RILKE - Cartas a Un Joven Poeta

CARTAS A UN JOVEN POETA Rainer María Rilke (Errepar, Buenos Aires, 1999, págs. 39-46) Carta I París, 17 de febrero de 1

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CARTAS A UN JOVEN POETA Rainer María Rilke (Errepar, Buenos Aires, 1999, págs. 39-46)

Carta I París, 17 de febrero de 1903 Muy estimado señor: Hace unos días recibí su carta. Quiero agradecerle su amplia y afectuosa confianza. Poco más es lo que puedo hacer. No aludiré al estilo de sus versos, pues todo intento de crítica me es ajeno. Nada resulta más inadecuado que abordar una obra de arte con terminología crítica; de ello siempre derivan malentendidos de variada índole. Las cosas no son tan tangibles ni tan susceptibles de ser descritas como suele hacérsenos creer. La mayor parte de lo que ocurre es inexpresable, se consuma en un espacio en el cual jamás ha penetrado palabra alguna, y más inexpresables aún son las obras de arte, existencias grávidas de secretos y con vida perdurable, al contrario de la nuestra, que es efímera. Dicho esto, sólo puedo agregar que sus versos no revelan estilo propio, aunque sí balbucientes y recatados gérmenes de personalidad. Lo percibo más claramente en el último poema: “Mi alma”. En él, algo que es peculiar de usted quiere convertirse en palabra y música. Y en la hermosa poesía “A Leopardi” se acentúa, al parecer, una suerte de afinidad con este grande, con este solitario. Sin embargo, las poesías aún nada son en sí mismas; ninguna de ellas es independiente, ni siquiera la última ni tampoco la dedicada a Leopardi. La amable carta que las acompañó arroja luz respecto de algunas carencias que percibí al leer sus versos; con todo, no puedo especificarlas. Pregunta usted si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Ya se lo ha planteado a otros. Los envía a las revistas. Los compara con otras poesías y se inquieta cuando ciertos editores rechazan sus intentos literarios. En lo sucesivo, ya que me permite aconsejarle, ruégole que abandone todo eso. Usted mira hacia fuera y es, precisamente, lo que no debe hacer de ahora en más. Nadie puede aconsejarle ni ayudarle. Nadie. Sólo hay un recurso: vuelva sobre sí mismo. Indague cuál es la causa que lo mueve a escribir; examine si ella expande sus raíces en lo más profundo de su corazón. Confiésese a usted mismo si moriría, en el supuesto caso de que le fuera vedado escribir. Ante todo, pregúntese en la más silente hora de la noche: “¿Debo escribir?”. Hurgue dentro de sí en procura de una profunda respuesta y, si ésta resulta afirmativa, si puede afrontar tan serio interrogante con un fuerte y simple “debo”, entonces construya su vida según esta necesidad. Su vida, hasta en los más vacíos e insignificantes momentos debe convertirse en señal y testimonio de este impulso. Después acérquese a la naturaleza. Entonces, procure expresar, como si fuera el primer hombre, aquello que ve y experimenta, aquello que ama y pierde. No escriba poesías de amor. Al principio, evite las formas demasiado comunes y habituales; son las más difíciles, pues se requiere una fuerza grande y madura para gestar algo propio allí donde existen buenas y hasta a veces, brillantes tradiciones. Por eso, descarte motivos generales y encamínese hacia aquello que su cotidianeidad le

ofrece, exprese sus tristezas y deseos, los pensamientos pasajeros y su fe en alguna forma de belleza. Hable de todo eso con la más honda, íntima y humilde sinceridad, y utilice para expresarse, las cosas de su entorno, las imágenes de sus ensueños y los objetos de los recuerdos. Si su vida diaria le parece pobre, no la culpe, cúlpese a sí mismo; dígase que no es lo bastante poeta como para atraer sus riquezas. Para los creadores no hay pobreza ni sitio que sea indiferente. Y aún cuando usted estuviese en una prisión cuyas paredes impidiesen que rumor alguno del mundo llegara hasta sus sentidos, ¿no le quedaría siempre su infancia, esa riqueza preciosa, imperial, ese cofre de recuerdos? Vuelva usted a ella su atención. Intente recuperar las sumergidas sensaciones de aquel vasto pasado: su personalidad se fortalecerá, su soledad se poblará y convertirá en una morada de luz crepuscular, ante la cual pase lejano el estrépito del mundo. Y si de esta vuelta a su interior, si del estar inmerso en el mundo propio, surgen versos, no pensará en preguntarle a nadie si los versos son buenos. Tampoco tratará de que las revistas se interesen por tales trabajos, pues usted disfrutará de ellos como de una preciada posesión natural, por ser jirones de su propia vida. Una obra de arte es buena si nace de la necesidad. En esta característica de su origen está implícito su juicio: no hay ningún otro. He aquí por qué, estimado señor, no he sabido darle otro consejo sino este: volver sobre sí sondear las profundidades de donde proviene su vida; en esa fuente encontrará la respuesta a la pregunta acerca de si debe crear. Admítala tal como suena, sin interpretarla. Puede que usted sea convocado por el arte. Entonces, asuma su destino y llévelo, con su pesadumbre y grandeza, sin indagar jamás acerca de cuál es la recompensa que pueda venir desde fuera. Pues el creador tiene que ser un mundo para sí y hallar todo en sí mismo y en la naturaleza a la cual se ha incorporado. Pero después de esta inmersión en su mundo y en sus soledades, quizás usted deba renunciar a ser poeta (basta que sienta –como queda dicho– que podría seguir viviendo sin escribir, para no permitírselo en absoluto). Aún así, esta introspección que le pido no habrá sido en vano. De cualquier modo, a partir de entonces, su vida encontrará caminos propios; que ellos sean buenos, felices y amplios, se lo deseo más de lo que me es posible expresar. ¿Qué otra cosa le diré? Me parece haber puesto énfasis en todo aquello que lo merecía. En suma, tan sólo he querido aconsejarle para que avance tranquila y seriamente en su evolución: en gran medida la perturbará si mira hacia fuera o, si desde el exterior, espera respuestas a preguntas que sólo su más íntimo sentimiento, en la hora más propicia acaso pueda responder. Me dio alegría hallar en su carta el nombre del profesor Horacek; guardo por ese querido maestro gran respeto y gratitud permanente. ¿Quiere usted, por favor, comunicarle este sentimiento mío? Es mucha bondad que aún me recuerde, y lo valoro. Reintegro a usted los versos que amablemente me confió. Y de nuevo le agradezco la cordialidad y magnitud de su confianza, de la que he tratado de hacerme un poco más merecedor de lo que en realidad soy –por el hecho de ser un desconocido para usted– mediante esta sincera respuesta, según mi leal saber. Con todo afecto y simpatía, Rainer María Rilke