Realidades Conversacionales - John Shotter

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John Shotter Realidades conversacionales L a construcción de la vida a través del lenguaje

Amorrortu ¡editores^

Realidades conversacionales L a construcción de l a vida a través del lenguaje

John Shotter Amorrortu editores

Biblioteca de sociología Conversational Realities. Constructing Life through Language, John Shotter © J o h n Shotter, 1993 (edición en idioma inglés publicada por Sage Publications de Londres, Thousand Oaks y Nueva Delhi) Traducción, Eduardo Sinnott Unica edición en castellano autorizada por Sage Publications, Inc., Londres, Reino Unido, y debidamente protegida en todos los países. Queda hecho el depósito que previene l a ley n° 11.723. © Todos los derechos de l a edición en castellano reservados por A m o r r o r t u editores S. A., Paraguay 1225, T piso (1057) Buenos Aires. L a reproducción total o parcial de este libro en forma idéntica o modificada por cualquier medio mecánico o electrónico, incluyendo fotocopia, grabación o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, no autorizada por los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada. I n d u s t r i a argentina. Made i n Argentina I S B N 950-518-182-5 I S B N 0-8039-8933-4, Londres, edición original

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provincia de Buenos Aires, en j i m i o de 2001.

Indice general

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Prefacio y agradecimientos Introducción: i m a versión retórico-respondiente del construccionismo social

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Primera parte. Una versión retórico-respondiente del construccionismo social

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1. E l fondo conversacional de l a vida social: más allá del representacionalismo 2. Localización del construccionismo social: conocer «desde adentro» 3. Diálogo y retórica en la construcción de las relaciones sociales

57 81

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Segunda parte. El realismo, lo imaginario y un mundo de acontecimientos

105 125 153

4. Los límites del realismo 5. L a vida social y lo imaginario 6. L a relatividad lingüística en i m mundo de acontecimientos

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Tercera parte. Realidades

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7. E n busca de u n pasado: reautoría terapéutica 8. Construcciones reales y falsas en las relaciones interpersonales 9. E l gerente como autor práctico: conversaciones para l a acción 10. L a retórica y l a recuperación de l a sociedad civil

224 241

conversacionales

7

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Epílogo: el construccionismo social retóricorespondiente en forma sumaria Post scríptum, Roy Bhaskar

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Referencias bibliográficas

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Prefacio y agradecimientos

Si bien su propósito es dar voz a muchos temas abarcados en las demás obras de esta serie dedicada al construccionismo social,* este libro va, no obstante, un poco más allá: intenta describir los rasgos decisivos del mimdo o los mundos conversacionales dentro de los cuales reside nuestro ser. Pues la conversación no es sólo una de las muchas actividades que desarrollamos en el mundo. Por el contrario, nos constituimos y constituimos nuestros mundos en la actividad conversacional. Esta es fundante para nosotros. Compone el fondo, comúnmente ignorado, en el cual arraiga nuestra vida. Pero no es forzoso que siga siendo así. Porque desde dentro de nuestras propias actividades conversacionales podemos llamar la atención acerca de algunos de sus rasgos de decisiva importancia, que de otro modo nos pasarían inadvertidos. Podemos, pues, llegar a captar aspectos de su naturaleza a través de nuestra propia habla, aun cuando, en teoría, nos está negada una visión de ella como totalidad. En tanto que la introducción, el epílogo y los capítulos 1, 2 y 3 fueron escritos especialmente para este volumen, los demás capítulos se tomaron de las fuentes que se indican a continuación. Capítulo 4: «Underlabourers for science, or "tool-makers" for society?», History ofthe Human Sciences, 3, págs. 443-57,1990; capítulo 5: «El papel de lo imaginario en la construcción de la vida social», en T. Ibáñez, ed.. El conocimiento de la realidad social, Barcelona: Sendai Ediciones, 1989; capítulo 6: «Speaking practically: Whorf, the formative function of communication, and knowing of the third kind», en R. Rosnow y M. Greorgoudi, eds., Contextua* S e h a c e r e f e r e n c i a aquí a l a s e r i e « I n q u i n e s i n s o c i a l construction» ( L o n d r e s : S a g e Publications), dirigida por K e n n e t h J . G e r g e n y el propio J o h n S h o t t e r , e n l a q u e s e publicó o r i g i n a r i a m e n t e e s t e l i b r o . (N. del T.)

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lism and Understanding in the Behavioural Sciences, Nuev a York: Praeger, 1986; capítulo 7: «Consultant re-authoring: the " m a k i n g " and "finding" of narrative constructions», Human Systems, 2, págs. 105-19, 1991; capítulo 8: «Paper for the Don Bannister Memorial Conference: Metaphors i n Life and Psychotherapy», Londres, octubre de 1988, I n s t i tute of Group Analysis; capítulo 9: «The manager as author: a rhetorical-responsive, social constructionist approach to social-organizational problems», comunicación leída en l a conferencia de la Hochlschule St. Gallen sobre Social-Organizational Theory: From Methodological Individualism to Relational Formulations, 1990; capítulo 10: «Rhetoric and the recovery of civil society», Economy & Society, 18, págs. 149-66, 1989. Agradezco a los editores y a los compiladores haberme permitido u t i l i z a r esos artículos. A u n q u e en su mayor parte estos trabajos h a n sido reelaborados y adaptados para este Ubro, sólo se eliminaron las repeticiones donde el sentido lo permitía. Deseo agradecer, por último, l a ayuda y la cálida amistad de Kenneth J . G«rgen, con quien comparto l a dirección de l a serie en la que aparece esta obra.

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Introducción: una versión retóricorespondiente del construccionismo social

«La realidad humana primaria son personas en conversación». Harré, 1983, pág. 58 «Fluye la conversación, la utilización y la interpretación de las palabras, y sólo en su transcurso tienen estas significado». Wittgenstein, 1981, n° 135 «La conversación, entendida con suficiente amplitud, es la fi)rma de las transacciones humanas en general». Macintyre, 1981, pág. 197 «Si consideramos el saber, no como la posesión de una esencia que ha de ser descripta por los científix:os o por los filosofías, sino más bien como un derecho a creer, según los criterios actuales estamos entonces bien encaminados para ver en la conversación el contexto último en el que debe entenderse el conocimiento». Rorty, 1980, pág. 389

Lo que hablamos (y lo que escribimos) sobre el habla comienza a tomar im giro dieilógico o conversacional. En lugar de dar por sentado que entendemos el discurso de otra persona captando simplemente las ideas internas que al parecer puso en sus palabras, esa imagen de nuestro entendimiento mutuo empieza a ser vista como la excepción y no como la regla. Según advertimos, la mayoría de las veces no entendemos del todo lo que la otra persona dice. De hecho.

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en l a práctica el entendimiento común, si realmente lo hay, se produce sólo de vez en cuando. Y en t a l caso, se produce al someter a prueba y verificar los dichos del otro mediante preguntas, objeciones, reformulaciones, reelaboraciones, etc. Pues en l a práctica el entendimiento común es objeto de i m desarrollo o una negociación por parte de los participantes a lo largo de un determinado lapso, durante u n a conversación (Garfinkel, 1967). Pero si lo que las personas hacen no es simplemente poner sus ideas en palabras, ¿qué suelen hacer cuando hablan? A n t e todo, según parece, responden a las expresiones del otro en u n intento por enlazar sus actividades prácticas con las de quienes están a su alrededor; y en tales intentos por coordinar sus actividades, construyen relaciones sociales de una u otra especie (MiUs, 1940). E l carácter de estas relaciones conversacionalmente desarrolladas y en desarrollo, y los acontecimientos que se producen en su seno, empiezan a considerarse de mayor importancia que las ideas compartidas que podrían (o no) suscitar, y esto porque lo que se habla cobra significado en el contexto dinámicamente sostenido de esas relaciones construidas de manera activa. Por consiguiente, en lugar de centrarnos de i n mediato en l a forma en que los individuos llegan a conocer los objetos y las entidades del mundo que los rodea, comenzamos a interesamos más en cómo crean y mantienen, p r i mero, determinadas formas de relacionarse entre sí en su plática, y después, a p a r t i r de esas formas de hablar, entienden sus circimstancias. Y ello porque si bien las circimstancias pueden permanecer materialmente iguales en todo momento, el modo en que las entendemos, lo que seleccionamos como objeto de nuest r a atención o nuestra acción, l a forma en que reunimos acontecimientos dispersos en el espacio y el tiempo y les a t r i b u i m o s u n significado, dependen en g r a n medida de nuestro uso del lenguaje. Dicho de otra manera: en lugar de entender nuestras ideas y pensamientos como si se nos presentaran uisualmente, al modo en que vemos los objetos circunscriptos y materiales en u n instante, empezamos a hablar de ellos como si tuvieran más bien l a calidad de u n a secuencia extensa de órdenes o de instmcciones acerca de cómo actuar. E n realidad, como sostendremos más adelante, es como si tales órdenes o instmcciones nos fueran presentadas dialógica o conversacionalmente por l a voz de otro.

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una voz que responde a cada fase de nuestra acción indicándonos el rasgo al que a continuación debemos prestar atención (véase la Primera parte). Así, en lugar de hacerlo mediante metáforas visuales y oculares, llegamos a entender lo que decimos mediante metáforas tomadas del ámbito del propio discurso.

Las relaciones lingüísticamente construidas y nuestras prácticas disciplinarias Acaso podamos advertir la importancia de esas relaciones lingüísticamente construidas si consideramos, para empezar, un caso extremo: lo que ocurre en determinado momento de una relación cuando una persona le dice a la otra «te quiero». A l margen de su función como enunciación de un hecho, una afirmación de ese tipo (si la otra persona responde a ella de manera apropiada) puede cumplir la función de reconstituir por entero el carácter de la relación del hablante con la persona a la que se dirige. En rigor —y esto tiene especial importancia—, la modificación de la relación repercute sobre el hablante para modificar también su naturaleza. Pues ahora el hablante no solamente asumirá nuevas obligaciones (a cambio de nuevos derechos) con respecto a la persona del otro, sino que también cambiará lo que note y le interese en el otro: se modificarán su sensibilidad moral, su ser mismo, el tipo de persona que es. Si bien el hablante sólo era responsable de tratar de que la pareja pusiera en marcha la «creación» de una nueva forma de su relación, y en ese sentido hizo su revelación como si cayera del cielo, en otro sentido esta no fue en absoluto inesperada. Ambos actúan en un momento decisivo del contexto cambiante del desarrollo de su relación. Por regla general, uno de ellos habrá advertido determinadas tendencias incipientes en la relación mutua: el otro puede haber pasado más tiempo del habitual mirándolo, o desconcertarse por su presencia, etc. Y el hablante decidió que cuando la situación fiiese la adecuada —cuando se encontrase en una posición interactiva apropiada con respecto al otro, y en el momento interactivo oportuno—, se arriesgaría a hacer su declaración. Puesto que, a no ser que la empresa entera se desbara-

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te, su significado, su significado singular para las personas en cuestión, será manifiesto en el curso de la actividad en la que aparece. E l poder de l a firase «te quiero» — s u poder de modificar todo el carácter del flujo fiituro de i m a actividad esencialmente conversacional de los i n t e r l o c u t o r e s — se deducirá sólo en m u y pequeña medida de las palabras mismas. L a única fimción de estas consistirá en establecer u n a diferencia decisiva en u n momento decisivo, que resulta de la historia de su fluir hasta entonces; su significado estriba sobre todo en su uso en ese momento. Pero para usarlas así hace falta juicio; de ahí los sentimientos de aprensión y de riesgo que experimenta el hablante. Con todo, si se l a conduce bien, la «declaración de amor» hace que entre ambos se cree u n a relación de u n tipo enteramente nuevo, desde cuyo interior se pone de manifiesto un nuevo tipo de «realidad», puesto que quienes están enamorados atribuyen u n a significación m u y diferente a u n a las más leves tendencias de las acciones del otro: el amante se extasía ante la persona amada, encontrando en ella una fiiente de «originalidad constantemente imprevista» (Barthes, 1983, pág. 34). Porque estar enamorados es más que ser sólo amigos. Su característica d i s t i n t i v a es hacernos sentir repentinamente presa de pasiones que nos a r r a n can del curso mundano de la vida cotidiana y nos transport a n a otra realidad, u n a reaüdad especial en l a cual las cosas acontecen de manera a l parecer extraordinaria. Por eso, así como «el m u n d o del hombre dichoso es diferente del mundo del hombre desdichado» (Wittgenstein, 1961, observación n° 6.43), el mundo de quienes están enamorados es diferente del mundo de quienes no lo están: a) unos y otros se g o b i e r n a n (o no) de u n a m a n e r a diferente; b) t i e n e n expectativas diferentes, advierten cosas diferentes y tienen motivos diferentes en su relación recíproca; c) también se valen de medios diferentes para juzgar el valor del otro. Es decir, son diferentes en su forma de ser. Y en el marco de este nuevo contexto, de esta nueva estructura de sentimientos, las personas en cuestión juzgan que determinados actos son apropiados o üiapropiados. Por tanto, como resultado de sus declaraciones recíprocas de amor (en el supuesto de que la declaración inicial haya sido correspondida), esperarán el uno del otro cosas distintas en el fiituro. Si toman en serio sus enunciados y les importan sus consecuencias (morales),

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ahora contarán, por ejemplo, con no quedarse muchas veces solos mientras el otro sale con otros amigos, etc. Ciertamente, los hablantes que no cumplen con los compromisos morales implícitos en sus declaraciones pueden sentirse avergonzados cuando los destinatarios de estas les enrostran ese hecho. Aunque acaso no sean tan intensas desde el punto de vista emocional, n i tan excluyentes de los demás, muchas de nuestras restantes actividades de la vida cotidiana se desenvuelven en el contexto de tales relaciones conversacionalmente establecidas. Algimas son fugaces; otras, más duraderas. Algunas son más abiertas y desordenadas que otras; las conversaciones entre amigos tienen menos restricciones que las que mantenemos con el fin de concretar algún «negocio»; en determinados contextos —oficinas, empresas, ambientes burocráticos, establecimientos educativos, etc.—, el conocimiento del debido orden de la plática es parte de nuestra competencia social como adultos. En verdad, nuestro discurso tiene una capacidad tan grande de afectar nuestras relaciones con los demás que determinadas formas de hablar asumen una forma «oficial» o «sacrosanta», y quien habla «en contra» de ellas, por decirlo de este modo, recibe una sanción. Así, en muchos ámbitos aún se considera ofensiva la afirmación de Nietzsche de que «Dios ha muerto». Y, desde luego, en los Estados Unidos ese no es un aspecto obvio del mundo cotidiano al que uno pueda recurrir para oponerse a algunas de las políticas sociales actualmente aplicadas por las legislaturas estaduales sometidas al control de la derecha cristiana. En el seno de tales grupos, el discurso que socava las formas «básicas» de hablar que emplean para relacionarse entre sí genera grandes susceptibilidades. El discurso que desdibuja los límites entre las categorías que aplicamos a las cosas del mundo «nos» desdibuja, atenta contra la estabilidad del tipo de ser que nos atribuimos y contra la forma de los deseos, impulsos y necesidades que tenemos; ese discurso es, por tanto, peligroso (Douglas, 1966). No es fácil poner en tela de juicio o modificar nuestras formas «básicas» de hablar.^ ^ E n buena parte l a emoción no se asocia tanto con el uso de nuestras formas «básicas» de hablar cuanto con el hecho de mantenerlas en v i gencia. Nos conmovemos en las épocas en que se intenta modificarlas en algún sentido. Así, como observa Foucault (1972, pág. 216), aunque el

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E n Occidente son muchas las cosas que damos por sentadas en el discurso práctico y cotidiano sobre nosotros mismos. Y en nuestras formas tradicionales de introspección y de examen de l a naturaleza de nuestra vida social cotidian a en los terrenos de l a psicología y l a sociología, hemos codificado esas formas «básicas» de hablar en i m a serie de supuestos explícitos; por ejemplo, entendemos que somos i n d i v i d u o s autosuficientes, con u n a mente que contiene «representaciones mentales internas» de posibles circunstancias «externas», y que nos hallamos ante otros i n d i v i duos similares y i m trasfondo social y n a t u r a l que carece de esa capacidad cognitiva (Sampson, 1985, 1988). E n verdad, t a l f o r m a de concebirnos está t a n «incorporada» que es difícil, en las conversaciones cotidianas, hablar intehgiblemente de nosotros mismos —^y por tanto imaginarnos— de cualquier otra manera. E n realidad, nos aferramos recíprocamente a esas formas de hablar; hacerlo de otra manera se considera m i tanto extraño; es como si uno no supiera'bien qué significa ser i m a persona normal. Esa es la fiiente de nuestra suposición de que entender u n a cosa quiere decir «tener en l a cabeza algo así como u n a imagen de ella». Y cuando, antes de vemos ante el problema de intentar explicarlo como u n proceso psicológico, nos enfi-entamos con el de decir qué «es» entender, nos decimos que así es como «tiene que» ser: ¿de qué otro modo podría ser? Con todo, como señala el antropólogo Geertz (1975, pág. 49) respecto de toda esta concepción que tenemos de nosotros mismos, «por i n corregible que pueda parecemos, [es] u n a idea bastante peculiar en el contexto de las culturas del mundo». Otros pueblos parecen haber creado formas m u y diferentes de explicarse unos a otros: como informa Lienhardt (1961, pág. 149) sobre los dinka, por ejemplo, estos carecen aparentemente de «una entidad i n t e m a [como la "mente"] que, si se piensa bien, parezca situarse entre el yo que experimenta en cualquier momento dado y lo que es o h a sido u n a i n discurso no parece ser u n a actividad muy poderosa en sí misma, «las prohibiciones que lo rodean pronto revelan sus vínculos con el poder y con la deseabilidad ( . . . ) el discurso no es simplemente el medio que pone de manifiesto —o disimula— el deseo; es también el objeto de deseo. De igual modo, los historiadores nos han inculcado constantemente que el discurso no es l a mera verbalización de conflictos y sistemas de dominación, sino el objeto mismo de los conflictos del hombre».

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fluencia exterior ejercida sobre ese yo». ¿Podría ser que nuestra forma de hablar sobre la gente como si tuviera estados mentales internos y siempre entendiera las cosas en términos de estos fuera menos universal de lo que creemos? Sin embargo, para nosotros, tal como hemos visto, esa forma de hablar es «básica». Surge de toda una serie de prácticas cotidianas, hasta cierto punto interrelacionadas, según las cuales vivimos y entendemos nuestra vida en común. Por tanto, aun cuando puedan proponerse nuevas formas de hablar, se suscitarán dificultades, a no ser que se descubra una manera de adaptarlas a las ya existentes. En este sentido, para nosotros, como académicos de profesión, revisten particular interés las relaciones interdisciplinarias que mantenemos con nuestros colegas. Aunque en el pasado nos acostumbramos a imaginar que nuestras disciplinas estaban consagradas a un conocimiento desapasionado, resulta claro que, por así decirlo, las cosas sólo funcionan de ese modo en el centro de ellas. Quienes actúan allí, quienes han aprobado sus exámenes, quienes no solamente saben basarse en determinados significados ya fijados dentro de un orden de significados, sino también rechazar críticamente todos los que no resultan apropiados, hallan un mundo ordenado y apacible, en el que todas las cosas están en su lugar. Pero como observa Foucault (1972, pág. 223), en los límites, como lo saben por experiencia propia quienes están en los márgenes de las disciplinas, hay toda ima gama de prácticas de exclusión orientadas a conservar la naturaleza limitada y ordenada de su objeto. «Dentro de sus límites, toda disciplina reconoce proposiciones verdaderas y falsas, pero rechaza toda una teratología del aprendizaje». Así ha ocurrido en la historia de la psicología (Danziger, 1990). En ella, cada nuevo enfoque tuvo que ingresar luchando desde los márgenes hasta hallar un lugar en el centro. Puesto que para quienes ahora se sitúan en él, los nuevos enfoques pueden parecerse a peligrosos monstruos que merodean en torno de los límites extemos de la disciplina, empeñados, si se les permite entrar, en destruir todo el orden que ha logrado establecerse en su seno. Así, como amigos a punto de ser amantes, ¿podemos (o debemos) arriesgamos a dar a nuestras relaciones disciplinarias un nuevo fundamento? Si bien experimentaríamos tal vez lo que antes jamás experimentamos, es muy posible que perdiéramos también las bases de

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todos los logros alcanzados hasta ahora. Pero, lo mismo que los enamorados de que antes hablábamos, acaso el riesgo no sea t a n grande como tememos. Quizá sólo se nos exija que reconozcamos lo que ya hacemos en nuestras relaciones mutuas: reconocernos y vernos en acción allí donde antes suponíamos que debía haber «mecanismos» fuera de nuestro gobierno.

Cuál es el tema de este libro E n el intento de hacerlo y reorientar nuestra atención, como antes lo señalamos, dejaremos de concentramos en l a forma en que entendemos los objetos para poner en el núcleo del análisis nuestra comprensión recíproca: el interés pasará así de l a epistemología a la hermenéutica práctica (Shotter, 1984). Y a l centrarse en el uso que se hace de determinadas formas de hablar para construir diferentes t i pos de relaciones sociales, este libro abordará u n a versión dialógica o conversacional especial del construccionismo social (Coulter, 1979, 1983, 1989; Gergen, 1982,1985; Harré, 1983, 1986; Shotter, 1984, 19936), versión que he llamado «retórico-respondiente». Le doy esa denominación porque m i propósito es sostener que nuestra capacidad, como i n d i viduos, de hablar en términos representacionales —esto es, de p i n t a r o describir u n estado único de cosas (ya sea real o no) en l a forma en que lo deseemos, independientemente de las influencias del medio—, surge del hecho de que, fundamental y primariamente, hablamos en respuesta a quienes nos rodean. E n rigor, parte de lo que tenemos que aprender cuando crecemos, si deseamos que vean que hablamos con autoridad acerca de cuestiones fácticas, es el modo de responder a los demás en caso de que pongan en tela de juicio nuestras afirmaciones. A l hablar, debemos ser conscientes de la posibilidad de que se produzcan esos cuestionamientos, y poder contestarlos justificando lo que sostenemos. Esa es u n a de las razones para caracterizarla como i m a forma retórica, antes que referencial, de lenguaje; puesto que más que pretender describir únicamente u n estado de cosas, nuestras formas de hablar pueden «mover» a los demás a la acción o modificar sus percepciones. Y podemos hacerlo —^y

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esta es una segunda razón para llamarla «retórica»— porque la retórica emplea metáforas que pueden ayudar a ima audiencia a «establecer conexiones» entre enunciados del hablante que de otro modo parecerían desconectados entre sí, esto es, a dar una forma lingüística inteligible a sentimientos o tendencias meramente percibidas que comparten los hablantes y su audiencia. Este interés —en los procesos sociales (y éticos) que conlleva la «factura» de dichas conexiones— caracteriza todos los capítulos de este volumen. Antes que en el lenguaje considerado en términos de patrones o sistemas ya existentes, compuestos por «palabras ya dichas», la versión del construccionismo social examinada aquí se centra en los usos formativos a los que se aplican «las palabras en su decir», y en la naturaleza de las «situaciones» relaciónales que de ese modo se crean entre quienes están en contacto comunicativo recíproco a través del lenguaje. De tal manera, al hacer hincapié en el habla conversacional entre nosotros mismos, enfocamos la atención en diversos factores de la existencia humana. En lugar de concentramos en los sucesos que se desenvuelven en la dinámica interna de la psique individual (subjetivismo, romanticismo y cognitivismo), o en los que afectan las características ya determinadas del mundo externo (objetivismo, modernismo y conductismo) —los dos polos^ de acuerdo con los cuales nos hemos concebido en los últimos tiempos (Gergen, 1991; Taylor, 1989; Volosinov, 1973)—, en el construccionismo social prestamos atención a acontecimientos ocurridos dentro del flujo contingente de interacción comunicativa continua entre los seres humanos. En el pasado, el interés en uno u otro de los polos señalados —así como \m impulso iluminista a producir sistemas únicos y imificados de conocimiento— dio lugar a la ambición de situar un mundo más allá de lo social y lo histórico, y a los intentos de descubrir ese mundo, ya fiiera en lo profundo de la supuesta naturaleza orgánica o psíquica del individuo o, acaso, en sistemas o principios abstractos más amplios a los que el individuo presimtamente estaba sujeto. Como resultado de ello, ^ Expresarse así es, por cierto, simplificar bastante, puesto que entre esos dos polos hay influencias y préstamos, a l punto de que, en el terreno de la psicología, todas las teorías contienen aspectos de una y otra tendencia.

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hasta hace poco quedó en segundo plano esta tercera esfera de actividad difusa, sensorial o afectiva,^ este desordenado alboroto o bullicio^ de l a vida social de todos los días, a l a espera de u n a dilucidación en términos de principios ahistóricos, aún por descubrir, de la mente o del mimdo. Según sostendré, es en ese flujo de actividades y prácticas respondientes y relaciónales —\ma esfera de actividad que en otro l u gar llamé «acción conjunta» (Shotter, 1984; se lo presenta con más detalle en el capítulo 1)— donde se originan y se forman^ todas las restantes dimensiones socialmente significativas de l a interacción interpersonal, con los modos de ser subjetivo u objetivo asociados a ellas. Concebir de este modo nuestras capacidades cognitivas —como si se formaran en lo que hacemos y decimos, y no como fuentes ya existentes y bien constituidas de nuestras acciones y nuestros emmciados— es, como lo h a señalado recientemente Harré (1992a), contribuir a u n a «segunda revolución cognitiva», que da «un giro disctu-sivo» (por ejemplo, Edwards y Potter, 1992). Mientras que la primera fue iniciada públicamente en H a r v a r d en la década de 1960 por J . S. B r u n e r y George Miller, y en gran medida estaba en la línea (cuando l a examinamos retrospectivamente) de l a orientación instrumental, individualista, sistemática, u n i taria, ahistórica y representacional del pensamiento domi^ Pienso aquí en la primera tesis de Marx sobre Feuerbach, según la cual «la principal deficiencia de todos los materialismos existentes hasta ahora (incluido el de Feuerbach) es que la cosa, la realidad, la sensibilidad, se conciben sólo con la forma del objeto o de la contemplación, pero no como práctica, actividad humana sensorial, no subjetivamente» (Marx y E n gels, 1977, pág. 121). * «Alboroto» y «bullicio» son términos empleados por Wittgenstein (1980, I I , n°s 625, 626, 629) para indicar el carácter indefinido del marco que determina nuestras respuestas a lo que experimentamos, y según el cual juzgamos los acontecimientos de nuestra vida cotidiana. ^ E s interesante en este sentido lo que señala Toulmin (1982a, pág. 64) acerca de la genealogía de l a palabra «conciencia»: «Etimológicamente, el término "conciencia" es, por supuesto, u n a palabra relacionada con el conocimiento. Lo pone de manifiesto la forma latina — s c i — inserta en medio de ella. Pero ¿qué diremos del prefijo con- que la precede? L a respuesta se obtiene fácilmente si se considera el uso del término en el derecho romano. Dos o más agentes que actúan juntos —que tienen una intención común, h a n trazado un plan y h a n concertado sus acciones— son, como resultado de ello, conscientes. Actúan como lo hacen porque cada uno de ellos conoce los planes del otro: actúan conociendo juntos».

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nante en la época, esta segunda revolución ha sido un desarrollo mucho más marginal, producido no solamente en los bordes de la psicología (Berger y Luckman, 1966; Coulter, 1979; Gergen, 1985; Harré, 1983, 1986; Shotter, 1975, 1984), sino también en los límites de muchas otras disciplinas, especialmente la teoría literaria y la antropología. Este desarrollo tiende a destacar los aspectos poéticos y retóricos, sociales e históricos, plurales, así como los respondientes y sensoriales del uso del lenguaje, intereses que la primera revolución cognitiva dejó en un segundo plano. Pero, según veremos, al adoptar una concepción dialógica y argumentativa del incremento del conocimiento, y no una posición eliminatoria, neodarwiniana y monológica, no se suprimen n i se subordinan del todo los anteriores intereses del cognitivismo —el instrumental, el sistemático, etc.—, que aún conservan ima «voz» en el diálogo. Pero que ahora no es tan intensa como para silenciar la voz de esos otros intereses. Hasta aquí, esos otros aspectos más respondientes y poéticos del uso del lenguaje no fueron para nosotros tan «silenciosos» como «invisibles» (según la terminología hoy más preponderante de las metáforas visuales). Como adultos modernos, autoconscientes y autónomos (y en especial como investigadores y académicos), estamos muy familiarizados con la capacidad de usar nuestro lenguaje de manera referencial y representacional para hablar (o escribir) a nuestro antojo sobre «cosas» y «estados de cosas»: ya sea que las «cosas» en cuestión estén en el mimdo o en nuestra cabeza, ya sea que existan realmente o sólo sean ficticias, ya sea que haya o no alguien que nos escuche (o nos lea). Como individuos adultos, hemos estimado que esa función referencial y representacional es la función primaria de nuestro lenguaje. Pero en el construccionismo social, todo lo que podríamos denominar las dimensiones persona-mundo, referencialesy representacionales de la interacción a las que podemos acceder en el momento como individuos —todas las formas conocidas de que ya disponemos para hablar de nosotros mismos, de nuestro(s) mimdo(s) y de sus posibles relaciones, que en el pasado consideramos primarias en algún sentido— pueden ser vistas ahora, según sostenemos, como secimdarias y derivadas, surgidas del fondo cotidiano y conversacional de nuestra vida. En este aspecto, esa dimensión

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de l a interacción, en contraste con la más conocida dimensión representacional, puede llamarse dimensión yo-otro y retórico-respondiente. Allí reside, pues, l a especificidad de la versión del construccionismo social debatida en este libro: la concepción del lenguaje que se ofrece en él es i m a concepción comimicacional, conversacional o dialógica, en l a que es primordial l a comprensión respondiente recíproca entre la gente. Por cierto, podría sostenerse que a l proceder de esa forma, sensorial y respondiente, las personas actúan en u n n i vel psicológico más bajo que cuando lo hacen en formas aparentemente no t a n ligadas a su «situación». Podría aducirse que en la adultez abandonan esa forma de comportamiento receptiva a l a situación, y pasan a obrar de manera i n d i v i dual y autónoma, de acuerdo, ahora, con sus representaciones mentales internas. Pero aun como adultos que obran enteramente solos, las personas siguen enfrentándose, con l a tarea de hacer que su acción sea pertinente, si no para l a situación conversacional inmediata en l a que se encuent r a n , para l a «situación» social, cultural, histórica y política en l a que «imaginan» estar. Y, una vez más, su tarea es j u z gar de manera respondiente (y responsable), con inteligencia (y legitimidad), cómo hacer que sus respuestas se adapten debidamente a las exigencias de esa situación. E n cuyo caso, reiterémoslo, l a actividad conjunta entre ellos y su situación socialmente (y lingüísticamente) constituida, y no eUos por sí solos, es l a que «estructura» lo que hacen o dicen. Es como si tuviéramos que adecuamos a una realidad objet i v a que existiese independientemente de todos los i n d i v i duos en cuestión: pero tenemos que adecuarnos a ella, no en razón de su configuración material, sino porque moralmente todos nos exigimos, de manera recíproca, adaptarnos a las «situaciones» que surgen entre nosotros. Ellas son como una tercera entidad existente entre nosotros y quienes nos rodean. Por eso, como individuos, puede parecemos que tales situaciones constituyen u n mundo «extemo» de algún tipo, algo que está en el otro extremo de l a dimensión «persona-mundo» de l a interacción que antes mencioné. S i n embargo, esas situaciones no son externas a «nosotros» como gmpo social. A l no ser n i «mías» n i «tuyas», constituyen u n a Otredad que es «nuestra», que es nuestra forma

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peculiar de Otredad. Y desde el interior de esa Otredad^ tenemos que distinguir, lenta y gradualmente, entre lo que se debe y lo que no se debe a nuestras relaciones mutuas: la tarea de distinguir lo que depende de los rasgos de nuestra habla de lo que es independiente de ella. Esa tarea será difícil y políticamente discutida; pero es claro que hasta ahora se la ha ignorado. Como algunos advertirán, hablar así de «otros» y de «Otredad» es comenzar a utilizar parte del vocabulario que actualmente aparece —^pero aún con la forma de «monólogos teóricos» (Billig et al, 1988, pág. 149)— en la teoría social posmoderna y posestructuralista. No se trata de un accidente. M i propósito, tal como es en realidad el propósito de toda esta serie de libros, es intentar liberar a la psicología de su «colonización» por un «cognitivismo» ahistórico, asocial, instrumental e individualista (Still y Costall, 1991), y abrirla a una forma de actividad investigativa más amplia, participativa o dialógica. Mediante esta forma de investigación —que no consiste sólo en «teorías» y «sistemas» formulados por especialistas enfrentados entre sí en una lucha neodarwiniana por la supervivencia del más apto— podemos comenzar a ver que también quienes participan de todo el contexto sociohistórico de fondo en que el propio cognitivismo está inserto —el marco conversacional que hasta ahora ha permanecido en silencio— pueden empezar a intervenir en el diálogo. Lo que consistía en una lucha eliminatoria o excluyente por la única «visión» sistemática y correcta (en la búsqueda de iina «solución final»), se transforma en una conversación continua, no eliminatoria, incluyente y polifónica, que constituye, para decirlo con palabras de Billig (1987), una «tradición de argumentación». En ella se r e ú n e n en todo momento, como unidades dinámicas, diferentes tradiciones argumentativas, no por tener cabida en un marco compartido, sino (como también señaló Billig) por originarse en y orientarse hacia la elaboración dialógica de ciertos «temas dilemáticos», «tópicos» o «lugares comunes» bilaterales o multilaterales. Y si bien en tales tradiciones jamás se alcanzan soluciones finales, lo importante es que quienes se alzan con las discusiones en su seno, tienen ^ Como lo s e ñ a l a m o s tanto Harré (1990) como yo mismo (Shotter, 1984), podríamos hablar aquí siguiendo a UexküU (1957), de la Umwelt humana.

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la oportiinidad de modificar la agenda de la argumentación. E n otras palabras, lo que importa no son tanto las conclusiones a las que se llegue, cuanto los términos en que se form u l e n las discusiones. Puesto que hablar de i m a nueva manera es «construir» nuevas formas de relación social, y const r u i r nuevas formas de relación social (de relaciones entre el yo y los otros) es construimos nuevas maneras de ser (de relaciones entre la persona y el mundo). Y precisamente es eso, por supuesto, lo que está en j u e go en este libro. Para señalarlo de manera suficientemente explícita, m i propósito es presentar argumentos para resit u a r o «refiindar» l a disciplina académica de la psicología dentro de las actividades sociales formativas en acción en el marco conversacional cotidiano de nuestra vida. O bien, para decirlo con otras palabras: presentar argumentos con vistas a reformularla en términos apropiados para el estudio de esas actividades. E n efecto, si las afirmaciones que he planteado hasta ahora son correctas y nuestras formas de h a b l a r constituyen nuestras relaciones sociales, nuevas formas de hablar en psicología, más éticas y sociales, contribuirán a «reconstmirla» según lineamientos más éticos y sociales y, por tanto, a establecer en ella u n a nueva «tradición de argumentación». Entonces, en lugar de las viejas luchas eliminatorias y excluyentes, podremos b r i n d a r l a o p o r t u n i d a d de generar toda u n a nueva serie de luchas creativas de u n tipo m u y diferente, no eliminatorias e incluyentes, marcadas no sólo por las tensiones, digamos, entre las representaciones simplemente mentales y el conexionismo de l a psicología cognitiva, sino por i m a m u l t i t u d de otras tensiones que hoy no tienen voz dentro de l a disciplina. Esas tensiones están presentes en cada uno de los momentos de incertidumbre de nuestra vida en los que somos responsables de las «conexiones» que establecemos: e n t r e nosotros y quienes nos rodean como «compañeros», «extraños», «extranjeros», «amigos», etc.; entre nosotros y «nuestro pasado», «nuestro fiituro» y «nuestra muerte»; «nuestro medio ambiente»; «lo desconocido»; lo «trascendental o absoluto», etc.; y en nuestra constracción social de esas conexiones constmimos nuestras identidades, el carácter de nuestros deseos, en síntesis: quiénes somos para nosotros mismos. L a psicología —con sus inseguridades y sus luchas para mostrarse merecedora de u n lugar entre las ciencias d u -

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ras— se incapacitó para participar en los decisivos debates sobre cómo podrían forjarse esas conexiones. Esos debates son parte del mismo proceso sociohistórico y bidireccional de desarrollo cultural mencionado al comienzo de esta «Introducción», en el cual está en juego una articulación o transformación más profunda de nuestras formas de vida. En el pasado muchos se decepcionaron por la ausencia de la psicología en esos debates. E l propósito de los estudios incluidos en este libro es doble: mostrar que en realidad estamos a sólo un paso de tomar parte en esos debates, y aportar algunos recursos para darlo.

La estructura de este libro Lo que intento presentar en la Primera parte no es la teoría de una versión retórico-respondiente del construccionismo social sino una exposición instructiva de ella; es decir, toda una caja de herramientas llena de «enunciados instructivos» o «recursos verbales» para aplicar en la explicación y la interpretación de nuestras actividades conversacionales cotidianas: acción conjunta, conocimiento de tercer tipo (situaciones conversacionales «desde adentro»); «invisibilidad racional» e «ilusiones del discurso»; formas de hablar retórico-respondientes versus formas de hablar referenciales y representacionales; la emergencia de las formas referenciales a partir de las formas respondientes de habla y su «arraigo» en ellas; la naturaleza «sensible» de las formas respondientes de habla; la naturaleza de negociación ética de los productos de la actividad conjunta y conversacional; la condición de la «mente» y de la «identidad» como fenómenos límite y como entidades «imaginarias»; la naturaleza abierta, incompleta y negociada de la vida social; nuestras maneras de hablar (géneros) como formas formativas; hacer e inventar versus hallar y descubrir; prótesis e indicadores lingüísticos, etc. En lugar de una teoría única y unificada, he reunido una colección asistemática de «prótesis conceptuales» mediante las cuales se pueda entender el telón de fondo de nuestra vida. De acuerdo con lo que he esbozado en esta «Introducción» y argumentaré más extensa-

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mente en el capítulo 1, la tarea de entender el telón de fondo de nuestra vida no puede llevarse a cabo dentro de los confínes de ningún tipo de teoría sistemática. Las teorías sistemáticas reposan, en lo que concierne a su posibilidad, en su naturaleza autoevidente, y por tanto omiten analizar aspectos decisivos; resultan en i m a autoengañosa eternización de la ideología del momento (Rorty, 1980; véase el capítulo 1 del presente libro). E n realidad, como las actividades mentales conllevan procesos dialógicos de comprobación y verifícación moral en el contexto en el que se emprenden (Shotter, 1993a), ello socava los enfoques sistemáticos, no situados o descontextualizados (de inspiración i l u m i n i s t a ) del estudio de l a «mente». L a actividad mental debe estudiarse de otra manera: como u n a actividad situada, de moral práctica, y conjunta. Pero l a naturaleza de t a l actividad nos resulta enigmática y extraña; no estamos acostumbrados a hablar de las situaciones desde cuyo interior actuamos como realidades p r i m o r d i a l m e n t e intralingüísticas; no estamos acostumbrados a aceptar que sólo establecemos contacto con los aspectos del mundo que son independientes de nosotros desde el interior de ellas, mediante los recursos que nos proporcionan. E n u n esfíierzo por mostrar cómo podría ser su n a t u r a leza antes de que nos ingeniáramos para imponerles u n orden inteligible, a fín de captar la naturaleza p l u r a l , cambiante, incompleta y discutida de tales realidades (de fondo), intento, en el capítulo 2, situar el construccionismo social en i m mundo de actividades y de acontecimientos (en lugar del acostumbrado mundo de cosas y sustancias). Y sostengo que esas reahdades conversacionales, y las t r a d i ciones dialógicas de argumentación contenidas en ellas, deben encarnar una forma no sistemática y bilateral de conocimiento — u n llamado sentido común {sensus communis) dilemático— que proporciona a quienes v i v e n dentro de ellas u n recurso práctico y flexible, para emplear en su sostenimiento y en su «desarrollo». E n el capítulo 3 exploro los procesos dialógicos y retóricos que producen y reproducen dicho sensus communis dilemático y las tradiciones de argumentación que él sostiene, para pasar a mostrar parte de lo que implica empezar a realizar la investigación psicológica desde dentro de u n contexto semejante, como empresa dialógica antes que monológica. Afirmo asimismo que su f u n -

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damentación en un sentido común bilateral proporciona, sin predeterminar el resultado de los argumentos de las personas, ima base común suficiente para que todas ellas sepan que al menos intervienen en el mismo argumento, con lo que se evita la acusación de que una postura construccionista social conduce ineludiblemente a un relativismo del «todo vale». Si está situada o «enraizada» en el fondo conversacional de la vida cotidiana, no es entonces más relativista que cualquiera de los marcos sistemáticos formulados en las ciencias particulares; ni sus afirmaciones, n i las de los partidarios del construccionismo social, pueden ir más allá de los límites de nuestras capacidades de comprensión, forjadas en nosotros por las tradiciones de argumentación de que disponemos en nuestra historia y nuestra cultura. En la Segunda parte considero el realismo, lo imaginario y la naturaleza de un mxmdo de acontecimientos. Quienes todavía mantienen ima concepción no dialógica y no retórica del conocimiento cotidiano y aún creen que este nos proporciona un «marco» teórico monológico para la interpretación de los acontecimientos, temen el supuesto relativismo intrínseco del construccionismo social. A su juicio, este no muestra ningún camino para establecer contacto con una «realidad» más allá de un marco de pensamiento. Así, muchos de los que adhieren a una teoría construccionista social de los procesos sociales, quieren no obstante adoptar una metodología «realista» (Bhaskar, 1989, 1991; Eagleton, 1991; Greenwood, 1989, 1992; Norris, 1990; Parker, 1992). Pero, en todas sus variedades, el realismo nace del intento de hallar una solución de principio, sistemática y anticipada a i m dilema básico que deriva, por una parte, de saber que el simple decir no puede lograrlo, pero, por la otra, de saber que podemos hacer cosas con las palabras. Como ahora afirma Harré (1990, pág. 304), la mejor forma de resolver este dilema es un «realismo político» de acuerdo con el cual «leemos las teorías no como series de emmciados verdaderos o falsos, sino como guías para actos científicos posibles. Las prácticas de manipulación pueden ser eficaces o ineficaces». Pero políticamente esto suscita un nuevo dilema, que puede reformularse del siguiente modo: a) ¿se intenta resolver un dilema como este por anticipado mediante decisiones en principio políticas desde el interior de un sistema de pen-

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Sarniento? Y, en ese caso, ¿de quién es l a política (el sistema teórico) que debe aceptarse, y con qué «fundamentos»? O bien: b) ¿sencillamente aceptamos l a existencia de dichos dilemas y estamos de acuerdo en resolverlos, toda vez que se presenten, en términos de «ftindamentos» locales, contextúales, sostenidos como tales por los interesados? Y si es así, ¿cuál es l a condición de los fundamentos en cuestión? Esto es, a m i entender, lo que está en discusión en los argumentos sobre el realismo: ¿de quién —teóricos o profesionales (de l a reflexión)— es l a forma «básica» de hablar que h a de dominar? Opto por l a segunda posibilidad. Según lo veo, no h a y en el m i m d o ningún orden de cosas preestablecido; los órdenes que haya en él son construidos y sostenidos por el hombre. Así, en el capítulo 4 — e n el que examino críticamente l a i n fluyente versión de Bhaskar de u n «realismo científico o crítico»— intento poner de manifiesto algunas de las cuestiones políticas contenidas en afirmaciones como la de' Bhask a r : que en efecto hay órdenes preexistentes. Planteo allí cuestiones que tienen que ver, por ejemplo, con lo siguiente: a) los filósofos, los psicólogos o los teóricos sociales, ¿deben ser «peones de los científicos» o «fabricantes de herramientas para l a sociedad en general»?, y b) ¿qué se encierra en el hecho de que los grupos de élite resuelvan dilemas en forma teórica, antes de tiempo y previamente a su resolución, menos formal, en arenas de naturaleza más pública de la sociedad civil? A l rechazar el realismo, rechazo l a idea de que es posible descubrir «fundamentos», «normas» o «límites» indiscutibles de acuerdo con los cuales puedan juzgarse nuestras pretensiones de verdad. Sin embargo no deseo, por supuesto, llegar a l extremo de decir que en l a medida en que se pueda contar u n a buena historia que le sirva de apoyo, «todo vale». U n a vez más, puede hallarse la clave para resolver este dilema si se lo sitúa en el seno de u n a comimidad. Se transforma entonces en el dilema de distinguir, desde el i n terior de l a comunidad, entre lo que para nosotros son posibilidades «reales» y posibilidades «ficticias», habida cuenta de quiénes somos culturalmente para nosotros mismos. E n el capítulo 5 examino esta cuestión en términos del concepto de «lo imaginario». Este concepto nos provee de los recursos que necesitamos para hablar de las entidades «políticas»

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que aún no existen del todo —pero que tampoco son del todo ficticias—, de acuerdo con las cuales organizamos y sustentamos retóricamente nuestras relaciones sociales. E n u n principio, l a existencia de esas entidades políticas reside en su mera «subsistencia» en lo que la gente dice de ellas, pero — e n l a medida en que nuevas formas de hablar tienden a «construir» nuevas formas de relación social— empiezan a a s u m i r u n a existencia más «real» (moralmente i n t r a n s i gente) cuanto más se habla «de» ellas, y dan origen a nuevas instituciones y estructuras sociales. U n proceso manifestado en l a psicología, por ejemplo, con el paso de ima perspect i v a conductista a ima cognitivista que se inició entre fines de l a década de 1950 y comienzos de la de 1960; lo que motoriza esos procesos de cambio no son nuevos descubrimientos sobre l a verdadera naturaleza empírica de las cosas, sino la modificación de los intereses de las personas. Su existencia recién empieza a desvanecerse nuevamente cuando dejan de aportar el tipo de conocimiento necesario para comprender actividades sociales de importancia: cuando las formas científicas individualistas de conocimiento, populares en los mercados desregulados de la década de 1980, ya no parecen funcionar en las comunidades socialmente fragmentadas de la década de 1990. E n u n intento de captar la naturaleza de u n m u n d o donde los «acontecimientos» cobran v i d a y la pierden de distintas maneras — m u y diferente de u n mundo de objetos de existencia constante—, en el capítulo 6 examino l a obra de W h o r f y reintroduzco su principio de l a relatividad lingüística, para mostrar que, víctima de sí misma, esta h a sido leída e interpretada como u n a doctrina meramente sintáctica. E n la lectura que propongo puede vérsela como u n a doctrina que ofrece una amplia gama de demostraciones, útiles para el construccionismo social, del modo en que las formas de hablar pueden actuar en l a construcción de formas de realidad y de sus formas interrelacionadas de individualidad m u y diferentes de las nuestras. Por último, tras haber proporcionado en la Primera parte u n i n s t r u m e n t a l de dispositivos retóricos y en la Segunda u n a relación general de los contextos en que podrían aplicarse, en l a Tercera parte me propongo estudiar algunos de los resultados de su aplicación en distintas esferas especiales. E l tema conductor que enlaza todos esos estudios se refiere a las dificultades que se plantean cuando los i n d i v i -

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dúos intentan entender la vida de las personas (incluida l a propia) desde u n marco ordenado. Puesto que el hecho de que modelemos o hagamos modelar nuestra vida de acuerdo con u n único orden preexistente significa ignorar la necesidad siempre presente de responder a las acciones de quienes nos rodean, de i m a manera que «encaje» con nuestras circunstancias singulares y conforme al uso particular que hacemos de los recursos que socialmente están a nuestro alcance. Ya sea el orden previo i m orden sistemático y mecánico o uno mucho más rico, no sistemático y narrativo, el caso es el mismo; se impone a los individuos u n orden previo que no les permite enimciar sus actividades de acuerdo con su propia situación singular. Así, se sienten «entrampados», impedidos de actuar según sus necesidades. E n el capítulo 7 examino el caso de Ronald Fraser, vm historiador oral que se refiere a las trampas que lo encierran en su propio pasado. Considero allí las formas respondientes de comunicación obrantes en su psicoanálisis, donde son más los «sentimientos» que las «ideas» los que dan forma a lo que se dice. F r a ser empieza a salir de su aprisionamiento cuando cae en la cuenta de que su pasado consiste, más que en u n a única historia fija, en una colección de recursos narrativos que le suministraron las personas que lo rodeaban en su niñez. A l emplearlos advierte que puede transformarse en el autor de su propia infancia en vez de no ser más que su tema. Los recursos están a su disposición para que él los emplee como le agrade. E n el capítulo 8 prosigo con ese tema: la posibilidad de quedar prisioneros de historias que nosotros mismos hemos forjado. Allí examino, en particular, la urgencia que Freud sintió de construir en el psicoanálisis narraciones causales coherentes que satisficieran la necesidad «científica» de llegar a explicaciones causales ordenadas. Califico de «falsificadas» las construcciones producidas en tales circunstancias, porque si bien pueden, a l igual que u n billete falso act u a l de u n dólar o de u n a l i b r a , t r a n s m i t i r u n a perfecta «sensación de realidad», tienen sin embargo el efecto de apropiarse en forma permanente de i m recurso comxmitario para u n propósito individual: el de imponer vm orden preestablecido en favor de los especialistas en psicoanálisis. Además, en ese capítulo pongo de manifiesto que l a producción de u n orden inteligible en l a reflexión, mediante la cons-

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trucción de iina exposición narrativa, distorsiona con muchafrecuenciael carácter de la situación en la práctica real; completa falsamente como algo consumado y terminado lo que era una circunstancia abierta e inacabada, cuya apertura misma «invitaba» y «posibilitaba» la acción emprendida en ella. Esto se relaciona también con los problemas que enfrentan los gerentes en el comercio y la industria: dilucidar cuál «es» verdaderamente el problema en una situación práctica singular. No es atinado identificarlo sencillamente como un problema de un tipo determinado, porque eso significa omitir por completo sus pormenores únicos; es necesario, en cambio, caracterizarlo de una manera tal que revele cómo están esos pormenores relacionados entre sí y también con su contexto. Así, en el capítulo 9 exploro el carácter de las conversaciones apropiadas para entender «esos momentos y detalles fugaces de las cosas que llamamos "circimstancias"» (Vico). Las metáforas son importantes recursos retóricos de que disponen los gerentes para describir las circimstancias problemáticas a que se enfrentan. Su tarea es de autoría práctica: «ser autores» de una versión de im problema, que faculte a los demás integrantes de la empresa a identificar los aspectos en que pueden desempeñar xm papel para superar las dificultades de la firma. El obstáculo de los enfoques «científico-naturales» reside en que al afirmar que ofrecen teorías generales, pretenden antes de tiempo ser capaces de hablar correctamente en las discusiones en nombre de todos aquellos a los que estudian. Pero al hacerlo, los silencian. Les niegan la voz, la oportxmidad de hablar sobre la naturaleza de sus propias circunstancias singulares. Les niegan la ciudadanía en su sociedad. Para que eso cambie, lo que se necesita, según parece, es dar forma a algo que en la actualidad no existe: ima nueva sociedad civil, toda vina «ecología social» de regiones y momentos interdependientes de la vida social, en cuyo seno quienes están realmente implicados puedan explorar, analizar y debatir caminos posibles que conduzcan hacia el ñituro. Puesto que, según hemos visto, en el mundo del construccionismo social el futuro no sólo tiene que ver con la predicción y el control, sino con la forma en que quienes están en él intervienen en su producción. Este tema es examinado en el décimo y último capítulo. En él se sostiene en especial que si he de tener un sentido de pertenencia a una realidad

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social, no me bastará entonces con tener simplemente u n «lugar» en ella; también debo ser capaz de desempeñar i m papel irrestricto en su constitución y su conservación como m i propia modalidad de «realidad social», no como l a «de ellos», sino como m i realidad y la de m i gente, como «nuestra» realidad. Si no soy capaz de desempeñar ese papel, no me sentiré u n miembro pleno de ella; sentiré que vivo en i m a realidad que no es mía, i m a realidad a l a que otros tienen más derechos que yo. Según sostengo en ese capítulo final, sólo u n a sociedad con una verdadera «sociedad civil» en l a que todos puedan tomar parte en l a constitución de su cultura, puede suscitar en sus ciudadanos el sentimiento de que esta es efectivamente «su» cultura. De t a l modo, como u n primer paso hacia l a construcción de u n a posibilidad semejante, tenemos l a responsabilidad de mantener cierta «urbanidad» en nuestra vida conversacional cotidiana en común, i m a «urbanidad» que haga posibles las conversaciones y los debates constitutivos de la búsqueda lúdica de esa cultura: y es eso lo que está políticamente enjuego en la versión del construccionismo social presentada en este libro, puesto que en nuestro actual individualismo de mercado es vma preocupación a l parecer inútil y arbitraria.

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Primera parte. Una versión retóricorespondiente del construccionismo social

1. E l fondo conversacional de la vida social: más allá del representacionalismo

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