Rip Alda Jameson Vendetta

¡DÉJAME DE “HEGEMONÍA”!__________________________________________ José María Ripalda Vuelvo a leer admirados textos de

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¡DÉJAME DE “HEGEMONÍA”!__________________________________________ José María Ripalda

Vuelvo a leer admirados textos de mi juventud. Los miro con cariño, y con asombro me contemplo reflejado en ellos, como si estuviera viendo a un hijo mío anterior a mí. Traduzco y subrayo lentamente uno de ellos: La experiencia insoportable de su situación real produce en el proletario un mecanismo defensivo que protege al yo del ataque de la realidad enajenada. Como una experiencia dialéctica realmente viva no podría aguantar esa realidad, la parte opresiva de ésta se refugia en la fantasía 1 ; y debido a la estructura libidinal de la fantasía esa parte no llega a cobrar la figura de una pesadilla. Para transformar en emancipación práctica y colectiva una experiencia ligada a la fantasía, no basta con aplicar el resultado fantástico, sino que es preciso comprender teóricamente la relación de dependencia entre fantasía y experiencia de la realidad enajenada; sólo así puede ser retraducida la experiencia ligada en la forma de la fantasía. En su forma inmediata, como mero equilibrio en la economía pulsional frente a las insoportables situaciones enajenadas, la misma fantasía no es más que una expresión de esta enajenación. Sus contenidos son por tanto los de una conciencia distorsionada. Sin embargo la forma en que se produce esa fantasía hace de ella una inconsciente crítica práctica de las situaciones enajenadas 2 .

I Negt/Kluge se refieren aquí a Anna Freud y sobre todo a la carta de Marx a Ruge (septiembre de 1843) según la cual «el mundo posee hace tiempo el sueño de una cosa, de la que sólo tiene que hacerse consciente para poseerla realmente»; se trata de «analizar» la política y la religión, para alcanzar su «forma humana consciente de sí». Pues bien, me llama precisamente la atención que ésta no sea la forma del comic, cuyos imaginativos escenarios, héroes imposibles o increíbles dotes de acción se salen por completo de lo que pudiera ser esa consciencia de sí. Como confesaron los creadores de V for Vendetta 3 Allan Moore y David Lloyd, en esta historieta no trataron para nada de establecer una tesis revolucionaria, sino de presentar el oscuro presentimiento de un futuro sombrío, totalitario, de expresar un desolado pesimismo político; lo opuesto, diría yo, al optimismo de los escritos juveniles de Marx. El mismo personaje V es alguien a quien volvieron loco en un Guantánamo fascista y ahora vive dedicado a su venganza, una venganza que lo lleva irremisiblemente a su propia destrucción. Por tanto ya tenemos, para empezar, que no funciona bien la clásica fantasía del héroe salvador ―de la ciudad, del mundo, etc.―. Su nombre mínimo, la V de venganza, se superpone insidiosamente a la V de Victoria con todas sus implicaciones británicas y poco o nada de «la lucha final» cantada todavía no hace mucho por el himno de la Internacional. La máscara que cubre por completo su rostro está tomada de una tradición aún viva en Gran Bretaña, si bien con poco respeto por su concreto contenido histórico 4 . Lo que interesa de ella en la historieta parece ser ante

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todo sus asociaciones negativas y amenazadoras en la conciencia popular, junto con el aplastante triunfo histórico del law and order en el imaginario colectivo. Moore mismo ha confesado el estado psíquico a menudo deprimido en que escribió la story. Incluso gráficamente llama la atención el predominio del negro mate así como de las escenas de noche y subterráneas. Al final el enemigo resulta ser, desde siempre, el Estado; pero incluso el levantamiento irreprimible en que culmina la acción no desemboca en la anarquía, sino ―¿provisionalmente?― en el caos, el desencadenamiento de las pasiones más viles, la soledad, la desolación de una oscura aurora. Bien distinta es la imagen que nos ofrece la película del mismo título por McTeigue (2005). Mientras que en el comic «el hombre solo contra el mundo» no hacía sino ir perdiendo protagonismo a medida que se iba perfilando la serie, para terminar preocupándose de la continuidad de su tarea transformada en directamente positiva, una vez la asume una mujer, la película ofrece más bien al héroe liberador clásico, que se sacrifica para matar al tirano, mientras inicia la revolución. En la historieta de Moore, en cambio, el tirano es asesinado al salir de su coche por la viuda de un policía fiel al régimen ―algo sin duda imprevisto para la AVT española―, mientras que el vengador sin rostro casi hasta la aniquilación de su individualidad se deja matar por el clásico «buen» policía. La película también simplifica, como por otra parte no puede ser menos, la acción de la serie dibujada, a la vez que reduce el tiempo al momento en que va a ocurrir el triunfo de la democracia, ya de por sí eterno y garantizado en la ideología. La voladura del Parlamento londinense al comienzo de la narración y de Downing Street al final son comprimidos también por la película en una sola explosión, que simboliza la revolución de las masas. La ambigüedad ideológica de la película permite interpretar la rebelión como el deseo infantil de destruirlo todo cuando la seguridad y el bienestar no están garantizados para el individuo; o, dicho de otro modo, aquí se trasluce la amenaza ―en estos momentos aún virtual, pero creciente― del individuo al Estado, cuando éste ya no es capaz de asegurar el sueño privado del consumidor. En cualquier caso la película recoge este aspecto sólo oblicuamente y su efecto final es esperanzador. Al final todo el pueblo lleva la máscara del libertador, lo que constituye una innovación importante de la película, por otra parte incompatible con la historieta, cuya utopía ―que se alimenta del pasado― son precisamente los rostros libres y sonrientes. ¿Se hace entonces consciente la «inconsciente crítica práctica de las situaciones enajenadas»? Pero después de Freud ya debíamos saber por lo menos que el reconocimiento no basta para que se produzca una superación efectiva 5 . Una revolución puede disolverse, aniquilarse, encallar incuso por su propio impulso; y tanto la vieja como la nueva izquierda nos deparan ejemplos clamorosos de cómo la teoría puede servir para salvarse de la miseria cotidiana. «La experiencia insoportable» no acostumbra sólo a salvarse en la fantasía, ni en infinitos compromisos prácticos, sino también en la teoría. En Moore falta ese recurso a la salvación; la masa popular es ominosa y sólo al final empieza a fundirse en ella la figura marginal de una mujer, encargada de volver en positivo el recuerdo de V. En cambio en la película de McTeigues es como si entre tanto se hubiera producido una lectura de Negri o, todavía peor, como si al final todos actuaran unánime y unitariamente, sin particularidades ni diferencias, a favor de «la» libertad y contra el autoritarismo.

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II El escenario de V for Vendetta es imaginario y su correspondencia con la experiencia directa de Moore y Lloyd sólo vale para algunos rasgos de la narración. No vale lo mismo de mi experiencia personal, pues yo viví toda mi infancia bajo una dictadura que redujo drásticamente el nivel de vida de la gente ―30 años tuvieron que pasar para que se recuperara el nivel de vida de la época de la República― y, ayudado por la Iglesia católica hizo retroceder al país varios cientos años bajo lemas como Cruzada y Reconquista, lemas que, por cierto, cuentan con correspondencias explícitas en la narración de Moore. Por otra parte la discordancia entre imaginario y realidad se dio también de otro modo en mi experiencia, pues el franquismo en su último decenio fue acompañado de un repentino y espectacular desarrollo económico, el cual le creó a dictadura una cierta aceptación anónima. Ciertamente el franquismo había perdido la hegemonía cultural y tenía que adaptarse a la situación europea o perecer. Pero precisamente la amplitud de la sublevación subyacente hizo también que los dirigentes de la lucha antifranquista buscaran un compromiso con sus antiguos perseguidores, para poder garantizarse una porción de poder en el nuevo orden. Una pieza importante de ese compromiso fue el abandono de la consigna vasca de autodeterminación, que antes había sido considerada por la insurgencia como un desafío al nacionalismo español de los «nacionales» ―que ahora vuelve a supurar como una herida cerrada en falso―. Ésta fue una razón intuitiva por la que muchos vascos vieron en la Transición una farsa y la prosecución del franquismo en otra circunstancia. Pero algo había ocurrido que no todos percibieron en el momento: la hegemonía se había desplazado hacia la nueva democracia, por muchas comillas que se le quisiera poner; la cuestión vasca pertenecía al precio que había que pagar por el nuevo ‘statu quo’. Hasta entonces la oposición a Franco había constituido una opinión pública ciertamente plural, pero que, pese a ello, podía considerarse como una. Ahora la lucha de los vascos se quedaba sola. Su prosecución armada por ETA se sistematizó hasta llegar a acciones terroristas; pero el resultado sistémico no ha sido el pergeñado en el clásico manual de insurgencia, la espiral acción-reacción hasta la derrota de uno de los contrincantes, sino más bien la separación en dos opiniones públicas que de algún modo atraviesan todo el espectro político, la vasca y la española ―prescindiendo aquí de Cataluña―. En la opinión pública vasca la izquierda nacionalista puede aspirar a una cierta hegemonía ideológica. Pero eso no vale previsiblemente ni siquiera para las instituciones de que pudiera llegar a dotarse el País Vasco. Pese a todos los «méritos» negativos que ha hecho el Estado español frente a la opinión pública vasca, la mayor parte de la gente previsiblemente se tentaría la ropa ante cualquier aventura y se retraería frente a lo que pueda oler a radicalismo. Una vez alcanzado un nivel de desarrollo económico, la hegemonía se hace difusa y próxima al ‘statu quo’. La realidad puede estar «enajenada», sin que por ello necesariamente tenga que ser «insoportable». Nos lo enseña la cultura oficial de los países metropolitanos, compartida por izquierdas y derechas. A ello se debe también la incapacidad que ha terminado afectando a los productos de esa alta cultura para reflejar, reflexionar, analizar la realidad en que se inscribe. No otra es la razón, según Fredric Jameson, de la decadencia de la novela frente a su capacidad expresiva del mundo burgués en el siglo XIX. Y algo parecido puede estar ocurriendo con las culturas sectoriales, entre las cuales se inscribe la izquierda teórica. Lo «insoportable» ocurre más bien en los bordes y en formas carentes

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de efectividad política, pues más bien se trata de recordatorios para lo soterrado, que sólo en cuanto tales pueden disponer de cierta consideración. ¿Habrá que recurrir a la hegemonía gramsciana para poder revolucionar situaciones «en las que el hombre es un ser envilecido, esclavizado, abandonado, despreciable?» 6 ¿O será la «hegemonía» más bien el pretexto o el modo como «la izquierda» se pone al servicio de su posible Estado? Entonces, ¿habrá que pensar la revolución sin hegemonía? La respuesta a esta pregunta no tiene por qué ser el leninismo; pero parece inevitable pensar que algún tipo de revolución sólo es posible allí donde los hegemonizados se rebelan. Porque sólo ahí, en el «tercer Mundo», fuera de nuestras sociedades metropolitanas, allí donde se encuentran los proletarios de la globalización, o en los bordes internos de las sociedades opulentas, pueden surgir nuevas formas de organización sin nuestras específicas formas de enajenación estatal. Los lugares en que pudieran desestabilizarse los «equilibrios» actuales de las sociedades metropolitanas se hallan provisionalmente controlados por el Estado nacional con sus instancias de opinión pública, cultura y bienestar. Incluso, a un cierto nivel de abstracción, la misma revolución puede aparecer como un medio de resolver la crisis del Estado 7 . A ello apunta también el pesimismo político de Moore; en este sentido somos la izquierda europea y, especialmente, sus intelectuales ciegos y hegemónicos ―sí, lo hemos logrado― del lado de lo peor de nuestras sociedades. Tendremos que pensar con más finura y, en vez de guiarnos por la generalidad estatal, atender a lo singular que el Estado desprecia, nosotros mismos como singulares «envilecidos» y «despreciables» frente a él. Porque ¿cómo van a juntarse «la humanidad doliente» y «la humanidad pensante», si la humanidad pensante no es ella misma doliente? 8 Muy bien puede ocurrirnos a nosotros, la humanidad pensante, que declaremos meramente particular una generalidad, si no ha sido reconocida como tal por el Estado. Mientras nosotros nos encontremos como singulares frente a la generalidad hegeliana del Estado, apenas podremos ―pese a toda nuestra pretensión de ser «críticos» ilustrados― escapar a la «conciencia distorsionada» que nos exigen superar Negt y Kluge, así como Marx. Sólo con el Estado hay reflexión, porque sólo él, supuestamente, es de verdad general. Sólo él determina en la generalidad del Derecho qué es lo que vale como real; sus expertos lo denominan y determinan, y con ellos contribuimos los intelectuales a sustituir lo común por lo general, a menudo con la mejor voluntad, pero todos como aparato de Estado. Nuestra tarea no consiste sublimemente en devolver la plena consciencia a nuestras fantasías, sino más bien en ir realizando la inacabable experiencia de nuestra «conciencia distorsionada», es decir: de la hegemonización tanto de nuestra fantasía como de nuestra intelectualidad. Si no, también nosotros, los intelectuales, seremos incapaces de reconocer en qué consiste nuestro propio ser «envilecido» y «despreciable».

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¿Pero no se refugiará también en la teoría? ¿O es que la teoría marxista, puesto que ha mirado detrás del telón, está exenta de semejantes elaboraciones defensivas y, por tanto, sólo puede ser calificada ya de teoría «buena» o ««mala»? 2 Oskar Negt, Alexander Kluge, Öfentlichkeit und Erfahrung. Zur Organisationsanalyse von bürgerlicher und proletarischer Öfentlichkeit. Frankfurt: Suhrkamp, 1972, p. 67. A más de treinta años vista el texto ha envejecido, se ha hecho «histórico»; su pesadez germánica está acentuada por la presencia ―que hoy leemos más bien como injerencia― de «proletario», «enajenación», «dialéctica», «práctica», «real», «viva», «teórica». He comenzado poniéndolos entre paréntesis y he terminado sirviéndome del subrayado para aligerar mi lectura.

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Se empezó a publicar en 1981 en el tebeo Warrior hasta 1988, ya fuera de él. “La conspiración de la pólvora” (1605) pretendía volar el Parlamento junto con el rey. En Inglaterra se celebra el fracaso de este atentado todos los 5 de noviembre durante la llamada Guy Fawkes Night ―también llamada Bonfire Night o Fireworks Night―, en la que se lleva la máscara de Guy Fawkes, el experto en explosivos del grupo de conspiradores; también se quema una efigie de Guy Fawkes entre fuegos artificiales, que aparecen tanto en la película como en el comic acompañando la acción terrorista, así como la frase de la canción popular «Remember, remember the fith of November». Se discutió mucho la hipótesis ―hoy poco aceptada― de si la conspiración no había sido en realidad propiciada por el mismo gobierno del rey, que en todo caso la aprovechó para poner a los católicos fuera de la ley. 5 Moore, indignado con la traslación de su anarquismo inglés a la situación norteamericana de la era Bush, la calificó de «impotente fantasía liberal norteamericana» y rompió su relación con DC Comics, su editor, cuando la Warner Bross, propietaria de DC Comics, se negó a retractarse de su aseveración que Moore estaba de acuerdo con la película. 6 Kart Marx, Crítica de la filosofía del Derecho de Hegel. Introducción. Obras de Marx y Engels. Ed. M. Sacristán. T. 5, p. 217. 7 Raúl Zibechi ―Dispersar el poder. Los movimientos como poderes antiestatales, Buenos Aires, Tinta Limón, 2006, p. 165― interpreta en este sentido las clásicas revoluciones de Francia, Rusia y China. 8 Carta de Marx a Ruge de mayo de 1843. 4

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