Resumen El Hombre y La Muerte

Resumen “El Hombre y la Muerte” de Edgar Morin A pesar de que no se realice de manera formal o continua, existe entre lo

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Resumen “El Hombre y la Muerte” de Edgar Morin A pesar de que no se realice de manera formal o continua, existe entre los seres humanos un ejercicio inmemorial que ha dado lugar a toda una variedad de resultados, y estos a su vez han exaltado campos tan diversos como la literatura, la pintura, la arquitectura y por supuesto la medicina; el ejercicio en cuestión consiste en el planteamiento de la inmortalidad, la posibilidad ideal de perpetuar la existencia sobre la tierra y el desarrollo de medios que permitan la consecución de esta idea. Los resultados que el ejercicio proyecta van desde el campo de lo hipotético hasta lo realizable, añadiendo con creatividad todo aquello que haga falta para llenar los agujeros conceptuales que puedan existir en la idea de la no-muerte o la vida eterna, dada nuestra falta de comprensión de esos fenómenos. La pretensión de ostentar un cuerpo humano de manera indeterminada se presenta en muchas facetas, algunas un tanto más resignadas y terrenales que otras, pero usualmente conservando la idea de prosperar más allá del momento en el que perdemos contacto con todo aquello que conocemos y que, sumariamente, nos ha dado la idea de existencia y de vida. De esa manera han sido nuestros utensilios las pruebas inmanentes de nuestra validez y paso, a través de la historia, los mismos que nos han permitido dar cuenta de las primeras zancadas hacia la proyección y comprensión del fenómeno de la inmortalidad. La construcción de tumbas y espacios designados para la conservación del cadáver son ese primer intento, y sorprendentemente han sido el más prevalente para retener el cuerpo ideal y, a su vez, alejar la imagen del cuerpo físico que entra en descomposición y horroriza a quienes sobreviven al difunto. Estas tumbas primitivas cumplían particularmente bien la misión de ocultar la muerte como concepto, debido a que no daban pie a la visión de la transformación del cadáver, permitiendo así prolongar la idea de que este ‘seguía ahí’, pero había sido tomado por la tierra o devorado por el cofre que lo retenía (de ahí el término ‘sarcófago’, devorador de cadáveres). Esta desaparición del cadáver supone un nuevo nivel de realización de la inmortalidad, ahora en materia de aquello que trasciende lo sensorial y terrenal, y por ende aborda el difuso tema de la esjatología; un término que vale la pena distinguir momentáneamente de la escatología, que tiene como finalidad el estudio y empleo de los excrementos. Comprendida como la explicación o indagación de aquello que sucede a la muerte, la esjatología pone de manifiesto una falta de abstracción a la hora de imaginar posibles realidades posteriores al deceso, y por ende, mantienen una atmósfera de familiaridad en cuanto a las locaciones y motivos con los cuales se presentan esos destinos fúnebres. La idea de que la existencia continúe de manera lineal supone un gran alivio a quienes padecen del horror de la muerte, anteriormente descrito por la ocultación del cadáver durante el proceso más gráfico y chocante al que puede dar lugar, la descomposición y putrefacción.

Siendo el horror a la muerte y su aversión natural el coadyuvante principal para lograr alternativas de inmortalidad, es válido destacar su papel dentro de los nichos sociales y cómo este ha adquirido tanto protagonismo como repudio dentro de las sociedades occidentales modernas, empeñadas en ocultar toda relación con aquel horror, aunque lo alimenten constantemente en la medida que lo ocultan. El horror a la muerte permite alcanzar las primeras y más frágiles sensibilidades en torno a la vida, y le dan un sentido muy especial a éstas, desarrollando elaboradas reflexiones en el proceso. Así, la niñez es especialmente resguardada de la noción de lo mortuorio y lo fúnebre, a pesar de que más pronto que tarde tendrán que contactar ese universo y considerarlo como propio, así como empezar a adscribirse a la búsqueda de la inmortalidad. El horror necesariamente propulsa los métodos pragmáticos de ocultación de los cadáveres, así como los diseños ideales de los mundos escatológicos, añadiendo o restando algo de cada elemento de acuerdo a las necesidades culturales que, a pesar de ser un viaje emprendido por los muertos, lo observan todos los vivos reunidos en el límite de la frontera. Así inicia el primer libro de Morin, explorando esta relación entre lo humano y lo ausente, intentando explicar a través de ella cómo hemos desarrollado rituales que nos permitan sentirnos más a resguardo del inexorable destino que a todos nos aguarda. La muerte introduce la ruptura más radical y definitiva entre el hombre y el animal. Se puede decir que el hombre es hombre desde que entierra a sus muertos, siendo en ese momento cuando comienzan las creencias religiosas: el otro mundo. La magia, la brujería, el espiritismo, los chamanes, las creencias en la otra vida, en la resurrección, en la inmortalidad, nacen del intento humano de resolver el problema de la muerte. La Rochefoucauld decía que ni el sol ni la muerte pueden mirarse cara a cara. Desde entonces, los astrónomos, con los recursos infinitos de su ciencia — de toda ciencia— han pesado el sol, calculado su edad, anunciado su fin. Pero la ciencia ha quedado como intimidada y temblorosa ante el otro sol, la muerte. La frase de Metchnicoff conserva su verdad: «Nuestra inteligencia tan atrevida, tan activa, apenas se ha ocupado de la muerte.» Apenas, porque el hombre, o bien renuncia a mirar a la muerte, la pone entre paréntesis, la olvida, como se termina por olvidar al sol, o bien, por el contrario, la mira con esa mirada fija, hipnótica, que se pierde en el estupor y de la que nacen los milagros. El hombre, que ha olvidado demasiado a la muerte, ha querido, igualmente demasiado, mirarla de frente, en lugar de intentar rodearla con su astucia.