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Robert Musil Uniones Uniones Dos relato (1911) La consumación del amor –¿De verdad que no puedes venir conmigo? –I

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Robert Musil Uniones

Uniones Dos relato (1911)

La consumación del amor

–¿De verdad que no puedes venir conmigo? –Imposible; sabes que debo tratar de terminar cuanto antes. –Pero a Lilli le daría tanto gusto… –Cierto, cierto, pero no puede ser. –Y yo no tengo las más mínimas ganas de viajar sin ti… Su mujer decía esto mientras servía el té, y lo miraba sentado en el sillón de flores claras y fumando un cigarro, en el rincón del cuarto. Era tarde y las persianas verde oscuro miraban a la calle, una larga hilera de persianas verde oscuro que en nada se distinguían unas de otras. Ocultaban, como un par de lóbregos párpados indiferentemente semicerrados, el resplandor de la habitación, donde el té caía ahora en las tazas desde una descolorida tetera plateada, produciendo un suave sonido, después parecía quedarse suspendido en un chorro inmóvil, como una torneada y transparente columna de topacio castaño y ligero… en la superficie algo abollada de la tetera descansaban sombras de colores verdes y grises, también azules y amarillos; yacían totalmente quietas, como si hubieran confluido ahí y no hubieran podido avanzar más. Pero el brazo de la mujer se elevaba y se alejaba de la tetera, y junto con la mirada que dirigía a su esposo formaba un ángulo rígido, tieso. Ciertamente un ángulo, como podía verse; pero ese otro, casi corpóreo, que había dentro de él, únicamente lo podían sentir esos dos seres, a quienes les parecía que se tendía entre ellos como un travesaño del más duro metal, manteniéndolos fijos en sus lugares y, no obstante, uniéndolos a pesar de la distancia que los separaba, convirtiéndolos en una unidad que casi se podía percibir con los sentidos; se apoyaba en las cavidades de sus corazones, y ellos sentían su presión… los hacía erguirse, tiesos, en los respaldos de sus asientos, con los rostros inmóviles y las miradas fijas y, sin embargo, allí donde los tocaba sentían ellos una delicada conmoción, algo sumamente ligero, como si sus corazones, cual dos nubes de pequeñas mariposas, revolotearan buscando meterse uno dentro del otro… De ese tenue sentimiento casi irreal y, aún así, tan perceptible, como de un eje que temblara ligeramente, pendía el cuarto entero, y también lo hacía de los dos seres en los que se apoyaba: los objetos

contenían el aliento a su alrededor, la luz de la pared se cristalizaba en dorados encajes… Todo callaba y esperaba y estaba allí por ellos…; el tiempo, que corre por el mundo como un hilo infinitamente resplandeciente, pareció atravesar la habitación por en medio de estos dos seres, y pareció detenerse de pronto, muy tieso y callado y resplandeciente…, y los objetos se acercaron un poco unos a otros. Era como ese detenerse y después ese suave hundirse que sucede cuando se acomodan repentinamente las superficies que forman un cristal… en torno a esos dos seres por los que pasaba su centro y que, de pronto, se miraban y se volvían a mirar como si se vieran por primera vez, a través de ese contener el aliento y ese arquearse y apoyarse a su alrededor, como reflejados en miles de superficies… La mujer dejó el té, su mano se posó sobre la mesa; como agobiados por el peso de su felicidad, cada uno de ellos se hundió en sus cojines y mientras se aferraban el uno al otro con los ojos, sonrieron como extraviados y sintieron la necesidad de no hablar de sí mismos; hablaron de nuevo del enfermo, del enfermo de un libro que habían leído, y comenzaron inmediatamente con un pasaje y una pregunta muy concreta, como si a ambos se les hubiera ocurrido de pronto, aunque no era así, pues sólo estaban retomando una conversación que los había mantenido ocupados de forma extraña a lo largo de varios días ya, como si ocultara su verdadero rostro y, tratando en apariencia del libro, mirara realmente en otra

dirección; después de un rato, sus pensamientos abandonaron de manera casi intangible ese pretexto inconsciente y regresaron hacia ellos mismos. –¿Cómo se verá a sí mismo un tipo como G.? –preguntó la mujer y, casi como si se lo estuviera diciendo a sí misma, continuó hablando, sumida en una profunda reflexión–. Seduce niños, induce a jóvenes muchachas a deshonrarse a sí mismas, y luego ahí está, sonriendo y mirando como hipnotizado el poquito de erotismo que relampaguea como un débil resplandor en alguna parte de sí. ¿Crees que él piensa que hace mal?

–¿Que si lo piensa…? Quizá sí, quizá no –contestó el hombre–, quizá en tales sentimientos uno no deba preguntar así. –Pues yo creo –dijo la mujer, mostrando que ya no estaba hablando de ese hombre aleatorio, sino de algo concreto que, para ella, alboreaba ya tras él–, yo creo que él piensa que hace bien. Los pensamientos corrieron entonces en silencio unos junto a otros durante un rato y luego –afuera y a lo lejos– reaparecieron en forma de palabras; sin embargo, era como si ellos se siguieran tomando silenciosamente de las manos y como si todo hubiera sido dicho ya. –…él hace daño a sus víctimas, las lastima, debe saber que las desmoraliza, que perturba su sensualidad y que las orilla a un movimiento que nunca más podrá descansar en una meta…; y, no obstante, es como si lo viéramos sonreír al hacerlo…, muy suavemente y con el rostro pálido, tan melancólico y, sin embargo, decidido, lleno de ternura…; con una sonrisa que flota llena de ternura por encima de él y de su víctima…; como un día lluvioso sobre el campo que el cielo envía; es inconcebible, en su melancolía subyace toda disculpa, en el sentir con que acompaña la destrucción… ¿No es cada cerebro algo solitario y único? –Sí, ¿no es cada cerebro algo solitario? Esos dos seres que ahora callaban, de nuevo pensaban juntos en un tercero, desconocido, uno entre esos muchos terceros, como si caminaran juntos a través de un paisaje…: árboles, praderas, un cielo y, de pronto, un no saber por qué aquí todo es azul, y allá todo está lleno de nubes; sentían a todos esos terceros parados a su alrededor, como esa inmensa esfera que nos circunda y que a veces nos contempla ajena y vidriosa y que nos hace sentir frío cuando el vuelo de un pájaro hiende en ella una línea incomprensiblemente vacilante.

Esa habitación vespertina se llenó de repente de una amplia y fría soledad, clara como el mediodía. Entonces uno de ellos habló, y fue como rozar suavemente un violín: –… él es como una casa con las puertas cerradas. Lo que ha hecho, quizá sea como una suave música dentro de él, pero, quién puede oírla? Quizá ella fue quien convirtió todo en una blanda melancolía… Y el otro contestó: –… quizá haya ido una y otra vez a través de sí mismo, palpando con las manos en busca de una puerta y, finalmente, se haya detenido con el rostro pegado a los densos vidrios, y haya visto desde lejos a las amadas víctimas y sonreído. Ya no dijeron nada más, pero en su silencio, beatíficamente enlazado, ese timbre seguía sonando más alto y más amplio. “Sólo esa sonrisa los alcanza y flota sobre ellos y todavía con la convulsa fealdad de sus gestos que se desangran trenza un ramillete de delgados tallos… Y titubea tiernamente, preguntándose si lo perciben, y lo deja caer y se eleva decidido, llevado con alas temblorosas por el secreto de su soledad, como un animal ajeno, hasta los prodigios del espacio lleno de vacío”. En esa soledad sentían descansar el secreto de su estar los dos juntos. Había un oscuro sentimiento del mundo en torno a ellos que los acoplaba, era como una sensación ensoñada de un frío que penetraba por todos lados menos por uno, aquel en que se apoyaban, se descargaban, se cubrían recíprocamente, como dos mitades que encajaran perfectas una en otra y que, una vez acopladas, redujeran sus fronteras hacia el exterior, mientras su interior fluía del uno al otro en mayor medida. A veces eran infelices, porque no podían compartirlo todo hasta el último extremo.

–¿Recuerdas –dijo de pronto la mujer– cuando me besaste hace algunas tardes? ¿Sabías que algo se interpuso entre nosotros? En ese mismo momento se me había ocurrido algo, algo irrelevante, pero no eras tú y de pronto me dolió que no tuvieras que ser tú. Y no te lo podía decir y primero tuve que sonreírme por ti, porque no lo sabías y porque creías estar muy cerca de mí, y después ya no te lo quise decir y me enojé contigo porque tú mismo no lo sentías, y entonces tus caricias ya no me alcanzaron. Y no me atreví a pedirte que me soltaras, porque en realidad no era nada, en realidad estaba cerca de ti y, no obstante, era al mismo tiempo como una sombra imprecisa, como si pudiera estar lejos de ti y sin ti. ¿Conoces esa sensación? A veces todas las cosas están de repente dos veces ahí: una vez claras y completas, como las conocemos, y otra vez pálidas, crepusculares y como espantadas, como si el otro las estuviera contemplando en secreto y ya ajeno… Hubiera querido tomarte y llevarte de nuevo a mí… y después, de nueva cuenta, rechazarte y arrojarme a la tierra, porque había sido posible… –¿Fue cuando? –Sí, fue cuando rompí de pronto a llorar debajo de ti; y no, como tú creíste, por mi desmesurado anhelo de penetrar aún más profundamente con mi sentimiento en el tuyo. No te enojes conmigo, tenía que decírtelo y no sé por qué, sólo fue una fantasía, pero me dolió tanto que creo que sólo por eso tuve que volver a pensar en ese G. ¿Tú…? El hombre en el sillón dejó el cigarro y se levantó. Sus miradas se aferraron mutuamente con ese tenso balanceo de los cuerpos de dos personas que están una junto a otra sobre una cuerda. Después no dijeron nada, sino que abrieron las persianas y miraron hacia la calle; era como si escucharan en ellos un crepitar sigilosos de tensiones, que otra vez le diera una nueva forma a algo para luego dejarlo descansar. Sentían

que no podían vivir el uno sin el otro, sólo juntos, como un sistema apoyado primorosamente en sí mismo, capaz de soportar lo que ellos quisieran. Cuando pensaban el uno en el otro, les parecía casi enfermizo y doloroso, tan delicada, osada e inasible sentían su relación en su susceptibilidad frente a la más pequeña inseguridad en su interior. Después de un rato, cuando ante la imagen del ajeno mundo exterior volvieron a tener certeza, se sintieron cansados y desearon quedarse dormidos uno junto al otro. No sentían nada que no fuera ellos mismos y, sin embargo –ya muy pequeño y desapareciendo en la oscuridad–, aún quedaba un sentimiento como hacia todos los confines del firmamento. A la mañana siguiente, Claudine partió hacia la pequeña ciudad en la que estaba el instituto donde se educaba a Lilli, su hija de trece años. La niña había nacido dentro de su primer matrimonio, pero su padre era un dentista estadounidense a quien Claudine había buscado, azotado por un terrible dolor de muelas, durante una visita al campo. Entonces había esperado en vano la visita de un amigo, cuya llegada se retrasaba más allá de toda paciencia, y aquello sucedió en medio de una embriaguez de enojo, dolores, éter y el redondo y blanco rostro del dentista, que durante días vio flotar continuamente por encima del suyo. Nunca despertó en ella la conciencia por ese incidente, ni por ningún otro de aquella primera, y perdida, parte de su vida; cuando después de varias semanas tuvo que regresar a su consultorio para el tratamiento posterior, se hizo acompañar por su doncella, y así terminó para ella la experiencia; no quedó más que el recuerdo de una extraña nube de sensaciones que, por un momento, la confundió y excitó, como un abrigo que le hubieran arrojado de pronto sobre la cabeza y que hubiera resbalado inmediatamente hacia el suelo.

Pero quedaba algo singular de todos sus actos y sus vivencias de aquella época. Sucedía que, a veces, no encontraba un final tan rápido y contenido como en aquella ocasión y permanecía largo tiempo bajo el dominio aparentemente total de algunos hombres, por quienes era capaz de hacer todo lo que le pidieran, hasta llegar al autosacrificio y a la más absoluta falta de voluntad; pero nunca sucedió que, después de eso, tuviera el sentimiento de que hubieran sucedido acontecimientos fuertes o importantes; hacía y padecía acciones de una fuerza que rayaba en la pasión y llegaba hasta la humillación, pero nunca perdió la conciencia de que todo lo que hacía, en el fondo, no la afectaba y, en esencia, no tenía nada que ver con ella. Como el murmullo de un arroyo se alejaban de ella esos actos de una mujer infeliz, trivial e infiel, y sólo le quedaba la sensación de estar sentada junto a ellos, inmóvil y pensativa. Era una conciencia nunca clara, de una interioridad que la acompañaba desde lejos, la que aportaba esa última reserva y seguridad a su irreflexivo entregarse a las personas. Detrás de todas las conexiones de las experiencias reales se desplazaba algo no descubierto, y a pesar de que aún no había logrado comprender esa oculta esencia de su vida y quizá incluso creía que nunca penetraría hasta ella, tenía en todo lo que le ocurría, la sensación de ser como un huésped que entra en una casa ajena sólo una vez y que, sin pensarlo y un poco aburrido, se abandona a todo lo que allí encuentra. Y, después, todo lo vivido y padecido se hundió para ella en el momento en que conoció a su actual marido. Desde entonces había pasado a una calma y a una soledad en las que ya no importaba lo que hubiera ocurrido con anterioridad, sino sólo aquello en lo que ahora se convertía, y todo parecía haber estado ahí sólo para que se pudieran sentir con más fuerza el uno al otro, o había sido completamente olvidado. Una

sensación ensordecedora de crecimiento se elevaba a su alrededor como montañas de flores, y sólo a una gran lejanía quedaba el sentimiento de una necesidad superada, un trasfondo del que todo se desprendía, como los movimientos somnolientos de quien se despierta en el calor después de una ducha helada. Quizá una sola cosa, delgada, pálida y casi imperceptible, hubiera fluido de su vida anterior a la de ahora. Y el hecho de que precisamente hoy tuviera que pensar de nuevo en todo eso podía ser tan sólo una casualidad, o porque viajara a ver a su hija o por cualquier otra cosa indiferente, pero sólo había aparecido al llegar a la estación, cuando, entre aquella multitud de seres y oprimida y desasosegada por ellos, de repente fue rozada con suavidad por un sentimiento que –a medias y ya desapareciendo–, le recordaba, oscura y lejanamente, pero, no obstante, con igualdad casi corpórea, esa etapa de su vida ya casi olvidada. Su marido no había tenido tiempo de acompañar a Claudine a la estación, ella esperaba sola a que llegara el tren, a su alrededor se apretujaba y arremolinaba la multitud, empujándola lentamente de aquí para allá como una ola grande y pesada de agua sucia. A su alrededor los sentimientos que yacían en los rostros pálidos, recién abiertos en la mañana, nadaban sobre ellos a través del oscuro espacio como un desove en la descolorida superficie del agua. Sintió náuseas. Tenía ganas de apartar de su camino con un gesto indolente aquello que se movía y agitaba a su alrededor, pero –ya fuera que la horrorizaba la superioridad corporal de su entorno o bien sólo esa luz turbia, regular, indiferente bajo un sucio techo de vidrio y una férrea maraña de travesaños– mientras caminaba con apariencia indiferente y cortés por entre el gentío, sentía que tenía que hacerlo, y lo padecía en su interior como una humillación. Buscó en vano un cobijo en sí misma;

era como si se hubiera perdido, lentamente y meciéndose, entre la muchedumbre, sus ojos no hallaban ya reposo, no podía recordarse a sí misma y, si intentaba recuperarse, un delgado y suave dolor de cabeza se extendía ante sus pensamientos. Ellos se reclinaban hacia dentro, tratando de alcanzar el ayer; pero Claudine sólo obtuvo la conciencia de que llevaba consigo, furtivamente, algo precioso y delicado. Y no debía revelarlo, porque las otras personas no podían entenderlo y ella era más débil y no podía defenderse y tenía miedo. Se deslizaba entre ellos estrechándose, retraída, llena de soberbia, estremeciéndose si alguien se le acercaba demasiado y ocultándose bajo un aire modesto. Y al hacerlo sentía, secretamente embelesada, cómo su felicidad se volvía más hermosa cuando ella cedía y se entregaba a ese miedo quedamente confuso. Y por eso lo reconoció. Pues así había sido entonces; de repente se le ocurrió: alguna vez, como si ella hubiera estado mucho tiempo en otro lugar y, sin embargo, nunca lejos. A su alrededor había algo crepuscular e incierto, como el temeroso disimulo de las pasiones de los enfermos, sus acciones se desprendieron de ella a pedazos y fueron llevadas de allí por los recuerdos de personas ajenas; nada había dejado en su interior aquel fruto incipiente que empieza a hinchar suave un alma cuando los otros creen haberla deshojado por completo y se alejan saciados de ella…; y, sin embargo, sobre todo lo que ella había padecido, flotaba un pálido destello, como el de una corona, y en el sordo, vibrante dolor que acompañaba a su vida temblaba un resplandor. A veces sentía como si sus dolores ardieran en ella igual que pequeñas llamas, y como si algo la empujara a encender sin cesar otras nuevas; al hacerlo, creía sentir una cortante diadema sobre su frente, tan invisible e irreal como si estuviera hecha de sueños y cristal, y como si a

veces no fuera más que un lejano canto que girara alrededor de su cabeza… Claudine seguía sentada inmóvil, mientras el tren avanzaba por el campo sacudiéndose suavemente. Sus compañeros de viaje conversaban entre sí, pero ella sólo oía un susurro. Y ahora, al tiempo que pensaba en su marido, sus pensamientos eran acunados por una suave, somnolienta felicidad, como por un aire de nieve; a pesar de toda esa suavidad había algo que casi le impedía moverse, como cuando un cuerpo convaleciente, acostumbrado a su habitación, debe dar sus primeros pasos al aire libre, una felicidad que paraliza y que casi lastima…; y detrás seguía llamándola aún ese sonido que vacilaba incierto y que ella no podía asir, lejano, olvidado, como una canción infantil, como un dolor, como ella…, ese tono atraía hacia sí, en amplios círculos oscilantes, sus pensamientos, y éstos no podían mirarle a la cara. Se reclinó en el asiento y miró por la ventana. La agotaba seguir pensando en ello; sus sentidos estaban totalmente despiertos y receptivos, pero algo tras los sentidos quería estar quieto, extenderse, dejar que el mundo se deslizara sobre él… Postes de telégrafos aparecían un momento y caían torcidos al paso del tren, los campos se alejaban con sus surcos sin nieve de un color café oscuro, los arbustos parecían estar parados de cabeza agitando cientos de pequeñas piernecitas esparrancadas, de las que pendían miles de campanitas de agua que caían, corrían relucían y refulgían…, era algo alegre y ligero, un extenderse, como cuando las paredes se abren, algo suelto y aligerado y muy delicado. Incluso se desprendió la suave pesadez del cuerpo de Claudine, dejando en sus oídos una sensación como de nieve derritiéndose y, poco a poco, se convirtió en un constante y leve tintineo. Sentía como si viviera con su marido en el mundo igual que en una esfera espumosa llena de perlas y burbujas y de susurrantes

nubecillas, ligeras como plumas. Cerró los ojos y se entregó a ello. Pero después de un rato comenzó a pensar de nuevo. El balanceo del tren, ligero y regular, la naturaleza relajada y en deshielo allá afuera… era como si le hubieran quitado de encima algo que la oprimía; de pronto, se dio cuenta de que estaba sola. Involuntariamente alzó la mirada. Alrededor de sus sentidos seguía girando un remolino que susurraba suavemente; era como si, de repente, se encontrara abierta una puerta que uno no recordara sino cerrada. Quizá había sentido ese deseo desde mucho tiempo atrás, quizá algo oculto se había balanceado de acá para allá en el amor entre ella y su marido, pero ella sólo sabía que aquello los había acercado con más fuerza, y ahora, de repente, era como si hubiera explotado secretamente algo dentro de ella que había permanecido cerrado por largo tiempo; despacio, como de una herida apenas visible pero muy profunda, emergieron sus pensamientos y sentimientos en pequeñas e incesantes gotas, ampliando el lugar. Existen tantas preguntas en las relaciones que establecemos con las personas queridas que se debe salvar la edificación de la vida en común antes de que se las haya podido pensar hasta el final; posteriormente, lo ya hecho no deja fuerza ni siquiera para imaginar que hubiera podido ser de otra manera. Y después en algún sitio del camino, se alza un extraño poste, un rostro, flota un aroma, un camino que nunca ha sido pisado avanza entre la hierba y las piedras, se sabe que se debería regresar, ver, pero todo impulsa hacia delante, sólo como hilos de telaraña, sueños, una rama crujiente titubea al pasar, y un pensamiento que no fue irradia una serena parálisis. En los últimos tiempos, a veces, quizá con mayor frecuencia, existía ese mirar hacia atrás, ese inclinarse con más insistencia hacia el pasado. La fidelidad de Claudine se rebelaba contra ello,

precisamente porque no era un descanso sino una liberación de fuerzas, un apoyo mutuo, un equilibrio logrado mediante el incesante movimiento hacia delante. Un andar los dos de la mano, pero a veces, a la mitad, la sobrecogía la repentina tentación de detenerse, de quedarse parada completamente sola y de mirar a su alrededor. Sentía entonces su pasión como algo obligatorio, necesario, desgarrador; y aún cuando esta sensación pasaba y ella se llenaba de arrepentimiento y la avasallaba de nuevo la conciencia de la belleza de su amor, pero era rígido y pesado como un delirio y comprendía, embelesada y temerosa, que cada uno de sus movimientos se encontraban anudados ahí, grandes y fijos, como en un brocado dorado; pero en algún lugar había algo que la atraía y que yacía, tranquilo y pálido, como las sombras del sol de marzo sobre la tierra herida de primavera. En ocasiones sobrecogía a Claudine, también en su felicidad, la conciencia de una simple realidad, casi casualidad; a veces pensaba que le debía estar destinada otra forma distinta, lejana, de vida. Quizá no fuera más que la forma de un pensamiento anterior que había permanecido en ella, no un pensamiento realmente pensado, sino la sensación que lo pudo haber acompañado alguna vez, un movimiento vacío, incesante, de acechar y mirar hacia fuera, que – retrocediendo y no siendo nunca del todo satisfactorio– hacía mucho que había perdido su contenido y flotaba en sus sueños como la abertura de un oscuro corredor. Pero quizá se tratara de una felicidad solitaria, mucho más maravillosa que todo lo demás. Algo suelto, móvil y oscuramente sensible en un lugar de su relación donde el amor de otras personas sólo aparece, descarnado y sin alma, el sólido andamiaje. Había en ella un suave desasosiego, un anhelo casi enfermizo por sentir una tensión extrema, la

intuición de una última elevación. Y en ocasiones sentía como si ella estuviese destinada a un desconocido dolor de amor. A veces, al escuchar música, esa sospecha tocaba su alma, en secreto, muy lejos, allá afuera, en algún lugar… y entonces se asustaba de sentir todavía allí, en lo irreconocible, repentinamente su alma. Pero cada año llegaba una época, cuando comenzaba el invierno, en la que se sentía más cerca que nunca de esos límites extremos. En esos días desnudos, que pendían sin fuerzas entre la vida y la muerte, sentía una melancolía que no podía ser la del acostumbrado deseo por amor, sino casi un anhelo por abandonar aquel gran amor que poseía, como si ante ella alboreara el camino de una última concatenación que no la condujera ya hacia el amado, sino lejos, desprotegida, a la suave, seca marchitez de una dolorosa lejanía. Y se daba cuenta de que eso provenía de un lugar distante, donde su amor ya no era sólo algo entre ellos dos, sino que dependía inseguro, en pálidas raíces, del mundo. Cuando caminaban juntos, sus sombras estaban teñidas de un color muy tenue y pendían de sus pasos de una forma tan suelta que parecía que no pudieran ligarlas a la tierra; y el sonido del duro suelo bajo sus pies era tan breve y ensimismado y los arbustos pelones miraban tan fijamente el cielo que era como si, en esas horas estremecidas por una aterradora visibilidad, de pronto las cosas mudas, dóciles, se hubieran desprendido de ellos y se convirtieran en algo extraño, y estuvieran altas y erguidas a media luz, como aventureras, como extrañas, como irreales, sobrecogidas por su eco que se extinguía, llenas de fragmentos de algo inconcebible a lo que nada contestara, que fuera sacudido de todos los objetos y del que cayera al mundo un quebrado resplandor, descartado e inconexo, que brillara aquí en una cosa, allá en un pensamiento en retirada.

Entonces llegaba a pensar que podría pertenecerle a otro, y aquello no le parecía infidelidad, sino como un último matrimonio, en algún lugar donde ellos ya no eran, donde sólo eran como música, donde eran una música escuchada por nadie y cuyo eco nada devolvía. Porque entonces sentía su existencia sólo como una línea crujiente que ella enterraba para escucharse a sí misma en el confuso silencio, como algo donde un momento exige el siguiente y ella se convertía en lo que hacía –incontenible e insignificante– y, no obstante, quedaba algo que ella no podría hacer jamás. Y mientras que, de repente, sentía que aquello era como si se amaran el uno al otro sólo con el volumen de ese tenue, doliente sonido, entrañable hasta casi llegar a la locura, del no querer oír, ella intuía las más profundas complicaciones y los atroces enredos que sucedían en las pausas, los silencios, los momentos del despertar de la furia hacia el hecho infinito de estar ahí entre sucesos inconscientes con sólo un sentimiento; y, con el dolor de un solitario emerger uno junto al otro –frente a lo que toda otra actividad no era sino un aturdirse y cerrarse y adormecerse ruidosamente–, lo amaba cuando pensaba infligirle el supremo dolor, pesado como la tierra. Semanas después su amor seguía siendo de ese mismo color, luego se disipó. Pero, con frecuencia, cuando sentía la cercanía de otra persona, aquello regresaba más débil. Bastaba una persona irrelevante, hablando de cosas irrelevantes, para que se sintiese observada… sorprendida… ¿por qué estás todavía aquí? Nunca ocurrió que deseara a tales criaturas ajenas; le resultaba doloroso pensar en ellas; le daban náuseas. Pero de pronto se alzaba en torno a ella la incorpórea vacilación del silencio; y entonces no sabía si se elevaba o se hundía. Claudine miraba ahora hacia afuera. Todo seguía como antes. Pero –fuera consecuencia de sus pensamientos o por

cualquier otra causa– insípida y obstinada yacía ahora una resistencia sobre todo aquello, como si ella mirara a través de una tenue, lechosa adversidad. Aquella alegría inquieta, extremadamente ligera, de mil piernas, había alcanzado una tensión insoportable; algo demasiado vivo que, no obstante, para ella seguía estando mudo y muerto, trotaba y fluía, sobreexcitado y burlón, como llevado por pasitos de enano; aquí y allá se lanzaba a lo alto como un castañeteo vacío, o se arrastraba con una tremenda fricción. Le dolía en el cuerpo mirar ese movimiento en el que ya no estaba su sentir. Esa vida, que todavía poco antes la había penetrado y se había convertido en sentimiento, la veía ahora allá fuera, llena de sí misma y embriagada, pero en cuanto trataba de atraerla hacia ella, las cosas se desmoronaban y desintegraban ante su mirada. Surgía entonces una fealdad que taladraba extrañamente los ojos, como si su alma se asomara hacia fuera, vasta y tensa, tratando de alcanzar algo pero sin tocar nada más que el vacío… Y de repente se le ocurrió que también ella –exactamente igual que todo lo demás– vivía prisionera de sí misma y amarrada a un lugar, a una ciudad determinada, dentro de un edificio, de una vivienda y de un sentimiento de sí misma, por años en ese sitio diminuto, y entonces sintió que también su felicidad, si ella se parara y esperara, podría alejarse de ahí como ese montón de cosas vociferantes. Pero no se le presentó sólo como un pensamiento fortuito, sino que había algo de ese desierto sin fronteras donde su sentimiento buscaba en vano un asidero, algo y la tocó muy quedamente como le agarra a quien escala una pared, y se dio un instante muy frío y sereno, en el que se escuchó a sí misma como un pequeño e ininteligible ruido en la enorme superficie, y después notó, en un repentino enmudecer, cuán tenuemente

había goteado y, por contraste, cuán grande y llena de ruidos cruelmente olvidados era la pétrea frente del vacío. Y mientras Claudine se replegaba como una delgada piel y sentía en las yemas de los dedos el mundo temor de pensar en sí misma, y sus sensaciones se pegaban a ella como granos pequeños y sus sentimientos corrían lentamente como arena, escuchó de nuevo ese tono singular; parecía flotar en el video como un punto, un pájaro. Y entonces sintió todo de repente como un destino: que hubiera viajado, que la naturaleza retrocediera ante ella, que, al empezar el viaje, se hubiera encogido y atemorizado tanto de sí misma, de los otros, de su propia felicidad; y, súbitamente, su pasado le pareció como una expresión imperfecta de algo que apenas estaba por suceder. Seguía mirando temerosamente al exterior. Pero bajo la presión de lo espantosamente ajeno, su espíritu, poco a poco, empezó a avergonzarse de toda resistencia y de las fuerzas empeñadas en someterlo, y Claudine sintió como si él reflexionara y quedamente lo inundó aquella fuerza, la más fina y postrera, de la debilidad que dejaba hacer, y se hizo más delgado y estrecho que un niño, y más suave que una hoja de seda desteñida; sólo que ahora ella sentía como un embeleso que alboreaba suavemente, la más profunda de las felicidades humanas –parecida a una despedida– de sentirse extraña en el mundo, con la sensación de no poder penetrar en él, de no encontrar entre sus decisiones ninguna destinada a ella y, orillada por éstas a los confines de la vida, de sentir el instante antes de la caída en la ciega enormidad de un espacio vacío. Y de pronto comenzó a anhelar, oscuramente, su vida anterior, maltratada y explotada por personas extrañas, como se ansía la pálida y débil vigilia en una enfermedad, cuando los ruidos del edificio pasaban de una vivienda a otra y ella no pertenecía ya a ninguna parte y, descargada de la presión de su

propio peso anímico, tenía aún una vida que flotaba en algún sitio. Afuera, el paisaje retozaba en silencio. Sus pensamientos sentían convertir a las personas en algo muy grande y fuerte y seguro, y ante eso ella se refugiaba dentro de sí misma, y no tenía nada más que su no ser, su ingravidez, un movimiento hacia algo. Y poco a poco el tren empezó, con gran calma y con un suave y largo vaivén, a internarse en una región que todavía se hallaba cubierta por una gruesa capa de nieve; el cielo se hacía cada vez más bajo y no pasó mucho tiempo antes de que empezara a rozar la tierra a pocos pasos, con oscuras y grises cortinas de copos que caían lentamente, los vagones se tornaron crepusculares y amarillos, las siluetas de sus compañeros de viaje sólo se destacaban ya inciertamente ante Claudine, balanceándose de aquí para allá de manera irreal. Ya no sabía lo que pensaba, sólo muy quedamente la invadieron las ganas de estar sola con vivencias ajenas; era como un juego de las más ligeras e inaprensibles turbaciones y de grandes movimientos del alma, semejantes a sombras que tantearon buscándolas. Trató de recordar a su esposo, pero de su amor ya casi pasado sólo encontró una imagen caprichosa, como la de una habitación cuyas ventanas hubieran estado cerradas largo tiempo. Se esforzó por sacudirse esa imagen, pero sólo se alejó ligeramente y se volvió a posar en algún lugar cerca de ella. Y el mundo estaba tan agradablemente fresco como una cama en la que uno se hubiera quedado solo… Entonces le pareció hallarse ante una decisión, y no supo por qué y no sintió felicidad ni tampoco indignación ante la idea, fue sólo como si no quisiera ni pudiera hacer nada por evitarlo, y sus pensamientos se dirigieron lentamente hacia fuera, hacia la nieve, sin mirar atrás, cada vez más lejos, como cuando se está demasiado cansado para regresar en el camino y se siguiera avanzando y avanzando.

Hacia el final del viaje, el hombre le dijo: –Un idilio, una isla encantada, una hermosa mujer en el centro de un cuento de hadas de blanca lencería y encajes… –y señalaba al paisaje. “Qué necedad”, pensó Claudine, pero no encontró de inmediato la respuesta correcta. Era como cuando alguien toca a la puerta y una cara oscura, grande, flota detrás de unos pálidos cristales. Ella no sabía quién era aquel hombre: le era indiferente quién fuera aquel hombre; sólo sentía que estaba allí y quería algo. Y que ahora algo empezaba a hacerse realidad. Como al elevarse una ligera brisa entre las nubes, ordenándolas en fila y alejándose lentamente, sintió, en los suaves e inmóviles nubarrones de sus sentimientos, cómo pasaba sin motivo junto a ella el movimiento de ese hacerse realidad… y ella amaba, como algunas personas sensibles, lo no espiritual en el incomprensible desfile de los hechos, el no ser ella, la impotencia y la vergüenza y el sufrimiento de su espíritu, como se golpea a un ser débil, a un niño, a una mujer, por un arrebato de ternura, para después querer ser el vestido único que en la oscuridad es lo único que cubre su dolor. Así llegaron, al atardecer, en un tren casi vacío; del vagón goteaban, uno por uno, los viajeros; estación tras estación algo parecía haberlos separado de los otros pasajeros que fueron bajando poco a poco, y ahora los reunía con rápidos movimientos, pues para el viaje de una hora desde su estación al lugar no había más que tres trineos, y había que compartirlos. Cuando Claudine empezó de nuevo a reflexionar, se hallaba ya sentada con otras cuatro personas en uno de los pequeños vehículos. De delante llegaba el olor ajeno de los animales que exhalaban su aliento en el frío, las olas de luz dispersa que surgían de los faroles, aunque a veces

la oscuridad inundaba el trineo y lo atravesaba de lado a lado; después, Claudine vio que avanzaban entre dos hileras de altos árboles como por un estrecho corredor que se hiciera más angosto conforme se acercaban a la meta. Estaba sentada de espaldas a la dirección en que avanzaban a causa del frío, ante ella estaba aquel hombre, grande, ancho, envuelto en sus pieles. Le obstruía el camino a sus pensamientos, que querían regresar. Como si se hubiera cerrado una puerta, de pronto cada mirada suya se topaba con la oscura figura masculina. Se dio cuenta de que lo miró algunas veces para saber cómo lucía, como si sólo se tratara de eso y todo lo demás hubiera sido ya determinado. Pero sintió, gustosa, que él seguía siendo totalmente incierto, uno cualquiera, sólo un oscuro espesor de extrañeza. Y, a veces, ésta parecía acercarse más a ella, como un bosque ambulante con una maraña de troncos. Y pesar sobre ella. La conversación se tensaba como una red en torno a las personas que viajaban en el pequeño trineo. También el hombre participaba de ella, dando respuestas de un ingenio cotidiano, según hacen algunos, aderezadas con algo de ese condimento que, como un olor penetrante y seguro, reviste al hombre frente a la mujer. En esos momentos de una natural pretensión de dominio masculino, Claudine se llenaba de bochorno y recordaba, avergonzada, que no había rechazado las insinuaciones del hombre con suficiente firmeza. Y cuando tuvo que hablar, le pareció que lo hacía con demasiada complacencia, y de pronto tuvo de sí misma un sentimiento sin fuerzas, roto, como un muñón que manoteara. Entonces se dio cuenta de que era arrojada sin voluntad de acá para allá y que en cada curva del camino le tocaban, ya en los brazos, ya en las rodillas, o que debía apoyarse con todo el torso en un extraño; y, por alguna similitud lejana, sentía como si ese pequeño trineo fuera un cuarto oscurecido y como si

esas personas estuvieran sentadas en torno a ella, ardientes y apremiantes, y como si ella soportara temerosamente desvergüenzas, sonriente, como si no las notara, mientras mantenía los ojos mirando al frente, alejados de sí misma. Pero todo era como una situación de duermevela, cuando se tiene un pesado sueño de cuya irrealidad siempre se está un poco consciente, y lo único que la sorprendía era que lo sintiera tan fuerte, hasta que aquel hombre se inclinó hacia afuera, miró hacia el cielo y dijo: –Quedaremos cubiertos por la nieve. Entonces, sus pensamientos pasaron de golpe a la más completa vigilia. Levantó la vista, la gente bromeaba de manera alegre e inofensiva, como cuando al final de la oscuridad se distingue luz y formas pequeñas. Y de pronto tuvo una conciencia extrañamente indiferente, sobria, de la realidad. Se dio cuenta, con asombro, de que a pesar de ello se sentía conmovida, y lo sentía con fuerza. Casi le dio miedo, pues era como una pálida claridad de la conciencia, extremadamente despejada, en la que nada podía hundirse en lo aproximado de los sueños, a través de la cual no se movía ningún pensamiento y en la que, sin embargo, las personas se convertían a ratos en algo denotado y desmesuradamente grande, como colinas, como si de improviso se deslizaran atravesando una niebla invisible, donde lo real crecía hasta convertirse en una segunda silueta gigantesca de sombra. Entonces sintió casi humildad y miedo ante ellas y, a pesar de ello, nunca perdió del todo la sensación de que esa debilidad sólo era una extraña riqueza; era como si las fronteras de su ser, invisibles y receptivas, se hubieran expandido más allá de sí mismas y como si todo chocase quedamente contra ellas y las hiciese temblar. Y por primera vez se asustó frente a ese extraño día cuya soledad se había hundido paulatinamente con ella, como un camino subterráneo, en el confuso murmullo de

crepúsculos interiores, y que ahora, en una región lejana, se elevaba de repente en un acontecer inconteniblemente verdadero, dejándola sola en una realidad vasta, ajena, no deseada. Miró de reojo hacia el desconocido. En ese instante encendía un cerillo; su barba y su ojo se iluminaron: ella sintió de pronto incluso esa acción tan irrelevante como algo extrañó, percibiendo súbitamente la firmeza de ese hecho, de qué manera tan natural una cosa se imbricaba en la otra y ahí estaba, tonta y callada, una violencia pétrea que, sin embargo, no dejaba de ser simple y terrible. Ella pensaba que, seguramente, él no era más que un ser ordinario. Y entonces la asaltó paulatinamente un suave sentimiento de sí misma, dispersado por el viento, inasible; diluida y hecha jirones, como pálidos copos de espuma, creyó flotar frente a él en la oscuridad. Ahora le producía una caprichosa excitación contestarle amablemente; al hacerlo, veía impotente, con el alma exánime, sus propias acciones y sentía en sí misma un placer escindido entre el gozo y el sufrimiento, como agazapado en el espacio interior, repentinamente más profundo, de un gran agotamiento. Pero una vez se le ocurrió que, en otras ocasiones, las cosas ya habían empezado así. Y entonces, al pensar en tal retorno, por unos momentos la rozó un horror vibrante, involuntariamente codicioso, como ante un pecado aún sin nombre; de repente pensó que quizá él había notado que ella lo miraba y su cuerpo se llenó de una suave voluptuosidad, casi sumisa, como un oscuro escondrijo en torno al misterio del alma. No obstante, el desconocido estaba sentado, grande y tranquilo, en la oscuridad y tan sólo sonreía de cuando en cuando, o quizá también eso se lo figuraba ella. Así siguieron avanzando en el profundo crepúsculo, cercanos uno frente al otro. Y poco a poco empezó a penetrar

en sus pensamientos ese sutil desasosiego que la impulsaba hacia delante. Intentó decirse que sólo era ese silencio interior, confundido hasta el engaño, de ese repentino viaje solitario entre personas desconocidas, y en ocasiones creía que era el viento, cuyo frío, rígido y ardiente, la envolvía, haciendo de ella algo inmóvil y sin voluntad; pero a veces la asaltaba una sensación extraña, como si de nuevo su marido estuviera muy cerca de ella y como si aquella debilidad y voluptuosidad no fueran sino un sentimiento maravilloso en su amor. Y una vez –cuando acababa precisamente de mirar de nuevo al desconocido y sintió aquella vaga entrega de su voluntad, su dureza y su inviolabilidad– surgió de repente, luminoso sobre su pasado, un resplandor como sobre una lejanía indecible, ordenada de manera ajena; era un extraño sentimiento de futuro, como si aquello, sucedido hacía tanto tiempo, viviera todavía. Pero al momento siguiente ya no era sino una franja de comprensión que se desvanecía en la oscuridad y sólo en su interior continuaba balanceándose algo, como si hubiera sido el paisaje nunca visto de su amor, colmado de cosas gigantescas y tiernamente susurrante, confuso y extraño, ella ya no sabía cómo, y se sentía vacilante y cobijada suavemente en sí misma, llena de decisiones extrañas que venían de allá y todavía eran inasibles. Y tuvo que pensar en días extrañamente separados de los demás, que yacían frente a ella como una serie de habitaciones retiradas que desembocaban unas en otras, y en medio oía cada paso que daban los cascos de los caballos y que la acercaban – desvalida en el irrelevante presente de la vecindad obligada por las circunstancias en ese trineo– cada vez más, y se acopló con una risa atropellada a una conversación cualquiera, sintiéndose en su interior grande y ramificada e impotente ante la inmensidad incalculable, como cubierta con un mudo paño.

Se despertó ya de noche, como si hubiera soñado un tintineo de campanillas. De repente sintió que nevaba. Pegó su rostro a la ventana; flotaba suave el aire y pesaba como un muro. Se deslizó de puntillas, con los pies descalzo, hacia allá. Todo se sucedía muy rápidamente, oscuramente le pareció que posaba sus pies desnudos sobre el suelo como un animal. Luego clavó la vista, cercana y apática, en el grueso enrejado de copos. Hizo todo como cuando uno se estremece en sueños, con el estrecho espacio de una conciencia que emerge cual una pequeña isla deshabitada. Se sentía muy lejos de sí misma. Y de golpe recordó, y recordó el énfasis con que él había dicho: “Quedaremos cubiertos por la nieve”. Entonces trató de reflexionar y dio la vuelta. Detrás de ella estaba su habitación, estrecha, y aún se sentía algo ajeno en esa estrechez, como una jaula o como la sensación de haber sido golpeado. Claudine encendió una vela y alumbró con ella las cosas; poco a poco se fue escurriendo de ellas el sueño, y era como si todavía no se hubieran reencontrado del todo consigo mismas; en el armario, el arcón, la cama y no obstante algo de más o de menos, una nada, una áspera y murmurante nada; ciegas y enjutas se hallaban en el desolado crepúsculo de la trémula luz; sobre la mesa y las paredes se extendía todavía una infinita sensación de polvo y como de tener que caminar descalzo sobre él. La habitación desembocaba en un estrecho corredor de piso de madera y blancas paredes enlucidas; ella sabía que donde subía la escalera había una sombría lámpara colgada de un aro de alambre y que arrojaba al techo cinco círculos claros y oscilantes, y luego su luz se desvanecía como huellas de manos pringosas que tantearan la cal de las paredes. Esos cinco círculos, claros y sin sentido, eran como guardias ante el vacío de una extraña excitación… alrededor dormían personas desconocidas. Claudine sintió un repentino y fantástico calor. Hubiera querido chillar quedamente, como

chillan las gatas de miedo y deseo, así como estaba, despierta en la noche, mientras que, silenciosa, la última sombra de su acción extrañamente percibida se deslizaba entre los muros de su interior, de nuevo lisos. Y de pronto pensó: si tan sólo viniera e intentara hacer lo que sin duda quiere… Ignoraba cómo se había asustado. Algo rodaba sobre ella como una ardiente esfera; por espacio de minutos no sintió sino ese extraño espanto y, tras él, aquella silenciosa estrechez, tan recta como un látigo. Entonces trató de imaginarse a aquel extraño, pero no lo logró; sólo sentía el paso animal y cuidadosamente distendido de sus propios pensamientos. Sólo por momentos veía algo de él como era en realidad: su barba, su ojo brillante… Después tuvo náuseas. Sintió que ya no podría pertenecerle nunca más a un desconocido. Y precisamente entonces, precisamente al mismo tiempo que su cuerpo, secretamente ávido de un solo cuerpo, sintió ese asco ante cualquier otro cuerpo, sintió –como en un segundo y más profundo plano– un doblarse hacia abajo, un vértigo, quizá un presentimiento de humana inseguridad, quizá un miedo de sí misma, quizá sólo un incomprensible, insensato y tentador deseo de que el otro estuviera cerca, y el miedo fluyó a través de ella como el frío abrasador que acarreara un placer destructivo. En algún lugar un reloj empezó, indiferente, a hablar consigo mismo, se escucharon pasos bajo su ventana que se fueron extinguiendo a lo lejos, voces tranquilas… Hacía frío en la habitación, su piel despedía el calor del sueño, incierta y sin oponer resistencia alguna flotaba con él como en una nube de debilidad en la oscuridad, de aquí para allá… Se avergonzó ante las cosas que, duras y erguidas y ya hacía mucho de nuevo insignificantes e iguales a sí mismas, fijaban la vista a su alrededor mientras ella se sentía confundida por la conciencia de que estaba ahí parada esperando a un

desconocido. Y, no obstante, comprendía, oscuramente, que no era aquel extraño el que la atraía, sino únicamente el estar ahí y esperar, la bienaventuranza salvaje de finos dientes, entregada, de ser ella, de ser persona y haber estallado en su despertar como una herida entre las cosas sin vida. Y al tiempo que sintió latir su corazón como si llevara un animal en el pecho –que hubiera huido trastornado de algún lugar hacia ella–, su cuerpo se irguió extrañamente en su tranquila oscilación y se cerró sobre esa sensación como una gran flor desconocida que inclinara asintiendo, sus pétalos y por la que, de repente, se estremeciera el delirio, tenso en lejanías invisibles, de una unión misteriosa; y entonces escuchó quedamente el caminar del lejano corazón del amado, inconstante, sin sosiego y sin patria, sonando en el silencio como el tono de una música llevada por el viento más allá de las fronteras, de procedencia ajena y trémula como la luz de una estrella, y se sintió como atrapada por el lazo inmenso de la terrible soledad de aquel acorde que la buscaba a ella, más allá de toda región de bienestar de las almas. Entonces sintió que algo debía consumarse ahí, y no fue consciente del tiempo que permaneció así; algunos cuartos de hora, horas enteras… el tiempo había quedado inerte, alimentado por fuentes invisibles, como un lago sin orillas, sin desembocadura ni salida a su alrededor. Sólo una vez, en un momento cualquiera, se deslizó por su conciencia desde algún lugar de aquel horizonte ilimitado algo oscuro, un pensamiento, una ocurrencia…, y cuando pasó junto a ella reconoció el recuerdo de algunos sueños de su vida anterior, sumergidos hacía ya mucho tiempo –creía estar atrapada por enemigos y estaba obligada a prestar humildes servicios–; y, mientras tanto, aquello comenzaba ya a desvanecerse y a encogerse, y desde la vaporosa vaguedad de la lejanía se alzó más allá de todo, por última vez, como un claro trenzado

fantasmagórico de varas y de cuerdas, uno tras otro, y recordó cómo no había podido defenderse nunca, cómo había gritado en sueños, cómo había luchado pesada y sordamente hasta que su fuerza y sus sentidos desaparecían: toda esa desmedida e informe miseria de su vida… y después todo eso pasó y en el silencio que volvió a confluir sólo había un destello, una ola que retrocedía expirando, como si hubiera sido algo indecible… y, de repente, le llegó desde allá –como antes, la horrible indefensión de su ser tras los sueños volvía a vivir por segunda vez, lejana, inasible, en lo imaginario– una promesa, un destello de anhelo, una suavidad nunca sentida, una sensación de su yo, que –desnudado por la horrenda irrevocabilidad de su destino, desvestido, despojado de sí mismo– la confundía extrañamente, anhelando vacilante postraciones cada vez más profundas, como el fragmento de un amor perdido dentro de ella, buscando su consumación con una ternura sin objetivo, un amor para el que todavía no existía una palabra que lo nombrar en el lenguaje del día y del duro paso erguido. En ese instante ya no supo si no había soñado aquel sueño por última vez, justo antes de despertarse. Hacía años que creía haberlo olvidad y, de golpe, esa época parecía estar muy cerca, detrás de ella, como cuando uno se vuelve y clava de repente la vista en un rostro. Y tuvo una sensación tan rara como si en ese solitario cuarto aislado su vida regresara a sí misma, huellas en una superficie confusa. A sus espaldas ardía la pequeña luz que había encendido, su rostro lo mantenía en la oscuridad; y, poco a poco, dejó de percibir su propio aspecto, su silueta le pareció tan singular agujero en las tinieblas, en el presente. Y muy lentamente sintió como si en realidad no estuviera ahí, como si algo de ella hubiera vagado y vagado a través del espacio y de los años, y como si ahora despertara lejos de sí misma y extraviada, y como si todavía

permaneciese en esa profunda sensación onírica… en algún lugar… apareció una casa… personas..., un miedo cruento, inextricable… Y después un sonrojarse, un ablandarse de los labios… y, de pronto, la conciencia de que vendría de nuevo otro más, y una sensación distinta, pasada, de sus cabellos sueltos, de sus brazos, como si estuviera siendo infiel con ellos… Y, entonces, de golpe –en medio del temeroso deseo que se aferraba al pensamiento de conservarse para el amado, sus manos alzadas como en una plegaria, fatigándose lentamente–, el pensamiento: nos fuimos infieles antes de conocernos. Era apenas como un silencioso pensamiento que hubiera resplandecido en su ser a medias, casi sólo un sentimiento; una amargura maravillosamente suave, así como a veces un hálito acre orla el viento que se eleva del mar; casi sólo el pensamiento; nos amamos antes de conocernos; como si, inopinadamente, se hubiera expandido en ella la infinita tensión de su amor, más allá del presente y hasta la infidelidad de la cual había llegado uno al otro como desde una forma anterior de su eterno estar entre ellos. Y se dejó caer y, durante mucho tiempo, como si estuviera narcotizada, no sintió, sólo que estaba sentada en una silla sin adornos ante una mesa sin adornos. Y entonces fue seguramente aquel G. quien le vino a la mente, y la conversación, antes de su viaje, con las palabras disfrazadas de él; y palabras nunca pronunciadas. Y después, en algún momento, entró por una rendija de la ventana el aire húmedo y suave de la noche nevada, acariciando silenciosa y delicadamente sus hombros desnudos. Y entonces empezó, adolorida y lejana, como un viento que sopla sobre campos negros de lluvia, empezó a pensar que la infidelidad sería un placer suave como la llovizna, como un cielo que cubriera el paisaje, un placer que encerrara misteriosamente la vida…

A partir de la mañana siguiente, se posó sobre todas las cosas un peculiar aire del pasado. Claudine quería ir al Instituto; se despertó temprano y como saliendo de un agua clara, pesada; no recordaba nada de lo que la había alterado durante la madrugada; había acercado el espejo a la ventana y se recogía el cabello; su habitación estaba todavía oscura. Pero cuando se peinaba de esa manera – contemplándose con fatiga en aquel pequeño espejo ciego– se sintió como una campesina que se arregla para salir el domingo, y percibió con fuerza que eso sucedía en beneficio de los profesores que iba a ver, o quizá del desconocido, y desde ese momento ya no pudo liberarse de esa idea sin sentido. Ésta ya no tenía nada que ver con ella interiormente, pero se adhería a todo lo que Claudine hacía, y cada movimiento cobraba algo de una afectación totalmente sensual y esparrancada que goteaba de la superficie a la profundidad, lenta, repugnante e incesante. Después de un rato dejó caer materialmente los brazos; pero, finalmente, todo aquello era demasiado irracional como para impedir por más tiempo que sucediera lo que había de suceder, y mientras todo se quedaba y oscilaba y acompañaba los sucesos con una inasible sensación de no deber hacer y de lo deseado y lo no deseado en otra cadena más nebulosa y endeble que la de las auténticas decisiones, y mientras las manos de Claudine tocaban su suave cabellera y las mangas de su bata se deslizaban por sus blancos brazos, le pareció que esto había sido así alguna vez –antes, siempre– y de pronto le pareció extraño que ahora sus manos, en la vigilia y el vacío de la mañana, subieran y bajaran como si no obedecieran a su voluntad, sino a un desconocido poder indiferente. Y entonces empezó a ascender lentamente a su alrededor la atmósfera de la noche anterior; los recuerdos alcanzaron una altura media y bajaron de nuevo; una tensión se elevaba frente a esas vivencias apenas olvidadas, como una

temblorosa cortina. Frente a las ventanas la atmósfera se tornó clara y temerosa, Claudine sintió, mirando esa luz uniforme y ciega, un movimiento como el soltar voluntariamente la mano y un lento y tentador deslizarse hacia abajo, entre burbujas con destellos plateados y peces desconocidos, de grandes ojos; empezaba el día. Tomó una hoja de papel y le escribió algunas palabras a su marido: “…Todo es extraño. Sólo será cuestión de días, pero siento como si me hubiera enredado en algo que me cubre entera. Nuestro amor, dime, ¿qué es? Ayúdame, tengo que oírte. Sé que es como una torre, pero me siento como si sólo percibiera el temblor en torno a una esbelta altura…”. Sin embargo, cuando quiso enviar la carta, el funcionario le dijo que las comunicaciones habían sido interrumpidas. Después fue a las afueras del lugar. Los alrededores de la pequeña ciudad eran amplios, blancos como un mar. A veces una corneja atravesaba el aire, a veces un matorral se alzaba, negro, en el camino. Sólo en lo hondo, en las orillas, en pequeños, oscuros e inconexos puntitos, se reanudaba la vida. Regresó y recorrió inquieta las calles, quizá durante una hora. Entró en todos los callejones, después de un rato llegó al mismo camino desde la dirección contraria, luego volvió a salir de ahí –yendo hacia el otro lado–, cruzó plazas donde tenía la sensación de haber estado hacía pocos minutos; por todos lados se deslizaba el blanco juego de sombras de la vastedad febrilmente vacía a través de esa pequeña ciudad aislada de la realidad. Ante las casas se alzaban grandes muros de nieve; el aire era claro y seco; seguía nevando, pero ya sólo escasamente y en plaquitas planas, casi resecas, centelleantes, como si quisiera cesar pronto. De cuando en cuando, por encima de las puertas cerradas, las ventanas de las casas se asomaban a la calle, vítreas, de color azul claro, y bajo los pies sonaba como si el suelo fuera de vidrio. Pero, a veces, un trozo

de nieve congelada caía con estrépito desde un alero, y entonces, por unos minutos, era como si le mirase fijamente un agujero dentado que la nieve había hendido en el silencio. Y de repente, en cualquier lugar, el muro de una casa centelleaba color rosa, o delicadamente amarillo, como un canario… Lo que hacía le pareció entonces raro, de una fuerza extraordinariamente viva; en aquella quietud sin ruido, por un instante todo lo visible pareció repetirse, como un eco, en alguna otra cosa visible. Después todo lo que la circundaba se hundió de nuevo en sí mismo; las casas se levantaban a su alrededor en callejones incomprensibles, unas junto a otras como los hongos en el bosque o como un grupo de matorrales agachados en una vasta superficie, y ella se sentía todavía grande y mareada. Había en ella algo semejante a un fuego, a un líquido amargo y ardiente, y mientras caminaba y pensaba se sintió llevada por las calles como un recipiente formidable y misterioso, de paredes muy delgadas y en llamas. Después rompió la carta y habló en el Instituto con los profesores hasta el mediodía. En las habitaciones reinaba el silencio; si se asomaba al campo abierto desde su lugar, a través de los profundos y sombríos arcos todo le parecía estar lejos, atenuado, como cubierto con una grisácea luz de nieve. Entonces las personas se veían peculiarmente corpóreas, imponentes y pesadas sobre siluetas bien marcadas. Habló con los profesores sólo sobre las cosas más impersonales y escuchó sólo cosas del mismo tipo, pero a veces incluso eso parecía ser una entrega. Y se asombraba, pues esos seres no le gustaban, en ninguno notó siquiera un detalle que la atrajera, en realidad, cada uno de ellos ya repelían por las cualidades de su inferior clase social; y, no obstante, sentía en ellos lo masculino, el otro sexo, con una claridad que le parecía no haber vivido nunca antes o, por lo menos, olvidada hacía ya mucho. Se dio cuenta de que era

la impresión de sus rostros, intensificada en la penumbra, eso tan sordamente ordinario y que, sin embargo, a través de su fealdad, se volvía tan incomprensiblemente superior, lo que fluía incierto alrededor de aquellos hombres, como si olfateara a enormes, torpes animales de las cavernas. Y paulatinamente empezó a reconocer también esa vieja sensación de indefensión que venía una y otra vez desde que estaba sola, y una peculiar sensación de sumisión comenzó a perseguirla en todos los detalles, en pequeños giros de la conversación, en la atención con que tenía que escucharlos, en el mero hecho de tener que estar ahí sentada, hablando. Entonces Claudine se enfadó, le pareció que se demoraba demasiado allí y sintió que el aire y la penumbra de esas habitaciones eran estrechos y desconcertantes. De repente, por primera vez, le vino el pensamiento de que ella, que nunca antes se había separado de su marido, apenas se había quedado sola cuando quizá podría haber empezado a sumirse de nuevo en el pasado. Lo que sentía ya no era sólo algo que la rozara de manera indeterminada, sino que se ligaba a personas reales. Y, sin embargo, no era miedo a esas personas, sino miedo de poder sentir miedo, como si algo se hubiera sacudido secretamente en ella, animada y sordamente, mientras la conversación de aquellos seres la envolvía; no era un sentimiento individual, sino como una base sobre la que descansaban todos ellos, como al caminar a través de casas que repugnan, pero poco a poco se tiene la imagen de que algunas personas podrían ser felices en ellas, y de pronto llega un instante en que eso lo rodea a uno como si fuera alguno de esos seres, y quiere regresar y siente, paralizado, que el mundo está cerrado por todos los flancos, reposando tranquilamente en torno a ese centro…

En esa luz grisácea, aquellos negros hombres barbados le parecieron imágenes gigantescas dentro de las esferas crepusculares de tal sentimiento desconocido y trató de imaginarse cómo sería sentir que aquello se cerraba en torno suyo. Y al tiempo que sus pensamientos se hundían rápidamente como en un suelo blando, manante e informe, al poco rato ya no escuchó más que una voz, ronca de tanto fumar y cuyas palabras estaban acunadas en medio del humo del cigarro que, al hablar, rozaba continuamente su rostro, y otra voz clara y aguda como de hojalata; y ella trató de imaginarse el sonido con que ésta debía deslizarse, rota, a las profundidades en plena excitación sexual, y luego torpes movimientos volvieron a arrastrar sus sensaciones y ella intentó sentir a aquel ser olímpicamente ridículo como si fuera una mujer que creyera en él… Un extraño, con el que su vida no tenía nada en común, se erguía de nuevo y se inclinaba, enorme, sobre ella, como un animal hirsuto que emana un olor que la aturdía; Claudine sintió como si lo único que hubiera deseado hacía un momento fuera golpear con un látigo y, sintiéndose de repente inhibida y sin comprenderlo, hubiera percibido un juego de matices familiares en un rostro que, de alguna manera, se parecía al suyo. Entonces pensó en secreto: “Nosotros, seres como nosotros, podríamos quizá hasta vivir con tales personas…”. Era un estímulo singularmente atormentador, un placer expansivo del cerebro, enfrente se hallaba algo así como un delgado cristal, contra el que se apretaban dolorosamente sus pensamientos para mirar fijamente una opacidad incierta en el más allá; le alegró ser capaz de mirar a ese hombre a los ojos claramente y sin sospechas mientras pensaba aquello. Luego intentó imaginarse a sí misma distanciada de su esposo, como vista desde allí. Logró pensar en él muy serenamente: seguía siendo una persona maravillosa, incomparable, pero algo

imponderable, inasible para el entendimiento, había desaparecido de él, y le pareció un poco pálido y menos cercano; a veces, antes de la última acometida de una enfermedad, uno se encuentra inmerso en tal claridad fría, sin relaciones. Y en ese momento se dio cuenta de lo singular que resultaba que alguna vez pudiera haber vivido realmente eso con lo que ahora jugaba, que hubiera existido un tiempo en el que percibía a su marido, segura y sin verse turbada por ninguna pregunta, como ahora trataba de imaginárselo, y de pronto todo le pareció muy extraño. Uno camina todos los días entre ciertas personas, o a través de un paisaje, una ciudad, una casa, y ese paisaje y esas personas nos acompañan siempre, todos los días, a cada paso, a cada pensamiento, sin resistencia alguna. Pero en algún momento se detienen de repente, con suavidad, y se quedan inconcebiblemente rígidas y silenciosas, desprendidas, en un sentimiento ajeno y obstinado. Y si uno regresa a verse a sí mismo, junto a ellas aparece un extraño. Entonces uno tiene un pasado. Pero, ¿qué es eso?, se preguntó Claudine y, de pronto, no encontró qué podía haber cambiado. Pero también supo, en ese mismo instante, que no había nada más sencillo que la respuesta: es uno mismo quien ha cambiado; pero empezó a sentir una extraña resistencia a comprender la posibilidad de ese proceso; y quizá experimente uno las grandes conexiones determinantes sólo con una razón particularmente trastornada, mientras que ella ya no entendía la ligereza con que podía sentir ajeno un pasado que una vez había estado tan cerca de ella como su propio cuerpo, así como le parecía también inconcebible el hecho de que algo pudiera haber sido alguna vez de modo distinto a como era ahora; se le ocurrió que era como esas veces en que se ve algo en la lejanía, ajeno, y entonces se dirige uno hacia allá y en algún sitio aquello entra en el círculo de la propia vida, pero el lugar

donde antes se hallaba uno está ahora curiosamente vacío, o basta con que uno se imagine: ayer hice esto o aquello, que cada segundo será siempre como un abismo frente al cual queda rezagada una persona enferma, desconocida, que palidece, sólo que no pensamos en ello… y, de repente, como en una súbita iluminación, toda su vida le pareció dominada por ese incomprensible e incesante perjurio, con el cual uno se desprende de sí mismo a cada instante, mientras sigue siendo el mismo para todos los demás, sin saber por qué, y, no obstante, intuyendo allí una última ternura, nunca gastada, alejada de la conciencia, mediante la cual uno se liga más profundamente consigo mismo que por medio de lo demás que haga. Y mientras este sentimiento todavía brillaba en ella claramente con su profundidad descubierta, era como si la seguridad que apenas le daba sustento a su vida, como algo que girara a su alrededor, de pronto hubiera desaparecido y, como si se dividiera en cien posibilidades, se fuera desplegando como los bastidores de distintas vidas, colocados unos detrás de otros, y en un espacio blanco, vacío, inquieto, en medio de todo, emergieran los profesores del Instituto, como cuerpos oscuros, inciertos, que se hundieran buscando, la mirasen y la desplazaran pesadamente de su sitio. Sentía un placer particularmente triste al estar ahí –con su sonrisa inaccesible de dama desconocida, cerrada en su apariencia, sentada frente a ellos– y de ser ante sí misma sólo algo casual, de estar separada de ellos únicamente por una envoltura mudable de casualidad y de hechos. Y mientras la conversación brotaba de sus labios presurosa y sin decir nada, deslizándose lejos de ellos como un hilo sin vida, empezó a confundirla lentamente el pensamiento de que, si se cerrara en torno suyo la atmósfera de uno de esos hombres, lo que ella hiciera después seguiría siendo real, como si esa realidad fuera

sólo algo insignificante, que a veces saliera disparada por la indiferente abertura de un instante, bajo la cual, sin poderse alcanzar a sí mismo, uno fluyera en una corriente de algo nunca verdadero, cuyo sonido, solitario y de una ternura alejada del mundo, nadie escucha. Su seguridad, su estar aferrada a ese Uno en amoroso temor, le parecieron en ese momento algo arbitrario, accesorio y meramente superficial en comparación con la sensación, apenas comprensible para el entendimiento, de un imponderable pertenecerse mutuamente por medio de esa soledad, en una última intimidad vacía de acontecimientos. Y eso era lo excitante, cuando de repente pensó en el consejero ministerial. Comprendió que él la deseaba y que con él se habría de hacer realidad lo que allí era todavía un jugar con las posibilidades. Por un instante, algo en ella se estremeció y la previno; se le ocurrió la palabra sodomía; ¡¿acaso he de cometer sodomía…?! Pero atrás se hallaba la tentación de su amor: para que tú tengas que sentirlo realmente, yo, yo bajo ese animal. Lo inconcebible. Para que me convierta para ti en algo inasible y que se hunde como una ilusión apenas me sueltes. Sólo una ilusión, tú sabes que sólo soy algo en ti, sólo soy algo a través de ti, sólo mientras tú me abrazas, amado mío, si no soy cualquier cosa, unida a ti de un modo tan extraño… Y se apoderó de ella una leve e infiel tristeza de aventurero, aquella melancolía de las acciones que uno hace no por ellas mismas, sino tan sólo por haberlas hecho. Sentía que el consejero ministerial estaba ahora en algún sitio esperándola. Le pareció que el limitado círculo de rostros a su alrededor se llenaba con el aliento de ese hombre, y el aire cerca de ella empezó a oler a él. Se sintió inquieta y comenzó a despedirse. Sabía que iría hacia él y la imagen del momento en que esto sucedería se aferró fríamente a su cuerpo. Era como si algo la

atrapara y la arrastrara hacia una puerta y como si ella supiera que esa puerta se iba a cerrar, y entonces se defendía y, no obstante, escuchaba atentamente con los sentidos llenos de anticipación. Cuando se encontró con él, ya no era un mero conocido, sino que estaba a punto de irrumpir en su vida. Ella sabía que, entretanto, él también había estado pensando en ella y había elaborado un plan. Lo escuchó decir: –Me he resignado a que me rechace, pero nadie la venerará tan desinteresadamente como yo. Claudine no contestó. Las palabras eran lentas, enfáticas; sintió cómo sería si surtiera efecto sobre ella. Entonces dijo: –¿Sabe que hemos quedado verdaderamente cubiertos por la nieve? Le parecía como si ya hubiera vivido todo eso alguna vez; las palabras que decía parecían atorarse en las huellas dejadas por palabras que debía haber pronunciado con anterioridad. No prestaba atención a lo que hacía, sino a la diferencia de que eso que hacía era el presente y de que algo igual a eso era el pasado; con la añadidura de esa arbitrariedad, de ese soplo de sentimiento, casual y cercano, encima de todo. Y tuvo de sí misma una sensación grande, inmóvil, sobre la que pasado y presente se repetían como pequeñas olas. Después de un rato, el consejero ministerial dijo súbitamente: –Siento que algo en usted titubea. Conozco ese titubeo. Toda mujer se encuentra una vez en su vida frente a él. Usted valora a su marido y seguramente no desea lastimarlo, y por eso se cierra. Pero, en realidad, debería usted liberarse de ello, por lo menos durante algunos instantes, y vivir también esta gran tormenta. De nuevo Claudine callaba. Sabía que él malinterpretaría su silencio, pero éste le hacía bien. En ese silencio percibía

con más fuerza el hecho de que hubiese algo en ella que no podía expresarse en acciones y que no podría sufrir a causa de ellas, que no se podría defender porque se hallaba bajo el ámbito de las palabras, que para ser comprendido debía ser amado como ese algo se amaba a sí mismo, algo que sólo podía compartir con su marido; así pues, se trataba de una unión interior, mientras abandonaba la superficie de su ser a ese desconocido que la desfiguraba. De esa manera caminaban y conversaban. Y en los sentimientos de ella había un inclinarse más allá que la mareaba, como si sintiera entonces más profundamente el prodigioso misterio de pertenecerle a su amado. A veces le parecía que ya se adaptaba a su acompañante, a pesar de que ante los demás pareciera seguir siendo la misma, y, a veces, le parecía como si en ella despertasen bromas, ocurrencias y movimientos de sus primeros tiempos de mujer, cosas que creía haber superado hacía mucho. Entonces él dijo: –Señora, es usted ingeniosa. Cuando él hablaba así, caminando a su lado, ella se daba cuenta de que sus palabras salían a un espacio completamente vacío que llenaban por sí mismas. Y paulatinamente surgían en él las casas junto a las que pasaban, un poco diferentes y distorsionadas, como al reflejarse en los cristales de las ventanas, y el callejón en el que estaban, y, después de un rato, ella misma también algo cambiada y desfigurada, aunque sólo de manera que todavía pudiera reconocerse. Sintió el poder que emanaba de ese hombre cotidiano, era como si el mundo se desplazara imperceptiblemente hacia sí mismo, la fuerza sencilla de lo vital emanaba de él y curvaba las cosas en su superficie. La confundía el hecho de que percibía también su imagen en ese mundo resbaladizo como un espejo; sentía que si cedía un poco más, terminaría por convertirse completamente en esa imagen. Y una vez él dijo de repente:

–Créame, es sólo la costumbre. Si a los diecisiete o dieciocho años, no lo sé, hubiera usted conocido a otro hombre y se hubiera casado con él, hoy el intento de imaginarse como esposa de su actual marido le resultaría igual de difícil. Habían llegado frente a la iglesia, se encontraban grandes y solos en la amplia plaza; Claudine alzó la vista, los gestos del consejero ministerial se elevaban desde su persona y se proyectaban hacia el vacío. De golpe ella sintió como si, por un instante, se erizaran miles de cristales insertados en su propio cuerpo; una luz lanzada en torno suyo, intranquila, que esparcía un débil resplandor fragmentado, trepó por su cuerpo, y el hombre a quien alumbró cobró de pronto otro aspecto, todas sus líneas convergían en ella, palpitantes como su corazón, todos sus movimientos los sentía surgir de su interior y caminar sobre su cuerpo. Quiso gritarse a sí misma quién era aquel hombre, pero el sentimiento siguió siendo una insustancial ilusión sin leyes que flotaba singularmente en ella, como si no le perteneciera. Al momento siguiente, sólo había algo claro, nebuloso, que se desvanecía a su alrededor. Miró en torno suyo; silenciosas y rectas eran las casas que rodeaban la plaza; el reloj de la torre dio la hora. Redondas y metálicas saltaron las campanadas desde los portillos de los cuatro muros, disolviéndose al caer y revoloteando sobre los tejados. Claudine se imaginó que debían rodar después, amplias y sonoras, sobre el campo y, de pronto, sintió estremecida: hay voces que recorren el mundo, con muchas torres pesadas como atronadoras ciudades minerales, algo que no es intelecto… un mundo del sentimiento, independiente, inasible, que sólo se relaciona de manera arbitraria, casual y silenciosamente fugitiva con el raciocinio cotidiano, como esas tinieblas suaves y profundas cual abismos que a veces atraviesan un cielo rígido, sin sombras.

Era como si algo estuviese a su alrededor y la mirase. Sentía la excitación del hombre como algo quemante en una vastedad carente de sentido, algo sombrío, que se golpeaba solitario. Y paulatinamente sintió que aquello que ese hombre deseaba de ella, esa acción que era en apariencia la más fuerte de todas, era algo totalmente impersonal; no era más que ese ser contemplada tan tonta y apáticamente como se contemplan mutuamente en el espacio los puntos ajenos entre sí y a los que algo incomprensible hubiera vinculado en una estructura casual. Se encogió bajo esa impresión, oprimida, como si ella misma fuese uno de esos puntos. Al hacerlo tuvo una curiosa sensación de sí misma, ya no tenía nada que ver con la espiritualidad y con lo autoelegido de su ser y, no obstante, seguía siendo lo mismo de siempre. Y de pronto perdió la conciencia de que el hombre que se hallaba frente a ella era de una fea cotidianidad de espíritu. Y era como si estuviera lejos, allá afuera, al aire libre, y a su alrededor estaban muy quietos los sonidos en el aire y las nubes en el cielo y se enterraban en el lugar y en el momento que ella ocupaba, y ella ya no era diferente a esas cosas, era algo que pasaba y resonaba…, creyó poder entender el amor de los animales… y de las nubes y de los ruidos. Y sintió los ojos del consejero ministerial buscando los suyos… y se asustó y se deseó a sí misma y de repente sintió como si sus vestidos estuvieran envolviendo la última ternura que le quedaba de sí misma, y debajo de ellos sintió su sangre, creyó percibir el acre y trémulo aroma masculino, y no tenía nada más que ese cuerpo que habría de entregar, y la sensación que de él tenía, extremadamente espiritual y con un anhelo que iba más allá de la realidad –esa última bienaventuranza–, y no supo si su amor se convertía en ese instante en el supremo atrevimiento o si palidecía ya, abriéndose sus sentidos como ventanas curiosas.

Después estaba sentada en el comedor. Era de noche. Se sentía sola. Una mujer le dijo desde lejos: –Hoy vi a su hijita después de mediodía, cuando la estaba esperando a usted, es una niña encantadora, seguro que le hace muy feliz. Claudine no había vuelto al Instituto aquel día, pero le fue imposible contestar, de pronto le pareció que estaba entre aquellas personas sólo con alguna parte insensible de sí misma, como los cabellos, las uñas o como si tuviera un cuerpo cubierto de callosidades. Después contestó cualquier cosa y al hacerlo tuvo la fantasía de que todo lo que decía se enredaba como en un saco o una red; sus propias palabras le parecían ajenas entre las ajenas, como peces pegados a los húmedos y fríos cuerpos de otros peces, retorciéndose en la maraña no pronunciada de las opiniones. Las náuseas se apoderaron de ella. De nuevo sintió que no se trataba de lo que pudiera decir de sí misma, explicar con palabras, sino que toda justificación radicaba en algo totalmente diferente, una sonrisa, un enmudecimiento, un interno escucharse a sí misma. Y de pronto sintió un anhelo indecible por esa única persona, igualmente solitaria, a quien tampoco nadie entendería aquí y que no tenía más que esa suave ternura llena de imágenes que se deslizaban y que amortiguaba, como una fiebre nebulosa, el duro golpe de las cosas, convirtiendo todo suceso externo en algo grande, atenuado y superficial, mientras que interiormente todo flota en el equilibrio eterno y misterioso de estar consigo mismo, que descansa en todas las situaciones. Pero mientras que, por lo general, en una atmósfera semejante a ésta, una habitación llena de personas se cerraba en torno a ella como una sola masa caliente, pesada, que giraba alrededor, aquí se daba de tanto en tanto un secreto detenerse y dejar salir y saltar sobre sus lugares. Y un hosco

rechazo. Un armario, una mesa. Se producía entre ella y esas cosas acostumbradas un desorden, revelaba algo incierto y vacilante. De pronto apareció de nuevo esa fealdad que también se había asomado durante el viaje, no era una fealdad simple, sino que, cuando ella quería tocarla, atrapaba su sentimiento, igual que una mano, a través de las cosas. se abrieron agujeros frente a un sentimiento como si –desde aquella última seguridad en sí misma había empezado a clavarse ensoñadoramente la mirada– algo se hubiera aflojado en el cobijo que su sensibilidad daba a las cosas, de otro modo imperceptible, y en lugar de un sonido encadenado de impresiones, el mundo a su alrededor se convirtiera, a causa de estas interrupciones, en un barullo infinito. Sentía cómo surgía en ella, de ese modo, algo similar a cuando uno camina a la orilla del mar, un sentirse inquebrantable en ese bramido que derriba toda acción y todo pensamiento que no sea el instante mismo, y, paulatinamente, un volverse insegura y un lento no poder limitarse –y percibirse y un derramarse en sí misma– en un deseo de gritar, en las ganas de realizar movimientos increíblemente desmesurados, de hacer algo en una voluntad sin raigambre que surgía de ella, sin final, sólo para sentirse en ello a sí misma; en ese perderse yacía una fuerza devastadora, que absorbía y chasqueaba con la lengua, donde cada segundo clavaba estúpidamente la mirada en el mundo como una soledad salvaje aislada, irresponsable, sin memoria. Y le arrancaba gestos y palabras que pasaban junto a ella procedentes de algún lugar lejano y que, no obstante, seguían siendo ella, y el consejero ministerial estaba sentado enfrente y seguramente percibió cómo se aproximó a él algo que ocultaba en sí mismo lo amado de su cuerpo femenino, y entonces Claudine ya no veía nada más que el incesante movimiento con que su barba subía y bajaba al hablar, de manera constante

y soporífera, como la barba de un horrendo chivo que masticara palabras a media voz. Sentía tanta pena por sí misma; al mismo tiempo, el hecho de que todo eso pudiera ser posible, era un dolor que la arrullaba con un tarareo. El consejero ministerial dijo: –Se le nota en la cara que usted es una de esas mujeres cuyo destino es ser arrebatada por una tormenta. Es orgullosa y quiere ocultarlo; pero créame, un conocedor del alma femenina no se deja engañar así. Era como si se sumergiera sin cesar en su pasado. Pero cuando miraba a su alrededor sentía, en ese hundirse por épocas de su alma que se presentaba en estratos sucesivos como agua profunda, la casualidad no de que esas cosas a su alrededor tuvieran ahora ese aspecto, sino de que éste se detuviera en ellas como si les perteneciera de manera permanente, aferrado a ellas en forma antinatural, como un sentimiento que no quiere abandonar un rostro aunque su tiempo haya terminado. Y era extraño, como si en el hilo del acontecer, que goteaba silenciosamente, se hubiera liberado de repente una de sus hebras y se alejara de la fila, marchándose hacia la vastedad; paulatinamente se paralizaron todos sus rostros y todas las cosas en una expresión casual, repentina, unidas en un ángulo recto mediante un orden opuesto al habitual. Y sólo ella resbalaba –hacia abajo– con sus sentidos desplegados vacilantemente entre aquellos rostros y cosas. El gran contexto sentimental de su existencia, que se había ido tejiendo a lo largo de los años, se hizo visible por un instante en la lejanía detrás de todo eso, estéril, casi sin valor. Pensó: “Se graba una línea, cualquier línea con tal de que quepa en un contexto, para poder asirse de uno mismo entre la muda y saliente existencia de las cosas; ésa es nuestra vida; algo así como cuando se habla sin parar, creyendo erróneamente que cada palabra pertenece a la anterior y llama

a la siguiente, porque tenemos que, en el momento del silencio demoledor, nos tambalearemos de manera inimaginable y quedaremos disueltos por él; pero sólo es miedo, sólo debilidad frente a la espantosa casualidad de todo lo que hacemos, que se abre frente a nosotros como un abismo…”. El consejero ministerial todavía dijo: –Es el destino, hay hombres cuyo destino es traer la inquietud, hay que abrirse a ella, no hay protección… Pero ella apenas lo escuchó. Sus pensamientos caminaban, entretanto, en extrañas y lejanas contradicciones. Quería liberarse con una frase, con un gran gesto irreflexivo, y arrojarse a los pies de su amado; sentía que aún lo podía hacer. Pero algo la obligaba a detenerse frente a eso que gritaba y se violentaba; a tener que quedarse frente a esa corriente para no derramarse, a estrechar su vida contra sí para no perderla, a cantar para no enmudecer de repente, desconcertada. No quería hacerlo. Algo vacilante, incluso sólo pronunciado reflexivamente, flotaba frente a ella. No gritar como todos para no sentir el silencio. Tampoco un canto. Sólo un murmullo, un quedarse en silencio… la nada, el vacío… Y sobrevino un lento, silencioso desplazarse hacia delante, un asomarse sobre el borde, y el consejero ministerial dijo: –¿No ama usted el teatro? En el arte yo amo la finura de un buen final que nos consuela de lo cotidiano. La vida decepciona, nos priva con demasiada frecuencia del acto final. Pero ¿no sería eso de una naturalidad insípida…? Ella lo oyó, de pronto, muy densa y claramente. En algún lugar se hallaba todavía aquella mano, un calor exiguo, una conciencia: tú; pero entonces se dejó ir y fue llevada por una especie de seguridad de que todavía podían ser lo supremo uno para otro, sin palabras, incrédulos, perteneciéndose mutuamente como un ligero tejido de una mortal dulzura, como un arabesco para un gusto todavía no encontrado, siendo

cada uno de los dos un sonido que describe una figura que existe sólo en el alma del otro, en ningún lugar, si ella no escucha. El consejero ministerial se irguió y la miró. De repente, ella sintió que estaba parada frente a él y lejos de ella, esa única persona amada; él podía estar pensando algo, se le ocurrió que ella no lo podía saber; en ella misma se tambaleaba al mismo tiempo un sentimiento intransitable, protegido por la oscuridad de su cuerpo. En ese instante sintió su propio cuerpo, que abrigaba como la patria todas sus sensaciones, como una confusa inhibición. Percibía la sensación que él tenía de sí mismo, cerrado en torno a ella más cercanamente que cualquier otra cosa, como una inevitable infidelidad que la separaba del amado, y en una vivencia nunca antes conocida que descendía impotente sobre ella; era como si esa última fidelidad –que conservaba con su cuerpo– se le convirtiera en lo opuesto por un terrible motivo, el más íntimo. Quizá ella no tuviera sino el deseo de entregarle ese cuerpo a su amado, pero, estremecida por la profunda inseguridad de los valores anímicos, su cuerpo la atrapaba con el deseo por ese desconocido, y mientras miraba fijamente la posibilidad de padecer en su cuerpo lo que habría de destruirla, sabía que también sería a través de él que ella sentiría por sí misma, y se estremecía ante su sentimiento corporal, que eludía misteriosamente toda decisión anímica como si se tratara de algo oscuro y vacío que la encerrara en sí misma, mientras su cuerpo la tentaba con una amarga bienaventuranza a rechazarlo, a sentirlo derribado por un desconocido y como hendido por cuchillos en la indefensión del extravío sensual, a dejarlo colmar de espantos y repugnancia y violencia y espasmos involuntarios, a fin de sentirlo en una fidelidad abierta hasta la última verdad en torno a esa nada, ese vacilante, ese informe por doquier, esa certeza del alma

enferma que, no obstante, parecía ser como los labios de una ensoñada herida, que se buscan en vano uno a otro con un infinito y renovado deseo dolorido por juntarse otra vez. Como una luz que se trasluce a través de delicadas vetas, entre sus pensamientos se elevó desde la oscura espera de los años, envolviéndola poco a poco, ese anhelo por morir de su amor. Y, en un momento cualquiera, se escuchó a sí misma muy lejos de allí contestando en medio de una radiante distensión, como si hubiera admitido lo que decía el consejero ministerial: –No sé si él podría soportarlo… por primera vez habló de su marido; se asustó, parecía no pertenecer a la realidad; pero ya sentía el incontenible poder de la palabra que se había escapado hacia la vida. Aprovechando el momento, el consejero ministerial dijo rápidamente: –¿Es que acaso usted lo ama? A ella no se le escapó lo ridícula que resultaba la supuesta seguridad con que él acometía y dijo: –No, no lo amo en absoluto. Temblorosa y decidida. Cuando estuvo arriba en su habitación, apenas si lo entendía ya, pero sentía el oculto e incomprensible encanto de su mentira. Pensó en su marido; de tanto en tanto resplandecía algo de él, como cuando uno se asoma desde la calle a habitaciones iluminadas; sólo entonces ella sentía lo que hacía. Se veía hermoso, Claudine quería estar junto a él, así esa luz también resplandecía en ella. Pero entonces ella se volvió a agazapar en su mentira y se volvía a encontrar afuera, en la calle, en tinieblas. Se estaba helando; vivir le dolía; cada cosa que veía, cada aliento. Como en una esfera tibia y resplandeciente, podía refugiarse en aquel sentimiento junto a su marido, ahí estaba protegida, las cosas no cortaban la noche

como afilados espolones de barco sino que se sentían suaves, contenidas. Pero no quería. Recordó haber mentido ya una vez. No antes, pues nunca fue una mentira entonces, sencillamente era ella. Pero sí otra vez, más tarde, a pesar de que había sido la verdad, sólo que cuando dijo que había ido a pasear durante dos horas por la tarde, había mentido; de pronto comprendió que entonces había sido la primera vez que mintió. Así como antes había estado sentada entre personas abajo, en el comedor, caminó entonces por la calle, extraviada, de aquí para allá, inquieta como un perro perdido, asomándose a las casas; y en algún lugar un hombre le abrió su puerta a una mujer, satisfecho de su amabilidad, de su gesto, del aspecto de su bienvenida; y en algún otro lugar otro hombre iba de visita con su esposa y era la dignidad, el cónyuge y el equilibrio encarnados; y en todos lados se encontraban, como en vastas aguas que albergaran todo serenamente, pequeños centros que formaban remolinos girando en torno a sí mismos, con un movimiento que miraba hacia su interior y que, en algún momento, rayaba de repente, ciegamente, sin ventanas, en la indiferencia; y en todas partes, interiormente, se hallaba ese estar contenido por el propio eco en un estrecho espacio que atrapa cada palabra y la prolonga hasta la próxima, para que uno no escuche lo que no podría tolerar: el intersticio, el abismo entre los golpes de dos acciones y en el que uno se sumerge, alejándose del sentimiento de uno mismo, en algún lugar del silencio entre dos palabras, que lo mismo podría ser el silencio entre las palabras de otra persona totalmente distinta. Y entonces la sobrecogió la secreta conciencia de que, en un sitio cualquiera, entre todas las personas, vive un ser, alguien inadecuado, otro, pero al que uno se hubiera podido adaptar y entonces no se sabría nada del Yo que se es ahora. Pues los sentimientos sólo viven en una larga cadena de otros

sentimientos, sosteniéndose mutuamente, y sólo se trata de que un punto de la vida se alinee sin dejar huecos junto al punto siguiente, y existen cientos de maneras de que esto ocurra. Y entonces la atravesó como un rayo, por primera vez desde que había encontrado el amor de su esposo, el pensamiento: es casualidad; por alguna casualidad algo se hace real y uno se aferra a él. Y por primera vez se sintió imprecisa hasta el fondo y sintió en su amor ese último sentimiento de sí misma sin rostro y que destruía la raíz, la incondicionalidad y que, de todas maneras, la hubiera vuelto a convertir una y otra vez en ella misma, sin diferenciarla de nadie. Y entonces sintió como si se tuviera que dejar sumergir, sumergir de nuevo en aquello que la impulsaba, en lo no realizado, en esa sensación de no estar en casa en ningún sitio, y atravesó la tristeza de las calles vacías, asomándose a las casas, y sin querer más compañía que el ruido de sus tacones al chocar contra las piedras, y en el que ella, reducida al nivel de lo meramente vivo, se escuchaba caminar, ya delante, ya detrás de sí misma. Pero mientras entonces sólo comprendió lo que estaba en ruinas, el trasfondo en incesante movimiento de las sombras de los sentimientos no realizados frente a los cuales resbalaba toda fuerza por aferrarse mutuamente, la desvalorización, lo indemostrable e inaccesible al entendimiento de la propia vida, casi llorando, confusa y cansada del encierro en que se encontraba; ahora, en el momento en que volvió a darse cuenta, había padecido hasta el final lo que de unión se encontraba en ellos, en esa fina vulnerabilidad traslúcida, opalescente, de las fantasías necesarias para la vida: el ser sólo a través del otro –de una estrechez ensoñada y oscura–, la soledad insular del no poder despertar, esa cualidad resbaladiza del amor, como si se moviera entre dos espejos tras los cuales uno sabe que no hay nada; y entonces sintió en esa habitación, cubierta por su falsa confesión como por una

máscara y esperando la aventura de otra persona distinta, la esencia prodigiosa, peligrosa, creciente, de la mentira y del engaño en el amor; misteriosamente fuera de sí misma, en un punto en el que ya no era accesible para el otro, en lo evitado, en la disolución del estar solo, en el vacío que, a veces, se abre por un momento detrás de los ideales, a causa de una gran honestidad. Y, de pronto, oyó pasos sigilosos, un crujido de la escalera, alguien que se detenía; alguien que se detenía quedamente ante su puerta sobre el entarimado que gemía bajo su peso. Sus ojos se dirigieron a la entrada; le pareció curioso que tras esas delgadas tablas estuviera parado alguien; y sólo sentía en ello la influencia de lo indiferente, de lo casual de esa puerta, a cuyos dos lados se estacaban tensiones inencontrables entre sí. Ya se había desvestido. Sobre la silla frente a la cama todavía estaban sus faldas, tal como se las había quitado apenas. El aire de ese cuarto, rentado hoy a este, mañana al otro, se tocaba con el aroma de su propio lado interior. Miró a su alrededor en la habitación. Notó una cerradura de latón que colgaba torcida de un armario, sus ojos se demoraron en un pequeño tapete, raído, pisado por muchos pies, extendido ante la cama. De repente, pensó en el olor que manaba de la piel de esos pies y que penetraba, penetraba en las almas de personas desconocidas, familiar, protector, como el olor de la casa paterna. Se trataba de una idea extrañamente ambigua, centelleante: tan pronto ajena y repugnante como irresistible, como si todo el amor propio de esas personas la invadiera y no le quedase nada de ella misma sino esa muda observación. Y ese hombre todavía estaba parado frente a su puerta y sólo se movía con pequeños sonidos involuntarios. Entonces la invadieron las ganas de arrojarse sobre el tapete, de besar las asquerosas huellas de aquellos pies,

excitándose al hacerlo como una perra que husmea. Pero no era sensualidad, sino más bien algo que aullaba como el viento o que gritaba como un niño. De pronto se arrodilló en la tierra, las rígidas flores del tapete treparon más grandes y sin comprender frente a sus ojos, miró sus pesados muslos femeninos doblados feamente sobre ellas como si carecieran por completo de sentido y, no obstante, tensados con una incomprensible seriedad, sus manos se clavaban mutuamente la mirada sobre el suelo, como dos animales de cinco articulaciones; de pronto le vino a la mente la lámpara de afuera, con sus círculos paseándose mudos y crueles por el techo, las paredes, las desnudas paredes, el vacío, y de nuevo el hombre que estaba allí parado, moviéndose a veces, crujiendo como un árbol en su corteza, su sangre apremiante como frondoso follaje en la cabeza, mientras ella yacía allí sobre sus miembros, sólo detrás de una puerta, y, a pesar de ello, de alguna manera percibía la plena dulzura de su cuerpo maduro, con aquel resto de alma que nunca se pierde, que incluso frente a heridas destructoras se mantiene inmóvil ante la deformación que se cae a pedazos, distraída en una percepción pesada, ininterrumpida, como junto a un animal caído. Luego escuchó que el hombre se marchaba cautelosamente. Y comprendió, de repente, todavía arrancada de sí misma, que aquello era la infidelidad; únicamente más fuerte que la mentira. Se irguió despacio sobre sus rodillas. Se quedó mirando fijamente lo inconcebible: que en ese momento aquello podría haber sucedido realmente, y tembló, como cuando uno se ve librado de un peligro sólo por el azar, sin que medien las propias fuerzas. Y trató de imaginárselo todo hasta el final. Miró su cuerpo yaciendo bajo el desconocido, con una claridad en la imagen que fluía como un pequeño coágulo en

todos los detalles, sintió cómo palidecía y el sonrojo de las palabras de la entrega y la mirada del hombre, que pendía sobre ella, reprimiéndola, extendiéndose, con ojos erizados como alas de aves de presa. Y pensaba sin cesar: esto es la infidelidad. Y se le ocurrió que cuando dejara otra vez a este hombre para volver a su marido, él tendría que decir: no puedo sentirte desde adentro, y ella sólo tendría como respuesta una sonrisa desvalida, una sonrisa: créeme, no fue nada contra nosotros; y, sin embargo, sintió en ese instante su rodilla apretada sin sentido contra el suelo, como una cosa, y se sintió a sí misma en ello, inaccesible, con esa dolorida, desprotegida fragilidad de las más íntimas posibilidades humanas que ninguna palabra, ninguna resistencia puede contener ni ordenar en el contexto de la vida. Ya no quedaba pensamiento alguno en ella, no sabía si hacía mal, todo a su alrededor era como un extraño dolor solitario. Un dolor que era como una habitación, una habitación disuelta, flotante y que, sin embargo, se erguía despacio como alrededor de una suave oscuridad coherente. Debajo de ese dolor fue quedando, paulatinamente, una luz fuerte, clara, indiferente, en la que veía todo lo que hacía, esa extrema expresión de avasallamiento arrancada de ella, esa supuesta ascensión máxima y la entrega de su alma… desplomada, pequeña, fría, con una relación perdida, lejos, lejos, debajo de ella… Y después de mucho tiempo fue como si un dedo tantease de nuevo cuidadosamente, buscando el picaporte, y ella supo que el desconocido estaba escuchando ante su puerta. Emergía en ella un zumbido vertiginoso que la impulsaba a arrastrarse hasta la entrada y abrir el cerrojo. Pero se quedó a media habitación, en el suelo; había algo que aún la retenía, un feo sentimiento de sí misma, un sentimiento como el que había tenido alguna vez, el pensamiento de que todo podría ser sólo una recaída en el pasado cortaba sus tendones como un tajo. Y,

de repente, alzó las manos: “¡Ayúdame, tú, ayúdame!”, y lo sintió como la verdad y, sin embargo, no era más que un pensamiento que la acariciaba suavemente: llegamos uno al otro misteriosamente, a través del espacio y de los años, y ahora yo penetro en ti por caminos dolorosos. Y luego vino la calma, la vastedad. La irrupción de fuerzas dolorosamente estancadas después del rompimiento de las paredes. Su vida, su pasado y su futuro tenían la altura del instante, como la resplandeciente superficie de un tranquilo espejo de agua. Hay cosas que uno nunca puede hacer, no se sabe por qué, son quizá las más importantes; uno sabe que son las más importantes. Uno sabe que una pavorosa opresión yace sobre la vida, una rígida estrechez, como de dedos congelados. Y a veces eso se disuelve, en ocasiones, como el hielo de los prados, uno se pone pensativo, uno es una oscura claridad que se extiende en la vastedad. Pero la vida, la vida huesuda, la vida decisiva se engancha, descuidada, en otro lado, miembro con miembro, y uno no actúa. De repente se incorporó por completo y el pensamiento de tener que hacerlo la impulsó silenciosamente hacia delante; sus manos abrieron el cerrojo. Pero todo siguió en silencio, nadie tocó a su puerta. La abrió y se asomó afuera; nadie, las paredes vacías clavaban la mirada, a la turbia luz de la lámpara, alrededor de un espacio vacío. No debió haber oído cuando se marchó. Se acostó. Los reproches cruzaban su cabeza. Rodeada ya por el sueño, sintió: te estoy haciendo daño; pero tuvo el extraño sentimiento: todo lo que yo hago, lo haces tú. Olvidándose ya de todo en el sueño, sintió: entregamos todo lo que se puede entregar para entrelazarnos más fuertemente con aquello a lo que nadie puede acercarse. Y sólo una vez, arrojada fuera del sueño y completamente despierta, pensó: este hombre nos va a vencer. Pero, ¿qué significa vencer? Y su

pensamiento se deslizó, dormitando, de nuevo hacia abajo por esa pregunta. Sentía su cargo de conciencia como una última ternura que la acompañaba. Una gran egolatría, que profundizaba oscuramente en el mundo, se irguió sobre ella como sobre alguien que debe morir, ella veía, tras sus ojos cerrados, arbustos, nubes y pájaros, y se hizo muy pequeña entre todo aquello que, sin embargo, estaba allí sólo para ella. Y llegó un instante de cerrarse, de sacar de ella todo lo ajeno y, en una consumación ya medio en sueños, un gran amor que la contenía totalmente pura. Una temblorosa disolución de todas las aparentes contradicciones. El consejero ministerial no regresó; así se durmió tranquila, con las puertas abiertas, como un árbol en el prado. A la mañana siguiente se instaló un día suave y misterioso. Claudine despertó como detrás de claras cortinas que mantenían afuera todo lo real de la luz. Fue a pasear, el consejero ministerial la acompañó. Algo vacilante, como una embriaguez del aire azul y de la nieve blanca, la llenaba. Llegaron a los linderos del lugar, miraron hacia fuera, la blanca superficie tenía algo resplandeciente y festivo. Se quedaron parados junto a una cerca que cerraba una pequeña senda, una campesina repartía alimento a las gallinas, una pequeña mancha de musgo amarillo brillaba muy clara hacia el cielo. –¿Cree usted…? –preguntó Claudine y miró a través del callejón hacia atrás en el claro aire azul y no terminó la frase y dijo después de un rato–: …¿cuánto tiempo llevará colgada ahí esa guirnalda? ¿La sentirá el aire? ¿Cómo vive? Aparte de eso no dijo nada más, tampoco supo por qué lo dijo; el consejero ministerial sonreía. Ella sentía como si todo estuviese grabado en metal y todavía tembloroso por la presión del buril. Estaba junto a ese hombre y mientras sentía que él la miraba y sin importar lo que notara en ella, se ordenaba en su

interior algo que yacía claro y lejano, como un campo junto a su otro campo, bajo los ojos de un ave volando en círculos. Esa vida azul y oscura y con una pequeña mancha amarilla… ¿qué quiere? Ese llamar a las gallinas y ese sordo estrellarse de los granos, por el que de repente atraviesa algo así como una campanada que da la hora… ¿a quién habla? Aquello sin palabras, que devora la profundidad y que sólo a veces emerge veloz por la angosta hendidura de pocos segundos en alguien que pasa y que, si no, permanece muerto…, ¿qué con eso? Lo miraba con ojos silenciosos y sentía las cosas sin pensarlas, tan sólo como manos que descansan a veces sobre una frente, cuando ya no hay nada que se pueda decir. Y entonces ya sólo escuchó con una sonrisa. El consejero ministerial creía estar estrechando sus redes en torno a ella, y Claudine lo dejaba hacer. Mientras él hablaba, ella sólo sentía como al caminar entre casas en las que la gente habla; al entramado de su reflexión se le sumaba de pronto otro más que arrastraba consigo sus propios pensamientos, hacia allá, hacia acá, ella lo seguía voluntariamente, emergía luego de nuevo en sí misma durante un rato, a medias, crepuscular, se sumergía, era como ser puesta en cautiverio de manera suave y confusa. Y en medio notaba, como si fuera un sentimiento propio, lo mucho que aquel hombre se amaba a sí mismo. La imagen del cariño que sentía por sí mismo la excitó sensualmente. Alrededor había un quedarse en silencio, como al entrar en una zona donde valen otras mudas decisiones, diferentes. Se sintió presionada por el consejero ministerial y sintió que cedía ante él, pero no se trataba de eso. Sólo que algo se había posado en ella como un pájaro en una rama, y cantaba. Por la noche cenó ligeramente y se fue temprano a dormir. Todo estaba ya un poco muerto para ella, ya no había sensualidad alguna. Sin embargo, después de un breve sueño

ligero, despertó y lo supo, él está sentado abajo y espera. Tomó sus ropas y se vistió. Se levantó y se vistió, nada más; ningún sentimiento, ningún pensamiento, únicamente una lejana conciencia de algo injusto; quizá también, cuando estuvo lista, un sentimiento desnudo, insuficientemente protegido. Así bajó. La habitación estaba vacía, mesas y sillas tenían un algo vigilante que se alzaba aproximándose en la noche. En un rincón estaba sentado el consejero ministerial. Ella había dicho cualquier cosa en la conversación, quizá: me siento sola allá arriba; sabía de qué forma él lo iba a interpretar. Después de un rato, él tocó su mano, ella se levantó. Vaciló. Luego salió del cuarto. Sintió que lo hacía como una mujer pequeña y tonta y eso la excitó. En la escalera escuchó los pasos de él siguiéndola, los peldaños gemían, de repente pensó algo muy lejano, muy abstracto, y su cuerpo temblaba como un animal perseguido en el bosque, temiendo por ella. El consejero ministerial dijo entonces, cuando estuvo sentado con ella en su habitación, como incidentalmente: –¿No es verdad que me amas? Es cierto que no soy un artista, ni un filósofo, pero sí todo un hombre, creo, todo un hombre. Y ella contestó: –¿Qué significa eso de ser todo un hombre? –Haces preguntas extrañas –se acaloró el consejero ministerial; pero ella dijo: –No lo digo en ese sentido, me refiero a qué extraño es el que se quiera a alguien porque se le quiere, sus ojos, su lengua, no las palabras sino el sonido… En ese momento el consejero ministerial la besó: –¿Entonces sí me amas? Y Claudine encontró todavía en ella la fuerza para responder:

–No, amo el estar junto a usted, el hecho, la casualidad de estar junto a usted. Podría estar entre los esquimales. Vistiendo pantalones de piel. Y tener los pechos colgantes. Y encontrar eso hermoso. ¿No habría entonces también otros que fueran todo un hombre? Pero el consejero ministerial dijo: –Te equivocas. Me amas a mí. Sólo que todavía no puedes rendirte cuentas sobre ello y ésa es precisamente la señal de una pasión auténtica. Involuntariamente, al sentir que él se extendía sobre ella, algo titubeó en su interior. Pero él le pidió: –Oh, calla. Y Claudine calló; sólo habló una vez más, mientras se desvestían; comenzó a hablar sin objeto, inoportunamente, quizá sin efecto, sólo como un doloroso acariciar sobre algo: –… es como cuando se atraviesa un paso angosto; los animales, las personas, las flores, todo cambia; uno mismo es diferente. Uno se pregunta: si hubiera vivido aquí desde el principio, ¿cómo pensaría esto?, ¿cómo sentiría aquello? Es curioso que sólo sea una línea que hay que cruzar. Me gustaría besarlo y luego retroceder de un salto, y mirar, y luego acercarme de nuevo a usted. Y cada vez que traspasara ese límite tendría que sentirlo con más precisión. Palidecería cada vez más; las personas morirían, no, se encogerían; y los árboles, y los animales. Y, al final, no sería más que un humo muy tenue… y después sólo una melodía… que atraviesa el aire… sobre un vacío… Y volvió a hablar una vez más: –Por favor, váyase –dijo–, siento náuseas. Pero él sólo sonrió. Entonces ella dijo: –Por favor, vete. Y él suspiró, satisfecho:

–Por fin, por fin, amada, pequeña soñadora, me dices tú: ¡tú! Y después, ella sintió con un estremecimiento que, a pesar de todo, su cuerpo se llenaba de placer. Pero aún en medio de la voluptuosidad era como si estuviera pensando en algo que alguna vez había sentido en primavera: ese poder estar ahí para todos y, no obstante, ser sólo para uno. Y muy lejanamente, así como los niños dicen de Dios que es grande, tuvo ella una imagen de su amor.

La tentación de la serena Veronika

En algún lugar deben oírse dos voces. Quizá sólo yazgan como mudas en las hojas de un diario, unas junto a otras y entreveradas: la voz oscura, profunda de la mujer que, de pronto, se coloca de un salto en torno a ella, como las hojas del diario, envuelta por la suave, lejana, extendida voz del hombre, por esa voz ramificada, dejada a medio terminar y entre la que todavía se asoma eso que ella no tuvo tiempo de cubrir. Quizá tampoco eso. Pero quizá exista en algún lugar del mundo un punto hacia el que se disparen y donde se entrelacen esas dos voces como dos rayos, voces que, de otra manera no se destacan apenas de la fatigada confusión de los ruidos cotidianos, en algún lugar, quizá habría que desear buscar ese punto, cuya cercanía sólo se percibe aquí en un desasosiego, como el movimiento de una música aún inaudible, pero que se graba con pesados e informes pliegues en el telón no desgarrado de la lejanía. Quizá así esos dos fragmentos saltarían juntos, abandonando su enfermedad y debilidad y dirigiéndose hacia lo claro, lo sólido del día, lo erguido. –¡Tú, que giras! Posteriormente, en los días de una horrenda decisión entre una fantasía tensada con una certeza invisible como un fino hilo y la realidad acostumbrada, en esos días de un último esfuerzo desesperado por transportar eso inasible a esta realidad, y después dejar caer y arrojarse en lo simplemente vivo como en un confuso montón de tibias plumas, él le hablaba a eso como si se tratara de una persona. En esos días él hablaba consigo mismo cada hora y hablaba en voz alta, pues tenía miedo. Algo se había hundido en él, con esa incomprensible incontenibilidad con la que, de repente, un dolor se concentra en algún sitio del cuerpo y se convierte en un tejido inflamado y sigue creciendo como una realidad y se

hace una enfermedad que comienza a dominar el cuerpo con la suave y equívoca sonrisa del martirio. –¡Tú que giras! –suplicó Johannes–, ¡ojalá tú también estuvieras fuera de mí! –Y–: … ¡si tuvieras un vestido de cuyos pliegues asirte! Que pudiera hablar contigo. Que pudiera decir: ¡tú eres Dios! y que yo llevara una piedrecita debajo de la lengua al hablar de ti, en razón de una verdad más grande. Que pudiera decir: a ti me encomiendo, tú me vas a ayudar, tú me miras, haga lo que haga, algo de mí está inmóvil y tan quieto como si estuviera en el centro, y eso eres tú. Pero, de esa forma, sólo yacía con la boca en el polvo y con un corazón que, como un niño, buscaba a tientas. Y él sólo sabía que lo necesitaba, porque era cobarde, lo sabía. Pero a pesar de eso ocurría, como para sacar fuerzas de su debilidad, fuerzas que adivinaba y que lo seducían, como algo que sólo en su juventud le había sucedido a veces: la poderosa cabeza, todavía sin rostro alguno, de una violencia difusa, y uno sentía que podía poner los propios hombros debajo de ella y ponérsela encima y penetrarla con el propio rostro. Y, una vez, le había dicho a Veronika: es Dios; él era temeroso y devoto, hacía ya mucho tiempo de eso y había sido su primer intento por concretar aquello impreciso que los dos sentían; se deslizaron en la oscura casa pasando de largo uno junto al otro; hacia arriba, hacia abajo, pasando de largo uno junto al otro. Pero así como él lo dijo, era un concepto devaluado y no significaba eso que él quería decir. Quizá lo que él quería decir entonces fuera semejante a esos dibujos que se forman a veces en la piedra –nadie sabe dónde vive eso, a qué se refiere y cómo podría ser en su entera realidad–, en muros, en nubes, en el agua arremolinada, lo que él quería decir quizá era sólo lo inconcebiblemente llegado, procedente de algo todavía ausente, como esos extraños gestos en los rostros que no tienen nada que ver con éstos, sino con

otros rostros que se sospecha están más allá de todo lo visto, eran pequeñas melodías en medio de los ruidos, sentimientos en las personas, pues había en él sentimientos que, cuando sus palabras los buscaban, no eran todavía sentimientos en lo más mínimo, sino sólo como prolongaciones de sí mismo, sumergiéndose ya con las puntas, tejiendo redes, su miedo, su tranquilidad, su silencio, igual que las cosas a veces se prolongan en días de primavera febriles y claros, cuando sus sombras se arrastran más allá de ellas, y así, en silencio y movidas en una dirección, se quedan como imágenes reflejadas en el arroyo. Y con frecuencia le decía a Veronika que no era realmente temor o debilidad aquello que había en él, sino sólo algo como el miedo cuando, en ocasiones, no es sino el murmullo en torno a una vivencia nunca vista ni examinada, o como uno sabe a veces, de manera totalmente cierta e incomprensible, que el miedo tiene algo de mujer, o que la debilidad se hallará una vez en la mañana en una casa de campo alrededor de la cual chillan los pájaros. Era en ese extraño estado de ánimo que surgían en él esas imágenes a medias, inexpresables. En una ocasión, Veronika lo miró con sus grandes ojos, serenamente obstinados –estaban sentados completamente solos en una de las salas semioscuras–, y preguntó: –¿O sea que también hay algo en ti que no puedes sentir ni entender claramente, y tan sólo lo llamas Dios, pensándolo como una realidad exterior a ti, por tu cuenta, como si te fuera a tomar entonces de la mano? Y quizá sea eso lo que nunca quieres llamar cobardía o blandura; ¿lo piensas como una figura que pudiera acogerte bajo los pliegues de su vestido? ¿Y tú te sirves tan sólo de palabras como Dios para expresar cierta orientación sin orientación, por así decirlo, ciertos movimientos sin movimiento, ciertos rostros que nunca emergerán en ti hasta llegar a convertirse en realidades, porque

estas palabras, con sus oscuros vestidos de otro mundo, pasan como si estuvieran vivas, con la seguridad de extranjeros que vienen de un Estado grande y bien ordenado? Dime, ¿es como si estuvieran vivas y porque quieres sentirlo a cualquier precio como algo real? –Son cosas –dijo él– que están más allá del horizonte de la conciencia, cosas que se deslizan visiblemente por detrás del horizonte de nuestra conciencia, o, quizá, en realidad, sea sólo un posible nuevo horizonte de la conciencia, tensado por algo desconocido, inexplorable, insinuado de repente y en el que todavía no hay cosas. Eran ideales, solía decir ya en ese entonces, no perturbaciones o señales de alguna falta de salud anímica, sino tan sólo el presentimiento de una totalidad llegada prematuramente de algún lugar, y si lograra ensamblarlos de manera correcta, surgiría algo como astillado por un golpe, desde las más sutiles ramificaciones de los pensamientos hasta por encima de las copas de los árboles, y sería, en el más mínimo de los gestos, lo que el viento es a las velas de un barco. Y Johannes dio un salto, haciendo un movimiento amplio, casi de anhelo corporal. Y entonces ella no reaccionó por largo rato a nada de lo que él había dicho y, al fin, respondió: –También en mí hay algo…, verás: Demeter… –y se trastabilló y sucedió después, por primera vez, que hablaron de Demeter. En un principio, Johannes no comprendió para qué sucedió aquello. Ella dijo que una vez se hallaba parada junto a una ventana que daba a un corral de gallinas, mirando al gallo sin pensar en nada, y Johannes sólo se dio cuenta paulatinamente que se refería al corral de su propia casa. Entonces llegó Demeter y se detuvo junto a ella. Y ella empezó a notar que había estado pensando en algo todo el tiempo, sólo que

totalmente a oscuras, y en ese momento comenzó a reconocerlo. Y la cercanía de Demeter, dijo ella –él debía entender que ella había empezado a reconocer todo eso totalmente a oscuras–, la cercanía de Demeter la ayudaba a hacerlo, al mismo tiempo que la oprimía. Y después de un rato supo que aquello en lo que había estado pensando era el gallo. Pero quizá no había pensado absolutamente en nada, sólo había mirado, y lo que había mirado se había quedado en ella como un duro cuerpo extraño, porque ningún pensamiento lo disolvió. y eso pareció recordarle vagamente otra cosa que tampoco podía encontrar. Y cuanto más tiempo seguía parado Demeter junto a ella, con mayor claridad y con un temor más propio empezó a sentir en sí misma la silueta vacía y presente de esa imagen. Y Veronika miró interrogante a Johannes para ver si la entendía. –Lo que veía –dijo ella– era ese incesante desmontarse del animal, indeciblemente indiferente –y todavía hoy lo seguía viendo, como algo que ocurre sencillamente y que, sin embargo, resulta incomprensible, ese deslizarse indeciblemente indiferente, y, de pronto, encontrarse libre de toda excitación y quedarse allí parado un rato, tonto e insensible, y los pensamientos en algún lugar lejos de ahí, en una luz insípida y corrupta. Entonces añadió: –A veces, en tardes muertas, cuando salía a pasear con la tía, algo así se cernía sobre la vida; yo creía poder sentirlo y sentía como si la imagen de esa luz dañina irradiara desde mis entrañas. Se hizo una pausa, Veronika tragó saliva buscando palabras. Pero regresó a lo mismo: –Después yo veía, ya desde lejos, venir una y otra vez en una ola así –completó–, y arrojarse sobre él y otra vez sobre él y volver a soltarlo.

Y de nuevo surgió el silencio. Pero, de pronto, sus palabras se deslizaron furtivas, como si debieran esconderse misteriosamente en la gran habitación oscura, acurrucándose muy cerca del rostro de Johannes. –… en ese momento, Demeter tomó mi cabeza y la apretó contra su pecho hacia abajo, no dijo nada y la apretó fuertemente hacia abajo –susurró Veronika; y se hizo de nuevo aquel silencio. Pero Johannes sintió como si una mano secreta lo hubiera rozado en la oscuridad, y tembló cuando Veronika continuó: –No sé cómo he de llamar a lo que me sucedió en ese instante, de pronto intuí que Demeter tendría que ser como el gallo, viviendo en un espantoso y amplio vacío del que emergió de pronto. Johannes sintió que ella lo miraba. Lo atormentaba el hecho de que hablara de Demeter mientras decía cosas que él sentía vagamente que le concernían. Emergió en él la sospecha, incomprensiblemente llena de temor, de que Veronika pudiera querer que él hiciera aquello que para él era sólo abstracto y que pasaba meramente junto a Dios, que era como los rostros del yo, tensados como marcos vacíos y sensibles en la voluntad indeterminada de noches insomnes. Y le pareció, sin que pudiera defenderse de ello, que la voz de Veronika adoptaba algo cruel y compasivo y voluptuoso al continuar: –Entonces, yo grité: “¡Johannes nunca haría algo así!” Pero Demeter sólo dijo: “Bah, Johannes”, y metió las manos en los bolsillos. Y entonces, ¿te acuerdas?, cuando volviste a visitarnos por primera vez después de aquello, Demeter lo sacó a colación. “Veronika dice que tú eres más que yo”, te dijo burlón, “¡pero si tú sólo eres un cobarde!”. Y entonces todavía eras tú de tal forma que no podías permitir que te dijera eso, y le contestaste: “Eso lo quiero ver”. Tras lo cual él

te golpeó con el puño en la cara. Y entonces, ¿no es verdad?, tú quisiste devolverle el golpe, pero al ver su rostro amenazante y cuando comenzaste a sentir más fuerte el dolor, sentiste de pronto un miedo espantoso frente a él, oh, lo sé, un miedo casi sumiso, amistoso, y de repente sonreíste, sin saber por qué, ¿no es cierto?, pero sonreías y sonreías, con un rostro algo contraído, que a mí me pareció sentir lleno de timidez ante los iracundos ojos de Demeter, y, no obstante, penetrándote con una dulzura y una suavidad tan tibias, que de pronto la ofensa se equilibró y acomodó dentro de ti… Después me contaste que te querías hacer sacerdote… Entonces comprendí: tú eres el animal, no Demeter… Johannes se incorporó de un salto. No entendía. –¡¿Cómo puedes decir algo así?! –exclamó–. ¡¿En qué estás pensando?! Pero Veronika se defendió, decepcionada: –¡¿Por qué no te hiciste sacerdote?! ¡Un sacerdote tiene algo de animal! Ese vacío, donde otros se tienen a sí mismos. Esa suavidad, que ya se respira en los vestidos. Esa suavidad vacía, que acumula los sucesos por un instante, como un cedazo, para después volver a quedarse vacía. Se tendría que haber intentado hacer algo así de eso. Fui tan feliz al reconocerlo… Entonces él sintió la desmesura de su propia voz y debió tranquilizarse y sintió cómo se distraía de sí mismo al reflexionar sobre la afirmación de Veronika, y se sintió caliente e hinchado de cansancio por el esfuerzo de no dejar que sus fantasías se vieran confundidas por las de ella, que de alguna manera eran semejantes en la niebla, pero al mismo tiempo mucho más reales y estrechas, como una cámara para dos. Cuando los dos se habían tranquilizado un poco, Veronika dijo:

–Eso es lo que todavía no creo entender del todo y que deberíamos buscar juntos. Abrió la puerta y miró escaleras abajo. Ambos tenían la sensación de estar viendo si se encontraban solos, y, como un enorme espacio hueco, la oscura casa vacía se volcó de repente sobre ellos. Veronika dijo: –Todo lo que he dicho no es eso… Ni yo misma lo conozco, pero dime tú lo que pasó dentro de ti, dime cómo es sentir ese miedo dulce y sonriente… Entonces, cuando Demeter te golpeó me pareciste totalmente impersonal, desvestido totalmente, a no ser por alguna suavidad cálida y desnuda. Pero Johannes no lo supo decir. Le pasaron tantas posibilidades por la cabeza. Era como si oyera hablar en una habitación contigua y entendiera, por algunos fragmentos de la conversación, que estaban hablando de él. Una vez preguntó: –¿Y también hablaste de esto con Demeter? –Sí, pero eso fue mucho después –contestó Veronika y, titubeando, dijo–: una sola vez. –Y después de un momento dijo–: hace algunos días. No sé qué me impulsó a hacerlo. Johannes sintió… sordamente algo… en su conciencia había un espanto lejano: así deben ser los celos. Y sólo después de un largo rato escuchó de nuevo que Veronika hablaba. Y entendió al decir ella: –… sentí algo tan curioso, entendía tan bien a esa persona. Y él preguntó mecánicamente: –¿Esa persona? –Sí, la campesina de allá arriba. –Ah, vaya, la campesina. –De la que cuentan historias los muchachos en los pueblos –repitió Veronika–, ¿pero te lo puedes imaginar también? Nunca volvió a tener un amante, sólo sus dos grandes perros. Y puede ser horrible lo que dicen, pero piénsalo: esos dos

enormes animales, a veces erguidos mostrando los dientes, desafiantes, altivos, como si fueras igual a ellos, y de alguna forma lo eres, lleno de miedo ante su pelaje, menos en un punto muy pequeño que quedó dentro de ti, pero tú sabes que con un gesto basta y al momento siguiente dejan de ser animales, obedientes, encogidos; ésos no son sólo animales, ése eres tú y una soledad, ése eres tú y otra vez tú, ése eres tú y como una habitación vacía de pelo, eso no lo desea ningún animal, sino alguna cosa que yo no puedo pronunciar y, a pesar de ello, no sé cómo la entiendo tan bien. Pero Johannes le imploró: –Es un pecado lo que dices, una obscenidad. Pero Verónika no cedió: –Tú quisiste hacerte sacerdote, ¿por qué? Yo creí que porque… porque entonces ya no serías hombre para mí. Escucha… escúchame: Demeter me dijo súbitamente: “Ése no se casará contigo, y ése tampoco; seguirás aquí y te harás vieja como la tía”. ¿Acaso no entiendes que sintiera miedo? ¿No sientes lo mismo? Yo nunca había pensado que la tía fuera una persona, nunca me pareció que fuera un hombre o una mujer. Entonces, de pronto, me asusté al pensar que ella era algo en lo que yo también me podía convertir, y sentí que tendría que ocurrir alguna cosa. Y, de repente, se me ocurrió que ella no había envejecido por mucho tiempo y que luego, de un tirón, envejeció mucho y luego se volvió a quedar así. Y Demeter dijo: “nosotros podemos hacer lo que queramos. Tenemos poco dinero, pero somos la familia más antigua de la provincia. Vivimos diferente, Johannes no entró en el Ministerio ni yo en el ejército, ni siquiera se hizo clérigo. Todos nos miran con un poco de desprecio porque no somos ricos, pero no necesitamos el dinero, ni los necesitamos a ellos”. Y quizá porque todavía estaba asustada por lo de la tía, eso hizo blanco en mí de una manera misteriosa, oscura y

gimiendo suavemente como una puerta, y tuve, al oír las palabras de Demeter, una sensación de nuestra casa, ¿ya no te acuerdas de cómo lo sentías tú también?, nuestro jardín y la casa… oh, el jardín… a veces, a medio verano, pensaba que así debía de ser cuando se yace en la nieve, tan desconsoladamente grato, flotando sin piso entre el calor y el frío, uno quiere levantarse de un salto y se adormece en un dulce fluir. Cuando piensas en él, ¿no sientes esa belleza vacía e ininterrumpida? Luz, sí, luz en un sordo exceso, luz que deja sin palabras, que le hace un bien sin sentido a la piel, y un gemir y un frotarse en las cortezas, y un tenue e incesante murmullo de las hojas… ¿No sientes como si la belleza de la vida, que termina en este jardín nuestro, fuera algo plano, un infinito horizonte que lo rodea y lo aísla a uno, como un mar en el que uno se hundiría si quisiera entrar en él…? Y entonces fue Veronika la que saltó de su asiento y se paró frente a Johannes; los dedos de sus manos, que resplandecían en alguna luz perdida, parecían extraer temerosamente las palabras de la oscuridad. –Y he sentido con frecuencia nuestra casa –tantearon sus palabras, sus tinieblas con las escaleras crujientes y las ventanas apesadumbradas, los ángulos y los armarios que sobresalen y, a veces, en algún lado, junto a una ventana alta y pequeña, una luz, como si hubiera goteado lentamente desde una cubeta inclinada, y un miedo, como si hubiera allí un hombre con un farol. Y Demeter dijo: “No es mi estilo hacer discursos, eso le cuadra más a Johannes, pero te aseguro que a veces existe algo erguido sin sentido en mí, un tambaleo como de árbol, un ruido terrible, totalmente inhumano, como una matraca, como una plañidera… sólo necesito inclinarme y me siento como un animal… a veces quiero pintar mi cara…”. Entonces sentí que nuestra casa era un mundo en el que estamos solos, un mundo turbio, en el que todo se deforma y

enrarece, como bajo el agua, y casi me pareció natural ceder al deseo de Demeter. Él dijo: “Quedará entre nosotros y ni siquiera existirá realmente, pues nadie lo sabrá, no tiene ninguna relación con el mundo real como para poder llegar a él…”. No debes creer, Johannes, que yo sintiera algo por él. Sólo porque él se abría ante mí como una gran boca llena de dientes que podía tragarme; como hombre me seguía resultando tan ajeno como todos los demás, pero, de repente, me imaginé que eso era como un torrente entrando en él, para caer de nuevo entre sus labios como gotas, un ser tragada como por un animal que bebe, así de apático y embotado… A veces uno quisiera vivir acontecimientos, pero sólo si se pudieran hacer meramente como acciones, con nadie y con nada. Pero entonces me acordé de ti y no tuve ninguna razón concreta, pero rechacé a Demeter…, debe de haber, para hacer lo mismo, tu forma de proceder, una forma buena… Johannes balbuceó: –¿Qué quieres decir? Ella dijo: –Tengo una vaga idea de eso que uno podría ser para el otro. Pues se tiene miedo del otro, incluso tú eres, a veces, cuando hablas, tan duro y fuerte como una piedra que me quisiera golpear: pero me refiero a una forma en la que uno se disuelva totalmente en lo que uno es para el otro, y no se quede, además, ajeno, viendo y oyendo… No lo sé explicar… eso que tú a veces llamas Dios es algo así… Después dijo cosas que le resultaron totalmente confusas a Johannes: –Ése, a quien tú deberías referirte, no está en ninguna parte, porque está en todo. Es una malvada mujer gorda que me obliga a besar sus pechos, y es al mismo tiempo yo, que a veces, cuando está sola, se acuesta en el suelo frente a un armario y piensa algo así. Y quizá tú seas así; a veces eres tan

impersonal y retraído como una vela en la oscuridad, que no es nada por sí misma y que sólo hace que la oscuridad sea más grande y visible. Desde que te vi tener miedo, es como si a veces cayeras de mis pensamientos y sólo el miedo permanece como una mancha oscura y, después, un borde cálido, suave, que la delimita. Y sólo se trata de ser como el acontecimiento y no como la persona que actúa; cada uno debería estar solo con eso que acontece, y, al mismo tiempo, habría que estar juntos, mudos y cerrados como la cara interior de cuatro paredes sin ventanas que formen una habitación donde pueda pasar todo de verdad y, a un tiempo, sin forzar a uno sobre otro, aunque sea sólo en pensamientos… Y Johannes no entendió. Y, de pronto, ella empezó a transformarse, como algo que se sumerge, incluso las líneas de su rostro se hicieron aquí más pequeñas y allá más grandes; cierto, todavía hubiera podido decir algo, pero a ella misma le parecía no ser ya aquella que acababa de hablar, y sus palabras se escuchaban dudosas, como si fueran un camino lejano e inusual: –… ¿qué piensas tú?... yo creo que ninguna persona podría ser tan impersonal, sólo un animal… Ayúdame, ¡¿por qué sólo puedo pensar en un animal…?! Y Johannes trató de llamarla de alguna manera hacia sí, empezó a hablar de una vez, y súbitamente quería seguir escuchando todavía. Pero ella sólo sacudió la cabeza. Johannes; desde entonces Johannes sintió una enorme facilidad para tocar de pasada y de manera precisa lo que quería. A veces uno desconoce aquello que desea oscuramente, pero sabe que fallará al tratar de atraparlo; después de eso, uno pasa la vida como en un cuarto cerrado donde siente miedo. A veces lo atemorizaba algo, como si de

repente pudiera empezar a lloriquear, a correr en cuatro patas y a olisquear el cabello de Veronika; se le ocurrían tales fantasías. Pero nada sucedía. Pasaban de largo uno junto al otro; se miraban; todos los días intercambiaban palabras triviales, o palabras de búsqueda. Y una vez, en efecto, fue para él, de pronto, como un encuentro en la soledad, en torno a la cual la confusa cercanía sin reglas se volviera sólida y abovedada. Veronika bajaba las escaleras, él esperaba abajo; así se quedaron, separados, en el crepúsculo. Y él no pensaba en absoluto que quisiera desear algo de ella, pero, como si los dos, al estar así parados, fueran una fantasía en una enfermedad, le pareció necesario, necesario de otro modo, decir: –Ven, marchémonos juntos de aquí. Pero ella contestó algo de lo que él sólo entendió: … no amar… no casarse… no puedo dejar a la tía. Y todavía repitió una vez más su intento, dijo: –Veronika, un ser humano, aunque a veces también una palabra, un calor, un soplo, es como una piedrita en un remolino que te muestra, de repente, el centro en torno al que giras…, deberíamos hacer algo juntos, entonces quizá lo encontraríamos… Pero la voz de Veronika adquirió un tono aún más lascivo que aquella otra vez cuando le contestó lo mismo: –Ninguna persona podría ser tan impersonal, sólo un animal… quizás si tuvieras que morir… Y después dijo que no. Y entonces aquello se apoderó de él, eso que, en verdad, no era una decisión, sino más bien una visión, nada que se refiriera a la realidad, sino sólo a sí mismo, como una música; dijo: –Me voy; cierto, quizá muera. Pero también entonces supo que no era eso lo que quería decir.

Y, durante ese tiempo, a cada hora buscaba rendirse cuentas y se preguntaba cómo tendría que ser ella en realidad para poder tanto. A veces decía: Veronika, y sentía en su nombre el sudor adherido a él, el sumiso e insalvable ir tras ella, y lo húmedo y frío de tener que contentarse con el aislamiento. Y tenía que pensar en su nombre en cuanto veía ante sí los dos ricitos sobre la frente, aquellos dos ricitos cuidadosamente pegados a su frente como algo ajeno, o su sonrisa, cuando a veces estaban sentados a la mesa y servía a la tía. Y tenía que mirarla en cuanto Demeter hablaba; pero siempre se topaba con algo que no le permitía comprender cómo una persona como ella podía haberse convertido en el centro de su apasionada decisión. Y si reflexionaba al respecto, en su más lejano recuerdo había algo que se había apagado hacía ya mucho tiempo, como el aroma de velas extinguidas en torno a ella, algo que se evitaba como los cuartos para las visitas en la casa, que dormían inmóviles bajo cubiertas de lino y tras cortinas cerradas. Y sólo cuando oía hablar a Demeter –cosas tan atrozmente habituales y descoloridas como esos muebles no usados por nadie– todo le parecía una perversión a trío. Y a pesar de todo, más tarde cuando pensó en ella, sólo pudo oírla diciendo que no. De pronto dijo tres veces seguidas que no, y él la oía hacerlo como alguien totalmente desconocido. Una vez fue con suavidad y, no obstante, como si ya se estuviese desprendiendo extrañamente de lo anterior y se elevara por la casa, y después, después fue como un latigazo o como un aferrarse sin sentido, pero después fue de nuevo suave, contrito y casi como un dolor por lastimar al otro. Y a veces, al pensar en ella, sentía como si fuera hermosa. De una hermosura sumamente sintetizada, tanto que uno podía olvidarse fácilmente de admirarla y tomarla por fealdad. Y él tenía que pensar, cuando ella aparecía frente a él de entre la

oscuridad de la casa, que se volvía a cerrar extrañamente detrás de ella, sin movimiento alguno, y cuando se deslizaba junto a él con su sensualidad poderosa y poco común –como atacada por una enfermedad extraña, entonces él tenía que pensar cada vez en que ella lo sentía como un animal. Johannes lo percibía; incomprensible y espantoso, en una realidad superior a la que él había aceptado en un principio. Y también cuando no la veía, veía todo con una claridad desmedida frente a él, su elevada estatura y su pecho ancho, un poco plano, su frente baja y sin bóveda, con esos cabellos recogidos densa y oscuramente sobre esos extraños y suaves ricitos, su boca grande y voluptuosa y la ligera pelusilla negra que cubría sus brazos. Y cómo llevaba la cabeza inclinada, como si el fino cuello no pudiera con su peso sin doblarse, y la curiosa, casi desvergonzada mansedumbre con que echaba el cuerpo un poco hacia delante al caminar. Pero apenas se dirigían ya la palabra. Veronika había escuchado de repente trinar a un pájaro y a otro contestarle. Y de ese modo se acabó. Con ese pequeño acontecimiento casual, como a veces sucede, terminó algo y empezó eso que ya era sólo para ella. Pues entonces el olor de los altos pastos y de las flores de la pradera se deslizó rápidamente, con cautela, como el roce de una lengua puntiaguda, veloz, de suave vello, a lo largo de los rostros. Y la última conversación, que se había prolongado pesadamente, como cuando se mueve algo entre los dedos y en lo que hace y mucho que no se piensa, se truncó. Veronika estaba asustada; sólo después se dio cuenta de cuán extrañamente estaba asustada, por el rubor que le subía al rostro, y por un recuerdo que, de pronto, reapareció después de muchos años, inesperado, caliente y vivo. Aunque en los últimos tiempos habían llegado muchos recuerdos, y ella

sentía como si ese silbido ya lo hubiera escuchado la noche anterior, y la noche anterior a ésa, y la de hace catorce días. Y también sentía como si ya antes se hubiera atormentado con ese roce, quizá mientras dormía. Esos extraños recuerdos le venían a la mente en los últimos tiempos una y otra vez, caían sobre ella, a derecha y a izquierda, delante y atrás de algo, como una muchedumbre que se dirigiera a una meta, su infancia toda; pero en ese momento supo, con una certeza casi antinatural, que eso era lo correcto. Era un recuerdo que reconoció de pronto, después de muchos años, por fin, inconexo, caliente y todavía vivo. Amaba en ese entonces el pelaje de un gran perro San Bernardo, en especial el de adelante, donde los anchos músculos del pecho sobresalían a cada paso como dos colinas sobre los curvos huesos; había tanto pelo ahí, y tan dorado y café, y era tan parecido a una riqueza imprevisible y a un algo tranquilamente ilimitado, que los ojos se confundían aún cuando uno los dejara reposar tranquilamente tan sobre una mancha. Y mientras que ella no sentía nada más que un único sentimiento fuerte e indiferenciado de gusto –esa tierna camaradería de una muchacha de catorce años, casi como si se dirigiese a un objeto–, a veces era casi como estar en un paisaje. Cuando uno camina y allí están el bosque y la pradera, y allá la montaña y el campo, y en ese gran orden cada cosa es sólo como una piedrita, tan simple y dúctil, pero todas combinadas de una manera formidable, cuando uno las contempla por separado, tan contenidamente vivas, de improviso, uno siente miedo en medio de la admiración, como ante un animal que recoge las piernas y yace inmóvil, acechando. Pero una vez, cuando estaba acostada junto a su perro, se le ocurrió que así debían de ser los gigantes; con montañas y valles y bosques de vello en el pecho y pájaros cantando,

columpiándose en el vello, y pequeños piojos sentados sobre los pájaros, y… ya no sabía qué más seguía, pero no era necesario que aquello tuviera fin, y de nuevo todas las cosas estaban tan bien ordenadas una detrás de la otra e intercaladas, que uno se paralizaba, intimidado por tanto poder y orden. Y pensó en secreto que, cuando los gigantes se encolerizaban, todo eso debía desperdigarse de repente, con un grito de las miles de vidas que contenía, y cubrirlo a uno con plenitud tremenda, y cuando todo eso cayera sobre uno, lleno de amor, tendría que ser como si las montañas patearan y los árboles murmuraran y tendrían que crecerle a uno sobre el cuerpo cortos vellos ondeando al viento e insectos cosquilleantes, y una voz chillando de bienaventuranza por algo tan indecible y su respiración tendría que cubrir todo aquello en un enjambre de animales y llevarlo junto a sí. Y cuando notó que sus pequeños pechos puntiagudos se alzaban y descendían exactamente igual que aquella respiración hirsuta que subía y bajaba junto a ella, de pronto no quiso que fuera así y se contuvo, como si siempre conjurara algo a voluntad. Cuando ya no pudo oponerse a ello y su respiración volvió a caminar como si esa otra vida a su lado la estuviera atrayendo hacia sí, cerró los ojos y empezó a pensar de nuevo en los gigantes, en un intranquilo correr de imágenes, pero ahora mucho más cercanas y tibias, como de nubes que volaran bajo. Cuando, mucho después, volvió a abrir los ojos, todo era como antes, sólo que ahora el perro estaba parado junto a ella y la miraba. Y entonces notó, de pronto, que algo puntiagudo, rosa, dolorosamente placentero y arqueado, había brotado en silencio de su vellón de amarilla espuma marina, y en el instante en que quiso incorporarse, sintió el roce tibio y trémulo de la lengua del perro sobre su rostro. Y entonces se quedó tan singularmente paralizada como… como si ella

misma fuese también un animal, y a pesar del atroz miedo que sentía, algo se acurrucó muy caliente en ella, como si ahora y ahora… como chillidos de aves y revoloteos de alas en una pajarera, hasta que todo volvió a ser calmo y suave en un sonido como de plumas que se deslizaran unas sobre otras… Y eso había entonces, justo aquel espantarse extrañamente caliente donde ella lo reconocía todo de pronto. Pues no se sabe junto a qué cosa se produce el sentimiento, pero percibía que ahora, años después, estaba asustada exactamente de la misma manera que entonces. Y ahí estaba Johannes, que habría de partir todavía hoy, y ahí estaba ella. Desde entonces habían pasado ya trece o catorce años y sus pechos hacía mucho que ya no eran tan puntiagudos ni tenían tampoco ya esos rosados picos llenos de curiosidad, se habían sumido un poco y se veían un poco tristes, como dos gorros de papel que se hubieran quedado sobre una amplia superficie, pues el tórax se había extendido, plano, hacia lo ancho y se veía como si el espacio en torno suyo hubiera crecido, alejándose de ellos. Pero esto apenas si lo sabía porque lo notara en el espejo –hacía mucho que se limitaba a lo estrictamente necesario cuando estaba desnuda en el baño, o al cambiarse de ropa–, sino que lo percibía tan sólo en la sensación de su cuerpo, porque a veces le parecía como si antes se hubiera podido encerrar en sus vestidos, muy apretada y por todos lados, mientras que ahora sólo era como si se cubriera con ellos, y cuando recordaba cómo se había sentido entonces a sí misma, de dentro a fuera, había sido como una redonda y tensa gota de agua y, entonces, desde hacía mucho tiempo, como un pequeño charco de blandos bordes; tan ancha y flácida y distendida era esa sensación que, en realidad, no hubiera sido nada más que desidia y una somnolienta indolencia si, a veces, no hubiera sentido como si algo incomparablemente suave, muy, muy lentamente se

hubiera estrechado junto a ella en miles de pliegues, tiernamente cautelosos, de dentro hacia fuera. Y alguna vez tuvo que haber estado mucho más próxima a la vida, y haberla sentido más claramente, como con las manos o como en su propio cuerpo, pero hacía mucho que no sabía cómo era eso, y sólo supo que desde entonces debía de haber algo que lo ocultaba. Y no supo qué fue, si un sueño o un miedo en la vigilia, o si había tenido miedo de algo que hubiera visto, o de sus propios ojos; hasta hoy. Pues, entretanto, su débil vida cotidiana se había posado sobre esas impresiones y las había borrado igual que un lánguido viento constante borra las huellas en la arena; sólo su monotonía resonaba ya en su alma como un murmullo que subía y bajaba. Ya no conocía alegrías ni penas intensas, nada que destacara sobre lo demás de manera notable o duradera, y paulatinamente su vida se había vuelto cada vez más difusa. Los días pasaban iguales uno tras otro y los años también llegaban uno igual al otro; cierto, aún sentía que todos se llevaban algo y añadían algo y que ella cambiaba lentamente con ellos, pero ninguno se distinguía claramente del otro; tenía una sensación difusa, en continuo flujo, de sí misma, y cuando se palpaba por dentro, sólo sentía el cambio de formas aproximadas y cubiertas, como cuando uno siente que algo se mueve bajo una cobija, sin adivinar su sentido. Poco a poco parecía que vivía bajo un suave paño, o bajo una campana de cuerno tallado tan fino que cada vez era más transparente. Las cosas se alejaban más y más de ella y perdían su rostro, y también su sensación de sí misma se hundía más y más en la lejanía. Quedaba en medio un espacio vacío y terrible que habitaba su cuerpo; éste veía las cosas a su alrededor, sonreía, vivía, pero todo sucedía sin conexión alguna y con frecuencia un espesa repugnancia se arrastraba silenciosa a través de ese

mundo, embarrando todos los sentimientos como con una máscara de alquitrán. Y sólo cuando surgió en ella ese extraño movimiento que hoy se consumaba había pensado en que quizá todo pudiera volver a ser como antes. Y más tarde seguramente pensó también si aquello no sería amor; ¿amor? Habría venido hacía ya mucho, y lentamente; lentamente habría venido. Y, no obstante, demasiado rápido para el ritmo de su vida, el ritmo de su vida era aún más lento, muy lento, entonces era sólo como un lento abrir y volver a cerrar los ojos y, en medio, como una mirada que no pudiera posarse sobre las cosas y que pasara de largo junto a todas ellas, lentamente, deslizándose, intacta. Con esa mirada lo había visto venir y, por eso, no podía creer que fuera amor; lo aborrecía tan oscuramente como a todo lo ajeno, sin odio, sin filo, sólo como a un país extraño más allá de las fronteras donde, suave y sin consuelo, lo propio fluye junto con el cielo. Pero desde entonces sabía que su vida había perdido la alegría, porque algo la obligaba a detestar lo ajeno, y mientras ella sólo se sentía alguien que no conoce el sentido de sus acciones, de pronto le pareció que sólo lo había olvidado y que quizá pudiera volver a recordarlo. Y la atormentaba algo maravilloso, que luego tendría que ser como el recuerdo de una cosa importante que hubiera sido olvidada y que se moviera cerca de la conciencia, debajo de ella. Y todo eso empezó cuando Johannes regresó y ella recordó, desde el primer instante y sin saber por qué, cómo Demeter lo había golpeado una vez y cómo Johannes había sonreído. Desde entonces sentía como si hubiera llegado alguien que poseyera lo que a ella le faltaba, y como si atravesara, así, en silencio, por el desierto crepuscular de su vida. Sólo que él caminaba y las cosas empezaban a ordenarse ante los ojos de Veronika, vacilantes, en cuanto él las veía; a ella le parecía, a

veces, cuando él sonreía asustado de sí mismo, como si él pudiera respirar el mundo y retenerlo en su cuerpo y sentirlo desde dentro, y cuando volvía a colocarlo frente a sí mismo suave y cuidadosamente, se le figuraba que era un artista que trabajaba, sólo y para sí mismo, con anillos voladores; no era más que eso. Sólo que a ella le dolía, con una ciega penetración de la imaginación, pensar qué hermoso era todo quizá a los ojos de él, estaba celosa de algo que tal vez sólo él sintiera. Pues por más que bajo las miradas de ambos todo orden se desmoronara de nuevo y aunque no sintiera hacia las cosas más que el ávido amor de una madre por un hijo a quien ella, por sus propias limitaciones, no fuera capaz de dirigir, su somnolienta indolencia empezaba a veces a mecerse como un sonido, como un sonido que resuena en el oído, como un sonido que resuena en el oído y que, en alguna parte del mundo, arquea un espacio y enciende una luz…, una luz y personas cuyos gestos constan de un anhelo prolongado, como por líneas que, prolongadas más allá de sí mismas, sólo se tocan lejos, lejos, apenas en el infinito. Él dijo que eran ideales, y entonces ella cobró valor para pensar que aquello podría tornarse realidad. Y quizá sólo era que ya empezaba a incorporarse hacia las alturas, pero todavía le dolía como si su cuerpo estuviera enfermo y no pudiera sostenerla. Y entonces le empezaron a venir a la mente los otros recuerdos, todos menos uno. Llegaron todos y no supo por qué y sólo en algo sentía que aún faltaba ese uno y que sólo era por causa de él que todos los demás venían. Y se formó en ella la idea de que Johannes podía ayudarla a recordarlo y que su vida entera dependía de eso. Y también sabía que no era una fuerza lo que sentía así, sino el silencio de Johannes, su debilidad, esa callada e invulnerable debilidad que yacía detrás de él como un vasto espacio donde se hallaba solo con todo lo que le sucedía. Pero ya no lo podía encontrar más allá y eso la

intranquilizaba, y sufría, porque, siempre que creía estar a punto de hacerlo, se le ocurría de nuevo un animal; con frecuencia le venían a la mente animales, o Demeter, cuando pensaba en Johannes; y tuvo el presentimiento de que ambos poseían un tentador enemigo común, Demeter, cuya imagen se posaba frente a su recuerdo como una enorme y exuberante planta, absorbiendo sus fuerzas. Y ella no sabía si todo eso tenía su razón de ser en ese recuerdo, que ya no conocía, o en un sentido que apenas estaba por configurarse frente a ella. ¿Era eso amor? Había en ella un desplazarse, un avanzar. Ella misma no lo sabía. era como caminar por un sendero aparentemente hacia una meta, con una expectativa –que hacía que los pasos se demoraran lentamente– por encontrar y reconocer antes, alguna vez, de repente, otra meta totalmente distinta. Y en ese punto él no la entendía y no sabía lo difícil que era ese sentimiento vacilante de una vida que apenas estaba por construirse, para él y para ella, sobre algo todavía desconocido, y entonces la deseaba con una realidad muy sencilla, para que se convirtiera en su esposa o lo que fuera. Veronika no lo podía creer, le parecía carente de sentido y, en ese instante, casi grosero. Ella nunca había sentido un deseo que tuviera un objetivo específico, pero nunca como entonces los hombres le habían parecido sólo un mero pretexto –en el que no había que detenerse– para alguna otra cosa que sólo en ellos se podía encarnar de manera muy imprecisa. Y de pronto se volvió a hundir en sí misma y se hizo un ovillo en sus tinieblas y lo miró fijamente y, sorprendida, sintió por primera vez ese encerrarse en sí misma como un roce sensual al que se entregó llena de voluptuosidad, con la conciencia de hacerlo muy cerca de los ojos de Johannes, pero permaneciendo inaccesible para él. Algo se erizó dentro de ella y contra él como el suave y crujiente pelaje de un gato, y como si siguiera

con los ojos una pequeña esfera resplandeciente, dejó que su No saliera de su escondite y lo arrojó rodando a los pies de Johannes… Y después gritó cuando él lo quiso aplastar con el pie. Y ahora, cuando la despedida se erguía ya inexorablemente entre ellos y recorría en medio de los dos, acompañándolos, el último tramo del camino, sucedió, de pronto y con toda certeza, que ése, el más perdido de sus recuerdos, surgía en Veronika como un surtidor. Lo único que ella sentía era que se trataba de él, y no sabía en qué lo reconoció y estaba un poco decepcionada, porque en nada de su contenido dejaba ver por qué tendría que ser él; y sólo se encontró como en una frescura redentora. Sentía cómo ya una vez en su vida, igual que ahora, había tenido miedo de Johannes, y no entendía la relación que eso tenía con el hecho de que hubiera sido tan importante para ella y lo que había de pasar con ello en el futuro; pero de golpe sintió como si estuviera de nuevo en su camino, ahí, en el mismo punto en que alguna vez lo había perdido, y sintió que, en ese instante, la vivencia real, la vivencia con el Johannes real, había rebasado su punto culminante y estaba ya acabada. En ese instante, ella tuvo una sensación como de caerse a pedazos; a pesar de que estaban muy cerca uno del otro, tenía una sensación tan oblicua como si se hundieran y se hundieran, alejándose entre sí; Veronika miró hacia los árboles a los lados del camino, estaban más rectos y erguidos de lo que le hubiese parecido natural. Y entonces creyó entender plenamente su No, que antes había pronunciado sólo en medio de la confusión y por un presentimiento, y comprendió que él se marchaba a causa de ese No, sin querer hacerlo. Y durante un rato se sintió tan honda y pesada como dos cuerpos que yacen uno junto al otro, sólo uno y otro, separados y tristes y cada uno sólo eso que es para sí mismo, porque casi se había convertido en entrega lo que ella sentía; y se cernió sobre ella

algo que la hizo sentir pequeña y débil y una nada, como una perrita que gime y cojea en tres patas o como una banderita desgarrada que mendiga tras un soplo de aire, tan totalmente disuelta se sintió, y había en ella como un anhelo por retener a Johannes, como un suave caracol herido que, estremeciéndose ligeramente, buscara un segundo caracol a cuyo cuerpo ansiara pegarse, roto y moribundo. Pero entonces lo miró y apenas sabía lo que ella misma pensaba, e intuyó que lo único que sabía de ello –ese repentino recuerdo que se agazapaba en ella lustroso y solo–, quizá no era nada que uno pudiera comprender a partir de sí mismo, sino que sólo se convertía en algo por el hecho de que –alguna vez impedido de llegar a una consumación por un gran miedo– desde entonces se hubiera ocultado en ella, endurecido y cerrado, obstruyéndole el paso a alguna otra cosa que también hubiera podido ser y que entonces tendría que desprenderse de ella como si fuera un cuerpo extraño. Pues un sentimiento por Johannes empezaba ya a sumergirse y a ser llevado por la corriente –en una marea ancha y libre que arrancaba de ella algo largamente preso en su interior, como muerto e impotente, arrastrándolo consigo–, y, en su lugar, lejos de la distancia revelada en ella, se arqueaba un destello, algo que ascendía sin pilares, algo infinitamente elevado y como un resplandor que hubiera perdido toda conexión atravesando las redes del sueño. Y la conversación que todavía sostenían exteriormente se tornó breve y goteante, y mientras se afanaban todavía por proseguirla, Veronika sintió cómo, entre las palabras, ésta se iba convirtiendo en otra cosa y supo de manera definitiva que él debía marcharse, y dejó de hablar. Le parecía que todo lo que todavía dijeran e intentaran serían actos vanos, puesto que ya estaba decidido que él debía irse y no regresar jamás; y porque ella sintió que ya no quería, en absoluto, eso que de

otra manera quizá hubiera hecho todavía gustosa, lo restante cobró, en un giro inesperado, una expresión rígida e incomprensible; no sabía cuál podía ser el sentido y la razón, fue rápido y duro, un hecho consumado, un ser cogido y arrojado. Y mientras él estaba todavía parado frente a ella, enredado en la maraña de sus propias palabras, empezó a sentir lo insuficiente de su presencia, de su verdadero estar junto a ella, y eso oprimió pesadamente algo dentro de sí, que ya se había querido elevar hacia algún lado con el recuerdo de él, y por todas partes se topaba con la vivacidad de Johannes como cuando se choca con un cuerpo muerto, que se opone rígido y hostil a cualquier esfuerzo por hacerlo a un lado. Y cuando ella notó que él todavía la miraba con tanta urgencia, Johannes le pareció como un gran animal agotado que no pudiera quitarse de encima, y sintió entonces su recuerdo como un pequeño objeto caliente que encerrara en sus manos, y de pronto casi le sacado la lengua y tuvo una sensación curiosa, entre la fuga y la seducción, casi como el apuro de una mujercita que tratara de morder a su perseguidor. En ese momento empezó a soplar de nuevo el viento y su sentimiento se expandió en él y se desprendió de toda resistencia tenaz y de su odio que, sin abandonarlo, absorbió en sí misma, como algo muy suave, hasta que no quedó más de él que un espanto totalmente abandonado en el que Veronika, al tiempo que lo sentía, se dejó, por así decirlo, caer; y todo a su alrededor se estremeció lleno de presentimientos. Lo opaco que había pesado hasta entonces sobre su vida, como una oscura niebla, se puso de pronto en movimiento y le pareció como si las formas de objetos largamente buscados se marcaran como sobre un velo y desaparecieran de nuevo. Verdad es que nada había asomado aún su rostro de tal modo que los dedos lo pudieran sostener, y todo seguía evadiéndose

todavía entre las palabras que tanteaban ligeramente y no se podía hablar de nada, pero cada palabra que ahora ya no se decía era vista desde lejos como a través de un panorama más amplio, acompañada por aquella extraña comprensión que se balanceaba con ella y que amontonaba acciones cotidianas sobre un escenario, apilándolas como signos de un camino que de otro modo no sería visible, en el plano entramado de guijarros del suelo. Algo así como una sutilísima máscara de seda, clara y plateada y conmovida como antes del desgarramiento, se posó sobre el mundo; y ella apretó los ojos y algo centelleó frente a ella, como si estuviera siendo sacudida por golpes invisibles. Así estaban parados uno junto al otro, y cuando el viento empezó a llenar más el camino y se posó como un maravilloso animal, suave y vaporoso, por todas partes, sobre el rostro, en la nuca, en las axilas… y respiró por todas partes y extendió por todas partes suaves cabellos de terciopelo, apretándose más contra la piel a cada elevación del pecho… se diluyeron ambas cosas, su espanto y sus expectativas, en un calor cansado, pesado, que mudo y ciego y lento, como sangre ondeando, empezó a girar en torno a ellos. Y, de pronto, ella tuvo que pensar en algo que había oído una vez, que sobre los seres humanos se asientan millones de pequeños seres y que con cada respiración van y vienen incontables torrentes de vida, y se estremeció por un rato, sorprendida ante este pensamiento, y se sintió tan caliente y oscura como dentro de una gran ola púrpura, pero, luego, en esa ardiente corriente de sangre sintió una segunda corriente y, al levantar la vista, él estaba ahí, frente a ella, y sus cabellos ondeaban al aire hasta rozar los trémulos cabellos de ella, y se tocaron muy suavemente, con sus puntas estremecidas; entonces la atrapó un placer crujiente, como al entremezclarse vacilantes dos enjambres, y le hubiera gustado arrancar de ella su vida, para

cubrirlo totalmente de polvo con ella, en una penumbra caliente, protectora, loca de embriaguez. Pero sus cuerpos estaban tiesos y rígidos y se limitaron a dejar que ocurriera, con los ojos cerrados, lo que allí secretamente sucedía, como si no debieran saberlo; y cada vez se sentían más vacíos y más cansados, y entonces se derrumbaron un poco, muy suaves y tranquilos y tan amorosos como si estuvieran llenos de un silencio de muerte, como si se fueran a desangrar uno en el otro. Y cuando el viento se elevó, Veronika sintió como si la sangre de Johannes trepara por ella debajo de su falda, llenándola hasta el cuerpo de estrellas y cálices y de azul y amarillo y de finos hilos y de un roce que la palpaba y de una voluptuosidad inmóvil, como cuando las flores están paradas al viento y lo reciben. Y cuando el sol poniente brillaba aún a través del borde de su falda, ella estaba muy pesada y en silencio y desvergonzadamente entregada, como si se pudiera verlo. Y sólo olvidada, totalmente olvidada, pensó en aquel anhelo mayor que todavía quedaba por satisfacer, pero en ese instante eso era sólo algo tan quedamente triste, como si a lo lejos sonaran las campanas; y los dos estaban uno al lado del otro y se alzaban, grandes y serios, como dos gigantescos animales con las espaldas encorvadas contra el cielo de la tarde. El sol de había metido; Veronika regresó sola y reflexiva por el camino, entre praderas y campos. De esta despedida había brotado en ella un sentimiento de sí misma, como desde una envoltura que hubiera quedado rota sobre el suelo; de repente era tan fuerte que se sintió como un cuchillo en la vida de esa otra persona. Todo estaba claramente ordenado, él se había marchado y se mataría, ella no lo analizaba, era algo tan imponente como un oscuro y pesado objeto que yaciera sobre

la tierra. Le parecía algo tan inexorable como un corte a través del tiempo, frente al cual todo lo anterior se hubiera paralizado de manera definitiva, ese día saltaba de entre todos los demás con un repentino fulgor, como una espada, ella sentía como si viviera físicamente en el aire la relación de su alma con esa otra alma, convertida en algo último, irrevocable, que se destacaba contra la eternidad como el muñón de una rama. A veces sentía ternura por Johannes, a quien debía agradecerle aquello, y luego, de nuevo nada, sólo su caminar. Una certeza que penetraba en la soledad, sin ningún otro objetivo, la impulsaba entre las praderas y los campos. Al atardecer el mundo se hizo pequeño. Y paulatinamente unas extrañas ganas empezaron a conducir a Veronika como un aire ligero, cruel, que ella respiraba trémulamente, que la llenaba y elevaba y en el que sus gestos zarparon tratando de alcanzar la lejanía, en el que sus pasos se desprendían del suelo con una ligera presión, elevándola sobre los bosques. Casi se sentía mal de tanta ligereza y felicidad. Esa tensión sólo cedió hasta que puso la mano en la puerta de su casa. Era una puerta pequeña, redonda, bien ensamblada; al cerrarla, se plantó impenetrable ante ella y Veronika quedó en la oscuridad, como dentro de aguas tranquilas, subterráneas. Avanzó lentamente y sintió al hacerlo, sin tocarlas, la cercanía de las frías paredes que la rodeaban; era una sensación extrañamente confortable, supo que estaba en casa. Luego hizo en calma todo lo que tenía que hacer y el día llegó a su fin como todos los demás. De cuando en cuando, entre sus ideas emergía Johannes, entonces miraba el reloj y sabía dónde tendría que encontrarse él en ese momento. Pero una vez se esforzó por no pensar en él largamente y cuando lo volvió a hacer, el tren debía de estar rodando ya a través de la noche de los valles montañosos hacia el sur, y regiones desconocidas cerraron, negras, su conciencia.

Se metió en la cama y se durmió rápidamente. Pero tuvo un sueño ligero en inquieto, como alguien a quien espera algo inusitado al día siguiente. Bajo sus párpados había una claridad persistente; hacia el amanecer, se hizo aún más luminosa y pareció extenderse, se volvió indeciblemente amplia: cuando Veronika despertó, lo supo: el mar. Ahora Johannes ya debía de estar viéndolo y sólo necesitaba ejecutar su decisión. Probablemente remaría mar adentro y dispararía. Pero Veronika no sabía cuándo. Comenzó a hacer conjeturas y a contraponer razones. ¿Iría enseguida del tren al bote? ¿Esperaría a la tarde cuando el mar yace sereno y lo mira a uno como con ojos grandes? Pasó todo el día un desasosiego como si finas agujas le tocaran la piel permanentemente. De vez en cuando, de algún lugar –de un marco dorado que resplandecía en la pared, de la oscuridad de la escalera o del blanco lino que ella bordaba–, surgía de nuevo el rostro de Johannes. Pálido y con labios carmesí… desfigurado e hinchado por el agua… o tan sólo como un rizo negro sobre una frente hundida. Aquí y allá se llenaba entonces Veronika como de fragmentos a la deriva de una repentina ternura que refluía. Y cuando atardeció, supo que ya debía haber sucedido. Había en ella una intuición de que nada tenía sentido, esa expectativa y esa manera de tratar algo totalmente incierto como si fuera verdadero. A veces la atravesaba presuroso el pensamiento de que Johannes no estaba muerto y era como tirar de una suave manta y tal trozo de realidad daba un salto y se desplomaba de nuevo. Entonces sentía que, mudo e insignificante, el atardecer se deslizaba alrededor de la casa, sólo asó: alguna vez llegó una noche, llegó y se fue; ella lo sabía. pero, de pronto, se extinguió. Un profundo silencio y una sensación de secreto se posaron lentamente, en muchos pliegues, sobre Veronika.

Y llegó la noche, esa noche única de su vida, donde aquello que se había formado bajo la manta crepuscular de su larga existencia enferma, alejado de la realidad por una inhibición, crecía como una mancha devoradora hasta convertirse en raras figuras de vivencia inimaginables, y tenía la fuerza de erguirse por fin conscientemente en ella. Impulsada por algo incierto, encendió todas las velas de su habitación y se sentó entre ellas, inmóvil, en el centro del cuarto; fue por el retrato de Johannes y lo puso frente a ella. Pero ya no le pareció que aquello que había esperado fuera lo sucedido con él, tampoco era nada en ella, ninguna fantasía, sino que sintió de repente que había cambiado su sensación del entorno y que se había expandido hacia un territorio desconocido entre el soñar y el despertar. El espacio vacío entre ella y las cosas se perdió y extrañamente se tensó de relaciones. Los objetos pesaban irrevocablemente en sus lugares –la mesa y el armario, el reloj en la pared–, llenos de sí mismos, separados de ella y tan cerrados en sí como un puño apretado; y, no obstante, a veces estaban como dentro de Veronika o la miraban como si tuvieran ojos, desde un espacio que, como un cristal, se abría entre Veronika y la habitación. Y estaban allí, como si durante muchos años tan sólo hubieran esperado aquella tarde para encontrarse a sí mismos, así se arqueaban y curvaban hacia lo alto e incesantemente brotaba de ellos eso desmesurado, y la sensación del instante se elevó y se ahuecó sobre Veronika, como si, de pronto, ella misma estuviera alrededor de todo como una habitación con silenciosas y trémulas velas. Y a veces la invadía un agotamiento provocado por esta tensión, luego parecía únicamente resplandecer, ascendía por todos sus miembros una claridad y la sentía sobre ella como si viniera de fuera, y se cansó de sí misma como del círculo de una lámpara que vibrara quedamente. Y sus pensamientos se movieron a

través y hacia fuera, hacia esa clara somnolencia, con agudas ramificaciones que se hacían visibles como finísimas venas. Entonces todo se hizo cada vez más silencioso, descendieron velos suavemente, como nieve cayendo frente a ventanas iluminadas alrededor de su conciencia, de tanto en tanto crepitaba, grande y dentada, adentro una luz… Pero después de un rato, Veronika se elevó de nuevo hasta los límites de su vigilia, extrañamente tensa, y tuvo, de improviso, claramente la sensación: así está ahora Johannes, en esa forma de realidad, en un espacio modificado. Los niños y los muertos no tienen alma; pero el alma que tienen las personas que viven es lo que no las deja amar, sin importar cuánto lo deseen, lo que hace que en todo amor se reserve un pequeño resto; Veronika sentía que aquello que no se puede entregar por mucho amor que se tenga es lo que da dirección a todos los sentimientos, alejándose de aquello que pende de ellos temeroso y creyente, lo que le da a todos los sentimientos algo inaccesible aun para el más amado, algo dispuesto a dar marcha atrás, aún cuando los sentimientos se dirijan a él, algo que mira sonriente hacia atrás como por un acuerdo secreto. Pero los niños y los muertos o todavía no son nada o ya no son nada, hacen pensar que todavía podrían convertirse en todo o que ya lo fueron todo; son como la ahuecada realidad de los recipientes vacíos que otorga su forma a los sueños. Los niños y los muertos no tienen alma, ningún alma de ese tipo. Ni los animales. Los animales resultaban terribles para Veronika en su amenazante fealdad, pero tenían ese olvido en los ojos con forma de punto y que gotea por instantes. Algo así es el alma para una búsqueda incierta. Veronika, durante toda su oscura vida, había tenido miedo de un amor y anhelado otro, en sueños era a veces así, como eso que ella ansiaba. Los acontecimientos van pasando en el esplendor de

su fuerza, grandes y pesados y, no obstante, como algo que no está sino en uno; que lastima, pero sólo como se lastima uno mismo; que humilla, pero nada: una humillación vuela como una nube sin lugar y no hay nadie ahí que la vea; una humillación vuela como el goce de una oscura nube… Así oscilaba ella entre Johannes y Demeter… Y los sueños no están dentro de uno, tampoco son fragmentos de la realidad, sino que curvan su lugar en algún sentimiento integral en el que viven, flotando, ingrávidos, como un líquido dentro de otro. En sueños uno se entrega así al amante, como un líquido dentro de otro, con una sensación diferente del espacio, pues el alma despierta es un espacio hueco en el espacio imposible de ser llenado; el espacio a través del alma se vuelve accidentado como hielo burbujeante. Veronika pudo recordar que había soñado no pocas veces. Antes de hoy no lo había sabido nunca; sólo en ocasiones, al despertarse, había chocado –como acostumbrada a otro movimiento– con la estrechez de su conciencia y, en algún lugar, detrás de una grieta, todo era todavía luminoso… sólo era una grieta, pero detrás de ella sentía un vasto espacio. Y ahora se le ocurría que tenía que haber soñado frecuentemente. Y a través de su vida despierta veía la de las figuras de sus sueños, como cuando en el recuerdo de conversaciones y acciones se hace visible, después de mucho tiempo, el recuerdo de un entramado de sentimientos y pensamientos que habían quedado ocultos, como cuando uno se ha acordado solamente de una conversación y, de repente, años después, uno sabe que mientras duró dicha conversación las campanas no cesaron de sonar… Conversaciones así con Johannes, conversaciones así con Demeter. Y debajo de ellas empezó a reconocer el perro, el gallo, el golpe con el puño y luego Johannes habló de Dios; lentamente, como con ventosas, se arrastraron las palabras de él sobre todo eso.

También Veronika lo había sabido siempre, en algún lugar, en lo indiferente, un animal, todos los conocen, con su piel que despide vapores dañinos y es asquerosamente viscosa; pero en ella sólo era una oscuridad inquieta de figura difusa, que a veces se deslizaba por debajo de su conciencia despierta, o un bosque infinito y cariñoso como un hombre dormido, no tenía nada en ella de un animal, sólo ciertas líneas de su efecto sobre su alma, prolongadas más allá de sí misma. Y entonces Demeter dijo: sólo necesito inclinarme… y Johannes dijo, en pleno día: algo se ha hundido, prolongado, en mí… Y había en ella un deseo muy suave y muy pálido de que Johannes estuviera muerto. Y –revuelto todavía al despertar– había un mirarle a él increíblemente sereno, en el que dejaba que su mirada penetrara en él como agujas, más y más profundamente, para ver si en el temblor de su sonrisa, en una mueca de sus labios, en cualquier movimiento de la tortura, no se elevaba en contra de ella algo así como un muerto, como un regalo, cristalizado en la incalculable plenitud de la vida. Los cabellos de Johannes se convirtieron entonces en algo así como maleza y sus uñas se volvieron como grandes placas de mica, en el blanco de sus ojos vio húmedas nubes fugitivas y pequeños estanques como espejos, él yacía ahí, abierto y feo, con fronteras sin armas, pero su alma todavía estaba protefida, en un último sentimiento, sólo por sí misma. Y él habló de Dios, entonces Veronika pensó: al decir Dios se refiere a ese otro sentimiento, quizá a un espacio donde él quería vivir. Era enfermizo de su parte pensar así. Pero también pensaba: un animal debería ser como este espacio, pasando tan cerca, derretido en grandes figuras como agua en los ojos, y, sin embargo, pequeño y distante, como cuando uno lo ve afuera, frente a sí mismo. ¿Por qué en los cuentos de hadas sí se puede pensar en animales que cuidan a las princesas? ¿Es eso enfermizo? En esa noche única se sentía luminosa a sí misma

y a esas figuras sobre el miedo lleno de presentimientos de volverse a hundir. Su reptante vida despierta volvería a derrumbarse por ello, ella lo sabía y veía que todo era enfermizo y lleno de imposibilidades, pero si se pudieran conservar sus detalles prolongados como varas en una mano sin lo adverso que se presenta al fundirse en un todo real…; esa noche su pensamiento logró alcanzar la idea de una formidable salud como de aires de montaña, llena de facilidad en disponer de sus sentimientos. Esa felicidad giró a través de sus pensamientos como en anillos a veces desgarrados por la tensión. Estás muerto, soñaba su amor, y no se refería a otra cosa que a ese raro sentimiento en medio de ella y afuera donde vivía la idea que tenía de Johannes, pero las luces se reflejaron ardientes en sus labios. Y todo lo que sucedió esa noche no fue más que una ilusión tal de la realidad que, al pasar llameando en algún lugar de su cuerpo entre pedazos de su sentimiento, arrojaba hacia fuera su borrosa sombra. Entonces sentía a Johannes muy cerca, tan cerca como ella misma. Él le pertenecía a sus deseos y su ternura lo atravesaba sin obstáculo alguno, como las olas atraviesan también esas suaves y purpúreas aguamalas que flotan en el mar. Pero a veces el amor de Veronika se cernía lejano y sin sentido sobre él, como el mar, cansado ya, a veces como el mar quizá yaciera ya sobre su cadáver, grande y suave como un gato, que ronronea en sueños dulces. Como agua susrrante corrieron entonces las horas. Y en cuanto se asustó, sintió por primera vez aflicción. Hacía frío a su alrededor, las velas se habían consumido y sólo una última iluminaba aún; en el sitio donde normalmente se sentaba Johannes había ahora un agujero en el espacio que todos sus pensamientos no pudieron llenar. Y, de pronto, calladamente se extinguió también esa luz, como cuando el

último en marcharse cierra sin ruido la puerta; Veronika quedó a oscuras. Ruidos humildemente ambulantes recorrían la casa, los escalones se sacudían en un tímido estirón la presión de los pasantes, en algún lugar roía un ratón y, después, un escarabajo perforaba la madera. Cuando un reloj dio la hora, Veronika empezó a tener miedo. Miedo de la incesante vida de esa cosa que, mientras ella velaba trasnochada, caminaba incansablemente ocupada por todas las habitaciones, ya en el techo, ya abajo, en el piso. Igual que el asesino asesta el golpe y descuartiza sin saberlo, sólo porque los espasmos no se quieren detener, ella hubiera querido coger el quedo sonido sin final que ahora escuchaba, y estrangularlo. Y de pronto sintió a su tía durmiendo, muy atrás, en la última habitación, con muchas arrugas en su estricto rostro de cuero; y las cosas estaban oscuras y pesadas y sin tensión; y ella volvió a asustarse en esa existencia ajena que la rodeaba. Y sólo una cosa –apenas ya un apoyo, simplemente algo que se hundía despacio con ella– la sostenía. Ahora tenía el presentimiento de que era sólo ella la que se sentía tan palpablemente sensual, no Johannes. Sobre su imaginación se posaba ya una resistencia frente a la realidad del día, de la vergüenza, de las palabras de la tía que se referían a las cosas sólidas, de la burla de Demeter, un cerrarse la estrechez, una aversión por Johannes, el imperativo que emergía como el crepúsculo por sentir todo eso como una noche insomne, e incluso aquel recuerdo tan largamente buscado, como si hubiera vagado secretamente durante esas horas: yacía algo que desde hacía mucho había vuelto a ser pequeño y lejano y que nunca había podido cambiar nada en su vida. Pero igual que camina una persona con pálidas ojeras, buscando acontecimientos que nunca revelaría a nadie, y que siente su singularidad y debilidad entre todo lo fuerte y razonablemente

vivo igual que una melodía tan delgada como un hilo que se desliza quedamente, se había posado sobre ella, a pesar de su aflicción, una sutil y penetrante felicidad que ahuecó su cuerpo hasta que éste se sostuvo a sí mismo, suave y delicado, como un delgado estuche. De repente, le sedujo el desvestirse. Sólo para sí misma, sólo para sentir que estaba cerca de sí, que estaba sola consigo misma en una habitación oscura. La excitó cómo cayeron los vestidos crujiendo suavemente al suelo; era una ternura que la adentró algunos pasos en la oscuridad, como si buscara a alguien, recapacitara y volviera corriendo atrás, para estrecharse contra su cuerpo. Y cuando Veronika recogió de nuevo sus vestidos, lentamente, con un placer dubitativo, esas faldas, esas blusas –que en la penumbra tenían pliegues en los que se demoraba todavía su propio calor, como estanques en oscuras cavernas y espacios holgados que trepaban en torno a ella– eran algo así como escondites en los que ella se acurrucaba, y cuando su cuerpo topaba aquí y allá secretamente con sus envolturas, una sensualidad lo atravesaba estremecida, igual que una luz oculta recorre inquieta una casa por detrás de persianas cerradas. Era esa habitación. La mirada de Veronika buscó involuntariamente el lugar donde colgaba el espejo en la pared y no encontró su imagen; no veía nada… quizá un resplandor que se deslizaba borroso en la oscuridad, quizá incluso eso fue sólo una ilusión. Las tinieblas llenaron la casa como un pesado líquido, Veronika no parecía estar en ningún lado; empezó a caminar, en todos lados estaba sólo la oscuridad, en ningún lado estaba ella, y, no obstante, ella no sentía nada más que a sí misma y adonde caminara estaba ella y no estaba, como a veces las palabras no pronunciadas están en el silencio. Así había hablado una vez con los ángeles cuando yacía enferma en cama, aquella vez habían permanecido parados alrededor de

su cama, y de sus alas, sin que las movieran, sonaba un ligero y agudo timbre que cortaba a través de las cosas. las cosas se desmoronaron como piedras mudas, el mundo entero yacía ahí con filosos fragmentos como de concha y sólo ella se replegaba en sí misma; consumida por la fiebre, tan delgada como un marchito pétalo de rosa, se había vuelto transparente para su sensación, sentía su cuerpo por todas partes y, al mismo tiempo, muy pequeño, como si lo estuviera rodeando con una mano, y alrededor había hombres con alas susurrantes y quedas como de cabellos crujiendo. Para los otros todo eso parecía no estar ahí; el sonido estaba enfrente de todo como una reja vibrante, a través de la cual uno tan sólo se pudiera asomar hacia afuera. Y Johannes hablaba con ella como con alguien a quien se debe cuidar y a quien no se toma en serio, y en el cuarto de al lado Demeter caminaba de aquí para allá, escuchaba sus pasos burlones y su voz grande y dura. Y tenía sólo la sensación de que había ángeles a su alrededor, hombres con manos maravillosamente emplumadas, y mientras que los otros pensaban que estaba enferma, los ángeles mismos parecían estar, donde fuera que estuvieran, en un círculo invisible tensado a través de todo. Y entonces le pareció que ya lo había alcanzado todo, pero sólo había sido una fiebre y cuando todo pasó de nuevo comprendió que debía de ser así. Pero ahora, en la sensualidad con que se percibía a sí misma, había algo de ese estar enferma. Encogiéndose cuidadosamente, esquivaba los objetos y los sentía ya desde lejos; había en ella un suave emanar y desplomarse de su esperanza, frente a lo cual todo lo que estaba fuera se quedaba reventado y vacío, y todo lo que estaba atrás se tornaba suave como tras quietas cortinas de seda que se estuvieran deshaciendo. Paulatinamente, por la temprana luz del amanecer, todo en la casa se volvió gris y dulce. Estaba de pie junto a la ventana, amanecía; las personas iban al mercado.

Aquí y allá la alcanzaba alguna palabra llegada desde abajo; entonces se inclinaba hacia atrás, al crepúsculo, como si quisiera evitarla. Y algo se posó quedamente en torno a Veronika, había en ella un anhelo sin objetivo y sin deseos, como el incierto y dolorido tirón en el regazo ante los días que regresaban. Extraños pensamientos la atravesaron: amarse así sólo a sí mismo, esto es, como si uno pudiera hacerlo todo frente a sí mismo; y cuando surgió en medio de eso, como un rostro duro y feo, el recuerdo de que ella había matado a Johannes, no se asustó; sólo se dolió a sí misma al verlo, fue como si se hubiera visto por dentro, llena de cosas repulsivas e intestinos enredados como grandes gusanos, pero al mismo tiempo vio cómo se miraba y sintió horror, pero aun en ese horror de sí misma había algo inseparable del amor. Una somnolencia redentora se extendió sobre ella, se derrumbó y se acurrucó en eso que había hecho como envuelta en una fresca piel, muy triste y amorosa, un silencioso estar consigo misma, un suave resplandor… como cuando uno ama algo en su dolor y sonríe en medio del pesar. Y cuanto más clareaba, más improbable le parecía que Johannes estuviera muerto, aquello ya no era más que un tenue acompañamiento del que ella misma se desprendió. Era –de nuevo en una relación con él muy lejana, no creída– como si ahora se abriera también una última frontera entre ellos. Sintió una voluptuosa suavidad y una enorme cercanía. Más que del cuerpo, del alma; era como si se viera a sí misma desde los ojos de él y como si a cada movimiento no sólo lo sintiera a él, sino, de manera indescriptible, también el sentimiento que él tenía hacia ella, aquello le pareció como una unión misteriosamente espiritual. A veces pensaba que él era su ángel de la guarda, que había llegado y se había marchado después de que ella lo hubiera percibido, y ahora estaría con

ella desde ese momento, mirándola cuando se desvistiera, y cuando ella se fuera, lo llevaría debajo de sus faldas; y las miradas de él serían tan delicadas como una somnolencia ligera y permanente. No lo pensaba ni lo sentía de ese indiferente Johannes, había algo lívido y grisáceo tensado en ella, y cuando los pensamientos se iban, se orlaban claros como figuras oscuras frente a un cielo invernal. Solamente una orla. De una tanteante ternura. Era un quedo elevarse… un volverse más fuerte y, no obstante, no estar ahí… nada y, sin embargo, todo. Estaba sentada muy quieta y jugaba con sus pensamientos. Existe un mundo, algo peculiar, otro mundo o sólo una tristeza… paredes pintadas como por la fiebre y las fantasías donde las palabras de los sanos no suenan y caen al suelo, carentes de sentido, como alfombras donde sus gestos son demasiado pesados para pisarlas; un mundo sutil, resonante, por el que caminaba con él, y a todo lo que hacía le seguían el silencio y todo lo que pensaba se deslizaba sin fin, como susurros en corredores enlazados… Y cuando ya estaba totalmente claro y pálido y se había hecho de día, llegó la carta, una carta como la que debía llegar. Veronika lo comprendió inmediatamente: como la que debía llegar. Llamaron a la puerta de la casa, desgarrando el silencio, como un pétreo bloque que triturara una delgada capa de nieve; por la puerta entreabierta se colaron el viento y la claridad. En la carta decía, ¿qué eres tú, que no me he matado? Soy como alguien que encontró el camino a la calle. Estoy afuera y no puedo regresar. El pan que como, el bote negro y café que está en la playa y que había de transportarme, lo más ligero, lo más borroso, el calor pleno, lo que no se solidificó prematuramente, todo lo ruidoso y vivo a mi alrededor me sostiene. Hablaremos de ello. Todo aquí afuera es solamente

sencillo y sin contexto y amontonado como una pila de chatarra, pero yo fui empuñado y hundido por todo eso como una estaca, y de nuevo tengo raíces… La carta decía más, pero ella sólo vio: “encontré el camino a la calle”. No obstante, y a pesar de que debía ser así, apenas insinuado, había algo burlón en ese salto desconsideradamente salvador que lo alejaba de ella. No era nada, absolutamente nada, sólo como la mañana que se pone fría y uno empieza a hablar más fuerte porque el día comienza. Todo había sucedido de manera definitiva en torno a alguien que ahora lo miraba todo, decepcionado. A partir de ese instante, por largo tiempo, Veronika no pensó nada, tampoco sintió nada; sólo un silencio espantoso que ninguna ola rompía brillaba a su alrededor, pálido y sin vida como estanques que yacen mudos a la temprana luz del amanecer. Cuando después despertó y volvió a reflexionar al respecto, lo hacía como si estuviera bajo un pesado abrigo que le impidiera moverse; y sus pensamientos se embrollaron como manos bajo una envoltura de la que no se pueden desprender y que carece de sentido. No podía penetrar en la simple realidad. No era que él no se hubiera disparado, no era el hecho de que viviera, sino que había algo en su propia existencia, un enmudecer, un volverse a hundir, algo en ella enmudeció y se volvió a hundir en esa murmurante polifonía de la que apenas acababa de emerger. De pronto la volvió a escuchar desde todas partes. Era ese estrecho pasillo por el que había caminado y por el que luego se había arrastrado, y después vino ese hacerse más amplio, ese silencioso elevarse y poder erguirse, y ahora se volvía a cerrar. A pesar del silencio, sentía que había personas paradas a su alrededor que hablaban constantemente en voz baja. No entendía lo que se decían. Era maravillosamente agradable no entender lo que se decían y esas voces golpeaban como ramas de un matorral enmarañado.

Aparecieron rostros extraños. Eran sólo rostros extraños, la tía, amigos, conocidos, Demeter, Johannes, lo sabía bien y, no obstante, no dejaban de ser rostros extraños. De pronto sintió miedo de ellos, como alguien que teme ser tratado con demasiado rigor. Se esforzó por pensar en Johannes, pero ya no pudo imaginarse cómo lucía hacía unas pocas horas, se le confundió con los otros; se le ocurrió que él se había alejado de ella, muy lejos, como entre una multitud; sentía como si sus ojos, ladinos y ocultos, la estuvieran mirando desde algún lugar. Veronika se encogió hasta hacerse muy pequeña y se quiso cerrar ante tal idea, pero tan sólo se percibió con una claridad que se derretía suavemente. Y, paulatinamente, perdió por completo la sensación de haber sido otra cosa. Apenas podía distinguirse ya de los otros, y todos esos rostros apenas se distinguían unos de otros, emergían y desaparecían unos en otros, le daban asco, como cabellos despeinados y, no obstante, se enredaban en ellos, les contestaba a ellos, a quienes no entendía, sólo tenía esa única necesidad de hacer algo, había un desasosiego en ella que, bajo su piel, quería salir al exterior, como millares de pequeños animales, y los viejos rostros volvían a emerger una y otra vez, toda la casa estaba llena de esa inquietud. Se puso en pie de un salto y dio algunos pasos. Y, de pronto, todo quedó en silencio. Gritó y nadie le contestó; volvió a gritar y nada contestó. Miró buscando a su alrededor, todo se hallaba inmóvil en su lugar. Y, sin embargo, se sentía a sí misma. Lo que vino después fue, al principio, como un breve vértigo que atravesara pocos días. Un esfuerzo desesperado por recordar, a veces, qué había sido lo que ella sintió como real aquella vez, y qué podía haber hecho para que fuera así. Durante esa época, Veronika caminaba intranquila por la casa; sucedía que, a veces, se levantaba en la noche y caminaba por la casa. Pero al hacerlo sólo sentía lo pelado,

enlucido de las habitaciones que se elevaban en torno a la luz de las velas, y las tinieblas que todavía pendían como en jirones; ella lo sentía como algo que gritaba lleno de voluptuosidad y que, algo e inanimado, se erguía junto a las paredes. Cuando se imaginaba cómo corría el suelo bajo sus pies descalzos, se podía quedar inmóvil minutos enteros, reflexionando como si quisiera fijar con la mirada un sitio específico en un agua que fluyera debajo de ella; la invadía entonces un mareo que surgía de aquellos pensamientos que ya no podía percibir, y sólo cuando los dedos de sus pies se acalambraban en las ranuras del entarimado, donde los rozaba el fino y suave polvo, o cuando las plantas de sus pies sentían las pequeñas y sucias irregularidades del suelo, se sentía más ligera, como si hubiera recibido un golpe en el cuerpo desnudo. Pero, poco a poco, fue sintiendo ya sólo lo presente y el recuerdo de esa noche ya no era nada que esperara de nuevo, sino sólo la sombra de esa oculta alegría que se había cernido sobre la realidad en que vivía. A veces se deslizaba furtivamente hacia la puerta cerrada de la casa y espiaba hasta que escuchaba pasar a un hombre. La idea de que estaba ahí parada, sólo en camisón, casi desnuda y abierta por debajo, mientras un hombre pasaba de largo, tan cerca y separado de ella únicamente por una plancha de madera, casi la hacía encorvarse. Pero lo que le parecía más misterioso era que también algo de ella se encontraba afuera, pues un rayo de su luz se filtraba por el fino ojo de la cerradura y el temblor de su mano debía pasar con él hasta palpar, apresurado, los vestidos del pasante. Y una vez, al hacerlo, pensó repentinamente que ahora se encontraba sola en la casa con Demeter, ese amasijo de vicios. Se estremeció y desde entonces ocurrió con mayor frecuencia que pasaran uno junto al otro en las escaleras. También se

saludaban, pero sólo con palabras irrelevantes. Sólo una vez él se detuvo junto a ella, y ambos buscaron algo más que decir. Veronika notó las rodillas de Demeter en los estrechos pantalones de montar y sus labios, que eran como un breve y ancho tajo sangrante, y pensó cómo sería Johannes, ya que seguramente regresaría; en ese momento vio la punta de la barba de Demeter como algo inmenso frente a la descolorida superficie de una ventana. Y, después de un rato, los dos siguieron su camino, sin haber dicho nada más.