus contemporáneos que consideren la posibilidad de que la cooperación cotidiana en la construcción de comu­ nidades democráticas sea lo que proporcione todo aquello que juzgamos «elevado», todo aquello que antes quedaba reservado para los fines de semana.

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3. El pragmatismo como una liberación del Primer Padre Antes de añadir nada más acerca del modo pragma­ tista de reconciliar religión y ciencia, querría hacer un excursus sobre Freud. La explicación freudiana del ori­ gen de la conciencia, del superego, es, en mi opinión, otra versión de la línea de pensamiento antiautoritario que inspiró a Dewey. La mejor forma de comprender la relación dialéctica, en la filosofía contemporánea, entre el pragmatismo y sus adversarios «realistas» es imagi­ nándola como una falta de inteligibilidad recíproca entre dos tipos distintos de gente. El primero está for­ mado por aquellos cuya máxima esperanza es la unión con algo que se encuentra más allá de lo humano, algo que es la fuente del superego y que tiene autoridad para liberar a uno de culpas y vergüenzas. El segundo tipo corresponde a aquellos cuya máxima esperanza consiste en realizar un futuro humano mejor por medio de la cooperación fraternal entre los seres humanos. Estos dos tipos de gente se prestan fácilmente a ser descritos en términos freudianos: son, por un lado, la gente aún sujeta a la necesidad de hacer alianzas con una figura autoritaria y, por otro, la gente que no se ve afectada por tal necesidad. Hans Blumenberg ha defendido que el Renacimiento fue un periodo en el cual tuvo lugar un giro de la eterni­ dad hacia el porvenir (la situación de las futuras genera­ ciones humanas). En mi opinión, en el área de la filoso­ fía, este giro sólo llega a realizarse plenamente con el pragmatismo. La desetemalización de la esperanza humana tuvo que aguardar cuatrocientos años antes de aparecer filosóficamente explícita. La tradición representacionalista que ha dominado en filosofía en estos cua­ trocientos años tenía la esperanza de que la investigación nos iba a poner en contacto, si no con lo eterno, sí al menos con algo que, según expresión de Bemard Williams, «está ahí de todos modos», algo no perspectivo que queda aparte de las necesidades e intereses humanos.

EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN 34 Los pragmatistas no creen que la indagación pueda ponemos en contacto con una realidad no humana más de lo que lo hayamos podido estar nunca y, por consi­ guiente, según ellos la única cuestión importante es: ¿será mejor la vida humana, en el futuro, si adoptamos esta creencia, esta práctica, esta institución? En Moisés y la religión monoteísta, el último libro que escribió y el más descabellado de todos, Freud nos ofrece una explicación del progreso humano que complementa la de Blumenberg. En él nos cuenta el relato de cómo la cooperación social emerge del parricidio, del asesinato del Primer Padre por parte de la primera banda de her­ manos:

Debe suponerse que, tras el parricidio, transcurrió un tiempo considerable en el que todos los hermanos se enzarzaron en disputas para quedarse con la herencia del padre. La comprensión de la peligrosidad e inutilidad de estas luchas, el recuerdo del acto de liberación acometido conjuntamente, y los vínculos emocionales que trabaron unos con otros durante el periodo de su expulsión termi­ nó por llevarlos a un acuerdo, una especie de contrato social. [Pero] en este periodo de «la alianza fraterna» perdu­ raba el recuerdo del padre. Se escogió un poderoso ani­ mal —al principio de todo, quizá, uno de los que también temían— para que sustituyera al padre... De un lado, se consideró que el tótem era el antepasado de sangre y el espíritu protector del clan y que debía ser adorado y pro­ tegido. De otro, se fijó la celebración de una fiesta en la que el tótem corría la misma suerte del primer padre. Era sacrificado y devorado en común por todos los hombres de la tribu...4

Freud prosigue el relato con la afirmación de que el totemismo fue «la primera forma por medio de la cual la religión se manifestó en la historia» y sostiene que «el primer paso de distanciamiento respecto del totemismo 4. Freud, S., The Standard Edition, ed. James Strachey, Nueva York, Nor­ ton, vol. 23, pp. 82-83.

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fue la humanización del ser venerado». Esta humaniza­ ción dio lugar, primero, a una diosa-madre y, posterior­ mente, a un politeísmo de géneros diversos. El politeísmo fue sucedido por los grandes monoteísmos patriarcales gracias a un proceso que los falogocentristas llaman «purificación» y que Freud interpretaba como una recu­ peración de la verdad psicohistórica. En estas religiones, el padre asesinado, si bien ahora se halla desterrado de la tierra al cielo, recupera el papel legítimo de aquél que exige obediencia incondicional. El platonismo, podemos imaginar que dice Freud, fue una versión despersonalizada de este tipo de monoteís­ mo, un intento ulterior de esta presunta purificación. En este tipo despersonalizado de monoteísmo, el modo de demostrar respeto hacia la figura despersonalizada del padre no es la obediencia, sino el intentar ser idéntico a él. Esto se logra renunciando a todo aquello que nos ale­ ja de él (como por ejemplo, el espacio, el tiempo y el cuerpo). Como buenos hijos que somos aspiramos a iden­ tificamos, por decirlo así, con aquellos aspectos positi­ vos, amables y generosos del padre, mientras que ignora­ mos aquellos otros violentos y volubles. El platonismo nos ofrece, por así decirlo, la forma de reproducir todo aquello que fue grande, bueno y admirable en nuestros padres, sin tener que reproducir sus desagradables idio­ sincrasias. Por medio de la purificación deseamos volver­ nos idénticos con el aspecto que hubiera tenido nuestro padre si hubiera conseguido portarse decentemente. La Idea del Bien es el Padre despojado de partes vergonzosas y pasiones. Para el pragmatista, la metafísica (en el sentido amplio de la palabra «metafísica» que Heidegger utiliza cuando dice que la metafísica es platonismo y que el platonismo es metafísica) es como un intento de acer­ carse a algo tan puro y bueno que no parece realmente humano, pero que, aun así, se parece suficientemente a un padre amoroso como para ser amado con todo el corazón y el alma. La fascinación por las matemáticas —el paradigma de lo que no es ni voluble ni arbitrario,

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ni violento, de lo que incorporó anangke sin dejar rastro de bia— proporcionó a Platón el modelo para este ser: la forma de la figura del padre, por decirlo así, sin deta­ lles superfluos. En realidad, el interés de Freud por Platón se limita­ ba casi enteramente a las discusiones acerca de Eros y la androginia en El Banquete. Imaginemos, sin embargo, que hubiera prestado atención a la teoría de las ideas. De haberlo hecho creo que hubiera percibido en la venera­ ción de la pura Idea del Padre el origen de la convicción según la cual el conocimiento y no el amor es la caracte­ rística más propiamente humana. Porque Platón dispuso las cosas de tal forma que el mejor modo de complacer al Padre fuese haciendo matemáticas o, en todo caso, física matemática. La convicción de la importancia del conocimiento recorre toda la historia de lo que Derrida llama «la meta­ física de la presencia»: la historia de la búsqueda occi­ dental de un punto inmóvil en un mundo cambiante; algo en lo que uno pueda confiar siempre; algo a lo cual uno pueda siempre volver; algo que, como dijo Derrida, esté «más allá del alcance de la obra». Aquellos que vibran con la afirmación de Aristóteles de que «todos los hombres desean por naturaleza saber» consideran que el modo de vida correcto del buen hijo consiste en la bús­ queda de esta presencia tranquilizadora. Para poder con­ sagrarse a la adquisición del conocimiento en tanto que opuesto a la opinión —para asir la estructura inmutable en oposición a la mera percepción de un contenido lleno de colores y mutable— uno debe creer que al acercamos progresivamente a algo como la Verdad o la Realidad nos vamos limpiando y purificando de pecado y ver­ güenza. Cuando los adversarios del pragmatismo dicen que el pragmatismo no cree en la verdad, lo que quieren decir es que no llega a darse cuenta de la necesidad de tal acercamiento y que, por consiguiente, no es cons­ ciente de la necesidad de purificación. Los pragmatistas, sugiere esta gente inclinada a la metafísica, son unos desvergonzados que sólo se deleitan en lo mutable y no

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permanente. Son como las mujeres y los niños: no pare­ ce que tengan superego, ni conciencia, ni espíritu alguno de seriedad. Según Blumenberg, con el tiempo, la repersonaliza­ ción de Dios que tuvo lugar con el cristianismo terminó por volverse contra sí misma. Ocurrió cuando Ockham dedujo las consecuencias voluntaristas de la Alteridad Divi­ na y así, si no redujo el monoteísmo a un absurdo, sí que al menos lo hizo inútil para los intelectuales. El ockhamismo hizo de la voluntad del Padre del Cielo algo tan ines­ crutable que provocó la ruptura de la relación entre su voluntad y nuestros deseos, entre nosotros y Él. Más que en alguien a quien poder acercarse, Dios terminó convir­ tiéndose en alguien que no admite ninguna otra relación que no sea la pura obediencia. Dejó de ser un posible objeto de contemplación y relación. Así pues, el redescu­ brimiento de Platón por parte de los humanistas del Renacimiento reprodujo el mismo movimiento de desper­ sonalización y el mismo giro de la teología a la metafísi­ ca que Platón ya había realizado al ofrecer a los intelec­ tuales paganos la Idea del Bien como una forma purifica­ da de adoración. Dewey no leyó nunca Freud. De haberlo hecho, creo que habría aceptado la explicación que éste ofrece del proceso de maduración de la humanidad y que la habría utilizado para reforzar y complementar su propia histo­ ria sobre cómo llegó Occidente a superar los dualismos griegos en el transcurso de la invención de la tecnología y de las sociedades liberales modernas, dos invenciones que Dewey veía como formando parte del mismo movi­ miento antiautoritario. Habría considerado que las suce­ sivas descentralizaciones realizadas por Copémico, Dar­ win y el propio Freud fueron modos útiles de forzamos a abandonar la búsqueda de la salvación fuera de la comunidad y de obligamos, en cambio, a explorar las posibilidades que nos brinda la cooperación social. En particular, creo que hubiera podido concebir que las sociedades democráticas modernas se fundan sólo en la fraternidad; es decir, la fraternidad liberada del recuerdo

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de la autoridad paternal. Solamente el pragmatismo, hubiera podido decir Dewey, saca todo el provecho del parricidio. Únicamente en una sociedad democrática —podemos imaginar a Dewey diciendo— que se describa a sí misma en términos pragmatistas es total la negativa de aceptar cualquier autoridad que no sea la del consenso logrado por medio de una indagación libre. Tan sólo entonces es posible realizar la fraternidad que se entrevio por prime­ ra vez cuando los hermanos mataron al primer padre. Las numerosas tentativas —acaecidas a lo largo de mile­ nios, y que conforman la historia del monoteísmo y la metafísica— de hacer las paces con el espectro del padre asesinado, han retardado el momento de la consecución de esta fraternidad. Dewey pensaba que no se va a retar­ dar más una vez consideremos que la autoridad de nues­ tro superego colectivo y de nuestro sentido colectivo de qué cuenta como abominación moral no es otra que la que proviene de la tradición, y una vez veamos que una tradición es algo que puede ser moldeado y revisado sin fin por sus seguidores. Espero que ahora se vea por qué esta serie de leccio­ nes lleva por subtítulo «antiautoritarismo en epistemolo­ gía y ética». Con «antiautoritarismo en ética» me refiero al desarrollo que acabo de describir: la actitud que entiende lo que calificamos de «abominación moral», no como una intuición producida por una parte de nosotros que está en conexión con algo no humano y bueno, sino simplemente como un legado cultural revisable. Con «antiautoritarismo en epistemología» me refiero a la sus­ titución de la objetividad (donde, por objetividad se entiende una relación privilegiada con un ser no humano como Dios, la Realidad o la Verdad) por la idea de intersubjetividad en forma de consenso libre entre aquellos miembros lo suficientemente curiosos como para hacerse preguntas.

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4. La solución de James para reconciliar ciencia y religión En esta última sección de la lección me propongo tratar una de las partes más criticadas de la obra de William James: su ensayo «The Will to Believe». En este ensayo, James sos­ tiene que no es necesario reconciliar ciencia y religión, ya que, por decirlo así, es posible mantenerlas en comparti­ mentos separados viéndolas como dos herramientas que satisfacen necesidades que no están en conflicto. Voy a intentar situar este argumento en el contexto del antirrepresentacionalismo general de James. A la hora de entender a James es de gran ayuda recordar que no sólo dedicó el libro Pragmatismo a John Stuart Mili, sino que también repitió alguna de sus tesis más controvertidas. En «The Moral Philosopher and the Moral Life», James dice que «la única razón que puede haber para que un fenómeno deba existir es que tal fenó­ meno sea efectivamente deseado.»5 Sospecho que el eco de la frase más ridiculizada de el Utilitarismo de Mili es deliberado. Una de las convicciones más profundas de James era que para saber si es necesario estar de acuerdo o no con una afirmación solamente debemos preguntar­ nos a qué otras afirmaciones —«afirmaciones hechas realmente por alguna persona concreta»— afecta. No es necesario que preguntemos si es una afirmación «válida» o no. James deploraba el hecho que los filósofos hiciesen más caso a Kant que a Mili, y que aún pensasen que la validez de una afirmación cae como «de una dimensión sublime del ser que la ley moral habita, del mismo modo que de lo alto de los cielos estrellados cae sobre el acero de la aguja de la brújula la influencia del Polo.»6 La opinión de que no existe ninguna otra fuente de obligación aparte de las pretensiones de seres individua­ les sensibles conlleva la idea de que sólo tenemos respon­ sabilidad hacia estos seres. La mayor parte de estos seres 5. James, W. (1979): The Will to Believe and other essays in popular philosophy, Cambridge, Mass., Harvard University Press, p. 149. 6. Ibíd., p. 148.

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individuales sensibles relevantes está compuesta por nuestros congéneres. Así pues, tenemos que dejar de hablar de responsabilidad hacia la Verdad o la Razón y pasar a hablar de responsabilidad hacia nuestros congé­ neres. La explicación de James de la verdad y el conoci­ miento consiste en una ética utilitarista de la creencia destinada a facilitar tal sustitución. Su punto de parti­ da es, una vez más, la consideración de Peirce de la creencia como hábito de acción en vez de como repre­ sentación. Una filosofía utilitarista de la religión no nece­ sita preguntar si la creencia religiosa recoge algo verda­ dero. Le basta preguntar por el modo cómo las acciones de los creyentes religiosos hacen difícil la vida de otros seres humanos, y por la manera cómo podríamos satis­ facer las necesidades que estas creencias satisfacen sin crear las mismas dificultades. La responsabilidad hacia la Verdad no es, para James, la responsabilidad de entender las cosas correcta­ mente. Nuestra obligación de ser racionales se agota, más bien, con la obligación de tener en cuenta las dudas y objeciones de la otra gente con respecto a nuestras creen­ cias. Esta visión de la racionalidad hace que sea natural decir, con James, que la verdad es «lo que nos vendría mejor de creer».7 Pero, claro, lo que es bueno de creer para una perso­ na o grupo no será bueno para otra persona o grupo dis­ tinto. James nunca estuvo seguro de cómo evitar esta consecuencia contraintuitiva según la cual lo que es ver­ dad para una persona puede que no sea verdad para otra. Oscilaba entre la identificación que hace Peirce de la ver­ dad como lo que se creería en condiciones ideales y la estrategia que sigue Dewey al soslayar el tema de la ver­ dad y hablar en su lugar de justificación. Para el presen­ te propósito, sin embargo— evaluar la concepción de la creencia religiosa que James ofreció en su ensayo «The Will to Believe»—, no es necesario que decida entre estas 7. James, W. (1979): Pragmatism, Cambridge, Mass., Harvard University Press, p. 42. {Pragmatismo: un nuevo nombre para algunos antiguos modos de pensar, Barcelona, Orbis, 1985.)

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dos estrategias. Pospongo para ulteriores lecciones lo que un pragmatista debería decir acerca de la verdad. Ahora tan sólo quiero considerar la cuestión de si el creyente religioso tiene ningún derecho en relación a su fe, de si tal fe entra o no en conflicto con sus responsabilidades intelectuales. Una consecuencia de la concepción utilitarista de James sobre la naturaleza de la obligación es que la obli­ gación de justificar las propias creencias sólo surge en el momento en que los hábitos de acción que uno tiene entran en conflicto con la satisfacción de las necesidades de los otros. En cuanto uno se ocupa de un proyecto privado esta obligación desaparece. La estrategia de fondo de la filosofía de la religión utilitarista/pragmatista de James es privatizar la religión. Esta privatización le permite inter­ pretar la supuesta tensión entre ciencia y religión como una ilusoria oposición entre esfuerzos cooperativos y pro­ yectos privados. De acuerdo con la explicación pragmatista, el mejor modo de entender la investigación científica es conside­ rarla como el intento de hallar una descripción única, unificada y coherente del mundo, la descripción que hace que sea más fácil predecir las consecuencias de los acontecimientos y de las acciones y que, por eso, repre­ senta el modo más sencillo de satisfacer determinados deseos humanos. Lo que el pragmatista quiere decir cuando sostiene que la «ciencia creacionista»8 es mala ciencia es que subordina estos deseos a otros deseos menos extendidos. Pero como los objetivos de la religión no son redugibles a la satisfacción de nuestra necesidad de predecir y controlar, no está nada claro que sea más necesaria una discusión entre la religión y la ciencia ortodoxa —de átomos y vacío— que una discusión entre ésta última y la literatura. Además, si a una relación per­ sonal con Dios no la acompañase la pretensión de cono­ 8. La llamada «ciencia creacionista» es la supuesta «ciencia» que predi­ can los fundamentalistas protestantes en sustitución de la teoría de la evolución de Darwin. Su dogma básico consiste en afirmar que se puede demostrar cientí­ ficamente que la explicación que el Génesis ofrece de la Creación es verdadera.

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cimiento de la Voluntad Divina, entonces podría ser que no hubiera ningún conflicto entre la religión y la ética utilitarista. Una forma convenientemente privatizada de creencia religiosa no podría obligamos a defender unas determinadas creencias científicas y no otras, ni tampo­ co podría imponer a nadie de tener unas preferencias morales diferentes de las propias. Esta forma de creencia podría satisfacer la necesidad de uno sin amenazar de meterse con las necesidades de los otros y, por tanto, pasaría el test utilitarista. W. K. Clifford, el oponente que James se escoge en «The Will to Believe», piensa que tenemos un deber de buscar la verdad distinto del deber de buscar la felicidad. Su modo de describir tal deber no es concibiéndolo como un deber de entender correctamente la realidad sino, más bien, como el deber de no creer sin evidencia. James lo cita cuando dice: «si una creencia es aceptada en base a una evidencia insuficiente, el placer resultante es roba­ do... Es pecaminoso porque es robado desafiando nuestro deber hacia la humanidad... Siempre, en cualquier sitio y, para cualquiera, es incorrecto creer algo en base a una evidencia insuficiente».9 Clifford nos pide que, además de ser sensibles a las necesidades humanas, también lo seamos a la «eviden­ cia». De esta suerte, la cuestión entre James y Clifford viene a ser la siguiente: ¿es la evidencia algo que flota independientemente de los proyectos humanos o, más bien, la exigencia de evidencia es simplemente la exigen­ cia que nos formulan otros seres humanos para que coo­ peremos en tales proyectos? La concepción según la cual las relaciones evidencía­ les tienen una forma de existencia independiente de los proyectos humanos aparece bajo distintos aspectos, de los cuales los más destacados son el realismo y el fundacionalismo. Los filósofos realistas afirman que la única fuente verdadera de evidencia es el mundo tal como es en sí mismo. Las objeciones pragmatistas al realismo 9. James, op. cit., 1979, p. 18.

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parten del supuesto que «...ni el más abstracto de nues­ tros ejercicios teóricos puede obviar el elemento huma­ no. Todas nuestras categorías mentales, sin excepción, se han desarrollado gracias a su fertilidad para la vida, y deben la existencia a circunstancias históricas, del mis­ mo modo que a ellas se la deben los nombres, los ver­ bos y los adjetivos con que se visten nuestros lengua­ jes». (ECR, 552. Cf. Nietzsche, La voluntad de poderío, sec. 514.) Si los pragmatistas están en lo cierto, entonces la única disputa entre ellos y los realistas es la cuestión de si la noción de «el mundo tal como es en sí mismo» es fructífera para la vida o no. La crítica de James a las teo­ rías de la verdad como correspondencia es reducible al argumento según el cual la pretendida «adecuación» de una creencia a la naturaleza intrínseca de la realidad no añade nada importante para la práctica al hecho de que se acepta universalmente que ésta conduce a una acción provechosa. El fundacionalismo es la concepción epistemológica que pueden adoptar aquellos que suspenden el juicio con respecto a la tesis realista según la cual la realidad tiene una naturaleza intrínseca. Un fundacionalista solamente necesita sostener que cada creencia ocupa un lugar en un orden natural de razones transhistórico y transcultural, un orden que, con el tiempo, termina por hacer que el investigador llegue hasta una u otra «fuente última de evidencia».10 Distintos fundacionalistas ofrecen distintos candidatos para tales fuentes: por ejemplo, las Escrituras, la tradición, las ideas claras y distintas, la experiencia de los sentidos, el sentido común. Los pragmatistas se opo­ nen al fundacionalismo por las mismas razones que se oponen al realismo. Para ellos, la respuesta a la cuestión de si las investigaciones siguen un orden natural de razo­ nes, o bien simplemente responden a las exigencias de 10. Véase el libro de Michael Williams, Unnatural Doubts, Oxford, Blackwell, 1993, p. 116: «...podemos caracterizar el fundacionalismo como aquel pun­ to de vista según el cual nuestras creencias, simplemente en virtud de ciertos ele­ mentos de su contenido, mantienen relaciones epistemológicas naturales y, por lo tanto, están incluidas entre los géneros epistemológicos naturales.»

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justificación predominante en nuestra cultura —al igual que la respuesta al problema de si encontramos o bien hacemos el mundo—, no puede tener ninguna relevancia de orden práctico. Pero la exigencia de evidencia de Clifford también puede ser formulada en forma minimalista, una forma que evita tanto el realismo como el fundacionalismo y que concede a James que la responsabilidad intelectual no es nada más que la responsabilidad hacia la gente jun­ to a la cual uno se empeña en algo. En su forma mini­ malista, esta exigencia tan sólo presupone que el signifi­ cado de un enunciado consiste en las relaciones inferenciales que mantiene con otros enunciados. De acuerdo con este punto de vista, utilizar el lenguaje en que se for­ mula la oración nos compromete a creer que una afirma­ ción S es verdadera si, y sólo si, también creemos que un determinado número de afirmaciones que permiten una inferencia a S, y aún otras afirmaciones que pueden ser inferidas de S son verdaderas. El error de creer sin evi­ dencia consiste, pues, en el error de pretender participar en un proyecto común y, al mismo tiempo, no estar de acuerdo en jugar según las reglas. Esta concepción del lenguaje quedó resumida en el eslogan positivista que dice que el significado de una afir­ mación es su método de verificación. Los positivistas sos­ tenían que las oraciones utilizadas para expresar creen­ cias religiosas no están conectadas con el resto del len­ guaje según el procedimiento inferencial correcto, y de ahí que tan sólo puedan expresar pseudocreencias. Los positivistas, siendo fundacionalistas empiristas, equipara­ ron «procedimiento inferencial correcto» a «apelación definitiva a la experiencia sensorial». Con todo, un neopositivista no fundacionalista podría todavía sugerir el siguiente dilema: si hay conexiones inferenciales, enton­ ces tenemos el deber de argumentar; si no hay, entonces no estamos tratando con una creencia en absoluto. Así pues, incluso si desechamos la noción fundacio­ nalista de «evidencia», la idea de Clifford puede aún ser reformulada en términos de la responsabilidad de argu­

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mentar. Podemos resumir una concepción minimalista de aspecto parecido a la de Clifford con la afirmación siguiente: tus emociones quizá sean cosa tuya, pero tus creencias son asunto de todos. No existe ningún procedi­ miento por medio del cual una persona religiosa pueda reclamar el derecho de creer como parte de un derecho general a la intimidad, porque la actividad de creer es inherente a un proyecto público; es decir, todos nosotros, en tanto que usuarios de un lenguaje, estamos en él con­ juntamente. Todos tenemos la responsabilidad mutua de evitar creer algo que no pueda ser justificado ante el res­ to de nosotros. Ser racional es someter las creencias de uno —todas las creencias— al juicio de sus semejantes. James se opone a esta concepción. En «The Will to Believe» arguye que existen opciones forzosas, vivas e importantes que no pueden ser tomadas por evidencia, opciones que, como dijo James, no pueden ser «toma­ das en base a razones intelectuales». Por contra, la réplica característica de los que apoyan a Clifford con­ siste en afirmar que allá donde la evidencia y el argu­ mento se presentan como inasequibles la responsabili­ dad intelectual exige que las opciones dejen de ser o vivas o forzosas. El investigador responsable, dicen, no se deja ver enfrentado a opciones del tipo que describe James. Cuando la evidencia y el argumento son inase­ quibles también lo es, piensan, la creencia o, al menos, la creencia responsable. Se pueden tener deseos, espe­ ranzas y otros estados cognitivos de forma legítima sin evidencia —pueden convertirse en lo que James llamaba «nuestra naturaleza pasional»—; pero no creencias. En el reino de la creencia, qué opciones son vivas y forzo­ sas no es un asunto privado. Nos enfrentamos a las mis­ mas opciones; a cada uno se nos proponen los mismos candidatos a la verdad. Tan intelectualmente irresponsa­ ble es ignorar tales opciones, como resolver la situación entre estos candidatos a la verdad sin recorrer al argu­ mento basado en el tipo de evidencia que los significa­ dos mismos de las palabras nos señalan como necesario para su apoyo.

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Es justamente esta sutil y clara distinción entre lo cognitivo y lo no cognitivo, entre la creencia y el deseo, el tipo de dualismo que, sin embargo, James necesita desdi­ bujar. De acuerdo con la explicación tradicional, el deseo no debería jugar ningún papel en la fijación de las creen­ cias. Según la explicación pragmatista, en cambio, el úni­ co sentido de tener creencias es satisfacer los deseos. La tesis de que el pensar «tan sólo está ahí en interés de la conducta»11 es la versión que ofrece James de la tesis de Hume según la cual «la razón es, y tiene que ser, la escla­ va de las pasiones». La aceptación de cualquiera de estas tesis, hará que uno tenga los mismos motivos que James para dudar del antagonismo supuestamente necesario entre la ciencia y la religión. Porque, como dije anteriormente, estas dos áreas de la cultura parecen satisfacer dos clases distintas de deseos. La ciencia nos permite predecir y controlar, mientras que la religión nos ofrece una mayor esperanza y, de este modo, algo por lo que vivir. La pregunta «¿cuál de las dos descripciones del universo es verdad?» puede llegar a ser tan absurda como la pregunta «¿cuál es la explicación verdadera de la mesa: la del carpintero o la del físico de partículas?». Porque no hace falta contes­ tar ninguna de estas preguntas si podemos diseñamos una estrategia que mantenga a cada una de estas explica­ ciones en su camino de modo que no moleste a la otra. Consideren la caracterización que hace James de la «hipótesis religiosa» como aquella que sostiene las tesis (1) «las mejores cosas son las cosas eternas...», y (2) «somos mejores si creemos [l]».12 Por ahora, ignoraré la cuestión de si esto basta para caracterizar lo que la mayo­ ría de gente religiosa cree. Solamente quiero subrayar que si hubieran pedido a James que especificase mejor la diferencia entre aceptar estas hipótesis (un estado «cog­ nitivo») y confiar, simplemente, en la mayor esperanza (un estado «no cognitivo») —o que especificase la dife­ 11. The Will to Believe, p. 92. 12. James, W., op.cit., 1979, pp. 29-30.

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rencia entre creer que las mejores cosas son las más eter­ nas y complacerse en la idea que lo son— les habría podi­ do responder perfectamente que tales diferencias no tie­ nen prácticamente ninguna relevancia. ¿Qué importancia tiene —nos lo podemos imaginar preguntando— que a eso lo llames creencia, deseo o esperanza, una disposi­ ción de ánimo o un complejo de disposiciones, mientras tenga el mismo valor para dirigir la acción? Sabemos en qué consiste la fe religiosa, qué hace por la gente. La gen­ te tiene derecho a tener tal fe, como también tiene todo el derecho de enamorarse, de casarse precipitadamente y de seguir amando a pesar de los disgustos e inacabables decepciones. En todos estos casos, hace valer sus dere­ chos lo que James llamaría «nuestra naturaleza pasional» y yo «nuestro derecho a la intimidad». Sugiero que reinterpretemos la distinción de James entre intelecto y pasión a fin de que coincida con la dis­ tinción entre lo público y lo privado, entre lo que precisa ser justificado ante los otros seres humanos y lo que no lo necesita. Una propuesta de negocios, por ejemplo, precisa de una justificación de este tipo, pero no así una propues­ ta de matrimonio, al menos en nuestra cultura democráti­ ca y romántica. Una ética como ésta defenderá la creencia religiosa diciendo, con Mili, que la única cosa que restrin­ ge nuestro derecho a la felicidad es el derecho de otros a poder buscar sin intromisiones su propia felicidad. Tal derecho a la felicidad incluye los derechos a la fe, a la esperanza y al amor, típicos estados intencionales que no precisan de justificación ante nuestros semejantes. Nues­ tras responsabilidades intelectuales se refieren a las res­ ponsabilidades de cooperar en proyectos comunes idea­ dos para promover el bienestar general (proyectos como, por ejemplo, construir una ciencia unificada o un código mercantil uniforme) y no entrometerse en los proyectos privados de otros. En relación a estos últimos —proyec­ tos tales como casarse o practicar una religión— no se plantea el problema de la responsabilidad intelectual. Los críticos de James interpretarán esta respuesta como el reconocimiento de que la religión no es una

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cuestión cognitiva y que su «derecho de creer» es un nombre impropio para «el derecho de anhelar», «el dere­ cho de esperar» o «el derecho de confortarse en el pensa­ miento de que...», etc. Pero James no hace, ni tampoco debería hacer esta distinción. En vez de ello subraya que el impulso de trazar una línea bien clara entre lo cogni­ tivo y lo no cognitivo, y entre las creencias y los deseos —incluso cuando esta explicación no es relevante para la explicación ni para la justificación de la conducta— es un residuo de la falsa creencia (por ser inútil) de que debe­ ríamos embarcamos en dos tipos de búsqueda diferentes: por un lado, la búsqueda de la verdad y, por otro, la bús­ queda de la felicidad. Solamente una creencia como ésta podría persuadimos de decir que amici socii, sed magis amica ventas (nuestros colegas son amigos nuestros, pero más amiga nuestra es la verdad). Ser profundamente antiautoritarista en la propia visión del conocimiento y la indagación significa no verse nunca tentado de decir algo así. Lo máximo que podemos decir es algo como amici socii, sed forse magis amici socii futuri (nuestros actuales colegas son amigos nuestros, pero quizá nuestros mejores amigos sean nuestros colegas del futuro).

S eg u n d a

lección

EL PRAGMATISMO COMO UN POLITEÍSMO ROMÁNTICO En 1911 apareció en París un libro titulado Un Romantisme Utilitaire: Étude sur le Mouvement Pragmatiste. Este era el primero de tres volúmenes que René Berthelot —un filósofo sorprendido por las semejanzas entre las concepciones de James, Nietzsche, Bergson, Poincaré y algunos modernistas católicos— escribía sobre el tema. Aunque a Berthelot le disgustaban y des­ confiaba de estos pensadores, escribió sobre ellos con agudeza, energía y perspicacia. Remontó las raíces románticas del pragmatismo más allá de Emerson hasta Schelling y Hólderlin,1 y las raíces utilitaristas hasta el influjo de Darwin y Spencer.2 «En todas sus diversas for­ mas», dijo Berthelot, «el pragmatismo se revela como un utilitarismo romántico: es ésta claramente su característi­ ca más original y también su vicio más íntimo y su más oculta debilidad».3 Probablemente Berthelot fuese el primero en utilizar la expresión «un pragmatista germánico» para referirse a 1. Berthelot, R., Un Romantisme Utilitaire: Étude sur le Mouvement Pragmatiste, volumen 1: Le pragmatisme chez Nietzsche et chez Poincaré, París, Alean, 1911, pp. 62-3. 2. Berthelot todavía llegó más allá de Darwin y Spencer, hasta Hume, a quien veía como «la transición entre la psicología utilitaria e intelectualista de Helvetius y la psicología vitalista del instinto que reencontramos en los escoce­ ses», e incluso hasta Lamarck, que era «la transición entre esta concepción vitalista de la biología y lo que podemos llamar el utilitarismo mecánico de Dar­ win». (Ibíd., p. 85.) 3. BertTielot, ibíd., p. 128.

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Nietzsche, y también fuese el primero en dar importancia al parecido entre la concepción de la verdad de Nietzsche y la de los pragmatistas americanos. El lugar donde este parecido —frecuentemente señalado desde entonces y de forma notable en un capítulo seminal del libro de Arthur Danto sobre Nietzsche— se manifiesta con mayor clari­ dad es en La Gaya Ciencia. Allí Nietzsche afirma: «es que ni tan sólo tenemos un órgano para el conocimiento, para la “verdad”; “conocemos”... solamente en la medida en que este conocimiento puede ser útil para los intereses del rebaño humano».4 Encontramos esta misma concepción darwiniana detrás de la tesis de James según la cual «se piensa en interés de la conducta» y también detrás de su definición de verdad como «lo bueno con respecto al pro­ ceso de creer». Esta definición equivale a aceptar la tesis de Nietzsche según la cual, epistemológicamente, los seres humanos deberían ser concebidos como «animales listos». Las creencias deben ser juzgadas solamente por el criterio de si hacen que quien crea consiga o no lo que desea. James y Nietzsche hicieron por la palabra «verdade­ ro» lo que John Stuart Mili había hecho por la palabra «correcto». Así como Mili sostuvo que no existía ningún motivo ético aparte del deseo de felicidad de los seres humanos, James y Nietzsche sostuvieron que no existe ninguna voluntad de verdad distinta de la voluntad de felicidad. Los tres filósofos piensan que términos trascen­ dentales tales como «verdadero» y «correcto» adquieren su significado a través del uso, y que su único uso es la evaluación de los métodos que los humanos utilizan para lograr la felicidad. Nietzsche, por culpa de su habitual y arrogante ignorancia, no supo sacar provecho de Mili, no supo comprender la diferencia entre Mili y Bentham. James, que dedicó su primer tratado filosófico a la memoria de Mili, no sólo deseaba desenmascarar el pen­ samiento de éste de su acento benthaminiano, sino que también quería quitarle el acento coleridgeano. Tal acen­ to explica por qué Mili escogió un epígrafe de Wilhelm 4. La Gaya Ciencia, sección 354.

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von Humboldt para su libro Sobre la libertad: «El princi­ pio rector hacia el cual convergen todos los argumentos expuestos en estas páginas es la absoluta y esencial importancia del desarrollo humano en su más rica diver­ sidad». Como utilitarista romántico que era, Mili deseaba evitar ser el reduccionista que aparentemente había sido Bentham, y quería defender la cultura secular contra la acusación habitual de ceguera hacia las cosas más eleva­ das. Esto le llevó, tal como ha señalado M. H. Abrams, a compartir la concepción de Amold según la cual la litera­ tura podría ocupar el lugar del dogma. Abrams cita a Alexander Baier cuando éste dice de Mili que «parecía enten­ der la Poesía como una religión o, más bien, como la Religión y la Filosofía en Uno».5 Abrams cita una carta de Mili en la que éste afirma que «el nuevo utilitarismo» —el suyo en tanto que opuesto al de Bentham— concibe «la Poesía no sola­ mente en paridad con, sino como condición necesaria para cualquier filosofía comprehensiva y verdadera».6 Abrams sostiene que tanto Mili como Amold, a pesar de sus diferencias, sacaron la misma lección de los román­ ticos ingleses: que la poesía podría y debería cargar con «la inmensa responsabilidad de las funciones que un día realizaron los dogmas ya desacreditados de la reli­ gión y la filosofía religiosa».7 Entre estos dogmas ya desacreditados, Abrams incluye la tesis de que mientras que pueden haber muchos grandes poemas, sólo puede haber una religión verdadera, porque solamente existe un Dios verdadero. La Poesía no puede ocupar el lugar de una religión monoteísta, pero puede ser útil a los propósitos de una versión secularizada de politeísmo. Hacia al final de Las variedades de la experiencia religio­ sa, en un famoso pasaje, James recomienda una especie de politeísmo: 5. M. H. Abrams, The Mirror and the Lamp, London: Oxford University Press, 1971, pp. 334-335 (El espejo y la lámpara, Barcelona: Barral, 1975). 6. Abrams, citando una carta a Bulwer-Lytton, p. 333. 7. Ibíd., p. 335.

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Si a un Emerson se le obligase a ser un Wesley, o a un Moody a ser un Whitman, el total de la conciencia humana de lo divino se resentiría. Lo divino no puede designar ninguna cualidad singular; tiene que designar un grupo de cualidades; cualidades que hacen que los diferentes hombres que se convierten alternativamente en sus paladines puedan hallar misiones valiosas. Como cada actitud viene a ser una sílaba del mensaje total de la naturaleza humana, se requiere de cada uno de nosotros para letrear completamente el significado.8

El uso impreciso que hace aquí James de «lo divino» tiene como consecuencia que el término sea práctica­ mente equivalente a «lo ideal». En este pasaje James rea­ liza para la teología lo que Mili hizo por la política cuan­ do dijo que el objetivo de las instituciones sociales es «el desarrollo humano en su más rica diversidad». Existe un pasaje en Nietzsche de elogio del politeísmo que complementa lo que acabo de citar de James. En la sección 143 de La Gaya Ciencia, Nietzsche afirma que la moralidad —en el sentido amplio de la necesidad de acep­ tar leyes y costumbres obligatorias— implica «hostilidad contra el impulso de tener un ideal propio». Sin embargo, los presocráticos, dice, proporcionaron una salida a la individualidad permitiendo a los seres humanos «contem­ plar, en un mundo superior y distante, una pluralidad de normas: un dios no era concebido como la negación de otro dios, ni tampoco como una blasfemia contra él». De este modo, señala Nietzsche, «se permitió por primera vez el lujo de los individuos; fue entonces cuando se honraron por primera vez los derechos de los individuos»; porque en el período del politeísmo presocrático «la libertad de espíritu y la multiplicidad del espíritu humano alcanzaron su primera forma preliminar: el poder de crear para noso­ tros mismos unos ojos propios y nuevos». Puedo resumir lo que he venido diciendo con una definición de «politeísmo» que abarca tanto a Nietzsche 8. James, W., The Varieties of Religious Experience, Cambridge Mass.: Har­ vard University Press, 1985, p. 384 (Las variedades de la experiencia religiosa, Bar­ celona: Península, 1994).

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como a James: alguien es politeísta si no cree que haya ningún objeto de conocimiento real o posible que permi­ ta conmensurar y clasificar por orden todas las necesida­ des humanas. Así pues, de acuerdo con mi definición, la doctrina de Isaiah Berlín sobre los valores humanos incommensurables es un manifiesto politeísta. Para ser politeísta en este sentido no es necesario que haya perso­ nas no humanas con poder para intervenir en los asuntos humanos. Tan sólo es preciso desechar lo que Heidegger llamaba «la tradición onto-teológica». Esto es, la tradi­ ción según la cual deberíamos intentar hallar el sistema que lo conecta todo entre sí y que indicará a todos los seres humanos lo que tienen que hacer con sus vidas, siendo esto lo mismo para todos. El politeísmo, en el sentido en que lo he definido, es prácticamente coextensivo con el utilitarismo romántico. Porque cuando no queda ningún otro modo de ordenar las necesidades humanas que el de contraponer unas con otras, entonces lo único que cuenta es la felicidad huma­ na y Sobre la libertad de Mili basta para proporcionamos todas las instrucciones éticas que precisamos. Los poli­ teístas están de acuerdo con Mili y Amold en afirmar que, efectivamente, la poesía debería asumir el papel que la religión ha llevado a cabo hasta ahora en la formación de la vida de los individuos y que nada debería suplir la función de las iglesias. Los poetas son al politeísmo lo que los sacerdotes de una iglesia universal son al mono­ teísmo. De tal forma que es probable que una vez seamos politeístas no tan sólo nos apartemos de los sacerdotes, sino también de esos sustitutos de sacerdotes que son los metafisicos y los físicos. Un giro semejante, sin embargo, es compatible con dos clases de actitudes distintas hacia aquellos que todavía mantienen una fe monoteísta. Los podemos ver como los vio Nietzsche, o sea, ciegos, débi­ les, imbéciles. O bien podemos hacer como James y Dewey y considerar que esa gente está tan fascinada por el trabajo de un poeta en particular que no puede apre­ ciar el trabajo de otros poetas. Podemos, como Nietzsche, ser agresivamente ateos, o bien podemos, como Dewey,

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concebir este ateísmo agresivo como una versión misma de monoteísmo, como teniendo «alguna cosa en común con el supematuralismo tradicional».9 •k ie ie

El contraste entre estas distintas actitudes con res­ pecto a la creencia religiosa va a ser el tema principal de lo que sigue a continuación. Pero antes quisiera tratar de resolver una dificultad que cualquier intento de meter a Nietzsche y a los pragmatistas americanos en un mis­ mo saco debe afrontar, a saber, sus actitudes, dramática­ mente opuestas, hacia la democracia. Nietzsche es utilitarista sólo en la medida en que con­ sidera que el hombre no persigue ningún otro objetivo que no sea el de la felicidad. No se interesa para nada por la mayor felicidad del mayor número; únicamente se interesa por la felicidad de algunos seres humanos excep­ cionales determinados —aquellos con la capacidad de ser sumamente felices—. A Nietzsche le parecía que la demo­ cracia —que él llamaba «cristianismo para el pueblo»— es una forma de trivializar la existencia humana. En con­ traste con esta opinión. James y Dewey dieron por senta­ da, como también había hecho Mili, la validez del ideal cristiano de fraternidad humana universal. Haciéndose eco de Mili, James escribió: «Considera cualquier deman­ da, por muy insignificante que sea, que cualquier criatu­ ra, por muy débil que sea, podría hacerte. ¿No tendría que ser deseada en virtud de ella misma?»10 El utilitarismo romántico, el pragmatismo y el poli­ teísmo son tan compatibles con el entusiasmo por la democracia como con el menosprecio por la democracia. El reproche que se le puede hacer a un filósofo que suscri­ be una teoría de la verdad pragmatista de no proporcionar ninguna razón para no ser un fascista está perfectamente 9. Dewey, John, A Common Faith, en The Later Works, vol. 9, Carbondale: Souther Illinois University Press, 1986, p. 36. 10. James, W., The Will to Believe and other essays in popular philosophy, Cambridge, Ma.: Harvard University Press, 1979, p. 149.

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justificado. Aunque tampoco puede ofrecer ninguna para serlo. En cuanto uno se convierte en politeísta, en el sen­ tido que acabo de señalar, tiene que abandonar la idea de que la filosofía puede ayudamos a escoger entre la varie­ dad de distintas deidades y formas de vida que se ofre­ cen. La elección entre entusiasmo y menosprecio por la democracia se convierte más en una elección entre, por ejemplo, Walt Whitman y Robinson Jeffers, que entre dos conjuntos rivales de argumentos filosóficos. Aquellos que encuentran moralmente ofensiva la identificación pragmatista de la verdad con lo que es bue­ no de creer acostumbran a decir que fue sobre todo Nietzsche, más que James o Dewey, quien sacó la infe­ rencia correcta del abandono de la idea de un objeto de conocimiento que nos indica cómo ordenar las necesida­ des humanas. Los que conciben el pragmatismo como una especie de irracionalismo, y el iiracionalismo como un abrir las puertas al fascismo, aseguran que James y Dewey fueron unos ciegos al no ver las consecuencias antidemocráticas de sus propias ideas y que, además, fue­ ron unos ingenuos al creer posible ser un buen pragma­ tista y un buen demócrata al mismo tiempo. Tales críticos incurren en el mismo error que cometió Nietzsche. Creen que la idea cristiana de fraternidad es inseparable del platonismo. El platonismo, en este senti­ do, consiste en la idea de que la voluntad de verdad es distinta de la voluntad de felicidad; o, precisando un poco más, es la tesis de que los seres humanos se encuentran escindidos entre la búsqueda de una felicidad animal inferior y la búsqueda de una forma de felicidad más ele­ vada y divina. Nietzsche creyó, erróneamente, que una vez desecháramos, con ayuda de Darwin, esta idea y nos acostumbrásemos a la idea de que simplemente somos unos animales listos, no tendríamos ningún motivo para desear la felicidad de todos los seres humanos. Quedó tan impresionado por el hecho de que los héroes homéricos hubieran visto el cristianismo como un absurdo que, a excepción de unos breves instantes, fue incapaz de con­ cebir el cristianismo como la obra de unos poderosos

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poetas. Supuso que en cuanto la poesía desbancase a la religión como fuente de ideales, no habría ya lugar ni para el cristianismo ni para la democracia. Nietzsche hubiera hecho mejor preguntándose si es posible que la asociación del ideal cristiano de fraterni­ dad humana —la idea de que para los cristianos no hay ni judíos ni griegos, y la noción relacionada con ésta de que la única ley es el amor— con el platonismo responda sólo a una asociación accidental. En realidad, este ideal hubiera podido salir adelante perfectamente sin el logocentrismo del Evangelio de San Juan y sin la desafortu­ nada resolución de San Agustín según la cual Platón representa una prefiguración de la verdad cristiana. En otro mundo posible, algunos de los primeros cristianos hubieran podido anticipar la observación de James sobre Emerson y Wesley escribiendo «si el César fuera obligado a ser Cristo, el conjunto total de la conciencia humana de lo divino se resentiría». Un cristianismo meramente ético —el tipo de cris­ tianismo que Jefferson y otros pensadores de la Ilustra­ ción elogiaban y que posteriormente propondrían los teólogos del evangelio social— quizá hubiera podido quitarse de encima el exclusivismo que caracterizó el judaismo y considerar a Jesús como una encamación entre otras de lo divino. De ser así, una vez separado el ideal de fraternidad humana de la pretensión de repre­ sentar la voluntad de un Padre Celestial monopolista y omnipotente, la celebración de una ética del amor hubiese encontrado su lugar en el politeísmo tolerante del Imperio Romano. Si los cristianos simplemente hubieran predicado una moral y un evangelio social de este tipo, nunca se habrían molestado en elaborar una teología natural. Los cristianos del siglo trece no se habrían preocupado nunca por reconciliar las Escrituras con Aristóteles; los del siglo diecisiete no se habrían preocupado por si aquéllas po­ dían ser puestas de acuerdo con Newton ni los del dieci­ nueve por si podían ser reconciliadas con Darwin. Estos hipotéticos cristianos habrían tratado las Escrituras no

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como algo «no cognitivo», sino como algo útil para unos propósitos con respecto a los cuales ni Aristóteles, ni Newton, ni Darwin lo son. Pero las cosas fueron de otro modo y los cristianos continuaron obsesionados por la idea platónica de que la Verdad y el Bien son una y la misma cosa. Fue natural, por tanto, que al realizar la ciencia física algunos progresos, sus practicantes tuvie­ ran que adoptar dicha retórica y que de este modo se desencadenase una guerra entre la ciencia y la teología, entre la Verdad Científica y la Fe Religiosa. El cristianismo no platónico y no exclusivista que acabo de esbozar tenía por objeto mostrar que no existe ninguna cadena de inferencias que vincule el ideal de fraternidad humana con el ideal de burlar un mundo de apariencias habitado por animales y pasar luego a un mundo real en el que seríamos como dioses. Platón indu­ jo mañosamente a Nietzsche y a los críticos contemporá­ neos de lo que se denomina «irracionalismo» a creer que a menos que exista un mundo real de este tipo no sabre­ mos qué responder a Trasímaco y Calicles. Pero que no podamos responder sus cuestiones sólo significa que no existe ninguna premisa a la cual tengan que asentir por el mero hecho de ser seres racionales, usuarios de un lenguaje, y, a fortiori, no existe ninguna premisa que les pueda convencer de que deberían tratar a todos los demás seres humanos como a hermanos y hermanas. Un cristianismo concebido como un poema lleno de posibi­ lidades, un poema entre muchos otros, puede ser social­ mente tan útil como un cristianismo basado en la afir­ mación platónica de que Dios y la Verdad son términos intercambiables. "k

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Hasta aquí he estado tratando de hacer un poco más plausible la idea de Berthelot según la cual Nietzsche y los pragmatistas americanos forman parte de un mismo movimiento aduciendo que ninguno de estos últimos

EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN 58 necesita inferir su devoción por la democracia de su pragmatismo. En otro lugar he defendido lo contrario a tal afirmación: que si existe alguna conexión inferencial entre la devoción por la democracia y la concepción antirepresentacionalista de la verdad y del conocimiento es porque ésta se ajusta mejor a los objetivos de aquélla que no las teorías representacionalistas. Pero ahora no voy a perseguir este tema. Ahora querría retomar la segunda gran diferencia entre Nietzsche, por un lado, y James y Dewey, por el otro: para Nietzsche, la creencia religiosa es moralmente vergonzosa; para James y Dewey, en cambio, no lo es. Pri­ mero voy a proponer seis tesis con la intención de esbo­ zar una filosofía de la religión pragmatista. A continua­ ción voy a tratar de relacionar estas tesis con lo que James y Dewey dijeron realmente acerca de la creencia en Dios. Y finalmente, defenderé mi propia versión del teísmo de Dewey contra algunas objeciones. 1) Una de las ventajas de la concepción antirepresentacionalista de la creencia que James tomó de Bain y Peirce —la concepción según la cual las creencias son hábitos de acción— es que nos libera de la responsabili­ dad de aunar todas nuestras creencias en una sola visión del mundo. Si todas nuestras creencias forman parte de un único intento de representar un solo mundo, enton­ ces todas ellas deben estar muy bien conectadas entre sí. Pero si son hábitos de acción, entonces, dado que los propósitos para los cuales la acción es útil pueden variar irreprochablemente, también pueden hacerlo los hábitos que desarrollamos para satisfacer tales propósitos. 2) El intento de Nietzsche de «ver la ciencia a través de la óptica del arte, y el arte a través de la vida» forma parte del mismo movimiento de pensamiento al que per­ tenece la sustitución de Amold y Mili de la religión por la poesía concebida como el complemento necesario de la ciencia. Los dos son intentos de abrir más espacio al indi­ viduo, un espacio que no pueden proporcionar ni el

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monoteísmo ortodoxo ni el intento de la Ilustración de colocar la ciencia en el lugar de la religión como fuente de Verdad. Así pues, el intento de Tillich y otros de tratar la religión como si fuese poética y la poesía como si fue­ se religiosa y a ninguna de ellas como compitiendo con la ciencia va por buen camino. Ahora bien, para que sea convincente es preciso que desechemos la idea de que algunas partes de la cultura satisfacen más que otras nuestra necesidad de conocer la verdad. El utilitarismo romántico de los pragmatistas renuncia con firmeza a tal idea: si no hay otra voluntad de verdad aparte de la voluntad de felicidad, entonces no existe ningún modo de oponer lo cognitivo a lo no cognitivo, lo que es serio a lo que no lo es. 3) El pragmatismo, sin embargo, nos permite trazar otra distinción, una distinción que aprovecha parte del trabajo que previamente ha realizado la vieja distinción entre lo cognitivo y lo no cognitivo. Se trata de la nueva distinción entre proyectos de cooperación social y pro­ yectos de autodesaiTollo individual. El primer tipo de proyecto precisa de un acuerdo intersubjetivo; el segundo no. La ciencia constituye el paradigma de proyecto de cooperación social. Es el proyecto de mejorar la situación del hombre mediante la consideración de cada observa­ ción posible y cada resultado experimental a fin de facili­ tar la realización de predicciones verdaderas. El arte romántico es un paradigma de proyecto de autodesarro11o individual. La religión, si pudiera desvincularse tanto de la ciencia como de la moral —tanto del intento de pre­ decir las consecuencias de nuestras acciones como del intento de ordenar las necesidades humanas—, podría ser vista como otro paradigma de este tipo. 4) La Idea de que deberíamos amar la Verdad es, en gran medida, responsable de la idea según la cual la creencia religiosa es «intelectualmente irresponsable». Pero eso del amor a la Verdad no existe. Lo que suele designarse con este nombre es una mezcla del amor a

EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN 60 conseguid un acuerdo intersubjectivo, el amor a dominar un intricado conjunto de datos, el amor a ganar discusio­ nes y el amor a sintetizar pequeñas teorías en grandes teorías. El hecho de que no la apoye la evidencia no es nunca una objeción contra una creencia religiosa. La úni­ ca objeción que se le puede formular es la de que se entromete en un proyecto cooperativo y social, atentan­ do, de este modo, contra las enseñanzas de Sobre la liber­ tad. Tal intromisión no traiciona ningún tipo de respon­ sabilidad hacia la Verdad o hacia la Razón, sino que trai­ ciona la responsabilidad que uno tiene de cooperar con los demás seres humanos. 5) El intento de amar la Verdad y concebirla como una y capaz de conmensurar y clasificar ordenadamente las necesidades humanas no es más que una versión secularizada de la esperanza religiosa tradicional de que nuestra lealtad a algo magnífico, poderoso y no humano va a persuadir a este ser poderoso para que se ponga de nuestra parte en caso de que tengamos que luchar contra otros. Nietzsche despreció semejante esperanza al inter­ pretar que era un signo de debilidad. Los pragmatistas que también son demócratas presentan otro tipo de obje­ ción contra esta esperanza de lealtad al poder: la conci­ ben como una traición al ideal de fraternidad humana que la democracia ha heredado del cristianismo. Este ideal encuentra su expresión más clara en la doctrina, común a Mili y a James, de que se deberían satisfacer todas aquellas necesidades humanas que no causen la insatisfacción de un número excesivo de otras necesida­ des humanas. La objeción pragmatista a las formas tradi­ cionales de religión no sostiene que éstas sean intelectual­ mente irresponsables porque ignoren los resultados de la ciencia natural. Al contrario, la objeción consiste en acu­ sarlas de ser moralmente irresponsables, porque tratan de frustrar el proceso de alcanzar un consenso democrático respecto a cómo maximizar la felicidad.

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Paso ahora a tratar la cuestión de cómo concuerda la concepción de la creencia religiosa que acabo de exponer con las concepciones de James y Dewey. A James, me parece, no le habría gustado mucho. A Dewey, por el con­ trario, le hubiera podido quedar bien. Así pues, a conti­ nuación voy a defender la tesis de que A Common Faith, un libro de Dewey más bien poco ambicioso y débil, representa mejor el utilitarismo romántico, que tanto él como James aceptaron, que no la valiente y exuberante «Conclusión» que este último redactó para su libro Varie­ dades de la experiencia religiosa. En ese capítulo de Variedades, James afirma que «el eje en tomo al cual gira la vida religiosa... es el interés del individuo por su íntimo y privado destino personal». La ciencia, sin embargo, «al rechazar el punto de vista per­ sonal», nos ofrece una imagen de la naturaleza que «no presenta ninguna tendencia última distinguible hacia la que podamos tener simpatía». Los «movimientos de los átomos cósmicos son una especie de altemanza sin pro­ pósito, que se hace y se deshace, que no realiza ninguna historia propia ni deja tras de sí resultados».11 De acuer­ do con la concepción que acabo de bosquejar. James ten­ dría que haber continuado esta línea diciendo «somos libres de describir el universo de muy distintos modos. Hacerlo como movimiento continuo de átomos cósmicos es útil para el proyecto social de trabajar conjuntamente a fin de controlar nuestro entorno y mejorar así la situa­ ción del hombre. Pero esta descripción nos deja en total libertad para luego decir, por ejemplo, que los Cielos pro­ claman la gloria de Dios». A veces parece como si James fuera a seguir tal línea, como cuando, por ejemplo, cita con clara aprobación a Leuba, el filósofo de la religión: A Dios, ni se le conoce ni se le comprende: se le utili­ za: a veces como proveedor de alimento; a veces como soporte moral; a veces como amigo; a veces como objeto 11. James, W., op. cit., 1985, pp. 387-388.

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de amor. Si prueba ser útil, entonces la conciencia reli­ giosa ya no puede pedir más. ¿Dios existe, realmente? ¿De qué modo existe? ¿Qué es? Semejantes preguntas son irrelevantes. En último término, el fin de la religión no es Dios sino la vida, más vida, una vida más grande, más rica, más satisfactoria.12

Desafortunadamente, sin embargo, casi inmediata­ mente después de citar a Leuba, James dice que «el siguiente paso es ir más allá del punto de vista de la utili­ dad meramente subjetiva e indagar en el mismo conteni­ do intelectual».13 Y entonces añade que el material que ha recogido en Variedades proporciona evidencia empírica a favor de la hipótesis de «que la persona consciente forma un continuo con un yo más amplio a través del cual suce­ den experiencias redentoras». A eso lo llama «un conteni­ do positivo de la experiencia religiosa que, a mi parecer, es literal y objetivamente verdadero en todo su alcance».14 De acuerdo con la concepción que vengo sugiriendo, sin embargo, esta pretensión de verdad literal y objetiva es superficial, superflua y no pragmática. James tendría que haberse contentado con el argumento de «The Will to Believe». Como yo lo leo, este ensayo sostiene que en nuestro tiempo libre, por decirlo de algún modo, tenemos el derecho de creer aquello que más nos plazca.15 Pero perdemos este derecho cuando, por ejemplo, nos com­ prometemos en un proyecto político o científico; porque en tales compromisos es necesario armonizar nuestras creencias —nuestros hábitos de acción— con las creen­ cias de los demás. En nuestro tiempo libre, en cambio, nuestros hábitos de acción son asunto nuestro y de nadie más. Un politeísta romántico se regocija con lo que Nietzsche llamó «la libre espiritualidad y la múltiple espi­ 12. Ibíd., p. 398. 13. Ibíd., p. 399. 14. Ibíd., p. 405. 15. Véase mi trabajo «Religious Faith, Intellectual Responsibility, and Romance», en Ruth-Anna Putnam, ed., The Cambridge Companion to William James, Cambridge: Cambridge U.P., 1996.

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ritualidad» de los individuos, y entiende que la única limitación a tal libertad y diversidad es la necesidad de no perjudicar a los demás. James vaciló en la cuestión de si lo que él llamaba «la hipótesis religiosa» era algo que debía ser adoptado en base a razones «pasionales» o en base a razones «intelec­ tuales». Esta hipótesis sostiene que «las mejores cosas son las más eternas, las cosas que se solapan, las cosas del universo que, por así decirlo, arrojan la última piedra y dicen la última palabra».16 En «The Will to Believe» esta hipótesis se propone como cualquier otra hipótesis que no puede ser aceptada o rechazada en base a razones intelectuales. En la «Conclusión» a Variedades, por el con­ trario, James ha acumulado ya suficiente evidencia para la hipótesis de que «la existencia de Dios es la garantía de un orden ideal que se preservará permanentemente».17 En el mismo lugar también dice que el mínimo común denominador de las creencias religiosas es que «la solu­ ción [al problema que surge por la «sensación de que hay algo que no funciona bien en nuestro modo de ser»] es que nos salvemos de eso que no funciona bien estable­ ciendo una relación adecuada con los poderes superio­ res».18 Y luego vuelve a repetir que «la persona conscien­ te forma un continuo con un yo más amplio del cual pro­ vienen experiencias redentoras».19 James no debería haber distinguido entre cuestiones que se resuelven por el intelecto y cuestiones que se resuelven por el sentimiento. Entonces no habría vacila­ do tanto. Lo que debería haber hecho es distinguir entre aquellos asuntos que uno tiene que resolver cooperativa­ mente con los demás y aquellos asuntos que uno tiene todo el derecho de resolver por su cuenta; entre asuntos en los que el problema es conciliar nuestros hábitos de acción con los hábitos de acción de los demás y asuntos 16. James, W., The Will to Believe and other essays in popular philosophy, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1979, pp. 29-30. 17. James, op. cit., 1985, p. 407. 18. Ibíd., p. 400. 19. iBíd., p. 405.

EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN 64 que son cosa nuestra. En este segundo caso, el problema es hacer que todos nuestros hábitos de acción formen un conjunto lo suficientemente coherente como para tener un carácter estable y coherente. Semejante carácter, sin embargo, no requiere ni el monoteísmo ni tampoco la creencia de que la Verdad es Una. Es compatible con la idea según la cual uno puede tener muchas necesida­ des distintas y que las creencias que nos ayudan a satis­ facer un conjunto de necesidades pueden ser irrelevantes para, y no necesitan formar un conjunto coherente con, aquellas otras creencias que nos ayudan a satisfacer otro. Dewey supo evitar los errores que James había come­ tido en este terreno. En parte, eso se explica porque era mucho menos propenso que él a tener un sentimiento de culpa. Tras percatarse de que su madre le había hecho innecesariamente miserable haciéndole cargar con la creencia en el pecado original, consiguió dejar de pensar que, en palabras de James, «haya algo que no funciona bien en nuestro modo de ser». Dejó de creer que pudiéra­ mos «salvamos de eso que no funciona bien establecien­ do una relación adecuada con los poderes superiores». Pensó que eso que no funciona bien en nosotros hace simplemente referencia al hecho de que aún no hemos conseguido realizar el ideal cristiano de fraternidad, la sociedad no es todavía completamente democrática. Éste no es un problema que se tenga que solucionar estable­ ciendo una relación adecuada con los poderes superiores, sino un problema de los hombres, que tiene que ser resuelto por los hombres. El firme rechazo de Dewey a tener ningún tipo de tra­ to con la noción de pecado original y su tendencia a sos­ pechar de cualquier cosa que se le pareciese están rela­ cionados con la aversión que toda la vida sintió hacia la idea de autoridad, la idea de que cualquier cosa excepto las decisiones de una comunidad tiene autoridad sobre sus miembros. Donde quizá este espíritu antiautoritarista se muestra con más claridad es en su ensayo juvenil Christianity and Democracy sobre el cual, hace poco. Alan Ryan nos ha llamado la atención diciendo que no sola­

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mente constituye «una obra fascinante sino que además es fascinantemente valiente».20 En verdad que lo es. En 1892, las afirmaciones de que «Dios es esencialmente, y sólo es autorevelación» y de que «la revelación solamente es completa cuando los hombres la realizan», pronuncia­ das ante la Asociación de Estudiantes Cristianos de la Universidad de Michigan, debieron de parecer muy extra­ ñas. El mismo Dewey aclaró qué quería decir con eso: Si Jesucristo hubiera hecho una afirmación absoluta, detallada y explícita sobre todos los hechos de la vida, tal afirmación no hubiese tenido ningún sentido —no habría sido revelación— hasta que los hombres hubieran empezado a realizar, en sus propias acciones, la verdad que proclama­ ba, hasta que ellos mismos la hubieran empezado a vivir.21

Esto equivale a decir que, incluso en el caso de que alguien o algo no humano te diga algo, el único modo del que dispones para averiguar si lo que te ha dicho es ver­ dad, es comprobar si te proporciona el tipo de vida que deseas o no. El único procedimiento disponible es aplicar el test utilitarista de comprobar si la sugerencia en cues­ tión es «buena con respecto al proceso de creer» o no. Pero aun así, aunque se dé por sentado que lo que este ser no humano diga puede cambiarte la voluntad, el pro­ cedimiento para poner a prueba los nuevos deseos y esta supuesta verdad sigue siendo todavía el mismo: se viven, los pones a prueba en la vida cotidiana, y te fijas a ver si incrementan tu felicidad y la de los tuyos. Concretamente, lo que se ha visto que funciona es la idea cristiana de tomar la fraternidad y la igualdad como bases paira la organización social. Esta idea no solamente funciona como un mecanismo trasimaquiano para rehuir el dolor —lo que Rawls llama un mero modus vivendi— sino también como una fuente del tipo de transfiguración espiritual que el platonismo y la Iglesia cristiana nos han dicho que tendría que esperar a una futura intersección 20. Ryan, op. cit., p. 102. 21. Dewey, John, The Early Works, vol. 3, Carbondale: Southern Illinois University Press, 1969, pp. 6-7.

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del tiempo con la eternidad. «La democracia —dice Dewey— no es ni una forma de gobierno ni una cuestión de conveniencia social, sino una metafísica de la relación del hombre y su experiencia con la naturaleza...»22 Obvia­ mente, no se llama metafísica porque constituya una des­ cripción precisa de la relación fundamental de la realidad, sino porque si compartimos la opinión de Whitman acer­ ca del modo cómo las gloriosas nuevas perspectivas de la democracia se extienden indefinidamente en el futuro, ya tenemos todo lo que los platónicos esperaban obtener de una descripción de ese tipo. Whitman ofrece lo que Tillich llamó «un símbolo de preocupación última», de algo que se puede amar con todo el corazón, mente y alma. El error de Platón, según Dewey, fue identificar el objeto fun­ damental de eros con algo único, atemporal, no humano, en vez de hacerlo con un panteón indefinidamente extensible de logros temporales y transitorios, tanto naturales como culturales. Este error prestó ayuda y empuje al monoteísmo. Dewey comparte la opinión de Nietzsche de que «el monoteísmo, esta rígida consecuencia de la doc­ trina de que sólo existe una clase de persona normal —la fe en un dios normal, al lado del cual tan sólo hay pseudodioses—, ha sido quizá el mayor peligro al que haya tenido que enfrentarse jamás la humanidad».23 Cuando el cristianismo es desteologizado y tratado meramente como un evangelio social, adquiere entonces la ventaja que Nietzsche atribuía al politeísmo: hace que el logro humano más importante sea el de «creamos nuestros propios ojos», y que, por medio de ello, «se res­ peten los derechos de los individuos». Como dijo Dewey, «el gobierno, los negocios, el arte, la religión, todas las instituciones sociales tienen... el mismo propósito: liberar las capacidades de los individuos humanos... Su valor se determina por la medida en que educan a cada individuo 22. Dewey, J., Maeterlinck’s Philosophy of Life, en The Middle Works of John Dewey, vol. 6, Carbondale: Southern Illinois University Press, 1978. Dewey afirma que las únicas tres personas que han entendido este hecho sobre la demo­ cracia son Emerson, Whitman y Maeterlinck. 23. Nietzsche, E, La Gaya Ciencia, sección 143.

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en su propia escala total de posibilidades».24 En una sociedad democrática, cada cual adora su propio símbolo personal de preocupación última, mientras ello no supon­ ga entrometerse en la búsqueda de felicidad de sus con­ ciudadanos. La única obligación que impone la ciudada­ nía democrática, la única excepción al compromiso democrático de respetar los derechos de los individuos es aceptar esta condición utilitarista que Mili formuló en Sobre la libertad. Eso significa que nadie está bajo la obli­ gación de buscar la Verdad o de preocuparse más de lo que hiciera Sherlock Holmes por si la Tierra da vueltas alrededor del Sol o no. De este modo, las teorías científi­ cas, así como las teorías teológicas y las teorías filosófi­ cas, se convierten en herramientas opcionales destinadas a facilitar la realización de proyectos individuales o sociales. Y de esta suerte la ciencia pierde la posición que había heredado de los sacerdotes monoteístas, es decir, aquellos que rendían un tributo adecuado a la autoridad de algo «distinto de nosotros mismos». «Distinto de nosotros mismos» es una expresión que resuena como el repique de una campana a lo largo de todo el libro de Amold Literature and Dogma. Ello expli­ caría, en parte, que Dewey sintiera tanta aversión por Amold.25 En cuanto Dewey se hubo liberado de la influencia del calvinismo de su madre, no hubo ya nada de que desconfiase tanto como de la idea de que existe una autoridad no humana respecto a la cual los seres humanos deben su respeto. Dewey elogió la democracia porque veía en ella la única forma de «fe social y moral» que no «descansa sobre la idea de que la experiencia tie­ ne que estar de alguna forma sujeta a algún tipo de con­ trol extemo: a alguna "autoridad” que supuestamente 24. Dewey, J., Reconstruction in Philosophy, en The Middle Works, Carbondale: Southern Illinois University Press, 1991, vol. 12, p. 186. 25. Véase A Common Faith, en The Later Works, Carbondale: Southern Illinois University Press, vol. 9, p. 36, y también el ensayo de juventud Poetry and Philosophy. En éste último, Dewey dice que «el origen de la queja que inspira las líneas de Amold es la conciencia del doble aislamiento del hombre: el aisla­ miento con respecto a la naturaleza y el aislamiento con respecto a sus seme­ jantes». (The Éarly Works, vol. 3, p. 115.)

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existe fuera del proceso de experiencia».26 Este pasaje, perteneciente a un ensayo de 1939, remite a otro frag­ mento escrito cuarenta y siete años antes. En Christianity and Democracy Dewey había dicho que «la única tesis del cristianismo es que Dios es la verdad; que, en tanto que verdad, Él es un amor que no oculta nada de sí m ism o y que se revela completamente al hombre; que el hombre es uno con la verdad revelada de este modo, que más que revelársele a él, se le revela en él; él es su encarna­ ción...».27 Dios, para Dewey, no es de ninguna forma Lo Absolutamente Otro de Kierkegaard. Por el contrario, es cualquier cosa que los humanos lleguen a ver a través de unos ojos que ellos m ism os se han creado. Si se concibe el ateísmo com o una forma de antimo­ noteísmo, entonces Dewey fue el ateo más agresivo que haya existido jamás. La idea de que Dios puede estar ocultando algo, de que puede haber algo distinto de noso­ tros m ism os y que nuestro deber consiste en descubrir de qué se trata representaba para Dewey algo tan desagra­ dable com o la idea de que Dios podría decirnos cuáles de nuestras necesidades tienen prioridad por encima de las demás. Dewey reservaba su temor reverencial para el uni­ verso com o totalidad, o sea, la «comunidad de causas y consecuencias en la que, conjuntamente con los que todavía están por nacer, nos encontramos enredados». «La vida continuada de tal comunidad comprehensiva de seres —dijo— incluye todos los logros significativos del hombre en ciencia, en arte y en todas la buenas formas de relación y comunicación.» Observen la frase «conjuntamente con los que toda­ vía están por nacer» y el adjetivo «continuada». Tan gran­ de era la aversión que Dewey sentía por la eternidad y la estabilidad de que tanto se enorgullece el monoteísmo, 26. Dewey, J., Creative Democracy -The Task Before Us (1939). El pasaje citado se encuentra en Later Works, Carbondale: Southern Illinois University Press, vol. 14, p. 229. Dewey dice que aquí está «afirmando, brevemente, la fe democrática en los términos formales de una posición filosófica». 27. Dewey, J., Early Works, Carbondale: Southern Illinois University Press, 1971, vol. 4, p. 5.

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que nunca pudo referirse al universo como totalidad sin recordamos, al mismo tiempo, que el universo está aún evolucionando, experimentando, dando nuevas formas a los ojos con los que verse a sí mismo. La versión del pan­ teísmo de Wordsworth significó mucho para Dewey, aun­ que todavía ejerció una influencia más importante la insistencia de Whitman en el porvenir. El panteísmo de Wordsworth nos libra de lo que Amold llamaba «hebreísmo» haciendo que sea imposible concebir, tal como dijo Dewey, «el drama del pecado y de la redención que se representa en el interior de la aislada y solitaria alma humana como una cosa de máxima importancia». Pero Whitman hace algo más. Nos dice que la naturaleza no humana encuentra su culminación en una comunidad de hombres libres, en la colaboración de éstos en el proyec­ to de construcción de una sociedad en la cual, como dijo Dewey, «la poesía y el sentimiento religioso serán las flo­ res espontáneas de la vida».28 El Dios de Dewey, el sím­ bolo de lo que él llama «la unión de lo ideal y de lo real» son los Estados Unidos de América interpretados como un símbolo de apertura a la posibilidad jamás soñada de formas cada vez más diversas de felicidad humana. Mucho de lo que Dewey escribió es simplemente la repe­ tición sin fin de un pasaje de «Democratic Vistas» en el que Whitman dice: América... como yo lo veo, encuentra su justificación y su éxito (¿quién se atreve todavía a reclamar el éxito?) casi enteramente en el futuro... Porque considero que nuestro Nuevo Mundo es mucho menos importante por lo que ha hecho, o por lo que es, que por los resultados venideros. *

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28. Dewey, J., Reconstruction in Philosophy, en The Middle Works, Carbondale: Illinois University Press, 1988, vol. 12, p. 201 (Dewey, La reconstrucción de la filosofía, Madrid: Aguilar, 1959).

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Hasta aquí el contraste entre James y Dewey y mi tesis de que Dewey es el mejor exponente de una correc­ ta filosofía de la religión pragmatista. Voy a concluir esta lección con un intento de réplica a Alan Ryan, el más reciente crítico de Dewey. Ryan está de acuerdo con Sidney Hook en que Dewey pretende llevar el término «Dios» demasiado lejos. Hacia al final de su discusión del trata­ miento que hace Dewey de la religión, dice: Como ateo agresivo que soy, no estoy muy convenci­ do de que la utilidad de tales formas de hablar tenga nada que ver con su veracidad; para decirlo sin ambages, alguien podría recriminar a Dewey que desee el valor social de la creencia religiosa sin estar dispuesto a pagar su precio epistemológico. Dicho con más delicadeza: podríamos preguntamos si es en realidad posible utilizar un vocabulario religioso sin el añadido de las creencias supematuralistas que Dewey desea dejar de lado.29

En algún otro lugar, Ryan refuerza esta última duda afirmando que Dewey «estaba simplemente equivocado con respecto a la actitud religiosa», porque no supo per­ catarse de que «el sentido de la finitud humana» y «la duda apropiada de uno mismo que recoge (y quizá tradu­ ce) la doctrina del pecado original» se encuentran entre «las características más importantes de la creencia reli­ giosa tradicional».30 A los pragmatistas comprometidos como yo, ni en sueños nos podría pasar por la cabeza distinguir entre la utilidad de un tipo de discurso y su verdad, ni se nos ocu­ rriría nunca que una creencia pudiera venir con una eti­ queta pegada indicando su precio epistemológico. Es lamentable, consideramos, que después de una difícil lec­ tura de treinta y siete volúmenes, Ryan describa todavía la diferencia esencial entre Dewey y sus críticos del siguiente modo: 29. Ryan, A., John Dewey and the High lide of American Liberalism, Nue­ va York: W. W. Norton, 1995, p. 274. 30. Ibíd., p. 102.

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Aunque aprendamos a entender el mundo en una comuni­ dad y utilizando los recursos de una cultura, no podemos evitar preguntamos si nuestra interpretación del mundo es correcta o no... El hecho de que aprendamos a interpretar el mundo a tra­ vés de la pertinencia a una comunidad no resuelve aún el pro­ blema de saber si lo que decimos sobre el mundo es efectiva­ mente una descripción del mundo tal como es en realidad o, más bien, una proyección en masa de nuestras esperanzas, temores y lo que sea.31

A los que nos convence más Dewey que Ryan pensa­ mos que la respuesta a esta última pregunta no puede tener ninguna relevancia de orden práctico y que, por consiguiente, no es preciso contestarla. La única formu­ lación de la pregunta que aceptamos es la siguiente: ¿existe alguna otra comunidad, cultura o genio que dis­ ponga de una descripción del mundo que se adapte mejor a nuestros propósitos comunitarios o individuales? Pero esta discusión filosófica es irrelevante para la respuesta a la pregunta de Ryan sobre si «es posible utili­ zar un vocabulario religioso sin el añadido de las creen­ cias supematuralistas que Dewey desea dejar de lado». A uno le vienen ganas de responder: no es que sólo sea posible; de hecho es así. Eso mismo hizo Dewey. Claro que, en realidad, Ryan no quiere decir «posible» sino «legítimo». Ryan cree que Dewey «estaba simplemen­ te equivocado con respecto a la actitud religiosa»; y eso, no sólo porque no tuviera una opinión adecuada de la finitud humana o no dudara lo suficiente de sí mismo. Sospecho que Ryan piensa que, del mismo modo que no se puede jugar al ajedrez sin la reina, es probable que uno tampoco pueda tener una actitud religiosa sin creer que existe un poder distinto de nosotros mismos —un poder que ocupa un lugar en el mismo orden causal en que se hallan los cometas y los quarks— que fomenta la rectitud. La gran diferencia, sin embargo, entre la opinión de Ryan y la mía en relación a lo que es importante de la 31. Ibíd., p. 361.

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religión es que, según él, para que una perspectiva deter­ minada pueda ser llamada religiosa precisa de un senti­ miento de pecado y de la necesaria inferioridad de lo fini­ to y de lo humano con respecto a lo infinito y no huma­ no. Yo, en cambio, considero que el cristianismo sigue un trayecto que va de una forma inicial de religión en la que las nociones de obediencia, pecado e inmortalidad son centrales a una forma en la que todas estas nociones han desaparecido completamente. Aunque nunca le haya sido muy fiel, la propuesta del cristianismo consiste en la idea de que la única forma de obediencia que Dios desea es que nos amemos los unos a los otros, que su veneración consista precisamente en el trato bondadoso de los unos hacia los otros y que la única recompensa que de todo ello esperemos sea que los demás hagan lo mismo. Si entendemos el mensaje cristiano de este modo, entonces es posible concebir el utilitarismo de Mili como una versión desteologizada del cristianismo. Cosa que podría parecer paradójica, ya que en el siglo xix el utili­ tarismo fue con frecuencia acusado por sus adversarios de constituir un credo impío, ateo y materialista. Los que tengan una concepción semejante del utilitarismo y del pragmatismo dirán que el religioso debería tener cuidado con los regalos de los pragmatistas. En particular, debería tener cuidado con la idea de James de que cada cual tie­ ne el derecho de creer lo que más le plazca siempre y cuando ello no ponga en peligro ninguna iniciativa de cooperación con la cual esté ya comprometido. Sostienen que el utilitarismo es una concepción aceptable única­ mente para alguien que ya es ateo, o al menos, para alguien que no tiene ningún tipo de sentimiento religioso, alguien con una concepción estrecha y limitada de las posibilidades humanas. Esta tesis, sin embargo, presupone que es esencial a la fe religiosa el someterse a algo no humano. En la medi­ da en que la religión consista en semejante sumisión, acto que en ocasiones ha recibido el nombre de «el sacri­ fico del intelecto», entonces es verdad que nadie que sea religioso puede ser utilitarista o pragmatista. Mi opinión

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al respecto, sin embargo, es que una definición de reli­ gión como ésta es circular. Si la «fe religiosa» es definida tan estrictamente, de modo que consista en la negativa a tomar parte en iniciativas de cooperación tales como la investigación científica o la política democrática, debido a que ello podría ofender la conciencia personal, enton­ ces es cierto que nadie puede tener tal fe y ser un utilita­ rista al mismo tiempo. Pero existen otras definiciones más amplias y plausi­ bles de «ser religioso». Por ejemplo, a veces se dice que, para los seguidores de Cristo, la única ley es el amor. De acuerdo con esta concepción del cristianismo, nada tiene precedencia por encima del deber de atender al vecino y considerar con amor sus necesidades. Las afirmaciones del credo y los actos de culto son cosas secundarias en com­ paración con esta obligación primordial. La esencia de la creencia cristiana no es la teología, porque la vida cristia­ na es una vida de servicio a los demás, porque únicamente semejante servicio cuenta como servicio a Dios. Llevar una vida de servicio a los demás significa ser cristiano y reli­ gioso en el sentido más completo de las palabras «cristia­ no» y «religioso». Quien descuide este servicio, no importa el número de sacramentos recibidos o las veces que haya profesado su fe, no será realmente un cristiano. Cuando se adopta una concepción del cristianismo como ésta entonces aparece la posibilidad de concebir el utilitarismo como una reformulación de la principal doc­ trina cristiana. Porque el utilitarismo sostiene que todos los seres humanos, quizá incluso todas las criaturas que sufren, se encuentran moralmente en condiciones de igualdad; que, en tanto no perjudiquen a los demás, todos ellos merecen por igual ver satisfechas sus necesidades. Tan sólo en una sociedad en la que, durante siglos, se ha estado diciendo que la voluntad de Dios es que los hom­ bres se traten con amor, que todos los hombres son her­ manos y que el primer mandamiento es el amor, podía prosperar la actitud moral del igualitarismo que atraviesa las obrast de Mili y James. La idea de que todo el mundo —negro o blanco, macho o hembra, cristiano o pagano,

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sabio o estúpido— tiene unos derechos que merecen res­ peto y consideración es una idea que, en Europa y Amé­ rica, ha sido tradicionalmente defendida apelando a la corriente agapista de la tradición cristiana. Si de verdad se considera que el principio más impor­ tante del cristianismo dice que el amor es la única ley que existe, entonces es verosímil describir el desarrollo histó­ rico del cristianismo en términos del proceso por medio del cual el amor viene a sustituir al poder como atributo esencial de Dios. Un Dios de poder es una autoridad; un Dios de amor es un amigo. Quien crea que nuestra rela­ ción con Dios es una relación de temor reverencial, ado­ ración y obediencia insistirá en los límites del utilitaris­ mo y el pragmatismo: los límites que las órdenes de Dios han marcado. Si Dios ha ordenado que le adoremos bajo un nombre determinado y no otro, si nos ha mandado no tolerar la existencia de brujas, que las mujeres callen en las iglesias o prohibido que un hombre se acueste con otro hombre como se acuesta con una mujer, entonces no habrá ninguna consideración pragmatista o utilitarista con fuerza suficiente para persuadimos de lo contrario. Mientras los cristianos piensen que el deber de obedien­ cia a Dios incluye algo más que el deber de servir al pró­ jimo, en vez de obedecer a un dios de amor obedecerán a un dios de poder. Desde este punto de vista, la tesis de Clifford de que tenemos una obligación hacia la verdad —de que la perse­ cución de la verdad es algo distinto de la persecución de la felicidad humana— puede interpretarse como una versión de la idea religiosa según la cual debemos obediencia a un poder superior. La Verdad, considerada como correspon­ dencia con una Naturaleza Intrínseca de la Realidad, es el equivalente secularizado del Dios de Poder. La ciencia, vista como la ve Clifford antes que como la ve James, constituye la versión ilustrada de la adoración a un dios de poder. Por el contrario, la insistencia de James en la idea de que la realidad no tiene ninguna naturaleza intrín­ seca que deba ser respetada sigue la corriente agapista del cristianismo. Al decir que nuestro deber hacia la verdad

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equivale al deber de respetar las necesidades de aquellas criaturas con las cuales tenemos que cooperar, los prag­ matistas están siguiendo la línea de pensamiento del cris­ tianismo que sostiene que la única ley es el amor. Imaginad que una fuente que no tenéis por humana os dice que todos los hombres son hermanos; imaginad que os dice que deberíais expandir vuestro intento de lograr vuestra propia felicidad y la felicidad de los vues­ tros y esforzaros por hacer felices a todos los seres huma­ nos. Para Dewey es irrelevante que creáis que la fuente de semejante sugerencia no es humana. Habríais podido también oírla a un falso mesías o hallarla escrita anóni­ mamente en una pared. Sea cual fuere su fuente de pro­ cedencia, esta sugerencia no tiene ninguna validez a menos que se la considere como una hipótesis, sea pues­ ta a prueba y se compruebe que funciona. Lo que Dewey nos dice es que lo bueno de la doctrina cristiana según la cual el amor es la única ley no es el hecho de que sea pro­ clamada desde arriba, sino el hecho de que funciona, de acuerdo con el criterio utilitarista. Ningún otro modo de vivir produce más felicidad que éste. Sería absurdo preguntarse si lo que hace Dewey es juzgar al cristianismo con criterios utilitaristas y pragma­ tistas, o si, por el contrario, juzga al utilitarismo y al pragmatismo con criterios cristianos. Hace ambas cosas a la vez y no ve ninguna necesidad de dar prioridad a un acto de juicio por encima del otro. Porque trata el cristia­ nismo, el utilitarismo y el pragmatismo como formas dis­ tintas de hacer que los seres humanos se valgan por sí mismos, de conseguir que confíen más en ellos mismos que en la ayuda de algo no humano. Para él, representan tres formas distintas de tratar de sustituir obediencia por amor. Dewey concibe el cristianismo, no como un asunto de intercambio de veneración por la promesa de protec­ ción proveniente de un poder distinto de nosotros mis­ mos, sino como una forma de liberamos para poder cam­ biar temor reverencial por amor y esperanza. Considera que el utilitarismo y el pragmatismo son dos formas dis­ tintas de liberamos de la idea de que existe algo no

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humano —sea esto la Voluntad misteriosa de Dios o la misteriosa Verdadera Naturaleza de la Realidad— que merece nuestro respeto por la simple razón de que es tan distinto de nosotros e indiferente a nuestras necesidades. Para Dewey, Lo Absolutamente Otro de Kierkegaard tiene más de demoníaco que de divino y su adoración es pura idolatría, una traición a todo aquello por lo que luchó Cristo. Puede que esta versión humanista del cristianismo parezca extraña porque no deja sitio a la doctrina que se halla más cerca del corazón de Kierkegaard: la doctrina del pecado. Nos cuesta tanto, a nosotros pecadores, per­ catamos de que estamos en pecado, dice Kierkegaard, que solamente la intervención de la Gracia nos lo puede hacer ver. Para Dewey, en cambio, no existen ni el pecado ni el mal radical. Dewey creía que un mal no es más que el nombre de un bien inferior, un bien descartado en el proceso de deliberación. El antiautoritarismo, que ocupó un papel central en la Ilustración, y del cual el anticleri­ calismo representó simplemente una de sus facetas, encuentra su última expresión en la sustitución de la idea de redención del pecado por la noción de cooperación fraternal característica del ideal de sociedad democrática. Los racionalistas ilustrados reemplazaron aquella idea teológica por la idea de una redención de la ignorancia mediante la ayuda de la Ciencia; la intención de Dewey y James, sin embargo, era quitarse también de encima esta última noción. Querían sustituir el contraste entre igno­ rancia y conocimiento por el contraste entre un conjunto menos útil y otro más útil de creencias. Para ellos no existía ningún objetivo llamado Verdad que debamos per­ seguir; el único fin que reconocieron fue el siempre hui­ dizo objetivo de una felicidad humana aún mayor. El bosquejo que les acabo de ofrecer del intento de apropiación del cristianismo que realiza Dewey para satisfacer sus propósitos pragmáticos tenía por objeto replicar a la acusación de circularidad que formulan algunos contra la crítica pragmatista de la religión. A mi parecer, la única cuestión circular aquí es la cuestión de

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si nos encontramos o no en estado de Pecado, de si para nuestra salvación necesitamos o no confiar en algo no humano. Quien crea que la conciencia de pecado es esen­ cial a la fe religiosa no encontrará ninguna utilidad en la forma que tienen James y Dewey de reconciliar ciencia y religión. Quien esté dispuesto, sin embargo, a utilizar el término «fe religiosa» en ambos casos, tanto para desig­ nar una religión de sumisión obediente a un poder no humano, como para designar una religión de amor entre los seres humanos, quizá vea en semejante proyecto de reconciliación algún que otro atractivo.

T ercera

y cuarta lecciones

UNIVERSALIDAD Y VERDAD 1. ¿Es relevante para la política democrática el tema de la verdad? La cuestión de si existe algún conjunto de creencias o deseos comunes a todos los seres humanos tiene poco interés si no es en relación a una visión utópica e inclusivista de la comunidad humana, la que se enorgullece más de los distintos tipos de gente a los cuales da la bienveni­ da que de la firmeza con que mantiene alejados a los extraños. La mayor parte de comunidades humanas son exclusivistas: su sentido de identidad y la imagen que tie­ nen sus miembros de sí mismos dependen del orgullo de no pertenecer a un determinado tipo de gente: gente que adora a un dios equivocado, que come las comidas equi­ vocadas, o que tiene unos deseos y creencias perversas y repelentes. Los filósofos no se molestarían en tratar de mostrar que determinados deseos y creencias están pre­ sentes en todas las sociedades, o se encuentran implícitos en algunas prácticas humanas ineludibles, si no guar­ daran la esperanza de probar que la existencia de tales creencias demuestra la posibilidad, o la obligación, de construir una comunidad inclusivista a nivel planetario. En esta lección utilizaré el término «política democráti­ ca» como sinónimo del intento de realizar semejante comunidad. El deseo de verdad, aseguran los filósofos interesados en la pfolítica democrática, es uno de esos deseos univer­ sales. En el pasado era típico que estos filósofos vincula-

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sen la afirmación de que existe un acuerdo universal acer­ ca de la suprema deseabilidad de la verdad con las premi­ sas adicionales de que la verdad es correspondencia con la realidad y que la realidad tiene una naturaleza intrínseca (que hay, en palabras de Nelson Goodman, una Forma de Ser del Mundo). Tras aceptar estas tres premisas proce­ dían a argumentar que la Verdad es Una y que el interés humano universal por la verdad proporciona suficientes motivos como para crear una comunidad inclusivista. Porque semejante comunidad sería la que mejor satisfaría nuestro deseo de descubrir la Verdad Una. Cuanta más verdad de este tipo saquemos a relucir, más cosas en común compartiremos y, por consiguiente, más tolerantes e inclusivistas seremos. La aparición, en los últimos cien años, de sociedades relativamente democráticas y toleran­ tes se atribuye al incremento de la racionalidad de los tiempos modernos, donde «racionalidad» denota el ejerci­ cio de una facultad orientada a la verdad. Se dice a veces que «la razón precisa de» las tres pre­ misas que acabo de mencionar. Pero tal afirmación suele ser tautológica, ya que los filósofos que la sostienen dan cuenta normalmente de su uso de la palabra «razón» enumerando precisamente esas tres premisas en tanto que «constitutivas de la idea misma de racionalidad». Los colegas que expresan alguna duda acerca de alguna de estas premisas son tildados por tales filósofos de «irra­ cionalistas». Les atribuyen distintos grados de irraciona­ lidad en función del número de premisas que niegan, o también, según el desinterés que muestren por la política democrática.1 1. Nietzsche es el paradigma de filósofo irracionalista porque no se inte­ resó nunca en lo más mínimo por la democracia, y porque se opuso tenazmen­ te a aceptar tales premisas. Sobre James suele pensarse que más que corrompi­ do, estaba confuso, ya que aunque rechazase dos de las tres premisas, se decla­ ró a favor de la democracia. Admitía que todos los hombres desean la verdad, pero también entendía como ininteligible la tesis de que la verdad consiste en la correspondencia con la realidad, y jugaba con la afirmación según la cual, dado que la realidad es maleable, la verdad es Múltiple. Habermas se opone con fir­ meza a tal idea; aunque coincide con James en que debemos abandonar la teo­ ría de la verdad como correspondencia. Por eso, los intransigentes que sostienen

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En la lección de hoy voy a considerar la posibilidad de defender una política democrática y negar, al mismo tiempo, cualquiera de las tres premisas enumeradas. Sos­ tendré que la mejor forma de presentar aquello que los filósofos han descrito como deseo universal de verdad es describiéndolo como deseo universal de justificación.2 La premisa fundamental de mi argumento es que no se pue­ de tener por objeto, ni trabajar para conseguir algo a menos que pueda ser reconocido una vez se consigue. Una de las diferencias que hay entre verdad y justifica­ ción es la diferencia que existe entre lo que no se puede reconocer y lo que puede ser reconocido. Nunca sabre­ mos con certeza si una determinada creencia es verdad o no. Pero sí podemos estar seguros de que nadie es capaz de formular una objeción residual en su contra y que, en cambio, todo el mundo coincide en defenderla. Hay, claro, lo que los lacanianos llaman objetos de deseo indefinibles, imposibles y sublimes. Pero el deseo de un objeto semejante no puede ser relevante para la política democrática.3 En mi opinión, la verdad es justa­ que dudar de la verdad como correspondencia es lo mismo que dudar de la exis­ tencia o, al menos, de la unidad de la Verdad, acusan a Habermas de ser un irra­ cionalista. Los straussianos, e incluso algún filósofo analítico como por ejemplo Searle, defienden la necesidad de afirmar todas esas tres premisas: renunciar a alguna de ellas equivaldría a situarse en una peligrosa pendiente: sería arries­ garse a terminar coincidiendo con Nietzsche. 2. Los lectores de mi artículo «Solidarity or Objectivity?» («Solidaridad y objetividad», en Objetividad, relativismo y verdad, Barcelona: Paidós, 1996) reco­ nocerán en esta línea de argumentación una variante de mi primera tesis según la cual debemos replantear nuestras ambiciones intelectuales en términos de las relaciones que mantenemos con los otros seres humanos, y no en términos de la relación que mantenemos con una realidad no humana. Como digo más adelan­ te, Apel y Habermas, si bien creen que voy demasiado lejos, tienden a estar de acuerdo con esta tesis. 3. Claro que la relevancia de lo sublime con respecto a lo político consti­ tuye todavía un motivo de disputa entre lacanianos como Zizek y sus adversa­ rios. Para abordar esos argumentos necesitaría más espacio del que tolera una nota a pie de página. He intentado respaldar mi tesis de irrelevancia en las pági­ nas de Contingency, Irony and Solidarity (Cambridge: Cambridge University Press, 1959; Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona: Paidós, 1991). En esas páginas discuto la diferencia que hay entre la búsqueda privada de la sublimi­ dad y la búsqueda pública de la bella reconciliación de intereses en conflicto. En el contexto actual, quizá baste decir que estoy de acuerdo con Habermas en que

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mente uno de tales objetos. Es, por decirlo así, tan subli­ me que uno no puede reconocerla ni tampoco tenerla por objeto. La justificación, en cambio, acaso sea sólo bella, en oposición a sublime; pero uno puede reconocerla y por consiguiente, trabajar sistemáticamente por conse­ guirla. Uno puede incluso, a veces, con suerte lograrla. Pero tal logro suele ser provisional, puesto que tarde o temprano aparecerán nuevas objeciones en contra de esa creencia justificada de forma provisional. La noción de verdad satisface, ciertamente, el anhelo de incondicionalidad, el anhelo que lleva a los filósofos a insistir en que debemos evitar el «contextualismo» y el «relativismo». Pero tal anhelo no es sano en absoluto, porque el precio a pagar por la incondicionalidad es el de la irrelevancia práctica. Por consiguiente, creo que la cuestión de la ver­ dad no puede ser relevante para la política democrática y que los filósofos interesados en esta política tendrían que olvidarse de la verdad y ceñirse al tema de la justifi­ cación. 2. Habermas y la razón comunicativa A continuación voy a intentar situar la concepción que defiendo en el panorama de las controversias filo­ sóficas contemporáneas. Empezaré con unas cuantas observaciones acerca de Habermas. Habermas traza su conocida distinción entre razón centrada en el sujeto y razón comunicativa en conexión con su intento de identi­ ficar qué hay de útil para la política democrática en la noción filosófica tradicional de racionalidad. Desde mi punto de vista, Habermas comete un error táctico al es la exaltación de un tipo de libertad imposible, inexpresable, «sublime» —un tipo de libertad no constituido por el poder— lo que impide que Foucault pueda reconocer los éxitos de los reformadores y comprometerse con una reflexión política seria sobre las posibilidades que se abren para las democracias del esta­ do del bienestar. Véase The Philosophical Discourse of Modemity, Cambridge, Mass.: MIT Press, 1987, pp. 290-291 (El discurso filosófico de la modernidad, Madrid: Taurus, 1989).

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intentar preservar la noción de incondicionalidad. Estoy de acuerdo con él en que tenemos que socializar y con­ vertir en lingüística la noción de razón concibiéndola como razón comunicativa;4 pero también considero nece­ sario naturalizar la razón desechando su tesis de que «en los procesos factuales de comprensión mutua se levanta un momento de incondicionalidad ».5 Para Habermas, al igual que para Putnam, «la razón no puede ser naturalizada».6 Ambos filósofos juzgan que es importante insistir en este punto a fin de evitar el rela­ tivismo que, en su opinión, sitúa la política democrática al mismo nivel que la política autoritaria. Los dos consi­ deran importante poder decir que el primer tipo de polí­ tica es más racional que el segundo. Yo, en cambio, no creo que sea posible llevar tan lejos la noción de «racio­ nalidad» y, por consiguiente, sostengo que no deberíamos decir eso. Deberíamos reconocer que no disponemos de ningún terreno neutral desde el que podamos defender la política democrática frente a sus adversarios. Si no admi­ timos eso alguien podría acusamos justificadamente de estar tratando de introducir subrepticiamente nuestras propias prácticas sociales en la definición de algo univer­ sal e ineludible, en razón de estar ello presupuesto por las prácticas de todos y cada uno de los usuarios del lengua­ je. Sería más sincero y, por consiguiente mejor, afirmar que la política democrática puede apelar tan poco a tales presuposiciones como la política antidemocrática, pero que esto no la perjudica en nada. 4. Convertir en lingüística a la razón afirmando con Sellars y Davidson que no existen creencias ni deseos no lingüísticos equivale, automáticamente, a socializarla. Sellars y Davidson estarían completamente de acuerdo con Habermas en que «no existe ninguna razón pura que pueda ser revestida lingüística­ mente sólo de un modo secundario. La razón, por su misma naturaleza, se encuentra encamada en los contextos de acción comunicativa y en las estructu­ ras del mundo diario». (Philosophical Discourse of Modemity, p. 322.) 5. Ibíd., pp. 322-323. 6. Mi réplica a la crítica que hace Putnam (realizada en su ensayo de 1983 titulado «Why Reason Can't be Naturalized») de mi concepción está en el artículo «Solidanty or Objectivity» (reimpreso en Objectivity, Relativism and Truth)-, en «Putnam and Relativist Menace» (Journal of Philosophy, septiembre 1993) ensayé una réplica a sus ulteriores críticas (formuladas en Realism with a Human Face).

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Habermas está de acuerdo con la crítica que los posnietzscheanos formulan contra el «logocentrismo», espe­ cialmente con su negativa a aceptar que «la función lin­ güística de representación de estados de cosas sea el úni­ co monopolio humano».7 Yo también lo veo así, pero ampliaría la crítica del modo siguiente: tan sólo una aten­ ción excesiva a la función declarativa del lenguaje podría hacemos creer que, además de la justificación, la indaga­ ción tiene como objetivo algo llamado «verdad». Dicho en términos generales: solamente un exceso de atención a la función declarativa podría hacemos creer que la pre­ tensión de validez universal es importante para la políti­ ca democrática. Dicho de un modo aún más general: abandonar la idea logocéntrica según la cual el conoci­ miento es la característica más propiamente humana querría decir abrir espacio a la idea de que la caracterís­ tica de ciudadanía democrática puede jugar mejor seme­ jante papel. Esto último es lo que más debería enorgulle­ cemos, y lo que debería ocupar un lugar central en nues­ tra imagen de nosotros mismos. En mi opinión, el intento habermasiano de redefinir «razón» tras determinar que «se ha agotado el paradigma de la filosofía de la conciencia»8 —la tentativa de redescribir la razón como completamente «comunicativa»— es poco radical. Es quedarse a medio camino entre pensar en términos de pretensiones de validez y pensar en tér­ 7. Habermas, op. cit., p. 311. En la página 312 Habermas afirma que la mayor parte de la filosofía del lenguaje externa a la tradición del «acto de habla» de Austin-Searle, y en particular la «semántica de condiciones de verdad» de Donald Davidson, encarna la típica logocéntrica «fijación en la función del len­ guaje reflejadora de hechos.» Por el contrario yo creo que existe en la filosofía del lenguaje reciente una importante corriente que se escapa a tal acusación, y que el último trabajo de Davidson constituye un buen ejemplo de emancipación de semejante fijación. Véase, por ejemplo, su doctrina de la «triangulación» en «The Structure and Content of Truth», que ayuda a explicar por qué no se pue­ de separar la función declarativa de la comunicativa. Discuto esta doctrina más adelante. [En mi opinión, la aceptación de la tesis de Davidson hace innecesario postular lo que Habermas llama «“mundos" análogos al mundo de hechos... por relaciones interpersonales legítimamente reguladas y experiencias subjetivas atribuibles» (ibíd., p. 313). Pero tal desacuerdo es una cuestión secundaria que, en el presente contexto, no es necesario seguir explorando.] 8. Ibíd., p. 296.

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minos de prácticas justificatorias. Ese intento es quedar­ se a medio camino entre la idea griega de que los seres humanos son especiales porque pueden conocer (mien­ tras que los animales pueden tan sólo arreglárselas para sobrevivir) y la idea de Dewey de que somos especiales porque somos capaces de hacemos cargo de nuestra pro­ pia evolución y conducimos en direcciones sin preceden­ tes ni justificación en la historia o en la biología.9 Es verdad que esta última idea podría perder su atractivo en caso de ser doblada «en versión nietzscheana» e interpretada como una forma más de la misma voluntad de poder que encamaron los nazis. A mí, en cambio, me gustaría hacer que pareciera atractiva do­ blándola «en versión americana» e interpretándola como aquella idea común a Emerson y Whitman: la idea de una nueva comunidad que se crea a sí misma, unida no tanto por el conocimiento de unas mismas verdades cuanto por el hecho de compartir unas mismas esperan­ zas inclusivistas, generosas y democráticas. Que Habermas y Apel desconfíen de la idea de autocreación comu­ nal, de la idea de realizar un sueño que no encuentra jus­ tificación en ninguna pretensión de validez universal incondicional se debe a que la asocian, de forma automá­ tica, a Hitler. Esa idea suena mucho mejor, en cambio, en los oídos de una persona americana, puesto que la asocia de forma natural a Jefferson, Whitman y Dewey.10 La lec­ 9. Como yo lo leo, Dewey simpatizaría con el énfasis que Castoriadis pone en la imaginación, que no en la razón, como motor de progreso moral. 10. Considérese la crítica de Habermas a Castoriadis: «no hay modo de ver cómo podemos transformar semejante demiúrgica puesta en escena de verda­ des históricas en un proyecto revolucionario apropiado para la práctica de indivi­ duos autónomos que se autorrealizan y actúan conscientemente» (Habermas, op. cit., p. 318). Mi reacción ante este comentario es decir que la historia de los Estados Unidos muestra cómo realizar tal transformación. Apel y Habermas tien­ den a pensar que la Revolución Americana se encuentra sólidamente fundamen­ tada en principios con pretensiones de validez universal del tipo que ellos aprue­ ban y que Jefferson expresó en la Declaración de Independencia (véase Apel, «Zurück zur Normalitát?», en Zerstórung des moralischen Selbstbewusstseins, Frankfurt a.M: Suhrkamp, 1988, p. 117). A ello yo replicaría que los Padres Fun­ dadores no fueron nada más que el tipo de demiurgos en los que Castoriadis piensa cuando habla de «la institución del imaginario social». La comunidad de «individuos autónomos que se autorrealizan y actúan conscientemente consa­

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ción a sacar de todo ello es que semejante idea es neutral con respecto a Hitler y Jefferson. Quien desee disponer de principios neutrales en los que basarse a fin de poder escoger entre Hitler y Jeffer­ son deberá encontrar un modo de sustituir las referen­ cias ocasionales que realiza Jefferson a la ley natural y a las verdades políticas autoevidentes por una versión más actualizada del racionalismo de la Ilustración. Éste es el papel que Apel y Habermas asignan a la «ética dis­ cursiva». Por el contrario, la alternativa que yo vengo sugiriendo sólo parecerá atractiva si renunciamos a la esperanza de una ética discursiva y a los intentos de lograr una neutralidad semejante. Renunciar o no a tal esperanza, creo, es algo que debería ser determinado, al menos en parte, en base a la opinión que uno tenga acerca del argumento de la autocontradicción performativa que se halla en el corazón de la ética discursiva. Para mí ese argumento es débil y poco convincente, pero también es cierto que no dispongo de nada mejor que ocupe su lugar. Y es justamente porque no dispongo de nada mejor que me veo inclinado a rechazar la idea de principios neutrales y a preguntarme, en cambio, qué pueden hacer los filósofos para la política democrática, aparte de tratar de fundamentar la política sobre princi­ pios. A lo que respondo: pueden trabajar para sustituir conocimiento por esperanza, para que se considere que lo importante del ser humano no es tanto su capacidad de captar la verdad cuanto su capacidad de ser ciudada­ grándose a tales principios; la comunidad que actualmente conocemos con el nombre de «pueblo americano» se formó, paulatinamente, en el curso del pro­ ceso (muy gradual, y, si no, pregúntenlo a cualquier afroamericano) de vivir según la imaginación de los Padres Fundadores. Así pues, cuando Habermas cri­ tica a Castoriadis por no reconocer «ninguna razón para revolucionar la socie­ dad reifícada, aparte de la resolución existencialista del “porque así lo queremos nosotros”», y pregunta «quién puede ser este “nosotros” del querer radical» sería justo responder que en 1776 el «nosotros» relevante no lo constituía el pueblo americano, sino Jefferson y el grupo de amigos, igual de imaginativos que él, que lo acompañaban. Cuando Habermas afirma que «Castoriadis se detiene allí donde había empezado Simmel: en la Lebensphilosophie», lo único que puedo responderle es que me alegro de unirme a Castoriadis en este punto.

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no de una democracia completa que todavía está por lle­ gar. Eso no tiene nada que ver con una Letzbegründung, sino más bien con redescribir la humanidad y la historia de un modo tal que la democracia pueda aparecer como deseable. A quien dijese que eso, en vez de un «argumen­ to» es mera «retórica» —como dice Apel— le replicaría que no es ni más ni menos retórico o argumentativo que el intento de mis adversarios de describir el discurso y la comunicación en unos términos que hacen parecer que la democracia está ligada a la naturaleza intrínseca de la humanidad. 3. Verdad y justificación Existen muchos usos de la palabra «verdadero». El único de ellos, sin embargo, que no puede ser eliminado con facilidad de nuestra práctica lingüística, es el uso de advertencia (cautionary use).n Tal es el uso que de ella hacemos cuando contrastamos verdad y justificación, y afirmamos que una creencia puede estar justificada pero no ser verdadera. Fuera de la filosofía este uso de adver­ tencia es utilizado para contrastar audiencias poco infor­ madas con audiencias mejor informadas y, más general­ mente, para contrastar audiencias pasadas con audien­ cias futuras. En contextos no filosóficos, el sentido de contrastar justicación con verdad es, simplemente, recor­ darnos que pueden haber objeciones (a causa de la apari­ ción de nuevos datos, nuevas hipótesis explicativas más ingeniosas, cambios en el vocabulario empleado para describir los objetos que se discuten) que no hayan adver­ tido ninguna de las audiencias para las cuales la creencia en cuestión estaba hasta entonces justificada. Realizamos un gesto de este tipo hacia un futuro imprevisible cuan­ 11. En relación a este punto, véanse las primeras páginas del capítulo «Pragmatism, Davidson and Truth» de Objectivity, Relativism and Truth. Los usos de «verdadero» que allí llamaba «de aval o apoyo» (endorsing use) y «de referencia divergente» (disquotational use) pueden ser fácilmente parafraseados en otros términos entre los cuales no se incluya la palabra «verdadero».

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do, por ejemplo, decimos que puede suceder perfecta­ mente que del mismo modo que en la actualidad juzga­ mos como primitivas las creencias científicas y morales que un día sostuvieron los griegos, nuestros lejanos des­ cendientes vean como primitivas las creencias científicas y morales que tenemos ahora. Mi premisa fundamental, la idea de que solamente podemos trabajar por lo que podríamos reconocer, es un corolario del principio de James que afirma que para que valga la pena discutir una diferencia ésta tiene que ser relevante en el orden práctico.12 En mi opinión, la única diferencia de este tipo que existe entre verdad y justifica­ ción es la diferencia entre viejas audiencias y nuevas audiencias. En consecuencia, entiendo que la actitud prag­ matista adecuada hacia la verdad puede resumirse como sigue: es tan poco necesario tener una teoría filosófica sobre la naturaleza de la verdad, o sobre el significado de la palabra «verdadero», como tener una teoría filosófica sobre la naturaleza del peligro o sobre el significado de la palabra «peligro». La razón principal de que en nuestro lenguaje exista una palabra como «peligro» es advertir a la 12. Nos ha parecido que la transcripción del siguiente fragmento podría ayudar a entender mejor la formulación del principio de James que hace aquí Rorty: Supongamos que tenemos dos definiciones filosóficas, o proposiciones o máximas o como se las quiera llamar, que aparentemente se contradicen y que son objeto de discusión entre los hombres. Si suponiendo la verdad de una no es posible prever ninguna consecuencia práctica concebible para nadie en ningún momento o lugar, que sea distinta de lo que puede preverse si uno supone la verdad de la otra, en tal caso la diferencia entre las dos proposicio­ nes no es una verdadera diferencia; tan sólo es una distinción aparente y ver­ bal que no vale la pena discutir. Las dos fórmulas significan radicalmente la misma cosa, aunque expresado con palabras sumamente distintas. (James, «Philosophical Conceptions and Practical Results», en The Journal of Philosophy, Psychology and Scientific Methods, I, 1904.) La misma idea habría expresado Peirce en 1878, en un artículo que lleva por título «How to Make Our Ideas Clear»: «Vamos a considerar qué efectos prácticos pensamos que puede tener el objeto que nos incumbe. Pues bien, la totalidad de la concepción del objeto se constituye por medio de esta considera­ ción nuestra de sus efectos prácticos.» (Peirce, Ch. S., «How to Make Our Ideas Clear», Popular Science Monthly, núm. 13, pp. 286-302.) (N. del T.)

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gente: advertirla de que es imposible que haya previsto todas las consecuencias de las acciones que se propone llevar a cabo. Nosotros los pragmatistas, que pensamos que las creencias son hábitos de acción, creemos que el uso de advertencia de la palabra «verdadero», en vez de intentos de corresponder a la realidad, lo que simboliza es un tipo especial de peligro. La utilizamos para recordar­ nos a nosotros mismos de que otra gente, en circunstan­ cias distintas —gente enfrentándose a audiencias futu­ ras—, podría ser incapaz de justificar la creencia que has­ ta ahora hemos justificado con éxito ante todas las audien­ cias con las que nos hemos encontrado. Pero dada esta concepción pragmatista de la función de la palabra «verdadero», ¿qué ocurre entonces con la tesis de que todos los humanos desean la verdad? Esta tesis oscila entre la tesis que sostiene que todo el mundo desea justificar sus creencias ante algunos seres humanos, pero no necesariamente todos, y la que dice que todo el mundo desea que sus creencias sean verdad. La primera afirmación me parece irrecusable. La segunda, en cambio, me parece dudosa, a menos que no sea más que una for­ mulación alternativa de la primera. Ello se debe a que la única interpretación que los pragmatistas podemos dar de esta segunda tesis es que todos los humanos están preocu­ pados por el peligro de que llegue un día en que exista una audiencia ante la cual no puedan justificar una creencia que actualmente consideran justificada. Ahora bien, cabe decir, en primer lugar, que los filó­ sofos que esperan poder hacer relevante la noción de ver­ dad para la política democrática no desean un mero falibilismo. En segundo lugar, tal falibilismo no constituye, de hecho, una característica que posean todos los seres humanos: prevalece mucho más entre los habitantes de sociedades ricas, seguras, tolerantes e inclusivistas que en otros lugares; entre gente educada en la idea de que pue­ de estar equivocada y que allá fuera hay gente que quizá no esté de acuerdo con nosotros que, de todos modos, es preciso tener en cuenta. Quien esté a favor de la demo­ cracia querrá también promover el falibilismo. Pero exis­

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ten otras formas de favorecerla aparte de ir dando vueltas a la diferencia entre el carácter condicional de la justifi­ cación y el carácter incondicional de la verdad. Uno pue­ de, por ejemplo, insistir en el triste hecho de que muchas comunidades anteriores, presas de un sentimiento excesi­ vo de seguridad en sí mismas, traicionaron sus propios intereses no prestando atención a las objeciones que les presentaban unas personas de fuera. Además, deberíamos distinguir entre falibilismo y escepticismo filosófico. El falibilismo no tiene nada que ver con la búsqueda de universalidad e incondicionalidad. El escepticismo sí. Normalmente, a menos que uno quede impresionado por el tipo de escepticismo que encontramos en las Meditaciones de Descartes, o sea, el tipo de escepticismo que afirma que basta la mera posi­ bilidad de error para frustrar las pretensiones de conoci­ miento, uno no se meterá en filosofía, al menos en los países anglófonos. No hay mucha gente que encuentre interesante este tipo de escepticismo. No es ése el caso, sin embargo, de los que se preguntan ¿existe algún pro­ cedimiento por medio del cual podamos cercioramos de no tener creencias que puedan parecer injustificables a los ojos de futuras audiencias? ¿Hay algún modo de ase­ gurarse de que nuestras creencias son justificables ante cualquier audiencia? La diminuta minoría que encuentra interesante seme­ jante cuestión está integrada, prácticamente en su totali­ dad, por profesores de filosofía y se divide en tres grupos: (1) escépticos como Stroud, que consideran que el argu­ mento del sueño de Descartes es irrefutable: para los escépticos siempre hay la posibilidad de una audiencia, el yo futuro que se levanta del sueño, que no va a quedar satisfecha con ninguna de las justificaciones que le ofrez­ ca nuestro yo actual, que posiblemente sueña; (2) fundacionalistas como Chisholm, según los cuales, aunque fue­ ra cierto que soñamos, no podríamos estar equivocados con respecto a determinadas creencias; y (3) coherentistas como Sellars, que sostienen que «nuestras creencias están al alcance de cualquiera, pero no todas de golpe».

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Nosotros los pragmatistas, impresionados por la críti­ ca de Peirce a Descartes, pensamos que tanto al escepti­ cismo como al fundacionalismo les ha descarriado la imagen que interpreta las creencias como intentos de representar la realidad y la idea asociada a ella según la cual la verdad es una cuestión de correspondencia con la realidad. Y de esta suerte terminamos haciéndonos coherentistas.13 Ahora bien, los coherentistas estamos divididos por el problema de qué cabe decir, si es que cabe decir alguna cosa, sobre la verdad. Mi opinión es que, una vez explicamos la diferencia entre justificación y verdad por medio de aquella otra diferencia entre justificabilidad actual y justificabilidad futura, queda poco por decir. Por contra, algunos de mis compañeros coherentis­ tas —Apel, Habermas y Putnam— piensan, como Peirce, que todavía quedan muchas cosas por decir, cosas impor­ tantes para la política democrática.14 13. Ser coherentista en este sentido no necesariamente significa ser tam­ bién coherentista con respecto a la teoría de la verdad. La negativa de Davidson a aceptar esta última calificación para su teoría, una calificación que anterior­ mente había aceptado, es un corolario de su tesis de que no puede haber ningu­ na definición del término «verdadero en L» para la variable L. La concepción actual de Davidson, con la cual he terminado estando de acuerdo, sostiene que «no deberíamos decir que la verdad es correspondencia, coherencia, asertabilidad garantizada, asertabilidad idealmente justificada, lo que se acuerda en una conversación con la gente adecuada, lo que la ciencia acaba sosteniendo, lo que da razón de la convergencia de la ciencia en teorías simples, o el éxito de nues­ tras creencias corrientes. En la medida en que el realismo y el antirrealismo dependan de una u otra de tales concepciones de la verdad, deberíamos negar­ nos a darles cualquier tipo de apoyo». («The Structure and Content of Truth», Journal of Philosophy, vol. 87, 1990, p. 309.) 14. Davidson también opina que todavía quedan cosas por decir, pero las cosas que él quiere decir son irrelevantes para la política, creo. En lo que viene a continuación, sigo básicamente a Davidson. Dejo para más tarde, de todos modos, la discusión de la tesis que éste presenta en la p. 326 de The Structure and Content of Truth y que dice: «el apuntalamiento conceptual de la compren­ sión es una teoría de la verdad», en un sentido de «teoría de la verdad» según el cual a cada lenguaje le corresponde una teoría de este tipo. Me parece que esta tesis es distinta de aquella otra, a la cual me remito más abajo, que dice que «la fuente última, tanto de la objetividad como de la comunicación» es lo que Davidson llama «triangulación». No veo por qué razón, aparte del respeto a la memoria de Tarski, tendríamos que describir una teoría que codifica los resul­ tados de semejante triangulación como una teoría de la verdad y no como una teoría que describe la conducta de un determinado grupo de seres humanos.

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4. «Validez universal» y «trascendencia contextual» Putnam, Apel y Habermas recogen una idea de Peirce que yo rechazo: la idea de convergencia en la Verdad Una.15 Lejos de justificar tal convergencia en la concep­ ción de que la realidad es Una y la verdad corresponden­ cia con semejante Realidad Una, los peirceanos sostienen que la idea de convergencia se encuentra en el mismo interior de las presuposiciones del discurso. Los tres están de acuerdo en señalar que el principal motivo por el cual la razón no puede ser naturalizada es que la razón es normativa y las normas no pueden ser naturalizadas. Pero es posible dar cabida a lo normativo, dicen, sin tener que volver a la idea tradicional de un deber de correspondencia con la naturaleza intrínseca de la reali­ dad. Podemos hacerlo prestando atención al carácter uni­ versalista de las presuposiciones idealizadoras del discur­ so. La ventaja de una estrategia como ésta es que deja de lado las cuestiones metaéticas relacionadas con el proble­ ma de si existe alguna realidad moral con la cual puedan esperar corresponderse nuestros juicios morales, del mis­ mo modo que nuestra ciencia física espera supuestamen­ te corresponderse con la realidad física.16 15. Putnam ha rechazado a veces la tesis de la convergencia (véase Realism with a Human Face, Cambridge Mass.: Harvard University Press, 1990, p. 171, acerca de Bemard Williams). Pero (como defiendo en mi «Putnam and the Relativist Menace») yo no veo cómo puede hacer concordar ese rechazo con su noción de «asertabilidad ideal». Desde mi punto de vista, la Verdad es Una solamente en el sentido de que si el proceso de desarrollar nuevas teorías y nue­ vos vocabularios se detiene, y se llega a un acuerdo sobre los objetivos que la creencia en cuestión debe realizar —es decir, hay un acuerdo acerca de las nece­ sidades que deben satisfacer las acciones dictadas por tal creencia— entonces se fraguará un consenso sobre cuáles de los candidatos que figuran en una lista finita cabe adoptar. No deberíamos confundir una generalización sociológica como ésta, sujeta a múltiples y obvias reservas, con un principio metafísico. Como muchos críticos han señalado (y de forma notable, Michael Williams), el problema de la idea de convergencia al final de la indagación consiste en la difi­ cultad de imaginar un momento en que se haga deseable dejar de desarrollar nuevas teorías y nuevos vocabularios. Como dice Davidson, el argumento de la «falacia naturalista» de Putnam es aplicable tanto a su teoría de la verdad en cuanto «aceptabilidad ideal» como a cualquier otra teoría de la verdad. 16. «La razón comunicativa se extiende por todo el espectro de preten­ siones de validez: las pretensiones de verdad proposicional, de sinceridad subje­

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Habermas afirma que toda pretensión de validez, además del papel estratégico que juega en algunas discu­ siones contextualmente limitadas, tiene «un momento trascendente de validez universal [que] hace volar por los aires cualquier tipo de provincialismo». Desde mi punto de vista, la única verdad que contiene semejante idea es que muchas pretensiones de validez son formuladas por personas que desearían defender sus afirmaciones ante audiencias distintas de aquella a la que se dirigen en la actualidad. (No ocurre lo mismo con todas las proposi­ ciones de este tipo, como es obvio: los abogados, por ejemplo, son perfectamente conscientes de que sus afir­ maciones deben ajustarse al débil contexto de una juris­ prudencia sumamente local). Pero una cosa es estar dis­ puesto a vérselas con audiencias nuevas y poco familia­ res, y otra muy distinta hacer volar por los aires cual­ quier tipo de provincialismo. A mi parecer, la doctrina de un «momento trascen­ dente» de Habermas representa una encomiable disposi­ ción a intentar algo nuevo, pero también es una jactancia vacía. En según qué circunstancias, decir «voy a tratar de defender esto frente a quien sea» suele ser propio de una actitud encomiable. Pero decir «puedo defender esto con éxito frente a quien sea» es una tontería. Quizá haya alguien que pueda, claro, pero al decirlo su situación no será mejor que la de aquel campeón de pueblo que ase­ gura poder vencer al campeón mundial. El único tipo de situación en el que uno podría decir tal cosa sería aquél en que ya se hubieran acordado por adelantado las reglas del juego argumentativo, como sucede, por ejemplo, en las matemáticas «normales» (en oposición a las «revolu­ cionarias»). En la mayoría de los casos, sin embargo, incluyendo las pretensiones políticas y morales en las que Habermas está más interesado, esas reglas no existen. En el tipo de tiva y de corrección normativa.» (Habermas, Faktizitat und Geltung, Frankfurt a.M, Suhrkamp, 1993, p. 19) (Habermas, Facticidad y validez, Madrid: Trotta, 1998).

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casos que acabo de mencionar —en juzgados provinciales y en juegos de lenguaje tales como las matemáticas, regu­ lados por convenciones precisas y explícitas— la noción de dependencia contextúa! tiene un sentido preciso. Pero no es así para la mayoría de afirmaciones. Lo mismo sucede con la noción de «validez universal». Para la mayoría de afirmaciones —«El mejor candidato es Clin­ ton», «Alejandro fue anterior a César», «El oro es insoluble en ácido clorhídrico» y parecidas— es difícil ver por qué debería uno preguntarse «¿depende mi afirmación del contexto, o es universal?». El hecho de ir a favor de una alternativa en vez de la otra no supone ninguna rele­ vancia de orden práctico. Habermas sugiere una analogía de la distinción entre lo dependiente de contexto y lo universal que acaso parezca más relevante para la práctica. Es lo que él llama «la tensión entre facticidad y validez». Habermas consi­ dera que esta tensión constituye un problema filosófico central y asegura que ella es también la responsable de muchas de las dificultades que surgen al intentar teorizar la política democrática.17 Para Habermas, una caracterís­ tica distintiva y valiosa de su teoría de la acción comuni­ cativa es que «en sus conceptos fundamentales absorbe ya la tensión entre facticidad y validez».18 Cosa que con­ sigue por medio de la distinción entre uso «estratégico» del discurso y «uso del lenguaje orientado hacia el logro de entendimiento».19 De tal suerte que es posible pensar que esta última distinción es justamente la distinción que estamos buscando, la que nos permitiría interpretar, de un modo relevante para la práctica, la distinción entre dependencia contextual y universalidad. Como yo lo veo, sin embargo, la distinción entre uso estratégico y uso no estratégico del lenguaje equivale simplemente a la distinción entre aquellos casos en los que lo que más nos preocupa es convencer a otros y aquellos casos en los que esperamos aprender algo. En el 17. Ib íd .,p .2 \. 18. Ibíd., p. 24. 19. Ibíd., p. 23.

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último conjunto de casos uno está predispuesto a renun­ ciar a sus concepciones actuales si oye algo mejor. Los dos casos representan los dos extremos de un espectro: en uno de los extremos utilizamos todo tipo de trucos (mentir, omissio veri, suggestio falsi, etc.) con el propósi­ to de convencer; en el otro, nos dirigimos a los otros de la misma forma que cuando hablamos con nosotros mis­ mos de un modo natural, reflexivo y curioso. La mayoría de las veces nos movemos entre los dos extremos. Mi problema es que no veo que estos dos extremos tengan nada que ver con la distinción entre dependencia contextual y universalidad. La clase de conversación que tiene lugar al final de uno de tales extremos del espectro recibe tradicionalmente el nombre de «la búsqueda pura de la verdad». Pero yo no consigo ver qué tiene que ver esta clase de conversación con la universalidad o la incondicionalidad. Es «no estratégica» en el sentido de que en esa clase de conversaciones dejamos que las cosas sigan su curso. Pero es difícil creer que las afirmaciones que hacemos en tales conversaciones presuponen algo que no está presupuesto en las afirmaciones que realiza­ mos al encontramos en el otro extremo del espectro. Habermas, no obstante, piensa que hasta que no reconozcamos que «las pretensiones de validez que se plantean hic et nunc y que aspiran al reconocimiento o a la aceptación intersubjetiva pueden superar también los criterios locales de toma de decisiones de sí/no», no con­ seguiremos damos cuenta de que «este momento tras­ cendente solamente distingue aquellas prácticas de justi­ ficación orientadas a pretensiones de verdad de aquellas otras prácticas reguladas meramente por convención social».20 Este pasaje constituye un buen ejemplo de lo que, en mi opinión, supone el indeseable compromiso de Habermas con la logocéntrica distinción entre opi­ nión y conocimiento, una distinción entre la pura obe­ diencia al nomoi, incluido el tipo de nomoi que encon­ traríamos en una sociedad democrática utópica, y la cla­ 20. Ibíd., p. 31.

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se de relación physei con la realidad que proporciona la comprensión de la verdad. Para los deweyanos, las dis­ tinciones entre opinión y conocimiento y nomos y physis no son más que vestigios de la obsesión platónica por la clase de certeza que se encuentra en las matemáticas y, más en general, por la idea de que el universal, debido a que en cierto modo es eterno e incondicional, nos ofrece la posibilidad de alejamos de lo particular, temporal y condicionado. Interpreto que en este pasaje Habermas utiliza el tér­ mino «prácticas de justificación orientadas a pretensio­ nes de verdad» para referirse al extremo más bonito del espectro que anteriormente he descrito. Desde mi punto de vista, sin embargo, la verdad no tiene nada que ver con esto. Tales prácticas no trascienden la convención social. Al contrario, están reguladas por ciertas conven­ ciones sociales determinadas: aquellas convenciones de una sociedad todavía más democrática, tolerante, acomo­ dada, rica y diversa que la nuestra, una sociedad en la que el inclusivismo forma parte del sentido de la identi­ dad moral de cada cual. En una sociedad como ésta todo el mundo está siempre dispuesto a dar la bienvenida a todo tipo de opiniones extrañas sobre cualquier tema. Son éstas, también, las convenciones que regulan deter­ minados segmentos afortunados de la sociedad contem­ poránea, como por ejemplo los seminarios universitarios, las colonias de verano para intelectuales, etc.21 Quizá la mayor diferencia entre Habermas y yo sea que los pragmatistas como yo simpatizamos con los pen­ sadores antimetafísicos, «posmodemos» que él critica cuando éstos sugieren que la idea de una distinción entre práctica social y lo que trasciende tal práctica constituye un vestigio de logocentrismo. Foucault y Dewey podrían estar de acuerdo en señalar que la inda­ gación, independientemente de que sea siempre una 21. Por razones parecidas a las que nos ofrecen David Lewis y Quine, debería preferir utilizar el término «prácticas» en lugar del término «convencio­ nes»; pero aquí voy a usar ambos términos como sinónimos.

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cuestión de «poder» o no, nunca trasciende la práctica social. Los dos dirían que, del mismo modo que lo úni­ co que puede trascender una audiencia presente es una audiencia futura, lo único que puede trascender una práctica social es otra práctica social. Asimismo, lo úni­ co que puede trascender una estrategia discursiva es otra estrategia discursiva: aquella que tenga por objeto unos mejores fines. Puesto que no sé qué significa tenerla por objeto, no creo que «verdad» designe uno de tales fines. Sé perfectamente qué significa tener por objeto o aspirar a una mayor honestidad, una mayor caridad, paciencia, inclusividad, etc. Entiendo que la política democrática sirve a unos fines tan deseables y concretos como éstos. Pero en cambio no consigo ver de qué sirve añadir a nuestra lista de fines la «verdad», la «universalidad» o la «incondicionalidad»: no llego a ver qué cambios en nues­ tra conducta aportarían esas adiciones. Podría parecer que la diferencia entre Habermas y yo en este punto no tiene ninguna relevancia de orden prác­ tico: los dos tenemos en mente las mismas utopías y esta­ mos comprometidos con el mismo tipo de política demo­ crática. Así pues, qué ganas de complicarse la vida con la pregunta ¿qué diferencia hay entre llamar a las prácticas de comunicación utópicas «orientadas a la verdad» o no hacerlo? ¿Para qué ponerse a discutir sutilerías acerca de la relevancia de la verdad para la política democrática? La razón de que Habermas piense que interrogarse en este sentido es relevante para la práctica y yo no radica en que él puede realizar un movimiento argumentativo que a mí me está vedado: acusar a los adversarios de incurrir en autocontradicción performativa. Habermas cree que todo aquel —yo incluso— que se mete en un argumento cualquiera está «inevitablemente suponiendo» «el discurso universal de una comunidad de interpreta­ ción ilimitada». Dice: «aun en el caso de que tales presu­ posiciones [las presuposiciones de la comunicación] ten­ gan un contenido ideal que sólo puede ser realizado de forma aproximada, de facto, cualquier participante que afirme o niegue la verdad de una afirmación y desee

EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN 98 tom ar parte en la argumentación que tiene por objeto justificar tal pretensión de validez estará obligado a acep­ tarlas».22 ¿Qué ocurre, sin embargo, con alguien (como ocurre con muchos administradores de universidades america­ nas) a quien irritan sobremanera las convenciones socia­ les de las mejores secciones de las mejores universidades, lugares en los que incluso las afirmaciones más paradóji­ cas y menos prometedoras son discutidas y en los que las feministas, los ateos, los homosexuales, los negros, etc., son considerados compañeros conversacionales y perso­ nas con la misma cualidad moral que nosotros? De acuerdo con la interpretación de Habermas que ofrezco, si esta persona da argumentos a favor de la sustitución de estas convenciones por otras convenciones más exclusi­ vistas, entonces tal persona está contradiciéndose a sí misma. Yo, en cambio, no puedo replicar a ningún admi­ nistrador americano que se está contradiciendo a sí mis­ mo. Como máximo puedo tratar de persuadirle a favor de la tolerancia haciendo uso de los métodos normales de persuasión: ofreciendo ejemplos de cómo lo que hoy son trivialidades antaño fueron paradojas, de las contribucio­ nes a la cultura que han realizado los negros, las mujeres, los homosexuales, los ateos, etc.23 El principal problema es saber si ha habido nunca nadie que se haya creído la acusación de estar cometien­ do una autocontradicción performativa. Y, francamente, dudo que existan muchos casos claros de gente que se haya tomado tal acusación en serio. Si a un intolerante como el que acabo de bosquejar le decimos que está obli­ gado a tener pretensiones de validez que superen su con­ texto y que tengan por objeto la verdad, es probable que nos responda que eso es justamente lo que está haciendo. Pero si le decimos que no puede tener tales pretensio­ 22. Habermas, op. cit., 1993, p. 31. 23. No estoy seguro de qué pensarán Apel y Habermas al oírme decir tal cosa: si considerarán que estoy argumentando o si, por el contrario, pensarán que he renunciado a la argumentación y recaído en el adiestramiento estratégi­ co de la sensibilidad.

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nes y, al mismo tiempo, rechazar las paradojas y perso­ nas que rechaza, luego es probable que no nos entienda. Dirá que aquellos que proponen semejantes paradojas están demasiado locos como para discutir con ellos o dis­ cutirles nada, que las mujeres tienen una visión distorsio­ nada de la realidad, y cosas por el estilo. Pensará que es irracional o inmoral, o las dos cosas al mismo tiempo, tomarse en serio tales paradojas.24 La verdad es que no veo tanta diferencia entre la reacción del intolerante contra Habermas y contra mí y las reacciones de Habermas y mías contra él. No consigo ver que haya nada parecido a una «razón comunicativa» que favorezca más nuestras reacciones que la suya. Ello se debe a que no veo por qué motivo el término «razón» no puede ser adoptado de la misma forma que los térmi­ nos «libertad académica», «moralidad» o «pervertir»; asi­ mismo tampoco comprendo cómo es posible que el coherentismo an ti fundación alista que comparto con Habermas pueda dar cabida a un bloqueador de conversacio­ nes, no relativizable y no recontextualizable como es la llamada «autocontradicción performativa». Lo que el intolerante y yo hacemos, y creo debemos hacer, cuando se nos dice que hemos violado un presupuesto de la 24. Los Burschenschaften austríacos decidieron que las personas de san­ gre judía, por mucho que llevaran colgada la graduación de oficial del empera­ dor o fueran estudiantes universitarios, no eran satisfaktionsfahig. De suerte que no era necesario aceptar los duelos a los que esas personas pudieran retar. Necesitamos una noción análoga a la de nicht satisfaktionsfahig para las deman­ das de justificación, para las invitaciones a participar en el diálogo. Joachim Schulte me ha sugerido la noción de nicht rechtfertigungsempfanglich, que suena bastante bien. Con independencia de cuál sea el término correcto, lo que yo quiero subrayar es que el intolerante exclusivista que tengo en mente no ve nin­ guna necesidad de justificar sus afirmaciones ante la clase equivocada de gente. Pero el intolerante no es el único que necesita una noción como Rechtfertigungsempfanglichkeit. Ninguno de nosotros se toma en serio a todas las audiencias; todos nosotros rechazamos las demandas de justificación que nos formulan algunas audiencias, considerándolas una pérdida de tiempo. (Piénsese en el caso de un médico que se niega a justificar su procedimiento ante un defensor del cristianismo científico, o ante un médico chino que basa su oficio en la acu­ puntura y en la moxibustión.) Como digo más adelante, la principal diferencia entre el intolerante y nosotros es que mientras que para él esas cuestiones son un asunto de descendencia racial, para nosotros son un asunto de creencias y deseos.

EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN 100 comunicación es discutir acerca de los sentidos de los términos que se utilizan para afirm ar ese pretendido pre­ supuesto: términos como «verdadero», «argumento», «razón», «comunicación», «dominación», etc.25 Con tiempo y un poco de suerte, esa discusión se transformará en una conversación mutuamente prove­ chosa acerca de nuestras respectivas utopías, nuestras ideas sobre qué aspecto tendría la sociedad ideal que autorizaría una audiencia idealmente competente. Pero tal conversación no va a terminar con el reconocimiento, hecho de mala gana, por parte del intolerante de que él mismo se ha enredado en una contradicción. En el caso de que, mirabile dictu, lograra convencerle del valor de mi utopía, su reacción consistiría más en lamentar no haber tenido suficiente imaginación y curiosidad, que en lamentar no haber sabido reconocer sus propios presu­ puestos.

5. Independencia del contexto sin convergencia: la concepción de Albrecht Wellmer Estoy de acuerdo con Apel y Habermas en que Peirce tiene razón al pedirnos que hablemos del discurso en vez de la conciencia. Pero también creo que el único ideal que el discurso presupone es el de que seamos capaces de justificar nuestras creencias ante una audiencia compe­ tente. Como coherentista, considero que una vez conse­ guimos ponemos de acuerdo con los miembros de esa audiencia sobre qué tiene que hacerse, entonces ya no cabe preocuparse por nuestra relación con la realidad. Claro que todo depende de lo que se entienda por audien­ cia competente. A diferencia de Apel y Habermas, la lec­ 25. Podría ocurrir que el intolerante no supiera cómo hacerlo; en tal caso, las convenciones locales que Habermas y yo compartimos sugieren que los filósofos deberían intervenir para ayudarle, ayudarle a construir sentidos para esos términos, sentidos que incorporen su concepción exclusivista, del mismo modo que la concepción inclusivista que Habermas y yo tenemos está incorpo­ rada en el uso que los dos hacemos de esos términos.

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ción que yo saco de Peirce es que los filósofos que nos interesamos por la política democrática deberíamos dejar en paz la verdad, aparcar esta discusión como un tema sublimemente indiscutible, y en su lugar pasar a conside­ rar el problema de cómo persuadir a la gente para que amplíe las dimensiones de la audiencia que tiene por competente, para que incremente las dimensiones de la comunidad relevante de justificación. No es sólo que este último proyecto sea importante para la política democrá­ tica, sino que, en gran medida, la política democrática es tal proyecto. Apel y Habermas piensan que la exigencia de maximizar las dimensiones de esta comunidad está ya, por decirlo así, incorporada en la acción comunicativa. En ello recae el valor de su tesis de que toda afirmación reclama validez universal.26 Albrecht Wellmer, al igual que yo, rechaza el convergentismo que Apel y Habermas comparten con Putnam; por otro lado, acepta su tesis de que nuestras pretensiones de verdad «trascienden el con­ texto —local o cultural— en el que éstas son formu­ ladas».27 Mi problema con Wellmer, Apel y Habermas es que no consigo ver qué fuerza pragmática tiene llamar «buen argumento» a un argumento que, como todos los argu­ mentos, convence más a unos que a otros. Eso es como llamar «buena herramienta» a una herramienta que, como todas las herramientas, solamente es útil para unos fines en concreto. Imaginen que un cirujano, tras fraca­ sar en el intento de cavar con un bisturí un túnel que le 26. Parece que la idea de hablar de validez universal en vez de verdad tie­ ne por objeto evitar la cuestión acerca de si los juicios éticos y estéticos tienen ningún valor de verdad. Semejante duda sólo se plantea entre los representacionalistas, es decir, entre aquellos que creen que para que un juicio sea verdad debe existir un objeto que lo «haga» verdadero. Los no representacionalistas, como Davidson o yo, e incluso algún casi-representacionalista como Putnam, nos contentamos con pensar que «El amor es mejor que el odio» es un candida­ to para el valor de verdad igual de bueno que «La energía es siempre igual a la masa por el cuadrado de la velocidad de la luz». 27. Cito la versión inglesa del trabajo de Wellmer «Truth, Contingency, and Modemity» que por ahora sólo ha aparecido en francés.

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sacaría de la celda en que está preso, dijese «a pesar de todo, es una buena herramienta». Imagínenlo ahora, tras intentar infructuosamente convencer a los guardias para que lo dejen salir a fin de poder volver a ocupar su cargo de líder de la resistencia, diciendo «a pesar de todo, éstos son buenos argumentos». Mi problema se intensifica al formularme la pregun­ ta de si mis pretensiones de verdad «trascienden mi con­ texto cultural local». Como no puedo comprender qué significa aquí «trascendencia», no tengo claro si lo hacen o no. Y es que ni siquiera comprendo qué sentido tiene decir que mi afirmación «tiene una pretensión de ver­ dad». Cuando creo que p, y formulo esa creencia afir­ mándola en el curso de una conversación, ¿estoy real­ mente haciendo una pretensión? ¿Qué valor tiene decir que estoy haciendo algo semejante? ¿Qué añade decir tal cosa a la afirmación de que —para decirlo con Peirce— estoy informando a mi interlocutor acerca de mis hábitos de acción e indicándole el modo de predecir y controlar mi futura conducta conversacional y no conversacional? En según qué situación, también podría ocurrir que en realidad le estuviera invitando a mostrar su desacuerdo conmigo contándome sus diferentes hábitos de acción; podría estar sugiriéndole que estoy preparado para razo­ nar mi creencia; podría estar tratando de causarle buena impresión, y mil cosas más. Como nos recordó Austin, uno hace muchas cosas cuando hace una afirmación que puede ser interpretada como formando parte del toma y daca que establece con su interlocutor. Este toma y daca consiste, aproximadamente, en un ajustamiento recípro­ co de nuestra conducta, una coordinación estratégica de nuestra conducta que puede resultar mutuamente prove­ chosa. Obviamente, si tras afirmar p alguien me pregunta si creo quep es verdad, diré «sí, lo creo». Pero a continua­ ción me preguntaré, con Wittgenstein, qué sentido tenía hacer esa pregunta. ¿Está poniendo en duda mi sinceri­ dad? ¿Está expresando incredulidad respecto a mi capa­ cidad de ofrecer razones a favor de mi creencia? Puedo

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tratar de desenmarañar un poco el asunto pidiéndole el motivo de su pregunta. Si a ello responde «tan sólo que­ ría asegurarme de que estabas haciendo una pretensión de verdad que trasciende el contexto», me va a dejar des­ concertado. ¿De qué quiere asegurarse, exactamente? ¿Qué representaría para mí realizar una afirmación dependiente del contexto? Evidentemente, en el sentido trivial de que una afirmación puede que no siempre sea una proposición, todas las afirmaciones dependen del contexto. ¿Qué significaría, sin embargo, para la proposi­ ción afirmada depender del contexto, en oposición al acto de habla que es dependiente del contexto? No comprendo cómo es que gente como Habermas y Wellmer, que han renunciado a la teoría de la verdad como correspondencia y que, por tanto, no pueden dis­ tinguir entre la pretensión de informar sobre un hábito de acción y la pretensión de representar la realidad, pue­ den trazar tal distinción entre dependencia contextual e independencia contextual. La mejor explicación que se me ocurre es que creen, en palabras de Wellmer, que «siempre que hacemos una pretensión de verdad sobre la base de lo que consideramos unos buenos argumentos o una evidencia convincente, entendemos que las condicio­ nes epistémicas imperantes aquí y ahora son ideales en el siguiente sentido: presuponemos que, en el futuro, no surgirá ningún argumento o evidencia que ponga en cuestión nuestra pretensión de verdad». O, como también dice Wellmer: «contar con que las razones y evidencias son convincentes significa excluir la posibilidad de que, con el tiempo, se demuestre que eran erróneas». Si eso es lo que conlleva hacer una pretensión de ver­ dad que trasciende el contexto, entonces yo jamás he hecho ninguna. No sabría cómo excluir la posibilidad que Wellmer describe. Ni tampoco sabría cómo dar por sen­ tado que, en el futuro, no aparecerán argumentos o evi­ dencia que pondrán en duda mis creencias. Lo que yo quiero saber, confiando una vez más en el principio prag­ matista fundamental que dice que cualquier diferencia tiene que ser relevante en el orden práctico, es si ese

EL PRAGMATISMO, UNA VERSIÓN 104 «excluir» y ese «dar por sentado» son cosas que puedo decidir hacer o no. En caso afirmativo, querré saber más detalles sobre el modo de realizarlas. En caso negativo, voy a considerarlas vanas. Otra manera de formular la observación que ahora me interesa hacer es preguntarse: ¿qué diferencia hay entre, por un lado, un metafísico partidario de una teoría de la verdad como correspondencia que me dice que, lo sepa o no, lo admita o no, mis enunciados equivalen automáticamente, me guste o no, a una pretensión de representar con precisión la realidad y, por otro lado, mis compañeros peirceanos que me aseguran que equivalen automáticamente, me guste o no, a una exclusión de posibilidades o a una presuposición sobre lo que nos depara el futuro? En ambos casos se me dice que estoy presuponiendo algo que, por más que reflexione, no con­ sigo ver que crea. Ahora bien, es difícil distinguir la noción de «presuposición» de la noción de «redescripción de la persona A en el lenguaje de la persona B» cuando aquélla sirve también para creencias que niega con rotun­ didad la persona que presuntamente está presuponiendo. Si A es capaz de explicar con sus propios términos lo que está haciendo y por qué lo está haciendo, ¿qué derecho' tiene B de decir «No, lo que A está haciendo realmente es...»? En el caso en cuestión, nosotros los deweyanos creemos que disponemos de un procedimiento perfecta­ mente válido de describir nuestra propia conducta —con­ ducta que Habermas, por cierto, aprueba— evitando la utilización de términos como «universal», «incondicio­ nal» o «trascendencia». Me parece estar acorde con el espíritu de la crítica de Peirce a la «duda ficticia» de Descartes plantear la cues­ tión de si no estaremos tratando aquí también con nna «trascendencia ficticia», una especie de respuesta ficticia a la duda ficticia. La duda real, dijo Peirce, surge cuando uno prevé la aparición de un determinado problema si actúa de acuerdo con el hábito de acción que es la creen­ cia. (Tal dificultad puede consistir, por ejemplo, en tener que dejar de afirmar ciertas proposiciones que son rele-

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vantes y conflictivas al mismo tiempo.) Se da auténtica trascendencia, diría yo, cuando uno dice: «estoy prepara­ do para justificar esta creencia, no sólo ante gente que comparte estas premisas conmigo, sino también ante mucha otra gente que no las comparte, pero con la cual sí comparto otras».28 La cuestión de si estoy preparado o no constituye un problema práctico concreto que resuel­ vo, por ejemplo, imaginando las distintas respuestas que tendrían otras audiencias ante mi afirmación de que p, y ante mi subsiguiente conducta. Claro que los experimentos mentales de este tipo tie­ nen sus límites. No puedo figurarme estar defendiendo mi afirmación ante cualquier posible audiencia. Y eso, en primer lugar, porque normalmente soy capaz de ima­ ginar audiencias ante las cuales consideraría absurdo tratar de justificar mi creencia. (Intenten defender sus creencias sobre la justicia ante unos neandertales, o ante unos guardias nazis; o intenten defender sus creen­ cias sobre los quarks ante Aristóteles, o sus creencias sobre trigonometría ante un niño de tres años.) Y, en segundo lugar, porque un buen pragmatista no debería utilizar jamás la expresión «todos los posibles...». Un buen pragmatista no sabe cómo imaginar o cómo des­ cubrir los límites de posibilidad de nada. En realidad, no puede ni figurarse qué sentido podría tener tratar de realizar tal hazaña. ¿Bajo qué circunstancias sería importante considerar la diferencia entre «todos los X en que puedo pensar» y «todos los X posibles»?29 ¿De 28. Imagínense a un abogado diciendo lo siguiente a un grupo de ejecu­ tivos de una multinacional y clientes suyos: «Me temo que mi informe se basa en un artículo corto, peculiar y curioso del Código Napoleónico. Por tanto, si bien éste es un caso fácil de ganar en Francia, Costa de Ivori y Louisiana, dudo que pueda hacer nada por ustedes en los tribunales de Gran Bretaña, Alemania, Ghana o Massachusetts, por ejemplo.» Tras lo cual, estos ejecutivos deciden con­ sultar a otro abogado, mejor que el primero, que les dice: «Puedo trascender (transcend) eso; dispongo de un argumento que funcionará en los tribunales de casi todos los países excepto Japón y Brunei.» 29. Alguien podría responder semejante pregunta diciendo que es impor­ tante en matemáticas. En matemáticas no nos limitamos a decir sólo que todos los triángulos euclidianos dibujados hasta ahora tienen unos ángulos interiores que en total suman 180 grados, sino que decimos que tal es el caso para todos

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qué modo podría ello suponer una diferencia relevante en el orden práctico? Llego por tanto a la conclusión que, para los pragma­ tistas al menos, no es posible distinguir como hace Well­ mer entre afirmaciones dependientes del contexto y afir­ maciones independientes del contexto. Como no se me ocurre nada mejor, creo que lo que deberíamos hacer ahora es preguntamos por qué Wellmer, Apel y Habermas piensan que vale la pena trazar esa distinción. La res­ puesta es, claro está, que quieren evitar el «relativismo» que supuestamente implica el contextualismo. Por tanto, a continuación paso a considerar lo que Wellmer llama «la antinomia de la verdad», el choque entre las intuicio­ nes relativistas y las intuiciones absolutistas. 6. ¿Deben ser relativistas los pragmatistas? Hacia el comienzo de su «Truth, Contingency and Modemity», Wellmer escribe lo siguiente: Si entre los miembros de distintas comunidades lin­ güísticas, científicas o culturales existe un desacuerdo irresoluble respecto a, por ejemplo, la posibilidad de jus­ tificar pretensiones de verdad, respecto a los criterios de argumentación o de soporte evidencial, ¿puedo aún supo­ ner que —en algún lugar— existen los modelos correctos, los criterios adecuados, en definitiva, que hay una verdad objetiva del asunto? ¿O en vez de ello debería pensar que la verdad es «relativa» a las culturas, a los lenguajes, a las comunidades, relativa incluso a las personas? Mientras que, por un lado, el relativismo (la segunda alternativa) los triángulos posibles. Con todo, como nos recuerda Wittgenstein en Observa­ ciones sobre los fundamentos de la matemática, el valor de que esta afirmación haya contemplado el reino de las posibilidades es sólo que ya no vamos a tratar de justificar determinadas afirmaciones ante cierta gente: nadie discute de geo­ metría euclidiana con gente que se obstina en conseguir la cuadratura del círculo y el doblamiento del cubo. Una vez desechamos, con Quine y Wittgens­ tein, las distinciones analítico-sintético y lenguaje-hecho, ya no podemos sentir­ nos igual de cómodos que antes con la distinción entre «todos los Xs posibles» y «todos los Xs que hasta ahora hemos concebido».

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parece ser inconsistente, por otro, el absolutismo (la pri­ mera alternativa) parece implicar presupuestos metafísicos. A esta situación la vamos a llamar la antinomia de la verdad. Sea bien mediante el intento de demostrar que el absolutismo no es necesariamente metafísico, o por medio del intento de demostrar que no es necesario que la crítica del absolutismo lleve al relativismo, en las últi­ mas décadas, en filosofía, se han llevado a cabo esfuerzos muy importantes a fin de resolver esta antinomia.

Mi problema con la antinomia de Wellmer es que no creo que negar la existencia de «los modelos correctos» deba llevar a nadie a sostener que la verdad (en tanto que opuesta a la justificación) es «relativa» a algo. En mi opi­ nión, si no se creyera que la única razón que tenemos para justificar mutuamente nuestras creencias es que semejante justificación aumenta las probabilidades de que éstas sean verdad, nadie pensaría jamás que la críti­ ca del absolutismo conduce al relativismo. No veo razón alguna para pensar que tal justificación aumenta las probabilidades de que nuestras creencias sean verdad. Pero ello tampoco me preocupa, puesto que no creo que nuestras prácticas de justificación precisen de ninguna justificación. Si tengo razón al decir que la única función indispensable de la palabra «verdadero» (o de cualquier otro término normativo indefinible, como por ejemplo «bueno» o «correcto») es advertir, alertar del peligro, señalar hacia unas situaciones imprevisibles (futuras audiencias, futuros dilemas morales, etc.), entonces no tiene mucho sentido preguntarse si la justifi­ cación conduce o no a la verdad. La justificación ante un número cada vez mayor de audiencias lleva a una reduc­ ción cada vez mayor del peligro de refutación y, de este modo, a una reducción cada vez mayor de la necesidad de tomar precauciones. («Si lograra convencer a ellos», solemos decimos, «entonces sería capaz de convencer a cualquiera».) Pero decir que la justificación conduce a la verdad es algo que sólo podría ser dicho si, de algún modo, pudiéramos proyectamos desde el nivel de lo con­ dicionado hasta el nivel de lo incondicionado, desde el

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nivel de todas las audiencias imaginables hasta el nivel de todas las audiencias posibles. Una proyección de este tipo tiene algún sentido para alguien que crea en la convergencia. Porque creer en ella es concebir el espacio de razones como finito y estructura­ do, de modo que, cuantas más audiencias quedan satisfe­ chas más y más miembros de un conjunto finito de posi­ bles objeciones van quedando descartados. Si uno es representacionalista tenderá a concebir así el espacio de razones porque concebirá la realidad (o al menos la parte espaciotemporal relevante para la mayor parte de los intereses humanos) como finita, como empujándonos fuera del error en dirección a la verdad, como produciendo en noso­ tros representaciones cada vez más precisas de ella y disuadiéndonos de las imprecisas.30 Pero si uno considera que el conocimiento no es correspondencia con la reali­ dad, entonces es más difícil ser convergentista y concebir el espacio de razones como finito y estructurado. Mi opinión es que Wellmer desea proyectarse de lo condicionado (nuestras experiencias afortunadas al intentar justificar nuestras creencias) a lo incondicionado (la verdad). La gran diferencia entre él y yo es que yo res­ pondo a la pregunta «¿representan nuestros principios liberales y democráticos solamente uno de los muchos juegos de lenguaje político posibles?» con un «sí» incon­ dicional. Para Wellmer, en cambio, «se puede justificar un “no” condicionado, y por justificación no quiero decir justificación para nosotros, sino justificación a secas». Es justamente la idea de «justificación a secas», creo, lo que provoca que Wellmer se comprometa con la tesis de que el espacio lógico del razonar es finito y estructu­ rado. Por eso, yo le urgiría a abandonar esta última tesis por las mismas razones que él abandonaba el convergentismo de Apel y Habermas. Pero, curiosamente, tales 30. Eso de que los objetos empujen hacia las verdades es una metáfora que suena mejor en física que en ética o estética. Por esa razón los representacionalistas son con frecuencia «antirrealistas» con relación a estas últimas dis­ ciplinas y, en cambio, reservan a las partículas elementales la función de hacer que las afirmaciones sean verdaderas, pues estas partículas parecen ser unos candidatos más aptos para empujar hacia la verdad que los valores.

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razones son casi las mismas razones que él ofrece para su «"no” condicionado». Estoy completamente de acuerdo con la idea central que Wellmer ofrece en defensa de su respuesta, a saber, que la idea misma de juegos de len­ guaje incompatibles y recíprocamente ininteligibles es una ficción absurda y que, llegado el caso, los represen­ tantes de tradiciones y culturas distintas siempre encuen­ tran el modo de hablar sobre sus diferencias.31 Estoy totalmente de acuerdo con Wellmer en que «la racionali­ dad —en cualquier sentido relevante del término— no puede terminarse en la frontera de juegos de lenguaje cerrados (puesto que no existe nada parecido)». Las discrepancias surgen cuando, después de un pun­ to y coma, Wellmer finaliza la frase diciendo: «pero entonces la contextualidad etnocéntrica de toda argu­ mentación es perfectamente compatible con el hecho de tener pretensiones de verdad que trascienden el contexto —local o cultural— en el que aparecen y en el cual pue­ den ser justificadas». Yo habría terminado la frase de otro modo: «pero entonces la contextualidad etnocéntrica de toda argumentación es perfectamente compatible con tener la pretensión de que una sociedad liberal y de­ mocrática pueda reunir, incluir, todo tipo de distintos ethnoi». Podríamos resumir el desacuerdo entre Wellmer y yo de la siguiente forma: los dos estamos de acuerdo en que una de las razones para preferir la democracia es que nos permite construir contextos de discusión cada vez mejores y mayores. Pero yo me detengo aquí y él, en cambio, pro­ sigue. Él añade que semejante razón no sólo constituye una justificación para nosotros, sino que además es una «justificación a secas». Cree que «los principios democrá­ ticos y liberales de la modernidad» deberían, «pese a Rorty», ser «entendidos en sentido universalista». Mi problema, claro, es que yo no puedo entenderlos así. Los pragmatistas como yo somos incapaces de figu­ 31. Ésta es la observación que hace Davidson en «The Very Idea of a Conceptual Scheme».

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ramos la manera de resolver la cuestión de si entende­ mos la justificación sólo como una «justificación para nosotros» o bien como «una justificación a secas». Para mí, eso es como tratar de resolver la cuestión de si pien­ so que mi bisturí u ordenador es «una buena herramien­ ta para esta tarea» o bien creo que es «una buena herra­ mienta, a secas». En este punto, sin embargo, uno podría imaginar a Wellmer replicando: «Pues peor para el pragmatismo. Cuando una concepción no te permite entender una dis­ tinción que todo el mundo comprende, es que debe haber algo equivocado en ella.» A lo cual yo contestaría: sólo tienes derecho a trazar tal distinción si puedes res­ paldarla con otra distinción entre lo que parecen buenas razones para nosotros y lo que parecen buenas razones para una especie de tribunal de la razón kantiana ahistórico. Ahora bien, tú mismo te privaste de tal posibili­ dad al renunciar al convergentismo y, por consiguiente, al sustituto no metafísico de ese tribunal; es decir, la idealización llamada «situación comunicativa no distor­ sionada». Estoy de acuerdo con Wellmer en que «muy posible­ mente las instituciones democráticas y liberales sean las únicas instituciones que pueden coexistir con un recono­ cimiento de la contingencia y, aun así, ser capaces de reproducir su propia legitimidad»; eso al menos si uno interpreta que «reproducir su propia legitimidad» signifi­ ca algo parecido a «relacionar la concepción de la situa­ ción de los seres humanos en el universo con la práctica política». No creo, sin embargo, que el reconocimiento de la contingencia sirva de «justificación a secas» para la política democrática, puesto que no creo que realice lo que Wellmer asegura que efectúa, a saber, «destruir las bases intelectuales del dogmatismo, el fundacionalismo, el autoritarismo y la desigualdad legal y moral». Para mí el dogmatismo o la desigualdad no tienen «unas bases intelectuales». Un intolerante partidario de un trato desigual hacia los negros, las mujeres y los homo­ sexuales en beneficio de los hombres blancos normales no

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tiene ninguna necesidad de apelar a la negación de la con­ tingencia por medio de una teoría metafísica sobre la ver­ dadera naturaleza de los seres humanos. Podría hacerlo, ciertamente, pero también podría convertirse en pragma­ tista. Un intolerante puede decir lo mismo que yo (inspi­ rándose en Nietzsche y Foucault): que el único problema real es el problema del poder, la cuestión de saber qué comunidad heredará la tierra, si la mía o la de mi adver­ sario. La elección que hacemos de una comunidad para tal función se entreteje con la idea que tenemos sobre qué entendemos por audiencia competente.32 Por sí mismo, el hecho de que no haya juegos de len­ guaje mutuamente ininteligibles no contribuye mucho a demostrar que las disputas entre racistas y antiracistas, entre demócratas y fascistas puedan ser resueltas sin recurrir a la fuerza. Los dos bandos pueden coincidir en afirmar que, a pesar de que entienden a la perfección lo que el otro dice y comparten puntos de vista en la mayo­ ría de los temas (quizá incluso en el del reconocimiento de la contingencia), no parece posible llegar a un acuerdo en el caso en disputa. Parece pues que vamos a tener que arreglar las cosas a tiros —dicen al tiempo que desenfun­ dan sus pistolas. Mi respuesta a la pregunta de Wellmer sobre si «los principios democráticos y liberales definen tan sólo uno de los muchos juegos de lenguaje político posibles» es «sí, si el valor de la pregunta consiste en preguntar si existe algo en la naturaleza del discurso que singularice ese juego». No puedo reconocerle otro valor a esa pre­ gunta; además, creo que deberíamos conformamos con decir que no hay ninguna tesis filosófica sobre la contin­ gencia o la verdad que pueda contribuir de forma decisi­ va a favor de la política democrática. 32. Desarrollo con más detenimiento este tema en «Putnam and the Relativist Menace», Journal of Philosophy, vol. 90, septiembre, 1993. En ese ar­ tículo arguyo que Putnam y yo compartimos la misma idea sobre qué debe con­ siderarse un buen argumento; a saber, aquél que satisface a una audiencia de liberales antiprohibicionistas como nosotros, y que mi concepción no es menos relativista que la suya, a pesar de mi explícito etnocentrismo.

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Con «decisiva» me refiero a lo que Apel y Habermas pretenden realizar: convencer al antidemócrata de que ha incurrido en una autocontradicción performativa. Lo máximo que la insistencia en la contingencia puede hacer por la democracia es suministrar una idea controvertida más a favor de la democracia; asimismo, insistir, por ejemplo, en que sólo la raza aria se halla en sintonía con la naturaleza necesaria e intrínseca de las cosas puede tan sólo suministrar una idea controvertida más a favor de este otro bando. Es cierto que no puedo tomarme esta última idea en serio, pero tampoco creo que haya nada de autocontradictorio en la negativa del nazi a considerar mis opiniones seriamente. Podría ser, por consiguiente, que tuviéramos que desenfundar las pistolas. 7. ¿Unifican la razón las presuposiciones universalistas? Yo no comparto la opinión de Habermas de que algu­ nas disciplinas como la filosofía, la lingüística o la psico­ logía evolutiva pueden hacer mucho por la política demo­ crática. Concibo el desarrollo de las convenciones socia­ les que alegran tanto a Habermas como a mí como un mero y afortunado accidente. Aunque me gustaría pensar que estoy equivocado. Acaso Habermas tenga razón y el desarrollo gradual de esas convenciones ilustra verdade­ ramente un modelo universal de desarrollo filogénico u ontogénico: un modelo representado con fidelidad por la reconstrucción racional de competencias que ofrecen dis­ tintas ciencias humanas e ilustrado por la transición de sociedades «tradicionales» a sociedades modernas «racio­ nalizadas».33 33. Tiendo a estar de acuerdo con Vincent Descombes (en el último capí­ tulo de su libro, The Barometer of Modem Reason, Nueva York, Oxford: Oxford University Press, 1993) en que la distinción de Weber responde a un uso injusto e interesado del término «racional». Con todo, estoy dispuesto a admitir que si Chomsky, Kohlberg y el resto sobreviven a la crítica actual, entonces sus afir­ maciones sugerirán que Weber no iba mal encaminado.

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Con todo, a diferencia de Habermas, a mí no me afectaría lo más mínimo si las propuestas actuales de las ciencias humanas fuesen retiradas: si, por ejemplo, una revolución conexionista en inteligencia artificial refutase las ideas universalistas de Chomsky sobre competencia comunicativa;34 si resultara que no se pueden reproducir los resultados empíricos de Piaget y Kohlberg, etc. No veo qué importancia podría tener que aquí hubiera o no un modelo universal. Me tiene sin cuidado que la política democrática sea o no la expresión de algo profundo, o que no exprese nada mejor que algunas esperanzas surgi­ das de ninguna parte que entraron en los cerebros de un grupo de gente notable que, por razones desconocidas, se hicieron populares. Habermas y Apel piensan que el camino de creación de una comunidad cosmopolita pasa por estudiar la natu­ raleza de algo llamado «racionalidad» que todos los humanos comparten, algo que en realidad se encuentra ya en su interior, pero que todavía no alcanzan a recono­ cer suficientemente. Por eso se deprimirían tanto si, con el tiempo, perdieran vigencia las propuestas de Chomsky, Kohlberg, etc. Supongan, en cambio, que decimos que todo a lo que esa racionalidad equivale —todo lo que dis­ tingue a los seres humanos de las otras especies anima­ les— es reducible a la capacidad de usar el lenguaje y, en consecuencia, a la capacidad de tener actitudes preposi­ cionales, deseos y creencias. Parece lógico añadir que tan 34. Quizá sea bueno subrayar que una de las presuposiciones de la comunicación que Habermas menciona —la atribución de significados idénticos a las expresiones— está en peligro por el argumento que Davidson ofrece en «A Nice Derangement of Epitaphs», según el cual las estrategias de interpretación holística dictadas por el principio de caridad hacen innecesaria esa atribución. El argumento de Davidson de que no existe nada semejante a un dominio del lenguaje en el sentido de una interiorización de un conjunto de convenciones sobre lo que las cosas significan armoniza perfectamente con la actual crítica «conexionista» al «cognitivismo» del MIT y, por tanto, al universalismo de Chomsky. Puede que lo que Habermas quiere decir con «atribución de significa­ dos idénticos» sea lo mismo que quiere decir Davidson con «ser caritativo»; si fuera así, como la caridad no es opcional tampoco lo sería esa atribución. Como es automática, nadie podría ser condenado por no actuar de acuerdo con ella. Por consiguiente, no podría servir de base para una acusación de autocontradicción performativa.

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pocas razones hay para esperar que todos los organismos que comparten esa habilidad formarán una sola comuni­ dad de justificación, como esperar que esa comunidad reúna a todos los organismos capaces de andar largos recorridos, permanecer monógamos o digerir vegetales. Si consideráramos que la capacidad de usar el lenguaje, como el pulgar prensil de la mano, no es más que uno de esos trucos que los organismos han desarrollado para acrecentar sus posibilidades de sobrevivir, entonces no esperaríamos que la capacidad de comunicar cree una sola comunidad de justificación. Si combinamos este punto de vista darwiniano con una actitud holista hacia la intencionalidad y el uso del lenguaje presente en Wittgenstein y Davidson, entonces diremos que no existe uso del lenguaje sin justificación, que no existe capacidad de creer sin capacidad de argu­ mentar qué creencias cabe tener. Pero eso no es lo mismo que decir que la capacidad de usar el lenguaje, de tener creencias y deseos implica el deseo de justificar las creen­ cias de uno ante cualquier organismo que encuentre y uti­ lice un lenguaje. No es lo mismo que decir que cualquier usuario del lenguaje que pase por la calle va a ser tratado como miembro de una audiencia competente. Al contrario, las personas humanas normalmente se dividen en comunidades de justificación mutuamente sospechosas (grupos mutuamente exclusivos, pero no mutuamente ininteligibles) en función de la presencia o ausencia de un solapamiento suficiente de creencias y deseos. La principal fuente de conflicto entre comunida­ des humanas es la creencia de que no tengo por qué dar­ te ninguna justificación de mis creencias o molestarme a averiguar qué creencias alternativas puedes tener tú, puesto que eres un infiel, un extranjero, una mujer, un niño, un esclavo, un pervertido, o un intocable. En defi­ nitiva, no eres «uno de nosotros», ni un ser humano realt el paradigma de los seres humanos, aquellos cuyas opi­ niones debemos tratar con respeto. La tradición filosófica ha intentado reducir la distan­ cia entre las comunidades exclusivistas afirmando que,

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entre infieles y auténticos creyentes, entre señores y escla­ vos, entre hombres y mujeres, existe más solapamiento del que, en principio, podríamos pensar. Porque, como dijo Aristóteles, todos los seres humanos desean por natu­ raleza saber. Ese deseo reúne a los seres humanos en una comunidad universal de justificación. Para un pragmatis­ ta, sin embargo, este dictum aristotélico está equivocado, pues enlaza tres cosas distintas al mismo tiempo: la nece­ sidad de relacionar con coherencia nuestras propias creencias, la necesidad del respeto de nuestros semejantes y la curiosidad. Nosotros los pragmatistas opinamos que si la gente relaciona coherentemente sus creencias es porque no puede dejar de hacerlo, no porque ame la verdad. Nues­ tras mentes no pueden soportar la incoherencia más de lo que nuestros cerebros pueden soportar el sustrato neuroquímico que esté en su base. Así como nuestras redes neurales están presumiblemente condicionadas y, en par­ te, construidas por algo parecido a los algoritmos que los programadores de ordenadores utilizan en el procesa­ miento de información distribuido en paralelo, asimis­ mo, nuestras mentes están condicionadas por la necesi­ dad de enlazar nuestras creencias y deseos en un todo razonablemente perspicuo.35 Por eso no podemos «desear creer», o sea, creer lo que nos gusta independientemente de qué otras cosas creamos. Por esa razón, por ejemplo, nos es tan difícil mantener las creencias religiosas en un compartimiento separado del de las científicas y también 35. La noción «MIT» de «competencia comunicativa», asociada a Chomsky y Fodor, está siendo gradualmente desplazada, dentro del campo de la inteligencia artificial, por la concepción «conexionista» que sostienen aquellos que consideran que el cerebro no contiene diagramas de flujo de datos rígida­ mente implementados de la clase que construían los programadores «cognitivis­ tas». Los conexionistas sugieren que las únicas estructuras biológicamente uni­ versales del cerebro son unas estructuras que no pueden ser descritas en térmi­ nos de diagramas de flujo de datos etiquetados con los nombres de las «clases naturales» de las cosas y las palabras. Así pues, cae la noción de «competencia comunicativa», como aquello que tienen en común todas las comunidades lin­ güísticas humanas, dando paso a la noción de «suficientes conexiones neurales para que el organismo pueda ser programado como un usuario del lenguaje».

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por ello nos cuesta tanto aislar el respeto hacia las insti­ tuciones democráticas del menosprecio hacia muchos (incluso la mayoría) de nuestros conciudadanos (en tanto que votantes). Por razones familiares desde Hegel, Mead y David­ son, la necesidad de relacionar coherentemente las pro­ pias creencias no puede ser separada de la necesidad del respeto de nuestros semejantes. Nos es tan difícil tolerar el pensamiento de que nadie lleva bien el paso salvo nosotros, como tolerar el pensamiento de que creemos p y no-/?. Necesitamos el respeto de nuestros semejantes porque no podemos confiar en nuestras propias creen­ cias, ni podemos conservar nuestro autorrespeto si no estamos hasta cierto punto seguros de que nuestros inter­ locutores conversacionales están de acuerdo entre ellos respecto a ciertas proposiciones como «No está loco», «Es uno de nosotros», «Puede que tenga creencias extra­ ñas en según qué temas, pero es razonable», etc. Esta interpenetración entre la necesidad de relacio­ nar coherentemente las creencias entre ellas y la necesi­ dad de relacionarlas coherentemente con las de la mayo­ ría de nuestros semejantes es resultado del hecho de que, como dijo Wittgenstein, a fin de poder imaginar una for­ ma de vida humana tenemos que imaginar no sólo un acuerdo en los significados sino también en los juicios. Davidson saca a relucir las consideraciones que respal­ dan la intuición de Wittgenstein: «La fuente última tanto de la objetividad como de la comunicación es el triángu­ lo que pone en relación el hablante, el intérprete y el mundo, y determina así los contenidos del pensamiento y del habla.»36 Si nuestra creencia no ocupara un sitio en una red de creencias y deseos, entonces no sabríamos qué creer, ni tendríamos creencia alguna. Pero esa red tampoco existiría sin nuestra capacidad de aparear las características del entorno no humano que nos rodea con el asentimiento de otros hablantes a nuestras profe36. Donald Davidson, «The Structure and Contení of Truth», Journal of Philosophy, vol. 87, 1990, p. 325.

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rencias, preferencias causadas por esas mismas caracte­ rísticas. La diferencia entre el uso que a Davidson y a mí nos gustaría hacer de la comprensión de Hegel y Mead de que nuestros yoes son por encima de todo dialógicos —de que no existe ningún núcleo privado sobre el que construir— y el uso que Apel y Habermas realizan de ella puede ser hecha explícita dando una ojeada a la frase immediata­ mente posterior a la que hace un momento cité de David­ son: «Dada esta fuente —dice Davidson— no existe sitio para un concepto relativizado de verdad.» Lo que Davidson quiere decir es que la única clase de filósofo que podría tomarse en serio la idea de que la ver­ dad es relativa a un contexto, y en particular a una elec­ ción entre comunidades humanas, es la de aquel que cree que «estar en contacto con una comunidad humana» es opuesto a «estar en contacto con la realidad». La idea de Davidson de que no puede haber lenguaje sin triangula­ ción apunta precisamente a la imposibilidad de trazar esa oposición. No es posible tener lenguaje o creencias sin estar en contacto con ambas cosas, con una comunidad humana y con una realidad no humana. No existe ningu­ na posibilidad de acuerdo sin verdad, ni de verdad sin acuerdo. La mayoría de nuestras creencias tienen que ser ver­ daderas, dice Davidson, porque atribuir a una persona creencias en su mayor parte falsas significaría que, o bien no hemos traducido bien sus señales y ruidos o bien que esa persona no tiene creencias de ningún tipo, que no habla en realidad ningún lenguaje. Por una razón similar, la mayoría de nuestras creencias también tienen que apa­ recer como justificadas ante los ojos de nuestros seme­ jantes: de no ser así, si nuestros semejantes no pudieran atribuimos una red en su mayor parte coherente de creen­ cias y deseos, entonces tendrían que concluir que, o bien nos han entendido mal o bien no hablamos su lenguaje. La coherencia, la verdad y la comunidad se complemen­ tan; y ello no porque la verdad tenga que ser definida en términos de coherencia y no en términos de correspon­

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dencia, en términos de práctica social y no en términos de hacer frente a fuerzas no humanas, sino simplemente porque atribuir una creencia es atribuir automáticamen­ te un lugar en un conjunto en gran parte coherente de creencias mayoritariamente verdaderas. Pero decir que sin comunidad no hay contacto, a tra­ vés de la creencia y el deseo, con la realidad —ni ver­ dad— no es aún decir nada acerca de los rasgos que posee la comunidad en cuestión. Para los fines davidsonianos, una comunidad radicalmente exclusivista —com­ puesta sólo de sacerdotes, aristócratas, machos o blan­ cos— es igual de buena que cualquier otro tipo de comu­ nidad. Ésa es la diferencia entre lo que Davidson cree poder obtener de la reflexión acerca de la naturaleza del discurso y lo que Apel y Habermas creen poder sacarle. Estos últimos piensan que podemos aprender de ella algo más que la simple comprensión del hecho que sin justifi­ cación a los ojos de una comunidad no existen creencias, ni personas, ni verdad. Creen posible obtener de ella un argumento a favor del proyecto inclusivista, un argumen­ to según el cual quien se oponga a este proyecto incurri­ rá en autocontradicciones performativas. Davidson, por el contrario, piensa que cualquier comunidad de justificación sirve para convertir a alguien en usuario del lenguaje o creyente, sin importar lo «dis­ torsionada» que Apel y Habermas puedan considerar la comunicación en esa comunidad. Desde el punto de vista de Davidson, la filosofía del lenguaje se agota antes de lle­ gar a los imperativos morales que conforman la «ética discursiva» de Apel y Habermas. Apel y Habermas articulan la necesidad de coheren­ cia y justificación que exige el uso del lenguaje con el compromiso de lo que ellos llaman «validez universal». Tan sólo podemos actuar de acuerdo con este compromi­ so aspirando al tipo de comunicación libre de domina­ ción que no puede darse mientras aún haya comunidades humanas exclusivistas. Ni para Davidson ni para mí tiene función alguna la tesis de que cualquier acción comuni­ cativa contiene una pretensión de validez universal, ya

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que para nosotros esta supuesta «presuposición» no jue­ ga ningún papel en la explicación de la conducta lin­ güística. Juega, ciertamente, un papel en la explicación de la conducta lingüística y no lingüística de una pequeña minoría de seres humanos, aquellos que pertenecen a la tradición inclusivista, universalista y liberal de la Ilustra­ ción europea. Pero esta tradición, a la cual Davidson y yo estamos igual de vinculados que Apel y Habermas, no recibe ningún apoyo de la reflexión sobre el discurso como tal. Los usuarios del lenguaje que pertenecemos a esa tradición minoritaria somos moralmente superiores a aquellos que no pertenecen a ella, pero eso no implica que estos últimos sean menos coherentes que nosotros en su uso del lenguaje. Apel y Habermas invocan la presuposición de validez universal para pasar de la obligación de justificación a la disposición de someter las propias creencias a la inspec­ ción de todos y cada uno de los usuarios del lenguaje, incluyendo a esclavos, negros y mujeres. Ven el deseo de verdad, concebido como el deseo de pretender validez universal, como un deseo de justificación universal. Como yo lo veo, sin embargo, lo que estos dos filósofos hacen es inferir incorrectamente de «no podemos utilizar un lenguaje sin invocar un consenso en el interior de una comunidad de otros usuarios del lenguaje» la tesis de que «no podemos utilizar consistentemente un lenguaje sin extender antes esa comunidad a todos los usuarios del lenguaje». Esa inferencia es incorrecta, creo. Para mí, sólo la curiosidad puede realizar el papel que Aristóteles, Peirce, Apel y Habermas han asignado al deseo de conocimiento (y de verdad). Empleo este término para designar el afán de expandir los horizontes de investigación que uno tiene —en todas las áreas de la lógica, la ética y la física— a fin de abarcar nuevos datos, hipótesis, terminologías, etc. Semejante afán hace subir al mismo tren al cosmopolitis­ mo y a la política democrática. Cuanta más curiosidad tengamos, más interés vamos a mostrar por hablar con

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extraños, infieles y con cualquier otra persona que pre­ tenda saber algo que no sabemos, que pretenda estar en posesión de ciertas ideas que a nosotros jamás se nos ocurrieron. 8. ¿Comunicar o educar? Quien crea que el deseo y la posesión tanto de la ver­ dad como de la justificación son inseparables del uso del lenguaje y, al mismo tiempo, se resista a aceptar que uno pueda emplear ese deseo para acusar a los miembros de comunidades exclusivistas de cometer autocontradicción performativa, entenderá que las comunidades inclusivistas se basan en procesos humanos contingentes tales como la nerviosa curiosidad de esos individuos excéntri­ cos que llamamos «intelectuales»; el deseo de matrimo­ nio más allá de los límites de la casta o la tribu que pro­ voca el deseo erótico; la necesidad de comerciar más allá de tales límites debido a la escasez de sal o de oro en el propio territorio; la posesión de riqueza, seguridad, edu­ cación e independencia en suficiente medida como para que el autorrespeto ya no dependa más del hecho de for­ mar parte de una comunidad exclusivista (ya no dependa más, por ejemplo, de no ser un infiel, un esclavo o una mujer), etc. Acaso el incremento de comunicación entre comunidades anteriormente exclusivistas que estos pro­ cesos contingentes producen pueda, gradualmente, llegar a crear universalidad. Pero no veo en qué sentido podría ese incremento equivaler al reconocimiento de una uni­ versalidad previamente existente. Los filósofos que, como Habermas, se preocupan por las implicaciones antiilustradas de las concepciones que ellos llaman «contextualistas» ven en la noción de justifi­ cación, dado que esa noción es claramente relativa a un contexto, ya que uno se justifica ante una audiencia determinada, y la misma justificación no sirve para todas las audiencias, un peligro para el ideal de fraternidad humana. Habermas considera que el contextualismo es

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«sólo la otra cara del logocentrismo.»37 Según él, los con­ textualistas no son más que unos malos metafísicos enca­ prichados con la diversidad, y sostiene que «la prioridad metafísica de la unidad por encima de la pluralidad, y la prioridad contextualista de la pluralidad por encima de la unidad son cómplices secretos».38 Estoy de acuerdo con Habermas en que tan inútil es estimar la diversidad como la unidad. Pero estoy en desa­ cuerdo con él respecto a la idea de que podemos emplear la pragmática de la comunicación para realizar con ella lo que los metafísicos esperaban realizar apelando al Uno plutiniano o a la estructura trascendental de la autonconciencia. Las razones de mi desacuerdo coinciden con las de Walzer, McCarthy, Benhabib, Wellmer y otros; razones muy bien resumidas en un artículo de Michael Kelly.39 Habermas sostiene que: la unidad de la razón sólo permanece perceptible en la pluralidad de sus voces, como la posibilidad de pasar en principio de un lenguaje a otro; un paso que, indepen­ dientemente de la frecuencia con que acontezca, es aún comprensible. Esta posibilidad de comprensión mutua, garantizada por el momento sólo de forma procedimental y realizada sólo transitoriamente, constituye el trasfondo para la diversidad existente de aquellos que se encuen­ tran, incluso cuando no consiguen entenderse entre sí.40

Estoy de acuerdo con Habermas —y en contra de Lyotard, Foucault y otros— en que no existen lenguajes inconmensurables; en que cualquier lenguaje es suscepti­ ble de ser aprendido por cualquiera capaz de usar otro lenguaje; en que Davidson está en lo cierto al denunciar la idea misma de esquema conceptual. Pero discrepo de 37. Habermas, Postmetaphysical Thinking, Cambridge Mass.: MIT Press, p. 50 (Pensamiento postmetafísico , Madrid: Taurus, 1990). 38. Ibíd., pp. 116-117. 39. «Maclntyre, Habermas and Philosophical Ethics», en Hermeneutics and Critical Theory in Ethics and Politics, ed. Michael Kelly, Cambridge, Mass.: MIT Press, 1990. 40. Postmetaphysical Thinking, p. 117.

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él sobre la relevancia que todo ello pueda tener para la utilidad de las nociones de «validez universal» y «verdad objetiva». Habermas opina que «lo que el hablante, aquí y aho­ ra, en un contexto dado, afirma como válido, trasciende, de acuerdo con el sentido de su afirmación, todo crite­ rio de validez meramente local y dependiente de contex­ to».41 Como antes dije, mi problema es que no compren­ do qué significa aquí «trasciende». Si lo que significa es que está pretendiendo decir algo verdadero, entonces la cuestión es saber qué diferencia hay entre decir que un enunciado S es verdadero y ofrecer, simplemente, una justificación diciendo «aquí tenéis mis razones para creer S». Para Habermas existe una diferencia importante. Según él, cuando alguien afirma S pretende decir la ver­ dad, pretende representar la realidad, y esa realidad tras­ ciende el contexto. «Con el concepto de realidad, al que necesariamente se refiere toda representación, presupo­ nemos algo trascendente.»42 Habermas tiende a dar por sentado que las pretensio­ nes de verdad son pretensiones de representar con exacti­ tud y a sospechar de aquellos que, como Davidson y yo mismo, renuncian a la noción de representación lingüís­ tica. Por un lado, sigue los pasos de Sellars y, más que un escéptico o fundacionalista es un coherentista; por otro, empero, tiene dudas sobre el paso que yo deseo realizar del coherentismo al antirepresentacionalismo. Alaba más a Peirce que a Saussure por examinar «expresiones desde el punto de vista de su posible verdad y también desde el punto de vista de su comunicabilidad». A ello añade: desde la perspectiva de su capacidad de ser verdadera, una oración afirmativa se encuentra en relación epistémica con algo en el mundo: representa un estado de cosas. Al mismo tiempo, desde la perspectiva de su utilización en un acto comunicativo, se encuentra en relación con una posible interpretación por parte de un usuario del 41. Ibíd., p. 47. 42. Ibíd., p. 103.

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lenguaje; es adecuada para la transmisión de informa­ ción.43

La concepción que yo defiendo, y que tomo de David­ son, propone olvidar la noción de «relación epistémica con algo en el mundo» y basamos simplemente en las relaciones causales corrientes que vinculan las preferen­ cias con las condiciones ambientales de los emisores de tales proferencias. Según esta concepción, la idea de representación no añade nada nuevo a la noción de trans­ misión de información. O, más exactamente, no añade nada a la noción de «tomar parte en la práctica discursi­ va de justificar las propias afirmaciones». Habermas considera que Putnam, como yo mismo, defiende una tercera postura en oposición a los metafísicos de la unidad, por un lado, y a los entusiastas de la inconmensurabilidad, por el otro. Y define esa tercera postura como «el humanismo de aquellos que continúan la tradición kantiana buscando el modo de utilizar la filo­ sofía del lenguaje para salvar un concepto de razón escéptico y postmetafísico».44 Cabe decir que las críticas de Putnam y Habermas a mi intento de hacer desapare­ cer un concepto de razón específicamente epistémico —el concepto según el cual sólo somos racionales si tratamos de representar fielmente la realidad— y reemplazarlo por el ideal puramente moral de la solidaridad son muy pare­ cidas. Mi principal desacuerdo con Habermas y Putnam atañe a la cuestión de si las ideas regulativas de «comu­ nicación no distorsionada» o «representación exacta de la realidad» pueden hacer algo más por los ideales de la Revolución Francesa de lo que puede la simple noción, dependiente del contexto, de «justificación». Algunas personas se preocupan por defender sus afir­ maciones sólo ante determinada gente; otras se preocu­ pan, o aseguran preocuparse, por defender sus afirmacio­ nes ante cualquiera. Y no estoy pensando aquí en la dis­ tinción entre discurso técnico especializado y discurso no 43. Ibíd., pp. 89-90. 44. Ibíd., p. 116.

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técnico. Me refiero más bien a la diferencia entre aquellas personas que desean defender sus concepciones ante esa gente que comparte con ellos determinados atributos —por ejemplo, la devoción a los ideales de la Revolución Francesa, o el hecho de pertenecer a la raza aria— y aque­ llas otras personas que dicen querer justificar su concep­ ción ante cualquier usuario, real o posible, del lenguaje. Es cierto que hay gente que dice querer esto último. Pero yo no estoy tan seguro de que realmente lo quieran. ¿O es que pretenden justificar sus creencias ante usuarios del lenguaje de cuatro años de edad? Bueno, quizá lo pre­ tendan, en el sentido de que les gustaría educar a esos niños de cuatro años en la apreciación de los argumentos a favor y en contra de las concepciones en cuestión. ¿Sos­ tienen realmente la pretensión de justificar sus creencias ante individuos inteligentes pero con convicciones nazis, individuos que piensan que antes que nada uno debe ave­ riguar si la concepción que se discute está corrompida o no por la ascendencia judía de sus inventores o defenso­ res? Bueno, quizá lo pretendan, en el sentido de que les gustaría convertir a esos nazis en gente que dudase de la conveniencia de una Europa sin judíos y de la infalibili­ dad de Hitler; gente, por consiguiente, más dispuesta a escuchar los argumentos a favor de las posturas asocia­ das con los pensadores judíos. A mí me parece, sin embargo, que en ambos casos el mejor modo de describir lo que se quiere es decir no tanto que pretenden justificar su concepción ante cualquiera, cuanto que desean crear una audiencia ante la cual dispondrían de la oportunidad de justificar esa concepción con éxito. Déjenme usar la distinción entre discutir con la gente y educar a la gente para abreviar la distinción que acabo de trazar entre proceder bajo la presunción de que la gen­ te seguirá tus argumentos y proceder sabiendo que no está predispuesta a ello pero, aun así, mantener la espe­ ranza de cambiarla para que lo esté. Si toda la educación fuese un asunto de argumentación esa distinción sería insostenible. Pero la mayor parte del proceso de educar no se basa en la argumentación, a menos que uno extien­

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da el alcance del término «argumento» más allá del reco­ nocimiento intelectual. En particular, una parte muy importante de lo que es educar consiste simplemente en una apelación al sentimiento. Es verdad que la distinción entre esta apelación y un argumento es borrosa. No obs­ tante, supongo que nadie dirá que hacer que un nazi empedernido vea películas sobre la apertura de los cam­ pos de concentración, o hacer que lea el Diario de Anna Frank, sea lo mismo que discutir (arguing) con él. Los que estamos interesados en la política democrática abrigamos tanto el ideal de fraternidad humana como la idea de una disponibilidad universal para la educación. Cuando se nos pregunta en qué tipo de educación pensa­ mos, solemos responder que se trata de una educación basada en el pensamiento crítico, en la habilidad de discu­ tir los pros y contras de cualquier concepción. Contrapone­ mos pensamiento crítico a ideología y decimos que estamos en contra de la clase de educación ideológica que los nazis inculcaron a la joventud alemana. Es cierto, sin embargo, que de este modo nos ponemos a merced de la sugestión desdeñosa de Nietzsche según la cual lo que en realidad estamos haciendo es inculcar nuestra propia ideología en lugar de otra: la ideología de lo que él llamaba «socratismo». La diferencia entre Habermas y yo es reducible a un desacuerdo sobre qué responder a Nietszche en este punto. Mi respuesta a Nietzsche consistiría en concederle que no hay ninguna forma no local, no contextual de tra­ zar una distinción entre educación ideológica y educa­ ción no ideológica; y eso porque no hay nada en mi uso del término «razón» que no pueda ser sustituido por «la forma en que nosotros, liberales occidentales antiprohibi­ cionistas, herederos de Sócrates y de la Revolución Fran­ cesa, nos comportamos». Estoy de acuerdo con Maclntyre y Michael Kelly en que todo razonar, tanto en física como en ética, está vinculado a la tradición. Según Habermas esta concesión es innecesaria y, en general, opina que uno puede evitar mi alegre etnocentrismo reflexionando sobre lo que él llama «estructura simé­ trica de perspectivas que toda situación de habla incorpo­

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ra».45 Y así es como la discrepancia entre Habermas y yo llega a su cúspide al discutir éste mi sugerimiento de aban­ donar las nociones de racionalidad y objetividad y debatir, en su lugar, qué clase de comunidad deseamos crear. Habermas parafrasea este sugerimiento diciendo que mi intención es tratar «la aspiración de objetividad» como «simplemente el deseo de máximo acuerdo intersubjetivo posible, a saber, el deseo de ampliar el referente 'para nosotros" a su máxima extensión posible». A continuación, parafraseando una de las críticas que me formula Putnam, pregunta: «¿podemos dar razón de la posibilidad de crítica y autocrítica de prácticas de justificación establecidas si no consideramos la idea de la expansión de nuestro horizonte interpretado seriamente como una idea, si no relacionamos esta idea con la instersubjetividad de un acuerdo que per­ mite justamente realizar la distinción entre lo que es corriente «para nosotros» y corriente «para ellos»?46 Habermas amplía este punto: La fusión de horizontes interpretativos... no equivale a una asimilación a «nosotros»; antes bien, tiene que sig­ nificar una convergencia de «nuestra» y «su» perspectiva dirigida por el aprendizaje, sin importar que «ellos» o «nosotros», o ambos tengan que reformular, en mayor o menor medida, las prácticas de justificación estableci­ das. Porque el aprendizaje en sí mismo no pertenece a ninguno de los dos, ni a nosotros ni a ellos; ambas partes están igualmente implicadas en él. Hasta en los procesos más complicados para alcanzar un acuerdo, todas las partes apelan al punto de referencia común de un posible consenso, aun cuando ese punto de referencia está pro­ yectado en cada caso desde sus respectivos contextos. Porque, aunque puedan ser interpretados de distintos modos y aplicados según criterios distintos, algunos con­ ceptos como verdad, racionalidad o justificación juegan siempre el mismo rol gramatical en todas las comunida­ des lingüísticas.47 45. Ibíd.., p. 117. 46. Ibíd., p. 138. 47. Ibíd.

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El meollo de la discusión está, creo, en el desacuerdo sobre cuánta ayuda puede proporcionar a la política democrática lo que Habermas llama «gramática». Como dije antes, mi opinión es que nada de lo que podamos sacar de las gramáticas de «verdadero» y «racional» será distinto de lo que podamos sacar de una idea más bien débil de «justificación»: la idea que obtenemos al respon­ der a la pregunta «¿dónde se encuentra la línea de sepa­ ración entre conseguir, por medio de la persuasión, que la gente modifique su comportamiento —trabajando en sus creencias y deseos— y conseguirlo por otros medios?». A diferencia de Foucault y otros, yo sostengo que trazar una línea aquí no sólo es posible, sino que ade­ más es importante. No creo que ayude mucho generalizar el término «violencia» en la medida en que lo hizo Fou­ cault. Sea lo que fuere lo que hacemos al obligar a un nazi a ver fotografías de los supervivientes de los campos de concentración, ello no es más violencia de lo que fue educar a las Juventudes Hitlerianas en la creencia de que los judíos eran unos parásitos sin ningún valor. El hecho de que la línea entre persuasión y violencia sea inevitablemente borrosa, sin embargo, origina proble­ mas al tratar sobre la educación. Nuestra reticencia a afirmar que los nazis persuadieron a las Juventudes Hitle­ rianas se debe a que tenemos dos criterios de persuasión. El primer criterio consiste simplemente en utilizar pala­ bras en vez de bofetadas u otros métodos de presión físi­ ca. Sería posible imaginar, distorsionando un poco la his­ toria, que las Juventudes Hitlerianas fueron persuadidas en este sentido. El segundo criterio de persuasión signifi­ ca, por ejemplo, no hacer leer el Der Stürmer a tus pro­ pios alumnos y abstenerse de decir cosas como «¡deja ya de hacer preguntas estúpidas acerca de si existe algún judío bueno, preguntas que me hacen dudar de tu con­ ciencia y ascendencia aria; de no hacerlo, ten por seguro que el Reich encontrará un mejor uso para ti!». Respecto a un método antisocrático como éste, Habermas diría que no respeta las relaciones simétricas entre los participantes en el discurso. Habermas sin duda

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cree que hay algo en la gramática de «conceptos como verdad, racionalidad y justificación» que nos manda no usar métodos de esta clase. En principio Habermas con­ cedería que el uso de esas palabras constituye un uso más del lenguaje, pero para explicar que tal uso es, por decir­ lo así, un uso no gramatical del lenguaje, necesita la cate­ goría de «uso del lenguaje distorsionado» o «comunica­ ción distorsionada». Immediatamente después del pasaje que acabo de citar sobre la gramática, Habermas afirma: Todos los lenguajes ofrecen la posibilidad de distin­ guir entre lo que es verdad y lo que nosotros creemos que es verdad. En la pragmática de todo uso lingüístico hay incoporada la suposición de un mundo objetivo común. Y las funciones del diálogo en cada situación de habla refuerzan la simetría entre las perspectivas participantes.

Un poco más adelante, añade: «De la posibilidad de alcanzar lingüísticamente un acuerdo, podemos obtener un concepto de razón situada como una voz dada en pre­ tensiones de validez que son tanto dependientes del con­ texto como trascendentes.» A continuación, cita con aprobación a Putnam cuando éste dice: «la razón, en este sentido, es tanto inmanente (no puede encontrarse fuera de los juegos de lenguaje e instituciones concretos) como trascendente (una idea regulativa que empleamos para criticar la conducta de todas las actividades e institu­ ciones)».48 En mi opinión, la idea regulativa que empleamos —nosotros los liberales antiprohibicionistas, herederos de la Ilustración, socráticos— con más frecuencia para criticar la conducta de determinados compañeros conver­ sacionales consiste en decir que «necesitan la educación que les permitirá dejar atrás los miedos primitivos, los odios y las supersticiones». Tal fue el concepto que utili­ 48. Estas tres últimas citas pertenecen a ibíd., pp. 138-139. El pasaje de Putnam corresponde a su ensayo «Why Reason Can't Be Naturalized», p. 228, en Reason, Truth and History, Cambridge: Cambridge University Press, 1989 {Razón, verdad e historia, Madrid: Tecnos, cop. 1988).

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zaron los vencedores ejércitos aliados al emprender la tarea de reeducar a los ciudadanos de la Alemania y del Japón ocupados. Ese mismo concepto utilizaron también los maestros de escuela americanos lectores de Dewey empeñados por hacer que sus alumnos pensasen «cientí­ ficamente» y «racionalmente» sobre asuntos tales como el origen de las especies o la conducta sexual (es decir, que querían que leyeran a Darwin y a Freud sin repug­ nancia e incredulidad). Es el concepto que utilizamos yo y la mayoría de americanos que enseñamos humanidades o ciencias sociales en facultades y universidades, cuando esperamos que aquellos alumnos que llegaron siendo unos fanáticos fundamentalistas religiosos salgan de la facultad habiendo adquirido una perspectiva más pareci­ da a la nuestra. ¿Qué relación existe entre esa idea y la idea regulati­ va de «razón» que Putnam considera trascendente y que Habermas cree poder encontrar en la gramática de con­ ceptos ineliminables de nuestra descripción del proceso de realizar afirmaciones? La respuesta a esta pregunta dependerá del grado en que la reeducación de los nazis y fundamentalistas tenga algo que ver con la fusión de horizontes interpretativos y del grado que tenga que ver con la sustitución de tales horizontes. Los padres funda­ mentalistas de nuestros alumnos fundamentalistas opi­ nan que todo el establishment liberal conspira contra ellos. Si hubiesen leído a Habermas dirían que la situa­ ción comunicativa característica de las aulas de los cole­ gios americanos no es en absoluto menos Herrschaftsfrei que la que había en los campos de las Juventudes Hitle­ rianas. No obstante, hay algo en lo que estos padres aciertan, a saber, que cuando nosotros, profesores liberales, habla­ mos con nuestros alumnos fundamentalistas no nos sen­ timos más en una situación de comunicación simétrica de lo que se sienten los maestros de parvulario con sus alumnos. Un profesor de universidad tiene los mismos problemas que un maestro de parvulario a la hora de pensar que en su aula está teniendo lugar lo que Haber-

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mas llama una «convergencia de "nuestra" y de "su” pers­ pectiva dirigida por el aprendizaje, sin importar que "ellos" o "nosotros", o ambos, tengan que reformular, en mayor o menor medida, las prácticas de justificación establecidas».49 Cuando nosotros, profesores de universi­ dad americanos, nos topamos con fundamentalistas reli­ giosos no consideramos para nada la posibilidad de reformular nuestras propias prácticas de justificación para otorgar mayor peso a la autoridad de las Escrituras Cristianas. En vez de ello, hacemos cuanto está en nues­ tras manos para convencer a esos alumnos de las venta­ jas de la secularización. Hacemos que estudiantes homófobos lean relatos en primera persona sobre qué significa crecer como homosexual por la misma razón que los maestros de escuela alemanes de la posguerra hacían leer El diario de Anna Frank a sus alumnos. Putnam y Habermas pueden replicar contra esto que nosotros los profesores hacemos cuanto podemos para ser socráticos, para que nuestra tarea de reeducación, secularización y liberalización tenga lugar mediante el intercambio conversacional. Esto vale hasta cierto punto, pero ¿qué decir de hacer leer libros como Black Boy, El diaño de Anna Frank o A Boys Life? Los padres racistas o fundamentalistas de nuestros alumnos opinan que en una verdadera democracia no se tendría que obligar a los alumnos a leer libros escritos por negros, judíos u homo­ sexuales. Se quejarán de que sus hijos tengan que tragar a la fuerza esos libros. Lo único que se me ocurre como réplica a esa acusación es decir lo siguiente: «Para for­ mar parte de nuestra sociedad democrática se requiere haber hecho ciertos méritos, méritos cada vez más rigu­ rosos, ya que nosotros los liberales hemos hecho todo lo posible para aislar a racistas, machistas, homófobos y gente parecida. A fin de convertirte en ciudadano de nuestra sociedad, en participante de nuestra conversa­ ción, en alguien con quien podamos prever unir horizon­ tes, debes ser educado para ello. Por tanto, iremos direc­ 49. Postmetaphysical Thinking, p. 138.

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tamente a desacreditarte a los ojos de tu hijo; trataremos de quitar toda dignidad a tu comunidad religiosa; trata­ remos de hacer que tus concepciones parezcan estúpidas más que discutibles. Por muy inclusivistas que seamos no estamos dispuestos a tolerar intolerancias como la tuya.» No tengo ningún inconveniente en ofrecer esta res­ puesta, pues no pretendo distinguir entre educación y conversación en base a algo distinto a mi lealtad a una comunidad determinada, a una comunidad cuyos intere­ ses pedían en 1945 reeducar a las Juventudes Hitlerianas y que, en 1996, piden reeducar a los niños del suroes­ te de Virginia. No veo nada de Herrschaftsfrei en mi modo de tratar a alumnos fundamentalistas. Es más, creo que han tenido suerte al caer bajo la Herrschaft de gente como yo y poder rehuir así la de sus más bien ate­ rradores y peligrosos padres. Para Putnam y Habermas, sin embargo, esos alumnos y el modo de tratarlos repre­ sentan un problema. Tengo la impresión de ser tan pro­ vinciano y contextualista como esos profesores nazis que obligaban a leer Der Stürmer; la única diferencia es que yo sirvo a una mejor causa. Provengo de una mejor provincia. Me doy perfecta cuenta de que la comunicación libre de dominio es tan sólo un ideal regulativo inalcanzable a nivel práctico. Ahora bien, un ideal regulativo sin rele­ vancia de orden práctico sirve de poco. Por eso pregunto: ¿existe alguna ética del discurso que me permita asignar los libros que deseo que lean mis alumnos sin hacer nin­ gún tipo de referencia a las consideraciones etnocentristas y locales a que normalmente recurriría para justificar mis prácticas pedagógicas? ¿Puede uno obtener una ética de esta clase de las nociones de «razón, verdad y justifi­ cación», o debe uno hacer trampa? ¿Puedo invocar nocio­ nes universalistas en defensa de mi actuación, en defensa de actuaciones locales? Al igual que Maclntyre, Benhabib, Kelly y otros, yo también opino que para que los universales puedan servir de algo uno tiene antes que introducir subrepticiamente cierto provincialismo. Creemos eso por las mismas razo­

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nes por las que Hegel creyó que uno tiene que introducir subrepticiamente cierto provincialismo —un poco de sus­ tancia ética— en la noción kantiana de «obligación moral incondicional» antes de poder sacarle algún provecho. En particular, uno debe introducir una regla como la siguien­ te: «ninguna contribución aparente a la conversación pue­ de ser rechazada por el simple motivo de que proviene de alguien que posee un atributo que puede variar con inde­ pendencia de sus opiniones; un atributo como, por ejem­ plo, ser judío, negro u homosexual». Llamo a esa regla «provinciana» porque quebranta las intuiciones de mucha gente que está fuera de la pro­ vincia en la que nosotros, herederos de la Ilustración, dirigimos las instituciones educativas.50 Quebranta lo que describirían como sus intuiciones morales. Yo, en cam­ bio, me resisto a admitir que sean intuiciones morales y preferiría llamarlas prejuicios repulsivos. Aunque no creo que haya nada en la gramática de los términos «intuición moral» y «prejuicio» que pueda ayudamos a llegar a un acuerdo en este punto. Tampoco lo hará una teoría de la racionalidad. 9. ¿Necesitamos una teoría de la racionalidad? Anteriormente mencioné que Habermas cree que «el paradigma de la filosofía de la conciencia está agotado» y que «esos síntomas de agotamiento deberían ser disueltos en la transición hacia el paradigma de la comprensión mutua».51 Mi concepción sostiene que también está ago­ 50. Alguien podría tratar de justificar esta regla haciéndola derivar de la regla según la cual sólo la razón debería tener valor. Si eso significase «sólo el argumento debería tener valor» entonces sería necesario encontrar algún senti­ do en el que los argumentos fundados en la autoridad de las Escrituras Cristia­ nas no son realmente argumentos. ¿Pero es cierto que la gramática de concep­ tos como «razón» nos señala que al invocar la autoridad de la Biblia la razón queda distorsionada? Si es así, ¿queda también distorsionada por una Bildungsroman que despierta la pena y la compasión del lector relatándole qué significa descubrir con horror que uno sólo puede amar a personas del mismo sexo? 51. Habermas, op. cit., 1987, p. 296.

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tada la fecundidad de los temas que Weber sugirió, modernidad y racionalidad. Pienso que si dejáramos de hablar de una transición desde la tradición a la racionali­ dad; de preocupamos por no perder la racionalidad cayendo en el relativismo o el etnocentrismo; de contra­ poner lo dependiente del contexto a lo universal, enton­ ces esos síntomas desaparecerían. Ello significaría abandonar explícitamente la espe­ ranza de que la filosofía pueda estar por encima de la política, abandonar la irresoluble pregunta: «¿Cómo pue­ de la filosofía hallar premisas políticamente neutrales, premisas que puedan ser justificadas ante cualquiera y a partir de las cuales sea posible inferir la obligación de seguir una política democrática?» Desechar esa cuestión nos permitiría reconocer, según la fórmula de Wellmer, que «los principios liberales y democráticos definen tan sólo un posible juego de lenguaje entre otros». Tal reco­ nocimiento estaría en consonancia con la idea darwiniana de que el proyecto inclusivista no está más arraigado en algo mayor que él mismo de lo que lo están, por ejem­ plo, el proyecto de reemplazar la escritura ideográfica por la escritura alfabética, o el proyecto de representar en una superficie bidimensional figuras tridimensionales. Estas tres ideas fueron inmensamente fecundas, pero ninguna de ellas precisa de respaldo universalizador. Se hicieron valer por sí mismas.52 Si dejáramos de pensar en una filosofía que consigue ser tanto neutral como relevante políticamente, entonces podríamos empezar a formulamos las siguientes pregun­ tas: «Puesto que deseamos ser cada vez más inclusivistas, 52. Piénsese lo que dice Vasari con respecto al movimiento artístico que se inició con Giotto como una analogía de lo que dice Hegel con respecto a los movimientos inclusivistas que empezaron a surgir cuando la filosofía griega se unió al igualitarismo cristiano. El arte moderno nos ha preparado para que vea­ mos aquel movimiento como opcional, no como algo que deberíamos querer abandonar ahora que ya lo tenemos. Del mismo modo, en mi opinión, la filoso­ fía posnietzscheana nos ha ayudado a entender que si bien este segundo movi­ miento, el inclusivista, es opcional no existe ninguna razón para renunciar a él. «Opcional» se opone aquí a «destinado», en un sentido amplio de «destinado» que cubre la noción de Habermas sobre la tendencia universalista del desarrollo filogenético.

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¿cómo debería ser la retórica pública de nuestra sociedad? ¿En qué sentido debería ser distinta de la retórica pública de sociedades anteriores?» La respuesta que implícitamen­ te propone Habermas es que deberíamos aprovechar toda una serie de ideas útiles de Kant sobre la conexión entre universalidad y obligación. Dewey por el contrario, tenía el propósito de ir más allá de Kant. Aunque habría coinci­ dido plenamente con Habermas en que el vocabulario político de Aristóteles es incapaz de capturar el espíritu de la política democrática, a Dewey no le gustaba la distin­ ción entre moralidad y prudencia que Habermas juzga esencial, y en este caso habría preferido a Aristóteles.53 Dewey creía que la noción kantiana de «obligación incon­ dicional», al igual que la noción de incondicionalidad mis­ ma (y de universalidad, en la medida en que esta idea está acompañada implícitamente por la idea de necesidad incondicional54) no iban a sobrevivir a Darwin. Mientras que Habermas piensa que necesitamos «las ciencias reconstructivas diseñadas para comprender com­ petencias universales» a fin de escapar del «círculo hermenéutico en que se hallan atrapadas las Geisteswissenschaften y las ciencias sociales interpretativas»55, Dewey no se sentía atrapado. Porque no veía ninguna necesidad de resolver la tensión entre facticidad y validez. Concebía esta tensión como una ficción filosófica, como el resulta­ do de separar, sin que haya una buena razón (es decir, una 53. Véase Habermas, Moral Consciousness and Comunicative Action, p. 206: «En contraste con la posición neoaristotélica, la ética discursiva se opo­ ne enérgicamente a retroceder a un estadio del pensamiento anterior a Kant.» El contexto deja bien claro que lo que Habermas quiere decir es que sería un error renunciar a la distinción moralidad-prudencia que Aristóteles no hizo y Kant sí 0Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona: Península, 1985). 54. Claro que Dewey hubiera podido aceptar la distinción de Goodman entre necesidad nomológica y generalizaciones universales que son meramente accidentales; pero ello hubiera sido posible porque Goodman entiende la nomologicidad no como una característica del universo sino como una característica de la coherencia de nuestro vocabulario descriptivo. (En este punto, véase el comentario de Davidson a Goodman: «Emeroses by Other Ñames».) La necesi­ dad nomológica se predica de las cosas en tanto que descritas, no, como cree Aristóteles, en tanto kath’auto. 55. Habermas, Moral Consciousness and Communicative Action, p. 118.

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razón práctica) para hacerlo, dos partes de una situación y luego quejarse de que ya no se pueden volver a juntar. Para Dewey, todas las obligaciones son situacionales y condicionales. Por culpa de esta negativa a ser incondicional Dewey fue acusado de suscribir el «relativismo». Si «relativismo» significa, simplemente, fracasar en el intento de hallar un uso a la noción de «validez independiente del contexto», entonces esa acusación estaba totalmente justificada. Pero no hay nada que conduzca de ese fracaso a una incapaci­ dad de comprometerse con la política democrática, a menos que uno piense que tal política requiere que negue­ mos —según fórmula de Wellmer— que «los principios liberales y democráticos definen tan sólo un posible juego de lenguaje entre otros». Para Dewey, el problema de la universalidad consiste justamente en el problema de saber si la política democrática puede partir de una ratificación, más que de una negativa, de esa tesis. No creo que hablar de modernidad o razón pueda lle­ vamos más lejos en el debate de esta cuestión. Prestar más atención a la gramática de palabras como «verdade­ ro», «racional» y «argumento» no va a resolvemos la cuestión sobre qué debería haber hecho Hegel: si debería haber tratado el tema de la razón desarrollando una teo­ ría de la razón comunicativa, o bien haber aparcado el tema y limitarse a politizar la filosofía. Tampoco resolve­ rá la cuestión de determinar si están en lo cierto esos filó­ sofos como Annette Baier que sugieren olvidar a Kant y volver al intento de Hume de describir la razón en térmi­ nos de sentimiento condicionado en vez de hacerlo en términos de obligación incondicionada.56 56. Baier describe a Hume como «el filósofo moral de la mujer» porque su tratamiento de la moral le sugiere que debemos reemplazar la noción de «obligación» por la noción de «confianza apropiada» como noción básica de la moral. En «Human Rights, Rationality and Sentimentality» (en On Human Rights: The 1993 Oxford Amnesty Lectures, ed. Susan Hurley and Stephen Shute, Nueva York: Basic Books, 1993, pp. 112-134) (De los derechos humanos: las con­ ferencias Oxford Amnesty de 1993, Madrid: Trotta, 1998) discuto esta idea con respecto a la tesis —que aquí reitero— de que en vez de presuponer la universa­ lidad lo que deberíamos hacer es crearla.

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Pero aun cuando tenga razón y no necesitemos nin­ guna teoría de la racionalidad, sí necesitamos, en cam­ bio, una narrativa sobre el proceso de maduración. En mi opinión, el desacuerdo más profundo entre Habermas y yo radica en la cuestión de determinar si la distinción entre lo incondicionado y lo condicionado, en general, y la distinción entre moralidad y prudencia, en particular, son un indicio de madurez o bien un estadio transitorio en el camino hacia la madurez. Uno de los muchos pun­ tos en que Dewey coincide con Nietzsche es en pensar que se trata de esto último. Dewey consideraba que el deseo de universalidad, incondicionalidad y necesidad era indeseable porque nos aleja de los problemas prácti­ cos de la política democrática y nos lleva al país de la teo­ ría interminable. Kant y Habermas, en cambio, conside­ ran que es un deseo deseable, un deseo que uno sólo comparte al llegar al más alto nivel de desarrollo moral.57 En esta lección he intentado mostrar cómo se ven las cosas cuando situamos la política democrática en el con­ texto de la narrativa de maduración de Dewey. La verdad es que no puedo ofrecer nada que se parezca remota­ mente a un argumento definitivo, basado en premisas 57. Otro aspecto de estos dos relatos distintos sobre maduración son las distintas actitudes que cada uno promueve en la disputa entre Sócrates y los sofistas, y más generalmente en la distinción entre argumento y modos de per­ suasión que en la sección anterior describí como «educativos». Según Apel (Diskurs und Verantwortung, Frankfurt a.M: Suhrkamp, 1988, p. 353n) uno de los muchos errores que comete la concepción común a Gadamer, Rorty y Derrida es esta despreocupación por la incapacidad de conocer o reconocer «la diferencia entre, por un lado, el discurso argumentativo y, por el otro, el “discurso” en el sentido de negociación, propaganda o ficción poética». Y a ello añade que esa actitud señala «el fin de la filosofía». En mi opinión, lo que en realidad señala es un estadio en la posterior maduración de la filosofía: un estadio lejos de la ado­ ración del poder impregnada en la idea de que hay un poder llamado «razón» que vendrá en tu ayuda si sigues el ejemplo de Sócrates y haces explícitas tus definiciones y premisas. Cuando quien cuenta el relato es un deweyano, la idea de la filosofía como una strenge Wissencshaft, como una búsqueda de conoci­ miento, constituye ella misma un síntoma de inmadurez; los sofistas no estaban tan equivocados. Las acusaciones recíprocas de inmadurez que Habermas y yo nos hacemos mutuamente pueden parecer vacías y fáciles; sin embargo, expre­ san convicciones muy profundas sobre qué aspecto tiene la utopía y sobre qué progresos exige su proceso de realización.

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comúnmente aceptadas, a favor de esa narrativa. Lo mejor que podría hacer en una defensa ulterior de mi concepción sería contar un relato más completo, que abarcase más temas, para así mostrar qué aspecto cobra la filosofía europea posnietzschenana vista desde un ángulo deweyano en vez de universalista. (Algo que ya he intentado, en parte, en otro lugar.) Creo que la narración es un medio de persuasión perfectamente válido y que los libros de Habermas El discurso filosófico de la moderni­ dad y Dewey La búsqueda de la certeza representan dos muestras admirables del poder de las narrativas de maduración. Si yo prefiero la narrativa de Dewey no es porque piense que él ha comprendido la verdad y la racionalidad correctamente y Habermas incorrectamente. No creo que haya nada que entender correctamente o incorrectamen­ te aquí. A este nivel de abstracción, conceptos tales como verdad, racionalidad o madurez pueden ser comprendi­ dos de muy distintas maneras. Lo único que cuenta es qué forma de reformularlos será con el tiempo más útil para la política democrática. Como nos enseñó Wittgenstein, los conceptos son usos de palabras. Durante mucho tiempo, los filósofos han tratado de comprender los con­ ceptos; lo importante, sin embargo, es cambiarlos para que sirvan mejor a nuestros propósitos. La conversión lingüística que llevan a cabo Habermas, Apel, Putnam y Wellmer constituye una propuesta sobre qué hacer para que sean más útiles. El naturalismo profundamente anti­ kantiano de Dewey y Davidson constituye otra.

Q uinta

lección

PANRELACIONISMO Uno de los hechos destacables de la filosofía occiden­ tal contemporánea es que los filósofos no anglófonos ape­ nas leen filosofía anglófona y al revés, los filósofos angló­ fonos apenas leen filosofía no anglófona. Y por ahora nada parece indicar que este vacío entre la denominada «filoso­ fía analítica» y la llamada «filosofía continental» vaya a lle­ narse. Cosa que lamento, pues creo que los trabajos más interesantes que se están llevando a cabo en estas dos tra­ diciones coinciden de forma importante. El llenar ese vacío podría originar un cambio de época; un cambio de época en el que los filósofos analíticos dejarían de pensar que si abandonamos la terminología kantiana estaremos poniendo en peligro el proyecto político de la Ilustración. Por el momento, la conversación entre estas dos tradicio­ nes filosóficas está tipificada por el diálogo entre kantianos (como el que hace poco publicó The Journal of Philosophy entre Rawls y Habermas).1 Lo que no se da es un diálo­ go entre antikantianos analíticos como Baier o Davidson y antikantianos «continentales» como Lyotard y Derrida. Dejar de plantearse cuestiones modales tales como «¿necesario o contingente?», «¿trascendentalmente o sólo empíricamente real?», «¿incondicional o meramente con­ dicional?» liberaría a la filosofía analítica de la tentación de tomarse en serio el debate realista-antirrealista. De este modo podría ponerse punto final a los continuos intentos de mantenerse en el realismo empírico soñando 1. The Journal of Philosophy, vol. 92, núm. 3, marzo, 1995 (Habermas, J. y Rawls, J., Debate sobre el liberalismo político, Barcelona: Paidós, 1998. (N. del T.)

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versiones lingüísticas aún más estrafalarias del idealismo trascendental. Dejar de creer que formularse esas cues­ tiones modales constituye la única salvaguardia contra el irracionalismo opuesto a la Ilustración podría liberar a Habermas de la convicción de que Kant sigue siendo el filósofo oficial del liberalismo burgués. Esto le haría per­ catarse de que ahora que nosotros, liberales burgueses, tenemos a Dewey ya no necesitamos más a Kant. En esta lección trataré de esbozar un modo de conside­ rar los aspectos comunes a los filósofos que más admiro de ambos lados del vacío. Una forma de describir ese espacio común es decir que filósofos tan diferentes como Davidson y Derrida, Putnam y Latour, Brandom y Foucault son —a pesar de las debilidades en que incurren de vez en cuan­ do—, en general, panrelacionistas. Pensar que las cosas son como son en virtud de las relaciones que mantienen con las demás cosas —en línea con la tradición de las mónadas que reflejan el universo de Leibniz y con la tradición de las enti­ dades reales como nexos de aprehensiones de Whitehead— permite a esos filósofos escapar de la influencia de los dua­ lismos metafísicos que hemos heredado de los griegos: las distinciones entre esencia y accidente, sustancia y propie­ dad, apariencia y realidad. Tratan de sustituir las distintas imágenes del mundo construidas con la ayuda de esas opo­ siciones griegas por la imagen de un flujo de relaciones en cambio constante, relaciones cuyos términos son a su vez también disolubles en los nexos de otras nuevas relaciones.2 2. Es útil pensar que esa crítica de Whitehead a Aristóteles (una crítica que también se halla en otros filósofos de principios de siglo, como por ejemplo, Peirce y Russell, que trataron de formular una lógica sin sujeto ni predicado) es paralela a la crítica de Derrida al logocentrismo. La concepción de Derrida de las palabras como nodos de una red infinitamente flexible de relaciones con otras palabras recuerda mucho la explicación que presenta Whitehead en Process and Reality (.Proceso y realidad, Buenos Aires: Losada, 1956) de las coyunturas de hecho como constituidas por sus relaciones con todas las otras coyunturas de hecho. Sospecho que los historiadores de la filosofía verán al siglo xx como el período en el que distintos lenguajes filosóficos desarrollaron una especie de panrelacionismo neoleibniziano, un panrelacionismo que reformula la idea de Leibniz según la cual cada mónada no es más que todas las otras mónadas vistas desde un determinado punto de vista, y cada sustancia no es más que las relacio­ nes que mantiene con todas las demás sustancias.

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Una clara consecuencia de su panrelacionismo es que no distinguen entre propiedades intrínsecas, no relació­ nales, y propiedades extrínsecas y relaciónales. Otra con­ secuencia es que no atribuyen función alguna a las dis­ tinciones modales, en especial, a la clase de distinción entre propiedades necesarias y propiedades contingentes que algunos esencialistas como Aristóteles o Kripke utili­ zan para trazar una línea de separación entre esencia y accidente, y que los kantianos utilizan para distinguir entre condiciones de posibilidad y condiciones de hecho. Por medio de la eliminación de la distinción de Leibniz entre lo físico y lo metafísico y de la eliminación de la distinción de Whitehead entre lo conceptual y las apre­ hensiones físicas, esos filósofos producen un panrelacio­ nismo en el que, a excepción de alguna descripción en particular, ninguna relación no es más esencial a la cosa que el resto de relaciones. Una clara ventaja del panrelacionismo es que per­ mite desechar la distinción entre sujeto y objeto, o sea, la distinción entre aquellos elementos del conocimiento humano resultado de la aportación de la mente y aque­ llos otros elementos resultado de la aportación del mundo. Cosa que consigue afirmando que nada es lo que es bajo todas y cada una de sus descripciones; que la noción de lo que una cosa es en tanto que no descri­ ta, con independencia de las relaciones que mantiene con las necesidades humanas y los intereses que han generado una u otra descripción, carece de sentido. En respuesta a esta idea se acusa al panrelacionismo de «idealismo», «lingüisticismo», «de perder contacto con el mundo». Tal como más adelante explicaré con más detalle, los panrelacionistas responden a esas acusacio­ nes afirmando que aunque dejemos de describir el conocimiento sobre una cosa como una representación precisa de su naturaleza intrínseca y, de este modo, rompamos los vínculos representacionales con el mun­ do, no obstante todavía mantenemos vínculos causales. Cualquiera que conceda que el mundo dispone del poder causal de modificar las descripciones que de él se

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realizan debería estar inmunizado contra las acusacio­ nes de sujetivismo y relativismo. La mayoría de filósofos que he identificado como panrelacionistas estarían dispuestos a aceptar, creo, el siguiente argumento: puesto que una propiedad es sim­ plemente un predicado hipostasiado, no existen propie­ dades que no puedan ser capturadas por el lenguaje. La predicación es una forma de relacionar unas cosas con otras, una forma de conectar unas partes del universo con otras partes del universo; o si quieren, es una forma de centrar la atención pública sobre unas determinadas redes de relaciones por encima de otras. Por consiguien­ te, todas las propiedades son hipóstasis de redes de rela­ ciones. Es completamente indiferente que interpretemos esas relaciones en clave realista, como si ya estuvieran ahí antes de la invención de los predicados, o en clave antirrealista, como si empezaran a existir al tiempo que esas invenciones. Tal es el paradigma del tipo de cuestio­ nes que los pragmatistas rechazan como irrelevante para la práctica y, por tanto, irrelevante tout court. Sospecho que la cuestión entre realistas y antirrealis­ tas se origina en el imposible intento de la filosofía de combinar la metafísica aristotélica de sustancia-accidente con la física corpuscular de ley-suceso. En cuanto cobra validez una física como ésta se hace posible conce­ bir propiedades tales como la bondad y la rojez en térmi­ nos relaciónales; a uno le tienta considerar que la des­ cripción de cualquier cosa debe tanto a los propósitos de la persona que la describe como la rojez debe al ojo del que mira. El atractivo del esencialismo aristotélico, sin embargo, nos tienta en la dirección opuesta. Nos tienta a seguir a Descartes en su división del universo en res cogitans y res extensa y a pensar que las dos sustancias, suje­ to y objeto, luchan por el dominio sobre un tercero. Este tercero es identificado de diversas formas como experien­ cia, pensamiento, lenguaje o cultura. Cuando es iden­ tificado como cultura, encontramos a filósofos que la dividen por la mitad entre aquellas partes en las que el sujeto se impone (por ejemplo, el arte, la literatura y la

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política) y aquellas otras en las que el objeto gana (la per­ cepción sensorial de cualidades primarias —como cuando John Searle golpea con la mano el escritorio—, la medici­ na, las ciencias naturales). Una vez hecha esa división, uno empieza a tomar partido, con Heidegger y Gadamer, por ejemplo, a favor de que la cultura literaria se lleve la palma, o bien, con Camap y Searle, a favor de que se la lleve la cultura científica. En un estadio final, encontra­ mos política cultural mezclada con política real, como cuando se nos dice que el respeto de las ciencias naturales impedirá la llegada al poder de los fascistas o, cuando, por el contrario, se nos dice que alentará a los tecnócratas a emplear el poder biológico. Los filósofos, empezando por hacer de árbitros en guerras culturales, toman partido rápidamente y participan en la controversia. Concibo el panrelacionismo como una forma de dete­ ner, mediante el abandono de la imagen de la lucha por el control entre el sujeto y el objeto, el intento de dividir la cultura de este modo. Ser panrelacionista significa no emplear jamás los términos «objetivo» o «subjetivo», excepto en el contexto de una cultura especializada bien definida en la que uno puede distinguir entre la adhesión a los procedimientos responsables de que los expertos se pongan de acuerdo y el rechazo a adherirse a ellos. Tam­ bién significa no preguntar jamás si una descripción no es más adecuada que otra para el objeto en cuestión, a menos que uno pueda responder la pregunta «¿a qué propósito se supone que sirve esa descripción?», habida cuenta de que están excluidas las respuestas «para enten­ der correctamente el objeto» o «para representar con pre­ cisión el objeto». Los panrelacionistas son pragmatistas porque no se toman esas respuestas en serio. En realidad, les es imposible tomárselas en serio, porque explicar qué quiere decir «entender correctamente» o «representar con precisión» supone considerar algunas propiedades de los objetos como esenciales y otras como accidentales. Un panrelacionista es, automáticamente, también un pragmatista.

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Hasta aquí este largo e impreciso esbozo de qué quie­ ro decir con panrelacionismo. Ahora querría sugerir cómo se ven las cosas desde un punto de vista panrelacionista. Este punto de vista consiste en considerarlo todo como si de un número se tratase. Lo interesante de los números, por lo que ahora me concierne, es justa­ mente que sólo con muchas dificultades puede uno pen­ sar que tengan una naturaleza intrínseca. Es difícil pensar en un número como teniendo un núcleo esencial envuelto en una penumbra de relaciones accidentales. Los números son un ejemplo excelente de algo difícil de describir en un lenguaje esencialista y sustancialista. Para ver mejor qué quiero decir formúlense la pre­ gunta de cuál es la esencia del número 17, qué es en sí mismo, aparte de las relaciones que mantiene con los otros números. Lo que se pide es una descripción del 17 de clase distinta a las siguientes descripciones: menos que 22, más que 8, la suma de 6 y 11, la raíz cuadrada de 289, el cuadrado de 4,123105, la diferencia entre 1.678.922 y 1.678.905. Lo molesto de cada una de estas descripciones es que no parece que ninguna de ellas se acerque más al número 17 que las demás. Fastidioso en igual medida es que uno podría ofrecer un número infinito de descripcio­ nes distintas del 17, siendo todas ellas igualmente «acci­ dentales» y «extrínsecas». No parece que ninguna de esas descripciones ofrezca una pista siquiera de la intrínseca diecisietidad del diecisiete, la característica única que hace que sea el número que justamente es. Por cuál de esas descripciones optamos es, obviamente, un asunto sobre qué propósito tenemos en mente, la situación par­ ticular responsable de que pensáramos en el 17 en primer lugar. Quien desee ser esencialista con respecto al número 17 tiene que decir, en la jerga filosófica, que todas las muchas infinitas relaciones distintas que éste mantiene con muchos otros infinitos números son relaciones inter­ nas) o sea, que ninguna de estas relaciones podría ser dis­ tinta sin que el número 17 también cambiara. Así pues, mientras no se halle el mecanismo que genera todas las

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descripciones verdaderas del diecisiete y que especifica todas las relaciones que éste mantiene con todos los demás números, no parece que sea posible definir la esencia de la diecisietidad. Es verdad que los matemáti­ cos son capaces de producir un mecanismo semejante axiomatizando la aritmética o reduciendo los números a conjuntos y axiomatizando la teoría de conjuntos. Ahora bien, seguro que si luego el matemático señala su peque­ ña y precisa serie de axiomas y exclama «¡contemplad la esencia del diecisiete!» nos sentiremos engañados. Como también son la esencia de 1, 2, 289 y 1.678.922, tendre­ mos la impresión de que en esos axiomas hay bien poco de diecisietidad. Llegados a este punto, espero que vean que, inde­ pendientemente de cuáles sean las clases de cosas que quizá tengan una naturaleza intrínseca, los números no pertenecen a ellas. Pero además de eso los panrelacionistas también sostienen que no vale la pena ser esencialista con respecto a mesas, estrellas, electrones, seres humanos, disciplinas académicas, instituciones sociales o cualquier otra cosa. Sugieren la idea de que estos obje­ tos se parecen a los números en el siguiente sentido: que no hay nada a saber sobre ellos aparte de una urdimbre infinitamente grande y siempre expansible de relaciones con otros objetos. No tiene ningún sentido preguntarse por los térmi­ nos de unas relaciones que no son a su vez relaciones, ya que cualquier cosa capaz de servir como término de una relación puede ser disuelta en otro conjunto de relacio­ nes, y así continuamente. Se podría decir que existen relaciones arriba y abajo y en todas las direcciones; no llegaremos nunca a nada que a su vez no sea otro nexo de relaciones. El sistema de los números naturales ofre­ ce un buen modelo del universo porque en él es obvio, y es obviamente inofensivo, que no existen términos de relaciones que a su vez no sean más que nuevos grupos de relaciones. Decir que todo son relaciones es un corolario de lo que Sellars llama «nominalismo psicológico», o sea, la

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doctrina según la cual de una cosa tan sólo se puede saber lo que se afirma de ella en las oraciones que la describen. Porque cualquier oración sobre un objeto es una descripción explícita o implícita de las relacio­ nes que éste mantiene con uno o más objetos distin­ tos. Por consiguiente, si no hay conocimiento directo, si no hay conocimiento que no tenga la forma de una acti­ tud oracional, entonces todo lo que se puede conocer de una cosa son las relaciones que ésta mantiene con las demás cosas. Seguir insistiendo en que existe un ordo essendi no relacional distinto de un ordo cognoscendi relacional no hace más que recrear la cosa en sí kantia­ na. Efectuar este giro, en cambio, supone sustituir la nostalgia de inmediatez, la esperanza de salvación mediante poderes no humanos por las esperanzas utópi­ cas de un futuro que el mismo ser humano se constru­ ye. Supone reinventar lo que Heidegger denominaba «la tradición ontoteológica», una tradición que enlaza Aris­ tóteles con Kant y que precisa de las distinciones moda­ les para sobrevivir. Para los nominalistas psicológicos ninguna descrip­ ción no es más descripción del objeto «real», en tanto que opuesto al objeto «aparente», que cualquier otra descrip­ ción; como tampoco ninguna descripción lo es, por así decirlo, de la relación del objeto consigo mismo, de la identidad con su propia esencia. Claro que entre estas descripciones algunas son mejores que otras. Este ser mejor, sin embargo, tiene que ver con el hecho de que son herramientas más útiles, herramientas que realizan algún objetivo humano mejor que sus descripciones rivales. Tanto desde un punto de vista filosófico como desde un punto de vista práctico, todos estos objetivos se encuen­ tran en situación de igualdad. No existe ningún objetivo primordial llamado «descubrir la verdad» que tenga pre­ cedencia por encima de los demás. Como dije en una lec­ ción anterior, los pragmatistas no creemos que la finali­ dad de la indagación sea la verdad. La finalidad de la indagación es la utilidad, y existen tantas herramientas distintas y útiles como fines a realizar.

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Para mostrar con mayor detalle cómo se ven las cosas desde una perspectiva panrelacionista, vuelvo a mi tesis de que los números constituyen un buen modelo para los objetos en general. El sentido común —o como mínimo el sentido común occidental— tiene problemas con esa afirmación porque parece contraintuitivo decir que los ob­ jetos físicos y espaciotemporales se disuelven como los números en redes de relaciones. Nadie va a llorar su pér­ dida de realidad sustancial, independiente y autónoma, si la filosofía disuelve unos cuantos números en las relacio­ nes que éstos mantienen con otros números. Pero la cosa cambia con las mesas, las estrellas y los electrones. En tales casos el sentido común tiende a atrincherarse y a decir que no pueden haber relaciones sin algo que rela­ cionar. Si no hubiera una mesa sólida, sustancial, autó­ noma, en relación a ustedes, a mí y a la silla, por ejemplo; o si no estuviera compuesta de partículas sólidas, sustan­ ciales y elementales, entonces no habría nada que rela­ cionar y, por consiguiente, tampoco existirían relaciones. La réplica de los panrelacionistas a esta pequeña muestra de sentido común se parece mucho a la réplica que Berkeley hace a Locke cuando éste intenta distinguir entre cualidades primarias y cualidades secundarias: la réplica que Peirce menciona como la primera invocación del principio pragmatista según el cual toda diferencia tiene que ser relevante en el orden práctico.3 La versión contemporánea y lingüística de la réplica de Berkeley dice así: todo lo que sabemos sobre esta mesa sólida y sustancial —sobre la cosa que se relaciona en tanto que opuesta a sus relaciones— es que algunas oraciones sobre ella son verdaderas. Por ejemplo, las siguientes: es rec­ tangular; marrón; fea; elaborada a partir de un árbol; más pequeña que una casa; mayor que un ratón; menos brillante que una estrella; etc. No es posible saber nada 3. Véase la reseña que realiza Peirce de la edición que hace Frase de Ber­ keley; se encuentra reimpresa en el volumen 8 de los Collected Papers of Charles Sanders Peirce (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1958), especial­ mente las pp. 33-34, sección 8.33. Véase también el volumen 6, p. 328, sección 6.482.

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de un objeto salvo qué oraciones sobre él son verdaderas. En consecuencia, el argumento panrelacionista consiste en afirmar que, dado que todo lo que pueden hacer las oraciones es relacionar unos objetos con otros, cuando una oración describe un objeto lo que está haciendo es atribuirle, implícita o explícitamente, una propiedad relacional.4 Así pues, deberíamos reemplazar la imagen del lenguaje como un velo que se interpone entre los objetos y nosotros por la imagen del lenguaje como una forma de conectar los objetos entre sí. En este punto, los esencialistas acostumbran a repli­ car que el nominalismo psicológico tiene que ser un error, que deberíamos recuperar lo que tiene de verdad el empirismo y no aceptar la idea de que el lenguaje nos proporciona el único acceso cognitivo a los objetos. Sugieren que debemos tener un conocimiento prelingüístico de los objetos, un conocimiento que el lenguaje no puede captar. Ese conocimiento impide, dicen, que la mesa, el número o el ser humano sean lo que ellos llaman «un simple constructo lingüístico». Llegados a este pun­ to, y para ilustrar lo que quiere decir con conocimiento 4. Los nominalistas psicológicos conciben las propiedades que normal­ mente reciben el nombre de «no relaciónales» (p. ej., «rojo» en oposición a «al lado izquierdo») como propiedades designadas por unos predicados que, por un motivo u otro, se consideran primitivos. La primitividad de un predicado, sin embargo, no es intrínseco al predicado, sino relativo a la forma de enseñar o mostrar un uso del mismo. La supuesta no relacionalidad de una propiedad designada por un predicado es relativa a una determinada forma de describir una determinada serie de objetos que poseen ese predicado. No es una caracte­ rística intrínseca de la propiedad. Una manera de formular la lección que nos enseñaron Saussure y Wittgenstein es decir que no existen predicados intrínse­ camente primitivos. Una manera de formular el corolario que concluyó Derrida es decir que todo predicado denota una propiedad, que no tiene sentido trazar una distinción entre predicados que tienen referencia y predicados que no tienen referencia (excepto por algún motivo práctico especial, como cuando uno emplea «¡pero si las brujas no existen!» como abreviación de todas las razones que apuntan a la inutilidad de organizar una cacería de brujas). Para una afirmación clara y contundente de la concepción antinominalista y antipragmatista, véase el libro de John Searle The Rediscovery of the Mind, Cambridge, Mass.: MIT Press, 1992, p. 211. En él, Searle traza una oposición entre características intrínsecas del mundo —como por ejemplo las moléculas— y características relativas al observador —como que hoy haga un buen día para ir de picnic—, que para los pragmatistas equivale meramente a la preferencia de los objetivos humanos de los físicos por encima de los que van de picnic.

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no lingüístico, el esencialista, suele golpear la mesa con la mano y luego retirarla. De este modo espera demostrar

haber adquirido un conocimiento, una especie de intimi­ dad con la mesa que el lenguaje no consigue capturar. Y además sostiene que ese conocimiento de los intrínse­ cos poderes causales de la mesa, su puro estar ahí, le per­ mite mantener el contacto con la realidad de una forma distinta de la del antiesencialista. Indiferente a la insinuación que le acusa de no estar en contacto con la realidad, el antiesencialista reitera que la mejor respuesta que recibirá quien desee saber qué es realmente, intrínsecamente, la mesa es «que los siguien­ tes enunciados son verdaderos: es marrón, fea, hace daño al golpearla, uno puede tropezar con ella, se compone de átomos, etc., etc.». La capacidad de hacer daño, la solidez y los poderes causales de la mesa están en perfecta har­ monía con su fealdad y su cualidad de ser marrón. Así como descubrir la raíz cuadrada del 17 no hace que entremos en una relación más íntima con él, dar un gol­ pe a la mesa tampoco nos acerca más a su naturaleza intrínseca que mirarla o hablar de ella. Todo lo que ese golpearla o descomponerla en átomos hacen es ofrecer­ nos la posibilidad de relacionar la mesa en cuestión con unas cuantas cosas más. No nos llevan del lenguaje al hecho, ni de la apariencia a la realidad, ni tampoco de una relación remota y desinteresada a una relación más inmediata e intensa. El sentido de este pequeño cambio es, una vez más, la negativa del panrelacionista a aceptar que sea posible distinguir un objeto del resto del universo, excepto en cuanto objeto de un determinado conjunto de enunciados verdaderos. El panrelacionista sostiene, con Wittgenstein, que la ostensión funciona tan sólo con el telón de fondo de una práctica lingüística y que la identidad consigo misma de la cosa distinguida es relativa a su descrip­ ción.5 Los panrelacionistas creen que la distinción entre 5. Acerca de la importancia fundamental de esta idea wittgensteiniana, véase Barry Alien, Truth in Philosophy, Cambridge: Harvard University Press, 1993.

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cosas relacionadas y relaciones no es más que una forma alternativa de diferenciar aquello de que hablamos de lo que decimos. Como dijo Whitehead, esta distinción no es más que una hipostatización de la relación entre el suje­ to y el predicado lingüístico. Así como para la gente que no está familiarizada con adjetivos y verbos la preferencia de un nombre no trans­ mite ninguna información, tampoco hay ninguna forma de transmitir información que no sea relacionando una cosa con otra. Una palabra sólo tiene significado, nos dicen con acierto las autoridades en el tema, en el con­ texto de una oración. Eso implica, sin embargo, no poder ir por detrás del lenguaje hasta llegar a una forma de conocimiento no lingüístico más inmediato sobre aquello de que hablamos. Un nombre sólo tiene un uso cuando establece vínculos con otras partes del discurso y un obje­ to sólo puede ser objeto de conocimiento en tanto que término de una relación. Los panrelacionistas entienden nuestra opinión de que podemos tener conocimiento de una cosa sin cono­ cer las relaciones que ésta mantiene con las demás cosas como un reflejo de la diferencia entre estar seguro sobre unas relaciones evidentes, familiares, que se dan por sen­ tado con respecto a esa cosa y no estar seguro sobre el resto de sus relaciones. El diecisiete, por ejemplo, empie­ za por ser la suma de diecisiete unidades, el número entre el dieciséis y el dieciocho, etc. Con sólo estos enun­ ciados familiares ya pensamos que el diecisiete es una cosa que espera ser relacionada con otras cosas. Pero cuando se nos dice que el diecisiete también es la dife­ rencia entre 1.678.922 y 1.678.905, en lugar de pensar que hemos descubierto algo acerca del diecisiete mismo, tendemos a creer que estamos ante una conexión remota y poco esencial entre este número y algo más. Sin embar­ go, si se nos presiona, nos vemos obligados a reconocer que la relación entre el 16 y el 17 no es ni más ni menos intrínseca que la relación entre éste y el 1.678.922. Con respecto a los números, no está nada claro qué significa el término «intrínseco». Nadie está realmente dispuesto a

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decir que, en el fondo de su corazón, el diecisiete se sien­ te más cerca del 16 que de los demás números. Los panrelacionistas también sugieren desechar la cuestión de si la solidez de la mesa es más intrínseca a la mesa que su color, o qué es más intrínseco a la estrella polar, si su constitución atómica o su posición en la cons­ telación. Los antiesencialistas consideran que la cuestión acerca de si existen realmente cosas tales como las cons­ telaciones o si, por el contrario, éstas son tan sólo ilusio­ nes producidas por el hecho de que no podemos apreciar visualmente la distancia de las estrellas, es tan inapropia­ da como la cuestión acerca de si existen realmente cosas tales como los valores morales o si, por el contrario, éstos son meramente proyecciones de deseos humanos. Propo­ nen desechar todas las cuestiones relativas al problema de determinar dónde termina la cosa y dónde empiezan las relaciones; dónde empieza la naturaleza intrínseca y dónde sus relaciones externas; dónde termina el núcleo esencial y dónde empieza su periferia accidental. A los panrelacionistas les agrada formular, junto a Wittgenstein, la pregunta de si un tablero de ajedrez es realmente una cosa, o bien sesenta y cuatro cosas; o preguntarse, con James, si la estrella de David es realmente un trián­ gulo superpuesto a otro, o bien un hexágono rodeado por seis triángulos. La misma formulación de esta pregunta, piensan, pone al descubierto su propia absurdidad, su escaso interés. Interesan las cuestiones que cumplan el requisito de William James que exige que cualquier dife­ rencia sea relevante [en el orden práctico]. Las demás cuestiones —cuestiones sobre el estatuto ontológico de las constelaciones o de los valores morales— son «mera­ mente verbales» o, peor aún, «meramente filosóficas». A todo esto, el esencialismo residual del sentido común podría replicar que el panrelacionismo es una especie de idealismo lingüístico: una forma de sugerir que antes de que la gente hablara no había nada sobre qué hablar; que los objetos son artefactos del lenguaje. Pero con ello confunde la pregunta «¿de qué modo iden­ tificamos los objetos?» con la pregunta «¿son anteriores

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los objetos a la identificación que de ellos realizamos?». El antiesencialista no duda en absoluto de que hubo árboles y estrellas mucho antes que enunciados sobre ár­ boles y estrellas. El juego de lenguaje que juega con las palabras «árboles» y «estrellas» así lo atestigua. Pero el hecho de que existieran antes no ofrece ninguna ayuda para que tenga sentido la pregunta «¿qué son los árboles y las estrellas aparte de las relaciones que mantienen con el resto de las cosas, aparte de los enunciados que sobre ellos formulamos?». Tampoco ayuda a que tenga sentido la tesis del escéptico que dice que los árboles y las estre­ llas tienen esencias intrínsecas, no relaciónales que, ¡ay!, quizá sean incomprensibles para nosotros. Para que esa tesis tenga un sentido claro necesitamos poder decir algo sobre qué es eso incomprensible para nosotros, qué es eso de que se ve privado nuestro entidimiento. De no ser así vamos a quedar empantanados con la incognoscible cosa en sí kantiana. Conforme a un punto de vista panrelacionista, el lamento kantiano de que nos hallamos atrapados para siempre bajo un velo de subjetividad equivale a la inútil afirmación —por tautológica— de que una cosa que habíamos definido anteriormente como estando más allá del alcance de nuestro conoci­ miento se halla ahora, ¡ay!, más allá del alcance de nues­ tro conocimiento. La imagen que se hace el esencialista de la relación entre el lenguaje y el mundo le obliga a retroceder hasta la tesis de que el mundo es identificable con independen­ cia del lenguaje. Por eso debe insistir tanto en que, al principio, conocemos el mundo mediante un encuentro no lingüístico, golpeándolo, o dejando que unos cuantos fotones penetren nuestras retinas. Este encuentro inicial es un encuentro con el mundo en sí mismo, el mundo tal como es intrínsecamente. Pero al tratar de recuperar en el lenguaje lo que hemos aprendido en tal encuen­ tro nuestro intento fracasa debido a que las oraciones de nuestro lenguaje se limitan a relacionar unas cosas con otras. Las oraciones «eso es marrón», «eso es cuadrado» o «eso es duro» nos comunican algo sobre cómo actúa

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nuestro sistema nervioso frente a las emanaciones proce­ dentes de la vecindad del objeto. Oraciones como «está localizada en las siguientes coordenadas espacio-tiempo» nos informan aún más claramente de lo que el esencialista, lleno de tristeza, llama «propiedades meramente rela­ ciónales, meramente accidentales». Ante semejante callejón sin salida, el esencialista siente la tentación de pedir ayuda a la ciencia natural. Le tienta decir que una oración como «se compone de la siguiente clase de partículas elementales dispuestas de la siguiente forma» nos introduce a la realidad misma del objeto. La última línea defensiva de los filósofos esencialistas es creer que la ciencia física nos sustrae de nosotros mismos, del lenguaje, de nuestras necesidades y propósi­ tos y nos conduce ante algo espléndidamente no humano y no relacional. Los esencialistas que se retiran a esta línea arguyen que los filósofos corpuscularistas del siglo xvn, como Hobbes y Boyle, tenían razón al distin­ guir entre aquellas características que están realmente en las cosas y aquellas otras de las que, para fines humanos, es útil decir que las cosas tienen. Para nosotros los antiesencialistas, las descripciones de objetos físicos realizadas en términos de partículas elementales son útiles de muy diversas formas, tantas como formas mediante las cuales la física de partículas puede contribuir a lograr nuevos avances tecnológicos o participa en las imaginativas redescripciones astrofísicas del universo como un todo. Pero ahí termina su única vir­ tud. Para muchos filósofos esencialistas y científicos —que si no fuera por eso no se interesarían por la filoso­ fía— semejante concepción pragmática de la física como criada de la tecnología y de la imaginación poética es ofensiva. Esta gente comparte la opinión de que la física de partículas —y en general, cualquier vocabulario cientí­ fico podría servir en principio para formular explicacio­ nes sobre cualquier tipo de fenómeno— constituye un claro ejemplo del tipo de verdad que el pragmatista no sabe reconocer. Este tipo de verdad no tiene nada que ver con la utilidad de una descripción para los propósitos

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humanos, sino más bien con una trascendencia respecto a aquello meramente humano. La física de partículas se ha convertido, por así decirlo, en el último bastión de la facultad griega de admiración, la idea de un encuentro con lo casi Absolutamente Otro.6 ¿Por qué parece que la física de partículas da un nue­ vo soplo de vida a la noción de «naturaleza intrínseca»? La respuesta, creo, tenemos que buscarla en el hecho de que el vocabulario de esta rama de la física parece pro­ porcionar un tipo especial de dominio y autoconfianza al ser capaz («en principio») de explicar la utilidad de todo el resto de descripciones además de la suya propia.7 Un psicofísico ideal vería los seres humanos como remolinos de partículas y podría explicar por qué esos organismos han desarrollado unos determinados hábitos lingüísticos; por qué han descrito el mundo como lo han hecho. Por consiguiente, parece como si este físico ideal pudiese considerar aquello que es útil para los seres humanos como algo en sí mismo explicable, subsumible, algo que podemos poner a cierta distancia y contemplar en pers­ pectiva. Cuando pensamos el universo en términos de dispersión e interacción de partículas, parece como si nos eleváramos por encima de nuestras necesidades humanas y nos las miráramos por encima del hombro. Parece que nos volvemos un poco más que humanos, pues parece que nos hemos alejado de nuestra propia humanidad y visto en el interior de una perspectiva no humana, en el interior del mayor contexto posible. Para nosotros los antiesencialistas, esta tentación de creer que viéndonos bajo el aspecto de partículas elemen­ tales eludimos nuestra finitud humana no es más que 6. Como ejemplos del tipo de glorificación de las partículas elementales que tengo en mente, véase el pasaje de John Searle que cito en la nota a pie de página núm. 4; véase también David Lewis, «Putnams Paradox», Australasian Journal of Philosophy, 1983. Discuto brevemente el artículo de Lewis en las pági­ nas 7 i ss. de Objectivity, Relativism and Truth. 7. En eso consiste, precisamente, según Williams, su atractivo. Véase Ethics and the Limits of Philosophy, Londres: Fontana Press, 1985, cap. 8, y la crítica que le hago en «Is Natural Science a Natural Kind?», en Objectivity, Rela­ tivism and Truth.

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otro intento de crear una divinidad —un dios de poder— para luego reclamar una parte de la vida divina. El pro­ blema con este tipo de intentos es que la necesidad de ser Dios no es sino otra necesidad humana más. O dicho de un modo más suave: el proyecto de considerar todas nuestras necesidades desde la perspectiva de alguien que no posee tales necesidades es sólo un proyecto humano más. Consideradas desde este ángulo, la ausencia estoica de pasión, la ausencia de voluntad zen, la Gelassenheit heideggeriana y la física-como-concepción-absoluta-dela-realidad no son más que otras tantas variaciones de un mismo proyecto: el proyecto de rehuir el tiempo y la casualidad.8 Nosotros los panrelacionistas, sin embargo, no pode­ mos burlarnos de este proyecto. Porque, en contraste con nuestra capacidad política, a nuestra capacidad estrictamente filosófica no le está permitido burlarse de ningún proyecto humano, de ninguna forma de vida humana escogida, de ninguna descripción que sirva de ayuda en la vida de alguien. En particular, no debería­ mos permitimos decir lo que acabo de decir, a saber, que adoptando esa concepción de la ciencia física parece que nos volvamos un poco más que humanos. Un panre­ lacionista no puede invocar la distinción apariencia-realidad. No podemos decir que la concepción de la física de nuestro adversario está equivocada, que yerra en el juicio acerca de la naturaleza intrínseca de ésta, o que confunde lo que ella es en sí misma con algo accidental y no esencial. Desde nuestro punto de vista, la ciencia física, como el número 17, no posee ninguna naturaleza intrínseca. Al igual que el 17, la ciencia física es susceptible de ser des­ crita de infinitas formas, y ninguna de ellas corresponde a una descripción «interior». Imaginar que si nos descri­ bimos bajo un aspecto de eternidad, o bajo el aspecto de partículas elementales participaremos de la vida divina 8. Como dije en otro lugar, pienso que Derrida tiene mucha razón al con­ siderar que la renuncia heideggeriana no es más que otro intento de afiliarse al poder.

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no es ninguna ilusión o confusión: no es más que otro intento de satisfacer una necesidad humana más. Tampo­ co lo es pensar que, al fin, gracias a la ciencia física esta­ mos en contacto con la naturaleza última de la realidad. La ciencia física es sencillamente otro proyecto humano más que, como todos los proyectos humanos, puede eclipsar la posibilidad de otros proyectos incompatibles con él. Los panrelacionistas tampoco podemos permitimos rehuir el problema acusando a nuestros adversarios esen­ cialistas de creer erróneamente haber «eludido la finitud humana» al refugiarse en una versión secularizada de una teología del poder. No es que la finitud humana represente la verdad última de este asunto, como si los seres humanos fuesen intrínsecamente finitos. Desde nuestro punto de vista, los seres humanos son aque­ llo que hacen de sí mismos y resulta que una de las cosas que han querido ser es la divinidad, lo que Sartre llama un «ser en sí y para sí». Pero los panrelacionistas no podemos decir, con Sartre, que este intento representa una «pasión fútil». Para nosotros, los sistemas metafísi­ cos de Aristóteles o Spinoza, o la fanática búsqueda de Kant de aquello incondicional no son ejercicios de "pasión fútil" como tampoco lo son los sistemas antimetafísicos de William James, Nietzsche o el mismo Sartre. No existe ninguna verdad ineludible que los metafísicos o los pragmatistas estén procurando evitar o captar, pues cualquier candidato a la verdad puede ser eludido mediante la elección de una descripción adecuada, o res­ paldado mediante otra elección semejante. ¿Pero qué decir de la proposición de Sartre que aca­ bo de presentar como doctrina panrelacionista, a saber, que «los seres humanos son aquello que hacen de sí mis­ mos»? ¿Es verdadera esta proposición? Bueno, es verda­ dera en el mismo sentido en que son verdaderos los axio­ mas de la aritmética de Peano. Estos axiomas resumen las implicaciones del uso de un determinado vocabula­ rio, a saber, el vocabulario de los números. Imaginen por un momento, sin embargo, que no tenemos ningún inte­

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rés en emplear este vocabulario. Imaginen que estamos dispuestos a renunciar a las ventajas del cálculo y el con­ tar. Imaginen que, quizá por culpa de un miedo enfermi­ zo a la tecnología, desean con ansiedad hablar un len­ guaje en el que no se haga mención alguna al número 17. En ese caso, para ustedes esos axiomas no serían candidatos a la verdad, no tendrían ninguna relevancia para sus proyectos. Bien, pues eso mismo ocurre con la proposición de Sartre. Esa proposición resume una determinada concep­ ción sobre qué clase de proyectos sería mejor realizar. Ahora bien, si sus propios proyectos son de carácter reli­ gioso o metafísico, si necesitan profundamente sentirse seguros en los brazos eternos de un dios de poder y, por tanto, están dispuestos a renunciar a las ventajas del tipo de política igualitaria y arte romántico cuyas implicacio­ nes resume Sartre, entonces para ustedes la proposición de Sartre no constituirá un candidato aceptable a la verdad. Podrán decir que es falsa, si quieren; pero esa fal­ sedad no será ciertamente del mismo tipo que la falsedad de un candidato a la verdad que rechazamos tras some­ terlo a examen. Será, más bien, una cuestión de clara irrelevancia, una clara incapacidad para servir a sus pro­ pósitos. Poner una descripción sartriana ante un spinozista es como poner una mancha de bicicleta en manos de un minero, o como poner un metro en manos de un neurocirujano: por ser, no es ni candidata a ser útil.9 ¿Significa ello que no es posible una discusión argu­ mentada entre Sartre y Spinoza? ¿Es imposible la comu­ nicación entre Peano y los antitecnologistas? Aquí es muy importante que hablemos de «discusión argumentada» o bien de «comunicación». Puede darse comunicación y desacuerdo sin discusión argumentada. Eso es lo que, de hecho, ocurre con frecuencia: al percatamos de que somos incapaces de hallar premisas comunes; cuando no 9. La mejor explicación del contraste entre proposiciones candidatas y proposiciones no candidatas es la discusión de William James, en su famoso ensayo «The Will to Believe», sobre la diferencia entre opciones intelectuales «vivas» y opciones intelectuales «muertas».

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hay otro remedio que aceptar que tenemos opiniones dis­ tintas; cuando empezamos a hablar de «diferencias de gusto». La comunicación, en cambio, apenas requiere un acuerdo sobre qué herramientas emplear a fin de satisfa­ cer unas necesidades comunes que compartimos. La dis­ cusión argumentada requiere estar de acuerdo sobre qué necesidades tienen prioridad. El lenguaje y el sentido común que tanto el spinozista como el sartriano compar­ ten reflejan el hecho de que ambos necesitan comida, sexo, un tejado, libros y otras cosas, y que para conse­ guirlas se espabilan de un modo muy similar. Su incapa­ cidad por discutir provechosamente acerca de cuestiones filosóficas refleja el hecho de que ninguno de los dos con­ cede demasiada importancia a las necesidades particula­ res que han llevado al otro a filosofar. De forma similar, la incapacidad de dos pintores por llegar a un acuerdo sobre cómo pintar refleja el hecho de que ninguno de los dos concede demasiada importancia a la necesidades que han llevado al otro a ponerse delante de un caballete. Decir que esos desacuerdos son «meramente filosóficos» o «meramente artísticos» equivale a afirmar que cuando estas dos personas lleguen a un acuerdo para dejar a un lado la filosofía o la pintura, van a poder colaborar en proyectos comunes.10 Decir que, con todo, sus desacuer­ dos filosóficos o artísticos son profundos equivale a afir­ mar que ninguno de los dos juzga central para su vida los proyectos del otro. Tal vez parezca que esta forma de plantear el asunto omite el hecho de que, a veces, hay sartrianos que se 10. No deberíamos pensar que esta analogía es una teoría «estética» de la naturaleza de la filosofía, como tampoco debemos pensar que es una teoría «filosófica» de la naturaleza de la pintura. A los pragmatistas no nos sirven de mucho las distinciones entre lo cognitivo, lo moral y lo estético. Mi intención no es mostrar que la filosofía es menos «cognitiva» de lo que se había creído; tan sólo quiero indicar la diferencia entre aquellas situaciones en las que existe un acuerdo suficiente sobre los fines como para hacer posible una discusión prove­ chosa acerca de los medios alternativos para lograrlos y aquellas otras situacio­ nes en las que tal acuerdo está ausente. Con todo, esa diferencia no es demasia­ do clara. Hay un espectro continuo de posibilidades entre la devoción incuestionada a unos fines comunes y la incapacidad de comprender cómo puede ser que el interlocutor esté tan loco de no compartir nuestros fines.

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vuelven spinozistas, católicos que se convierten al ateís­ mo, esencialistas que se vuelven antiesencialistas, metafísicos que pasan a ser pragmatistas, y viceversa. Más en general, parece como si omitiese el hecho de que la gente cambia de proyectos de vida, que cambia precisamente aquellas partes de la imagen de sí misma a las que antes otorgaba más valor. La cuestión, sin embargo, es si esto ocurre nunca como resultado de una discusión argumen­ tada. Quizá ocurra así a veces, pero seguro que es la excepción. Normalmente, este tipo de conversiones sor­ prenden tanto a los amigos como a la misma persona convertida. Es típico que la frase «se ha convertido en una nueva persona; no lo reconocerías» signifique «ya no ve más el sentido, la relevancia o el interés de los argu­ mentos que antes exponía al defender lo contrario». El sentido común, sin embargo, al igual que la filoso­ fía griega, cree que estas conversiones deberían ocurrir mediante discusión. El sentido común espera que esas conversiones no sean como enamorarse repentinamente de alguien completamente distinto, sino más bien como llegar a reconocer la forma de la mente que uno tiene. El supuesto socrático de que las conversiones deseables son más una cuestión de autodescubrimiento que de autotransformación precisa de la doctrina platónica según la cual toda mente humana está configurada, en general, de la misma forma: la forma dada por el recuerdo de las Ideas. Entre filósofos posteriores esto termina por con­ vertirse en la creencia en la «razón», concebida bien como la facultad que penetra en las apariencias hasta lle­ gar a la verdad, o como un conjunto de verdades elemen­ tales que reposan en el fondo de cada uno de nosotros aguardando el momento en que la discusión las saque a relucir. En cualquiera de los dos casos, creer en la razón no es tan sólo creer que existe algo como la naturaleza humana, sino creer que esa naturaleza consiste en algo más que lo que tenemos en común con los animales y constituye algo propio. Este componente exclusivo de los seres humanos es el responsable de que seamos más conocedores que simples usuarios y que, de este modo,

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podamos ser convertidos por argumentación antes que vencidos por fuerzas irracionales. Los antiesencialistas, como es obvio, no creemos en esa facultad. Si los humanos no tienen una naturaleza intrínseca es porque no hay nada que tenga una natura­ leza intrínseca. Nos llena de alegría, sin embargo, tener que admitir que los seres humanos son únicos en un sen­ tido determinado: en el sentido en que se hallan realmen­ te en un conjunto de relaciones con respecto a los demás objetos único en su especie. O más exactamente, tenemos que admitir que los seres humanos normales, adultos, debidamente socializados y entrenados se hallan en un conjunto de relaciones único. Este grupo de seres huma­ nos está capacitado para usar el lenguaje y, por tanto, puede describir cosas. Por lo que sabemos, no existe nada semejante capaz de describir cosas. Los números, las fuerzas físicas, los unos pueden ser más grandes que los otros, pero no se describen entre sí como mayores o menores. Somos nosotros quienes los describimos así. Las plantas y los animales son capaces de interactuar, pero el éxito de estas interactuaciones no depende para nada de que los unos encuentren unas resdescripciones de los otros cada vez más provechosas. Nuestro éxito, en cambio, sí depende de ello. Darwin hizo que los esencialistas tuvieran dificulta­ des en creer que los antropoides superiores adquirieron de repente un componente extra añadido llamado «razón» o «inteligencia», en lugar de más bien la clase de astucia que ya manifestaron los antropoides inferiores. Por esta razón, desde Darwin, los filósofos esencialistas tienden a hablar cada vez menos de «mente» y más de «lenguaje». Las palabras «signo», «símbolo», «lenguaje» y «discurso» se han convertido en las palabras filosóficas de moda de este siglo, del mismo modo que en el siglo pasado lo fueron «razón», «ciencia» y «mente».11 Efecti­ vamente, el desarrollo de habilidades simbolizadoras es 11. Véase en De la grammatologie (París: Minuit, 1967), p. 15, la discusión de Derrida acerca de la necesidad de hablar sobre el lenguaje y de que esta pala­ bra no se convierta en otra palabra de moda más.

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susceptible de recibir una explicación en términos de una astucia cada vez mayor. Pero aun así los filósofos esencialistas han tendido a olvidar que su propia sustitución de «mente» por «lenguaje» tenía por objeto la reconcilia­ ción con Darwin y han continuado planteando sobre el lenguaje exactamente los mismos problemas que sus pre­ decesores planteaban sobre la mente.12 Como dije al principio de esta lección, estos proble­ mas surgen porque se concibe al lenguaje como un tercer elemento que se entromete entre el sujeto y el objeto for­ mando una barrera que impide al conocimiento humano ver cómo son las cosas en sí mismas. Sin embargo, si que­ remos mantener la fe en Darwin, en lugar de pensar que la palabra «lenguaje» denomina una cosa que posee una naturaleza intrínseca propia, deberíamos concebirla como un modo de abreviar las distintas clases de complicadas interacciones que sólo los antropoides superiores mantie­ nen con el resto del universo. Lo que distingue a esas in­ teracciones es el uso de ruidos y señales que sirven para facilitar las actividades del grupo, como herramientas que sirven para coordinar la actividad de sus miembros. Las nuevas relaciones en que se hallan estos antro­ poides con respecto al resto de los objetos vienen no sólo indicadas por el uso que uno hace del signo X para diri­ gir la atención del grupo hacia el objeto A, sino también por el uso de una serie de signos destinados a dirigir la atención hacia A y que corresponden a la serie de distin­ tos fines para los cuales A puede ser útil. De acuerdo con la jerga filosófica, uno podría decir que la conducta sólo se convierte propiamente en lingüística cuando los orga­ nismos empiezan a utilizar un metalenguaje semántico y adquieren la capacidad de emplear palabras en contextos intensionales.13 Dicho con mayor claridad, una conducta 12. He tratado de extenderme en este punto en las pp. 257-266 de Philo­ sophy and the Mirror of Nature (Princeton, NJ: Princeton University Press, 1979) {La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid: Cátedra, 1995). 13. Véase Donald Davidson, «Rational Animáis», en Actions and Events: Perspectives on the Philosophy of Donald Davidson, ed. Emest LePore (Oxford: Blackwell, 1985), pp. 473-480.

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sólo es propiamente lingüística cuando se pueden decir cosas como «también se llama "Y”, pero para tus propó­ sitos mejor que lo describas como un X», o «pese a que tienes todas la razones para decir que es un X, no es un X». Sólo entonces nos vemos en la necesidad de emplear nociones específicamente lingüísticas como «significa­ do», «verdad», «referencia» o «descripción». Sólo enton­ ces no es únicamente útil, sino casi indispensable, descri­ bir lo que hacen los antropoides como «querer decir A con X» o «creer falsamente que todos los A son B». Considerar el lenguaje de este modo, darvinianamen­ te; considerar que en lugar de brindamos representacio­ nes de los objetos, el lenguaje nos proporciona herra­ mientas para hacerles frente, así como distintos juegos de herramientas para satisfacer diferentes fines, hace que sea difícil ser un esencialista. Porque entonces cuesta tomarse realmente en serio la idea de que una descrip­ ción de A pueda ser más «objetiva» o estar «más cerca de la naturaleza intrínseca de A» que cualquier otra descrip­ ción. La relación entre las herramientas y lo que éstas manipulan es simplemente un asunto de utilidad para un fin determinado, no una cuestión de «correspondencia». Tan cerca de la naturaleza humana se halla una son­ da estomacal como un estetoscopio, y no menos cerca de la esencia de una aplicación eléctrica está un comproba­ dor de voltaje que un destornillador. A menos que crea­ mos, con Aristóteles, que una cosa es conocer y otra usar, y que existe un fin llamado «conocer la verdad» distinto del resto de los fines, no pensaremos que una de las des­ cripciones de A es «más precisa» que otra sans phrase. Porque con la precisión, al igual que con la utilidad, de lo que se trata es de ajustar la relación de un objeto a otros objetos, lo importante es poner un objeto en un contexto provechoso. No se trata en absoluto de entender correc­ tamente el objeto, en el sentido aristotélico de contem­ plar la cosa tal como es en sí misma, al margen de las relaciones que mantiene con las demás cosas. Del mismo modo que una descripción aristotélica del conocimiento humano no permite una comprensión dar-

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winiana de cómo éste crece, una descripción evolucionis­ ta del desarrollo de la capacidad lingüística priva al pen­ samiento esencialista de toda base sólida posible. Obser­ ven, empero, que si ahora yo intentara convencerles de que la única forma objetivamente correcta de concebir el lenguaje es la darwiniana —y, por extensión, la forma deweyana, pragmatista, de entender la verdad— estaría siendo incoherente con mi propio panrelacionismo. Lo único que estoy autorizado a afirmar es que ésa es una forma útil de entenderlo, útil para unos determinados fines en particular. Todo lo que puedo pretender haber hecho en esta lección es haberles ofrecido una redescrip­ ción de la relación existente entre los seres humanos y el resto del universo. Esta redescripción, como cualquier otra redescripción, tiene que ser juzgada en función de su utilidad para un fin determinado. Por consiguiente, parece apropiado terminar esta lec­ ción volviendo a la cuestión siguiente: ¿por qué motivo piensa el antiesencialista que su descripción del conoci­ miento, de la investigación y de la cultura humana es una mejor herramienta que la descripción esencialista, aristo­ télica? He insinuado mi respuesta más de una vez. Pero quizá sea conveniente que ahora la haga explícita. Los pragmatistas consideran que el antiesencialismo tiene dos ventajas. La primera es que su adopción hace impo­ sible formular la mayor parte de los problemas filosóficos tradicionales y aún más difícil provocar el tipo de guerras culturales en las que a los filósofos tanto agrada partici­ par. La segunda ventaja es que su adopción hace más fácil la adaptación a Darwin. Estoy de acuerdo con Dewey en que la función de la filosofía consiste en mediar entre las viejas formas de hablar, desarrolladas para cumplir con ciertas tareas de entonces, y las nuevas formas de hablar, desarrolladas en respuesta a las nuevas demandas. Como él dijo: Cuando se reconozca que bajo la apariencia de estar tratando con la realidad última, la filosofía ha estado ocupada con los preciados valores incrustados en las

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tradiciones sociales; cuando se reconozca que ha surgi, do de un choque entre fines sociales y de un conflicto entre instituciones heredadas y tendencias contemporá­ neas incompatibles, entonces se comprenderá que la tarea de la filosofía futura es aclarar las ideas de los hombres respecto a los conflictos morales y sociales de su tiempo.14 Ya casi nadie recuerda el conflicto social y moral que provocó la publicación del libro El origen del hombre de Darwin. Tengo la impresión, sin embargo, de que la filo­ sofía todavía no se ha dado cuenta de lo que dijo Darwin; todavía no ha afrontado su desafío. Tengo la impresión de que todavía queda mucho por hacer a fin de reconci­ liar los preciados valores incrustados en nuestras tradi­ ciones con lo que Darwin dijo acerca de nuestra relación con los animales. En mi opinión, los filósofos que han realizado la mayor aportación en esta tarea de reconcilia­ ción son Dewey y Davidson. Considerar su trabajo desde esta perspectiva nos brinda la oportunidad de establecer una comparación entre ellos y Hume y Kant. Éstos afrontaron la tarea de asimilar la Nueva Ciencia del siglo xvn al vocabulario moral que Europa había heredado de los estoicos y los cristianos. La solución de Hume consiste en equiparar, por un lado, la razón humana a la de los animales y, por otro, la moralidad humana a ese tipo de interés benevo­ lente que los animales muestran hacia los otros miem­ bros de su especie. Hume fue un protopragmatista, pues, en el sentido en que una vez realizado esto, se desvanece la distinción entre conocer y hacer frente a la realidad. Como es bien sabido, sin embargo, la mayor parte de lec­ tores —especialmente los alemanes— estimaron que el remedio de Hume era aún peor que la enfermedad. Según ellos, era preciso proteger el conocimiento huma­ no, y en especial las pretensiones de verdad universal y necesaria, del peligro humeano. 14. Dewey, John, Reconstruction in Philosophy, en The Middle Works, Carbondale: Southern Illinois University Press, 1982, vol. 12, p. 94.

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Kant ofreció una solución alternativa que Hegel estimó aún demasiado escéptica, derrotista, humeana y protopragmática. Pero la mayoría de filósofos, menos ambiciosos que Hegel, han accedido a adoptar alguna forma de solución kantiana. Kant salvó la pretensión de incondicionalidad, en su modalidad de universal y nece­ saria, trazando una distinción entre el esquema trascen­ dental creador-del-mundo-fenoménico y el contenido meramente fenoménico que rellena ese esquema. Immunizó nuestro vocabulario moral tradicional y, en particular la pretensión de estar bajo obligaciones morales incondicionales, parapetándolo tras un muro que separa lo moral y nouménico de lo fenoménico y empírico. Con la creación de tal sistema, Kant se ganó la más sincera gratitud de individuos, tales como el pro­ tagonista de la obra de Fichte El destino del hombre, que se hallaban aterrorizados por la idea de que su imagen de agentes morales no sobreviviría a la mecánica cor­ puscular. De este modo, Kant nos ayudó a aferramos a la idea de que existe algo incondicional y, por consiguiente, no relacional. Preservó las verdades universales y necesarias sintéticas a priori haciendo que el mundo de la mecánica corpuscular no fuera el mundo real. El mundo real es el mundo desde el que, a escondidas, por decirlo así, consti­ tuimos el mundo fenoménico, el mismo mundo en el que somos no empíricos, no pragmáticos, agentes morales. De esta suerte, Kant nos ayudó a aferramos a la idea de que entre nosotros y el resto de los animales existe una diferencia enorme. Para los animales —pobrecitos seres fenoménicos— todo es relativo y pragmático. Nosotros, en cambio, poseemos un lado trascendental y nouméni­ co, un lado no sujeto a la relacionalidad. Por consiguien­ te, podemos albergar la esperanza de conocer la verdad en un sentido no baconiano de «conocer», un sentido en el que conocer es muy distinto de usar. Podemos esperar hacer lo correcto, en un sentido de correcto irreductible a la búsqueda de placer o a la gratificación de los instintos de benevolencia.

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Con Darwin, sin embargo, cada vez se hizo más difícil ser kantiano. En cuanto empezaron a efectuar experimen­ tos con su propia imagen y a verse a sí mismos sencilla­ mente como unos «animales listos», como había dicho Nietzsche, el ferviente admirador de Darwin,15 las perso­ nas encontraron muy difícil pensar que poseían un lado nouménico o trascendental. Más adelante, cuando se jun­ taron la teoría evolucionista de Darwin y la idea —insi­ nuada primero por Herder y Humboldt, y discutida más tarde por Frege y Peirce— según la cual la característica propia del hombre es el lenguaje16 y no la mente o la con­ ciencia, la teoría evolucionista de Darwin hizo posible concebir toda la conducta humana —incluida esa especie de conducta «superior» que antes se interpretaba como la realización del deseo de conocer lo incondicionalmente verdadero y de hacer lo incondicionalmente correcto— en continuidad con la conducta animal. A diferencia del ori­ gen de la conciencia o del origen de esa facultad llamada «razón», capaz de llegar hasta la naturaleza intrínseca de las cosas, el origen del lenguaje es inteligible en términos naturalistas. En nuestras manos está la posibilidad de ofrecer lo que Locke llama «una explicación histórica y 15. En la lectura de este pasaje, Rorty matizó esta afirmación con el siguiente comentario: «Esto no es del todo cierto. Nietzsche siempre habla mal de Darwin. Aunque ello no impide que luego acepte sin ningún problema muchas de las cosas que Darwin afirma. Bueno, otro caso de la típica ingratitud nietzscheana.» (N. del T.) 16. Véase Manfred Frank, What is Neostructuralism, Minneapolis: Uni­ versity of Minnesota Press, 1984, p.217: «El giro filosófico consiste en el paso del paradigma filosófico de la conciencia al paradigma filosófico del signo.» El libro de Frank realiza una valiosa contribución al mostrar la continuidad entre la visión decimonónica de Herder y Humboldt sobre el lenguaje y la visión común a Derrida y Wittgenstein. En particular, la comparación que establece en la p. 129 entre la afirmación de Herder de que «nuestra razón se forma únicamen­ te por medio de ficciones» y la afirmación de Nietzsche, más famosa, según la cual el lenguaje es «un ejército ambulante de metáforas, metonimias y antropo­ morfismos» hace que nos percatemos de que el antiesencialismo es, como míni­ mo, tan antiguo como la idea de que no existe ningún lenguaje adámico y que los distintos lenguajes, el nuestro incluido, están al servicio de distintas necesi­ dades sociales. Leer a Frank hace que uno se plantee la pregunta de si la filoso­ fía occidental no habría podido ahorrarse un siglo de confusiones si Hegel hubiera seguido el ejemplo de Herder y, por tanto, hubiera aceptado hablar menos de Conocimiento Absoluto y más, en cambio, de necesidades sociales.

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clara» de cómo unos determinados animales lograron hablar. En contraste con ello, no podemos ofrecer ningu­ na explicación histórica y clara de cómo esos animales dejaron de hacer frente a la realidad y empezaron a repre­ sentarla; mucho menos de cómo dejaron de ser unos seres meramente fenoménicos y empezaron a constituir el mundo fenoménico. Claro que también podemos amparamos en Kant e insistir en que la explicación de Darwin, como la de Newton, no es más que otro relato sobre fenómenos, y que los relatos trascendentales tienen precedencia sobre los rela­ tos empíricos. Sospecho, sin embargo, y guardo la espe­ ranza de que estos ciento y tantos años de ir absorbiendo y mejorando el relato empírico de Darwin habrán logra­ do que no podamos tomamos en serio ningún otro relato trascendental. En el transcurso de estos años hemos ido sustituyendo, paulatinamente, el intento de concebimos desde fuera del tiempo y la historia por la voluntad de construimos un futuro mejor, una sociedad democrática, utópica. El panrelacionismo es una expresión de este cambio. Estar dispuesto a pensar que la filosofía, más que ayudar a conocemos, ayuda a cambiamos, es otra.

S exta

lección

CONTRA LA PROFUNDIDAD Es típico que los panrelacionistas sean caracterizados por sus oponentes como aquellos filósofos que defienden la tesis de que muchas de las cosas que según el sentido común se encuentran o se descubren, en realidad, se hacen o se inventan. Así, cuando nuestros adversarios platónicos o kantianos se hartan de llamamos «relativis­ tas» pasan a llamarnos «subjetivistas» o «constructivistas sociales». Según ellos, pretendemos haber descubierto que aquello que se suponía exterior, en realidad es inte­ rior a nosotros. Piensan que decimos que aquello que antes se creía objetivo ha resultado ser simplemente sub­ jetivo y que, de algún modo, las cosas empiezan a existir gracias al lenguaje. Pero nosotros los panrelacionistas no podemos acep­ tar esta forma de plantear el asunto. Si lo hiciéramos, nos meteríamos en graves dificultades. Si no ponemos en duda la distinción entre hacer y encontrar, damos pie a que nuestros adversarios nos formulen una peligrosa pre­ gunta: ¿lo habéis descubierto, el sorprendente hecho de que aquello que se creía objetivo en realidad es subjetivo, o bien os lo habéis inventado? Si pretendemos haberlo descubierto, si mantenemos que es un hecho objetivo que la verdad sea subjetiva, entonces corremos el peligro de contradecimos. Si, por otro lado, afirmamos habérnoslo inventado, entonces parecerá que se trata de un mero capricho. Y, entonces, ¿por qué debería nadie tomarse en serio nuestra invención?

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Es importante que los panrelacionistas vayamos con cuidado en no utilizar jamás la distinción entre encon­ trar y hacer, entre descubrimiento e invención, excepto en algún contexto causal concreto. Por ejemplo, los pan­ relacionistas podemos aceptar perfectamente que las cuentas bancarias, a diferencia de las jirafas, son obra de los seres humanos. En este sentido, las cuentas banca­ rias son construcciones sociales y las jirafas, en cambio, no. Podemos admitir esto porque en este caso particular «¿encontrado o hecho?» es una cuestión empírica senci­ lla acerca de las relaciones causales entre los seres humanos y otras cosas. Lo que no podemos preguntar, sin embargo, es si la jirafatez se encuentra «en el mun­ do» o, por el contrario, es algo que nosotros imponemos al mundo. Tenemos que ser fieles hasta el fin al rechazo de Quine de la distinción entre cuestiones de hecho y cuestiones lingüísticas y al rechazo de Davidson de la distinción entre esquema y contenido. Ello significa abandonar la distinción entre «interior a nosotros» y «exterior a nosotros». Pero, además, también significa insistir en que no hay fórmula alguna mediante la cual el lenguaje pueda desha­ cerse del mundo, o al revés. Ello se debe a que la concep­ ción panrelacionista de las cosas es, por así decirlo, bidimensional. Ninguna relación entre cosas es más elevada o más profunda que cualquier otra relación, incluidas las descripciones lingüísticas del mundo. No existe dimen­ sión alguna por encima o por debajo del lenguaje. Al no poder utilizar la noción de propiedades intrínsecas escon­ didas debajo de propiedades meramente relaciónales, los panrelacionistas sospechamos de todas las metáforas que hablen de profundidad. De igual modo, tampoco podemos conservar ninguna metáfora sobre cosas aisladas, más puras, más elevadas, cosas que pierden su pureza al aumentar sus relaciones con otras cosas cuando son ejem­ plificadas o descienden a otros reinos del ser. Es preciso renunciar a cualquier metáfora de verticalidad. Los panrelacionistas viven en un oscuro plano bidimensional donde no hay certezas, ni paz, ni una consola­

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dora distinción entre un ordo essendi fijo y un ordo cognoscendi histórico y transitorio. La concepción panrelacionista hace caber estos dos órdenes en uno solo y niega que podamos interponemos entre el lenguaje y su objeto. La cuestión de si este plano será siempre tan oscuro y alterado como ahora por culpa de alarmas confusas no es un problema filosófico sino empírico. No es un problema sobre la condición humana —un tema sobre el que los panrelacionistas no tienen nada que decir—, sino un pro­ blema empírico sobre qué nos depara el futuro. Puede que un día, en el camino hacia ella, cese de oscurecerse la espléndida perspectiva democrática que Whitman entre­ vio; o quizá no. La desconfianza panrelacionista por las metáforas verticales tiene su origen en la comprensión del hecho de que no realizamos dos actividades: primero, hallar una propiedad ejemplificada y luego producir un predicado para referirse a esa propiedad. Tampoco sucede que nos inventemos primero un predicado y luego nos pregunte­ mos si hace referencia a una propiedad o no. Decir que no podemos interponemos entre el lenguaje y su objeto equivale a decir que no podemos diferenciar entre hablar de una propiedad y utilizar un predicado. Esto significa que las propiedades no pueden existir en ningún lugar excepto, por decirlo así, en el mismo nivel de existencia que los predicados. No pueden haber propiedades pro­ fundas o cuestiones profundas. Sólo pueden haber predi­ cados cuyo uso sea difícil de enseñar y cuestiones cuyo objetivo sea difícil de percibir. Una forma de producir el efecto de una tercera dimensión es exagerar la distinción entre usos difíciles y fáciles de predicados. Cuesta mucho trabajo hallar un uso para según qué predicados, por ejemplo, «transustanciado», «proustiano», «rígidamente designado». Para según qué otros el uso se transmite de un modo natural y sin dificultades: por ejemplo «duro», «blando», «cadera», «cuadrado». Costó mucho trabajo encarrilar el juego de lenguaje que jugamos con «transustanciado»; no costa­ ron tanto, en cambio, los que se juegan con «blando» y

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«cuadrado». Pero la dificultad de instituir y comunicar una práctica no es indicativa de nada que no sea ella mis­ ma; no es ninguna señal de que la nueva práctica nos conducirá a un plano de existencia que no habíamos ocu­ pado anteriormente. En particular, no confirma la supo­ sición compartida por Locke, Quine y Kripke de que la ciencia física ahonda más en la realidad que el lenguaje corriente. Otra de las formas que utilizan los esencialistas para producir el efecto de profundidad es sacar partido del desafortunado sugerimiento de Sócrates de que incluso términos familiares y pertenecientes al sentido común, tales como «justo» y «piedoso», precisan de análisis y definición, que por debajo del uso de esos términos se esconde algo que si saliera a la luz podría ayudamos a corregir su uso. Sócrates no sugirió nada parecido para «duro» y «blando», como tampoco lo hizo para los térmi­ nos griegos equivalentes de «cadera» y «cuadrado». Se limitó a hablar sobre términos de importancia sociopolítica y consiguió convencer a Platón de que la filosofía sólo podría ser relevante en este sentido en el caso de que existiera algo profundo por descubrir, algo semejante a la naturaleza intrínseca de la justicia. Algunos filósofos, como Habermas, todavía invocan la memoria de Sócrates al defender que, a menos que los filósofos tengan algo profundo por descubrir —algo semejante a las condicio­ nes trascendentales de la comunicación—, la crítica social quedará reducida a una mera «expresión irracional de preferencia». La idea nietzscheana de que Sócrates es el «vértice y el punto de inflexión de la civilización occidental» da en el blanco. Pues Sócrates, o como mínimo el Sócrates que nos presenta Platón, anunció que el conocimiento de algo profundo y poco familiar nos liberaría del oscuro mundo de la contingencia histórica. «“La virtud es conocimiento; todos los pecados se producen por ignorancia; sólo es feliz el virtuoso", estas tres formulaciones del optimismo —dijo Nietzsche— representan la muerte de la tragedia.» Conforme al punto de vista que defiendo en estas leccio­

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nes, el problema de estas formulaciones no es que liqui­ daran la tragedia de entre los griegos, sino que descarria­ ran el optimismo de los modernos. Lograron que éstos se desviaran de su propio interés —la política utópica— y se centraran en la posibilidad de rehuir la política aban­ donando la práctica por la teoría. Un nietzscheano contemporáneo, Bemard Williams, está de acuerdo en que el socratismo representó un pun­ to de inflexión y que la concepción que poseemos de nosotros mismos sufrió un cambio radical cuando Platón y Aristóteles sustituyeron el imprevisible destino y los caprichosos dioses por algo más estable y cognoscible. En Shame and Necessity, Williams sostiene que lo que distingue a Platón y Aristóteles de Sófocles y Tucídides es la creencia de los primeros en que «más allá de ciertas cosas que tienen la forma que los mismos seres humanos les han dado, hay [algo] intrínsecamente modelado con­ forme a los intereses humanos y, en particular, conforme a los intereses éticos de los seres humanos».1 Platón observó que en la práctica social humana no hay nada lo suficientemente seguro y estable; por eso creó unos nue­ vos objetos de conocimiento que pretendían ser relevan­ tes para esas prácticas y al tiempo trascenderlas, de tal suerte que uno sólo podía tener conocimiento de ellos mediante procedimientos que no dependiesen de tales prácticas. Tales objetos sólo podían hallarse en las alturas o en las profundidades. Tras Platón y Aristóteles, el uni­ verso se volvió tridimensional y el conocimiento teorético quedó identificado con el acceso a esa dimensión tridi­ mensional. Fue entonces, precisamente, cuando se fraguó la creencia de que lo mejor que caracteriza al hombre es la capacidad de acceder a esa dimensión. •k -k -k

Las metáforas de profundidad tienden a fluctuar imprevisiblemente, ahora la una, ahora la otra, entre la 1. Williams, B., Shame and Necessity, Berkeley: University of California Press, 1993, p. 163.

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profundidad y la altura. Actualmente, en filosofía analíti­ ca, la altura no está de moda, pero la profundidad sí. El empuje inicial de la filosofía analítica evitó tanto la altu­ ra como la profundidad aparentando un tono práctico y enérgico, el tono de alguien dispuesto a desechar tonte­ rías y a enderezar el asunto. Pero cuando la reacción con­ tra el verificacionismo ganó en intensidad la profundidad volvió a los escenarios. Lo hizo en forma de resistencia contra la idea de que podemos fundir los ordines cognoscendi et essendi en uno solo. Escritores como Nagel, Kripke, Cavell y Stroud —y ahora, ¡ay!, incluso Putnam— están ayudando a que el término «problema profundo» vuelva a ser respetable. La razón de que el panrelacionismo no dé cabida a la noción de ordo essendi debe hallarse en su rechazo a la noción de una naturaleza intrínseca de las cosas distinta de la descripción que se hace de ellas. Los pragmatistas clásicos emprendieron el buen camino panrelacionista al sostener que los problemas tradicionales de la filosofía son verbales, en el sentido de que pueden ser resueltos por redescripción empleando otras herramientas lingüís­ ticas. El verificacionismo positivista lógico del primer estadio de la filosofía analítica también iba por buen camino. El verificacionismo supuso un primer intento de reemplazar significado por uso, de sustituir el intento de mirar debajo de nuestras prácticas por una descrip­ ción de tales prácticas. El positivismo lógico y, más generalmente, la filosofía analítica anterior a Quine no se equivocó por ser verificacionista, sino por ser analítica: al creer que existía algo como «el análisis correcto» de un concepto. «Análisis correcto» es una de las nociones sucesoras de la desafortu­ nada noción socrática de «definición correcta». Los filóso­ fos que se alegraban de negar que existiese algo como la correcta descripción de un objeto espacio-temporal queda­ ron fascinados por la idea de que sí existe el análisis correc­ to de un concepto. Creyeron que los conceptos son lo bas­ tante distintos de esos objetos como para que sea posible la actividad no empírica llamada «análisis conceptual».

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Su práctica incorporaba una concepción esencialista y no pragmática de los conceptos; una concepción que sugiere, al igual que Sócrates, que el uso que efectuamos de un término no es autocorrectivo sino que representa el intento de vivir de acuerdo con una regla eterna ya fijada. Quine nos ayudó a echar abajo la distinción análisis-descripción; el segundo Wittgenstein nos ayudó a compren­ der que, como mínimo, existen tantos análisis de un con­ cepto como usos de la palabra correspondiente y que, en relación a éstos, no existe ningún criterio neutral de corrección de análisis. La llamada «paradoja del análisis» —el argumento según el cual, en cuanto un análisis pro­ duce un resultado sorprendente se condena a sí mismo a ser incorrecto— nunca fue resuelta. Se extinguió junto con la práctica de realizar análisis, y ello, en gran parte, como consecuencia de «Dos dogmas del empirismo» y de las Investigaciones filosóficas . La práctica de realizar análisis satisfacía la necesidad de profundizar de muchos de los primeros filósofos ana­ líticos. Russell, que abandonó la lógica al dejar de creer que ésta pudiera ofrecer la única llave verdadera a los secretos del universo, escribió una reseña áspera y desde­ ñosa sobre las Investigaciones filosóficas. En ella, acusaba a Wittgenstein de haber perdido el sentido de la necesi­ dad e importancia del trabajo filosófico. Por aquel enton­ ces, en medio de la primera eclosión de entusiasmo wittgensteiniano, se creyó que Russell afirmaba eso porque era un mal perdedor. Pero pocas décadas después de la publicación de las Investigaciones , los filósofos ya comen­ zaron a preguntarse si Russell no tendría en el fondo razón. Porque empezaron a comprender que si Wittgens­ tein estaba en lo cierto, entonces la imagen del filósofo tenía que cambiar de un modo profundamente descon­ certante. En particular, si Wittgenstein iba por buen camino, la distinción entre filosofía y crítica cultural —entre, por ejemplo, las Philosophische Untersuchungen y las Vermischte Bemerkungen — perdería importancia. Dewey habría simpatizado con los intentos de borrar esta distin­

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ción. Pero el sentido de profesionalismo que Camap y Quine inculcaron en sus alumnos provocó que éstos no pudieran tolerar el pensamiento de que acaso estaban haciendo lo mismo que los profesores de literatura. Como resultado de la resistencia de los filósofos analíti­ cos a seguir los ejemplos de Wittgenstein y Dewey, como ha escrito Putnam, «la filosofía analítica se ha convertido recientemente en el movimiento más pro-metafísico de la escena filosófica mundial».2 Entre los filósofos analíticos contemporáneos, Thomas Nagel sobresale como el filósofo que defiende con más fuerza la verticalidad y critica con más ferocidad al último Wittgenstein. Nagel resume así el último traba­ jo de Wittgenstein: «decir que alguien está empleando correctamente o incorrectamente un concepto tiene sen­ tido solamente con el trasfondo de la posibilidad de un acuerdo o desacuerdo identificable en juicios que em­ plean ese concepto». Para Nagel esta concepción es desastrosa, porque aceptarla significa limitar «aquello que hay o es verdadero» a lo que «podríamos descubrir, concebir o describir dentro de una cierta extensión del lenguaje humano».3 Nagel cree que «por pequeñas que sean las posibili­ dades de éxito, es preciso combinar el reconocimiento de nuestra contingencia, de nuestra finitud y de nuestro for­ mar parte del mundo con una ambición de trascenden­ cia».4 Renunciar a tal ambición y ceder a lo que Nagel lla­ ma «teorías metafilosóficas deflacionistas, como el positi­ vismo o el pragmatismo» equivale a emprender «una rebelión contra el impulso filosófico mismo».5 Al contra­ rio que Nietsche, Heidegger y Dewey, que conciben este anhelo de verticalidad como un desarrollo histórico datable, Nagel considera que las fuentes de la filosofía, este 2. Putnam, H., Renewing Philosophy, Cambridge, Mass.: Harvard Univer­ sity Press, 1992, p. 187 (Cómo renovar la filosofía, Madrid: Cátedra, 1994). 3. Nagel, T., The View from Nowhere, Nueva York y Oxford: Oxford Uni­ versity Press, 1986, pp. 105-106 ( Una visión de ningún lugar, México: FCE, 1996). 4. Ibíd., p. 9. 5. Ibíd., pp. 11-12.

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impulso incluido, son «preverbales y con frecuencia preculturales». Para Nagel, la filosofía es vertical o no es. En una lección anterior hice mención de la concep­ ción que posee Dewey de la filosofía como aquella tarea que tiene por objeto reconciliar las innovaciones lingüís­ ticas más viejas y frecuentemente datables con aquellas otras más recientes; por ejemplo, reconciliar las descrip­ ciones de Aristóteles sobre el conocimiento con las des­ cripciones de Newton sobre el objeto del conocimiento; o las descripciones cristianas sobre la fraternidad humana con la explicación darwiniana sobre el origen del hom­ bre. Para Dewey, deberíamos reemplazar la ambición filosófica de trascender por la esperanza política de reconciliar. Conforme a la concepción deweyana, un filósofo es como un mecánico: es alguien que moderniza unas viejas herramientas para adaptarlas a los nuevos usos. La con­ cepción de la filosofía de Nagel es más dramática: consi­ dera que es filosóficamente fundamental «tratar de subir por encima y salir de nuestras propias mentes». «La filo­ sofía —dice— es la infancia del intelecto y una cultura que quisiera pasar sin ella no crecería jamás.» En opinión de Dewey, en cambio, el intelecto no existe: tan sólo hay culturas y problemas. Según él, las metáforas de vertica­ lidad platonicoaristotélicas fueron útiles en los primeros estadios de la cultura europea, pero resultaron pernicio­ sas en los últimos. Dewey tiene un relato por contar sobre el proceso de maduración del pensamiento euro­ peo, pero no tiene ninguno que trate sobre la condición humana o la naturaleza del intelecto. Nagel saca a relucir la conexión entre su aversión al verificacionismo y la necesidad que siente de salir de su propia mente al decir: Sólo un verificacionista dogmático podría negar la posibilidad de formación de unos conceptos objetivos que alcanzan más allá de nuestra capacidad actual de aplicar­ los. El objetivo de llegar a una concepción del mundo cuyo centro no seamos nosotros precisa de la formación de tales conceptos. En la realización de este objetivo reci-

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bimos el soporte de una especie de optimismo intelectual: la creencia según la cual poseemos una capacidad ilimi­ tada de comprender lo que todavía no hemos concebido, capacidad que entra en funcionamiento en cuanto nos alejamos de la comprensión presente e intentamos alcan­ zar una concepción de orden superior que explique esta primera versión como una parte del mundo. Pero tam­ bién debemos admitir que, por más lejos que lleguemos, es probable que el mundo esté siempre más allá de nues­ tra capacidad de comprensión. Este reconocimiento, más potente que el simple rechazo del verificacionismo, sólo puede ser expresado mediante unos conceptos generales, cuya extensión no está limitada a lo que en principio podríamos saber.6

El paradigma de Nagel sobre cómo se emplea una concepción de orden superior para explicar una concep­ ción de orden inferior como parte del mundo es el uso que hace Locke de la física corpuscular para explicar nuestro uso del vocabulario de los colores. El optimismo intelec­ tual consiste en la esperanza de que cada vez dispondre­ mos de más explicaciones «objetivas» sobre cómo nos comportamos y hablamos. En contraste con ello, los deweyanos conciben lo que Locke y la óptica psicológica realizaron no como una progresión vertical desde órdenes inferiores a órdenes superiores, o como una progresión desde una perspectiva interior a una perspectiva exterior, sino como la elaboración de una herramienta nueva que tiene por finalidad mejorar la situación humana. Eso mis­ mo piensan frente a la tesis de Nagel de que deberíamos pasar del optimismo intelectual a la humildad, a la com­ prensión del hecho de que ninguna concepción de orden superior imaginable agotará el mundo, concibiéndola como el bosquejo de un juego de lenguaje nuevo que los hombres pueden hallar útil jugar. Aunque, claro, Nagel continuará pensando que ese modo de entender su suge­ rencia no es sino otra forma más de situar a los seres humanos en el centro, otra versión más del impulso deflacionista que condujo al verificacionismo. 6. Ibíd., p. 24.

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En mi opinión, lo más interesante del enfrentamiento entre Nagel, por un lado, y Dewey y Wittgenstein, por el otro, es que no se resuelve en virtud de un argumento o de la producción de nueva evidencia. Constituye un ejem­ plo magnífico de la habilidad de los filósofos por cons­ truirse una cáscara entorno a sí mismos mediante redes­ cripciones comprehensivas de lo que ellos y sus rivales realizan; redescripciones lo suficientemente comprehen­ sivas como para moldear prácticas lingüísticas que se nutren a sí mismas, prácticas capaces de ofrecer una redescripción de cualquier cosa, pero incapaces de ofre­ cer una respuesta a nada. El amplio y vivo interés que ha despertado la obra de Nagel, creo, se debe a que nadie como él ha sabido apre­ ciar con tanto acierto las aplicaciones radicalmente prag­ matistas y panrelacionistas del pensamiento del último Wittgenstein. Nagel, al contrario que otros filósofos «rea­ listas» menos sutiles, como John Searle, se da cuenta de que la cuestión entre él y sus rivales no se resolverá mediante la argumentación y que esos rivales discrepan de él no porque sean estúpidos, que es lo que cree Searle, sino porque juegan un juego de lenguaje distinto que Nagel no está dispuesto a jugar. Uno de los pocos puntos en los que Nagel y yo coincidimos es en sostener que cada cual puede redescribir lo que el otro dice de forma tal que no sea posible ninguna réplica argumentativa. Todo lo más que podemos esperar es una experiencia de conversión, la superación de lo que actualmente repre­ senta una imposibilidad psicológica. Consideren la siguiente observación de Nagel: Si Wittgenstein está en lo cierto, entonces mi preten­ sión de poseer una idea significativa acerca de lo que está completamente fuera del alcance de nuestras mentes será insostenible. Pero no me queda otra alternativa, pues me resulta enteramente imposible —psicológicamente impo­ sible— aceptar la concepción de Wittgenstein.7 7. Ibíd., p. 107.

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Lo mejor que puede hacer Nagel a fin de aclarar qué significa estar psicológicamente incapacitado para acep­ tar la concepción de Wittgenstein es ofrecer un bosquejo de esa concepción platónica que no puede evitar creer. Primero parafrasea las observaciones de Wittgenstein sobre el seguir una regla: «nada en mi mente determina la infinita aplicación de ninguno de mis conceptos. Sim­ plemente los aplico, sin vacilar, de un modo determina­ do». A lo que añade: A mi parecer, aceptar esto como final de la historia equivale a reconocer que cualquier pensamiento es una ilusión. Si nuestros pensamientos no tienen un alcance infinito en un sentido mucho más potente que el descrito, entonces ni siquiera el más mundano de nuestros pensa­ mientos es lo que pretende ser. Es como si un platonismo natural intentara hacer que cualquier otra forma de con­ cebir el mundo parezca falsa. En resumen, el ataque wittgensteiniano a los pensamientos trascendentes depende de una posición tan radical que socava incluso las más débiles pretensiones de trascendencia del menos filosófi­ co de los pensamientos. No puedo imaginarme qué que­ rría decir creer en esa postura, en oposición a suscribirla verbalmente.8

No obstante, Nagel podría estar de acuerdo en que gente como Wittgenstein, Dewey o yo no sólo podemos creer en ella, sino que además no podemos honestamen­ te imaginamos cómo es posible que él crea que el menos filosófico de los pensamientos tiene ya pretensiones de trascendencia. Cuando Nagel afirma que la concepción que defien­ den los pragmatistas como yo «es una prueba de falta de humildad... un intento de achicar el universo», lo que hace es proporcionarnos nueva evidencia para la analo­ gía que establezco entre perder el sentido de Pecado y renunciar a la teoría de la verdad como correspondencia. Aunque, por otro lado, también es verdad que mi analo­ 8. Ibíd., p. 107.

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gía le sirve para afianzarse en su concepción de que los pragmatistas son incapaces de percibir en la cultura pasada la naturaleza invariable del intelecto humano, la diferencia entre un proceso histórico y datable como la secularización de Europa y un conjunto de intuiciones definitorias de la existencia humana. *

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Espero que con ello se vea por qué considero que Nagel es la cabeza más clara y el oponente más consis­ tente del pragmatismo, del panrelacionismo y de cual­ quier otra corriente de la escena filosófica contemporá­ nea que yo juzgo interesante. Ahora querría reforzar la tesis que formulé anteriormente, conforme a la cual Nagel nos ha mostrado los límites del argumento filosófi­ co, mediante la revisión de un par de controversias repre­ sentativas de la filosofía contemporánea, controversias en las que hallamos una y otra vez argumentos que no con­ vencen ni admiten refutación por parte de los filósofos del otro bando. Es previsible que en ambas controversias Nagel y yo nos hallemos en bandos opuestos. Los dos ejemplos que ofreceré son a) la controversia en tomo a la tesis de Daniel Dennett de que los qualia, o «sensaciones puras»,9 no existen; y b) la controversia entre Barry Stroud y Michael Williams sobre si el escep­ ticismo respecto a la existencia del mundo externo es natural o artificial; sobre si este escepticismo es producto de unas intuiciones transculturales ineludibles o bien es producto de un juego de lenguaje cartesiano, datable y prescindible. Intentaré demostrar que cada una de estas controversias es susceptible de ser provechosamente con­ cebida como una controversia entre panrelacionistas y esencialistas, así como que es altamente improbable que exista argumento o prueba alguna que pueda conducir a su resolución. Cada una de estas controversias pertenece a esa clase de controversias en las que para que pueda 9. «Sensaciones puras» es la traducción que aquí proponemos para raw feels. (N. del T.)

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darse un cambio de bando es preciso que acontezca una experiencia de conversión kuhniana. 1. ~Losqua.Ha Existe una clara relación entre el panrelacionismo y una concepción que Nagel encuentra increíble: la tesis de Daniel Dennett de que uno no debe preocuparse por qué aspecto tiene el ser aquello o lo otro, porque los quália no existen. Los argumentos de Dennett contra los qualia son verificacionistas, en el sentido de que sólo está dispuesto a reconocer que deberíamos atribuir sensaciones puras a algo cuando hacerlo pueda ser relevante para la explica­ ción causal de la conducta de la cosa. Si los hombres morenos se enteraran alguna vez de que resulta que las mujeres pelirrojas no tienen qualia y que, por muy encan­ tadoras que parezcan, en realidad son zombies, entonces (arguye Dennett, muy de acuerdo con el espíritu de William James) la cuestión de la presencia de sensaciones puras no parecería ser demasiado relevante. Según Den­ nett eso es de sentido común, y según Nagel ello es pro­ pio de un verificacionismo dogmático. Conforme a mi jerga, Dennett es un panrelacionista porque es un prag­ matista.10 Es probable que el argumento más efectivo a favor de los qualia sea el relato de Frank Jackson sobre Mary la Científica del Color: la historia de una mujer ciega de nacimiento que adquiere toda la información «física» imaginable sobre la percepción del color y que, gracias a ello, recupera la visión. Jackson está convencido de que en cuanto recupera la visión, Mary aprendre algo que antes no sabía, a saber, qué aspecto tiene el azul, el rojo, etcétera. Dennett replica a Jackson poniendo en boca de Mary las siguientes palabras (en el artículo de Dennett, 10. Dennet no cree ser tan pragmatista como yo aseguro que es. Véase mi artículo «Holism, Intentionality, and the Ambition of Trascendence» en Dennett and his Critics: Demystifying Mind, ed. Bo Dahlbom (Oxfod: Blackwell, 1993), pp. 184-202, así como su respuesta en el mismo volumen.

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cuando Mary recupera la visión y ve que le han puesto delante un plátano azul, dice enfurecida «¡venga, no seáis bobos, los plátanos no son azules!»): Debes recordar que sé todo, absolutamente todo, lo que tú podrías llegar a saber nunca sobre las causas físi­ cas y los efectos de la visión del color... Ya había descrito, con toda suerte de detalles, qué impresión física produci­ ría en mi sistema nervioso un objeto amarillo o azul. Por consiguiente, conocía perfectamente qué pensamientos tendría [incluido el pensamiento «eso que me han puesto delante es un objeto azul»]. Así pues, la experiencia del azul no me sorprendió en lo más mínimo... Comprendo, no obstante, que te sea muy difícil imaginar que sea posi­ ble que yo sepa tanto sobre mis disposiciones reactivas que ello no me sorprenda en absoluto. [De todas formas] a todos nos cuesta imaginar las consecuencias de que haya alguien que lo sepa todo en absoluto acerca de la realidad física de las cosas.11

Cualquiera que dé clases de filosofía de la mente les podrá confirmar que al presentar ante sus estudiantes las respectivas historias de Jackson y Dennett sobre Mary, la clase suele dividirse —bastante uniformemente— entre aquellos que estiman la respuesta de Dennett como la más convincente y aquellos que no lo consideran así. Como dice Dennett, lo que Jackson y él hacen es poner en funcionamiento bombas de intuición distintas (¡intuition pumps). La bomba de Jackson atrae a la super­ ficie todas las intuiciones esencialistas que nos indican qué es la experiencia del azul en sí misma, algo comple­ tamente distinto de la disposición a decir «eso es azul». La de Dennett atrae a la superficie todas las intuiciones que podrían hacemos inclinar por el verificacionismo y el panrelacionismo: aquellas que sugieren que conocer todas las causas y efectos de un suceso es saber todo lo que hay que saber de él; que conocer todas las conexiones inferenciales entre una oración y el resto de oraciones es 11. Dennett, D., Consciousness Explained, Boston: Little Brown and Company, 1991, cap.2, sec. 5 (La conciencia explicada, Barcelona: Paidós, 1995).

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saber todo lo que cabe saber sobre la referencia de las expresiones referidoras de la primera oración. Un ejem­ plo de las intuiciones que nos llevan en esta dirección es la afirmación de Dennett de que «si la vida de una criatu­ ra dependiera de meter en el mismo saco la luna, el que­ so azul y las bicicletas, estad seguros de que la Madre Naturaleza encontraría la forma de que la gente “viese esas cosas intuitivamente como la misma cosa"». Conforme al punto de vista compartido por Jackson y Nagel, mientras que la primera bomba saca a la super­ ficie intuiciones auténticas, la otra sólo hace emerger fantasías filosóficas. Conforme al punto de vista panrela­ cionista ambas bombas succionan lo mismo; o sea, dis­ posiciones de respuesta lingüística. Los panrelacionistas estiman que aquello que sus adversarios llaman «intui­ ción» no es más que una respuesta lingüística hecha ins­ tantáneamente y sin reflexionar. Por eso opinan que las controversias filosóficas surgen cuando una misma per­ sona puede jugar dos juegos de lenguaje tales que de su familiaridad con ellos —es típico que uno de ellos sea nuevo y el otro viejo— resultan dos respuestas irreflexi­ vas que colisionan entre sí. Las antinomias entorno de las cuales giran las discusiones filosóficas no son tensio­ nes que se hayan formado en el interior de la mente humana, sino simplemente reflejo de la momentánea incapacidad para elegir entre una vieja y una nueva herramienta. La incapacidad para hallar un argumento que equivalga a algo más que a un simple manejar una u otra bomba de intuición es consecuencia del hecho de que cualquiera de las dos herramientas serviría igual de bien nuestros propósitos. Para reforzar lo que digo, permítanme mencionar un nuevo argumento a favor de los qualia, en este caso el argumento que presenta Peter Bieri. El artículo de Bieri, «Why is Consciousness Puzzling?» apareció en el volu­ men de trabajos llamado Conscious Experience que editó Thomas Metzinger. La mayoría de artículos de ese volu­ men sufren esquizofrenia: primero parten de la intuición de Nagel-Jackson-Searle-McGuinn de que las sensaciones

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puras se nos aparecen en su total ipseidad y no pueden ser descritas. Pero a continuación, presos de un arrebato de optimismo científico, proceden a explorar la posibili­ dad de expresar lo inefable mediante la elaboración de una «ciencia unificada de la conciencia». En la introduc­ ción de Metzinger encontramos fervorosas expresiones de fe nageliana mezcladas con la seguridad de que la futura investigación en neurociencia resolverá lo que él llama «el problema de los qualia». «Muchos investigado­ res en neurociencia —dice Metzinger— se apresuran aho­ ra a reconocer que [éste] constituye un problema verda­ deramente profundo.»12 Obviamente, si este problema profundo fuera resuelto por medios neurocientíficos, entonces Mary la neurocientífica tendría aún mejores razones para no quedar sorprendida al recuperar la visión. Tener éxito en la resolución de este problema ayu­ daría a eliminar las intuiciones que fueron invocadas para su planteamiento. En una sección de su artículo llamada «Can the question be dropped?», Bieri examina el sugerimiento, hecho al estilo de Dennett, según el cual «un fenómeno, un esta­ do de cosas, sólo es enigmático con el trasfondo de cier­ tas expectativas sobre explicación y comprensión; expec­ tativas que, como cualquier otra expectativa, pueden estar justificadas o no». Y luego, prosiguiendo en la mis­ ma vena pragmatista, se pregunta «¿no podríamos con­ tentamos con lo que ya tenemos: covariabilidad, correla­ ción de informes y estados neurales?». «La respuesta —afirma Bieri con rotundidad— es "no"». A menos que podamos ir más allá de la covariabi­ lidad hasta «una comprensión de cómo el material o las propiedades funcionales del cerebro, o ambas cosas a la vez, hacen necesaria la emergencia de lo que sentimos 12. Metzinger, Conscious Experience, Padebom: Shoeningh Verlag, 1995, p. 27. Compárese con la afirmación de Metzinger de la p. 26: «hasta los mejores pensadores analíticos reconocen que el tema de la conciencia es una área teóri­ ca seria y prometedora». Nótese, sin embargo, que no es posible concebir la teo­ ría de los múltiple drafts de Dennett como una teoría elaborada a fin de resolver el problema en cuestión, pues ella misma se presenta más como una alternativa que como una explicación de la existencia de los qualia.

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—dice— no entenderemos cómo aquello que sentimos y experimentamos pueden ser factores causalmente efica­ ces de nuestra conducta». Bieri está dispuesto a conceder a Dennett que «con respecto a la causación y control de nuestra conducta, la conciencia... parece estar de más. Podría perfectamente no estar ahí: nuestra trayectoria en el mundo sería exactamente la misma». «Pero si ello fue­ ra cierto —añade Bieri con unas palabras que también podría haber escrito Nagel— entonces la idea tan exten­ dida de que cuando se trata de un acto y no de un mero suceso, controlamos nuestra conducta desde dentro»13, sería una ilusión. Bieri, al igual que Nagel, considera que la concepción de sus adversarios se aleja peligrosamente del sentido común; pero la única razón que ofrece al res­ pecto es que éstos no se dan cuenta de los presupuestos del sentido común. Aquí hallamos el mismo problema que discutí en relación con Habermas y Apel: ¿cómo con­ vencer a la gente de que está presuponiendo algo que no cree? La respuesta de Dennett a la línea argumentativa de Bieri —respuesta que podríamos inferir de su libro sobre el problema de la voluntad libre—14 sería recordar que Hume ya nos enseñó cómo pasar sin la idea de «desde dentro». Ello nos recuerda que el problema entre la compatibilidad de la voluntad libre y el determinismo es otra de aquellas cuestiones que todavía dividen a los filó­ sofos en grupos que utilizan bombas de intuición distin­ tas y que esa cuestión no está hoy más cerca de ser resuelta que lo estaba cuando Hume la planteó. La opo­ sición interior-exterior es imprescindible para el vocabu­ lario filosófico de Nagel: «la distinción interno-externo —dice— impregna toda la vida humana».15 Por el con­ trario, para Dennett, esta distinción no realiza función alguna en ninguno de los juegos que él desearía jugar. (Como tampoco realiza función alguna en ninguno de 13. Ibíd., p. 54. 14. Denntett, D., Elbow Room: The Varieties of Free Will Worth Wanting, Cambridge, Mass.: MIT Press, 1984. 15. Nagel, op. cit., p. 6.

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los que Davidson querría jugar. Según Davidson, lo que engendró lo que él llama «el mito de la subjetividad» fue precisamente el intento de abrirse paso a través de la urdimbre relacional de causas y efectos y aislar algo del interior que pudiese variar independientemente de cual­ quier cosa del exterior; Davidson sugiere que lo interno no es sino todo lo que hay en el exterior; lo interno es simplemente lo no relacional.16 Según Davidson, en cuanto se abandone este intento desaparecerá también la distinción interior-exterior y la compatibilidad entre la voluntad libre y el determinismo será «intuitivamente» verosímil.) El argumento de Bieri me brinda la oportunidad de volver a la tesis que formulé al principio de esta lección de que los panrelacionistas, antes de desprenderse de las distinciones objetivo-subjetivo y hecho-hallado deben desprenderse de la distinción interior-exterior. Apareé esta tesis con otra, a saber, que los panrelacionistas tam­ bién deberán desprenderse de la idea de que existe una dimensión en la que el lenguaje y el mundo pueden variar con independencia el uno del otro. Estas dos te­ sis están unidas del siguiente modo: cuando el dualis­ mo cartesiano se hizo impopular, la noción cartesiana de hecho mental, concebido como aquel hecho capaz de variar con independencia de los hechos físicos —la noción que creó la intuición de que libertad y determi­ nismo son incompatibles— se transformó en la tesis de que lenguaje y mundo, esquema y contenido pueden variar con independencia el uno del otro. El giro lingüís­ tico sustituyó la mente o la realidad nouménica entendi­ da como algo que se escapa de la urdimbre de relaciones 16. En «The Myth of the Subjective», Davidson critica a Fodor: «es ins­ tructivo encontrarse con el esfuerzo de convertir la psicología científica en una investigación de estados proposicionales internos detectables e identifícables independientemente de las relaciones con el resto del mundo, muy en la línea de aquellos filósofos de antaño que buscaban algo «dado a la experiencia» que no contuviera ninguna pista necesaria sobre qué ocurre en el exterior. El motivo de la investigación es en ambos casos similar: se cree que para tener unas bases sólidas para el conocimiento o la psicología es necesario algo interno en el sen­ tido de no relacional».

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que lo relaciona todo entre sí por el lenguaje. Este movi­ miento alardeó la esperanza a la que me refería anterior­ mente, de que quizá haya una actividad llamada «análi­ sis conceptual» de género distinta de la descripción del uso de las palabras. En mi opinión, el parecido estructural entre el pro­ blema cuerpo-mente, el problema de la voluntad libre y el problema de si el lenguaje alcanzará nunca a describir el mundo tal como es en sí mismo, consiste en lo siguiente: en los tres casos, quien propone el problema señala algo que no es parte de la red causal normal, algo que se sale de la urdimbre de relaciones con la cual esperábamos poder entenderlo todo. En cada uno de estos casos, el panrelacionista sostiene que aquí no hay nada y que lo único que hemos hecho ha sido levantar una gran polva­ reda para que los filósofos puedan asegurar luego haber vislumbrado un problema profundo que esa polvareda justamente escondía. En todos estos casos, la réplica de sus adversarios esencialistas consiste en acusar a su adversario panrelacionista, pragmatista y antidualista, de tener una visión bidimensional de miras estrechas culpa­ ble de que confunda un hecho sencillo y llano por una invención lingüística. Estos adversarios se alegran de que les sea «psicológicamente imposible» adquirir este tipo de visión. Como sugerí al principio de esta lección, mi opinión es que la discusión sobre si la entidad en cuestión fue encontrada o hecha no conduce a ninguna parte. Todo lo que se puede discutir es si deberíamos jugar o no al jue­ go en que se presenta el problema. Es obvio que al hablar así del asunto incurro en una petición de princi­ pio en las disputas contra Nagel y mis otros adversarios. Pero no veo que exista ninguna escapatoria metafilosófica que nos permita salir de este callejón sin salida dia­ léctico, puesto que los dos bandos tienen a su disposi­ ción metafilosofías igualmente comprehensivas. Volveré a ello tras considerar otro ejemplo de este tipo de calle­ jones sin salida.

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2. Stroud y Williams acerca del escepticismo En The Significance of Philosophical Scepticism, Barry Stroud critica a aquellos que afirman que el escepticismo sobre la existencia del mundo externo es resultado de una teoría cartesiana obsoleta sobre el funcionamiento men­ tal, una teoría que crea el pseudoproblema del «velo de ideas». Por eso elabora un argumento a favor del escepti­ cismo que no menciona ni mentes ni ideas. Este argu­ mento depende únicamente de la intuición de que «si podemos conocer algo del mundo que nos rodea, enton­ ces también hemos de saber que no estamos soñando».17 Stroud también critica la idea pragmatista según la cual la única realidad que el argumento de Descartes hace imposible es una especie de extraña realidad inefa­ ble y nouménica, es decir, que este argumento deja intac­ to nuestro conocimiento del sentido común sobre el mundo. Stroud resume así esta línea argumentativa: «La "realidad" inaccesible que se nos niega... es sólo un arte­ facto de la investigación filosófica y sólo en cuanto ar­ tefacto filosófico puede llegar a interesamos.»18 Stroud insiste en que el escéptico no emplea «saber», «real» y «palabra» en ninguno de estos estilos filosóficos novedo­ sos, y concluye que sin una demostración de que la investigación filosófica de Descartes difiere de nuestros juicios corrientes de un modo que impide que su conclusión negativa tenga la misma clase de significación que tienen conclusiones similares inferidas correctamente en la vida corriente, no podemos obtener consuelo alguno de la idea injustificada de que no nos preocupa, ni tendría que preocupamos, la realidad que, según prueba su investigación, no podemos conocer.

El escepticismo, dice Stroud, apela a «algo profundo de nuestra naturaleza»; no apela a algo extraño introdu­ 17. Stroud, B., The Significance of Philosophical Scepticism, Oxford: Clarendon Press, 1984, p. 30. 18. Ibíd., p. 35.

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cido por las supercherías filosóficas. «Las fuentes de la exigencia de Descartes... iluminan algo de nuestra verda­ dera concepción del conocimiento.»19 En su respuesta a Stroud en Unnatural Doubts: Epistemological Realism and the Basis of Scepticism, Michael Williams pretende ofrecer justamente la demostración que Stroud estima imposible: la demostración de que existe una gran diferencia entre lo que hacen los que no son filósofos y lo que hace Descartes. Williams piensa que el indicio que señala la diferen­ cia entre lo que la gente corriente hace y lo que hace Des­ cartes consiste en «la sensibilidad por el contexto de las dudas escépticas y de las certezas cotidianas».20 Una vez comprendemos que cuando el escéptico se inventa un tema llamado «nuestra situación epistémica» lo que hace es crear un nuevo contexto de investigación, entonces podemos decir, con Williams, que el escéptico ha descu­ bierto, efectivamente, que «bajo las condiciones de la reflexión filosófica, no es posible el conocimiento». Aun­ que siempre nos resta el consuelo de pensar que este des­ cubrimiento no prueba que «bajo las condiciones de la reflexión filosófica, no es posible generalmente el conoci­ miento».21 Williams afirma que el escéptico da por sentado el «realismo epistemológico», la doctrina de que existe una cosa llamada «conocimiento humano» que podemos investigar. En opinión de Williams, este tema se lo han inventado los filósofos; el efecto de profundidad es resul­ tado de la perplejidad que produce en el hombre corrien­ te la novedad de tal invención. «Las profundas demandas de nuestras formas de pensar corrientes sólo emergen a la superficie en el contexto de su [del escéptico] investi­ gación extraordinaria sobre el estatus del conocimiento humano en general.»22 Williams arguye que no tenemos 19. Ibíd., p. 43. 20. Williams, M., Unnatural Doubts, Princeton: Princeton University Press, cop. 1996, p. 35. 21. Ibíd., p. XX. 22. Ibíd., p. 35.

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ninguna «verdadera concepción del conocimiento» que deba ser iluminada y que nadie, salvo el escéptico, nece­ sita los términos «conocimiento humano», «nuestra posi­ ción epistémica» o «nuestra concepción de la realidad». Williams no pone en duda que la investigación extraordi­ naria del escéptico cree un contexto, un contexto en el que las dudas escépticas cobran sentido y en el cual, de hecho, éstas son irrefutables. Pero ello no impide que insista en que Stroud y los suyos nos deben un argumen­ to de por qué es necesario crear ese contexto. Williams traza una distinción muy útil entre diagno­ sis teoréticas y diagnosis terapéuticas del escepticismo. Las terapéuticas sostienen que el escepticismo no tiene sentido porque se basa, de un modo u otro, en un mal uso de las palabras. Pero un panrelacionista no puede emplear esta estrategia terapéutica, puesto que cree que una cosa tiene sentido mientras uno le da un sentido. Por consiguiente Williams descarta esta estrategia y afirma que él «no acusará jamás a un escéptico de ser incohe­ rente».23 En lugar de eso, «concederá que [los problemas del escéptico] son problemas de verdad, pero sólo dadas ciertas ideas teoréticas sobre el conocimiento y la justifi­ cación». Esto significa que debemos dejar de esperar «una refutación definitiva» del escéptico24 y contentamos con la crítica a su «teoría de la relación de la reflexión filosó­ fica con la vida corriente».25 Esta crítica consiste en seña­ lar que lo que hace una reflexión filosófica como la car­ tesiana no es liberamos del contexto, sino simplemente creamos un nuevo contexto, aparentemente absurdo. Casi al final del libro, Williams recapitula: Nunca he afirmado que de algún modo el escéptico no tenga razón, en el sentido de que, de acuerdo con los cri­ terios que insiste en aplicar, es cierto que jamás alcanza­ remos a saber nada del mundo. Mi idea siempre ha sido, sin embargo, que estos criterios no forman parte de la 23. Ibíd., p. 37. 24. Ibíd., p. 35. 25. Ibíd., p. 35.

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condición humana, sino de un proyecto intelectual en concreto...26

La originalidad de Williams se hace patente en que no trata de hacer terapia ni cae en lo que él llama «un pragmatismo fanfarrón», la clase de pragmatismo que diría «no es preciso que repliquemos al escepticismo, dado que es indiferente que lo hagamos o no».27 Por el contrario, Williams reconoce que sería relevante el que trabajásemos o no dentro del contexto de la duda filosó­ fica, pero a ello añade que Stroud todavía no ha propor­ cionado ninguna razón para hacerlo. Williams observa que, según muchos filósofos, el con­ texto donde trabaja Stroud ha sido creado por lo que Williams llama «la exigencia de objetividad»: «la exigen­ cia de que el conocimiento que deseamos explicar sea el conocimiento de un mundo objetivo: un mundo que es como es independientemente de cómo nos parezca que es o de lo que estemos inclinados a creer sobre él».28 Es típico, dice, que estos filósofos «consideren la exigencia de objetividad como la fuente profunda de los problemas escépticos».29 Pienso que Williams es notablemente origi­ nal al señalar que el único responsable de que se planteen este tipo de problemas es la «fatal interacción» entre la exigencia de objetividad y la «condición de totalidad». La condición de totalidad es la condición de que todo nues­ tro conocimiento sea examinado a un tiempo. Williams llama «contextualismo» a su alternativa al realismo epistemológico, la suposición cartesiana de que «el conocimiento humano» o «nuestro conocimiento del mundo externo» es un tema que puede ser conveniente­ mente evaluado. Conforme a esta doctrina, «el estatuto epistémico de una proposición puede cambiar debido a factores situacionales, disciplinarios y demás factores contextualmente variables»; asimismo, «al margen de todas estas influencias, una proposición no posee ningún 26. 27. 28. 29.

Ibíd., Ibíd., Ibíd., Ibíd.

p. 354. p. 12. p. 91.

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tipo de estatuto epistémico».30 Un contextualista niega, pues, lo que precisamente sostiene un realista epistemo­ lógico: que toda creencia, en virtud de su contenido, posea «una naturaleza epistémica inalienable que carga consigo allá donde vaya y que determina dónde ir a bus­ car su justificación».31 Williams resume la cuestión entre el contextualismo y el realismo epistemológico diciendo que el contextualis­ mo «no se presenta como una respuesta directa y circular a una demanda de comprensión sin duda apremiante, sino como un desafío a justificar la presunción de que haya algo por entender».32 El escéptico crea semejante presunción mediante la suposición de que «el conoci­ miento experiencial es generalmente anterior al cono­ cimiento del mundo». A lo que Williams responde que la única razón para entender así las cosas es que, de otro modo, no habría forma de evaluar nuestro conocimiento del mundo. Como él dice, «el fundacionalismo del escép­ tico, junto con el realismo [epistemológico] que éste encarna, representa un compromiso metafísico brutal».33 En mi opinión, Williams ha logrado mostrar que no es preciso estar de acuerdo con Stroud en que «es nece­ sario mostrar o explicar cómo es posible que conozcamos el mundo, dado que nuestras experiencias sensoriales son compatibles con nuestro simple soñar».34 Sólo podremos estar de acuerdo con Stroud si ya antes somos fundacionalistas. Sólo juzgaremos este problema como apremian­ te si dividimos nuestras creencias en creencias sobre el mundo externo y creencias experienciales, y suponemos que las primeras deben ser inferidas de las segundas. Ahora bien, sólo podremos dividir nuestras creencias de este modo tras haber llegado a creer que existe lo que Descartes llamaba «un orden natural de razones»35 y tam30. 31. 32. 33. 34. 35.

Ibíd., p. 119. Ibíd., p. 116. Ibíd., p. 119. Ibíd., p. 134. Stroud, op. cit., p. 13. Williams, op. cit., p. 117.

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bién, por tanto, un estatuto epistémico libre de contexto intrínseco al contenido de una creencia?6 De esta suerte, Williams ha demostrado que no basta con criticar el fundacionalismo epistemológica o sustituir una epistemolo­ gía fundacionalista por otra de coherentista. Sólo llegare­ mos al fondo de la cuestión preguntándonos cómo es posible que creamos en la existencia de una disciplina lla­ mada «epistemología» o un tema llamado «conocimiento humano». Williams me ha convencido a mí, pero no a Stroud, y dudo que su libro llegue a tener algún impacto entre los filósofos que se unen a éste en la búsqueda de lo que tie­ ne de profundo el escepticismo: filósofos como Stanley Cavell, Thompson Clarke y, cómo no, Nagel. Para éstos, la existencia de un tema llamado «conocimiento humano» es tan evidente como evidente es para Nagel, Searle, McGinn y Jackson la existencia de un tema llamado «experiencia conciente» (definido, bien por ostensión, bien circularmente como «lo que les falta a los zombies»). En su opinión, que la epistemología cartesiana goce de una naturaleza libre de contexto representa una ventaja; del mismo modo que, según ellos, también es una ventaja diferenciar el hecho de ver cómo es el azul de la disposición a decir de un objeto que es azul. Pues les parece que estos dos movimientos nos ayudan a centrar­ nos en un problema importante y profundo. Para nosotros los panrelacionistas, entender la descontextualización como una forma de centrarse en un tema es incurrir en una contradicción en los términos. Nosotros creemos que un tema sólo es pensable cuando ocupa un sitio en un conjunto específico de relaciones, al ser colocado en un contexto específico. Desde nuestro punto de vista, lo más destacable de la crítica de Williams a Stroud es la idea de que la epistemología genera un nuevo contexto, así como el reconocimiento de que podemos hacer que una cuestión —por muy 36.

Ibíd., p.

121.

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intranscendente que pueda parecer al principio— tenga sentido creando un juego de lenguaje que le sirva de casa.37 *

*

*

El reconocimiento que deben hacer los panrelacionis­ tas contrasta con las tentativas llevadas a cabo por Cavell, Cora Diamond, James Conant y otros de resucitar la noción wittgensteiniana de «insensato». Los panrelacio­ nistas apenas usan esta noción, o la de «confusión pro­ funda», que consideran tan desafortunada como la noción de «problema profundo». En su opinión, el uso de la distinción sensato/insensato, que todavía aparece en las Investigaciones filosóficas, es un desgraciado vestigio de la ingenuidad juvenil tractariana de Wittgenstein. Conant desarrolla la tesis reciente de Putnam según la cual «el realismo metafísico» —la doctrina según la cual el lenguaje y el pensamiento pueden cambiar tanto, el uno con independencia del otro, que es posible que al final de la investigación, el primero no tenga ningún tipo de relación representacional con el otro— es ininteligible. Conant cita a Putnam cuando éste afirma: Si estamos de acuerdo en que decir «a veces logra­ mos comparar nuestro lenguaje y nuestro pensamiento con la realidad tal como es en sí misma» es ininteligible, entonces deberíamos percatamos de que también es inin­ teligible decir «es imposible que podamos saltar fuera y comparar nuestro pensamiento y nuestro lenguaje con el mundo».38 37. En la p. 55 del artículo antes mencionado, Bieri pone la pregunta «¿por qué existe algo en vez de la nada?» como ejemplo de «pregunta metafísica ociosa» que contrasta con la pregunta apropiada y poco ociosa acerca del origen de la conciencia. Mi propósito sería persuadirles de que la primera pregunta es susceptible de recibir un contexto, una función y una cierta urgencia con la mis­ ma facilidad que la segunda. Como ejemplo de un juego de lenguaje que adquie­ re todo ello véase Was ist Metaphysik?, de Heidegger. 38. Putnam, H., «The Question of Realism», en Words and Life, Cam­ bridge, Mass.: Harvard University Press, 1994, p. 299, citado por Conant en la p. XXIX de la introducción al mismo.

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Parafraseada por Conant, la concepción de Putnara sostiene que al afirmar esto último, como él mismo hizo en el pasado, «uno cede automáticamente a la jugada decisiva del juego de manos filosófico».39 Putnam consi­ dera que yo todavía sigo engañado por ese truco. Dice: Rorty pasa de concluir la ininteligibilidad del realis­ mo metafísico a defender un escepticismo con respecto a la posibilidad de representación tout court. Se nos deja con la conclusión de que no existe ningún modo metafísicamente inocente de decir que nuestras palabras en ver­ dad «representan cosas exteriores a nosotros».

Conant subraya que, antes que «ininteligible», yo pre­ fiero usar «inútil» como bastón para golpear a aquellos que proponen la clase de concepciones que Putnam y yo criticamos: la noción de Bemard Williams de «concep­ ción absoluta de la realidad», por ejemplo. Pero para Conant tal elección de armas es equivocada. Juicio que sostiene en base a dos razones. La primera es que no res­ pondo con claridad a la cuestión «inútil para qué». La segunda es más compleja y dice así: Si lo que el vocabulario del realista metafísico sacó a relucir (contrariamente a sus intenciones iniciales) es que en verdad no podemos realizar algo que nos gustaría rea­ lizar (y que tiene sentido pensar que podríamos realizar), entonces no es evidente que el hecho de sentir repugnan­ cia hacia esta idea constituya, en y por sí misma, una razón suficiente para rechazar el vocabulario que la hizo posible... Generalmente, el hecho de que pensemos que un determinado descubrimiento es molesto y opresivo no constituye una razón intelectual sostenible para no tener­ lo ya más en cuenta. Una razón de esta clase podría ser, en cambio, «su falta de utilidad» (sea lo que sea lo que ello signifique). No parece, sin embargo, que estemos discu­ tiendo sobre consideraciones de utilidad cuando Rorty procede a ofrecer razones de principio para sospechar del realismo metafísico... Rorty desea hallar un modo de 39. Ibíd., p. XXV.

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rechazar el realismo metafísico que no lo comprometa a sostener que éste es, en cierto modo, «confuso». Ahora tan sólo desea llegar a la conclusión —mediante una vaga ape­ lación a lo que nos ayuda a «arreglárnoslas mejor» (cope better)— de que, puesto que el vocabulario del realista metafísico nos obliga a entrar en la problemática del escéptico... lo mejor sería renunciar completamente a él.40

Conant tiene razón cuando afirma que yo no deseo afirmar que el realismo metafísico (o el escepticismo res­ pecto al mundo externo, o la doctrina de los qualia) es «en cierto modo “confuso”». Creo que deberíamos res­ tringir este término a los casos en que nuestro interlocu­ tor parece incapaz de presentar, para él mismo incluso, su concepción de forma coherente, una incapacidad anunciada ya por los repetidos fracasos a la hora de res­ ponder a ciertas cuestiones sencillas; la ambigüedad constante entre el sentido de términos que parecen muy distintos; la desconcertante incapacidad para compren­ der las objeciones, etc. A veces nos encontramos en situa­ ciones de este tipo al tratar con niños o personas que sufren trastornos mentales. Bemard Williams, Stroud, Nagel y muchos otros filó­ sofos afines al realismo metafísico no dan muestras de este tipo de incapacidad. Se muestran sutiles y fluidos en los movimientos lingüísticos y en el tratamiento de las cuestiones y objeciones que realizan. Sostener que están «confusos» sonaría extraño. Tampoco quiero decir que encuentre sus concepciones ininteligibles. En cuanto me lo propongo yo también puedo hablar sus pequeños y curiosos juegos de lenguaje. En realidad, a veces lo hago con finalidad pedagógica. Lo que desearía subrayar, sin embargo, es que no creo que sea una buena idea ponerse a jugar a esos juegos ahora. La razón de que haya presentado con cierta extensión la crítica de Michael Williams a Descartes y Stroud es que veo en ella la postura metafísica correcta a adoptar. Para 40. Ibíd., pp. XXX-XXXI.

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Williams, las concepciones de sus adversarios son com­ pletamente inteligibles; las objeciones que ofrece en con­ tra de que éstas se conviertan en predominantes son de carácter práctico y no teorético. Decir, con Conant, que, puesto que es completamente inteligible, no podemos rechazar la postura de Descartes y Stroud por ser poco práctica u opresiva, supondría no haber comprendido a Williams. Conant pasa de afirmar que «el realismo metafísico es inteligible» a sostener que «sería intelectualmente indigno rechazar el descubrimiento realizado por el rea­ lista metafísico simplemente porque es considerado poco práctico u opresivo». «Descubrimiento», sin embargo, lo puede ser cualquier cosa que consideremos inteligible. La astrología, por ejemplo, es un juego de lenguaje divertido y fácil de aprender, pero mucha gente piensa que debe­ ríamos «desecharla del todo». Y piensa eso porque no ve que tenga un sitio en la astronomía moderna, la medici­ na moderna, la moderna psiquiatría, etc. La razón de que yo desee abandonar las distinciones apariencia-realidad, esencia-accidente, las nociones de «en sí mismo» y «correspondencia con la realidad» y todas las metáforas verticales en las que éstas se h an apo­ yado es que no veo que tengan un sitio en la cultura que Whitman y Dewey esperaban levantar: una cultura en la que la esperanza por el futuro humano ocuparía el sitio que hasta entonces habría ocupado el conocimiento de cuestiones elevadas y profundas. Cuando digo «inútil» quiero decir, justamente, inútil para la construcción y mantenimiento de esta cultura. Por eso realizo grandes y estridentes generalizaciones históricas sobre las conexio­ nes entre el sentido de Pecado y la concepción del cono­ cimiento platónico-aristotélica. Por eso aplaudo a Dewey cuando éste prioriza la política por encima de la filosofía y se pregunta: «¿qué clase de concepciones so b re los temas de la filosofía tradicional son apropiados p a ra la utopía de la futura democracia americana?; ¿cuál sería la mejor clase de juego de lenguaje que los intelectuales de esta utopía podrían jugar?».

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Como yo lo veo, la opinión de que nosotros los filó­ sofos podemos dejar al descubierto profundas confusio­ nes conceptuales, profundas y sutiles inentiligibilidades no es sino la resurrección de la idea prequineana equivo­ cada según la cual los filósofos pueden realizar esa cosa un tanto misteriosa llamada «análisis conceptual». Creo que Wittgenstein nunca logró librarse completamente de esta noción, aunque es cierto que gracias a algunos pasa­ jes de sus Investigaciones filosóficas —mis preferidos— podemos ver por qué la noción de «análisis conceptual» no es una noción útil. Hasta hace poco creía que Putnam había conseguido librarse de ella. Ahora resulta que se mueve en la misma dirección que Cavell, un filósofo especializado en la profundidad y el cultivo de justamen­ te aquellos fragmentos de Wittgenstein que, en mi opi­ nión, deberíamos dejar marchitar. Con todo, todavía hay pendiente otra cuestión, una cuestión que prácticamente no tiene nada que ver con esto último, que Putnam plantea en la crítica que me dirige en su «The Question of Realism» y que Conant glosa en el mencionado ensayo. Se trata de la cuestión práctica de si mi antirrepresentacionalismo no estará excluyendo, junto con el sentido filosófico pernicioso de «representar», un sentido habitual e inocente que merece ser conservado. Ésta sí que me parece una buena cuestión, pues se enfrenta a un pro­ blema real: cuáles son las mejores medidas que deberíamos adoptar a fin de limpiar nuestra cultura de metáforas de verticalidad (o, como dice Derrida, para «decontruir la metafísica de la presencia»). Lo que a mí —a diferencia de Cavell, pero al igual que Putnam en un primer estadio de su carrera— me gustaría conseguir es impulsar nuestra cultu­ ra en una dirección en la que nadie pudiese siquiera recor­ dar por qué razón alguien llegó a preocuparse alguna vez por las Otras Mentes o el Mundo Externo, y que ello se debiera no a que se considerara que esas cavilaciones son ininteligibles, sino a que pareciesen absurdas. Claro que tal vez Putnam y Conant tengan razón al sugerir que mis métodos, mi retórica y especialmente mi feroz antirrepresentacionalismo son contraproducentes.

S éptim a

lección

ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES En esta lección me ocuparé de la distinción entre moralidad y prudencia. Tradicionalmente se traza esta distinción oponiendo obligaciones categóricas e incon­ dicionales a obligaciones hipotéticas y condicionales. Obviamente, los pragmatistas pondrán en duda que haya nada incondicional, pues dudan de que exista o pueda existir nada no relacional. Por eso necesitan reinterpretar las distinciones entre moralidad y prudencia, moralidad y conveniencia, y moralidad e interés propio independien­ temente de la noción de obligación incondicional. Dewey propuso reconstruir la distinción entre pru­ dencia y moralidad en términos de la distinción entre relaciones sociales rutinarias y relaciones sociales no rutinarias. Consideró que «prudencia» formaba parte de la misma familia de conceptos que «hábito» y «costum­ bre». Estas tres palabras describen unos procedimientos habituales y relativamente poco controvertidos de adap­ tación de los grupos e individuos a las presiones y tensio­ nes de su entorno humano y no humano. Es obvio que vigilar que no haya serpientes venenosas entre la hierba y confiar menos en los extraños que en los miembros de tu propia familia es ser prudente. «Prudencia», «convenien­ cia» y «eficacia» son tres términos que describen una adaptación rutinaria y no controvertida a las circunstan­ cias. Por el contrario, la ley y la moralidad surgen al apa­ recer la controversia. Nos las inventamos cuando ya no podemos simplemente hacer lo que nos sale de forma

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natural, cuando la rutina ya no basta ni el hábito o la cos­ tumbre son suficientes. Estos recursos dejan de ser útiles cuando las necesi­ dades del individuo empiezan a entrar en conflicto con las necesidades de su familia; cuando las necesidades de la familia de uno entran en conflicto con las de la familia vecina; o cuando las tensiones económicas empiezan a dividir la comunidad en clases opuestas; o cuando la comunidad tiene que ponerse de acuerdo con otra comu­ nidad distinta. De acuerdo con Dewey, la distinción pru­ dencia-moralidad, como la distinción entre costumbre y ley, es más una diferencia de grados que de géneros. Para los pragmatistas como Dewey, no existen diferencias de género entre lo útil y lo correcto. Como dijo él: «...Correc­ to es sólo un nombre abstracto para designar la multitud de exigencias concretas que los otros inculcan en noso­ tros y que, al vivir, estamos obligados a tener en cuenta.»1 Los utilitaristas tenían razón al identificar lo moral con lo útil. (Aunque se equivocaron al intentar reducir la uti­ lidad simplemente a obtener placer y evitar el dolor. Dewey coincide con Aristóteles en que la felicidad huma­ na es irreducible a una mera acumulación de placeres). Desde un punto de vista kantiano, empero, tanto Aristóteles como Mili y Dewey están igualmente ciegos ante la verdadera naturaleza de la moralidad. Para los kantianos, identificar obligación moral con la necesidad de adaptar la conducta de uno a las necesidades del resto de seres humanos es cosa de ingenuos o depravados. A los kantianos les parece que Dewey ha confundido deber con interés propio, la intrínseca autoridad de la ley moral con la necesidad de negociar con aquellos adversa­ rios que uno no puede vencer. Dewey estaba al tanto de esta crítica kantiana. He aquí uno de los pasajes en los que trata de ofrecer una respuesta: 1. Dewey, John, Human Nature and Conduct, en The Middle Works of John Dewey, volumen 14, Carbondale, Illinois: Southern Illinois University Press, 1983, p. 224 (Naturaleza humana y conducta, México: FCE, 1975).

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Se dice que la moral implica la subordinación del hecho a la consideración ideal, mientras que la concep­ ción que se acaba de presentar [la del mismo Dewey] hace de la moral algo secundario con respecto al puro hecho, lo que equivale a privarla de dignidad y jurisdic­ ción... Esta crítica se basa en una falsa distinción. Dice, en efecto, que o bien los criterios morales preceden a las costumbres y confieren a éstas su cualidad moral, o bien son subsiguientes y se desarrollan a partir de ellas y por lo tanto son unos subproductos accidentales. ¿Qué ocu­ rre, sin embargo, con el lenguaje?... El lenguaje surgió de un barboteo ininteligible, de unos movimientos instinti­ vos llamados gestos y de la presión de las circunstancias. Con todo, una vez empieza a existir, existe como lengua­ je y funciona como tal.2

Lo que la analogía de Dewey entre lenguaje y morali­ dad pretende destacar es que no hubo ningún momento decisivo en el que el lenguaje dejase de ser una serie de reacciones a la conducta de los demás y pasara a repre­ sentar la realidad. De modo parecido, tampoco hubo nin­ gún momento en el que el razonamiento práctico dejase de ser prudencial y se convirtiera específicamente en moral, en el que dejase de ser simplemente útil y empe­ zara a tener autoridad. La réplica de Dewey contra aquellos que, al igual que Kant, consideran que la moralidad procede de una facul­ tad específicamente humana llamada «razón» y que la prudencia es algo que compartimos con las bestias, con­ siste en decir que lo único específicamente humano es el lenguaje. Pero la historia del lenguaje es un relato deshil­ vanado de una complejidad gradualmente creciente. El relato sobre cómo pasamos de los gruñidos y codazos neandertales a los tratados filosóficos no es menos dis­ continuo que el relato sobre cómo pasamos de las ame­ bas a los antropoides. Ambos relatos pertenecen a un relato mayor. La evolución cultural toma el relieve de la evolución biológica sin que haya ruptura. Desde un pun­ 2. Ibíd., pp. 56-57.

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to de vista evolucionista, la única diferencia entre los gru­ ñidos y los tratados es la mayor complejidad de estos últi­ mos. Con todo, la diferencia entre los animales que emplean el lenguaje y los que no; la diferencia entre aquellas culturas que se ocupan en deliberaciones mora­ les, colectivas y conscientes y aquellas otras que no, con­ tinúa siendo igual de importante y evidente que siempre, sólo que ahora se trata de una diferencia de grado. De acuerdo con la concepción de Dewey, lo que han tratado de hacer esos filósofos que han trazado una clara distin­ ción entre razón y experiencia, o entre moralidad y pru­ dencia es convertir una importante diferencia de grado en una diferencia de género metafísico. Y de este modo, han terminado construyéndose para sí mismos unos pro­ blemas tan insolubles como artificiales. Dewey consideró que Kant, en su filosofía moral, adopta «la doctrina según la cual la esencia de la razón es la completa universalidad (y de ahí la necesidad y la inmutabilidad) con la seriedad de un profesor de lógica».3 Dewey interpretó que el intento kantiano de orientarse sobre qué hacer solamente a través de la idea de universalizabilidad no ofrece una despreocupación por las con­ secuencias —algo, por otra parte, imposible—, sino más bien «una amplia concepción imparcial de las consecuen­ cias». El imperativo categórico, dice Dewey, se limita a recomendar «el hábito de preguntamos cómo nos gusta­ ría que se nos tratase en un caso semejante».4 Para Dewey, el intento de llegar más lejos y «disponer al momento de reglas establecidas a fin de resolver cual­ quier tipo de dificultad moral» «nació de la timidez y se nutrió del amor al prestigio autoritario». Sólo una ten­ dencia al sadomasoquismo de este tipo, pensaba Dewey, «podía habernos llevado a creer que la ausencia de unos principios establecidos, inmutablemente fijados y univer­ salmente aplicables equivale al caos moral».5 3. Ibíd., p. 168. 4. Ibíd., p. 169. 5. Ibíd.., p. 164. Annette Baier, en la p. 277 de su libro Moral Prejudices (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1993) cita la frase de Nietzsche

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Hasta aquí la crítica estándar de Dewey al tratamiento kantiano de la distinción entre moralidad y prudencia. Ahora querría pasar a otra distinción, a saber, la distinción entre razón y sentimiento, entre pensar y sentir. Ello me va a permitir relacionar el trabajo de Dewey con el trabajo de la filósofa norteamericana Annette Baier. Baier, una de las principales filósofas feministas de los EE.UU., toma como modelo a Hume, a quien elogia como el «filósofo moral de la mujer» por su disposición a considerar central para la conciencia moral el sentimiento y, de hecho, la sentimentalidad. También lo elogia por «des-intelectualizar y des­ santificar la empresa moral... presentándola como el equi­ valente humano de los distintos controles sociales que existen entre las poblaciones de animales o insectos».6 Aunque Baier no apela casi nunca a Dewey, y Dewey casi nunca discute la filosofía moral de Hume, estos tres filó­ sofos, antikantianos militantes, se encuentran en el mismo bando en la mayor parte de discusiones. Los tres descon­ fían de la noción de «obligación moral». Dewey, Baier y Hume podrían coincidir con Nietzsche en que los griegos presocráticos no estaban sujetos a la «timidez» —al temor a tener que realizar elecciones difíciles— que indujo Pla­ tón a buscar la verdad moral inmutable. Los tres conside­ ran que las circunstancias temporales de la vida humana son ya lo bastante difíciles como para que encima, y de una forma sadomasoquista, añadamos a ello obligaciones incondicionales e inmutables. Baier propone que sustituyamos como concepto cen­ tral de nuestra moral la noción de «obligación» por la de «confianza apropiada». Dice: que dice «el mal olor a sadomasoquismo, el hedor a sangre y tortura impregnan todavía el imperativo categórico». En este punto, creo, Dewey hubiera coincidido con Nietzsche y también habría estado de acuerdo con Baier cuando ésta afirma: «si de lo que se trata es de evitar las deficiencias de la mente y la perversidad del corazón que esta tra­ dición kantiana lleva consigo, entonces lo mejor sería que dejáramos de hacer aparentes elogios de respeto a Kant o a cualquier otro predicador de una piedad que consiste en reverenciar la fe de nuestros padres patriarcales» (p. 267). 6. Baier, op. cit., p. 147.

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No cabe la posibilidad de una teoría moral como algo más filosófico y menos comprometido que la deliberación moral y que no consista en un simple informe acerca de nuestras costumbres y formas de justificación, crítica, rebelión, conversión y toma de decisiones.7

Con unas palabras que resuenan a Dewey, Baier sos­ tiene que «en filosofía moral, el malo es la tradición racionalista, obsesionada por la ley»,8 una tradición que supone que «detrás de cada intuición moral descansa una regla universal».9 Esta tradición da por sentado que el intento de Hume de concebir el progreso moral como un progreso de sentimientos «no consigue dar cuenta de la obligación moral». Sin embargo, de acuerdo con las con­ cepciones de Baier y Dewey, aquí no hay nada que expli­ car: la obligación moral no se obtiene de una naturaleza o de una fuente distinta de la tradición, el hábito o la cos­ tumbre. La moralidad no es más que una nueva y contro­ vertida costumbre. Esta obligación especial que sentimos ed emplear el término «moral» no es más que la necesi­ dad especial que sentimos de actuar de un modo relativa­ mente poco corriente y no probado, de un modo que pue­ de tener consecuencias imprevisibles y peligrosas. Esta percepción nuestra de que la prudencia no es heroica pero la moralidad sí lo es equivale al reconocimiento de que es más peligroso y arriesgado poner a prueba lo que hasta ahora no ha sido probado que realizar lo que a uno le sale de forma natural. Baier y Dewey están de acuerdo en que el principal error de la mayor parte de la filosofía moral tradicional es el mito del yo no relacional: un yo que puede existir sin preocuparse por los demás, un yo visto como un frío psicópata que es preciso reprimir para poder tener en cuenta las necesidades de la demás gente. Ésta es la ima­ gen del yo que filósofos como Platón interpretaron en tér­ 7. Baier, Annette, Postures o f Mind, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1985, p. 232. 8. Ibíd., p. 236. 9. Ibíd., p. 208.

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minos de la división «razón»/«pasiones», una división que por desgracia Hume perpetuó en su conocida inver­ sión de Platón en la tesis de que «la razón es y debería ser la esclava de las pasiones». Desde Platón, Occidente ha considerado que la distinción razón/pasión es paralela a la distinción entre lo universal y lo individual, y a la dis­ tinción entre actos desinteresados y actos egoístas. De esta suerte, las tradiciones religiosa, platónica y kantiana nos han cargado con la distinción entre un yo verdadero y un falso yo, entre un yo atento a lo que le dice la con­ ciencia y un yo que sólo «está preocupado por su propio interés». Este último yo no llega a ser moral; es sólo pru­ dencial. Tanto Baier como Dewey consideran que deberíamos desterrar esta noción de un yo frío, interesado, calculador y psicópata. Si fuéramos realmente así, la pregunta «¿por qué debo ser moral?» sería insoluble. Sólo sentimos la necesidad de castigamos, amedrentándonos ante los mandatos divinos o ante el tribunal kantiano de la razón pura práctica, cuando nos formamos una imagen como esta de nosotros mismos. Pero si seguimos el consejo pragmatista de ver cada cosa como constituida por las relaciones que mantiene con el resto de cosas, entonces es fácil detectar la falacia que, según Dewey, «transforma el hecho (evidente) de actuar como un yo en la ficción de actuar siempre para uno mismo».10 Mientras aceptemos lo que Dewey llamó «la creencia en el carácter fijo y sim­ ple del yo» seguiremos cayendo en esa falacia y pensando que el yo es un psicópata que debe ser reprimido. Dewey asoció esta creencia con el «dogma de los teólogos sobre la unidad y completud del alma».11 Pero también podía haberla asociado con el argumento del Fedón de Platón o con la doctrina kantiana según la cual el yo moral es un yo no empírico. Cuando hayamos desechado estas nociones de uni­ dad y completud, entonces podremos decir, con Dewey, 10. Human Nature and Conduct, p. 95. 11. Ibíd., p. 96.

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que «el yo (siempre que no se haya encerrado en un caparazón de rutina) está en proceso de hacerse, y cual­ quier yo puede incluir dentro de sí un número (indeter­ minado) de yoes inconsistentes y disposiciones no armo­ nizadas».12 Esta noción de múltiples yoes inconsistentes constituye, como ha demostrado Donald Davidson, un buen modo de naturalizar y desmitificar la noción freudiana de inconsciente.13 Pero el vínculo más importante entre Freud y Dewey es esta idea que señala Baier: el papel de la familia y, en particular, del amor maternal en la creación de individuos no psicópatas, individuos que encuentran natural preocuparse por los demás. Baier sostiene, con unas palabras que podría haber escrito perfectamente Dewey, que «el equivalente secular de la fe en Dios... es la fe en la comunidad humana y en su proceder evolutivo, en las expectativas de múltiples ambiciones cognitivas y esperanzas morales».14 Pero esa fe, según Baier, se basa en la fe que la mayoría de noso­ tros tenemos en nuestros padres y hermanos. Baier ve en la confianza que mantiene unida una familia el modelo para una fe secular capaz de mantener unidas las socie­ dades modernas y pos tradicionales. Freud nos ayudó a percatamos de que sólo aparecen psicópatas —indivi­ duos cuya concepción de sí mismos no incluye conside­ ración alguna de los demás— cuando faltan el amor de los padres y la confianza que este amor despierta en el niño. 12. Ibíd. 13. Véase Donald Davidson, «Paradoxes of Irrationality» en Philosophical Essays on Freud, ed. Richard Wollheim y James Hompkins, Cambridge: Cam­ bridge University Press, 1982. Marcia Cavell desarrolla y amplía la concepción de Davidson sobre Freud en The Psychoanalytic Mind: From Freud to Philosophy, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1993. Véase también el cap. 5 («The Divided Self») del libro de Michael Walzer Thick and Thin: Moral Argument at Home and Abroad (Notre Dame, Indiana: University of Notre Dame Press, 1994), prestando especial atención a la idea de Walzer según la cual «unos yoes divididos y densos precisan y son el producto de una sociedad pluralista densa y diferenciada» (p. 101); idea a la que Dewey habría dado su apoyo. En la p. 89, Walzer ofrece una instructiva y agresiva com­ paración entre las aproximaciones del filósofo y del psicoanalista a la división dentro del yo. 14. Baier, p. 293.

209 Para ver qué desea Baier que tengamos en cuenta, considérese la siguiente pregunta: ¿tengo alguna obliga­ ción moral hacia mi madre, esposa, hijos? Los términos «moralidad» y «obligación» parecen inapropiados aquí, pues hacer lo que uno está obligado a hacer contrasta con lo que uno hace de forma natural, y para la mayoría de la gente responder a las necesidades de la familia es la cosa más natural del mundo. Ello es así porque la mayo­ ría de nosotros nos definimos, al menos en parte, con respecto a los miembros de nuestra familia. Nuestras necesidades y las suyas en gran parte se solapan: no somos felices si ellos no lo son. Mientras nuestros hijos sufren hambre no deseamos hartamos; ello no sería natural. ¿Pero sería también inmoral? Decir esto suena un poco raro. Sólo estaríamos dispuestos a emplear ese término si nos halláramos con un padre patológicamen­ te egoísta o con una madre o un padre con una concep­ ción de sí mismos en la que los hijos no contaran para nada; o sea, la clase de persona que prevé la teoría de la decisión, alguien cuya identidad está constituida más por órdenes de preferencia que por la simpatía (fellowfeeling). En contraste con ello, alguien podría sentir la obliga­ ción específicamente moral de privar a sus propios hijos y a sí mismo de una parte de la comida disponible porque ahí fuera hay gente que se muere de hambre. En este caso el «término» moral es apropiado porque esta exigen­ cia es menos natural que la exigencia de alimentar a tus propios hijos. No está tan conectada con la idea de quién soy yo. Claro que el deseo de alimentar a extraños puede convertirse en un deseo tan estrechamente entrelazado con la concepción que uno tiene de sí mismo como el deseo de alimentar a la propia familia. El desarrollo moral del individuo, así como el progreso moral de la especie humana en general, es una cuestión de rehacer los individuos humanos a fin de ensanchar la variedad de relaciones que los constituyen. El límite ideal a este pro­ ceso de ensanchamiento es el yo que prevé la explicación cristiana y budista de la santidad: un yo ideal que sufre ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES

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con intensidad el hambre y el dolor de cualquier ser humano (incluso de cualquier otro ser animal). Si este proceso llegara jamás a su término, entonces la palabra «moralidad» desaparecería del lenguaje, por­ que ya no habría ni la necesidad ni la manera de contras­ tar lo que se hace de forma natural con lo que se hace porque es moral. Todos tendríamos lo que Kant denomi­ naba una «voluntad santa». En la medida en que nos identifiquemos con aquellos a quienes ayudamos o nos re­ firamos a ellos cuando nos contemos historias sobre quiénes somos; en la medida en que su relato sea tam­ bién el nuestro, el término «moral» se volverá cada vez más inapropiado.15 Parece bastante natural compartir cosas con un viejo amigo o con un vecino cercano, o con un socio con el que uno se entiende bien y que repenti­ namente se queda sin nada por culpa de una desgracia. No sería tan natural hacer lo mismo con alguien a quien hemos conocido casualmente o con alguien totalmente desconocido que también se encontrara en una situación desafortunada. En un mundo en el que el hambre es lo habitual, no parece que sea muy natural coger la comida de la boca de tus propios hijos para dársela a un desco­ nocido con hambre y a sus hijos. Aunque si el desconoci­ do y sus hijos están frente a tu puerta, quizá sientas la obligación de actuar así. Los términos «moral» y «obliga­ ción» son todavía más apropiados cuando se trata de pri­ var a tus hijos de algo que desean para así poder enviar dinero a las víctimas del hambre de un país que nunca hemos conocido, personas que posiblemente encontraría­ mos repelentes si alguna vez diéramos con ellas, indivi15. Aquí me inspiro en la muy ilustradora explicación que efectúa Daniel Dennett sobre el yo como «centro de gravedad narrativa» en su Consciousness Explained, Cambridge, Mass.: MIT Press, 1990 (La conciencia explicada, Barcelo­ na: Paidós, 1995). En un artículo sobre Dennett he tratado de desarrollar el antiesencialismo que he expuesto especialmente en la lección quinta. En ese artículo sugiero que lo que es válido para los individuos también es válido para los objetos en general, y que un pragmatista debería concebir los objetos como centros de gravedad descriptiva. Véase «Holism, Intentionality and the Ambition of Transcendence» en Dennett and his Crides: Demystifying Mind, ed. Bo Dahlbom (Oxford: Blackwell, 1993), pp. 184-202.

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dúos que posiblemente no desearíamos como amigos o que no querríamos que se casaran con nuestros hijos; individuos que sólo nos llaman la atención porque alguien nos ha comunicado que sufren hambre. El cris­ tianismo enseñó a Occidente a esperar con ilusión la lle­ gada de un mundo en el que ya no habría personas así, un mundo en el que todos los hombres y mujeres serían hermanos y hermanas. En un mundo semejante, no sería propio hablar de «obligación». Cuando los filósofos morales de la tradición kantiana colocan el sentimiento al lado del prejuicio y nos dicen que, «desde un punto de vista estrictamente moral», no existe diferencia alguna entre tu propio hijo hambriento y cualquier otro niño hambriento del otro lado del mun­ do seleccionado al azar, lo que están haciendo es oponer este supuesto «punto de vista moral» con un punto de vista que ellos llaman «simple interés propio». La idea que hay detrás de este modo de hablar es que la morali­ dad y la obligación empiezan justamente allí donde ter­ mina el interés propio. El problema con este modo de hablar, sin embargo, como señala Dewey, es que los lími­ tes del yo son borrosos y flexibles. Por este motivo, los filósofos de esta tradición tratan de definir sus límites afirmando que el yo está constituido por un orden de pre­ ferencias; un orden que divide a la gente según el criterio que determina, por ejemplo, a quién preferiríamos ali­ mentar primero. Y a continuación, o bien contrastan la obligación moral con la preferencia, o bien «subjetivizan» los sentimientos de obligación moral concibiéndolos simplemente como otras preferencias. En ambos casos surgen dificultades. Si contrastamos obligación moral con preferencia aparecen problemas con respecto a la cuestión de la motivación moral: ¿qué sentido tiene, después de todo, afirmar que una persona actúa contra sus propias preferencias? Por otro lado, en cuanto abandonamos la distinción entre moralidad e interés propio y afirmamos que lo que llamamos «mora­ lidad» no es más que el interés propio de aquellos que han sido aculturados de un modo determinado, entonces

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se nos acusa de «emotivismo», de no haber sabido apre­ ciar la distinción kantiana entre dignidad y valor. La pri­ mera alternativa lleva a la pregunta que Platón trató de contestar: «¿por qué debo ser moral?». La segunda lleva a la cuestión «¿existe alguna diferencia entre, por un lado, preferir dar de comer a unos desconocidos hambrientos en lugar de dejarles morir de hambre y, por el otro, pre­ ferir un helado de vainilla en lugar de uno de chocola­ te?». La primera alternativa parece conducir a una meta­ física dualista que divide el yo humano, y posiblemente todo el universo, en segmentos más elevados y segmentos menos elevados; la otra, en cambio, parece llevar a una abnegación general de nuestras aspiraciones por alcanzar algo «más elevado» que nuestra simple animalidad. A los pragmatistas se les suele retraer justamente esta abnegación. Se les mete en el mismo saco que a los reduc­ cionistas, conductistas, sensualistas, nihilistas y otros per­ sonajes sospechosos. En mi opinión, la mejor defensa de que dispone el pragmatista para hacer frente a tal repro­ che es afirmar que él también posee una concepción de lo que nos diferencia de los animales, pero que esta concep­ ción no implica una diferencia tan clara —una diferencia entre lo infinito y lo finito— como las distinciones de Kant entre dignidad y valor, lo incondicionado y lo condi­ cionado, lo relacional y lo no relacional. Por el contrario, el pragmatista considera que lo que nos distingue-de los animales es un grado mucho mayor de flexibilidad; en concreto, una flexibilidad mucho mayor con respecto a los límites del yo, al número total de relaciones que pue­ den confluir en la constitución de un yo humano. El prag­ matista concibe el ideal de fraternidad humana, no como la imposición de algo no empírico por encima de lo empí­ rico, o de algo no natural por encima de lo natural, sino, más bien, como la culminación de un proceso de adapta­ ción, que además es un proceso de recreación, de la espe­ cie humana. Desde esta perspectiva, el progreso moral no tiene nada que ver con un incremento de la racionalidad o con una disminución gradual de la influencia del prejuicio y

213 la superstición que nos permita percibir con mayor clari­ dad nuestro deber moral. Tampoco tiene nada que ver con un incremento de la inteligencia, un aumento de la habilidad para inventarse cursos de acción que satisfagan simultáneamente muchas diversas demandas en conflic­ to. Alguien puede ser inteligente en este sentido sin nece­ sidad de sentir demasiada simpatía (simpathy) por los demás. No es ni irracional ni estúpido restringir la comu­ nidad moral a la que uno pertenece a un ámbito nacio­ nal, racial o de género. Pero sí es indeseable, moralmen­ te indeseable. Por consiguiente, lo mejor es considerar que el progreso moral tiene que ver con una sensibilidad cada vez mayor, con una capacidad cada vez mayor para responder a las necesidades de una variedad cada vez más grande de gente y cosas. Los pragmatistas conciben el progreso humano no como el levantamiento progresivo del velo de apariencias que nos esconde la naturaleza intrínseca de la realidad, sino como la habilidad crecien­ te de responder a las preocupaciones de unos grupos cada vez más grandes de gente, en especial de aquella gente capaz de realizar unas observaciones cada vez más precisas y unos experimentos cada vez más sofisticados. Asimismo, conciben el progreso moral como una cues­ tión de ser capaces de responder a las necesidades de unos grupos de gente cada vez más inclusivos. Ahora me gustaría perseguir un poco más esta analo­ gía entre ciencia y moral. En lecciones anteriores sostuve que los pragmatistas entienden que la indagación cientí­ fica, o cualquier otra indagación, no tiene por objeto la verdad sino la esperanza de obtener una mejor capacidad justificatoria, una mejor capacidad para hacer frente a las dudas sobre lo que decimos, reforzando lo que hemos dicho anteriormente o tomando la decisión de decir algo ligeramente distinto. El problema de tener por objeto la verdad es que, aunque de hecho se la alcance, uno no sabe nunca cuándo la alcanza. En cambio, uno puede tener por objeto sosegar cada vez más la duda. Análoga­ mente, uno no puede tener por objeto «hacer lo que es correcto», porque nunca sabrá si ha dado en el clavo o ÉTICA SIN OBLIGACIONES UNIVERSALES

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no. Es posible que mucho después de que hayamos muer­ to, una gente mejor informada y más sofisticada que nosotros juzgue nuestra acción como un trágico error y considere que nuestras creencias científicas presuponían una cosmología obsoleta. Sin embargo, sí podemos tener por objeto una cada vez mayor sensibilidad al dolor y una cada vez mayor satisfacción de necesidades cada vez más diversas. Según los pragmatistas deberíamos reemplazar la idea de algo no humano que nos arrastra en un senti­ do determinado por la idea de que es preciso que cada vez haya más y más gente que se una a nuestra comuni­ dad: la idea de tener en cuenta las necesidades, intereses y concepciones de más y más seres humanos distintos. De acuerdo con el punto de vista pragmatista, la capaci­ dad justificatoria halla su recompensa en ella misma. No hay ninguna necesidad de preocuparse por si seremos recompensados o no con una especie de medalla inmate­ rial con las inscripciones «Verdad» o «Bondad Moral» gravadas en ella.16 La idea de una «perspectiva divina» a la que la cien­ cia se aproxima continuamente va de consuno con la idea de una «ley moral» a la que la costumbre social se apro­ xima continuamente en períodos de progreso moral. El pragmatista encuentra las ideas de «descubrir la natura­ leza intrínseca de la realidad física» y «aclarar las obliga­ ciones morales incondicionales que tenemos» igual de repugnantes porque presuponen la existencia de algo no relacional, de algo ajeno a las vicisitudes del tiempo y la historia, de algo que no se ve afectado por los cambios de intereses y necesidades de los hombres. Estas dos ideas, 16. A mi parecer, la noción de «pretensión de validez universal», tal como la utilizan Habermas y Apel, representa justamente la reclamación de una meda­ lla de esta índole y, por consiguiente, podemos prescindir de ella. Estoy de acuer­ do con Habermas en la conveniencia de sustituir «una razón centrada en el suje­ to» por lo que él llama «una razón comunicativa», pero considero su insistencia en la universalidad y su aversión por lo que él llama «contextualismo» y «relati­ vismo» como restos de una metafísica y de un período de pensamiento filosófi­ co en el que, aparentemente, la única alternativa a la inmersión en el contingen­ te status quo era la invocación de lo universal. Trato de desarrollar esta crítica a Habermas en el artículo «Sind Aussage Universelle Geltungsansprüche», Deuts­ che Zeitschrift fiir Philosophie, vol. 42, n. 6, 1994, pp. 975-988.

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piensa el pragmatista, deben ser reemplazadas por metá­ foras de amplitud antes que de altura o profundidad. El progreso científico es una cuestión de ir integrando más y más datos en una red coherente de creencias; de rela­ cionar los datos del microscopio y del telescopio con los datos obtenidos a simple vista; de relacionar los datos que ha sacado a relucir un experimento con otros datos anteriormente esparcidos. No se trata de penetrar en las apariencias hasta alcanzar la realidad. El progreso moral, por su lado, tiene que ver con la posesión de un senti­ miento de simpatía cada vez más amplio. No se trata de alzarse por encima de lo sentimental hasta alcanzar lo racional. Como tampoco se trata de sustituir la apelación a un tribunal local, inferior y corrupto por la apelación a un tribunal superior que administra una ley moral ahistórica, no local y transcultural. Este cambio de metáforas de verticalidad por metá­ foras de horizontalidad encaja bien con el empeño de los pragmatistas por reemplazar las tradicionales distincio­ nes de tipo por distinciones de grados de complejidad. Los pragmatistas sustituyen la idea de una teoría que descoyunta la realidad por la idea de una explicación lo más eficiente posible de una variedad de datos lo más amplia posible. Sustituyen la idea kantiana de Buena Voluntad por la idea de un ser humano afectuoso, sensi­ ble y comprensivo en grado máximo. No podemos tener por objeto estos grados máximos. Pero siempre pode­ mos aspirar a lograr explicar cada vez más datos o a preocupamos por un número mayor de gente. Nadie puede pretender haber llegado al final de la indagación, sea ésta en física o en ética. Eso sería como pretender haber llegado al final de la evolución biológica, como pretender ser no sólo el último heredero de todas las eras anteriores sino además el ser en el que éstas esta­ ban destinadas a culminar. Análogamente, mientras que no podemos tener por objeto la perfección, sí podemos aspirar a tomar en consideración más necesidades de la gente que antes.

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Hasta aquí he señalado, en unos términos muy gene­ rales, por qué el pragmatista desearía quitarse de encima la noción de «obligación moral incondicional». Ahora, con la esperanza de ser más concreto y gráfico, voy a cen­ trarme en otro ejemplo de incondicionalidad: la noción de derechos humanos incondicionales. Se dice que estos derechos constituyen los límites inquebrantables de la deliberación política y moral. En la jurisprudencia norte­ americana —tal como la interpreta, por ejemplo, Ronald Dworkin— los derechos «triunfan» por encima de cual­ quier clase de consideración de conveniencia social o efi­ cacia.17 En la mayor parte del debate político se da por sentado que los derechos que, según los tribunales de los EE.UU., otorga la Constitución [americana], junto con aquellos derechos que la Declaración de Helsinki enume­ ra, están más allá de cualquier debate. Son los moto­ res inmóviles de la mayor parte de la política contem­ poránea. Desde un punto de vista pragmatista, la noción de «derechos humanos inalienables» es un eslogan ni mejor ni peor que aquel otro de «obediencia a la voluntad de Dios». Lo que hacemos al invocarlos como motores inmóviles es expresar en otras palabras que hemos toca­ do fondo, que hemos agotado todos los recursos argu­ mentativos a nuestra disposición. Estos discursos sobre la voluntad de Dios o los derechos del hombre, al igual que esos otros sobre «el honor de la familia» o «la patria en peligro» no son unos objetivos demasiado adecuados para el análisis y la crítica filosóficas. El intento de ir a ver qué hay detrás de ellos no dará ningún fruto. Ningu­ na de esas nociones debería ser analizada, pues todas ter­ minan por decir lo mismo: «Aquí me detengo: no puedo hacerle nada». Son menos razones para la acción que anuncios del hecho de que se ha estado meditando a fon­ do sobre el asunto y tomado una decisión. 17. Véase Dworkin, R., Taking Rights Seriously, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1978 (Los derechos en serio, Barcelona: Ariel, 1984). Para una crí­ tica de la tradición que Dworkin elogia, véase Mary Ann Glendon, Rights Talk: The Impoverishment of Political Discourse, Nueva York: The Free Press, 1991.

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Al preguntar cosas como «pero, ¿hay un Dios?» o «¿tienen los seres humanos esos derechos realmente?» la filosofía tradicional —según la cual la moral se basa en la metafísica— lleva esas nociones demasiado lejos. Tales preguntas presuponen que el progreso moral es, en parte, como mínimo, una cuestión de incrementar el conoci­ miento moral, el conocimiento de algo que no depende de nuestras prácticas sociales, algo como la voluntad de Dios o la naturaleza de la humanidad. Semejante idea, sin embargo, es vulnerable a la idea nietzscheana de que tanto Dios como los derechos humanos no son más que una superstición, una treta de los débiles para prote­ gerse de los fuertes. Mientras que los metafísicos replican a Nietzsche que existe una base racional para la creencia en Dios o los derechos humanos, los pragmatistas res­ ponden que no hay nada malo en las tretas. Los pragma­ tistas pueden estar alegremente de acuerdo con Nietzsche en que sólo a los débiles —esa gente dominada por los valientes, fuertes y felices guerreros que él idolatra— se les podía haber ocurrido la idea de fraternidad humana. Para los pragmatistas, sin embargo, ello afecta tan poco la idea de derechos humanos como la fealdad de Sócrates afecta su explicación de la naturaleza del amor; o las pequeñas neurosis privadas de Freud afectan su explica­ ción del amor; o los intereses teológicos y alquimistas de Newton afectan su mecánica; o el carácter moralmente reprochable de Heidegger afecta su obra filosófica. Una vez desechemos la distinción entre razón y pasión tam­ bién dejaremos de discriminar una buena idea por culpa de sus orígenes sospechosos. En lugar de ser clasificadas por sus fuentes, las ideas serán clasificadas por su utili­ dad relativa. Para los pragmatistas la pelea entre Nietzsche y los metafísicos racionalistas no tiene ningún interés.18 Con­ 18. Subrayo esta idea en «Human Rights, Rationality, and Sentimentality», incluido en Of Human Rights: Oxford Amnesty Lectures, 1993, ed. Susan Hurley y Steven Shute, Nueva York: Basic Books, 1993. En este artículo ofrezco una versión ampliada de la concepción de los derechos humanos que aquí estoy resumiendo.

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ceden a Nietzsche que referirse a los derechos humanos es sólo un modo práctico de resumir determinados aspec­ tos de nuestras prácticas reales o propuestas. Análoga­ mente, para el pragmatista, decir que la naturaleza intrínseca de la realidad consta de átomos y vacío equi­ vale a decir que nuestras mejores explicaciones científicas interpretan el cambio macroestructural como resultado de un cambio microestructural. Afirmar que Dios desea que acojamos en casa a los extraños es un modo de de­ cir que la hospitalidad es una de las virtudes de las que nuestra comunidad más se enorgullece. Decir que el res­ peto de los derechos humanos nos exigía intervenir para liberar a los judíos de las garras de los nazis, o a los bos­ nios musulmanes de las de los serbios es un modo de decir que de no haber intervenido nos hubiéramos senti­ do incómodos con nosotros mismos; de igual modo que saber que nuestros hijos, o los hijos del vecino sufren hambre mientras nosotros tenemos una mesa rebosante de comida nos quita el apetito. Hablar de derechos humanos es explicar nuestra actuación identificándonos con una comunidad de personas que piensan como noso­ tros: aquellos que hallan natural actuar de un modo determinado. A menudo, afirmaciones como las que acabo de hacer —del tipo «decir esto y lo otro es hacer aquello y lo otro»— son interpretadas en términos de la distinción apariencia-realidad. Los pensadores con inclinaciones metafísicas, obsesionados por la distinción entre conoci­ miento y opinión, o por la distinción entre razón y pasión, las califican de «irracionalistas» y «emotivistas». Los pragmatistas, por el contrario, no creen que esas afir­ maciones digan nada sobre qué ocurre realmente: que aquello que parecía ser un hecho en realidad es un valor, o que aquello que parecía ser una cognición en realidad es una emoción. Más bien entienden que son recomenda­ ciones prácticas acerca de qué hablar, sugerencias sobre el mejor modo de llevar una discusión sobre cuestiones morales. En el tema de los átomos, el pragmatista piensa que no deberíamos debatir la cuestión de si la microes-

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tructura inobservable es una realidad o bien tan sólo una ficción útil. Asimismo, en el tema de los derechos huma­ nos, el pragmatista piensa que no deberíamos debatir la cuestión de si éstos existieron siempre, aunque nadie los reconociese, o si son tan sólo unas construcciones socia­ les de una civilización influida por las doctrinas cristia­ nas de la fraternidad humana y los ideales de la Revolu­ ción Francesa. Está claro que en un sentido de «construcción social» los derechos humanos son construcciones socia­ les, pero en ese mismo sentido también lo son los neutrines y las jirafas. De acuerdo con este sentido, una construcción social es simplemente el objeto intencional de un determinado conjunto de oraciones, oraciones empleadas en unas sociedades más que en otras. Todo lo que se necesita para que una cosa sea un objeto es que se hable de ella de una forma razonablemente coherente. Pero no es necesario que todo el mundo hable de todas las formas posibles, ni, por lo tanto, que hable de to­ dos los objetos. En cuanto abandonemos la idea de que la finalidad del discurso es representar con precisión la realidad dejaremos de interesamos por distinguir las construcciones sociales de las demás cosas, y nos limita­ remos a discutir acerca de la utilidad de los constructos sociales alternativos. El otro único sentido de «construcción social» que se me ocurre es el que mencioné anteriormente: el sentido según el cual las cuentas corrientes son construcciones sociales pero las jirafas no. Aquí el criterio es solamente causal. Los factores causales que producen cuentas corrientes, a diferencia de los que producen jirafas, tie­ nen que ver con las sociedades humanas. Este sentido no tiene aplicación alguna a la cuestión de los derechos humanos, pues ni el más ferviente de los realistas mora­ les dispone de un relato causal que explique cómo empe­ zaron éstos a existir. Discutir la utilidad de un conjunto de constructos sociales llamados «derechos humanos» es debatir la cuestión de si los juegos de lenguaje que las sociedades

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inclusivistas ponen en juego son mejores o peores que aquellos que ponen en juego las sociedades exclusivistas. No existe modo alguno de expresar un juicio acerca de estos juegos de lenguaje sin hacerlo al mismo tiempo de las sociedades en general. Por consiguiente, en vez de debatir el estatuto ontológico de los derechos humanos lo que uno debería hacer es debatir la cuestión de si las comunidades que fomentan la tolerancia de pequeñas e inofensivas desviaciones respecto a la normalidad son preferibles o no a aquellas otras comunidades cuya cohe­ sión social depende de la conformidad con lo que es nor­ mal, de mantener a distancia a los extraños y de eliminar a los que tratan de pervertir a la juventud. Tal vez el mejor signo de progreso hacia una verdadera cultura de respeto de los derechos humanos sea el dejar de interfe­ rir en los planes de matrimonio de nuestros hijos por culpa de la nacionalidad, religión, raza o fortuna de la persona elegida, o porque ese matrimonio sería homose­ xual en lugar de heterosexual. Aquellos que desean encontrar unos fundamentos racionales y filosóficos para una cultura de respeto de los derechos humanos sostienen que lo que los seres humanos tienen en común supera en importancia a fac­ tores adventicios tales como la raza o la religión. Pero luego tienen problemas para explicar en qué consisten esos rasgos comunes. No basta con decir que todos com­ partimos una misma susceptibilidad hacia el dolor, pues no hay nada de propiamente humano en el dolor. Si todo lo que importara fuese el dolor, entonces tendría igual importancia proteger a los conejos de los zorros que proteger a los judíos de los nazis. Si uno acepta una explicación naturalista y darwiniana de los orígenes de la especie humana, entonces no sirve de nada sostener que todos poseemos en común una misma razón, pues de acuerdo con aquella explicación ser racional es sen­ cillamente lo mismo que ser capaz de emplear un len­ guaje. Pero existen muchos lenguajes, la mayoría de ellos exclusionistas. El lenguaje de los derechos huma­ nos no es ni más ni menos característico de nuestra

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especie que los lenguajes que exigen pureza racial o religiosa.19 Los pragmatistas proponen abandonar, simplemente, el intento de hallar unos rasgos comunes. Creen que si nos concentramos en nuestra capacidad para hacer que las pequeñas cosas que nos separan parezcan insignifi­ cantes —comparándolas no con aquella gran cosa que nos une sino con otras pequeñas cosas—, entonces podre­ mos acelerar el progreso moral. Nosotros, los pragmatis­ tas, consideramos que el progreso moral se parece más a un proceso de ir cosiendo los retazos de un multicolor y elaborado quilt20 enorme que a lograr una visión más cla­ ra de algo verdadero y profundo. Aquí, como en cualquier otro lugar, antes que metáforas de altura y profundidad preferimos emplear metáforas de amplitud y extensión. Convencidos de que no existe ninguna sutil esencia humana que la filosofía pueda captar, nuestra estrategia consiste en no tratar de sustituir superficialidad por pro­ fundidad, ni tratar de elevamos por encima de lo particu­ lar para alcanzar lo universal. Antes bien, lo que nos gus­ taría es poder minimizar una diferencia particular en un momento particular: la diferencia entre cristianos y musulmanes en un pueblo concreto de Bosnia; la dife­ rencia entre negros y blancos en una determinada ciudad de Alabama; la diferencia entre gays y heterosexuales en una determinada congregación católica del Quebec. Nuestra esperanza es poder zurcir con mil pequeños pun­ tos estos distintos grupos, invocar los mil pequeños ras­ gos que sus miembros comparten y no tener que apelar a un gran rasgo, su común humanidad. 19. En este punto vuelvo a estar de acuerdo con Habermas sobre el carácter lingüístico de la racionalidad. Pero, al contrario que él, yo intento emplear esta doctrina para demostrar que no es preciso pensar en términos uni­ versalistas. Su universalismo le prohíbe adoptar la concepción de los derechos humanos que ofrezco aquí. Ésta es antiuniversalista, en tanto que trata de disua­ dir cualquier intento de formular generalizaciones que comprendan todas las formas posible de existencia humana. La esperanza de un futuro humano mejor, hoy inimaginable, es la esperanza de que ninguna de las generalizaciones que actualmente podamos formular será adecuada para alcanzarlo. 20. Un quilt es un edredón hecho de muchos retazos sobrantes. (N. del T.)

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Esta imagen del progreso moral nos sitúa al otro lado de la idea kantiana según la cual la moralidad tiene que ver con la razón. Nosotros los pragmatistas simpatizamos más con la idea de Hume de que tiene que ver con el sen­ timiento. Si las posibilidades de elección se restringieran a estos dos candidatos elegiríamos a Hume. Aunque lo que realmente querríamos es rechazar la elección y dese­ char de una vez por todas la vieja psicología griega de las facultades. Recomendamos abandonar la distinción entre dos fuentes de creencias y deseos que funcionan por separado. En lugar de trabajar dentro de los límites de esta distinción, que constantemente nos amenaza con la imagen de una división entre un yo verdadero y un yo aparente y falso, podemos volver a invocar la distinción entre presente y futuro. Más específicamente, podemos concebir el progreso intelectual y moral, no como un proceso de acercamiento a la Verdad, el Bien o lo Correcto, sino más bien como un incremento del poder imaginativo. La imaginación es la vanguardia de la evolución cultural, el poder que —en tiempos de paz y prosperidad— está en constante funcio­ namiento para que el futuro del hombre sea más rico que su pasado. La imaginación es la fuente de las nuevas imá­ genes científicas sobre el universo físico y también de las nuevas concepciones acerca de otras comunidades posi­ bles. Es lo que tenían en común Newton y Jesucristo, Freud y Marx: la capacidad de redescribir lo familiar en términos no familiares. Los primeros cristianos practicaron una redescrip­ ción de este tipo al explicar que la diferencia entre los judíos y los griegos no era tan importante como se había creído. La practican actualmente las feministas, cuyas descripciones de la conducta sexual y del acuerdo matri­ monial parecen tan extrañas a muchos hombres (y muje­ res) como pareció extraña a los escribas y fariseos la indi­ ferencia que mostró San Pablo por las distinciones judai­ cas tradicionales. Eso mismo ensayaron los Padres Fun­ dadores de los EE.UU. al instar a la gente a verse no como cuáqueros de Pennsylvania o católicos de Mary-

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land, sino como ciudadanos de una república federal, pluralista y tolerante. Eso mismo intentan hoy esos defensores apasionados de la unidad europea que man­ tienen la esperanza de que sus nietos se considerarán pri­ mero europeos y, en segundo lugar, franceses o alemanes. Pero otro ejemplo igualmente bueno de una redescrip­ ción de este tipo es la propuesta de Demócrito y Lucrecio de entender el mundo en términos de átomos que chocan entre sí; o la propuesta de Copémico de pensar que el sol está quieto. En una lección anterior sostuve que el pragmatismo se propone reemplazar conocimiento por esperanza. Espero que esta lección haya servido para aclarar qué quería decir con ello. La diferencia que existe entre la concepción griega y la concepción postdarwinianodeweyniana de la naturaleza humana es una diferencia entre encierro y apertura, entre la seguridad de lo que no cambia y el encanto del lanzarse a un proceso de cambio imprevisible como el que defendieron Whitman y Whitehead. Esta apoteosis del futuro, esta disposición a susti­ tuir certeza por imaginación y orgullo por curiosidad, echa abajo la distinción griega entre contemplación y acción. Dewey, vio en esta distinción el mayor íncubo que la vida intelectual de Occidente debe tratar de rehuir.21 El pragmatismo de Dewey, como ha dicho Hilary Putnam, consistió en «una insistencia constante en la supremacía del punto de vista del agente».22 En estas lecciones he 21. Dewey, J., Reconstruction in Philosophy, p. 179: «Cuando la concien­ cia de la ciencia esté completamente impregnada de la conciencia del valor humano, el mayor dualismo que hoy abruma la humanidad, la escisión entre, de un lado, lo material, lo mecánico, lo científico y, de otro, lo moral y lo ideal, desaparecerá.» Desde mi punto de vista, el trabajo de los filósofos postkuhnianos y de los historiadores y sociólogos de la ciencia ha colaborado en esta tarea de impregnación completa. Véase, por ejemplo, Steve Shapin y Simón Schaffer, Leviathan and the Air-Pump (Princeton: Princeton University Press, 1985) y Bru­ no Latour, We Have Never Been Modem (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1993). El libro de Latour defiende una tesis que habría recibido el total apoyo de Dewey, a saber, que la distinción entre un reino de la naturaleza «halla­ do» y un reino de la sociedad «hecho» está completamente equivocada. 22. Putnam, H., The Many Faces of Realism, La Salle, Illinois: Open Court, 1987, p. 83 (Las mil caras del realismo, Barcelona: Paidós, 1994). Exami-

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estado interpretando esta supremacía como la prioridad de la esperanza de inventar nuevos modos de ser huma­ no por encima de la necesidad de estabilidad, seguridad y orden.

no las diferencias entre mi versión del pragmatismo y las de Putnam en «Put­ nam and the Relativist Menace», Journal of Philosophy, vol. 90, n.° 9 (setiembre 1993), pp. 443-461.

O ctava

lección

LA JUSTICIA COMO UNA LEALTAD MÁS AMPLIA Todos nosotros esperaríamos recibir ayuda si, en el caso de que nos persiguiera la policía, pidiésemos a nuestra familia que nos escondiera. La mayoría prestaría ayuda incluso sabiendo que nuestro hijo o padre es cul­ pable de un sórdido crimen. Muchos estaríamos dispues­ tos a cometer perjurio a fin de proporcionarle una falsa coartada. Con todo, si alguien inocente fuera condenado por culpa de nuestro perjurio, entonces a la mayoría de nosotros nos atormentaría un conflicto entre lealtad y justicia. Un conflicto de esta clase, sin embargo, sólo ocurri­ rá en la medida en que nos podamos identificar con la persona inocente que acabamos de perjudicar. Si esta persona resulta ser un vecino, el conflicto será probable­ mente intenso. Si es un extraño, especialmente si perte­ nece a una raza, clase o nación distinta de la nuestra, posiblemente no lo sea tanto. Es preciso que haya una cierta sensación de que él o ella es «uno de nosotros» para que uno puedaf empezar a sentirse atormentado por la duda de si ha hecho bien o mal al cometer perjurio. Por consiguiente, es posible que en lugar de describimos en una situación de tormento por culpa de un conflicto entre lealtad y justicia, sea igual de apropiado describir­ nos como hallándonos en un conflicto entre lealtades: entre, por un lado, la lealtad a la familia y, por otro, la lealtad a un grupo más amplio que incluye a la víctima del perjurio.

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Si las cosas se ponen feas, sin embargo, nuestra leal­ tad a estos grupos mayores se debilitará e incluso puede llegar a desaparecer. Entonces posiblemente excluyamos a personas que anteriormente habíamos considerado uno más de nosotros. Compartir la cena con gente pobre de la calle es algo natural y correcto en tiempos normales; pero quizá no lo sea en tiempos de hambre, cuando actuar así equivale a ser desleal a tu propia familia. Cuanto más feas están las cosas, más se estrechan los vínculos de leal­ tad con aquella gente cercana a nosotros, y más se aflojan los que mantenemos con el resto. Consideremos otro ejemplo de lealtades en expansión y contracción: nuestra actitud hacia otras especies. Hoy en día, la mayoría de nosotros estamos, como mínimo, medio convencidos de que los vegetarianos tienen algo de razón y que los animales tienen efectivamente algún tipo de derechos. Imaginemos, sin embargo, que resulta que las vacas o los canguros son portadores de una nueva mutación de un virus invariablemente letal para los hom­ bres, pero inofensivo para esas especies. Sospecho que, en esas circunstancias, todos estaríamos de acuerdo en restar importancia a las acusaciones de «especiocismo» (speciesism) y participaríamos en la necesaria masacre. La idea de justicia entre especies se habría convertido de repente en irrelevante, porque de no ser así las cosas se habrían puesto realmente feas y porque es prioritaria la lealtad a nuestra propia especie. En tales circunstancias, la lealtad a un comunidad más amplia —la de todas las criaturas vivientes del planeta— desaparecería rápida­ mente. Como último ejemplo, consideremos la difícil situa­ ción creada como resultado de la exportación acelerada de trabajo del Primer al Tercer Mundo. Es probable que, en el futuro, la media de ingresos de la mayor parte de familias norteamericanas y europeas siga una tendencia descendente. En gran medida, este descenso es atribuible, por ejemplo, al hecho de que los costes de contratar un trabajador en Tailandia son una décima parte inferiores a los costes de contratar otro en Ohio. Es común entre los

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ricos pensar que, dentro del marco internacional, el traba­ jo en Estados Unidos y Europa está demasiado bien remu­ nerado. A veces, cuando alguien acusa a los hombres de negocio americanos de ser desleales a Estados Unidos por dejar sin trabajo a ciudades enteras de nuestro Rust Belt, éstos responden que en su escala de valores la justicia está por encima de la lealtad.1Arguyen que las necesidades de la humanidad en general tienen precedencia moral res­ pecto a las de sus conciudadanos y que, por consiguiente, están por encima de las lealtades nacionales. La justicia les exige actuar como ciudadanos del mundo. Consideren ahora la hipótesis verosímil de que las instituciones democráticas sólo son viables con el sopor­ te de un bienestar económico alcanzable en el marco regional, pero inalcanzable en el marco mundial. Si esta hipótesis es correcta, entonces es muy probable que la democracia y la libertad en el Primer Mundo no sobrevi­ van a una mundialización general del mercado de traba­ jo. Las democracias ricas se enfrentan, por consiguiente, al dilema de perpetuar sus propias instituciones y tradi­ ciones democráticas o bien tratar de un modo justo al Tercer Mundo. Para tratar con justicia al Tercer Mundo sería preciso exportar capital y trabajo hasta que todo quedase nivelado, hasta que un trabajador honrado que trabajara en una galería minera o con un ordenador ganase el mismo salario en Cincinatti o París que en una pequeña ciudad de Bostwana. Ahora bien, si hacemos esto, podría subrayar alguien persuasivamente, entonces no habrá ya más dinero para financiar bibliotecas públi­ cas, o diarios, o redes de información competitivas, como tampoco será posible una educación humanista al alcan­ ce de todos, o ninguna de las instituciones necesarias para generar una opinión pública ilustrada y favorecer 1. Donald Fites, el director ejecutivo de la compañía de tractores Caterpi­ llar justificó el traslado de su compañía al extranjero diciendo: «como ser huma­ no, creo que lo que está pasando es positivo. No creo que sea muy realista que 250 americanos controlen la mayor parte del PIB mundial». Citado en Edward Luttwack, The Endangered American Dream, Nueva York: Simón and Shuster, 1993, p. 184.

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así la conservación de unos gobiernos más o menos democráticos. ¿Qué deben hacer pues, según esta hipótesis, las democracias ricas? ¿Ser leales a sí mismas y entre ellas mismas? ¿Seguir manteniendo para un tercio de la huma­ nidad unas sociedades libres a costa de los dos tercios res­ tantes? ¿O bien deben sacrificar las ventajas de la libertad política en pro de una justicia económica igualitaria? Estas cuestiones son paralelas a los problemas que deben afrontar los padres de una familia numerosa des­ pués de un holocausto nuclear. ¿Comparten la comida que han acumulado en el sótano con los vecinos, aunque entonces durará sólo un par de días? ¿O bien los mantie­ nen a raya con la escopeta en mano? Ambos dilemas morales plantean el mismo problema: ¿qué deberíamos hacer: estrechar el círculo en pro de la lealtad o ensan­ charlo en pro de la justicia? *

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*

La verdad es que no tengo la menor idea sobre cuál es la respuesta correcta a estas cuestiones, ni tampoco sé qué deberían hacer unos padres en una situación seme­ jante, o qué puede hacer el Primer Mundo. Si las he plan­ teado ha sido sólo para fijar mejor una cuestión más abs­ tracta y meramente filosófica: ¿qué es más adecuado, describir esos dilemas morales en términos de conflictos entre lealtad y justicia, o bien, como he sugerido ante­ riormente, hacerlo en términos de conflictos entre lealta­ des a unos grupos más pequeños y lealtades a unos gru­ pos más amplios? Esto equivale a preguntar: ¿sería una buena idea entender que «justicia» es el nombre que designa la leal­ tad a un determinado grupo muy amplio, a nuestro gru­ po actualmente más amplio, en vez de pensar que desig­ na algo distinto a la lealtad? ¿Sería posible reemplazar la noción de «justicia» por aquella otra de «lealtad a un gru­ po», el grupo de conciudadanos, la especie humana, o el grupo de todas las cosas vivientes? ¿Se perdería nada con esta sustitución?

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Probablemente, los filósofos morales que siguen sien­ do fieles a Kant pensarán que con ello se perdería mucho. Es propio de los kantianos hacer hincapié en la idea de que la justicia emana de la razón y que la lealtad lo hace del sentimiento. Sólo la razón, dicen, puede imponer obli­ gaciones morales incondicionales y universales, y nuestra obligación de ser justos es de esta clase. Pertenece a un nivel distinto del de las relaciones afectivas que dan ori­ gen a la lealtad. El filósofo contemporáneo que más des­ taca por el modo kantiano de ver así las cosas es Jürgen Habermas. Habermas no está nada dispuesto a difuminar la línea de separación entre razón y sentimiento, o entre validez universal y consenso histórico. No ocurre lo mis­ mo con aquellos filósofos contemporáneos que se alejan de Kant, bien en la dirección de Hume (como Annette Baier), en la dirección de Hegel (como Charles Taylor), o en la dirección de Aristóteles (como Alasdair Maclntyre). Michael Walzer se halla en el extremo opuesto a Habermas. Desconfía de términos como «razón» u «obli­ gación moral universal». El núcleo de su nuevo libro Moralidad en el ámbito local e internacional lo constituye una propuesta de rechazo de una intuición central a Kant: la intuición de que «los hombres y las mujeres, en todas partes empiezan con alguna idea, o principio, o conjunto de ideas y principios en común que luego ela­ boran de muy distintas formas». Walzer cree que debe­ ríamos invertir esta imagen de la moralidad como algo que «empieza siendo tenue (thin)» y que «se va conden­ sando (thickening) con el tiempo». Dice lo siguiente: La moralidad es densa (thick) desde el principio, está culturalmente integrada y es completamente reso­ nante; sólo se revela en forma tenue (thinly) en casos especiales, cuando el lenguaje moral se dirige a unos propósitos especiales.2 2. Walzer, M., Thick and Thin: Moral Argument at Home and Abroad, Notre Dame: Notre Dame University Press, 194, p. 4. (Moralidad en el ámbito local e internacional, Madrid: Alianza, 1996.)

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La inversión de Walzer sugiere, aunque no implica, la visión neohumenana de la moralidad que Annette Baier esboza en Moral Prejudices. Según Baier, originariamente, la moralidad no es una obligación sino una relación de confianza recíproca entre miembros de un grupo cerrado como por ejemplo la familia o el clan. Comportarse moralmente es actuar de forma natural en el trato con los padres e hijos, o con los demás miembros del clan. Equi­ vale a respetar la confianza que han depositado en noso­ tros. La obligación, en tanto que opuesta a la confianza, sólo sale a escena cuando la lealtad a un pequeño grupo choca con la lealtad a un grupo más amplio.3 Si las familias se confederan en tribus, o las tribus en naciones, entonces es posible que uno sienta la obliga­ ción de hacer lo que nunca haría de forma natural: dejar a los padres en la estacada para ir a la guerra, o legislar contra el propio pueblo haciendo uso de los poderes de administrador federal o juez. Lo que Kant describiría como un conflicto entre obligación moral y sentimiento, o entre razón y sentimiento, es en realidad, según una explicación no kantiana del asunto, un conflicto entre dos conjuntos de lealtades distintas. La idea de que exis­ te una obligación moral universal de respetar la dignidad humana es reemplazada por la idea de lealtad a un grupo muy amplio: la especie humana. La idea de que esta obli­ gación se extiende más allá de la especie hasta compren­ der un grupo aún más grande se convierte en la idea de lealtad a todos aquellos que, como uno mismo, son sus­ ceptibles de experimentar dolor —incluso las vacas y los canguros—, o tal vez incluso a todos los seres vivos, incluidos los árboles. Podemos reformular esta concepción no kantiana de la moralidad afirmando que la identidad moral está determinada por el grupo o grupos con los que uno se identifica, el grupo o grupos con respecto a los cuales 3. La concepción de Baier se parece bastante a la que Wilfrid Sellars y Robert Brandom bosquejan en sus explicaciones, casi hegelianas, del progreso moral como la expansión de aquel círculo de seres que se incluyen en el «noso­ tros».

231 uno es incapaz de ser desleal y quedarse tan tranquilo. De acuerdo con esta concepción, los dilemas morales no son el resultado de un conflicto entre razón y sentimiento, sino el resultado de un conflicto entre yoes alternativos! entre autodescripciones alternativas, entre modos alter­ nativos de dar sentido a la vida. Los no kantianos no creen que tengamos un yo verdadero y central en virtud de nuestra pertenencia a la especie humana, un yo que responda a la llamada de la razón. En lugar de eso, pue­ den defender la idea de Daniel Dennett de que el yo es un centro de gravedad narrativa. En las sociedades no tradi­ cionales, la mayoría de la gente dispone de algunas de estas narrativas y, por consiguiente, posee más de una identidad moral distinta. Esta pluralidad de identidades da cuenta del número y variedad de dilemas morales, filósofos morales y novelas psicológicas que aparecen en esas sociedades. El contraste que efectúa Walzer entre una moralidad densa y una moralidad tenue es, entre otras cosas, un contraste entre, por un lado, las historias detalladas y concretas que podemos contar acerca de nosotros mis­ mos como miembros de un pequeño grupo; y, por el otro, la historia relativamente abstracta e imprecisa que pode­ mos contar acerca de nosotros mismos como ciudadanos del mundo. Conocemos mejor nuestra familia que el pue­ blo, el pueblo que la nación, la nación que la humanidad en general, el ser humano que una simple criatura vivien­ te. Podemos determinar mejor qué diferencias entre los individuos son moralmente relevantes al tratar con gente que podemos describir detalladamente (thickly) que al tratar con gente que tan sólo podemos describir ligera­ mente por encima (thinly). Por esta razón es preciso que al crecer los grupos la ley reemplace la costumbre y los principios abstractos reemplacen la phronesis. Por consi­ guiente, los kantianos se equivocan al concebir la phrone­ sis como algo que se condensa a partir de unos principios abstractos. Platón y Kant se descarriaron al pasar de la idea de que los principios abstractos están diseñados para triunfar sobre las lealtades locales y limitadas a la LA JUSTICIA COMO UNA LEALTAD MÁS AMPLIA

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idea de que, de algún modo, los principios son anteriores a las lealtades y lo tenue es, de algún modo, anterior a lo denso. Uno puede alinear la distinción denso-tenue de Wal­ zer con el contraste que Rawls establece entre un concep­ to compartido de justicia y diversas concepciones de la justicia en conflicto. Rawls describe este contraste del siguiente modo: ... el concepto de justicia, aplicado a una institución, sig­ nifica, pongamos por caso, que la institución no hace dis­ tinciones arbitrarias entre personas a la hora de asignar los derechos y los deberes básicos, y que sus reglas esta­ blecen un balance adecuado entre exigencias competiti­ vas... Mientras que una concepción incluye, además de eso, principios y criterios para decidir qué distinciones son arbitrarias y cuándo el balance entre exigencias com­ petitivas resulta adecuado. La gente puede llegar a poner­ se de acuerdo sobre el significado de justicia y, sin embargo, seguir discrepando al afirmar diferentes princi­ pios y criterios para decidir estos asuntos.4

Formulada en términos de Rawls, la idea de Walzer es que en primer lugar están las concepciones densas, «enteramente resonantes» de la justicia, junto con las dis­ tinciones relativas a qué gente es más importante y qué gente lo es menos. El concepto tenue y su máxima «no realices distinciones arbitrarias entre sujetos morales» se manifiesta de forma clara sólo en casos especiales. En tales casos, es frecuente que el concepto tenue se vuelva contra cualquiera de las concepciones densas de las que ha surgido y que lo haga en forma de preguntas críticas sobre la posible arbitrariedad de pensar que un grupo determinado de gente es más importante que otro. Pero ni Rawls ni Walzer creen que el despliegue del concepto tenue de justicia pueda, por sí solo, resolver ninguna de estas cuestiones críticas mediante un criterio 4. Rawls, John, Political Liberalism, Nueva York: Columbia University Press, 1993, p. 14w. (El liberalismo político , Barcelona: Crítica, 1996.)

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de arbitrariedad. No creen que sea posible realizar lo que Kant esperaba: solucionar los problemas morales a partir del análisis de conceptos morales. Dicho en la terminolo­ gía que propongo: no podemos resolver los conflictos entre lealtades volviéndoles la cara y yendo derechos hacia algo categóricamente distinto de la lealtad, a saber, la obligación universal de actuar justamente. En conse­ cuencia, debemos abandonar la idea kantiana según la cual la ley moral es pura en sus orígenes, pero siempre corre el peligro de quedar contaminada por aquellos sen­ timientos irracionales que introducen discriminaciones arbitrarias entre las personas. Debemos sustituirla por la idea hegeliano-marxista de que, a lo sumo, esta supuesta ley moral es una cómoda abreviación de una red concre­ ta de prácticas sociales. Ello supone contrariar a Habermas cuando éste asegura que su «ética discursiva» expre­ sa de modo manifiesto una presuposición trascendental del uso del lenguaje, y aceptar la crítica de que simple­ mente expresa las costumbres de las sociedades liberales contemporáneas.5 •k

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Ahora querría plantear la cuestión relativa a cómo describir los distintos dilemas morales con los que he empezado esta lección: si hacerlo como conflictos entre lealtad y justicia, o bien, más concretamente, como con­ flictos entre lealtades a grupos particulares. Piensen en las exigencias de reforma que formulan las sociedades liberales occidentales al resto del mundo: ¿son hechas en nombre de algo no meramente occidental —algo como la moralidad, la humanidad o la racionalidad—, o bien no son sino expresiones de lealtad a unas concepciones loca­ les y occidentales de la justicia? 5. Este tipo de debate recorre gran parte de la filosofía contemporánea. Comparen, por ejemplo, el contraste de Walzer entre empezar siendo tenue y empezar siendo denso con el contraste entre la noción platónico-chomskyana de empezar con significados y luego descender al uso y la noción wittgensteiniano-davidsoniana de empezar primero con el uso y luego obtener el significa­ do para fines filosóficos o lexicográficos.

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Habermas diría que lo primero. Yo, por el contrario, diría que más bien se trata de lo segundo, pero que no por ello son peores o mejores. En lugar de decirse que el Occidente liberal es la parte del mundo mejor informada acerca de la racionalidad y la justicia, lo que se debería afirmar es que cuando Occidente formula exigencias de este tipo a las sociedades no liberales lo que está hacien­ do es simplemente ser fiel a sí mismo. En un trabajo reciente titulado «The Law of Peoples» («El derecho de gentes») Rawls trata la cuestión de si la concepción de la justicia que ha desarrollado en sus libros vale sólo para el Occidente liberal o si, por el con­ trario, es válida universalmente. A él le gustaría poder decir que es válida universalmente. De hecho, afirma que es importante evitar el «historicismo», que cree poder lle­ gar a evitar si logra demostrar que es posible extender la concepción de la justicia que mejor conviene a una socie­ dad liberal hasta comprender otros tipos de sociedades mediante la formulación de lo que él llama «el derecho de gentes».6 En este trabajo, Rawls bosqueja una exten­ sión del procedimiento constructivista que propuso en Una teoría de la justicia; una extensión que gracias a su persistencia en la distinción entre lo justo y lo bueno, nos permite abarcar bajo una misma ley a las sociedades libe­ rales y a las sociedades no liberales. Ahora bien, de acuerdo con el desarrollo que efectúa Rawls de su propuesta constructivista resulta que esta ley se aplica solamente a gente razonable, en un sentido muy específico del término «razonable». Entre las condiciones que las sociedades no liberales deben cumplir para poder 6. Rawls, J., «The Law of Peoples», en On Human Rights: The Oxford Amnesty Lectures, 1993, ed.Stephen Shute y Susan Hurley, Nueva York: Basic Books, 1993, p. 44. (De los derechos humanos: las Conferencias Oxford Amnesty de 1993 , Madrid: Trotta, 1998.) La verdad es que no llego a ver por qué Rawls consi­ dera que el historicismo es indeseable. Hay pasajes de su obra, tanto al principio como ahora, en los que parece que vaya a unir su suerte a la de los historicistas. (Véase el pasaje citado en la nota 11 proveniente de su artículo «Reply to Habermas»). Hace unos años, en «The Priority of Democracy to Philosophy» —reimpre­ so en Objectivity, Relativism and Truth, Cambridge, 1991— defendí la posibilidad de una interpretación historicista de la metafilosofía de A Theory of Justice de Rawls.

235 «ser aceptadas por parte de las sociedades liberales como miembros reconocidos de una sociedad de gentes»7 está la siguiente: «su sistema de leyes debe estar dirigido por una concepción de la justicia del bien común [...] que considere imparcialmente lo que entiende no irrazona­ blemente como los intereses fundamentales de todos los miembros de la sociedad».8 Rawls considera que el cumplimiento de esta condi­ ción excluye la posibilidad de violación de los derechos humanos elementales.9 Estos derechos incluyen «al menos ciertos derechos mínimos a los medios de subsistencia y seguridad (el derecho a la vida), a la libertad (abolición del esclavismo, la servitud, las ocupaciones por la fuerza), a la propiedad (personal), además del derecho a la igual­ dad formal tal como está expresada en las reglas de la jus­ ticia natural (como, por ejemplo, que los casos similares deben ser tratados de modo similar)».10 Cuando se le pide a Rawls que aclare qué quiere decir con la afirmación de que las sociedades no liberales admisibles no deben tener doctrinas filosóficas o religiosas irrazonables, éste glosa el término «irrazonable» diciendo que estas sociedades «deben admitir un cierto grado de libertad de conciencia y pensamiento, aunque estas libertades no valgan, en general, lo mismo para todos los miembros de la socie­ dad». En suma, la noción de Rawls sobre qué es razona­ ble limita la pertenencia a la sociedad de gentes a aquellas sociedades cuyas instituciones abarcan la mayor parte de lo que Occidente ha logrado con tanto esfuerzo en los dos últimos siglos desde la Ilustración. Desde mi punto de vista, Rawls no puede rechazar el historicismo e invocar al mismo tiempo esta noción de razonabilidad. Pues el efecto resultante de tal invocación es la incorporación en la concepción de la justicia implí­ cita en el derecho de gentes de la mayor parte de las últi­ mas determinaciones de Occidente sobre qué distincio­ LA JUSTICIA COMO UNA LEALTAD MÁS AMPLIA

7. 8. 9. 10.

Ibíd., p. 81. Ibíd., p. 61. Ibíd., p. 63. Ibíd., p. 62.

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nes entre personas son arbitrarias. Las diferencias entre las distintas concepciones de la justicia, recuerden, son diferencias respecto a qué características de la gente son consideradas relevantes en la evaluación de sus exigen­ cias en competencia. Es evidente que frases como «los casos similares deben ser tratados de modo similar» son lo suficientemente imprecisas como para hacer posible la aparición de argumentos a favor de ¿¿/¿similar el trato entre creyentes e infieles, hombres y mujeres, blancos y negros, o gays y heterosexuales. El margen que ofrecen es lo bastante grande como para que uno pueda defender que una discriminación de este tipo, realizada en base a estas diferencias, no es arbitraria. En el caso de que fué­ ramos a excluir de la sociedad de gentes a aquellas socie­ dades que impiden que los homosexuales infieles ocupen ciertos cargos, estas sociedades podrían replicar, con bas­ tante razón, de que al excluirlas no apelamos a algo uni­ versal, sino a toda una serie de desarrollos muy recientes de Europa y América. Estoy de acuerdo con Habermas cuando dice: Lo que, en realidad, Rawls prejuzga con el concepto de «consenso entrecruzado» (overlapping consensus) es la distinción entre la forma de conciencia moderna y la for­ ma de conciencia premodema, la distinción entre inter­ pretaciones «razonables» e interpretaciones «dogmáti­ cas» del mundo.

Discrepo, sin embargo, de Habermas, como creo que también haría Walzer, cuando añade que Rawls sólo puede defender la primacía de lo justo sobre lo bue­ no con la noción de un consenso entrecruzado si es ver­ dad que las concepciones del mundo posmetafísicas que se han vuelto reflexivas bajo las condiciones modernas son epistémicamente superiores a las concepciones del mundo fundamentalistas establecidas dogmáticamente; efectivamente, sólo puede defenderla si es posible trazar con total claridad una distinción de este tipo.

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Lo que quiere decir Habermas es que, para demostrar la superioridad del Occidente liberal, Rawls precisa de un argumento que parta de premisas válidas transculturalmente. Sin un argumento de este tipo, señala, «es inad­ misible la descalificación de doctrinas "irrazonables” que no puedan armonizar con el concepto “político” de la jus­ ticia propuesto».11 Estos pasajes dejan bien claro por qué Habermas y Walzer se hallan en dos extremos opuestos. Walzer da por sentado que no puede haber demostración alguna de la superioridad epistémica de la idea occidental de razonabilidad que no incurra en petición de principio. No existe ningún tribunal de la razón transcultural ante el cual pueda resolverse esta cuestión de la superioridad. Walzer presupone lo que Habermas llama «un contextualismo fuerte según el cual no existe ninguna “racionalidad”». De acuerdo con esta concepción, añade Habermas, «las “racionalidades” individuales están correlacionadas con distintas culturas, concepciones del mundo, tradiciones o formas de vida. Se concibe a cada una de ellas como internamente entretejida con una concepción particular del mundo».12 En mi opinión, la aproximación constructivista al derecho de gentes podría funcionar si Rawls adoptase lo que Habermas llama «un contextualismo fuerte». Esto 11. Todas las citas de este párrafo proceden del libro de Habermas Justi­ ficadori and Application: Remarles on Discourse Ethics, Cambridge, Mass.: MIT Press, 193, p. 95. En este libro Habermas comenta el uso que realiza Rawls de «razonable» en escritos anteriores a «The Law of Peoples», que apareció con posteridad al libro de Habermas. Cuando escribí la presente lección todavía no se había producido el inter­ cambio de opiniones entre Rawls y Habermas publicado en The Journal of Phi­ losophy (vol. 92, núm. 3, marzo 1995). Este intercambio apenas trata la cuestión del historicismo vs. universalismo. Uno de los pocos lugares en que aparece es en la p. 179 de la «Reply to Habermas» de Rawls: «La justicia como equidad es sustantiva... en el sentido de que nace de y pertenece a la tradición del pensa­ miento liberal y a la mayor comunidad de la cultura política de las sociedades democráticas. Así pues, no llega a ser propiamente formal o verdaderamente universal y, por lo tanto, tampoco forma parte de las presuposiciones casi tras­ cendentales (como dice a veces Habermas) que establece la teoría de la acción comunicativa». 12. Ibíd.

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querría decir dejar de intentar rehuir el historicismo y dejar de intentar proporcionar un argumento universalis­ ta para las concepciones occidentales más recientes sobre qué diferencias entre personas son arbitrarias. Para mí, el valor del libro de Walzer Moralidad el ámbito local e inter­ nacional reside precisamente en el hecho de que es explí­ cito a la hora de dejar claro la necesidad de ello. La debi­ lidad de la explicación de Rawls sobre lo que está hacien­ do proviene, en cambio, de una ambigüedad entre dos sentidos de universalismo. Cuando Rawls sostiene que «una doctrina constructivista liberal es universal en su alcance una vez queda ampliada con... un derecho de gentes»,13 no está afirmando que sea universal con res­ pecto a su validez. La noción de alcance universal se ajus­ ta bien al constructivismo, pero no ocurre lo mismo con la noción de validez universal. Y esta última noción es la que justamente necesita Habermas. Por eso cree que necesitamos armamento filosófico realmente pesado, fabricado de acuerdo con el modelo kantiano; por eso insiste en la idea de que sólo las presuposiciones trascen­ dentales de cualquier práctica comunicativa posible pue­ den realizar la tarea.14 En mi opinión, si Rawls quisiera ser fiel a su propio constructivismo debería estar de acuerdo con Walzer en que no es preciso realizar esta tarea. Rawls y Habermas, a diferencia de Walzer, invocan a menudo la noción de «razón». En el caso de Habermas, esta noción se halla siempre vinculada a la noción de validez libre de contexto. Con Rawls las cosas son más complicadas. Rawls distingue lo razonable de lo racional y utiliza este segundo concepto para designar el tipo de racionalidad de medios-fines que uno emplea en ingenie­ ría o a la hora de elaborar un modus vivendi hobbesiano. 13. «The Law of Peoples», p. 46. 14. Desde mi punto de vista, la noción de validez universal es tan innece­ saria en epistemología como en filosofía moral. Defiendo esta tesis en «Sind Aussagen Universelle Geltungsansprüche?», Deutsche Zeitschrift für Philosophie, Band 42, 6/1994, pp. 975-988. Habermas y Apel opinan que mi concepción es paradójica y que, probablemente, generará autocontradicciones performativas.

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Pero Rawls suele invocar todavía una tercera noción, la de «razón práctica», como cuando dice que la autori­ dad de las doctrinas liberales constructivistas «reside en los principios y concepciones de la razón práctica».15 De ahí que alguien pueda pensar que si Rawls emplea este término kantiano es porque está de acuerdo con Kant y Habermas en que existe una facultad humana universal­ mente distribuida llamada razón práctica (que existe con anterioridad y funciona con independencia de la historia reciente de Occidente); una facultad que nos informa de qué distinciones entre personas son arbitrarias y cuáles no. Esta facultad desempeñaría la tarea, necesaria según Habermas, de detectar la validez moral transcultural. No creo, sin embargo, que Rawls pretenda nada de esto. De hecho, él mismo matiza que su constructivismo difiere de todas aquellas concepciones filosóficas que apelan a una fuente de autoridad y en las que «la univer­ salidad de la doctrina es consecuencia directa de su fuen­ te de autoridad». Y como ejemplos de fuentes de autori­ dad menciona «la razón (humana), o un reino indepen­ diente de valores morales, o alguna otra supuesta base de validez universal».16 Por consiguiente, me parece que debemos interpretar la frase «los principios y las concep­ ciones de la razón práctica» como haciendo referencia a cualesquiera principios y concepciones a los que de hecho se llega en el curso de creación de una comunidad. Rawls subraya que crear una comunidad no es lo mismo que elaborar un modus vivendi, tarea que no requiere una razón práctica sino solamente una raciona­ lidad de medios-fines. Un principio o una concepción pertenece a la razón práctica, en el sentido de Rawls, si apareció en el curso del proceso en el que la gente empe­ zó siendo densa y luego se volvió tenue, desarrollando así un consenso entrecruzado y dando lugar al estableci­ miento de una comunidad moral más inclusiva. No per­ tenecería a ella, en cambio, si su aparición hubiera acae­ 15. «The Law of Peoples», p. 46. 16. Ambas citas se hallan en ibíd., p. 45.

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cido bajo la amenaza de la fuerza. Para Rawls, por decir­ lo así, la razón práctica es más una cuestión de procedi­ miento que de sustancia; es más una cuestión de cómo acordamos qué hacer que de qué acordamos hacer. Esta definición de razón práctica sugiere que tal vez las diferencias entre las posturas de Rawls y Habermas sean sólo de carácter verbal, pues el intento mismo de Habermas de reemplazar una «razón centrada en el suje­ to» por una «razón comunicativa» representa un paso adelante en la dirección de la sustitución del «qué» por el «cómo». El primer tipo de razón es una fuente de verdad, de una verdad en cierta forma coherente con la mente humana. El segundo tipo de razón no es fuente de nada, sino simplemente la actividad de justificar afirmaciones ofreciendo argumentos en lugar de amenazas. Habermas, como Rawls, en vez de concentrarse como hicieron Pla­ tón y Kant en la diferencia entre las dos partes de la per­ sona humana —la parte buena, racional y la sospechosa parte sensual o parte de las pasiones— se concentra en la diferencia entre persuasión y fuerza. Ambos querrían res­ tar importancia a la noción de autoridad de la razón —la idea de que la razón es una facultad que promulga decre­ tos— y sustituirla por la de racionalidad, entendida como aquello que está presente siempre que la gente se comu­ nica, siempre que, en lugar de expresar amenazas, trata de justificar sus afirmaciones ante los demás. Los puntos en común entre Rawls y Habermas pare­ cen ser todavía mayores a la luz de la aprobación que hace Rawls de la respuesta que ofrece Thomas Scanlon a la «pregunta fundamental de por qué debe uno interesar­ se en absoluto por la moralidad»: «tenemos un deseo bási­ co de ser capaces de justificar nuestras acciones ante los demás con base a razones que ellos no podrían razonable­ mente rechazar; razonablemente, eso es, dado el deseo de hallar unos principios que otros, con una motivación parecida a la nuestra, no podrían razonablemente recha­ 17. Aquí cito del resumen que realiza Rawls de la concepción de Scanlon en Political Liberalism, p. 49n.

LA JUSTICIA COMO UNA LEALTAD MÁS AMPLIA

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zar».17 Ello sugiere que tal vez ambos filósofos estarían de acuerdo con la siguiente afirmación: la única noción de racionalidad que necesitamos, al menos en filosofía moral y social, es la propia de una situación en la que la gente, en lugar de decir «tus propios intereses actuales te obligan a estar de acuerdo con nuestra propuesta», diría más bien algo como «tus propias creencias fundamentales, las que son centrales a tu propia identidad moral, sugieren que de­ berías estar de acuerdo con nuestra propuesta». Esta noción de racionalidad es susceptible de ser también parafraseada en la terminología de Walzer: exis­ te racionalidad allí donde la gente entrevé la posibilidad de pasar de distintas densidades a un mismo grado de tenuidad. Apelar a los intereses antes que a las creencias es instar a un modus vivendi. Un buen ejemplo de ello es el discurso de los embajadores atenienses ante los ciuda­ danos de Melos caídos en desgracia tal como lo reporta Tucídides. Apelar a nuestras creencias permanentes ade­ más de a nuestros intereses actuales es sugerir que lo que configura nuestra presente identidad moral —nuestro denso y resonante complejo de creencias— puede hacer posible el desarrollo de una nueva y suplementaria iden­ tidad moral.18 Es sugerir que aquello que hace que sea­ mos fieles a un grupo pequeño puede motivamos a coo­ perar en la construcción de un grupo más grande, un gru­ po con respecto al cual, con el tiempo, podemos llegar a ser tan o incluso más leales que con el primero. De acuer­ do con esto, la diferencia que existe entre la presencia y la ausencia de racionalidad es la misma que existe entre una amenaza y una oferta, la oferta de una nueva identi­ dad moral y, por consiguiente, de una nueva y más amplia lealtad, la lealtad a un grupo constituido por un acuerdo no coercitivo entre grupos más pequeños. A continuación, con la esperanza de minimizar aun más el contraste entre Habermas y Rawls y acercar 18. Walzer piensa que es una buena idea que la gente tenga muchas iden­ tidades morales distintas: «unos yoes divididos y densos son los productos carac­ terísticos y a la vez precisan de una sociedad pluralista, diferenciada y densa», Walzer, op. cit., p. 101.

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ambos a Walzer, querría sugerir un modo de concebir la racionalidad que puede ayudar a resolver el problema que antes planteé: el problema de saber si la justicia y la lealtad son dos clases- de cosas distintas o si, por el con­ trario, las exigencias de la justicia son simplemente las exigencias correspondientes a una lealtad más amplia. Dije que este problema parecía reducirse a la cuestión de saber si la justicia y la lealtad tienen o no fuentes distin­ tas: la razón y el sentimiento, respectivamente. Si esta segunda distinción desaparece entonces la primera no parecerá especialmente útil. Si con racionalidad quere­ mos significar simplemente la clase de actividad que Wal­ zer concibe como un proceso de atenuación —el tipo de proceso que, con suerte, consigue formular y poner en marcha un consenso entrecruzado—, entonces la idea según la cual la justicia tiene una fuente distinta a la de la lealtad dejará de parecer plausible.19 Ello es así porque, de acuerdo con esta explicación de racionalidad, ser racional y adquirir una lealtad más amplia no son más que dos descripciones de una misma actividad. Porque cualquier acuerdo no coercitivo entre individuos y grupos sobre qué hacer crea una forma de comunidad y, con suerte, además constituye el primer estadio en la expansión de los círculos de aquellos que cada parte del acuerdo consideraba anteriormente como «gente como nosotros». Así pues, empieza a disolverse la oposición entre argumento racional y sentimiento de simpatía (fellow-feeling). Porque el sentimiento de sim­ patía puede aparecer, y a menudo aparece, al percatar­ nos de que aquella gente contra la cual creíamos que debíamos combatir o emplear la fuerza es, en realidad, «razonable» en el sentido de Rawls. Resulta que es lo bastante parecida a nosotros como para ver la impor­ tancia de actuar según el acuerdo alcanzado y transigir 19. Nótese que en el sentido semitécnico de Rawls, un consenso entre­ cruzado no es el resultado de descubrir que las distintas concepciones compre­ hensivas tienen en común unas determinadas doctrinas, sino que es algo que bien podía no haber ocurrido si los partidarios de esas concepciones no hubie­ sen empezado a tratar de cooperar.

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en las diferencias para así poder vivir en paz. Uno pue­ de, al menos hasta cierto punto, confiar en esa gente. Desde este punto de vista, la distinción de Habermas entre un uso estratégico y un uso genuinamente comunica­ tivo del lenguaje empieza a tomar la apariencia de una dife­ rencia entre distintas posiciones en un espectro, un espec­ tro de grados de confianza. La propuesta que hace Baier de considerar como concepto fundamental de la moral la con­ fianza en vez de la obligación tendría como efecto el hacer más borrosa la línea de separación entre los conceptos de manipulación retórica y validez genuina, el tipo de validez que busca argumento; una línea que, a mi parecer, Habermas ha trazado con demasiada nitidez. Si dejásemos de concebir la razón como una fuente de autoridad y la concebiéramos, simplemente, como el proceso de llegar a un acuerdo mediante la persuasión, entonces empezaría a des­ vanecerse el criterio platónico y la dicotomía kantiana entre razón y sentimiento. Se podría reemplazar tal dico­ tomía por un continuo de grados de entrecruzamiento de creencias y deseos.20 Cuando la gente, cuyas creencias y deseos no se entrecruzan lo suficiente, no se pone de acuer­ do sobre algo, tiende a pensar que los otros están locos o, dicho más cortésmente, son irracionales. Por otro lado, cuando existe un notable entrecruzamiento, entonces es posible ponerse de acuerdo sobre la disensión y considerar que la otra gente pertenece a la clase de personas con quien uno podría vivir y, con el tiempo, la clase de personas con quien uno podría hacer amistad, casarse, etc.21 20. A mi parecer, Davidson ha demostrado que cualquier pareja de seres que emplee un lenguaje para comunicarse comparte una cantidad enorme de creencias y deseos. De este modo, ha demostrado la inconsistencia de creer que la gente puede vivir en mundos separados creados por las diferencias de cultura, estatus o fortuna. Siempre hay un entrecruzamiento inmenso, una inmensa reserva de creencias y deseos comunes a los que uno puede recurrir en caso de necesidad. El problema, claro está, es que ello no impide que puedan darse acu­ saciones de locura o maldad diabólica. De hecho, unas cuantas pocas desave­ nencias con respecto a determinados temas particularmente delicados (la fron­ tera entre dos territorios, el nombre del Dios Único y Verdadero) pueden dar ori­ gen a esas acusaciones y, con el tiempo, incluso a la violencia. 21. Estoy en deuda con Maiy Rorty por esta línea de argumentación sobre cómo reconciliar Habermas y Baier.

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Recomendar a la gente que sea racional es, según la perspectiva que ofrezco, sugerir simplemente que, en algún lugar entre las creencias y los deseos que se com­ parten quizá hayan recursos suficientes para lograr un acuerdo sobre cómo coexistir sin violencia. Sacar la con­ clusión de que alguien es irremisiblemente irracional no es lo mismo que percatarse de que no está empleando debidamente las facultades que Dios le otorgó. Equivale, más bien, a percatarse de que no parece compartir con nosotros una cantidad suficiente de creencias y deseos como para que pueda darse una conversación provechosa sobre el asunto que se debate. Llegamos, por consiguien­ te, aunque de mala gana, a la conclusión de que debemos dejar de intentar lograr que este individuo amplíe su identidad moral y conformamos con elaborar un modus vivendi que incluya tal vez la amenaza o incluso el uso de la fuerza. Quien dijera que el hecho de ser racional garantiza una resolución pacífica de los conflictos, que si un grupo de personas está dispuesto a razonar conjuntamente el tiempo suficiente «la fuerza del mejor argumento», como lo llama Habermas, hará que se pongan de acuerdo,22 estaría recurriendo a una noción de racionalidad más fuerte y más kantiana. A mi modo de ver las cosas, esta noción más fuerte es bastante inútil. No veo qué sentido tiene decir que, en el caso de un holocausto nuclear, es más racional preferir a los vecinos que a la familia, o que es más racional tomar la decisión de equiparar los sala­ rios de todo el mundo que decidir preservar las institu­ ciones de las sociedades occidentales liberales. Cuando empleamos la palabra «racional» para elogiar la resolu­ ción que hemos tomado en la resolución de estos dile­ mas; o cuando empleamos la expresión «someterse a la fuerza del mejor argumento» para caracterizar el proce­ dimiento que hemos utilizado a la hora de tomar una 22. Esta noción del «mejor argumento» ocupa un lugar central en la compresión de Habermas y Apel de la racionalidad. Realizo una crítica de esa noción en el artículo que cité antes en la nota 14.

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decisión, lo que en realidad estamos haciendo es simple­ mente echamos un vano cumplido. Más aún, la idea de «mejor argumento» sólo tiene sen­ tido si podemos identificar una relación de relevancia transcultural y natural que conecte las proposiciones entre sí formando algo parecido al «orden natural de razo­ nes» cartesiano. Sin este orden natural, los argumentos sólo pueden ser evaluados en función de su eficacia a la hora de producir acuerdos entre personas particulares o grupos. Pero esta noción de relevancia natural e intrínse­ ca —relevancia no dictada por las necesidades de ninguna comunidad dada, sino por la razón humana como tal— no parece ser más útil o verosímil que la noción de un Dios a cuya voluntad uno puede recurrir a fin de resolver los conflictos entre las comunidades. No deja de ser, creo, más que una versión secularizada de esta última no­ ción más primitiva. En el pasado, las sociedades no occidentales mos­ traron, con razón, escepticismo ante los conquistadores occidentales y sus explicaciones de que les invadían en obediencia de unos mandatos divinos. Más reciente­ mente, han vuelto a dar muestras de escepticismo ante las sugerencias occidentales de que para ser más racio­ nales deberían adoptar los modos occidentales. (Ian Hacking ha abreviado esta sugerencia con la expresión «Mi racional, tú Jane».23) De acuerdo con la concepción de racionalidad que recomiendo, ambas formas de escepticismo están igualmente justificadas. Pero con ello no niego que esas sociedades deberían adoptar los modos occidentales y renunciar, por ejemplo, a la escla­ vitud, practicar la tolerancia religiosa, permitir el acce­ so a la educación a las mujeres, aceptar matrimonios mixtos, tolerar la homosexualidad y la objeción de con­ ciencia, etc. Como occidental leal que soy pienso que deberían hacer, efectivamente, todo esto. En realidad, 23. Traducimos así la fórmula «Me rational, you Jane» que, claro está, reproduce la peculiar forma de expresarse del popular héroe cinematográfico, Tarzán. (N. del T.)

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estoy de acuerdo con lo que Rawls considera razonable y con el tipo de sociedad que, en su opinión, deberíamos aceptar en cuanto miembros de una comunidad moral mundial. No obstante, creo que la retórica que los occidentales empleamos al tratar de hacer que todo el mundo se parezca más a nosotros mejoraría sustancialmente si fué­ ramos más francamente etnocéntricos y menos declara­ damente universalistas. Lo mejor sería decir lo siguiente: he aquí el aspecto que tenemos en Occidente tras aban­ donar el esclavismo, tras empezar a educar a las mujeres y separar la Iglesia del Estado, etc. Esto es lo que ocurrió tras empezar a tratar determinadas distinciones entre las personas como arbitrarias en lugar de hacerlo como dis­ tinciones cargadas de significación moral. Si hicierais lo mismo, los resultados quizá también os satisfarían. Decir eso parece preferible a decir algo como: mira cuánto hemos mejorado al conocer qué diferencias entre perso­ nas son arbitrarias y cuáles no; mira cuánto más raciona­ les somos ahora. Si los occidentales pudiésemos libramos de la idea de que nuestra pertinencia a la especie crea en nosotros toda una serie de obligaciones morales universales y reempla­ zarla por la idea de edificar una comunidad de confianza entre nosotros y los demás, entonces posiblemente nos sería más fácil convencer a los no occidentales de las ven­ tajas de unirse a nuestra comunidad. Tal vez luego esta­ ríamos mejor preparados para construir la clase de comunidad moral mundial que Rawls describe en «The Law of Peoples». Al igual que en anteriores ocasiones, al hacer esta sugerencia lo que estoy haciendo es insistir encarecidamente en la necesidad de separar el liberalis­ mo ilustrado del racionalismo ilustrado. En mi opinión, renunciar al racionalismo residual que hemos heredado de la Ilustración es recomendable por muchas razones. Algunas de ellas son teóricas y tan sólo interesan a los profesores de filosofía, como por ejemplo la incompatibilidad manifiesta de la teoría de la verdad como correspondencia con una explicación natu­

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ralista del origen de la mente humana.24 Otras son de carácter práctico. Entre estas razones prácticas está que librarse de semejante retórica racionalista nos permitiría, a nosotros los occidentales, acercamos a los no occiden­ tales no como quien pretende estar haciendo un mejor uso de una capacidad humana universal, sino como alguien que tiene una instructiva historia por contar.

24. Como reivindicación de la tesis de que esta teoría de la verdad es esencial para la «Tradición Racionalista Occidental», véase John Searle, «Rationality and Realism: What Difference Does It Make?», Daedelus, v. 122, n.° 4 (oto­ ño, 1992), pp. 55-84. Véase también la réplica que hago a Searle en «Does Academic Freedom Have Philosophical Presuppositions?», Academe, vol. 80, n.° 6 (noviembre-diciembre, 1994), pp. 52-63. En este artículo sostengo que lo mejor que podríamos hacer es desechar la noción de «comprender algo correctamen­ te» y que escritores como Dewey o Davidson nos han enseñado cómo preservar los beneficios del racionalismo occidental evitando los problemas que ha origi­ nado el intento de explicar esa noción.

N o vena

lección

¿QUEDA NADA VALIOSO POR SALVAR EN EL EMPIRISMO? Los trabajos de Sellars, Quine, Putnam y Davidson siguen la tradición pragmatista americana fundada por Peirce, James y Dewey. En estas dos últimas lecciones me gustaría concentrarme en Sellars y Davidson y rela­ cionar su obra con el trabajo de dos filósofos a los que han influido en gran medida: Robert Brandom y John McDowell. Los libros Making it Explicit, de Robert Brandom, y Mind and World, de John McDowell fueron ambos publi­ cados en 1994. Son unos libros innovadores y están sien­ do objeto de amplia discusión entre los filósofos anglófonos. Este éxito se debe, en parte, al hecho de que ambos libros ayudan a sacar a la luz qué coincidencias existen en Sellars y Davidson, dos grandes críticos del empirismo que jamás discutieron entre sí. Sin embargo, a pesar de la deuda con Sellars y David­ son, estos dos libros son muy distintos. Brandom nos ayuda a contar una historia sobre el conocimiento de los objetos que apenas hace ninguna referencia a la expe­ riencia. Más que criticar el empirismo lo que hace es dar por supuesto que Sellars se libró ya de él. El término «experiencia» no aparece en el índice admirablemente completo del libro de 700 páginas de Brandom; porque ese término no forma parte de su vocabulario. El libro de McDowell, por el contrario, trata de defender el empiris­ mo contra Sellars y Davidson, aceptando la mayor parte

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de sus premisas pero disintiendo sobre algunas de sus conclusiones. Es posible leer a Brandom como si estuvie­ ra realizando «el giro lingüístico» mediante una reformu­ lación del pragmatismo en unos términos tales que con­ vierten en obsoleto lo que James y Dewey dijeron sobre la experiencia. Es posible leer a McDowell como si estuvie­ ra defendiendo la tesis de que no deberíamos permitir que los pragmatistas destierren el término «experiencia» del ámbito de la filosofía, pues el precio a pagar por esta desaparición es mucho más alto de lo que Sellars, David­ son y Brandom se figuran. La posibilidad de semejante desaparición plantea la cuestión sobre el lugar que ocupa el empirismo británico en la historia de la filosofía. Por lo general, se ha conside­ rado que los pragmatistas americanos pertenecen a la misma tradición empírica que el llamado «empirismo lógico» de Russell, Camap y Ayer. Para muchos historia­ dores de la filosofía, la versión pragmatista del empirismo difiere de otras versiones empiristas solamente en que no es tan atomista en su descripción de lo dado perceptualmente. Sellars y Davidson, en cambio, consideran que defender a fondo los impulsos antidualistas y panrelacio­ nistas que dieron lugar a las críticas de James y Dewey contra el atomismo psicológico de Hume y Mili conduce a una concepción mucho más radical, una concepción que ya no es en absoluto otra versión más del empirismo. Revisado a la luz del trabajo de estos dos hombres, ahora es posible contemplar el empirismo británico como una desafortunada distracción, un movimiento poco importante y estrecho de miras cuyo único impacto en la filosofía contemporánea ha sido dejar tras sí un montón de tonterías. Aquellos a quienes Sellars y David­ son han convencido se preguntan ahora si los esfuerzos epistemológico-metafísicos de Locke, Berkeley y Hume no nos habrán dejado también residuos (a excepción qui­ zá del protopragmatismo que Berkeley formuló contra la desafortunada distinción de Locke entre cualidades pri­ marias y cualidades secundarias). Uno puede leer a Sellars y a Davidson como diciendo que ese eslogan de

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Aristóteles que continuamente citan los empiristas, a saber, que «no hay nada en el intelecto que no haya pasa­ do antes por los sentidos», representó una forma com ple­ tamente errónea de describir la relación entre los objetos de conocim iento y nuestro conocimiento de ellos.

McDowell, sin embargo, pese a estar de acuerdo en que ese eslogan fue un error, piensa que corremos el peli­ gro de terminar echando al niño con el agua sucia. Nece­ sitamos recuperar la intuición que motivó a los empiris­ tas. McDowell no está de acuerdo con la implícita suge­ rencia de Brandom de olvidamos, simplemente, de las impresiones de los sentidos y de otros presuntos conteni­ dos mentales imposibles de identificar mediante juicios. La controversia entre McDowell y Brandom está desper­ tando mucho interés entre los filósofos anglófonos, pues equivale a preguntamos si todavía puede servimos de nada la noción de «experiencia perceptual». Por un lado, Brandom piensa que esta noción nunca sirvió de mucho y sugiere ocupar su lugar con la noción de «juicios no inferenciales causados por cambios en los estados fisioló­ gicos de los órganos sensoriales». McDowell, por otro lado, entiende que semejante sustitución nos privaría de una importante intuición empirista, una intuición que, pese a haberla formulado mal, Locke y Aristóteles com­ partían. Brandom completa la crítica de Sellars al «Mito de lo Dado» demostrando que la noción de «representación precisa de la realidad objetiva» es susceptible de ser reconstruida en base al material que nos proporciona la comprensión de la noción «realizar correctas conexio­ nes inferenciales entre afirmaciones». Completa el «giro lingüístico» demostrando que una vez comprendemos de qué modo los organismos vivos llegaron a emplear un vocabulario semántico y lógico, ya no es preciso ofrecer ninguna explicación adicional sobre cómo llega­ ron a tener mentes. Pues, según la concepción de Bran­ dom, tener creencias y deseos no es más que jugar a un juego de lenguaje que despliega un vocabulario de este tipo.

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Aunque McDowell pone objeciones a las conclusiones de Brandom, también acepta muchas de sus premisas. No está de acuerdo con la idea de que uno puede recons­ truir la noción de representación a partir de la noción de inferencia y estima que la explicación «inferencialista» brandomiana sobre los conceptos no funciona. Para McDowell, tan importante es aceptar la idea de Sellars de que una cosa sin estructura conceptual no puede justifi­ car una creencia como insistir, pese a Sellars, en que las creencias pueden ser justificadas por sucesos mentales que no son juicios. De esta suerte, McDowell da nueva vida a la noción de «experiencia perceptual», arguyendo que, pese a estar estructurada conceptualmente, esta experiencia es distinta de la creencia que puede resultar de ella. El libro de McDowell es atrevido y original. Leerlo con el libro de Brandom al lado permite al lector hacerse una idea sobre la situación actual de la filosofía de la mente y la filosofía del lenguaje en el mundo anglófono. Una forma de describir esta situación consiste en decir que así como Sellars y Davidson emplean argumentos kantianos para superar los dogmas huméanos que toda­ vía perviven en Russell y Ayer, Brandom y McDowell complementan los argumentos kantianos con otros argu­ mentos hegelianos. La gran mayoría de filósofos anglófonos aún no se toman a Hegel en serio. Pero la aparición de lo que Brandom y McDowell conocen como su «Escuela neohegeliana de Pittsburgh» tal vez les obligue a reconsiderar su postura. De hecho, esta escuela sostie­ ne que la filosofía analítica todavía tiene que realizar el paso necesario del momento kantiano al momento hegeliano. •k

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Empezaré la discusión de las tesis de Brandom y McDowell mencionando algunas de las doctrinas de Sellars y Davidson que yo y otros admiradores suyos encontramos más sugerentes.

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A Sellars quizá se le conozca sobre todo por la doc­ trina que llamó «nominalismo psicológico» y que formu­ ló como sigue: ...todo conocimiento (awareness) de tipos, semejanzas, hechos, etc.; en breve, todo conocimiento de entidades abstractas —de hecho, incluso todo conocimiento de par­ ticulares— es un asunto lingüístico... En el proceso de adquisición del uso del lenguaje no se presupone el cono­ cimiento de estos tipos, semejanzas o hechos pertene­ cientes a una supuesta experiencia inmediata.1

El tratamiento que hace Sellars del tema de la con­ ciencia en «El empirismo y la filosofía de lo mental» sigue las mismas líneas de discusión que Wittgenstein realiza en las Investigaciones filosóficas en relación con el tema de la sensación. Éste, cuando habla sobre las sensaciones priva­ das, sostiene que «una nada sería tan buena como un algo acerca del cual no se pudiese decir nada». La versión que hace Sellars de este eslogan es que cualquier diferencia que no pueda ser expresada en la conducta no constituye una diferencia relevante. El pragmatismo que Sellars com­ parte con Wittgenstein puede ser resumido del siguiente modo: si alguien te hablara de cosas como «sensitividad» (sentience), «conciencia» o «qualia», cosas que no parecen estar en conexión con nada más, pero capaces de variar incluso cuando nada cambia, que parecen estar sólo exter­ namente relacionadas con las demás cosas, no le prestes atención. O al menos no juzgues estos temas como asuntos que precisan de la dilucidación de los filósofos. El nominalismo psicológico de Sellars prepara el terreno para su tesis de que el discurso semántico es todo el discurso intencional que uno necesita. Porque, como dice Sellars, «las categorías de intencionalidad en el fon­ do son categorías semánticas que pertenecen a realiza­ ciones verbales manifiestas».2 El valor de esta tesis reside 1. Sellars, W., Science, Perception and Reality, Londres: Routledge, 1963, p. 160. (Ciencia, percepción y realidad, Madrid: Tecnos, 1971.) 2. Sellars, op. cit., sec. 50.

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en que una vez comprendamos cómo empezamos a emplear un vocabulario metalingüístico para comentar y criticar nuestras realizaciones verbales manifiestas, tam­ bién comprenderemos cómo llegó a existir la intenciona­ lidad. Es posible pensar que la intencionalidad, la capaci­ dad de tener creencias y deseos, y la racionalidad, el intento autoconsciente de hacer más consistentes estas creencias y deseos, aparecieron en el curso del tiempo de la misma forma que las capacidades de mantenerse en pie y asir palos. Si aceptamos lo que Sellars afirma en los pasajes que acabo de mencionar, no sólo seremos capaces de vincular la evolución cultural con la evolución biológi­ ca del modo como Dewey deseaba, sino que además podremos hacerlo de un modo mucho más perspicuo y convincente que él. Lo importante aquí es no hacer lo que una vez hizo Camap: tratar de ofrecer condiciones necesarias y sufi­ cientes para oraciones del tipo «la palabra "rojo", en cas­ tellano, se refiere a este color», o «esta oración en caste­ llano trata de la unión de Castilla y León» describiendo el modo como estas oraciones son usadas por distintos grupos de hablantes relevantes. Lo que mueve a Sellars no es un impulso reduccionista, sino un impulso más bien terapéutico. La terapia consiste en decir lo siguien­ te: piensa en cómo se empezaron a emplear términos como «se refiere a» o «trata de» y con ello ya sabrás todo lo que necesitas saber sobre cómo las nociones de refe­ rencia, tratar de, o intencionalidad empezaron a existir. En esta ocasión, la analogía a trazar es con la palabra «dinero»: piensa en cómo la economía de trueque se transformó en una economía en la que se introdujo el uso de monedas de curso legal y créditos y con ello ya sabrás todo lo que necesitas saber sobre cómo apareció y en qué consiste el dinero. Aquí no hay misterio alguno sobre el que los filósofos puedan mostrar su perplejidad. Se desvanece la ilusión de profundidad, una ilusión cau­ sada, en este caso, por la idea de que lo único que no es problemático es aquello experimentable por medio de los sentidos.

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Como resultado de concentrarse en la intencionali­ dad antes que en la conciencia, la atención queda desvia­ da de las impresiones sensoriales no oracionales —el tipo de cosa que podría ser la causa de que un loro o un hom­ bre gritara «¡Rojo!»— a las creencias y deseos —el tipo de cosa que uno expresa en oraciones completas—. Concen­ trarse en la conciencia lleva al problema que tiene intri­ gados a Nagel y a otros partidarios de la idea de los «qualia»: saber hasta qué punto unas máquinas capaces de discriminar respuestas ante una variedad de estímulos son diferentes de los animales que también son capaces de ello. Para Nagel, hay una cosa llamada «conciencia» que unos animales como nosotros tenemos y que esas máquinas y zombies no tienen. Para Sellars, en cambio, no está nada claro que a las máquinas les falte nada, excepto flexibilidad y complejidad de conducta. Dicho de otro modo: prácticamente todos los filóso­ fos, desde Aristóteles hasta Hegel y Dewey pasando por Locke, han supuesto que en los animales no humanos existe una especie de casi intencionalidad llamada «sensi­ tividad» superior a la mera capacidad de responder discriminadamente. Aquellos que lo han negado, como Des­ cartes al sugerir que tal vez los animales no sean más que unas máquinas complejas, son considerados unos indivi­ duos poco compasivos con la situación de los perros, criaturas sin lenguaje pero con sentimientos. La objeción más común al nominalismo psicológico de Sellars es afir­ mar que los recién nacidos y los perros, aunque su cono­ cimiento (awareness) no puede obviamente ser un «asun­ to lingüístico», se percatan del dolor y, por consiguiente, disponen de algún tipo de protoconciencia. Algunos filó­ sofos, como por ejemplo Nagel y Searle, rechazan todavía el nominalismo psicológico por esta razón, porque no ha logrado hacer sitio a la sentitividad. McDowell acepta el nominalismo psicológico, pero su deseo es resucitar esta noción de sensitividad. Ahora bien, en casi el único pasaje del libro de Brandom en que se menciona la sensitividad se puede leer lo siguiente:

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Es posible que, descrito en el lenguaje de la fisiolo­ gía, lo que sentimos sea prácticamente indistinguible de lo que sienten las criaturas no discursivas. Pero nosotros no sólo sentimos, también percibimos. Es decir, nuestra respuesta diferenciada a la estimulación sensorial inclu­ ye un reconocimiento no inferencial de compromisos doxásticos llenos de contenido proposicional... Que nues­ tros primos mamíferos, nuestros antepasados primates y nuestros hijos recién nacidos —que son criaturas sintientes y con propósitos, pero no criaturas discursivas— per­ ciben y actúan es pensable sólo en sentido derivado [cur­ sivas añadidas]. Un intérprete podría explicar lo que estas criaturas hacen atribuyéndoles estados intenciona­ les llenos de contenido proposicional. Ahora bien, la comprensión que tendría el intérprete de estos conteni­ dos y de la significación de estos estados derivaría de su dominio de toda una serie de prácticas más ricas relacio­ nadas con el ofrecer y el pedir razones...3

Según la concepción de Brandom y Sellars, la única diferencia que existe entre unos animales complejos como los perros, o unas máquinas complejas como los ordenadores, por un lado, y unos animales simples como las amebas, o unas máquinas simples como los termosta­ tos, por el otro, es que vale la pena describir a los prime­ ros como teniendo creencias y deseos y a los segundos, en cambio, no. Uno puede explicar y prever mejor la con­ ducta de los perros y los ordenadores con unas descrip­ ciones como esas que sin ellas. Por eso hacemos lo que Daniel Dennett llama «adoptar una postura intencional» hacia estas entidades de conducta más compleja. Por el contrario, no tiene mucho sentido adoptar una postura intencional hacia la ameba o el termostato; aunque tam­ bién podríamos hacerlo si quisiéramos. Los pragmatistas no se plantean este problema que parece tan importante a los ojos de Thomas Nagel y John Searle: «Sí, pero, ¿tienen realmente creencias y de­ seos los ordenadores?» Porque el problema de la utili­ 3. Brandom, R., Making it Explicit, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1994, p. 276.

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dad de un vocabulario no es distinto del problema de la posesión real de las propiedades designadas por los tér­ minos descriptivos de este vocabulario. Los pragmatistas están de acuerdo con Wittgenstein en que no hay forma de ponerse entre el lenguaje y su objeto. La filosofía no puede responder a la pregunta: ¿está de acuerdo nuestro vocabulario con el modo de ser del mundo? Tan sólo puede responder a la siguiente pregunta: ¿existe algún modo de relacionar con claridad los distintos vocabula­ rios que empleamos y, así, disolver los problemas filosó­ ficos que parecen plantearse al pasar de un vocabulario a otro? Puesto que, en mi opinión, el nominalismo psicológi­ co es una versión de la doctrina pragmatista que afirma que la verdad tiene que ver más con la utilidad de una creencia que con la relación entre partes del mundo y partes del lenguaje, para mí Sellars y Brandom son prag­ matistas. Si nuestro conocimiento de las cosas es siempre un asunto lingüístico; si Sellars tiene razón al afirmar que no podemos verificar nuestro lenguaje confrontándo­ lo con nuestro conocimiento no lingüístico, entonces la filosofía no podrá ser nunca nada más que una discusión sobre la utilidad de las creencias, la compatibilidad entre las creencias y, más en particular, sobre los distintos vocabularios en que estas creencias son formuladas. Aparte de la conveniencia para los fines humanos no existe ninguna otra autoridad que pueda ser invocada para legitimar el uso de un vocabulario. No tenemos nin­ guna deuda con algo no humano. Brandom expresa esta misma idea cuando afirma que la tarea de la filosofía debe consistir en explicitar nuestras prácticas lingüísticas y no lingüísticas, y no en preocupamos por juzgarlas a la luz de unas normas exte­ riores a ellas. Para Brandom el argumento wittgensteiniano del regreso infinito contra la posibilidad de apelar a esas normas es fundamental para su posición metafilosófica. «Las teorías pragmáticas sobre normas se distin­ guen de las teorías platónicas en que consideran que las normas fundamentales se hallan implícitas en las prácti­

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cas, antes que explícitas en los principios .»4 La única for­

ma que tienen los seres humanos de superar sus propias prácticas es idearse unas prácticas mejores; y la mejor forma de juzgar estas nuevas prácticas es hacer referen­ cia a las distintas ventajas que éstas suponen para los dis­ tintos fines humanos. Sostener que la tarea de la filosofía consiste más en hacer explícitas las prácticas humanas que en legitimarlas por medio de la referencia a algo superior a ellas, equivale a sostener que, más allá de su utilidad con respecto a esos fines, no existe ninguna autoridad a la que podamos apelar. ■&

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Hasta aquí, por el momento, Sellars y el nominalismo psicológico. Ahora, Davidson. La doctrina filosófica más sorprendente y fértil de Davidson es su tesis de que la mayor parte de nuestras creencias, la mayor parte de las creencias de cualquier usuario del lenguaje tienen que ser verdaderas. Ésta es también su doctrina más controvertida. Si ahora me detengo a considerarla es porque creo que el hecho de comentarla puede ser una buena forma de subrayar la con­ tribución central de Davidson a la filosofía de la mente y del lenguaje: su insistencia en que la idea de «representación precisa de la realidad» es tan innecesaria como las nociones de «sensitividad», «experiencia» o «conciencia». Como yo le interpreto, Davidson realiza con respecto a la idea de representación lo mismo que Sellars realiza con respecto a la idea de experiencia. De la misma forma que Sellars se quita de encima el problema de «qué rela­ ción hay entre experiencia y conocimiento» sustituyendo las experiencias por creencias adquiridas no inferencialmente, Davidson se quita de encima el problema de «cómo sabemos que nuestro conocimiento representa con precisión la realidad» sustituyendo el concepto de creen­ cias como representaciones por el concepto de creencias como aquellos estados que se atribuyen a las personas 4.

Ibíd., p. 23: cf. p. 77, p. 629.

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para explicar su conducta. Ambos movimientos terapéuti­ cos recomiendan cambios en las prácticas lingüísticas de los filósofos y sugieren que no perderíamos nada con estos cambios, aparte, claro, del vínculo que teníamos con los problemas filosóficos tradicionales. En un ensayo titulado «A Coherence Theory of Truth and Knowledge»5 Davidson afirma: una correcta comprensión del habla, las creencias, los deseos, las intenciones y demás actitudes preposicionales de una persona lleva a la conclusión de que la mayor par­ te de las creencias de una persona tienen que ser verdade­ ras y que, por consiguiente, es legítima la presunción de que cualquiera de ellas, si es coherente con la mayor parte del resto de creencias, también es verdadera.6

Todo ello queda resumido en su doctrina de que «la creencia es verídica en su naturaleza». Si entendemos que las creencias verdaderas representan con precisión algo que podría continuar siendo cómo es aun cuando jamás llegase a ser representado adecuadamente en ningún lenguaje humano, entonces esta tesis parecerá para­ dójica. Si, por el contrario, entendemos que las creencias son estados que uno atribuye a un organismo o a una máquina para explicar y prever su conducta, entonces vamos a estar de acuerdo con Davidson cuando éste afirma: por lo general, no podemos identificar, primero, las creen­ cias y significados y preguntar, luego, qué los causa. La causalidad juega un papel imprescindible a la hora de determinar el contenido de lo que decimos y creemos. Cualquiera puede llegar a reconocer este hecho adoptando, como hacemos nosotros, el punto de vista del intérprete.7

Adoptar este punto de vista equivale a interesarse por lo que la gente cree no porque deseemos valorar sus 5. Truth and Interpretation: Perspectives on the Philosophy of Donald Davidson, ed. LePore, Oxford: Blackwell, 1986, pp. 307-319. 6. Ibíd., p. 314. 7. Ibíd., p. 317.

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creencias con respecto a lo que pretenden representar, sino porque queremos ocupamos de su conducta. Ocu­ pamos de su conducta puede querer decir descalificar las creencias de esta gente por no estar en consonancia con las nuestras y, por consiguiente, tratar esta gente de la misma forma que tratamos a los ignorantes e incultos. O puede querer decir mezclar sus creencias y las nuestras en el curso de una instructiva conversación. O, en el caso más interesante de todos, quizá signifique ser convertidos a una nueva Weltanschauung por aquellos con quienes hemos estado conversando, experimentar un cambio radical con relación a los fines que nos marcamos. El coherentismo de Davidson equivale a sostener que el decidirse por alguna de estas alternativas no es nunca un asunto de comparar las creencias de esta gente con algo que no son creencias, comprobando, así, la exactitud de su representación. Se trata, más bien, de ver hasta qué punto pueden ser coherentes los viejos y los nuevos can­ didatos a creencia. Dicho en términos de «prácticas sociales» —los tér­ minos preferidos por Brandom—: las decisiones sobre verdad o falsedad tienen siempre que ver con hacer que las prácticas sean cada vez más coherentes o con desa­ rrollar nuevas prácticas. No precisan que las examinemos contrastándolas con una norma no implícita en alguna práctica alternativa, real o imaginada. Davidson está de acuerdo con Sellars en que es imposible que la búsqueda de la verdad pueda llevamos más allá de nuestras prácti­ cas hasta lo que Sellars llama «un arché [principio] más allá del discurso». Esta búsqueda solamente puede ser la búsqueda de un discurso que funcione mejor que los dis­ cursos anteriores, un discurso que se halle vinculado a los discursos anteriores en virtud de que la mayoría de las creencias de cualquier participante en el discurso tie­ nen que ser verdaderas.8 *** 8. Vean la siguiente observación de Davidson de que no «entendemos la noción de verdad, tal como se aplica en el lenguaje, independientemente de la noción de traducción» («On the Very Idea of a Conceptual Scheme», en Inqui-

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Brandom querría añadir unos detalles al argumento de Davidson de que la comprensión de la distinción entre una creencia falsa y otra de verdadera «solamente puede surgir en el contexto de interpretación, que sólo él nos lleva a la idea de una verdad pública y objetiva».9 Bran­ dom está de acuerdo con Davidson en que primero está la interpretación y luego la objetividad, en que la distinción misma entre acuerdo intersubjetivo y verdad objetiva no es más que uno de los artificios que empleamos para mejorar nuestras prácticas sociales. Con todo, también considera que los davidsonianos deben ser más tolerantes con nociones tales como «representación» o «correspon­ dencia con la realidad». La actitud de Brandom hacia estas nociones es aná­ loga a la actitud de McDowell hacia la noción de «expe­ riencia». Así como McDowell considera que se puede defender el nominalismo psicológico y, al mismo tiempo, hallar que aún queda algo de verdadero e importante en el empirismo, Brandom considera que uno puede ser un buen pragmatista y davidsoniano y, al mismo tiempo, hallar que aún queda algo de verdadero en la teoría de la verdad como correspondencia y en la distinción entre realidad y apariencia. Tal es el hilo conductor del capítu­ lo 8 de su libro, que lleva por título «La adscripción de actitudes preposicionales: la ruta social, desde el razona­ miento hasta la representación». En este sentido, Brandom es a Davidson lo que McDowell a Sellars. Ambos creen que, por desgracia, sus distinguidos precursores cayeron en la tentación de echar al niño con el agua sucia de la bañera. Brandom desea Oxford: Clarendon Press, 1984, p. 194). (De la Barcelona: Gedisa, 1995.) Y compárenla con la siguiente afirmación de Sellars: «las afirmaciones semánticas del tipo TarskiCarnap no establecen relaciones entre elementos lingüísticos y elementos extralingüísticos» (Science and Metaphysics, Londres: Routledge & K. Paul, Nueva York: Humanities, 1969, p. 82), sino que, más bien relacionan unos elementos lingüísticos con los cuales estamos familiarizados, unos elementos de un len­ guaje que ya conocemos, con otros elementos lingüísticos. (Véase, también, «Empiricism and the Philosophy of Mind», sec. 31.) 9. Brandom, op. cit., pp. 152-153.

ries into Truth and Interpretation, verdad y de la interpretación,

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recuperar el concepto de «representación»; McDowell el de «experiencia perceptual». Es natural, por consiguien­ te, que tanto Brandom como McDowell tengan sus dudas sobre mi versión del pragmatismo, una versión que se regocija en arrojar cuantas más cosas mejor de la tradi­ ción filosófica y que insiste en que los filósofos sólo cum­ plen con su función social al modificar las intuiciones, no al reconciliarlas. Brandom y McDowell me ven como una especie de enfant terrible ya mayor que está provocando que la asimilación de Sellars y Davidson sea innecesaria­ mente difícil por culpa de una reformulación de sus con­ cepciones innecesariamente contraintuitiva. *** En lo que sigue, primero resumiré el tratamiento que realiza Brandom de la objetividad y la representación. Luego discutiré las ventajas respectivas de abandonar o preservar la noción de «representación». La concepción que tiene Davidson de la representación es simple y no parece tomarse la cosa demasiado en serio. Sostiene que «las creencias son verdaderas o falsas, pero no representan nada. Estaría bien deshacerse de las repre­ sentaciones y con ellas de la teoría de la verdad como correspondencia, pues es la creencia de que existen repre­ sentaciones lo que justamente suscita pensamientos relati­ vistas».10 La concepción de Brandom es más compleja. Dice así: La principal tarea [del capítulo 8] consiste en explicar la dimensión representacional del pensamiento y del habla... El orden de explicación representacionalista, dominante desde el siglo diecisiete, presenta el contenido proposicional en términos representacionales desde el principio... Esta aproximación estará sujeta a objeciones si uno pretende que una explicación hecha en esos térmi­ nos le proporcione una comprensión independiente de lo

10. Davidson, D., «The Myth of the Subjective», en Relativism: Interpretation and Confrontation, ed. M. Krausz, Notre Dame, Indianapolis: University of Notre Dame Press, 1989, pp. 165-166. («El mito de lo subjetivo», en Davidson, D., Mente, mundo y acción, Barcelona: Paidós/ICE-UAB, 1992.)

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que se expresa en el uso declarativo de las oraciones, como si pudiésemos comprender las nociones de estados de cosas o condiciones de verdad con anterioridad a com­ prender el afirmar o el juzgar. La tradición representacionalista semántica encama una intuición innegable: cual­ quier cosa que sea proposicionalmente llena de contenido debe necesariamente poseer este aspecto representacional; de no poseerlo no podría ser reconocida como expre­ sando una proposición.11

Para comprender lo que dice aquí Brandom es im­ portante darse cuenta de que él no sostiene que llamar a una creencia verdadera sea describir una propiedad que posee la creencia. A fortiori, no es atribuir la propiedad de corresponder a la realidad. Brandom considera que «la metafísica clásica de las propiedades de verdad inter­ preta mal lo que hacemos al ratificar una afirmación pen­ sando que describimos la realidad de una forma espe­ cial».12 Según Brandom, decir que la afirmación de un compañero es «verdadera» equivale simplemente a ratifi­ carla; no tiene nada que ver con decir algo sobre su rela­ ción con una realidad no lingüística. Así pues, Brandom puede estar perfectamente de acuerdo con Davidson en que la mayoría de nuestras creencias tienen que ser ver­ daderas, mientras ello signifique sencillamente que la tra­ ducción y la conversación requieren que los interlocuto­ res ratifiquen la mayor parte de sus respectivas creencias (para no decir ya las suyas propias). Ésta es una aproximación completamente pragmatis­ ta al tema de las atribuciones de verdad. Con todo, Bran­ dom piensa que semejante aproximación es compatible con decir que «los objetos y el mundo de los hechos que los comprende son como son independientemente de lo que se crea que son».13 Tal afirmación parece estar reñida con la afirmación que hice en lecciones anteriores, a saber, que los pragmatistas son panrelacionistas en tanto que no creen que haya un modo de ser del mundo en sí 11. Brandom, op. cit., pp. 495-496. 12. Ibíd., p. 515. 13. Ibíd., pp. 594-595.

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mismo. Brandom considera que «el pensamiento y el habla nos ofrecen una aprehensión perspectiva de un mundo no perspectivo».14 Para Nietzsche, Dewey y Nelson Goodman todo son perspectivas; para Brandom, en cambio, parece haber algo más. Eso parece, pero quizá se trate de una ilusión. En realidad, Brandom jamás sugiere que la indagación vaya a convergir algún día con este mundo no perspectivo. Al contrario, subraya que todas y cada una de las compren­ siones de este mundo tendrán carácter perspectivo, que estarán determinadas por algún conjunto históricamente contingente de necesidades e intereses humanos. Bran­ dom no sostiene, pese a Goodman, que exista un Modo de Ser del Mundo. Lo que él sostiene es que algo pareci­ do a una idea de esta especie es esencial para nuestras prácticas lingüísticas. Lo que Brandom hace, como él mismo reconoce, es reconstruir la objetividad e interpretarla más como un tipo de forma perspectiva que como un contenido no perspectivo. Lo que todos los discursos prácticos tienen en común es la diferencia entre lo que es objetivamente correcto según el concepto de aplicación y lo que simple­ mente se cree que es correcto, no lo que es correcto —o sea, la estructura, no el contenido—.15

Brandom —al igual que Davidson y en contraste con Peirce, Putnam y Habermas— no desea definir «verdade­ ro» en términos epistémicos. Es decir, no lo define por referencia a lo «que tienen por verdadero todos los miem­ bros de una comunidad, o los expertos de una comuni­ dad, o por referencia a lo que siempre van a considerar verdadero, o por lo que siempre considerarían verdadero bajo unas determinadas condiciones ideales de indaga­ ción».16 Más adelante, añade: «no existe ninguna perspec­ tiva a vista de pájaro por encima del combate entre afir­ 14. Ibíd., p. 594. 15. Ibíd., p. 600. 16. Ibíd.

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maciones en competencia desde la cual uno pueda iden­ tificar las afirmaciones que merecen triunfar, o desde la cual uno pueda formular las condiciones necesarias y sufi­ cientes de un mérito semejante ».17 Brandom está de acuer­ do con Davidson en que deberíamos renunciar al intento de definir la palabra «verdadero». *** La primera vez que leí su libro tuve la impresión de que Brandom estaba renunciando a un terreno ganado a duras penas procurando que las nociones de «representa­ ción», «hecho» y «hacer verdadero» volviesen a parecer respetables. Tuve esta impresión porque por aquel enton­ ces me había acostumbrado al rechazo que realiza David­ son de todas estas nociones. Ahora ya no estoy tan segu­ ro de ello, y más bien tiendo a creer que Brandom y Davidson están bastante de acuerdo sobre todos estos asuntos. Lo que sucede es que para decir prácticamente lo mismo emplean estrategias retóricas distintas. Ahora bien, la retórica es importante, especialmente si uno con­ sidera —como yo— que la tradición pragmatista, más que aclarar los pequeños líos que han dejado tras de sí los grandes filósofos ya difuntos, lo que hace es tomar parte en un cambio histórico de alcance mundial de la imagen que la civilización europea y americana tiene de sí misma. Consideren el problema de si existe algo semejante a los hechos —lo que, con tono burlón, Strawson llamó «fragmentos de la realidad de forma oracional»— que hacen que las oraciones verdaderas sean verdaderas. Según Davidson, una de las grandes contribuciones de Tarski fue mostrar de qué modo podía uno evitar esta noción de hechos. Davidson no cree que haya ninguna necesidad de hablar de algún tipo de hacedor de verdad (truth-maker) y opina que ello más bien conduce a confu­ siones. Brandom, por el contrario, ve este tipo de discur17.

Ibíd., p. 601, cursivas añadidas.

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so como completamente inofensivo y afirma cosas con una alegría tal que si las oyera Davidson se le pondrían los pelos de punta. Por ejemplo: Los hechos no lingüísticos podrían seguir práctica­ mente iguales como son, aun cuando nuestras prácticas discursivas fueran muy distintas (o estuviesen del todo ausentes), pues qué afirmaciones son verdaderas no depende del que las formulemos o no. Por el contrarío, si los hechos no lingüísticos fuesen otros nuestras prácticas discursivas no podrían seguir igual como son.18

Por otra parte, Davidson también cree que una bue­ na razón para dejar de hablar de representación es que este tipo de discurso alienta a hablar de relativismo y, de este modo, a tratar de derrotar al relativista culti­ vando lo que filósofos como Michael Devitt y Crispin Wright llaman «nuestras intuiciones realistas»: la sen­ sación de que estamos obligados a entender algo que está allá fuera, algo que existe independientemente de nuestras necesidades e intereses humanos, algo correc­ to. En una réplica aún por publicar a mis dudas sobre su libro, Brandom sostiene que «uno de los principales cometidos del [su] libro es de carácter antirrelativista: ofrecer una explicación sobre qué significa estar obliga­ do a realizar afirmaciones correctas en respuesta a la pregunta sobre cómo son realmente las cosas y no estarlo, en cambio, con respecto a lo que todo el mun­ do o cualquiera considera que son». Y añade: «nuestro uso de las atribuciones de re de actitudes preposiciona­ les» expresa nuestro compromiso no relativista con nuestra forma de hablar, siendo ésta una mejor forma de hablar sobre las cosas que existen realmente [como cuando decimos] «Ptolomeo afirmó de las trayectorias de las órbitas planetarias que eran consecuencia del movimiento de esferas crista­ linas». 18. Ibíd., p. 331.

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En mi opinión, la respuesta de Davidson a los pasajes de Brandom que acabo de citar sería un poco como sigue: Ciertamente, no deberíamos pensar que nuestras afirmaciones responden a cómo algunos o todo el mundo considera que son las cosas, pero tampoco deberíamos creer que responden a cómo son éstas realmente. La alternativa consiste en pensar que tratan de algo, pero que no responden a nada, ya sean opiniones o bien objetos. Todo lo que se necesita para la intencionalidad es el tra­ tar de (aboutness). Lo que añade la desafortunada noción de representar a la inofensiva noción del tratar de es la idea del responder a las cosas. Esto es lo que distingue a los buenos inferencialistas como nosotros de los malos, los representacionistas. Porque mientras sostengamos que nuestras creencias responden ante algo vamos a que­ rer saber más y más cosas sobre cómo funciona este res­ ponder, cuando la historia de la epistemología sugiere precisamente que hay bien poco por decir. El tratar de, al igual que la verdad, es indefinible, pero no por ello es peor. Por el contrario, «responder» y «representar» son metáforas que piden a gritos una nueva definición, una literalización. Bueno, quizá ésa no sería exactamente la respuesta de Davidson, pero, en todo caso, es la mía. En mi opi­ nión, cuando dice que nos está ofreciendo una concep­ ción no relativista, Brandom está realizando el mismo movimiento que hizo Kant al decir que él no era un escéptico sino un realista empírico. Pero muchos de sus lectores, incluido Hegel, decidieron que un idealista tras­ cendental era justamente lo que hasta entonces había recibido el nombre de «escéptico». Brandom sostiene que él no es un relativista, aunque cree en una objetividad que es «más un tipo de forma perspectiva que no un con­ tenido no perspectivo». Pero los lectores de Brandom, acostumbrados a emplear «relativista» como un término ofensivo, van a insistir en que ser un relativista consiste precisamente en negar la existencia de un contenido no perspectivo. El paso de «tratar de X» a «responder a X» es similar al paso que realiza Kant de «no ilusorio» a

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«empíricamente real», cambio que probó ser incapaz de proporcionar a los críticos la noción vigorosa de realidad que andaban pidiendo. Brandom desea pasar de la odiosa comparación hecha en atribuciones de re, como «él cree de una vaca que es un ciervo», a la tradicional distinción entre apa­ riencia subjetiva y realidad objetiva. En mi opinión, lo único que nos ofrece esa odiosa comparación es una dis­ tinción entre unas herramientas mejores y otras peores a la hora de afrontar una determinada situación: la vaca, los planetas, o lo que sea. No nos ofrece, sin embargo, ninguna distinción entre unas descripciones más precisas y otras menos precisas de lo que es realmente la cosa, en el sentido de lo que es por sí misma independientemente de la utilidad de esas herramientas humanas para los fines humanos. Con todo, la gente interesada en el relati­ vismo sólo va a quedar satisfecha con este último sentido de «lo que es realmente la cosa». Lo que Brandom llama «la distinción fundamental de perspectivas sociales entre las obligaciones que atribuimos a los demás y las que nosotros nos comprometemos a realizar» me sugiere la distinción entre las malas herramientas de los demás y nuestras buenas herramientas. Pero dudo que ella pueda suministramos ninguna distinción entre nuestro repre­ sentar con precisión la realidad y su representarla con imprecisión. Puedo reformular mis dudas mediante la considera­ ción de la descripción que realiza Brandom del «progreso intelectual» como un «proceso de llegar a realizar cada vez más afirmaciones verdaderas sobre las cosas que están realmente allá fuera, a punto para que uno hable de y piense en ellas». Para mí, el progreso intelectual se ase­ meja más bien a desarrollar cada vez mejores herramien­ tas para fines cada vez mejores; mejores, claro está, según nuestra perspectiva. Filósofos como Searle, que encuentran intolerable la descripción de Kuhn del pro­ greso científico, subrayan que sólo progresaremos inte­ lectualmente si entramos en un proceso de aproximación continua a la forma de ser de las cosas en sí mismas. Es

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cierto que su perspectivismo impide a Brandom emplear la expresión «en sí mismas»; también es cierto que su «cada vez más afirmaciones verdaderas sobre las cosas que están realmente allá fuera» flirtea con algo como «perspectiva a vista de pájaro por encima del combate entre afirmaciones en competencia» que ha rechazado con anterioridad. En resumen, mi sospecha es que Brandom, al igual que Kant, se esfuerza demasiado por llegar a un acuerdo en una cuestión en la que no es posible alcanzar ninguno, y al final no resuelve nada. Cuando dice que «en cualquier práctica generadora de normas conceptuales de disposi­ ción trascendente está Ínsita la preocupación de entender correctamente las cosas», los realistas agresivos como Searle interpretan «entender correctamente las cosas» de un modo determinado y los pragmatistas compasivos (sympathetic) como yo de otro. No es tan fácil verter vino nuevo en toneles viejos sin confundir al cliente. Mi intención es interpretar la tesis de que Copémico comprendió bien lo que Ptolomeo había comprendido mal en general, o la tesis de que San Pablo comprendió correc­ tamente lo que Aristóteles había comprendido mal en general, como la afirmación de que Copémico y San Pablo servirán mejor a mis propósitos que Ptolomeo y Aristóte­ les. La gente interesada en la oposición realismo versus antirrealismo —como lo están en su mayoría los filósofos anglófonos—, sin embargo, se sentirá decepcionada si eso es todo lo que Brandom piensa sobre el asunto. Otro modo de formular la cuestión es volver a lo que anteriormente puse en boca de Davidson y decir que uno debería simplemente renunciar de una vez para siempre a formular este tipo de preguntas, evitando así tener que escoger entre responder a la gente y responder a algo que se halla más allá de la gente. Mientras siga planteándose esta elección, quien, como Brandom, niegue simplemen­ te que la verdad pueda ser identificada con lo que la gen­ te cree bajo unas determinadas condiciones contará ya como un defensor de la objetividad. El problema es que cuando Brandom añade que él identifica la verdad con la

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respuesta a algo que se halla más allá de la gente, los rea­ listas como Searle siempre le pueden preguntar cómo sabe que está ofreciendo la respuesta correcta. La elección real se encuentra entre mantener o bien renunciar a las nociones de «responder» y «representar» (sin abandonar, de todos modos, las nociones de «sobre» (about) y «de» (of)). Mi argumento a favor de renunciar a ellas consiste en afirmar que estas nociones preservan una imagen de la relación entre la gente y lo que se halla más allá de la gente que en estas lecciones he venido cali­ ficando de «autoritaria» y que juzgo necesario denunciar. Desde mi punto de vista, la identificación que realiza Brandom del hecho de llamar a una afirmación «verda­ dera» con el hecho de ratificarla, y la negativa de David­ son a definir «verdadero» constituyen dos herramientas para persuadimos de que renunciemos a dicha imagen autoritaria. No obstante, también considero que algunos términos que Brandom persiste en emplear, como por ejemplo «comprender correctamente», «ser realmente» y «hacer verdadero», son unas herramientas que caerán en las manos del autoritarismo y que pueden ser utilizadas para fines reaccionarios. Cierto es que en la controversia entre autoritarios y antiautoritarios el corazón de Brandom está del lado que debe estar. Su insistencia en la idea de que la realidad no puede proporcionamos normas distintas de las que noso­ tros mismos desarrollamos lo deja bien claro. El proble­ ma, sin embargo, es que su retórica impide ver cómo está su corazón a todos aquellos que todavía añoran la capa­ cidad de dar respuestas (answerability). •k

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Para terminar haré unas cuantas observaciones acer­ ca de un neologismo que Brandom se inventa para legiti­ mar su uso de la palabra «hecho». Me refiero a la palabra «afirmable» (claimable). Las citas provienen de otro tra­ bajo que aún no se ha publicado («Vocabularies of Prag­ matismo):

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... deberíamos distinguir entre dos sentidos de «afir­ mar». Por un lado está el acto de afirmar; por el otro, lo que se afirma (what is claimed). Lo que yo quiero decir es que los hechos son afirmaciones verdaderas (true claims) en el sentido de aquello que se afirma (en reali­ dad, de lo que es afirmable), antes que en el sentido de los actos de afirmar verdadero (true claimings). Con esta distinción sobre la mesa, no debería haber ningún problema en decir que los hechos hacen que las afirma­ ciones sean verdaderas, ya que hacen verdaderos los actos de afirmar. Este sentido de «hacer» no debería ser incomprensible, pues es inferencial. «La observación de Juan de que p es verdadera porque es un hecho que p » nos dice simplemente que la primera parte de la oración se sigue de la segunda...

Consideren el argumento según el cual aquello que hace que el opio adormezca a la gente es su virtud dor­ mitiva. Aquí el sentido de «hacer» no debería ser incom­ prensible, pues es inferencial. «La observación del doctor de que el opio adormece a la gente porque tiene una vir­ tud dormitiva» simplemente nos dice que la primera par­ te de la oración se sigue de la segunda. A mi parecer, a efectos explicativos la noción de afir­ mable es tan inútil como la noción de virtud dormitiva. A menos que se nos den algunos detalles acerca de su funcionamiento y composición no vamos a poder pensar que el término «virtud dormitiva» sirva para nada. No se vuelve útil simplemente porque a las oraciones que se refieren a ella podamos atribuirles una función infe­ rencial. En mi opinión, la noción de «afirmable» no sirve para nada, excepto para fomentar una retórica que sugie­ re que la indagación humana «puede responder ante» algo, una retórica que me parece mejor evitar. Brandom subraya que negar que la existencia de los hechos y verdades de los fotones es mucho anterior a la aparición en el lenguaje del término «fotones» conduce a una paradoja. Ello se debe a la aparente razonabilidad de las siguientes inferencias:

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1) Hace cinco millones de años había fotones. 2) Era el caso que entonces había fotones. 3) Es verdad que era el caso que entonces había fotones. 4) Era, pues, verdad que entonces había fotones. Parece razonable. Pues bien, por muy paradójico que pueda parecer, los filósofos lo han negado. Es famosa la frase de Heidegger según la cual «antes de Newton, las leyes de Newton no eran ni verdaderas ni falsas». Y Bran­ dom me cita cuando digo: «dado que la verdad es una propiedad de la oración, dado que la existencia de las oraciones depende de los vocabularios, y dado que los vocabularios son un producto del hombre, también son un producto del hombre las verdades». Sin embargo, como sugieren los ejemplos de Copérnico, Kant y Freud, a veces la paradoja es el pequeño pre­ cio que uno debe pagar por el progreso. Además, éste es un precio que el mismo Brandom está dispuesto a pagar —al menos a los ojos de Searle, Nagel y otros— cuando sigue a Sellars en su desentenderse de la sensitividad y negar que podamos afirmar que los perros y los bebés tengan creencias, «excepto en sentido derivado». No veo claro que la paradoja en que incurrimos Heidegger y yo sea más paradójica que la paradoja en la que mucha gen­ te cree que Sellars y Brandom incurren al defender el nominalismo psicológico, la doctrina de que todo conoci­ miento es un asunto lingüístico. Estoy dispuesto a conceder que, en un sentido deri­ vado de «hacer», a saber, en un sentido inferencial, los hechos hacen que las creencias sean verdaderas. El valor de decir que tal sentido es derivado y metafórico consiste en declinar la responsabilidad de dar más deta­ lles acerca de cómo se realiza tal operación. De forma análoga, el valor de decir que los bebés y los perros sólo tienen creencias en un sentido derivado y metafórico de tener creencias, consiste en declinar la responsabilidad de explicar qué diferencias existen entre éstos y los ter­ mostatos. La referencia a estos sentidos derivados es

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algo siempre posible. Pero creo que deberíamos evitar esta estrategia aunque sólo sea porque podría parecer que nuestra intención al emplearlos es escondemos de las críticas. David Lewis dijo un vez que en filosofía de lo que se trata es de reunir intuiciones y luego hallar el modo de conservar tantas como sea posible. En mi opinión, de lo que se trata es de considerar que tanto las intuiciones como las acusaciones de caer en paradojas forman parte de la voz del pasado y que, además de eso, posiblemente no sean sino obstáculos para la creación de un futuro mejor. Es verdad que uno siempre debe prestar atención a la voz del pasado, pues la efectividad retórica depende de respetar decentemente las opiniones de la humanidad. Pero también es cierto que el progreso moral e intelectual sería algo imposible si a veces, en casos excepcionales, no fuera posible convencer a la gente de hacer caso omiso a las voces ancestrales.

DÉCIMA LECCIÓN

EL EMPIRISMO DE MCDOWELL (O SOBRE LA CAPACIDAD HUMANA DE RESPONDER ANTE EL MUNDO) Empezaré esta lección recordando algunas de las características más destacables del libro de McDowell Mind and World. Para ello me ayudaré de la nueva intro­ ducción que McDowell le ha escrito, y a la que voy a refe­ rirme frecuentemente. La noción central de McDowell es la noción de «capa­ cidad de responder ante el mundo» (answerability to the worid): Para que el dirigirse al mundo de un estado o episo­ dio mental como el de una creencia o juicio tenga sentido necesitamos situar este estado o episodio en un contexto normativo. Una creencia o juicio de que las cosas son de tal y tal manera... tiene que ser una postura o punto de vista que se adopta correcta o incorrectamente en fun­ ción de si las cosas son efectivamente de tal y tal manera, o no... Semejante relación entre mente y mundo, pues, es normativa en el sentido de que el pensamiento que tiene por propósito el juicio o la fijación de la creencia es capaz de responder ante el mundo —ante cómo son las cosas— del hecho de que sea atribuida correctamente o no.1

Antes de proseguir, sin embargo, permítanme subrayar que McDowell realiza aquí algo que los críticos de la teoría 1. McDowell, J., Mind and World (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1996, pp. xi-xii).

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de la verdad como correspondencia siempre han criticado: concebir el juicio perceptual como modelo de todos los jui­ cios. Sostener que la oración «Esto es rojo» «se dirige al mundo» o «responde ante el mundo» es algo verosímil de forma intuitiva. Pero estas expresiones no parecerán ser tan adecuadas si nuestro paradigma de creencia pasa a ser «debemos amamos los unos a los otros», «existen muchos cardinales transfinitos» o «Proust no fue más que un decadente pequeñoburgués». Otro modo de decir lo mismo es observar que existen vastas áreas de nuestra cultura en las que uno puede decir «una creencia o juicio de que las cosas son de tal y tal manera» es, ciertamente, «una postura o punto de vista que se adopta correcta o incorrectamente», pero en las que sería extraño decir «se adopta correcta o incorrectamente en función de si las cosas son efectivamente de tal y tal manera, o no». Tal vez alguien que tenga como paradigma de creencia o juicio las leyes de Newton no preste aten­ ción a la adición de esta última expresión. Pero si uno está describiendo creencias tales como «Blake es un mejor modelo de poeta que Byron» o «la filosofía de Heidegger es mejor que su política» entonces la hallará absurda. Es cierto que en arte, moral o política tenemos la pretensión de juzgar correctamente, pero hablar de un «dirigirse al mundo» y de cosas que «son, efectivamente, de tal y tal manera» es no decir nada.2 Esta cuestión recuerda las diferencias entre, por un lado, el tipo de filosofía anglófona que vuelve a Bacon y Locke y, por el otro, las distintas tradiciones filosóficas que ven el empirismo anglófono como un ejemplo nota­ ble de retraso cultural. Cuando los filósofos anglófonos 2. En este punto, claro está, la gente empieza a discutir sobre el «realis­ mo» de los juicios políticos, morales y artísticos. A mi parecer, el reciente predo­ minio de discusiones completamente absurdas acerca de cómo y cuándo puede uno hallar «una realidad efectiva» (fací of the matter) al respecto —discusiones en las que sus participantes jamás han sido capaces de mostrar qué diferencia de orden práctico supondría el que ganase uno u otro bando— constituye una bue­ na razón para desterrar el término «realidad efectiva» de la filosofía. Mi temor, sin embargo, es que la expresión «dirigirse al mundo» se convierta en popular y que ello aliente a prolongar estas tediosas controversias sobre «realismo».

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piensan en un logro cultural importante, en un triumfo del intelecto humano, por lo general, piensan en primer lugar en la ciencia física moderna, en la saga que une a Newton con Gell-Mann. Los filósofos no anglófonos, por el contrario, son capaces de pensar, con la misma facili­ dad y en el mismo primer lugar, en la novela europea que va de Cervantes a Nabokov, o en la política socialista que va de Fourier a Helmut Schmidt. La razón de ello está en la mayor predisposición de estos últimos a seguir el consejo de Nietzsche de «mirar la ciencia a través de la óptica del arte, y el arte a través de la óptica de la vida». Aquellos filósofos que hagan caso de este consejo hallarán más atractivo el libro de Brandom que el de McDowell. Porque Brandom se contenta con considerar la normatividad, la posibilidad de corrección e incorrección, en términos de la capacidad de los seres humanos de res­ ponder los unos ante los otros. Como sugerí al final de la lección anterior, es probable que Brandom pueda decir todo lo que necesita decir sobre la objetividad, sobre la posibilidad de que por muy unánime que sea un juicio éste puede estar equivocado, sin tener que hablar de «la capacidad de responder ante el mundo» o de un «dirigirse al mundo». La explicación que ofrece Brandom de la obje­ tividad sirve tanto para las matemáticas como para la físi­ ca. Se puede aplicar tanto a la crítica literaria como a la química. McDowell expresa claramente la primacía de la per­ cepción y la ciencia natural al decir: Aun cuando consideremos que la capacidad de respon­ der ante el modo de ser de las cosas incluye algo más que la capacidad de responder ante el mundo empírico, con todo, parece correcto afirmar lo siguiente: dado que nuestra pre­ caria situación cognitiva consiste en hacer frente al mundo mediante la intuición sensible (por decirlo en términos kan­ tianos), nuestra reflexión acerca de la idea del dirigirse del pensamiento al modo cómo son las cosas debe empezar con la capacidad de responder ante el mundo empírico.3 3. McDowell, J., Mind and World, p. xn.

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En discusiones sobre literatura o política parece un poco forzado sostener que nos hallamos en una situación cognitiva difícil. Y aún lo parece más decir que aquello que da origen a esta situación precaria es la necesidad de hacer frente al mundo mediante la intuición sensible. Cuando McDowell opta por emplear estos términos kantianos también está optando por unas metáforas visuales: las metáforas que Kant empleó para lamentarse de que no tengamos la facultad de intuición intelectual que Aristóteles había descrito con exagerado optimismo en el De Anima. Además de eso representa optar por la ciencia natural como paradigma de la indagación racio­ nal, opción kantiana que Hegel explícitamente repudia. Cuando pasamos de Kant a Hegel, el filósofo que Sellars describió como «el gran enemigo de lo inmediato», estas metáforas pierden gran parte de su atractivo. No nos debe extrañar, por tanto, que tales metáforas hayan inci­ dido especialmente entre los filósofos anglófonos, pues éstos leen mucho más a Kant que a Hegel. Desde un punto de vista sellarsiano, davidsoniano, brandomiano o hegeliano, no existe ninguna necesidad de defender lo que McDowell considera «un empirismo mínimo»: la idea de que la experiencia debe constituir un tribunal que medie sobre el modo en que nuestro pensamiento puede responder ante la forma de ser de las cosas, pues así tiene que ser si es que debe­ mos tratarlo para nada como pensamiento.4

Para Sellars, Davidson y Brandom, además de con las personas, interactuamos constantemente con las cosas, y a través de sus efectos en nuestros órganos sensitivos interactuamos tanto con las cosas como con las personas. Pero ninguno de estos tres filósofos necesita la noción de experiencia como tribunal mediador. Les basta una expli­ cación que considere que, en lugar de un «control racio­ nal», como lo llama McDowell, el control que ejerce el mundo sobre nuestras indagaciones es meramente cau­ 4.

Ibíd.

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sal. Lo que McDowell dice de Davidson también es cierto de Sellars y Brandom: los tres opinan que «una relación meramente causal, no racional, entre el pensamiento y la realidad independiente bastará como interpretación de la idea según la cual el contenido empírico precisa de una fricción contra algo externo al pensamiento».5 Que seme­ jante explicación no bastará es la primera premisa, casi indiscutida, del libro de McDowell. McDowell es un fiel lector de Sellars, Davidson y Brandom y tiene perfecta conciencia de las posibilidades de lo que él llama «un marco de la mente... que hace difí­ cil concebir cómo podría la experiencia funcionar como un tribunal emisor de veredictos sobre el pensamiento».6 Según McDowell estos tres filósofos se han encaprichado tanto con la necesidad de rechazar el Mito de Lo Dado —de evitar la tradicional confusión del empirismo británi­ co entre causa y justificación— que ahora están dispues­ tos a renunciar a las nociones de «dirigirse al mundo» y «capacidad de responder racionalmente ante el mundo». La explicación que ofrece McDowell sobre cómo estos tres desmitificadores filósofos incurrieron en el error parte de la distinción entre «espacio lógico de la naturaleza» y «espacio lógico de las razones». Define el primero como «el espacio lógico en el que se mueven las ciencias naturales, cuya concepción ha sido posible gra­ cias a un desarrollo bien encarrilado y por sí mismo admirable del pensamiento moderno».7 McDowell em­ plea la expresión «el reino de la ley» como sinónimo de «el espació lógico de la naturaleza» y suele afirmar que el problema que surge tras el abandono del Mito de lo Dado es el problema de comprender la relación entre el reino de la ley y el reino de la razón. En opinión de McDowell, Sellars y Davidson están tan impresionados por la naturaleza que la física describe —el reino de la ley en cuanto reino de átomos y vacío— que se ven obligados a dar una explicación de la experiencia que 5. McDowell, J., op. cit., p. 68. 6. Ibíd., p. xii. 7. Ibíd., p. xv.

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«termina por incapacitarla para constituir inteligiblemen­ te un tribunal». «En este sentido», dice McDowell, Sellars y Davidson son intercambiables. El ataque de Sellars a lo Dado... corresponde al ataque de Davidson a lo que él llama «el tercer dogma del empirismo»: el dua­ lismo de esquema conceptual y «contenido» empírico.8

Tanto Sellars como Davidson piensan que el hecho de adoptar el nominalismo psicológico y conseguir, así, evitar la confusión entre justificación y causa implica sostener que solamente una creencia puede justificar otra creencia y que sólo un juicio justifica otro juicio. Esto significa tra­ zar una línea clara entre la experiencia en cuanto causa de la aparición de una justificación y la experiencia en cuan­ to algo por sí mismo justificador. Significa reinterpretar la noción de «experiencia» en cuanto capacidad de adquirir creencias de forma no inferencial como el resultado de unas transacciones causales con el mundo susceptibles de ser descritas en términos neurológicos. Uno podría tratar de reformular esta reinterpretación de «experiencia» como la tesis según la cual la única «con­ frontación» de los seres humanos con el mundo es del mismo tipo que la de los ordenadores. Los ordenadores están programados para responder a determinadas tran­ sacciones causales entre dispositivos de input entrando en unos determinados estados internos del programa. Los humanos nos programamos a nosotros mismos para res­ ponder a las transacciones causales que ocurren entre los centros superiores del cerebro y nuestros órganos sensiti­ vos mediante la adquisición de determinadas disposicio­ nes a realizar afirmaciones. Desde una perspectiva episte­ mológica, no existe ninguna diferencia interesante entre el estado interno de una máquina y nuestras disposiciones; ambos podrían recibir el nombre de «creencias» o «jui­ cios». No hay ni más ni menos intencionalidad, dirección al mundo o racionalidad en un caso que en el otro. Las máquinas y nosotros somos susceptibles de ser descritos 8.

Ibíd.,

p. xvi.

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tanto en términos normativos de programación como en términos no normativos y de hardware. En ninguno de los dos casos surgen problemas de interficie entre el software y el hardware, entre lo intencional y lo no intencional, entre el espacio de las razones y el espacio de las leyes. McDowell considera que cuando Sellars, Davidson y Brandom renuncian a la idea de experiencia como tribu­ nal también «renuncian al empirismo». Brandom y Sellars están de acuerdo con Davidson en que, como dice McDowell, «no podemos hacer que la experiencia siga siendo epistemológicamente significativa sin caer en el Mito de lo Dado».9 Pero McDowell no cree que tal renun­ cia al empirismo funcione. Pues, en su opinión, esa renuncia «hará que se vean las cuestiones filosóficas [tra­ dicionales] como si debieran ser buenas cuestiones», de modo que, «en vez de ocurrir un exorcismo de la filosofía seguirá habiendo malestar filosófico».10 McDowell, al igual que yo, se considera a sí mismo como un filósofo terapéutico. Al igual que yo espera crear «un marco mental en el que ya no parezca que debamos enfrentamos a unos problemas que exigen que la filosofía vuelva a reunir sujeto y objeto».11 Los dos queremos «lograr el derecho intelectual de encogemos de hombros ante las preguntas del escéptico»12 y el derecho de «renun­ ciar a la obligación de tratar de responder a las preguntas características de la filosofía moderna». Pero McDowell, a diferencia de mí, cree que «en el aparente enfrentarse a semejante obligación parece haber en verdad una intuición buena». Por eso piensa que el empirismo que hemos echado por la puerta vol­ verá a entrar por la ventana. En opinión de McDowell, 9. Ibíd., p. xvii. 10. Ibíd., p. 142n. En esta nota, más que criticar a Sellars o a Davidson, McDowell se dedica a criticarme a mí. Pero lo que dice ahí también vale para ellos si uno los interpreta a mi modo: como diciendo que la renuncia al empi­ rismo va a abrirnos las puertas a una paz wittgensteiniana y la posibilidad de convertimos en unas buenas almas humanas capaces de apartamos, sin mala conciencia, de los problemas epistemológicos tradicionales. 11. Ibíd., p. 86. 12. Ibíd., p. 143.

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es posible «remontar algunas de las preocupaciones características de la filosofía moderna a una tensión entre dos fuerzas»: «por un lado, la atracción de un empirismo mínimo; por el otro, el hecho de que todo conocimiento (awareness) es un asunto lingüístico».13 De acuerdo con la concepción de McDowell, el giro lin­ güístico nos ayudó a ver que nada forma parte de un proceso de justificación sin tener una forma lingüística. Pero no nos liberó de la necesidad «de dar sentido al dirigirse al mundo del pensamiento empírico». «Mien­ tras no podamos dar razón de los atractivos del empi­ rismo», dice, la incoherencia del Mito de lo Dado va a ser «una fuente de continuo malestar filosófico». De acuerdo con mi concepción, el giro lingüístico en filosofía, el giro que hizo posible que Sellars concibiese la doctrina del nominalismo psicológico, consistió, justamen­ te, en un apartarse de la idea de capacidad humana de res­ ponder ante el mundo. Estoy completamente de acuerdo con Heidegger en que existe una conexión directa entre la búsqueda de certeza cartesiana y la voluntad de poder nietzscheana. A mi modo de ver las cosas, la filosofía euro­ pea moderna viene a ser un intento de los seres humanos de arrebatar el poder a Dios; o dicho más plácidamente, viene a ser el intento de prescindir de la idea de capacidad humana de responder ante algo no-humano. También incluye lo que Heidegger deploró como «el olvido del ser». Aunque, para mí, al igual que para Nietzsche y Derrida, este olvido fue algo grande; como también constituyó un gran avance lo que Heidegger llama el «humanismo» de la filosofía moderna. Para mí, la necesidad de dirigirse al mundo no es más que un residuo de la necesidad de estar bajo una guía autoritaria, la necesidad contra la cual Nietzsche y sus compañeros pragmatistas se rebelaron. "k

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Sospecho que la parte más fructífera del debate que mantengo con McDowell son las distintas explicaciones 13. Ibíd,., p. xvi.

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que los dos ofrecemos de la génesis y desarrollo de la filo­ sofía moderna. Pero antes de centrarme en esas explica­ ciones y nuestras distintas estrategias metafilosóficas nece­ sito realizar un pequeño esbozo de la atrevida e ingeniosa solución de McDowell al dilema que, según él, se plantea con la polémica antiempirista de Sellars y Davidson. A este propósito, en lo que sigue discutiré tres nociones centrales al pensamiento de McDowell: 1) «el naturalismo pelado»; 2) «la segunda naturaleza»; 3) «la libertad racional». 1. Naturalismo descamado Como anteriormente observé, según McDowell existe una clara dicotomía entre el reino de la naturaleza y el reino de la ley. Los naturalistas descamados son aquellos filósofos que niegan la existencia de tal dicotomía; son gente con un instinto reduccionista como el de Quine. A Quine le gustaría pensar que el lenguaje de la física goza de una especie de prioridad y que todo lo que no se ajusta a él debe ser considerado como una concesión a la conveniencia práctica, antes que como parte de una explicación sobre el modo real de ser de las cosas. A veces, como en el siguiente pasaje, McDowell reformula su dicotomía entre ley y razón en términos de una dicotomía entre dos clases de inteligibilidad: La revolución científica moderna hizo posible una nueva y clara concepción del tipo característico de inteli­ gibilidad que las ciencias naturales nos permiten hallar en las cosas... Tenemos que diferenciar claramente entre la inteligibilidad de las ciencias naturales y la clase de inteligibilidad que una cosa adquiere al ser situada en un espacio lógico de razones. Ésta es una forma de afirmar la dicotomía entre espacios lógicos que el naturalismo descamado se niega a reconocer.14

Según McDowell, la gente como Quine (y a veces has­ ta incluso como Sellars) ha quedado tan impresionada 14.

Ibíd..,

p. xix.

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por las ciencias naturales que, para ellos, sólo el primer tipo de inteligibilidad es auténtica. En mi opinión, sin embargo, creo que sería impor­ tante, a la hora de discutir los logros de la revolución científica, trazar una distinción que McDowell no hace: deberíamos diferenciar la física de partículas, juntamente con todas aquellas disciplinas microestructurales de la ciencia natural próximas a ésta, de todo el resto de disci­ plinas de la ciencia natural. Por desgracia, muchos filó­ sofos contemporáneos están igual de fascinados por la física de partículas que John Locke lo estaba por la mecá­ nica corpuscular. En una ocasión Quine dijo que la razón por la cual la indeterminación de la traducción es distin­ ta de la indeterminación de la teoría es que las distincio­ nes en psicología, a diferencia de las distinciones en bio­ logía, no son relevantes para el movimiento de las partí­ culas elementales. Para David Lewis todos los objetos del universo son artefactos apañados, a excepción de estas partículas elementales. El mismo Sellars tendía demasia­ do a describir la naturaleza en términos democristianos de «átomos y vacío» y a inventarse pseudoproblemas acerca del modo de reconciliar las imágenes «científica» y «manifiesta» de los seres humanos. A fin de guardarse de esta simple y reduccionista for­ ma de concebir la naturaleza no humana, es útil recor­ dar que la forma de inteligibilidad que comparten el corpuscularismo de Newton y la actual física de partículas no halla equivalente alguno en la geología de las placas tectónicas, por ejemplo, o en las explicaciones de Darwin y Mengel sobre herencia genética y evolución. En estas áreas de la ciencia natural, en vez de una subsunción de sucesos a leyes, tenemos más bien historias y narracio­ nes sobre la naturaleza. En mi opinión, pues, McDowell no debería aceptar la concepción naturalista descamada de. que en ciencias naturales hay «una forma distintiva de inteligibilidad» consistente en relacionar sucesos por medio de leyes. Mejor sería reconocer que aquello que Davidson llama «leyes estrictas» constituye una excepción en ciencias

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naturales, algo que de ser posible es bueno tener, pero que difícilmente sea esencial a la explicación científica. Mejor sería pensar que «la ciencia natural», antes que un género natural es una colección de útiles artificios. Aun­ que lo mejor sería dejar de emplear expresiones como «formas de inteligibilidad», pues entonces ya no sería necesario preocuparse, como hace McDowell, por si «lo que experimentamos es externo [o no] al reino del tipo de inteligibilidad adecuado al significado».15 Quien esté fascinado por el tipo de ciencia natural que proporciona leyes bien estrictas tenderá a exagerar el contraste entre la naturaleza y la razón afirmando, con McDowell, que «el espacio lógico de razones» es sui generis. Yo, en cambio, defendería que, en realidad, éste no es ni más ni menos sui generis que los espacios lógi­ cos de la argumentación política, la explicación biológi­ ca, el fútbol o la carpintería. Todos los juegos de lengua­ je son sui generis. Es decir, son irreductibles los unos a los otros, donde un test de «reductibilidad» consiste en algo así como el descubrimiento de unas condiciones materiales que relacionan unas determinadas afirmacio­ nes hechas en un juego de lenguaje con otras hechas en otro juego. Ahora bien, semejante sentido de «sui gene­ ris » —el sentido en el que el béisbol es sui generis con respecto al fútbol, el jai alai, el baloncesto, el ajedrez o el póquer— es completamente estéril desde un punto de vista filosófico. Si nuestro propósito es proporcionar a la filosofía una paz wittgensteiniana, entonces deberíamos hacer como Dewey: intentar que todas las «dicotomías» filosó­ ficas parezcan exageraciones del hecho banal de que herramientas distintas sirven para distintos propósitos. Deberíamos considerar que, desde un punto de vista filo­ sófico, tan estéril es que no podamos utilizar simultá­ neamente un discurso sobre intenciones y otro sobre partículas, como que no podamos jugar a béisbol y al jai alai al mismo tiempo. No deberíamos dejar que ésto nos 15.

McDowell,

op. cit., p. 72.

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haga interrogar, como le ocurre a McDowell, acerca del modo de «reconciliar el entendimiento y la sensibilidad, la razón y la naturaleza».16 Resumiendo: según McDowell, debemos mantener una gran dicotomía entre razón y naturaleza, entre ley y razón, cosa que no hacen los naturalistas descamados. En mi opinión, tanto los naturalistas descamados como McDowell se lían demasiado con estas dicotomías, que al final sólo sirven para generar nuevos pseudoproblemas. Y si se hacen un lío con ellas es porque, en vez de hablar de conveniencia, hablan de inteligibilidad. Según Quine, el único paradigma auténtico de inte­ ligibilidad que existe es el de la física de partículas. Según McDowell, tenemos dos paradigmas. En mi opi­ nión, lo mejor que podríamos hacer es quitamos de encima para siempre la noción de «inteligibilidad»17 y reemplazarla por la noción de «técnicas de resolución de problemas». Lo que Demócrito, Newton y Dalton rea­ lizaron fue resolver algunos problemas mediante partí­ culas y leyes. Darwin, Gibbon y Hegel resolvieron otros por medio de narraciones. Los carpinteros solucionan sus problemas mediante clavos y martillos; los soldados mediante pistolas. Los problemas de los filósofos tienen que ver con hallar el modo de impedir que las palabras empleadas por algunos de estos solucionadores de pro­ blemas sean un obstáculo para la utilización de otras palabras por parte de otros solucionadores de proble­ 16. Ibíd., p. 108. 17. Otro modo de formular esta idea es decir que la inteligibilidad es barata: uno siempre puede hacerse con ella enseñando a la gente a hablar de un modo determinado. Que una concepción sea intuitiva, o una frase inteligible apenas dice nada acerca de su utilidad. En contraste con ello, consideren la afir­ mación de McDowell de que «la pura inteligibilidad de la idea [de apertura a los hechos] es suficiente» para sus propósitos (de hallar un término medio entre el naturalismo descamado y la renuncia al empirismo) (ibíd., p. 113). En su opi­ nión, la idea de que nuestro ser se abre a los hechos tiene una ventaja por lo que a «inteligibilidad» concierne con respecto a la idea de que «el hecho mismo se imprime en el perceptor». Con todo, cualquier circunstancia en la que las metá­ foras de transparencia parezcan más verosímiles que las metáforas de impresión se halla completamente en función de la retórica a la que uno se ha visto expues­ to anteriormente.

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mas. Y estos problemas no se plantean por culpa de dicotomías entre reinos del ser, sino por culpa de gente como Quine o Fichte, imperialistas culturales con deli­ rios monoteístas de grandeza. 2. Segunda naturaleza De preocupamos, al igual que McDowell, por la cuestión de si existe algún tipo de control racional de la indagación humana por parte del mundo, en oposi­ ción a un control meramente causal, vamos a estar interesados en concentramos en la interficie entre el espacio de razones y el espacio de naturaleza y en encontrar algo que pueda ser descrito como hallándose en ambos espacios. Para dar cabida a ello tendremos que sostener lo que dice McDowell: «necesitamos no equiparar la idea misma de naturaleza con la idea de instanciaciones de conceptos que pertenecen al espacio lógico... en el que sale a la luz la inteligibilidad de tipo científico-natural». «Los seres humanos —añade McDowell— adquieren una segunda naturaleza, en parte, mediante la iniciación en el uso de capacidades conceptuales cuyas interrelaciones pertenecen al espacio lógico de razones.» En otro lugar habla de la iniciación en una comunidad moral, y de cómo por medio de ésta uno adquiere un carácter moral. La adquisición de un carácter moral y de la capa­ cidad de tener experiencias perceptivas constituyen dos ejemplos de «iniciación en el uso de capacidades concep­ tuales». Además, semejante iniciación forma parte del proceso normal de un ser humano en su camino hacia la madurez; por eso el espacio de razones, aunque ajeno al trazado de la naturaleza concebida como reino de la ley, no se aleja tanto de lo humano como el platonismo desenfrenado prevé. Si generalizamos el modo cómo Aristóteles conci­ be el moldeado del carácter ético, llegaremos a la noción

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de tener los ojos abiertos a las razones en general a tra­ vés de la adquisición de una segunda naturaleza. No se me ocurre ninguna expresión breve en, inglés que expre­ se esto, pero es lo que en filosofía alemana se conoce como Bildung.18

El tener los ojos abiertos a razones hace que uno pueda estar controlado racionalmente por el mundo y que, de este modo, tenga también la capacidad de hallarse en estados de dirección al mundo y de realizar juicios que pueden responder ante el mundo. También hace posible la libertad racional. Según McDowell, nin­ guna de estas dotaciones sería inteligible si describiéra­ mos los encuentros que tenemos con el mundo por medio del aparato sensitivo empleando solamente aquellos términos que utilizan Sellars, Davidson y Brandom. Para estos tres filósofos, Bildung tiene que ver con relaciones intrahumanas: con adquirir la capacidad de interactuar con los demás seres humanos por medio del pedir y dar razones. Cuanto más gebildet somos, más complejas e interesantes son las razones que podemos dar y pedir. Pero ninguno de estos tres filósofos describe jamás el mundo como una especie de compañero conver­ sacional que va ofreciendo candidatos a creencia, nomi­ naciones que somos libres de aceptar o rechazar. El mun­ do nos inculca creencias por medio de la interacción cau­ sal entre el programa que hemos interiorizado en el proceso de llegar a ser gebildet y el estado de nuestros órganos sensoriales. De tal suerte que, ninguno de estos filósofos juzga conveniente describir Bildung como algo que nos abre los ojos a las razones para creer que nos ofrece el mundo no humano. Por el contrario, para McDowell es sumamente importante concebir el mundo como una especie de com­ pañero conversacional. Lo que él quiere es concebir la experiencia como una «apertura al mundo», o «apertura 18.

McDowell,

op. cit., p. 84.

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a la realidad»,19 en el mismo sentido de apertura en que una persona inclinada a la conversación está abierta a nuevas ideas. McDowell considera esencial no describir las ilusiones perceptuales (la ilusión Müller-Lyon, por ejemplo, en la que si uno no presta atención no ve que la mujer que antes parecía estar sin cabeza, en realidad, lle­ va un bolsa negra en la cabeza, etc.) como causantes de que tengamos unas creencias verdaderas o falsas en fun­ ción de nuestra programación, sino como presentando unos candidatos a creencia que podemos aceptar o recha­ zar libremente en función de nuestro grado de sofistificación intelectual. A McDowell le gusta hablar del mundo como si éste estuviera haciéndonos favores, fuera bueno con nosotros y se dignara a producir hechos. En un pasaje, por ejem­ plo, dice: Los hechos particulares que el mundo nos hace el favor de producir, en todas sus distintas modalidades cognitivas, modelan en realidad el espacio de razones como lo encontramos. El resultado termina siendo una especie de fusión entre la idea de espacio de razones como lo encontramos y la idea del mundo como se nos presenta. Claro que nuestros juicios son tan falibles res­ pecto a la forma del espacio de razones como lo encon­ tramos, como —cosa que viene a ser lo mismo— respec­ to a la forma del mundo como lo encontramos. Es decir, somos vulnerables a que el mundo nos traicione, y cuan­ do esto no ocurre estamos en deuda con él.20

Brandom, Sellars y Davidson, los tres pueden coinci­ dir en que, por lo general, el espacio de razones que encontramos también es la forma del mundo. Como la mayoría de nuestras creencias tienen que ser verdaderas, no vemos qué sentido tendría sostener que posiblemente un gran abismo separa el mundo como lo describimos de 19. Ibíd ., p. 111. 20. McDowell, J., «Knowledge and the Intemal», Philosophy and Phenomenological Research, vol. 55, n.° 4, diciembre de 1995, p. 887.

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tal como es en realidad. Sin embargo, a diferencia de McDowell, estos tres filósofos consideran que el mundo no forma el espacio de razones «dignándose a producir hechos» para nosotros, sino ejerciendo sobre nosotros una presión causal bruta. Esta presión ambiental bruta es la responsable de los sucesivos estadios de las evolu­ ciones biológica y cultural. Estos tres filósofos y McDowell están de acuerdo en que aquello que no puede utilizar palabras tampoco pue­ de tener capacidades conceptuales. Pues tener una capa­ cidad conceptual equivale justamente a ser capaz de emplear una palabra. Con todo, estos tres filósofos supo­ nen que, como los bebés, los perros, los árboles y las pie­ dras no utilizan palabras, no existe ninguna razón para pensar que el mundo no humano sea un compañero con­ versacional. Para McDowell, en cambio, las cosas no son tan simples. A su parecer, «las capacidades conceptua­ les... tal vez no sólo sean operativas en los juicios... quizá lo sean ya en las transacciones en la naturaleza constitui­ das por los impactos del mundo sobre las capacidades receptivas de un sujeto adecuado».21 McDowell está de acuerdo en que las rocas y las piedras no hablan; pero no acepta que éstas sean simplemente la causa de que emita­ mos juicios. Según McDowell, una apariencia perceptual es una petición que nos hace el mundo para que formu­ lemos un juicio, petición que aunque tenga ya la forma conceptual de un juicio, todavía no constituye propia­ mente ningún juicio. Así pues, las piedras y los árboles nos ofrecen razones para tener creencias tomando prestada, por decirlo así, nuestra capacidad de usar palabras, una capacidad que no estaba a su disposición antes de que los humanos desa­ rrollasen el lenguaje. Las «impresiones» de McDowell, sin embargo, no son ni los estados fisiológicos que producen creencias no inferenciales, ni tampoco estas creencias no inferenciales, sino algo entremedio: los componentes de la segunda naturaleza. Conforme a McDowell, 21.

McDowell, J.,

Mind and World,

p. xx.

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en cuanto recordamos la segunda naturaleza, comprende­ mos que en las operaciones de la naturaleza pueden incluirse circunstancias cuyas descripciones las sitúan en un espacio lógico de razones, aunque éste sea un espacio lógico su i generis . Ello permite acomodar impresiones en la naturaleza sin amenazar el empirismo. Ahora no es posible realizar correctamente la inferencia desde la tesis de que recibir una impresión es una transacción en la naturaleza a la conclusión de Sellars y Davidson de que la idea de recibir una impresión tiene que ser extraña al espacio lógico en el que operan conceptos como el de capacidad de responder... Al recibir impresiones un sujeto puede quedar abierto a la realidad manifiesta de las cosas.22

3. Libertad racional Según McDowell, esta «sensibilidad a las razones» constituye una buena explicación de una noción de liber­ tad. Pero luego añade que tal vez se produzca confusión filosófica con respecto a la cuestión sobre cómo encaja esta sensibilidad con el mundo natural. Los compatibilistas huméanos como Davidson, Dennett y yo mismo —gen­ te que desea disolver, en vez de resolver, el problema de la libertad y el determinismo— pensamos que, en cuanto nos demos cuenta de que las herramientas que emplea­ mos para aplicar y modificar normas suelen ser distin­ tas de las que empleamos para predecir lo que ocurrirá en el futuro, esa confusión debería desaparecer. No vemos la necesidad de hacer lo que McDowell llama «buscar una concepción de nuestra naturaleza que incluya la capacidad de hacerse eco de la estructura del espacio de razones».23 Para McDowell, sin embargo, las nociones de «liber­ tad racional», «apertura al mundo» y «capacidad de res­ ponder ante el mundo» o bien se sostienen juntas o se hunden todas a la vez. Eso es lo que le ocurre a la noción 22. Ibíd. 23. Ibíd., p. 109.

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de «espontaneidad», en el sentido kantiano de «esponta­ neidad del entendimiento». Con la noción de «contenido empírico» ocurre otro tanto. Según McDowell, Davidson no se percata de que lo único que consigue una explica­ ción meramente causal de las respuestas que damos a lo no humano es amenazar a nuestros juicios empíricos con «el vacío» («vacío» en el sentido de falta de contenido): «si de lo que se trata es de evitar la amenaza del vacío, enton­ ces necesitamos pensar que las intuiciones están relacio­ nadas racionalmente con lo que deberíamos creer».24 Conforme a la idea de McDowell de «contenido», algunas palabras utilizadas para clasificar cosas visibles y tangibles —tales como «bruja», «teutón» o «flogisto»— en realidad carecen de contenido empírico. Son pseudoconceptos. Cuanto más aprendamos sobre el mundo, menos pseudoconceptos tendremos y más conceptos empíricos, llenos de contenido poseeremos. Con el pro­ greso intelectual, nos abriremos más y más al mundo. El mundo llenará nuestras creencias con más y más conte­ nido empírico, y de este modo, por decirlo así, llegará a decimos más cosas sobre él mismo.25 A Davidson, Sellars y Brandom no les sirve de nada esta oposición entre usos de palabras con contenido y usos sin contenido. Y ello porque, como buenos inferencialistas y panrelacionistas, opinan que la única razón por la cual un concepto necesita tener un contenido es para que la palabra en cuestión funcione como nodo en un patrón de inferencias. Respecto a la posesión o caren­ cia de contenido, no existe diferencia alguna entre las palabras de un hombre supersticioso de las cavernas y las palabras de un sofisticado físico. Mientras que McDo­ well pretende resucitar una nueva versión de la idea de Russell según la cual un término singular sin referencia 24. Ibíd., p. 68. 25. Los davidsonianos como yo entendemos el eslogan de Kant «los con­ ceptos sin intuiciones son vacíos» del siguiente modo: «aquella conducta lin­ güística que, al final, no es interpretada con respecto a su interacción causal con el entorno del hablante no es susceptible de interpretación alguna». Así pues, rechazamos las metáforas de completud y vacío en favor de las metáforas de relacionalidad y carencia de relacionalidad causal.

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no es más que un pseudotérmino singular, Davidson Sellars y Brandom sostienen que cualquier término sin­ gular con uso es igual de bueno que cualquier otro. Si la noción de «libertad racional» de McDowell no me sirve en absoluto es porque, tal como él la usa, está demasiado vinculada a otras nociones que tampoco me sirven de mucho; nociones tales como capacidad de res­ ponder o contenido. Así pues, interpreto «libertad racio­ nal» como «esta cosa curiosa» que, según McDowell, no tendríamos si Davidson tuviese razón cuando dice que «el vínculo que existe entre el pensamiento y la realidad independiente es sólo causal y no racional». En mi opi­ nión, es difícil asociar este sentido de «libre» con el úni­ co sentido del término que interesaba a Hume, a saber, el sentido conforme al cual, si una pistola apunta a la cabe­ za de nuestro hijo, o nos hallamos bajo estado de hipno­ sis, entonces no somos libres, en el sentido de «libre» que invocamos al realizar una atribución de responsabilidad moral. Asimismo, considero igualmente difícil asociar aquel sentido con la tesis de Hegel de que la historia es el relato de una libertad cada vez mayor. En realidad, creo que es un sentido de «libertad» explícitamente kantiano: un sentido al podríamos renunciar perfectamente si, en vez de hablar de dicotomía entre distintas clases de inte­ ligibilidad, estuviésemos dispuestos a hablar de técnicas para la resolución de problemas. *** Hasta aquí las tres nociones de McDowell que he uti­ lizado como soportes para explicar la forma en que éste soluciona su problema: el problema de cómo evitar a un tiempo el naturalismo descamado y la concepción común a Sellars, Davidson y Brandom a favor de renunciar a la noción de «experiencia perceptual». Creo que la solución que ofrece McDowell es original con brillantez y está perfectamente lograda. Si lo que uno teme es perder de vista la noción de «experiencia percep­ tual», entonces McDowell es su hombre. Éste realiza una

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tarea espléndida de reconciliación entre giros comunes del habla tales como «una vislumbre del mundo», «aper­ tura al mundo» o «capacidad de responder ante el mun­ do» y el rechazo de la confusión que se expresa en el Mito de lo Dado entre los conceptos de causa y justificación. En esta tarea de reconciliación lo que hace falta es preci­ samente su concepción de «segunda naturaleza». McDo­ well ha rehabilitado el empirismo. El problema, claro, es que yo no deseo semejante reconciliación o rehabilitación. En lugar de darles sopor­ te filosófico, lo que se debería hacer es renunciar a todos estos giros comunes del habla que McDowell invoca. A mi parecer, no queda nada valioso por salvar en el empirismo. Pienso que salvar la noción de capacidad de responder ante el mundo es salvar una intuición que coli­ siona con el politeísmo romántico de Dewey. Es seguir figurándose «el mundo» como una autoridad no humana a la que debemos algún tipo de respeto. En Mind and World, al discutir mis concepciones, McDowell me cita cuando digo: «No parece haber ningu­ na razón evidente por la que el progreso del juego de len­ guaje que jugamos tendría que tener nada que ver con la forma de ser del resto del mundo.» A lo que replica: «Todo el sentido de la idea de normas de indagación es que al seguirlas, deberían mejorar nuestras oportunida­ des de tener razón sobre cómo es el mundo.»26 Mi opinión es que semejante concepción sobre la fun­ ción que realizan las normas de indagación nos hará retroceder otra vez a la distinción entre esquema y mun­ do, y a la idea de que el progreso de la indagación consis­ te en una «adecuación» cada vez mejor ajustada al mun­ do. Pero McDowell, que, por otro lado, acepta la crítica de Davidson a la distinción esquema-contenido, lo niega. «El mundo que aquí invoco —dice— no es el mundo que... [en opinión de Rorty] está perdido para bien... Es el mun­ do absolutamente corriente en el que hay piedras, la nieve es blanca, etc. Es aquel mundo corriente con el cual se 26.

Ibíd., p.

151.

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relaciona nuestro pensamiento de un modo tal que la separación de puntos de vista que efectúa Rorty hace que parezca misterioso, pues separa la relacionalidad al mun­ do de los contextos normativos necesarios para que tenga sentido la idea del estar relacionado —racionalmente— con algo.» Según McDowell, es mi propia concepción la que provoca que este problema sea apremiante y, por lo tanto, mi «negativa a tratarlos sólo puede ser un acto intencionado, un taparse las orejas deliberado.»27 Naturalmente, para mí lo que en realidad ocurre es que McDowell ha quedado seducido por el canto de sire­ nas del empirismo. El hecho de que yo esté sordo a este canto, más que el resultado de un acto intencionado per­ verso, constituye otro ejemplo de una virtud intelectual ganada a pulso. Con todo, también pienso que entre noso­ tros prácticamente no existe terreno común para debatir nuestros desacuerdos. En particular, no creo que pueda ser de ninguna ayuda una reformulación más rigurosa del asunto. Y lo creo así porque sencillamente no veo que sea más importante decir, con McDowell, que a menos que las apariencias perceptuales sean distintas de los juicios es probable que perdamos nuestra libertad kantiana que decir, con Brandom, que la libertad kantiana consiste, simplemente, en abstenerse de realizar una «afirmaciónde-ser» (is-claim) y limitarse a hacer una «afirmación-deparece» (looks-claim). Los pragmatistas rústicos como yo siempre formula­ mos la misma pregunta que hacía William James: «¿qué relevancia de orden práctico se supone que tendrá esta curiosa y pequeña diferencia teórica?». Y, así, termino por preguntarme cómo podríamos relacionar este claro desacuerdo entre Brandom y McDowell sobre la cuestión de la naturaleza de las apariencias con las esperanzas culturales que originaron Kant y Hegel al escribir sus libros. Una de las lecciones que deberíamos haber apren­ dido de la revuelta contra el escolasticismo medieval es que cuando los filósofos empiezan a discutir sobre si 27.

Ibíd.

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existirá una tercera cosa intermedia entre otras dos cosas (la materia signata de Aquino, por ejemplo, un interme­ diario entre la materia primera y la forma sustancial) lo que están haciendo es mercadear significación cultural por rigor profesional. Ésa es la razón por la que tiendo a alejarme de los intentos de hacer formulaciones bien precisas del asunto y empiezo a hablar, en borrosos términos histórico-psicoanalíticos, de la necesidad de conducir a la humanidad a una madurez completa mediante la renuncia de la feroz imagen de la figura del padre. Cuando cedo a esta ten­ dencia utilizo una retórica concreta y empiezo a buscar, por ejemplo, los pasajes en los que McDowell ofrece su propia versión de la historia del mundo. Los lugares en los que tal versión se presenta de un modo más claro son su observación de que «nuestras ansiedades filosóficas se deben a nuestro comprensible apego al pensamiento del naturalismo moderno», y su propuesta de «trabajar para aflojar este apego».28 Cuando leo este pasaje me parece que aquí McDowell se está haciendo eco de unos pasajes parecidos de Gadamer y Charles Taylor, dos filósofos que también piensan que Aristóteles comprendió algo importante, algo que empezamos a perder de vista cuando la mecánica cor­ puscular provocó que el aristotelismo pareciese obsoleto. Leo a estos dos filósofos también a la luz de la observa­ ción que me hace McDowell al replicar que la mayor par­ te de mi obra se halla impregnada de «un tono darwiniano». Luego expande un poco este punto al decir que mi sospecha hacia las formas de hablar predarwinianas «refleja una aprobación claramente no pragmatista del vocabulario darwiniano, en cuanto único dispositivo lin­ güístico que realmente nos permite describir la realidad». Pero esto no es cierto. Rechazo con indignación la idea de que yo piense que Darwin nos permite describir mejor que nadie la realidad a nosotros los humanos. Ahora bien, si esta forma de describir los seres humanos 28. Ibíd.., p. 177.

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297

se complementa (como hacen Dewey y Dennett) con un relato sobre la evolución cultural, entonces sí que el con­ junto nos proporciona un artificio realmente útil para impedir que la gente exagere acerca de determinadas dicotomías y que, por consiguiente, se generen proble­ mas filosóficos. Insistiendo en la analogía entre desarro­ llar un nuevo órgano y desarrollar un nuevo vocabulario, entre contar relatos sobre cómo los elefantes llegaron a tener trompa y contar relatos sobre cómo Occidente lle­ gó a poseer una física de partículas, nosotros, los neodarwinianos albergamos la esperanza de perfeccionar la imagen de uno mismo que los poetas románticos esbo­ zaron y que Nietzsche y James llenaron parcialmente de contenido. En esta imagen, nuestra actitud hacia lo no humano se halla, como lamentó Heidegger, más cerca del dominio baconiano que de una actitud de respeto. Con la adop­ ción de esta actitud los juicios científicos y perceptuales dejan de estar en el centro de interés del filósofo en favor de los juicios políticos y artísticos. Nietzsche, Ortega o Heidegger pasan a ser más interesantes que Moore, Carnap o Austin, por ejemplo. Y esto a mí me parece un gran logro.

ÍNDICE ONOMÁSTICO Abrams, M. H., 51,5 ln Agustín, San, 56 Alien, B.,149w Apel, K. O., 85-87, 81n, 85n, 88n, 91, 92, 100, 101, 106, 108, 112, 113, 117-119, 136n,137,186, 214n, 238n, 244n Aristóteles, 278,287,296 Amold, M., 51, 53, 67, 67n, 69 Austin, J. L., 102 Ayer, A. J., 250,252 Bacon,F.,276 Baier, Alexander, 51,139 Baier, Annette, 17, 18, 135, 135n, 205-209, 204rz-206n, 208n, 229-230, 230n,243, 243n Bain,A.,24,25,58 Ben-Habib, S., 121,131 Bentham, J., 24,50,51 Bergman, G., 25 Bergson, H., 49 Berkeley, G., 147,147 nf 250 Berlin, I., 53 Bieri, P., 184,186,187, \95n Blake, W., 276 Blumenberg, H., 33,34,37 Boyle, R., 153 Brandom, R., 18, 19, 140, 230n, 249-252, 255-257, 260-272, 256n, 261 n, 263n

Brentano, F., 26 Bulwer-Lytton, E., 51n Byron, Lord, 276 Calióles, 57 Camap, R., 143,250,254,261 n Castoriadis, C., 85n, 86n Cavell, S., 174,194,195,199 Cervantes, M. de, 277 Chisholm, R. M., 90 Chomsky, N., 113, 112n, 113n, 115n Clarke, T., 194 Clifford, W. K., 42,44,45,74 Clough, A., 22 Conant, J., 195-199,195n Copémico, N., 37, 223, 269, 272 Dalton, J.,286 Dante, 7,14 Danto, A., 50 Darwin, Ch., 25, 29, 37, 41n, 49, 55-57, 129, 134, 160, 161, 163, 164, 166, 166n, 167,284,286,296 Davidson, D., 18, 83n, 86n, 89n, 91 n, 92n, 101 n, 109n, 113n, 114, 116-119, 116n, 121-123, 134n, 137, 139, 140, 161n, 164, 170, 187, 187n, 208, 208n, 243n, 247n, 249, 250, 258-267,

300

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259n, 260n, 262n, 270,278281, 28 ln, 283, 284, 288, 289,291-294 Demócrito, 223,286 Dennett, D., 181-186, 182n, 183n,185n,231 Derrida, J., 13, 36, 136n, 139, 140, 140w, 148n, 155w, 160n , 166n Descartes, R., 8, 24, 26, 90, 91, 104,142,189,190,193,197, 198,255 Descombes, V., 112n Devitt, M., 266 Dewey, J., 10-17, 21-33, 37, 38, 40,53-55,54w,58,61,64-71, 65n-70n, 75-77,85,85 n, 86, 96,129,134-137,134w, 140, 163, 164, 164», 175-177, 179, 180, 201-208, 202n, 205w,208w,211,223,223«, 247n, 249, 250, 254, 255, 264 Diamond, C., 195 Dostoevskii, F., 14 Dworkin, R., 216,216 n Emerson, R. W., 27, 30, 49, 52, 56,66 n, 85 Fichte,J.G., 9,165,287 Foucault, M., 82w, 96,111,121, 127,140 Fodor, J., 115n Fourier, F. M. C., 277 Frege, G .,29,166 Freud, S., 13, 33-37, 34n, 129, 208, 208n, 217, 222, 272 Gadamer, H. G., 136n, 143 Galileo, 8 Gell-Mann, M., 277

Gibbon, E., 286 Giotto, 133n Goodman, N., 80,134 n, 264 Greco, El, 14 Green,T.H.,25 Habermas, J., 12,13,16,82-86, 80n, 81 n, 83n-86n, 91-101, 93n, 98n, 100n, 103, 104, 106, 108, 112, 113, 113n, 117-123, 121w, 125-132, 134, 132n-134n, 136, 136w, 137, 139, 139n, 140, 172, 186,229,233,234,236-241, 243,244 Hacking, I.,245 Hegel, G. W. F., 17, 25-28, 32, 116, 117, 132, 133h, 135, 165, 166n, 229, 252, 255, 267,278,293,295 Heidegger, M., 35,53,143,146, 176, 195m, 217, 272, 276, 282.297 Helvetius, C. A., 49n Herder, J. G., 166,166n Hobbes,Th., 153 Hólderlin, F., 49 Homero, 7 Hook, S., 70 Hoy, D., 19 Humboldt, W. von, 51, 166, 166n Hume, J., 26, 46, 135, 135n, 164,186,205-207,222,229, 250,293 Husserl, E., 16,26 Jackson,F., 182-184,194 James, H., 31, 182, 195, 259, 250.295.297 James, W., 22, 24-32, 39-48, 34n, 39n, 40 n, 42n, 46n, 49-

ÍN D IC E O N O M Á STICO

56, 58, 60-64, 70, 72-74, 76, 77, 52n, 54n, 61n-63n, 88 Jeffers, R., 55,56 Jefferson, T., 56, 85, 86, 85n, 86n Jesucristo, 65,222 Kant, I., 9,14,16,18,26,28-30, 39,134-136,134n, 140,146, 156,164,165,167,203,204, 205n, 210, 212, 229-231, 233,239,240,267,269,272, 278,295, Kelly, M„ 121, 121n, 125, 131 Kierkegaard, S., 68,76 Kohlberg, L., 112», 113 Kripke,S„ 172,174 Kuhn, T., 268 Lacan, J., 13 Lamarck, J. B., 49 Latour, B., 223n Leibniz, G. W„ 140, 140n,141 Leuba, J. H.,61,62 Lewis, D,, 96n, 154n, 273, 284 Locke, J., 147, 166, 172, 178, 250,251,255,276,284 Lucrecio, 223 Luttwack, E., 221n Lyotard, J. F., 123 Maclntyre, A., 125, 131, 121n, 229 Maeterlinck, M., 66n Manfred,F., 166n Marx, K„ 28,222 McCarthy, T. A., 123 McDowell, J., 18, 19, 255, 261, 262, 275-296, 275n, 279n, 281n, 285n, 286n, 288n, 289n McGinn,C„ 184,194

301

Mead,G.H„ 116,117 Mendel, G., 284 Metzinger, Th., 184,185,185n Mili, J. S„ 39,47,50-54,58,67, 72,73,202,250 Moody, W. V., 52 Moore, G. E., 297 Nabokov, V., 277 Nagel, Th., 174,176-182,176n, 184, 186, 186n, 188, 194, 197 Newton, I., 8,17,29 Nietzsche, F., 30, 43, 49, 49n, 50, 52-58, 60, 62, 66, 66n, 277,282,297 Ockham, G. de, 37 Ortega y Gasset, J., 297 Papini, G., 27 Peano, G., 156,157 Peirce, Ch. S., 24-26, 28-31, 30n,40,58,88n, 91,92,100102,104,119,122,249,264 Piaget, J., 113 Platón, 7, 8, 14, 36, 37, 56, 57, 66, 172, 173, 205-207, 212, 231,240 Poincaré, H., 49,49n Ptolomeo, 266,269 Putnam, H., 29,62 n, 83,91,92, 101,123,126,128-131,137, 83n,92n,lOln, llln , 128n, 140,174,176,195,196,199, 176n,195n,223,223n, 249, 264 Quine, W. V. O., 96, 106, 170, 172-176,249,283,284,286, 287

302

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Ramberg, B., 19 Rawls, J., 13, 65, 139, 139n, 232, 232n, 234-242, 234n, 237n, 240n, 242n, 246 Royce, J., 25 Russell, B., 26 Ryan, A., 64, 70, 71, 65n, 70n Sartre, J. R, 156,157,148n Saussure, E de, 122 Scanlon, Th., 240,240n Schaffer, S., 223n Schelling, E W. J., 49 Schmidt, H., 277 Schulte, J., 99n Searle, J., 81n, 84n, 143, 148n, 154n, 179, 184, 194, 247n, 255, 258, 268, 270, 272, Sellars, W., 18, 83n, 90, 122, 145, 230n, 249-258, 253, 253nt 260-262, 261 n, 272, 278-284, 281 n, 288, 291, 293 Shapin, S., 223n Simmel, G., 86n Sócrates, 125, 136n, 172, 175, 217 Spencer, H., 49,49n Spinoza, B., 156,157 Stroud, B., 90, 174, 181, 189194, 198n, 193 n, 197, 198 Swedenborg, E., 30

Tarski, A., 91 n, 261 n, 265 Taylor, Ch., 229,296 Tillich, P., 59,66 Tomás de Aquino, 296 Trasímaco, 57 Tucídides, 173,241 Vasari, G., 133n Walzer, M., 17,121,208n, 229232, 229n, 233n, 236, 238, 241,241n,242 Weber, M., 133,112n Wellmer, A., 100, 101, lOln, 103, 106-111, 133, 135, 137 Wesley, J., 52,56 Whitehead, A. N., 140, 140n, 141,150,223 Whitman, W., 52, 55, 66, 66n, 69, 85,171,198,223 Williams, M., 33, 92n, 181, 189-194, 190n-194n, 197, 198 Williams, B.,92n, 173,196,197 Wittgenstein, L., 102, 106n, 114, 116, 137, 14 Snf 149, 151, 166n, 175, 176, 179, 180,195,199,253,257 Wollherim, R., 208n Wordsworth, W., 69 Wright,C., 31,266 Zizek, S., 13,81n

ÍNDICE Prefacio......................................................................................

7

Pragmatismo y religión........................

21

Pecado y verdad............................................................... Pragmatismo clásico........................................................ El pragmatismo como una liberación del Primer Padre La solución de James para reconciliar ciencia y reli­ gión ...................................................................................

21 24 33

P r im e r a le c c ió n .

1. 2. 3. 4.

El pragmatismo como un politeísmo rom ántico...........................................................................

S eg u n d a le c c ió n .

T e r c e r a y c u a r ta l e c c i o n e s .

Universalidad y verdad . . .

1. ¿Es relevante para la política democrática el tema de la verdad?.......................................................................... 2. Habermas y la razón comunicativa............................... 3. Verdad y justificación...................................................... 4. «Validez universal» y «trascendencia contextual» . . . . 5. Independencia del contexto sin convergencia: la concep­ ción de Albrecht Wellmer............................................... 6. ¿Deben ser relativistas los pragmatistas?....................... 7. ¿Unifican la razón las presuposiciones universalistas? 8. ¿Comunicar o educar? .................................................... 9. ¿Necesitamos una teoría de la racionalidad?................

39 49 79

79 82 87 92 100 106 112 120 132

304

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Q u in ta l e c c i ó n .

Panrelacionismo .................................... ...... 13 9

S ex ta lec ció n .

Contra la profundidad .................................169

1. Los qualia ....................................................................................182 2. Stroud y Williams acerca del escepticismo..................... ......189 S é p tim a l e c c i ó n . O ctava le c c ió n .

Ética sin obligaciones universales . . .

201

La justicia como una lealtad más amplia

225

¿Queda nada valioso por salvar en el empirismo?............................................................................249

N o v e n a le c c ió n .

El empirismo de McDowell (o sobre la capacidad humana de responder ante el mundo)

Décim a lec ció n .

275

1. Naturalismo descarnado..........................................................283 2. Segunda naturaleza .................................................................287 3. Libertad racional ......................................................................291

índice onomástico ..........................................................................299